EXILIO Y POST EXILIO UN CAMPO DE ESTUDIO TRANSNACIONAL E HISTÓRICO EN...

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Seminario de Investigación #11: 9 de mayo de 2014 Luis Roniger 1 EXILIO Y POST-EXILIO: UN CAMPO DE ESTUDIO TRANSNACIONAL E HISTÓRICO EN EXPANSIÓN Luis Roniger * Wake Forest University [email protected] Abstract Este trabajo describe líneas de investigación en un campo de estudio que ha cobrado creciente ímpetu en décadas recientes, impulsando nuevas visiones analíticas para el tratamiento de un fenómeno cuyas raíces históricas e impacto transnacional se proyectan muy atrás en el tiempo. Este trabajo introduce elementos para entender la lógica interna del exilio político, destacando asimismo distintos enfoques y avances en el estudio transnacional e histórico de este campo en expansión. Key Words: destierro, exilio, autoritarismo, identidades colectivas, efectos transnacionales. * Luis Roniger: Sociólogo político comparativo. Argentino nativo, actualmente ocupa el cargo de catedrático de ciencia política y Profesor Reynolds de Estudios Latinoamericanos en la Wake Forest University de Estados Unidos. Roniger es autor de 18 libros y más de 150 artículos académicos, entre ellos los libros Patrons, Clients and Friends; Globality and Multiple Modernities; El legado de las violaciones de los derechos humanos en el Cono Sur; y The Politics of Exile in Latin America (Cambridge University Press, 2009).

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Seminario de Investigación #11: 9 de mayo de 2014

Luis Roniger

1

EXILIO Y POST-EXILIO: UN CAMPO DE ESTUDIO TRANSNACIONAL E HISTÓRICO EN EXPANSIÓN

Luis Roniger ∗

Wake Forest University

[email protected]

Abstract

Este trabajo describe líneas de investigación en un campo de estudio que ha cobrado creciente ímpetu en

décadas recientes, impulsando nuevas visiones analíticas para el tratamiento de un fenómeno cuyas raíces

históricas e impacto transnacional se proyectan muy atrás en el tiempo. Este trabajo introduce elementos para

entender la lógica interna del exilio político, destacando asimismo distintos enfoques y avances en el estudio

transnacional e histórico de este campo en expansión.

Key Words: destierro, exilio, autoritarismo, identidades colectivas, efectos transnacionales.

∗ Luis Roniger: Sociólogo político comparativo. Argentino nativo, actualmente ocupa el cargo de catedrático de

ciencia política y Profesor Reynolds de Estudios Latinoamericanos en la Wake Forest University de Estados Unidos. Roniger es autor de 18 libros y más de 150 artículos académicos, entre ellos los libros Patrons, Clients and Friends; Globality and

Multiple Modernities; El legado de las violaciones de los derechos humanos en el Cono Sur; y The Politics of Exile in Latin

America (Cambridge University Press, 2009).

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El destierro, en sus variantes de exilio forzado y expatriación, es una práctica política y de control

cultural que todos los Estados latinoamericanos adoptaron a lo largo de 200 años de vida independiente y

cuyas raíces se remontan aun a la época colonial. Recientes avances en el análisis de esta práctica han revelado

el carácter generalizado y recurrente del destierro como un mecanismo de exclusión institucionalizada y su

impacto como un factor transnacional, persistente aunque variable, en la historia de América Latina. Este

trabajo introduce elementos para entender la lógica interna del exilio político, destacando asimismo distintos

enfoques y avances en el estudio transnacional e histórico de este campo en expansión. Constituirá el primer

capítulo en el libro Destierro y exilio en América Latina: Nuevos estudios y aproximaciones teóricas, que la

Editorial EUDEBA de la Universidad Nacional de Buenos Aires publicará en 2014.

Todos los países de América Latina – a pesar de exhibir trayectorias institucionales diferentes –

incorporaron al destierro, en sus variantes de exilio forzado y expatriación, como una práctica política

importante. Una primera aproximación es constatar la persistencia y amplia difusión del destierro como

mecanismo de regulación de las esferas públicas, reconocido en los evidentes paralelos que ponen en

evidencia miradas diacrónicas sobre la historia nacional de los distintos países iberoamericanos, así como

miradas comparativas que permiten observar el paralelismo en el uso del exilio en distantes sociedades en la

región.

Paradigmático del primer eje es, entre otros, el caso argentino, donde, como afirma Silvina Jensen en

un trabajo sobre las representaciones del exilio en la historia argentina, la última dictadura militar (1976-1983)

produjo un exilio que destacaba

debido a su contundencia numérica; su extensión en el tiempo; su transversalidad social – aunque con

grados de incidencia por sectores muy dispares; el haber afectado mayoritariamente a las organizaciones

armadas que ya habían emprendido el camino de la clandestinidad, a sus frentes de masas y a una amplia

militancia social, profesional, sindical y barrial más o menos ligadas a estos proyectos de cambio

revolucionario y no principalmente a militantes de los partidos políticos del arco parlamentario; y, finalmente,

porque asumió una forma de diáspora, en tanto dispersó argentinos por todos los continentes. Sin embargo,

si todas estas características permiten calificar al de 1976 como un fenómeno inédito y singular, no es menos

cierto que la historia de los exilios en Argentina se remonta a los orígenes mismos del país, en la coyuntura

de su independencia de España (Jensen 2009: 19-20

El segundo eje no es menos notorio. Por ejemplo, refiriéndose a la época rosista en el Río de la Plata,

el historiador argentino Félix Luna evaluó que el destino de quienes se oponían al “Restaurador de las Leyes”

había girado en torno a las siguientes alternativas: el encierro, el destierro o el entierro (Luna 1995: 202). A

miles de kilómetros, en Centroamérica, una de las víctimas de la persecución política del gobierno de Tiburcio

Carías Andino se refería de manera casi idéntica a la suerte de los disidentes hondureños en los años 1930s y

1940s, que se vieron obligados a huir de las garras de la represión autoritaria:

El hondureño que no estaba de acuerdo con la dictadura podía escoger entre el encierro, el destierro o el

entierro; esas eran las alternativas. No se podía resistir, protestar o incluso criticar. La estupidez mental era

tal que la gente no podía distinguir entre el bien y el mal. Los derechos humanos no eran respetados; las

viviendas eran profanadas a cualquier hora, las personas eran puestas en prisión sin motivo, quien no se

ponía del lado del gobierno no podía encontrar un trabajo, sus hijos eran objeto de acoso y humillación en

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las escuelas públicas. En suma, los que no prestaran a la corrupción despótica eran tratados de una manera

inhumana (Bomilla 1989, cit. en Barahona 2005: 101).

Podríamos reproducir por decenas los ejemplos anteriores. Los que incluimos son representativos y

testimonio de un corpus inmenso de casos que destacan la ubicuidad del fenómeno a través del tiempo y en

todas las sociedades iberoamericanas. Tal coincidencia de perspectivas en distintos períodos y tan distantes

comarcas no es casual, e invita al análisis sistemático, desafiando al mismo tiempo al historicismo naïve y a las

grandes teorías des-contextualizadas.

Sin embargo, a pesar de su centralidad como un mecanismo institucionalizado de exclusión política, o

justamente a raíz de su amplio uso y abuso, por largo tiempo se consideró al exilio como un fenómeno que no

requería una seria indagación sobre su desarrollo, causas y consecuencias. A menudo, el exilio fue visto en el

continente como un fenómeno casi “natural”, una dimensión que quienes participaran en la política en

nuestros países deberían anticipar y a menudo sufrir, sin mayor significación sistémica más allá de la periódica

promulgación de leyes de amnistía, a las que sumaron en épocas más recientes políticas de reparación (sobre

dichas leyes y políticas de estado véase Loveman 1993; Lira y Loveman 2004).

Tal vez, ello derivaba del hecho de que, en efecto, históricamente, las raíces del fenómeno de destierro

se remontan muy atrás en el tiempo, no siendo privativo de una región geopolítica determinada, tal como

atestiguan claramente trabajos como los de Paul Tabori (The Anatomy of Exile, 1972), John Simpson (The

Oxford Book of Exile, 1995) o Maria José de Queiroz (Os males da Ausência, 1998), para mencionar algunos de

los estudios trans-temporales más destacados.

Igualmente, en lo que a América Latina se refiere, el uso del destierro estaba ya difundido mucho antes

de la independencia. En la época colonial, el destierro o degredo, tal como se lo conocía en el dominio brasilero,

había sido ampliamente utilizado contra la desviación social o como un instrumento de poder al desplazar

individuos de una localidad a otra. Se usó este mecanismo especialmente en contra de marginales, rebeldes y

delincuentes, así como una práctica de refuerzo del componente humano en la defensa de las fronteras

coloniales en expansión. El destierro a los confines del imperio para fines de defensa o bien la expulsión de

delincuentes sociales hacia lugares donde se podría controlarlos fueron usados amplia aunque selectivamente

en la época colonial (véase entre otros Urquijo 1952; Herzog 1995; Scardaville 1977 para el ámbito hispano-

parlante y Pieroni 2000a y 2000b para el área luso-americana. Para un análisis detallado véase Roniger y

Sznajder 2008: 31-51).

Más aún, con la independencia, el destierro adquiriría un carácter político, persistiendo a través de una

larga serie de transformaciones desde inicios del siglo XIX hasta nuestros días. Su ubicuidad llevaba a muchos

observadores a asumir que el exilio sería una variable constante y dependiente, de poco peso explicativo en la

política de las naciones iberoamericanas.

En décadas recientes, varios procesos convergieron para producir una profunda transformación en la

aproximación analítica de este fenómeno. Por un lado, en las últimas dos décadas se produjo un cambio

sustancial en el tratamiento del fenómeno a partir del interés por la historia reciente, en particular en torno al

estudio de las olas de destierro, exilio y expatriación que recrudecieron en la segunda mitad del siglo XX y al

análisis de los desterrados en términos de redes internacionales y transnacionales (véase vg. Franco 2008;

Jensen 2007; Yankelevich y Jensen 2007; y trabajos detallados más adelante).

En forma paralela, historiadores y otros analistas de las ciencias sociales empezaron a mostrar un

profundo interés por los fenómenos transnacionales en general y, en particular, por los grandes movimientos

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migratorios y especialmente las redes políticas, sociales y culturales que la migración y otros procesos

transnacionales han generado en América Latina, más allá de las fronteras nacionales (Roniger 2011: 6-16; Carr

2012).

Consecuentemente, se produjo una confluencia de nuevas aproximaciones al fenómeno del destierro y

exilio. En lugar de seguir percibiendo su dinámica en el marco de testimonios personales y aproximaciones

biográficas, importantes en sí aunque consideradas aleatorias en la vida de los protagonistas, su carácter

masivo y proyección internacional en las últimas fases de la Guerra Fría llevó a los investigadores a analizar la

profundidad histórica, la funcionalidad represiva y la diversidad contextual del fenómeno tanto en relación con

los países de origen así como en relación con los países de residencia y la esfera transnacional.

Estos cambios analíticos permitieron percibir el carácter generalizado y recurrente del fenómeno como

un mecanismo de exclusión institucionalizada y analizar su impacto como un factor transnacional en la historia

de América Latina. Aunque históricamente, como indicábamos, las raíces del fenómeno se remontan muy atrás

en el tiempo, fue a principios del siglo XIX, tras la independencia, que el fenómeno del exilio empezó a

desarrollar el perfil político particular que conocemos y asumió el papel que, aunque con transformaciones,

persistió a lo largo del siglo XX.

Tras la independencia, en los nuevos Estados el destierro se convirtió en un mecanismo ampliamente

usado y abusado en el ámbito de la política y la vida pública, un complemento al encarcelamiento y las

ejecuciones. En el imaginario colectivo y en las esferas públicas de los países de América Latina, el exilio se

convirtió en un modo central de “hacer política”. Entender tal modo de “hacer política” permite asumir nuevas

ópticas sobre el carácter y la evolución de las sociedades y estados iberoamericanos en el ámbito internacional

y global. Al mismo tiempo, la complejidad y diversidad del fenómeno ha sido base de variadas aproximaciones

teóricas y disciplinarias. En la siguiente sección, presentaremos algunos de los aportes al análisis, para pasar

luego a definir con mayor precisión su lógica socio-política en general y su especificidad en América Latina.

1. Acepciones y perspectivas de análisis

Las raíces históricas del destierro han creado un complejo universo semántico. En el ámbito ibérico,

desde los tiempos de la Roma Imperial, el destierro adquirió el significado del alejamiento de un individuo por

un determinado período de tiempo -corto, largo o permanente- a una cierta distancia de su lugar de residencia.

Las variantes implicadas incluían la “deportación”, es decir, la expulsión que tenía lugar a través de un puerto a

un lugar al otro lado del mar, o la “relegación”, es decir, un traslado terrestre a un lugar determinado. Aunque

tales figuras jurídicas, presentes en códigos penales y reglamentos, se reconocen claramente desde tiempos

remotos, en forma creciente y en particular con la modernidad, el destierro abarcó también una decisión

voluntaria, la expatriación (“Desterrarse” en Covarrubias Orozco, 1943).

A menudo, el fuerte sentido de la coacción proyecta una sensación de alienación hacia el contexto

sociopolítico que forzó el alejamiento, que genera la tendencia a usar el término también en forma metafórica.

Así por ejemplo, no es inusual encontrar expresiones como la de la rebelión de 1809 encabezada por Pedro

Domingo Murillo en La Paz, que en su proclama intentó justificar la rebelión como el medio de corregir

injusticias, declarando en su manifiesto que “hasta ahora hemos tolerado una especie de destierro en el seno

de nuestra propia patria” (Gisbert 1999: 309). No es por acaso que al destierro cum exilio, los estudios

culturales suman a menudo la figura del exilio interno o insilio.

Tradicionalmente en el ámbito ibérico fue ‘destierro’ el término preferido para describir la migración

forzada o la fuga producto de una situación opresiva y/o el ostracismo. La expatriación sería una variante

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donde el individuo retendría un mayor control sobre la decisión de dejar la tierra patria, aunque sin restar

importancia al contexto socio-político que condujo a tal decisión personal. Sophia McClennen (2004) nos lleva a

reflexionar sobre la transformación de la terminología usada en el ámbito hispano-parlante. McClennen cita el

escritor cubano exiliado Guillermo Cabrera Infante, quien señaló que hasta 1956 la palabra exilio no fue

incluida en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Cuando se la incluyó finalmente, se

refirió a la condición de exilio y no a la de un individuo exiliado. Aunque las raíces de este sesgo semántico irían

muy lejos en el tiempo, a los usos lingüísticos del español desde la Edad Media, tal vez la explicación de

Cabrera Infante de que la dictadura del general Franco ignoró la condición de los excluidos de España por

razones políticas (Cabrera Infante 1990: 36-37), tiene un núcleo de la verdad. Gobernantes autoritarios suelen

hacer caso omiso de los exiliados como interlocutores políticos legítimos.

La línea de investigación sugerida en el párrafo anterior, a saber, la conducción de investigaciones en

torno a la contextualización social y política de los términos empleados se ha venido conformando en una veta

promisoria para quienes estén dispuestos a discriminar y comprender los matices en el universo semiótico de

exilio. Aun reconociendo la importancia de la veta investigativa del análisis semiótico, debemos tener presente

que su valor central se revela sólo cuando el estudio semántico se liga a estudios contextuales e históricos que

permiten apreciar el significado de las transformaciones semióticas que los acompañaron y permitieron su

legitimización (en esta línea de análisis, véase el artículo de Jensen 2009).

A los fines de este trabajo, usaré ambos términos en forma casi indistinta, aunque reconociendo tres

aspectos diferenciadores: uno, la diferente profundidad histórica a que hacía referencia anteriormente; dos, el

hecho de que el término de destierro es en principio más abarcador, pues permite integrar en su marco la

tajante diferenciación entre el exilio forzado stricto sensu y la expatriación; y, por último, el hecho de que el

concepto de ‘destierro’ alude expresamente al desgarramiento del individuo de su territorio patrio, mientras

que el concepto de exilio condensa una alusión a la residencia fuera de tal territorio, vale decir en tierras

foráneas.

De manera similar, en la interfaz entre las definiciones lingüísticas y los procesos sociales y políticos se

sitúa Amy K. Kaminsky, quien señala la estrecha relación del exilio con el espacio y con el movimiento en el

espacio, una experiencia mediada por el idioma, mientras que destaca la coerción que el destierro

desencadena. “El exilio como lo estoy usando en este caso es, como el nomadismo, errante… [...] el cruce de

fronteras, un proceso de movimiento y cambio, no únicamente un desplazamiento más allá de una frontera

(aunque también es eso).” Kaminsky considera al exilio voluntario (la ‘expatriación’) como un oxímoron

(Kaminsky 1999: xvi y 9). En The Oxford Book of Exile, John Simpson indica que “la experiencia definitoria del

exilio es ser arrancado del hogar, de la familia, de todo lo agradable y familiar, y por la fuerza ser arrojado a un

mundo frío y hostil, ya sea que el agente de la expulsión fuere un ángel de Dios o la NKVD de Stalin. La palabra

en sí conlleva connotaciones de dolor y de alienación, de la entrega de la persona a la abrumadora fuerza de

años de infructuosa espera. Fue Víctor Hugo quien afirmó que el exilio es “un largo sueño de [retorno a] la casa”

(Simpson 1995: 1). Hamid Naficy también afirma que “el exilio está inexorablemente vinculado a la patria y de

la posibilidad de retorno”, aunque hoy es posible incluso el exilio en el hogar, conformado por un sentido de

alienación y la añoranza de otros lugares e ideales (Naficy 1999: 3).

A menudo, como puede verse, existe una tendencia en particular entre quienes se aproximan al tema

desde la perspectiva de los estudios culturales a generalizar sobre la condición humana a partir de la situación

exiliar. Aun reconociendo la importancia de tales análisis a nivel de la experiencia exiliar, poco dicen sobre la

singularidad del exilio como un fenómeno socio-político e histórico.

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Otro aspecto a tener en cuenta es el universo de fenómenos cercanos al exilio y en cuyo marco éste

emerge. En efecto, el fenómeno del exilio existe dentro de un espectro más amplio de fenómenos de

individuos y grupos en desplazamiento. Los seres humanos se desplazan a través del espacio, del tiempo y la

cultura. La dinámica de tal traslado ubica a los exiliados cerca de una serie de otros tipos humanos, como son

los migrantes, los nómadas, los refugiados, los beneficiarios de asilo, los cosmopolitas errantes, los gitanos, los

turistas, los vagos y las redes que forman las diásporas. A menudo es difícil separar el exilio de estos otros

fenómenos. Sin embargo, el exilio propiamente dicho tiene una connotación, génesis y consecuencias socio-

políticas, que discutiremos a continuación.

Incluso si las distintas categorías de individuos ‘en desplazamiento’ se confunden a menudo en la

realidad, desde el punto de vista analítico es posible diferenciarlos siguiendo la óptica de las ciencias sociales.

En efecto, varios analistas se han abocado a la tarea de identificar las distintas connotaciones y una serie de

características solo parcialmente compartidas por el exilio y los otros distintos fenómenos de desplazamiento

humano.

No sorprende por tanto cuan difundida es la perspectiva de análisis que sugiere elaborar la

especificidad del exilio y los exiliados, al distinguirlos de fenómenos cercanos, categorizándolos en forma

clasificatoria al estilo de lo que una de las figuras de la sociología clásica, Max Weber definió como ‘tipos

ideales.’ Por ejemplo, el intelectual uruguayo Ángel Rama hizo la distinción entre el exilio, un período dominado

por la precariedad y la intención de retorno, y la migración, que alude a un horizonte de asimilación más

definitiva a la sociedad de acogida y su cultura (Nueva Sociedad, mencionado en Ulanovsky 2001). Los exiliados

difieren de los migrantes en que, al sufrir un destierro, los individuos se ven forzados a abandonar su país,

mientras que los migrantes deciden salir a fin de resolver una situación económica difícil. Además, los exiliados

tienen prohibido volver, mientras que prácticamente en todo momento los migrantes tienen la posibilidad de

regresar. Muchos migrantes no tienen los medios para volver, pero no les es formalmente denegado el derecho

a hacerlo. La posibilidad del retorno predetermina los términos en que los individuos se perciben a sí mismos y

perciben la patria, separando los proyectos personales de cada uno y encaminándolos a distintos ejes (Vásquez

y de Brito, 1993: 51-66).

En la misma línea y siguiendo un enfoque cultural, Sharon Ouditt construye la misma distinción entre

las personas desplazadas: “Las condiciones del exiliado y el inmigrante se diferencian por el hecho de que el

exiliado atraviesa una no deseada ruptura con su cultura de origen, mientras que el inmigrante la ha dejado

voluntariamente, con el deseo de ser aceptado como miembro de una nueva sociedad” (Ouditt, 2002: xiii-xiv).

De manera similar, Edward Said distinguía en sus trabajos entre exiliados, refugiados, expatriados y

emigrantes. Según Said, el rótulo de refugiado

... sugiere grandes olas de personas inocentes desconcertadas que requieren urgente asistencia internacional.

Los expatriados son personas que viven voluntariamente en países extranjeros, por lo general debido a

razones personales o sociales. Los migrantes [...] disfrutan de un estatus ambiguo. Técnicamente, un

migrante es todo aquél que emigra a un nuevo país, teniendo en principio posibilidad de elección. Aunque

no fue desterrado, y siempre puede volver, todavía puede vivir con un sentimiento de exilio. Los exiliados

[propiamente dichos]... son personas que se vieron obligadas a abandonar sus hogares, su tierra, sus raíces y

se ven separados de su pasado (Said, 1984: 49-56, citado por Shain, 1988: 9).

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Otra clasificación la sugiere la escritora argentina Luisa Valenzuela, al distinguir entre exilio y

extrañamiento o expatriación. Según Valenzuela, ella hubiera podido elegir seguir viviendo tranquilamente en

la Argentina bajo el régimen militar, pero se habría transformado entonces en una persona a la que le han

robado su país, es decir, en una expatriada (Kaminsky 1999: 9-10).

Luis Miguel Díaz y Guadalupe Rodríguez de Ita distinguen entre los beneficiarios de asilo y los

refugiados políticos. Los primeros son perseguidos políticos que pidieron protección en una sede diplomática

[o al entrar al país de asilo] y, como tales, no están sujetos a la extradición, mientras que los segundos son

personas expulsadas o deportadas o que huyeron de su país de origen o de residencia, como las víctimas de la

guerra, las catástrofes naturales, la agitación política o la persecución por diversas razones, incluyendo factores

étnicos o religiosos (Díaz y Rodríguez de Ita, 1999: 63-85).

Frente a ambas categorías, las de los asilados y los refugiados, se levanta la figura desafiante del

exiliado, como bien lo destaca Ariel Dorfman en su reflexión autobiográfica Heading South, Looking North

(1998). Al definirse como un exiliado y no como un refugiado, desechaba los beneficios – la protección, las

garantías, los recursos – que la comunidad internacional y el país de acogida le podrían brindar, pero al mismo

tiempo retenía su absoluta libertad, su sentido de estar en control de su destino y rechazar un futuro de

víctima, por el contrario reteniendo la capacidad de desafiar desde el exterior al gobierno que lo había obligado

a salir del suelo patrio, a dejar Chile. En sus propias palabras:

“No soy un refugiado”, le dije a la mujer [representante de la ONU]…”Soy un exiliado”. …Quise ver mi

emigración como parte de otra tradición – una tradición más literaria tal vez. Ser un exiliado implicaba algo

al estilo de Byron, algo desafiante e inmensamente más romántico y prometeico que el destino condensado

en aquella palabra recientemente forjada de refugiado que el siglo XX se vio obligado a oficializar como

resultado de tanta masacre y experiencia errante. Por supuesto, yo era una víctima tan condenada como los

otros, como los seres anónimos que me habían precedido, pero al rechazar el término pasivo y optar por el

más activo, sofisticado y elegante, yo estaba proyectando mi odisea como algo que se originaba en mí y no

en fuerzas históricas fuera de mi injerencia. En lugar de formular mi futuro en términos de lo que buscaba,

un refugio, me concebía como un ex-cluido, un echado afuera, un ex-iliado, como si habría de tener absoluta

libertad de elegir a qué país de los muchos del mundo mi libre persona peregrinaría… Iría al desierto como

un ángel rebelde, solitario y perseguido (Dorfman 1998: 238-39).

Distintos observadores han intentado, en forma paralela, de diferenciar el exilio de otras nociones

afines en la compartida movilidad espacial, como el concepto de diáspora. Para John Durham Peters, ambos

conceptos incluyen un fuerte componente de desplazamiento variable que puede implicar medidas de coerción

y elección. Sin embargo, la diáspora alude a redes de compatriotas en el extranjero, aunque en principio detrás

de ellas existe una imaginada relación con un centro de pertenencia simbólica. El exilio, a su vez, sugiere una

conexión con el hogar, un fuerte componente de pathos, que no aparece tan a menudo en la diáspora. El autor

también afirma que el exilio es siempre solitario, mientras que la diáspora implica una dimensión colectiva, por

definición (Peters, 1999: 19-21). A mi parecer, esta distinción binaria entre un supuesto exilio solitario y la

sociabilidad de las redes de la diáspora es demasiado esquemática en su contraste. El exilio puede ser

construido a través de las redes y la construcción de la comunidad de desterrados, y puede ser construido en

pos del fortalecimiento de la lucha por el regreso. En forma paralela, la diáspora puede incluir fuertes

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elementos y niveles de alienación, tanto hacia el país de origen y de acogida, así como fuertes sentimientos de

soledad.

Una caracterización más equilibrada de la diáspora ha sido elaborada por Thomas Tweed en su libro

sobre la religiosidad de los cubanos en Miami. Según Tweed, el evento codificado en la definición de la

identidad colectiva y la memoria es la dispersión de un centro primigenio. Desde esta perspectiva, la diáspora

se puede definir como:

Un grupo de cultura compartida que vive fuera del territorio que considera su lugar nativo, y cuyos vínculos

de continuidad con la tierra de origen son cruciales para su identidad colectiva... Los migrantes construyen

simbólicamente un pasado común y un futuro, y los símbolos que comparten hacen de puente entre la patria

y la nueva tierra (Tweed, 1997: 84.)

Algunos estudiosos del tema categorizan a las diásporas en términos étnico-nacionales, haciendo un

llamado a diferenciar entre éstas y las redes transnacionales ligadas a los exiliados (por ejemplo, Sheffer 2003).

De hecho, la formación y el desarrollo de las diásporas aparecen a menudo ligados a la experiencia de los

exiliados. En muchos casos, el exilio supone el desplazamiento forzado, pero ello puede convertirse en borroso

en los casos de quienes optan por salir de un país debido a restricciones de carácter institucional. En general,

los exiliados también mantienen “contactos regulares u ocasionales con lo que consideran su patria y con las

personas y los grupos de los mismos antecedentes que residen en los países de acogida”. Para los exiliados, el

mantenimiento de una identidad común es una condición sine qua non de su existencia, ya que vacilan entre su

pasado y un posible regreso a casa y su presente en el extranjero. Los exiliados tienden por tanto a establecer

redes transnacionales con otros exiliados y ciudadanos, con diversos grados de solidaridad social y política

(Hechter, 1987; Banton, 1994: 1-19).

A pesar de estas similitudes, debemos ser conscientes de que los procesos migratorios han creado

múltiples escenarios transnacionales y han complicado la posibilidad de definir al exilio político y las diásporas

en términos étnico-nacionales. Esto es especialmente cierto en las Américas, en el marco de la migración en

masa, tanto aquella que coincide con la consolidación de los Estados como las olas migratorias más recientes.

En consecuencia, en muchos casos - como los creados por la dinámica política institucional de la exclusión en

América Latina- el exilio pasa a estar centrado en un hiato en las relaciones entre ciudadanía y nacionalidad.

En forma paralela, el exilio puede ser precursor de la creación de nuevas diásporas, como en el caso de

Paraguay y Cuba, donde incluso la migración por motivos económicos está impregnada de color, estrategia e

imágenes del destierro. En la medida en que regímenes autoritarios crean situaciones de exclusión

institucionalizada, es probable que un gran número de migrantes utilice reflexivamente las estrategias de

supervivencia de los exiliados y las imágenes del exilio para defender sus intereses. Bajo tales condiciones, se

genera a menudo una participación social y política pro-activa afín a la de los exiliados, orientándose

principalmente hacia el país de origen, mientras que las actividades en las esferas públicas del país de acogida y

la esfera transnacional servirían para promover cambios en el país de origen.

Por otra parte, hay muchas gradaciones de exilio. En su libro sobre gobiernos en el exilio, Alicja Iwanska

identifica tres grandes círculos dentro de una diáspora nacional, de acuerdo con el papel activo o potencial en

las acciones de grupos de los exiliados. En el primero se hallan los miembros activos de las organizaciones del

exilio. En el segundo círculo están los “miembros de retaguardia”, que participan menos o no participan

activamente como resultado de la falta de tiempo, energía o de acceso a un entorno ideológico. Por último, el

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círculo externo está compuesto por otras personas que comparten antecedentes culturales, cierta solidaridad

derivada de un patrimonio cultural común “y, al menos, algún latente patriotismo que los miembros activos

asumen podría ser despertado y movilizado” (Iwanska, 1981: 44). Estas redes pueden incluir, por supuesto, no

sólo a personas desplazadas por la fuerza, sino también a los inmigrantes y sus descendientes, así como a

residentes y estudiantes extranjeros. Desde nuestra perspectiva, tal diferenciación interna en las comunidades

de expatriados, migrantes y exiliados es fundamental para evaluar la distinta fisonomía y dinámica de las varias

comunidades de exiliados y su relativa capacidad de afectar a los Estados y espacios transnacionales en que se

activa.

Para el desterrado, salir de la patria o lugar de residencia no suele ser resultado de una elección

personal. Incluso en los casos en que el exilio ha sido producto de una decisión personal, tal decisión suele

estar estrechamente relacionada con una amenaza de coacción o un marco institucional que dejó poca

elección al fugitivo. En cambio, el trabajador migrante se percibe a sí mismo -con justicia o injustamente- como

el único responsable de su salida. Habiéndose desplazado lejos de la patria, los exiliados se sienten obligados a

permanecer allí tanto tiempo como las condiciones que los llevaron al escape persistan. Los migrantes sienten

que pueden regresar a voluntad, mientras que los exiliados esperan que cambien las condiciones de exclusión

o el gobierno o régimen que los impulsó al destierro. Esto significa que, analíticamente, la residencia en el

extranjero es diferente como experiencia en cada una de estas situaciones (Vásquez y Araujo, 1988).

Martin A. Miller distingue entre refugiados, expatriados, exiliados y émigrés. Los refugiados están

dispuestos a reasentarse; los expatriados se han desplazado en el extranjero por propia decisión; los exiliados

se han visto obligados a desplazarse, y en su mayoría no se asientan permanentemente, pero al mismo no

pueden volver mientras tanto a su patria; por último, los émigrés son exiliados que participan en la política

(Miller, 1986: 6-8). Relacionado con esto, el sociólogo Lewis A. Coser distingue entre los refugiados que tienen

residencia permanente en su nuevo país y aquellos que consideran su exilio como temporario y viven en el

extranjero hasta el día en que puedan retornar (Coser, 1984: 1). Yossi Shain ha conceptualizado esta distinción

en los siguientes términos: “Yo defino como expatriados exiliados políticos a quienes participan en la actividad

política en contra de las políticas de los gobernantes en el país de origen, contra el propio régimen en el país de

origen o en contra del sistema político en su conjunto, a fin de crear las circunstancias favorables para su

regreso.” Shain también ofrece una caracterización psicológica, al afirmar que “lo que distingue al exiliado de

los refugiados, es, ante todo, un estado de ánimo... el exiliado no busca una nueva vida y un nuevo hogar en

una tierra extranjera. Él considera que su residencia en el extranjero es estrictamente temporal y no puede

asimilarse a la nueva sociedad” (Shain 1989, esp. p. 15). El exilio es concebido por los que lo experimentan

como una fase transitoria, una “vida entre paréntesis”, situada como fuera de la “vida real” que el desterrado

mantuvo en su patria (Vásquez y Araujo, 1988).

En general, las líneas anteriores de análisis llevan adelante una discusión destinada a definir la

especificidad del exilio y los exiliados en forma de categorías. Paradójicamente, en la realidad, las categorías se

confunden en el seno de las comunidades desplazadas, pudiendo cada individuo atravesar distintas etapas en

su derrotero forzado fuera de las fronteras de la patria. Además, tal realidad a menudo torna inútil la supuesta

fácil identificación de exiliados, refugiados o migrantes como grupos separados; es más bien la observación de

su interacción específica en el seno de las comunidades de la diáspora, y las relaciones entre su situación en

sitios de translocación y las redes transnacionales la que puede ayudar a definir su carácter particular en cada

caso. Para sobreponerse a dicha dificultad se han sugerido aproximaciones –pocas, debo confesar– a partir de

la filosofía política y la política comparativa que nos acercan aún más al centro de nuestro análisis.

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2. La singularidad socio-política del exilio

El desplazamiento fuera del territorio patrio y la exclusión de la comunidad política de un estado, activa

una serie de cuestiones de vital trascendencia personal y colectiva. Como dijo Hannah Arendt perceptivamente,

La privación fundamental de los derechos humanos se manifiesta en primer lugar y sobre todo en la

privación de un lugar en el mundo que hace que nuestras opiniones tengan significación y nuestras acciones

puedan ser eficaces. Algo mucho más fundamental que la libertad y la justicia, los derechos de ciudadanía,

están en juego cuando pertenecer a la comunidad en la que uno nace ya no es una cuestión rutinaria y el no

pertenecer a ella ya no es una cuestión de elección (Arendt 1968: 296).

Hasta hace poco, se podía observar la muy escasa elaboración teórica del tema del exilio en la filosofía

política y el análisis comparativo, al menos en relación con el número de trabajos producidos a partir de la

literatura y los estudios culturales. Entre los pocos trabajos existentes se destaca la obra de Judith Shklar,

donde poco antes de fallecer la filósofa política analizaba el exilio en términos de la ruptura de las obligaciones

políticas de los gobiernos hacia sus ciudadanos, y los lazos paralelos de lealtad, fidelidad y acatamiento

voluntario (loyalty, fidelity and allegiance), que los exiliados podrán mantener aun fuera del Estado de origen,

base de la ciudadanía. En las obras publicadas póstumamente (Shklar, 1998a y 1998b), Shklar propuso un

programa de investigación sobre las repercusiones públicas del exilio, indicando que su singularidad se deriva

de una reflexión existencial y política, que al desterrar al ciudadano, anula las obligaciones de los expulsados o

forzados por sus gobiernos a escapar al extranjero:

Los exiliados no pueden hacer lo que la mayoría de la gente -aceptar sus obligaciones y lealtades políticas

como simples hábitos. Desplazados y desarraigados, deben tomar decisiones acerca de qué tipo de vida

dirigirán ahora. Como agentes políticos, deben por lo menos reflexionar sobre esas decisiones y [elaborar

cómo] resolver sus diferentes e incompatibles derechos políticos y vínculos (Shklar, 1998: 57-8).

Vale decir, Shklar analizaba el exilio en términos de la ruptura de un compromiso político tácito entre

gobiernos y ciudadanos, generando en forma paralela un corte en las obligaciones cívicas de quienes son

expulsados o fueron forzados por sus gobiernos a escapar al extranjero. Es entonces que se abre para los

exiliados un campo de reflexión y acción en ámbitos más amplios que aquellos asumidos hasta entonces en la

perspectiva de la ciudadanía y residencia en el país de origen. Shklar indicaba que los desterrados deben

reformular los lazos paralelos que mantienen en el sitio de asilo: lazos de lealtad, fidelidad y asociacionismo.

Mientras muchos exiliados tienden a mantener viejos lazos, al mismo tiempo se ven impulsados a elaborar en

nuevas formas tales lazos, ahora que se hallan fuera del estado de origen, base de su ciudadanía y cuyo

usufructo pleno les ha sido negado por quienes detentan el poder.

Otra contribución relevante es la de Yossi Shain, quien ha estudiado el exilio político en el marco del

estado-nación, sugiriendo como argumento central que los exiliados cruzan la frontera de la lealtad en el

extranjero, en su interacción con sus compatriotas en la diáspora y en el interior del país de origen, así como

con la comunidad internacional (Shain, 1999; Simpson, 1995).

Estas aproximaciones teóricas constituyen un avance significativo más allá de las definiciones

clasificatorias que he analizado anteriormente. En su conjunto, permiten entender la dinámica de la expulsión,

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el ostracismo y el destierro en sus consecuencias no sólo para los individuos desterrados, sino también a nivel

macro-sociológico y político.

Aun así, los estudios mencionados tienen sus limitaciones, que el estudio del destierro en América

Latina lleva a reconocer y permite superar, al menos en dos planos sumamente importantes: el plano del

impacto constitutivo del exilio y el plano de su importancia transnacional. En efecto, muchos y valiosos

estudios han analizado al exilio básicamente como una variable dependiente, prestando poca atención a su

impacto como variable independiente, vale decir a la configuración de procesos de transformación política y

cultural operados por el destierro, o bien la formación de “culturas de exilio,” que pueden llegar a redefinir las

reglas de la política en planos tales como la esfera transnacional o el ámbito continental. Una excepción en el

área de los estudios latinoamericanos son los trabajos de Brian Loveman sobre los regímenes de facto en la

región, en el que muestra cómo el exilio político está relacionado con la legislación de emergencia, destinada a

excluir a las oposiciones del juego político en todo el continente iberoamericano (Loveman, 1993,1999).

Entender el exilio político como una variable independiente, con efectos constitutivos de orden

transnacional sobre las sociedades, los sistemas políticos y el imaginario colectivo de determinadas sociedades

–en nuestro caso, las latinoamericanas, pero de igual forma la irlandesa o la tibetana– es uno de los mayores

desafíos que deben asumir la historia y las ciencias sociales contemporáneas en el campo de investigación al

centro de este trabajo.

3. El destierro y exilio político latinoamericano: enfoques prevalentes y avances teóricos

Como un rasgo generalizado en la política iberoamericana, el exilio no pudo ser ignorado ni por los

participantes en la acción política ni por los estudiosos de la política. El destierro, conocido ya en la época

colonial como un instrumento de poder contra delincuentes sociales, marginados y rebeldes y así como un

mecanismo de reclutamiento forzado de mano de obra para la defensa de las fronteras imperiales en

expansión, adquiriría un perfil político con la independencia. Tal como indicábamos arriba, tras la

independencia, el destierro se convirtió en un mecanismo ampliamente usado y abusado en el ámbito de la

política y la vida pública, un complemento al encarcelamiento y las ejecuciones. En el imaginario colectivo y en

las esferas públicas de los países de América Latina, el exilio se convirtió en un modo central de “hacer política,”

algo que todo político debía contemplar como una posibilidad al decidir tomar parte en el ámbito público.

Tampoco quienes se aproximarían a analizar la vida de los próceres o el derrotero de las nuevas naciones

podrían hacer caso omiso de su omnipresente uso y abuso.

Sin embargo, por décadas y décadas, la mayoría de los políticos y académicos que abordaron el tema,

lo hicieron a menudo en el marco de las historias nacionales de cada país. Por consiguiente, hasta hace poco

había pocos estudios que abordaran el exilio ya sea en macro-regiones (vg. América Central o el área andina), o

bien en todo el continente o desde una perspectiva comparativa. Asimismo, hasta años recientes había pocos

planteamientos destinados a explicar su recurrente emergencia en la región desde una perspectiva de long

durée, de largo plazo. Volveré a ello más tarde.

Nuestra primera observación es que, a pesar de su ubicuidad en América Latina, el exilio político ha

sido hasta hace poco un tema poco investigado. Si bien fascinante, hasta hace poco se lo ha concebido como

bastante marginal para el desarrollo de estas sociedades y se lo ha estudiado en el marco de conceptos y

preocupaciones tradicionales tanto en la historia como en las ciencias sociales. Por lo tanto, no sorprende

encontrar numerosas monografías biográficas que mencionan el destierro como una experiencia formativa de

figuras políticas o intelectuales, desde los tristemente célebres casos de Bolívar o Perón a los innumerables

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casos de otras personas de mayor o menor renombre, cuyos testimonios son esenciales para (re)construir una

historia colectiva de las comunidades de exiliados y expatriados.

En forma paralela, las últimas décadas han sido testigos de la publicación de una amplia literatura

testimonial. Esta surge durante la última ola de exilio político, documentando en primer lugar las experiencias

de los brasileños que fueron obligados a abandonar su país a raíz de los 1964 de golpe de Estado y luego

ampliado a otros países en el Cono Sur, marcado una tendencia que se repite continuamente durante los tres

decenios posteriores. El número de estas biografías y testimonios ha florecido en la última generación, e

incluye algunas obras de reflexión penetrante, plenas de sugerencias teóricas (Cavalcanti y Ramos, 1978;

Jurema, 1978). Esos trabajos biográficos y testimoniales de exiliados y expatriados contribuyen importantes

bloques de construcción para la reconstrucción de las experiencias colectivas de exilio (entre ellos: Olivera

Costa et al., 1980; Gómez, 1999; Tavares, 1999; Ulanovsky, 2001; Guelar, Jarach y Ruiz, 2002; Trigo 2003;

Bernetti y Giardinelli, 2003; Roca 2005). Tales obras reflejan la ubicuidad y el profundo impacto del fenómeno,

resultado de la exclusión política y la persecución de las dictaduras militares de las décadas de 1960 a 1980. Sin

embargo, muchos de estos testimonios no tienen por objeto ofrecer un análisis sistemático del papel del exilio

en la política y sociedades latinoamericanas y no están orientados a explicar la recurrencia del exilio ni sus

transformaciones en el tiempo, desde comienzos del siglo XIX a finales del siglo XX.

Además, en los últimos años se ha producido una proliferación de análisis literarios y de crítica,

centrados en el significado universal de la experiencia del exilio en sus distintas formas, desde el destierro

forzado a la expatriación. Esta literatura se basa en escritos de las postrimerías del siglo XX, reflejando la

marcada incidencia de la represión política y las dictaduras militares de los años 1970 y 1980 en el exilio

(Además de las obras ya mencionadas, véase también Vásquez y de Brito, 1993; Rowe y Whitfield, 1997: 232-

255; Kaminsky, 1999; González, 2000: 539-540).

A menudo, estas obras ofrecen una profunda retrospectiva teórica de la experiencia existencial de

marginación y las tensiones que genera el exilio, especialmente para los escritores arraigados en la lengua de

las comunidades que fueron silenciadas por la represión y se sometieron a procesos de transformación cultural

en los que los exiliados sólo tuvieron un rol tangencial al estar radicados en el extranjero. La mayoría de

quienes trabajan en esta línea están fuertemente impregnados por el postmodernismo y han sido menos

propensos a contribuir al estudio sistemático del impacto y las repercusiones sociales del exilio en la política

latinoamericana.

Otro importante corpus de trabajo es el desarrollado por psicólogos, psicólogos sociales, trabajadores

sociales y psiquiatras sobre las dificultades que enfrentan muchos exiliados que fueron desplazados de su

patria, junto con sus relaciones de familia e hijos. Estas obras han elaborado, a menudo en forma penetrante,

los problemas de ajuste, desarticulación personal, el estrés mental, la desconfianza y el aislamiento, los casos

de suicidio, así como los altos índices de desintegración familiar y divorcio. Un trabajo pionero ha sido el

desarrollado por Ana Vásquez y Ana María Araujo, Exils latino-americains. La malediction d’Ulysse. En ese

trabajo, que se basa en la experiencia profesional de las autoras con los exiliados de América del Sur en Francia,

las autoras elaboran una teoría sobre las etapas adaptativas de los exiliados. Según su análisis, que también

recuerda los trabajos de los Grinberg, los exiliados viven una fase inicial de dolor y remordimiento, seguida por

una etapa de transculturación y una posible tercera fase de ruptura y un profundo cuestionamiento de las

ilusiones, visiones y proyectos de vida originarios (Véase por ejemplo Barudy et al. 1980; Grinberg y Grinberg

1984; Vásquez y Araujo 1988).

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En los últimos años, podemos identificar avances importantes en el estudio del exilio político de

América Latina. Un importante desarrollo en los últimos años es la emergencia de la historia contemporánea o

“del tiempo presente”, sustentada en testimonios orales y en la apertura de archivos sobre la represión, que

permiten entender en profundidad el entorno transnacional del asilo, la represión y los contactos entre

exiliados de distintos países. Estudios realizados desde esta perspectiva permiten nuevas aproximaciones y

facilitan pasos importantes hacia la sistematización de la pluralidad de experiencias del exilio, al tiempo que

proveen detallados informes sobre la mecánica de residencia fuera del país de origen, la vivencia exiliar, las

relaciones dentro de las comunidades de exiliados y los movimientos de solidaridad con las víctimas de la

represión (además de los trabajos ya citados, véase también Tucci Carneiro e Dos Santos, 1999; Viz Quadrat,

2004; Calandra, 2006; Yankelevich 2007a, 2007b; Viz Quadrat, 2008; Green, 2009; Macdowell Santos et al.,

2008).

Una línea central de avance se deriva de obras colectivas que, combinando los trabajos realizados por

profesionales que se quedaron en los países de origen y de profesionales que habían abandonado sus países de

origen años atrás, avanzaron en pos de la construcción de un enfoque global de las comunidades de

connacionales exiliados durante la última ola de dictaduras militares. En ese contexto, recientemente, se han

publicado estudios, en buena medida bajo el formato de obras colectivas, que conjugan el esfuerzo que

realizaron de manera aislada distintos académicos en el campo de las humanidades y las ciencias sociales.

Entre los trabajos comprehensivos de distintas diásporas de exiliados y emigrados publicadas en los últimos

años destacan Denise Rollemberg, Entre raízes e radares (1999); “Exilios. Historia reciente de Argentina y

Uruguay”, América Latina Hoy (2003); Pablo Yankelevich (coord.), Represión y destierro (2004); José del Pozo

Artigas (coord.), Exiliados, emigrados y retornados chilenos en América y Europa, 1973-2004 (2006); Silvia

Dutrénit-Bielous (coord.), El Uruguay del exilio (2006); Pablo Yankelevich y Silvina Jensen (coords.), Exilios.

Destinos y experiencias bajo la dictadura militar (2007); Luis Roniger y James Green (coords.), dossier “Exile and

the Politics of Exclusion in Latin America”, Latin American Perspectives (2007); Pilar González Bernaldo de

Quirós (coord.), dossier en el Anuario de Estudios Americanos (2007); Silvia Dutrénit Bielous, Eugenia Allier

Montaño y Enrique Coraza de los Santos, Tiempos de exilios (2008); Carlos Sanhueza y Javier Pinedo (coords.),

La patria interrumpida (2010); y Luis Roniger, James N. Green y Pablo Yankelevich (coords.), Exile and the

Politics of Exclusion in the Americas (en prensa, 2012).

Otra línea de trabajo que también florece desde la década del ’80 en forma intermitente aborda el

exilio en términos más amplios que los de las historias nacionales o la biografía, analizando sitios de exilio o

lieux d'exil, como es París un centro de atracción para los latinoamericanos, pero también en relación a otros

polos de atracción de los exiliados en las Américas. Pioneros fueron los estudios realizados por Keith Yundt

(1988) y François-Xavier Guerra (1989: 171–182), seguidos por libros colectivos compilados por Ingrid Fay y

Karen Racine (2000) y por Pablo Yankelevich (2002).

Se han publicado asimismo excelentes trabajos monográficos sobre sitios de asilo y residencia, desde

los pioneros trabajos de Erasmo Sáenz Carrete, El exilio latinoamericano en Francia, 1964-1979 (Sáenz Carrete,

1995; escrito originalmente hacia 1980) y Paul Estrade, La colonia cubana de París, 1895-1898 (1984); libros

como el de Anne Marie Gaillard, Exils et retours. Itineraires chiliens (1997), hasta los más recientes trabajos de

Hebe Pelossi, Argentinos en Francia. Franceses en Argentina (1999); Marina Franco, Exilio. Argentinos en

Francia durante la dictadura (2008); y Silvina Jensen, La provincia flotante. El exilio argentino en Cataluña,

1976-2006 (2007). Es de destacar que, en su mayoría, se trata de trabajos que hasta hace poco se centraban en

sitios de exilio europeos y principalmente los exiliados cubanos o del Cono Sur. Sólo recientemente comienzan

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a aparecer trabajos sobre sitios de exilio relativamente ignorados como Mozambique, y sobre diásporas menos

trabajadas, como las de los peruanos, los centroamericanos o los paraguayos (para importantes contribuciones

en esta dirección véase Prestes Massena, 2009: 67-92; Bergel, 2009: 41-66; Luque Brazán, 2009: 93-116;

Melgar Bao, 2009; Topasso, 2009; Melgar Bao, 2012; y Carr, 2012). En este sentido, es importante destacar la

importancia de la publicación de números especiales sobre el exilio iberoamericano en revistas académicas,

tales como América Latina Hoy (2003), Latin American Perspectives (2007), Anuario de Estudios Americanos

(2007), Estudios Interdisciplinarios de America Latina y el Caribe (2009), y Pacarina del Sur (2011).

Los estudios de sitios de exilio son importantes ya que, entre otras cosas, permiten trazar la

ambigüedad en las políticas de asilo y el significado de los exilios en el contexto de los movimientos masivos de

población. Como ejemplo paradigmático tomemos el volumen colectivo compilado por Yankelevich, México,

país refugio, que es altamente inclusivo y abarca las múltiples experiencias de los exiliados republicanos

españoles, los argentinos, chilenos, alemanes, austríacos, rusos, franceses, norteamericanos, peruanos y los

refugiados judíos (www.lehman.edu/ciberletras/v10/calvoisaza.htm, acceso 12 de marzo de 2009).

Una tarea a emprender sería mover el análisis del exilio iberoamericano hacia el long durée, la “larga

duración”, al ámbito transnacional y a los estudios comparativos. En tal línea, en The Politics of Exile in Latin

America (2009), con Mario Sznajder tratamos de ilustrar las tendencias a largo plazo en las modalidades del

exilio con el objetivo de explicar su uso recurrente como un mecanismo institucionalizado de exclusión en

América Latina y de América Latina, sobre una base transnacional, así como sus profundas transformaciones a

través de los siglos. En el caso de América Latina, hemos empezado a desentrañar colectivamente las formas en

que se convirtió en una práctica política importante ya a principios de siglo XIX. En condiciones de montaje de

la violencia y de Estados autoritarios como regla general y comenzando con el ejemplo de los padres

fundadores de los Estados, el exilio se convirtió en una práctica política importante y un factor permanente en

la cultura política de América Latina.

A principios de siglo XIX y durante mucho tiempo después, el exilio político tuvo una dinámica regional

y transnacional, estando vinculado al nacimiento conflictivo de los distintos de Estados independientes, donde

el exilio fue instrumental en la definición de las nuevas reglas del juego político. Por consiguiente, podemos

analizar como el exilio –además de la confrontación política, que la literatura destaca– contribuyó a esclarecer

las definiciones nacionales, los borrosos límites territoriales y culturales compartidos y la institucionalidad

política. Más concretamente, hemos tratado de desentrañar este desarrollo a partir de varios ejes de análisis:

la tensión entre la estructura jerárquica de estas sociedades y los modelos políticos que predicaban una

participación política amplia, la tensión entre las ideas de unidad continental y la realidad de fragmentación y

conflicto territorial de las fronteras y la evolución de las facciones en la política moderna, que produjeron

guerras civiles, violencia política y polarización. En esta fase, fue característico del exilio poseer una estructura

tríadica, donde los exiliados, los países de origen y los países de destino se impactaron mutuamente (Sznajder y

Roniger, 2009, 2013).

Cuando la participación y movilización política se amplió y resultó masiva, el exilio evolucionó de su

fisonomía selectiva y elitista para transformarse en un fenómeno que afectó la vida de muchos individuos,

incluyendo personas de clase media y baja. Además, en esta etapa una nueva dinámica transnacional se

desarrolló para las comunidades de exiliados y expatriados, debido a la aparición de redes mundiales de

solidaridad, organizaciones no gubernamentales y asociaciones internacionales, a través de las cuales las

vicisitudes de los exiliados cobraron resonancia amplia. Se configuró entonces una dinámica de cuatro factores,

donde a la estructura tradicional de interacción entre los desterrados, los países de origen y los países de

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residencia, se suma la esfera pública internacional, que otorga a los exiliados un tipo diferente de proyección

política en el ámbito internacional. Siguiendo estos puntos de vista analíticos, sugerimos que es importante

llegar a la comprensión de los procesos tanto de cristalización como de transformación del exilio como práctica

política y mecanismo de exclusión, con un impacto propio en las esferas públicas de los países iberoamericanos.

Esa línea de investigación se ha basado en desarrollos recientes en la ciencia política y la historia, la

sociología, la antropología y las relaciones internacionales, con avances teóricos que han puesto de relieve la

centralidad de las diásporas y los estudios transnacionales, y la reubicación de la transitoriedad, la hibridación

cultural y las modernidades múltiples. A raíz de estos desarrollos analíticos, sugerimos que el estudio del exilio

de América Latina puede convertirse en un tema de preocupación central, en estrecha relación con problemas

teóricos básicos y controversias en estas disciplinas. En paralelo, se sugiere que el estudio sistemático del exilio

también promete dar lugar a nuevas lecturas de desarrollo de América Latina, lejos de las tradicionales lecturas

de las historias nacionales y hacia un plano más regional, transnacional o incluso de dimensiones continentales.

4. La lógica de un mecanismo de control político: Lecturas transnacionales

En el plano teórico, el estudio del exilio destaca la existencia de una tensión entre el principio de

pertenencia nacional y el principio de la ciudadanía. Una vez que una persona es empujada al exilio, él o ella

pueden perder los derechos ligados a la ciudadanía, pero al mismo tiempo, se puede llegar a generar una

adherencia más profunda a lo que el desterrado percibe como el “alma nacional.” Asimismo, tal identificación

nacional se torna más compleja, puesto que implica un desafío que proyecta la nacionalidad fuera de las

fronteras territoriales y, al mismo tiempo, liga la suerte de los desterrados a los vaivenes del ámbito

transnacional.

No es por acaso, que con el destierro – y más allá de los múltiples problemas personales de

supervivencia, adecuación cotidiana, traumas y aclimatación – se abren nuevos horizontes y se redefinen

proyectos colectivos, nacionales, transnacionales o universales. Al tiempo que se proyectan hacia la

redefinición de proyectos para la nación de origen, muchos exiliados redescubren también los lazos con

ciudadanos de territorios y naciones hermanas y postulan una identidad latinoamericana más allá de la

evidente pluralidad, en cuyo marco formulan a veces compromisos políticos transnacionales, mientras ellos

mismos u otros conciben futuros alternativos para las naciones de origen.

En la ciudadanía existe una latente pero clara dimensión de identidad colectiva subyacente, que es

asumida sin reflexión en el quehacer cotidiano de quienes residen en un determinado territorio. Esa dimensión

de identidad es necesariamente cuestionada y reconocida en el destierro. En consecuencia, ha sido en el

extranjero que muchos de los desplazados han descubierto, re-descubierto o bien inventado el “alma colectiva”

de su nación en términos primordiales o espirituales. Aunque algunos residentes y migrantes transnacionales

han desarrollado orientaciones cosmopolitas y des-territoriales, muchos otros han tratado de reconstruir sus

lazos de solidaridad en términos de la identidad colectiva del país de origen, abriendo así un fascinante ámbito

de la política una vez que se produce un retorno a la democracia y se abren las esferas públicas al debate

público.

Tal debate en torno a las identidades nacionales y transnacionales suele abrirse en forma explícita

después de períodos de crisis que producen un gran número de exiliados. Con la esperanza de regresar algún

día a su país de origen, a menudo los exiliados tratan de redefinir los términos de la identidad colectiva frente a

quienes crearon las condiciones que los llevaron al destierro. Al abrirse la perspectiva del retorno, quienes se

quedaron en el país de origen y quienes debieron trasladarse al extranjero buscan hacer primar sus propias

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definiciones de cómo fue afectada y de cómo debe recomponerse la identidad colectiva nacional. Al mismo

tiempo, los desterrados pueden haber construido nuevos vínculos con los exiliados de “naciones hermanas”,

en refuerzo de una dinámica de reconocimiento mutuo y la identificación de problemas e intereses

transnacionales compartidos dentro del sistema interamericano.

En muchos casos, el exilio parece haber desempeñado un papel importante en América Latina en la

definición o redefinición de la identidad colectiva en torno a las incipientes nacionalidades así como en torno a

una identidad más amplia, pan-latinoamericana. La historia iberoamericana presenta innumerables casos que

convendría recordar. Ante todo, el caso emblemático los de los jesuitas expulsados de las Américas en la

segunda mitad del siglo XVIII; algunos de ellos escribirían tratados describiendo la tierra que habían dejado

atrás y defendiendo sus paisajes, su flora y fauna, su sociedad, frente a la denigración de los europeos, en

términos que luego servirían de aliciente a las nacientes nacionalidad. Aun un Rafael Landívar, escribiendo un

poema cuyo título (Rusticatio mexicana) no evocaba expresamente a su Guatemala natal sería luego una

fuente de inspiración para la conformación del sentimiento nacional, siendo reconocido como un poeta

‘nacional’. Pero más aún, en no poca medida fueron los desterrados dentro del área andina y dentro del área

centroamericana en la primera mitad del siglo XIX quienes, en su derrotero por tierras ajenas al terruño natal,

se vieron forzados a definir y ser definidos por otros en términos de las nacientes y divergentes nacionalidades

(Sznajder y Roniger 2013: 71-74).

Al mismo tiempo, el destierro permitió pensar a los países de origen desde lejos como parte de una

complementariedad y un ámbito pan-latino-americana. Así, al colombiano José María Torres Caicedo, exiliado

en París, se le atribuye la creación del término de América Latina; o bien el nicaragüense Salvador Mendieta, el

cubano José Martí, el portorriqueño Ramón Emeterio Betances, el portorriqueño Eugenio María de Hostos y

Bonilla, el salvadoreño Agustín Farabundo Martí, o el nicaragüense Augusto César Sandino, para nombrar solo

a algunos exiliados destacados que desenvolvieron banderas de lucha e identidad más amplias que las de su

tierra natal, al percibir la mancomunidad de intereses y desafíos de los exiliados de las distintas sociedades

latinoamericanas (vg. Carr 2012).

Una dinámica similar se reproduce en el caso de desterrados de menor renombre. A menudo, al ser

desterrados, tanto unos como otros pretenden constituirse en los verdaderos representantes de la Nación, del

pueblo. Pero al residir en el extranjero interactúan en la sociedad de acogida, deben aprender nuevos módulos

de comportamiento cotidiano y hacer frente a nuevos modelos de organización que los transforman

voluntariamente o inconscientemente. Esto plantea un gran dilema para todo exiliado a nivel personal,

psicológico, familiar y colectivo: ¿cómo relacionarse con la sociedad de acogida y la posibilidad de formar parte

de ella, más allá del nivel instrumental de la vida cotidiana, e incluso desarrollar identidades híbridas y nuevos

compromisos? Por otra parte, si se asientan en lo que perciben como una sociedad más desarrollada, que

presta mayor atención al medio ambiente o bien se regula de modo diferente, se enfrentan a este dilema de un

modo más acuciante. Cuanto más tiempo el exiliado pasa en el destierro más probable es que se produzca una

nueva amalgama o fragmentación de identidades, una heterogeneidad de visiones y una heteroglosa vivencia,

que algunos pueden celebrar y otros, lamentar.

Igualmente fundamental es el impacto del exilio en la reformulación de visiones de mundo y proyectos

de vida. La experiencia en el exilio obliga a las personas desplazadas a reconsiderar los ideales que trajeron

consigo de la patria que dejaron atrás, y/o actuar tácticamente para poder transmitir su mensaje en términos

de nuevos discursos que antes ignoraban o aun denunciaban desde el compromiso político. Un ejemplo

paradigmático es la adopción del discurso de los derechos humanos a través del cual podrían los exiliados

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denunciar la represión que, en términos del discurso revolucionario, era el precio que todo combatiente debía

poder enfrentar en su lucha por la revolución. Una vez en el destierro, los exiliados de la última ola represiva

descubrieron el poder movilizador del discurso emergente de los derechos humanos y, aunque no lo adoptaron

desde un principio en forma total sino de una forma táctica, con el pasar de los años y al tiempo que les

permitía reformular solidaridades y alianzas transnacionales, los derechos humanos se proyectaron como un

núcleo central en las estrategias de lucha y denuncia de los exiliados, como lo analiza por ejemplo Vania

Markarian (2005) para el caso uruguayo o bien Roniger y Sznajder (1999) o Thomas Wright (2007), para los

otros casos del Cono Sur. Se dio así un profundo proceso de redefinición de la diversidad cultural, social y

política, crucial para entender su contribución a las futuras transformaciones de sus países de origen y, en

algunos casos, de retorno.

Este enfoque lleva a sugerir que el exilio político es importante en varios sentidos. Es a la vez el

resultado de los procesos políticos y un factor constitutivo de los sistemas políticos. En términos de causalidad,

siendo un mecanismo de persecución política que no aniquila en forma total a la oposición, el exilio habla –en

términos gramscianos– de un modelo autoritario de la política y la hegemonía, con independencia de la

definición formal del sistema político. Estos patrones de la política se basan en la exclusión y son el resultado

de un compromiso entre una situación donde el ganador del juego político se lleva todo el poder y los peligros

de una lucha a muerte (de “suma cero”) en el juego ampliado de una posible o efectiva guerra civil.

Si bien como consecuencia de estas formas de competencia política, el uso recurrente del exilio se ha

instalado en la cultura política de estos países, lo que refuerza la exclusión son las reglas del juego político en

América Latina. En las etapas tempranas de desarrollo político, la práctica generalizada de exilio limitó la

institucionalidad democrática, aunque proyectó una mayor presión política más allá del territorio que sería

reclamado como nacional. En etapas subsiguientes, la democracia se vio afectada por la limitación de la

representación y el ostracismo político, lo que obstaculizó el alcance de la libertad de debate y la posibilidad de

impugnar el poder establecido por los canales abiertos de la participación democrática.

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