Musil - El Papel Matamoscas

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Junio 2007 Número 438 Democracia Nicolás Alvarado Luis Alberto Ayala Blanco Juan Donoso Cortés Pablo Martínez Lozada Fernando Pessoa Alexis de Tocqueville E. M. Cioran Robert Musil Empar Moliner Crítica sobre Salvador Elizondo y J. M. Servín

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Junio 2007 Número 438

Democracia■ Nicolás Alvarado ■ Luis Alberto Ayala Blanco ■ Juan Donoso Cortés ■ Pablo Martínez Lozada

■ Fernando Pessoa ■ Alexis de Tocqueville ■ E. M. Cioran

■ Robert Musil ■ Empar Moliner■ Crítica sobre Salvador Elizondo y J. M. Servín

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número 438, junio 2007 la Gaceta 1

SumarioVuelta de paseo 3

Federico García Lorca

De la democracia como ideología (y como cursilería) 4

Nicolás AlvaradoAlgunas precisiones sobre la… ¿democracia? 7

Luis Alberto Ayala BlancoDogma de la solidaridad. Contradicciones de la Escuela Liberal 10

Juan Donoso CortésEn línea y alineados: la democratización según internet 13

Pablo Martínez Lozada

El mar en la ciudad 15Emilio Adolfo Westphalen

Contra la democracia 16Fernando Pessoa

La democracia en América 16Alexis de Tocqueville

La escuela del tirano 19E. M. Cioran

Poemas 20Miguel Ángel Moncada

El papel matamoscas 22Robert Musil

Un barrio milenario 24Julián Meza

El vuelo de la gallina 27Empar Moliner

Las raíces del sueño 28Claudia Benítez

Pasado anterior, de Salvador Elizondo 29Por Rafael López Giral

Revólver de ojos amarillos, de J. M. Servín 30Por Francisco Santillán

Imágenes de portada e interiores: Fernanda Salinas Talavera

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ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónCristóbal Henestrosa

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La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Josué Ramírez. Certificado de Licitud de Título 8635 y de Lici-tud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de Pu-blicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de no-viembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.

Correo electró[email protected]

2 la Gaceta número 438, junio 2007

El gran poder de la democracia radica en su capacidad de autocrítica. Cuando ésta falta, la democracia se convierte en una creencia incon-trovertible y totalitaria, en pocas palabras, acaba asemejándose a los regímenes que tanto critica, precisamente, el pensamiento democrá-tico. No se debe perder de vista que la democracia es un régimen político, no otra cosa. En el momento en que se la considera la pa-nacea de todos los males, su efectividad se anula convirtiéndose en su contrario, es decir, en un dogma que la gente debe asumir sin vacilar.

En este sentido, y partiendo de que probablemente la democracia sea el régimen político más adecuado a las sociedades modernas y occidentales, la Gaceta presenta en este número —entre otras co-sas— una serie de reflexiones donde el famoso poder del pueblo es criticado duramente, pero siempre con el propósito de fortalecerlo. Es importante ver sus defectos para, de esa forma, poder combatir-los. Pero, sobre todo, para poder entenderlo y de paso entender también algunos aspectos del hombre mismo.

A partir de la Grecia clásica nos topamos con la pregunta de cuál es la mejor forma de gobierno. Esta pregunta es de importancia ca-pital, debido a que el hombre es un ser complejo y contradictorio. La igualdad y la libertad, como explicó Tocqueville, son dos de los ele-mentos distintivos de la democracia, pero también son dos principios que inevitablemente luchan entre sí en un régimen democrático. El hombre quiere ser libre, pero a la vez no soporta la libertad de los demás, ya que la libertad de sus semejantes hace peligrar la suya. El hombre desea que lo traten en un marco de igualdad, pero en la cotidianidad se da cuenta de que la desigualdad impera. En fin, el valor de la democracia no radica tanto en las soluciones que aporta, sino en la capacidad que posee para mostrar una forma de tolerar las contradicciones más porfiadas del hombre.

La Gaceta pretende poner este fascinante tópico en la palestra pú-blica, así como rescatar algunos textos de grandes pensadores, todos ellos devastadores y no tan devastadores críticos de la democracia. Un escritor de la talla de Pessoa arremete con todo lo que tiene a la mano, haciendo una de las críticas más lúcidas con las que podamos toparnos. Cioran ironiza con su habitual inteligencia sobre el deseo secreto de los demócratas de ser también ellos tiranos. Tocqueville señala cómo la corrupción es más dañina en las democracias que en las aristocracias. Un pensador tan injustamente olvidado como Do-noso Cortés pone en entredicho algunos aspectos del pensamiento liberal. Luis Alberto Ayala Blanco desvela el sentido originario de la palabra democracia. Nicolás Alvarado relaciona, sin dejar de destacar sus virtudes, la democracia con la cursilería. Pablo Martínez Lozada hace una reflexión lúdica sobre el influjo de la democracia en inter-net. Así como Empar Moliner se divierte con las obsesiones de algu-nas feministas.

El hombre siempre estará inmerso en la búsqueda de sí mismo, y es esta pesquisa lo que le imprime sentido a su ser. Lo mismo pasa con la democracia: no es ella lo importante, sino su aventura.

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Vuelta de paseo*Federico García Lorca

Asesinado por el cielo.Entre las formas que van hacia la sierpey las formas que buscan el cristal,dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no cantay el niño con el blanco rostro de huevo.

Con los animalitos de cabeza rotay el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudoy mariposa ahogada en el tintero.

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.¡Asesinado por el cielo!

* Tomado de Poeta en Nueva York, Losada, 1996.

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De la democracia como ideología (y como cursilería)Nicolás Alvarado

¡Dame una de! ¡Dame una e! ¡Dame una eme! ¡Dame una o! (¡Oooooh!) ¡Dame una ce! ¡Dame una erre! ¡Dame una a! ¡Dame otra ce! ¡Dame una i! ¡Termina con a! ¡¿Qué dice?! ¡Democracia! ¡¿Quién dice?! ¡Todos! ¿El pan? Sí (aunque va-cua). ¿El prd? Claro (aunque esperpéntica). ¿El pri? También (ya ni modo: cosas del Zeitgeist…). ¿Y tú? Desde luego. Y él. Y (con toda corrección política) ella. Y nosotros (¡todos juntos!, ¡vengan esas palmas!).

Queremos democracia (la anhelamos). Es más, queremos a la democracia (la amamos). ¿Por qué? Porque es gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, Lincoln dixit. Porque contagia a la sociedad de una actividad inquieta, una fuerza sobreabundante y una energía que jamás existen sin ella y que, a poco favorables que sean las circunstancias, puede engendrar maravillas (y no lo dice cualquiera sino uno de sus padres teó-ricos y amantísimos: Alexis de Tocqueville). Así —y perdóne-seme que hile la metáfora— un país democrático sería siempre un país de las maravillas, wonderland idílico en que el consenso es la norma y la norma es la felicidad.

Me permito dudar de tan edificante escenario, y hacerlo al tiempo que me confieso convencido de las bondades relativas de la democracia pero también apóstol de la máxima churchi-lliana que haría de ella “la peor forma de gobierno, a excep-ción de todas las demás”. Y es que donde otros ven en la de-mocracia —como bien ironiza su hombre icónico en el México contemporáneo, José Woldenberg— “una especie de tierra prometida donde por arte de magia los problemas serían resueltos”,1 yo no puedo ver sino un mal necesario o, a lo sumo, un bien menor. Y es que donde otros ven en la demo-cracia la fantasía rousseauniana del contrato social que vincula a los hombres (ésos que, a su decir, son naturalmente buenos) mediante el principio de la voluntad general y el concomitan-te ejercicio de la soberanía, yo no puedo ver —¡ay!— sino un freno a nuestra igualmente natural —naturalísima— tenden-cia al agandalle.

Quien dice democracia hoy (hoy que la perversa noción sovié-tica de las simuladoras democracias populares ha sido por for-tuna erradicada) dice democracia liberal. Y quien diga demo-cracia liberal deberá por fuerza remitirse a la primera democracia moderna, a la que habría de erigirse —hasta la fe-cha— en modelo para todas las demás: la consagrada en la Constitución estadounidense de 1788, esa que contempla por vez primera un gobierno electo y la salvaguarda de derechos y libertades civiles.

El politólogo Robert A. Dahl se refiere a dicho modelo de

democracia como madisoniano, en honor a James Madison, cuarto presidente de Estados Unidos y llamado “Padre de la Constitución” en razón de su activa participación tanto en la redacción de ésta como en la de los Federalist Papers, serie de ensayos que habría de constituir su comentario más detallado y esclarecedor. En tanto axioma primigenio de la democracia madisoniana, Dahl postula la siguiente hipótesis: “Ante la au-sencia de restricciones o de controles externos, un individuo determinado o grupo de individuos se erigirá en tirano de los demás”, que complementa con esta otra: “La acumulación de todos los poderes legislativos, ejecutivos y judiciales en las mis-mas manos implica la eliminación de los controles externos (generalización empírica). La eliminación de los controles ex-ternos produce la tiranía.”

A partir de esos axiomas, Dahl resume la concepción madi-soniana del hombre en los siguientes términos: “Los hombres son instrumentos de sus deseos. Si se les da la oportunidad, tratan de satisfacer sus deseos hasta la saciedad. Uno de estos deseos es el de ejercer poder sobre los demás individuos.”2

Así, apenas un cuarto de siglo después de la conceptualiza-ción del contrato social por Rousseau, nos encontramos frente a la imagen de un hombre en todo diferente a su querido —y más bien ilusorio— buen salvaje: un individuo que no es sino instrumento de sus deseos y, particularmente, de su deseo de poder, cuya apremiante satisfacción podría conducir a su erección en tirano a menos de contar con un sistema de controles externos (i.e. de frenos).

Son esos frenos lo que constituye la materia prima de la democracia.

“Toda democracia se basa en la proposición de que el poder es muy peligroso y de que es extremadamente importante impe-dir que una persona o un pequeño grupo tenga demasiado poder por demasiado tiempo”, sentencia, sucinto y pesimista, Aldous Huxley. Pero incluso ese Woldenberg mucho más op-timista y esperanzado —como corresponde a su formación y a su trayectoria— le hace eco al afirmar que “la política demo-crática, por su propia naturaleza, construye un sistema de pesos y contrapesos que tiene la enorme virtud de acotar a todos y de lograr que ninguna voluntad por sí misma pueda imponerse a las demás”.3 Controlar, frenar, impedir, acotar: tal es la misión central de una democracia que, heredera también de Hobbes al fin, sabe que el hombre será un lobo para el hombre siempre que las circunstancias se lo permitan. Medida más desesperada que esperanzada, la democracia serviría pues para defendernos

1 José, Woldenberg, Después de la transición. Gobernabilidad, espacio público y derechos, México, Cal y Arena, 2006.

2 Robert A. Dahl, Un prefacio a la teoría democrática, México, Ediciones Gernika, 1987.

3 Woldenberg, op cit.

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de aquello que el filósofo español Eugenio Trías ha bautizado como la sombra de la política y definido como “ese lado som-brío y tenebroso de nosotros mismos y de nuestro mundo”, “ese único Amo y Señor que puede, de verdad, doblegarnos”.4 Para ello la democracia, ese mero (pero indispensable) método preventivo.

Método, he dicho. Como el deductivo en lógica o el de Stanis-laviski en teatro, la democracia es un método. Un método político. Un encomiable método político, si se quiere. Pero nada más. Y he aquí que un método no es una ideología. Es, apenas, una herramienta y no un producto. Es, apenas, un me-dio y no un fin. Todo lo cual olvidan sus defensores a ultranza, aquellos que la conciben como paradigmática, que la exportan a la buena y, si no se puede, a la mala.

El conflicto bélico que actualmente libran Estados Unidos e Irak (corrijo: que actualmente libra Estados Unidos contra Irak) parte justamente del olvido de que la democracia es un mero método, de su concepción como sinónimo de panacea. La democracia es maravillosa, razonan los estadounidenses, genera maravillas, postulan en claro eco de Tocqueville, y, por tanto, debe imperar en todos los puntos del orbe. Yo, por cier-to, tiendo a estar de acuerdo con ellos; el único problema resi-de en que nuestra bienamada democracia fue creada, justamen-te, para administrar los disensos, para facilitar su coexistencia más o menos armónica. Así, quien pretende imponer la demo-cracia por la fuerza hace gala de un talante paradójicamente antidemocrático, la pervierte hasta hacerla mutar de servicial método en ideología tiránica.

Tiránica. He elegido con cuidado —y maña, lo confieso— el adjetivo. Pero, de hecho, ¿no lo es por definición toda ideo-logía? Para que una ideología sea tal, afirma el filósofo francés Olivier Reboul,5 debe observar los siguientes rasgos básicos, que a continuación me permito detallar:

■ Ser un pensamiento partidista, es decir uno que pertenece “a una comunidad limitada”.

■ Ser un pensamiento colectivo, “lo que la distingue de la opi-nión o de la creencia, que pueden ser individuales”.

■ Ser un pensamiento disimulador, es decir uno que “debe ocul-tar su propia naturaleza” ideológica al hacerse pasar “por otra cosa que lo que es: por la ciencia, por el sentido común, por las pruebas, por la moral, por los hechos…”.

■ Ser un pensamiento racional, o cuando menos creérselo, lo que la distingue “del mito, del dogma, de toda creencia re-ligiosa o tradicional”.

■ Ser un pensamiento al servicio del poder, a fin de “justificar su ejercicio y legitimar su existencia”.

La democracia, ese noble método, habrá devenido, pues, la trapacera ideología dominante de Occidente en nuestros tiem-pos: un pensamiento que pertenece a una colectividad, sí, pero limitada (los países gobernados a partir de ella), que se hace pasar por la ciencia, el sentido común y la moral para justificar

el ejercicio de un poder político y militar que coquetea trasno-chadamente con el imperialismo.

Para ejemplificar la mecánica lingüística de la ideología, Reboul recurre a varios ejemplos, uno de los cuales cifra en la pregunta “¿Usted no piensa que la defensa del mundo libre exige un importante poder atómico de disuasión?”, en la que identifica correctamente una trampa racional:

Sea cual fuere nuestra respuesta, algo quedó sin cuestionar en la pregunta: el presupuesto de que existe un “mundo libre” amena-zado por otro mundo que no lo es. Esta oposición maniquea entre una zona de luz y una zona de tinieblas es precisamente lo sagrado que se disimula bajo la forma racional de la pregunta.

¿Qué es lo sagrado? El presupuesto falaz de toda ideología: “lo que el hombre no puede disponer por sí, no puede disfru-tar, no puede destruir”. Dios para los creyentes. La Revolución para los marxistas. La Democracia para los gringos (y amigos que los acompañamos).

Ahora, una provocación: la ideología es cursi. No una sino todas. ¿Por qué? Habrá que arrojar, primero, algunas defini-ciones de lo cursi. Me ahorro el trabajo de investigarlas yo mismo, dado que existe ya un ensayo del escritor mexicano Álvaro Enrigue que las lista de manera poco menos que ex-haustiva:6

■ Cursi es lo que se dice “de los artistas y escritores, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento ex-presivo o sentimientos elevados” (drae, 1984).

■ Cursi es “la aspiración fallida a impresionar y conmover mediante un discurso de orden estético”, afirma el propio Enrigue.

■ En lo cursi, dictamina el poeta chileno Óscar Hahn, “el hablante cree estar consiguiendo su propósito y esto lo con-duce a una suerte de desplante, de seguridad en la expre-sión, que el lector visualiza como una actitud gratuita y ri-dícula”.

■ Incluso, afirma Ramón Gómez de la Serna en su seminal ensayo Lo cursi, hay un cursi bueno y un cursi malo, tipolo-gía de acuerdo a la cual lo cursi malo “abunda en lo que sin abundancia está bien, empalaga lo que en su dulzura es no-ble, [convierte] en zalamería lo que en su conmovedora so-briedad sería un encanto” mientras que lo cursi bueno sería “lo que lo sensitivo es a lo sensiblero”, eso que “no se apro-vecha de la ternura, no abusa de ella”.

Protestará el lector avezado que la democracia es una cate-goría política pero no estética. Amparado en la democracia, disiento de él, ya sólo porque toda política (el comunismo, por ejemplo, o el nazismo) supone una estética asociada (el realis-mo socialista o el romanticismo völkisch, en estos casos). La democracia, por tanto, cuando deviene ideología, también de-sarrolla su propia estética, toda clasemediero canto a un pro-greso eficiente y eficaz, expresada en los reality shows musicales (¿qué más democrático hay que la noción misma de “American

4 Eugenio Trías, La política y su sombra, Barcelona, Anagrama, 2005.

5 Olivier Reboul, Lenguaje e ideología, México, Fondo de Cul-tura Económica, 1986.

6 Álvaro Enrigue, “Notas para una historia de lo cursi” en Letras Libres, México, septiembre de 2001.

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Idol”?) o la pintura de Bob Ross (“Tu voz cuenta… y tus lodi-tos y manualidades también”). Lo que es más, acusa también una poética, más bien grandilocuente y vacua, expresada en frases como “Las democracias sustituyen el resentimiento por la esperanza, respetan los derechos de sus ciudadanos y sus vecinos y se unen a la lucha contra el terror” (George W. Bush), “Los pueblos libres, las democracias y los líderes nos mantendremos firmes ante este mal y demostraremos que ellos van a perder y los buenos vamos a ganar” (Vicente Fox) o, puesto de manera más sencilla –y acaso flemática–, “La demo-cracia debe derrotar al mal” (Tony Blair).

Refinamiento expresivo y sentimientos elevados mostrados en vano. Aspiración fallida a impresionar y conmover. Seguri-dad en la expresión, que el lector visualiza como actitud gratui-ta y ridícula. Todo lo cual permite colocar sin ambages la de-mocracia ideologizada bajo el signo de lo cursi. Cursi malo, además. Cursi que abunda en lo que sin abundancia está bien, empalaga lo que en su dulzura es noble, convierte en zalamería lo que en su conmovedora sobriedad sería un encanto.

Ni modo. G

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Algunas precisiones sobre la… ¿democracia?Luis Alberto Ayala Blanco

Hoy en día, la democracia asume el papel que antaño represen-taban los dioses y su séquito de acompañantes. Se dice que en los regímenes democráticos los individuos deben asumir su papel de entes comprometidos con la transformación del deve-nir político de la nación a la que pertenecen; que justo en la democracia ya no hay lugar para relaciones donde la potestad repose en el padre; que el ciudadano es el soberano de su des-tino en tanto participa directa o indirectamente en la toma de decisiones de la sociedad y del Estado; y que por un proceso alquímico, producto de una buena educación, el hombre saldrá de la ignorancia y por fin entenderá lo que es el bien común y la fraternidad.

Todo lo anterior no pasa de ser un rosario de buenas inten-ciones. Históricamente la democracia ha sido un régimen bas-tardo. Desde Platón hasta antes de la Revolución Francesa, fue considerada la cuna de las peores tiranías: ya sea que se refieran a la tiranía de los muchos (que en realidad son unos cuantos que se hacen pasar como representantes de aquéllos), o que aludan a los tiranos que invariablemente emergen de ella.

Sin tomar en cuenta que el propio término democracia es producto de un terrible malentendido. Democracia: el gobier-no o el poder del pueblo, es su definición canónica. Demos (pueblo); kratos (poder, fuerza). Si quisiéramos hablar del poder del pueblo tendríamos que hablar de laocracia: de Laos (pueblo). Demos no es pueblo; en todo caso significa territorio o habitantes de un territorio; aunque su acepción clásica alude más bien a una forma de agrupación política que pasó a sustituir al gens1 origi-nario. Curiosamente, la palabra pueblo posee una connotación mítica: el pueblo (laos) es producto de una metamorfosis. Se cuenta que Zeus provocó un diluvio para acabar con la raza de bronce, sólo que Deucalión, hijo de Prometeo, logró construir un arca para salvarse. “Sobre ese mar flotó en el arca Deucalión durante nueve días y nueve noches, hasta llegar por fin al Par-naso. Allí desembarcó, una vez que las lluvias cesaron, hacien-do sacrificios en honor a Zeus, quien lo había guiado en su escape. Zeus le envió a Hermes y le permitió pedir lo que qui-siera. Deucalión pidió seres humanos, compañeros. Entonces Zeus le ordenó tomar piedras y arrojarlas sobre sus hombros. Las que arrojó Deucalión se convirtieron en hombres y las que arrojó Pirra se convirtieron en mujeres. De allí la palabra laoi para decir gente y pueblos: en nuestra lengua la palabra piedra se dice laas o laos”.2 Hasta aquí el mito.

No se trata de una simple confusión de términos. Demos no sólo no es pueblo, sino que se refiere a una forma de agrupa-ción comunitaria que en ningún momento postula la igualdad de sus integrantes. Éstos continúan circunscritos a una serie de referencias jerárquicas dictadas por el culto familiar. Clístenes es quien hace la reforma sobre las agrupaciones tradicionales, los gens, que respondían a un vínculo inflexible con respecto a la pertenencia a un antepasado tutelar, lo que provocaba que mucha gente quedara excluida, o dicho con otras palabras, que no tuvieran derechos de ciudadanía a menos que fuera como clientes de las familias reconocidas. La reforma de Clístenes deja atrás los gens y los sustituye por los demos. A partir de ese momento cada tribu quedó conformada por un determinado número de demos, de acuerdo a una división arbitraria, mera-mente territorial, y que ya no dependía de la relación consan-guínea; aunque más tarde también los demos se hicieron here-ditarios. La relación que posteriormente se hizo entre demos y pueblo se debe a que, al abolir la condición de pertenencia a determinadas familias con el fin de poder adquirir el estatuto de ciudadano, se dio entrada a que prácticamente todos los que no eran esclavos pudiesen lograrlo; y se hizo justo para que un número mayor de personas participaran en los cultos familia-res, con todo lo que eso implicaba. El demos siguió siendo una unidad política con su asamblea, su magistrado, su demarco y sus cultos. Es decir, la estructura jerárquico/familiar se conser-vó, continuó habiendo un jefe y una serie de obligaciones que no podían eludirse. Nietzsche pone especial énfasis en que la función de los demos radicó en la unificación religiosa de los cultos.3 Pero de ahí a decir que la democracia es la participa-ción de todos los ciudadanos por igual, es una exageración. En todo caso, la democracia sería una forma de negociación polí-tica entre los distintos demos. Que dicho evento fuera la semilla de la que brotaron más tarde los movimientos de la plebe para combatir envidiosamente a los ricos —como lo explica Fustel de Coulanges—, es otra cosa. Una vez que la tradición es de-bilitada, acontece la aparición de la envidia popular, y ésta no puede dejar de querer apropiarse los privilegios de la aristocra-cia. Pero no se trata de una nueva conciencia que considere perentorio que los ciudadanos deban ponerse de acuerdo para lograr el bien común. Más bien, lo que se busca es saciar la envidia popular de aquellos que quieren ser tan aristócratas como el que más. En esto los hombres siempre se han hecho tontos: los movimientos que vindican los derechos de la mayo-ría obedecen a intereses totalmente egoístas y envidiosos, que más tarde se maquillan con discursos supuestamente comuni-tarios. Como bien lo señala Xavier Rubert de Ventós, la demo-cracia, entendida en su sentido original, no pasa de ser una serie de negociaciones de poder entre los distintos demos. Es-cuchémoslo: “Etimológicamente, democracia no significa go-

1 “El genos es el grupo social más restringido cuyos miembros des-cienden por vía masculina de un antepasado común. Los miembros de un mismo genos, los gennetas, poseen una tumba común. El genos celebra cultos que le son propios, en particular el de su antepasado y fundador”. Claude Vial, Léxico de antigüedades griegas, Madrid, Tau-rus, 1985, p. 109.

2 Karl Kerényi, Los dioses de los griegos, Venezuela, Monte Ávila, 1999, p. 225.

3 F. Nietzsche, El culto griego a los dioses, Madrid, Alderabán, 1999, p. 119.

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bierno del pueblo sino gobierno pactado entre demos, es decir, entre grupos oligárquicos de poder —de otro modo se hubiera llamado laocracia, de laos, pueblo (Escarpit). Ya en su origen lingüístico e histórico, “democracia” sugiere, pues, compromi-so o compadreo entre comunidades organizadas y con poder de negociación, en detrimento, claro está, de quienes no se hayan encuadrados en ninguna.”4

Lo que esconde el verdadero sentido de la democracia, a saber, que los intereses del pueblo siempre son los intereses de unos cuantos en nombre del pueblo, y que además así lo quie-re el pueblo mismo, es lo que en su origen la democracia siem-pre postuló. Más tarde todo esto se radicalizó por el debilita-miento de la tradición y de la religión, que fungían como los referentes simbólicos que toda sociedad necesita para no tener que ejercer la fuerza bruta en la aplicación y en el respeto de las leyes. Fustel de Coulanges considera este acontecimiento como el paso del dominio de los dioses sobre los hombres al dominio de los hombres sobre los hombres, e indudablemente este último siempre será más devastador que aquél. Una vez que la fuerza de la tradición fenece, el hombre se encuentra abandonado a sí mismo, y lo primero que siente es envidia por lo que tienen los demás. Si en verdad la desigualdad no respon-de a un mandato divino, entonces no existe nada que frene su ambición, y la ambición del hombre es infinita. Pero no es una ambición afirmativa, en todo caso responde a un dolor referen-cial por no poseer lo que los otros poseen. No es un dolor por no lograr ostentar lo que él quiere, sino por lo que tienen los demás. Coulanges lo ejemplifica históricamente al referirse a las revoluciones democráticas en Grecia, que se distinguieron

por ser luchas de pobres contra ricos: “En este periodo de la historia griega, siempre que vemos una guerra civil, los ricos están en un partido y los pobres en otro. Los pobres quieren apoderarse de la riqueza, y los ricos quieren conservar-la o recuperarla […]. En cada ciudad, el rico y el pobre eran dos enemigos que vivían el uno al lado del otro; el uno envidiando la riqueza, el otro, viendo su riqueza envidiada.”5

La democracia no sólo no resuelve el problema de la desigualdad, sino que lo intensifica. Se dice que todos gozan de los mismos derechos, cuando nunca es realmente así, lo que genera una ola de resentimiento que termina por empon-zoñar a la sociedad entera. De ahí que por tradición los tiranos sean una crea-ción democrática. La sombra del padre jamás desaparece del todo (el presiden-cialismo es un claro ejemplo; pero tam-bién los regímenes parlamentarios parti-cipan de esa sombra, en ellos el padre se multiplica en los representantes), su pre-

sencia es necesaria para que los ciudadanos puedan reclamar los derechos y los bienes que ellos consideran les pertenecen. La figura del tirano es la figura del padre que cuida a sus hijos y los protege del mal y los abusos del exterior: “Es un hecho general, y casi sin excepción en la historia de Grecia y de Italia, que los tiranos salen del partido popular y tienen por enemigo al partido aristocrático. “El tirano —dice Aristóteles— sólo tiene la misión de proteger al pueblo contra los ricos; comien-za siempre por ser un demagogo, y pertenece a la naturaleza de la tiranía combatir a la aristocracia. El medio de llegar a la ti-ranía —añade— es conquistar la confianza de la muchedum-bre; ahora bien, se gana su confianza declarándose enemigo de los ricos” […]. Los escritores nos pintan a todos esos tiranos como muy crueles; no es verosímil que todos lo fueran por naturaleza; pero lo eran por la necesidad apremiante en que se encontraban en conceder tierras o dinero a los pobres. Sólo podían mantenerse en el poder satisfaciendo la codicia de la muchedumbre y alabando sus pasiones.”6

La imagen del tirano es el substrato del poder político mo-derno. De hecho, en un principio su figura respondía a una coyuntura política muy precisa: tomar el timón de la comuni-dad de manera absoluta para salvarla del caos y de la anarquía; una vez restablecido el orden, el tirano debía dimitir. General-mente esto no sucedía y el único se perpetuaba en el poder por tiempo indefinido. Pero no lo hacía por ser un maldito —como lo explica Coulanges—, sino porque al final se encontraba atrapado en las redes de la muchedumbre, en las necesidades y los caprichos de los muchos que delegaban libremente su po-der en sus manos con el único fin de que los cuidara y los proveyera de todo lo que quisiesen. La servidumbre emerge del corazón del siervo y no de la voluntad del tirano. “Uno empieza por hacer temblar a los otros, pero los otros terminan 4 Xavier Rubert de Ventós, De la modernidad, Barcelona, Penínsu-

la, 1982, pp. 184-185.5 Fustel de Coulanges, La ciudad antigua, México, Porrúa, 1998,

p. 252. 6 Ibid, p. 254.

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por comunicarnos sus terrores. Por eso también los tiranos viven en el espanto.”7 Aceptar esto es algo que nos cuesta mu-cho, pero que cultivamos secretamente bajo la ilusión de que somos finalmente nosotros quienes tenemos la última palabra a través de los regímenes democráticos. La cuestión de la ser-vidumbre voluntaria fue expuesta hace cuatro siglos por un adolescente llamado Etienne de la Boétie, y su diagnóstico fue contundente e incontrovertible: el hombre obedece volunta-riamente, por el simple placer que le proporciona. Pero éste no es el espacio para analizar y exponer las consecuencias de tama-ño vislumbre. Simplemente nos ayuda a ubicar el sentido que el hombre moderno intenta ocultar cuando se asume como soberano e inalienable.

Después de todo lo anterior, debe quedar claro que la famo-sa transición a la democracia es un verdadero sinsentido. Los ingenuos politólogos de hoy no logran percibir que la demo-cracia llegó hace mucho, y que es precisamente de sus nefastos efectos de lo que los propios demócratas pretenden alejarse y

conjurar a como dé lugar. Esto que, por ejemplo en México, se vive como transición, es decir, como una democracia incipiente e imperfecta, en realidad es lo que siempre ha sido la democra-cia, no otra cosa. Pasa un poco como pasaba con el comunismo. Se decía que el comunismo real era una porquería, pero que la teoría comunista se mantenía intacta. Aquellos que han estudia-do la historia y el concepto de la democracia, saben que es un régimen espurio, origen de las peores tiranías y de las injusticias más atroces, sobre todo por cometerse en nombre del pueblo y de la libertad. Claro que resultaría encantador un régimen don-de todos participaran, donde todos se consideraran entre sí como iguales (hómoíoi) —pensemos en Esparta—, y donde go-bernaran los mejores. Pero algo así jamás ha sido ni será la de-mocracia. Un régimen con esas características, según Aristóte-les, sería divino y sus creadores tendrían que ser dioses. Por desgracia, hoy en día los dioses no tienen cabida en un régimen democrático y civilizado. Y lo mejor es que si te atreves a disen-tir de las bondades democráticas, apelando al “disenso” como valor indiscutible de toda buena democracia, seguramente aca-barás excomulgado por reaccionario y poco civilizado.

God bless democracy. G7 E. M. Cioran, Historia y Utopía, México, Artífice, 1981, p. 45.

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Dogma de la solidaridad. Contradicciones de la escuela liberal*Juan Donoso Cortés

La idea de la transmisión misteriosa por la sangre, no sólo de las cualidades físicas, sino también de aquellas otras que están en el alma exclusivamente, basta por sí sola para explicar casi todas las instituciones de los antiguos, así las domésticas como las políticas y sociales. Esa idea es la idea misma de la solidari-dad, como quiera que todo lo que se transmite a muchos en común constituye la unidad de aquellos a quienes se transmite, y que afirmar de muchos que están en comunión entre sí es lo mismo que afirmar de ellos que son solidarios. Cuando la idea de la transmisión hereditaria de las cualidades físicas y morales prevalece en un pueblo, sus instituciones son forzosamente aristocráticas; por esta razón, todos los pueblos antiguos, en los cuales lo que tiene de exclusivo esa idea cuando se aplica a ciertos grupos sociales no estaba templado por lo que tiene de general y de democrático, si puede decirse así, cuando se aplica a todos los hombres, se constituyeron aristocráticamente: las razas más gloriosas sojuzgaban y reducían a servidumbre a las razas inferiores; entre las familias que componían los grupos constitutivos de una raza, tomaba el poder aquella que contaba los más gloriosos ascendientes. Los héroes, antes de venir a las manos, levantaban hasta las nubes la gloria de su esclarecido linaje. Las ciudades fundaban su derecho a la dominación en sus árboles genealógicos. Aristóteles creía, con toda la antigüe-dad, que unos hombres nacían con el derecho de mandar y con las cualidades propias para el mando, y que recibían aquel de-recho y estas cualidades juntamente por transmisión heredita-ria; correlativa a esta común creencia era la creencia común de que había entre las gentes razas malditas y desheredadas, inca-paces de transmitir por la generación ninguna cualidad y nin-gún derecho y condenadas, por tanto, a legítima y perpetua servidumbre. La democracia de Atenas no era otra cosa sino una aristocracia insolente y tumultuosa, servida por esclaviza-das muchedumbres. La Ilíada, de Homero, monumento enci-clopédico de la sabiduría pagana, es el libro de las genealogías de los dioses y de los héroes; considerada desde este punto de vista, no es otra cosa sino el más espléndido de todos los nobi-liarios.

Esta idea de la solidaridad no tuvo entre los antiguos de desastrosa sino lo que tuvo de incompleta; las varias solidarida-des sociales, políticas y domésticas, no estando subordinadas jerárquicamente entre sí por la solidaridad humana, que a to-das las ordena y las limita, porque las abarca a todas, no podían producir otra cosa sino guerras, turbaciones, incendios y desas-tres. Bajo el imperio de la solidaridad pagana, el género huma-no se constituyó en estado de guerra universal y permanente;

por eso, la antigüedad no ofrece a la vista otro espectáculo sino el de gentes destruidas por gentes, y reinos por reinos, y razas por razas, y familias por familias, y ciudades por ciudades. Los dioses combaten con los dioses, los hombres con los hombres y no pocas veces se lanzan unos contra otros en son de guerra y vienen a las manos con estrépito los hombres y los dioses inmortales. Dentro de los muros de una misma ciudad no hay asociación ninguna solidaria que no aspire a ejercer, primero sobre sus individuos y después sobre las otras, una acción do-minadora y absorbente. En la asociación doméstica, la perso-nalidad del hijo es absorbida por la personalidad del padre, y la de la mujer por el hombre; el hijo se convierte en cosa; la mu-jer, sujeta a perpetua tutela, cae en perpetua infamia, y el padre señor del hijo y de la mujer, cambia su potestad en tiranía. Sobre la tiranía del padre está la tiranía del Estado, que absor-be en una común absorción a la mujer, al hijo y al padre, ani-quilando de hecho la sociedad doméstica. Hasta el patriotismo no es entre los antiguos otra cosa sino la declaración de guerra hecha por una casta constituida en nación a todo el género humano.

Viniendo ahora de las edades pasadas a las presentes, vere-mos, por una parte, la perpetuidad de la idea contenida en el dogma, y por otra, la perpetuidad de sus estragos siempre que se desvía en todo o en parte del dogma católico.

La escuela liberal y racionalista niega y concede la solidari-dad a un mismo tiempo, siendo siempre absurda, así cuando la concede como cuando la niega. En primer lugar niega la soli-daridad humana en el orden religioso y en el político; la niega en el orden religioso, negando la doctrina de la transmisión hereditaria de la pena y de la culpa, fundamento exclusivo de este dogma; la niega en el orden político, proclamando máxi-mas que contradicen la solidaridad de los pueblos. Entre ellas merecen una mención especial la que consiste en proclamar el principio de no intervención, y aquella otra, que le es correla-tiva, según la cual cada uno debe mirar por sí y ninguno debe salir de su casa para cuidar de la ajena. Estas máximas, idénticas entre sí, no son otra cosa sino el egoísmo pagano sin la virilidad de sus odios. Un pueblo adoctrinado por las doctrinas enervan-tes de esta escuela llamará a los otros extraños, porque no tiene fuerza para llamarlos enemigos.

La escuela liberal y racionalista niega la solidaridad familiar, por cuanto proclama el principio de la aptitud legal de todos los hombres para obtener todos los destinos públicos y todas las dignidades del Estado, lo cual es negar la acción de los ascen-dientes sobre sus descendientes y la comunicación de las calida-des de los primeros a los segundos por transmisión hereditaria. Pero al mismo tiempo que niega esa transmisión la reconoce de dos maneras diferentes: la primera, proclamando la perpetua identidad de las naciones, y la segunda, proclamando el princi-pio hereditario en la monarquía. El principio de la identidad

* Fragmento de Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialis-mo, de Juan Donoso Cortés. Edición preparada por José Vila Selma. www.cervantesvirtual.com.

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nacional, o no significa nada o significa que hay comunidad de méritos y de deméritos, de glorias y de desastres, de talentos y de aptitudes entre las generaciones pasadas y las presentes, en-tre las presentes y las futuras; y esta misma comunidad es de todo punto inexplicable si no se la considera como el resultado de nuestra transmisión hereditaria. Por otra parte, la monar-quía hereditaria, considerada como institución fundamental del Estado, es una institución contradictoria y absurda allí en don-de se niega el principio de la virtud de transmisión de la sangre, que es el principio constitutivo de todas las aristocracias histó-ricas. Por último, la escuela liberal y racionalista, en su materia-lismo repugnante, da a la riqueza, que se comunica, la virtud que niega a la sangre, que se transmite. El mando de los ricos le parece más legítimo que el mando de los nobles.

Vienen en pos de esta escuela efímera y contradictoria las escuelas socialistas, las cuales, concediéndole todos sus princi-pios, le niegan todas sus consecuencias. Las escuelas socialistas toman de la racionalista y liberal la negación de la solidaridad humana en el orden político y en el orden religioso; negándo-la en el orden religioso, niegan la transmisión de la culpa y de la pena, y además la pena y la culpa; negándola en el orden político, toman de la escuela racionalista y liberal el principio de la igual aptitud de todos los hombres para obtener los des-tinos y las dignidades del Estado; pasando, empero, más ade-lante, demuestran a la escuela liberal que ese principio lleva consigo en buena lógica la supresión de la monarquía heredi-taria y que esta supresión lleva tras sí la supresión de la monar-quía, que, no siendo hereditaria, es una institución inútil y embarazosa. En seguida demuestran, sin grande esfuerzo de razón, que, supuesta la igualdad nativa del hombre, esa igual-dad lleva consigo la supresión de todas las distinciones aristo-cráticas, y por consiguiente la supresión del censo electoral, en el cual no se puede reconocer esa virtud misteriosa de conferir los atributos soberanos, habiéndosele negado a la sangre, sin una contradicción evidente. Los pueblos, según los socialistas, no han salido de la servidumbre de los faraones para caer en la de los asirios y babilonios, ni están tan desnudos de derecho y de fuerza que vayan a dar consigo en las manos de los ricos rapaces, después de haber salido de las manos de los nobles insolentes. Ni les parece menos absurdo negar la solidaridad de la familia para venir a reconocer en seguida que una nación es solidaria. Aceptado por ellos el primero de estos principios, niegan absolutamente el segundo, como contradictorio del primero; y así como proclaman la perfecta igualdad de todos los hombres, proclaman también la igualdad perfecta de todos los pueblos.

De aquí se deducen las siguientes consecuencias: siendo los hombres perfectamente iguales entre sí, es una cosa absurda repartirlos en grupos, como quiera que esa manera de reparti-ción no tiene otro fundamento sino la solidaridad de esos mismos grupos, solidaridad que viene negada por las escuelas liberales como origen perpetuo de la desigualdad entre los hombres. Siendo esto así, lo que en buena lógica procede es la disolución de la familia; de tal manera procede esta disolución del conjunto de los principios y de las teorías liberales, que sin ella aquellos principios no pueden realizarse en las asociacio-nes políticas. En vano proclamaréis la idea de la igualdad; esa idea no tomará cuerpo mientras la familia esté en pie. La fami-lia es un árbol de este nombre, que en su fecundidad prodigio-sa produce perpetuamente la idea nobiliaria.

Pero la supresión de la familia lleva consigo la supresión de la propiedad como consecuencia forzosa. El hombre, conside-rado en sí, no puede ser propietario de la tierra, y no puede serlo por una razón muy sencilla: la propiedad de una cosa no se concibe sin que haya cierta manera de proporción entre el propietario y su cosa, y entre la tierra y el hombre no hay pro-porción de ninguna especie. Para demostrarlo cumplidamente bastará observar que el hombre es un ser transitorio y la tierra una cosa que nunca muere y nunca pasa. Siendo esto así, es una cosa contraria a la razón que la tierra caiga en la propiedad de los hombres, considerados individualmente. La institución de la propiedad es absurda sin la institución de la familia; en ella o en otra que se la asemeje, como los institutos religiosos, está la razón de su existencia. La tierra, cosa que nunca muere, no puede caer sino en la propiedad de una asociación religiosa o familiar, que nunca pasa; luego suprimida implícitamente la asociación doméstica y explícitamente la asociación religiosa, a lo menos la monástica, por la escuela liberal, procede la supre-sión de la propiedad de la tierra, como consecuencia lógica de sus principios. Esta supresión de tal manera va embebida en los principios de la escuela liberal, que ha comenzado siempre el período de su dominación por apoderarse de los bienes de la Iglesia, por la supresión de los institutos religiosos y por la de los mayorazgos, sin advertir que apoderándose de los unos y suprimiendo los otros, desde el punto de vista de sus princi-pios, hacía poco; desde el punto de vista de sus intereses, en calidad de propietaria, hacía demasiado. La escuela liberal, que de todo tiene menos de docta, no ha comprendido jamás que siendo necesario, para que la tierra sea susceptible de apropia-ción, que caiga en manos de quien pueda conservar su propie-dad perpetuamente, la supresión de los mayorazgos y la expro-piación de la Iglesia con la cláusula de que no pueda adquirir es lo mismo que condenar la propiedad con una condenación irrevocable. Esa escuela no ha comprendido jamás que la tie-rra, hablando en rigor lógico, no puede ser objeto de apropia-ción individual, sino social, y que no puede serlo, por lo mis-mo, sino bajo la forma monástica o bajo la forma familiar del mayorazgo, las cuales, desde el punto de vista de la perpetui-dad, vienen a ser una misma forma, como quiera que una y otra subsisten perpetuamente. La desamortización eclesiástica y civil, proclamada por el liberalismo en tumulto, traerá consigo en un tiempo más o menos próximo, pero no muy lejano si atendemos al paso que llevan las cosas, la expropiación univer-sal. Entonces sabrá lo que ahora ignora: que la propiedad no tiene razón de existir sino estando en manos muertas, como quiera que la tierra, perpetua de suyo, no puede ser materia de apropiación para los vivos que pasan, sino para esos muertos que siempre viven.

Cuando los socialistas, después de haber negado la familia como consecuencia implícita de los principios de la escuela li-beral, y la facultad de adquirir en la Iglesia, principio recono-cido así por los liberales como por los socialistas, niegan la propiedad como consecuencia última de todos estos principios, no hacen otra cosa sino poner término dichoso a la obra co-menzada cándidamente por los doctores liberales. Por último, cuando, después de haber suprimido la propiedad individual, el comunismo proclama al Estado propietario universal y absolu-to de todas las tierras, aunque es evidentemente absurdo por otros conceptos, no lo es si se le considera desde nuestro actual punto de vista. Para convencerse de ello basta considerar que,

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una vez consumada la disolución de la familia en nombre de los principios de la escuela liberal, la cuestión de la propiedad viene agitándose entre los individuos y el Estado únicamente. Ahora bien: planteada la cuestión en estos términos, es una cosa puesta fuera de toda duda que los títulos del Estado son superiores a los de los individuos, como quiera que el primero es por su naturaleza perpetuo y que los segundos no pueden perpetuarse fuera de la familia.

De la perfecta igualdad de todos los pueblos, deducida lógi-camente de los principios de la escuela liberal, sacan los socia-listas, o saco yo en nombre suyo, las siguientes consecuencias: así como de la perfecta igualdad de todas las familias que com-ponen el Estado saca la escuela liberal por consecuencia lógica la no existencia de la solidaridad en la sociedad doméstica, del mismo modo, y por la misma razón, de la perfecta igualdad de todos los pueblos en el seno de la humanidad resulta la nega-ción de la solidaridad política. No siendo solidaria la nación, es fuerza negarle todo aquello que se niega lógicamente de la fa-milia, en la suposición de que no es solidaria. De la familia no solidaria se niega: lo primero, aquel vínculo secretísimo y mis-terioso que la enlaza en el tiempo con los tiempos pasados y con los tiempos futuros, y como consecuencia de esta nega-ción, se niega de ella, lo segundo, que tenga un derecho im-prescriptible a participar de las glorias de sus ascendientes y la virtud de comunicar a sus descendientes algún reflejo de su gloria. Arguyendo por identidad de razón, es fuerza negar de una nación no solidaria lo que no siendo solidaria se niega de la familia; de donde se sigue que es fuerza negar de ella, por una parte, que tenga nada que ver con el tiempo pasado y con

el venidero, y por otra, que tenga el derecho de reivindicar una parte de las glorias pasadas y el de atribuirse una parte de las glorias futuras. Lo que se niega de la familia da por resultado lógico la destrucción en el hombre de aquel apego al hogar que constituye la dicha de la asociación doméstica; por identidad de razón, lo que se niega de la nación da por resultado forzoso la destrucción radical de aquel amor a su patria que, levantando al hombre sobre sí mismo, le impulsa a acometer con intrépido arrojo las empresas más heroicas.

Por donde se ve que de estas negaciones se sacan para la sociedad doméstica y para la política estas consecuencias: la solución de continuidad de la gloria, la supresión del amor de la familia y del patriotismo, que es el amor de la patria, y, por último, la disolución de la sociedad doméstica y de la sociedad política, las cuales ni pueden existir ni pueden concebirse sin ese enlace de los tiempos, sin la comunión de la gloria y sin estar asentadas en aquellos grandes amores.

Las escuelas socialistas, que, si bien son más lógicas que la escuela liberal, no lo son tanto como a primera vista parece, no van de consecuencia en consecuencia hasta nuestra última con-clusión, que es, sin embargo, supuestas sus premisas, no sólo procedente, sino de todo punto necesaria; la prueba de que lo es está en que los socialistas, apremiados por la lógica, lo que no quieren ser en teórica, eso mismo son en la práctica. En la teórica son todavía franceses, italianos, alemanes; en la práctica son ciudadanos del mundo, y como el mundo, su patria no tiene fronteras. ¡Insensatos! Ellos ignoran que donde no hay fronteras no hay patria y que donde no hay patria no hay hom-bres, aunque haya por ventura socialistas. G

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En línea y alineados: la democratización según internetPablo Martínez Lozada

i. Azar y democracia

La edad más feliz es la infancia, decía Erasmo; lo es, al menos hasta que un hecho premonitorio nos comienza a arrancar de ella, imperceptible pero inexorablemente. Descartando los casos más trágicos e irremediables (el abuso, la muerte), el hecho suele ser el encuentro prematuro con algún defecto propio de la edad adulta; uno puede ser la democracia, en la forma aparentemente inocua de cualquiera de sus procedi-mientos. Había una época inocente en la que las decisiones importantes del juego se dirimían mediante el juicio despótico del azar, medio perfectamente aceptable para decidir la ubica-ción de la tercera base, el ancho de la portería o el trazo del avión sobre el piso. Lo malo ocurría la primera vez que alguien decidía votar sobre ello: por un lado, teníamos que comprome-ternos en público con nuestra preferencia; por el otro, había que respetar a los perdedores sin humillarlos o tragarnos reglas que no nos convencían. El juego seguía, pero con un resenti-miento tristemente adulto que no nos habría de dejar desde entonces.

Bienvenidos al mundo de la democracia, injertada sin tapu-jos en el contexto más nimio posible. ¿Y por qué habrían de existir tapujos? Hoy el crédito de la democracia liberal como el menos peor de los sistemas de gobierno que conoce Occidente se ha filtrado a muchos otros ámbitos de nuestra vida cotidiana y la tendencia es a democratizarlo todo. Y ¡ay! del reaccionario que se oponga. Ya se adivinará que no veo con tranquilidad esta boga. Como espero aclarar en los párrafos que siguen, consi-dero que el falso prestigio de lo colectivo incuba siempre el desprestigio real de lo inepto, lo mentiroso y lo nocivo: lleva a que la autoridad renuncie a serlo y decidir lo que debe y, ade-más, a que el fracaso de una democracia artificial difame peli-grosamente la democracia más útil. Ataquemos, por lo pronto, el flanco más débil de esta democratización: el poder de la voz y la opinión.

ii. Todos somos vates

Acepto de una vez que los blogs son presa fácil del escarnio más esnob por su apapacho de lo peor en aras de conservar lo menos malo: cualquier bloguero convencido de la bondad de su labor dirá que es mejor tener siete mil sitios para permitir la existencia de tres buenos y que el tiempo se ocupará de elimi-nar los malos. Pero lo importante es la apertura masiva y sin precedentes del espacio público. Es cierto que este espacio lo han cerrado tradicionalmente no sólo la meritocracia sino tam-bién el amiguismo y el corporativismo; sin embargo, la apertu-ra reciente de compuertas no es necesariamente algo que de-bamos celebrar.

¿Recuerdan cuando todo mundo escribía poesía? Bastaba

enamorarse y llorar para plasmar el íntimo ser que agudo san-gra en versos genéricos o memorables. Los más ambiciosos los titulaban, clasificaban y limpiaban; los menos avezados tendían a callarlos o leerlos a los más incautos; algunos pasaban por el cruel mundo de los talleres. Pero eso era todo. Hoy, en cambio, los blogs significan que no solamente todos escribimos versos: casi todos los publicamos. Es un hecho inaudito: todos tene-mos cancha para exhibir nuestras letras ante el público general, sin el intermediario horrendo de un editor. Es lo ideal, ¿no?

No. Desde que el hombre ha escrito, el entusiasmo satura y la historia depura, pero hoy la proliferación es malthusiana: al celebrar que caigan las barreras celebramos asimismo la igual-dad espuria de, digamos, un infame Ricardo Arjona frente a, digamos, un insuperable Jorge Guillén. Y dejamos el juicio no a la paciencia de la historia, sino a la urgencia de la multitud. Como en el caso de la novela colectiva cuya escritura por in-ternet acaba de sancionar Penguin Books, privilegiamos el entusiasmo grupal bajo la bandera de las oportunidades demo-cratizadas. Pero olvidamos que lo que se decide por mayoría tiende a igualarse hacia abajo. “Lo peor siempre gusta a los más”: Erasmo tenía razón.

iii. Todo lo ignoramos entre todos

Desde su concepción en 2001, Wikipedia pretende crear un compendio enciclopédico del saber humano sin sesgos injustos mediante la libre edición colectiva de sus entradas. Aunque se ha tenido que volver más severa en sus estándares, parece par-tir de la convicción (humanista, romántica, ingenua o de plano mensa) de que el control colectivo de las fuentes, estructura y seriedad de la información han de bastar para mantenerla con-fiable. El bien común, según esta concepción, debería ser sufi-ciente para que el proyecto se conserve serio y autorregulado.

Hay tres aspectos fundamentales en los que este plantea-miento se contradice con la realidad. El primero es que esta noción del bien común como motor de una comunidad, ya bastante discutible en lo cotidiano, es aún menos operativa en el anonimato masivo que internet permite. Por más que se hagan esfuerzos por mantener registrados a los usuarios y esta-blecer un sistema de prestigio para quienes más entradas ajus-ten, lo cierto es que el anonimato, al volver borrosa la partici-pación de cada quien, hace imposible la rendición de cuentas y tiende también a igualar hacia abajo: reduce la prominencia merecida de quien actúa por el bien del proyecto a la vez que solapa al parásito, al inepto y al vándalo.

El segundo es el de la oportunidad. La igualdad de oportu-nidades que pregona Wikipedia es engañosa en cuanto está su-jeta a la variable del tiempo: el verdadero dueño de una entra-da es quien tiene la última palabra al respecto. Cierto, treinta individuos pueden poseer la última palabra el mismo día: pero

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quien hizo la edición más reciente se convierte en rey efímero del conocimiento. Peor aún: quien tiene más tiempo libre tiene más oportunidades de proferir esa última palabra. Es la más execrable de las demagogias: la autocracia encubierta bajo el manto de la democracia.

El otro aspecto tiene que ver con la construcción misma del conocimiento. Se afirma que los usuarios de Wikipedia tienden a respetar más las entradas más editadas; en parte porque no creen en la autoridad, en parte porque, parafraseando a Luis Villoro, al alejarse de lo consensual, valdría esperar que se acercaran a lo epistémico. Sin embargo, esta fe se topa con dos obstáculos que le depara la realidad. Uno: el matiz a que obliga el hecho de que un número elevado de ediciones en una entra-da no signifique de inmediato que sus editores sean más aveza-dos y concienzudos. Quizás el tema sea muy popular (Los Simpson) o controvertido (la evolución). Lo mucho no implica lo mejor. Dos: los wikipedistas no están necesariamente cons-cientes de algunas de las mejores reglas para la producción y

transmisión del conocimiento: la dependencia de situaciones objetivamente comprobables; la igualdad no de las opiniones, sino del acceso a los medios para comprender lo que se tiene por verdad. De nuevo: el anonimato permite que cualquiera se cuele sin ser responsable de sus actos. Y cualquiera puede signi-ficar algunos enfermos de antiintelectualismo que lleven la entrada que les concierne al terreno del consenso: vale decir, a lograr que su comunidad epistémica deje de serlo para conver-tirse en comunidad a secas. Y ya sabemos qué tan confiables son las comunidades de internet.

iv. Del voto ciego a la autoridad muda

Me anticipo al reproche: me acabo de lanzar sobre presas fáci-les sin hacer mella en el concepto mismo de democracia más que de manera superficial. Pero los ejemplos de internet son váli-dos precisamente por lo nuevo y único que encierran: no en su forma (nadie cree ya que los blogs, las páginas personales o el wiki sean realmente novedosos), sino en su magnitud. Entre otras maravillas, internet ha permitido la masificación anónima de la autoridad. Y hoy masificación equivale a democratización.

Aunque no puedo estar de acuerdo con Borges en que la democracia sea un “curioso abuso de la estadística”, creo que no funciona en todos los contextos y me preocupa que —como se ha dicho— el concepto equivalga cada vez más en México a justicia o moralidad. Al ensalzar la democracia tendemos a fes-tejar un par de sus procedimientos (la votación ciega, la regla de mayoría) y a olvidar ideas tan capitales como el mandato representativo y la rendición de cuentas. Y este olvido es pre-ocupante pues obvia que no porque todos tengamos voz debe-mos siempre tener voto, y no porque todos tengamos opinio-nes y experiencias debemos creer que todas valen lo mismo.

Cuando de experiencias artísticas u opiniones se trata, es fácil caer en dos extremos: el fetichismo que encumbra lo ine-narrablemente complejo y la superstición iusnaturalista que no acepta otro dios que lo más simple. Ambos son dogmas y, como tales, deben evitarse. Pero quien no quiere tomar postura o ejercer autoridad (por miedo a parecer antidemócrata) cae en algo peor: la idea falsamente democrática de que todas las ex-periencias y opiniones son válidas. La vida nos da sin embargo ejemplos claros en los que el elitismo es con mucho preferible a la democracia: la jerarquía empresarial, la crítica, la medici-na… y, sí, la edición de textos literarios y la construcción del pensamiento científico. Democratizar no sólo las oportunida-des, sino los procesos mismos, termina por disminuir los están-dares y crear resentimientos.

Y estos resentimientos no son menores. Honestamente: cuando una experiencia excesiva de democratización resulta mal, no pensamos: “¡Pinche regla de mayoría mal aplicada!” o “¡Pinche equiparación populista de la representatividad de los experimentados y los neófitos!”; pensamos llanamente: “¡Pin-che democracia!”. Entonces se despierta la bestezuela que lle-vamos dentro y que nos va instando poco a poco a llamar al abstencionismo, a quemar urnas y a acabar con el ife. Y todo por jugar a que somos demócratas hasta para elegir cuántos considerandos va a tener nuestro abusivo y demagogo pliego petitorio. No, por el bien de la democracia, deberíamos dejar de invitarla a todas nuestras fiestas y dejarla que dedique sus energías a lo que sí sabe hacer. Nos lo va a agradecer, ya verán. G

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El mar en la ciudad*Emilio Adolfo Westphalen

¿Es éste el mar que se arrastra por los campos,que rodea los muros y las torres,que levanta manos como olaspara avistar de lejos su presa o su diosa?

¿Es éste el mar que tímida, amorosamentese pierde por callejas y plazuchas,que invade jardines y lame piesy labios de estatuas rotas, caídas?

No se oye otro rumor que el borbotóndel agua deslizándose por sótanosy alcantarillas, llevando levementeen peso hojas, pétalos, insectos.

¿Qué busca el mar en la ciudad desierta,abandonada aun por gatos y perros,acalladas todas sus fuentes,mudos los tenues campanarios?

La ronda inagotable prosigue,el mar enarca el lomo y repitesu canción, emisario de la vidadevorando todo lo muerto y putrefacto.

El mar, el tierno mar, el mar de los orígenes,recomienza el trabajo viejo:limpiar los estragos del mundo,cubrirlo todo con una rosa dura y viva. G

* Tomado de Otra imagen deleznable, México, fce, 1980.

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Contra la democracia*Fernando Pessoa

La igualdad entre los hombres

La tesis fue expuesta hace tiempo, como una verdad suprema, por el biólogo Haeckel. Entre el mono y el hombre normal, dice él, hay menos diferencia que entre el hombre normal y el genio.

Entre el trabajador intelectual, como le llaman, y el trabaja-dor manual, no hay identidad ni semejanza alguna; hay una profunda, una radical oposición.

Lo cierto es que entre un obrero y un mono hay menos diferencia que entre un obrero y un hombre realmente culto.

El pueblo no es educable, porque es pueblo. Si fuese posible convertirlo en individuos, sería educable, sería educado, pero entonces ya no sería pueblo.

El odio a la ciencia, a las leyes naturales, es lo que caracte-

riza la mentalidad popular. El milagro es lo que el pueblo quiere, es lo que el pueblo comprende. En que lo haga Nuestra Señora de Lourdes o de Fátima, o que lo haga Lenin, es ahí donde radica la única diferencia. El pueblo es fundamental-mente, radicalmente, irremediablemente reaccionario. El libe-ralismo es un concepto aristocrático y, por lo tanto, totalmente opuesto a la democracia.

Sí, fijémonos en esto. Eliminemos las distinciones pura-mente exteriores, como la que hay entre negros y blancos. La verdadera diferencia es de otro orden. Es entre gente e indivi-duos.

Acepto a un hombre del pueblo como hermano en Dios, como hermano en Cristo, pero no como hermano en naturale-za. Ante la religión somos iguales; ante la Naturaleza y la cien-cia no hay entre nosotros identidad alguna; dondequiera que se establezca igualdad entre cosas naturalmente distintas hay mís-tica, hay religión; lo que no hay es ciencia.

Cada una de todas las religiones se divide, más o menos

La democracia en América*Alexis de Tocqueville

La corrupción y los vicios de los gobernantes en la democracia. Los efectos que resultan de ellos para la moral pública

La aristocracia y la democracia se dirigen mutuamente el reproche de facilitar la corrupción. Es necesario distinguir.

En los gobiernos aristocráticos, los hombres que llegan a los negocios públicos son ricos que no desean sino el poder. En las democracias, los hombres de Estado son pobres y tienen que hacer fortuna.

Se sigue de esto que, en los Estados aristocráticos, los gobernantes son poco accesibles a la corrupción y no tienen sino un gusto muy moderado por el dinero, en tanto que lo contrario sucede en los pueblos democráticos.

Pero, en las aristocracias, como los que quieren llegar a la cabeza de los negocios disponen de grandes riquezas, y

como el número de quienes pueden hacerlos llegar allí está a menudo circunscrito dentro de ciertos límites, el gobierno se encuentra de cierto modo como en subasta. En las demo-cracias, al contrario, los que se disputan el poder no son casi nunca ricos, y el número de quienes intervienen para dárse-lo es muy grande. Tal vez en las democracias no hay menos hombres en venta; pero no se encuentran casi compradores; y, por otra parte, sería necesario comprar demasiada gente a la vez para alcanzar la meta.

Entre los hombres que han ocupado el poder en Francia desde hace cuarenta años, varios han sido acusados de haber hecho fortuna a expensas del Estado y de sus allegados; re-proche que ha sido dirigido raras veces a los hombres públi-cos de la antigua monarquía. Pero, en Francia, casi no hay ejemplo de que se compre el voto de un elector por medio de dinero, en tanto que la cosa se hace notoria y pública-mente en Inglaterra.

Nunca he oído decir que en los Estados Unidos se em-plearan las riquezas para conquistar a los gobernados; pero a menudo he visto poner en duda la probidad de los funcio-narios públicos. Más frecuentemente todavía, he oído atri-buir sus éxitos a bajas intrigas o a maniobras culpables.

Si los hombres que dirigen las aristocracias tratan a veces de corromper, los jefes de las democracias se muestran ellos mismos corrompidos. En las unas, se ataca directamente la moralidad del pueblo, se ejerce en las otras sobre la concien-cia pública una acción indirecta que hay que temer más to-davía. En los pueblos democráticos, los que están a la cabe-za del Estado, como están casi siempre tildados de sospechas molestas, dan en cierto modo el apoyo del gobierno a los crímenes de que se les acusa. Presentan así peligrosos ejem-

* Alexis de Tocqueville, La democracia en América, México, fce, 2002.

* Fernando Pessoa, Contra la democracia, México, uam, 1985.

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evidentemente, en dos: el culto externo y la doctrina externa, y lo que se da en la iniciación, el culto individual y místico o ri-tual y mágico. Ahora, la cultura es una iniciación. Y lo es por-que tiene la esencia de la iniciación: el ser otra vida (Ultimátum e páginas de sociologia política [upsp], p. 265, Lisboa, Ática, 1980).

Juventud y verdad

Una cosa que al parecer preocupa mucho a los críticos que ya tienen cuarenta años es la actitud poco “generosa” —en el sentido que dan a este término en política— de las nuevas ge-neraciones. No son democráticas, no son libertarias, no simpa-tizan con los oprimidos, no odian a la Iglesia, no levantan la voz para clamar Justicia.

A estos críticos les parece que esta actitud es triste. Tal vez no lo sea. Les parece reaccionaria. Tal vez no lo sea. Todo depende de cómo se encare generosidad y reacción. Y al final lo que es esta actitud es algo muy simple: es fruto de la experiencia.

La juventud de hace veinte años tenía tras de sí la experien-cia constitucional, y toda su tendencia, ante la carencia de esa experiencia, era contra el constitucionalismo. La juventud de hoy tiene atrás las experiencias democráticas, y, siempre en su papel de juventud, representa la reacción contra esas experien-cias cuya carencia estruendosa es de cotidiana evidencia.

La juventud de hoy vio, además, que los libertarios, los so-cialistas, los demócratas, ardiendo en amor por el pueblo, aca-ban en el enfrentamiento y en el peculado, en el uso, en sus relaciones con el pueblo, de la policía y del ejército. Y como esta experiencia es la última, la juventud de hoy concluye que la realidad vale más que las buenas intenciones, que es inútil predicar buenas doctrinas. Más vale, pensaron ellos, defender las doctrinas antipáticas. Por mi parte, encuentro preferible defender, como algún día lo haré con la debida argumentación sociológica, que es legítimo que los políticos roben y despojen al pueblo, a que roben y despojen al pueblo llamando a eso “gobierno popular”, “democracia”, “libertad” y cosas por el estilo.

El amor a la verdad sustituye, en la juventud de hoy, al amor a la mentira disfrazada de generosidad que caracterizaba a la juventud de ayer. De nada sirve servir a la mentira, por gene-rosa que sea. El anarquismo, el socialismo, el democratismo —todo ese enredijo de teorías simpáticas que olvidan que teo-rizan para una humanidad de carne y hueso— fueron diviniza-ciones de la mentira. Y fueron eso que Carlyle llama la peor especie de mentira: la mentira que se cree verdad. No fueron error, el cual es admisible, fueron la mentira inconsciente. Cualquiera se equivoca. Pero no todos mienten inconsciente-mente (upsp, p. 264).

plos a la virtud que lucha y proporcionan magníficas com-paraciones al vicio que se oculta.

En vano se dirá que las pasiones deshonestas se encuen-tran en todas las filas: que suben a menudo al trono por derecho de cuna y que se pueden encontrar hombres muy despreciables tanto a la cabeza de las naciones aristocráticas como en el seno de las democracias.

Esta respuesta no me satisface: se nota, en la corrupción de aquellos que llegan por casualidad al poder, algo grosero y vulgar que la hace contagiosa para la multitud; hasta en la depravación de los grandes señores reina, por el contrario, cierto refinamiento aristocrático, un aire de grandeza que a menudo impide que la corrupción se propague.

El pueblo no penetrará jamás en el laberinto oscuro del espíritu de la corte. Descubrirá siempre con dificultad la bajeza que se oculta en la elegancia de los modales, el rebus-camiento de los gustos y las finuras del lenguaje. Pero robar el tesoro público o vender por dinero los favores del Estado, esto lo comprende el primer miserable y puede jactarse de hacer otro tanto a su vez.

Lo que hay que temer, por otra parte, no es tanto el co-nocimiento de la inmoralidad de los grandes sino de la in-moralidad que conduce a la grandeza. En la democracia, los ciudadanos corrientes ven a un hombre que sale de sus filas y que llega en pocos años a la riqueza y al poder; ese espec-táculo excita su sorpresa y su envidia; tratan de averiguar cómo el que ayer apenas era su igual está ahora investido del derecho de dirigirlos. Atribuir su elevación a su talento o a sus virtudes es incómodo, porque es confesarse que ellos mismos son menos virtuosos y menos hábiles. Hacen, pues, consistir la principal causa del ascenso en algunos de sus

vicios, y a menudo tienen razón al hacerlo. Se opera así no sé que odiosa mezcla entre las ideas de bajeza y de poder, de intriga y éxito, de inutilidad y deshonor.

La industria literaria

No sólo hace penetrar la democracia el gusto de las letras en las clases industriales, sino que introduce el espíritu indus-trial en el seno de la literatura.

En las aristocracias, los lectores son poco numerosos y difíciles de contentar; en las democracias, es más fácil agra-darles y su número es prodigioso. Resulta de aquí, que en los pueblos aristocráticos no se debe esperar el éxito sino en virtud de grandes esfuerzos que, aunque pueden dar mucha gloria, no procurarán jamás mucho dinero; mientras que en las naciones democráticas un escritor puede lisonjearse de obtener con facilidad una fama mediocre, y una gran fortu-na. Para esto no es necesario que se le admire, basta que se le aprecie.

La multitud de lectores que crece diariamente y la conti-nua necesidad que tienen éstos de lo nuevo, aseguran la circulación de un libro que apenas estiman.

En los tiempos de democracia, el público procede fre-cuentemente con los autores como lo hacen de ordinario los reyes con sus cortesanos: los enriquecen y después los des-precian. ¿Qué más quieren las almas venales que nacen en los palacios o que son dignas de vivir en ellos?

Las literaturas democráticas abundan siempre en autores que no ven las letras sino como una industria, y por cada escritor de mérito se encuentran mil vendedores de ideas. G

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La política

El mejor régimen político es aquel que permite con mayor facilidad y seguridad el juego libre y natural de las fuerzas (constructivas) sociales, y que con mayor facilidad permita el acceso al poder de los hombres más capaces para su ejercicio. No hace falta insistir que variará de nación y, en cada nación, de época en época.

Con el régimen democrático sucede que si tiene, por su naturaleza, la primera cualidad, por esa misma naturaleza re-sulta de lo peor respecto a la segunda. Su base liberal, al pro-piciar que las fuerzas individuales se expandan libremente, ga-rantiza la plena valorización de esas fuerzas. Pero al basar su sistema de gobierno en un llamamiento a las mayorías, forzo-samente ignorantes e incultas —de manera absoluta o, al me-nos, en relación con el resto del país— hace el acceso al poder casi ilimitado a hombres dotados para dominar o sugestionar a las mayorías. Las cualidades necesarias para tal fin no son las mismas —lo que es más, a veces son contrarias— a las exigidas para el gobierno de una nación.

Si la transmisión de poderes de la mayoría a favor del go-bierno tuviese en los dominadores y sugestionadores de las mayorías, no su término, sino un punto intermedio —esto es, si los elegidos del pueblo fuesen, no sus gobernantes, sino los que escogieran a los gobernantes— entonces se podría hablar de una cierta facilidad de acceso al poder de hombres realmen-te competentes para ejercerlo. Sin embargo se puede esperar, en razón de la debilidad y el egoísmo humanos, que los capaces de dominar empleen esa capacidad simplemente para hacer a otros dominar, ni tampoco que la vanidad, base de toda capa-cidad de dominio, quite al dominador la convicción de su ca-pacidad para gobernar. El hombre que domina multitudes en

un comicio fácilmente se convence de que dominará números en un presupuesto. Es absurdo como lógica, natural como psi-cología (upsp, p. 336).

Dominio de las minorías

Medítese: no tenemos recelo de que la sociedad se democrati-ce. No puede haber democracia, porque el sólo hecho de haber sociedad incluye el hecho aristocrático. No se piense, enton-ces, que nuestra protesta es contra la democracia como cosa que exista realmente o que amenace con poder existir. Ella no pue-de hacerlo por su naturaleza antinatural y autocontradictoria.

Nuestra protesta es en contra de que se quiera hacer demo-cracia cuando el hecho esencialmente social es absolutamente aristocrático. Nuestra protesta representa nuestro pasmo ante la inutilidad de pedir y esforzarse por poner en práctica doctri-nas que, además de realmente imposibles, perjudican la exis-tencia de las sociedades y el bienestar social.

La democracia es una (…).Si una sociedad subsiste, el mero hecho de que subsista

prueba que en ella se da el hecho aristocrático.Lo que la vida moderna ha conseguido es apenas disfrazar e

hipocritizar (sic) la operación de ese hecho, del hecho aristocrá-tico. ¿Domina el pueblo en un país donde hay sufragio univer-sal? No domina. Dominan los partidos. Dominan las minorías. Esto es: el hecho aristocrático persiste disfrazado e hipócrita. Pero persiste […]. ¿Es la república francesa una república oli-gárquica? Naturalmente. Si no lo fuera no podría existir Fran-cia. No hay, en las repúblicas, en las sociedades, sino oligar-quías.

En Inglaterra, por ejemplo, ¿gobierna el pueblo, gobiernan las mayorías?… ¿Gobiernan? (upsp, p. 340) G

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La escuela del tirano*E. M. Cioran

Para no ceder a la tentación política, hay que vigilarse a cada momento. Pero ¿cómo conseguirlo en un régimen democráti-co en el que el vicio esencial es permitirle a cualquiera aspirar al poder y dar libre curso a sus ambiciones? De ello resulta una enorme abundancia de fanfarrones, de agitadores sin destino, de locos sin importancia que la fatalidad ha rehusado marcar, incapaces de verdadero frenesí, tan inadecuados al triunfo como al hundimiento. Sin embargo, es su nulidad la que per-mite y asegura nuestras libertades amenazadas por las persona-lidades excepcionales. Una república que se respete debería trastocarse ante la aparición de un gran hombre y proscribirlo de su seno, o impedir al menos que se cree una leyenda a su alrededor. ¿La idea le repugna? Será que, deslumbrada por su azote, no cree más ni en sus instituciones ni en sus razones de ser. Se enreda en sus leyes, y esas leyes, que protegen a su ene-migo, la disponen y la comprometen a su dimisión. Sucum-biendo bajo los excesos de su tolerancia, tiene miramientos con un adversario que no le guardará a ella ninguna consideración, autoriza los mitos que la socavan y la destrozan y se deja enre-dar en las suavidades de su verdugo. ¿Merece subsistir cuando sus mismos principios la invitan a desaparecer? Paradoja trági-ca de la libertad: los mediocres, que son los únicos que hacen posible su ejercicio, no sabrían garantizar su duración. Le de-bemos todo a su insignificancia y perdemos todo a causa de ella. De esta manera se encuentran siempre por debajo de su misión. Ésta es la mediocridad que yo aborrecía cuando amaba sin reserva a los tiranos de quienes nunca se dirá suficientemen-te —al contrario de su caricatura (todo demócrata es un tirano de opereta)— que tienen un destino, incluso demasiado destino. Y si yo les rendía culto es porque, teniendo instinto de mando, no se rebajan ni al diálogo ni a los argumentos: ordenan, decre-tan, sin dignarse a justificar sus actos; de ahí su cinismo, cinis-mo que yo ponía por encima de todos los vicios y de todas las virtudes, marca de superioridad, hasta de nobleza, que a mis ojos los asilaba de los mortales. No pudiendo hacerme digno de ellos por la acción, esperaba alcanzarlos a través de la palabra, de la práctica del sofisma y de la enormidad: ser tan odioso con los medios del espíritu como lo eran ellos con los del poder, devastar por medio de la palabra, hacer estallar al verbo y con él al mundo, reventar con uno y con otro hundirme finalmente bajo sus escombros. Ahora, chasqueado de esas extravagancias, de todo lo que le daba realce a mis días, me pongo a soñar con una ciudad, maravilla de moderación, dirigida por un equipo de octogenarios un tanto chochos, de una amenidad maquinal, lo suficientemente lúcidos como para hacer buen uso de sus de-crepitudes, exentos de deseos, de añoranzas, de dudas, y tan preocupados por el equilibrio general y el bien público que mirasen la sonrisa como un signo de depravación o de subver-sión. Y ahora es tal mi decadencia que hasta los demócratas me parecen demasiado ambiciosos y demasiado delirantes. Sería su cómplice, sin embargo, si su odio hacia la tiranía fuese puro; pero sólo la abominan porque los relega a su vida privada y los arrincona en su vacío. El único grado de grandeza que pueden alcanzar es el del fracaso. Liquidar les sienta bien, y cuando sobresalen en ello merecen nuestro respeto. G

* Fragmento de “La escuela del tirano”, en Historia y utopía, Méxi-co, Artífice, 1981. Traducción de Esther Seligson.

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Poemas Miguel Ángel Moncada

Instante

El doble tallo de todo lo que está aquí entre nosotros;doble tallo de la noche que te amétendido a tu alientotranslúcida magnolia.

Canción

El mar es oscuro,el mar de la menteque recorre las ciudades,aseverando “esto es la vida”.

Observando a las moscasel mar presiente la poesíaque se alza ahí, minúscula,en una piedra que respira.

La mente que es el maren el que canta la nocheo la materia:la misma mente es sombría.

Y no es éste el cantarde la felicidad o la tristeza,éste es el cantar de lo que existeentre las ninfas y eso es todo.

Palpar el mundo

Palpar el mundo sin más noción que la palabra,dejando crecer el silencio como una larga cabelleraentre los días y las cosas,en dirección creciente hacia el ritmo inauguralque nace entre dioses y entre hogueras. Palpar el mundo lanzado hacia lo extraño,como un Ulises que parte dejando atrás Penélopes concisas para nunca retornar siquiera en reminiscencia hacia esa Ítaca.

Ser la oruga de lo posiblesin concertación alguna en el otoño,la oruga que igual es serpiente o árbol:parábola de lo viviente.

Y en las noches circularesescapar de la definición y de la cárcel,de las medusas del único sentido,mientras la luz crece fresca como escamasy el mundo respira de nuevo, recomenzando la tarea de nombrar.

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El corazón oblicuo

El corazón oblicuosale a relucir nocturno y blancosu ausencia total de pensamiento,como una hermosa carroñacapaz de engendrar la semilla de los cielos.

El corazón oblicuo,tendiente como anémona al mar,no desespera, toca su cítaraen espera de un retorno ocultode alguien que perdió o no ha perdido:del Otro al que soñó.

Uno recorre los días

Uno recorre los díassiendo otro, otro engendradopor los espermas de otros días,otro, muerto en la semillaque no dio el árbol que uno esperay que tal vezsiempre esperará.

Seámoslo todo

Vengamos a morir la vidagozosos del amor preñez.Que morimos y somos sombra lo sabemos,pues la sombra es misterio del nacer, que pronto es luz inmarchitable que palpitamuy adentro de lo hondo del árbol que da espina a la sombra y a la luz.Así, de esta manera,viviendo la muerte de la auroramuriendo la vida de un relámpagoel fuego nos rehace y nos sorprende siempre a nuevas formas del nacer—variables infinitas del único milagro que es el ser—;la incorpórea tierra del cristal tan viento,el lamento verde del mañana niñoque en la frondosa esfera del ayerse multiplica siempre en otros viejos;trayectoria de la muerte luz que nos depara otro existir,el de nacer eternos a la elipse de otro Viento.Y así vayamos siendola oscura tierra de este pueblo,apurando el paso lento de este cuerpo.

Seámoslo todo puesto que nada existe en poco ser;seamos la caída de cristalen otro vuelo intensohacia la noche luminosade la bestia repetida en sus adentros.Decantémonos a formas más supremas del amor:las nubes, el vientre hermosolas piernas y los ojosde otro reino que es mujer.

Y seamos también nosotrosen última y profunda instancialas formas únicas del fuego. G

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El papel matamoscas*Robert Musil

El papel matamoscas Tanglefoot mide aproximadamente treinta y seis centímetros de largo y veintiuno de ancho; está cubierto con un adhesivo amarillo y envenenado y viene de Canadá. Cuando una mosca se posa sobre él —no por una avidez particular, sino más bien por convención, porque ya hay tantas otras allí—, primero se pega sólo con las articulaciones exteriores, dobladas, de todas sus patitas.

Es una sensación muy suave, extraña, como si nosotros cami-náramos descalzos en la oscuridad y pisáramos algo que toda-vía no es nada más que una resistencia blanda, tibia, imposible de pasar por alto, pero también ya algo en lo que penetra pau-latinamente lo humanamente cruel, y en lo que reconocemos una mano que se encuentra ahí y que nos detiene con cinco dedos cada vez más evidentes.

Entonces ahí están, forzadamente derechas, como alguien aquejado de una atrofia progresiva que no quiere dejárselo notar, o como achacosos militares viejos (y con las piernas un poco en O, como cuando se está parado en un escarpado pe-ñasco). Se ponen en posición de firmes y juntan fuerzas y re-flexionan. Después de pocos segundos están decididas y co-mienzan a zumbar y a tratar de elevarse. Persisten en este furioso empeño hasta que el agotamiento las obliga a detener-se. Le sigue a esto un receso para respirar y un nuevo intento. Pero los intervalos son cada vez más largos. Están ahí paradas y yo puedo sentir su desconcierto. Desde abajo ascienden va-pores desconcertantes. Como un pequeño martillo, su lengua prueba el territorio. Su cabeza es café y peluda, como hecha de cáscara de coco; como los ídolos de los negros, parecidos a los humanos. Se encogen y se estiran sobre sus patitas atrapadas, doblan las rodillas y hacen fuerza para elevarse, como las per-sonas que tratan de mover, por todos los medios, una carga demasiado pesada; más trágicamente que como lo hacen los obreros, de manera más auténtica, en cuando a la expresión deportiva del máximo esfuerzo, que Laocoonte. Y después llega el instante siempre igualmente extraño en el que la nece-sidad de un segundo en el presente vence a los más poderosos sentimientos de perdurabilidad de la existencia. Es el momen-to en el cual un alpinista, movido por el dolor, abre voluntaria-mente los dedos de la mano con la que se sostiene, en el que una persona extraviada se recuesta en la nieve como un niño, en el que un perseguido se detiene con los flancos ardiéndole por el esfuerzo de respirar. Las moscas ya no se sostienen con todas sus fuerzas para no pegarse abajo, se hunden un poco y son, por ese instante, absolutamente humanas. Inmediatamen-te quedan adheridas en otra parte de su cuerpo, en la parte superior de la pata o en la parte trasera del vientre o en el ex-tremo de un ala.

Una vez que han superado el agotamiento anímico y cuando después de un breve momento retoman el combate por su vida,

ya han quedado atrapadas en una situación desfavorable, y sus movimientos se tornan antinaturales. Entonces se apoyan, con las patas traseras estiradas, sobre los codos y tratan de elevarse. O se sientan en la tierra, empinadas, con los brazos estirados, como mujeres que trataran infructuosamente de zafar sus ma-nos de los puños de un hombre. O yacen sobre el vientre, con la cabeza y los brazos hacia delante, como si se hubieran caído a media carrera y sostuvieran sólo la cara en alto. Pero el ene-migo siempre se queda pasivo y gana únicamente a consecuen-cia de esos instantes confusos y desesperados. Una nada, un algo las jala hacia adentro, tan lentamente que casi resulta im-perceptible, y casi siempre con una repentina aceleración al final, cuando sobreviene el último colapso interno. Entonces se dejan caer súbitamente, de frente sobre la cara, por encima de las patas; o de costado, con todas las patas estiradas frente e ella; o de un lado, con las patas remando hacia atrás. Así yacen. Como aeroplanos derribados con un ala sobresaliendo en el aire. O como caballos reventados. O con infinitos gestos de desesperación. O como durmientes. Al día siguiente a veces despierta alguna, prueba durante un rato con una de las patas o zumba con un ala. A veces uno de estos movimientos recorre todo el campo, de modo que todas se hunden un poco más profundamente en su muerte. Y sólo a un costado del cuerpo, por donde está el nacimiento de las patas, tienen algún peque-ño órgano palpitante que todavía vive largamente. Se abre y se cierra, uno no podría nombrarlo sin tener una lupa de aumen-to, pareciera un diminuto ojo humano que se abre y se cierra de manera incesante.

Magia negra

i. Puesto que el cabaret ruso nos los ha presentado, pareciera que estos húsares negros, estos húsares de la muerte, estos Arditi1 y Kopaljäger,2 existen en todos los ejércitos del mundo. Han jurado vencer o morir, y se mandan a hacer un uniforme negro con blancos cordones que parecen como las costillas de la Muerte. Para alegría de todas las mujeres, con esa vestimen-

1 En italiano, la palabra “ardito” significa valiente, intrépido o audaz. En la Primera Guerra Mundial, los Arditi no eran tropas de infantería, sino un brazo independiente de combate. Algunos his-toriadores italianos los consideran las primeras verdaderas “fuerzas especiales” del mundo moderno. (N. del t.)

2 Batallón de policías militares nombrado así, en 1913, en honor del general austriaco Karl Freiherr von Kopal. (N. del t.)

* Robert Musil, Prosa temprana y obras póstumas publicadas en vida, México, Sexto Piso, 2007. Traducción de Claudia Cabrera.

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ta salen a pasear hasta su pacífico final, si es que no se presenta alguna guerra. Viven de ciertas canciones con un sombrío acompañamiento que les otorga un oscuro resplandor, admira-blemente adecuado para la luz de un dormitorio.

Cuando se abrió el telón, siete de esos húsares estaban sen-tados en el pequeño escenario; estaba bastante oscuro, y por las ventanas entraban los rayos del sol. Hipnóticamente distribui-dos a la luz incierta con sus uniformes negruzcos y sus cabezas dolorosamente apoyadas, acompañaban en un pianissimo negro como el carbón, refulgente, a un camarada que cantaba solo. “Escuchad los caballos, nuestra tierra dura apisonan con sus herraduras”, cantaron hasta llegar al inevitable “tu suerte no vuelve si las golondrinas se alejan…”.

ii. Un alma intrigada se preguntaba: si eso fuera un cuadro, tendríamos un ejemplo paradigmático de kitsch frente a noso-tros. Si eso fuera un “cuadro viviente”, entonces tendríamos frente a nosotros el sentimentalismo absorto de algún juego de sociedad que una vez fue muy popular, es decir, algo que es a medias kitsch y a medias triste, como campanas cuyo timbre se ha extinguido apenas. Pero como es sólo un cuadro viviente cantado, entonces ¿qué es? Seguramente sobre esos juegos de los acertados emigrantes rusos se posa un brillo como el del almíbar, pero uno sólo sonríe, indulgente, mientras segura-mente se enfurecería frente a un óleo del mismo estilo: ¿puede ser posible que el kitsch se vuelva más soportable y menos kitsch si se le añaden dos dimensiones más de kitsch?

No es de suponerse, pero tampoco de negarse.Pero ¿qué pasa, entonces, si a lo kitsch se le añade una di-

mensión más y se convierte en plena realidad? ¿Acaso no he-mos estado sentados en trincheras, había algo pendiente en el aire para mañana, mientras un camarada empezó a cantar? ¡Ah, fue tan melancólico! Pero fue un kitsch que sólo se encontraba como una tristeza más en medio de la tristeza, como un incon-fesado desgano por esa camaradería impuesta. En el fondo, uno hubiera podido sentir algo en esa última hora que duró años, y la impresión de la muerte no tenía que ser precisamen-te una impresión al óleo.

¿Entonces el arte no es un medio para deshojar el kitsch de la vida? El arte lo aplica por capas. Entre más abstracto se vuelve, más transparente es el aire. ¿Entre más se aleje de la vida, más claro se vuelve? ¡Qué absurdo afirmar que la vida es más importante que el arte! La vida es buena mientras se man-tenga a la par del arte: ¡lo que no es susceptible de arte en la vida, es kitsch!

Pero, ¿qué es kitsch?

iii. El poeta x, en una época algo peor que ésta, hubiera sido un popular narrador de páginas familiares. Entonces hubiera dado por sentado que el corazón responde siempre a situacio-nes determinadas con los mismos sentimientos determinados. La nobleza hubiera sido noble en la manera conocida; el niño abandonado, digno de llorar por él; y el paisaje veraniego, bue-no para reforzar el corazón. Es de notar que de este modo entre las palabras y los sentimientos se hubiera establecido una sólida relación clara, estable, como la que implica la quin-taesencia del concepto. El kitsch, que tanto se regodea en el sentimiento, convierte entonces los sentimientos en conceptos.

Pero, a resultas de las circunstancias de la época, x no es un buen narrador de páginas familiares, sino un mal expresionista.

Como tal, produce cortocircuitos espirituales. Invoca a Dios, al hombre, al espíritu, a la bondad, al caos, y arroja frases for-madas de tales vocablos. Si vinculara con ellas la idea completa o, por lo menos, la inimaginabilidad completa, no podría ha-cerlo. Pero mucho tiempo antes que él, alguien ya estableció vínculos razonables e insensatos en libros y periódicos, x ya las ha visto juntas con mucha frecuencia, y a la menor carga de significado surge entre ellas la chispa. Pero esto es sólo la con-secuencia de que no haya aprendido a pensar a partir de ideas experimentadas, sino de los conceptos que se han sustraído de ellas.

En ambos casos el kitsch demuestra ser algo que deshoja la vida de los conceptos. Sólo los coloca por capas. Entre más abstracto sea, más kitsch se vuelve. El espíritu es bueno, mien-tras se mantenga a la par de la vida.

Pero, ¿qué es la vida?

iv. La vida es vivirla: a quien no lo conozca, no se le puede explicar. Es amistad y enemistad, entusiasmo y desilusión, pe-ristaltismo e ideología. El pensamiento tiene, entre otros obje-tivos, crear un orden intelectual en todo eso. También des-truirlo. De muchos fenómenos en la vida, el concepto hace uno solo, y con la misma frecuencia un fenómeno de la vida con-vierte un solo concepto en muchos conceptos nuevos. Es sabi-do que nuestros poetas ya no piensan, desde que creen haber oído decir a la filosofía que no se deben pensar los pensamien-tos, sino vivirlos.

La vida tiene la culpa de todo.Pero, por amor de Dios, ¿qué es la vida?

v. Resultan dos silogismos:

El arte deshoja el kitsch de la vida.El kitsch deshoja la vida de los conceptos.Y: entre más abstracto se vuelva el kitsch, más kitsch se vuelve.

Son éstos dos fantásticos silogismos, ¡quién pudiera resol-verlos!

Según el segundo silogismo, parece que kitsch = arte. Pero según el primero, kitsch = concepto – vida. Arte = vida – kitsch = vida – concepto + vida = dos vidas – concepto. Pero, según el segundo silogismo, vida = 3 × kitsch y, por tanto, arte = 6 × kitsch – concepto.

Entonces, ¿qué es arte?

vi. ¡Qué bien le va al húsar negro! Los húsares negros han ju-rado vencer o morir, y a veces van a pasear con su uniforme, para alegría de todas las mujeres. Eso no es arte. Ésa es la vida.

Pero, entonces, ¿por qué afirmamos que es sólo un cuadro viviente? G

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Un barrio milenario*Julián Meza

Mi regreso a Constantinopla está marcado por el afán de vivir lo no vivido y ver lo no visto. Ya no más temores. Uno puede ir a Constantinopla sin miedo a ser asaltado, excepto por la verborrea de los vendedores de kilims y de otras zarandajas turcas. La ciudad no es más peligrosa que algunos barrios de París o de Londres y sus periferias, y no digamos de la ciudad de México, que no es precisamente una de las modalidades de la polis.

Es inútil requerir los servicios de las agencias turísticas a las que neciamente acudí con Philareti, poseídos por el temor a la inseguridad, en nuestro primer viaje. Día y noche, uno puede caminar por las calles de Constantinopla a su aire, desprovisto de desasosiegos, a menos que se tope con una manifestación de mujeres reprimida por la policía, o a un terrorista con bomba que pretende asesinar a un ministro, aunque el terrorismo no es hoy un padecimiento exclusivo de ninguna región del ex-hausto planeta.

Llegamos a un hotel en donde habíamos comido cuando hicimos nuestro primer viaje, el Yesil Evy (la Casa Verde, que no tiene nada que ver con la de Vargas Llosa). Nos había pare-cido una acabada expresión del buen gusto y la cortesía. Nues-tro parecer fue confirmado por la elegante sencillez de las ha-bitaciones y la atención del servicio. Yo pensaba que el hotel era inglés, pero según nuestro breve guía turco, Maurice, se trata de una casa que fue propiedad de uno de tantos militares turcos. La atmósfera es, sin embargo, muy inglesa. La comida es ciertamente turca, aun cuando no deja de tener un ligero toque cosmopolita. ¡Al fin pude disfrutar de mis costillas de cordero! La ubicación del hotel es inmejorable. Se halla a unos setecientos metros de Haghia Sophia y a no más de mil dos-cientos metros de la mezquita Azul. En él se han hospedado, según lo recuerdan unas fotografías sobre el piano del restau-rante, el presidente Miterrand y la reina Sofía. Está en el barrio de Sultanahmed, que es el centro histórico de Constantinopla. Al lado de la mezquita Azul están las huellas del hipódromo (edificado en 203, bajo Septimio Severo, y ampliado en 325 por Constantino), edificios que nos evocan el Palacio Sagrado, un obelisco y restos de columnas romanas. El obelisco es egip-cio y originalmente fue erigido frente al templo de Karnak por el faraón Tutmosis iii el año 1471 antes de nuestra era, para celebrar su paso más allá del Éufrates. Su base es un relieve romano que muestra la configuración de la logia imperial. De-coraban el palco del emperador cuatro caballos de bronce que hoy adornan la plaza de San Marcos en Venecia. ¿Cómo llegó el obelisco a Constantinopla? Lo ignoro, pero lo que sí imagi-no es que su presencia allí inspiró los saqueos arqueológicos de Napoleón y, antes, el saqueo de Constantinopla por venecianos y genoveses.

En el mismo sitio en donde estaba el hipódromo quedan restos de la serpentina, una columna de bronce, que medía ocho metros y medio de alto (hoy sólo quedan cinco metros y

medio). Originalmente esta columna estaba en el templo de Apolo en Delfos y celebraba las batallas de Salamina y Platea. Se trata de tres serpientes enroscadas que, cuenta la leyenda, se forjaron tras fundir los escudos de los persas caídos en el cam-po de batalla.

En un lugar hoy poco frecuentado está lo que queda de la columna de Constantino (treinta y cinco metros de los cin-cuenta que tenía de altura), que nunca dejó de ser politeísta, y si adoptó a Cristo fue sólo para incorporarlo al panteón presi-dido por Apolo, situado en la cima de la columna a la que dio su nombre. Además, entre otras cosas enterró en los funda-mentos de la misma el Palladium: la estatua de Atenea que Nautes recibió de manos de Diomedes y llevó de Troya a Roma, el hacha supuestamente utilizada por Noé para cons-truir el arca y fantasiosas reliquias cristianas, como algunos de los panes que multiplicó Jesús para alimentar a sus seguidores, según cuenta Marcos en su evangelio. En 1105 un terremoto derribó la estatua de Apolo, que fue reemplazada por una cruz.

Junto con Philareti recorro amplios espacios de donde fue desalojado un ayer que, sin embargo, aún es posible percibir. Tal vez ahora estoy en el mismo espacio que en su momento ocuparon Constantino o Justiniano, y quizá sigo sus pasos al pisar el suelo por donde caminaron. Por más desaparecido que esté, ese ayer pervive en mi imaginario junto con los dioses que como una tempestad abandonaron para siempre un mundo desacralizado. No me resulta difícil imaginar la entrada triun-fal de Belisario tras derrotar a los enemigos del imperio, o la posición del auriga, tal vez semejante al que se halla en el mu-seo de Delfos, antes de dar inicio la carrera por el circuito del hipódromo.

De regreso a la profana realidad me doy cuenta de que ig-noro dónde están algunos de los fragmentos que quedan de Constantinopla y decido solicitar los servicios de un guía turco que resulta una auténtica estafa. Le pido con apremio que nos lleve a ver el acueducto romano de Valente, lo que permanece de las murallas de Constantinopla en tierra firme, pues lo que se conserva de ellas a la orilla del Bósforo se hace evidente desde que entra uno en la ciudad. También lo apuro para que nos lleve a ver los muros que quedan en pie del palacio del Porfirogéneta y la Puerta dorada o el Arco romano del triunfo, erigido por Teodosio i el año 390, que está en el barrio de Ye-dicule. Al igual que todos sus pares, Maurice ignora todo acer-ca de Bizancio, pero su prepotencia es tal que nos pasea por Constantinopla como si supiera. De camino a las murallas nos tropezamos con la sede del patriarcado griego, en donde entra-* Del libro aún inédito Constantinopla, isla en las tormentas.

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mos y él se siente incómodo porque asistimos al final del rito ortodoxo. Philareti, en cambio, es invadida por el gozo porque puede encender una vela con la que da gracias a la vida y a la felicidad. De nuevo se halla en una geografía que siempre qui-so conocer y a la que ahora suma el descubrimiento que hizo en Rusia y Grecia de la iglesia ortodoxa, definitivamente ajena a la prepotencia de la Roma católica.

Pasamos por debajo del acueducto romano y Maurice deci-de que no nos detendremos porque el tránsito es terrible, y en cierta medida tiene razón, dado que su ciudad no es del todo ajena al caos urbano propio de muchas ciudades modernas, pero también nos engaña porque, por ejemplo, al igual que en México, ahí todo es posible, y eso nos lo demuestra cuando hace detener el automóvil en un lugar prohibido para que po-damos admirar, de lejos, un fragmento de las murallas de Constantinopla. Ver a distancia las murallas no tiene ningún sentido para mí y sorprendemos a nuestro guía al acercarnos a ellas tras sortear a grandes zancadas una vía rápida porque hasta donde alcanza la vista no hay un paso peatonal. Todo cuanto había oído decir acerca de la muralla hecha construir por Teodosio entre 412 y 422 es ahora irrelevante. Lo impor-tante es pararse junto a lo que queda de una muralla que iba del Mar de Mármara al Cuerno de Oro, pues medía seis mil seis-cientos cuarenta y seis metros de largo. Tenía, además, una altura de once metros y un espesor de cinco metros. Quedan

algunas de las noventa y seis torres que alcanzaban entre quin-ce y veinte metros de altura. Pero la obra no se detenía ahí. Fuera de la muralla había un segundo cercado de ocho metros de alto que contaba con veinticuatro torres. Seguían un escar-pado muro dentado de cinco metros de alto, un foso de quince a veinte metros de ancho y cinco metros de profundidad y, por último, un muro exterior en contraescarpa. El dispositivo me-día setenta metros de ancho. Esta obra de la ingeniería romana no se repitió durante toda la feudalidad.

Originalmente erigidas por Roma, las murallas bizantinas y sus puertas fueron el escenario por donde desfilaron generales victoriosos como Belisario, que en 534 reconquista África y destruye el reino de Genserico, rey de los vándalos. Luego conquista Sicilia, Nápoles, Ravena, que había sido capital del imperio romano de Occidente de 395 a 476 y en donde derro-ta a los visigodos, el sureste de España, que estaba en poder de los visigodos, Dalmacia, Córcega, Cerdeña, Las Baleares y llega hasta las columnas de Hércules. Gracias a las conquistas de Belisario fue posible que se crearan los mosaicos de las igle-sias de San Apolinar Nuovo y de San Apolinar en Classe en Ravena, los de la Capilla Palatina en Palermo y los de la Basí-lica de Monreale, de las que toman préstamos artísticos el ro-mánico y el gótico, pues es innegable la influencia del arte bi-zantino en el paso del románico al gótico.

Esas murallas fueron horadadas en dos ocasiones. La prime-

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ra vez por los caballeros de la cuarta cruzada que en el siglo xii, una vez más, se desvían de su supuesto objetivo: el rescate de los santos lugares, y abren una brecha para entrar a saco en Constantinopla y en particular en Hagia Sofia, de donde se roban los iconos y las cruces con incrustaciones de piedras preciosas y funden el oro y la plata para acuñar moneda. Y la segunda y definitiva por los otomanos, que liquidan el imperio, y con él la última ocasión de una civilidad que hemos olvidado. Por supuesto que Bizancio no sólo fue una elevada expresión de la civilidad. También fue escenario de numerosas revueltas y degollinas, como la de Nika, en 532, durante la cual la turba actuó furiosamente en el hipódromo antes de quemar la prime-ra Hagia Sophia. Los sediciosos fueron reprimidos y el episo-dio tuvo un saldo de más de treinta mil muertos. En 529 Justi-niano cerró las últimas escuelas greco-romanas y prohibió a los filósofos enseñar. Sin embargo, nada de esto anula, entre mu-chas otras cosas, el código civil de Justiniano o Corpus iuris ci-vilis, los Institutos y el Digesto o Pandectas en donde todavía se estudia el derecho romano y de donde proceden las legislacio-nes civiles de los estados modernos. Los bizantinos son los griegos de la Edad Media. Influido por Bizancio el imperio otomano adoptó el griego para sus documentos oficiales y los métodos administrativos de los basileos. La elegancia de su civi-lización fue copiada e imitada durante siglos por los latinos. Las conquistas del imperio volvieron a hacer del Mediterráneo un lago romano. Bizancio frenó en repetidas ocasiones los embates del Islam. Durante el siglo xii la dinastía de los con-menios hace prevalecer Constantinopla como uno de los prin-cipales centros de la política europea. Bizancio tuvo grandes emperadores, ilustres hombres de Estado, hábiles diplomáti-cos, generales victoriosos. Sus empresas militares no sólo am-pliaron en repetidas ocasiones sus dominios sino que salvaron varias veces a Europa. Frente a la barbarie del Este y del Oeste, Constantinopla fue el centro de una civilización admirable, la más refinada y elegante de la Edad Media. Sus soberanos no sólo protegieron la cultura y las artes, sino que ellos mismos las cultivaron. Educó al Oriente eslavo y asiático, cuyos pueblos le deben religión, lengua literaria y formas de gobierno. La in-fluencia de Bizancio se extendió por Occidente, que se benefi-ció intelectual y artísticamente en muchos órdenes. Fueron modelados por Bizancio muchos de los pueblos que hoy habi-tan el Oriente de Europa, y la Grecia actual le debe más a Bizancio que a la Atenas de Pericles y de Fidias.

Más tarde Maurice nos vuelve a mentir cuando le pedimos que nos lleve a la puerta dorada y, en otro lugar que prohíbe estacionarse, se detiene para que podamos ver la supuesta puerta del emperador Teodosio. Al día siguiente volvimos al sitio y nos dimos cuenta de que esa supuesta puerta estaba a escasos quinientos metros de distancia de la auténtica, con su arco del triunfo de triple arcada, pero él no lo sabía porque no forma parte de su historia, apenas nacida en 1453, cuando Me-meth ii derribó las murallas de Constantinopla gracias al cañón más potente de la época, que no debió ser muy distinto al que dejó sus huellas en la Acrópolis de Atenas. Es decir, en el mo-mento en que Constantinopla se desplomó definitivamente. Es cierto que ya antes la habían empezado a destruir los piadosos comerciantes genoveses, venecianos y pisanos que saquearon y profanaron Hagia Sophia y se robaron de la ciudad, entre otras obras de arte, los caballos que hoy adornan la plaza de San Marcos en Venecia, pero el punto final de Constantinopla lo

escribió el cañón del turco. Posteriormente la urbe fue rebau-tizada de manera realmente singular. Los griegos llaman a Constantinopla “i poli” porque de esa manera abrevian su nombre: Konstantinúpoli. Istanbul viene de la forma como los turcos oían a los griegos hablar de Constantinopla. Ir a Cons-tantinopla en tiempo pasado es “pígame stin poli” y al oído turco eso le sonaba a “istinboli”, que derivó en Istanboli y, más tarde, en Istanbul. Esta información se la debo a Kleri, una amiga de Philareti de la que sólo conozco el nombre. Más tar-de otra amiga, también lectora de griego clásico, me sugirió cambiar “pígame stin poli” por “eis ten polis”. Añado esta ver-sión, cuya fonética me suena más próxima a Istanbul. Pero ahora tengo una tercera versión, proporcionada por otro ami-go: “eis ten polin”, que quiere decir “hacia la ciudad” y que también incluyo porque se acerca a la fonética de Istanbul. Como mi ignorancia del griego clásico es total dejo las tres versiones porque a fin de cuentas no importa cuál sea la más próxima a la realidad, pues de lo que aquí se trata es de consig-nar el peculiar origen del nombre actual de Istanbul.

La tomadura de pelo de Maurice halló su punto culminante cuando le pedimos que nos llevara a ver los muros todavía en pie del palacio del Porfirogéneta y nos dijo, sin turbarse, que ya no quedaba nada. Los encontramos al día siguiente, a unos pasos de la iglesia de San Salvador en Chora, en donde se ha-llan unos de los mosaicos bizantinos más bellos que se pueden ver en Constantinopla.

El palacio del Porfirogéneta es la única construcción civil bizantina todavía visible. Esta situado entre el palacio de las Blaquernas (que en sus orígenes es un barrio griego de Roma) y la puerta de Adrianópolis. Según los historiadores no es de Constantino Porfirogéneta, hijo de Miguel viii Paleólogo, que echó a los latinos de Constantinopla en 1261, sino una obra de mediados del siglo xiv, pero esta opinión es difícil de admitir por el sentido común: su estructura remite a las construcciones romanas, como el acueducto de Valente, en donde alternan, en total armonía, los ladrillos y la piedra, y la arquitectura del imperio bizantino del siglo xiv ya está muy lejos de sus oríge-nes romanos. Haya o no pertenecido a Constantino Porfirogé-neta, su belleza no impidió a los turcos convertir el antiguo patio del palacio en un estacionamiento de autobuses al servi-cio de la muchedumbre entregada al turismo, y lo que queda de su estructura no puede ser apreciado en su totalidad debido a los altas bardas que lo cercan. G

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El vuelo de la gallina*Empar Moliner

He recibido el informe anual sobre el sexismo en los medios de comunicación que ha elaborado el Instituto Catalán de la Mujer. Para tratar de entenderlo, llevo toda la mañana visionando, una y otra vez, el video de los anuncios que consideran vejatorios. Y, por favor, no crean que al sugerir mi incapacidad de comprensión estoy perpetuando el rol machista de la mujer intelectualmente incapaz. Es que a veces me cuesta distinguir el feminismo primigenio de la Sección Femenina.

Uno de los anuncios es el de los yogures desnatados Pascual. En él, la puerta de cristal de un edificio se abre horizontalmen-te cada vez que entra una mujer. Pero, al entrar la que toma el yogur, debido a su figura esbelta, la puerta se abre menos. Digo yo que lo sexista es estar delgada. Otro de los anuncios es el de Balay. Se ve a una chica leyendo, bebiendo agua y paseando por la playa, mientras un señor, que simboliza la marca, le pasa las páginas del libro, le saca agua del pozo o le recoge las sandalias: para “hacerle la vida más fácil”. Según el informe, lo sexista es que en el spot “se otorga a la mujer la responsabilidad de las tareas domésticas”. La chica no parece una esposa. Pero admi-tamos que sea sexista el simple hecho de que en un anuncio se le ofrezca una nevera a una mujer, aunque la mujer viva sola. No se me ocurre qué hacer. Si intercambiamos los personajes y es ella la que saca agua del pozo y la que le recoge los zapatos a él, ¿no parecerá que perpetúa el rol de criada del hombre? ¿Y si ponemos a dos hombres? Entonces, habrá quien diga que la mujer es invisible y no sale representada en los anuncios. Si ponemos a dos mujeres será peor, porque se podrá alegar que las cuestiones de electrodomésticos se dirimen exclusivamente entre nosotras. Si ponemos a dos y hombres y a dos mujeres nos cargamos la idea del spot, en el que el personaje principal disfruta de la soledad. Sin embargo, de todo el informe, uno de los anuncios sexistas más pintorescos es el de Amena. En él, Robin Hood, sentado en un árbol, salva de una cuota telefóni-ca abusiva a una usuaria del móvil. Supongo que es el hecho de que un hombre salve a una mujer lo que les parece incorrecto. Pero ¡Robin Hood robaba a los ricos para darlo a los pobres! Ésa es la idea del anuncio, reforzada, además, por la colorime-tría: Robin Hood iba de verde, el color corporativo de la em-presa. Es Robin Hood y no es Colombo o Marie Curie por cuestiones argumentales. ¿Qué hacemos? ¿Convertimos tam-bién en un hombre al usuario del móvil salvado por Robin Hood? ¿Sustituimos a Robin Hood por Juana de Arco? ¿Hace-mos una Robie Hood femenina?

Pero no todo van a ser anuncios. En el informe no faltan los cuentos infantiles sexistas. Como el incorrecto Marillina y sus pollitos, que he ido a comprarme enseguida. Resulta que, en este cuento, los hábitos de limpieza o aprendizaje los transmite mamá gallina, encontrándose papá gallo ausente. Claro que, en el mundo avícola, es la gallina quien enseña los hábitos de ali-

mentación, limpieza y supervivencia a los pollos. El gallo no está, porque se encuentra copulando con otras gallinas (sexual-mente liberadas). Para que este cuento no sea sexista, hay que falsear la realidad. Y yo estoy dispuesta. A partir de ahora, en los cuentos correctos serán la gallina y el gallo, juntos, quienes incuben los huevos y alimenten a los polluelos. El gallo —que, por cierto, será monógamo— irá a trabajar con la gallina. Cuando despunte el alba ambos se encaramarán al palo más alto del gallinero y cantarán, al unísono, un igualitario “¡¡qui-quiriquí!!”. Si ustedes no ven sensato contarle a los niños/niñas que los gallos incuban y las gallinas cantan al amanecer, pode-mos prohibir en los cuentos infantiles a los animales con com-portamientos sexistas. Se acabaron los/las cerditos/cerditas, los/las perritos/perritas o los/las cabritas/cabritos. A partir de ahora, en los cuentos de los/las niños/niñas sólo habrá abejas. Y hablo así porque las compañeras del Instituto Catalán de la Mujer también han tachado de sexista un informe de la Funda-ción La Caixa llamado “La familia española frente a la educa-ción de los hijos”. La razón es que en él se usan palabras como “padres”, “hijos” o “profesores” para hablar de colectivos for-mados por personas de los dos géneros. A partir de ahora, pues, todos/todas los/las queridos/queridas amigos/amigas lectores/lectoras procurarán ser correctos/correctas con los/las personas masculinas/femeninas que somos todos/todas noso-tros/nosotras y no sólo unos/unas cuantos/cuantas. G

* Empar Moliner, Busco señor para amistad y lo que surja, Barcelona, Acantilado, 2005.

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Las raíces del sueñoClaudia Benítez

Un niño tuvo un mal sueño. Soñó que caminaba descalzo sobre la nieve y el frío se le clavaba en la planta de los pies como agujas dolorosas.

Al despertar y sentir las cálidas sábanas de su cama cubriendo sus pies, tuvo una sensación extraordinaria. Decidió que ya nunca más saldría de debajo de ellas, pues no quería que sus pobres pies volvieran a pasar frío.

Ese día, como no se levantó para ir a la escuela, sus padres fueron a buscarlo a su habitación, y cando él les hizo saber lo que había decidido ellos no tuvieron más remedio que ceder ante su necedad, dejándolo que se quedara ahí, seguros de que no tardaría en cansarse de estar inmóvil.

Sin embargo, el niño aguantó más tiempo del que habrían podido imaginar, logrando adaptarse a la perfección a la vida de cama, encontrando la forma de pasar el rato sin tener que abandonarla siquiera un momento.

Así pasó mucho tiempo, tanto, que comenzaron a salirle raíces de sus pies y sus manos. Poco a poco y sin que él lo notara, ya que estaba demasiado ocupado en vivir su vida de cama, las raíces fueron creciendo, haciéndose cada vez más gruesas y nudosas, abriéndose camino entre las sábanas hasta lograr escapar de ellas y bajar por las patas de la cama.

Una noche el niño volvió a tener un mal sueño. Soñó que caminaba descalzo sobre fuego, y el terrible calor le quemaba los pies produciéndole un dolor espan-toso.

Cuando despertó, sintió que las sábanas eran brazas ardientes sobre sus pies. Desesperado, trató de quitárselas de encima, pero no pudo hacerlo, pues las raíces que salían de su cuerpo habían crecido tanto que le habían dado ya varias vueltas a la cama, enredándose las unas con las otras en un sin fin de nudos imposibles de deshacer, atando su cuerpo al mueble de la misma forma en que las raíces de un árbol lo mantienen sujeto al suelo. G

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Pasado anterior, de Salvador ElizondoPor Rafael López Giral

Pasado anterior recopila los artículos pu-blicados por Salvador Elizondo en el periódico Unomásuno entre 1977 y 1979. Reunidos por el Fondo de Cultura Eco-nómica en una edición extraordinaria, los escritos de esta obra —la última que el maestro estructurara, revisara y titula-ra en vida— son un homenaje al arte de narrar y a la fuerza de la imagen, pero constituyen también un diario personal, una declaración incondicional a la litera-tura absoluta.

Elizondo, lo deja claro, sostiene como

cualidad máxima la potencia de lo inme-diato; el exegeta del instante, el enamo-rado de Joyce, se sienta a escribir aque-llas palabras que devienen del momento. Adelanta el tema: la exploración literaria y crítica del mundo, pero acepta la con-tingencia. Nos acerca al “todo está en todo”. No guarda epifanías para los li-bros: ejercita la narración de manera despreocupada, obsesionado por trans-mitirnos lo cotidiano, lo inmóvil. El I Ching se tira una y otra vez.

La vida es prosa, el género lo trastor-

na. El formato, un artículo de opinión, un texto periodístico; el ensayo prevale-ce, nunca encasillado. La crónica y el aforismo se mezclan: terminan siendo la escritura, la palabra, el propio tema. Ha intentado cerrar el círculo.

Sólo en la parte última del fondo se busca la empatía con quien lee. Manolo Martínez se roba la plaza y descubrimos al Elizondo desbocado, brincando jerar-quías y ofreciéndonos el instante —to-dos sus instantes—, la sensación frente al acto, no la posteridad. Por su parte, el

Salvador Elizondo, Pasado anterior. México, fce, 2007.

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Revólver de ojos amarillos, de J. M. ServínPor Francisco Santillán

El signo común de nuestro tiempo es el desencanto. Bajo la sombra de ese estig-ma se han construido nuestros últimos relatos en tanto Cultura. Más aún, hartos de veleidades promisorias que tarde o temprano han fracasado, de idealismos agónicos y que en el peor de los casos están perfectamente muertos; inmersos en un mundo asfixiante en el que la ne-cedad y la estupidez imponen su perpe-tua tiranía, nos hemos recluido en una especie de solipsismo colectivo que nos proscribe voluntariamente fuera de esa red caótica, o que, a la inversa y de modo fatal, nos introduce de forma autómata e inercial al engranaje del Leviatán que todos hemos creado y que a su vez ha devenido en nuestra pesadilla comparti-da: la sociedad tal cual es. Los relatos de J. M. Servín (México, df, 1962) que se agrupan en el libro titulado Revólver de ojos amarillos están construidos a partir de una visión desencantada de la reali-dad. Ahora bien, esta experiencia no

necesariamente equivale a un estado de debilidad o depresión del espíritu; en el caso de Servín el desencanto se vuelca sabiamente en ironía. Ésta funciona como exorcismo y como punto de fuga, como espacio crítico y principio vital. Así, podemos leer en su libro cosas como: “Imaginé la cantidad de imbéciles que podría generar una gota de semen. Estoy seguro que jamás volveré a tener una erección con los roces del metro.” O “Tengo tres logros importantes en el día, no aspiro a más: mantener mi em-pleo, que nadie me sorprenda mirando las nalgas de las mujeres y no verme in-volucrado en algún incidente de trans-porte público.” La ironía subvierte el orden de las cosas, acomoda de un modo distinto los acontecimientos, anula los efectos del poder y la marginación, hace de la verticalidad de nuestro mundo, atroz y despiadado, una espiral que tien-de hacía la línea recta, hacia la horizon-talidad y da forma a un espacio transfi-

gurado por la agudeza crítica de una mirada sin concesiones.

Borges decía que no es necesario gas-tar demasiada tinta a la hora de escribir un buen cuento, es más, que resulta em-pobrecedor componer libros inmensos si tomamos en cuenta que una idea o un argumento pueden trabajarse magistral-mente en pocas líneas. Los 14 relatos de Revólver de ojos amarillos están construi-dos a partir de este criterio. De este modo, para J.M. Servín, la brevedad del relato en este libro, se vuelve tanto una exigencia estética como un principio creativo, en el que una de las principales virtudes consiste en la maestría del escri-tor para construir con una pincelada vertiginosa, un cuadro rebosante de sen-tido.

Cuentos breves y consistentes, no exceden las diez páginas ni los diez mi-nutos de lectura; dan muestra de una prosa puntual y directa, que sabe bien los artificios de su oficio y, al mismo

J. M. Servín, Revólver de ojos amarillos, Oaxaca, Almadía, 2006, 86 pp.

lector conjurado aguarda ansioso el aba-nico temático: política, cine, música, fotografía. Aquello de lo que no hay certeza sino después de escrito, porque siempre hay algo que se cuela en el ins-tante frente a la máquina. No le preocu-pa ser noticioso. El tamaño de su colabo-ración lo fascina, es del espacio de una foto, de una imagen.

Elizondo —escribe Castañón— con-sideraba que “La vida era como una larga conversación, con mis amigos, mis mujeres, mis hijos, y, sobre todo, con mis diarios”. Aquel espejo dialoga: no en busca de registrar el tránsito de la vida, sino obsesionado por asir momentos que colgar en forma de literatura. Un derivar del acto al simple gesto congela-do, de la representación a la expresión. Así parecen caer sus colaboraciones, se-guras de que no hay nada que asir, gana el movimiento, pero hay que intentar acercarse.

Sus autores favoritos aparecen como partes de un cuerpo mayor. Una necesi-dad de reiterar, además de un gusto lite-rario, una decodificación del tiempo y de la observación. Es el obseso depura-dor que busca dejarnos un cementerio impecable. Joyce, Flaubert, Mallarmé, Schwob, Valéry. Quien pule las lápidas cumple con un compromiso mayor. No es casual, nos dice José de la Colina en el prólogo de este libro, “que como a dio-ses tutelares, rindiera culto a escritores que profesaron la literatura como una suerte de sacerdocio laico”.

Estamos frente a un escritor mayor, ante un hombre de sentencias demole-doras e imperecederas, como sus imáge-nes textuales. Un hombre que se pre-ocupó por la crítica efectiva como síntoma de la salud de la literatura. Eli-zondo se horrorizaba ante el dogmatis-mo: “Pocas cualidades morales conocen la resistencia, vitalidad y la persistencia

de la estupidez doctrinaria, que es una forma de estupidez todavía más baja que la de las gallinas”. Fue un observador tan cuidadoso de la realidad que terminó interiorizándola, un explorador litera-rio, un hombre que antepuso la palabra y gozó al escudriñar todas las profundi-dades.

Cargado de un gran sentido del hu-mor, Pasado anterior es una faceta distinta que, sin embargo, se une al universo elizondiano. La mayoría de los artículos se sostienen, con enorme lucidez, en la crítica; caminan sobre las geografías hu-manas, las expresiones artísticas, los de-bates ideológicos, pero siempre desde la contemplación analítica. Lleno de re-lámpagos estrujantes y recomendaciones literarias que siembran ansiedad en el lector, este libro nos recuerda que el buen ejercicio periodístico es —en pala-bras del propio Elizondo— separar lo deleznable de lo perfecto. G

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tiempo, atrapa la atención del lector en las primeras líneas. J. M. Servín posee un tono particular, una voz propia que da indicios de una madurez progresiva y de un estilo consolidado que sólo le per-tenece a él, en tanto escritor, y que nos comparte a nosotros en tanto lectores de su obra.

Por otra parte, en sus relatos siempre hay algo que desconcierta, que incomo-da, algo que no se nos aclara del todo, una ambigüedad como un fulgor electri-zante. Si “el insomnio es una gotera del alma” —como dice Servín—, es justa-mente porque esta hendidura representa el espacio donde su escritura cobra vida; bajo esta égida se alumbra y se sitúa en una atmósfera que se debate entre la vi-gilia y el sueño, o mejor dicho, la pesa-dilla. Su libro esencialmente gravita al-rededor de dos ejes: los submundos visiblemente palpables de la ciudad de México (sólo dos de sus relatos se ubican en el barrio del Bronx, en Nueva York) en un estado de constante conflagración al desamparo y, a la vez, al cobijo de la Gran Urbe. J. M. Servín muestra una ciudad desdibujada en sus contornos, en sus periferias, en sus profundidades, una ciudad que se desborda a sí misma como una masa caótica que absorbe y pulveri-za todo a su paso: la gran madre que devora a sus hijos. Ahí, se encuentra el hombre de los márgenes, el hombre me-diocre —que de algún modo todos so-mos— el cual vive día a día bajo la más miserable de las existencias posibles, y que deambulando ante edificios incon-mensurables y lujosos, ante anuncios

espectaculares que pregonan pornogra-fía y formulas mágicas para obtener la felicidad, entre calles y más calles sin fin, repletas de basura, sabe que nada abso-lutamente le pertenece. El hombre así, perdido en el anonimato de una ciudad feroz e inmensa, vive día a día tratando de sobrevivir entre multitudes sin nom-bre en una experiencia constante de sinsentido.

Los personajes de Revólver de ojos amarillos son seres de convicciones in-ciertas, seres insomnes, atrapados en esta especie de jalea espesa que es la rea-lidad, oficinistas en el mayor de los ca-sos, que oscilan entre el pícaro y el es-perpento, alcohólicos por convicción, incansables caminantes nocturnos �les gusta caminar porque caminando se ol-vidan de sí mismos y en ese olvido fugaz se reconocen más plenamente como lo que son: un puro vacío. En sus persona-jes hay sin duda algo de absurdo y enig-mático que nos recuerda a Gregorio Samsa despertando una mañana, con-vertido, sin razón alguna, en el insecto kafkiano. Así, en varios de sus relatos contemplamos una serie mutaciones, apariciones y desdoblamientos que se disponen entre la pesadilla, la alucina-ción y la visión esquizoide.

Por otra parte, los ecos de la literatu-ra de la onda, aderezados con una visión escatología de primer orden y un agudí-simo humor negro, resuenan en la tota-lidad de su libro. Poseedor de una prosa relajada, relajienta y de un lenguaje muy cercano a lo oralidad, Servín nos mues-tra los recovecos pestilentes del hombre

citadino. Así, va de la experiencia sudo-rífica y flatulenta del viaje en metro o en microbús entre perfectos desconocidos, esperpentos excepcionales y multitudi-narios, a la caminata por los barrios ba-jos sobre un asfalto asfixiante por el ca-lor, el olor a gasolina y la putrefacción de algún animal, hasta llegar a las vecin-dades ruinosas con olor a orín y a comi-da recalentada. En pocas palabras, para J.M. Servín, la ciudad apesta.

Pero detrás de todo esto, lo que se percibe es una soledad avasallante. La existencia gris y el aislamiento del indi-viduo recluido en una ciudad con puños de acero, hormigón y pavimento, dispuesta a asestar un golpe bajo al menor descuido; poseída por un murmullo que nunca cesa: ruidos, voces, rugir de motores, etc. La ciudad despoja de nombre y ros-tro a quienes la habitan. Así, bajo la sombra del anonimato, como una pieza más en el tremendo engranaje de esta vorágine, los personajes de Servín mues-tran el extrañamiento y la alienación consecuencia de una sociedad de valores efímeros y de una vida sin horizontes claros.

De este modo, Revolver de ojos amari-llos da constancia de la interesante em-presa literaria que J.M. Servín ha em-prendido y se suma a la serie de libros que el autor ha forjado en los años re-cientes: Cuartos para gente sola (1999), Periodismo charter (2002) y Por amor al dólar (2006). G