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"LA ESCUELA DE ORACIÓN"
DE BENEDICTO XVI
7. "Salmo 22: la oración angustiada ante Dios”
Miércoles 14 de setiembre de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy quisiera afrontar un Salmo de fuertes implicaciones cristológicas, que
continuamente aflora en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humilla-
ción y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22 según la tradición judía, 21 según la tra-
dición greco-latina, una oración sincera y conmovedora, de una densidad humana y una ri-
queza teológica que lo convierten en uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el
Salterio. Se trata de una larga composición poética (nosotros nos detendremos en particular
en la primera parte), concentrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones signifi-
cativas de la oración de súplica a Dios.
Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y rodeado de adversarios que quie-
ren su muerte; él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre
misteriosamente a la alabanza. En su oración la realidad angustiosa del presente y el recuerdo
consolador del pasado se alternan, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación
desesperada que no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es una llamada dirigida a
Dios que parece lejano, que no responde y que parece haberlo abandonado:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos?
Te invoco de día, y no respondes,
de noche, y no encuentro descanso” (v. 2 y 3).
Dios calla y este silencio hiere el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encon-
trar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra,
de una ayuda que no llega; Dios parece muy distante, muy olvidadizo, muy ausente. La ora-
ción pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda darle con-
suelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la sole-
dad se convierte en algo insoportable. Además el orante de nuestro Salmo llama al Señor tres
veces “mi Dios”, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante las apariencias, el Sal-
mista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya roto totalmente y, mientras pide un
por qué del presunto abandono incomprensible, afirma que “su” Dios no puede abandonarlo.
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Como se sabe, el grito inicial del Salmo, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
se cita en los Evangelios de Mateo y de Marcos como el grito lanzado por Jesús cuando muere
en la cruz (cfr. Mt 27,46; Mc15, 34). Expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que
está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la
vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y renegado por los discípulos, rodea-
do por los que le insultan, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar
por la humillación y el aniquilamiento. Por esto grita al Padre y su sufrimiento asume las pala-
bras dolientes del Salmo. Sin embargo el suyo no es un grito desesperado, como no lo era el
del Salmista, que en su súplica recorre un camino atormentado que llega finalmente a una
perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Y ya que en la costumbre judía
citar el inicio de un Salmo implicaba una referencia al poema completo, la oración de Jesús
agonizante, aunque mantiene su carga de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la glo-
ria. “¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”,
dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24,26). En su Pasión, en obediencia al Padre,
el Señor Jesús atraviesa el abandono y la muerte para alcanzar la vida y darla a todos los cre-
yentes.
A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22-21, seguidamente, en una dolorosa compa-
ración, recuerda el pasado:
“En ti confiaron nuestros padres:
confiaron, y tú los libraste;
clamaron a ti y fueron salvados,
confiaron en ti y no quedaron defraudados” (v. 5 y 6).
Ese Dios que hoy al Salmista le parece lejano, es el Señor misericordioso que Israel ha expe-
rimentado siempre en su historia. El pueblo, al que pertenece el orante, ha sido objeto del
amor de Dios y puede testificar su fidelidad. Comenzando por los Patriarcas, después en Egip-
to y en la larga peregrinación en el desierto, durante la permanencia en la tierra prometida, en
contacto con pueblos agresivos y enemigos hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica
ha sido una historia de petición de auxilio por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por
parte de Dios. Y el Salmista hace referencia a la inquebrantable fe de sus padres, que “confia-
ron” -se repite este verbo tres veces- sin quedar nunca defraudados. Ahora, sin embargo, pa-
rece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido.
La situación del Salmista parece desmentir toda la historia de salvación, haciendo más doloro-
sa la realidad presente.
Pero Dios no puede desmentirse, y entonces la oración vuelve a describir la penosa situación
del orante, para hacer que el Señor tenga piedad e intervenga, como había hecho siempre en
el pasado. El Salmista se define “pero yo soy un gusano, no un hombre; la gente me escarne-
ce y el pueblo me desprecia” (v.7), se burlan de él, lo desprecian (cfr v. 8), y herido en su pro-
pia fe: “Confió en el Señor, que él lo libre; que lo salve, si lo quiere tanto” (v.9). Bajo los gol-
pes burlones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido pierda sus connotaciones
humanas, como el Siervo sufriente del Libro de Isaías (cfr Is 52,14; 53,2b-3). Y como el justo
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oprimido del Libro de la Sabiduría (cfr 2,12-20), como Jesús en el Calvario (cfr Mt 27,39-43),
el Salmista ve cómo se pone en tela de juicio su relación con el Señor, el énfasis cruel y sarcás-
tico de los que lo están haciendo sufrir: el silencio de Dios, su aparente ausencia.
Sin embargo, Dios está presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura
incuestionable. El Salmista lo recuerda al Señor: “Tú, Señor, me sacaste del seno materno, me
confiaste al regazo de mi madre; a ti fui entregado desde mi nacimiento (v. 10-11a). El Señor
es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato y lo cuida con afecto de un padre. Y
si antes se había recordado la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evo-
ca su propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particular-
mente importante del inicio de su vida. Y allí, no obstante la desolación del presente, el Sal-
mista reconoce una cercanía y un amor divino tan radical, que ahora puede exclamar, en una
confesión llena de fe y generadora de esperanza: “desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios”
(v.11b).
El lamento se convierte ahora en una súplica conmovedora: “No te quedes lejos, porque ace-
cha el peligro y no hay nadie para socorrerme” (v.12). La única cercanía que el Salmista per-
cibe y que lo aterroriza es la de los enemigos. Y por tanto es necesario que Dios se haga cer-
cano y que lo socorra, porque los enemigos rodean al orante, lo cercan y son como toros po-
derosos, como leones que abren sus fauces para rugir (cfr v. 13-14). La angustia altera la per-
cepción del peligro, aumentándolo. Los adversarios parecen invencibles, se han convertido en
animales feroces y peligrosísimos, mientras que el Salmista es como un pequeño gusano, im-
potente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes, usadas en el Salmo, sirven para decir que
cuando el hombre es un ser brutal que agrede a sus hermanos, algo animal lo posee, parece
perder su apariencia humana; la violencia tiene algo de bestial y sólo la intervención salvadora
de Dios puede restituir la humanidad al hombre.
Ahora, para el Salmista, objeto de tanta feroz agresión, parece que no hay salida y que la
muerte comienza a poseerlo: “Soy como agua que se derrama y todos mis huesos están dislo-
cados [...]; mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar. Se reparten
entre sí mi ropa y sortean mi túnica” (v. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que encontra-
mos en los relatos de la Pasión de Cristo, se describe la descomposición del cuerpo del conde-
nado, el calor insoportable que atormenta al moribundo y que encuentra eco en la petición de
Jesús: “Tengo sed” (cfr Jn 19,28), hasta alcanzar el gesto definitivo con el que los torturado-
res, como los soldados bajo la cruz, se reparten las vestiduras de la víctima a la que consideran
muerta (cfr Mt 27,35; Mc 15,24; Lc 23,34; Jn 19,23-24).
Y de nuevo, la petición de socorro urgente: “Pero tú, Señor, no te quedes lejos; tú que eres mi
fuerza, ven pronto a socorrerme. Sálvame”(vv. 20.22a).Este es un grito que abre los cielos,
porque proclama una fe, una seguridad que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de
toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la sal-
vación: “Yo anunciaré tu Nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la asamblea”
(v.23). Así el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final en el que participa todo
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el pueblo, los fieles del Señor, la Asamblea litúrgica, las generaciones futuras (cfr v. 24-32). El
Señor ha venido en su ayuda, ha salvado al pobre y le ha mostrado el rostro de su misericor-
dia. Muerte y vida se han cruzado en un misterio inseparable del que ha salido victoriosa la
vida, el Dios de la salvación se ha mostrado Señor indiscutible ante el cual todos los confines
de la tierra celebrarán y todas las familias de los pueblos se postrarán. Es la victoria de la fe,
que puede transformar la muerte en don de vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.
Queridísimos hermanos y hermanas, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la
cruz, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos inva-
dir de la luz del misterio pascual y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la
verdadera realidad más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación en la
humillación y la plena manifestación de la vida en la muerte, en la cruz. Así poniendo de nue-
vo toda nuestra confianza y esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia, le po-
dremos rezar con fe también nosotros y nuestro grito de auxilio se transformará en cantos de
alabanza. Gracias.
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