Maertens, Thierry - Nueva Guia de La Asamblea Cristiana 05

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Thierry MAERTENS y Jean FRISQUE

NUEVA GUIA DE LA

ASAMBLEA CRISTIANA

TOMO V

NOVENO AL VIGESIMOPRIMER DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

EDICIONES MAROVA, S. L.

Viriato, 55 - Madrid-10

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Esta NUEVA GUÍA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA se publica s imul táneamente

en ocho idiomas y ha sido escri ta or ig ina lmente en francés. La t raducción ha sido real izada po r los servicios técnicos de EDICIONES MAROVA, S. L., y la por tada ha sido diseñada por TONI PEREGRÍN.

Nihil obs ta t : V. DESCAMPS, can. libr. cens.

I m p r i m a t u r : J . THOMAS, vic. gen., Tornaci , die 30 iajiuarii 1970.

Depósito legal : M. 24097.—1969 (V).

© P a r a la edición española : EDICIONES MAROVA, S. L.,

Viriato, 55, Madrid (España), 1970.

P r in t ed in Spain. Impreso en España por

GRÁFICAS HALAR, S. L., Andrés de la Cuerda, 4, Madrid, 1970.

NOVENO DOMINGO

(N. B. Primer domingo después de la Trinidad en 1970, 1972, 1975.)

A. LA PALABRA

I. Deuteronomio Este pasaje concluye la segunda parte del 11, 18, 26-28 Deuteronomio (6-11) haciendo notar el cui-1.a lectura dado con que conviene conservar el recuerdo l.e* ciclo de la ley (v. 18, repite Dt 6, 6-9) y presentan­

do los dos caminos, el de la felicidad y el de la desgracia (vv. 26-28), que se pueden tomar por la obediencia o desobediencia a la ley.

Es claro que Israel se ha comprometido decididamente a ele­gir el primero de estos caminos, el de la bendición y de la fe­licidad.

La felicidad es una bendición, porque es el resultado de la vida que Dios comunica a su pueblo, y la desgracia es una mal­dición por las razones opuestas. Esta comunicación de la vida divina está unida al amor que Dios profesa por su pueblo y que hace que este obtenga la prosperidad y el éxito (vv. 26-27; cf. Dt 23, 6; 28, 8; 30, 1). Solo queda decir que esta vida divina co­municada al pueblo ofrece un aspecto demasiado material. Pero ¿habremos de extrañarnos demasiado de ello? 1. ¿No es impor­tante descubrir que Dios quiere la felicidad de los suyos y que se propone definirla, puesto que el pueblo no puede conseguirla por sí solo? De aquí la importancia que reviste la opción del pueblo entre la obediencia y la desobediencia.

* * *

Esta forma de proponer al pueblo los dos caminos que pue­de seguir tiene algo de proclamación de partido: conmigo, la

1 S. RENNES, Le Deuteronome, Par ís , 1967, págs. 255-58.

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felicidad; sin mí, el caos. Pero la forma evoca perfectamente la importancia de la elección y del encuentro de las libertades en la mutua fidelidad2.

II. Deuteronomio Tenemos dos versiones del decálogo: esta, 5, 12-15 que pertenece a la reforma de Josías, y la 1.a lectura de Ex 20 aue se remonta a las antiguas fuen-2° ciclo tes yahvistas y elohistas, pero que fue reela-

borada por la tradición sacerdotal. Los pre­ceptos del decálogo tienen una forma y un fondo literario muy definido: se trata de un género apodíctico en el que se formula el precepto en segunda persona (no matarás) y una serie que constituye un conjunto de frases rimadas. Este género literario se distingue del estilo jurídico ordinario de Oriente, redactado en condicional y en tercera persona (si un hombre mata... será...: este es el caso más corriente en Israel).

Originariamente un enunciado apodíctico tiene un carácter absoluto y pretende representar una voluntad que no admite discusión (de Dios o del legislador). Su forma es tan absoluta que no se detiene en las sanciones o en el análisis de los casos particulares, de las excepciones o de las consecuencias.

* * *

a) El extracto del decálogo reproducido en el leccionario de este día se centra en la observación del sábado. Es el único texto del Deuteronomio que habla de esta observación, sin duda porque en su época no planteaba ningún problema. Contraria­mente a la legislación de Ex 20, el Deuteronomio une el sábado al acontecimiento de la liberación de Egipto, lo cual está den­tro de la lógica de su espíritu (de Di), que se preocupa por ha­cer que el pueblo viva los acontecimientos principales de su historia salvadora.

o) El texto del Deuteronomio es especialmente importan­te: establece el descanso para todas las categorías sociales, des­de el jefe de familia hasta el extranjero. En este sentido no hace más que reproducir la prescripción ya conocida por el Código de la Alianza, de la cual toma hasta los términos mis­mos. Pero es evidente que, al prescribir el descanso, no se fija tanto en asegurar el bienestar del jefe de familia como en el de los subalternos: servidores, bestias y extranjeros. La orien­tación social de este texto es evidente. En la época del Deutero­nomio se manifiesta en el pueblo una notable evolución social. Los antiguos pequeños propietarios son desbordados por la bur­guesía de las ciudades y se han visto obligados a alquilarse o a

2 Véase el tema docrinal de la obediencia, en este mismo capítulo.

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venderse como esclavos para poder sobrevivir. La ley toma pre­cauciones para asegurar a los esclavos un estatuto de vida un poco más digna, reservándoles un día de descanso a la semana.

De disposiciones de este tipo es donde ha nacido la concep­ción de los trabajos serviles. Ciertamente, se prohibe trabajar al jefe de familia y al propietario, pero esta prohibición se orienta principalmente al descanso de los esclavos de la ha­cienda.

Esta actitud social está muy en la línea de las prescripcio­nes generales de la ley y es un índice de la mentalidad deute-ronómica. El texto que analizamos ofrece un interés especial; si­túa esta reforma social del sábado bajo una óptica religiosa: "tú has sido esclavo en Egipto y Dios te liberó de tu esclavitud; haz lo mismo con tus propios esclavos, liberándolos un día a la semana". Asistimos así a una releetura de la prescripción legal del descanso físico a la luz de la experiencia histórica del de­sierto: se libera a los esclavos del trabajo un día a la semana para proclamar la liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto. Desde este momento, el descanso cobra una densidad nueva: ya no es meramente una cesación del trabajo por sí misma, como en la primera etapa, sino que se convierte en un rito por el que se manifiesta el propio estatuto de hombres liberados de Egipto. De igual modo, este descanso se centra prin­cipalmente en las obras serviles porque estas son más repre­sentativas de la esclavitud de Egipto que las demás ocupacio­nes de un jefe de familia o de un propietario.

De todas las espiritualizaciones que el Deuteronomio ha he­cho sufrir a la liturgia de su tiempo, debemos reconocer que esta es la más profunda. Ya el documento yahvista había co­nectado el descanso sabático a un acontecimiento del desierto, pero lo hacía aún de un modo negativo. El Deuteronomio, en cambio, cataliza en torno al descanso de las obras serviles la conciencia de un pueblo que se jacta de haber sido liberado de Egipto y se goza mostrándolo, al liberar a sus miembros infe­riores de todo trabajo, un día por semana3.

III. 1 Reyes 8, 41-43 Una vez que Dios tomó posesión de su Tem-1.a lectura pío mediante la aparición de la nube (1 Re 2° ciclo 8, 1-11), Salomón dirigió al pueblo un bre­

ve discurso recordando la significación de esta dedicación (1 Re 8, 14-21). Seguidamente hizo una oración de acción de gracias. La redacción en que se nos ha conservado es netamente de inspiración deuteronómica (siglo vi). Adopta un

* Véase el tema doctrinal del sábado y del domingo, en este mismo capítulo.

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esquema clásico de la eucaristía judía: la acción de gracias a Dios por su benevolencia (v. 23), la anamnesis del cumplimiento de las promesas (v. 24), una larga epiclesis en forma de múltiples peticiones (vv. 25-40) y, finalmente, la conclusión doxológica (vv. 52-61). Los vv. 41-50 constituyen una serie de complemen­tos añadidos a la oración real después del exilio.

La oración de Salomón pone en evidencia la vinculación de toda oración con el Templo y la mediación necesaria de este úl­timo para poder llegar a Dios. Los versículos leídos este día en la liturgia consiguen unir el ideal universalista con el respeto al Templo. Afirman, en efecto, que la mediación del Templo no alcanza solamente a los que vienen a orar dentro de sus muros: basta volverse hacia él, desde cualquier parte de la tierra, y tam­bién el extranjero puede gozar de esta mediación si se vuelve con fe hacia el templo de Sión, porque Dios es Dios para todos, judíos o extranjeros, publícanos o fariseos.

De este modo, el hebreo toma conciencia de que no puede en­contrar a Dios sin un intermediario. Pero este Templo es aún demasiado material y demasiado localizado. Cristo, presentán­dose como el Templo de la Nueva Alianza (Jn 2, 18-21), mantie­ne la mediación que toda oración requiere (cf. Jn 16, 24-26), pero al atribuirse el monopolio de esa mediación libera a la oración humana de toda vinculación al Templo o a un lugar determinado (Mt 6, 5-8; Jn 4, 21-23). La mediación de Cristo se realiza por el modo en que el que ora se une a la voluntad de Cristo, hasta el punto de prestar, en cierto modo, sus labios a la oración de Cristo y del Espíritu del Padre (Rom 8, 26-27). La asamblea eu-carística, por ser el Cuerpo de Cristo, es también la mediadora obligada de la oración de los cristianos, y lo es en la medida en que su fe reconoce en ella el lugar en donde "reside el nombre del Señor" en el cumplimiento de su voluntad y la mediación de su sacrificio.

IV. Romanos Pablo ha terminado de pintar el cuadro pesi-3, 21-25, 28 mista de la Humanidad entregaba a sí misma. 2.a lectura Esboza ahora la parte positiva de su carta: la l.er ciclo revelación de la salvación en Jesucristo (Rom

3, 21). Está constituida unas veces de observa­ciones kerigmáticas, otras de análisis y de demostraciones. Los primeros versículos (Rom 3, 21-31), de donde está sacado el pasaje de este día, son, evidentemente, en cuanto al estilo y a las ideas, una "proclamación solemne", aun cuando algunas in­tervenciones entrecortan el discurso. Es decir, que se puede es­perar encontrarse en este pasaje con expresiones y nociones

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muy importantes, pero no necesariamente desarrolladas: jus­ticia (vv. 21-28), redención (v. 24), propiciación (v. 25), fe sin obras (vv. 27-28).

* * #

a) La justicia de Dios es, en primer lugar, un aconteci­miento ("y ahora", v. 21). Ya en el Antiguo Testamento' ("Moisés y los profetas" del v. 21) la justicia de Dios designaba no tanto su juicio sobre los buenos y los malos como su fidelidad a la Alianza y su preocupación porque esta triunfe, aunque sea por misericordia y perdón. Así comprendida la justicia de Dios (v. 21) se opone a su cólera (Rom 1, 18), que no sería más que destructora de la Alianza. Pero "ahora", es decir, en la era escatológica en que vivimos, la justicia se ha manifestado de­finitivamente en Jesucristo, el primer hombre testigo de la "justicia" de Dios y que supera, gracias a ella, sus límites de muerte y de egoísmo; siguiendo a Jesús, todos los que creen en El pueden vivir de la misma justicia (v. 24).

b) Esta justicia de Dios se manifiesta en Cristo en la cruz (vv. 24-25) y más especialmente en la redención llevada a cabo en esa cruz 4. La redención es la forma mediante la cual Dios ha manifestado ya su justicia "rescatando" a los hebreos, a pesar de ser pecadores, de su cautividad en Egipto (Dt 5-6), "rescatándoles" después del destierro en Babilonia adonde les habían llevado sus faltas (Is 41, 14). Pero todo eso ha sucedido en el pasado (vv. 25-26a); hoy Dios acomete la empresa de res­catar al hombre de la muerte misma, lo mismo que Jesús resu­citado (Rom 8, 23), y del pecado, proporcionándole, en la co­munión con Cristo, la posibilidad de vencer al pecado (CoZ 1, 13-14; Ef 1, 7). De hecho, la redención corresponde a la justicia de Dios, que es ese acto de Dios que lleva al hombre a la su­peración de sí mismo, de sus limites y de sus alienaciones, de su pecado y de su muerte, a la que puede pretender alcanzar desde que vive con el Dios de Jesucristo.

c) ¿Cómo ha realizado Dios esa "redención" de los hom­bres? Pablo responde a esa pregunta en el v. 25 haciendo de Cristo el "instrumento de propiciación". No se sabe si Pablo piensa de manera explícita en el ritual de la fiesta de la Expia­ción, en la que el sumo sacerdote derramaba la sangre de la víctima sacrificada sobre el "propiciatorio del Arca (Lev 16, 13), o si entiende la palabra "propiciatorio" en sentido general de aplacamiento de cólera de Dios5. De hecho, parece que, so pena de hacer de Dios un ser sanguinario, cuya cólera no se aplaca sino a la vista de la sangre, hay que inclinarse por la primera de las dos posibilidades. En el día de la expiación el

4 K. WENNEMER, "Apolutrósis Romer 3, 24-25", An. Bibl. 17/18, I, 1963, págs. 283-88.

5 L. MORRIS, "The Meaning of Has tér ion in Romans III , 25", N. T. St., 1955/56, págs. 33-43.

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pecador era "rescatado" porque la sangre (símbolo de la vida) de la víctima era puesta directamente en contacto con Dios sobre el propiciatorio. En cierto modo se daba una especie de cambio de vida y de renovación de la vida del pecador al con­tacto con Dios. Cristo es propiciación no porque se ofrece a la cólera de su Padre, sino porque es el lugar propiciatorio en que la sangre (la vida) humana está en contacto permanente con Dios, ¡comprendida la muerte! La idea de Pablo no es que Dios haya detenido su cólera a la vista de la sangre de su Hijo, sino que no ha revelado plenamente su justicia (es decir, su perdón) hasta el día en que la vida del hombre se ha unido a la de Dios en el Hombre-Dios. La sangre del v. 25 no es, en primer lugar, signo de muerte, ni tampoco signo de venganza divina duramente saciada: es, lo mismo que en el Antiguo Tes­tamento, signo de vida renovada por Dios, restaurada y per­donada.

d) Esta redención o esa expiación se realiza de manera ab­solutamente gratuita. Eso es lo que explica Pablo al oponer las obras de la ley a la fe sola (vv. 27-28) 6 para responder a la pregunta sobre la forma en que el hombre puede beneficiarse de la manifestación de la justicia de Dios en Jesucristo.

Para comprender esa posición hay que recordarse de que Pablo disocia justificación y salvación (cosa que no hacía el judaismo). Para él, la justificación se ha producido ya en Je­sucristo, mientras que la salvación (y el juicio de Dios) está reservado para el final de los tiempos (Rom 5, 9). Para benefi­ciarse de la justificación, no sirve ninguna obra de la ley; solo la fe permite llegar hasta ella (v. 30; cf. Gal 2, 16; Rom 4, 5). Por el contrario, para beneficiarse de la salvación final son necesarias las obras (Rom 8, 3-4; 14, 10; 2 Cor 5, 10; Col 3, 25; cf. 1 Cor 15, 9-10; Ef 2, 8-10). La vida cristiana es, en efecto, una actividad rica en obras gracias a la compenetración de la acción divina y de la acción humana, compenetración que ga­rantiza la gratuidad de la salvación, pero de una forma distinta de la gratuidad absoluta de la justificación.

V. 2 Corintios 4, 6-11 Continuación de la apología que Pablo 2.a lectura hace de su ministerio. Había sido objeto 2° ciclo de desprecio y sus numerosas debilida­

des, así como sus frecuentes fracasos, se habían achacado al hecho de que no era apóstol. Pablo se ha ocupado primero de mostrar la gloria del ministerio cristiano (2 Cor 3, 4-4, 6), y ahora puede pasar al problema de las debi­lidades de su apostolado y mostrar que estas no solo no empa-

s S. LYONNET, "Gratuité de la justification et gratuite du salut", An. Bibl., 1963, 17/18, I, págs. 95-110.

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ñan sus títulos de gloria, sino que constituyen incluso una ga­rantía de participación en el misterio pascual de Cristo.

# # *

a) La antinomia de la vida apostólica7 proviene de que en el apostolado confluyen la potencia que Dios otorga al apóstol y la debilidad del hombre encargado de esta misión divina. Pablo ha podido tomar algunas de sus antítesis de los modos de expresión estoicos, pero los acomoda a su objetivo. Parte de una antítesis entre la debilidad de la vida apostólica y la fuer­za de Dios que contrasta con esta debilidad (vv. 7-11). Segui­damente pasa a otra antítesis, en la que opone la debilidad de su apostolado y la pretendida fuerza de los corintios (v. 12).

b) Pero la antinomia de la vida apostólica no es más que una aplicación especial de una antinomia más radical que se extiende a toda la vida cristiana: la muerte y la resurrección de Cristo (vv. 10, 11, 14). El apóstol, como todo cristiano, par­ticipa en la muerte de Cristo mediante sus fracasos y sufri­mientos; participa en la resurrección de Cristo por el éxito de su misión y la vida que su ministerio hace nacer en los demás.

* # #

La contradicción que Pablo ha experimentado en su vida apostólica aparece de nuevo en las pruebas de la Iglesia actual. Esta vive en un mundo que tiene el gusto de la muerte: la muerte de Dios y la muerte del hombre; la desmitización y la desacralización. En este mundo tiene la Iglesia que anunciar la vida. Debe mostrar al mundo, simultáneamente, el auténtico rostro de Dios y el auténtico rostro del hombre en Jesucristo, debe mostrarlos a los que creen que Dios está tan oculto que ni siquiera tiene la posibilidad de hacerse ver.

Es verdad que la Iglesia, a veces, reproduce muy mal el ros­tro de Dios y el rostro del hombre; por ejemplo, cuando no de­fiende suficientemente al hombre torturado y humillado. Gran­deza y debilidad de la Iglesia, parecidas a las de Pablo: aunque existe un rostro, está fatalmente limitado, y los que lo miran con insistencia acaban por deformarlo. Se querría que este ros­tro fuese tan inmutable como el Dios a quien refleja, y, sin em­bargo, está siempre en movimiento continuo, en constante transformación. Se querría que este rostro hablase, pero guar­da silencio, buscando un lenguaje comprensible para el hombre de hoy..., descubriendo, por otra parte, que el silencio consti­tuye a veces el único modo de presencia posible.

T L. CERPAUX, "L'Antinomie paulinienne de la vle apostolique", Rech. Se. Reí, 1951, págs. 221-35. Véase también el tema doctrinal del crecimien­to en la debilidad, en el domingo decimocuarto después de Pentecostés.

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Rostro contradictorio el de la Iglesia que conoce el pecado y anuncia la misericordia, que toma parte en el trabajo de los hombres y, sin embargo, vive la presencia de Otro, testigo de la fidelidad de Dios, y, sin embargo, hecha con la fidelidad bien precaria de hombres y mujeres que no son ni santos ni héroes8.

VI. Gálatas 1, 1-2, 6-10 Cuando escribe a los gálatas, hacia fi-2fl lectura nales del año 57, Pablo ha pasado ya 3.er ciclo dos veces por esa región (Act 16, 6; 18,

23). La primera vez la acogida había sido entusiasta, pero la segunda vez fue más reservada: algu­nos judaizantes habían venido, entre tanto, a predicar otro Evangelio (Gal 1, 8-9) basado más sobre la ley que sobre Cristo y habían puesto en tela de juicio la autoridad personal de Pa­blo (Gal 5, 1, 13).

Pablo no había podido quedarse en Galacia el tiempo sufi­ciente como para destruir esa crisis a la que los gálatas resis­tían débilmente (Gal 1, 6; 3, 1; 4, 17; 6, 12); por eso les envía una carta bastante dura en cuanto ha podido disponer de tiem­po para ello.

El encabezamiento de esta carta resume muy bien su plan y su objetivo: Pablo defenderá su apostolicidad (v. 1) y el con­tenido de su Evangelio (v. 4).

* * *

a) Los judaizantes llegados a Galacia detrás de Pablo po­nían en tela de juicio su apostolicidad. Para ellos, sin duda, no había más apóstoles auténticos que los Doce que residen en Jerusalén. Ahora bien: Pablo no forma parte de ese colegio y, por añadidura, al menos a sus ojos, no ha recibido su misión más que de la comunidad de Antioquía (Act 13, 1-3) o de Bernabé (Act 11, 25-26). Pablo no niega la intervención humana en la orientación de su vocación, pero reivindica su origen divino. El criterio de este último es el vinculo que une la resurrección de Cristo y el ministerio de Pablo (v. Ib): en efecto, ha sido a Cristo resucitado a quien ha visto en el camino de Damasco (Act 9, 1-19; 22, 5-6; 26, 10-18; Gal 1, 12-17; 1 Cor 9, 1; 15, 8). Pablo modifica así el concepto que los Doce tenían de su apos­tolicidad: su cargo apostólico no es en primer término misio­nero, sino judicial: han sido llamados a juzgar a las tribus en el momento en que el Reino se inaugure (Mt 19, 28; Le 22, 30; Act 1, 15-26) y esperan, acuartelados en Jerusalén, la inau­guración cuasi milagrosa de ese Reino, sin preocuparse mucho

8 H. DENIS y J. FRISQUE, L'Eglise d, l'épreuve, París, 1969.

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del apostolado universal. Consideran, finalmente, que para for­mar parte de su grupo se requiere haber servido a Jesús de Na-zaret desde los comienzos de su vida pública (Act 1, 16-26), y no solo ser testigos de su resurrección.

Pero el Reino no llega conforme al proceso previsto por los Doce; está ya allí desde la resurrección de Cristo y no es, en absoluto, necesario esperar la vuelta del Señor para actuar como miembro del Reino. Por eso el papel judicial de los Doce pierde su consistencia y Pablo no tiene dificultad alguna en oponerle el papel misionero universal. Además, a qué viene exigir que el apóstol haya vivido al lado de Jesús de Nazaret: solo la resu­rrección es decisiva, puesto que constituye el momento inaugu­ral del Reino universal. Al relacionar su ministerio con la resu­rrección de Cristo, Pablo introduce una noción nueva de la apostolicidad, deslindada de las limitaciones impuestas por la escatología judía, consciente de su misión universal y encar­gada de revelar al mundo la presencia actual del Reino de Dios en su seno.

o) El Evangelio (61 veces aparece en San Pablo) es una expresión típicamente paulina9 y, más aún, la expresión cua­lificada de "el Evangelio de Cristo" (v. 7). La predicación de Jesús se centraba exclusivamente, al menos en los sinópticos, en el "Reino de Dios"; era, por tanto, esencialmente teocéntri-ca y escatológica. En San Pablo, la predicación se centra en Cristo: Dios sigue actuando, pero, sobre todo, como Autor de revelaciones apocalípticas que han permitido a Pablo construir su Evangelio (1 Cor 2, 10; 2 Cor 12, 1; Gal 1, 16; 2 Tes 1, 7), y este tiene como objeto a Cristo.

Con otras palabras, Pablo percibe la actuación de Dios en su Evangelio: precisamente por este último la llamada de Dios (v. 6) y su gracia (aquí: el don de la fe) son ofrecidas a los hombres. Hasta el punto que abandonar este Evangelio impli­ca automáticamente la pérdida de la fe y de la vocación. Pablo ve a Cristo como objeto de este Evangelio, pero hay que com­prender bien este objeto: no se trata solamente de un conte­nido ("el Cristo predicado"), sino de una fuerza que actúa (cf. Rom 1, 16; 1 Cor 1, 18; 2 Cor 5, 20). De igual modo, alejarse del Evangelio de Pablo significa atacar al mismo Cristo (v. 7).

c) Pablo, instrumento de este Evangelio venido de Dios por medio de Cristo, se presenta como siervo de ese mismo Evan­gelio (v. 10). Los verbos que emplea para situar su papel de evangelizador son característicos: ha "recibido" como una tra­dición (1 Cor 11, 23-25; 15, 1) y ha "aprendido" como una en­señanza (v. 12; términos técnicos de las escuelas de sabiduría judía). Pero, sobre todo, el siervo ha sido investido de una mi-

* A. GOFPINET, "La Predication de l'evangile et de la croix dans l'építre aux Galates", Eph. Th. Lov., págs. 395-422.

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sión por "apocalipsis" o "revelación" (v. 12; cf. Ef 3, 1-2; Col 11, 3-4), siendo Cristo el objeto de esa revelación.

El apóstol, por tanto, no recibe de Cristo ni de los otros após­toles una tradición o una enseñanza, sino que recibe una re­velación de la cual solo Dios puede tener la iniciativa. El con­tenido de esta revelación no es la vida terrestre de Jesús, ni las normas de la vida cristiana (esto lo "recibirá" Pablo de las comunidades primitivas), sino que es lo que solo Dios puede re­velar: el misterio de muerte y resurrección de Cristo en el que Dios ha colocado la salvación del mundo (Gal 1, 1-5) y la vo­cación especial de Pablo a anunciar este misterio a los paganos (v. 6). Atacar esta última parte del contenido de su Evangelio, como hacían los judaizantes, significa, por tanto, poner en tela de juicio el carácter apocalíptico de su Evangelio.

VII. Mateo 7, 21-27 El cap. 7 del Sermón de la Montaña com-evangelio prende, en su estadio de redacción pre-l.er ciclo evangélica, tres advertencias (7, 1-2; 7,

15 y 7, 21) seguidas cada una de ellas de una ilustración (respectivamente, 7, 3-5; 7, 16-20 y 7, 24-27). La parábola de las dos casas (vv. 24-27) Ilustra, por su parte, la recomendación del v. 21 ("poner en práctica"). Los vv. 22-23, que, por lo demás, no figuran en la versión de San Lucas (Le 6, 46-49), recargan evidentemente el texto original y proceden de otro contexto10.

Este conjunto encuentra su homogeneidad en torno a la pa­labra "hacer" o "poner en práctica". Por otro lado, esta unidad puede soportar algunas diferencias de detalle: en el v. 21, lo que hay que "hacer" es la voluntad del Padre; en los vv. 24 y 26, son las "palabras que acabo de deciros". De igual modo, el prin­cipio enunciado en el v. 21 contrapone "decir" y "hacer" (tema de la parábola de los dos hijos: (Mt 21, 28-30), mientras que la parábola de las dos casas apunta hacia la oposición entre "en­tender" y "hacer". Estas oposiciones no son muy graves, pero parecen indicar que el v. 21, con su estructura "esto no es..., sino que es..." (cf. Mt 5, 20; 18, 3), y la expresión "Padre, que estás en los cielos" (Mt 10, 32, 33; 12, 50; 15, 13; e t c . ) , ha sido profundamente retocado por el mismo Mateo.

• • •

La parábola de las dos casas es un excelente testigo de las preocupaciones catequéticas de Mateo. No se limita a reprodu­cir las palabras de Jesús, sino que conserva especialmente todo

14 J. DUPONT, Les Beatitudes. I, Les Deux versions du sermón sur la montagne et les beatitudes, 2.a ed., Bruges, 1958, págs. 167-69.

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lo que puede hacer que esa enseñanza influya en la vida. En esto es un eco de la comunidad primitiva, en viva reacción con­tra toda pertenencia formalista al Reino y contra una fe sin las obras (Sant 1, 22-25; Mí 5, 17).

Este espíritu concreto y moralizador explica la inserción pos­terior de los vv. 22-23. Si la idea fundamental viene de Cristo (cf. Le 13, 26-27), Mateo le da, por su parte, una forma particu­lar que apunta, sin duda, a ciertos personajes de la comunidad primitiva, espléndidamente provistos de carismas, pero caren­tes de la más elemental "práctica" moral (recuérdese la situa­ción bastante similar de Corinto: 1 Cor 12-13). Mateo está así en plena reacción contra el formalismo legalista de ciertos me­dios paganos: no hay religión cristiana que no sea vida y com­promiso concreto. La imagen de la roca se encarga, en su plu­ma, de expresar ese alcance concreto de las exigencias cris­tianas u.

# # *

No es propio del Evangelio que los cristianos queden frustra­dos. Ellos saben lo que quieren, y hablan, en su nombre, de jus­ticia, de hambre, de paz... Pero no tienen el método de análisis de las situaciones que les permitiría comprometerse eficazmente y tan seriamente como los hombres formados en el método mar-xista.

Cuántos profetas hay entre los miembros del Pueblo de Dios que hablan mucho en nombre del Evangelio (v. 22), pero se opo­nen a un compromiso político por falta de método de análisis y bajo pretexto de que la Iglesia, en cuanto tal, no hace política. Estos charlatanes son inútiles en el Reino (v. 24). No construyen sobre la roca y no conocen la solidez de Dios, nuestra roca.

VIII. Marcos 2, 23-3, 6 La tradición sinóptica conserva uná-evangelio nimemente estos ecos de la lucha de 2° ciclo Jesús contra las falsas concepciones del

sábado. Pero las diferencias de redac­ción entre los distintos evangelistas son bastante importantes y dejan aparecer interpretaciones diferentes. Mateo reproduce, sin duda, la tradición más próxima del incidente y las discu­siones a que dio lugar. Marcos se preocupa, sobre todo por la adición de los vv. 2, 27 y 3, 5, de adaptar el problema y su solución a un medio ambiente no judío12. En Mateo hay un color local y más alusiones a las polémicas habituales del ju­daismo ("aquí hay algo más que el Templo", o el argumento

11 Véase el tema doctrinal de la obediencia, en este mismo capítulo. 13 F. GILS, "Le Sabbat a été fait pour l'homme", Rev. Bibl., 1962,

págs. 506-23.

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a fortiori de Mt 12, 11-12); en Marcos, en cambio, hay una perspectiva más universal (sobre todo vv. 2, 27 y 3, 4) y un desafío, más claro que en otros lugares, a la legislación judía. (Cf. el liberalismo de 2, 27 y la violencia de 3, 5.)

El comentario de este Evangelio se centrará, por tanto, en la tradición primitiva común a los sinópticos y, después, en el pensamiento particular de San Marcos.

* * *

a) Los apóstoles y Cristo son descubiertos por los fariseos en delito flagrante de violación del sábado. Esta violación aten­ta contra el día sagrado en dos de sus características esencia­les: el descanso y la libertad. Los discípulos violan el primero al "recoger unas espigas" (vv. 23-25); Cristo viola la segunda dando la libertad a una persona aprisionada por una enferme­dad (vv. 1-5). De hecho ni los discípulos ni Cristo han violado una prescripción propiamente dicha de la ley. Los discípulos violan solamente una norma de la Misna (Sabbath 7, 2, una de las treinta y nueve actividades prohibidas por el judaismo) y tienen a su favor un precedente en la Escritura (v. 25; cf. 1 Sam 21, 2-7); en cuanto a Cristo, Este se limita a llevar hasta las últimas consecuencias lógicas la doctrina del Deute-ronomio que obligaba al judío a liberar al esclavo de todo traba­jo el día del sábado (v. 4; cf. Dt 5, 12-15).

La polémica se sitúa, pues, dentro del mundo judío: el le-galismo de los fariseos ¿es un medio para observar la ley y para alcanzar la voluntad del Padre, o, por el contrario, no lo es? Cuando Cristo declara, en Mt 12, 6, que El es más que el Templo, y en Me 2, 28, que El es Dueño del sábado, afirma po­seer el derecho, por su misma misión, de poner en cuestión las precisiones legalistas, aun a costa de una desacralización tan clara como la de los panes de la proposición (v. 25), siempre que estas precisiones violen la intención del legislador.

b) Marcos difumina los elementos de la discusión sobre el legalismo: no reproduce nada de Mt 12, 5-6, ni de Mt 12, 11-12. Pero añade dos elementos significativos: una nota sobre la có­lera de Jesús ante el endurecimiento de los farisos (v. 5) y, so­bre todo, la sentencia del v. 27: el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado. Se abandona el terreno de las polémicas judaicas para situarse en el plano de la persona (cf. Gal 3, 23-29). Marcos inserta esta doble discusión sobre el sábado al final de un pasaje en el que, por tres veces, Cristo se enfrenta con los fariseos sobre el mismo problema: a propó­sito del perdón (Me 2, 5-12), de las relaciones con los pecadores (Me 2, 13-17) y del ayuno (Me 2, 18-22). Se llega, pues, al tér­mino de un conflicto ya muy antiguo y cuyo desenlace no po­día tardar.

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En la pluma de Marcos 13, la dureza de corazón (v. 5) desig­na la incapacidad para penetrar ciertas significaciones porque, por su naturaleza, estos signos solo son accesibles para el espí­ritu humano si este se abre a Dios (Me 4, 12; 7, 17-18; cf. 8, 11-13). Replegado sobre sí mismo, el hombre concede al sábado y a la ley en general un valor absoluto: esta concepción co­rresponde a la "carne" en la teología paulina. Pero el hombre abierto a Dios realiza en sí mismo el "sí" a la iniciativa divina y conoce así la medida del sábado y de la Ley: sabe servirse de ella, pero nunca se deja esclavizar por ella. El Espíritu lo ha liberado de la observación de los "días" (Gal 4, 10). A este hom­bre alude Marcos en el v. 27.

# * #

Siempre que el hombre emprende con sus solas fuerzas su salvación absolutiza y sacraliza los medios que, en su opinión, pueden conducirlo a esa salvación, y excomulga o suprime a todo aquel que le quita su seguridad relativizando esos medios. Esta es la actitud de los fariseos ante aquel que pretende disponer del sábado. ¿En qué se convierte entonces la libertad del hom­bre y su liberación?

Pero si un hombre acepta el don del Padre y responde a él con un "sí" sin reservas, su salvación no está a la merced de los medios externos, sino que está ligada al encuentro entre la iniciativa de Dios y la fe del hombre. Este hombre existe. Se llama Jesucristo.

Consiguientemente, todo hombre capaz de percibir el don que Dios le ha dado y que intenta responder a ese don con una fidelidad incondicional participa en este dominio del sábado: este, una vez desacralizado, pierde su valor absoluto para con­vertirse en el tiempo del encuentro libre y fiel al secreto de la personalidad del creyente.

La Eucaristía es el momento en que la Humanidad, en la persona de Cristo, da más pruebas de esta fidelidad del hombre a Dios en la muerte, y en el que Dios va hasta el extremo en su don, resucitando a Jesús. Poniéndose en comunión con El, el cristiano renueva su experiencia de apertura y de encuentro que le impedirá para siempre "sabatizar" 14.

18 L. CERFAUX, "L'Aveuglement d'esprit dans l'évangile de saint Marc", Recueil L. Cerfaux, II, Gembloux, págs. 4-15.

14 Véase el tema doctrinal del sábado y del domingo, en este mismo capitulo.

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IX. Lucas 7, 1-10 El relato de la curación del hijo del centu-evangelio rión se encuentra, a la vez, en Mateo (28, 3.er ciclo 5-13), Lucas y Juan (4, 46-54). Los dos pri­

meros concuerdan en la interpretación de este milagro como un signo anticipado de la misión a los pa­ganos, tema que escapa a San Juan. En cambio, los tres evan­gelistas subrayan la importancia de un milagro operado a dis­tancia.

* * *

a) Mientras que Juan habla de un funcionario real (que podía ser judío), Mateo y Lucas (v. 2) hablan de un centurión romano; por tanto, de un auténtico pagano.

Lucas recuerda—cosa que Mateo silencia—las prohibiciones que impedían a los judíos entrar en la casa de un pagano (v. 6; cf. Act 11, 3) y la necesidad de un testimonio preciso que des­tacase la simpatía del centurión para con los judíos (v. 5; cf. Act 10, 22). Lucas subraya, pues, mucho más que Mateo y Juan, las barreras insuperables que separaban a la nación ju­día de los paganos. Sin embargo, esto lo hace con su manse­dumbre habitual y se niega a reproducir la violenta diatriba antijudía relatada por Mt 8, 11-12.

Es de notar que el relato de Lucas se asemeja al de la cu­ración de la mujer siro-fenicia (que Lucas no refiere en su Evan­gelio): en ambos relatos tenemos la misma acción de uno de los padres en favor de su hijo (cf. Mt 15, 22); el mismo milagro a distancia (Mt 15, 28) y la misma expresión "muy grave" (Le 7, 2 y Mt 15, 22); la misma acción de los intercesores (Mt 15, 23 y Le 7, 3); y, finalmente, la misma admiración de Jesús por la fe del interesado (Mt 15, 28 y Le 7, 9).

El paralelismo entre el Evangelio y los relatos de la conver­sión de Cornelio y del milagro de la siro-fenicia muestra cla­ramente la intención de Lucas: preparar y justificar la misión a los paganos que la comunidad judeo-cristiana aún no estaba dispuesta a aceptar.

b) Para respetar la prohibición hecha a los judíos de en­trar en la casa de un pagano, Jesús es llevado a hacer un mi­lagro a distancia, realizado por la Palabra sola. En el curso de su vida de taumaturgo solo realizará dos milagros de este tipo (Le 7, 1-10 y Mt 15, 22-28). Normalmente Jesús cura mediante un contacto físico y silencioso, como si su cuerpo poseyera cier­ta fuerza vital especial que El no siempre podía controlar (Me 5, 30; 6, 5). Generalmente Jesús controla su poder de tauma­turgo "tocando" a los enfermos (Mt 8, 3; 8, 15; 9, 25; 9, 29; Le 14, 4) o "imponiendo las manos" (Me 6, 5; 7, 32; 8, 23-25; Le 4, 40; 13, 13). Pero este gesto es aún insuficiente para expre­sar que se asume realmente la responsabilidad del acto reali-

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zado; otros relatos de milagros se preocupan por mostrar cómo Jesús acompaña a su gesto curador con una palabra (Mt 8, 3; Me 5, 41). Esta expresa claramente la intención de Cristo, mien­tras que el gesto la lleva a su expresión más completa.

En la curación del siervo del centurión Jesús se contenta con la palabra y responde así al elogio de la eficacia de la pa­labra pronunciada por el centurión (vv. 7-9). Cuando este úl­timo invita a Cristo a servirse únicamente de la palabra para realizar la curación, hace alusión, probablemente, al Sal 106/ 107, 20, donde Dios "envía su Palabra para curar". De este modo, el centurión reconoce explícitamente que Jesús viene de Dios, que dispone de la Palabra misma de Dios, Palabra potente y eficaz (Sal 32/33, 6-9).

* * »

No será ocioso recordar que el rito de comunión se lleva a cabo mientras los fieles expresan su fe en los mismos térmi­nos que el centurión: "pero di solamente una palabra...". La liturgia cristiana se ha liberado al máximo del rito y de la magia, para basarse únicamente en la "sola Palabra": la pa­labra que resonó en el corazón de Jesús en su Pascua, la pala­bra que nos acompaña implícitamente durante nuestra vida cristiana, la palabra, finalmente, que el rito expresa haciendo una llamada a la fe y poniendo al cristiano en relación explí­cita con Cristo15.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la obediencia

La obediencia es un término que suena mal a los oídos del hombre moderno, pues, sin quererlo, evoca las ideas de sumisión y alienación. Sumisión a reglas exteriores o a una autoridad que se nos impone desde fuera. Alienación, en la medida en que tal sumisión hace de la persona un ser extra­ño a sus propias responsabilidades. En materia religiosa, el uso de esta palabra acentúa más, si se quiere, las particularidades acabadas de apuntar: un Dios que exigiera la obediencia como actitud fundamental de sus fieles no puede ser considerado por el hombre actual más que como fuente suprema de la alie­nación humana y el enemigo principal de la libertad y digni­dad humanas. De ahí que, con cierta frecuencia, se manifiesten entre los mejores cristianos una especie de fastidio ante el vo­cabulario de la obediencia. Por otra parte, las presentaciones

15 Véase el tema doctrinal del universalismo de la fe, tomo I, pág. 269.

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actuales del cristianismo le reservan solo un espacio, si no mar­ginal, sí muy restringido.

Sin embargo, la obediencia es un tema central en el Nuevo como en el Antiguo Testamento. Tan importante es, que el tér­mino en cuestión ha quedado consagrado para caracterizar el comportamiento de Cristo y para manifestar el sentido de su vida terrena. Recordemos, como ejemplo de lo afirmado, uno de los más grandes textos cristológicos: "y en la condición de hombre se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (FU 2, 7b-8). Por tanto, lo que en Cristo es parte de su vida, lo debe ser también para el cristiano.

Son innumerables los pasajes bíblicos que hablan abierta­mente sobre la obediencia a la voluntad del Padre. Ser cristia­no es hacer la voluntad del Padre, al igual que, en la Antigua Alianza, ser creyente consistía en obedecer a los mandamientos del Dios vivo (véase 1.a lectura y Evangelio, l.er ciclo).

¿Cómo es posible, entonces, que un valor tan esencial al cristianismo haya caído hoy en tal descrédito? ¿Se deberá, des­graciadamente, a que el cristiano está en trance de corromper su fe? ¿O bien esta indiferencia es solamente el indicio de que las representaciones concretas de la obediencia, transmitidas por las generaciones precedentes, exigen una puesta en valor? Lo que no se puede poner en duda es que ciertos aspectos de la obediencia no tienen hoy nada que hacer; su tiempo ya pasó. A pesar de esto, estando así las cosas, es de todo punto urgente evitar que la desaparición de unos determinados aspectos de la obediencia puedan eliminar el conocimiento de la realidad de que es portadora. Si esto sucediera, la fe sufriría un daño irre­parable. No temamos perder el tiempo siguiendo' paso a paso el desarrollo del tema de la obediencia en las Escrituras y la Tradición. Reflexionando sobre el tema, veremos claramente que el concepto que actualmente se tiene sobre este particular se adecúa más al Evangelio que el de nuestros predecesores.

La obediencia Para el hombre pagano tradicional la obedien-al Dios vivo cia no puede ser otra cosa que sumisión y cons­

treñimiento, ya que se trata, para él, de coinci­dir en la medida de lo posible con el orden de cosas querido eternamente por los dioses: un orden establecido que regula de un modo fatal e ineludible la vida individual y las relaciones de este con el medio que le rodea.

A diferencia de este, el hombre pagano de nuestros días se opone a ese tipo de obediencia, toda vez que se reconoce a sí mismo como autor del orden de cosas que le proporcionan la felicidad. En consecuencia, toda sumisión que le venga de fue-

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ra es para él una fuente de alienación. Pero, si se la mira de cerca, la problemática de este hombre es asombrosamente pa­recida a la de su predecesor: el misterio de la libertad apenas si encuentra sitio en ella.

La aventura humana de Israel, en este aspecto, posee un carácter completamente distinto. Ya no se trata de coincidir con un determinado orden de cosas, sino de ser fiel al aconte­cimiento, pues en él es donde Dios se encuentra con su pueblo y manifiesta su voluntad. La fe es adhesión libre a los designios de Dios sobre la Historia, siempre inesperados e imprevisibles. La Alianza no tiene nada que se pueda considerar como orden establecido: es, simplemente, un orden de amor. Dejando a un lado la seguridad de que goza, Israel se adentra en un largo proceso de interiorización que le permitirá ver las exigencias, cada vez más profundas, de las iniciativas de Yahvé de cara a su propia historia. Cada uno queda invitado a "poner las pala­bras de Dios en su corazón y en su alma" (Dt 11, 18: 1.a lec­tura, l.er Cicio). La voluntad del Dios vivo es imperativa y se manifiesta a los que le aman. Incluso la Ley, que traduce en preceptos la fidelidad requerida por la Alianza, no es Lina rea­lidad definitivamente acabada, pues cada generación puede, y debe, darle un nuevo retoque. Ahora bien: al adquirir de ella un conocimiento más profundo, la obediencia del creyente no aparece ya bajo el signo del miedo y la sumisión; por el con­trario, expresa el compromiso más auténtico de la libertad del hombre con respecto a Dios. Yahvé no es partidario de una hu­millación propia de esclavos, sino que espera la libre colabora­ción del hombre en la realización de su designio de amor.

A medida que Israel descubre el verdadero carácter de la obediencia, va adquiriendo un mayor conocimiento de la grave­dad de su desobediencia. Concretamente, el drama de la desobe­diencia ha comenzado con los orígenes de la Humanidad y se repite a todo lo largo de la Historia. Israel es un "pueblo rebel­de" (Es 2, 5). Todos son esclavos del pecado y ninguno obedece a Dios. ¿No se hallarían, según esto, seriamente comprometidos los designios de Dios? No pudiendo resignarse a esta eventua­lidad, por razón de su fidelidad a Yahvé, Israel vuelve su ros­tro hacia el futuro a la búsqueda del hombre que sea capaz de dar testimonio de una obediencia perfecta. El Mesías es este hombre buscado, y en sus manos conseguirán el éxito espe­rado los designios de Dios.

Jesucristo, Cuando el Nuevo Testamento trae a nues-nuestra obediencia tra memoria la obediencia de Jesús, lo hace

como continuidad profunda con la espera de Israel. Según sus autores, esta palabra resume el sentido de la intervención histórica del Mesías en Israel. "Yo he bajado

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del cielo—dice Jesús—para hacer, no mi propia voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 6, 38). "Por la obedien­cia de uno solo será justificada una multitud" (Rom 5, 19). "Obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (FU 2, 8). "A tra­vés de sus sufrimientos, Jesús ha probado experimentalmente lo que es la obediencia" (Héb 5, 8). Dicho de otro modo: la obe­diencia de Jesús manifiesta claramente cómo ha salvado al mundo de una vez para siempre.

El proceso de interiorización iniciado por el pueblo elegido encuentra en Jesús su culminación. La voluntad divina sobre El no se presenta, en modo alguno, bajo la forma de un plan preciso cuyo desarrollo hubiera sido preconcebido al detalle de antemano. Por el contrario, durante toda su vida Jesús ha ido al encuentro del Padre, movido por los acontecimientos. Los hombres que se encontraron con El tomaron, hacia su perso­na, una actitud claramente definida, puesta de manifiesto en las cuestiones que le plantearon, en la buena acogida que le hi­cieron o en su repulsa. Y la luz se fue proyectando, cada vez con mayor fuerza, sobre la finalidad y contenido de su misión entre los hombres. Para El, la voluntad del Padre era, como el propio Jesús dijo, su comida y bebida; nada tiene la suficiente fuerza como para oponerse a lo que El considera designios de Dios, y a ellos se adhiere sin reservas. Concretamente, la obe­diencia de Jesús se traduce en una libertad absoluta con res­pecto a todo lo que, exteriormente, hubiera podido condicionar su acción y sus reacciones. La libertad de que hablamos se ma­nifiesta con todo su esplendor en la pasión, como certeramente lo subraya San Juan en su Evangelio.

Esta es la obediencia que ha salvado a la Humanidad, en­cerrada hasta entonces en la desobediencia. Gracias a ella se constituye la Alianza definitiva del amor entre Dios y los hom­bres. Pero lo que hasta ahora ha sido expresado en la Escritu­ra en términos de obediencia, podría serlo también en términos de consentimiento. Obedeciendo al Padre hasta su muerte en la cruz, Jesucristo presta un total asentimiento a su condición de creatura y, al mismo tiempo, restituye a la muerte su ver­dadero sentido. Tal consentimiento es la expresión acabada de la libertad humana, llamada a responder a la iniciativa pro­vidente de Dios y puesta de manifiesto en una voluntad de fraternidad universal. En este punto de la Humanidad en que tiene su acabamiento la Nueva Alianza con Dios, el hombre de­viene capaz de un amor fraterno sin fronteras y, finalmente, encuentra el acceso a su auténtica verdad, al ver claramente, en toda su amplitud, la misión que Dios le ha reservado en este mundo. La obediencia de Jesús descubre, a la vez, el verdadero rostro de Dios y del hombre.

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Hacer la voluntad El tema de la obediencia del Padre, que del Padre (Mt 7, 21) ocupa un primerísimo lugar en la vida

de Cristo, tiene ese mismo lugar en la vida de la Iglesia. Toda la Tradición se ocupa de ella como algo primordial. Las referencias que de esta virtud hacen las Escri­turas de un modo explícito han sido siempre las fuentes a que aquella ha recurrido en esta materia. Nada más normal, des­pués de todo lo que se ha dicho de la obediencia de Jesús. Sin embargo, cuando uno considera la historia espiritual del cris­tianismo occidental, siente la tentación de constatar que la per­cepción común de este tema evangélico no ha sido siempre la misma en todos los tiempos, sino que ha ido evolucionado en el sentido de un más profundo conocimiento y, a lo largo de este, se han transformado progresivamente las representaciones de la obediencia. Esto es, según creemos, lo que explica la oposi­ción que existe entre la presentación tradicional de la obedien­cia y la actual.

Un primer nivel de percepción de la obediencia cristiana ha tenido más en cuenta la iniciativa de Dios que la respuesta del hombre. En la Iglesia es donde se manifiesta y toma cuerpo la iniciativa de Dios; en ella se da a conocer la voluntad del Pa­dre. Y, a partir del momento en que la Iglesia se instituciona­liza y se hace cada vez más clerical, va apareciendo, progresi­vamente, la voluntad del Padre como el monopolio de la auto­ridad, que ha recibido de El la obligación de manifestarla—a veces, incluso al detalle—y de poner todos los medios para que tal voluntad se cumpla. Por medio de la obediencia a la volun­tad divina, claramente expresada y codificada las más de las veces, el hombre, liberado del pecado, se establece cada vez más en la corriente del amor divino y se convierte en instru­mento de su difusión hasta los últimos límites de la tierra. Es así como pueden ser considerados en su auténtico valor elemen­tos completamente decisivos de la condición cristiana. No obs­tante, en la anterior perspectiva se corre el riesgo de perder de vista el carácter activo, dinámico y creador de la obediencia de la fe.

En Occidente, a partir del siglo xm, tiene lugar una percep­ción más integral de la obediencia cristiana—y más conforme, sin duda, a la ley de la Encarnación—, y, en el siglo xiv, en­cuentra en Santo Tomás su primer gran intérprete. Han sido necesarios unos siglos de experiencia cristiana para que, al fin, los creyentes den, en materia de obediencia, tanta importancia a la respuesta del hombre como a la iniciativa de Dios. Es clá­sico el proverbio según el cual "lo sobrenatural eleva la natu­raleza, no la destruye.

La obediencia al Padre se traduce en una voluntad de fide­lidad efectiva—de consentimiento, diríamos hoy—a la condi­ción humana concreta, tal como Dios la ha querido. En esta

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perspectiva, el cristiano es el hombre libre por excelencia, el hombre restituido a su verdad por la iniciativa salvífica del Padre, el hombre llamado a poner en práctica todos sus recur­sos para edificar su propio futuro. La voluntad del Padre se manifiesta siempre en la Iglesia, pero todos los hombres están llamados a realizar una tarea concreta en el hallazgo de esa voluntad; todos deben buscarla sin cesar, e incluso, una vez hallada, aparece como una realidad misteriosa descubierta como tal realidad, pero desconocida en sus características. Esta percepción más integral de la obediencia cristiana perdurará muchos siglos en la conciencia colectiva de los creyentes y ha­brá que esperar al Concilio Vaticano II para que todos puedan tener una visión de la Iglesia que integra esta percepción y, es­pecialmente, una nueva concepción de la autoridad.

Predicar San Pablo, el misionero por excelencia, no teme la obediencia recurrir al tema de la obediencia para expresar de la fe la Buena Nueva que se encarga de anunciar. Es

preciso, dice a sus destinatarios de Roma, "pre­dicar la obediencia de la fe" (Rom 1, 5). Esta expresión debe ser correctamente entendida, y, de hecho, en la historia de la misión ha sido interpretada diferentemente siguiendo la idea que la casi totalidad de los cristianos se han formado de la obe­diencia.

Mientras que la obediencia cristiana ha sido considerada como la respuesta del hombre a la iniciativa salvífica de Dios, mediatizada por la Iglesia en términos de un mandamiento di­vino, concreto e imperativo, la evangelización de los paganos ha sido presentada, ante todo, como un llamamiento a la conver­sión. El pagano es, por definición, un hombre a quien el pecado incapacita para obedecer debidamente a Dios; se halla bajo la esclavitud de Satanás. Proponerle la salvación que trae con­sigo Jesucristo es invitarle a entrar en la Iglesia, arca de la salvación, para conocer la voluntad del Padre y ponerla en práctica bajo el impulso de la gracia, En esta perspectiva, la preocupación primordial del misionero ha de ser establecer por todo el mundo centros de difusión de la Palabra de Dios, en los cuales los convertidos puedan, entre otras cosas, entender de alguna manera el sentido de la obediencia a la voluntad del Padre.

A partir del momento en que la obediencia cristiana apare­ce inmersa en los signos de los nuevos tiempos, se produce un cambio profundo en el concepto de evangelización. El acento, que antes recaía en la relación íntima entre la iniciativa de Dios y la respuesta del hombre, invita poco a poco a pensar en la Buena Nueva de la salvación como la meta de llegada del itinerario espiritual de los pueblos. Predicar la obediencia de

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la fe es llamar a los hombres a que consientan íntegramente en la verdad de su condición humana concreta; es, además, acompañarlos en esta búsqueda, mediante el testimonio vivo de una caridad sin límites y manifestarles, de este modo, el sentido que tiene la intervención siempre actual de Cristo como fuente permanente de esta obra de liberación. Esta concepción de la evangelización es posible que aún esté un poco marginada de la atención de los misioneros, pero es evidente que, desde ahora, entraña consecuencias muy estimables en el plano de las ideas, representaciones y modos de actuar.

La iniciación La obediencia de la fe es una actitud tan fuñ­en la obediencia damental de la vida cristiana en todas sus de la fe manifestaciones, que debe ser considerada en

sí misma y constituir el objeto de una inicia­ción permanente. En esta iniciación es preciso que aparezca con toda claridad la relación de dependencia en que la obedien­cia de la fe pone al creyente con relación a Cristo y a su inter­vención, siempre actual en el corazón del mundo. Cristo es, en efecto, quien a través de toda la historia de la salvación con­serva la iniciativa de la obediencia perfecta al Padre.

Pero, para que sea auténtica, una celebración de la obedien­cia de la fe debe expresar lo que es o debe ser, efectivamente, vivido por el Pueblo de Dios en sus compromisos cotidianos. Ahora bien: no cabe duda de que nuestras celebraciones se des­arrollan con excesiva frecuencia como si la obediencia de la fe fuera una actitud de sumisión pasiva. Es como si el sacerdote ejerciera una especie de monopolio en el hallazgo de la voluntad de Dios. La participación activa que se exige a los fieles se re­duce, finalmente, a poca cosa, según la función eminentemen­te activa y responsable reconocida por el Vaticano II a todos los miembros del Pueblo de Dios. Si la obediencia de la fe es la expresión suprema de la libertad del hombre, es conveniente que esto se perciba en la propia celebración. Sin lo cual segui­rá acrecentándose la poco estima de los cristianos actuales por la liturgia.

Una reflexión sobre la obediencia de la fe nos invita a pre­guntarnos seriamente, no solo en torno a la estructura interna de las celebraciones litúrgicas, sino también—y sobre todo—en torno al tipo de reunión eclesial adaptado a las indagaciones legítimas del Pueblo de Dios. Concretamente, es indudable que, en el seno de pequeñas comunidades, los creyentes que forman parte de ellas están en disposiciones de ejercer, habitualmente, una función activa y responsable en la celebración de la Pa­labra. Las reuniones más amplias son evidentemente necesarias para traducir concretamente la exigencia de catolicidad que debe presidir toda celebración; pero solo adquieren toda su

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significación cuando la obediencia de la fe ha sido celebrada en reuniones que permitan a cada uno comprometerse perso­nalmente. Por lo demás, la ya larga experiencia de los movimien­tos de Acción Católica es particularmente significativa en este punto.

2. El tema del sábado y el domingo Hasta hace poco, la observancia del domingo entre el pue­

blo cristiano guardaba todavía un sello sacral. Era el día re­servado para asistir a la misa y abstenerse de todo trabajo ma­nual: el cristiano se sentía obligado a ello. En general, todos sabían lo que estaba permitido y lo que estaba prohibido, pero el catálogo variaba según las regiones, países y pertenencias confesionales. En todo caso, el incumplimiento de tales deberes era considerado de una especial gravedad, y ya se cuidaría uno de mencionar esa falta a la hora de confesar. Los que contrave­nían la ley común eran señalados con el dedo y, en consecuen­cia, eran excluidos de algún modo de la comunidad. Este fenó­meno era ostensible en todas partes (en los medios cristianos y concretamente católicos, claro está) y más en las aldeas y pueblos pequeños que en las ciudades.

Hay que reconocer que, en este aspecto, se ha obrado un profundo cambio a partir de algunos años atrás, desde el mo­mento en que la invasión de una civilización científica y técni­ca ha trastornado por completo las costumbres seculares y los fundamentos que parecían definitivos de la mentalidad colec­tiva. En nuestros días, el domingo ha perdido para muchos la significación religiosa que tenía hasta hace poco. Es, todo lo más, el día destinado al descanso, al ocio, a la evasión, y, en este sentido, conserva el sabor de un día que, ciertamente, no es como los demás; al menos para la mayoría, ya que son muchos los que ese día trabajan para que los otros puedan divertirse (tal es el caso de conductores de los distintos medios de co­municación, empleados de cafeterías, restaurantes, cines, tea­tros...).

En principio, la Iglesia ha tratado de reaccionar contra esta degradación del domingo cristiano, para lo cual, como primera medida, el movimiento litúrgico se ha dedicado de modo espe­cial a revalorizar "el día del Señor", sin tocar las ambigüedades de la observancia tradicional. Pero ha tenido que rendirse a la evidencia: algo había que estaba cambiando; la evolución pa­recía irreversible e inevitable. Desde hace muy poco tiempo, la obligación dominical de asistencia a misa y participación (vo­luntaria, incluso de los asistentes) en la Eucaristía se ha ex­tendido también al sábado por la tarde. En cuanto a la prohi­bición de todo trabajo servil, la Iglesia no parece inquietarse ni tomar una actitud tajante sobre el particular.

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¿Qué debemos pensar de esta evolución? ¿Es deplorable esta nueva modalidad o, tal vez, puede favorecer un redescubri­miento del día del Señor, por vías aún inexploradas? ¿Debe bus­carse la restauración de un pasado—en este aspecto—o debe buscarse un futuro de acuerdo con las circunstancias y el me­dio ambiente? ¿Dónde reside el valor profundo, auténtico, de este problema, si es que existe como tal?

El sábado para Yahvé, La condición terrena del hombre no el Dios de la Alianza le permite expresar o satisfacer todas

las dimensiones de su existencia. De hecho, la historia de las civilizaciones nos enseña que el des­arrollo concreto de la existencia humana ha llevado siempre consigo lo que se podría llamar el tiempo de trabajo y el de la celebración. El primero es el tiempo normal, ordinario, durante el cual las ocupaciones de cada uno satisfacen las necesidades inmediatas—comer, vestirse, alojarse en un lugar determinado, defenderse, organizarse, etc.—; pero estas actividades no ex­presan, sino indirectamente, la búsqueda fundamental del hom­bre. El tiempo de la celebración es precisamente ese tiempo extraordinario en que el hombre expresa, en sí misma y directa­mente, su búsqueda de la felicidad, y realiza los actos que tal búsqueda requiere. Además, para el hombre de las religiones tradicionales el tiempo de la celebración es el único que cuen­ta realmente; en la actividad litúrgica es donde el hombre par­ticipa de un modo efectivo en el mundo de lo divino, de la rea­lidad estable y eterna, el medio en que de verdad se realiza y completa a sí mismo. Todo lo demás es secundario, insignifi­cante. Estas grandes divisiones del tiempo—con variantes, se­gún las regiones—y su repartición entre días festivos y tiempo dedicado al trabajo las han fijado los grandes ritmos cósmicos.

Hay algunos datos básicos que explican el nacimiento del sábado y permiten, por contraste, situar correctamente su ver­dadera originalidad. Cualesquiera que sean sus antecedentes, en tiempos muy remotos, durante la Prehistoria, el sábado es un tiempo semanal de celebración, que se caracteriza por el cese de todo trabajo ("cese" es el sentido primario de la palabra sá­bado), es decir, de la actividad propia de los otros días de la semana. El sábado es un día sagrado y las observancias rela­cionadas con su celebración son rigurosas: el incumplimiento de tales observaciones se castiga con la pena de muerte. Pero la originalidad del sábado llega más lejos, es más profunda; en este día no se celebra, como en la fiesta pagana, la estabilidad del universo, sino la intervención de Yahvé en el más señalado acontecimiento de la historia de Israel: la liberación, por Yah­vé, de la servidumbre a que este pueblo estaba sometido en Egipto; liberación que fue sellada en el contrato de la alianza

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entre Israel y Yahvé. Cualquier otra referencia del sábado es secundaria.

La institución mosaica del sábado conocerá dos modalida­des distintas en su aplicación. Una primera modalidad, la que le imprimieron los Doctores de la Ley y los escribas, llevará la observancia hasta a los más insignificantes detalles, no pudien-do evitar el riesgo del puro formalismo. La segunda, la línea o modalidad profética, tratará de enraizar esta institución en el propio orden de la fe; progresivamente, el centro de grave­dad se irá desplazando de las observancias—que, en sí mismas, no son nada—a las exigencias morales de la Alianza. De nada sirve el rito si no engendra una transformación de la vida en toda su extensión.

El Hijo del hombre, La actitud de Jesús con respecto al sába-Señor del sábado do es reveladora de su obra y su persona.

Jamás vemos a Jesús ponerse fuera de la Ley. El sábado es una prescripción esencial para todo judío y Jesús lo observa de una manera irreprochable; pero va derecho a lo esencial. La Ley pertenece al orden de la fe y, viviéndola, Jesús pone a descubierto su originalidad reaccionando contra las interpretaciones tradicionales que la desnaturalizan redu­ciéndola a una fuente de esclavitud.

A propósito del sábado, Jesús expresa dos afirmaciones (véa­se el Evangelio del día, 2.° ciclo) muy relacionadas, según El, con el simple hecho de que el sábado es la celebración de la iniciativa liberadora de Dios para con su pueblo, sellada en la Alianza del Sinaí: en primer lugar, afirma Jesús la primacía de la misericordia sobre las exigencias del culto y, con mayor razón aún, sobre las prescripciones relativas al descanso sabá­tico—Jesús cura, en sábado, al hombre que tenía la mano seca—; en segundo lugar, la primacía de la conciencia sobre la norma: "El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hom­bre para el sábado" (Me 2, 27). Dos afirmaciones que, en reali­dad, son una sola, ya que el ejercicio de la misericordia, como fidelidad a la Alianza, supone una buena acogida a cualquier acontecimiento, y únicamente la libertad de la fe puede hacerla posible. Son dos afirmaciones que proyectan una luz singular sobre la obra y la persona del Mesías. Jesús, a continuación de lo que acaba de decir en el v. 27, prosigue: "pues el Hijo del hombre también tiene poder sobre el sábado". Esta frase es extraordinaria, ya que manifiesta que la fidelidad requerida por la Alianza es una fidelidad de colaborar: Dios libera al hombre para que el hombre sea auténticamente libre ante Dios: este es el verdadero sentido de la Alianza; pero es tan nuevo para Israel que, al mismo tiempo, la Alianza del Sinaí

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se hace caduca en provecho de la que inaugura Jesús de Na-zaret.

En tales condiciones es fácil comprender por qué la cues­tión que se originó con respecto al sábado tuvo también una influencia decisiva en la oposición irreconciliable del pueblo judío hacia Jesús. Según Me 3, 6, la ruptura comienza a vislum­brarse inmediatamente después de una controversia sobre este punto: a partir de entonces, fariseos y herodianos esperaban el momento oportuno "para perderle". La actitud de Jesús con respecto al sábado es una especie de test con una previa expli­cación para limar dificultades: les hace ver palpablemente (o por lo menos lo intenta—de no cerrar los ojos lo verían—) cómo nadie espera el cumplimiento de lo que dijeron los profetas so­bre el Mesías y hasta qué punto el verdadero amor entre Dios y los hombres implica el rechazo de todo formalismo y particu­larismo. Pero el hombre pecador retrocede ante estas exigen­cias; para entrar como consocio en el orden del amor será ne­cesario, en primer lugar, aceptar la renuncia radical de sí y entregarse, después, a la misericordia de Dios. Ahora bien: son necesarias estas condiciones para que la aventura de la fe haga posible reconocer al propio Hijo de Dios en el Señor del sábado.

Del sábado judío Para los primeros cristianos, la Pascua de al día del Señor Jesús de Nazaret constituye el mayor acon­

tecimiento de la historia de la salvación. Crucificado la víspera del sábado—aquel sábado era especial­mente solemne, pues coincidía con la Pascua judía—, Jesús re­sucitó "el tercer día". Con más exactitud: el primer día des­pués del sábado es cuando los discípulos de Jesús comienzan a divulgar, entre ellos, la noticia de que el Mesías está vivo y que se les ha aparecido, asegurándoles su presencia entre ellos por algún tiempo. El día siguiente al sábado es, asimismo, el que eligen los primeros cristianos para conmemorar la muer­te y resurrección de Cristo.

Pero el sábado pertenece a las prescripciones esenciales de la Ley mosaica. Los discípulos de Cristo, que eran todos judíos convertidos, continúan observándola, al tiempo que la cruz sig­nificaba para ellos la muerte del sábado. En efecto: ¿qué tiem­po podía conservar todo su sentido esta institución venerable del judaismo? Estaba claro que el pueblo judío, como tal, se­guía rechazando al Mesías y el mayor acontecimiento que se celebraba en día de sábado seguiría siendo exclusivamente la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto. Si eli­minaban el sábado como día sagrado, ello significaría romper con el judaismo. ¿Tendría justificación es>ta ruptura? ¿No ha­bía venido Jesús para cumplir la Ley y los profetas? Fácil es adivinar el problema de conciencia que se les plantea a los pri-

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meros cristianos. De hecho, es el desarrollo del cristianismo dentro del mundo pagano lo que permite relativizar la impor­tancia del sábado; pero fue grande la resistencia, ya que, in­cluso entre las comunidades paulinas se llegó, impulsados por los judaizantes, a reivindicar la primacía del sábado con todas las prescripciones que llevaba consigo (cf. Col 2, 16; Gal 4 9-10).

Tendrá que pasar mucho tiempo hasta que la celebración de la Pascua de Cristo suplante definitivamente la del sábado (en el siglo v algunos cristianos observan todavía el descanso del sábado; cf. canon 28 del Concilio de Laodicea). Pero, desde fi­nes del siglo i, la celebración cristiana recibe el nombre que se ha consagrado definitivamente. El autor del Apocalipsis ca­lifica de "día del Señor" (1, 10) el día que los cristianos .cele­bran la Pascua de Cristo. En la época de Domiciano, este em­perador quiso que los subditos del Imperio le diesen el título de Señor (Kyrios). Para los cristianos este título pertenece ex­clusivamente a Jesucristo y lo usarán para profesar su fe en la divinidad del Resucitado: ¡Solo Jesús es Señor!

En el siglo iv, una decisión de Constantino hace del domin­go el día de la semana señalado oficialmente para descanso: día del Señor, para los cristianos; día del sol, para los paganos. Por su parte, la Iglesia no ratifica esta decisión sino más tar­de, poniendo con ello de manifiesto que, para los cristianos, la relación entre la Pascua de Cristo y el descanso semanal no era muy estrecha.

Las diferencias entre el sábado judío y el domingo cristiano son muy profundas. Aparte de que en ellos no se celebra el mismo acontecimiento de la historia de la salvación, el "día del Señor" no está sujeto a una ley inicial ni está unido al descan­so semanal. Realmente, se puede decir que el domingo está he­cho para el hombre, y no el hombre para el domingo.

La Buena Nueva Al proclamar la Buena Nueva de la salva-y el día del Señor ción adquirida en Jesucristo, los misioneros

llaman a los hombres a la conversión del corazón. Les proponen servir al Dios de Jesucristo con una vida cada vez más conforme al Evangelio y al mandamiento nuevo del amor sin fronteras. Tal servicio constituye el culto espiri­tual agradable al Padre, el culto que se celebra en la Cena del Señor en conmemoración de su Pascua, el acontecimiento ma­yor de la Historia, el acontecimiento del cual depende el buen resultado de la aventura humana: un acontecimiento que per­dura actualizado en el Pueblo de Dios, ya que el Resucitado in­terviene siempre entre los suyos para que se cumpla en ellos la voluntad de su Padre.

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La ley fundamental del cristianismo es ley de libertad y, como tal, la celebración de la Pascua de Cristo, lejos de ser una materia más de observancia, es solamente una exigencia de la vida que vive el Pueblo de Dios. Pero la evolución de la Iglesia en Occidente ha venido reintroduciendo, en la celebra­ción de la Pascua de Cristo, elementos que pertenecn al sábado. Ha sido, indudablemente, la afluencia masiva de paganos en la Iglesia lo que explica que, en este punto como en otros mu­chos, se vuelva a las perspectivas del Antiguo Testamento. A partir del siglo vi, en todo caso, el domingo cristiano se une, como un hermano, al sábado judío. Este día, todo cristiano está obligado a asistir a la misa y abstenerse de todo trabajo "ser­vil". No cabe duda de que el objeto de la celebración será, en ade­lante, el propio Cristo, vivo en su Iglesia; pero está claro, sin embargo, que esta evolución de cosas va a marcar profunda­mente al cristianismo. Las observancias en materia religiosa y moral vuelven a tomar un vigor que la intervención de Cristo parecía haber denunciado...

En el plano misionero, las consecuencias no se han hecho esperar. Los hombres a los que hasta ahora se ha dirigido la Iglesia eran fervorosos en sus religiones respectivas. La con­versión al cristianismo les ha sido presentada como algo que les obliga, aparte de la observancia de reglas morales más exi­gentes, al abandono de sus prácticas religiosas ancestrales su­pliéndolas por una nueva práctica centrada en el domingo. Po­demos estar seguros de que el cristianismo no ha adelantado nada actuando de esa manera. No ha sido esa una buena car­ta de presentación.

Los hombres a los que se dirija la Iglesia en adelante esta­rán cada vez menos habituados a prácticas religiosas. ¿No ha llegado la ocasión, para los cristianos, de renovar con la más profunda significación la celebración de la Pascua de Cristo por encima de todas las tentativas de unir a ella elementos propios del Antiguo Testamento o de ritos paganos?

El día del Señor Desde los orígenes, los primeros cristia-debe ser un día fijo nos acostumbraban celebrar la Pascua del

Señor, cada semana, el día siguiente al sábado. Este día no es de descanso en Palestina ni en el mundo griego; no es reconocido como un día de fiesta. En cambio, para los discípulos del Resucitado esto carece de importancia, ya que la Pascua que conmemorarán desde entonces la vivirán día tras día; será una conmemoración ininterrumpida. Entre el rito y la vida hay una perfecta continuidad. La presencia del Re­sucitado entre los suyos llena la existencia cristiana en toda su extensión. Cada día es, en realidad, un día del Señor; no obstante, por su forma de ser, el hombre se siente en la nece-

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sidad de celebrar, cada cierto tiempo, la vida espiritual que le anima y forma parte esencial de su existencia.

En el Nuevo Testamento no hay nada que nos obligue a fi­jar un día determinado de la semana para celebrar la Pascua de Cristo. Tampoco el Señor dio precepto alguno sobre el par­ticular. Si los cristianos tienen la costumbre de celebrar la Pascua de Cristo el día que sigue al sábado, se debe simplemen­te a una costumbre fácil de comprender, pero no a una ley es­pecial. En cuanto al sábado, la perspectiva es totalmente nue­va. Contrariamente a lo que sucede con respecto al domingo, sabemos por los Evangelios que el propio Jesús celebra su Pas­cua la víspera de la crucifixión, y esta celebración, en la que tiene su origen toda la liturgia cristiana, adquiere todo su sen­tido en el acontecimiento del dia siguiente. Como dirá San Pa­blo de toda celebración eucarística, la Cena es la conmemora­ción de la muerte de Cristo.

Mientras que, para los paganos, los días de fiesta se consi­deraban como un tiempo de carácter sagrado y los días ordi­narios no pasaban de ser de una mínima importancia, y, para los judíos, el sábado era el día sagrado, con notable repercu­sión en los restantes días de la semana, la celebración de la Pascua de Cristo se funda únicamente en las exigencias de la propia vida cristiana. El tiempo (día) de la celebración es poco más o menos que indiferente. Lo esencial es que se la considere como efectivamente referida a la vida íntima del Pueblo de Dios.

En nuestros días, el domingo es, cada vez más, el día sema­nal de la evasión y del ocio. No estaría de más preguntarnos si este día es precisamente el más indicado para celebrar la Pascua del Señor.

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DÉCIMO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Oseas 6, 3-6 El profeta describe una ceremonia de expiación 1.a lectura y de penitencia (vv. 1-3 y 5) organizada por el l.er ciclo pueblo, que espera obtener el perdón de Dios al

mismo tiempo que una especie de resurrección en cuanto se acaben los tres días previstos para esta solemni­dad (Ez 37).

La gracia derramada por Dios con esta ocasión es compa­rada con una lluvia que penetra y fecunda las tierras resecas (Sal 71/72, 6). Pero el profeta subraya la inanidad de esta ce­remonia: el arrepentimiento del pueblo es semejante al rocío que se disipa. Por esto Dios castiga a Israel (v. 4), porque Dios no se contenta con vanas ceremonias sacrificiales, sino que lo que desea es el amor (v. 6) y el conocimiento.

El profeta opone aquí el conocimiento de Dios a los ritos celebrados sin fe, pero también a la idolatría que toma a Dios por lo que no es y lo reduce a los meros alcances humanos. El conocimiento intelectual no vale nada sin el descubrimiento del amor de Dios tal como se nos revela y sin una entrega fiel a este amor (Os 2, 21-22; 4, 2).

II. Génesis 3, 9-15 Estos versículos están tomados de las mal-1.a lectura diciones decretadas a consecuencia del pe-2.o ciclo cado del Paraíso.

a) La maldición mítica es un intento de explicación de rea­lidades contrariantes o anormales: un animal que anda sin pa­tas, un embarazo doloroso, un trabajo absorbente..., la muerte. No cabe, además, oponer mito y ciencia como si las dos postu-

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ras se situaran en el mismo plano, como si la primera no fuera sino el esbozo de la segunda. De hecho, el mito es más existen -cial que la ciencia: explica los cosas en un nivel más profundo y más universal. Es decir, que si la ciencia desmitifica con ra­zón estas maldiciones, sin embargo, no puede suplantarlas to­talmente y debe respetar su mensaje religioso.

A los ojos del redactor, la historia del hombre se desarrolla bien o mal—ese es el objeto de las bendiciones y las maldicio­nes (cf. Dt 28, 15-19)—según sus opciones religiosas y morales. En otros términos: el secreto de la Historia está en el corazón del hombre: la maldición es el estado de la historia que lleva consigo un hombre que se pretende semejante a Dios (v. 22); la bendición, el estado de la historia que lleva consigo el hom­bre que se acepta como la imagen de Dios, lo que únicamente Jesucristo ha logrado (Gal 3, 13-14). Según Gen 2, 8, las maldi­ciones no han contenido nunca la última palabra. Pueden acumularse unas tras otra (Gen 3, 14-20; 4, 11-14; 6, 5-7, 10) y la bendición termina siempre por triunfar (Gen 8, 21) y por enderezar el sentido de la Historia. Así, la hostilidad entre la raza de la mujer y la de la serpiente está ya prevista en el v. 15: la Humanidad se liberará un día del culto idolátrico de las potencias y de la alienación que de ello resulta para su libertad.

b) Robando a Dios el conocimiento del bien y del mal, es decir, rehusando a atribuir a alguien más alto que El el juicio de las cosas y de las personas, el hombre introduce la maldi­ción en el mundo, ya que no propone más dios que su ego y su egoísmo. Las cosas no tienen, desde este momento, la bon­dad que Dios les confiere, sino la que el hombre les otorga; el bien y el mal, la vida y la muerte, se convierten en realidades opuestas, porque el hombre que las conoce no puede, como Dios, perdonar el mal y transformarlo en bien, ni curar la muerte y convertirla en vida. Es semejante a Dios, pero no tiene acceso a la vida divina para transformar el mal y la muerte. Por muy próximo a Dios que haya llegado a estar, el hombre se ridicu­liza: conoce el bien y el mal, la vida y la muerte, pero no pue­de ser más que un juguete bamboleado de un lado a otro, por no poder, como Dios, dominarlos.

c) Así, la muerte, que es simplemente el destino de la con­dición natural del hombre, aparece al mismo tiempo como la obra de la cólera de Dios. El drama del hombre, en efecto, no es solamente el morir: es el morir sabiendo que quizá haya algún medio para no morir, que quizá haya alguien que ya exis­tía antes de nuestro nacimiento y que seguirá existiendo des­pués de nuestra muerte. Es precisamente porque la inteligen­cia del hombre puede tener una noción de lo eterno por lo que la muerte no es solamente fenómeno natural sino también cas­tigo: la muerte empuja violentamente al hombre al interior de

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sus límites; restablece el equilibrio entre Dios y el hombre, que el hombre, desde que tiene el conocimiento de la eternidad, tra­ta incesantemente de perturbar por sus pretensiones a la autosu­ficiencia.

Únicamente Jesucristo ha podido conocer el bien y el mal y pasar de la vida a la muerte, pero a la manera de un Dios que triunfa sobre la muerte por su vida, que nadie puede al­canzar, y que vence al mal con un perdón sin medida.

A los hombres que conocen, a causa de Adán, la muerte y la vida, el bien y el mal, la Eucaristía ofrece el fruto del árbol de la vida que Adán no había podido coger (v. 22), a fin de que un poco de vida divina en ellos les permita justificar el mal y vencer la muerte.

á) Tal filosofía de la vida supone en el último lugar la doctrina hebraica de la retribución desde la vida terrestre. Si el hombre es bamboleado de la dicha a la desdicha, es preciso buscar la razón de ello en una causa religiosa o moral; el pe­cado que rompe la armonía de los elementos y obstaculiza la fecundidad y la vida de todas las cosas.

Otra óptica rige igualmente en la elaboración de esta con­cepción: para los pueblos que no tienen todavía el sentido de la Historia—y, por tanto, de la posibilidad de un cambio y de un nuevo planteamiento de cada instante—todas las situacio­nes están dadas como hechas "desde el origen". Si la desgracia empaña la dicha en la vida del hombre, es que un pecado en los orígenes es la causa. Además, el Antiguo Testamento, a me­dida que va descubriendo la historia de la salvación, se libera­rá progresivamente de esta concepción del "todo hecho" en los orígenes y descubrirá la posibilidad ofrecida al hombre de re­plantearse sus orígenes y su pasado por una conversión siem­pre posible. En el orden de la Historia, no hay fatalidad.

III. 1 Reyes 17, 17-24 Hospedado por la viuda pagana de Sa-1.a lectura repta, cuyos recursos ha multiplicado 3.er ciclo (1 Re 17, 8-16), Elias es conducido a de­

volverle su hijo mediante un "boca a boca", antes que esto fuera conocido.

La mujer atribuye la muerte de su hijo a un maleficio lan­zado por el profeta, en castigo a alguna falta ignorada (v. 18). El hombre de Dios ha horadado los secretos de su corazón y lo ha denunciado al Señor, que la castiga en su hijo. Ella se hace entonces de Dios una imagen de venganza y de severidad, a la que le predisponía su paganismo. La reanimación del muchacho le revela que Yahvé es un Dios de bondad y de perdón que

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quiere la vida del pecador y no su muerte (cf. la oración de Elias en el v. 20).

# * *

Cristo imitará este milagro de Elias (cf. Le 7, 11-16) con la intención de presentarse en la estela del profeta y, al mismo tiempo, superarlo. Jesús, en efecto, lo realiza sin el menor gesto mágico: el poder de su Palabra, basta.

En uno y otro caso no se trata todavía de verdaderas resu­rrecciones, sino de simples "recuperaciones". La verdadera re­surrección es acceso a una vida nueva, animada por el mismo Espíritu de Dios1.

IV. Romanos 4, 18-25 Pablo acaba aquí el análisis de los lazos 2.a lectura de unión entre la fe y la justificación, l."" cicZo a partir del ejemplo de Abraham (cf.

Rom 4, 1-8, 13-17). Ha demostrado ya que Abraham era "pecador" en el momento de su justificación y llamado a ser padre de una multitud antes de ser circunci­dado y de haber observado las obras de la ley. Por tanto, la fe sola le ha "justificado". Pero, entonces, ¿qué es esta fe?

* * *

a) Es, en primer lugar, una esperanza más allá de toda es­peranza (v. 18). La fe del patriarca se mantiene en la seguridad de que Dios es capaz de suspender los determinismos de la Natu­raleza que engendran automáticamente el futuro a partir del pasado, para crear un futuro verdaderamente nuevo e inespe­rado. De esta manera, Abraham no se ha confiado en sí mismo encerrándose en su pasado, sino que se ha fiado de Dios como aquel que puede renovar todo2. Como creyente, Abraham no ha dirigido los ojos sobre su estado físico que contradecía su es­peranza; sino que ha superado esta contradicción confiando a Dios el cuidado de sobrepasarla.

Hay que advertir que Pablo se sitúa en un plano teológico mucho más que en un plano histórico: no se puede olvidar que Abraham será aún capaz de dar un hijo a Agar y seis a Que-tura (Gen 25).

o) La fe de Abraham remite en primer lugar a la persona del mismo Dios y no al contenido de la promesa (léase cambiar

1 Véase el tema doctrinal de la resurrección de los cuerpos, en este mismo capítulo.

* F. LEENHARDT, L'Epitre de saint Paul aux Romains, Neuchátel, 1957, págs. 72-73.

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las leyes de la Naturaleza). Esta fe es eminentemente personal. Supone la consciencia de la incapacidad del hombre para defi­nir por sí mismo su futuro (v. 19), tomando así la actitud con­traria a la de los ateos o los idólatras (Rom 1, 21). Todo esto manifiesta bien claramente que Abraham está ligado a Aquel que había prometido más que a lo que había prometido...; el patriarca podrá, más tarde, liberarse del objeto de la promesa —su propio hijo—, sin poner en tela de juicio su ligadura a Aquel que había prometido.

c) Pablo, que elabora una teología de la fe más que la his­toria de la fe de Abraham, ve en esta un tercer componente: la fe en la resurrección (vv. 19 y 24) o, más exactamente, la fe en Aquel que ha resucitado a Jesús. Imposible creer en el mi­lagro o en la resurrección sin el acto previo de confianza en el que opera estos milagros.

Dando vida al cuerpo apagado de Abraham, Dios anticipa algo sobre la resurrección de Cristo, y el Isaac que nace siendo estéril Abraham puede ser comparado a Jesús resucitando de la muerte. En su materialidad, los dos hechos no son compa­rables más que al precio de una alegorización; pero se relacio­nan, efectivamente, por la fe idéntica que suponen.

* » *

Cristo resucitado es verdaderamente el "sí" de la promesa de Dios, porque en El Dios mismo se da al hombre, porque un don así no se merece y porque en El, además, el hombre se une a Dios en una apertura y una confianza perfectas. El orden de la promesa y de la fe es entonces el de la reciprocidad en Jesu­cristo de dos fidelidades personales.

V. 2 Corintios 4, 13-5, 1 El apóstol se ve precisado a hacer la 2.a lectura apología de su ministerio ante sus 2° ciclo corresponsales corintios que ponen en

duda su vocación y se escandalizan de manera particular de los fracasos y de las debilidades del en­viado de Dios.

» « *

La respuesta del apóstol a sus detractores es sensiblemente idéntica a la exposición presentada en Rom 5, 1-5.

Ahí Pablo se apoyaba sobre la realidad de su vocación. Y justificación general o vocación particular no tienen más que una misma finalidad: la "masa eterna de gloria" (v. 17) pro­metida a todo hombre.

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Ahora bien: esta masa de gloria trasciende a tal punto la vida humana que no es posible esperarla sin pasar por la prue­ba. El cristiano justificado la encuentra en su vida (Rom 5, 3), y tampoco el apóstol está libre de ella (vv. 16-17). Pero la es­peranza produce, a su vez, la resistencia a la prueba: la cons­tancia y, sobre todo, el amor del Padre y la morada del Espíritu en nosotros. En su carta a los romanos (Rom 5, 4-5) ha analiza­do ya Pablo con cierto detalle esa colaboración de las diversas virtudes, que elaboran la esperanza y la sostienen en la prueba. La segunda carta a los corintios no desciende a tantas preci­siones y se limita a hablar del "hombre interior". La compara­ción de Rom 5, 1-5 y 2 Cor 4, 16-18 permite saber qué hay de­trás de esa expresión: se trata de la interacción de las tres Personas divinas en el desarrollo del ser teologal del cristiano.

Esperar no es creer en una felicidad lejana que nos habrá de llegar de improviso; es, por el contrario, creer que esta fe­licidad se realiza a partir del momento en que le fue concedida la gloria a Jesús de Nazaret y sus arras fueron depositadas en nosotros. Debemos a San Pablo esta concepción de la esperanza de una gloria, esperada pero ya presente, capaz de soportar des­de ahora las pruebas y las dificultades que no pueden más que la carne y lo visible, mientras que la gloria es fruto del Espíritu y de lo invisible.

Pero la pregunta que se hace el cristiano se refiere a cómo esa esperanza puede presentarse en el corazón de las esperan­zas humanas. No podrá incrustarse en él si, en primer lugar, no se purifica de las alienaciones y de los comportamientos que la cristiandad ha heredado de épocas anteriores y que no tienen nada que ver con el Evangelio; si, después, no se reviste de una extrema paciencia para admitir las torpezas del hombre en busca de su salvación y que no comprueban el valor de sus esperanzas humanas sino al término de una larga experiencia. La tarea está a la altura del cristiano y del apóstol, pero re­sulta de una extrema complejidad. En eso consisten, sin duda, las pruebas a las que Pablo alude continuamente cuando defi­ne la esperanza de la gloria (Rom 8, 18-23).

La Eucaristía alimenta sin cesar la reconciliación de la es­peranza teologal y de la esperanza humana. Invita, en efecto, al hombre a la edificación del Reino y le purifica de su egoísmo, capacitándole para el ejercicio más consciente de sus recursos. Pero al mismo tiempo le invita a movilizar esos recursos, trans­figurados de ese modo, en la construcción de una ciudad huma­na en donde dará testimonio, en la medida de lo posible, de la victoria cotidiana sobre la muerte y sobre el odio.

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VI. Gálatas 1, 11-19 Pablo afirma que debe su Evangelio a una 2fl lectura revelación y no a la comunidad cristiana 3.er ciclo de Jerusalén (vv. 11-12). Es verdad que

Pablo debe muchas fórmulas y tradiciones a esta última (cf. 1 Cor 15, 1-3), pero el contenido mismo de su mensaje es de orden "apocalíptico" (revelación).

* * *

a) Para aportar pruebas a esta afirmación, Pablo recuerda los acontecimientos que han precedido y seguido a su "conver­sión".

La idea esencial que se desprende de esto es que Saulo, el antiguo perseguidor, no ha entrado solamente en un proceso de conversión individual, haciéndose discípulo después de haber sido hostil. Su conversión coincide con una llamada más fun­damental que ha hecho de él el apóstol de las naciones (v. 16). Conversión, acceso a la apostolicidad y apertura de esta a las naciones son para Pablo las características esenciales del suce­so del camino de Damasco, que le dispensaban, por consiguien­te, de todo mandato explícito de parte de los Doce.

No es tanto por el contenido como por su difusión entre los pueblos por lo que el Evangelio de Pablo difiere del de los Doce; difusión que, para Pablo, forma parte integrante de su mensaje.

b) Entonces, si Pablo toma contacto con Jerusalén (v. 17 o Gal 2, 1-2), no es para verificar si su Evangelio es correcto, sino para defender su principio de un Evangelio para las naciones (y, por tanto, de un acceso a Cristo sin la ley ni la circuncisión) (cf. Gal 2, 6). De hecho, no podía haber una desaprobación por parte de los Doce con respecto a un Evangelio que proviene del mismo Dios, pero Pablo hace notar ampliamente sus contactos con Jerusalén para subrayar la unidad de la misión. Recoge el acuerdo de los apóstoles de Jerusalén, no por tener ninguna duda sobre el contenido de su Evangelio, sino porque teme el menor atentado contra la unidad de la misión.

Unidad y misión están inseparablemente unidas en la Igle­sia. Los problemas ecuménicos, por ejemplo, no han sido plan­teados correctamente más que en un contexto de encuentro Iglesia-Mundo. Fuera de este contexto, se pierden en el labe­rinto de las argucias y de las instituciones. Pero si pasa un •soplo misionero, la unidad se requiere como una exigencia que no admite demoras inútiles.

Igualmente al contrario, no hay verdadera misión en Iglesia más que en la unidad: pensemos en las pérdidas considerables

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de fuerzas vivas y en el escándalo causados por las predicacio­nes opuestas del Evangelio a los mundos asiático y africano. Todavía es preciso admitir que un cierto tipo de unidad, la uni­formidad, destruye la misión. Si la Iglesia descansa sobre los doce apóstoles, trece con Pablo, y no sobre uno solo, es exacta­mente para manifestar que su misión depende de una diver­sidad de mentalidades y de culturas conducidas a la unidad en el crisol de la colegialidad. Yendo a Jerusalén, Pablo no fue buscador de consignas unilaterales y uniformes; ha integrado su orientación en la colegialidad para que allí mismo, de donde él tomaba opciones originales, los otros apóstoles reconocieran el Evangelio único a realizar.

VII. Mateo 13, 9-13 Este pasaje describe la comida que reúne evangelio a Jesús, sus discípulos y algunos pecado-l.er ciclo res, inmediatamente después de la llama­

da a Mateo (v. 9). Le 5, 29 y Me 2, 15 afir­man que el mismo Mateo había organizado el banquete y Lucas precisa que lo hizo suntuosamente.

* * *

Algunos fariseos se asombran ante los discípulos de que su Maestro coma con pecadores. Cristo declara entonces que El ha venido para los enfermos y los pecadores y no para los sa­nos o los justos (vv. 12-13).

Jesús piensa, sin duda, en los "justos" que son incapaces de trascender la noción de justicia distributiva para reconocer la misericordia de Dios. Su actitud recuerda la de los obreros de la viña (Mt 20, 1-16) o la del hijo mayor celoso de la bondad del padre hacia el hijo pródigo (Le 15, 11-32), o bien aún la del fariseo que paga con justicia hasta el más pequeño diezmo, pero que desprecia el recurso del pecador a la misericordia divina (Le 18, 9-14)3. Cristo opone entonces una religión reducida a la justicia del hombre a una religión basada sobre la miseri­cordia divina. Citando a Os 6, 6 (v. 13), recuerda que los pro­fetas ya han rechazado el valor de los ritos, incluso perfecta­mente ejecutados, en provecho de una religión de amor y de misericordia.

* * *

El número de comidas tomadas por Cristo con pecadores, el hecho de que el padre de familia perdone a su hijo pródigo mediante una comida suntuosa (Le 15, 22-24), la actitud de

. s J. MOUSON, Non veni vocare iustos sed peccatores, col. Mechl., 1958. págs. 134-139.

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Cristo con respecto a Judas en la Cena (Mt 26, 20-25) y su deseo de ofrecer el pan y el vino por la remisión de los pecados (Mt 26, 28), manifiestan claramente la conciencia de los primeros cristianos respecto de la Eucaristía como sacramento del per­dón (Mt 18, 16-18). Una teología demasiado especializada de la Eucaristía y de la penitencia ha perdido de vista el vínculo que existía entre estos dos sacramentos y la manera de la que la penitencia obtenía su propio vigor de la Eucaristía. Se ha mi­nimizado el contenido de los dos sacramentos cuando se ha pretendido que el sacramento de la penitencia no sea más que un rito de purificación antes de la acción sagrada, como si esta no tuviera esencialmente poder para perdonar. Un padre de fa­milia que comunica su propia vida en el curso de una comida en la que reúne a los suyos, ¿no les perdona por el simple he­cho de comunicarles su vida? Es importante que teología y pas­toral celebren de nuevo la comida eucarística "en remisión de los pecados".

VIII. Marcos 3, 20-35 Este pasaje recoge la discusión de los evangelio judíos sobre el origen del poder exorcis-2.o ciclo ta de Jesús conforme a una versión co­

nocida de todos los sinópticos (cf. Mt 12, 24-32 y Le 11, 15-23), pero situada por cada uno dentro de un contexto diferente. No deja de ser curioso que Marcos haya si­tuado este relato dentro de una tradición relativa a un inciden­te sobrevenido entre Jesús y los miembros de su familia (vv. 20-21; 31-35). Como contraste, nos transmite una versión de los sucesos que, por muchos detalles, está muy próxima al original. La discusión sobre Belcebú (vv. 22-26) y la declaración sobre la blasfemia contra el Espíritu (vv. 28-30) parecen primitivas y pertenecen al fondo común. Al querer después contraponer a la suerte de quien se deja conducir por el espíritu malo la beati­tud de quienes obedecen a la Palabra (como en Le 11, 27-28). Marcos se ha visto obligado a introducir los vv. 20-21. El v. 27 es un apéndice añadido al resto por la tradición sinóptica (cf. Mt 12, 29); por otro lado, Marcos es más discreto que sus com­pañeros, quienes introducen mayor número de sentencias de este tipo en el relato primitivo (cf. Le 11, 15-23).

* * *

a) El tema esencial de este Evangelio es el combate entre los dos espíritus. Para la tradición judía, explotada ya en la doctrina de Qumrán, el mundo está entregado a merced del espíritu del mal por voluntad de los hombres que le siguen. Pero los últimos tiempos verán la aparición del Espíritu de bondad, que orienta al hombre hacia el bien y le abre el cami­no hacia el Reino. El hecho de que Cristo arroje a los demonios

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es señal de que ese Espíritu de bondad está ya actuando en el mundo (Mt 12, 28).

Los escribas no niegan que Jesús arroje a los espíritus ma­los, sino que, en lugar de ver en ello la presencia del Espíritu bueno, se inventan una explicación de lo más peregrina: que seguramente es en nombre del jefe de los demonios como Je­sús expulsa a los demonios subalternos (v. 22). Para Jesús, esta interpretación equivale a blasfemar contra el Espíritu Santo, negando su presencia en el mundo y negándole la capacidad de reconstruir un mundo nuevo. Este pecado no tiene perdón, porque quien comparte una afirmación así no puede formar parte del Reino, puesto que niega precisamente la misión del Espíritu, que es el único que puede instaurar el Reino (vv. 28-30).

El caso es que existen los dos espíritus y el combate que libra Cristo es justamente el del "más fuerte" contra el "fuerte" (ver­sículo 27). Los fieles toman parte en ese combate optando por el uno o por el otro: ahora bien, optar por el Espíritu de Dios es escuchar su Palabra y ponerla en práctica (vv. 33-35) adquirien­do el compromiso de practicar todas las rupturas necesarias —aun cuando sean familiares—para llevar a feliz término este proyecto 4.

b) Después de haber instituido a los Doce (Me 3, 13-20), Cris­to encuentra a su familia (Me 3, 20-21 y 31-35). La oposición en­tre los apóstoles y la familia de Jesús es frecuente en los Evan­gelios, eco sin duda de las querellas que separaron a unos de otros sobre la sucesión del Mesías (cf., además, Jn 7, 2-4; Le 11, 27-28). De hecho, esta oposición entre los "hermanos de Jesús" y sus "apóstoles" ilustra la cuestión de la fe. Los conciudadanos de Cristo, y especialmente su familia, no comprenden su ense­ñanza (Le 4, 25). Ni la vista de los milagros ni las victorias de Jesús sobre Satanás les hacen cambiar de parecer. Cristo no puede desde entonces más que fundar una nueva familia; la per­tenencia a esta es cuestión de libertad y no de lazos naturales, de escucha de la Palabra y no de sentimentalismo.

El hombre ha sido creado para responder, mediante la fideli­dad, a la iniciativa amorosa de Dios. Y como libre que es puede ser infiel y traicionar su vocación. Eso es el pecado. Pero la experiencia que el hombre saca de ese pecado es la de una es­pecie de solidaridad que es anterior a cada uno de nosotros, una solidaridad que puede abarcar incluso a otras criaturas distin­tas del hombre: los demonios y la misma Naturaleza. Pecar es introducirse conscientemente en esa solidaridad cuasi cósmica.

4 Véase el tema doctrinal de Satanás, en este mismo capítulo.

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Pero el hombre ha sido creado libre; y no puede, por tanto, ser juguete de otras criaturas, ni siquiera espirituales. Esto es lo que ha venido a revelar Cristo liberándose de la solidaridad cósmica que le rodeaba en cuanto hombre y liberando a sus her­manos de los lazos de los poderes demoníacos. Y no fueron pre­cisamente sus exorcismos los que hicieron efectiva esa libera­ción, sino, más fundamentalmente, su obediencia victoriosa de la tentación y de la muerte.

Mientras espera la manifestación clara de esta victoria, el cristiano se encuentra entre dos fuerzas contradictorias: o su­cumbe al pecado y se hunde en la primera, o escucha la Palabra y la obedece, con lo que elabora la solidaridad del Reino nuevo.

Esta audición de la Palabra toma cuerpo en la liturgia de la Palabra y su realización en la obediencia constituye el contenido del sacrificio espiritual ofrecido en la Eucaristía.

IX. Lucas 7, 11-17 San Lucas es el único que relata la resu-evangelio rrección del hijo de la viuda de Naim y, sin 3.er ciclo duda, lo hace por conciencia profesional.

Algunos versículos más adelante, en efecto, evoca la respuesta de Cristo a Juan Bautista: "los ciegos ven..., los sordos oyen..., los muertos resucitan" (v. 22).

Pero hasta aquí no se había referido a la resurrección. Por eso le hace falta relatar un milagro de este género para justi­ficar la realidad del v. 22.

a) El evangelista aprovecha la ocasión de este relato de resurrección para hacer mención de una mujer, este ser alejado de la sociedad por el judaismo. Quiere, sin duda, significar con ello el deseo de Cristo de reunir a toda la Humanidad, hombres y mujeres, niños y adultos, ricos y pobres, judíos y paganos.

Lucas entonces ha introducido el relato de la resurrección de Naim para justificar el v. 22. En efecto, los judíos esperaban una era mesiánica en la que la naturaleza humana, sufriente, pecadora, humillada, sería restaurada a su plenitud. Se basaban en Is 61, 1 y 35, 5-6: vendrá un Mesías a sanar los sufrimien­tos y las deficiencias humanas.

b) En el mismo contexto, el judaismo preveía, para el fin de los tiempos y la inauguración de la era mesiánica, una re­surrección general de los hijos de Israel muertos antes de esta era. Se refería para esto a Is 26, 19: "tus muertos revivirán, sus cadáveres resucitarán". Al pronunciar estas palabras, el profeta probablemente no pensaba más que en una restauración

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del pueblo (como Ez 37). Pero es cierto que una parte del judais­mo había previsto realmente una resurrección corporal en el transcurso de la era mesiánica (2 Mac 7, 0-36; Dan 12, 2-3).

c) Los judíos esperaban el retorno de Elias para presidir la inauguración de estos tiempos. Creían, pues, encontrar en el Mesías este "espíritu de Elias" que las antiguas tradiciones ha­bían ya descubierto en Elíseo (comparar 2 Re 4, 25-38 y 1 fie 17, 17-24). Los Evangelios han querido, ciertamente, responder á esta espera narrando la reanimación de un muchacho que po­see algunos rasgos comunes con la de Elias (comparar 1 Re 17 23 y Le 7, 16). ¡Pero qué de diferencias entre Elias, Elíseo y Cristo! Mientras que los profetas antiguos obraban sus mila­gros en secreto, Cristo lo hace ante las niasas. Si los profetas antiguos recurrían a procedimientos apenas purificados de su magia nativa, Cristo se contenta con hablar y ordenar.

Aun colmando la espera del judaismo, Cristo no llega, sin embargo, al límite de sus posibilidades y de su mensaje: cier­tamente, reanima a un muchacho, pero en forma de "recupe­ración" (v. 15). No tardará en ser revelado a los hombres otro tipo de resurrección, en el que no se trata solamente de "recu­perar" a un difunto, sino de hacerle entrar en un modo seño­rial de vida que sobrepasa todos ios cuadros Uurtvanos5.

* * *

Elias está entonces ahí, a los ojos de los judíos, porque la mano de Jesús levanta a los difuntos de su ataúd. ¡Doloroso equívoco del gesto de Jesús, que concluirá por tomarle por el precursor del Reino, del cual El será el Señor! ¡No se podrá deshacer el equívoco sino el día en que no se limitará a reani­mar a los muertos, sino que su vida de resucitado será la mis­ma de la que Dios vive!

Pero la ambigüedad persiste aún en nuestros días: ¿es Cris­to solamente el precursor de un reino todavía por venir, el heraldo de una ética aún por definir, o bien El es ya el Reino, en lo más profundo de su persona?

Los primeros cristianos se han resistido a la tentación de reducir a Jesús al papel de un nuevo Elias y han trasladado este paralelo sobre Juan Bautista. Nos es preciso, a nuestra vez y para nuestro tiempo, rechazar toda reducción de Jesús a un simple precursor de una Humanidad renovada: El es esta Hu­manidad, y la tiene de su Padre.

5 Véase el tema doctrinal de la resurrección de los cuerpos, en este mismo capítulo.

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B. LA DOCTRINA

1. El tema de Satanás

Son muchos los cristianos que no creen en Satanás. La expe­riencia que tienen de la tentación no les parece exigir en abso­luto la existencia de poderes demoníacos el pecado encuentra una explicación suficiente en la libertad humana. La personifi­cación del mal pertenece a la época, ya superada, en que el hombre se consideraba juguete de las fuerzas cósmicas. Hoy se ha desterrado ya la mitología de ayer, y lo que se llamaba pose­sión diabólica es un traumatismo entre tantos que trata de ex­plicar la psicología de lo profundo. ¿Es que acaso la Iglesia no ha seguido esa misma evolución al hacerse extremadamente prudente en la práctica de los exorcismos?

Hay otros cristianos que no comparten este parecer. Para ellos, nunca ha estado Satanás tan activo. ¿No es acaso su más solapada estrategia el hacerse ignorar? Trabaja tanto más a gusto cuanto que ya no es combatido. Por otra parte, dicen esos cristianos, si se pretende creer que Satanás no actúa en el mun­do, ¿cómo explicar las numerosas perícopas evangélicas que tratan de él? ¿Vamos a pensar que Cristo mismo fue víctima de ias insensatas creencias populares? No, evidentemente.

Estas múltiples interrogantes nos invitan a profundizar en el contenido de nuestra fe. ¿Qué alcance hemos de conceder a la afirmación tradicional relativa al papel que Satanás desem­peña acá abajo? Si recorremos las etapas de la historia de la salvación descubriremos que esta afirmación no es en modo al­guno gratuita. Sin ella, no quedarían claras en su plena dimen­sión la obra de Cristo y el papel que el cristiano desempeña a lo largo de su vida.

El adversario del El hombre pagano se consideró dependien-designio de Yahvé te de un mundo de espíritus superiores a

él. Demasiado hizo con explicar el bien y el mal refiriéndose a dos principios que luchan entre sí. El dua­lismo del espíritu del bien y el espíritu del mal aparece con mucha frecuencia en la historia religiosa de la Humanidad. La misma creación del mundo se nos presenta muchas veces como una victoria del Bien sobre el Mal.

Dentro del marco de la alianza y del monoteísmo de Israel, esta visión dualista se transforma profundamente. No hay más que un Dios, Yahvé, y la existencia de cualquier otro ser depen­de por completo de su benevolencia creadora. Por consiguiente, no cabe pensar que una criatura, cualquiera que sea, pueda disputar a Yahvé su dominio exclusivo o pueda poner radical-

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mente en tela de juicio su designio de amor o de misericordia. El hombre ha sido creado para responder, por medio de la fi­delidad, a la iniciativa amorosa de Dios; mas, como libre que es, puede ser infiel y traicionar su vocación.

El hombre ha rechazado de hecho a Dios y ese rechazo pue­de serle imputable. Pero la experiencia que el hombre tiene del pecado le invita a decir que ha cedido a la tentación, como si el mal estuviera objetivamente inscrito en la realidad antes que el hombre consienta en él a través de un acto de su liber­tad. ¿Qué hay detrás de esa experiencia? Significa que, al pe­car, el hombre tiene conciencia de convertirse en parte activa de una solidaridad en el pecado que existe con anterioridad a él y que engloba a otras criaturas espirituales además del hom­bre. Si Yahvé lo ha creado todo por amor, la posibilidad de una negativa se extiende a toda la creación.

Para el judío, las cosas se explican de esta manera: el pe­cado del hombre trae como consecuencia su expulsión del pa­raíso terrenal. Ya le tenemos en un mundo que conoce la muer­te. Ese mundo constituye el imperio de los poderes espirituales que, a su vez, han rechazado a Dios. La muerte es el arma temible de que se sirven para arrastrar al hombre a la tenta­ción. Si el hombre se doblega, se convierte en esclavo. Pero si viene un hombre que no se doblega y que admite en él la acción victoriosa del Espíritu y la Palabra de Yahvé, el poder de la muerte queda resquebrajado. Porque los poderes demoníacos no pueden mantener al hombre esclavizado si no es con su con­sentimiento. El hombre no es nunca juguete de otras criaturas espirituales.

La victoria de Cristo Para garantizar la salvación del hombre sobre el adversario hay que destruir antes el imperio de las

potencias demoníacas y vencer a la muerte en su terreno. Y el principio de ese imperio es Satanás. El fue quien, en los orígenes de la Humanidad, adoptó la forma de serpiente para engañar al primer Adán. Y a él es a quien vencerá el Mesías en un nuevo enfrentamiento. Esta es justa­mente la misión de Cristo: "reducir a la impotencia a quien tenía el imperio de la muerte" (Heb 2, 14).

Por eso no hay que sorprenderse de ver cómo los evangelis­tas nos presentan la vida pública de Jesús como un permanente combate contra Satanás: encuentro con Satanás en el desierto, liberación de los posesos, enfrentamiento con los judíos incrédu­los y, finalmente, la hora de la pasión que sella la derrota ae Satanás aun cuando parezca que es él quien dirige el juego. Porque, con su obediencia hasta la muerte de cruz, Jesús des-

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trona a la muerte de su poderío y arrebata a Satanás la terrible arma que le permitía construir su reino aquí abajo.

¿Cuál es el significado profundo de esa victoria de Cristo sobre Satanás? Afirmar que Cristo ha vencido el imperio de Sa­tanás es, en realidad, reconocer a la obra de Cristo unas dimen­siones cósmicas. Se trata, por consiguiente, de algo muy funda­mental. Hasta entonces existía una solidaridad en el pecado que afectaba a toda la creación. A partir de entonces ha quedado abierta una brecha en el círculo de esa solidaridad. Con Cristo se ha roto ese lazo cósmico en beneficio de una nueva solida­ridad cósmica, la del amor. Dicho en otras palabras, en Cristo se ha realizado plenamente el designio creador de Dios: el hombre se hace definitivamente aliado de su creador para la realización de su designio de amor. La historia cósmica de la salvación ha iniciado su caminar. Llegará un día en que Satanás y la Muerte serán arrojados "en el estanque de fuego" (Ap 20, 14); en ese momento, la solidaridad en el pecado habrá perdido toda su consistencia. ¡Ya no habrá reino del pecado!

"Es la imagen del Dios invisible, Primogénito de toda criatu­ra, porque en El han sido creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo ha sido creado por El y para El. El es antes que todas las cosas y todo subsiste en El. Es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia" (Col 1, 15-18). Con esta manera de expresarse, San Pablo desvela las dimensiones cósmicas de la intervención histórica de Cristo y coloca la mi­sión del cristiano en su resonancia última.

El adversario de La Iglesia tiene aquí abajo la misión de los cristianos agrandar continuamente la brecha abierta

por Cristo, Cabeza del Cuerpo. El imperio de Satanás está desarticulado; todavía no está destruido, porque la muerte, en todas sus formas, sigue induciendo al hombre pe­cador a la tentación. Cristo ha vencido a Satanás una vez para siempre; y en El todo hombre ha sido llamado a vencerle a su vez.

Entrar en la Iglesia por medio del bautismo es aceptar el contribuir a que Cristo obtenga en todo la primacía, para que a partir de El se levante la verdadera creación; es aceptar, por tanto, el echarse encima una responsabilidad de dimensiones cósmicas. El ritual de la iniciación bautismal pone de manifies­to esas coordenadas de la vocación cristiana. Continuamente se recuerda el drama que enfrenta al Espíritu victorioso de Dios con Satanás. El catecúmeno toma conciencia de que el bautismo va a sustraerle de una manera decisiva a la tutela de los pode­res demoníacos para introducirle en la verdadera humanidad;

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dicho de otra forma: va a pasar definitivamente del mundo del pecado al mundo de la gracia y de la fidelidad, constituido en Jesucristo, y que hace efectivo el logro del designio creador de Dios. Es el Espíritu el que hace efectivo ese paso incorporándole a Jesucristo. Al catecúmeno se le pide su adhesión personal en la triple renuncia a Satanás y en la triple confesión de su fe trinitaria.

Para el cristiano, la lucha contra Satanás no termina en el bautismo; en ese momento no hace sino iniciar su marcha vic­toriosa en beneficio de toda la creación. El bautismo es en la vida de un hombre el acto inicial de regeneración que le habilita para luchar en pos de Cristo contra el pecado del mundo y to­das las fuerzas que se oponen a Dios. Con Cristo ha quedado definitivamente rota la solidaridad universal en el pecado; y en el bautismo se le invita a todo cristiano a prolongar la obra de Cristo. El Reino del Padre debe extenderse, en efecto, hasta abarcar a toda la creación.

La misión y la lucha La misión es el momento privilegiado de contra Satanás la lucha contra Satanás; ahí es donde

el cristiano debe recurrir a todos los re­cursos de su condición bautismal. Porque hay auténtica misión cuando la Buena Nueva de la salvación es anunciada a un pueblo nuevo, cuando se trata de enraizar el misterio de Cristo en un universo cultural que todavía le resulta extraño. Este es el te­rreno en que más se deja sentir el peso cósmico del pecado. Y no porque el Espíritu de Dios no actúe en él. Todo lo contra­rio: el proceso espiritual de un pueblo no cristiano es siempre en parte el fruto del trabajo del Espíritu; pero hasta tanto no haya echado raíces en él el misterio de Cristo, ese proceso sigue comprometido; el secreto de su éxito se le escapa, la muerte conserva todo su poder, el imperio de Satanás sigue siendo te­mibles.

Pues bien: ¿qué hace el misionero? Abandona un espacio cul­tural en que la Iglesia ya está asentada para ir a dar testimonio de Cristo resucitado en otro espacio no transformado aún por la Buena Nueva. Tiene la misión de identificarse con el itine­rario espiritual del pueblo a que ha sido enviado, de activarlo en la medida de lo posible para que desemboque en Cristo. En esa identificación cargada de sentido pascual realiza en sí mis­mo, como por anticipado, lo que mañana constituirá el enrai-zamiento del misterio de Cristo en este pueblo nuevo, y co­mienza a desvelar así el camino por el que ese pueblo deberá adentrarse para realizar a su vez su verdadero destino.

Pero si hacer que el itinerario espiritual de un pueblo des­emboque en Jesucristo consiste en imprimirle un ritmo pascual,

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hay que descubrir necesariamente a ese pueblo que solo el en-frentamiento con la muerte en la obediencia—doquiera que se presente, y de manera especial en la relación con otro—puede hacer realidad el deseo más profundo que le anima. En este sentido el objetivo que persigue la misión es el de quebrantar el imperio de Satanás en un terreno que él consideraba aún ce­losamente como suyo, por cuanto la muerte no había sido aún destronada de su poderío.

La Eucaristía o la El bautismo habilita al cristiano para victoria sobre Satanás luchar victoriosamente contra Satanás, ganada en comunión pero solo la participación eucarística le

alimenta para tener fuerzas para el combate efectivo de cada día.

Por una parte, la comunión con el Cuerpo de Cristo sitúa progresivamente al cristiano bautizado en una condición de hijo del Reino. Le introduce cada vez más en la verdadera creación, fundamentada en Jesucristo: no solo para encontrar en ella su salvación personal, sino también para desempeñar en todo ello un papel de alcance cósmico. ¿No decía acaso San Pablo a los corintios que una vez que quedaran incorporados a la Soberanía de Cristo podrían juzgar a los ángeles?

Por otra parte, la acogida de la Palabra victoriosa proporcio­na a cada uno de los participantes el punto de apoyo objetivo que incorpora cada vez más a la historia de la salvación y le permite descubrir las exigencias concretas del enfrentamiento con la muerte en la obediencia o de la lucha contra Satanás.

2. El tema de la resurrección de los cuerpos

El dogma de la resurrección de los cuerpos no ocupa el lugar que le corresponde en el mundo religioso de los cristianos. Anti­guamente ya sucedía esto, pero por motivos diferentes.

Durante siglos, al menos en Occidente, el dualismo tan fre­cuente entre alma y cuerpo—herencia del paganismo griego— hizo que los cristianos no concedieran más que una importan­cia secundaria al destino del cuerpo y a toda la creación mate­rial en general. Incluso la realidad corporal era muchas reces desacreditada y hasta despreciada por considerársela como el terreno por excelencia de la culpabilidad. A partir del Rena­cimiento, todavía se hizo más fuerte la oposición entre el mun­do del espíritu y el mundo del cuerpo. El mundo del espíritu era el único capaz de vivir una religión verdadera, y unir esta de algún modo al mundo del cuerpo era condenarla a una de­gradación progresiva. Así era interpretada la religión de Cristo

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"en espíritu y en verdad". Según esto, es evidente que el dogma de la resurrección de los cuerpos no afectaba apenas al mundo de la fe.

Hoy el problema es muy distinto. La escala de valores res­pecto al cuerpo y a la materia se ha transformado de una ma­nera muy profunda y algunas veces se ha invertido incluso. El dominio que el hombre está consiguiendo sobre el mundo material le invita menos a la contemplación de las realidades espirituales que a la transformación del mundo visible, que a la humanización de la tierra. La realidad corporal salta al pri­mer plano, y el hombre la imagina muchas veces de una bon­dad profunda. Sin embargo, el dogma de la resurrección de los cuerpos es cada vez más extraño a las perspectivas habituales del cristiano, porque no se ha hecho una articulación conve­niente entre esta realidad de las postrimerías y la tarea de construcción del mundo que se impone al hombre en el momen­to actual.

Establecer esta relación es contestar a una pregunta que el cristiano de nuestro tiempo debe hacerse necesariamente. Si esto no se hace, cada vez se agrandará más el foso que separa al mundo de la fe del campo actual de las responsabilidades del hombre. Por otro lado, es probable que la reflexión teológica sobre este problema adquiera cada vez más amplitud, siendo como el preludio de interesantes desarrollos dogmáticos fu­turos.

La resurrección de los cuerpos, El Dios de Israel posee un se-creencia tardía en Israel fiorío soberano sobre la vida y

sobre la muerte. Incluso puede hacer volver a la tierra a este o a aquel que habían descendido ya el sheol, como lo atestiguan los milagros de resurrecciones obradas por Elias y Eliseo.

Pero el tema de la resurrección está relacionado especial­mente con la historia de la salvación, y expresa la esperanza colectiva de Israel. El pueblo elegido no estará siempre en po­der del infierno, porque un día la muerte será destruida. En­tonces el pueblo será restaurado de una manera definitiva y el Resto fiel surgirá de la muerte. Aniquilado por el sufrimiento y por la muerte, el Siervo paciente verá la luz y participará de los trofeos de la victoria (cf. Is 53, 11, 12). Sin embargo, ha­bría que esperar al siglo n antes de Jesucristo para que fuera planteada claramente la cuestión de la resurrección individual. Es la época de la crisis macabea, y hubo mártires. A estos les sostenía una esperanza: que en el momento de la resurrección final Dios les haría subir del sheol, para que participaran del Reino, y esto no les ocurrirá a los malos (cf. 2 Mac 7, 9, 14).

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La insuficiencia de la concepción religiosa de Israel relativa a la resurrección de los cuerpos pone de manifiesto el carácter todavía limitado de su búsqueda de la fe. Aquí, como en otros muchos terrenos, la insuficiencia procede de una especie de imposibilidad de Israel ante la muerte. Para que la muerte des­cubra su secreto y se presente como el paso a la vida eterna, en lugar de no ser más que una consecuencia del pecado, es nece­sario que el hombre judío llegue a la pobreza radical que pre­senta a la muerte como el momento de la obediencia más gran­de y del amor más pleno. Solo con esta perspectiva habría podido ser considerada la muerte como prueba crucial más ne­cesaria, que abre al hombre de par en par las puertas de la vida.

Cristo resucitado Con la venida del Mesías desaparece toda en su cuerpo, imprecisión por lo que respecta a la resu-contenido esencial rrección de los cuerpos. Además este ele-de la fe mentó de la fe es tan fundamental que la

Buena Nueva de la salvación del hombre podemos decir que se centra en la resurrección de Jesús en su cuerpo.

El Reino que estaba esperando el pueblo de Israel debía manifestarse de una manera deslumbradora y descender desde arriba de una sola vez, por un acto todopoderoso de Dios y de su Mesías. Ahora bien: no ocurrió nada de esto. Jesús se pro­clama Salvador e inaugura en este mundo el Reino inesperado de la propia Familia del Padre. Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre está verdaderamente llamado a la condición filial en unión viva con el Hombre-Dios, pero su condición —gratuita por completo—de compañero de Dios debe apoyarse en su libertad de criatura, una libertad practicada de una ma­nera válida en la obediencia hasta la muerte a su condición de criatura terrena.

Mientras que el hombre judío imaginaba la supresión de la muerte como condición de la futura resurrección, Jesús nos pre­senta la muerte como un camino que hay que tomar por obe­diencia, para poder llegar a la vida. Cristo muere en la cruz, por fidelidad a su condición de criatura, cumpliendo hasta el fin—en un despojarse totalmente de Sí mismo—las exigencias del amor de Dios y del amor a todos los hombres. Afrontada así, la muerte ha sido restituida a su verdad y se ha convertido en el paso a la vida eterna. Jesús resucita en alma y cuerpo, por­que toda su realidad de hombre ha estado empeñada en el lar­go camino en el que ha construido su obediencia de Verbo encarnado.

La resurrección de Jesús en su cuerpo nos manifiesta las di­mensiones fundamentales de la salvación. En Cristo, el hombre

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está llamado a entrar en la Familia del Padre, pero entra en ella como criatura, es decir, poniendo en obra de una manera activa todos los recursos de su libertad y tomando por ello el camino pascual abierto definitivamente por el propio Jesús. Lo mismo que el alma, el cuerpo (y toda la creación material) se encuentran comprometidos en este camino, porque no existe libertad humana sino encarnada.

Resucitados con Cristo Una vez que el hombre ha entrado en en la Iglesia la Iglesia por el bautismo, se encuentra

unido, con una relación viva, a Cristo resucitado en su cuerpo. El ahondamiento eclesial de esta rela­ción permite al hombre volver a tomar por su cuenta el camino pascual de Jesús de Nazaret y por ello contribuir, por su parte, a la edificación del Reino.

El Espíritu del Resucitado renueva en nosotros lo que San Pablo llama "el hombre interior", para que, una vez liberados del pecado, entremos en el camino de la obediencia hasta la muerte. Muertos con Cristo, también resucitamos con El. Ya en este mundo el afrontar la muerte a ejemplo de Cristo abre a la vida verdadera del Reino. En este sentido, el cristiano ha re­sucitado ya con Cristo.

Pero una afirmación así debe ser considerada de cerca. Si el cristiano ha resucitado ya con Cristo, es porque el Espíritu del Resucitado está obrando ya en este mundo en toda la realidad del hombre y no solamente en su realidad espiritual. El cuerpo del hombre y la creación material que está relacionada con él, están marcados efectivamente por su acción. El Reino que se construye en este mundo se compone de hombres y no de al­mas. Decir que el Espíritu del Resucitado está obrando en la tierra es afirmar que un misterioso dinamismo entraña progre­sivamente nuestro mundo en el gran paso a través de la muerte. A su término se producirá el cumplimiento final, pero durante toda la Historia este cumplimiento se va preparando, se va edi­ficando paso a paso en torno y en dependencia de lo que ya se ha cumplido en Cristo Jesús.

¿Se puede decir algo más de la resurrección que espera al cuerpo ya desde este mundo? El cuerpo es la "mediación ma­terial" de la comunicación y de la comunión entre los hombres. El cuerpo no es extraño a la vida de la conciencia espiritual, sino que, por el contrario, es en su realidad esencial el que permite a la vida del espíritu el construirse y abrirse a la comu­nicación interpersonal en la verdad y en el amor. En la pers­pectiva cristiana, el cuerpo es incluso un instrumento de cari­dad. Se puede decir que el ejercicio del amor fraterno universal vuelve a modelar el cuerpo mismo y le vuelve a su verdadero

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destino. ¿No es en este sentido en el que el cuerpo participa ya desde este mundo de la resurreción, si es verdad que el cuerpo resucitado es el instrumento perfecto de una comunión efectiva con todos los hombres? No está prohibido el pensarlo así.

Testigos de El dogma de la resurrección de los cuerpos es la resurrección de una importancia capital, respecto a las ac-de los cuerpos tuales exigencias de la misión. Es el que per­

mite comprender hasta qué punto el cristia­nismo propugna la salvación del hombre en su realidad total. Además nos descubre el sentido del esfuerzo humano, pero a condición de que se le comprenda según su sentido actual para el itinerario de la fe.

El misionero debe tener cuidado de manifestar que la Buena Nueva de la salvación no se refiere solamente al plano de los valores espirituales, sino que alcanza al hombre completo, en todas las dimensiones de su ser. El hombre concreto, el hombre tal como se encuentra en este mundo en su condición terrena, es el que está llamado a ser hijo de Dios. La mejor manera de mostrar todo esto es la de hacer aparecer claramente que el Reino inaugurado en Jesucristo se construye en este mundo a partir de un compromiso de la fe, por medio del cual el hom­bre moviliza todas sus energías, tanto las corporales como las espirituales, para emprender un camino de obediencia hasta la muerte. A partir del momento en que el hombre no tiene necesidad de evadirse de su condición terrena para ir al en­cuentro de la salvación, el cuerpo y la creación material ponen de manifiesto su dignidad en los designios salvadores de Dios.

Pero si el Reino definitivo se engendra en la tierra y si hay que afirmar de una manera particular la igualdad profunda que existe entre el cuerpo de acá y el de más allá de la muerte, se puede añadir inmediatamente que el dogma de la resurrec­ción de los cuerpos atañe directamente a la búsqueda que hace el hombre moderno para descubrir el fundamento último de su esfuerzo de construcción del mundo. Este esfuerzo no queda va­lorizado solamente en la medida en que expresa la fidelidad del hombre a su condición de criatura. Con respecto a la sal­vación, tiene valor en sí mismo. Porque la humanización de la tierra, en la medida en que ella es verdaderamente fruto de la obediencia del hombre a su condición terrena de criatura, pre­para de una manera activa la muerte cósmica y la transfigu­ración final del mundo. El dinamismo de la resurrección de los cuerpos ya está obrando aquí.

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La asamblea eucarística En la primera epístola a los corintios, y la resurrección en el capítulo en que habla de la co-de los cuerpos mida del Señor, San Pablo hace alu­

sión a la "indignidad" de aquellos a quienes escribe cuando comen el pan o beben del cáliz, y añade este versículo, que resulta enigmático a primera vista: "Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y achacosos y bastantes como muertos" (1 Cor 11, 30). Según el apóstol, la participación de Cristo resucitado que se ofrece a los cristianos cuando par­ticipan del Pan eucarístico produce tales efectos incluso en el cuerpo que, si por un imposible pudieran comer el Pan y beber el cáliz con perfecta dignidad, su cuerpo se transformaría por completo y no conocerían ya ni la enfermedad ni la muerte.

De hecho, la asamblea eucarística es el lugar privilegiado donde obra el Espíritu de Cristo resucitado. En la medida en que el hombre se acomode a esta acción por el "sí" de una fe viva, será transformado por ella en su alma y en su cuerpo, porque el sí de la fe comprende a la persona toda entera. Ade­más, este dinamismo unificador de la fe alcanza su máximo de intensidad allí donde se celebra la Eucaristía, en razón de su carácter ritual. En el rito eucarístico, las "profundidades" de la conciencia humana pueden ser tocadas realmente por el Es­píritu del Resucitado, con todo lo que este término de "pro­fundidades" encierra de arraigo biológico. Por tanto, el cuerpo participa verdaderamente de la Resurrección de Cristo, puesto que también él entra en el movimiento de amor universal y está llamado a pasar por la muerte, a fin de conocer la gloria de la transfiguración.

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UNDÉCIMO DOMINGO

(N. B. Primer domingo después de la Trinidad en 1971, 1974, 1977)

A. LA PALABRA

I. Éxodo 19, 2-6 Este pasaje, que sirve de introducción al epi-1.a lectura sodio de la alianza del Sinaí, no pertenece a l.er ciclo ninguna de las fuentes habituales del Penta­

teuco. Parece que ha sido introducida al prin­cipio de la sección Ex 19-24 por un autor del siglo iv o ni antes de Cristo. Su contextura es, en efecto, poética, hecho excepcio­nal en este libro: tema de "la casa de Jacob" en el v. 3 (cf. Sal 113/114, 1), la imagen de Yahvé "llevando" a su pueblo (v. 4; cf. Is 40, 11; 46, 3-4; 63, 9; 66, 12-13; Dt 1, 31; 32, 10-12), expre­siones deuteronómicas, como "guardar la alianza" (v. 5; cf. Dt 29, 8; 33, 9), "escuchar la voz" (v. 5; cf. Dt passim), y, finalmen­te, el tema del pueblo consagrado (v. 6; cf. Dt 7, 6; 14, 2, 21; 26, 19; 28, 9).

a) La expresión "pueblo de sacerdotes" (v. 6) conecta este pasaje con el Tercer Isaías (Is 61, 6). El autor imagina al pue­blo de Israel situado en el concierto de las naciones del mismo modo que la casta sacerdotal se hallaba frente a las tribus del pueblo elegido. Todas esas tribus pertenecían a Dios y, sin em­bargo, solo los sacerdotes se acercaban a El; de igual modo, toda la Humanidad es propiedad de Dios, pero solo el pueblo elegido puede encontrarse con El en la liturgia y la Palabra 1, solo el pueblo de Israel puede presentarse ante El representan­do a la Humanidad y ser signo de la voluntad de Dios ante las naciones. La significación profunda de los acontecimientos del Éxodo y del Sinaí se encierra en la elección del pueblo. Esta comporta una separación que se verifica, sobre todo, en un estilo de vida especial, signo de los designios de Dios sobre el

1 M. HOBLVOET, "La Théophan ie du S i n a l Analyse l i t téraire des récits de E x 19-24", Eph. Th. Lov., 1953, págs. 374-97.

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hombre (v. 5). Pero, lejos de aislar al pueblo, esta "consagra­ción" convierte al pueblo en un signo de la Humanidad ante el Señor y un testigo de Dios ante las naciones. En esto consis­te el sacerdocio mediador en que ha sido investido.

b) Yahvé ha elegido a Israel (v. 4b; cf. Di 32, 11; Os 11, 3-4; Is 46, 3-4; 63, 9) para conducirlo a través del desierto has­ta el Sinaí y hacer allí una alianza con él. La alianza no es un contrato bilateral, aunque contenga obligaciones recíprocas: solo Dios tiene la iniciativa, solo El ha hecho todos los prepa­rativos (v. 4). La alianza no es tampoco una especie de regla­mento definitivo que fija al pueblo en un cuadro determinado de una vez para siempre: al contrario, todo se describe en el tiempo futuro: "Yo os tendré por mi pueblo..., vosotros se­réis..." De hecho, la definición más acertada de la alianza po­dría ser la siguiente: el comienzo de una relación, con todo lo que esto implica de riesgo y de historia.

La Iglesia es realmente solidaria de la Humanidad ante Dios, porque su función no consiste en monopolizar la salvación y el bien—ambos existen en todo hombre de buena voluntad—, sino en expresar por su culto espiritual lo que aún está oculto en la Humanidad y en presentarse a esta última como el signo del plan que Dios ofrece a su libertad.

La asamblea eucarística, que se reúne para cambiar el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo, lleva en sí misma la transformación que el hombre opera en la naturaleza que él espiritualiza, e indica además los medios y la finalidad de esta transformación. La asamblea que reúne a los cristianos hacién­dolos Cuerpo Místico de Cristo encierra en sí misma todo el es­fuerzo de los hombres, incluso de los no cristianos, para fo­mentar la paz y la justicia en el mundo. Cuando la asamblea se reúne para una celebración penitencial confiesa ante Dios no solo sus pecados, sino el mismo pecado del mundo, y preci­samente en nombre de este mundo, del que ella constituye las primicias, obtiene el perdón de Dios. El sacerdocio del pueblo santo es, por tanto, una realidad efectiva que se concretiza en la mediación entre los hombres y Dios y en la misión entre Dios y los hombres.

II. Ezequiel 17, 22-24 Judá acaba de perder su autonomía: el 1.a lectura rey Joaquín ha sido llevado cautivo, el 2° ciclo árbol simbólico del pueblo ha perdido su

cima real. Hacia el 590, Ezequiel había llorado la decapitación del árbol (Ez 17, 1-21) llevada a cabo por el águila Nabucodonosor. Pero treinta años más tarde la

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derrota de Asiría pone en tela de juicio la suerte de sus con­quistas; entonces Ezequiel añade a su primer poema del árbol decapitado un oráculo lleno de esperanza (Ez 17, 22-24).

El profeta ve a Dios tomando la iniciativa de plantar de nuevo un árbol en el monte Sión, empleando un brote arran­cado junto a un viejo cedro podrido (v. 22). Esta ramita se convierte en árbol, se desarrolla y extiende su imperio por todo el mundo (Dan 4, 1-34; Ez 31, 6). El pequeño "resto" del pueblo se convierte en el pueblo mesiánico de los últimos tiempos (v. 23). El profeta concluye su oráculo recordando que la ley de compensación inspira el juicio de Dios (v. 24).

* * *

El tema del árbol ocupa un lugar importante en la Escritu­ra. El símbolo del árbol de la vida (Gen 2, 9) tiene orígenes mí­ticos, pero la tradición judía los depuró haciendo depender de la obediencia a la Palabra de Dios la utilización de sus frutos (Gen 3, 22). Las escuelas sapienciales tomarán también este tema del árbol de la vida, pero siempre dentro de una óptica moralizadora y desacralizante (Prov 3, 18; 11, 30; 13, 12; 15, 4). La corriente profética será, en cambio, más histórica. Según ella, el árbol ideal es Israel, que produce frutos maravillosos en función de su fidelidad a la Alianza (Is 5, 1-7; Jer 2, 21; Ez 15; 19, 10-14; Sal 79/80, 9-20). Cortado cuando no produce frutos, el árbol Israel renace a la vida cuando Dios toma la inicia­tiva de volverlo a plantar (Ez 17, 20-24). No se puede, pues, hablar del árbol-Israel sin hacer alusión a la iniciativa divina que lo mantiene en la vida.

Otra corriente profética compara el Rey (y también el Me­sías) a un árbol (Jue 9, 7-21; Dan 4, 7-9; Ez 31, 8-9). Este cli­ché, corriente en las literaturas orientales, tiene la ventaja de personalizar el tema y de hacer comprender que el pueblo pue­de sacar provecho de la vida de un solo hombre.

Al final de la evolución de estas diversas corrientes, tam­bién al justo se le compara con un árbol de frutos sabrosos y buenos, perdido en medio de otros árboles estériles (Sal 1; 91/ 92, 13-14, salmo responsorial; Cant 2, 1-3; Eclo 24, 12-22). Es necesario, además, que este árbol sea regado por Dios: Ezequiel prevé que la economía escatológica realizará esta fecundidad del árbol (Ez 47, 1-12). Cristo denuncia al árbol de Israel que no ha dado frutos (Mt 3, 8-10; 21, 18-19) y se presenta a Sí mismo como el árbol que da fruto (Jn 15, 1-6) y al que hay que vincularse para dar fruto. Finalmente, este árbol de vida queda plantado definitivamente en el Paraíso, rodeado de todos los árboles que dan fruto para toda la eternidad (Ap 2, 7; 22, 1-2, 14, 19).

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Los frutos que podemos producir, al estar injertados en el árbol de la vida, son los "frutos del Espíritu Santo" (Gal 5, 5-26; 6, 7-8, 15-16), es decir, las obras que suscita en nosotros la presencia de una vida nueva y la pertenencia a una humanidad nueva.

III. 2 Samuel El cap. 11 nos ha referido la falta cometida 12, 7-10, 13 por David en la persona de la mujer de Urías. 1.a lectura La continuación de este relato se encuentra 3.er ciclo en 2 Sam 12, 15-25, en el momento en que el

fruto nacido del adulterio entra en agonía. Esta tradición incita, pues, a pensar que la muerte del niño debe ser considerada como el castigo de la falta del padre. Sin embargo, poco a poco se ha ido concretando una visión más teológica de la historia, que ha ido tomando cuerpo en la tra­dición de la visita de Natán al rey (2 Sam 12, 1-4) para ser incrustada después, ya antes del siglo vni, en el corazón del relato primitivo.

a) Natán comienza su misión contando una parábola (vv. 1-4), conforme a un procedimiento frecuente en los antiguos pro­fetas, cf. 2 Sam 14, 4-17). David reacciona violentamente ante ese relato y él mismo pronuncia la sentencia de muerte para el protagonista (vv. 4-6), sin darse cuenta de que así formula su propia condenación. Pero inmediatamente (v. 7) Natán aban­dona el tono parabólico por el del profeta e interpela a David en segunda persona ("eres tú") al estilo de los antiguos oráculos de Yahvé (cf. 1 Sam 2, 27-30). Entonces le toca al profeta pro­nunciar la sentencia de muerte contra el hijo de David (v. 10). Pero este enunciado no está claro: en el v. 10, David es cas­tigado con la presencia constante de la espada en su familia. Efectivamente, Amnón (2 Sam 13, 19), Absalón (2 Sam 18, 24-25) y Adonías (1 Re 2, 25), sus hijos, perecerán por la espada. Una concepción muy judía de la historia según la cual la falta del padre se convierte en "falta original" y en fermento de una Continua degradación.

Los vv. 11-12 nos ofrecen otra descripción del castigo. Quizá se trate de una añadidura posterior, fiel a otra concepción ju­día: la ley del talión. Esta profecía no será ejecutada, por lo demás, al pie de la letra.

Finalmente, en el v. 15 encontramos otra versión del castigo consistente en el anuncio de la muerte del hijo del adulterio. Seguramente la mención de este castigo se debe al redactor fi­nal, preocupado por vincular la profecía de Natán a los acon­tecimientos que van a sucederse.

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b) Las descripciones del castigo de David son demasiado numerosas y demasiado diversas para ser originales. Autores posteriores, al leer e interpretar la historia de los descendien­tes del rey, han querido, sin duda, descubrir las huellas del castigo original y han sobrecargado abusivamente el texto pri­mitivo. Esta observación tiene su valor, puesto que permite re­lacionar directamente el v. 13 con los vv. 7-9 y hacer depender el arrepentimiento de David del oráculo de Natán y no de la amenaza de castigos. En otros términos: es el descubrimiento de su falta la que inspira al rey su arrepentimiento y no el te­mor al castigo.

La calidad del arrepentimiento de David implica, por otro lado, el perdón inmediato y absoluto por parte de Dios (v. 13b). "Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva." Por eso es lamentable que los interpoladores hayan situado el anuncio de la muerte del niño (v. 14) después del anuncio del perdón como si Dios retirara su palabra y buscase, a pesar de todo, una víctima expiatoria.

Los versículos que describen el castigo de David producen el efecto deplorable de dar paso a la creencia de que la culpa­bilidad se mide por el desorden material que resulta a veces de la falta. El interés de este relato radica, por el contrario, en demostrar que el sentido del pecado y el del perdón no pueden concebirse sino dentro del marco de unas relaciones personales entre el pecador y Dios. En este sentido, el episodio de Natán es uno de los más importantes del Antiguo Testamento, puesto que es el primero en liberarse de los ritos externos y del legalismo que velaban el compromiso espiritual de las libertades en las relaciones entre el hombre pecador y su Dios. En este sentido, inicia una acción de desacralización con la que siempre hay que contar.

Ante el pecado, Dios podría ejercitar su venganza, romper su alianza y hacer que inmediatamente intervenga su juicio es-catológico. El enunciado de los castigos en los vv. 10-15 recuer­da a ese Dios. Pero desconoce al Dios de amor que se revela infinitamente mayor que la negativa y que sustituye el corazón del pecador por un corazón nuevo.

IV. Romanos 5, 6-11 En los primeros versículos de Rom 5 Pablo 2.a lectura muestra que la justificación es un hecho l.er ciclo adquirido (vv. 1-2), contrariamente a la

concepción judía, para quien la justifica­ción sería un don del futuro. La prueba de esta justificación se encuentra en la obra de amor que el Espíritu realiza actual-

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mente en nosotros (v. 5). Pero estos hechos no nos eximen de esperar: le dan a la esperanza una cualidad y un objeto insos­pechados por los judíos (vv. 3-5). El mismo argumento reapare­ce en los vv. 6-11, pero con un enfoque y un vocabulario nuevos.

La historia de la salvación se apoya en tres hechos: uno, pasado, la muerte voluntaria de Cristo por los pecadores (vv. 6-8); otro, presente, la reconciliación adquirida por esta muerte que da fruto en esta vida (vv. 10-11), y, finalmente, la garan­tía de un acontecimiento futuro: Dios dará su vida y su gloria a hombres ya reconciliados con El, puesto que el Hijo murió por ellos (v. 10b). Lo esencial, pues, está ya hecho, desde ahora. Vivir con esta convicción la nueva situación es confesar la fe y asegurar la esperanza en ella. Los judíos solo esperaban en la promesa; para el cristiano Dios está presente en su vida actual y su esperanza reposa en hechos concretos.

La vida religiosa de Israel está orientada hacia el juicio fu­turo de Yahvé, que traerá la recompensa para los buenos y el castigo para los malos. El cumplimiento de la ley permite al judío entrar en esta perspectiva: está del lado de los buenos y su justicia aparecerá claramente en el juicio de Dios.

Pero el itinerario del pueblo elegido da lugar a unos descu­brimientos desconcertantes. Dios no es solo el juez que garan­tiza los bienes, es, sobre todo, el Totalmente Otro, ante el cual el hombre no puede hacer valer ningún derecho, y Dios puede salvar al pecador y justificar al justo. Ciertamente, la justicia justificante de Dios no responde a los esquemas de la justicia distributiva del hombre.

Cristo ha vivido, en su persona, los dos tipos de justicia: ha observado la justicia de la ley, coronándola en el amor, y ha contribuido con su perdón a la justificación de la Humani­dad. El cristiano no está ya, como el judío, orientado hacia un juicio último de tipo distributivo. En efecto, para él, la justicia de Dios es la del Todo-Otro, que ya ha dado pruebas de ella reconciliando a la Humanidad consigo.

En la celebración eucarística los cristianos experimentan de modo singular esta justificación. Al compartir el Pan y la Pa­labra se realiza del modo más concreto la iniciativa de gracia que se manifestó de una vez para siempre en Jesucristo y, es­pecialmente, en el acontecimiento de su muerte. Pero la Euca­ristía convierte al cristiano en colaborador de Dios en la edifi­cación del Reino: justificado por Cristo, el fiel está llamado a colaborar, en la vida presente, a la construcción del reino de la

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justicia de Dios. La fidelidad cotidiana del cristiano constituye el signo que debe brillar ante todos los hombres, para que el mayor número de ellos, justificados también, pueda construir el reino futuro y congregarse en la vida y en la gloria del Dios del amor2.

V. 2 Corintios 5, 6-10 Estos versículos, en los que Pablo formu-2.a lectura la de manera bastante complicada su es-2.o ciclo peranza, son incomprensibles si no se ha

leído antes el primer versículo de este capítulo 3.

* * *

Pablo se muestra influenciado por la doctrina neotestamen-taria de la espiritualización del Templo en Jesucristo y en el cristiano (compárese el v. 1 con Me 14, 58). A este respecto, el discurso de Esteban sobre este tema ha ejercido sobre él una clara influencia (Act 7, 48-56). Se trataba, para los cristianos de origen judío, separados o alejados del Templo, de tomar con­ciencia de que en la persona de Cristo resucitado tenían un templo definitivo (Jn 2, 9), medio único de mediación y fuente nueva de bendición. Sin embargo, los cristianos están alejados de este templo espiritual y eterno, como los judíos del exilio Lo estaban en su templo material (v. 6). Pero el del cristiano no es un auténtico exilio porque el cuerpo terrestre del cristiano es ya, en cierto modo, un templo ("la tienda" del v. 4; cf. 1 Cor 3, 16).

Ciertamente se requiere un tránsito doloroso a través de la muerte, y a veces se preferiría evitarlo. Pero ¿se desea real­mente evitarlo? La esperanza del hombre consiste en subir al Templo, en ver allí la faz de Dios (Ex 23, 15; 34, 23-24; Dt 16, 16) en todo su esplendor (Is 2, 2-5) y habitar junto a El (vv. 6-9). Pablo transporta, pues, a la doctrina de la esperanza cris­tiana los temas del culto y del Templo, espiritualizándolos. En el Cristo glorioso veremos la faz de Dios, como Isaías en el tem­plo de Sión: ¿cómo podríamos resistirnos a pasar por el exilio y la muerte a fin de gozar de este privilegio?

3 Véase el tema doctrinal de la esperanza y de las esperanzas huma­nas, en el decimoquinto domingo.

3 A. FEUILLET, "Demeure celeste et Destinée des chrétiens", Rech. Se. Ecl., 1956, págs. 161-92; 360-402.

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VI. Gálatas 2, 16, 19-21 Pablo acaba de describir histórica-2.a lectura mente su ministerio pastoral entre 3.er ciclo los paganos y ahora vuelve a tratar de

su ministerio, pero desde el punto de vista doctrinal. Ya no se limita a evocar las peripecias de su apostolado, sino que intenta definir el Evangelio, oponiéndolo al sistema religioso del judaismo.

Para esto, Pablo abandona el sentido especial que él ha dado al término "evangelio" (acceso de los paganos a la salvación), para volver a emplear el sentido primigenio de esta palabra (anuncio de la muerte y resurrección de Cristo).

a) Pablo es uno de los primeros en asimilar la muerte y resurrección de Cristo a la vida cristiana (vv. 19-21). Sobre todo, es el primero que se interesa por la muerte de Jesús en cuanto tal. No procede como Pedro, a quien preocupaba más atenuar esa muerte mostrando que "era necesario" que Cristo muriera. Al contrario, la muerte de Jesús es, en la opinión de Pablo, la fuente primera de la justicia (v. 21) del cristiano. Por su resurrección Cristo está presente entre los suyos de modo definitivo, pero por su muerte los libera y los justifica4.

o) Justificar, en este contexto, tiene un sentido bien deli­mitado: significa encontrarse a la altura de las pretensiones que Dios tiene sobre la Humanidad, corresponder a su ambición sobre el hombre. Ahora bien: la Ley no ha podido ayudar al hombre a corresponder a estos deseos de Dios, porque ella no cambia el corazón y no impide morir (¡ la Ley llega hasta con­denar a muerte!). Pero Dios quiere precisamente que un hom­bre triunfe sobre la muerte y tenga un corazón nuevo para obedecer a la Alianza.

Cristo en la cruz es el primer justificado, porque es el pri­mer hombre que dispone de un corazón suficientemente amo­roso y porque acepta recibir de manos del Padre el más allá de la muerte.

La justificación es, por tanto, una llamada a la superación de los límites, y toda vida cristiana que lucha contra el inmo-vilismo de la Ley y contra los límites del egoísmo del corazón es una vida con Cristo en la cruz.

4 A COFFINET, "La prédication de l'évangile et de la croix dans l'épltre t Galates", Eph. Th. Lov., 1965, págs. 395-400.

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VII. Mateo 9, 36-10, 8 El discurso misional del que el Evange-evangelio lio de este día nos ofrece el marco y la 1.** ciclo introducción se ha conservado en dife­

rentes tradiciones. Me 6, 7-11 nos ofrece una versión muy breve que Le 9, 3-5 recoge por su parte y la integra en el envío de los Doce al viaje misional. Pero Le 10, 2-16 reproduce una versión larga del mismo discurso y la integra en el envío misional de los setenta y dos discípulos, fiel así a su preocupación por mantenerse dentro de unas perspectivas de­masiado estrechamente limitadas a las funciones de los Doce.

Mateo, por su parte, ha preferido hacer una amalgama de la versión larga y de la versión breve, pero añadiendo algunos elementos tomados, por ejemplo, del discurso escatológico. Este procedimiento amplía la perspectiva original de Cristo: se trata menos del envío concreto de los doce apóstoles con carácter mi­sional a través de Galilea que de un pequeño tratado de misio-nología general.

* * *

a) El tema de la recolección inaugura el discurso (cf. Mt 9, 37-38; Le 10, 2; Jn 4, 35-38) y, al igual que lo hace a propósito de los pescadores llamados a convertirse en pescadores de hom­bres, Cristo invita a los segadores de las mieses a convertirse en cosechadores espirituales.

La imagen de la recolección evoca la acción de Dios ponien­do término a la historia humana, al inaugurar, mediante su juicio, el Reino de los últimos tiempos (v. 7; cf. Am 9, 13-15; Sal 125/126, 5-6; Jl 4, 13; Jer 5, 17; Mt 13, 28-39; Ap 14, 15-16). Esta recolección tiene, pues, un carácter de juicio: separa el trigo bueno de la cizaña. De ahí que no deba extrañar que los segadores sean víctimas de la persecución: serán corderos en medio de los lobos (Mt 10, 16).

o) Más importante parece ser la expresión de la concien­cia que Cristo adquiere de su papel de rabí en su tierra. Al contrario de los rabinos de su tiempo, que se rodeaban de al­gunos discípulos en una escuela o a la puerta de una ciudad, Jesús quiere ser un rabino ambulante: no se trata de esperar a que los discípulos vengan a El, hay que ir a su encuentro y abor­darles en su situación vivencial. Cristo no será, pues, como los sacerdotes del Templo que reciben materias de sacrificio y di­nero de los fieles, pero sin preocuparse de su salvación; tampoco será como los fariseos, que no se ocupan más que de las almas de excepción; va a las "ovejas perdidas" de Israel: perdidas y olvidadas (v. 35). Si acepta tener discípulos, no lo será, a la manera de los rabinos de su tiempo, para razonar con ellos, sino para hacerles compartir sus periplos misionales y atraer su atención hacia las ovejas abandonadas (vv. 36 y 10, 1).

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Esta perspectiva es absolutamente nueva en los hábitos de los rabinos de Israel y hace, automáticamente, de la misión una obra de "compasión" (v. 36) y de misericordia para con los po­bres, los enfermos y los pecadores (vv. 7-8), "ovejas sin pastores" (v. 36) de las que ni sacerdotes, ni fariseos, ni rabinos se dignan preocuparse.

c) Contrariamente a los otros sinópticos, Mateo nos da la lista de los doce apóstoles no en el momento en que Cristo les llama (Me 3, 16-19; Le 6, 14-16), sino en el momento en que los envía. De esa forma se manifiesta más sensible a la misión de los apóstoles que a su vocación. Al mencionar al colegio apos­tólico al comienzo del discurso de misión, quiere al mismo tiem­po establecer un nexo entre colegialidad apostólica y misión, tal como insistirá en subrayarlo Act 2, 14; Me 1, 36 y Le 9, 32.

d) La misión no apunta, sin embargo, más que a las ovejas de Israel. Jesús excluye incluso nominalmente a los paganos y a los samaritanos (vv. 5-6). Seguramente tiene conciencia de que su mesianidad no beneficia todavía más que al pueblo ele­gido. Comparte la mentalidad de su tiempo según la cual el lla­mamiento de los paganos al Reino queda situado tan solo en el futuro escatológico, como acto gratuito de Dios5. Jesús espe­raba de tal forma la congregación de las naciones como una ini­ciativa escatológica de su Padre, que no se ha preocupado de su llamamiento durante su vida pública (Le 13, 23-30; Me 7, 24-30). De esa forma ha actualizado una economía de la salvación que es "primeramente para los judíos" (Rom 1, 16) y que Lucas res­petará escrupulosamente en su redacción de los Hechos por la forma en que presentará la extensión de la Buena Nueva a par­tir de Jerusalén y de Judea.

# * •

Es un hecho innegable que la conciencia misionera de la Iglesia y de los apóstoles se fue ampliando progresivamente. Textos como el de Mt 10, en el que el evangelista se preocupa, sin embargo, de elaborar una teología de la misión, se sitúa aún en una perspectiva limitada a Israel; será precisa la per­secución para que los apóstoles salgan de Jerusalén y comien­cen a extenderse en la Diáspora.

Pero no por eso deja de ser menos cierto que la Iglesia es misionera por esencia y que la relación con el mundo no cris­tiano es constitutiva de su vocación. La Eucaristía no puede comprenderse sino en la medida en que llama a ese universa­lismo a los cristianos que reúne.

a J. JEREMÍAS, Jésus et les patens, Neuchatel, 1956.

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VIII. Marcos 4, 26-34 Las dos parábolas del campesino perse-evangelio verante y del grano de mostaza, recogi-2° ciclo das en este pasaje, constituyen, junto

con la del sembrador (Me 4, 3-8) y la de la levadura (Mt 13, 33), un grupo de relatos orientados hacia la misma conclusión: la justificación de la actitud del Mesías frente a los fracasos de su predicación. No es imposible que es­tas parábolas hayan sido compuestas pensando de manera es­pecial en Simón Zelotes y en Judas Iscariote (o el Sicario), discípulos de una secta particularmente extremista que quería provocar la guerra santa contra Roma con vistas a establecer el reino mesiánico.

a) En la parábola del campesino perseverante (vv. 26-29), el reino de Dios es comparado al lento crecimiento de la semi­lla hasta su cosecha, y, simultáneamente, con la larga inacti­vidad del campesino antes de su febril actividad de la recolec­ción (que es descrita, por lo demás, partiendo de Jl 4, 13; cf. también Ap 14, 14-16). Esa recolección, de conformidad con toda la Biblia y con la referencia a Joel, es, sin duda alguna, el juicio de Dios que inaugura su reino efectivo. Esto equivale a decir que es Dios el agricultor 6: es indudable que no va a tar­dar en intervenir y de forma tan espectacular como un segador en la recolección. Es verdad que ahora, y de manera especial a lo largo del ministerio de Jesús, Dios parece no intervenir: deja a Cristo aislado, sin éxito, cada vez más rechazado por los suyos. Pero este silencio de Dios no deja por eso de estar vinculado al juicio venidero, lo mismo que la inactividad del agricultor mien­tras brota la semilla no deja de estar vinculada a su actividad de segador.

Jesús es atacado por los judíos: ¡si se presenta como Mesías, que presente los signos precursores del reino! Jesús les respon­de que no hay signos extraordinarios: Dios deja crecer la semi­lla lentamente, pero no se pierde nada con esperar: no hay con­tinuidad absoluta entre ese laborioso parto del reino de Dios y su manifestación en plenitud. Que quienes hayan de colaborar en la instauración del reino no pierdan su confianza en Dios: El ha comenzado y no puede haber duda de que, tras el silencio, dé cumplimiento a su obra: que se le espere con paciencia, sin querer adelantarse a El. Y que quienes no quieran creer en el reino sino en el momento de su manifestación, estén muy aten­tos: ese reino está ya cerca de ellos en Jesús y hay que saber reconocerlo actuando ya en la pobreza de los medios y la lenti­tud del crecimiento.

b) La parábola del grano de mostaza alimenta la confianza

• J. DUPONT, "La Parabole de la semence qui pousse tout soule", Rech. Se. Reí, 1967, págs. 367-92.

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en Dios al subrayar el contraste entre los humildes comienzos del reino (v. 31) y la magnitud de la tarea escatológica (v. 32, en donde el tema del nido está tomado de las escatologías ju­dias consagradas a la incorporación de los paganos en el pueblo de Dios; cf. Ez 17, 22-24). Con esta parábola Jesús ha querido, seguramente, responder a la objeción de quienes se oponían a la pequenez de los medios utilizados por Jesús para la gloria del Reino esperado, y que ridiculizaban la pobreza y la ignorancia de los discípulos de Jesús frente al cortejo triunfal que habría de inaugurar los últimos tiempos.

En realidad, en lo minúsculo actúa ya lo grandioso: incluso en un mundo que no conoce el Reino, este está ya actuando; incluso en el corazón del pecador más endurecido puede brillar aún una lucecita y convertirse en gloria y fuego devorador. Se trata de tomar a Dios en serio a pesar de todas sus aparien­cias 7.

IX. Lucas 7, 36-50 Este pasaje, que narra la unción de Cristo evangelio llevada a cabo por una pecadora, y, con 3.eT ciclo este motivo, la parábola de los dos deudo­

res, plantea un problema sobre el que los exegetas aún no se han puesto de acuerdo.

La tradición pre-evangélica conocía una unción en Betania, en casa de Simón el fariseo (Mt 26, 6-13; Me 14, 3-9) realizada por una mujer cuyo nombre no se revela. Cristo justificaba esta unción costosa basándose en una opinión del judaismo se­gún la cual las atenciones para con los cadáveres tienen más mérito que la limosna hecha a los pobres.

Juan toma esta tradición en un momento en que ya se en­contraba cargada con elementos nuevos (Jn 12, 1-8). Da un nombre a la mujer: María, la hermana de Marta y de Lázaro; subraya que la unción se efectuó no en la cabeza, como decían Mateo y Marcos, sino en los pies; añade, además, que María los enjugó con sus cabellos. Finalmente, aunque conserva la discusión sobre el coste excesivo de esta unción, observa que este óleo estaba destinado a la sepultura de Cristo. Pero como Cristo debía resucitar, las atenciones de la sepultura resultaban inútiles. Además, este óleo perfumado, ofrecido por María an­tes de la muerte de Cristo, se convierte así en la expresión de su certeza, confirmada por la resurrección de Lázaro, de que Cristo no podía morir (Jn 11, 25).

La versión de Le 7, 36-50 aporta elementos originales. Pre­senta a un anfitrión llamado Simón (Le 8, 40; Mt 26, 6); la

7 Véase el tema doctrinal de la abundancia, en este mismo capítulo.

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unción se lleva a cabo, contrariamente a la versión de Mateo, en los pies, que la mujer enjuga con sus cabellos (Le 7, 38; Jn 12, 3). Lucas no habla de una unción en Betania antes de la pasión, consciente, sin duda, de que esto sería una repetición. No menciona la discusión sobre la oportunidad de la unción (Mt 26, 10-12; Jn 12, 5-8), probablemente porque supone un conocimiento de la clasificación judía de las "buenas obras", desconocida para los lectores griegos. Prefiere sustituir esta discusión por una parábola más acorde con su Evangelio del perdón.

Se trate o no de la misma escena que narran los demás Evangelios8, es evidente que hay que distinguir, en el relato de San Lucas, la historia en sí (w. 36-39, 44-47, 48-50) de la pa­rábola que le ha sido añadida (w. 40-43)9.

* # *

a) Las escenas de la comida, en San Lucas, constituyen un auténtico género literario sometido a leyes bien precisas (cf. 7, 36-50; 5, 27-32; Le 14). Sin duda, Lucas ha aprovechado el marco de la comida para presentar, más o menos artificial­mente, algunas parábolas inéditas. Siempre las inserta con ha­bilidad, conectándolas con algún incidente ocurrido en la co­mida (en otra ocasión los puestos en la mesa; aquí, la omisión de las abluciones rituales). Sin embargo, no hay que dar a la comida en casa del fariseo un valor teológico; para Lucas es solo un marco, tomado quizá de Me 14, 3-9, pero elaborado por Lucas en función de su concepción literaria del banquete. En este cuadro introduce Lucas temas tomados de la tradición oral (la pecadora, vv. 37-38; la parábola de los dos deudores, w . 40-43) o de la tradición escrita (Me 14, la unción: v. 37). Pero Lu­cas añade a estas tradiciones elementos redaccionales debidos simplemente al género-de-banquete (vv. 44-46) y comentarios prontos de su teología (remisión de los pecados: vv. 41-42 v 47-50).

o) La lección esencial de la narración, en la opinión de Lucas, se centra en el perdón de los pecados efectuado por Cristo10. El contexto (Le 7, 34; 8, 1-4) alude directamente a la promiscuidad de Cristo con los pecadores.

El escándalo a que hace alusión el fariseo (v. 39) se apoya en la prohibición, hecha en Dt 23, 19, de aceptar los dones de una prostituta para fines sagrados: si Cristo era un hombre de Dios, tenía que rechazar el regalo que le ofrecía esta mujer.

* La opinión más reciente a este respecto es la de J. D. M. DERRET, "The anoínting at Bethany", Stud. evang., 1963, págs. 174-82.

• J. DELOBEL, "L'Onction par la pécheresse", N. R. Th., 1967, págs. 415-75: G. BOUWMAN, "La Pécheresse hospitaliére", Eph. Th. Lov., 1969, págs. 172-83.

l* Véase el tema doctrinal del perdón, en este mismo capitulo.

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Recluido en su legalismo, como los fariseos endurecidos de Me 2, 23-3, 5, el anfitrión no se esfuerza en buscar la razón por la que Cristo prescinde de esta prescripción. Frente a este "en­durecimiento" Jesús manifiesta su apertura para con la peca­dora: el contacto personal que establece con ella y su encuen­tro de amor y de perdón le eximen de las reglas de pureza y de discriminación dictadas por el Deuteronomio. Este encuen­tro de persona a persona, en el que el don de Dios (perdón de los pecados) va unido al amor del hombre (gratitud de la mujer), es tan importante que sustituye a los medios tradicionales de justificación: las abluciones y los ritos (v. 48).

c) La parábola de los dos deudores (vv. 40-43) está conce­bida con una gran finura. A los fariseos preocupados por una religión de deudas y deberes les propone el ejemplo de un acreedor que perdona las deudas de sus deudores, y de unos deu­dores que en su vida normal manifiestan sentimientos de amor y de agradecimiento, rasgos bastante insólitos en la vida coti­diana.

Ciertamente, la parábola corre el riesgo de desviar al lec­tor cuando habla de amar más o menos y establece una espe­cie de competencia entre los dos debitores: el amor y la grati­tud no se traducen en cifras. Pero este aspecto cuantitativo de las cosas se debe al contexto polémico en el que se sitúa la parábola. Este contexto no hay que tomarlo demasiado en cuen­ta: el interés esencial de la parábola está en hacer pasar a los interlocutores de una noción cuantitativa de la religión a una religión del encuentro, en la que Dios y su perdón alcanzan al hombre y a su fidelidad amorosa.

# * #

Para comprender este Evangelio es necesario descubrir a la persona del Hombre-Dios, lugar ideal del encuentro entre Dios y el hombre. Precisamente porque Cristo ha conseguido realizar este encuentro, puede abordar las peores situaciones humanas y proponer a los pecadores que realicen las condiciones requeridas para el encuentro: una apertura al don (o al perdón) de Dios, un "sí" amoroso a la iniciativa divina.

La posesión de las condiciones de este encuentro—sobre todo dentro de la Eucaristía—exime automáticamente de los falsos encuentros que proporcionan los ritos y las abluciones exterio­res y libera de las excomuniones y de los ostracismos dictados por un legalismo demasiado abstracto.

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B. LA DOCTRINA

1. El tema de la abundancia

Los sueños de abundancia han llenado siempre el camino de felicidad. En definitiva, solo un estado de abundancia per­petua parece poder colmar las aspiraciones del hombre. Tam­bién los mitos de la edad de oro se complacen en describir las innumerables riquezas de los paraísos terrenales.

Pero, mientras que el hombre de ayer recurría a los dioses para asegurarse esta opulencia, el hombre moderno trata de conquistarla por sí mismo. Los mañanas prometedores se juz­gan según la medida de sus concretas posibilidades.

Volviendo a la fe, comprobamos que también ella nos invita igualmente a poner el éxito del hombre bajo el signo de la abundancia. En ese caso, lo importante es saber de qué abun­dancia se trata y lo que hay que hacer para conseguirla.

La abundancia El pueblo de Israel sueña con la abundan-prometida a Israel cia, lo mismo que los demás pueblos. Esta

abundancia es objeto de las bendiciones patriarcales y de las antiguas promesas divinas. La bendición que Yahvé tiene reservada para su pueblo se expresará durante mucho tiempo en términos de fecundidad y riqueza material: "Yo multiplicaré el fruto de tu seno y el fruto de tu pueblo." Y espontáneamente el pueblo ve en la fecundidad presente y en los bienes que ya se poseen un signo de la opulencia y del poder que han de tener en el futuro.

Pero pronto la realidad impone un severo mentís a estas lo­cas esperanzas. Israel se convierte en un pequeño pueblo, ex­puesto a las rivalidades de los grandes de la época, y su exis­tencia política se ve amenazada sin cesar. De estos hechos resulta que la fe se hace más profunda e invita a Israel a re­considerar el primitivo esquema de la promesa de abundancia. Yahvé mantendrá su promesa, pero con la condición de que su pueblo sea fiel a la ley y que en el tiempo de la prueba no se refugie en las seguridades engañosas de la idolatría. Para que se cumpla esta condición es mejor dejar a Israel en la insegu­ridad del pequeño Resto y en la debilidad, a veces total, de sus medios materiales. Cuando la riqueza solo sirve para hacer in­justicias, es preferible ser pobre y, mejor que el poder, la in­significancia política ayuda a comprender lo gratuito de la elección divina. De este modo, el día en que el pueblo elegido se vea colmado de abundancia, reconocerá que todo se lo debe a su Dios y que Dios obra por amor.

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Todo un proceso de interiorización hace descubrir a Israel que la verdadera riqueza no es la material, y, poco a poco, nue­vos horizontes se abrirán respecto a la abundancia que Dios tie­ne reservada para sus elegidos.

La abundancia Jesús revela al hombre el secreto de la del Reino abundancia que verdaderamente puede col-fundado por Cristo marle. Esta abundancia es la de la Familia

del Padre. Los bienes divinos, que son los únicos que pueden colmar al hombre, se escapan a su poder. No está en nuestras manos el tenerlos. Es Dios quien, por un amor puramente gratuito, nos los destina. Una abundancia de este tipo es de tal precio, que hay que sacrificarle toda otra riqueza.

El don del Espíritu Santo, en que se resume la abundancia de los bienes divinos, resplandece en la resurrección de Cristo. Pero esta plenitud ha sido adquirida a un precio consistente en despojarse de todo poder humano. Por su muerte y resurrec­ción, Jesús nos enseña que la verdadera abundancia no consis­te en lo que se tiene, sino en lo que se es; no es la de la pose­sión, la de la apropiación y el poder, sino la de la acogida de los demás y el don de sí mismo.

Porque este don del Espíritu Santo ha encontrado en Jesús la fidelidad humana perfecta, Cristo se convierte en eje y en lugar de reunión universal. La fecundidad del don del Espíritu Santo engendra en Cristo resucitado un proyecto de catolicidad extensible a toda la Humanidad en el tiempo y en el espacio. Porque toda la Humanidad ha sido llamada a participar de los bienes de la familia del Padre.

Los temas de la abundancia y de la multitud se encuentran aquí los dos unidos. Pero estamos muy lejos de la abundancia material y de la perspectiva de un pueblo elegido numeroso y poderoso que domine a los demás. Abundancia y multitud de­finen a un Reino que no es de este mundo y, sin embargo, es el único que tiene verdadero poder para saciar al hombre.

La Iglesia de San Pablo está maravillado cuando describe las la abundancia riquezas de que participan los cristianos o

cuando evoca el poder del Espíritu Santo en la labor de las comunidades cristianas y en la acción evangeli-zadora. Los primeros cristianos se consideran hombres que han sido colmados de toda clase de bendiciones.

Es muy importante comprender bien la naturaleza de esta

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abundancia mesiánica. La saciedad que produce no tiene nada que ver con la satisfacción de tener asegurado el porvenir. Por el contrario, es una fuente de responsabilidad; es una riqueza que se ofrece a voluntades libres, que están llamadas a apoyarse en Cristo. La abundancia del Reino es un don de Dios comple­tamente gratuito, pero que no se puede recibir pasivamente, sino que impone una tarea y se va desarrollando y creciendo. Decir que tenemos la abudancia por herencia es afirmar que todo se ha cumplido en Cristo por su resurrección, pero, al mismo tiem­po, que todo está por cumplirse. El Reino escatológico es una obra que se está haciendo, un edificio en construcción, un pro­yecto de catolicidad que hay que realizar <ie una manera pro­gresiva.

Por otra parte, la ley fundamental de este crecimiento en y hacia la abundancia es, de una manera paradójica, una ley de pobreza. San Pablo es el primero en insistir sobre el contraste entre la riqueza que posee y la pobreza que se le atribuye. El crecimiento del Cuerpo de Cristo se realiza por medio de nuestra debilidad y hasta algunas veces bajo la apariencia del fracaso. De todos modos, lo esencial de todo esto no se puede ver con los ojos. La realización del proyecto de catolicidad se efectúa bajo el signo de la "semilla" y de la "levadura". El verdadero crecimiento se escapa a nuestras miradas. Mirando desde fuera el crecimiento de la Iglesia, el hombre puede deducir que es un fracaso. Pero el verdadero fracaso sería el que la Iglesia reac­cionara como una potencia de este mundo y que la eficacia con la que sueñan los cristianos tomara de este mundo sus normas y sus recursos.

Finalmente, la abundancia del Reino y el crecimiento activo que produce constituyen la fuente última de un crecimiento de valores humanos conforme al Evangelio. Existe en este mundo una verdadera "abundancia", que merece ser buscada por el hom­bre, y es la fraternidad entre todos los hombres. El buscar cual­quier otra riqueza debe estar subordinado a la búsqueda de esta fraternidad y de esta paz.

El signo por excelencia La misión es el signo privilegiado de la de la verdadera abundancia del Reino inaugurado en abundancia Jesucristo. En primer lugar, porque es

una invitación que se dirige a todos los hombres. Todos están llamados a encontrarse como hermanos en la casa del Padre, en torno al Hermano Mayor. Además, por­que la misión incorpora a cada hombre, a cada pueblo, a cada mundo cultural, el don del Espíritu Santo, que es el que obra, permitiendo de este modo fructificar en la Iglesia la riqueza por excelencia de la Familia del Padre.

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Pero si la misión es este signo privilegiado de la abundancia del Reino, no debe realizarse sin fijarse en las condiciones. Para que la misión sea verdaderamente una llamada universal a la salvación de Cristo, debe respetar una prioridad esencial: la prioridad de los pobres. Cuando los pobres son evangelizados de verdad, los demás lo son también por añadidura. Evidente­mente, esto supone que la Iglesia renuncie a los medios de po­der y de propaganda. Por otra parte, para que la misión vaya al encuentro del Espíritu Santo, que es el que trabaja el corazón de todo hombre, es necesario que esté al servicio de esta gracia. Este servicio exige que el misionero acoja y escuche, lo que su­pone estar en igualdad con el otro y renunciar a sí. Los cami­nos que conducen al conocimiento de Cristo son diversos. Cada vez que se vislumbra uno de ellos, la abundancia del Reino toma una nueva expresión de sí misma.

Varias veces San Pablo insiste en la fuerza evangelizadora de la imitación contagiosa. La Buena Nueva de la salvación es anunciada cuando los no cristianos pueden descubrir en la vida del cristiano la respuesta inesperada al más profundo dinamis­mo espiritual que les anima.

El espíritu de abundancia La celebración eucarística es el lu-obra en la Eucaristía gar por excelencia del trabajo del

Espíritu Santo. En efecto, cuando los hombres la reciben, participan del Cuerpo de Cristo, y el cuer­po del Resucitado es el punto de la creación en que el Espíritu ha efectuado su obra con mayor plenitud. En el Resucitado se encuentra concentrada toda la abundancia de bienes familia­res destinados por Dios para la Humanidad de una manera gra­tuita.

Participar en la Eucaristía es tener ya en este mundo una parte de la plenitud escatológica del cielo, es vivir ya la vida de Cristo resucitado y su victoria sobre la muerte y las barreras de separación que dividen a los hombres; es recibir ya a todos los hombres como hermanos en Jesucristo.

La realidad de nuestra pertenencia al Reino debe hacerse visible en la manera misma de celebrar la Eucaristía en la Iglesia.

La ambición propia de la Eucaristía en todas partes donde se celebra es una ambición de catolicidad. Por todas partes la llamada a la salvación universal en Jesucristo es una llamada de naturaleza universal. Por muy profunda que sea la diver­sidad que los separe, todos los hombres se encuentran en el campo de esta convocatoria universal, y están llamados a reunirse en unidad fraterna, para participar del mismo Pan.

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Esta ambición de catolicidad no podrá cumplirse nunca por completo, pero hay que tenerla. Hombres de las más diversas condiciones, al participar del cuerpo de Cristo, han descubierto que han adquirido un lazo fraterno universal, que verdadera­mente viven de él y que encuentran en él la fuente de una esperanza lo suficientemente fuerte para salir victoriosa de to­dos los obstáculos. Encajados en la vida, los hombres vuelven a encontrar los mismos muros de separación que antes les en­frentaban, pero ahora abordan ya estos obstáculos con la cer­teza de que ya están superados en la muerte y resurrección de Cristo.

2. El tema del perdón

En la medida en que el hombre moderno ha perdido el sen tido de Dios, ha puesto también en entredicho las categorías cristianas del pecado y del perdón divino. Pero, en la medida en que el Dios a quien rechaza es un ersat del Dios de Jesucristo, el concepto que se forma del pecado y del perdón muy bien po­día no ser más que una deformación de la realidad específica­mente cristiana del pecado y del perdón divino. Por lo demás, es evidente que cada día es mayor el número de cristianos que hacen suyas actualmente determinadas críticas de sus herma­nos incrédulos; si se las examina de cerca, esas críticas se re­fieren menos a la realidad del pecado y del perdón que a la idea que tradicionalmente se tiene de ellos y a las expresiones normales en que se han exteriorizado.

¿Qué ha sucedido con el régimen sacral? No se prescribe cla­ramente la articulación entre la naturaleza y lo sobrenatural, y la elaboración teológica realizada en torno a este punto a partir del siglo x m no surte sus efectos sino poco a poco en el plano de los comportamientos esenciales. Dentro de este con­texto, el pecado, del que se sabe que es esencialmente el rechazo personal del Dios del amor, se identifica concretamente en el terreno de la naturaleza, con el desorden que introduce indirec­tamente. Si se pone de relieve la materialidad objetiva del acto, se corre el peligro de encubrir el compromiso espiritual de las libertades y" la percepción de la verdadera culpabilidad se re­carga frecuentemente con elementos materiales que no tienen nada que ver con ella. En cuanto al perdón divino, es evocado con frecuencia mediante imágenes que no encubren necesaria­mente la realidad esencial.

En definitiva, las negaciones del hombre moderno constitu­yen otras tantas requisitorias que invitan a los cristianos a pu­rificar su concepto del pecado y del perdón divino.

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Yahvé, el Dios que Creado a imagen y semejanza de Dios, perdona hasta el llamado por su Creador a un destino sobre-día del Juicio natural, el hombre no puede realizar su

vocación sino abriéndose a la iniciativa pro­vidente de Dios. Porque solo Dios puede divinizar al hombre, criatura suya. En realidad, el hombre ha preferido divinizarse a sí mismo, realizar por sí mismo el ansia de absoluto que le anima, buscando, si así lo necesita, la forma de echar mano de lo di­vino que se le escapa. De hecho, el hombre es un pecador. Al comienzo de la historia humana nos encontramos con el pecado original, al comienzo de la historia del pueblo elegido, el peca­do del desierto. Y la Biblia, que nos habla de los dos, nos descri­be la historia humana y la historia de Israel como una continua reanudación del pecado original y del pecado del desierto. En lugar de orientarse por los caminos de Dios, el hombre sigue su propio camino y se aleja de Dios.

A los ojos de la fe, el pecado aparece esencialmente como una oposición al amor; el hombre judío pone en tela de juicio las relaciones personales que Yahvé quiere mantener con su pueblo elegido. Pero, marginado de la corriente de amor de la que Dios es la fuente, el hombre se destruye a sí mismo.

¿Cómo reacciona Yahvé ante el pecado? Cierto que podría hacer intervenir a su venganza, romper su alianza y hacer que entre en juego inmediatamente el juicio escatológico, dejando al hombre a merced de su propia condenación. Pero quedarse en este punto es desconocer al Dios de amor. Yahvé es un Dios de misericordia y de perdón. El amor de Dios resulta ser infinita­mente mayor que la negativa que a él se opone; persigue al hom­bre hasta en su pecado. Cuando perdona, Yahvé aparece victo­rioso del odio.

Mas para que el hombre sea perdonado debe apartarse de su pecado y convertirse. Poco a poco, el pecador toma concien­cia de que esa misma conversión depende del amor divino; el hombre depende en todo de la iniciativa gratuita de Dios. Cuan­do Yahvé perdona llega incluso a sustituir el corazón del pe­cador por un corazón nuevo.

Finalmente, a partir de la Antigua Alianza, el creyente en­trevé como condición de su propio perdón que él, a su vez, per­done; el justo debe tomar como modelo la misericordia de Dios. Los límites del universalismo judío repercuten sobre la ampli­tud de ese perdón de las ofensas, pero ya se vislumbra la nece­sidad de una vinculación al perdón divino.

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El perdón mesiánico Cuando Juan Bautista anunciaba como del Hijo del hombre inminente la venida del Reino, invitaba

a la conversión, previniendo así el juicio que se iba a cerner sobre la Humanidad. Pero cuando se presen­ta el Mesías, declara que ha venido a vivir entre los hombres no para juzgar sino para curar y perdonar.

Esta revelación inesperada deja al descubierto las verdade­ras dimensiones del perdón divino. Dios perdona encarnándose; amó tanto a los hombres que les dio lo que tenía de más entra­ñable, su propio Hijo. Es ese don infinito el que provoca el don total del hombre. En Jesús de Nazaret encuentra el amor de Dios hacia la Humanidad una correspondencia perfecta. El per­dón de Dios se hace efectivo a partir del momento en que la humanidad del Verbo encarnado actúa ese mismo perdón, un perdón de hombre que tiene una repercusión divina. Concreta­mente, ese perdón del Mesías, es decir, su entrega total, en amor a los hombres que vence el odio y acosa al hombre hasta en su postura negativa, ha tomado cuerpo en un itinerario de obe­diencia hasta la muerte de cruz "en remisión de los pecados". En la cruz son perdonados los pecados porque el amor que allí entra en juego en una conciencia de hombre ha sido más fuerte que el odio. Para que sea efectivo, el perdón divino debe echar raíces en un punto de la Humanidad y encontrar en él una co­rrespondencia perfecta de su amor.

Con Jesús de Nazaret comienza la historia del perdón. La victoria de Jesús sobre el odio debe irse ampliando poco a poco. A medida que otros hombres se unen a Cristo y toman a su vez su camino de obediencia, se multiplican los colaboradores de Dios, se prolonga el perdón de la cruz y se prosigue la historia del perdón. La historia del perdón es la historia del verdadero amor, la historia de la salvación. Como El es el único mediador, el Hombre-Dios es el único entre los hombres que tiene poder para perdonar; y la vinculación con el Hombre-Dios permite a todos los demás hombres penetrar por el camino de la entrega total y perdonar por su parte.

Esta historia del perdón está, pues, indisolublemente unida a la del perdón divino y a la del perdón mutuo. Después de lo que acabamos de decir no puede suceder de otra forma, y Jesús ha sido testigo de ello durante toda su vida. El acto supremo de la cruz pone de manifiesto al mismo tiempo el perdón de Dios concedido a los hombres y el perdón del Hombre-Dios otorgado a sus hermanos.

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La Iglesia de La Iglesia, Cuerpo de Cristo, es el entronque la misericordia histórico de la obra mediadora, y en este sen­

tido dispone del poder de perdonar los pecados. Privada de ese poder, no sería la Iglesia de Cristo, porque Cris­to no estaría realmente presente en ella. No sería el sacramento de la salvación del hombre. Por el contrario, decir que tiene po­der para perdonar es decir que la historia del perdón se prosi­gue en ella, ya que el ejercicio del perdón divino supone que la iniciativa amorosa de Dios encuentra aquí abajo una correspon­dencia. Esa correspondencia es la Iglesia de Cristo.

Jesús ha comunicado su poder de perdonar a sus apóstoles, es decir, a quienes, durante el tiempo de la Iglesia, tienen la mi­sión de hacer que subsista como Iglesia ejerciendo el ministerio que les ha sido confiado. Cuando los apóstoles y sus sucesores perdonan en nombre de Cristo, es todo el pueblo de Dios el que se encuentra incorporado al misterio de la cruz y al acto divi­no-humano de perdón que interviene en todo esto. Mediante el ministerio apostólico toda la Iglesia es constituida en acto de misericordia en provecho de toda la Humanidad.

Mas, si es verdad que todos los miembros del Cuerpo de Cristo participan, cada uno en su puesto, del acto eclesial de misericor­dia, todos sin excepción deben también someterse al poder ecle­sial del perdón; todos son pecadores y deben acudir a lo que se llama el poder de las llaves. Ya el bautismo ha marcado a cada uno de ellos con la señal inviolable del perdón divino; pero el bautizado, aún pecador, ha recibido facultad suficiente para someterse con plena autenticidad al poder de las llaves.

En toda la dimensión de su acto sacramental, la Iglesia ejer­ce su misericordia respecto a sus miembros. Pero lo hace de manera particular en el sacramento de la penitencia. En esa cita sacramental, Dios se presenta al hombre que confiesa su pecado como el Padre del hijo pródigo, que no piensa más que en preparar el banquete familiar; en ese mismo momento, toda la Iglesia se identifica con Dios en ese perdón para reintegrar al penitente a la comunidad eclesial.

La misión, aplicación El perdón es la expresión suprema del del perdón eclesial don total, del amor fraterno vivido hasta

sus últimas posibilidades. Así, pues, es uno de los signos por excelencia de la salvación que nos adqui­rió Jesucristo. Pero no hay que engañarse acerca del conteni­do objetivo de este perdón y del aspecto que debe tener, en fun­ción de las exigencias de la misión.

En primer lugar, el misionero no debe olvidar nunca que el perdón, que significa salvación, es siempre de naturaleza ecle-

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sial. Porque únicamente el perdón que manifiesta su carácter eclesial lleva consigo el misterio único del perdón de Jesucristo. Y como el ejercicio del perdón con respecto a los no cristianos se efectúa en el seno de las realidades cotidianas, es muy im­portante recordar que la Iglesia continúa su exigencia en sus miembros, incluso donde no puede reunirlos. La Iglesia debe ser en la "vida" como la levadura en la masa. Hoy más que nunca el cristiano debe descubrir que solo consigue el perdón de Cris­to si vive según su condición de hombre disperso entre los hom­bres, como miembro de la Iglesia, es decir, tratando de situarse constantemente con respecto a unas señales eclesiales que es­tán a su disposición, allí donde puede encontrar a los no cris­tianos. Estas señales vivientes son los otros miembros del Cuer­po de Cristo, sacerdotes y seglares, que están comprometidos como él en la misma aventura humana.

Inmediatamente después el misionero debe velar porque el perdón que ofrece a todos los hombres sea verdaderamente el ejercicio supremo del amor fraterno en el mundo en que se en­cuentra. El perdón no es, de ningún modo, una simple inicia­tiva del corazón. El perdón debe responder a unas exigencias objetivas bien precisas. Hoy, en particular, las dimensiones co­lectivas del perdón son, desde el punto de vista misionero, más importantes que las dimensiones individuales. El ejercicio del perdón invita al cristiano de nuestro tiempo a trabajar acti­vamente en la edificación de la paz entre los pueblos, a la con­secución de una verdadera justicia social e internacional. Mientras que la Iglesia aparezca a los ojos de los no cristianos como ligada a los ricos y a los poderosos de este mundo, los hombres no podrán oír la llamada del Evangelio, porque no comprenderán qué es lo que se tienen que hacer perdonar por los cristianos...

La dimensión Un concepto demasiado estrecho de la sacra-penitencial mentalidad ha llevado al cristiano a reducir de la asamblea erróneamente al sacramento de la penitencia eucarística el ejercicio por parte de la Iglesia de su poder

sacramental de perdón. Y, al mismo tiempo, la celebración eucarística ha perdido en gran parte su dimensión penitencial. Esta situación es grave en la medida en que el sacramento de la penitencia encuentra en su relación con la Eucaristía el medio de poner de relieve sus propias coordenadas.

Pues bien: para convencerse de que la Eucaristía tiene una dimensión penitencial basta con echar un vistazo al formulario de la misa. En ella se ejerce constantemente el perdón eclesial. ¿Cómo podría ser de otra forma cuando se sabe que la asamblea eucarística significa realmente la congregación de la Familia

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del Padre, pendiente toda ella de su iniciativa misericordiosa? El momento privilegiado en que se ejerce el perdón eclesial se produce cuando el sacerdote convoca a la santa mesa. Está su­ficientemente claro que la Iglesia no puede admitir a la parti­cipación del Pan sin ejercitar el perdón. Porque la fraternidad universal en que se introduce el comulgante fue constituida por Cristo en la cruz, en el acto mismo en que el perdón divino tuvo

" su repercusión en el don total del Hombre-Dios "en remisión de todos los pecados".

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DUODÉCIMO DOMINGO

(N. B. Primer domingo después de la Trinidad en 1973 y 1976)

A. LA PALABRA

I. Jeremías 20, 10-13 El profeta Jeremías parece haber estado 1.a lectura profundamente afectado por una psico-l.er ciclo logia depresiva. Ya al comienzo del rei­

nado de Joaquim, una violenta requisito­ria contra el culto de un templo le arrastró a un proceso por sacrilegio del que salió limpio (Jer 26, 24), aunque profunda­mente afectado. Entonces, frente a su destino, Jeremías com­puso sus "confesiones", género nuevo en Israel, eco de los dra­mas provocados por el llamamiento de Dios a su alma delicada (Jer 16, 1-13, etc.). La lectura litúrgica de este día no es más que una brevísima muestra de esas confesiones autobiográficas en las que el profeta maldice el día de su nacimiento y com­para el llamamiento de Dios con una provocación seductora.

Pero sería un error no ver en estas confesiones más que la expresión de un alma deprimida. No porque las "confesiones" (como también muchos salmos) estén redactadas en la primera persona de singular han de ser interpretadas tan solo de ma­nera individualista. El "Yo" es, en efecto, habitual en las ora­ciones colectivas del pueblo í, sobre todo allí donde la asam­blea litúrgica adquiere conciencia de su papel de mediación entre Dios y el pueblo. Jeremías adopta, pues, en sus confesio­nes, una actitud litúrgica: después de haber proclamado al pueblo la voluntad de Dios, se sitúa por encima de su caso personal y se vuelve hacia Dios para formular una oración de intercesión y describir, en forma de lamentación, la miseria de Israel.

* * *

a) Las persecuciones contra el profeta fueron abundantes (Jer 11, 18-23; 12, 3-6, etc.). Los sabios de entonces estiman que

1 H. REVENTLOW, Liturgie und prophetisches Ich bei Jeremía, Güters-loh, 1963.

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la muerte de un profeta no es perjudicial al pueblo, ya que siempre quedarán suficientes "palabras de Dios" gracias a la presencia de los sacerdotes y de los sabios, sin que haya que recurrir necesariamente a la de Jeremías (Jer 18, 18) 2.

b) La reflexión del profeta le lleva a la oración. Esta que­da radicalmente marcada por el deseo de venganza (Jer 20, 12), característica frecuente de las oraciones judías de entonces (Sal 5, 11; 10, 15; 30/31, 18; 53/54, 7, etc.). Este sentimiento es comprensible en una religión que se basa en la retribución temporal (cf. Sab 2, 10-13, 12). Solo el Nuevo Testamento podrá superar esta manera de ver las cosas (Mt 5, 43-48).

c) La reflexión del profeta en torno a su suerte le lleva igualmente a proponer algunas imágenes que se convertirán en los rasgos característicos del retrato del Siervo paciente: aquí el tema del complot (20, 10; cf. Is 53, 8-10; Act 4, 25-28; Jn 11, 47-54) y en otra parte el del cordero conducido al matadero (11, 18-19; cf. Is 53, 7; Act 8, 32-35).

d) Pero el tema más original del pensamiento de Jeremías se refiere a la seducción de que Dios ha dado muestras respecto a él. La mayoría de los relatos de vocación subrayan la decep­ción de quienes han recibido la misma llamada: tentación de abandono en Moisés (Ex 32), desaliento de Elias (1 Re 19), de­cepción de Jonás (Jon 4), depresión de Jeremías (Jer 20), etc. De manera particular resulta penoso sentirse excluido de una comunidad por haber recordado determinadas exigencias o dado testimonio de su existencia espiritual. Los titubeos del pro­feta frente a su misión (20, 10-11) y sus exigencias son igual­mente los del pueblo, indeciso y confuso ante su vocación (20, 9), una vocación que, sin embargo, no es auténtica, sino en la medida en que pulsa el nexo entre la voluntad personal y la de Dios; en la medida en que calibra, hasta llegar a cierto des­equilibrio psicológico o a cierta crisis de la fe, la distancia in­superable que separa al hombre del verdadero Dios.

* * »

El drama vivido por el profeta es, pues, vistas las cosas en conjunto, la necesaria repercusión del misterio de Dios en ia vida del hombre. Por supuesto que quien no tiene de Dios más que una idea o una definición no experimentará nunca el drama de su encuentro y no tendrá que despojarse nunca de sí mismo y perderse para identificarse con la voluntad de Dios. ¿Cómo habría de poder Jesús, en quien se realizó el misterio del en­cuentro más radical entre Dios y el hombre, sustraerse a esa ley y no perderse totalmente?

Véase el tema doctrinal de la persecución, en este mismo capítulo.

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Pero Dios, ni siquiera en su misterio fulgurante destruye la libertad del hombre: este último se deja "seducir": no se da sino a quien tiene el derecho de apoderarse de él. Ahí reside la razón de ser de la obediencia de Cristo en la cruz con la que la Eucaristía nos invita a identificarnos.

II. Job 38, 1, 8-11 En medio de su sufrimiento, Job ha protes-1.a lectura tado por su inocencia y ha rechazado las 2 o ciclo argucias de sus amigos, preocupados por des­

cubrir en sus faltas la justificación del cas­tigo de Dios. Llega hasta a pedir a Yahvé la razón de su des­gracia.

Entonces Dios toma la palabra no para responder a las pre­guntas de Job, ni para tomar partido en la discusión de sus amigos, sino para elevar su reflexión al nivel de su propio mis­terio. ¿Cómo podría Job violar este misterio, con el único pro­pósito de satisfacer su curiosidad y resolver su angustia?

* * *

Dios invita a Job a evocar la creación y, muy especialmente, la creación de los mares. Se hace aquí alusión a las antiguas tradiciones cosmogónicas para subrayar la majestad del Crea­dor sobre los elementos recalcitrantes.

La mentalidad judía ha heredado de las antiguas cosmogo­nías la idea de una creación del mundo bajo la forma de un combate entre Dios y las aguas, en el que el poder creador de Dios triunfa sobre las aguas y sobre los monstruos del mal que estas contienen (Sal 103/104, 5-9; 105/106, 9; 73/74, 13-14; 88/89, 9-11; Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10). Estos relatos describen la victoria de Dios bajo la forma de una "amenaza" (Sal 105/106, 9; 103/104, 6-9; Gen 1, 9; Job 26, 5-12; Sal 18-19). Incluso la historia de la salvación aparece como una victoria de Yahvé sobre las aguas: este es el sentido de los relatos del mar Rojo (Sal 105/106, 9) y del Apocalipsis (Ap 20, 9-13) que describen la victoria del Reino de Dios sobre los elementos de este mundo.

La narración del combate mítico de Yahvé contra las aguas primordiales no ha tenido en el hombre contemporáneo la re­sonancia que tuvo sobre el judío o el pagano. El hombre mo­derno ha adquirido, en efecto, un poderío sobre las fuerzas naturales que aumenta cada vez más: la naturaleza ya no le amedrenta y, en todo caso, no ve nada específicamente divino en sus sobresaltos. Si la naturaleza conoce aún empujes impre­visibles y violentos, no por eso el hombre se vuelve hacia lo

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divino, sino que se preocupa por hallar la explicación científi­ca del fenómeno para poder un día controlarlo.

A partir de esto cabe preguntarse qué resonancia puede tener todavía en la mentalidad actual el sermón de Yahvé a Job. El sentido cristiano de Dios no se expresa ya en el senti­miento del poder divino que es espontáneo en el hombre pri­mitivo; únicamente es más auténtico: la lección que se des­prende del Evangelio (Me 4, 35-41) nos convencerá de ello.

III. Zacarías 12, 10-11 Los cinco últimos capítulos de la com-1.a lectura pilación de Zacarías agrupan una serie 3.eT ciclo de oráculos bastante dispares, reuni­

dos, sin duda, al principio del siglo iv antes de Cristo.

a) El primer oráculo hace alusión, probablemente, a Ez 36, 16-283. Debe compararse, por ejemplo, el v. 10 a los vv. 24-26 de Ezequiel: en una y otra parte Dios otorga al pueblo la dis­posición interior destinada a conducirle a la conversión. Esta no es ya, como en Jer 31, 18-20, la condición previa al don de Dios; es gracia e iniciativa de Dios. Las demás semejanzas entre Zac 12, 10-11 y Ez 36, 21-26 son numerosas: el espíritu de gracia del primero equivale al nuevo corazón del segundo; el duelo de Zacarías, al arrepentimiento de Ez 36, 21; la as­persión de agua de Ez 36, 25, a la fuente de Zac 13, 1.

b) La traducción griega ha modificado un poco el sentido probable del original haciendo alusión al "traspasado" (v. 10). Sin duda los traductores han pensado en el Siervo paciente de Is 53. De todas maneras, hacen pensar que la conversión no es solamente un don de Dios, sino que se concede por la mediación misteriosa de una víctima a la que hay que contemplar con fe, como los hebreos lo hicieron con la serpiente de bronce en el desierto (Núm 21, 8-9). El oráculo del Deutero-Zacarías, re­visado por los LXX, expresa una teología muy evolucionada, ya que hace del arrepentimiento un don de Dios en el corazón del hombre y hace depender este don de la fe del siervo in­molado.

Convertirse es siempre superarse y acudir a recursos que están más allá de los nuestros; es descubrir la fuente de nues­tra vida como dada, y beber de ella sin descanso.

* M DELCOR, "Un problema de cr i t ique textuelle et d 'exégése: Zac 12, 10", Re'v. Bibl., 1951, págs. 189-99.

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Este camino hacia lo más profundo de sí mismo ha sido franqueado por Jesús, y no ha llegado hasta este punto último de Sí mismo más que entregando todo lo que El era a la muerte.

IV. Romanos 5, 12-15 Se recordará que, en su carta a los ro-2fl lectura manos, Pablo alterna proclamaciones de l.er ciclo tipo kerigmático (como Rom 3, 21-31) y

análisis de tipo escriturario o dialéctico (como Rom 4).

En el cap. 5, Pablo emplea una nueva exposición kerigmá-tica. La justificación en que el apóstol mantiene a sus lectores desde el cap. 3 aparece, desde los primeros versículos del cap. 5, como una reconciliación (vv. 10-11), para demostrar que no solo el hombre no tiene ningún derecho a la justicia, sino que ni siquiera tiene una obra que pueda hacer valer, siendo pro­fundamente pecador ("débiles", "pecadores" y "enemigos": vv. 6, 8 y 10).

Esta justificación-reconciliación se operó en Jesucristo (ver­sículos 2, 6b, 8, 10). Pablo muestra, a este propósito, cómo la iniciativa divina de justificación y la respuesta a esta de la Humanidad están contenidas en Jesús, antes incluso de toda manifestación de fe por parte de los cristianos.

* * *

a) Una primera cuestión nos lleva sobre el pensamiento del v. 12, en particular sobre el pecado original, al que parece ha­cer alusión Pablo. El estilo de Pablo (que dictaba sus cartas) es bastante impreciso: el v. 12 comienza por una conjunción (dia touto: he ahí por qué) y una comparación (ós ei: como) que quedan en suspenso. Además, no se sabe si la muerte—per­sonalizada en un estilo casi mítico—es la muerte física o espi­ritual (e igualmente en los vv. 13-14); no se sabe tampoco si el relativo eph'ó puede ser traducido por "en el que todos han pecado" (concepción agustiniana del pecado original), o "porque todos han pecado" (alusión solamente a los pecados personales), o incluso "desde el momento que todos han pecado" (cada uno ratifica de alguna manera y hace creer, pecando personalmente, la solidaridad de toda una Humanidad que repite o enseña de una generación a otra la rebelión fundamental del hombre con­tra Dios, hasta el punto de dejar de golpe a la generación si­guiente en un estado debilitado y casi impotente).

Por lo demás, no se sabe si Pablo, cuando dice que todos han pecado (anastein) entiende esta palabra en el sentido clásico (acto de pecar) o en el sentido pasivo, que se encuentra a ve­ces en los Setenta (estado de culpable; Is 24, 5-6). La búsqueda

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exegética anda aún demasiado sobre estas delicadas cuestiones para que sea posible sacar, de este solo versículo, una doctrina del pecado original4. En fin, no se debe olvidar que, como hizo en el capítulo anterior a propósito de Abraham (Rom 4, 18-25), Pablo reflexiona sobre Adán como teólogo y no como historia­dor (cf. también Rom 7): buscando las estructuras fundamen­tales de la existencia humana, realza la responsabilidad colec­tiva y el dominio de la muerte sobre toda la Humanidad.

b) Los vv. 13-14 suponen que después del pecado conscien­te de Adán, la voluntad de Dios no se da ya a conocer hasta la revelación de la ley del Sinaí (situación que se prolonga fuera del judaismo a las naciones en las que la ley no se co­noce). Sin duda, ningún pecado personal es imputado a los miembros de esta humanidad sin ley, sin conocimiento de Dios (v. 13e), pero la muerte cae, sin embargo, sobre sus hombres, ignorantes de su pecado (v. 14).

Para comprender cómo ha podido Pablo escribir estos ver­sículos hay que representarse la distinción bíblica entre faltas conscientes e inconscientes. Los pasajes de Núm 15, 22-16, 35, son muy esclarecedores en este tema: el pecador que obra de­liberadamente (Núm 15, 30) y con conocimiento de causa debe ser exterminado, sin remisión posible, mientras que la multitud que participa de su falta, por inconsciencia o inadvertencia, puede escapar a la muerte ofreciendo un sacrificio por su pe­cado (cf. Lev 4). El caso de Coré ilustra muy bien esta legisla­ción: él es exterminado con su familia (Núm 16, 31-34), pero la "comunidad" que le ha seguido en el mal es perdonada (Núme­ros 16, 22).

Volvamos a la situación de los hombres que, no habiendo conocido la ley, pecan sin saberlo arrastrados por la solidari­dad humana. Ciertamente, mueren (de muerte natural o es­piritual)... mientras que no es ofrecido el "sacrificio por el pe­cado" presentado por Cristo en la cruz (Rom 5, 6, 8, 11). La fiesta de la Expiación, en Israel, fue concebida precisamente para reponer la falta personal cometida por error y destruir la extensión comunitaria de la falta de uno solo (Lev 4, 1-3); después, el Siervo paciente ha tomado el relevo de este ritual en su propia persona (Is 53, 10); Cristo, finalmente, lo ha rea­lizado sobre la cruz, verdadero "sacrificio por el pecado" de los que participan más o menos inconscientemente de la falta de uno solo.

El ritual de la expiación, tan a menudo utilizado en el 4 Solamente cuatro títulos, entre una pléyade: S. LYONNET, "Le peché

originel en Rom 5, 12", Bibl. 1960, págs. 325-55; L. LIGIER, "In quo omnes peccaverunt", en N. R. th., 1960, págs. 337-48; GH. LAFONT, "Sur l'inter-pretation de Rom 5, 15-21", Rech. Se. Reí., 1957, págs. 481-513; J. CAMBIEB, "Peches des hommes et Peché d'Adam en Rom 5, 12", N. T. St., 1964/65, páginas 217-55.

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Nuevo Testamento para representar el sacrificio de la cruz, está, pues, en el último lugar del pasaje de Pablo y permitiría distinguir dos tipos de pecado: el pecado formal personal de uno solo (es decir, Adán), que conduce sin tregua a la muerte, y el pecado por ignorancia o por solidaridad que puede ser repuesto por la expiación y sus sacrificios y por el Siervo pa­ciente.

No hace falta pedir al apóstol la razón de esta solidaridad entre Adán y el pueblo; para él, en el clima del ritual de la expiación, esto se da por supuesto. Pero la originalidad de su pensamiento viene de la proclamación de la remisión de este pecado colectivo por el sacrificio de la cruz.

c) La continuación del pasaje está construida en forma de antítesis entre Adán y Cristo.

versículo 15:

por la falta de uno solo la multitud ha muerto

mucho más por la gracia... de un solo hombre, Jesús sobre la multitud... difundida sobre muchos

versículo 16:

el juicio de un solo pecado

la gracia

entraña la condenación (es decir, la multiplicidad de las faltas personales de la humanidad, cada vez más entregadas a sus pasiones)

(cf. Rom 1, 18-32) acabó en la justificación de una multitud de pecados

versículo 17:

por la falta de uno solo la muerte ha reinado por obra de hombre

mucho más

este único

por el... don de justicia

en la vida los que lo reciben reinarán por obra únicamente de Jesu­

cristo.

Hay que hacer notar que, en este versículo, Pablo abandona las perspectivas del sacrificio de expiación de Cristo para abrir­se a perspectivas de vida escatológica con El: ese don está todavía por venir, pero está ligado al don ya concedido de la justificación.

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versículo 19 (conclusión): por la desobediencia por la obediencia de un solo hombre de uno solo la multitud la multitud se ha hecho pecadora será hecha justa

Este paralelismo entre Adán y Cristo no confiere, sin em­bargo, la misma importancia a los dos personajes. Es preciso antes que nada guardarse de ver en Cristo solamente a Aquel que ha podido encaminar a una Humanidad desorientada des­de Adán: la obediencia y el sacrificio de Cristo no borran so­lamente la desobediencia de Adán y la falta de la multitud; Cristo se ha convertido en el Señor de la vida escatológica (cf. el "mucho más" del v. 17): hay algo más que un simple en­derezamiento o que una simple expiación: es la entrada efec­tiva en una nueva economía.

d) Esta última constatación es capital para la antropología cristiana. Si Cristo ha reparado simplemente el desastre pro­vocado por Adán, es que Adán es anterior, porque no podemos comprender a Cristo sino a partir de Adán. Pero si lo que apor­ta Cristo (la "vida") es radicalmente diferente a lo que podía aportar Adán entregado a él mismo, entonces debemos com­prender a Adán a partir de Cristo y no a la inversa: "Adán no es más que la figura del que había de venir" (v. 14b); Adán y Cristo no están, pues, uno enfrente del otro como dos hombres de igual dignidad, como si el pecado del uno y la justicia del otro se equilibraran. Esto viene a decir que la antropología cris­tiana está esencialmente basada sobre el hombre en Jesucris­to, prometido a la "vida"; Adán no aparece sino como el mo­tivo de una mirada hacia atrás, simple imagen de la antigua realidad. Adán no tiene ningún título para definir la Humani­dad tal como un cristiano la ve; únicamente Cristo—y no sola­mente el de la cruz, sino también el que se ha convertido en Señor—posee la llave del misterio del hombre5. Así, la compa­ración entre Cristo y Adán parte de Cristo y la descripción de la situación religiosa anterior será más bien una apreciación teológica de esta, ligada a las representaciones literarias de la época.

# * #

Este texto, el más difícil de la carta a los romanos, es tam­bién uno de los más importantes de su teología. Existe, cierta­mente, una similitud entre Cristo y Adán: tanto uno como otro disponen de un vínculo extraordinario con la multitud. Pero no hay uno antiguo y otro nuevo, un primero y un segundo. Existe solamente Jesucristo y sus figuras que, como tales, no

5 K. BARTH, Christus und Adam nach Romer 5, Zurich, 1952; Christ and Adam, New York, 1957; Christ et Adam d'apres Romains 5, Gine­bra, 1959.

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encuentran su sentido sino cuando llega lo que anuncian. Los dos términos de la antítesis Adán-Cristo resultan de tal mane­ra distintos en su comparación, que finalmente importa muy poco a la fe cristiana que la ciencia demuestre un día el poli-genismo o desvele el ambiente pretendidamente mítico en el que podría haber estado sumergido San Pablo al hablar de Adán. La única cosa importante es que la Humanidad no pue­da desvelarse a sí misma el sentido de su existencia más que a la luz de la señoría de Cristo. ¡Poco importa de dónde viene la Humanidad, si al menos sabe adonde va!

V. 2 Corintios 5, 14-17 Este pasaje es, sin duda, el más impor-2.a lectura tante de la larga apología del ministe-2° ciclo rio apostólico al que Pablo consagra

los primeros capítulos de la segunda carta a los corintios. Coinciden aquí dos temas importantes: la incidencia del amor en el ministerio y el contenido del Evan­gelio.

La urgencia de la caridad de Cristo (v. 14) 6 es el arranque del ministerio de Pablo. Se trata tanto del amor que Cristo le tiene como del amor que Pablo, en correspondencia, tiene a Cristo. Visto desde el lado del apóstol, ese amor no tiene nada de sentimental: procede de un juicio bien meditado ("del pen­samiento", v. 14): primero ha tenido que comprender el amor de Cristo que muere por todos en la cruz (v. 15), pero una vez hecho ese descubrimiento, ya no ha podido resistir la "urgen­cia" del amor que le empuja a consagrar su vida a Cristo (ver­sículo 15b).

Esta urgencia no destruye la libertad, porque el apóstol se ha tomado su tiempo para juzgar. Constituye una facultad nueva en el hombre (vv. 16-17), que ya no le permite obrar con las reticencias y los cálculos de la "carne", sino como "criatura nueva". Es fervor y dinamismo que la carne no puede controlar (Col 3, 14); tiene sabor a sacrificio, a semejanza de la cruz (v. 15); finalmente, unifica y equilibra toda una vida (sunehó tiene este sentido en los escritos filosóficos contemporáneos).

Jeremías se lamentaba de ser "seducido" por Dios; Pablo, de ser "apremiado" por su amor. No se trata de un apremio exterior como el que impediría, por ejemplo, a un sacerdote

6 C. SPICQ, "L'Etreinte de la charité 2 Cor 5, 14", St. theol. 1955, pági­nas 123-32.

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abandonar su ministerio. Se trata, por el contrario, de una ló­gica interior que procura el conocimiento y la interpretación de las cosas en Jesucristo, lógica de tal manera consecuente que no puede deshacerse sin destruir su propio equilibrio, co­nocimiento vital que da a las cosas y a sí mismo su sentido último, fidelidad, en fin, a lo que se es. Es verdad que uno no puede desembarazarse de Dios después de haber reconocido sus rasgos.

VI. Gálatas 3, 26-29 La carta a los gálatas responde a los ata-2.a lectura ques lanzados por los judaizantes que se 3.er ciclo han introducido en Galacia y ponen en

duda la enseñanza de Pablo sobre el pa­pel único de Cristo en la Humanidad y, además, le niegan toda cualificación apostólica. Los primeros capítulos constituyen una apología del ministerio del apóstol y de su comportamiento personal. Con el cap. 3, el autor aborda el problema doctrinal objeto de sus polémicas contra los judaizantes: ¿es necesaria todavía la Ley cuando uno se coloca bajo la dependencia de Cristo?

El argumento principal del apóstol reposa en su concepción de la historia de la salvación. Tuvo lugar, primeramente, la aparición de Dios a Abraham, las promesas, la fe del patriarca y la bendición en él de todos los pueblos. Vino después la Ley, pero fueron únicamente ángeles quienes la transmitieron a Moisés, y únicamente Israel obtuvo bendiciones (Gal 3, 1-18).

a) La conclusión viene sola: la Ley no ejerce sino una in­fluencia relativa y transitoria, una función pedagógica (v. 24). Desde que aparece Cristo, elemento decisivo de la economía de la salvación, la Ley debe desaparecer y ceder el lugar al régimen fundamental: el de las promesas hechas a Abraham y alcanza­das en la fe en Cristo (v. 25).

Hace falta aún que Pablo demuestre que Jesús es el aconte­cimiento decisivo que justifica el cambio de economías. Ya lo ha hecho, a la manera rabínica, en Gal 3, 15-18, mostrando cómo Cristo era "la" descendencia de Abraham. Pero lo expone ahora más claramente (vv. 26 y 29): en Jesús la promesa se realiza a la perfección porque es el Hombre-Dios. Hijo de Dios (v. 26), constituye el don supremo que Dios pueda prometer y ofrecer a la Humanidad; al ser hombre, es la respuesta más adecuada a este don del Padre, el heredero (v. 29) mejor ha­bilitado para entrar en posesión de los bienes prometidos y para realizar el proyecto de Dios sobre la Humanidad.

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Cristo es, pues, el acontecimiento decisivo de la historia de la Humanidad, porque la significación de esta última está supe­ditada a su fidelidad al Padre; y, desde entonces, se desarrolla en una historia en la que cada uno está llamado a "vestirse de Cristo" (v. 27)7, es decir, a responder a su vez personalmente al proyecto de Dios sobre el hombre.

o) Acontecimiento decisivo en la historia de los hombres, Cristo hace, pues, inútil la economía de la Ley. Es preciso aún comprender cómo el hombre participa de Cristo para, a su vez, liberarse de la Ley. A los ojos de Pablo, la fe (v. 26) y el bautis­mo (v. 27) son los dos medios de unirse a Cristo, y estos medios no tienen nada de exclusivo, puesto que están al alcance de todo hombre en razón de igualdad con sus hermanos (v. 28).

Los vv. 26 y 27 ponen en evidencia la conexión entre la fe y el bautismo: no son uno u otro, sino los dos juntos, los que aseguran la comunión del hombre con Cristo (cf. además Ef 2, 8; 1 Cor 6, 11). La fe es la respuesta humana a la iniciativa de Dios ligada al bautismo. Así puede decirse que la pareja fe-bau­tismo corresponde, mutatis mutandis, a la pareja hombre-Dios en Jesús: el don de Dios reclama la respuesta de la parte hu­mana primeramente en Jesucristo y después en cada bautizado. Por esta razón, el bautismo incorpora verdaderamente a Cris­to, permite "vestirse" de El (v. 27) y ofrece al hombre un estado de filiación divina a imagen del que el Hijo posee por natura­leza (ibíd,). Estas nuevas relaciones del bautizado con Dios transforman sus relaciones con los demás hombres: las barre­ras caen, todos se vuelven iguales y la bendición de todos los pueblos en Abraham toma cuerpo finalmente (w. 27-28).

La nueva economía cristiana sustituye entonces a la anti­gua. La salvación no está ya en función de la pertenencia a un pueblo por los ritos de la circuncisión y de la ablución, ni si­quiera en función de la observancia de una ley. En la nueva economía todo ha cambiado porque Dios ha intervenido en la Historia mediante el envío de su Hijo, que reúne en su persona el don de Dios y la respuesta de fe de la parte humana y salva de esta forma a la Humanidad. No obstante, todo hombre par­ticipa de esta salvación en la medida en que su personalidad está también en la encrucijada de una iniciativa de Dios y una respuesta del hombre, una y otra sancionadas en el bautismo y en la fe8.

7 Véase el tema doctrinal del vestido en este mismo capítulo. » Cf. A. GRAIL, "Le Baptéme dans l'épitre aux Galates (3, 26-4, 7)",

Rech. Bibl., 1951, págs. 503-20.

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VII. Mateo 10, 26-33 Extraído del discurso de misión en el cual evangelio Mateo intenta precisar el pensamiento de l.er ciclo Jesús sobre la misión apostólica. Como

los vv. 24-25 con relación al v. 17, los vv. 26-27 son el comentario del v. 19. Mateo utiliza aquí unos logia de Cristo cuyo sentido original no comprendía, sin duda, muy perfectamente. Ya Le 8, 17 los aplicaba al dinamismo del Evangelio, que no puede permanecer oculto, y Le 12, 2-3..., a los adversarios del Evangelio, cuyos nocivos discursos terminaron por ser puestos al desnudo.

Por su parte, Mateo propone una nueva interpretación: a sus ojos, Cristo habría querido decir que no había podido en­tregar su mensaje con toda la claridad necesaria (Me 4, 22; Jn 16, 29-30), y que esta tarea estaría ahora encomendada a los misioneros. El evangelista traspasa entonces al plano misionero palabras pronunciadas por Cristo con una intención segura­mente moral.

Los vv. 28-31 comentan, por su parte, el v. 19. Fijan la ac­titud que Cristo impone a los suyos para los tiempos de perse­cución y proporcionan dos motivos de confianza: primeramen­te, que solo hay un verdadero enemigo a temer: Satanás y Dios se encarga de él; en segundo lugar, que Dios se preocupa por cada uno de los suyos (v. 30).

Los vv. 32-33 establecen una relación de causa a efecto en­tre la actitud de fidelidad del cristiano con respecto a Cristo y la actitud de fidelidad de Cristo con respecto al cristiano, en el momento del juicio.

a) Este pasaje deja la impresión de una cierta falta de unidad: el evangelista reúne algunos logia de Cristo pronuncia­dos en circunstancias diferentes, o bien desde puntos de vista extraños al del discurso de base. Ensambladas por algunas pala­bras de unión, estas sentencias encuentran, sin embargo, su uni­dad en la intención del evangelista de hacer la teoría de las difi­cultades y de las contradicciones de la vida misionera. Mateo no llega tan lejos como Pablo (Rom 5, 1-5; 2 Cor 4, 16-18); sub­raya, sin embargo, algunos elementos importantes: la solidari­dad que une al Maestro y su discípulo dentro de la oposición, la obligación del discípulo de llegar más al fondo que el Maes­tro en la revelación del mensaje, la confianza necesaria en la protección de Dios y, finalmente, la recompensa asegurada en el juicio.

Para Mateo como para Pablo, la misión debe esperar encon­trar la persecución en su camino, porque la edificación del Rei­no de la gloria y de la trascendencia no puede hacerse sin el desgarramiento del corazón del hombre ni sin la oposición de

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un mundo qué cree darse a sí mismo los medios para la sal­vación. Entre la sabiduría del mundo y la sabiduría de Cristo la oposición es irreducible, y si es necesario que la Iglesia del Vaticano II vuelva a entablar el diálogo con el mundo porque este encuentro forma parte de su esencia misionera, no es pre­ciso creer que, habiendo sido sellada la reconciliación, todos los hombres podrán andar mano sobre mano. Habrá siempre quie­nes practiquen las bienaventuranzas evangélicas y serán, por ello, discutidos.

Al celebrar en la Eucaristía la victoria del amor de Cristo sobre el odio, el cristiano sabe hasta qué punto el pecado, en él y en los demás, constituye un obstáculo para alcanzar el Reino, y ofrece el sacrificio para librarse de él.

o) El pasaje evangélico encuentra quizá su unidad en la invitación a rechazar todo temor (vv. 26, 28, 31). Las razones de esta confianza son múltiples. Mateo revela, ante todo, la cer­teza de que la obra de Cristo, actualmente todavía confidencial, llegará a convertirse en pública y espectacular (v. 27): un es­caso éxito actual no puede desanimar. El segundo motivo es que el hecho de que la "vida" (el alma del v. 28, según el sentido hebreo de la palabra) no puede ser alcanzada por la persecu­ción : proviene solamente de Dios y los hombres no pueden nada a este respecto. Finalmente, tercer motivo: la certeza de que la Providencia vela por todos los seres, comprendidos también los más débiles (v. 31), y con mayor motivo por les que confiesan el nombre de Dios (vv. 32-33) 9.

VIII. Marcos 4, 35-41 El relato de la tempestad apaciguada fi-evangelio gura en los tres sinópticos con variantes 2° ciclo bastante significativas. Reclama un es­

tudio propiamente sinóptico en el que Marcos parece primitivo, y un estudio redaccional en el que se revela el genio propio de Marcos 10.

* * *

a) Marcos y los demás sinópticos introducen el relato de la tempestad calmada antes que el del exorcismo del geraseno (Me 5, 1-20). La tradición ha unido estas dos perícopas por ra­zones doctrinales: presentar en Jesús el poder que domina las fuerzas perversas en la naturaleza y en los corazones. Marcos trae, además (1, 23-27), un relato de exorcismo montado exac-

» Véase t ambién el tema doctr inal de la persecución, en este mismo ca-

P 1 i» ' X. LÉON-DUFOUR, "La Tempé te apaisée", N. R. Th., 1965, págs. 897-922 • P. A. HABLE, "Lá Tempé te apaisée", Foi et Vie, 1966, págs. 81-88.

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tamente sobre el esquema de la tempestad calmada (comparar con Me 1, 25 y Me 4, 39: amenazas; Me 1, 24 y Me 4, 38: repro­ches a Cristo de venir a perdernos; Me 1, 27b y Me 4, 41: obe­diencia de los elementos y de los espíritus a Cristo; Me 1, 27a y Me 4, 41: el temor). Parece, pues, que el milagro de la tem­pestad calmada es el signo de la manifestación de Aquel que toma en sus manos la obra creadora comprometida por las po­tencias perversas (cf. Job 38, 1-11). Se trata, pues, de una cris-tología: en Cristo, Dios termina la cosmogonía con una victoria decisiva sobre el mal, y los hombres depositan sobre Jesús el temor y la admiración reservadas a Dios-Creador (v. 41; cf. Sal 64/65, 8-9; 88/89, 10; 106/107, 28-30).

b) Pero Marcos está preocupado, a lo largo de todo su Evan­gelio, por hacer ver que antes de la resurrección los apóstoles no podían tener verdadera f e n . Por eso añade al relato el v. 40, que hay que leer conforme a una versión especial: "¿No tenéis todavía la fe?" Los apóstoles no podrán tener la fe has­ta después de Pascua, porque no existe una verdadera fe, sino en Cristo resucitado. Para Marcos, el apaciguamiento de la tempestad no tiene sentido, sino en cuanto incluye ya la resu­rrección. A ese fin, Marcos asocia la tempestad calmada con la que padeció Jonás (comparar, sobre todo, el v. 38, específico de Marcos, con Jon 1, 5-6; v. 41a con Jon 1, 16, etc.). Cabe pregun­tarse si Marcos no habrá querido buscar en su relato el famoso signo de Jonás (Mt 12, 38-40). En efecto, al igual que Jonás, Cristo triunfa de las "aguas inferiores" en virtud de su poder sobre la tempestad.

c) Marcos, que desarrolla a lo largo de todo su Evangelio el tema del secreto mesiánico, es particularmente sensible, en el relato de la tempestad, al silencio de Cristo. Dios se calla, no se deja apenas reconocer y parece dormir, cuando no se le cree muerto..., y, sin embargo, hay que vivir y tomar partido.

« • *

Es demasiado fácil confiarse a la omnipotencia de Dios e in­vocar su trascendencia. No es a esta clase de fe a la que nos llama el Evangelio. Creer es, ciertamente, remitirse a un Dios vencedor, pero ausente y silencioso; es saber a Dios "muerto" e "inútil", y, sin embargo, vivir en comunión con El. Es remar sin saber adonde se va y aceptar el perecer en el camino sin ha­ber alcanzado personalmente el fin de sus empresas, pero con­vencido ele que Dios no nos ha abandonado en todo lo largo del viaje. Es luchar en la prueba guardando la certeza de que Je­sús ha resucitado de la prueba.

" Véase el tema doctrinal de la fe, en el decimoctavo domingo.

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IX. Lucas 9, 18-24 La confesión de Pedro (vv. 18-21), la predic-evangello ción de la Pasión (v. 22) y la enseñanza so-3.er ciclo bre las condiciones expuestas para seguir a

Jesús (vv. 23-26) no han sido siempre pre­sentadas conjuntamente. Parece que la confesión de Pedro, cuya versión original figura en San Mateo (Mt 16, 13-20), inau­guraba primitivamente el discurso llamado "eclesiástico" (Mt 18; cf., en una y otra parte, el papel preponderante de Pedro y las expresiones idénticas, etc.). Por el contrario, la predicción de la pasión y la enumeración de las condiciones para seguir a Cristo debían pertenecer primitivamente a la sección de la pa­sión y constituir el prólogo de esta12. La primera parte, de gé­nero apocalíptico, era de inspiración eclesiológica; la segunda, de tipo profético, estaba orientada hacia la Pasión de Cristo.

Desde antes de la redacción de los sinópticos, estas dos tra­diciones fueron relacionadas por motivos literarios o teológicos, hasta el punto de que Me 8, 27-31 hace, de estos dos relatos, la base que determina su Evangelio: conclusión de la primera par­te, centrada sobre el Mesías; principio de la segunda, centrada sobre el Siervo paciente.

Desgraciadamente, la versión lucana de estas tradiciones es la menos buena. Ya preocupado por inaugurar la parte más im­portante de su Evangelio: el viaje a Jerusalén (Le 9, 51-18, 14), el autor no considera el cap. 9 sino como un apéndice hete-róclito, insertado entre la primera parte del Evangelio y el re­lato del gran viaje a Jerusalén, destinado a reunir algunos ele­mentos importantes, que no podía callar, pero que resume a veces arbitrariamente. Por eso no dice nada de la vocación de Pedro (Mt 16, 17-19), ni de la réplica de Cristo a la falta de fe del jefe de los Doce (Mt 16, 22-23) y omite todos los índices geo­gráficos, particularmente molestos en el momento que se pro­pone emprender el relato del viaje a Jerusalén y concentra, principalmente, la atención sobre el sufrimiento mesiánico.

* # *

a) En un primer momento, Cristo quiere obtener una con­fesión de los Doce sobre su mesianidad. Por boca de Pedro, los apóstoles llegan a confesarla, después de haber descartado las demás hipótesis posibles.

Pero esta mesianidad es equívoca en la medida en que en­traña, en el espíritu de los contemporáneos, la idea del resta­blecimiento del Reino por la violencia y por un juicio de las naciones. También Cristo impone antes que nada el silencio a

a B. WILLAEKT, "La Connexion littéraire entre la premiére prédiction de la passion et la confession de Pierre chez les synoptiques", Eph. Th. Lov., 1956, págs. 24-45.

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los suyos, sugiriéndoles que no habrá mesianidad sino a través de la muerte y la resurrección.

En un momento dado de su ministerio Jesús ha tomado, pues, conciencia de las modalidades en las que iba a ejercerse su mesianidad y ha hecho compartir esta convicción a los su­yos. Se advertirá que esta luz le ha sido dada (v. 18) en el curso de un tiempo de oración. En su deseo de responder lo más per­fectamente posible a la voluntad de Dios, Jesús quiere que su mesianidad no tenga nada de político ni de desquite (cf. Mt 8, 4-10), sino que sea toda de dulzura y de perdón. Esta opción no es fácil de tomar ni de mantener. Numerosas oposiciones se dirigen contra Jesús, y este no tarda en darse cuenta de que tal elección le conducirá a la muerte (v. 22).

Cabe imaginarse el drama de conciencia de Cristo: se sabe encargado de cumplir con una vocación mesiánica, entiende que ha de cumplirla en la dulzura y con medios pobres y se da cuenta de que no podrá conducir a buen término su obra al in­tervenir la muerte antes de su realización. ¿Entonces? Sin duda Dios quiere que sea más allá de la muerte cuando Jesús com­plete con éxito su misión mesiánica. ¡Dios no le abandonará, sin duda, en la muerte! De esta manera Cristo llega a pensar en su resurrección y a proclamarla (v. 22).

b) Esta meditación de Cristo sobre el más allá de su muerte explica, sin duda, que este pasaje inaugurara primitivamente el discurso eclesiástico (Mt 18): al presentar su muerte Cristo co­mienza, en efecto, a constituir la comunidad que prolongará su obra.

Por esto se preocupa de la fe 13 y de la fidelidad de sus dis­cípulos: Lucas ha condensado en los vv. 23-26 algunas senten­cias de Cristo sacadas del discurso apostólico (Mt 10, 33, 38, 39): los discípulos del Mesías no resultarán más favorecidos que el Maestro si permanecen profundamente fieles a su papel me-siánico en el mundo e integran a su misión el sufrimiento y el despojo que le son inherentes.

c) Lucas muestra a Cristo en oración cada vez que va a tomar una decisión importante o va a comprometerse en una nueva etapa de su misión (cf. Le 3, 21; 6, 12; 9, 29; 11, 1; 22, 31-39). Lucas es, en este caso, el único que menciona la ora­ción de Cristo (v. 18) antes de obtener la profesión de fe de los suyos y de anunciarles su Pasión. Así cabe pensar, como en cada una de las demás circunstancias mencionadas por Lucas, que Jesús reza por el cumplimiento de su misión, cuyos contornos no ve más que en la oscuridad. No basta explicar esta actitud de oración en Jesús por el deseo único de dar ejemplo a sus após­toles. Jesús no ora simplemente con fines edificantes. Si reza

Véase el t ema doctr inal de la fe, en el decimoctavo domingo.

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es porque realmente el objeto de su oración no le parece cierto: los teólogos que atribuyen a Jesús un conocimiento perfecto del futuro no pueden dar un contenido real a la oración im­plorante de Jesús: no se reza para que la ley de la gravedad produzca sus efectos. Si Jesús reza es que el futuro, como es el caso de todo hombre, no está en sus manos, y que la incerti-dumbre sobre lo que va a pasar reina en su conciencia. La vo­luntad humana, que es la suya, no tiene en sí misma el poder de realizar su misión; también El pide a Dios luz y ayuda.

La oración de Jesús es, pues, real: significa que El afronta el misterio de la muerte que se perfila en el horizonte de su ministerio en la oscuridad de la conciencia y del saber huma­nos 14.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la persecución

Al proponernos sus enseñanzas acerca de la persecución, el formulario de este domingo (l.er ciclo: 1.a lectura y Evangelio), nos invita a penetrar en lo más profundo del misterio pascual. La victoria del amor revela aquí su último secreto.

Una teología del sufrimiento difícilmente nos puede mostrar todo el sentido de la persecución, ya que esta no es un sufri­miento como los demás. Vivido por obediencia, el sufrimiento se revela ante todo como formando parte integrante de la con­dición terrena. El pecado del hombre es la única explicación de la persecución. Esta alcanza al "justo" en razón de su jus­ticia. El hombre pecador se opone a los designios del amor de Dios, intentando hacer desaparecer al testigo de estos desig­nios de Dios.

A lo largo de los siglos, la Iglesia ha conocido muchas per­secuciones, y todavía hoy las sufre. Pero pongamos atención: todo conflicto grave del que son víctimas los cristianos no es necesariamente una persecución. Antes de calificar de persecu­ción unos hechos históricos hay que examinar todas sus cir­cunstancias y causas detenidamente. Las siguientes reflexiones quisieran ayudar a comprender mejor este tema.

Los profetas en Israel, Durante toda su historia, Israel ha co-perseguidos nocido la oposición violenta de otros por su pueblo pueblos. Su situación geográfica excep­

cional le ha metido de lleno en los grandes conflictos que enfrentaban a los dueños de Egipto y a

14 Cu. DUQUOC, Christologie, París , 1968, págs. 115-16.

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los de Mesopotamia. Cada vez que el pueblo elegido se ha en­contrado mezclado en una de estas luchas ha identificado su causa espontáneamente con la de Yahvé y fácilmente se ha considerado perseguido. ¡Pero cuántos posibles malentendidos existen en esta convicción!

Otro camino, mucho más religioso, prepara la revelación del Nuevo Testamento. Son las dificultades, algunas veces dramá­ticas, encontradas por los jefes del pueblo, los reyes y, sobre todo, los profetas, en el cumplimiento de su vocación. Son per­seguidos a causa de su amor a Yahvé y por su fidelidad a su palabra. Así, Moisés fue rechazado por los suyos. David fue gravemente combatido, y ¡qué decir de Elias, de Amos, de Je­remías! Entre los perseguidos, Jeremías ocupa un lugar aparte. El ha expresado mejor que nadie la estrecha relación que exis­te entre la persecución y la misión de profeta, y seguramente se debe a una prolongada meditación sobre la vida excepcional de Jeremías el nacimiento de la figura del Siervo paciente, que cumple los designios divinos por la aceptación de los malos tratos de que es objeto por parte del pueblo.

La razón profunda que explica el drama de los profetas ha sido puesta en claro por el Libro de la Sabiduría. Según este, el justo es para el impío un "reproche viviente" (Sab 2, 14), un "aguafiestas" (Sab 2, 12), un testigo del Dios vivo, al que se prefiere desconocer.

Jesús de Nazaret, Al condenar a Jesús al suplicio de la cruz, el Justo perseguido los judíos continúan en la misma línea de

sus antepasados, que persiguieron a los profetas. Pero aquí se colmó la medida. Jesús se ha presentado como el Mesías, como el testigo de Dios por excelencia, pero el pueblo judío comprueba en seguida que este testigo es particu­larmente molesto. Si se le escucha, resulta que hay que despo­jarse de todo: de los bienes, de sí mismo, de los privilegios de la alianza... Los designios del Padre son unos designios de amor universal que no hacen acepción de personas. El mandamiento nuevo es el de amar a todos los hombres, inclusive a los enemi­gos. Todos en El son llamados a ser hijos del Padre... Aceptar a Jesús es entrar en el camino de la abnegación total, de la po­breza absoluta. Y, puesto que Jesús se presenta como el Mesías esperado, el que salva al hombre llevándole al Padre, el reco­nocerle hace presentir ya algo extraordinario, a saber: su divi­nidad. Es descubrir que, encarnándose, Dios ha salvado al hom­bre, y que, por tanto, la fidelidad perfecta del hombre a Dios es también pura gratuidad divina. ¡Esto es demasiado! Es me­jor suprimir a un testigo así. La muerte nos demostrará quién es El.

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Pero el cálculo del hombre pecador va a resultar falso. Cru­cificando al "Señor de la gloria", los "príncipes de este mundo" son en realidad los instrumentos de la sabiduría divina (1 Cor 2, 8). En efecto, el proyecto de amor universal de Jesús lleva consigo un tener que afrontar constantemente la muerte. Vi­vida por obediencia, la muerte cambia de sentido y descubre su secreto: la muerte es el momento en que se expresa con mayor brevedad el don de sí mismo. No hay amor más grande que el dar la vida por aquellos a quienes se ama. Según esto, el en-frentamiento con la muerte alcanza su punto culminante cuan­do dicha muerte está motivada por el odio, cuando es directa­mente una consecuencia del pecado.

Los judíos condenan a Jesús a morir en la cruz, porque se oponen al mandamiento nuevo. Cristo, obedeciendo hasta morir en la cruz, manifiesta que el amor es más fuerte que el odio y que una muerte tan cargada por los pecados de los hombres también puede cambiar definitivamente de sentido.

¡Dichosos los perseguidos La persecución es objeto de una por la justicia! bienaventuranza. "Dichosos seréis

cuando os insultaren y calumniaren por mi causa. Alegraos entonces y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos, pues así persiguieron a los profetas que hubo antes que vosotros" (Mt 5, 11-12). Y tam­bién: "No es mayor el siervo que su señor. Por eso, si a Mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros" (Jn 15, 20). Y San Pablo añade: "Y todos los que aspiran a vivir con piedad en Cristo Jesús, serán perseguidos" (2 Tim 3, 12).

Estas afirmaciones están clarísimas. Leyendo estos textos se ve claramente que la persecución puede alcanzar a las realida­des más fundamentales de nuestra fe: a la profundidad del pecado del hombre, pero también a la riqueza insondable del amor que triunfa sobre él. Por otra parte, la persecución es inevitable, porque el pecado del hombre está arraigado hasta tal punto que las más maravillosas muestras del amor divino son rechazadas. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, no acepta el ser fiel a su condición de criatura y trata de divinizarse a sí mismo, y en su menosprecio de las pruebas de amistad divinas llega a hacerse cómplice de todos los seres creados que se oponen a Dios.

El pecado introduce al hombre en un drama cósmico. Por otra parte, la persecución es, en cierto modo, necesaria. Ella es la que asienta a la Iglesia y al cristiano en una situación pri­vilegiada, en la que se evidencia el triunfo del amor sobre el odio. La muerte causada al mártir se convierte en el signo efi-

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caz del mayor amor. En el momento mismo de morir, el már­tir perdona a sus verdugos.

Porque manifiestan la victoria definitiva de Cristo y de los suyos, las persecuciones tienen un alcance escatológico fácil de comprender. Porque la resistencia del pecado es tanto mayor cuanto más evidente es la presencia de Cristo resucitado en este mundo. Por la manera de comportarse el mártir compren­demos que verdaderamente el Reino ha llegado a la tierra.

El riesgo Si la misión es la obra suprema del amor de la persecución universal, es de esperar que encontrará la para la misión persecución en su camino. Si la sufre con

constancia, el misionero sabrá lo que es la alegría. Cuando San Pablo repasa con la imaginación el ca­mino que ha recorrido en la vida, se asombra de la gran canti­dad de tribulaciones que ha tenido que padecer, y se lo cuenta a aquellos a quienes escribe. Incluso llega a decir: "En medio de mis tribulaciones estoy rebosante de gozo" (2 Cor 7, 4). En esto no hay la menor señal de una complacencia morbosa. El após­tol Pablo está convencido de que la edificación del Reino solo se lleva a cabo a través de la persecución y de dramáticos es­fuerzos. Su alegría es la alegría de la esperanza, y dice a los romanos: "Nos gloriamos en las tribulaciones porque sabemos que las tribulaciones producen la perseverancia; la perseve­rancia, una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5, 4-5).

Toda misión verdadera encuentra persecuciones, pero todas las dificultades encontradas de hecho por los misioneros no merecen el nombre de persecuciones. Para que haya persecu­ción se necesita que los perseguidos sean objetivamente testi­gos del amor universal y que sean susceptibles de ser reconoci­dos como tales por aquellos hombres a quienes va dirigido este testimonio. Por otra parte, estas dos condiciones no son en realidad más que una sola, porque el verdadero testimonio del amor se establece de una manera muy concreta en el centro de las relaciones humanas que definen la situación de testigo.

Hoy el testimonio del amor universal lleva consigo obligato­riamente un interés casi primordial por las grandes tareas que se imponen a la conciencia de todo hombre. Por eso no es extraño que los documentos más importantes de Juan XXIII se refieran el uno a la paz y el otro a los problemas de justicia internacio­nal y social. El período conciliar permite a la Iglesia renovar sus contactos con el mundo. Pero no nos imaginemos ni por un

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momento que una vez que se haya conseguido la reconciliación todos los hombres van a ir cogidos de la mano.

En la medida en que pongan en práctica las bienaventu­ranzas, con la seguridad de encontrar en ellas el secreto de la auténtica promoción humana, conocerán las persecuciones. En­tre la sabiduría del mundo y la sabiduría de Cristo es inevita­ble que exista oposición.

La celebración Celebrar la Eucaristía es proclamar la eucarística muerte del Señor hasta que venga. El y la victoria sacrificio de la cruz—que es una vlcto-del amor sobre el odio ria del amor sobre el odio—se hace ac­

tual en la celebración eucarística. Por la participación del Pan y de la Palabra, cada uno de los par­ticipantes se une a Cristo de una manera que le permite entrar cada vez con mayor intensidad en la obediencia del Justo per­seguido, en la obediencia del amor incondicional. Pero el cris­tiano sabe hasta qué punto el pecado, tanto en él como en los demás, es un obstáculo para este camino de obediencia por amor, y suplica ser librado de él.

La participación de la Eucaristía hace que el cristiano pue­da vencer el mal, no solamente por medio de la gracia interior que le da la Eucaristía, sino también por los lazos de fraterni­dad que le proporciona. En toda celebración eucarística se está realizando un proyecto de catolicidad y es necesario que se pon­ga de manifiesto en la propia asamblea eucarística. Cuando los hermanos de cualquier raza y de cualquier clase social se en­cuentran reunidos para celebrar la misma Eucaristía y comul­gan fraternalmente participando del mismo Pan, la victoria del amor sobre el odio se les ha dado ya como por anticipado. For­talecidos por esta experiencia fraterna, estos mismos cristia­nos, una vez diseminados entre los hombres, dirigirán con lu­cidez el combate contra las fuerzas del pecado.

2. El tema del vestido

Las realidades más sencillas de la vida diaria han servido de vehículo para descubrir el misterio de la salvación. Entre ellas, algunas han desempeñado un papel importante en la his­toria de la fe y de su ahondamiento. Apoyándose en su signifi­cación humana primera, la meditación de las conciencias cre­yentes se ha ido desprendiendo de aquella significación poco a poco, para poner de relieve las actitudes religiosas funda­mentales.

Lo mismo ha ocurrido con el vestido. Esta realidad tan sen-

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cilla tiene un significado humano profundo. Israel tiene con­ciencia de ello, y nosotros encontramos en las Escrituras todos los elementos de una filosofía del vestido. Pero, progresivamen­te, la reflexión sobre el vestido se dirige sobre la condición his­tórica del hombre en este mundo, en sus relaciones con el Dios de la fe, y lo que se dice del vestido o de estar privado de él evoca concretamente el destino espiritual del hombre. Este tema volverá a ser tratado por el Nuevo Testamento, para caracteri­zar algunas dimensiones esenciales del misterio de Cristo y para definir, con respecto a Cristo, la condición espiritual del cris­tiano.

El tema del vestido en El vestido humaniza al cuerpo. El ves-la búsqueda de Israel tido ayuda al hombre a ocupar su

puesto en las relaciones interpersona­les que le unen a sus semejantes. El vestido le identifica en su sexo y en su función social. Por los diversos trajes conocemos cuándo se trata de una fiesta o cuándo del tiempo de trabajo. En una palabra: el vestido hace participar al hombre en un orden de valores; también dar su propio vestido es un signo de fraternidad, y vestir a otro cuando está desnudo es hacerle renacer a la vida común, hacerle salir de la indistinción en que se hallaba.

La imagen del vestido era muy indicada para evocar las relaciones de la Alianza entre Yahvé e Israel. Porque, por me­dio de la Alianza, Yahvé establece unos lazos personales con su pueblo y le comunica algo de su gloria. Como un esposo, ex­tiende los pliegues de su capa sobre su esposa real. Pero ella no es fiel y se exhibe a todo el que pasa. El vestido que ha re­cibido, que tendría que haber durado siempre, envejece y se cae hecho andrajos...

El vestido también da testimonio de la condición pecadora del hombre. Oculta el cuerpo a las miradas codiciosas, dificul­tando las relaciones entre las personas. La desnudez del paraí­so expresaba la armonía espontánea del hombre con lo divino, pero esta armonía se perdió por el pecado.

Además el vestido puede ser usado por el que lo lleva como signo de las riquezas que tiene una persona, para atraer las miradas y, al mismo tiempo, produce una seguridad ilusoria. En estas condiciones, la desnudez es más valiosa a los ojos de Dios que el vestido, porque expresa pobreza de espíritu, y esto es agradable a Dios. De este modo, el Siervo de Yahvé, que debe venir a salvar y a curar a Israel, se presenta "sin belleza y sin brillo"...

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Cristo despojado y Todos los evangelistas nos han manifesta-vestido de gloria do que Jesús, una vez que hubo llegado al

lugar de la crucifixión, fue despojado de sus vestidos, conforme a las Escrituras. Este despojo pone punto final a la última etapa de un camino de obediencia a la volun­tad del Padre. Cristo renuncia a todo por llegar hasta el fin del amor. La muerte que afronta es la de la cruz, una muerte vivida sin ninguna compensación, ya que hasta sus propios discípulos huyeron de El. La agonía en el Huerto de los Olivos nos pone de manifiesto que Jesús afronta la muerte con extra­ordinaria lucidez. Ante El no hay más que la muerte, y todas las seguridades humanas han desaparecido. Jesús no es más que un hombre como los demás.

Pero tras esta desnudez está la realidad, y esta es que el Hombre-Dios no deja ni por un momento de estar revestido de gloria. La escena de la transfiguración levanta el velo por un momento. Los vestidos de Cristo se pusieron resplandecientes como la luz. De esta misma luz fue revestido cuando resucitó, y adornado de su brillo se apareció a Pablo en el camino de Da­masco. El vestido de gloria no se manifiesta más que a la ver­dadera fe.

Revestirse de Cristo por San Pablo emplea la imagen del ves-la fe y por el bautismo tido para caracterizar la nueva con­

dición ontológica en la que se encuen­tra situado el cristiano por la fe y por el bautismo, y para esclarecer las exigencias morales que se derivan inmediatamen­te de esta condición.

Puesto que Cristo es el centro de la verdadera creación que­rida por Dios, la expresión que viene espontáneamente al pen­samiento de San Pablo es la de "revestirse de Cristo" (Gal 3, 27). El misterio de Cristo define todo el orden de la salvación. Así, pues, participar de este orden no es otra cosa que reves­tirse de Cristo. San Pablo dirá de un modo equivalente: "re­vestirse del hombre nuevo" (Ef 4, 24; Col 3, 10). Por dos veces esta expresión evoca para San Pablo el designio creador de re­capitulación universal en la única Familia del Padre: "Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío, ni griego, ni esclavo; ni siervo li­bre; ni hombre, ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Gal 3, 27-28). Y en otro lugar añade: "Vestios del hombre nuevo, que sin cesar renueva para lograr el perfecto conocimiento según la imagen de su Creador, en quien no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro o escita, siervo o libre, porque Cristo lo es todo en todos" (Col 3, 10-11). Pero revestirse de Cristo o del hombre nuevo es, paralelamente,

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despojarse del hombre viejo, de sus concupiscencias engañosas y de sus acciones (Ef 4, 22; Col 3, 9).

Estas mismas perspectivas las recoge Mateo en la parábola del banquete nupcial. El banquete está abierto a todos, especial­mente a los pecadores y a los más pobres. Pero para participar en la comida, hay que presentarse con vestido de boda; es ne­cesario haber manifestado que se está decidido a vivir la pro­pia vida conforme a la condición de hijos de Dios que nos con­siguió Jesucristo.

El vestido nupcial tiene un sabor escatológico. En la medida en que sus miembros estén revestidos y se encuentren dispues­tos a revestirse más allá de la muerte de la vestidura de inco-rruptibilidad, la propia Iglesia se prepara para dirigirse al en­cuentro del Esposo, como una novia para su marido (Ap 21, 2).

El vestido nupcial del Todas las realidades evocadas por el banquete eucarístico tema del vestido alcanzan un relieve es­

pecial en la celebración eucarística. Por­que el banquete eucarístico, que es un preludio de las bodas eternas del Reino, es el lugar por excelencia donde los cristia­nos son iniciados en la nueva condición ontológica que han ad­quirido en Jesucristo. Allí, más que en ningún otro sitio, se re­visten de Cristo y son renovados en El, a imagen de su Creador, y son introducidos en la familia universal del Padre, que está abierta a todos los hombres, sin distinción de raza, de sexo o de condición social.

Pero la participación del banquete eucarístico exige algo previo: hay que llevar vestido nupcial. O, dicho de otro modo, esta participación es una fuente de exigencias morales, y no tiene sentido, si el convidado no está decidido a honrar estas exigencias y a aceptar las conversiones que ellas suponen.

El tema del vestido recuerda el lazo tan estrecho que une en el cristianismo al rito con la vida. La celebración eucarística no está al margen de la vida, sino que es la fuente de ella. Nun­ca jamás nos es lícito participar en una misa sin haber reno­vado nuestra voluntad de poner en práctica las exigencias evan­gélicas,

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DECIMOTERCER DOMINGO

A. LA PALABRA

2 Reyes 4, 8-11, 14-16 Este es uno de los numerosos relatos 1.a lectura del nacimiento milagroso del seno de l.er ciclo una madre estéril.

a) El interés especial de este relato es el de acreditar al profeta como portador de la Palabra, auténtica y poderosa de Dios. Lo que los ángeles realizaron en Sara y en las otras mu­jeres estériles al darles la fecundidad, es capaz de realizarlo también la Palabra, en beneficio de una pagana. El profeta es, pues, depositario real de la Palabra creadora y vivificante de Dios.

b) Es sabido que una mujer que no tiene hijos propios pro­yecta sobre un extraño su afecto maternal. Eliseo, que ha aban­donado su familia para ponerse al servicio de Dios, es aquí el beneficiario de esta bondad. Así, el complejo psicológico se con­vierte en actitud de hospitalidad y de acogida.

Pero acoger a una persona insignificante significa acoger a Dios mismo (Mt 10, 40): la mujer experimenta este hecho be­neficiándose de la visita de Dios. Al poner todo su ser al ser­vicio de la hospitalidad, esta mujer descubre en Dios el secreto de su bondad x.

1 Véase el tema doctrinal de la hospitalidad, en el decimosexto do­mingo.

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II. Sabiduría 1,13-15; La formación que el autor ha recibido 2, 23-24 en los medios griegos le ayuda a plan-1.a lectura tear con más claridad que sus predece-2.° ciclo sores el problema del destino del hom­

bre. Los versículos que recoge la liturgia del día abordan especialmente el problema de la muerte.

* * *

La idea fundamental del autor es que la vida es, de por sí, incorruptible. Si se la vive conforme al plan que Dios tiene so­bre ella, posee un dinamismo interno que la incita a renovarse y superarse constantemente. Sin embargo, la vida muere, no llega a conseguir aquello para lo que ha sido hecha. Esta muer­te de la vida es accidental, para el autor, en el sentido de que no es una ley de la vida, sino algo que interviene en ella desde fuera, por el pecado del hombre.

Esta asociación entre pecado y muerte, entre muerte espi­ritual y muerte física, es clásica en la mentalidad judía. Sin embargo, no es difícil traducirla al lenguaje moderno. Si el autor viviera hoy le negaría a la ciencia biológica el derecho a decirlo todo sobre la vida. La biología solo capta el aspecto más insignificante de la vida: la vida no se reduce a lo ob­servable; al contrario, es una fuerza y una reserva de dina­mismo capaz de ir siempre más allá de sí misma, de superarse constantemente. Pero el hombre tiene miedo a la vida, teme sus llamadas al riesgo y a la superación. De este modo la en­cierra en los límites egoístas del para-sí y la organiza en un confort sin horizontes. La vida muere, esterilizado su impulso: el pecado la ha estrangulado.

Si aparece un hombre capaz de vivir su vida respondiendo a sus aspiraciones de absoluto y de participación, ese hombre será incorruptible. Pero es necesario que ese hombre sea Dios para que consiga realizar este proyecto: se llama Jesús-el-Señor.

III. 1 Reyes El relato de la vocación de Elíseo pertenece al 19, 16, 19-21 Ciclo de Eliseo, que es muy antiguo (siglo vra 1.a lectura o ix). El futuro profeta es un rico fellah que 3.er ciclo dispone de numerosos bueyes para la explota­

ción de su hacienda. Elias lo elige como discí­pulo cubriéndolo con su manto, viejo rito de toma de posesión (Rut 3, 9; Dt 23, 1; 27, 20; Ez 16, 8), que se dobla aquí con una comunicación de los poderes mágicos vinculados a este manto (2 Re 2, 14).

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No se podía resistir a una llamada de este género, que li­gaba severamente el discípulo a su maestro, y cuyo eco resuena en las relaciones de Cristo con sus discípulos (Le 9, 59-62). El discípulo tenía que evitar toda mirada hacia atrás, a los suyos (v. 20), y sacrificar su profesión y su modo de ganarse la vida (v. 21), para dedicarse únicamente a seguir a su maestro. Este le consideraba como un servidor y le sometía a prueba con fre­cuencia con trabajos diversos, destinados a rodear la persona del maestro de los mayores cuidados (cf. Le 8, 3; Jn 4, 8). Jesús no tratará a sus discípulos como servidores, sino como amigos (Jn 15, 15).

* * *

a) Estas relaciones entre maestro y discípulo revisten una severidad tal que no deja lugar a romanticismos. Jesús mani­fiesta igualmente mucha intransigencia en la elección de los suyos, pero les premiará superando toda expectativa, iniciándo­los en el misterio de sus relaciones con el Padre y compartiendo con ellos su amistad. Por otra parte, los discípulos de Cristo no vienen a El solamente por el atractivo de su doctrina, de sus poderes de taumaturgo, sino para compartir una misión cum­plida en nombre de Dios, que tiene su origen en el amor (Jn 15, 15)2.

b) El cuadro de Eliseo buscando sucesor se asemeja, en mu­chos rasgos significativos, al de Moisés (compárese 1 Re 19, 9 y 13 con Ex 3, 6 y 33, 22 y 1 Re 19, 11-12 con Ex 19, 16) buscando a Josué (compárese v. 21 con Ex 24, 13; 33, 12 y 2 Re 2, 9 con Núm 27, 15). Estos relatos de vocación, paralelos entre sí, mues­tran, por tanto, que el linaje de los profetas está en la línea del gran legislador y prolonga su acción e irradiación.

* * *

La vocación de Eliseo, por su aspecto incondicional, mani­fiesta la exigencia absoluta que constituye para el hombre el descubrimiento de una llamada de Dios. Esta exigencia se ma­nifiesta, a la vez, por la conversión y por un abandono sin re­servas del estado de vida anterior. El género literario de este relato, que se asemeja al de las floréenlas de Asís, embellece las circunstancias de esta vocación e intensifica la incondiciona-lidad de la vocación. El relato subraya, no obstante, otras dos características necesarias de la vocación: el hecho de que esta se manifiesta en el centro mismo de las actividades humanas y profesionales y el hecho de que la adhesión del elegido, por absoluta que sea, no deja de ser una respuesta libre y espon­tánea a la voluntad de Dios.

2 A. SCHULTZ, Jüngers des Herrn, Munich, 1964; Suivre et imíter Jésus, París, 1966; véase también el tema doctrinal de los discípulos, en este mis­mo capítulo.

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IV. Romanos A lo largo de toda su carta a los romanos, Pa-6, 3-4, 8-11 blo contrapone la justicia que los hombres, 2.a lectura judíos y griegos, quieren proporcionarse por l.er ciclo sí mismos y la que Dios concede a quien la

pide con fe.

El instrumento de esa justificación divina es el bautismo, punto de cita entre la fe del hombre y la justicia de Dios.

* * *

a) La idea esencial de este pasaje es la de la muerte con Cristo. Para la Biblia, Dios es la vida y su plan es un plan de vida. La muerte física es un accidente que la mentalidad judía atribuye al pecado (Gen 3, 3, 19; Ez 18, 23, 32; 33, 11; Eclo 25, 24; Sab 1, 13; 2, 23-24). Heredero de ese concepto judío, San Pablo enlaza la muerte natural y la muerte espiritual del pe­cado. Nosotros podemos comprender ese vínculo de manera pre­cisa: no se trata de decir que la muerte física haya sido un castigo externo fijado por Dios al pecado del hombre. Se trata más bien de comprender que encerrándose en el pecado, es decir, no contando más que con uno mismo para realizar su fu­turo, el hombre se ha encerrado fatalmente también en la muer­te, ya que solo una iniciativa de Dios y, consiguientemente, una conversión a Dios por parte del hombre puede sacarle de ella. En este sentido tiene razón San Pablo al relacionar el pecado con la muerte.

Ahora bien: Cristo es el primero en penetrar en la muerte no con el pecado, es decir, la voluntad de vivir por sí mismo, sino, al contrario, con una fidelidad absoluta y una adhesión completa a su Padre, confiando en que este le salvaría. Así, la muerte de Cristo suprime el nexo que existía hasta entonces entre muerte y pecado; así, su muerte es realmente liberadora del pecado, puesto que descubre un hombre capaz de ser liberado de la muerte y de resucitar simplemente porque se pone en manos de su Padre. Así, la muerte no es un accidente en el pla­no divino de difusión de la vida, sino precisamente aquello por lo que Dios entrega su vida al hombre.

b) A los ojos de San Pablo, el bautismo nos une a la muerte de Cristo en el sentido de que nos hace adherirnos al Padre y no ya a nosotros mismos, y también en el sentido de que es el rito mediante el cual significamos nuestro deseo de realizarnos en nuestro futuro de hombres, realizándolo en la comunión con Dios (vv. 3-6). Nuestro bautismo se asemeja además a la muer­te de Cristo (v. 11) en el sentido de que nos coloca en las mis­mas posiciones suyas y bajo la influencia de la misma inicia­tiva salvífica del Padre. Ciertamente que el cristiano sigue abo­cado a la muerte física, como todos los hombres: pero tiene la posibilidad, gracias al bautismo, semejante a la muerte de Cris-

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to, de entrar en la muerte como un Dios ha entrado en ella, con plena disponibilidad respecto al Otro. Entonces le es ya posible vencer a la muerte espiritual del pecado, que es precisamente negativa a aceptar la intervención divina en la realización de nuestro destino. O, dicho de otra forma: la muerte es la expe­riencia en la que mejor podemos alcanzar a Dios en el des­prendimiento de nosotros mismos, ya que la única cosa que sabemos de Dios en Jesucristo es que no vive más que para dar, aunque sea muriendo. Morir con la misma disponibilidad de uno respecto al otro es vivir de la vida misma de Dios, y eso nos lo proporciona ya el bautismo.

c) Además, al beneficiar al cristiano de la muerte al pe­cado, el bautismo le permite participar en el plano de vida de Dios, viviendo ya, incluso abocado a la muerte, de una vida nueva donada por Dios (vv. 4-5). Reorientado ya por su bautis­mo en esa vida nueva, el cristiano puede considerar la muerte como un hecho pasado: el que ha muerto está liberado del pecado (v. 7; cf. Col 3, 3; Rom 6, 10-11). Ahora bien, el cristiano bautizado ha pasado ya por lo esencial de la muerte: esa muer­te espiritual del pecado, y ya ha salido gracias a la interven­ción de Dios.

* * *

El Antiguo Testamento conoció la idea de una restauración futura del pueblo y la de una resurrección previa de los justos, dignos de ser beneficiarios de esa restauración. De ahí concluía que los vivos podían orar y expiar aún por la remisión de los pecados de los difuntos, a fin de que estos no se vieran priva­dos de ese beneficio (2 Mac).

La predicación apostólica ha seguido el camino de esa vi­sión de las cosas, pero para proclamar que la resurrección de los cuerpos había comenzado en Jesucristo, que la restauración del pueblo santo era una cosa ya en marcha desde el momento en que el Señor era confirmado como Juez de los vivos y de los muertos. Las cartas a los tesalonicenses y a los corintios están, sin embargo, todas ellas orientadas hacia la resurrección futura en la que estaremos "con" el Señor, compartiendo su gloria y su incorruptibilidad.

En su carta a los romanos, Pablo lleva todavía más lejos esta reflexión insistiendo en el hecho de que la resurrección de Cristo no es tan solo un hecho aislado, prenda de una resurrec­ción futura, sino que nos compromete ya desde ahora con El. Estamos ya muertos "con El" (v. 3), estamos ya enterrados "con El" (v. 4), vivimos ya "con El" una vida nueva (v. 5)..., cinco veces aparece la palabra "con" en estos pocos versículos para que el cristiano tome conciencia de que el bautismo ya le ha sumergido en el proceso que le conduce a la resurrección y a

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la restauración del pueblo elegido. La muerte natural no pue­de comprometer el desarrollo de un proceso que hace penetrar cada vez más en nuestros miembros una vida divina, a la me­dida de nuestra imitación del servicio, del desprendimiento de uno mismo, del amor que constituyen las características de la muerte del Hombre-Dios y de la vida de Dios

V. 2 Corintios 8, 7; Este pasaje concluía, probablemente, la 9, 13-15 carta enviada a los corintios después de 2fl lectura suavizar sus dificultades. En efecto, el ca-2.° ciclo pítulo 9 constituye un billete independien­

te, y los caps. 10-13 reproducen, sin duda, la esencia de una carta anterior enviada en plena crisis.

Como de costumbre, el apóstol termina su carta con unas recomendaciones prácticas entre las que figura la colecta que él lleva a cabo entre las iglesias de la gentilidad, a favor de los cristianos de Jerusalén.

Esta colecta ha sido decidida, según parece, por los corintios mismos (v. 10; cf., sin embargo, Act 11, 29), y aceptada por la comunidad de Jerusalén (Gal 2, 10) como expresión de la uni­dad entre los cristianos griegos y los cristianos judíos. El inte­rés de este pasaje reside en los argumentos que San Pablo adu­ce para convencer a sus lectores para que tomen parte en ella.

El primer argumento es la imitación de Jesucristo (v. 19). Para San Pablo, la moral cristiana no hace más que reproducir las obras y gestos de Jesús; nos acogemos mutuamente porque Cristo nos ha acogido (Rom 15, 5-7); maridos y esposas, patro­nes y esclavos, se aman como Cristo ama a la Iglesia (Ef 5, etc.). Pero no se trata solamente de imitar un modelo ideal; el cris­tiano, que a su vez se ha convertido en modelo de salvación, prolonga la encarnación del Señor en su actitud concreta; con­vertido en signo eficiente de salvación, el cristiano difunde sus beneficios a toda la Humanidad. El valor de la colecta está, pues, en la perspectiva teologal y salvífica en que es abordado.

El segundo argumento se saca de la preocupación por la igualdad entre griegos y judíos (vv. 13-14). Pablo no piensa aquí en una igualdad económica, obtenida por una nivelación de las diferencias sociales, sino en un intercambio en el plano de la fe: los cristianos de Jerusalén no han reservado para sí los pri­vilegios de que gozaban, sino que han admitido también a los paganos a compartir esos privilegios, llenando el vacío de las naciones en el campo de la fe con su abundancia y su "super-fluo". Es necesario que, a cambio, los paganos colmen con sus

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bienes superfluos a los cristianos pobres de Jerusalén y realicen así una unión y una igualdad entre griegos y judíos ignoradas hasta entonces3.

# * #

La participación del cristiano en los movimientos contempo­ráneos de solidaridad humana reviste, por tanto, una signifi­cación nueva. El discípulo de Cristo es solidario de sus herma­nos, de igual modo que todos los hombres, pero, en esta solida­ridad, su actitud prolonga la de Cristo, el Salvador, y la riqueza que se comparte con los demás se convierte en el signo autén­tico de la salvación divina, que se manifiesta a través de la sal­vación humana. En una época en que las instituciones interna­cionales y profanas pueden hacer más cosas y mejores que las instituciones caritativas de la Iglesia y en la que estas últimas pierden el monopolio que han ejercido durante mucho tiempo, es importante profundizar el sentido cristiano de la limosna, gesto por el que el cristiano prosigue sin cesar la obra redentora de su Señor y con ocasión del cual la humanidad eleva sin ce­sar hasta Dios la acción de gracias por los dones recibidos.

El predicador llamado a recoger las colectas de dinero en las comunidades cristianas se contenta, a veces, con unos ar­gumentos tan rastreros o con unos procedimientos tan comer­ciales (loterías, fiestas de beneficencia, etc.), que borran los motivos teologales y hacen que los donantes acaben dando di­nero con la esperanza de sacar de ello algún beneficio. Propues­ta en estos términos, la colecta tiene escasas oportunidades de ser signo de salvación. No basta que los cristianos den dinero; es necesario, además, que sitúen su gesto en una perspectiva salvífica y etlesial4.

VI. Gálatas 5, 1, 13-18 El cap. 5 de la carta a los gálatas cons-2.a lectura tituye la conclusión auténtica de esta 3.er ciclo carta. Pablo no aporta nuevas perspec­

tivas sobre la libertad cristiana, sino que resume con pasión los puntos esenciales de lo que ha dicho sobre ello y se preocupa, sobre todo, de que sus corresponsales adopten un estilo de vida que manifieste la libertad obtenida en Jesucristo.

* * *

a) La lectura de este día recuerda a primera vista el tema general de la carta a los gálatas: la libertad adquirida en Je-

3 A. GEORGE, "La Communion fraternelle des croyants dans les építres de saint Paul", Lumiére et Vie, núm. 83, 1967, págs. 3-10.

* Véase el tema doctrinal de la comunión eclesial, en este mismo capí­tulo.

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sus, y muestra que la auténtica libertad se vive en la obedien­cia a la verdad y al Evangelio.

El primer versículo afirma nuestra liberación, pero np espe­cifica de qué ni de qué manera hemos sido liberados. Para sa­berlo basta volver a los primeros capítulos de la carta: la cruz es lo que libera al hombre, radicalmente (Gal 1, 4; 4, 5), y esta liberación se hace personal cuando cada hombre concreto es­cucha la predicación apostólica y se adhiere a ella (Gal 3, 1-5). Encontramos de nuevo aquí, a propósito de la libertad, el es­quema que Pablo ha desarrollado ya en Rom 5, 6-11 y en 2 Cor 5, 14-21, al tratar de la justificación y de la reconciliación: la libertad es una realidad ya adquirida para la Humanidad por iniciativa de Dios y por la muerte de Cristo. Pero falta la inte­gración de cada hombre en este misterio de libertad, y esto es precisamente lo que viene a hacer el apóstol.

Pero ¿de qué hemos sido liberados? En su carta a los gála-tas, Pablo piensa, sobre todo, en la liberación de las prácticas de la ley (circuncisión, días sagrados, etc.: Gal 3, 10-22; 4, 9-10). Designa estas prácticas con la imagen del yugo (cf. Eclo 51, 31-37 y Mt 11, 28-30). De todos modos, la libertad evangélica se opone, no solo a la esclavitud de la ley, sino también a toda esclavitud religiosa (Rom 8, 21), a toda alienación del hombre por lo sagrado.

o) El amor es la expresión de esta libertad cristiana; en primer lugar, porque es el cumplimiento de la ley (v. 14): la vida religiosa y moral, liberada de las infinitas sobrecargas legalis­tas, puede concentrarse en el precepto único del amor; en se­gundo lugar, porque el amor y el servicio a los demás (v. 13) permiten liberarse de la esclavitud de la carne o, más concre­tamente, del egoísmo.

c) Los vv. 16-17 desarrollan precisamente esta oposición entre carne y espíritu.. La carne designa el camino que elige el hombre dominado por su autosuficiencia, sin contar con la ayuda especial de Dios y de su Espíritu. La exhortación de Pa­blo a elegir entre la carne y el Espíritu muestra claramente que el creyente no queda introducido automáticamente en la esfera de la salvación: no es menos carnal que el incrédulo, pero el Espíritu de libertad se le ofrece como una posibilidad concreta de victoria sobre sí mismo.

El problema que se plantea, al hablar de la libertad, es el de saber si esta deja lugar para una moral objetiva. Este pro­blema se plantea al hombre moderno que duda de los funda­mentos mismos de su ética, de su estructura, que se juzga ex­cesivamente jurídica, y de su pretendido respeto al hombre.

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La moral difícilmente puede tener en cuenta la orientación necesaria y la psicología cuando es demasiado espiritual y so­brenatural. Por otra parte, a veces está tan vinculada a una ci­vilización determinada que se torna conservadora e incapaz de servir en circunstancias diversas. ¡Con frecuencia se torna tan teocéntrica que parece tener miedo al hombre! Es demasiado estática para un mundo que pretende estar en continuo cam­bio. Además es poco eficaz; en efecto, el cristiano con frecuen­cia no es mejor que los demás. La moral institucionaliza un pasado; pero es muy poco prospectiva.

A estas preguntas que se le plantean a la moral, la concep­ción paulina del amor en la libertad puede ofrecer una res­puesta satisfactoria. Solo hay una manera de ser moral: com­prometiendo la propia conciencia. La ley externa solo sirve para recordar a la conciencia el mundo que la rodea e invitarla a una moral relacional, que desconfía del individualismo en el que acabaría por marchitarse. Por eso la libertad florece en el amor y teme el egoísmo de la carne.

Sin embargo, solo puede haber auténtica libertad si la mo­ral en lugar de ser "teocrática" se hace claramente "teologal". En efecto, si Dios es el Dios de la ley, que castiga y premia, no existe una moral concorde con el misterio de la libertad; pero si, por el contrario, Dios es el "Dios con nosotros", si nos da su Espíritu para ayudar a la libertad, entonces esa moral es posible. Si la moral es una mera imitación externa de Cristo, es teocrática; si, por el contrario, es una participación en Cristo por su Espíritu, es teologal; es moral de presencia y de rela­ción, y, por tanto, de amor y de libertad; y es precisamente el Espíritu el que garantiza ambas cosas. Por la simbiosis de la conciencia humana y del Espíritu, la moral se torna creadora, con esa creatividad que establece la caridad en las relaciones interpersonales.

VII. Mateo 10, 37-42 Este final del discurso de la misión se evangelio compone casi totalmente de elementos l.er ciclo diversos que Mateo ha tomado libremente

de contextos diferentes. Los vv. 34-36 se encuentran también en Le 12, 51-53; el v. 27, en Le 14, 26; los vv. 36-39 son una repetición de Mí 16, 24-25; y, finalmente, los vv. 40-41 encuentran en Me 9, 37-41 y en Le 10, 16, paralelos más o menos remotos. El conjunto es, pues, bastante ecléctico.

* * *

a) Se puede creer que los versículos sobre la cruz que hay que llevar siguiendo a Cristo (vv. 38-39) fueron pronunciados por Jesús cuando emprendía su último viaje a Jerusalén, con-

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vencido de que la oposición que se había suscitado contra El le conduciría a la muerte. En ese momento se volvió a sus dis­cípulos para saber cuál de entre ellos estaba dispuesto a acom­pañarle en esta marcha hacia la cruz (cf. Mt 16, 21-25).

o) Los enviados del Señor, que le siguen en las rupturas necesarias y en la cruz, reciben una promesa extraordinaria: todo lo que se haga con ellos se le hará al mismo Cristo (vv. 40-42). Por otra parte, es normal: si el enviado es semejante a su Señor en las rupturas y en la cruz, también será semejante a El cuando los cristianos le acojan y le ofrezcan hospitalidad y alimentos, lo cual le permitirá descuidar sus propias necesida­des para consagrarse solamente al bien de la Iglesia.

La hospitalidad constituye el tema principal de la primera lectura y del Evangelio de este ciclo, y no será inútil escuchar la invitación que estos textos dirigen a los cristianos de hoy. En el mundo deshumanizado y muy urbanizado en que vivimos, el testimonio de la hospitalidad de casas ampliamente abiertas a los demás puede adquirir una dimensión profética. Las órde­nes monásticas, que han adquirido en el pasado una amplia ex­periencia de hospitalidad, deberían remozar su testimonio a este respecto, y con ellas todos los hogares, de forma que el encuen­tro mutuo permita a la personalidad de cada uno tomar cuerpo en un mundo en que el hombre se convierte en un número, de forma que la atención a los demás se convierta en una manera de vivir la disponibilidad y la hospitalidad para que el hombre desarraigado y psicológicamente aislado pueda encontrarse a sí mismo al encontrar la relación y el intercambio gratuito5.

VIII. Marcos 5, 21-43 El relato de la resurrección de la hija de evangelio Jairo (vv. 21-24, 35-43) va acompañado, 2.° ciclo en los tres Evangelios sinópticos, del de

la curación de la hemorroísa (vv. 25-34). Esta implicación de un relato en el otro es, pues, muy antigua, pero se ignora la razón. Quizá una palabra clave como los doce años (vv. 25 y 42) ha contribuido a enlazar ambas tradiciones; quizá se trate simplemente de una aproximación debida a la realidad histórica en sí.

Parece que Marcos recoge la versión más primitiva. En efec­to, la hemorroísa refleja una concepción todavía muy mágica de' los poderes taumatúrgicos de Jesús, mientras que Mateo y Lucas hacen de ella un ejemplo de fe; Marcos, además, no se preocupa por saber si la niña era tan solo víctima de un letargo

Véase el tema doctrinal de la hospitalidad, en el domingo decimosexto.

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o estaba realmente muerta (v. 39), mientras que los otros evan­gelistas enfocan ya el suceso a la luz del misterio pascual.

* * *

a) En Marcos, la hemorroísa viene a Jesús con una men­talidad mágica: Cristo se le presenta como el receptáculo de fuerzas misteriosas, puestas a disposición de los menesterosos y de las que hay que saber aprovecharse a despecho de los mé­dicos que no consiguen curarle a uno (v. 26) y de los sacerdotes que le excomulgan a uno por impureza (Lev 15, 25). Para Marcos se trata, pues, de un nuevo episodio del desconocimiento general de las multitudes respecto a Cristo y a lo que es. Para Lucas, por el contrario, se trata, a costa de introducir algunas modifi­caciones en el relato, de un ejemplo de milagro que opera en las condiciones requeridas de fe; la hemorroísa formula, por otro lado, una profesión de fe pública (Le 8, 47), mientras que en Marcos quiere tocar el vestido de Jesús en- el mayor secre­to (v. 28).

El hecho de que la fuerza de Jesús esté también en su ves­tido, sin que El mismo pueda controlarla—Marcos es el único que relata este episodio—, viene bien al proyecto del segundo evangelista de mostrar la epifanía del Hijo de Dios, manifes­tación que se produce de manera ineludible, incluso cuando Je­sús hace todo lo posible por guardarla en secreto, aun cuando la multitud parece desconocerla.

o) Esta situación de Jesús desconocido hasta en los milagros que realiza se repite igualmente en el episodio de la hija de Jairo. Parece como si Jesús no hubiera llegado a dominar su poder. Parece torpe y distante de la multitud, a la que despide apresuradamente (v. 40b); no lleva consigo más que a sus tres discípulos (justamente lo que se necesita para contar con un testimonio de autenticidad) y no presta atención alguna a los parientes (v. 37; al contrario que en Le 8, 51). Adopta incluso el tono de reproche (¿Por qué?...; v. 39) y Lucas tendrá que ha­cer muchos retoques para imprimir a esta escena un tono de bondad.

Finalmente, Cristo adopta frente a la niña una actitud de curandero (v. 23; más afectuoso en Le 8, 54) y una fórmula am­bigua que podría ser interpretada en un sentido mágico para los lectores griegos de Marcos (v. 41; curiosamente similar a Act 9, 40: Talitha koumi). Es evidente que en la versión de Marcos se encuentra Jesús un tanto incómodo con su poder de curación; todavía no ha aprendido a dominarle personalmente (cf. ver­sículos 30-32), todavía no ha perfeccionado las condiciones de fe necesaria para hacerse acreedor a su poder taumatúrgico.

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Entre tanto, continúa imponiendo silencio a los beneficiarios y espectadores de su actividad (v. 43).

• • •

No se puede separar este pasaje de su contexto. Herodes trama un plan contra Jesús, Juan Bautista acaba de ser ejecu­tado: la pasión se perfila ya en el horizonte. Al afrontar si­multáneamente una enfermedad y una muerte sin razón, Jesús prepara sus armas para afrontar la muerte.

Sin embargo, pocos comprenden esto: solamente tres discí­pulos comparten el secreto. Jesús entra en una humanidad desesperada: se rebela contra estas situaciones sin sentido—y este es a veces el sentido de sus milagros—, pero, al mismo tiem­po, las asume. Solo su muerte apagará en El la rebelión, revis­tiéndole de una humanidad nueva, que habrá que construir, de la cual la muerte y el mal quedarán expulsados por la gracia.

IX. Lucas 9, 51-62 Con este pasaje comienza una larga sec-evangelio ción propia de San Lucas, que terminará 3.er ciclo en Le 18, 14. Ciertamente, muchos elemen­

tos son comunes a los otros sinópticos, pero el tercer evangelista los transforma con mucha más libertad que en los otros capítulos; los aumenta con notas particulares y los inserta dentro de una presentación general que es muy de su gusto: la de un viaje de Cristo y los suyos hacia Jerusalén6. Hay que añadir que, por su estilo, su vocabulario aramaizante, la rareza de las notas geográficas o cronológicas y la repetición de relatos ya narrados en la primera parte, esta larga sección constituye casi un Evangelio autónomo dentro del tercer Evan­gelio.

* * *

a) El primer versículo es una introducción solemne al re­lato general de los viajes de Jesús a Jerusalén. Insiste en temas joánnicos: el cumplimiento del tiempo (cf. Jn 13. 1), la "salida" del mundo (Juan dirá la "glorificación": Jn 7, 39; 12, 16, 22; 13, 31-32; cf. Jn 12, 32) y la voluntad deliberada de Jesús de ir hasta el final de su destino ("decididamente": cf. Jn 18, 4; 19, 11). Es decir, que la clave del pasaje se encuentra en este ver­sículo, donde se perfila claramente el misterio de la muerte de Cristo. Pero, en seguida, el evangelista pasa a las condiciones necesarias para ser discípulo de Cristo no solo en el futuro in­mediato, en este viaje a Jerusalén, sino también de modo defi­nitivo en la vida de cada día7.

" L. GIEARD, L'Evangile des voyages de Jésus, París, 1951. 7 A. SCHULTZ, Jilnger des Herrn, Munich, 1964; Suivre et imiter le Christ, París, 1966.

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b) La primera condición es la paciencia ante el fracaso. Santiago y Juan creían poder disponer del fuego divino para juzgar y destruir a los samaritanos rebeldes (cf. 2 Re 1, 10-12); pero Jesús, fiel a la enseñanza transmitida en las parábolas de la cizaña y de la red (cf. Mt 13, 24-35 y 47-48) invita a los suyos a dejar el margen necesario para la conversión (vv. 54-56).

c) La segunda actitud que se exige a los discípulos es la vida común con el maestro: esta se verifica, como en todas las escuelas rabínicas, por los servicios materiales que los discípulos hacen a su maestro (vv. 52-53; cf. Mt 26, 17-19). Pero Cristo es, ante todo, un maestro itinerante, por eso la vida común reviste también para los discípulos que le siguen una nota de incomo­didad y de pobreza (vv. 57-58): el discípulo deberá dormir a la intemperie o contentarse con la hospitalidad que le ofrezcan, incomodidad que le preparará a compartir el trágico destino del Siervo paciente (Le 14, 27; 17, 33).

d) La tercera característica del discípulo será su compro­miso misionero, al cual deberá subordinarlo todo (vv. 59-60) El pasaje que continúa este Evangelio (Le 10, 1-11) lo subraya claramente, pero ya aparece en el v. 60, donde Cristo impone a su discípulo las rupturas necesarias para "publicar el Reino", y no deja lugar a dilaciones.

e) Es necesario, finalmente, renunciar a los vínculos hu­manos (vv. 61-62). En esto Cristo emula la severidad de Elias frente a su discípulo (1 Re 19, 19-21) y la que muchos rabinos adoptaban frente a sus seguidores, y que heredará después el monaquismo antiguo (cf. también Le 14, 26).

El "seguimiento" de Cristo constituye un auténtico estado de vida, y la vida en común que impone es el paralelo de la vida familiar (vv. 59-62).

* # *

Por muy duras que parezcan las palabras de Jesús a sus dis­cípulos, hay que entenderlas bien. Jesús no exige una "ley de la pobreza", o una "ley del celibato". No intenta establecer las normas de un derecho eclesiástico posterior respecto a ciertos estados de vida, sino que se dirige a hombres concretos con vistas a situaciones concretas.

Después de la muerte de Cristo, estas exigencias se interpre­taron cada vez más dentro del cuadro de una salvación perso­nal, más que en el cuadro del servicio al Reino de Dios (cf. Me 10, 17-26) y la noción de discípulo, reservada al principio a los hombres que seguían a Jesús en sus viajes a través de Palestina, se extendió después al estado de cristiano (Mt 10, 42; 7, 21-23).

Es cierto que el texto de San Lucas fue influido por la con­cepción que él tenía de la comunidad primitiva. El hecho de

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que los candidatos llamados por Cristo sean todos anónimos es muy significativo. Mientras Mateo y Marcos ofrecen los re­latos de la vocación de determinados apóstoles concretos, Lu­cas, en este lugar, mantiene el anonimato para interpelar di­rectamente a cada lector.

De este modo, incluso dentro de la tradición sinóptica, la concepción del seguimiento de Cristo es variada y diferenciada. Será aún más diferente en el Evangelio de Juan y en las cartas de Pablo. Pero subsiste un fondo común: la imitación de Jesús por medio de la comunión con su vida. Esta imitación se centra en tres puntos principales: el despego de las seguridades ma­teriales para quedar libre y disponible, el desprecio de todo cuanto tiene relación con la muerte (tanto más cuanto que el discípulo tiene la misión, conferida por Cristo, de comunicar la vida), y, finalmente, la negativa a toda vinculación al pasa­do (Fil 3, 12-14) que prepara y deja disponible para el aconte­cimiento y la novedad, y abierto a la iniciativa y a lo inespe­rado 8.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la comunión eclesial

La iniciativa tomada por San Pablo de organizar en las Igle­sias que había fundado una importante colecta en favor de la Iglesia-Madre de Jerusalén, amenazada por el hambre, merece retener hoy nuestra atención. La intención principal del após­tol, al organizar esta colecta, era que esta apareciese como un signo de comunión eclesial en aquel ambiente cargado de ten­siones que rodeaba a la Iglesia primitiva, muy parecidas, en cierto modo, a las dificultades que atraviesa la Iglesia actual.

Echemos una ojeada, aunque solo sea por un instante, al cristianismo de los orígenes, marcado profundamente por la entrada de los paganos en la Iglesia. Como los primeros discí­pulos de Cristo, todos los judíos convertidos consideran que no se puede seguir al Mesías sin practicar la Ley de Moisés, esta entrada de los paganos plantea, desde el principio, una obje­ción poderosa que, sin embargo, pronto sería resuelta mediante la referencia al universalismo de la fe. La naciente Iglesia se va llenando, poco a poco, de gentiles que introducen en el cris­tianismo primitivo elementos culturales totalmente nuevos. A consecuencia de este hecho, pronto las comunidades pagano-cristianas presentan unas características fundamentales que las distingue profundamente de las judeo-cristianas. Es cierto que, tanto en una como en otras, se confiesa al mismo Cristo, el bautismo que se administra es el mismo y la asamblea euca-

8 Véase el tema doctrinal del discípulo, en este mismo capítulo.

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rística tiene idéntica modalidad y funcionamiento en ambas comunidades cristianas: el amor que une a todos los hermanos es igualmente intenso en todas estas asambleas, cualquiera que sea el origen de los congregados, pues un mismo Espíritu se ha derramado sobre ellos, del cual participan. Pero no cabe duda de que esta comunicación entre cristianos de distinta procedencia no marcha bien, es algo forzado, ya que las diferencias de men­talidad y sensibilidad religiosa son grandes. Se vislumbra el peligro de ruptura y, para evitarla antes que sea tarde, se toman las medidas necesarias para construir sobre bases firmes, dando a la comunión su auténtico significado, el que le había confe­rido Cristo.

¿Qué sucede hoy en este aspecto? El cristianismo actual es no solo diverso, sino que está dividido, y las divisiones más pro­fundas no coinciden precisamente con las fronteras confesio­nales. Esta diversidad será mañana todavía mayor cuando los cristianos de Asia, África y América Latina se distancien de las viejas cristiandades de Occidente. Incluso dentro de las co­munidades cristianas actuales, pertenecientes a una misma re­gión o ciudad, se notan estas enormes diferencias entre los cristianos que siguen atentos la marcha del mundo moderno y los cristianos tradicionales. Al mismo tiempo, un gran deseo de unidad anima al Pueblo de Dios. A la vista de este panorama, ¿qué hay que hacer, con la máxima urgencia, para que la comu­nión eclesial se construya sobre bases sólidas y adquiera la sig­nificación, en nuestro tiempo, que merece? La iniciativa pau­lina de la colecta podría servirnos de pauta a seguir en el futuro de cara a la comunión eclesial.

Comunión y Existe una forma de comunión a la cual todos particularismo los hombres se sienten llamados por la seguri-en Israel dad que proporciona: se trata del apoyo mutuo

que ofrece a sus miembros el grupo familiar, social, cultural. Dentro de un grupo, cada uno de sus compo­nentes está en magníficas condiciones de encontrar en el otro a un semejante, ya se trate de comportamientos o de valora­ciones concretas de la existencia. Todo esto son denominadores comunes que engendran la seguridad: una seguridad que estará tanto más garantizada cuanto mayor sea la medida en que cada uno trate de identificarse con la misión encomendada al grupo de que forma parte. Por el contrario, cuando el grupo ve amenazada su seguridad, reacciona apartando de él al recal­citrante o inconformista; la actitud de aquel frente a otros grupos puede ser de asimilación de su comportamiento, simple coexistencia, o incluso puede adoptar una actitud destructiva, según los casos.

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Israel, por su pertenencia cada vez mayor al régimen de la / fe, va eliminando progresivamente estos datos de la esponta- / neidad pagana. Por una parte, los creyentes van tomando con­ciencia de la auténtica libertad espiritual y, en esta medida, las relaciones entre los hombres ponen de manifiesto su ver­dadera significación: tales relaciones, que hasta entonces ha­bían sido la expresión intangible de un orden divino, establecido de una vez para siempre, se reintegran paulatinamente a su verdad humana. La conciencia que el creyente adquiere de su pecado le lleva a pensar que la fidelidad a la Alianza entraña necesariamente una transformación de las relaciones humanas, que acaban por adaptarse más a la "justicia" de Yahvé. Por otra parte, el reconocimiento, en Israel, de la trascendencia absoluta de Dios, invita, de suyo, a ampliar, cada día más, los "horizon­tes" de la comunión humana. Yahvé es el Creador del Universo, es el Dueño absoluto de todas las naciones y a El corresponde el destino de estas. En las vocaciones proféticas del futuro Reino, Israel aparece estrechamente relacionada con los otros pueblos.

A pesar de lo dicho, no es menos claro que el movimiento aparecido antes de la venida de Cristo no llega a los resultados que parecían preverse. Las amonestaciones y castigos pesan continuamente sobre determinadas personalidades del pueblo elegido. La desigualdad social se convierte en norma. Los ob­jetivos que el pueblo de Israel se había trazado en el momento de su alianza con Yahvé distaban mucho de la realidad lograda hasta entonces. Los más ilustres hijos de Israel rehuyen todo contacto con publícanos y pecadores. Y en lo que respecta a sus relaciones con los otros pueblos, por una y otra parte se clama por la venganza divina; donde existen ciertos contactos entre judíos y gentiles—como sucede en la Diáspora—, ninguno por parte de los judíos, era partidario de sobrepasar los límites de una concepción estrecha y centrípeta de la comunión. Israel es y será siempre el pueblo elegido: huelga pensar, respecto a los demás pueblos, en un destino religioso que no deba ser sub­sidiario del pueblo de la Alianza. Para salvarse, las naciones deberán pasar por las "horcas caudinas" de Israel. Para ado­rar al verdadero Dios, el lugar indicado, el único, está en el monte de Sión.

El signo evangélico Cuando Jesús de Nazaret interviene en la de la comunión historia del pueblo elegido, la concepción

tradicional de la comunión sufre una mar­cada crisis. El Mesías denuncia claramente sus insuficiencias. Con sus actitudes concretas y su mensaje, Jesucristo hace ver que la lógica de la aventura de la fe lleva directamente al re­conocimiento de todo hombre como hermano de todos los que viven, relacionados o no, con El. El hombre es siempre "otro"

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para el hombre, cualidad esta que ha de ser tenida muy en cuenta antes que se le reconozca como hermano. Cualesquie­ra que sean, los hombres gozan, ante Dios, de una igualdad fundamental: el Dios de la fe es, ante todo, el Padre de todos. Jesús completa la Ley y los Profetas proponiendo el nuevo mandamiento del amor fraterno sin fronteras. Un amor que culmina ampliando su objeto incluso a los enemigos. Esta es la novedad que nos trae el Evangelio: novedad desconcertante, pero que revela al mismo tiempo la verdad de Dios y del hombre.

Cuando el hombre, deliberadamente, decide amar al otro a pesar de las irreducibles diferencias existentes entre ellos, en­tonces se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que el sentido evangélico de la comunión ha sido comprendido plenamente. Jesús no dice: "Haced amigos de los que antes fueron vuestros enemigos", sino: "Amad a vuestros enemigos." Este amor exige la renuncia total de sí mismo, que, aunque difícil, es posible gracias al acceso a la condición de hijos de Dios y a la libera­ción del pecado. Un amor de esta naturaleza es también sor­prendentemente vulnerable: si bien es verdad que engendra la auténtica comunión, en numerosas ocasiones suscita la repulsa y apenas sí se le reconoce eficacia. El hombre pecador se resis­te a entrar en estos caminos difíciles que le obligan a "perder su vida".

Tan decisivo como el amor, es también la cruz signo de la comunión universal. Signo paradójico, pues testifica su victo­ria bajo todas las apariencias de un fracaso. Después de haber esperado, al principio de su ministerio, que el pueblo elegido emprendiera los caminos de la fidelidad al mandamiento nue­vo y fuera testigo, ante las naciones, del auténtico amor, Jesús tuvo que rendirse a la evidencia: Israel rechazaba a un Mesías que le propone cosas inauditas hasta entonces. Nadie le sigue, y solo se dirige a la cruz: "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin." El fracaso es total, aparentemente. Sin em­bargo, de la cruz brotará la Iglesia, es decir, la posibilidad con­creta de unir a todos los hombres por el amor.

Iniciativas Tarea de los cristianos es, a imitación de Cristo y estructuras y bajo los impulsos del Espíritu Santo, contri-de comunión buir, cada uno según sus posibilidades, a la edi­

ficación de la comunión auténtica entre todos los hombres. Para tener acceso a esta responsabilidad es preciso ser miembro de la Iglesia, es decir, vivir establecido en los lazos de comunión inaugurados por Cristo. En otras palabras: los cristianos no pueden ser artesanos de la comunión auténtica entre todos los hombres si no la viven entre ellos; no pueden "unir" a los demás si no están "unidos" entre sí. Esa es la razón

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de que la comunión eclesial esté directamente relacionada con la responsabilidad misionera del Pueblo de Dios. Preciso es de­cir que el rostro de la comunión eclesial ha sufrido, en el curso del tiempo, profundos cambios, y hoy se presenta de muy dis­tinta manera en las grandes confesiones cristianas.

En la época apostólica y durante los tres primeros siglos, los cristianos tenían una muy ciara conciencia de la relación es­trecha que había entre la comunión eclesial y la iniciativa siempre actual del Espíritu del Resucitado. Sabían que la cruz de Cristo había derribado para siempre los muros de separa­ción entre los judíos y las demás naciones y que solo la acción del Espíritu haría posible la comunión entre las asambleas locales de creyentes, tan distintas en mentalidad y tradición espiritual. A nadie se le ocurre organizar jurídicamente esta comunión, pero todos tratan de manifestarla abiertamente, multiplicando para ello las iniciativas de todo género. Concre­tamente, San Pablo organiza una colecta con el fin de hacer patente y reforzar la unión, muy difícil entonces, entre los ju-deo-cristianos y pagano-cristianos.

Más tarde, el desarrollo espectacular del cristianismo y, al mismo tiempo, su debilitamiento espiritual provocado por la afluencia masiva de paganos, obligan a los responsables a or­ganizar sólidamente la comunión eclesial. Las estructuras ce­den su puesto a las iniciativas. En la Iglesia latina, Roma pone en juego una actividad cada vez más centralizadora, y el prin­cipio regulador de la comunión se convierte con el tiempo en acaparador exclusivo de leyes y comportamientos. Este modo de obrar presentaba grandes ventajas inmediatas, pero, lejos de impedir que se produjeran las grandes divisiones, contribu­yó, sin duda, a su nacimiento.

El Concilio Vaticano II acaba de consagrar oficialmente el fin de una época, al menos para la Iglesia católica. Hoy día la diversidad irrumpe por todas partes en su propia estructu­ra, y la regla de la uniformidad debe ceder su sitio a una fide­lidad, siempre nueva, al mandamiento del amor. Se tendrán que multiplicar, indudablemente, las iniciativas de cara a la comunión eclesial, y únicamente el futuro sabrá decirnos qué tipo de estructura es el más idóneo para honrar, en la Iglesia, una auténtica diversidad.

La comunión eclesial El modo concreto en que el pueblo de al servicio de la misión Dios ha vivido hasta ahora la comu­

nión eclesial ha tenido siempre una re­sonancia considerable en la idea que se ha formado de la mi­sión entre los no-cristianos.

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Durante los siglos de cristiandad, ateniéndonos solamente a la Iglesia católica, la unidad de comunión ha estado siempre asegurada por la regla de la uniformidad, percibiéndose una unión muy estrecha entre el contenido de la fe y su expresión institucional (estructuras, formulación, comportamientos, etc.). El impacto concreto de la cultura occidental sobre el cristianis­mo apenas sí se nota; de igual modo, hay pocos indicios de que la diversidad cultural de Europa explique, al margen de otras influencias y, al menos, materialmente, las divisiones que han tenido lugar en la cristiandad europea. En estas condiciones, la misión, que tiene por objeto la proposición de la fe a todos los hombres, tiene que ir acompañada inevitablemente de la "trans­ferencia" a otros de la expresión institucional de esta fe, la que está en vigor en Occidente y que, espontáneamente, es con­siderada como inmutable. En Asia y África se establecen "su­cursales" de la cristiandad, y en estos últimos países parece normal, a la mayor parte de los misioneros, que todo suceda como en Occidente.

Desde el comienzo del siglo xx, el cambio en esta situación es ostensible. El hombre llega a conocer con más exactitud su diversidad, individual y colectiva: ahora sabemos mejor, si no bien del todo, que cada hombre es distinto del otro, es "otro". Los creyentes saben que también en la Iglesia se da esta diver­sidad y que, sinceramente reconocida, es fuente de fecundidad. Así se llega, poco a poco, a denunciar la regla de la uniformi­dad y la íntima relación que nuestros predecesores percibían entre el contenido de la fe y su expresión institucional. Tal como se ha desarrollado en la Iglesia católica, el "lenguaje" de la fe, por auténtico que sea, no es más que un lenguaje en­tre otros posibles. En estas condiciones, la misión de la Iglesia, en sus relaciones con el mundo moderno y con otros universos culturales, no puede reducirse a una operación de simple trans­ferencia: es una obra propiamente creadora, no una simple "adaptación". Además de esto, la Iglesia debe vivir, como otra exigencia de su misión, la comunión eclesial. Para que la mi­sión haga efectivo el "nacimiento" de la Iglesia en nuevos lu­gares; para que, con este fin, sea auténticamente creadora y diversa, es absolutamente necesario que, entre las diversas Iglesias locales, entre los cristianos, entre los obispos, se esta­blezca una poderosa corriente de intercambio de vida y de ener­gía, ya que, en la Iglesia, es imposible inventar cualquier cosa, por pequeña que sea, actuando en solitario. Uno de esos inter­cambios es el de la caridad fraterna, que tiene su fuente en la acción del Espíritu. En este sentido, la comunión eclesial efec­tivamente vivida está al servicio de la misión. A Juan XXIII se debe el haber visto claramente la conexión íntima y nece­saria entre la comunión eclesial y la efectivdad de la misión.

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La iniciación La comunión eclesial es, ante todo, la obra del a la comunión Espíritu. Es un don de Dios y, en este sentido, eclesial es siempre anterior a la iniciativa personal de

los creyentes. Eso no quita que sea, al mismo tiempo, obra de los creyentes, el fruto de su fidelidad al man­damiento nuevo: en este sentido será siempre una realidad frágil e insegura. Tales son los dos aspectos indisociables de la comunión eclesial: la Iglesia debe preocuparse de ambos (co­munión eclesial < don de Dios y obra de los creyentes) cuando convoca a los cristianos para iniciarlos en esta realidad fun­damental de la fe en el Cristo vivo.

Es preciso reconocer que el Pueblo de Dios ha vivido du­rante siglos como si la comunión eclesial fuera únicamente una realidad caída gratuitamente del cielo. A los ojos de los cre­yentes, la Institución-Iglesia aparecía, ni más ni menos, como el instrumento de la prodigalidad divina. Era suficiente res­ponder al llamamiento de la Iglesia y dejarse conducir por ella para tomar parte, con pleno derecho, en la comunión eclesial. Se requería también la fidelidad de los creyentes al manda­miento nuevo, pero no se la consideraba como elemento cons­titutivo de esta comunión, totalmente asegurada por la sola existencia de la Institución eclesial. Con otras palabras: la co­munión eclesial estaba organizada antes de ser vivida (era una organización más, y no una exigencia vital).

En nuestros días se ve, con mayor claridad cada día, hasta qué punto la iniciativa personal de los creyentes interesa de un modo directo la constitución de la propia comunión eclesial. Ésta no es solamente una realidad con la que se cuenta ahora mismo, sino que debe ser edificada durante toda la vida. Cuan­do se reúnen cristianos para la celebración de la Eucaristía, es de una enorme importancia que pongan de manifiesto, de forma explícita, la comunión que les une a todos sus hermanos del mundo, asumiendo con toda lucidez las exigencias propias de la caridad, patentizada en la celebración eucarística. La re­forma litúrgica, actualmente en curso, ¿se ha preocupado su­ficientemente de este segundo aspecto de la iniciación de los cristianos a la comunión eclesial? No estamos seguros de ello. Ahora bien: el riesgo que con esta omisión se corre es grave, ya que, mientras no sea plenamente valorizada la iniciativa de los creyentes en la constitución de la comunión eclesial, la Ins­titución se verá siempre tentada a organizar esta y a recurrir a la regla de la uniformidad, dejando aparte algunos puntos secundarios.

2. El tema del discípulo

"En Antioquía los discípulos, por primera vez, recibieron el nombre de cristianos" (Act 11, 26). Ser cristiano es ser discípulo

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de Cristo, y serlo cada vez más. Desde los orígenes del Cristia­nismo, el término "discípulo" ha sido tomado en su acepción evangélica: por estar relacionada con la persona de Cristo la salvación del hombre, todo el que quiera ser discípulo de Cristo deberá imitarle y adherirse personalmente a El. La vida de los santos nos ofrece un magnífico testimonio del Maestro: todos oyeron, un día, el llamamiento del Resucitado y respondieron a él, cada uno a su manera, poniendo todas sus energías al servicio de Cristo y estrechando cada día más los lazos que les unían a El, mediante la oración y el conocimiento profundo de su vida.

¡Cuántos hombres hay, sin embargo, que se consideran cris­tianos, y confiesan serlo, sin tener apenas idea de lo que esto lleva consigo! Un cristiano es un adepto del cristianismo, como el musulmán lo es del Islam o el budista del budismo. Ser adep­to de la religión cristiana lleva, naturalmente, consigo, unas obligaciones a cumplir: determinadas prestaciones cultuales y forma de vida conforme a la sabiduría evangélica. Pero, en todo eso, la persona de Cristo está prácticamente ausente. La ex­presión tan querida de San Pablo: "Para mí, vivir es Cristo", no significa gran cosa para un buen número de cristianos.

Hay algo más grave aún en nuestros días. Los cristianos más comprometidos, es decir, los que más se preocupan de po­ner en práctica el Evangelio en los múltiples aspectos de su vida individual y colectiva, no aparecen como tales discípulos de Cristo, en el sentido tradicional de la palabra. No puede negarse que estos cristianos han descubierto y han penetrado profundamente el Evangelio: el mandamiento nuevo predicado por Jesús les parece de capital importancia para la buena mar­cha de la historia humana y tratan por todos los medios de ser fieles a él. Sin embargo, la persona del Resucitado no ocupa un lugar central en su vida. Ocurre con relativa frecuencia que las prácticas religiosas les dejan indiferentes, al igual que las imágenes tradicionales de la espiritualidad cristiana.

Se impone, por tanto, la necesidad de una reflexión sobre el tema del discípulo. La marca original que el Nuevo Testamento le ha reconocido afecta a las realidades más fundamentales de la fe. Es necesario, por consiguiente, examinarla con cuidado, ya que podría suceder que la crisis actual del cristianismo sea una crisis de términos y de las representaciones de que estos son por­tadores. Hoy, como ayer, ser cristiano es ser discípulo de Cristo. Pero, en realidad, ¿de qué se trata?

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Los discípulos En todas las religiones, los grandes maestros es-de Yahvé pirituales han tenido sus discípulos, asiduos a su

enseñanza y deseosos de recoger la herencia de sus palabras. Algunas alusiones de las Escrituras nos hacen pensar que Israel no ha sido, en esta materia, una excepción. Por ejemplo, vemos a Elíseo recibiendo las enseñanzas de Elias (véase 1.a lectura de este día, 3.er ciclo) o a un grupo de discí­pulos en torno a Isaías (8, 16). Aunque el término discípulo apenas figura en el Antiguo Testamento, sí existe la realidad objetiva a que responde el término: profetas y sabios tienen sus admiradores, más o menos relacionados con la persona del maestro, muchos de los cuales se acogen a sus enseñanzas, so­metiéndose a sus criterios.

El hecho de que la Biblia sea tan poco aficionada a dar de­talles sobre este aspecto demuestra su preocupación por lo que es propio de la aventura de la fe. La Alianza no se establece sobre la transmisión de enseñanzas del maestro al discípulo, sino sobre la misma enseñanza. En otras palabras: desde el instante en que los acontecimientos de la vida individual y co­lectiva del pueblo elegido son percibidos como el terreno privi­legiado para el encuentro de Yahvé, cada uno se siente impul­sado a traducir su fidelidad a la Alianza en este terreno, es decir, en el consentimiento a la voluntad de Dios, tal como esta voluntad se manifiesta a través de la Historia. El Dios de la Alianza interviene día tras día en la vida del pueblo elegido; ese es el terreno en que hay que reconocer su Palabra viva. No cabe duda de que Israel necesita guías espirituales para orientar­se en sus proyectos de fe. Pero esta necesidad se ve que solo es provisional, pues los mismos profetas alimentan la esperanza de que, muy pronto, el propio Yahvé infundirá sus enseñanzas en los corazones, sin la mediación de maestros que no sean El (Jer 31, 31-34) y llegará el momento en que todos serán "dis­cípulos de Yahvé" (Is 54, 13). La profundización de la fe impli­ca un proceso de interiorización: el ideal del creyente es estar a la escucha de Dios y adherirse a su Palabra y no a un maes­tro humano.

En el judaismo tardío, sin embargo, las tradiciones superan de nuevo la actualidad desconcertante de la Palabra. La voz de los Profetas enmudece. La Ley queda fijada definitivamente, se la imprime en las Tablas, llegando a ser objeto de una ense­ñanza que imparten los doctores (de la Ley). Las tradiciones se constituyen y se transmiten de generación en generación. La palabra discípulo se hace de uso corriente, ya que los maestros de la Ley abren escuelas y la gente acude a ellas para oír sus enseñanzas. A partir de este momento, la aventura de la fe deja de tener su anterior relevancia.

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Jesús de Nazaret Durante todo su ministerio público, Jesús de y sus discípulos Nazaret se preocupa de rodearse de discípu­

los. De ellos, algunos son objeto de un lla­mamiento muy especial: son los Doce. En un sentido más am­plio, esta designación se aplica a cualquiera que se decida a seguir al Maestro, a compartir su vida, dejarse modelar p0r su enseñanza y, alguna vez, asumir un cargo confiado por el Maestro de modo provisional, como es el caso de la misión de los 70 discípulos de que nos habla San Lucas. Los discípulos de Jesús fueron, sin duda, numerosos, pero la mayor parte aban­donaron: tan radicales eran las exigencias del Maestro.

Jesús se rodea de discípulos, pero aprovecha cualquier oca­sión para poner de manifiesto las diferencias que le separan de los doctores de la Ley. Para empezar, Jesús se sitúa abierta­mente en la línea de los grandes profetas, no en la de los doc­tores. Alude, con frecuencia, a la Ley no para comentarla, sino para restituirla a su verdad originaria. La Ley pertenece a la economía de la fe, y reducirla a un inventario de observancias es degradarla. La finalidad de esta es ayudar a los creyentes a leer en los acontecimientos de todos los días las intervenciones de Dios. Y, como el acontecimiento por excelencia que sacude la conciencia del creyente es el encuentro con su prójimo, la Ley queda reducida a un solo mandamiento: el del amor. Precepto en sumo grado exigente, ya que sus requerimientos concretos son siempre nuevos. Más que ningún otro profeta, Jesús invita a los hombres a ser discípulos del Dios vivo; pero, al mismo tiempo, dice a cada uno: "Sigúeme." Imparte su enseñanza con autoridad; una autoridad que no tiene ningún punto de con­tacto con la de los profetas que le precedieron.

Aquí no se trata de seguir, exclusivamente, las enseñanzas de Jesús; es más importante aún seguirle a El, como respuesta a un llamamiento cuya iniciativa se deja en sus manos. Seguir a Jesús es adherirse a su persona para siempre. Es acompañarle adondequiera que vaya; conformar la propia vida a la suya; llevar cada uno su cruz, como la llevó Cristo; compartir su des­tino y recibir de sus manos el Reino. La condición del discípulo de Jesús no es en nada comparable a la de los discípulos del doctor de la Ley o, incluso, de un profeta. El ser discípulo de Jesús define la situación del creyente dentro de la Nueva Alianza.

Con la intervención de Jesús en la Historia, el tema del dis­cípulo recibe un tratamiento absolutamente original. El Antiguo Testamento nos había enseñado que el ideal del creyente es llegar a ser discípulo del Dios vivo, sin la mediación de ningún otro maestro. El Nuevo Testamento nos hace ver con claridad meridiana que el ser discípulo del Dios vivo solo es posible siendo discípulo de Jesús. Por supuesto que Jesús no es un interme-

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diario, ya que es el Mediador único. Recurriendo a este Media­dor, el creyente está en perfectas condiciones de reconocer al Dios vivo dentro de la corriente de la Historia.

Discípulos La Pascua de Cristo contribuye a penetrar más del Resucitado, aún en el tema del discípulo. Ya está definiti-en la Iglesia vamente constituido el pueblo de la Nueva

Alianza; un pueblo que debe la originalidad de su ser y de su obrar a la intervención siempre actual del Resu­citado entre los suyos. Los miembros de este pueblo son, en sentido propio, discípulos del Resucitado, miembros de su Cuer­po, que es la Iglesia. Son discípulos, pues su Maestro está en todo momento presente en sus vidas y nada pueden hacer sin recurrir a su persona, sin encontrarle en el fondo de la propia existencia diaria. Pero, al mismo tiempo, estos son la clase de discípulos que cuentan para el Maestro, pues también ellos se saben llamados a completar en su carne lo que falta a la pasión de Cristo y, al mismo tiempo, son para El consocios en el cum­plimiento de los designios del Padre.

Hasta ahora, el momento más idónea para que los cristianos experimenten la presencia del Resucitado entre los suyos ha sido siempre la celebración litúrgica. En ella, mediante la par­ticipación en el cuerpo y sangre de Cristo, han descubierto y profundizado su identidad de discípulos. La Eucaristía era con­siderada por todos como un acontecimiento de enorme tras­cendencia en el desarrollo de la historia de la salvación, pues en la Eucaristía, solo en ella, el propio Cristo—en persona—se hacía presente a su Iglesia. Para los discípulos del Resucitado la práctica religiosa era una consecuencia más de todo lo an­terior. Como resultado de esto, no es raro que las almas más fervorosas desearan y obtuvieran la celebración diaria de la misa, prolongando esta presencia con la visita al Santo Sacra­mento y otras manifestaciones en su honor.

Este modo de ver está justificado plenamente por el hecho de que los hombres, impensadamente, ponen como centro de gravedad de su existencia al terreno de la liturgia o de la ex­presión religiosa. Pero ¿ocurre lo mismo cuando, con la llega­da del mundo moderno, este centro de gravedad se desplaza, paulatinamente, del terreno de la liturgia al de la vida y el len­guaje profano que la expresa? Para los cristianos del mundo ac­tual, ¿es suficiente—o, mejor dicho, ¿es todavía posible?—expe­rimentar su identidad de discípulos del Resucitado únicamente en la celebración eucarística? ¿No es hora ya de que descubran que Cristo interviene personalmente en toda su existencia? ¿No deben considerar, día tras día, que la aventura humana, para la cual movilizan sus energías, no llegará a la meta perseguida sino estando penetrada por la acción personal del Resucitado?

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En el terreno de la vida es evidente que el encuentro del Resu­citado va estrechamente unido al encuentro del otro y, de modo especial, de los más pobres (véase la escena del Juicio final en Mí 25, 31-46).

Resumiendo: El encuentro del Resucitado se realiza median­te el ejercicio de la fidelidad al mandamiento nuevo de amor fraterno a todos los hombres, ya que este amor es imposible sin Cristo. Los cristianos de nuestro tiempo no pueden librarse de esta novedad del Evangelio, si es que quieren considerarse dis­cípulos de Cristo: su Maestro está presente en los otros.

Haced discípulos El tema del discípulo tiene, igualmente, en todas las naciones gran importancia para entender bien la

misión. La primera generación cristiana se dio perfecta cuenta de esto, pues se acordaba de que el Re­sucitado había aludido a este tema al expresar la tarea que en­comendaba a los Once: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizán­dolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 18-20). Es decir: si la salvación de todas las naciones está es­trechamente ligada a la intervención siempre actual del Resu­citado entre los suyos, la misión no puede tener otro fin que suscitar discípulos en todas las naciones. El Resucitado tiene todo poder en el cielo y en la tierra. El solo puede realizar el itinerario espiritual de todos los pueblos, y, para que este cum­plimiento sea efectivo en cada uno de ellos, debe contar con discípulos en esos pueblos.

Tal perspectiva, propuesta a los misioneros de todos los tiem­pos, es muy exigente, sin lugar a dudas. Es más fácil hacer adeptos que discípulos. En su empresa misionera, la Iglesia pue­de atraer hacia sí a muchas gentes, a veces por razones extra­ñas a lo esencial: ha habido, y hay, muchos que han pedido el bautismo por las ventajas materiales o culturales que la Iglesia les proponía. Pero ese no es el camino; si se trata de hacer discípulos del Resucitado, la tarea primordial de la misión debe ser, ante todo, la proposición de la fe. Y esta tarea se realiza cumplidamente incorporando a la Iglesia a los hombres tal como son, caminando con ellos, siendo ante ellos testigos fieles de la Buena Nueva del Evangelio y ayudándoles a descubrir, poco a poco, en qué sentido es Cristo la meta definitiva de su búsqueda en la oscuridad. Todo esto es difícil y exige mucho esfuerzo, pero téngase en cuenta que la sabiduría del Evangelio es ocasión de escándalo por necesidad; razón que no justifica la actitud de algunos misioneros que emprenden otros caminos más fáciles, menos comprometedores.

129 A C A l f B t «I A ir _Q •

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Los hombres de nuestro tiempo, al ver su creciente dominio sobre la Naturaleza, se sienten orgullosos creyendo que con sus propios medios, y solo estos, podrán hacer la tierra más habi­table para el hombre. Las tareas más urgentes son las relativas al desarrollo y la paz. En este campo es donde debe actuar el misionero para proponer la fe en Cristo vivo, demostrando, con su modo de ser y obrar, que tales proyectos, por legítimos y ambiciosos que sean, no dejan de ser quiméricos mientras los hombres no acepten y realicen la conversión radical de su co­razón. El auténtico desarrollo tendrá lugar cuando los hom­bres se reconozcan en su verdad, en sus diferencias respecto a todos los demás, cuando promuevan, todos juntos, una autén­tica fraternidad universal. Pero este objetivo es imposible si los hombres no vuelven su mirada hacia su único Liberador, si no se hacen discípulos suyos.

La comida fraterna Ya lo hemos visto en páginas anteriores: de los discípulos los cristianos de nuestro tiempo podrán del Resucitado descubrir su condición real de discípulos

del Resucitado por su modo de compor­tarse con el otro. Pero es obvio que tal descubrimiento puede llegar a convertirse, a causa de lo mucho de rutinario que hay en la existencia, en un simple sentimiento sin proíunáidaá al­guna. Para que este descubrimiento cale Hasta lo más hondo de la conciencia hace falta que sea revitalizado con frecuencia en la celebración eucarística.

Es esta una exigencia de la reunión eucarística que olvida­mos muy a menudo, simplemente porque en nuestros días es considerada distintamente a como se la consideraba antes. Nos hemos acostumbrado a relegar a Cristo a las especies consagra­das, exclusivamente, y la estrecha relación que el Evangelio no deja de subrayar, entre el encuentro del Resucitado y el del prójimo, se ha esfumado totalmente de la conciencia cristiana. Ahora bien: la percepción de esta unión se hace cada vez más indispensable. Podría ser, incluso, que esta simplicidad de nues­tras misas actuales explicara en parte la falta de interés de los cristianos hacia las prácticas religiosas...

Solo se podrá superar esta pobreza de nuestras misas con una doble condición. En primer lugar, debe quedar claro que la propia materia de la celebración es la vida intensamente vi­vida del Pueblo de Dios y la actualidad de Jesucristo en lo más íntimo de esa vida: en una palabra, la materia de la celebra­ción es el hoy de la salvación. En segundo lugar, es preciso que la celebración sea presentada como una participación, entre hermanos, en el Pan y la Palabra, como una comida en que los creyentes, cualquiera que sean, traten de ver, en el encuentro de unos y otros, el propio rostro del Resucitado, presente entre ellos.

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DECIMOCUARTO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Zacarías 9, 9-10 Por breve que sea, el libro de Zacarías ha lfi lectura sido compuesto por dos autores distintos, y l.er ciclo el "Segundo Zacarías" (Zac 9-14) escribe,

probablemente, en el siglo rn a. de C. Re­curre, sobre todo, al procedimiento antológico, tomando de sus predecesores imágenes y temas, retocados cada vez que la si­tuación de la época lo exigía.

a) El Segundo Zacarías vuelve a la noción del mesianismo davídico, después del período persa en el que esta estaba un poco caída en el olvido. El v. 9 hace alusión a David, que no montaba a caballo (cf. Gen 49, 11), y el v. 10 es un ataque con­tra el rey Salomón y sus sucesores, que introdujeron en Israel el uso de carros y de caballos (1 Re 10, 26-29). La tradición pro-fética se ha opuesto siempre vivamente a esta "caballería" (Dt 17, 16; Is 31, 1-3"; Os 1,1; 14, 4; Miq 5, 9), que enseña al hombre a contar con sus propias fuerzas más que a remitirse a Dios, y ve en los caballos de Salomón una de las causas del fracaso del pueblo. El hecho de montar un asno es a la vez una vuelta al comportamiento pobre de David y una nota de fidelidad a las tradiciones típicamente palestinas.

b) La oposición entre David y Salomón no es, sin embargo, absoluta. El profeta compara igualmente el Mesías a Salomón. La alusión al Sal 71/72, 8 y al libro de los Reyes es evidente: temas de la paz (etimología de "Salomón") y de la extensión del reino de un mar al otro (1 Re 4, 9-14). De esta manera, el futuro Mesías recibirá de David su sencillez y de Salomón su resplandor.

La atención que el profeta concede a la doble ascendencia del Mesías no deja de tener, tal vez, un especial interés: ha­ciendo del futuro rey un descendiente de David y Salomón, Za­carías quiere descartar al mismo tiempo las pretensiones de los

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otros descendientes de David. De todas maneras, hace del Me­sías un retrato en el que se unifican el sufrimiento de David y la gloria de Salomón, la pobreza del primero y la gloria del segundo. Concentra en él antinomias de la vida.

II. Ezequiel 2, 2-5 La "visión del libro", de la que estos versícu­l o lectura los han sido extraídos, figuró, sin duda, como 2° ciclo introducción al libro de las profecías de Eze­

quiel antes que se la hiciera preceder de la visión de carro, introducción de otro libro1.

* * *

No se encuentra aquí ningún rasgo de la solemnidad confe­rida tradicionalmente a los relatos de vocación. Ezequiel es lla­mado de repente a afrontar un pueblo rebelado desde hacía si­glos (v. 4). Pero Ezequiel no es un superhombre, es simplemente un "hijo de .hombre", es decir, realmente no gran cosa (v. 3). La llamada se presenta así en su aspecto más dramático y más am­biguo: medios débiles para defender, ante un adversario pode­roso, el ideal del que se siente responsable 2.

III. Isaías 66, 10-14 Este pasaje está sacado del poema apoca-1.a lectura líptico (Is 65-66), que concluye el conjun-3.er ciclo to de profecías publicado bajo el nombre

de Isaías. Es ciertamente posterior al des­tierro y tiende, probablemente, a reanimar las esperanzas pues­tas en la restauración de Jerusalén, que tarda en producirse:

* * *

El autor de este poema recurre abundantemente al proce­dimiento antológico. No hay una frase que no provenga de otra parte: la invitación de Jerusalén a la alegría (v. 10; cf. Zac 9, 9; Is 3, 14; Is 60, 1), el anuncio de un río de gracia en la ciudad para reemplazar al pequeño torrente del Cedrón (v. 12; cf. Sal 45/46, 5; Ez 47), la alusión al tema de la consolación (v. 13; cf. Is 40, 1; 52, 9). Queda, sin embargo, un tema bastante ori­ginal: el de la maternidad de Jerusalén sobre sus niños (vv. 11-12). Se había hablado a menudo de la próxima fecundidad de la esposa reconciliada; se le prometía abundante prole (Is 62, 4, 12; 60, 15), pero es la primera vez que este tema conduce al

1 P. AUVRAY, "Ezéchiel I-III, essai d'analyse littéraire", R. Bibl., 1960, págs. 481-502.

2 Véase el tema doctrinal de la vocación, tomo II, pág. 45.

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autor a cantar las ternuras maternales de Jerusalén para con sus hijos. Esta ternura es la que Dios le da a transmitir, y la consolación que aporta es aquella misma que Dios le procura.

Jerusalén se convierte así en el sacramento de la presencia amorosa de Dios entre los suyos3.

Si bien la idea de Pueblo de Dios es la más adecuada para definir a la Iglesia, sin embargo puede ser comprendida dema­siado horizontalmente. El Pueblo de Dios no se constituye por la mera adhesión de sus miembros o por la confederación de asambleas locales, sino que depende de un acto fundador que le rebasa. Desde este punto de vista, la imagen de la mater­nidad está bien construida para hacer ver el acto previo a la formación del pueblo: no hay niños ni hombres sino porque una madre los ha precedido. La Iglesia precede lógicamente a los elegidos: ella los llama y la vida que ellos viven es prime­ramente la vida de la Iglesia. Esta es convocación antes de ser asamblea.

IV. Romanos Este pasaje forma parte de una extensa cateque-8, 9, 11-13 sis de Pablo sobre la vida del cristiano en el Es-2.a lectura píritu. Su interés reside a la vez en la oposición l.er ciclo trazada por el autor entre la carne y el espíritu

(vv. 12-13; cf. Gal 5, 16-24) y en la relación que establece entre esta vida en Espíritu y la resurrección de Cris­to (v. 11).

a) La carne designa el camino que el hombre elige en una preocupación de autosuficiencia, sin referirse a esta ayuda par­ticular de Dios que es el Espíritu. La ley, aun siendo don de Dios, puede pertenecer al orden de la carne cuando el hombre desna­turaliza hasta tal punto su observancia que hace de ella un medio para presentarse ante Dios con títulos y méritos. "Vivir en la carne" es, pues, querer la autarquía que Adán ha buscado en la desobediencia y que los observadores exclusivos de la ley buscan en la obediencia formalista. Una y otra actitud avocan a la muerte, es decir, al aislamiento con relación a Dios y a la era escatológica. "Vivir en el Espíritu" es aceptar que El "vive" en nosotros, que nuestro ser esté abierto entonces a una ini­ciativa de Dios para ser conducido por El a la vida y a la paz. Si vive en nosotros es como Maestro (tema de la autoridad en

Véase el tema doctrinal de Jerusalén, tomo IV, pág. 167.

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los vv. 7-9), aun cuando fuera aparentemente huésped de un cuerpo muerto (v. 10), como ya lo fue en Jesús amortajado4.

o) La vida de los cristianos en "espíritu" está en estrecha relación con la resurrección de Cristo, porque el mismo poder de Dios y el don de su único Espíritu (cf. Rom 1, 4) actúan tanto en un caso como en el otro (v. 11). Es por esto por lo que la vida del cristiano en espíritu es el mejor testimonio posible de la resurrección de Cristo.

V. 2 Corintios 12, 7-10 Los adversarios de Pablo, para desacre-2.a lectura ditarlo a los ojos de los corintios, quie-2.° ciclo ren servirse de su superioridad sobre él

en el campo de los carismas. Pablo no puede entonces contenerse en poner de relieve la acción de Dios en la debilidad de su ministerio (2 Cor 11, 14-33) e incluso tiene que probar que no tiene nada que temer de sus acusado­res, aun sobre el plano de los carismas. Si no se gloría más y pone más bien en relieve su debilidad, es porque no defiende su propia persona, sino la naturaleza misma del ministerio apos­tólico 5.

El tema de la debilidad domina este pasaje. Ocurre así ade­más cada vez que Pablo describe su ministerio apostólico (1 Cor 4, 9-13; 2 Cor 4, 7-15; 6, 4-10; 11, 23-33; 12, 9-10); su debilidad humana es bien visible, pero deja lugar a Cristo que viene a habitarla con su fuerza y su poder.

Si el ministerio apostólico se acompaña a veces de algunos fenómenos carismáticos, Pablo no quiere que se encuentre en esto la prueba de un mandato. Para él, solo la debilidad exte­rior desvela la naturaleza profunda de su misión. También ve la garantía de esta última más en los soplidos de Satanás y la espina en la carne (vv. 7-9) que simboliza probablemente la enemistad de los falsos hermanos (sentido de esta expresión en Núm 33, 55; Jos 23, 13; Ez 28, 24) que en los carismas de los que goza.

* * *

El criterio del ministerio apostólico es, pues, evidente: hace falta saber aceptar en la vida, con alegría y paciencia, todo lo que pueda asemejar a la humillación del Señor. Aplicado a los seudo-apóstoles de Corinto, este criterio basta para poner al desnudo su hipocresía.

*• Véase el tema doctrinal de la carne y del espíritu, en este mismo capítulo.

5 J. CAMBIER, "Le Critére paulinien de l'apostolat", Bibl., 1962, pági­nas 481-518.

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De hecho, Pablo no hace más que aplicar al ministerio de Cristo los criterios esenciales de la vida cristiana, imitación de la sabiduría de Cristo que se ha humillado hasta en la debilidad para glorificar a Dios, manifestando la vida divina a todos los creyentes (2 Cor 13, 4; 1 Cor 1, 18-19; 2, 2; Fil 2, 6-11) y ofre­ciéndoles la participación en el poder de la resurrección6.

VI. Gálatas 6, 14-18 Conclusión de la carta a los gálatas, en 2.a lectura donde Pablo vuelve sobre los temas más 3.er ciclo importantes desarrollados por él.

* * *

La teología de la cruz aplica la antítesis muerte-resurrec­ción de Cristo a la vida del cristiano y más especialmente a la del apóstol (2 Cor 4, 10-12; 14, 4; Col 1, 24). Vivida por el cris­tiano y por el apóstol, la cruz es para ellos motivo de gloria, como la del Calvario lo fue para Cristo, ya que da acceso a la resurrección. La cruz es motivo de gloria porque sitúa al cris­tiano en una nueva existencia. El cristiano no es, pues, sola­mente un resucitado en potencia; o, más exactamente, la cer­tidumbre de su resurrección reposa sobre el hecho de que es crucificado por las diferentes pruebas y por la oposición.

Desde entonces prescriben definitivamente los antiguos me­dios de que el hombre gozaba para alcanzar la gloria de Dios y, entre ellos, la circuncisión.

* * •

La epístola a los gálatas es la primera en conceder a la cruz una importancia tan grande en la obra de la salvación. Aque­lla permite, en efecto, al autor, dar un sentido a la prueba y descubrir su eficacia. Le permite igualmente desarrollar sus primeras consideraciones sobre el valor redentor y profético de la prueba, gracias a las ideas de gloria y de resurrección y a la que normalmente se deriva de ellas, la idea de la libertad con respecto a toda alienación.

A los ojos de Pablo, la prueba no es ya solamente un ascesis que soportar para purificarse de los falsos valores y evitar la alienación que lleva consigo el mal uso de la felicidad. La prue­ba no es ya una ocasión de vida moral: Pablo no es un profesor de ética, sino un profeta de los nuevos tiempos. La prueba no es ya una simple imitación de la cruz de Jesús: no es solamente porque Cristo ha sufrido por lo que el cristiano debe sufrir. Todo esto es ciertamente válido, pero sería considerado por

• Véase el tema doctrinal del crecimiento en la debilidad, en este mismo capítulo.

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Pablo como insignificante si la prueba no fuera, en primer lu­gar y ante todo, el lugar de la esperanza y de la profecía del reino que viene.

La prueba de la cruz pone en tela de juicio al mundo y a la Iglesia. Por esta razón la prueba es resurrección, no solamente a nivel individual, sino también a los niveles colectivo, econó­mico, social y político. Únicamente los hombres probados son capaces de construir la comunidad revolucionaria que cambia­rá el mundo; únicamente los hombres probados y perseguidos son capaces de promover una Iglesia más pura y más fiel, pre­cisamente porque la prueba tiene valor profético.

La Iglesia debe plantearse con urgencia la cuestión de saber si puede aún predicar la cruz y su esperanza cuando se en­cuentra del lado de los bien provistos y de los que vienen a evi­tar para ellos la prueba y la desgracia, cuando ella misma ha extinguido muy a menudo a través de los siglos ciertos movi­mientos proféticos de pobres que, si hubieran alcanzado éxito, le hubieran dado, probablemente, otro carácter. La prueba con­vierte en gloriosa a la cruz cada vez que los cristianos, gracias a ella, refuerzan su pertenencia a la comunidad profética de un mundo mejor y de un reino de Dios más completo.

VII. Mateo 11, 25-30 La cuestión de la autenticidad, de la uni-evangelio dad y de la doctrina de este pasaje, plañ­ía7' ciclo tea muchos problemas a los exegetas. La

primera parte (vv. 25-27) se parece mu­cho a la versión de Lucas (Le 10, 21-22), pero la segunda se se­para mucho de ella (Le 10, 23-24 y Mt 11, 28-29). Parece, sin embargo, que Mateo transmite una versión primitiva, si tene­mos en cuenta el gran número de aramismos en este relato.

Primero, Cristo formula una acción de gracias a su Padre (vv. 25-27) porque ambos son el uno para el otro y por la mi­sión que El ha recibido de revelarlo a los pequeños (vv. 28-30) para invitarlos a entrar en comunión con El.

* * *

a) El trasfondo bíblico de este himno es muy revelador: Cristo se aplica al himno de Dan 2, 23. Los tres "niños" (cf. Le 10, 21) se oponen a los "sabios" babilónicos; gracias a sus ple­garias (Dan 2, 18) se les ha concedido la "revelación" del mis­terio del Reino (expresión característica del libro de Daniel, que se vuelve a encontrar también en Le 10, 21), que ha escapado a los sabios y doctores.

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Cristo compara la oposición entre sus discípulos y los sabios del judaismo a la que separa a los niños y los sabios en tiem­pos de Nabucodonosor 7. También El va a abrir su Reino y ofre­cer la "revelación" a una categoría bien determinada de "po­bres", los que lo son en el plano de la inteligencia. En esto se separa de algunos doctores del judaismo, que con frecuencia eran despiadados para con el pueblo ignorante (cf. Is 29, 14; 1 Cor 1, 19-26) 8.

b) En otro pasaje del libro de Daniel (Dan 7, 14), el Hijo del hombre "recibe todo" del Anciano en días..., y este misterio constituye el objeto de la revelación hecha a Daniel. Partiendo de este texto, Cristo, que reivindica para Sí el título de Hijo del hombre (Mt 24, 36), bendice al Anciano en días, pero con un nuevo nombre, el de Padre, porque ha "puesto todo en sus ma­nos", es decir, porque le ha dado, como en Dan 7, 14, un "poder sobre todas las cosas" (Mt 28, 18; Jn 5, 22; 13, 3; 17, 2), pero también un conocimiento pleno del Padre, que deberá revelar a los hombres (v. 27). Cristo es, así, simultáneamente, el Rey y Revelador del Reino a los pequeños. Agrupándose en torno a El, estos podrán conocer Dios y constituir una comunidad dis­tinta de "los que no conocen a Dios"; primero, los paganos (Jer 10, 25), y después los sabios judíos (v. 21; cf. Jn 12, 39-50).

c) Los "cansados y cargados" (v. 28) son los mismos que los pequeños y los ignorantes de los versículos precedentes. En efecto, el peso o el yugo designa con frecuencia en el judaismo el cumplimiento de la ley (Eclo 51, 26; Jer 2, 20; 5, 5; Gal 5, 1). Los escribas les habían sobrecargado con un número incalcu­lable de prescripciones que los simples y los ignorantes se es­forzaban por observar, sin tener la capacidad suficiente para distinguir lo necesario de lo accidental (Mt 23, 4). Los que Jesús ha reclutado no son tanto los afligidos como los simples e igno­rantes, esclavos de las prescripciones del legalismo judío. Cris­to, que guardaba sus distancias frente al intelectualismo, hace otro tanto frente al legalismo.

d) Jesús se presenta, sin embargo, como los rabinos y los sabios que reclutaban discípulos para sus escuelas (v. 29; cf. Eclo 51, 31; Is 55, 1; Prov 9, 5; Eclo 24, 19). Impone a su vez un yugo, pero fácil de llevar (1 Jn 5, 3-4; Jer 6, 6) porque El también ha formado parte de la comunidad de los pobres anunciada por Sof 3, 12-13, y porque reúne a los mansos y humildes de cora­zón. El nuevo Maestro de sabiduría es, pues, un Pobre, y lo es

7 L. CERFAUX, "Les Sources scripturaires de Mt 11, 25-30", Eph. Th. Lov., 1954, págs. 740-46; 1955, págs. 331-42; H. MERTENS, L'Hymne de ju-bilation chez les synoptiques, Gembloux, 1957.

» S. LEGASSE, "La Révélation aux 'Néphioi", Rev. Bibl., 1960, pági­nas 331-48.

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de corazón, porque ha adoptado libre y voluntariamente esta condición.

* » *

Esta pobreza de Cristo da unidad a todo el pasaje. Frente al intelectualismo de los sabios que creían saberlo todo, Cristo se dirige a los ignorantes, pero como uno de ellos, pues afirma que todo lo que El sabe no proviene de El, sino que lo ha recibido del Padre (vv. 21-22). Frente al legalismo de los rabinos, Jesús se vuelve hacia los que se encurvan bajo el yugo de la ley, que sienten complejo de culpa frente a esa ley y se presenta igual­mente como uno de ellos: también a El le han echado en cara faltas y pecados (el contexto de Mt 12, 1-11 lo muestra clara­mente) y se ha liberado de ese complejo de culpa, invitando a cuantos son víctimas de él a liberarse también.

Una comparación entre Ben Sirá (Eclesiástico) y Jesús pue­de ayudar a comprender la originalidad del mensaje de este último. Ambos han vivido una relación especial con Dios: para uno, era de orden sapiencial e intelectual; para el otro, de or­den filial. Con el primero, Dios comparte secretos; con el se­gundo, comparte su vida.

Ben Sirá y Jesús se enfrentan con los problemas de la ley. A los ojos del primero, la ley emana de la sabiduría y es un instrumento para encontrarse con Dios; para el segundo, su yugo—al menos el yugo del legalismo—es una pantalla que im­pide el encuentro con Dios, porque desvía a los ignorantes y falsifica sus relaciones con Dios.

Ambos atienden especialmente a los pobres y a los humildes. Pero el segundo amplía el círculo de los pobres a los ignorantes y a los que han sido explotados por una falsa sabiduría y un legalismo estrecho. Ben Sirá y Jesús quieren ser maestros de sabiduría, pero uno cree que su enseñanza sanará a los pobres, mientras el otro se hace pobre entre los pobres y revela incluso sus relaciones con el Padre en la forma de pobreza absoluta, pues El no es nada por Sí mismo y solo es lo que se le ha dado.

En Jesús, pues, la pobreza adquiere una desviación de su centro de gravedad. La pobreza definía una situación material o de ignorancia; representaba algunas veces una actitud espi­ritual y moral; de ahora en adelante expresa una condición ontológica. Cristo es pobre porque en El el hombre se compren­de en su relación con el Padre, y esta pobreza es salvadora por­que no está construida por fuerzas humanas.

Serán discípulos de Jesús los que acepten en lo más profun­do de su ser la renovación que los hace disponibles a la inicia­tiva divina y vivirán esta renovación en la comunidad eclesial

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de los pobres, encargados de mostrar al mundo, de este modo, la adopción divina de los hombres y de vivirla ya en el misterio eucarístico 9.

VIII. Marcos 6,1-6 En el curso de su periplo misionero, Jesús evangelio pasa por Nazaret, la ciudad de su familia. 2.° ciclo El sábado habla en la sinagoga conforme a

las reglas admitidas entonces para la ho­milía de la segunda lectura (Le 4, 16-30), pero no cosecha más que indiferencia y repulsa.

* * #

a) Marcos hace que su lector asista a una nueva manifes­tación de desconocimiento del pueblo respecto a Jesús. Este habla "de autoridad" (cf. Me 1, 22) no solo porque su exposi­ción es diferente de la dialéctica tradicional de los escribas, sino, sobre todo, porque su discurso no es evidentemente ad­misible si antes no se siente apego a su persona. No se presenta tan solo como "rabino" frente a sus discípulos y alumnos, sino como hombre que quiere que previamente a toda enseñanza se establezcan estrechas relaciones de confianza mutua (cf. el "si­gúeme" de Me 2, 14).

Jesús intensifica, pues, su papel de rabino: no se somete decididamente a los cuadros tradicionales: sitúa su enseñanza en un plano no habitual buscando primero una apertura y una confianza que constituye la auténtica ejercitación de la "fe" (v. 6).

b) Pero ¿con qué derecho interpela de esta forma a sus iguales y a sus compatriotas? No es ciertamente su medio fa­miliar el que ha podido proporcionarle esa educación (v. 3; cf. Jn 6, 42). Esa familia es, por lo demás, demasiado pobre como para pretender desempeñar una misión en el cumpli­miento del designio de Dios. Por otro lado, esa misma familia le niega esa confianza que reclama (v. 4; cf. Jn 6, 44; la alu­sión a los parientes es propia de Marcos).

Los judíos dan a Jesús el nombre de "hijo de María" (v. 3), lo que es un juego de palabras que deja suponer un nacimiento ilegítimo o no virginal para la fe. Mateo, que se preocupó precisa­mente de justificar la paternidad "davídica" de José, ha reto­cado el texto de Marcos para quitarle el carácter ofensivo (Mt 13, 55). Aunque se admitiesen las relaciones entre los prometi­dos, los comentarios sobre un nacimiento prematuro corrían por Nazaret. María tuvo que sufrir burlas de estas (cf. el sentido

• Véase el tema doctrinal de la pobreza, en el decimoctavo domingo.

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que hay en dar tal vez a Le 2, 35) y muchas veces evitó entrar en Nazaret, o se ausentó durante largo tiempo, precisamente en la época de su embarazo (Le 1, 56; Mt 2, 21-22). Ser Madre del Mesías no es solamente un privilegio: María aprende a lle­var el oprobio como Jesús aprendió a llevar la cruz.

c) Marcos añade al proverbio citado por Cristo (v. 4) para explicar la incomprensión que le rodea, una alusión concreta a la falta de fe de "su parentela" (cf. Jn 4, 44). La fe no se ad­quiere por atavismo o por herencia. La oposición latente de los evangelistas, y especialmente de Marcos a la familia de Jesús (Me 3, 20-35; Le 11, 27-28), puede explicarse partiendo de las tensiones que se daban en la comunidad primitiva entre parti­darios de una concepción dinástica de la sucesión de Jesús ("su­cesión según la carne": Santiago, hermano del Señor) y parti­darios de una concepción carismática (sucesión "según el Espí­ritu": los apóstoles). Siempre que critica a la familia de Cristo, Marcos hace alusión, inmediatamente después, a la misión de los Doce (aquí: Me 6, 7-13 y también Me 3, 13-19) como para con­traponer mejor los dos medios y los dos conceptos del Reino.

* * *

La pobreza y la sencillez de los padres de Cristo constituyó una pantalla para aquellos que esperaban un Mesías maravi­lloso (Jn 7, 2-5). La intención de Jesús es, por el contrario, re­velar la significación salvadora de esta pobreza: la felicidad no se adquiere ya a fuerza de acontecimientos extraordinarios, sig­nos del poder divino, sino por medio de un Dios que asume toda la humanidad en su pobreza.

Este camino es el único que no aliena al hombre, pues alie­narlo sería dejarlo en su pobreza o sacarle de ella de manera paternalista o milagrosa. Con Cristo, la pobreza se eleva ella misma al plano de los medios de salvación y adquiere su dig­nidad plena.

IX. Lucas 10, 1-12, Se conservan dos versiones diferentes del 17-20 discurso de misión: la forma breve, en Me evangelio 6, 8-11 y Le 9, 3-5, que concierne directa-3.er ciclo mente a la misión de los Doce, y la versión

larga, en Le 10, 2-16, que la aplica a los se­tenta (o setenta y dos) discípulos. Lucas hace uso a menudo de tradiciones particulares que obtiene de los círculos de los dis­cípulos, mientras que Mateo y Marcos se atienen más estricta­mente a las tradiciones provenientes del círculo de los Doce. Mt 10, 5-16 ha tomado partido por las dos versiones y las ha aglomerado en una sola, por lo demás ampliamente aumentada

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por elementos extrínsecos. Basta comparar la versión de Mt 10 y la de Le 10 para comprender la originalidad del pasaje de este día. La perícopa litúrgica añade a los vv. 1-12 los vv. 17-20 como para mostrar que la enseñanza de Cristo sobre la pobreza se contradice con los balances de prestigio aportados por los após­toles.

* * *

a) El espectáculo de una siega ha podido proporcionar a Cristo la ocasión de su discurso (v. 2; Mí 9, 37-38; Jn 4, 35-38). El transforma a los cosechadores de trigo en cosechadores de hombres, como ya lo hizo con los pescadores. Pero el tema de la siega reviste una significación escatológica importante en las Escrituras (Am 9, 13-15; Sal 125/126, 5-6; Jl 4, 13; Jet 5, 17; Mt 13, 28-39; Ap 14, 15-16). También confiere una densidad particular a la misión de los discípulos: esta es ya el compro­miso de la Humanidad en el Reino que viene; preludia al jui­cio de Dios, porque toda Palabra divina comporta su juicio y su discernimiento de los corazones. No es desde entonces extraño que la misión acabe muchas veces en persecución (v. 3).

o) Mientras que la versión de Mateo nos muestra una vi­sión de estas persecuciones de tono muy apocalíptico (Mt 10, 16-20), Lucas prefiere atenerse a la enumeración de los conse­jos prácticos dados por Cristo a sus discípulos. Proyectado ha­cia la esperanza mesiánica y la proximidad de su objeto (v. 9), el discípulo no puede ya atribuir valor a los medios y a las téc­nicas del mundo presente. La proximidad del Reino le dispensa de preocuparse además por seguridades para su futuro terres­tre; su pobreza tiene, pues, una significación profética (v. 4; cf. Le 6, 20).

El v. 7b ("porque el obrero es digno de su salario") corrige, sin embargo, la nota escatológica y profética de la pobreza del misionero en un sentido más institucional y comunitario. En otros términos: la pobreza del misionero es anunciadora del Rei­no que viene, y es porque los cristianos la perciben así por lo que vienen en ayuda del ministro de Dios para permitirle man­tenerse en su vocación a la pobreza10.

c) El segundo consejo dado a los misioneros concierne a sus relaciones con sus huéspedes (vv. 5-9). Hace falta que ex­presen el carácter de peregrinos y de nómadas de los discípu­los de Cristo, nunca instalados, siempre en camino hacia el Reino (1 Pe 2, 11; Heb 11, 8-14), satisfechos de la hospitalidad concedida, pero no hasta el punto de preocuparse por la estan­cia o por la comida que se les proporcionará... Ellos están en un nivel más profundo, y esto debe ser visto.

14 Véase el tema doctrinal de la pobreza, en el decimoctavo domingo.

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B. LA DOCTRINA

1. El tema de la carne y el espíritu

El binomio "carne" y "espíritu" es un dato esencial de la antropología bíblica, y expresa hasta qué punto el creyente con­sidera al hombre en su relación existencial con el Dios vivo. El hombre es una criatura que puede ratificar sus lazos de unión con Dios o rechazarlos. Si libremente asume una relación de dependencia, entonces el hombre es "espíritu" y participa en cierto modo de los bienes divinos. Pero si rehusa el estrechar estos lazos, entonces no es más que "carne", debilidad y pecado. Si miramos al hombre, podemos ver que, efectivamente, ha sido colocado por Dios en un régimen de existencia sobrenatural. Según esto, lo que cuenta ante todo es la opción libre que tiene el hombre a favor o en contra de Dios.

Este mundo antropológico se presenta al primer golpe de vista como un mundo religioso. La dialéctica gracia y pecado desempeña un papel preponderante, por no decir exclusivo. Todo lo que puede hacer la felicidad del hombre, tanto en el plano espiritual como en el temporal, es expresión de la bene­volencia divina. Pero, si el hombre se sustrae a la voluntad de Dios, se aniquila en cierto modo, y no es nada, y se convierte en un juguete de las fuerzas del mal.

Completamente distinto es el mundo antropológico del hom­bre moderno. Consciente de poseer una consistencia real en sí mismo, el hombre moderno se ve espontáneamente "en pie", in­dependientemente de su relación eventual con el Dios vivo. Esta nueva interpretación del hombre se ha introducido con mucha fuerza en los medios cristianos. La dialéctica pecado-gracia no interviene en la mayoría de las veces más que después de haber reconocido al hombre en su consistencia de causa segunda, en su poder de edificar un orden humano y de humanizar la tie­rra. Sintámoslo o no, este mundo antropológico es el nuestro. Hay que tenerlo en cuenta, si se quiere anunciar la Buena Nueva a los hombres de nuestro tiempo.

¿Cómo expresar la riqueza de la antropología bíblica en un nuevo contexto cultural? Esta pregunta, que es vital para la misión, merece que nos detengamos en ella unos momentos. El formulario litúrgico de este domingo (2.a lectura, 2.° ciclo) nos da ocasión para ello.

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El hombre espiritual El hombre de las religiones tradicionales y el hombre carnal, experimenta de un modo espontáneo un en Israel sentimiento de dependencia respecto de

los dioses. Este mundo divino, para el que considera que ha sido creado, no es el suyo, se le escapa. Por todas partes, este sentido de la dependencia constituye un ele­mento esencial de la relación religiosa. Para conseguir la salva­ción, el hombre debe reconciliarse con los dioses, como lo de­muestra una institución religiosa tan universal como es el sa­crificio. Pero, por otra parte, si de los dioses hay que esperarlo todo, también el hombre está persuadido de que tiene que des­empeñar un papel en el camino que le lleva a la salvación. Y, antes que esperar la intervención divina, trata de poner sus manos en las actividades divinas. Así se explican las prácticas más o menos mágicas que encontramos en todos los pueblos.

Una vez que ha recibido la fe, Israel reconoce que Yahvé, su Dios, es el Todo-Otro. Su nombre es "Soy Yo". El es la fuente y el principio vivo de todo cuanto existe; el Creador de todas las cosas. Si el hombre existe, es porque Dios ha decidido crearlo libremente, partiendo de la nada. La distancia que se­para a Dios de su creación es infranqueable. Ninguna Criatura puede remontar la escala de los seres hasta llegar a su Creador, ni siquiera el hombre, a pesar de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios.

El sentimiento de dependencia que experimenta el hombre judío respecto a Yahvé se va haciendo cada vez más profundo. No se trata de poner la mano en Dios. Ya se trate de su ser o de su saber, el hombre está en una situación de dependencia radical respecto a Dios. Todo se lo debe a Yahvé su Dios: su vida, su aliento, sus bienes, sus éxitos, su felicidad, su salva­ción. Yahvé es el Dios vivo, que constantemente está obrando en su creación, y lo hace por medio de su Espíritu, de su Sabi­duría, de su Palabra.

Pero este reconocimiento del Dios Todo-Otro no significa que el hombre judío se desprecie a sí mismo, se niegue, se tenga por nada. Si Yahvé salva al hombre por pura gratuidad, sin embargo no lo hace sin su concurso. No quiere de nosotros una prosternación de esclavos, sino una respuesta de seres libres. El hombre tiene un precio a los ojos de Dios. Tiene el poder de rechazar a Dios, de la misma manera que tiene el poder de re­cibir el don divino. Si entra en el juego de Dios, entonces reali­za su vocación y se convierte en un hombre "espiritual", lleno de gracia y de vida. En cambio, si se sustrae a las insinuaciones divinas, entonces no es más que un hombre "carnal", separado de la fuente vivificadora. No es más que una sombra de sí mismo, un ser que ya está muerto. Quizá por la experiencia del pecado, Israel se ha dado cuenta efectivamente de la grandeza

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del hombre, porque esta experiencia le ha hecho presentir que el hombre se hace "espiritual" por la fidelidad activa a la ini­ciativa divina de la gracia.

Jesús de Nazaret y Con la intervención de Jesús de Naza-la antropología bíblica ret, la antropología bíblica manifiesta

su originalidad excepcional, y merced a la hondura que Jesucristo le proporciona, encuentra la se­milla para nuevos desarrollos. Nunca se ha ponderado tanto la grandeza de Dios. Por eso el hombre debe a su Dios una obe­diencia sin límites. Pero nunca tampoco se ha exaltado tanto la grandeza del hombre. Sin dejar de ser criatura, el hombre está llamado a ser hijo de Dios, colaborador suyo en la edifi­cación del Reino y en el desarrollo de la historia de la sal­vación.

Lejos de terraplenar el foso que separa al Dios trascendente de su criatura, Jesús lo ha puesto más en evidencia, y aprovecha todas las ocasiones para desenmascarar las ilusiones a que el pecado puede conducir a los hombres. Su mensaje, centrado en el amor universal, invita al hombre a la abnegación total. Su condición de criatura requiere obediencia a la voluntad de Dios, obediencia que se ha de manifestar en todos los instantes, así como una acogida sin reservas, a sus inesperadas intervencio­nes. Esta obediencia encuentra su expresión más auténtica cuando se ejerce ante la muerte. Esta forma parte integrante de la condición humana. Reconocer la muerte en todas las co­sas donde se presente y afrontarla en obediencia, he aquí el secreto del verdadero realismo humano. Cuando el hombre no quiere ver el peso de muerte que impregna toda la trama de su existencia, es víctima de una ilusión. Cuando no ve en ella más que las consecuencias del pecado, se limita a ver en la muerte el mero aspecto que esta tiene para el hombre pecador. Jesús se hizo obediente hasta la muerte de cruz.

En realidad, al recorrer este camino de obediencia hasta la muerte en la cruz, Cristo hace resplandecer la grandeza del hom­bre y de su misión según los designios eternos del Padre. Esta obediencia no es solamente la expresión de la dependencia ra­dical del hombre respecto a Dios, sino que moviliza todas las energías de este para la tarea que le espera y que no es otra que la del amor fraterno universal. El hombre, al reconocer su dependencia radical, descubre también su propia condición de criatura. Pero, además, esta obediencia de criatura es, en Jesucristo, la obediencia del Hijo Unigénito del Padre. Por tan­to, tiene una repercusión eterna y colma por encima de toda medida las aspiraciones más íntimas del hombre. El hombre es­piritual, que en Jesucristo se ha convertido en hijo de Dios, es desde ahora templo del Espíritu.

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La Iglesia de Jesucristo Desde el día de Pentecostés la Iglesia y la antropología naciente tiene clara conciencia de que cristiana es la comunidad de la Nueva Alianza

que acaba de ser sellada en la sangre de Cristo. Esta Alianza es la del Espíritu Santo, derramada sobre toda carne. Como ya lo habían anunciado los profetas, el don del Espíritu renueva los corazones y los inunda de amor filial para con el Padre y de amor fraterno para con todos los hombres. Has­ta la misma ley toma otro aspecto. Ya no es un yugo pesado, por­que el hombre que ha recibido el Espíritu de los últimos tiempos está libre del pecado y puede emprender una lucha victoh riosa contra las obras de la "carne". Este envío del Espíritu va unido a la resurrección de Cristo. Como Cristo es el Hijo de Dios, resulta que ha habido un hombre que ha respondido per­fectamente a la iniciativa del Padre, y su reencuentro en el amor es lo que ha determinado el envío del Espíritu sobre to­dos aquellos que creen en el Resucitado y que un día serán miembros de su Cuerpo. Tal es la vocación maravillosa del hom­bre. Dios le llama a una adoración filial. En unión viva con Jesucristo, unión que le ofrece la Iglesia, el hombre se convierte en hijo de Dios y participa de los bienes de la Familia del Padre.

La habitación de la Santísima Trinidad en el corazón del cristiano y las relaciones interpersonales que de ello resultan, no arrebatan al hombre su condición de criatura. Mejor que na­die, el cristiano mide la distancia infranqueable que le separa de su Dios. Mas, paradójicamente, esta percepción es la causa que impulsa a los cristianos a tratar de discernir cada vez más claramente la consistencia propia de la naturaleza humana. El "sí" del hijo adoptivo a su Padre es ciertamente obra del Espí­ritu Santo, pero es también el "sí" de la libertad del hombre. La acción de la gracia no destruye la naturaleza humana, sino que, por el contrario, hace que el hombre recurra a todos sus recursos de criatura. La respuesta filial del hombre a Dios es una respuesta activa que hace del hombre un colaborador de Dios en la obra de la edificación del Reino. Pero la materia de esta participación viene suministrada por la fidelidad del hom­bre a su propia misión, la que está al alcance de sus posibili­dades. Lejos de destruir al hombre, la acción del Espíritu Santo le restituye plenamente a la verdad de su misión de criatura. El hijo de Dios sabe que no puede construir el Reino solo con sus propias fuerzas, pero, al mismo tiempo, sabe también que él debe aportar su piedra viva para la edificación del mismo, y para ello debe movilizar todas sus energías para lograr la construcción del orden personal humano. Aunque intrínsecamente diferentes, su tarea de hijo de Dios y su tarea de criatura están indisoluble­mente unidas.

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propagandistas celosos de dar a conocer a los "demás" su "bue­na nueva" de salvación. El poder que tienen estas ideologías para difundirse está casi siempre en relación con el poderío técnicos de las naciones que las proponen. La salvación que anuncian a las masas humanas es la salvación del hombre por el hombre. La paz universal de mañana se construye hoy con el esfuerzo humano.

La Iglesia es rechazada por el hombre moderno, sobre todo si se presenta con el aspecto de una potencia. Sin embargo, su mensaje propiamente religioso, aunque se presente despojado de todo poder humano, difícilmente cala en la mentalidad de les hombres de estos tiempos, porque el recurrir a Dios para que les salve les parece con frecuencia una alienación. De la Iglesia solo se acepta ya un ideal moral de fraternidad univer­sal, puesto al servicio del hombre en su lucha por la justicia y por la paz.

Esta situación deja al cristiano bastante desamparado. Este sabe muy bien que la Buena Nueva de la salvación que nos adquirió Jesucristo no podrá reducirse jamás a un ideal moral de fraternidad universal. ¿Qué hacer entonces? ¿Callar el ver­dadero Evangelio esperando días mejores? Esto no puede ser. Pero si no se puede callar la Palabra de Dios, ¿cuándo y cómo se puede proclamar hoy?

«Con mano fuerte Cuando Yahvé interviene para salvar a su y brazo tendido» pueblo, lo hace con poderío, y este poderío

se manifiesta a los ojos de Israel con mag­nificencia. Precisamente viendo las acciones grandiosas reali­zadas por Yahvé con su pueblo, comprenderán las demás na­ciones quién es el Dios de Israel.

Para el hombre judío los dones de Yahvé se expresan nece­sariamente en términos de abundancia, de multitud y de po­der. Las grandes fiestas litúrgicas son fiestas de recogida de cosechas. Es inconcebible que Yahvé—el fuerte, el valiente, el victorioso—revista sus actos de rasgos de debilidad.

Por consiguiente, el hombre judío es ajeno a la idea de un peder divino que se manifieste de una manera privilegiada en medio de la debilidad. ¿Y por qué? La razón de esta manera de ver las cosas hay que buscarla en el régimen de la fe judía.

Contrariamente al hombre pagano, el hombre judío acepta el considerar la muerte y el aparente contrasentido que tan pe­sadamente afectan a la existencia humana. Su reflexión acerca de los acontecimientos de la Historia le induce a considerar a Yahvé como el Dios Todo-Otro, el Dueño del destino humano. La muerte no es el punto final de la historia del hombre, por-

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que un día Yahvé salvador introducirá al hombre en una tie­rra bienaventurada donde la muerte ya no existirá. Mientras tanto, Yahvé solo pide a su pueblo que sea fiel en esta tierra de prueba.

La salvación que viene de Yahvé no puede ser más que la supresión de la muerte. Salvo raras excepciones (véase el tema del Siervo paciente), el hombre judío no puede imaginar que la acción salvadora de Yahvé tome cuerpo en la debilidad, allí precisamente donde la muerte aparece victoriosa. No compren­de todavía que su propia contribución a la salvación deba con­ducirle a afrontar la muerte misma por obediencia...

Jesucristo, victorioso Toda la novedad del cristianismo se ex­sobre la cruz presa en la actitud de Jesús frente a la

muerte, y de ahí resulta una concepción radicalmente nueva de la intervención salvífica de Dios en la Historia.

En lo sucesivo, la Buena Nueva de la salvación es la victo­ria, paradójica, pero decisiva, alcanzada por Cristo sobre la muerte, precisamente en el momento en que esta parecía más victoriosa. Jesús no se sustrae a la muerte. Para vencerla afronta la muerte en la cruz, en medio de la obediencia y de la pobreza más radicales, una muerte sin compensación, una muerte que le sumerge en un despojo total y que parece que puede ejercer sobre El todos sus estragos...

Pero ¿en qué consiste entonces la victoria, la salvación del hombre, si la muerte no ha sido suprimida? En realidad, la victoria de Cristo despliega el verde tallo de la verdadera vida, sobre la que la muerte no puede hacer presa. Una vida portado­ra de eternidad para el alma y para el cuerpo, pero que no se limita a los horizontes de la tierra. Y ya aquí abajo esta vida incorruptible se presenta como un germen fecundo de verdadera eficacia. La muerte no ha sido suprimida, pero se puede con­seguir la victoria sobre el poderío de la muerte. Afrontada en la obediencia y en la abnegación de sí mismo, la muerte no puede ya recurrir en el hombre al orgullo de su espíritu ni a las pasiones de su carne.

Por consiguiente, el poder salvador de Dios se manifiesta en la humanidad de Cristo, en el momento en que Jesús cumple lo mejor que puede la voluntad de su Padre, a saber: en su obediencia hasta la muerte en la cruz. Pero la aparente debi­lidad del hombre que encuentra la salvación de Dios, lejos de ser la debilidad de un vencido, es la de un vencedor. En el mo­mento preciso en que Dios ha salvado al hombre, el hombre ha contribuido activamente a su salvación.

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DECIMOQUINTO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Isaías 55, 10-11 Este pasaje contiene el pequeño poema que 1.a lectura cierra el Libro de la Consolación, del Según-l.er ciclo do Isaías (siglo iv a. de C). Encontramos,

pues, en él algunas de las ideas fundamen­tales de esta colección.

a) El Segundo Isaías se nos muestra como heraldo de la omnipotencia de Yahvé y de su transcendencia (cf. Is 40, 27-31; 49, 14-16). Estos dos temas constituyen el núcleo del poema de este día: los pensamientos de Dios (en este caso su deseo de perdonar) son muy distintos de los de los hombres (vv. 8-9; ef. Is 40, 21-24; 50, 1-3) y su poder es mucho más eficaz que el de los falsos dioses y los ídolos (vv. 10-11; cf. Is 40, 12-16).

b) Al defender enérgicamente el monoteísmo (Is 41, 8-14; 17-20, etc.), el Segundo Isaías define simultáneamente la unidad de la historia del mundo. Si Dios es único, no tiene por qué te­mer la competencia de otro en su modo de dirigir la Historia: todas las etapas de esta historia son queridas por El y conducen a un futuro escatológico; ninguna fuerza podrá contradecir su designio (simbolizado aquí por la "Palabra", vv. 10-11).

La esperanza en la realización del plan de Dios sobre el mundo, por tanto, no puede tener mejor apoyo que la fe en el Dios único y transcendente.

En los capítulos anteriores el profeta se ha detenido, sobre todo, en mostrar cómo los acontecimientos de la Historia, tan­to los fastos como los nefastos, lejos de ser un juguete en ma­nos de los falsos dioses, o de las fuerzas dualistas, estaban di­rigidos por Dios mismo, con vistas al progreso de su pueblo. Por tanto, dentro de determinadas circunstancias, que a veces pro-

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vocan la desesperación o la inquietud, Yahvé está presente, realizando imperturbablemente sus designios. Aun cuando los acontecimientos parezcan contrariar el plan de Dios, o la pro­moción de la Humanidad (vv. 8-9), Yahvé realiza su obra; cuan­do el hombre imagina que su pecado es demasiado grande como para que se le pueda perdonar, Dios le revela una perspectiva que escapa a las normas de la justicia humana.

II. Amos 7, 12-15 Amos aparece en el reino del Norte hacia el 1.a lectura año 750, durante el largo y próspero reina-2° ciclo do de Jeroboam II. Era judío, proveniente

de Teqoa, al sur de Jerusalén. El mismo afir­ma su proveniencia del pueblo (v. 14), lo cual no quiere decir que fuese un ignorante o inculto. Proclama sus vaticinios en Bethel, el principal lugar sagrado del Norte, opuesto al centro cultural, más artificial, de Samaría. El contenido de sus orácu­los es siempre el mismo: que el reino del Norte no descanse sobre sus laureles; el fastuoso reino de Jeroboam toca a su fin y, después de él, vendrá el desastre (Am 7, 9).

a) Estos oráculos son mal acogidos. Se asimila a Amos al clan antirregalista, que se alinea con las cofradías de profe­tas más o menos anarquistas que querían la caída del poder. El sacerdote de Bethel, sin duda para no crearse complicaciones, le ruega al profeta que se vaya. Bethel es un santuario real, no puede mantener a personas que denigran la institución real (v. 13). Amos protesta: no forma parte de ningún complot, no forma parte de ningún grupo de profetas (v. 14), posee una vocación que le ha sido dada directamente por Dios sin que él tuviera disposiciones especiales para recibirla (v. 15). Nos pa­rece ver, en esto, a Pablo afirmando su independencia frente a los Doce y al judaismo oficial. Amos no era profeta profe­sional; al contrario, todo le inclinaba hacia la vida agrícola. Si ha hablado es porque una necesidad interna le obligaba a hacerlo por encima de las consideraciones profesionales 1.

b) El sacerdote de Bethel asimila, pues, a Amos a los pro­fetas que ejercen su ministerio profesionalmente y reciben una retribución por el ejercicio de su profesión. La sanción normal que el sacerdote establece contra este profeta es la privación de los medios para su subsistencia. Pero precisamente Amos es libre frente a todo salario. Su ministerio es independiente de toda retribución. No ha buscado un salario, y de ello la primera beneficiaría es su libertad de expresión.

Véase el tema doctrinal de la vocación, tomo II, pág. 45.

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6-9; 55, 13); no obstante modifica más de un punto importante. Asi, el estado paradisíaco prometido al vmiverso ya no se halla ligado a la salvación del pueblo de Israel, como en el Antiguo Testamento, sino a la revelación de nuestra filiación divina (vv. 21-23). El día en que esta se realice en todos los hombres, hasta el punto de transfigurar sus cuerpos, transfigurará igual­mente a toda la Naturaleza, liberándola de la esclavitud a la "vanidad" y adaptándola al nuevo estatuto de la Humanidad.

* * *

Lejos de poner su esperanza en cierta especie de inmortali­dad separada del cuerpo y del mundo, según la concepción griega, lejos de situarla en un más allá del mundo y de la vida a la manera gnóstica, Pablo define la esperanza cristiana en el presente. Lo que se espera no es un más allá, sino algo interior que no puede alcanzarse más que viviendo su vida en el mundo. Pablo, además, ha desmitificado el "más allá" de la muerte recordando al cristiano que ya está muerto por el bautismo, que está ya, de alguna manera, en este "más allá" con el que sueña y que puede alcanzarlo uniéndolo al "interior" profundo de la vida.

V. Efesios 1, 3-14 Este pasaje inaugura la lectura de la carta 2.a lectura a los efesios, que proseguirá durante algunos 2° ciclo domingos. Parece que esta carta fue escrita

en Roma, entre los años 61 y 63, es decir, durante la primera cautividad de Pablo. Desde las grandes epís­tolas clásicas el apóstol ha profundizado su reflexión y amplia­do su horizonte. Esta nueva carta puntualiza su evolución, mar­cada de modo especial por la polémica con el judaismo y el sincretismo de Colosos y de Efeso.

La carta tiene un matiz más bien contemplativo. En ella podemos distinguir una parte litúrgica (Ef 1, 3-3, 21) y una parte parenética (Ef 4, 1-6, 20), ambas marcadas por la con­templación del misterio de la reconciliación de los judíos y de los paganos en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y signo para toda la Humanidad.

El pasaje que se lee en la liturgia de hoy reproduce la "ben­dición" con la que Pablo abre su epístola. En ella podemos dis­tinguir una introducción (v. 3), una primera estrofa (vv. 4-6) que se cierran con una fórmula de glorificación a Dios; des­pués viene una segunda estrofa (vv. 7-12) coronada igualmente por una mención a la gloria divina4.

4 .1. CAMBIER, "La Bénédiction d 'Ephes iens 1, 3-14", Z. N. T. Wiss., 1963 págs. 58-104, que se puede completar con los datos que ofrece S. LYONNET, "La Bénédict ion d 'Ephesiens 1, 3-14 et son arr iere-plan juda íque" , Mél. Gelin, 1961, págs. 341-52.

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Esta bendición se inspira probablemente en una oración del ritual judío para cada día, donde encontramos temas idénti­cos: la paternidad divina (v. 3) y la elección (v. 4); expresio­nes semejantes, como "riqueza de la gracia" (v. 7), "alabanza de Dios" (vv. 6, 12 y 14, fórmulas que cierran cada estrofa), "en el amor" (vv. 4 y 6). Las diferencias entre estas dos oraciones son significativas por sí mismas: donde el ritual judío da gra­cias a Dios por el don de la ley, Pablo lo hace por el don de su Hijo (v. 6).

a) La estrofa introductoria establece de golpe los grandes temas no solo de la oración, sino de toda la carta. Se trata, en efecto, de una acción de gracias por la salvación (que aquí se presenta como una bendición) querida por el Padre, merecida por Cristo y realizada por el Espíritu.

Las bendiciones saludables por las que se alaba a Dios con la muerte (v. 7) y la glorificación de Cristo (Ef 1, 10), el co­mienzo de la vida divina en el hombre por la fe y el bautismo (Ef 1, 13) y en el mundo, gracias al señorío de Cristo (Ef 1, 10). La expresión "en los cielos" que califica a estas bendiciones designa todo aquello que no es ni la "carne y la sangre" (Ef 6, 12), ni las "potencias celestiales" suplantadas por Cristo (Ef 4, 7-16; 5, 23). La expresión "en Cristo" significa la mediación por la que las bendiciones del Padre se realizan desde que Cris­to ha sustituido, en el orden de la salvación, a la "carne" y a los "espíritus".

b) La primera estrofa (vv. 4-6) explica cómo la bendición de Dios beneficia al hombre, llamado por Cristo a la santidad. Esta bendición es elección del amor del Padre y acaba transfor­mando a los hombres en hijos de Dios, "herederos" de los pri­vilegios ligados hasta ahora al cumplimiento de la ley (Gal 3, 18), vinculados a la presencia renovadora del Espíritu Santo (Rom 8, 14-17). La santidad es el primero de estos privilegios, es una comunicación con la vida misma de Dios (Lev 19, 2) por su amor, un amor que desemboca en la adopción filial de los hombres (v. 5).

c) La segunda estrofa (vv. 7-12) enumera los beneficios de la obra de Cristo. El primero es la redención, donde la abun­dancia de la gracia acompaña a la remisión de los pecados (Rom 13, 21-26; Col 1, 14).

Esta redención o "remisión de los pecados" es, de hecho, la posibilidad ofrecida a todo hombre unido a Cristo de superar los propios límites y faltas, en la búsqueda de los más profundo, de "lo interior" de las cosas y de las exigencias que de ello de­rivan: "si te piden tu capa, da también tu túnica".

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de su título de primer hombre, a favor de Jesucristo. Los co­mentarios sobre la existencia de los seres angélicos son también inútiles: tenemos a Cristo, y esto basta. Pablo combate, pues, la problemática de la gnosis tomando su vocabulario; no se puede trasponer su realismo a la doctrina cristiana sin haber hecho antes un inventario previo.

Así, pues, la perspectiva de este himno es doble. El Señor resucitado se convierte en Jefe de los fieles que quieran seguirle participando en la vida de la Iglesia. Pero su resurrección lo es­tablece y lo confirma en una preeminencia absoluta sobre la creación natural, y este derecho de preeminencia le viene no solo de que El es el Creador, sino también, y sobre todo, de que El es el Señor de la creación, por su resurrección. En efecto, según la cosmogonía de San Pablo, las potencias y dominaciones angélicas habían usurpado un poder sobre esta creación que la resurrección de Cristo vuelve a dar a su primitivo Dueño.

Sin embargo, se corre el peligro de concebir el señorío de Jesús en la misma línea que el de las potencias angélicas, como un reino que quitaría al hombre la libre elección de su destino. No obstante, no es así. Solo el señorío de Cristo, entre los demás señoríos, no es alienante para la Humanidad ni para la creación. En efecto, este señorío, conquistado por Cristo en su vida hu­mana, se ejerce mediante el trabajo del hombre que recapitula la creación y la espiritualiza progresivamente, perfeccionándose él mismo en la confrontación con la Naturaleza y participando así en el gobierno de Cristo sobre todas las cosas.

Cristo es el Señor de una creación coordinada por el hom­bre restaurado, y si adquiere este señorío en el misterio de su resurrección es porque esta es la prueba significativa de la reconciliación del cuerpo y del alma, de la materia y del espí­ritu, de la tierra y del cielo. Si la Eucaristía tiene sentido des­pués de una lectura como esta es porque realiza ya la victoria del espíritu sobre la materia y sobre la "carne"5.

VII. Mateo 13, 1-23 La parábola del sembrador plantea al lec-evangelio tor tres problemas sucesivos: el significado l.er ciclo de la parábola tal como salió de los labios

de Cristo (vv. 1-9), el valor que Mateo le atribuye introduciéndola en esta parte de su Evangelio y, fi­nalmente, la significación de la explicación que da la Iglesia primitiva (vv. 18-23).

Véase el tema doctrinal del señorío de Cristo, tomo IV, p 89.

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a) En cuatro escenas sucesivas, colocadas entre una des­cripción de la siembra (v. 3) y una descripción de la recolección (v. 8), la parábola propiamente dicha se interesa, sobre todo, por la suerte reservada a la semilla en los cuatro terrenos di­ferentes. Las escenas están dispuestas de manera progresiva y optimista, para desembocar en la visión de la fructificación extraordinaria de la semilla.

El tema de la cosecha, imagen de los últimos tiempos, es tradicional en Israel (Jl 4, 13); lo nuevo es la insistencia en las laboriosas siembras que la preparan. Jesús, pues, suaviza li­geramente el matiz escatológico de la venida del Reino (cose­cha) subrayando más bien las condiciones difíciles de su reali­zación. Proclama la venida del Reino, pero insiste en la lenti­tud de su instauración y en la dificultad de su maduración6.

b) Insertando esta parábola en este lugar de su Evangelio, Mateo da una interpretación cristológica de la parábola. Jesús se plantea el problema de los fracasos y de las resistencias que se oponen a su mensaje; ceguera de los escribas, entusiasmo superficial de las masas, desconfianza de sus parientes, etc. Pre­tende dar un sentido a esta incomprensión y lo descubre en la oposición entre el trabajo casi infructuoso del sembrador y la rica cosecha que se recogerá en su tiempo oportuno. Jesús pien­sa en su misión difícil y la analiza a la luz del juicio que se acerca. Concretamente, este juicio se produce a través de la inteligencia que los discípulos parecen mostrar (vv. 10-17) y que compensa la indiferencia de los otros miembros del audi­torio.

c) La explicación de esta parábola nos la dan las comuni­dades primitivas. Para ellas ya no hay que explicar la misión de Cristo, sino las motivaciones de su conversión; la cosecha final no les da miedo, sino más bien las dificultades cotidianas que suscita la persecución (v. 21).

Desde este momento la interpretación adopta un matiz ale­gorizante; cada escena de la parábola se interpreta en función de un tipo de conversión: ya no importa tanto la semilla como la manera en que es acogida. Hasta el matiz escatológico de la parábola se difumina en consideraciones, sobre todo psicológi­cas y parenéticas (v. 24). Jesús era optimista sobre el sentido de su misión; la Iglesia primitiva parece más preocupada.

6 A. GEORGE, "Le Sens de la parabole des semailles", Sac. Pagina, 1959, págs. 163-69^

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VIII. Marcos 6, 7-13 No nos detendremos en la exégesis del evangelio importante discurso de misión ya comen­t o ciclo tado a propósito de Mt 9, 35-10, 8 (11.° do­

mingo) y de Le 10, 1-11 (14.° domingo). Recordemos solamente que Marcos ha adoptado la versión breve (paralela a Le 9, 3-5).

IX. Lucas 10, 25-37 Este extracto del Evangelio se compone evangelio de tres partes: 1) la afirmación de la di-3.eT ciclo cha de los apóstoles que ven y compren­

den lo que los reyes y profetas hubieran querido ver y comprender y que asisten a la realización de los designios de Dios; 2) una discusión sobre el mandamiento más importante, que Lucas introduce aquí, pero que parece haber sido sostenida después de la entrada de Cristo en Jerusalén (Mt 22, 34-40), y 3) la parábola del buen samaritano, propia de Lucas.

La discusión en torno al mandamiento más importante rom­pe la unidad de la narración. En efecto, a la pregunta del es­criba "¿quién es mi prójimo?", Cristo responde con una pará­bola que explica cómo hay que amar a los demás. No hay, pues, continuidad entre la pregunta y la respuesta. Sin duda, Lucas habrá introducido aquí la discusión sobre el mandamiento más grande para hacer de la parábola del buen samaritano la con­clusión moral de esta enseñanza. En cambio, si se hace abstrac­ción de esta discusión todo se aclara y el relato del buen sama­ritano parece como una parábola del Reino, del mismo modo que la del buen pastor y la de la semilla.

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a) A rechazar una interpretación puramente moral de esta parábola nos inducen también algunos términos concretos. En el v. 33, el samaritano "se mueve a compasión". Esta pala­bra en griego designa únicamente la misericordia de Dios, o la de Cristo (Mt 9, 36; 14, 14; Le 7, 13; 15, 20). Designa, pues, un sentimiento divino que inspira al samaritano; él es, así, imagen de Dios, la revelación del amor de Dios por el hombre. Otro término revela un significado también muy preciso: en el versículo 35 se evoca el "retorno" del samaritano (épanerches-thai). Este retorno no tiene casi sentido si la parábola se limita a ser una historia con una conclusión edificante. ¿No se trata­rá quizá del retorno de Cristo al final de los tiempos? Tenemos un indicio de ello en el hecho de que esta palabra solo se en­cuentra una vez en el Nuevo Testamento y precisamente con esta significación (Le 14, 21).

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Finalmente, el esquema de nuestra parábola integra curiosa­mente el de la parábola del buen pastor y la del hijo del dueño de la viña (Jn 10; Le 20, 9-18). Del mismo modo que el buen pastor viene a salvar las ovejas despojadas, golpeadas y desti­nadas a la muerte (Jn 10, 10) y que el hijo del dueño de la viña se presenta después de los profetas enviados en vano, el buen samaritano llega después de los sacerdotes y los levitas que no han querido ni podido salvar al hombre herido. El sa­maritano revela el amor de Dios a la Humanidad; la cuida por los sacramentos del óleo y del vino y la confía al albergue de la Iglesia. La introducción de nuestro Evangelio recobra enton­ces todo su sentido: los apóstoles son bienaventurados porque están asistiendo, por fin, a la manifestación del amor de Dios y porque van, a su vez, a revelarlo con más eficacia que los sacerdotes y levitas judíos.

b) Sin duda, hay que ver en esta parábola, además, un re­flejo de la historia de la salvación, del mismo modo que en las otras grandes parábolas del Reino. Cristo viene, bajo la apa­riencia de un samaritano, es decir, de un despreciado (Jn 8, 48), como el hijo del dueño de la viña, para revelar el amor de Dios allí donde las técnicas de salvación paganas y judías fracasa­ron. Por otro lado, la historia del buen samaritano puede ha­berse inspirado en 2 Cr 28, 15, donde los samaritanos adoptan frente a los judíos procedimientos caritativos parecidos a los que describe el relato de Lucas: mención de Jericó, cuidados para con los escapados a una masacre, colocación de los impe­didos sobre las monturas, preocupación por darles cobijo.

c) Lucas ha precedido esta parábola con la discusión sobre el mandamiento más importante para mostrar que el deber de la caridad reviste nuevas exigencias después de Cristo. Amar al prójimo como a sí mismo no basta, hay que preguntarse cómo se puede ser el prójimo de los demás y amarlos como Dios los ama. Esta es la intención del discurso después de la Cena en el que se da un mandamiento nuevo: amar a los otros como uno mismo ha sido amado (Jn 13, 34). Es importante, pues, to­mar conciencia de la pertenencia a esta Humanidad herida, abandonada medio muerta al borde del camino, que Cristo ha venido a salvar. En este caso la caridad no se entiende como una simple obligación moral, sino como reflejo del amor de Dios, signo de los últimos tiempos en que la misericordia divina viene a reemplazar a los medios de salvación judíos. Al despla­zar la discusión sobre el mandamiento más importante y ha­cerla desembocar en la parábola del buen samaritano, Lucas hace progresar la doctrina de la caridad (véase el contraste en­tre el relato de Lucas y Mt 22, 34-40; Me 12, 28-31) y prepara la concepción de Juan7 .

7 Véase el tema doctrinal del verdadero sentido de la historia, en este mismo capítulo; véase también el tema doctrinal del doble amor, tomo II, pág. 240.

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B. LA DOCTRINA

1. El tema de la esperanza y de las esperanzas humanas

El hombre moderno ha reprochado insistentemente al cris­tianismo el ser una fuente de alienación, puesto que si invita al hombre a poner toda su esperanza en Dios, le apar ta de sus tareas humanas en el mundo, destruyendo con ello su esperan­za humana.

¿Qué debemos pensar de una acusación tan grave? ¿Con­cierne al propio cristianismo o solamente a la manera defec­tuosa con que los cristianos lo han vivido has ta el amanecer del mundo moderno? Es verdad que algunas maneras de com­portarse en el aspecto religioso testimonian una verdadera eva­sión de este mundo y de las responsabilidades que conciernen al hombre. Pero ¿estos comportamientos tienen su origen en la fe en Cristo o, por el contrario, ponen de manifiesto una fe degradada?

Es de la mayor importancia el dar a estas preguntas una respuesta conforme a la verdad del cristianismo. Si se demuestra que el cristianismo, criticado por el hombre moderno como fuen­te de alienación, es un cristianismo truncado, sería urgente que los cristianos hicieran su autocrítica y aceptaran la conversión que resultara necesaria. La fe estaría entonces en peligro. Pero, por encima de todo, la evangelización del mundo se encontraría gravemente comprometida.

La reflexión que proponemos para este domingo, acerca del tema "esperanza cristiana y espera humana", nos Ruede ayu­dar a comprender mejor el alcance de las críticas formuladas, por el hombre moderno. Dicha reflexión puede ayudar al cris­t iano a comprender mejor la verdadera naturaleza de sus res­ponsabilidades en la situación actual del mundo.

El esfuerzo de Israel Israel es un pueblo demasiado realista por la consecución para despreciar los bienes de la tierra. de los bienes terrenos También cuando comprueba que esta

tierra, la mayoría de las veces, es un valle de lágrimas, dirige su mirada hacia un futuro que nade en la abundancia, hacia una tierra nueva, donde pueda disfrutar de una felicidad sin límites, al mismo tiempo que del conocimiento de Dios, de la conversión de los corazones, la conversión de las naciones, el culto perfecto. Si Yavhé y su Reino universal cons­tituyen el objeto de la esperanza de Israel, esto no quiere decir que el creyente no deba mirar ya a la t ierra en la que se en­cuentra, sino solamente que debe esperar que sea renovada, a

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fin de que desaparezcan los obstáculos que se oponen a la feli­cidad temporal.

La tendencia de Israel hacia los bienes terrenos, ¿quiere decir que su esperanza religiosa oculta una auténtica esperan­za humana, en el sentido moderno de la palabra? ¿Su aspira­ción a la felicidad temporal es la fuente de un proyecto de transformación de esta tierra, que si se ejecutase pondría de manifiesto los recursos propios del hombre? La respuesta a esta pregunta debe hacerse matizando debidamente. Para Israel, está bien claro que la felicidad temporal es, ante todo, una ben­dición divina que nace de la benevolencia gratui ta de Dios, pero que, al mismo tiempo, es necesariamente el fruto normal del trabajo del hombre. Y también es claro para Israel que la dominación sobre todos los pueblos no le puede ser concedida más que por una intervención todopoderosa de Yahvé, pero que esto no dispensa a Israel de pensar en los medios con los que debe cooperar a la acción divina...

Por otra parte, Israel está convencido, por experiencia, de que una tierra que está unida indisolublemente al sufrimiento y a la muerte, es incapaz de engendrar una felicidad temporal verdadera. Una tierra que sufre las consecuencias del pecado necesariamente tiene que ser una tierra condenada. Por tanto, hay que esperar la intervención salvadora de Dios que, al libe­rar al hombre del pecado, ha rá posible el nacimiento de una tierra nueva, de un paraíso terrenal todavía más maravilloso que el primero.

Por consiguiente, Israel no es un pueblo que busque su feli­cidad en la evasión. Nada se ve en él que haga soñar con la concepción griega de la nueva subida del alma inmortal a Dios, después de haberse sacudido el yugo de este cuerpo corruptible. Sin embargo, estamos todavía lejos de tener una esperanza en Dios que sea en el hombre fuente de una auténtica esperanza hu ­mana. Sobre este punto, el cambio decisivo se ha dado con Je ­sús de Nazaret.

Jesucristo, Salvador Cjmo Mesías, Cristo proclama que el Rei-y verdadero rostro no de Dios ha llegado ya. Contrariamente de la esperanza a lo que esperaban los judíos, el Reino no

viene con estrépito y además no cambia nada de la faz de la tierra. Todo sigue su curso habitual . El Reino, que no es de este mundo, se implanta en este mundo, pero de una manera invisible, como la más pequeña de las se­millas. Luego irá creciendo progresivamente, y, cuando haya alcanzado la talla requerida, entonces será el fin, y Cristo en­tregará el Reino a su Padre.

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La concepción judía de la esperanza se ve puesta en un aprieto. La venida del Reino a este mundo sin que la condición de la tierra sea modificada para nada; la insignificancia apa­rente de esta venida, que no cambia nada del estatuto político de Israel ante las naciones, todo ello corresponde realmente muy poco a la esperanza de Israel, hasta el punto de que incluso los propios discípulos de Jesús no lo comprendieron hasta el el día de la Ascensión, ya que llegaron a hacerle la siguiente pregunta: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino en Israel?" (Act 1, 6).

Para entrar en los caminos de Cristo hay que empezar por dirigir una mirada nueva sobre la condición terrena, una mi­rada muy distinta de aquella que estaban acostumbrados a di­rigir los judíos. Esta tierra en la que el hombre tiene que en­frentarse muchas veces con el sufrimiento y con la muerte no es una consecuencia del pecado. Cristo, que no tiene pecado, también debe afrontar la misma muerte y el mismo sufrimiento como cualquier otro hombre. Lo que sí es consecuencia del pe­cado es el sentido que tienen el sufrimiento y la muerte para el hombre pecador, ya que en el camino del orgullo se presentan como obstáculos infranqueables. Mientras que si se los afronta como lo hizo Cristo, con espíritu de obediencia a su condición de criatura y con la abnegación que tal obediencia lleva consigo, resulta que El les ha descubierto su verdadero sentido. La muer­te especialmente se convierte en el terreno privilegiado del don total de sí mismo, el terreno en el que se concreta de una manera verdaderamente real, el doble amor de Dios y de todos los hombres.

Con ello, se manifiesta el verdadero aspecto de la esperanza en Dios. Su objeto trasciende toda perspectiva terrena. El Rei­no inaugurado en Cristo no es de este mundo; es la familia de los hijos de Dios, y la felicidad que produce no se puede com­parar con ninguna otra felicidad temporal. La Humanidad y la creación pueden tener acceso a dicha felicidad pasando por la muerte, siguiendo a Cristo y unidas estrechamente a El. Pero, por otra parte, el Reino viene a este mundo, y se arraiga en el Hombre-Dios y debe ir creciendo de una manera progresiva, por medio de la cooperación de todos los hombres que siguen a Cristo por el camino de la obediencia hasta la muerte en la cruz. Por consiguiente, ponen por obra el doble amor de Dios y de todos los hombres. La verdadera esperanza se convierte en­tonces en fuente de una auténtica esperanza humana.

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La esperanza vivida en la De hecho, al considerar la historia Iglesia y el dinamismo de la Iglesia, ¿qué es lo que compro-de la historia bamos? En la comunidad primitiva,

la antigua esperanza escatológica —la espera de un Reino que había de venir, fabricado ya desde arriba—se transformó muy pronto en una actividad misionera muy intensa. La intervención de San Pablo desempeñó un gran papel en este cambio. Las promesas se habían cumplido ya en Cristo; la gloria esperada era ya una realidad actual. Pero ha­bía que completar "lo que faltaba" a la Pasión de Cristo. Todos estaban llamados a trabajar en este mundo, como compañeros de Cristo, en la edificación del Reino.

Ahora bien, la misión universal, concebida primeramente por San Pablo como una tarea que estaba a su alcance, se re­vela poco a poco como algo de una extraordinaria complejidad. La misión, que es siempre una tarea urgente, no puede reali­zarse sino con una extrema lentitud y con una paciencia in­quebrantable, pues, como se refiere al hombre en su búsqueda de la salvación, compromete todas las realidades de su acon­tecer histórico. La misión, por ser la expresión privilegiada del amor fraterno universal, da testimonio de un poder que es ca­paz de renovar la faz de la tierra. Desde el momento mismo en que invita al hombre a entrar en la Familia del Padre, la mi­sión pone en movimiento un dinamismo que llama al hombre, apelando a todos los recursos de su condición de criatura. Al hombre que se ha liberado del pecado, le hace estar atento a sus responsabilidades de este mundo. El amor que edifica el Reino que no es de este mundo, se manifiesta en él necesaria­mente como un poder de transformar el mundo, a fin de hacerlo cada vez más humano, cada vez más conforme a las normas evangélicas. La misión, cuando despierta al hombre su voca­ción divina, le manifiesta al mismo tiempo su verdad y su mi­sión como criatura.

La toma de conciencia por parte de la Iglesia de la repercu­sión que tiene la esperanza en el terreno de los proyectos de civilización no se ha hecho en un día. Ha sido necesario tiem­po, mucho tiempo, para que se puedan medir todas las conse­cuencias que entrañaba la fe en Cristo. Fue necesario, sobre todo, que muchas generaciones de creyentes vivieran de esta fe y descubrieran por su experiencia a donde les conducía.

El anuncio de Cristo Si lo que acabamos de decir es verdad, al mundo actual y ¿cómo se explica que el advenimiento del la participación de mundo moderno haya sido en parte mi-la esperanza humana rado con malos ojos por los cristianos y,

especialmente, por los católicos? ¿Cómo los cristianos pueden haber dado motivo para la crítica de alie-

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nación religiosa? ¿Cómo los cristianos del siglo xix han podido predicar la resignación a los obreros de la naciente industria, que eran víctimas de una explotación evidente a todas luces?

Diversos factores explican estas reacciones. La Iglesia, he­redera de las costumbres de la cristiandad que la invitaban a ser un amparo para el hombre, tuvo miedo de que el hombre moderno quisiera revivir el viejo sueño de Prometeo. ¿La de­fensa de una autonomía legítima no encubriría la tentación de disputar a Dios sus derechos, en nombre del poder sobre la naturaleza que aportaba realmente el crecimiento de las cien­cias y pronto también de la técnica? Por otra parte, es cierto que los cristianos, e incluso los hombres que no dependen de la Iglesia, han visto en el cristianismo una fuerza capaz de salvar la cohesión del viejo orden establecido, puesto que había con­seguido articularse con el orden social de la cristiandad. Ade­más, cuando el cristianismo es la religión de todo un pueblo, unos y otros lo viven según distintos niveles de profundidad. Algunos elementos de paganismo o, al menos, de judaismo, permanecen presentes en su conciencia, y de hecho influyen en su comportamiento, y esto es lo que justifica la crítica de alie­nación religiosa.

El anunciar a Cristo en el mundo actual exige—y de ello nos vamos dando cuenta cada vez más—la purificación de estas es­corias heredadas del pasado y que siempre nos amenazan, si no nos guardamos bien de ellas. En realidad, la toma de concien­cia del hombre moderno del poder que tiene sobre la natura­leza puede ayudar al cristiano en esta obra de purificación. El ejercicio de este poder da a la esperanza humana el punto de apoyo para una consistencia más vigorosa y, en todo caso, percibida con mayor claridad. Si esto puede producir en el hom­bre la tentación de Prometeo, sin embargo, no quiere decir que le conduzca necesariamente a ella. Y, cuando la esperanza hu­mana se percibe con más claridad según su propia consistencia, la esperanza cristiana que la suscita descubre más fácilmente su verdadero sentido. Cuando una y otra se han manifestado en su autenticidad, la esperanza humana y la esperanza cristiana aparecen al mismo tiempo como radicalmente distintas y como íntimamente articuladas una y otra. La verdad concreta del hombre es solo una. El orden de la esperanza cristiana y el or­den de la esperanza humana no están ni yuxtapuestos ni su­perpuestos, sino que estas son únicamente las dos dimensiones distintas y necesarias del único obrar humano que esté confor­me con los designios divinos.

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La celebración eucarística Se ha dicho y se ha repetido muchas o la reconciliación de veces que la celebración de la Euca-la esperanza y de la ristia era el jalón fundamental de esperanza humana la historia de la salvación. Dicha ce­

lebración es el lugar por excelencia donde se concreta y se nos revela el verdadero rostro de la es­peranza. La Eucaristía es el memorial de la cruz de Cristo, "has­ta que El venga", y por eso ofrece a la esperanza el terreno pri­vilegiado de su auténtico nacimiento. La esperanza concierne, en efecto, a la edificación del Reino. Pero este Reino, que no es de este mundo, debe construirse aquí abajo, por un entren -tamiento cotidiano con la muerte, en el que los cristianos están llamados a seguir las huellas de Cristo en su Pasión. El Reino que esperamos cuando celebramos la Eucaristía es por identidad el mismo Reino que tenemos la misión de edificar siguiendo a Cristo, y nuestra esperanza está fundada porque se basa en la victoria obtenida de una vez para siempre por Cristo cuando murió en la cruz. Cuando la participación de la Eucaristía se presenta como ese lujo que pueden permitirse hombres que ne­cesitan una evasión, o simplemente como un lujo de vida es­piritual, se la ha desfigurado por completo. Por su misma na­turaleza, la celebración eucarística invita a los fieles a poner manos a la obra. Es la acción más seria que puede hacer el hombre.

Pero, porque revela y promueve el verdadero sentido de la esperanza, la Eucaristía nutre sin cesar la reconciliación de la esperanza humana. Al llamar al hombre para que construya el Reino, le libera de su pecado y le pone en disposición de reali­zar el ejercicio más lúcido de sus recursos humanos. La Euca­ristía le invita a movilizar todas sus energías para construir una ciudad humana que dé testimonio, en cuanto sea posible, de una victoria diaria sobre la muerte; una ciudad digna del hombre, en la que las conquistas logradas por el amor hagan retroceder sin cesar las fronteras del odio y de la división.

2. El tema del verdadero sentido de la historia

Los cristianos de nuestro tiempo que participan con inten­sidad de las mismas legítimas ambiciones del hombre moderno, se sienten desconcertados muchas veces por la estrechez de los horizontes de su fe o al menos de la fe que ellos viven. Casi se sienten molestos por ser creyentes. Se acomoden o no a esto, de todos modos se produce una especie de ruptura entre sus actividads religiosas y sus actividades humanas. Si permane­cen fieles a las primeras, es porque saben de una manera teó­rica que esto tiene una gran importancia. Pero su interés se centra especialmente en las segundas, y a través de ellas es como calibran la importancia de sus vidas en este mundo. Este

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divorcio entre la fe y la obligación de construir el mundo, evi­dentemente resulta algo muy perjudicial para la autenticidad de una y de otra.

Pongamos un ejemplo cualquiera. A diferencia de sus prede­cesores, el hombre moderno tiene la idea de que él ha sido el primero que ha dado valor a la historia. Oponiéndose al eterno retorno de las cosas, usa de su poder prestigioso sobre las fuer­zas de su naturaleza para transformar el mundo y humanizar el cosmos. La historia no es ya una realidad prefabricada, una realidad preexistente que hay que aceptar y acomodarse a ella nos guste o no. La historia es una tarea que hay que realizar, como una victoria progresiva que hay que ganar sobre los múl­tiples obstáculos que se oponen a la terrena felicidad del hom­bre. Los cristianos de nuestro tiempo comparten este sentido de la historia con nuestros hermanos no creyentes, pero, des­graciadamente, apenas se preguntan sobre el riesgo verdadero que entraña la historia que hay que construir, ni sobre la re­lación que tiene con la historia de la salvación.

Ahora bien: la fe en Jesucristo nos invita a plantearnos una pregunta fundamental: ¿El hombre moderno ha valorado de verdad lo que representa la historia? ¿Cuál es exactamente el contenido de su sentido de la historia? ¿Es algo distinto de una nueva tentativa del hombre para anular la historia, pero esta vez haciéndose dueño del desenvolvimiento temporal y no tra­tando de escapar a él? Por consiguiente, ahora más que nunca es necesario que el cristiano profundice en su fe en Cristo y que reconozca en El la fuente a partir de la cual poder evaluar rectamente el sentido de la historia que debe promover en nuestros tiempos actuales. Si es verdad que Cristo ha descu­bierto realmente la historia en lo que tiene esta de íntegra­mente humana, la ignorancia del cristiano en este sentido se­ría imperdonable.

El sentido de la historia Durante todo el período precientífico, en el pueblo judío la reacción espontánea del hombre

ante los acontecimientos y el desen­volvimiento temporal de la existencia diaria es una reacción de evasión, de huida. En la búsqueda de su salvación, el hombre tiene necesidad de seguridades, y como el acontecimiento, en lo que tiene de imprevisible e inesperado no se las puede dar, no trata de valorizar la historia como tal, sino que, por el contra­rio, trata de anularla. Para llegar a esto, ¿cómo proceder? Tra­ta de evadirse del mundo profano en el que se encuentra su­mergido y relacionarse con el único mundo que puede colmar sus aspiraciones profundas: el mundo de lo divino. El punto de apoyo de esta comunicación se nos ofrece en este mundo en todo lo que es sólido, estable y cíclico. Para escapar de la va-

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nidad de su existencia profana, el hombre encuentra el medio de coincidir, en cuanto sea posible, con el obrar de los dioses, un obrar ejemplar que no está sometido a los vaivenes de la his­toria, al sufrimiento ni a la muerte.

Por el contrario, el pueblo judío se compromete resuelta­mente, bajo la dirección de los profetas, en la extraordinaria aventura de una confrontación realista con los acontecimientos. Con frecuencia parece arrepentirse, ya que ahora se ve privado de las seguridades de antaño. La salvación que va buscando no le puede venir sino de parte del Dios Todo-Otro, cuya fide­lidad constituye la única seguridad en que puede apoyarse. Por esta confrontación con los hechos, el hombre judío va pene­trando cada vez más en su interior. Comienza por descubrir el misterio de la libertad humana. El hombre no cumple su des­tino más que por medio de la apertura y de la invocación, no por la posesión. El mirar frente a frente los acontecimientos le va enseñando de una manera progresiva que la pobreza espiri­tual es la condición sine qua non de la fidelidad a su propia condición. Dios interviene en los hechos, porque precisamente en este campo es donde el hombre se ve privado de sus ilu­siones.

Por tanto, Israel ha comprendido el valor que tienen los acontecimientos, dentro de su significación propiamente huma­na. Pero a pesar de haber emprendido un itinerario tan difícil, no ha llegado a franquear la etapa que le habría permitido va­lorar la historia como tal. En efecto, existe un aspecto esencial del acontecimiento que no ha dejado de parecerle un obstáculo infranqueable: la muerte. De hecho, el hombre pecador no puede verla de otro modo. El aceptarla como parte integrante de la condición humana exige el renunciar radicalmente al pe­cado. Así, pues, se comprende que la esperanza de Israel se dirija hacia nuevos cielos y nuevas tierras, fruto exclusivo de la intervención divina, en el día de Yahvé. Pero, al mismo tiem­po, ha anulado la historia.

La valoración definitiva La intervención de Jesús de Nazaret de la Historia, introduce un cambio radical en la vi-en Jesucristo sión escatológica de Israel. Cristo

inaugura el Reino en este mundo, sin trastornar la condición terrena del hombre. Este Reino no es más que una pequeña semilla, la más pequeña de todas, pero está destinada a ir creciendo cada vez más, hasta englobar a la Humanidad entera. Cristo ha puesto la primera piedra de este Reino, la piedra angular sobre la que se edificará toda la cons­trucción. Todos los demás hombres están llamados a ser cola­boradores de Cristo en esta construcción.

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¿Qué es lo que ha pasado? Jesús ha llevado hasta el fin la confrontación realista con el acontecimiento. El, que no tenía pecado, ha descubierto el verdadero rostro de la muerte que todo acontecimiento lleva en sí. El aceptar la muerte por obe­diencia restituye la libertad humana a su verdad, porque le invita a desplegar toda la autenticidad de que es capaz y a reconocer que de su propio fondo no puede sacar nada que colme sus más profundas aspiraciones. La muerte invita a la pobreza radical, a despojarse por completo de sí mismo. Pero simultáneamente Jesús salva al hombre porque El es el Hombre-Dios. Llama la atención el que la salvación del hombre, dentro de la cual la libertad humana es hecha capas, por la gracia de acomodarse filialmente a la inicitiva de Dios, sin tener que le­vantarse por encima de su condición de criatura creada. Con la intervención de Jesús de Nazaret, la historia se ha revalo-rizado por completo, porque en el corazón mismo del aconteci­miento vivido en obediencia se instituye la edificación progre­siva del Reino de Dios. La historia íntegra del hombre, que es una historia de salvación, encuentra en Cristo su fuente ade­cuada. Los últimos tiempos, esperados con tanta impaciencia por el pueblo de Israel, en realidad abren la página de la his­toria hasta sus últimas dimensiones.

El crisol donde se elabora esta historia tiene un nombre: el amor. La obediencia hasta la muerte, y hasta la muerte en la cruz, descubre a la muerte como el terreno del amor más grande, amor filial del Padre, que es una participación de Fa propia vida divina, y gracias al cual se va edificando el templo de la fraternidad universal, en la unidad del Espíritu Santo. Amor de criatura que moviliza todas las energías del hombre al servicio del reconocimiento de los demás en todo el misterio de su alteridad.

La Iglesia de los últimos La comunidad apostólica tuvo plena tiempos y el dinamismo conciencia de que con ella se habían original de la historia inaugurado "los últimos tiempos" que de la salvación el pueblo de Israel estaba esperando

con tanta impaciencia, pero que, sin embargo, habían llegado de una manera imprevista por com­pleto. Mas la Iglesia primitiva solo progresivamente va regis­trando el cambio radical introducido por la intervención de Cristo en la esperanza escatológica del pueblo judío. Antes que llegue el fin del mundo, los cristianos tienen que cumplir una misión: llevar el cristianismo hasta los últimos confines de la tierra. El tiempo de la Iglesia cubre la historia de la salva­ción propiamente dicha, de la que Cristo será siempre el prin­cipio vivo. La valoración suprema del acontecimiento, que se ha realizado en Cristo por haber afrontado la muerte, se convierte

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en el programa de ios miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia. En el bautismo, los cristianos reciben la idoneidad necesaria para que cada uno pueda aportar su propia piedra para la edi­ficación progresiva del Reino de Dios.

El dinamismo original de la historia de la salvación encuen­tra su fuente permanente en el ejercicio de la caridad. Así ha sido para Cristo; por tanto, también debe ser así para los miem­bros de su Cuerpo. La historia de la salvación es la verdadera historia del amor, que se ha manifestado en toda su amplitud en Jesucristo. La parábola del buen samaritano (véase Evan­gelio, 3.er ciclo) nos presenta el comportamiento que da valor pleno a la historia humana de los últimos tiempos. El buen sa­maritano hace lo esencial, y lo hace en el lugar y en el momento en que lo debe hacer. El buen samaritano está disponible por completo para el encuentro imprevisto con Dios vivo, en sus hermanos, en este caso, en el herido al borde del camino. Ningún obstáculo se opone a este encuentro, ni siquiera el hecho de que este hombre herido sea un hombre judío, y, por consiguiente, un enemigo. El verdadero amor no conoce acepción de personas, ya que se vive hasta el don total de sí mismo.

Bajo el empuje del amor va a producirse en la Iglesia una nueva toma de conciencia, que tendrá una importancia capital para el futuro de la misión en el mundo actual. Cuando se haya valorado plenamente la historia de la salvación, que es la his­toria de los hijos de Dios, hará aparecer poco a poco la con­sistencia propia de una historia interior a ella, la que el hombre tiene el deber de edificar, partiendo de sus recursos de criatura, la historia que, carentes de mejor denominación, llamamos la historia profana. El ejercicio del amor filial invita al hijo de Dios a movilizar todas las energías de que es capaz para una empresa de civilización que ofrece a la libertad del hombre el terreno de su emergencia auténtica.

El testimonio misionero Cuando el hombre moderno manifies-y el verdadero sentido ta que tiene sentido de la historia, de la historia en ¿qué es lo que quiere decir exactamen-el mundo moderno te? De hecho, afirma su señorío cre­

ciente sobre el mundo material y la capacidad que tiene para transformarlo a su medida, gracias al desarrollo de las ciencias y de la técnica. No busca, como sus predecesores, el evadirse de esta tierra, sino que, por el con­trario, afronta los hechos con el carácter que tienen de impre­visibles y con la seguridad total de que él puede dominar esta imprevisibilidad, reducirla y ordenarla a su antojo. En cada épo­ca la Naturaleza opone al hombre cierto número de retos. No importa. El hombre moderno se siente armado para superarlos,

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sacrificando lo que sea. El orden que debe procurar al hombre la felicidad que busca todavía no existe. Hay que establecerlo.

En realidad, lejos de valorar la historia, el comportamiento espontáneo del hombre moderno la despoja, por un camino nue­vo, de su originalidad propiamente humana. Es verdad que por la acción del hombre la tierra se va transformando y hacién­dose, en cierto sentido, más habitable. Pero en un mundo en el que se multiplican las seguridades en todos los órdenes, el mis­terio de la libertad humana no encuentra necesariamente el terreno de su propia expansión. En un ambiente cultural en el que el acontecimiento pierde toda su carga de suceso imprevi­sible, no ocurre nada que comprometa verdaderamente la pro­moción de la libertad del hombre, porque este no dispone de un medio para enfrentarse con su propio misterio, y entonces se debilita. Cuando la paz que hay que promover en este mundo aparece solamente como el fruto de una transformación ade­cuada de las estructuras políticas, económicas y sociales, no se trata de la paz de un mundo de hombres libres que se recono­cen los unos a los otros en el misterio de su alteridad. Esta paz es una mixtificación. El orgullo del hombre permanece y los pueblos continúan enfrentándose los unos con los otros.

En un mundo que corre el peligro de convertirse en centra-lizador y monopolista, los cristianos tienen una gran responsa­bilidad. Las tareas que se imponen al hombre moderno son tam­bién las suyas, pero debe emprenderlas con el deseo ardiente de valorar el acontecimiento y la historia. La multiplicación de seguridades, lejos de agotar todo el peso de la imprevisibilidad del acontecimiento, proporciona al hombre que pone los medios adecuados la ocasión de calibrar este peso en su verdadero ni­vel. Los cristianos tienen que dar testimonio en este mundo de que la libertad que no se cierra en sí misma, encuentra conti­nuamente la muerte, es decir, la imposibilidad de realizarse ver­daderamente dentro de sus propias realizaciones. Cuando la libertad reconoce su verdadera identidad, es cuando se hace verdaderamente posible el encuentro con el prójimo y con ello la auténtica promoción humana. Entonces, pero solo entonces, la historia es valorada en su profundidad. Entonces ya no se presenta como el terreno de una tarea esencialmente previsible, sino como una extraordinaria aventura espiritual: la de las li­bertades humanas, una aventura en la que los hombres pueden reconocerse como hermanos, aun en toda su diversidad.

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La celebración eucarística Se ha dicho que cada misa es el y la valoración acontecimiento mayor de toda la de la historia historia de la salvación. Esto es ver­

dad, pero no prescindiendo de cier­tas condiciones, al menos en lo que se refiere a los fieles que participan en ella. La celebración eucarística es el acto por excelencia donde Cristo continúa cumpliendo la voluntad de su Padre asociándose otros hombres, para la edificación del Reino. En la medida en que Cristo es el principal actor de ella, la Eucaristía valora la historia total del hombre. Cristo no ha he­cho otra cosa sino actualizar el acontecimiento de su muerte en la cruz. Pero el papel de los fieles en la celebración euca­rística, a pesar de ser secundario, no es por ello menos esencial. Se les pide que tomen parte activa en el sacrificio que realizó Cristo en la cruz de una vez para siempre. En la medida en que los fieles hagan esto, la misa es efectivamente un aconte­cimiento siempre nuevo de una historia que está llamada a ir creciendo sin cesar.

En esta valoración de la historia en el corazón de la cele­bración eucarística, la liturgia de la Palabra ocupa un lugar determinante. La finalidad de esta liturgia—comprendida la ho­milía—es modelar cada vez más profundamente la conciencia de los fieles, para que se realice el misterio de obediencia y de amor de Cristo hasta morir en la cruz. En este sentido, la Palabra es siempre una provocación a la conversión. Ella es la que quita las seguridades ilusorias y nos hace disponibles para el encuentro con el Dios vivo en los acontecimientos diarios.

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DECIMOSEXTO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Sabiduría En el momento en que el autor redacta este 12, 13, 16-19 texto, la nación judía h a obtenido un cierto 1.a lectura estatuto autónomo, pero sigue siendo menospre-l.er ciclo ciada en el seno de las naciones. La mayoría de

sus miembros están, por lo demás, dispersos en­tre los paganos, encontrándose así de nuevo en la situación que habían conocido sus antepasados en Egipto o los descendientes de los patriarcas en Canaán. Leyes severas los sitúan al abrigo de toda promiscuidad, pero no están menos inquietos por su si­tuación: ¿por qué tolera Dios tal promiscuidad, por qué no hace caer su rayo más rápidamente sobre los impuros y los idólatras? Cuestión eterna que los apóstoles plantearán a su vez al Señor y a la cual responderá con la parábola de la buena semilla y la cizaña.

La respuesta del autor de la Sabiduría prepara la de Jesús: la fuerza de Dios es real, pero, en lugar de emplearla en des­truir, le da el carácter de la tolerancia y la moderación (ver­sículos 16-18).

Esta moderación reposa sobre dos motivaciones distintas. La primera es que la demora tolerada de esta manera por Dios permite al hombre vencer su egoísmo y convertirse. La segunda es que el judío debe aprender a volverse más humano (v. 19), es decir, a habituarse a vivir no solamente en su ghetto, replegado sobre sí mismo, sino en contacto con todos sus hermanos los hombres en el respeto mutuo y la tolerancia.

No puede dejarse de pensar, al leer el mensaje del autor de la Sabiduría, en el Concilio Vaticano II y en las puertas que h a abierto hacia la tolerancia de los cristianos con respecto a to-

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dos los hombres, sea cual sea la religión a la que pertenezcan, o incluso si no pertenecen a ninguna. Para adoptar esta actitud de tolerancia, los cristianos no deben referirse necesariamente a la providencia de Dios y a su moderación. Les basta creer en la dignidad de la persona humana y respetar en ella los rasgos de la imagen de Dios inscritos en la libertad de cada uno.

La práctica de la tolerancia va unida a la cuestión del sen­tido de la Iglesia en el mundo. El judaismo, incluso en su dis­persión entre las naciones, h a adoptado generalmente una acti­tud de repliegue y de desprecio. La Iglesia sucumbe a menudo ante la misma tentación. ¿No hay nada en ella que pueda po­nerla al abrigo de este aislamiento voluntario?

La Iglesia es el lugar en el que Cristo es re-presentado a la Humanidad por la actitud que adoptan los cristianos en sus r e ­laciones mutuas o con los demás hombres. La Iglesia es al mismo tiempo el espacio en el que el mundo, en Jesucristo, se realiza progresivamente. La Iglesia no puede por eso distanciarse del mundo, ya que ella es su realidad última desde que, por ella, Cristo no cesa de sentirse solidario a la realidad del mundo has ­ta el punto de representarlo ante Dios.

La Iglesia no puede ser un ghetto, colocado en el corazón de la realidad; no puede contentarse con ser el arca de Noé, desde la que se proclama la perdición del mundo, ni el cenáculo ca­luroso desde donde se hacen recordar maravillas antiguas, o de Jesucristo, ni el templo sagrado de los medios sacramentales de la gracia. Es la realización aún parcelaria y oculta de la uni ­ficación de los hombres en Jesucristo, y por esta razón impone a sus miembros una tolerancia y una solidaridad completas con la Humanidad entera.

n . Jeremías 23, 1-6 Nabu'codonosor acaba de lanzar un duro 1.a lectura golpe de reprensión sobre el reino de Judá, 2p ciclo por sus demasiado evidentes relaciones

con Egipto. El rey davídico h a sido depor­tado y un personaje farol, Sedecías, criatura del rey de Babi­lonia, reina sobre Judá.

Pieles a la tradición de los adivinos de corte, la mayoría de los profetas profesionales y de los consejeros del rey reclaman de este último un nuevo lanzamiento del nacionalismo, la r e ­novación de las alianzas con Egipto y un desquite de las exac­ciones cometidas por Nabucodonosor.

* » *

El temperamento pesimista de Jeremías le ayuda a t omar conciencia de la vanidad de tal nacionalismo. El análisis obje-

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tivo de la coyuntura internacional y de los medios de que dis­pone Judá para vivir dentro de ella invita a la moderación. El país no tiene ya instituciones capaces de sostener su sueño de potencia; más valdría desde entonces ser realistas y aceptar la tutela de Nabucodonosor, lo cual no sería, por otra parte, de­masiado penoso de soportar.

Jeremías ha de recordar a los consejeros del rey adonde ha conducido su política nacionalista: el reino del Norte está en­teramente dispersado y la élite del Sur ha seguido al ray en exilio (vv. 1-2). Los consejeros no son, pues, verdaderos pasto­res 1, a pesar del título que se reservaban.

Pero Jeremías no es un derrotista: su fe yahvista le permite afirmar que los malos pastores serán reemplazados por el mismo Yahvé. Este se hará el pastor de su pueblo por medio de jefes competentes (vv. 3-4), reclutados de la dinastía davídica (v. 5). Jeremías se atiene aquí a las perspectivas realistas de Isaías.

* * *

El "nacionalismo" de los falsos pastores de Judá persiste a través del mundo y a través de la Iglesia bajo una forma bien característica: las dificultades experimentadas por los respon­sables de instituciones pasadas de moda al analizar con lucidez la situación para tomar pronto las medidas necesarias de re­adaptación. Se vive sobre un sueño del pasado en lugar de pre­parar el testimonio que alimente el presente y el futuro. Les faltan a las instituciones desfasadas profetas del futuro capa­ces de analizar las situaciones y de asignar la tarea en la que Dios espera a sus colaboradores.

III. Génesis 18, 1-10 Numerosas leyendas han corrido en los 1.a lectura medios paganos, contando los paseos de 3.er ciclo los dioses y las diosas sobre la tierra, su

acogida por hombres privilegiados y las bendiciones que se reflejaban sobre estos últimos a prorrateo de su hospitalidad.

Estas leyendas eran sin duda demasiado populares para que el yahvismo no las tuviera en cuenta; estaban, por lo demás, muy a menudo ligadas al origen de tal o cual lugar santo (aquí, Mambré) y todo lo que podía hacer la religión hebraica, nueve o diez siglos antes de Cristo, era corregir estas leyendas en nom­bre del monoteísmo más estricto. Así la leyenda de las tres di­vinidades acogidas por un hombre en la encina de Mambré se convierte en el relato de la visita del Dios único, acompañado por dos ángeles.

1 Véase el tema doctrinal del pastor, tomo IV, pág. 122.

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Pero el redactor final no llega a dar a la antigua leyenda un tono monoteísta, sino a costa de muchas torpezas: en el v. l se trata de Yahvé; en el v. 2, de tres hombres; en el v. 3, de un personaje llamado "Monseñor"; en los vv. 4-9, de varios per­sonajes; en el v. 10, del "huésped"; en los vv. 13-14, de Yahvé; en el v. 15, de un personaje; en el v. 16, de "hombres"; en los vv. 17-21, de Yahvé..., y así hasta el final del cap. 19.

Está claro que este relato proviene del entrecruzamiento de varias tradiciones. Sería muy difícil deshacer todos los nudos. Todo lo más, se pueden encontrar algunos temas distintos. Así, el cap. 18 se divide en dos partes: un relato de fundación de un santuario centrado sobre una teofanía (vv. 1-8), en donde se insiste sobre el hecho de que la comida se toma bajo el árbol y es ofrecida a varios personajes, y un relato de la "anuncia­ción" de Isaac (vv. 9-15), en el que no hay más que un invitado, donde la cuestión no es ya el árbol sagrado y en donde domina el género etimologista (alrededor del tema del "reír").

# # #

a) Abraham proporciona un bello ejemplo de fe monoteísta. El ve tres personajes, pero, al menos en la redacción final del relato, sabe que no hay más que un Dios entre ellos (v. 3). Esta leyenda de origen pagano forma parte, pues, de los libros ins­pirados y de la revelación, no tanto por su contenido propio como por la voluntad de la tradición yahvista de reducir la ex­plicación politeísta del universo a una interpretación unitaria. El mundo no está entregado a dioses o fuerzas que se devoran mutuamente a costa de la Humanidad; está conducido por una voluntad única, a través de una historia en la que todos los acontecimientos se unifican hacia un único objetivo.

Desde que Abraham recibe al Dios único, en seguida es pues­to al corriente de las miras de Dios sobre la historia e interesa­do de muy cerca en la realización de estas miras, ya que él tendrá que dar al mundo el primer fruto de la promesa (ver­sículos 9-10).

b) Es raro que la Biblia presente a Yahvé en una atmós­fera de familiaridad tan grande con los hombres. Ni siquiera en el paraíso se ha sentado Dios nunca a la mesa del hombre, co­miendo los manjares preparados para este último (vv. 4-8). Ha hecho falta, sin duda, el trasfondo de las leyendas paganas para que se introduzca una imagen tan familiar de Dios en un libro preocupado ante todo de su trascendencia. Ello no impide que la Biblia haya aceptado esta imagen y la haya hecho suya: Yahvé no ha pasado lejos de su siervo (v. 3). Su trascendencia real está tal vez en poder estar tan cerca del hombre.

c) A esta familiaridad de Dios corresponde por otra parte la hospitalidad de Abraham. Es preciso saber matar el ternero

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gordo en honor del desconocido para merecer entrar en su mis­terio. Para "recibir" a un huésped hace falta haber aprendido a "dar" todo2.

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Esta familiaridad del Dios único con el hombre, hospitalario y acogedor, preludia a la encarnación: el Dios único conduce la historia, pero lo hace con el hombre y el antropomorfismo del relato prepara la encarnación del Hombre-Dios y, a más largo término, la manifestación de las tres personas en Dios.

Todo lo que se le pide al hombre, después de Abraham, es recibir a Dios. La acogida conduce al descubrimiento progresivo de la personalidad del huésped. Así, Abraham, como huésped atento, ha recibido con antelación al Dios único y el misterio insospechado de la personalidad divina.

Así ocurre con la fe en el Señor Jesús. Su discípulo confía en su persona y en su mensaje, y adopta de antemano todo lo que Cristo revelará de su unión con el Padre y el Espíritu.

IV. Romanos 8, 26-27 El cap. 8 de la carta a los romanos re-2.a lectura tiene particularmente la atención del l.eT ciclo nuevo leccionario, cuya lectura está

marcada en varios domingos. Al contra­rio de la concepción judía o pagana de la ley y del rito ase­gurador, que Pablo designa con el nombre de "carne" (Rom 8, 1-10) porque el hombre se promueve hacia ella por técnicas de­masiado humanas, el apóstol presenta la concepción cristiana de la vida en Espíritu, nacida en nosotros por la intervención divina y que encuentra en el plano de la actividad humana su expresión y su realización (Rom 8, 11-17). Los obstáculos a esta vida son ciertamente numerosos, muy particularmente el sufri­miento y la muerte (Rom 8, 18-23), pero, a los ojos de Pablo, la solidaridad del hombre y el cosmos en una victoria común sobre la muerte está realmente asegurada.

El apóstol aborda ahora otra dificultad: si el fiel tiene en él el Espíritu de Dios, ¿cómo encuentra tantas dificultades para rezar? (vv. 26-27) 3.

* # *

Al sufrimiento físico y material se añade la miseria de nues­tra vida espiritual, especialmente en el campo de la oración. Algunos fariseos calmaban su inquietud a este respecto ahogan-

* Véase el tema doctrinal de la hospitalidad, en este mismo capítulo 3 R F. BOYD, The Work of the Holy Spirit in Prayer, Interpr., 1954

págs. 35-42.

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do su oración bajo una oleada de palabras (Mt 6, 7; Le 18, 10-12), mientras que el fiel de Cristo aplaca la suya en la cer­teza de que el Espíritu está en él para conducir rectamente su vida espiritual.

La cuestión no es saber rezar, porque para esto basta tener temas de oración, lo que nunca falta, ni saber hablar, cosa que muchos pueden hacer. Pero lo que importa es rezar "como es preciso" (v. 26), y únicamente el Espíritu puede hacerlo, porque El es el único que conoce el plan de Dios (v. 27). Resultado de ello es que la oración más auténtica se apoya a la vez en la insatisfacción profunda del fiel y en la certeza de que el Es­píritu juega, en la vida espiritual, los papeles esenciales de in­tercesor (v. 27) y de motor interior que conduce al hombre a lo mejor de sí mismo: la plena posesión de su estatuto de hijo de Dios y heredero suyo.

La miseria de la oración es, desde entonces, la ley normal del avance entre el momento de la justificación por el bautismo y el pleno desarrollo de esta en la gloria de Dios. La vida espi­ritual no es ya solamente el fruto de la actividad y de los es­fuerzos del hombre, sino el desarrollo progresivo de la vida del Espíritu en nosotros (v. 26), vida ya bastante perceptible para quien se sitúa en la fe y trata de purificar las palabras dema­siado humanas que le vengan a los labios para juzgarlas a la luz objetiva del plano de Dios.

* * *

La exposición de Pablo sobre la oración se sitúa dentro de una exposición más amplia sobre el sentido del cosmos, y esta asociación de la dificultad de rezar y la esperanza cósmica no es inesperada. Permite, al contrario, comprender que la oración no es una evasión hacia Dios, sino el reparto entre el hombre y su Dios de su compromiso común con el mundo. La oración asume así el sentido de la realidad: solo el hombre adulto puede orar, porque él es el compañero de Dios que lucha y sufre con El en el mundo que les resiste y se somete a la vez.

V. Efesios 2, 13-18 El autor de la carta a los efesios concluye, 2.a lectura en este pasaje, una exposición sobre uno 2.° ciclo de los frutos más importantes de la obra

redentora de Cristo: la reunión de los ju­díos y los paganos en la única Iglesia de Dios.

* * *

Cristo es paz por una doble razón: porque inaugura un nue­vo tipo de humanidad en el que se esfuman las diferencias entre

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judíos y paganos (vv. 14-16) y porque ha logrado la paz entre Dios y la Humanidad por su muerte en la cruz (v. 16) y por el don del Espíritu (v. 18).

De esta manera, Cristo ha proclamado y realizado la paz anunciada y predicada por los profetas (Is 57, 19), restaurando las relaciones normales entre los hombres y entre estos y Dios, con tal eficacia que los más alejados oyen y aceptan su mensaje tan bien como los más próximos.

# * *

La fe en el Cristo-paz entre Dios y los hombres y entre los hombres entre sí repercute automáticamente en la parte que corresponde al cristiano en los esfuerzos de la Humanidad ten­dentes hacia una paz mayor en el mundo.

Pero ¿qué es, para el cristiano, hacer reinar la paz de Dios en el mundo?

Ante todo, la paz de Cristo no es diferente de la paz del hombre. Existe la paz, simplemente. Y vale la pena consagrar la vida a buscarla y obtenerla. No hace falta pensar en un Reino de Dios para querer la paz del mundo: el "vivir juntos" es la razón necesaria y suficiente para lograr la paz. Pero la empresa de la paz exige recursos muchas veces ocultos en el corazón del hombre; hay tantas falsas paces que zarandean a sus víctimas, y tantas falsas coexistencias que se atienen a la superficie de las cosas; hay tanto egoísmo y ambigüedad, incluso en el in­terior de movimientos pacifistas, que solo la fe asegura al cris­tiano que su actividad pacifista está realmente animada por el Espíritu de Dios. Pero esta experiencia no se consigue de golpe, no es concedida más que a los que llegan al cabo del esfuerzo humano y aceptan el equívoco o los límites de este.

VI. Colosenses 1, 24-28 La epístola a los colosenses no es más 2.a lectura que un esbozo de la epístola a los efe-3.er ciclo sios. Se ha visto ya (Col 1, 21-23) cómo

las ideas de un pasaje de la carta a los colosenses se encontraba en el pasaje paralelo de la de los efe-sios. Ocurre lo mismo este domingo, en el que el pasaje tomado de la carta a los colosenses enumera los mismos temas que el pasaje correspondiente de los efesios (Ef 3, 5-12). Es el caso del misterio de Dios (v. 26) y su revelación por medio de la predi­cación (v. 25).

Sin embargo, Pablo aporta aquí una reflexión bastante ori­ginal sobre el tema del sufrimiento. El apóstol no revela este

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misterio solamente por su predicación, sino además por la prue­ba inseparable de su ministerio4. Hay otra idea igualmente propia del pasaje de los colosenses: la de la riqueza (v. 27) y sin duda no es la casualidad la que ha reunido en este pasaje, en una especie de antítesis, el sufrimiento y la riqueza, la pobreza y la gloria.

No parece que Pablo trate de completar "lo que falta" a la prueba de Cristo (v. 24), como se dice en la mayor parte de las traducciones. Quiere, más bien, comulgar con la indigencia (has-terema) angustiada (thlipsis) de Cristo: dos palabras sacadas del vocabulario de los pobres de Yahvé (Sal 33/34, 7, 17-20; Sal 43/44, 23-25). El apóstol tiene delante de sus ojos el misterio de la cruz: antes de hablar de las riquezas insospechadas del Cristo resucitado, recuerda la fuente de estas: la pobreza y las angustias del Calvario (cf. 2 Cor 8, 9; 13, 4; FU 2, 5-8).

Encargado de proclamar la salvación por la cruz, el apóstol debe, de la misma manera, vivir este misterio. Experimenta en­tonces en su cuerpo la debilidad y la pobreza de la cruz, para que se desplieguen en él el poder y la riqueza de la resurrección y que así su predicación sea más creíble (2 Cor 13, 3-4; 4, 6-12).

La carta a los efesios (Ef 3, 5) volverá discretamente sobre este tema cuando Pablo recuerde que la proclamación de las "riquezas" del plan de Dios ha sido confiada al más "ínfimo" de los apóstoles.

Cabe preguntarse si esta reflexión no será el comentario pau­lino de la enseñanza de Cristo al anunciar a sus apóstoles y discípulos que su pobreza merecerá el céntuplo (Me 10, 21, 28-31). Puesto que Cristo ha revelado la riqueza de Dios en la pobreza de la cruz, el apóstol aparece como un jarro de arcilla que con­tiene los más ricos tesoros.

* * *

Frente al sufrimiento, la actitud "religiosa" espontánea nos separa del mundo y nos liga a un Dios del más allá, único ca­paz de poner fin a las pruebas. No es de esta religión de la que Pablo habla. A sus ojos, el sufrimiento es santo porque Dios lo ha vivido insertándose en nuestro mundo, porque Cristo no ha encontrado en nuestro mundo nada más que la prueba silen­ciosa para manifestar el rostro de Dios. Pablo sabe que la prueba forma el rostro del hombre a imagen de Dios. Basta entonces vivir las condiciones de la existencia, tratar de realizar nuestra libertad, llegar hasta el final de nuestra acción para encontrar,

* LE GRELLE, "La Plénitude de la parole dans la pauvreté de la chair d'aprés Col 1, 24", N. R. Th., 1959, págs. 232-50. Otra interpretación, tam­bién hipotética, en C LAVEHGNE, "La Joie de Saint Paul (Col 1, 24)", Rev. Thom., 1968, págs. 419-34.

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al mismo tiempo que el sufrimiento, la certidumbre de la pre­sencia de Dios.

Así es el misterio del sufrimiento a los ojos del creyente: no ya el trampolín para un más allá, ni la ocasión de un resig­nación masoquista, sino la certeza secreta de una comunión si­multánea con el mundo y con Dios en Jesucristo.

VII. Mateo 13, como la mayoría de las parábolas, la de la 24-30, 36-43 cizaña debe ser sometida a reglas precisas evangelio de interpretación 5 a fin de distinguir en ella l.er ciclo el pensamiento propio del Señor y sus múl­

tiples versiones posteriores, tanto la de la tradición sinóptica común como la de cada evangelista en parr ticular, o incluso la de tradiciones paralelas y no canónicas, como el Evangelio de Tomás. Hay que constatar a este respecto que, de una manera general, los evangelistas han transformado en alegoría (en la que cada rasgo tiene un sentido) lo que no era, en el pensamiento de Jesús, más que parábola global (don­de el tema se desprende del relato en conjunto).

* * #

a) El pensamiento de Cristo aparece claramente desde el momento que se compara la versión amplia que nos proporciona Mateo y la versión breve conocida por el evangelio apócrifo de Tomás.

La paciencia de Jesús con respecto a sus enemigos los fari­seos y a sus discípulos más indecisos, no se desarrolla sin es­candalizar a los apóstoles, inquietos por la oposición de los pri­meros (Le 9, 51-56) y la deserción de los segundos (Jn 6, 60-71). Invitados por estos apóstoles a transformar su comunidad en una secta de puros, Jesús revela la paciencia de un Dios que pospone el juicio (28-30), a fin de dejar al pecador tiempo para convertirse y que prohibe a los hombres atribuirse las prerro­gativas divinas al juzgar ellos mismos a los demás (30b). Los últimos tiempos han sido inaugurados, pero no son los del po­der y el juicio, como los judíos imaginaban; son, al contrario, los de la lentitud y la tolerancia (cf 2 Pe 3, 4-9; 1 Pe 3, 20; Rom 11, 25-27; 8, 1-18), porque se caracterizan por la colabo­ración entre Dios y la frágil libertad del hombre 6.

b) Mateo añade al relato primitivo algunas característi­cas particulares: la cizaña (v. 26) aparece más densa que de

« Bien concretadas en J. JEREMÍAS, Die Gleichnisse Jesu, Góttingen, 1955; Les Paraboles de Jésus, París, 1962.

« Véase el tema doctrinal de la paciencia, en este mismo capítulo.

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costumbre. Es sembrada por el "enemigo" (v. 28); arrancada finalmente por prioridad y atada en haces para ser quema­da (v. 30). Mateo concede por lo demás mucha atención a la separación entre la cizaña y el trigo. Su punto de vista no es exactamente el de Cristo. Se trata menos de explicar las razo­nes de la lentitud del Reino y de la paciencia de Dios que de elaborar un pequeño tratado de escatología que defina clara­mente la suerte de los buenos y de los malvados en el juicio final. En una explicación de su propia mano (Mt 13, 36-43), Mateo reforzará aún este punto de vista escatológico.

VIII. Marcos 6, 30-34 Este pasaje inaugura un conjunto que ha evangelio dado en llamarse "sección de los panes" 2P ciclo (Me 6, 31-8, 26) 7 que gravita alrededor

del relato de las dos multiplicaciones de panes. De los tres sinópticos, Marcos es el que mejor ha redactado esta sección, introduciéndola de manera anecdótica, eligiendo el tema del pan para unificar los diferentes relatos y presentando este pasaje como un sumario de vida cristiana.

En el pasaje leído en la liturgia de hoy, Marcos se preocupa de conducir a Jesús al desierto por una serie de sucesos que no parecen tener más que un simple valor anecdótico, episodios en­cargados de operar la transición entre dos secciones del Evan­gelio. Este es el papel de la mención del retorno de los apósto­les (v. 30), de su reposo (v. 31) y de la importunidad de las ma­sas (v. 31b), junto a rasgos propios de Marcos y que le permiten explicar cómo se encuentra Jesús en el desierto (v. 32) ante una muchedumbre insaciable (v. 33).

* * *

Por el contrario, el v. 34, que describe la predicación de Jesús y sus móviles, es más significativa. El tema del rebaño sin pastor está sacado de Núm 27, 17, donde se refleja la preocu­pación de Moisés por encontrar un sucesor, para no dejar al pueblo sin dirección (Ez 34, 5). Cristo se presenta así como este sucesor de Moisés, capaz de tomar en sus manos el rebaño, ali­mentarlo con alimentos de vida y conducirlo a los pastos defi­nitivos. Toda la sección de los panes está concebida de tal manera que Cristo aparezca efectivamente como este nuevo Moi­sés que ofrece el verdadero maná (Me 6, 35-44; 8, 1-10), que triunfa, a su vez, sobre las aguas del mar (Me 6, 45-52), libe­rando al pueblo del legalismo al que los fariseos habían condu-

7 L. CERFAUX, "La Section des pains", Rec. Cerfaux I, Gembloux, 1954, págs. 472-85.

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cido la ley de Moisés (Me 7, 1-13) y abriendo a los mismos paga­nos el acceso a la Tierra Prometida (Me 7, 24-37).

* * *

Moisés aparece como legislador en el seno de una economía fundada en Abraham y basada en la fe y las promesas. En otros términos, la ley no tiene alcance y significación más que en la medida en que realiza el itinerario de la fe de Abraham, con­duciéndola al descubrimiento de un Dios Todo-Otro.

No se podía reducir la ley a un código de vida moral y abs­traería de los acontecimientos de la salvación que le sirvieron de contexto. En su más profunda objetividad, se presenta como un punto de apoyo en el ejercicio de la fe; apartada de esta, se sumerge automáticamente en un proceso de degradación.

Cristo puede reivindicar el título de nuevo Moisés porque, en su vida personal, ha restituido la obediencia a la ley en el régimen de la fe y de la unión al Padre. Habiendo realizado en su propia carne la fidelidad requerida por la verdadera alian­za, Cristo puede proponerse como ejemplo a toda la Humanidad. E inevitablemente ciertos cuadros de la antigua alianza esta­llan bajo la presión de esta fidelidad, que se encarna en una obediencia mucho más profunda y mucho más exclusiva, puesto que está rubricada por la muerte.

No es por medio del "buen ejemplo" moral de los cristianos como Cristo se manifiesta al mundo, porque la ética puede ser reivindicada, tanto por los ateos como por los cristianos. El verdadero signo de la presencia de este nuevo Moisés en el mundo reside en la fe con la cual el cristiano se apega al "Todo-Otro" en el afrontamiento de las pruebas cotidianas, de los desafíos de la muerte y del pecado por los grandes problemas de la guerra, el hambre y la injusticia social. La Eucaristía es el lugar por excelencia para hallar los recursos de esta vida moral, porque pone en contacto de manera viva al cristiano con el más grande acontecimiento en el que el nuevo Moisés ha expresado su fidelidad al plan misterioso de su Padre8.

IX. Lucas 10, 38-42 Se ha transformado muchas veces la anéc-evangelio dota narrada en este pasaje en una alego-3.er ciclo ría, según la cual Marta representaría la

acción y María la contemplación, y que es­taría destinada a mostrar la superioridad de la segunda sobre la primera.

* Véase el tema doctrinal de la ley y de la vida moral, tomo III, pág. 76.

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De hecho, se trata de una anécdota perteneciente al fondo de las tradiciones recibidas por San Lucas en el círculo de sus discípulos—especialmente las mujeres—y que están a menudo concebidas desde una óptica y en un tono bastante originales.

* * *

a) La familia de Lázaro y sus hermanas es objeto de tres tradiciones evangélicas importantes (Le 10, 38-42; Jn 11, 1-44; 12, 1-8). María y Marta aparecen cada vez en los papeles y sen­timientos que Lucas les atribuye aquí: amoldándose sin duda a las costumbres familiares de la época, Marta se ocupa de las tareas domésticas; María, del recibimiento y la atención de los invitados. Se trata de un reparto de las tareas domésticas para asegurar lo más posible el confort del invitado. Se encuentra, en los tres relatos que sitúan en escena a Marta y María, esta misma complementariedad de las funciones domésticas con vis­tas a la mejor hospitalidad posible 9.

b) Esta anécdota recibirá, sin embargo, diferentes inter­pretaciones a lo largo de toda su historia literaria en las comu­nidades primitivas. La primera versión del relato ha hecho de él una expresión de la es-pera escatológica: el tiempo apremia demasiado para preocuparse encima de los cuidados materiales. Marta ha querido, sin duda, hacer honor a su huésped presen­tándole una cocina refinada, pero esta intención se vuelve con­tra ella y ha de reclamar la ayuda de su hermana (v. 40). El Señor interviene para pedirle que se inquiete menos por la co­mida (basta con solo un plato: v. 42): "hace falta poco" (v. 42a). Lucas concede mucha importancia a esta enseñanza: no con­viene inquietarse por los asuntos del mundo mientras está tan próximo el Reino (Le 12, 22). Cabe además preguntarse si Lucas no se hace aquí discípulo de Pablo: un vocabulario común re­laciona, en efecto, a Le 10, 38-42 y 1 Cor 7, 29-35 10, y una misma doctrina tiende a demostrar que la virginidad (porque Marta y María serán consideradas posteriormente como vírgenes) permite esperar el Reino que viene, sin estar demasiado retenido por las obligaciones del matrimonio.

c) Si Lucas manifiesta una gran predilección por la pobre­za, signo de la espera escatológica, concede igualmente un gran valor a la escucha de la Palabra (Le 11, 27-28). Así, en otro lu­gar, opone a la familia de Cristo, preocupada por su subsisten­cia (Le 8, 19, aclarado por Me 3, 20), los que prefieren escuchar su palabra y ponerla en práctica (Le 8, 20). Esto no significa que Cristo conceda una preferencia a la contemplación sobre la acción, sino más bien que la atención a las realidades del

9 P. Puzo, "Marta y María", Est. Ecl., 1960, págs. 851-57. 10 Véase el tema doctrinal de la hospitalidad, en este mismo capítulo.

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Reino (representado muchas veces como una Palabra: cf. Le 8, 11-15) no puede dejarse distraer por una preocupación dema­siado exclusiva por las realidades terrestres. Para San Lucas, además, escuchar la Palabra no tiene nada de una contempla­ción ociosa, sino que desemboca en la acción y la puesta en práctica concreta y exigente (Le 8, 15).

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la paciencia

Los hombres sienten una tendencia espontánea a dividir a la Humanidad en dos categorías: la de los buenos y la de los malos. Uno se coloca generalmente en la primera categoría y relega a los demás a la segunda. Esta reacción es corriente, tanto en lo que concierne a las naciones como a los individuos, y lo mismo en todos los sectores que presentan para el hombre un valor vital.

Buscando una seguridad, el hombre tiende a apropiarse los valores, en vez de dejarse poseer por ellos. Todas las cosas las mide con un patrón absolutista, en vez de medir su inevitable relatividad. Los demás le asustan hasta que acepta el conver­tirse en su semejante. El hombre es, de buena gana, intolerante y sectario, y la intolerancia, lo mismo que el sectarismo, cuenta con adeptos, tanto en el campo de los progresismos como en el de los integrismos.

En el aspecto religioso esta tendencia recibe una especie de consagración suprema. Buscando en el mundo de lo sagrado la seguridad absoluta, el hombre religioso apela al juicio divino. Que las bendiciones de Dios caigan sobre él, sobre su familia, sobre su pueblo, sobre sus proyectos, y, en cambio, que las mal­diciones caigan sobre los demás, sobre sus enemigos, sobre sus contradictores. De este modo, la suerte queda echada de una vez para siempre.

La Antigua Alianza La infidelidad del pueblo de Israel en el o el tiempo de la cumplimiento de su compromiso con la paciencia divina Alianza provoca la cólera divina. Los profe­

tas no han dejado de leer las señales de esta cólera divina en los sucesivos fracasos que se amontonan sobre el pueblo elegido. Las propias naciones sirven a Yahvé para ejercitar su venganza.

Sin embargo, los profetas no se limitan nunca a esta mera lectura de los hechos. La cólera no es la última palabra de la manifestación divina. El perdón siempre queda por encima.

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Yahvé es rico en gracia y en fidelidad, y siempre está dispuesto a arrepentirse de sus amenazas, con tal que Israel emprenda el camino de la conversión. La paciencia divina para con los pecadores se extenderá hasta las naciones paganas. Como nos recuerda la historia de Jonás, la misericordia de Yahvé está pronta para todos los que hacen penitencia.

Pero el pueblo de Israel no saca por el momento todas las consecuencias de esta revelación de Dios. Incluso el Israel cua­litativo—los pobres—es impaciente. Con frecuencia, los pobres de la Antigua Alianza apelan a la venganza divina sobre sus enemigos—y Dios sabe que estos eran numerosísimos, pues no solo hay que contar entre ellos a los paganos, sino también a todos los judíos religiosamente mediocres—, y se inquietan si esta venganza de Dios tarda en manifestarse.

La paciencia de Cristo Jesús inaugura el Reino de los últimos como encarnación tiempos. Pero lejos de aparecer con el de la paciencia divina brillo de un Juez que distingue a los

buenos de los malos, se presenta como el pastor universal. Ante todo, ha venido para salvar a los pe­cadores, e invita a todos los hombres a que se reconozcan como tales. No excluye a nadie del Reino. Todos son llamados, todos pueden entrar. Por la actitud que mantienen durante toda su vida, Cristo encarna la paciencia divina con respecto a los pe­cadores. Ningún pecado priva al hombre del poder misericor­dioso del Padre. La voluntad divina de perdón es ilimitada.

El secreto de esta paciencia de Jesús es el amor. Jesús ama al Padre con el mismo amor que El es amado, porque El es el Hijo. Cuando se dirige a los hombres, los ama con el mismo amor con que los ama el Padre. Por su naturaleza, este amor es universal. Veamos ahora por qué encuentra en la paciencia una de las mejores expresiones de Sí mismo.

El amor invita al diálogo, a la reciprocidad perfecta. Para Cristo, amar a los hombres es invitarlos a dar una respuesta de amigos, pero libremente, con un respeto infinito a lo que son. Una respuesta libre, de compañeros en el amor, exige tiempo, porque es una respuesta única e irreducible a ninguna otra. Esta respuesta se va dando poco a poco y además su gestión constituye una verdadera aventura espiritual, en la que los más adelantados conviven con los más retrasados; el don de sí mismo con el repliegue sobre sí mismo. El amor con que Cristo ama a los hombres puede calificarse de amor paciente, porque respeta por completo a los demás en su propia alteridad.

Pero todavía hay algo más que decir. Para Jesús amar a los hombres es amarlos hasta en su pecado, hasta cuando rechazan

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los designios que Dios tiene sobre ellos. El pecado de los hom­bres es el que ha llevado a Cristo a la cruz. Pero la mayor prueba de amor es la de dar la vida por aquellos a quienes se ama. Hasta el mismo momento en que el pecado del hombre conduce a Jesús a la muerte, todavía entonces persiste el amor, se hace todavía más grande y se afirma victorioso. Por eso, du­rante su Pasión fue cuando la paciencia de Jesús se reveló en toda su plenitud. En el momento supremo en que los designios divinos parecen estar abocados al fracaso por la actitud de los hombres, el amor se hace completamente misericordioso: "Pa­dre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." Jesús ha amado a los hombres hasta el fin.

La paciencia de Jesús produce escándalo, porque da testimo­nio de un amor a Dios y a los hombres basado en el despren­dimiento total de Sí mismo. Aceptar los lazos de amor que pro­pone Jesús a los hombres supone a su vez que se acepte esta exigencia de pobreza radical. Pero el hombre teme despojarse de todo, porque le da la impresión de que lo pierde todo. Jesús nos invita a perderlo todo, para ganarlo todo, cuando nos re­vela, con su vida y con su muerte, el misterio de la paciencia divina.

La Iglesia y la La Iglesia, por ser el Cuerpo de Cristo, tolerancia universal tiene la misión de encarnar entre los hom-del amor bres la paciencia de Jesús. Su misión en

este mundo no es la de separar los buenos de los malos, sino la de manifestar la verdadera faz del amor. En este mundo el trigo está siempre mezclado con la cizaña, y la línea de separación entre uno y otra se halla en el interior mismo de todo hombre. La separación entre los buenos y los malos no se hará hasta después de la muerte (véase el Evan­gelio del l.er piclo).

Como la paciencia de la Iglesia está cimentada en el amor, invita, en primer lugar, a todos sus miembros a que respeten a los demás, ya sean creyentes o incrédulos. La Iglesia no se anexiona a nadie, sino que por el amor de Cristo engendra ver­daderos compañeros libres. A todo hombre se le llama para que aporte su piedra irreemplazable en la construcción del Cuerpo de Cristo, para que coopere de una manera original en la reali­zación de la obra de la salvación. Este respeto total para con los demás es la paciencia, porque incluye necesariamente un elemento de temporalidad. Se necesita mucho tiempo para re­conocer a otro tal como ha sido llamado por Dios para ir hacia El. Se necesita mucho tiempo para despojarse de sí mismo y estar en condiciones de acoger a los demás tal como son. Los hechos lo demuestran ampliamente. Es muy difícil no confun-

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dir la Verdad con la expresión que se le da. El cristiano no se libra de la tentación de intolerancia.

Por otra parte, y paralelamente a lo que se ha dicho de Jesús, el amor que la Iglesia debe manifestar la lleva de un modo inevitable a conocer las tribulaciones. El hombre aspira verdaderamente a la fraternidad entre los hombres, pero no quiere de un modo espontáneo un amor que sobrepase las mu­rallas de separación, si el aceptarlo le obliga a perder toda su seguridad humana, si para vivirlo tiene que apoyarse exclusi­vamente en Dios. De este modo, la Iglesia no es aceptada en toda su realidad, del mismo modo que tampoco lo fue Cristo. El mundo trata con frecuencia de ponerla a su servicio y, cuan­do la Iglesia se resiste, empieza la persecución. Pero entonces es cuando muestra su verdadero rostro: sufriendo con pacien­cia la aparente derrota, manifiesta que el amor ha vencido a la muerte y al pecado de una vez para siempre.

La misión y la lentitud La misión es el lugar por excelen-de la expansión del Reino cia en que se aprende, por amor,

a tener paciencia. Misionar es, en efecto, desplegar el misterio de la caridad fraterna por toda la Humanidad. La misión es la obra privilegiada del amor, y las exigencias del amor son las que revelan el verdadero aspecto de la misión. Cuando la misión no es un signo del amor, poco a poco se va degradando en propaganda o en tentativa de ane­xión, de conquista.

Ahora bien: la misión es, de hecho y de derecho, una em­presa extraordinariamente densa y amplia. La transmisión del misterio de Cristo de un mundo cultural ya cristianizado a otro en el que el Evangelio no se ha predicado todavía pone en jue­go todas las dimensiones del reencuentro con los demás, y en particular las dimensiones colectivas de este encuentro. Poco a poco, los misioneros llegan a compartir de verdad la vida del pueblo que tienen que evangelizar, como también poco a poco un pueblo va al encuentro de Cristo, por el impulso del Espíritu Santo. Todo el ser se encuentra comprometido de una parte y de otra.

Pero la misión es, además, una obra de paciencia por otra razón más profunda: porque es una llamada a la comunión universal, en un despojarse totalmente de sí mismo, y por eso muchas veces es rechazada por los hombres. La paciencia en las tribulaciones, necesaria a toda la Iglesia, para que sea conforme a la imagen de su Cabeza, la necesitan de un modo especial los que trabajan en la misión. Cristo vino a cumplir el destino de Israel y fue clavado en la cruz. Lo mismo le ocurre a la Igle-

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sia en todos aquellos sitios donde se presenta para cumplir el itinerario espiritual de un pueblo.

La Eucaristía, Nadie puede tener la paciencia de Cristo, signo eficaz de la si no la recibe como alimento al participar paciencia de Cristo de la Palabra y del Pan. Porque dicha pa­

ciencia no es una virtud moral, sino la ex­presión temporal del amor con que Jesús ha amado a los hom­bres hasta el fin.

Renovando constantemente nuestro interior, la participa­ción del Pan nos hace entrar en la acción de gracias de Cristo, que se entregó al amor, hasta la abnegación de la cruz. De este modo nos consiguió la seguridad de una victoria decisiva sobre la muerte. Pero el escuchar la Palabra no es menos necesario, porque al penetrarnos con su poder, nos modela de un modo progresivo a imagen de la paciencia de Cristo.

2. El tema de la hospitalidad

Los hombres han tenido siempre en alta estima la práctica de la hospitalidad. En nuestros días, sin embargo, da la impre­sión de que, lejos de aumentar, la hospitalidad sufre una seria decadencia, al menos en las regiones más marcadas por la in­fluencia del mundo moderno, sobre todo, concretamente, en la sociedad europea. Basta viajar a través del mundo para darse cuenta de que precisamente en los países más pobres es donde mejor acogida se da al extraño. De esto a suponer que los cris^ tianos son los menos hospitalarios de los hombres no hay más que un paso. ¿Llevaría razón quien así pensara?

De hecho, en una sociedad moderna, da la sensación de que el extraño ha dejado de ser, a efectos de hospitalidad, uno más de la familia para convertirse en un intruso. Sigúese practican­do la hospitalidad, pero en ella intervienen ya motivos ajenos a ella, por ejemplo, el interés que pueda obtenerse de la misma. Se da buena acogida al turista, por las divisas que proporciona; a los trabajadores extranjeros, porque aportan una mano de obra necesaria en el país, y con tal que rindan. Todo mar­cha a las mil maravillas mientras no se pongan en juego la seguridad y los intereses del grupo acogedor; pero en el mo­mento en que entran en juego estos factores, el hasta entonces "huésped" se convierte en persona non grata, obligada, tal vez con mucha cortesía, a dejar el país... ¿Será porque el hombre moderno haya perdido el sentido del desinterés y, en conse­cuencia, el verdadero sentido de la hospitalidad?

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Son hechos que revisten una incuestionable gravedad. Si el advenimiento del mundo moderno había de conducir, necesa­riamente, a los hombres a perder el sentido de la hospitalidad, la acusación que de ello hiciéramos estaría totalmente justifi­cada. Una hospitalidad calculada no es una auténtica hospi­talidad. Pero, reflexionando seriamente en la cuestión, esta con­secuencia no es ineluctable. Habría que pensar, en este caso, que la hospitalidad no puede ser ya practicada, sino desvelando su originalidad propia, como al hablar del sentido de Dios; pero, cuando se da, este sentido de Dios es probablemente más auténtico ahora que en tiempos pasados. En realidad, ni el sen­tido de Dios ni el de la hospitalidad son actitudes espontáneas del hombre, y, cuando parecen serlo, es frecuente que puedan prestarse a multitud de interpretaciones.

Una reflexión doctrinal sobre la hospitalidad nos hará ver hasta qué punto esta virtud se relaciona estrechamente con el ejercicio de una fe viva. Sobre este punto, los cristianos del mundo moderno se ven seriamente interpelados.

Yahvé, el Todo-Otro, La práctica de la hospitalidad era tradi-acogedor de Israel ción normal entre los pueblos antiguos,

sobre todo entre los nómadas. El extraño que se encontraba de paso en cualquier lugar era recibido con las máximas atenciones teniendo asegurada la cama y la co­mida. En realidad, el respeto que el huésped inspira se acerca mucho a la significación religiosa del encuentro; la interven­ción de un desconocido en la trama de la vida cotidiana está emparentada con la intrusión de lo sagrado. El hospedador se hace con frecuencia la siguiente pregunta: ¿Podría tener este hombre alguna relación con el mundo de los dioses? Ante esta posibilidad, nada mejor que poner a su disposición las máximas atenciones para atraerse la benevolencia del misterioso extran­jero, pues incluso podría suceder que un dios les honrara con su visita.

En Israel, el régimen de la fe transforma profundamente la significación de la hospitalidad. La llegada inesperada de un extraño constituye todo un acontecimiento, así como el terreno en que Yahvé interviene para enseñar a su pueblo todo lo que comporta la fidelidad a la Alianza. En primer lugar, el extraño que va de paso es una especie de memorial vivo; en él recuerda Israel su condición de pueblo extranjero y sometido a la escla­vitud de Egipto. En segundo lugar se ve Israel a si mismo, en el extraño que pide hospitalidad, como pueblo elegido que solo está de paso en esta vida. Finalmente, la intervención de Yahvé en el acontecimiento engendra siempre exigencias morales. La práctica de la hospitalidad no es solo la ocasión, como entre los paganos, de ponerse en comunicación con el mundo de lo divi-

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no, sino que es, sobre todo, la imitación del modo de obrar de Dios: hay que amar al extraño, porque Dios le ama (Dt 10, 18-19).

Pero el pasaje de la hospitalidad ofrecida por Abraham (véase 1.a lectura, 3.er ciclo) nos pone ante una pista más impor­tan te aún, por razón de su alcance religioso. El extraño deja de ser la persona misteriosa cuyo encuentro se acoge con la máxima atención para atraerse el favor de los dioses; ahora, el extraño es "el otro", y, bajo esta denominación, se alude inmediatamen­te a este Otro por excelencia que es el propio Yahvé. El Dios de la fe es el Extraño, el Todo-Otro. Su intervención en la vida del pueblo elegido es siempre inesperada. Lejos de confirmar a Is­rael en sus seguridades, le despoja de ellas. Cuando la inter­vención de Yahvé se convierte en un privilegio de este pueblo, entonces le sirve de guía a través del desierto o en el destierro; es el momento en que la fe de Israel profundiza en su contenido y se consolida.

La hospitalidad de Abraham h a sido considerada de un modo especial y propuesta como ejemplo. El camino que esta inau­gura conduce directamente a la revelación del Nuevo Testamen­to. La hospitalidad se convierte progresivamente en acogida del otro y, en este sentido, terreno del encuentro del Dios de la fe. Cuando el Evangelio nos haya puesto ante nuestros ojos todo lo que comporta la acogida del otro, será el momento en que la hospitalidad habrá manifestado su verdadero rostro.

Jesús de Nazaret, ¿Qué deducimos, a este respecto, de la lectu-el extraño ra de los Evangelios? Jesús el Mesías se nos

presenta, en ellos, bajo el signo del huésped a quien se da una buena o mala acogida o a quien no se recibe; pero no es El quien invita a su mesa. Este hecho, aparentemen­te sin importancia, tiene en realidad un alcance considerable, ya que la hospitalidad de que es objeto Jesús y la lección que de ella nos da son muy significativas de su mensaje y de su persona.

En numerosas ocasiones, Jesús es invitado por publícanos y pecadores. La hospitalidad que se le ofrece en este caso es siem­pre complaciente y desinteresada. A los que le reprochan el que acepte tales invitaciones, Jesús les contesta que El ha venido no por los justos, sino por las ovejas perdidas de Israel. Jesús se siente entre los suyos cuando está con los pecadores; pero su presencia entre ellos es un llamamiento expreso a la conver­sión, y el hecho de que este mismo llamamiento se haga exten­sivo (pensemos, por ejemplo, en el episodio de Zaqueo, Le 19, 5-10) pone de relieve que la conciencia de pecado que conduce

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al arrepentimiento es una condición necesaria para el acceso al Reino.

Los fariseos no reciben a Jesús de igual modo, ya que este que se hace llamar Mesías no responde a la idea que ellos tienen del mismo. ¿Cómo podrían dar una buena acogida al que no aprueba en absoluto su actitud y comportamiento? De este he ­cho, del contraste entre las dos formas de hospitalidad que le son ofrecidas—la del fariseo y la del pecador—, Jesús deduce el auténtico rostro del orden del amor y el alcance de su inter­vención entre los hombres ("Tus pecados te son perdonados", v. 48).

Incluso cuando es recibido por personas a los que le une una vieja amistad—tal es el caso de Marta y María en Betania (véase el Evangelio del día, 3.e r ciclo)—, Jesús no se comporta como un huésped ordinario, sino que reclama la atención en lo esencial de su mensaje y hacia su persona. En este aspecto, siempre aparece como el Extraño, como Aquel a quien uno no espera bajo tales rasgos, el que destruye toda seguridad y exige la renuncia total, que instaura en su auténtico valor el orden del amor basado en el reconocimiento del otro como diferente de sí. Este extraño vino a los suyos y los suyos no le recibieron (cf. Jn 1, 11).

El que muere en la cruz es el Extraño por excelencia, recha­zado por todos, según la medida en que cada uno había sido llamado por El. De tal modo es extraño entre su pueblo que, después de la resurrección, los peregrinos de Emaús no le re­conocen en el camino, sino durante la hospitalidad que le ofre­cen (Me 24, 28-32).

La hospitalidad, La hospitalidad cristiana es uno de los sig-ejercicio de la fe nos privilegiados de la fidelidad al manda­

miento nuevo del amor fraterno sin fronte­ras. Es una condición esencial para la fe, en la medida que es acogida del otro que es diferente de uno mismo. No se t r a t a de la acogida al semejante, al prójimo, al amigo—¿no hacen eso mismo los paganos?—, sino de la prestada al extraño, a quien acogemos como otro, distinto de nosotros; que en nada aprueba mi conducta o me pide una explicación sobre mi modo de ac­tuar ; que incluso es un posible enemigo. Se t r a ta de la acogida que me invita a una renuncia total para que me sea posible amar de verdad a los otros. Por ser encuentro con el aconteci­miento, la hospitalidad cristiana no procede de una reacción espontánea, sino que reclama la reflexión y el ejercicio de la libertad.

Si tal es el carácter de la hospitalidad cristiana, sus benefi­ciarios son, ante todo, los pobres y necesitados, es decir, todos

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aquellos cuya propia existencia priva al creyente de sus segu­ridades y le invita a movilizar todas sus energías para hacer esta tierra más habitable al hombre: no a un grupo, sino a todos. Haciendo alusión a estos beneficiarios de la hospitalidad requerida por la fe—los hambrientos, los que padecen sed, los que no tienen un techo donde guarecerse, los necesitados inclu­so de ropa con que cubrirse, los enfermos, los privados de li­bertad física (Mt 25, 35-36)—es como Jesús nos pone de mani­fiesto el alcance definitivo de la hospitalidad. Recibiendo a es­tos pobres, el creyente da acogida al propio Jesús. Hay una continuidad manifiesta entre la hospitalidad que Jesús espera de los suyos durante su vida en este mundo—El, el Extraño que no ha tenido dónde reclinar su cabeza (Mt 8, 20)—y la que es­pera de sus discípulos a todo lo largo de la historia de la sal­vación, a través de los otros, y especialmente los más pobres. En esta materia estamos tocando el corazón del Nuevo Testa­mento: recibir a Cristo en los otros, como una muestra de fi­delidad a su Palabra, es, al mismo tiempo, recibir al Padre: "Si alguno me ama, que guarde mi Palabra y también mi Padre le amará; vendremos a él y dentro de él moraremos" (Jn 14, 23). Entonces llega a producirse una inversión de funciones: los que así reciben a estos huéspedes divinos verán con cierto es­tupor que, en realidad, son ellos mismos, los hospedadores, quie­nes han sido recibidos por tan ilustres huéspedes.

Al principio de esta reflexión hacíamos ver que, en el mun­do moderno, la práctica de la hospitalidad está en decadencia. Lo que acaba de ser dicho de la hospitalidad cristiana pone bien de manifiesto que esta hospitalidad, en su auténtico sen­tido, nunca ha sido practicada; hay motivos sobrados para de­cir esto. La situación actual presenta, al menos, la ventaja de disipar toda ilusión que pudiéramos hacernos sobre este punto. La hospitalidad que reclaman hoy los extraños (damos a esta palabra toda la extensión de su sentido—forastero, pertenezca o no al mismo país—) y los pobres entre nosotros está cargada de exigencias a nosotros mismos; no busquemos en ella la tran­quilidad de nuestra conciencia por haber hecho algo bueno, pues, además de que es muy poca cosa tal estado de conciencia —y tampoco a Dios le va—, la hospitalidad verdadera no reser­va, como premio, esa buena conciencia a los que la practican, sino todo lo contrario: invita al servicio y al compromiso total de sí. Lo otro no interesa.

Los enviados de Cristo, Los pasajes del Nuevo Testamento que a la búsqueda de relatan la misión de los Doce o de los hospitalidad setenta y dos discípulos invitan, unos

y otros, al tema de la hospitalidad. "En cualquier ciudad o aldea en que entréis, informaos de quién hay en ella digno y quedaos allí hasta que partáis y, entrando

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en la casa, saludadla. Si la casa fuere digna, venga sobre ella vuestra paz; si no lo fuere, vuestra paz vuelva a vosotros. Si no os reciben o no escuchan vuestras palabras, saliendo de aquella casa o de aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies" (Mt 10, 11-14). Anteriormente, Jesús había dado a los Doce la si­guiente recomendación: "No os procuréis oro, ni plata, ni cobre para vuestros cintos, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón" (vv. 9-10). Los enviados de Cristo de­ben, pues, comportarse como El mismo lo ha hecho antes, es decir, como un pobre o un forastero que busca hospitalidad. Los sinópticos son unánimes en este punto, y en el mismo San Juan encontramos estas palabras de Jesús: "Quien recibe al que Yo envío, me recibe a Mí" (Jn 13, 20). Por identificarse Je­sús con sus enviados, por esa misma razón espera de ellos un comportamiento idéntico al suyo.

Según lo que acabamos de ver, en el uso que aquí se hace del tema de la hospitalidad, parecen haberse invertido los papeles. Jesús no pide a sus enviados que practiquen la hospitalidad, sino que la busquen; en otros textos, sin embargo—ya se ha visto anteriormente—, la práctica de la hospitalidad aparece como el signo distintivo de la búsqueda de la fe. A primera vista, se hubiera esperado una insistencia, en el mismo sentido, para el misionero. También es cierto que no se prohibe al misionero practicar la hospitalidad, pero no este aspecto de cosas lo que se quiere subrayar.

En realidad, esta inversión de papeles, cuando se trata de la misión, nos invita a percibir mejor el verdadero carácter de la hospitalidad. Si los enviados de Cristo acuden a los hombres en busca de hospitalidad, esto quiere decir, ante todo, que su ac­titud fundamental consiste en dar acogida a los hombres, cua­lesquiera que sean, prestarles oídos y estar dispuestos a recibir de ellos, aunque tengan las manos vacías. Esto significa, ni más ni menos, que lo que los discípulos han de infundir en los hom­bres, en ellos es ya búsqueda de fe. Cuando los paganos reciben a los enviados de Cristo, es señal de que aquellos están ya en camino hacia la meta a que solo Cristo puede conducirlos. En efecto, por el solo hecho de dar acogida favorable a los envia­dos de Cristo, ya están aceptando la interpelación que les haga este Extraño, cuya misión en el mundo es llevar la luz a todo hombre (cf. Jn 1, 9).

La iniciación cristiana Los dos aspectos de la hospitalidad que en la hospitalidad acabamos de señalar son, de hecho, in­

separables. No es posible, en efecto ejercer válidamente la hospitalidad con el pobre, el necesitado' de todo, el extraño—con todas las exigencias que tal acogida lleva consigo—, sin que al mismo tiempo se reconozca en el

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otro a uno de quien necesitamos algo, de quien podemos reci­bir; el invitado se convierte entonces en invitante, el Maestro...; es el propio Cristo quien invita a su mesa. Por consiguiente, ¿cómo podrá mendigar uno la hospitalidad del otro como men­sajero de la Buena Nueva, como mensajero de Cristo, si uno mismo no es un ejemplo vivo de hospitalidad? En este sentido, la hospitalidad es la expresión de una fe viva y, como tal, debe ser objeto de una iniciación permanente.

El terreno por excelencia de esta iniciación es la celebra­ción eucarística. En estas reuniones cada uno debe sentir ver­daderos deseos de acoger a los demás, de recibir a los otros como a hermanos y, a través de ellos, a Cristo que se entrega para que todos participen de El; pero en el ejercicio de esta hospitalidad cada uno descubre que el hospedador es el primer beneficiado de aquella. La iniciativa de la hospitalidad corres­ponde al otro, al extraño, y, en definitiva, al propio Cristo.

Es evidente que la celebración eucarística no es automáti­camente un rito de iniciación a la hospitalidad. Para que efec­tivamente lo sea, se requieren dos condiciones mínimas: en pri­mer lugar, es preciso que la asamblea que asiste a la celebración esté realmente abierta a los "otros" y que se busquen ocasio­nes para traducir en obras esta apertura; en segundo lugar es necesario que la organización concreta de la celebración permi­ta a cada uno tomar parte activa en la acogida mutua y aper­tura efectiva a los otros. ¿Responden nuestras asambleas a es­tas exigencias? Esta pregunta la hacemos después de una larga reflexión en torno al tema de la hospitalidad.

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DECIMOSÉPTIMO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. 1 Beyes 3, 5, 7-12 Ya desde el principio, el reino de Salomón se 1.a lectura sitúa en otro plano distinto del de David: l.er ciclo la epopeya conquistadora se ha terminado, la

atención del nuevo rey recae sobre los pro­blemas de la organización y de la explotación.

Salomón se dirige a Gabaón para pedir a Yahvé la sabidu­ría. No se trata aún de esa sabiduría de que hablarán más tarde los libros sapienciales, sino del saber hacer práctico. Salomón no es todavía más que un joven (v. 7), nunca ha ejercido la autoridad. Además, reina en un reino que no es todavía el suyo, sino el de Dios (v. 9b). Finalmente, concibe su realeza como una judicatura en la que tendrá que discernir entre el bien y el mal (v. 9a; cf. 1 Re 3, 16-28).

La oración de Salomón arrastra, por tanto, el peso de la in­quietud que el nuevo rey acumula al tomar conciencia del tra­bajo de organización que le espera. Está dominada por la hu­mildad de quien sabe que es el plenipotenciario de Yahvé. Dios contesta a Salomón en forma de promesa: el rey poseerá el discernimiento que pide, pero también los bienes personales ne­cesarios a su prestigio y a su irradiación (vv. 11-13). Gozará in­cluso de una larga vida si continúa fiel a las consignas divinas (v. 14, de origen deuteronómico: cf. Dt 5, 33).

II. 2 Reyes 4, 42-44 La biografía de Elíseo parece pertenecer a 1.a lectura tradiciones anteriores, casi totalmente, al 2P ciclo siglo viii a. de J. C. El biógrafo quiere,

sobre todo, narrar los episodios de la vida del profeta que pueden revelarnos que este no fue inferior en carismas y poder a su maestro Elias. Dado que el ciclo de Elias narraba una multiplicación de los panes (1 Re 17, 1-15), había

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que atribuir a Eliseo un milagro semejante. Esto es lo que in­tenta realizar el breve pasaje leído en la liturgia de este día.

El interés de los relatos de las multiplicaciones de los panes realizadas por Elias y Eliseo, sucesivamente, está, sobre todo, en que enuncian algunos temas que podemos encontrar con frecuencia en la doctrina escatológica judía posterior.

* * *

Al multiplicar los panes, Elias atiende, sobre todo, a la mi­seria de los pobres. El relato de la multiplicación realizada por Eliseo se detiene, por su parte, en el detalle de la abundancia de los panes, en la importancia de los restos que sobran y en el carácter prodigioso del hecho (vv. 43-44).

Estos dos temas se fusionarán para describir, en el Tercer Isaías, el banquete escatológico, que ha de ser un banquete abundante ofrecido a los pobres (Is 53, 1-3; 65, 13; cf. Prov 9, 1-6). Efectivamente, este banquete supone en los convidados una actitud de pobreza espiritual: es necesario tener hambre para sentarse a la mesa (Le 6, 21), es necesario tener hambre de pan y de justicia y probar su pobreza espiritual y material. El banquete escatológico es un banquete abundante, porque los invitados no llegan a agotar la comida y se cuentan hasta el infinito los restos que sobran (vv. 43-44). Esta sobreabundan­cia es el símbolo de las riquezas del Reino que superan a todo lo que el hombre puede producir1.

III. Génesis 18, 20-33 Los caps. 18-19 del Génesis forman un con-1.a lectura junto que sufrió una gran elaboración. El 3.er ciclo relato más antiguo debió de reagrupar los

siguientes versículos: Gen 18, 1-16, 20-22a, 33b; 19, 28, 30-38, etc. Por tanto, algunos de los versículos de la lectura de hoy pertenecerían a dicho relato. En época más re­ciente, se habrían añadido a este los vv. 22b-33a que forman una unidad literaria evidente, aunque no muy bien encuadrada en el contexto. Por ejemplo, el interlocutor de Abraham no es ya un (o muchos) ángel (es), sino el mismo Yahvé (v. 22b); Lot es salvado aquí por la intercesión de Abraham, mientras que en el relato más antiguo se salva gracias a su hospitalidad (Gen 19, 1-16). Además, mientras que en la tradición antigua (cf. ver­sículo 21) Dios desciende hasta Sodoma únicamente para veri­ficar si es justificada la mala reputación de esta ciudad, en el otro relato ya ha decidido, sin apelación posible, la destrucción de la ciudad.

# * # 1 Véase el tema doctrina! del pan destinado a los pobres, en este

mismo capítulo.

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a) Tres temas doctrinales aparecen en el relato. El primero quiere demostrar que, de acuerdo con la promesa (Gen 12, 3), todas las naciones son bendecidas, es decir, encuentran la fuen­te de su felicidad, en Abraham: hasta Sodoma y Gomorra pue­den aprovecharse de las bendiciones divinas prometidas al pa­triarca de los hebreos, si dan pruebas de un mínimo de fe y de conversión. Replegadas sobre sí mismas en su endurecimiento, no podrán beneficiarse de estas promesas.

b) El segundo tema, el de la intercesión2, prepara al pue­blo para que este pueda entender la función mediadora del Me­sías. Los profetas y hombres de Dios fueron los primeros inter­cesores: Samuel (1 Sam 7, 5; 12, 19-23; 15, 11; Jer 15, 1), Amos (Am 7, 1-9) y Jeremías (Jer 7, 16; 11, 14). Pero Moisés supera a todos en esta función de mediador; Núm 11, 2, 11-15; 6, 20-24; 14, 13-19; 21, 4-7; Ex 32, 30-34, son testigos bastante tar­díos de esta tradición, pero demuestran claramente cómo la re­flexión postexílica se orienta cada vez más hacia la idea de un jefe del pueblo que está consagrado a la oración y a la re­lación religiosa con Dios. Esta idea formará parte, además, del retrato del Siervo paciente, Mediador por excelencia entre Dios y los hombres (Is 53, 12).

Sin embargo, las tradiciones antiguas no habían presentado nunca a Abraham como mediador. Se trata, pues, de una trans­posición, en beneficio suyo, de las prerrogativas de Moisés y del Siervo paciente. Abraham, jefe del pueblo, al igual que Moisés y el Siervo, entra en relación personal con Dios y se convierte, por su vida y su oración, en el único mediador entre Yahvé y el pueblo. El pensamiento judío fusiona, por tanto, en un solo personaje la autoridad del jefe y la función sacerdotal.

c) El último tema de este pasaje es la idea de que el mérito de un pequeño número de justos puede conseguir la salvación de una multitud de pecadores.

El antiguo Israel está convencido de la solidaridad de todos en el pecado y en el castigo. Es verdad que se admiten algunas excepciones en favor de este o aquel justo, como Lot (Gen 19, 15-16), pero el principio de responsabilidad individual aparece tan solo con Jer 31, 29-30; Ez 14, 14-15 y 18. Cuando se redacta el relato de la intervención de Abraham, la idea de la respon­sabilidad individual ha sido ya superada y se empieza a ad­mitir que algunos justos pueden salvar a todo un pueblo de pecadores. Abraham, sin embargo, no se atreve a pensar que menos de diez justos puedan conseguir esto (v. 32). Ezequiel avanzará mucho más imaginando que un solo justo puede sal­var a toda una ciudad (Ez 22, 30) y los poemas del Siervo pa­ciente, tanto más al tratarse de un solo individuo, le darán la

2 Véase el tema doctrinal de la oración, tomo III, pág. 170.

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razón al anunciar la expiación que llevará a cabo el Mesías pa­ciente (Is 53).

Abraham, presentado como fuente de todas las bendiciones, incluso en favor de las naciones pecadoras, como sacerdote e intercesor único entre Dios y su pueblo, como justo que expía los pecados de todos, aparece como uno de los jalones que pre­paran a la Humanidad a comprender el papel de Cristo como primogénito, papel que obtuvo mediante su sacrificio y su ora­ción y que cumplió de una vez para siempre en nombre de la Humanidad pecadora.

Esta primacía de Cristo como mediador manifiesta, por otra parte, la significación y el alcance que tienen las múltiples mediaciones que se dan en el mundo actual: las muertes de Kennedy, King, Che Guevara, Camilo Torres, etc., contienen, sin duda, un poder intercesor para toda una Humanidad ador­mecida. Muchos hombres, en efecto, deben su salvación a la solidaridad que los une a los héroes y mártires. Todo cristiano, en cualquier lugar donde se encuentre, puede hacer patente en sus actitudes y elecciones estas mediaciones y revelar la solida­ridad que une a todos los hombres en torno al Hombre-Dios.

IV. Romanos 8, 28-30 La presentación general del cap. 8 de la 2.a lectura carta a los romanos puede verse más l.er ciclo arriba en el comentario a los domingos

decimocuarto y decimosexto.

El dinamismo que arrastra al cosmos y al hombre hacia la glorificación realiza el designio de Dios: ni la corruptibilidad del primero, ni la debilidad espiritual del segundo, pueden po­ner en tela de juicio los planes de un Dios que es fiel a sus propósitos (v. 28) y que ha encontrado en Jesucristo un com­pañero perfecto. "Los que aman a Dios" están, pues, seguros de que van a conseguir la gloria, no como una recompensa mere­cida por ellos, sino porque se han convertido, a su vez, en com­pañeros de Dios3.

Dios, efectivamente, los ha "conocido de antemano", con ese conocimiento bíblico que es comunión y participación de vida, y El los transforma en hijos suyos conformándolos a Je­sucristo (v. 29).

La predestinación divina no significa que Dios condena a 3 K. GRAYSTON, "The doctr ine of Election in Romaens 8, 28-30'", Texte

und Unters., 1963, págs. 574-82.

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unos y elige a otros, sino que El es el primero en conocer y amar, realizando en Jesús este conocimiento y este amor, antes incluso que los hombres lleguen a ellos. La predestinación abar­ca el designio amoroso de Dios y los medios para ponerlo en práctica. No se trata de una anterioridad en el tiempo, como si todo estuviera fijado de una vez para siempre la atención divina acompaña las diferentes etapas de la vida cristiana (v. 30): la llamada (por la predicación), la justificación (por el bautismo) y la glorificación (por la muerte) van marcadas por la iniciativa de Dios que llama, justifica, glorifica y dispensa los medios de esta llamada, de esta justificación y de esta glo­ria en la persona de Cristo y en el Espíritu que habita la zona más profunda de nuestro ser.

V. Efesios 4, 1-6 En las lecturas anteriores de esta carta a los 2.a lectura efesios hemos visto el papel importante que 2° ciclo juega en ella el tema de la unidad. Este tema

vuelve de nuevo otra vez en este pasaje, más explícitamente aún que en otros.

a) Pablo insiste en la práctica de la humildad, de la dul­zura, y sobre todo de la caridad (v. 2), virtudes, mediante las cuales precisamente Cristo ha establecido su señorío sobre el mundo y ha conseguido unificarlo (FU 2, 6-11; Jn 13, 14-16; Mt 11, 29; Col 3, 12-13) en la comunión de todos basada en las fuentes mismas de salvación (vv. 4-6).

b) Pablo describe esta fuente unificadora en tres hemisti­quios que constan de tres elementos cada uno: el Espíritu que anima el Cuerpo de Cristo y la esperanza que hace nacer (v. 4); el Señor resucitado, la fe en esta resurrección y el bautismo que hace participar en ella (v. 5); finalmente, el Padre que está sobre todos, dentro de todos y en todos (v. 6).

Se trata, pues, de una fórmula trinitaria: en efecto, el se­creto de la unidad de los hombres reside en la vida común de las tres divinas Personas. Pero la fórmula menciona al Padre en tercer lugar, en vez de hacerlo en el primero (cf. Ef 1, 3-14), porque se trata de una unidad que se va realizando progresi­vamente al ascender la Humanidad, con el Espíritu y Cristo, hasta el Padre mismo.

Para demostrar cómo lo que funda, no solo la unidad de la Humanidad toda, sino también de cada persona en particular es la vida divina, Pablo establece una relación entre cada una de las virtudes teologales y cada una de las personas de la Tri­nidad: el Espíritu alimenta la esperanza (1 Cor 12, 13; Ef 2, 18;

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Rom 8, 26-27), Cristo llama a la fe (Rom 10, 8-17) y el Padre está "en todos" para hacer nacer en ellos amor y comunión (2 Cor 13, 13; FU 2, 1).

* * *

La teología ha elaborado tantas explicaciones áridas del mis­terio de la Trinidad que nos es difícil ya considerar la Trinidad como el fundamento de la vida cristiana y de la unidad de los hombres.

Sin embargo, la Trinidad proporciona su verdadero sentido a toda manifestación de amor, puesto que realiza la perfecta unidad entre personas que no dejan de ser perfectamente dis­tintas. ¿No anhela acaso esta unidad toda persona cuando ama a otra persona?

Participamos del misterio trinitario cuando entramos en un tipo de comunión con todos los hombres, en el que cada uno no puede ser feliz más que en relación con todos. Al relacionar las virtudes teologales con cada una de las personas de la Trini­dad, Pablo afirma que el hombre participa de la vida trinitaria en tanto en cuanto vive su vida como un don de Dios propor­cionado por Jesucristo.

Sin la Trinidad, cualquier intento humano de unidad está condenado al fracaso, bien porque peca de individualismo, bien porque anula a la persona. Por el contrario, en la relación a la Trinidad el hombre puede llegar a ser él mismo.

Será un testigo perfecto de la Trinidad el cristiano que se preocupe de que todos los que están a su alrededor, lejos o cerca, sean reconocidos por lo que ellos son y de que estén ar­moniosamente implicados en una comunión profunda. ¿No es debido, en parte, a una imperfecta comprensión de esta presen-cía de la Trinidad en el centro mismo de las exigencias cristia­nas el que la Trinidad se haya convertido en un dogma, el cual, ciertamente, aceptamos, pero sin alegría ni interés alguno?

VI. Colosenses 2, 12-14 Pablo aborda el punto clave del fin que 2.a lectura se propone: los colosenses, en su bús-3.er ciclo queda de Dios, aceptan la mediación de

Cristo, pero quieren compaginarla con otras mediaciones, inspiradas en diversas filosofías y en el sin­cretismo religioso.

* * *

a) Pablo distingue la mediación de Cristo, que es primor­dial y exclusiva, de toda otra mediación. Su argumentación

consiste, en primer lugar, en recordar la primacía de Cristo en la vida del cristiano. Para eso utiliza cuatro imágenes comple­mentarias: Cristo como raíz del árbol de la Humanidad; tomo cimiento del templo que constituyen los cristianos y que se está edificando; corno habitáculo de la plenitud de la divinidad, puesto que en El se encuentra todo aquello que los colosenses pueden buscar y desear, y Cristo, finalmente, como Jefe de los ángeles, puesto que los ha despojado de su dominio sobre el hombre y sobre la creación: alusión a las concepciones míticas de aquel tiempo que consideraban a los ángeles como los due­ños del universo y los mediadores de la ley (v. 14).

Es, pues, absurdo considerar a los ángeles como intermedia­rios entre Dios y los hombres. De esta forma, Pablo rechaza las pretensiones de los judaizantes que defendían todavía que los ángeles eran quienes proponían la ley se aferraban a las ideas de la gnosis que creaba toda una serie de seres intermediarios entre el hombre y Dios.

b) El cristiano participa de la primacía de Cristo sobre el mundo mediante el bautismo (vv. 11-13), cuyo efecto principal consiste en unirlos a la muerte y resurrección de Cristo, es de­cir, al momento preciso en que Cristo consiguió esta primacía. Toda vez que esta unión es algo seguro, el cristiano se beneficia de múltiples frutos: en particular, no tiene necesidad de ser cir­cuncidado, porque ¿qué añadiría la circuncisión a aquellos que han sido circuncidados en toda su carne (es decir, que se bene­fician de una conversión total) y a los que se les ha perdonado radicalmente su pecado? (v. 13). Por tanto, el bautismo dispen­sa al cristiano de cualquier otra práctica ritual, cualquiera que esta sea.

La "primacía" del cristiano sobre el mundo no quiere decir que sea superior a los demás, sino que está al servicio de los otros para contribuir a la comprensión de las cosas y de las personas.

El punto de partida de nuestra reflexión es la Humanidad en sí y la empresa que realiza en la Naturaleza. El dominio progresivo de la Humanidad sobre sí misma y sobre la Natu­raleza tiene un sentido (por ejemplo: la espiritualización de la materia) y dispone de una serie de funciones (políticas, técnicas, etcétera) para realizarse y para destruir los obstáculos y las alienaciones que frenen este propósito.

Pero la fe cristiana consiste en creer que Dios ha dado otro sentido, más decisivo aún, al dominio del hombre sobre sí mismo y sobre todas las cosas: la reunión de todo y de todos en la vida misma. Cree que en la Humanidad se ha ejercido una nueva función para alcanzar esta significación: la función que ejer-

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ció entre los hombres el Hombre-Dios. En efecto, la primacía del hombre sobre todas las cosas recibe un sentido nuevo e inesperado, y todos los obstáculos que van contra esta primacía, el mal, el pecado, la muerte y los ángeles, chocan ante esta función de Jesucristo.

Esta interpretación que Cristo realiza de la empresa huma­na se renueva simbólica y eficazmente en la asamblea de los bautizados. En la medida en que estos colaboren en la libera­ción progresiva de la Humanidad de toda clase de alienación (fuerzas de la naturaleza, alienación sacral, pecado, poder del dinero, etc.) y en la medida en que ellos trabajen por la espi­ritualización de la naturaleza y su humanización, pueden re­velar la significación profunda y nueva de todo esto: la edifi­cación de una Humanidad de hijos de Dios.

VIL Mateo 13, 44-52 Este Evangelio contiene tres parábolas evangelio de muy distinto alcance cada una: la del l.er ciclo tesoro escondido y de la perla, por una

parte; la de la red de pescar, por otra.

Las dos primeras (vv. 44-46) proponen—al menos aparente­mente—una enseñanza bastante parecida y se comprende que hayan sido presentadas juntas, aunque fueran pronunciadas en ocasiones y perspectivas distintas, como hace suponer el Evan­gelio de Tomás (núms. 76 y 106). La parábola de la red de pescar es de naturaleza totalmente distinta (vv. 47-50) y se parece más bien a la de la cizaña (Mt 13, 24-30). Mateo, o una de sus fuen­tes, habrá unido sin duda esta parábola a las dos primeras para oponer a la alegría de aquellos que han encontrado el Reino (v. 44) el rechinamiento de dientes de los que han sido exclui­dos de él (v. 50). De todas formas, cada parábola parece que encierra su propia lección, y el conjunto de las tres aporta tam­bién una lección particular4.

a) Los cuentos orientales y las tradiciones judías narraban con frecuencia historias de hallazgos de tesoros. El Evangelio de Tomás, al menos en lo que se refiere a la parábola del tesoro escondido, se doblega ante este género de narraciones prodigio­sas en las que el descubridor se hace rico y feliz, se casa incluso con la hija del propietario del campo y compra a este último sus palacios y esclavos con gran menoscabo del heredero des­pojado (otro ejemplo puede verse en un Midrash de Cant 4, 12).

Nada parecido a esto ocurre en Mateo en la parábola del te-4 M. DIDIER, "Les Paraboles de l'ivraie et du filet", Rev. Dioc. Namur

1960, págs. 491-512; J. DUPONT, "Les paraboles du trésor et de la nerle"' .V. T. St., 1968, págs. 408-18.

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soro escondido. Este es el Reino de Dios y el hombre que lo en­cuentra—como por un golpe de suerte—es consciente de su di­cha hasta el punto que, en lugar de soñar con todo aquello que él podría comprar con este tesoro, piensa en lo imperdonable que sería dejarlo escapar una vez encontrado. La parábola pone de relieve no tanto ya el sacrificio de este hombre cuanto el motivo del mismo; el hallazgo del Reino se considera como una suerte en la vida a la cual hay que conformar en adelante todo lo demás.

b) La parábola de la perla parece que es un tanto distinta. Aquí se compara el Reino de Dios no ya a una cosa (una red o un tesoro), sino a una persona, como hará el Nuevo Testamento en otras ocasiones: en la parábola del samaritano, del buen pastor o el sembrador. Ahora bien: cada vez que se trata de una persona, esta simboliza al mismo Dios o a su Cristo. Además, en griego, las diferencias textuales están más acusadas de lo que dejan ver las versiones habituales. Estas permiten poner en duda el paralelismo entre los dos textos.

De hecho, parece ser que esta parábola sufrió una alegori-zación en un estadio ulterior de su tradición para designar a Dios mismo estableciendo su reino sobre la Humanidad (repre­sentada por la perla, según un simbolismo corriente en aquella época) vendiendo todo aquello que poseía (su divinidad "humi­llada" en la encarnación de su Hijo). Se tendría de esta forma —más o menos en un segundo tiempo—una alegoría de la keno-sis divina en busca de la Humanidad.

c) Esta interpretación alegórica se perdió bastante pronto y la parábola quedó reducida a un simple proverbio sapiencial, bastante cercano a Prov 3, 13-18. La unión de las dos parábolas, la del tesoro y la de la perla, desemboca entonces en una in­terpretación común: el Reino está tan cerca que es necesario abandonarlo todo para conseguirlo (Me 1, 18-20; 10, 28). Bajo este punto de vista la venta de todo se convierte en el signo de una conversión necesaria. De esta forma Mateo corrige un poco el aspecto pesimista de las parábolas anteriores (el sembrador, la cizaña) describiendo la actitud de los buenos.

d) La parábola de la red de pescar, igual que la de la ci­zaña, tiene como fin demostrar cómo el reino inaugurado por Cristo tiene que llegar necesariamente a su plenitud (tema de la red "llena"). Además, esta parábola encierra en sí misma su propia interpretación (vv. 49-50). El vocabulario de esta pro­viene casi todo de la parte interpretativa de la parábola de la cizaña (Mt 13, 40-43), lo cual hace suponer que se trata de una redacción tardía.

Se puede distinguir, por tanto, por un lado, la parábola en sí, que subraya la necesidad de un período de tiempo transito­rio entre la fundación del Reino y su plenitud, y por otro lado,

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la interpretación posterior que le da un sentido restringido y más alegórico al aplicarla únicamente al juicio final y al es­cenario del mismo.

El encuentro entre Dios y el hombre que anuncian las pa­rábolas del tesoro y de la perla no se realizará plenamente más que al término de la fase última de la historia del mundo. Du­rante el tiempo de la espera, se impone la paciencia, porque toda condenación prematura podría frenar el crecimiento y la conversión de los hombres.

-* * *

No deja de tener su sentido el hecho de que parábolas, a primera vista tan diferentes como son la de la red y la del te­soro, hayan sido agrupadas en un solo pasaje: por una parte, la Iglesia no tiene que elegir sus discípulos ni los hombres que recluta; por otra, cada hombre debe elegir el tesoro de su vida. Esta contradicción es solo aparente: si la Iglesia acepta mi­rarse en el Evangelio, en el desprendimiento más total, su muer­te le sobrevendrá de la postura ambigua de los múltiples par­tidos y motivaciones que caracterizan la actitud de sus hijos, mientras la fe no los ha transfigurado totalmente 5.

VIII. Juan 6, 1-15 Juan complementa muchas veces sus rela-evangelio tos con una explicación doctrinal. Así, en 2° ciclo el cap. 6 de su Evangelio, el relato abarca

los vv. 1-25, y la explicación los vv. 26-66. Pero, desde el relato, los temas desarrollados en los discursos pueden ser localizados y sacados a la luz. Al descubrir los tra­zos originales del relato joánico de la multiplicación de los pa­nes, habremos tenido mucha suerte en descubrir los ejes esen­ciales del discurso que sigue.

Basta comparar la versión de Juan de la multiplicación de los panes con las de los sinópticos para descubrir sus temas esenciales. Los tres primeros evangelistas colocan la multipli­cación al término de un día de predicación; San Juan, por el contrario, le asigna todo el espacio y da a entender que la mul­titud acude para comer. Sea lo que fuere, Jesús se presenta entonces como quien da de comer (v. 5), mientras que en los sinópticos distribuye el pan a falta de otra solución (Mt 15, 32-33).

* * *

a) Primer tema, el maná, y de una manera más general, la experiencia del desierto. El diálogo entre Cristo y Felipe re-

5 Véase el tema doctrinal del Reino, en este mismo capítulo.

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cuerda la conversación que tuvo lugar entre Moisés y Yahvé antes que este último multiplicara hasta la saciedad el ali­mento reclamado por el pueblo (Núm 11, 21-23). Juan es igual­mente el único que destaca el entusiasmo de la multitud des­pués de la comida (v. 15) y el descubrimiento que hace en Je­sús del "Profeta" anunciado para los últimos tiempos como un nuevo Moisés (Dt 18, 15-18).

La recogida de los restos (v. 13), al contrario que en la ver­sión sinóptica, contrapone el maná corruptible (Ex 16, 16-21) con el pan de Jesús imperecedero (Jn 6, 27, 31) y signo de eter­nidad.

Ya en el Antiguo Testamento (Dt 8, 2-3; Sab 16, 28), el maná no era considerado como un simple elemento corporal, sino como el signo de la Palabra viva de Dios y como una lla­mada a la fe. Lo mismo sucede con el maná nuevo presentado por Jesús: el discurso que sigue lo demostrará (Jn 6, 30-33).

b) Segundo tema del relato, el banquete escatológico. La pregunta formulada por Jesús en el v. 5 hace pensar en la co­mida de los pobres (Is 55, 1-3; 65, 13), puesto que el pan ben­decido por Jesús era un pan de cebada, alimento habitual de los pobres (un detalle que solo recoge San Juan). Este elemen­to escatológico prepara las nociones de pan de vida y de pan de inmortalidad (Jn 6, 27-50) desarrolladas en el discurso que viene a continuación. Jesús anuncia así el cumplimiento del designio de Dios de comunicar su vida a los pobres.

c) En este relato, es Jesús quien dirige el diálogo (vv. 5-10) y reparte los panes (v. 11). De esa forma quiere Juan llamar la atención sobre la persona misma de Jesús. Pero cuando esa persona está expuesta a ser mal comprendida, Juan se apresura a devolver a Jesús a su misterio (v. 15).

El discurso que sigue adopta también esa perspectiva mul­tiplicando las afirmaciones "Yo soy", de Jesús (Jn 6, 35, 48-50, 51). El banquete servido por el Mesías va, pues, destinado a iniciar a los discípulos en la inteligencia del misterio de la personalidad de Cristo.

d) Las características exodíaca, escatológica y personal de la multiplicación de los panes encuentran su síntesis en la pers­pectiva eucarística de ese banquete. La alusión a la proximidad de la fiesta de Pascua es una primera señal de ello (v. 3). Ade­más, la fórmula de bendición de los panes es la que los sinóp­ticos traen a propósito de la Cena (v. 11; cf. Le 22, 19).

Mediante esas alusiones eucarísticas, Juan prepara la ex­plicación clara de los vv. 53-56. Juan muestra cómo el banquete eucarístico cumple la esperanza escatológica, el misterio pas­cual y la revelación de la persona de Jesús.

* * *

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¿La Iglesia de hoy sigue multiplicando los panes para quie­nes tienen hambre? Más concretamente: ¿frente al problema del hambre en el mundo, su misión es algo más que recordar con­tinuamente a sus miembros sus obligaciones individuales y co­lectivas?

Jesús sació a hombres que tenían hambre y reveló su miste­rio a partir de una realidad terrestre. El pan que repartió no era solo sobrenatural: no es posible revelar el pan de la vida eterna sin comprometerse realmente en las tareas de solida­ridad humana. El amor a los pobres, lo mismo que a los enemi­gos, es el test por excelencia de la calidad de la caridad. Re­conocer a los pobres el derecho a recibir el pan de vida es comprometerse hasta el final con las exigencias del amor y materializar en una nueva multiplicación de los panes a escala del planeta el gesto alimenticio iniciado por Cristo.

La Eucaristía distribuye el pan de vida en abundancia como revelación de la persona de Cristo, signo escatológico y sacra­mento de la Pascua. Pero no puede darse una verdadera re­cepción de ese pan de vida sino mediante una disponibilidad absoluta que hace de cada participante un hermano de los más pobres entre los hombres 6.

IX. Lucas 11, 1-13 El principio del cap. 11 de San Lucas cons-evangelio tituye un pequeño tratado sobre la ora-3.er ciclo ción. En primer lugar, el evangelista nos

ofrece su versión del Padre nuestro (ver­sículos 2-4); reproduce, después, la parábola del amigo impor­tunado (vv. 5-8), y, finalmente, a modo de comentario, unas cuantas observaciones sobre la confianza que hay que tener en la oración (vv. 9-13). Todo el conjunto ofrece una gran uni­dad y constituye, de hecho, un comentario de la petición del Padre nuestro: "el pan nuestro de cada día, dánosle hoy" (Le 11, 33; tema que vuelve a aparecer en el v. 11). Mateo, por su parte, comenta el Padre nuestro fijándose sobre todo en la pe­tición del perdón (Mt 6, 14-15).

* * *

a) Al narrar esta parábola, Cristo quiso hacer una catc­quesis sobre la confianza en la oración (vv. 5-8)7. Encontrare­mos el texto original si presentamos los vv. 5-7 en forma inte­rrogativa: "¿Quién de vosotros (fórmula a la que va unida au­tomáticamente la respuesta: ¡nadie!) si uno de sus amigos viene

6 Véase el tema doctrinal del pan destinado a los pobres, en este mismo capítulo.

7 J. JEREMÍAS, Die Gleichnisse Jesu, Gottingen, 1956; Les parábales de Jésus, París, 1964, págs. 158-59.

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a buscarle a medianoche, le dice...?" Jesús tomaría a su audi­torio como testigo. Quién va a pensar que un amigo no se le­vanta durante la noche, ya sea en nombre de la hospitalidad (v. 6), o para que le dejen en paz (v. 8), o incluso para no apa­recer como poco cortés, y todo esto cualquiera que sean las mo­lestias que le provoque el levantarse a una hora fuera de cos­tumbre en una casa con una sola habitación y un lecho co­mún (v. 7). ¡Tal actitud sería inimaginable!

La conclusión cae por su peso: ¡si esto es inimaginable en un amigo, a fortiori lo es en el caso de Dios! No se trata, pues, como a menudo se dice, del amigo importuno, sino más bien del amigo importunado: el personaje principal no es el que llama a la puerta y pide pan, sino el que se encuentra en la casa. Los vv. 11-13 prolongan perfectamente la enseñanza de la parábola: también se toma como testigo al auditorio al hablar de lo im­pensable que resultaría tal actitud negativa. Si el padre de fa­milia no puede negar realmente el pan que le piden sus hijos, Dios puede todavía menos hacer una cosa. Lucas modifica ade­más uno de los miembros de la frase y reemplaza los "bienes" dados por Dios a aquellos que se los piden, por "el Espíritu". El evangelista refleja aquí, sin duda, la mentalidad de las co­munidades primitivas que estaban seguras de vivir en el final de los tiempos y estaban intranquilas, por consiguiente, al no beneficiarse de las bendiciones y de la felicidad prometida por los profetas.

b) Lucas, sin embargo, no comprendió perfectamente la pa­rábola del Señor: ha transformado el primer miembro de tal manera (v. 7), que la frase "quién de entre vosotros..." no de­signa ya al amigo que está en la casa, sino al pedigüeño a quien, más o menos, se despide. Con este procedimiento, Lucas hace casi como un doble de la parábola del juez inicuo (Le 18, 1-8). De golpe, la atención pasa desde el amigo importunado al ami­go importuno. Este necesitará mucha paciencia y perseverancia. Pero que no dude de que, insistiendo en llamar a la puerta, al final le abrirán.

Los vv. 9-10, que constituyen el comentario primitivo a la parábola, confirman este punto de vista: "pedid pan, al final os lo darán". El mendigo es terco. No cesa de llamar mientras es rechazado y consigue siempre que sus semejantes, por muy perversos que sean, atiendan su petición. A fortiori, en el caso de Dios, que es bueno, vuestra perseverancia os hará conseguir lo que pedís.

Lucas defiende, por tanto, un punto de vista optimista de la oración: esta será oída por poco que se insista en pedir, pero, sobre todo, porque Dios es bueno. Sin embargo, falta un ele-

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mentó importante a esta doctrina sobre la oración: la eficacia de esta no es solamente el fruto de una insistencia terca, sino que es el resultado de la mediación de Cristo. Bajo este punto de vista, la doctrina de Jn 16, 23-26, que se inspira con toda se­guridad en el pasaje de Lucas, va mucho más lejos y sitúa jus­tamente en el centro de la oración cristiana el papel que juega la intercesión única del Señor. Precisamente la lectura del An­tiguo Testamento en este ciclo (Gen 18, 20-33) insiste en esta intercesión y completa así armoniosamente la enseñanza del Evangelio8.

B. LA DOCTRINA

1. El tema del Reino

Es sorprendente el contraste entre la riqueza de la enseñanza bíblica sobre el Reino y la pobreza de las representaciones que de ella hacen los cristianos del mundo actual. La imagen del Reino no evoca ya casi nada en los espíritus y, donde ha con­servado alguna consistencia, la realidad de que es portadora está desprovista de toda referencia sacral. Es cierto que expre­siones tales como "el Reino de Dios", la "edificación del Reino", son muy usuales todavía, pero han perdido su dinamismo in­terno, utilizándose por costumbre y sin apenas tener idea de lo que se esconde en ellas.

Ahora bien: basta abrir las Escrituras para comprobar que el tema del Reino ocupa en ellas un lugar muy destacado y que concierne directamente a la inteligencia del cristiano. El objeto primordial de la predicación de Jesús es el anuncio del Reino de Dios, y para ser discípulos de Cristo es preciso aceptar las exi­gencias del Reino. A menos que reduzcamos el mensaje de Je­sús a la proposición de una sabiduría simplemente humana, es •difícil acceder a él sin saber en qué consiste esta realidad mis­teriosa del Reino que Jesús ha venido a instaurar en este mun­do. Es frecuente, además, que la liturgia de la Palabra nos pre­sente textos bíblicos en que la cuestión del Reino ocupe un pri-merísimo plano. ¿Cómo podría el cristiano pasar sin tener una idea clara del Reino?

La importancia de este tema no significa, en modo alguno, que, en el anuncio de la Buena Nueva de la salvación a los hombres, tengamos que hacer uso de él, cueste lo que cueste. Si el término "reino" ha perdido su poder de evocación, está de más el tratar de resucitarlo artificialmente. Es además muy pro­bable que la misma Iglesia del tiempo de los apóstoles no haya

8 Véase también el tema doctrinal de la oración, tomo III, pág. 170.

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hecho el mismo uso de ese vocabulario cuando se dirigía a los judíos o a los paganos. Pero el mensaje sigue siendo el mismo, y la única manera de comunicarlo tal como ha salido de labios de Jesús es recibiéndolo en los mismos términos en que fue expresado por el Salvador.

A la espera En su búsqueda de lo absoluto, el hombre del Reino de Dios trata, espontáneamente, de valorizar las en Israel seguridades de que dispone, y, al conferir­

les un valor sagrado, esas garantías son para él los puntos de apoyo de una comunicación afectiva con el mundo de lo divino.

Que el tema del Reino haya alimentado la reflexión religio­sa de los pueblos antiguos, es cosa que se comprende fácilmente, ya que, cuando un pueblo se constituye en reino, es por estar convencido de poder llegar a poseer bienes muy valiosos en la persona del rey que le sirve de símbolo vivo: la propiedad in­alienable de una tierra, un edificio social armonioso y estable, el poder en materia política y militar, etc. La experiencia de la realeza permite presentir que se trata de un logro real, y la reacción normal, en este caso, es consolidar ese logro confirién­dole un carácter sagrado. Las liturgias reales son buena prueba de ello. En un reino es normal que los dioses establezcan alian­zas con los hombres y que el rey desempeñe la función de in­termediario; la salvación está garantizada con la alianza.

Desde el momento en que se instaura la realeza en Israel, el tema del Reino de Dios no tarda en abrirse camino, pero la aventura de la fe es la que le confiere su personalidad propia. Al principio, el proceso de este acontecimiento es el mismo que en cualquier otra parte: Israel es considerado como un reino sólido, pues Yahvé es su verdadero Rey, que reside entre los su­yos. Se franquea una etapa decisiva; la salvación del pueblo elegido no se hará esperar... Pero esta convicción espontánea pronto será batida en brecha por los testigos de la fe.

Una vez iniciado este caminar por los senderos de la fe, como es imposible tratar de controlar al Dios de la fe que es el Todo-Otro, los profetas no dejan de condenar toda tentativa, por parte de Israel, de servirse de su Dios en beneficio de sus pla­nes políticos. Yahvé reside en Jerusalén, pero no está automá­ticamente ligado al pueblo elegido: espera de él la fidelidad a la Alianza, por lo que su Reino tiene un carácter moral y no político. Concretamente, si los reyes de Israel detentan la reale­za de Yahvé, están, a su vez, obligados a servirla. La dinastía de David se verá constantemente sometida a la crítica de los profetas, quienes, cuando llegue su hora, atribuirán la caída de aquella a un castigo de Dios. Pero, por otra parte, la experiencia

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de la realeza deja a Israel suficientemente marcado para que el tema del Reino de Dios continúe siendo objeto de una cada vez mayor profundizaron tras el derrumbamiento de la monarquía. Los profetas, en sus visiones sobre el futuro de Israel, prosiguen sus llamamientos a la realeza: llegará un día en que el Reino de Dios se extienda por toda la tierra, y los hombres, proceden­tes de todas partes, acudirán a Jerusalén para adorar al Rey Yahvé.

El Evangelio del Reino La Buena Nueva que proclama Jesús y la fundación de Nazaret es, propiamente hablando, de la Iglesia la llegada del Reino de Dios. Al utili­

zar esta expresión, llena de resonan­cia para el pueblo elegido, el Mesías quiere dar a entender a Israel que su prolongada esperanza acaba de tener cumplimien­to; al mismo tiempo, le da a entender que la restauración del reino de David es totalmente innecesario y, en este sentido, libera definitivamente el tema del Reino de sus orígenes paga­nos y de su ambigüedad, en el preciso momento en que invita al nuevo Reino anunciado en la Buena Nueva.

No hay dudas de ninguna clase: si la Buena Nueva se re­fiere en su totalidad al Reino de Dios, es señal inequívoca de que los últimos tiempos han llegado. De esta manera Jesús se sitúa en la línea de los profetas cuando compara el nuevo Reino a un tesoro o a la piedra preciosa, ante los cuales lo demás no vale nada (véase el Evangelio del día, l.er ciclo). Como lo ha­bían anunciado los profetas, la Buena Nueva se anuncia, ante todo, a los pobres y, para tener acceso al Reino—que traduce el verdadero sentido de la Alianza nueva y definitiva—, es pre­ciso convertirse previamente y aceptar unas exigencias con­cretas.

Por lo demás, el cumplimiento que deja entender la Buena Nueva del Reino presenta una visión desconcertante con rela­ción a lo que se esperaba. Por una parte, el Reino de Dios no llega de una manera fulgurante ni permite adivinar, a Israel, la prestigiosa situación política con que contaban de antemano gran número de judíos. Por otra parte, Jesús no cesa de com­parar este Reino a la semilla, al grano de mostaza, a la leva­dura; es decir, si bien el Reino está al alcance de nuestras ma­nos, está ahí, también es cierto que cada uno ha de hacérselo por su propia cuenta, poco a poco, mientras vive, mediante la fidelidad, que pide concretamente a sus discípulos, al manda­miento nuevo del amor fraterno sin fronteras. Esta es la Buena Nueva que nos trae Jesús: un reino que no es de este mundo, pero que se ha de edificar con materiales humanos aquí abajo' mediante la renuncia total a sí mismo y a todo privilegio, ya

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que se trata de un reino universal por su misma naturaleza: ¡el Reino del Padre, común a todos los hombres!

Para hacer posible la edificación del Reino que Jesús inau­gura en su propia Persona, funda la Iglesia. Se esperaba un Reino al que no le faltara nada, terminado, y he aquí que nace la Iglesia para cumplir la misión de Aquel en este mundo. ¿Qué significa esto? El hecho de la fundación de la Iglesia por Jesús puede conducir, a más de uno, en nuestros días, a una inter­pretación no del todo acertada, ya que, para muchos, el término Iglesia evoca espontáneamente la imagen de una institución religiosa que convoca a sus miembros para determinadas pres­taciones rituales, proponiéndoles un ideal de vida espiritual y moral...

Para comprender el fondo de la cuestión, hay que tener en cuenta que, en tiempos de Jesús, el término Iglesia evocaba la asamblea de los creyentes convocada por Yahvé. Decir que Je­sús ha fundado la Iglesia es afirmar, ante todo, la instauración, en su persona, del régimen del cumplimiento definitivo me­diante el cual se hace posible, en adelante, la reunión universal de los hombres, fundada en el auténtico amor, de acuerdo con el llamamiento del Padre. Y como el acontecimiento clave en que se hace efectiva esta posibilidad es la cruz, puede añadirse que la fundación de la Iglesia es obra del Resucitado.

Sentido de la Iglesia Desde los orígenes del cristianismo, los con relación al Reino temas del Reino y de la Iglesia tienden

a mezclarse rápidamente. En el punto de partida, el tema del Reino moviliza la atención de los discípu­los en un sentido que todavía recuerda, por algunos rasgos, la visión que los judíos tenían de la escatología; si es que real­mente la Ascensión pone término a toda esperanza de restaura­ción de la dinastía de David, el Reino persiste como una reali­dad que los primeros discípulos esperan del futuro. Un futuro próximo, es cierto, ya que el Mesías ya está presente entre los suyos. Por el contrario, a partir de Pentecostés, la comunidad de los discípulos tiene conciencia de ser la Asamblea mesiánica de los últimos tiempos, es decir, la verdadera Iglesia, aunque todavía no tiene una idea exacta de la amplitud de su misión. A los ojos de los discípulos de Cristo, el Reino está entre ellos, pero se manifestará en todo su esplendor cuando el Resucitado vuelva con toda su gloria. Será necesario que pasen muchos años para que se realice en su justa medida el cambio profundo que Cristo introduce en las perspectivas tradicionales referentes al Reino que ha venido a inaugurar.

El cambio esperado se produce cuando nace la misión. La Iglesia de Antioquía es de una importancia decisiva en esta

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toma de conciencia. ¿Hay que hacer todavía algo mientras se espera el retorno del Señor? Sí; el Reino es ya como una se­milla, pero tiene que germinar y crecer. El Reino es ya una realidad cumplida de la esperanza que late en el pueblo elegido a través de toda su historia, pero esta realidad debe ponerse en marcha, edificarse en toda la superficie de la tierra. La ta ­rea a cumplir por los cristianos es la de ser artífices de esta edificación bajo el impulso del Espíritu Santo. Comienzan a constituirse "asambleas" que en todo lugar reproducen la Igle­s ia-madre de Jerusalén, apareciendo como las encargadas de la misión encomendada por Cristo, antes que venga. Muy pron­to el Reino deja de ser el objeto de una espera pasiva para convertirse en esta realidad definitiva de cuyas garantías es poseedor—la vida en Cristo y el Espíritu—, pero exige previa­mente la cooperación del hombre en la obra de su edificación.

Al quedar, desde entonces, totalmente privado de su soporte sociológico original (la realidad temporal de un reino), el tema del Reino de Dios cristalizará todo el dinamismo escatológico, especialmente en el cristianismo: el Reino es ya una realidad a la que nada le falta, pero todavía debe ir haciéndose realidad, día t r a s día, gracias a la intervención conjunta, en Jesucristo, de Dios y de los hombres. Al mismo tiempo, la experiencia de la misión invita cada vez más a los cristianos a profundizar el contenido del tema de la Iglesia a part ir de la vida misma de las asambleas locales en las que toman parte. Los temas del Reino y de la Iglesia aparecerán entonces estrechamente liga­dos entre sí. En la perspectiva de su cumplimiento final, la Iglesia es idéntica al Reino; pero en su realidad sociológica, en este mundo, no es más que el terreno privilegiado—y siempre ambiguo, por razón del pecado—en que el Reino se edifica poco a poco.

El Reino de Dios no puede encasillarse dentro de una reali­dad sociológica, incluso de naturaleza religiosa, mientras que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, no tiene consistencia alguna si se la priva de su íntima unión a las asambleas de los creyentes. El día en que el cristianismo sea la religión oficial del Imperio romano, el pueblo de la Nueva Alianza, engreído con su victoria por creer identificados la Iglesia, sociedad terrena, y el Reino, sufrirá un gran descalabro. En cambio, en nuestros días, es muy posible que el pueblo de Dios corra el mismo riesgo, pero a la inversa, es decir, que llegue a olvidar que la Iglesia—que ciertamente no es el Reino—es poseedora de las garantías del mismo.

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La edificación Hagamos constar, ante todo, que el vocabulario del Reino es lo de menos. Desde Cristo, la realidad del por la misión Reino de Dios no h a tenido nada que ver con

cualquier reino de la t ierra; por consiguiente, lo que en definitiva cuenta es esta realidad, y no el término que empleamos para expresarla.

Y esta es la pregunta que hacemos a este respecto: ¿Para qué sirve afirmar, después de haberlo dicho Jesús, que la Buena Nueva a proclamar es la venida del Reino de Dios? La pregunta no carece de importancia. El Evangelio del Reino de Dios es esencialmente la Buena Nueva de un cumplimiento. El propio Jesús lo ha dicho: El ha venido no para abolir, sino para cum­plir la ley y los profetas, es decir, para llevar has ta su meta definitiva el itinerario espiritual de su pueblo. También sabemos que este cumplimiento tiene lugar en la Pascua de Cristo. Ahora bien: lo que es verdad de Cristo lo es también de la Iglesia, que es su Cuerpo. Cuando evangeliza, la Iglesia viene, al lugar que sea, no para abolir, sino para cumplir, mediante sus pascuas sucesivas, el itinerario espiritual de todos los pueblos. En eso reside lo esencial de su misión; todo lo demás, es secundario.

Cuando el misionero proclama el Reino de Dios, debe estar a tento a todo lo que, en la vida de un pueblo, pueda preparar advenimiento. El misionero no se debe considerar a sí mismo como el portador del cristianismo en otras tierras, cual si se t r a ta ra de un producto más de importación, sino que, part ici­pando del proceso espiritual del pueblo al que es enviado, lo empuje, en cierto modo delante de él y le ayude a discernir la esperanza que le anima y a la que solo puede satisfacer ple­namente la salvación de Jesucristo. Como apasionado del Reino de Dios, el misionero sabe también que la edificación de aquel sobre un nuevo suelo reclama la constitución de una Iglesia local, absolutamente autóctona; pero bien entendido que debe proclamar, ante todo, la llegada del Reino y no la de la Iglesia.

Los riesgos que hemos señalado anteriormente se encuen­t ran también aquí. Cuando la Iglesia se convierte en una so­ciedad poderosa que da acogida a todos los miembros de una sociedad humana, como es el caso de la cristiandad de siglos pasados, el misionero se imagina entonces, inconscientemente, que el acceso al Reino se identifica pura y simplemente con la entrada en la Iglesia por el bautismo y es muy frecuente que ignore las etapas que un pueblo, por exigencias del Evangelio, debe seguir a part ir de su idiosincrasia espiritual; parece como si la meta que ante sus ojos tiene el misionero fuese la de esta­blecer sucursales de la Iglesia conocida por él, sin tener en cuenta que su principal objetivo debe ser hacer que la Iglesia nazca donde todavía no existe. Otro riesgo que en nuestros días se ve aparecer por el horizonte es el que sigue: el misionero es, generalmente, sensible a los valores que encuentra en el pue-

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blo donde trabaja y trata de compartir su más profundo enca­minamiento espiritual y cultural, pero deja para mañanas im­previsibles el llamamiento a la conversión y, lo que es más, la invitación a entrar en la Iglesia. ¿No puede decirse que, mien­tras el Espíritu esté en obra en el corazón de los hombres, lo esencial del camino a recorrer hasta llegar a Cristo puede ser realizado sin una relación explícita a la Institución eclesial?

La liturgia de los hijos Cualesquiera que sean los términos del Reino que se empleen, el tema del Reino

proporciona al ejercicio de la fe cris­tiana algunas de sus características fundamentales. Lo funda­mental es vivir, en los compromisos en que diariamente el hom­bre se halla implicado, a la espera del Reino y de su realiza­ción definitiva en cada uno, siendo conscientes de que ya está en medio de nosotros, que adquiere una continua y siempre nueva actualidad y que siempre está viniendo, aunque parezca paradójico. Conviene, asimismo, ser consciente de que su adve­nimiento de ayer, de hoy y de mañana supone, por parte de los hombres, su contribución efectiva en Jesucristo. Esto no puede hacerse sin una iniciación permanente, pues está claro que la existencia diaria no nos proporciona, por sí misma, signos de esta clase.

La celebración eucarística ocupa el punto central de esta indispensable iniciación, pero de ninguna manera la realiza. En el mundo no puede celebrarse la liturgia del Reino, sino la de la Iglesia, lo cual es una cosa muy distinta. La liturgia de la Iglesia es la del pueblo de Dios en crecimiento, llamado con­tinuamente a tomar parte en la edificación del Reino; en la' liturgia de la Iglesia cada asamblea de creyentes debe adquirir una idea exacta de lo que esta edificación lleva consigo con respecto a exigencias concretas, en un lugar y tiempo dados. Ni que decir tiene que la liturgia de la Iglesia, de cara el Reino, no tendría sentido si Jesucristo no fuera su principal expo­nente y la base de nuestra esperanza; pero tampoco serviría de nada si los creyentes que la celebran no descubrieran en ella un llamamiento—y una exigencia—a poner manos a la obra sin dilación...

Se ha llegado a tal extremo, en la celebración eucarística, que parece como si el Reino estuviera instalado sobre la tierra y se confundiera con la Iglesia. Los cristianos de nuestros tiem­pos tienen ahora, más que nunca, necesidad de descubrir en ella, que, gracias al bautismo, se han convertido en artesanos del Reino, que no es de este mundo, pero su búsqueda y edifi­cación concierne a toda la Humanidad, precisamente mientras vive en él.

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2. El tema del pan destinado a los pobres

¿Multiplica la Iglesia todavía hoy los panes para los que tie­nen hambre? A los ojos de nuestros contemporáneos, parece ab­surdo el hacer esta pregunta.

Ciertamente que el problema del hambre en el mundo es una de las cuestiones más angustiosas de nuestro tiempo. Estamos muy lejos de verle una solución. El desequilibrio económico en­tre los países que se llaman desarrollados y los otros no deja de acrecentarse. La ayuda aportada por las naciones ricas a las naciones pobres—que, por otra parte, cada vez tienen un cre­cimiento demográfico mayor—es todavía demasiado débil y mal orientada, para que pueda contribuir a su desarrollo. ¿Tiene algo que hacer la Iglesia con respecto a este gigantesco proble­ma? En verdad, le corresponde recordar a todos sus miembros sus graves responsabilidades, pero ¿su acción se puede quedar en eso? Sí, dirán algunos, ya que la Iglesia es una institución espiritual. El pan que ella da es un pan celestial que mira al Reino de los cielos, que no es de este mundo. Otros, mucho más numerosos, nos dicen hoy, como algo evidente, que, aunque la Iglesia quisiera contribuir a resolver el problema del hambre en el mundo, no lo podría hacer.

En primer lugar, la Iglesia está en muy mala situación para hacerlo. Querámoslo o no, la Iglesia está ligada al destino de las naciones ricas y, lo que es todavía más, a las clases más favo­recidas de estas naciones. Ahora bien: las naciones pobres se dan cuenta de que no saldrán de esta situación sino, ante todo, contando con sus propias fuerzas, y por medio de un enfrenta-miento, que puede ser muy grave, con las naciones ricas. Por otra parte, el hombre moderno, ante las tareas que se le ofre­cen, está cada vez más persuadido de que no puede contar más que con sus propios recursos, y que en esta empresa el recurrir a Dios corre el riesgo de no ser sino una alienación. La Iglesia debe ser rechazada y hasta combatida.

En estas condiciones, ¿qué significa aun para el hombre de hoy lo que se nos dice en la liturgia de este día, de que la Igle­sia, siguiendo a Cristo, distribuye a los pobres el pan de la abun­dancia?

La espera del pan de Todo el que tiene hambre aspira a ser la abundancia entre saciado. El comer es una función esen-los pobres de Israel cial de la vida humana. Para el hombre

del Mediterráneo, tener pan para comer es la condición sine qua non para vivir. Causas naturales o la injusticia de algunos pueden provocar el desorden. Sucede en­tonces que falta el pan y se padece hambre. Esta situación se

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considera espontáneamente como anormal. El hombre no está hecho para carecer de pan.

En el pueblo de Israel, su asentamiento en Palestina ha pro­vocado desórdenes sociales. Unos se han enriquecido a costa de otros y se ha introducido la desigualdad. Miembros del pueblo elegido conocen el hambre: es la masa de los pobres. Este mal no es imputable a Yahvé, puesto que Yahvé ama a su pueblo. Solo lo puede explicar el pecado. Cuando se dirigen a Yahvé con la seguridad de que van a ser escuchados por El, le piden pan, porque el pan es necesario para la vida, y Yahvé, que los ha salvado, quiere que vivan. Pero, a causa del pecado de los hombres, la salvación tarda en llegar. Sin embargo, llegará un día, y entonces Yahvé hará entrar en su Reino a los que tienen hambre y les dará el primer puesto y los saciará.

Pero, como ya lo subrayaron poco a poco los profetas, la pobreza material no da ningún título para entrar en el reino mesiánico, si la llamada a la saciedad que ella provoca no se convierte en una llamada de todo el ser. Ante Yahvé, el hombre no es nada; su pobreza es total, y todo se lo debe a Yahvé, que puede, El solo y gratuitamente, colmarle. Si el hambriento se revuelve, si pide cuentas a Yahvé, su pobreza no le conducirá al banquete del cielo. Por el contrario, si su necesidad de pan es el punto de apoyo de su petición a Yahvé en la pobreza de su corazón, entonces el hambriento será escuchado y un día reci­birá el pan de la abundancia.

Jesucristo, Jesús viene a establecer el reino mesiánico. Un Pan de vida día, Jesús multiplica los panes para que la gran

multitud que había venido a El, y no había comi­do, pudiera comer. Este hecho llamó tan poderosamente la aten­ción de los primeros discípulos y alimentó de tal modo la re­flexión de las primeras comunidades cristianas, que los evan­gelistas nos han dejado varios relatos. La liturgia de este día nos propone el relato de San Juan acerca de este hecho (Evan­gelio, 2.° ciclo), el cual nos descubre su sentido más que nin­gún otro.

El hecho es obvio: Jesús sacia a los hombres que tienen ham­bre. El reino cuya llegada proclama no es de este mundo, pero está directamente relacionado con él. No se puede pensar que no responda, con una respuesta efectiva, a esta necesidad fun­damental del hombre que es la necesidad de pan. Hablando de la multiplicación de los panes realizada por Jesucristo, no hay que olvidar nunca esta primera verdad: Jesús da de comer, y en abundancia, a una multitud que tiene hambre.

Pero esta multitud ha seguido a Jesús para escuchar su mensaje. Ahora bien: la Buena Nueva que predica no puede

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reducirse, a ningún precio, solamente a algo que sacie los cuer­pos. Lo esencial es otra cosa, y la multiplicación de los panes no es más que el signo de un Pan de vida que sacia para toda la eternidad. No es un puro símbolo, sino una realidad terrenal que adquiere su sentido unida a su verdadera fuente, que es de otro orden. Por consiguiente, se puede comprender mal, y la multitud que ha seguido a Cristo no lo ha comprendido. Para captar este signo es necesaria la pobreza radical del corazón, pobreza de espíritu, como dirá San Mateo.

Jesús viene para saciar a los pobres, pero el pan que El les da en abundancia es el Pan de la familia del Padre. Este Pan es el único que puede colmar las aspiraciones del hombre. Para ser admitido en este banquete de eternidad, el hombre debe re­nunciar a sí mismo, es decir, aceptar plenamente su condición de criatura y presentarse como pobre delante de Dios. Pero este Pan divino que sacia al hombre le da fuerzas para amar mejor a sus hermanos de este mundo y provoca en él un dinamismo humano que le arrastra a procurar el pan a los que no lo tienen. Así se comprende en qué sentido la multiplicación de los panes es un elemento integrante del mensaje de Cristo. No es, pues, un mero símbolo.

Porque Jesús es el único que ha respondido de una manera plenamente fiel a los designios del Padre, puede llamarse a Sí mismo "Pan de vida". El es el verdadero pan de la abundan­cia, porque todos los bienes del Reino de los cielos le han sido dados. Para participar de esos bienes hay que estar unido a El.

La Iglesia o la La condición del cristiano dentro de la Igle-comunidad de los sia es la del hombre que estaba hambriento «saciados» de pan del Pan del Reino de los cielos y ha sido

saciado. Siguiendo a Cristo, este hombre ha comprendido que el verdadero camino de la fidelidad a su condición de criatura era el de renunciar a sí mismo y ser obe­diente hasta la muerte, por amor de Dios y de los hermanos. El cristiano, fiel a la llamada de Cristo, tiene el rostro del pobre. El pan con que la Iglesia le sacia hace de él todo lo contrario del hombre afianzado en sí mismo, situado, colmado de rique­zas materiales. San Pablo llama al hombre pobre, que es todo cristiano, hombre libre, porque se ha liberado de todas las es­clavitudes: del pecado, de la ley, de la muerte. Esta libertad toma cuerpo en el servicio del amor de Dios y de todos los hom­bres.

El hombre libre, el hijo nacido según el Espíritu, es miembro de la Jerusalén celestial. Cristo, Primogénito de la nueva Hu­manidad, es el Pan de vida que únicamente le puede saciar. Pan que está destinado a ser comido por cualquiera que quiera

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hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 6). Sin embargo, no por eso hay que creer que el miembro de la Jerusalén celestial se des­interesa de las realidades de la tierra y de las necesidades fun­damentales del hombre de este mundo, sino todo lo contrario, como nos lo demuestra el milagro, es decir, el signo de la mul­tiplicación de los panes. La participación del Pan de vida se significa, se traduce necesariamente en el deseo de poner todos los medios para que en este mundo haya más justicia, para que los que tienen hambre de pan sean saciados, para que los que tienen sed puedan beber, para que los que estén desnudos ten­gan con qué vestirse, etc. (cf. Mt 25). La libertad del hijo nacido según el espíritu se convierte en el cristiano en fuente de un esfuerzo de promoción humana en el que todos y cada uno sean reconocidos en su dignidad fundamental de personas, en el seno de la comunidad de las naciones.

Pero San Pablo precisa incluso que el hijo nacido según el espíritu es perseguido por el hijo nacido según la carne. El hom­bre libre sabe, en efecto, que la verdadera fidelidad a su con­dición de criatura exige la obediencia hasta la muerte. Su se­creto es que, siendo su amor universal, implica el renunciamien­to total a sí mismo. El mundo rechaza esta sabiduría. El mundo no ve en esta actitud más que ineficacia para la tarea que hay que desarrollar y alienación por parte del hombre, destituido de su poder "divino". El cristiano no teme esta persecución, porque sabe que la única fidelidad al hombre es la fidelidad al Evangelio.

El Pan vivo ofrecido Es un hecho que el cristiano se ha exten-a los pobres dido antes entre el mundo de las gentes

pobres y sin gran instrucción. La Buena Nueva ha sido recibida, en primer lugar, por los pequeños, y no por los grandes de este mundo. San Lucas es por excelencia el evangelista de la pobreza. Los rasgos que transmite acerca de la infancia de Jesús; la oposición que establece entre pobres y ricos con respecto al Reino de los cielos; el aspecto que nos presenta de la primitiva comunidad de Jerusalén, en que todos los bienes se poseían en común, todo ello se presenta a los ojos de Lucas como un comentario de la declaración de Jesús a los enviados de Juan Bautista: "La Buena Nueva es anunciada a los pobres." Para los primeros cristianos existe una íntima re­lación entre la "pobreza de espíritu", que es una bienaventuran­za, y la situación material del pobre.

Ahora bien: de una manera paradójica la Iglesia se encuen­tra hoy, de hecho, en la situación material del rico. La mayoría de sus miembros pertenecen a países ricos, y sí nos referimos a sus miembros activos, la mayoría de ellos pertenecen a las cla­ses acomodadas de estos países. También la propia institución

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eclesial es rica, y los medios apostólicos que emplea exigen con mucha frecuencia sumas considerables. El trabajo misionero en los países del Tercer Mundo parece estar necesariamente ligado a las cantidades de dinero que se recojan en Occidente. ¿Cómo anunciar la Buena Nueva en estas condiciones a las multitudes de pobres que pueblan el universo, y que son, con pleno derecho, los primeros destinatarios de esta Buena Nueva?

La responsabilidad de los cristianos de Occidente es extraor­dinariamente grande. ¿Qué es lo que deben ellos hacer en for­ma colectiva? En toda la esencia de su vida deben reconocer este derecho imprescriptible de los pobres de este mundo a re­cibir la Buena Nueva. El amor a los pobres, como el amor a los enemigos, es el sello por excelencia de la caridad universal. Reconocer este derecho de los pobres a recibir el Pan vivo es ir hasta el fin de las exigencias del amor; para el cristiano es traducir en una nueva "multiplicación de los panes" a escala universal, el mismo hartazgo con que él ha sido saciado por Cristo; es, por consiguiente, el contribuir de una manera activa a la solución del gigantesco problema del hambre, considerado en todas sus dimensiones.

En la medida en que los cristianos y los responsables de la institución eclesiástica tomen conciencia de la prueba que re­presenta el Tercer Mundo para su vida de fe y el ejercicio de su caridad, en esta medida, decimos, el aspecto de la Iglesia cambiará, porque la relación entre la Iglesia y la riqueza ma­terial se habrá restablecido en su verdad. Entonces la Iglesia volverá a ser un signo en el mundo para los hambrientos de pan y de fe.

La liturgia del La celebración eucarística introduce a los cris-Pan de vida tianos en la nueva Jerusalén, verdadera ciudad

de los pobres. En el banquete para el que se reúnen se les da en abundancia el pan que no perece, pero bajo unas apariencias muy modestas.

La participación del Pan eucarístico hace a los que lo reci­ben en verdad cada vez más desprendidos, porque les arranca de los bienes perecederos y de su esclavitud. Al mismo tiempo hace del creyente un hombre progresivamente más libre para el único servicio que puede llenarle: el servicio de Dios, que es lo mismo que decir el servicio de todos los hombres.

La liturgia del Pan de vida es una llamada siempre constan­te a más pobreza, y es muy importante que esta llamada quede ya manifiestamente significada en la propia celebración. Una celebración debe ser bella, pero la riqueza del Reino de los cie­los, que evoca, no pide que se manifieste por medio de una abun­dancia de riqueza material.

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DECIMOCTAVO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Isaías 55, 1-3 Este pequeño poema se atribuye al Segundo 1.a lectura Isaías, un profeta que vivió en el seno de una l.er ciclo comunidad de pobres, fuertemente marcada

por la experiencia del exilio. Para consolarlos, renueva ante ellos las perspectivas escatológicas.

Para este fin, vuelve a narrar el tema antiguo del banquete mesiánico de los pobres (Is 25, 6) introduciendo un tema de origen sapiencial (cf. Prov 9, 3-6; Eclo 24, 19-22) que contribuye a actualizar el punto de vista del tema antiguo: el hombre no vivirá ya solamente de pan, sino de la Palabra de Dios y de su conocimiento. El banquete mesiánico se convierte, de esta for­ma, en un banquete de sabiduría.

Después de haber puesto sus esperanzas en las diversas sal­vaciones frágiles ide los hombres, los pobres, a los cuales se dirige el profeta, se han resignado y han puesto sus esperanzas en Dios que los salvará cuando El quiera (Is 40, 31; 41, 10, 14, 17; 46, 12-13). Esta confianza en Dios va a ser algo caracterís­tico de la fe de aquellos que se han de reunir en el Reino fu­turo. Is 55, 1-3 saca a escena a una clase social que ha sido probada por la falta de dinero, pero en la cual la esperanza ha perdido cualquier aspecto de revancha. Estos pobres se apo­yan más en su experiencia de fe y abandono que en los man­jares materiales del festín mesiánico.

La asamblea eucarística es una reunión de pobres en cuanto reúne a creyentes que, siguiendo el ejemplo de Cristo en la cruz, se abandonan a la iniciativa divina. Pero esta Eucaristía transforma, en atención a los que intentan salvarse por sí mis­mos, la pobreza de sus miembros en testimonio de la salvación

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adquirida por Jesucristo. Este signo de pobreza obliga al cris­tiano y a la Iglesia a tomar una postura ante el problema de la riqueza y de las instituciones que ostentan el prestigio y el poder *.

II. Éxodo 16, 2-4; 12-15 Este relato del "milagro" del maná 1.a lectura ha sido redactado muy tardíamente; 2.o ciclo se atribuye a la tradición sacerdotal

posexílica. Su género literario es el de una homilía midráshica que amplía algunos datos tradiciona­les. En estas condiciones no se puede decir que posea un carác­ter estrictamente histórico. Por ejemplo, se podría admitir que el maná es el resultado de la transpiración de un arbusto, que na día se produjo tan abundantemente que se habría atribuido tul fenómeno a una intervención divina. Probablemente las tradiciones antiguas hablaban del maná como de un fenómeno que ocurrió una sola vez2; la amplificación del hecho y de su sentido religioso sería obra de tradiciones posteriores.

* * *

a) El fondo religioso del relato consiste en que el pueblo ha adquirido certeza de una intervención especial de Dios. Los hebreos pasan por un momento de crisis bastante aguda de desánimo y ponen en tela de juicio la posibilidad misma de po­der ser liberados (vv. 2-3), cuando se produce un fenómeno na­tural excepcional (v. 4). Los hebreos ven en esta coincidencia entre su desaliento y la aparición de este fenómeno una señal de la presencia divina destinada a animarlos.

La mujer de Lot, lanzando una mirada ansiosa sobre el ho­gar que abandona; Pedro, lanzando una mirada celosa sobre el discípulo que Jesús amaba; el labrador, poniendo la mano en el arado y volviendo la vista atrás, y estos hebreos echando de menos los buenos alimentos de Egipto, todo esto son otras tantas imágenes de la dificultad que el hombre experimenta para integrar su pasado, superándolo.

Una vez que se ha tomado una decisión, se es fiel a ella; una vez que se ha ofrecido un regalo, no se retira la oferta. Solamente bajo estas condiciones se podrá saborear la presen­cia de Dios en la fidelidad. Dios está con aquellos que constru­yen el futuro, y lo prueba dándoles fuerzas.

Reducida a este dato esencial, la tradición yahvista sobre el maná resalta la intervención de Dios (v. 4). La tradición

1 Véase el tema doctrinal de la pobreza, en este mismo capítulo. 2 J. COPPENS, "Les Traditions relatives á la manne dans Ex 16", Est.

Bibl., 1960, págs. 473-89.

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sacerdotal añadirá algunos puntos de vista propios al colocar a Aarón al lado de Moisés (vv. 2 y 6), al recordar la legislación referente al sábado (v. 5), al insistir en la función mediadora del sacerdote ("nosotros, ¿qué somos nosotros?", vv. 7 y 8) y al subrayar que el manjar celeste es la base esencial del sustento del pueblo elegido (v. 4).

b) Dentro de los distintos matices propios de cada tradi­ción se desprende, sin embargo, una idea común: la experiencia del desierto es, sobre todo, la experiencia de la providencia di­vina que guía a su pueblo fielmente, cada día y según las ne­cesidades de cada uno, sin permitir que el hombre por sí mismo haga cálculos sobre su mañana y considerando como una inju­ria que el hombre busque sus medios de subsistencia. El maná es, por tanto, una prueba: enseña al hebreo a ser "pobre".

El aspecto prodigioso de las intervenciones de Dios en el de­sierto del sinaí no convierte ya, probablemente, a nadie. Es casi impensable ya la intervención inmediata de Dios en el cur­so de los acontecimientos humanos.

Se dirá que Dios no obra ya más que a través de las causas segundas (en este caso: la transpiración posible de un arbusto del desierto). Al fijarse en ellas sigue siendo necesaria la fe para descubrir allí la presencia e intención divinas. Estas no son evidentes en su conjunto y el ateísmo que no concede sig­nificación alguna religiosa a las causas segundas obliga a los cristianos a preguntarse por la naturaleza de aquello que cons­tituye la hermenéutica de las mismas, la fe: ¿qué es la fe? Los cristianos coinciden con el ateísmo en no buscar ya más a Dios en el aspecto pr )digioso de sus intervenciones milagrosas, sino en descubrirlo eq lo más íntimo de la promoción humana.

III. Eclesiastés 1, 2; Cohelet describe extensamente lo que él 2, 21-23 llama la vanidad de las cosas y el pa-1.a lectura saje de este día aplica este análisis al sen-3.er ciclo tido del trabajo del hombre.

La vanidad consiste en la distancia existente entre el ideal del hombre y las realizaciones a las que llega. El corazón del hombre experimenta un deseo de absoluto que nunca llega a satisfacer. Esto no es una consecuencia del pecado, sino simple­mente la expresión de la limitación humana. Hoy se llama a la vanidad el absurdo o la ambigüedad. Tomar una decisión y no poder darle la solución mejor; buscar y no poder asir jamás la

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verdad absoluta; trabajar para el futuro y verlo en manos de los que vienen detrás quienes destruyen aquello que se les ha­bía ofrecido, ¿no es todo esto algo propio de la condición hu­mana?

La vanidad se convierte en la falta del hombre que desco­noce los límites y equívocos que se imponen a su esfuerzo. La vanidad es la locura humana que no cuenta con la muerte y se encuentra, de esta manera, brutalmente ridiculizado por ella.

¿Cómo se puede salir de esta vanidad absurda? Cierto que no se sale de ella haciendo que se la ignora: sería esto una lo­cura que Cohelet denuncia con gran vigor. Tampoco se puede salir de ella recurriendo a un más allá: el autor se opone clarísimamente a todo mesianismo y escatologismo. Nadie pue­de escapar al absurdo humano.

La única solución es vivirlo plenamente en toda su caduci­dad y su muerte misma. Solo un hombre ha vivido esta expe­riencia; El ha podido salir victorioso uniéndose íntimamente con su Padre y así, en la muerte misma, encontró la vida.

IV. Romanos 8, 35, 37-39 El creyente tiene que sufrir pruebas 2.a lectura que llegan a hacerle vacilar. En el pro-l.er ciclo ceso a que está sometido (Rom 8, 31-

34), estas pruebas, personificadas, son otros tantos dardos acerados que se disparan contra él acusán­dolo.

* * • #

a) Esto hace pensar en cómo Satanás abrumaba a Job para confundirlo ante el tribunal de Dios. Después de haber preci­sado sus acusaciones, consigue el permiso para demostrar la realidad de las mismas probando al acusado. Igualmente, para San Pablo, la prueba sufrida por el cristiano forma parte del gigantesco proceso emprendido por las potencias angélicas con­tra la Humanidad: Dios se hace amigo de esta y pacta con ella una alianza, pero las potencias celestes que, hasta entonces, tenían sometida a la Humanidad, intentan convencer a Dios de que se ha equivocado al demostrar su confianza y su amor a la Humanidad, pues esta lo único que hará será decepcionarlo.

La enumeración de las pruebas en el v. 35 es la que San Pablo trae a menudo para describir sus propias desgracias (1 Cor 4, 9; 15, 30-32; 2 Cor 4, 8-11; 6, 4-5; 11, 22-28; 12, 10; Col 1, 24). Su caso personal le ayuda a comprender la suerte de todos los cristianos. Proyecta aquí, asimismo, el caso de Is-

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rael perseguido por los paganos (Ps 43/44, cuyo vocabulario ha inspirado el relato del martirio de los macabeos: 2 Mac 7). De esta manera, "la existencia de la fe se vive en los confines con la muerte" 3.

o) Pero, ni las acusaciones de las potencias celestes o es­paciales (v. 38), ni 1& influencia de las fuerzas de la Naturaleza (v. 39), ni las pruebas, ni la misma suerte pueden hacer tam­balearse al Juez de la Humanidad en su convicción. Dios no se limita, pues, a confiar en el hombre; su amor le arma para que este resista a las pruebas y se libere de toda alienación (vv. 37 y 39b).

Podríamos decir que el Juez ha decidido ya de antemano declarar inocente al acusado, le proporciona en secreto los me­dios para rechazar la acusación y no caer en los lazos que le tiende. El amor de Dios crece en favor del acusado ofreciéndole una seguridad que nada puede derribar. El hombre es liberado realmente de todo aquello que podría alienarlo: si no se deja dominar por el pecado, el juicio, del cual es objeto, terminará en una victoria clamorosa.

* * *

Es evidente que este texto plantea el problema de la Provi­dencia divina. Pablo está convencido de que ni el horror de la muerte, ni la angustia de la vida, ni los determinismos natura­les, ni las fatalidades históricas pueden apoderarse del cristia­no: por mucho mal que haya en el mundo, el designio de Dios se cumplirá.

Para hacer tal afirmación es necesario tener una idea exac­ta de lo que es la providencia divina: esta no asegura que to­das las cosas se vayan a arreglar, pues hay muchas que no se arreglan jamás; la Providencia no construye una era feliz en la que el hombre sobresaldrá por su bondad, ya que existe des­de siempre en situaciones las más contradictorias y paradójicas. Creer en la Providencia mientras que la guerra envía desde el cielo toneladas de bombas, mientras que el odio divide a los hombres, y el mal y el pecado desfiguran a los hombres pobres y que sufren, equivale a creer que nada puede impedir que el hombre se sitúe en lo más profundo de su ser, allí donde se ven­tila el sentido último de su existencia, donde siempre queda ofrecida la posibilidad de volver a crearse a sí mismo, allí de donde el hombre convertido saca la fuerza para transformar al mundo, porque esta zona suya tan profunda es el terreno donde él participa de la vida de Cristo vencedor de la muerte.

3 P. J. LEENHARDT, L'Epitre de saint Paul aux Romains, París, 1957.

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V. Efesíos 4, 17, 20-24 Este pasaje pertenece a la parte pare-2.a lectura nética de la carta (Ef 4-6). Después de 2° ciclo una larga disertación sobre la unidad de

los cristianos (Ef 4, 1-16), Pablo pasa a una serie de exhortaciones bastante eclécticas precedidas de algunas consideraciones de tipo general: alejarse del paganis­mo (vv. 17-19), adherirse a la verdad que hay en Jesús (vv. 20-21), revestirse, finalmente, del hombre nuevo (vv. 22-23).

* * *

a) Los primeros versículos evocan los grandes temas de la evangelización: "instruir, enseñar, escuchar" (v. 21), estos tér­minos suponen la predicación apostólica; la "manera de obrar de los paganos" (v. 17) evoca la conversión que ha llevado con­sigo esta evangelización. Esta manera de actuar de los paganos la describe San Pablo con temas bíblicos y, más concretamen­te, refiriéndose a los episodios del Éxodo. Los redactores del Éxodo reprochaban ya a los paganos el endurecimiento de co­razón, la ignorancia religiosa, la vanidad de los ídolos, la ofus­cación del espíritu, el alejamiento de Dios.

b) El corazón de esta predicación y el móvil de esta con­versión están en Jesús-Verdad (vv. 20-21). Este tema de la ver­dad ocupa un lugar muy importante en la parte parenética (vv. 15, 21, 24, 25; 5, 9; 6, 14) y se remonta probablemente a la primera catequesis bautismal y al kerigma apostólico (cf. Sant 1, 18; Ef 1, 23).

Esta verdad es, para San Pablo, la revelación de Dios en Je­sucristo (2 Cor 4, 2), y especialmente la revelación del "misterio" (Rom 16, 25; Col 1, 26), es decir, el acceso de todos los hombres a la salvación.

La verdad está no solo "en Cristo", sino además en "Jesús". Con esta diferenciación Pablo piensa en la gnosis que distinguía al Cristo, un ser más o menos celeste, de Jesús como un ser de carne, perfectamente localizado en la historia humana. La ver­dad "en Jesús" equivale, pues, al mensaje de su encarnación, de su muerte y de su resurrección y a las exigencias morales que tales hechos implican 4.

c) Precisamente a estas exigencias se refiere Pablo cuan­do habla, después, de revestirse de Cristo (vv. 22-24)5. Pablo describió ya al hombre nuevo en Ef 2, 14-16, en donde hablaba de la unidad entre judíos y paganos en el Cuerpo de Cristo. Este hombre nuevo es el prototipo de la nueva Humanidad creada de nuevo en Jesucristo resucitado (1 Cor 15, 21-22; 47-49; 2 Cor

* I. DE LA POTTERIE, "Jésus et la vérité d'aprés Eph. 4, 21", An. Bibl., 1963, II, págs. 45-57.

s Véase el tema doctrinal del vestido, en el decimosegundo domingo.

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4. 16; 5, 17; Rom 5, 18-19). Si una responsabilidad colectiva agrupa a los hombres en torno a un viejo Adán, una misma comunión de vida cristiana los reúne, por el bautismo, alrede­dor del nuevo Adán (Rom 5, 4-6).

Pablo piensa, sin duda, en el bautismo (Gal 3, 27-28), puesto que termina de hablar de la predicación y del kerigma apostó­licos, así como de la conversión. Los términos "despojarse" y "revestir" se refieren, tal vez, a la renuncia a Satanás efectuada en el bautismo y a la profesión de fe. El cambio que experi­menta el juicio (v. 23) responde a la ofuscación del pensamien­to pagano (vv. 17-18); la justicia (v. 24) responde al embota­miento del sentido moral desde antaño (v. 18); la santidad (v. 24) se opone a la vida vivida lejos de Dios (v. 18).

VI. Colosenses Con estos versículos se inaugura la última par-3, 1-5, 9-11 te de la carta a los colosenses. Después de ha-2fl lectura ber afirmado la primacía de Cristo como Señor 3.er ciclo de la creación y de la Humanidad (Col 2, 9-15),

Pablo examina la resonancia que tiene sobre el comportamiento del cristiano.

a) Este es presentado, ante todo, como un morir al pecado. El paso de la muerte a la resurrección, que fue lo que convirtió a Cristo en Señor del universo, se produce radicalmente en el momento del bautismo (Col 2, 12-13; 3, 1-4) y se va realizando progresivamente a lo largo de la vida "terrestre" (v. 5).

Esta mortificación no se refiere al cuerpo como tal—pues el autor no quiere una piedad puramente ascética (Sol, 2, 23)—, sino que hace referencia a "lo que es de la tierra". Por tanto, parece ser que hay que traducir así el v. 5: "Mortificad vosotros, los miembros (de Cristo), lo que viene de la tierra." Pablo ha hablado, efectivamente, largo y tendido de la muerte y resu­rrección de la Cabeza del Cuerpo (Col 1, 18, 24; 2, 10, 17, 19); ahora se dirige a los miembros de este Cuerpo y les pide que mueran también ellos a las potencias del mundo, encarnadas principalmente en la sexualidad desvergonzada y en la concu­piscencia (vv. 5-6; cf. Ef 5, 3-6) 6.

El bautismo ha permitido ya a los colosenses romper con es­tos pecados (vv. 7-8); solo les queda vivir en consecuencia re­nunciando a las faltas contra la caridad (vv. 8-9).

6 CH. MASSON, L'Epitre de saint Paul aux Colosaiens París 1950 pá­gina 142.

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o) Al imponer un tal "despoj amiento", el bautismo da al cristiano la posibilidad de tomar conciencia de la transforma­ción que ha experimentado en su vida. Ya no es el mismo: al hombre viejo que él era en el pecado, le sucede un hombre nue­vo (v. 10; 1 Cor 1, 30, 6-11), que puede ser, efectivamente, ima­gen de Dios gracias a la nueva creación obrada por Cristo (Ef 2, 15), al conocimiento más profundo de Dios y al Espíritu que ha­bita en El.

Este estado de hombre nuevo no se adquiere, sin embargo, de una vez para siempre: los verbos "renovar" y "encaminarse" del v. 10 recuerdan al hombre que debe mantener en cada mo­mento unas relaciones auténticas con Cristo y con sus herma­nos, abandonando todo aquello que es causa de división (v. 11) y rechazando toda oposición de tipo racial, religiosa, cultural o social7.

VII. Mateo 14, 13-21 Este pasaje forma parte de un todo que evangelio se ha dado en llamar la "sección de los l.er ciclo panes" (Mt 14, 13-16, 12; Me 6, 26;

Le 9, 10-17), porque gravita alrededor de la narración de las dos multiplicaciones de los panes. Marcos y Lucas introducen esta sección de forma más anecdótica; Mateo se contenta con unirla a la muerte de Juan Bautista. Pero los primeros versículos, en cada Evangelio, tienen como finalidad exclusiva explicar cómo Jesús se encuentra en el desierto (v. 13) ante una muchedumbre sin comida (v. 15) y establecer un pa­ralelismo entre Jesús y Moisés. Marcos aborda este paralelismo partiendo del tema del rebaño sin pastor; Juan, partiendo del tema de la montaña; Mateo hace referencia a él partiendo de la salida y del "paso" del mar.

* * *

Dentro de estas variantes se desprende una lección idénti­ca: Cristo se presenta como el sucesor de Moisés, capaz de abas­tecer de alimentos al pueblo para que viva y llevarlo a los pastos definitivos. Toda la sección de los panes está concebida de tal manera que Cristo aparece como el nuevo Moisés que ofrece un maná muy superior al antiguo (Mt 14, 13-21; 15, 32-39), que sale triunfante de las aguas del mar como aquel Moisés (Mt 14, 22-33), liberando a su pueblo del legalismo en el que había caído la ley de Moisés (Mt 15, 1-9) y ofreciendo la entrada en la tierra prometida, no solo a los miembros del pueblo elegido, sino in­cluso a los paganos (Mt 15, 21-31).

La figura de Moisés fue la del legislador en el seno de una economía fundada en Abraham y basada en la ley y en las pro-

7 Véase también el tema doctrinal de la novedad, tomo III, pág. 309.

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mesas. Con otras palabras: la ley no tiene alcance ni sentido alguno si no es en cuanto que realiza el itinerario de fe em­prendido por Abraham para encontrar al Dios Todo-Otro.

No se puede, pues, reducir la ley a un simple código de vida moral y separarla de los acontecimientos salvíficos que le sirven de contexto. Para Mateo, el legislador no es precisamente un buen redactor de textos legales, sino el que pone manos a la obra y participa efectivamente en la salvación del pueblo ayu­dando a encontrar la libertad (salida de Egipto, paso del mar) y desterrar el hambre (maná, multiplicación de los panes).

Cristo reivindica para Sí el título de nuevo Moisés porque ha cambiado, con su vida personal, la obediencia a la ley por un régimen de fe y de adhesión al Padre. Al haber realizado en su propia carne la fidelidad que requiere la verdadera alianza, Cristo puede intentar imponer su ejemplo a todos los hombres. Algunos cuadros, en efecto, de la Antigua Alianza saltan bajo la presión de esta fidelidad, que se encarna en una obediencia mucho más profunda y más exclusiva, de la que la misma muer­te es un signo8.

* * *

No es ya el "buen ejemplo" de los cristianos lo que revela a Cristo al mundo, puesto que la ética puede ser reivindicada tanto por los cristianos como por los ateos. El verdadero signo de la presencia de este nuevo Moisés en el mundo está en la postura de fe con que el cristiano se compromete en su adhe­sión al Dios "Todo-Otro" y lo revela en su manera de afron­tar las pruebas cotidianas, el reto de la muerte y las cuestiones planteadas por los grandes problemas de la guerra, del hambre y de la injusticia social.

VIH. Juan 6, 24-35 Cristo acaba de realizar la multiplicación evangelio de los panes (Jn 6, 1-15). Con este motivo 2p ciclo consigue un éxito entre la muchedumbre

bastante considerable (vv. 22-25).

El discurso sobre el pan de vida parte de estos dos hechos. Las gentes han comido un alimento perecedero, pero hay otro alimento que sirve para la vida eterna (vv. 26-27); la muche­dumbre ha buscado a un realizador de milagros, pero la perso­nalidad de Jesús es de otro orden (vv. 26-27) y las obras rea­lizadas hasta ese momento por el pueblo no son las que van a poder merecerle la salvación: lo único que cuenta es el seguir a Cristo (vv. 28-29).

' Véase el tema doctrinal de la fe y la ley moral, en este mismo ca­pítulo.

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Los oyentes se decepcionan evidentemente ante esta argu­mentación y quieren rebatir las pretensiones de Cristo: su mi­lagro es insignificante, los antiguos vieron cosas mejores (ver­sículos 30-31). Así, pues, si Cristo quiere revelar el misterio de su persona, que dé una señal más inteligible. Jesús responde afirmando que El es el pan de vida (vv. 32-35).

* * *

a) Estos versículos plantean, de manera enigmática, pero excitante, el problema de la persona de Jesús y de la capacidad de la fe para descubrir el misterio que se encierra detrás de los signos que lo manifiestan. Invitan expresamente al oyente a ponerse en estado de búsqueda auténtica para poder descubrir el alcance del discurso que sigue.

o) Choca bastante ver a Cristo presentando este proceso de búsqueda que es, en resumen, la fe (v. 29) con términos como "trabajo" (v. 27) y "obras a realizar" (v. 28). Efectivamente, el trabajo que hay que hacer no es perderse en la multitud de comportamientos que implica la ley, sino comprender que la vida de Cristo es la obra del Padre por excelencia (cf. Jn 5, 17). Que los hombres renuncien a discutir inútilmente sobre las mu­chas obras que ellos tienen que realizar para salvarse y que reconozcan la necesidad de una sola obra: la que el Padre cum­ple en su hijo y que está marcada con su sello (v. 27) y se ma­nifiesta especialmente en el signo del pan.

c) Los signos y obras realizados por Cristo no son solo me­dios para legitimar su reivindicación o justificar su misión. El problema no está en dar pruebas de tipo intelectual, sino signos que comprometan ya desde ese momento y continúen la obra de salvación que Cristo trae. Con esto no es que El quiera com­petir con el maná. No se trata de demostrar que El es superior a Moisés, sino de hacer comprender que tanto el maná del de­sierto como los panes multiplicados por Jesús son ambos ex­presión del amor que el Padre ofrece al mundo. Jesús, al ir más allá de la significación material del maná (v. 32), estaba com­pletamente en la línea del Antiguo Testamento que buscó con frecuencia ver la Palabra de Dios detrás de este alimento (Dt 8, 2-3; Sab 16, 26). Jesús deja entender, con esto, que El también, al multiplicar los panes, trasciende la vida material y física por su mensaje y el misterio de su persona simultáneamente (ver­sículo 35). Pero los interlocutores de Cristo no trascienden el plano material (v. 34). En esta situación, a Cristo no le queda otra cosa que hacer que declarar abiertamente que el pan mul­tiplicado va unido a su misión espiritual y a su propia persona hasta el punto de confundirse con ella (v. 45).

d) Cuando Cristo revela su propia persona, emplea una fórmula nueva: pan de vida, que era algo desconocido en el An-

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tiguo Testamento. Juan ha, sin duda, forjado esta fórmula, así como creó las expresiones "luz de vida" (Jn 8, 12), palabra de vida (1 Jn 1, 1), agua de vida (Ap 21, 6; 22, 1). Probablemente pensó en el árbol de la vida del Paraíso9, símbolo de la inmor­talidad de la cual el hombre quedó privado por el pecado, que el maná del desierto no fue capaz de restituir, pero que Jesús concede como respuesta a la fe (cf. Jn 6, 50, 54). Existe, pues, en el concepto de pan de vida un matiz paradisíaco y escato-lógico: Jesús es la verdadera vida inmortal a la que el hombre tiende desde el primer momento y que, finalmente, le es acce­sible por la fe.

Juan relaciona el misterio eucarístico con la encarnación (v. 35): el verdadero pan es el Hijo de Dios que ha venido del cielo. El hambre se sacia recurriendo a El.

Todo el que cree en Cristo y en su doctrina se está ya ali­mentando de El. Pero la dimensión pascual de este pan no puede ser descartada. Es fácil que la proximidad de la Pascua (Jn 6, 4) haya sugerido a Cristo el tema del maná, así como las homilías pronunciadas en las sinagogas con motivo de la pro­ximidad de tal festividad (cf. Jn 6, 59). La palabra "dar", que se repite tres veces en el pasaje de este día, anuncia ya el don del Calvario y expresa que no existirá pan verdadero más que cuando se haya cumplido totalmente la obra salvífica de Cristo. El pan de vida no puede ser comido solo con la fe; es necesario un pan concreto, que exigirá ser comido realmente y así nos integrará dentro del misterio de la cruz.

IX. Lucas 12, 13-21 La parábola del rico insensato pertenece, evangelio sin duda, a una tradición muy antigua, 3.er ciclo puesto que figura también, según una ver­

sión más primitiva, en el Evangelio apó­crifo de Tomás (núm. 63). La discusión, en cuyo contexto Lucas ha situado esta parábola (vv. 13-14), es también—y por la mis­ma razón—muy antigua, pero probablemente es propio de Lu­cas el haberla unido a la parábola mediante el añadido del versículo 15.

Lucas, además, no se ha limitado a añadir la introducción: seguramente se le debe también a él la conclusión del v. 21.

9 A. FEUILLET, "Le Discours sur le pain de vie", en Etudes johanni-ques, Brujas, 1962, págs. 47-61.

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a) La discusión entre Jesús y los dos hermanos les lleva a un problema de herencia. El mayor querría sin duda conservar intacta la herencia para sí, según la costumbre. El menor, por el contrario, querría recibir su parte (cf. Le 15, 11-13). Jesús interviene en esta discusión para decir que El no intenta en absoluto ejercer una justicia distributiva. La razón que invoca para ello (v. 14) es evidente: no ha recibido mandato alguno de la autoridad competente para tratar estos asuntos.

Esta discusión adquiere, pues, todo su relieve dentro del cua­dro de las reflexiones de Cristo acerca de su misión: El acepta el ser juez a la manera que lo es el Hijo del hombre, pero esta justicia no se parece en nada a la justicia distributiva de los hombres (cf. Mt 20, 1-15); aquella es una justicia que justifica, que salva, y signo de un amor gratuito.

Nos encontramos aquí en un contexto escatológico, en el que Cristo dice, al menos negativamente, lo que no será su juicio. El niega a sus discípulos el derecho de sacralizar aquello que no debe ser sacralizado.

o) Pero Lucas entiende este incidente en un sentido más moral. Preocupado fuertemente por la pobreza y por la dificul­tad de los ricos para vivir la vida comunitaria del Reino, in­tenta convencer a sus lectores de los peligros que encierra el uso del dinero. Añade, entonces, el v. 15, en el que Jesús da una segunda razón para negar el derecho a juzgar: los bienes de la tierra no tienen la suficiente importancia como para requerir su juicio de Hijo del hombre. Para adornar esta explicación introduce la parábola del rico insensato añadiéndole, además, una conclusión muy significativa en el v. 21 ("para él"..., "para Dios").

Pero no debemos pensar que Lucas proponga únicamente una moral de pobreza sin un horizonte escatológico. Jesús no quiere inculcar en sus auditores ricos el miedo a una muerte repentina e individual que acabaría con todas sus esperanzas. En realidad, la muerte de la que se trata aquí se refiere a la catástrofe escatológica y al juicio que ha de seguirle. La lec­ción que se debe sacar es, pues, evidente: querer apoyarse en sus riquezas precisamente cuando tan solo el apoyarse en Dios podrá salvar a los hombres de la catástrofe, es una actitud "insensata" (en el sentido bíblico de la palabra: incapacidad de reconocer a Dios y de unirse a El: Sal 13/14, 1)10.

Lucas no condena a los ricos por ser ricos: el dinero ni es bueno ni malo, como la electricidad. Solamente el uso que se haga de él puede ser bueno o malo.

w Véase el tema doctrinal de la pobreza, en este mismo capítulo.

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Ahora bien: la equivocación del rico insensato está en ser­virse de sus riquezas como si estuviera él solo sobre la tierra. En las sesenta y cinco palabras que resumen sus declaraciones se encuentran catorce veces las palabras "yo" o "mío". Con otras palabras, el rico es insensato, porque piensa que ha sido él solo por sí mismo quien adquirió las riquezas, como si no hubiera heredado nada de sus padres, como si no hubiera recibido nada a causa del trabajo de sus obreros. El es el único.

El está solo además en la explotación de sus bienes, hasta el punto de que su única preocupación es invertir nuevas ri­quezas para aumentar la plusvalía, sin darse cuenta de que los verdaderos graneros de sus cosechas deberían ser los estómagos vacíos de sus hermanos los hombres.

Esta actitud es insensata, porque no tiene en cuenta una profunda realidad: la interdependencia de todo hombre y toda nación con relación a los demás hombres y a las demás nacio­nes. Esta actitud es insensata porque lleva a la Humanidad a la catástrofe, de los países pobres, cada vez más subdesarro-llados, y también de los países ricos, cada vez más hartos de publicidad y de consumo. Es insensata porque es imposible es­tar con Dios en una situación tal de egoísmo y de alienación 11.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la fe y de la ley moral

Son muchos los cristianos que hacen de su fe un ideal moral. Reducen el Evangelio a una regla de vida particularmente ele­vada. Para ellos, dar testimonio de Jesucristo es buscar ante todo de llevar una vida conforme al ideal evangélico. Todo se desarrolla como si Jesús de Nazaret no fuera más que un maes­tro de sabiduría, como si la gracia no significara más una mejor adaptación de la vida a sus preceptos.

Este concepto de la moral cristiana, demasiado estrecho y mal ajustado, ofrece muchos inconvenientes. Esperar de la gra­cia una eficacia directa en un terreno que no es el suyo no aca­rrea más que decepciones... Desde un punto de vista misionero, los inconvenientes son todavía más graves aún: una vida moral ejemplar no anuncia necesariamente la Buena Nueva de la sal­vación. Los cristianos no poseen el monopolio exclusivo de una vida moral superior; se da también en hombres desprovistos de toda referencia religiosa. Así, valores humanos fundamentales, como la solidaridad, son vividos a veces con mayor autenticidad dentro de grupos humanos extraños a la moral de la Iglesia.

11 M. L. KING, La Forcé d'aimer, Par ís , 1967.

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Dos interrogantes se le plantean al cristiano: ¿Cuál es el sig­nificado de la ley nueva, revelada en Jesucristo? ¿En qué sen­tido da el cristiano testimonio de Jesucristo mediante su vida moral?

Moisés, legislador de La ley del Sinaí está intimamente vincu­la Antigua Alianza lada al régimen de la fe inaugurado en

Abraham. Tiene suma importancia cap­tar ese nexo interno. Moisés interviene como legislador en un momento concreto de la historia del pueblo elegido, dentro del marco concreto de la alianza establecida entre Yahvé e Israel. Moisés ha recibido la Ley, transmitida al pueblo, de las manos mismas del Dios Todo-Otro, en pleno corazón del itinerario ejemplar de la fe.

La promulgación del decálogo no deja al descubierto todo su significado si no va vinculada a la primera Pascua judía. Yahvé ha liberado a su pueblo del yugo egipcio con la máxima gratui-dad. Libremente ha escogido a Israel como su pueblo. Pero antes de llevarle a la tierra prometida le conduce al desierto, con el fin de que se sitúe correctamente de cara al compromiso que implica el régimen de la fe. Yahvé salvará a Israel, pero en pago exige la fidelidad. Y no una fidelidad cualquiera. La fidelidad del desierto. Allí es imposible ocultar la inseguridad de cada día; allí no es previsible lo esencial; allí todo invita a entre­garse a la exclusiva benevolencia de Dios.

En su más profunda objetividad, la Ley se presenta, pues, como un punto de apoyo en el ejercicio de la fe. No cabe redu­cirla a un código de vida moral ni desvincularla de los aconte­cimientos concretos que coincidieron en su nacimiento. Quiere ser el reflejo de la auténtica fidelidad de Israel respecto a ese Dios trascendente y único que guía a su pueblo y está continua­mente salvándole graciosamente.

La íntima ligazón entre la ley del Sinaí y el régimen de la fe hace también de Moisés el primero de los profetas. Continua­mente sale a la superficie la espontaneidad pagana. Ella le aparta de la ley. Partiendo de una atenta lectura de los aconte­cimientos, los profetas recordarán las exigencias de la alianza a este pueblo que prefiere sus ilusorias seguridades a la fidelidad a su Dios. Esas exigencias no son formuladas a priori. Los acon­tecimientos de la vida de pueblo, cualesquiera que sean, van mo­delando su contenido concreto.

En el momento en que la ley de Moisés es desvinculada del régimen de la fe, automáticamente se ve arrastrada hacia un proceso de degradación. Se multiplican las prescripciones y los escribas reemplazan a los profetas. La fidelidad de la fe deja paso al legalismo...

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Jesucristo, ¿Cómo situar la obra de Jesús respecto a el Moisés de la de Moisés? Como ha dicho El mismo, la Alianza definitiva Jesús no vino a complementar la ley;

vino a cumplirla, a llevarla a término. En la intención del primer legislador, la ley debía descubrir los ca­minos de la verdadera fidelidad a Yahvé. En realidad encon­trará su primer fiel, ejemplar, en Jesús. ¿Qué hace Jesús, en efecto, sino precisar concreta y definitivamente las relaciones entre la fe y la ley?

Al cumplirse en Jesús, la ley se renueva en su contenido. Los marcos de la Antigua Alianza estallan bajo la presión de ese cumplimiento. ¡Quedan abandonados los antiguos odres en fa­vor de la fuente viva! La ley evangélica, fundada sobre el amor universal, se dirige en adelante a todos los hombres. Jesús no es ya en nada esclavo de una ley exterior; la ley ha quedado grabada en su corazón y el Espíritu es su fuente íntima. Según el anuncio de los profetas, la renovación del corazón era la que debía introducir la nueva ley.

La fidelidad de Jesús a la ley nueva se ha traducido en un itinerario de obediencia hasta su muerte en la cruz. Conver­tirse en prójimo de todos los hombres supone amarlos hasta el don de la propia vida. Pero al dar la vida se afronta la muerte para triunfar de ella.

La vida moral de Lo que fundamenta la vida moral del cris-Ios hijos de Dios tiano, lo que le constituye en su autenticidad,

es el acontecimiento decisivo de la muerte y de la resurrección de Cristo. La vida moral del cristiano no debe su estructura específica a una sabiduría teórica, por muy ele­vada que sea. Su originalidad dimana exclusivamente de una in­serción existencial en la Pascua de Cristo. Debe ser, en sentido propia, una "imitación de Jesús": "Lo mismo que Yo os he ama­do, amaos los unos a los otros." Se trata de descubrir en cada momento y en cada acontecimiento la voluntad del Padre, que nos concede en Jesucristo el poder de triunfar del peso de muerte que se oculta en cada uno de ellos. La vida moral del cristiano es una vida pascual; no tiene sentido independientemente de una fe vivida.

La vida moral del cristiano es igualmente una vida en el Es­píritu. Cuando encuentra vía libre en la conciencia de un hom­bre, el Espíritu imprime en ella una ley interior, principio de ac­ción en el corazón de los acontecimientos. El cristiano, fiel a esa ley interior, se encuentra progresivamente libre. La ley a la que se somete ya no es exterior a él. Incluso en el caso en que se le proponga bajo la forma de preceptos objetivos, la realidad que encierra el precepto dice relación al obrar del Espíritu que trans­forma los corazones.

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En virtud de su dependencia de Cristo y del Espíritu, la vida moral del cristiano adquiere necesariamente una dimensión ecle-sial. Para que esa dependencia sea efectiva debe fundamentarse sobre la iniciación en la historia de la salvación que la Iglesia presenta en la transmisión de la Palabra. Esta interpela al cre­yente y le invita a ver en el Espíritu de Cristo el principio regu­lador vivo de su comportamiento diario.

Señalemos, finalmente, que esa moral "sobrenatural" no pri­va al hombre de su condición de criatura, sino que le invita, por el contrario, a identificarse con ella con más lucidez. Dicho de otra forma: la vida moral del cristiano origina una preocupa­ción de racionalidad y le hace un llamamiento, en corresponden­cia, en favor de su propia fecundidad.

La significación Todo lo anterior nos permite determi-misionera de la vida nar en qué sentido la vida moral del cris-moral del cristiano tiano será el signo de la salvación re­

presentado por Jesucristo.

Un cristiano da testimonio de Cristo resucitado cuando su vida hace derivar su fecundidad del misterio pascual. Lo que cuenta para la evangelización no es tanto la calidad moral de una vida cristiana en cuanto tal o, más exactamente, el nivel efectivo de su conformidad con el ideal evangélico. Una vida moral ejemplar puede ser un revulsivo: no es necesariamente a Jesucristo a quien pone de manifiesto. ¿Cuándo una vida da testimonio del Resucitado? Cuando, en la obediencia, hace fren­te a solicitaciones de la muerte a lo largo de las pruebas de cada día y especialmente dentro de las relaciones entre los hombres. El enfrentamiento con la muerte en la obediencia exige el desprendimiento de uno mismo, esa "pobreza" accesible a cualquier hombre cualquiera sea su estado. ¡Una prostituta puede convertirse en un auténtico testigo de la resurrección!

Se dice frecuentemente que en el mundo actual los cristia­nos dan un contratestimonio. ¿Qué quiere decir eso? El contra­testimonio es la ceguera ante los "signos de los tiempos". Los cristianos viven hoy en un mundo en que el acontecimiento por­tador de la voluntad de Dios adquiere dimensiones planetarias. Lo malo es que en muchos casos tiene los ojos cerrados. No están a la altura del llamamiento que los dramas actuales hacen a sus responsabilidades: los países económicamente subdesarrollados, el problema del hambre en el mundo... En la mayoría de los ca­sos no realizan el esfuerzo de imaginación que permitiría que entraran en acción las dimensiones colectivas de su caridad. Si por casualidad el cristiano se encuentra con un hambriento, sabe qué actitud debe adoptar. Pero está desorientado ante el

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problema del hambre, a escala mundial, en lejanas latitudes, extrañas a los horizontes reducidos de su vida cotidiana.

El acontecimiento La Eucaristía es para el cristiano el eucarístico en la vida acto privilegiado que alimenta su vida moral del cristiano moral. La Iglesia ofrece en él al cris­

tiano el nexo vivo con el acontecimien­to cumbre de la historia de la salvación: Jesucristo muerto y resucitado para todos. Pero la Iglesia no pone en relación con Cristo, en la asamblea eucarística local, sino invitando al cris­tiano a vivir en ella el hoy de Dios. De ahí la importancia de la liturgia de la Palabra en la que se celebra la actualidad de Je­sucristo en el mundo. Dentro de esta perspectiva, la homilía desempeña un papel esencial, puesto que permite descubrir el nexo que existe entre las fuerzas del mal, de las que triunfó Cristo, y las que dimanan del mundo actual, en el plano indi­vidual y colectivo, y de las que, siguiendo a Cristo, tienen que triunfar a su vez los cristianos.

2. El tema de la pobreza

La pobreza material siempre ha sido la suerte de la mayoría de los hombres, pero en nuestros días, para los dos tercios de la Humanidad, la pobreza es sinónimo de hambre y de miseria. Ante esta terrible inseguridad, el hombre moderno rechaza la resignación y ya no intenta recurrir a Dios. Acude a sus propias fuerzas para encontrar una solución y considera a la religión como la forma suprema de la alienación humana.

Hay que reconocerlo: el drama universal que opone las na­ciones ricas a las naciones pobres encuentra a la Iglesia... del lado de los ricos. Pero ¿no es depositaría de una Buena Nueva reservada primordialmente a los pobres? Por eso es importante hoy volver a buscar en qué consiste esta pobreza privilegiada y de qué manera los cristianos serán sus verdaderos testigos ante el mundo.

Los pobres de Los profetas censuraban constantemente la Antigua Alianza la infidelidad de Israel al pacto de la

Alianza. Según ellos, Yahvé tenía necesa­riamente que someter a su pueblo al régimen de la justicia vin­dicativa; sin embargo, gracias a un pequeño Resto que perma­necía fiel—el Israel cualificado—, la Alianza quedaría a salvo.

A partir del profeta Sofonías (que escribe hacia el 640-630), se aplica a este Resto una expresión privilegiada. El verdadero

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Israel se identifica con un pueblo de "pobres" (Sof 4, 11-13). El origen sociológico del vocabulario de la pobreza es evidente. La situación precaria de Israel en la época de Sofonías explica claramente el empleo de estos vocablos. Pero el profeta trans­forma los términos y les infunde un contenido religioso. Ante el invasor asirio, la pobreza se convierte en el signo de una pobreza radical, que es la que debe adoptar el hombre ante Dios. Ante el Todo-Otro es necesario eliminar el orgullo, ser humilde, confiado, abandonarse en El.

Después de Sofonías, el tema de la pobreza, constantemente reconsiderado, se aquilatará mucho más y la aportación defi­nitiva de Jeremías influirá profundamente en los exiliados en Babilonia, a quienes los acontecimientos habían despojado de todas las seguridades anteriores.

La fidelidad merecerá mañana la abundancia mesiánica a este pueblo de pobres vuelto hacia el futuro. En cuanto a los infieles, sucumbirán bajo los golpes de la venganza divina. Se­gún el decir de los pobres, los infieles ya no pueden ser con­tados: el Israel poco fervoroso, las clases dirigentes, los que asimilan la cultura pagana, los que ansian las riquezas.

El Pobre por excelencia, Jesús de Nazaret pertenece al grupo Jesús el Salvador de los pobres y se presenta como su

Mesías. Cristo anuncia la Buena Nue­va, la superabundancia de la vida del Reino a los pobres, al Israel cualificado. Existe una profunda continuidad entre la pobreza de la Antigua y la Nueva Alianza.

Y, sin embargo, entre una y otra pobreza hay una disconti­nuidad radical. La promoción mesiánica del pueblo de los po­bres exige una conversión por su parte. Quizá incluso se escan­dalizaran a propósito de su Mesías.

Con relación a la salvación mesiánica, la pobreza de la An­tigua Alianza guarda un cierto aspecto de privilegio. En la era definitiva, los pobres ocuparán el lugar de honor, gracias a su pertenencia al pueblo elegido, pero, sobre todo, gracias a su cua-lificación moral. Jesús, debido a un matiz capital, lo trastoca todo: los pobres a los que se dirige son los pobres pecadores..., es decir, todos los hombres. Quienquiera que sea, todos son lla­mados al Reino. Para entrar en él la única condición estriba en tener fe en Jesús, que nos salva en el reconocimiento de nues­tros pecados.

En Jesús la pobreza experimenta un desplazamiento de su centro de gravedad. Antes se refería a una actitud espiritual y moral, pero desde ahora expresa una condición ontológica. Cris­to es pobre, porque en El, Jesucristo en cuanto hombre se toma

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en la relación exclusiva al Padre. Su pobreza es salvífica, por­que no la han construido las fuerzas humana y se traduce en su itinerario de obediencia hasta la muerte en la cruz.

Por tanto, ¿de qué pobres es Jesús el Mesías? En lo sucesivo son pobres los que, viviendo unidos a Cristo, aceptan en lo más profundo de sí mismos la renovación que los asemeja a la ima­gen del Hijo único. Los pobres son los hijos adoptivos del Padre. Esta pobreza no la producen las fuerzas del hombre, pues es un don de Dios. Ya no aparta, sino que proporciona una disponi­bilidad para con Dios y para con todos los hombres. Expresa, a la vez, la misericordiosa paternidad de Dios y la profundidad del pecado del hombre. La verdadera pobreza, expresión de la gracia de Dios, es inalcanzable por el esfuerzo humano; solo pertenece al Hijo unigénito. Solo El puede comunicarla a todos los hombres en el lazo viviente que los une a El, el Pobre por excelencia.

La Iglesia es la El Espíritu, gracias a su acción en el comunión de los pobres seno de la Iglesia, asemeja a los cre­

yentes a la imagen del Hijo. Los cre­yentes encuentran en la Iglesia las mediaciones para vivir y comportarse imitando a Cristo. Su pobreza debe marcar pro­fundamente el cuerpo eclesial.

Por eso los pobres de la Nueva Alianza ya no forman un pueblo aparte. Ya no tienen enemigos. Constituyen la primera generación de la Humanidad nueva. Todos los hombres, sin distinción, son sus hermanos. Con toda certeza, mejor que na­die, calibran la dislocación existente entre su "ser-en-Cristo-Je-sús" y su conducta cotidiana. Pero como todo se lo deben a su Señor, cada vez esperan con más ahínco su venida. Esta espera de hoy en el mañana anima su esperanza y les limpia de sus faltas.

Además la filiación adoptiva adquirida en Jesucristo tam­bién compromete a los pobres de la Nueva Alianza con el es­fuerzo civilizador. Su sabiduría, inscrita en las Escrituras, lejos de ser un ideal de ascetas profesionales o de relegados, difiere notablemente de una sabiduría puramente humana. Por la con­dición "filial" comprenden la medida exacta de su condición de "criatura". Saben dónde colocar el valor absoluto de su exis­tencia. Al reducir las tareas de la civilización a su justo valor, salvaguardan en ellas el dinamismo original. Su inquietud por la prioridad del Evangelio proporciona a su acción civilizadora la verdadera eficacia.

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La pobreza La pobreza define la condición del como signo de salvación creyente en la Iglesia, la condición del adquirido en Jesucristo hijo adoptivo del Padre. Pero, como

todo principio espiritual, debe desple­garse en la rudeza de la vida concreta, individual y colectiva. Y este despliegue no es automático; todo cristiano, por su par­te, es responsable de él. En la evangelización del mundo, el signo de la pobreza debe ofrecerse a los hombres. Pero para que este signo sea inteligible, debe tener en cuenta el contexto de la vida de los hombres, a los que se dirige.

La Iglesia debe dar testimonio de pobreza en un doble nivel: cada cristiano, en su vida individual, y la comunidad eclesial, como tal, en sus constituciones y en sus medios de acción apos­tólica.

En lo concerniente al primer punto, algunos cristianos, pre­ocupados por la evangelización, no ocultan su malestar. Con frecuencia, provistos de abundantes bienes, presienten la am­bigüedad de la riqueza material que poseen. Riqueza que en­gendra la seguridad, que alimenta el instinto de poder. ¿La fi­delidad al Evangelio implicará la renuncia voluntaria a las riquezas? Todos no tienen esta vocación; pero todos deben pre­guntarse cómo deben desembarazarse de su actitud, cómo usar de sus riquezas (materiales o no materiales) con espíritu de servicio universal. La pobreza, que define la condición de cre­yente en la Iglesia, le exige un comportamiento concreto ante la riqueza. Exigencia urgente y grave, pues, en general, hoy la situación material de los cristianos es netamente superior a la de la mayoría de los hombres. En la coyuntura actual, el Es­píritu llama de forma apremiante a la pobreza evangélica. Su advertencia profética invita a cada uno a revisar su postura.

En el segundo nivel, las exigencias no son menos graves. Las instituciones, sobre todo, atraen las miradas. Un obispo puede vivir pobremente en un palacio episcopal grandioso, pero, a pesar de ello, se criticará la riqueza de este último. Es necesario evitar que las instituciones propiamente eclesiales (el estilo de celebración litúrgica, los medios de apostolado, etc.) o las ins­tituciones cristianas aparezcan como instituciones de prestigio y de poder. Esto obliga a revisar continuamente todo el aparato institucional de que dispone la comunidad eclesial.

La asamblea eucarística Para ser pobre no es suficiente con de los pobres abandonarse a la iniciativa de la gra­

cia, ni con calcar la conducta moral de su vida sobre el proceder del Pobre por excelencia; una lectura detenida de los Evangelios sería suficiente para impreg-

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narnos de ella. Para ser pobre es indispensable "estar iniciado" cada vez más profundamente en la historia de la salvación. Por eso es en la celebración de la Eucaristía donde la comunidad cristiana se convierte en asamblea de pobres en Cristo Jesús. Si la pobreza define la condición de los hijos adoptivos de Dios, solo la iniciativa divina sacramental puede establecerla en el hombre. Al salir de la asamblea de los pobres, todo está por hacer, pero también todo está dado. La exigencia es inmensa, pero la participación de la Palabra y del Pan capacita al cris­tiano para una aventura semejante.

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DECIMONOVENO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. 1 Reyes 19, 9, 11-13 Elias sale en busca de Yahvé, hacia Ho-1.a lectura reb y la montaña del Sinaí, allí donde, l.er ciclo según las tribus del Norte, Dios está más

presente que en el monte de Sión, en donde David le ha aposentado recientemente.

Elias se agazapó en la concavidad de la roca, en donde el mismo Moisés se había refugiado para asistir a la teofanía (Ex 33, 18-34, 9), y también él recibió el beneficio de una apa­rición divina.

Esta experiencia le lleva a la comprensión de que Dios no se encuentra en los fenómenos naturales: huracán, temblor de tierra y rayo, en donde los paganos le situaban preferentemen­te (vv. 11-12). Dios tampoco está en el fuego, en donde se le imaginaba la tradición yahvista del Sur (Ex 19, 18). En su lucha en pro del monoteísmo absoluto, Elias aprende a desacralizar la naturaleza y a liberar la noción de Dios del naturalismo baálico de los fenicios y de Jezabel.

Elias percibe, al fin, el paso de una brisa ligera, pero el relato no dice que Yahvé estuviera en ella. La brisa ligera (cf. Gen 3, 8) no es el signo de la dulzura de Dios, puesto que no va a mos­trarse nada tierno en las órdenes que va a dictar a Ellas (vv. 15-17): ungir a unos usurpadores que sembrarán odio y violencia en el Oriente Próximo. La brisa ligera sirve, en realidad, para proteger el incógnito y el silencio de Dios. Dios guarda silencio y solo el creyente puede oírle.

* » *

La experiencia de Elias es una representación muy signifi­cativa de la fe vivida en el mundo moderno, un mundo que ha

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desacralizado la Naturaleza. En la medida en que la ciencia ha "profanizado" la Naturaleza y el mundo, ha prestado un gran servicio a la idea de Dios, ya que Dios no puede ser más que el Todo-Otro, el Incognoscible para el pensamiento del hom­bre. El proceso de progresivo desprendimiento por el que ha tenido que pasar Elias para no captar ya a Dios en los fenó­menos naturales tiene como compensación un encuentro íntimo con él: ha reconocido a quien no podía conocer, se ha encon­trado con quien vive en el incógnito.

Lo mismo sucede con el creyente. Junto con el mundo ateo en el que vive, reconoce el silencio de Dios y, sin embargo, le oye, se cubre el rostro, como Elias, y sale de su refugio para cumplir su misión.

II. 1 Reyes 19, 4-8 Describe la peregrinación del profeta Elias 1.a lectura al monte Sinaí, en donde una teofanía co-2fi ciclo roñará su caminar durante cuarenta días.

* * *

a) El primer tema de esta lectura es del lapso de tiempo de los cuarenta días (v. 8) aprovechado por el profeta para reunirse con Dios, tema representativo de la distancia que ha de salvar el hombre para llegar hasta un Dios que se le escapa conti­nuamente (Ex 24, 16-18).

b) Un segundo tema es el del desaliento (v. 3), tentación clásica del profeta (Gen 21, 14-21; Jon 4, 3-8; Núm 11, 15; Jer 10-11; Mt 26, 36-46). Eso no obstante, Elias ha conseguido una gran victoria en el Carmelo (1 Re 18), pero la reina Jezabel no ha querido comprender; hace una leva contra el profeta, y el pueblo, deslumhrado un instante por el prodigio del Carmelo, se coloca borreguilmente del lado del poder. Elias se encuentra pues, solo, lo mismo que más tarde Cristo, y no le queda más que una cosa que hacer: ponerse en manos de Dios.

Pero Dios da al profeta una señal para arrancarle de su desesperación; no abandona a su elegido, como tampoco aban­donará a su Cristo (Le 22, 43): un panecillo y un agua mila­grosa (v. 6) recuerdan a Elias el maná del desierto y el agua ae la roca (Ex 16, 1-35; 17, 1-7). Así, el memorial de la Pascua del pueblo es el medio más seguro de curar el desaliento.

c) El último tema de esta lectura lo sugiere la relación entre Elias y Moisés: el profeta se dirige, en efecto, en peregri­nación al lugar mismo en donde el legislador recibió comuni­cación de los secretos de Dios. Este tema marcará profunda­mente la tradición cristiana que se complacerá frecuentemente

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en encontrar a los dos personajes asociados en actitudes comu­nes (Mt 17, 3; Ap 11, 1-13).

La asociación de Elias y de Moisés está destinada a con­vencer al pueblo de que cuando un profeta fulmina contra cier­tas instituciones surgidas de la alianza y de la ley, no hace más que defender el espíritu que ha presidido esta. Elias es así un Moisés siempre vivo que recuerda al Dios batallador del desierto a las gentes enriquecidas en Palestina, al Dios de los nómadas (tema de la marcha exageradamente larga de Elias, v. 8) al pue­blo instalado.

Mientras el cristiano posee la certeza de poseer una "virtud", de poseer la "verdad", mientras el sacerdote está seguro de sí, de su papel y de su influencia, no hay lugar para Dios. Estas seguridades y estas certezas son demasiado humanas para ser signos de Dios. Cuando todo eso se derrumba de repente—y toda vida válida conoce esa quiebra—, cuando las virtudes que se creían poseer se convierten de pronto en pecados y debilidades, cuando las verdades tranquilizadoras son puestas de golpe en tela de juicio, es cuando al fin puede actuar Dios.

La acción de Dios adopta sistemas precisos: en primer lu­gar, una larga marcha del hombre al fondo de sí mismo, lo su­ficientemente larga como para que tenga tiempo de despojarse de todo lo que creía necesario; después, un poco de pan y de agua: el memorial de una intervención fundamental de Dios, y comer ese pan y beber esa agua no es ya sustentar la vida físi­ca, sino estructurar toda su vida en torno a un polo muy firme: la apertura a la iniciativa de Dios siempre presente, incluso en una vida de pecado, siempre activo, incluso en una vida en quiebra.

Con ese pan y esa agua penetra en el hombre toda la den­sidad de la vida divina y "transfigura su cuerpo de miseria".

La Eucaristía está así hecha para las gentes desposeídas de sus certezas y de su buena conciencia. Solo entonces tiene posi­bilidades de ser plenamente eficaz.

III. Sabiduría 18, 6-9 A partir del cap. 16, el autor monta una 1.a lectura serie de dípticos en los que refleja la 3.er ciclo distinta suerte de los egipcios y de los

hebreos. Como los primeros eran idóla­tras, veían cómo sus proyectos tenebrosos contribuían a su pro­pia confusión; y cómo los segundos habían sido elegidos por Dios, su misma debilidad y sus faltas resultaban beneficiosas para ellos.

El autor enfoca la historia como una especie de aplicación

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por parte de Dios de la ley del talión. En el pasaje que se lee hoy en la liturgia nos muestra cómo los hijos de los egipcios mueren en el mar porque sus padres tuvieron el proyecto de arrojar al Nilo a los hijos de los hebreos (v. 5).

En medio del pueblo hay un signo permanente para recor­darle sin cesar el castigo de los egipcios y la elección de los he­breos: la fiesta de Pascua (vv. 6 y 9). El autor describe rápida­mente su ritual, pero no sin introducir en el ceremonial de la primera Pascua en Egipto elementos tardíos que figuraban en la Pascua de su tiempo (como el secreto y el cántico de los cán­ticos del Hallel en el v. 9 y, sobre todo, el aspecto sacrificial de la Pascua).

Celebrar la Pascua es en cierto modo interpretar la Historia y saber que Dios no deja de elegir a su pueblo entre los justos y castigar a los impíos. Puede adivinarse la resonancia que esta lección despertaba en el corazón de los judíos, desterrados de nuevo en Egipto. Cristo morirá durante una de esas Pascuas, por toda la Humanidad, con el fin de cancelar esa hipoteca ra­cista y dar a entender que tanto los egipcios como los hebreos se encuentran aunados en el camino de la elección y de la salvación.

IV. Romanos 9, 1-5 Los primeros capítulos de la carta de San 2.a lectura Pablo a los romanos estudian el lugar que l.er ciclo ocupa la fe en la justificación del hom­

bre, un lugar que ni los paganos con su filosofía, ni los judíos con sus privilegios, podían asignarla.

En el año 57, Pablo ha recorrido ya suficientemente los ca­minos del Próximo Oriente como para saber que no puede con­tar con una conversión próxima de Israel (Gal 4, 29). ¿Por qué este pueblo se muestra rebelde a la fe y se constituye en per­seguidor del Evangelio? Pablo se hace esta pregunta y los ver­sículos que se leen hoy reflejan todo el dolor que siente por su propia nación y su escandalizada sorpresa ante la conside­ración de tantos privilegios concedidos inútilmente al pueblo elegido.

Lo mismo que Moisés prefería su desaparición al aniquila­miento del pueblo (Ex 32, 32), Pablo desea ser anatema si eso puede ayudar al pueblo a desarrollar sus múltiples privilegios. Nuestra lectura los enumera, al mismo tiempo que afirma que no pueden resultar inútiles, puesto que ya honran al nuevo Israel.

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a) Los privilegios de Israel le pertenecen siempre, incluso en su situación fuera de la Iglesia, esto no ofrece duda alguna para Pablo (v. 4).

Se trata, en primer lugar, de los privilegios de la Palabra: las alianzas, la legislación y las promesas (v. 4). La alianza con­certada con Abraham (Gen 15, 18) y con David, las promesas que les fueron hechas, la ley de Moisés (Ex 20) y los comenta­rios del judaismo ulterior son Palabra de Yahvé (que nunca ha vuelto a utilizar): reflejan la presencia de Dios en Israel, que percibe siempre la voluntad divina a través de la ley y no cesa de leer los signos del Mesías en nombre de las promesas 1.

Vienen después los privilegios de la liturgia: el poder de tributar un culto al verdadero Dios y el beneficio de la pre­sencia divina en el Templo (Ex 40, 34). Aun cuando el sacrificio espiritual y la gloria de la resurrección hayan transformado radicalmente el culto, no por eso dejan los judíos de seguir go­zando de esos privilegios litúrgicos y de preocuparse por trans­formar continuamente su culto en un culto en espíritu y en verdad.

b) El pertenecer a la raza de Israel y a la de los patriarcas, en particular de Abraham, constituye, finalmente, los privile­gios de la sangre. Por medio de esa sangre y de esa carne en el cuerpo de Jesús de Nazaret nos vino la salvación. El privi­legio esencial de los judíos deriva del hecho de que Cristo nació de su carne (v. 5). Pero el caso es que Israel se niega a recono­cer que de su carne pueda nacer una persona divina, un Dios bendito por los siglos2. ¡Drama de un pueblo que se niega a aceptar el mayor privilegio que haya existido!

Entendido así, este último versículo es uno de los más im­portantes del Nuevo Testamento, puesto que afirma la realidad carnal de Cristo, salido de la raza de los patriarcas y, sin em­bargo, preexistente en la gloria divina3.

V. Efesios 4, 30-5, 2 En la última parte de su carta a los efe-2.a lectura sios se interesa Pablo por lograr que sus 2° ciclo corresponsales den el paso de su vida pa­

gana, a veces todavía viva, a su vida cris­tiana. Su argumentación es muy sencilla: asegura a sus lecto­res (Ef 4, 17), que forman parte de la nueva humanidad, del

1 Y. B. TREMEL, "Le Mystere d'Israél", Lum. et vie, 37, 1958, págs. 71-90. 2 Pablo rara vez designa a Cristo con el nombre mismo de Dios. Y

no lo hace aquí, sin duda, para subrayar más aún la magnitud de los privilegios de Israel. Sobre las dificultades de interpretación de este ver­sículo, véase O. MICHEL, Der Briej zu die R'ómer, 1955, págs. 197 y sg.

3 Véase el tema doctrinal de Israel, en este mismo capítulo.

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Cuerpo de Cristo: es este un hecho que ya no se pone en tela de juicio, pero del que hay que sacar algunas conclusiones prácticas.

* * *

a) Pablo describe este hecho indiscutible hablando del se­llo del Espíritu (2 Cor 1, 22; Ef 1, 13). Los cristianos no son tan solo el objeto de una lejana y misteriosa elección divina, sino que están personalmente afectados por ese favor hasta el punto de convertirse en propiedad de Dios, una propiedad que lleva su sello y que está muy bien protegida (Ex 12, 13; Ez 9, 4-7; Ap 7, 3; 9, 4). Con ayuda del Espíritu, el bautismo marca al cristiano con ese sello, a fin de que sea tenido como un don de Dios, signo de una participación de la vida divina y principio de la comunión entre hermanos.

b) El sello es una cosa ya adquirida, pero hay que vivir en concurrencia, y ahí es donde los cristianos de Efeso encuentran algunas dificultades. Pablo se fija fundamentalmente en una de esas dificultades: los pecados de la lengua. Ya en el ver­sículo 25 ha arremetido contra la mentira; en el versículo 31 vuelve a los demás pecados de la palabra.

No es una pura casualidad que Pablo establezca una contra­posición entre el sello del Espíritu y los pecados de la lengua; ya en Ef 1, 13 había relacionado el sello del Espíritu con la recepción de la Palabra de verdad y del Evangelio de salvación. El Espíritu salva al hombre partiendo de su adhesión de fe a la Palabra de Dios: siendo esto así, ¿cómo podría un cristiano pronunciar aún palabras de mentira o de malicia, cuando ha escuchado la Palabra de verdad recibida en Espíritu?

c) Quien dice Espíritu de Dios en el hombre dice comunión interpersonal en el cuerpo de Cristo. Pero este principio no tiene correspondencia en la realidad; la situación a que se re­fiere Pablo es bastante penosa, los sentimientos son cada vez más violentos y se ha llegado incluso a los gritos y a las inju­rias que les sirven de cauce (v. 31). Está claro que tales actitu­des deben desaparecer de la comunidad cristiana, puesto que es un "Espíritu" completamente distinto el que inspira.

Muy al contrario, los cristianos sean lo que son merced a la bondad y a la compasión (v. 32) y, sobre todo, merced al per­dón, virtudes cuyo germen está en ellos y se llama Espíritu.

d) Pablo se detiene, de manera especial, a tratar del per­dón mutuo, para pedir a sus corresponsales que sean los imita­dores de Dios (v. 1) y de Cristo. Pero no se trata tanto de co­piar el comportamiento exterior de Cristo, como de dar testi­monio público del perdón de que uno ha sido beneficiario (v. 2; cf. Mt 18, 23-25). Si para adoptar ese comportamiento hay que

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renunciar a algo, que se recuerde que de esa manera se imita a quien se ha entregado por nosotros (v. 2). Porque de lo que no hay duda es de que se entregó por nuestro bien. Por simple lógica se deduce que esa entrega debe repercutir en el compor­tamiento de cada uno, no como una obligación exterior o como un mandamiento suplementario, sino como el eco que produce la fe frente a una experiencia de la que uno ha sido previa­mente beneficiario. No puede amarse si antes no se ha expe­rimentado el amor de Dios.

Ya en el plano humano, el pecado constituye una falta de unidad en la personalidad, una inconsecuencia con respecto a lo que se es o a lo que se debería ser. Lo mismo sucede en el plano de la humanidad renovada: el Espíritu forma parte de ahora en adelante de la persona humana casi con el mismo de­recho que las facultades de inteligencia y de voluntad.

Ahora bien: el Espíritu, facultad nueva en el hombre, es el testigo de un acontecimiento preciso, y el fermento de una experiencia real: el hombre está radicalmente salvado y en ade­lante vivir de conformidad con ese estado, perdonando, entre­gándose por los demás, haciendo que revierta hacia otro el be­neficio que ha sacado de su propia salvación.

La moral cristiana es, pues, ante todo teologal: se apoya en la contemplación y la experiencia de los acontecimientos de la salvación.

VI. Hebreos El autor se dirige a cristianos de origen ju-11, 1-2, 8-12 dio a quienes la persecución ha alejado de 2.a lectura Jerusalén y que se encuentran desanimados 3.er ciclo e inquietos: ¿su alejamiento de la Ciudad

Santa no significará que se encuentran apar­tados de la inauguración del Reino? El autor les invita a que adquieran un espíritu de fe que no depende más que de lo in­visible y se apoya en la certidumbre de poseer ya las arras de las realidades celestiales (v. 1). Les recuerda, a modo de alien­to, el ejemplo de la fidelidad de los antepasados. El pasaje de este día recoge el ejemplo de Abraham.

Lo mismo que los hebreos del siglo i, Abraham conoció la emigración, la ruptura respecto al medio familiar y nacio­nal (v. 8) y la inseguridad de las "personas desplazadas". Pero en esas pruebas encontró motivo para ejercer un acto de fe en

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la promesa de Dios. Tanto él como sus hijos vivieron también como nómadas (v. 19).

El creyente, en efecto, es un peregrino; está en el mundo, pero no se vincula a él, porque ya ha gustado los bienes invi­sibles. Así, el periplo de Abraham no le lleva tan solo a una ciu­dad terrestre (esa Jerusalén en que los primeros cristianos de­seaban penetrar), ni a una tierra prometida material, sino a la ciudad invisible (v. 10) que constituye la vida con Dios. La fe enseña a no darse por satisfecho con los bienes tangibles ni con esperanzas inmediatas: se verifica en la espera, el ale­jamiento del final del camino, la inmaterialidad del fin per­seguido.

Finalmente, Abraham sufrió los efectos de la esterilidad de Sara y la falta de descendencia (cf. Gen 15, 1-6) (v. 11). Esta prueba fue para él las más angustiosa porque el patriarca se* acercaba a la muerte (vv. 12-13) sin haber recibido la prenda de la promesa. Aquí se hace realidad la última calidad de la fe: aceptar la muerte sabiendo que no podrá hacer fracasar el designio de Dios.

La fe de Abraham ofreciendo su hijo Isaac es, a los ojos del autor, una fe en la resurrección. El patriarca ha podido llevar a su hijo a la muerte—ese hijo que debía ser el origen de la descendencia—, porque ha puesto en manos de Dios la necesi­dad de resucitarle. Abraham afronta la muerte, pues, en la misma actitud que Cristo: con una entrega total de su futuro a disposición de Dios y una confianza absoluta en la abundan­cia de la vida de Yahvé4.

* * *

Más que el sufrimiento, es la muerte el signo por excelencia de la fe y de la entrega de uno mismo a Dios. Abraham creyó en un "por encima de la muerte", creyó le sería concedida una posteridad, incluso en un cuerpo ya apagado, porque le había sido prometida. Esta fe constituye lo esencial de la actitud de Cristo ante la cruz. También se entregó a su Padre y a la reali­zación de su voluntad de salvación, pero tuvo que medir—y en eso consistió su agonía—el fracaso total de su empresa: para congregar a toda la humanidad, se encuentra aislado pero con­fiado en un por encima de la muerte que su resurrección iba a poner de manifiesto.

La Eucaristía enseña a los fieles a compartir esa fe y esa mirada victoriosa sobre sus propios fracasos.

4 Véase el tema doctrinal de la promesa, en este mismo capitulo.

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VIL Mateo 14, 22-33 Este episodio sigue inmediatamente al evangelio episodio de la multiplicación de los panes l.er ciclo en los Evangelios de Marcos y de Mateo.

Los dos primeros versículos (22-23) están todavía señalados por el ambiente en que se desarrolló el mi­lagro de los panes: Jesús ha comprendido que las multitudes seguirían tomándole por un Mesías conquistador y revanchista. En adelante dejará a las multitudes para ocuparse únicamente de los discípulos. Tiene que "obligar" incluso a estos a alejarse de aquellos lugares. El mismo Cristo despide a la multitud que le seguía desde hacía un año y se retira a orar y a descubrir la voluntad de su Padre en las nuevas circunstancias en que se halla comprometido. El episodio de la tempestad es, podría de­cirse, la primera lección en orden a formar a los discípulos. Se advertirá al mismo tiempo que Jesús da aquí muestras de una especial solicitud por Pedro (cf. también Mt 16, 16-20 y 17, 24-27).

a) La victoria de Dios sobre las aguas es un tema muy im­portante de la cosmogonía judía. El pensamiento bíblico ha he­redado, en efecto, de las viejas tradiciones semíticas la idea de una creación del mundo en forma de un combate entre Dios y las aguas, hasta que el poder creador de Dios se impuso a las aguas y a los monstruos del mal que contenía (Sal 103/104, 5-9; 105/106, 9; 73/74, 13-14; 88/89, 9-11; Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10).

Incluso la historia de la salvación aparece como una victo­ria de Yahvé sobre las aguas: tal es el significado de la victoria sobre el mar Rojo (Sal 105/106, 9) y de la victoria escatológica sobre el mar (Ap 20, 9-13).

Ahora bien: el poder de Cristo sobre las aguas impresionó evidentemente a los primeros cristianos, que vieron en el rela­to de la tempestad calmada (Mt 8, 23-27) y en el caminar sobre las aguas (nuestro Evangelio) la manifestación de quien vuelve a reanudar la obra de la creación y la lleva a su plena realiza­ción triunfal. El Día de Yahvé debía ser un día de victoria so­bre las aguas (Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10); Yahvé está, pues, entre nosotros, para completar esa obra (cf. v. 33). El caminar sobre las aguas es, por tanto, una especie de epifanía del poder divino que reside en Cristo.

b) Pero la victoria de Cristo sobre las aguas se sitúa en un momento decisivo de la vida de Cristo. Su vida de rabbí itine­rante, ídolo de las multitudes, no conduce a nada. Al confrontar los pobres resultados de ese ministerio con la voluntad salvífi-ca de su Padre (cf. la oración del v. 23), Cristo cambia de polí­tica y se dedica a la formación intensiva de un grupo de após­toles—y de Pedro en particular—separado de la multitud.

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La formación de estos apóstoles persigue dos objetivos: en­señarles a utilizar los poderes mesiánicos de Cristo tal como El se los transmitiría un día y enseñarles a tener confianza en El. El episodio de la marcha sobre las aguas responde a este doble objetivo: Cristo convence a Pedro de que posee realmente los poderes que le permitirán vencer al mal (simbolizado por las aguas sobre las que Pedro camina) (vv. 28-29). Cristo enseña igualmente a Pedro que esa victoria no dimana de un poder mágico, sino que depende de la fe (vv. 30-31).

La victoria sobre las fuerzas del mal es ofrecida, pues, al cuerpo apostólico, con la condición de que a ese poder con­ferido sobre tales fuerzas correspondan una fe y una adhesión confiadas a la persona de Cristo.

* * *

Lo mismo que en la primera lectura, la victoria sobre las fuerzas del mal aparece, por tanto, como una posibilidad ofre­cida al hombre en Jesucristo.

Afirmar que Cristo ha vencido al imperio del mal es, en rea­lidad, reconocer a la obra de Cristo sus dimensiones cósmicas. Hasta El existia una solidaridad en el pecado que afectaba a toda la creación. En adelante queda abierta una brecha en el círculo de esa solidaridad. Con Cristo se rompe ese lazo cósmico en beneficio de otra solidaridad: la del amor.

Injertado en ese dinamismo de amor, el cristiano no es solo vencedor de sí mismo y de las zonas oscuras de su persona, su victoria tiene realmente una repercusión cósmica: ha vencido realmente al mundo, ha dominado realmente a los elementos lo mismo que Cristo y Pedro han dominado al mar.

La misión del cristiano en el mundo consiste, efectivamente, en destruir el influjo del imperio del mal en todos los terrenos en que se sigue manifestando y hasta en la muerte que parece ser hasta ahora su mejor sirvienta.

La Eucaristía alimenta al cristiano para el combate efectivo de cada día, puesto que le hace copartícipe de la victoria sobre Satanás y sobre la muerte.

VIII. Juan 6, 41-51 Apenas Cristo hubo comenzado su discurso evangelio sobre el pan de vida, trató de que sus inter-2fi ciclo locutores pasaran del recuerdo de los sig­

nos realizados por Moisés a la observación de los que El está realizando; después, en una segunda etapa, de que pasaran de estos últimos signos al misterio mismo de su persona y de su misión.

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Llega al momento en que se va a tejer una red de relaciones decisivas entre El y su auditorio: o bien "se llega hasta El" (v. 44-45) o bien se murmura contra sus pretensiones (v. 41) 5.

* * *

a) "Ver al Hijo" (v. 40) o "llegar a El" (vv. 37 y 44) equivale a reconocer, efectivamente, las relaciones de Cristo con su Pa­dre. En otros términos: en el momento mismo en que el discí­pulo entra en relación con Jesús, ve a este último en su propia relación con el Padre y, consiguientemente, en el misterio de su persona.

Se comprenderá mejor la importancia de este texto si se lo sitúa dentro de la evolución de las escuelas de rabinos en tiem­pos de Cristo 6. En el Antiguo Testamento Dios instruía por Sí mismo a los suyos (Is 2, 2-4; 54, 13, citado en Jn 6, 45; Jer 31, 31-34; Sal 50/51, 8, etc.), y si bien los sabios agrupaban a su alrededor discípulos o "hijos" (Prov 1, 8-10), ellos mismos con­fesaban que no les ofrecían una doctrina particular, sino la ley misma de Dios. Por el contrario, en tiempo del judaismo hubo maestros que se establecieron por su cuenta, si así puede de­cirse, y formaron escuelas de discípulos en torno a interpreta­ciones particulares de la ley (alusión en Mt 23, 8-12).

Jesús comenzó, probablemente, su vida pública con la inten­ción de ser también un rabino y de tener discípulos que le si­guieran (Le 6, 17; Mt 12, 15; Jn 6, 60). A la manera de los rabinos de su tiempo, también impuso frecuentemente a sus dis­cípulos metas austeras y difíciles: renunciar a los vínculos fa­miliares (Le 9, 59-62; 14, 33), llevar su cruz (Le 14, 27; 9, 23), es decir, aceptar la eventualidad de la muerte que amenaza a los revolucionarios mesiánicos y marginar al mismo tiempo todo romanticismo en la adhesión a Jesús7, servir al Maestro en los detalles de la vida cotidiana (Le 8, 3; Jn 4, 8), etc.

Pero la relación que une a Jesús con sus discípulos se va profundizando poco a poco y San Juan se constituirá en de­fensor de una concepción muy original de esas relaciones. Jesús enlaza, en efecto, con la antigua tradición, según la cual Dios enseña por Sí mismo, y los rabinos no son más que sus enviados y portadores. Esta es la línea de interpretación de las palabras de Cristo en este Evangelio (cf. también Jn 6, 37-40). Jesús no tolera discípulos sino entre quienes reconocen su unidad radi­cal con el Padre y no llegan hasta El por el encanto de una doctrina particular, sino por la misión que está cumpliendo en nombre de Dios. Por lo demás, Jesús se niega a aceptar discí-

5 J. DUPONT, "La Parabole des ouvriers de la Vigne", N. R. Th., 1957, págs. 785-97.

• A. FEUILLET, Etudes Johanniques, Brujas, 1962, págs. 100-17. T A. SCHULTZ, Suivre et imiter Jésus, París, 1966.

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pulos que le eligieran a El por atractivo o entusiasmo: es Dios mismo el que le escoge los discípulos, se los "da" y suscita en ellos la vocación (v. 37; Jn 6, 43-44; 15, 16). Esta es la razón de que para San Juan sea tan esencial que el discípulo sepa reconocer los vínculos que unen a Cristo con su Padre antes de contraer él mismo con Cristo vínculos de discípulo. El discípulo no se vincula a Jesús tan solo por lo que dice, sino también y sobre todo por lo que es. No se limita ya a "seguir a Cristo", como dicen los sinópticos, sino que "ve" a Cristo (v. 44)s.

b) En contraste con los discípulos, quien "murmura" (v. 41) no ve las relaciones de Cristo con su Padre y se niega a recono­cer en el hijo de José a alguien bajado del cielo (vv. 42-43).

Cristo responde a estas murmuraciones proclamándose "pan de vida bajado del cielo" (vv. 48-49), insistiendo de nuevo en lo que había dicho antes (Jn 6, 31-33). Esta expresión designa su persona en relación con el Padre, por cuanto viene a ser portadora de la vida divina a través del misterio de la encarna­ción. Después, sin transición, el discurso pasa del Pan-persona al Pan eucarístico (v. 51).

Así, pues, en la Eucaristía es donde se establecen las rela­ciones más profundas del discípulo con el Maestro, y en este sacramento es donde se "ve" mejor el vínculo que une a Jesús con su Padre. De ahí que el misterio eucarístico se nos presente con todo derecho como el "misterio de la fe".

Celebrar la Eucaristía significa para la Iglesia poseer los signos auténticos del amor y del conocimiento que unen al Hijo con el Padre y que nos unen a nosotros con el Hijo. La Euca­ristía es ese signo decisivo, porque representa la respuesta per­fecta del Hombre-Dios a su Padre y encierra la respuesta de la Iglesia a la misma exigencia de fidelidad y de amor.

Al movimiento de bajada del Pan de vida en la encarnación y en la Eucaristía corresponde al movimiento de atracción de los discípulos hacia Cristo. El Dios que envía a Jesús hacia los suyos le garantiza al mismo tiempo la fe de estos últimos.

IX. Lucas 12, 31-38 Este pasaje se compone de tres textos ori-evangelio ginalmente independientes. El primero es 3.er ciclo la conclusión del relato anterior; el segun­

do y el tercero son ilustraciones de la vir­tud cristiana de la vigilancia. Lucas los ha remitido en función de su tema común: la escatología.

8 Véase el t ema doctr inal del discípulo, en el decimotercer domingo.

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a) Los vv. 33-34 desarrollan un tema que el evangelista ha encontrado, sin duda, en sus ruentes y del que se sirve como de conclusión al conjunto del pasaje sobre el rico insensato y el pobre inquieto (Le 12, 22-23). Por tanto, no es necesario insis­tir sobre el particular. Se advertirá, no obstante, que la versión de Lucas es bastante distinta de la de Mt 6, 20-21: primero in­troduce el tema de la limosna, al que tanta afición tiene (cf. Le 12, 21; 16, 9; 11, 41; 6, 34-35; Act 9, 36; 10, 2, 4, 31), y se mues­tra más intransigente que Mateo en la elección que hay que hacer entre los tesoros del cielo y los de la tierra. Mientras que el primer evangelista no establecía la absoluta incompatibilidad entre los unos y los otros, el tercero, por el contrario, impone la alternativa y lo hace en nombre de un concepto más escatoló-gico de las cosas.

b) Los vv. 35-38 reproducen la parábola del portero, pero la versión de Lucas no parece original. Como sucede con la ma­yoría de las parábolas de Jesús, se produjo ya en los primeros años del cristianismo un proceso de alegorización. En lugar de considerar estos relatos como ilustraciones de una enseñanza moral de Jesús, los primeros cristianos han querido ver en ellos una alusión a la vida y a la vuelta de Jesús. El hecho de que la parábola del portero la presenten con muchas variantes los tres sinópticos, es indicio de su gran influencia sobre las primeras comunidades (cf. Mt 24, 42-44; Act 13, 33-37).

El v. 37b parece haber sido incorporado con posterioridad: recuerda demasiado a Le 17, 7; 22, 27 y Jn 13, 4-5, y rompe la unidad entre los vv. 37a y 38 con la introducción del tema del banquete mesiánico, inútil para la comprensión de la parábola. Además, aquí son invitados todos los servidores a velar, mien­tras que en Marcos solo debe hacerlo el portero, pues esa es su misión. Lucas amplía, pues, la parábola para atraer la atención de todos los miembros de la comunidad.

De hecho, la parábola anuncia la proximidad de un cataclis­mo (cf. Le 17, 26-29) que separará a los buenos de los impíos, abriendo a los primeros la puerta del Reino. Se trata de esa "tentación" que se iniciará con la pasión y que solo se podrá superar con la oración (Me 14, 38; Le 11, 4c) y la vigilancia.

Así comprendida, esta parábola iba dirigida probablemente a los escribas del pueblo que estaban expuestos a dormirse en el momento de la crisis cuando su misión consistía en guiar al pueblo. La parábola anunciaba el fallo de una determinada teología, incapaz de descubrir a Dios en el acontecimiento 9.

La comunidad cristiana alegorizó muy pronto este texto vién­dose comprometida entre los servidores, presentando a Jesús como si hubiera partido para un largo viaje (Me 13, 34) e ima-

3 J . JEREMÍAS, Les Parábales de Jésus, Par ís , 1964, págs. 62-66.

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ginándose el banquete mesiánico servido por el mismo Señor (versículo 37b).

c) Los vv. 39-40 proceden de otra parábola que podría lla­marse la parábola del ladrón. El aoristo empleado por la ver­sión griega hace suponer que Jesús alude a un suceso reciente. Aprovecha el caso para lanzar un aviso a propósito de la prue­ba que va a sobrevenir: "Estad muy atentos para no dejaros también vosotros sorprender."

Los primeros cristianos respetaron los términos de esta pa­rábola (difícilmente hubieran podido comparar al Hijo del hombre con un ladrón) que es simplemente una imagen del ca­rácter súbito de la prueba anunciada (cf. 1 Tim 5, 2-4; 2 Pe 3, 10) y una invitación a permanecer vigilante.

* * *

En estas dos parábolas, tanto Jesús como después los prime­ros cristianos, esperan que sobrevenga la prueba que anuncia­rá los últimos tiempos, desenmascarará las potencias del mal y sus partidarios y constituirá el pequeño resto de los "salvados" que formarán parte del Reino. Sin embargo, Jesús insiste en el carácter súbito del acontecimiento próximo y la falta de pre­paración de los jefes encargados de anunciarlo, mientras que los primeros cristianos vuelven su mirada, en su alegorización, hacia el fin (lejano) de los tiempos en donde saben que está su felicidad.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de Israel

En su declaración sobre las religiones no cristianas, el Con­cilio Vaticano II ha reservado un lugar especial a los judíos. El espantoso calvario sufrido por el pueblo judío, víctima de la barbarie nazi, exigía que la Iglesia se expresara con toda clari­dad en lo relativo a las relaciones del cristianismo con el ju­daismo, y, especialmente, que condenara formalmente el anti­semitismo y rechazara los argumentos sobre los que dicho an­tisemitismo se basaba, incluso en los ambientes cristianos. El texto conciliar referente a los judíos recuerda muy oportuna­mente los lazos estrechos que unen a la Iglesia y a Israel.

La liturgia de este domingo (2.a lectura, l.er ciclo) nos in­vita a profundizar en el problema de Israel, en sus aspectos fundamentales. Los cristianos no siempre se dan cuenta de has­ta qué punto este problema es importante para la recta com­prensión de nuestra fe en Jesucristo. Mientras que la Iglesia ha tenido siempre la misma estima de los libros del Antiguo Tes-

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tamento que de los del Nuevo, algunos cristianos se sienten in­clinados a menospreciar los primeros, considerándolos caduca­dos ya para siempre, a partir de la venida de Jesús de Nazaret. No se dan cuenta de la importancia siempre actual del itinera­rio espiritual histórico que conduce de Abraham a Cristo. Por otra parte, mientras que San Pablo dedica muchos capítulos de su epístola a los romanos al destino de Israel, estos cristianos no distinguen en qué sentido la permanencia del pueblo judío a través de los años constituye para la Iglesia una llamada a una autenticidad cada vez mayor. Existe una cuestión que no podemos pasar en silencio: ¿Por qué ha florecido el antisemi­tismo en los ambientes cristianos? ¿Se trata únicamente de una forma de racismo como otra cualquiera?

Evidentemente, es imposible hacer en unas pocas páginas un estudio completo de una cuestión tan compleja. Por eso aquí nos vamos a contentar con trazar sus principales aspectos, de tal manera que el lector pueda darse cuenta hasta qué punto una comprensión del problema de Israel puede afectar a una seria profundización de una fe viva. Israel es uno de los datos esenciales que hay que tener en cuenta en la visión cristiana de salvación para asegurar el equilibrio de esta.

Israel, pueblo de Yahvé, La historia del pueblo de la Antigua el Dios de la fe Alianza se representa algunas veces

como la historia de un pueblo a quien Dios, por su libre voluntad, ha situado en el plano de la fe, re­velándose a él y firmando con él una alianza en el monte Si-naí; la historia de un pueblo a quien Dios ha enviado profetas, para prepararle de una manera progresiva a la revelación ple­na en Jesucristo. Aunque esta visión de las cosas no responda apenas a la realidad, nos priva del medio de conservar el extra­ordinario significado de la búsqueda espiritual del pueblo de Israel.

Aunque tengamos que remontarnos a la época patriarcal para comprender sus primitivos orígenes, Israel ha nacido como pueblo en el acontecimiento histórico de la salida de Egipto. Viviendo este acontecimiento liberador, en la inseguridad del desierto, el pueblo de Israel llega a alcanzar la fe, conducido por Moisés. En estas condiciones se sella la Alianza, recibe la Ley y entrevé la tierra prometida como un don de Yahvé. Aquel es el punto de partida de una historia colectiva de la fe. A pe­sar de todas las reticencias de su espontaneidad pagana, un pueblo acepta—bajo la dirección de sus profetas, que tienen su origen en Moisés—el intentar una aventura espiritual excepcio­nal: la de encontrar a Dios en medio de los acontecimientos. Mientras que antiguamente este pueblo, como todos los demás

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pueblos, no se fijaba más que en la seguridad divinizadora de los ritos celebrando el eterno retorno de las cosas, desde ahora en adelante le vemos arriesgarse en una lectura inédita de los sig­nos de los tiempos. Su propia historia, tanto sus éxitos como sus fracasos, es considerada con realismo como una epifanía del Dios vivo. Israel no se evade de la inseguridad de la condi­ción humana. Dentro del marco de su existencia concreta, que sin cesar le desafía con su carga de inseguridad y de muerte y le impele de una manera progresiva a la pobreza del corazón, allí es donde su Dios se le aparece como el Todo-Otro, el Crea­dor del Universo, el Dueño indiscutible de su historia y de la historia de todos los pueblos, el Dios en quien nadie puede po­ner sus manos, el Dios que libremente se manifiesta y salva.

Pero, a medida que va profundizando en el conocimiento de Yahvé, empieza en Israel una búsqueda apasionada, la del hombre que t r a ta de corresponder con fidelidad al Dios de la Alianza, a fin de que sea instaurado el reino definitivo de la salvación. Y, de una manera paradójica, la experiencia del pe­cado va descubriendo poco a poco, de una manera negativa, las condiciones de esta fidelidad. Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre no puede realizarse más que en Dios. Pero el pecado es una tentat iva ilusoria de autodivinización. Por tanto, ¿quién será el hombre que, respetando de u n a manera escrupu­losa su condición de criatura, pueda, sin embargo, alcanzar a Dios en su iniciativa gratuita? Esta es la pregunta que más o menos claramente da impulso y no cesa de sostener a través de caminos diversos la gran esperanza mesiánica, la esperanza de un Salvador, de un Hombre que podrá salvar al hombre.

Israel tiene el mérito de haber puesto en evidencia los dos polos necesarios para la autenticidad de la esperanza de la sal­vación en el terreno de la fe. El pueblo de la Antigua Alianza se habría podido conformar con reconocer al Dios Todo-Otro y afirmar la dependencia total de la criatura respecto a Dios. Ha­bría podido ver en Dios al actor exclusivo de los designios de salvación. Quizá era más fácil el no insistir más que sobre este aspecto de las cosas. Pero Israel no ha cedido a la facilidad. En cada momento de su propia búsqueda, al mismo tiempo que Yahvé se le descubría cada vez más como el Iniciador supremo de la salvación, Israel h a movilizado sus mejores energías para ir profundizando en su esperanza mesiánica, que es, como ha sido dicho, la "espina dorsal" del Antiguo Testamento. Israel ha hecho resaltar siempre su esperanza en un Mesías Salvador. Por eso Israel h a ido penetrando poco a poco el secreto de Dios en su iniciativa salvadora. Yahvé es el Dios del amor, el Dios que al darse quiere encontrar a un hombre en pie, un hombre que responda a su iniciativa, un auténtico interlocutor.

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Jesús de Nazaret, La comprensión del misterio de Cristo corre hijo de Israel y el peligro de ser falseada, si se hace una abs-Mesías esperado tracción en cuanto a su pertenencia concre­

ta al pueblo judío. Se habla muchas veces del Verbo que se encarnó, como si no tuviera importancia el que Jesús naciera de la Virgen María, muchacha judía de la ciudad de Nazaret. Para cierta corriente teológica, poco cuida­dosa de tener en cuenta la historicidad del cristianismo, lo im­portante, desde el punto de vista de la salvación del hombre, es que el Hijo eterno del Padre haya asumido la naturaleza hu­mana. Lo demás, o sea, el lugar y el tiempo en que se haya rea­lizado este misterio, tiene poca importancia para ellos. El pre­sentar así los hechos subraya más de lo necesario lo extrínseco de la salvación. En cambio, no subraya en qué sentido la inter­vención de Jesús en la Historia colma por encima de toda me­dida la esperanza secular de la Humaniadd, tal como se había expresado en Israel, lugar por excelencia de esta esperanza. Y, sobre todo, no permite comprender en qué sentido la vida hu­mana de Cristo hasta su muerte en la cruz, ha sido significativa de la salvación del hombre, y en qué sentido nos ha dado el punto de apoyo para la afirmación de la divinidad de Cristo. En cambio, es completamente distinto cuando se procura con cuidando enfrentamos con la encamación del Verbo en las rea­lidades históricas concretas del lugar donde se h a producido.

Jesús de Nazaret fue un judío de su tiempo que no se dis­tinguía en nada de sus contemporáneos más que en su con­ciencia de que El era el Mesías esperado. Cuando llegó el t iem­po de su ministerio público, se presentó a sus hermanos como su Salvador. Así, pues, esta es la manera concreta que El tuvo, por medio de sus actos y de sus enseñanzas, de ocupar su sitio en el dinamismo de la esperanza mesiánica, que va a significar progresivamente el contenido de la salvación y la verdadera identidad del Mesías. Cristo toma para Sí uno de los grandes títulos mesiánicos: el de Hijo del hombre. Pero modifica de una manera radical su significado. Según el profeta Daniel, el t í­tulo mesiánico de Hijo del hombre exaltaba la grandeza y el carácter excepcional del Salvador esperado. El Hombre que iba a salvar al hombre vendría por lo menos sobre las nubes, y su intervención sería espectacular... Jesús es el hijo del carpin­tero de Nazaret, un judío como los demás, un judío corriente. El contraste no puede ser más grande. Lejos de ocultar su ori­gen, Jesús se presenta como un hombre que participa en todo de la ordinaria condición humana. Para realizar su misión de Salvador, Cristo lo único que hace es obedecer en todos los ins­tantes de su vida a su condición de criatura. Esto, que en un sentido negativo significa una renuncia total a sí mismo, ya que el hombre no puede conseguir su salvación con sus propios recursos, en un sentido positivo significa un amor fraterno sin acepción de personas. El Hijo del hombre cumple en este mun-

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do el destino del Siervo paciente. Pero entonces, si Jesús es el Salvador, si pretende alcanzar de un modo adecuado a Dios en su iniciativa de salvación, es porque su condición de Salvador la debe a que tiene un origen muy distinto al de su naturaleza humana. Este hombre es el Hijo de Dios, y en El todos los hombres están llamados a convertirse en hijos del Padre, por la fidelidad perfecta a su condición de criatura, hasta la muer­te, y, si es preciso, muerte de cruz.

La importancia de las Como acabamos de ver, Jesús de Iglesias autóctonas en el Nazaret ha puesto de manifiesto cumplimiento de la salvación el contenido de la salvación y su

propia identidad de Hijo de Dios, haciendo desembocar en El, de una manera concreta e inespe­rada, la gran esperanza de su pueblo. Este se ha resistido ante este cumplimiento que, al ofrecer al hombre la condición de hijo de Dios, le invitaba también a una conversión total, una conversión como la que implica el profesar un amor sin fron­teras. El pueblo judío ha preferido condenar a muerte al Me­sías, y a muerte de cruz. Ahora bien: lo que Cristo ha hecho para con el pueblo de Israel es lo que la Iglesia tiene el deber de hacer con todos los demás pueblos. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y, precisamente por este título, es la presencia de Cristo resucitado entre los hombres. Ella es la que debe descu­brir a todos los pueblos el contenido de la salvación y la iden­tidad del Salvador. Esta misión solo la puede cumplir si hace suya la ley de la Encarnación, que es la que ha gobernado la vida de Jesús. Todos los pueblos tienen tm itinerario espiritual bien concreto, en el que tratan de resolver la gran paradoja de la condición humana. El hombre busca en todas partes una sal­vación que trasciende sus posibilidades; en todas partes trata de conseguirla—lo que es pura ilusión, naturalmente—con sus propias fuerzas. En medio de esta esperanza, la Iglesia debe hacerse presente, para poder realizarla en Jesucristo y de una manera siempre inesperada. De una manera que produce "es­cándalo" y hace que los pueblos se resistan. En ningún sitio la Iglesia se escapa al misterio de la Cruz, sino que debe vivirlo, y viviéndolo precisamente como Cristo la ha hecho es como descubre a los ojos de los hombres la verdadera naturaleza de la salvación que puede colmar sus esperanzas.

Pero, entre lo que hizo Jesús de Nazaret de una vez para siempre con el pueblo de Israel y lo que continúa haciendo por medio de la Iglesia con todos los pueblos, existen algunas dife­rencias que merecen ser comentadas. Por una parte, el itinerario espiritual de los pueblos no tiene el carácter excepcional que tiene la intensa búsqueda del pueblo de Israel, y lo más fre­cuente es que se hayan detenido en las etapas que preceden al

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acceso al plano de la fe. Por tanto, la Iglesia tiene la misión de ayudar a los pueblos para que vayan adelantando en su bús­queda y en su esperanza de Dios, pero, con este fin, puede apo­yarse constantemente en el itinerario particular que va des­de Abraham a Jesús de Nazaret, y que por la intervención de Cristo se ha convertido en norma, distinguiendo los jalones

i que conducen a El.

Por otra parte, Jesús era judío, y por eso, desde el primer momento ha sido objeto de la esperanza mesiánica. La Iglesia era judía en el principio, pero progresivamente se ha tenido que hacer griega con los griegos, india con los indios, china con los chinos, africana con los africanos, etc. Siempre hay una etapa en la misión que precede al establecimiento de una Igle­sia autóctona. Esta etapa comienza en el momento en que la Iglesia hace impacto, y a partir de este momento el diálogo entre Cristo y este nuevo pueblo se va haciendo cada vez más profundo.

Pero, bien mirado, esta segunda diferencia no es más que accidental, ya que el mensaje de amor que Cristo propone a su pueblo le invita a renunciar a sus privilegios para abrirse a todos, y San Pablo se ha podido hacer griego con los griegos y fundar las iglesias autóctonas griegas, siendo sencillamente ju­dío con los judíos, de la misma manera que Cristo lo había sido antes que nadie; es decir, promoviendo un diálogo fraterno que no conoce fronteras. De todos modos, las iglesias autóctonas no pueden desempeñar su misión relativa a la esperanza de sus pueblos más que siendo, en todas las partes del mundo, los lugares donde se va edificando de una manera progresiva la congregación de todos los hombres en el amor.

La Iglesia de Jesucristo Si es verdad que la Iglesia de Jesu-y el pueblo judío cristo es "el Israel de los últimos tiem­

pos"; si es verdad que los apóstoles eran todos judíos, lo mismo que la mayor parte de los miem­bros de las primeras comunidades cristianas, no es menos cier­to que el pueblo judío como pueblo, tanto en sus representantes como en sus estructuras, ha rechazado la salvación mesiánica que le había propuesto Jesús de Nazaret. Y ¿por qué la lian rechazado? Porque no han entrado en la conversión suprema que exigía Cristo de ellos, para poderlos convertir en instru­mentos de su misión universal. Porque no han querido renun­ciar a sus "privilegios" de pueblo elegido o, más exactamente, a la concepción defectuosa que se habían formado de El. Mien­tras que su elección no era más que en realidad una elección en Jesús de Nazaret, Mediador de la salvación de toda la Huma­nidad, el pueblo judío hizo de ello un título para reivindicar de Dios un lugar especial en el Reino futuro. La observancia

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fiel de la ley les parecía un título capaz de merecer la salva­ción, mientras que como tal no puede conducir más que a la muerte. . . El pueblo judío h a rechazado a Cristo por no haber continuado su línea de pobreza hasta el punto de esperarlo todo de Dios Salvador, y por no haber comprendido que el Verbo en­carnado sería su fiador y que era precisamente El el único que le podía ofrecer esta seguridad.

Dicho esto, la permanencia del pueblo judío a través de los años va a plantear necesariamente a la conciencia de la Iglesia un problema fundamental. Ya San Pablo se había preguntado acerca del destino de este pueblo, que es el suyo. En su epístola a los romanos expresa su convicción de que el pueblo judío se convertirá, cuando todas las naciones pertenezcan ya a la Igle­sia. Si t ra tamos de descubrir un poco el secreto de esta convic­ción, quizá se pueda decir que la entrada efectiva de todas las naciones en la Iglesia hará que el signo eclesial de la salvación sea tan convincente, que un pueblo tan orgulloso de su origina­lidad indestructible, como lo es el pueblo judío, deberá también él rendirse. El orgullo del pueblo judío cederá ante la magnifi­cencia de la benevolencia divina. Pero, como contrapartida, la Iglesia se encuentra constantemente ante la exigencia de ser completamente fiel a su propio misterio, que San Pablo ha de­finido como el de la reconciliación de los judíos y de las nacio­nes, reconciliación que será conseguida por la sangre de Cristo.

La permanencia del pueblo judío es para la Iglesia una es­pecie de recuerdo de esta fidelidad esencial a la ley de la cari­dad universal. En la medida en que la Iglesia muestre el verda­dero rostro de su catolicidad; en la medida en que su diversidad multiforme sea reconocida como tal, para ser reunida en la uni ­dad, está disponible para un diálogo verdadero con el pueblo judío. Por el contrario, en la medida en que la Iglesia se en­cierre en sí misma, en la medida en que limite sus horizontes, ligándose exclusivamente a este o aquel universo cultural, que­dará cerrada para este diálogo, y el antisemitismo brotará en ella, porque el único medio de tranquilizar la conciencia es el de suprimir al testigo molesto...

2. El tema de la promesa

Los cristianos saben, en general, que la fe no se puede redu­cir a unas prácticas religiosas, sino que debe traducirse en la vida diaria por un comportamiento según las normas del Evan­gelio. Pero llama la atención el comprobar la pobreza del uni­verso habitual de la fe, en contraste con la extraordinaria ri­queza de horizontes que nos ofrece la Biblia. Mientras que la fe es un dinamismo capaz de movilizar las energías más secretas 'de un hombre en una aventura espiritual que le compromete por completo, la mayoría de las veces solo es concebida como

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una mera exigencia de conformidad a unos principios de vida moral. Por el contrario, la fe bíblica tiene el lenguaje del amor. Hace que las personas se relacionen entre sí de una manera cada vez más estrecha, introduciendo al mismo tiempo los la­zos recíprocos de la fidelidad.

La fe en las promesas es uno de los temas más importantes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Este tema, mejor que otros, permite el comprender la originalidad excepcional del desarrollo de la fe. Nos lo encontramos en todas las etapas de la historia de Israel: Yahvé es el Dios de las promesas. Pero tenemos que esperar la intervención de Cristo, para que este tema reciba su sello definitivo. La salvación del hombre se cumple en el momento en que el Hombre-Dios también prome­te, a su vez. Cristo lo que promete es enviar el Espíritu. Por tanto, ya existe el orden del amor entre Dios y la Humanidad.

Yahvé, el Dios El lenguaje de la promesa es extraño al cami-de las promesas nar espontáneo del hombre en busca de su

salvación. La necesidad de seguridades que anima su búsqueda le invita a la posesión. Como la salvación es en realidad una divinización, el hombre t ra ta de construir un camino que le proporcione de una manera casi automática la comunicación con el mundo de lo divino, que es algo esencial­mente estable e inmutable. Los dioses no hacen promesas, por­que no intervienen. Nada nuevo puede ocurrir, porque el orden de las personas y de las cosas está ya establecido definitiva­mente desde toda la eternidad. El único problema para el hom­bre está en encontrar los caminos adecuados para integrarse en esa realidad.

Muy diverso es el itinerario de Israel y el caminar de su fe. El realismo del hombre judío por lo que se refiere a los acon­tecimientos le hace descubrir poco a poco que la salvación no está hecha a la medida de los recursos de que dispone y que, por consiguiente, su salvación depende de la iniciativa gratui ta de su Dios. El pueblo de Israel reconoce a Yahvé como el Dios Todo-Otro, el único Dueño de la salvación que desea el hom­bre. Pero, visto sobre el terreno de los acontecimientos, es con­siderado como el Dios vivo, el Dios que interviene, el Dios que se manifiesta. A los ojos de la fe, Dios es eminentemente per­sonal. Si interviene en la historia de Israel es para unirse más al pueblo que ha elegido gratuitamente, con unas relaciones completamente personales.

En estas condiciones es muy fácil comprender que Yahvé sea para Israel el Dios de las promesas. El que ha encontrado al Dios vivo y se ha apoyado en su poder y en su fidelidad, se da cuenta en seguida de que la salvación que estaba esperando

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pertenece al orden de las promesas, es decir, al maravilloso te­rreno del amor. Cuando Yahvé promete una cosa, solo se puede comprometer como Dios, o sea, con los vínculos del amor. Y esto nos hace ver que el perfeccionamiento buscado por el hombre no puede llegar más que como final de una larga historia, por­que hace falta mucho tiempo para que las relaciones recíprocas del amor se arraiguen. Además, este cumplimiento es imprevi­sible, como sucede en toda historia de amor.

Israel se ha interrogado muchas veces evidentemente acerca del contenido de las promesas de Yahvé. A medida que va pro­fundizando en la fe, va evolucionando la manera de reflexionar sobre el objeto de las promesas. Al comienzo del proceso, lo que se espera de Yahvé son sus favores, sus bendiciones; en una palabra: una tierra fértil, una posteridad numerosa, una situa­ción de poderío entre los pueblos. En definitiva: la posesión de bienes. Al final del proceso, el objeto de la promesa es el pro­pio Yahvé, su favor y su gracia, porque solo Dios basta. En este momento es cuando la promesa ha manifestado su verdadero sentido, puesto que no tiene sentido más que en el orden del amor.

Jesucristo, el sí Afirmar que Jesús de Nazaret cumple de las promesas de Dios las promesas de Dios es, al mismo

tiempo, encontrar en lo esencial el misterio de Cristo y descubrir la originalidad del orden de la promesa. Cristo es el Hombre-Dios. Es el don supremo que hace Dios de Sí mismo a la Humanidad, por amor. Pero, al mismo tiempo, es también un hombre entre los demás hombres, que responde de una manera activa y perfecta a la iniciativa di­vina, por el camino del doble amor a Dios y a todos los hombres. Jesús salva al hombre, porque en El se ha realizado el encuen­tro definitivo de la Humanidad con Dios.

El orden de la promesa se manifiesta como el de la comu­nión entre personas. La promesa de Dios es el don de Sí mismo en su Hijo hecho hombre. No ofrece ninguna seguridad fácil, ningún bien para poseer, sino la plenitud soberana de un don que no tiene otra razón de ser más que Sí mismo. Un don así no se puede merecer. Tampoco se puede conseguir observando una Ley. Es algo totalmente gratuito, que se ofrece a todos y que tenemos que recibir. Sobre este punto, en el Antiguo Testamento se habían superado definitivamente ya las vacilaciones. Leído de nuevo a partir de Cristo, el itinerario de Israel está marcado —como ha dicho muy bien San Pablo—por la manifestación del Dios de la promesa. Pero, por otra parte, el cumplimiento de la promesa divina se hace tangible en una reciprocidad efectiva: el Verbo encarnado es por identidad el hombre entre los hom-

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bres que se une a Dios por el sí de una fidelidad perfecta. El orden de la promesa es, por tanto, el de una doble fidelidad. Si en lo que se refiere a la salvación, Dios conserva siempre la iniciativa soberana, la respuesta activa del hombre no deja de ser también un elemento esencial. Dios no salva al hombre sin el hombre. Esta es la ley fundamental de la religión del amor.

Para comprender el orden de la promesa hay que ir todavía más lejos. Con el cumplimiento de las promesas divinas en Je­sucristo, el orden de la promesa resalta en cierta manera y toma un nuevo rumbo. Así lo exige el orden del amor. Durante todo su ministerio público el propio Cristo no cesa de prometer. San Juan, que ve en el fondo de las cosas, resume estas prome­sas en una sola: la promesa de enviar el Espíritu Santo. Cristo promete el Espíritu, es decir, Aquel en quien desemboca el amor entre Dios y la Humanidad. Esta promesa tiene un doble sig­nificado. Por una parte, que la salvación de la Humanidad de­pende por completo de Cristo, que es el único Mediador. Y por otra, que Cristo es el único que ha inaugurado la salvación y que esta se debe desarrollar en una historia en la que cada uno está llamado a responder personalmente a la iniciativa de Dios.

La herencia eclesial La Iglesia conserva la herencia de las de la promesa promesas. La Iglesia nace en el momen­

to de recibir el Espíritu Santo, que cum­ple la doble promesa del Padre y del Verbo encarnado. La ve­nida del Espíritu Santo sobre los apóstoles da testimonio de que Cristo Resucitado está realmente presente en su Iglesia o también que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. El Espíritu Santo es enviado a todos aquellos que por el bautismo reciben el don de la adopción filial, haciéndose semejantes al Hijo unigénito de Dios.

Por consiguiente, ¿qué significa este envío del Espíritu Santo a los miembros del Cuerpo de Cristo? Es como un sello de su condición de cristianos, herederos de las promesas. El cristiano es un hombre en quien habita la Santísima Trinidad. En Jesu­cristo, Dios se da a todo cristiano personalmente, como a su hijo adoptivo. Pero a cambio, el cristiano, por su unión a Cristo, tiene capacidad para responder de una manera activa a Dios, de alcanzar adecuadamente su iniciativa de amor. Si ha reci­bido el Espíritu Santo es la prueba de que también a su vez puede decir a su Padre un sí filial que le sea agradable. El envío del Espíritu a todos los miembros del Cuerpo de Cristo significa que mantienen con Dios un diálogo de reciprocidad, como lo exige el orden del amor.

Pero entonces, ¿por qué los escritos del Nuevo Testamento dicen que en este mundo los cristianos solo pueden heredar

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arras de la promesa? Al hacer esta precisión, el Nuevo Testa­mento recalca que el don del Espíritu solo se concede en ple­nitud después de la muerte, pero que en este mundo se va des­arrollando ya la historia de la promesa. El cristiano que recibe el Espíritu Santo en el bautismo y en la confirmación se en­cuentra por delante con una tarea que tiene que cumplir. Debe aportar su piedra para la construcción del Reino. El dinamismo de su fe va a ir poco a poco tomando cuerpo en un itinerario de obediencia y de amor. Participar de la promesa no es sola­mente recibir un don, sino, ante todo, asumir unas responsabi­lidades nuevas. La esperanza del cumplimiento definitivo tiene un contenido: que en este mundo se está edificando ya progre­sivamente el Reino de Dios.

Finalmente, la promesa está destinada también a los paga­nos, lo mismo que a los judíos, es decir, a todos los hombres. La promesa se dirige exclusivamente a la fe. El Espíritu no puede suscitar entre Dios y los hombres más que lazos de comunión en el amor, y Dios se da únicamente al hombre que le recibe en la pobreza. En la perspectiva de la promesa han sido abo­lidos todos los privilegios. Y, si nadie puede hacer valer sus derechos en lo que se refiere a la promesa, es porque realmente la promesa se ha ofrecido a todos.

La historia de la El envío del Espíritu Santo a la promesa y su realización Iglesia permite comprender recta-en la misión mente su dinamismo misionero,

porque este envío, que identifica a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, como templo del diálogo del amor entre Dios y la Humanidad, permanece siempre actual, has ta que la Iglesia alcance sus dimensiones requeridas. Esto se hizo de una vez para siempre el día de Pentecostés.

La misión es la puesta en marcha del envío del Espíritu Santo. Su fin es el crecimiento de la Iglesia, teniendo además en cuenta que en todos aquellos sitios donde se implante la Iglesia, será enviado el Espíritu Santo. Por consiguiente, la Igle­sia no recibe el don del Espíritu más que para que ella lo envíe también a su vez, siguiendo a Cristo. Hay que llegar hasta ahí para comprender el alcance de la unción eclesial del Espíritu, en configuración con Cristo Cabeza. Tal es la dignidad del cris­tiano, consciente de su responsabilidad misionera. Participando de la promesa, interviene como miembro del cuerpo eclesial en el envío siempre actual que hace Cristo de su Espíritu. Así, pues, la misión de la Iglesia no se comprende más que referida al misterio de la Trinidad.

Que la misión esté relacionada con el envío del Espíritu Santo no quiere decir que su acción esté limitada a las fron-

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teras de expansión de la Iglesia. Desde el primer día de la crea­ción, el Espíritu de Dios llenó toda la tierra. La gracia de Dios obra en el corazón de todos los hombres y de todos los pueblos. Ella es la que les conduce de una manera secreta al encuentro con Cristo en su Cuerpo, que es la Iglesia, y la que acompaña a los hombres y a los pueblos en su búsqueda espiritual. Pero mientras que la Iglesia no ha incorporado a ella a los hombres por su misión, no es enviado el Espíritu Santo. El envío del Espíritu significa siempre que en un punto de la Humanidad la gracia de Dios ha fructificado en Iglesia. Un nuevo pueblo ha hecho su entrada en el templo para encontrarse con el Dios vivo.

Si comprendemos la misión relacionada con el envío del Es­píritu Santo, igualmente podremos comprender la naturaleza del testimonio misionero. No se puede ser misionero sin haberse encontrado uno mismo con el Dios vivo, con Cristo, sin haberse comprometido personalmente en unas relaciones de reciproci­dad en el amor. El testimonio misionero es la expresión suprema de una fe que en Cristo ha encontrado el terreno donde se pue­de desprender de sí mismo, cosa que es necesaria. No hay otro secreto, sino solo el amor.

El envío del Espíritu Santo El día de Pentecostés el Espíritu sobre la comunidad Santo descendió sobre los apósto-eucarística les, que estaban reunidos, e inme­

diatamente después ellos empeza­ron a dar testimonio de Cristo Resucitado, presente entre ellos. Toda celebración eucarística es un nuevo Pentecostés, y en la Iglesia es el lugar privilegiado del envío del Espíritu Santo, de la participación de la promesa. En efecto, allí es donde Cristo Resucitado está más realmente presente entre los suyos, y les envía su Espíritu.

Cuando los cristianos se reúnen para celebrar la Eucaristía, vienen a iniciarse cada vez más profundamente a su encuentro con el Dios de Jesucristo. Por su unión viva con Cristo Resu­citado, ellos pueden cantar las alabanzas de Dios, dar gracias por haberlos salvado. Saben que tienen acceso al Padre, porque han sido constituidos hijos adoptivos en Jesucristo. Y es pre­cisamente el Espíritu el que obra en ellos, cuando todos unidos rezan a nuestro Padre. Pero una vez que se ha terminado la misa, estos mismos cristianos vuelven a sus ocupaciones diarias entre sus hermanos, con una convicción renovada cada día de que ellos solo tienen una cosa importante que hacer : dar tes­timonio de lo que han llegado a ser bajo la acción del Espíritu y tomar la par te que les corresponde en el dinamismo de la Iglesia, a fin de que continúe la historia de la promesa.

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VIGÉSIMO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Isaías 56, 1, 6-7 Con este pasaje comienza la tercera parte 1.a lectura del libro de Isaías. La mayoría de los poe-l.er ciclo mas de este libro son posteriores en un si­

glo al destierro. En él define el profeta las condiciones de admisión de los paganos en el culto del templo.

Es, pues, la cuestión del universalismo lo que el Tercer Isaías propone de nuevo. Se recordará que el Primer Isaías había des­pejado el horizonte de forma bastante extraordinaria hablando de una concentración de todas las naciones en una Jerusalén espiritual, sublimada y liberada de su localización. Su piedra ci­mentadora no sería ya Sión, sino la persona misma del Mesías. Solo la fe confería la ciudadanía de esa ciudad (Is 4, 2-6; 26, 1-6; 28, 5-6, 16-17). Desde un punto de vista más profundo aún, Isaías había previsto la conversión de los paganos y un culto de su parte, desprendido de toda localización en el templo o en Sión (Is 19, 8-22). El Segundo Isaías había reducido de manera extraordinaria el horizonte reemplazando la reconstrucción de la Jerusalén de piedra en el corazón de sus preocupaciones y no concibiendo el universalismo más que en forma de un escar­miento honroso y una sumisión total de las naciones de Israel (Is 33, 17-24; 51, 9-11; 52, 1-2).

El Tercer Isaías ha comprobado el fracaso de la restauración de Jerusalén y medido la ilusión de una dominación judía sobre los grandes imperios de su tiempo. Sigue, sin embargo, aferrado al papel central y determinante de Jerusalén y de su pueblo, a pesar de abrir con mayor amplitud a los paganos las puertas que dan acceso al templo. Impurezas como las del eunuco y del extranjero no podrán ya justificar una excomunión: quien se atiene firmemente a las cláusulas de la alianza, y en particular a sus leyes rituales como el sábado (vv. 2, 4), puede formar parte

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de la asamblea litúrgica y ofrecer en ella sacrificios válidos (v. 7). El templo será entonces realmente lo que Dios quiere que sea: una casa de oración para todas las naciones (v. 7). Los cri­terios de la concentración serán, pues, esencialmente de orden religioso: eso es por lo que Dios no reunirá solamente a los dis­persados de Israel, sino a muchos otros hombres con ellos (v. 8).

El Tercer Isaías se sitúa, pues, dentro de una concepción universalista claramente más abierta que su predecesor inme­diato, pero todavía más acá de las perspectivas del mismo Isaías 1 .

* * *

Cristo debía verificar la no realización de esa profecía en un templo de tabiques estancos y de tabús rígidos (Mt 21, 12-17). ¿Pero nuestras asambleas eucarísticas cuentan con una aper tura tanto más grande y merecen realmente ser signos de la concen­tración universal que t ratamos de realizar en la vida cotidiana? ¿Cómo es acogido el extranjero o el turista? ¿Qué aspecto ofre­cen como para que pueda pretender interesar a los hombres de otra clase o de otra cultura?

II. Proverbios 9, 1-6 Este pasaje pertenece a la par te más re-1.a lectura cíente del Libro de los Proverbios (ca-2° ciclo pítulo 1-9; ¿siglo v?). En este pasaje se

describe no solo la habilidad de la Sa­biduría de Dios en la creación, sino su irradiación intelectual y su misterioso influjo. El autor llega a personificarla, no para hacer de ella una hipóstasis divina, sino para hacer más efi­caces los llamamientos que dirige a la Humanidad y más viva su preocupación por comunicarse.

* * *

En esta lectura, la Sabiduría divina se muestra ansiosa por comunicarse a los hombres: en su trascendencia, Dios no cesa de animar a todas las cosas desde dentro y de preparar así su encarnación. Pero para poder recibirla, el hombre tiene que ser pobre de espíritu y reconocer su ignorancia (v. 4; cf. Le 6, 21; 1 Re 17, 1-15; Is 55, 1-3).

En el banquete es donde mejor se manifiesta la comunica­ción del huésped (v. 3) y la receptividad de los comensales (ver­sículo 5), la riqueza y la abundancia del Dios que invita, la

1 Véase el tema doctrinal de la catolicidad, tomo I, pág. 264.

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sencillez y la pobreza espiritual de los hambrientos de vida di­vina 2.

# # *

Así se comprende que haya sido fundamentalmente en el banquete donde Cristo ha comunicado a los pecadores la jus­ticia de Dios (Le 5, 29-32), donde ha revelado a los pobres el pan que viene del cielo (Jn 6, 56-59) y ha dado su propia vida (Le 22, 14-20) a sus discípulos.

III. Jeremías El breve episodio de la pasión de Jeremías 38, 4-6, 8-10 no exige un largo comentario. El profeta es-La lectura taba encarcelado desde hacía mucho tiempo, 3.er ciclo cuando se decidió arrojarle en una cisterna

para dejarle allí que se muriera de hambre o de asfixia. Tiene que agradecer a un servidor negro del rey el ser liberado y el copiar el sistema de salvación que Dios pone en juego previamente en favor de quienes "caen en la fosa" y no dejan de esperar en El.

* # #

Todos los profetas de ayer y de hoy aprenden en su propia carne que la verdad hiere. Cuando la multitud o la autoridad ha encontrado un pretexto—sin vinculación con su mensaje— para liquidarlos, no dudan por mucho tiempo en inscribir una nueva pasión en la ya larga lista en medio de la cual está plan­tada la cruz de Cristo 3.

Jeremías tenía un alma particularmente sensible: en su temr-peramento todo conducía a la indulgencia; hubiera sido por na­turaleza un excelente profeta de la felicidad, y de hecho es el profeta de la desventura para recordar que Dios no está en la continuidad absoluta de los valores y de las opciones humanas y que su encuentro supone un retorno decisivo de esas op­ciones.

Alma delicada y depresiva, Jeremías hubiera sido feliz en medio de la tranquilidad y la paz, y he aquí que, en contra de todo lo que era, se ve abocado en enfrentarse con la persecu­ción y a buscar, en recursos por encima de los suyos propios, la fe y el abandono requeridos para ser el testigo de Dios.

Ser fiel a sí mismo equivale siempre a superarse, y Dios está precisamente allí donde hay una superación.

9 Véase el tema doctrinal del banquete eucarístico, en este mismo capítulo.

3 Véase el tema doctrinal de la persecución, en el decimosegundo domingo.

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IV. Romanos La Iglesia es el nuevo Israel, puesto que 11, 13-15, 29-32 es el punto de realización de las promesas 2.a lectura y del ejercicio de los privilegios espiritua-l.er ciclo les del pueblo elegido. Ahora bien: esa

Iglesia está constituida por antiguos pa­ganos: los judíos no constituyen dentro de ella más que una reducida minoría, un pequeñísimo "resto" (Rom 11, 4-5; cf. 9, 27-29). El patrimonio de Israel es, pues, ahora de la Iglesia, pero ¿por qué han de gozar de él los cristianos sin los judíos? ¿Qué sentido tiene, dentro de la perspectiva de la historia de la sal­vación, la ruptura entre la Iglesia e Israel?4.

* * *

a) Pablo advierte en primer lugar que no es Dios quien toma la iniciativa de la ruptura. Nunca deja de ser fiel al pue­blo que ha escogido (v. 2). Así, el pueblo judío sigue siendo ob­jeto de la promesa, incluso en la ruptura, porque Dios mismo sigue estando presente. Pablo dirá lo mismo, en otras palabras, en el v. 6: las primicias ofrecidas al templo santificaban toda la cosecha; igualmente, las primicias del pueblo, esos patriar­cas que han caminado conforme a la promesa (cf. Rom 4, 13-25), no dejan de imprimir al pueblo una cualidad particular, hasta el punto de que un judío que no cree en Jesús sería superior aún a un pagano. Pero ¿es ese tipo de jerarquía el que debe atraer nuestra atención?

Esa continuidad de la presencia de Dios en su pueblo y esa permanencia santificadora de la promesa explican que la ruptura actual no es una caída, sino un paso en falso (v. 11). Por tanto, el pueblo elegido tiene, incluso fuera de la Iglesia, una razón de ser, un contenido positivo. Es testigo del dramático fracaso del hombre que quiere salvarse por sí mismo y, en cuanto tal, signo de la llamada que Dios hace a la Iglesia para que se mantenga fiel a la promesa y a la gracia de la reconciliación (vv. 12 y 15a).

Por otro lado, Pablo espera (advirtamos que se trata de una esperanza y no de una profecía: v. 14) que el papel absoluta­mente negativo que Israel desempeña desde fuera sobre la Igle­sia se convertirá algún día en un papel activo y revitalizante en el seno mismo de la Iglesia.

b) El v. 12 resulta a primera vista sorprendente: ¿cómo el paso en falso de Israel puede enriquecer a los paganos? Pablo no pudo escribir esta frase sino hasta después de haber compro­bado que en cada ciudad por donde pasa la sinagoga le expulsa de su recinto como para obligarle a volverse a los paganos (Act 13, 44-52; 17, 1-9). Pero aún hay más. Pablo no pudo escribir

4 Y. B. TREMEL, "Le Mystére d'Israél", Lum. et vie, 37, págs. 71-90; G. BAUM, The Jews and the Gospel, Londres, 1961; Les Juifs et l'Evangüe, París, 1965, págs. 251-316.

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esta frase sino dentro del clima escatológicO que le caracteriza: el Señor va a venir, pero retrasa su vuelta por misericordia y espera que todos los hombres se conviertan (1 Tim 2, 4). Así, la incredulidad actual de los judíos prolonga el plazo fijado y per­mite así que entre en el Reino el mayor número de paganos. Por otro lado y recíprocamente, el testimonio de los paganos con­vertidos a la Iglesia debe provocar la conversión de Israel (por "envidia": vv. 11 y 14), y, si no se produce esa conversión, quizá sea porque el testimonio que se da no es puro. De donde se sigue que Israel y los gentiles son solidarios en su salvación, de tal forma que ninguno de los dos puede ser salvado sino por pura misericordia (Rom 11, 30-32).

* * #

Cuando Israel se convierta a Cristo aportará a esa conversión una cualidad que el pagano no podría aportar: recibirá, en efec­to, la plenitud de Cristo como culminación de una historia que El ha sido el único en vivir; verificará, mejor que otro cualquiera, cómo la salvación es un don de la misericordia de Dios. Nacido de una iniciativa de amor, Israel es un pueblo perseguido por ese amor hasta en su repulsa; continúa viviendo de la fidelidad de Dios a su Palabra. Ojalá pueda el cristiano preparar la vuelta de Israel y el cumplimiento de lo que es preparándole una Iglesia digna de recibirle en su seno, es decir, que no busque su fuerza más que en la iniciativa de Dios 5.

V. Efesios 5, 15-20 Este pasaje puede considerarse como con-2.a lectura clusión de la enseñanza propuesta por Pa-2.° ciclo blo en torno a la vida nueva del fiel en

Cristo y, en particular, en torno a la ten­sión entre la carne y el espíritu, tensión que la vida terrestre de cada uno ha de ir reabsorbiendo progresivamente.

Podemos distinguir dos partes: los vv. 15-17 desarrollan el tema de la sabiduría y nos invitan a no perder el tiempo que se nos ha concedido; los vv. 18-20 hablan de la plenitud de la vida en Espíritu y de su expresión en la liturgia.

* * *

a) Son muchos los pasajes del Nuevo Testamento que nos presentan a la Sabiduría paralelamente con el conocimiento del tiempo. Ser sabio significa velar "a su debido tiempo" (Mt 24, 45-46), esperar el momento de la venida del Esposo (Mt 25, 1-2), sacar partido del período actual (Col 4, 5; Rom 13, 11), aun en el caso de que haya que pasar por dificultades. Los "úl-

5 Véase el tema doctrinal de Israel, en el decimonoveno domingo.

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timos tiempos" están hechos de la superposición de dos tiem­pos: la era escatológica, inaugurada en el momento en que Cristo cumplió la voluntad de su Padre, y el tiempo de este mundo, ambiguo y a veces equívoco. La tentación está en es­coger exclusivamente uno u otro de esos tiempos: evadirse ha­cia un escatologismo prematuro y desencarnado o encarnarse en el tiempo del mundo como si fuera la única dimensión de la vida. Sacar partido del tiempo presente supone armonizar la pertenencia a la escatología con la inserción en el tiempo ac­tual; supone eliminar en este último todo lo que no puede en­cajar en el primero. En esto consiste la voluntad de Dios y la sabiduría del hombre.

o) La competencia entre la escatología y el tiempo pre­sente adquiere el aspecto de una tensión entre el Espíritu y la carne (vv. 18-20). No se puede vivir del dinamismo escatológico sino a través del Espíritu, que implica automáticamente una ruptura con el mundo de la carne (cf. 1 Tes 4, 3-8). Pablo se fija en un solo ejemplo: la embriaguez, a la que contrapone el clima religioso de los banquetes cristianos y la embriaguez espiritual que de ahí se deriva. Quizá se acuerde de los repro­ches dirigidos a los corintios a este propósito (1 Cor 11, 17-34), o bien quiere recordar que no se llega hasta Dios por las vaci­laciones y las orgías de los misterios paganos, sino por la ora­ción y en el Espíritu 6.

* # *

El concepto del tiempo tiene siempre su repercusión en la manera de vivir en el Espíritu o en la carne. El fenómeno mo­derno de una determinada juventud (hippies, por ejemplo) es muy revelador a este propósito. Al rechazar la sociedad de sus mayores, una sociedad de consumo y de inmediatez, esos jóve­nes adoptan actitudes chocantes, pero lógicas: se niegan a tra­bajar en un medio que convierte al hombre en objeto; despre­cian el dinero que les aliena. Evidentemente hay una dosis de sabiduría en un comportamiento así. Lo que sucede es que esa búsqueda de un más allá por parte de los jóvenes carece de realismo: no es precisamente evadiéndose del tiempo por me­dio de la droga, el LSD o las relaciones sexuales como se alcanza el auténtico más allá. La sabiduría de Pablo sigue teniendo va­lidez: el tiempo debe descubrir por sí mismo su sentido y su superación.

6 Véase el tema doctrinal de la carne y el espíritu, en el decimocuar­to domingo.

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VI. Hebreos 12, 1-4 El autor trae a la memoria de sus desti­l a lectura natarios, los judeo-cristianos alejados de 3.eT ciclo Jerusalén a causa de la persecución y que

anhelan volver a ella, el ejemplo del pue­blo peregrino que fue el de sus antepasados (Héb 11). En ese momento aplica al pueblo cristiano este tema, haciéndole ver que siempre será nómada en este mundo.

a) La imagen del nomadismo encuentra aquí su doble en la de las carreras de fondo en atletismo (como en 1 Cor 9, 24-30, 5). Los cristianos son los corredores del estadio y los graderíos están ocupados por sus antepasados (v. 1) que animan ardorosamente la fortaleza de sus descendientes. La distancia a recorrer es larga y es conveniente perder algunos kilos ("arrojar todo el peso"; v. 1) para aguantar la prueba hasta el final.

Pero todos los espectadores no son necesariamente "anima­dores" ("hinchas"); hay también un clan de adversarios, los "pecadores" (v. 3), que han hecho sufrir muchas afrentas a Cristo y todavía tienen otras muchas reservadas a los cristianos.

o) Pero la imagen del pueblo peregrino aparece en primer término y se manifiesta sobre todo en la invitación hecha a los cristianos (v. 2) de fijar su mirada constantemente en el guía que los conduce: Jesucristo sustituye a la columna de luz que guiaba al pueblo en el desierto. Esta conducía al pueblo hacia una felicidad material; Jesucristo, en cambio, encamina a su pueblo a la "perfección" y le conduce consigo al trono de la gloria. Esta "perfección" designa el estado de la humanidad fiel al término de su peregrinación actual. Cristo es el "perfeccio-nador", para emplear un neologismo que traduce mejor el texto griego, es decir, el que da por terminado el peregrinaje terreno de su pueblo en el santuario de su gloria.

c) Aunque en este pasaje no interviene ningún término li­túrgico en concreto, se puede ver en él la expresión de la acti­vidad sacerdotal de Jesús. El autor se ha servido del ritual de la fiesta de la expiación para mostrar a sus destinatarios que Jesús se ha remontado desde la tierra hasta el trono de Dios (Reo 9; 11, 10-17) de la misma manera que el gran sacerdote franqueaba el atrio para entrar en el Santo de los santos. Pero el gran sacer­dote entraba allí solo; Jesús, por el contrario, lleva tras de Sí a todo un pueblo (Héb 9, 14). El camino que El abre no es otro que el que lleva hasta su propio cuerpo, entregado para nosotros (Héb 10, 20) en el Calvario y, simbólicamente, en la Eucaristía.

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VII. Mateo 15, 21-28 La distribución de los panes sigue nor-evangelio malmente: Jesús ha ofrecido pan a quien l.er ciclo lo ha querido y no hay suficiente gente

para terminar con las provisiones (Mt 14, 13-21), hasta el punto de que se llenaron doce canastos con las sobras.

Lo que sigue a la distribución responde a la pregunta de por qué comieron tan pocos y dejaron tantas sobras. Esta res­puesta es doble: por una parte, los fariseos ponen bastantes obstáculos ante quienes desean comer el pan merced a su re­glamentación de las abluciones (Mt 15, 1-20); por otra parte, a los paganos se les niega el acceso a esas sobras (v. 24). El pasaje de hoy desarrolla esta última consideración.

* * *

El relato del milagro de Tiro solo lo han recogido Mateo (15, 21-28) y Marcos (7, 24-30). Las diferencias características entre las dos versiones ponen de relieve la finalidad con que cada uno de ellos aborda el tema. Mientras que Mateo hace venir a la sirio-fenicia a territorio judío para ser atendida (Mt 15, 22; como Namán el sirio: 2 Re 5, 12-14), Marcos supone que Jesús, el rabino ambulante, fue hasta la tierra de los paganos para anunciar la salvación (Me 8, 24; cf. Me 5, 1 y Me 6, 53). Marcos trata de no reproducir la frase extremadamente dura que Ma­teo pone en labios de Cristo en esta ocasión (v. 24). Tampoco obliga a esta pagana a confesar la mesianidad del Hijo de David, como hace Mateo (v. 22). Pero tanto el uno como el otro reproducen la conversación, toda ella puro juego de palabras, so­bre las migajas de pan (vv. 24-26; Me 8, 28-29), porque ven en ella una posible alusión a las sobras de la multiplicación de los panes.

Está, pues, clara la intención común de estos dos Evangelios: también los paganos tienen parte en el pan de salvación, pues­to que también ellos reciben el beneficio de la piedad del Se­ñor (cf. Mt 14, 20; 15, 32); llegará un día en que participen de la mesa de los discípulos"'.

* * *

La Eucaristía de este día merece su nombre si manda a sus comensales a reunir a quienes están todavía lejos de la mesa del banquete.

Al no hacer acepción de personas, tanto si se trata de judíos como de extranjeros, de hombres como de mujeres, de niños como de adultos, de pobres como de ricos, Cristo obedece a

7 Véase el tema doctrinal de los paganos, en el vigesimoprimer do­mingo.

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una de las tendencias más explícitas de las últimas disposicio­nes de la ley judía y presenta el contenido mismo del culto cristiano. En efecto, en la medida en que los hombres comen en la misma mesa eucarística, cualquiera sea su pertenencia sociológica, significan el sacrificio de Cristo "para la multitud" y aceleran la venida del tiempo en que toda la Humanidad es­tará congregada en el Cuerpo glorioso de Cristo.

VIII. Juan 6, 51-59 Conclusión del discurso de Cristo sobre el evangelio pan de vida. Jesús ha revelado progresi-2.o ciclo vamente la realidad de su persona: ha

hablado de pan, después de pan de vida; a continuación se ha comparado con el maná del cielo, luego ha puesto de manifiesto cómo ese pan expresa su obediencia al Padre y significa su sacrificio por el que El ha sido "dado para los hombres", lo mismo que su sangre ha sido derramada por ellos s.

a) Más realista que la palabra "cuerpo", el término "carne" permite situar el acontecimiento eucarístico en la misma óptica que aquel de la encarnación, donde el verbo se hace "carne" (Jn 1, 14). Este nuevo signo estará de ahora en adelante car­gado de valores de divinización: la "carne" del Hijo del hom­bre investida de la realidad del Hijo de Dios.

Los exegetas no se ponen de acuerdo en el significado a dar a este pan, carne de Cristo. Pero por lo menos los que oían el discurso de Jesús pudieron percatarse del realismo de la en^ carnación del Hombre-Dios y el de su sacrificio redentor. Ya de por sí el planteamiento de un misterio tal iba a recoger sus negativas. Pero es sin duda después de la resurrección cuando Juan y los primeros cristianos han descubierto en este texto un anuncio del misterio eucarístico.

b) A continuación Juan subraya la unión que Cristo esta­blece entre ese pan (que al mismo tiempo es su persona huma­na y la Eucaristía) y la vida trinitaria. Lo mismo que el Hijo vive del Padre, que es el "Viviente", también el cristiano vive del Hijo por intermediación de ese "pan" que le permite te­ner directamente con el Hijo esos mismos lazos de dependen­cia y comunidad de vida que unen al Hijo con el Padre. El pan es el viático gracias al cual el cristiano entra en la vida tri­nitaria.

8 X. LÉON-DUFOÜR, "Le mys te re du pain de v ie" , Rch. Se. Reí-, 1958, págs. 481-523.

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El último versículo llama la atención sobre el maná. Si el nuevo pan prolonga verdaderamente la encarnación e introduce en la vida trinitaria, el maná no ha venido a ser más que una mediocre prefiguración.

* * #

El pan eucarístico9 sigue las leyes de todo pan ofrecido por el padre de familia a los suyos. El pan, en efecto, no tiene signi­ficado especial en sí mismo; ha tenido que haber alguien que lo ganara y que lo fabricara, y no tiene sentido sino en cuanto que alguien lo va a comer. Al hacer entrega del pan, que representa su vida y su trabajo, el padre y la madre de familia pueden decir en cierto modo: "este pan es mi carne entregada para mis hijos" (v. 51), mientras que los comensales, al participar de ese pan, comparten en cierto modo la vida misma de quien se lo ha dado (v. 54). Si los padres y los hijos pueden cargar de un significado profundo al pan cada vez que lo comparten, ¿por qué Jesús, que es el hombre más perfecto que haya existido, no habría de poder dar al pan una significación completamente nue­va, al nivel de la profundidad del ser del que vive, y hacer de él la participación de su vida con el Padre (v. 57) y el elemento constitutivo de un nuevo tipo de humanidad impregnado de vida eterna? (v. 54.)

IX. Lucas 12, 49-53 Este pasaje recoge dos sentencias de Je-evangelio sus bastante difíciles de interpretar. La 3.er ciclo primera no existe más que en la versión

de Lucas (vv. 49-50), la segunda existe igualmente en Mt 10, 34-36, en un texto del que parece depen­der el de Lucas.

a) Los v. 49-50 están construidos conforme a las reglas del paralelismo hebreo:

— fuego y agua (bautismo); — deseo de Cristo y angustia; — encender el fuego y consumar el bautismo.

Esta asociación entre el agua y el fuego es característica de la literatura apocalíptica judía en la descripción del juicio con el que Dios pondrá fin al mundo antiguo y podrido para cons­tituir un mundo nuevo que le será fiel (cf. 2 Pe 3, 5-7). Jesús alude sin duda a esa creencia, pero subraya inmediatamente

9 Véase el t ema doctr inal del banque te eucaríst ico, en este mismo capítulo.

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que El mismo será objeto de ese juicio de Dios: El mismo ar­derá y será sumergido en el agua. Su persona es, pues, el pun-, to en que el mundo antiguo se puriíica pa ra convertirse en e^ mundo nuevo. Y es en el objetivo del deseo más ardiente, in ¿

cluso más angustioso, de Cristo: la pasión es, pues, para El una cosa aceptada. El Hijo del hombre no viene para juzgar y condenar, sino para tomar sobre Sí el juicio del mundo y per­mitir el cambio de la creación.

b) Esta transformación del mundo antiguo en un mundo nuevo se realiza en la persona de Cristo, entregada a la muer­te. Pero tiene su repercusión en cada miembro de la Humani­dad, puesto que cada cual debe convertirse y transformar sus costumbres antiguas en actitudes nuevas. Algunos realizarán esa conversión, otros se negarán y, dentro incluso de las fa­milias judías hará acto de presencia la disensión entre fieles al judaismo y fieles al Señor 10.

B. LA DOCTRINA

1. El tema del banquete eucarístico

Al promulgar la constitución De sacra liturgia, el Vatica­no II ha coronado el esfuerzo emprendido desde hace más de cincuenta años para dar a la celebración eucarística su verda­dero lugar. Pero las reformas introducidas desde el Concilio han puesto de manifiesto has ta qué punto era necesario un aggior-namento profundo. Aunque todo no h a quedado resuelto, al me­nos han sido planteados los verdaderos problemas.

Con respecto a la misa, numerosos cristianos experimentan un auténtico malestar. No se duda un instante de su importan- . cia en los medios apostólicos, pero se la comprende mal. Para los mejores de los cristianos, centrados más en la "vida" que en el "rito", la práctica religiosa no da más de sí. El testimonio, mediante el ejercicio de la caridad, les parece mucho más im­portante. Un cristiano auténtico, hoy día, concede mucha más importancia al encuentro de Jesucristo en sus hermanos, y so­bre todo en los más pobres, y no en la celebración eucarística, cualquiera que sea su importancia.

Si los cristianos encuentran tan tas dificultades para integrar la misa en su existencia cristiana, es porque perciben mal, en general, la relación estrecha que debe existir entre la misa y su vida de responsabilidades cotidianas y concretas. Con mucha frecuencia, la homilía se mueve dentro de un universo abstrac­to, y los textos escriturarios parecen indescifrables o desconec­tados de la realidad que vivimos. Incluso una celebración bien hecha no escapa a esas críticas.

10 Véase el tema doctrinal de la división, en este mismo capítulo.

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Frecuentemente hay que preguntarse sobre el lugar y la sig­nificación de la Eucaristía en la existencia cristiana. Lo que está en juego es importante. De la comprensión del misterio eucarístico depende, en gran parte, la ordenación de una au­téntica intención apostólica.

La comida pascual En todas las civilizaciones "tradicionales", en Israel la comida es una realidad de alcance re­

ligioso. La mayor par te de las religiones conocen banquetes sagrados. Compartir la misma mesa, comer en común, crea entre los comensales lazos sagrados a los que los dioses se asocian. Cuando el alimento proviene de una víc-tica inmolada, consideran la participación como un medio in­falible de asegurarse la benevolencia divina. Ya en las religio­nes paganas, la comida sagrada no tiene como objeto crear una alianza o establecer una comunión con el mundo de lo divino; ese rito solamente conserva los lazos contraídos.

En Israel, la ent rada en el régimen de la fe t ras torna los antecedentes primitivos de la comida sagrada, aunque persiste una tendencia vigorosa de volver a la concepción pagana, más tranquilizadora. ¿Por qué esa confusión? La alianza de Yahvé con el pueblo elegido no es ya de orden cósmico; es un aconte­cimiento histórico, en el pleno sentido de la palabra. En el Sinaí, Yahvé, el Dios Todo-Otro, concluye la alianza con el pueblo que El h a elegido para Sí con toda libertad y desinterés. Esta alianza empeña a Israel en las rutas imprevisibles de la fe. Yahvé ha librado a su pueblo de la esclavitud egipcia para conducirlo a la tierra prometida, pero Israel debe superar la prueba del desierto. Hay un lazo indisoluble entre el Éxodo, la Alianza y la fe.

La comida sagrada adquiere también, en el pueblo elegido, una especial significación. Conserva la Alianza que se convierte en el memorial de las maravillas históricamente realizadas por Yahvé para su pueblo; pero, por otra parte, la comunión con Yahvé reemplaza su libre voluntad, y desaparece toda ten ta t i ­va de apropiarse la energía divina. La comida pascual, en par­ticular, recuerda cada año el Éxodo, el acontecimiento liberador por excelencia. Esta comida privilegiada de Israel actualiza la esperanza de la salvación en la "memoria" de las maravillas de otro tiempo. La comida pascual seguía a la inmolación del cor­dero, cuya sangre vertida evocaba a la vez la primera Pascua egipcia (cuando el ángel exterminador "perdonó" a los primo­génitos del pueblo hebreo) y la Alianza misma, concluida en el Sinaí.

La evolución de la comida pascual corre la suerte de la religión judía. Los profetas reaccionarán contra una ccncep-

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ción demasiado material del sacrificio en beneficio de la con­versión del corazón. Eso llevará consigo la revalorización de la dimensión "celebración" y "sacrificio de alabanza" en la comida pascual. La materialidad del festín importa cada vez menos.

La Cena En vísperas de dar su vida por amor muriendo y el sacrificio en la cruz, Jesús de Nazaret comparte con sus de la Cruz discípulos la comida pascual tradicional. Presi­

dida por Jesús, esta comida pascual toma una significación completamente nueva, ya que el memorial, la anamnesis, recibe en ella un nuevo contenido.

Antes, se hacía referencia al Éxodo y a la alianza que está unida a él como el acontecimiento más importante de la histo­ria de la salvación. En la cena aparecen nuevas coordenadas: el pacto de la nueva y definitiva alianza, sellada con la sangre del Hombre-Dios, se va a concluir al día siguiente, por la muerte en la cruz. Pronto se revela caduca la alianza del Sinaí. La salvación de la humanidad se ha conseguido de una vez por to­das en la cruz de Jesús.

Desde entonces, el acontecimiento clave que es preciso re­cordar en la comida pascual no es ya la salida de Egipto, sino la cruz de Jesús de Nazaret. La verdadera Pascua de Israel y de la Humanidad es Jesús, que la perfecciona. Las palabras de Jesús: "Haced esto en memoria mía" (es decir, en memoria de mi muerte y de mi resurrección), ratifican simplemente lo que h a llegado a ser esa comida pascual presidida por el propio Je ­sucristo en la víspera de su muerte en la cruz. El pan comparti­do y la copa de bendición toman su valor "sacramental" me­diante su referencia exclusiva y decisiva al "cuerpo que va a ser entregado" (Le 22, 19) y a la "sangre de la alianza que va a ser derramada por una multi tud en remisión de los pecados" (Mt 26, 28).

La Cena constituye, pues, el verdadero perfeccionamiento de la comida pascual de Israel. La esperanza mesiánica llega a su término: Jesús, el mediador de la alianza definitiva, establece en su persona la comunión entre Dios y la Humanidad. Esta comunión es, en adelante, posible, ya que se realiza en la res­puesta perfecta del Hombre-Dios a la iniciativa salvífica del Padre. El sacrificio espiritual de Jesús, su obediencia hasta la muerte en la cruz por amor a Dios y a todos los hombres, ase­gura a la comida pascual su contenido necesario. La comunión de Dios y de la humanidad se hacen una realidad. En este sen­tido, la Cena inaugura la economía propiamente sacramental : centrada en el sacrificio de la cruz, introduce a los invitados en la verdadera relación con Dios. Ha nacido el rito de la alianza definitiva.

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Finalmente, como la muerte de Jesús inaugura la verdadera vida de la era definitiva, la tensión escatológica alcanza, en la Cena, su punto culminante. "He deseado ardientemente co­mer esta Pascua con vosotros antes de sufrir; porque, os digo, no la comeré jamás hasta que se realice en el Reino de Dios" (Le 22, 15-16). Y además: "En verdad os digo, que no beberé ya nunca el vino de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios" (Me 14, 25).

La Eucaristía En el uso cristiano, la palabra "Euca-en e! centro del misterio ristía" ha prevalecido para designar de ía Iglesia la comida pascual de los discípulos de

Jesús de Nazaret. La comunidad re­unida al recordar la muerte de Cristo se constituye, gracias a la comida de comunión, en la única acción de gracias agrada­ble al Padre, la del Hombre-Dios. El memorial eucarístico no es el simple recuerdo de un hecho pasado; invita al sacrifi­cio eterno del único Sumo Sacerdote.

Desde ahora, participar en la Eucaristía no es solamente ce­lebrar la maravilla más grande de todas: la iniciativa del Padre que da su propio Hijo a la Humanidad; es entrar como parte-naire activo en el acto salvífico del Hombre-Dios; es hacerse cargo, en un lazo vivo de comunión, de lo que ha sido realizado de una vez para siempre por Jesucristo en la cruz.

También la reunión eucarística está si tuada bajo el signo de la ley de caridad o del servicio mutuo sin fronteras. El epi­sodio del lavatorio de pies que menciona San Juan en el mo­mento y lugar del relato de la institución, indica claramente que la comida eucarística y el sacrificio espiritual de obedien­cia has ta la muerte en la cruz por amor a Dios y a todos los hombres, están unidos por una estrecha relación. El primer fruto de la Eucaristía consiste en el establecimiento úe u n a comunidad (reunida) con lazos de una auténtica y universal hermandad. La dimensión comunitaria de la reunión es esen­cial a la teología eucarística; no es suficiente estar "bien dis­puesto" a la recepción del sacramento para participar digna­mente en él.

Es muy evidente, además, que los lazos de hermandad que establece la Eucaristía deben tejer la t r ama concreta de las realidades cotidianas. El "ya está cumplido" del r i to hay que realizarlo en la "vida". Esta exigencia se manifiesta fundamen­tal en la existencial eclesial, ya que en eso consiste la verdad del rito eucarístico. La continuidad entre "rito" y "vida" es completamente esencial al ejercicio de la fe en Jesucristo. Nada de vivir una vida en Cristo sin iniciación ritual permanente ;

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nada de participación ritual válida sin el ejercicio concreto de la ley de caridad universal a todos los niveles de la existencia humana donde esta ley debe repercutir.

Eucaristía La Eucaristía reúne a los cristianos en un lugar y misión dado. El l lamamiento que provoca esta reunión es,

por naturaleza, un llamamiento universal. Una am­bición anima a toda la Eucaristía: la de reunir a todos los hom­bres, fraternalmente unidos, en torno al Primogénito de la nue­va humanidad. Los cristianos no conocen el "inter-se". Donde­quiera que se reúnen para la celebración eucarística, están ini­ciados en una comunión sin fronteras de la que nadie puede ser excluido. No solamente conocen su relación a todos los otros miembros del Cuerpo de Cristo que celebran por todas partes del mundo la misma y única Eucaristía; también deben abrirse a los hermanos ausentes, a todos aquellos que por el mundo no han oído todavía programar la Buena Nueva de su salva­ción, adquirida en Jesucristo de una vez para siempre. El mis­terio de la cruz presenta esas dimensidades universales, y no es posible hacer la anamnesis de la muerte de Cristo sin entrar en una comunión de fraternidad universal.

La acción de gracias eucarística, fundada y construida en el rito, debe penetrar toda la vida del cristiano. La obediencia hasta la muerte al designio de Dios, que subyace la existencia de Jesús, debe ser la actitud fundamental del cristiano. De esta manera la fuente que todo lo anima, que todo lo integra en las actividades cotidianas de su vida, su fidelidad en el amor, debe ser aquella de la que Jesús ha dado prueba al entregar su vida... El cristiano dará a Cristo, muerto y resucitado por todos, un testimonio dirigido simultáneamente a Dios y a los hombres. Una sola y misma estructura sostiene la gestión apostólica y la gestión eucarística. Dentro de la Iglesia, la misión presenta siempre una dimensión "religiosa" (que religa a Dios), lo mismo que el rito eucarístieo exige siempre una dimensión de apertura universal. La participación en la Eucaristía establece necesaria­mente al cristiano dentro de su condición de apóstol; pero este no puede evangelizar y servir de testimonio más que dando gloria al Padre por mediación de Jesucristo.

La reunión Hasta aquí la reflexión teológica se ha in-eucarística bajo el d iñado mucho sobre la objetividad del or-signo de la caridad ganismo sacramental, completamente de­

pendiente del obrar de Cristo: "Es Cristo quien bautiza, es Cristo quien instituye la Eucaristía." La gente se h a preocupado menos de edificar una teología de la propia reunión eucarística. El Vaticano II, por su parte, llena esta la-

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guna ampliando la noción de sacramentalidad con las relacio­nes que los miembros del Cuerpo de Cristo deben promover en­tre ellos dentro de la Institución eclesial. La doctrina de la colegialidad, por ejemplo, no se explica sino haciendo referencia a la ley de caridad que constituye la Iglesia. Concretamente, ta l doctrina entraña entre los obispos un tipo completamente original de relaciones fraternales.

Ahora bien: esta originalidad debe aparecer con toda la rec­titud requerida en la celebración eucarística. Afecta a los obis­pos, pero también a los sacerdotes y a todos los miembros de la Iglesia. Toda reunión eucarística, y más ampliamente, toda re­unión eclesial, debe someterse a la regla de catolicidad. Cuando las convoca, la Iglesia reúne a los hombres allí donde están, y tal como son, pero la reunión que instituye tiene su organicidad propia. Su modo de reunir es, dentro de su propia visibilidad, significativo de su empresa de catolicidad. También la reunión eucarística que preside el obispo de un lugar sirve de norma a todas las demás. En esta reunión, la gran diversidad de res­puestas al llamamiento universal de la salvación se encuentra como recapitulada en la unidad de una reunión multiforme. Esta unidad aproxima sin destruir nada, purificando...

La organicidad de la Institución eclesial no puede, a ningún precio, responder a criterios puramente administrativos. La Ins­titución eclesial, en nuestra época, debe ponerse enteramente al servicio de la Misión. Urge descubrir en qué sentido la reunión eucarística traduce, en su propia visibilidad, el misterio eclesial de la catolicidad.

2. El tema de la división

Puede parecer insólito proponer un tema doctrinal sobre la división. A primera vista, nada hay más extraño al cristianis­mo que la realidad evocada por este tema. Los diccionarios de teología bíblica no le consagran ningún epígrafe, mientras que t ra tan , con abundancia desbordada, los referentes a la unidad y comunión.

Por nuestra parte, estamos totalmente convencidos de que el tema de la división merece un estudio muy particular, espe­cialmente en nuestros días. Es muy frecuente el caso de mu­cho^ cristianos que, muy a menudo, carecen de realismo sobre este punto, y la actitud que adoptan a este respecto demuestra que no se atreven a mirar de frente la división. Por t ra tarse de un mal, uno prefiere minimizarla tan to como sea posible, pres­tarle muy poca atención o aceptarla con la desidia caracterís­tica de la costumbre. En estas condiciones, los medios que a uno se le ocurren para superarla son, generalmente, despropor­cionados al riesgo que ella provoca. Ahora bien: hoy día resulta

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poco menos que imposible hacer caso omiso a la división, vivir como si no existiera, ya que ha llegado a tomar proporciones gigantescas en todo el mundo—y continúa creciendo—, y cada uno puede tener conciencia de ella gracias a los medios de co­municación social: división entre las culturas, entre las razas, entre los pueblos, entre los ambientes sociales, entre las gene­raciones sucesivas. Como en otras esferas y sociedades, también en la Iglesia se manifiesta la división. Y aunque es cierto que los jirones que se producen en la cristiandad se remontan a si­glos que quedaron muy atrás, sin embargo, hasta ahora, los cristianos han vivido su cristianismo como si estas divisiones no existieran ni hubieran existido nunca. En nuestros días, una mayoría cada vez más numerosa considera esta situación como realmente dramática y alarmante de cara al proyecto funda­mental que persigue la Iglesia de Jesucristo. Por otra parte, dentro de cada confesión, las divisiones son más manifiestas que nunca, hasta el punto de que los sociólogos se preguntan si se puede hablar, por ejemplo, con pleno derecho, de un solo ca­tolicismo.

¿Y qué pensar de todo esto? Una declaración de Jesús, que consta en el formulario litúrgico de este día (Evangelio, 3.er ci­clo), puede, estamos seguros, aportar mucha luz sobre el tema que estamos tratando. Una declaración sorprendente, es cierto: "¿Acaso pensáis que he venido para establecer la paz sobre la tierra? Os digo que no he venido a eso, sino a traer la división" (Le 12, 51).

La fe de Israel La reacción espontánea del hombre que busca ante la división la seguridad es la de afirmar la unidad del

género humano; pero la unidad que el hom­bre persigue es estática, preestablecida. Las diferencias entre los hombres no pueden ser más que accidentales. El hombre es un semejante para el hombre. Esta visión de las cosas engendra la seguridad, puesto que esta valoriza, de una vez, toda empresa de unificación, hace que todos los pueblos se crean el centro del mundo y justifica, de antemano, las ambiciones universales de los imperios. En estas condiciones, toda división es un mal que hay que tratar de conjurar.

La aventura de la fe invita a Israel a un mayor realismo. Los hechos no cesan de contradecir el análisis del paganismo: los hombres están perpetuamente divididos entre sí y no es este el lugar apropiado para saber si la unidad del género humano es o no, por derecho, una propiedad esencial del hombre. Por el contrario, lo que sí es fundamental es saber que Yahvé es el Dios único de todas las naciones y que su plan sobre la Huma­nidad es necesariamente uno. Pero esta unidad es, para el pue-

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blo elegido, materia de alianza: se trata de un don del Creador del que los hombres pueden beneficiarse en la medida de su fidelidad. Si los hombres están realmente divididos, se debe a su pecado. La división es un castigo divino.

Este pecado se remonta a los orígenes de la Humanidad. Adán y Eva son infieles a la primera Alianza y sus descendien­tes se verán castigados con la división. Tras el castigo del dilu­vio, Dios establece un proyecto de unidad con Noé, pero el or­gullo sumerge de nuevo a los hombres en la infidelidad. Yahvé los castiga una vez más, dispersándolos por toda la superficie de la tierra y multiplicando las lenguas (véase el episodio de la torre de Babel). Viene después la alianza con Abraham, en quien son bendecidas todas las naciones. A pesar de todo, Israel vuelve a las andadas y sufre la dispersión de sus miembros en­tre las naciones.

Afortunadamente, Yahvé es fiel. Llegará el día en que se pacte una alianza definitiva. Israel recibirá la mejor parte, pero todas las demás naciones se pondrán en camino hacia Jerusalén. Este será el reino de la paz: todos los pueblos se reunirán y llegarán a comprenderse. La confusión de las lenguas no vol­verá a repetirse. Quedarán salvadas todas las diferencias.

El realismo de Jesús Con la intervención del Mesías, los judíos ante la división esperaban la instauración de un mundo

nuevo que no conocería ya la división ni la muerte, y en el que todos sus privilegios serían confirmados. En realidad, cuando llega Jesús de Nazaret todo ocurre de muy distinta manera: el Reino que proclama no dice nada de sus­titución del mundo antiguo por un mundo nuevo; y, lejos de suprimir la muerte y la división, las afronta y sale victorioso de ambas.

Desde entonces la visión que Israel tenía sobre el particular es radicalmente transformada. ¿Qué ha ocurrido? ¿Es que, tal vez, Jesús no considera ya la unidad como lo que realmente es, un don de Dios? No es eso; es precisamente todo lo contrario: nadie afirma con más insistencia que Jesús la iniciativa com­pletamente gratuita del Dios-Salvador. ¿Se deberá, entonces, esta actitud de Jesús a que ya no considera la división entre los hombres como un castigo divino? En este punto hay que ha­cer una aclaración. Para Israel, uno de los signos mayores de la división entre los hombres era la multiplicidad de lenguas: en sí considerado, este fenómeno era un castigo divino en res­puesta al orgullo del hombre. Para Jesús, en cambio, la conse­cuencia del pecado es la división, la oposición, el odio, pero no la diversidad humana, por muy profunda que sea (en la multi­plicidad de lenguas se ve esta profunda diversidad que en modo

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alguno considera como castigo divino). La diversidad conde­nada por Dios es la que lleva a la división, provocada por el orgullo del hombre.

Toda la novedad del Evangelio reside en el mandamiento del amor fraterno sin fronteras. La condición terrena no es, como se la suele llamar, de naturaleza caída: es simplemente la con­dición humana. Y en este terreno es precisamente donde los hombres son llamados por Dios para contribuir, todos y cada uno, sin excepción, a la edificación del Reino. Amar a todos los hombres consiste en amarlos tal como son, en su esencial diver­sidad. El hombre es siempre otro para el hombre; amar supone que uno encuentra al otro en el misterio de su alteridad. Este amor exige la renuncia total a uno mismo; y para amar de ver­dad hay que estar libre de pecado. Al llegar aquí, la diversidad humana se revela en toda su verdad: la condición humana es esencialmente, constitutivamente diversa. Considerándola en toda su objetividad, fríamente, el hombre está obligado a ha­cer de ella el terreno de su propia realización.

Ante la división el realismo de Jesús es radical. El sabe que su mensaje de amor no puede suscitar más que odio, pues el pecado del hombre no es más que eso, odio. En este sentido, Jesús no se equivoca al afirmar que ha venido a traer la divi­sión y no la paz.

La tarea de la Iglesia Los discípulos no son mayores que el en un mundo dividido Maestro. La victoria de Jesús sobre la

división presenta todas las apariencias del fracaso, ya que el gran signo de esta victoria es la cruz. Lo mismo ocurre, en este aspecto, a la Iglesia, Cuerpo de Cristo: su victoria sobre la división jamás se presenta como un éxito. En ella, el odio parece triunfar siempre sobre el verdadero amor. El mundo de los hombres llevará hasta el fin de los tiempos todas las apariencias de la división.

¿Cuál es entonces la tarea de la Iglesia, o, lo que es lo mis­mo, de las asambleas locales de cristianos? Esta tarea se re­sume en la fidelidad al mandamiento nuevo del amor. Donde­quiera que los hombres han hecho de su diversidad una fuente de división, los discípulos del Resucitado han convertido ese lugar en terreno donde se pone en práctica el verdadero amor. Un amor que no niega los muros de separación que los hombres no cesan de levantar entre ellos, un amor que no disimula los obstáculos que tendrá que salvar, un amor que se reconoce eminentemente vulnerable. En suma, un amor que engendra la unidad, pero al precio de la renuncia total; un amor vencedor del odio sin suprimirlo y que, incluso, deja a este todas las apariencias de la victoria.

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Y entonces nos creemos obligados a hacer la siguiente pre­gunta: ¿Los testigos del verdadero amor, en un mundo divi­dido, están obligados a manifestar que, al menos en lo que a ellos concierne, han sido derribados los muros de separación? Dicho de otro modo: ¿Es necesario que la Iglesia proporcione al mundo los signos de una comunión realizada entre sus miem­bros? A esta pregunta hay que contestar afirmativamente, ya que sabemos bien de qué signos se trata. Los cristianos son pe­cadores como los demás hombres; la comunión que ellos reali­zan entre sí sería una comunión disfrazada si se presentara como un éxito objetivo, inmediatamente palpable y definitivo Esta comunión es efectiva, pero su realidad descansa en la ini­ciativa siempre actual de Cristo. Puede parecer, en ciertos mo­mentos, comprometida, pero en cada época hay hombres dis­puestos a ser testigos de la esperanza adquirida en Jesucristo.

Se trata de un modo de concebir la unidad de los cristianos que no está conforme con el realismo del Evangelio ante la di­visión. En realidad, esta unidad es unidad de comunión y, en este sentido, puede tener todas las apariencias del fracaso. Una unidad de comunión es siempre como algo aplazado, inseguro, pero la realidad es muy otra, ya que siempre es testimonio de una certeza, de una posesión. Y es que la división, o incluso el pecado, no dirá la última palabra en la historia de los hombres.

La actividad misionera, ¿Debe, también, el misionero decir, ¿fuente de división? como Jesús, que él viene para estable­

cer la división sobre la tierra? Pero ¿a qué viene esta pregunta sabiendo que la misión es, por exce­lencia, una obra de paz? Es indudable que todos los misioneros saben por experiencia que la conversión a Cristo lleva a menu­do consigo graves disensiones en las familias paganas; esta es la razón por la que le dan esa interpretación anterior a las pa­labras de Jesús: "Desde ahora estarán en una casa cinco di­vididos, tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, y la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra (Le 12, 52-53). Pero de eso a pretender que la actividad misionera engendra, por sí misma, la división, hay una gran diferencia.

Sin embargo, bien miradas las cosas, no existe contradicción alguna al afirmar que la misión es una obra de paz y, al mismo tiempo, que engendra la división. A decir verdad, estas dos afirmaciones están estrechamente vinculadas. En efecto, la ac­tividad misionera es la expresión suprema de la fidelidad del Pueblo de Dios al mandamiento nuevo del amor fraterno sin fronteras. Pero la primera cualidad de este amor es la lucidez: lejos de cubrir las diferencias entre los hombres, el amor las

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destaca, las reconoce, ayuda a tomar conciencia de ellas y, en cierto modo, lanza a uno contra la inseguridad al hacer que cada uno piense seriamente en la verdad de su condición, en su dignidad inalienable, pero terrible al mismo tiempo... El bene­ficiario de tal amor, una vez eliminadas las dudas, debe nece­sariamente tomar partido en favor o en contra de Cristo; si, por orgullo, se decide contra el testimonio de Cristo, que es amor, será más que nunca un artífice de la división; pero si se decide a seguir su ejemplo y a obrar como El, entonces se convertirá en un artesano de la paz, ya que llegará a compren­der que el fundamento de la paz es solo uno: el amor al otro. No puede decir uno que ama realmente cuando el objeto de ese amor se reduce exclusivamente al semejante, al prójimo. Se trata, por el contrario, de amar a todo hombre en tanto que otro, como distinto de uno. En definitiva, se t r a ta de hacer del otro un prójimo, por encima de todos los riesgos de división.

Los misioneros siempre han procurado ser artesanos de la paz y la unidad pero, con relativa frecuencia, han hecho caso omiso de las diferencias entre los hombres. ¿A qué viene, en­tonces, nuestro asombro porque en nuestros días tantos cristia­nos de Asia y África se sientan divididos entre su pertenencia cultural propia, por una parte, y su pertenencia a la Iglesia, por otra?

La celebración de la La Eucaristía debe ser vivida por una victoria de la fe asamblea de creyentes como si se t r a ta ra sobre la división de la proclamación de la muerte de Cristo

en la cruz. Más o menos es lo que nos dice San Pablo. En ella se conmemora una victoria: la de Cristo; y, en El, la del Pueblo de Dios. Una victoria sobre la división y el odio. Pero, aparentemente, estos últimos conservan su poder, incluso entre los cristianos que son, como todos los hombres, cualquiera que sea su confesión, pecadores.

Durante muchos siglos de cristiandad, las celebraciones eu-carísticas se han desarrollado como si la victoria que se conme­moraba fuera, efectivamente, un éxito, un triunfo perceptible ya en este mundo. En todas partes, incluidas las avanzadillas de la Iglesia en África y Asia, presentaba la liturgia el mismo aspecto. La Institución eclesial servía, de hecho, para hacer semejantes a todos los cristianos, como si todos, hombres y mu­jeres, hubieran salido del mismo molde. Y cuando estos cristia­nos se reunían para la Eucaristía, se encontraban entre seme­jantes. . . La unidad era ya un bien poseído y toda huella de división estaba ausente del acto eucarístico.

Hoy, los cristianos van adquiriendo, cada día más, una ma­yor conciencia de ser diferentes los unos de los otros y, en la

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medida en que se manifiestan (y lo son) solidarios de sus her­manos no-cristianos dentro de una misma cultura, medio so­cial, familia..., llegan a convencerse de que los gérmenes de la división están a la orden del día dentro, incluso, del Pueblo de Dios. Pero, entonces, ¿cómo unos cristianos divididos, compro­metidos con frecuencia en duras tareas, podrían darse cita en la misma mesa de comunión? Solo el hecho de que se formule esta pregunta pone de manifiesto hasta qué punto pesa toda­vía en la Iglesia actual la herencia del pasado. En realidad, nada hay más conforme al realismo de la fe que el hecho de estar, efectivamente, presente en la asamblea eucarística todo lo que constituye el drama de la división entre los hombres, pues la unidad que en ella se celebra no encubre las diferencias ni incluso las divisiones y los cristianos que se reúnen se reconocen pecadores. Pero estos pecadores se sienten animados por una certeza: la división no es precisamente lo definitivo en el cris­tianismo. Cristo la ha vencido de una vez para siempre en la cruz y, has ta el fin de los tiempos, hace que participen de esta victoria todos aquellos que hacen penitencia y están dispuestos a seguir siempre adelante por los caminos del amor evangélico.

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VIGÉSIMO PRIMER DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Isaías 22, 19-23 Este oráculo hace alusión a las trifulcas en -lfl lectura tre los oficiales de la corte del rey Ezequías l.er ciclo y el profeta Isaías, ampliamente descritas

en Is 36-39. Uno de los funcionarios, Shebna, h a caído en desgracia por el rey, y el profeta ve en ello un cas­tigo a la suntuosidad de este personaje (Is 22, 15-18). Isaías acompaña con sus mejores deseos la designación del funciona­rio destinado a reemplazar a Shebna: un tal Eliaquim, quien siguió, efectivamente, durante la invasión asiría la agilidad po­lítica recomendada por el profeta.

El único interés de este pasaje está en la descripción de­tal lada de la investidura de un funcionario de la corte. La tú­nica, la banda y, sobre todo, las llaves, son las tres insignias de s'u cargo. Las llaves simbolizan de manera especial la am­plitud del poder concedido (cf. v. 22, en donde la relación "ce-rrar-abr i r" prepara la relación "atar-desatar" de Mt 16, 19).

Confiar a un funcionario las llaves significa constituirle en una especie de plenipotenciario. En esto pensará Cristo al con­fiársela a Pedro, así como al confiárselas a Cristo (Ap 3, 7-8), Dios hace de El el plenipotenciario mesiánico del Reino.

I I Josué 24, 1-2, El cap. 24 del libro de Josué constituye una ' 15-17, 18b especie de apéndice incorporado un siglo o

1 a lectura dos después de la refundición deuteronómica 2 o ciclo del libro. Mas esta incorporación tardía no

impide que el relato esté apoyado en una tradición muy antigua de la alianza de Siquem, anterior incluso a las de Jos 8, 30-35 y Dt 27,1-26. Esta tradición presentaba la alian­za pactada en Siquem de acuerdo con los t ra tados de alianza,

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normales en aquella época, entre soberano y vasallos. Un preám­bulo (v. 1), un discurso que recordaba las relaciones anteriores de los contratantes (vv. 1-15), el enunciado de las estipulacio­nes del contrato (vv. 16-18), la enumeración de las maldiciones y de los castigos que sancionarán toda contravención a la al ian­za (vv. 19-24; cf., sobre todo, Dt 27), y, finalmente, la mención del rito de alianza y de la grabación del contrato en una estela (vv. 25-28). Este fondo primitivo inspiró, sin duda, la redacción del relato de la alianza del Sinaí en el Éxodo, y el código cuya promulgación sitúa este libro en el Sinaí habría sido promul­gado realmente en Siquem.

Siquem fue, en efecto, durante cierto tiempo, el centro pri­vilegiado del recuerdo de la alianza con Yahvé. El redactor de­finitivo de Jos 24 habría desfigurado bastante a fondo este relato con el fin de trasladar al Sinaí todo el interés primitivamente centrado en Siquem *.

* # #

a) Las tribus reunidas en Siquem comprenden clanes ins­talados en Palestina desde la época de los patriarcas sin inte­rrupción; clanes llegados a Palestina antes de Josué después de una estancia en el extranjero; finalmente, la "casa de José", el último clan llegado a la tierra de sus antepasados, bajo la di­rección sucesiva de Moisés y de Josué. Este último grupo resultó ser muy pronto el más importante o, por lo menos, el más or­ganizado y el más cultivado—sin duda gracias a su estancia en Egipto—, y, por consiguiente, el más capacitado para reunir en torno a sí a las demás tribus y para reducir toda la historia del pueblo a la suya propia, a su éxodo y a su alianza.

Así es como en Siquem el Dios de la casa de José se convirtió en Dios de todas las tribus y cómo las tradiciones de cada clan se fusionaron para constituir la ley de la Alianza.

b) El conjunto del diálogo del pueblo con Dios encierra aún algunos elementos de la tradición primitiva (vv. 14-15 y 18); lo demás se incorporó después del exilio. El signo mediante el cual las tr ibus aceptan realmente las condiciones de la Alian­za será el abandono de los falsos ídolos: toda alianza supone, pues, una conversión, y esta supone el abandono de los antiguos dioses de Mesopotamia, adorados por los antepasados de Abra-ham y de los dioses cananeos conocidos por las tribus que se quedaron en Palestina.

c) La finalidad de la alianza entre las tribus no es, en pri­mer término, política sino religiosa: el servicio de Dios (vv. 14-15). Se t ra ta , sin duda, de la organización del culto de Yahvé

1 J . L ' H O U R , "L'Alliance de Sichem", Rev. Bibl., 1962, págs. 5-36, 161-164, 350-68.

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en forma de anfictionía: doce clanes o tribus se habrán de po­ner de acuerdo para garantizar, por turno y por espacio de un mes, el "servicio" de un templo común (quizá el lugar elevado de Siquem). Pero en el momento en que el redactor toma por su cuenta esta tradición, el "servicio" de Dios adquirió una di­mensión más espiritual: conoce por experiencia la infidelidad de los siglos anteriores, y, para él, servir a Dios es ante todo ser fiel a las condiciones de la ley, como un vasallo sirve a la vo­luntad de su soberano.

* * *

El relato de la asamblea de Siquem ilustra de forma intere­sante el contenido de la Alianza, que no se reduce, en primer término, al hecho de un Dios que reconoce a un pueblo o de un pueblo ya constituido que reconoce a su Dios; es, ante todo, la constitución de un pueblo en torno a una fe común y a un cul­to común. En otras palabras: Israel nació política y cultural-mente en el momento en que, aunado, reconoció a su Dios. Na­cionalidad y religión son inseparables: los hebreos son "elegi­dos" en cuanto pueblo y es un comportamiento colectivo lo que preside la alianza religiosa.

Ya se pertenezca a la Antigua o a la Nueva Alianza, esta ca­racterística domina el comportamiento de los contratantes. La Alianza no es tan solo un tipo de relaciones entre Dios y unos hombres individuales: es más exactamente la solidaridad que los hombres encuentran entre sí debido a que sirven al mismo Dios. Esta solidaridad puede perder el aspecto nacionalista de Siquem; el servicio de Dios puede adquirir nuevas dimensiones después de Jesucristo; pero la Alianza es siempre una manera de vivir en común, porque Dios vive con nosotros.

III. Isaías 66, 18-21 Redactado en el primer siglo después de 1.a lectura la vuelta del exilio, este poema es en el 3.er ciclo plano universalista uno de los más auda­

ces del Antiguo Testamento.

El autor sigue pensando aún, lo mismo que sus predecesores, que el final de los tiempos se caracterizará por un gigantesco combate del que Israel saldrá milagrosamente vencedor de las naciones enemigas. Alude a esta creencia cuando habla de las naciones "salvadas" (v. 19). Por lo que se refiere a estas últi­mas, no hace excepción alguna: por lejos que estén, la misión judía irá en su busca. Tarsis podría estar en España; Put, en Somalia; Yavan, en Jonia; Tubal en Asia Menor, y Lud, en Li-

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bia; aparte Mesopotamia (sin duda aniquilada después del com­bate escatológico), todo el mundo conocido entonces recibe la visita de la embajada misionera.

Ha quedado absolutamente eliminada la "impureza" que im­pedía a los paganos el acceso al Templo: también ellos partici­parán en las peregrinaciones tradicionales, sus ofrendas serán aceptadas (v. 20) y algunos de ellos llegarán incluso a ser sacer­dotes, con lo que quedará abolido hasta el monopolio aaroní-tico (v. 21). El sentido misionero es, pues, un fermento de re ­forma litúrgica: rúbricas y tabús desaparecen cuando se t r a t a de admitir a los paganos: el culto de Dios no puede parecer que está reservado a una casta o a una cultura, por muy ele­gidas que sean, si se quiere que sean expresión de la concen­tración de la Humanidad en Dios.

El caso es que Israel se ha negado de derribar las barreras levantadas contra los paganos (Me 11, 15-19) y Cristo pagará con su vida su esfuerzo por hacer misionero y universal el cul­to del Templo.

* * *

El poema anuncia un signo misterioso ofrecido a las nacio­nes para congregarlas en la nueva liturgia (v. 19). Hay que es­perar el discurso escatológico de Cristo para comprender su naturaleza (Me 13, 4, y, sobre todo, Mt 24, 30): se t r a ta del "signo del Hijo del hombre", es decir, de Jesucristo resucitado, que incorpora en Sí a la Humanidad y la comunica su "gloria". De forma que la congregación de las naciones prevista por el Tercer Isaías en torno al Templo se realiza de ahora en adelan­te en la persona de Cristo resucitado, nuevo signo de la concen­tración porque toda la Humanidad es restaurada en El y por­que en su sacrificio todos los hombres han sido ya presentados al Padre en una obediencia y ellos no tienen más que ratificar.

La Eucaristía congrega a quienes aceptan esa obediencia de Cristo y edifica el nuevo Templo abierto a todas las naciones. Pero no se realiza plenamente más que en el caso de que aque­llos a quienes ya h a congregado acepten ser enviados a las na­ciones, para que, a través de las situaciones más divessas y más dispares, puedan ser el signo de la reunión de todos en Jesucristo.

IV. Romanos 11, 33-36 Pablo termina su exposición sobre la 2.a lectura suerte de Israel reanudando su argü­ía7 ' ciclo mentación con bastante retroceso (ver­

sículos 30-32), de forma que pueda dar gracias a Dios (vv. 33-36) por su misericordia y su designio de salvación universal. Este pasaje termina al mismo tiempo la

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parte doctrinal de la carta a los romanos, y no cabe duda de que Pablo piensa aquí en la historia de la salvación de toda la Humanidad, de la caída de Adán y de la promesa a Abraham hasta la justificación en Cristo y en el gesto final de Dios que salvará a Israel.

# * *

a) La historia de la Humanidad se le presenta a Pablo como una carrera entre judíos y paganos. Unos fueron los pri­meros en obedecer, pero después desobedecen; los otros, que em­pezaron por desobedecer, terminaron obedeciendo (vv. 30-31, cf. Mt 21, 28-32). Pero, dominando este ir y venir y dando la clave de todo ello está la misericordia de Dios (v. 32), que per­mite a cada hombre pasar por el pecado con el fin de experi­mentar la vanidad de su voluntad propia y abrirse a la gra-tuidad del amor divino, única salida posible a la situación en que está envuelto el hombre.

b) La acción de gracias que Pablo dedica a la misericordia de ese Dios que anda al acecho de la conversión del hombre se inspira inicialmente en el Sal 138/139 (vv. 6, 17, 18), que canta el inmenso saber de Dios ante el que el hombre se queda sin comprender. Después alude a Is 40, 13, eco de la reflexión del profeta en el momento en que, con el anuncio de la vuel­ta del exilio, empiezan a vislumbrarse las grandiosas realizacio­nes del designio salvífico de Dios respecto a su pueblo. El apóstol cita finalmente a Job 41, 3, pero conforme a una versión que se aparta del original y pone de relieve la fe del pobre a quien no quebrantan los acontecimientos más incomprensibles.

A través de estas protestas de ignorancia y de humildad, Pa­blo emplea términos (sabiduría, gnosis, profundidad...) gene-, raímente utilizados en su tiempo para designar el esfuerzo gnóstico del hombre por agotar la idea de Dios. Así reduce esta pretensión a sus justos límites.

* * *

Preocupado por el futuro de Israel, Pablo no trata de bus­car, sin embargo, en el pueblo infiel razones para la esperanza. Se vuelve hacia Dios, un Dios que mantiene su fidelidad a las promesas, incluso cuando es burlado y no se muestra duro para dejar una puerta abierta al arrepentimiento. Israel vol­verá de su incredulidad, no porque lo decida él algún día por propia iniciativa, sino porque no tolerará por más tiempo verse alejado de Aquel a quien se ha unido en una Alianza eterna2.

2 Véase el tema doctrinal de Israel, en el decimonoveno domingo.

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V. Efesios 5, 21-32 Este pasaje está sacado de un contexto en 2.a lectura el que el apóstol describe la vida nueva "en 2° ciclo Cristo". La ha presentado actuando en la

vida moral propiamente dicha (Ef 4, 17; 5, 20); ahora la presenta en algunas instituciones: el hogar conyugal (Ef 5, 21-23), la familia (Ef 6, 1-4), las relaciones sociales (Ef 6, 5-9). Es, pues, normal que Pablo piense en el matrimonio "en el amor de Cristo" y que diga a los esposos cristianos que cuando se aman realmente son portadores del amor de Cristo. El cristiano se convierte, en efecto, en signo de ese amor de los hermanos y de Dios, perfectamente realizado por Cristo, y cada uno de los miembros de su Cuerpo debe, a su vez, poner en práctica (v. 30). No siempre será fácil dar este sentido al amor, y muchas veces habrá que acudir expresamen­te al recuerdo y al Espíritu de Cristo para ser capaz de llevar el amor hasta el extremo que El lo llevó (vv. 25-28). Los espesos, además, son invitados a continuar, en su estado propio, el mis­terio realizado por Cristo en su Iglesia.

* * • *

a) Para Pablo, el matrimonio cristiano representa más exactamente el amor de Cristo y de la Iglesia. Muy bien podría admitirse que esa evocación del amor de Cristo y de la Iglesia no aporta nada nuevo. Pablo está demasiado impregnado del Antiguo Testamento como para no conocer el tema de los es­ponsales de Dios y de su pueblo y como para no utilizarlo cons­cientemente llegado el caso.

La imagen de las bodas de Dios y de su pueblo evoca, por otra parte, una realidad muy profunda: la forma de amor de Dios hacia los hombres, un amor con tendencia a la comunión. No hay en él nada que se parezca a las hierogamias gnósticas en las que no juega prácticamente el amor. Si San Pablo pasa de la imagen de las bodas de Dios y de Israel a la de las bodas de Cristo y de la Iglesia, lo hace para subrayar que es en Cristo en quien alcanza su plenitud el amor unificante de Dios hacia la Humanidad, una plenitud decisiva para la historia del mundo.

Podemos seguir el desarrollo del pensamiento de Pablo. En una primera etapa sitúa el matrimonio "en Cristo", que es para él una realidad concreta de la que tenemos que participar. En una segunda etapa hace referencia a los esponsales de Cristo y de la Iglesia para calificar el tipo de amor que debe animar las uniones cristianas. Todo sucede como si la pequeña célula ecle-sial constituida por el hogar cristiano tuviera que dejarse con­dicionar por el amor de Cristo y de la Iglesia universal.

b) Esta asociación del hogar cristiano con los esponsales de Cristo y de la Iglesia se realiza concretamente por medio del bautismo. En el acto de amor de Cristo en su muerte reden-

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tora (v. 25) es donde se realiza de hecho su unión con la Igle­sia, y la realidad del bautismo, al hacernos miembros de Cristo (v. 30), es el acceso concreto al misterio de Cristo y de la Iglesia.

La palabra que acompaña al rito bautismal (v. 26) no es otra cosa que la Palabra de Dios, puesta de manifiesto en ese acontecimiento que es Cristo, y la que, en el kerigma y la ca-tequesis, proclama ese acontecimiento. La adhesión de la fe al suceso pascual de Cristo asocia automáticamente al fiel a la obra de amor de Cristo hacia su Iglesia, que es el "gran miste­rio" (v. 32) del plan salvífico de Dios respecto a todos los hombres.

c) Pero San Pablo lleva muy lejos la comparación de la célula conyugal con las bodas de Cristo y la Iglesia, asignando dentro del hogar menesteres característicos de los esponsales Cristo-Iglesia. Así es como, de manera particular, asigna al ma­rido la prerrogativa de Cristo-Cabeza, confundiendo la misión simbólica del Cristo-Cabeza (Ef 1, 18-20; 2, 19; CoZ 2, 10) y el título jurídico de cabeza atribuido al marido 3.

En este momento Pablo se expone a llevar demasiado lejos el pensamiento de sus lectores. Si es cierto que el amor de una pareja cristiana es el signo del amor de Dios (evocado en la imagen de las bodas de Cristo y de la Iglesia), eso no quiere decir que, partiendo de una simple imagen (los esponsales de Cristo y la Iglesia), haya que imponer a la pareja cristiana obligaciones particulares como si el marido fuera el único ha ­bilitado para desempeñar el papel de Cristo (mediador, cabe­za: cf. v. 23; cf. 1 Cor 11, 3) y la mujer la única habilitada para representar a la Iglesia (aceptación, receptividad: cf. v. 27). Una imagen, por hermosa que sea, no puede tener repercusiones tan concretas en la diversificación de las funciones. Lo que tiene que repetirse en el amor conyugal es el amor que circula entre Cristo y la Iglesia y no las funciones evocadas por la imagen de las bodas de Cristo y la Iglesia.

En este terreno Pablo está demasiado influenciado por su judaismo y por el marco jurídico de la familia que él conoce como para admitir que la esposa pueda ejercer ciertas funcio­nes de mediación respecto a su esposo y, por tanto, ser la fi­gura de Cristo, y que el esposo pueda también ser aceptación y receptibilidad, a la manera de la Iglesia.

El deseo de Pablo de encontrar el amor de Cristo para con la Humanidad en el amor de los esposos cristianos está perfecta­mente justificado; eso mismo es lo que constituye el contenido

3 J. CAMBIEE, "Le Grand Mystére concernat le Chris t et son Eglise", Bíblica, 1966, págs. 43-90, 223-42.

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del sacramento. Pero el apóstol vivió en un tiempo en que to ­das las mediaciones en el hogar pasaban por el hombre. Y Pa­blo ha diferenciado, naturalmente, en la situación cristiana, un papel de mediador específico del esposo, figura de Cristo, y una función de receptividad propia de la esposa, figura de la Iglesia. Esto significaba tal vez llevar demasiado lejos las apli­caciones de una imagen y exponerse a desdibujar la fuerza del mensaje a través de conclusiones que la Historia y la cultura pueden destruir.

VI. Hebreos El autor prosigue el razonamiento empezado 12, 5-7, 11-13 en Heb 12, 1-4 para convencer a sus desti-2.a lectura natarios a que soporten la prueba de su des-3.er ciclo tierro lejos de Jerusalén, la ciudad santa.

Aduce un nuevo argumento: la prueba es un correctivo semejante a los que todo hijo recibe de su padre.

Esta idea de la corrección -paterna es bastante original en el Nuevo Testamento. El autor la introduce apelando a la expe­riencia común: todos hemos tenido un padre que con cierta frecuencia ha castigado duramente; en ese momento la correc­ción parecía injusta y difícil de soportar; más tarde se revela beneficiosa y justa (vv. 9-11). Otro tanto ocurre con los acon­tecimientos desagradables de la vida, a los que el autor consi­dera como otras tantas reprimendas y castigos paternales.

El autor se basa igualmente en un argumento tomado de los Proverbios (vv. 5-7): los rabinos solían corregir muy severa­mente a sus discípulos, cosa que no impedía llamarles general­mente "hijos" (Eclo 4, 17; 23, 2; Prov 3, 11-12, 13, 24; 23, 12-14). Las antiguas tradiciones talmúdicas dejan constancia de estas correcciones en los medios rabínicos.

Pero estas dos imágenes (la paternidad de los padres de fa­milia y la de los rabinos) encierran una idea más profunda: si Dios corrige a sus "hijos" (v. 8), concediéndoles un t ra to seme­jante en todo al que da a los bastardos, es porque ve en ellos a su propio Hijo crucificado (v. 10: "para hacernos partícipes de la sant idad" adquirida por Cristo). Por tanto, Dios no es un padrastro: si castiga no es por sadismo, sino en nombre de la más alta forma de amor: la acogida amorosa en su presen­cia (v. 6).

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VII. Mateo 16, 13-20 evangelio l.er ciclo

El relato de lo que se ha dado en l lamar la "confesión de Cesárea" ha servido a los sinópticos para introducir un pasaje bastante homogéneo que engloba la pro­

fesión de fe mesiánica de Pedro, el primer anuncio de la pa­sión, una aplicación moral (los apóstoles tendrán que llevar también su cruz) y, finalmente, el relato de la transfiguración. Es muy probable que este conjunto se remonte a la catequesis primitiva (Mt 16, 13-17, 9; Me 8, 27-9, 10; Le 9, 18-26), aun cuando parece bastante evidente que los episodios recogidos en este bloque se desarrollaran independientemente unos de otros 4.

Son varios los indicios que parecen indicar que la versión de Mateo es la mejor, pero su redacción parece ser obra de la co­munidad primitiva, que sitúa antes de la resurrección una mi­sión pospascual.

De hecho, para comprender del todo el texto de Mateo hay que ampliar la lectura hasta el v. 23. Así se logra establecer la siguiente estructura:

B

v. 21: Pregunta de Cristo. v. 22: Intervención de Pedro.

v. 13: Pregunta de Cristo. v. 16: Intervención de Pedro.

v. 23: Pensamientos de l o s v. 17: Pensamientos de Dios y hombres y no de Dios,

v. 23: Tú eres piedra de es­cándalo.

no de los hombres. v. 18: Tú eres piedra de la

Iglesia.

a) El relato se encuentra así centrado en torno al doble intercambio de títulos entre Jesús y Pedro. Este aplica al pri­mero el título de Mesías; aquel responde atribuyendo al segun­do el título de Piedra y confiriéndole los poderes mesiánicos de las llaves. Pedro rehusa aplicar a Cristo el título de Siervo pa­ciente, Cristo replica atribuyéndole el título Piedra de escán­dalo.

b) El título otorgado a Jesús (v. 16) es esencialmente me­cánico: "Tú eres el Cristo." Pero Mateo desdobla el título aña­diendo: "El Hijo del Dios vivo." No parece que esta última ex­presión designe la divinidad propiamente dicha de Jesús, pues es frecuentemente empleada en el Antiguo Testamento para de­signar a los ángeles (Gen 6, 1-4; Job 1, 6), a los jueces (Sal 81/82, 6-7) y al rey (2 Sam 7, 14; Sal 88/89, 27-28). Por tanto, no se t ra ta más que de un duplicado del título de Cristo, que

* B. WILLAEKT, "La Connexion littéraire entre la premiére prédiction de la passion et la confession de Pierre chez les synoptiques", Eph. Th. hov., 1956, págs. 24-45.

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afirma el origen celeste de la mesianidad de Jesús. Ser reco­nocido como Mesías es ser declarado hombre como no hay otro pa ra dar sentido a la vida y conducirla al éxito.

c) Apenas reconocida su mesianidad, Cristo, al menos en la versión de Mateo, se preocupa por hacérsela compartir a Simón.

En primer lugar le da el título mesiánico de Pedro (v. 18), que le quedará como nombre personal. De esta forma transmite al apóstol las prerrogativas de invulnerabilidad y de firmeza atribuidas a David, a Sión y al Mesías (tema de las puertas del infierno: v. 18; cf. Is 28, 16).

A continuación le confiere el poder de las llaves (v. 19). Nos encontramos aquí en plena imaginería bíblica: Cristo detenta las llaves de la mansión de David (Is 22, 22), es el mayordomo de la casa del Padre (Mt 16, 19) y confía a Pedro la tarea de asumir esta función.

Pedro recibe por último el poder de "atar y desatar", que ejerce además en colegialidad con los otros (Mt 18, 18; cf. Jn 20, 22-23). De hecho se t r a ta de una expresión que, al reunir en uno a dos contrarios, expresa la totalidad del poder: el apóstol es verdaderamente plenipotenciario5 .

VIII. Juan 6, 61-70 Juan describe siempre con interés las evangelio reacciones de los oyentes de Jesús, y como 2.° ciclo ya ha analizado las actitudes de un doc­

tor de la ley (Jn 3), de una mujer del pue­blo (Jn 4) y de un funcionario (Jn 4, 43-53), pasa ahora a la descripción del contorno de Jesús durante el sermón del pan de vida.

* # *

a) Los judíos—Juan lo h a subrayado en todos los relatos— se encierran en una oposición y un "murmullo" absolutos (Jn 6, 30-31; 41-42; 52), que gana incluso al grupo de discípulos (ver­sículos 60-61), escandalizados por palabras que t ras tornan su concepción tradicional de las relaciones entre discípulos y maes­tro (cf. Jn 6, 37-40). Por el contrario, los apóstoles parecen adop­ta r una acti tud de fe claramente expresada en la profesión de Pedro, pero limitada, al parecer, a la mesianidad de Jesús (ver­sículos 67-70).

b) Juan saca dos conclusiones de esta constatación. En pri­mer lugar, el abandono de las masas y de los discípulos prueba

5 Véase el tema doctrinal sobre primacía y colegialidad, en este mis­mo capítulo.

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que no se puede tener fe más que por don del Espíritu: solo con los medios humanos (la "carne" del v. 63) no puede preten­derse tenerla. Además, la dispersión de los discípulos es el pre­ludio del misterio pascual. La doble mención de la traición de Judas (vv. 64 y 71) y la de la ascensión de Jesús (v. 62) revelan que este misterio está ya obrando en los incidentes de Cafar-naum, tanto en su aspecto de humillación como en su aspecto de glorificación.

* * *

El discurso sobre el pan de vida no cesa de resonar, ya de manera difusa, ya explícita, en la Iglesia que es el Cuerpo de Cristo. El cristiano es siempre alguien que, tomando la medida de la existencia, sabe que no puede dar su fe a otro que no sea Jesús. El cristiano es llamado a buscar la voluntad del Padre, y el punto de apoyo de esa búsqueda es siempre el pan euca-rístico, signo de la intimidad perfecta entre Jesús y su Padre.

IX. Lucas 13, 21-30 Lucas (13, 22-23) ha guardado el recuerdo evangelio de las circunstancias del discurso de Je -3.er ciclo sus sobre las que Mateo (7, 13-14 y 22-23)

guarda silencio para no romper la conti­nuidad totalmente artificial del Sermón de la Montaña. Lu­cas (13, 24) habla solamente de la puerta estrecha, mientras que Mateo mezcla con este, no sin confusión, el tema de los dos caminos (Mt 7, 13-14). La puerta a la que se refiere Lucas es la del banquete escatológico (esta nota es verosímilmente pri­mitiva), mientras que Mateo se refiere a la puerta de una ciudad situada al final de un "camino" moral, sustituyendo de esta for­ma por una concepción moralizante y catequética un dato pri­mitivamente escatológico. En Le 13, 26-28, Cristo alude al com­portamiento de sus oyentes (v. 26); Mateo, por el contrario, piensa en los cristianos carismáticos de las comunidades pri­mitivas (Mt 7, 22), lo que pide una redacción más alejada del original. Los vv. 28-29 de Lucas parecen haber conservado su contexto primitivo, porque aluden al banquete escatológico anun­ciado en los vv. 24-25 y se refieren a temas típicamente judíos.

* * *

a) El tema fundamental de este pasaje es, pues, el del ban­quete mesiánico de Is 25, 6. La multi tud se apiñará para par­ticipar en él, pero la puerta de la sala será demasiado estrecha para que todos puedan entrar : los menos atentos se quedarán fuera (v. 28; cf. Mt 25, 10-12) y recurrirá en vano al recuerdo del amo de la casa (v. 26).

Por tanto, en la puerta del festín se realiza una selección, que no consiste en separar a Israel de las naciones, sino en es-

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coger a los mejores de cada campo. En la mesa del festín están reunidos patriarcas y profetas judíos (v. 28) y, junto a ellos, los mejores de todas las naciones (v. 29). El banquete reúne a judíos y paganos, miembros con igualdad de derechos del nuevo Reino, quedando borrada para siempre (cf. Gal 2, 11-14) la impureza de los paganos, que impedía a los judíos sentarse a la misma mesa.

b) No es inútil leer Le 13, 20-30 a la luz de los otros pa­sajes en que Cristo habla de la convocación de los paganos al Reino y que la sitúan siempre en el futuro escatológico: temas del festín (Mt 25, 1-12), de la congregación del rebaño (Mt 25, 31-32), de la construcción del templo destinado a contener a las naciones (Jn 4, 21-23; 12, 20-23) y del retorno con poder del Hijo del hombre (Mt 24, 29-31).

Cristo consideró la conversión de los paganos como una ini­ciativa escatológica de su Padre. Por tanto, no se preocupó de llamarlos durante su vida pública (Me 7, 24-30; Mt 10, 5-6), queriendo mantenerse en esto fiel a la economía de la salva­ción que es "primeramente para los judíos" (Rom 1, 16).

c) Podemos pensar que la sentencia de Jesús (vv. 28-29) fue ante todo una amenaza para los oyentes que no comprendían los signos del tiempo (cf. Le 12, 54-56; 14, 16-24) y que no se percataban del alcance decisivo del ministerio de Jesús. Esta no-inteligencia de las cosas va a ent rañar su próxima exclu­sión: ni siquiera su fidelidad a Moisés les servirá de nada, si no reconocen lo que lleva consigo el mensaje de Jesús. Por otra parte, esta exclusión no dificultará el que se realicen las an ­tiguas profecías de la congregación escatológica de los paganos, resultando que los judíos se encontrarán fuera, mientras que los paganos habrán entrado (cf. Mt 10, 15; Le 10, 13-14; 11, 31-32).

d) Mateo precisará además que los paganos ocuparán el lugar de los judíos en el banquete gracias a su fe (Mt 8, 11-12). Pero Lucas busca otra explicación: lo que permitirá a los pa­ganos penetrar en la sala del banquete son ante todo las obras y la práctica de la justicia (vv. 23-27; cf. Le 8, 21; 11, 28). A sus ojos, Dios no hace acepción de personas (Act 10, 34-35); la pertenencia al pueblo elegido no será decisiva; solo la práctica de la justicia será tenida en cuenta. Así, Lucas y Mateo se sepa­ran en la interpretación de la sentencia de Jesús. Mateo explica la razón por la que los primeros cristianos se recluían más en las naciones que en Israel. Lucas, por su parte, es más univer­sal: la salvación es accesible a todos los hombres, y los que

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pertenecen al pueblo elegido no entran automáticamente en la salvación 6.

* * *

El cristiano no está dispensado de oír esta advertencia de Cristo. La pertenencia al pueblo de Dios le hace ciertamente misionero y signo de salvación, pero esta salvación brota ex­clusivamente de la justicia personal. El cristiano es "salvador", pero esta misión no le salva a él automáticamente.

B. LA DOCTRINA

1. Primacía y colegialidad

El Concilio Vaticano II ha abierto para la Iglesia católica una era nueva rica en promesas, pero igualmente llena de ries­gos y dificultades. En todas partes del mundo, los cristianos y las iglesias locales redescubren la importancia de la profecía, y las iniciativas se multiplican. La ley de la uniformidad que, hasta ahora, servía de norma a la vida del pueblo de Dios, cede su puesto a una búsqueda de unidad bajo el signo de la comu­nión y del cambio de vida y de energía.

Esta situación posconciliar manifiesta, cada vez más, la im­portancia de la colegialidad episcopal, puesta a plena luz en el Concilio. Los hechos obligan a encontrar una nueva forma de relación entre el centro y la periferia, entre Roma y la,s otras Iglesias. El Sínodo episcopal de octubre de 1969 puede ser con­siderado, desde este punto de vista, como una etapa importante que augura un futuro prometedor. Pero queda todavía por re­correr una larga etapa antes que se lleguen a percibir todas las consecuencias prácticas de la doctrina conciliar.

Si nos atenemos a los debates del Vaticano II, es evidente que las razones que han hecho valer los obispos en favor de la colegialidad han sido más razones impuestas por las circuns­tancias que razones teológicas. Es completamente lógico y nor­mal: los obispos son pastores y se han expresado de acuerdo con las exigencias actuales de su misión. Ahora bien: estas exi­gencias militaban en favor de la colegialidad en dos puntos: en primer lugar, porque no es posible que el Papa ejerza con un mínimum de eficacia, él solo, el gobierno sobre toda la Igle­sia que, de un siglo a esta fecha, ha crecido tanto en extensión y complejidad. En segundo lugar, los problemas pastorales a

8 Véase el tema doctrinal de los paganos, en este mismo capítulo; of también J. DUPONT, "Beaucoup viendront du levant et du couchant", Se. Eccl, 1966, págs. 153-67.

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los que se vienen enfrentando los obispos de un tiempo a esta parte desbordan las fronteras de sus respectivas diócesis y re­quieren de ellos una acción colectiva a nivel de región, país e incluso continente. Pero, por mucha validez que puedan tener, estas razones de circunstancias no son razones teológicas. Si la colegialidad debe ser considerada de derecho divino, ha tenido que existir siempre en la Iglesia e interesa mucho expresar con la máxima claridad su fundamento doctrinal.

Como ya veremos, primacía y colegialidad son elementos es­tructurales de la Iglesia que afectan directamente el ejercicio de la fe. La "confesión de Cesárea" (véase el Evangelio de este día, l.er ciclo) constituye la prueba más clara del fundamento doctrinal divino de la primacía, concretamente de Pedro. Exa­minemos ahora el fondo de la cuestión.

La colegialidad, Sabemos, por los Evangelios, que Jesús de expresión de la Nazaret ha confiado su Iglesia no a un solo caridad de Cristo hombre, sino a un colegio de doce apósto­

les y a uno de ellos, a Pedro; la entrega de estos poderes, a los doce y a Pedro, la hizo Jesús al mismo tiem-po¡ y usando los mismos términos.

Esta decisión de Jesús responde a un imperativo fundamen­tal de los designios de salvación adquirida en El. Al fundar la Iglesia, Jesús hace ver claro su intención de quedarse entre los suyos a todo lo largo de la Historia; siendo mediador único de la salvación y cumplida su tarea en la tierra, después de su re­surrección quiere continuar entre los hombres, pero solo a tra­vés del ministerio de sus enviados, destinados precisamente para ello. El ministerio de esta presencia del mediador ante los hom­bres no puede ser ejercido por uno solo; el propio Dios no po­dría hacer que un hombre asumiera a título personal la función de mediador único. Por el contrario, este ministerio puede ser ejercido por varios al mismo tiempo, a condición de que sean establecidos en él por la gracia—este es el sentido más pro­fundo del sacramento del Orden—en los lazos de la caridad, cuyo secreto lo detenta Jesucristo y cuyo nacimiento en la cruz ha operado la salvación del mundo.

La autenticidad del ministerio apostólico o episcopal queda entonces asegurada por el acuerdo fraterno de los miembros del colegio en su cargo único. Mediante la gracia recibida en el momento de la imposición de las manos, este acuerdo fraterno expresa adecuadamente la ley de la caridad que constituye a la Iglesia como Cuerpo de Cristo.

Desde los orígenes, la historia de la Iglesia manifiesta que la percepción de esta verdad no ha faltado nunca, pero al mis-

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mo tiempo hace ver que no siempre ha sido vivida de la misma forma. El mismo San Pablo, para no perder el tiempo, busca por todos los medios la conformidad de los otros apóstoles sobre sus iniciativas misioneras. Durante los primeros siglos, los su­cesores de los apóstoles, ya obispos residenciales, multiplican los contactos entre ellos para profundizar el contenido de la fra­ternidad que los une y para encontrar en ella la garantía de sus propias iniciativas pastorales. A partir del siglo iv comienza la serie de los grandes concilios ecuménicos, a los que todos los obispos son convocados para resolver juntos los grandes proble­mas que se plantean a la Iglesia de su tiempo; el Concilio ecu­ménico aparece muy pronto como la institución por excelencia de la colegialidad episcopal y de su ejercicio pleno. Mientras tanto, la Iglesia va adquiriendo una fuerte personalidad y las circunstancias históricas la obligan, de distinta manera en Oriente y Occidente, a reforzar su unidad mediante la multi­plicación de legislaciones uniformes. Pronto la unidad eclesial, resultante del mutuo acuerdo entre los obispos, da lugar a la observancia, por todos, de leyes promulgadas por Roma o Cons­tan tinopla; ya no es necesario que los obispos multipliquen sus contactos, puesto que todos están obligados a atenerse a las mismas normas, cualquiera que sea el lugar en que se encuen­tren. Ya está asegurada la unidad, pero la personalidad de la Iglesia se ha empobrecido. El cisma entre Oriente y Occidente es inevitable. Además, toda la empresa misionera queda gravada de un peso innecesario (y absurdo), pues no se la imagina sino como la extensión en otras tierras del "orden" establecido de una vez para siempre entre los cristianos existentes.

El nacimiento y desarrollo del episcopado autóctono en el siglo xx; la decadencia de Europa en el concierto de las na­ciones; el desafío a la catolicidad de la Iglesia por obra del ateísmo contemporáneo; la despatriación de la Iglesia, que se ve obligada por todas partes a permanecer en estado de misión; la multiplicación de los contactos entre los pueblos a escala planetaria, todos estos factores y otros han creado en la Iglesia una situación tal que su unidad, en adelante, no puede estar salvaguardada mediante la uniformidad. Por tanto, sería pre­ciso revalorizar el órgano esencial de su catolicidad y de su di­namismo misionero, que no son otra cosa que la colegialidad episcopal. Es de admirar, a este respecto, la visión de Juan XXIII al haber comprendido esta necesidad y haber convocado, para remediarla, el Concilio Ecuménico Vaticano II.

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El primado de Pedro, Al mismo tiempo que confiaba al Cole-ejemplo vivo de gio de los Doce el futuro de su Iglesia, la colegialidad Jesús la confiaba a Pedro como jefe del

colegio: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). La razón última de la institución del Colegio apostólico estriba, según acaba de verse, en la ley de la caridad, que constituye a la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Esta misma ley de caridad es la que explica la ins­titución de una primacía. En efecto, si la autenticidad del mi­nisterio apostólico o episcopal está asegurada por la confor­midad fraterna de los miembros del Colegio, es esencial que esta conformidad sea de suyo portadora de una norma viva de verificación. La presencia en el Colegio de una cabeza responde a esta exigencia estructural. Nadie mejor que San Ireneo para definir la función de esta cabeza rectora del Colegio, al decir del sucesor de Pedro que "preside" la caridad.

Si el Papa actúa solo o al frente de sus hermanos en el episcopado (por ejemplo, en un Concilio ecuménico), siempre lo hace como jefe del Colegio episcopal y con el fin de ratificar la conformidad que asegura la autenticidad del ministerio co­legiado de sus miembros. La primacía del Papa es necesaria en el ejercicio de la colegialidad episcopal, ya que proporciona una prueba viva de la fraternidad que reúne a los miembros del Co­legio de cara a la edificación de la Iglesia en la caridad de Cristo. Los obispos saben que la comunión de ellos edifica la Iglesia, siempre que tal comunión la ejerzan unidos al sucesor de Pedro.

Sería, pues, un grave error pensar que en la Iglesia hay dos sujetos distintos del poder supremo: el Papa y el Colegio epis­copal. El Papa es un miembro más del Colegio y cuando actúa como Papa lo hace como cabeza del Colegio episcopal; por otra parte, el Colegio episcopal no existe sin su cabeza; lo for­man los obispos en comunión con el Papa.

A partir de la clausura del Vaticano II son creadas diver­sas instituciones para hacer posible el ejercicio efectivo de la colegialidad, especialmente en el plano del gobierno de la Iglesia universal. Esta puesta en marcha es delicada, ya que es preciso dar a cada uno el lugar que le corresponde, pero es necesaria. La renovación de la Iglesia actual lo exige y no puede escatimar sacrificios, por grandes que sean.

La misión universal, Quince años después de Pentecostés, principio dinámico mientras la primera comunidad apostó-de la colegialidad lica de Jerusalén crecía diariamente y la

fracción helenista se encargaba de evan­gelizar las regiones lindantes, Jesús Resucitado se apareció en el camjno de Damasco al judío Saulo de Tarso, perseguidor de

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los cristianos, encomendándole la misión de evangelizar a los paganos.

La vocación de Saulo, que toma el nombre de Pablo, es, sin duda, el acontecimiento más importante de la historia primi­tiva de la Iglesia. El ministerio de Pablo implantará el cris­tianismo naciente en el mundo griego y abrirá de par en par las puertas de la Iglesia a los incircuncisos. Es cierto que la fundación de la Iglesia en Antioquía, dejada al cuidado de Ber­nabé, había sido el punto de arranque de todo este proceso an­tes de la intervención de Pablo; pero son los viajes misioneros de este los que dejaron marcados para siempre los jalones deci­sivos de la expansión del cristianismo en el mundo mediterrá­neo. La acción de Pablo fue decisiva para el futuro de la Igle­sia, en muchos aspectos; hasta tal punto que el cristianismo de los siglos siguientes puede considerarse, en gran parte, como el heredero de las fundaciones paulinas.

¿Qué deducimos de todo esto? Durante muchos años, Pablo reivindica su cualidad de apóstol en un plano de igualdad con los auténticos apóstoles, miembros del primer Colegio apostó­lico. No lo olvidemos: cuando comienza su evangelización, Pa­blo tiene conciencia de su misión, pero aún dista mucho de formar parte del Colegio apostólico. Poco a poco adquiere con­ciencia de la importancia que, para la Iglesia, tiene la labor que él desempeña y reclama la integración de su tarea entre las grandes tareas de la Iglesia, así como la integración de él mismo en el grupo de los responsables supremos de la Iglesia. Con­sidera como una necesidad eclesial de primera importancia que los grandes apóstoles le incluyan en su Colegio. En tanto la res­ponsabilidad misionera no esté asumida directamente por el Colegio apostólico, el principio de su dinamismo no puede arrai­gar en él.

Esta es la enseñanza que nos aporta la experiencia paulina. En el primer Colegio apostólico, Pablo no es uno de los Doce, sino un hombre inesperado, imprevisto (un intruso lo llama­rían más de una vez), venido de la Diáspora y llamado de forma sorprendente por el propio Resucitado, que le ha infundido so­bradamente un portentoso celo misionero. No es pequeño mé­rito, por parte de los Doce, haber incluido entre ellos a este hombre desconocido y de tan poderosa personalidad.

Lo que aconteció en la Iglesia primitiva seguirá acontecien­do a todo lo largo de su historia. El Resucitado llama a quien quiere, para dar a su Iglesia el vigor misionero, de acuerdo con las necesidades del tiempo. Todo miembro del Cuerpo de Cristo e incluso un no cristiano puede ser el objeto de tal llamamien­to. Al Colegio episcopal corresponde cuidar de que se unan a ellos hombres para quienes la responsabilidad misionera cons­tituye el centro de su vida, bautizados y sacerdotes en quienes

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descubra a primera vista que su vida está totalmente polari­zada por las exigencias de la misión.

Siempre que el Colegio episcopal ha olvidado esta obligación, las empresas misioneras más necesarias y audaces han termi­nado en rotundo fracaso. El caso más típico en la historia de la Iglesia lo constituye la experiencia misionera de los jesuítas enviados a China a partir de los últimos años del siglo xvi. La evangelización de China exigía métodos nuevos. Era absoluta­mente necesario que la misión respondiera a un desafío, el de una gran nación, al humanismo refinado, nación que no espe­raba de la fe ninguna aportación específicamente cultural. No se trataba de transportar a China el "orden" cristiano de Occi­dente. Tenía que haber sido suficiente la proclamación de la Buena Nueva. Los jesuítas se entregaron resueltamente a esta tarea. Fueron reconocidos por varios Papas como excelentes obre­ros en el campo del Señor. Y no obstante su experiencia, fraca­saron estrepitosamente. La razón fundamental de este fracaso reside, según creemos, en el hecho de que esta nueva experien­cia misionera jamás estuvo realmente integrada en el Colegio apostólico y, como es natural, tampoco en el cuerpo eclesial todo entero. En lo esencial, la cristiandad occidental, el Papa, los obispos y los cristianos eran totalmente ajenos a esta nue­va epopeya paulina.

En nuestros días, la situación misionera en que se halla la Iglesia recuerda, por más de un motivo, el tiempo de San Pa­blo. Las dificultades planteadas a la catolicidad de la Iglesia tienen, por lo menos, la misma amplitud. Para responder a ellas adecuadamente no basta que el Colegio episcopal encuentre sus medios normales de acción y que el sucesor de Pedro se limite a sus funciones de ordenador; es necesario que este Colegio cuente entre sus miembros con hombres de la talla de Pablo, hombres que, contando con el respaldo del Colegio episcopal, sean capaces de asumir las audaces iniciativas misioneras que se imponen a la Iglesia actual.

2. El tema de los paganos

La imagen que los cristianos se forman de los paganos cons­tituye siempre un excelente índice de cómo conciben las reali­dades fundamentales de su fe, especialmente su responsabilidad misionera.

Hasta la época moderna, los hombres eran clasificados ge­neralmente de acuerdo con sus creencias religiosas. En este as­pecto, en efecto, el centro de gravedad de la existencia humana se hace perceptible allí donde se construye y se expresa la re­lación de tipo religioso, ya que el hombre espera la felicidad de una comunicación con el mundo divino. De este modo se com-

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prende perfectamente que la primera reacción del cristiano que vive dentro de un régimen sacral sea la de establecer entre él y el pagano una separación bastante radical: el cristiano adora al verdadero Dios; el pagano es un idólatra. La misión del cristiano, en estas condiciones, es convertir al pagano a la fe verdadera para que todos tengan acceso a la salvación, pues esa es la voluntad del Padre. Sin embargo, es preciso hacer ver que la separación entre el cristiano y el pagano no ha sido captada por todos de un modo tan radical: en todo tiempo los misioneros han tenido clara conciencia de que el Espíritu hacía su obra en el corazón de todos los pueblos y de que su itinerario espiritual les predisponía, de algún modo, a la recepción del Evangelio.

En nuestros días, la pertenencia religiosa no reviste ya la importancia que tenía en tiempos pasados, y cuando se habla de ella para justificar una segregación, todos sabemos que las verdaderas razones son de otro orden. Los hombres se agrupan en grandes universos geográfico-culturales, en grupos sociales o profesionales, y lo que les diferencia y, eventualmente, les opo­ne, es su modo de concebir la historia humana, su modo de ha­cer frente a las dificultades que les salen al encuentro, tales como la guerra, la injusticia, el subdesarrollo, etc. Con el na­cimiento de un mundo moderno, construido sobre el desarrollo prodigioso de una civilización científica y técnica, el centro de gravedad de la existencia humana se desplaza progresivamente del terreno "religioso" al terreno de lo "profano". La primera cuestión que se nos plantea es la de saber el modo de hacer más habitable la tierra para el hombre; a continuación de este su­puesto se puede plantear la cuestión del aspecto religioso; sin tal supuesto no se puede dar un paso más en el camino de los planteamientos. Los cristianos no escapan a esta nueva que lleva consigo, de inmediato, una visión mucho más amplia de la tarea del Pueblo de Dios entre los hombres. El pagano ha de­jado de ser considerado como el idólatra al que hay que intro­ducir, a la mayor brevedad, en el verdadero conocimiento de Dios; y la misión, entendida como hasta hace poco, es incapaz de obtener resultados positivos. ¿Cuál es, entonces, la nueva identidad del pagano? ¿Cómo se presenta la misión de la Igle­sia en el mundo de nuestro tiempo?

Israel y las Durante mucho tiempo, Israel se ha pregun-naciones paganas tado sobre el destino de las naciones paganas

y la significación de su problemática religio­sa. Creemos, además, que no le era posible sacudirse esta inte­rrogante. En efecto, Israel nunca fue un pueblo solitario. Sus contactos con otros pueblos fueron numerosos, no solo con las poblaciones locales o vecinas, sino también con los gigantes de

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la época (Egipto, Asiría, Babilonia, etc.). Más aún: después de la toma de Samaría y de Jerusalén, se constituye el Israel de la Diáspora: por todas partes van formándose comunidades judías en el seno de otras naciones.

La reacción de Israel en estos contactos ha sido motivada, ante todo, por su elección religiosa. La Alianza del Sinaí ha hecho de Israel el pueblo elegido de Yahvé, pueblo donde se adora al verdadero Dios que es el Dios de la fe, con todas las exigencias que lleva consigo la Alianza en el plano espiritual y moral. De ello se deriva una primera reacción, del todo com­prensible y justificada: se trata de defender su derecho a la existencia y, sobre todo, a salvaguardar su identidad religiosa, ya que, más que la servidumbre política, Israel considera aún más grave la amenaza de reducción religiosa, la tentación, que, de modo ininterrumpido, acecha al pueblo elegido, de volver al paganismo.

El pueblo elegido no se imagina, por un momento siquiera, que el itinerario espiritual de las naciones paganas con las que tiene un contacto real pueda tener algún valor a los ojos de Yahvé, ni, a forüori, que la aventura de la fe pueda ser com­partida con pueblos no judíos. Pero, no obstante, lajs naciones paganas no quedan excluidas de las perspectivas que, sobre el futuro, elabora el pueblo elegido, pues el Dios de la aventura de la fe es el Dueño y Señor de toda la creación, el Dios pro­vidente cuya misericordia es infinita. Yahvé, aunque pone apar­te a Israel, no por eso se despreocupa del resto de las naciones. De hecho, cuando piensan en el futuro, todos los profetas han puesto de relieve—unos más, otros menos—que todas las nacio­nes paganas tendrían acceso a la salvación y, asimismo, al jui­cio. En el día de Yahvé se ofrecerá la conversión al Dios vivo a todas las naciones. Algunos autores afirman también que el llamamiento a la conversión surtirá más efecto fuera de las fronteras de Israel que en el propio pueblo elegido. Como mues­tra de ello, nadie se atrevía a poner en duda, al menos en el terreno puramente imaginativo y posible, el papel encomendado a Job, un pagano, en el plano de la fe, ni a poner en escena la respuesta sorprendentemente positiva e inesperada de los nini-vitas a la predicación de Jonás.

Así, pues, para Israel, la problemática religiosa de los paga­nos no tiene consistencia, ya que no conocen al verdadero Dios. Pero llegará el tiempo en que Yahvé se manifieste al resto de las naciones, que tendrán entonces su puesto en la ciudad de­finitiva, en la que Israel ocupará el lugar de preferencia.

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Jesús de Nazaret, La aventura de la fe que protagoniza Israel hermano de todos encuentra su culminación en la interven­

ción histórica del Mesías. El reconocimien­to del Dios Todo-Otro pone al descubierto sus últimas conse­cuencias con Jesús de Nazaret. Tras su paso por la tierra y su muerte victoriosa, la humanidad entera queda pendiente de la iniciativa creadora de Dios—que es iniciativa de amor—, y to­dos los hombres son hermanos por la dependencia radical que los une a Dios Padre. El llamamiento a la salvación es, por na­turaleza, universal, y las condiciones para responder a él son idénticas para todos. En esta perspectiva, la elección de Israel no supone, en sí misma, privilegio alguno; simplemente hace que el pueblo elegido tome una parte única e irreemplazable en la realización del designio salvador de Dios que incluye a todos los hombres. Y de acuerdo con estas convicciones fundamenta­les es como toma forma, en Jesús, la imagen que el pueblo ju­dío tenía forjada de los paganos.

¿Qué enseñanzas nos da el ministerio de Jesús de Nazaret? Jesús no busca directamente el encuentro con los paganos; su misión se limita a Israel, y, como Mesías de este pueblo, trata de movilizar sus energías de cara a la gran tarea reservada al pueblo-testigo entre los restantes pueblos de la tierra. Pero cuando Jesús encuentra a tal o cual pagano, no tiene inconve­niente, si llega el caso, en expresar sin rodeos la admiración que le ha producido su fe..., incluso ante la estupefacción que tal confesión podía despertar entre los judíos. Jesús tiene la con­vicción—y la manifiesta sin tapujos—de que todos los hombres son hermanos ante Dios, que, ya en este momento, la acción del Espíritu se abre paso entre las naciones y la búsqueda religiosa de los paganos no puede resultar ineficaz. Poco después, la ne­gativa de Israel a entrar, como pueblo, en las directrices mar­cadas por su Mesías, acentúa más aún, si cabe, el universa­lismo del amor fraterno apuntado antes por Jesús. La misión reservada al pueblo elegido será confiada, desde este momento, a todo hombre que acepte seguir a Jesús y observar fielmente el mandamiento nuevo del amor fraterno sin fronteras.

Para Jesús, la adoración al Padre en espíritu y en verdad está indisolublemente unida al ejercicio activo de la caridad fraterna; este doble amor halla perfecto cumplimiento en su persona. Pero el Espíritu, que actúa ya en todos los hombres, pone a estos en el camino que lleva a la realización completa del doble amor antedicho. El lenguaje religioso de la existencia y el relativo a la vida son, a partir de ahora, inseparables. Todo hombre, por el hecho de ponerse al servicio de sus hermanos más necesitados, camina al encuentro de Jesús, aunque aún no le conozca (véase el relato del Juicio final en Mt 25). La separa­ción existente entre judíos y paganos origina la oposición, irre­ducible esta vez, entre el amor y el odio.

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El Pueblo de Dios Los primeros años del cristianismo han y la Humanidad sido decisivos de cara a la manifestación

de la originalidad que le caracteriza. Des­de el episodio de Cornelio al Concilio de Jerusalén, pasando por la fundación de la Iglesia de Antioquía (véanse las primeras lecturas de este domingo), el camino recorrido pone de mani­fiesto una mayor preocupación: la fe en Cristo vivo impone la superación radical del particularismo judío. Todo hombre está llamado a ser discípulo del Resucitado, pero, en el futuro, no es necesario pasar por el judaismo y las prescripciones de la ley mosaica. Al leer los Hechos de los Apóstoles, uno comprue­ba, no sin cierta sorpresa, que los acontecimientos más signi­ficativos de esta misma preocupación del cristianismo primiti­vo se nos refieren como reediciones del primer Pentecostés. Los apóstoles y los primeros cristianos, todos de orden judío, ha­cen un descubrimiento notable, cual es el relativo a la acción efectiva del Espíritu Santo fuera de las fronteras del pueblo elegido. La propia experiencia cristiana les ha llevado poco a poco a esta convicción, a pesar de las inhibiciones que todo de­but lleva consigo y de las resistencias de algunos. Convicción totalmente desconcertante si se piensa en el desbarajuste que introduce en las ideas judías tradicionales.

El Concilio Vaticano II, al proponer, para identificar a la Iglesia, una concepción dinámica del Pueblo de Dios, en cuyos límites tiene cabida, de derecho, la humanidad entera, se ha apoyado en esta misma convicción expuesta en el párrafo an­terior. Todo hombre está realmente "llamado a pertenecer" al Pueblo de Dios, nos dice la Constitución sobre la Iglesia: quiere decir esto, en otros términos, que en la obra que el Espíritu se propone llevar a cabo todo hombre está objetivamente orien­tado hacia el cumplimiento que Cristo le proporcionará me­diante la Iglesia, que es su Cuerpo.

A la concepción dinámica del Pueblo de Dios corresponde una concepción dinámica del pueblo pagano. El pagano es un hombre en marcha hacia Cristo; por insegura que sea, la aven­tura espiritual que el pagano recorre está llena de sentido a los ojos de Dios y encontrará su culminación en Cristo. Llegará el día en que este hombre, después de mucho buscar la luz en la oscuridad, sienta la Iglesia dentro de sí y a sí mismo como un hermano entre otros muchos hermanos, pues virtualmente ya forma parte de esa fraternidad universal que el Espíritu pro­pone a todos los hombres. La misión del Pueblo de Dios consiste en recurrir (a la sombra del Espíritu de Dios) a todos los hom­bres, sin distinción de ninguna clase, mediante el testimonio hecho vida del verdadero amor. Se trata de una misión de diá­logo: con él se invita al pagano a dar un paso hacia adelante —el más decisivo, quizá—en el itinerario espiritual que él, por su cuenta, ha comenzado.

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Evangelizar Digámoslo una vez más. La responsabili-a los paganos, hoy dad fundamental del Pueblo de Dios es

hacer que el misterio de Cristo penetre en lo más profundo del corazón de todos los pueblos y quede arrai­gado en él, a fin de que cada uno encuentre (en Cristo) la sa­tisfacción plena del deseo que los anima y oriente su búsqueda siguiendo los impulsos del Espíritu Santo.

¿Por qué, entonces, los cristianos se han opuesto con su si­lencio a reconocer las huellas del Espíritu en el itinerario es­piritual de los pueblos no cristianos? La explicación es senci­llísima. Cuando el cristianismo se implanta en territorios no cristianos es preciso tiempo, y en algunos puntos mucho tiempo, para que aparezca su originalidad. ¿No es altamente significa­tiva en este aspecto la historia de la Iglesia en Occidente? El mundo en el que se difunde el cristianismo es un mundo de tipo sacral: el lenguaje del rito y de la pertenencia religiosa es en Occidente mucho más importante que el lenguaje de la vida, hasta tal punto que los cristianos de los primeros siglos llegan a negar sus derechos al ateo, y muchas de sus disputas perso­nales son ocasionadas por cuestiones religiosas. A partir del si­glo iv, y tras la conversión oficial del Imperio al cristianismo, el mundo sacral occidental, a su vez, "ingresa" oficialmente en la Iglesia. Se recalca y se mima hasta la exageración todo lo referente a la expresión religiosa y las liturgias se multiplican. Inconscientemente, las más de las veces, se vuelve a las pers­pectivas del Antiguo Testamento y, hablando de las reacciones de los cristianos ante los paganos, se asemejan más a las que los judíos tenían con aquellos, que a las de la Iglesia del tiempo de los apóstoles. La misión recuerda, en el mejor de los casos, el proselitismo de la Diáspora judía.

En realidad, el fermento evangélico, que lleva tiempo rea­lizando su labor en la cristiandad occidental, conduce, poco a poco, al desmantelamiento de las últimas posiciones del paga­nismo y contrarresta el proceso de sacralización, al invitar al hombre a reconocer lúcidamente la verdad de su condición hu­mana bajo el signo del mandamiento nuevo. No cabe duda de que en Occidente el centro de gravedad de la existencia huma­na se fue desplazando progresivamente del terreno de la expre­sión religiosa al de la vida. Repuesto en su verdad, el hombre va perdiendo conciencia de los recursos de su libertad, al tiempo que ve con mayor claridad cada día lo que exige la actualiza­ción del amor fraterno sin fronteras. El balance concreto y detallado de esta evolución llevaría consigo mucho tiempo y su culminación dista mucho todavía; pero, ya desde el siglo xm, Tomás de Aquino había hecho posible, teológicamente, esta evo­lución, conjugando perfectamente lo sobrenatural y lo natural.

En nuestros días, la imagen que los cristianos tienen de los paganos está profundamente transformada si la comparamos a

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la que tenían hace algunos siglos. Indudablemente que esta ima­gen actual del pagano está más cerca de la representación que de él nos ofrece el Evangelio: el hombre que no conoce a Je­sucristo pertenece ya al orden de la salvación instaurado defi­nitivamente en Cristo, y está en camino hacia El en tanto que está comprometido en el servicio a sus hermanos. En cuanto a su misión entre los hombres, el Pueblo de Dios comprende, a partir del Vaticano II, que el proselitismo debe ceder su puesto, de modo definitivo, al diálogo.

La acogida a los paganos El rostro de la Institución eclesial en la reunión eclesial y de los contactos en los que ella

tiene la iniciativa está relacionado, asimismo, con la imagen que los cristianos se forman de los paganos. Cuando esta imagen es puramente negativa, la aco­gida que la Institución eclesial les reserva procede de un mo­vimiento de sentido único; por definición, los paganos no pue­den aportar nada a la que posee toda la verdad. Pero cuando el pagano es considerado por el cristiano como un miembro de la Humanidad amada por Dios e informada por el Espíritu, un hombre, a quien necesita el cristiano para ser tal y que ya es su hermano dentro del Pueblo de Dios, encuentra el lugar que le corresponde en la Institución, que es el lugar adecuado para su búsqueda espiritual; en ella es esperado, y siempre tendrá algo que aportar.

Aparte de la institución catecumenal, solo conocemos un tipo de asamblea eclesial: la que reagrupa exclusivamente a los cristianos. La herencia de un pasado de cristiandad nos ha acostumbrado excesivamente a concebir el bautismo como la puerta de entrada, y, sin embargo, puede muy bien tener lugar al final de un largo recorrido durante el cual cristianos y no cristianos han tenido ocasión de entablar contactos y de pro­fundizar todos juntos. Afortunadamente, esta situación cambia­rá en un plazo no muy largo de tiempo; por otra parte, los cristianos que llevan a cabo experiencias de búsqueda común con no cristianos conocen muy bien el enriquecimiento que tal búsqueda les proporciona de cara a una mejor comprensión del misterio de Cristo. También el ateo debe ser considerado como un hermano; al participar de la condición común, su búsqueda constituye para el cristiano una fuente fecunda de interro­gantes.

Para terminar, toda reunión es, por naturaleza, un lugar abierto a los demás hombres. Aquí está la verdad de la reunión por excelencia, a la cual le da forma la participación del Pan entre los cristianos. Toda la Humanidad forma el marco nece-

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sario de toda celebración eucarística, y el dinamismo que re­side en ella debe estar alimentado en todo tiempo por una am­bición de catolicidad. Al hacernos participes de su cuerpo y sangre, Cristo nos da como hermanos en la fe a todos los hombres. Confiados totalmente en esta seguridad, estamos en óptimas condiciones para contribuir, en el diálogo con todos, al éxito definitivo de la aventura humana según Dios.

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ÍNDICES

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ÍNDICE DE LECTURAS

Génesis

3, 9-15 Pág. 18, 1-10 18, 20-23

Éxodo

16, 2-4, 12-15 19, 2-6

35 178 200

225 57

Job

38, 1, 8-11

Proverbios

9, 1-6

Eclesiastés

1, 2; 2, 21-28

83

271

226

Deuteronomio

5, 12, 15 8 11, 18, 26-28 7 30, 10-14 154

Josué

24, 1-2, 15-17, 18b

2 Samuel

12, 7-10, 13

2 Reyes

4, 8-11, 14-16

292

60

1 Reyes

3, 5, 7-12 8, 41-43 17, 17-24 19, 4-8 19, 9, 11-13 19, 16, 19-21 106

199 9

37 246 245

105

Sabiduría

1, 14-15; 2, 23-24 106 12, 13, 16-19 176 18, 6-9 247

Isaías

22, 19-23 292 55, 1-3 224 55, 10-11 152 56, 1, 6-7 270 66, 10-14 132 66, 18-21 294

Jeremías

20, 10-13 81 23, 1-6 177 38, 4-6, 8-10 272

Ezequiel

2, 2-5 .... 17, 22-24

Oseas

4, 42-44 199 6, 3-6

132 58

35

319

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Amos

7, 12-15 153

Zacarías

9, 9-10 131 12, 10-11 84

Mateo

7, 21-27 16 9, 9-13 42 9, 36-10, 8 65 10, 26-33 92 10, 37-42 113 11, 25-30 136 13, 1-23 160 13, 24-30, 36-43 184 13, 44-52 206 14, 13-21 253 15, 21-28 277 16, 13-20 300

Marcos

2, 23-3, 6 17 3, 20-25 43 4, 26-34 67 4, 35-41 93 5, 21-43 114 6, 1-6 139 6, 7-13 162 6, 30-34 185

Lucas

7, 1-10 20 7, 11-17 45 7, 36-50 68 9, 18,-24 95 9, 51-62 116 10, 1-12, 17-20 140 10, 25-37 162 10, 38-42 186 11, 1-13 210 12, 13-21 234 12, 31-38 256

12, 49-53 279 13, 21-30 302

Juan

6, 1-15 208 6, 24-35 232 6, 41-51 254 6, 51-59 278 6, 61-70 301

Romanos

3, 21-25, 28 10 4, 18-25 38 5, 6-11 61 5, 12-15 85 6, 3-4, 8-11 108 8, 9, 11-13 133 8, 18-23 155 8, 26-27 180 8, 28-30 202 8, 35, 37-39 227 9, 1-5 248 11, 13-15, 29-32 273 11, 33-36 :. 295

2 Corintios

4, 6-11 12 4, 13-5, 1 39 5, 6-10 63 4, 14-17 89 8, 7; 9, 13-15 110 12, 7-10 134

Gálatas

1, 1-2, 6-10 14 1, 11-19 41 2, 16, 19-21 64 3, 26-29 90 5, 1, 13-18 111 6, 14-18 135

Efesios

1, 3-14 156 2, 13-18 181

320

4, 1-6 203 4, 17, 20-24 229 4, 30-5, 2 249 5, 15-20 274 5, 21-32 297

Colosenses 1, 15-20 159

1, 24-28 182 2, 12-14 204 3, 1-5, 9-11 230

Hebreos 11, 1-2, 8-12 251 12, 1-4 276 12, 5-7, 11-13 299

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ÍNDICE DE TEMAS

Los temas indicados en mayúsculas son los que reciben un desarrollo doctrinal (las páginas se indican en cursiva)

ABUNDANCIA, 71-75, 200. Acción de gracias, 296. Acontecimiento decisivo, 90. Adán y Cristo, 87. Alianza, 58, 293. Amor, 112, 162. Antinomia de la vida apostólica,

13. Antropología, 88. Apostolicidad, 14, 41. Árbol, 59. Arrepentimiento, 61.

Banquete, 271. Banquete escatológico, 209. BANQUETE EUCARÍSTICO, 280-85. Banquete mesiánico, 224, 302. Bautismo, 91, 108, 297. Bendiciones, 157. Bien y mal, 36.

Caridad, 163. Carne, 133. CARNE Y ESPÍRITU, 112, 142-47, 275 Carreras de fondo, 276. Colecta, 110. Colegialidad apostólica, 66. Combate entre los dos espíritus,

43. Comida, 69. Compromiso misionero, 117. Comunidad, 96. Comunión, 203, 250. COMUNIÓN ECLESIAL, 118-24.

Concepción dinástica y concep­ción carismática, 140.

Confianza en la oración, 210. Conocimiento, 35, 137, 158. Continuidad, 273. Conversión, 84, 161, 207, 229, 280,

293. Convocación de los paganos, 303. Corrección paterna , 299. Creación de los mares, 83. Crecimiento (lento), 67. CRECIMIENTO EN LA DEBILIDAD, 147-

151. Cristo-Cabeza, 298. Cruz, 113, 135.

Debilidad, 134. Desaliento, 246. Desánimo, 225. Desconocimiento, 115, 139. DISCÍPULO, 124-30, 255. DIVISIÓN, 285-91.

Elección, 57, 157. Elias, 46. Elias y Moisés, 246. Embajada misionera, 295. Escuchar la Palabra, 187. ESPERANZA, 38, 155, 164-69. Espera escatológica, 187. Espíritu, 17, 133. Esponsales, 297. Eucaristía, 209. Evangelio, 15.

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Exclusión, 303. Expiación, 86.

Familia, 44. Familiaridad, 179. F E , 12, 91, 179, 236-40. Fiesta de Pascua, 248. Formación de apóstoles, 253.

Historia de la Salvación, 62, 163. Hombre nuevo, 231. HOSPITALIDAD, 105, 114, 179, 187,

192-98.

Iniciación a la fe, 158. Intercambio de títulos, 300. Intercesión, 201. ISRAEL, 66, 258-64.

Justicia, 11, 235, 303. Justificar, 64.

Kénosis divina, 207.

Lapso de tiempo, 246. Libertad, 111. Limosna, 257.

LLaves, 292.

Mal (Bien y), 36. Maldición, 35. Maestro y discípulo, 107. Maná, 208, 233. Maternidad, 132. Mediación, 10. Medio familiar, 139. Mérito, 201. Mesianidad, 95. Mesiánico, 300. Mesianismo davídico, 131. Milagros, 115. Misericordia, 42, 274, 296.

Misión, 66, 161. Misterio pascual, 302. Moderación, 176. Monoteísmo, 152. Morir al pecado, 230. Mundo presente, 155. Muerte, 36, 106. Muerte con Cristo, 108. Muerte y resurrección, 13, 64.

Niños y sabios, 137.

OBEDIENCIA, 21-28. Oración, 96, 180.

PACIENCIA, 117, 184, 188-92. PAGANOS, 20, 277, 309-16. Palabra, 20, 154. PAN DESTINADO A LOS POBRES, 219-23

Pan eucarístico, 256. Pan de vida, 233. Pasión, 272. Pastores, 178. Paz, 181. Pecado original, 85. Pedro-Piedra, 301. Pequenez de medios, 68. PERDÓN, 70, 75-80, 250. Perdón de los pecados, 69. Peregrinos, 141, 276. PERSECUCIÓN, 81, 97-101. Persona de Jesús, 209, 233. Personal, 39. Plenitud, 207. Pobre, 137, 200. POBREZA, 141, 235, 240-44. Poder, 93. Portero, 257. Predestinación, 202. PRIMACÍA Y COLEGIALIDAD, 304-09.

Primado de Cristo, 159, 205. Privilegios de Israel, 249. Profesión de fe, 159. Profeta, 105, 107. PROMESA, 201, 264-69.

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Propiciación, 11. Providencia, 226. Proximidad, 154. Prueba, 40, 227.

Rabí, 65. Recolección, 65. Recapitulación, 158. Redención, 11, 157. REINO, 212-18. Renuncia, 117. RESURRECCIÓN, 39, 45, 51-56, 94, 134. Resurrección (muerte y), 13, 64. Retribución, 37. Reunir, 45. Revestirse de Cristo, 229.

SÁBADO, 18, 28-34. Sabiduría, 199. Sacerdotal, 276. Salario, 153. Salomón, 131. SATANÁS, 47-51. Seducción, 82. Seguridad, 228. Sello del Espíritu, 250. Semilla, 161. Sentencia de muerte, 60. Servicio, 293. Siega, 141. Siervo, 15. Siervo paciente, 82. Signo, 295.

Silencio, 94, 245. Sufrimiento, 182.

Temor, 93. Templo, 63. Tesoro, 207. Tiempo, 274. Trabajos serviles, 9. Transcendencia, 152. Traspasado, 84.

Unidad, 203. Unidad en la misión, 41. Universalismo, 270. Urgencia, 89.

Vanidad, 226. , Venganza, 82. Verdad, 229. VERDADERO SENTIDO DE LA HISTORIA,

169-75. VESTIDO, 101-04. Victoria sobre las aguas, 253. Vida apostólica, 13. Vida común, 117. Vida misionera, 92. Vida nueva, 109. Vida tr ini taria, 278. Vigilancia, 257. Vigilante, 258. Violación del sábado, 18. Vocación, 132, 153.

Yugo, 137.

-,.,,,

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ÍNDICE GENERAL

Noveno domingo Pág. 7 Décimo domingo 35 Undécimo domingo 57 Duodécimo domingo 81 Decimotercer domingo 105 Decimocuarto domingo 131 Decimoquinto domingo 152 Decimosexto domingo 176 Decimoséptimo domingo 199 Decimoctavo domingo 224 Decimonoveno domingo 245 Vigésimo domingo 270 Vigésimo primer domingo 292 índice de lecturas 319 índice de materias 323

327