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Novela de ciencia ficción ucrónica

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Rahet por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro. Prohibida su distribución parcial. Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor. Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor. ©2014 Jorge Araya Poblete. Todos los derechos reservados.

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Presentación Luego de un período cercano a un año sin escribir un texto de mayor extensión, desde la edición de “Kon” a principios de 2013 (pero escrito a fines del 2012), y del conjunto de cuentos policiales “Las desventuras del Matapacos” en el segundo semestre del mismo año, en el cuarto trimestre me embarqué en el desafío de intentar escribir un texto de corte futurista, el cual tienen ahora en sus manos o lectores de ebooks. Joaquín Antúnez es un obrero que trabaja instalando antenas de telecomunicaciones en la Estación Espacial Ofiuco VI, que orbita el planeta Tierra. El impacto de un micrometeorito de un material extraño conocido como “Rahet” en su robot asistente, lo sacará de su rutina y lo pondrá en una misión para encontrar el origen de dicho material. La travesía junto a su robot, y un secreto familiar que cae en manos equivocadas, transformará su viaje espacial en una intriga política de dimensiones impensables. Rahet es una novela corta, mezcla de ciencia ficción y distopía. Como siempre mi único norte es entretener a los lectores, e intentar sorprenderlos con una historia ágil, y uno que otro giro en el desarrollo de la trama. Ojalá disfruten al leerla, tal como yo disfruté al escribirla.

Jorge Araya Poblete Abril de 2014

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I

—Dicen que las cosas pasan por algo, Joaquín. —Bonita frase, lástima que mientras no sepa el algo, no me sirve de nada—respondió Joaquín, mirando al vacío. —Perdona, sólo quería reconfortarte, demostrarte mi apoyo. —La verdad es que tu apoyo me sirve de bien poco… de hecho está claro que no me sirve de nada en estas circunstancias—dijo Joaquín, sin remordimientos. —Si quieres te dejo solo. —Sí, déjame solo—respondió Joaquín. Joaquín Antúnez se quedó mirando al vacío nuevamente. Sus ojos perdidos en la nada buscaban respuestas, ese algo del dicho que le ayudara a entender por qué le había tocado vivir tantas situaciones incomprensibles en tan poco tiempo, y que lo tenían sumido en el mayor riesgo que había enfrentado en toda su existencia. Joaquín Antúnez era un obrero de la construcción de veintitrés años, soltero, con un hijo de tres años producto de una relación de pareja terminada y que estaba a cargo de la madre, que vivía solo desde que empezó a trabajar, pasados los diecinueve años. El oficio en que se desempeñaba lo había aprendido en el servicio militar, en donde además lo ayudaron a conseguir trabajo una vez lo hubo terminado, dadas sus aptitudes para obedecer órdenes al pie de la letra, su responsabilidad, y su capacidad para no meterse en problemas, pese a lo adverso que se pudiera presentar el entorno en que le tocaba desempeñarse. Así, Antúnez estaba metido en un trabajo para el que era bueno pero que definitivamente no le gustaba, y sin las posibilidades económicas para buscar algo fuera de ese sacrificado y mal pagado rubro. Antúnez estaba bastante complicado en ese instante. Aparte de las respuestas que no encontraba para su vida, y que lo tenían sumido en una rabia bastante difícil de controlar, el obrero estaba trabajando en una edificación extremadamente peligrosa, por lo que su vida corría riesgo a cada rato, más aún en su estado de inestabilidad emocional, que inclusive lo podría llevar a pensar en alguna locura. Tal vez lo mejor era bajar de la torre e irse a descansar un rato: a su jefe sólo le interesaba que terminada la jornada estuviera el trabajo del día hecho, así que no lo molestaría sino sólo al horario de salida y si es que quedaba algún pendiente.

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Joaquín Antúnez se afirmó de la escala para empezar a bajar de la torre en que estaba. De pronto un crujido tras él llamó su atención, y una mueca de disgusto se dibujó en su cara. —¿Qué, aún estás aquí?—dijo Antúnez. —Perdón, no fue mi intención importunarte de nuevo. —¿No te dije hace rato que te fueras?—preguntó enojado el hombre. —No pude irme… tengo los retropropulsores averiados, y si me desengancho de la torre de comunicaciones de la estación espacial, me iré al espacio sin posibilidad de ser rescatado. —Robot de mierda—dijo Antúnez, enganchando un arnés de su traje espacial al cuerpo del robot para entrar con él a la estación y repararlo. Cinco minutos más tarde Antúnez estaba en la bahía de carga de la estación espacial Ofiuco VI, llamada así por el consorcio asiático suramericano por su forma alargada como de serpiente, dada su construcción por medio de módulos cilíndricos unidos por sus extremos, y que había tenido cinco antecesoras que habían terminado destruidas por fallas de ingeniería, que según los especialistas a cargo, estaban subsanados en la sexta versión. El obrero, una vez que las compuertas se cerraron y que los medidores demostraron sin lugar a dudas la concentración de oxígeno del lugar, se sacó el casco y se dispuso a revisar al averiado robot. —Gracias por salvarme Joaquín. —No te salvé, simplemente recuperé una herramienta de trabajo—dijo Antúnez, mientras sacaba la cubierta de la unidad EUM-6 para descubrir qué había averiado sus propulsores. —¿Por qué el resto de los dueños de unidades EUM les ponen nombres, Joaquín? —Porque son una manga de estúpidos sin vida ni amigos que no asumen su realidad, y que necesitan ponerle un nombre a lo que sea para sentir que no están tan solos como efectivamente están—dijo Antúnez, mientras buscaba una llave de dados para desmontar los propulsores y meterlos a un viejo escáner de diagnóstico. —Por lo que veo tú también estás solo. —Sí, pero lo asumo—respondió Antúnez. —¿Por qué los humanos hacen esto ahora? —¿Ahora? Siempre lo hemos hecho. Antiguamente había personas que les ponían nombres a sus autos, aviones, helicópteros… —¿Le ponían nombres a transportes electromecánicos que no tenían posibilidad de comunicación? No lo entiendo. —Tú no entiendes, eres un loro con un gran procesador, y un maldito parlante más grande que todo el resto de tus piezas, y que

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lamentablemente jamás se echa a perder—dijo Antúnez, mientras miraba la pantalla del escáner—. Cresta, los propulsores están bien. —Eso significa que la falla está en mi unidad central. ¿Deseas que haga un pre diagnóstico, antes que me metas al escáner? —Está bien, hazlo. Antúnez se alejó de la EUM-6 en busca de algo para beber, mientras el procesador de su unidad buscaba cualquier alteración en sus sistemas. Dado lo lento del proceso debido a la enorme cantidad de funciones que cumplía su EUM-6, Antúnez decidió salir de la bahía de carga e ir al casino de obreros a comer algo en espera del resultado del escaneo. Mientras estaba comiendo un picadillo de carne y huevos, una molesta voz lo interrumpió. —Antúnez, ¿qué haces aquí a esta hora?—preguntó el encargado de la construcción de la torre de comunicaciones. —Mi unidad EUM-6 se averió, y le estoy haciendo un diagnóstico—dijo Antúnez, alterando el orden de los eventos para justificarse y no tener que contarle acerca de su vida privada a su jefe. —Qué raro, mi Arturito jamás se ha echado a perder, y eso que el mío es un EUM-4, mucho más antiguo que el tuyo—dijo su jefe—. ¿Sabes lo que creo? Que tu unidad se avería porque no le tienes un nombre. —¿Y sabe lo que yo creo? Que mi EUM-6 se echa a perder porque yo trabajo con él en el vacío, y no lo tengo para que descargue pornografía por mí—respondió Antúnez, desatando las carcajadas de quienes compartían mesa con él y la mirada iracunda de su jefe. Justo cuando éste estaba por contestarle, su transmisor empezó a emitir una alarma proveniente del EUM-6—. Ya vengo. Antúnez llegó a la bahía de carga, encontrando a dos supervisores al lado de su unidad. —¿Cuál es su nombre?—preguntó uno de los hombres. —Joaquín Antúnez. —¿Y el de su unidad?—preguntó el otro. —No tiene—respondió Antúnez—. ¿Qué pasó? —No sabemos, su unidad no responde a la pregunta—dijo el más viejo de los supervisores—. Suponemos que quiere darle esa información a usted. —Los robots no quieren cosas, responden a instrucciones programadas—contestó Antúnez, para luego dirigirse a su EUM-6—. ¿Por qué se activó la alarma durante el escaneo? —Hay una anomalía física dentro de mí, Joaquín. —Define anomalía física—dijo contrariado Antúnez al ver la cara de los supervisores.

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—Me impactó un micro meteorito, y su componente esencial averió el sistema de guía y activación de mis propulsores—dijo la unidad EUM-6, dejando en silencio a Antúnez. —Ya sabe el protocolo, haga la pregunta—dijo el supervisor más joven. —¿Cuál es el componente esencial del meteorito?—preguntó Antúnez, esperando que la respuesta de su unidad no lo metiera en problemas. —Joaquín… perdóname… —El componente, ¿cuál es el componente esencial? —Rahet—respondió la unidad EUM-6, para luego súbitamente dejar de funcionar y empezar a liberar una columna de humo por las aberturas del parlante. —Ya sabe el protocolo—dijo el supervisor más viejo—. Preséntese lo antes posible a informar presencia de material no registrado en el listado de seguridad. —¿Qué quiere que hagamos con su unidad?—preguntó el supervisor más joven. —Recíclenla, bótenla, háganle un funeral vikingo, lo que se les antoje—dijo Antúnez sacándose el traje de trabajo espacial para ir a prestar declaración acerca del incidente, mientras murmuraba—. O mejor métanse por la raja ese pedazo de chatarra hocicona…

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II

—Buenas tardes. —Buenas tardes señor, ¿en qué lo puedo ayudar?—dijo la recepcionista de la Oficina de Asuntos Estelares a través del monitor. —Mi nombre es Joaquín Antúnez. Soy obrero, estoy trabajando actualmente en la nueva torre de comunicaciones de la Estación Orbital Ofiuco VI, y necesito reportar presencia de material no registrado en listado de seguridad—dijo Antúnez, mirando a la cámara y casi sin prestar atención al rostro de la muchacha. —¿El material no seguro estuvo en contacto con dependencias de su lugar de trabajo o sólo en el espacio exterior?—preguntó la recepcionista. —El material entró a la bahía de carga de la zona en que estaba trabajando—respondió Antúnez. —Bien, lo paso de inmediato con los supervisores de turno—dijo la mujer, luego de lo cual la imagen de la joven mujer se difuminó, para dar paso a dos rostros con cara de cansancio y aburrimiento. —Buenas tardes, diga por favor su nombre y motivo de su derivación con nosotros—dijo una mujer de mediana edad y facciones inexpresivas. —Buenas tardes, soy Joaquín Antúnez, obrero destacado en la Estación Orbital Ofiuco VI. Me derivaron con ustedes para reportar presencia de material no registrado en listado de seguridad dentro de la bahía de carga de mi zona de trabajo—dijo Antúnez. —¿Cómo entró el material no seguro a la bahía de carga?—preguntó la otra supervisora, más joven pero con la misma inexpresividad de la mayor. —El material golpeó a mi robot de trabajo, perforó sus cubiertas y se alojó en el sistema guía de sus propulsores. —Deme el nombre y el modelo de su unidad—dijo la supervisora mayor. —No tiene nombre, y era una unidad EUM-6—respondió Antúnez, preparándose para los comentarios que se vendrían de ahí en más. —¿Una unidad EUM-6? ¿Es usted de los Estados Unidos Mapuche? Porque su apellido no lo identifica—dijo la más joven. —Yo no sé de apellidos, me llamo como me pusieron mis padres y llevo sus apellidos—respondió Antúnez, bastante contrariado. —No molestes al señor Antúnez, no toda la gente de los Estados Unidos Mapuche llevan apellidos étnicos—dijo la mayor—. Además debes recordar que la revuelta en que los mapuche argentinos y chilenos se unieron para reconquistar sus territorios y fusionarse fue hace más de cien años. Desde ese entonces ha habido mucha migración desde América del Norte y la antigua Europa—luego la mujer giró hacia la cámara para seguir hablando con Antúnez—. Señor Antúnez, ¿por qué su unidad EUM no tiene nombre?

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—Porque no le pongo nombre a mis herramientas—dijo Antúnez, para luego agregar—, ¿podemos terminar rápido con esto por favor? Mi jefe no está muy contento que digamos con que se haya roto mi robot y con toda esta pérdida de tiempo. —Está bien, prosigamos—dijo la supervisora joven—, ¿tiene el nombre del material no seguro? —Sí, el robot hizo un escaneo y lo identificó como Rahet—respondió Antúnez. —Déjeme ingresarlo a la base de datos. Espere en línea, esto puede tomar varios minutos—dijo la supervisora mayor, para luego cambiar la imagen en pantalla por una especie de película promocional acerca de las labores de la Oficina de Asuntos Estelares. Joaquín Antúnez se sentó en un amplio sillón que había en la sala de comunicaciones de la estación Ofiuco VI, a la espera de recibir la respuesta desde la Oficina de Asuntos Estelares ubicada en la Tierra. La sala de comunicaciones era casi una sala de recreación para los trabajadores que ampliaban la estación espacial agregando nuevos cilindros a la cada vez más extensa serpiente estelar, pues no tenían acceso a las dependencias de quienes habitaban las secciones habilitadas de la estructura, quedando confinados a lo que estaban construyendo y a lo no inaugurado. Pero Antúnez, al estar en una comunicación oficial y entregando información que podría comprometer la seguridad de toda la estación, debía estar en un sector aislado del resto, lo que le daba algo de privacidad y suficiente tranquilidad como para pensar en su trastocada vida. Joaquín usaba su apellido materno para ocultar su historia de vida. Concebido como Joaquín Melinao Antúnez, era el hijo ilegítimo del presidente del parlamento de los Estados Unidos Mapuche. Sus padres decidieron que el futuro de Joaquín debía estar lejos de su padre y de la clase política gobernante, y que su madre se haría cargo de su crianza. Inclusive, para evitar que personas inescrupulosas intentaran atar cabos sueltos, el senador Melinao ni siquiera cooperaría económicamente con la crianza o mantención de su hijo. Su madre le reveló todo en su lecho de muerte, sumiéndolo en una depresión tal que lo llevó a terminar la relación con la madre de su hijo, a quienes aún amaba, pero que tarde o temprano se podrían ver comprometidos con el secreto que Antúnez guardaba, poniendo en riesgo sus vidas. Pese a que los Estados Unidos Mapuche estaban constituidos como estado federal por más de cien años, aún existían grupos disidentes que buscaban volver todo a como era en el pasado remoto: países divididos por fronteras geográficas y administrativas, que no respetaban el patrimonio genético de quienes eran sus ciudadanos, ni menos aún sus derechos ancestrales, sino que sólo servían a intereses económicos. Justamente fueron esos intereses

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económicos degenerados en ambición desmedida durante el siglo XXI, los que llevaron al levantamiento de los mapuche a ambos lados de la cordillera de Los Andes a principios del siglo XXII; la Segunda Guerra de Arauco fue mucho más breve que la primera, extendiéndose por apenas diez años, pero mucho más exitosa que la original, pues logró anexar todos los territorios pertenecientes a los antiguos Chile y Argentina, y llevó a que Uruguay y Paraguay, por voluntad de sus pueblos, se convirtieran en Estados Libres Asociados del nuevo núcleo federal de Sudamérica. Ello además sirvió como chispa para encender un intento revolucionario por parte de Colombia, Venezuela, Perú y Bolivia, que terminó en una masacre de proporciones gracias a la intervención del Frente Asiático, bloque conformado por todas las antiguas naciones de Asia Pacífico, quienes no veían con buenos ojos que toda Sudamérica se uniera, y conformaran un estado tan poderoso como lo fuera en su momento los desaparecidos Estados Unidos de Norteamérica. El tema que complicaba a Antúnez respecto de su ascendencia, tenía que ver con el traspaso del poder. Si bien es cierto el poder legislativo aún se hacía llamar Parlamento unicameral, la realidad es que actuaba como el Consejo de Ancianos de los mapuche ancestrales, y cuyos cargos eran heredados por los hijos de quienes ostentaban esos puestos de poder; el senador Melinao no tenía descendencia conocida, por tanto su cargo quedaría vacante en espera que el parlamento eligiera a un sucesor, lo cual desencadenaría problemas entre las facciones mapuche de un y otro lado de la cordillera de Los Andes, que lucharían por tener un voto más para sus proyectos. Antúnez se sentía ajeno a toda esa disputa; lamentablemente para sus pretensiones de tener una vida normal, un periodista descendiente de europeos descubrió unas viejas fotografías donde aparecía el senador Melinao en compañía de su madre, y luego de algunos meses de investigación se estaba acercando peligrosamente a Antúnez. Fue ese uno de los motivos por el cual el obrero bastardo decidió pedir su traslado, y pasar de desempeñarse en obras en la superficie de la Tierra, con toda la seguridad que ello implicaba, a trabajar en el espacio exterior expuesto a todos los peligros conocidos, y lo que era peor, a una gran cantidad de riesgos por conocer. Más encima, tenía que lidiar con el traumático trato que le daba la mayoría de las personas a los robots. La automatización de los procesos productivos fue uno de los factores que le restó poder a Norteamérica y Europa respecto de Asia y Sudamérica en la segunda mitad del siglo XXI. Dados los costos de fabricación y mantención de los robots obreros y la abundante mano de obra, Asia y Sudamérica no prendieron absolutamente con la robotización de los procesos productivos, no así con los autómatas hogareños y de objetivos netamente recreativos o suntuarios. Así fue que en ambos

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continentes la gente tendió a familiarizarse con robots más amigables y que formaban parte del núcleo familiar, al menos en los estratos económicos más altos, mientras que en Norteamérica y Europa los robots eran meras herramientas de trabajo, que estaban provocando un fenómeno social peligroso para la estabilidad de la economía mundial: cesantía. Luego de un par de décadas, en que la cesantía llegó en ambas zonas a cifras cercanas al setenta por ciento, se desató el caos. Las revueltas convirtieron a los otrora dueños de los destinos de la humanidad en territorios de guerra de guerrillas, lo que terminó por hacerlos perder terreno frente a la fusión de Asia Oriental en un solo gran bloque llamado Frente Asiático, y propició años más tarde el levantamiento de los Estados Unidos Mapuche. Ambos bloques empezaron de inmediato un trabajo colaborativo que les permitió sanear y modernizar la economía mundial, poniendo a ambos estados como polos de desarrollo a futuro, relegando a segundo plano a Norteamérica y Europa, quienes terminaron por dividirse hasta conformar cada vez más pequeños estados basados en sus orígenes étnicos, que ya no tenían poder para competir sino apenas entre ellos. Las zonas de Asia Occidental y Sudamérica Ecuatorial se vieron parcialmente favorecidas con los nuevos bloques, en especial los países cuyo intento de revolución post bolivariana fueron aplastados por el Frente Asiático, quienes recibieron beneficios controlados por los Estados Unidos Mapuche, a cambio de mano de obra y de materias primas. Lamentablemente, quienes pagaron el precio más caro fueron Oceanía y África, quienes se convirtieron en continentes de paso y de mano de obra no calificada, lo que los diezmó ostensiblemente, y los terminó convirtiendo casi en desiertos interminables. Toda esa evolución llevó a que los nuevos gigantes económicos del planeta requirieran cada vez más trabajadores automatizados para que dejaran a los humanos la parte racional de los procesos productivos —cosa dejada de lado por europeos y norteamericanos en su momento— y con ello pudieran expandirse a las nuevas fronteras del desarrollo: el fondo marino y el espacio exterior. Dada la costumbre adquirida con los robots suntuarios, se adoptó como normal que cada persona le pusiera un nombre a su robot, aparte del modelo y el número de serie que actuaban como identificación formal. Para Joaquín Antúnez, formado por una madre de ancestros ibéricos, era intolerable darle una característica propia de un ser vivo, como lo era para él un nombre, a un objeto inanimado, por lo que nunca quiso identificar a la unidad EUM-6 que le asignaron para que lo asistiera en sus labores en la obra. A diferencia del sistema de automatización utilizado por norteamericanos y europeos, los robots creados y usados por el Frente Asiático y los Estados Unidos Mapuche eran asistentes de los trabajadores, con una gran capacidad para aprender procesos nuevos a cada rato, listos a entregar sugerencias e indicaciones a quienes asistían, pero incapaces de tomar decisión

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alguna por sí mismos. Por ello los fabricantes no escatimaron esfuerzos para lograr un nivel de comunicación lo más parecido posible a la interacción entre seres humanos, lo cual irritaba más aún a Antúnez, quien sentía que su unidad funcionaba casi como un espía más que como un asistente en su trabajo. De todos modos, dichas características se convirtieron en la base de la economía de los dos gigantes mundiales, y permitieron a sus gobernantes imponer los intereses y necesidades de sus pueblos, donde antes primaban los deseos de ambición de unos cuantos. Antúnez seguía absorto en su realidad, intentando no pensar en el periodista que lo buscaba en la Tierra para desenmascararlo, pero soñando con el instante en que lo hiciera. De pronto el silencio se apoderó de la sala: la música de la película promocional se interrumpió, siendo cambiada por los rostros de las dos supervisoras de la Oficina de Asuntos Estelares. —Señor Antúnez, acérquese a la cámara por favor—dijo la mujer mayor. —Acá estoy—dijo Antúnez poniéndose frente a la cámara y mirando dentro de su lente—. ¿Qué pasó, son buenas o malas noticias? —Malas—se apresuró a responder la supervisora más joven—. El nombre que le dio su unidad EUM-6 no está en los registros. —O sea que habrá que aplicar el protocolo de material no seguro—dijo Antúnez—. Mis compañeros me matarán cuando empiece el… —No señor Antúnez, es peor que eso—dijo la supervisora de más edad, justo en el instante en que dos guardias entraron a la sala de comunicaciones—. El nombre que le dio su unidad no está en ningún registro actualizado. Ese material no existe. —Conchesumadre—dijo Antúnez, enrabiado—. ¿Qué pasará conmigo ahora?—preguntó el obrero, mirando a los guardias que se apostaron a su lado. —Los guardias de la estación espacial lo acompañarán a la bahía de carga para hacer un escaneo en profundidad de su EUM-6. Si ese diagnóstico no nos da una respuesta satisfactoria, deberá enviar su unidad a la Tierra por medio de un transportador automatizado—dijo la supervisora más joven—. Durante todo este proceso, usted se quedará en la bahía de carga. Si intenta escapar, los guardias tienen órdenes de abrir las compuertas y lanzarlo al vacío sin traje. Supongo que podemos contar con su colaboración. —Por supuesto, señora—dijo Antúnez mirando a la cámara, para luego voltear y decir a sus celadores—. Robots de mierda, algún día necesitarán oxígeno para sobrevivir, y ahí verán lo que es bueno.

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III

Joaquín Antúnez estaba terminando de comer en la bahía de carga de la zona de construcción de la torre de comunicaciones de la nueva sección de la Estación Espacial Ofiuco VI. Los robots guardias se encargaban de mantener satisfechas las necesidades de Antúnez, en espera del resultado del escaneo de los restos de la unidad EUM-6, que arrojaría luces acerca del origen del material del micrometeorito que había impactado e inhabilitado su robot, y que se realizaba a algunos metros de donde Antúnez había ubicado la mesa y la silla que le habían traído. Dado que el material era desconocido, los robots debieron trasladar un escáner hasta la bahía de carga, para no tener que llevar el EUM-6 a la Estación Espacial y hacer correr riesgos impredecibles a sus moradores. Dentro de todas las incomodidades, Antúnez estaba relativamente mejor que sus compañeros de trabajo: los robots encargados de vigilarlo tenían instrucciones de hacer lo más llevadera posible su estadía en el inhóspito lugar, por lo cual habían instalado los muebles necesarios para que el obrero no necesitara salir y entrar en contacto con el resto de las personas que trabajaban en la torre de comunicaciones. Así, pese a estar encerrado, su calidad de vida había mejorado ostensiblemente en esas pocas horas; además, el hecho que la bahía de carga estuviera aislada, impedía al resto de los obreros salir a trabajar al espacio exterior, por lo cual las obras quedaron paralizadas hasta que terminara la investigación, lo que sólo molestaba a los encargados de hacer cumplir los tiempos del contrato. Justo después de terminar su comida, y cuando el obrero se disponía a dormir una siesta para aprovechar al máximo las vacaciones obligatorias que tenía, el escáner dejó de funcionar con un fuerte crujido. De inmediato el joven obrero quiso dirigirse a la pantalla del aparato para ver el diagnóstico, siendo detenido por uno de los robots guardia. —No puede pasar señor Antúnez, la información que deba recibir la recibirá de parte de las supervisoras de la Oficina de Asuntos Estelares a cargo del caso. —No voy a tocar nada, sólo miraré… —Las órdenes son precisas. Por favor manténgase a distancia prudente del escáner. —Chatarras de mierda y la puta que… ni siquiera los parieron para poder insultarlos a gusto, por la cresta—dijo Antúnez, volviendo a la cama. El obrero no había alcanzado a sentarse en el colchón, cuando la música promocional en el monitor de comunicaciones trasladado desde la sala de comunicaciones empezó a sonar, dándole a entender que las supervisoras le comunicarían el resultado del análisis del escáner. Treinta segundos después, los dos desagradables rostros aparecieron en el

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monitor, frente al cual ya se encontraba Antúnez, mirando fijamente a la cámara. —Buenas tardes señoras—dijo el obrero. —Buenas tardes señor Antúnez, ¿lo acomodaron adecuadamente los robots en la bahía de carga?—preguntó la supervisora más joven. —Sí señora, no tengo queja alguna—respondió presto Antúnez—. Supongo que el resultado del escaneo ya está en su poder. —Sí, y lamentablemente para usted el resultado no fue el esperado—respondió la supervisora de más edad—. El aparato encontró el micrometeorito, pero el material que lo conforma sigue catalogado como desconocido. —O sea que además de inhabilitar el sistema de propulsión de mi unidad EUM-6 también averió su escáner, antes de destruirlo por completo—dijo Antúnez. —¿Por qué supone eso?—preguntó la mujer joven. —Porque antes de empezar a echar humo por todos lados, le dio ese nombre raro al material, algo como Rahet—respondió Antúnez—. Si es desconocido, por supuesto que no podía estar en ninguna base de datos ni tener nombre—agregó Antúnez, mientras ambas mujeres se miraban en un incómodo silencio. —Señor Antúnez, hay una o dos… imprecisiones en lo que acaba de decir—dijo la supervisora de más edad—. El escáner de la estación espacial arrojó que el material es desconocido, pero extrañamente le puso el mismo nombre que el que usó su unidad EUM-6, Rahet. —¿Y me pueden explicar cómo algo desconocido tiene nombre?—preguntó Antúnez, confundido. —No, no lo podemos explicar porque no sabemos la causa, simplemente ambos escáneres dieron el mismo resultado—respondió la mujer—. Es por eso que debemos traer el micrometeorito a la Tierra, para poder hacer los análisis exhaustivos, pero tomando medidas extremas de seguridad para su traslado. —O sea que habrá que subir los restos del robot a una nave y ver… —Señor Antúnez, ahí está la segunda imprecisión de lo que dice—interrumpió la supervisora joven—. El escáner de la estación espacial logró aislar el micrometeorito y extraerlo. Pero además fue capaz de diagnosticar y reparar todos los daños de su unidad EUM-6. Su robot está nuevamente operativo, y listo para seguir ayudándolo. —Lo único que me faltaba, por la… —Señor Antúnez—volvió a interrumpir la joven mujer—. Por un asunto de convención, nuestra jefatura acaba de ordenar que le ponga un nombre a su unidad. Se considera una conducta irregular de su parte el que su unidad EUM-6 no tenga nombre. —¿Algo más?—preguntó enojado Antúnez.

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—Necesito que me diga el nombre que llevará su unidad, para dejarlo de inmediato registrado y comunicárselo a mi jefatura—dijo la supervisora mayor. —¿El nombre?—dijo Antúnez mirando a la cámara, justo cuando la unidad EUM-6 aparecía detrás de él—. Tarro.

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IV

Joaquín Antúnez estaba en el casino de los obreros de la estación espacial; acompañándolo estaba su recuperada unidad EUM-6. Luego que el micrometeorito fuera extraído, fue colocado por uno de los robot en una pequeña cápsula blindada de un centímetro de diámetro, la cual fue disparada por un cañón de aire hacia un desierto en la Tierra, para que allá fuera recuperado con seguridad por los robots enviados por las autoridades, para poder ser analizado exhaustivamente y determinar su origen y peligros potenciales. El escáner revisó luego a Antúnez, y en cuanto hubo certeza absoluta que el obrero no tenía nada extraño en su superficie o en su interior, se levantó todo el sistema de seguridad para que la instalación de la torre de comunicaciones continuara sin más retrasos. El joven obrero comía cabizbajo, mientras el EUM-6 intentaba establecer algún vínculo con él. —Joaquín, quería agradecerte por haberme salvado el otro día, y disculparme por haber tenido que revelar el resultado del escaneo. —Estás programado para eso, para responder lo que te preguntan—dijo Antúnez, mirando su ya casi vacío plato—. Y no estás programado para sentir agradecimiento ni culpa, así que deja de tratar de engañarme o hacerme sentir bien con tu software diplomático. —Es que de verdad siento… —Tú no sientes, eres lo que eres, un simple tarro lleno de circuitos caros—interrumpió Antúnez. —Tarro… ese es el nombre que escogiste para mí, ¿cierto? —Me obligaron a ponerte un nombre, y puse el más sincero que encontré—dijo Antúnez. —¿Empezarás a llamarme así entonces? —Por supuesto, la gente del gobierno nos espía a través de las cámaras y micrófonos que ustedes traen instalados. Si no aparezco en los registros diciéndote “Tarro”, de algún modo me perjudicarán—respondió el obrero, para luego ponerse de pie e ir a devolver la bandeja con la vajilla y cubiertos que había utilizado. Antúnez se dirigió a la bahía de carga que daba a la torre de comunicaciones. Su jefe le había encargado el ajuste de la plataforma en que iría instalado el plato principal de la antena, paso necesario para la conclusión de la faena y para que recibieran el siguiente encargo dentro de la obra. Acompañado por Tarro, el obrero se colocó el traje espacial, y luego de cerciorarse que el oxígeno circulara normal, que los cables de acero y las fijaciones estuvieran en su lugar, y que los propulsores estuvieran funcionales y con la carga de combustible necesaria para

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poder volver y maniobrar con cierta comodidad, inició la descompresión de la bahía, no sin antes encender las alarmas para que todos despejaran el lugar, que en segundos quedaría abierto al vacío. —Tarro, ¿revisaste la funcionalidad de tus propulsores luego que te reactivaron?—preguntó Antúnez. —Sí Joaquín, gracias por preocuparte por mi integridad. —Tu integridad no me podría interesar menos—respondió de inmediato Antúnez—, simplemente no quiero que salgas volando para no tener que ir a rescatarte, o pagar tu reembolso si es que llegas a chocar con algo. —Gracias de todos modos. Descompresión terminada, porcentaje de oxígeno en la cámara, cero por ciento. —Bien, inicia apertura de compuertas—dijo Antúnez. En ese instante empezaron a sentirse una serie de vibraciones, propias del funcionamiento de los hidráulicos del blindaje externo de la estación espacial; algunos segundos después, se inició la lenta apertura de las compuertas internas de la cámara. No importaba cuántas veces al día viviera el proceso, para Antúnez, cada vez que cambiaba el color metálico del techo de la compuerta por el negro vacío plagado de minúsculos puntos blancos, sentía un estremecimiento que lo recorría de pies a cabeza. Su mente no era capaz de racionalizar la grandeza que se desplegaba por todo su campo visual, y más allá de lo que sus sentidos eran capaces de captar. A veces le gustaba creer que el espacio en que estaban desplegados los universos y las dimensiones conocidos y por conocer era efectivamente infinito: así, en cualquier parte en que se ubicara estaría en el centro del todo, y sólo limitado por las leyes de la física y por lo que su mente le permitiera entender. Lamentablemente la cotidianeidad del proceso le había quitado en parte la magia, pero él aún creía que los pillanes y las vilú formaban parte de ese plano que no era tan físico como los físicos teóricos querían creer. De pronto la repetida voz de Tarro lo volvió a su mediocre realidad. —Joaquín, el proceso de apertura terminó. Es adecuado que te dirijas a la punta de la torre de comunicaciones con las herramientas, mientras yo me encargo de acercarte la plataforma para que la fijes, y el equipo de técnicos pueda instalar el plato y dejarlo funcionando a la brevedad. —Enterado Tarro—dijo Antúnez al robot, para luego empezar a revisar las herramientas dentro de su caja; era imprescindible llevar todo de una vez para no tener que devolverse, ni quedarse esperando a que el robot hiciera el trabajo, mientras el humano seguía gastando oxígeno. Una vez revisada la caja, avisó por el intercomunicador al controlador del sector—. Atento control de misión, me dirijo a la torre de comunicaciones. —Enterado Antúnez.

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Joaquín encendió los propulsores de su traje, empezando a volar lentamente hacia el extremo más lejano de la torre de comunicaciones en construcción. La libertad que le daba el sistema de propulsión era simplemente impagable: estar sujeto de nada en medio de esa maravillosa nada plagada de estrellas le generaba una sensación de poder inconmensurable, y le hacía sentir que los límites no existían para él. Poco le importaba volar a no más de un metro de distancia de la torre en construcción, y tener que estar a cada instante vigilando los indicadores proyectados en la cara interna del visor del casco, a modo de pantalla, y haciendo ajustes finos con el guante tocando el vacío, gracias a la conexión entre los sensores ubicados en los dedos del guante derecho y el proyector dentro del casco: el microprocesador ubicado en el proyector era capaz de traducir todas las señales de los ojos y los dedos, y hacer fluir las instrucciones a una velocidad imperceptible para el cerebro humano. Pese a todo, Antúnez estaba ajeno a todos esos procesos, y simplemente disfrutaba de la magia de volar en el espacio exterior; apenas unos segundos después, llegó al extremo de la torre, debiendo anclarse a ella por medio de un cable acerado y un mosquetón, para luego sacar sus herramientas y esperar la llegada de Tarro, el cual apareció tras él apenas un par de segundos después. —Tarro, pásame los pernos para ubicarlos en los agujeros de la barra—dijo Antúnez. —Acá están. —Listo, ahora dame la pieza de plataforma que va fija, y las tuercas—dijo casi de inmediato Antúnez, para acto seguido encajar los cuatro pernos por los agujeros de la pieza de acero y poner las tuercas por dentro, para darles mayor seguridad. Finalmente, la llave de dados eléctrica se encargó de terminar de apretar las piezas. —Control, me preparo a conectar los cables para prueba de micromotores—dijo Antúnez por el intercomunicador, mientras conectaba el paquete de cables que salía de la pieza fija que había instalado, con la terminal que colgaba de la punta de la torre—. Conexión terminada. —Enterado Antúnez, ejecuto prueba de micromotores—respondió el controlador del sector, para luego empezar a operar los mandos de la antena; Antúnez sólo pudo ver pequeños engranes moviéndose en la superficie de la pieza—. Prueba satisfactoria. En espera de siguiente paso, Antúnez. —Enterado control—dijo Antúnez, para de inmediato desconectar el paquete de cables, sacar un pequeño soplete y soldar las tuercas a los pernos para impedir su desplazamiento. Terminada esa labor, reconectó el paquete de cables. —Acá tienes, Joaquín—dijo a sus espaldas Tarro, entregándole la pieza móvil a Antúnez, quien la recibió sin responder y empezó a trabajar en su colocación en la pieza fija. Esa era la parte compleja de la operación,

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pues debía hacer calzar exacto ambas piezas, de modo tal que cada engrane se correspondiera con los diminutos ejes encargados de la movilización de la plataforma: bastaba con que uno de los engranes quedara forzado para que el movimiento no fuera perfecto, o inclusive para que se trabara, generando graves problemas de funcionamiento y acortamiento de la vida útil del sistema. Una vez terminó de hacer coincidir los engranes y pudo apernar la pieza, se comunicó con el controlador. —Control, colocación terminada. Solicito prueba final para fijación definitiva y término del procedimiento. —Enterado Antúnez, prueba en progreso—respondió el controlador; un par de segundos después la pieza móvil empezó a moverse y a rotar en todos los ejes esperados, sin evidencias de topes o crujidos—. Prueba terminada. Asegure fijaciones definitivas y retorne a bahía de carga. —Enterado control—dijo escuetamente Antúnez, para volver a apretar los pernos e indicarle a su robot—. Tarro, vuelve a la bahía de carga. —¿Estás seguro que no necesitas de mi ayuda? —Suficiente me ayudaste el otro día—respondió Antúnez—Vete a la bahía de carga, no quiero que te pegue otra piedra o quizás qué cosa. —Está bien Joaquín, te espero en la bahía. Antúnez probó los propulsores de su traje, y en cuanto estuvo seguro soltó el mosquetón y retrajo el cable de acero para iniciar el breve pero maravilloso vuelo de vuelta hacia la bahía de carga. Nunca había entendido por qué en el siglo XX acuñaron el término caminata espacial, si no se caminaba, y los pies flotaban libres en el espacio, tal como el resto de su cuerpo que volaba a merced de los propulsores del traje espacial. El obrero ahora sentía que la decisión que debió tomar para huir del periodista que lo empezaba a acosar por su pasado era una de las mejores cosas que le habían sucedido, y que todos los riesgos que corría, incluido el incidente con el micrometeorito en su EUM-6, valían la pena en la medida que pudiera seguir jugando en los límites de la inseguridad espacial. Terminados los breves segundos del viaje, se encontró en la bahía de carga con Tarro, quien estaba escoltado por las dos unidades guardias que lo habían acompañado durante el escaneo. En cuanto se cerraron las compuertas y los indicadores mostraron el porcentaje adecuado de oxígeno, Antúnez se sacó el casco. —¿Pasó algo?—preguntó de inmediato a los guardias. —Acompáñenos a la sala de comunicaciones por favor. —¿Me alcanzo a cambiar de ropa?—dijo Antúnez algo preocupado. —Quédese con el traje. Antúnez llegó escoltado por los dos robots a la sala de comunicaciones a la cual entró solo, mientras los guardias se apostaban afuera, celando la

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entrada. El obrero dirigió sus pasos de inmediato al intercomunicador, situándose frente a la cámara, justo en el instante en que aparecían en pantalla los rostros de las dos supervisoras. —Buenas tardes señoras—dijo Antúnez. —Buenas tardes señor Antúnez, ¿cómo se encuentra?—respondió la mujer más joven. —Bien, gracias. Cuéntenme. —Señor Antúnez, el análisis del micrometeorito arrojó el mismo resultado en nuestros laboratorios que en los escaneos de Ofiuco VI—dijo la supervisora más añosa. —Nuevamente el material desconocido con nombre raro… ¿qué sucederá ahora?—preguntó Antúnez, visiblemente preocupado. —Deberá viajar de inmediato a la Tierra. Los robots lo escoltarán a un transporte ubicado en la bahía de despegue de Ofiuco VI. —Debo suponer que el viaje es de verdad de inmediato, por eso el robot no me dejó cambiarme de ropa, y uno de ellos tiene mi casco en la mano—dijo Antúnez, contrariado. —Así es Antúnez—dijo la supervisora menor, para luego agregar—. Y antes que lo pregunte, viajará junto a su unidad Tarro.

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V Joaquín Antúnez miraba a través de una de las escotillas del pequeño transporte orbital que lo llevaría de Ofiuco VI hasta el puerto espacial en la Tierra, para entrevistarse en persona con las supervisoras a cargo del material no seguro descubierto en el procesador de su unidad EUM-6. Aún le costaba creer que estaba en el espacio trabajando, y que un vehículo apenas más grande que un automóvil de calle sería capaz de devolverlo sano y salvo a su planeta madre. Antúnez estaba incómodo con las vicisitudes de su vida, pues cada vez que creía estar logrando algo de estabilidad, un evento inesperado y desagradable lo devolvía a una realidad turbulenta que le impedía pensar en el futuro alejado de su hijo y su ex pareja. Pero lejos lo peor de todo era tener que escuchar a cada rato la metálica voz de su unidad EUM-6, que parecía detectar el momento de mayor autoflagelo de sus pensamientos, para sacar alguna de las millones de frases que debía tener en su memoria para parecerse a alguna idea humana, y satisfacer el ego de su creador y la necesidad de un contacto pseudo humano para su dueño o usuario. —Dicen que las cosas pasan por algo, Joaquín. —¿Se te pegó el disco, Tarro de mierda?—preguntó con agresividad Antúnez, mirando al robot—. Porque fue la misma huevada que dijiste el día en que te pegó esa piedrita y me empezó a cagar la vida. —La verdad no sé, es que cuando te veo así me nace decirte… —¿Cuando me ves así te nace?—interrumpió con sarcasmo Antúnez—. Con cueva tienes un software que elige aleatoriamente frases de auto ayuda y las lanza para esperar algún efecto. —Perdona, nuevamente me equivoqué en mi apreciación. Necesito que por favor te abroches el cinturón, te coloques el casco, y que conectes la manguera de la máquina de oxígeno a tu traje, ya tenemos permiso para despegar. —Entendido—respondió escueto Antúnez, mientras hacía lo que Tarro le había dicho. A diferencia del resto de las personas, que creían que los robots tenían características humanas, Antúnez sabía que los robots funcionaban bajo las directrices de un software, por tanto jamás atentaría en su contra si no fuera por orden de un ser humano: el obrero no confiaba en su robot, sino en los ingenieros que lo habían ideado. En cuanto el monitor en el casco de Antúnez anunció la concentración de oxígeno en el medio interno compatible con la vida humana, Tarro encendió los propulsores de popa del transporte, el cual empezó a deslizarse lentamente gracias al colchón de aire sobre el cual flotaba por dentro de un túnel estrecho pero excesivamente bien iluminado, al fondo

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del cual había una compuerta con una luz roja. Cinco segundos antes de llegar al final, la luz cambió de improviso a verde y las compuertas metálicas se abrieron de par en par, dando paso a la característica negrura salpicada de puntos luminosos; luego de otros cinco segundos de vuelo en línea recta, Tarro hizo girar la nave en noventa grados, quedando de frente al planeta Tierra. De ahí en más Antúnez cerró los ojos e intentó dormitar, mientras Tarro se encargaba de silenciar las comunicaciones para dejar descansar a su humano encargado. Luego de cerca de media hora de un suave desplazamiento por el vacío hasta alcanzar la órbita de la Tierra, una voz se comunicó con la pequeña nave. —Transporte espacial O-VI-25, está entrando a espacio orbital de los Estados Unidos Mapuche. Por favor identifique sus ocupantes. —Buenas tardes torre de control, acá transporte O-VI-25. Soy el piloto del transporte, nombre Tarro, modelo EUM-6, transportando al obrero espacial Joaquín Antúnez, citado por la Oficina de Asuntos Estelares. —Enterado transporte O-VI-25, tiene autorización para aterrizar en la bahía PETV-EUM-2453—dijo el controlador de tierra. —Eso corresponde al Puerto Espacial Trentren Vilú según mis registros. —Positivo unidad Tarro—respondió el controlador—. Pilotee su nave hasta la ciudad de Temucuicui y aterrice en la bahía indicada. —Enterado torre de control. Tarro fijó las coordenadas de destino, y desplegó el escudo térmico de la nave para entrar a la atmósfera. Luego que los sensores reportaran la temperatura esperada pasada la zona de peligro, Tarro apagó los propulsores y el colchón de aire, retrajo el escudo térmico y abrió los planos alares y de cola del transporte, para empezar a planear con suavidad hacia su destino, evitando aumentar la contaminación atmosférica: si bien es cierto las emisiones de un transporte tan pequeño eran insignificantes, luego de la crisis sufrida en el planeta durante el mes de julio del 2104, en que la luz solar no fue capaz de pasar la capa de contaminantes durante diez días, causando la muerte de seiscientos cincuenta millones de personas y la extinción de al menos doscientas especies de animales e insectos, sin contar las pérdidas de la flora de la Tierra, que finalmente fueron ocultadas por las autoridades, se dictó una ley que limitaba las emisiones de materiales particulados por cualquier medio de transporte, independiente de su fuente de poder. Así, ya fuera vehículos solares, con pilas radioactivas, a hidrógeno, litio, o cualquier descubrimiento o invento, todas las partículas levantadas o emanadas eran cuantificadas, y pasado el límite establecido por ley, el conductor o dueño eran sancionados con el retiro del permiso para conducir, por falta a la ética ecológica. Además, el planeo le permitía a Tarro maniobrar el transporte de modo tal de no despertar a Antúnez hasta el aterrizaje.

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Justo veinte segundos antes de dicha acción, Tarro le dio volumen a la música. —¿Ya llegamos?—preguntó con voz cansada Antúnez. —Casi. Es recomendable que estés despierto para el aterrizaje, para que no te asustes. —Cierto, lo olvidaba—respondió Antúnez, para luego enderezarse en el asiento y acomodarse con la espalda derecha y apegada al respaldo. Tarro guió el transporte hacia la bahía 2453. A veinte metros de llegar encendió propulsores y colchón de aire para frenar el planeo. A los diez metros el sistema magnético de la bahía se activó, capturando la nave con un fuerte pero muy breve remezón, para que luego la nave fuera guiada hacia dentro por el sistema del puerto espacial; a partir de ese instante todo el resto del proceso estaba automatizado, así que Tarro apagó todos los sistemas de propulsión y gravedad, cerró los planos alares y de cola, y cortó la comunicación con la torre de control. —Joaquín, ya te puedes sacar el casco y desconectar el traje de la manguera. —Gracias por avisar—dijo Antúnez, quien ya tenía el casco en la mano desde hacía varios segundos. —Disculpa, no me… —No importa, ya terminamos el viaje así que da lo mismo—dijo Antúnez, mirando la bahía de aterrizaje. La bahía de aterrizaje era un galpón enorme destinado a vehículos menores, tanto orbitales como suborbitales, que se encontraba en medio del terminal para naves mayores suborbitales y el galpón para naves de carga. Las naves mayores orbitales y espaciales tenían puerto propio, pues debían pasar por controles más estrictos, que incluían el concurso de autoridades militares y de gobierno. En general el lugar se encontraba siempre lleno de vehículos de turismo, de vuelos particulares y servicios de transporte aéreo ejecutivo; sin embargo, en esa oportunidad la bahía 2453 estaba aislada, con apenas un par de robots y un humano con uniforme militar esperando la detención total del vehículo. En cuanto se concluyó el proceso de fijación de la nave al puerto, el oficial se acercó a las puertas mientras se abrían. —¿Joaquín Antúnez?—preguntó escueto. —Sí señor, vengo de… —La unidad EUM-6 se queda custodiando el vehículo. Antúnez, venga conmigo.

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Sin que Antúnez o Tarro pudieran alcanzar a preguntar algo, uno de los robots se instaló bloqueando la puerta en que estaba el EUM-6, mientras el otro se paraba detrás del obrero, mientras éste caminaba al lado del oficial, quien sólo miraba al frente manteniendo un paso lento en un principio. —¿Se siente bien de sus articulaciones?—preguntó el oficial. —Sí señor, ya se me adaptaron las rodillas—respondió Antúnez, refiriéndose a los breves minutos en que las articulaciones se acostumbran a la gravedad natural de la Tierra. —Bien, apuremos el paso entonces. Luego de unos diez minutos de caminata, en que Antúnez se dedicó sólo a mirar el suelo, los dos hombres y el robot llegaron a un edificio antiguo de apenas sesenta pisos, aún con las arcaicas paredes de vidrio templado, con un gran letrero a la entrada que decía “Oficina de Asuntos Estelares de los Estados Unidos Mapuche”. Sin saludar ni mirar a nadie, el oficial guió a Antúnez a un ascensor que los dejó en breves segundos en el piso cuarenta y cinco. El oficial llevó a Antúnez a una de las tantas oficinas del lugar, se paró en la entrada y le abrió la puerta con su retina. —Yo espero acá, mi robot lo acompañará—dijo el hombre. —Sígame por favor—dijo el robot. Antúnez entró a una gran oficina plagada de diplomas y certificados de variado origen, que tenía al fondo un gran escritorio, tras el cual un hombre obeso, desgarbado y con cara de cansado lo miraba casi con curiosidad. —Pase señor Antúnez, tome asiento por favor—dijo el hombre con vez neutra—. Soy Alfonso Necuñir, encargado de la Subdivisión de Materiales No Seguros de la Oficina de Asuntos Estelares. ¿Sabe específicamente por qué le pedimos que se presentara acá, y no hicimos comunicación vía conferencia remota? —No señor—dijo Antúnez, intimidado. —Porque el asunto del micrometeorito que impactó su robot es un poco más complejo de lo que creímos en un principio, y la información que debo entregarle no puede transmitirse por ningún medio. Si no me cree, mire al robot guardia—dijo Necuñir: cuando Antúnez se dio vuelta, vio al robot desactivado y con todos sus sistemas inhibidos—. Señor Antúnez, el material del que está compuesto el micrometeorito en cuestión existe en nuestros bancos de memoria, los que están incorporados a los sistemas de memoria de todos los aparatos de escaneo existentes en el planeta.

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—Eso quiere decir que no es un material desconocido, sino simplemente no seguro—comentó Antúnez, para luego sonrojarse al ver la mirada fría de su interlocutor. —Ojalá fuera tan simple señor Antúnez, en ese caso sólo habría que desmaterializar su robot, el micrometeorito, y ponerlo a usted en aislamiento biológico por quince días, o hasta eliminar la evidencia de contaminación en su cuerpo, según los reportes de su chip subcutáneo—dijo Necuñir, suavizando su mirada—. El problema es más complejo que eso… verá señor Antúnez, como usted sabe hace décadas que estamos en contacto fluido con muchas de las civilizaciones conocidas de nuestra galaxia, y con unas cuantas del resto del universo, lo que nos ha permitido intercambiar grandes cantidades de información científica; ello naturalmente ha ampliado ostensiblemente los límites de nuestro conocimiento. Hace unos quince años, una de las sondas de la Oficina Mapuche del Aire y del Espacio, la que usted conoce coloquialmente como OMAE, llegó al límite físico del universo, luego de caer por accidente a una especie de hoyo negro, y logró establecer comunicación con algo fuera del límite. —Hace quince años fue el incidente OMAE IX, la sonda que desapareció… ¿nunca desapareció, entonces?—preguntó Antúnez, atando cabos. —Técnicamente sí, porque desapareció al entrar al hoyo negro, para luego reaparecer del otro lado—respondió Necuñir. —¿Y eso qué tiene que ver con el micrometeorito?—preguntó Antúnez, confundido. —Como usted imaginará señor Antúnez, nuestra oficina no ha estado quince años exclusivamente ocultando este contacto extrauniversal—dijo Necuñir, reclinándose en su sillón—. Hemos aprovechado el tiempo en unificar lenguajes y compartir información desde y hacia el otro lado de este límite, además de reforzar las vías de comunicación, enviando cierto número de sondas apuntadas hacia el mismo agujero negro, las que han salido exactamente en el mismo lugar. —Entiendo—dijo Antúnez, cada vez más asustado con el devenir del relato. —Bien. El material Rahet existe en nuestros registros, pero no en este universo—dijo Necuñir de buenas a primeras, haciendo palidecer a Antúnez—. La composición del micrometeorito es de un material extrauniversal, cuya estructura conocemos gracias a este contacto que tenemos con quien sea que se encuentre más allá del límite del universo que habitamos. Según la información que nos llegó desde el otro lado del límite universal, el material es seguro y estable. —Eso… parece ser una buena noticia—se atrevió a comentar Antúnez. —Lamentablemente sólo lo parece—dijo Necuñir—. Verá Antúnez, la física y la química de ese universo es muy distinta a la nuestra. Le podría contar por ejemplo, que a los habitantes de aquel lugar les pareció

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incomprensible que la base de su alimentación fuera tan escasa y tan temida en la Tierra. —¿De qué se alimentan?—preguntó Antúnez. —De un material homologable a nuestro uranio—respondió Necuñir—. Del mismo modo, no entendían cómo podíamos vivir respirando un veneno que destruye sus organismos, como es el oxígeno. Por tanto Antúnez, el hecho que ese material desconocido sea seguro y estable allá, no implica que lo sea acá. —Disculpe, ¿hay alguna evidencia en los escaneos acerca del daño que sufrió mi unidad EUM-6? Es decir, ¿el daño fue por el impacto o por efectos desconocidos del micrometeorito?—preguntó Antúnez, asumiendo que la situación estaba en un pie demasiado complicado, por lo cual podría hacer una que otra pregunta atingente a lo que a él le tocó vivir. —Veo que está muy atento Antúnez, eso habla bien de usted—dijo Necuñir, esbozando una mueca parecida a una sonrisa que duró no más de cinco segundos—. Según el análisis, el micrometeorito sólo fue capaz de perforar los blindajes de su robot, luego de lo cual quedó flotando dentro del espacio libre de la cavidad de su EUM-6, sin tocar nada más. Al activarse la atmósfera artificial y la gravedad en la bahía de carga, el material se adhirió por estática a la placa de chips, para luego de ello ser identificada y quemar la unidad de procesamiento de su EUM-6. Cuál fue el mecanismo por el cual se quemó, aún no lo sabemos. —Podría haberle quemado la memoria a esa mierda—murmuró Antúnez. —Entonces tenemos este material no seguro, desconocido, que de algún modo pudo pasar a nuestro universo e interactuar con nuestra realidad, y más encima, alterarla—dijo Necuñir. —¿Y qué hay que hacer ahora?—preguntó temeroso Antúnez. —Lo más lógico: viajar a ese universo a obtener información directo de la fuente. —Pero… hasta donde recuerdo, ninguna tecnología es capaz de traspasar el límite del universo, de hecho… bueno, de hecho no logro comprender cómo puede existir un límite en el universo—dijo Antúnez. —No se preocupe de eso señor Antúnez, todas sus dudas se irán aclarando en la medida que avance en su misión—dijo Necuñir, mirando a los ojos a Antúnez. —¿Mi… misión?—de pronto un nudo se apretó en el abdomen de Joaquín Antúnez—. Señor Necuñir, ¿por qué estoy acá? —Porque usted deberá viajar a ese universo a recabar la información necesaria.

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VI

Joaquín Antúnez estaba pegado a su silla, casi con náuseas, y con un funcionario de gobierno dándole la noticia más inesperada que hubiera podido imaginar. Su historia familiar y la aparición del periodista metiche eran apenas meras anécdotas en comparación con lo que iba a suceder con su destino de ahí en más. Todos los sueños de viajes interestelares de su infancia y juventud estaban por volverse una realidad, pero pese a ello no le alcanzaba para sentir felicidad, o al menos conformidad: estaba frente al desafío más grande y más maravilloso que le pudieran haber ofrecido, pero también frente a lo más peligroso que hubiera encarado en toda su existencia. De pronto se fijó nuevamente en Necuñir, quien no había despegado su mirada de sus aterrorizados ojos. —¿Está seguro de lo que me está diciendo?—preguntó Antúnez, con voz temblorosa—, ¿no se supone que misiones de estas características deberían ser ejecutadas por pilotos espaciales profesionales? Digo, ustedes ni siquiera me dejan pilotear un transporte menor desde Ofiuco VI a la Tierra, de hecho hicieron que mi robot me trajera. —Señor Antúnez, todo lo que le estoy diciendo es verdad, y no es una decisión mía sino de una comisión de autoridades de la Oficina de Asuntos Estelares—dijo Necuñir—. Mi puesto acá tiene una autoridad casi nominal en este caso, y en la mayoría de los casos, apenas actúo como relacionador público. —Entonces esto está decidido—dijo Antúnez. —Por supuesto. Los expertos ya están avanzando en la organización y el manejo de todos los detalles técnicos—dijo Necuñir—. De hecho en este mismo momento, mientras conversamos, su unidad EUM-6 está recibiendo toda la información necesaria para hacer el viaje de ida y vuelta, y le están incorporando hardware específico para procesar y almacenar todo lo que se aprenda en esta inédita travesía. Sólo por curiosidad señor Antúnez, ¿por qué le puso Tarro a su unidad? —¿Voy a viajar con el robot?—preguntó Antúnez. —Pero por supuesto, este es un viaje que jamás se ha hecho, implica riesgos y decisiones a tomar que no pueden esperar segundos sino apenas diez milésimas, cosa completamente imposible para un ser humano—dijo Necuñir, mirando con un dejo de paternalismo a Antúnez—. No tenemos tiempo de entrenarlo como piloto estelar, y ni el mejor piloto humano en este universo podría hacer mejor este trabajo que cualquier robot. El joven obrero se sentía extraño. Todo lo que le habían dicho sonaba formalmente lógico, pero el hecho de tener que viajar con su hablador

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robot le molestaba sobremanera, pues cada vez era más difícil lograr que se mantuviera callado. De pronto una duda se apoderó de su confundida mente, lo suficientemente clara como para plantarse como su prioridad en ese momento. —Bueno señor Antúnez, aún no me dice por qué le puso Tarro a su EUM-6—dijo Necuñir, interrumpiendo las disquisiciones mentales del obrero espacial. —Eso lo contestaré después que usted me conteste una pregunta—dijo Antúnez. —Claro, pregunte lo que quiera—dijo Necuñir. —¿Por qué debo ir yo?—preguntó Antúnez. —Creí que era obvio señor Antúnez—dijo Necuñir, algo molesto—. Tal como le mencioné hace un rato, nadie sabe que llegamos al límite del universo, ni menos aún que existe comunicación con algo que queda fuera de ese límite, que dicho sea de paso, aún se maneja en las universidades e institutos gubernamentales como un asunto teórico basado en fórmulas consistentes pero no demostradas. Usted podría pensar que es egoísta de nuestra parte no informar estos descubrimientos a la comunidad científica al menos, pero está claro que en cuanto lo sepan difundirán la información por todos lados. —¿Y cuál es el problema con que se sepa en todas partes?—preguntó Antúnez. —El problema principal es que pese a todo, no sabemos con qué estamos tratando—respondió Necuñir bastante serio—. El hecho que nos hayamos comunicado y tengamos un flujo de información científica, no quiere decir que conozcamos algo acerca de sus intenciones, sus objetivos, su modo de actuar, nada. Si fuéramos paranoicos podríamos inclusive pensar que ese micrometeorito no atravesó los límites por medios físico cuánticos naturales, sino que fue de algún modo enviado o lanzado, casi como un experimento. —El escucharlo hablar así me hace recordar las clases de historia pre estelar, cuando los gobiernos basaban sus decisiones en la desconfianza—dijo el obrero. —Lamento ser yo quien abra sus ojos señor Antúnez—dijo Necuñir—, pero eso nunca ha cambiado. Una cosa es la imagen que proyectamos, y otra muy distinta es lo que hacemos. Usted ni se imagina la cantidad de espías y medios de espionaje terrestre y extratrerrestre que pululan por todos lados. Eso que aprendió en historia del siglo XX llamado guerra fría, no pasa de ser una guerrilla tropical comparado con el estado actual de la política mundial. —Qué desilusión, de verdad creí que la humanidad había evolucionado—comentó Antúnez. —La humanidad involucionó señor Antúnez—dijo Necuñir, reclinándose repetidas veces en su sillón—. Somos seres dependientes de la

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tecnología, hoy todo lo hacemos asistidos, si no hay un computador presente nuestro rendimiento tiende a cero. Hoy en día, si usted deja a un humano desnudo en una selva llena de vegetación, animales y agua fresca, no lograría sobrevivir una semana, se lo aseguro. Oiga, usted me debe una respuesta, ¿por qué le puso Tarro a su EUM-6? —Porque para mí es eso, un tarro lleno de circuitos, una herramienta que me ayuda a hacer cosas, no una persona o un animal. Hasta una planta tiene más vida que cualquiera de los robots que se haya inventado—respondió Antúnez, casi agitado—. Las supervisoras me obligaron a ponerle nombre al EUM-6, pues no lo tenía, y elegí ese. No concibo ponerle nombre de seres vivos a cosas que no están vivas. —Suena lógico—dijo Necuñir—. Tal vez a muchos les genere incomodidad pues es una postura similar a la de las potencias del siglo XX y primera mitad del XXI, pero es bastante lógico. Bueno señor Antúnez, ¿tiene más dudas acerca del fondo de esta misión? —Creo que las dudas irán saliendo en la medida que esta… misión avance—respondió Antúnez. —Cierto. Vamos, ya que le mostramos someramente el qué, ahora tenemos que empezar a ponerlo al tanto del cómo—dijo Necuñir poniéndose de pie, no sin antes digitar en su tablero una clave alfanumérica, que reactivó todos los sistemas del robot guardia. Necuñir y Antúnez caminaron por el pasillo del piso cuarenta y cinco, escoltados por el robot guardia y el guardia humano que había estado esperando en la puerta durante la charla. Los tres hombres y el robot abordaron el ascensor con el cual bajaron al tercer subterráneo, nivel que atravesaron hasta el otro extremo, para llegar a una puerta con lector retinal, que no era otra cosa que otro ascensor, el cual descendía veinte pisos bajo el último estacionamiento, y que se activaba por dentro por medio de una clave alfanumérica. El vigésimo tercer subterráneo era una zona amplia con estaciones de trabajo sin separaciones físicas, con pantallas holográficas que proyectaban en el aire la información que cada cual trabajaba. Había algunas estaciones en que la proyección era invisible al ojo desnudo, en las cuales sus usuarios usaban anteojos especialmente configurados para poder ver exclusivamente lo que en esa terminal se trabajaba. Además, por todo el contorno del galpón había puertas cerradas, custodiadas al menos por un guardia robot. Antúnez miraba a todos lados algo desilusionado. Con el alto grado de tecnificación del lugar, esperaba ver proyectado en las pantallas diseños tridimensionales, animaciones, interpretaciones de datos o simulaciones virtuales de algún proyecto; en cambio lo único que se veía en las pantallas holográficas eran números, tablas, textos eternos, y uno que otro gráfico bidimensional con colores básicos. El joven obrero quiso imaginar que aquellos que trabajaban con lentes desempeñaban esas

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tareas: sin embargo, al pasar detrás de una de esas estaciones su usuario se puso de pie de espaldas a él, dándole tiempo a mirar a través de sus anteojos, para dejar ver en su pantalla los mismos números y letras que el resto de sus colegas. Antúnez fue guiado en silencio por Necuñir a través de todo el nivel, para llegar a una de las puertas del contorno, que estaba custodiada por dos guardias robot, uno de los cuales bloqueó el paso del obrero, mientras el otro vigilaba a Necuñir en su proceso de identificación retinal. En cuanto el aparato dio luz verde, el guardia robot dio un paso al costado y le dijo a Antúnez: —Pase al identificador retinal, colóquese frente al lente con su ojo izquierdo, y espere sin moverse por cinco segundos, o hasta que el sistema arroje alguna instrucción. Antúnez hizo lo que el guardia le indicó. Un haz de luz aplanado pasó por sobre su ojo de abajo arriba y de izquierda a derecha, tomando dos segundos y medio en cada barrido; de inmediato apareció en pantalla una ficha con todos su información personal, bancaria, médica, laboral, judicial y policial, luego de lo cual el aparato dio luz verde. Recién en ese momento los robots abrieron la puerta y dejaron pasar a ambos hombres a la oficina. Al centro del espacioso lugar había un gran escritorio, con una mujer calva y de mal semblante, quien les hizo unas señas para que se sentaran frente a ella. —Así que este es Antúnez—dijo la mujer, mirando al obrero a través de la pantalla holográfica en que se proyectaba su ficha—. ¿Cómo estás hijo? Mi nombre es Ramona Tranolao, soy miembro del Consejo de Asuntos Estelares, y la encargada de inducirte a tu misión. —Buenas tardes, señora Tranolao—dijo Antúnez, nervioso ante el poder político de la mujer. —¿Te contó Necuñir qué necesitamos de ti? —Sí señora, según entendí necesitan que viaje fuera de los límites del universo conocido a investigar el origen del micrometeorito que impactó mi unidad EUM-6… quiero decir, a Tarro—respondió Antúnez. —Qué tierno joven, deberíamos tener más gente así, ¿no crees, Necuñir?—dijo la mujer, mirando de reojo al aludido, para luego dirigirse de nuevo a Antúnez—. Entendiste bien hijo, eso es exactamente lo que necesitamos. ¿Y sabes cómo lo haremos? —Ni idea, señora—respondió Antúnez. —Como debe ser. Empecemos entonces. La Consejera Tranolao sacó de un cajón con clave de su escritorio dos pares de anteojos para revelar el contenido oculto de la pantalla

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holográfica que se proyectaba frente a ellos, dejándolos encima de la mesa frente a Antúnez y Necuñir, cubiertos por sus ajadas y secas manos.

—Lo que verán a continuación es secreto de Estado. Si algo de esta información se sabe, sabré que fueron ustedes, y me veré en la obligación de enviar a la Brigada Lautaro a encargarse de cortar la filtración. ¿Quedó claro?—dijo la mujer, con una voz acorde ahora sí a su expresión facial. —Sí señora—respondieron los dos hombres al unísono. —Bien, pónganse los anteojos—dijo Tranolao, sacando sus manos de encima de los artefactos. Los dos hombres se colocaron los anteojos y miraron a la pantalla holográfica en que estaba proyectada la ficha de Antúnez. En su lugar, los lentes dejaban ver una serie de imágenes tridimensionales algo confusas: túneles transparentes de diversos colores, una especie de barrera gelatinosa atravesada por uno de los túneles transparentes, y una suerte de pequeño transporte estelar con una estructura en su proa que parecía quitarle aerodinamia al aparato. Los hombres miraron todas las imágenes, tratando de entender la lógica de todo ese despliegue; luego de varios segundos en silencio, la nuevamente gentil voz de Tranolao los sacó de su concentración. —Señores, he aquí nuestro plan de trabajo.

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VII

Joaquín Antúnez se dejó llevar por sus sueños. En los escasos segundos de silencio que dejaba la Consejera Tranolao entre una descripción y otra, el joven obrero viajaba en su imaginación a una realidad paralela, en que era hijo legítimo de su padre, en que se llamaba Joaquín Melinao, y en que su destino era convertirse en parlamentario de los Estados Unidos Mapuche, herencia de sangre que no podría ejercer en la vida real, y que dada su situación, no le convendría siquiera intentar revelar. —Hijo, lo veo un poco desconcentrado, ¿tiene algún problema más importante que éste?—dijo Tranolao, llamando de inmediato su atención. —No señora, disculpe, a veces me desconcentro—respondió Antúnez, algo avergonzado. —No te preocupes, sé que mi voz a veces es difícil de seguir—dijo la Consejera—, pero de verdad prefiero interactuar con la gente antes que pasarles un software interactivo, o que un robot les dé una clase teórica del tema a tratar. Sí, soy chapada a la antigua, lo que por supuesto me enorgullece. —Gracias señora, pondré más atención—dijo Antúnez. —Bueno, les cuento. La misión está dividida en etapas, cada una con sus dificultades—dijo Tranolao, volviendo a su voz neutra—. Lo primero que analizaremos es su transporte. Como imaginarán, tuvimos que exigir al máximo al equipo de ingenieros humanos, cerebros artificiales, robots consultores y nanorobots constructores para lograr nuestro objetivo. Luego de una extensa jornada de trabajo, el equipo multidisciplinario entregó este producto: el TIU-EUM-1. —Parece un avión de guerra del siglo XXI—dijo Antúnez espontáneamente, para luego mirar con temor a la consejera. —La forma fue diseñada de modo tal que permita una adecuada adaptación a todos los medios en que deba desenvolverse—dijo la mujer, para luego mirar directamente a Antúnez—. Hijo, ¿sabe qué descubrimiento revolucionó, revoluciona, y seguirá revolucionando la ingeniería? La rueda. ¿Ha visto alguna modernización en la forma de la rueda acaso? —No señora. —Bien, ahora ya sabe que no es necesario un modelo novedoso ni raro para que sea funcional… ¿en qué estaba, Necuñir?—dijo Tranolao. —TIU-EUM-1. —Eso, gracias. El modelo de Transporte Inter Universal fue diseñado para que fuera capaz de interactuar con todos los medios a los cuales se verá enfrentado en su travesía. A diferencia de los TIE, el modelo TIU tiene una mayor densidad microestructural.

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—Tenía entendido que los nanorobots ya no eran capaces de fabricar estructuras más pequeñas, señora—dijo Necuñir, aparentemente interesado en el tema. —Buen alcance Necuñir, buen alcance—dijo la consejera—. Efectivamente los nanorobots no son capaces de fabricar estructuras más pequeñas, por tanto le ordenamos a un microgenetista que alterara el código genético de una colonia de nanobots, y con ello logramos que al reproducirse generaran una variante de un veinticinco por ciento del tamaño normal, y con la misma funcionalidad. De ese modo, conseguimos micronanobots capaces de crear una microestructura cuatro veces más densa y por ende resistente, sin por ello modificar sus características de elasticidad y maleabilidad. —¿Elasticidad?—preguntó extrañado Antúnez. —Sí hijo, elasticidad—dijo Tranolao—. Una nave destinada a ese viaje por ningún motivo puede ser rígida, no resistiría las presiones del agujero negro en la primera etapa de la misión. Sus paredes deben ser elásticas, de tal modo de permitir una expansión y compresión controlables desde dentro por los computadores de navegación. Los cálculos arrojaron que era necesario que el transporte tuviera un rango de elasticidad de un treinta por ciento. —Eso quiere decir que puede achicarse un tercio y crecer lo mismo sin destruirse ni averiarse—agregó Necuñir—. Fue esa característica la que le permitió a la sonda sobrevivir el paso a través del agujero negro y llegar al límite del universo. —Se ve anticuada, pero por lo que me explican es lo más moderno que existe—dijo Antúnez—. Pero eso en la nariz… esos como alerones con ruedas metálicas hacia los lados… no sé, no le veo lo aerodinámico por ninguna parte, menos con una nariz tan ancha… —Me encanta tu inocencia hijo—dijo Tranolao—, eso es una esperanza para la humanidad corrupta que habita el planeta. Esa nariz ancha y deforme con alerones es el mecanismo de energía de la nave. —Vaya, yo creía que el motor iba atrás—dijo Antúnez. —El motor va atrás—intervino Necuñir—, ese es un dispositivo energético mejorado. —¿Te acuerdas de unos artefactos de hace un par de siglos atrás llamados velas solares, que servían para captar fotones y generar energía para los incipientes viajes orbitales de la época?—preguntó la consejera. —Sí, eran como celdas fotovoltaicas blandas que se desplegaban para aumentar la superficie de generación de energía—dijo Antúnez, recordando las clases de historia del colegio—. El problema era que los acumuladores y convertidores eran muy rudimentarios, así que no daban mucha autonomía que digamos, y además servían sólo estando cerca de alguna estrella. —Muy bien hijo, así da gusto programar misiones—dijo Tranolao—. Bueno, lo que está dentro de la nariz de la nave es una gran innovación:

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esa es una vela partículo-motriz, capaz de captar cualquier partícula física o energética y transformarla en energía eléctrica. Además, los micronanobots se encargaron de hacer nuevos acumuladores, convertidores y distribuidores, que sacan todo el potencial energético del combustible que sea, y permiten almacenar hasta el último fotón en forma de miliwatt, y así no perder nada de lo que llegue a sus microceldas optimizadas. Antúnez estaba maravillado, el vehículo espacial estaba perfectamente diseñado, sin dejar ningún detalle de lado, y probablemente en un breve plazo estaría funcional. Nuevamente su ensimismamiento lo desconectó de sus interlocutores, y otra vez la consejera lo devolvió a la realidad. —Otra vez se puso a soñar, hijo. —Disculpe señora consejera, estaba tratando de asimilar todo lo que hace la nave—dijo Antúnez. —Lo que les he contado hasta ahora no es nada, cuando la aborde no creerá lo que sus ojos verán—respondió Tranolao—. Bueno, ya vimos el cómo, ahora conversemos un rato del por dónde.

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VIII

La pantalla holográfica del escritorio de la Consejera Ramona Tranolao permitía proyectar cualquier imagen en cualquier lugar del espacio dentro de la oficina, transformando su computador en una herramienta casi ilimitada. Además, el uso del doble sistema de proyección, con y sin lentes, daba la posibilidad a que dos equipos trabajaran en simultáneo dos proyectos distintos, al mismo tiempo y en el mismo espacio físico. Pero en esas circunstancias primaba la reserva, por tanto los únicos tres humanos en el lugar eran ellos, y tal como en la oficina de Necuñir, los robots de seguridad estaban desactivados para que no quedara ningún registro que pudiera ser robado en algún momento, haciendo peligrar la misión. El somero examen de la nave había concluido, por lo que la consejera achicó su imagen, para poder dar espacio a la imagen ampliada de un agujero negro. —Esta es la entrada al agujero negro que descubrió por accidente la sonda OMAE IX, circulando por el borde de nuestra Vía Láctea—dijo Tranolao—. A diferencia de otros agujeros negros, éste gira en torno al límite de la galaxia, en contra de su eje de rotación, por lo cual su velocidad relativa de traslación es casi el doble de la esperable; ello hace algo complicado el poder entrar en él de modo seguro, pues su fuerza gravitacional es demasiado elevada. Si se ha de usar para viajar, hay que entrar por el centro y mantenerse en él permanentemente; el alejarse de dicho centro implica la destrucción casi instantánea de lo que sea que pase por su interior. —Es por ello que la nave debe ser piloteada por un robot y no por un humano—agregó Necuñir—, de ese modo las computadoras se pueden comunicar a una velocidad altísima, evitando perder milésimas de segundos vitales en el procesamiento de los datos de navegación. —O sea que mi vida depende de qué tan bien programado quede Tarro—dijo casi con desdén Antúnez—. ¿Y cuánto tiempo demora el viaje? —Ehh…—empezó a decir Necuñir, con cara de complicado. —Mira hijo, tiempo es la peor palabra a la que te puedes referir cuando te metes a uno de estos eventos gravitacionales como los agujeros negros—dijo Tranolao, muy seria—. Te podría contar por ejemplo que entre que desapareció el rastro de OMAE IX hasta que se comunicó con nosotros nuevamente, pasaron dos meses. —Pero ese es el tiempo medido del lado de acá, lejos del campo gravitacional y de la física interna del agujero negro—dijo Necuñir, con la misma mueca—. Esos dos meses pueden haber sido dos segundos, o dos años.

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—O sea que ni siquiera sé de qué edad saldré si me meto en el agujero negro—dijo Antúnez. —En general la física interna de estos eventos estelares es mucho mayor a la velocidad de la luz, hijo—dijo Tranolao—, así que esperamos que la sensación interna del viaje sea menor que la externa. El asunto es que la cantidad de años luz a recorrer es enorme hasta el límite del universo, son varios miles de millones por viajar para llegar a la salida del evento estelar. —Entonces cuando dice mucho mayor, debería ser miles de veces mayor, sino le habría tomado años a la sonda llegar a ese límite—dijo Antúnez, cada vez más preocupado por las características que podría implicar su misión. —Mira hijo, te voy a ser sincera—dijo Tranolao—, no tenemos idea de cómo funciona la física interna de los agujeros negros. Todo lo que sabemos es en base a explicaciones teóricas desarrolladas por los cerebros artificiales, y que muchas veces sólo ellos son capaces de entender. OMAE IX es el primer y único objeto creado por el ser humano que ha podido entrar y salir íntegro de un agujero negro. Aún no hemos sido capaces de extraer de su memoria toda la información que recabó en su recorrido, así es que la verdad es que estamos en la misma ignorancia que tú, al menos por ahora. Antúnez se quedó mirando en silencio la imagen de la entrada del agujero negro. La última frase de la consejera lo había dejado sin habla, y con demasiadas preguntas que tendrían eventualmente la misma respuesta: “no sabemos”. —Señora Consejera, con todo respeto, si no conocen la física interna del agujero negro, ¿cómo saben que esa nave funcionará dentro, y que esa vela partículo-motriz servirá para acumular energía y viajar a través de… eso?—preguntó el obrero, sin despegar su vista de la pantalla. —No lo sabemos hijo—dijo la consejera, cumpliendo la profecía silenciosa de Antúnez—. Esa vela y ese diseño están planificados para llevarte hasta el agujero negro, y te podrían servir a la salida. —Lo único planificado para el viaje interno es lo de las paredes elásticas y el aumento en la densidad del material—agregó Necuñir—. Todo el resto es en base a física teórica, y a las condiciones externas del evento. —De hecho esperamos que sea la propia fuerza gravitacional del agujero la que te transporte a través de él, y no requieras hacer nada especial más que dejarte llevar—dijo Tranolao, con una voz extrañamente cálida, para luego retomar su tono enérgico—. Pero bueno, no seamos tan pesimistas. Ven, veamos las comodidades del interior de la nave—dijo la mujer, achicando la proyección de la entrada del agujero negro, para inmediatamente agrandar unas gráficas con los diseños del interior de la nave.

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—La verdad… la verdad es que preferiría descansar un rato—dijo Antúnez, dejando a Necuñir y a Tranolao parados al lado del computador, mientras se acercaba a una de las puertas. Al llegar a ella el guardia robot se activó, y en vez de cortar su paso, lo dejó pasar hacia el sector del galpón, donde la gente seguía trabajando en sus estaciones, sin notar siquiera su presencia. Antúnez caminaba mirando el piso y el techo metálicos indistintamente, tratando de entender lo difícil del destino que le había tocado vivir. Para no interrumpir a nadie, empezó a caminar por el pasillo que quedaba entre el muro perimetral del galpón y los bordes de las estaciones de trabajo, el cual no tenía más de un par de metros de ancho. La gente que trabajaba en ese lugar parecía no saber mirar más allá de las proyecciones de cada una de sus pantallas holográficas, y cuando no lo hacían, dirigían sus miradas hacia el suelo. Si bien es cierto el grupo de trabajadores era bastante variopinto, había un común denominador en todos: la expresión de melancolía en sus rostros. Cada cual más o menos, todos parecían estar tristes de trabajar en ese sitio, como si hubieran llegado con enormes expectativas al lugar, y luego la realidad los hubiera aterrizado de golpe y porrazo. De pronto empezó a sentir que tal vez las historias de vida de quienes vivían gran parte del día en ese lugar podían ser tanto o más terribles que la suya, y que no por tener una familia secreta, un pasado complicado y un futuro incierto, merecía más lástima que el resto. Luego de tres o cuatro vueltas empatizando con las historias desconocidas de quienes hacían las veces de su entorno en esos momentos, Antúnez decidió volver a la oficina de la consejera Tranolao. —Hola hijo, ¿se siente mejor?—preguntó la mujer, nuevamente con voz acogedora—, me dejó algo preocupada su salida de hace un rato. —Es comprensible que tengas demasiadas dudas Antúnez, por eso estamos aquí, para ayudarte a aclararlas—dijo Necuñir. —No seas insensible hombre—dijo la consejera, mirando con reprobación a Necuñir—, el muchacho no está triste por las dudas técnicas de la misión, sino por lo incierto de todo lo que está por pasar. No son sus pensamientos sino sus emociones las que están actuando ahora. —Tiene razón, consejera Tranolao—dijo Antúnez, cabizbajo—, de hecho no sé si quiera seguir sabiendo detalles técnicos de la misión. Al fin y al cabo, será Tarro el encargado de llevarme y traerme a salvo. —En eso no puedo estar de acuerdo contigo, hijo—dijo la consejera, con el mismo tono de voz con que se había dirigido antes a Necuñir—. Los robots, androides, y cualquiera de los asistentes mecánicos y biomecánicos son eso, asistentes. Los humanos somos indispensables en toda misión, y debemos estar preocupados de saber en qué consiste

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cada paso a ejecutar, pues si en algún momento uno, varios o todos los asistentes no humanos fallan, tenemos que tomar las riendas del asunto para completar la misión, o al menos para salvar las vidas humanas, o por último para ponernos a resguardo en lugar seguro hasta que alguien o algo nos rescate. Por eso es que te tengo acá, porque debes salir de esta reunión sabiendo gran parte de lo que tu robot sabe, para tener las herramientas para completar tu tarea y volver sano y salvo, pese a que a tu robot le falle algo o quede inutilizado. —La tarea principal de Tarro es la navegación, pero si todo funciona bien, también podrías llegar a programar las computadoras del TIU para que te traigan de vuelta—agregó Necuñir—. No hay problema si no estás interesado en los detalles suntuarios de la nave, pero sí es importante que conversemos lo que te falta por saber del viaje que estás por emprender. —Por eso me gusta trabajar con Necuñir, siempre sabe qué decir—dijo Tranolao, sonriendo. —Está bien, si es necesario, sigamos con la teoría del viaje—dijo Antúnez resignado—. ¿Qué es lo que falta por saber? —La parte del viaje interuniversal a través del agujero de gusano—dijo Necuñir, mirando sin expresión la cara de ignorancia del joven obrero.

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IX

Joaquín Antúnez miraba la pantalla holográfica casi con desdén. Por algunos instantes su vista se enfocaba más allá de las imágenes que flotaban en el aire por sobre el computador; si en vez de una pared lisa hubiera habido una ventana, o al menos alguna ilustración, le hubiera sido imposible seguir intentando entender los términos a los que aludían Necuñir y la consejera Tranolao pues su concentración, después de tanta definición, parecía haberse quedado dormida, tal como él deseaba estar en ese instante. —¿Agujero de gusano? ¿Qué diablos es eso, no es otro agujero negro acaso?—preguntó Antúnez a quien le quisiera responder. —Esa es otra teoría física que fue confirmada gracias a los eventos relacionados con la sonda OMAE IX—respondió Necuñir—. Según la teoría, es algo así como un agujero negro con mayor fuerza gravitacional, y que es capaz de atravesar espacio y tiempo. —Y sería justamente esa interdimensionalidad lo que permitiría pasar el límite de nuestro universo hacia el vecino a través de esta teoría—agregó Tranolao. —¿Se dan cuenta de lo que están pidiéndome, acaso?—dijo Antúnez, casi sin mirar a sus interlocutores—. Me están pidiendo lisa y llanamente que viaje a través de dos teorías. Por lo menos algo de evidencia hay con el agujero negro, la dichosa sonda soportó el viaje… pero esa otra teoría, ni siquiera saben si existe como tal. —Los científicos han identificado desde hace siglos agujeros negros cuya fuerza gravitacional es miles de veces mayor que la de uno convencional—dijo Necuñir—, de ahí nació el fundamento para sustentar la teoría de los agujeros de gusano. —Fundamentos, teorías, fórmulas… necesito una foto, he visto fotos de agujeros negros, ¿tienen una de un agujero de gusano?—preguntó Antúnez. —No hijo, no hay fotografías de agujeros de gusano—dijo la consejera—, sólo hay imágenes indirectas y conjeturas. Tendrás que confiar en nuestros científicos. —¿Y qué dicen sus científicos respecto a los agujeros de gusano y este viaje?—preguntó Antúnez. —Nuestros científicos encontraron a una corta distancia de la salida del agujero negro una concentración gravitacional gigantesca, que casi escapa a nuestros aparatos de medición—dijo Necuñir. —¿Esa es la evidencia del agujero de gusano?—preguntó Antúnez.

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—No, esa es la evidencia de la cercanía del límite físico de nuestro universo—respondió Necuñir—. El agujero de gusano está al doble de la distancia del límite del universo, respecto de la salida del agujero negro. —¿Y qué evidencia indirecta tienen sus científicos para ubicar la entrada del agujero de gusano en donde dicen que está?—preguntó Antúnez. —En que en esa ubicación hay una concentración gravitacional que escapa con creces al límite máximo de nuestros instrumentos de medición—dijo la consejera Tranolao, nuevamente con su tono de voz más neutral—. Además, los instrumentos lograron identificar una suerte de proyección de la zona gravitacional no medible hacia parte de la medible, en una extensión de un diámetro mínimo de no más allá de mil kilómetros. —¿Qué quiere decir eso?—preguntó Antúnez, sin lograr imaginar lo que le estaban intentando explicar. —Significa que ese agujero de gusano se fusiona con el límite físico del universo y se proyecta a través de él por un túnel de apenas mil kilómetros de diámetro—respondió Necuñir. —¿Apenas mil kilómetros?—dijo algo extrañado Antúnez. —El radio de acción del campo gravitacional del agujero de gusano se calcula en varios miles de kilómetros—respondió la consejera—, y dicho radio de acción está calculado respecto de la pared del agujero y no del centro. —Parece que me perdí—dijo Antúnez. —Eso quiere decir que la pared como tal genera dicha atracción—intervino Necuñir—. O sea, para que un cuerpo quedara al centro del diámetro del agujero con gravedad cero, dicho diámetro debe ser el doble del radio de acción gravitacional de la pared del agujero de gusano. —Ah bien, entonces si la nave se coloca al centro del agujero de gusano, su fuerza gravitacional nos hará molidillo. Está bueno saberlo antes de partir—dijo irónico Antúnez. —La idea es aprovechar la nanotecnología de las paredes de la nave, y convertir toda esa fuerza gravitacional en energía para el resto del viaje—dijo Tranolao, aún seria—. Se supone que el porcentaje de elasticidad de la nave debería ser suficiente para soportar todas las fuerzas a las que se verá expuesta. —Ya veo—dijo Antúnez, mientras en su cabeza resonaban el “se supone” y el “debería”—. Bueno, creo que llegó la hora de que me cuenten la parte medular de la misión. —¿A qué se refiere, Antúnez?—preguntó casi con rudeza Necuñir. —A que hasta ahora hemos hablado de qué y del cómo. Creo que ya es hora que me cuenten qué quieren que haga en ese universo desde donde vino el micrometeorito de Rahet que impactó a Tarro—dijo Antúnez, decidido. —Falta mucho aún que analizar del viaje, y de las condiciones a las que te verás expuesto, hijo—dijo la consejera, nuevamente con su voz

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conciliadora—. Pero bueno, creo que es justo que veamos lo que te genera dudas en este momento, y luego de aclarar un poco esa parte, volveremos a lo que estamos conversando, ¿les parece?—terminó de decir Tranolao, para inmediatamente cerrar la pantalla desplegada con la nave y los agujeros, y abrir una especie de pizarra virtual en blanco. —¿La pantalla blanca es una indirecta para decirme que no saben nada acerca de lo que hay al otro lado del límite del universo?—preguntó Antúnez. —¿Sabes hijo? Te prefería inocente, la ironía es un arte que aún no has empezado a cultivar—dijo la consejera, mirando a Antúnez quien parecía abrumado con toda la información recibida—. La pantalla está en blanco porque no hay imágenes del otro lado, por tanto trabajaremos en base a bocetos, esquemas e idealizaciones digitales. —Lo que necesitamos es información fidedigna acerca de ese material—intervino Necuñir—. Si eso fue capaz de atravesar de un universo a otro, atravesar medio universo, e impactar en un objeto que orbitaba la Tierra, es tremendamente peligroso. Si más encima pensamos que fue un micrometeorito, no quiero ni pensar en el daño que podría ocasionar una piedra del tamaño de una pelota de tenis, o quizás más grande. —A mi hay algo que me extraña mucho más aún—dijo Antúnez, mientras parecía mirar fijamente el holograma en blanco alrededor del cual estaban conversando. —¿Qué cosa?—dijo la consejera Tranolao, nuevamente con voz seca. —Si ese material fue capaz de traspasar los límites del universo intacto, y luego viajó a través de nuestro universo sin sufrir alteraciones, ¿cómo es que el material interno del robot fue capaz de detener al micrometeorito, si su cubierta externa no lo logró?—preguntó Antúnez—. No comprendo un material capaz de traspasar fuerzas gravitacionales inconmensurables, distancias irracionales, y una lámina de acero tratado y reforzado para soportar las inclemencias del vacío interestelar, y que es detenido por una placa plástica con microcircuitos y procesadores cuánticos. —¿Tienes alguna certeza del tamaño, forma, consistencia o características de ese objeto al empezar su viaje, hijo?—preguntó Tranolao—. ¿Sabes si era un micrometeorito, o un asteroide del otro lado del límite del universo? ¿Sabes si no se fue achicando en su viaje por nuestro universo? ¿Tienes certeza que no haya chocado con uno, o con decenas de millones de cuerpos en su viaje dentro de nuestra galaxia? Porque para serte sincera, yo no sé nada de eso, y no se me ocurriría pensar nada acerca de un objeto que no conozco—agregó la consejera en tono irónico. —Independiente de cuánto haya medido y por cuántas vicisitudes haya pasado, al menos una partícula de ese material fue capaz de traspasar el blindaje estelar de un robot e incapaz de pasar a través de una placa de circuitos—dijo Antúnez—. Espero que esta cosa tenga una física propia

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distinta de la nuestra, porque si no es así, no se me ocurre qué explicaría esa conducta extraña. —¿Con qué cara despotricas contra nuestra ignorancia acerca de las condiciones extra universales, y nos exiges pruebas acerca de la física del viaje, cuando ahora estás elucubrando teorías sin sustento acerca del micrometeorito?—dijo Necuñir, bastante alterado. —Con la cara del huevón que eligieron para ir metido dentro de esa nave con forma de avión viejo que tiene que meterse a un agujero negro primero, y a un agujero de gusano luego, mientras ustedes calientan sus culos contra una silla que cuesta más que mi sueldo mensual—respondió Antúnez, poniéndose de pie y con mirada desafiante. —¿Qué chucha te has creído, winca de mierda?—dijo Necuñir, poniéndose también de pie y parándose a un par de centímetros de la cara de Antúnez con expresión de odio, casi como deseando que la provocación siguiera para golpear al obrero insolente. —Necuñir, siéntate—ordenó Tranolao—, el chico tiene razón al fin y al cabo. Él va a viajar en el TIU, no tú ni yo. Y si tú estuvieras en su posición, ya te hubieras ido a las manos contigo mismo—dijo la consejera, para luego voltear hacia Antúnez—. Mira hijo… tú no tienes un pelo de tonto. Sabes que si estoy metida en esto es porque reviste importancia real, tú sabes que los consejeros tenemos apenas un poquito menos poder que los miembros del congreso, y que si nos piden intervenir en un tema es porque tiene reserva de seguridad, ya sea por factores políticos, sociales, o de cualquier índole. Para nosotros sería una propaganda política espectacular todo lo que rodea este descubrimiento y este viaje, pero lo más seguro es que jamás se sepa nada de esto, y que Necuñir, tú y yo sigamos siendo los desconocidos de siempre. Lo único cierto a lo que me puedo comprometer en esta misión, es a conseguirte una pensión vitalicia a tu regreso equivalente al doble de tu sueldo, y que ello no impida que puedas seguir trabajando, si deseas tener un mejor pasar. Ahora dejo todo en tus manos, si quieres podemos seguir revisando teorías acerca de tu viaje, o te llevo donde el encargado de aeronáutica de la Oficina de Asuntos Interestelares a cargo de la misión, para que conversen de aspectos prácticos del vuelo, y dejamos todo en manos de tu unidad Tarro. Joaquín Antúnez quedó de una pieza. Por fin la consejera Tranolao había terminado con el discurso y le había dicho las cosas por su nombre. Necuñir se había sentado, algo más calmado, y ambos personeros de gobierno esperaban la respuesta de Antúnez. —Veamos lo del vuelo, y dejémosle a Tarro las fórmulas.

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—¿Este es? Cada día me mandan gente más enclenque para estas misiones—dijo con voz potente y rasposa un hombre de uniforme militar, que sobrepasaba por alto y ancho a todos sus interlocutores, y al resto de soldados que había en esos momentos en el cuartel—. Más encima tampoco es mapuche—agregó con evidente desagrado. —Sargento Painemal, preséntese por favor, y recuerde que está en presencia de la consejera Tranolao—dijo Necuñir con seriedad. —Sargento Primero Gamadiel Painemal, instructor jefe de Comandos Espaciales de las Fuerzas Armadas Mapuche, y sargento instructor de la Brigada Lautaro, señora—dijo el militar, cuadrándose frente a la consejera. —Buenos días sargento Painemal—dijo la mujer con voz fría—. Sargento, él es Joaquín Antúnez, agente destinado a una misión interestelar reservada. Necesito que lo familiarice con los aspectos prácticos del vuelo del prototipo TIU EUM-1—dijo la consejera, para luego dirigirse a Antúnez—. Hijo, lo dejo en manos del sargento. En cuanto se desocupe avísele al robot centinela que los acompañará, para que lo reúna con nosotros y terminemos de conversar de su misión. Nos vemos en un rato. —¿Tienes alguna experiencia de vuelo, Antúnez?—preguntó de inmediato Painemal, sin siquiera esperar la salida de Necuñir y Tranolao. —Sólo vuelos orbitales señor, nunca he ido más allá—respondió algo intimidado Antúnez. —O sea que hay que partir de cero—dijo casi entre dientes Painemal. —Si le sirve de algo, llevo algún tiempo trabajando en gravedad cero en las obras de la ampliación de la Estación Orbital Ofiuco VI—dijo Antúnez—. En ella trabajé con una unidad robot asistente EUM-6. —Bueno, algo es algo, por lo menos no nombraste al robot con su nombre personal al principio. Estoy cansado de los maricas y burócratas que tratan a esos trastes como si fueran personas—dijo Painemal—. ¿Y qué nombre le tuviste que poner para que no te molestaran? —Tarro—respondió a secas Antúnez. —Ya no me caes tan mal, Antúnez. Ven, vamos a ver el famoso TIU en que te van a enlatar. Antúnez debió apurar el paso para alcanzar las zancadas y el veloz paso de Painemal, quien parecía caminar solo por el amplio galpón en que se encontraban. A cada instante los soldados que se encontraban con él a su paso se detenían para cuadrarse y saludarlo marcialmente, a lo que el sargento parecía no dar mayor importancia. El obrero creía haber estado antes en ese lugar, pero no podía estar seguro por la cantidad de vueltas que dio el transporte que los llevó desde las oficinas hasta dicho sitio; lo

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único de lo que estaba seguro era que habían subido hasta la superficie, pues nuevamente pudo respirar algo de aire contaminado natural y no ese asqueroso aire reciclado y sanitizado que inyectaban en las construcciones en profundidad y en el espacio orbital. De pronto creyó divisar a lo lejos el transporte que lo había llevado desde Ofiuco VI a la superficie de la Tierra. —Por acá Antúnez—dijo Painemal girando a la derecha y parándose frente a una gran puerta de acero con lector retinal—. Pon atención. Como esta es una zona de alta seguridad, el lector retinal funciona como arma: si se coloca una retina desconocida o desautorizada, el lector reventará ese globo acular con una vibración de alta frecuencia, que inclusive podría hasta destrozar parcialmente los huesos de la órbita. Por otro lado, el temporizador está limitado a diez segundos, ocho de apertura y dos de cierre, por tanto la puerta se abrirá rápidamente y se cerrará de golpe; podrás imaginar el efecto de una puerta de acero de diez toneladas en un cuerpo humano a cincuenta kilómetros por hora. —¿Cómo se hace entonces?—preguntó algo asustado Antúnez. —Me pararé frente al lector, reconocerá mi retina y empezará la apertura—dijo Painemal—. Tú te pararás frente a la puerta y en cuanto sientas mi señal cruzarás lo más rápido posible para darme tiempo a mí, ¿quedó claro? —Sí señor—atinó a responder Antúnez. Painemal situó al obrero justo frente a la puerta, y se colocó ante al lector retinal. De pronto Antúnez escuchó cómo los enormes seguros de acero se soltaron, y en cuanto quiso mirar al sargento para reconocer su señal, recibió un enorme empujón que lo proyectó a través del espacio de la puerta, haciéndolo rodar un par de metros por el piso del interior del galpón; casi de inmediato vio a Painemal entrando al lugar y arrastrándolo con fuerzas otros dos metros al interior: justo en ese instante la puerta pareció salir disparada hacia su ubicación original, cerrándose de golpe los sellos. —Qué bien, hiciste caso a mi señal sin problemas, Antúnez—dijo el sargento, para levantar de un tirón al obrero e incorporarlo—. Bien, ahí está el dichoso TIU del que tanto hablan los politiqueros. Antúnez se quedó mirando fijamente el transporte. Tal y como había visto en el computador de la consejera, el aparato tenía una forma similar a un avión de guerra del siglo XXI, algo más estilizado, y con la extraña nariz con poleas encargada de sostener la vela que los ayudaría con la propulsión y la energía de su viaje. Su superficie, a diferencia de las naves normales que usaban vistosos colores, era de un color negro que parecía absorber toda la luminosidad que pudiera rebotar en sus paredes.

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Por detrás de la nave, y por debajo de la cola, se encontraba la puerta de acceso, en esos momentos cerrada. En ese instante Antúnez giró hacia Painemal, que estaba con su brazo izquierdo frente a sus ojos, mirando fijamente su reloj. —Listo—dijo el sargento. —¿Listo qué, sargento?—preguntó intrigado Antúnez. —Usaste los diez segundos—respondió Painemal. —Disculpe, no entiendo. —Cuando alguien sin entrenamiento ve algo nuevo, está diez segundos mirando embobado como estúpido, sin darse cuenta de lo que sucede en su entorno. Tomaste justo esos diez segundos para mirar la nave, así que ahora podemos ir a lo nuestro—dijo el sargento. —¿De qué material…? —A ver Antúnez, aclaremos algo de inmediato—interrumpió Painemal—. Yo soy un sargento instructor, nada menos pero tampoco más. Las preguntas de materiales, pinturas, computadores y esas huevadas se las haces a los políticos o a los científicos. Lo que haré será mostrarte la parte práctica de tu misión. Ven por acá—agregó el sargento, llevando al obrero a la puerta de acceso a la nave. —¿Esta es la única puerta de la nave?—preguntó Antúnez, esperando que esa fuera una pregunta práctica. —La única—dijo Painemal, para luego indicar una pequeña zona solevantada a un metro de altura en el marco de la puerta—. Este es el interruptor de entrada, se presiona con fuerza por un par de segundos por el lado, para que la puerta no te golpee. El sargento presionó el interruptor: pasados los dos segundos la puerta pareció resoplar, abriéndose en dos partes, una inferior que hacía las veces de rampa de acceso, y una superior que quedó como un pequeño techo. De inmediato apareció por el espacio de la puerta un interior muy iluminado, que contrastaba con la negrura de la superficie de la nave, en el que se podían ver al fondo un par de asientos justo por detrás de un amplio tablero retroiluminado, y una oscura pantalla negra, que no era más que el parabrisas de la nave. —Como ves la nave no tiene comodidades ni lujos, está apenas destinada a la misión para la que fue construida—dijo el sargento entrando a la nave, siendo seguido por Antúnez—. Si te das cuenta, antes de llegar a la silla del copiloto hay una compuerta en el piso, esa es la entrada a una litera para poder dormir los trayectos largos del viaje. Si te acostumbras, te puedes sentar con la mitad del cuerpo hacia fuera y usar el lugar como comedor. —¿Cómo funciona lo de la comida?—preguntó Antúnez, a sabiendas que la respuesta no le iba a gustar.

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—Con estos sobres de alimentación—dijo Painemal, sacando de una puerta rectangular de la pared un sobre metalizado sellado, el que entregó a Antúnez para que lo revisara. —Bastante pequeña para ser la ración de un día—comentó el obrero, lo que sacó una risa burlona de parte de Painemal—. ¿Qué pasa sargento, dije algo malo acaso? —Se nota que no estás familiarizado con la tecnología de supervivencia espacial—dijo Painemal—. Este sobre contiene toda la alimentación necesaria para un año entero para un hombre de peso y apetito normal. Cada sobre trae trescientas setenta láminas de dos mil calorías cada una. Se coloca en la lengua, se deja disolver algunos segundos, y listo. —¿Esas laminitas? Maldición—dijo Antúnez, mirando casi con asco los rectángulos de gelatina amarillo transparente que debería comer durante el viaje—. ¿Y cuántas bolsas de esas llevaré? —El cálculo indica una, pero debajo de la litera van dos más. Regalo de las fuerzas armadas—dijo el sargento, con cara de desagrado. —Esas bolsas no serán necesarias, los cálculos no fallan—dijo una voz conocida para Antúnez. —¿Tarro?—dijo el obrero, viendo aparecer desde la silla de mando de la nave a su refaccionado robot. —Hola Joaquín, estaba terminando mi programación conjunta con los procesadores de la nave. Está todo listo para que despeguemos cuando llegue el momento indicado—dijo el robot, mirando de reojo al sargento, quien de inmediato lo miró con desprecio. —Unidad Tarro, despeje la consola de mando, debo instruir al señor Antúnez respecto de detalles respecto de su misión—dijo Painemal. —Sargento, con todo respeto yo estoy mejor calificado que usted para hacer esa tarea; además, conozco hace mucho tiempo a Joaquín. —¡Centinela!—gritó el sargento, haciendo que en un segundo apareciera un robot de aspecto amenazador—. La unidad EUM-6 acaba de desobedecer una orden humana. La repetiré en su presencia, y si usted percibe un nuevo desacato, aplique a la unidad una descarga cuántica a sus procesadores—en cuanto Painemal calló, el robot centinela abrió una compuerta desde una de sus extremidades, dejando ver un pequeño tubo metálico que de inmediato quedó en dirección de Tarro. —Unidad Tarro, abandone la consola de mando y la nave TIU-EUM1 ahora—dijo el sargento mirando con odio al robot, el cual salió de inmediato del lugar, quedando escoltado por el centinela bajo la rampa de acceso. Painemal se ubicó de inmediato en el asiento que antes usara Tarro, e indicó a Antúnez que se sentara en el del copiloto. —Antes que todo asegúrate de quedar cómodo—dijo Painemal—. ¿Todo bien?

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—Sí sargento—dijo asustado Antúnez, luego de ver la bravata del militar contra Tarro. —¿Tus pies también está cómodos?—preguntó nuevamente el sargento—. Recuerda que el viaje puede tomar meses. —Sí, lo… espere, hay algo bajo mi pie izquierdo, algo solevantado—dijo Antúnez, casi con timidez. —Déjame ver—dijo Painemal agachándose y mirando bajo el pie de Antúnez—. Quedó suelto uno de los tornillos de soporte de la silla. Anda a la entrada de la litera tras la silla, en el compartimiento con una puerta de manilla amarilla debe haber alguna llave de dados, tráemela. Antúnez se paró de inmediato a revisar donde le habían indicado. La puerta de manilla amarilla resultó ser una especie de caja de herramientas, donde estaban todos los utensilios colgados y ordenados. Justo al medio había una especie de llave de dados, la cual llevó donde el sargento. —Ven acá para que aprendas cómo se hace, en una de esas te puede servir para este viaje, o para el futuro—dijo el sargento, tras lo cual Antúnez se arrodilló en el espacio que dejaba el voluminoso cuerpo del militar y la silla con el tornillo solevantado. —Estoy un poco incómodo, hay poco espacio acá—dijo Antúnez. —Quédate tal como estás, mueve el brazo como si estuvieras girando la llave y no digas nada—dijo Painemal, mirando hacia el panel de la nave—. Yo no confío en ningún robot que no pase por mi intervención, y menos en aquellos manipulados por políticos. Eso levantado no es un tornillo mal puesto, es un seguro de vida. Antúnez no entendía nada de lo que estaba pasando, pero no pensaba en preguntar para ser recriminado por el sargento, que también compartía con él el odio a los autómatas. —Si en algún momento el robot te traiciona, procura que se siente en el sitial del piloto y quédate en el del copiloto—continuó Painemal—. Una vez sentado, con el pie golpea lo que parece tornillo suelto en su eje, eso liberará una extensión—dijo el sargento mientras golpeaba con su mano el tornillo, el cual se extendió como una suerte de antena retráctil hasta unos cinco centímetros—. Luego, pisa con fuerza hacia abajo esa extensión, y cúbrete la cara, pues lo que hace es gatillar un explosivo bajo la silla principal, lo suficientemente potente como para lanzarla con ocupante y todo a través del techo. Con atmósfera, la silla recorre una distancia de cien metros, imagina lo que hace en el vacío.

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Painemal de inmediato empujó la extensión en su eje, hasta que volvió a quedar como un tornillo solevantado bajo la silla de piloto, para luego ponerse de pie e incorporar de un tirón a Antúnez. —¿Aprendiste cómo hacerlo?—bramó Painemal en voz alta mirando a Tarro. —Sí señor—respondió el obrero, agradeciendo con la mirada el extraño seguro que le había enseñado el sargento. Luego de recorrer el resto de la nave, para saber dónde y cómo ir al baño, cambiarse de ropa, inducir sueño prolongado para viajes de duración indeterminable, y aprender la ubicación de cada cosa almacenada dentro de la estructura, Painemal llevó a Antúnez a la rampa de entrada de la nave. —Bien Antúnez, te dejo acá. Si quieres hablar un poco con la unidad Tarro lo puedes hacer. Cuando termines, el robot centinela te escoltará donde la consejera Tranolao y el encargado Necuñir, para ultimar detalles. Ojalá te haya servido el tour—dijo Painemal, para luego apretar con fuerza la mano de Antúnez. —Muchas gracias por todo sargento—dijo Antúnez, aguantando el dolor de su mano—. Me fue de gran utilidad su ayuda, y tendré todo lo que me dijo en mente.

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XI

Antúnez miraba aún maravillado el exterior de la oscura nave que lo conduciría a otro universo. Le era casi imposible creer que esa nave, apenas del doble del tamaño de un transporte orbital, tuviera tantas capacidades como para cumplir la extraña misión que le habían asignado. Consciente que Tarro lo acompañaría en todo ese período indeterminado de tiempo, debería armarse de paciencia para sobrellevar su aburrida conversación. De pronto la voz de su acompañante interrumpió sus cavilaciones. —Joaquín, déjame decirte que me cayó bastante mal el sargento Painemal y sus amenazas. —Él se maneja con otros códigos, unos que ni tú ni yo conocemos—dijo Antúnez—. Además, está bien que alguien te ponga en tu lugar y te enseñe a dejar de cuestionar seres humanos. —¿Qué te dijo de la nave? —Los detalles para humanos: asientos, baños, ropa, litera, comodidades, música, esparcimiento—respondió el obrero, incómodo con la presencia del robot. —¿Algo más? —Sí, me enseñó cómo destruir un robot asistente preguntón y odioso con dos golpes. ¿Quieres que te muestre?—dijo Antúnez. —Por supuesto que no, confío en ti. —Y yo no confío ni confiaré jamás en ti—dijo Antúnez—. Lamentablemente estoy obligado a confiar en quienes te programaron como piloto de esta misión, espero que no haya habido ningún error. —No te preocupes Joaquín, la programación fue tan exhaustiva que incluyeron un nuevo procesador adjunto a los originales míos, para que se encargue exclusivamente del control de la nave. —¿Y para qué dejaron tus procesadores, para molestarme todo lo que dure el viaje?—preguntó Antúnez. —No, en ellos cargaron programas de interpretación de lenguajes desconocidos, por si nos encontramos con alguna civilización que no se comunique del modo en que lo hacemos nosotros. Además incorporaron un módulo de manejo de armas y de defensa ante ataques desconocidos. Si algo amenaza tu integridad, estoy preparado a defenderte ante todo evento. —Yo creí que tus procesadores eran capaces de hacer todo eso y más. Aún me complica lo del procesador anexo—comentó Antúnez. —Bueno, debe ser también por la integración con las computadoras de la nave. Para evitar navegación física, con timones, teclados, y todos esos aparatos que disminuyen la velocidad de reacción, el procesador anexo

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se conecta directamente con el tablero de la nave por medio de una extensión física, por tanto la navegación se hace con instrucciones de sistema a sistema. Obviamente se decidió usar una extensión física y no inalámbrica, para evitar riesgos de interferencias o bloqueos. —O sea que irás enchufado al tablero de la nave—dijo el obrero. —Si lo quieres decir de un modo simple, sí. —¿Y dentro de todo ya te dijeron cuándo despegamos?—preguntó Antúnez. —No, eso debes preguntárselo a los encargados de la misión. Creo que es hora que vuelvas con ellos, yo por mientras seguiré haciendo pruebas de sistema para asegurarnos un viaje seguro. —Está bien—dijo Antúnez, para luego voltear hacia el robot centinela, que estaba a un par de metros de ellos—. Centinela, necesito que me lleve donde la consejera Tranolao. —Sígame—dijo una anticuada voz metalizada salida de un pequeño parlante en la rígida estructura del centinela, para luego iniciar el trayecto hacia las oficinas ubicadas en las entrañas de la tierra. Los centinelas no fueron creados para agradar a los humanos, sino para obedecer instrucciones de modo irrestricto, según orden jerárquico, por tanto no eran agradables a la vista o a la audición, pero eran extremadamente precisos para cumplir lo que fuera que les encargaran. A los pocos minutos, Antúnez estaba en la puerta de la oficina de la consejera, listo a ultimar detalles. —Hijo, volviste—dijo Tranolao, con su amabilidad de casi siempre—. ¿Cómo te fue, qué te pareció el sargento Painemal? A mí me pareció un hombre tierno escondido en una coraza de severidad entrenada, ¿no crees? —Es un militar que hace el trabajo que le ordenan, del modo en que le enseñaron a hacerlo—respondió Antúnez, mirando de reojo a Necuñir, quien parecía no despegarse de la consejera. —¿Quedaste conforme con la visita a la nave y lo que él te mostró?—preguntó Necuñir. —Sí, me mostró todo lo práctico, comer, dormir, ir al baño, sobrevivir—respondió Antúnez. —Bueno, entonces podemos seguir con lo nuestro hijo—dijo la consejera, sonriendo. —En realidad no sé qué más podamos ver—dijo Antúnez—. En mi visita a la nave conversé con Tarro, mi EUM-6, y me dijo que le habían instalado un nuevo procesador para trabajar aparte los aspectos de navegación y procesos integrados con la nave. Si es así, lo que sea que me digan estará de más. —¿Cómo es eso de un procesador nuevo?—preguntó Tranolao con mueca de desagrado, y una voz de enojo más desagradable que de costumbre—. Necuñir, ¿sabes de qué está hablando Antúnez? Si

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elegimos ese EUM-6 es porque tiene las capacidades suficientes como para no necesitar intervenciones. —Mi jefatura me comunicó que el Departamento de Informática Extraorbital de la Oficina de Asuntos Estelares definió la necesidad de ampliar las capacidades del EUM-6, y de alojar toda la navegación en un procesador accesorio a los de la unidad—dijo Necuñir, algo incómodo—. Así la memoria interna de la unidad y sus procesadores principales tienen toda la información cargada a modo de respaldo, por si el procesador exclusivamente dedicado a ello llegara a fallar. Supuse que mi jefatura se lo había comunicado. —No, tu jefe no me comunicó nada, y ahora me debe una explicación.—dijo Tranolao, para luego dirigirse a Antúnez—. Hijo, entiendo que estés aburrido, pero es necesario que como mínimo aprendas a manejar el computador de la nave. Con eso tienes al menos asegurado tu regreso. —Está bien señora, aunque de verdad creo que de llegar a pasarle algo a Tarro, no me la podría con pilotear la nave de vuelta.—dijo Antúnez. —A lo que se refiere la consejera con aprender a manejar el computador, tiene que ver más que nada con tomar las decisiones acerca de las disyuntivas que la máquina pregunte—comentó Necuñir—. No tendrás que tomar un timón, sino simplemente responder a la nave cuando necesite una decisión respecto de dos alternativas similares. El viaje lo sigue haciendo el computador, tú solo manejas las alternativas. —¿O sea que en el computador de la nave está programado el viaje?—preguntó algo confundido Antúnez—. ¿Entonces por qué tanta preocupación por Tarro, hasta el extremo de ponerle otro procesador más? —Hijo, parece que aún no entiendes el tenor de este viaje—dijo la consejera con voz condescendiente—. Vas fuera de la frontera de este universo, es primera vez que se intenta siquiera algo así. Necesitamos todos los respaldos habidos y por haber. Además, la segunda misión de Tarro es grabar toda la información posible, para que tengamos datos para usar en el futuro a nuestro favor. —Cosmopolítica—agregó Necuñir. —Esta cosa me está gustando cada vez menos—dijo Antúnez, contrariado—. De hecho estoy empezando a pensar en mi elección para este viaje. —¿A qué te refieres?—se apresuró en preguntar Necuñir. —A que están mandando a alguien que no es de la etnia, a un tipo intrascendente, con un robot anticuado, en una nave experimental, en medio de una travesía guiada por teorías demostradas en un computador pero no en la vida real—respondió Antúnez. —¿Te sientes como conejillo de Indias, hijo?—preguntó la consejera. —No.—dijo Antúnez—, como carne de cañón de una guerra que no es mía. Desde que empezó esta locura ni siquiera se ha planteado la posibilidad que sea otro el que vaya, ni siquiera por deferencia me

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preguntaron si tenía algún impedimento ineludible. Definieron que tengo que ir, sin importar nada más. —Disculpa hijo, dame un minuto—dijo la consejera Tranolao mientras contestaba su teléfono. Antúnez parecía estar algo más tranquilo luego de empezar a hablar acerca de sus sentimientos acerca del viaje; la deshumanizada discusión tecnológica y científica lo tenía aburrido, y pese a saber que su sentir no cambiaría nada, al menos pensaba que una válvula se abría en su cabeza, dejando escapar en parte la ira acumulada. Del otro lado de la mesa, Necuñir lo miraba con evidente fastidio. —Después que dejemos a la consejera, vamos a tener una conversación de hombre a hombre, Antúnez—dijo Necuñir, poniéndose de pie. —Cuando quieras, Necuñir—respondió el obrero. —Hijo, ¿tienes familiares de quienes necesites despedirte?—preguntó Tranolao, luego de terminar su llamada. —¿Por qué, señora?—preguntó sorprendido Antúnez. —Acaba de llegar la orden presidencial. Despegas en media hora.

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XII

Joaquín Antúnez estaba en medio de una vorágine incontrolable de personas y robots. En cuanto subió a la superficie fue llevado por la gente a cargo del sargento Painemal para ser literalmente vestido de pies a cabeza en menos de un minuto, dejándolo envuelto en una ajustada tenida que parecía haberse adherido a su piel, luego de lo cual lo metieron dentro de un traje similar al que usó para su retorno al planeta, pero con más conectores, y de un material más grueso y liviano. Luego fue llevado a la bahía de despegue principal del Puerto Espacial Trentren Vilú, en donde ya se encontraba posicionado el TIU EUM-1 en el campo de control magnético de la bahía 0001. Dentro de todo lo que le habían dicho mientras lo subían a la superficie y lo vestían, recordaba haber escuchado que se utilizaría el sistema de control magnético de la bahía espacial como sistema de propulsión externo para dejar el TIU en órbita sin tener que gastar energía, y para poder probar en terreno la vela partículo-motriz. Pese a que la misión en que estaba tenía carácter reservado, y no sería publicitada ni informada a los medios, la cantidad de gente en el lugar era enorme, y casi asfixiante para su creciente necesidad de estar solo y en silencio. De todos modos, mientras más se acercaba a la nave, menos personas lo rodeaban, quedando el resto restringidos en discretos anillos de seguridad. Sin darse mucha cuenta llegó a un par de metros de la puerta de entrada posterior del TIU; en ese lugar estaban Alfonso Necuñir y la consejera Ramona Tranolao, ambos en actitud nerviosa y dispuestos a sermonear al obrero antes de iniciar su travesía. Parado en la puerta de la nave, con tenida de combate completa, boina, y vigilando en silencio la escena que se desarrollaba a metros de distancia, se encontraba el sargento Gamadiel Painemal. —Bueno hijo, llegó el momento—dijo la consejera—. Recuerda que estás representando a toda la humanidad en este viaje, así que trata de tomar las decisiones más prudentes posibles en todo orden de cosas. —Lo recordaré señora, no se preocupe—respondió Antúnez, abrazando a la mujer y dándole un suave beso en la mejilla. —Estaremos monitoreando permanentemente tu viaje, y haremos lo posible por que todo resulte bien—dijo Necuñir estrechando la mano de Antúnez. —Queda pendiente nuestra conversación, Necuñir—dijo con dureza Antúnez. Luego de la despedida formal con los personeros oficiales, Antúnez se dirigió donde Painemal, quien se cuadró ante el obrero para luego saludarlo de mano.

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—La unidad Tarro ya está instalada en el asiento del piloto. Sigue todas sus instrucciones de vuelo, escucha con cuidado todo lo que diga y deje de decir. Éxito soldado—dijo luego para abrazar con fuerza y efusividad al obrero, aprovechando para decirle al oído—. Recuerda el pedal bajo tu asiento. Ah, mi gente puso en tu ropa personal un arma magnética, es mucho mejor que cualquier arma de energía contra seres vivos y robots. No parece arma, y se recarga con el uso, que espero no tengas que darle. —Gracias mi sargento—respondió con sinceridad Antúnez, para ingresar a la nave y dirigirse a su asiento al lado de su odiado compañero de viaje. En cuanto Painemal abandonó la rampa la estructura se empezó a cerrar, quedando la nave levitando en el campo magnético de la bahía espacial 0001. Antúnez se sentó en su puesto, quedando al lado de Tarro. —Hola Joaquín. Está todo listo para el despegue. Por favor colócate el casco y conecta la manguera de soporte vital a la entrada posterior del casco. —Manguera en su lugar, monitor muestra funcionalidad del cien por ciento—respondió Antúnez—. ¿Cómo se supone que será en la práctica el despegue, Tarro? —El computador de la bahía de despegue generará un campo magnético dirigido de alta potencia que proyectará la nave hasta la estratosfera. Ahí desplegaremos la vela partículo-motriz, y en cuanto comprobemos que cumple su cometido, la cerraremos para iniciar viaje hacia la entrada proximal del agujero negro. La sensación de despegue será la habitual, no notarás la diferencia. Tarro hizo un último chequeo de todos los sistemas básicos antes de empezar con el viejo ritual del despegue. Pese a estar conectado directamente con el computador de la torre de control, y que a esa hora todos los vuelos estaban en espera, igual debía cumplir las formalidades que el caso ameritaba. —Torre de control, aquí nave TIU EUM-1, en espera en bahía 0001 de permiso para despegue. —TIU EUM-1, acá torre de control PETV-EUM. Si todos sus sistemas están listos, iniciaremos maniobras de impulso magnético. —Todos los sistemas en pleno funcionamiento, torre PETV-EUM. —Enterado TIU EUM-1, iniciando secuencia de despegue por impulso magnético. Antúnez sintió de inmediato que su cuerpo empezaba lentamente a apegarse con más fuerza al respaldo del asiento; sin embargo, y a

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diferencia de los despegues propulsados por motor, la presión fue casi imperceptible salvo por el efecto natural de la inercia, lo cual lo tranquilizó y le permitió relajarse, en espera de la salida más allá de la atmósfera terrestre. Antúnez veía con curiosidad la escena que vivía en ese instante. Su unidad EUM-6 estaba tiesa en el asiento, pero el rápido titilar del indicador de operaciones centrales le daba a entender que estaba ejecutando acciones en ese instante, y no había entrado en estado de hibernación. Según entendía, la bahía de despegue sólo proveía la energía para sacar la nave de la Tierra, y era Tarro quien guiaba el transporte. Así, luego del suave despegue horizontal y el vuelo por algunos kilómetros en un ángulo ascendente menor, Tarro verticalizó con tal suavidad el vehículo que su cuerpo casi no reconoció el cambio de posición, salvo por ver pasar las nubes perpendiculares al eje de la ventana. Luego de algunos segundos de vuelo las nubes desparecieron, dejando ver la tenue línea que separa la vida de la muerte: el término de la atmósfera y el inicio del interminable vacío. Tal y como se había llevado el breve viaje hasta ese momento, el salto más allá del límite de la estratosfera fue casi insensible dentro del vehículo para Antúnez, lo cual abría una luz de esperanza respecto de cómo sería el resto del trayecto hacia más allá de lo que el ser humano creía conocer o entender. Justo cuando su mente empezaba nuevamente a divagar acerca de lo que se vendría en su futuro inmediato, Tarro abrió la comunicación con la Tierra para seguir con el protocolo establecido. —Torre de control PETV-EUM, acá TIU EUM-1, salida de la atmósfera terrestre terminada. —TIU EUM-1, acá torre PETV-EUM, enterado. Inicie secuencia de prueba de vela según plan de vuelo—dijo la voz del controlador de la torre. —Inicio prueba de vela partículo-motriz. La nave horizontalizó suavemente su posición, quedando en paralelo a la superficie de la Tierra. Sin encender ningún propulsor, y siguiendo la inercia del impulso magnético inicial, Tarro hizo que la nave rotara sobre su propio eje, de modo tal que empezara literalmente a planear en el vacío en reversa. Orbitando al planeta en esa posición, de improviso la nariz de la nave empezó a separarse en ocho secciones simétricas, que daban la sensación de una flor abriendo sus pétalos a alta velocidad. De en medio de los ocho pétalos metálicos, una estructura que asemejaba una tela transparente enrollada salió de su interior y empezó a flotar lentamente, alejándose de la nave a la velocidad en que ésta orbitaba el planeta. De pronto se sintió una suave vibración en la nariz de la nave: Antúnez miró con atención, y vio cómo las estructuras con forma de polea en la extraña deformidad anterior de la nave empezaban a girar a gran

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velocidad, para detenerse del mismo modo en que habían empezado su movimiento. En ese instante, la ya lejana estructura que había salido de la nariz de la nave empezó a desplegarse, y a adquirir la forma de un viejo paracaídas rectangular, pero de dimensiones descomunales y semitransparente. Luego de algunos segundos, las poleas situadas a los lados de la nariz de la nave sujetaban una innumerable cantidad de hilos de microtúbulos de acero que en su otro extremo se distribuían en todo el contorno de la gran vela encargada de proveer de energía a la nave. En cuanto los pétalos metálicos de la nariz se volvieron a cerrar, Tarro reinició la comunicación. —Torre de control PETV EUM, acá TIU EUM-1. Despliegue de vela terminado, inicio prueba de carga de celda de energía. —Enterado TIU EUM, proceda. En ese instante uno de los sectores del tablero de instrumentos se iluminó, dejando ver una gran cantidad de barras de colores que iban del rojo al verde, salvo en uno de los extremos en que había una barra vacía. Luego de ello la vela pareció iluminarse tenuemente, como si se llenara de millones de hilos luminosos formando un patrón similar al de una telaraña, desplegado en toda la superficie de la estructura; un par de segundos después, los hilos que unían la vela a la nave empezaron a iluminarse rápidamente, para de inmediato empezar a hacer que la barra de energía vacía adquiriera primero las pilas verdes, y luego se llenara hasta el tope, de color rojo. En no más de veinte segundos, el indicador de la celda estaba lleno. —Torre de control, prueba finalizada en veinte segundos. —Enterado TIU EUM. Proceda con ajustes de software para incremento de velocidad. Una vez terminado guarde la vela partículo-motriz, y espere instrucciones de encendido de sistemas. —¿Incremento de velocidad?—preguntó Antúnez extrañado—. ¿A qué se refiere con incremento de velocidad? —A que la carga de la celda debería haber tomado dos segundos, no más—respondió Tarro—. La torre determinó que una secuencia del software enlenteció la carga de la batería —Yo creía que veinte segundos era rápido—dijo Antúnez. —Dada la cercanía al sol es demasiado lenta. En los confines del universo, y alejados de cualquier estrella o fuente de energía, la carga podría tomar horas en vez de minutos. —¿Y podrás ajustar el software?—preguntó Antúnez, pensando en la posibilidad de tener que volver a la Tierra. —Ya lo hice. Ahora falta descargar la celda, probar una nueva carga, y seguir con el ciclo de encendido de sistemas.

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Casi al instante de terminar el breve diálogo, el indicador de carga de la celda bajó a cero; luego de ello, y en cuanto se volvió a iluminar la vela, en dos segundos el indicador se llenó de nuevo, quedando la nave en silencio mientras Antúnez no acababa de salir de la sorpresa. —Torre de control, prueba finalizada en un segundo y ochocientas cuarenta y tres milésimas. —Enterado TIU EUM. Mantenga—dijo la voz del controlador. —O sea que de verdad esta cosa carga rápido—dijo Antúnez. —Si Joaquín, esa es la velocidad de carga esperada. Ahora que estamos con la prueba terminada y todas las celdas de energía al máximo, guardaré la vela y esperaremos a que la torre nos dé el resto de las instrucciones. —¿Guardarás la vela?—preguntó Antúnez—. Yo creí que estaba hecha para volar con ella… tal vez no entiendo bien toda esta historia. —La entiendes bastante bien, Joaquín. En estos instantes, con todas las celdas con carga máxima, no es necesario tener desplegada la vela, pues inclusive nos podría dificultar un poco el viaje. Pero cuando estemos sin carga, aparte de usarla para recargar las celdas de energía, su característica de ser capaz de captar partículas dispersas en el vacío, le permite usar la energía cinética de dichas partículas no sólo para generar más energía para las celdas, sino también para desplazar la nave. Ese desplazamiento, en ausencia de atmósfera, puede significar varios miles de kilómetros de movimiento gratuito. En ese sentido, la vela partículo-motriz actuará como las velas de los veleros terrestres, que usan la energía cinética del viento. —O sea que de verdad que usaron todas las novedades de la tecnología para mejorar esta nave y facilitar el viaje—dijo Antúnez. —Más que eso Joaquín, de hecho se inventaron muchas cosas nuevas para que la misión resulte sin contratiempos. Tenemos todo lo necesario, ahora nos queda hacer bien nuestro trabajo. —Atento TIU EUM-1 aquí torre de control PETV EUM, inicie sistemas—interrumpió la monótona voz de torre de control. —Iniciando sistemas—respondió Tarro, luego de lo cual todos los tableros e indicadores de cabina se encendieron simultáneamente—. Sistemas listos. Tiempo de inicio: novecientas milésimas de segundo. —Enterado TIU EUM-1. Autorizado para inicio de misión. Suerte—dijo con la misma frialdad de siempre el controlador de la torre. —Enterado torre PETV EUM. Antúnez quedó algo descolocado, luego de toda la parafernalia para preparar esa extraña misión de investigación, ni Tranolao ni Necuñir dieron algún discurso por el intercomunicador, ni enviaron loas ni parabienes. De pronto, y sin mediar aviso alguno, un leve temblor dio cuenta del encendido de los propulsores y el inicio de la misión.

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XIII

Joaquín Antúnez miraba en el monitor frente a su tablero cómo la nave en pocos minutos había salido de los confines del sistema solar. Por las escotillas sólo se veía la misma impenetrable oscuridad que lo rodeaba cuando estaba trabajando en la estación Ofiuco VI, interrumpida a cada rato por innumerables puntos luminosos más o menos brillantes, que de inmediato se transformaban primero en trazos y luego en reflejos en el campo visual de la nave. La velocidad del transporte era tal, que no había posibilidad de identificar a simple vista alguna de las características de los planetas del Sistema Solar. —Joaquín, ya puedes soltar el cinturón y sacarte el casco, el sistema de soporte vital está cien por ciento funcional y ya salimos del sistema solar, así que la navegación será mucho más fácil. Las palabras de Tarro lo sacaron por un momento de su concentración. Por algunos minutos había estado mirando por uno de los monitores traseros de la nave, y vio que el Sol, la estrella que mantiene la vida en la Tierra, ahora se divisaba apenas algo más grande que Mercurio desde la superficie del planeta. Recién en ese instante su cerebro empezó a entender en parte la inmensidad del universo, y por fin pudo sentir el miedo necesario para dimensionar el carácter experimental y hasta casi suicida de la misión en que lo habían metido. —¿A qué velocidad vamos?—se atrevió a preguntar. —Estamos en un rango algo por debajo de la velocidad de la luz Joaquín. Dada la alta densidad de meteoritos, cinturones de asteroides y naves interplanetarias, no podemos viajar a velocidades elevadas dentro de un sistema planetario como el nuestro. Ahora que ya estamos en espacio abierto, es más fácil sacarle partido a la nave y acercarnos a la brevedad al agujero negro para empezar la verdadera travesía. —¿A qué velocidad se supone que llegaremos?—preguntó Antúnez. —Hasta ahora hemos viajado casi a la velocidad de la luz. Por un asunto de estructura física de la nave estuvimos algunos metros por segundo bajo la velocidad tope para no correr el riesgo de hacer un salto temporal y perjudicar la misión, ni tampoco exponer a la nave a averías antes de acercarnos al agujero negro. Debemos llegar con todos los sistemas perfectos a enfrentar la anomalía gravitacional, si es que no queremos terminar formando parte del polvo espacial sin darnos cuenta. Ahora que ya pasamos la zona de los planetas enanos, y oficialmente abandonamos la zona de restricción legal según los tratados galácticos, haré los

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cálculos de velocidad para que el viaje de veinte mil años luz no tome esos veinte mil años. —¿Y eso es posible de hacer?—preguntó Antúnez, sorprendido. —Parece que no—dijo Tarro algunos segundos después.. —Pero si acabas de decir que harías cálculos…—balbuceó Antúnez. —Ya los hice, y desde esta ubicación es casi imposible lograr la aceleración adecuada para que el viaje tome menos de seis meses. —¿Eso significa que volveremos a la Tierra?—preguntó Antúnez, casi esperanzado. —Existe una alternativa bastante buena, pero debo dejarla a tu criterio. —¿En qué consiste esa alternativa?—preguntó el obrero. —Hay un agujero negro pequeño a algunas horas luz de acá. La salida de ese agujero está a algunos días luz de la entrada del agujero al que vamos. Si me autorizas, podemos irnos por ese agujero, lo que además nos permitirá poner a prueba las capacidades de la nave, y hasta hacer ajustes antes de entrar al agujero negro mayor. Antúnez quedó perplejo. Tarro había puesto en sus manos la decisión más importante y compleja de la misión, al menos hasta ese instante, y no sabía si tenía las herramientas como para decidir del mejor modo aquella disyuntiva. —¿Por qué dejas que yo tome la decisión?—preguntó derechamente Antúnez. —Mi trabajo es llevarte y traerte sano y salvo, el tuyo es recabar toda la información disponible acerca del rahet. El tiempo que tomes en ello para mi es intrascendente, así que la decisión que modifica los plazos de esta misión está en tus manos. —¿Y no podemos preguntar a la base en la Tierra, para que Necuñir, Tranolao o quien sea tome esta decisión? Yo no soy experto en estos temas, y preferiría que quienes saben más de esto nos guíen—dijo Antúnez. —A la distancia que estamos de la Tierra, la comunicación podría tardar horas Joaquín. Si prefieres esperar a que me comunique y nos respondan, no hay problema. —Está bien, supongo que si más adelante debemos pasar por un agujero negro enorme nos servirá hacer el ensayo en uno pequeño primero—dijo Antúnez—. Creo que debemos seguir el camino alternativo. —Correcto Joaquín, fijaré coordenadas entonces para llegar a la entrada de ese agujero negro. A velocidad luz estaremos ahí en cinco horas y cuarenta y tres minutos más. Te avisaré cuando estemos listos para iniciar travesía, y así dispongas de esas cinco horas para descansar, comer, o lo que prefieras.

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Antúnez estaba algo confundido. ¿Cómo era posible que el equipo encargado de la planificación de la misión en la Tierra se hubiera olvidado del asunto de los tiempos de la misión, y de los problemas de comunicación? La situación era demasiado extraña, estaban a las afueras del sistema solar, sin posibilidades de interactuar con la base en la Tierra con la inmediatez necesaria, con un sistema de comunicaciones más lento que el de desplazamiento, y con una decisión trascendente de por medio. Justo cuando se vinieron a su mente las aprensiones del sargento Painemal, Tarro interrumpió sus cavilaciones. —Joaquín, está todo listo. Necesito que nos sentemos en la cabina para el salto a velocidad luz; después de eso tienes cinco horas y cuarenta minutos para lo que desees. —¿No dijiste hace rato que eran cinco horas y cuarenta y tres minutos?—preguntó sospechoso Antúnez. —Ese es el tiempo exacto. Los tres minutos son para que vuelvas a sentarte a la cabina para desacelerar la nave. Vamos, está todo listo para el salto de velocidad. Antúnez y Tarro se instalaron en sus respectivos puestos. Antúnez tenía algunas nociones acerca de lo que sentía al hacer el salto de velocidad, pero ninguna certeza. Lo único claro es que no sería como el despegue desde la Tierra, pues en esa ocasión la aceleración provocada por el campo magnético fue gradual y muy suave: el solo nombre “salto de velocidad” implicaba un cambio violento que probablemente no lo dejaría indiferente. Sin tocar nada en el tablero, Tarro empezó a activar una serie de medidores y monitores en el sistema, para lanzar la nave en su loca carrera hacia el agujero negro pequeño. Sin mediar ningún ruido, los indicadores de los propulsores y de los generadores de energía arrojaron en los monitores las cifras adecuadas para iniciar el viaje. —Estamos listos Joaquín. Por seguridad ponte casco y sistema vital por favor. —¿Es imprescindible?—preguntó Antúnez, algo desconfiado. —No, no lo es pero es recomendable. ¿Deseas viajar sin sistema vital? —No, déjame colocarme el casco y conectarlo—dijo Antúnez—. Listo Tarro, sistema vital conectado y funcionando. —Gracias Joaquín. Por favor, apoya con fuerza tu espalda contra el respaldo del asiento. Salto de velocidad en 3, 2, 1… En ese momento los indicadores mostraron el paso de cero a velocidad luz en menos de diez segundos, dejando a Antúnez aplastado por un par de esos segundos contra su silla. Por los visores de la nave se dejaba ver una extraña danza de colores y tonalidades cercanas al negro,

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interrumpidas durante breves fracciones de segundo por destellos luminosos efímeros y sin ningún patrón que no fuera el azar. —Terminamos Joaquín, ya puedes desconectar el sistema vital y sacarte el casco. Tienes cinco horas y cuarenta minutos para ti. Antúnez se quedó sentado en el mismo asiento del copiloto, tratando de ver a través de las escotillas a la galaxia pasar raudamente ante sus ojos. En innumerables oportunidades había escuchado hablar acerca de lo que se sentía viajar a la velocidad de la luz, y los reportajes y documentales al respecto aún abundaban en los medios de comunicación; sin embargo, el estar ahí era algo totalmente diferente. El salto de velocidad había significado una decepción total, pues salvo la sensación de ser empujado con fuerza contra el asiento durante los diez segundos del proceso, no había sentido ni visto nada especial; pero la imagen que aparecía ante sus ojos por las escotillas era espectacular. Era extraño para él ver una suerte de gama de tonos alrededor del color negro, dispuesto como un juego de nubes moviéndose erráticamente en el vacío, como si alguien las estuviera moviendo en un gran caleidoscopio universal, en el que se dejaban ver de vez en cuando reflejos de luz que no alcanzaban para encandilarlo, pero sí para ilusionarlo con un cambio en el casi deprimente patrón visual. Luego de más de media hora mirando la monotonía del viaje, Antúnez se paró, abrió la portezuela ubicada por detrás del asiento, y se metió en la sorprendentemente cómoda litera ubicada en ese lugar, para seguir viendo el espacio sideral, esta vez animado por el subconsciente en sus sueños. —Joaquín, despierta por favor, quedan cinco minutos para desacelerar y necesito que te sientes en la cabina para hacer el proceso más seguro. —Gracias Tarro, voy en seguida—respondió Antúnez, maldiciendo en su mente al robot que lo había sacado del hermoso universo que su cerebro había armado con todo lo que le había sucedido hasta ese instante. Sin darle más vueltas al asunto salió de la litera, cerró la portezuela, y de inmediato se instaló en su asiento, con el casco a mano por si necesitaba nuevamente conectarse al sistema vital. —Joaquín, en este caso la inercia funcionará al revés, así que necesito que te pongas el cinturón del asiento, para evitar que te golpees contra el tablero. —Listo, cinturón en su lugar—dijo Antúnez, con las cuatro puntas del cinturón confluyendo en el seguro al centro de su tórax—. ¿Debo ponerme casco y sistema vital? —Sólo el casco, más que nada para prevenir accidentes—dijo Tarro; en cuanto Antúnez terminó de colocárselo y fijarlo, el robot prosiguió con su tarea—. Desaceleración en 3, 2, 1…

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En cuanto terminó la cuenta regresiva, el cuerpo de Antúnez salió proyectado hacia el tablero, siendo retenido por el cinturón del asiento por los mismos diez segundos que duró el salto de velocidad inicial, volviendo bruscamente a su lugar al detenerse por completo la nave. Nuevamente volvió a las escotillas el negro profundo del cielo, y los innumerables puntos luminosos distribuidos por doquier, en partes a solas, en partes agrupadas en verdaderas nubes. Luego de adecuar su vista a la normalidad de siempre, pudo darse cuenta que las estrellas que era capaz de ver no eran las mismas que veía cuando estaba trabajando en la estación orbital Ofiuco VI, en el vacío. Ahora tenía la certeza de no estar en el mismo sitio que de costumbre. —Bueno, ¿dónde se supone que estamos?—preguntó Antúnez. —A cinco horas y cuarenta y tres minutos luz del límite del sistema solar, y a algo así como cinco minutos de distancia de la entrada del agujero negro que nos dejará en el límite de la Vía Láctea. —¿A cinco minutos a la velocidad de la luz?—preguntó Antúnez. —No, la velocidad debe ser bastante menor, la entrada al agujero negro debe ser perfecta. Si lo hacemos muy rápido y no entramos exactamente por el centro, su fuerza gravitacional desintegraría la nave y a nosotros. —Pero si estuviera a cinco minutos de distancia a una velocidad baja, podría divisarse a simple vista—dijo Antúnez. —Mira por la escotilla posterior derecha, cuadrante superior derecho. Antúnez se dirigió a la escotilla, miró hacia el cuadrante indicado por Tarro, y vio la imagen más espantosa que hubiera podido soñar en su compleja existencia.

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XIV

Tarro empezó a enderezar la nave, para ponerla en ruta hacia el centro de la entrada del agujero negro local. Luego de ello empezaría con los cálculos de velocidad, trayectoria y energía para iniciar la travesía de modo adecuado y seguro, mientras se dedicaba a responder la andanada de preguntas que en cualquier instante empezaría a hacer Joaquín Antúnez. —¿Cómo mierda puede existir algo así?—preguntó de inmediato Antúnez—. Yo creí que el vacío era la negrura máxima, pero esa cosa es más oscura que la oscuridad. Es… es espantoso. —Es física. La fuerza gravitacional del agujero negro es tal, que es capaz de atraer las partículas que conforman la luz y transportarla hacia el otro extremo del agujero. Por eso se dice en lenguaje coloquial que el agujero negro es capaz de absorber la luz. —¿Eso mismo es lo que hará con nosotros, absorbernos de un lado y soltarnos del otro?—preguntó asustado Antúnez, a sabiendas de la respuesta. —De hecho es lo que hizo la sonda OMAE IX a través del agujero negro mayor, para llegar al límite del universo conocido. —¿Y estás seguro que si pasamos por el centro exacto de la entrada del agujero negro no tendremos problemas?—preguntó Antúnez. —No debemos pasar por el centro de la entrada del agujero Joaquín, debemos hacer todo el trayecto por el centro exacto del agujero negro, si queremos viajar rápido y llegar enteros a nuestro destino. —Maldición—dijo Antúnez, notoriamente nervioso—, si ni siquiera se ve el límite de esa cosa, sólo se ve una oscuridad indescriptible rodeada de oscuridad normal. —No te preocupes por los límites Joaquín, la nave tiene los sensores adecuados para determinar el límite gravitacional y electromagnético del agujero negro. Además, el hecho de estar conectado a la nave facilita los procesos de interacción, navegación y cálculos necesarios para un paso seguro. —Y el procesador accesorio que te colocaron—comentó Antúnez. —¿Cuál procesador? Ah cierto, el procesador accesorio. —¿Cuánto falta para la entrada al agujero negro?—preguntó Antúnez. —Luego de llegar a distancia segura, repetiré todos los cálculos. Después desplegaremos la vela para cargar las celdas al máximo y usarla para transporte, e iniciaremos trayecto. Creo que en ocho minutos estará todo dispuesto para partir. —Bien, voy al baño y vuelvo de inmediato—dijo Antúnez.

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El obrero se dirigió raudo al estrecho baño. Luego de cerrar por dentro, empezó a sacarse el traje externo, para poder revisar la vestimenta interna y dejar a mano el arma que escondió Painemal: cuando Tarro pareció desconocer la presencia del procesador anexo, Antúnez entendió que algo en la historia no cuadraba, y necesitaba estar seguro de salvarse de lo que pudiera acontecer. Después de un par de minutos, encontró una tarjeta de seis centímetros de largo por cuatro de ancho y un milímetro de espesor justo al centro de su abdomen, en un bolsillo interno del traje rodeado de un acolchado especial que lo hacía imperceptible por sobre la ropa. Luego de darse cuenta que el bolsillo tenía un acceso por fuera de la ropa, y que además dicho acceso se correspondía con un fondo falso de uno de los bolsillos del traje externo, decidió dejarlo en su lugar para que siguiera pasando desapercibido, no sin antes palpar el artefacto con cuidado hasta encontrar el botón disparador, que era apenas una pequeña zona solevantada en una de sus caras, y cerca de uno de sus bordes. Justo al salir estaba Tarro esperándolo a la salida del baño. —Joaquín, estamos listos, la nave está en posición estable y segura, listo para la entrada al agujero negro. Quise llamarte antes para que lo veas un rato antes de proceder. Creo que la escena te llamará la atención. Antúnez caminó detrás de Tarro hasta la cabina. Al mirar por el parabrisas principal, casi quedó paralizado: el tamaño del agujero era gigantesco, y la visión de negrura era simplemente espeluznante. Al parecer el agujero estaba de a poco agrandándose, pues la nave estaba en posición estacionaria, y cada vez la imagen se ponía más y más negra, y costaba ver la luz a su alrededor. —¿Qué pasa con esa cosa, se está agrandando?—preguntó Antúnez al robot. —No exactamente. Al parecer la velocidad de rotación del agujero está aumentando, y ello lleva a que cada vez sea capaz de absorber más fotones. —¿Está absorbiendo más luz? ¿Y se supone que entremos en… eso?—preguntó el obrero evidentemente asustado. —Sí. Los cálculos ya están listos, los revisamos con la computadora en cerca de mil simulaciones, y la tasa de error es cero. Si se hace todo perfecto, no hay posibilidad que nos pase algo malo. —Ojalá hubiera algún humano con quien hablar esto—dijo Antúnez—. Entiendo lo de tus cálculos, la perfección de la física y todo eso, pero esto va más allá. Es como si ese pedazo de cielo negro no tuviera alma…es casi como si fuera una entrada al infierno, un reino de oscuridad absoluta que expande sus límites y consume la luz de la vida.

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—Tengo literatura de ese tipo en mis bancos de memoria, así que entiendo la retórica de la frase. —Claro, de retórica era la conversación… ¿Sabes? Entremos a esa cosa de una vez por todas, si es que efectivamente ya está todo listo—dijo Antúnez, con una mezcla de rabia y desilusión. —Bien. Necesito que nos ubiquemos en los asientos de la cabina, con cinturones, casco y sistema vital. —Bueno—dijo Antúnez, mientras se colocaba toda la implementación de seguridad—. Estoy listo. —Perfecto—respondió Tarro, luego de haberse conectado por interfaz al computador de navegación de la nave—. Joaquín, lo que viene ahora es bastante distinto al salto de velocidad. Para entrar al agujero negro hay que hacerlo a alta velocidad, pues su fuerza gravitacional es tal, que si nos demoramos alguna fracción de segundo más allá de lo calculado, no entraremos perfectamente por su centro y la fuerza centrífuga de los bordes nos destrozará. —Bueno—volvió a decir Antúnez, más preocupado de las acciones del robot que de su discurso alarmista—. Estoy listo para cuando te decidas a empezar. —Perfecto, desplegaré la vela entonces. Prepárate Joaquín, que de aquí en más todo sucederá demasiado rápido. Nuevamente la flor metálica de ocho pétalos se abrió, para dar salida a la transparente estructura encargada de cargar las celdas de energía, y teóricamente ayudar en su desplazamiento. En cuanto la vela salió de la nariz de la nave, Antúnez notó que se movía varias veces más rápido que en el ensayo orbitando la Tierra. En menos de un décimo del tiempo la vela se encontraba completamente desplegada; justo en ese instante, la estructura cayó en el campo gravitacional del agujero negro, siendo violentamente succionada hacia su interior. De un momento a otro la nave fue arrastrada por la vela a una velocidad inconmensurable, entrando en una oscuridad aterradora que lo rodeaba todo. Antúnez estaba pegado al asiento de la nave por la fuerza de tracción de la gravedad del agujero negro. De un momento a otro la nave empezó a crujir bruscamente: cuando el obrero miró por el parabrisas anterior, vio cómo el fuselaje parecía estar hinchándose, mientras el interior de la cabina se mantenía tal cual. —¿A eso se referían con la elasticidad de las paredes de la nave?—preguntó Antúnez, evidentemente asustado. —Sí, eso es Joaquín, aunque el porcentaje de elasticidad necesario en este instante es mínimo. La fuerza gravitacional de este agujero negro es baja comparada con el que descubrió la sonda OMAE IX, y casi inexistente en relación al agujero de gusano que tenemos que pasar para

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llegar al límite del universo. De verdad fue una excelente idea pasar por este agujero negro menor, me está permitiendo obtener una gran cantidad de información para aplicarla en los dos siguientes pasos que debemos dar. Gracias por superar el miedo a lo desconocido y autorizarme a hacer el viaje por acá. —¿Cuánto demorará este viaje?—preguntó Antúnez, desentendiéndose de la especie de discurso de agradecimiento de Tarro—. Dijiste que el viaje normal tomaría al menos seis meses, ¿tienes idea de cuánto durará el viaje por acá? —No Joaquín, no tengo cómo calcularlo. De hecho en este instante tengo serios problemas para establecer nuestra velocidad, o para saber qué pasa fuera de la nave. Los velocímetros están fuera de rango, y los sensores externos se descalibraron con la fuerza gravitacional. —¿O sea que inclusive la gravedad pudo haber roto la vela, y no lo sabremos sino hasta que salgamos de esta cosa?—preguntó casi enojado el obrero. —Lamentablemente estás en lo cierto. Lo único que me tranquiliza es que las poleas de sujeción se alcanzan a divisar tensas y en posición de apertura de la vela, así que es posible que aún esté haciendo su trabajo como vela mecánica. Respecto de su utilidad como cargador de celdas de energía tampoco lo sé, los indicadores se volvieron locos. Antúnez se enderezó como pudo para ver a través del parabrisas anterior de la nave. Tal como había dicho Tarro, se alcanzaban a ver las poleas en la extraña nariz de la nave con un par de metros de cuerda perdidas en la impenetrable negrura, pero en la posición en que debían verse de estar bien desplegada la vela partículo-motriz. Cuando la inercia lo puso de nuevo de golpe contra el respaldo de la silla, pudo mirar el tablero de la nave, y darse cuenta que todos los indicadores parecían haberse vuelto locos: la gravedad ejercida por el agujero negro era tal, que había desconfigurado todos los sensores de la nave, haciéndolos dar lecturas irracionales. Las preocupaciones de Antúnez aumentaban con el paso de los segundos, tal como su incertidumbre. —Joaquín—dijo Tarro sacándolo de sus cavilaciones—, ahora que la nave está un poco más estable puedo activar el sistema antigravitacional para que contrarreste el efecto del agujero negro y te permita estar un poco más cómodo. No tendrás la gravedad normal, pero al menos podrás pararte y sentarte. —Lo que sea que me despegue del asiento, Tarro—respondió Antúnez. —Bien. De todos modos te sugiero no alejarte de la cabina, como no tengo modo de saber cuánto tiempo estaremos dentro, al salir del agujero con gravedad disminuida podrías empezar a flotar dentro de la nave y provocarte un accidente.

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—Está bien, pero activa luego esa cosa, a ver si puedo empezar a respirar con un poco más de facilidad—dijo Antúnez, algo ansioso. No bien terminó de decir eso, la gravedad disminuyó notoriamente, y el obrero pudo sentirse cómodo en el asiento y empezar a respirar sin dificultad—. Ahora entiendo lo útil que es la interfaz física con el computador de la nave. —Sí, la interfaz facilita mucho las cosas. Si quieres puedes ir un rato a dormir, pero trata de hacerlo afirmándote de cualquier superficie, por si salimos muy brusco del agujero negro. —Creo que por seguridad me quedaré aquí, esta cosa debe tener cómo reclinarse para estar más cómodo—dijo Antúnez, quien encontró de inmediato bajo el soporte de la silla un pasador con gas comprimido que le permitió inclinar el respaldo, sin tener que sacarse el cinturón de seguridad—. ¿Ves? No me saqué el cinturón. —Es lo más seguro para ti. Descansa mientras sigo recabando información, este viaje me permitirá planificar de mejor manera lo que se nos viene más adelante. Tarro guardó silencio. Antúnez miró algunos segundos al robot humanoide tieso, como si estuviera mirando a través de la ventana con sus sensores oculares desalmados el agujero negro por donde se desplazaban. Tal vez esos sensores eran capaces de captar en la profundidad de la ausencia de luz miles de frecuencias y partículas vibrando, que jamás serían accesibles al ojo humano; pero ninguna de esas mediciones podrían jamás reemplazar las sensaciones que su alma estaba viviendo en esos segundos. Cansado por la presión en el pecho, y ahora relajado al liberarse de dicha presión, el obrero decidió cerrar un rato los ojos para que su cerebro jugara un rato con todo lo vivido hasta ese entonces.

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XV

Joaquín Antúnez sabía que estaba soñando. Pese a estar dormido, tenía claro que estaba en el espacio, viajando dentro de una nave espacial por un agujero negro que lo dejaría a corta distancia de iniciar un nuevo viaje, por otra monstruosa anomalía espacial, hasta el límite del universo conocido, para finalmente entrar a otra anomalía más monstruosa aún, de la que no había mucha claridad de cómo funcionaba, y que en teoría lo llevaría de un universo a otro. Por eso es que la imagen de un galpón iluminado por la luz solar tenía que ser un sueño, pues en donde estaba lo que menos existía era luminosidad, y menos aún generada por alguna estrella cercana. Tal vez su mente intentaba darle un descanso de tanta oscuridad, para que una vez que volviera a estar consciente, pudiera seguir con su extraña misión. Antúnez entonces empezó a recorrer el galpón, y a aprovechar cada espacio donde debería haber una ventana para disfrutar de la luz del sol en sus ojos. De pronto divisó una figura humana a varios metros de distancia, que le daba la espalda, ataviada con un terno elegante; Antúnez se acercó para intentar ver quién era, pero tuvo que detenerse al escuchar ruido de haber pisado líquido en el piso. Cuando agachó su cabeza, vio que el líquido era rojo, y manaba desde los pies del personaje de terno. En ese momento, un violento terremoto sacudió el galpón. —Joaquín, despierta, acabamos de salir del agujero negro. La voz de Tarro lo despertó y lo sacó de esa extraña imagen en su mente, que alcanzó al menos a angustiarlo lo suficiente como para que despertara agitado. En ese instante se sintió flotando a un par de centímetros del asiento, contenido por el cinturón de seguridad, y con un fondo menos oscuro, y plagado de incontables puntos luminosos que parecían confluir en un grueso cordón. —¿Cuántas horas estuvimos dentro del agujero negro?—preguntó Antúnez, aún somnoliento. —Veinticuatro horas, Joaquín. —¿Qué, un día entero?—exclamó Antúnez—. Ni siquiera tengo hambre, sólo cansancio… —Joaquín, si ya estás algo más consciente, activaré nuevamente la gravedad para que te puedas incorporar. —Está bien, ya desperté—dijo Antúnez, para casi instantáneamente sentir que su cuerpo volvía a tener peso, y que su espalda se apoyaba íntegramente en su asiento.

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—Ya te puedes soltar el cinturón de seguridad y poner de pie. Estoy desacelerando la nave de a poco. Cuando te sientas cómodo, te contaré lo que haremos luego. Antúnez enderezó el asiento y se puso de pie. Por el parabrisas podía ver la vela partículo-motriz desplegada al máximo y aún arrastrando la nave, mientras pequeños propulsores instalados a los lados de las poleas de la nariz lanzaban breves y repetitivas descargas hacia delante para desacelerar la nave. Alrededor de ella se dejaba ver el vacío de siempre plagado de estrellas, pero además se apreciaba un grueso cordón luminoso que abarcaba todo el lado izquierdo del campo visual disponible al parabrisas anterior. Luego que el TIU se detuviera y los propulsores dejaran de funcionar, la nariz separó sus ocho pétalos metálicos para empezar a guardar la majestuosa vela. —Joaquín, como te puedes haber dado cuenta, estamos saliendo de la Vía Láctea. El agujero negro en que viajamos nos lanzó a una gran distancia, y ahora nos encontramos mejor ubicados de lo que yo calculé en un principio. —¿Qué quiere decir eso?—preguntó Antúnez, tratando de desconectarse de la imagen de sangre de su sueño y de volver a la oscura realidad. —Que la fuerza gravitacional del agujero negro es tal, que nos lanzó más lejos de lo que yo creía posible. Eso hizo que en este instante estemos a apenas dos días de viaje a velocidad luz del agujero negro que nos dejará en el límite del universo. —Dos días es bastante, pero bueno, supongo que estaba calculado para más tiempo en un principio—dijo Antúnez—. Tarro, ¿por qué guardaste la vela? Parece que en el agujero negro funcionó mejor de lo esperado, ¿o acaso funciona bien sólo con esa energía gravitacional? —No podemos exponernos a que la misión falle por tener la vela desplegada. Las fuerzas gravitacionales son enormes en esta zona del espacio. —¿O sea que si despliegas la vela podemos caer de nuevo al agujero negro del que salimos y volver al punto de partida?—preguntó sorprendido Antúnez. —No Joaquín. Si mantenemos desplegada la vela podemos ser atraídos por el agujero negro al que vamos. —Espera, acabas de decir que estamos a dos días de viaje a la velocidad de la luz… —Joaquín, mira por favor por la escotilla izquierda—interrumpió Tarro. Antúnez se acercó a la escotilla izquierda, extrañado que Tarro no le dijera el cuadrante al que debía mirar; en cuanto se asomó, la incertidumbre y una incomprensible sensación de temor lo invadieron.

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—Tarro, no se ve nada por la escotilla, está todo negro—dijo Antúnez. —Mira ahora por el parabrisas principal, a la izquierda. Antúnez miró por el parabrisas delantero. Todo el campo visual derecho estaba cubierto de estrellas, incluido el gigantesco cúmulo propio de uno de los brazos de la Vía Láctea. Justo antes del límite entre la pared de la nave y el borde del parabrisas, una línea de oscuridad absoluta absorbía toda luz que pudiera haber existido en ese pedazo de espacio. —¿Qué mierda…? ¿Ese es el agujero negro al que vamos?—exclamó casi con espanto Antúnez. —Sí Joaquín, ese es el agujero negro al que vamos. Si despliego la vela ahora, caeremos a su campo gravitacional y la misión se acabará de inmediato. —¿Pero en la Tierra sabían esto?—preguntó Antúnez—. ¿Acaso estos hijos de perra me mandaron a esta misión a sabiendas de lo que iba a enfrentar? —Sí Joaquín. El problema es que no quisieron o no pudieron explicarte las dimensiones de la misión. Para que el agujero negro sea capaz de llevarnos al límite del universo debe tener una fuerza gravitacional inconmensurable; para lograr ello, la estrella que lo originó tiene que haber tenido un tamaño cientos de veces mayor a nuestro Sistema Solar, y en la medida que absorbe más cuerpos estelares logra adquirir más energía. —Suena como si esa cosa estuviera viva—dijo Antúnez, pegado a la ventanilla. —En realidad… ah, retórica, cierto… Bueno, en los dos días de viaje nos pondremos en posición adecuada para entrar por el centro del agujero y así usarlo tal como usamos el pequeño. De hecho no nos acercaremos al agujero negro, pues esta es la distancia segura, usaremos estos dos días para alinearnos perfectamente, y en cuanto terminemos, desplegaremos la vela e iniciaremos el viaje hasta el límite del universo. —Maldición, de verdad nunca imaginé que esa cosa era así de enorme—dijo Antúnez—. Esto me está asustando demasiado, y no sé si me atreva a entrar. —La decisión es tuya Joaquín, yo voy en esta misión como piloto y robot asistente. Si decides volver, daré la vuelta, haré los cálculos y redireccionaré la nave a la Tierra, para que hables con la gente que te envió acá. —Por la mierda… hay que seguir no más, tenemos que averiguar cómo diablos ese micrometeorito fue capaz de traspasar el límite entre los dos universos, atravesar miles de años luz y perforar tu cubierta—dijo Antúnez, resignado—. Supongo que alguna vez en la vida hay que hacer algo por la humanidad, si queremos seguir llamándonos “seres humanos”. —¿Entonces decides que sigamos el curso de la misión?

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—Sí Tarro, todas esas tonteras que dije significan eso, que sigamos el curso de la misión—dijo Antúnez, evidentemente molesto. —Bien, entonces guiaré el curso de la nave en la elíptica que nos deje en posición en dos días viajando a la velocidad de la luz. Necesito que te sientes y te pongas el casco para hacer el salto de velocidad. Luego de los breves segundos necesarios para hacer el salto de velocidad, que en esa ocasión ya no fue tan traumático, Antúnez se paró y se dirigió a su litera. Sentado en el estrecho espacio para descansar, y mientras se deshacía en su lengua una lámina de alimento de dos mil calorías de gusto indeterminado, intentaba sacar de su mente el conflicto con Tarro. Era obvio en esas circunstancias tener discrepancias, más aún con un robot androide cuyo fin era asistir laboralmente a un ser humano; sin embargo, la trascendencia de la misión y de cada una de las decisiones a tomar necesitaban de un análisis basado en el raciocinio, pero sin dejar de apoyarse en la moral y en los instintos, cosas que eran imposibles para un autómata, independiente de su año de fabricación y grado de complejidad: al fin y al cabo, cada expresión de un robot no era más que el resultado de la aplicación de cientos de miles de algoritmos y líneas de código escritas en un computador. Un par de horas después Antúnez despertó sobresaltado: se había quedado dormido y al despertar, había perdido la conciencia del tiempo. Sólo luego de mirar su reloj y el de la nave, pudo volver a internarse en lo que en esos instantes era la normalidad. El obrero se dispuso a ponerse de pie, y a dirigirse a la cabina; el tiempo sin nada que hacer se haría eterno esos dos días, así que al parecer su única entretención sería entablar el siempre incómodo diálogo con Tarro. Antes de pararse Antúnez empezó a mirar los rótulos de las gavetas que rodeaban la litera, para saber dónde encontrar lo que llegara a necesitar en algún momento con mayor premura, y no tener que perder tiempo valioso en buscarlo. De pronto vio que una de las tapas de los cajones venía rotulado con una marca comercial de una famosa empresa de juegos holográficos: al abrirlo, se encontró con una consola, un par de lentes holográficos, un instructivo con cientos de juegos instalados en el aparato, y un pequeño papel manuscrito que rezaba “gentileza de las Fuerzas Armadas Mapuche”. Gracias al sargento Painemal, no tendría que estar esos dos días, ni el resto de los eventuales días de viaje, interactuando obligado con el androide, y su aburrida y complicada vida tendría al menos un pequeño descanso.

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XVI

Luego de dos días de viaje a velocidad luz, el TIU estaba casi alineado con el agujero negro para empezar la travesía que los dejaría en el límite del universo, según estaba programado en la misión. Gracias a la consola holográfica de juegos, el contacto entre Antúnez y Tarro fue inexistente; además, el obrero descubrió en otra de las gavetas un libro electrónico con más de un millón de títulos para leer o escuchar, además de varios miles de películas antiguas; para Antúnez aún era extraño creer que Painemal, con toda su rudeza y formación marcial, se hubiera preocupado de tantos detalles concernientes a su esparcimiento. —Joaquín, vamos por favor a la cabina, estamos listos a entrar al agujero negro, y debes prepararte. Antúnez siguió a Tarro y se instaló en su asiento en la cabina. Luego de colocarse el casco y conectarlo al sistema vital, y de ponerse el cinturón de seguridad, desbloqueó el filtro del parabrisas y se encontró de frente con el horrendo espectáculo: todo el campo visual de la nave estaba tapado por la impenetrable negrura, y hasta las luces de cabina parecían empezar a ser absorbidas por el inconmensurable poder gravitacional del agujero negro, que teóricamente debería llevarlos al más lejano destino que cualquier humano o androide hubiera visitado alguna vez. Antúnez estaba sobrecogido y asustado, pero lo que más le molestaba era tener que soportar la interpretación literal de sus palabras por parte de su robot asistente. —Casco conectado a sistema vital, en funcionamiento pleno. Cinturón de seguridad en posición, sin problemas. Estoy listo para el salto de velocidad—dijo Antúnez, tratando de ocultar su nerviosismo. —Joaquín, necesito conversar un par de detalles contigo respecto de esta parte de la misión. —Te escucho—dijo Antúnez, sin poder despegar la vista de la negrura frente a sus ojos. —Joaquín, en cuanto la vela llegue al campo gravitacional del agujero, nos lanzará a su interior a una velocidad indescriptible. La nave será llevada al máximo de sus capacidades, y no tengo claridad de cuánto tiempo estemos dentro de esta anomalía temporoespacial. Dentro de las opciones de la nave existe la posibilidad de la hibernación, si lo crees útil o necesario, podemos iniciar el proceso para que quedes en estado de suspensión mientras recorremos el agujero. —No creo prudente decidirlo ahora Tarro, no sé cómo me sentiré con el viaje, cuánta energía requiera la nave para mantenerme vivo, o si tus

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sistemas se averíen al hacer el salto de velocidad. Imagínate que me suspendes, y la gravedad del agujero negro echa a perder tus sistemas; piénsalo, quedaría vegetal de por vida. —Tienes razón Joaquín, veremos qué tal resulta el salto y el inicio del viaje, y ahí decidirás. Por la violencia con que ocurrirá, haré cuenta de tres a uno. —Gracias Tarro—dijo Antúnez—. Estoy listo, cuando quieras. —Despliegue de vela en 3, 2, 1… La punta de la nariz de la nave se abrió lentamente, dejando como siempre sus ocho partes separadas simétricamente. De inmediato la vela partículo-motriz empezó a avanzar en el vacío, para de a poco empezar a desplegarse y a extender sus cuerdas de sujeción. De pronto la vela pareció desaparecer en la penumbra, instante en el cual las cuerdas se tensaron al máximo, arrastrando con violencia a la nave hacia la oscuridad impenetrable del agujero negro. A los dos o tres segundos los monitores de gravedad de la pantalla mostraron cómo se bajaban los niveles hasta cero, evidenciando el esfuerzo de Tarro y de los computadores de a bordo para contrarrestar la fuerza gravitacional del medio en que se encontraban. Antúnez apenas lograba respirar superficialmente, y sentía que dentro del casco y del traje sellado, el sistema vital hacía circular una mezcla de aire rico en oxígeno a alta presión, para que su sistema circulatorio y respiratorio se acostumbrara lo antes posible a esas inhóspitas condiciones. Pese a estar en vacío absoluto, el obrero no lograba despegar ninguna parte de su cuerpo de la silla, y sentía como si su humanidad pesara el triple o el cuádruple. Sólo después de cinco minutos de esfuerzos por parte de Tarro y de los computadores de la nave, que casi dejaron en la inconsciencia a Antúnez, se logró que el sistema vital y el sistema interno de la nave funcionaran de modo tal, que hicieran relativamente tolerable el viaje. Sólo después de ese tiempo Antúnez pudo volver a enfocar la vista, y vio cómo las paredes externas de la nave sobresalían más un metro desde su ubicación original. —¿Cómo estás Joaquín? Disculpa que me haya demorado tanto en estabilizar los sistemas, la fuerza gravitacional escapó a todos mis cálculos, y tuve que subir todos los valores al máximo para lograr mantener el sistema vital funcionando. Inclusive creí sentir un crujido en una de mis placas madres, pero el análisis de mis sistemas no arrojó nada. —Ya estoy mejor, al menos puedo respirar, aunque dudo que pueda moverme muy ágilmente—respondió Antúnez, apenas incorporándose sobre su silla—. ¿Así será todo el viaje dentro de esta cosa? —Creo que sí, no hay modo de modificar más las condiciones internas de la nave. De hecho cuando decidas ir a la litera deberás hacerlo con el

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traje sellado con el casco, y te tendrás que conectar al sistema vital instalado en la consola de la litera. —Maldición, este viaje es una verdadera mierda—dijo Antúnez, completamente irritado—. ¿Y cómo lo haré para ir a la litera, si no me puedo desconectar del sistema vital? —Hay un sistema vital portátil que tiene autonomía de seis horas. Con él te puedes desplazar dentro de la nave si lo deseas, y es bastante pequeño y liviano. —Depende de tu definición de pequeño y liviano—dijo Antúnez. —Quince centímetros de ancho, veinticinco centímetros de largo, dos centímetros de espesor, tres kilogramos de peso. Trae correas para usarlo como pechera. —Suena cómodo, al menos para desplazarse—comentó Antúnez—. ¿Y no hay problema para cargarlo? —Con la cantidad de partículas de todo tipo circulando dentro del entorno del agujero negro, lo que nos sobra es energía. Mira lo que se alcanza a ver de los cables de energía de la vela. Antúnez miró hacia la penumbra. Dentro de la profunda oscuridad, era capaz de ver los cables de la vela anclados a la nariz de la nave exageradamente iluminados, y en la pantalla los indicadores de carga parecían estar a punto de estallar. —Gracias a la gigantesca fuerza gravitacional del agujero negro todos los fotones circundantes son absorbidos, y la vela capta toda esa energía y la envía a nuestras celdas. En estos instantes no estamos gastando energía en movilizar la nave; sin embargo, el consumo que tenemos para mantener la integridad de la nave y los sistemas vitales funcionando es enorme. —Y pese a ese consumo enorme, la carga es tan rápida que no se vacían las celdas—comentó Antúnez. —Exacto. Así es que te puedes desplazar libremente con la unidad portátil por toda la nave, y como la unidad y la nave tienen sistema de transmisión aérea de electricidad, puede que ni siquiera necesites conectarte a la consola de la litera. —Espera un poco Tarro, ¿a qué te refieres con eso?—preguntó Antúnez—. Conozco los sistemas de transmisión aérea de electricidad, pero hasta donde sé los voltajes y amperajes son bajos, y apenas alcanzan para uso domiciliario básico, ¿o acaso la unidad usa poca energía? —Además de usar poca energía, la nave cuenta con un sistema mejorado de transmisión aérea de electricidad, que hasta ahora estaba en fase experimental, y que probablemente, gracias a los buenos resultados de las pruebas de los prototipos en esta nave, salga a nivel comercial el año que viene.

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—¿Y si es tan perfecto el sistema, para qué diablos tiene autonomía de seis horas?—preguntó Antúnez. —Requerimientos militares Joaquín. Tu amigo el sargento Painemal exigió que el dispositivo estuviera preparado para alguna emergencia grave en que la nave dejara de funcionar, o se requirieran hacer reparaciones en el vacío. Si quieres te lo paso para que lo pruebes, en una de esas te sientes cómodo y no requieres estar conectado a la consola. —Bueno, veamos qué tal funciona—dijo Antúnez. Tarro abrió una puerta táctil, desde la cual salió una mochila rectangular de las dimensiones que había mencionado el robot, mucho más pequeña y aparentemente cómoda que la que usaba para trabajar en el vacío cuando estaba destinado a las obras de Ofiuco VI. Las correas de la mochila tenían un seguro que se fijaba a las espaldas del usuario, dejando el sistema vital portátil como un pectoral, para facilitar el uso de los controles en la pantalla táctil, revisar datos de consumo y reservas de energía, y permitir mayor comodidad para conectar y desconectar el traje del sistema. Tarro ayudó a Antúnez a colocarse el aparato, fijó las correas a su espalda, y dejó que el obrero manipulara los controles hasta que sintiera la seguridad suficiente como para desconectarse de la consola de la nave y conectarse al sistema. —¿Qué tal se siente, Joaquín? —Es liviano y cómodo, tal como dijiste. Puedo respirar sin dificultad, veo sin problemas el monitor, y según dice este indicador, está conectado remotamente a la red de corriente aérea, así que mantiene cargadas las celdas de energía mientras usa la corriente aérea como fuente de poder—respondió Antúnez, sonando casi entusiasmado—. Creo que usaré esta cosa en vez de estar conectado a consolas. —Qué bueno que te haya acomodado el sistema portátil Joaquín, así estarás más cómodo el resto del viaje. —¿Ya sabes cuánto durará, o aún no lo tienes calculado?—preguntó el obrero. —No existe ninguna fórmula comprobada para hacer el cálculo preciso, el único dato duro existente es el tiempo que tomó la sonda OMAE IX en reaparecer al otro extremo del agujero negro. —Dos meses, hasta donde recuerdo—comentó Antúnez. —Según el reporte científico fueron sesenta y dos días, tres horas y veintitrés minutos. —Bueno, supongo que a la velocidad de la luz cada minuto cuenta—dijo Antúnez. —Vamos a una velocidad mucho mayor a la velocidad de la luz Joaquín. La fuerza gravitacional del agujero negro es tal que nos está desplazando

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a una velocidad que las computadoras apenas están intentando interpretar en términos lógicos. —Algo me dice que la idea no es proyectar alguna cifra del tiempo que estaremos dentro de esta cosa, sino usar los datos una vez que salgamos para inventar una fórmula de cálculo de velocidad dentro del agujero negro, o validar alguna de las que están en fase teórica—dijo Antúnez, casi resignado. —De hecho es así Joaquín. —Bueno, creo que confiaré en esta mochilita y me iré a la litera a descansar un rato—dijo Antúnez—. Ah, y a comer una de las exquisitas láminas nutritivas para humanos. —Eso no suena a retórica, más bien parece… —Sarcasmo—dijo el obrero, enfilando sus pasos hacia la litera.

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XVII

Joaquín Antúnez estaba sentado en la cabina de la nave mirando la casi eterna negrura que los transportaba de un lado al otro del universo. Treinta y un días en que todos los sistemas habían funcionado a la perfección, pero que ya se estaban haciendo eternos, y que apenas correspondían a la mitad del tiempo de viaje de la sonda, si es que la física externa al agujero negro se correspondía con la interna. Los ojos de Antúnez empezaban a cansarse con el brusco contraste entre los monitores holográficos retroiluminados y la oscuridad impenetrable en la que se estaba desenvolviendo el viaje. Lo peor era que al parecer dicha oscuridad externa estaba empezando a invadir su estado de ánimo, haciendo que viera todo desde una perspectiva pesimista; en un par de ocasiones se había tomado muestras de sangre para evaluar presencia de marcadores plasmáticos para depresión o algún otro trastorno psiquiátrico, pero todo salía normal: al parecer la vieja melancolía, diagnosticada por los incipientes psiquiatras del siglo XIX sí existía, y se había apoderado de su mente durante ese viaje. Para complicarlo todo, sus períodos de sueño eran peores que los de conciencia, pues las pesadillas lo invadían ocasión tras ocasión, convirtiendo lo que debería ser descanso en una verdadera tortura; fue ello lo que lo llevó, luego de tres o cuatro noches, a desistir de la oferta de animación suspendida que le había hecho Tarro, prefiriendo mantener la mayor cantidad de tiempo posible la conciencia, para luego dormir presa del cansancio y dejarse invadir por la recurrente pesadilla del hombre de terno en el galpón, de pie sobre una posa de sangre que manaba desde sus propios pies. Antúnez se negaba a creer que su mente le quería decir algo con ese maldito sueño repetitivo y que no tenía desenlace alguno, pues luego de ver la sangre en el piso quedaba donde mismo, invariablemente, hasta que su cerebro se hartara de la cruenta imagen y lo despertara, a veces agitado, a veces confundido, las menos angustiado. Antúnez escudriñaba a través del parabrisas de la nave. Si no fuera por el breve tramo de cuerdas de sujeción de la vela, que brillaban por la gran carga de energía que transportaban, dejándose ver como rayos dorados de bicicleta proyectados hacia la nada, la imagen sería imposible de ser vista por más de algunos segundos. La sensación de indefensión al estar dentro de tal portento creado por la física del universo era tal, que había que aferrarse a cualquier fuente de luz para no sentir a la muerte rondando a cada segundo por fuera de las paredes de la nave. El saber que la elasticidad de la cubierta de la nave estaba siendo explotada al máximo, y que las computadoras encargadas de sostener la vida dentro del pequeño avión estelar trabajaban más que las destinadas al viaje

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como tal, le daban la certeza que el conocimiento humano había avanzado lo suficiente como para ser capaz de convivir con las condiciones extremas de la realidad estelar, pero no lo necesario como para empezar a depredar recursos más allá de los límites del Sistema Solar, ni menos para apoderarse de otras civilizaciones y hacerlas esclavas de la egocéntrica moral humana. El cansancio, o más bien el aburrimiento, había hecho presa de Antúnez, quien había empezado a dormitar en la silla de la cabina. Por precaución se había puesto el cinturón de seguridad y se había conectado al sistema vital por medio de la consola de la nave, dándole un descanso al sistema portátil que ya sentía como parte de su indumentaria. De pronto la voz de Tarro, que durante esos treinta y un días apenas había sentido, lo sacó de su cabeceo y lo trajo de vuelta a la plena conciencia. —Joaquín, despierta, necesito que estés consciente lo antes posible. —No estaba durmiendo, sólo descansaba con los ojos cerrados—contestó el obrero—. Dime qué pasa. —Joaquín, hay una poderosa anomalía gravitacional a pocos minutos de distancia. Según el análisis de los computadores, es un brusco descenso de la fuerza gravitacional, seguido por un escape de fotones y energía electromagnética desde donde estamos. —¿Qué significa eso en términos humanos?—preguntó el obrero algo preocupado. —Que podríamos estar cerca de la salida del agujero negro. La fuerza gravitacional ya no es capaz de retener la luz ni el electromagnetismo dentro del espectro en que viajamos. —¿Qué? ¿No se supone acaso que la sonda estuvo perdida sesenta y dos días y tantos?—dijo Antúnez—. Ah, verdad que eso era en plazo externo. —Exacto Joaquín. Al parecer los plazos se acortaron a la mitad; puede haberse provocado un nuevo pliegue de los planos estelares, o quizás la vela partículo-motriz genera una velocidad mayor que la sonda como tal que sólo tenía pequeñas placas de recolección de energía. Tal vez sea sólo una anomalía gravitacional local, pero si correspondiera a la salida, debemos estar preparados para eventos bastante bruscos. —¿Y no existe alguna posibilidad que el agujero negro tenga más de una salida, o eso es imposible?—preguntó temeroso Antúnez. —No, hasta donde se sabe este tiene sólo una entrada y una salida. Joaquín, faltan algunos segundos para la anomalía gravitacional, prepárate. Antúnez no respondió. Instintivamente se sujetó de los brazos de la silla y contrajo todos los músculos de su cuerpo, en espera de lo que podría suceder en cualquier momento. A medida que los segundos transcurrían,

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Antúnez se ponía más nervioso cada vez, y le era más difícil mantener sus músculos listos para lo que fuera a ocurrir. Justo en el momento en que relajó su cuerpo para descansar un instante, y prepararse para volver a su estado de alerta, sucedió. La nave TIU EUM-1 era movida a una velocidad varias veces mayor a la de la luz; por el parabrisas de la nave la negrura seguía invadiendo todo. De un segundo a otro la vela partículo-motriz se vio en todo su esplendor, y las cuerdas de sujeción bajaron abruptamente la intensidad de su brillo; en ese instante el espacio se volvió a ver plagado de rayos luminosos que pasaban a toda velocidad por el campo visual de la nave. En el brevísimo tiempo que demoró Tarro en normalizar la gravedad del interior de la nave y la presión interna general de todos los sistemas, Antúnez se sintió extremadamente liviano, más aún que cuando estaba trabajando en el vacío en la segura órbita de la Tierra. Al mismo tiempo, las paredes elásticas de la nave volvían bruscamente a su posición inicial, originando un crujido generalizado y una violenta sacudida que parecieron desestabilizar el rumbo del vehículo, siendo corregido a la brevedad por el robot. Justo cuando Tarro se disponía a dejar el control del avión estelar a la computadora para interactuar con Antúnez, un grito de espanto se ahogó en la garganta del obrero, haciendo que el robot iniciara una violenta maniobra de frenado: frente a ellos, una extraña pared de un material que parecía ser un fluido, abarcaba todo el campo visual anterior de la nave, generando una imagen tanto o más espantosa que la negrura del agujero negro, en este caso `por su inexplicable estructura. —Tarro, ¿qué mierda es esa huevada?—exclamó asustado Antúnez, mientras el robot intentaba detener la nave lo antes posible, poniendo los retropropulsores al máximo y plegando a toda velocidad la vela y las cuerdas de sujeción—. Tarro… —Estoy recopilando información y tratando de controlar la nave. —Está bien, no te molesto... —en ese preciso momento las paredes externas empezaron nuevamente a expandirse, y la nave pareció verse atraída por el ilimitado muro líquido. —Prepárate Joaquín. Antúnez alcanzó a contener la respiración y a contraer su cuerpo. Tarro aplicó un brusco viraje en ciento ochenta grados, para de inmediato disparar los propulsores de la nave al máximo, con la potencia utilizada para el salto a velocidad luz; sin embargo, la nave apenas logró detenerse, y no seguir siendo atraída hacia la fluida pared que ahora se encontraba a sus espaldas. —Tarro—dijo Antúnez, para ser de inmediato interrumpido por el robot. —Creo que es el límite de nuestro universo.

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XVIII

Joaquín Antúnez miraba con detención las luces de proceso de Tarro. Pese a los avances de la tecnología, los robots asistentes mantenían resabios de la antigüedad, de modo tal de permitir a sus usuarios hacer diagnósticos visuales del funcionamiento de los androides sin tener que recurrir a instrucciones específicas que pudieran entorpecer procesos, o simplemente para poder vigilar el trabajo sin que el robot estuviera al tanto de ello. En esos momentos las luces de proceso de Tarro vibraban a tal velocidad que parecían estar encendidas permanentemente, como si el sistema estuviera paralizado o sobrecargado; sin embargo, los monitores en la consola de la nave cambiaban a una velocidad vertiginosa, evidenciando el acelerado trabajo de la dupla de procesadores de la unidad EUM-6 en conjunto con todos los procesadores de la nave espacial. De pronto la voz de Tarro lo sacó de su estado de concentración. —Joaquín, la única opción de alejarnos del campo gravitacional de la pared líquida es disparando la vela a gran velocidad para que capte la mayor cantidad posible de partículas emitidas por la estructura espacial que nos está atrayendo, y usar esa carga como una especie de explosión que nos dispare a una distancia en que pueda maniobrar la nave. —¿Cómo diablos pudo formarse algo así?—preguntó Antúnez. —Si es lo que supongo que es, debería estar conformada por materia estelar comprimida al máximo posible, lo cual de por sí generaría una fuerza gravitacional mayor que la de un agujero negro, o inclusive que un agujero de gusano. Como además sigue la ley de expansión universal, la pared debe estar aun dilatándose desde el Big Bang, por lo que dicha energía cinética debe provocar una mayor fuerza de atracción centrífuga. —¿Y qué se supone…? —Joaquín, lo siento, no puedo perder tiempo en más explicaciones, necesito alejarnos del campo gravitacional ahora. Sujétate. Antúnez se afirmó de los brazos del asiento. Sin mediar cuenta ni aviso, la nariz de la nave se abrió y la vela salió impelida por una especia de cañón de energía, que hizo que se desplegara en menos de un segundo. En cuanto los monitores mostraron que la carga de las celdas subió al máximo, Tarro descargó toda la energía en los propulsores, generando una especie de explosión tras la nave que la logró catapultar a varios miles de kilómetros de la barrera líquida, luego de lo cual la nave pareció recobrar algo de estabilidad, perdiendo inmediatamente la tracción que la acercaba peligrosamente a aquella desconocida estructura fluida. Luego de algunos segundos, la vela pudo recargar de nuevo las celdas, para

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poder ser nuevamente guardada, esta vez con el tiempo adecuado para evitar dañarla. —Así que ese es el famoso límite del universo… nunca pensé que vería algo tanto o más espantoso que el interior del agujero negro. Esta cosa parece película de terror—dijo Antúnez, mirando ensimismado la pared líquida por uno de los monitores de la nave—. Lo que no logro entender aún es qué hay afuera de esta pared, porque si me dices que se está expandiendo, tiene que haber un algo a través de lo cual expandirse, ¿o acaso no funciona así la física por estos lados? —Joaquín, no estoy seguro que estemos donde deberíamos estar. Mi impresión de hace un rato fue sólo eso, una impresión. —No te entiendo Tarro, ¿qué quieres decir con eso?—preguntó algo confundido Antúnez. —Se supone que el límite el universo debería estar mucho más lejos. El tiempo que tomamos fue demasiado breve, pese a cualquier interpretación física que queramos aplicar. La fuerza gravitacional de esa barrera es muy extraña, su forma es atípica… y falta algo muy importante. —A ver, para un poco, me estoy perdiendo con tanta información inconclusa—dijo Antúnez, tratando de ordenar sus ideas—. Lo del tiempo y la física lo puedo imaginar, y queda claro que en la mitad del tiempo lo más probable es que hayamos viajado la mitad de la distancia, o algo así. Ahora explícame lo de la forma atípica y la fuerza gravitacional de esa cosa. Tarro guardó silencio. Sus luces de proceso vibraban a una alta frecuencia, evidenciando un complejo trabajo de análisis de información que le impedía responder las preguntas de Antúnez. De pronto sus luces volvieron a titilar a la velocidad de siempre. —Es un planeta. Su gigantesca fuerza gravitacional se debe a su diámetro, equivalente al de nuestro Sistema Solar, y a que no es un gigante gaseoso como Júpiter o Saturno, sino un mega gigante en que las temperaturas y las presiones causadas por su alta velocidad de rotación hacen que sus gases se licuen, aumentando más aún la gravedad natural de un cuerpo celeste de estas dimensiones. —¿Un planeta cóncavo? Es imposible—dijo Antúnez. —No es cóncavo. El asunto es que estamos tan cerca que la óptica de tus ojos y de las cámaras nos llevaron a ese error. Además estábamos condicionados a encontrarnos con una barrera, y ella en tu mente y en mis datos debía ser cóncava y no convexa. Me alejaré a la distancia de su diámetro, para que puedas ver la realidad. Tarro hizo el salto de velocidad, que para ese entonces ya no fue capaz de ocasionar nada en el cuerpo de Antúnez. Luego de varios minutos de

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vuelo en que se alejaron del agujero negro y del muro fluido, Tarro desaceleró la nave y la rotó en ciento ochenta grados, quedando frente a un descomunal planeta de prístina superficie líquida, que hacía las veces de espejo de la luz de la estrella de su sistema planetario, y que parecía distribuir dicha luminosidad por sobre su superficie, como si alguna característica de su composición transmitiera la luz, como una suerte de fibra óptica. Las dimensiones del sistema planetario en general y del planeta en particular parecían compatibles con la enorme fuerza gravitacional del agujero negro, al menos en la mente de Antúnez, quien no era capaz de salir de su asombro; sin embargo, el estar en un sistema planetario y no en el límite del universo significaba un problema mayor, que Tarro debería ayudar a resolver. —Tenías razón Tarro, es un planeta esa cosa. Pero hace un rato dijiste que aparte de no ser una barrera faltaba algo importante, ¿a qué te referías con eso? —A que tampoco está el agujero de gusano, ni la sonda OMAE IX. —¿En dónde diablos estamos, Tarro?—preguntó Antúnez. —No lo sé Joaquín, de verdad que no tengo idea de dónde podemos estar. Empezaré a revisar exhaustivamente los mapas estelares de que dispongo, para poder darte una respuesta lo antes posible. —Tarro—dijo de pronto Antúnez. —Dime Joaquín. —Sé que es una estupidez, que es imposible, pero siento que pasa algo raro contigo—dijo Antúnez—. ¿Me estás ocultando algo, acaso? —No lo sé Joaquín. Déjame buscar en mi banco de memoria acerca de este sistema planetario para saber dónde estamos y qué nos sucedió, y luego haré un diagnóstico completo de mis sistemas. El androide volvió a quedar como paralizado, con sus luces de funcionamiento nuevamente trabajando al máximo. Antúnez aprovechó esos segundos para meter la mano por el bolsillo frontal, ahora cubierto por la unidad de sistema vital portátil, y dejar a mano el arma que llevaba en la ropa interna. Pasados cerca de dos minutos, las luces de Tarro dejaron de vibrar a máxima velocidad, volviendo a su frecuencia normal. —¿Qué encontraste?—preguntó Antúnez. —La galaxia en la que estamos es una galaxia espiral similar a la Vía Láctea, pero mucho más grande y antigua en cuanto a su estabilización como tal. Está ubicada a cerca de cien mil años luz de distancia de la nuestra. —¿Una galaxia espiral a cien mil años luz de la Tierra?—dijo sorprendido Antúnez—. O sea que no recorrimos casi nada de lo que deberíamos haber recorrido. ¿Y por qué no se pueden ver los brazos de esta galaxia?

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—A diferencia del Sistema Solar, que está en uno de los extremos de la Vía Láctea, este sistema planetario está casi al centro de su galaxia. Por eso las estrellas y los planetas son de dimensiones tan estratosféricas, y por ello también es que hay un agujero negro masivo: para generar esa fuerza gravitacional, la estrella que lo generó tiene que haber sido de un tamaño simplemente inimaginable para la mente humana. —¿Eso es todo? ¿Tanto rato te demoraste en obtener tan poca información?—dijo Antúnez, asiendo con firmeza el arma dentro del bolsillo. —La información de nuestra ubicación la tuve en menos de dos décimas de segundo Joaquín, y sólo te di los datos que te podrían aclarar nuestra situación. El resto del tiempo lo usé para el diagnóstico interno. —¿Y a qué conclusión llegaste?—preguntó Antúnez. —Joaquín, estás en peligro. —Quédate donde estás y no intentes nada—dijo Antúnez, sacando de entre sus ropas el arma magnética—. Define cuál es el peligro. —El procesador accesorio que me implantaron no es para navegación ni respaldo de datos. Joaquín, todo fue una trampa de quienes implantaron el procesador en mi placa madre. —¿Para qué sirve el chip?—preguntó Antúnez, nervioso. —El chip trae toda esta información falsa acerca del viaje al límite del universo, de modo tal de hacerla parecer real. Gracias a él es que malinterpreté toda la información y te traje aquí. Joaquín, te juro que no lo sabía, jamás haría algo contra ti. —Bueno, si el chip tiene la información de cómo traernos acá, supongo que la podrás utilizar para llevarnos de vuelta a la Tierra—dijo Antúnez, sin dejar de apuntar a Tarro. —Joaquín, el chip trae dos componentes más. —¿Qué componentes?—preguntó Antúnez. —Trae un explosivo suficientemente poderoso como para destruir la nave completa. —¿Y el otro?—dijo Antúnez, revisando la batería de su sistema vital portátil. —Una llave de hardware que anula la directriz de no agredir seres humanos. Perdóname Joaquín. Tarro se abalanzó velozmente sobre Antúnez, quien alcanzó a dejarse caer al piso sentado, desde donde pudo disparar el arma magnética, la que lanzó al androide contra la parte posterior del asiento del piloto. Antes que los sistemas del robot pudieran reactivarse, o que inclusive se activara el explosivo del que había hablado Tarro, Antúnez tomó por el cuello al androide y lo tiró sobre el asiento, para luego disparar una segunda descarga sobre su blindaje. De inmediato el obrero se sentó en su silla, se puso el cinturón de seguridad y pisó el tornillo del piso,

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liberando el gatillo del asiento del piloto. Justo antes de pisar el gatillo, Tarro alcanzó a reaccionar para decir: —Perdóname, amigo…

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XIX

En el vacío las ondas sonoras no se transmiten. Ni los eventos más traumáticos y violentos, ni los hechos leves y triviales tienen asociado algún sonido en la inmensidad del espacio. Cuando Joaquín Antúnez pisó el pedal del gatillo de la silla del piloto, se alcanzó a escuchar la detonación del propulsor instalado bajo el asiento, el brusco impacto del cuerpo del androide y de la silla contra el techo de la nave, la destrucción de las capas del techo, y la abrupta salida de todo el aire de la nave debido a la presurización del interior de la misma, luego de lo cual el silencio se apropió del entorno. Una serie de luces rojas se encendieron automáticamente por todos lados, avisando del riesgo absoluto para quienes no estuvieran conectados a un sistema vital, pero sin que ello causara algún sonido. De inmediato Antúnez revisó su sistema vital portátil para cerciorarse que siguiera funcionando, y que la transmisión inalámbrica de electricidad no se viera alterada por la falta de oxígeno. Mientras el obrero revisaba los monitores para asegurarse que podría movilizarse sin problemas dentro de la nave en la medida que se mantuviera alejado del agujero en el techo, vio pasar frente al parabrisas de la nave el asiento con la base destruida y el cuerpo del androide aplastado contra el techo, pero aún con sus luces de funcionamiento encendidas; un par de segundos después, el explosivo cargado al procesador accesorio detonó silenciosamente, desintegrando silla y cuerpo del androide, dejando sólo un rastro de esquirlas flotando en la nada. Antúnez respiraba agitado. Gracias a los sistemas de soporte vital de la nave, de la infraestructura de provisión y manejo de energía, y del regalo en láminas nutritivas que le había dejado Painemal, tenía cómo sobrevivir por un largo tiempo; sin embargo, estaba en una nave con un gran forado en su techo, a cien mil años luz de la Tierra, y sin saber si el computador de la nave había almacenado la información de los agujeros negros para poder hacer un viaje de vuelta seguro. Lo peor de todo es que no sabía quién ni por qué lo había enviado tan lejos sólo para intentar matarlo, haciendo un gasto de recursos desmedido para un objetivo tan simple de cumplir por parte de algún sicario, o de algún miembro de alguno de los cuerpos de elite de las Fuerzas Armadas Mapuche. De pronto uno de los monitores encendió una alerta de color amarillo, avisando un evento en la superficie de la nave, seguido de una suave sacudida en la cabina. El obrero soltó el seguro del cinturón de seguridad, y asiendo firmemente una de las correas se puso de pie y asomó su cabeza hacia la zona del agujero en el techo. Con sorpresa vio que la pared elástica externa

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parecía haber cobrado vida, acercando los bordes separados por el impacto para intentar reponer la integridad de la capa protectora de la nave. En cuanto las partes no pudieron aproximarse más, debido al material perdido durante la abrupta salida del asiento, una serie de diminutos puntos metalizados parecieron empezar a generar pared, hasta que en menos de un minuto se habían sellado todos los espacios. En ese momento el computador de la nave empezó a presurizar la cabina y a aumentar la concentración de oxígeno; recién en ese punto Antúnez supo que las luces de alerta estaban asociadas a estridentes alarmas que por fin era capaz de escuchar. Algunos minutos después los mismos pequeños puntos metalizados empezaron a reparar las capas del techo interior de la cabina, lo que hizo que la intensidad de las alarmas bajara y se fueran desconectando de a poco, tal como sucedía con las señales luminosas. Una vez que todo quedó en un audible silencio, un pitido pobremente musicalizado se sintió en la zona en que estaba su litera. Antúnez seguía sujeto firmemente a la correa del cinturón de seguridad del asiento del copiloto, pues aún no tenía certeza del estado general de la nave. Antes de ir a la litera a ver el origen de la suave alarma, prefirió interactuar con el computador de la nave para saber bien qué había pasado. —Computador, informe acerca de evento techo de la nave—dijo Antúnez. —Diagnóstico: destrucción de techo de cabina desde dentro hacia fuera por objeto proyectado a alta velocidad y aceleración continua desde inicio de evento. Sistema de proyección de objeto no se reconoce dentro de inventario de sistema TIU EUM-1, se sospecha artefacto mecánico no incluido en red de circuitos. Manejo: memoria de microestructura de cubierta de nave reposiciona paneles a ubicación original; microrobots mecánicos generan red microtubular de un veinticinco por ciento de densidad original para reconstituir indemnidad de pared. Reparación de capas internas por red microtubular de un cien por ciento de densidad, que permite recuperar funcionalidad original de sellado y cubierta térmica del interior de la cabina. Recompresión y reoxigenación de nave, con mantención de sistema vital total. —Computador, informe de uso de cubierta externa al pasar por agujeros negros previamente recorridos—dijo ahora Antúnez, preocupado por la primera parte del informe. —Según proyección de datos, y al no identificarse unidad EUM-6 en interfaz de navegación, la posibilidad de daño de cubierta externa en proceso de viaje por agujero negro asciende al cincuenta por ciento. —Computador, informe de probabilidades de retorno a la Tierra siguiendo patrón original de viaje—preguntó finalmente Antúnez, mientras seguía escuchando de fondo el sonido en la litera.

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—En ausencia de unidad EUM-6 la posibilidad matemática de retorno a la Tierra por la vía de viaje original asciende al diez por ciento. Antúnez quedó desconcertado: la apuesta estaba diez a uno en su contra, y no se le ocurría qué hacer para lograr sobrevivir el viaje de vuelta a la Tierra, para saber quién y por qué habían intentado asesinarlo. Por ahora al menos podía sacarse el casco para respirar el ambiente interno de la nave, y no sentirse aprisionado en esa suerte de pecera vital que lo mantuvo con vida durante el ataque de Tarro. Luego de empezar a respirar con tranquilidad, y dejar de sentir la sensación de calor en aumento que le causaba el casco sellado al traje, se dirigió a la litera para buscar el origen del sonido de alarma musical, no sin antes guardar el arma magnética que había ayudado a salvarle la vida en el mismo bolsillo interno. Antúnez llegó a la litera, y ubicó la extraña música monofónica en una de las gavetas. Al parecer la consola de juegos holográficos se había activado con toda la serie de eventos acaecidos, generando la música que había podido escuchar desde el cese de las alarmas. El obrero sacó la consola para apagarla, y poder pensar con tranquilidad qué hacer para salir de esa extraña galaxia de gigantes en que se hallaba: cuando la dio vuelta para buscar en la pantalla se encontró con un mensaje desplegado que decía: “BL-FAM Brújula Comando Activada. Inserte Interfaz de Navegación en ranura” El obrero miraba sorprendido la pantalla. Painemal había dejado un dispositivo de navegación militar de su unidad, la Brigada Lautaro de las Fuerzas Armadas Mapuche, que seguramente se había activado cuando pisó el gatillo bajo su silla, lo cual era lógico desde la perspectiva del sargento: si le había dejado un arma para anular al robot y un dispositivo para expulsarlo de la nave, tenía que dejar algún aparato que reemplazara de un u otro modo las funciones principales del EUM-6. Al parecer sus ansias por pilotear la nave deberían seguir esperando hasta otro momento. Antúnez llevó la consola portátil a la cabina, y buscó el cable con el que su unidad Tarro se conectaba al computador de la nave. A sabiendas del peligro que corría si esa consola era otra parte más de la trampa elaborada para eliminarlo, decidió correr el riesgo y conectar el cable en la ranura. De inmediato la pantalla holográfica de la consola desplegó en el aire una serie de planos estelares donde se marcaba la ubicación en que se encontraba la nave, la ubicación de los agujeros negros, y un punto lejano con la bandera de los Estados Unidos Mapuche. Con cierto nerviosismo Antúnez se dirigió al computador de la nave:

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—Computador, informe de probabilidades de retorno a la Tierra. —Noventa por ciento según plan de navegación contenido en Brújula Comando BL-FAM. Antúnez por fin podía respirar en paz, el artefacto había sido colocado específicamente para ayudarlo a volver sano y salvo a la Tierra. Sin embargo, aún quedaban demasiadas dudas, y a sabiendas del secretismo como doctrina de vida del sargento Painemal, trataría de obtener algo de información respecto del origen de todo lo que había pasado hasta ese momento, antes de volver a la Tierra. —Computador, busca en base de datos elemento Rahet—dijo Antúnez, luego de lo cual no obtuvo respuesta inmediata—. Computador, busca en base de datos elemento Rahet. —Búsqueda terminada, no existe elemento Rahet. —Mierda… —murmuró Antúnez, para luego reformular la pregunta—. Computador, busca coincidencias con término Rahet. —Coincidencia encontrada. Palabra original en idioma árabe, traducción al castellano: comenzó. Antúnez quedó algo desconcertado, pues si bien es cierto tenía medianamente claro que el elemento no existía, la traducción de la palabra no decía mucho del motivo por el cual estaba en ese lugar tan lejano. Desde el agotamiento total del petróleo en la Tierra, y la irrupción definitiva de las nuevas tecnologías energéticas, los países árabes habían perdido toda influencia a nivel global, sufriendo más o menos la misma suerte que el continente africano, salvo por algunos grupos que volvieron al nomadismo y lograron sobrevivir con un estilo totalmente extemporáneo. Las posibilidades que alguna facción de esa antigua etnia comenzara algún proceso revolucionario eran mínimas, por lo que la información entregada por la base de datos no servía de mucho. Algunos segundos más tarde, el computador agregó. —Según análisis de software de procesador de datos de BL-FAM, el término consultado podría corresponder a un anagrama. Según estudio basado en algoritmos matemáticos básicos, el término original más probable para el anagrama Rahet es Earth. —¿Earth? ¿Tierra en inglés?—dijo en voz alta Antúnez; de pronto una extraña angustia lo invadió, haciéndole agregar casi sin pensarlo—. Computador, inicia curso de retorno al planeta Tierra según plan de navegación de Brújula Comando.

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Joaquín Antúnez miraba con curiosidad el trabajo de la consola BL-FAM. A diferencia de Tarro, la consola proyectaba por medio de hologramas los cálculos en imágenes de trayectorias y velocidades diversas, lo que le permitía a Antúnez ver el trabajo que hacían los procesadores. De pronto el obrero recordó el proceso de reparación de la cubierta externa, y la gran diferencia entre una proyección del cincuenta y otra del noventa por ciento de posibilidades de retorno exitoso, sólo con la presencia de la Brújula Comando. —Computador, ¿por qué mejora en un cuarenta por ciento la posibilidad de retorno a la Tierra con el uso de la unidad BL-FAM, si la reparación de la capa externa se hizo con una microestructura de apenas veinticinco por ciento de la resistencia y elasticidad originales? —La unidad BL-FAM trae incorporado un software de optimización de los microrobots. Gracias a ello se hizo un diagnóstico que concluyó que generando una doble capa estructural, la resistencia y elasticidad son suficientes para soportar el viaje a través de los agujeros negros. El programa además ordena diagnóstico y reparaciones cada veinte segundos, dejando a los microrobots en alerta y actividad permanente. —Computador, ¿cuándo se ejecutará el trabajo de duplicación de capa estructural?—preguntó Antúnez, cada vez más sorprendido de las cualidades de la Brújula Comando. —El trabajo está siendo ejecutado en este instante, se inició en cuanto se cargó el software a uno de los discos de computador de la nave. Plazo de término de reparaciones, tres minutos. —Supongo que luego de ese plazo empezará la navegación de vuelta a la Tierra—dijo Antúnez. —Positivo. —¿Y los tiempos de viaje serán similares a los iniciales?—preguntó el obrero. —Aproximadamente treinta y un días en el agujero negro mayor, dos días entre un y otro agujero, un día en el agujero negro menor, y cerca de seis horas a destino final. —Está bien, avísame cuando las reparaciones terminen—dijo Antúnez, para dirigirse a la litera. Antúnez empezó a revisar en las gavetas ubicadas en torno a la litera, a ver si había otros aparatos electrónicos dejados por Painemal y que tuvieran más de una función, tal como la consola de juegos. Después de algunos minutos dando vuelta todos los cajones, y cerciorándose que ninguno tuviera otra sorpresa evidente, Antúnez decidió volver a la cabina

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a esperar el aviso del computador de la nave para iniciar el viaje de vuelta. La imagen del descomunal planeta líquido seguía manteniendo ensimismado al obrero. Cuando Antúnez escuchaba a los profesores en el colegio hablar de lo pequeña que era la Tierra y el Sistema Solar, jamás llegó a imaginar que pudieran ser tan ciertas esas palabras, y que pudiera existir un planeta que abarcara el diámetro completo de aquello que veía como enorme en la sala de clases. Antúnez pasaba de una sorpresa a otra, y ni siquiera quería pensar en qué o quién lo recibiría cuando aterrizara en el planeta materno. —Atención, las reparaciones están terminadas. Espero orden para iniciar viaje de retorno. —¿Cuánto tiempo tomará reposicionarnos en el agujero negro?—preguntó Antúnez al computador de la nave, luego de escuchar su aviso. —El reposicionamiento será automático. Los datos del primer viaje permitieron hacer ajustes de navegación que facilitarán algunos procesos, en especial de entrada y salida de los agujeros negros. Espero orden para iniciar viaje de retorno. —Computador, inicie viaje de retorno—dijo Antúnez. —Enterado. El TIU EUM-1 empezó a avanzar con lentitud fuera de la órbita del planeta líquido, y sin acercarse demasiado al campo gravitacional del agujero negro. Mientras ello sucedía, Antúnez se puso el cinturón de seguridad y se conectó al sistema vital de la nave para dejar descansar el sistema portátil, y tenerlo a mano con la carga completa, si es que se desataba algún evento que requiriera su uso urgente. Las repetidas vibraciones de la nave hacia un y otro lado eran prueba fiel del estrecho espacio que separaba a los dos gigantes estelares. El obrero seguía mirando embobado la superficie del planeta, hipnotizado por su imagen y por los misterios que pudiera contener, y que lamentablemente no podría descubrir durante ese viaje. De pronto la nave pareció acercase levemente al planeta, para luego dar un breve giro que dejó al TIU de frente al agujero negro: el espectáculo había acabado, y había que volver a someterse a treinta y un días de viaje por en medio de la oscuridad más absoluta que le había tocado conocer. Antúnez vio con tedio cómo la nariz de la nave empezó a abrirse para dar paso al despliegue de la vela partículo-motriz; todo ocurría demasiado lento como de costumbre, salvo cuando Tarro debió dispararla para salvarlos de caer al planeta. Los movimientos parecían exageradamente lentos, haciendo que Antúnez empezara a bostezar y a cabecear casi descontroladamente. Justo en ese instante el parlante de la nave le aclaró las dudas.

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—Inicio de proceso de animación suspendida de tripulante de nave, según directrices contenidas en Brújula Comando BL-FAM. Tiempo estimado de proceso total: treinta y cuatro días. Antúnez no pudo reaccionar, su cuerpo parecía estar desconectándose de su mente lenta y placenteramente. El viaje quedaba en manos absolutas de la Brújula Comando, y lo único que él podía hacer era dormir, aunque no quisiera. Pasados los minutos propios de la lucha contra lo que fuera que lo estaba aturdiendo, la mente de Antúnez lo devolvió hacia el peculiar sueño en el que estaba en un galpón, con el hombre de terno que de pronto empezaba a manar sangre y a quedar de pie sobre una posa creada por él mismo, y de quien no podía lograr ver su rostro para identificarlo. Antúnez sintió angustia al no poder ver la cara del hombre, pues sentía que si lo lograba, empezaría a entender el significado del sueño. En ese instante en su mente empezó a resonar el nombre del inexistente material que se suponía estaba investigando: Rahet. El hecho que el procesador de la Brújula Comando hubiera sugerido que era un anagrama de Earth, Tierra en inglés, lo mantenía confundido: ¿quién querría hacer un anagrama en inglés, si era un idioma que apenas se hablaba en algunos de los cincuenta países que alguna vez conformaron los desaparecidos Estados Unidos de Norteamérica? Era algo totalmente ilógico usar un idioma secundario para crear un anagrama de algo inexistente, más aún cuando los países que aún utilizaban esa lengua tenían un mermado poder económico, y una casi inexistente influencia política global. El cerebro de Antúnez entonces empezó a mezclar las imágenes, haciendo que la confusión empezara a acercarse peligrosamente a la enajenación: el galpón ya no era tal, sino que el hombre de terno estaba parado sobre algo parecido al planeta Tierra, y la sangre que manaba de su cuerpo y se aposaba a sus pies, empezaba ahora a resbalar por la estructura esférica sobre la que se encontraba, cubriendo pausadamente su superficie, respetando los océanos e inundando lo aparentemente habitable. De un instante a otro los pies del hombre de terno empezaron a hundirse en la posa de sangre, y por consiguiente en el planeta, hasta que desapareció por completo, sin dejar más rastro que su sangre, que seguía avanzando por sobre la superficie de la esfera. La angustia de Antúnez era enorme. Dormido a la fuerza y metido por su cerebro en esa pesadilla, sentía que en cualquier momento su pecho iba a estallar. Justo en ese momento las imágenes empezaron a hacerse cada vez más borrosas, hasta que todo quedó cubierto por un manto negro plagado de decenas de miles de puntos luminosos: la animación suspendida había concluido, y por fin podía volver a ver el espacio alrededor del Sistema Solar.

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—Término de proceso de reanimación del tripulante de la nave. Sistemas vitales funcionando con normalidad. Buenos días tripulante. —Computador, ¿en qué fase del viaje de retorno estamos?—preguntó Antúnez mientras intentaba desperezarse y retomar el control de la situación. —Se completó viaje a través de los agujeros negros. Estamos en el límite del Sistema Solar, preparando coordenadas de llegada a destino. —Computador, ¿cuál es el tiempo estimado de llegada a la Tierra? —Tiempo estimado a destino, cinco horas y treinta y tres minutos. —Computador, ¿a qué puerto arribaremos en la Tierra, nos dirigimos al Puerto Espacial Trentren Vilú o a otro destino?—preguntó Antúnez, sin recibir una respuesta inmediata en esa ocasión—. Computador… —Tiempo estimado a destino, cinco horas y treinta y un minutos. —Computador, ¿cuál es el destino del viaje?—preguntó directamente Antúnez, quedando nuevamente si respuesta—. Computador… —Tiempo estimado a destino, cinco horas y veintinueve minutos. Antúnez se dirigió a la litera. Luego de revisar la carga del sistema vital portátil y asegurarse que estuviera al cien por ciento, sacó el arma magnética para cerciorarse que el sistema de autocarga hubiera funcionado, y estuviera lista para utilizarla si fuera necesario; en cuanto estuvo seguro que todo estaba sin novedades, se dirigió nuevamente a la cabina para vigilar el viaje y saber cuál era el destino que el computador se negaba revelar. Cinco horas y veintisiete minutos después, la nave estaba desacelerando a una distancia prudente de la Tierra, muy por fuera de su órbita. Antúnez miraba con cuidado los movimientos de la nave, que ya traía la vela guardada y viajaba exclusivamente con la carga de las celdas de energía. Justo cuando la nave debería haber enfilado hacia el planeta para llegar luego a la órbita e iniciar descenso, se encendieron los propulsores laterales que desviaron al TIU EUM-1 directo a la Luna. Sin esperar instrucciones del computador, Antúnez se puso el casco y activó el sistema vital portátil: según el cronómetro, en treinta segundos estarían en su destino. —Tripulante, active por favor el sistema vital portátil. Alunizaje en base lunar en veinte segundos. Antúnez estaba con el sistema activado, y con el arma magnética en la mano. A los veinte segundos exactos la nave se posó suavemente en la superficie lunar, para de inmediato apagar sus propulsores y quedar en silencio.

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—Alunizaje ejecutado. Tripulante, descienda por favor del TIU EUM-1. De inmediato la nave se despresurizó, dejando escapar todo el oxígeno y abriendo la compuerta posterior automáticamente. Antúnez avanzó con el arma en ristre, mirando hacia los bordes de la compuerta, a ver si alguien aparecía por sorpresa. Justo cuando miraba a su derecha, la punta del cañón de un fusil de fotones se apoyó en su casco por la izquierda, mientras una voz desconocida le decía. —Brigada Lautaro, suelta el arma winca.

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Seis fusiles de fotones apuntaban a la cabeza de Antúnez. Salidos de la nada, gracias a los trajes de camuflaje tridimensional de última generación, conocidos vulgarmente como “tenidas camaleón”, que se mimetizaban con cualquier entorno generando un estado de pseudo invisibilidad, los miembros de la Brigada Lautaro terminaban de controlar la situación. Del interior de la nave descendieron los dos soldados encargados de la revisión general en busca de alguna trampa, y que se encontraron con el vehículo vacío; en las manos de uno de ellos venía la Brújula Comando BL-FAM. —Mi cabo Cayuqueo, acá está la brújula, intacta y con todas las incidencias del viaje grabadas—dijo el joven y corpulento militar—. Según su bitácora se hizo uso del arma instalada por mi sargento Painemal para eyectar el asiento del piloto. No hay más tripulantes en la nave, ni humanos ni robots. —Pásame todo para llevárselo a mi sargento, junto con este winca—dijo Cayuqueo, para tomar la bolsa que contenía todo lo recuperado en la nave, sin dejar de apuntar a la cabeza de Antúnez—. Ya winca, avanza hacia ese domo, el sargento Painemal te está esperando. No te hagas el héroe, me da lo mismo deshacerte la cabeza de un tiro. Antúnez caminó en silencio hacia el domo, escoltado por el cabo Cayuqueo. Pese a la situación en que estaba se sentía feliz de estar rodeado de compatriotas y a poca distancia de la Tierra, que se veía en el negro cielo como un brillante satélite del satélite en que se hallaba. Luego de caminar los doscientos metros que separaban la nave del domo, pasaron a la primera cámara, donde en dos minutos se presurizó y se oxigenó el ambiente para que los hombres se pudieran desconectar de sus sistemas vitales y sacarse los cascos. Una vez que la compuerta externa se selló, la puerta interna se liberó, permitiendo a ambos hombres entrar a las instalaciones lunares, en donde los esperaba el sargento Painemal. —Mi sargento, acá está el winca que venía en el TIU EUM-1, y los objetos recuperados en su interior—dijo con voz fuerte y golpeada el cabo Cayuqueo. —Gracias Severino. Vuelve con tus hombres a patrullar, tengo que hablar con Antúnez—dijo Painemal. —Sí mi sargento—dijo Cayuqueo, bajando el arma y volviendo a la cámara de presurización para ir con los soldados a su cargo.

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—¿Te costó sobrevivir, Antúnez?—preguntó Painemal, pasándole una lata de cerveza al obrero. —Gracias sargento—dijo Antúnez, recibiendo la lata y abriéndola de inmediato para tomar un gran sorbo—. Sin los regalos que me dejó hubiera sido imposible. —¿Qué pasó en la nave? —Mi EUM-6 tenía un procesador implantado que resultó ser todo menos un procesador de apoyo—dijo Antúnez—. Según el escaneo, esa cosa tenía mapas estelares y planes de navegación falsos, una llave de hardware para que el robot me pudiera atacar, y un explosivo. Tuve que dispararle dos veces con el arma magnética para poder sentar al robot en la silla del piloto luego que me atacó, y lograr dispararlo al espacio. Algunos segundos después, el robot explotó con silla y todo en el vacío. —Te tocó pesado, menos mal que pudiste reaccionar y que aprendes rápido—dijo Painemal, para luego preguntar — ¿Estás seguro que tu apellido real es Antúnez? —Claro, ¿por qué lo pregunta, sargento?—dijo Antúnez, palideciendo. —Porque el plan para matarte fue demasiado intrincado, y me tinca que me ocultas algo—dijo el sargento. —La verdad sargento es que estoy bastante cansado, luego de lo que sea que hayan liberado al ambiente para hacerme dormir. Supongo que cuando estemos en la Tierra podremos conversar con más calma—dijo Antúnez, bebiendo otro sorbo de cerveza. —Siéntate Antúnez, han pasado demasiadas cosas estos sesenta y nueve días. Antúnez y Painemal se sentaron frente a una pequeña mesa que había en la sala donde se encontraban. Painemal apuró la lata de cerveza, para sacar otra inmediatamente del dispensador que tenía adosado a la pared y tomársela casi de una vez. —Mira Antúnez, en los años que llevo formando a los miembros de la Brigada Lautaro me ha tocado ver de todo—dijo Painemal—. Los políticos son una manga de maricones sonrientes y traidores profesionales, así que cada vez que se le solicita apoyo a mi brigada para alguna operación ordenada por el poder político, siempre incluyo una de mis brújulas para rescatar cosas o personas ante cualquier secuestro o eventualidad. Cuando dejé el arma en tu ropa y la brújula comando en la consola de juegos, sólo estaba siguiendo mi protocolo paranoico de costumbre. —Que fue lo que me salvó la vida—interrumpió Antúnez. —Bueno, el asunto es que dos días después quedó la cagada en la Tierra—dijo Painemal. —¿A qué se refiere con eso?—preguntó Antúnez, recordando su extraño sueño.

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—Dos días después de tu despegue, como a las seis y cuarto de la mañana, recibí un llamado de uno de los oficiales de la Brigada, avisándome de un complot internacional liderado por los países que conformaban los Estados Unidos de Norteamérica y parte de Europa, y que ellos llamaron Operación Tierra—dijo Painemal. —O sea que el procesador de la brújula tenía razón cuando sugirió que el nombre de la piedra era un anagrama en inglés—dijo Antúnez. —Correcto. El asunto es que este oficial me avisó que los servicios de espionaje satelital detectaron formaciones de tropas en las repúblicas de Texas, California, Florida y Nuevo México, y que el mismo día del despegue habían empezado a avanzar desde las repúblicas del norte, inclusive de las que limitan con Canadá. —¿Y qué se supone que quieren, atacarnos?—preguntó sorprendido Antúnez—. Hasta donde recuerdo no tienen el poder militar para causarnos daño. —Tal vez su poder militar no es el mejor, pero sus redes de inteligencia son mejores que las nuestras—dijo Painemal—. El oficial me informó que la noche anterior mataron a todos los miembros del Parlamento, y a todos los Consejeros, incluyendo sus descendientes directos. Con ello descabezaron nuestro poder político, dejándonos a merced del caos. —¿A todos los parlamentarios, también al presidente del parlamento?—preguntó Antúnez, casi petrificado. —Sí, el representante Melinao también fue asesinado. De todos modos él no tenía hijos, así que fue donde menos demoraron—dijo con algo de frialdad Painemal—. La desaparición del parlamento y de sus herederos naturales fue el vamos para que se desatara en nuestro país el caos y la desesperación en la población, y la señal para que las fuerzas armadas de los países que conformaban Norteamérica iniciaran su ataque. —¿Qué han hecho las fuerzas armadas mapuche, sargento?—preguntó Antúnez. —Están resistiendo apenas los embates de los norteamericanos—dijo Painemal—. El comando conjunto ha hecho lo posible, pero sin las directrices estratégicas del parlamento, la lucha se torna más bien una serie de reacciones a los planes de los norteamericanos. —¿La consejera Tranolao también fue asesinada?—preguntó Antúnez—. ¿Y Necuñir? —No menciones a ese huacho conchesumadre—dijo airado Painemal—. Ese huevón fue el traidor, el infiltrado que les dijo cómo hacerlo para descabezar el gobierno. De hecho él mató a la consejera Tranolao. Como ni el padre ni la madre del maldito hijo de puta tienen relación de sangre con el parlamento, decidió vender su alma al winca a cambio de poder. Ese huevón es mío, me voy a demorar un mes en matarlo. Antúnez quedó en silencio. La situación era mucho peor de lo que había imaginado, pues quien quiera que hubiera urdido el plan para matarlo en

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el espacio manejaba la información acerca de su parentesco con Melinao. En esos instantes él era el único descendiente directo vivo de todo el parlamento mapuche, y no debía ser demasiado inteligente como para entender la responsabilidad y el riesgo que el revelar su parentesco implicaba. —¿Por qué estamos en la Luna sargento?—preguntó de pronto Antúnez, como iluminado desde la nada—. ¿Por qué no estamos en alguna base oculta en la Tierra, o en Ofiuco VI? —Porque para las autoridades de la Tierra somos proscritos—respondió Painemal—. Cuando el oficial me puso al tanto de lo que estaba sucediendo, me dijo que tenía la certeza que en las Fuerzas Armadas había infiltrados, e inclusive que algunos oficiales de alto rango de las Brigadas Lautaro y Michimalonko habían sido comprados. —¿Infiltraron las fuerzas especiales de las Fuerzas Armadas Mapuche? ¿Y la lealtad irrestricta de los comandos a la etnia y a la causa? —Se vendió a la ambición por una alta suma de dinero y una interesante cuota de poder—respondió Painemal con rabia—. Como ninguno de los generales podría llegar al parlamento por no tener relación de sangre con alguna de las familias de los parlamentarios, al eliminar el poder político algunos de ellos reclamarán una suerte de derecho para ser parte del nuevo gobierno, de lo que sea que dejen los norteamericanos. —¿Y por qué lo de proscritos?—preguntó Antúnez —Porque así servimos de palo blanco—respondió Painemal—. Para las autoridades militares afines a los norteamericanos, mi grupo operativo se alejó de las Fuerzas Armadas constituyendo una especie de guerrilla clandestina. La realidad es que uno de los generales de las Brigadas Lautaro y un coronel de las Michimalonko siguen leales a los preceptos mapuche; ellos decidieron alejarnos para que las tropas norteamericanas y sus leales desvíen su atención hacia nosotros y los dejen trabajar en paz en la Tierra. Ya estamos trabajando en una escalada de atentados controlados para aparentar nuestra escisión del ejército, y así darle tiempo al resto de reordenarse. Antúnez nuevamente quedó absorto en su realidad, pues en esos instantes no sabía si confiar o no en la historia de Painemal: si era cierta, lo ayudaría en la restitución de la soberanía de los Estados Unidos Mapuche; si no, se convertiría en un rehén que eventualmente podría resultar como una moneda de cambio de valor indeterminado. —¿Qué te pasa Antúnez, estás asustado por haber quedado en medio del conflicto?—preguntó Painemal, sonriendo. —Sargento Painemal, mi nombre real no es Joaquín Antúnez, sino Joaquín Melinao Antúnez.

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—Ahora entiendo todo—dijo Painemal luego de cerrar la boca después de la sorpresa que le dio el obrero—. Ya sabemos por qué te quisieron matar, lo que no sabemos es quién conoce tu secreto… cresta, hace tiempo que no estaba en esta situación. —¿Qué situación, sargento Painemal?—preguntó Antúnez. —No sé qué chucha hacer.

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XXII Gamadiel Painemal estaba sentado en la pequeña e incómoda silla plegable dentro del domo que hacía las veces de base lunar. En su mano tenía ahora un mate de calabaza lleno de agua hirviendo y de yerba mate sin colar, brebaje que tomaba sin azúcar ni otro aditivo con una vieja y mal cuidada bombilla de plata, ennegrecida con el uso y el paso del tiempo. Mientras tanto, Joaquín Antúnez seguía con su lata de cerveza y mirando con curiosidad al soldado: sus facciones duras e imperturbables eran idénticas a las fotografías del siglo XX y XXI del antiguo pueblo mapuche, dando testimonio manifiesto de la línea de sangre del suboficial, quien demostraba a cada rato el orgullo que sentía de pertenecer a su etnia y al ejército que representaba y protegía. Al mismo tiempo Antúnez pensaba en sus erráticas facciones, propias de la mezcla entre mapuche y mestiza descendiente de mestizos, que lo hacía ver como un inferior frente a la clase dominante de su país; era increíble pensar que hasta hace algunos cientos de años la situación era al revés, que eran los mapuche los mal vistos, los oprimidos, los inferiores. ¿Cómo podía ser que un pueblo ancestral, originario de esas tierras, fuera mal mirado y oprimido por agentes foráneos y por el solo hecho de no tener ascendencia europea? Era en esos momentos en que Antúnez agradecía no haber vivido en esa vergonzosa época de la historia sudamericana. Painemal parecía confundido, además de enojado; de hecho el sargento se veía casi todo el tiempo como si estuviera mal genio, lo cual era comprensible si se consideraba el trabajo del hombre, y la imagen que estaba asociada a dicho trabajo. Sin embargo, la confusión no estaba presente en su rostro cuando Antúnez lo conoció dos meses antes en las dependencias de la Oficina de Asuntos Estelares. —¿Qué miras tanto, winca?—preguntó Painemal, sin despegar la vista de su mate. —Lo veo confundido sargento—respondió Antúnez—. Eso es preocupante, si pensamos que usted está a cargo de esta operación. —Yo no estoy a cargo de nada Antúnez, sólo espero las órdenes emanadas desde la Tierra para hacer lo que los oficiales leales a la causa determinen que es lo mejor para la patria mapuche—dijo Painemal, como si estuviera recitando un mantra. —Sargento, hay otro problema respecto a mi identidad—dijo Antúnez, tratando de no importunar a Painemal—. Yo tengo un hijo en… —¿Un hijo? ¿Estás casado entonces?—interrumpió Painemal—. Dame los datos de tu esposa y tu hijo para esconderlos.

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—Sargento, yo no estoy casado—dijo Antúnez—. Tuve un hijo con mi pareja, pero ahora estamos distanciados por motivos personales. —Vaya, estás lleno de sorpresas, winca—dijo con naturalidad Painemal—. Creo que por ahora dejaremos en paz a tu familia, no creo que alguien se quiera meter con ellas si no las conocen. —Si usted lo dice, supongo que será lo más seguro—dijo Antúnez. —Si quieres ir a descansar, pasada esa puerta están los domos de la tropa—dijo Painemal—. Si no me equivoco deberían quedar cuatro o cinco literas desocupadas; elige cualquiera. Ah, hay cubiertas térmicas y ropa para que te cambies en la caja a los pies de cada litera. —Gracias sargento, creo que iré a dormir un rato. —Algo más Antúnez—dijo Painemal—. Como ley pareja no es dura, al elegir una litera te haces responsable absoluto de su aseo y orden, y te exigiré lo mismo que a mis Lautaro, conmigo no habrá privilegios. —Es lo justo sargento—respondió Antúnez—. ¿Algo más? —Sí, toma—dijo Painemal, entregándole un arma de puño de fotones, con el diseño del kultrún rodeado por un trarilonko grabado a láser en la empuñadura, distintivo de las Brigadas Lautaro—. Los deberes traen privilegios. Úsala sólo si es imprescindible, y si disparas apunta a la cabeza, al cuello o al corazón: los Lautaro no hacemos sufrir a nuestros enemigos, simplemente los eliminamos de modo rápido y con el menor dolor posible. Ahora anda a dormir. Antúnez se fue a los domos de la tropa, aún contento con el regalo que le hizo el sargento Painemal. El obrero eligió la litera más alejada de los soldados: tenía claro que en un grupo de elite, un civil sin formación y más encima mestizo podría no ser muy bienvenido, pese a las órdenes del sargento; en esas circunstancias, lo mejor era mantener la distancia para evitar conflictos artificiales e innecesarios. Luego de ducharse y cambiarse de ropa, se acostó en la litera que eligió, no sin antes poner en su lengua una de las láminas de comida para el día. Al poco rato, Antúnez se encontraba nuevamente en su extraño sueño, con la diferencia que ahora el hombre de terno que sangraba por los pies tenía rostro: el de su padre biológico, el asesinado senador Melinao. Antúnez estaba un poco asustado, pues su sueño había resultado premonitorio; ahora debería fijarse en los detalles, por si su subconsciente le quería avisar con antelación lo que podría llegar a suceder. La mirada de Melinao parecía perderse en el horizonte; cuando Antúnez miró hacia donde apuntaban los ojos de su padre, vio a una turba de mapuche vestidos a la usanza tradicional avanzando con furia contra una ordenada columna de soldados ataviados con brillantes trajes metálicos. Justo cuando el toqui que encabezaba el grupo se disponía a asestar el golpe que daría inicio a la batalla, una lanza lo atravesó por la espalda, dejándolo inmóvil en el aire; en ese momento, cuando Antúnez empezaba

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a escudriñar su sueño para ver de dónde había salido la lanza traidora, un fuerte remezón lo despertó. —Despierta winca, llevas durmiendo más de veinte horas—dijo un mocetón con el ceño fruncido—. Levántate, báñate, ordena tu cama y vamos al domo de reunión. Tienes ocho minutos y cuarenta segundos. Y no te atrases, que los castigos son para toda la Brigada. —Y el último castigo a esta Brigada fue hace nueve años—agregó el cabo que lo había escoltado desde la nave al domo. Antúnez no respondió, saltó como catapultado de la litera al baño con la ropa colgando, para alcanzar a hacer todo en el escaso tiempo indicado. Luego de bañarse a medias, secarse como pudo, vestirse de modo tal de no verse desordenado y estirar la cama lo más parecido posible a las de los comandos, corrió al domo de reunión, donde ya estaban ordenados en dos filas los miembros de la brigada, en posición de firmes, y con la mirada fija en el sargento Painemal. —Bien Antúnez, apenas diez segundos de retraso. Si fueras uno de mis hombres te tocaría de castigo el Caupolicán—dijo Painemal. —¿Puedo preguntar qué significa ese castigo, sargento?—dijo aterrado Antúnez, recordando que el histórico toqui murió torturado en una filosa pica que lo atravesó desde el ano hasta el tórax. —Cabo Cayuqueo, explique el castigo Caupolicán—dijo Painemal. —Cargar un tronco por más de veinticuatro horas, mi sargento—vociferó Cayuqueo, para luego mirar a Antúnez y decir en voz baja—. Ni se te ocurra preguntar por el tronco winca huevón, el sargento tiene uno y te aseguro que no lo aguantarías más de cinco minutos. —¿Entendiste Antúnez?—preguntó Painemal. —Sí sargento. —Bien, ponte al final de la fila. Soldados, en descanso—dijo Painemal, para que en menos de un segundo todos sus hombres quedaran con la típica posición de medio paso adelantado—. Soldados, anoche recibí las primeras órdenes del comando terrestre, así que vayan a prepararse para inicio de campaña. Cabo Cayuqueo, Antúnez, vengan conmigo. El obrero y el cabo acompañaron al sargento al domo donde éste tenía su central de operaciones; mientras tanto, el resto de la brigada se dirigió de inmediato al domo de las literas para armarse y estar listos a las órdenes que en su momento les transmitiría el cabo Cayuqueo. Painemal sacó una pantalla táctil similar a la brújula comando que se había encargado del retorno del TIU EUM-1 al Sistema Solar, la que desplegó en el aire un holograma del planeta Tierra.

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—Señores, el general Caniuñir se comunicó anoche conmigo, y me comentó que la situación está en un muy mal pie—dijo Painemal, sacando su mate—. Aparte del estado de nuestras tropas, que se encontraron con la sorpresa de un ejército norteamericano muy bien aperado y entrenado, tenemos un factor de descontrol social muy complicado, por el descabezamiento del aparato gubernamental. —¿Tan hondo caló en el pueblo el homicidio de la casta parlamentaria?—preguntó algo incrédulo Antúnez. —Las familias que conformaban el parlamento eran de machis, caciques y toquis históricos de nuestra etnia, a ambos lados de la cordillera de Los Andes, winca—dijo Cayuqueo—. No mataron sólo a personas, sino a todas las castas ancestrales que gobernaron nuestro pueblo desde tiempos inmemoriales. En estos momentos la nación mapuche está de duelo, y descabezada. —Es por ello que la misión que tenemos es de suma importancia—dijo Painemal, mirando directamente a Antúnez, quien sólo atinó a bajar la cabeza y sentarse en silencio en uno de los asientos instalados en el domo—. Mi general Caniuñir necesita que el único descendiente vivo de las castas gobernantes esté en el menor tiempo posible en la base subterránea de Neuquén. —Esa es la base de Inteligencia, la que llaman la Ruca secreta—comentó Cayuqueo, para luego agregar—. Es un alivio saber que al menos un descendiente de una de las castas se salvó. —Sí, un gran alivio Cayuqueo—dijo Painemal, mientras Antúnez se mantenía cabizbajo—. Hay que preparar cuatro transportes menores artillados para bajar con las tropas; dos de los hombres se quedarán acá custodiando la base, Antúnez y yo iremos en el TIU. —Sí mi sargento—vociferó Cayuqueo—. Mi sargento, ¿dónde tendremos que ir a buscar al nuevo toqui de nuestras huestes? Quiero planificar lo antes posible el viaje. Antúnez miró algo temeroso a Painemal y a Cayuqueo, sin saber cómo reaccionaría el cabo al saber la noticia. —A ninguna parte Cayuqueo, saldremos de la base con el toqui bajo nuestra custodia—dijo Painemal, para sorpresa de su interlocutor—. Cabo Cayuqueo, te presento a Joaquín Melinao Antúnez.

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XXIII Joaquín Melinao, otrora Antúnez, seguía con la mirada clavada al piso mientras Painemal tomaba un sorbo de su mate, y Cayuqueo se mantenía en posición de firme frente al sargento. Pese a que su rostro no evidenciaba ninguna mueca, los músculos de su cuello se veían extremadamente contraídos. —Mi sargento… ¿está seguro de la huevada que dijo?—preguntó de pronto Cayuqueo—. Con todo respeto mi sargento, este winca no puede ser de la casta de los Melinao. —¿Conociste en persona al senador Melinao, Cayuqueo?—preguntó el sargento—. Que yo sepa sí, él nos visitó una vez en nuestro campo de formación, en Llico. ¿Recuerdas cómo era su piel y sus facciones? —Sí mi sargento, el senador Melinao era bastante pálido y de rasgos algo menos pronunciados que los mapuche, mi sargento—respondió el cabo, algo sudoroso. —¿Te acuerdas Cayuqueo, qué me dijiste para callado cuando se fue el senador?—volvió a preguntar Painemal. —Sí mi sargento, le dije que el senador Melinao parecía winca, mi sargento—dijo Cayuqueo, visiblemente nervioso. —Y si miras con detención las facciones de Antúnez, y basado en tu entrenamiento visual, ¿crees que se asemejan a las de senador, Cayuqueo?—dijo Painemal, dejando el mate en la mesa, poniéndose de pie y parándose de frente al cabo, a no más de dos centímetros de su cara. —Mi sargento, sus facciones son muy similares. Basado en mi entrenamiento diría que coinciden en más de un ochenta por ciento… mi sargento—respondió Cayuqueo, empezando a palidecer. —¿Sigues creyendo que dije una huevada, cabo maraco y la conchetumadre?—dijo entre dientes Painemal, apretando bruscamente y sin aviso el cuello de Cayuqueo—. ¿Qué prefieres de castigo por faltarme el respeto, putita de mierda, que te degrade o que te estrangule? —Lo que usted decida que es mejor para la gloriosa Brigada Lautaro, mi sargento—dijo Cayuqueo con la poca voz que le quedaba, y con la piel de su cara cada vez más azulada. —Así responde un comando Lautaro, Melinao—dijo Painemal, soltando a Cayuqueo, quien apenas tomó aire con profundidad, sin perder su posición inicial—. Cabo Cayuqueo, informe a la tropa la distribución en las cuatro naves, revise la artillería de los transportes, y elija a los hombres que custodiarán esta base.

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—Sí mi sargento—respondió el cabo haciendo sonar sus talones, para luego salir al trote hacia el domo donde lo esperaban los soldados aperados para la misión. Melinao, quien aún pensaba como Antúnez, miró en silencio y con temor la escena entre ambos militares. En cuanto salió el cabo Cayuqueo se puso de pie y se acercó al refrigerador de Painemal. —¿Puedo sacar una cerveza, sargento?—preguntó Melinao. —Por supuesto Melinao. —Disculpe sargento, pero ¿no cree acaso que este incidente puede poner a su gente en mi contra? No sé si esto sea habitual entre ustedes, pero lo que vi fue demasiado violento—dijo Melinao. —Melinao, ¿sabe cómo se llega a formar parte de las Brigadas Lautaro?—preguntó Painemal. —No lo sé exactamente, pero creo que el proceso de selección es terrible—dijo Melinao. —Los postulantes aceptados de esta promoción fueron cuatrocientos diez, de un total de cinco mil soldados y cabos que presentaron sus antecedentes. De esos, cuatrocientos eran rasos y diez cabos—dijo Painemal. —Esta promoción tiene cuarenta soldados y un cabo… apenas el diez por ciento aprobó los exámenes—dijo sorprendido Melinao. —No, no es así—replicó Painemal—. De los cinco mil, cuatrocientos diez aprobaron los exámenes. Los cuarenta y uno que conforman esta promoción de la Brigada Lautaro fueron los que sobrevivieron al entrenamiento. Estos hombres son lo mejor del planeta, son capaces de todo, nada ni nadie los puede someter, salvo las órdenes emanadas por un superior. Lo que viste Melinao, fue un intento de Cayuqueo por pensar por su cuenta; ahora le quedó claro que su pega es hacer lo que yo diga. —Eso quiere decir que si usted les dice que soy su toqui, me defenderán a brazo partido, y hasta morirán por mí—dijo Melinao—. Pero si luego cambia de opinión, y usted me transforma en el winca asesino, no dejarán ni mi recuerdo. —De hecho si algún oficial nos dice que como brigada somos peligrosos para el futuro de la nación mapuche, no dudaremos ni un instante en acabar con nuestras vidas—dijo Painemal, casi con orgullo. —No lo entiendo ni lo comparto sargento, pero comprendo que mis aprensiones no tengan peso alguno en este lugar—dijo Melinao, aún confundido con el modo de actuar del sargento—. ¿Qué se supone que pasará con su gente ahora? —Mi brigada se transformará en tu brazo armado, Melinao—dijo Painemal—. Para ellos tú eres el toqui, que le dará la fuerza a la nación mapuche para pelear la tercera y definitiva Guerra de Arauco.

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—¿Está seguro de esto sargento? ¿Qué pasaría con todo esto si me llegaran a matar? Recuerde que pese a lo que usted o yo podamos desear, no tengo entrenamiento militar profesional como el del ejército regular; de hecho apenas hice el servicio militar, y la formación fue más técnica que otra cosa—dijo Melinao. —Si mueres Melinao, pueden pasar dos cosas: o se usa tu memoria como bandera de lucha para derrotar a los invasores, o nos vamos a la chucha y aprendemos a vivir de esclavos, esta vez para siempre—dijo Painemal. —Sargento, sé que es una locura pero… ¿me daría permiso para ir a caminar afuera?—preguntó Melinao—. Necesito pensar a solas. —Tú eres el toqui—dijo Painemal, tomando un intercomunicador—. Soldado Quinchavil, el toqui Melinao necesita salir a la superficie lunar, llévelo al domo para que se ponga un traje, un sistema vital portátil y acompáñelo a distancia de seguridad. —Gracias sargento. —Por nada, Melinao. Treinta segundos después el mismo mocetón que lo había despertado estaba frente a Joaquín Melinao. Un par de minutos después los dos hombres se estaban colocando sus trajes espaciales y sus sistemas vitales portátiles. Aparte de los monitores normales, el traje traía incorporada una diminuta pantalla táctil en la zona de la muñeca derecha. —¿Es verdad lo que dijo mi cabo Cayuqueo?—preguntó de pronto Quinchavil—. ¿Usted es descendiente del senador Melinao? —Sí, soy su hijo ilegítimo—respondió Melinao, mientras se colocaba en el pecho el sistema vital—. ¿Para qué sirve esta pantallita?—preguntó de vuelta el obrero, para cambiar un poco de tema. —Ese es el control del camuflaje holográfico. Cuando estemos en el domo de despresurización debe tocar la pantalla para que se active el camuflaje; cuando salgamos a la superficie lunar seremos invisibles a cualquier sensor tradicional ubicado en la Tierra o en alguna nave espacial—respondió Quinchavil—. Melinao, ¿usted entiende lo que significa ser el único descendiente vivo de las castas parlamentarias? —Según el sargento, yo soy algo así como un toqui, un líder en tiempos de guerra o algo parecido… la verdad es que siento que apenas serviré como una cara visible dentro de quienes librarán la guerra que debe terminar con nuestra libertad definitiva—dijo Melinao, tratando de acomodar la pistola de fotones dentro del traje espacial—. Si tuviera que definirme, creo que deberé ser un motivador, lo que es difícil para alguien que ha debido ocultar su origen durante tantos años. —Usted es nuestro toqui, Melinao. Está obligado a actuar con valor sin límite, a dejar de lado sus miedos y sus dudas, a empuñar lo que sea que tenga a mano para guiarnos a la victoria. Usted será quien grite

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“Marichiweu”, y nosotros responderemos con nuestra voz y nuestra sangre a su llamado. Si usted mata nosotros mataremos, si usted muere nosotros moriremos… usted no se puede rendir, ni siquiera frente a la muerte, porque la muerte es parte de la vida del toqui mapuche. Ahora que sabemos que por sus venas corre nuestra sangre, nosotros seremos el corazón que moverá esa sangre para que llegue sin pausa a donde deba llegar—dijo Quinchavil, emocionando a Melinao quien recién empezaba a entender lo que significaba su apellido—. Active su sistema vital y el camuflaje holográfico. Yo saldré primero, diez segundos después puede salir y caminar por donde quiera. La autonomía de su sistema vital es de seis horas. Ah, la pistola de fotones va en la cartuchera externa de su cadera derecha. Acostúmbrese, toqui Melinao. Las palabras de Quinchavil empezaron a dar vueltas en la mente de Melinao. “Cien veces venceremos”, el grito ancestral de guerra de su pueblo, era ahora la consigna que guiaría sus pasos y de quienes lo seguirían en esa inminente guerra. Era imprescindible salir a la superficie lunar, debía limpiar su mente para decidir qué hacer desde ese instante en adelante; si no lograba que su mente y su alma estuvieran en armonía, las decisiones que debería enfrentar podrían ser las peores para el futuro de los pueblos originarios del continente e inclusive, del planeta. La Tierra era un espectáculo indescriptible vista desde la Luna. No importaba cuántas fotografías, hologramas o visitas a salas tridimensionales se hicieran, el estar en la superficie lunar y ver directamente en el cielo al planeta madre colgando de la nada era una sensación que había que vivir para poder entenderla. La fragilidad de esa esfera azul, blanca y café era evidente, y el saber que cuatro mil millones de almas la poblaban y pululaban en su superficie y sus profundidades podía causar sentimientos que iban desde el temor hasta el sobrecogimiento, con esa obra magnífica que algunos atribuían a la física cuántica y otros a la divinidad. Parado en el pequeño satélite natural de ese portento que decoraba en menguante el negro espacio, Melinao empezaba a caminar consigo mismo, en espera que cada paso aclarara sus incontables dudas. Melinao caminaba con normalidad sobre la superficie lunar, gracias a que el traje permitía generar una suerte de gravedad algo mayor, que ayudaba a contrarrestar la pobre atracción que genera la Luna en los cuerpos que invaden su superficie. Su mente transitaba entre el pragmatismo de Painemal y la tormenta emocional de Quinchavil; era en ese discurso en que se notaba la experiencia y el don de mando del sargento, y la lealtad ciega a la causa de los soldados que conformaban la Brigada Lautaro. Melinao tenía claro que el dogma era una de las herramientas importantes que las fuerzas armadas usaron desde siempre

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para lograr sus objetivos; sin la concientización férrea en la causa, ya fuera independencia, soberanía, patria o etnia, las posibilidades de conseguir que seres humanos comunes y corrientes hicieran actos inhumanos, sobrehumanos, y más allá de las capacidades comunes eran mínimas. Si él quería lograr unidad en la causa y convertirse en la cabeza visible de la liberación de su pueblo, debería usar la convicción de Quinchavil, pero actuar con la frialdad y la racionalidad de Painemal: esa podría ser una amalgama adecuada para convertirse en el toqui que la nación mapuche necesitaba que fuera en ese momento. Melinao caminaba lentamente, mirando el cielo y pensando en el extraño viaje que le había tocado hacer; pese a los agujeros negros que había atravesado, al descomunal sistema planetario al que había llegado, y a la desigual lucha con Tarro, el obrero tenía medianamente claro que a partir de su llegada a la Tierra empezarían los problemas y riesgos de verdad: una cosa era dispararle a un autómata, y otra muy distinta era matar a otro ser humano. De pronto una pequeña piedra pasó por el lado de su pie: casi automáticamente Melinao giró sobre su eje, desenfundó su pistola de fotones y la apuntó hacia el lugar desde donde debería haber salido la piedra. —No dispare, soy yo, soldado raso Quinchavil—dijo una voz en el vacío: de un momento a otro el cuerpo del soldado se materializó, dejando ver sus manos en alto—. Vengo siguiéndolo durante toda su marcha, ¿cómo se dio cuenta de mi presencia recién ahora? —Pude ver una piedrita que pateó al caminar, y que pasó al lado mío más rápido que mi pie—respondió Melinao, mientras enfundaba la pistola. —Qué bueno saber que al menos tiene instinto, con un poco de entrenamiento podría lograr mucho—dijo Quinchavil—. Me llega la orden de mi cabo Cayuqueo que volvamos a la base. Sígame. Quinchavil y Melinao avanzaron a tranco normal por la planicie lunar hasta el domo de presurización. Luego de entrar, sellar la puerta, presurizarlo y constatar niveles adecuados de oxígeno, los dos hombres entraron al domo donde se encontraban los cuarenta y un hombres restantes, incluido el sargento Painemal. Todos estaban ataviados con sus trajes espaciales y sistemas vitales portátiles, y armados con sus poderosos fusiles de fotones, salvo dos que llevaban grandes mochilas en sus espaldas, y que cargaban en sus brazos cilindros de un material indeterminado de más de un metro de largo y de algo menos de veinte centímetros de diámetro, conectados por uno de sus extremos, por medio de una interfaz, a la mochila. —A la fila Quinchavil—gritó Cayuqueo, para luego pararse en posición de firme frente a Painemal—. Mi sargento, la brigada está lista. Llancaqueo y

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Ñanco se quedarán en la base, el resto de los hombres ya está distribuido en los cuatro transportes. Usted decide en cuál vehículo iré yo, mi sargento. —Tú vienes con Melinao y conmigo, Cayuqueo—dijo Painemal, para luego hacerle un ademán al cabo para que diera las órdenes pertinentes a los soldados de la brigada—. Melinao, vamos al TIU. Melinao volvió a activar el sistema vital portátil para dirigirse junto con Painemal al domo. Mientras los soldados se separaban en cuatro grupos siguiendo los gritos de Cayuqueo, Painemal y Melinao salieron al vacío y se encaminaron a la nave que lo llevó por su extraña travesía interestelar. —Sargento, sé que tal vez sea intrascendente pero, ¿qué eran esos cañones que llevaban los soldados que se quedarán en la base?—preguntó Melinao. —Cañones magnéticos de ciento cincuenta milímetros—respondió el sargento, mientras leía datos en una tableta portátil similar a la Brújula Comando que había usado Melinao para volver al Sistema Solar. —Pero no vi dónde llevaban los trípodes para afirmar las armas—dijo Melinao. —No usan trípode, ellos las sostienen con sus cuerpos—replicó Painemal, sin despegar su vista de la tableta. —Pero hasta donde sé ese cañón necesita de trípode para sostener el retroceso… ¿no son esos acaso los que son capaces de derribar transportes mayores?—preguntó algo incrédulo Melinao. —Antes que sigas preguntando, no conoces el entrenamiento de mi gente. Ellos son capaces de hacer lo que yo les ordene: mi trabajo es entrenarlos para lograr mis objetivos. Llegamos—dijo Painemal, abriendo la puerta posterior del TIU para ingresar a la nave y conectar de inmediato al computador de vuelo su brújula comando. La nave había sido aseada por los robots asistentes de la base lunar. En la cabina habían colocado un asiento en el lugar dejado por la silla original, y tras el puesto del piloto había ahora una silla más simple, fijada al piso por un sistema neumático. Instintivamente la vista de Melinao se dirigió a la base del que fuera su asiento. —Mis robots lo sacaron—dijo Painemal—. El sistema de eyección de sillas es desechable, se usa y luego se descarta. —Fue un invento suyo, ¿cierto?—preguntó Melinao. —La idea es mía, un par de robots de diseño lo hicieron realidad—dijo Painemal. Justo en esos momentos entró Cayuqueo a la nave, para de inmediato sellar la puerta y presurizar el interior de la cabina. Luego se cuadró frente a Painemal, sacándose el casco.

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—Mi sargento, la tropa está distribuida en los cuatro transportes—bramó Cayuqueo—. Los cuatro pilotos informan que las brújulas comando están conectadas a los computadores de las naves, estamos en espera del despegue. —¿Cómo está la seguridad de la base?—preguntó Painemal mientras se sacaba el casco, siendo imitado por Melinao. —Llancaqueo y Ñanco desplegaron pantallas holográficas y camuflaje electrónico mi sargento—respondió Cayuqueo—. Por seguridad les dejé cuatro sistemas vitales cargados a cada uno, y dejamos la base despresurizada. —¿Qué significa eso?—preguntó Melinao. —Significa que en cuanto despeguemos la base desaparecerá para cualquier sistema de rastreo o búsqueda que no tenga nuestros códigos—respondió Painemal—. La despresurización de la base significa que se vació todo el oxígeno, así que los hombres dependen de sus sistemas vitales. Además nuestros sistemas vitales tienen un pequeño microchip de seguridad: la transmisión remota de electricidad está limitada sólo a los sistemas que contienen el código almacenado en dicho chip. —O sea que si llega alguien de fuera y encuentra la base no la podrá usar, y su supervivencia dependerá exclusivamente de la autonomía de la batería de su sistema vital—concluyó Melinao—. Parece que a ustedes no se les va una. —Por supuesto que se nos van cosas Melinao—dijo Painemal, para luego decir en voz alta—. ¿Qué hacemos cuando cometemos un error? —Reparamos, sancionamos, aprendemos, mi sargento—gritó automáticamente Cayuqueo. —Eso significa ser un comando Lautaro, Melinao. No lo olvides jamás, porque ellos no lo harán—dijo Painemal—. Cayuqueo, al asiento del copiloto, Melinao, siéntese en la silla tras la mía y fije su cinturón de seguridad. Melinao se sentó en la silla adicional indicada por Painemal. Mientras tanto, el sargento y el cabo empezaron a enviar órdenes a los computadores de los cuatro transportes por medio de sus brújulas comando. —Atención transportes, secuencia de despegue iniciada, salimos en cinco segundos—dijo Cayuqueo por el intercomunicador. Cinco segundos más tarde las naves estaban despegando de la superficie lunar. —Mira la pantalla Melinao—dijo Painemal. En la terminal el obrero pudo ver cómo la base lunar desparecía ante la cámara, dejando ver un yermo campo vacío, tal como la mayor parte de la superficie del satélite natural. —Coordenadas de entrada a la atmósfera de la Tierra programadas. Tiempo de llegada estimado, ocho minutos y cuarenta y cuatro

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segundos—dijo Cayuqueo, quien luego giró hacia Melinao y le dijo—. Diríjale unas palabras a los hombres, ellos ya saben quién es usted. Melinao miró a Cayuqueo y a Painemal. Sin pensarlo dos veces abrió el intercomunicador y les dio a los comandos Lautaro el único mensaje que tenía certeza que entenderían: —¡Marichiweu!

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XXIV

El corazón de Melinao estaba agitado. Luego de gritar “cien veces venceremos”, el grito de guerra ancestral de su pueblo, y recibir de vuelta en los altavoces de la nave las voces de los treinta y ocho guerreros respondiendo su llamado, el tiempo parecía haberse acelerado y casi sin darse cuenta estaban a punto de entrar a la atmósfera terrestre. Painemal y Cayuqueo se comunicaban con los transportes sólo por vía electrónica, pues desde que salieron de la órbita lunar se silenciaron las comunicaciones. Así, Melinao sólo se dedicaba a mirar lo que aparecía en la pantalla a la que tenía acceso, sin atreverse a hablar o preguntar nada. De pronto los parlantes empezaron a reproducir un diálogo entre los transportes. —TIE BL-2, acá TIE BL-1. —Adelante TIE BL-1. —Estamos listos para entrar a la órbita terrestre, cambio. —Entendido TIE BL-1. Los TIE BL 3 y 4 también están listos. Computadores de vuelo coordinados en línea. Ingresando a la atmósfera terrestre en 3, 2, 1… En ese instante los cuatro transportes con los treinta y ocho comandos Lautaro entraron a la atmósfera terrestre, aproximadamente cinco segundos antes que lo hiciera el TIU EUM-1 en que iban Melinao, Painemal y Cayuqueo. De pronto y sin previo aviso las cuatro naves empezaron a vibrar exageradamente, para luego comenzar a incendiarse, y finalmente explotar en cuatro enormes bolas de fuego. Melinao estaba pegado a su asiento, aterrorizado por la espantosa escena que veía en la pantalla. Justo en ese instante se desplegó un mensaje en su terminal: “presiona acá”. Melinao presionó la pantalla táctil. La imagen cambió de color, como si todo se viera a través de un filtro de color naranja. En la pantalla ahora se veían las cuatro bolas de fuego ardiendo, entre las cuales pasó raudamente planeando el TIU EUM-1, y más abajo treinta y ocho puntos luminosos brillantes que a cada segundo se separaban más y más, hasta salir por completo del campo óptico de la cámara de la nave. Ahora en su pantalla se leía “paracaidismo orbital avanzado”, lo que terminó por tranquilizar a Melinao: el incendio de las naves sirvió como pantalla para permitir la entrada clandestina del TIU EUM-1 a la Tierra, y para hacer creer al menos por un tiempo, que los comandos Lautaro habían muerto.

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Melinao seguía en silencio, al ver que ambos militares no pronunciaban palabra alguna: seguramente los sistemas de monitorización en tierra eran capaces de captar voces humanas dentro de las naves, por lo que preferían no hablar y así evitar ser detectados. Tal vez por ello también la nave iba planeando, con los motores apagados, y con la cabina a presión y concentración de oxígeno externa, por lo cual debían ir con los sistemas vitales portátiles funcionando. La nave planeaba sigilosa a gran velocidad, por la pantalla Melinao podía ver cómo la cordillera de Los Andes se veía cada vez más grande y más cercana, mientras la brújula comando la guiaba a cuatrocientos ochenta kilómetros al este del Puerto Espacial Trentrén Vilú, donde se ubicaba la Central de Inteligencia de las Fuerzas Armadas Mapuche, conocida coloquialmente como la “Ruca secreta”. Justo cuando el geolocalizador de la pantalla desplegaba como información “tiempo arribo a CIFAM: ciento veinte segundos”, apareció sobre él la palabra “sujétate”, luego de lo cual la terminal se apagó. La nave quedó completamente a oscuras, luego que la energía de la nave se cortara. Melinao se sujetó con fuerza del asiento donde iba Painemal, y se estiró un poco sobre él para ver algo a través del parabrisas. De pronto la nave pareció perder el control y giró en ciento ochenta grados, precipitándose a tierra de cola: dos segundos después la nariz del TIU se abrió bruscamente, y la vela partículo-motriz salió disparada con violencia, desplegándose en menos de tres segundos para, haciendo las veces de paracaídas, permitir que el TIU se posara de cola en un terreno despejado ubicado a menos de un kilómetro de la entrada de la ruca secreta. Cuando Melinao pudo enderezarse, y luego que Painemal y Cayuqueo se sacaran los cascos, apagó su sistema vital portátil para empezar a respirar aire ambiental. —Paracaidismo avanzado—dijo Painemal, al ver la expresión de terror de Melinao—. Apagamos todos los sistemas antes de entrar al radio de acción de los sensores de tierra, si hay alguien espiando con medios electrónicos pasamos inadvertidos. —Y si hay alguien espiando con medios convencionales, morirá a manos de los Lautaro—agregó Cayuqueo. —Vamos Melinao, sácate el traje espacial, caminaremos el kilómetro que nos separa de la entrada de la ruca secreta. Y no olvides cambiar la pistola de fotones a la pistolera del traje camuflado—dijo Painemal, al tiempo que ambos militares hacían lo propio. Mientras Melinao se sacaba el traje espacial, guardaba el sistema vital, cambiaba la pistola y revisaba que el camuflaje holográfico funcionara, Painemal y Cayuqueo recogieron la vela partículo-motriz y la plegaron dentro de la nariz del TIU, para luego adherir por medios magnéticos al lado de la puerta una especie de tableta parecida a la brújula comando

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pero más pequeña, en cuya pantalla apareció desplegada la forma de una mano humana. En cuanto Melinao salió de la nave, Painemal le dijo: —Melinao, pon tu palma derecha en esa pantalla. —Bueno sargento—dijo Melinao—. ¿Para qué sirve esto? —Esto es un procesador militar avanzado que cumple varias funciones—dijo Painemal, mientras la pantalla grababa información biométrica del obrero—. Funciona como computador de tableta común y corriente, GPS y EPS por si se necesita usar en el espacio exterior, brújula comando y camuflaje holográfico personalizado. —¿Personalizado?—preguntó Melinao, retirando la mano una vez que la tableta lo autorizó. —Eso quiere decir que una vez que el camuflaje se active, sólo el dueño biométrico de la tableta lo puede desactivar—dijo Cayuqueo, revisando la carga de sus armas—. Una vez que la nave desaparezca, sólo usted la podrá hacer reaparecer, toqui. —¿Y eso por qué?—preguntó Melinao, sorprendido. —Un toqui necesita una nave, ante cualquier eventualidad—dijo el sargento—. Mal que mal has vivido muchas cosas en esa maravilla, así que consideré que lo más justo es que quede en tus manos. Si algo nos pasa a Cayuqueo o a mí, la brújula comando de la tableta te servirá de piloto. De más está decir que desde que el procesador grabó tus datos biométricos y de ADN en su memoria, así que sólo funcionará contigo. —Acostúmbrese a las responsabilidades, toqui Melinao, que de ahora en adelante serán cada vez más y más—agregó Cayuqueo. —Bueno, activen sus camuflajes holográficos y pónganse los cascos de campaña—dijo Painemal, para luego desaparecer en el aire junto con Cayuqueo—. Melinao, pon tu mano derecha en la pantalla, y cuando se despliegue el menú presiona en “camuflaje personalizado”. Luego síguenos, somos los dos puntos azules más brillantes en la pantalla del camuflaje holográfico de tu traje. Melinao siguió las indicaciones que le dieron. En cuanto presionó la instrucción de camuflaje personalizado en la tableta, la nave desapareció a sus ojos pero no así en la pantalla ubicada en la muñeca izquierda de su traje; tal como lo dijo el sargento, en dirección opuesta a la posición del TIU aparecieron dos puntos azules brillantes que empezaron a alejarse rápidamente del lugar. Melinao empezó a apurar el paso para no quedar tan atrás y poner en riesgo la misión; en la medida que se acercaban a donde quiera que se dirigieran, otros puntos azules luminosos empezaron a materializarse en la pantalla, desde todas direcciones, confluyendo hacia el mismo destino. Pasados ocho minutos de acelerada marcha, los dos puntos luminosos que seguía se detuvieron; Melinao se detuvo detrás de ellos, a dos

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metros de distancia según lo informado por la pantalla de su camuflaje. Por delante de ellos había cuatro filas de puntos azules brillantes perfectamente ordenadas, la primera y la cuarta de diez puntos, la segunda y la tercera de nueve cada una. En ese momento la voz del sargento se escuchó a través de los audífonos incorporados al casco. —Soldados, descansen. ¿Alguien tuvo algún incidente en el salto orbital, o en el aterrizaje? —¡No, mi sargento!—respondió el coro de treinta y ocho voces, luego de dejar pasar tres segundos por si alguien debía comunicar algo. —Bien, mantengan filas mientras ingreso el código de acceso a la CIFAM—dijo Painemal. Uno de los puntos luminosos se alejó a cuatro metros de la pantalla de Melinao, luego de lo cual quedó tiesa por cerca de diez segundos; pasado ese plazo, un círculo amarillo se dejó ver en el monitor, al mismo tiempo que de la nada se abrió un hoyo perfectamente redondo en la yerma planicie, a cuatro metros de distancia de su posición. —Atención, a la izquierr… —dijo Cayuqueo por el comunicador del casco, para luego agregar—. Paso redoblado de a una fila… marr. En el acto la primera fila de puntos azules avanzó raudo hacia el círculo amarillo, desapareciendo dentro de él, para ser seguida en perfecto orden por la segunda, tercera y cuarta. Luego que sólo quedaran los dos puntos azules iniciales, la voz de Painemal se escuchó nuevamente en su casco. —Melinao, avanza hacia el círculo amarillo y entra en él. Sólo cuando estés completamente dentro puedes apagar el camuflaje holográfico. Melinao avanzó hacia el círculo amarillo en pantalla, que correspondía con el gran agujero en el suelo. Pese a no ver nada hacia el fondo, decidió seguir a ciegas las instrucciones de Painemal, y en contra de su instinto de supervivencia, dio el paso hacia el hoyo del cual no se veía fondo: en cuanto sus dos pies estuvieron en el aire, su cuerpo empezó a caer muy lentamente, como si se encontrara en la luna. Luego de diez segundos de caída, en que no se precipitó más allá de tres y medio o cuatro metros, sus pies se posaron en una superficie metálica lisa: a un par de metros de él estaban los treinta y ocho comandos Lautaro formados en las mismas cuatro filas de la superficie, pero ahora visibles a ojo desnudo. Melinao desactivó su camuflaje holográfico, y en cuanto se hizo visible las cuatro filas de hombres se colocaron en posición de firmes: tras él aparecieron Cayuqueo y Painemal, impertérritos. —Atención, descansen—dijo Cayuqueo.

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—Cayuqueo, lleve a los hombres a las instalaciones señalizadas en verde en su pantalla—dijo Painemal—. Meliano, ven conmigo. Painemal empezó a caminar con rapidez y seguridad por el túnel en sentido contrario al que tomaron Cayuqueo y el resto de los comandos Lautaro. Melinao le seguía el paso con dificultad al sargento, quien parecía no recordar que andaba acompañado. —Parece que conoce este lugar como la palma de su mano—comentó Melinao. —No, es mi primera vez aquí—dijo Painemal—. Me guío por las indicaciones del procesador de muñeca: dentro de esta base no se debe titubear. Luego de caminar un par de minutos por distintos pasillos, ambos hombres llegaron a un ascensor custodiado por dos soldados armados con fusiles de fotones, que llevaban grabado el distintivo de los Lautaro. En cuanto vieron al sargento se cuadraron de inmediato. —Buenas noches, mi sargento instructor—dijo uno—. Por favor siga el procedimiento de reconocimiento. —Buenas noches… soldado… soldados Cayupil—respondió el sargento, sonriendo—. Tú fuiste el que casi se ahogó en las pruebas de buceo, tu hermano te tuvo que rescatar—dijo al hombre que lo había saludado—, y a ti casi te mató un cabo por choro, y tu hermano te salvó de la golpiza—dijo, dirigiéndose al otro—. Veo que siguen inseparables. —Sí mi sargento—respondió el otro soldado, mientras Painemal ponía su retina en el lector, siendo reconocido por el computador. —Mi acompañante no es militar—dijo Painemal. —Señor, aproxímese al lector retinal, y cuando el computador lo indique, diga su nombre completo—dijo el primero de los guardias. Melinao se aproximó al lector retinal; luego del escaneo una voz grabada le pidió su nombre, a lo cual respondió “Joaquín Melinao Antúnez”, lo cual activó una alarma e hizo que ambos soldados le pusieran los cañones de sus fusiles en la cabeza. —No te muevas Melinao, olvidé avisar nuestra llegada—dijo Painemal, sin hacer ademán alguno de contener a los soldados, para de inmediato activar el intercomunicador de su casco—. Mi general Caniuñir, llegamos. Cinco segundos después la alarma se apagó, y el computador pidió a Melinao que colocara de nuevo su ojo derecho en el lector. Una vez terminado un escaneo más prolongado que el anterior, le pidió nuevamente pronunciar su nombre completo: en esa ocasión el

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computador quedó en silencio algunos segundos para luego dar luz verde al ascensor y abrir las puertas. —Adelante mi sargento. Adelante señor Melinao—dijeron ambos soldados, al unísono. —Supongo que no le habrían hecho caso si les hubiera ordenado que me dejaran de apuntar—dijo Melinao en el ascensor, mientras el aparato empezaba a descender lentamente. —Por supuesto que no, yo fui su instructor pero ahora soy sólo un sargento más—respondió Painemal—. De hecho si los hubiera intentado detener y alguno me hubiera hecho caso, lo habría denunciado de inmediato con su oficial para que lo dieran de baja. —Le juro sargento, que hay veces en que no los entiendo—dijo Melinao. —Las cosas son como son Melinao, los cuerpos armados requieren jerarquía y obediencia, para que el responsable sea quien da una orden y no quien la ejecuta—dijo Painemal—. Nos tomó un par de siglos, guerras civiles, golpes de estado y dictaduras sangrientas aprender la lección, pero ya está aprendida, te lo aseguro. Ambos hombres quedaron en silencio mientras el ascensor continuaba su extenso descenso. Melinao intentaba ordenar todo el enredo de ideas en su cabeza, y se preguntaba cuál sería el estado de situación del conflicto, y cuál sería el papel que el general Caniuñir tenía reservado para él; Painemal, por su parte, escuchaba el silencioso accionar del ascensor de tubo de vacío en que se desplazaban. Un par de minutos después de terminado el diálogo, el ascensor se detuvo, abrió sus puertas, y ambos hombres fueron recibidos por un par de soldados de tenida formal, que apuntaban con sus fusiles hacia ellos. Sin mediar saludo ni palabra alguna, un tercer soldado entró con una paleta con la que escaneó a los ocupantes del ascensor; en cuanto la pantalla mostró que las armas de puño eran oficiales, y que entre sus ropas no iba ningún artículo extraño, el soldado hizo un además con su cabeza para luego salir casi al trote, haciendo que los guardias volvieran a la posición de firmes, y colgaran las armas en sus hombros. —Michimalonkos, nunca entenderé una brigada de comandos que se vistan como para fiesta—comentó Painemal mientras avanzaba guiado por la pantalla del procesador del traje—. Ahí es según este aparato, donde están los guardias Michimalonko con cara de pocos amigos. Luego de pasar una nueva inspección frente a la puerta a la que se dirigían, nuevamente a punta de fusil y sin mediar saludo ni palabra alguna, el soldado encargado del escaneo les abrió la puerta y les hizo un ademán para que entraran. En la oficina de austera decoración y pulcra

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distribución se encontraba Patricio Caniuñir, brigadier general de la Brigada Lautaro. —Buenas noches, mi general Caniuñir—bramó con voz metálica Painemal, al mismo tiempo que se cuadraba ante el añoso oficial. —Gamadiel, qué gusto verte hombre—dijo el general, abrazando efusivamente al sargento—. Qué bueno que tú y tus hombres se hayan salvado. Cada vez que hacen esa locura de quemar los transportes y dejarse caer desde la estratósfera quedo con el alma en un hilo, hasta que los puedo ver en persona. —Gracias mi general—respondió Painemal—. Mis hombres están preparados para eso y mucho más, usted lo sabe y lo ha visto con sus propios ojos. —Por supuesto Gamadiel—dijo el general, para luego girar hacia Melinao—. Usted debe ser el hijo ilegítimo del presidente del parlamento. —Joaquín Melinao Antúnez, mucho gusto—dijo el obrero, estrechando la mano de Caniuñir. —Lamento lo de la pérdida de su padre, joven. —Pierda cuidado general, nunca vi al senador como mi padre, mi madre se hizo cargo de los dos trabajos, y de dejarme en claro mi lugar fuera de la familia formal del senador—respondió Melinao. —Bueno. Supongo que está al tanto de parte de este conflicto que estamos enfrentando con los países del hemisferio norte—dijo el general. —Sólo lo que me ha contado el sargento Painemal—dijo Melinao—. Además, no ha habido mucho tiempo como para ver algún noticiario o algo parecido. —Por supuesto, además esas noticias son parciales e incompletas—dijo el general—. Asiento señores, debemos conversar. —¿Qué se ha sabido del Frente Asiático, tomarán partido por algún bando, mi general?—preguntó Painemal. —Por supuesto—respondió Caniuñir—, ellos apoyarán al vencedor una vez que termine el conflicto, amarillos maricones… —Al menos tenemos un problema menos—comentó en voz baja Melinao —Si quieres ver el vaso medio lleno, por supuesto muchacho—dijo el general. —¿Cómo va nuestra resistencia, mi general?—preguntó Painemal. —La verdad es que no muy bien Gamadiel, en estos instantes estamos en una situación compleja por la baja moral de las tropas—respondió Caniuñir—. De hecho tuvimos que recurrir a una medida extrema, que nos ha reportado resultados un poco más alentadores que los del principio, pero a costa de muchas bajas de conscriptos y soldados rasos. —¿Que hicieron?—preguntó preocupado Painemal. —Asignamos grupos de soldados a cargo de oficiales jóvenes, junto con un miembro de nuestra brigada, y un miembro de la brigada Michimalonko, que actúan como estrategas y motivadores—dijo el

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general, mientras Painemal agachaba la cabeza para que no fuera demasiado evidente su rostro enrojecido de furia. —Disculpe que opine general Caniuñir, pero suena… irresponsable pedirle a conscriptos o soldados con poco entrenamiento que se pongan a la par de un Lautaro o de un Michimalonko—dijo Melinao—. Yo hice el servicio militar, y se preocuparon de enseñarme lo básico de manejo de armas y supervivencia, pero nada comparable con lo que aprenden las brigadas de fuerzas especiales. —Gracias Melinao, me salvaste de la corte marcial—dijo Painemal. —Sabes que jamás te haría una corte marcial Gamadiel—dijo Caniuñir—. Tengo claro que la decisión que tomamos fue la peor, pero era lo único posible de hacer. La existencia de los Estados Unidos Mapuche sin parlamento es una utopía, y la traición de muchos mapuche ha complicado aún más la situación actual. —¿Se refiere a Necuñir?—preguntó Melinao. —Ese maldito maricón fue el primero—dijo Caniuñir, enrabiado—, hay muchos generales mapuche que se dieron vuelta la chaqueta y convencieron a algunos de sus hombres de seguirlos del lado de los winca. —¿Qué quiere decir eso en números, mi general?—preguntó el sargento. —Que de los cuatrocientos cincuenta mil hombres, ciento cincuenta mil se fueron con las fuerzas de conquista norteamericanas—dijo el general—. De más está decir que salvo algunos oficiales, ningún miembro de la brigada Lautaro nos traicionó. —¿De los Michimalonko sí hubo traidores, cierto mi general?—dijo Painemal—, es la única explicación para esa especie de voto de silencio que está haciendo ahora. —Como siempre no se te va una, Gamadiel—dijo Caniuñir—. A diferencia nuestra, la gran mayoría de los oficiales de la brigada Michimalonko se fue del lado de los norteamericanos y europeos, y se llevaron a cerca del sesenta por ciento del grueso de su tropa. Ese otro cuarenta por ciento, que sigue fiel a los preceptos de la constitución mapuche, optó por hacer un voto de silencio hasta que todos los traidores de su brigada estén muertos. —Disculpe general, ¿al final cómo está el equilibrio de las fuerzas?—preguntó Melinao. —Contando la tropa regular, los reservistas, los conscriptos y los voluntarios, llegamos a los quinientos mil mapuche—respondió Caniuñir—. Según nuestras estimaciones basadas en los análisis de la CIFAM, entre norteamericanos, europeos, otros sudamericanos y los traidores mapuche, sus fuerzas ascienden aproximadamente al millón de soldados. —¿Los traidores alcanzaron a destruir, robar o inhabilitar mucho de nuestro material, mi general?—preguntó el sargento, con una mueca mezcla de odio y resignación.

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—Robaron mucha información de inteligencia, robaron muchas de las claves de las armas de destrucción masiva, muchos transportes suborbitales y artillería—dijo el general—. Hubo un par de sabotajes mayores en que destruyeron bastantes pertrechos y generadores de fotones de diverso calibre, pero no fue lo suficiente como para mermar en demasía nuestra reserva. Los tres hombres quedaron en silencio. Mientras Caniuñir bebía un whisky, Melinao una cerveza y Painemal un mate, las tres almas en esa oficina intentaban encontrar cómo salir de la encrucijada en que estaban, para poder fortalecer las Fuerzas Armadas Mapuche de modo tal que volvieran a ser el cuerpo aguerrido e invencible de siempre. La traición de un tercio de dichas fuerzas armadas era lo más complicado de superar, pues aparte de la disminución de la fuerza de choque, ahora habría una guerra que enfrentaría a hermano contra hermano, solamente para satisfacer la ambición de los descendientes de aquellos poderosos que habían sido derrotados y expulsados de sus tierras un par de siglos atrás. Era difícil para los oficiales leales a la causa hacer entender a los más jóvenes que los traidores estaban en un error y ellos en lo correcto: mal que mal, uno de cada tres estaba en el bando contrario. Ahora Melinao entendía que su presencia en esa guerra sería determinante. Luego de apurar su bebida, dejó el vaso en la mesa y dijo: —Bien general Caniuñir, dígame qué debo hacer para ayudar a la causa.

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XXV

Patricio Caniuñir miraba en silencio a Joaquín Melinao. Su experiencia en el alto mando le había permitido aprender a leer el lenguaje corporal y las expresiones de las personas, y lo que en ese instante dicho lenguaje dejaba ver en el joven obrero era sinceridad, transparencia, y disposición a comprometerse con la causa de la raza a la que pertenecía. —Eres la viva imagen de tu padre biológico, muchacho—dijo el general—, él siempre anteponía los intereses de los mapuche a los egos de los parlamentarios, o a las pequeñas cuotas de poder que cada apellido intentaba ganar. Inclusive cuando había disputas que involucraban a los bloques de parlamentarios separados por la cordillera, siempre se inclinaba por la decisión más justa y que favoreciera a los más desprotegidos, o a la mayor cantidad de población posible. Ojalá terminado el conflicto te decidas a seguir la carrera política de ese gran hombre. —Tratemos de ganar primero, mi general—dijo Painemal—. Además, hay que ver luego de qué modo aprovecharemos el apellido de Melinao para nuestra causa. —Estoy de acuerdo Gamadiel—dijo Caniuñir—. Quiero hablar un rato a solas con el muchacho. —Si mi general—dijo Painemal, poniéndose de pie y cuadrándose—. Iré donde mis hombres para empezar a ejecutar los atentados que conversamos, y desviar la atención de los invasores. Nos vemos Melinao. —Nos vemos sargento—dijo el obrero, algo nervioso por quedar a solas con el general. El general Caniuñir era un hombre medianamente conocido para la opinión pública. Aparte de ser la cara visible de la Brigada Lautaro, y de pertenecer a una de las familias de más alta alcurnia de la sociedad mapuche, se hizo famoso por comandar en persona a sus hombres cuando hubo que contener el más violento intento de invasión por parte de los antiguos Perú y Bolivia, que luego de fracasar al querer formar un conglomerado mayor con Colombia y Venezuela a manos del Frente Asiático, decidieron aliarse de modo informal en una autodenominada República Inca, que nunca logró el poder ni la grandeza del magnífico imperio al que intentaron remedar. Caniuñir, conocedor de la historia y heredero de una casta de héroes de la Segunda Guerra de Arauco, y descendiente lejano de un soldado que participó en la Guerra del Pacífico, marcó su huella en la historia militar mapuche enfrentando a varias compañías del ejército neo inca con apenas setenta y siete hombres, remedando la batalla de La Concepción; sin embargo, en esta

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ocasión Caniuñir no tuvo bajas, y en cuarenta y ocho horas sus hombres acabaron con la mitad de las tropas invasoras, y empujaron al resto de los soldados enemigos hasta la frontera, donde el ejército regular acabó con todos ellos, para dar una señal definitiva frente a futuros deseos expansionistas de algún gobierno de turno. Fue en esa época en que se reveló uno de los secretos de Caniuñir: el general fue el primer oficial de alto rango que decidió tomar completo el entrenamiento de las Brigadas Lautaro, poniéndose bajo el mando del sargento instructor Gamadiel Painemal, siendo capaz de aprobar con éxito todos los cursos teóricos y las pruebas físicas, tácticas y militares. Esta decisión de Caniuñir fue la que cimentó su amistad con Painemal, y la que llevó a hacer obligatorio para todos los oficiales que quisieran integrar la brigada, el aprobar el curso regular completo, como cualquier postulante. Así, el general se ganó el respeto irrestricto de sus hombres, el cariño de la ciudadanía, y el temor de sus enemigos. —Gamadiel es un gran hombre, Melinao—dijo Caniuñir, luego de volver a su asiento con un nuevo vaso de whisky—. El hombre es un guerrero temible, un ser humano notable, y uno de los más grandes mapuche que he conocido en toda mi vida. Gracias a su entrenamiento inhumano y a la obediencia irracional de sus hombres, ganamos sin bajas y casi sin esfuerzo la incursión de los pseudo incas. Cuando le planteé al Estado Mayor mi idea de humillarlos usando sólo setenta y siete hombres casi me expulsaron del ejército; pero en cuanto le dije mis intenciones a Gamadiel, estuvo de acuerdo de inmediato, y se encerró tres días a revisar expedientes, resultados de pruebas teóricas y prácticas, y con la ayuda de un teniente psicólogo eligió con pinzas a los setenta y seis hombres que nos acompañarían en esta locura. —No sé si el sargento le contó mi historia, general—dijo Melinao—, pero yo estoy vivo gracias a los detalles que él incorporó a la nave y a mi traje. —Sí, me contó que venciste a una unidad EUM-6 que estaba desbloqueada para agredir humanos—dijo Caniuñir, logrando sonrojar a Melinao—. Las intervenciones tecnológicas y tácticas de Gamadiel son una especie de mito dentro de las Fuerzas Armadas Mapuche, pero ya viste que son reales y efectivas. —Bueno general, dígame qué planes tiene para mí—dijo Melinao, tratando de entender lo antes posible su real aporte a la causa mapuche. —Gamadiel ya conversó contigo—dijo Caniuñir, dejando el vaso en la mesa y enderezándose en su silla—. El Comando del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Mapuche decidió que te presentaremos a las tropas como el nuevo toqui de nuestra raza. Tú serás la cabeza visible de esta guerra, a quien las tropas sigan como líder y descendiente de las castas dirigentes ancestrales de nuestro pueblo. Si lo deseas, tenemos gente preparada para escribir discursos por ti, y enseñarte cómo hablarle a la multitud, aunque sinceramente dudo que lo necesites.

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—¿Tanto confía en mí, general?—preguntó preocupado Melinao—. Me acaba de conocer, y salvo lo que le ha contado el sargento Painemal y mis antecedentes familiares, no sabe nada de mis ideas. —Con saber que eres hijo del senado Melinao, y con lo que me contó Gamadiel, me basta—dijo el general—. Tus hechos hablan por ti, y ya viste que mi confianza en Gamadiel casi es ilimitada. —¿Y qué pasará con la ciudadanía, también me presentarán ante ellos como el toqui?—preguntó Melinao. —Con la ciudadanía el asunto es diferente, muchacho—dijo Caniuñir—. Al común de las personas tenemos que entregarles resultados, no promesas o sueños. Si te presentamos como la cabeza del movimiento, y a los pocos días terminas muerto o secuestrado, la moral de la población se irá al suelo, y ya no tendremos a qué echar mano para motivar a la gente a unirse a la causa. —¿A qué se refiere con unirse a la causa, general?—preguntó Melinao, extrañado por el comentario. —Verás muchacho, en estos dos meses han pasado demasiadas cosas, muchas de las cuales son intangibles—respondió Caniuñir—. La arremetida de norteamericanos y europeos no fue algo espontáneo, ni basado exclusivamente en el uso de la fuerza, hay también de por medio un trabajo de inteligencia enorme. Aparte de infiltrar gente dentro de la oficialidad de nuestras fuerzas armadas, y comprar gente de los mandos medios del ámbito político, sus estrategas han desarrollado una campaña publicitaria en que han viralizado las ventajas de una nueva globalidad, y todos los puntos débiles de nuestro sistema actual, por medio de redes alternativas de difusión. De hecho no hemos logrado tener un número adecuado de reclutas, gracias a que muchas familias ven con buenos ojos el término de las castas históricas de nuestro pueblo, y la promesa de una nueva democracia, que sabemos terminará siendo manipulada tal como lo fue siglos atrás. —¿Eso quiere decir que habrá que esperar a que las fuerzas armadas logren algún triunfo importante sobre los invasores, para relacionar dicho triunfo con mi aparición?—preguntó Melinao—. No sé general, con todo respeto eso casi suena a una intervención divina, como si mi llegada fuera la de una suerte de mesías. —Por supuesto Melinao, ¿a qué crees que estamos jugando?—dijo Caniuñir—. La existencia de castas distintas ha estado basada históricamente en la creencia de la intervención divina en la humanidad. No sólo la realeza es un asunto de castas designadas por iluminación divina. —¿Pero qué tiene que ver eso con nosotros, general?—preguntó Melinao. —¿Las machis son electas por votación popular, muchacho?—contrapreguntó Caniuñir. —Por supuesto que no, las machis siempre han pertenecido…

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—A las mismas castas, o han sido designadas por Ngenechén, o por sueños premonitorios—intervino Caniuñir—. El parlamento mapuche era eso, un parlamento de castas, un gobierno aristocrático. Si queremos reponer esa aristocracia, aunque sea por un tiempo para luego decidir un nuevo destino, debemos recurrir a las raíces de la aristocracia, y ellas están en la divinidad. Como a estas alturas del partido no podemos recurrir a sueños premonitorios, ni a iluminación divina, y como varias machis de dudosa reputación fueron reclutadas por los invasores, la única opción que nos queda es usar un toqui que además funcione desde el punto de vista mediático como un mesías. Y ese toqui mesías eres tú. —No me gusta la idea, general—dijo Melinao. —Si tienes otra mejor que nos permita sacar de nuestras tierras al winca invasor en el menor tiempo posible, con la menor cantidad de bajas, y que genere la cohesión de la mayor cantidad de mapuche posible, estoy listo a escucharla, evaluarla, e inclusive hasta llevarla a cabo—dijo Caniuñir—. Claro está, si tienes esa idea superior a la nuestra es porque de verdad eres un toqui, o porque estás recibiendo esa iluminación de parte de los pillanes que sólo está reservada a un mesías, a un libertador nativo de un pueblo oprimido. —Ahora entiendo por qué usted está en el lugar en que está, general Caniuñir—dijo Melinao, resignado—. Me queda claro que ya está decidido que mi misión en esta guerra es la de un mesías más que la de un toqui. Supongo que la gente que está detrás de esto tiene todo fríamente calculado, y que no me queda otra que ser el engranaje que le falta a esta máquina para funcionar como corresponde. —Aprendes rápido muchacho, eso habla bien de ti—dijo el general. —Está bien general, dígame concretamente qué debo hacer—dijo Melinao. —En estos instantes Gamadiel y sus hombres están por llegar a Neuquén…—empezó a decir Caniuñir. —Perdón que lo interrumpa general, ¿no se supone que estamos en Neuquén, en la CIFAM?—dijo Melinao, completamente confundido. —No muchacho—dijo Caniuñir, con semblante serio—. Sólo quienes trabajamos aquí sabemos que esto no es la CIFAM, sino la CIBCO, la Central de Inteligencia de Brigadas Comando. En este instante estamos en Bariloche, no en Neuquén. —No había escuchado nunca de esta… —No existe—se apuró en decir el general—. Esta es una unidad secreta, sólo la CIFAM sabe de nuestras operaciones. Ningún parlamentario sabía de la existencia de esta unidad. —¿Y para qué se necesitan dos centrales de inteligencia, general?—preguntó Melinao, aún sorprendido. —La CIBCO hace el trabajo sucio que por diplomacia no puede hacer la CIFAM—dijo Caniuñir—. Nosotros espiamos a los parlamentarios, al Frente Asiático, a los países de la vieja Europa y Norteamérica. Además

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tenemos intervenidos todos los satélites, boyas espaciales, naves interestelares, suborbitales y de investigación avanzada, tanto públicas como privadas. Inclusive hemos logrado infiltrar algunos planetas de la Comunidad de Planetas Habitados de la Vía Láctea, que tienen vida humanoide, o que no tienen tecnología adecuada como para identificar nuestros sensores de espionaje. —Disculpe la impertinencia general pero, ¿cómo no fueron capaces de detectar a tiempo este complot en que estamos metidos?—dijo Melinao. —El hijo de puta de Necuñir sabe de nosotros—contestó Caniuñir—. El maldito traidor se encargó de hacer todas sus operaciones por medios no electrónicos, con papelitos entregados por mano por gente de su exclusiva confianza, y con eso nos neutralizó. Cuando nos dimos cuenta ya era demasiado tarde, ya habían asesinado a los parlamentarios. En ese instante decidí mantenernos al margen y ver cómo evolucionaban los hechos, para iniciar una contra ofensiva sabiendo el terreno en el cual nos deberíamos desenvolver. —O sea que esta central fracasó en sus funciones—dijo casi sin pensar Melinao. —Así es Melinao. Una vez que todo esto termine renunciaré, para que la CIBCO se reestructure por completo… pero eso se verá una vez que logremos la victoria final—dijo Caniuñir—. El único que fue capaz de sospechar algo fue Gamadiel, a quien le pareció demasiado extraño lo del accidente de tu EUM-6, y la decisión tan acelerada de enviarte al espacio. Además, averiguó que los planos de la nave estuvieron listos antes del incidente, según los cálculos que hizo con uno de los ingenieros militares de la brigada; por eso fue que decidió intervenir tu nave. Cuando me lo contó después de tu despegue quería matarlo… el tiempo como siempre terminó dándole la razón. —Vaya… bueno, antes que lo interrumpiera me estaba contando que el sargento Painemal y sus Lautaro van camino a Neuquén, ¿a qué van allá?—preguntó Melinao, tratando de digerir toda esa información. —A destruir la CIFAM—dijo Caniuñir. —¿Qué?—exclamó Melinao. —La CIFAM está en manos de los leales a Necuñir y a los invasores—dijo el general—. Los objetivos de esta misión son dos: uno, destruir las instalaciones físicas y con ello deshacernos de la mayor cantidad posible de traidores y de medios de espionaje, y de la información almacenada en los bancos de datos del edificio y del subterráneo. Dos, buscamos una acción que demuestre que somos capaces de lo que sea con tal de expulsar al winca del norte, y de paso darle un mensaje a los traidores a la nación mapuche, para que enmienden rumbo o se atengan a las consecuencias. —¿Y dónde entro yo en esto?—preguntó Melinao. —Mi gente está trabajando en eso, pero según creo aparecerás como el ideólogo de esta operación—dijo Caniuñir.

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—¿Cree que sea una buena idea empezar de inmediato mintiendo, general?—preguntó Melinao—. Humildemente creo que debería aparecer como lo que soy, el hijo ilegítimo del asesinado presidente del parlamento mapuche. Si de verdad tienen pensado darle un carácter mesiánico a esta locura, no necesito ser un estratega ni nada parecido, bastaría sólo con mi apellido y mis palabras. —Eso es verdad Melinao, lo conversaré con mis asesores para que tomemos una decisión—dijo Caniuñir. —¿Y cuánto tiempo se demorarán en hacer el atentado?—preguntó Melinao. —Yo creo que en cinco o diez minutos a lo más estará todo terminado—respondió el general—. Y antes que preguntes, la planificación de atentados de esta índole en el contexto de una guerra de guerrillas, que es casi un ramo básico para Lautaros y Michimalonkos. Una vez definido el objetivo recogen el material necesario, se desplazan en algún transporte hipersónico, se dejan caer, plantan el material y lo detonan. El cabo Cayuqueo es un artista en esos menesteres. —¿Pero cómo pueden demoler un edificio construido casi en su totalidad bajo tierra?—preguntó Melinao. —Para plantar el explosivo en las bases se usa un cañón láser de alta frecuencia, que a diferencia de un disparo láser normal hace vibrar las partículas del rayo, lo que demuele material por energía, calor y vibración—empezó a explicar Caniuñir—. Con ese rayo se puede perforar hasta cerca de quinientos metros con un arma de calibre mediano, unos cien milímetros. Después se deja caer por el agujero unas decenas de granadas de antimateria de ochenta milímetros con espaciadores gravitacionales para mantener la distancia entre ellas, y finalmente se detonan en cadena. Todo el proceso de perforación, plantado y detonación no demora más de noventa segundos, el resto del tiempo es para llegar, eliminar guardias y ponerse a distancia segura. Si ya llegaron, las instalaciones de la CIFAM ya no deben existir. —Ustedes son increíbles—dijo Melinao. —En especial el grupo próximo de Gamadiel, ellos son sus elegidos, no hay mejores hombres en todo el planeta—dijo Caniuñir—. Bueno muchacho, es hora de cenar, creo que te mereces una comida como tal, y no esas malditas láminas nutricionales que usamos en campaña. Vamos. Caniuñir guió a Melinao al casino de la edificación. Por una orden directa del general, había un solo gran casino para todos los trabajadores civiles y militares de las instalaciones, incluidos los visitantes. A Caniuñir no le gustaba la segregación por rangos, características o categorías, así que al menos en el tiempo de comer había que compartir con todos los estamentos. Del mismo modo, no había minutas exclusivas o excluyentes, todo lo que había estaba disponible para quien lo quisiera comer, dentro de sus gustos y necesidades. Luego que cada cual pidiera

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la comida de su agrado dentro del menú del día, ambos hombres se dirigieron a una mesa elegida al azar, donde empezaron a conversar acerca de las vicisitudes del viaje estelar de Melinao. En medio de la comida y de la charla, Caniuñir le hizo un ademán para que detuviera su relato: en las pantallas del casino empezaron a transmitir un boletín noticioso a modo de extra, interrumpiendo la programación habitual. Luego que el periodista del estudio le diera el pase al reportero en terreno, y que éste terminara de acomodar sus audífonos, empezó a relatar el motivo del boletín: “—Gracias estudio. Nos encontramos en la provincia de Neuquén, en donde estaban ubicadas las instalaciones de la Central de Inteligencia de las Fuerzas Armadas Mapuche. Y digo estaban, porque dichas instalaciones acaban de ser completamente destruidas por un atentado terrorista atribuido a un grupo subversivo descolgado de las Brigadas Lautaro, cuerpo de comandos de elite de las Fuerzas Armadas Mapuche. Según el comunicado de prensa difundido por Relaciones Públicas de las fuerzas armadas, el atentado dejó más de mil quinientos muertos entre civiles y militares, y la pérdida total de todos los archivos de inteligencia de las fuerzas armadas.” En ese instante en el casino de la CIBCO había un silencio sepulcral, pues nadie estaba al tanto de la operación llevada a cabo por Painemal y sus hombres. De pronto las miradas empezaron a despegarse de la pantalla, para dirigirse a la mesa en que cenaban Caniuñir y Melinao: tal vez el joven desconocido que acompañaba al general tenía algo que ver con lo que estaba pasando. Después de un par de minutos en que el periodista del estudio hizo algunos comentarios grandilocuentes acerca de lo sucedido, le devolvió la palabra al reportero en terreno: “—Así es, el espectáculo al que estamos asistiendo es simplemente dantesco, es tal el nivel de destrucción que las autoridades suponen que no se podrá recuperar cadáveres íntegros para poder identificarlos y entregarlos a sus deudos, así es que las primeras diligencias estarán orientadas a recuperar la información de los trabajadores que entraron a turno en el edificio, y que se respalda minuto a minuto en servidores externos. Con esa nómina las autoridades pretenden contactar a sus familiares para seguirles la pista y poder tener certeza acerca de las identidades de los fallecidos.” En el casino empezaron las murmuraciones: ¿quién en su sano juicio podría haber imaginado un atentado de tal magnitud, donde tanta gente inocente había perdido su vida sólo por estar en ese lugar? Era claro que las Brigadas Lautaro no se mandaban solas, así es que la

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responsabilidad recaía sobre los hombros del general Caniuñir, que no parecía inmutarse frente al despacho televisivo. Justo cuando el periodista del estudio se disponía a terminar la nota, el reportero en terreno le pidió en vivo unos segundos: “—Atento estudio, acaba de llegar a nuestras manos un comunicado firmado por el grupo descolgado de las Brigadas Lautaro, en que reivindican su autoría y que en su parte final identifica como su líder natural y nuevo toqui de la nación mapuche a Joaquín Melinao Antúnez, hijo ilegítimo del asesinado presidente del parlamento mapuche Alberto Melinao Calfucura. De ser cierta esta información, estaríamos frente al único heredero vivo de las castas parlamentarias mapuche, lo que pondría en jaque a la facción de las Fuerzas Armadas Mapuche que decidieron apoyar al ejército winca del norte. Intentaremos recabar toda la información posible para dar con el fondo de todos los hechos. Ahora sí, adelante estudios.” —Bienvenido a la guerra, toqui Melinao—dijo en voz baja el general Caniuñir a su acompañante, el cual sólo atinó a responder: —Dios santo, ¿en qué diablos me metí ahora?

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XXVI

Joaquín Melinao se encontraba nuevamente en medio de la batalla en su subconsciente. Las fuerzas tradicionales mapuche avanzaban sobre el ejército de uniformes metálicos, logrando contener su avance y lentamente haciéndolos retroceder. El suelo bajo sus pies no se veía, pues estaba cubierto de sangre, que extrañamente parecía verse de dos colores, más oscura la de los mapuche, más clara la de los uniformes metálicos; sin embargo, en medio de la sangre clara que fluía bajo los pies de los metálicos, manaban algunas manchas de sangre oscura que luego se diluían en el lago de sangre más clara. Melinao recordó que la vez anterior que soñó, vio al líder de los mapuche atravesado por una lanza por la espalda; luego de mirar el campo de batalla lo divisó entre medio de quienes avanzaban, aún con la lanza pasando por en medio de su cuerpo, sin que ello detuviera al resto de los mapuche, que simplemente lo esquivaban para poder seguir luchando contra el ejército metálico. Melinao pudo acercarse más, y ver que la punta de la lanza parecía tener dos diseños, uno que le era familiar y otro totalmente desconocido; al intentar aproximarse lo suficiente para ver el rostro del líder, notó que tras él había otro mapuche atravesado a su vez por una lanza, pero que lo traspasaba de frente y no por la espalda. De inmediato sus ojos se dirigieron al extremo del arma, el que sólo tenía un diseño en vez de dos. En ese instante Melinao despertó: su sueño le empezaba a revelar detalles que debería recordar para lograr cumplir su misión, y tratar de evitar la evidente traición que su cerebro, su alma, sus ancestros o los pillanes intentaban revelarle. Melinao se levantó, en menos de cinco minutos estaba bañado y haciendo su cama, recordando su breve paso por la base lunar. Luego de ponerse la ropa de recambio que le habían dejado, y de cargar en la pistolera la vistosa arma de fotones grabada con el escudo de la brigada Lautaro que le había regalado Painemal, se dirigió al casino para desayunar y ver en las noticias las novedades que aparecían a la luz pública, y luego contrastarlas con la realidad, para saber cómo debería enfrentar su futuro de ahí en más. En el trayecto entre su habitación y el casino vio que todas las miradas se dirigían a él, algunas con odio, otras con admiración, las más con miedo; del mismo modo, las murmuraciones eran tal a su paso que el obrero era capaz de escuchar un barullo permanente, que apenas desapareció al encontrarse con el ruido de quienes desayunaban a esa hora, y del noticiario que seguía transmitiendo novedades acerca del atentado. Melinao pidió una taza de café cargado y un sándwich de carne, y se sentó en una mesa cerca del parlante, para poder escuchar lo que de a poco revelaría el programa de

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televisión, y dejar de atender al barullo en sus oídos. De pronto el ruido ambiental pareció bajar, con lo que el obrero podría oir con mayor claridad la información oficial. En ese instante una voz se dejó escuchar fuerte y golpeado a su espalda. —Si quieres te puedo dar la versión de primera fuente—dijo el sargento Painemal, de pie detrás de Melinao, acompañado por el cabo Cayuqueo. —Sargento, cabo, qué bueno verlos vivos y enteros—dijo Melinao, sorprendido—. ¿Me quieren acompañar? —Por supuesto—respondió Painemal—. Cayuqueo, tráeme un mate, y nada para comer. —Sí mi sargento—respondió el cabo, quien partió de inmediato a buscar el pedido de Painemal, y un desayuno algo más normal para él. —Fue impresionante ver en las noticias lo que hicieron, sargento—dijo Melinao, aún sorprendido—. ¿No hubo bajas o heridos en sus hombres? —Nada Melinao, llegamos todos bien—respondió Painemal, al tiempo que Cayuqueo llegaba con su mate y una bandeja con un café y unas tostadas—. Cayuqueo se lució con la demolición, antes de irnos escaneamos los restos, y la primera granada de antimateria detonó dos metros bajo la losa basal, en la roca viva. Si alguna vez quieres demoler algo, le avisas a Cayuqueo y él transformará lo que sea en escombros. —Oiga sargento, ¿a quién se le ocurrió ese comunicado que dieron por televisión, no creen que se les pasó un poco la mano?—preguntó de inmediato Melinao. —A mi general Caniuñir, obviamente—dijo Painemal. —Nosotros somos una brigada jerarquizada, toqui Melinao—agregó Cayuqueo—, no nos mandamos solos ni tomamos decisiones, cumplimos misiones y seguimos órdenes. —Y las decisiones que tomamos son en el marco de nuestras misiones, y para corregir los imponderables que siempre suceden en estas operaciones—completó Painemal—. Nadie puede correr con colores propios, a menos que sea un oficial, claro está—de pronto ambos hombres se pusieron de pie casi violentamente, para quedar en posición de firmes. —Descansen señores, sigan con su desayuno—dijo el general Caniuñir, mientras se sentaba a la mesa junto a ellos—. ¿Cómo amaneciste, Melinao? —Bien general, aunque aún algo complicado con el famoso comunicado de ayer—dijo Melinao—. De hecho la gente de acá ya no me mira igual. —Es la idea Melinao—dijo Caniuñir—. Por eso Painemal y Cayuqueo vinieron a desayunar contigo, y por eso yo bajé a desayunar, cosa que no hago hace años. —¿O sea que esto es parte de la operación, misión, o como se le llame?—preguntó algo desilusionado el otrora obrero.

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—Por supuesto Melinao, tenemos que construir tu imagen de toqui, y eso no se logra sólo con atentados y comunicados—dijo Painemal—. Este es un trabajo de hormigas que también está dentro de nuestras obligaciones. Tenemos que convertirte en toqui, y eso se hace con gestos como éste. —¿Qué viene ahora, me llevarán en andas por todo el casino y vitorearán mi nombre?—preguntó irónico Melinao. —Por supuesto que no—dijo Painemal. —Aunque si sobrevives la batalla que librarás, podríamos hacer una excepción—agregó Cayuqueo. —¿Batalla?—dijo Melinao, casi atragantándose. —Por si no te habías dado cuenta Melinao, esto es una guerra—dijo el general Caniuñir—. No en vano envié a los mejores hombres a demoler la CIFAM, a riesgo de perder alguno de ellos en la misión, a sabiendas que cada uno puede ser un agente multiplicador y guiar a cerca de cien soldados con sus conocimientos y experiencia. No estás acá por simpático sino por funcional, y necesito que sobrevivas el mayor tiempo posible para hacer mierda a nuestros enemigos, y de paso descabezar a toda la mafia de traidores a la nación mapuche. Ahora, si llegas a sobrevivir al final de la guerra y quieres aprovechar tu apellido, es cosa tuya, supongo que te lo habrás ganado. —Sólo tengo una cosa que pedirle, general—dijo Melinao, luego de quedar en silencio algunos segundos, tratando de meditar las palabras del duro oficial—. Necesito protección para mi familia. —Tu mujer y tu hijo están en una instalación de seguridad, desde el instante en que le dijiste tu nombre real a Painemal—dijo Caniuñir—. Los agentes de la CIBCO ya tenían indicios de tu parentesco, pero esperamos a que lo revelaras para actuar en consecuencia. —Bueno, estoy en sus manos supongo—dijo Melinao, algo más tranquilo. —Excelente. Terminemos con el show entonces—dijo el general poniéndose de pie, gatillando la misma acción en el sargento y el cabo, para terminar nuevamente en posición de firmes—. Cuando termines de desayunar te vas con Gamadiel y con Cayuqueo, ellos te informarán los pasos que siguen. Buenos días. Melinao se había quedado mirando la taza de café, que se había enfriado tal como su ánimo luego de la conversación con el general Caniuñir. Luego que el general saliera del casino, Painemal y Cayuqueo volvieron a sus asientos y siguieron desayunando. —Creo que es momento que me cuenten lo de la batalla, ¿o esperaremos a terminar de desayunar?—preguntó Melinao. —No es nada especial, haremos una incursión aérea sobre Santiago, lanzaremos algunos proyectiles de energía y uno que otro balístico para hacer ruido. Luego descenderemos, atacaremos algún edificio donde haya generales enemigos y traidores, y después de matarlos te

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plantaremos en el lugar y subiremos las imágenes al ciberespacio para que te hagas más famoso aún—dijo Cayuqueo, para sorpresa de Painemal, y antes que éste pudiera siquiera empezar a hablar. —¿Santiago? ¿Por qué diablos tan al norte?—preguntó algo sorprendido Melinao. —Si bien es cierto nuestra capital es Temucuicui, las tropas invasoras quieren reinstaurar todo lo existente antes de la Segunda Guerra de Arauco—dijo Painemal—. En esa época la capital del antiguo Chile era Santiago. —¿Y cómo evitarán el fuego antiaéreo? Hasta donde sé, los robots antiaéreos tienen una capacidad de fuego casi inagotable—dijo Melinao, preocupado por la integridad de los miembros de la brigada. —Evitaremos Melinao, recuerda que tú vas con nosotros, eres el toqui—dijo Painemal—. ¿Has visto alguna vez un robot antiaéreo? Son bastante grandes y aparatosos, no hay modelos portátiles porque al huevón que los fabricó se le calentó la cabeza y le puso todos los anexos habidos y por haber. Esas moles están instaladas en lugares específicos, así que simplemente evitaremos esos lugares, y para facilitar el asalto, volaremos bajo. —¿Qué tan bajo…volaremos?—preguntó preocupado Melinao. —Luego que el transporte nos deje en las coordenadas, a unos quince o veinte metros del suelo—dijo Cayuqueo, apurando su café. —¿Quince o veinte metros?—dijo Melinao, francamente asustado—, ¿eso quiere decir que volaremos con esos trajes alados que llaman “Pillanes”? —Planeador antigravitatorio artillado, para ser más preciso—dijo Painemal. —Pero eso… eso es una locura—dijo Melinao. —Es estrategia—dijo Cayuqueo. —Seremos muchos blancos móviles pequeños, volando a altísima velocidad, y con alto poder de fuego—agregó Painemal. —Más encima los winca escucharán el ruido fantasmagórico de los “pillán” cortando el viento, y verán al toqui bajar a pie sobre sus calles, no desde la comodidad y seguridad de un gran transporte artillado—completó Cayuqueo. —Pero ni siquiera me han dejado aprender a usar un transporte suborbital común y corriente—dijo Melinao. —¿Ya olvidaste el procesador en la muñeca de tu traje?—preguntó Painemal—. Ahí viene incluido el software de la brújula comando, lo mismo que te trajo a través de dos agujeros negros y te hizo alunizar sin problemas. —O sea que simplemente me pongo el traje con alas, aprieto un botón en mi muñeca, y esa cosa vuela por mí—dijo Melinao—. ¿Y si tengo la mala suerte que algún disparo desde tierra me da en la muñeca e inactiva esa

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cosa qué, caigo al suelo desde veinte metros y me transformo en mártir de la causa? —Y este huevón es el toqui… —comentó entre dientes Cayuqueo. —Melinao, vas a tener que empezar a poner más cuidado en tus palabras—dijo Painemal, mirando de reojo a Cayuqueo—. Ya no eres un obrero instalando antenas, motores y pernos en una estación de lujo para turistas millonarios, eres el toqui de esta guerra. Si hubieras puesto un mínimo de atención cuando te dije el nombre técnico del “pillán”, no hubieras hecho ese comentario estúpido, evidenciando además tu cobardía. —¿Qué tiene el nombre de esa cosa, planeador antigravitatorio artillado…?—dijo Melinao, cayendo en cuenta de lo que había dicho—. Antigravitatorio… —Sí huevón, antigravitatorio. Eso quiere decir que si los controles se desactivan, el aparato queda estacionado a dos metros de altitud. ¿Podrá la niñita saltar desde dos metros sin romperse las uñas pintadas del culo?—dijo Cayuqueo con el rostro descompuesto. —Escucha pendejo, y ponme atención—dijo Painemal en voz baja—. Con Cayuqueo y conmigo podrás mostrar la hilacha, pero frente a la tropa y al público en general, ni cagando. Nuestras operaciones dependen de un buen marketing, y tú eres ese marketing; y te aseguro huevoncito, que si me doy cuenta que me sirves más muerto que vivo, le doy la orden a Quinchavil y te apaga sin que siquiera sepas qué te pasó. —¿Quinchavil, el soldado que me acompañó en la caminata lunar?—preguntó Melinao. —Si quieres demoler algo, pídeselo a Cayuqueo, si quieres que alguien muera, ordénaselo a Quinchavil—dijo Painemal—. No existe soldado con más sangre fría que ese. —Y el tipo es porfiado como mula, no para hasta que cumple con su misión—agregó Cayuqueo—. En un operativo en la frontera con Bolivia nos enfrentamos a los cabecillas de un cartel de drogas, y mi sargento le ordenó a Quinchavil matar al líder. El tipo estaba demasiado cubierto, no había cómo diablos matarlo, y cada vez que Quinchavil disparaba alguien se cruzaba y recibía por ese huevón las descargas fotónicas y electromagnéticas. Al final a Quinchavil se le agotaron todas las cargas de sus armas, y no halló mejor que hacer un arco con un tronco mediano que encontró, y disparar una flecha de más de un metro de largo sujetando el arma con sus piernas. El hijo de perra atravesó al guardaespaldas que se cruzó, y la flecha se metió por un ojo al cerebro del tipo. Si eso no resultaba, Quinchavil estaba listo para ir con su cuchillo a degollar al hijo de perra. —O sea que mejor me porto bien, y me hago imprescindible, ¿eso?—preguntó Melinao.

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—Vamos Melinao, tengo que mostrarte cómo se usa el “pillán”—dijo Painemal sin responder la pregunta del preocupado obrero, mientras Cayuqueo se ponía de pie y se iba donde estaba el resto del contingente. Melinao iba al lado de Painemal, caminando cabizbajo mientras lograba darse cuenta de la realidad en que debería desenvolverse: la de una guerra. Hasta ese entonces todo parecía ser una serie de escaramuzas o jugadas de estrategia, pero la verdad era que se estaba desatando un conflicto cuyas repercusiones podrían ser tan importantes como los cambios geopolíticos que ocurrieron una vez hubo terminado la segunda guerra de Arauco; si las cosas no salían bien, la vida en el sur de América del Sur se haría simplemente imposible. —Déjate de tomar tanto caldo de cabeza Melinao, con pensar una y mil veces lo que te está pasando no ganarás nada—dijo Painemal, como si hubiera estado leyendo los pensamientos del toqui—. Ahora estás bajo mi responsabilidad, y yo haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarte, mientras ello signifique potenciar nuestra causa. —Lo sé sargento, y se lo agradezco, pero también tiene que entender que yo no tengo nada que ver con el mundo político o el militar—dijo Melinao—. No pueden esperar que pasen todas estas cosas en mi vida y yo no reaccione como ser humano. —Está bien, hazte mierda los nervios pensando huevadas, reviéntate el colon analizando una y otra vez algo que se escapa de tus manos y las mías, y trata de quebrarte un par de dientes de tanto hacerlos rechinar—dijo Painemal—. Pero ahora ponme atención, porque tienes que aprender de una vez cómo la brújula comando controlará tu “pillán”. Painemal llevó a Melinao a un piso más cercano a la superficie, donde se encontraba una especie de auditorio del tamaño de dos canchas de básquetbol de largo y ancho, y de cerca de cuatro pisos de altura, completamente acolchado. Adosado a una de sus paredes había una bodega, desde donde Painemal sacó un par de aparatos que parecían aviones de dos metros de envergadura y un metro y medio de largo, terminado en una cola en V, con arneses de seguridad fijados a su cara interna, y un par de barras de control. Por el dorso se leía la sigla PAA-BL, que identificaba al aparato como el Planeador Antigravitatorio Artillado de la Brigada Lautaro. —Bien Melinao, empecemos, mira que el tiempo es escaso—dijo Painemal, pasándole uno de los aparatos al obrero, e indicándole cómo fijar los arneses a sus brazos y piernas—. El control izquierdo hace la interfaz inalámbrica con el procesador de tu traje, si se llegara a averiar, el control derecho trae una copia de los controles y se puede hacer cargo del manejo del planeador.

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—¿Cómo se enciende este aparato?—preguntó Melinao, tratando de memorizar cada palabra del sargento. —En el control derecho está el encendido—dijo Painemal—. Lo normal es que uno se lance con el planeador apagado y lo encienda en caída libre. Esta habitación está acolchada para que aprendas a equilibrarte en el aire, a perder el miedo a la caída, y a caer de modo seguro si es que todos los sistemas llegaran a fallar. Necesito que enciendas el planeador con el botón azul en el control de tu mano derecha. Melinao tomó aire profundamente, lo mantuvo, y apretó el botón azul. Automáticamente la pantalla de su casco desplegó la misma información que el procesador de su traje; un par de segundos después, un fuerte tirón en sus piernas lo hizo perder el equilibrio, quedando suspendido en el aire a algo menos de dos metros de altura, en posición horizontal, con un mínimo bamboleo lateral. —Por eso se llama antigravitatorio, Melinao—dijo Painemal, mientras el joven intentaba no asustarse—. El “pillán” no tiene propulsión, sus sistemas sirven sólo para que levite a mayor o menor altura. ¿Ves en la pantalla del casco la altura? —Sí sargento—dijo Melinao, respirando algo agitado. —Ordena por el micrófono cualquier altura menor a doce metros—dijo Painemal. —Bien. Altura ocho metros—dijo Melinao; en ese instante el aparato se separó ocho metros del suelo, quedando suspendido en la misma posición horizontal. —Bien, ahora viene lo bueno. No te asustes—dijo Painemal, para luego sacar su arma de fotones y disparar un tiro hacia el planeador. De inmediato el aparato se precipitó a tierra, frenando justo a la altura inicial en que estaba—. ¿Entendiste, Melinao? —Sí sargento. —La única diferencia con los aparatos reales es el armamento, pero eso lo veremos en el transporte. Tienes media hora para jugar en la habitación. Nos vemos más tarde—dijo Painemal, saliendo de la habitación. Melinao apenas subió y bajó un par de veces con el “pillán”, y sin mayores problemas aprendió a desenganchar sus piernas de los arneses para caer de pie al apagar el aparato; luego de intrusear, sin mucha dificultad encontró los mandos encargados de disparar las armas del modelo real, para finalmente tomar el aparato y dejarlo en la misma bodega de la que lo había sacado Painemal. Pese a que el “pillán” era un artefacto maravilloso, y que probablemente al hacerlo planear se convertiría en una experiencia más adrenalínica aún que el paso por los agujeros negros, su corazón y su mente no tenían espacio para dichas

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sensaciones. Su mente estaba fija en la guerra que debería librar y en el pueblo que dependía de la imagen que habían inventado para él, y su corazón no se despegaba del recuerdo de su pareja y de su pequeño hijo, que en cualquier momento podrían ser utilizados como moneda de cambio por cualquiera que quisiera dar rienda suelta a sus ambiciones. Melinao salió de la sala de entrenamiento con el casco bajo el brazo, y tratando de ubicar con el procesador del traje a Painemal; luego de intrusear algunos segundos en la pantalla, obtuvo la ubicación exacta del sargento y la ruta para llegar donde él. Cuando levantó la cabeza vio que algunas de las personas que pasaban en ese momento por ahí se habían detenido y lo miraban fijamente, como si buscaran en su menuda figura al toqui prometido que habría de librarlos del winca opresor; sin saber qué hacer frente a las miradas, Melinao agachó la cabeza y apuró el paso para salir luego de esa incómoda situación, y llegar donde Painemal, a otra situación más incómoda aún. Cinco minutos después, el obrero llegó al punto marcado por el procesador del traje, en donde se encontraba el sargento y sus hombres. —Creí que ibas a jugar más rato con el “pillán”, Melinao—dijo el sargento, mientras colocaba distintas armas en cada uno de los espacios dispuestos para ello en su traje. —En la sala esa cosa sólo sube y baja, supongo que en caída libre hará algo más—respondió Melinao, mientras veía ataviarse a los soldados, sin mirarlo. —Sí, el “pillán” tiene controles de dirección en la mano izquierda, para dejar libre la derecha para las armas. De todos modos tu aparato lleva un control de ultrasonido conectado a mi tablero: si te descontrolas, yo tomaré el mando de tu planeador—dijo Painemal, para luego pasarle a Melinao un arma que parecía una pistola de mayor tamaño, y con dos empuñaduras en vez de una—. Toma, pon esa arma con el cañón hacia arriba en esa funda del traje, y fija su parte trasera con el velcro de abajo. —¿Y esto?—preguntó Melinao. —Fusil PAM-100, cargador doble, sistema tiro a tiro sin ráfaga, dispara proyectiles de antimateria calibre 10 milímetros. Distancia operativa 200 metros antiblindaje, 500 metros antivehicular, un kilómetro para seres vivos y robots no blindados—recitó el soldado Quinchavil mientras terminaba de armarse hasta los dientes. —Los novatos se asustan en su primer vuelo Melinao—dijo Painemal—, así que es normal que suelten casi todos los proyectiles de su “pillán” en los primeros metros de vuelo. El fusil PAM-100 tiene la potencia suficiente para servir en vuelo como arma secundaria. Cada proyectil de antimateria de ese calibre puede desintegrar hasta una tonelada de material a un metro cuadrado a la redonda. —¿O sea que si le disparo con esto a una persona…?

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—Se desmaterializará sin saber qué le pasó—dijo Quinchavil, sonriendo. —Espero que eso no duela—dijo Melinao—. Bueno sargento, supongo que ya están… estamos por partir. —Sí Melinao, estamos listos. Ya hicimos el plan de vuelo, irás al centro del grupo, volarás con Quinchavil y conmigo—dijo Painemal—. Quinchavil será tu guardaespaldas, yo tu piloto de emergencia. —No quiero sacar de concentración al soldado Quinchavil, sargento—dijo Melinao. —No se preocupe toqui, usted es la misión de mi ojo izquierdo—dijo Quinchavil—. Con mi ojo derecho seguiré matando wincas, pierda cuidado—agregó con frialdad el aludido. —¿Quieres revisar tu “pillán” de combate, Melinao?—preguntó Painemal, para sacar de ese diálogo a Melinao y tratar de mantener a raya a Quinchavil. —Por supuesto sargento. Paienmal llevó a Melinao a la bodega de carga del transporte aéreo, y sacó de entre los planeadores uno que no se diferenciaba de los otros. Melinao quedó casi petrificado al ver la cantidad de proyectiles que llevaba adosados bajo los arneses: era tal el número, que a primera vista parecía una especie de blindaje que cubría por completo el cuerpo del piloto. —Así se ve un “pillán” artillado, ¿asusta, cierto?—dijo Painemal—. Pero no te compliques, el sistema antigravitacional se encarga de la distribución del peso, no hay problema con ello. Además la aerodinamia está asegurada, y en la medida que se van descargando los proyectiles, se van desprendiendo en orden los arneses. Estarás más seguro de lo que tu cara representa. —Confío en usted sargento, aún le debo la vida a su previsión y a sus juguetes. Si usted dice que esta cosa es segura, entonces lo es—dijo Melinao, bastante poco convencido de sus palabras. —Transporte suborbital TSO-BL-16, despegue en T menos sesenta segundos—dijo de pronto una voz por los parlantes de la nave. —Sígueme—dijo Painemal a Melinao, conduciéndolo a la zona donde estaban los asientos de los soldados. —Disculpe sargento, estoy un poco perdido—dijo Melinao, mientras se sentaba y fijaba el cinturón de seguridad—. Si no me equivoco aún estamos dentro del edificio bajo tierra, no sé a cuántos metros de profundidad, ¿cómo diablos despegaremos desde aquí? —Despegue magnético, como cuando te lanzaron en el TIU. Recuerda que esto es una misión militar, no diplomática—respondió Painemal—. El transporte quedará en altura orbital, para luego dejarnos empezar a planear en la zona establecida en el plan de combate, así que deberás

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colocarte tu sistema vital portátil y usar el casco cerrado y sellado, como en el TIU. —Despegue en 5, 4, 3, 2, 1… Mientras la voz se escuchaba por los parlantes, la nave se colocó con su nariz apuntando hacia la superficie para quedar alineada con un largo túnel que daba salida al exterior, al mismo tiempo que las compuertas de dicho túnel se abrían para dejar el camino libre. En cuanto la cuenta terminó, la nave fue disparada a través de esa suerte de cañón magnético hasta la estratosfera en menos de dos segundos, dejando a Melinao con la misma sensación que cuando entraba a los agujeros negros, pero con el cuerpo menos adolorido. Luego que la nave se horizontalizó, enfiló hacia el antiguo Santiago, donde las tropas norteamericanas y europeas pretendían establecer una de las nuevas capitales de sus territorios conquistados, en cuanto terminaran de separar a los Estados Unidos Mapuche. Un par de minutos más tarde, una luz roja se encendió en el compartimiento donde se encontraban todos sentados: de inmediato los soldados soltaron sus cinturones de seguridad, se colocaron sus sistemas vitales portátiles y se dirigieron a la bodega en que estaban los PAA-BL. —Vamos toqui, estamos listos para despegar—dijo Quinchavil, soltándole el cinturón y tomándolo del brazo para apurar el paso. Melinao siguió lo más rápido que pudo a Quinchavil, preocupándose que el sistema vital quedar bien conectado y el casco bien sellado. En cuanto el monitor de su muñeca mostró que todo funcionaba sin problemas, recibió de manos de Painemal su “pillán”, al cual se fijó con algo de dificultad para no pasar a llevar los arneses de las armas. Justo cuando terminó de aperarse, la luz roja pasó a amarilla. —Justo a tiempo Melinao, hasta ahora no has desteñido—dijo Painemal—. Veremos cómo te va con el despegue militar. Melinao no respondió, y simplemente se limitó a caminar entre Quinchavil y Painemal, que era el lugar donde lo habían colocado. El otrora obrero vio con disimulado nerviosismo cuando Cayuqueo, el primero en la fila, se tomó de una barra de acero dispuesta en el techo del transporte como manilla, para rápidamente colgar por un gancho en la cola, ubicado a la altura de sus pies, su PAA-BL en una larga barra que recorría casi en toda su extensión la bahía de carga de la nave, para finalmente soltar sus manos y quedar colgado de cabeza. Desde ese instante la barra empezó a transportar a los soldados, que de a uno se iban colgando cabeza abajo de ella, hacia la compuerta de lanzamiento. Cuando tocó el turno de Quinchavil, miró por sobre su hombro a Melinao y le dijo:

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—Lo haré lento para que te fijes en cada paso. Quinchavil marcó cada uno de los pasos para que Melinao se fijara en cómo hacerlo, demorándose más que el resto de los hombres. En cuanto la barra arrastró a Quinchavil, Painemal empujó a Melinao hacia la manilla. —No me dejes en vergüenza, toqui Melinao. Melinao se aproximó decidido a la manilla, se tomó con fuerza de ella, y apretando al máximo su abdomen logró al primer intento engancharse a la barra, para de inmediato soltarse y quedar de cabeza junto al resto, para sorpresa de los soldados de la brigada. En cuanto todos los hombres terminaron de colgarse a la barra y fueron acercados a través de ella a la compuerta de lanzamiento, la luz pasó de amarilla a verde, y los sistemas hidráulicos de las dos hojas de la puerta empezaron a crujir: la misión había comenzado.

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XXVII

La sangre se empezaba a acumular rápidamente en la cabeza de Melinao, haciendo cada vez más incómoda la situación en que se encontraba. Cuando estaba a punto de perder el conocimiento, y ya las imágenes de su extraño sueño empezaban a aparecer ante sus ojos y a mezclarse con la realidad, las compuertas del transporte se abrieron por completo; en ese instante la luz verde se apagó, y el sistema de tracción de la barra en que se encontraban colgados apuró el movimiento. El corazón de Melinao se empezó a acelerar cada vez más, e instintivamente se sujetó con fuerza de los controles manuales de su “pillán”. De pronto en la pantalla de su casco aparecieron las instrucciones: “Encender PAA a veinte mil metros, programar antigravitacional a veinticinco metros”. Justo cuando acababa de leer vio a través de las letras el límite de la estratosfera, empezando una vertiginosa caída libre junto al resto de los soldados que caían con él desde el transporte. Melinao vio que los que iban más adelante horizontalizaban su caída y empezaban a planear más o menos a la misma altura, lo que lo hizo mirar su procesador personal, y darse cuenta que se acercaba rápidamente a los veinte mil metros. En cuanto el veinte se transformó en diecinueve, activó el botón azul del mando derecho, empezando a planear al mismo nivel del resto de los soldados. Antes que pasara más tiempo, ordenó por el micrófono “altura veinticinco metros” y se dejó llevar por el aparato, y por la dirección que seguían los miembros de la brigada, haciendo correcciones con el control izquierdo con bastante más naturalidad de la que esperaba. Pasados algunos segundos Melinao se dio cuenta que al hacer cambios de posición de su cuerpo en el “pillán” era también capaz de lograr modificaciones en la trayectoria del planeador; justo cuando creía que su instinto de supervivencia lo había ayudado a aprender a manejar la nave, vio tras de sí a Painemal, y supo que era él quien en realidad controlaba su planeador a distancia. Pese a todo, Melinao no dejaría de disfrutar ese vuelo, pues sabía que en cualquier instante empezaría la batalla. Melinao planeaba raudo junto al resto de los miembros de la brigada, atento a los movimientos que ellos hicieran. De pronto notó que los más adelantados desaparecían espontáneamente de su campo visual, como si hubieran sido tragados por la nada; en ese instante se desplegó en el visor de su casco “activar camuflaje a los diez mil metros”, junto con la altura a la que se encontraban. Tal como lo hizo con el encendido del PAA, Melinao esperó a que el diez se transformara en nueve para activar en el procesador de su traje el camuflaje holográfico, haciéndose invisible al igual que quienes lo antecedían. El momento crucial se acercaba a

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pasos agigantados, pero en vez de estar asustado, el sentimiento que lo invadía era la ansiedad, y las ganas de hacer las cosas bien. Cuando leyó el nuevo mensaje desplegado en el visor de su casco, supo que el momento había llegado. “Altitud 50 metros. Distancia a blancos fijados por CIBCO, diez kilómetros. Inicio de vuelo a altura de combate, ocho kilómetros. Liberación automática de seguros en T menos sesenta segundos. Inicio de planeo supersónico en T menos diez segundos”. Melinao leyó todo y se sujetó con fuerza de los controles del PAA, cuidando de no presionar los disparadores del mando derecho para no quedar en vergüenza frente a los Lautaro, ni delatar su presencia antes de tiempo. Pasados los diez segundos, un ruido ensordecedor se empezó a escuchar a su alrededor: era el sonido de los otros “pillanes”, que al romper la barrera del sonido hacían un ruido agudo continuo, en distintas tonalidades, cada uno propio y característico de cada planeador. Pasados los sesenta segundos, apareció en el visor del casco el aviso de la liberación de los seguros de las armas, tras lo cual desaparecieron los mensajes de la pantalla, y se activó la visión nocturna, sobre la cual se veían puntos de colores marcados por el satélite: los blancos estaban listos, era hora de atacar. —Melinao, no dispares aún—dijo por el micrófono Painemal, anticipándose a las eventuales acciones del inexperto guerrero—. Tus blancos son de color naranja, y debes disparar sólo cuando se hagan brillantes. Primero debemos anunciar nuestra llegada. Melinao no respondió. Al mirar a través del visor vio puntos azules, naranja, verdes y blancos, todos opacos; luego de ver con cuidado, se fijó que el marco alrededor de su campo visual era de color naranja: todo era parte de la estrategia de combate, que probablemente había sido aprendida desde siempre por los comandos. Ahora sólo quedaba esperar a que los puntos se iluminaran, y descubrir a qué se refería el sargento con lo de anunciar la llegada. Melinao seguía planeando sobre la barrera del sonido. Gracias al camuflaje holográfico, se sentía como si estuviera volando solo, pese a saber que cuarenta hombres iban junto a él. De pronto en el visor empezaron a aparecer edificaciones de diversas alturas, dentro de las cuales se ubicaban los puntos luminosos. En ese momento Melinao entendió lo de anunciar su llegada: en cuanto los “pillanes” empezaron a pasar sobre y entre medio de los edificios, los vidrios empezaron a explotar producto del vuelo supersónico, causando el esperable pánico en sus habitantes. Justo en ese momento los puntos naranja, que cada vez parecían más próximos, empezaron a brillar.

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Melinao no sabía si esperar o actuar; mientras su instinto le decía que la orden se había dado en el momento en que las marcas habían cambiado de color, y que era parte de su misión como toqui tomar la iniciativa, su cerebro le indicaba que había que esperar a que los expertos iniciaran el ataque para luego seguirlos. En cuanto el instinto prevaleció, y se armó de valor para apuntar a uno de los objetivos y apretar el disparador, decenas de crujidos se escucharon casi al unísono, señal inequívoca que todos habían empezado el ataque al mismo tiempo; un par de segundos después, cuarenta y un blancos de los cuatro colores se iluminaron violentamente para luego desparecer del visor. Los ciudadanos oriundos de Santiago estaban espantados, de un momento a otro cerca de las once de la noche un ruido mezcla de bramido y aullido invadió las calles de la ciudad, provocando que los vidrios de los edificios empezaran a quebrarse en cadena; un par de segundos más tarde una seguidilla de explosiones se empezaron a sentir por todos lados, provocando un caos incontrolable en la población civil, y un descontrol casi total de las tropas invasoras de la Operación Tierra, quienes veían cómo sus vehículos de asalto y antiaéreos terminaban inutilizados, y con el pasar del tiempo empezaban a sucumbir ante un enemigo invisible que parecía venir desde el cielo. Algunos soldados invasores lograron llegar a las baterías antiaéreas que aún seguían operativas, para empezar a disparar descargas a ciegas, tratando de eliminar a algunos de los atacantes fantasmas; lo único que lograron fue facilitar la acción de los “pillanes”, pues las ráfagas se hacían fácilmente visibles en los visores, y permitían destruir las baterías antiaéreas no identificadas por los satélites espías de la CIBCO. Pasados cinco minutos de explosiones, destrucción y muerte, los pocos soldados invasores que sobrevivieron levantaron sus manos con sus armas en el suelo en señal de rendición; treinta segundos después, los militares rendidos cayeron al suelo aturdidos: en ese instante se materializaron entre los cuerpos paralizados, los miembros de la Brigada Lautaro. —Quiero cinco hombres esposando a los soldados rendidos, diez estableciendo perímetro de seguridad, veinte revisando edificios, buscando y eliminando eventual resistencia—dijo Painemal, ya sin su PAA a cuestas—. Cayuqueo, te quedas a cargo de las actividades de campo. Quinchavil, Melinao y los otros dos vienen conmigo. Joaquín Melinao aún no salía de su estado de hiperactividad. Luego de disparar todos los proyectiles de antimateria de su PAA sin fallar ni un solo blanco, vio en su visor la instrucción “baja a metro y medio cuando los winca se desmayen, y desconecta tu sistema vital”; un par de segundos después vio aparecer una especie de granada que cayó en medio de los soldados con sus brazos en alto, de la cual se vieron manar

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miles de hilos luminosos que se repartieron como una red entre las piernas de los hombres, luego de lo cual todos cayeron al suelo. En cuanto Melinao siguió las instrucciones del visor, vio aparecer a su lado a Painemal, quien le dijo en voz baja antes de dar las instrucciones a sus hombres: “Te felicito Melinao, te graduaste de toqui. Deja el “pillán” en el suelo, alguien lo recogerá por ti” Mientras los treinta y seis hombres al mando de Cayuqueo se encargaban de desplegarse en el centro cívico de la otrora capital del ya desaparecido Chile, y daban la señal para que cincuenta transportes aéreos mayores de tropas dejaran caer a más de tres mil quinientos hombres de infantería de las Fuerzas Armadas Mapuche armados hasta los dientes, desde el sur diez grúas antigravitacionales se aproximaban volando a gran velocidad, trayendo en total cien piezas de artillería de diverso calibre, listas para rodear la ciudad y conectarse a la red de satélites espías para acabar con todas las instalaciones tomadas por las tropas de la Operación Tierra. La reconquista y anulación de la capital administrativa de las tropas norteamericanas y europeas del oeste de la cordillera de Los Andes estaba casi lista. Cuando el general Caniuñir aterrizó en Santiago una hora más tarde, recibió la comunicación de parte del general Calfucura que las tropas del Comando Sayweke ya habían reconquistado y anulado su contraparte al este de la cordillera: la antigua ciudad de Buenos Aires. Mientras en la superficie recién empezaba el despliegue de los hombres al mando del cabo Cayuqueo, Painemal, Quinchavil, Melinao y los otros dos soldados descendían por las oscuras escaleras de un viejo edificio. Melinao no se atrevía a preguntar el tenor de la misión, pero al parecer iban en busca de algún alto personero político o militar, cuya captura o muerte ayudaría a cimentar su imagen como toqui, y daría la señal adecuada a la población para terminar de expulsar a los invasores y ganar de una vez por todas la Tercera Guerra de Arauco. Luego de bajar tres pisos por las escaleras, Painemal se detuvo y subió su puño, haciendo que el resto de los hombres detuviera su marcha y preparara sus armas; Melinao intentó sacar el fusil que le habían entregado, siendo detenido en silencio por Quinchavil, quien le indicó con la mano que usara la pistola: aparentemente el arma era demasiado poderosa para un espacio tan reducido como en el que estaban, o para manos inexpertas como las suyas. Painemal le hizo señas con los dedos a los dos soldados que los acompañaban, quienes pasaron adelante del grupo y terminaron de bajar hacia el tercer subterráneo: justo cuando uno de ellos asomó la punta de su fusil fuera de la caja de escaleras, un impacto en su cañón lo obligó a soltarlo, dejándose caer sentado mientras sacaba una segunda arma, y su compañero lanzaba una granada magnética a ciegas para tratar de neutralizar a quien ocupara el pasillo. Painemal de inmediato

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retrocedió para cubrir la espalda de Melinao, mientras Quinchavil entraba raudo al subterráneo, siendo seguido por los otros soldados. Cuando Melinao hizo el ademán de seguirlos, fue detenido por el hombro por el sargento. Varias ráfagas de armas de fotones retumbaron en el amplio espacio del tercer subterráneo, haciendo caer grandes trozos de concreto al piso. Melinao veía cómo varios disparos daban en la pared de la caja de escaleras donde ellos se encontraban, y empezó a temer por la seguridad de los miembros de la brigada. En ese momento Painemal se incorporó. —No te muevas de aquí Melinao, vigila que nadie baje la escalera tras de ti—dijo el sargento, para luego bajar al subterráneo a ayudar a sus hombres. Melinao siguió escuchando los disparos, que no parecían bajar de intensidad. Treinta segundos después una fuerte explosión hizo retumbar toda la estructura, para después dar paso a un incómodo silencio. Luego de escucharse algunos susurros, Painemal se asomó a la escalera —Ya puedes bajar, toqui. Melinao se puso de pie y bajó hasta el subterráneo. En el lugar estaban los dos soldados recorriendo los rincones del piso, mientras Quinchavil sacaba fotos a todos los cadáveres de los militares que habían resistido la escaramuza esos eternos dos minutos. En la pared del fondo, y tras una pantalla antimagnética, yacían dos cuerpos semidesmembrados, cuyos uniformes exhibían grados de rango mayor. —Esos eran los generales a cargo de esta zona, los jefes de plaza—dijo Painemal—. Según la CIBCO uno era descendiente de franceses y el otro de italianos. —Buenos comandos mi sargento—dijo uno de los soldados—, la antigua legión extranjera francesa sigue entrenando bien a sus hombres. —¿No te pasó nada en la mano por el disparo a tu fusil?—preguntó Painemal. —No mi sargento, preferí soltar y sacar el arma accesoria—respondió el hombre. —Bien, te creeré—respondió el suboficial, para luego girar hacia el tirador del grupo—. Quinchavil, ¿sacaste todas las fotos? —Sí mi sargento, ya están todas subidas al satélite—respondió el hombre—. Estoy en espera de recepción por parte de la CIBCO… acaba de llegar. Mi general Caniuñir viene para acá.

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—Gracias Quinchavil—dijo Painemal—. Señores, pongan las cargas, volaremos este hoyo y subiremos para arreglarnos; no queremos que mi general Caniuñir nos vea desordenados. —¿No llamará a Cayuqueo para esta parte de la misión?—preguntó Melinao. —No, esto es muy básico, no requiere ningún talento especial—dijo Painemal—. Él tiene pega en la superficie que terminar, no lo molestaremos por tonteras. Cinco minutos después el tercer subterráneo del edificio estaba completamente cargado de explosivos menores, los que fueron dispuestos lejos de los pilares para no debilitar la estructura: la idea era arrasar con todo lo prescindible, incluidos los cuerpos humanos, pero dejando la huella del paso de la Brigada Lautaro por el lugar. En cuanto los hombres se guarecieron en la caja de escaleras, Painemal detonó los explosivos con el control remoto, arrasando con todo lo que no fuera obra gruesa en el subterráneo. —Vamos a la superficie, hay que apoyar a Cayuqueo, no queremos que mi general Caniuñir se moleste con un trabajo incompleto o mal hecho—dijo el sargento en tono irónico—. Melinao, vuelve a tu posición inicial. Melinao subió con el grupo, en la misma ubicación en que le tocó bajar, entre Quinchavil y el sargento, con la esperanza que en la superficie el cabo Cayuqueo se hubiera encargado de todo, y no hubiera que enfrentarse nuevamente al invasor: una cosa era verlos a través del visor como puntos de colores más o menos luminosos, y otra muy distinta era encarar a alguien que estuviera a pocos metros de distancia, listo a matar o morir según se dieran las circunstancias. Al salir a la calle, los cinco hombres se encontraron con el cielo cubierto de paracaidistas que rápidamente empezaban a distribuirse por la ciudad. La primera parte de la contraofensiva estaba dando sus frutos. Dos horas más tarde, el general Caniuñir estaba reunido con todos los oficiales a cargo de las operaciones de asalto e invasión de Santiago, y en teleconferencia con la sala de reuniones donde se encontraba el general Calfucura y su plana mayor, en Buenos Aires. Junto al grupo se encontraban el sargento Painemal y Joaquín Melinao. —Señores, las operaciones de reconquista y anulación de las nuevas capitales instauradas por los invasores fue un éxito. Gracias a las intervenciones de avanzada de los Comando Sayweke y la Brigada Lautaro, no hubo bajas—dijo Caniuñir, orgulloso—. Además debo agregar que el toqui Joaquín Melinao, hijo del asesinado presidente del

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Parlamento Mapuche, participó activamente en el asalto de los Lautaro a Santiago. —En estos momentos estamos en condiciones de afirmar que todos los territorios al sur del paralelo 30 están bajo nuestra jurisdicción nuevamente—dijo Calfucura a través de la cámara—. Hemos empezado a difundir entre la población las grabaciones de los ataques de nuestras tropas, incluida la del impresionante vuelo del toqui Melinao junto con los Lautaro, lo que ha redundado en un creciente interés por apoyar a las tropas de las Fuerzas Armadas Mapuche en nuestro objetivo de dejar a los invasores de la autodenominada Operación Tierra al norte del paralelo 20. —¿Alguien tiene alguna pregunta, antes que el Estado Mayor Conjunto se reúna en privado para empezar la planificación de la siguiente etapa de la Tercera Guerra de Arauco?—preguntó Caniuñir. —Yo general—dijo Melinao, haciendo palidecer a los dos generales a ambos lados de la pantalla, y enrojecer a Painemal—. Necesito saber qué postura asumieron nuestros vecinos del norte, y qué se ha sabido del Frente Asiático. —Gracias por su pregunta, toqui Melinao—dijo Caniuñir con cara da alivio, luego de escuchar a Melinao—. Verá, hasta ahora los países del norte no han intervenido ni efectuado declaraciones. Si bien es cierto las tropas de Operación Tierra se han encargado de difundir propaganda acerca de los beneficios que ellos obtendrían si los apoyan, al parecer dichos beneficios serían menores que los que obtenían de parte de nuestro gobierno antes de empezar la guerra; además, nuestros espías sugieren que prefieren no pronunciarse porque están preparando sus ejércitos para apoyar a los vencedores cuando la balanza se haya inclinado irreversiblemente hacia un lado u otro. Es por ello que nuestro primer objetivo es dejarlos en la frontera norte, para que nuestros vecinos se encarguen de darles el golpe de gracia. Respecto del Frente Asiático, nada han dicho ni nada dirán, ellos simplemente comercian con quien les compre y les venda, independiente del color de quien gobierne. —¿Y cuál es el segundo objetivo de esta ofensiva, generales?—preguntó otra vez Melinao. —Una vez que nuestras tropas hayan expulsado a todos los invasores de nuestras tierras, el segundo objetivo será atacar en sus territorios a norteamericanos y europeos, toqui Melinao—dijo el general Calfucura—. De todos modos, creo que esa decisión dependerá del parlamento que usted encabezará una vez que hayamos cumplido nuestro primer objetivo—agregó el general, luego de lo cual un aplauso llenó ambas salas separadas por mil cuatrocientos kilómetros. —Bien señores, debemos trabajar entonces de inmediato en concretar el primer objetivo para recién empezar a soñar con el segundo—dijo Caniuñir, luego de lo cual todos quienes no formaban parte del Estado

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Mayor Conjunto salieron, para dejar que se llevara a cabo la sesión secreta. —Excelente jugada Melinao—dijo Painemal—. Con esas dos preguntas estableciste liderazgo, te felicito. —No era ese el objetivo sargento—dijo Melinao—. De hecho no tenía ningún objetivo en mente, sólo me interesa saber en qué entorno nos desenvolvemos, para saber a qué atenernos. —Ese “nos” muestra que tu compromiso es real, y no sólo una postura—dijo Painemal—. Parece que los genes de tu padre se están manifestando. —Los genes mapuche sargento—respondió Melinao—. El compromiso no es propio de una casta, sino de todo el pueblo mapuche con la causa de nuestra perpetuación en el tiempo. Oiga sargento, ¿usted nunca tuvo el control de mi “pillán”, cierto?—preguntó de improviso el obrero. —No, no hay modo de hacer eso, toqui Melinao—dijo Painemal—. Las maniobras que hiciste, incluidos los aciertos en todos tus blancos, fueron de tu exclusiva responsabilidad. Volé detrás de ti sólo para protegerte. —Y para grabarme en vuelo para hacer la película promocional—agregó Melinao. —Exactamente… parece que te estás cayendo de sueño Melinao—dijo Painemal al ver bostezar aparatosamente al toqui—. Vete a descansar, no es bueno para tu imagen que te vean con cara de cansancio. —De hecho es lo mejor para mi imagen sargento; quiero que mi pueblo vea a un toqui de verdad, no a un mesías inexistente—dijo Melinao para luego agregar—. Pero seguiré su consejo y me iré a dormir un rato, hasta ahora siempre ha tenido la razón. —Y la seguiré teniendo, toqui—susurró Painemal, mientras Melinao buscaba alguna carpa o domo donde descansar.

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XXVIII

Joaquín Melinao intentaba avanzar por el ahora yermo campo de batalla. Su tarea era extremadamente difícil, pues sus pies se hundían a cada rato en el barro formado por la tierra de la explanada y por la sangre de los guerreros muertos en medio de la refriega. Su vista estaba algo borrosa, producto de una bruma espesa e irritante que parecía meterse en sus ojos, y que manaba desde la tierra, como producto del barro humano sobre y entre el cual se desplazaba. Melinao seguía intentando acercarse a los hombres atravesados por lanzas, pero sentía que cada vez se alejaban más de donde él estaba, y todos los detalles que había alcanzado a ver ahora le eran absolutamente lejanos e invisibles. A cada segundo que pasaba, el camino se hacía más pesado y la visión más borrosa, hasta que de pronto Melinao cayó de rodillas al barro, sin tener las fuerzas para poder reincorporarse. En ese instante pudo ver que alrededor de sus rodillas hundidas en el cada vez más blando suelo había más sangre que tierra: cuando quiso ver desde dónde corría tanto fluido, se dio cuenta que al centro de su pecho había un agujero del cual manaba la sangre. Al buscar a los hombres atravesados por las lanzas sólo alcanzó a distinguir a uno, el que tenía la herida desde el pecho hasta la espalda. Antes de despertar agitado, pudo ver que por el agujero en su pecho empezaba a asomarse la punta de una lanza. —Eres bueno para la pestaña, toqui—dijo el cabo Cayuqueo, luego de zamarrear varias veces a Melinao hasta lograr despertarlo—. Dormiste como catorce horas de corrido, parece que te cansó la misión, o la repentina fama. —Cansa volar en esas cosas, al menos para un civil como yo, Cayuqueo—dijo Melinao, incorporándose luego de asegurarse que la herida de su pecho se había quedado en su sueño, junto con sus temores—. Luego de aterrizar, recién logré relajarme un poco. —Mi sargento me contó que intentaste ayudar en la intervención en el subterráneo—dijo el cabo, pasándole un tazón de café negro—. Te daré un consejo toqui, cuando vayas en una misión de inteligencia como esa, quédate donde te deje el hombre al mando del grupo. Nosotros tenemos años de entrenamiento, cada cual sabe qué hacer y qué hará el otro; inclusive entrenamos siempre con cada uno de nosotros menos, por si llegan a matar a alguno, para que el resto del grupo se reordene y la misión se cumpla a como dé lugar. Tú eres en este instante nuestro estandarte de batalla: debes ir a todos los enfrentamientos, debes estar visible, y te debemos cuidar con nuestras vidas. —Entiendo Cayuqueo, debo hacer todo lo posible por no poner en riesgo con mi ignorancia a quienes me protegen—dijo Melinao.

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—Aprendes rápido toqui, eso es bueno—respondió Cayuqueo—. Estuve viendo la grabación que hizo mi sargento de tu misión. Eres bueno hombre, no disparaste como loco, no perdiste el control de tu “pillán”, acertaste todos los blancos, y no quedaste en ridículo al bajarte del planeador. Si fueras más joven, podrías haber llegado a ser un buen militar, toqui. —Pero el destino quiso que fuera obrero, y ahora bandera de lucha—dijo Melinao. —Pásame el tazón si terminaste, mi sargento nos está esperando—dijo Cayuqueo, apurando el último sorbo de Melinao. Los dos hombres salieron del domo instalado en medio de la acera de una de las avenidas principales del viejo Santiago, rumbo al edificio que habían tomado la noche anterior, y que ahora se había convertido en la sede del Comando Oeste de las Fuerzas Armadas Mapuche. Rápidamente avanzaron hacia el segundo piso, donde estaba Painemal junto al general Caniuñir. —Buenos días Melinao, ¿cómo durmió?—preguntó el general, estrechando la mano de Melinao—. Me gustó su intervención en la reunión de ayer, y me sorprendió ver la grabación de su participación en la misión de avanzada aérea de la Brigada Lautaro. Tiene todo para ser un gran líder de nuestro pueblo cuando la guerra haya terminado. —Gracias general, pero tal como usted dijo ayer, hay que terminar una etapa antes de empezar la siguiente—dijo Melinao. —Así es Melinao, pero cada vez estamos más cerca de lograr nuestro primer objetivo—respondió Caniuñir—. Parece que el alto mando de Operación Tierra no esperaba perder tan rápido y al mismo tiempo ambas capitales, y eso los hizo cometer errores garrafales. Como a las cinco de la mañana intentaron contraatacar con sus fuerzas aéreas, pero no contaban con que la mitad de nuestras piezas artilladas son de plataforma móvil: los winca lograron destruir algunos cañones fijos, pero cayeron ante el fuego de las baterías no estacionarias. Como a las siete de la mañana el general Calfucura me avisó que intentaron lo mismo con el Comando Este, pero allá los recibieron con los cazas de última generación, basados en el diseño de tu TIU, y armados con cañones de antimateria. Dicen los reportes de civiles que todavía el cielo está color tornasol por los efectos residuales de los proyectiles; obviamente, no se salvó ninguna nave enemiga. —Mi general, el transporte está listo—dijo un soldado que entró corriendo con uniforme de gala, cuadrándose antes de hablar. —Gracias soldado—respondió el general. —Él está vestido como un miembro de la Brigada Michimalonko—dijo Melinao—, ¿no se supone que no hablaban?

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—Así era toqui, pero ya limpiamos nuestra vergüenza con sangre—respondió el soldado, mostrando una evidente mancha roja en su frente, para luego volver a cuadrarse y salir al trote de la oficina. —Anoche como a las tres de la madrugada un oficial de los Michimalonko encontró y capturó con vida al general traidor—dijo Painemal—. Lo trajo a las dependencias en que ellos pernoctan, lo torturaron, lo mataron, lo destrozaron, y cada uno marcó su frente con la sangre del traidor, en señal de haber lavado su vergüenza. Y antes que me lo preguntes, guardaron los restos en un contenedor, lo echaron a un avión y lo enviaron a Temucuicui para limpiar la afrenta de todos y cada uno de los miembros de la brigada. —A propósito de traidores—dijo Melinao—, ¿qué se ha sabido de Necuñir? —Esa es nuestra siguiente misión Melinao—dijo Painemal—. Mientras mi general se lleva al grueso de las tropas al norte, nosotros nos quedamos acá, buscando al hijo de perra. —Bueno señores, los dejo. Gamadiel, confío en ti, espero que lo antes posible captures a Necuñir, necesitamos interrogarlo para averiguar cómo lo contactaron los winca—dijo Caniuñir, despidiéndose con un abrazo del sargento Painemal—. Melinao, cuídese, en estos instantes ya es más valioso vivo que muerto. Deje que el trabajo sucio lo hagan los Lautaro, que para eso están entrenados—agregó el general, para luego despedirse de mano del toqui. Melinao, Painemal y Cayuqueo salieron de la oficina en cuanto se fue el general, y se dirigieron a una sala de reuniones donde los esperaban el resto de los miembros de la brigada, quienes se cuadraron y saludaron a coro en cuanto el sargento entró al lugar. —Buenos días, descansen y asiento señores—dijo Painemal—. El estado de la situación es el siguiente: las tropas regulares de nuestras fuerzas armadas partieron hacia el norte para asegurar la reconquista de nuestro territorio y dejar a las tropas de los invasores al norte del paralelo 20, para que los ejércitos de Perú, Bolivia y Brasil vean qué hacer con ellos. Mi general Caniuñir me ordenó que nos quedáramos acá, pues tenemos que capturar vivo al traidor Alfonso Necuñir; mi general necesita que se haga a la brevedad, pues es imprescindible interrogarlo para saber cómo fue contactado por los winca, y de qué modo lo convencieron de trabajar para ellos. Estamos en espera de algún informe de inteligencia que nos ayude a ubicar el rastro del traidor; de todos modos, si de aquí a mediodía no nos dan información, empezaremos a hacer nuestras propias averiguaciones. Nos reunimos acá mismo a las doce en punto. Buenos días.

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Painemal salió encabezando el grupo en que iban Cayuqueo y Melinao. Los tres hombres se dirigieron al domo en que estaba instalado el sargento, quien tenía en una pequeña mesa un computador holográfico en el que estaban desplegados algunos mapas de la ciudad. —Cayuqueo, anda a buscar a Quinchavil, necesito gente de confianza para esto—dijo Painemal, mientras recibía un mensaje en su terminal. —Sí mi sargento—bramó el cabo, para luego salir al trote y volver en menos de un minuto con el soldado Quinchavil. —Señores, vamos al grano, no tenemos tiempo que perder—dijo Painemal—. En estos momentos la CIBCO me acaba de enviar cuatro sitios probables y cerca de veinte sitios menos probables en que podría estar oculto el traidor Necuñir. Vamos a desplegarnos en estos cuatro sitios, mientras el resto de la tropa investiga los lugares menos probables. —¿Con quién me enviarán?—preguntó de inmediato Melinao. —Con nadie—respondió Painemal—. Ya estás listo para hacerte cargo de una misión, ya no necesitas niñera. —¿Está seguro, mi sargento?—preguntó Cayuqueo—. Necuñir es un hombre peligroso, ya ha matado varias veces, no creo que se inmute en matar a alguien más. —No subestimes al toqui, Cayuqueo—respondió el sargento—. Es verdad, no tiene el entrenamiento de la brigada, pero tiene instinto, ustedes ya lo han visto en batalla, era primera vez que volaba un PAA y nunca arrugó, cosa que sí hemos visto en soldados de tropa regular. —Bueno, gracias por la confianza sargento, si usted dice que `puedo ir solo, lo haré—dijo Melinao. —Bien, vamos a lo importante. La CIBCO entregó cuatro potenciales ubicaciones en base a los eventos iniciales, y al desarrollo de nuestra intervención y situación actual—dijo Painemal, cambiando de tema—. Según esto, el traidor puede estar en estas tres ubicaciones subterráneas, o en el entrepiso de acceso restringido de ese edificio—mostró en el holograma el sargento, donde se veían claramente los cuatro puntos marcados dentro de un radio de cinco kilómetros en total. —No es mucha la distancia, ante eventualidades podemos llegar rápido entre los puntos—dijo Cayuqueo. —Esa es una gran ventaja, cabo—dijo Painemal—. Nos distribuiremos de norte a sur. Cayuqueo irá al entrepiso restringido, necesito alguien bueno para abrir puertas; Quinchavil, irás al primer punto subterráneo, yo iré al segundo, y Melinao se quedará en el punto más al sur. Usaremos armamento corto, aparte del arma de puño llevaremos el RF de 1 kilojoule de potencia. Vamos a aperarnos. Los cuatro hombres fueron a un gran container con base antigravitacional, que formaba parte de un convoy que funcionaba tal como un ferrocarril pero sin necesidad de rieles, y que podía ser tirado por casi cualquier

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transporte militar, gracias a su capacidad de flotabilidad sobre cualquier superficie, incluida el agua o cualquier otro fluido. En el container, que hacía las veces de bodega de armas, los hombres retiraron unas especies de pistolas largas con mira láser, que traían por delante del gatillo una gruesa lámina cubierta de un material adherente. —Este es el Rifle de Fotones que usaremos, Melinao—dijo Painemal—. Cada tiro da una descarga de 1 kilojoule, suficiente para atravesar armaduras y triturar cualquier estructura orgánica; tiene modo tiro a tiro y ráfaga, y la mira permite precisión a quinientos metros. El cargador trae doscientos cincuenta disparos, te llevarás cuatro cargas completas—agregó el sargento, pasándole al toqui tres de las láminas cubiertas de material adherente. —Gracias sargento, supongo que el resto llevará una recarga como mucho—dijo Melinao. —No toqui, el estándar de batalla son mil tiros. Ya no tienes privilegios, eres uno de nosotros y te trataremos como tal—dijo Cayuqueo a sus espaldas. —Toma toqui, te falta una parte vital del uniforme—dijo Quinchavil, mientras colgaba de uno de los mosquetones en miniatura que tenía desocupados en su armadura, la argolla de acero de la funda de un afilado corvo de guerra—. El corvo es una herencia de nuestro mestizaje militar, toqui. Nació como herramienta agrícola, después fue arma de guerra, luego fue instrumento de tortura, y en la Segunda Guerra de Arauco fue el símbolo de nuestra decisión de combatir con lo que hubiera. Hoy es casi un arma sagrada, así que no le faltes el respeto. —Gracias cabo Cayuqueo, soldado Quinchavil—dijo Melinao mientras sacaba de su funda el afilado cuchillo con la punta encorvada como gancho, y que traía grabada en su hoja el mismo símbolo que venía en la empuñadura de su arma de puño. —¿A qué hora empieza el trío de maricones a darse besitos?—dijo Painemal—. Ya mierda, basta de huevadas, vamos a capturar al hijo de puta de Necuñir. Una cosa, mi general lo quiere vivo para interrogarlo, yo lo quiero vivo para torturarlo y matarlo. Si hay que matarlo lo matan, pero si el traidor hijo de la gran puta llega vivo a mis manos, le invitaré un asado a toda la brigada, y les juro que comerán y tomarán tanto que los tendrán que sacar con grúa a sus casas. Cayuqueo se cuadró, y de inmediato salió al trote hacia el edificio que debería investigar; lo mismo hizo Quinchavil, quien miró su procesador y se dirigió hacia una tapa de alcantarilla específica, la que levantó de un solo tirón, para desaparecer por la exclusa y taparla desde dentro. Painemal llevó a Melinao hacia el subterráneo de un edificio abandonado, indicándole una escalinata detrás de una reja de acero con bisagras

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oxidadas y un candado roto a la fuerza. Según su procesador, había un punto luminoso de movimientos erráticos, oculto cerca de ese lugar. —Acá te dejo Melinao, yo voy a buscar el tercer punto mientras tú investigas este—dijo Painemal—. No te hagas el héroe, simplemente dispara a matar, y si el huevón queda vivo, el equipo médico se encargará de rearmar sus pedazos. Cuídate, definitivamente ahora nos sirves más vivo que muerto.

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XXIX

Por el oscuro subterráneo del edificio abandonado, caminando apegado a uno de sus muros, con el rifle de fotones en sus manos y el visor nocturno del casco activado, el toqui Joaquín Melinao avanzaba lenta y sigilosamente en dirección al punto luminoso marcado en el procesador de su traje de combate. Si bien es cierto la marca era sólo una proyección hecha por el satélite espía algunas horas atrás, era la única pista que le habían dado para intentar encontrar a Alfonso Necuñir. Pese a que era sólo una posibilidad entre cuatro, y que inclusive podrían estar siguiendo cuatro pistas falsas, había que hacer el esfuerzo por encontrar lo antes posible al traidor, para ver si había algún otro plan de parte de la Operación Tierra para rehacerse y contra atacar, y para desarticular parte del aparato logístico de las tropas enemigas en territorio mapuche. De pronto una alerta vibratoria en su procesador lo sacó de sus cavilaciones: al proyectar en el visor del casco la alerta, vio que uno de los sensores capturó un punto que se alejaba del objetivo marcado por el satélite en dirección sur. Si la información del procesador del traje era correcta, había dado con Necuñir. Melinao intentaba avanzar lo más rápido que podía, manteniendo el sigilo necesario para no delatarse y echar a perder la sorpresa, que mal que mal suponía una ventaja sobre su perseguido. Hacía algunos minutos que el subterráneo del edificio había dado a una puerta que lo comunicaba con una red de túneles que parecían alcantarillas en desuso; justo al llegar a un cruce sobre el cual se veía una escalinata que probablemente comunicaba con el exterior, el punto luminoso en el visor del casco de Melinao desapareció. Con sumo cuidado asomó su cabeza hacia el cruce, y al no distinguir a nadie avanzó: en ese momento de entre las sombras apareció un bulto que lanzó un pequeño artefacto a sus pies, que en cuanto se iluminó, apagó su casco y su procesador de muñeca. —Por qué chucha no moriste en el espacio, conchetumadre—dijo una voz conocida que provenía desde el bulto—. Robot de mierda, ni siquiera fue capaz de matarte por la chucha. —¿Necuñir?—dijo Melinao mientras se sacaba el casco y apuntaba su arma hacia el bulto, y luchaba porque sus ojos se acostumbraran rápido a la escasa luminosidad. —No huevón, soy el viejo pascuero—dijo irónico el traidor. —No te muevas, arrodíllate con las manos en alto—dijo Melinao. —¿O qué, me vas a disparar con un arma inservible?—respondió Necuñir; en ese instante Melinao revisó el arma, y vio que sus indicadores se habían apagado, tal como su procesador—. Las granadas de neutrinos

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aún no salen a la venta, ni los maricas de las brigadas Lautaro o Michimalonko conocen de su existencia. Melinao desenfundó su pistola; justo después de gatillarla por segunda vez, recibió un fuerte golpe en la cabeza con un madero que le propinó Necuñir, y que apenas alcanzó a desacelerar con su brazo. —Ninguna de las huevadas que te pasaron los Lautaro te servirán ahora mierda—dijo Necuñir, mientras pateaba en el suelo a Melinao—. Y más encima te titulan de toqui maricón, ni para chiñurra sirves mierda. —No te vas a salir con la tuya, traidor—dijo Melinao, tratando de incorporarse. —El toqui me amenazó, qué miedo—dijo con sarcasmo Necuñir, mientras pateaba la cara de Melinao—. Parece que deberé matarte a la antigua mierda, con mis manos. Necuñir pateó nuevamente las costillas y el tórax de Melinao, para luego agacharse y empezar a estrangularlo, tal y como había hecho con la consejera Tranolao hacía ya más de dos meses. Melinao puso su mano izquierda sobre la cara de Necuñir, quien ni se inmutó y siguió apretando con todas sus fuerzas la garganta de Melinao: en la posición en que estaba, no necesitaba ver para matar. De pronto la mano desapareció, y un destello metálico se dirigió hacia su ojo derecho, causándole el dolor más intenso que fuera capaz de recordar. Luego de soltar a Melinao y rodar por el suelo con el ojo reventado por el gancho de la punta del corvo del toqui, Necuñir se incorporó para volver de nuevo contra su víctima, quien se hizo un lado a su paso y le cortó el cuello con la afilada hoja del arma que hacía poco rato le colocara en su uniforme Quinchavil. Mientras Necuñir se tapaba infructuosamente el largo y profundo corte en el lado izquierdo de su cuello, Melinao avanzó contra él y sin remordimientos cortó por la espalda el lado derecho del cuello del traidor, quien apenas alcanzó a mascullar un tenue quejido antes de caer muerto, y dejar bañado de sangre el suelo de la alcantarilla. Melinao se limpió la sangre de la boca y la nariz, y empezó a tocar sus costillas, para tratar de identificar alguna fractura luego de los numerosos golpes recibidos. Cuando creyó haber descartado alguna lesión mayor y se disponía a revisar las ropas de Necuñir en busca de alguna pista, un golpe seco se escuchó tras de sí al tiempo que un dolor como quemadura se apoderaba de su pecho: en cuanto cayó de rodillas por el insoportable ardor, vio que por el lado derecho de su chaqueta blindada manaba sangre profusamente. Melinao intentó afirmarse en el suelo con los brazos pero fue tal el dolor que terminó dejándose caer de espaldas contra los adoquines del piso de la alcantarilla. En ese instante una figura apareció tapando la tenue luz de la tapa del túnel:

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—Maldito Necuñir, ni siquiera fue capaz de matar a este pendejo huevón—dijo la voz de Gamadiel Painemal, que aún tenía en su mano una vieja pistola de plumillas de titanio bañadas en kevlar, creada en la era previa a las armas de energía, y que aún era capaz de perforar cualquier blindaje personal, y muchos de los blindajes vehiculares menores. —¿Sargento… usted trabajaba con Necuñir?—preguntó con dificultad Melinao. —¿Trabajar con ese maricón traidor? Jamás, siempre he trabajado solo—respondió Painemal, mientras apuntaba a la cabeza de Melinao—. Toda la traición que hizo fue por su cuenta, él le vendió su culo a los winca, y pagó con su vida por ello. Lástima, yo lo quería matar; pero jamás conté con que fueras capaz de ganarle en una lucha cuerpo a cuerpo. Si el huevón de Quinchavil no te hubiera pasado un corvo… —¿Pero por qué me disparó?—dijo Melinao. —Porque tenías que morir huevón, por eso. Necuñir tenía que matarte, tenías que ser un mártir, y yo el héroe que vengara tu muerte—dijo Painemal, contrariado—. Luego deberíamos partir de cero, sin castas, sólo con mapuche que gobernaran a mapuche, pero elegidos por mapuche, no por herencia familiar. —Sargento, yo soy hijo ilegítimo de Melinao, he vivido toda mi vida en las sombras…—dijo Melinao, mientras la tos lo interrumpía—, siempre he estado en contra de las castas, y siempre he creído que los Estados Unidos Mapuche deben ser gobernados por mapuche electos por mapuche… —¿Y acaso crees que los lameculo de los generales permitirán eso? Lo único que esperan es que termine esta guerra para erigirte como su nuevo Ngenechén y rendirte pleitesía—dijo Painemal, ofuscado—. Mientras estés vivo, las castas seguirán gobernando nuestro país, y no permitiré que eso suceda. Si te quieren como su dios no tengo problema, pero estarás junto a todos los pillanes, en el cielo. Painemal apuntó en medio de los ojos de Melinao; justo cuando estaba a punto de disparar, su cabeza se sacudió, y cayó al suelo como un peso muerto, como si su cerebro se hubiera desconectado de su cuerpo bruscamente. Melinao vio cómo una figura recortada por la tenue luz en el lugar se acercaba corriendo a ver el cuerpo del sargento, desenterrando de su nuca el gancho de la punta de un corvo, para luego guardarlo en su funda en el pecho y acercarse hacia él. —¿Cayuqueo? —No se canse hablando toqui, ya contacté a Quinchavil para que venga con un equipo médico a rescatarlo—dijo el cabo, revisando el gran

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agujero que había dejado en el pecho de Melinao el disparo de Painemal—. Se salvó apenas, toqui Melinao. —¿Pero cómo…? —Era muy raro eso de cuatro pistas, toqui—dijo Cayuqueo, mientras sacaba una especie de gasa desde un envoltorio estéril para cubrir la herida de Melinao—. Era raro que no le pasaran un corvo, fue más raro aún ver la cara que puso mi sargento cuando el soldado Quinchavil le pasó uno. Además usó una táctica de espionaje, nos puso a Quinchavil y a mí lejos, y se puso él entre usted y nosotros. Esto lo tenía planificado hace tiempo parece. —Gracias cabo, me salvó la vida—dijo Melinao con dificultad—. ¿El sargento está muerto? —Agoniza. El lanzamiento a la nuca corta la médula, si le hubiera acertado más arriba lo mato a la primera, lamentablemente salió un poco bajo. Si sobrevive quedará inválido de por vida—dijo Cayuqueo con frialdad. —Ayúdeme a acercarme a Painemal, cabo—dijo Melinao. —No es conveniente, está muy débil toqui, además se puede… —Por favor, ayúdeme a acercarme a Painemal—repitió Melinao. Cayuqueo levantó a Melinao por el brazo izquierdo, y lo acercó al cuerpo de Painemal, el cual presentaba espasmos espontáneos, mientras su rostro parecía estar impertérrito. Tras su cabeza una gran posa de sangre se agrandaba más y más a cada instante. Melinao se afirmó en el piso con dificultad y bastante dolor, estando siempre sujeto por Cayuqueo. —Esto no tenía que terminar así Painemal, usted se merecía un futuro luego de terminada la guerra—dijo Melinao, mirando con tristeza al sargento, quien antes de fallecer le respondió, mirándolo a los ojos con su mirada ya casi extraviada: —Dicen que las cosas pasan por algo, Joaquín…

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—Mi general Caniuñir—dijo el sargento Huenchulaf. —Ahora no sargento, estoy ocupado. —Mi general, me dicen que es una comunicación urgente desde Santiago—insistió el sargento. —¿Qué mierda pasa que no puede hacerse cargo el coronel…? —Murió el sargento Painemal, y el toqui Melinao está gravemente herido—dijo Huenchulaf. —¿Qué?—exclamó Caniuñir, para luego agregar—. Ernesto, te quedas a cargo, tengo que irme urgente a Santiago. —Anda tranquilo Patricio, ya dejamos a los winca en territorio brasileño y boliviano, ellos verán qué hacer con esos maricones—respondió el general Llanquihuén. —Gracias Ernesto, en cuanto tenga novedades te contacto—dijo Caniuñir, para luego dirigirse al sargento—. Lléveme a algún transporte hipersónico, necesito estar en Santiago en no más de diez minutos. —El TSO-22 está con el piloto en su puesto, esperándolo mi general—respondió Huenchulaf. Doce minutos más tarde, el general Patricio Caniuñir estaba entrando a la sala donde reposaba Joaquín Melinao, luego de haber sido operado por el CRM-3000, el cirujano robotizado más moderno del planeta, quien había reparado el riñón, la aorta, la cava y el hígado del joven toqui, evitando su prematura muerte y el eventual descalabro militar y social que ello hubiera desencadenado. Mientras el kinesiólogo se encargaba de empezar lo antes posible su recuperación muscular, Melinao vio en la sala a Caniuñir, y de inmediato bajó la mirada. —¿Cómo te sientes, Melinao?—preguntó Caniuñir. —Bien general, el robot que me operó parece un verdadero mago. Salvo el dolor propio de los golpes, y el cansancio por la pérdida de sangre, estoy bien—respondió Melinao, cabizbajo—. Supongo que supo lo de Painemal. —Ya me informaron de todo—dijo Caniuñir—. Lo bueno es que Cayuqueo sospechó a tiempo lo que estaba pasando, y alcanzó a salvarte la vida. ¿Así que mataste a Necuñir a punta de corvo? Vaya que tienes talentos ocultos, toqui. —¿Cómo va todo en el norte, general?—preguntó Melinao, mientras se le escapaba un leve quejido cuando el kinesiólogo comprimió demasiado fuerte sus magulladas costillas. —La Operación Tierra terminó, Melinao. Cuando me avisaron de tu estado, las tropas winca ya habían pasado la frontera norte, y estaban en

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territorio brasileño y boliviano. Mientras venía en vuelo me informaron que los ejércitos de nuestros vecinos masacraron lo que quedaba de las fuerzas invasoras—respondió Caniuñir. —O sea que la Tercera Guerra de Arauco técnicamente terminó, ahora sólo falta firmar la rendición de los enemigos—dijo Melinao. —No muchacho. El Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Mapuche decidió no esperar a la conformación del Nuevo Parlamento Mapuche, así es que atacaremos de inmediato en dos frentes—dijo Caniuñir—. Calfucura se encargará de Europa, y yo iré por Norteamérica. Nuestros satélites artillados empezaron el ataque a los centros de inteligencia previamente identificados por la CIBCO, por lo que al arribo de nuestras tropas, que debería ocurrir en media hora más, sus fuerzas deberían encontrarse completamente desconectadas y sin logística. Nuestras pretensiones son desarticular por completo cualquier posibilidad de reconstitución del mapa geopolítico existente antes de la Segunda Guerra de Arauco. Esta guerra no terminará en rendición, sino en aniquilación política. —Aún me cuesta creer todo esto, general. ¿Por qué no me mataron acá, como al resto de los parlamentarios y descendientes directos, por qué inventar tanto para acabarme?—dijo Melinao. —Tienes que entender que esto era un plan enorme Melinao, y que no estaba pensado exclusivamente en ti—respondió Caniuñir, algo sorprendido por las preguntas del toqui—. Toda esta idea del tal Rahet, era para desviar la atención de todos nosotros hacia ese inexistente elemento, para poder redirigir fondos que dejaran en un mal pie a nuestras fuerzas militares, y para sobornar a oficiales de rango medio que facilitaran la traición por parte de los suboficiales más ambiciosos. El cerebro en Estados Unidos Mapuche era Necuñir, él diseñó este plan, apoyándose en la logística de Operación Tierra, y creó el anagrama Rahet, supongo que para burlarse de nosotros. Cuando obtuvo la información acerca de tu existencia hizo encajar todo: consiguió un tonto útil para que hiciera las veces de héroe viajando a lo desconocido, y que al ser eliminado terminaría con el único riesgo de revivir el parlamento tal como estaba antes. —Yo no quiero un parlamento como el de antes, general—dijo Melinao—. Aunque haya intentado matarme, Painemal tenía razón, no debe haber castas gobernantes, ¿o acaso vamos a empezar una búsqueda de los familiares lejanos de los parlamentarios asesinados, y nos veremos enfrascados en conflictos ridículos para demostrar líneas de linaje? No creo que la sangre derramada en nuestra tierra por esta guerra estúpida merezca una afrenta como esa. —Comprendo Melinao… sí, tal vez Painemal tenía razón en el fondo, y se equivocó en la forma, dada su formación… creo que terminada la guerra deberemos reestructurar las Brigadas Lautaro, al fin y al cabo sin Gamadiel ya no tendrán la mística de antes—dijo Caniuñir.

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—Tampoco estoy de acuerdo con ello general—refutó Melinao—, las brigadas de comandos como Lautaro, Michimalonko o Sayweke son imprescindibles en situaciones como ésta, y no dependen de la mística de un solo individuo. No sé cómo funcione esto, pero lo lógico al terminar el conflicto es que el cabo Cayuqueo sea ascendido a sargento instructor, y el soldado Quinchavil a cabo. Ambos heredaron la mística del sargento Painemal, además de todos sus conocimientos: la diferencia radica en que tienen claro que deben seguir el orden establecido y no correr con colores propios. Ellos jamás se saldrían de la línea de mando, a menos que ello evidentemente atentara contra los Estados Unidos Mapuche. —Bueno Melinao, veo que de a poco estás asumiendo el liderazgo que nuestro pueblo exigirá de ti cuando demos por acabada la guerra—dijo Caniuñir—. Debo irme, trata de recuperarte luego y bien, se vendrán días exigentes en el futuro cercano. —Hasta luego, general Caniuñir—dijo Melinao. —Hasta luego, toqui Melinao. Caniuñir no perdió un segundo, y de inmediato se transportó al comando conjunto en Temucuicui para embarcarse junto a sus tropas en la fase final de la Tercera Guerra de Arauco. Una hora más tarde, el TSO en que se movilizaba llegó a la frontera sur del desaparecido Estados Unidos de Norteamérica. El panorama que arrojaban los satélites espías era desolador: todas las instalaciones militares habían sido destruidas por los satélites artillados, no quedando rastros de la infraestructura utilizada para la invasión. Las naves de ataque de las Fuerzas Armadas Mapuche aterrizaron en la zona de Nuevo México, sin encontrar resistencia alguna. Luego de media hora de entrevistar a los lugareños, el diagnóstico fue demoledor: la gran mayoría de los habitantes de los estados que alguna vez conformaron Estados Unidos, estaban sólo preocupados de vivir sus vidas en paz, sin tener relación alguna con el intento de conquista de la Operación Tierra. Durante un mes las tropas mapuche recorrieron Norteamérica y Europa, sin encontrar mayor resistencia que algunos grupos aislados de tendencia fundamentalista, con armamento con el sello EUM en ellos: toda la evidencia apuntaba a que el movimiento lo había iniciado desde el punto de vista intelectual Alfonso Necuñir, que él había hecho llegar las armas y los pertrechos a las tropas invasoras, y que dichas tropas habían salido de los escasos grupos de élite económica y racial que quedaban repartidos en sus territorios, como un intento desesperado por revivir el poderío perdido en el siglo XXII, y satisfacer la ambición sin límites de Necuñir, que se sentía frustrado al ver que otros ostentaban el poder que creía merecer, simplemente por haber nacido con un apellido con historia. Los servicios de inteligencia de los Estados Unidos Mapuche dieron en menos de un mes y medio con todos los grupos insurgentes con medios suficientes para volver a atacar, desmantelándolos y encarcelando a sus miembros; distinta suerte

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corrieron los mapuche que se pusieron de lado de Necuñir y los invasores, pues todos ellos fueron acusados de traición a la patria, siendo ejecutados bajo ley marcial. En menos de seis meses de iniciadas las acciones, la Tercera Guerra de Arauco había terminado, y todo había vuelto a un cauce similar al inicial.

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—Martita, ven rápido, apúrate. —¿Qué pasa mamá?—dijo Marta, mientras cargaba a su pequeño hijo, medio dormido. —El Joaquín va a aparecer en la tele—dijo la madre de la joven. —¿Qué Joaquín? —El padre de tu hijo, tonta… ¡apúrate! Marta se sentó en uno de los sillones de la sala de estar de la casa que compartía con sus padres. La joven mujer había vuelto al hogar apenas un par de días antes, luego de haber estado escondida en un refugio de seguridad bajo tierra junto a su pequeño hijo, custodiada por varios soldados de ambos sexos, quienes parecían hacer turnos para que nadie se acercara a su puerta. Sólo una vez que las escaramuzas de la guerra terminaron según los noticiarios, un general se acercó al refugio para llevarla personalmente a su hogar, y explicarle con lujo de detalles todo lo que había sucedido. Luego de acabado el conflicto fuera de los Estados Unidos Mapuche, y una vez que todos los potenciales agresores fueran encarcelados o ejecutados, Joaquín, el padre de su hijo y el hombre al que amaba, fue vitoreado como el líder anímico que la nación mapuche necesitaba para retomar el rumbo que había perdido temporalmente en manos de los traidores encabezados por Alfonso Necuñir. Dado que Melinao era el único sobreviviente de línea directa de todas las familias que conformaban el Parlamento Mapuche, fue nombrado por el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Mapuche como Presidente Interino del Parlamento, para que tuviera atribuciones suficientes para decidir qué hacer. Luego de reunirse con los consejeros y asesores sobrevivientes de la masacre inicial, Melinao iba a dar a conocer a la nación mapuche las primeras medidas, por cadena nacional. —Compatriotas, después de algunas jornadas de análisis y reflexión respecto de los motivos que llevaron a la traición a la nación mapuche por parte de algunos de nuestros hermanos, y luego de conversar con diferentes actores políticos, sociales, religiosos y militares, vengo a comunicarles las decisiones que he tomado—dijo para partir Melinao, frente a las cámaras de televisión—. He decidido acabar con el sistema de parlamentarios por castas: luego de la matanza acaecida, no vale la pena empezar a buscar familiares de segundo o tercer grado para colocar en el gobierno, corriendo el riesgo que ellos tengan legítimos deseos de venganza contra las familias de los traidores, lo que simplemente perpetuaría nuestros odios internos y nos llevaría en el mediano plazo a la destrucción de nuestra nación, pero ahora sin necesidad de

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intervención de agentes internos ni ayuda de extranjeros. He decidido que para llenar las plazas de los parlamentarios, se harán elecciones democráticas, buscando que cada grupo ancestral tenga la adecuada representatividad en el nuevo parlamento mapuche; un consejo de ancianos, expertos en antropología, se dedicó a dividir nuestro territorio en distritos electorales que aseguren que ninguna etnia quede sin representación en el nuevo parlamento. Finalmente, he decidido que para darle total justicia al proceso, mi cargo también sea elegido por el pueblo; a petición del consejo con quienes me asesoré, me postularé al senado como cualquier otro mapuche que quiera representar a los suyos, y será nuestra nación la que decida a partir de ahora nuestro futuro. La hora de los toqui se acabó, ahora llegó el tiempo de los cacique. Marta Acevedo miraba con lágrimas en sus ojos al padre de su hijo, orgullosa de ver cómo se había hecho cargo de su propia vida, y de paso, de la de toda su etnia. En ese mismo instante, Melinao abandonaba las oficinas del Parlamento Mapuche en Temucuicui, pues tenía un compromiso ineludible antes de empezar a planificar su campaña política y de dejar firmados decretos transitorios que permitieran darle continuidad al aparato estatal, en el período en que debía quedar acéfalo para darle garantías a la nación de la transparencia en las elecciones: pese a que todos sabían que Melinao saldría electo senador, y que sus pares luego lo nombrarían Presidente del Parlamento Mapuche, el toqui deseaba dar todas las señales necesarias para que nadie se sintiera pasado a llevar. Justo en la puerta del vehículo que iba a abordar, y que lo llevaría a su siguiente destino, dos militares en tenida de gala lo detuvieron, cuadrándose marciales frente a él. —Sargento Cayuqueo, cabo Quinchavil, qué gusto verlos otra vez, y tan elegantes—dijo Melinao, estrechando la mano y abrazando a los dos hombres.—. ¿Qué los trae por aquí? —Venimos a saludarlo señor senador, a agradecerle sus gestiones para nuestros ascensos, y a despedirnos por algunos meses—dijo Cayuqueo, causando una mirada de extrañeza en Melinao. —La próxima semana, por órdenes de mi general Caniuñir, iniciamos un nuevo curso de entrenamiento de comandos, señor senador—dijo Quinchavil—. Ese ciclo inicial dura al menos tres meses, y en ese período estaremos aislados con los postulantes haciendo entrenamiento y pruebas de rigor. —Ya veo—dijo Melinao—. Espero que al menos tengan libre este fin de semana. —Estamos comprometidos con usted en eso, señor senador—respondió Cayuqueo.

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Los dos soldados, ahora suboficiales instructores de las Brigadas Lautaro, acompañaron hasta el vehículo oficial al senador Melinao, quien luego de despedirse efusivamente de ambos hombres, indicó al conductor y a los escoltas que se dirigieran a destino según el plan revisado esa misma mañana. —¡Marta! ¡Martita, ven luego niña!—gritó la añosa mujer a su hija, quien salió corriendo temiendo que su madre hubiera sufrido algún percance. —¿Qué pasa mamá…?—dijo la muchacha, entendiendo la premura de su madre: frente a la reja de su casa, había dos vehículos escolta artillados, al medio de los cuales se encontraba un móvil blindado, sobre el cual estaba apoyado Joaquín Melinao. —Hola Marta. —Hola Joaquín… te vi hace un rato en televisión… —Marta, vengo a pedirte matrimonio—dijo el ahora senador, sacando de su bolsillo un anillo y colocándolo en la mano izquierda de la muchacha. —Pero… ¿te volviste loco acaso?—dijo la muchacha, soltándose de la mano de Melinao—. Me abandonaste… nos abandonaste de un día para otro, te fuiste a trabajar a esa estación espacial… ¿y quieres que ahora nos casemos así como así? —Marta, si te abandoné fue por tu seguridad y la de Matías—respondió Melinao—. En esa fecha apareció un periodista investigando mi pasado, y no era seguro para ustedes estar en medio de una disputa política y familiar, de hecho si se hubiera conocido lo de ustedes, estarían muertos ahora... —Lo sé Joaquín y lo entiendo, pero no me puedes pedir a tontas y a locas que me case contigo—dijo la joven, devolviéndole el anillo al frustrado senador. —Pero sí te puedo pedir que me dejes intentarlo de nuevo—dijo Melinao, mirando a la joven a los ojos. —Supongo que sí… —Sé que no será muy divertido salir rodeado de guardaespaldas…—empezó a decir Melinao. —Estoy dispuesta a intentarlo con guardaespaldas y protocolos de por medio, por ti, por mí y por Matías—dijo Marta, tomando con suavidad la mano del senador Joaquín Melinao, mientras el pequeño Matías dormía en brazos de su abuela, ajeno a las dificultades que sus padres habían debido enfrentar para asegurarle un futuro prometedor. Cerca de cuatrocientos setenta kilómetros al este, en una gran planicie que parecía vacía pero que contenía en sus entrañas a la edificación de inteligencia subterránea más moderna del planeta, la CIBCO, una pequeña nave de avanzada tecnología, que había sido probada atravesando dos agujeros negros en dos ocasiones, descansaba invisible en la superficie del yermo lugar, a la espera que la mano de su propietario

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la hiciera nuevamente visible, la activara, y la usara en alguna misión que requiriera de una herramienta confiable capaz de todo en cualquiera de los confines del universo: siempre iba a ser necesario que un toqui, un cacique, o un senador, contara con una nave como el TIU-EUM1, escondida a la vista de todos. Mientras tanto la nave seguiría inactiva, esperando a que las cosas pasaran por algo.

FIN

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