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DEL PASADO SIGLO XX Y SUS RECUERDOS LAS VACACIONES EN LOS AÑOS CINCUENTA: Que razón tuvo quien dijo: “¿Quién es capaz de ponerle barreras al pensamiento?” Y como consecuencia de eso a los recuerdos. Y con los recuerdos, las pequeñas historias personales que, de vez en cuando, se nos hacen presentes. Pues bien, esa regla en mí se hace realidad, y la memoria me permite pensamientos que me trasportan al encuentro de lejanos y cotidianas vivencias y sucesos de mi paso por la vida. Y son precisamente esos retazos en mi memoria los que me impulsan hasta estas cuartillas, con la intención de revivir en ellas, y dejar constancia, antes de que los años pongan definitivas barreras a mi memoria, a mi pensamiento, y a mis recuerdos, arrinconándolos en una nebulosa de la que es imposible escapar. Es ley de vida. Sé que lo que pretendo recordar ahora, son cosas comunes y sencillas. Como sencillos fuimos también quienes las vivimos, pero no por eso dejan de tener un lugar en la historia de los pueblos y sus gentes. Comencemos esto en la década de los cincuenta del pasado siglo XX. Durante ese periodo, los trabajadores por cuenta ajena en las industrias, teníamos derecho a diez días de vacaciones, siempre que tu situación como trabajador estuviese legalizada en la empresa. En ese periodo vacacional, que debía de ser de descanso, y no lo fue tanto para muchos de nosotros, estaban incluidos los domingos y los festivos que cayeran en esas fechas. Una vez pasadas las fiestas de Semana Santa y de la Pascua, ya se esperaba con impaciencia, contando los días que faltaban, las vacaciones. Estas daban comienzo, generalmente, el día 18 de Julio, y terminaban el 26 del mismo mes de Julio, Festividad de Santa Ana, Patrona del Gremio Textil de la Lana. En ese día 26 de Julio, día de la Patrona del Textil, los Delegados y Representantes Sindicales del Gremio, se esforzaban organizando diversos actos populares para diversión de propios y extraños. El día comenzaba con un almuerzo de Hermandad. Luego, para los más jóvenes, había carreras de bicicletas y pruebas de

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DEL PASADO SIGLO XX Y SUS RECUERDOS

LAS VACACIONES EN LOS AÑOS CINCUENTA: Que razón tuvo quien dijo: “¿Quién es capaz de ponerle barreras al pensamiento?” Y como consecuencia de eso a los recuerdos. Y con los recuerdos, las pequeñas historias personales que, de vez en cuando, se nos hacen presentes. Pues bien, esa regla en mí se hace realidad, y la memoria me permite pensamientos que me trasportan al encuentro de lejanos y cotidianas vivencias y sucesos de mi paso por la vida. Y son precisamente esos retazos en mi memoria los que me impulsan hasta estas cuartillas, con la intención de revivir en ellas, y dejar constancia, antes de que los años pongan definitivas barreras a mi memoria, a mi pensamiento, y a mis recuerdos, arrinconándolos en una nebulosa de la que es imposible escapar. Es ley de vida. Sé que lo que pretendo recordar ahora, son cosas comunes y sencillas. Como sencillos fuimos también quienes las vivimos, pero no por eso dejan de tener un lugar en la historia de los pueblos y sus gentes.

Comencemos esto en la década de los cincuenta del pasado siglo XX. Durante ese periodo, los trabajadores por cuenta ajena en las industrias, teníamos derecho a diez días de vacaciones, siempre que tu situación como trabajador estuviese legalizada en la empresa. En ese periodo vacacional, que debía de ser de descanso, y no lo fue tanto para muchos de nosotros, estaban incluidos los domingos y los festivos que cayeran en esas fechas. Una vez pasadas las fiestas de Semana Santa y de la Pascua, ya se esperaba con impaciencia, contando los días que faltaban, las vacaciones. Estas daban comienzo, generalmente, el día 18 de Julio, y terminaban el 26 del mismo mes de Julio, Festividad de Santa Ana, Patrona del Gremio Textil de la Lana.

En ese día 26 de Julio, día de la Patrona del Textil, los Delegados y Representantes Sindicales del Gremio, se esforzaban organizando diversos actos populares para diversión de propios y extraños. El día comenzaba con un almuerzo de Hermandad. Luego, para los más jóvenes, había carreras de bicicletas y pruebas de

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habilidad sobre las dos ruedas. Esto consistía en lo siguiente: Cada ciclista tenía que pasar, montado en su bicicleta, por debajo de un tronco, colocado para tal fin, del cual pendía un gancho donde los concursantes tenían que dejar colgadas tantas anillas como pudieran en el tiempo asignado. Después de cada pasada tenían que dar una vuelta a la fuente en el centro de la plaza. Esas anillas, para hacerse visibles, llevaban una cinta con los colores de la Bandera Nacional. Finalizado el tiempo, se hacía un recuento, y el que más anillas hubiera colocado en el gancho, se llevaba el premio entre el aplauso del numeroso público allí reunido. Los menos habilidosos, solían terminar, ellos y sus bicicletas, en el taller. Para los más pequeños se organizaban distintos juegos de cucañas y otros. Entre

ellos, el que más destacaba por el jolgorio que se producía entre el público, era el de las Carreras de Sacos. Los niños participantes en este juego, metían ambas piernas dentro de un saco de arpillera de los fabricados con fibra de cáñamo, y tenían que recorrer, dando saltos, el trayecto hasta la meta. Eran muchas las caídas entre las carcajadas de la gente, tantas, que lo normal es que nadie llegase a la meta al primer intento.

No podemos olvidar el juego: “A coger el pollo”. En él podían participar todos, menos los niños. Esta prueba era muy arriesgada, pues en ella, los atrevidos participantes, tenían que trepar por un

tronco vertical embadurnado con abundante pasta de jabón muy resbaladiza. No eran pocos los que, alcanzada la mitad del recorrido, se venían abajo resbalando por el traidor tronco. Al final, si alguien conseguía llegar a lo alto del palo, recogía como premio el pollo o la gallina, que había atada en todo lo alto. Gran premio, pues un pollo o una gallina, en aquellos años de escasez, siempre era bienvenido. Estos animales también se solían soltar por el suelo de la plaza, para que a la carrera se les diera caza. Aquí participaba todo el público a la vez.

Al medio día se hacía un alto para la comida de Hermandad. En esta comida tomaban parte los afiliados y Delegados Sindicales de la C.N.S., único sindicato entonces. Tras un tiempo de reposo y tertulia, volvían los juegos a la calle. Entre ellos cabe destacar el llamado: “de Contramanos”. Se competía por parejas, o en tríos. Y a falta de trinquete, las partidas tenían lugar en las calles que reunían condiciones para ello, cosa esta que, al haber tan poco tráfico rodado, eran varias las calles candidatas. Se puede destacar, por ser la más céntrica, la calle del Doctor Gómez Ferrer, más conocida por La Placeta del Palacio, o también como Calle Chimo, por el bar que allí tuvieron los hermanos Gayá. Cualquiera de los tres nombres era bueno para mencionarla. También otras calles acogían esta actividad, como la calle de la Purísima, conocida como la calle Fuera, y en Santa Cruz.

En estas calles, y en alguna otra, en esos días de vacaciones, y durante los domingos el resto del año, ante una gran expectación de público, los aficionados a pelotari enguerinos, mostraban sus dotes, bien como sacadores o al resto. Siendo los más populares, y más recordados, los Juan Sarrión “Loila”, su buen amigo Paco Borrasca, Rodolfo, José Gómez, Salvador “Ayoreta”, Pedro de Juan, los hermanos José

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y Miguel Perales y Jaime Alegre, entre muchos otros que lamento no recordar ahora. Entre todos hicieron grandes partidas entre el gozo y el apasionamiento del público. Todos tenían sus favoritos.

Al atardecer de ese intenso día 26 de Julio, tenía lugar la Solemne Procesión con la imagen de Santa Ana sentada frente a una rueca, o torno, mostrando así su condición de artesana hilandera, motivo por el que fue escogida como Patrona del Gremio Textil. Con este acto religioso, concluía el día festivo, y con él también, ¡Ay!, las cortas vacaciones.

No sé porqué he

comenzado el relato por el final. Pero, puesto que ya está hecho, lo dejaré así, y, abusando de su paciencia, amable lector, seguiré hacia tras situando la historia en el día anterior, o sea, el 25 de Julio festividad del Apóstol Santiago Patrón de España, en Enguera: “Día de San Jaime”. La festividad de este día sí que era respetada por todos, fuese cual fuese su trabajo y ocupación, ese día era fiesta. Ese día era aprovechado por las familias para reunirse en cualquier lugar a campo libre. La condición para ello, era, que, en el lugar en cuestión, hubiese una fuente y buena sombra. En el paraje, en torno al río, que en su día fue de Enguera, era el punto que más había de ambas cosas. Abundante agua, y mucha sombra de garrofera.

Al romper el alba, con apenas asomadas las primeras luces, las familias, cargadas las caballerías, o los carros, tomaban camino en busca del lugar elegido para pasar el día y comer la tradicional paella del Día de San Jaime. Había grupos de amigos, que la víspera, terminada la función en los cines de verano, bien en el de Ricardo Perales “El Rullo”, situado en la calle San Antón, o en el de Miguel Aparicio “El Borreguero”, situado este en la calle Santa Bárbara, y que a la vez también era posada y fonda, y marchaban para esperar el día en el lugar escogido. Mis padres, mis hermanos, y yo, acudíamos al río, y hacíamos el camino a pie. Allí, a la sombra de unas de las muchas garroferas que había en el alto, montábamos nuestra acampada. Una manta, de las llamadas de cuadro enguerino, extendida en el suelo, se convertía en improvisado comedor.

El río, como he dicho, gozaba entonces de mucho agua. En su inicio era un profundo “golgo”, de fría y cristalina agua, llamado “la boqueta del infierno”. Y era así porque si mirabas su agua fijamente, la estrechez de las paredes, y la profundidad, te daba la impresión de estar mirando una boca oscura y sin final, y un escalofrío te recorría la espalda. Por eso, el zambullirse allí era de valientes, y no lo éramos todos. Luego seguía un tramo en el que se podía hacer pie, el alubión depositaba allí mucha graba y el suelo se elevaba hasta casi la superficie. Luego el cauce se ensanchaba y tomaba profundidad en lo que llamábamos “el balagret”. Este era el lugar preferido para nadar, además, permitía que algunos bañistas se lanzasen al agua desde una altura de cuatro o cinco metros. A continuación, y antes de que el agua del río desapareciera canalizada con destino a las huertas de Anna, una roca formaba un saliente que se adentraba en el agua un par de metros, llamada “el caballico”, a donde nos montábamos

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antes de lanzarnos al agua, pues dicha roca tenía la forma, y tamaño, del lomo de uno de esos animales.

Antes del nacimiento del río, rambla arriba, se formaban varias balsas de agua de lluvia. En ellas vivían juncos y bogas que cubrían sus orillas. Las plantas, llamadas bogas, (el nombre científico lo desconozco) cuando llegaba el momento, eran cortadas y recogidas por los artesanos embogadores, antes oficio y pericia, para reponer los asientos a las sillas. El canto de las abundantes ranas, bocado exquisito para las serpientes, camufladas, poblaban sus orillas. En las ramas de los juncos, que también abundaban por la orilla del río, se posaban innumerables libélulas, “bufa candiles”, que los chavales tratábamos de cazar como una diversión más en el largo día. Otros insectos, no tan agradables, se divertían con nosotros: “¡Estas puñeteras moscas!”.

A media tarde, al amparo de la sombra de varios árboles de espeso ramaje que amortiguaba el fuerte sol veraniego, en plena carretera, entre la llamada balsa de Piqueras, y la antigua entrada a lo que hoy es la Casa Rural El Marzo, al ritmo de un acordeón, se organizaba el baile. A él acudíamos la mayoría de los que estábamos pasando el día en el río y sus alrededores. También acudía gente de Enguera y de la cercana Anna. Al caer el sol, con las primeras horas de la tarde, se daba por finalizado el día campestre. El regreso, con el cansancio en la cara, y la alegría en el corazón por la jornada familiar, se hacía entre bromas y alegres canciones. Una vez en casa, a cenar, y a muchos todavía les quedaba ánimo para ir al cine. La bondad de la noche invitaba a ello.

Siguiendo la trayectoria de retroceso que he marcado en esta narración, nos encontramos los días llamados hábiles por no ser festivos, salvo que alguno de ellos cayese en domingo, 24, 23, 22, 21, 20, y 19. Estos días de vacaciones, eran de libre disposición de cada cual, aunque la mayoría lo dedicábamos a esa segunda ocupación que todos teníamos, bien para hacer algún jornal suelto, o para cuidar de su propio campo, por lo que en esos días lo de vacación era relativo. Aunque esto, si un día caía en domingo, que era fiesta de guardar, no se podía hacer.

Lo de Fiesta de Guardar era de obligado cumplimiento, y los enguerinos se cuidaban de cumplirlo religiosamente. De ello, durante algunos años, la autoridad se encargaba de que así fuese. Los Guardias Rurales, que entonces había varios en Enguera, y también la Guardia Civil, se colocaban estratégicamente en los caminos de salida y entrada al pueblo, con el fin de evitar que alguien saliera al campo, aunque fuese a cuidar de sus propias tierras. Si algún atrevido se saltaba el precepto, y era sorprendido por los guardias, era sancionado con una multa, y si llevaba con él algún producto de la tierra: melones, tomates, o algún pimiento, le era requisado, conminándole a retirarse a su casa. ¡Y que no te vuelva a ver por aquí! En esos días de Fiesta de Guardar, muchas cargas de leña, que eran requisadas, terminaban en la cocina

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del Asilo de Ancianos. Aunque siempre había alguien que burlaba tan estricta vigilancia.

En aquellos años, la actividad de la industria textil en Enguera, era frenética. La demanda de tejido era grande y constante. De la noche a la mañana nacían pequeños empresarios textiles, que no tenían en sus empresas ni telares, ni maquinaria alguna, por lo que necesitaban recurrir a los llamados drapaires. Estos, los drapaires, eran enguerinos que en sus casas, o en cualquier otro pequeño local, tenían montado su telar para tejer a destajo a estos nuevos empresarios, los cuales surtían de hilo a los tejedores, y luego recogían este hilo hecho mantas o piezas de paño. El hilo lo compraban a distintas hilaturas, convirtiéndose, estos nuevos empresarios, en meros intermediarios dentro de la industria textil.

En ese constante ir y venir de hilo y paño, se trabajaba durante todo el año. Por esto, en Enguera, cada año, por vacaciones, surgía el mismo problema para los trabajadores del textil. La necesidad que

tenían los fabricantes de adelantar la producción, para poder completar los pedidos de cara a la temporada que comenzaba en el cercano mes de Septiembre, ya que la mayoría del género que se producía iba destinado al marcado que procuraba los artículos de abrigo para las caballerías y los campesinos, así como para capotes de pastores en las frías tierras de Castilla y Extremadura.

Este tejido para capotes, era sometido a un proceso durante su producción, que le proporcionaba una cualidad impermeable al agua y al frío, siendo por ello muy apreciado. El capote tenía una abertura en su centro, justo para que el pastor metiera la cabeza por él, y así quedaba totalmente protegido todo el cuerpo.

El proceso de producción textil en Enguera, durante algunos años, se vio perjudicado por la restricción eléctrica. Solamente unas pocas industrias, las más grandes, tenían autonomía de sustitución de energía para esos casos, el resto, los más, veían mermado el número de horas en las que podían hacer funcionar sus máquinas. Estos cortes de la corriente eléctrica, salvo alguna excepción, duraba, desde las primeras horas de la mañana, hasta el atardecer, por lo que el trabajo se hacía durante las horas nocturnas.

Ante tanta dificultad, en esos años de tanto trabajo, los trabajadores se vieron obligados a trabajar durante el periodo vacacional, respetando solo los domingos y días festivos que cayeran durante ellas. Y no tenían opción a negarse, pues había gente, industriales, que parecían no aceptar que los trabajadores tuvieran derechos, como era el cobrar unos días sin haberlos trabajado. Aunque será mejor que pensemos que lo hacían por cumplir con los compromisos adquiridos con los clientes a fecha fijadas, y no en contra de los trabajadores. También hay que decir que los trabajadores, en general, estábamos dispuestos a trabajar en esos días de vacación, sobre todo por motivos económicos.

Las familias de los trabajadores de las fábricas contaban con la paga extra de Julio, que era de diez días, más las horas extras de esos días festivos, para reunir una buena cantidad de dinero. Hoy esa cantidad nos parecería una miseria, pero en aquellos duros años suponía un desahogo para ellos, más, contando que pronto llegarían las

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Fiestas Patronales. Muchas de las amas de casa esperaban las fiestas del pueblo para comprar ciertos artículos que no lo podían hacer el resto del año, lo que se llamaba “enferiarse”. Desgraciadamente, para los jornaleros del campo, todavía no habían llegado ciertas leyes.

Como consecuencia de la frenética actividad de los telares, las secciones de

hilados se veían obligadas a un trabajo continuo, sin descanso, así como al proceso de acabado, batanes, ramas, perchas,… para terminar en el empaquetado, enfardado, y etiquetado en los almacenes. Tal era la demanda, en aquellos años, de los tejidos de Enguera, que en muchas ocasiones, durante las restricciones, me ocupaba en colaborar en el empaquetado, o enfardado, de mantas y paños, ayudándonos de una prensa manual.

En una ocasión, habíamos terminado de etiquetar unos cuantos fardos destinados

todos a un determinado cliente, cuando se presentó en el almacén un señor que dijo ser almacenista, y que había venido a Enguera con el fin de comprar una buena cantidad de paño pardo, y jergas de distintos colores. Entonces se entabló una conversación con el empresario allí presente sobre la marcha del negocio. El desconocido, al ver que había una cantidad de fardos ya dispuestos para enviarlos, hizo una proposición: “Si le cambia las etiqueta a esos fardos, y le coloca unas a mi nombre, estoy dispuesto a pagar en el acto diez pesetas más por metro de lo que usted tenga acordado.” Tras una breve pausa, en la que el empresario fingió dudar, se acordó y así se hizo. Media hora más tarde, las etiquetas estaban cambiadas, y satisfechas ambas partes, pago lo acordado, y se marchó. Al día siguiente, al camión de la RENFE, cargó los fardos y los llevó a la estación del tren en Alcudia de Crespín, con rumbo a su nuevo destino.

Año tras año, se repetía la misma historia en los días de vacaciones, y los pobres seguíamos siendo lo mismo de pobres, por más que trabajásemos durante ellas. Aquel trabajo se hacía, casi siempre, obligados por los empresarios, y nosotros, infelices, teníamos la esperanza de que al final fuesen generosos. Generosos los había, sí, pero pocos. Los más eran todo lo contrario, ignorantes y usureros, que creían que el negocio se engrandecía regateándoles la peseta a los trabajadores. Más de una vez había que llamarles la atención, cuando a la hora de cobrar el jornal, faltaban en el sobre cincuenta pesetas. Sobre que había que revisar en el acto, si no, se perdía cualquier posibilidad de salir bien cualquier reclamación dineraria.

En este tenso ambiente, en las relaciones laborales entre trabajadores y empresarios, cuando un trabajador mal tratado tenía orgullo, y posibilidad, cambiaba de empresa. Y no fueron pocos los que, no pudiendo cambiar de empresa en Enguera, tomaban el camino de la emigración, bien a otros territorios dentro de España, como al extranjero. Enguerinos, emigrantes, hay por todo el mundo, aunque el trabajador textil tenía como principal meta, Tarrasa o Sabadell en la cercana Cataluña.

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Los tiempos fueron cambiantes con el paso de los años, aunque la situación de

los trabajadores del textil en Enguera cambió poco. Sí lo hizo en gran parte la maquinaria, y el género a producir. Los paños, las jergas y los capotes, ya eran inútiles dada la mecanización del campo, y la casi desaparición de las caballerías y el pastoreo primitivo. La fabricación de mantas, de varios tipos, pasó a ocupar el tiempo en los telares. Fueron desapareciendo, poco a poco, los drapaires con un único telar en casa, subsistiendo solo, parte de los que tenían varios telares en pequeñas fábricas, aparte de las grandes empresas, a quienes también les llegó la hora del cierre. Entre los años 1975 y 1980, yo trabajé en una de esas pequeñas fábricas, junto a seis compañeros más. Casi la totalidad de la producción se hacía para una importante empresa de Onteniénte: “Mantas Mora S. A.”. La empresa de Onteniénte proporcionaba el hilo, y se lo llevaba después convertido en mantas. Eran mantas de viaje. El producto textil enguerino, que tan buena fama, y demanda, había tenido hacía tan solo unos pocos años atrás, había desaparecido del mercado. Durante ese periodo de tiempo, de aquellos pocos telares salieron miles de mantas para todos los destinos del mundo. Fueron unos años muy productivos, pero también aquello terminó.

No recuerdo exactamente el año, pero un día tuve que marchar a Valencia para

resolver unos asuntos médicos a la antigua Fe, la de Campanar. Aquella mañana llegué temprano a la ciudad en el autobús de línea de Granero. Como tenía tiempo de sobra antes de mi cita con el médico, decidí ir andando hasta el Hospital. Calle Guillén de Castro arriba, camino de las Torres de Quart, fui viendo la cantidad de escaparates de los comercios de todo tipo que había a mi paso. De pronto me topé con uno que llamó mi atención, y que en letras grandes se anunciaba así: “PALACIO DE LAS MANTAS”. Me detuve ante el escaparate, para contemplar en él un gran surtido de mantas, y entre ellas, varias iguales a las que yo mismo había tejido años atrás para Mora S. A.

Ante aquella visión, no pude contener la curiosidad y penetre en el comercio. Era un local amplio. A la izquierda, un largo mostrador repleto de mantas, recibía a los clientes. Al momento salió a mi encuentro un señor, que luego resultó ser el dueño, y me hizo la pregunta de rigor: ¿Desea algo el caballero? Yo le respondí que no, que había entrado solo por curiosidad al ver tantas mantas de viaje de la marca Mora. Tal vez alguna de ellas las habré tejido yo mismo. El comerciante mostró su extrañeza ante mi respuesta. ¿Qué de dónde es usted? De Enguera, le respondí. Hombre, me alegro de saberlo.

Tras un fuerte apretón de manos, me hizo la siguiente proposición: Si usted me consigue un par de docenas de mantas de lana, de las que se fabricaban antes en su

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pueblo, y me las trae, yo le pagaré por ellas lo que me pida. Tengo clientes que son alérgicos a las fibras sintéticas, y me preguntan por mantas de pura lana. A lo que yo tuve que contestar, muy a mi pesar, y al buen nombre de Enguera, que aquello era imposible, que ya no se encontraban mantas de aquellas, que lo sintético había ganado la batalla, y que en Enguera ya no se fabricaban mantas como las de antes. Los dos nos lamentamos por ello. Mientras repetía el apretón de manos, antes de marcharme, me volvió a repetir: si por casualidad encuentra alguna de ellas, me las trae. Ya sabe donde encontrarme.

Camino del Hospital, después de la visita a la tienda “El Palacio de las Mantas”, sentía una opresión en el pecho. ¿Qué había sido del prestigio de las mantas de Enguera? Un prestigio ganado durante varias generaciones de buenos trabajadores, y que había desaparecido con tanta rapidez. Y con las confortables mantas de lana, la decisión, o capacidad, para luchar por mantener su otrora importante industria textil. Todo se fue en el alubión de los tiempos.

Tras el recuerdo de estas anécdotas, triste por la nostalgia de aquellos años

mozos, termino este relato. Seguramente seguiré recordando otros hechos de lo pasado. Seguiré rellenando cuartillas con esos recuerdos, y espero que tengan un final un poco menos triste que este que acabo de relatar.

En la Villa de Enguera, Julio de 2011. José Marín Tortosa.