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ORACIONES FÚNEBRES Jacques Bénigne Bossuet Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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ORACIONES FÚNEBRES

Jacques Bénigne Bossuet

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Advertencia de Luarna Ediciones

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2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habitua-les readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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ORACIONES FÚNEBRES

Bossuet

Nació en Dijou en 1627. Pertenecía a unafamilia de magistrados, que profesaba al par de lasmáximas que más tarde Bossuet debía poner alservicio de la tesis del poder absoluto, obstinadoespíritu galicano hostil al poder de Roma, lo quehizo fuese arrebatado el futuro orador de manos delos jesuitas, que sorprendiendo en él un talentonaciente, intentaron hacerle entrar en la Compañía.

Otra influencia se observa en su primeraedad: la de la Biblia. A los quince años inundaba deardientes lágrimas las páginas del libro santo, ydebe notarse que, siempre de acuerdo con susinclinaciones, no era el Evangelio, libro dulce en quese predica la paz entre el Dios implacable del Sinaí,y el hombre, el libro que llamaba su atención, sitio laantigua ley, el rey poeta y el rey sabio, los inmensosprofetas, todas las páginas candentes y colosales,preñadas de imágenes grandiosas, de versículosterribles, donde gime Job, donde ruge Isaías, dondese retuerce en lecho voluptuoso Salomón, donde

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David lanza los gritos del remordimiento, dondeMoisés relata las oscuras leyendas del origen de laespecie humana: Jesús, suave y pálida figura, pen-diente de la cruz, Jesús, el Dios de las misericor-dias, no le inspiraba el entusiasmo que Jehová, elDios de las venganzas.

Su primera impresión en París en edadtemprana, fue la entrada triunfal de Richelieu, elministro omnipotente de Luis XIII, conducido mori-bundo en su litera, mostrando en un sólo espectácu-lo las grandezas y las miserias de la vida; impresiónque también debía seguirle al través de toda suexistencia, en sus grandes elogios fúnebres.

Bossuet nutrido en el estudio del AntiguoTestamento, ama lo fuerte, lo violento, lo terrible; enla naturaleza el Océano, en la sociedad la guerra,en la humanidad el hombre. Por más que sus ora-ciones por las princesas y reinas estén llenas debellezas, sólo en la del gran Condé se inflama suestro y recorre su palabra todo el pentágrama de lapasión oratoria. Para aquellas mujeres algunas pa-labras de consuelo, algunas flores melancólicas decolores un tanto pálidos y todo ello en medio deterribles imprecaciones sobre la nada de las gran-dezas humanas; en cambio para el hombre, para el

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guerrero, para el héroe, palabras viriles, acentosbelicosos, entusiasmos, más que de sacerdote cris-tiano, de profeta hebreo, y apenas alguna que otradébil y vaga consideración acerca de la vanidad delas glorias terrenas.

Hízose pronto notar en París, en la cortemás brillante de Europa. En el Palacio de Ramboui-llet, el adolescente, una noche, a última hora pro-nuncia un sermón improvisado que sorprende acuantos lo oyen, cortesanos y literatos. Con estemotivo Voiture escribe espiritualmente: «Nunca seha predicado ni tan temprano ni tan tarde.» Aludien-do a la edad del orador, y a la hora en que habló.

Coetáneos de estos primeros estudios y deestos primeros triunfos, fueron sus amores con laseñorita Des Vieux, a la que prometió palabra decasamiento: pero ella adivinando en el joven el ge-nio que debía llevarlo a altos puestos eclesiásticos,renunció a su amor, sin dejar de profesarle el restode su vida una de esas afecciones, que fundadasmás que en el amor sexual en la admiración, resis-ten a los embates del tiempo y a la nieve de losaños.

Una vez sacerdote no se dejó seducir porlas brillantes proposiciones que se le hicieron; prefi-

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rió un retiro apacible en provincias, donde pudieseconsagrarse a los trabajos que debían hacer de él elprimer atleta de la palabra, y uno de los hombresmás influyentes en el movimiento religioso de susiglo.

Bien pronto, en uno de los viajes que hacíaa París excitó la admiración de las gentes; el mismoLuis XIV, espíritu vivo, pero poco cultivado, y quemás bien tendía a la satisfacción de la carne que alos goces del alma, hizo que se felicitase en sunombre al padre de Bossuet, por la dicha de quedisfrutaba al tener un hijo semejante.

Brotaron entonces abundosamente los ma-nantiales de su elocuencia; corte y pueblo aplaudie-ron, y no hubo púlpito en París en que no se escu-chasen los acentos vigorosos de aquella palabra sinprecedente en Francia.

En 1670 fue nombrado por el rey preceptordel Delfín, para el cual escribió varios libros. El Dis-curso sobre la Historia Universal, donde pinta a laespecie humana desenvolviendo el tema divino dela Sagrada Escritura: la providencia aparece allí portodas partes aún, donde los más piadosos historia-dores dejan el campo libre al diablo. Del conoci-miento de Dios y de sí mismo, donde desenvuelve

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las recientes doctrinas cartesianas, sin comprendersu trascendencia, pero con notable elevación y fuer-te estilo. Política derivada de las propias palabrasde la escritura: donde explana con notable libertadde espíritu la teoría de la monarquía absoluta. Coneste libro Bossuet se esforzaba en nutrir el alma desu tierno discípulo que aprendía lo más escogido delas doctrinas que convierten a los reyes en dioses, ya los pueblos en rebaños. El sacerdocio alecciona-ba a la monarquía, como si augurase que seaproximaban los tiempos en que sería preciso de-fender con la espada la estabilidad de esas dosinstituciones, que aparentemente robustas, llevabanya en el seno el germen secreto de la muerte.

En 1681 fijé nombrado obispo de Meaux; laposteridad lo ha llamado águila de Meaux.

Bossuet, en nuestros tiempos, no obstantesu ortodoxia y los grandes servicios que prestaba ala Iglesia, hubiese sido considerado como sospe-choso por el ultramontanismo: Bossuet era galicano,es decir, se hallaba al lado del rey de Francia y enfrente de Roma. Largos son de referir los equilibriosingeniosos que el gran orador hubo de realizar paraconciliar estos extremos sin incurrir en las iras delVaticano.

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En cambio compensó esta tibieza con suapoyo decidido a la cruel cruzada que se llevó acabo contra los protestantes franceses; la revoca-ción del Edicto de Nantes, aquella medida funesta,semejante a nuestras brutales proscripciones dejudíos y moriscos, arranca gritos de júbilo al obispode Meaux, que compara a Luis XIV con Teodosio,con Constantino, con Carlo-Magno y con otros pro-tectores de la fe, y pareciéndole escaso el elogio,llega a decir, que sólo Dios podía haber realizadoaquel milagro... con lo que tenemos al rey de Fran-cia sentado a la diestra de Dios Padre.

Aprovechó Bossuet bravamente la revoca-ción de aquel edicto: armado de esta piqueta legalechó por tierra no pocos templos protestantes, pi-diendo se le entregasen los materiales. No satisfe-cho aún, ordenó el arresto de algunos herejes, en-cerró a muchas jóvenes señoritas y niños de sieteaños, en casas piadosas y en prisiones para ver sivolvían al gremio católico, y hasta pidió y obtuvo laconfiscación de los bienes de los bugonotes contu-maces en favor de los convertidos.

Sorprende que este rigor no impidiese aBossuet entenderse con los luteranos alemanesproponiéndoles una transacción imposible con Ro-

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ma. En esta empresa comunicose el obispo francéscon el gran filósofo Leibnitz.

En los últimos años de su vida escribió Bos-suet su obra, Historia de las variaciones de las Igle-sias protestantes, modelo de dialéctica y en la queoponiendo unas sectas a otras les demostraba suvanidad. No obstante no logró la conversión detantos protestantes con la lectura de esta obra, co-mo con sus eficaces procedimientos de confiscacióny cárcel.

A esta época pertenece también la violentalucha que Bossuet sostuvo contra el quietismo, doc-trina inocente y sutil, pero que se acercaba algomás al ideal evangélico que la rígida teología delgrande orador, y se alejaba menos del catolicismoque sus ideas galicanas. Entristece el ánimo vercomo un genio, un carácter tan elevado descendióhasta perseguir cruelmente a otro genio, al granFenelon, que merced a la influencia de su enemigose vio condenado y alejado de los honores y de lacorte. En esta funesta contienda un prelado, sobrinode Bossuet, llamaba al dulcísimo Fenelon, al autordel libro inmortal, Telémaco, tan lleno de antigua ytranquila filosofía; «bestia feroz a quien era precisoperseguir hasta aplastarla.»

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Hasta sus últimos momentos dedicose Bos-suet al trabajo; murió en 1704 después de dos añosde vivo padecer producido por cálculos urinarios. Eldía de su muerte, no obstante, terminaba la paráfra-sis del psalmo XXI.

Era de apasionado carácter, afable en la in-timidad, tan amigo de las expansiones en el seno desu familia, como grave e imponente en la vida públi-ca y en el ejercicio de sus deberes sacerdotales. LaBruyere lo ha llamado Padre de la Iglesia, y en efec-to, su influencia en el siglo XVII fue tan grande co-mo la de los Santos Padres de los primeros siglosdel Cristianismo. Compartió su vida entre las tareasde sus elevados cargos eclesiásticos y los libros;Rigaud en el bello retrato de Bossuet que se ve enel Louvre, lo representa bien: el orador está rodeadode volúmenes y revestido con sus insignias episco-pales. Así vivió siempre,

Es sin duda Bossuet uno de los hombresmás eminentes de su siglo; en los sesenta tomos desus obras recorre con varia y profusa inspiracióntodas las ciencias morales. Sus errores son tannumerosos como sus libros, pero hasta en el errorresplandece la inflexibilidad de un carácter severo yla fuerza del genio.

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Sus ideas acerca de la autoridad real sonsingulares, más por lo que dice, en lo que al caborefleja la opinión predominante en su tiempo, por elnervio con que se expresa.

«La autoridad real, escribe, es absoluta. Elpríncipe no debe dar cuenta a nadie de lo que orde-na, Los príncipes son dioses, según la frase de laSanta Escritura, y en cierto modo participan de laindependencia divina... Todo el Estado está en elpríncipe; la voluntad de todo el pueblo se contieneen la suya... Al carácter real es inherente una santi-dad que no puede ser borrada por ningún crimen,hasta tratándose de príncipes infieles...»

Luis XIV sonreía, pues, benévolamente aeste obispo.

Muchas son las obras de Bossuet; algunashemos citado, pocas han logrado la inmortalidad;hoy apenas sobrenadan en las olas del naufragio deesta imponente reputación del siglo XVII, algún queotro párrafo elocuente, alguna que otra frase pro-funda, Sólo sus oraciones fúnebres se conservaníntegras como modelos de lenguaje para los france-ses, y para el mundo como monumentos de elo-cuencia de esos que rompen con la cima la brumade los siglos, y que sólo de tarde en tarde admira la

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humanidad. De Demóstenes y Cicerón a Bossuet yMirabeau, trascurren largos siglos y se hunde unacivilización; como que los grandes artistas de lapalabra son seres excepcionales que para aparecernecesitan del concurso de diversas circunstancias.A muchos son concedidas las facultades oratorias;a pocos un teatro digno en que desenvolverlas, laorganización especial del orador, el quid divinum,que ennoblece y abrillanta cuanto de sus labiosbrota. No hay gloria semejante a la del orador: ofré-cese de cuerpo entero a la pública admiración; nosólo crea sino que también se hace órgano de suspropias creaciones. Mas en eso mismo consiste lafugacidad de su gloria, de que las generacionesfuturas aprecian tan sólo la pálida sombra. ¿Qué esla oración fúnebre de Enriqueta de Inglaterra, sin lavoz tonante del orador, sin su acento preñado delágrimas, sin el brillo de su mirada, sin la majestadde su presencia, sin el catafalco en que descansa laprotagonista, y sin el templo enlutado, y sin la bri-llante corte que escucha penetrada de admiración?

En la palabra de Bossuet, no obstante suseveridad, se desliza la adulación cortesana condeplorable frecuencia; véselo de continuo incensara hombres a quienes la historia califica duramente:Luis XIV, es considerado por él como el más grande

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de los reyes del mudo, y como modelo de virtudesprivadas y públicas; Enrique VIII de Inglaterra estambién objeto de una frase galante del orador; encuanto a Carlos II merece todo género de conside-raciones y de elogios, que tampoco escatima aldesgraciado y presuntuoso Carlos I. No parece sinoque para Bossuet ocupar un trono era patente deimpecabilidad.

La oración fúnebre de la reina de Inglaterra,es sin duda la obra más acabada de Bossuet. Vierteallí su elocuencia genial, se deja arrebatar por elasunto y mantiene a través de la larga peroraciónuna idea fija, a través de aquellos diversos sucesosun punto de mira superior, guía infalible para que elorador no sufra distracciones, ni el auditorio sientalanguidecer su atención, una especie de hilo deAriadna, marcando en el Dédalo el camino seguro alexplorador. Tal es la idea de que Dios provoca losacontecimientos para aleccionar a les reyes y de-fender a la Iglesia.

Acomoda el orador a esta idea, de gradopor fuerza todos los hechos aun a costa de la lógi-ca, aun a costa del común sentir. Antes se desbor-dará el metal en fusión abrasando las manos delartífice, que se rompa el estrecho molde en que lo

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fuerza a entrar. Si el pueblo inglés se levanta contralos poderes históricos, si hace rodar sobre el cadal-so la cabeza de su rey, si la reina de Inglaterra seve desposeída de su corona. Si pierde sus hijos, suesposo, su grandeza, es porque Dios ha queridocastigar la reforma protestante, iniciada por EnriqueVIII, a pesar de que en la revolución inglesa lasprincipales víctimas fueron los católicos irlandeses,y que a consecuencia de aquel acontecimiento,Inglaterra comenzó a acrecentar su influencia sobretoda Europa, su interior riqueza y sus posesionescoloniales. Si la heroica reina cruza felizmente elmar a despecho de las tempestades, si lanza a lasolas irritadas el apóstrofe sublime: ¡las reinas no seahogan!, si salva todos los peligros personales aque voluntariamente se expone, es porque Diosquiere quesea prueba elocuente de su poder y restoprecioso que atestiguo el naufragio de un trono. Sila reina de Inglaterra mal aconsejada, aunque fiel asus creencias, provoca el fanatismo del puebloinglés, favoreciendo una especie de renacimientocatólico, manía en que debía caer más tarde JacoboII también a costa del trono, el orador la aplaude,aun cuando fuese ésta una de las causas que lleva-ron al cadalso al iluso Carlos I. En fin, si Dios permi-te que estalle la Revolución y que rompa en peda-

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zos la corona de tres reinos, este magno sucesoque conmueve en sus cimientos la sociedad ingle-sa, y anuncia y prepara futuras revoluciones en elcontinente, no tiene otro objeto que el de salvar elalma, de la princesa real de Inglaterra, despuésduquesa de Orleans.

Nada ocurre, nada se mueve, nada cae,nada se levanta, nada sucede que a la corta o a lalarga no redunde en beneficio de la Iglesia Yen prodel catolicismo. Esta idea obstinada, sublime noobstante su estrechez, fuerte a pesar de su debili-dad, penetra de fuego, de elevación y de energía, lacélebre oración del obispo de Meaux. Aunque es-tamos a gran distancia de aquellos sucesos, aunquela crítica historia haya reformado los juicios del ora-dor, debemos confesar que ese espíritu creyentellevado por Bossuet al último extremo, no tan sóloen la oración fúnebre de Enriqueta de Inglaterra,sino en todas las demás, hiere vivamente la imagi-nación y pone a sus palabras un sello de grandezaindeleble. Y es que en toda obra de arte, a cualquierorden de ideas a que pertenezca, es preciso quehaya un espíritu que la informe, un ideal superiorque la rija, una especie de Deus ex machina que lamueva, un alma en una palabra que la eleve sobre

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lo vulgar, ora sea una idea religiosa, ora una ideafilosófica, ora un afecto humano.

Pero si por la extensión y la importancia deltoma, la oración fúnebre de la reina de Inglaterra esentre las obras de Bossuet la de más aliento, por loque hace al interés doméstico, a la emoción profun-da de que está penetrada, nada hay semejante a laoración fúnebre en honor de la duquesa de Orleans,cuya muerte prematura, rápida y misteriosa fueobjeto de sospechas terribles, que de las crónicasde aquel tiempo han pasado a la historia.

La célebre exclamación: ¡Madama se mue-re!¡Madama ha muerto! debió resonar como el gritoespantoso del remordimiento en medio de aquellacorte corrompida. Dícese que esta exclamación,que los sucesos arrancaban al orador, tuvo tal reso-nancia, produjo tan eléctrica impresión en el audito-rio, que el mismo Bossuet se sintió turbado por elefecto que había producido, quizá sin desearlo,como resorte secreto que por casualidad se oprimey que deja súbitamente a la vista, abierta y amena-zadora, la boca del abismo.

Desamistada la infeliz princesa, a quienperseguía el melancólico destino de su raza, con suesposo Felipe, duque de Orleans, que se supone

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tenía motivos para estar celoso de su esposa acausa de las galanterías que la tributaba su herma-no Luis XIV, murió repentinamente de vuelta de unviaje a Inglaterra a donde había ido con la misión deapartar a su hermano el libertino Carlos II de la triplealianza; créese que el veneno abrevió los días de laduquesa, y que el marido se lo suministró instigadopor los celos.

En esa oración fúnebre Bossuet muéstraselleno de desden hacia las grandezas humanas: nohay elevación que en su sentir no sea peligrosapara el alma: se complace en pintar aquella florerguida, brillante y perfumada en la mañana, y a latarde mustia y seca. La frase de la Biblia y la frasedel poeta se unen armoniosamente para produciruna imagen llena de melancolía y de grandeza: laBiblia le presta fuerza y Malherbe la gracia fúnebrede sus versos.

Rosa vivió lo que las rosas viven...

¡Una aurora no más!

Más súbitamente el orador estremece a suauditorio, después de haberlo conmovido. Descien-de a la cripta sepulcral: con una palabra hace saltarla losa de la tumba en que se encierra el cuerpo

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juvenil, y lleno de gracia de aquella princesa y siguepaso a paso la corrupción que lo invade: era florsobre la tierra, algunos pies más abajo es un cadá-ver; después ni cadáver siquiera; es una cosa sinnombre en ninguna lengua. Parece como que en lasfrases del orador se escucha el sordo rumor de losgusanos del sepulcro que acuden al tenebrosofestín del cadáver. No lo deja el orador reposar enpaz; ha de entreabrir la tumba para que el mundovea el término de sus grandezas y la vanidad de laexistencia humana. En este pasaje, de un todo ajus-tado al sombrío ideal cristiano, que sólo ve en latierra un lugar de prueba y de dolor, Bossuet seeleva a la altura de los primitivos campeones delEvangelio. Shakespeare, por lo que hace al arte nohabría imaginado nada más perfecto, ni el realismocontemporáneo nada más atrevido que esa terriblecontemplación de los misterios del sepulcro.

La oración fúnebre del príncipe de Condérevela el prisma más poderoso del talento de Bos-suet. Grande y fluida en la oración fúnebre de Enri-queta de Inglaterra, conmovedora y grave en la dela duquesa de Orleans, la elocuencia de Bossuet seeleva a la altura de la elocuencia antigua, e igualalos más enérgicos acentos del orador griego, altratar del capitán vencedor en Rocroy; como que

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pasaba de los temas místicos a los temas humanos,y olvidaba la teología por la política y la guerra, yentraba de lleno en las ardientes luchas de su siglo.

Debemos prevenir a los lectores de esaoración fúnebre: cualesquiera que sean las galas delenguaje, los cuadros animadísimos de la vida delgran Condé, deben tener presente que el obispo deMeaux no respeta gran cosa la verdad histórica,cuando trata de cumplir sus deberes de panegirista;los cumple a conciencia sacrificando el hecho alefecto, la historia a la retórica, y lo que es más tris-te, la verdad a la lisonja.

El príncipe de Condé era un hombre tanhábil en los campos de batalla, como incapaz en lasrelaciones civiles; su carácter agrio, intratable, lehacía odioso a cuantos se le acercaban. Por lo quehace a su patriotismo, está en duda: no sólo comba-tió a su rey, y hasta aspiró al trono de Luis XIV, sinoque al servicio de España entró a sangre y fuego ensu patria; faltas que el grande orador olvida, peroque la historia recuerda severamente.

El orador no ve esas manchas cegado porla viva luz de la gloria militar que destella el héroe:esa luz forma la aureola de Francia, y su mano no la

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apagará temerosa de mermar las glorias de la pa-tria.

Ciudades conquistadas, batallas ganadas,fronteras que se borran al paso del conquistador,los tercios españoles vencidos por vez primera, todoesto exalta al orador y le suministra pinturas enérgi-cas que se han hecho clásicas en la lengua france-sa. La descripción de la batalla de Rocroy, la de loslugares de otras campañas del príncipe, la patéticaimprecación final a los amigos y servidores del ca-pitán muerto, y aquellas últimas palabras en quehabla de sí mismo, y en que parece se despide desu siglo con la voz débil, la mirada incierta, y eltemblor de la ancianidad, son modelos eternos deelocuencia.

Grandes defectos deslustran la elocuenciade Bossuet; a veces su estilo, su frase, su vuelo deáguila se debilita; languidece y entonces la reina delas aves desciende hasta rastrear humildemente elsuelo. No hay en esos momentos en el orador, nadaque revele su fuerza y su genio. Extiéndese en luga-res comunes, amplifica con palabras sonoras unpensamiento de escasa importancia, y como si tra-tase de recuperar alientos perdidos, su musa orato-ria parece abatida, pero vanamente locuaz, hasta

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que de pronto, tiende el vuelo y se remonta de nue-vo a las regiones de lo sublime. Hay algo de fatiga,de desigualdad, de intermitencias de genio, en laoratoria de Bossuet. Diríase que su pulmón intelec-tual no le consentía inspiraciones largas y sosteni-das. Debe notarse que Bossuet era un improvisa-dor: jamás escribía sus discursos; momentos antesde subir al púlpito, entregábase a la meditación delasunto que iba a tratar, clasificaba los hechos, eleg-ía los temas, bosquejaba sumariamente el plan, yse entregaba después a la inspiración. De esto sinduda proceden sus defectos, y quizá también susbellezas. La inspiración es buena guía en las obrasde arte, mas se fatiga pronto.

Pero si no sería justo poner en duda lagrande elocuencia del célebre obispo de Meaux ysus vastísimos conocimientos y el mérito de algunasde sus obras, mucho habría que decir respecto a sucarácter moral. Cortesano más que sacerdote, atri-buye a la autoridad real el poder absoluto, no de-jando a los pueblos otro recurso contra la tiraníaque la exposición respetuosa y la humilde súplica,No habría suscrito el obispo de Meaux el magníficodocumento elevado al trono de Luis XIV por Fene-lon, en el que este virtuoso obispo hace presente alrey la situación terrible en que sus súbditos se

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hallaban, merced a, la insensata política dominante;documento que es una de las piezas justificativasdel gran proceso de la revolución francesa. Yahemos dicho que era Bossuet enemigo de Fenelon:esta enemistad es todo un paralelo.

Massillon con no ser tan eminente oradorcomo Bossuet, poseía la integridad de carácter deun verdadero sacerdote; en las exequias de LuisXIV, llamado el Grande, ante su féretro, que era elféretro de la monarquía, ante la corte, exclamabaMassillon dirigiéndose al nuevo rey: ¡Señor, sóloDios es Grande! frase profunda que lanzaba sobrela frente de los cortesanos desde la tribuna en quedebe resonar la voz de la verdad, el castigo de me-dio siglo de adulaciones y de bajezas.

No habitaba el alma de Bossuet esas cimasde la conciencia; no comprendía que fuera del prin-cipio de autoridad hubiese fuerza capaz de regir elmundo. Nutrido en el estudio de la historia del pue-blo hebreo y de la Biblia, hallaba en este libro inago-table arsenal para defender sus teorías autoritariascon habilidad indisputable, rayana del sofisma; peroaún en éste manifestábase siempre imponente,grave y fluido. Bossuet pertenece a la raza temiblede los sofistas convencidos.

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Al extinguirse la voz de este grande orador,la elocuencia sagrada enmudeció con él. Nadiepuede considerarse digno sucesor suyo; el arte dela palabra se ha puesto al servicio de los interesesde la política y de la ciencia; ha dejado el cielo llenode resplandores, pero estéril, por la tierra, fecundanutriz del género humano. Bossuet es el último delos oradores sagrados.

RAFAEL GINARD DE LA ROSA.

Madrid 31 de Agosto de 1879.

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Oración fúnebre de Enriqueta María deFrancia, Reina de Inglaterra

Pronunciada el 16 de Noviembre de 1669en presencia de la corte de Francia en la iglesia delas religiosas de Santa María de Chaillot dondehabía sido depositado el corazón de la reina

Et nunc, reges, intelligite; erudimini qui iudicatisterram. (Psal.2)

Aprended ¡oh reyes! ahora; aprended, vosotros,dominadores de la tierra.

MONSEÑOR:

Aquel que en los cielos reina, de quien to-dos los imperios dependen y a quien sólo pertenecela gloria, la majestad y la independencia, es asímismo el que hace consistir su grandeza en buscarla ley a que los reyes deben someterse y en darles,cuando le place, grandes y terribles lecciones. Oralevante los tronos, ora los abata, ora comunique alos príncipes su poder, ora se lo retire, dejándolestan sólo su propia debilidad, siempre les muestra lamenda del deber de una manera soberana y dignade él; porque al darles su poder, les recomienda

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hacer uso digno de su merced, como él mismo lohace, en pro de la dicha de los hombres y les prue-ba al retirárselo que toda su majestad era prestada,y que no por sentarse en alto trono dejan de estarbajo su mano y su soberana autoridad. Así aleccio-na a los príncipes, no tan sólo con sus palabras,sino aún más, por medio de los hechos y los ejem-plos. Et nunc, reges, intelligite, erudimini qui iudica-tis terram.

Cristianos, a quienes la memoria de unagrande reina, hija, esposa, madre de reyes tan po-derosos y soberana de tres reinos, convoca a estatriste ceremonia; mis palabras os mostrarán uno delos ejemplos más imponentes que a los ojos delmundo revelan su vanidad completa. Veréis en loslímites de una sola existencia todas las extremida-des de la vida humana: la felicidad sin coto, lo mis-mo que las desdichas, goce prolongado y apaciblede una de las más nobles coronas del universo,todo lo que de más glorioso puede conceder lagrandeza y el nacimiento acumulados sobre unafrente, expuesta después a los crueles ultrajes de lafortuna; la buena causa por el pronto triunfante, yenseguida repentinas derrotas, cambios inauditos;la rebelión largo tiempo contenida, al fin, enseño-reándose de todo; la licencia sin freno, las leyes

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abolidas; violada la majestad por atentados hastaentonces desconocidos; bajo el nombre de libertadla tiranía usurpadora; una reina fugitiva que no hallaamparo en sus tres reinos y para la cual su propiapatria es triste lugar de destierro; nueve viajes pormar emprendidos por una princesa a despecho delas tempestades; asombrado el Océano de versesurcado tantas veces con tan diverso aparato, contan diferentes motivos; un trono indignamente vol-cado, milagrosamente restablecido. He ahí las en-señanzas que Dios da a los reyes; en esa formahace ver al mundo la nada de sus pompas y de susgrandezas. Si las palabras nos faltan, si las expre-siones no responden a tan vasto y elevado asunto,los hechos hablarán con su elocuencia irresistible.El corazón de una grande reina, en otro tiempoeducado por larga serie de prosperidades, y mástarde hundido repentinamente en abismo de amar-guras, hablará harto elocuentemente; y si no fuesepermitido a los súbditos dar lecciones a los reyes apropósito de acontecimientos tan extraños, un reyme prestará sus palabras para decirles: Et omne,reges, intelligite, erudimini qui iudicatis terram: es-cuchad, ¡oh reyes! ahora; ¡aprended, árbitros delmundo!

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Mas la prudente y religiosa princesa objetode este discurso, no es tan sólo espectáculo ofreci-do a los hombres para estudio de los consejos de laProvidencia divina y de las fatales revoluciones dela monarquía; instruíase ella misma, en tanto Dioscon su ejemplo aleccionaba a los reyes. He dicho yaque Dios les enseña dándoles y retirándoles supoder. La reina de quien hablamos ha oído tambiéndos lecciones opuestas, es decir, ha usado cristia-namente de la buena y de la mala fortuna. Fue du-rante aquella bienhechora, invencible durante ésta.En tanto fue dichosa, hizo sentir su poder con infini-tas bondades; abandonada por la fortuna atesoramás que nunca cristianas virtudes; y si sus súbditos,si sus aliados, si la Iglesia universal aprovechó susgrandezas, supo sacar de sus desgracias y de susinfortunios, aún más provecho que de toda su gloria.Esto es lo que haremos notar en la vida, eternamen-te memorable de la muy alta, muy excelente, y muypoderosa princesa Enriqueta María de Francia, re-ina de la Gran Bretaña.

Aun cuando nadie ignore las grandes cuali-dades de una reina que la historia proclama, deboevocarlas a vuestra memoria a fin de que ellas nossirvan de tema en todo nuestro discurso. Inútil seríahablar de la ilustre cuna de esta princesa; no hay

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debajo del sol nada que en grandeza la iguale. Elpapa San Gregorio, ha hecho desde hace muchossiglos este singular elogio de la corona de Francia:que está por encima de las demás coronas delmundo, tanto como la dignidad real supera a lasfortunas particulares(1). Si en estos términos habla-ba de los tiempos del rey Childebert, si tanto exalta-ba la noble raza de Meroveo, juzgad lo que habríadicho de la sangre de San Luis y de Carlo-Magno.Originaria de esta raza, hija de Enrique el Grande, yde tantos reyes, su gran corazón ha sobrepujado asu nacimiento; otro puesto cualquiera que no fueseel trono habría sido indigno de ella. En verdad quedebió sentirse halagada en su noble orgullo, cuandovio que iba a unir la casa de Francia a la real familiade los Estuardos, que habían llegado a ceñir la co-rona de Inglaterra por una hija de Enrique VII, peroque tenían desde muchos siglos antes el cetro deEscocia, y que descendían de esos reyes antiguoscuyo origen se oculta en la oscuridad de los prime-ros tiempos. Mas si experimentaba regocijo a laidea de reinar sobre una gran nación, era porqueasí podía satisfacer el deseo inmenso que sin cesarla impulsaba a realizar el bien. Su magnificencia eraregia y sus otras virtudes no eran menos dignas deadmiración. Depositaria fiel de las quejas y de los

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secretos de Estado, decía que los príncipes estabanobligados a guardar el mismo secreto que los con-fesores, y tener la misma discreción. En medio delos furores de la guerra civil jamás se dudó de supalabra, ni de su clemencia. ¿Quién ha practicadocomo ella ese arte lleno de atractivos que hace quelos ánimos se humillen sin degradarse, y que ponede acuerdo la libertad con el respeto? Dulce, fami-liar, agradable, y al propio tiempo firme y vigorosa,sabía persuadir y convencer tanto como mandar, yhacía valer la razón no menos que la autoridad. Yaveréis con cuánta prudencia trataba los arduosasuntos públicos, y como si el Estado hubiese podi-do salvarse, su mano hábil habría sido la salvadora.Nunca se elogiará bastante la magnanimidad deesta princesa. Nada pudo contra ella la fortuna; nilos males por ella previstos, ni los que la cogieronde improviso, lograron abatir su ánimo. ¿Y qué diréde su inmutable fidelidad a la religión de sus ante-pasados? Reconocía que esta adhesión era la glo-ria de su estirpe, así como la de Francia, única na-ción en el mundo que desde hacía doce siglospróximamente, desde que sus reyes se convirtieronal cristianismo no había visto nunca sobre el tronomás que príncipes hijos de la Iglesia. Así, pues,declaró que nada sería bastante para apartarla de la

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fe de San Luis. El rey, su esposo, la tributa hasta lamuerte el elogio de que tan sólo sus corazonesestaban separados a causa de la religión; y confir-mando con su testimonio la piedad de la reina,aquel príncipe esclarecido dio a conocer a todatierra la ternura, el amor conyugal, la santa e invio-lable fidelidad de su incomparable esposa.

Dios, que encamina todos sus consejos a laconservación de la Santa Iglesia, y que fecundo enrecursos, lo acomoda todo a sus ocultos fines, sesirvió en otros tiempos de los castos encantos dedos santas heroínas para librar a sus fieles de lasmanos de sus enemigos.

Cuando quiso salvar a la ciudad de Betulia,con la beldad de Judit, tendió lazo imprevisto e in-evitable a la ciega brutalidad de Holofernes. Lospúdicos encantos de la reina Esther produjerontambién efectos tan saludables como estos, aunquemenos violentos. Ganó el corazón de su consorte ehizo de un príncipe infiel un ilustre protector delpueblo de Dios. Con análogos fines, ese Dios habíapreparado inocente hechizo al rey de Inglaterra enlas infinitas gracias de la reina su esposa. Dueña desu cariño (porque las nubes que a los comienzos loperturbaron bien pronto desaparecieron), creciente

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su mutuo amor por los lazos de dichosa fecundidad,sin oponerse a la autoridad del rey su señor, empleósu influencia en procurar algún reposo a los perse-guidos católicos. Desde la edad de quince añossintiose capaz para tamaña tarea, y los diez y seisaños de completa prosperidad que con admiraciónde toda la tierra, se deslizaron sin interrupción, fue-ron diez y seis años de dulzura para la afligida Igle-sia. El influjo de la reina logró en favor de los católi-cos la dicha singular y casi increíble de ser gober-nados sucesivamente por tres nuncios apostólicos,que les llevaban los consuelos que reciben los hijosde Dios, de la comunicación con la Santa Sede. Elpapa San Gregorio escribiendo al piadoso empera-dor Mauricio, le expone en estos términos los debe-res de los reyes cristianos: « Sabed, oh gran empe-rador, que la soberana potestad os ha sido concedi-da por el cielo, a fin de que en vos encuentre ampa-ro la virtud, que los caminos del cielo se ensanchen,y que el imperio de la tierra secunde al imperio delos cielos. « La verdad misma parece haberle dicta-do estas bellas palabras, porque ¿qué hay máspropio del poder que prestar amparo a la virtud?¿En qué mejor debe emplearse la fuerza, que en ladefensa de la razón? ¿Y para qué los hombres go-biernan sino es para hacer que Dios sea obedeci-

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do? Mas ante todo preciso es notar la gloriosa obli-gación que ese gran papa impone a los príncipes defranquear las vías del cielo. Jesucristo ha dicho ensu Evangelio, cuán estrecho es el camino que con-duce a la vida eterna, y he aquí lo que lo hace es-trecho; que él justo, consigo mismo severo e impla-cable perseguidor de sus propias pasiones, esademás perseguido por las pasiones de los demás,y no puede conseguir que el mundo lo deje en cal-ma en esa senda áspera y ruda, donde se ve obli-gado a trepar más bien que a marchar reposada-mente. Acudid, dice San Gregorio, poderes de latierra, mirad por qué sendas rastrea la virtud, do-blemente inquietada por sí misma, y por el esfuerzode los que la persiguen; socorredla, tendedla lamano, puesto que la veis fatigada por el combateque interiormente sostiene contra tantas tentacionescomo pesan sobre la naturaleza humana, ponedlacuando menos a cubierto de los insultos que llegande fuera. Así facilitareis los caminos del cielo, yallanareis esa vía cuyas asperezas la hacen siem-pre tan difícil.

Pero nunca es más difícil la senda del cris-tiano, que en los tiempos de persecuciones, porque¿cómo imaginar nada más doloroso que el no poderconservar la fe, sin exponerse al suplicio, ni buscar

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a Dios sin temblar? Tal era la deplorable situaciónde los católicos ingleses. El error hacíase oír entodos los púlpitos, y la antigua doctrina, que al decirdel Evangelio, «debía ser predicada hasta sobre lostechos,» apenas si podía trasmitirse al oído.Asombrábanse los hijos de Dios de no ver ya ni elaltar, ni el santuario, ni esos tribunales de miseri-cordia, que perdonan a aquellos que se acusan. ¡Ohdolor! preciso era ocultar la penitencia con el mismocuidado que si de crímenes se tratase; y Jesucristoveíase obligado a buscar otros velos y otras tinie-blas, que los velos y las tinieblas místicas en que seenvuelve voluntariamente en la eucaristía. A la lle-gada de la reina amortiguose el rigor, y respiraronlos católicos. Aquella real capilla que con tantamagnificencia hizo construir en su palacio de Som-merset, volvió a la Iglesia su primera forma. Allí,Enriqueta, digna hija de San Luis, animaba a todo elmundo con su ejemplo, y allí sostenía por sus devo-ciones, sus plegarias y su recogimiento, la antiguareputación de la cristianísima casa de Francia. Lospadres del oratorio que el grande Pedro de Berullehabía llevado cerca de ella y en pos de ellos, lospadres capuchinos dieron allí por su piedad, a losaltares su verdadero ornato, y al divino servicio lamajestad natural. Los sacerdotes y los religiosos,

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celosos e infatigables pastores de aquel afligidorebaño que vivían en Inglaterra, pobres, errantes,disfrazados, «y de los cuales no era el mundo dig-no,» recobraban con alegría los signos gloriosos desu profesión en la capilla de la reina; y la Iglesiadesolada, que en otro tiempo apenas podía gemirlibremente, llorar su pasada gloria, hacía resonartriunfalmente en extranjera tierra los cánticos deSion. Así la piadosa reina consolaba la cautividadde los fieles y alentaba su esperanza.

Cuando deja Dios salir del pozo del abismola humareda que oscurece el sol, según la expre-sión de la Apocalipsis, es decir, el error y la herejía;cuando para castigar el escándalo o despertar a lospueblos y a sus pastores permite que el espíritu deseducción engañe a las almas más elevadas, ydisemine por doquiera descontento soberbio, indócilcuriosidad y espíritu de rebelión, en su profundasabiduría determina los límites que quiere concedera los funestos progresos del error y a los sufrimien-tos de la Iglesia. No intentaré ¡oh cristianos! narra-ros la suerte de las herejías durante los últimossiglos, ni señalar el término fatal dentro del que Diosresolvió ceñir sus progresos; mas si mi juicio no meengaña, si recordando los hechos de los pasadossiglos hago exactas comparaciones con los hechos

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contemporáneos, me atrevo a creer, y en ello con-vienen los sabios, que los días de la ceguedad hanpasado, y que en adelante brillará la luz. Cuando elrey Enrique VIII, príncipe en lo demás perfecto, seextravió en las pasiones que a Salomón y a tantosotros reyes perdieron, y comenzó a socavar la auto-ridad de la Iglesia, anunciáronlo los prudentes, queremoviendo ese sólo punto, todo lo ponía en peligroy que daba, contra sus propósitos, desenfrenadalicencia a las edades siguientes. Previéronlo lossabios; pero los sabios en tiempos de pasión no soncreídos, y sus profecías sólo sirven de motivos derisa. La experiencia, imperiosamente, impuso a loshombres la realidad de aquellas previsiones en queno habían creído. Púsose a prueba cuanto de mássagrado hay en la religión; Inglaterra ha cambiadotanto, que ella misma no sabe a qué atenerse; ymás agitada su tierra que el Océano que la rodea,viose inundada por el espantoso desbordamiento demil sectas extrañas. ¿Quién sabe, si convertida desus grandes errores respecto a la monarquía, nollevará más lejos sus reflexiones, y si fatigada desus cambios, no mirará con complacencia el estadoprecedente? Admiremos, no obstante, la piedad dela reina que supo conservar los preciosos restos detantas persecuciones; ¡qué de pobres, qué de des-

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graciados, qué de familias arruinadas por la causade la fe subsistieron durante todo el curso de suvida inmensa profusión de sus limosnas! Derramá-balas hasta los últimos términos de sus tres reinos,y haciéndolas extensivas hasta sobre los enemigosde la fe, templaba su amargura y los volvía al senode la Iglesia. Así no sólo conservaba, sino que tam-bién aumentaba el pueblo de Dios. Eran innumera-bles las conversiones; testigos oculares Dos handicho, que durante tres años que permaneció en lacorte del rey, su hijo, sólo la capilla real, ha vistomás de trescientas conversiones, sin hablar deotros conversos que abjuraban santamente suserrores en manos de sus limosneros. ¡Dichosa ella,que pudo conservar tan cuidadosamente la chispade ese fuego divino que Jesús vino a encender enel mundo! Si algún día Inglaterra vuelve en sí, si esapreciosa levadura, santifica un día toda esa masa, aque fue mezclada por sus reales manos, la posteri-dad más remota celebrará las virtudes de la religio-sa Enriqueta, y creerá deber a su piedad la obramemorable, de la restauración de la Iglesia.

Si la historia de la Iglesia guarda agradecidala memoria de esta reina, no callará nuestra historialas ventajas que ha producido a su familia y a supatria. Esposa y madre, muy querida y muy venera-

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da, reconcilió con Francia al rey, su esposo, y al reysu hijo, ¿Quién ignora que después de la memora-ble acción de la isla de Re, y durante el famoso sitiode la Rochela, esta princesa, pronto a aprovecharlas coyunturas favorables, hizo se terminase la paz,que impidió a Inglaterra continuar socorriendo a lossublevados calvinistas? Y en estos últimos añosdespués que nuestro gran rey, celando más el cum-plimiento de su palabra y la salvación de sus aliadosque su propio interés, declaró la guerra a los ingle-ses, ¿no fue ella también prudente y dichosa me-diadora? ¿No reunió a los dos reinos? ¿Y poste-riormente aún, no se dedicó a conservar aquellabuena inteligencia? Esos cuidados preocupan ahoraa nuestras altezas reales, y el ejemplo de una granreina, así como la sangre de Francia y de Inglaterra,que habéis unido con vuestro dichoso enlace, debeinspiraros el deseo de trabajar sin descanso en launión de dos reinos que os son tan afines, y cuyavirtud y poder han de influir en los destinos de todaEuropa.

Monseñor, no es tan sólo por esa mano va-lerosa y por ese grande corazón, como adquiriréis lagloria: en la calma de profunda paz hallareis losmedios de distinguiros; y podéis servir al estado sinalarmarlo, como tantas veces lo habéis hecho ex-

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poniendo en medio de los grandes azares de laguerra una vida tan preciosa y tan necesaria comola vuestra. Este servicio, monseñor, no es el únicoque de vos se espera, que todo debe esperarse deun príncipe a quien la prudencia aconseja, el valoranima, y a quien la justicia acompaña en todas susacciones. Mas mi celo me lleva lejos del triste objetode mi oración. Deténgome a considerar las virtudesde Felipe sin pensar que os debo la historia de lasdesdichas de Enriqueta.

Confieso, al comenzarla, que siento másque nunca las dificultades de mi empresa. Que simiro de cerca los infortunios inauditos de tan grandereina, no hallo palabras con qué expresarlos; y miespíritu, condolido por tantos indignos tratamientoshechos a la majestad y a la virtud, no se resolveríaa precipitarse en medio de tantos horrores, si laconstancia admirable conque esta princesa ha so-portado sus desgracias, no sobrepujase en mucholos crímenes que las causaron. Pero al mismo tiem-po, cristianos, otro cuidado me agita: no es la queintento realizar obra humana; no soy aquí un histo-riador que debe desenvolver a vuestra vista lossecretos del gobierno, el orden de las batallas, ni losintereses de los partidos; preciso será me eleve porencima del hombre, para que toda criatura tiemble

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ante los juicios de Dios. « Entraré con David en laspotencias del Señor,» y os haré ver las maravillasde su mano y de sus decretos; decretos de justavenganza sobre Inglaterra, decretos de misericordiapara la salvación de la reina, pero decretos señala-dos por el dedo de Dios, cuya huella es tan viva ymanifiesta en los sucesos que voy a tratar, que noes posible resistir a su brillante luz.

Por alto que el ánimo se remonte para bus-car la causa de los grandes cambios históricos, sehallará que hasta aquí han sido siempre causados opor la debilidad o por la violencia de los príncipes

En efecto, cuando los príncipes, olvidandolos negocios públicos y los ejércitos, sólo se ocupanen la caza, como decía un historiador(2), fundan enel lujo su gloria, y sólo manifiestan inteligencia en lainvención de nuevos placeres, o cuando arrebata-dos por su violento carácter, no guardan regla nimedida, privándose del respeto y del temor de sussúbditos, haciendo que los males que sufran lesparezcan más insoportables que los que prevénlanzándose a la rebelión; entonces ora la licenciaexcesiva, ora la paciencia agotada, amenazan terri-blemente la estabilidad de las casas reinantes.

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Carlos I rey de Inglaterra, era justo, mode-rado, magnánimo, competente en los asuntos públi-cos, e instruido en los medios de gobernar. Nuncahubo un príncipe más digno de hacer que fuese lamonarquía, no tan sólo venerable y sagrada, sinotambién amada por los pueblos. ¿Qué se le puedereprochar sino es la clemencia? Diré de él lo que unautor célebre ha dicho de César; que fue elementohasta el punto de arrepentirse de su clemencia:Cesari proprium et peculiare sit clementiae insigne,qua usque ad paenitentiam omnes superavit(3).Quizá sea éste, si se quiere, el ilustre defecto deCarlos, como lo fue de César, pero que los quecreen que todo es debilidad en los desgraciados yen los vencidos, no intenten persuadirnos por esto,de que faltó la fuerza a su ánimo, ni el vigor a susdeterminaciones. Perseguido cruelmente por suinfausta suerte, abandonado por los suyos, nuncase vio abandonado por su propio valor. No obstanteel mal éxito de sus infortunadas empresas guerre-ras, si se pudo vencerle, no fue posible abatirlo; yasí como jamás vencedor, dejó de ser razonable,jamás vencido, aceptó nada que le hiciese parecerdébil o injusto. Cuéstame inmenso dolor el contem-plar su grande corazón en sus últimos días de prue-ba. En ellos demostró que no es permitido a súbdi-

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tos rebeldes amenguar la majestad de un rey po-seído de ella; y cuantos lo han visto aparecer enWestminster y en la plaza de Whitehall, fácilmentepueden apreciar su intrepidez al frente de los ejérci-tos, su majestad augusta en su palacio y en mediode su corte. Gran reina, satisfago vuestros mástiernos deseos al celebrar a este monarca; y esecorazón que sólo para él vivió, despierta aunquehecho polvo, y aún bajo esos mortuorios paños, sehace sensible al oír el nombre de esposo tan queri-do, a quien sus mismos enemigos conceden el títulode prudente y de justo, y que será puesto por laposteridad en el número de los buenos príncipes, sisu historia halla lectores cuyo juicio no se deje ava-sallar por los acontecimientos y por la fortuna.

Cuantos están instruidos en esos sucesossostienen que el rey no había dado motivo ni pretex-to a los sacrílegos excesos cuya memoria execra-mos, y acusan a la indomable fiereza de la nación: yconfieso que en efecto, el odio a los parricidas pue-de inspirar esta idea. Y las cuando se considera demás cerca la historia de ese gran reino, y en espe-cial los últimos reinados, en los que se ve no tansolo a los reyes mayores de edad, sino también alos pupilos y a las reinas mismas, tan absolutas yrespetadas, cuando se ve la increíble facilidad con

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que la religión ha sido destruida o restaurada porEnrique, por Eduardo, por María, por Isabel, no sehalla entonces que la nación inglesa sea rebelde, nisus parlamentos tan fieros y tan facciosos; por elcontrario, preciso es reprochar a ese pueblo el quehaya sido harto sumiso, puesto que sometió al yugohasta su fe y su conciencia. No acusemos pues,ciegamente al carácter de los habitantes de la islamás célebre del mundo, que según los historiadoresmás fieles, tienen su origen en los antiguos galos; yno creamos que los Mercianos, los Daneses y losSajones, hayan corrompido en ellos la sangre here-dada de nuestros padres, y que hayan sido capacesde llegar a tan bárbara conducta, si otras causas nohubiesen en ella influido. ¿Qué es pues, lo que lesha impulsado? ¿Qué fuerzas, qué trasportes, quéintemperancias han sido causa de esas agitacionesy de esas violencias? No lo dudemos, cristianos; lasfalsas religiones, el libertinaje de las almas, el furorde disputar eternamente acerca de las cosas divi-nas, ha sublevado los ánimos. He ahí los enemigosque ha tenido que combatir la reina, y que ni con suprudencia, ni con su dulzura, ni con su firmeza, pu-do vencer.

Algo he dicho ya de la licencia que de lasalmas se apodera cuando se conmueven los fun-

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damentos de la religión, y se alteran los límites tra-zados. Mas como el asunto que trato me suministraun ejemplo manifiesto y único en todos los siglos dedichos funestísimos excesos, se me hace necesariovolver a su comienzo, y conduciros paso a paso através de todos los crímenes a que lanza a loshombres el desprecio de la antigua religión y de laautoridad de la Iglesia.

Así pues, el origen de todo el mal es queaquellos que no han temido intentar en el pasadosiglo la reforma por medio del cisma no hallandocontra sus innovaciones baluarte más firme que lasanta autoridad de la Iglesia, se vieron obligados aecharla por tierra. Así, los decretos de los concilios,la doctrina de los Santos Padres y su sagrada una-nimidad, la antigua tradición de la Santa Sede y dela Iglesia Católica, no fueron ya como en otros tiem-pos, leyes sagradas e inviolables; constituyose cadaindividuo en tribunal árbitro de su propia creencia; yaún cuando parece que los innovadores queríanretener las almas, encerrándolas en los límites de laSanta Escritura, como esto sólo se verificaba a con-dición de que cada fiel sería un intérprete, creyendoque el Espíritu-Santo le inspiraba, nada había departicular que se imaginase autorizado por estadoctrina para adorar sus invenciones, para consa-

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grar sus errores, para llamar divino a todo lo quepensase. Previsto estaba que, careciendo de frenola licencia, las sectas se multiplicarían hasta lo infi-nito, que la tenacidad sería invencible, y que entanto los unos no cesarían en sus disputas, en que-darían a sus ensueños el carácter de inspiraciones,los otros, fatigados por tan locas fantasías, y nopudiendo reconocer en adelante la majestad de lareligión por tantas sectas desgarrada, macharían alfin a buscar un funesto reposo y entera indepen-dencia, en la libertad de las religiones o en el ateís-mo.

Tales son, y más perniciosos aún, los efec-tos naturales de esa nueva doctrina. Que así comoel agua desbordada no lleva a cabo, en todas parteslos mismos desastres, porque su rápida corriente nohalla en todas partes las mismas pendientes e igua-les obstáculos y así por más que el espíritu de inde-pendencia y de rebelión sea generalmente común atodas las herejías de estos últimos siglos, no haproducido universalmente los mismos efectos; se haceñido a diferentes límites según se los imponían eltemor o los intereses, o el capricho de los individuosy de las naciones, o en fin, la divina voluntad, quecuando le place encauza secretamente las pasionesde los hombres más violentos. Que si se hubiese

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mostrado claramente a Inglaterra y su malignidad, sise hubiera declarado sin reserva, los reyes no lahabrían sufrido; mas también los reyes han favore-cido su causa. Han demostrado a los pueblos so-bradamente que la antigua religión podía cambiar-se. Los súbditos han cesado de reverenciar lasmáximas religiosas cuando las han visto ceder a laspasiones y a los intereses de sus príncipes. Remo-vidas estas tierras, incapaces de consistencia, hancaído por doquiera dejando ver tan sólo espantososprecipicios; este nombre doy a tantos errores extra-vagantes y temerarios como han aparecido ennuestros días. No creáis que hayan conmovido a lospueblos tan sólo las querellas del episcopado, o lassutilezas acerca de la liturgia anglicana. Estas dis-putas no eran aún más que los preludios, con queaquellos turbulentos espíritus hacían el ensayo desu libertad; algo más violento se agitaba en el fondode los corazones; era el secreto descontento decuanto revestía el carácter de autoridad, y una es-pecie de comezón de perpetuas innovaciones, des-de que se vio palpable el ejemplo de la primera.

Así, pues, los calvinistas, más atrevidos quelos luteranos, han servido para formar a los socinia-nos que han ido más lejos que ellos y que de día endía aumentan con ellos sus filas. Las infinitas sectas

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de los anabaptistas tienen el mismo origen; y susopiniones mezcladas al calvinismo, han dado vida alos independientes, libres de todo freno y entre loscuales se ve a los tembladores fanáticos, que creenque todos sus ensueños les son inspirados, y losque se llaman buscadores, a causa de que diez ysiete siglos después de Jesucristo aún buscan lareligión sin encontrarla.

De esta suerte, señores, las almas, una vezperturbadas, caen de ruina en ruina, y se dividen eninnumerables sectas. En vano creyó contenerlas elrey de Inglaterra en la vertiginosa pendiente, con-servando el episcopado, porque ¿qué pueden hacerobispos que por sí mismos aniquilan la autoridad desus cátedras, y el respeto debido a la sucesión,condenando abiertamente a sus predecesores has-ta el origen mismo de su consagración, es decir,hasta el papa San Gregorio, y el santo monjeAgustín su discípulo, primer apóstol de la nacióninglesa? ¿Qué es el episcopado cuando se separade la iglesia, qué es su todo, así como de la SantaSede, qué es su centro para servir de apoyo contrasu naturaleza, a la monarquía y a su jefe» Estos dospoderes de un orden tan diferente no se unen sinoembarazándose mutuamente cuando se les confun-de; y la majestad de los reyes de Inglaterra habría

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sido más inviolable, si satisfecha de sus sagradosderechos, no hubiese querido asumir los derechos yla autoridad de la Iglesia. Por eso nada ha sido bas-tante a contener la violencia de los ánimos fecundosen errores; y Dios para castigar la irreligiosa instabi-lidad de ese pueblo, lo ha entregado a la intempe-rancia de su loca curiosidad; de manera que el ar-dor de sus insensatas disputas y su arbitraria reli-gión llegó a ser el más peligroso de sus males. Nodebe asombrarnos de que perdiese el respeto a lamajestad y a las leyes, y se hiciera rebelde, facciosoy tenaz. Enérvase la religión cuando se la cambia yse le quita el poder único, capaz de contener a lospueblos. Tienen algo de inquieto en el corazón quese escapa, si se les quita ese freno necesario; ynada puede ya prohibírseles si se les permite dis-poner como amos de su religión. De aquí ha nacidoese pretendido reinado de Cristo, hasta entoncesdesconocido en el cristianismo, que debía destruirtodo poder real y hacer iguales a todos los hombres,sueño sedicioso de los independientes, impía ysacrílega quimera; tan cierto es que todo se convier-te en revuelta y pensamientos sediciosos cuando laautoridad de la religión es aniquilada ¿Mas para québuscar pruebas de una verdad que el Espíritu-Santoha pronunciado en una sentencia manifiesta? Dios

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mismo amenaza a los pueblos que alteran la reli-gión por él establecida de retirarse de ellos, y entre-garlos a las guerras civiles. Escuchad como hablapor boca del profeta Zacarías. «Su alma, dice elSeñor, ha variado con respecto a mí, al cambiar tanfrecuentemente de religión, y yo les he dicho, osabandonaré a vosotros mismos y a vuestro crueldestino. Que lo que debe morir que muera; que loque debe ser cortado, se corte.» ¿Entendéis estaspalabras? «Y que los que queden se devoren osunos a los otros.» ¡Oh!, ¡profecía con tanta realidady tan verdaderamente cumplida! Razón sobradatenía la reina para creer que no había medio deremover las causas de las guerras civiles sino vol-viendo a la unidad católica que ha hecho florecertantos siglos la Iglesia y el trono de Inglaterra, al parde las más santas Iglesias, y los tronos más ilustresdel mundo. Así cuando esta piadosa princesa servíaa la Iglesia, creía servir al Estado; creía asegurarsúbditos al rey, conservando fieles a Dios. La expe-riencia ha justificado sus sentimientos; y en verdadque su hijo, el rey, no ha hallado entre sus servido-res otros más firmes y fieles que aquellos católicostan odiados, tan perseguidos, y que la reina madrehabía salvado. En efecto, a la vista está, que siendola separación y la rebeldía contra la autoridad de la

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Iglesia, el origen de que se derivan todos los males,nunca se hallarán los remedios sino os vuelve a lasumisión y a la unidad antiguas. El desprecio a estaunidad ha dividido a Inglaterra. Y si me preguntáis,como tantas facciones opuestas y tantas sectasincompatibles, que aparentemente debieran des-truirse las unas a las otras, han podido conspirarjuntas con tal tenacidad contra el trono real, en bre-ve os lo diré.

Había allí un hombre de increíble profundi-dad de ánimo, hipócrita refinado tanto como hábilpolítico, capaz de toda empresa y de todo disimulo,igualmente activo en la paz y en la guerra, que nadadejaba al azar en tanto pudiese contar con la previ-sión y el consejo; y por lo demás tan vigilante ypronto a todo, que jamás desatendió las ocasionesque se le presentaron de secundar a la fortuna; enfin, uno de esos hombres inquietos y audaces queparecen nacidos para trastornar el mundo(4). ¡Cuánazarosa es la suerte de esas almas, y cuán funestasu audacia! Mas ¡qué no hacen también cuando aDios le place servirse de ellas! Fue dado a aquél dequien nos ocupamos extraviar a los pueblos y pre-valecer contra los reyes(5). Porque habiendo notado,que en la infinita balumba de las sectas sin reglasfijas a que atenerse, el placer de dogmatizar sin

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freno ni oposición por parte de ninguna autoridadeclesiástica ni secular, era el encanto que se pose-sionaba de los ánimos, supo aliarlos tan bien bajoese punto de vista, que hizo un cuerpo terrible deaquel monstruoso conciliábulo. Una vez hallado elmedio de apoderarse de la multitud por el señuelode la libertad, síguelo como ciega, aunque de ellatan solo entienda el nombre. Los pueblos seducidospor el primer objeto que los había entusiasmado,marchaban siempre sin mirar que marchaban a laservidumbre y su hábil guía, que combatiendo,dogmatizando, aparentando mil personajes distin-tos, haciendo papel de doctor y de profeta, lo mismoque de soldado y de capitán, vio que había encan-tado hasta tal punto a las gentes, que el ejército lomiraba como jefe enviado por Dios para proteger laindependencia, comenzó a apercibirse de que aúnpodía llevarlo más lejos. No os narraré la afortunadaserie de sus empresas, ni sus famosas victorias,indignas de la virtud, ni esa prolongada tranquilidadde que disfrutó asombrando al mundo. Dios habíadecretado aleccionar a los reyes en el respeto debi-do a la Iglesia. Quería descubrir por medio de ungrande ejemplo cuanto puede la herejía, cuán in-dócil es e independiente y cuán fatal a la monarquíay a toda autoridad legítima. Por otra parte, cuando

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Dios ha elegido a alguno para instrumento de susdesignios, nada es capaz de contener su carrera;encadena, ciega, doma, todo lo que le opone resis-tencia. «Yo soy el Señor, dice por boca de Jerem-ías; soy yo el que ha hecho la tierra con los hom-bres y los animales, y yo la pongo en las manos dequien me place(6); y ahora he querido someter esastierras a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi servi-dor.»(7) Aunque infiel a su ley lo llama su servidor, acausa de que lo había nombrado ejecutor de susdecretos; «Y ordenó que todo sea sometido hastalos animales,»(8) tan cierto es que todo se doblega,todo se abate cuando Dios lo manda. Mas escuchadcomo sigue la profecía: «Quiero que esos pueblosle obedezcan, y que obedezcan también a su hijo,hasta que lleguen los tiempos de unos y deotros.»(9) Ved, cristianos como los tiempos se seña-lan; como las generaciones se cuentan: Dios deter-mina hasta cuándo debe durar el sueño y cuándodebe despertar el mundo.

Tal ha sido la suerte de Inglaterra. Mas enmedio de la espantosa confusión de todas las co-sas, consuela el ánimo el bello espectáculo de lasempresas de la grande Enriqueta para lograr lasalvación del reino; sus viajes, sus negociaciones,sus tratados, todo lo que su prudencia y su valor

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oponían al infortunio del Estado, y en fin, su cons-tancia que si no pudo vencer la violencia del destinoadverso, pudo al menos contrastarlo noblemente.Todos los días conquistaba el ánimo de alguno delos rebeldes, y temiendo que faltasen de nuevo,puesto que una vez habían faltado, quería quehallasen refugio en su palabra. El gobernador deSharborough en sus manos puso este puerto y cas-tillo inaccesible. Los dos Hotham, padre e hijo, quehabían dado el primer ejemplo de perfidia, rehusan-do al mismo rey la entrada en la fortaleza y puertode Hull, eligieron a la reina como mediadora, y deb-ían entregar al rey dicha plaza con la de Beverley,pero fueron descubiertos y decapitados, que Diosquiso castigar su vergonzosa desobediencia con lamano de los mismos rebeldes, no permitiendo queel rey aprovechase su arrepentimiento. La reinahabía ganado también a un corregidor de Londres,hombre de grande influencia, y a otros muchos jefesde la facción. Casi todos los que la hablaban serendían a sus pies; y si Dios no hubiese sido inflexi-ble, si la ceguedad de los pueblos no hubiese sidoincurable, ella habría aplacado los ánimos, y el par-tido más justo habría sido el más fuerte.

Sabido es, señores, que la reina expusofrecuentemente su vida en esas conferencias mas

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voy a haceros presenciar mayores azares. Habían-se apoderado los rebeldes de los arsenales y de-pósitos; y no obstante la traición de tantos súbditos,no obstante la infame deserción del mismo ejército,más fácil era al rey hallar soldados que armarlos. Lareina abandona para adquirir armas y municiones,no tan sólo sus joyas, sino también el cuidado de suvida. Lánzase al mar en el mes de Febrero, a pesardel invierno y de las tempestades; y con el pretextode conducir a Holanda a la princesa real su hijamayor, que había sido casada con Guillermo,príncipe de Orange, marcha para comprometer a losEstados en la defensa de los intereses del rey, ga-nar oficiales a su servicio, traerle municiones. No lahabía aterrado el invierno cuando partió de Inglate-rra; el invierno no la detuvo once meses despuéscuando la fue preciso volver al lado del rey; pero eléxito no fue dichoso. Me estremece el relato tansólo de la tempestad furiosa que combatió a susnaves durante seis días. Alarmáronse los marinoshasta perder el valor, y algunos entre ellos se arro-jaron a las olas. Ella, tanto más intrépida, cuandomás encrespadas las olas, alentaba el ánimo detodo el mundo, con su firmeza inquebrantable. Exci-taba a los que la acompañaban a esperar en Dios,en quien tenía puesta toda su confianza, y para

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alejar de sus ánimos las ideas funestas de muerteque por doquiera les amenazaba, decía con sereni-dad que parecía capaz de calmar los elementos,que las reinas no se ahogaban. ¡Ay, reservada es-taba para algo más extraordinario! no por habersesalvado del naufragio fueron menos deplorables susinfortunios. Vio perecer sus bajeles y casi toda laesperanza de grandes auxilios. El navío almirante,donde estaba la reina, conducido por aquél quedomina los abismos del mar, y que doma las revuel-tas ondas, tuvo que arribar a los puertos de Holan-da, y todos los pueblos se asombraron de tan mila-grosa salvación.

Aquellos que escapan de un naufragio daneterno adiós al mar y a los bajeles(10); y como decíaun antiguo autor, no pueden ni siquiera soportar suvista. No obstante, once días después, ¡oh resolu-ción asombrosa!, la reina, apenas libre de tan es-pantable tormenta, apremiada por el deseo de ver alrey y de socorrerle, aún se atreve a entregarse a lafuria del Océano y al rigor del invierno; reúne algu-nos bajeles que carga de soldados y de municionesy vuelve al fin a Inglaterra. Pero ¿a quién no asom-bra el cruel destino que afligía a esta princesa?Después de haberse salvado del furor de las olasotra tempestad tan fatal como esta le amenaza; cien

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cañones tronaron sobre ella a su llegada, y la casaen que entró fue atravesada por las balas. ¡Cuántaserenidad demostró en tan espantoso peligro! ¡Ycuánta clemencia después para el autor de tan ne-gro atentado! Trajéronlo prisionero al poco tiempo, yella perdonó su crimen, entregándolo por todo supli-cio, a su propia conciencia y a la vergüenza dehaber atentado contra la vida de princesa tan buenay generosa; ¡hasta tal punto estaba por encima delos sentimientos de venganza, como de los de te-mor! Mas ¿no la veremos nunca al lado del rey quedesea tan ardientemente su vuelta? Arde ella en elmismo deseo y ya la veo ostentar nuevo aparato.Marcha como un general a la cabeza de real ejérci-to, atravesando provincias ocupadas casi todas porlos rebeldes; de paso sitia y toma por asalto unaplaza de importancia que se oponía a su marcha;triunfa, perdona, y al fin el rey acude a recibirla enlos campos donde el año anterior había obtenidoseñalada victoria sobre el general Essex. Una horadespués llegaba la noticia de una batalla ganada.Todo parecía prosperar con la llegada de la reina;estaban los rebeldes consternados, y si la reinahubiese sido creída, si en vez de dividir los ejércitosreales y de entretenerles contra su parecer, en losinfortunados asedios de Hull y de Glocester, hubie-

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sen marchado sobre Londres, se habría decidido lasuerte y terminado la guerra en aquella campaña.Pero se perdió la ocasión, el término fatal seaproximaba, y el cielo que parecía suspender lavenganza que meditaba en gracia a la piedad de lareina, comenzó a revelar sus designios. «Sabesvencer, decía un valiente africano al general máshábil de todos los tiempos, pero no sabes aprove-char la victoria. Roma, que estaba en tu poder se teescapa, y el destino enemigo te arrebata ya losmedios, ya el pensamiento de apoderarte deella(11).» Desde este momento desgraciado, todomarchó en visible decadencia, y los sucesos seprecipitaron. La reina, que se encontraba en cinta, yque no había logrado con toda su influencia que seabandonasen aquellos dos asedios, no obstante sumal éxito, se sintió desfallecer, y todo el Estado conella desfalleció. Viose obligada a separarse del rey,que se encontraba casi sitiado en Oxford; diéronseun adiós bien triste, aunque no preveían fuese elúltimo. La reina se retiró a Exeter, plaza fuerte, don-de fue bien pronto sitiada a su vez, Dio a luz a unaprincesa, y a los doce días tuvo que emprender lahuida para refugiarse en Francia.

¡Princesa, cuyos destinos tan grandes y glo-riosos, preciso fue que nacierais en poder de los

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enemigos de vuestra casa! ¡Oh Eterno! velad sobreella; ángeles santos, formad en torno de ella vues-tras legiones invisibles, y guardad la cuna de unaprincesa tan grande y desamparada! Está destinadaal sabio y valeroso Felipe, debe a la Francia, prínci-pes dignos de él, dignos de ella y de sus antepasa-dos(12). Dios la ha protegido, señores; su aya, dosaños después sacó a la preciosa niña de manos delos rebeldes, y aunque ignorante de su cautividad,sintiendo su grandeza, ella misma se descubre,cuando, rechazando todo otro nombre, se obstinóen decir que era la princesa; y al fin fue conducida alos brazos de la reina su madre, de la que fue elconsuelo durante sus infortunios, en tanto no hacela felicidad de un príncipe excelso y la alegría detoda la Francia. Pero interrumpo el orden de minarración. He dicho que la reina se vio forzada aabandonar su reino. En efecto, partió de los puertosde Inglaterra a la vista de los bajeles de los rebel-des, que la persiguieron de tan cerca, que pudo oírcasi sus gritos y sus insolentes amenazas. ¡Viajebien distinto de aquel que había llevado a cabosobre el mismo mar, cuando arribaba a tomar pose-sión del cetro de la Gran Bretaña, y veía, por decirloasí, encorvarse las ondas bajo sus plantas comosometidas a la señora de los mares! Ahora expulsa-

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da, perseguida por sus implacables enemigos quehabían tenido la audacia de formarle un proceso,unas veces en salvo, otras casi presa, cambiandode fortuna a cada cuarto de hora, no teniendo en sufavor más que a Dios y a su inquebrantable ánimo,no había bastante viente ni bastantes velas parafavorecer su precipitada fuga. Mas al fin arriba aBrest, donde después de tantos trabajos le fue per-mitido reposar un tanto.

Cuando considero los peligros extremos ycontinuos que ha corrido esa princesa sobre el mary sobre la tierra durante cerca de diez años, y veopor otra parte que todas las tentativas contra supersona son inútiles, en tanto que contra el Estadotodo obtiene favorable éxito, ¿qué otra cosa pensarsi no que la Providencia, consagrada tanto a poneren salvo su vida como a destruir su poder, ha queri-do que sobreviviese a su grandeza, a fin de quepudiese resistir a las seducciones del mundo, y alos sentimientos de orgullo, que corrompen en ma-yor grado las almas según son más grandes y máselevadas? Fue éste un propósito semejante al queabatió en otro tiempo a David bajo la mano del re-belde Absalon. «¿Veis a ese gran rey, dice el santoy elocuente sacerdote de Marsella, le veis sólo,abandonado, de tal suerte abatido en el ánimo de

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los suyos, que se convierte en objeto de despreciopara los unos, y lo que aún es más insoportablepara un alma valerosa, objeto de piedad para losotros? No sabiendo, prosigue Salviano, de cuál deestas desdichas lamentarse más, si de que Siba lealimentase o de que Semeí tuviese la insolencia demaldecirlo(13).» He ahí señores, una imagen, aunqueimperfecta de la reina de Inglaterra, cuando des-pués de tan inauditas humillaciones, fue obligada aaparecer en el mundo y a ostentar, por decirlo así, alos ojos mismos de Francia, y en el Louvre, dondehabía nacido en medio de tanta gloria el espectácu-lo de su infortunio y miseria. Pudo entonces decircon el profeta Isaías: «El Señor de los ejércitos hahecho estas cosas para aniquilar todo el fausto delas grandezas humanas, y tornar en ignominia loque el universo mostraba como más augusto(14).» Yno es por cierto que faltase Francia a la hija de En-rique el Grande; Ana, la magnánima, la piadosa, aquien nunca nombramos sin tristeza, la recibió deuna manera conveniente a la majestad de las dosreinas; juzgad cuál sería el estado de estas dosprincesas, no siendo posible que la situación delreino proporcionase a la prudente regenta los me-dios de poner coto al mal; Enriqueta, dotada de grancorazón, no quería doblegarse a solicitar socorros;

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Ana, también de animoso corazón, no podía pres-tarlos en cantidad suficiente. Si hubiera sido posibleanticipar estos bellos años, cuyo glorioso cursoadmiramos ahora, Luis, que de tan lejos oye loslamentos de los cristianos afligidos, y cuya sabiduríaen el consejo, y cuya rectitud de intenciones le favo-recen siempre, no obstante la incertidumbre de lossucesos, y emprende por sí sólo la defensa de lacausa común, y lleva sus temidas armas al travésde inmensos espacios del mar y de la tierra; ¿hubie-ra rehusado el auxilio de su brazo a sus vecinos, asus aliados, a su propia sangre, a los sagrados de-rechos de la monarquía, que tan enérgicamentesabía mantener? ¡Con qué poder lo habría vistoInglaterra invencible defensor o vengador personalde la majestad violada! Pero Dios no había dejadoningún recurso al rey de Inglaterra; todo le faltaba,todo le era adverso; los escoceses, a quienes sehabía entregado, lo venden a los parlamentariosingleses, de suerte que los guardianes fieles denuestros reyes, hacen traición al suyo en tanto elParlamento de Inglaterra piensa en licenciar el ejér-cito, este ejército, independiente en su totalidad,reforma a su modo el Parlamento, que había refre-nado algo, y se hace dueño de todo. Así pues, elrey es conducido de cautividad en cautividad; y la

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reina agita en vano a Francia, a Holanda, y hasta aPolonia, y, a las potencias del Norte más lejanas.Reanima a los escoceses que arman treinta milhombres; con el duque de Lorena, intenta dar liber-tad al rey, empresa que pareció de éxito infalible, detal manera se había preparado; se separa de susqueridos hijos, la única esperanza de su casa, con-fesando esta vez que en medio de los dolores másgrandes aún es posible la alegría, consuela al rey,que desde su prisión le escribe, que ella sola sos-tiene su espíritu, y que no temiera de él ningunabajeza, porque sin cesar recuerda que es de ella,¡Oh madre! ¡oh mujer! ¡oh reina admirable y dignade mejor fortuna si las fortunas de la tierra fuesenalgo! Preciso es al fin ceder a vuestra suerte; hartotiempo habéis sostenido al Estado, que una fuerzadivina e invencible ataca; nada os queda que hacersino manteneros firme en medio de esas ruinas.

Como una columna cuya sólida masa pare-ce el más firme apoyo de un templo ruinoso, cuandola grande fábrica que sostenía gravitaba sobre ellasin abatirla; así la reina parece el firme sustentáculodel Estado, cuando después de haber llevado largotiempo la carga, no se ha abatido bajo el peso de suestruendosa caída.

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¿Quién, no obstante, podrá expresar su jus-to dolor? ¿Quién podrá contar sus lamentos? No,señores, Jeremías mismo, que parece el único ca-paz de elevar el lamento a la altura del infortunio, nobastaría a expresar tamañas tristezas. Ella exclamacon este profeta: Ved, Señor, mi aflicción; mi ene-migo se ha fortificado y mis hijos se han perdido; elcruel ha puesto su mano sacrílega sobre lo que meera más querido; el trono ha sido profanado y holla-dos los príncipes bajo los pies. Dejadme, lloraráamargamente; no intentéis consolarme. La espadaha herido fuera de mí, pero siento en mí mismo unamuerte semejante(15).»

Mas ahora que hemos escuchado sus la-mentos, santas jóvenes, sus queridas amigas, (por-que así quería llamaros), vosotras que la habéisvisto gemir ante los altares de su único protector,vosotras en cuyo seno vertía los secretos consuelosque atesoraba, poned término a este discurso na-rrando los cristianos sentimientos de que habéissido testigos fieles; cuántas veces, en este sitio diohumildes gracias a Dios por estas dos mercedes:una la de haberla hecho cristiana, la otra, señores,¿cuál creéis que fuese? ¿Tal vez la de haber res-taurado el trono del rey su hijo? No, la de haberlahecho reina desventurada. ¡Ah! comienzo ahora a

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deplorar el reducido espacio del sitio en que hablo;preciso era tronar, atravesar este recinto, hacer queretumbase a lo lejos una voz que no puede ser bas-tantemente difundida. ¡Cuánta sabiduría le infundie-ron sus dolores en la creencia del Evangelio, y cuánbien conoció la religión y la virtud de la cruz, cuandounió el cristianismo a sus infortunios! Las grandesprosperidades nos ciegan, nos trasportan, nos em-briagan, nos hacen olvidar a Dios y a los sentimien-tos de la fe; de ahí nacen los monstruos del crimen,los refinamientos del placer, las delicadezas delorgullo, que sirven de fundamento a estas terriblesmaldiciones lanzadas por Jesucristo en el Evange-lio; «¡Ay de los que reís! Ay de vosotros que estáisllenos y contentos del mundo(16).» Por el contrario,como el cristianismo ha nacido al pie de la cruz, lasdesdichas lo fortifican; allí se expían los pecados allíse depuran las intenciones; allí se llevan los deseosde la tierra al cielo; allí se pierde el gusto por lascosas del mundo, y se cesa de confiar y de apoyar-se en uno mismo y en su propia prudencia. Precisoes no envanecerse, pues los más experimentadosincurren en faltas capitales; pero ¡cuán fácilmentenos otorgamos el perdón de nuestras faltas, si eléxito nos las perdona!, ¡y con cuánta prontitud noscreemos los más ilustrados y los más hábiles siem-

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pre que somos los más elevados y los más dicho-sos! El mal éxito es el sólo maestro que puede re-prendernos útilmente, y arrancarnos la confesión denuestros errores, que tanto cuesta al orgullo. Enton-ces, cuando la desgracia nos abre los ojos, recor-damos con amargura nuestros malos pasos; nossentimos igualmente abrumados por lo que hemoshecho, y por lo que hemos dejado de hacer, y nosabemos cómo excusar esa prudencia presuntuosaque se creía infalible; vemos que tan sólo Dios essabio; y deplorando en vano las faltas que han cau-sado nuestra ruina, reflexiones más sensatas y ma-duras nos enseñan a deplorar las que nos hanhecho perder la eternidad, con ese singular consue-lo que las repara llorándolas.

Dios mantuvo sin descanso doce años, sinconsuelo alguno de parte de los hombres, a nuestrainfortunada reina (démosle este titulo del cual hizoun motivo de acciones de gracia) haciéndole estu-diar bajo su mano, duras, pero severas lecciones.En fin, enternecido por sus súplicas y por su humil-de paciencia, restableció su casa real: Carlos II esreconocido y la injuria hecha a los reyes vengada.Vuelven sobre sí mismos de pronto aquellos a quie-nes las armas no pudieron vencer, ni aplacar losconsejos; desencantados de su libertad, detestaron

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al fin sus excesos, avergonzados de haber tenidoen sus manos tanto poder, y sintiendo horror haciasus propios triunfos. Sabemos que ese magnánimopríncipe pudo apresurar la buena marcha de susasuntos sirviéndose de la mano de aquellos que seofrecían a terminar de un sólo golpe la tiranía: sugrande alma desdeñó medios tan bajos; creyó queen cualquier estado que los reyes se viesen, eradeber suyo no obrar sino por medio de las leyes ode las armas. Esas leyes, protegidas por él, lo hanrestablecido casi por sí solas: reina gloriosa y apa-ciblemente sobre el trono de sus antepasados, yhace reinar con él la justicia, la sabiduría y la cle-mencia.

Inútil es deciros cuánto consoló a la reinaeste suceso maravilloso: mas, había aprendido ensus desgracias a no cambiar en tan grande cambiode su estado: el mundo una vez desterrado no deb-ía volver a posesionarse de su corazón. Vio conasombro que Dios, que había hecho inútiles tantasempresas y esfuerzos, en espera de la hora por élmarcada, cuando llegó, tomó como por la mano alrey, su hijo, para conducirlo a su trono. Sometiosemas que nunca a esa mano soberana que rige des-de lo alto de los cielos las riendas de todos los im-perios; y desdeñando los tronos que pueden ser

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usurpados, uniose estrechamente al reino donde nohay que temer encontrar iguales(17), y donde se vesin celos a los que a él aspiran. Penetrada por estossentimientos, amó esta humilde casa más que suspalacios; no se sirvió más de su poder que paraamparar la fe católica, para multiplicar sus limosnas,y para consolar con más esplendidez a las familiasemigradas de los tres reinos y a todos los que sehabían arruinado a causa de la religión o en el ser-vicio del rey. Recordad con qué circunspecciónhablaba del prójimo y cuánta aversión profesaba alas palabras emponzoñadas de la maledicencia.Sabía cuanto pesa no tan sólo la menor palabra,sino también el silencio de los príncipes, y cuántoimperio adquiere la maledicencia una vez que se ladeja penetrar en su augusta presencia. Los que laveían atenta a calcular el peso de todas sus pala-bras, creían con razón que se hallaba siempre bajola mirada de Dios, y que imitadora fiel de la institu-ción de Santa María, jamás perdía la santa presen-cia de la majestad divina. También evocaba a men-tido ese precioso recuerdo por la oración y por lalectura del libro de la Imitación de Cristo, dondeaprendía a ajustarse al verdadero modelo de loscristianos. Velaba sin descanso sobre su concien-cia. En pos de tantos males y de tantos azares, no

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conocía otros enemigos que sus pecados, sin queninguno le pareciese ligero; hacía de ellos rigurosoexamen, y expiándolos cuidadosamente con peni-tencias y limosnas, tan bien preparada estaba, quela muerte no pudo sorprenderla, por más que vinobajo las apariencias del sueño. ¡Ha muerto estagrande reina! Y con su muerte deja eterno recuerdono tan sólo a SS. AA. que fieles en el cumplimientode todos sus deberes, tuvieron para ella tan sumi-sos sinceros y perseverantes respetos, sino tambiéna todos los que tuvieron el honor de servirla o deconocerla. No lloremos más sus infortunios que hoyconstituyen su felicidad. Si hubiese sido más afortu-nada habría sido su historia más pomposa, pero susobras serían menos completas; y con títulos sober-bios habría quizá aparecido vacía de méritos anteDios. Puesto que ha preferido la cruz al trono y hacolocado sus penas en el número de las mayoresgracias, recibirá los consuelos prometidos a los quelloran. ¡Que el Dios de las misericordias acepte susaflicciones como un sacrificio agradable, que la déun puesto en el seno de Abraham, y que satisfechode sus infortunios, libre en adelante a su familia y almundo, de tan terribles lecciones!

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Oración fúnebre de Enriqueta-Ana de In-glaterra, Duquesa de Orleans

Pronunciada en Saint-Denis el día 21 deAgosto de 1670

Vanitas vanitatum, dixit Ecclesias, vanitas vanita-tum, et omnia vanitas.

«Vanidad de vanidades, ha dicho el Eclesiastés,vanidad de vanidades; todo vanidad.»

(Eccl. 1.)

MONSEÑOR(18).

Destinado estaba aún a rendir este fúnebredeber a la muy alta y muy poderosa princesa Enri-queta Ana de Inglaterra, duquesa de Orleans. ¡Ella,a quien había visto tan atenta en tanto rendía elmismo tributo a la reina su madre, debía ser pocodespués objeto de un discurso semejante! ¡Y a mitriste voz estaba reservado este deplorable ministe-rio! ¡Oh vanidad!, ¡oh mortales ignorantes de sudestino! ¿Lo hubiese creído ella hace diez meses?Y vosotros, señores, ¿habríais pensado, en tantoella vertía tantas lágrimas en este lugar, que debíaisreuniros tan pronto para llorarla a ella misma? Prin-

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cesa, objeto digno de la admiración de dos grandesreinos, no era bastante que Inglaterra llorase vues-tra ausencia, sino que ha sido preciso lamentartambién vuestra muerte? Y la Francia que os habíavisto con tanta alegría, rodeada de nuevo brillo notenía para vos otras pompas y otros triunfos, a lavuelta de ese famoso viaje de que habíais traídotanta gloria y tan bellas esperanzas? «Vanidad devanidades y todo vanidad.» En tan justificado y sen-sible dolor, en accidente tan extraordinario, ésta esla única palabra que me queda, la única reflexiónque me permito. No he recorrido los libros sagradospara hallar texto que aplicar a esta princesa; hetomado sin estudio y sin elección las primeras pala-bras que el Eclesiastés me presenta, en las cualesaún cuando la vanidad se nombra a menudo, no senombra todo lo que quisiera para la realización delplan que me propongo. Quiero en una sola desdichadeplorar todas las calamidades del género humano,y en una sola muerte hacer ver la muerte y la nadade todas las grandezas humanas. Ese texto queconviene a todos los estados y a todos los aconte-cimientos de nuestra vida, por una razón particular,es adecuado al lamentable asunto que voy a tratar,pues jamás las vanidades de la tierra se han vistotan claramente reveladas, ni tan solemnemente

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confundidas. No, después de lo que acabamos dever, la salud no es más que un nombre, la vida noes más que un sueño, la gloria no es sino una apa-riencia, la belleza y los placeres no son más quepeligrosos entretenimientos; todo en nosotros esvano, excepto la sincera confesión que hacemosante Dios de nuestras vanidades y el juicio que noshace despreciar cuanto somos.

Pero ¿digo la verdad? El hombre, que Diosha formado a su imagen ¿no es más que una som-bra? ¿El ser por el cual Jesucristo descendió delcielo a la tierra, el ser por el cual, sin creerse reba-jado, derramó toda su sangre, no es nada? Reco-nozcamos nuestro error; ese triste espectáculo delas vanidades humanas se nos imponía; y las públi-cas esperanzas frustradas de pronto por la muertede esa princesa, nos arrastraba demasiado lejos.No conviene permitir al hombre se desprecio deltodo, no sea que llegue a creer como los impíos,que nuestra vida es un juego regido por el azar, ymarche sin ley y sin norma de conducta a mercedde sus ciegos deseos. Por eso, el Eclesiastés, des-pués de haber comenzado su divina obra por laspalabras que he recitado, después de haber llenadotodas sus páginas del desprecio a las cosas huma-nas, muestra al hombre algo más sólido, y termina

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todo su discurso diciéndole: «Teme a Dios y guardasus mandamientos, porque esto es todo el hombre;y sabe que el señor examinará en su juicio todo loque hayamos hecho bueno o malo(19).» Así todo esvano en el hombre si miramos lo que da al mundo,pero al contrario, todo es importante si considera-mos lo que debe a Dios. Sí, repitámoslo, todo esvano en el hombre si miramos el curso de su vidamortal; pero todo es precioso, todo importante sicontemplamos el término a que llega, y la cuentaque lo es preciso rendir. Meditemos, pues, hoy a lavista de ese altar y de esa tumba la primera y últimapalabra del Eclesiastés; la una que muestra la nadadel hombre, la otra que reconoce su grandeza. Quenos convenza de nuestra nada esa tumba, con talde que ese altar, donde todos los días se ofrece pornosotros una víctima de tan grande precio, nos en-señe al propio tiempo nuestra dignidad; la princesaa quien lloramos será testigo fiel de la una y de laotra. Veamos lo que una muerte súbita le ha arreba-tado; veamos lo que una santa muerte le ha dado.

Así aprenderemos a despreciar lo que ellaha abandonado sin pena, a fin de estimar lo que haestrechado con tanto ardor, cuando su alma, depu-rada de todos los sentimientos de la tierra, y llenadel cielo, a donde se aproximaba, vio toda la luz

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manifiesta. He aquí las verdades de que debo tratary que creo dignas de ser expuestas a príncipe tangrande, y a la más ilustre asamblea del universo.

«Nos morimos todos,» decía la mujer cuyaprudencia, elogia la Santa Escritura en el libro se-gundo de los Reyes, «y vamos sin cesar a la tumbaasí como aguas que se pierden y que no vuel-ven(20).» En efecto, nos parecemos todos a esasaguas corrientes. Por más que se envanezcan loshombres de sus soberbias distinciones, todos tienenel mismo origen; y este origen es pequeño. Susaños se empujan sucesivamente como olas; nocesan de correr hasta que al fin, después de haberhecho un poco más o menos de ruido, y atravesadomás o menos países los unos que los otros, vantodos juntos a confundirse en un abismo, donde nose reconocen los príncipes ni los reyes, ni todasesas cualidades soberbias que distinguen a loshombres, a la manera de esos ríos tan ensalzadosque pierden su nombre y su gloria al mezclarse enel Océano con los desconocidos riachuelos.

Y en verdad, señores, que si algo pudieseelevar a los hombres sobre su natural debilidad, siel origen que nos es común soportase alguna dis-tinción sólida y durable entre los que Dios ha forma-

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do de la misma tierra ¿quién la tendría en el mundocomo la princesa de quien hablo? Todo lo que pue-de hacer, no tan sólo el nacimiento y la fortuna, sinotambién las grandes cualidades del alma, para laelevación de una princesa se halla reunido y des-pués aniquilado en la nuestra. Por cualquier ladoque mire las huellas de su glorioso origen, sólo des-cubro reyes poderosos, y por doquiera me asombrael brillo de las más augustas coronas. Veo a la casade Francia, la más grande del universo, y ante lacual las más poderosas casas reales, pueden cedersin envidia, puesto que intentan derivar su gloria deese manantial; veo a los reyes de Escocia, a losreyes de Inglaterra, que han reinado desde hacetantos siglos sobre una de las más belicosas nacio-nes del mundo, más aun por su valor que por laautoridad de su cetro. Pero esta princesa nacidasobre el trono, tenía el talento y el corazón másaltos que la cuna. No pudieron abatirla los infortu-nios de su casa en su primera juventud; y de enton-ces veíase en ella una grandeza que no debía a lafortuna. Hemos dicho con júbilo, que el cielo la hab-ía arrancado milagrosamente de manos de losenemigos del rey su padre, para darla a Francia;¡don precioso, inestimable presente, si la posesiónhubiese sido duradera! Mas ¿por qué este recuerdo

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viene a interrumpirme? ¡Ay!, no podenlos fijar losojos un momento sobre la gloria de la princesa, sinque la muerte se mezcle con ella para ofuscarlotodo con su sombra. ¡Oh muerte! aléjate de nuestropensamiento, y déjanos engañar por breve tiempola violencia de nuestro dolor con el recuerdo denuestra ventura! Acordaos, señores de la alegríaque la princesa de Inglaterra comunicaba a toda lacorte, mejor que todas mis palabras vuestra memo-ria os la pintará con todos sus atractivos y su in-comparable dulzura. Crecía en medio de las bendi-ciones de los pueblos y los años no cesaban deaportarle nuevas gracias. La reina su madre, de laque fue siempre el consuelo, no la amaba con ma-yor ternura que Ana de España. Ana, bien lo sabéisseñores, no hallaba nada superior a esa princesa.Después de habernos dado una reina, la sola capazpor su piedad y demás virtudes reales, de sostenerla reputación de tan ilustre señora, quiso, para llevara la familia lo que en el mundo había de más eleva-do que Felipe de Francia, su segundo hijo, se des-posase con la princesa Enriqueta; y aunque el reyde Inglaterra, cuyo corazón está a la altura de suprudencia, sabía que la princesa su hermana, de-seada por tantos reyes, podía honrar un trono, la viocon alegría ocupar en Francia el segundo lugar; que

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la dignidad de tan poderoso reino, bien puede com-pararse con las primeras del mundo.

Si su rango la distinguía, razón tengo paradecir que aún era más distinguida por su mérito.Podía haceros notar que tan bien conocía las belle-zas de las obras del ingenio que podía creersehaber llegado a la perfección cuando se lograbaagradar a la princesa; podía añadir que los mássabios y experimentados admiraban su talento vivoy sutil que sin fatiga abarcaba los asuntos más ar-duos, y penetraba con tanta facilidad en los inter-eses más secretos. Mas ¿para qué extenderme enun punto, que puedo decir con una sola palabra? Elrey, cuyo juicio es segura regla, estimaba la capaci-dad de la princesa, y con su estimación la ha colo-cado por encima de todos nuestros elogios.

No obstante, ni esa alta estima, ni esasgrandes distinciones, lograron nunca alterar su mo-destia. No presumió jamás de sus esclarecidos co-nocimientos, y jamás sus propias luces la deslum-braron. Vosotros sois testigos de lo que digo, voso-tros a quien la princesa honró con su confianza.¿Qué ánimo habéis visto más elevado? Ni qué áni-mo habéis hallado más humilde? Muchos, temero-sos de parecer débiles, se hacen inflexibles ante la

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razón, y se afirman contra ella. Madama(21) alejába-se siempre tanto de la presunción como de la debi-lidad; era igualmente estimada por aquellos cuyossabios consejos buscaba, y por aquellos a quienespodía darlos. Un estudio singular complacía a estaprincesa, nuevo género de estudio, casi desconoci-do para las personas de su edad y de su rango ydigamos también, si os parece, de su sexo. Estu-diaba sus defectos; la complacía se le diesen lec-ciones sinceras; señal segura de un alma fuerte aquien las faltas no dominan, y que no temen mirar-las frente a frente poseídas de la confianza secretaen los recursos con que cuentan para vencerlas. Elpropósito de avanzar en el estudio de la prudencia,la aficionaba o la lectura de la historia, llamada conrazón la sabia consejera de los príncipes. Allí losreyes más poderosos no tienen otro rango que el dela virtud, allí degradados para siempre por la manode la muerte, sufren sin corte y sin séquito, el juiciode todos los pueblos y de todos los siglos; allí sedescubre que el brillo que de la adulación procedees superficial, y que de nada sirven los falsos colo-res por industriosamente que se apliquen. Allí estu-diaba nuestra admirable princesa los deberes deaquellos que con su vida forman la historia; allí in-sensiblemente perdió el gusto por las novelas caba-

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llerescas y sus insípidos héroes, y cuidando edu-carse sobre la realidad, despreció aquellas frías ypeligrosas ficciones. Así, bajo un rostro riente, bajoaspecto juvenil que sólo juegos parecía prometer,ocultaba un buen sentido, una seriedad tales, quesorprendían a cuantos la trataban.

Podían confiársele sin temor los más gravessecretos. ¡Alejad del tráfago de los negocios y de lasociedad de los hombres a esas almas sin fuerzaasí como sin fe, que no saben refrenar su indiscretalengua! «Se parecen, dice el sabio, a una ciudad sinmuros, abierta por todas partes.(22)» Y vienen a serpresa del primer advenedizo. ¡Cuán por encima deesta debilidad se hallaba la princesa! Ni la sorpresa,ni el interés, ni la vanidad, ni la magia de delicadalisonja o de dulce conversación, que a menudo,seduciendo el corazón, dejan escapar el secreto,eran bastantes para hacerle descubrir el suyo; y laseguridad que en esta princesa se hallaba, tanapropiada para entender en el manejo de los gran-des intereses hacía que le confiasen los más impor-tantes.

No penséis que quiera, a guisa de temerariointérprete de los secretos de Estado, discurrir acer-ca del viaje a Inglaterra, ni que imite a esos políticos

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especulativos que acomodando a sus propias ideaslos propósitos de los reyes, redactan sin datos losanales de su siglo. Sólo diré de ese glorioso viajeque Madama fue admirada más que nunca. Hablá-base con entusiasmo de la bondad de esta prince-sa, que, no obstante las divisiones demasiado fre-cuentes en las cortes, se captó inmediatamentetodas las simpatías. No es posible celebrar bastantesu increíble habilidad para tratar los asuntos másdelicados, para apaciguar esas ocultas desconfian-zas que a menudo los tienen en suspenso, y paraterminar todas las divergencias de suerte que seconciliasen los más opuestos intereses. Más ¿quiénpodrá recordar sin verter lágrimas las demostracio-nes de estimación y de ternura que le hizo el rey suhermano? Este grande rey, capaz de apreciar másel mérito que el nacimiento, no se cansaba de admi-rar las excelentes cualidades de su hermana. ¡Ohincurable herida!, lo que en este viaje fue objeto detan justa admiración, convirtiose para aquel príncipeen motivo de dolor sin límites. Princesa, digno lazode los dos más grandes reyes del mundo, ¿por quétan pronto le habéis sido arrebatada? Estos dosgrandes reyes se conocieron merced a los cuidadosde Madama; así sus nobles inclinaciones conciliaronsus ánimos, y entre ellos la virtud será inmortal me-

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diadora. Mas si su unión nada pierde en firmeza,eternamente deploraremos que haya perdido sumás dulce ornato, y que una princesa tan queridade todo el mundo haya sido lanzada en la tumba, entanto la confianza de esos dos reyes poderosos, seelevaba al colmo de la grandeza y de la gloria.

¡La grandeza y la gloria! ¿Podemos aún oíresos nombres en este triunfo de la muerte? No,señores, no puedo repetir más esas grandes pala-bras, con las cuales la arrogancia humana intenta,aturdirse a sí misma para no notar su nada. Tiempoes de hacer ver que todo lo que es mortal, cualquie-ra cosa exterior con que se adorne para parecergrande, es por esencia incapaz de elevación. Escu-chad con este motivo el profundo razonamiento, node un filósofo que disputa en una escuela, o de unmonje que medita en una celda; quiero confundir almundo por medio de aquellos a quienes más reve-rencia el mundo, por medio de aquellos que mejor loconocen, que no he de darles para que se convenzasino las palabras de sabios sentidos sobre el trono:« ¡Oh Dios! dice el rey profeta, medido habéis misdías, y mi sustancia nada es delante de ti.(23)» Asíes, cristianos, todo lo sometido a medida es finito; ytodo lo nacido para morir apenas sale de la nadavuelve enseguida a hundirse en la nada. Si nuestro

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ser, si nuestra sustancia es nada todo lo que sobreella construimos, ¿qué puede ser? Ni el edificio esmás sólido que su base, ni el suceso que al seratañe, más real que el mismo ser. En tanto la natu-raleza nos mantiene tan bajos, ¿qué puede hacer lafortuna para elevarnos? Buscad, imaginad entre loshombres las diferencias más notables, no encontra-reis ninguna más señalada, que más efectiva osparezca, que la que levanta al vencedor por encimade los vencidos, que contempla humillados a suspies. No obstante, ese vencedor, infatuado con sustítulos, caerá también a su vez en los brazos de lamuerte. Entonces, esos desdichados vencidos, lla-marán en su compañía al soberbio vencedor; y delhueco de sus tumbas saldrán estas palabras atro-nando a todas las grandezas: «Ahí estás heridocomo nosotros; y como nosotros fuiste.(24)» No nostiente la fortuna a salir de nuestra nada, ni a forzarla humildad de nuestra naturaleza.

Pero tal vez, a falta de la fortuna, las cuali-dades del alma, los grandes propósitos, los vastospensamientos, ¿podrán distinguirnos del resto delos hombres? Guardaos bien de creerlo, porquetodos los pensamientos que no tienen a Dios porobjeto, entran dentro del dominio de la muerte. «Mo-rirán, dice el rey profeta, y en ese día perecerán

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todos los pensamientos(25);» es decir, los pensa-mientos de los conquistadores, los pensamientos delos políticos, que en sus gabinetes imaginan propó-sitos en que envuelven al mundo entero. En vano serodearán de infinitas precauciones; lo preverán todoexcepto su muerte que en un instante les arrebatarátodos sus pensamientos. Por esto el Eclesiastés, elrey Salomón, hijo del rey David, (porque debo mos-traros la sucesión de una misma doctrina sobre unmismo trono), enumerando las ilusiones que alimen-tan los hijos de los hombres, incluso la sabiduríadice: «heme aplicado a la sabiduría y he visto quetambién es una vanidad(26),» porque existe una sa-biduría falsa que, encerrándose en los límites de lascosas humanas, sepúltase con ellas en la nada. Así,pues, nada he hecho por Madama, al presentarostantas bellas cualidades, que la hacían admirar porel mundo, y capaz de las más altas empresas a quepuede elevarse una princesa. Hasta que comiencea relataros por medio de qué lazos se unía a Diosesa ilustre princesa, aparecerá en este discurso, tansólo como el ejemplo más grande que es posibleproponer a los mortales, y el más capaz de persua-dir a los ambiciosos de que no tienen medio algunode distinguirse, ni por su nacimiento, ni por su gran-deza, ni por su ingenio, puesto que la muerte, que

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todo lo iguala con tanto imperio, lo domina por do-quiera, y con mano tan segura rápida y soberana,derriba las cabezas más respetadas.

Considerad, señores, esos grandes poderesque de tan bajo lugar contemplamos; en tanto, bajosu mano temblamos, Dios las hiere para enseñanzade todos. La causa de ello es su elevación; y Diosen tan poco los tiene, que no vacila en sacrificarlospara lección y enseñanza de los demás hombres.Cristianos, no murmuréis si Madama ha sido elegidapara darnos tan severa lección; nada hay en estoque sea para ella duro, Puesto que como más ade-lante veréis, Dios la salva por el mismo golpe quenos sirve, de lección. Debiéramos estar harto con-vencidos de nuestra nada; mas si fueran necesariosgolpes inopinados y sorprendentes para nuestroscorazones encantados por el amor a las cosasmundanas, ninguno como este tan grande y tanterrible. ¡Oh noche desastrosa! ¡Oh espantosa no-che, en que retumbó repentinamente como el es-tampido del trueno la infausta y asombrosa noticia!¡Madama se muere! ¡Madama ha muerto! ¿Quiénde nosotros no se sintió herido por este golpe, comosi algún trágico suceso hubiese desolado a su pro-pia familia? Al primer rumor de tan extraño mal, detodas partes acuden a Saint-Cloud; hállase todo

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sumido en la consternación, excepto el corazón deesa princesa; por doquiera óyense gritos, por do-quiera vénse el dolor y la desesperación, y la ima-gen de la muerte. El rey, la reina, el príncipe, toda lacorte, todo el pueblo, se muestran abatidos y des-esperados; y parece que se presencia el cumpli-miento de estas palabras del profeta: « El rey llo-rará, desolado será el príncipe, y las manos delpueblo de la tierra serán conturbadas(27).»

Mas el príncipe y los pueblos gemían envano; en vano el príncipe, en vano el mismo reyabrazaban estrechamente a la princesa. Pudieronentonces decir el uno y el otro con San Ambrosio:Stringebam brachia, sed iam amiseram quam tene-bam(28). Lo estrechaba entre mis brazos, más yahabía perdido lo que estrechaba. La princesa se lesescapaba en medio de tan tiernos abrazos, y lamuerte más poderosa nos la arrebataba de las ma-nos reales. ¡Debía morir tan pronto! En la mayorparte de los seres realízanse los cambios lentamen-te, y la muerte de ordinario los prepara para el últi-mo golpe; la princesa, no obstante, ha pasado de lamañana a la noche, como la hierba de los campos;florecía en la mañana, ¡y con cuántas gracias! Masya lo habéis visto, a la tarde la contemplamos dese-cada. ¡Cuán al pie de la letra, con qué precisión

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debían cumplirse en la princesa esas frases conque la Santa Escritura pinta de bulto la inconstanciade las cosas humanas! ¡Ay!, componíamos su histo-ria con todo lo que de más glorioso puede ser ima-ginado; el pasado y el presente servíanos de ga-rantía para el porvenir, y todo podía esperarse detantas excelentes cualidades. Conquistaba dospoderosos reinos por medios simpáticos y agrada-bles; siempre dulce, siempre apacible, generosa ybenéfica, su nombre y su influencia no habrían sidojamás odiosos; nunca se la vio desear la gloria conardor inquieto y precipitado; la esperaba sin impa-ciencia como segura de merecerla, dábale los me-dios de obtener la gloria, la adhesión que hasta eldía de su muerte manifestó por el rey, y ciertamentela dicha de nuestra vida consiste en que la estima-ción pueda juntarse con el deber, y que sea posibleadherirse al mérito y a la persona del príncipe enquien se reverencia el poder y la majestad. Lasinclinaciones de la princesa la adherían aún más asus otros deberes; la pasión que le inspiraba la glo-ria de su esposo no tenía límites; en tanto que estegrande príncipe, marchando sobre los pasos de suinvencible hermano, secundaba con tanto valor ytan buen éxito sus grandes y heroicos proyectos enla campaña de Flandes, acompañábale la férvida

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alegría de la princesa. Así sus generosas inclinacio-nes la conducían a la gloria por las sendas que elmundo juzga más bellas; y si algo hubiese faltado asu dicha, todo lo habría conseguido por su dulzura ysu conducta. Tal era la agradable historia que parala princesa narrábamos, y para dar fin a sus noblesproyectos sólo faltaba la duración de su vida, lo queno nos creíamos en deber de lamentar; porque¿quién hubiese pensado que los años faltarían aaquella juventud que parecía tan viva? Algunasveces por ese punto se desvanece todo en un ins-tante. En vez de hacer la historia de una hermosavida, nos vemos reducidos a ser historiadores deadmirable, pero tristísima muerte. En verdad, seño-res, nada ha igualado jamás la firmeza de su alma,ni ese apacible valor, que sin hacer esfuerzos paraelevarse, se encuentra naturalmente por encima delos acontecimientos más temibles de la vida. Sí, laprincesa fue tan dulce para la muerte como lo erapara todo el mundo. Su grande corazón no se sub-levó, ni se sintió lleno de amargura contra la muerte;no la desafió con fiereza, contentándose con mirarlacara a cara sin emoción, y con recibirla sin miedo.¡Triste consuelo, puesto que no obstante, ese ánimovaleroso, la hemos perdido! Esa es la gran vanidadde las cosas humanas. Después que por el último

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efecto de nuestro valor, logramos, por decirlo así,vencer a la muerte, extingue en nosotros hasta esevalor con que parecíamos dispuestos a desafiarla.Hela ahí, no obstante su grande corazón, hela ahí aesa princesa tan admirada y tan querida! ¡Hela ahí,tal cual la muerte nos la ha dejado; y ese resto debetodavía desaparecer aún más, esa sombra de gloriava a desvanecerse, y vamos a ver la desapariciónhasta de ese triste y fúnebre aparato! Descenderá aesos sombríos lugares, a esas moradas subterrá-neas, para dormir en el polvo con los grandes de latierra, como dice Job, con esos reyes y esos prínci-pes reducidos a la nada, entre los cuales apenaspodemos colocarla, de tal suerte están allí acumu-lados, de tal modo la muerte se apresura en llenarsus puestos. Mas aquí también nos extravía la ima-ginación, que la muerte no nos deja bastante canti-dad de cuerpo para ocupar un puesto, y no vemosallí nada que afecte la figura humana, a no ser lasfrías tumbas; nuestra carne cambia bien pronto denaturaleza, nuestro cuerpo toma otro nombre, hastael de cadáver, dice Tertuliano(29), porque aún nosmuestra algo de la forma humana, no lo conservalargo tiempo: conviértese en un no sé qué que notiene nombre en lengua alguna; tan cierto es que

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todo muere en él, hasta esos fúnebres nombres conlos cuales se designaban sus miserables restos!

Así la divina providencia, justamente irritadacon nuestro orgullo, lo impulsa hacia la nada, y paraigualar eternamente las condiciones, hace de todosnosotros una misma ceniza. ¿Es posible edificarsobre esas ruinas? ¿Es posible apoyar propósitoalguno sobre esos inevitables despojos de las cosashumanas? Pero ¡qué! señores, ¿es todo desespe-ración para nosotros? Dios, que fulmina sobre todasnuestras grandezas hasta reducirlas a polvo, ¿nonos deja esperanza alguna? Él, para cuyos ojos,nada se pierde, que sigue todas las partículas denuestro cuerpo, en cualquier apartado lugar delmundo donde las arroja la corrupción o el azar veráperecer sin remisión, al ser a quien hizo capaz deconocerle y de amarle? Preséntase con este motivoa mi vista un nuevo orden de cosas; disípanse lassombras de la muerte; «ábrense ante mí los cami-nos de la verdadera vida(30).» Esa princesa no yaceya en la tumba; la muerte, que parece destruirlotodo, todo lo ha respetado; he aquí el secreto delEclesiastés, que os había hecho notar desde loscomienzos de este discurso, y del cual es necesarioahora que descubramos el fondo.

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Preciso es pensar, cristianos, que ademásde la relación que tenemos por el cuerpo con lanaturaleza mudable y mortal tenemos también porotra parte, íntima relación y secreta afinidad conDios, porque Dios ha puesto en nosotros algo capazde confesar la verdad de su existencia, de adorar superfección, de admirar su inmensidad; algo quepuede someterse a su poder soberano, abandonar-se a su alta e incomprensible sabiduría, confiarse asu bondad, temer su justicia y esperar su eternidad.Bajo este punto de vista si el hombre cree hallar ensí algo de elevado, no se engañará, porque comoes necesario, que cada cosa vuelva a su origen y deaquí las palabras del Eclesiastés «el cuerpo vuelvea la tierra de donde ha salido(31)» así en virtud delmismo razonamiento, lo que en nosotros lleva elsello divino, lo que es capaz de unirse a Dios, aDios es llamado. Así pues, lo que debe volver aDios, que es la grandeza primitiva y esencial, ¿noes grande y elevado? He aquí por qué cuando os hedicho que la grandeza y la gloria eran sólo entrenosotros nombres pomposos, vacíos de sentido, mefijaba en el mal uso que de esos términos hacemos;pero si hemos de decir la verdad en toda su exten-sión, no es el error ni la vanidad quienes han inven-tado esos magníficos nombres; al contrario, no los

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habríamos encontrado jamás, si en nosotros mis-mos no llevásemos su origen; porque ¿cómo en lanada hallar esas nobles ideas? Nuestra falta noconsiste en habernos servido de esos nombres sinoen aplicarlos indignamente. San Crisóstomo hacomprendido bien esa verdad al decir: «Gloria, ri-queza, poder, nobleza, no son para los hombresmundanos mas que nombres; para nosotros si sa-bemos servir a Dios, son cosas reales; al contrario,la pobreza, la vergüenza, la muerte, son cosas efec-tivas y reales para ellos; para nosotros sólo sonnombres,» porque aquel que a Dios se consagra, nopierde ni sus bienes, ni su honor, ni su vida. No osasombre, pues, si el Eclesiastés dice con tanta fre-cuencia: «todo es vanidad;» porque añade: «todo esvanidad bajo el sol(32);» es decir, todo lo que es me-dido por los años, todo lo que es arrastrado por larapidez del tiempo. Salid del tiempo y de lo muda-ble, aspirad a la eternidad; la vanidad dejará deesclavizaros. No os asombre si el mismo Ecle-siastés(33) desprecia todo en nosotros hasta la sabi-duría, y no encuentra nada mejor que gozar en pazel fruto del trabajo. La sabiduría de que en ese pa-saje habla, es la sabiduría insensata, ingeniosa enatormentarse, hábil en engañarse a sí propia, queen el presente se corrompe, que se extravía en lo

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porvenir, que por medio de infinitos razonamientos yde grandes esfuerzos, sólo consigue consumirseinútilmente amontonando obras que el viento arras-tra «¿Y hay nada más vano?» exclama el rey sa-bio(34). ¿Y no tiene razón en preferir la sencillez deuna vida oscura que gusta dulce e inocentementede los escasos bienes que la naturaleza nos conce-de, en vez de los cuidados y las tristezas de losavaros, y los inquietos sueños del ambicioso? Mas«esto mismo, dice, ese reposo, esa dulzura de lavida, es aún vanidad(35)» porque la muerte lo turba yarrebata todo. Dejémosle pues despreciar todos losestados de la vida, puesto que al fin, de cualquierlado que se la mire, vese siempre frente a frente laimagen de la muerte, que cubre de tinieblas nues-tros más bellos días; dejémosle igualar a los locos ylos sabios, y hasta confundir, no temo decirlo enesta santa cátedra, al hombre con la bestia. Unusinteritus est hominis, et jumentorum(36). En efecto,hasta que hayamos encontrado la verdadera sabi-duría, en tanto miremos al hombre con los ojos de lacarne, sin discernir en él por la inteligencia ese prin-cipio secreto de todas nuestras acciones, que sien-do capaz de unirse a Dios, debe necesariamentevolver a él, ¿qué otra cosa veremos en nuestra vidasino locas inquietudes? ¿Y qué veremos en nuestra

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muerte sino un vapor que se exhala fuerzas que seagotan, resortes que se desconciertan y quebran-tan, y en fin, una máquina que se disuelve y se hacepedazos? Hastiados de esas vanidades busquemoslo que de grande y sólido hay en nosotros. El reysabio nos lo ha demostrado en las últimas palabrasdel Eclesiastés y bien pronto la princesa nos lo haráver en las últimas acciones de su vida. «Teme aDios y observa sus mandamientos, porque esto esel todo del hombre(37);» como si dijese: No creáisque es al hombre a quien he despreciado, sino a lasopiniones, a los errores con que el hombre depra-vado se deshonra a sí propio. ¿Queréis saber enuna sola palabra lo que es el hombre? Todo sudeber, todo su fin, toda su naturaleza, consiste en eltemor de Dios; todo lo demás es vano; pero tambiéntodo lo demás no es el hombre. He aquí lo que esreal y sólido, y lo que la muerte no puede llevarse;porque, añade el Eclesiastés: «Dios examinará ensu juicio todo lo que hayamos hecho de bueno y demalo(38)». Ahora es fácil conciliar todas las cosas. ElPsalmista dice, «que en la muerte perecerán todosnuestros pensamientos(39);» sí, aquellos que haya-mos consagrado al mundo, cuya imagen pasa y sedesvanece. Porque aun cuando nuestra alma seade naturaleza eterna, abandona a la muerte cuanto

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consagra a las cosas transitorias; de suerte quenuestros pensamientos cine debieran ser incorrupti-bles a causa de su origen, conviértense en perece-deros a causa de, su fin. ¿Queréis salvar algo enesa universal e inevitable ruina? Consagrad a Diosvuestros afectos; ninguna fuerza os despojará delos que hayáis puesto en sus divinas manos; podr-éis despreciar atrevidamente a la muerte a ejemplode nuestra cristiana heroína. A las a fin de sacar detan bello ejemplo, toda la enseñanza que puededarnos, entremos en el profundo estudio de lospropósitos de Dios sobre ella, y adoremos en estaprincesa el misterio de la predestinación y de lagracia.

Sabéis que toda la vida cristiana, que todala obra de nuestra salvación, es una serie continua-da de misericordias; pero el fiel intérprete del miste-rio de la gracia, es decir, el grande Agustín, meenseña esa verdadera Y sólida teología, que esta-blece, que en la primera y en la última gracia, semuestra la gracia; es decir, que en la vocación quenos anuncia, y en la perseverancia final que noscorona, osténtase gratuita y pura la divina bondadque nos salva. En efecto, como cambiamos dosveces de estado, pasando primero de las tinieblas ala luz, y después de la luz imperfecta de la fe, a la

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luz plena de la gloria, como es la vocación la quenos inspira la fe y la perseverancia la que nos llevaa la gloria, place a la divina bondad mostrarse alcomienzo de esos dos estados por medio de unaseñal particular y brillante, a fin de que confesemosque toda la vida del cristiano, así como su ulteriordestino, es un milagro de la gracia. ¡Cuán señala-dos han sido esos dos principales momentos de lagracia en las maravillas que Dios ha realizado parala salvación eterna de Enriqueta de Inglaterra! Paradarla a la Iglesia, preciso ha sido destruir todo unagrande monarquía. La grandeza de la casa de quehabía salido era para ella un compromiso más es-trecho en el cisma de sus antepasados; digamosmás bien de los últimos de sus antepasados, puestodo lo que les precedió, hasta remontarnos a losprimeros tiempos, fue piadoso y católico. Mas si lasleyes del Estado se oponen a su eterna salvación,Dios derribará el Estado para librarla de esas leyes;tal precio tienen las almas a sus ojos; remueve elcielo y la tierra para amamantar a sus elegidos; ycomo nada le es tan querido como esos hijos de supredilección eterna, como esos inseparables miem-bros de su hijo amado, nada deja de realizar, con talque los salve. Nuestra princesa es perseguida antesde nacer, abandonada tan pronto como nacida,

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arrancada al abrir los ojos a la luz, a la piedad deuna madre católica, cautiva, en la cuna de los im-placables enemigos de su casa, y lo que es aúnmás doloroso, cautiva de los enemigos de la Iglesia,y por consiguiente destinada, en primer lugar por sugloriosa cuna, y después por su desventurada cau-tividad, al error y a la herejía. Pero el sello de Diosestaba sobre ella; podía decir con el profeta: «Mipadre y mi madre me han abandonado pero el Se-ñor me ha recibido en su protección(40);» abandona-da por toda la tierra desde mi nacimiento, « fuí co-mo arrojada en los brazos de su providencia pater-nal, y desde el vientre de mi madre se declaró miDios(41).» A este guarda fiel confié la reina, su ma-dre, tan sagrado depósito, y no fue defraudada ensu confianza: dos años después, un golpe imprevis-to, y que parecía milagroso, libró a la princesa delas manos de los rebeldes. A despecho de las tem-pestades del Océano y de las agitaciones aún másviolentas de la tierra, Dios, tomándola sobre susalas, como el águila a sus crías, la trajo él mismo aeste reino; él mismo la depositó en el seno de lareina su madre, o mejor dicho, en el seno de la Igle-sia católica. Allí aprendió las máximas de la verda-dera piedad, menos por las lecciones que recibía,que por los ejemplos vivos de aquella grande y reli-

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giosa soberana. Imitó la princesa sus piadosas libe-ralidades; sus limosnas, abundantes siempre, pro-digáronse especialmente entre los católicos de In-glaterra, de quienes fue fidelísima protectora. Dignahija de San Eduardo y de San Luis, adhiriose detodo corazón a la fe de estos dos grandes reyes.¿Quién podrá expresar el vivo celo en que ardía porel restablecimiento de la antigua fe en el reino deInglaterra, donde aún se conservan tantos preciososmonumentos de esa fe? Sabemos que no temióexponer su vida en aras de propósito tan piadoso.¡Y el cielo nos la ha arrebatado! ¡Oh Dios mio!,¿qué nos depara aquí vuestra eterna providencia?¿Me permitiréis contemplar temblando vuestrossantos y temibles decretos? ¿No se han cumplidoaún los tiempos de confusión? El crimen que hizoretroceder vuestras santas verdades ante desata-das pasiones, ¿está aún presente a nuestros ojos?,¿no ha sido aún suficientemente castigado con laceguedad de todo un pueblo durante un siglo? ¿Nosarrebatáis a Enriqueta, en virtud de la misma sen-tencia que abrevió los días de la reina María, y sureinado tan favorable a la Iglesia? ¿O es que quer-éis triunfar sólo de vuestros enemigos? Quitándo-nos los medios de que nos envanecíamos, ¿reserv-áis en los tiempos de antemano señalados por

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vuestra predestinación eterna, decretos, restaura-ciones al Estado y a la casa de Inglaterra? Cual-quiera cosa que sea, Dios poderoso, recibid hoydichosas primicias en la persona de esta princesa;¡ojalá toda su casa y todo su reino sigan el ejemplode su fe! Ese gran rey que hace brillar con tantasvirtudes el trono de sus antepasados, y cuya mila-grosa restauración nos obliga a elogiar todos losdías la mano divina que la realizó, ese gran rey nodesaprobará nuestro celo, si anhelamos ante Diosque nos oye, que él y todos sus pueblos sean comonosotros. Opto apud Deum non tantum, sed etiamomnes fieri tales, qualis et ego sum(42). Este deseofue formulado para los reyes; y San Pablo, cargadode cadenas, lo expresó por primera vez, con motivode Agrippa; pero San Pablo exceptuaba sus cade-nas, exceptis vinculis his; y nosotros deseamosprincipalmente que Inglaterra, harto libre en suscreencias, harto licenciosa en sus sentimientos, sevea encadenada como nosotros con esos dichososlazos que impiden que el orgullo humano se extrav-íe en sus pensamientos cautivándolo bajo la autori-dad del Espíritu-Santo y de la Iglesia.

Después de haber expresado el primerefecto de la gracia de Jesucristo en nuestra prince-sa, quédame, señores, haceros considerar el último,

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que coronará todos los demás. En virtud de estaúltima gracia cambia la muerte de naturaleza paralos cristianos, puesto que en lugar de despojarnosde todo, comienza como dice el Apóstol, a investir-nos y a asegurarnos eternamente la posesión de losverdaderos bienes. En tanto estamos como prisio-neros en esta morada perecedera, vivimos sujetos atodos los cambios, porque, si me es permitido ex-presarme así, tal es la ley del país que habitamos. yno poseemos bien alguno, ni aún los de la gracia,que no podamos perder un momento después acausa de la natural mudanza de nuestros deseos:más a seguida que deja de contarse para nosotrosel curso de las horas y de medir nuestra vida por losdías y los años, alejados de las imágenes que pa-san y de las sombras que desaparecen, llegamos alreino de la verdad, donde nos libramos de obedecerla ley de los cambios. Así, pues, nuestra alma noestá ya en peligro, no vacilan ya nuestras resolucio-nes, la muerte, o mejor dicho la gracia de la perse-verancia final, las obliga a fijarse; y así como el tes-tamento de Jesucristo, en virtud del cual se entregaa todos nosotros, se confirmó para siempre, si-guiendo el derecho de los testamentos y la doctrinadel Apóstol, por la muerte del divino testador, así lamuerte del fiel hace que ese feliz testamento en el

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cual por nuestra parte nos entregamos al Salvador,se haga irrevocable. Si os hiciese ver, señores, unavez más a la Princesa, luchando con la muerte, noaprenderías nada con ello: por cruel que os parezcala muerte, esta vez debe tan sólo cumplir la obra degracia, sellar en esta princesa el decreto de su eter-na predestinación. Vemos este último combate:pero no mezclemos nuestra debilidad con tan altaacción, no deslustremos con nuestras lágrimas, tanhermosa victoria. ¿Queréis ver cuan poderosa hasido la gracia que ha hecho triunfar a la princesa?ved cuan terrible ha sido su muerte. En primer lugarha hecho presa en una princesa que tantos bienesperdía: ¡cuantos años va a arrebatar a esta juven-tud!, ¡cuánta alegría arranca a esa fortuna, de cuán-ta gloria priva a ese mérito! Por otra parte ¿puedevenir la muerte más pronta ni más cruel? Pareceque reunía todas sus fuerzas, cuanto tiene de mástemible, juntando a los dolores más vivos el golpemás imprevisto; pero aún cuando se hizo sentir todaentera desde el primer momento sin que la prece-dieran amenaza, ni advertencias, encontró a la prin-cesa dispuesta a recibirla. La gracia más activa aún,la habría preparado para la defensa; ni la gloria, nila juventud la arrancarán un suspiro: un gran pesarpor sus pecados no la permiten apesadumbrarse

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por otra cosa. Pide el crucifijo sobre el cual habíavisto expirar a la reina, su suegra, como para reco-ger en él las impresiones de constancia y de piedadque aquella alma, verdaderamente cristiana habíadejado allí con los últimos suspiros. A la vista deesta santa reliquia no esperéis de la agonizanteprincesa frases estudiadas y sublimes; la grandezaconsiste aquí en la sencillez. Exclama: «¡Oh Diosmío!, ¿por qué no he puesto siempre en vos miconfianza?» Aflígese, se reanima después, confiesahumildemente, y con todas las muestras de profun-do dolor, que sólo desde aquel momento ha comen-zado a conocer a Dios. ¡Cuán superior nos parecióa esos cobardes cristianos, que imaginan apresurarsu muerte al prepararse para la confesión, que sólopor fuerza reciben los santos sacramentos! La prin-cesa demanda el auxilio de los sacerdotes más queel de los médicos; pide por sí misma los sacramen-tos de la Iglesia; la penitencia con compunción; laeucaristía con temor y después con confianza; lasanta unción de los moribundos con piadoso apre-suramiento: lejos de mostrarse aterrada quiere reci-birla con conocimiento; escucha la explicación deesas santas ceremonias, de esas plegarías apostó-licas, que por una especie de divino encante, sus-penden los violentos dolores, que hacen olvidar la

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muerte (a menudo lo he visto) a quienes con fe lesprestan oído; ella se conforma, apaciblemente pre-senta su cuerpo al sagrado óleo, o mejor dicho a lasangre de Jesús, que con abundancia corre en eseprecioso licor. No creías que sus excesivos e inso-portables dolores turben su grande espíritu. ¡Ah!, noquiero en adelante admirar a los valientes, a losconquistadores: la princesa me ha hecho conocerlaverdad de estas palabras del sabio rey. «Mejor es elque tarde se aíra que el fuerte; y mejor el que seenseñorea de su espíritu que el que toma una ciu-dad(43). «¡Cuán dueña ha sido siempre de su espíri-tu! ¡Con qué tranquilidad cumplía sus deberes! Re-cordad las palabras que decía su espeso: ¡qué fuer-za!, ¡qué ternura! palabras que parecían salir abun-dantemente de un corazón colocado por encima detodas las cosas de la tierra: palabras que la muerteallí presente, y Dios, presente también, han consa-grado: productos sinceros de un alma que pertene-ciendo al cielo, sólo debe ya a la tierra la verdad,¡eternamente viviréis en la memoria de los hombres,pero sobre todo viviréis perpetuamente en el co-razón de ese gran príncipe! La princesa no pudoresistir a las lágrimas que le veía derramar: invenci-ble en todo lo demás, en esto hubo de ceder forzo-samente; hizo retirar a su esposo, porque no quería

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experimentar otras ternuras que las que debía inspi-rarle ese Dios crucificado que le tendía los brazos.¿Qué vimos entonces? ¿Qué oímos? Su conformi-dad con los decretos de Dios; ofrecíale sus sufri-mientos en expiación de sus faltas; profesaba ar-dientemente la fe católica y la resurrección de losmuertos, precioso consuelo para los fieles agoni-zantes; excitaba el celo de aquellos a quienes habíallamado para que excitasen el suyo, y no quiso quedejasen un momento de hablarla de las verdadescristianas. Deseó mil veces, decía, ser bañada porla sangre del cordero, nuevo lenguaje que la graciale enseñaba. No vimos en ella, ni esa ostentacióncon la que se desea engañar a los demás, ni esossentimientos de un alma aterrada que procura en-gañarse a sí misma; todo era sencillo, todo eratranquilo, todo era sobrio, todo en ella partía de unalma sumisa y de un manantial santificado por elEspíritu-Santo.

En este estado, señores, ¿qué habíamos depedir a Dios por esa princesa, sino que la afirmaseen el camino del bien, y la conservase los preciososdones de la gracia? Dios atendió a nuestros ruegos;pero con frecuencia, dice San Agustín, atendiendo anuestras plegarias, engaña dichosamente nuestraprevisión. La princesa fue confirmada en el bien de

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una minera más efectiva de lo que nosotros supon-íamos. Como Dios no quería exponer más a lasengañosas ilusiones del mundo sentimientos depiedad tan sincera, hizo lo que dice el sabio: «Seapresuró(44).»

En efecto, ¡qué diligencia!, en nueve horasla obra se había consumado. «Se apresuró en sa-carla de en medio de las iniquidades.» Ved ahí, diceel grande San Ambrosio, el milagro de la muerte delcristiano: no da fin a su vida; sólo da fin a sus peca-dos(45) y a los peligros a que está expuesto. Hemosdeplorado que la muerte, enemiga de los frutos quela princesa nos prometía, los haya agostado en flor;que haya borrado, por decirlo así, un cuadro bellí-simo que avanzaba a su perfecta terminación conincreíble rapidez, y cuyos primeros rasgos, cuyosimple dibujo mostraba ya tanta grandeza. Cam-biemos ahora de lenguaje; digamos sólo que lamuerte ha detenido en su curso la vida más belladel mundo, y la historia que con mayor brillo co-menzaba; digamos más bien que ha puesto fin consu muerte a los peligros más grandes de que puedeverse asaltada un alma cristiana; y, por no hablaraquí de las infinitas tentaciones que a cada pasoasaltan a la debilidad humana, ¿cuántos riesgos nohabría hallado esa princesa en su propia gloria? ¡La

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gloria! ¿Qué hay para un cristiano que sea máspernicioso y más mortal? ¿Qué encantos hay máspeligrosos? ¿Qué incienso de vanidad que perturbemás las mejores inteligencias? Mirad a la princesa,representaos esa alma, que, brillando al exterior,hacía que sus atractivos fuesen tan extraordinarios.Todo era ingenio, todo bondad.

Afable para todos con dignidad, sabia esti-mar a unos sin rebajar a otros, y aunque distinguie-se al mérito, no lo hacía de manera que los débilesse sintiesen desdeñados: cuando alguno tratabacon ella, parecía que olvidaba su rango para impo-nerse tan sólo por su talento: no se apercibía casique se hablaba con persona tan elevada; sentíasesólo en el fondo del corazón el deseo de centuplicarla grandeza de que con tanta afabilidad se despoja-ba. Fiel en el cumplimiento de sus palabras, incapazde disfraces, para sus amigos afectuosa, por lailustración y la integridad de su alma, los ponía acubierto de vanas sospechas y no les hacía temersino sus propias faltas. Agradecida en alto grado alos servicios que se la prestaban, se complacía enprevenir con su bondad las injurias que sentía conviveza y perdonaba con facilidad. ¿Y qué diré de sugenerosidad? Daba no tan sólo con alegría, sinocon tal elevación de alma, que indicaba a un tiempo

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el menosprecio a la dádiva y la estimación a la per-sona a quien la donaba: unas veces con palabrasconmovedoras, otras con elocuente silencio, reali-zaba el mérito de sus presentes; y este arte de darcon agrado, que tan bien había practicado durantesu vida, lo conservó, bien lo sé, hasta en los brazosde la muerte. Con cualidades tan grandes y simpáti-cas, ¿quién le hubiese negado su admiración? Consu crédito con su poder, ¿quién no hubiera deseadoadherirse a su persona? ¿No había ganado todoslos corazones, es decir, lo único que tienen queganar aquellos a quienes el nacimiento y la fortunahan concedido todo?, ¿y si esta elevadísima posi-ción es un precipicio espantoso para los cristianos,no podré decir, señores, sirviéndome de las fuertesexpresiones del más grave de los historiadores«que iba a ser precipitada en la gloria?»(46) Porque¿qué criatura hubo nunca más digna de ser el ídolodel mundo? Mas esos ídolos que el mundo adora,¿a cuántas tentaciones delicadas no están expues-tos? Es verdad que la gloria les veda algunas debi-lidades; pero la gloria, ¿les defiende por ventura dela gloria misma? ¿No se adoran quizá secretamen-te? ¿No quieren quizá ser adorados? ¿Qué no de-ben temer de su amor propio? ¿Y cuáles no son lasexigencias de la humana flaqueza en tanto el mun-

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do les concede todo? ¿No se aprende allí a poner alservicio de la ambición, de la grandeza y de la polí-tica, la virtud, la religión y hasta el nombre, de Dios?La moderación que el mundo fluye no sofoca lossecretos movimientos de la vanidad; sólo sirve paraocultarlos, y cuanto más modesta aparece al exte-rior, más se abandona en lo íntimo de la concienciaa los sentimientos delicados y perniciosos de lafalsa gloria; se cuenta harto con las propias fuerzas,y se dice en el fondo del corazón: «yo y sólo yo enla tierra(47).» En este estado, señores, ¿no es la vidaun peligro? ¿No es la muerte una merced? ¿Qué nodebemos temer de los vicios, si tan peligrosas sonlas buenas cualidades? ¿No es, pues, un beneficiootorgado por Dios, el de haber abreviado las tenta-ciones, al abreviar los días de la princesa, el dehaberla arrebatado a su propia gloria, antes que esagloria hubiese puesto en peligro su moderación?¿Qué importa que su vida haya a sido tan breve?Nunca lo que ha de concluir puede ser largo. Auncuando no contáramos sus confesiones, sus fre-cuentes ejercicios piadosos, su aplicación constantea la piedad en los últimos tiempos de su vida, esascortas horas santamente pasadas entre las pruebasmás rudas, en los sentimientos más puros del cris-tianismo, suplen por sí solos una vida prolongada.

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El tiempo ha sido corto, lo confieso; pero la obra dela gracia ha sido firme, la fidelidad del alma perfec-ta. Éste es el resultado del arte sublime de reducir apequeñas proporciones una grande obra; y la gra-cia, este habilísimo artífice, se complace a las vecesen encerrar en un sólo día las perfecciones de unalarga existencia.

Sé bien que Dios no quiere que se esperentamaños milagros, pero si la temeridad insensata delos hombres abusa de sus bondades, su brazo paraella no carece de fuerza, ni su mano se muestradebilitada. Confío, para la princesa, en su miseri-cordia, que tan sincera y humildemente reclamaba.Parece como que Dios no la conservó el juicio sere-no hasta el último momento, sino para hacer quedurase el testimonio de su ardiente fe. Al morir ado-raba al Salvador; faltole antes la fuerza de los bra-zos, que el ardor en abrazar la cruz; yo vi su manodesfallecida buscando al caer nuevas fuerzas paraaplicar sobre sus labios ese dichoso signo de nues-tra redención; ¿no es esto morir en los brazos ybajo los besos del Señor? ¡Ah!, podemos terminareste santo sacrificio por el reposo de la princesa conuna piadosa revelación; ese Jesús en quien espe-raba, cuya cruz ha llevado sobre su cuerpo con suscruelísimos padecimientos, dará su sangre a su

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cuerpo desfallecido, penetrándola por la participa-ción en sus sacramentos y por la comunión con susdolores. Pero al orar por su alma, cristianos, pen-semos en nosotros mismos. ¿Qué esperamos paraconvertirnos? ¡Cuál será nuestra dureza de co-razón, si un suceso tan extraordinario que debierapenetrarnos hasta el fondo del alma, sólo consigueaturdirnos por algunos momentos! ¿Esperamos queDios resucite a los muertos para aleccionarnos? Noes preciso que los muertos despierten y abandonensus tumbas; la que hoy entra en el sepulcro debebastar para convertirnos; porque si sabemos cono-cernos, confesaremos, cristianos, que las eternasverdades han sido ampliamente confirmadas; sólodebilidad podemos oponerlas; la pasión y no larazón osara combatirlas. Si algo impide que estassantas y benéficas verdades reinen sobre nosotros,es que el mundo nos distrae, los sentidos nos en-cantan, el presente nos arrastra. ¿Es necesario otroespectáculo para desengañarnos de las seduccio-nes de los sentidos y del mundo? ¿Podía la divinaProvidencia ponernos ante los ojos más de cerca ycon mayor fuerza la vanidad de las cosas huma-nas? Y si nuestros corazones siguen empedernidosdespués de tan severa advertencia, ¿qué resta aDios que hacer, sino herirnos sin misericordia a

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nosotros mismos? Evitemos tan funesto golpe y noesperemos siempre confiados en los milagros de lagracia. Nada hay que sea más odioso a la Provi-dencia que el que se intente forzarla a la piedad conejemplos de su gracia y de sus bondades, ¿Quéhay, pues, cristianos, que pueda impedirnos el reci-bir humildemente sus inspiraciones? ¡Pues qué!¿Los deleites de nuestros sentidos son tan vivosque nos impidan preveer nuestro destino? ¿Losadoradores de las humanas grandezas se mos-trarán satisfechos de su fortuna, cuando vean queen un instante su gloria pasa a su nombre, sus títu-los a su sepulcro, sus bienes a los ingratos, y susdignidades tal vez a los envidiosos? Si estamosplenamente seguros de que llegará un día postreroen que la muerte nos obligará, a confesar todosnuestros errores, ¿por qué no despreciar hoy envirtud de los consejos de la razón lo que será preci-so despreciar algún día en virtud de las imposicio-nes de la fuerza? ¿Y cuál será nuestra ceguedad sisiempre marchando hacia el fin de la vida, y mástiempo moribundos que vivos, esperamos los últi-mos suspiros para dar cabida a los sentimientosque la sola idea de la inevitable muerte debierainspirarnos en todos los instantes de la existencia?Comenzad desde hoy a menospreciar las dichas de

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la tierra; y siempre que crucéis por esas augustasmansiones, por esos soberbios palacios, a los quecomunicaba la princesa resplandor que vuestrosojos buscan ahora en vano; siempre que contem-plando el elevado puesto que tan dignamente ocu-paba, veáis que falta de allí, pensad, que esa gloriaque admiráis era el gran peligro de su vida, y que enla otra ha sido objeto de severísimo examen, duran-te el cual nada habrá sido bastante a tranquilizarla,sino la sincera resignación con que ha obedecidolas órdenes de Dios y las santas humillaciones de lapenitencia.

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Oración fúnebre Luis de Borbón, Prínci-pe de Condé

Pronunciada en Nuestra-Señora de París el10 de Marzo de 1687

Dominas tecum virorum fortissime... Vade in hacfortitudine tua... Ego ero tecum.

Jehová es contigo varón esforzado. Ve con estatu fortaleza. Porque yo seré contigo.

(Jueces, c. 6, v. 12, 14, 16.)

MONSEÑOR(48):

En el momento de entreabrir los labios paracelebrar la gloria inmortal del príncipe de Condé,siéntome a un tiempo confundido por la grandezadel tema de mi discurso, y séame permitido confe-sarlo, por la inutilidad de mi trabajo. Porque ¿en quéparte del mundo habitable no ha sido oído el eco delas victorias del príncipe de Condé y las maravillasde su vida? Nárranse por doquiera; el francés quelas elogia nada enseña al extranjero, y aún cuandopueda yo hoy relatároslas, es seguro que vuestropensamiento se adelantará al mío, por lo que deboresponder al secreto reproche que me dirijáis de

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haber quedado muy por debajo de tan alto objeto.Nada podemos, débiles oradores, en pro de la gloriade las almas extraordinarias; razón tiene el rey sa-bio al decir que, «tan sólo sus acciones puedenalabarlos(49):» languidece todo lenguaje que no seaéste, tratándose de tan grandes nombres; y la sen-cillez de un fiel relato bastaría para sostener la glo-ria de Condé. Pero en tanto la historia, que debeese relato a los siglos futuros, lo graba y lo muestraa los hombres, preciso será satisfagamos comomejor nos sea posible, a la pública gratitud y a lasórdenes del más grande de todos los reyes. ¿Quées lo que no debe el reino a un príncipe que hahonrado a la casa de Francia, al nombre francés, asu siglo, y hasta a la humanidad entera? Luis elGrande participaba también de estos sentimientos;después de llorar al grande hombre y de haberledado con sus lágrimas en medio de su corte el elo-gio más glorioso que podía obtener, reúne en tem-plo tan célebre lo que en su reino hay de más au-gusto para rendir públicos testimonios de admira-ción a la memoria de ese príncipe; y quiere que midébil voz anime todo este triste espectáculo, y todoeste fúnebre aparato. Hagamos un esfuerzo sobrenuestro dolor. Preséntase aquí a mi pensamiento unobjeto grande y digno de esta cátedra: Dios es

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quien hace los guerreros y los conquistadores.«Bendito sea mi Dios, decía David, puesto que hab-éis enseñado a mis manos para combatir, y a misdedos para mantener la espada(50).» Si inspira elvalor no menos concede las otras grandes cualida-des naturales y sobrenaturales del corazón y delingenio. Todo parte de su poderosísima mano; él esquien del cielo envía los generosos sentimientos,las determinaciones prudentes, y todas las buenasideas; pero quiere que sepamos distinguir entre losdones que abandona a sus enemigos y los que asus fieles servidores reserva. Lo que a sus amigosdistingue es la piedad; hasta que se ha recibido estedon del cielo, todos los demás no tan sólo no sonnada sino que causan la ruina de los que con elloshan sido adornados; sin la merced inestimable de lapiedad ¿qué hubiese sido el príncipe de Condé, noobstante su grande corazón y su grande genio? No,hermanos míos, si la piedad no hubiese consagradosus demás virtudes, ni hallaríamos lenitivo a nuestrodolor, ni ese religioso pontífice mostraría confianzaen sus plegarias, ni yo mismo apoyo en los elogiosque debo a hombre tan eminente. Apuremos lagloria humana con este ejemplo; destruyamos elídolo de los ambiciosos; que caiga aniquilado anteesos altares. Pongamos juntas hoy, (porque bien

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podemos hacerlo en tan noble asunto) todas lasmás bellas cualidades de un carácter excelente; y ala gloria de la verdad, mostremos en un príncipeadmirado por todo el universo, lo que hace a loshéroes, lo que lleva a su colmo la gloria del mundo,valor, magnanimidad, natural bondad, por lo quehace al corazón; vivacidad, penetración, grandeza ysublimidad de genio, por lo que hace al espíritu;estas cualidades serían ilusorias sino las fecundasela piedad, porque la piedad es todo el hombre. Estoveréis, señores, en la vida eternamente memorabledel muy alto y muy poderoso príncipe Luis deBorbón, príncipe de Condé, príncipe de la sangre.

Dios nos ha revelado que él sólo hace a losconquistadores, que él sólo los hace servir suspropósitos. ¿Quién si no Dios hizo a un Ciro nom-brado doscientos años antes de su nacimiento enlos oráculos de Isaías? «Tú no existes aún decía,pero te veo, y te nombro por tu nombre: te llamarásCiro. Yo iré delante de ti en los combates; pondréante ti a los reyes en huida; romperé las puertas debronce. Yo que extiendo el pabellón de los cielos,yo que sostengo la tierra, que nombro lo mismo loque no existe que lo que existe(51),» es decir, soy yoquien todo lo hace, y yo quien ve desde la eterni-dad, todo lo que hago. ¿Quién si no Dios ha podido

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formar a un Alejandro cuyo indomable ardor ha pin-tado el profeta Daniel con tan vivas imágenes?«Ved a ese conquistador, dice, con qué rapidez seeleva en el Occidente como saltando, y sin tocar latierra(52).» Semejante en sus atrevidos saltos, y ensu paso ligero a los animales vigorosos y saltado-res, avanza con rápidos y violentos ímpetus, y no esdetenido ni por las montañas, ni por los precipicios.Ya el rey de Persia cae en sus manos; «a su vistase anima; efferatus est, in eum, dice el profeta; loabate, lo huella con los pies; nadie puede defender-lo de los golpes que lo asesta, ni arrancarle su pre-sa(53).» Oyendo estas palabras de Daniel, ¿a quiencreeréis ver, señores, bajo esta imagen a Alejandroo al príncipe de Condé? Dios le había dado indo-mable valor para la salvación de Francia durante lamenor edad de un rey de cuatro años. Dejad crecera ese rey amado por el cielo y todo cederá ante sushazañas; superior a los suyos como a sus enemi-gos, sabrá unas veces servirse, otras prescindir desus más famosos capitanes; y sólo bajo la mano deDios, que continuamente acude en su socorro, se leverá siendo escudo de sus Estados. Pero Dios hab-ía elegido al duque de Enghien para defenderlo ensu infancia. En los primeros días de su reinado, a laedad de veinte y dos años, el duque concibió un

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proyecto que los más antiguos y experimentadoscapitanes no habían concebido; la victoria, justificósu previsión delante de Rocroy. El ejército enemigoes en verdad más fuerte; está compuesto de esosantiguos tercios españoles, walones e italianos, quehasta entonces no habían sido nunca derrotados;pero ¿qué no inspirarían a nuestras tropas la nece-sidad de salvar al Estado, los pasados triunfos y lapresencia de un joven príncipe que llevaba la victo-ria en los ojos? Don Francisco de Melos lo espera apie firme; y sin poder retroceder los dos generales ylos dos ejércitos, parecían querer encerrarse en losbosques y los pantanos, para decidir la contienda,como dos valientes en campo cerrado. ¡Qué no sevio entonces! Parecía el joven príncipe otro hombre;conmovido por lo grande de la acción, mostrose porcompleto su inmenso ánimo; crecía su valor con lospeligros, y sus conocimientos militares al par de suardor. Al llegar la noche, que fue preciso pasar enpresencia del enemigo, como capitán vigilante, seentregó al reposo el último, pero jamás reposó másapaciblemente. La víspera del día tan grande, y enel primer combate permanece tranquilo, de tal suer-te se encuentra en su natural elemento; y es sabidoque al día siguiente a la hora señalada fue necesa-rio despertar de su profundo sueño a este segundo

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Alejandro. ¿Veis como vuela a la victoria o a lamuerte? Después que hubo llevado de fila en fila elardor de que se sentía animado, se le vio, casi almismo tiempo, acometer al ala derecha del enemi-go, apoyar la nuestra desordenada, rehacer a losfranceses casi vencidos, obligar a la fuga al españolvencedor, llevar por doquiera el terror, y asombrarcon el brillo de su mirada centelleante a los queescapaban de sus certeros golpes. Quedaba en pieesa terrible infantería española, cuyos gruesos bata-llones concentrados, semejantes a otras tantas to-rres, que por sí mismas sabían reparar sus brechas,permanecían inconmovibles en medio del ejércitoderrotado, y lanzaban el fuego por todos sus flan-cos. Tres veces el joven vencedor se esforzó enromper las filas de aquellos intrépidos combatientes,tres veces fue rechazado por el valeroso conde deFuentes, a quien se veía llevado en un escaño, y noobstante sus males, mostrando alma guerrera y deun todo dueña del cuerpo que animaba; pero al finpreciso fue ceder. En vano es que a través de losbosques, con toda su caballería que aún no habíaentrado en fuego, precipítase Bek su marcha paracaer sobre nuestros soldados llenos de fatiga; elpríncipe lo ha previsto, los batallones destrozadospiden cuartel; pero la victoria va a ser más terrible

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para el duque de Enghien que el combate. En tantoque con aire confiado avanza para escuchar laspalabras de aquellos bravos soldados, estos, siem-pre en guardia, temen la sorpresa de un nuevo ata-que; su espantosa descarga enfurece a los nues-tros; vese por doquiera horrible carnicería; la sangreembriaga al soldado, hasta que el gran príncipe,que no puede ver con calma que aquellos leonessean degollados como tímidos corderos, calma losánimos irritados, y junta al placer de vencer el deperdonar. ¡Cuál fue el asombro de aquellas viejaslegiones y de sus bravos oficiales al ver que nohabía salvación para ellos sino en los brazos delvencedor! ¡Con qué ojos miraron al joven príncipe, acuyo continente altivo impreso por la victoria, semezclaban los atractivos de la clemencia! ¡Concuanto placer habría salvado la vida al bravo condede las Fuentes! Pero hallósele en tierra entre esosmillares de muertos cuya pérdida aún lamenta Es-paña, que no sabía entonces que el príncipe que lehizo perder tantos de sus antiguos regimientos en lajornada de Rocroy, estaba destinado a concluir conlos que aún le quedaban en los llanos de Lens. Así,pues, la primera victoria fue prenda de muchasotras. El príncipe dobló la rodilla en el mismo teatrodel combate, consagró al Dios de las batallas la

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gloria con que lo coronaba; allí se celebró la libera-ción de Rocroy, las amenazas de un terrible enemi-go, convertidas en vergüenza del vencimiento, laregencia afirmada, Francia tranquila, y un reinadoque debía ser tan bello, comenzado con tan dicho-sos presagios. El ejército empezó la acción de gra-cias, imitole toda Francia, que elevó al cielo la pri-mera victoria del duque de Enghien, que habríabastado para ilustrar otra vida que la suya, pero quepara él era el primer paso de su gloriosa existencia.

Desde esta primera campaña, después dela toma de Thionville, digno precio de la victoria deRocroy, pasó por capitán igualmente terrible en lossitios y en las batallas. Mas ved en un joven prínci-pe victorioso algo que no es menos bello que lavictoria. La corte, que a su llegada le preparaba losaplausos que merecía, se sorprendió de la maneracon que los recibió. La reina regente le manifestóque el rey estaba satisfecho de sus servicios; éstafue en labios del soberano la digna recompensa desus trabajos. Si los demás osaban elogiarlos, re-chazaba los elogios como ofensas, e indiferente a lalisonja, temía de ella hasta la apariencia; tal era ladelicadeza, o mejor dicho, tal era la solidez delcarácter de este príncipe. También profesaba lamáxima, (escuchadla, porque es la máxima que

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forma a los grandes hombres) de que en las accio-nes magnánimas es necesario pensar tan sólo enhacer el bien, y dejar venir a la gloria en pos de lavirtud; esta idea inspiraba a los demás; esta idea lapracticaba él mismo. Así la falsa gloria no le tenta-ba; todo en él tendía a lo verdadero y a lo grande.De aquí que cifrase su gloria en el mejor servicio delrey, y en la prosperidad del Estado; éste era el fon-do de su corazón; éstas fueron sus primeras y másqueridas inclinaciones. No le retuvo mucho tiempola corte, por más que en ella fuese el principal orna-to; era preciso mostrar por todas partes, a Alemaniay a Flandes el intrépido defensor que Dios nos hab-ía dado. Fijad en esto vuestra atención; se preparacontra el príncipe algo más formidable que Rocroy,y para probar su virtud, la guerra va a agotar todassus invenciones y todos sus esfuerzos. ¿Qué sepresenta a mis ojos? No se trata ya tan sólo dehombres a quienes combatir, sino de inaccesiblesmontañas; se trata de barrancos, de precipicios deuna parte, de otra de bosques impenetrables, cuyofondo es un pantano, y al otro lado de los ríos, pro-digiosas trincheras; trátase de elevadas fortalezas, yde selvas taladas que atraviesan temerosos cami-nos; y allí Merey con los valientes bávaros envane-cidos por tantas victorias y por la toma de Friburgo;

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Merey a quien nunca se vio retroceder en los com-bates; Merey, a quien el príncipe de Condé y elvigilante Turlena jamás lograron sorprender en unmovimiento irregular, y de quien éstos hacen elmayor de los elogios diciendo que nunca habíaperdido un sólo momento favorable, ni había dejadode adivinar los propósitos del enemigo como sihubiese asistido a sus consejos. En tales circuns-tancias, pues, durante ocho días, y en cuatro distin-tos ataques se vio cuanto es posible emprender enel arte de la guerra. Nuestras tropas parecen des-animadas, tanto por la resistencia de los enemigoscomo por la espantosa disposición del teatro de lalucha, y el príncipe se vio algún tiempo como aban-donado. Pero a manera de otro Macabeo, «su brazono le abandonó, y su valor, irritado por tantos peli-gros, vino en su auxilio(54).» Viósele echar pie atierra y salvar el primero aquellas inaccesibles altu-ras arrastrando todo en pos de sí. Ve Merey supérdida asegurada; sus mejores batallones sondeshechos, la noche salva el resto de su ejército.Pero grandes lluvias aparecen a fin de que tenga-mos a la vez que combatir además del valor delenemigo y todo su arte, a la misma naturaleza.Cualquiera que sea la ventaja obtenida por un ene-migo tan hábil como atrevido, y por más que se

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atrinchere de nuevo en espantosa montaña, acome-tido por todas partes, deja al cabo en poder delduque de Enghien no tan sólo sus cañones y susprovisiones, sino también toda la ribera del Rhin.Mirad como todo cae ante el vencedor: Filisbourgoes tomado en diez días no obstante la proximidaddel invierno; Filisbourgo, que tuvo tan largo tiempoal Rhin cautivo bajo nuestros decretos, y cuyapérdida ha sido tan gloriosamente reparada por elmás grande de nuestros reyes; Worms, Spira, Ma-guncia, Landau, y otras veinte plazas conocidas nosabren sus puertas; Merey no puede defenderlas, yno aparece más ante su vencedor; no es esto bas-tante, sino que precisa caiga a sus pies noble vícti-ma de su valor; Nordlinguen presenciará la caída;allí se decidirá que nada se opone a los francesesen Alemania ni en Flandes, y todas estas ventajasse deben al mismo príncipe. Dios, protector deFrancia y de un rey a quien ha destinado a grandesempresas, lo ordena así.

El éxito parecía asegurado bajo el mandodel duque de Enghien; y sin indicaros aquí sus otrashazañas, bien sabéis que entre tantas plazas fuer-tes atacadas, sólo una pudo escapar de sus manos,y aún así elevó más alta la gloria del príncipe. Euro-pa, que admiraba el divino ardor de que estaba

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animado en los combates, se llenó de asombro alver que un jefe a la edad de veinte y seis años,fuese tan hábil para dirigir sus tropas como paralanzarlas en los peligros, como para ceder ante lafortuna o ponerla al servicio de sus planes. Vímosleen todas partes como a uno de esos hombres ex-traordinarios que allanan todos los obstáculos. Larapidez de sus acciones no daba tiempo al enemigode contrastarlas; esta es la cualidad dominante delos conquistadores. Cuando David, gran guerrero,deploraba la muerte de dos famosos capitanes quehabía perdido, les consagraba este elogio: «Másveloces que las águilas, más valerosos que los leo-nes(55).» Ésta es la imagen que representa al prínci-pe cuya muerte lloramos; aparecía al mismo tiempocomo un relámpago en los países más lejanos;vésele a un tiempo en todos los combates, en todoslos campamentos. Cuando ocupado en un punto,manda practicar reconocimientos en otro, el oficialdiligente que lleva sus órdenes se asombra de quese le anticipe el príncipe, encontrándolo todo reani-mado por su presencia; parece como que se multi-plica en una acción; ni el hierro ni el fuego le detie-nen. No necesita defender su cabeza a tantos peli-gros expuesta; Dios es para él la armadura másfuerte; los golpes parecen amortiguados al dirigirse

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a él, y dejan sólo señales de su valor y de la protec-ción del cielo. No le digáis que la vida de un primerpríncipe de la sangre, más interesado por su naci-miento en sostener la gloria del rey y de la corona,debe en servicio del Estado y en pro de su brilloconservarse más que las otras vidas. Después dehaber hecho sentir a los enemigos, durante tantosaños el poder invencible del rey, cuando fue precisosostenerlo dentro del reino, lo diré en una palabra,hizo respetar a la regenta; y puesto que es necesa-rio hablar de estas cosas sobre las que quisieraguardar eterno silencio, hasta aquella fatal prisión,no había nunca pensado el príncipe que nadiehubiese podido atentar contra el Estado; y en mediode su mayor gloria, si deseaba obtener mercedes,más aún deseaba merecerlas. Esto le hacía decir(puedo repetir ante esos altares las palabras que herecogido de su boca, puesto que revelan tan clara-mente el fondo de su corazón), decía, pues,hablando de aquella desventurada prisión, que hab-ía entrado en ella el más inocente de todos loshombres, y que había salido de ella el más culpable.«¡Ay!, proseguía, sólo respiraba para el servicio delrey y la grandeza del Estado!» Veíase en estaspalabras un sincero dolor de haber sido impulsadotan lejos por su desdicha. Pero sin querer excusar lo

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que él mismo ha condenado tan terminantemente,digamos, para no volver a hablar de ello jamás, queasí como en la gloria eterna las faltas de los santospenitentes, amparadas por lo que han hecho pararepararlas y por el infinito resplandor de la miseri-cordia divina, se borran por completo, así en esasfaltas tan sinceramente confesadas, y enseguidareparadas con tanta gloria por insignes servicios,debemos tan sólo mirar la humilde confesión delpríncipe arrepentido de esas faltas, y la clemenciadel gran rey que las olvidó.

Que si se vio arrastrado a estas infortuna-das guerras, al menos tuvo la gloria de no haberenvilecido la grandeza de su casa en países extran-jeros. No obstante la majestad del imperio, no obs-tante esa fiereza del Austria y de las coronas here-ditarias dependientes de esta casa, inclusa la ramaque domina en Alemania, refugiado en Namur, sos-tenido tan sólo por su valor y su reputación, llevótan lejos las preeminencias de un príncipe de Fran-cia y de la primera casa del mundo, que todo lo quede él pudo obtenerse, fue que consintiese en tratarde igual a igual con el archiduque, aunque era her-mano del emperador y descendiente de tantos em-peradores, a condición de que como árbitro le haríaeste príncipe los honores en los Países-Bajos. El

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mismo tratamiento se prometió al duque de Enghieny la casa de Francia conservó su preeminencia so-bre la de Austria hasta en Bruselas. Pero ved a loque obliga el verdadero valor. En tanto que elpríncipe mantenía su rango con tanta altivez ante elarchiduque, tributaba al rey de Inglaterra y al duquede York, ahora famoso rey, entonces desgraciado,todos los honores que les eran debidos, y enseñabaa España, en demasía desdeñosa, cuál era esamajestad que la mala fortuna no podía arrebatar apríncipes tan grandes(56). No fue menos grande suconducta en lo demás. Ante las dificultades que susintereses oponían a la paz de los Pirineos, escu-chad cuáles fueron sus órdenes y ved si nunca unparticular trató con mayor nobleza de sus intereses.Dice a sus agentes en la conferencia, que no esjusto que la paz de la cristiandad se retarde porconsideración a él; que se piense en sus amigos yque en cuanto a él, se le deje seguir su fortuna. ¡Ah!¡cuán grande víctima se sacrifica al bien público!Pero cuando el aspecto de los negocios cambió yEspaña quiso darle Cambrai y su territorio o elLuxemburgo en plena soberanía, declaró que pre-fería a estas ventajas y a todo cuanto en adelantese le concediese por grande que fuera la merced¿qué creéis, señores? el cumplimiento de su deber

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y el favor del rey: esto tenía siempre en el corazón;esto repetía sin cesar. Éstos eran sus sentimientosnaturales: Francia lo apreció entonces por estosúltimos rasgos, en todo su verdadero valor, y lo viorodeado de no sé qué de perfecto, que las desgra-cias imprimen en las grandes virtudes, y lo admirómás fiel que nunca en el servicio del Estado y de surey, Pero en sus primeras guerras sólo podía ofre-cerles su vida; ahora tiene otra que le es más queri-da que la suya. Después de haber terminado, aejemplo suyo, y con gloria, sus estudios, el jovenduque de Enghien muéstrase pronto a seguirlo a loscombates. No contento con enseñarle el arte de laguerra, como hizo siempre en sus lecciones, elpríncipe lo lleva a aprender lis lecciones vivas yprácticas. Dejemos el paso del Rhin, prodigio denuestro siglo y de la vida de Luis el Grande. En lajornada de Senef, el joven duque, aunque hubieseya mandado como jefe en otras campañas, hace enmedio de rudas pruebas el estudio del arte de laguerra al lado del príncipe su padre: cercado depeligros, ve a este gran príncipe arrojado en unfoso, bajo bu caballo ensangrentado. En tanto loofrece el suyo y trata de levantar al príncipe caído,recibe una herida en los brazos de un padre tancariñoso, sin interrumpir su trabajo, lleno de alegría

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por satisfacer al propio tiempo a la piedad filial y a lagloria. ¿Cómo no había de pensar el príncipe, quepara realizar las más grandes empresas sólo falta-ban a su digno hijo ocasiones propicias? Y su ternu-ra se redoblaba con su estimación.

No tan sólo por su hijo, y por su familia, ex-perimentaba sentimientos tan tiernos; yo lo he visto(y no creáis que en esto peco de exagerado); yo lohe visto vivamente conmovido ante el peligro en quese hallaban sus amigos; lo he visto, sencillo y natu-ral, demudársele el rostro al escuchar el relato desus infortunios, e interrogarles con el mismo interésacerca de los menores detalles, así como acerca delos de más importancia: lo he visto en las reconcilia-ciones entre adversarios calmar los ánimos exalta-dos con paciencia y dulzura que nadie hubiera es-perado jamás de un carácter tan vivo y tan elevado.¡Lejos de nosotros los héroes sin humanidad!,podrán forzar al respeto y conquistarse la admira-ción, como lo consiguen todos los objetos extraordi-narios, pero nunca tendrán de parte suya los cora-zones. Cuando Dios formó el corazón del hombre,puso en él primeramente la bondad como la cuali-dad propia de su naturaleza divina, y para que fuesela huella permanente de esa mano bienhechora dedonde brotamos a la vida. La bondad debe, pues,

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formar el fondo de nuestro corazón, y debiera ser alpropio tiempo el primer atractivo que desplegára-mos para ganarnos el afecto y la simpatía de losdemás hombres. La grandeza elevada, lejos dedebilitar la bondad, sólo se ha hecho para ayudarlaa comunicarse más, a manera de una fuente públicaque se eleva para mejor distribuirla. Tal es el preciode los corazones: los grandes a quienes no ha to-cado en suerte la bondad, en justo castigo de sudesdeñosa insensibilidad, se verán privados eter-namente del bien más digno de aprecio en la vidahumana, es decir, de las dulzuras de la sociedad.Ningún hombre las disfrutó como el príncipe dequien hablamos; ninguno temió menos que la fami-liaridad infiriese ofensas al respeto. ¿Es éste aquélque forzaba ciudades y ganaba batallas? ¡Cómo!¡Aparenta olvidar ese alto rango que le hemos vistodefender con tanta altivez! Admirad al héroe quesiempre igual en todas las circunstancias, sin ele-varse para parecer grande, sin rebajarse para seratento y afectuoso, es naturalmente lo que debe deser respecto a los demás hombres: río majestuoso ybenéfico que apaciblemente lleva a las ciudades laabundancia que ha derramado en las campiñas alregarlas con sus aguas, que se ofrece a todo elmundo y no se desborda ni se hincha sino en el

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caso de que con violencia se pongan obstáculos ala suave pendiente que le permite seguir tranquilosu dilatado curso; tal ha sido la blandura y tal lafuerza de carácter del príncipe de Condé. ¿Tenéisalgún secreto importante?, depositadlo confiada-mente en ese noble corazón: la confianza que leotorgáis hace suyo vuestro asunto. Nada hay másinviolable para ese príncipe que los sagrados dere-chos de la amistad. Cuando se le pide una gracia,parece que es él quien debe mostrarse agradecido;jamás se vio alegría más viva ni más natural que laque él experimentaba cuando podía ser útil a al-guien. El primer dinero que recibió de España conautorización del rey, no obstante las necesidades desu casa falta de recursos, lo repartió entre sus ami-gos, por más que una vez hecha la paz nada teníaque esperar de su apoyo; cuatrocientos mil escudosdistribuidos por orden suya hicieron ver (cosa raraen la vida humana) la gratitud de que estaba ani-mado el príncipe de Condé, tan viva en él como loes en otros la esperanza de conquistar el afecto delos hombres. A sus ojos la virtud tuvo siempre sumérito: la elogiaba hasta cuando la veía resplande-cer en sus enemigos. Cuantas veces tenía quehablar de sus acciones y hasta en los despachosque enviaba a la corte, elogiaba los consejos de

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unos, el valor de otros; daba a cada uno lo suyo entodas sus palabras; y entre lo que daba a todo elmundo, apenas dejaba lugar para lo que él mismohacía Sin envidia, sin artificio, sin ostentación,siempre grande lo mismo en la acción que en elreposo, viósele en Chantilly tan digno como a lacabeza de sus tropas. Ora embelleciese estamagnífica y deliciosa residencia, ora pertrechase uncampamento en medio del país enemigo o fortifica-se una plaza, ora marchase al frente de un ejércitorodeado de peligros, ora guiase a sus amigos porsus soberbias calles de árboles al rumor de los miljuegos de agua que ni de día ni de noche callansiempre fue el mismo hombre y su gloria le seguíapor doquiera. ¡Cuán hermoso es en pos de loscombates y del estruendo de las armas, saber gus-tar esas apacibles virtudes, esa gloria tranquila, queno es preciso compartir con el soldado no menosque con la fortuna, en que todo encanta y nadadeslumbra, que se goza sin ser aturdido por el agu-do sonido de los clarines, por el estruendo de loscañones, ni por los gritos de los heridos, gloria en lacual el hombre aparece, aunque en la soledad, tangrande, tan respetado, como cuando sus órdenes ytodo se mueve a su voz!

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Hablemos ahora de las cualidades de sualma; y puesto que, para desdicha nuestra, lo quehay de más fatal a la vida humana, es decir, el artede la guerra, es al propio tiempo el arte que másingenio y habilidad requiere, consideremos antetodo y por este lado el poderoso genio de nuestropríncipe: en primer lugar, ¿qué general llevó máslejos su talento previsor? Era una de sus máximasla de que convenía temer al enemigo lejano, parano llegar a temerlo de cerca y poder regocijarse desu proximidad. ¿Lo veis como pesa todas las venta-jas que puede dar o tomar? ¡Con qué rapidez orde-na en su alma los tiempos, los lugares, las perso-nas, y no solamente sus intereses y sus talentos,sino su carácter y sus caprichos! ¿Le veis contandola caballería y la infantería de los enemigos por losrecursos de los países o de los príncipes confede-rados? Nada escapa a su previsión. Con prodigiosacomprensión de todos los detalles y del plan generalde la guerra, vésele siempre atento a lo que puedesobrevenir: saca de un desertor, de un tránsfuga, deun prisionero, lo que quiere decir, lo que quierecallar, lo que sabe y lo que no sabe: ¡tan seguroestá de sus consecuencias! Sus espías le informande los menores detalles, se le despierta a cadamomento, pues otra sus máximas es que un capitán

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hábil puede ser vencido, pero no debe dejarse sor-prender, y en efecto, diremos en su elogio que nun-ca lo fue. A cualquiera hora, y de cualquier lado deque lleguen los enemigos, le hallan siempre enguardia, pronto siempre a caer sobre ellos y a tomarla revancha como un águila que ora vuele en elseno de las nubes, ora se abata sobre la cima dealguna roca, lanza en todas direcciones penetrantesmiradas, y cae con tal seguridad sobre su presa quese hace imposible evitar así sus garras como susojos. Vivas también eran las miradas, rápidos eimpetuosos los ataques, fuertes e inevitables lasmanos del príncipe de Condé. En sus campamentoseran desconocidos los vanos terrores que fatigan ydesalientan mas que los terrores reales: resérvanseenteras todas las fuerzas para los peligros verdade-ros: todo está pronto para la primera señal, y comodice el profeta: «Todas las flechas están aguzadas,todos los arcos tendidos(57).» En la espera se entre-ga el ejército al sueño tranquilo como lo haría bajoun techo o en un lugar cerrado. Digo mal, no repo-sa; en Pieton, cerca de ese temible ejército que trespotencias aliadas habían reunido, nuestras tropasviven en continuas escaramuzas; la alegría circula-ba en las filas de nuestras tropas y nunca sintieronque eran más débiles que el ejército enemigo. El

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campamento del príncipe había asegurado no sólonuestras fronteras y todas nuestras plazas y fuertes,sino también a todos nuestros soldados: velaba elpríncipe y esto era suficiente. Al fin el enemigo le-vanta el campo, que era lo que el príncipe espera-ba. Se pone en marcha, inicia este primer movi-miento: no se le escapará ya el ejército holandéscon sus soberbios estandartes: corre a torrentes lasangre, todo cae en su poder, pero Dios sabe ponerlímites a los planes más perfectos. No obstante, losenemigos son arrojados de todas partes: libértase aOudenarde que iba a caer en sus manos; el cielolos cubre con espesa niebla a fin de librarlos de lapersecución del príncipe: el terror y la deserción seapoderan de sus filas y en vano se busca en qué havenido a parar aquel formidable ejército. Entoncesfue cuando Luis, que después de terminar el rudoasedio de Besangon, y de haber nuevamente inva-dido el Franco-Condado con inaudita rapidez, llega-ba cubierto de gloria, para aprovecharse de la ac-ción de sus ejércitos de Flandes y de Alemania, sepuso al frente del cuerpo de ejército que en Alsaciarealizó tantas maravillas, que todos tenemos pre-sentes y apareció el más grande de los hombres lomismo por los prodigios que había llevado a cabo

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por sí propio, como por los que había hecho llevar acabo a sus generales.

Por más que su elevada cuna hubiese enri-quecido a nuestro príncipe con grandes dones, nocesaba un momento de aumentarlos con sus estu-dios: las campañas de César fueron objeto prefe-rente de su atención. Recuerdo que nos encantabacontándonos como en Cataluña, en los parajes enque aquel famoso capitán(58), favorecido por su po-sición, obliga a cinco legiones romanas y a dos jefesexperimentados a deponer las armas sin combate,él mismo había explorado los ríos, y las montañasque favorecían aquella grande empresa, y jamásmaestro alguno explicó tan doctamente como elpríncipe los comentarios de César. Los capitanes delos siglos futuros le tributarán honores semejantes.

Entonces vendrán a estudiar sobre los luga-res de la lucha lo que la historia cuenta del campa-mento de Pieton y de las maravillas de que fue se-guido. Se señalará en Chatenoy, la eminencia queocupó este gran capitán y el riachuelo donde sepuso a cubierto del fuego del cañón de la trincherade Schelestad; se le verá allí despreciando a Ale-mania coaligada, seguir a su vez a los enemigos,aunque más fuertes, hacer estériles sus esfuerzos,

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y obligarles a levantar el sitio de Saverne, comoantes había hecho en el de Haguenau. Con estosgolpes de genio militar, de que está llena su vida,elevó tan alta su reputación, y se formó nombre ennuestros tiempos en el mundo e hizo que fuesetítulo de gloria en los soldados el haber servido bajolas órdenes del príncipe de Condé, y mérito bastan-te para mandarlos el haberle visto operar en loscampos de batalla.

Pero donde verdaderamente se mostró co-mo hombre extraordinario, donde se le puede con-siderar como esclarecido, y capaz de penetrar todaslas cosas, fue en esos cortos momentos de quedependen las victorias y en el ardor del combate. Entodas partes dócil a los consejos de los demás,delibera; todo se presenta de un golpe a sus ojos,sin que le confunda la multitud y variedad de objetosen que había de fijarse, en un momento toma susdeterminaciones, manda y ejecuta a un tiempo ytodo marcha en orden y con gran seguridad. ¿Lodebo decir? ¿Por qué temer que la gloria de tangrande hombre pueda ser amenguada por estaconfesión? Tenía prontos arrebatos, que reparabaen seguida de una manera agradable, pero que sele notaban en las circunstancias ordinarias: diríaseque había en él otro hombre cuya grande alma des-

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deñaba las cosas pequeñas en que no se dignabamezclarse. En el fuego, en el choque, en las milita-res conmociones, se ve nacer en él de pronto un nosé qué de sereno, de vivo, de dulce y de agradablepara los suyos, como de amenazante y de altivopara los enemigos, sin que fuera posible adivinar elorigen de tan opuestas cualidades. En esa terriblejornada donde en las puertas de la ciudad y a lavista de sus habitantes, pareció el cielo decidir lasuerte del príncipe, donde con la flor de sus tropas,tenía enfrente a un general tan temible, donde másque nunca se vio expuesto a los caprichos de lainstable fortuna en tanto caen de todas partes losgolpes, aquellos que a su lado combatían, nos handicho repetidas veces, que si se quería tratar algúngran negocio con el príncipe hubieran podido elegir-se aquellos momentos en que todo era fuego y tu-multo en torno suyo: ¡de tal manera se elevaba en-tonces su alma!, ¡de tal suerte parecía su espírituesclarecido por la inspiración celeste en medio deaquellos terribles combates! Semejante en esto aalta montaña, cuya cima, sobrepasando las nubes ylas tempestades, en su elevación halla la serenidady no pierde ni un sólo rayo de la luz que la rodea.En los llanos de Lens, nombre grato para Francia, elarchiduque, contra sus propósitos, abandona un

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punto en que era invencible, atraído por el cebo deun triunfo engañoso, a causa de inopinado movi-miento del príncipe, que pone tropas de refresco,donde había tropas fatigadas; el archiduque, se veobligado a emprender la huida; sus antiguos solda-dos perecen, su artillería cae en nuestras manos, yBek que lo había halagado con la idea de una victo-ria segura, herido y prisionero en el combate viene arendir, muriendo, con su desesperación, tristehomenaje a su vencedor. ¿Trátase de socorrer o deforzar una plaza?, el príncipe sabrá aprovechartodos los momentos. Así, pues, a la primera noticiaque casualmente llega a sus oídos de un importanteasedio, cruza con desusada rapidez una extensacomarca, y de un golpe de vista descubre un pasoseguro para socorrer la plaza sitiada, en parajesque el enemigo, no obstante su vigilancia, no haguardado suficientemente. ¿Sitia una plaza?, todoslos días inventa nuevos recursos para adelantar elsitio. Créese que expone a sus soldados, pero enrealidad los economiza abreviando los momentosdel peligro, merced al vigor de los ataques. En me-dio de tantos golpes sorprendentes, los gobernado-res más animosos no pueden cumplir las promesashechas a sus generales: Dunkerque, es tomada entrece días en medio de las lluvias del otoño; y sus

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naves, tan temidas por nuestros aliados, aparecende pronto en el Océano, ostentando nuestras ban-deras.

Pero lo que un general prudente debe co-nocer ante todo, es a sus propios soldados y a losjefes; porque de ello depende ese perfecto conciertoque hace obrar a los ejércitos como un sólo cuerpo,o para usar de la expresión de la Santa Escritura;como un sólo hombre:» Egressus est Israel tam-quam vir unus(59) ¿Y por qué como un sólo hombre?Porque bajo un sólo jefe, que conoce los soldados ylos capitanes, como sus brazos y sus manos, todomarcha igualmente con mesura y rapidez. Esto con-cede la victoria; he oído decir a nuestro gran prínci-pe que en la jornada de Nordlingue, lo que le ase-guró el éxito fue el conocimiento que tenía de Ture-na, cuya consumada habilidad no necesitaba ordenalguna para todo lo que se intentara. Este generalpor su parte declaraba que obraba sin inquietudporque conocía al príncipe y sus órdenes siempreseguras; así concedíanse mutuamente una tranqui-lidad que les permitía consagrarse cada uno porentero a sus actos. Así se dio fin dichosamente a labatalla más aventurada y más disputada que jamásse había dado.

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Fue un grande espectáculo en nuestro sigloel ver en los mismos tiempos y en las mismas cam-pañas a esos dos hombres que la pública opiniónen Europa igualaba a los más grandes capitanes delos siglos pasados, unas veces a la cabeza de ejér-citos separados, otras veces unidos, más por elconcurso de los mismos pensamientos, que por lasórdenes que el inferior recibiera del superior, y otrasveces opuestos frente a frente y emulando en vigi-lancia y actividad; como si Dios, cuya sabiduríasegún la Escritura, a menudo se revela en el Uni-verso, hubiese querido mostrárnoslos bajo todas lasformas, y enseñarnos todo cuanto puede hacer delos hombres. ¡Cuántos campamentos! ¡Cuántasmarchas hábiles! ¡Cuánto atrevimiento! ¡Cuántasprecauciones! ¡Cuántos peligros! ¡Cuántos recur-sos! ¿Viéronse jamás en dos hombres las mismasvirtudes en caracteres tan diversos, por no decir tancontrarios? El uno parece obrar con profunda re-flexión, el otro en virtud de súbitas inspiraciones;éste por lo tanto muestra mayor actividad, pero sinque su ardor tenga nada de precipitado; aquél conmayor frialdad, sin que se le pueda culpar de lento,más atrevido en las acciones que en las palabras,resuelto y determinado interiormente cuando másapurado era el lance en que se hallaba. El uno des-

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de el momento en que aparece en los ejércitos daalta idea de su valor, y hace esperar acciones ex-traordinarias, pero siempre progresa ordenadamen-te, y llega como por grados a los prodigios con queterminó el curso de su vida; el otro, como un hom-bre inspirado, en su primera batalla iguala a losmaestros más consumados en el arte de la guerra;el uno, con activos y continuos esfuerzos conquistala admiración del género humano, y hace callar a laenvidia; el otro lanza en seguida tan viva luz, que laenvidia no osa atacarle; el uno, en fin, por la profun-didad de su genio y los increíbles recursos de suvalor elévase sobre los mayores peligros, y aprové-chase hasta de las mismas veleidades de la fortuna;el otro con la ventaja de su alto nacimiento, y por losgrandes pensamientos que el cielo le inspira, y poruna especie de admirable instinto del que los hom-bres no conocen el secreto, parece nacido paraencadenar a la fortuna a sus propósitos y para for-zar al destino. Y a fin de que se viese en estos doshombres grandes caracteres, pero diversos, el unoes arrebatado por golpe inesperado muerto para supaís como un Judas Macabeo; el ejército lo lloracomo a un padre, y la corte y todo el pueblo gime,elógiase su piedad lo mismo que su valor, y su me-moria no es marchitada por el tiempo; el otro, ele-

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vado por las armas al colmo de la gloria, como unDavid, muere como él, en su lecho publicando lasalabanzas de Dios, aleccionando a su familia, y dejatodos los corazones tan llenos del resplandor de suvida, como de la dulzura de su muerte. ¡Qué es-pectáculo ofrece el ver y el estudiar a esos doshombres, y conocer por cada uno de ellos toda laestimación que se profesaban! Esto ha visto nuestrosiglo y ha visto también algo más grande, ha visto aun rey servirse de esos dos grandes jefes, y apro-vecharse de los auxilios del cielo; y después deverse privado de los servicios del uno por la muertey de los servicios del otro por las enfermedades, havisto a ese rey concebir los planes más altos, ejecu-tar las acciones más grandes, elevarse sobre símismo, sobrepujar las esperanzas de los suyos y laexpectación del universo: ¡Tan elevado es su áni-mo! ¡Tan vasta es su inteligencia! ¡Tan gloriosossus destinos!

Ved, señores, los espectáculos que Diosofrece al Universo, y los hombres que envía cuandoquiere hacer brillar, ora en una nación, ora en otra,según a sus eternos decretos place, su poder o susabiduría; porque estos divinos talentos parecenmás dignos del cielo que con sus manos formó, quede esas raras facultades que concede a su placer a

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los hombres extraordinarios. ¿Qué astro brilla másen el firmamento que lo que ha brillado el príncipede Condé en Europa? No era tan sólo la guerra loque le daba ese brillo; su grande genio lo abarcabatodo, lo antiguo lo mismo que lo moderno, la histo-ria, la filosofía, la más sublime teología, y las artesal par de las ciencias; no había libro que no leyese;no había hombre de mérito en cualquier materia, encualquiera tarea, con el que no conversase; todossalían más ilustrados de su trato, y rectificaban susideas, unas veces a causa de sus preguntas inten-cionadas, otras por sus juiciosas reflexiones. Eratambién su conversación encantadora, pues sabíahablar a cada uno según sus talentos; y no tan sólohablaba a los guerreros de sus empresas, a loscortesanos de sus intereses, a los políticos de susnegociaciones, sino que también conversaba con elviajero curioso de lo que había descubierto en lanaturaleza, en el gobierno de los pueblos o en sucomercio, al artista de sus inventos, y en fin, a lossabios de todas clases, de lo que habían hallado demaravilloso. De Dios nos vienen estos dones ¿quiénlo duda?, son admirables esos dones ¿quién no love? Mas para confundir al espíritu humano que deestos dones se enorgullece, Dios los concede tam-bién a sus enemigos. San Agustín ve entre los pa-

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ganos tantos sabios, tantos conquistadores, tantosgraves legisladores, tantos excelentes ciudadanos,un Sócrates, un Marco Aurelio, un César, un Sci-pion, un Alejandro, todos privados del conocimientode Dios, y excluidos de su eterno reino. ¿No es Diosquien los cree? ¿Y quién otro pudiera crearlos sien-do él el que hizo cuanto hay en el cielo y en la tie-rra?, pero ¿por qué los hizo?, ¿cuáles fueron losparticulares propósitos de esa profunda sabiduríaque nada hace jamás en vano? Escuchad la res-puesta de San Agustín: «Los ha creado, nos dice,para ornamento del presente siglo:» Ut ordinemsaeculi presentis ornaret(60). Ha creado en los gran-des hombres esas raras cualidades lo mismo queha creado el sol. ¿Quién no admira ese bello astro?¿Quién no se extasía en el resplandor de su mediodía, y en la soberbia belleza de su aurora y de suponiente? Puesto que Dios lo hace lucir sobre losmalos y los buenos, no es tan bello objeto el quenos hace gozar. Dios lo ha hecho para embellecer ypara iluminar este gran teatro del mundo. Así tam-bién, cuando ha dotado a sus enemigos igualmenteque a sus servidores, con las bellas radiaciones delingenio, con la luz de la inteligencia, con la imagende su bondad, no ha sido para hacerlos dichososcon tan ricos presentes, sino para que ornaran el

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universo, para que ilustraran su siglo. Y ved la des-dichada suerte que ha cabido a aquellos hombresque ha elegido para ser el ornamento de su siglo:¿qué han querido esos hombres extraordinariossino el elogio y la gloria que los hombres conceden?¿Para confundirlos quizá, Dios negará esa gloria asus vanos deseos? No, los confunde de una mane-ra más completa concediéndosela, y aún más alláde sus esperanzas. Ese Alejandro, que sólo desea-ba hacer ruido en el mundo lo hace mayor del queesperaba; aún se le encuentra en todos nuestrospanegíricos; y parece, que por una especie de fata-lidad propia de este conquistador, no es posibletributar elogios a ningún Príncipe sin que aquel par-ticipe de ellos. Si hubieran sido necesarias las re-compensas a las grandes acciones de los romanos,Dios ha sabido concederles una propia de sus méri-tos y de sus deseos; les ha dado el imperio delmundo como presente de ningún valor. ¡Oh reyes!,¡confundíos en vuestra grandeza! ¡Conquistadores!,¡no os envanezcáis con vuestras victorias! Dios lesda por recompensa la gloria de los hombres; re-compensas de que no llegan a disfrutar, y que vaunida ¿a qué?, tal vez a sus medallas y a sus esta-tuas desenterradas, como restos de los años y delos bárbaros; las ruinas de sus monumentos y de

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sus obras, disputadas al tiempo, o más aún su me-moria, su sombra, lo que llaman su nombre; he ahíel digno precio de tantos trabajos, y en el colmo desus deseos la prueba de su error. Venid, grandes dela tierra, apoderaos si podéis, de ese fantasma degloria, a ejemplo de esos grandes hombres a quie-nes admiráis. Dios, que castiga su orgullo en losinfiernos, no les ha envidiado, dice San Agustín, esagloria tan deseada; y «vanos, han recibido una re-compensa tan vana como sus deseos:» Receperuntmercedem suam, vani vanam(61).

No será así con nuestro grande príncipe; lahora de Dios ha sonado, la hora esperada, la horadeseada, la hora de misericordia y de gracia. Sinque la enfermedad lo advirtiese, sin ser apremiadopor el tiempo, ejecuta lo que meditaba. Un sabioreligioso a quien expresamente llama, pone en or-den los graves asuntos de su conciencia; obedececomo humilde cristiano a su determinación, sin quenadie dudase jamás de su buena fe. Desde enton-ces se le ve de continuo seriamente ocupado en latarea de vencerse a sí mismo, en hacer vanos todoslos ataques de sus insoportables dolores, en hacercon su sumisión un sacrificio continuado. Dios, aquien con fe invocaba, le concedió el amor a suEscritura Santa, y en este libro divino halló el ali-

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mento sólido de la piedad. Sus actos se ajustaronmás que nunca a la idea de la justicia; consolaba ala viuda al huérfano, y el pobre se acercaba a él conconfianza. Padre de familia tan grave con lo amable,en las dulces pláticas que tenía con sus hijos, nocesaba de inspirarles sentimientos de verdaderavirtud; y ese joven príncipe, su nieto, demostraráeternamente que ha sido cultivado por tales manos.Toda su casa aprovechaba su ejemplo. Muchos desus criados habían sido desgraciadamente alimen-tados en el error que la Francia toleraba entonces:¡cuantas veces se le vio inquieto por su salvación,afligido por su resistencia, consolado por su conver-sión! ¡Con qué incomparable claridad de espíritu leshacía ver la antigüedad y la verdad de la religióncatólica! No era ya el ardiente guerrero vencedorque parecía avasallarlo todo; era la dulzura, la pa-ciencia, la caridad, ganosas de conquistar los cora-zones, y de curar a las almas enfermas. Eso al pa-recer tan sencillo, señores, gobernar la familia, edi-ficar a los servidores, hacer justicia, practicar lacaridad, realizar el bien prescrito por Dios, y sufrirlos males que envía esas prácticas comunes de lavida cristiana serán las que Jesucristo alabará en elúltimo día delante de sus santos ángeles y de suPadre celestial; borradas serán las historias al par

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de los imperios, y no se hablará más de todos esoshechos brillantes de que están llenas.

En tanto pasaba su vida en esas ocupacio-nes, y ponía por encima de sus más renombradoshechos la gloria de tan bello y piadoso retiro, la noti-cia de la enfermedad de la duquesa de Borbón llegócomo un rayo a Chantilly. ¿A quién no lastimó hon-damente el ver extinguida aquella luz que comen-zaba a brillar? ¿Cuáles fueron los sentimientos delpríncipe de Condé cuando se vio amenazado deperder el nuevo lazo que unía a su familia con lapersona del rey? ¡Esta debía ser a ocasión de lamuerte del héroe! ¡Aquél a quien tantas batallas,tantos asedios, no habían podido dar muerte, va aperecer a causa de su ternura! Penetrado por todaslas inquietudes que comunica un mal horroroso, sucorazón, que lo sostiene desde hace tanto tiempo,acaba de desalentarse con este golpe, y las fuerzasde que estaba dotado se agotan. Si olvida todas susdebilidades a la vista del rey próximo al lecho de ladoliente princesa, si arrebatado por su celo, y sinnecesidad del auxilio de nadie esta vez, corre paraadvertir a ese gran rey los peligros que no temía, yle impide el que avanzase más, cae bien prontodesvanecido a los pocos pasos; y es objeto de ad-miración esta nueva manera de exponer su vida por

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su rey. Por más que la duquesa de Enghien, Prin-cesa cuya virtud sólo temía faltar al cuidado de sufamilia y al cumplimiento de sus deberes, obtuvieseel quedarse cerca de él para consolarlo, la asisten-cia de esta princesa, no calma las inquietudes quelo asedian: y después que la joven princesa está yafuera de peligro, la enfermedad del rey viene a cau-sar nuevas inquietudes a nuestro príncipe. ¿Puedohacer alto en este punto? Al ver la serenidad que enaquella frente augusta brillaba ¿se hubiera sospe-chado que el gran rey al volver a Versalles, iba aexponerse a esos crueles dolores merced a loscuales el universo ha conocido su piedad, su cons-tancia y todo el amor de sus pueblos? ¿Con quéojos de amor no le mirábamos cuando a expensasde su salud que nos es tan querida, deseaba calmarnuestras crueles inquietudes con el consuelo deverlo, y cuando dueño y señor de sus propios dolo-res como de todo lo demás lo veíamos todos losdías no tan sólo dirigir sus asuntos como de cos-tumbre, sino también entreteniendo a su conmovidacorte con la misma tranquilidad con que en otrotiempo recorría sus encantados jardines? ¡Benditosea por Dios y por los hombres, pues sabía unir asíla bondad con todas las otras cualidades que en éladmiramos! En medio de sus acerbos dolores in-

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formábase con interés acerca del estado del prínci-pe de Condé, mostrando por su salud una inquietudque no sentía por la suya propia.

Languidecía este gran príncipe pero lamuerte ocultaba su proximidad. Cuándo más resta-blecido se le suponía, y cuando el duque de Eng-hien, siempre atento a sus dobles deberes de hijo yde súbdito, había vuelto en virtud de las órdenes desu padre al lado del rey, todo cambia en un momen-to, y anuncia la próxima muerte del príncipe.

Cristianos, escuchadme atentos, y venid aaprender a morir, o mejor dicho, venid a aprender ano esperar la última hora para comenzará vivir bien.¡Cómo!, ¡esperar el comienzo de una nueva vida,cuando entre las manos de la muerte, heladas porsu frío contacto, no sabéis si debéis contaros entrelos muertos, o si aún figuráis en el reino de los vi-vos! ¡Ah!, ¡preparaos con la penitencia para esahora de turbación y de tinieblas! Por esto, sin mos-trarse abatido al oír la última sentencia que se lenotificaba, el príncipe permaneció un momento ensilencio y de pronto dijo: «¡Oh Dios mío! vos loqueréis: ¡que se cumpla vuestra soberana voluntad!,¡arrójome en vuestros brazos! Concededme la gra-cia de una buena muerte.» ¿Que más deseáis? En

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esta corta plegaria, bien veis la sumisión a las órde-nes de Dios, la confianza completa en su providen-cia, en su gracia y la más fervorosa piedad. Talcomo se le había visto en todos sus combates, re-suelto, apacible, ocupado sin inquietud, en lo queera preciso hacer para sostenerlos, así se le viotambién en aquella última batalla, y la muerte no lepareció más temible cuando se presentaba pálida ydesfallecida, que en medio del fuego de la lucha yen el resplandor de la victoria. En tanto en tornosuyo, y por doquiera estallaban los sollozos, comosi no fuese él quien provocase estas demostracio-nes de dolor, proseguía dando sus últimas disposi-ciones; y si prohibía el llanto, no era por cierto acausa de que le produjese honda perturbación, sinocomo un obstáculo que retardaba su marcha. Enaquellos momentos hace extensivos sus cuidados alúltimo de sus sirvientes; con liberalidad digna de sucuna y de sus servicios, los deja colmados de do-nes, y más honrados aún con las señales de subondadoso recuerdo. Da órdenes de la más altaimportancia, pues se trataba de su conciencia y desu salvación eterna, y se le advierte que es precisoescribir su última voluntad con todas las formaslegales de costumbre; aunque renueve, Monseñor,vuestra profunda pena, aunque deba abrir de nuevo

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las heridas de vuestro, corazón no pasaré en silen-cio las palabras que el príncipe pronunció en suhora postrera repetidas veces; que conocía vuestrossentimientos; que no eran precisas formalidades deninguna clase para dejaros el depósito de sus inten-ciones, que iríais aún más allá y supliríais por vues-tro propio impulso cuanto él hubiera podido olvidar.Que os haya amado un padre no me maravilla,puesto que es este un sentimiento que la naturalezainspira; pero que un padre tan esclarecido atestiguosu confianza hasta el último suspiro, que descanseen vos acerca de tan importantes asuntos, y quemuera tranquilamente con aquella seguridad, es sinduda el testimonio más hermoso que vuestra virtudpodía obtener, y, no obstante todos vuestros méri-tos, no consagraré hoy a vuestra alteza otra alaban-za que ésta.

Lo que después el príncipe comenzó ahacer para cumplir sus deberes religiosos merecíaser contado a toda la tierra, no porque sea digno demención, sino precisamente porque no lo es, y por-que un príncipe objeto de universal atención, no sedio en espectáculo a la admiración de las gentes.No esperéis, pues, señores, esas magníficas frasesque sólo revelan, sino oculto orgullo, al menos losesfuerzos de un alma agitada que combate o que

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disimula su interior turbación. El príncipe de Condéignoraba el arte de pronunciar esas pomposas sen-tencias, y en la muerte como en la vida la verdadconstituyó siempre toda su grandeza.

Su confesión fue humilde, llena de compun-ción y de confianza; no necesitó largo tiempo paraprepararla; la mejor preparación para esas últimashoras es la de no esperarlas. Pero, señores, prestadatención a lo que os voy a decir. A la vista del SantoViático que tanto había deseado, ved cómo se fijaen tan consolador objeto. Recuerda entonces lasirreverencias con que ¡ay! se ofende a ese divinomisterio. Los cristianos no conocen ya el santo te-rror que inspiraba en otros tiempos el sacrificio;diríase que ha cesado de ser terrible, como lo lla-maban los Santos Padres, y que la sangre de nues-tra víctima no corre aún con tanta realidad comosobre el Calvario; lejos de temblar ante los altaresmenospreciase a Jesús; y en un tiempo en que todoun reino se conmueve para la conversión de losherejes, no se teme autorizar a los blasfemos. Nopensáis, profanos, en esos horribles sacrilegios; a lahora de la muerte pensareis en ellos llenos de con-fusión y de remordimientos.

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El príncipe recordó todas las faltas que hab-ía cometido, y sintiéndose débil para explicar conenergía los sentimientos que le agitaban, expresosepor boca de su confesor para pedir perdón al mun-do, a sus criados y a sus amigos. Con lágrimas dedolor se le respondió... ¡Ah!, respondedle ahoraaprovechando este ejemplo. Los demás deberesreligiosos fueron por él cumplidos con la mismapiedad y con igual fuerza de espíritu. ¡Con cuánta fey cuán repetidas veces rogó al salvador de las al-mas, besando su cruz, que su sangre no fuese esté-rilmente derramada por él! Esto justifica al pecador,esto sostiene al justo, esto sostiene al cristiano. ¿Yqué diré de las santas preces de los agonizantes,donde en los esfuerzos realizados por la Iglesia, seescuchan sus más fervientes votos, y como los últi-mos gritos con que esta santa madre acaba decriarnos para la vida celeste? El príncipe se los hizorepetir tres veces, y en ellos encontró siempre nue-vos consuelos. Al dar gracias a sus médicos losdecía: «He aquí ahora mis verdaderos médicos.» Yseñalaba a los eclesiásticos cuyas exhortacionesescuchaba, cuyas plegarias repetía, cuyos salmostenía de continuo en los labios, cuya confianza ate-soraba siempre en el corazón. Si se quejaba era tansólo por haber sufrido tan poco para expiar sus pe-

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cados; sensible hasta el último instante a las de-mostraciones de ternura de los suyos, no se dejóabatir ni un momento, al contrario, parecía propo-nerse el no conceder nada a la debilidad de la natu-raleza.

¿Qué diré de sus últimas conferencias conel duque de Enghien? ¿Qué colores serían bastantevivos para representaros la constancia del padre yla profunda pena del hijo? El rostro cubierto delágrimas, con más sollozos que palabras en la boca,ya cubriendo de besos aquellas manos en otrotiempo victoriosas y ahora desfallecidas, ya arroján-dose en sus brazos y sobre el seno paterno, parecíaque con tantos esfuerzos intentaba retener en lavida a aquel caro objeto de sus respetos y de susternuras; fáltanle las fuerzas y cae a sus pies. Elpríncipe, sin conmoverse le deja recobrar ánimo;después llamando a la duquesa, su nuera, a quienveía también muda y casi sin vida, con ternura enque nada había de debilidad, le da sus últimosmandatos, en los que todo respiraba piedad. Termi-na bendiciéndolos con esa fe y ese fervor que lle-gan a los oídos de Dios, y al propio tiempo bendice,como otro Jacob, a cada uno de sus hijos en parti-cular; y se vio de una y de otra parte cuanto palide-ce al ser relatado. No olvidaré, ¡oh príncipe! su que-

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rido sobrino y casi su segundo hijo, el glorioso tes-timonio que constantemente consagró a vuestromérito, ni sus tiernos cuidados, ni la carta que escri-bió moribundo, al rey para restableceros en su gra-cia, lo que constituía vuestro más ardiente anhelo,ni de tantas bellas cualidades que os hicieron dignode ocupar tan vivamente las postreras horas deaquella ilustre existencia; no olvidaré las bondadesdel rey que se adelantaron a los deseos del príncipemoribundo, ni los generosos cuidados del duque deEnghien, que se esforzó en conseguir aquella gra-cia, ni el agrado con que el príncipe lo vio tan cuida-doso dándole la satisfacción de servir a tan queridopariente. En tanto que su corazón se complace, y suvoz se reanima elogiando al rey, llega el príncipe deConti penetrado de reconocimiento y de dolor; re-nuévanse los enternecimientos; los dos príncipesoyeron juntos lo que jamás olvidara su corazón, y elde Condé terminó asegurándoles que nunca seríanni grandes hombres, ni grandes príncipes, ni almashonradas, si no eran espíritus rectos fieles a Dios yal rey. Ésta fue la última frase que dejó grabada ensu memoria, ésta fue, a más de la postrera muestrade su cariño, el resumen de todos sus deberes.

Por doquiera resonaban los gritos, todo seconfundía en lágrimas: sólo el príncipe no parecía

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conmovido, la turbación no llegaba al asilo en quese había refugiado. ¡Oh Dios mío! ¡Vos creabais sufuerza, su inquebrantable amparo, la firme roca enque se apoyaba su constancia! ¿Puedo callar lo quedurante estos sucesos ocurría en la corte y en pre-sencia del rey? Cuando se hizo leer la última cartaque le escribía el grande hombre, y cuando vio, enlas tres épocas que recordaba el príncipe esos ser-vicios de que se ocupaba ligerísimamente, confe-sando sus faltas con sincera gratitud no hubo co-razón que no se enterneciese al oírle hablar de símismo con tanta modestia; y esta lectura seguidade las lágrimas del rey, hizo ver lo que los héroessienten los unos por los otros: pero cuando se llegóal pasaje, en que el príncipe declaraba que moríacontento y harto dichoso de tener aún bastante vidapara manifestar al rey su reconocimiento, su ad-hesión, y, si osada decirlo, su cariño, todo el mundohizo justicia a la verdad de sus sentimientos, y a losque frecuentemente le habían oído hablar del granrey en sus conversaciones familiares, pudieron ase-gurar, que jamás habían escuchado nada más res-petuoso nada más afectuoso hacia su sagrada per-sona, ni más enérgico en celebrar sus virtudes re-ales, su piedad, su valor, su bravura, su grandegenio, principalmente en el arte de la guerra, que lo

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manifestado por el ilustre príncipe sin lisonja ni exa-geración en varias ocasiones.

En tanto se le hacía esta justicia, el grandehombre ya no existía; tranquilo en los brazos de suDios en los que se había arrojado, esperaba sumisericordia e imploraba su socorro, hasta que al fincesó de respirar y de vivir.

Aquí debiera dar libre expansión al justo do-lor por la pérdida de tan grande hombre; pero poramor a la verdad y para vergüenza de los que ladesconocen, escuchad aún el bello testimonio queal morir la consagró. Advertido por su confesor quesi nuestro corazón no pertenecía aún por completoa Dios, era conveniente, que dirigiéndose a él lepidiésemos un corazón agradable ante sus ojos,diciendo como David, estas tiernas palabras: «¡OhDios mío!, cread en mí un corazón puro(62);» elpríncipe quedose al oír estas palabras como absortoen algún grande pensamiento, y después llamandoal santo religioso que le había dado aquel hermosoconsejo, dijo: «Jamás he dudado de los misterios dela religión, por más que se haya dicho algo en con-trario.» Debéis creerlo, cristianos, que en el estadoen que se hallaba sólo debía al mundo la verdad.«Pero, prosiguió, ahora dudo menos que nunca.

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¡Cuánto se esclarecen esas verdades en mi espíri-tu, continuó con encantadora dulzura. Sí, decía,veremos a Dios tal como es, cara a cara.» Repetíaen latín con placer maravilloso estas grandes pala-bras. Siculi est, facie ad faciem(63), y no nos cansá-bamos de verlo entregado a aquel dulcísimo trans-porte.

¿Qué se realizaba en aquel alma? ¿Quénueva luz brillaba ante ella? ¿Qué súbito rayo romp-ía la nube y desvanecía en aquel momento contodas las ignorancias de los sentidos, las tinieblasmismas, las santas oscuridades de la fe? ¡Qué vie-nen a ser, pues, esos bellos títulos con que hala-gamos nuestro orgullo! En la proximidad de tanhermoso día, en la aurora de tan viva luz, ¡cuánprontamente desaparecen todos los fantasmas delmundo! ¡Cuán sombrío parece ante ella el resplan-dor de la más grande victoria! ¡Cuánto se menos-precia la gloria, y cómo detestamos la debilidad deestos ojos que tan fácilmente se dejan deslumbrar!

Venid, pueblos, venid ahora; pero venidprimero, príncipes y señores, y vosotros los quejuzgáis a la tierra, y vosotros los que abrís a loshombres las puertas del cielo, y vosotros aún másque los otros, príncipes y princesas, nobles retoños

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de tantos reyes, lumbreras de la Francia, hoy oscu-recidas y cubiertas por el dolor como por una nube;venid a ver lo poco que nos resta de una augustacuna, de tanta grandeza y de tanta gloria. Volved entorno vuestro los ojos; ved todo cuanto han podidorealizar la magnificencia y la piedad para honrar aun héroe; títulos, inscripciones, vanas señales dequien ya no es nada; figuras que parecen llorar entorno de un sepulcro, y frágiles imágenes de undolor que el tiempo arrastrará como todo lo demás;columnas que levantan audaces hasta el cielo elmagnífico testimonio de nuestra nada; nada en finfalta en todos estos honores a no ser aquel a quienestán consagrados.

Llorad, pues, sobre estos débiles despojosde la vida humana, llorad sobre esa melancólicainmortalidad que concedemos a los héroes; aproxi-maos, en particular ¡oh! vosotros, que con tantoardor corréis por el camino de la gloria, almas gue-rreras e intrépidas; ¿quién fue más digno de dirigi-ros en el combate? ¿En cual otro habéis encontradomás honrosa jefatura? Llorad, pues, a ese grancapitán y decid gimiendo: «He aquí al que nos regíaa través de los azares de la guerra; a su sombra sehan formado tantos ilustres capitanes, que su ejem-plo elevó a los primeros honores de la guerra; su

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sombra hubiera podido aún ganar batallas, y he ahíque en su silencio hasta su nombre nos anima yparece decirnos, que para arrebatar a la muertealgún resto de nuestros trabajos, y no llegar sinrecursos a nuestra eterna morada con el rey de latierra, es preciso servir también al rey del cielo.«Servid, pues, a ese rey inmortal y lleno de miseri-cordia, que tendrá en cuenta un suspiro y un vasode agua dado en su nombre, más que toda vuestrasangre derramada en los combates; y comenzad acontar vuestro tiempo de útiles servicios desde eldía en que os entreguéis a la voluntad de señor tanbenéfico. ¿Y vosotros no vendréis ante este tristemonumento, vosotros a quienes el ilustre príncipecontaba en el número de sus amigos? Todos juntos,cualesquiera que sea el grado de confianza que osconcediese, rodead su tumba, verted lágrimas, ele-vad plegarias, y admirando en un príncipe tan gran-de, amistad tan amable y relaciones tan dulces,conservad fielmente la memoria de un héroe cuyabondad igualaba al valor. ¡Así sea para vosotrossiempre dulcísimo recuerdo! ¡Así podáis aprovecha-ros útilmente de sus virtudes! ¡Así su muerte ossirva a un tiempo de consuelo y de ejemplo!

En cuanto a mí, si me es lícito, después delos demás, el venir a ofrecer los últimos deberes

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ante esa tumba, ¡oh príncipe, digno objeto de nues-tras alabanzas y de nuestras tristezas!, viviréis eter-namente en mi memoria: en ella se grabará vuestraimagen, no con aquellos rasgos de audacia queparecían prometer la victoria, no, no quiero ver envos nada de lo que la muerte ha borrado aquí;tendréis inmortales rasgos en esa imagen; os verétal cual os he visto el último día de vuestra vida bajola mano de Dios, cuando parecía que comenzaba amostraros el resplandor de su gloria. En esta formaos veré más victorioso que en Friburgo y en Rocroy,y arrebatado por tan bello triunfo, diré en acción degracias estas hermosas palabras del discípulo ama-do: Et haec est victoria quae vincit mundum, fidesnostra: «La verdadera victoria, la que postra a nues-tros pies al mundo entero, es nuestra fe.»

Gozad, príncipe, de esta victoria, gozad deella eternamente por la virtud inmortal de ese sacri-ficio; aceptad estos últimos esfuerzos de una vozque os fue bien conocida; vos pondréis término atodos sus discursos. En vez de deplorar la muertede los demás, príncipe ilustre, de hoy en adelantequiero aprender en vuestro ejemplo la manera deque la mía sea una muerte santa. ¡Dichoso yo, si,aconsejado por estos blancos cabellos acerca de lacuenta que tengo de dar de mi administración, re-

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servo al fiel rebaño que debo nutrir con la palabrade vida, el resto de una voz que decae, y de unardor que se extingue!

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Notas

1. Libro VI, ep. 6.

2. 2. Curt., lib. VIII 9.

3. Plin. lib. IX cap. 28.

4. El orador se refiere a Cromwell.

5. Apoc. c. 13, v. 5, 7.

6. Ego feci terram, et homines, et jumentaquae sunt super faciem terrae, in fortitudine meâmagnâ et in brachio meo extento, et dedi eam ei quiplacuit in oculis meis. (Jerem. 27.)

7. Et nunc itaque dedi omnes terras istas inmanu Nabuchodonosor, regis Babylonis, servi mei.(Íbid.)

8. Insuper et bestias agri dedi ei, ut serviantilli. (Íbid.)

9. Et sirvient ei, et sirvient fillo eius, etc., do-nec veniat tempus terrae eius et ipsius. (Íbid.)

10. Naufragio liberati, exinde repudium etnavi et mari dicunt. (Tertull. de Poenit.)

11. Tum Maharbal: Vincere seis, Annibal,victoria uti nescis. (Liv. dec. III, lib. II.)

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Potiundae urbis Romae, modo mentem nondari, modo fortunam. (Íbid. lib. VI)

12. Se refiere el orador a Felipe de Orleans,hermano del rey Luis XIV y a quien estaba prometi-da la hija de la reina de Inglaterra, cuyo elogio fúne-bre publicamos a continuación de éste.

13. Deiectus usque in quorum, quod graveest, contumeliam, vel, quod gravius, misericordiam;ut vel Siba eum pasceret, vel ei maledicere Semipublice non timeret. (Salv. 1. 2, de Gubern. Dei.)

14. Dominus exercituum cogitavit hoc, ut de-traheret superbiam omnis gloriae, et ad ignominiamdeduceret universos inclytos terrae. (Isa. c. 28, v. 9.)

15. Facti sunt filii mei perditi, quonian inva-luit inimicus. (Lam. 1, 16.) Manum suam misit hostisad omnia desiderabilia eius. (Íbid. 1, 10) Polluit re-gnum et principes eius. (Íbid. 2,2,) Recedite a me,amare flebo; nolite incumbere, ut consolemini me.(Isa. 22, 4.) Foris interacit gladius, et domi morssimilis est. (Lam. 1, 20.)

16. Vae qui ridetis! Vae qui saturati estis!(Luc. 1.)

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17. Plus amant illud regnum in quo timentha [sic] consortes. (Aug. V., d Civit., 24.)

18. El príncipe.

19. Deum time, et mandata eius observa;hoc est enim omnis homo: et cuncta quae fiunt ad-ducet Deus in iudicium, sive bonum, sive malumillud sit. (Eccl. c. 12, v. 13, 14.)

20. Omnes morimur, et quasi aquae dilabi-mur in terram, quae non revertuntur. (II Reg. c. 14,v. 14.)

21. Madame, señora, título que usado enabsoluto indicaba en Francia la hija mayor del rey, ola mujer de Monsieur, hermano segundo del rey.

22. Sicut urbs patens et absque murorumambitu, ita vi qui non potest in loquendun cohiberespiritum suum. (Prov. 1, 25, v. 28.)

23. Ecce mensuraviles posuisti dies meos,et substantia mea tamquam nihilum ante. (Psal. 35,v. 6.)

24. Ecce tu vulneratus es, icut et nos; nostrisimilis effectus es. (Isa. c. 14, v. 10.)

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25. In illa die peribunt omnes cogitationeseorum. (Psal. 145, v. 4.)

26. Eccl. 2, 12, 17.

27. Rex lugebit, et princeps indentur moe-rore, et manus populi terrae conturbabuntur. (Ezech.c. 7, v. 27.)

28. Orat., de Ob. Sat. fr.

29. Cadit in originem terram, et cadaverisnomen, ex isto quoque nomine peritura, in nulluminde iam nomem, in omnis iam vocabuli mortem.(Tertull., de Resurr. carnis.)

30. Notas mihi fecisti vias vitae. (Psal. 15. v.10.)

31. Revertatur pulvis ad terram suam, nudeerat. (Eccl. 12. v. 7.) Spiritus redeat ad Deum, quidedit illum. (Íbid.)

32. Eccl. c.1, v. 2, v. 11, 17.

33. Eccl. c.1, v. 17; c. 2, v. 12, 24.

34. Et est quidquam tam vanum? (Eccl. c. 2,v. 19.)

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35. Vidi quod hoc quoque esset vanitas.(Eccl. c. 2, v. 1, 2; c. 8. v. 10.)

36. Eccl. c.3, v. 19.

37. Eccl. c.12, v. 13.

38. Eccl. c.12, v. 14.

39. Psal. 148, v. 4.

40. Psal. 26, v. 10.

41. Psal. 21, v.11.

42. Act. 26, v. 29.

43. Melior est patiens viro forti; et quidominatur animo suo, expugnatore urbium. (Prov.16, v. 32.)

44. Properavit educere de medioiniquitatum. (Sap 3. 4, v. 14.)

45. Finis factus est erroris, quia culpa, nonnatura defecit. (De bono mortis.)

46. In ipsam gloriam praeceps agebatur.(Tacit., Agr.)

47. Ego sum, et praeter me non est altera.(Isa. c. 47, v. 10)

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48. El príncipe, hijo del difunto.

49. Laudent eam in portis opera eius. (Prov.c. 31, v. 31.)

50. Benedictus Dominus Deus meus, quidocet manus meas ad proelium et digitos meos adbellum. (Psal. 143, v. 1.)

51. Haec dicit Christo meo Cyro, cuius ap-prehendi dexteram... Ego ante te ibo; et gloriososterrae humiliabo; portas aereas conteram, et vectesferreos confringam... Ut scias quia ego Dominus, quivoco nomem tuum... vocavi te nomine tuo... Accinxite, et non cognovisti me... Ego Dominus, et non estalter, formans lucem, et creans tenebras facienspacem et creans malum: ego Dominus, faciens om-nia haec, etc. (Isa. c. 45, v. 2, 3, 4, 7.)

52. Veniebat ab occidente super faciem to-tius terrae, et non tangebat terram. (Dan. c. 8, v. 5.)

53. Cucurrit ad eum impetu fortitudinis suae;eumque appropinquasset prope arietem, efferatusest in eum, et percussit arietem... eumque cum mi-sisset in terram, conculcavit et nemo quibat liberarearietem de manu eius. (Íbid. v. 6, 7.)

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54. Salvavit mihi brachium meum, et indi-gnatio mea ipsa auxiliata est mihi. (Isa. c. 63, v. 5.)

55. Aquilis velociores, leonibus fortiores. (IIReg. c. 1., v. 25.)

56. Sin duda Bossuet quiso en esto pasajede su apología censurar de soslayo la indigna con-ducta observada por Mazarino y la regenta con lareina de Inglaterra, la infortunada, esposa de CarlosI y su hijo el pretendiente a la corona, rota en peda-zos por la gran revolución que proscribió a los Es-tuardos. Para ello el hábil orador se refiere a Espa-ña, que en estos acontecimientos no había tomadoparte, y que mal podía conceder generosa hospitali-dad a quienes no la solicitaban en sus dominios.Ésta es la segunda vez que Bossuet hace referen-cia a la conducta seguida por la casa de Franciacon los proscriptos ingleses. Le faltó valor para tro-nar contra los poderes existentes, no conocimientoclaro de la falta cometida.

57. Sagittae eius acutae, et omnes arcuseius extensi. (Isa. c. 5, v. 29.)

58. De bello civili, lib. II.

59. Reg., c. 11, v. 7.

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60. Cont. Julian., lib. 5, n. 14.

61. In Psal. 118, serm 12, n. 2.

62. Cor mundum crea in me, Deus. (Psal. 1,v. 12)

63. Juan, c. 3, v. 12.- Cor. c. 13, v. 12.