ÓNTICA, EPISTEME Y ORÍGENES DEL PRINCIPIO DE CONGRUENCIA...
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ÓNTICA, EPISTEME Y ORÍGENES DEL PRINCIPIO DE CONGRUENCIA
EN EL PROCESAMIENTO PENAL1
MANUEL FERNANDO MOYA VARGAS2
Resumen.
El principio de congruencia describe una relación sustancial de integración, que
confluye a configurar la identidad de una estructura jurídica. Pese a ello se
encuentra que en derecho ha sido relegado el estudio de esa relación al aspecto
meramente procedimental, y que la explicación del instituto demanda auscultar en
sus orígenes remotos, manifiestos principalmente en el procedimiento romano. Si
bien las fuentes lo asocian inicialmente con el procedimiento civil, las fuentes
antiguas permiten demostrar que tuvo plena vigencia respecto del procedimiento
penal, en términos que hoy señalaríamos como de tipo acusatorio y adversarial. El
objeto de estudio de este proceso investigativo, se orienta a demostrar que
ciertamente la congruencia en materia penal fue considerada por el derecho
romano, y con ello se desmiente la posición que la contrajo al procedimiento civil.
Abstract.
The matching principle describes a substantive integration that converges to shape
the identity of a structure. On this basis we find that in law, the study has been
relegated to merely procedural aspect, which has its remote origins in the Roman
procedure. While sources are initially associated with the civil procedure, the
1 Este es el resultado de una aproximación socio jurídica dentro de la investigación que lleva por título, El
principio de congruencia. Su inclusión en el procedimiento penal acusatorio colombiano. Que desarrolló bajo
la dirección de Manuel Fernando Moya Vargas la Universidad La Gran Colombia de Bogotá, Colombia entre
2011 y 2012. 2 Docente investigador, Abogado y Doctor en Sociología Jurídica e Instituciones Políticas. Profesor visitante
de la Universidad de Milano. Profesor de derecho penal.
ancient sources to demonstrate that took full effect in respect of criminal
proceedings in terms that today would point out as accusatory and adversarial
type.
Palabras clave.
Congruencia, derecho, derecho romano,estructura, historia, proceso penal,
sistema.
Keyboard.
Consistency, law, Roman law, structure, history, criminal, system.
INTRODUCCIÓN
Nos hemos propuesto una aproximación que identifique ónticamente a la
congruencia en su más abstracta generalidad, para reentenderla en su
especificidad procesal –penal-. Se basa este procedimiento en un análisis de tipo
fenomenológico, mediante el estudio de su expresión sintáctica y su contenido
semántico. A partir de ahí se formula una constitución epistemológica, que abreva
en los fundamentos de la teoría estructural-funcionalista, con el cometido de
sentar las bases de la asimilación de un fundamento procesal, erigido en norma
integradora del sistema normativo.
En seguida se aborda un estudio histórico que reclama una cierta justificación -y
ningún investigador debe evadir este tipo de exigencia, debido a que se ha
denigrado del derecho romano con el pueril pretexto de su existencia remota (¡!),
desafío que asumimos con firmeza y determinación. En efecto, en esta
investigación se ha partido del derecho romano porque lo consideramos la primera
construcción jurídica con vocación de sistema, tal y como Ihering lo demostró en
su magnífico Espíritu del derecho romano. Es así que tenemos claro cómo el
derecho imperial alcanzó un nivel de integración funcional con las restantes
estructuras de control, adquiriendo una armonía reconocida desde tiempos
inmemoriales. Por otra parte, el derecho romano en general ha informado los
presupuestos sistémicos de buena parte del derecho occidental, entre ellos el
colombiano, condición esta de la cual participa también el derecho penal y, dentro
de éste, el procesamiento penal –y quien piense lo contrario, es decir, que el
derecho del Siglo XX es una novedad, habrá de demostrarlo!-. No perdemos de
vista que el sistema procesal fue tomado por más de dos siglos, y aún hoy la
resistencia a abandonarlo es palmaria, del Código de Napoleón de 1803, el cual
tuvo por fundamentación el procesamiento penal romano. En su obra el profesor
Fabio Espitia Garzón lo ha demostrado desde hace ya más de dos décadas.
Si tales presupuestos no son acogidos, en todo caso queremos demostrar la
persistencia histórica del principio de congruencia. Así que demostramos mediante
reconstrucción histórica cómo se ha perpetuado desde los primeros esquemas
procesales: En la persistencia histórica de una institución descubrimos su
trascendencia, por cuanto antes que terquedad hallamos funcionalidad y por qué
no, necesidad social de la institución.
Adicionalmente, contando con más de veinticinco siglos de existencia, sin duda ha
habido ajustes, experimentaciones, adaptaciones, implementaciones y hasta
estrategias: En los contenidos ensayados se puede identificar la funcionalidad de
una institución, así que podemos estimar alternativas que no requieren ser
“redescubiertas”.
Hemos hallado que la congruencia tiene una larga historia cuyos orígenes se
registran rigurosamente en las fuentes del derecho romano, a partir de su
descubrimiento sentaremos las bases de análisis para dicho principio, y la forma
como se implementa en la actualidad.
Evidentemente, no nos limitamos a enunciarla como principio, ni a describirla en
su operatividad conforme a los esquemas procesales. Tenemos pretensiones más
complejas y con aspiraciones de una cientificidad mayúscula: explicarla óntica,
epistémica e históricamente.
Apuntes preliminares para una precisión fenomenológica
Una apreciación fenomenológica en que se distingue la sintaxis del concepto a
partir de su denotación etimológica, de su semántica vista con una ordenación
estructural, restaña la raíz latina congruentia¸ cuyo sentido la identifica con
integración, orden, armonía, secuencia, relación lógica, correspondencia, en fin,
unidad.
I. Al respecto es preciso destacar que la congruencia indudablemente describe un
cometido de unificación, sin embargo, conformarse con el nudo hecho de la
asociación parece un despropósito si se consideran los alcances de sus efectos.
Ciertamente, no se trata nada más que contribuir a la compactación de un todo,
sino que muy particularmente favorece la identidad de ese todo: al proveer a la
unificación le atribuye una cierta composición a la unidad.
Por ello podemos afirmar que la congruencia es en sí una cualidad de la estructura
que cohesiona sus elementos y que al tiempo que la informa de unidad, le
proporciona las condiciones de su identidad. Si, como hemos estimado la idea de
estructura a partir del estructuralismo en tanto alternativa epistémica (Piaget,
1971), podemos así mismo tomar el precedente que informó tal postura; y para
ello es posible considerar un cuerpo biológico, como lo es el humano para advertir
que la congruentia de sus órganos, al aislarlos y reagruparlos, no permite
conformar una unidad distinta a la de un humano (Maturana y Varela. 1994). Por
ejemplo, el corazón humano pese a sus estimables coincidencias con el de
cualquier otro cuerpo biológico dotado del mismo órgano, no cabe en cualquier
otro cuerpo que no sea humano salvo muy difíciles condiciones de implantación,
precisamente porque su correlación con los órganos restantes, es decir su
capacidad de congruentia está informada de la identidad humana.
Ejercicios similares pueden verificarse con muchas otras variedades de estructura;
por ejemplo, con las que se encuentran en las sociedades, en donde se cumplen
funciones semejantes pero mediante órganos que disponen de una identidad
particular (Luhmman, 1998). No por coincidir en la función dichos órganos pueden
sustituirse y pasarse de una estructura a otra -tal y como sucede con las unidades
biológicas, porque al disponer de identidades diversas resultarán disfuncionales
fuera de la estructura a la que pertenecen. Así por ejemplo, el control que ejerce el
padre al interior de la familia no será óptimamente ejercido por un policía de
tránsito, en la medida en que si bien ambos son aptos y estimados para cumplir
funciones de control, el uno mantiene la identidad de la unidad designada familia,
mientras que el otro es apropiado para otra designada tráfico vehicular y peatonal.
El empleo de la parte de una estructura condiciona a quien hace la disección a un
uso compatible con la identidad entrañada en la estructura a la cual pertenece.
II. Congruencia, como lo apreciamos, es así mismo sinónimo de correspondencia.
Con tal asociación quiere decirse que es aquello mediante lo cual se permite
asociar una partícula con el todo al cual pertenece o, lo que es igual, establecer la
relación de una especie con el compuesto a cuya integración contribuye.
Probablemente en materia de derecho se permita deducir una cierta relación en
términos de tipicidad, entendiendo que ese algo que se señala debe corresponder
por congruencia al conjunto del cual deriva su posicionamiento (von Ihering, 1997,
páginas 188-196). Una cosa es típica siempre en relación con algo que la supera
en cantidad o cualidad, y a la cual naturalmente pertenece.
Surge entonces que correspondencia implica pertenencia o asociación, lo que
termina por reconducirnos nuevamente hacia la idea de identidad, puesto que es
parte de algo de cuya identidad participa, o a cuya identidad contribuye.
III. Pero también apreciábamos que congruencia al identificarse con el criterio de
relación, implica secuencia o armonía, lo que a su turno expresa la idea de un
cierto orden.
Es evidente que la integración de una parte con el todo no es un azar ni un
capricho. La parte está llamada a completar una estructura y eso es algo que no
se logra de cualquier manera, al antojo del capricho o de la subjetividad
epistemológica, sino al contrario, debe contribuir a un modelo o forma, identidad o
armonía prestablecidas (Nietzsche, 2007).
Además, la parte en tanto integrante de una estructura contribuye al cumplimiento
de las funciones de ésta, lo cual compromete un cierto orden. Ello permite señalar
que no es apendicitaria sino armónica, y por lo mismo se integra a la unidad con
un cierto criterio estético. No va a cualquier parte del todo, va exclusivamente al
único que puede ocupar.
Esto no riñe con una cierta condición de la parte. Así por ejemplo, si la parte es
fungible, el criterio de orden implica que ocupará en el todo la porción que
corresponde a las partes fungibles.
Es decir, la parte va en virtud de la congruencia a ocupar el lugar que le ha sido
previamente atribuido, lo que quiere decir que la congruencia le informa un cierto
criterio de ordenación, de armonía o, si se quiere de estética, la cual nuevamente
debe reconducir a la identidad de la unidad.
Funcionalidad y episteme de la congruentia
Pero desde luego, hemos estado pensando con fines expositivos en una parte
separada del todo. Si en efecto se halla separada, la congruencia en sí sirve para
propiciar la asociación e integración correspondientes. La verdad sea dicha no
necesariamente ha de ocurrir así. Puede perfectamente acontecer que la parte no
pueda separarse del todo al que se integra, por consiguiente, la congruencia es
para sí lo que permite al intérprete explicar la relación de la parte con el todo.
Habida cuenta de la última explicación, podemos concluir que si es preciso
consolidar en un mejor sinónimo la definición de congruencia, señalamos el de
identidad como el más afín y aglutinador de todos los demás, los cuales no son
sino tributarios de la idea capital de identidad conforme lo hemos manifestado.
Esta inicial aproximación de sustancia etimológica al concepto de congruencia, ha
sido la vía para desplegar varias cualidades procedentes de lo más profundo de su
naturaleza: unidad, correspondencia y orden, todas convergentes hacia otra muy
particular que es la identidad, importantes todas en cuanto trascienden su sintaxis
para instalarnos en la semántica que le es propia.
Ciertamente, si ser congruente implica integrar una unidad y corresponder a ella
conforme a una cierta ordenación preestablecida, bien entendida y expuesta en su
plenitud, esta cualidad debe permitir la deducción de identidad respecto de aquello
con lo cual se plantea la pertenencia. Esto por cuanto no puede perderse de vista
y ahora mismo lo resaltamos, que congruente o incongruente es una característica
de algo, un adjetivo en tanto describe una cualidad.
Y por otra parte, no parece probable ser congruente sino a condición de
pertenecer a algo que de una u otra forma supera la individualidad de las partes
respecto de las cuales se predica esta cualidad, porque precisamente sirve a la
unidad para constituirla debiendo superar las particularidades de los componentes.
Es por ello que la congruencia propende siempre a ratificar esa identidad.
Pero obsérvese que al precisar estos dos últimos aspectos, ha estado orbitando
en la base una idea respecto de la cual aún no hemos reparado ni la hemos
erigido en objeto de análisis. Esa idea subyacente indica que la congruencia se
estima entre al menos dos partes, o dos aspectos, o dos conceptos, o dos
estructuras. Es decir, siempre que nos detengamos a considerar la congruencia,
estaremos contemplando cuando menos una relación de díada. Y por relación
entendemos una articulación en particular. Mientras que por díada, una entidad
establecida por dos que se vinculan de forma especial. Probablemente baste con
afirmar nada más que la díada para transmitir el sentido que intentamos, pues si
ésta implica una relación estaría de más reafirmar esa misma relación mediante
un concepto adicional. Con todo, preferimos arriesgarnos al pleonasmo –acaso
una mera repetición?, en cuanto la congruencia si bien invariablemente reclama la
presencia de los dos elementos, desde su eidos señala muy decididamente el
vínculo entre dichos elementos.
Podemos sostener entonces que, la congruencia es particularmente una relación
dada entre dos elementos, la cual permite identificarlos como integrantes de una
estructura con una unidad independiente de sus individualidades, pero con una
identidad de la cual participan sus componentes.
Al respecto resulta inevitable recordar a José Ortega y Gasset cuando observaba
que la historia de la física es justamente la historia de cómo se asumen las
relaciones entre los objetos: del relativismo newtoniano se pasó al einstaniano,
sostuvo el filósofo (1958). La primera visión de la física se identifica porque
correlaciona dos entidades para asignarles una cierta identidad; así por ejemplo,
se puede ser delgado o abultado, alto o bajo, gracioso o no, dependiendo del
objeto que sirva de referencia, que es precisamente aquel con el cual se formula la
comparación. El relativismo de Newton asocia las cosas para otorgarles un lugar
social respecto de ellas, puesto que es operada al interior de una estructura y es
allí donde es posible la comparación y por consiguiente la correlación.
Mientras que la física de Einstein forja la relación de una entidad consigo misma:
las cosas no son relativas a otras sino a sí mismas. Es por ello que para Einstein
la gravedad no es una relación de dos cosas en donde una es sustancialmente
superada por la masa de la otra, de tal suerte que ejerce X fuerza de atracción
sobre ella, sino que por el contrario se trata del efecto de la aceleración constante
de un cuerpo, el mismo cuerpo. Así, una cosa puede adquirir cualidades
completamente distintas y sin embargo simultáneas, dependiendo siempre del
aspecto que quiera apreciarse de élla. Es decir, se trata del mismo objeto
enseñándose en las distintas manifestaciones con que puede actuar su propia
existencia.
Al cabo, sea una u otra la opción teórica, lo determinante no son tanto los
elementos como la manera como ellos se relacionen entre sí o consigo mismos.
Y probablemente podamos aventurar que en otras áreas del saber lo que inquieta
a los estudiosos es finalmente poder identificar o tal vez, aislar y acaso describir
las relaciones. Probablemente la historia de la ciencia es la historia de cómo se
han visto o se han querido ver las relaciones entre los objetos de estudio, consigo
mismos y con su entorno (Foucault, 1970). Así por ejemplo, la semiótica es el
estudio de unas ciertas expresiones con su significación, al tiempo como la
medicina estudia la relación del cuerpo con sus funciones y disfunciones.
Podría pensarse que es esta una idea acentuadamente pretensiosa, y aún sea
así, lo cierto es que a partir del estudio de las relaciones pueden derivarse
tendencias científicas inestimables. Y añadiríamos que el estudio de las relaciones
bien podría nominarse, congruencia.
La congruencia y el derecho
Pese a que no quisiéramos incursionar en el terreno de la episteme del derecho,
nos es imprescindible aclarar que su estatuto científico lo derivamos de su propio
método. Es decir, no disputamos si el objeto del derecho debe ser la ley, la
justicia, las relaciones humanas o, cualquier otro que haya sido planteado.
Formulamos que por dicho estatuto entendemos la forma como se acomete el
estudio de un cierto aspecto de la vida de los hombres, justamente las relaciones
de contenido jurídico, así adopten la manifestación de ley, justicia o relación
humana.
Y con el interés de ser muy consecuentes con el planteamiento formulado en
precedencia, afirmamos que el objeto del derecho son las relaciones jurídicas, las
cuales precisan ser acometidas con el método jurídico. En efecto, las mismas
relaciones podrían asumirse con el método sociológico, el económico, el histórico,
etc, caso en el cual se encontrarían relaciones sociales, económicas o históricas.
En cuanto con el método jurídico se asuman las relaciones cuyo contenido
interesa al derecho, las relaciones que encuentran serán entonces de contenido
jurídico. No hacen parte de lo constituido sino de lo constituyente.
Con tal criterio también afirmamos que la congruencia en el derecho está referida
al tipo de relación que permite identificar como jurídicas a ciertas interacciones
sociales. O lo que es igual, lo jurídico es en sí y para sí el producto de una cierta
asociación entre individualidades que al correlacionarse adquieren esa identidad,
es esto, la de jurídica.
En otros estudios hemos asumido este tema con mayor profundidad (Moya, 2007).
Justamente allí sostuvimos y ahora lo reafirmamos, que a partir de un cierto
trasfondo, habitus o entorno de juridicidad, se atribuye mediante una cierta
asociación el contenido de jurídico o antijurídico. La identificamos ciertamente
como una relación semiótica, en donde se ejerce el sentido de lo que una
sociedad lee como derecho. Es esto lo que conduce a que el derecho no es su
propio concepto sino la creencia social de ser lo que es, es decir lo que representa
a una sociedad dada.
La congruencia es pues el estudio de la construcción del sentido cuyo contenido
se describe como jurídico. Es, al cabo, la semiosis del derecho. Pero no se trata
nada más que una semiótica del derecho agotada en su discurso sino ante todo
de la identidad jurídica de las relaciones, así como de la construcción del sentido
jurídico consolidado en los signos del derecho y, no menos de la proxémica
judicial.
Pero si bien estamos reivindicando el sentido inmanente de la congruencia, no
menos conscientes somos de su reducción en la tradición científica del derecho, a
su expresión procesal, quizás la más rudimentaria, no por intrascendente sino por
instrumental. Y, pese a no estar conformes con dicha tradición, sin ceder al
reduccionismo asumimos el objeto de estudio de la presente investigación, que es
precisamente la forma como juega la congruencia en la Ley 906 de 2004.
Los orígenes conocidos
i. En el derecho civil romano
No podemos asegurar que el procedimiento penal romano haya estado relegado
en su desarrollo; es decir, de una comparación con el procedimiento civil no
concluimos que el procedimiento penal no haya alcanzado la altura adquirida por
el procedimiento civil.
Por una parte, si bien entendemos que desde una visión de teoría general del
proceso existen muchos contactos, entre ellos la congruencia, no son dos
instituciones susceptibles de ser equiparadas. Si bien hacen parte ambos del
control jurídico el sentido que los informa es significativamente distinto. Mientras el
civil tiende al restablecimiento de los derechos como propósito ordinario, en el
penal se ejerce la potestad punitiva con miras a sancionar y por consiguiente a
afligir, pues al fin y al cabo frecuentemente los efectos del delito son irreversibles.
Por otra parte, no se evidencia una desarrollo investigativo equiparable en cuanto
a permanencia y magnitud. Quizás esto se deba a que el estudio de las
instituciones del derecho civil invariablemente conduce a las causas procesales, lo
que fuerza el estudio del procedimiento civil. Mientras que el estudio del derecho
penal romano más bien parece depender del estudio del procedimiento penal, el
cual parece más rico que las instituciones penales romanas. Aunque en justicia
tendría que considerarse que los romanos no crearon instituciones de derecho
penal de la forma como las tenemos en la actualidad.
Es así mismo probable que los juristas se ocuparon más del procedimiento civil
por estimarlo menos político que jurídico o, acaso por hacer redundar la
transfiguración semiótica de los delitos y las penas en desmedro del esquema
procesal. O quizás porque los comicios inicialmente curiados y ulteriormente
centuriados tuvieron una injerencia de proporciones considerables en el proceso
penal, lo cual le restaría entidad jurídica. Y no menos puede considerarse que los
más frecuentes reatos eran tramitados por la vía civil –furtum (manifestum, nec
manifestum, oblatum y conceptum), damnum, in iuria). Lo cierto es que el
procedimiento penal romano no ha sido objeto de estudios de la misma intensidad
y magnitud de los que se ocupan del procedimiento civil. Si éste nutrió el esquema
procesal penal puede ser igualmente probable, al fin y al cabo el último esquema
procesal penal conocido, que fue el de la cognitio, habría sido tomado
simultáneamente para la reforma procesal civil que transitó del proceso formulario
al proceso de cognición extraordinaria, nominación compartida por los dos
esquemas procesales (Espitia, 2006. Burdese, 1975).
Por ello es que tenemos una mayor confianza en el conocimiento del
procedimiento civil. De ahí que sepamos con certeza que en dicho proceso hubo
un desarrollo amplio de la congruencia, lo cual nos proveería de una información
importante para ocuparnos enseguida de la congruencia en el proceso penal. Esto
por cuanto en lo que hemos podido conocer, no ha sido la congruencia en el
proceso penal un tema que haya ocupado al investigador, por lo que nos
encontraríamos ante un primer desafío, lo cual refuerza el que nos apoyemos
inicialmente en la figura procesal civil, pues nos familiarizaría con la construcción
romana de la institución.
Desde los albores del derecho romano clásico se formuló como idea
fundamentadora del proceso civil la existencia de un instante crítico de
transformación jurídica acontecida dentro del proceso, llamado litis contestatio
(Scialoja, 1954); circunstancia verificada tanto en el régimen de las legis actionis
como en el proceso formulario y, acaso, mucho más evidente y clara en el de la
cognitio extra ordinem. La verdad es que resulta aún hoy incierto el momento
preciso en que se atribuía el fenómeno, pero lo cierto es que sí sucedía. Consistió
justamente en lo que había sido se convierte en lo que sería de ahora en adelante,
a instancia del pretor dentro de la etapa in iure. Momento crítico de transformación
a través de la institución que es el proceso. Por eso se afirmó que ocurría una
especie de novación por cuanto la obligación preexistente desaparecía en favor de
la que surgía conforme a los términos designados por pretor en la fórmula (a
propósito del proceso formulario). Y el peso procesal más grave que soportaban
las partes estaba precisamente en demostrar al juez durante la etapa apud
iudicem, el contenido de aquellas cláusulas de la fórmula que se predicaban de su
situación procesal. Por ello, cualquier error resultaba fatal pues la sentencia
tendría que ser fiel a la fórmula en el sentido de declarar qué de ella había sido
finalmente demostrado (Arangio, 1952. Álvarez, 1979).
La relación descrita es profundamente procesal, y por lo mismo concentrada en
sus estructuras. Y pese a que más adelante reasumiremos el planteamiento de los
verdaderos alcances de la congruencia en el derecho, mantengamos por ahora el
sentido que incorpora en las formas procesales.
En el derecho romano se pensó que la incongruencia era fruto de la minus (Gaius.
I: Comentario IV, 56) o pluris petitio (Gaius. I: Comentario IV, 53, 53a, 53b, 53c), y
se “purgaba” mediante la absolución en la sentencia. Es así que la congruencia
procesal se establecía entre la fórmula y la sentencia, en una relación díada
conforme con la cual el juez no podía más que declarar qué cláusulas de la
fórmula se habían demostrado. Al no poder salir de la frontera planteada en élla,
carecía de cualquier alternativa iura novita curia para corregir los equívocos de las
partes o del pretor, tal y como lo reflejan el proceso de legis actionis y el
formulario, mas no el de la congnitio extra ordinem, pues éste resultaba
decididamente inquisitorial o jerárquico, mientras que aquéllos evidenciaban
características típicamente paritarias o acusatorio-adversariales.
Tan grave era pedir más como pedir menos de lo que se pudiese demostrar, pues
invariablemente era preciso absolver. Ello era fruto de la congruentia pues el juez
se atenía al contenido de la fórmula.
Las partes podían pues errar por pedir más o menos de lo que pudieran
demostrar. Pero reafirmamos que la correlación se establecía entre la fórmula y la
sentencia. Al respecto se sabe que la fórmula era redactada por el pretor conforme
a las pretensiones y a las réplicas de demandante y demandado; sin embargo
ante el pretor nada se demostraba, pues era su labor verter en la fórmula las
manifestaciones de las partes, respecto de las cuales surgía la obligación procesal
de demostrarlo ante el juez, y era con esos términos con los que redactaba la
fórmula. Con todo la labor del praetor no era más que de escribiente, bien podía
rechazar la acción, o al cabo con el tiempo se otorgó la opción de conceder la
adecuada. Era ante el iudex dentro de la etapa apud iudicem cuando se verificaba
el debate probatorio propiamente dicho. Por consiguiente, no era tanto una
cuestión de justicia sino de demostración, y en consecuencia estaba llamado a
triunfar en el juego procesal el que pudiera probar de mejor forma ante el juez lo
que afirmó ante el pretor (Biondi, 1954).
Si el demandante pretendía en cuanto a calidad o cantidad, personas, lugares,
tiempos o condiciones, en términos que no lograba demostrarle al juez, el
resultado era la absolución en favor del demandado. Cada pretensión, réplica,
tríplica, etc, debía demostrarla apud iudicem. Si por ejemplo el demandante
afirmaba que Sempronio le debía y por tanto debía ser condenado, pero se
demostraba que el deudor era Aurelio, el juez tendría que absolver. Si demandaba
en los idus de marzo, cuando la obligación era exigible en los de agosto, el juez
absolvería. Si demandaba el pago en Roma cuando debía hacerlo en Córcega, el
juez debía igualmente absolver.
A su turno si el demandado no lograba acreditar sus personales excepciones,
dúplicas, cuadrúplicas, etc, (Gaius. I: Comentario IV, 127, 128) la sentencia
convendría a las pretensiones del demandado que sí demostraba lo afirmado en la
fórmula, conforme a la cláusula pertinente.
Así que el iudex declaraba mediante la sentencia qué de lo vertido en la fórmula
había sido demostrado, lo cual erigía en sentencia.
Podríamos afirmar con fundamento en lo descrito que la congruencia comprometía
a la sentencia con la fórmula en una asociación de identidad conforme con la cual
el juez verificaba si lo demostrado calzaba con lo incorporado en el texto de la
fórmula. Era labor del juez entrar a comparar estos dos resultados, y no podía
condenar a nadie no demandado, ni por algo no pretendido. Los términos de la
fórmula lo vinculaban tan estrechamente de la misma forma como a las partes.
Visto así parece algo demasiado secuencial. Y si bien esta forma de ver la
congruencia no puede ser señalada como incorrecta, conformarse con tal
perspectiva conllevaría a la contemplación desde su aspecto más exiguo, en
cuanto hasta la comprensión se antoja simple y ligera. Si se pretende apenas una
apreciación formal bastaría con esa perspectiva. Pero si se requiere una vista más
sustancial que abra la compuerta del eidos de la congruencia, no cabe la menor
duda que es preciso descubrirlo a través del nada sencillo camino de la litis
contestatio. Es justamente a través de éste constructo institucional, como se opera
la unidad óntica de la congruencia, lo cual va mucho más allá de una parva
secuencia de actos procesales.
Al respecto hemos indicado que la romanística se cuida bastante de aventurar
afirmaciones historiográficamente cuestionables, por ello lo que se sabe es más
fruto de la deducción que de la demostración estricta. Con todo es posible que la
complejidad del fenómeno haya implicado que tampoco los pretores, los jueces y
ni aún los juristas lo hayan tenido demasiado claro, no tanto porque fuese
inaprehensible, sino porque parecía ser el fruto de una creación que había
adoptado su propia dinámica, y por consiguiente cuanto podía hacerse era aceptar
su aplastante e inevitable existencia. Al fin y al cabo como de derecho natural se
ha admitido en el derecho romano tardío el inevitable desarrollo de las
instituciones jurídicas; por ejemplo, es de derecho natural que una obligación se
extinga. Lo cierto es que se admitía en el derecho romano la capacidad de la
institución jurídica para crear su propia realidad y, por esta vía proyectarse más
allá de su estructura para producir realidad social.
Que tal idea concite hoy día los postulados de pensadores como Shütz,
Habermas, Austin o Searle -y hasta al mismo Luhmman, no debe sin embargo
predisponernos para anticipar un anacronismo. Al fin y al cabo Hegel lo había ya
postulado a partir de las ideas de Platón. Y no menos Nietzsche en contemplación
de la tragedia griega lo señaló después de Hegel. Convergen ambos en los
orígenes remotos de sus posturas, no en vano coincidencialmente griegas para los
dos. Y, si a ello agregamos que los vínculos de la cultura romana con la griega no
están puestos a discusión, muy particularmente en materia jurídica –La Lex DDT,
el sistema ritual de penas, el sentido político del derecho penal, la producción de la
verdad judicial a partir de la indagación, entre otros muchos aspectos, el hecho
mismo de haber considerado la producción social de la realidad por parte los
griegos (Biscardi, 1982; respecto del penal precisamente: páginas 275-310),
insinúa la posibilidad de la recepción romana a este tipo de tendencia.
La cosa parece muy clara respecto de la litis contestatio¸ pues de otro modo
resulta enrarecido hasta la inocuidad, entenderlo en su sentido y maniobra.
En efecto, las instituciones sociales –nuevamente parece un pleonasmo pues toda
institución es social, son autorreferentes; es decir, crean su propia realidad y la
funden con la realidad social. Con esto quiere decirse que la institución una vez
puesta en marcha genera su propio contenido óntico y con ello el poder hacerse
presente a la conciencia, pero no se concentra y agota en ella misma sino que se
articula con la porción de realidad que la precede y que no depende de ella, esto
es, de la realidad que producen otras instituciones. Al cabo la unidad sistemática y
funcional que se produce es la realidad social. Y el proceso es en sí una
institución, por ello mismo produce su propia realidad, la cual termina siendo
destilada hacia el encuentro con la realidad propiciada por otras instituciones, la
cual en su unidad constituye el acontecer cotidiano de las personas que impacta.
Por ello se admite decididamente que el proceso, tal y como acontece con el
suceso de la sentencia, la cual no sólo surge en el acto de ser pronunciada, sino
que además le informa a la estructura social un cierto sentido produciendo
performaciones convenientes a ese sentido. Así por ejemplo, la sentencia penal
condenatoria produce fenómenos como el de la estigmatización, la aflicción, las
dudas y las definiciones tradicionales, precisamente como consecuencia de ese
poder productor de la realidad que tiene una institución.
En cuanto a la litis contestatio más que una definición, a la manera como lo
hicieron los antiguos juristas, podemos abordarla atendiendo a sus efectos
(Cannata, 1982; páginas 163-193).
En primer lugar, se proyectaba en algo nada magro por cierto, consistente en
polarizar los roles procesales, pues estrictamente se es demandante y demandado
cuando dentro del proceso se adquieren las condiciones correspondientes. No es
cuestión de la nuda presentación de una demanda, sino de la correlación que se
establece entre quien la formula y aquél contra quien es formulada. Obsérvese
que en primer lugar indicaba al demandante qué es lo que debía ocupar de ahora
en adelante su sentido probatorio. Pero también producía esa definición en
relación con el demandado. De tal suerte que mientras el primero quedaba
vinculado con sus pretensiones, éste corría la misma suerte respecto de sus
excepciones. Uno y otro no podían ya dar marcha atrás en el sentido de modificar
la fórmula, puesto que de ahora en adelante cuanto podían hacer era demostrar lo
que a su nombre quedó escrito en el texto: no había manera de corregir. En
consecuencia, el demandante era a partir de ahí quien debía probar las
pretensiones que fueron consignadas; así como el demandado era quien debía
probar las excepciones igualmente consignadas en la fórmula.
Por su parte, el pretor quedaba fuera salvo en cuanto pudiera encontrarse
involucrado por su dolo en la redacción de la fórmula (Pugliese, 1985; páginas
633-643).
Y el juez, como ningún otro quedaba vinculado puesto que su actividad se contraía
a declarar qué se probó y qué no; vía mediante la cual se arribaba a la sentencia
de mérito. Se advierte que el compromiso del juez era igualmente trascendental,
en el entendido de no poder salirse de los precisos términos de la fórmula.
Por otra parte la litis contestatio informaba el sentido probatorio. Si en la fórmula
no tiene por qué señalarse las pruebas que se proponían practicar las partes, en
cambio sí permitía establecer cuáles eran o no pertinentes, puesto que a partir de
ese instante se unificaba el objeto de prueba. Si, por ejemplo, en la fórmula se
señalaba que Marco en calidad de demandante era acreedor de Emiliano, siendo
éste su deudor incumplido y que le debía cien sestercios, el juez no aceptará sino
las pruebas que tuviesen tal objeto. A su turno si Emiliano en calidad de deudor
exceptuaba haber pagado ya la mitad, ningún medio de prueba que tuviese objeto
distinto, aún cuando pudiese llegar a beneficiarlo, estaba llamada a tener cabida
en el debate.
La rigidez procesal, pese haber cedido respecto al régimen de las legis actionis,
proveniente de la litis contestatio conllevaba una cierta depuración mediante la
definición de las posturas y sus contenidos. Si resultaba que Emiliano en realidad
debía ciento cincuenta, y así se acreditaba, el juez no podría hacer otra cosa que
absolverlo, y tal decisión se proyectaría en la realidad extraprocesal con la
improbabilidad de poder demandar por los ciento cincuenta sestercios, dados los
efectos preclusivos de la cosa juzgada.
En tercer lugar tenemos que la litis contestatio especificaba el sentido que podía
adquirir la sentencia. No podía ser sino condenatoria o absolutoria, pero respecto
de las cláusulas de la fórmula. De tal manera cuando el juez apreciaba las
pruebas no podía más que distinguir la demostración de lo que había sido
consignado en la fórmula, por suerte que se encontraba en la necesidad de
asociarla con la sentencia por mediación del resultado de las pruebas. Es decir, la
fórmula en sí incorporaba una condición suspensiva conforme con la cual llegaba
a adquirir entidad de exigible por acogimiento en la sentencia. Por manera que a
partir de la fórmula se suscitaba una tensión entre dos opciones polarizadas, las
cuales incorporaban la dinámica realización-irrealización: la realización de una
pretensión o de una excepción conllevaba fatalmente que la otra, es decir la
pretensión o la excepción opuesta, se irrealizara de una vez y para siempre. La
condición consistía precisamente en la demostración probatoria, la cual una vez
ocurrida permitía que la tensión descrita se desatara mediante la sentencia a favor
de la pretensión o excepción demostrada.
De hecho la sentencia era el sucedáneo de la fórmula; era, por así decirlo, la
concreción que adquiría tras la ambigüedad operada precedentemente. En efecto,
la fórmula es ambigua por cuanto describe dos posibles realidades futuras y sobre
todo contradictorias puesto que no podían coexistir, y de conformidad con la
fórmula una de las dos estaba llamada a desparecer por siempre, producto del
afianzamiento de la otra. En tanto que la sentencia se caracterizaba por la certeza
propiciada.
Visto así la sentencia es una transformación de la fórmula: de la ambigüedad
mutaba hacia la certeza adquiriendo en lo sucesivo la nominación de sentencia.
No dudamos al señalar que la fórmula era una sentencia en estado embrionario,
larvaba las posibles formas que podía adquirir la sentencia, informándole su
código genético. La sentencia terminaba siendo al fin y al cabo la concreción de
una de las dos opciones vertidas en la fórmula, en consecuencia no podía ser
diferente a la fórmula, nada más que por no plantear la tensión sino por desatarla.
Si la opción acogida por el juez en la sentencia no podía ser otra que una de las
dos ofrecidas en la fórmula, debía entonces proyectar los términos en que había
sido consignada, de lo contrario habría ilicitud en esa su decisión.
Como puede apreciarse la relación de congruencia es díada entre la fórmula y la
sentencia. Y frente a ello podrá inquietar el por qué no se establecía entre los
hechos, las personas y las figuras jurídicas contempladas, esto es, entre la
realidad y la sentencia. Una idea de este corte, evidentemente aristotélica, no tuvo
acogida por el derecho romano, puesto que la congruentia era un fenómeno
estrictamente institucional, es decir, sólo tenía sentido y operatividad en la
dinámica procesal. Pero la explicación viene del propio derecho romano.
En efecto, la romanística ha destacado dos efectos a la Litis contestatio, son ellos
los llamados extintivo y consuntivo o creativo. Pese a que ya hemos tenido
ocasión de insinuarlos, por ser necesario alcanzado este punto conviene
precisarlos e incorporarlos al desarrollo propuesto.
Los dos efectos ocurren simultáneamente puesto que en el mismo acto en que la
Litis contestatio hace desaparecer la obligación que precede a la redacción de la
fórmula, surge una nueva integrada por los términos incorporados en la misma
fórmula. De ahí que se haya hablado de una especie de novación “procesal”
(Gaius. I: Comentario III, 180).
Cuando en la fórmula se concretan las cláusulas que la integran, los términos
correspondientes a los elementos de una obligación tradicional, surgen a la vida
jurídica con ocasión de la producción de la fórmula. En tanto sucedánea, la nueva
obligación trae como efecto el extinguir la anterior. Por manera que a las formas
tradicionales de extinción de las obligaciones se sumaba esta, con las
características que le son propias.
Visto así no podemos menos que admitir como el proceso es una máquina de
transformación social: toma hechos brutos y los convierte en hechos
institucionales. Acaso el brocardo romano conforme al cual sin acción no hay
derecho, se explique con máxima justicia considerando que el derecho romano
adquirió su óptima expresión con ocasión del proceso, pues era el instante en que
adquiría la fuerza bastante para sobreponerse a las voluntades contingentes.
Desde luego existían las disposiciones, las relaciones, las figuras, las categorías
jurídicas, pero lo que no existía era el sentido que actualmente tienen. Dicho
sentido se restaña en el proceso que es donde al derecho adquiere su máxima
autoridad, incluso mediante la coerción. No era igual una relación entre dos
romanos que una relación entre Roma y los mismos dos romanos, ello se lograba
mediante el proceso, puesto que ya no se debía o acreía sino en virtud de un acto
operado por el magistrado que tenía la función de otorgar ese sentido mediante la
fórmula en un momento procesal del cual provenía, llamado Litis contestatio.
Por ello la relación procesal es lineal entre la fórmula y la sentencia, no entre la
realidad y la sentencia. La congruencia es la vía por la cual la fórmula se
transfigura en sentencia, y por ello mismo se reclama la debida y necesaria
identidad entre esos dos actos procesales.
Como se aprecia, la forma como los romanos instrumentaban conceptualmente el
proceso converge con las recientes construcciones tributarias de la filosofía del
lenguaje y la semiótica, a partir de las cuales se descubre en el derecho un
sistema integrado por instituciones que de forma autopoiética prescriben su
realidad. La congruentia es por tanto la guía de subtensión entre dos actos
procesales operados al interior de la institución del proceso, encargada de
informar su legalidad mediante la identidad que liga y al tiempo distingue el
recorrido que discurre la institución para tomar algo que no ha producido, es decir,
un hecho bruto, hasta prescribir el resultado de su transformación en hecho
institucional.
ii. En el derecho penal romano
Como tuvimos ya ocasión de señalarlo, la cuestión del por qué se abordó la
congruencia a partir del derecho procesal privado tiene varias razones que
abrevan en la reflexión y en los fundamentos históricos.
Por una parte, no se pierde de vista que muchos fueron los delitos tramitados por
la vía del procedimiento civil. Así que muchas de las causas que posteriormente
conocerían la ruta procesal penal, ya habían transitado la civil, lo cual reclama
atenderlo dentro de su escenario natural.
Por otra parte, es preciso destacar que más que una desatención del proceso
penal en las fuentes, dicha desatención parece provenir más de los estudiosos. Es
decir, no es que se trate de un menor desarrollo del proceso penal, sino de una
falta de estudios que relieven ese desarrollo. Pero tampoco podemos confirmar ni
infirmar que el procedimiento civil en algo al menos haya pautado el camino del
proceso penal.
Por ello se consideró más pertinente para efectos de este proceso investigativo,
dar inicio a partir de la versión confirmada en el procedimiento civil, disponiendo
así de al menos una cierta información, para proceder a reconstruir la figura de la
congruencia en el proceso penal a partir de un esfuerzo propio de construcción de
conocimiento.
No rechazamos la posibilidad de que el procedimiento civil haya adquirido un
mayor desarrollo, pues como lo dijimos si fue el derecho civil alcanzó la versión
cimera del derecho romano, y que ese derecho finalmente se realizaba mediante
el proceso, era de esperarse que con el sentido práctico y consecuente de su
historia, haya habido la necesidad por parte de los juristas romanos de desarrollar
al mismo ritmo el derecho procesal civil. Nuevamente recordamos que si para el
romano sin acción no hay derecho, el proceso tiene que ser del mismo rango del
derecho, pues su misma condición de existencia y eficacia.
Pero tampoco nos comprometemos con la hipótesis contraria y, en cambio
preferimos buscar cómo se construyó la institución de la congruencia en el
proceso penal, que informada o no por el proceso civil, no sólo existió
efectivamente, sino que tuvo unas características muy particulares que, a no
dudarlo informan a la congruencia actual del proceso penal contemporáneo.
Tampoco desconocemos la mayor susceptibilidad del poder punitivo a la incursión
de intereses extrajurídicos y, de hecho la instrumentalización del proceso penal en
favor de ese tipo de interés tiende a desdibujar el contenido y la justicia misma del
derecho penal. En cambio, el derecho civil surgía con un rango de mayor
juridicidad, y si bien han podido existir juegos estratégicos e indulgencias del
derecho civil, ello no parece haber desdibujado su esencia por ser excepcional.
Visto así, es posible que el jurista no podía sentirse con la misma libertad de saber
y dar a conocer su sabiduría respecto del derecho penal, considerada la difusa
frontera en que se ingresaba a las esferas del poder. Al fin y al cabo, el umbral del
derecho en mucho coincidió con el de la política, los asesinatos de Papiniano y del
mismo Ulpiano así lo sugieren (Paricio, 1999).
Por otra parte, las fuentes relacionadas con el proceso penal no han sido
exploradas con la misma insistencia y determinación científica que en cambio sí se
evidencia respecto del proceso civil. Por lo que conocerlo con anterioridad permite
ganar terreno allí donde no hay bastante claridad.
Con estas observaciones y con pretensiones de claridad en punto al criterio de la
reconstrucción acometida, tenemos por cierto que Roma conoció tres esquemas
de procesamiento penal. En primer lugar la llamada provocatio ad populum,
posteriormente las quaestiones perpetuae y, finalmente la cognitio extra ordinem
(Espitia, 2010. Brasiello, 1973).
La primera ha generado polémicas en torno a su naturaleza, respecto de si se
trataba de una especie de casación o, más bien una suerte de consulta popular
(Pugliese, Ob. Cit. página 576). Lo cierto es que bajo este esquema el magistrado
adoptaba una determinación que la asamblea podía aprobar o desaprobar. Hay
quien ha sostenido que este esquema era inquisitorial (Mommsen, 1999; páginas
223-233). Con todo es difícil atribuirle tal condición, puesto que si el magistrado
indagaba y adoptaba una decisión, finalmente quien fungía como una especie de
juez superior eran los comitia, inicialmente curiados ulteriormente centuriados.
Por otra parte, el ser acusatorio ciertamente demanda una cierta fractura entre la
función indagatorial respecto del juzgamiento, adjudicando cada una a distintos
órganos o instituciones, sin que pueda por ello desconocerse que lo realmente
determinante de su esencia es el carácter paritario en el desenvolvimiento de su
dinámica (Damaska, 2002). Y por tal se entiende que acusador y acusado tienen
límites y derechos semejantes en cuanto a su régimen; es decir, el uno no aparece
elevado por encima del otro con respecto a las opciones de hacer valer su
propuesta de juicio a cualquier precio, sino que por el contrario hay dos partes en
franca lid compitiendo por alcanzar la adhesión del juez a su propuesta de juicio
en un plano de igualdad. Si el magistrado debía vencer al acusado ante los
comicios, mediante pruebas que éste podía desvirtuar ante los mismos comicios
conforme a unas reglas preestablecidas, debería ser más que justa razón para
concluir en que hay una mayor proximidad al esquema acusatorio que al
inquisitorial. Refuerza esta conclusión el que la verdad procesal no era la que por
cognitio quisiera imponer el magistrado, sino aquella que al constituirse
procesalmente en mejores fundamentos resultaba acogida por el juez. Al fin y al
cabo prosperaba la sententia del magistrado sólo a condición de haber
demostrado sus presupuestos, los cuales bien podían ser desvirtuados por el
procesado.
Si a los comicios les era presentada la causa en los términos propuestos por el
magistrado, tenemos razones para concluir que no por un simple criterio de
ordenación procesal, era irremediable operar una relación de congruencia con la
decisión final. Pero ello no surge de una cierta concepción jurídico-procesal, sino
del curso inevitable de los hechos: los comicios no sabían de derecho, ni tenían el
tiempo bastante para acudir con un jurista para encauzar su decisión. Si era así,
cuanto podían decidir se extrapola en dos opciones fundamentales e
incompatibles: que había acierto en la decisión del magistrado o por el contrario se
había equivocado. Por consiguiente los comicios podían reafirmar la decisión del
magistrado o por el contrario cambiar su sentido, pero que se sepa no le era
atribuido proferir una sentencia observando alguna tercera vía (Pugliese, Ob. Cit.
páginas 564-565).
En el esquema de las quaestiones los comicios ya no estaban erigidos en la
función que ejecutaban dentro de la provocatio, de hecho fueron desplazados por
jueces propiamente dichos, es decir los questores. En este esquema se debía
fundamentar la acusación ante la asamblea de jueces. Desde este punto de vista
el esquema es decididamente acusatorio: hay propiamente una confrontación de
partes y la decisión es asumida por una corporación de jueces que no es integrada
por el magistrado; tanto es así que incluso autores como Mommsen admiten esa
condición.
Pese a lo anterior el concepto de acusación resulta más bien distante de lo que
hoy entendemos por tal acto procesal.
Aún así disponemos de fundamentos en fuentes para deducir un ejercicio de
congruencia bastante desarrollado, tal vez no al nivel alcanzado en el proceso
civil, pero si apropiado al esquema procesal penal, lo cual no riñe con que haya
podido aparecer informado por aquél. Al cabo, la función de los questores no dista
demasiado de los comitia, es decir, se aproxima mucho a un jurado de conciencia.
Ello por cuanto no habría sido una sentida necesidad de conocimiento jurídico lo
que los instauró, sino el hecho cierto que las dimensiones del Imperio no sólo
hacía improbable la reunión efectiva y democrática de los comicios, sino que de
lograrse serían más vulnerables ante las arremetidas bárbaras.
Pero por otra parte, el advenimiento de la cognitio extraordinem implicó la
decadencia decidida del principio acusatorio, pues el juez que instruía producía la
sentencia sin el control de un jurado, de los comicios o de jueces diferentes. Tal
esquema en el área penal, evidenciaba un cambio radical en la forma de procesar
y, muy seguramente, con ello una evidente desaparición de la congruencia como
límite al poder punitivo de los magistrados (Santalucía, 1989; páginas 112-113.
Brasiello, Ob. Cit. páginas 194-196. Biondi, Ob. Cit. Páginas 507-518. Cannata,
Ob. Cit. Páginas 163-193).
Como puede apreciarse hasta el momento hemos procurado deducciones en
relación con la forma como se operaba la congruencia en procedimiento penal.
Empero, pese a que la fuente primaria no es abultada, sí hallamos presupuestos
seguros del ejercicio de un principio de congruencia efectivo. Los libros 47 a 49 del
Digesto se ocupan de las causas penales, y las referencias procesales apenas
incorporan con detenimiento temas tales como la acusación (títulos II y XVI del
libro 48) y las competencias (libro 49). Por demás, no tenemos razones para
aventurar probables interpolaciones, así que tomamos los textos como auténticos.
Lo primero que debemos observar es que se distinguía la denuncia de la
acusación, aún cuando ésta podía ser presentada por una persona privada. La
acusación es un acto formal de denuncia o atribución de un crimen a una persona
determinada. Dicha denuncia tenía que ser vertida en un escrito recepcionado por
el magistrado competente, en el cual se consignaban unos datos mínimamente
necesarios (D: 48,2,3. Paulo). Colegimos que era una mera denuncia hasta antes
de erigirse en escrito de acusación, el cual una vez producido adquiría
connotaciones semejantes a las de la fórmula del proceso civil.
Tan comprometedor era el escrito de acusación que debía caucionarse acerca de
su veracidad. Y más aún, la misma caución se reclamaba para que el acusador la
sostuviera hasta el día de la sentencia (D: 48,2,7. Ulpiano); prácticamente lo único
que podía desvincular al acusador con su acusación era su muerte (D: 48,2,3.
Paulo).
Por otra parte la tendencia acusatoria se hacía aún más visible en el sentido de
que el acusador debía demostrar su acusación, tanto así que algunas personas no
podían acusar como consecuencia de su pobreza (D: 48,2,9. Hermógenes).
Varias son las razones adicionales para deducir un efectivo y estricto principio de
congruencia entre la acusación y la sentencia:
I. En primer lugar las fuentes permiten concluir que los errores en que
pudiera incurrirse con ocasión de la acusación eran fatales, en el sentido
de que la sentencia tendría que ser fiel a su letra. En efecto se indicó, Si
el que quiere acusar por adulterio se hubiera equivocado en algo de su
escrito, no se le impide que lo enmiende, si queda tiempo, a fin de que
no se extinga la causa. (D: 48,5,36 (35). Mod.).
Evidentemente el texto de Modestino permite concluir que si había error
en el escrito de acusación, podían presentarse dos situaciones
probables e irreconciliables; en primer lugar, que el término procesal
hiciese imposible la modificación. En segundo lugar que el error pudiese
enmendarse antes de la producción de la sentencia precisamente
porque no se había producido y había el tiempo para proceder. Siendo
estas dos las únicas opciones, no puede menos que concluirse en que
la acusación vinculaba en sus propios términos al sentenciador, lo cual
no podría tener sentido sino a condición que se entendiera que el juez
estaba muy limitado siéndole imposible modificarla, es decir cuanto
podía era acogerla o rechazarla sobre el presupuesto de la
demostración de su imputación.
II. En segundo lugar, la acusación vinculaba en sus términos de manera
grave y trascendental al acusador. Ciertamente al hacer el catálogo de
hipótesis de temeridad del acusador se estimaron tres: la calumnia, la
prevaricación y la tergiversación. Pero lo que más importancia adquiere
respecto de la congruencia es la inquietud que se planteó Marciano, en
el sentido de si el hecho de no poder demostrar la acusación conllevaba
señalamiento de calumnia contra el denunciante y, con ello, la pena
prevista en la Lex Remnia que castigaba a los calumniadores.
La conclusión del jurista fue que se le aplicaba esta pena a quien no
pudiese demostrar su acusación si al arbitrio del juez hubo intención
calumniosa. Al respecto importa destacar que la competencia del juez
para verificar la intención del denunciante surgía, una vez que sale
absuelto el reo (…) Lo cual se declara en los mismos términos de la
sentencia, pues si hubiera fallado diciendo ‘no has probado el hecho’, le
ha absuelto, mas si dijo ‘has calumniado’, lo has condenado (D: 48,16,1.
Marci.).
Del texto se colige que las opciones iniciales en que el juez podía
pronunciarse son: ‘has probado el hecho’, caso en el cual debía
sobrevenir la condena del acusado. La otra opción, ‘no has probado el
hecho’, caso en el cual sobrevenía la absolución del acusado. Pero se
previó una tercera opción, ‘has calumniado’, caso en el cual el acusador
sería castigado, y obviamente era menester el haber absuelto a la
persona acusada.
Inquieta sin embargo el por qué se dijo que quedaba al arbitrio del juez
establecer si el denunciante había actuado intencionalmente. Al parecer
se trata de un traslape del procedimiento civil, conforme al cual se
admitían las llamadas cláusulas arbitrales, que conferían al juez una
cierta discrecionalidad en su análisis.
En efecto, deslindar una objetiva imposibilidad de demostrar la
acusación de una temeridad a instancia del acusador, no parece tarea
fácil, al menos en el entendido que la ley previera las circunstancias en
que ello podía deducirse. Pero es trascendental siempre que se
considere que el juez se hallaría en una situación de tal estrechez que
pese a la evidencia, no podría ajustar la sentencia a términos que no
estuviesen contenidos en la acusación. La escisión entre dificultad
probatoria e imposibilidad por no haber sucedido el hecho conforme a la
acusación, tuvo que ser confiada al buen juicio del juez, quien como
ninguno podía apreciar qué tanto se aventuró inescrupulosamente el
acusador frente a qué tanto resultó favorable la causa al acusado, nada
más que por impotencia del primero o por estulticia del segundo.
Curiosamente, la justicia no se predica tanto de la sentencia, que está
sujeta a los yerros y extravíos de la acusación, como de ésta última.
III. El acusador no podía desistir de la acusación salvo al parecer nada más
que por causas expresas, tal y como lo revela el mismo texto
últimamente citado; o por abolición de la acusación.
Si no obstante se desistía de la acusación sin que mediara la causa
adecuada o previa abolición, el denunciante sería castigado como
tergiversador.
Sin embargo, la figura de la abolición lo facultaba para acudir al
gobernador provincial o al tribunal para solicitar declararse abolida la
acusación.
Deducimos que una vez consolidada la acusación, dejaba de ser asunto
propio del denunciante, en el sentido de que adquiría entidad jurídica
propia. Tan así era que la reversibilidad ya no dependía de la voluntad
del acusador sino de circunstancias estrictamente objetivas,
epistemológicamente hablando: la ley que por principio de tipicidad
concebía las causas ó, por decisión magistratural que previamente
había concluido en la abolición de la acusación.
Por consiguiente una vez desatada la acusación constituía una entidad
que vendría a convertirse en sentencia bajo la condición de demostrar
su contenido. El acusador quedaba vinculado por los términos de su
propia acusación, tanto que podía terminar respondiendo si al no
poderla demostrar, el juez concluía que actuó con temeridad.
IV. Cuando la acusación era insostenible por extinción de la acción al
acusador que sin embargo sí demostraba el hecho, no le sobrevenía la
tacha de calumniador, Respondió [Trajano] que no se debe dudar de
que no ha de castigarse por calumnia a los que no pudieran mantener el
juicio de adulterio por haber prescrito la acción (D: 48,16,11. Papi.).
Si el acusador desistiera por haber muerto el reo, no puede responder
por este senadoconsulto [Turpiliano]. (D: 48,16,15. Mac.).
Por otra parte, si el acusador elongaba demasiado el tiempo del litigio
tendría que contar con la aprobación del acusado para poder abolir su
acusación (D: 48,16,18. Papir.).
De los textos en cita podemos colegir que ciertamente la acusación llevaba como
consecuencia la obligación de demostrarla, tanto que debía caucionarse al
respecto. Y tenemos razones más que suficientes para concluir en que al juez no
le estaba permitido modificar la acusación.
En primer lugar, es sintomático el que no existan textos que previeran esa
situación, es decir que autorizasen al juez para modificar la acusación al proferir la
sentencia. Característica esta compartida puesto que la ley procesal civil tampoco
lo previó, lo que permite deducir que dicha facultad no existía.
Y si bien no hemos hallado textos de las fuentes que prohibiesen al juez modificar
la acusación, sí nos aventuramos a concluir que ello no era probable porque sería
un despropósito -por asistémico y nada funcional, que el acusador tuviese que
demostrar una acusación que en todo o en parte no hubiese sido producida por él,
puesto que se habría encontrado en la absurda situación de ser sancionado por no
disponer de pruebas que acreditasen un aspecto de la acusación que no fue
siquiera considerado al redactar el texto.
Adicionalmente, el acusador por regla general es insustituible, precisamente
porque su vínculo con la acusación era personal; y ello no tiene sentido sino a
condición de ser inmodificable, hasta por el mismo acusador, con la excepción
contemplada.
Por otra parte, el no poder demostrar la acusación traía consecuencias
importantes, como pudo apreciarse, y ello sería banal si en todo caso el juez
pudiese salir en salvaguardia del acusador para evitarle la sanción. Más aún si era
por arbitrio del juez que se establecía la temeridad del acusador, no tendría mayor
sentido que coexistiese dicha función pudiendo en cambio apropiar la acusación
en favor de una cierta sentencia, dispuesta a enmendar los errores del acusador.
En consecuencia, no tenemos razones para deducir la atribución de facultades
iura novit curia a los jueces penales en términos de congruencia. Esto
evidentemente es manifiesto en los procesos con una profunda orientación
acusatorio-adversarial, pues aquellos en que predomina el principio de cognición a
instancia de un juez único jerárquicamente instituido por sobre el acusador, per se
implica que es el juez quien orienta jurídicamente las decisiones procesales con
voz y voto de cierre, de suerte que puede incluso cambiar las decisiones del
acusador.
CONCLUSIONES PARCIALES
El discurso actual de la congruencia proyecta su esencia como un principio
procesal. Esta visión restringida o, si se quiere, en extremo especializada acaso
explique el por qué no se haya querido asumir sus implicaciones en las
construcciones jurídicas sustanciales. Es un sesgo sin duda esta forma de
apreciar la institución, puesto que la contrae a una relación de coherencia
argumentativa de la sentencia con la acusación. Es cierto que se la ha elevado a
principio, pero no se han establecido, al menos con claridad los presupuestos bajo
los cuales puede postularse esa condición lógica, la cual es admitida sin mayores
consideraciones pese a que la mayor parte de las legislaciones penales no la ha
prescrito como principio.
Si bien se puede llegar a justificar iniciar su estudio considerándola como
operación del juego procesal, lo que echamos de menos es que no se haya
querido ir más allá, lo cual parece ser fruto de la ausencia de una aproximación
óntica y epistemológica de partida.
Que no se haya querido asumir la verificación de su operatividad en relación con
el derecho sustancial, limitándose a identificar una asociación de la sentencia con
un acto procesal previo, tal vez explique el hecho de no haberse asumido
satisfactoriamente la exploración historiográfica, la cual permite poner de
manifiesto como lo hemos hecho, todo lo que socialmente subyace a sus
orígenes.
Precisamente por no ceder a la que ha sido una tendencia y en busca de
presupuestos sólidos de investigación, no sólo la hemos cuestionado sino que nos
dimos a la tarea inicial de formular una propuesta diferente, y fue entonces cuando
consolidamos una plataforma fenomenológica y epistémica que nos informó otra
idea mejor sobre la congruencia: se trata de un sentido de relación a partir de la
cual se constituye la identidad de una estructura. Con base en ello estimamos que
si el objeto de estudio del derecho está conformado por las relaciones de
contenido jurídico, esas mismas relaciones se explican por estar basadas en
condiciones de congruencia jurídica. De ahí que hayamos podido sostener que la
congruencia no es apenas un factor procesal, sino la condición misma del
abordaje científico del derecho: es lo que describe la relación como la que aporta
la identidad jurídica de la relación.
Por consiguiente, a partir de dicho principio se faculta el análisis de lo procesal
tanto como de lo sustancial de la ciencia jurídica, desde luego en función
semiótica, no sólo respecto del discurso sino sobre todo de los signos a partir de
los cuales se construye la comunicación jurídica.
Por qué empezar por lo procesal no parece controvertir la coherencia de nuestro
análisis, al estimar que las primeras manifestaciones del derecho consolidadas
sistémicamente, se hicieron presentes más en lo procesal que en lo sustancial, al
menos en cuanto hemos verificado respecto del derecho penal, ya que no se
discute que las estructuras procesales precedieron a la configuración dogmática
de su discurso. Pero ello no implica agotar este estudio en el aspecto adjetivo,
antes bien es la plataforma que emplearemos para incursionar en la semiótica
penal.
Y si bien esta precisa investigación procura los presupuestos de la congruencia en
relación con el esquema procesal vertido en la Ley 906 de 2004, anunciamos
desde ahora que desentrañamos antes que un principio una condición de la
existencia misma de lo jurídico. Desde luego al afirmar lo jurídico estimamos su
aspecto metodológico o por decirlo brevemente, procesal; y en busca de sus
raíces o lo que hemos considerado como sus primeras manifestaciones, mediante
reconstrucción histórica redescubrimos esas primeras manifestaciones
estructuradas, a partir de los esquemas procesales del derecho romano.
Por haberse desarrollado el grueso de los estudios sobre congruencia a partir del
procedimiento civil, inicialmente verificamos su operatividad y funcionalidad en
dichos procesos, hallando que en realidad no lo trataron como un nudo aspecto de
legalidad, sino que a partir de la congruencia identificaron un esquema de creación
social de la realidad. En efecto, un momento crítico del proceso identificado como
Litis contestatio forjaba una transformación de dimensiones significativas: lo que
había sido hasta el momento una relación jurídica precedente, perdía ónticamente
su esencia o, lo que es igual, dejaba de ser en sí para surgir en cambio por obra
de la construcción formularia del pretor, una nueva realidad consistente en una
tensión que debía desatarse mediante la sentencia.
En virtud de la congruencia se constituían las condiciones del juego procesal de
producción de la nueva realidad social; sólo la propuesta narrativa que mejor
correspondiese con la fórmula sería acogida por el juez en términos de sentencia.
También habríamos podido conformarnos con la verificación en el proceso civil
para formular que fue copiado para el proceso penal, y que en consecuencia es
deducible su funcionalidad en éste. Pero no conformes nos dimos a buscar en
fuentes primarias si el proceso penal dispuso de un constructo en materia de
congruencia, convergente pero no traslapado del proceso civil, y en efecto lo
hallamos.
A partir del Libro de Pandectas descubrimos toda una compleja construcción en
materia de congruencia, quizás no del todo correspondiente con la del proceso
civil, pero sí propia del penal. En dicha construcción hallamos que en materia
penal tuvo vigencia plena respecto de los procesos tipo acusatorio-adversarial,
con una intensidad mayor que en procedimiento civil: quien acusaba adquiría el
compromiso ineludible de demostrar lo que vertió en su escrito de acusación, y de
no lograrlo podría ser sancionado por temeridad, en concreto con la pena prevista
en la Lex Remnia de Calumniatoribus.
La improbabilidad de que el juez se apartara de la acusación alcanzaba tal rigor
que sólo era modificable durante un cierto tiempo previo a la sentencia, de lo
contrario conllevaría la pena y la tacha de infamia involucrada en la temeridad. Es
de observarse que tales características no asistían la congruencia en el
procedimiento civil.
Desde luego esto hacía que el acto de acusación adquiriese connotaciones
trascendentales, entre las cuales se hallaba adicionalmente la pérdida de la
caución, pues el acusador se encontraba en la obligación de caucionar
previamente en favor de su causa, la cual no podía ser desistida pero además se
hallaba en la obligación de demostrarla.
Una ausencia total de facultades iura novit curia caracterizaron el principio de
congruencia en el proceso penal romano de tipo acusatorio y adversarial. Los
errores en la acusación o la imposibilidad de demostrarla nos aseguran que el juez
estaba limitado por sus términos; es decir, lo que se vertiera en el escrito de
acusación.
Sin duda hay una proximidad evidente en la estructura de la congruencia en
procedimiento civil, pero lo cierto es que el proceso penal no careció de un
contexto propio en materia de congruencia, que fue desvaneciéndose bajo el
esquema de la cognitio extraordinem, modelo procesal típicamente inquisitorial, lo
cual terminó por demostrar que tanto más facultades iura novit curia tenga el juez
en materia de congruencia, más se aproxima el esquema procesal hacia los
modelos de corte inquisitorial.
La congruencia penal en su versión primigenia no fue apenas un asunto de
coherencia interna del proceso, fue ante todo un modelo de control político sobre
el acusador, con una clara fundamentación ideológica correspondiente con la
característica de responsabilidad que acució dentro del cursus honorum a los
magistrados, entre ellos al pretor. Al fin y al cabo cualquier magistrado al concluir
su periodo, normalmente anual y excepcionalmente o irregularmente superior,
debía rendirle cuentas a los comitia. Pero la urgencia evidenciada en la violencia
del control penal reclamó una verificación inmediata y en tiempo real: el acusador
enfrentaba las consecuencias para él nefastas de una acusación mal concebida,
sea por insostenible o sea por improbable, el no poder demostrar la acusación
ante el juez o jueces populares, implicaba asumir la condición misma del
procesado, y más allá la capitis deminutio implicada en al tacha de infamia, con
segura exclusión del censo electoral a manos del censor, auspiciaba que la labor
que hoy atribuimos a fiscales y jueces de instrucción, pesaba gravemente respecto
de su vida, su patrimonio, su honor y hasta sobre su propia libertad.
Qué ha sido de ese constructo hoy día? a nivel procesal la congruencia adquirió
denotación argumentativa en términos de coherencia, lógica y consistencia
procesal, no sólo interna sino sobre todo externa en función de principios tales
como la proscripción de ne bis in ídem, derecho de defensa y cosa juzgada. De
ser control social sobre el control penal pasó a ser criterio de integridad procesal.
Por consiguiente, perdió su esencia para quedarse nada más que con sus
expresiones formales.
Pero acaso menos explorado, la congruencia denota o, al menos, contribuye
determinantemente a denotar la identidad procesal de un modelo: inquisitorial?
acusatorio? Qué tanto se tienda a lo uno o a lo otro es algo que en buena parte
depende de la concepción individuada que se aplique del principio de congruencia.
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