Textos corregidos - Rosaflorida

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UN VIAJE POR LA TRADICIÓN ORAL DE ROSAFLORIDA Realización: Estudiantes Grado Undécimo Promoción 2012 Institución Educativa Rosaflorida Municipio de Arboleda Coordinación: Esp. Fidel Ángel Mora Chamorro Docente de Lengua castellana Diseño: Esp. Martín Eraso González Rosaflorida – Municipio de Arboleda Noviembre 2012-11-11

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Cuentos Rosaflorida

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UN VIAJE POR LA TRADICIÓN ORAL DE ROSAFLORIDA

Realización: Estudiantes Grado Undécimo Promoción 2012

Institución Educativa RosafloridaMunicipio de Arboleda

Coordinación: Esp. Fidel Ángel Mora Chamorro

Docente de Lengua castellana

Diseño:Esp. Martín Eraso González

Rosaflorida – Municipio de ArboledaNoviembre 2012-11-11

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CONTENIDO

PáginaPresentación…………………………………………………………………………………………. 3

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PRESENTACIÓN

Teniendo en cuenta que en todas las regiones del país existe una riqueza inmaterial basada en las tradiciones orales, este trabajo es el producto resultado del Proyecto de Aula denominado: “Un viaje por la tradición oral de Rosaflorida”, realizado por los estudiantes del grado undécimo en la asignatura de Lengua Castellana.

Es bien sabido que en estas épocas la información se mueve en un caudal vertiginoso y que existe un afán desmedido de las generaciones nativas digitales por estar interconectadas en la red, provocando el olvido de formas básicas de comunicación como la oralidad. En consecuencia, este viaje por la tradición oral es un retorno hacia esas primeras maneras de transmitir conocimientos, experiencias, historias y otros discursos.

Buscando un acercamiento con las personas mayores de la región, quienes generosamente nos concedieron sus testimonios y nos contaron relatos fantásticos, recopilamos quince historias que se convierten en hermosas piezas literarias. Conjuntamente con esos textos escritos presentamos un disco compacto que reúne los quince relatos a viva voz de esas gentes conocedoras de las leyendas de Rosaflorida y su entorno.

Para el grupo de bachilleres de la promoción 2012, esta ha sido una experiencia enriquecedora que les ha permitido fortalecer sus habilidades lecto-escrioras y en muchos de ellos ha generado un cambio de actitud hacia el rescate y la conservación de la oralidad y otras tradiciones que se van sumergiendo en el olvido.

Finalmente, un sincero agradecimiento a XXXXXXXXXXXXX, quienes nos han permitido la reproducción de este trabajo.

Esp. Fidel Ángel Mora ChamorroCoordinador del proyecto

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El niño auca

Por:

Angie Stefanía Bravo BurbanoAnghy Fernanda Muñoz Ceballos

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IMAGEN 1

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El niño auca

Mientras las nubes poco a poco cubrían con su manto el firmamento, los autos pasaban raudos, un perro aullaba sin cesar y los rayos débiles de una luz artificial se filtraban por los agujeros de las paredes de la casa, fue entonces cuando llegó Alberto, un profesor con el conocimiento acumulado en las arrugas de la frente, y quien en mi infancia me habló de sumas y restas con la misma claridad con la que me habló de Dios, de Cristóbal Colón y de los sustantivos propios y comunes.

Ese anochecer, sentados en el corredor de mi casa, con la frescura de la brisa del Juanambú, comenzamos a hablar de muchas cosas, fue entonces cuando aproveché la oportunidad para decirle al profe que me contara alguna de esas historias legendarias que abundan en la región. Él, con la misma sabiduría y elocuencia con la que me habló en mi infancia comenzó su relato generoso así:

“Verán, les voy a contar lo siguiente: en una oportunidad nuestro padre nos mandó a dejar unos caballos, cuando llegamos a la finca con mis dos primos, por estar jugando nos cogió la noche y tuvimos que quedarnos en la finca, con tan mala suerte que nos tocó dormir en un cuarto que era bastante grande y el piso era entablado, como solo se contaba con una cama tuvimos que acostarnos los tres en ella. En una esquina había otra cama en la que dormía Norberto, un señor que era medio atontado. Apagamos la vela nos acostamos a dormir. A mí no me cogía el sueño, yo sentía que mis primos y Norberto roncaban. De repente escuché unos pasos que entraban por la puerta y lentamente se desplazaban alrededor del cuarto produciendo este ruido: ¡tas… tas… tas…! Me empezó a dar mucho miedo a medida que los pasos se acercaban a mí; yo sentía la cabeza inmensa del susto. En ese instante empecé a darles patadas a mis primos para que se despertaran, pero ellos nada que se despertaban. En medio de mi angustia encontré una linterna que no sabía ni donde la había dejado, la encendí, ¡nuevamente la puerta sonó!, Pero en la pieza no había nadie más que nosotros. Por fin mis primos se levantaron y me preguntaron con angustia:- ¿Qué te pasó? ¿Qué tienes, Alberto?-¿Ustedes no sintieron unos pasos aquí en la pieza? –les dije. Ellos se mostraron incrédulos y me respondieron: -Debió ser el atontado de Norberto que se levantó. Ese como además de ser tonto es medio sonámbulo.-Preguntémosle –les dije. Nos acercamos a la cama. Estaba dormido. Le alumbramos con la linterna. Tenía la cara blanca y redonda.-Hola Norberto, ¿vos te levantaste hace un rato a caminar por la pieza? -le pregunté.-Yo no he sido –dijo entre dormido y con voz retardada. Y continuó – tal vez fue ese chiquillo que es como un esqueleto, que como de costumbre entra al cuarto y se sienta al pie de la cama. Nosotros como éramos niños y estábamos asustados nos pusimos a llorar. Rápidamente abrimos la puerta y nos pasamos a la pieza donde dormían los terrajeros; angustiados les pedíamos permiso para poder entrar y dormir con ellos. Desde esa noche nunca más nos quedamos en la finca. Al día siguiente, bien de madrugada, regresamos al pueblo y le contamos a nuestros abuelos lo que nos había sucedido. Ellos se reían. Mi abuelo nos dijo:-En aquella pieza… cuando yo voy a dormir allá, se me sube un nuño al cuello como queriéndome ahorcar, pero él no se deja ver la cara y tiene la forma de un esqueleto –terminó diciendo.Luego, los abuelos ordenaron a los trabajadores desentablar la habitación y buscar si en ese lugar había enterrado algún niño auca, o sea algún niño que había muerto sin ser bautizado y por eso no podía descansar en paz y solo se llevaba sufriendo por el mundo.A pesar de no haber encontrado nada, los pasos se siguen escuchando y el niño auca es fiel acompañante de todos los huéspedes del cuarto”.Así terminó Alberto su relato y en mi mente quedó grabada la imagen esquelética y fantasmal del niño auca que desde lo más profundo de una caverna dice con una voz de ultratumba: “Quiero jugar, siiii jugar”.

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EL CARRO BUCHELIPor:

Giovanni Esteban Muñoz YelaAndrés Felipe Viveros Tulcán

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Imagen 2

El carro bucheli

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Doña Fanny tomaba su café con parsimonia. Estaba a punto de iniciar su relato, pero el silencio entre taza y taza cada vez se prolongaba más. La noche soltaba suaves silbidos que se filtraban entre los árboles. Nos encontrábamos en una casa bastante vieja, de paredes agrietadas: evidente signo del paso del tiempo. Luego del último sorbo que quedaba en el pocillo, doña Fanny se acomodó mejor en su sillón y contó:

“Yo tenía la costumbre de ir todas las noches a la casa de mi comadre a ver televisión. Como ustedes sabrán, antes había muy pocos televisores; era un lujo de ricos. Bueno, una noche, yo me fui para allá. Caminé durante algunos minutos por la carretera y llegué a la casa justo cuando la novela estaba empezando. Nos acomodamos con mi comadre en la sala y estuvimos un rato largo con los ojos fijos en la pantalla. Después de las novelas, conversamos alegremente hasta que nos agarró el sueño. Cuando me percaté, el reloj marcaba las doce de la noche. De un brinco me acomodé y me dispuse a regresar. Con un “hasta mañana” me despedí de mi comadre y emprendí el camino a casa. Caminaba pensando en lo que había pasado en las novelas y en los últimos chismes que me había contado mi comadre. Estaba venteando mucho y yo trataba de abrazarme fuerte a mi chalina. La carretera se miraba desierta; solo las luces de algunas casas espantaban la oscuridad. De pronto, entre el viento que soplaba, sentí que había un ruido extraño; no supe identificarlo, hasta que me llegó claro el chillido de una lechuza. Volteé a ver y no había más que oscuridad. Cuando quise mirar de nuevo al frente, un estallido de luces me cegó los ojos. Identifiqué a lo lejos un carro que se acercaba a toda prisa. Era imposible: a esa hora nunca transitaban carros por esa carretera. Me llené de pánico.

En unos segundos, el carro se detuvo frente a mí. Absorta, lo quedé mirando. Venían montados muchísimos hombres negros; algunos murmuraban, otros reían con carcajadas estruendosas. En cada uno de sus costados, el carro tenía una vela prendida. Era un espectáculo espantoso. Miré mejor y las dichosas velas no estaban hechas de cera sino de hueso. ¡Las velas eran huesos de muertos! Los rostros de los hombres se desvanecieron hasta parecer demonios, fantasmas; sin embargo, seguían riendo. Sus risas macabras se acercaban a mí con un aire frío. Menos mal a mí nunca me faltaba mi escapulario y, en ese instante, me aferré a él como nunca, y traté de recordar alguna oración. De repente, un demonio de esos se bajó del carro y mirándome a los ojos me dijo: “Ve, si no fuera por ese trapo café que llevas colgado en el pecho, te llevaríamos a pasear con nosotros”. Luego de escuchar esas palabras, sentí que mis piernas se durmieron. Intenté emprender marcha de nuevo, pero no pude dar un paso más. Ahí mismo caí desmayada.

A la mañana siguiente, me desperté en un cuarto ajeno. Unos señores de por ahí me habían alzado y me llevaron a su casa. Cuando traté de incorporarme, uno de ellos me preguntó: “¿Qué le pasó señora?” Yo le respondí que había visto ese carro con luces feas y hombres negros. “Ese es el carro Bucheli. Es un carro de la otra vida que siempre sale a las doce de la noche y sus pasajeros son esqueletos y demonios”.

Doña Fanny termina de contarnos su terrible experiencia. Nos ha mantenido en silencio toda la noche. Ya tengo que irme muchachos, nos dice. Y antes de pararse de la silla, mira el reloj de la pared y su cara se espanta.

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La niña sierraPor:

Álvaro Yadir Cifuentes RuizCristian David Cifuentes Pérez

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Imagen 3

La niña sierra

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Llegué a la casa de doña Chepita (así le decimos de cariño a esta jovial señora) y me recibió con su acostumbrado calor de madre. Conversamos durante largos minutos y, entre charla y charla, le pedí el favor que me contara una historia de las que con frecuencia suceden por estos lados. Ella me dijo: “Claro hijo, ni que estuviéramos bravos, pero antes tómese un tintico”. Doña Chepita fue a la cocina y volvió con una taza humeante. Recibí el tinto y lo degusté como el preludio perfecto a la historia que se avecinaba. Ella empezó a contar:

“Hace mucho tiempo vivió en la escuela del pueblo la profesora Jacinta. Ella era una gran maestra, muy entregada a su trabajo; reconocida aquí y en los alrededores; yo aún le guardo un aprecio especial. Resulta que la profe Jacinta tenía una hija de cuatro años llamada Salomé. Las dos tuvieron que irse a vivir a la escuela luego de que un fuerte invierno arrasara con su casa. Sin tener otro lugar a donde ir, recibieron la ayuda del profesor Roberto Socra, quien vivía en la escuela desde hace tiempo, y les ofreció el establecimiento como hogar.

En sus jornadas laborales, la profe Jacinta no tenía con quién dejar a su hija; por eso algunas veces la llevaba con ella a las clases y, en otras ocasiones, la dejaba amarrada o encerrada en la pieza. La niña era hermosa e inquieta en igual medida. En una ocasión, la profe tuvo que ir repentinamente a una reunión de profesores y dejó a Salomé encerrada. Cuando regresó, ya no la encontró. Al parecer la pequeña había escapado y nadie daba razón. Pasó el tiempo. La profesora lloraba desconsolada día y noche. Una tristeza honda se había instalado en su corazón.

Un 27 de julio de 1950, la profesora Jacinta asistía al día de clausura en la escuela. Luego de ese acto, tenía pensado viajar a Pasto. La reunión terminó a las siete de la noche. Para llegar a la carretera por donde pasaba el bus que la llevaba a la ciudad, ella debía caminar más o menos un kilómetro. A pesar de la hora y de que sintió algo de temor por la soledad de aquella vía, la profe Jacinta se encaminó hacia la carretera principal. El horizonte se veía oscuro, pero ella echó a andar, segura de que se encontraría con algunos padres de familia que también caminaban por ahí rumbo a las veredas. Aceleró su andar para intentar toparse con alguien conocido, y cuando pasó debajo de unos árboles de naranjo, escuchó repentinamente una voz que la llamaba. Pero la voz no provenía de la carretera sino del monte. Era una voz lejana y difusa que le decía: “Jacinta, Jacinta, yo tengo a tu hija, ven por ella”. A la profesora se le heló la piel. Levantó la mirada hacia los naranjos y percibió en la oscuridad a un señor vestido de blanco que iba montado en un caballo cuyos ojos eran dos pequeñas bolas de fuego. Sorprendida, intentó ver mejor, pero el señor y el caballo desaparecieron de inmediato. La profe Jacinta no pudo hacer más que ponerse a rezar: “Dios mío, Dios mío, devuélveme a mi hija y protégeme”.

Después de esta extraña aparición, el ánimo de la profesora no estaba para seguir en esa excursión hacia la carretera principal. Decidió, entonces, regresar a la escuela. Buscó desesperadamente al profesor Roberto y, cuando lo tuvo al frente, le contó lo sucedido; él la escucho con atención y horror. Al cabo del relato, el profesor Roberto le propuso a Jacinta regresar al lugar donde había escuchado aquella voz que le hablaba de su hija desaparecida. Aunque Jacinta sintió un miedo enorme, pudo más el amor por su hija, y ambos emprendieron camino cargando antorchas. Sin embargo, cuando llegaron al lugar no encontraron nada: solamente penumbra y ruidos del monte. Retornaron a la escuela, abatidos y en silencio. Eran las once de la noche; cada uno entró a su cuarto para procurar conciliar el sueño. La profe Jacinta intentaba dormir en medio de sollozos. Recordaba la espantosa imagen que había visto y la voz lejana. Cuando su mente, cansada, se iba apagando de a pocos, escuchó un llanto de niña a las afueras; trató de despertar y de afinar el oído: ¡Era el llanto de la pequeña Salomé! De inmediato saltó de la cama y se dirigió al patio de la escuela, pero no encontró nada. Corrió hacia el dormitorio del profesor Roberto, le golpeó la puerta y el profesor le dijo que también había escuchado el llanto infantil. Tomaron una linterna y juntos recorrieron los alrededores de la escuela; tampoco encontraron nada. Cargados de desilusión y miedo, regresaron nuevamente a la soledad de sus habitaciones.

Al día siguiente, la profesora no viajó a la capital como lo tenía planeado sino que fue en busca del padre Juan José para que le ayude. Con él, regresó a la escuela, y en el patio, el cura celebró una misa. Asistió mucha gente de la vereda que elevó su oración por la pequeña Salomé. Al finalizar la liturgia, el padre derramó agua bendita por toda la escuela. Esto fue suficiente: en adelante nunca más se escuchó el llanto de Salomé.

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Mucho tiempo después, una tarde cualquiera, el profesor Roberto se fue a pasear al río Juanambú. Mientras se encontraba disfrutando del paisaje ribereño y las aguas frescas del río, miró a lo lejos a una niña sentada en una piedra. Al instante reconoció el perfil: ¡era Salomé! Entre contento y desconcertado, intentó acercarse a la pequeña, pero uno de los pescadores que pasaba por ahí lo detuvo con un grito: “¡Señor, no se le acerque! Es la niña rubia del río, y a toda persona que intenta rescatarla, la descuartiza con sus brazos de sierra.”

El profesor, asombrado, les contó la historia de Salomé a los pescadores de la zona. Ellos, por su parte, le dijeron que desde hace algún tiempo la niña salía a sentarse en esa piedra. Pero aunque parecía inofensiva, ya habían visto descuartizar a cuanta persona se acercaba a la niña sierra. Así le llamaron: la niña sierra. El profesor quedó totalmente mudo ante esas afirmaciones.

Cuando el profesor Roberto regresó al pueblo, optó por no decirle nada a nadie, para evitar asombros y dolores innecesarios. Fue un secreto que guardó hasta el mismo día de su muerte, cuando con voz jadeante y entrecortada, reveló la historia a familiares y amigos que cercaban su lecho de agonía.”

La viuda 1Por:

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Eliana Elizabeth Cifuentes Erazo

Hernán Esteban Guerrero Cerón

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Imagen 4

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La viuda 1

Don Álvaro, a pesar de ser un hombre tímido es una persona bastante cordial. Ha dedicado toda su vida al trabajo en el campo; sus manos se han entregado a la tierra. Un domingo al atardecer llegué hasta su casa con el propósito de pedirle que me cuente la historia de la viuda; es bien sabido en la región que él es una de las pocas personas que la ha visto en carne propia. Con sólo mirarlo a los ojos, sé que está recordando esa noche que la conoció. Luego de cavilar unos instantes, don Álvaro me cuenta su experiencia:

“La viuda es un espanto que se presenta en forma de una mujer grandota, vestida de negro y con un manto blanco en la cabeza. Si uno está de suerte no le hace nada, pero si está de malas, lo emborracha, se lo carga para el cementerio y lo deja metido en alguna tumba que esté vacía”

Después de esta introducción, don Álvaro clavó su mirada en mis ojos; se levantó de la silla vieja donde estaba y comenzó a caminar por el cuarto dando vueltas, como un preso en el patio de una cárcel. En ese instante, sentí que los nervios se apoderaban de mí, pero él puso su mano amistosa sobre mi hombro y, sin más interrupciones, continuó:

“Una vez me siguió… Yo venía del caserío y, justo en el partidero para Berruecos donde vivía doña Mariana, vi que salió de la nada una mujer tapada y misteriosa. Yo pensé que era doña Mariana, pero las luces de un carro que pasaba alumbraron la carretera y percibí que no era ella sino que era la mismísima viuda. Yo no supe que hacer: si regresaba, me atrapaba; si intentaba pasarme una alambrada, me hacía la encerrona. En medio del susto, decidí seguir por los caminos que conducen a la capilla; iba corriendo, pero algo extraño le pasaba a mi mente; me sentía mareado. Cuando llegué a la plaza estaba borracho. Algunas personas de la zona me habían llevado a mi casa pensando que yo andaba pasado de tragos, pero no: a mí me emborrachó fue esa maldita viuda. Ya en la casa, mi mamá, con su sabiduría infinita, se dio cuenta de que yo no estaba borracho, que me pasaba algo raro. Ahí mismo preparó unas aguas para el mal viento, y eso fue lo único que me recuperó de esa chuma”

Estimado lector: usted acaba de conocer a la Viuda, ahora yo le pregunto: ¿Usted prefiere una borrachera con un buen guarapo en una minga o una borrachera después de una carrera perseguido por la viuda?

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La viuda 2

Por:

Óscar Manuel Díaz Delgado

Kory Smith Rivera Armero

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La Viuda 2

Cuando llegamos a la casa de don Félix, hombre conocido por su gran sabiduría popular, lo encontramos en sus labores habituales: seleccionado granos de café y tarareando canciones de despecho. Él nos siente llegar y hace un alto en su trabajo; luego se dispone a contarnos el susto que vivió cuando tuvo la desagradable oportunidad de conocer a la Viuda. Nosotros nos sentamos cómodamente en el piso del patio y don Félix inicia:

“Estábamos con el Juan, el Miguel, el Antonio, el sordo Noé, don Manuel Vieja, y otros amigos, en una molienda de la Honda. Era casi la media noche y algunos, cansados, nos habíamos recostado sobre el bagazo, junto a la boca del horno. Otros dormían en la cocina o en el corredor. Necesitábamos descansar porque al otro día empezábamos a trabajar temprano. Sin embargo, no nos dejarían descansar tan fácilmente.

A los pocos minutos de tirarnos a dormir, llegó un hombre vestido totalmente de negro que ocultaba su rostro bajo un sombrero grande. Le seguía un grupo de personas que murmuraban con voces escalofriantes e incomprensibles. De golpe, escuchamos que el trapiche comenzó a sonar como si estuvieran moliendo, y nosotros ahí, boca abajo, muertos del miedo. Pero alguien tenía que pararse a prender candela para espantar la ilusión. Así que yo animé a los otros. El Antonio no se levantó porque era el más flojo: metía la cabeza debajo del bagazo y levantaba la cola. Por un momento, pareció que el espanto se había ido. Al rato llegó don Fernando, un señor grande que vivía al lado del trapiche, quien nos invitó a dormir en su casa, porque según él, todas las noches llegaba alguien a hacer sonar el trapiche. Cuando él terminó de hablar, nos dimos cuenta de que la ilusión seguía jodiendo: el trapiche traqueba cada vez con más fuerza; sin embargo, no aceptamos la invitación de don Fernando ya que al otro día la molienda comenzaría bien de madrugada. Nos quedamos en nuestro sitio acompañados de la luz de una fogata.

Cuando parecía que todo volvía a la calma, escuchamos como un ventarrón y una sombra pasó frente a nosotros. De inmediato llegó don Javier Cerón, quien dormía en la cocina y nos dijo: “Vayan a ver, allá hay una mujer de negro y con una muelas bien grandes, sentada en las gradas que están debajo de la cocina”. Nosotros le dijimos que debía ser la viuda. Fuimos a ver de quien se trataba y efectivamente era ella. Ya había salido de la cocina y, ladera abajo, llevaba arrastrando de los pies al mudo Noé, quien solo alcanzaba a decir: “Estate quieto, estate quieto”. Pensaba que era alguno de los trabajadores haciéndole una broma de mal gusto; no se daba cuenta de que era la viuda quien lo llevaba de rastra cuesta abajo.

Yo le dije al Edmundo: “Vení, vamos a defender al sordo Noé”. Él me respondió: “Yo si no voy, a mí me da miedo, me vaya arrastrar a mi también”, yo le volví a insistir: “Vení, prendamos bagazo y vamos a defenderlo porque quien sabe para dónde se lo lleva”. Como no pude convencer al Edmundo para que me acompañe, llamé al Manuel vieja que era el hornero y dormía en el soberado. Le expliqué lo que pasaba y con él prendimos bagazo en forma de cruz y nos fuimos al rescate del sordo Noé. Apenas la viuda miró el fuego, dio un fuerte alarido, soltó a su presa y se perdió en la oscuridad. El Noé se levantó asustado y, jadeando, nos preguntó: “¿Quién era que me arrastraba de los pies?”. Sin dudarlo, le dijimos que era la viuda. Él se santiguó tres veces y nos agradeció por haberlo liberado de la señora muelona vestida de negro.

Esta es la historia de don Félix. Espero amigo lector que esta noche la viuda no venga y lo arrastre por los alrededores de su casa, porque ya no está don Manuel vieja para que vaya a su rescate.

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El Gritón

Por: Cárolyn Giselle Jurado

Yasmín Maryelly Cifuentes Bastidas

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El Gritón

De esa larga cadena de historias que cuenta doña Lolita, nos llamó la atención una en especial: una historia que, por las expresiones de ella, nos trasmitía intriga y misterio. Además, se notaban las sensaciones que invadían su cuerpo cuando narraba el relato, tal como si hubiera sido a ella a quien le ocurrió el suceso.

“Es una historia de las antiguas. Las gentes de antes jue gente guapa; jue gente que no jue nerviosa, gente resistente. Por eso ellos, cualisquier cosa que los atacaba, no sentían miedo, no sentían cobardía.Por ejemplo, le voy a contar el caso de mi aguelito. Antes, en esas etapas, los padres tenían que venir a las veredas a confesar los enfermos. Ellos venían a pie, y a veces, tocaba de ir hasta el pueblo a traerlos o a dejarlos”, doña Lolita narraba la historia mientras movía sus manos, cuyos dedos mostraban pequeñas cicatrices, como el recuerdo perenne de una vida que pasó junto a la hornilla, entre utensilios de concina y alimentos.

“En ese caso, a mi aguelito le había tocado de ir a dejar al padre de Berruecos. Él había venido a confesar un enfermo al Limar. Antes, esa vereda que ahora llaman Las Palmas llamaba El Limar. Entón, vino al padre a confesar un tío de mi aguelito que ya estaba de muerte. Y cuando el padre ya se iba, los papases de mi aguelito lo mandaron que vaya a dejarlo a Berruecos. Se jueron muy tarde, como a las cuatro de la tarde. Y de aquí hasta que llegaban a Berruecos, pior, se les hizo más tarde. El padre lo atajaba a mi aguelito para que se quede, pero él no quería quedarse, que no, que luego él se volvía a la casa así sea que llegue de noche.

“Entonces el padre arto lo detuvo, pero él ya no quiso quedarse, él se vino, se vino y ya subió por la esa loma arriba que hay de Berruecos para arriba, y cuando iba él ya bien arriba del pueblo lo grito uno de acá bajo, como del pueblo más arribita, y por ese camino rial viejo que en esa etapa se le decía el camino rial viejo, caminos que llevaban por ahí a los difuntos. En la etapa de antes tenían la costumbre la gente antigua de llevarse a los muertos a la una de la mañana, a las dos de la mañana; llevarlos pa’ ir a sepultarlos, y entón esos caminos pues eran caminos miedosos, caminos riales miedosos”. La silla decrépita de madera en la que se encontraba sentada doña Lolita parecía escuchar la historia, porque a cada movimiento convulsivo de la anciana, ésta rechinaba como con lamentos quejumbrosos que erizaban nuestros cuerpos. Doña Lolita pareció percatarse de nuestra angustia y como para tranquilizarnos empezó a regalarnos unas cuantas sonrisas lastimeras a las que cortésmente le correspondimos con miradas silenciosas.

“Entón mi abuelito ya iba subiendo y le echó grito el hombre, entonces él se puso a escuchar…no, dizque dijo él; no, eso ha de ser alguno que era de allá del Limar que me a’ber visto que me vine y me vio y por eso se vino atrás, ya me ha de alcanzar… entón siguió otra vez más arriba, le volvió a echar otro grito: “ooooole, esperame que ya voy; ooooole, esperame que ya voy”. Pero él hasta que iba bien arriba, ya saliendo al filo, él no sentía que era como una ilusión que lo iba siguiendo, entón él dijo no ya no me ha de alcanzar, yo sigo y sigo porque ya me ha de alcanzar, y en esas ya siguió más arriba, ya empezó él a coger la montaña, la montaña oscura, y que él gritón lo iba gritando cerca, cerca, cerca, que “ooooole, espérame que ya voy; esperame que ya voy”. Cuando el entró ya al centro de la montaña que es por arriba por ese camino viejo, que él ya le dio como miedo… dizque dijo, eso no es cosa buena, eso ya es una ilusión que me va siguiendo, entonces siguió y otra vez que el voltiaba una curva y el otro iba en lotra curva gritándolo”. Cuando doña Lolita terminó de decir esto, nos dimos cuenta que había dejado de hacer ese movimiento con sus manos a causa de sus nervios y lo que ella empezó a hacer fue, no solo contar la historia con su voz, sino que también comenzó a hablar con sus manos.

“Entón el apretó a correr durísimo, lo que él alcanzaba a correr, que él no sentía ni piedra, ni troncos, ni nada, nada, sino lo que él lo que apretó fue a correr y a correr, y el hombre lo iba sigue y sigue, hasta

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que él ya, él… que él todavía siendo que iba corriendo, se sacó la camisita y la escurrió y la iba escurriendo en el camino, en lo que iba el corriendo, porque eso la lavó de sudor de tanto correr, y después ya cogió el filo de por ahí del potrerillo ya para bajo y por allá lao de onde los del potrerillo vivían los abuelos de él, entonces dizque le dijo, dizque le dijo él, eee, mi abuelito llegó a la casa de los abuelos, dizque les dijo ábranme la puerta que me vienen siguiendo, dizque les dijo, pero que ellos, la abuelita corrió a abrirle la puerta y él se dentró y quel gritón siguió gritando, que pasó por encimita de la casa de ellos, y siguió más abajo grite y grite hasta que bajó abajo al Pedregal onde doña Julia Cerón, que él y los abuelitos lo escucharon, que hasta que voltió di ahí de donde don Gerardo cerón pa’bajo, lo escucharon que él iba gritando. Ese era una elusión pues que lo venía siguiendo, pero el que llegó y se rindió de lo cansao que llegó de tanto correr, pero jue gente que jue tan guapa tan valiente, que si otro via sio como somos los de ahora, él habiera caído muerto por ahí y no, y ¿quién lo via? Nadie; y el pobrecito pues le tocó de apretar a correr como que para hasta que llegó. Dese cuenta la valencia de él no, jue como antes; ahora, la gente de ahora no servimos para, para andar así porque cualquier hoja lo asusta y ya”. De esta manera concluyó su relato esta noble mujer, de quien en seguida nos despedimos con un fuerte abrazo, después de haber vivido este mágico momento… Pero se adentraba la noche. Debíamos volver a nuestras casas. El temor era latente al saber que de pronto escucharíamos al gritón con un: “ooooole, esperame que ya voy, ooooole, esperame que ya voy”.

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El DuendePor:

Hermila Lizeth Cifuentes GutiérrezMaría Angélica Erazo Bolaños

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Imagen 7

El Duende

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El techo de la casa se veía débil y estaba cubierto de telarañas, las paredes eran de bahareque y la única puerta estaba sostenida con bejucos. Este era el ambiente propicio para escuchar un relato lleno de misterio que nos contó doña María, una humilde ama de casa que convive con dos gatos, un perro y unas cuantas aves de corral que con un cacareo ensordecedor acompañan la historia narrada así por la anciana:

“A la ciénaga cerca de la casa, con frecuencia llegaba un pequeño ser de figura repugnante, que aparecía y desaparecía como por arte de magia.

En ocasiones ese inmundo personaje no llegaba a la ciénaga, sino que esperaba el anochecer para entrar de incógnito en las casas. Esto les ocurrió a Laura y Amelia, las dos hijas de don Aristóbulo Pantoja, el compadre de mi tío Belisario. Ellas, señoritas en plena juventud, dormían en la misma cama y ciertas noches sentían algo extraño…alguien se les sentaba a un lado de la cama, las pellizcaba, las acariciaba, pero cuando prendían la luz todo era normal, no veían nada distinto a lo que normalmente rodeaba la alcoba.

Don Aristóbulo, cansado de esta situación misteriosa, se fue en busca del padre Jacinto para que vaya a bendecir la casa y principalmente el cuarto donde dormían las bellas jóvenes.

El religioso llegó a casa de los Pantoja a las dos de la tarde, primero confesó a los miembros de la familia, después celebró la eucaristía, y al final regó agua bendita pronunciando las siguientes palabras: "Espíritus rebeldes, que habitáis esta casa, volved por donde habéis venido, porque en nombre de Jesucristo, yo os expulso de este hogar. La paz y la armonía que antes reinaba, es la única energía que permito entre estas paredes”.

Esa noche, pensaron que ya todo estaba tranquilo, y con el corazón en calma todos se fueron a dormir, pero a las once de la noche el maldito personaje volvió a fastidiar y a perturbar el sueño de Laura y Amelia. Esta vez, además de acariciarlas, sintieron leves mordiscos en sus cuerpos y escucharon risas macabras y ruidos extraños como burlándose de ellas. No hubo rezo que valga para conjurar a este ser demoniaco. Se agravó la cosa – pensaron. Encendieron la luz y no había nada extraño y por temor decidieron amanecer en vela.

La noche siguiente se repitió la historia: a la una de la mañana risas, ruidos, pellizcos burlas y mordiscos. Nuevamente un trasnocho obligatorio a la luz de bombillas y de velas iluminando a los Santos y la Virgen.

El suceso que hasta el momento había sido un secreto de familia, esa mañana fue conocido por todos los familiares y vecinos, porque don Aristóbulo, tan pronto aclaró, salió a divulgarlo por toda la comarca. Fue entonces cuando don Gumersindo, el padrino de bautizo de Laura, no dudó un instante para decir: “Es el duende. Este de demonio está enamorado de Laura y Amelia. Esta noche, en la alcoba de ellas hay que dejar un tiple bien templado al “son de las vacas”, esto es suficiente para que ese maldito deje de joder”.

Asa lo hicieron; escucharon el sabio consejo de don Gumersindo y consiguieron un tiple bien templado “al son de las vacas” que dejaron en el cuarto de las jóvenes.

Esto fue suficiente: Nunca más el duende volvió a interrumpir el sueño de Laura y Amelia y el tiple sigue siendo su fiel guardián”.

Así termina la historia del duende, y ahora yo, como joven bella que soy, antes de que el fantasma se enamore de mí, iré corriendo a conseguir un tiple bien templado “al son de las vacas”

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La noche de los espantos

Por:

Jhon Andrés Gómez Rengifo

Luis Fernando Eraso Eraso

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La noche de los espantos

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Mientras se escucha el ladrido lánguido de los perros en el fondo del pacillo, don Marino, con su voz marchita y mirada perdida, se dispone a contarnos una historia de su juventud. Después de quedarse pensativo por unos instantes como para entretejer las ideas, comienza así:

“Todos los días yo esperaba con ansias que llegue la tarde para terminar la jornada de trabajo en el campo y después de un baño y una buena comida iba a visitar a mi novia Tránsito que vivía en Tierras Blancas. Como ella y también mis suegros me querían mucho, allá yo me sentía muy bien y regresaba a casa cerca de la media noche.

Lo único malo de estas visitas a mi novia era que tenía que pasar por un cafetal donde decían que asustaban porque había una guaca, y que a toda la gente que transitaba por ese lugar, principalmente en las noches, se le ponían los pelos de punta, pero yo ya me había acostumbrado a esta situación y no me daba miedo de nada.

Era tanto el amor que yo sentía por Tránsito, que la jornada de trabajo, a pesar de ser agradable, se me hacía una eternidad por el deseo de estar con ella. Un día como de costumbre, cuando el reloj marcaba las cinco de la tarde, salí apresurado en busca de mi amada. Llegue a su casa, ella había estado esperándome en el patio, también con deseos de verme. La saludé y charlamos un rato sentados en un tronco que había en el corredor, luego don Francisco, mi suegro, nos invitó a pasar a la cocina donde los tres seguimos hablando hasta que llegó mi suegra Cleotilde, quien en la tarde se había para el pueblo a visitar a su comadre Socorro. Luego de tomarnos un café pasamos a la sala a ver un álbum de fotos descoloridas que evocaban recuerdos familiares. Este día ya era más tarde de la hora acostumbrada para regresar a casa y presentía que algo iba a suceder. Tránsito y mis suegros se percataron de mi nerviosismo y me invitaban insistentemente para quede, pero yo, aunque tenía muchos deseos de hacerlo, no acepté la invitación. Cuando uno es joven es terco y es guapo, así que me despedí, y como yo era fumador como un diablo, encendí un cigarro y emprendí el camino hacia mi casa.

Decían que donde había una palma, ahí estaba la guaca y que salía alguien que se revolcaba. Yo iba con ese tonto pensamiento en la cabeza y a mediada que me acercaba a ese lugar iba sintiendo más y más frío… cuando llegué a la palma vi que una sombra más oscura que la noche cayó al suelo produciendo ruidos extraños e impidiéndome pasar. Yo sentía mi cabeza grande como un balón, mi cuerpo se erizaba de los nervios, intentaba pronunciar alguna palabra y no podía. Quería regresar a casa de mi novia, pero por vergüenza no lo hacía. Recordé que dentro de mi bolsillo llevaba una caja de fósforos, de inmediato saqué uno, pero mi nerviosismo me impedía encenderlo, hasta que por fin lo logré. Me di cuenta que en el piso había unas ramas secas, les prendí fuego y vi entonces que la sombra se fue perdiendo en la penumbra de las llamas y los ruidos como si fueran quebrando plantas de café, se alejaban con lentitud. Aproveché el momento de luz para pasar ese lugar, pero tan pronto pasé se apagó la candela, compañerito… el fantasma comenzó a perseguirme y yo empecé a correr con todas mis fuerzas, porque a pesar de la oscuridad conocía el camino del callejón. Llegué al hueco de Rosaflorida y parecía que el corazón se me iba a salir, los perros aullaban, descansé por algunos segundos y seguí corriendo. Al llegar más abajo, a la entrada para Berruecos, donde vivía don Segundo, vi un gato negro casi tan grande como una pantera, pero del susto que traía yo seguí corriendo sin prestar atención. En seguida, pasando por un cafetal que queda junto al cementerio, escuché como si una persona cortaba palos con un machete, algo muy raro, porque nadie se levanta a trabajar a la una de la mañana, miré hacia el lugar donde salía el ruido a vi a un hombre pequeñito que estaba detrás de un árbol y me miraba insistentemente. Yo estaba con el rabo entre las piernas. Saqué fuerzas de donde no tenía y seguí corriendo hasta llegar a mi casa, gritando a mis padres para que me ayudaran. Recuerdo que me senté en una banca que estaba en el corredor de la casa y seguí vomitando sangre.

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Había perdido el conocimiento por una hora, después me desperté y escuché a mis padres que con insistencia me preguntaban qué había ocurrido. Les conté todo lo que me pasó, todo lo que había visto y ellos lo único que hicieron fue regañarme y decirme que todo eso me pasaba por andar de enamorado.

Como yo quería tanto a Tránsito, al día siguiente, le pedí el favor a mi amigo Gerardo para que me acompañe a visitarla. Con él fuimos y regresamos, pero ya no vimos nada. En el camino solo veía en mi mente la imagen de mi amada quien siempre ha tenido las llaves de mi corazón y con quien ahora tengo tres hijos”.

Este fue el relato de Marino quien nos hizo vivir una noche de espantos. Ahora yo tengo la plena seguridad que si me consigo una novia que viva lejos de mi casa, iré a visitarla en el día, o si voy en la noche tendré que pedirle a Gerardo que me acompañe.

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Noche en la montañaPor:

Hugo Danilo Lasso Muñoz

Diego Esteban Lasso Rengifo

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Noche en la montaña

Mientras la noche se asomaba por las cordilleras de Arboleda, yo me dirigía a visitar a Segundo, un hombre muy conocido en esta región por todas sus experiencias y conocimientos sobre caza y pesca. Cuando llegué a su casa lo encontré recostado en una hamaca, escuchando la radio local que a esa transmitía programa de complacencias para enamorados. Nos saludamos y luego comenzó a contarme una historia que vivió en carne propia. Me dijo:

“Compañerito, escúcheme con atención y no se ponga nervioso, porque esta es una historia real que me ocurrió cuando yo era pollo, un día que nos fuimos de cacería con mi primo Adalberto. Lo que pasó fue lo siguiente: un martes por la mañana nos internamos en lo más profundo de la montaña con el fin de cazar algún animal. Caminamos y caminamos y no encontrábamos nada. Ya en la tarde, cuando nos sentimos muy cansados, decidimos acampar debajo de un palo de ceiba, que como usted sabe, es un árbol de gran tamaño y cuyo fruto sirve de alimento para algunos animales como la oruga.

Llegó la noche y nos trepamos al palo para hacer una especie de cama que nos permitiera dormir sobre el árbol. Nos disponíamos a conciliar el sueño, hablando en voz baja para no espantar algún animal que llegue a comer los frutos de la ceiba que estaban en el piso, y Adalberto me dijo: “hola, que bueno en esta soledad, tener aquí junto a nosotros unas buenas hembras para pasar la noche”. Yo le dije que no tenga esos malos pensamientos. Iba a continuar diciéndole unas cuantas cosas, cuando en el momento escuchamos a lo lejos una risa sensual muy femenina. Yo me quedé mudo del susto, pero mi primo, quien estaba deseando estar con una hembra, cogió su poncho se fue un poco más arriba para hacer su cama aparte de la mía. Después de haber arreglado su lecho, escuché que gritaba: “mujer… mujer… mujer…”. Para mis adentros pensé que mi primo estaba loco, porque esa risa en realidad era de un demonio. Cuando Adalberto terminó de pronunciar esas palabras, de inmediato se escuchó la respuesta: “Espérame que allá voy”. Yo le dije: “hombre Adalberto, pórtate serio, deja tu joda que eso es un espanto”. En ese momento sentí más miedo y un frio intenso recorrió mi cuerpo. La voz fantasmal se volvió a escuchar ahora más cerca: “espérame que allá voy”. Adalberto volvió a gritar: “Venga rápido que acá la espero con ansiedad” En seguida los dos miramos que algo como un animal inmenso se nos acercaba. Yo estaba tiritando del miedo y entonces mi compañero también se llenó de pánico y me dijo: “primo, ¿qué será lo que se nos acerca?” Yo no escuché nada más, sólo sentí que desde arriba caían gotas abrigadas sobre mi cuerpo. Como yo era fumador, de inmediato prendí un fósforo para ver qué era lo que estaba goteando… eran gotas de sangre.

Del susto, como pude me tiré del árbol y seguí corriendo sin parar. Desde atrás una voz me decía: “espérame que allá voy, espérame que allá voy”. Yo no hacia caso y seguía corriendo hasta que escuché el canto de un gallo y el resoplar de unas vacas. Por fin llegué a una casa, entré a un cuarto sin puertas y no recuerdo más porque me había desmayado. El dueño de la casa me había subido a una cama, hasta cuando desperté al día siguiente. Le conté al señor lo ocurrido y con él volvimos hasta la ceiba en busca de mi primo, pero ya solo encontramos tirados en el piso”.

¿Quién devoró a Adalberto?

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TraiciónPor:

Milton Andrés Higidio PazCristian David Urbano Yela

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Traición

“Yo me encontraba escondido detrás de un santo triste de la iglesia con el fin de atisbar a la infiel que destrozó mi vida”. Esto fue lo me dijo don Luis, cuando su relato fue interrumpido por el ladrido de un perro que deambulaba en el corredor de la casa.

Luis había comenzado a contarme su historia con un semblante de tristeza y melancolía. Yo me dispuse a escucharlo con un sentimiento de lástima. Nos sentamos cómodamente en unos bancos viejos de madera. Él comenzó así:

“Mi matrimonio no iba nada bien. Aunque con mi esposa salíamos a caminar por el pueblo cogidos de la mano, eso eran solo apariencias, porque regresábamos a casa y volvían las peleas, insultos, alegatos, en fin, salía a flote todo lo que escondíamos.

Después de de habernos casado vivimos bien unos seis meses, pero luego ella comenzó a salir con frecuencia, tomando uno u otro pretexto. Yo aparentaba no darle importancia ni sentir nada por sus salidas, pero internamente era un constante sufrimiento. Suponía que me engañaba.

Cierto día, desesperado sin saber cuáles eran los motivos de su salida, me dispuse a seguirla con el propósito de enterarme de la verdad. La noche anterior le dije: “Mi patrón me dijo que mañana saldremos de viaje y no regresaremos hasta después de tres días. Ella simplemente me respondió: “Se cuida y que le vaya bien”.

Como nuestra casa estaba ubicada a media cuadra del templo y era paso obligado porque no había otro camino, me entré a la iglesia y me escondí detrás de una estatua grande de un santo que estaba en la entrada, junto al atrio. Era un santo triste de mirada pérdida en el firmamento. No tuve que esperar mucho porque Sofía, que era el nombre de mi esposa, salió de la casa al rato de haber salido yo. Me quedé inmóvil detrás del santo, mirándola fijamente y poco a poco se acercaba a la iglesia. Pensé esperar que pase para seguir detrás de ella, pero mi sorpresa fue grande cuando llegó, se arrodilló frente al santo que me servía de escudo y con voz poco entendible rezó un padrenuestro y luego dijo: “Diosito, solo te pido que me concedas un deseo: que mi marido se vuelva ciego, te repito y te imploro: que mi marido se vuelva ciego”. No sé cómo se ilumino mi mente y tratando de fingir una voz angelical que salía de atrás de la estatua le dije: “Si quieres que tu marido se vuelva ciego, debes darle pollo y cuy todos los días”. Mi esposa algo sorprendida se santiguó y regresó a casa.

Yo no sabía qué pensar ni que hacer. Luego decidí irme al trabajo y al medio día regresé a casa y le dije a mi mujer que no habíamos podido viajar porque el carro se había dañado, ella me respondió: “Pensé que había viajado por eso no hice almuerzo, pero en seguida le preparo algo rápido y para la cena ya le espero algo bien delicioso”. Así lo hizo, un almuerzo sencillo y rápido. Volví de nuevo al trabajo y de regreso en la noche me encontré con un suculento cuy que devoré con todas las ganas.

Seguí por algunos días con comidas de cuy y gallina. Yo fingía estar perdiendo la vista hasta que aparenté estar completamente ciego. A Sofía poco le importaba mi estado.

Cuando ella se convenció que yo ya no veía nada, empezó a llevar a su amante a la casa. Yo aparentaba no darme cuenta. Pero un día no resistí más. Cogí la escopeta y me senté a limpiarla, en esos instantes entro ella con su amante y pasaron a la sala. Yo los miraba con rabia, luego pasaron a la alcoba y se sentaron en la cama, se besaban apasionadamente, porque supuestamente el ciego no los miraba. No resistí más. Le disparé primero a ella y luego a él. Los disparos fueron certeros en la cabeza. Ellos quedaron ahí tendidos en la cama y en mi huida me capturó la policía.

Hace tres meses salí de del penal a rehacer mi ya sin la infiel que destrozó mi corazón.

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El buey caimán

Por:

Gustavo Adolfo Muñoz Tulcán

Miguel Sebastián Rodríguez Cifuentes

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El buey caimán

Mi abuelo vive hace más de setenta años en esa casa tan estropeada por el tiempo. Él es un señor que en sus arrugas se reflejan las dificultades que ha pasado a lo largo de su vida. Decidí ir a visitarlo para que me cuente un relato de los muchos que él sabe. Llegué a la hora de la cena y nos sentamos frente a la hornilla recibiendo el calor de la leña todavía prendida. Fue allí donde nos dio a conocer una historia que la había pasado cuando era un niño. Él comenzó así:

“Mi hermana Sofía me llevó un día a la Ciénaga. Además de ser barrigón yo era chiquito por eso ella me llevaba cogido de la mano. Íbamos a ver una vaca que iba a dar cría.

Cuando llegamos allá junto a la ciénaga me dijo: “Aguardate hijito, esperame aquí un ratico” y me soltó de la mano. Como ella no encontraba a la vaca por los alrededores se fue a buscarla más allá y se olvidó de que yo la estaba esperando.

El tiempo pasaba y mi hermana nada que llegaba. Yo miraba para todos lados y me encontraba muy solo, pero estaba tranquilo porque sabía que Sofía debía llegar allí.

Se hicieron aproximadamente las seis de la tarde, regresé a ver hacia atrás y me di cuenta que un buey estaba junto a mi, hijueputica si era grandote y negro, negro. El buey me vio y empezó a emitir unos resoplidos muy miedosos y trataba de raspar el piso con sus patas. Claro, era el buey caimán. Yo ya había escuchado hablar de este animal a mis abuelos y a todos los de mi casa. Apenas lo vi pensé que era el buey caimán porque en el potrero no había más animales que solo estaba la vaca que íbamos a ver. Lo único que hice fue ponerme a llorar.

Como le digo, yo todavía era guagua. En la casa se acordaron de mí como a las seis de la tarde. Sofía y Daniel habían bajado a la ciénaga a buscarme y ya me encontraron desmayado. Recobré el conocimiento y les conté de ese animal inmenso.

Eso me sirvió para que no me mandaran a la ciénaga a ver el ganado porque le cogí terror a ese lugar”.

Esta es la historia del buey caimán que aún sigue asustando a chiquitos barrigones y a niñas esbeltas.

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El cazadorPor.

Alejandra Paola Erazo Cifuentes

Holver Santiago Estrella Caicedo

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El cazador

En la casa solo estaba la mujer de don Argemiro. La encontró un poco despeinada y con frio. Ella lo saludo amablemente y le dijo: Santiago, qué te trae por acá? El le contestó: “Vengo a charlar con don Argimiro para que me cuente una historia que alguna vez le escuché a medias en la reunión en el salón comunal”. La señora no tuvo reparo en decirle que lo espere que ya lo llamaba, y comenzó a gritar: “Argemiro, Argemiro, te necesita Santiago” El respondió también a gritos: “Dígale que me espere que ya subo” La señora le dio la información y Santiago quien se sentó en una banca del patio a acariciar un perro mientras llegaba don el señor.

Don Argemiro camino a casa se decía para sus adentros: “Para qué será que me necesita el Santiago? A lo mejor será para decirme que le preste plata o será para contarme que ya se peleó otra vez con esa mujer angarilla que tiene”. Entre cavilaciones y malos pensamientos el anciano llegó a casa, se saludó con Santiago que sin más preámbulos le dijo el motivo de su visita. Don Argemiro accedió a contarle una magnifica historia que comenzó con voz ronca y pésima vocalización de sonidos, así:

“Te voy a contar la historia del silbón o cazador como se le conoce por acá. Cuando el vivía cazaba con dos perros, uno grande y otro pequeño, pero después su muerte el espíritu del cazador anda rondando por la tierra. Cuando el cazador está cerca se escuchan los ladridos de sus perros, y los silbidos el cazador llamando a sus perros.

Cuando vivamos en Buesaco, estábamos reunidos en la casa: mi papá, mi primo Ernesto con su esposa y yo. Aproximadamente a las nueve de la noche, Ernesto dijo que iba al baño y yo salí a acompañarlo. Apenas salimos al patio, desde la montaña del frente de la casa escuchamos un silbido y el ladrido de dos perros. Los dos que conocíamos la historia pensamos en el cazador y por miedo no seguimos al baño sino que nos regresamos al cuarto, entretanto los ladridos y silbidos se sentían más cerca de la casa. Mi padre apenas nos vio entrar con cara de susto nos preguntó: “¿Qué les pasa?” Yo le dije: “Escuche papá” Él de inmediato dijo: “Es el cazador”.

Como mi padre es un viejo terco y de experiencia dijo que iba a comprobar y salió al patio para escuchar mejor. Nosotros no lo dejamos salir solo, fuimos con él. Ya en el patio mi padre empezó a silbar, yo le dije que no hiciera eso, porque era como desafiar al cazador. Él no hizo caso y siguió silbando, cundo de repente nos dimos cuenta que los perros de la casa, aullando corrían a esconderse debajo de las camas. Los ladridos y silbidos se escuchaban ya casi en la casa, todos estábamos muy asustados, fue entonces cuando mi papá ya vio la cosa en serio y corriendo entró a la casa, sacó un machete y empezó a hacer cruces en el aire y en la tierra. Esto fue como si les dieran puñaladas al cazador y a sus perros, porque de inmediato empezaron a alejarse con aullidos y quejidos. Los lamentos cada vez se escuchaban más lejos hasta que se perdieron en las montañas de Berruecos. Así pudimos dormir tranquilos”

Si usted vive por los campos de Buesaco o de Arboleda, en las noches no salga solo al baño, lleve c0onsigo un machete para hacer las cruces que al cazador y sus perros.

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Las cadenas del diablo

Por:

Claudia Patricia Muñoz GamboaMiguel Alexander Muñoz López

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Las cadenas del diablo

Una tarde muy calurosa cuando el sol dejaba ver los últimos destellos en el horizonte, llegué a la vivienda de don Tulio, quien se encontraba descansando en una silla de madera tan vieja como él. Lo saludé y me dio la bienvenida. Me invitó a sentarme en un escaño que había a su lado.

Primero, de sus labios se escucharon alusivas al tiempo inclemente y a la falta de agua. Oscurecía muy rápido y con calma prudente. Después se dispuso a relatarnos una historia, que según él, sucedió hace muchos años en estas regiones en el tiempo en que todavía no había luz eléctrica. El relato lo cuenta así:

“Doña Zoraida vivía en una casita que era de bareque y paja, allí murió su marido Gumersindo un sábado al albita. Algunos decían que él era un hombre muy jodido con todo aquel que se cruzara en su camino; decían que se emborrachaba a cada rato, maltrataba a su mujer y era muy pleitista. Decían que hasta tenía algunos muertos a su espalda.

A pesar de todo, la señora lo quería con toda el alma. La mañana que Gumersindo murió, ella cogió su pañolón negro corrió llorando sin consuelo a avisar a todos los vecinos. Algunos se pusieron alegres al saber de la muerte de ese ser tan malvado, otros sin importar nada acompañaron al dolor de la señora.

Nos reunimos en la casa para el velorio. Las mujeres se depusieron a barrer la casa, a arreglar el altar y a preparar el café para los asistentes. Los hombres nos fuimos a buscar tablas para hacer el cajón en el que sería enterado el difunto Gumersindo; otros llegaban con velas, dulces, cigarrillos y pan para pasar la noche.

Metimos el cadáver en el ataúd, lo acomodamos en el altar hecho con sábanas descoloridas, a las seis de la tarde tomamos el café, a las siete de la noche encendimos las velas y las lámpara de petróleo y la vecina Liboria comenzó con el rezo por el alma el difunto que en vida no fue tan bueno como los otros muertos. Rezaban con pausas prolongadas para no aburrirse.

Aproximadamente a las doce de la noche, un viento fuerte entró por todas las puertas y agujeros de la casa y se apagaron las velas y las lámparas de petróleo. Todos nos asustamos y salimos al patio dejando al muerto en la soledad de su caja mortuoria. En el patio, en grupos hacíamos comentarios del suceso cuando de pronto escuchamos el ruido fuerte de unas cadenas que eran arrastradas hacía el cuarto donde descansaba el muerto.

Muy nerviosos sacamos fuerzas y rezando entrabamos en grupo al salón del velorio, Alguien prendió un fósforo y comenzó a encender nuevamente las velas cuando vimos un espectáculo espantoso: el cadáver estaba sentado con la cara pálida, los ojos brotados y la lengua le colgaba como una corbata. La mortaja estaba rota y en el cuerpo tenia muchos rayones como hechos por las garras de un animal. Al ver esto alguien dijo: “El demonio vino con cadenas y se quería llevar el muerto a los mismísimos infiernos” Todos estuvimos de acuerdo en silencio. Nos persignamos y don Alfredo que era el más valiente se acercó al cadáver y lo volvió a acomodar en su posición inicial y continuamos rezando con más devoción que antes para ahuyentar al diablo que nos quería dejar sin difunto.

Amanecimos rezando hasta que llegó el cura del pueblo vecino quien celebró una misa y le dio sepultura a don Gumersindo que en paz descanse”

Ese fue el pequeño suceso que tuvo que vivir don Tulio. Yo creo que si soy tan valiente como don Alfredo para volver a acomodar en su lecho a un difunto que se lo quiera llevar el diablo.

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La aparición de la viejaPor:

Leydy Catherine Ordóñez Túquerres

Astrid Melisa Viveros Moncayo

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La aparición de la vieja

“Este fue un caso que me sucedió cuando era más pollo y me gustaba andar fuera de la casa hasta altas horas dela noche. Aquí en El Pedregal no había muchas casas y donde ahora es la escuela había una casa grande y tenebrosa a la que le llamábamos la casa comunal”

Esta fue la manera con la que don Arnulfo comenzó a contarme una historia de espanto y terror. Don Arnulfo es una persona de avanzada edad, yo diría que octogenario, pero a pesar de ellos su voz es todavía clara y firme. Caminado descalzo por el patio de su casa continuó así:

Durante la semana, después de las jornadas de trabajo nos reuníamos con los amigos en la casa comunal para jugar, charlar y descansar. Asó se nos iba el tiempo muy rápido y a altas horas de la noche nos íbamos a nuestras casas. En una ocasión ya bien entrada la noche, me despedí de mis amigos, caminé unos cuantos metros cuando de pronto escuché que por allá en la carretera de La Comunidad lloraban desesperadamente unas personas, era un llanto desgarrador como cuando se llora y se lamenta la muerte de un ser querido.

Yo me quedé sorprendido y me preguntaba: ¿quién murió?, ¿por qué esas personas lloran tan desconsoladamente?, mañana que salga mi compadre Antonio a jugar naipe ya le pregunto sobre el asunto. Estaba en estas dudas cuando los llantos comenzaron a desaparecer poco a poco hasta quedar en completo silencio.

Seguí mi camino y llegué a la casa, junto a un árbol de guayabilla escuché el lamento desconsolado de un niño, regresé la mirada hacia el árbol, aclaré con mi linterna y vi algo muy horrible, lo recuerdo como si fuera en este momento, era una mujer vieja y fea que estaba cubierta casi toda de negro, solo deja ver su rostro arrugado y lleno de verrugas, no tenia dientes, unos ojos que por momentos se tornaban rojizos y su cabello se notaba sucio y enredado. No sabía que hacer. La vieja me miraba con firmeza, parecía que me quería atrapar, pero estaba inmóvil. Decidí tirarme al piso como cubriéndome de una balacera y empecé a rezar una cuantas oraciones. Escuché nuevamente el llanto, pero ahora se iba alejando, yo continuaba rezando y el llanto se escuchaba cada vez más lejos hasta que desapareció. Levanté la mirada al árbol y ya no había nada”

Así, termina el relato de la vieja que se le apareció a don Arnulfo. Cuando usted vea una mujer fea, llena de verrugas, sin dientes y que se le aparezca en la noche, no lo dude: es la vieja, encomiéndese a Dios porque de lo contrario se lo lleva quien lo trajo.

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El carbuncoPor:

Diana Sofía Palomino Muñoz

María Alejandra Chávez Yela

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El carbunco

El sol empezó a esconderse y la noche amenazó con llegar, los vientos que por ese tiempo soplaban sin cesar, hicieron de ese atardecer la ocasión apropiada para recordar historias. Mi abuelita Encarnación, una mujer que lleva el tiempo marcado en su rostro, se sentó en un banco viejo de madera carcomido por el tiempo y dejando en el olvido un largo día de trabajo, se dispuso a contarme uno de aquellos relatos que hacen parte del pasado almacenado en sus recuerdos. Ella sonrió con nostalgia y con un suspiro comenzó:

“Ay mija, cómo han cambiado los tiempos. Ahora las calles están iluminadas y se ve a mucha gente caminando en las noches. Antes estas calles eran muy oscuras y en las noches se veían solitarias y silenciosas. La oscuridad se prestaba para muchas cosas, por ejemplo que los espantos salgan en busca de almas incautas o de personas que no se han portado bien. Recordar aquellas épocas es volverlas a vivir”.

Cada suspiro parecía evocar un recuerdo más profundo y le daba mayor fluidez e intensidad a su relato. Con voz más fuerte y segura continuó:

“Mi hermano Ángel, un joven que después de una semana de trabajo, quiso disfrutar del fin de semana con las famosas peleas de gallos, que claro, venían acompañadas de trago. Un domingo después de salir de la gallera a media noche, y que según él, no estaba borracho porque había tomado muy poco trago, cuando transitaba por la carretera sola y oscura, ya llegando al cruce para la capilla, en el sector de Rosaflorida Sur, miró que se le aproximaba un animal pequeño de color negro. Hasta ahí algo normal, porque al parecer era tan solo un perro; pero lo extraño empezó cuando mi hermano intento seguir caminando y ese animal no lo dejó. Y eso no era todo… el tamaño de aquel animal empezó a aumentar más y más mientras le evitaba pasar. Creció tanto que eso no era ni animal ni cosa de este mundo, sino una bestia infernal que trataba de enredarle las piernas a Ángel con la intención de hacerlo caer y cargárselo para los infiernos. Él dice que no entendía nada de lo que estaba pasando, que aquel espanto era tenebroso y dejaba ver colmillos y garras afiladas, ojos grandes y rojos y que poco a poco empezó a acercársele. Ángel, muy creyente, se había encomendado al Todopoderoso diciendo: “Dios Santo, ayúdame; Dios Santo, ayúdame” y luego sacó una navaja de uno se sus bolsillos e hizo tres veces la cruz en el aire, justo a la altura de la cabeza de ese monstruo. Esto fue suficiente para que el animal desaparezca chillando despavorido.

Luego, con mucho esfuerzo porque sus piernas dizque parecían pegadas al suelo, Ángel emprendió una carrera hacia la casa en busca de ayuda y llegó sin aliento entre miedo, asombro y extrañeza, y aunque su voz agitada casi no lo dejaba hablar, nos contó el susto que esa noche sobrellevó. Tal vez fue la fe lo que impidió que ese esperpento se lo cargara.

-Entonces mi papá después de haberle dado a mi hermano unos remedios hechos con hierbas para el mal viento nos advirtió: “no andén tan de noche y menos solos y borrachos, pues el animal que hoy se le apareció a Ángel, es el carbunco y ese se lleva para los infiernos a la paila mocha, los borrachos y a todos los que andan de noche”.

Después de haber escuchado este relato, siempre ando con mi escapulario, mi rosario, una estampita de la Virgen de las Lajas y una navaja para hacerle las cruces al carbunco.