Maertens, Thierry - Nueva Guia de La Asamblea Cristiana 04

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Thierry MAERTENS y Jean FRISQUE

NUEVA GUIA DE LA

ASAMBLEA CRISTIANA

TOMO IV

TIEMPO PASCUAL, TRINIDAD CORPUS CHRISTI, SAGRADO CORAZÓN

EDICIONES MAROVA, S. L. Viriato, 55 - Madrid-10

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Esta NUEVA GUÍA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA se publica simultáneamente en ocho idiomas y ha sido escrita originalmente en francés. La traducción al castellano es de FLORENTINO PÉREZ, y la portada ha sido diseñada por TONI FEREGRÍN.

Nihil obstat: V. DESCAMPS, can. libr. cens.

I m p r i m a t u r : J . THOMAS, vic. gen., Tornaci , die 3 octobris 1969.

Depósito Lega l : M. 24097.—1969 (IV).

© P a r a la edición caste l lana: EDICIONES MAROVA, S. L.

Viriato, 55, Madrid (España), 1970.

P r in ted in Spain. Impreso en España por

GRÁFICAS HALAR, S. L. Andrés de la Cuerda, 4, Madrid, 1970.

OCTAVA DE PASCUA

I. Hechos 2, 14, 22-32 Esta lectura puede encontrarse, junto 1.a lectura con su comentario, en el primer ciclo lunes del tercer domingo del Tiempo pascual.

II. Mateo 28, 8-15 La aparición de Jesús a las santas mujeres evangelio es una de las más difíciles de integrar en la lunes lista de las cristofanías. Los evangelistas es­

tán de acuerdo en referir una aparición an­gélica a las mujeres (Mt 28, 5-7; Me 16, 5-7; Le 24, 4-7; Jn 20, 12-13), pero no están tan de acuerdo a propósito de una apari­ción de Cristo a las mujeres.

a) Con el fin de ver más claro en todo esto hay que dis­tinguir las apariciones oficiales a los apóstoles y orientadas hacia la misión (como Mt 28, 16-20; Le 24, 36-49, etc.) y las apariciones de estilo privado, cuya finalidad era servir de sig­nos para la fe de los pequeños grupos de discípulos o de muje­res. La aparición referida hoy encaja en esta segunda categoría. En general, este último tipo de aparición se caracteriza por una tendencia a la materialización ("estrechar los pies": v. 9, al contrario de Jn 20, 14-17). Además, la aparición a las mujeres pertenece claramente a la tradición galilea (v. 10), mientras que otras muchas, y especialmente las apariciones oficiales, se sitúan en Jerusalén.

o) Los versículos que son privativos de Mateo (vv. 11-15) respecto a la superchería de los antiguos no tienen nada de in­verosímil, pero dejan al descubierto el estado de ánimo de los contemporáneos y el clima de las discusiones entre judíos y cristianos. Mas estos versículos tienen también su repercusión sobre la fe cristiana: no han quedado huellas históricas de la resurrección; los únicos testigos eventuales del hecho en sí, los soldados, se callaron. El hecho en sí de la resurrección es un

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acontecimiento real, pero como pertenece al orden de la fe, queda por encima de las investigaciones históricas.

III. Hechos 2, 36-41 Se encontrará el comentario a esta lectu-1.a lectura ra en el núm. I del cuarto domingo del martes Tiempo pascual.

IV. Juan 20, 11-18 En orden cronológico, la aparición referida evangelio en este pasaje es, probablemente, ío prime-martes ro del día de Pascua. Habrá que imaginarse

que María Magdalena ha vuelto por segun­da vez al sepulcro. No ha visto, como Pedro y Juan, las vendas abandonadas en el sepulcro y sigue pensando que se han lle­vado el cuerpo (v. 13).

a) Sin embargo, la versión de Juan difiere un tanto de la de Mateo (Mt 28, 9-10). Este último describe una aparición a dos mujeres, mientras que Juan no menciona más que a una; en Mt 28, 9, las mujeres tocan los pies de Cristo en señal de respeto, pero en Jn 20, 17, Magdalena no puede tocar a Jesús; finalmente, el contenido del mensaje que la o las mujeres de­ben transmitir a los apóstoles es sensiblemente distinto según se trate de una u otra versión. Estas divergencias se deben, sin duda, a las intenciones teológicas de Juan, más preocupado por presentar el nuevo modo de presencia del Señor y de mostrar que su resurrección implica su subida hacia el Padre (v. 17), que de acumular materiales y argumentos a la apologética pri­mitiva. Este nuevo modo de presencia no es perceptible por los sentidos (v. 14; cf. Le 14, 16), sino tan solo por los ojos de la fe, y el Resucitado se deja reconocer por quien y cuando quiere (cf. Jn 21, 4). La resurrección es asunto de fe mucho más que de pruebas: de querer probarla demasiado, los apóstoles podrían desacreditar su llamada a la fe. Esa es la razón por la cual Juan se distancia a veces de los sinópticos. El ser del Resucitado no puede ser definido; se sabe tan solo que está presente y que bebe el secreto de esa comunión con los hombres en su comunión renovada con el Padre.

o) Al nuevo modo de presencia del Señor corresponde una nueva forma de estar con su Padre. Para San Juan, Cristo ha estado animado durante su vida por un deseo intenso de co­munión y de conocimiento de su Padre. Continuamente está anunciando que va hacia su Padre (Jn 7, 33; 8, 21; 13, 33). Es como un impulso de todo su ser que tiende a lograr para su humanidad ese estado de que ya goza en su divinidad.

Pero la asunción de su humanidad en la comunión del Pa­dre es estrechamente solidaria del destino de toda la humani­dad. En ningún momento piensa Cristo subir solo hacia el Pa­dre, y siempre que habla de su vuelta al Padre lo hace para anunciar que prepara moradas para los suyos o que les envía el Espíritu divinizador (Jn 14, 2-3; 12-16; 16, 5-7).

La subida de Cristo hacia el Padre implica, pues, un nuevo tipo de relación entre Cristo y sus hermanos los hombres, re­lación que se manifestará especialmente en la caridad (Jn 13, 1-3). Estas relaciones nuevas no comenzarán hasta el momento en que Cristo viva plenamente la comunión con su Padre. Por eso, sin duda, pide Jesús a Magdalena que renuncie al carácter físico y natural de las relaciones que hasta entonces había te­nido con El (v. 17).

* # *

El hombre moderno acepta creer en una especie de super­vivencia de Jesús: un hombre sobrevive a sí mismo en sus hi­jos, en sus obras, en el recuerdo que se conserva de él. En este sentido, Jesús ha sobrevivido realmente a la muerte: ningún hombre ha conocido, indudablemente, una supervivencia igual, y todo hace suponer que esa supervivencia se prolongará aún durante mucho tiempo.

Pero no fue esa la supervivencia en la que creyeron los apóstoles. Al subrayar la presencia corporal del resucitado entre los suyos, los sinópticos pretenden afirmar claramente que Jesús conserva, gracias a su Cuerpo, la posibilidad de un contacto, de una relación, de una presencia que solo pueden depender de un yo vivo: Cristo no sobrevive, vive. Juan da testimonio de esa misma fe poniendo de manifiesto el secreto de esa supervi­vencia de Cristo entre los suyos: si puede hacérseles presente es justamente porque ha entablado relaciones personales par­ticulares con el Padre.

Mientras que la fe judía contemporánea hablaba tan solo, refiriéndose al difunto, de una vida disminuida, impersonal, apagada, los apóstoles formulan por primera vez la convicción de una supervivencia personal y sobreabundante cuyo secreto se les escapa, pero que reside en el misterio mismo de Dios.

V. Hechos 3, 1-10 Este pasaje inaugura un bloque de relatos 1.a lectura que va de Act 3, 1 a Act 5, 42, en el que los miércoles exegetas han creído descubrir reiteraciones.

En ellas se hace constancia, en efecto, de dos actividades milagrosas (Act 3, 1-11 y Act 5, 15-16), de dos pre­dicaciones en el templo (Act 3, 12-26 y Act 5, 17-21), de dos de­tenciones (Act 4, 1-4 y Act 5, 21-26), etc.

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De hecho, sin embargo, no se trata en modo alguno de rei­teraciones, y es muy posible que los apóstoles hayan sido de­tenidos en dos ocasiones. El judaismo preveía, en efecto, que las gentes del pueblo, generalmente poco al corriente de la ley, no podían ser castigadas por una infracción, sino en caso de reincidencia. Su primera comparición ante el Sanedrín terminó en una simple amonestación y en una solemne reprensión1. De ahí que no sea necesario interpretar Act 3-5 como una amal­gama de reiteraciones; al contrario, cada elemento del relato queda bien situado en su sitio en un desarrollo progresivo.

* * *

a) El primer objetivo del relato es el de presentar el poder taumatúrgico de los apóstoles. Ese es el signo por el que se re­conoce si son realmente depositarios del poder mesiánico de Jesús. Pablo, por su parte, demostrará el origen de su misión apostólica haciendo uso de sus carismas de taumaturgo (Act 14, 8-10; cf. Me 16, 14-18). Los primeros cristianos no captaron al principio la mesianidad de Jesús, sino a través de los mila­gros que obraba en beneficio de los más pobres (cf. Is 35, 6): nada tiene, pues, de extraño que sean esas mismas pruebas de mesianidad las que han querido encontrar en quienes se pre­tendían mandatarios de Jesús 2. Por otro lado, Pedro no va más lejos: no realiza el milagro tanto en nombre del Señor "resu­citado" como en nombre de "Jesucristo de Nazaret" (v. 6; cf. Me 9, 38; 16, 17). Pedro se preocupa, por lo demás, al menos en la versión que los Hechos nos han dejado de su milagro, de copiar los gestos y las palabras de Cristo sanador. Según varias versiones, su mandato habría sido idéntico al de Jesús: "Leván­tate y anda" (v. 6; cf. Le 5, 23); el milagro tiene lugar en el mismo sitio que uno de los que realizó Jesús con enfermos simi­lares (Mt 21, 14). Pedro toma al enfermo por la mano a la ma­nera de Jesús (v. 7; cf. Le 8, 54). Y la insistencia de Pedro en que se crucen sus miradas deja entrever hasta qué punto se siente todavía neófito el apóstol en la utilización de su carisma.

El poder taumatúrgico atribuido a los apóstoles es conside­rado por la comunidad primitiva como un signo de continuidad entre el tiempo de Jesús y el de la Iglesia.

b) El milagro de Pedro reviste otra significación: el de la concentración de todos los excluidos en el Templo. Pedro com­parte una gran preocupación de su Maestro (Mt 21, 11-16). No ha comprendido aún que la vida de Cristo ha liquidado la eco­nomía del Templo (Jn 2, 13-17) y sigue alimentando la espe-

1 J. JEREMÍAS, "Untersuchungen zum Quellenproblem der Apostelges-chichte", Zeit. f. d. nt. Wiss., 1937, págs. 205-13.

2 Sobre el poder taumatúrgico de los apóstoles, véase el sumario de los Hechos en las primeras lecturas del segundo domingo del Tiempo pascual.

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ranza de ver cómo la morada de Dios es digna de su misión concentradora de todas las tribus y de todas las naciones. Sin duda, no calibra aún el alcance sacrificial y sacerdotal de la muerte y de la resurrección de Cristo; sigue siendo un judío fervientemente apegado a la liturgia del Templo (v. 1) y tiene como máximo conciencia viva de la trascendencia de la asam­blea litúrgica, de la que debe desaparecer toda barrera que deja fuera a los impuros (paganos, enfermos, niños: cf. Lev 21, 28; 2 Sam 5, 8; v. 8). Poco impuesto aún en las implicaciones de la muerte de Jesús, Pedro presiente al menos las exigencias mi­sioneras de la nueva religión.

El relato del milagro de Pedro y el interés por mostrar cómo reproduce los de Cristo constituyen un precioso testigo de la fe cristiana primitiva. No se preocupa primero por recoger tal o cual palabra de Jesús o de reconstruir su mensaje doctrinal. Todo el interés se centra sobre su persona y sobre el aconteci­miento mesiánico que ha constituido y que sigue estando por encima de la muerte de manera velada, significada tan solo en la acción apostólica.

Pero creer que la acción mesiánica de Jesús no ha terminado con su muerte, creer que Dios continúa actuando a través de su presencia misteriosa entre los suyos, es comprender que su muer­te no ha sido más que un medio de hacer más eficaz el ejercicio de su mesianidad, es comprender que esta muerte iba a ser el punto de partida de una irradiación absolutamente inesperada de esa mesianidad, que afecta a la multitud de gentes excluidas de la economía cerrada del judaismo. Introduciendo al impuro en el Templo, Pedro expresa su fe en la fuerza de esa muerte para una mesianidad sin frontera.

VI. Lucas 24, 13-35 El comentario a este Evangelio se encon-evangelio trará en el núm. VII del tercer domingo miércoles del Tiempo pascual.

* # *

El caminar de los discípulos de Emaús constituye una especie de fenomenología precisa del acto de la fe. Al comienzo se les descubre cargados de las creencias de la religión judía: indicio de que la religión judía no coincide necesariamente con la fe. Después se les ve compartiendo con Jesús una vida de hombres: palabra, camino, comida, esperanza y decepción. Esto constitu­ye el segundo tiempo: no se llega hasta la fe si no es pertene-

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ciendo realmente a la humanidad y descubriendo a Jesús en esa humanidad. Entonces es cuando aparece el Señor, no tanto como quien aporta soluciones a los interrogantes formulados, sino como quien también formula interrogantes, aprende a formu­larlos correctamente y llega hasta el final de la búsqueda que ellos mismos ponen en marcha. Que es, si se quiere, el tercer tiempo en el proceso evolutivo de la fe. Inmediatamente des­pués, los discípulos vuelven a Jerusalén, en donde encuentran a la Iglesia, simbolizada en el grupo de los Once: y encuentran que también ellos viven de la fe en el Señor resucitado y se or­ganizan para vivir cada vez mejor de ella. Los discípulos se incorporan a esa Iglesia, a su mensaje y a sus instituciones esen­ciales. Esta es la última etapa de su caminar y ha supuesto en ellos una vuelta sobre sí mismos, una conversión.

Veamos lo que esto significa para el cristiano moderno que se pregunta si tiene fe. Podría ayudársele a preguntarse en cuál de estas cuatro etapas se sitúa.

Parece, en primer lugar, que no hay que confundir la fe con la religiosidad o con una simple creencia más o menos intelec­tual en la existencia de Dios. La fe no se tiene porque se tenga "necesidad" de Dios para tranquilizarse y estar seguro o para explicar la creación o la moral. De igual modo, la fe no se tiene realmente porque se atribuya mucha importancia al contenido de la fe, a los diferentes dogmas que encierra o a los sistemas de pensamiento que consagra en su formulación: antes de ser un contenido preciso, la fe es ante todo una actitud. El conte­nido puede variar en su expresión o en el interés que se atri­buye a sus elementos, sin por ello afectar a la actitud funda­mental de la fe. Pero ¿cuál es esa actitud?

Parece que hay que empezar por ser plenamente hombre para ser plenamente creyente. En otros términos, la fe es la actitud de un hombre que vive al máximo su pertenencia a la humani­dad. Ahora bien: por encima de las alegrías y de las desven­turas, por encima de los éxitos y de los fracasos, el hombre ex­perimenta la alienación y la pobreza de su condición, se produce en él una sed de absoluto que no llega a satisfacer o que aplaca a base de las absolutizaciones o de las idealizaciones que, final­mente, no valen la pena. Además, la humanidad no consigue desprenderse de ciertas alienaciones: la pobreza, la guerra, la enemistad del hombre hacia su hermano, el repliegue dentro del egoísmo, el sufrimiento y sobre todo la muerte. Viviendo estas condiciones, el hombre, cristiano o no, formula algunas pre­guntas: ¿cuál es el sentido de todo eso, cuál es el significado de nuestra condición humana?

Entonces es cuando aparece Cristo: no como alguien que tiene la contestación a esas preguntas, sino, ante todo, como alguien que, hombre entre nosotros, se ha formulado esas mis-

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mas preguntas, que se ha sublevado igualmente contra esa condición impuesta al hombre. Jesús ha soñado como nosotros con una humanidad mejor, y lo dijo y lo hizo todo con la in­tención de construirla, pero llegó a la muerte sin haberlo con­seguido y viendo morir su proyecto al mismo tiempo que El. "Nosotros habíamos creído que sería El..." Y entonces fue cuan­do se le concedió la nueva humanidad, como un regalo del Pa­dre, en su resurrección y su función de primogénito de una nue­va humanidad. Yo puedo decir que tengo la fe en Jesucristo cuando descubro en El un hombre que vive los problemas que la humanidad se plantea en torno al sentido de su condición, pero que aporta un estilo especial, personal, incluso misterioso para vivir esos problemas, el estilo de una absoluta fidelidad a su Padre y a la pobreza y a las lagunas de la condición humana que llega hasta la muerte. Jesús ha vivido abriéndose totalmente al otro, a sus hermanos los hombres y preparándose así a abrirse al Padre y a recibir de El el don de la vida. No se puede decir que Cristo aporte una solución a mis problemas: me deja que viva totalmente envuelto en mis propios problemas. Lo que real­mente aporta Jesús es una manera de vivir esos problemas en la apertura al otro, en el amor al otro. Lo que en El me satis­face, lo que me impulsa a buscar su amistad, a vivir en su pre­sencia, a compartir su Espíritu y su comunión con el Padre es ese estilo de vida de Jesús, esa manera suya de dar un sentido a la condición humana.

La fe es, pues, en primer lugar, una actitud de vida con Je­sús. Después y progresivamente es un contenido: me propongo conocer mejor a ese Jesús de quien quiero hacer un amigo; me fijo especialmente en su comunión con el Padre y con el Es­píritu y en su comunión con todos los hombres, puesto que esos son los elementos principales de la significación que quiero dar a todas las cosas en la amistad con Jesucristo.

Ese deseo de comunión con Jesús y con los demás me im­pulsa a encontrar a la Iglesia o a descubrirla de nuevo si ya vivo en ella: la Iglesia se me presenta no como una institución en­cargada de aportar soluciones ya elaboradas a mi problema, sino como un pueblo que trata de vivir los problemas propios de todos los hombres, sin necesariamente resolverlos, sino pro­fundizándolos en su comunión con el Espíritu de Jesús. Este pueblo cuenta ya con una larga tradición, tiene veinte siglos de experiencia en la materia: me apoyo, por consiguiente, en una experiencia y recibo todo lo que ha ido atesorando: expe­riencia de los doce apóstoles en particular, experiencia de quie­nes les han sucedido, experiencia de todo el pueblo. Esta adhe­sión no me impide criticar: cada generación, y la nuestra en particular, busca una adaptación del mensaje que llega incluso a exigir una nueva formulación de las cosas antiguas. Por otro lado, la Iglesia no es aún el Reino; simplemente está en ca-

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mino hacia él: es decir, que algunas de sus posiciones y de sus instituciones podrán verse posiblemente relativizadas. Además, el pecado existe en la Iglesia lo mismo que en mí, y su constante conversión es solidaria de la mía.

La misión de los miembros del pueblo de la Iglesia consiste, individual y colectivamente, en vivir los problemas del hombre en comunión con Cristo, en sobrellevar realmente la pobreza del mundo, en rebelarse profundamente contra las alienaciones que separan a los hombres, y todo ello "en" Jesucristo. La Iglesia tiene así una "misión", es decir, que tiene algo que decir a los hombres inquietos y angustiados respecto a su condición; tiene también una "mediación" que ejercer, es decir, una especie de sacerdocio mediante el cual representa a toda la humanidad ante Dios. Para celebrar esa mediación y hacer efectiva esa misión se conjuga regularmente en la Eucaristía, hasta los tiem­pos en que el reino sea una realidad y Cristo esté todo en todos.

VIL Hechos 3, 11-26 Esta lectura reproduce el segundo dis-1.a lectura curso misionero de los apóstoles. Algu-jueves nos pasajes se leen en el segundo ciclo

del tercer domingo del Tiempo pascual, en donde se encontrará el comentario a todo el discurso.

» * *

De todas formas, vamos a detenernos en un tema particu­lar: el del llamamiento a la conversión (v. 19). Pedro está ya muy lejos del tipo de predicación empleado por Juan Bautista y que no dejaba nada a la libre elección de cada uno si no era la posibilidad de ceder ante el miedo (Mt 3, 4-9). Da más belige­rancia a la conciencia y a la libertad... ¿Cómo es posible, por lo demás, pensar en una conversión que no parta de una ad­hesión libre?

El caso es que hay que reconocer que la Iglesia ha descui­dado muchas veces, a lo largo de su historia, esta correlación entre conversión y conciencia. Primero, cuando no exigió adhe­siones personales, sino que se dio por satisfecha con conversio­nes globales de naciones incorporadas al cristianismo por vo­luntad de sus jefes; después, cuando aceptó identificar la conversión al Reino de Dios con la pertenencia al Imperio, al mismo tiempo que guardaba silencio ante los genocidios de este último; finalmente, persiguiendo hasta la muerte a albigenses, protestantes, jansenistas y otras conciencias que se negaban a convertirse.

Cuando desapareció ese totalitarismo político, se vio reem­plazado a veces por un totalitarismo de otro tipo, tanto o más

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alienante para la conciencia del hombre, cuando imponía la conversión a un determinado teísmo del Dios del orden lógico, cuya omnipotencia reduce la historia de los hombres a un juego de marionetas. ¿Cómo podría un hombre convertirse libremente a ese Dios de la fuerza y de la autocracia?

Hay que reconocer, no obstante, que la Iglesia ha actuado en una época de muy débil concienciación. El hombre y la cul­tura a los que se dirigía no veían la necesidad de ese llama­miento a la conciencia y preferían, por el contrario, encuadrarse en un orden preestablecido y sagrado. El hombre moderno y su cultura andan buscando hoy una mayor responsabilidad perso­nal, dentro de un pluralismo cada vez más amplio. Por un mo­mento, la Iglesia puede parecer desorientada ante esa reivin­dicación y aferrarse aún provisionalmente a normas únicas y preestablecidas. Y, sin embargo, no pueden caber dudas sobre que sea posible sacar de la predicación misma de los apóstoles una mayor confianza en la conciencia personal.

No habrá posibilidad de liberarse de la violencia y del tota­litarismo pasados sino presentando la conversión en términos de intercambio y de intercomunicación. Este tipo de conversión es precisamente posible desde que, con su resurrección, Jesús ha prestado a la humanidad un Espíritu que se ofrece a la vez al Padre y al hombre, un lugar en el que Dios no cesa de hacerse hombre, y en el que el hombre aprende a hacerse Dios en un movimiento común de amor.

Para crear al hombre libre, Dios ha tenido que "retirarse" para que el otro sea y sea libre 3. Ahora bien: el otro es la po­sibilidad del amor, de la negativa, del encuentro, incluso para Dios. Pero si no hubiera realizado esa "retirada", no habría otro; habría un Dios-cosa y, frente a El, una piedra amorfa. La verdadera trascendencia de Dios consiste en dejar paso a la libertad del otro, para que ame y pueda ser amado, para que encuentre y pueda ser encontrado.

La conversión no es, pues, el reconocimiento del Dios infi­nitamente poderoso o infinitamente sabio, sino el descubrimien­to de un Dios que—por así decirlo—ha olvidado que lo era para permitir al otro permanecer a su lado.

VIII. Lucas 24, 35-48 Este Evangelio propone la versión de evangelio Lucas de la aparición del Cristo resuci-jueves tado a sus apóstoles.

* * *

3 O. CLÉMENT, "Dionysos et le Ressuscité", en Evangile et Révolution, París, 1968, págs. 82-90.

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El relato está dominado por una preocupación por proveer a la apologética el mayor número posible de pruebas.

Es evidente que los apóstoles no tienen fe (w. 38 y 41): no han podido sacar de su imaginación el hecho de la resurrec­ción (vv. 37 y 41). Por lo demás, toman al Resucitado por un espíritu (v. 37) y Cristo tendrá que dejarse tocar las manos y los pies (v. 39) y comer un trozo de pez asado delante de ellos (vv. 42-43) para que queden convencidos de su corporeidad. Lu­cas insiste en el hecho de que Cristo se deja tocar (Jn 20, 19-31 subraya más bien la pobreza de este procedimiento) y observa además que el Resucitado come delante de los suyos y no con ellos, como si todo el valor de una comida de comunión se bo­rrara ante una simple perspectiva apologética.

En general, a los relatos de aparición con tendencia apologé­tica se les considera como bastante tardíos en la tradición primi­tiva. Por otro lado, no es posible comentarlos sino situándolos en el conjunto de las tradiciones sobre las apariciones y te­niendo en cuenta el hecho de que el esquema "ver para creer" de Le 24, 36-43 se complementa con el de San Juan "creer para ver".

Por otra parte, para definir el modo de vida del Resucitado, se cuidará de no recoger más que los relatos de tipo apologético. Que el Señor se presente primero como un espíritu, que después se haga reconocer como un ser físico y que los apóstoles duden antes de creer, todo esto quiere decir simplemente que no se puede conocer a Cristo resucitado de la misma manera que al Jesús terrestre, y que ese conocimiento nuevo pone en juego nuestra libertad.

De este relato se desprende, pues, una lección esencial: la resurrección es un hecho real y no una simple supervivencia espiritual del Señor. Tan interesante para el cuerpo como el alma, la resurrección es la clave de toda la esperanza cósmica y humana.

En cuanto a los apóstoles, todavía les queda por compren­der que todo hombre es llamado en Jesucristo a participar de la filiación divina y a contribuir a la edificación del Reino.

IX. Hechos 4, 1-12 Pedro y Juan comparecen ante el sane-1.a lectura drín, la primera comparición prevista por viernes el derecho penal judío y que, para gentes

tan poco instruidas (Act 4, 13), no puede terminar sino en simples amenazas (Act 4, 17-18). El objeto del

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litigio es fácil de precisar: los sacerdotes, miembros influyentes de ese sanedrín, están autorizados para preguntar a esos após­toles con qué derecho han violado los tabús que preservaban al Templo del contacto de los enfermos (Lev 21, 18; cf. v. 7; véase también Mt 21, 23; Jn 2, 18) curando a un cojo (Act 3, 1-11). Los saduceos, miembros también de ese tribunal, están a su vez preocupados por el tema de la predicación apostólica: esa re­surrección de los muertos que ellos se niegan a admitir (Le 20, 27-38; Act 23, 6-8) y que es el centro de los discursos de Pedro a los fieles del Templo (Act 3, 12-26).

La apología de Pedro se transforma inmediatamente en un discurso misionero en un plano similar al de los demás discur­sos, sirviéndose de los mismos argumentos escriturísticos, enun­ciando las mismas afirmaciones teológicas4. De ahí que el dis­curso de Pedro presente el habitual exordio que le sirve de nexo con el contexto (v. 9), la proclamación de la muerte y de la re­surrección de Cristo fundamentadas en las Escrituras (aquí: Sal 117/118; vv. 10-11), y finalmente el llamamiento a la con­versión (v. 12) fundamentado en Jl 3.

* # *

a) Frecuentemente citado en los discursos apostólicos (cf. su v. 16 en Act 2, 33; 5, 31; su v. 22 en Act 4, 11 y Mt 21, 9, 42, y sus w. 25-26 en Mt 21, 9), el Sal 117/118 fue uno de los más importantes en la espiritualidad primitiva, ya que resultaba ser una excelente profecía sobre la actividad de los judíos respecto a Cristo y a los planes salvíficos del Padre respecto a ellos.

Los salmos constituyen la principal fuente de inspiración de los discursos misioneros primitivos cuando se trata de proclamar la investidura soberana de Cristo en su resurrección (Sal 2; 109/110; 131/132), mientras que los poemas del Segundo Isaías son utilizados para anunciar la irradiación cósmica de su sobe­ranía y los otros profetas intervienen sobre todo en las llama­das a la conversión.

El empleo de la argumentación escriturística en la procla­mación del kerigma primitivo encontró rápidamente sus leyes y sus principios y Lucas los ha respetado, si es que no ayudó a su definición, en la redacción definitiva de los discursos apos­tólicos.

b) La cita de Jl 3, 5, introducida por el último versículo del discurso, es tanto más importante cuanto que figura ya en el discurso de Pentecostés (Act 2, 17-21, 33, 39). Esta cita es co-

4 Sobre el esquema de los discursos misioneros de los Hechos, véa­se 1.» lectura, l.er ciclo del tercer domingo del Tiempo pascual. Sobre el conjunto, véase el tema doctrinal de la resurrección, en el tercer do­mingo del Tiempo pascual.

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mentada también por Pablo en Rom 10, 9-13 y los primeros cristianos le son deudores sin duda de su primera designación: "Los que invocan el nombre del Señor" (Act 9, 14, 21; 22, 16; 1 Cor 1, 2; 1 Tim 2, 22). Esta referencia a Jl 3, 5 introduce ya en el discurso del sanedrín el tema del nombre de Jesús. Apa­rece en el interrogatorio de los sacerdotes (v. 7), brota de los labios de Pedro cuando declara que opera la curación por su nombre (v. 10) y vuelve a aparecer cuando proclama que la sal­vación vendrá exclusivamente en virtud de ese nombre (v. 12).

Esta devoción de los primeros cristianos al nombre de Jesús se explica fácilmente. Jesús de Nazaret ha finalizado su obra. Los cristianos tienen que referir, pues, su esperanza a su re­greso futuro, a la manera judía, como si los últimos tiempos no estuvieran ya inaugurados, ¿o han de considerar que la re­surrección de Jesús los ha inaugurado ya efectivamente? Pro­gresivamente, los cristianos fueron tomando conciencia de que el acontecimiento decisivo que arrastraba consigo los últimos tiempos no era el "retorno" próximo de Cristo, sino su vida t e ­rrestre coronada por su resurrección. A esa toma de conciencia contribuyó la comprobación de que disponían de las mismas prerrogativas que poseía Cristo durante su vida terrestre: la misma posibilidad de hacer milagros, la misma citación ante los tribunales, la misma participación en la salvación ofrecida por el Padre. La vida presente se beneficia, pues, del carácter mesiánico de la vida de Jesús y el obrar "en nombre de Jesús" es testigo de esa continuidad. Si Jesús no está ya aquí, al menos se puede obrar "en su nombre". Hay que creer, por tanto, en ese nombre, una creencia que prolonga su victoria salvífica so­bre el pecado y la muerte (cf. Act 3, 6, 12, 16; 4, 7, 10, 30). Uno h a de ser curado o bautizado en ese nombre, colocarse bajo la influencia salvífica ofrecida continuamente por Jesús (cf. Act 2, 38; Le 48; 22, 16).

Los últimos tiempos han quedado ya inaugurados, puesto que la salvación no es ya objeto de esperanza: les es ofrecida desde ahora a quienes invocan el nombre de Jesús (cf. Act 4, 23-31; 10, 38).

Jesús de Nazaret ha recibido "un nombre que está por enci­ma de todo nombre" (FU 2, 9-11; Ef 1, 20-21; Ap 19, 11-12; Heb 1, 3-5): el Señor. Pero ese nombre divino podría inclinar a pensar en un Salvador que estaría exclusivamente del lado de Dios: faltaría entonces el verdadero mediador, ese Hombre-Dios que no es un intermediario entre Dios y el hombre, sino que es perfectamente Dios y al mismo tiempo ese hombre concreto que lleva el nombre de Jesús de Nazaret.

Hacerse bautizar en su nombre y predicar su nombre equi-

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vale, pues, a asegurar el ejercicio de esa mediación de Hombre-Dios en nuestro mundo mediante el testimonio llevado has ta el centro del dinamismo humano más profundo. Creer en ese nom­bre e invocarlo es tener la seguridad de que toda la vida de cada uno está dominada por ese mediador, especialmente en la Eucaristía, que la renueva y la profundiza.

X. Juan 21, 1-14 El cap. 21 de San Juan plantea ciertos pro-evangelio blemas de autent ic idad 5 y muchos exege-viernes tas descubren en él la mano de San Lucas

o de un discípulo de Juan. Pero nadie dis­cute su canonicidad, y algunos le atribuyen t an ta más impor­tancia cuanto que ven en él las huellas de una de las más a n ­tiguas tradiciones sobre las apariciones del Señor6 .

El relato de esta aparición sigue los procedimientos redac-cionales del relato de las demás apariciones: alusión a la incre­dulidad de los apóstoles (vv. 4-7, 12), pruebas de la resurrec­ción (v. 13), transmisión de los poderes que asegurarán la pre­sencia del Resucitado en la Iglesia (v. 11).

* * *

a) La descripción de la incredulidad de los apóstoles tiene como finalidad probar que la resurrección no ha sido el pro­ducto de su imaginación ni la construcción de su mente. Por otro lado, Cristo no se aparece a unos discípulos en oración o en espera de un hecho extraordinario, sino a pecadores que han vuelto a sus quehaceres. Y precisamente en medio de ese t ra­bajo cotidiano es donde el hecho de la resurrección se impone a los apóstoles. Jesús se les aparece primero como un extraño que tiene hambre y pide pescado. Ya en otras ocasiones se había presentado así a sus apóstoles (Jn 4, 8, 31-32) y a una mujer de Samaría (Jn 4, 7-10) para hacerles caminar después hacia la fe. Así, en el momento en que los apóstoles no pueden proporcionarle pescado (v. 5), Jesús les da en plenitud (vv. 6, 11) para convencerlos de que tiene el secreto de un alimento dis­tinto del alimento material.

La cifra de 153 peces podría quizá hacer alusión a la plenitud paradisíaca de la pesca prevista por Ez 47, 10 7. Se t ra ta , de to ­das maneras, de una idea de plenitud sobrenatural (153 es la

3 M. E. BOISMARD, "Le Chapi t re XXI de saint J ean" , Rev. bibl., 1947, págs. 473-501.

6 B. SCHWANK, "Der geheimnisvolle Fischfang", Sein und Sendung, 1964, págs. 484-98.

7 J. A. EMERTON y P . R. ACKROYD, respec t ivamente , en J. T. S., 1958, pág. 86, y J. T. S., 1959, pág. 94, ven en ello la t ransposic ión en cifras de los dos nombres de ciudades En-Jaddi y En-Eglaim

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suma de las 17 primeras cifras) que solo un Mesías puede otor­gar. El Señor se presenta, pues, como el que puede llevar hasta la plenitud el esfuerzo y el trabajo del hombre. Consciente de esta función del Mesías, los apóstoles pasan insensiblemente de la incredulidad a la fe.

b) Las pruebas corporales de la resurrección se han sacado muchas veces del hecho de que Cristo resucitado ha compartido comidas con los suyos (Le 24, 41). Cabe pensar que lo mismo iba a suceder aquí en donde Cristo prepara y sirve la comida a los suyos. Pero esta simple prueba física es valorada por el redactor como un signo sacramental. El hecho de tomar el pan y de distribuirlo (v. 13) recuerda demasiado directamente la Eucaristía como para que este banquete no adquiera una sig­nificación mucho más profunda que una simple prueba corporal de la resurrección: Cristo está de ahora en adelante entre los suyos a través de la meditación del banquete eucarístico. Esta impresión se ve forzada por el hecho de que el relato no dice que Cristo haya comido: se limita a distribuir el alimento. El hecho de distribuir el pescado tiene, pues, una significación sacramental: el judaismo se imaginaba, por otro lado, el ban­quete mesiánico como un banquete de victoria en el que los justos comerían los trozos del monstruo marino despiezado8. La victoria sobre el mal ha sido definitivamente lograda por Cristo y la comida de pescado hace que los apóstoles se bene­ficien de ese triunfo.

c) Pero la pesca milagrosa adquiere otro significado más elevado. Mientras que en la versión de Le 5, 4-7, las redes de pescar iban a romperse, el relato de Jn 21, 11 subraya, por el contrario, que la red fuertemente cargada no se rompió a pesar de todo. Puede verse ahí la imagen de la unidad de la Iglesia 9, lo mismo que lo era la túnica inconsútil de Jn 19, 23. Serviría de introducción a la inteligencia de la misión jerárquica con­fiada a Pedro en los versículos siguientes (Jn 21, 15-17).

# # *

Las apariciones de Cristo resucitado están atestiguadas con tanta frecuencia y por fuentes distintas como para que puedan ser puestas en duda. Jesús ha demostrado realmente su corpo­reidad a sus apóstoles durante los días que siguieron a su muer­te, y esa revelación es, en gran parte, el origen de la fe de los apóstoles: Cristo está todavía presente en medio de ellos. Pero sigue siendo cierto que esas apariciones solo fueron comprendi­das en el seno mismo de la actitud de fe: desembocan en un misterio; no son más que el camino de acceso.

» C. VOGEL, "Le Repas sacre au poisson chez les chrétiens", Rev. Se. Reí, 1966, págs. 1-26.

• P. M. BRAUN, "Quatre signes johanniques de l'unité chrétienne", N. T. St., 1962-1963, págs. 147-55.

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Cuando se pretende comprender el modo de esas apariciones, se encuentra uno, en efecto, llevado a formular interrogantes que no pueden formularse correctamente sino dentro mismo de la actitud de fe.

Jesús aparece en su cuerpo... y se trata justamente de su cuerpo porque una persona humana no puede revestirse de va­rios cuerpos diferentes... Conciencia y carne son elementos de­masiado unidos como para que puedan desinteresarse uno de otro. Ahora bien: la resurrección de Jesús no es una simple reanimación como la de Lázaro: el cuerpo de Jesús resucitado ha entrado en un modo de existencia diferente del modo te­rrestre: está, para emplear el lenguaje mítico judío, "sentado a la diestra del Padre". Jesús resucitado tiene un cuerpo, pero este cuerpo es completamente diferente del que tenía durante su vida terrestre. No puede decirse nada más... Pero hay que tener en cuenta que algunos relatos de apariciones subrayan esta diferencia: Magdalena toma a Jesús por el jardinero, los pesca­dores del lago se preguntan sobre la personalidad de quien se les presenta en la orilla. Cuando Tomás reclama ver y tocar el cuerpo de Jesús marcado por las señales de su pasión, se pro­cede inmediatamente a hacerle comprender que ese afán por encontrar una continuidad absoluta entre la corporeidad an­tigua de Jesús y la nueva es una vanidad que, en cualquiera de los casos, no conduce a la fe.

La aparición de Jesús en su cuerpo es, pues, la experiencia de su corporeidad por encima de la muerte y la experiencia de otro tipo de corporeidad. Ante unos ojos humanos, esta radical novedad del cuerpo de Jesús no podía ser revelada sino de for­ma muy modesta. Jesús no ha podido presentarse sino en una corporeidad todavía terrestre para evidenciar su nueva corpo­reidad: es decir, que los apóstoles no vieron el cuerpo de Cristo en su situación de resucitado en plenitud; una especie de ke-nosis condicionó el esplendor de ese cuerpo para reducirlo a un simple signo real, una invitación a penetrar en el misterio.

En este sentido, las apariciones son pruebas, pero unas prue­bas que no se agotan en sí mismas, que no cierran la investi­gación, sino que la proyectan hacia el misterio y hacia la fe.

Las apariciones de Jesús en cuerpo no son, por otro lado, la experiencia de un cuerpo-objeto que puede ser contemplado. El cuerpo es el instrumento por excelencia de la relación, y las apariciones del Resucitado desembocan ante todo en experien­cias de relación y de diálogo: muchas veces quedan selladas en un banquete, y Jesús hace, mucho más aún que a lo largo de su vida terrestre, que los suyos participen con El de su deseo de relación universal y de su ambición de presencia en todas las cosas y en todos los hombres.

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Ver el cuerpo de Cristo resucitado no es para los apóstoles una simple visión pasiva de un objeto, sino que es una miste­riosa llamada a una misión: hacer a Jesús efectivamente pre­sente en todos los momentos y en todos los hombres del mundo futuro.

Puede, pues, decirse que las apariciones corporales de Jesús han sido reales, pero entonces hay que añadir que esa realidad no se agota sino en la experiencia de fe y en la experiencia mística del misterio de un hombre resucitado.

XI. Hechos 4, 13-21 Los apóstoles han sido detenidos y se han 1.a lectura justificado ante el sanedrín. Hoy asisti-sábado mos a la deliberación del consejo.

* * *

La decisión del sanedrín se sabe de antemano. La ley pre­veía, en efecto, que se dejara en libertad a los acusados con simples amenazas, sobre todo si esos acusados carecían de ins­trucción, como era el caso de los apóstoles (cf. v. 13). Este pro­cedimiento corresponde poco más o menos a la condena mo­derna de "libertad condicional". Se advertirá que los motivos aducidos durante las deliberaciones (v. 16) se asemejan mucho a los aducidos durante el proceso de Cristo (Jn 11, 47-48). Los jueces no discuten que los apóstoles, como Cristo, operan sig­nos, pero en lugar de aprender a descifrarlos, temen ante todo las repercusiones que pueden tener en el pueblo: ante todo debe mantenerse el orden (v. 17), y esa exigencia está por encima de todo lo demás.

XII. Marcos 16, 9-15 La exégesis moderna reconoce la cano-evangelio nicidad de este pasaje, pero niega su au-sábado tenticidad como de Marcos. Parece, en

efecto, que esta conclusión del Evan­gelio de Marcos fue sustituida, en el siglo i o n, por un final hoy perdido. Por otro lado, no es la única conclusión conservada por la tradición; en realidad es la más larga y la más exten­dida y refleja muy bien la mentalidad de los círculos cristianos primitivos sobre las apariciones del Señor resucitado.

* # *

a) La primera aparición del Señor fue para la Magdalena (v. 9). El relato de Marcos está, pues, de acuerdo con la tradi­ción joánica (Jn 20, 11-18) y se separa en este punto del relato de Mateo que hablaba de dos mujeres (Mt 28, 9-10). Marcos con-

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firma así que la experiencia de Cristo resucitado la hicieron primero personas extrañas al grupo de los apóstoles con las que había mantenido relaciones de amistad.

Lo mismo sucede con la segunda aparición, reservada a los discípulos de Emaús (v. 12) y sobre la que Lucas proporciona detalles más abundantes (Le 24, 13-35). Marcos y Lucas se pre­ocupan así de conceder la prioridad en la fe en el Señor re­sucitado a personas o a discípulos más o menos al margen del grupo de los Doce. Se hacen así eco sin duda del sentir de co­munidades cristianas helenísticas más o menos opuestas a los "hebreos" (cf. Act 6, 1-6).

Solo en tercer lugar se benefician los apóstoles de una apa­rición del Señor (v. 14). Los "Once" no son, pues, los primeros en haber creído: encontramos aquí otra vez una idea capital del Libro de los Hechos: si los Doce y la estructura que ellos montan son responsables de la autentificación de la fe cristia­na, no son ellos quienes la hacen necesariamente brotar: cose­chan en donde no han sembrado (Jn 4, 37-38), ven muchas veces cómo nace la fe allí donde no han predicado (Act 8, 4-7; 11, 19-22) y hasta encuentran en su camino predicadores y apóstoles que no han recibido de ellos su misión (Gal 1, 18-19; 2, 9; 1 Cor 11, 23; 12, 11-12).

Una tensión seria ha debido de producirse necesariamente entre la institución y la vida de fe en la Iglesia primitiva, y pasa­jes como el Evangelio de este día son muy apropiados para mostrar que si bien son necesarias en la Iglesia las estructuras, no pueden ser suficientes para que nazca la fe y para propor­cionarla un alimento exclusivo.

b) En el cuadro que nos presenta la conclusión del Evan­gelio, los apóstoles aparecen incluso bastante incrédulos, mien­tras que en torno a ellos, discípulos y mujeres poseen la fe y la proclaman. Los demás evangelistas reflejan a veces esa in­credulidad de los Once frente a las mujeres anunciadoras de la resurrección (Le 24, 11), pero Marcos es el único que da tes­timonio de su falta de fe en el mensaje de fe de los dos discí­pulos de Emaús (v. 13, en contraposición a Le 24, 33-34). En la pluma de varios evangelistas esa incredulidad de los apóstoles forma parte del arsenal apologético: prueba al menos que la idea de resurrección de Cristo no nació de imaginaciones de­masiado ingenuas. Esa finalidad apologética es patente en la conclusión del Evangelio de Marcos, y un concepto más ecle-siológico inspira este relato: si las mujeres y los discípulos dan muestras de más fe que los apóstoles, y si Cristo reprocha a estos últimos su ridicula incredulidad (v. 14), sin embargo, es a ellos—y no a los discípulos fieles—a quienes Cristo confía la responsabilidad de la misión (v. 15) y el cuidado de establecer,

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con vistas al Juicio final, quiénes tienen la fe y quiénes no la tienen (v. 16).

Es posible que el relato de la aparición a los Once englobe en un solo episodio una serie de experiencias o de descubrimien­tos realizados a lo largo de los "cuarenta" días que siguieron a la Resurrección. Marcos traza así los rasgos de la aparición-modelo al grupo apostólico, que también era un grupo-modelo y decisivo.

Así, pues, el cuerpo apostólico no es por sí solo portador de la presencia del Resucitado y su fe no es necesariamente más viva y más profunda que la del resto del cuerpo eclesial. Cada miembro de la Iglesia es responsable de su fe y de su existen­cia bautismal. Pero para que esta integre realmente el miste­rio pascual del Señor es necesario que esté existencialmente re­ferido a El, y no puede estarlo sino mediante la mediación de la función apostólica, aun en el caso de que esta última sea ejercida por incrédulos.

De esta forma, la presidencia del sacerdote en la Eucaris­tía implica su conciencia de hombre y, sin embargo, recibe todo su valor del hecho de que se realiza in persona Christi, como un signo del Resucitado, querido por El mismo y que sirve de punto de cita para la fe del Cuerpo místico.

Las lecturas litúrgicas de la octava de Pascua presentan una gran unidad. El bloque de los evangelios sigue a Cristo en sus primeras manifestaciones de Resucitado, mientras que el blo­que de las primeras lecturas sigue a los apóstoles en sus prime­ras predicaciones. Por lo demás, tanto en uno como en otro se refleja una evidente evolución, que no estará de más sub­rayar.

a) Las apariciones

Parece que las mujeres se dirigieron al sepulcro para asear el cuerpo de Cristo, en la madrugada del día de Pascua. Entre ellas se encuentra Magdalena. Las mujeres descubren el sepul­cro vacío y se imaginan que han sustraído el cuerpo. Envían a Magdalena a que avise a los apóstoles del rapto, y Pedro y Juan se acercan al lugar para advertir, gracias a la presencia de las vendas, que probablemente no se trata de una sustracción. Se vuelven un tanto dubitativos, con un inicio de fe. Mientras Magdalena ha ido a avisar a Pedro y a Juan, las mujeres ven a un joven que les anuncia la Resurrección y les encarga que

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se lo comuniquen a los apóstoles para que se dirijan a Galilea. María Magdalena, que sigue convencida de que se han llevado el cuerpo, vuelve entre tanto al sepulcro. Las mujeres y Pedro y Juan se han ido ya. Entonces es cuando recibe la primera ma­nifestación de Cristo. Vuelve de nuevo con los discípulos y es­tos continúan incrédulos.

Del grupo de los discípulos se separan entonces dos de ellos, que deciden, a pesar de esos rumores inquietantes, volver a sus casas. Mientras van de camino son a su vez beneficiarios de una aparición.

Mientras estos discípulos regresan a Jerusalén, Jesús se apa­rece a Pedro, y cuando los discípulos de Emaús se reúnen con los apóstoles, ya muy anochecido, se aparece a todo el grupo.

Tras esta reconstrucción hipotética de los hechos se ocultan numerosas diferencias en los relatos evangélicos. Pueden dis­tinguirse las tradiciones de origen femenino, las que provienen de los medios de los discípulos (¿helenísticas?) y finalmente las que se deben a los mismos apóstoles. De ahí que pueden des­cubrirse tradiciones centradas en torno a la aparición en Ga­lilea (Mt 28, 16-20) y otras centradas en torno a las aparicio­nes en Jerusalén 10, y muchas veces es imposible armonizar to­dos los detalles que nos han transmitido esas tradiciones.

Eso no obstante, el hilo conductor de esas diferencias evan­gélicas es de orden teológico. Las más antiguas se preocupan ante todo del hecho de la Resurrección y la enfocan con una finalidad apologética. Subrayan la incredulidad de los apósto­les con el fin de dejar bien sentado que no se dejaron dominar por la imaginación. Si nos presentan a Cristo resucitado ins­truyendo a sus apóstoles a base de las Escrituras es para pro­barnos que la tradición primitiva (de la que son eco las pri­meras lecturas) no es tampoco un montaje de los apóstoles, sino una tradición recibida del mismo Cristo.

Evangelios más recientes, como los de Lucas y Juan, se preocupan menos del hecho y de su justificación apologética que del problema religioso, que es la seguridad de la presencia misteriosa del Resucitado en la Iglesia: Palabra, Eucaristía, po­deres taumatúrgicos y jerárquicos son los signos de esa presen­cia espiritual y prenda de la comunión futura de los creyentes con el Padre que se ha convertido en "su Dios" (Jn 20, 17-18).

10 A. DESCAMPS, "La Structure des récits évangéliques de la résurrec-tion", Bíblica, 1959, págs. 726-41. Véase también el tema doctrinal de la resurrección, en el tercer domingo del Tiempo pascual.

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b) La catequesis primitiva

Nacida efectivamente de las instrucciones del Resucitado a sus apóstoles, la catequesis primitiva se concreta también en dos niveles: el del hecho y el de la teología. Las cinco primeras lecturas de esta semana nos proporcionan el cañamazo clásico de esa catequesis, la sexta lectura nos ofrece un texto de ora­ción primitiva, montada también sobre ese cañamazo.

Esta catequesis se basa sobre los hechos de la muerte y de la resurrección, pero los supera muy pronto con la elaboración de una teología precisa orientada hacia la entronización del Señor sobre el tiempo y sobre el universo y la liberación de la humanidad del pecado mediante el llamamiento al Reino y la conversión del corazón.

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SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO PASCUAL

(Primer domingo después de Pascua)

A. LA PALABRA

I. Hechos 2, 42-47 II. Hechos 4, 32-35 III. Hechos 5,12-16 1.a lectura 1.a lectura 1.a lectura l.er ciclo 2p ciclo 3.er ciclo

Los primeros capítulos de los Hechos se ven frecuentemente interrumpidos por breves resúmenes sintéticos que parecen otros tantos jalones colocados por el autor en medio de su descrip­ción de la vida de la comunidad primitiva. Esta especie de es­tribillos reciben el nombre de "sumarios" y los tres pasajes de los Hechos que se leen este día en la liturgia nos ofrecen los tres principales1. La crítica literaria ha descubierto que han pasado elementos de unos a otros y que su texto original era de factura muy simple.

El primer sumario comprendía primitivamente los versícu­los Act 2, 42, 46 y 47; el segundo se limitaba a Act 4, 32, 34 y 35; el tercero, finalmente, se limitaba a Act 5, 12a, 15 y 16. Los ver­sículos que se han añadido a cada sumario lo han sido con el fin de armonizar esos textos: así, Act 2, 43 se sirve de Act 5, ll-12a; Act 2, 44-45 incorpora Act 4, 32, 34-35. La adición de Act 4, 33 proviene probablemente de Act 2, 47a. Igualmente, las amplificaciones del tercer sumario están sacadas de los ante­riores: así, Act 5, 12b proviene de Act 2, 46a; Act 5, 13 incor­pora Act 2, 47a; Act 5, 14 se inspira en Act 2, 47b.

1 P. BENOIT, Remarques sur les sommciires des Actes II, IV y V, Mé-langes Goguel, 1940, págs. 1-10 y Exégese et Théologie, 1961, págs. 181-92-Tesis cr i t icada por W. G. KUMMEL, "Das Urchr i s t en tm" , Théol. Rund-, 1954, págs. 207-08.

2?

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El primer sumario estaba inserto originariamente en el tema de la vida piadosa y edificante de la comunidad y en las reac­ciones de los judíos (Act 2, 42, 46, 47), y Lucas (u otro redactor) ha añadido una breve indicación sobre los milagros de los após­toles y sobre la comunidad de bienes. El segundo sumario tra­taba primitivamente de cómo se pusieron los bienes al servicio de la comunidad (Act 4, 32, 34, 25) y fue completado con un recuerdo a la irradiación apostólica y al fervor de los fieles Finalmente, el tercer sumario, que se ocupa primero de la acti­vidad taumatúrgica de los apóstoles (Act 5, 12a, 15-16) incor­pora después un resumen sobre la vida edificante de la comu­nidad y las reacciones del pueblo.

Este ensamblaje de temas en cada uno de los sumarios nos impide analizarlos por separado.

* * #

a) El fervor comunitario y las reacciones del pueblo cons­tituyen el primer tema, tratado por sí mismo en el primer su­mario (Act 2, 42, 46-47; lectura l.er ciclo), para preparar el episodio de la detención de los apóstoles, y repetido en forma de alusión en el segundo, en Act 2, 33b (lectura 2.° ciclo) y en el tercero (Act 5, 12-14; lectura 3.er ciclo).

Los elementos de esa vida comunitaria son múltiples y se agrupan en torno a la presencia asidua en la liturgia del Tem­plo (Act 2, 46; 5, 12b), y los banquetes en las casas particula­res (Act 2, 46). La comunidad reparte su tiempo entre el culto y la misión, porque si tributa alabanzas a Dios (Act 2, 47), se preocupa también de la repercusión de su testimonio en el pue­blo y de las conversiones que de él se derivan (Act 2, 47; 5, 13-14). Nos encontramos, pues, en presencia de una comunidad cristiana marcada aún por el judaismo 2. Su vida se reparte en­tre la liturgia del Templo y las reuniones en los locales particu­lares, del estilo de las sinagogas. Es decir, que las cuestiones de sacrificio y de sacerdocio no se han planteado aún: el Tem­plo cumple esas funciones y las reuniones en las casas se limi­tan a resaltar la fraternidad de los corazones y el fervor de las oraciones.

Pero surge un hecho bastante nuevo: las reuniones en las casas particulares no se limitan a lecturas bíblicas de las "ins­trucciones" y de las oraciones como en las sinagogas; compren­den también una liturgia del banquete. La "fracción del pan"

2 L. CERFAUX, "La Premiére Communauté chrétienne á Jérusalem", Eph. Th. Lov., 1939, págs. 1-31.

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(Act 2, 42, 46) era un banquete tradicional entre los judíos, tanto en familia como en reunión religiosa. En el plano litúr­gico, esas fracciones del pan se caracterizaban ante todo por la "oración eucarística" del presidente.

Esas comidas debían de estar muy en voga entre los cristianos de Jerusalén si se admite que en su mayoría eran extraños a la ciudad, galileos desarraigados, pobres sin hogar, miembros de la Diáspora sin "domicilio propio" y dichosos de encontrarse en torno a una mesa. Pero en cuanto desaparezca el Templo o los cristianos se vean apartados de él, esos banquetes frater­nos heredarán progresivamente el matiz sacrificial y sacerdo­tal de la liturgia del Templo: la "misa" será reconocida por la conciencia de los cristianos.

Esa comunidad litúrgica es también misionera y conquista­dora. Todavía no ha descubierto todas las dimensiones de la misión. Al menos la preocupación por el diálogo con los demás y la preocupación de atraer su favor son las dominantes en su mentalidad (Act 2, 47a; 5, 13-14) 3.

b) El segundo sumario (Act 4, 32, 34-35) se preocupa ante todo por subrayar la comunidad de bienes entre cristianos.

Lo hace sin duda para preparar el relato de la generosidad de Bernabé y el episodio de Ananías y Safira (Act 4, 36-5, 11). El primer sumario reproducirá a su vez esta descripción (Act 2, 44-45). Pero los dos textos idealizan claramente la situación. La comunidad de bienes no la practicaron seguramente todos: la prueba está en que se ha puesto de relieve el gesto de des­prendimiento de Bernabé, cosa que no hubiera sido así si no resultara insólito (Act 4, 36-37); por otro lado, Pedro afirma cla­ramente que el poner los bienes a disposición de la comunidad era un gesto enteramente libre (Act 5, 4).

Hay que pensar en cierta idealización de los sumarios en esta cuestión de la comunidad de bienes y no hay que olvidar que la comunidad era ante todo el corazón y el alma (Act 4, 32; cf. FU 1, 27; Jn 17, 11, 21), pero con la obligación de cada uno de acudir en ayuda de los hermanos en sus necesidades. Los primeros cristianos no son en esto comunistas antes de la letra: la comunicación de bienes no es aplicación de un siste­ma económico o social, sino la expresión de un sentimiento de solidaridad y de concordia. Pero Lucas introduce en el relato su doctrina del desprendimiento en virtud de la cual el joven

* Sobre la liturgia y la misión, así como los signos de la fe, véase el tema doctrinal de los signos de la fe, en este mismo capítulo.

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rico era invitado a distribuir sus bienes para formar parte del Reino (Le 18, 22), ya que el desprendimiento de los bienes y la limosna eran una forma de expresar la espera de los últimos tiempos (Le 3, 11; 6, 30; 7, 5; 11, 41; 12, 33-34; 14, 14; 16, 9; 19, 8).

c) El último sumario subrayaba, en su versión primitiva, el poder taumatúrgico de los apóstoles (Act 5, 12a, 13). El pri­mer sumario hace alusión a él (Act 2, 43), sin duda para pre­parar el relato de la curación del cojo (Act 3, 1-10) y el segundo sumario también hace referencia discretamente (Act 4, 33a).

En la comunidad primitiva son frecuentes los hechos con­siderados como milagrosos. Eran considerados a la vez como pruebas del "poder" de los apóstoles (Act 2, 19-22; 4, 30, 33; 6, 8; 8, 13; 10, 38) y como signos de los últimos tiempos en que la naturaleza recobraría su equilibrio y en que el mal sería de­finitivamente vencido (cf. Ap 21, 3-4).

Este concepto se apoyaba a veces en un gusto demasiado pronunciado por lo maravilloso (cf. Act 5, 1-10; 8, 39, etc.), pero más normalmente expresaba la conciencia primitiva de la re­percusión cósmica de la resurrección de Cristo y de la creación de un tipo nuevo de humanidad, victoriosa del mal en todas sus formas. Habrá que esperar a que la Iglesia tome conciencia del lento progreso del Reino para descubrir que la humanidad no se beneficia de la resurrección del Señor a golpe de milagros y de prodigios, sino a través de la presencia activa de los testi­gos de Cristo en el caminar de los hombres.

* * #

La resurrección de Cristo es un acontecimiento. Pero hay que "perseverar" (Act 2, 42; traducido por "ser asiduo" en La Bi­blia de Jerusalén) en ese acontecimiento, es decir, encontrar instituciones y estructuras que permitan vivir ese acontecimien­to único en todas las circunstancias de la vida4. Son esas ins­tituciones, signo y prolongación de la Resurrección, las que describen los sumarios de los Hechos: la instrucción de los após­toles, la comunidad fraterna, la liturgia, la misión, la victoria sobre el mal. Lo que implica a la Iglesia de hoy no es quizá reconstruir los rasgos de las comunidades primitivas: un retor­no a la instrucción de los apóstoles sería a veces puro arcaísmo, una restauración de las formas litúrgicas del judaismo, y el gusto por lo maravilloso un anacronismo en el mundo actual... La verdadera cuestión planteada a la Iglesia de hoy y a cada uno de sus miembros es la de saber cómo las instituciones ac­tuales dan testimonio hoy del misterio pascual y lo encarnan en el mundo actual, cuál es el puesto del misterio pascual en

4 P. H. MENOUD, La Vie de l'Eglise naissánte, Neuchátel, 1952.

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la enseñanza actual de la Iglesia. Qué lugar ocupa la fe en el Señor resucitado en el compromiso de los cristianos en el pla­no de la lucha contra el mal y la enfermedad. Cómo la acción caritativa del cristiano respecto a los pobres es realmente signo de la solidaridad espiritual de todos los hombres que ya no tie­nen más que un solo corazón y una sola alma en Cristo (Act 4, 32). Cómo, finalmente, nuestras celebraciones litúrgicas per­miten a los cristianos vivir sin titubeos y sin fiebre en la fe y la esperanza, hasta que retorne el Señor. Los sumarios de los Hechos idealizan la vida de la comunidad primitiva y conser­van sus elementos judíos; pero no por eso dejan de ser un pre­cioso material de revisión de vida.

IV. 1 Pedro 1, 3-9 El autor de la primera carta de Pedro se 2.» lectura inspira, al parecer, en un antiguo himno l.er ciclo cristiano que podría haber sido concebido en

tres estrofas dedicadas sucesivamente a la alabanza del Padre, Autor de la nueva creación (parafraseada en los vv. 3-5) del Hijo, objeto de nuestro amor hasta en la prueba (parafraseada en los vv. 6-9) y del Espíritu manifestado en los profetas (parafraseada en los vv. 10-12, no reproducidos). Otra paráfrasis de ese himno la encontramos en Tit 3, 4-8. En cual­quiera de los casos, estas estrofas encuentran su unidad en la evocación común del Éxodo, de la resurrección de Cristo y del bautismo de los cristianos.

La primera parte de la carta de Pedro reproduce probable­mente el ceremonial de una liturgia pascual, y los exegetas descubren en ella todos los elementos que en 1 Cor 14, 26-27 forman parte de toda celebración: cántico, enseñanza, reve­lación, etc.5. Nuestro pasaje vendría a parafrasear el cántico inaugural o una especie de plegaria de bendición.

Nuestro comentario se centrará sucesivamente en torno al himno en sí, tal como se le ha podido reconstruir 6, y después en torno a la paráfrasis de que ha sido objeto en la carta de Pedro.

* * *

a) El himno primitivo podría haber sido el siguiente:

6 A. R. c . LEANEY, "1 Peter and the Passover: an Interpretation", N. T. Sí., 1963-1964, págs. 238-51.

6 M. E. BOISMARD, Quatre hymnes baptismales dans la prendere lettre de Pierre, París, 1961.

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¡Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo! Según su gran misericordia, nos ha regenerado por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una esperanza viviente, para una herencia incorruptible conservada en los cielos, para una salvación pronta a manifestarse en los últimos tiempos.

El objeto principal de esta "bendición" es nuestra regene­ración (cf. Tit 3, 5; Jn 3, 3-5; Sant 1, 17-18). Se trata proba­blemente de la transformación operada en cada hombre por una Palabra de Dios que no solo le es proclamada desde el ex­terior, sino que está grabada en su corazón (Jer 31, 31-34; Dt 30, 11-14): Palabra de Dios en nosotros (cf. Le 8, 11-15) que es el mandamiento de amor (1 Jn 3, 9-10). Solo ella es capaz de regenerar la humanidad y proporcionarle la herencia eterna e incorruptible al que aspira.

El signo y la causa de ese renacimiento residen en la resu­rrección de Cristo, la cual muestra, en efecto, que la humanidad puede ser restaurada, puesto que ya ha sido glorificada en Cris­to. La palabra de amor sembrada en el hombre puede condu­cirle a esa regeneración, una vez que el amor de Cristo hacia su Padre y hacia sus hermanos le han permitido triunfar so­bre la muerte.

b) La regeneración por la Palabra conduce a un estado escatológico que el autor presenta como la esperanza, palabra que no designa aquí la virtud, sino su objeto, como en Rom 8, 24. Ahora bien: el objeto de la esperanza, en los medios cristianos primitivos, no es otro que la participación en la gloria divina (Rom 5, 2; 1 Pe 4, 13-14; Col 1, 27). La esperanza es "viva" porque la gloria resucitará nuestros cuerpos mortales (FU 3, 21; Rom 6, 4; 8, 18-23; 1 Cor 15, 40-45); es la herencia inco­rruptible, muy superior a la de la tierra prometida al pueblo de la Alianza (Ex 32, 13). Cristo la heredó ya con su resurrec­ción (Gal 3, 16) y todos cuantos son regenerados con El la he­redan a su vez (Gal 3, 26-29). Es, finalmente, "salvación", en el sentido de que permite a la humanidad librarse de la corrup­ción después de haberse liberado ya desde ahora del pecado.

c) La paráfrasis que el autor hace del himno primitivo afecta al valor de la fe en la prueba. Pedro describe con mag­nificencia la felicidad a la que está llamada la humanidad en Jesucristo para sostener la fe de los fieles sometidos a la prue­ba de la persecución, que es comparada con el fuego que pu­rifica al oro para mejor destacar su brillo. Quizá se trate de una imagen sacrificial: la prueba es a la fe lo que el fuego es a la víctima del sacrificio (cf. Mal 3, 2-3); hace de los creyentes una ofrenda espiritual, un sacerdocio real para gloria de Dios. La imagen tiene también un significado escatológico: el fuego separa lo esencial de lo accesorio, las escorias del metal puro,

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y prepara así la "revelación de Jesucristo" en el corazón de una humanidad finalmente purificada (cf. 1 Cor 3, 13).

* * *

La esperanza de los cristianos no es ya la de los judíos. El advenimiento del Hijo del hombre no se realiza conforme a los presupuestos previstos por estos últimos: manifestación sobre las nubes del Juez de las naciones y del Vengador del pueblo elegido. El mundo nuevo cuyas bases establece el Hijo del hom­bre no surgirá de la noche a la mañana, sino al cabo de una lenta maduración de la Palabra de amor en los corazones. Cris­to ha puesto de manifiesto en Sí mismo ese crecimiento, lo que le ha valido el triunfo sobre la muerte; ese crecimiento se prolonga en cada uno de los cristianos, en el seno mismo de la prueba, garantizándoles a ellos la herencia gloriosa e incorrup­tible y a la humanidad su total regeneración.

V. 1 Juan 5, 1-6 El nacimiento "de Dios" (1 Jn 1, 1-3) y la fi-2fi lectura liación respecto al Padre se verifican confor-2.o ciclo me a tres criterios concretos: la fe, el amor y

la observancia de los mandamientos.

a) Juan ha hablado mucho, a lo largo de toda su carta, de comunión con Dios, de conocimiento de Dios, de procreación. Aquí vuelve sobre la misma realidad pero con un vocabulario nuevo, utilizado ya en 1 Jn 2, 29-3, 3: nacimiento nuevo y fi­liación.

Ya en su Evangelio había reflejado Juan la idea del don que Dios nos hace de su vida a través de estas imágenes expresivas (Jn 3, 3-8), aunque poco originales, puesto que muchas de las religiones contemporáneas reclamaban para sus miembros el título de hijos de Dios. Los judíos lo utilizaban (Dt 14, 1) y las religiones mistéricas se lo conferían solemnemente a sus ini­ciados. Pero se trataba tan solo de metáforas equívocas: para Juan, la filiación divina de los cristianos es la única cierta.

b) Mas por cierta que sea, esta filiación no es perceptible exteriormente: el mundo no la reconoce (1 Jn 3, 1) y los cris­tianos se preguntan por los criterios con que pueden descubrir su acción dentro de ellos mismos. Juan presenta tres testigos —tal como recomienda la ley judía (Dt 17, 6; 19, 15; Núm 35, 30)—para autentificar esa filiación divina. Se trata de la fe, del amor de Dios y de los hermanos (vv. 1-2) y de la obediencia a los mandamientos (v. 3). Respecto al amor, Juan recoge lo que ya había dicho en 1 Jn 4, 20, pero trastrocando los elemen-

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tos de la prueba: aquí, el amor de Dios es signo del amor de los hermanos; allí, este último era el criterio del primero, la prue­ba de su mutua permeabilidad.

Estas actitudes-testigos enfrentan al cristiano con el mun­do: el fiel está abierto a la iniciativa de Dios; el mundo se re­pliega sobre sí mismo (1 Jn 3, 2). Pero el cristiano ha vencido al mundo. Esa victoria es a la vez un hecho pasado (v. 4) y un hecho continuamente presente en Jesús-Señor (v. 5). El hecho pasado es el momento de nuestra conversión, el presente es el acto de fe de cada día.

c) Es precisamente esa victoria pascual de Cristo la que vie­nen a confirmar, a su vez, tres testigos o "signos" 7: el agua, la sangre y el Espíritu (v. 6); el agua y la sangre son los represen­tantes de la economía sacramental y dan testimonio de que Je­sús murió realmente (Jn 19, 34); el Espíritu viene a testimoniar que Cristo resucitó realmente: ¿no ha sido El el que ha devuelto la vida a Cristo (Act 2, 33) y el que ha permitido que el Hijo tenga realmente la vida en El para darla a los hombres? (1 Jn 5, 9).

La victoria de Cristo y del cristiano no tiene nada de las victorias militares del antiguo Israel. No es victoria sobre la muerte sino en cuanto Cristo ha salido victorioso, primeramen­te, de todo lo que en El hubiera podido ser tentación de salvar­se por Sí mismo, al recurrir a su filiación divina. Y es, en cada uno de los hijos de Dios, victoria sobre la tentación de autodi-vinización mediante la resignación del logro de nuestra sal­vación a la iniciativa de Dios. Por eso la victoria comenzó en el momento de la conversión y continúa tanto tiempo como la fe y el amor inspiran la vida cotidiana.

VI. Apocalipsis El Apocalipsis se abre con una visión de Hijo 1, 9-1S, 17-19 del hombre, el cual será el Juez final de los 2.a lectura tiempos; inaugura así su visita de inspec-3.er ciclo ción de la Iglesia (Ap 2-3).

Juan está en éxtasis "el día del Señor" (v. 10), sin duda du­rante o después de la celebración eucarística, momento favora­ble a los carismas (cf. 1 Cor 12).

7 Véanse los temas doctrinal de los signos de la fe o de la sacramen-talidad pascual, en este mismo capítulo.

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La visión de Juan tiene por objeto al Señor, Juez del final de los tiempos: la expresión Hijo del hombre (v. 12) lo dice claramente y recuerda las visiones de Dan 7 y 10 y de Ez 1, 24-26. Este Hijo del hombre pertenece al mundo divino: para pro­barlo, ahí están los símbolos que Juan utiliza siguiendo a los profetas del Antiguo Testamento para designar a un ser de origen divino (ángel, en Dan 10; el mismo Dios, en Ez 1). Es Sacerdote (túnica, v. 13) y es Rey (cinturón de oro).

Pero el Hijo del hombre se ha convertido en Señor de la Historia: si ha de juzgar al final de los tiempos, es porque po­see las claves de la Historia, desde su origen a su término, y las posee desde que ha vencido al único enemigo de la Historia: la muerte (vv. 17-19).

En este sentido está revestido de prerrogativas divinas, y Juan no puede sino prosternarse "como muerto" porque el hom­bre que ha visto a Dios debe morir (Jue 13, 22).

Juan va a analizar en las páginas siguientes de su Apoca­lipsis un breve fragmento de historia humana: de manera es­pecial los sobresaltos del imperio romano contemporáneo. La resurrección de Cristo le permite transformar una obra de his­toria en una investigación teológica. En efecto, penetra hasta el fondo en el significado de los hechos que refiere y que ana­liza.

Si la historia es el fruto de la colaboración o de la oposición de las libertades humanas, su curso adquiere una significación completamente nueva cuando esas libertades, al entrar en jue­go en la actualidad, contribuyen al mismo tiempo a la edifi­cación de un mundo que se sustrae a la muerte. Si la muerte no es ya la última palabra de la Historia, las limitaciones con que cada día se tropieza en la acción y la ambigüedad de los compromisos cotidianos no son tampoco la última palabra de la acción.

La visión del Hijo del hombre que dispone de las claves de la Historia no obliga al cristiano a seguir una historia o una política diferente de la historia y de la política de todos los hombres. No hay historia de la salvación que no sea la historia de los hombres, lo mismo que no hay una política que sea es­pecíficamente la del Reino. Al contrario, es identificándose con la historia con lo que implica de muerte y de vida, y esforzándose por hacer que retrocedan los límites de la muerte y las posibi­lidades de la vida, como el cristiano pone de manifiesto que ha visto al Hijo del hombre juzgar a las naciones.

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VII. Juan 20, 19-31 Son varios los temas que componen este evangelio Evangelio: las apariciones del Señor rit­

man de ocho en ocho días la vida de las comunidades primitivas; Cristo-Señor hace uso de su poder de Resucitado transmitiendo sus poderes a los apóstoles; final­mente, los discípulos se ven llevados a descubrir, lo mismo que Tomás, el desprendimiento de la fe.

a) Las apariciones. Juan comienza por resumir los datos que han llegado a su conocimiento seguramente a través de las mismas fuentes que a San Lucas (24, 36-49): Cristo no es ya un hombre como los demás, puesto que pasa a través de los muros; pero no es un espíritu, puesto que se le puede ver y to­car sus manos y su costado (v. 20). Su resurrección ha supues­to para El un nuevo modo de existencia corporal. Juan no in­siste tanto como Lucas en torno a la demostración: reemplaza la alusión a los pies por la alusión al costado y no señala que Cristo tuvo que comer con los apóstoles para que le recono­cieran. Pero, mientras que en San Lucas el Señor está comple­tamente vuelto hacia el pasado con el fin de probar que su resurrección estaba prevista, Juan le presenta más bien orien­tado hacia el futuro y preocupado por "enviar" a sus apósto­les al mundo.

Este envío de los apóstoles al mundo es prolongación del envío que el Padre ha hecho de su Hijo (Jn 17, 18). Los apósto­les están ya habilitados para terminar la obra que Cristo ha iniciado durante su vida terrestre (Jn 17, 11). La reunión de los discípulos en torno al Señor se hará en adelante en torno a los mismos apóstoles.

Un tema importante de las apariciones es la preocupación de Cristo por organizar los distintos elementos que prolongarán sobre la tierra su actividad de Resucitado: la jerarquía, los sa­cramentos, el banquete, la asamblea (adviértase la doble men­ción de la "reunión" de los apóstoles: vv. 19 y 26, ya con su ritmo dominical: v. 26).

b) El don del Espíritu. ¿Cómo puede Juan descubrir la ve­nida del Espíritu sobre los apóstoles el domingo de Pascua, mientras que Lucas la anuncia para Pentecostés? (Le 24, 49). Realmente, Juan se hace eco de una antigua idea de los me­dios judíos, en especial de los que se movían en torno a Juan Bautista. En esos medios se esperaba a un "Hombre" que "pur­garía a los hombres de su espíritu de impiedad" y les purifi­caría por medio del "Espíritu Santo" de toda acción impura, procediendo así a una nueva creación (Sal 50/51, 12-14; Ez 36, 25-27). Al "insuflar" su Espíritu, Cristo reproduce el gesto crea­dor de Gen 2, 7 (cf. 1 Cor 15, 42, 50, en donde Cristo debe su

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titulo de segundo Adán al "Espíritu" que recibe de la resurrec­ción; Rom 1, 4).

Mediante su resurrección, Cristo se ha convertido, pues, en el hombre nuevo, animado por el soplo que presidirá los últi­mos tiempos y purificará la humanidad. Al conferir a sus após­toles el poder de remitir los pecados, el Señor no instituye tan solo un sacramento de penitencia; comparte su triunfo sobre el mal y el pecado.

Se comprende por qué San Juan ha querido asociar la trans­misión del poder de perdonar con el relato de la primera apa­rición del Resucitado. La espiritualización que se ha producido en el Señor a través de la resurrección se prolonga en la hu­manidad por medio de los sacramentos purificadores de la Iglesia.

c) De la visión a la fe. La forma de vida del Resucitado es de tal especie que no se le reconoce: María Magdalena le toma primero por el jardinero (Jn 20, 11-18). Cuando le "reconoce" (v. 16) ve cómo se le prohiben las muestras de respeto con que trataba al Cristo pre-pascual (v. 17). Aun cuando este tema l'lgura también en San Lucas (Le 24, 16, 31), adquiere en San Juan, el evangelista del "conocimiento" (Jn 21, 4), un relieve particular. Esta pedagogía del Señor resucitado nos permite comprender la lección dada a Tomás. La nueva forma de vida del Señor no permite ya que se le conozca según la carne, es decir, a base tan solo de los medios humanos. Ya no se le re­conocerá como hombre terrestre, sino en los sacramentos y la vida de la Iglesia, que son la emanación de su vida de resuci­tado. La "fe" que se le pide a Tomás permite "ver" la presencia del Resucitado en esos elementos de la Iglesia, por oposición a toda experiencia física o histórica. La fe está ligada al "miste­rio", en el sentido antiguo de la palabra8.

d) No hay que perder de vista que esta aparición asocia el don del Espíritu y la fe a la revelación del costado de Jesús (v. 20). Ahora bien: Juan ya había dicho, en el momento en que fue herido el costado de Cristo en la cruz (Jn 19, 34-37), que la fe captaría a quienes vieran su costado herido. He aquí lo que sucede: la contemplación de la muerte de Cristo provoca la fe en la acción del Espíritu. Si Cristo muestra su costado no lo hace por simples razones apologéticas: revela a los contem­plativos la fuente de la nueva economía.

En este sentido, el género de visión (v. 25) que los apóstoles han tenido de Cristo resucitado no ha sido ese tipo de visión

• Véase el tema doctrinal de la sacramentalidad pascual en este mis­mo capítulo.

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material (vv. 26-31) exigida por Tomás. Si no hay diferencia entre estas dos experiencias, no se ve por qué Cristo habría de reprocharle lo que no reprocha a los demás y por qué ha­bría de exigir al primero una fe que no les ha exigido a los segundos. En realidad, los diez apóstoles han tenido una expe­riencia real del Señor resucitado, pero probablemente fue más mística que la experiencia a que aspiraba Tomás. Para invitar a los hombres a "creer sin ver", ¿no deben, los apóstoles, los primeros, aprender a pasar los pruebas materiales?

La resurrección no es, desde luego, una cuestión de apolo­gética ni un acontecimiento maravilloso: ella no es signo más que en la medida en que la fe la ilumina, y es, al mismo tiem­po, interior a la fe 9.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de los signos de la fe

Cuando la Iglesia se encuentra en una situación misionera, la cuestión de los signos de la fe es algo primordial. Porque la fe como tal—un don de Dios y una respuesta del hombre con­siderada en su misma fuente—escapa a nuestra mirada. La Iglesia tiene la misión de enseñar los signos de la fe a todos los hombres que no conocen a Cristo, para que por medio de estos signos el no cristiano pueda, a su vez, creer en Cristo y parti­cipar de su vida.

En realidad, la cuestión de los signos de la fe es tan impor­tante para la vida del cristiano como esencial resulta para que la doctrina de la Buena Nueva pueda ser anunciada al no cris­tiano. En efecto, ¡cómo la Iglesia va a poder presentar a este último los signos de la fe si sus miembros son incapaces de manifestar su fe por medio de ellos!

Si consideramos bien la doctrina de Juan, veremos que este ha redactado todo su Evangelio con el claro deseo de manifestar la relación que existe entre fe y signos. Su última frase es esta: "Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípu­los que no están escritas en este libro; y estas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, a fin de que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 30-31; véa­se el Evangelio del día). Y para que no nos equivoquemos res­pecto a su intención, el evangelista, antes de llegar a esta con­clusión, nos ha narrado la aparición de Cristo a sus apóstoles, en presencia de Tomás el incrédulo. La clave del relato es, sin duda, la última declaración de Jesús: "Porque me has visto,

9 Véase el tema doctrinal de los signos de la fe, en esta página y sgs.

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Tomás, has creído. Dichosos todos aquellos que creen sin haber visto" (Jn 20, 29). La bienaventuranza de la fe se dirige a todos aquellos que creen sin haber visto; su fe se apoya solamente en los signos y los signos solamente se comprenden con los ojos de la fe. Para San Juan, la fe que se basara únicamente en la visión de hechos extraordinarios o milagrosos sería general­mente deficiente. Recordemos como ejemplo el episodio de la multiplicación de los panes y las reacciones de aquella multitud que había sido saciada.

La cuestión de los signos de la fe no es, ante todo, una cues­tión primordial de apologética, sino que es interior a la propia fe. Porque la fe es un principio-fuente, capaz de integrar en la unidad de su manantial la vida entera de un hombre en sus dimensiones individuales y colectivas. Y, recíprocamente, en la medida en que la fe la ilumine, esta vida es su manifestación, su signo.

A la búsqueda El caminar religioso del hombre pagano le de los signos hace buscar unos medios infalibles para co-de la fe en Israel municarse con el mundo de lo sagrado. En

este mundo, el campo de esta comunión está constituido por todo lo que es sólido, estable, seguro, cíclico, todo lo que escapa a la movilidad y a la imprevisibilidad de la historia. El itinerario en que toma cuerpo esta búsqueda de la felicidad está a la altura del hombre y de su poder sobre lo real. La felicidad es accesible, siempre que se tomen los me­dios adecuados.

Para Israel, Yahvé es el Todo-Otro. Interviene libremente en los acontecimientos y no es cosa de intentar apoderarse de El, ni de la felicidad que reserva para sus escogidos. De una manera puramente gratuita ha elegido a un pueblo, al que salva como contrapartida de su fidelidad para con la alianza sellada. Cuan­do Israel es fiel, Yahvé interviene a su favor, mientras que la Infidelidad del pueblo elegido atrae la cólera divina. La cues­tión se plantea entonces sobre algo que Israel no dejará de pro­fundizar, y que es lo siguiente: ¿En qué signos se deberá reco­nocer la bienaventuranza salvadora de Yahvé y, al mismo tiem­po, la fe del pueblo en el Dios de la alianza?

La primera respuesta a esta pregunta, que es la más espon­tánea y la que ya se habían planteado en tiempos de Cristo, establece una relación entre la bienaventuranza divina y las seguridades de la vida humana. Riqueza material, salud, fe­cundidad, virtudes morales, poder político, victoria militar, ar­monía en las relaciones sociales son los signos de la bendición divina y de la fidelidad del hombre. Por el contrario, la pobre­za, las epidemias, la enfermedad, la esterilidad, la debilidad po-

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lítica, el fracaso militar, el desorden moral y social son los sig­nos de la maldición divina y las consecuencias del pecado.

La insuficiencia de esta primera respuesta—no es una res­puesta real, puesto que la injusticia es patrimonio muchas veces de los que están bien afianzados y la enfermedad puede ser la ley de un verdadero creyente—invita a Israel a proyectar esta misma solución sobre el futuro escatológico. En el día de Yahvé, la verdadera justicia será recompensada con bienes mucho más maravillosos todavía, y la cólera divina caerá sin piedad sobre todos aquellos que en este mundo hayan practicado la injus­ticia.

Entonces, ¿cuáles son los "signos" de la fe para el tiempo pre­sente? La respuesta viene dada con la aparición de un proceso imperioso de interiorización: poco a poco, se va el hombre con­venciendo de que la marcha del creyente está comprometida muchas veces por las seguridades de este mundo y que la fe se hace más profunda en medio de la prueba. La experiencia del destierro, como la del desierto, están ahí para demostrár­noslo. El verdadero creyente adquiere cada vez más la figura del "pobre" de Yahvé. Es el hombre que, reconociéndose des­amparado y sin medios, recurre únicamente a Dios y no busca su seguridad más que en El.

Con esta mirada de la fe, el sufrimiento e incluso la muerte no dejan de tener un significado para la realización de los de­signios divinos. Un día el propio Mesías será presentado con los rasgos del Siervo paciente, que ha sido rechazado por todos. Aquel al que el pueblo creerá que ha sido "herido por Dios", será e:i realidad su elegido. El será el que con sus sufrimientos justificará a las multitudes y el que después de ver "librada su alma de los tormentos, verá, y lo que verá colmará sus deseos" (Is 53, 11).

La obediencia de Jesús Con la intervención de Jesús en la hasta la muerte, historia, la problemática de los signos sacramento de la fe se transforma profundamente. La

salvación de la humanidad se ha rea­lizado en este mundo por la respuesta perfecta dada por Jesús de Nazaret, durante toda su vida terrena, a la iniciativa salva­dora de Dios. El acto supremo de Cristo en esta vida fue la muerte en la cruz, y esta muerte fue la que hizo que la huma­nidad de Jesús tuviera siempre una actitud sacrificial, que es la que hace de El el único mediador de la salvación. Es lo que nos dice San Pablo (FU 2): Jesús cumplió la voluntad del Padre siendo obediente hasta la muerte a su condición terrena.

Con respecto al Antiguo Testamento, ¿qué es lo que ha cam-

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biado aquí? En lugar de considerar la condición terrena como una condición caída y un tiempo de prueba; en lugar de situar en el futuro—en "otra" condición—el reencuentro perfecto en­tre Dios y el hombre, Jesús de Nazaret nos hace descubrir que la verdadera respuesta a la iniciativa salvadora de Dios toma cuerpo allí donde hasta ahora no se había visto más que una consecuencia del pecado: en la misma muerte.

La obediencia de Jesús hasta la muerte, por amor a todos los hombres, pone de manifiesto que en este mundo todo es gracia, todo es objetivamente signo de la benevolencia pater­nal del Padre. Todo, incluso la muerte, incluso la muerte de un condenado, e incluso cuando la condena a muerte tiene su origen en una repulsa de amor de los hombres. La realidad objetiva de la condición terrena, para el Creador, no está ni puede estar radicalmente empañada por el pecado. Por el con­trario, tenemos que afirmar que Dios interviene como libe­rador, a través de todos los acontecimientos. Dios es esencial­mente bueno, y reparte los beneficios de su providencia sobre los buenos y sobre los malos...

Pero esta gracia paternal para con todos no se la reconocen como tal más que aquellos que entran perfectamente en el juego divino. Entre todos los hijos de los hombres, el Hombre-Dios es el único que ha participado perfectamente en este plan, como aliado de Dios, en el cumplimiento de sus designios de salvación. El "Sí" de Jesús a la voluntad del Padre afecta a todos sus pasos humanos y se concreta de una manera decisiva en su Pasión. De este modo, la vida terrena de Cristo es signifi­cativa, hasta el fin, de la respuesta perfecta del hombre a Dios. Esta vida terrena, una vez iluminada definitivamente por la muerte en la cruz, es realmente el sacramento del reencuentro del hombre con Dios. Ella es la que descubre perfectamente en qué sentido la intervención de Dios en los acontecimientos es una iniciativa de gracia y, al mismo tiempo, cómo debe com­portarse el hombre para incorporarse como colaborador a esta Iniciativa salvadora.

La condición La presencia del Resucitado en la Iglesia, que sacramental es su Cuerpo, constituye el origen y el funda-de la Iglesia mentó permanente de la sacramentalidad ecle-

sial. La Iglesia es ciertamente el Templo del diá­logo entre Dios y los hombres. El sacrificio perfecto que tomó cuerpo en la muerte de Cristo en la cruz se actualiza continua­mente en la Iglesia. Esta actualización implica la intervención del ministerio pastoral, porque ningún miembro de la Iglesia puede rehacer, por su cuenta, lo que de una vez para siempre .se realizó en la cruz, y la suma de respuestas imperfectas al don del Padre no puede engendrar una respuesta perfecta. En

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una palabra: sin la intervención de los ministros de Cristo la Iglesia no sería sacramental, puesto que no sería el Cuerpo de Cristo.

Tratemos de precisar un poco la categoría de sacramentali­dad, aplicada a la Iglesia. Decir que la Iglesia es sacramental no es afirmar que ella guarda los auténticos signos de la gra-tuidad de Dios. En efecto, como acabamos de ver, toda la crea­ción visible es el gran signo de la gracia divina, y Dios inter­viene como libertador en todo acontecimiento relativo a la exis­tencia terrena de la humanidad. Vamos a repetirlo una vez más: objetivamente, todo es gracia...

El que la Iglesia sea sacramental significa que en ella se verifica en este mundo el verdadero reencuentro entre Dios y los hombres, en Jesucristo. No solamente interviene Dios como libertador, sino que el hombre responde válidamente a Dios, como asociado a Jesucristo en la realización de los designios divinos. Decir "sacramento" es decir reciprocidad. Dios conser­va siempre la iniciativa en la relación amorosa, pero esta ini­ciativa termina en nada, si el hombre no responde a ella. Esto es cosa hecha en cuanto a la respuesta perfecta del Hombre-Dios, y es también cosa hecha en la Iglesia, que es su Cuerpo. La Iglesia ofrece al Padre el sacrificio perfecto de la fidelidad en el amor. Como solo hay un sacrificio perfecto, que es el de la cruz, el sacrificio eclesial es idéntico al sacrificio de la cruz, pero se distingue de él porque integra también el sacrificio espiritual de cada uno de los miembros del Cuerpo de Cristo. El sacrificio de la Iglesia es el sacrificio del Cristo total.

Por sí sola, una teología del carácter sacramental no nos explica la sacramentalidad eclesial. No basta con decir que por el hecho de entrar en la Iglesia el hombre se convierta ya en un ser apto—por un don interior de la gracia—para amar a Dios y a los hombres como los amó Cristo, hasta morir en la cruz por ellos. El bautismo nos introduce realmente en la in­timidad de Dios, allí donde el reencuentro entre Dios y los hombres es efectivo. El pecado de los miembros del Cuerpo místico no impide la sacramentalidad eclesial, porque la Iglesia ha recibido el poder de ser y de obrar así solamente de Jesu­cristo.

Sacramentalidad e La sacramentalidad eclesial no se presenta Institución eclesial con las mismas apariencias en todos los lu­

gares donde existe la Iglesia. ¿Qué sacra­mentalidad existe, entonces, en el terreno del "rito", que es precisamente donde el hombre da forma a su visión última so­bre la existencia? En este campo es donde la Iglesia tiene como misión el reunir a todos los hombres de manera visible. Aquí es

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donde toma el aspecto de una "Institución". Por tanto, se com­prende muy bien que la sacramentalidad de la Iglesia evoque ante todo el "rito sacramental". Es preciso comenzar por el es­tudio de la sacramentalidad, pero sin olvidar la importancia de otras consideraciones.

Por lo que se refiere al "rito", la sacramentalidad presenta unos contornos muy precisos, que afectan a toda la extensión de la Institución eclesial. Por una parte, los servicios concretos que debe prestar cada uno tienen una objetividad que precede siempre de algún modo al compromiso personal, y se integran en la marcha ritual de la Iglesia, que actualiza el obrar de Je­sucristo. Por otra parte, la sacramentalidad eclesial no está distribuida de una manera uniforme. Se compone de un nú­cleo central, que es la Eucaristía, y la organicidad de la Insti­tución eclesial no hace más que desarrollar todas las exigencias de la asamblea eucarística por excelencia, que es la que preside el obispo de la diócesis.

Dicho esto, en ningún caso hay que reducir la sacramenta­lidad únicamente a los servicios rituales. En esto nada se pue­de comparar con el automatismo de las liturgias paganas. La Palabra que acompaña al rito lo recuerda expresamente: es necesario que el gesto ritual sea siempre una expresión del sa­crificio interior de acción de gracias. La responsabilidad de los cristianos es muy grande. Si es verdad que la Institución ecle­sial en ningún momento deja de ser sacramental, en el sentido en que la Cabeza está siempre presente en el Cuerpo, no es me­nos cierto que la sacramentalidad puede estar más o menos "patente" en el Cuerpo. Está muy bien que las iglesias estén llenas los domingos, que nuestras celebraciones sean hermosas. Pero lo principal es que cada uno haga su ofrenda agradable a Dios y que en ella vaya implicado el sacrificio de su vida.

Por otra parte, la sacramentalidad de la Institución eclesial no corresponde a un esquema preciso que se haya fijado de una vez para siempre. A todos los miembros de la Institución eclesial, y especialmente a los sacerdotes, se les pide que traba­jen para que la organicidad de la Iglesia, centrada en torno a la Eucaristía celebrada por el obispo, sea efectivamente y de una manera visible portadora del proyecto de catolicidad que caracteriza a toda la Institución. Su aspecto no puede ser el de una administración religiosa adaptada a las necesidades de los hombres. Por el contrario, la Institución eclesial, precisamente por la manera en que está organizada—para lo cual necesita la amplitud y la complejidad de sus "unidades básicas"—, debe hacer visible la fraternidad universal, que ya se efectuó en Cristo, al mismo tiempo que debe respetar todo lo que forma la legítima diversidad de los hombres reunidos en ella por la llamada eclesial a la salvación.

Estas observaciones muestran bastante bien que la sacra-

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mentalidad "ritual", basada en el obrar de Jesucristo, no se puede, por tanto, separar del compromiso de fe de los fieles, ni de un ejercicio fecundo, por parte de los sacerdotes, de su cargo ministerial.

Presencia eclesial ¿Es necesario hablar de sacramentalidad en la vida eclesial en el terreno de la "vida"? Este te-y sacramentalidad rreno ofrece al hombre la posibilidad de

realizar un número infinitamente variado de tareas limitadas, consistentes y a la medida de sus recursos. La intención final del hombre no aparece más que indirectamente, pero está siempre presente en el fondo del cuadro, por las alternativas y las prioridades que inspira. En un mundo como el nuestro, que cada vez se da más cuenta de la importancia de las responsabilidades y de los recursos del hombre, el terreno de la "vida" adquiere cada vez mayor importancia. Pero sobre este terreno, en principio, la Iglesia no existe como Institución, por­que ella no es un pueblo más entre los demás pueblos de la tierra. Sin embargo, no deja de existir en sus miembros, dis­persos entre los hombres, y conserva una visibilidad que le es propia y que no es institucional.

En el terreno de la "vida" es preciso hablar de sacramenta­lidad eclesial, por la sencilla razón de que la Iglesia continúa existiendo en ella como Iglesia visible. Pero en este nivel la sacramentalidad no dispone del apoyo de los servicios rituales concretos. Entonces, ¿en qué consiste? Esta sacramentalidad se puede señalar en el haz de líneas convergentes en que se ma­nifiesta la orientación de la vida concreta de los diversos miem­bros del Cuerpo de Cristo hacia el sacrificio perfecto de Jesús en la cruz.

Al tratar de la sacramentalidad en la Institución eclesial hemos señalado ya la importancia del compromiso de cada uno. La Institución eclesial es siempre sacramental, pero su visibi­lidad orgánica es más o menos significativa del plan salvador que la anima. En el terreno de la "vida", la distinción entre sacramentalidad y poder de significación es fundamental: la Iglesia en este terreno es siempre sacramental, porque es la Iglesia de Cristo, pero su poder de significación es proporcional a la fidelidad evangélica efectiva de sus miembros. Además, el signo de la salvación debe ser llevado al terreno donde está llamado a ser leído. No se puede dirigir de la misma manera a la India religiosa que al ateísmo moderno.

2. El tema de la sacramentalidad pascual

Sin duda ninguna, el bautismo y la Eucaristía son los dos pilares de la sacramentalidad de la Iglesia. De ellos hablan es-

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pecialmente las fuentes bíblicas. Tanto respecto al bautismo como respecto a la Eucaristía, la referencia al acontecimiento pascual es central. Todo su significado está ordenado al mis­terio clave del cristianismo: Cristo pasando de la muerte a la vida en el sacrificio de la cruz. El creyente está llamado a con­tinuar por su cuenta este misterio pascual. Es necesaria una iniciación sacramental, que debe continuar en extensión y en profundidad, y en ella los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía desempeñan un papel central.

La correcta comprensión de estos dos sacramentos, en rela­ción con el misterio pascual, nos puede ayudar a comprender cuál es la verdadera naturaleza de la Iglesia y de su misión. La Iglesia ha sido considerada algunas veces como la guardiana del ideal evangélico y, por consiguiente, como escuela de sabi­duría. Pero su verdadera misión es otra. La misión esencial de la Iglesia es la de unir a los hombres con Cristo y, por El, ai Padre. Esta unión a Cristo, que constituye a los hombres en miembros de su Cuerpo, es una unión eminentemente actual, porque el Resucitado no cesa de estar presente y de obrar en su Iglesia, para con ello cumplir la voluntad salvadora de su Padre. Pero esta unión no se reduce a su dimensión espiritual. Existe también una dimensión histórica, que no es menos nece­saria.

Reflexionando sobre la estructura histórica de la iniciación cristiana, vamos a abordar algunas cuestiones que son de capi­tal importancia para la misión. En efecto, el apoyarse en el acontecimiento pascual es encontrar a este a través de una Palabra y de unas instituciones, señaladas por un índice cul­tural particular. ¿Qué consecuencias se deben sacar de este hecho, para el anuncio de la Buena Nueva y, más sencillamente, para el ejercicio de la vida cristiana?

Los ritos fundamentales Como todos los pueblos paganos de la del pueblo de la época, el pueblo hebreo tenía sus ri-Antigua Alianza tos, adaptados a las necesidades de

su existencia concreta. Pero, cuando este pueblo recibe la fe en la alianza histórica sellada por él con Yahvé, irá poco a poco remodelando por completo todo su sistema ritual y exponiendo a la vista de todos ciertos ritos fundamentales.

La Alianza del Sinaí es el mayor acontecimiento de la his­toria de Israel. Tiene su origen en el gran gesto libertador de Yahvé para con su pueblo: el Éxodo. Por pura gratuidad Yahvé arrebata a su pueblo de las manos de sus opresores egipcios y le conduce al desierto, a fin de que en la inseguridad diaria aprenda el camino de la fe. La Alianza sellada en el Sinaí con-

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sagra solemnemente este nuevo régimen de relaciones entre Yahvé e Israel. Los contratantes de esta alianza se prometen una fidelidad mutua. Pero, ya desde el desierto, Israel se mues­tra como un pueblo de dura cerviz. Después, los acontecimientos de la historia de Israel darán ocasión a los profetas para leer y releer el hecho de la Alianza. Por un lado, Yahvé, el. Dios de la fe, será reconocido cada vez más como el Dios Todo-Otro, el Creador único del universo, el Salvador siempre dispuesto a perdonar, lento para enfadarse y lleno de amabilidad, supremo responsable de la futura salvación. Y, por otro lado, Israel, el pueblo elegido, que aparecerá cada vez más como un pueblo pecador, sordo a las exigencias de una verdadera fidelidad a la Alianza; un pueblo rechazado, en beneficio de un pequeño Res­to de pobres; un pueblo animado, no obstante, por una gran esperanza en un futuro de salvación, inaugurado por el Mesías.

De la herencia cultual de los antepasados, dos ritos funda­mentales se abrirán paso y se cargarán de explícita referencia al acontecimiento de la Alianza. En primer lugar, el rito de la circuncisión. Este antiguo rito de sangre, que en muchos sitios significaba que se pertenecía a un pueblo, desde ahora signi­ficará que se pertenece al pueblo de la Alianza, al pueblo cuya elección completamente gratuita por parte de Dios fue sancio­nada en el monte Sinaí. En segundo lugar, el rito del cordero pascual. Este antiguo rito sacrificial de los pueblos nómadas, que significaba un llamamiento infalible a la protección de los dioses, evoca desde ahora el recuerdo de la Alianza, invitando al Pueblo a unas relaciones de fe con Yahvé, y muy pronto se convertirá en el centro de la liturgia sacrificial del templo de Jerusalén.

La seguridad ilusoria que proporciona la circuncisión explica el origen del rito bautismal, tal como se encontraba en tiem­pos de Cristo, y que fue practicado entre otros por Juan Bau­tista. Era necesario que un nuevo rito, esta vez de conversión, señalara que se pertenecía al pequeño Resto de los que se ha­bían salvado.

La Pascua de Cristo Jesús de Nazaret es el Mesías esperado. y los ritos de la El inaugura la Nueva Alianza, que habían Nueva Alianza anunciado ya los profetas, y la sella de­

finitivamente con su sangre. En efecto, en la cruz es donde se consuma el encuentro de la fidelidad de Dios y de la fidelidad del Hombre-Dios. El régimen de la fe pone de manifiesto cuál es su estructuración propia. La salvación de la Humanidad está asegurada en su principio vivo, el Primogé­nito de la creación querida por Dios en sus designios de amor, el hombre verdadero, el Nuevo Adán. La gratuidad de Dios res-

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plandece por todas partes. Su amor a la Humanidad es tan grande que llega hasta entregar a su propio Hijo por ella, a fin de que dicho Humanidad entre en su propia Familia. Y, por otra parte, la respuesta de la fe pone de manifiesto su verda­dero rostro, una respuesta de colaborador que se encarna en til doble amor a Dios y a todos los hombres, con miras a la edi­ficación del Reino.

La Pascua de Cristo, su paso triunfal de la muerte a la vida, pone de manifiesto la caducidad de la Alianza del Sinaí. El acontecimiento central de la historia de la salvación no es ya el Sinaí, sino la cruz del Gólgota. Por eso, bastó que Cristo fuera bautizado por Juan Bautista y que comiera la cena pascual con «us discípulos la víspera de su muerte, para que los dos ritos fundamentales de la Antigua Alianza se convirtieran en los sa­cramentos clave de la Alianza Nueva. La referencia al sacrifi­cio de la cruz sustituye a la Antigua Alianza.

El bautismo sustituye definitivamente a la circuncisión, porque, para introducir al pueblo de la Nueva Alianza, la cir­cuncisión pierde por completo su significado y hasta se ma­nifiesta como un obstáculo. Jesús, como era judío, también fue circuncidado. Pero para El lo que cuenta, en el momento de comenzar su ministerio, es recibir el bautismo de Juan Bautis-ía. El bautismo de Juan experimentó un profundo cambio una vez que lo recibió Jesús. Se convirtió en un bautismo en el Itepíritu. La narración hecha por los evangelistas de este su­ceso es muy significativa: el bautismo recibido por Jesús abre los tiempos mesiánicos de la Nueva Alianza y es, además, un Nlgno que presagia ya el sacrificio de la cruz, en que aquella se Ncllará definitivamente (véase especialmente San Juan). Jesús es, y solo El, el pueblo nuevo, y al percibir el bautismo le ha dudo su sentido con respecto a la Nueva Alianza.

Por lo que se refiere al rito pascual, el sacrificio del cordero resulta ya algo caduco, y con él también la liturgia del templo, puesto que da paso al sacrificio del propio Cristo en la cruz. Han Juan, como sabemos, hace coincidir la hora del sacrificio del cordero en el templo y la hora del Gólgota. Desde ahora el verdadero templo del sacrificio es el templo del Cuerpo de Cristo. Solo permanece la comida pascual de la comunión. Pero bastó que Cristo la tomara con sus discípulos la víspera de su muerte, para que también esta comida cambie profundamente de sentido. Su novedad total está en estas sencillas palabras: "Haced esto en memoria mía", es decir, en memoria del hecho central de la Nueva Alianza: el sacrificio de Cristo en la cruz. Este cambio de la comida pascual es tan profundo, que San Juan ni siquiera se toma la molestia de hacer alusión a ello. Prefiere mejor iniciarnos en el significado propio de la nueva comida pascual, contándonos la escena del lavatorio de los pies.

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Los ritos fundamentales El bautismo en Espíritu y la comida del pueblo de la del Señor se manifiestan claramente Nueva Alianza en la Iglesia apostólica como los ritos

fundamentales de la Nueva Alianza sellada definitivamente en la cruz. Dichos ritos constituyen la base de todo el edificio sacramental de la Iglesia. Los libros del Nuevo Testamento hablan mucho de ello, de una manera di­recta o indirectamente, y ponen de manifiesto su originalidad, que está completamente ordenada al misterio pascual. Escu­chemos simplemente lo que dice San Pablo: "¿No sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, en su muerte hemos sido bautizados?" (Rom 6, 3). Y también: "Cada vez que co­máis de este Pan y bebáis de este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que El venga" (1 Cor 11, 26).

Estos dos ritos fundamentales pertenecen al pueblo de la Nueva Alianza, que es el encargado en este mundo de edificar el Cuerpo de Cristo. Los dos son sacramentos de la fe en Cristo, que murió y resucitó de una vez para siempre y continúa hoy obrando en su Iglesia, para que se cumpla la voluntad salvado­ra del Padre. El bautismo de agua y de Espíritu es un rito para pertenecer a este pueblo nuevo, mientras que va caminando por este mundo dentro de la Iglesia de la tierra. Este rito bau­tismal ennoblece a quienes lo reciben, para que puedan traba­jar como colaboradores de Cristo en la edificación del Reino. En cuanto al banquete del Señor, diremos que es el acto por ex­celencia, y renovado constantemente, en el que el sacrificio de Cristo se convierte de manera progresiva en el sacrificio efec­tivo del pueblo nuevo, o, dicho de otro modo, en el acto por ex­celencia en el que se edifica el Cuerpo de Cristo.

La originalidad del bautismo y de la Eucaristía estriba en su referencia explícita al sacrificio de la cruz, lo que le da toda su importancia y su necesidad. Para que la Iglesia terrena sea el pueblo de la Nueva Alianza, es preciso, ante todo, que sea "apostólica", es decir, que esté unida a Cristo de una manera viva, a Cristo que está presente en ella, en una iniciación ri­tual que es, ante todo, el memorial del acontecimiento central de la salvación. Los designios salvadores de Dios se han hecho tangibles en un hecho histórico: la gracia "tiene una fecha en el tiempo". No se puede escapar de esta estructura fundamental de la salvación.

Misión de la Iglesia La misión de la Iglesia en el mundo actual e iniciación pone de manifiesto dos cuestiones que tie-sacramental nen relación directa con el asunto que nos

ocupa. La primera se refiere al aspecto cultural de los principales ritos cristianos. La segunda, a la necesidad de estos ritos.

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l,u primera cuestión podemos formularla como sigue: En la hora <lr la catolicidad de la Iglesia, en el momento en que el Concillo Vaticano II ha abierto el camino de una auténtica di-vt't'Hlduri en la unidad, a fin de que las Iglesias jóvenes, esta­blecidas más o menos recientemente, pueden estar realmente préñenles en sus pueblos, la liturgia sacramental va a conocer un hiusta ahora inédito proceso de aculturación. La existencia en lu Iglesia católica de las liturgias orientales es una garan­tía, por anticipación, de la validez de este proceso. La traduc­ción de la liturgia latina a las lenguas vivas no es más que un primer paso, muy importante ciertamente, pero que deberá ser mipcrado cuando sea posible, al mismo ritmo con que se des-iirrolla un organismo vivo. En este proceso necesario, ¿hasta «Iñude llegará la diversificación cultural de la liturgia sacra-111<• 111:11V En Asia, por ejemplo, ¿llegará hasta el punto de ce-iH>r;ir la comida del Señor con arroz y agua? En concreto, es

«lente que la Iglesia es la única que puede juzgar y orientar i- proceso de diversificación, a fin de salvaguardar la identi-i "sustancial" de su liturgia sacramental. Pero lo que los

i'"i<>i',os pueden decir ya desde ahora es que de la liturgia de las comunidades apostólicas hay que conservar hasta el fin de ION tiempos todo lo que sea necesario para que la iniciación veintiuna ponga en referencia todo el hombre, en cuerpo y alma, ul acontecimiento histórico de la cruz.

Ahora vamos a referirnos a la segunda cuestión. El hecho mismo de que hoy se pregunten las gentes acerca de la nece­sidad de los ritos cristianos prueba que el enfrentamiento con el mundo contemporáneo hace correr a la Iglesia un riesgo extraordinariamente grave. Incluso su propia existencia se pone en juego. Sin darse siempre cuenta de ello, ciertos misioneros reducen la Buena Nueva de la salvación a un ideal moral, a una sabiduría del amor fraterno universal que no tiene de di­vino más que el nombre. En todo esto son víctimas muchas ve-ees de su deseo de adaptarse al hombre moderno. Pero seme­jante concepción de las cosas pone radicalmente en peligro el cristianismo. El Evangelio no es más que uno; el Hombre-Dios es el único Mediador; la salvación del hombre pierde su gra­ta I dad y su dimensión histórica; la Iglesia no es ya el Cuerpo de Cristo, sino solamente una escuela de sabiduría fundada por un Maestro. Y, a la inversa, cuando se ha comprendido que la re tiene por objeto la persona de Jesucristo que murió y resuci­tó hace dos mil años y que continúa siempre viviendo en su Iglesia, la necesidad de la iniciación sacramental se impone de una manera evidente.

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La importancia de la Si la celebración eucarística es, ante Palabra en la liturgia todo, el memorial de la Pascua de Cris-eucarística to—en el sentido más rico de la pala­

bra "memorial"—, es evidente que la proclamación de la Palabra está llamada a desempeñar un pa­pel primordial en esta celebración. Bajo la presidencia del sacer­dote, que obra en nombre de la persona de Cristo, la comunidad reunida continúa a su vez el sacrificio de la cruz. Este sacri­ficio modela realmente a la comunidad reunida y, gracias al rito litúrgico, llega hasta "lo más profundo" de la conciencia de todos los que participan en él. Dicho sacrificio les va inician­do cada vez de una manera más profunda en el culto de la Nueva Alianza, que invita a cada uno a hacer el sacrificio de su vida, siguiendo a Cristo.

La función de la Palabra en la liturgia de la misa—los tex­tos de la Escritura y la homilía del celebrante, que también es necesaria—es precisamente la de manifestar la originalidad del culto cristiano. La Palabra nos descubre de manera más concreta cómo el sacrificio histórico de Cristo en la cruz debe ser compartido por la comunidad particular allí reunida y cómo puede repercutir en la vida de cada uno para que, siguiendo a Cristo, todos ofrezcan sus personas "como hostia viva, santa, agradable a Dios" (Rom 12, 1).

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SEGUNDA SEMANA DEL TIEMPO PASCUAL (Semana del primer domingo después de Pascua)

I. Hechos 4, 23-31 Puestos en libertad por el sanedrín, los 1.a lectura apóstoles se dirigen a casa de "los suyos" lunes (versículo 23), expresión que parece desig­

nar no la comunidad cristiana sino los de­más miembros del cuerpo apostólico \ El tema subyacente de la oración pronunciada durante la reunión es, en efecto, el de la misión de los apóstoles y de las emboscadas con que tropieza.

La oración de los apóstoles parte de los acontecimientos (versículo 23); es el fruto de una reflexión sobre los "hechos de vida" y se formula a partir del momento en que se ha des­cubierto en ellos claramente la presencia de Dios.

Comienza con una introducción (vv. 24-25) constituida por una invocación, por un versículo de salmo (Sal 145, 7) y por una fórmula cultual. Prosigue con un canto del salmo 2 (ver­sículos 25-26) y se termina con una meditación cristiana sobre el salmo mencionado (vv. 27-31), en el que la Palabra de Dios en la revelación es confrontada con la Palabra de Dios en la actualidad 2.

* # *

a) La unidad entre la acción de Dios en los acontecimien­tos y en su Palabra está profundamente expresada en esta ora­ción. Ya en la invocación los apóstoles interpelan a Dios con un título muy raro en el Nuevo Testamento (Amo-Déspota; cf. Le 2, 29; Ap 6, 10, oraciones en que se apela, ante todo, al po­der de Dios sobre el curso de los acontecimientos). La cita que hacen a continuación de un versículo del salmo 145 subraya la acción de Dios en el mundo ("Tú eres quien ha hecho..."), mientras que la fórmula cultual siguiente ("Tú eres quien ha

1 J. DUPONT, "Notes sur les Actes des apotres", Bev. Bibl., 1955, págs. 45-47.

3 D. RIMAÜD, "La Premiére Priére liturgique dans le Jivre des Actes", LMD, 51, 1957, págs. 99-115.

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dicho...") recuerda la eficacia de su Palabra. Los apóstoles rea­lizan, pues, una confrontación entre el acontecimiento vivido y la Palabra proclamada.

La continuación de la oración lo confirma: primero releen la Palabra de Dios contenida en el salmo 2. Se trata de un salmo profético y mesiánico que se han habituado a aplicar al Señor (Act 13, 33; Heb 1, 5; 5, 5) 3, pero inmediatamente añaden a ese encuentro de Dios en su palabra (vv. 25-26) un encuentro de Dios en los acontecimientos (vv. 29-30). Pues bien: esta se­gunda parte de la oración está tejida de palabras tomadas ya del salmo 2 (amenazas, servidores, tu palabra), ya del relato mismo del primer proceso de los apóstoles (seguridad, anunciar tu palabra, nombre, signo).

Así, pues, el hecho de vida (aquí la persecución) es el moti­vo para la comunidad de confrontar su situación y la Palabra de Dios, incluso de remitir a Dios, en oración, la palabra que ha inspirado.

Pero una confrontación de este tipo no puede hacerse si no es a través de la persona de Jesús. De ahí que los vv. 27-28 cons­tituyan el nudo de la oración: porque Cristo cumple la Palabra del salmo y es a la vez el acontecimiento decisivo que ilustra los hechos vitales de la comunidad primitiva es por lo que los cristianos pueden de ahora en adelante rezar el salmo confron­tando la Palabra de Dios y su experiencia.

Para comprender religiosamente su situación de comunidad perseguida, la Iglesia de Jerusalén se apoya tan solo en Cristo y su misterio pascual, pero le sitúa en la encrucijada de la Pa­labra de Dios y del desarrollo de los acontecimientos que la dan cumplimiento: los "hechos de vida" y las "maravillas" de la historia de la salvación encuentran conjuntamente su eluci­dación en la persona de Cristo.

b) El objeto mismo de la oración sobre la libertad de ha­blar (v. 29, reproducido en el 31). Esa libertad y esa seguridad habían sorprendido a los miembros del sanedrín (Act 4, 13) y Pablo las reivindicará frecuentemente como características de su ministerio (Act 9, 27-28; 13, 46; 14, 3; 18, 26; 19, 8; 26, 26; 28, 31).

Si los apóstoles piden el poder de hacer milagros (v. 30) es porque estiman que ese poder puede ayudarles psicológicamen­te a encontrar el valor necesario para hablar en voz alta. Pero la verdadera fuente de la libertad y del valor es el Espíritu Santo (v. 31; cf. Act 1, 8; Le 24, 38-49).

* * #

s J. DUPONT, "Filius meus es tu. L'Interprétation du Ps 2,7 dans le Nouveau Testament", Rech. Se. Reí., 1948, págs. 522-43.

R2

La oración cristiana se sitúa, pues, en la confluencia de la historia de la salvación encarnada por Jesús y de los hechos de vida encarnados en la Iglesia. La oración apostólica nos proporciona el ejemplo de dos dimensiones esenciales de la ora­ción: el aspecto anamnético que repasa la historia de la sal-ción y el aspecto epiclético que espera la revelación de esa salva­ción en la vida actual. La oración eucarística edificada sobre estas leyes permite comprender cómo la asamblea litúrgica re-une el presente y el pasado para disponernos mejor para el futuro.

Por eso no basta hacer memoria de la resurrección para vi­vir su fe; se necesita además situarla correctamente en la vida de la Iglesia y de los hombres. Se trata continuamente de acli­matar, si así puede decirse, la vida del Resucitado en tal o cual espacio cultural.

II. Juan 3, 1-15 A partir del segundo capítulo, el Evangelio evangelio de Juan se preocupa de los signos presenta-lunes y dos por Cristo y de la actitud que provocan. martes Al de Cana, los discípulos respondieron con

la fe (Jn 2, 1-12), pero ante el del Templo, los judíos hicieron manifestación de su incredulidad (Jn 2, 13-25). Juan destina los capítulos 3 y 4 al análisis de las reaccio­nes diversas ante los signos mesiánicos propuestos por Cristo: un judío, Nicodemo; una semipagana, la samaritana, y un pa­gano, el centurión, vienen sucesivamente a dar cuenta de su actitud ante el Señor.

Al Evangelio de este día refiere, hasta el v. 12, la conversa­ción de Nicodemo y de Jesús, y los vv. 13-15 parecen exponer las reflexiones del apóstol en torno al desarrollo de esa con­versación4. Esto es característico del método de Juan, quien, partiendo de un episodio cualquiera (aquí el diálogo de Nico­demo y de Jesús) introduce algunas afirmaciones misteriosas del Señor que él completa (vv. 13-15) y retoca para que sus lectores encuentren en ellas los temas principales de su Evan­gelio.

# -* #

a) El problema fundamental del pasaje es el de la fe en Cristo. Después de haber analizado los hechos y los gestos de Jesús, Nicodemo concluye que este último debe tener segura­mente a Dios consigo y ser un rabino válido (vv. 1-2). Pero Je­sús sale inmediatamente al paso a este silogismo: no basta con

4 R. SCHNACKENBORG, "Die situationsgelosten Redestücke in Jo 3", Zeit. f. d. nt. Wiss., 1958, págs. 88-99.

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"ver" cómo se cumplen los signos (theoraó: cf. Jn 2, 23), hay que "ver" el Reino (oraó: cf. v. 3), cosa que no está al alcance de la ciencia..., a menos de que "se nazca de arriba".

Al oír por primera vez esta última expresión, Nicodemo for­mula una pregunta que refleja la ingenuidad de su fe (v. 4). Cristo emplea entonces una expresión paralela, pero más tra­dicional y más bíblica: "nacer del Espíritu" s. El Espíritu (v. 6) hace precisamente que el hombre cumpla una misión que por sí mismo, en su estado de "carne", no puede realizar (cf. Ez 36, 26-28; Sab 9, 16-18).

Cristo presenta la recepción del Espíritu como necesaria para ver el Reino como un nacimiento (imagen similar a la de Mt 18, 3: "hacerse como niños"). Se trata de hacerse pequeño ante Dios, de aceptar el depender de El, de no empeñarse en salvar­se por uno mismo (que es lo propio de la "carne") 6. La expre­sión "nacer del Espíritu" designa, pues, un giro completo de la existencia que sitúa al hombre en dependencia de Dios en la fe.

Nicodemo hubiera debido comprender esto, ya que el Antiguo Testamento preparaba las mentes para asimilar esta idea. Aho­ra bien: una vez más da señales de su asombro (v. 9) y Cristo, cansado ya de tanta cerrazón, no puede por menos que remitir al sabio a su conocimiento de las Escrituras (v. 10) y concluir que todo es cuestión de fe y que la fe, por lo demás, es un don de Dios brindado a quienes se abren a la iniciativa divina (ver­sículos 11-12).

Ahora es cuando el evangelista introduce su propia conclu­sión (vv. 13-15): para creer en Cristo no basta solo con "ver" sus signos, hay que verle, sobre todo, en la cruz (v. 14; cf. Jn 12, 32) y en su gloria (v. 13). Su misterio de muerte y de resu­rrección es la fuente de la fe porque la humanidad muere ahí a sí misma y ahí renace enteramente transfigurada por la glo­ria del Espíritu.

b) El discurso de Cristo a Nicodemo podía servir de punto de partida para una iniciación de catecúmenos. Las condicio­nes para el ingreso en el Reino están claramente definidas en él, así como el objeto y las condiciones de la fe.

Este contexto catecuménico ha inspirado sin duda la intro­ducción del tema del nacimiento bautismal en el agua (v. 5). A lo largo de su conversación con Nicodemo, Cristo no ha hablado de bautismo porque todavía no estaba instituido. Esta expre­sión hubiera provocado, por lo demás, un movimiento de re­chazo sin posible retroceso. En cambio, después de la Ascensión

5 De momento, no tomamos en consideración la expresión bautismal "nacer del agua" que parece haber sido ajustada al texto primitivo por San Juan.

• I. DE LA POTERIE, "Naitre de l'eau", Se. Eccl., 1962, págs. 417-43.

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ya pudo Juan precisar las condiciones requeridas para entrar en el Reino: hacerse semejante a un niño pequeño, creer y aceptar el bautismo. Este nexo entre conversión, fe y bautismo será, por otra parte, una constante en la tradición primitiva (Me 16, 15-16; Mt 28, 19; Act 2, 38; 8, 12, 36-37 según la Vulgata; cf. 1 Jn 5, 6-8).

Al hablar de "nacimiento en el agua y el Espíritu", el evan­gelista no pretende limitar la acción de Espíritu solo al bautis­mo : piensa también en el "nacimiento en el Espíritu" como una vida de conversión y de dependencia respecto a Dios. El agua hace referencia ciertamente al momento preciso del bautismo, pero la acción del Espíritu no se limita a ese momento: impregna y transfigura gradualmente toda la vida.

# * *

Tampoco basta un conocimiento perfecto de las Escrituras y de los signos realizados por Cristo; no basta para comprender el misterio de la personalidad de Cristo y a fortiori el del Padre y de su amor. Por eso Juan propone un itinerario preciso para pasar de un conocimiento externo a la fe, de una simple sim­patía por la obra de Jesús a la adhesión al Padre y al don que ha hecho de su vida.

Todo cristiano tiene también la misión de proponer a quien­quiera se presente a él un itinerario que le lleve de la simpatía o de la religiosidad a la verdadera fe. Pero ¿cuántos hombres no se habrán visto rechazados por una falta de fe en lugar de ser conducidos a Cristo? ¿Y cuántos otros, acogidos al princi­pio, se quedan en una simple religiosidad sin recibir una verda­dera educación de la fe?

III. Hechos 4, 32-37 Este pasaje del Libro de los Hechos ha 1.a lectura sido comentado en el núm. II del segundo martes domingo del Tiempo pascual.

* # #

El cuadro de la caridad entre cristianos en la comunidad de Jcrusalén es un tanto idílico. Las relaciones de este tipo carac­terizan a las comunidades de carácter rural o familiar, en las que las relaciones pueden reproducir prácticamente el "Yo-Tú", puesto que suponen el conocimiento más o menos íntimo del Interlocutor.

El proceso moderno de urbanización ha introducido un va­lor diametralmente opuesto a la mentalidad rural: la del ano­nimato, en virtud del cual cada uno protege su vida privada

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tan absolutamente como quiere, presta a sus conciudadanos nu­merosos servicios, pero de orden funcional y segmentario, y no admite al intercambio "Yo-Tú" más que a algunos amigos se­leccionados.

Por no haber captado esa profunda evolución en la relación humana, algunos pastores tratan inútilmente de tejer entre sus feligreses unos lazos de comunidad y de conocimiento mutuo que en la mayoría de los casos son artificiales. Creen que tienen que conocer personalmente a cada una de sus ovejas y, como no lo consiguen, denuncian el anonimato, la soledad y la des­personalización de las ciudades. No tienen otra cosa en su men­te y en sus labios sino la imagen ya superada de "familia" pa­rroquial; se hacen llamar "Padre" como para personalizar to­das sus relaciones, y no se dan cuenta de que ese cristianismo que defienden con tanta fuerza ya no es viable en la ciudad secular. Un problema similar pesa igualmente sobre las comu­nidades religiosas importantes en las que la imitación de Jeru-salén resulta tan utópica.

El caso es que el anonimato de las ciudades encierra muchos valores y dentro de ese marco nuevo es donde hay que dar cuerpo al amor fraterno y a la atención mutua.

El anonimato, y hasta la negativa positiva a conocerse, son muchas veces auténticos medios para vivir más humanamente y para salvaguardar una vida privada profunda y rica, libre frente a la opinión pública. La vida en la ciudad permite, por lo demás, amistades mucho más profundas, elegidas de entre un abanico muy amplio de posibilidades y libres de todas las convenciones de la vida rural.

Finalmente, la población urbana exige una multitud de ser­vicios: las relaciones públicas son mucho más ricas y más di­versificadas que en una comunidad restringida. Qué importa que no lleguen hasta la cordialidad antigua, si al menos prestan los servicios que se esperan de ellas y permiten vivir diferentes tipos de relaciones.

Si el amor mutuo de los cristianos tiene un sentido, habrá que aplicarlo hoy a esos diferentes niveles de la vida privada, de la vida seleccionada y de los servicios públicos. La Eucaris­tía no tiene como misión hacer vivir a los participantes una ex­periencia de ternura mutua, sino que envía a cada uno a diver­sificar el amor de Cristo en las mil y una facetas de las rela­ciones humanas del hombre moderno.

IV. Juan 3, 7-15 Este Evangelio ha sido comentado al mismo evangelio tiempo que el del lunes. martes

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V. Hechos 5, 17-26 Los apóstoles han sido detenidos ya una miércoles vez por su predicación (Act 4, 1-21). Pero 1.a lectura reinciden. Su detención es decretada de

nuevo (v. 18) y no cabe esperar sino que esta vez la condena será pesada.

En los Hechos, cada detención de los apóstoles va seguida inmediatamente de una liberación providencial: así, por ejem­plo, la de Pedro (Act 12, 7-10), la de Pablo (Act 16, 25-26) y la que es objeto de la lectura de este día (v. 19). Esta liberación milagrosa se produce, ante todo, para dar ánimos (v. 20) a los perseguidos y convencerles de que viven realmente los tiempos mesiánicos caracterizados por la apertura de las prisiones (Is 42, 7; Sal 106/107, 10; Is 49, 9).

Tras su primera detención, los apóstoles habían pedido pre­cisamente a Dios que les hiciera patente su presencia mediante algunos signos, para darle fuerza y valor (Act 4, 23-31): he aquí que han sido escuchados.

* * *

El misterio de la liberación pascual no se les presenta ya a los apóstoles tan solo como un acontecimiento de la vida de Cristo de la que han de dar testimonio: se convierte en una experiencia religiosa personal, un hecho de vida concreto. Solo en ese momento alcanza la fe su culminación. La Eucaristía conmemora precisamente los hechos antiguos para que apren­damos a encontrarlos en nuestra vida personal, y especialmen­te en todo acontecimiento que libera y promociona al hombre. La amnistía de los prisioneros y la asistencia a los condenados incluso por delitos de derecho común han sido siempre sig­nos de la fe cristiana en las estructuras del mundo.

VI. Juan 3, 16-21 Este Evangelio está sacado del comentario evangelio añadido por Juan al relato de la conversación miércoles de Nicodemo y Jesús, una conversación que

constituyó una iniciación a la fe (cf. Jn 3, 1-15) y Jesús subrayó que no basta con ver los signos: hay que "ver" su persona, especialmente en su papel de mediador le­vantado sobre la cruz y en la gloria. Esta visión de Cristo no puede obtenerse sino mediante un nuevo nacimiento.

Juan prosigue esa iniciación en la fe evidenciando, por en­cima de la persona de Cristo, la persona de su Padre y el desig­nio salvífico peculiar suyo.

* * *

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a) Juan no emplea aún la palabra "Padre" para designar a la primera persona de la Trinidad, sino solo la palabra "Dios". Sin embargo, si la paternidad de Dios apenas es aludida, sus relaciones de amor con el Hijo aparecen ya claramente en la expresión "Hijo único" (vv. 16, 18). Además, la paternidad de Dios sobre el mundo queda igualmente esbozada en el don de lo que tiene de más querido (v. 16) y en el otorgamiento a los hombres de su vida eterna.

b) Ese gesto paternal de Dios que es el envío del Hijo entre los hombres se transforma también en juicio: da nacimiento a quien cree y condena a quien no cree (v. 18). En relación con este tema del juicio saca Juan la conclusión de la entrevista entre Nicodemo y Jesús (vv. 19-21), recordando además el co­mienzo de esa entrevista7 .

Juan 3, 2: Nicodemo viene a Juan 3, 21: quien hace la Jesús. verdad, viene a la luz.

Juan 3, 2: Tú has venido co- Juan 3, 19: la luz ha venido. mo maestro.

Juan 3, 2: si Dios no está con Juan 3, 21: sus obras en Dios, él.

Juan 3, 2: viene de noche. Juan 3, 19: han amado las tinieblas.

Este cuadro permite medir el camino recorrido en la inicia­ción de Nicodemo en la fe. Este último creía encontrarse en presencia de un doctor: lo que encuentra es la luz del mundo. Vivía a ocultas, de noche, y se ve obligado a elegir entre la luz y las tinieblas. Basándose en los milagros de Cristo creía que Dios estaba "con" este último, y he aquí que descubre que Dios está "en" él.

c) El comienzo del v. 21 hay que traducirlo por "hacer la verdad", y no solo por "obrar en la verdad". La expresión es, ciertamente, difícil. La verdad puede conocerse como objeto de saber, y hacer obrar, como motora de actitud. Pero se t r a t a t an solo de una verdad-teoría que se opone a la práctica o, al me­nos, se diferencia de ella.

De hecho, en el lenguaje de San Juan (Jn 1, 17; 14, 6; 18, 37) la verdad designa la manifestación de lo que está oculto; algo así como la palabra misterio en San Pablo. La verdad es, pues, la profundidad de nuestro ser, allí donde el acontecimiento adquiere su peso de eternidad, allí donde la angustia es supe­rada por el valor de ser. Para San Juan, esa verdad "viene", es alguien, "se hace", porque es una manera de ser no solo en el fondo de sí, sino vinculada a la persona de Jesús y capaz de modificar el comportamiento.

7 F . ROUSTANG, "L 'En t re t i en avec Nicodéme", N. R. T. 1956, pági­nas 337-58.

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Se comprende entonces que Juan asocie verdad y juicio,, porque la decisión en pro o en contra de la verdad es cuestión de vida o muerte, de descubrimiento del fundamento de la vida y de todas las cosas o de superficialidad y de banalidad.

La esperanza de los primeros cristianos salidos del judaismo se refería a un Mesías-Juez, un "Hijo del hombre" (v. 13) con la emisión de separar a los buenos de los impíos, a los judíos de los paganos. Pero ese juicio no llega: parece que ya no se puede esperar nada del exterior para juzgar a la humanidad.

Juan viene a confirmar esa impresión: el juicio de Dios no es una operación exterior distinta de la presencia de Cristo entre los hombres. Puesto que posee la clave de la existencia humana por cuanto no es t an solo Hijo del hombre, sino Hijo de Dios (v. 18), Jesús, por efecto de su sola presencia frente a mí, me obliga a aceptar o a rechazar el adentrarme has ta el fondo de mí mismo, allí donde vivo en comunión con El, en apertura a Dios ("hacer la verdad", v. 21). El juicio no es ya un acontecimiento exterior: está hecho de la respuesta que doy a la interpelación de Cristo, según que acepte el acercarme a la luz o que prefiera vivir en las tinieblas.

El cristiano no tiene, pues, miedo a un "juicio último", y todavía menos a las descripciones mitológicas que de él se han dado: sabe que el juicio está en él y depende de su propia elección

VII. Hechos 5, 27-33 Puede verse el comentario de esta lectu-1.a lectura ra en el tercer ciclo del tercer domingo jueves del Tiempo pascual (2.° domingo después

de Pascua).

VIII. Juan 3, 31-36 Juan acaba de relatar el episodio en el que evangelio Juan Bautista se ha presentado como el jueves amigo del Esposo y se h a felicitado de ver

aumentar la popularidad del joven rabino Jesús (Jn 3, 20-30). Juan interrumpe un momento el relato para hacer algunas reflexiones personales.

a) El testimonio de Juan Bautista (Jn 3, 20-30) se contra­pone al de Nicodemo (Jn 3, 1-15). Este último, en efecto, en-

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cuadra a Jesús dentro de sus ideas personales, de su ciencia humana; Juan Bautista, por el contrario, deja a Jesús en stf trascendencia y en su misterio. El doctor aborda a Jesús desde

"abajo"; Juan Bautista lo hace desde "arriba".

La reflexión del evangelista parte de la comparación de estas dos actitudes cuando distingue entre terrestre y celeste (v. 31), es decir, una manera de ver las cosas que agota su rea­lidad y otra que respeta su misterio divino.

b) Pero esta distinción no es puramente especulativa: im­plica un juicio y una separación entre quienes se suman a lo celestial y a lo que anuncia y quienes se limitan a los concep­tos terrestres, sin apertura a una trascendencia (vv. 34-36). El juicio lo aplica el mismo creyente (v. 33), el cual verifica que Dios es veraz, es decir, que es la coherencia de todo y que cum­ple en Jesús la promesa contenida en la realidad (v. 35).

Nicodemo consideraba a Jesús como un colega; el Bautista, por el contrario, hace de El un enviado de Dios. Con el primero, el pueblo judío incrédulo sella su rechazo de la fe; con el se­gundo, un pequeño Resto penetra en el misterio de la verdad.

IX. Hechos 5, 34-42 Crónica de la segunda sesión del Sanedrín 1.a lectura convocado para juzgar a los apóstoles. La viernes intervención providencial de Gamaliel lo­

gra que se les ponga en libertad. Maestro de San Pablo (Act 22, 3), Gamaliel pertenecía a la

escuela de Hillel, conocida en los medios judíos por su interpre­tación humana y amplia de la Ley. Era fariseo y, como tal, más favorable a los cristianos que a los saduceos.

Gamaliel recuerda las dos insurrecciones que fracasaron unos treinta años más atrás. Su conocimiento de la historia le per­mite afirmar que el movimiento provocado por los apóstoles tendrá la misma suerte si Dios no está con ellos.

Esta argumentación coincide con el objeto mismo de la fe de los cristianos: no se trata tan solo de probar la resurrección de Cristo, sino que, además, hay que atestiguar que Dios está realmente presente entre los hombres.

# * #

Gamaliel y el partido de los fariseos se muestran muy fa­vorables a los discípulos de Cristo. Los saduceos son los únicos (Act 5, 17) que, por entonces, se oponen a los cristianos. Toda­vía no ha encontrado solución un importante enigma históri­co: ¿por qué los cristianos se declararon al fin en contra de los

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fariseos, sus mejores valedores? ¿Qué papel desempeñó Pablo en este enfrentamiento, él que, después de todo, había sido discípulo de Gamaliel?

X. Juan 6, 1-15 Juan complementa muchas veces sus relatos evangelio con una explicación doctrinal. Así, en el ca-viernes pítulo 6 de su Evangelio, el relato abarca los

vv. 1-25, y la explicación los vv. 26-66. Basta comparar la versión de Juan de la multiplicación de

los panes con las de los sinópticos para descubrir sus temas esenciales. Los tres primeros evangelistas colocan la multipli­cación al término de un día de predicación; San Juan, por el contrario, le asigna todo el espacio y da a entender que la mul­titud acude para comer. Sea lo que fuere, Jesús se presenta entonces como quien da de comer (v. 5), mientras que en los sinópticos distribuye el pan a falta de otra solución (Mt 15, 32-33).

a) Primer tema, el maná, y de una manera más general, la experiencia del desierto. El diálogo entre Cristo y Felipe re­cuerda la conversación que tuvo lugar entre Moisés y Yahvé antes que este último multiplicara hasta la saciedad el ali­mento reclamado por el pueblo (Núm 11, 21-23). Juan es igual­mente el único que destaca el entusiasmo de la multitud des­pués de la comida (v. 15) y el descubrimiento que hace en Je­sús del "Profeta" anunciado para los últimos tiempos como un nuevo Moisés (Dt 18, 15-18).

La recogida de los restos (v. 13), al contrario que en la ver­sión sinóptica, contrapone el maná corruptible (Ex 16, 16-21) con el pan de Jesús imperecedero (Jn 6, 27, 31) y signo de eter­nidad.

Ya en el Antiguo Testamento (Dt 8, 2-3; Sab 16, 28), el maná no era considerado como un simple elemento corporal, sino como el signo de la Palabra viva de Dios y como una lla­mada a la fe. Lo mismo sucede con el maná nuevo presentado por Jesús: el discurso que sigue lo demostrará (Jn 6, 30-33).

b) Segundo tema del relato, el banquete escatológico. La pregunta formulada por Jesús en el v. 5 hace pensar en la co­mida de los pobres (Is 55, 1-3; 65, 13), puesto que el pan ben­decido por Jesús era un pan de cebada, alimento habitual de los pobres (un detalle que solo recoge San Juan). Este elemen­to escatológico prepara las nociones de pan de vida y de pan de inmortalidad (Jn 6, 27-50) desarrolladas en el discurso que viene a continuación. Jesús anuncia así el cumplimiento del designio de Dios de comunicar su vida a los pobres.

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c) En este relato, es Jesús quien dirige el diálogo (vv. 5-10) y reparte los panes (v. 11). De esa forma quiere Juan llamar la atención sobre la persona misma de Jesús. Pero cuando esa persona está expuesta a ser mal comprendida, Juan se apresura a devolver a Jesús a su misterio (v. 15).

El discurso que sigue adopta también esa perspectiva mul­tiplicando las afirmaciones "Yo soy", de Jesús (Jn 6, 35, 48-50, 51). El banquete servido por el Mesías va, pues, destinado a iniciar a los discípulos en la inteligencia del misterio de la personalidad de Cristo.

d) Las características exodíaca, escatológica y personal de la multiplicación de los panes encuentran su síntesis en la pers­pectiva eucarlstica de ese banquete. La alusión a la proximidad de la fiesta de Pascua es una primera señal de ello (v. 4). Ade­más, la fórmula de bendición de los panes es la que los sinóp­ticos traen a propósito de la Cena (v. 11; ef. Le 22, 19). Median­te esas alusiones eucarísticas, Juan prepara la explicación clara de los vv. 53-56.

* * »

¿La Iglesia de hoy sigue multiplicando los panes para quie­nes tienen hambre? Más concretamente, ¿frente al problema del hambre en el mundo, su misión es algo más que recordar con­tinuamente a sus miembros sus obligaciones individuales y co­lectivas?

Jesús sació a hombres que tenían hambre y reveló su miste­rio a partir de una realidad terrestre. El pan que repartió no era solo sobrenatural: no es posible revelar el pan de la vida eterna sin comprometerse realmente en las tareas de solida­ridad humana. El amor a los pobres, lo mismo que a los enemi­gos, es el test por excelencia de la calidad de la caridad. Re­conocer a los pobres el derecho a recibir el pan de vida es comprometerse hasta el final con las exigencias del amor y materializar en una nueva multiplicación de los panes a escala del planeta el gesto alimenticio iniciado por Cristo.

La Eucaristía distribuye el pan de vida en abundancia como revelación de la persona de Cristo, signo escatológico y sacra­mento de la Pascua. Pero no puede darse una verdadera re­cepción de ese pan de vida sino mediante una disponibilidad absoluta que hace de cada participante un hermano de los más pobres entre los hombres.

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XI. Hechos 6, 1-7 El comentario a esta lectura se encontrará 1.a lectura en el primer ciclo del quinto domingo del sábado Tiempo pascual (4.° domingo después de

Pascua).

XII. Juan 6, 16-21 El relato de la marcha de Jesús sobre las evangelio aguas se encuentra curiosamente situado en-sábado tre la multiplicación de los panes (Jn 6, 1-15)

y el discurso sobre el pan de vida (Jn 6, 26-66).

La intención que guió a San Juan a introducir este relato en pleno ciclo dedicado al tema del pan se ve clara a partir de la confrontación de su relato con el de los sinópticos (Mt 14, 22-33; Me 6, 45-52), según los cuales Cristo aprovecha la incom­prensión de las multitudes después de la multiplicación para apartarse de ellas y dedicarse exclusivamente a la educación de sus discípulos. Despide a las gentes (Me 6, 46), da a sus após­toles la orden de partir (Me 6, 45) y comienza inmediatamen­te su iniciación sometiendo a prueba la fe de Pedro (Mt 14, 28-31) y haciéndose reconocer como Hijo de Dios (Mt 14, 33).

Nada de esto se encuentra en San Juan: deja entrever que los discípulos se van espontáneamente, incrédulos (Me 6, 51-52 lo dice claramente). Jesús no parece interesado por instruirlos, no se preocupa de Pedro y no recibe de él ninguna profesión de fe. La escena se termina rápidamente: la barca llega a buen puerto antes que haya terminado la conversación.

Todo se desarrolla como si los apóstoles huyeran de Cristo y se negaran a verse avocados a hacer una profesión de fe. Juan prepara así a sus lectores a comprender el abandono efectivo de Cristo por parte de los suyos en Jn 6, 67-71. Nos en­contramos en el corazón del Evangelio: muy pronto se plan­teará el problema de la fe en la persona de Cristo.

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TERCER DOMINGO DEL TIEMPO PASCUAL

(Segundo domingo después de Pascua)

A. LA PALABRA

1. Hechos 2,14, Las primeras lecturas de este domingo están to-22-28 madas de los discursos misioneros pronunciados 1.a lectura por los apóstoles ante los judíos. El Libro de los l.er ciclo Hechos h a recogido ocho discursos: seis van di­

rigidos a miembros del pueblo elegido (Act 2, 14-35; 3, 12-26; 4, 9-12; 5, 29-32; 10, 34-43; 13, 17-41) y dos a paganos (Act 14, 15-17; 17, 22-31). Los primeros recurren a los mismos argumentos y se inspiran en un fondo escriturístico co­mún 1, sin que siempre sea posible determinar si esas semejan­zas son fruto de la redacción de San Lucas o de la catequesis primitiva2 . De hecho, todos contienen un exordio que recuerda el contexto del discurso, un relato generalmente idéntico de la muerte y de la resurrección de Cristo, apoyado en las Escritu­ras, una proclamación de la soberanía de Cristo sobre el m u n ­do y un llamamiento a la conversión.

La liturgia de este día presenta, en primer lugar, un frag­mento del primer discurso pronunciado por Pedro el día de Pentecostés. Fal ta el exordio (Act 2, 15-21), la proclamación de la soberanía de Cristo y el l lamamiento a la conversión (Act 2, 33-36 y Act 2, 36-41).

El nudo del discurso se somete a las leyes de la mayoría de los otros discursos misioneros. Nos encontramos primero con un resumen del ministerio público de Jesús de Nazaret (ver­sículo 22; cf. Act 10, 38-39; 13, 24-25), después con el relato de las circunstancias de su muerte, a propósito de lo cual evoca Pedro la responsabilidad de los habitantes de Jerusalén (ver-

1 J. DUPONT, "Utilisation apologétique de l'Ancien Testament dans les discours des Actes", Eph. Th. Lov., 1953, págs. 289-327; "L'Interprétation des psaumes dans les Actes des apotres", Or. Bibl. Lov., 4, 1962, págs. 357-88.

z J. DUPONT, "Les Discours missionnaires des Actes des apotres", Rev. Bibl, 1962, págs. 37-60.

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sículo 23; cf. Act 3, 13-15; 4, 10; 5, 30; 10, 39; 13, 27-29) y final­mente la proclamación de la resurrección (v. 24; cf. Act 3, 15; 4, 10; 5, 31; 10, 40-42; 13, 30-31). Los vv. 24 a 32 enumeran los argumentos escriturísticos con mayor fuerza probatoria como en Act 3, 18-24; 4, 11; 5, 31; 10, 43; 13, 32-37.

* * *

a) Las referencias escriturísticas ponen de relieve que los primeros cristianos leían el Antiguo Testamento para encontrar en él el anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús (cf. Le 24, 25-27).

El salmo 15/16, 10, primer texto citado, es probablemente uno de los más importantes sobre el que se apoyaron los apóstoles para justificar la resurrección propiamente dicha. Los medios rabínicos habían dado ya una interpretación mesiánica de los versículos 2, 5 y 11. Pedro (vv. 25-28) y Pablo (Act 13, 34-37) son sin duda los primeros que dieron el mismo valor al v. 10, a menos que haya que atribuirlo a las comunidades cristianas helenísticas, supuesto que se cita el salmo conforme a la ver­sión de los Setenta, la única que admite esa interpretación ("no dejarás que tu santo conozca la descomposición", en lugar del hebreo "no dejarás que tu fiel conozca la fosa". Los judíos consideraban que la descomposición provocadora de la salida del espíritu no comenzaba has ta el tercer día).

En el T. 24, Pedro menciona el salmo 17/18, 6, sin duda a causa de la palabra-clave hades, común a las dos citas sálmicas. El .salmista daba gracias a Dios por haberle permitido librarse de la muerte: esta oración parecía, pues, perfectamente indicada para expresar los sentimientos de Cristo ante la suya.

Es evidente que los dos salmos no hablan de la liberación de l;i muerte sino de una manera hiperbólica. La interpretación apostólica raya en el alegorismo, un procedimiento que, por Fortuna, h a sido poco empleado.

En el v. 30 Pedro recurre al salmo 132/133, 11. Pero, como San I-ucas abrevia muy a menudo las citas del Antiguo Testamento, cabe pensar que Pedro hizo también referencia al v. 10, en donde encontró el título de "Cristo" que él aplica a Jesús (cf. v. 31). El apóstol piensa que David (?) pudo anunciar, en <•! Sal 15/16, que su descendiente no conocería la muerte, por­que tenía conocimiento de la promesa mesiánica recordada en H Sal 132/133, 10-11. También aquí la argumentación es cien-Uficamente pobre, puesto que se apoya sobre la autenticidad (lavídica de estos salmos, una autenticidad más que dudosa. Sin embargo, muy bien puede aislarse el l lamamiento a la esperan­za mesiánica, y la fe en la resurrección se elabora a part i r de esa esperanza.

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En el v. 33 (que no figura en la perícopa) Pedro alude tam­bién al Sal 117/118, 16 (según la versión de los Setenta) que da a la resurrección el significado de una entronización (cf. tam­bién Act 5, 31). Los vv. 34-35 hacen referencia finalmente al Sal 109/110, en el que Dios invita a su Mesías a sentarse a su diestra. Pedro supone, pues, que ese Mesías ha recuperado su cuerpo.

Refiriéndose así, en tres o cuatro ocasiones, a los salmos de la esperanza mesiánica y davídica, Pedro desentraña el signi­ficado teológico de los acontecimientos de la resurrección: la Pascua de Jesús ha sido la fiesta de su entronización mesiánica. Así, la muerte del Mesías no ha puesto fin a su misión, sino todo lo contrario; se amplía, y prueba de ello es que los cristia­nos viven un cúmulo de circunstancias (milagros, ágapes, libe­ración de la cárcel, etc.) que son otros tantos signos de la era mesiánica.

Está claro que los argumentos escriturísticos no constituyen pruebas de la resurrección (como si la Escritura la hubiera anunciado de antemano). Habrá que decir más bien que la ex­periencia escatológica por la que pasan los cristianos les con­firma en la convicción de que la misión mesiánica de Jesús continúa y recibió en Pascua su consagración.

El apóstol no se preocupa, pues, por "probar" la resurrec­ción partiendo de la Escritura: para hacerlo, ahí están los tes­timonios (v. 32), pero se sirve de la Biblia para desentrañar su significado 3.

Cabe sorprenderse hoy al advertir sobre qué bases tan frá­giles descansa la argumentación escriturística de los apóstoles. Esto sería, sin embargo, tomar las cosas demasiado a fondo. Es cierto que el alegorismo interviene ampliamente en la argumen­tación, pero Pedro piensa encontrarse así con la esperanza me­siánica del pueblo y eso no tiene nada de alegórico. Para quie­nes tienen fe en un Mesías, que han llegado incluso a descubrir su presencia en el comportamiento humano de Jesús en Naza-ret (de ahí la importancia que tiene para los Doce el haber se­guido a Jesús después de su bautismo), procede ahora dejar bien sentado que la muerte de ese Mesías le ha llevado, de hecho, a una investidura definitiva. La prueba está en que los apóstoles y los cristianos son capaces de poner de manifiesto esa mesia-nidad en los milagros, en los banquetes de pobres, el don del Espíritu, etc.

3 J. SCHMITT, Jésus ressuscité dans la prédication apostolique, París, 1949, págs. 168-73. Sobre el uso de la Biblia en la catequesis primitiva, véa­se, en el tema doctrinal de la resurrección, el parágrafo: "La resurrec­ción de Jesús de Nazaret, objeto esencial de la fe cristiana", en este mis­mo capítulo.

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En el fondo, Pedro hablaba a personas que ya tienen la fe y están abiertos a una iniciativa mesiánica de Dios. Sería un error hablar así a los ateos: semejantes "pruebas" escriturísti-cas les arrancarían una sonrisa. Pero, en todo caso, la resu­rrección no se revela más que a hombres que, a falta de espe­ranza mesiánica, comparten, al menos, las esperanzas huma­nas y tratan de corresponder a ellas mediante el rechazo de toda suficiencia.

b) Pedro termina su discurso con la afirmación de que Dios ha hecho a Jesús Señor (cf. Sal 109/110) y Cristo (cf. Sal 131/ 132), y de ese modo formula las conclusiones teológicas de su argumentación escriturística: toda la esperanza mesiánica y davídica del pueblo elegido se realiza en el misterio pascual de Jesús, misterio de su intronización como Mesías. Cierto que el día de Pentecostés los apóstoles estaban esperando aún la rea­lización de un sueño mesiánico terrestre (Act 1, 6); pero en el momento de la redacción ulterior de este discurso, sus espe­ranzas estaban ya purificadas y la resurrección es ya para ellos como la intronización de un Mesías trascendente, dotado de una condición celestial (Act 2, 33-35).

c) Pero todavía hay que presentar pruebas en favor de esa condición celestial y trascendente del Mesías: las reivindica­ciones mesiánicas formuladas por Jesús durante su vida terres­tre están "acreditadas" (v. 22) con milagros y prodigios. Su re­surrección está confirmada por el testimonio de quienes le han visto (v. 32) y su existencia celestial de Mesías está certificada por los dones espirituales derramados sobre la tierra, como todo el mundo puede comprobar (v. 33).

En apoyo de esta última prueba Pedro cita el Sal 67/68, 19, que figuraba en la liturgia judía de Pentecostés, y Jl 3, 1-2, mencionado ya al comienzo de su discurso. Los profetas habían prometido, en efecto, que el reino del Mesías podría ser reco­nocido en la efusión del Espíritu de Dios (Is 32, 15; 34, 16; Jer 31, 31-34; Ez 36, 26-27; 37, 4-11).

Al cabo de la redacción definitiva del discurso de Pedro los signos de la efusión del Espíritu no se limitaban ya a los caris-mas exteriores y extraordinarios del día de Pentecostés. La vida real de la comunidad se había convertido en el signo por exce­lencia de ese Espíritu, en sus manifestaciones sacramental (Act 2, 38; 8, 15-17), misionera (Act 11, 24; 13, 2) o comunitaria (Act 9, 31) 4.

* # #

La intervención de los salmos en la argumentación de los discursos misioneros y su interpretación plantean el problema

Véase el tema doctrinal del Señorío de Cristo, en este mismo capítulo.

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de la oración cristiana del salterio. Los judíos actualizaban normalmente los salmos en la vida corriente. Pero pasaban di­rectamente de las circunstancias que habían inspirado al sal­mista (enfermedad, proceso, victoria, etc.) a los sucesos idén­ticos de su propia vida. El cristiano actualiza igualmente los salmos en el sentido de que sigue siendo sensible a su sentido literal y a su significado presente, pero lo hace pasando por la cristología. No calca ya sus sentimientos en los del salmista, sino en los del Cristo que recitó y vivió esos salmos, del Cristo que, una vez por todas, asumió e integró todas las situaciones humanas en su misterio pascual.

Eso no obstante, se plantea un problema doctrinal a propó­sito de la afirmación de los apóstoles, según la cual Dios ha hecho a Jesús de Nazaret Cristo y Señor en la resurrección y en ese momento le concedió el Espíritu, como si no lo hubiera tenido por naturaleza.

En realidad, los sinópticos no parecen haber tenido una vi­sión clara de la divinidad de Cristo. Para ellos, Jesús se vio en la coyuntura de tomar decisiones cada vez más fieles a Dios y a su vocación de Mesías. Consciente de que Dios le llamaba a fundar el Reino mesiánico, se enfrentó con la muerte, con la convicción de que su Padre le libraría de ella para poder ter­minar su misión. Su propia trascendencia no quedó en claro hasta la resurrección, cuando el Padre le confirió el Espíritu y el título de "Señor".

Lo mismo sucede con la Iglesia y los cristianos. La presencia del Espíritu en ellos es indudable, pero imperceptible. No se manifestará sino en el momento en que la muerte haya rea­lizado su obra y haya iniciado en la revelación a los hijos de Dios.

La Eucaristía nos habitúa a comulgar con los sentimientos de Cristo por medio del canto de los salmos que traducen su fidelidad al Padre. Nosotros mismos somos conscientes de que la revelación de nuestra propia filiación adoptiva, comprometi­da ya desde el bautismo, será también la coronación y el sen­tido de nuestra vida.

II. Hechos 3, 13-15, Fragmentos del tercer discurso misione-17-19 ro de los apóstoles. El comentario que si-1.a lectura gue estudia el discurso en su totalidad. La 2.o ciclo introducción general a los discursos apos­

tólicos puede verse en el comentario a la primera lectura del primer ciclo.

* * *

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a) La argumentación escriturística 5 de este discurso se en­cuentra también en la mayoría de los demás discursos. Hay un grupo de referencias que establece un paralelo entre Jesús y Moisés. La cita de Dt 18, 15-19 (v. 22; cf. Le 24, 19 y Act 7, 35-42) y el título de "príncipe" dado a Cristo (v. 15; cf. Act 5, 31), al igual que a Moisés (Act 7, 27, 35), tratan de explicar a los ju­díos que el primero da acceso a la vida eterna lo mismo que el segundo conducía a la tierra prometida. El tercer discurso ex­plotará de manera especial el paralelo entre Cristo y Moisés (Act 5, 27-32; primera lectura del tercer ciclo).

Otra fuente escriturística se encuentra en los poemas del Siervo paciente; Is 52, 13 (el Siervo: v. 13), 59, 20 (apartarse de vuestras impiedades: v. 26), 53, 11 (ha sido entregado: v. 12; el justo: v. 14), en donde la comunidad primitiva descubre fi­nalmente a Cristo como el instrumento inocente y paciente por la multitud, gracias al cual Dios realiza su designio de salva­ción.

Finalmente, los vv. 20-21 adoptan el vocabulario y el tema del regreso de Elias de Mal 3, 23-24. De esta forma, el discurso traslada al retorno de Jesús la esperanza depositada hasta en­tonces en una pretendida reaparición de Elias. Pero ese retorno no inaugura ya tan solo la restauración de Israel: es preludio de una "restauración universal".

Esta ampliación de las promesas a las dimensiones univer­sales justifica precisamente la alusión a la promesa hecha a Abraham (Gen 12, 1; cf. v. 25), que, destinada a los judíos, no se realizó sino en la salvación de todas las naciones. Se ad­vierten ya progresos reales de un discurso a otro, puesto que ahora ya están integradas la idea del universalismo y la del mesianismo tradicional.

Por otro lado, el autor es consciente de la importancia de su argumentación escriturística (vv. 18 y 24), que responde, en primer lugar, a exigencias apologéticas (la vida, la muerte y la resurrección de Jesús constituyen la etapa última de la salva­ción anunciada por los profetas) y presta a la historia de Jesús su vocabulario y su teología.

b) Los argumentos teológicos derivan, en efecto, de la ar­gumentación escriturística.

Así es como la resurrección de Cristo no se presenta tan solo como un retorno a la vida, ni siquiera como una vida mejor, sino, y eso gracias a las citas bíblicas aducidas para probarla, como una auténtica intronización mesiánica (Act 10, 38: un­ción; 13, 33: filiación; 3, 13: glorificación).

5 Véase, en el tema doctrinal de la resurrección, el párrafo: "La re­surrección de Jesús de Nazaret, objeto esencial de la fe cristiana", en este mismo capítulo.

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Es presentada también como el preludio de una restaura­ción universal (v. 20): una vez glorificado, el Señor sigue siendo solidario de la humanidad y del universo, cuyo proceso de glo­rificación queda ya patente a través del acceso de las naciones al beneficio de las promesas.

Pero lo mismo que el Señor no alcanzó su glorificación sino mediante la muerte, de esa misma forma los hombres—y más concretamente los habitantes de Jerusalén, responsables de la muerte de Cristo—no podrán lograr la regeneración universal sino pasando por la conversión (vv. 19 y 26), reconociendo a Jesús como Señor (cf. Act 2, 38; 5, 31; 17, 30) y asegurándose así la remisión de sus pecados (cf. Act 2, 38; 10, 43; 13, 38-39) e.

* * *

La referencia a la resurrección en las Escrituras indica que no es posible desvincularse de la forma en que los hombres con­cretos han buscado el sentido de la vida y han esperado que Dios se lo descubra y de la forma en que Cristo ha cumplido acá abajo su vocación mesiánica. La resurrección de Jesús de Nazaret es objeto de la fe cristiana, puesto que descubre la iden­tidad del Mesías esperado: un hombre fiel a su condición hu­mana hasta la muerte, pero cuya ansia de cooperar con Dios deja al descubierto su cualidad de Hijo único, capaz de estruc­turar un reino humano-divino.

Relacionando la resurrección de Cristo con las Escrituras de su cultura judía, Pedro da ejemplo de la búsqueda que la fe cristiana debería hacer en el seno de cada cultura humana. Este trabajo lo ha realizado bien el pueblo judío en el seno de su cultura, gracias a la sucesión prodigiosa de sus profetas, del Mesías y de los apóstoles. Pero ese esfuerzo hay que hacerlo dentro de cada cultura. Ciertamente que el proceso de la re­flexión judía seguirá siendo siempre ejemplar y, hasta cierto punto, normativo. Pero no por eso deja de ser cierto que no es exclusivo y que el kerigma apostólico podría enunciarse algún día mediante una argumentación y un vocabulario insertos en una cultura "pagana". Pablo ha ensayado ese esfuerzo en el universo del hombre griego; hay que estar siempre repitiéndolo.

III. Hechos 5, 27-32, Tercer discurso misionero de los após-40-41 toles a los judíos. Después de su com-1.a lectura parecencia ante el Sanedrín (Act 4,1-12), 3.er ciclo los apóstoles no han modificado su lí­

nea de conducta. Se encuentran, pues, por segunda vez ante el tribunal. A título de defensa, vuelven

* Véase el tema doctrinal del Señorío de Cristo, en este mismo capítulo.

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al esquema habitual de sus discursos: un exordio adaptado a las circunstancias (v. 29b), proclamación de la muerte de Cristo por obra de los judíos y de su resurrección por obra de Dios (v. 30), proclamación de su presencia permanente entre los hom­bres como Salvador (v. 31) y llamamiento a la conversión (v. 32).

# * *

a) Los argumentos escriturísticos 7 se limitan aquí a algu­nas alusiones discretas. La evocación del "Dios de nuestros Pa­dres" (v. 20) recuerda por sí sola toda la historia de la salva­ción y hace inútiles las referencias bíblicas habituales.

En todo caso, quedémonos con la cita de Dt 21, 23, que, re­cogida en otros dos discursos (Act 10, 39 y 13, 29) y frecuente en el Nuevo Testamento (1 Pe 2, 24; Gal 3, 13), presenta a Jesús bajo el peso de la "maldición" prevista por la Ley respecto a los pecadores. Fijémonos también en la fórmula: "exaltado a la derecha de Dios", tomada del Sal 117/118, 16.

En cuanto a los títulos de "jefe y salvador" (v. 31), aplicados ya a Cristo en el discurso de Act 3, 15 y de Act 7, 35, establecen un paralelo entre Cristo y Moisés. Uno y otro, "jefes y príncipes", fueron rechazados (Ex 2, 14), y Moisés, a quien, sin embargo, venera el Sanedrín, prefigura a Cristo. El patriarca cumplió su encomienda de liberación a pesar de la ingratitud del pueblo; de igual modo, Jesús recibe la investidura de libertador del pueblo (libertador: Act 5, 31, y juez: Ex 2, 14, son dos nociones idénticas en hebreo), después de una muerte que le ha confir­mado la ingratitud de los suyos.

Estas alusiones escriturísticas quieren, pues, convencer al auditorio de que el misterio de muerte y resurrección es una ley fundamental de la historia de la salvación: víctima de una rebelión, Moisés recibió, sin embargo, la investidura de jefe y de juez; el perseguido del Sal 117/118 fue exaltado por la dies­tra de Yahvé; el maldito sobre el patíbulo se convierte en el bendito sobre el trono divino. Así, Jesús de Nazaret pasa, a su vez, de la ignominia a la gloria.

o) El argumento doctrinal insiste menos que en los otros discursos en torno a la intronización celestial y a la trascen­dencia del Mesías. Desarrolla más bien—lo que es normal en el contexto de un proceso—la idea del testimonio apostólico. Los apóstoles están, en efecto, obligados a citar dos testigos como prueba de sus afirmaciones (Dt 19, 15). Se presentan a sí mis­mos como primer testigo y al Espíritu Santo como segundo (v. 32). Empiezan por atestiguar lo que han visto y oído: ellos

7 Véase, en el tema de la resurrección, el párrafo: "La resurrección de Jesús de Nazaret, objeto esencial de la fe cristiana", en este mismo capítulo.

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son los testigos autorizados de la vida, de la muerte y de la resurrección de Jesús. Pero como su visión de los acontecimien­tos se había transformado en experiencia religiosa, encontra­ron en ese mismo nivel otro testigo: el Espíritu, dispensador úe las maravillas vividas por los primeros cristianos y que son otros tantos signos de que Jesús prosigue su obra mesiánica en­tre ellos, mejor aún que en el pasado.

El testimonio de los apóstoles no es, por tanto, un simple atestado de un hecho, sino gracias a la presencia del Espíritu, interpretación religiosa del designio de Dios. En este sentido el apóstol es el digno sucesor del profeta inspirado.

Sin embargo, el testimonio no es privativo de los apóstoles: todo el que "obedece a Dios" es capaz de darlo (v. 32; cf. Act 15, 28). La comunidad cristiana en cuanto tal es igualmente res­ponsable del testimonio, y los primeros cristianos no dejarán de darlo por medio de su alegría (Act 2, 46), de su caridad (Act 4, 32), de su pobreza (Act 4, 32-35), a veces de martirio (Act 7, 55-56) 8. Por otro lado, este testimonio adquiere muchas veces la forma de una proclamación solemne ante un tribunal (Act 4, 8-12; 5, 29-32; 7; 26, 2-23), como si los cristianos pensaran re­visar así el proceso de Jesús para obtener su rehabilitación9.

Al igual que Jesús y los apóstoles, la Iglesia ha sido siempre denunciada por los hombres. Pero no teme estas acusaciones del mundo pecador, porque su testimonio—ella lo sabe—será con­firmado por el Espíritu Paráclito.

¡ Pero no hay que equivocarse! Es la Iglesia nacida del miste­rio pascual, en el que el hombre es justificado en la obediencia y la fidelidad al Padre, la que es sostenida por el Espíritu, y es el mundo del pecado, el que rechaza el diálogo, reacciona a la ma­nera del Sanedrín (v. 32) y acusa a esa Iglesia.

La celebración eucarística es el lugar por excelencia en donde los cristianos son arrancados al pecado para ser configurados con el Cristo victorioso sobre la cruz. Cuando comparten la, Palabra y el Pan, pasan continuamente de su condición de pe­cadores a la de penitentes. Se ven prendidos entre los hilos de una paternidad universal y de un diálogo con Dios, del que el Resucitado es la única fuente. El mundo los sienta en el ban­quillo de los acusados. Pero saben que la victoria está definiti­vamente del lado de quienes se convierten.

• Sobre este análisis del testimonio: R. KOCH, "Témoignage d'aprés les Actes", Mass. Ouvr., 1957, núm. 129, págs. 16-36, y núm. 131, págs. 4-26.

9 Véase el tema doctrinal del proceso, en el séptimo domingo del Tiern.. po pascual.

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IV. 1 Pedro 1, 17-21 Si hacemos abstracción del comienzo 2.a lectura (1 Pe 1-2) y del final de esta carta (1 Pe l.er ciclo 5, 12-14), nos encontramos ante una es­

pecie de libreto pastoral para la celebra­ción de la vigilia pascual conforme al rito cristiano y del bau­tismo. Los primeros versículos (1 Pe 1, 3-17) reproducen la ora­ción inicial de la liturgia, inspirada a su vez en un antiguo himno bautismal. Los versículos que estamos comentando po­drían constituir el cañamazo de la homilía sobre la lectura de Ex 12. Esta homilía se extiende del v. 13 al v. 21 y va seguida inmediatamente de una exhortación a los recién bautizados (vv. 22-23)10.

a) La homilía contiene un comentario cristiano del ritual de la Pascua judía que desacraliza a este último en beneficio de las actitudes de fe y de conversión a la persona viva de Je­sucristo sacrificado.

Lo mismo que los hebreos en el banquete pascual, los cris­tianos tienen que ceñirse los lomos (1 Pe 1, 13; cf. Ex 12, 11), pero han de ser los "lomos del espíritu". Lo mismo que los pri­meros debían velar toda la noche, los segundos tienen que estar "vigilantes" (1 Pe 1, 13; cf. Ex 12, 8). Los hebreos se vieron li­bres de la esclavitud de Egipto por la sangre de un cordero "corruptible"; los cristianos son salvados por una sangre "pre­ciosa", la del mismo Cristo (v. 19). Y el autor lo prueba así: más aún que el cordero pascual, Cristo está libre de mancha (Ex 12, 5) y, sobre todo, ha sido "elegido de antemano" (v. 20). Este último aserto hace alusión al ritual que establecía que el cordero pascual debía ser escogido ya en el décimo día del mes para ser sacrificado el día decimocuarto (Ex 12, 3). Como la tra­dición judía aseguraba, por otro lado, que el carnero que sus­tituyó a Isaac en la noguera (Gen 22, 13) era realmente un cordero "elegido de antemano" por Dios n , quienes escuchaban la homilía de 1 Pe estaban hechos a la idea de un cordero elegido previamente por Dios para la liberación del pueblo (ver­sículos 19-20).

o) La muerte y la liberación de Cristo se presentaban, pues, como un misterio del amor de Dios para con nosotros: recibir el bautismo es ser admitido a ese misterio y profesar su fe en él (v. 21).

El bautismo se convierte entonces en un nuevo nacimiento (cf. Jn 3, 11). La tradición cristiana hablará de nuevo nacimien­to en el Espíritu (Jn 3, 11) o por la Palabra (v. 23; cf. Sant 1, 18).

10 F. L. CROSS, 1 Peter, a Paschál Liturgy, Londres, 1954. 11 R. LEDEAUT, "Le Targum de Genése 22, 8 y 1 Pierre 1, 20", Rech.

Se. Reí., 1961, págs. 103-06.

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De cualquier forma, importa hacer depender de Dios la propia salvación dejando de contar con la "carne" o lo "corruptible" (v. 23).

Se trata, pues, de dar un giro completo a la existencia, si­tuada de ahora en adelante en dependencia de Dios (la obe­diencia a la verdad: v. 22), y de traducirla en un amor a los hermanos que solo Dios puede inspirar (vv. 21-22).

Los corresponsales de la carta de Pedro son antiguos judíos que tenían como garantía de su fe la participación ritual en la fiesta de Pascua. El autor les asegura que la garantía de la fe debe ser la novedad de vida en Jesucristo, una garantía que no es tan apropiable y materializaba como el rito. Así, en moral, se necesitan puntos de apoyo concretos, que impregnen y trans­formen la vida en unión con Jesucristo, no tienen necesaria­mente por qué materializarse en formas de comportamiento prefabricadas. Así, en el plano de la expresión de la fe, se ne­cesitan puntos de referencia que pongan de manifiesto nuestra comunión con el Cristo mediador único, mas, por muy objetivos que sean (por ejemplo, la capacidad de^rivir en comunión con los hermanos), no son necesariamente materializables en fórmu­las teológicas.

La experiencia de la fe es objetiva, puesto que termina en Jesucristo, pero no es reducible a un rito, a una forma de com­portamiento, a una fórmula o a una actitud determinadas.

En este sentido, la desacralización que realiza el autor de la carta respecto al ritual pascual judío coincide con unas preocu­paciones muy modernas. Si el Vaticano II ha liberado al cris­tiano de algunas observancias y de algunas fórmulas, no lo ha hecho para sustituirlas por otras, sino para enseñarle que la única garantía de lo sagrado es de ahora en adelante la per­sona misma de Jesucristo, y para ayudarle a encontrar la ver­dad de su relación con el Señor en el compromiso personal, en comunión de vida con sus hermanos, en permanente tensión de novedad.

Líneas de conducta como las de 1 Pe no hacen la fe menos objetiva y menos visible; lo que la hacen es menos materia­lizare, menos apropiable.

V. 1 Juan 2, 1-5 Juan acaba de proclamar el poder purifica­do lectura dor del sacrificio de Cristo (1 Jn 1, 7). Lo 2.° ciclo que ahora hace es enumerar las condiciones.

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a) Reducido a sí mismo, el hombre no puede realizar su proyecto de llegar hasta el más allá y hasta el misterio de las cosas: el "pecado" obstaculiza sus propósitos y le extravía con­tinuamente por entre las tinieblas. Todos los hombres han ex­perimentado ese pecado, en virtud del cual la satisfacción in­mediata de un impulso egoísta u orgulloso da al traste con cualquier movimiento hacia lo absoluto o el misterio. Pero el hombre inventa por su cuenta sistemas religiosos en los que algunos ritos de ablución y de purificación devuelven al peca­dor su integridad y le permiten reanudar el diálogo con lo trascendente. La religión judía, cuando ya estaba degrada, po­día aparecer tan solo como un sistema de este tipo. Existían además otros caminos: refugiarse en el pneumatismo más exa­gerado hasta el punto de negar su condición pecadora (cf. 1 Jn 1, 8), hasta conseguir, en otras palabras, crearse la conciencia de no tener pecado. Es muy probable que Juan haga alusión a alguna de estas sectas pneumáticas.

De todas formas, el hombre niega su pecado, o si lo reco­noce, aplaca inmediatamente su ansiedad por medio de ritos que él mismo se inventa.

El cristianismo propone una regla de conducta: reconocer su pecado y aceptar el ser aceptado por alguien en esa situación de pecado. Saberse pecador y aceptar el depender no de su or­gullo, no de un rito tranquilizante, sino de alguien que pueda ayudar a encontrar un medio de superar el pecado. Aceptar el ser perdonado y vivir en ese estado nuevo. Eso es la confesión de los pecados. Ahora bien: después de la resurrección de Cristo tenemos un abogado cerca del Padre, capaz de solicitar el per­dón de los pecados (v. 1), puesto que El mismo ha aceptado de­pender de alguien, su Padre, para vencer a la muerte (v. 2).

En realidad, confesar sus pecados no consiste tan solo en manifestar su pecado para ser liberado de él mediante un per­dón ritual y abstracto, sino que, por el contrario, consiste en aceptarse a sí mismo como aceptado por quien, al morir, aceptó y transformó lo inaceptable.

El pecado es, pues, una ocasión de comulgar con Dios por medio del llamamiento al perdón que pone en juego. Solo la pretensión de considerarse sin mancha priva de esa comunión, puesto que niega la intervención salvífica de Dios y hace incluso a Dios mentiroso en su pretensión de perdonar (1 Jn 1, 10).

La confesión de los pecados a que alude San Juan (1 Jn 1, 9) es pública; no se trata de una manifestación en secreto: la pa­labra griega exomologesis supone, en efecto, un acto exterior. Nos permite creer en la existencia de una liturgia penitencial comunitaria desde finales del siglo i, lo que confirmaría la doc­trina de Juan de que toda comunión con Dios supone una co­munión con los hermanos (1 Jn 1,1; 2, 9-11).

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La Eucaristía renueva el gesto de Cristo al hacerse propicia­ción por nuestros pecados y los de todos los hombres (v. 2). El sacrificio se transformará realmente en comunión si nosotros contribuimos con la conciencia de nuestro estado de pecador12

y si presentamos el pecado del mundo.

b) Juan establece después un paralelo entre las expresio­nes conocer a Dios y permanecer en El (cf. 1 Jn 3, 23; 4, 13-16; Jn 6, 56; 15, 4-5).

El hebreo consideraba ya la "morada" de Dios—arca, templo o tabernáculo—como la fuente de la acción de Yahvé en favor de su pueblo. El cristiano ve en ella un principio divino de ac­ción, que hace amar, creer y evitar el pecado (cf. 1 Jn 2, 14; 3, 5; 5, 18).

Juan añade a esta idea de morada de Dios la del conoci­miento. Ez 36, 25-27 y 3er 24, 7 ó 31, 31-34 anunciaban ya una era nueva en la que Dios daría al hombre "un corazón para conocer" (cf. 1 Jn 5, 18). San Juan se refiere a estas profecías y toma de ellas los verbos "guardar" (Ez 36, 26; cf. 1 Jn 2, 4-5), "caminar" y "conducir" (Ez 36, 27; cf. 1 Jn 2, 6).

Así, pues, conocemos a Dios (en el sentido experimental que la tradición judía ha dado a este término) en la medida en que adquirimos conciencia de su morada operante en nosotros, de su presencia que nos impulsa a guardar su palabra y a irradiar su amor.

En la antigua alianza, esa presencia operante de Dios era exterior al hombre. Desde la encarnación, el hombre conoce a un Dios que obra en él y que le asocia a su vida. No hay nada de intelectual en ese conocimiento: la práctica de los manda­mientos lo verifica y es su signo (v. 4).

A través del misterio de la Eucaristía, Dios cambia nuestro corazón y siembra en nosotros un germen de vida nuevo, des­tinado a producir fruto. El nexo entre el rito eucarístico y la vida está ya garantizado: la vida del cristiano es el signo de lo que Dios hace por él en la Eucaristía y el contenido de su participación eucarística.

i» P. TIIXICH, The Courage to Be, Yale, 1952; Le Courage d'étre, Tour-nai, 1967.

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VI. Apocalipsis Los caps. 4 y 5 del Apocalipsis describen una 5, 11-14 especie de gran liturgia celeste que termina 2.a lectura con la ¿isión referida en el pasaje de este 3.er czcZo día. El conjunto está evidentemente inspi­

rado en el ritual de una liturgia pascual judía en parte cristianizada.

La creación del mundo ha sido evocada en Ap 4, con refe­rencia sin duda a la lectura de Gen 1, parte integrante de las liturgias judía y cristiana de Pascua. Esta proclamación de la creación va seguida del canto del Sanctus (Ap 4, 8) y se termina con una "bendición" del Dios creador (Ap 4, 11). Inmediatamen­te empieza la segunda lectura (Ap 5, 1-2), una lectura profé-tica, pero que se considera complida en el sacrificio del cordero (Ap 5, 7). Va seguida, a su vez, de responsos y bendiciones (ver­sículos 9-10 y 12, 13)13.

Esta liturgia pascual se desarrolla en el cielo, en medio del coro de los ángeles. Esta localización es una forma de subrayar su orientación escatológica.

a) En esta asamblea litúrgica nos encontramos, en primer lugar, con la multitud de los ángeles (v. 11; cf. Dan 7, 10), miembros de la corte celestial que, según la mentalidad judía, participan en las decisiones de Dios y en el gobierno del mundo (cf. Job 1, 6-12; 2, 1-6), pero a quienes el libro de Daniel ha retirado esas prerrogativas; no intervienen ya en las discusio­nes del consejo divino, son solo testigos de la trascendencia de Dios y son los mensajeros de sus decisiones (Dan 7, 9-14). Están acompañados por veinticuatro "ancianos" (sería más exacto ha­blar de "antiguos" presbyteroi) 14 y de cuatro "vivientes". Los "ancianos" están sentados en tronos, van vestidos de blanco y están coronados (Ap 4, 4, 10), características todas ellas prome­tidas a los cristianos para la era escatológica (Ap 3, 5, 11; 2, 10). Representan sin duda al colegio de los "ancianos" o del presby-terium que rodeaba a los jefes de comunidades judías o cris­tianas en la celebración litúrgica, herederos del grupo de an­cianos que tuvieron el privilegio de subir con Moisés al Sinaí para contemplar allí a Dios (Ex 24, 9-10). Pero es imposible precisar su identidad. Hay quien ve en ellos a los santos del An­tiguo Testamento que asisten al desarrollo de la historia de la Iglesia, siguen cantando a Dios y a Cristo en términos no es­pecíficamente cristianos, pero se regocijan ya de ver en activo la salvación que habían esperado. En efecto: determinadas oraciones eucarísticas cristianas, probablemente heredadas del

13 P. PRINGENT, Apocalypse et Liturgie, Neuchátel, 1966. " A. FEUILLET, "Les Ving-Quatre Vieillards de 1'Apocalypse", Rev. Bibl.,

1958, págs. 5-32; Etudes Johanniques, Brujas, 1962, págs. 193-227.

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Judaismo, incorporan una nomenclatura de los antiguos Padres de Israel a los de los ángeles. La Iglesia cantaba así la historia de la salvación en unión con los patriarcas, y la creación en unión con los ángeles. Quizá tengamos ahí una indicación sobre el origen de la mención de los ancianos y de los ángeles en la liturgia del Apocalipsis.

Finalmente, los cuatro "vivientes" son esos seres misteriosos de la visión de Ez 1, 5-21, revestidos, por otro lado, de los atri­butos de los serafines de Is 6 (cf. Ap 4, 6-8), a quienes la cosmo­logía judía atribuía el destino del cosmos y especialmente el gobierno de los cuatro elementos esenciales del universo.

Es, pues, el universo material el que, por medio de sus cuatro jefes, los "vivientes", participa de la nueva liturgia.

b) El cordero es el objeto de dos aclamaciones mesiánicas (vv. 12-13), ignoradas por el Antiguo Testamento. La asociación de los temas del cordero y del Mesías se debe sin duda a la am­bigüedad de la palabra hebrea talia, que significa al mismo tiempo siervo (es decir, Mesías) y cordero. La tradición cris­tiana ha elegido el segundo sentido para designar a Cristo, sin tampoco rechazar el primero. El cordero degollado recuerda, en efecto, la liberación de Egipto y el banquete pascual (Ex 12, 6), lo que encaja perfectamente en el contexto pascual de Ap 4-5.

Así, las aclaraciones de los ancianos y de los ángeles al Dios Creador van dirigidas igualmente al cordero. Esto prueba que la creación no tiene significado ni cumplimiento, sino en el misterio pascual, en donde la resurrección comunica a todas las cosas y a todo hombre la plenitud de la vida.

# * *

El cristiano de hoy debería tener presente que su culto y sus sacramentos le permiten vivir al ritmo de una creación que se realiza plenamente en el dinamismo del misterio pascual. Ade­más, el culto cristiano participa ya efectivamente de la eterni­dad, ya que la liturgia descrita por Juan se inspira en el ritual y en las aclamaciones propias de la liturgia terrestre.

VII. Lucas 24, 13-15 Relato de la segunda manifestación sen-evangelio sible del Resucitado, a los discípulos de l.er ciclo Emaús, al atardecer del día de Pascua

* * *

Lucas concentra su relato de las apariciones en tres cua­dros: aparición a las mujeres (24, 1-12), aparición a los discí-

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pulos (24, 13-35) y aparición a los Doce (24, 36-49), es decir, tres grupos con los que Cristo mantuvo cierta intimidad, que puede seguirse a lo largo del Evangelio de San Lucas (Act 1, 14: apóstoles, mujeres y hermanos de Cristo; Le 8, 1-2: apóstoles, mujeres). Pero si toma de la tradición común el relato de las apariciones a las mujeres y a los apóstoles, es deudor a una fuente particular de la aparición a los discípulos, de la que es el único en hacer mención. Contrariamente a los demás evan­gelistas, Lucas ha tenido cuidado de asignar un lugar muy im­portante a los "discípulos" (Le 10, 1-20) que vivían un poco al margen de la comunidad de los Doce y que constituyeron sin duda más tarde, en Jerusalén, el núcleo de la comunidad cris­tiana helénica, opuesta a veces a los "hebreos" (Act 6, 1-6)15.

# * *

a) Al afirmar que Cristo se apareció también a los discípu­los, Lucas parece querer superar el simple testimonio "hebreo" de la resurrección. Pero si bien cuenta con informes precisos sobre esta aparición, no duda en construir el relato de manera bastante libre proyectando sobre él la experiencia cristiana pri­mitiva16. Las palabras de los discípulos (vv. 14-20) constituyen un resumen de la catequesis primitiva (Act 2, 22-23; 10, 38-39). La exposición del Señor sobre las Escrituras (vv. 26-27) se apo­ya sobre el argumento de la realización de las Escrituras utili­zado por la misma tradición (Act 2, 23-36; 3, 18, 27; 8, 26-40; 1 Cor 15, 3-5). El rito en el que los discípulos reconocen al Se­ñor es la fracción del pan, banquete fraterno de las primeras comunidades (Act 2, 42-46; 20, 7-11). Finalmente, el relato se termina con una profesión de fe (v. 34) que es ya la de los primeros cristianos (1 Cor 15, 3-5; Rom 6, 4, 9; Act 10, 41).

El relato de la aparición a los discípulos de Emaús está con­cebido, por tanto, como una proyección de la vida misma de la comunidad primitiva sobre el acontecimiento de la aparición. No obedece a una preocupación apologética que se refleja en los testimonios de los demás relatos de apariciones, sino a una evidente intención de mostrar que el verdadero encuentro con Cristo tiene lugar en la Palabra, la fracción del pan y la pro­fesión de fe, elementos fundamentales de las asambleas cris­tianas. Lucas se muestra, pues, menos deseoso de probar el he­cho de la resurrección que de resaltar la estructura y las ins­tituciones que garantizan a los fieles la presencia del Resucitado en ellos.

15 Hemos ofrecido otro comentario a este texto, en el tomo III, pági­na 308, y este tomo IV, pág. 11.

16 J. DUPONT, "Les Pélerins d'Emmaüs", Mél XJbach, 1954, págs. 349-74; "Le Repas d'Emmaüs", Lum. et Vie, núm. 31, págs. 77-92, 1957.

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b) Los relatos de la resurrección, en Lucas, difieren de los de Mateo y Marcos por el carácter natural e inteligible de 1̂ resurrección. Mientras que los dos primeros Evangelios subrayan el aspecto milagroso y extraordinario (temblor de tierra, etc.), y desatan el miedo y el terror de los testigos, Lucas se complace, en primer lugar, en situar la resurrección en el plan de Dios (v. 26) y sugiere igualmente que debería haber sido prevista de antemano (v. 25; cf. Le 24, 5-6). La resurrección ha perdido en él el carácter de milagro de poder, a la manera bíblica, para quedarse en un acontecimiento que alegra el espíritu, y conduce a los testigos a la alabanza (Le 24, 50-53) y a la Eucaristía.

La fe en la resurrección de Cristo no se detiene en sí misma, sino que lleva también sobre la forma en que Cristo prolonga su existencia de resucitado entre nosotros. El acontecimiento se convierte, pues, en institución. Reformando esta sin cesar, sea catequística, misionera o litúrgicamente, la Iglesia quiere, de hecho, un mejor reflejo y un signo más patente de la pre­sencia siempre activa del Señor de gloria en cada uno de los hombre que le buscan.

VIII. Lucas 24, 35-48 Este Evangelio propone la versión luca-evangelio siana de la aparición de Cristo resucita-2.o ciclo do a sus apóstoles. Ya hemos leído la

versión de San Juan (Jn 20, 19-23) en el segundo domingo del Tiempo pascual.

* * *

a) El relato está marcado por la preocupación de propor­cionar a la apologética el mayor número posible de pruebas.

Está claro que los apóstoles no tienen fe (vv. 38 y 41): no han podido apartar de su imaginación el hecho de la resurrec­ción (vv. 37 y 41). Mas, por otro lado, al Resucitado le toman por un espíritu (v. 37), y Cristo tiene que dejarse tocar las ma­nos y los pies (v. 39) y comer un trozo de pez asado delante de ellos (vv. 42-43) para que le reconozcan. Lucas insiste en el hecho de que Cristo se deje tocar (un procedimiento cuya pobreza subraya Jn 20, 19-31) y señala además que el Resuci­tado come delante de los suyos y no con ellos, como si todo el va­lor de un banquete de comunión desapareciera al servicio tan solo de una perspectiva apologética.

Por otra parte, para definir la forma de vida del Resuci­tado, se procurará no retener más que los relatos de tipo apo­logético. Que el Señor sea presentado primero como un espí-

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rltu, y después se deje reconocer como un ser físico no expresa otra cosa que una preocupación apologética y no pretende otra cosa sino establecer una teología.

De este relato se desprende una lección esencial: la resu­rrección es un hecho real y no una simple supervivencia espi­ritual del Señor. Referida tanto al cuerpo como al alma, es la clave de toda la esperanza cósmica y humana.

En cuanto a los apóstoles, todavía les queda por darse cuen­ta de que en Jesucristo todo hombre está llamado a compartir la filiación divina y a contribuir a la edificación del Reino.

b) Sorprende muchas veces encontrar la mención del pe­cado en un gran número de relatos de las apariciones (ver­sículo 47; cf. Me 16, 15-16; Jn 20, 23; 1 Jn 2, 1-2 y el llama­miento a la conversión en los discursos apostólicos). En el clima cultural judío, este nexo entre remisión de los pecados y resu­rrección es normal: si la muerte es considerada como el cas­tigo del pecado (Gen 3, 19), es normal que la resurrección sea ol signo de la abolición del pecado.

Pero ¿cómo presentar ese nexo entre resurrección y remi­sión de los pecados dentro de una cultura moderna que ya no ve en la muerte más que un fenómeno biológico sin causa moral? Parece que puede hacerse a partir de la idea de "acep­tación" que hay dentro de toda relación. Si la muerte es la cosa más inaceptable que hay, si Jesús aceptó eso inaceptable y si el Padre aceptó un hijo tan inaceptable, el pecado no es ya un enigma insoluble. El pecador, a poco que se acepte como tal, puede ser aceptado por Cristo y por su Padre. Y también es necesario que acepte el depender del perdón de alguien y no se refugie en falsas seguridades de ritos que se autodefinen purificadores. Es más fácil perdonar los pecados de otro que aceptarse como perdonado por alguien. El problema de la re­misión de los pecados es, en efecto, una cuestión de relación: aceptar el depender de una mirada o de un don del otro, re­nunciar a la autosuficiencia que no quiere que los demás nos acepten porque, al fin de cuentas, no hemos podido aceptarnos a nosotros mismos.

IX. Juan 21, 15-17 El cap. 21 ha sido añadido al Evangelio evangelio de Juan probablemente después de una pri-3.er ciclo mera redacción de este. Las dificultades de

orden literario y exegético son bastante importantes, pero cabe la posibilidad de no alejarse de la rea­lidad, figurándose que este capítulo ha sido estructurado des-

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pues de la muerte de Pedro y antes de la de Juan. En un mo­mento en que el tema de la sucesión ya se ha planteado.

* * *

a) Cada aparición de Cristo resucitado a sus apóstoles se cierra siempre, especialmente en San Juan, en una transmisión de poderes17. Juan coloca intencionadamente esta transmisión después de la resurrección (al contrario de Mt 16, 13-20) para dejar bien claro que los poderes misioneros y sacramentales de la Iglesia no son más que la irradiación de la gloria del Resu­citado ("todo poder me ha sido dado... id, pues": Mt 28, 18-19). Cristo no se limita, por tanto, a organizar su Iglesia en el plano jerárquico y administrativo, trata de que esa estructura misma dimane de su resurrección. La experiencia pascual de Cristo no es tan solo un acontecimiento maravilloso; en él todo hom­bre es llamado a compartir la vida y la gloria de Dios y a con­tribuir por su parte a la extensión de la soberanía de Cristo sobre el universo. Esta distribución de vida se transmite a tra­vés de los poderes apostólicos.

b) En el pasaje de este día, los poderes transmitidos se re­fieren de manera más especial al primado de Pedro. Esa trans­misión no se realiza sin cierto toque de humor. Pedro había negado tres veces a su Maestro (Jn 18, 17-27) y por tres veces le pide Jesús una profesión de amor. Pedro se había colocado por delante de los demás en su celo por el Señor (Mt 26, 33), y ahora Cristo le invita a que se coloque por delante en el or­den del amor ("más que estos": v. 15).

Se advertirá que Pedro no se atreve a afirmar abiertamente su adhesión al Señor: acude más humildemente al conocimien­to que Cristo puede tener al respecto ("Tú sabes...": vv. 15, 16 y 17). Por lo demás, Pedro no habla del mismo amor que Cris­to. Este le pregunta por dos veces si siente hacia El amor (ágape), pero Pedro responde diciendo que siente apego hacia su Maestro (philein). Pedro no quiere pronunciarse sobre el amor religioso que Jesús le pide, se limita a manifestar su amis­tad. Todo el afecto y la adhesión encerradas en la idea de philein se encuentran ciertamente en la de agapein, pero esta última añade además la fidelidad en el servicio exclusivo del Señor Resucitado y la consagración a Dios 18 (cf. Jn 14, 15-24).

Que Cristo pusiera en duda su ágape no era para humillar de modo especial a Pedro, que conocía bien sus limitaciones en este punto y que se refugiaba al menos en la declaración de su amistad y de su adhesión. Pero Jesús ataca a Pedro in-

17 Véase el tema doctrinal del Señorío de Cristo, en este mismo ca­pítulo.

18 C. SPICQ, Ágape, III. La Charité dans les écrits johanniques, París, 1959, págs. 230-35.

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cluso en ese terreno, sirviéndose en la tercera pregunta no ya de la palabra agapein, sino de la que el mismo Pedro había empleado para expresar su adhesión (philein): "¿Sientes real­mente apego hacia Mí?" Este cambio repentino de tono y de vocabulario desconcierta a Pedro: ¿es que Cristo ponía también en duda su adhesión y su afecto (philein)?

Pedro tiene quizá apego hacia su Maestro y está perfecta­mente dispuesto a tener el ágape, una verdadera "caridad". Pero a él le toca probarla con el ejercicio de su primado y la forma en que amará a los corderos y a las ovejas del Señor.

La revelación del amor (ágape) hecha por Cristo en su muerte (Jn 15, 14) tiene de ahora en adelante su institución propia: la Iglesia conducida por Pedro se convierte en el sa­cramento visible del agapé del Salvador. Que el pastor ame a las ovejas como conviene y entonces se le ofrecerá al mundo el signo del amor de Cristo hacia los hombres. El primado no es, pues, una recompensa concedida al amor eventual de Pedro hacia su Maestro; es una institución que significa el amor de Cristo hacia los hombres.

c) Al término de los relatos sobre la resurrección y las apa­riciones de Cristo, se puede tratar de hacer una ordenación hipotética de las tradiciones que haga coherente la fe en la resurrección.

En un primer estadio, recopilado sobre todo en los discur­sos misioneros de los Hechos, la resurrección es netamente proclamada: este hombre..., Dios le ha resucitado. Pero apenas afirmada, ya es sobrepasada: ahora que ha resucitado, Cristo va a poder poner de manifiesto su vocación de Mesías, de Hijo del hombre, de nuevo Adán, de nuevo Moisés. En este estadio los discursos, igualmente rehechos por San Lucas, no se de­tienen en la resurrección en sí misma: se interesan sobre todo por seguir la vocación del Señor y por su cumplimiento ex­traordinario a través del mundo entero.

Seguidamente, las comunidades primitivas han buscado los signos y las pruebas de esta continuidad en la obra mesiánica y señorial del Resucitado. Pertenecen a este estadio, sobre todo, las tradiciones que descubren la presencia del Señor entre los suyos, en los poderes mesiánicos transmitidos a los apóstoles (Mt 16, 17-19), los ritos litúrgicos que la hacen cognoscible (Le 24, 31, etc.) y la misión universal de la Iglesia (Mt 28, 18-19a). La fe en la resurrección es entonces y sobre todo la fe en la presencia del Señor en medio del universo que transforma por la acción del Espíritu y de la Iglesia.

Un tercer estadio aparece seguidamente, más tardío y na­cido, seguramente, del confrontamiento del Evangelio con el pen­samiento griego, poco inclinado a admitir el hecho de la re-

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surrección. Quiere, sobre todo, aportar pruebas del hecho en sí. Esta inquietud, más apologética que teológica, conducirá a la constitución de dosieres en los que serán reunidos testimonios de innegable valor, pero que, aparentemente, son contradicto­rios. Los sinópticos aquí han tomado ciertos conjuntos en que aparece la preocupación del establecimiento jurídico de la prue­ba: relatos en los que dos o tres testigos (exigidos por la Ley) intervienen (Le 24, 4, 10; Me 16, 12), tradición de la tumba vacía (Le 24, 2), de la incredulidad de los apóstoles, de las ex­periencias físicas del cuerpo de Cristo (Le 24, 36-42), del silencio comprado a los guardia (Dt 28, 11-15), etc.

Finalmente, en un cuarto estadio, Juan matiza estos relatos, de aspecto demasiado apologético, proclamando que es necesa­rio creer antes de ver y no ver para creer (Jn 20, 24-29). Re-lativiza, por tanto, el valor del dosier constituido en el tercer estadio.

Ciertos pasajes sinópticos le habían preparado el camino, dando a los relatos de la resurrección un carácter apocalíptico (Mateo) o angélico (Marcos), destinado a respetar su misterio.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la Resurrección

Un hecho grandioso forma la medula del cristianismo: Jesús de Nazaret fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, pero Dios le resucitó de entre los muertos. Descartar este hecho del cristianismo es quitarle todo su significado.

Desde Pentecostés, los apóstoles se presentan como los tes­tigos autorizados de la resurrección de Cristo. Los formularios de las misas de la Octava de Pascua recogen abundantemente esta predicación apostólica. Oyendo a los apóstoles, nos da la impresión de que ellos ya no tienen otra cosa que hacer más que dar testimonio de Cristo resucitado. A su vez, los cristia­nos tampoco deben tener otra misión, más que dar este mismo testimonio ante los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares.

Pero ¿en qué consiste esta tarea? Reaccionando contra una concepción según la cual el culto era lo más importante de su religión, los cristianos de hoy insisten en la importancia que tiene el testimonio de la propia vida. Comprendamos, sin em­bargo, que esta palabra testimonio tiene hoy distintos matices que en tiempos de los apóstoles. Para estos el dar testimonio era principalmente demostrar con su palabra que Cristo había resucitado realmente. Para nosotros, dar testimonio es, ante todo, vivir el Evangelio con una fidelidad total. Entonces debe-

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mos hacernos esta pregunta: ¿este testimonio dado por medio de nuestra vida es un testimonio de la Resurrección de Cristo?, O, on todo caso, ¿en qué condiciones lo es? Acerca de un con­cepto tan fundamental no se puede andar con divagaciones.

Una Iglesia en estado de misión invita necesariamente a sus miembros a profundizar en el sentido que tiene la llamada que Imn recibido de Dios. Si su tarea primordial es la de dar tes­timonio de la Resurrección de Cristo, es absolutamente nece-/uirlo que todos tengan una idea clara de esta tarea y que mi­dan su verdadera y trascendente importancia.

La esperanza En el pueblo de Israel va naciendo poco a <lo la resurrección poco la idea de la resurrección, a medida cu Israel que se hace más profunda su fe en Yahvé,

como salvador y dueño de la vida. En este mundo el hombre tiene que afrontar la muerte. Cuando esta ha realizado ya su obra, el hombre baja al shéol, donde vive una existencia disminuida, mientras que el cuerpo se pudre en la tumba... Para Israel no hay duda posible: si el hombre muere es porque ha pecado. Pero la muerte no puede ser la última palabra de los designios de Yahvé sobre el hombre, porque Yahvé es Salvador.

Dueño de la vida, Yahvé puede resucitar a un muerto. El es el único que puede hacer esto. Solamente El puede hacer subir al hombre del shéol; solo El puede volver a la vida los huesos que estaban ya consumidos. Y todavía más: su determinación de salvar al hombre lleva consigo necesariamente una voluntad de resurrección. Los profetas dirán que si en el pueblo de Israel predomina la infidelidad, sin embargo, todavía queda un pe­queño resto que permanece fiel y que, por tanto, no puede caer en el infierno para siempre. Llegará un día en que este pequeño resto habrá de ver la luz. Durante el período macabeo todavía se llega más lejos y se especula acerca de la suerte de los "már­tires". A estos les ha sido arrebatada su vida corporal, pero sa­ben que Dios, que les ha creado, también les ha de resucitar, mientras que los malvados no volverán jamás a la vida.

Los profetas, a medida que van profundizando en la fideli­dad de Yahvé a sus designios salvadores, manifiestan su espe­ranza en la resurrección. El hombre muere, ciertamente, pero no ha sido creado para morir. Si se convierte, Yahvé abogará por él y le resucitará en el último día. La expresión de esta esperanza, que en sus comienzos es todavía bastante vaga, se irá concretando poco a poco.

Hay que hacer notar que el profeta, testigo de la resurrec­ción, no es aquí más que el que habla en nombre de Dios. El

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no participa en absoluto de la resurrección futura que anu» ' cia, sino solamente afirma que esta resurrección procede única­mente de la iniciativa divina.

La resurrección Cuando los apóstoles dan testimonio de de Jesús de Nazaret, la resurrección de Cristo, insisten mu-objeto principal cho en el hecho de que con ello se han de la fe cristiana cumplido las Escrituras. Esta referencia

es fundamental, porque indica que no se puede separar la resurrección de Cristo de la manera tan con­creta y tan inesperada con que ha vivido en este mundo su vocación mesiánica. Precisamente porque ha cumplido las Es­crituras como El lo ha hecho, su resurrección adquiere un re­lieve extraordinario, hasta el punto de constituir el principal contenido de la fe cristiana. Cuando evocamos las apariciones de Cristo resucitado, debemos situarlas dentro del contexto, que es donde nos descubren todo su sentido, volviendo a leer los textos referentes a la esperanza mesiánica, a la luz de la vida terrena de Jesús hasta su muerte en .la cruz.

Jesús se presenta como el Mesías esperado. El es el que ha de salvar al hombre, y pretende claramente desempeñar su pa­pel asociadamente al de Dios en la realización de los designios de salvación. El habla con autoridad y tiene poder incluso so­bre el pecado. Por otro lado, participa en todo de la común condición humana; se sabe perfectamente de dónde procede. Exige para El y para los demás una renuncia total de sí mis­mo. No existe ninguna fuerza humana que pueda engendrar la salvación que El trae. El hombre no es más que una criatu­ra; por eso se le exige una obediencia—por su condición terre­na de criatura—incluso hasta la muerte, y, si es preciso, hasta la muerte en la cruz. Esta obediencia faculta al hombre para promover una auténtica fraternidad universal, y hasta la mis­ma muerte en la cruz se manifiesta entonces como el paso obli­gado hacia la vida, el momento en que el amor triunfa defini­tivamente del odio...

La negativa de los judíos a participar en el proyecto uni­versal de Jesús le lleva a la cruz. Pero, al mismo tiempo, des­cubre su verdadera identidad: que es el Mesías. Porque si el que se presenta como el salvador del hombre—del hombre con­creto que somos todos nosotros, un hombre atormentado por un deseo de lo absoluto, por un deseo de lo sobrenatural—, y por fidelidad a su condición humana de criatura, llega hasta morir en la cruz por obediencia y por amor a todos los hombres, todo esto no tiene más que una explicación: este hombre es el Hijo de Dios. Y, si lo es, su victoria sobre la muerte es la victoria del Hombre-Dios. Una vez resucitado, necesariamente debe volver al Padre, que es de donde había venido.

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La resurrección de Jesús de Nazaret es el objeto principal de la fe cristiana, porque nos revela la verdadera identidad del Mesías y la naturaleza propia de la salvación. Por una parte, Jesús ha salvado el obstáculo de la muerte como aliado de Dios, contribuyendo como Hijo único a la implantación del Reino de' Dios en su aspecto divino-humano y manifestando humanamen­te esta contribución en una obediencia perfecta a su condición terrena de criatura. Por otra parte, ya sabemos que desde ahora la salvación se llama resurrección. Todos estamos llamados a participar de esta resurrección, como hijos adoptivos, y, en cuanto tales, a cooperar en la construcción del Reino de los cielos, cuyo fundamento ha sido establecido en Cristo resuci­tado. Esta vida de resucitado tenemos que vivirla nosotros en este mundo, y además sabemos que desde ahora la muerte es solamente el paso obligado del tiempo de la construcción del Reino al tiempo de su cumplimiento definitivo. En este sentido es como hemos resucitado con Cristo por medio del bautismo, que nos incorpora a su Cuerpo.

Kl testimonio Los testigos por excelencia de la resu­de Cristo resucitado rrección de Cristo fueron los apóstoles. dado por la Iglesia Desde que Jesús fue bautizado, le acom­

pañaron en su ministerio público. La muerte de Cristo en la cruz les llenó primero de angustia; des­pués fue la que les aclaró todo, cuando la pudieron reconside­rar en medio del contexto de las Escrituras, con la ayuda del propio Cristo resucitado.

Pero el testimonio apostólico, ¿se reduce a esta afirmación: "al que vosotros habéis crucificado, le ha resucitado Dios"? En realidad hay mucho más: los apóstoles no informan simple­mente de un hecho, sino que más bien dan testimonio de su fe. Únicamente la fe les ha podido hacer descubrir cómo la muerte en la cruz era la clave de la historia de la salvación y en qué •sentido llevaba a la resurrección. Y, además, no cualquier cla­se de fe, sino solamente la fe de la propia experiencia pascual, la fe que ha comprendido que en Jesucristo todo hombre está llamado a participar de la filiación divina y a contribuir tam­bién por su parte en la edificación del Reino.

Y esto no es todo. El testimonio que dan los apóstoles de la resurrección de Cristo es, sobre todo, un testimonio autoriza­do. Los apóstoles han recibido del mismo Resucitado el poder de dar un testimonio verdadero de El. Los apóstoles han reci­bido el Espíritu Santo, el Espíritu del Resucitado, y así, la pro-lila vida del Resucitado se ha unido definitivamente al grupo apostólico, para que la Iglesia que van a constituir en su nom­bre esté animada de esta misma vida de Cristo. La Iglesia será el templo del Espíritu Santo. La vida que por ella circula dará

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testimonio de la resurrección de su Cabeza, hasta el fin de los siglos.

Por tanto, el testimonio que dan los apóstoles de Cristo resu­citado es inseparable de la vida que anima a la primera comu­nidad cristiana. Este testimonio es necesariamente eclesial. Este testimonio toma cuerpo en la predicación, que no se puede se­parar en absoluto de la gracia de la comunión, de la que par­ticipaba la comunidad primitiva, y del esfuerzo emprendido por ella, para ser plenamente fiel a la ley de la caridad universal.

Por tanto, hoy los cristianos no yerran al insistir acerca de la importancia del testimonio de la vida. Pero la vida de que se debe dar testimonio, para que sea un verdadero testimonio de Cristo resucitado, es precisamente la vida de El. Esta vida se traduce en este mundo en un itinerario de obediencia hasta la muerte por amor a todos los hombres, porque una obediencia semejante hace pasar constantemente de la muerte a la vida. Solo la Iglesia puede ser, en realidad, el vehículo de un testi­monio de esa naturaleza.

l a resurrección Cuando la Iglesia evangeliza, no hace de Cristo, arraigada más que dar testimonio de Cristo resu-en los distintos citado, ante los hombres de todos los mundos culturales tiempos y de todos los lugares. Pero este

testimonio, ¿qué implica?

Lo que se ha dicho acerca de la resurrección de Cristo y del testimonio que debe darle la Iglesia nos permite poner de ma­nifiesto las verdaderas perspectivas de la tarea misionera. Ya hemos visto que la resurrección de Cristo no nos descubría su profundo significado más que "situada" correctamente—es de­cir, con el apoyo de la vida terrena de Jesús—en la búsqueda secular del pueblo de Israel. Además, para la Iglesia, el misio­nar consiste en arraigar concretamente la vida del Resucitado en el corazón de los más diversos mundos culturales y del ca­mino espiritual que define su búsqueda, a fin de que se produz­ca una confrontación—que puede ser dramática—entre estos iti­nerarios y su único término verdadero. Y, de la misma manera que la muerte de Cristo en la cruz nos ha dado la verdadera luz para comprender su resurrección, la configuración de una Iglesia autóctona a la muerte de Cristo constituye el punto de apoyo de la Luz que es capaz de iluminar la marcha del pueblo al que tiene misión de evangelizar.

Por consiguiente, dar testimonio de Cristo resucitado es una tarea muy compleja y muy larga. Para la Iglesia, consiste en hacerse presente en un pueblo nuevo; aclimatar—si es que se puede decir así—la vida del Resucitado a un nuevo mundo cul-

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tural, y hacer aparecer progresivamente esta vida como una fuente que debe alimentar con su agua viva todos los sectores del itinerario de un pueblo.

La celebración También lo ha sido así para los eucarística, apóstoles: los momentos privilegia-campo privilegiado dos que jalonan los cincuenta días de la experiencia pascual comprendidos entre la Pascua y

Pentecostés son sin duda las comi­das hechas con el Señor. En estas comidas, la acción del Espí­ritu Santo llegaba hasta lo más profundo de las conciencias de los apóstoles, porque participaban del Cuerpo del Resucitado y porque, volviendo a leer las Escrituras, comprendían hasta qué punto la historia de la salvación hallaba su verdadero sen­tido en la muerte y en la resurrección de Jesús.

Así ha sucedido en todas las generaciones cristianas. El te­rreno privilegiado de la experiencia pascual es y será siempre la celebración de la Eucaristía. Los dos elementos en que se funda esta experiencia privilegiada forman parte de toda cele­bración eucarística: la Palabra y el Pan del que se ha partici­pado. La Palabra a que nos referimos es la lectura de la Sagra­da Escritura y la homilía, ya que esta debe ser siempre el Hoy del Resucitado.

2. El tema del Señor

Hasta hace poco el cristianismo solía presentarse como la religión del Buen Dios. Cristo y el Padre se confundían en la conciencia popular y la humanidad de Aquel corría el riesgo de ser puesta entre paréntesis. La situación, hoy día, ha dado un giro completo: el cristianismo es reconocido espontáneamen­te como una forma muy elevada de humanismo que conserva toda su actualidad. De buena gana, Jesús de Nazaret quedaría reducido a un maestro de sabiduría; pero, a la hora de afirmar su divinidad, no se sabe valorizarla suficientemente.

Es fácil calibrar la gravedad de la situación actual en este aspecto. Si Cristo no es Dios, nuestra fe es vana, pues pierde radicalmente su contenido. Y aunque el número de cristianos que niega la divinidad de Cristo es ínfimo, sin embargo, son numerosos los que, afirmándola, no son consecuentes en su vida con su afirmación, pues no ven que el reconocimiento de la divinidad de Cristo confiere un sentido singular al vivir y obrar del cristiano. La novedad del Evangelio está contenida, se dice, en el mandamiento nuevo del amor fraterno sin fronteras. Pero ¿dispone el cristiano, para la actualización de ese amor, de m e ­dios distintos a los que todo hombre de buena voluntad posee

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para ello? ¿Es el cristiano algo más que un discípulo del Maes-tro, preocupado por asimilar y continuar por su cuenta la§ orientaciones de vida apuntadas en el Evangelio y que aún tie-nen la máxima vigencia?

Atravesamos una crisis de fe, que es la raíz de todas las de-más dificultades en que tropieza la Iglesia de nuestro tiempo. Es posible que, paradójicamente, esta crisis esté favorecida pol­las reticencias de la propia Iglesia a seguir las nuevas directri­ces trazadas por el Vaticano II. En todo caso vale más incluir­nos en esta actitud que engañarnos a nosotros mismos.

Para los primeros cristianos, sin duda, la afirmación central de su fe, que constituye parte integrante de su vida, tiene el siguiente enunciado: "Jesús es el Señor." La cuestión que de­bemos plantearnos vuelve a insistir sobre el significado que tiene para nosotros esta misma confesión de fe, para que en nuestra boca sea la expresión auténtica de nuestra vida. Pro­fundizando el tema del Señor, estaremos en condiciones para dar un paso decisivo en la comprensión de la condición cris­tiana.

El señorío La historia de las religiones nos enseña que los de Yahvé pueblos tradicionales han reconocido, espontánea­

mente, en sus dioses seres superiores y soberanos. Pero, como la preocupación de los hombres fue siempre la de encontrar en el mundo de lo divino un mundo accesible y un motivo de seguridad, la superioridad que reconocieron en los dioses era, ciertamente, muy limitada; el abismo que separaba el mundo de los dioses del mundo de los hombres no podía ser infranqueable y era muy conveniente que cada pueblo tuviese sus propios dioses, en exclusiva, cuyo único atributo era su pre­potencia sobre los dioses de los otros pueblos...

A partir del momento en que Israel emprende el camino de la aventura de la fe, estos límites quedan definitivamente muy atrás. La experiencia positiva que Israel tiene de la contingen­cia de su propia historia le invita a reconocer, cada vez mejor, que la Alianza establecida entre Yahvé y su pueblo no es indiso­luble por naturaleza. El Dios reconocido en el acontecimiento —de modo muy especial en los acontecimientos dramáticos que privan al pueblo de sus seguridades más elementales, como lo fue el destierro a Babilonia—no es un dios como los demás. Este es el Todo-Otro; su soberanía es absoluta y universal: se ex­tiende también a los otros pueblos que no sean Israel. Se trata de la Soberanía del Creador, gracias al cual, por su iniciativa completamente gratuita, el hombre y la creación toda han te­nido acceso a la existencia, pues tanto el hombre como todo lo que existe que no sea El habían podido no existir. La misma

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iniciativa gratuita, por parte de Dios, en el caso de la creación, explica el establecimiento de la Alianza, que, dicho sea de paso, no da al pueblo derecho alguno a aumentar su estatura ante Dios. Por otra parte, el señorío de Yahvé, por ser señorío pro­pio del Creador, es universal. No está circunscrito al pueblo ele­gido ni a la tierra que le ha dado como herencia. Yahvé ejerce su soberanía en todo lugar; ante El, los demás dioses aparecen como son: ídolos. Ninguna realidad creada escapa al señorío del Dios de Israel que dispone todas las cosas según su beneplácito.

Siguiendo las directrices de los profetas, y no sin reticen­cias, además, el pueblo judío ha afirmado, con más o menos fuerza, la trascendencia absoluta de su Dios. Su confesión del señorío de Yahvé ha estado arraigado constantemente en una experiencia humana que ha supuesto para Israel la interiori­zación progresiva de los más altos valores espirituales y mo­rales. En la exposición bíblica de la afirmación de la trascen­dencia de Yahvé es inútil buscar un enunciado filosófico, pues no lo hay; es simplemente una confesión de fe, centrada en la soberanía y trascendencia de Yahvé. Sin ella, el itinerario es­piritual de Israel pierde radicalmente su sentido. Israel ha ju­gado la carta de su propio destino en esta confesión de fe.

Jesús de Nazaret La predicación de Pedro, de la que las pri-es el Señor meras lecturas de este día reproducen unos

extractos, contiene una afirmación un tan­to sorprendente: después de la victoria de Jesús en la cruz, "Dios le ha hecho Mesías y Señor" (Act 2, 36). Dicho de otro modo: la confesión del señorío de Jesús—o de su divinidad, como queramos—va estrechamente unida a la confesión de su cualidad mesiánica; además, de ambas confesiones ninguna puede entrar en acción sino después de la muerte de Jesús en la cruz. Estamos, sin duda, ante una pista de reflexión franca­mente valiosa.

La esperanza mesiánica es uno de los rasgos más relevantes de la búsqueda espiritual de Israel. El pueblo judío confiesa el señorío de Yahvé. Solo de El y de su misericordia, del todo gratuita, espera la salvación, es decir, la valorización absoluta de la existencia humana, tan precaria y contingente hasta este momento. La salvación depende totalmente de la iniciativa de Dios. Pero, por tratarse de una iniciativa amorosa, Israel jamás ha podido imaginar que Yahvé salvaría al hombre sin que este, de alguna manera, colaborase en la realización de su designio de salvación. De esta convicción nace la esperanza mesiánica.

Cuando viene Jesús de Nazaret, se presenta como el Mesías esperado por Israel, como el colaborador de Dios en la realiza­ción de las promesas de la Alianza. Un hombre cuya fidelidad

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a Dios puede, bajo todos los conceptos, contribuir a la valori­zación absoluta de la existencia humana. Pero, lejos de presen­tarse como un hombre extraordinario—oculto desde siempre en el seno de Abraham, diría el profeta Daniel—, capaz de desempeñar la misión de intermediario entre el Dios Todo-Otro y su pueblo; lejos de proponer a sus auditores caminos nuevos de fidelidad religiosa que l ibraran al hombre de su contingencia terrena, Jesús propone un mandamiento nuevo que invita a Israel a despojarse de todo privilegio e invita, asimismo, a todo hombre a aceptar la renuncia total de sí mismo, incluso hasta la muerte. Jesús da testimonio de esta Buena Nueva amando a los suyos has ta la muerte en la cruz y poniendo de manifiesto, con ello, cuál es la verdadera obediencia del hombre a Dios y cuál el verdadero consentimiento del hombre a su condición de creatura. Este que se presenta como el Mesías es, por identi­dad, el hombre que comparte en todo la condición humana, hecho que requiere de El, y de todos, la renuncia más radical. ¿Quién es, entonces, este hombre?

Para Israel, aceptar que Jesús sea el Mesías esperado es renunciar a todos sus privilegios de pueblo elegido y ent rar en la aventura del amor fraterno sin fronteras. También signifi­ca, al mismo tiempo, reconocer que la persona de Jesús oculta un misterio inaudito, ya que solo Dios puede ser asociado de Dios, pues está claro que el hombre no dispone de recursos para conferir a su existencia un valor absoluto... Para el hombre re­sulta menos problemático rechazar al que se hace pasar por Mesías; le es más cómodo llamarle blasfemo y quitarle de en medio crucificándole. Pero la fidelidad de Jesús has ta el mo­mento de su muerte acaba por confundir a sus acusadores y, después de unos momentos de desamparo total, los discípulos de Jesús reconocerán, a la vez, que Aquel que está clavado en la cruz es realmente el Mesías, el Hijo de Dios.

La primera Tras la prueba de la cruz, vivida en la obe-confesión cristiana diencia perfecta a la voluntad del Padre,

Jesús es intronizado en el cielo como Me­sías y Señor. Dios "le hace Mesías y Señor" y le da el nombre que está por encima de todo nombre. Así se han expresado los primeros cristianos, poniendo de manifiesto en esas palabras lo esencial de su fe en el Resucitado. ¿Qué quiere decir esto? Han querido significar que la muerte en la cruz es el aconteci-minto decisivo de la vida de Jesús, el acontecimiento por exce­lencia que le constituye Mesías, el terreno privilegiado donde esta cualidad mesiánica, una vez plenamente realizada, podía manifestarse con toda claridad. Releyendo las Escrituras a la luz de la muerte de Jesús, los primeros cristianos han descu­bierto en ellas que el Mesías debía pasar por la experiencia dura

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de la cruz, y han visto, asimismo, que la esperanza mesiánica encontraba su coherencia última en la pasión de su Maestro... Resulta un hallazgo singularmente desconcertante, pues en él se origina de forma inmediata otro: este hombre que ha sido constituido Mesías en la prueba de la cruz solo puede ser el Hijo de Dios. El acontecimiento que constituye a este hombre Mesías es el mismo que le constituye Señor, el acontecimiento en que, por fin, puede ser mostrado a todas las naciones su t í ­tulo de Señor. ¡Oh misterio insondable del amor misericordioso del Padre! Dios ha amado al mundo de tal modo que le h a en­tregado a su Hijo. La salvación del hombre está, por tanto, li­gada a la persona de Jesús: el Mesías es el Hombre-Dios, el Verbo encarnado.

La experiencia que los primeros cristianos tienen del Resu­citado y que contiene, al menos implícitamente, los elementos que se acaban de citar, es adecuadamente traducida en la con­fesión de fe: "Jesús es Señor." Esta confesión transfiere a Jesús de Nazaret el título de Kyrios, reservado exclusivamente a Dios y que servía para expresar su señorío absoluto y universal. Esta atribución conferida a Jesús, inimaginable para la fe monoteís­ta de Israel, llega a imponerse a la comunidad de Pentecostés. Esta confesión lo resume todo: la convicción de que el Cru­cificado era en verdad el Mesías, la certeza de que la salvación del mundo es el propio Cristo y que esta salvación es partici­pación a la propia vida de Dios.

En estrecha relación con esta confesión de fe debe compren­derse la importancia del ministerio apostólico y, en particular, del primado de Pedro (véase el Evangelio del 3.e r ciclo, Jn 21, 1-19, donde esta relación queda perfectamente subrayada). Si la comunidad de Pentecostés se siente animada por la convic­ción de que la originalidad de su ser y de su obrar la debe a la intervención siempre actual del Señor entre los suyos, es pre­ciso que esta convicción se traduzca concretamente en la ta rea de algunos, cuyo objeto es someter el propio servicio en la Igle­sia, Cuerpo de Cristo, a la intervención personal de la Cabeza.

El Señor Para los primeros cristianos no ofrece de todos los hombres ninguna duda el hecho de que la Buena

Nueva esperada por todos los hombres sea la del señorío de Jesús de Nazaret. "Cristo murió y h a vuel­to a la vida para ser el Señor de vivos y muertos" (Rom 14, 9). El éxito de la aventura humana de cara a Dios está estrecha­mente vinculado al reconocimiento efectivo de este señorío por todos los pueblos. Es conveniente que comprendamos bien el significado de esta afirmación, porque, si no tomamos las debidas precauciones, la Buena Nueva de la salvación podría

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fácilmente degenerar en una moral muy elevada, sí, pero re­guladora únicamente de las relaciones de los hombres entre sí.

Jesús de Nazaret ha completado definitivamente el itinerario espiritual de su pueblo, Israel. Por ser Hijo de Dios, el Mesías de Israel puede satisfacer cumplidamente la aspiración de los suyos a participar de la vida divina, invitándoles al consenti­miento pleno en lo que respecta a su condición de creatura. La fidelidad del hombre a sí mismo adquiere, en Jesucristo, una resonancia eterna. De ahí el universalismo radical del señorío de Jesús, ya que lo que El ha hecho por el itinerario espiritual de Israel es válido para todo hombre y para todos los pueblos. Al hacer posible el acceso al Padre, Cristo remite a todos los hombres a la verdad de su condición común, cual es la de pro­mover una auténtica fraternidad universal.

Pero ¿responde el itinerario espiritual del hombre moderno a las categorías de sus predecesores? ¿Acaso no invita su expe­riencia fundamental a renunciar a toda religión? ¿No es ver­dad que ha sido sacada de raíz (en el hombre actual) esta as­piración a lo absoluto que definía la búsqueda del hombre tra­dicional? ¿Qué necesidad tiene ahora de volverse a Dios? Y si este hombre moderno, del que hablamos, es cristiano, ¿no pue­de contentarse con tomar del Evangelio lo que constituye su novedad, a saber, el mandamiento del amor fraterno sin fron­teras?

En realidad, si bien es verdad que el hombre moderno difiere profundamente del hombre tradicional en su modo de acercarse a las cuestiones fundamentales (pues es mucho más certero y realista) que conciernen a su destino—acercamiento que, en adelante, no puede ser más que antropológico—, su itinerario espiritual continúa siendo fundamentalmente el mismo que el del hombre de las religiones tradicionales. El hombre moderno busca también lo absoluto, incluso cuando cae en la tentación de no reconocerlo en el plano de las "filosofías" que profesa. Aun cuando no quisiera aceptarlo, también este hombre trata de promover un devenir absoluto apoyándose únicamente en sus fuerzas; como el hombre de otras épocas que quedaron muy atrás, también él sucumbe, de hecho, a la tentación de consti­tuirse a sí mismo en "centro" (de la humanidad), poniendo en entredicho la edificación de una verdadera fraternidad univer­sal, el objetivo, precisamente, que se propuso realizar en la tie­rra; es también un hombre pecador que tiene necesidad de un Liberador para saciar el deseo de absoluto que le anima a tra­vés de sus empresas humanas—tal liberador no debe ser alie­nante—; y, como el hombre tradicional, ¡también está llamado a confesar que Jesús es el Señor de todos los hombres!

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¡Señor Nuestro, ven! Esta fórmula litúrgica, que se remonta ¡Maraña tha! a los primeros orígenes del cristianismo

y que ha sido conservada cuidadosamen­te en la Iglesia primitiva, expresa una dimensión esencial de la lo en el Resucitado, estrechamente unida a la confesión de su soberanía; expresa, por tanto, la tensión escatológica de toda vida cristiana.

No obstante, entendamos bien de qué se trata. Aun cuando los esquemas tradicionales de la escatología judía han sido par­cialmente adoptados por la comunidad apostólica, el contenido es nuevo y, poco a poco, el empuje del vino nuevo hará estallar los viejos odres. La escatología, en el Nuevo Testamento, significa en principio una realidad presente: el acceso al Padre está de­finitivamente conseguido para todos los hombres, gracias a la intervención de Jesús de Nazaret; por el momento hemos resu­citado con Cristo y su señorío es un hecho actual. Pero lo que ya está cumplido de una vez para siempre debe todavía ser aca­bado (por todos y cada uno de los hombres) a todo lo largo de la historia de la Iglesia. El señorío de Cristo es una realidad diná­mica que adviene sin interrupción. El Resucitado interviene día tras día en el devenir de la humanidad para que cada uno, apo­yándose en su señorío, pueda aportar su piedra única e irreem­plazable para la construcción del Reino.

El ejemplo de las primeras comunidades cristianas nos trae a la memoria que la dimensión escatológica de la vida cristiana debe, necesariamente, ser celebrada y expresada por sí misma, con referencia al señorío de Cristo. ¿Por qué debe ser celebrada? Porque esta dimensión de la existencia cristiana no aparece en los detalles de la vida cotidiana. Y hoy menos que nunca, ya que el hombre moderno agota, aparentemente, la realidad de sus compromisos concretos al recurrir exclusivamente a sus fuerzas. De ahí la importancia actual de celebraciones litúrgicas que pon­gan de nuevo a plena luz esta dimensión escatológica de la vida cristiana, con tal que, de paso, sea celebrada la vida auténtica­mente vivida por el Pueblo de Dios.

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TERCERA SEMANA DEL TIEMPO PASCUAL

(Semana del segundo domingo después de Pascua)

I. Hechos 6, 8-15 Los versículos leídos en la liturgia de este día 1.a lectura son los primeros del extenso relato dedicado lunes por San Lucas al personaje de Esteban. Se

admite generalmente que Lucas se sirvió de un relato de origen paulino, centrado en la conversión del após­tol, como Act 22, 3-5 ó 26, 9-11. El testimonio de Esteban y su valor ante la muerte, sin duda han impresionado a Pablo y han constituido para él una especie de primer encuentro con el Se­ñor al que pronto iba a servir. Por otra parte, San Lucas, sin duda, ha tomado del eco de las polémicas surgidas entre Este­ban y los judíos las ideas del discurso que él pone en labios de Esteban (Act 7, 1-53), pero cuyo vocabulario revela el origen lucano 1.

# # *

a) San Lucas ha reproducido a través del discuso de Este­ban y del relato de su martirio, el desarrollo del proceso de Je­sús y de su pasión. Falsos testigos acusan a Esteban de haber anunciado la destrucción del Templo (v. 13) como otros lo hi­cieron en el proceso de Jesús (Me 14, 56-61). En ambos casos, la escena se desarrolla ante el Sanedrín (v. 12; cf. Me 14, 53) y los debates siguen idéntico procedimiento: declaración de tes­tigos falsos (v. 13; cf. Me 14, 56), interpelación al acusado por el presidente (Act 7, 1; Me 14, 60-61), réplica del acusado ha­ciendo alusión al reino del Hijo del hombre, sustituyéndose al Templo (Act 7, 55-56; Me 14, 62), reacción violenta del audito­rio (Act 7, 57; Me 14, 63-64), castigo "fuera de la ciudad" (Act 7, 58; cf. Heo 13, 12) y, por fin, palabras semejantes de Cristo en la cruz y Esteban lapidado (entrega del espíritu: Act 7, 69; Jn 19, 30; perdón a las injurias recibidas: Act 7, 60; Le 23, 34; fuerte grito: Act 7, 60; Le 23, 46).

1 G. DUTERME, "Le Vocabulaire du discours d'Etienne", Memoire de l'Univ., Lovaina, 1950.

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b) Esta asimilación del mártir y Jesús se comprende me­jor en el contexto de los problemas surgidos en las comunidades cristianas primitivas por la persecución. En una primera época, Ion cristianos se dieron cuenta de que las persecuciones fomen­tadas contra ellos por los judíos entraban en la línea de los nusllgos infligidos ya por estos últimos a los enviados del Señor (Mt 23, 29-36; Act 7, 51-52). Más tarde, la persecución contra lo.s cristianos se sitúa en un contexto escatológico y reviste una Importancia que anteriormente no poseía; aquella "colma la me­dida" (1 Tes 2, 15-16) en el mismo momento en que el Hijo del hombre viene a juzgar y separar a los buenos de los impíos (cf. Mt 5, 10-12). La persecución es entonces considerada como este juicio de las obras.

Una reflexión ulterior invita a los perseguidos a sufrir y mo­rir "por el Hijo del hombre" (Le 6, 22; cf. Me 8, 35; 13, 8-13; Mt 10, 39) y, más todavía, a imitar su pasión (cf. Mt 10, 22-23; Me 10, 38). Nuestro relato se limita a esta última concepción: Ksteban no muere solamente por Cristo, muere como El, con Kl, y esta participación en el misterio mismo de la pasión de Jesucristo es la base de la fe del mártir: muriendo de este modo, afirma a su manera que la muerte no ha sido la última palabra de la vida de Jesús. Jesús, en efecto, no deja de vivir más allá de la muerte, como lo prueba el comportamiento de .sus fieles.

El martirio, pues, no es únicamente considerado como un medio de imitar a Cristo, sobre el plano moral, sino como un demento esencial de la escatología alrededor del "signo del Hijo del hombre" (Mt 24, 30) constituido por su muerte y su resurrección.

ll. Juan 6, 22-29 Introducción al discurso llamado del pan de evangelio vida, del cual tomará la liturgia, durante ocho lunes días, sus lecturas evangélicas.

La muchedumbre que acaba de comer un pan perecedero (Jn 6, 1-15), se lanza a la búsqueda de Jesús (vv. 22-25). El discurso de este último parte de estos dos he­chos: las masas han comido un alimento material, pero existe otro que permanece hasta la vida eterna (vv. 26-27); han busca­do un hacedor de milagros, pero Jesús posee una personalidad de otro orden (vv. 26-27). En conclusión: la muchedumbre ha realizado obras para merecer la salvación, pero la única obra que cuenta es seguir a Jesús (vv. 28-29); solamente en­tonces el misterio de su persona y el de su pan podrán acla­rarse.

# * *

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a) Estos versículos plantean de una manera enigmática y paradójica el problema de la persona de Cristo y el de la capa­cidad para la fe de comprender su misterio. Invitan al lector a ponerse en estado de verdadera búsqueda para ser capaz de comprender el alcance del discurso que sigue.

o) Es bastante asombroso ver a Cristo presentar esta ges­tión de búsqueda que es, bien mirado todo, la fe (v. 29), en un vocabulario de "trabajo" (v. 27) y de "obras que hacer" (v. 28). De hecho el trabajo a realizar no consiste en perderse en la multitud de comportamientos implicados por la Ley, sino en comprender la actividad de Cristo como la obra por excelencia del Padre (cf. Jn 5, 17), revelada en particular en el signo del pan.

III. Hechos 7, 51-59 Este pasaje forma parte de la lectura de los 1.a lectura Hechos 7, 55-60, cuyo comentario se encon-martes trará en el núm. III del séptimo domingo

del Tiempo pascual.

IV. Juan 6, 30-35 Cristo toma el pretexto de la multiplica-1.a lectura ción de los panes (Jn 6, 1-15) para reivindi-martes car el poder de dar un alimento imperece­

dero (Jn 6, 27).

Pero los judíos ponen en pleito esta reivindicación: el sim­ple hecho de multiplicar panes un día no puede ser un signo suficiente del poder de distribuir un pan imperecedero: ¡este es un milagro común! ¿No recibieron nuestros antepasados el maná cada mañana de su estancia en el desierto? (w. 30-31). Entonces, ¿qué signo puede hacer Cristo para autentificar su pretensión?

a) Jesús rehusa a dejarse sorprender por esta argumenta­ción: los signos y las obras que El realiza no son solamente medios de legitimar su reivindicación o de justificar su misión. El problema no es dar pruebas racionales o espectaculares, sino signos que ofrezcan y contengan la salvación que El trae. No se trata en absoluto de mostrarse más fuerte que Moisés, sino de hacer comprender que el maná ofrecía ya, como el pan mul­tiplicado de Jesús, la salvación dada al mundo por el Padre2. Rebasando el significado material del maná (v. 32), Jesús per­manece en la línea del Antiguo Testamento que reconoce en El el signo de la Palabra vivificante de Dios (Dt 8, 2-3; Sab 16,

2 A. FEUILLET, "Le discours sur le pain de vie", en Etudes johanniques, Brujas, 1962, págs. 47-61.

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i. Quiere así hacer comprender que también El, al multiplicar ; panes, trasciende a la vida material para sugerir su men-|c, y aun su persona (v. 35). b) Cristo emplea una fórmula nueva, desconocida en el An-

UKiio Testamento, para revelarse en el pan multiplicado: pan tlr vida. Juan ha forjado, sin duda, tal como las inventó, las expresiones: luz de vida (Jn 8, 12), palabra de vida (1 Jn 1, 1), uKtia de vida (Ap 21, 6; 22, 1). Probablemente ha pensado en el ftruol de vida del Paraíso3, símbolo de la inmortalidad de la (|iic el pecado ha privado al hombre, pero que Jesús concede un respuesta a la fe (cf. Jn 6, 50, 54). Hay, pues, en el concepto de pan de vida un matiz paradisíaco y escatológico: Jesús es la verdadera vida de inmortalidad prometida al hombre desde el principio y, en fin, accesible en El por la fe.

Juan pone el misterio eucarístico en relación con la encar­nación (v. 35): el verdadero pan es el Hijo de Dios bajado del cielo y se satisface el hambre de pan viniendo a El.

Así, cualquiera que cree en Cristo y en su doctrina se ali­menta ya de Cristo. Pero la dimensión pascual no está ausente del pensamiento de Juan. El tema del maná ha podido ser su-Kerido a Cristo por la proximidad de la Pascua (Jn 6, 4) y por la enseñanza dada en las sinagogas al aproximarse esta fiesta (cf. Jn 6, 59). La palabra "dar", que se encuentra tres veces en el pasaje de este día, anuncia ya el don del Calvario y re­vela que no habrá verdadero pan más que cuando la obra salvadora del Hijo haya sido perfectamente realizada. El pan de vida no es solamente objeto de fe; es un pan concreto, di­rectamente ligado al misterio de la Cruz, que exige una comida real.

V. Hechos 8, 1-8 Esta lectura está comentada en un apartado 1.a lectura diferente, en el sexto domingo del Tiempo miércoles pascual (1.a lectura, l.er ciclo).

VI. Juan 6, 35-40 Desde el principio de su discurso sobre el evangelio pan de vida, Cristo se esfuerza en hacer pa-miércoles sar a sus interlocutores del recuerdo de los

signos operados por Moisés a la constatación de los que El mismo realiza, y después de estos últimos al mis­terio de su propia persona y de su misión.

3 Ibíd., op. cit, pág. 63.

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"Ver" al Hijo (v. 40) es reconocer sus relaciones con el Pa­dre, expresadas por su obediencia y su misión (temas del envío y de la voluntad de Dios). Pero es también "venir a El" (v. 37) o "serle dado" (v. 39) como discípulo. Juan imagina dos círculos concéntricos: el del Hijo, discípulo del Padre, y el del cristiano, discípulo del Hijo (cf. además Jn 6, 44-46).

Se comprenderá mejor la importancia de este texto si se recuerda la evolución de la enseñanza en las escuelas de los ra ­binos4 . Al principio, Dios mismo instruía a los suyos (Is 2, 2-4; 54, 13, citado en Jn 6, 45; Jer 31, 31-34; Sal 50/51, 8, etc.) y los sabios no presentaban a sus discípulos o a sus "hijos" (Prov 1, 8-10) más que la misma luz de Dios. Al contrario, en el tiempo del judaismo los maestros forman escuela alrededor de interpre­taciones particulares de la Ley (alusión en Mt 23, 8-10).

En el principio de su vida pública, Jesús tuvo, posiblemen­te, la intención de ser rabino y de tener sus propios discípulos (Le 6, 17). A estos h a impuesto a menudo normas austeras: renuncia a los lazos familiares (Le 9, 59-62; 14, 33), obligación de llevar su cruz (Le 14, 17, 9, 23), es decir, de aceptar la even­tualidad de la muerte prometida a los revolucionarios mesiáni-cos y de excluir por ahí todo romanticismo en la adhesión a la persona de Jesús 5, servicio al Maestro en los detalles de la vida cotidiana (Le 8, 3; Jn 4, 8), etc.

Jesús enlaza al mismo tiempo con la antigua tradición en la que Dios mismo enseña, no siendo los rabinos más que sus en­viados y sus portavoces (este Evangelio y Jn 6, 44-45). Elige sus discípulos entre los que reconocen su unión con el Padre y que van a El por la misión que El cumple en el nombre de Dios. Rehusa a los que le elegirían por simpatía o entusiasmo: es el mismo Dios quien le "da" sus discípulos y hace nacer en ellos la vocación (v. 37; Jn 6, 43-44; 15, 16). San Juan, entonces, con­sidera esencial que el discípulo sepa reconocer los lazos que unen a Cristo con su Padre antes de contraer él mismo relacio­nes con Jesús. El discípulo no se liga solamente a Jesús por lo que este dice, sino, además y sobre todo, por lo que El es. No "sigue" únicamente a Cristo, como dicen los sinópticos, le "ve" (v. 40).

Después de la desaparición de Cristo, los apóstoles no tuvie­ron jamás la pretensión de agrupar discípulos a su alrededor. Ciertamente ellos tienen la misión de "hacer discípulos" (Mt 28, 19), pero para Cristo y para Dios (1 Tes 4, 9). En otros términos: a par t i r de Jesús, el alumno del rabino es reempla­zado por el discípulo dispuesto a vivir una experiencia de con-

4 A. FEUILLET, op. cit., págs. 100-17. 6 A. SCHULTZ, Suivre et imiter Jésus, París, 1966.

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tacto personal con Jesús, y los apóstoles deben hacerla posible por el Espíritu y la Palabra (Jn 8, 31; 20, 29).

Ahora bien: ¿cuántos ministros de Cristo se preocupan más de defender ante sus "discípulos" ideas e instituciones que de llevarlos a "ver" a Jesucristo? ¿Cuántos cristianos pertenecen a la Iglesia en nombre de hechos que Cristo no reconocería como los que hacen sus discípulos?

VII. Hechos 8, 26-40 lfi lectura jueves

Le 24

Este relato de la conversión del eunuco de Candaces recuerda de manera singular el episodio de la conversión de los discí­pulos de Emaús (Le 24, 13-35).

Dos hombres caminan por el camino de Jerusalén a Emaús.

Hablan sobre los acontecimien­tos.

Los discípulos cuentan los sucesos que les turban.

Jesús explica estos sucesos según las Escrituras.

Jesús parte el pan.

Jesüs desaparece.

Los discípulos se vuelven a poner en camino.

Act 8

Un hombre camina por el ca­mino de Jerusalén a Gaza.

El eunuco lee a Isaías.

El eunuco cuenta el pasaje que le turba.

Felipe explica la Escritura.

Felipe le bautiza.

Felipe desaparece.

El eunuco se vuelve a poner en camino.

En ambos casos la Palabra se realiza en el Rito; en ambos casos la inteligencia de las Escrituras y el descubrimiento del misterio de la resurrección preparan a la celebración de un sa­cramento. Lucas demuestra así que el conocimiento de las Es­crituras y del misterio pascual del Señor se remata ahora con el bautismo y la Eucaristía. El poder que h a resucitado Jesús está hoy día a la disposición del cristiano en los sacramentos. Es en ellos donde este encuentra las llaves del conocimiento de la Escritura y donde adquiere la capacidad de "reconocer" al Señor.

Comparada a la predicación misionera de los Hechos, la de Felipe se inspira más en los cánticos del Siervo paciente (Is 53, 7-8; cf. vv. 32-33). No se t ra ta , sin embargo, de un argumento escriturista propio de Felipe, puesto que numerosas alusiones o

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evocaciones testimonian que la piedad y la predicación primi­tivas han estado marcadas por esta figura del Siervo (Is 52, 13 en Act 3, 13, 26; 4, 27; Is 53, 11 en Act 3, 13; 7, 52; 22, 14; Is 53, 12 en Act 3, 13; 7, 52; Is 49, 6 en Act 13, 47; Is 59, 20 en Act 3, 26, etc.). Felipe es, sin embargo, el primero en otorgarla una importancia tan grande. Por otra parte, el esquema de su catequesis se construye de manera original. Los apóstoles par­tían del hecho de la resurrección, para explicarla después por medio de citas de la Escritura; Felipe se apoya, al contrario (como Le 24, 25-27), sobre las Escrituras para explicar la per­sona de Cristo. En efecto, a medida que uno se aleja, en el tiem­po y en el espacio, del hecho mismo de la resurrección, esta se coloca progresivamente en un contexto más amplio que engloba la historia pasada de la salvación y sus exigencias presentes.

El auditorio de Felipe es, igualmente, diferente del de los apóstoles. Ya no se trata de los habitantes de Jerusalén, sino de un extranjero, eunuco por añadidura. La ley judía excluía a es­tos personajes de la asamblea cultual (Dt 32, 2), aunque los pro­fetas habían luchado frecuentemente contra estas exclusiones, que contradecían el designio divino de asamblea universal (Is 56, 3-7). Felipe es uno de los primeros en tomar conciencia de que ha llegado el tiempo de realizar estas profecías y no vacila en agregar al nuevo pueblo, al que las taras de extranjero y eunuco mantenían al margen.

VIII. Juan 6, 44-51 En Jn 6, 37-40, Cristo ha defendido una evangelio concepción original de su papel de rabí jueves y de la actitud ideal del discípulo. La pe-

rícopa de hoy supone conocida esta posi­ción.

* * *

a) La originalidad del Maestro consiste en su dependencia con respecto del Padre: el oyente no puede llegar a ser su dis­cípulo si no le "ve" en esta relación con el Padre (vv. 40, 46). Este tema del discípulo no es menos importante en esta lectura que en la precedente: las expresiones "venir a Mí", "ver", "en­señados por Dios" (vv. 44-46) son una prueba de ello.

En contraste, el que "murmura" (v. 41), no "ve" las relacio­nes de Cristo con su Padre y se niega a reconocer en el hijo de José a alguien que ha "bajado del cielo" (vv. 42-43).

b) Cristo responde a estas murmuraciones proclamándose "Pan de vida bajado del cielo" (vv. 48-49), continuando con esto lo que ya había dicho antes (Jn 6, 31-33). Esta expresión le de­signa a El mismo en su relación con el Padre y en su misión

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de traer la vida divina a los hombres. Pero el sermón pasa, sin transición, del Pan-Palabra al Pan eucarístico (v. 31).

Las relaciones entre el discípulo y el Maestro se instauran, pues, por la Eucaristía, donde se "ve" de mejor forma el lazo que une a Jesús y su Padre. El misterio eucarístico aparece des­de entonces con justo título como el "misterio de la fe".

c) La afirmación de Jesús de que El ve al Padre (v. 46) no debe conducir a una definición de la visión beatífica. La misión reveladora de Jesús sobre la tierra no requiere, en efecto, este tipo de visión. Requiere solamente un conocimiento particular de los secretos de Dios, el cual ha sido una gracia en El, y es este conocimiento particular el que la Biblia expresa por la me­táfora "ver a Dios" (Jn 1, 18). "Ver a Dios", en efecto, en la Escritura, designa una especie de proximidad del hombre y Dios, estando el primero capacitado para comprender el designio del segundo. Esta proximidad le ha sido denegada al hombre desde la caída (Ex 33, 20; 1 Re 19, 11-15). Jesús restablece esta pro­ximidad y esta amistad.

* * *

Celebrar la Eucaristía significa para la Iglesia detentar los signos auténticos del amor y del conocimiento que unen el Hijo al Padre y que nos unen al Hijo. Y la Eucaristía es este signo decisivo porque es la respuesta perfecta del Hombre-Dios a su Padre y porque contiene la respuesta de la Iglesia a la misma exigencia de fidelidad y de amor.

Al movimiento de descenso del pan de vida en la encarna­ción y en la Eucaristía corresponde un movimiento de atracción de los discípulos hacia Cristo. Dios envía a Jesús a los suyos, pero le asegura al mismo tiempo la fe de estos últimos.

IX. Hechos 9, 1-20 La conversión de Pablo es, después de la 1.a lectura resurrección de Cristo, el acontecimiento viernes al cual el Nuevo Testamento hace alusión

más a menudo (Act 9, 1-20; 22, 6-21; Gal 1, 11-17; 1 Cor 15, 3-8). Los relatos de los Hechos concuerdan en ciertos elementos, como la ocasión del viaje del perseguidor a Damasco, el tema de la luz que le rodea, su breve conversación con Cristo, su bautismo y su vocación misionera, pero acusan también algunas diferencias, de las que la principal se centra sobre la presencia de Ananías en Act 9 y 22 y su ausencia en Gal 1 y Act 26. ¿Pablo recibió su Evangelio directamente de Cristo o bien de Ananías? De hecho, la omisión o mención del papel de Ananías en uno u otro relato pueden explicarse sin que sea necesario recurrir a la hipótesis de dos fuentes con-

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tradictorias. De todas maneras, la misión de este discípulo no se opone al origen divino de la vocación de Pablo 6.

Por otra parte, ninguno de los relatos de la conversión de Pablo afirma claramente que él haya visto al Señor en perso­na. Este detalle ha sido suministrado por tradiciones ulteriores (Act 9, 27; 1 Cor 9, 1).

Las diferencias entre los relatos son de tal manera insigni­ficantes que no se sabe por qué San Lucas, generalmente con­ciso, ha repetido tres veces la conversión de San Pablo. Sin duda quería justificar la vocación apostólica de este. Debía, en efecto, explicar a sus lectores cómo Pablo era verdaderamente apóstol, aunque no pertenecía al colegio de los Doce y no había conocido a Jesús (cf. Act 1, 21-22). El relato del cap. 9 prueba que Pablo vio al Resucitado como los Doce, y que el Señor le envió a pre­dicar como envió a los Doce. Lleno del Espíritu como los após­toles lo estuvieron en Pentecostés (Act 2, 4), Pablo se afana como ellos en predicar la palabra (v. 20; cf. Act 2, 4). Y el sufri­miento que encuentra en el curso de su apostolado (v. 16) au­tentifica su misión (cf. Act 5, 11).

Las otras dos narraciones, que relatan los discursos de Pablo a las autoridades imperiales (Act 22; Act 26), reivindican para la religión cristiana un estatuto legal: esta merece ser reconocida como religión autorizada, ya que sus jefes proceden del judais­mo, religión aprobada, y que las autoridades han aprobado, por dos veces, la actitud de Pablo.

a) Sin ser el elemento esencial del relato, la conversión de Pablo no merece menos, por ello, alguna atención.

Los móviles de esta conversión son dobles: en primer lugar, la certidumbre de la glorificación de Cristo (tema de la clari­dad: v. 3) y después el de la presencia de Cristo en los fieles perseguidos por Pablo (v. 4).

El tema de la gloria de Dios es importante. Saulo, como se sabe, vociferaba con la muchedumbre contra Esteban, que pre­tendía ver esta gloria rodeando a Jesús (Act 7, 54-57). Para un fariseo, en efecto, la gloria era propia de un Dios único, y era una blasfemia afirmar que Jesús se beneficiaba de ella. Pero más tarde, rodeado de una luz cegadora de la que surgía una voz, Pablo comprendió que se beneficiaba de una teofanía en la más pura tradición del monoteísmo bíblico (Ex 24, 7; Di 4, 12; Ez 1, 4, 27-28, etc.). Sin embargo, la voz que se dirigía a él no

6 A. GIRLANDA, "De conversione Pauli in Actibus Apostolorum", V. Dom., 1961, págs. 66-81, 119-40, 173-84.

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era la de Yahvé, sino la de Jesús (v. 5). Pablo se unía así a la experiencia de Esteban.

Pero este nuevo apóstol no podía ver la gloria de Jesús, por­que ¿cómo ver a Dios sin estar cegado? (Ex 3, 6; 1 Re 19, 13; Ex 33, 18-22). Su ceguera le confirma en su fe, ¡siendo el no ver a Cristo un argumento mucho más fuerte en favor de su divi­nidad que pretender reconocerlo! Pero Pablo da un paso más en el descubrimiento del Señor: no puede verle en su misma persona, pero puede descubrirle en sus hermanos: la dimensión horizontal suplida al misterio de la dimensión vertical (v. 3b; cf. 1 Jn 3, 18-23)7.

Pablo no es hombre que se oculta: desde que ha compren­dido el misterio de Cristo resucitado, se ocupa de la fe y sigue las reglas fijadas en la época por el catecumenado. Después de haberse planteado la pregunta casi ritual "¿qué debo hacer?" (v. 6; cf. Act 22, 10; 2, 37; 16, 30; Le 3, 10), el convertido es puesto bajo el cargo de la comunidad que "apadrina" su es­fuerzo. Ananías ejerce aquí este padrinazgo. La iniciación dura al menos tres días (cf. Me 8, 2; Act 10, 30; 9, 9); lleva consigo una imposición de las manos (v. 12; cf. Me 7, 32) y una cura de los sentidos (Ephpheta) para introducirlos en el régimen de la fe (v. 17; cf. Act 22, 14-16); termina con el bautismo pro­piamente dicho (v. 18).

b) Pero al narrar la conversión de Saulo, Lucas quiere so­bre todo describir su vocación apostólica. El evangelista ve en Pablo el responsable de la propagación del Evangelio de Jeru-salén a Roma. Los tres relatos de la conversión se sitúan además en los tres momentos decisivos de esta extensión: cuando la comunidad de Jerusalén empieza a emigrar (Act 9), cuando el cristianismo se separa del judaismo (Act 22) y, por fin, cuando llega a los confines de la tierra, esta Roma hacia la cual tien­de todo el ministerio de Pablo, e incluso la narración de los Hechos (Act 26).

La visión luminosa del camino de Damasco ha influenciado la misión de Pablo y el contenido de su mensaje. Yendo a re­velar esta luz a las naciones (Act 26, 17-18; 13, 47), el apóstol une.mística y misión, revelación y apostolado8.

La primera consecuencia de la conversión de Pablo sobre su mensaje es el aspecto de "revelación" de este último (Gal 1, 11-12). Esta conversión pudo producirse al término de una larga

7 L. HEYRAUD, "Paul, fils de la lumiére", Bi. vi. Ch., 1963, núm. 50, págs. 46-55.

» P. H. MENOUD, "Révélation et tradition", Verbum Caro, 1953, 25-26, págs. 2-10.

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reflexión o de una crisis psicológica: no por eso dejaría de ser un encuentro con un Dios desoído y el descubrimiento de una verdad insospechada.

La segunda consecuencia está en el aspecto histórico: el Dios que se aparece a Saulo se revela dentro de todo el aparato del monoteísmo judío. Pablo no tiene que renegar del pasado: está profundamente convencido de la unidad de la acción de Dios y de la continuidad de la historia de la salvación. Esto explica esa parte considerable del Antiguo Testamento en sus escritos.

La tercera consecuencia es la doctrina paulina de la resu­rrección y del valor salvador de la cruz. En tanto que él era fariseo, Pablo no podía considerar la cruz más que como una maldición (Dt 21, 23; cf. Gal 3, 13). El haber descubierto que el maldito había resucitado entraña para él la obligación de reconocer en la cruz un instrumento de salvación y sustituirla a la antigua ley.

X. Juan 6, 53-60 Esta conclusión del sermón del pan de vida evangelio no puede comprenderse más que en función viernes de lo que precede; en virtud de un procedi­

miento semítico de inclusión, Juan vuelve a anotar al final lo que había formulado al principio, no sin aña­dir una nueva idea.

# * #

El v. 58 vuelve a plantear el tema del pan bajado del cielo, y bajado para procurar la vida, puesto que el maná no podía evitar la muerte (cf. Jn 6, 22-29 y Jn 6, 30-35). "Bajado del cie­lo" significa que Jesús vive con el Padre (v. 57); "comer este pan" es el acto de fe que "ve" en el Hombre-Dios, comunicado a los hombres, el misterio del amor y de la vida de Dios (cf. Jn 6, 37-40). En esta acepción el verbo "comer" no sobreentiende directamente la comida eucarística propiamente dicha, sino más bien la asimilación por la fe del misterio de la persona de Cristo.

Por el contrario, los versículos que preceden (vv. 52-56) ha­cen alusión claramente a la comida eucarística: el realismo de la expresión "comer su carne" evoca necesariamente el realis­mo sacramental (Jn 6, 49-51). Pero Juan va más lejos: no se trata solamente de "comer la carne" de Cristo, sino además de "beber su sangre" (vv. 53, 55, 56), expresión por la que el evan­gelista quiere hacer alusión a la significación redentora y sa-crificadora de la Eucaristía y convencer a sus lectores de que no se puede asimilar el misterio de la persona de Jesús sin

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tener en cuenta su dimensión pascual. Encarnación, redención y Eucaristía son las tres facetas indisociables del misterio de Jesús.

* * *

La Eucaristía proclama la muerte sacrificadora del Señor. Para la comunidad reunida, proclamar la muerte de Cristo es, en primer lugar, expresar la certidumbre de que únicamente Cristo ha afrontado la muerte en obediencia a su condición de creatura; es afirmar, al mismo tiempo, la decisión de entrar, en pos de Cristo y gracias a su intervención, en el mismo tipo de fidelidad a Dios. Afrontada en esta fidelidad, la muerte des­vela su sentido: abrir el camino que conduce a la vida.

XI. Hechos 9, 31-42 Esta lectura comienza con un resumen 1.a lectura (v. 31) de un nuevo género, bastante di­sábado ferente de los que componen los primeros

capítulos de los Hechos: Act 2, 42-47; 4, 32-35; 5, 12-16. Mientras que estos últimos hablan sobre todo de la vida interna de las comunidades cristianas (caridad, ora­ción, reparto de los bienes, etc.), el nuevo compendio introduce temas como el gozo de la paz, la fortaleza, el temor del Señor y la consolación del Espíritu.

* * *

a) La alusión a la paz supone sin duda que la persecución emprendida contra los cristianos ha perdido su virulencia, pero significa sobre todo que los cristianos gozan de los bienes de Dios. La fortaleza es un tema paulino (1 Tes 5, 11: 1 Cor 8, 1; 10, 23; 14, 3-5) que expresa el progreso tanto en la vida interior cuanto en la expansión exterior. El temor del Señor es un tema judío que caracteriza una vida religiosa solícita de la voluntad de Dios, y la consolación del Espíritu designa tal vez la alegría de los que se saben en sus últimos tiempos (cf. Act 13, 52).

La continuación del pasaje describe un episodio de una vi­sita pastoral de Pedro en Judea; los milagros acompañan la predicación apostólica, dan seguridad a los apóstoles (cf. Act 4, 30) y entrañan conversiones en la medida en que prueban que' el poder que animaba a Jesús ha sido ahora comunicado a sus apóstoles.

b> La muerte era desde entonces sentida como un castigo, puesto que privaba al difunto del beneficio del Reino a sola­mente algún tiempo de su inauguración. La muerte de un pe­cador podía todavía comprenderse, pero ¿qué significaba, por ejemplo, el fallecimiento de una santa "rica en buenas obras" (versículo 36)? En el 43, fecha probable del milagro de Pedro,

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los cristianos aún no han descubierto que la vida eterna esta­ba ya presente en la obra de cada uno de ellos, y que se situaba en un plano más profundo que la vida física. La única solución que podían esperar era la resurrección del difunto. Pedro, va entonces al encuentro de esta esperanza resucitando a Tabita.

c) La comparación de los diferentes relatos bíblicos de re­surrecciones (Act 5, 35-43; Le 7, 11-17; 1 Re 17, 17-24; 2 Re 4, 18-37; Act 20, 9-12) revela tales semejanzas que se puede afir­mar la existencia de un género literario particular. En efecto, el relato de la resurrección de Tabita se asemeja al de la resu­rrección de la hija de Jairo (Me 5, 35-43): la misma exclusión de gente, la misma fórmula, aproximadamente las mismas pa­labras: "Tabita, levántate", idéntico gesto de la mano, etc. Aho­ra bien: este mismo ritual parece ordenado por el milagro ope­rado por Elias en el hijo de la viuda de Sarepta (1 Re 17, 17-24). Esta preocupación por equiparar los gestos vivificantes de Cris­to y de Pedro a los de Elias es el eco de una mentalidad pre­cisa: los primeros cristianos consideraban siempre a Cristo y a Pedro como los nuevos Elias, precursores de un reino de vida que todavía habría de venir. La carta a los tesalonicenses les hará tomar conciencia progresivamente de que el reino de la vida ha comenzado ya con la resurrección de Cristo; adopta­rán una nueva actitud con respecto a la muerte y no adjudi­carán más a las resurrecciones milagrosas el valor de una vic­toria sobre la muerte.

# # #

La fe cristiana se busca en un relato como este de la resu­rrección de Tabita. La resurrección de Cristo se percibe como un acontecimiento que deja entrever la proximidad de los últi­mos tiempos, pero que aún no ofrece su realización. Cristo es el Resucitado, no es todavía el Señor; ha vivido entre nos­otros, pero no es todavía el que vive y habita en nosotros por su Espíritu.

La fe manifestada en este pasaje es bien primaria, pero el relato exige a los que lo oyen un examen del contenido de su fe. ¿No es esta más que recuerdo del pasado, o bien se da cuen­ta de las actitudes presentes y de la vida eterna, ya en obra en todos y cada uno?

XII. Juan 6, 61-70 Juan describe siempre con interés las reac-evangelio ciones de los oyentes de Jesús, y como ya sábado ha analizado las actitudes de un doctor de

la ley (Jn 3), de una mujer del pueblo (Jn 4) y de un funcionario (Jn 4, 43-53), pasa ahora a la descrip­ción del contorno de Jesús durante el sermón del pan de vida.

* # »

a) Los judíos—Juan lo ha subrayado en todos los relatos— se encierran en una oposición y en un "murmullo" absolutos (Jn 6, 30-31; 41-42; 52), que ganan incluso al grupo de discí­pulos (vv. 60-61), escandalizados por palabras que trastornan su concepción tradicional de las relaciones entre discípulos y maestro (cf. Jn 6, 37-40). Por el contrario, los apóstoles parecen adoptar una actitud de fe claramente expresada en la profe­sión de Pedro, pero limitada, al parecer, a la mesianidad de Je­sús (vv. 67-70).

b) Juan saca dos conclusiones de esta constatación. En primer lugar, el abandono de las masas y de los discípulos prue­ba que no se puede tener fe más que por don del Espíritu: solo con los medios humanos (la "carne" del v. 63) no puede pre­tenderse. Además, la dispersión de los discípulos es el preludio del misterio pascual. La doble mención de la traición de Ju­das (vv. 64 y 71) y la de la ascensión de Jesús (v. 62) revelan que este misterio está ya obrando en los incidentes de Cafar-naún, tanto en su aspecto de humillación como en su aspecto de glorificación.

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CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO PASCUAL

(Tercer domingo después de Pascua)

A. LA PALABRA

I. Hechos 2, 14, 36-41 Ultima parte del discurso pronunciado 1.a lectura por Pedro el día de Pentecostés. En ella l.er ciclo enuncia la conclusión: la llamada al

arrepentimiento y a la conversión. Dos verbos describen el movimiento de conversión: épistré-

phein, sujeto a la imagen de la "vuelta" del exilio, y métanoien, en un tono más espiritual. Características del Evangelio de San Lucas y de los Hechos de los Apóstoles, no pueden ser com­prendidos sin tener en cuenta preocupaciones personales del autor1.

# # #

a) La conversión o el arrepentimiento propuestos por Pe­dro en Jerusalén suponen en primer lugar un contexto judío. No se trata solamente de un cambio de vida inspirado por la inquietud de un alma en búsqueda, sino de una toma de con­ciencia de culpabilidad hacia una persona determinada. La con­versión es la actitud del que cree ya en Dios, pero se arrepiente de una ofensa grave cometida contra El. Más concretamente, es la reacción del judío que toma conciencia de la responsabi­lidad que ha contraído hacia Dios al crucificar a su Mesías (Act 2, 22-23, 36); el mismo tema aún en Act 3, 13-19; 5, 30-31. Es evidente que los apóstoles deberán disponer de otra con­cepción de la "conversión" cuando aborden el mundo pagano (cf. Act 14, 1-17, por ejemplo).

b) Dios concede a los que se arrepienten el perdón de sus pecados (v. 38; cf. Act 3, 19; 5, 31). Dispone con largueza de su poder de perdonar y lo ofrece en el rito bautismal (v. 38). Ce-

i J. DUPONT, "Repentir et conversión d'aprés les Actes des Apotres", Se Reí., 1960, págs. 137-73; "La conversión dans les Actes des Apotres", L,úm. et vie, 1960, págs. 48-70.

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lebrado "en el nombre de Jesús", este bautismo implica una profesión de fe explícita en el señorío del Resucitado. La con­versión se despliega así en una actitud de fe en el poder de Dios de perdonar los pecados y de resucitar a Jesús, y en el señorío de este último.

c) La fe de los apóstoles en la mesianidad de Cristo venía a parar a la concepción de su entronización como juez de la tierra. Pero su poder de juzgar no se identifica solamente con el de condenar. Juzgar, para El, también es perdonar. La con­versión permite obtener el perdón (Act 3, 19-21; 17, 30-31; 10, 42-43), escapar así a la condena del juicio y prepararse sin te­mor para el retorno del Señor.

Los primeros culpables han sido los judíos, responsables de la muerte de Jesús; pero ¿no somos todos nosotros sus ase­sinos?

La pasión de Jesús permanece para el cristiano como el me­dio esencial de tomar conciencia del pecado y de implorar su perdón. Pero ¿cómo implorar el perdón de un Dios que no se ha encontrado jamás? Es aquí donde la fe en la resurrección interviene: Dios se manifiesta resucitando a Jesús y encar­gando a sus testigos que anuncien este hecho. Así El puede ser encontrado y los sacramentos son el lugar de este encuen­tro. Lo que Dios hace al resucitar a Jesús, lo realiza igualmen­te perdonando nuestros pecados: la misma potencia Victo­riosa se manifiesta de una parte y de otra.

II. Hechos 4, 8-12 Esta lectura ha sido ya comentada en el 1.a lectura viernes de la primera semana del Tiempo 2° ciclo pascual, donde figura en un apartado más

amplio (vv. 1-12)2.

III. Hechos 13, Pablo ha entablado en Antioquía de Pisidia 14, 43-52 una predicación sobre la Buena Nueva reser-1.a lectura vada a los judíos de la ciudad (Act 13, 16-33).

3.er ciclo Esta predicación se tuerce rápidamente, por­que los judíos están celosos del interés de los

paganos por una doctrina de la que ellos querrían reservarse el monopolio (vv. 44-45).

El apóstol abandona entonces la sinagoga después de una clara exposición (v. 46) y, volviéndose hacia los paganos, se re­

véase el tema doctrinal del nombre de Jesús, en este mismo capítulo.

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fiere a una profecía sacada de los cánticos del Siervo de Yahvé (aquí: Is 49, 6 citado en el v. 47).

Repitiendo a menudo esta escena (Act 28, 25-28; 17, 5-9; 18, 5-6; 19, 8-9), da lugar a creer que Lucas ha perseguido con ello una intención teológica3.

* * *

Desde el principio de su Evangelio San Lucas se ha distin­guido de los otros sinópticos prolongando la cita de Is 40 hasta el v. 5: y toda la carne verá la salud de Dios (Le 3, 6), y el Libro de los Hechos se acaba con una alusión al mismo versículo (Act 28, 28): "Sabed que esta salud de Dios ha sido enviada a los gentiles. Ellos, al menos, escucharán." Lucas parece haber que­rido centrar su obra entera alrededor de la manifestación de la salud a toda la humanidad.

Ahora bien: el anuncio profético de la salud ofrecido a todo hombre es característico de los poemas del Siervo de Yahvé en la obra del Segundo Isaías (Is 42, 6; 49, 1, 6; 53, 12): las multitudes y las naciones le son dadas al Siervo paciente en recompensa de su humillación y del desprecio que ha recibido.

Pablo se compara a este Siervo de Yahvé, cuyos sufrimien­tos le recuerdan los suyos y considera la proclamación de la Buena Nueva a los gentiles como la realización de las promesas universalistas hechas al Siervo de Dios (is 42, 7-16 citado en Act 26, 17-18; Is 49, 6 citado en el v. 47). Se comprende desde entonces por qué él es el personaje central de estos Hechos, sobre todo a partir de este cap. 13; es verdaderamente él quien realiza las profecías de salvación a los gentiles.

Por esta razón, el episodio del rechazo de Pablo de la sina­goga y de su partida hacia los gentiles es uno de los giros de­cisivos de la misión del apóstol de los pueblos. Presentando esta misión como un cumplimiento de las Escrituras, Pablo parece mostrar que aquella no es la consecuencia ocasional de su re­chazo de la sinagoga, sino la misma voluntad de Dios.

El Antiguo Testamento—los cantos del Siervo lo prueban— tenía una conciencia clara del designio universalista de Dios. Yahvé es el creador de todos los hombres, El dirige los destinos de todos los pueblos a los que un día hará gozar de su salud.

¡Pero compartir estas perspectivas universalistas no es nece­sariamente ser misionero! Los judíos se imaginaban, en efecto.

13 J. DUPONT, "La Salut des Gentils et le l ivre des Actes" , N. T. St-, 1959-1960, págs. 132-55.

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que los pueblos entrarían en la salvación por su intermediario, como el Occidente se figuraba incluso ayer que las naciones en vías de desarrollo se harían cristianas a través de sus es­quemas de pensamiento y de acción.

Hay alguna misión en la que los fieles dejan atrás su par­ticularismo para recibir a los demás y aceptar el encamina­miento de su cultura y su mentalidad. Esto exige muchas per­turbaciones en los hábitos y los cuadros de pensamiento de los misioneros, como, además, del pueblo de Dios entero. Pero hay ahí un gesto de amor auténtico que no puede ser más que se­milla de alegría (vv. 48-52).

San Pablo resucita ahora entre nosotros y, tras él, el Sier­vo paciente que ha abandonado las prerrogativas de la divi­nidad para hacerse el más pequeño entre los hombres.

IV. 1 Pedro 2, 20-25 Este pasaje está sacado de una exposición 2.a lectura parenética en la que el autor de la carta l.er ciclo expone a cada categoría social de cristia­

nos la manera de testimoniar a Cristo en las circunstancias propias de cada uno. Copia en esto el uso de liis principales escuelas griegas de filosofía, que otorgaban a mis discípulos manuales de moral adaptada a cada estado y a cuda clase social.

Desde el v. 18, el autor se interesa en la actitud de los es­clavos liberados por el Señor y, sin embargo, a la merced de amos exigentes y duros.

Se encuentra en este pasaje el esquema tradicional de los discursos apostólicos: un exordio que enlaza el discurso con el contexto (aquí el problema de los esclavos), una proclamación do la muerte y resurreccion.de Cristo, una argumentación es-erlturista (aquí el Siervo paciente), una afirmación de la en­tronización de Jesús como Señor actuando permanentemente en la Iglesia (aquí el tema del pastor) y, finalmente, una invi­tación a la conversión (aquí a la imitación de Jesús).

* * *

La respuesta de esta carta es clara: que los esclavos hagan tunno el Señor, que no temió ser escarnecido e insultado. El remitió todo esto a su Padre, que le ha salvado. Incluso si te­men a sus "vigilantes" (en griego: episcopos, palabra que de-BlKiiará a los jefes de las comunidades cristianas), que no olvi­den que otro "vigilante", el pastor Jesucristo, los reunirá en mi Reino.

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Los argumentos del autor son complejos, pero reveladores. Los esclavos se encuentran en una situación de desgracia y con tendencia a vengarse de sus amos: el autor les dice que su pri­mer deber, en todas circunstancias, es "recordar" a Jesús, "se­guirle" o, además, referirse a El como un "modelo" (v. 21; cf. Jn 15, 20; Mt 10, 24). La actitud del cristiano está, de esta ma­nera, esencialmente vinculada por la historia: no puede cons­tituirse independientemente del hecho de Jesús. Se une aquí el tema de los primeros discursos misioneros de los Hechos: el hecho de la resurrección no tiene sentido más que considerado como un hecho religioso que ofrezca la conversión de los cre­yentes y presente en su vida.

Ahora bien: Jesús, en su misterio pascual, se presenta como el Siervo paciente (cf. las citas de Is 53, 9, 5 y 6 en los ver­sículos 22 y 24) que Dios, al resucitar, constituye en pastor de todas las ovejas (cita de Ez 34, 1 en el v. 25).

La conclusión fluye de la fuente: que los esclavos cristia­nos recuerden esta actitud del Siervo paciente. Tendrán así la certeza de encontrarse en la línea del designio de Dios y co­nocerán a este pastor4 que los reunirá con bastante más dul­zura que sus vigilantes actuales.

¡Leer un pasaje de este género en un medio oprimido sería hoy intolerable! ¿Hay que pedir la sumisión a las clases y razas aplastadas por otras? ¿El simple recurso a la no violencia es un arma suficiente y la única arma cristiana?

Se puede decir, en descargo de la primera carta de Pedro, que la llegada del Reino era esperada para tan pronto que apenas valía la pena trastornar unas condiciones de vida te­rrenal cuya suerte estaba fijada. Se puede decir también que la esclavitud, en aquella época, no se oponía a la conciencia humana de la misma manera que hoy ciertas formas de neo-colonialismo o de explotación social.

Es preciso también admitir el consejo de Pedro de que no se puede adoptar una posición cualquiera sobre el plano profa­no sin que esta posición implique una conversión y una refe­rencia al misterio de Jesucristo. Ahí está la aportación esen­cial de este pasaje.

Dicho esto, ¿se puede utilizar este texto de San Pedro exclu­sivamente en favor de la resignación y de la no violencia? Esto sería darle un alcance que no tiene. El autor solamente quiere que el oprimido viva el misterio del Siervo paciente y lo re-

4 Véase el tema doctrinal del pastor, en este mismo capítulo.

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produzca en su vida. Por esto mismo, sea lo que sea de las cues­tiones de la violencia y la revolución, se puede reconocer en ciertos revolucionarios modernos un despojo de sí mismos y una abnegación de "siervo" que pueden ayudarlos a reproducir los (tazos de Cristo.

V. 1 Juan 3, 1-2 Estos versículos inauguran la segunda parte 2.a lectura de la carta de Juan, que ha hablado hasta 2.o ciclo aquí, sobre todo, de comunión y de conoci­

miento de Dios. Esta idea está formada aquí desde el ángulo de filiación.

a) El versículo precedente (1 Jn 2, 29) habla de nuestro engendramiento, imagen expresiva del don que Dios nos hace de su vida (cf. 1 Jn 3, 9; 4, 7; 5, 1, 4, 18). Ya en el Evangelio Juan habrá subrayado la necesidad de este nuevo nacimiento en el bautismo (Jn 3, 3-8).

Engendrados de esta suerte, los cristianos pueden, pues, ser llamados con justicia hijos de Dios (v. 1). Pero esta expresión se prestaba a equívoco, porque muchas religiones contemporá­neas reivindicaban este título para sus miembros: los judíos lo utilizaban en su provecho (Dt 14, 1) y las religiones de mis­terio lo conferían solemnemente a sus iniciados. No se trataba en estos casos más que de metáforas. También insiste Juan «obre el hecho de que el cristiano es verdaderamente hijo de Dios porque participa verdaderamente de la vida divina ("y nos­otros lo somos": v. 1). La realidad de nuestra filiación divina es cierta, pero está todavía en devenir. Por esto es por lo que el mundo no puede descubrirla; ¿cómo podría, además, si se niega a reconocer a Dios? (v. 15).

o) Realidad en devenir, la filiación del cristiano es una realidad escatológica (v. 2). Desconocida para el mundo, pasa a veces desapercibida para el mismo cristiano, cuya vida es a menudo vulgar o difícil. Que sepa, entonces, que su filiación, aún no manifestada claramente, se realizará plenamente en el mundo por venir. Mientras que las religiones y las técnicas hu­manas de divinización pretenden conferir al hombre una igual­dad con Dios por procedimientos altivos, Juan enseña a sus corresponsales que el camino que conduce a la divinización (cf. Gen 5, 5) pasa por la purificación (v. 3), porque únicamente los corazones puros verán a Dios (Mt 5, 8; Heb 12, 14).

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VI. Apocalipsis Este pasaje describe la dicha celestial de los 7, 9, 14-17 elegidos, y más en particular la de los que 2.a lectura han pasado por la persecución, bajo la for-3.eT ciclo ma de una participación general en una fies­

ta celeste de los Tabernáculos.

* * *

a) La fiesta de los Tabernáculos era extremadamente rica en manifestaciones litúrgicas diversas5 y en evocaciones doc­trinales y simbólicas.

Inauguraba, en primer lugar, el Nuevo Año (Lev 23, 23), pero la corriente profética le ha atribuido una nueva significación: abrir la era mesiánica. Nada extraño desde el momento en que la vida celestial de los elegidos comienza por la celebración de una solemne fiesta de los Tabernáculos instaurando el reino de Yahvé por los siglos de los siglos (v. 12).

b) La fiesta de los Tabernáculos era también un día de cla­mor (o "fiesta de las trompetas")- Después del repique de trom­petas, los judíos lanzaban aclamaciones sin fin (Núm 29, 1; Lev 23, 23-24) para recibir el año nuevo. Las trompetas resuenan también en la era definitiva (Ap 8, 6-13; 11, 15-19), y los san­tos "gritan con voz potente": v. 10) claman su entusiasmo y su fe en la realeza de Dios.

c) La fiesta de los Tabernáculos estaba, además, precedi­da de una importante ceremonia de expiación que consistía, sobre todo, en una purificación completa del Templo (Núm 29, 7-11; Lev 23, 26-32; Lev 16). La epístola a los hebreos revelará su caducidad desde la aparición del sacerdocio de Cristo (Heb 9, 11-14). En efecto, el culto cristiano no ha recurrido más a purificaciones anuales, habiendo obtenido de una vez por to­das en Jesús la posibilidad de ser agradables a Dios.

Se puede preguntar si la "gran prueba" a la que hace alu­sión el Apocalipsis y que precede a la liturgia celeste de los Tabernáculos no es la réplica de la antigua expiación (v. 14; las túnicas purificadas en la sangre del cordero): la prueba purificadora de la fe sería, pues, a los ojos del autor, el equi­valente de la antigua expiación y la garantía de la calidad del nuevo culto.

d) Pero la fiesta de los Tabernáculos era, sobre todo, una fiesta de fecundidad. Terminada la siega, los judíos se cuida­ban de asegurar el éxito de las próximas agitando ramajes (las palmas "en la mano" del v. 9; cf. 2 Mac 10, 7; Neh 8, 14-16) y fecundando la tierra por medio de libaciones de agua (Zac 14,

5 T. MAERTENS, C'est la jete en l'honneur de Yahvé, Brujas, 1961, pági­nas 44-224.

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II -10; Jn 7, 37-38). La fiesta celestial de los Tabernáculos está aún marcada por este tema de las aguas vivas (v. 17; cf. Is 49, 10) y por los hechizos que ponen a los participantes al abrigo de la sequía (v. 17; cf. Is 4, 5-6; 25, 4-5). La era escatológica inau-Kuruda por esta fiesta es, pues, una era de dicha y de éxito ca­racterizada por una fecundidad jamás esperada.

e) Con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos, los judíos revivían la experiencia del desierto y habitaban de nuevo bajo tiendas de campaña en recuerdo de la comunión con Dios que lu alianza del Sinaí había ofrecido al pueblo (Dt 16, 13-16; Lev i!3, 41-43). Cuando los profetas han precisado los rasgos del fu­turo escatológico, la imagen de una estancia bajo las tiendas luí caracterizado el aspecto de comunión con Dios que este fu­turo comportaba (Os 12, 10; Is 31, 18). El Apocalipsis toma de nuevo esta imagen y la idea de estancia con Dios se encuentra reforzada por el hecho de que Dios ofrece su propia tienda (v. 15b) a sus elegidos, mientras que otras tradiciones imagina­ban que cada uno plantaría su tienda alrededor de la suya (Mt 17, 4).

f) La fiesta de los Tabernáculos era, finalmente, la ocasión de la reunión general de las tribus, el momento en que la con­ciencia del pueblo revestía su expresión más fuerte. Pero los profetas habían entrevisto ya una dimensión misionera de la fiesta: vendrá un día en el que todas las naciones se unan allí (Zac 14, 16-21). Este valor universalista se adquiere en el mo­mento en que se abre la gran liturgia del cordero-pastor (v. 9).

Fiesta principal del calendario judío, la fiesta de los Taber­náculos es la única manifestación litúrgica del Antiguo Testa­mento que no reaparece en el Nuevo: sin duda se trataba de­masiado de recolecciones y siegas.

Es por esto por lo que los primeros cristianos la suprimieron en favor de la fiesta de Pascua: la fuente de agua viva brota desde ahora del corazón de Cristo en la cruz (Jn 19, 34), los ramos se agitaban ahora para recibir al Siervo paciente (Mt 21, 1-9), y la alabanza que sube hacia el cielo no aclama sola­mente a Dios, sino al cordero cuya sangre ha lavado la túnica de los participantes (vv. 10, 14-17).

La esperanza en la nueva era expresada por la fiesta de los Tabernáculos pasa hoy por el misterio pascual. La Eucaristía que lo conmemora y realiza ya las condiciones de la era celeste es entre nosotros una incesante fiesta de los Tabernáculos.

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VII. Juan 10, 1-10 Las diücultades de estructura de Jn 10, evangelio planteadas durante mucho tiempo a los exe-l.cr ciclo getas, parecen hoy, en buena parte, apla­

nadas6 , y la ordenación del capítulo se re­conoce actualmente como original. La parábola de la puerta constituye la respuesta de Jesús a la pregunta de los fariseos, cuya autoridad ha puesto en duda: "¿acaso también nos­otros somos ciegos?" (Jn 9, 40-41). Cristo desarrolla la ale­goría del aprisco para exponerles los criterios de la verdadera autoridad. Se suceden dos temas: el del pastor y los labradores (vv. 1-10), objeto de esta lectura, y el del buen pastor (vv. l i ­le), que aparece en el Evangelio del segundo ciclo.

Si bien resulta raro en la obra de San Juan, la parábola de la puerta de acceso al redil adopta el esquema de la parábola clásica de los sinópticos:

a) enunciado del enigma (vv. 1-5: el rebaño y su pastor); b) incomprensión del auditorio (v. 6; cf. Mt 13, 10-16); c) recurso de los textos proféticos (vv. 7-10, citando a Ez 34,

como Mt 13 citaba a Is 6, 9-10, etc.). Pero Juan incluye sus propias perspectivas en este cuadro

clásico, mostrando en particular que la misión temporal de Cris­to no será comprendida plenamente sino a la luz del Espíritu (Jn 16, 25-29; 14, 25).

El comentario de esta parábola se basará en estos elemen­tos: el relato de tipo clásico y el mensaje particular de Juan.

# * *

a) La parábola podría titularse el buen pastor y el ladrón. Cristo se opone en ella a los falsos pastores que no conocen la entrada al redil, que no entran en él más que por una rotura y son incapaces de hacer entrar o salir a las ovejas (vv. l-5a). Esta imagen adquiere todo su sentido si se aclaran las costum­bres orientales: por la noche, las ovejas de diferentes rebaños son agrupadas en un redil cercado y vigilado por un solo por­tero. Los ladrones no pueden entrar más que franqueando las empalizadas. Por la mañana los pastores, que han pasado la noche en la tienda familiar, vuelven al aprisco y el portero les abre sin vacilación. Entonces pueden llamar a sus ovejas y llevarlas al pasto.

La lección de esta parábola es, pues, la siguiente: las ovejas no tienen confianza más que en su pastor, título que los falsos Mesías o los jefes de las sectas no pueden reivindicar7.

6 L. CERFAUX, "Le théme litteraire parabolique dans l'evangile de saint Jean", Conject. N. T. XI, 1947, págs. 15-25; J. SCHNEIDER, "Die Komposition von Jo 10", ibíd., págs. 220-25; O. KIEFER, Die Hirtenrede, Stuttgart, 1967.

7 Véase el tema doctrinal del pastor, en este mismo capítulo.

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b) Juan comenta después las condiciones bajo las cuales esta confianza puede ensancharse (vv. 7-10), comparando a .Jesús tan pronto a la puerta del redil (vv. 7, 9) como al pastor (vv. 5, 8, 10).

Jesús es la puerta de entrada del redil, es decir, el único de quien es preciso recibir delegación para gobernar legítimamente al rebaño; también es la puerta de salida, que da acceso a los pastos, es decir, a la vida eterna (cf. Sal 22/23, 1; Is 49, 9-10; Ez 34, 14).

Jesús es igualmente pastor, distinto de los ladrones (vv. 5, 8, 10), porque solo El posee la vida (v. 10) y el conocimiento (v. 5). Estos dos temas completarán la trama de la parábola siguien­te, llamada del buen pastor (vv. 10-16).

Este Evangelio es la continuación lógica de la segunda lec­tura del mismo ciclo (1 Pe 2, 25). En efecto, toda la realidad de la Iglesia de aquí abajo (el redil) es dirigida por la presencia en ella del único Pastor, el que vive para la eternidad porque ha dado su vida una vez por todas. El ministerio pastoral no tiene sentido en la Iglesia más que como un servicio ejercido exclu­sivamente en el resplandor de la dignidad de pastor de Cristo. Los ministros entran en el redil por la puerta que es Jesu­cristo, en la medida en que su servicio hace aparecer el fuego resplandeciente de la caridad de Cristo y ata existencialmente el sacrificio espiritual de cada uno al sacrificio único de la cruz.

VIII. Juan 10, 11-18 Como la parábola precedente, esta cons-evangelio tituye la respuesta de Cristo a los fari-2.° ciclo seos, cuya autoridad ha puesto en duda

(Jn 9, 40). Jesús desarrolla los tres cri­terios que establecen a sus ojos la verdadera autoridad: el buen pastor da su vida por su rebaño, vive en comunión y co­nocimiento mutuo con él (cosa que puede hacer porque vive en comunión con el Padre), se preocupa de su unidad y de la recolección de las ovejas perdidas.

* * *

a) Ofreciendo su vida por el rebaño, el buen pastor realiza varias profecías mesiánicas: Ez 34, Zac 11, 16 y Jer 23, 1 opo­nían ya, en efecto, al pastor que arriesga su vida por sus ovejas y a los profesionales que viven de la carne de su rebaño y son negligentes al darle los cuidados más elementales. Cristo no se contenta con procurar al rebaño cuidados exteriores: El da su

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vida. Aludiendo quizá la expresión "dar su vida" a Is 53, 10 (El ofrece su vida en expiación), el tema del buen pastor se en­contrarla así aclarado por el del Siervo paciente.

b) El tema del conocimiento mutuo se encuentra ya en el Antiguo Testamento, donde da cuenta de la preocupación de Dios por apacentar El mismo a sus ovejas (Ez 34, 15). Este "co­nocimiento" no es solamente ni sobre todo una actitud inte­lectual, sino la expresión de una comunidad de vida basada antes en el amor que en la inteligencia. Se t rata , pues, de un conocimiento existencial de Dios que permite alcanzarle, no como una abstracción, deducida a part ir de silogismos, sino como un ser vivo y personal encontrado en la comunión con la persona de Jesús. El judío conocía a Dios en la medida en que constataba sus maravillas y su intervención en el mundo; el cristiano le conoce en esta intervención por excelencia que es Cristo.

Así, pues, Cristo es pastor porque conoce bien a sus ovejas, es decir, que vive en perfecta convivencia con ellas. Pero no es buen pastor más que en el momento en que este conocimiento mutuo, establecido entre El y su rebaño, le permite desvelar el conocimiento que le une al Padre. Si hoy el sacerdote tiende a conocer mejor a los hombres y con este propósito se despoja de inútiles privilegios de casta, queda que este conocimiento de las gentes y de sus problemas no tenga significado más que en la revelación del conocimiento último del Padre y de su presen­cia en el misterio de las cosas y de los seres.

c) El tercer criterio del buen pastor es su preocupación por la unidad y la reunión de todos (v. 16). Juan piensa aquí, sin duda, en el cumplimiento de la profecía de Jer 23, 3 anunciando que las ovejas "de todos los países" serían "reunidas". Pero en­trega aún a la solicitud del pastor la realización de la reunión de todos los hombres y el encuentro de todas las situaciones humanas

d) Pero todos estos diferentes temas presentan a Dios y a Cristo como buen pastor. La idea de un pastor que par te a la búsqueda de sus ovejas es corriente en el Antiguo Testamento (cf. Ez 34), donde caracteriza de una manera especial las rela­ciones entre Dios y su pueblo: no es nunca la oveja la que par­te a la busca del pastor, sino a la inversa. En otros términos, incluso aunque la religión de la fe parece una búsqueda de Dios, no es en realidad más que una iniciativa divina, una revelación. Es menos un camino que conduce al hombre a Dios, que un ca­mino que lleva a Dios hacia el hombre. Jesús es el buen pastor porque ha sido enviado por Dios a la búsqueda de los hombres. La imagen del pastor puede parecer anticuada en una cultura técnica e industrial, pero su mensaje no puede perderse: Dios

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h a terminado por encontrar al hombre porque ha venido allí donde el hombre le buscaba8 .

IX. Juan 10, 27-30 Las dificultades que la estructura de Jn 10 evangelio ha planteado durante largo tiempo a los 3.er ciclo exegetas parecen hoy, en una buena parte,

a l lanadas 9 , y el ordenamiento del capítulo es reconocido generalmente como original. Conforme al proce­dimiento parabólico de la enseñanza de Cristo (cf. Mt 13; Me 4; 1 Cor 8, 4-18), el cap. X de Juan se divide en tres par tes : la re ­velación de los secretos de Dios bajo la forma de una pará­bola (Jn 10, 1-6), la mención de la incomprensión de los oyen­tes (Jn 10, 24-25) y la explicación de la parábola a los iniciados (Jn 10, 7-18 y 26-30) que vuelve a mostrar, además, las tres imágenes principales: la puerta (vv. 7-10), el pastor (vv. 11-18) y las ovejas (vv. 26-30).

Puede ser que el discurso en el que Jesús explica las dos pa­rábolas precedentes esté compuesto de fragmentos diversos que fueron pronunciados en fechas distintas (el último, en una fiesta de consagración: Jn 10, 22). Pero Juan, más teólogo que cronista, no es hostil a este género de redacción cuando puede ayudar a hacer conocer la persona de Cristo.

* * *

a) En efecto, se t ra ta del misterio de la persona de Cristo, sobre quien los judíos intentan obtener algunas aclaraciones (Jn 10, 24). Pero sin negarse a responder, Jesús hace compren­der que toda declaración es vana: no és, efectivamente, una cuestión de claridad del enunciado, sino de fe de par te de sus oyentes. Hace falta ser oveja de Cristo para oír y comprender su voz (vv. 26-27).

Dicho esto, Cristo no deja de declarar que El es uno con el Padre (v. 30). Los judíos comprenden que se declara Dios y quieren lapidarle por esta blasfemia (Jn 10, 31).

b) Las relaciones de Jesús con el Padre aparecen aquí como la garantía necesaria dada a la fe de las ovejas. Estas escuchan y son conocidas, siguen-y viven de la vida eterna, pero Cristo no puede garantizar estos cambios solo porque alguien más grande le h a concedido el poder realizar las obras que aseguran estos cambios (v. 29). Nadie puede arrebatar las ovejas de las

8 Véase el tema doctrinal del pastor, en este mismo capítulo. 9 J. SCHNEIDER, "Die Komposition von Jo 10", Conj. N, T. XI, Lund, 1947,

págs. 220-25; L. CERFAUX, "Le théme litteraire parabolique dans l'évangile de Jean", ibíd., págs. 15-25.

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manos de Cristo porque nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre: el Padre y el Hijo son una misma cosa (v. 30).

Juan permanece siempre fiel a su propósito. La revelación de la divinidad de Jesús ent raña dos actitudes contradictorias: la fe o la incredulidad: la fe de los que son de Dios y la incre­dulidad de los que no tienen el "conocimiento".

Esto, sin embargo, no quiere decir que el mundo se divida en conjunto en creyentes y ateos. Hay, en efecto, una fe que se apoya no sobre la trascendencia de Dios y la misteriosa comu­nión del Padre y el Hijo, sino sobre imágenes o nociones huma­nas que terminan por deformar a Dios. Hay también una in­credulidad que se niega únicamente a admitir las concepciones a menudo demasiado materiales de Dios que los cristianos t rans­miten a veces más con buena fe que con verdadera fe.

B. LA DOCTRINA

1. El tema del pastor

El sacerdocio es una estructura esencial de la Iglesia. Desde los apóstoles, las convicciones sobre este punto son muy firmes y la teología del sacerdocio está ya hecha, en lo esencial. Sin embargo, cada vez que la Iglesia se ve obligada por las circuns­tancias a reconsiderar las modalidades concretas de sus rela­ciones con el mundo, el sacerdocio atraviesa una crisis, porque esta revaluación a tañe directamente a su propio modo de exis­tencia. Para que las relaciones de la Iglesia con los hombres de su tiempo marchen bien, el sacerdote debe estar siempre inven­tando un cierto tipo de presencia. Así vemos que en cada época se prosigue la reflexión acerca del sacerdote, lo que algunas ve­ces ent raña un retorno a las fuentes, que resulta muy útil.

Es evidente y está reconocido por todos que la Iglesia a t ra­viesa en estos momentos un período de transición que la obliga a considerar de nuevo y con profundidad sus relaciones con el mundo. Durante todos los siglos de la cristiandad ha existido entre la Iglesia y el mundo una red extraordinariamente densa de vínculos institucionales, que dan testimonio de la solicitud de la Iglesia para con el hombre. En realidad, la Iglesia ejercía una tutela sobre el mundo. Pero, poco a poco, el mundo se ha ido dando cuenta de que su autonomía es legítima, emancipán­dose y rechazando la tutela eclesial. Encerrada en su propio terreno—el de las realidades espirituales—, la Iglesia t r a ta en­tonces de volver a ponerse en contacto con la calle, por medio del mismo pueblo cristiano, has ta ahora bastante pasivo, pero

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que por su presencia efectiva en el mundo está llamado a des­empeñar una misión. La era del laicado ha comenzado y ha traído a la Iglesia un soplo nuevo.

¿Terminarán con la promoción del laicado las nuevas rela­ciones de la Iglesia con el mundo? No. Y esta afirmación indu­ce al acto esencial de este nuevo cambio de relaciones, lo que concierne al modo de vivir del sacerdote. Cualquiera que sea la importancia del laicado, la presencia de la Iglesia en el mundo no estará asegurada mientras el sacerdote sea extraño a este mundo. Ahora bien: la cuestión es la siguiente: hoy se está cada vez menos presente entre los hombres cuando se está exclusi­vamente dedicado al culto o a la atención espiritual de los se­glares comprometidos en las realidades temporales.. . ¿Cómo ha­cer para volver a encontrar un nuevo estilo de presencia sacer­dotal que no recuerde en nada a la tutela de otro tiempo?

Al proponernos el tema del pastor, la liturgia del domingo tercero después de Pascua nos invita a pensar sobre lo esencial. Para reflexionar sobre cómo debe ser en nuestra época el modo de vivir del sacerdote, debemos volver a las fuentes. El Papa Juan XXIII se presentaba generalmente como el pastor, y él fue quien dio el paso decisivo para la reconciliación de la Igle­sia con el mundo moderno.

El pueblo elegido y Para un pueblo nómada, como lo fue el sus deficientes pastores pueblo de Israel desde sus orígenes, la

figura del pastor que guía a su rebaño es evidentemente muy familiar. Después que el pueblo hebreo se hubo instalado en Palestina, esta figura del pastor no ha de­jado de alimentar la reflexión religiosa.

El título de pastor prácticamente jamás se h a atribuido a Yahvé, pero Yahvé se comporta como tal con respecto al reba­ño que ha elegido. Su autoridad es indiscutible, puesto que es el Todo-Otro, pero la ejerce con amor "como un pastor que lleva a pastar a su rebaño, que coge en sus brazos a los corderos, los pone sobre su pecho y lleva a descansar a las ovejas madres" (Is 40, 11). Desgraciadamente, el rebaño no responde a las a ten­ciones de su pastor y llegará un día en que será desterrado. Sin embargo, otro día Yahvé volverá a ser su guía, reunirá a las ovejas dispersas y pondrá su ley en su corazón. Entonces cada una de ellas conocerá a Yahvé, como Yahvé las conoce a ellas. Entonces el amor será el único fundamento de sus relaciones mutuas.

El fracaso actual no es injustificado. Como jefe y guía de Israel, Yahvé, en su bondad, había confiado su rebaño a los pastores de este mundo, sus servidores. Los jueces, y después los

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reyes, recibieron de Yahvé la misión de apacentar el rebaño elegido entre todos. ¿No fue pastor el propio rey David antes de tomar en sus manos los destinos del pueblo elegido? Sin em­bargo, jamás los profetas concedieron explícitamente a los reyes el título de pastores, porque los mejores de entre ellos fue­ron infieles a su misión. Yahvé no encontró en ellos a los "pas­tores según su corazón". Jeremías y Ezequiel no dejan de lan­zar sus invectivas contra ellos, diciendo que no han buscado a Yahvé, sino que solamente se han preocupado de sí mismos, y el rebaño se ha extraviado. Pero un día, Yahvé hará surgir un nuevo David. Este será el verdadero Pastor que reunirá a las ovejas dispersas y unificará los grupos desunidos del reba­ño. Según Ezequiel, ya no habrá más que un solo rebaño y un solo Pastor.

Por tanto, en el Antiguo Testamento el tema del pastor tiene un sabor escatológico muy pronunciado. Junto con la es­peranza mesiánica, nos revela el contenido de la fidelidad que requiere la alianza del Sinaí, para que Yahvé intervenga defini­tivamente en favor de su pueblo. Esta fidelidad es la del ser­vicio por amor: servicio de Dios, y también servicio de las ove­jas del rebaño, para unirlos en un conocimiento y amor recí­procos. Un servicio así para con sus ovejas puede conducir al pastor a la muerte, a dar su vida. Después del destierro, el pro­feta Zacarías se subleva de nuevo contra los pastores infieles y evoca la figura del Mesías en la del pastor "maltratado", que, lo mismo que el Siervo paciente, salva a las ovejas dispersas por medio del sacrificio de su vida.

Jesús de Nazaret, El pastor según el corazón de Dios, el que el Buen Pastor esperaban los profetas, es Jesús de Nazaret.

La mayoría de los autores neotestamenta-rios han meditado acerca de este título cristológico, pero el cuarto Evangelio le ha dado un relieve especial.

Jesús se presenta a Sí mismo como el Buen Pastor (véase el Evangelio del día). Hasta entonces el rebaño estaba en manos de mercenarios y las ovejas estaban dispersas. Jesús lleva a sus ovejas a pastar buenos pastos, y les hace entrar en una nueva vida, basada en los lazos del conocimiento mutuo. Por medio de su Pastor, las ovejas conocerán al Padre, como El las cono­ce y las ama.

Jesús da su vida por sus ovejas. No solamente es perseguido, sino que por ellas da su propia vida, porque no existe mayor prueba de amor que dar la vida por los que se ama. El título cristológico de pastor lleva, pues, en sí, como en filigrana, la muerte en la cruz, el sacrificio perfecto, el acto supremo de obediencia al Padre y de amor a los hombres.

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Basada en un don tan grande, la tarea pastoral de Jesús no se puede reducir a las ovejas del aprisco de Israel. Las ovejas que reúne Jesús pertenecen igualmente a todas las naciones. El sacrificio de la cruz hace inútil todo privilegio. Para el amor verdadero no hay acepción de personas. Todos los hombres, sin excepción, están llamados a entrar en el único rebaño del único Pastor. Dando su vida por todos nosotros, el Buen Pastor ha cargado con las faltas de todos y ha conseguido el que todos puedan subir al Padre. Como único Mediador, El es la puerta, la única puerta del redil de Dios. Para poder franquear esta puerta, todos los hombres deberán tomar a Jesús por modelo y seguir sus huellas (véase 2.a lectura, l.er ciclo).

El ministerio pastoral Cristo resucitado es el único Pastor de su en la Iglesia Iglesia, abierta a todos los hombres.

"Erais como ovejas descarriadas, mas ahora os habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas" (1 Pe 2, 25). Toda la realidad de la Iglesia en este mundo está marcada por el hecho de que en ella está presente el único Pastor. Jesucristo será ya para siempre el que dio su vida y el que por su sacrificio perfecto ha sido constituido como el único sacerdote, el único rey, el único profeta; el sacerdote que in­tercede por todos sin cesar, el rey que guarda las llaves del Reino de los cielos, el profeta que revela de un modo perfecto los designios eternos del Padre. Cuando se reflexiona acerca del papel del "sacerdote" en la Iglesia, o, más concretamente, acer­ca del ministerio pastoral, no hay que perder de vista esta afir­mación fundamental: que en la Iglesia, tanto en la de la tie­rra como en la del cielo, no hay ni habrá jamás más que un solo Pastor: Cristo.

Antes de subir a la derecha del Padre, Cristo resucitado confió a sus apóstoles (y de una manera especial a Pedro, como cabeza del Colegio Apostólico) el "ministerio" de su propia carga pastoral para con los hombres de este mundo, de todos aquellos que han franqueado ya la puerta del redil y de los que todavía tienen que franquearla. Así, pues, con el despliegue en el tiem­po y en el espacio de este Colegio Apostólico, los hombres tienen cada vez mayor posibilidad de estrechar los lazos de conoci­miento y de amor con Cristo, que son los que les harán parti­cipar de la obediencia de Jesús hasta la muerte y participar de su sacrificio perfecto en la cruz, para que, a su vez, y si­guiendo a Cristo, tengan acceso al Padre.

Pero, entendámonos bien. El ministerio pastoral es un ser­vicio en la Iglesia. Por medio de él se hace efectiva la presencia de Cristo en su Cuerpo, que es la Iglesia. Por medio de él, el sacrificio de la cruz, por identidad, se convierte en el sacrificio del Cuerpo, y el pueblo eclesial en cuanto tal, se reviste de la

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triple dignidad de Cristo: sacerdotal, real y profética. ¿Qué quiere decir esto? El cuerpo de los ministros del Señor, que es el que ejerce en este mundo la tarea pastoral del Resucitado, no es aisladamente el único portador de la presencia del Señor. Para que exista esta presencia tiene que estar el Cuerpo todo entero. Cada miembro del Cuerpo aporta un elemento de esta presencia, su propia existencia bautismal y el sacrificio con­tinuo a que le ha comprometido esta existencia bautismal. Pero para que el sacrificio de cada uno integre realmente el sacri­ficio del Cuerpo, hay que referirse al acto redentor de la cruz, al sacrificio de la Cabeza. El servicio que se espera de los mi­nistros del Señor, que está habilitado para esto, es la puesta en marcha de esta referencia existencial. Nunca hay que con­siderar de una manera aislada al cuerpo ministerial. Este no es por sí solo el pueblo sacerdotal, real y profético de la Nueva Alianza. Su misión es la de intervenir en la Iglesia, para que sea en este mundo el Cuerpo de Cristo, y de este modo, el Reino de los cielos, presente ya en la tierra, se vaya constru­yendo progresivamente.

La actuación del ministro hace brillar en medio de la Iglesia la hoguera deslumbrante de la caridad de Cristo; el amor que brota del sacrificio de la cruz; la vida que circula por el cora­zón de todos los bautizados, para hacerlos a su vez testigos del amor. La acción ministerial, dispuesta para establecer la Iglesia en la caridad de Cristo, es por sí misma el obrar de un cuerpo, de un colegio. El vínculo original que une a cada miem­bro de este colegio con todos los demás tiene su origen en la propia candad de Cristo. Así, el obrar ministerial se basa en un acuerdo fraterno de los ministros de Cristo en el tiempo (tradición apostólica) y en el espacio (colegialidad).

Institución eclesial El cuerpo ministerial desempeña un papel y ministerio pastoral fundamental en el terreno en que la Igle­

sia tiene la misión concreta de reunir a los hombres, a saber: en todo lo referente al "rito". Por defi­nición, el acto ritual es un acto humano, por el que toma cuer­po, se expresa y se da vida a la última intención que rige la vida del hombre. Su campo de elección es la liturgia. Por el contrario, como la Iglesia no es un pueblo más entre los pue­blos de la tierra, no tiene por qué instituir grupos—cuando lo hace es de una manera accidental—sobre el terreno de la "vida", en aquellos aspectos en que los hombres, bajo su respon­sabilidad, fundan instituciones de orden político, económico y social.

El motivo principal de la reunión eclesial para celebrar el rito no es otro que Cristo resucitado. Así, toda institución pro­piamente eclesial se deriva de alguna manera del obrar ritual

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de Jesús en la última Cena, la víspera de su Pasión, y continúa dependiendo siempre del Resucitado. Pero la intervención pas­toral de Cristo en la Institución eclesial está dirigida por el cuerpo ministerial, que es a quien el Señor ha confiado el cui­dado de su Iglesia en este mundo.

¿Cuáles son, entonces, las características del ejercicio ritual del ministerio pastoral? Este ejercicio es propiamente funcio­nal. Se hace tangible en unos pasos concretos, institucionali­zados. Es la exigencia misma de una responsabilidad en el plano del rito. Pero, en el caso de la Institución eclesial, el minis­terio pastoral se ejerce de una manera funcional, subordinada al Resucitado. Esta dependencia señala los gestos del ministro, como asimismo le presta su sentido más profundo. Corriente­mente se dice que el "sacerdote" se eclipsa ante el gesto ritual que está realizando. Esto no quiere decir de ningún modo que obre como un autómata. En realidad, él compromete libremente su conciencia de hombre en el desarrollo de la ceremonia ritual. Pero esta no depende de su propia iniciativa; existía ya, de al­guna manera, antes que el sacerdote se comprometiera en ella, porque en lo esencial se remonta a la iniciativa histórica de Jesús. El cuerpo ministerial como tal (y de una manera especial el Colegio Episcopal reunido en torno al sucesor de Pedro) es el único que puede garantizar la identidad de la reunión eclesial ritual, con el gesto de Jesús en la última Cena.

Tomemos el ejemplo de la celebración eucarística. Esta es el centro de la Institución eclesial. El sacerdote que preside di­cha reunión ejerce en ella la función ministerial por excelen­cia, la que hace que los bautizados practiquen la fraternidad universal, consumada en Cristo. Obra, en el sentido más pleno de la expresión, in persona Christi, reproduciendo en lo esen­cial la acción ritual de la Cena en medio de una celebración litúrgica, de la que el Colegio Episcopal se considera responsa­ble, cualquiera que sea la diversidad de cultura de que pueda revestirse tal celebración.

Presencia eclesial En el terreno de la "vida", en el que el mí­en la vida nistro de Cristo no ejerce la función de y ministerio pastoral reunir a los hombres de una manera vi­

sible, la Iglesia, formada por los miembros del Cuerpo de Cristo, continúa existiendo como tal, con una visibilidad de personas, pero no de una manera visible como Institución. Todavía aquí el Resucitado interviene como pastor y confía a sus ministros su propia obligación pastoral. En vista de esta misión que le ha sido encomendada, es indispensable que la Iglesia sea en la vida el signo de la salvación, la luz de las naciones, la levadura que haga fermentar la masa.

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Entonces, la cuestión es la siguiente: ¿Cuáles son el conte­nido y las condiciones úel ejercicio del ministerio pastoral, cuando interviene en la vida? El ministerio pastoral es funda­mentalmente el mismo en el terreno del rito y en el terreno de la vida. Se trata de unir existencialmente al acto único de fidelidad perfecta en el amor—el de Cristo en la cruz—la vida de cada uno de los hombres, la parte de fidelidad al amor uni­versal y también la parte de pecado y de repulsa. En una pa­labra, se trata de dar un sentido (a saber, un "contenido" y una "dirección") al camino de cada uno en su búsqueda ar­diente de la felicidad.

Pero ¿cómo el sacerdote va a "manifestar" o "significar" de un modo concreto (y, por consiguiente, en cierto sentido, hacer existir realmente) el poder que él tiene de orientar a los fieles hacia Cristo y unir a El lo que constituye la vida de cada uno? En el terreno del rito, la respuesta sería fácil, porque la misma manera de desarrollarse este expresa claramente que el sacer­dote obra con un poder que no es suyo. Pero ¿qué podremos decir en el terreno de la vida? Visto en sí mismo, el compor­tamiento del sacerdote no tiene nada de específico con respecto al de cualquier otro hombre. Entonces, ¿dónde se va a poner de manifiesto el obrar ministerial?

En el terreno de la vida, el obrar ministerial debe signifi­carse o manifestarse en el nivel del ser humano en el que se unifican sus comportamientos, donde se realizan sus decisiones, en el que se "programa" concretamente su vida, donde se deci­den las escalas de valor. En esos planos es donde el sacerdote debe manifestar que su poder no es propio de él, sino que per­tenece a Cristo. Y esto, ¿cómo? En la medida en que deberá subordinar constantemente su propio poder de decidir al poder del cuerpo o del Colegio ministerial, del que forma parte como miembro activo. En todo momento el sacerdote procurará ha­cer "lo que quiere la Iglesia". La obediencia que se le exige no tiene nada de servicio anónimo, de política común. Es la obe­diencia de un hombre que ha recibido la misión de ser en este mundo el portavoz de la palabra del hombre perfecto, del nue­vo Adán. Una obediencia de este tipo autoriza a todas las au­dacias y a todas las verificaciones.

2. El tema del nombre de Jesús

El cristianismo debe su existencia y su originalidad a la per­sona de Jesús. En su nombre se ha cumplido todo. Cuando Jesús da a su discípulos un mandamiento nuevo, les dice: "Amaos los unos a los otros como Yo os he amado." Los cristianos viven de la vida de Cristo, y son los miembros de un Cuerpo, del que Jesús es la cabeza.

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Como contraste, es curioso comprobar hasta qué punto Jesús es un desconocido para muchos cristianos, incluso de entre los mejores. El nombre de Jesús está en todas las bocas, Pero ¿qué .significa en realidad? Para unos, el nombre de Jesús les re­cuerda al Maestro de Sabiduría, y el contenido de la fe vivida se reduce a una exigencia de fidelidad al ideal evangélico. Otros sienten más profundamente la necesidad de una unión vital con Cristo, pero no según su condición humana de Resucitado: la divinidad de Cristo en cierto modo ha absorbido a su huma­nidad y Cristo no es ya para los cristianos más que un sinóni­mo de Dios. Jesús de Nazaret, muerto y resucitado por nosotros, la Viña humano-divina de la que somos sarmientos, queda ex­cluido de la mirada concreta de la fe.

Del intermediario al El hombre, en la búsqueda de su destino, mediador en Israel trata de encontrar unos seres intermedios

que llenen la distancia que le separa del ser supremo, del santo por excelencia. Por este camino se es­tablece una especie de continuidad entre lo profano y lo sa­grado, y la inseguridad en que se encuentra el hombre se ve como anulada. Estos intermediarios son o bien divinidades Inferiores, preocupadas de tal o cual sector de la vida del hom­bre, o bien unos intermediarios humanos cuya misión les pre­destina a estar más cerca del mundo de lo sagrado, tales como los antepasados, los reyes o los sacerdotes. Entre unos y otros no se da propiamente una línea de ruptura, puesto que forman los distintos grados de la escala que nos une a la divinidad suprema.

¿Qué ocurre en Israel? Con el advenimiento de la fe, Dios es considerado como el que es completamente Distinto, el ser Tras­cendente por excelencia. Entre Dios y su criatura existe un abismo infranqueable. No existe medida alguna entre el mundo de Dios y el mundo de su creación. Ninguna escala une el cielo con la tierra. El monoteísmo estricto se afianza cada vez más, al mismo tiempo que la noción de intermediario deja paso pro­gresivamente a la de mediador.

Por el estatuto ontológico que se le atribuía, el ser "inter­mediario" era como un puente echado entre las dos orillas de lo sagrado y de lo profano, que contribuye a la salvación del hombre abriéndole la entrada al mundo de lo divino. En Israel, al menos teóricamente, este papel de intermediario pierde toda su significación, porque nadie puede salvar el foso metafísico que separa a Dios <ie su criatura. El hombre no puede salvarse más que porque Dios ha tomado la iniciativa de salvarle de una manera completamente gratuita. Pero por ser una iniciativa de amor, Dios espera del hombre una respuesta libre, hecha de fi­delidad activa a las exigencias de la alianza.

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Esta fidelidad, que en un principio se pedía a todo el pue­blo elegido, Israel la espera de una manera espontánea de sus órganos más representativos, de los que encarnan en su perso­na la conciencia colectiva del pueblo, en un momento de su historia y según la elección de Dios.

Estos dos elementos de fidelidad activa y de representativi-dad componen la noción propiamente bíblica del mediador. En realidad, la esperanza mesiánica es la que va a dar cauce a toda esta reflexión. Y como la fidelidad del hombre para con Dios en el momento actual no se muestra nunca verdaderamente se­gura, esperamos del porvenir la intervención decisiva de Dios y la venida de un mediador.

El Nombre por el que El único mediador de nuestra salvación todos nosotros somos es Jesús de Nazaret. Todos los demás tí-salvados (Act 4, 12) tulos atribuidos al Mediador son única­

mente calificativos del nombre de Jesús. Este nombre es fundamental, porque designa a un hombre de la misma condición que todos los hombres de este mundo. Jesús no es más que el hijo único de una familia muy modesta de Nazaret, pequeña aldea de Galilea.

El hecho de que Jesús de Nazaret no desempeñe una función real, ni sacerdotal, ni profética; el que no tenga ningún rasgo de la figura extraordinaria del Hijo del hombre imaginado por Daniel, no deja lugar a dudas acerca de la naturaleza de su in­tervención. Jesús de Nazaret no es mediador de la salvación, por ser un hombre extraordinario y particularmente represen­tativo, sino porque es el Hombre-Dios. Su obediencia hasta la muerte de cruz—en la que se resume toda su vida terrena—es agradable a Dios y fundamenta la fidelidad de compañero que Dios espera del hombre, porque refleja perfectamente la eter­na relación del Hijo con el Padre.

Reconocer en este hombre concreto, Jesús de Nazaret, al único mediador de la salvación, un hombre de una clase y de una condición corrientes, es cortar de raíz toda tentativa de hacer de El un ser intermediario entre Dios y los hombres, a lo cual tendería de buena gana nuestra espontaneidad pagana. Llamemos al Mediador por su propio nombre, que es el de Je­sús de Nazaret. Este hombre es hoy el Resucitado, el Señor. La identidad entre uno y otro es total. No atrevernos a pronunciar el nombre de Jesús y hablar solamente del Señor o de Cristo es exponernos a hacer del Salvador un ser intermediario entre Dios y nosotros. Esto sería atentar contra el verdadero Me­diador.

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El cuerpo eclesial No ha existido ni existirá nunca más que del único Mediador un único Mediador entre Dios y los hom­

bres: "Cristo Jesús, verdadero hombre, que se ha entregado a Sí mismo para redención de todos" (1 Tim 2, 5-6). La Iglesia, Cuerpo de Cristo, no añade nada a esta me­diación única, sino que es solamente el lugar de su puesta en práctica.

Por una parte, la Iglesia es institución de la salvación que nos adquirió Jesucristo. Ella inicia constantemente al hombre en la Palabra y en el sacramento. Por este medio el hombre se convierte en miembro de la familia del Padre y puede tomar a su cargo la obediencia activa de Cristo hasta su muerte en la cruz, para hacerla suya. En la Iglesia toma cuerpo la resonan­cia salvadora universal de la mediación única de Cristo. El Pri­mogénito de la familia del Padre se rodea de hijos adoptivos.

Por otra parte, la Iglesia es comunidad de salvación. En la Iglesia no se entra de un modo primordial para salvarse, sino para ser testigo de que Jesús ha muerto y ha resucitado por todos. Llevar el nombre de cristiano es ser entre los hombres el testigo del único Mediador. Este testimonio lo darán los cris­tianos en la medida en que sus vidas, investidas por la Palabra y el sacramento, manifiesten la verdad del hombre, tal como ha sido desplegada de una vez para siempre en el itinerario hu­mano de Jesús hasta la muerte.

Pero, para que la mediación única de Jesucristo repercuta hasta las últimas fronteras de la Humanidad, es necesario que el cuerpo eclesial de Cristo se implante en todos los pueblos y en todas las culturas. El testimonio que demos del Resucita­do debe dirigirse al corazón del dinamismo humano, que anime más profundamente a estos pueblos y a estas culturas. Hay en ello una tarea extraordinariamente grande que cumplir. Des­pués de veinte siglos de Historia, el cristianismo ha arraigado de un modo profundo en el mundo de los blancos. Pero los otros mundos no conocen todavía más que el comienzo de su implan­tación: lo esencial está aún por hacer.

Predicar el Nombre La Iglesia debe anunciar la Buena Nueva, de Jesús de la que ella es depositaría; debe anunciar

la salvación en Jesucristo, que constituye su realidad fundamental. El cristiano, cuando evangeliza, no entrega algo exterior a su vida, sino que, por el contrario, lo que anuncia es la realidad, que constituye su vida, que le da sentido y verdad.

Anunciar Jesús a los hombres es revelarles que la unidad de nuestra vida cristiana no tiene sentido más que en su relación

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viva con Jesucristo. Es manifestarles que para nosotros todo depende de la mediación única del Hombre-Dios, Jesús de Na-zaret, que murió y resucitó por todos.

Ahora bien: no se puede revelar lo que da unidad a una vida sin expresarlo con palabras. Porque solo la Palabra es capaz de expresar de un modo adecuado lo que da unidad a la vida del hombre. La palabra verdadera va siempre unida al testimonio, pero, a la inversa, el testimonio siempre debe estar como pre­ñado de una palabra que expresar.

Esta observación es tanto más importante en lo que se re­fiere a una vida cristiana cuanto que la palabra que expresa la unidad de esta vida debe escribirse con mayúsculas, en el sen­tido de que el alcance de esta Palabra va siempre más allá de la realización concreta que le ha dado el creyente. La Palabra que expresa la unidad de una vida cristiana es la misma Palabra que continuamente juzga a esa vida y la empuja a una nueva superación.

La razón por la que tantos cristianos no predican el nombre de Jesús es porque ellos mismos no se dan cuenta de hasta qué punto su vida está investida de la presencia del Mediador.

La acción de gracias En la celebración eucarística se repite eclesial de Jesús, constantemente la fórmula "por Jesu-como único Mediador cristo, nuestro Señor". Conviene com­

prender bien el alcance de esta expre­sión. La mediación de Jesucristo así formulada no es, de ninguna manera, exterior a la acción eucarística. Por el contra­rio, es completamente interior a esta acción, de la que hay que afirmar que Jesús es el actor principal.

Participar de la Eucaristía es entrar en la acción de gracias del Salvador de la creación, y entrar en ella como verdaderos actores. Es hacer posible que esta única acción de gracias al­cance su dimensión eclesial. De este modo, la Eucaristía es el acto de la Iglesia en que se manifiesta con más claridad la es­tructura esencial de esta. En la Eucaristía se hacen palpables verdaderamente las misiones específicas del sacerdote y del laico cristiano. Todos los que participan de la Eucaristía son llamados para que aporten su piedra irreemplazable en la cons­trucción de la historia de la salvación; pero el sacerdote que la preside es el único que obra in persona Christi. El misterio que ha recibido el sacerdote asegura a la comunidad reunida en asamblea la presencia de Cristo como cabeza; es decir, hace de los reunidos una comunidad eclesial.

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CUARTA SEMANA DEL TIEMPO PASCUAL

(Semana del tercer domingo después de Pascua)

I. Hechos 11, 1-8 El espacio dedicado por San Lucas en su li-1.a lectura bro de los Hechos a la conversión de Come­zones lio (Act 10-11), es demasiado considerable

para que no se encuentre en él la expresión de una intención importante. La exégesis encuentra en este re­lato dos tradiciones distintas que se relacionan con dos proble­mas diferentes. Una enfoca la admisión de los paganos en la Iglesia (Act 10, 1-8, 18, 26; 29-48; 11, 1, 11-18); la otra, más preocupada por la pureza ritual, trata de las relaciones entre cristianos circuncidados y cristianos no circuncidados (Act 10, 10-16; 11, 2-10). Las relaciones entre las dos fuentes son bas­tante tenues y, aparte de algunos vínculos introducidos por el mismo Lucas (Act 10, 9, 17, 27-29, 48 b), sus perspectivas per­manecen bastante autónomas. Así, la segunda tradición hace alusión a las reglas judías de pureza que concuerdan mal con este israelita de corazón (Act 10, 4, 35) que era Cornelio. Está indiscutiblemente relacionada con el relato de las deliberacio­nes del Concilio de Jerusalén (Act 15), donde es cuestión, igual­mente, de pureza legal y de coexistencia entre circuncidados y no circuncidados.

Por el contrario, la primera tradición pertenece a un género literario frecuente en los Hechos y especialmente en los relatos de conversiones como la del eunuco (Act 8, 26-40) y la de Pablo (Act 9). Aquella demuestra que un pagano puede "temer" a Dios tan bien como un judío y que no es necesario ser judío para ser salvado. Lucas sería particularmente responsable de la ten­dencia expresada por esta tradición, así como de la presenta­ción de Pedro como el iniciador del apostolado entre los paga­nos 1. El evangelista incluso habrá situado el episodio de la conversión de Cornelio antes de la historia de la fundación de Antioquía (Act 11, 19-26), muy probablemente anterior, con el

1 J. DUPONT, Les Problémes du livre des Actes, Lovaina, 1950, pági­nas 71-77.

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único fin de conceder a Pedro el mérito de haber abierto las puertas de la Iglesia a las naciones.

* * *

a) El problema de la coexistencia de los cristianos salidos del judaismo y de los cristianos salidos del paganismo entraña automáticamente el de la supervivencia de las leyes de pureza. ¿Puede un cristiano de la primera categoría aceptar la hospi­talidad de un miembro de la segunda? (cf. Col 2, 11-21).

La visión de Pedro recuerda a aquellas de que gozaban a menudo los antiguos profetas y que les llevaban a imitar sim­bólicamente una etapa futura de la historia de la salvación. Así, por ejemplo, Ezequiel comiendo alimentos impuros para simbolizar la situación de los judíos perdidos en el seno de las naciones impuras (Ez 4, 10-15; cf. Lev 11).

El v. 9 aporta un elemento de solución: lo que Dios ha pu­rificado no puede ser declarado manchado. Pero la verdadera solución no surgirá más que de la discusión del Concilio de Jerusalén (Act 15, 9): concediendo la fe a los paganos impuros, Dios ha purificado su corazón. El cuerpo no circuncidado per­manece legalmente impuso, pero esta impureza desaparece erv el resplandor de la circuncisión del corazón.

b) La segunda tradición recogida en el relato de la con­versión de Cornelio describe, sobre todo, la inauguración y las etapas de la proclamación de la salvación a los paganos. La primera evangelización de las naciones parece haber sido lle­vada a cabo en Antioquía (Act 11, 19-21), pero Lucas ha inver­tido el orden cronológico para atribuir a Pedro la iniciativa en este dominio (cf. Act 15, 7), para respetar los cuadros geo­gráficos que él ha impuesto a la difusión de la Palabra: primero Jerusalén, después Galilea y Samaría, y por fin Antioquía y el mundo pagano, y para establecer una progresión en el plano de las personas: primero los hebreos, después los helenistas, los paganos simpatizantes como Cornelio, y, por fin, los ver­daderos paganos, como los de Antioquía2.

Ya no se tratará más de Pedro en los Hechos: no tomará la palabra más que en el Concilio de Jerusalén para justificar su conducta con respecto a Cornelio: su papel parece acabado. Ha abierto las puertas de la Iglesia a los paganos: ahora puede dejar a Pablo en su misión entre aquellos y consagrarse al apostolado entre los incircuncisos (Gal 2, 8).

2 J. DUPONT, "Le salut des Gentils et le l ivre des Actes", N. T. St., 1959-1960, págs. 132-55.

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Los dos temas de la narración son solidarios: una Iglesia que tolera en su interior la separación entre cristianos o que se resigna a las separaciones entre ella y el mundo no es la Igle­sia. Esta es, en su nivel más profundo, la Familia de los hijos del Padre. Pero este reino no obedece a las leyes de este mun­do, ninguna barrera sociológica puede levantarse en su seno, ni entre él y el mundo. El cristiano no está unido más allá de las divisiones y las separaciones más que para hacerse agru-pador en el encuentro de las culturas. Ahora bien: esta función de agrupador no concluirá más que si el que se encarga de ella acepta no considerar impuro al que es profano y aprende a descubrir la presencia de Dios en esto mismo que es extraño a la Iglesia.

La Eucaristía es el momento privilegiado en el que los dos tipos de reunión coinciden y se alimentan mutuamente. Reúne a los creyentes y los alimenta de la esperanza de una caridad total entre ellos para hacerlos agrupadores abiertos a todos.

II. Juan 10, 1-10 Se encontrará el comentario de estos Evan-o 10, 11-18 gelios (a elección) en los núms. VII (Evange-evangélio lio l.«* ciclo) y VIII (Evangelio 2.* ciclo) del lunes cuarto domingo del Tiempo pascual.

III. Hechos 11, 19-26 El relato de la fundación de la Iglesia 1.a lectura de Antioquía formaba, probablemente, la martes continuación de la tradición sobre la per­

secución de Esteban (Act 7, 1-8, 3). Lucas la había separado de su contexto para narrar en primer lugar la conversión de los paganos simpatizantes. Considera, efecti­vamente, que la misión ha partido de los hebreos hacia los ju­díos helenistas, después a los paganos simpatizantes y, por fin, a los paganos propiamente dichos. Además, antes de describir la vida de una comunidad pagana, el evangelista ha evocado la de la comunidad de Jerusalén, después la de las comunidades periféricas de Judea y Samaría, buscando así el convencer a sus lectores de que Jerusalén está justo en el centro de la his­toria de la salvación y que cumple así la misión que los profe­tas universalistas le atribuían (Is 60; Zac 14).

Una comparación entre el clima de la comunidad de Jeru­salén y el que preside en la fundación de la comunidad de An­tioquía hará comprender los cambios profundos que la misión hacia los paganos aporta a las concepciones y a las estructuras de la Iglesia primitiva.

* * #

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a) Los misioneros de Antioquía han llegado a serlo por ac­cidente. Huyendo de Jerusalén (v. 19), llevan la Palabra a las ciudades en las que se refugian, pero manteniéndose estricta­mente fieles a la idea de que la salvación de Cristo pasa por los judíos.

Sin embargo, algunos helenistas se dirigen también a los paganos (v. 20): estos son cristianos de la Diáspora menospre­ciados por los hebreos (cf. Act 6, 1-7) y que viven un poco al margen de la comunidad de Jerusalén. ¡Qué lección para los Doce y los hebreos! En esta época Jerusalén está todavía ligada al más estricto judaismo y no tolera ningún contacto con el mundo pagano (Act 11, 1). Así, es probable que Bernabé haya sido enviado a Antioquía para separar a los cristianos judíos de los cristianos salidos del paganismo y hacer respetar las leyes de la pureza. Pero, en realidad, él asume en la comunidad res­ponsabilidades por otra parte mal definidas (v. 22). Los vv. 23-24 dan esta impresión: venido para castigar, Bernabé constata la gracia de Dios y exhorta a los cristianos de Antioquía a permanecer "juntos" en el Señor (por tanto, a no dividirse en puros e impuros: cf. las variantes del texto en las diferentes versiones). Lucas justifica, por otra parte, este cambio "porque era un hombre de bien, lleno del Espíritu y de fe", ¡justificación inútil si Bernabé hubiera aplicado escrupulosamente las consig­nas que estaba encargado de recordar!

Además, en lugar de rendir cuentas de su misión a la co­munidad de Jerusalén que le envió, Bernabé parte a reclutar un apóstol fuera del cuadro, Pablo, y emprende con él una evan­gelizaron sistemática de Antioquía durante un año entero (v. 26).

o) El contenido de la fe (v. 20) y la llamada a la conver­sión (v. 26) sufrieron modificaciones importantes bajo la in­fluencia de esta primera misión a los paganos. En efecto, no podía presentárseles la salvación a partir de la proclamación de la mesianidad de Jesús, como Pablo podía permitírselo aún ante los judíos (Act 13, 16-33): la Buena Nueva no es tanto la entronización pascual del Mesías Jesús, como la soberanía del Señor sobre todos los hombres (de ahí la frecuencia del tí­tulo "Señor" en el pasaje: vv. 20, 21, 23). No se podía pedirles más, puesto que no conocían nada de la vida y de la muerte de Cristo, que arrepentirse por haberle crucificado, como exigían los apóstoles a los judíos (Act 2, 36-41). La conversión se con­vierte entonces en reorientación de toda una vida en una de­pendencia consentida y fiel al señorío de Cristo, por encima del egoísmo y de las falsas recetas de salvación.

Este trastocamiento en el contenido del mensaje misionero incita a los discípulos de Cristo a cambiar de nombre. Sin duda se llamaban "nazarenos" en Jerusalén y en todos los lugares

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en los que Jesús de Nazaret era conocido. No podía ser lo mis­mo en tierras paganas, alejadas de Palestina y además más anhelantes de reunirse con el Señor todavía presente en la Iglesia que de acordarse del Jesús de Palestina3. Los cristianos de Antioquía tomaron como nombre el mote de "cristiano" por el que se les designaba.

« * *

Los cambios operados en la presentación del mensaje y en los hábitos religiosos gracias a la misión a los paganos entrañan una conclusión importante: la "religión cambia" cada vez que la misión está en pleito. Este es, realmente, uno de los motores de la evolución del pensamiento y del rito cristiano. A este res­pecto, el "mundo" provee a la Iglesia de los "signos del tiempo" en los cuales debe leerse la voluntad divina. No es, por otra parte, esencial que sea la jerarquía la primera en leerlos e in­terpretarlos, porque la toma en consideración de un problema misionero puede muy bien surgir de la iniciativa de los miem­bros más humildes y los más marginados del pueblo de Dios, como fue el caso de Antioquía.

IV. Juan 10, 22-30 Se encontrará el comentario de este Evan-evangelio gelio en el núm. IX (Evangelio, 3.er ciclo) martes del cuarto domingo del Tiempo pascual.

V. Hechos 12, 24-13, 5 Los dos primeros versículos de esta lec-lfi lectura tura constituyen una transición entre miércoles dos episodios debidos a la mano de Lu­

cas. Se encuentra allí el optimismo de sus "resúmenes" (v. 24) y su preocupación por las precisiones geográficas (mención de Jerusalén en el v. 25) 4. Pero son, evi­dentemente, los versículos siguientes (Act 13, 1-4) los que cons­tituyen lo esencial del pasaje. Plantean, sin embargo, un pro­blema importante. Es en el curso de un "culto" (leitourgia) donde se producen, por una parte, la inspiración del Espíritu, y por otra el envío en misión. Pero la naturaleza y el contenido de este "culto" apenas se precisan. Además, los participantes de esta liturgia y los responsables de la imposición de las ma­nos ¿se limitan a los cinco profetas y didácticos mencionados, o bien concierne a todos los miembros de la asamblea? No hay nada que no permita afirmar que se trataba de una asamblea

» B. LIFSHITZ, "L'Origine du n o m des chré t iens" , Vig. Chr., 1962, pá-

* J DUPONT, "La Mission de Pau l 'a Je rusa lem ' (Ac XII , 25)", N. T., 1956, págs. 275-303.

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eucarística propiamente dicha. A veces se ha pensado incluso que este "culto" consistía en un ayuno supererogatorio impues­to ya en el judaismo a los jefes de comunidad5.

Sea lo que sea, la imposición de las manos sobre Bernabé y Saulo no constituyó, ciertamente, una investidura o un man­dato apostólico para hablar propiamente: expresaba solamente el reconocimiento, por la comunidad o sus jefes, de la vocación apostólica de los dos hombres.

Sea cual sea el contenido exacto del culto celebrado en An-tioquía, parece importante, sobre todo, subrayar su exigencia misionera: es en el mismo curso de una liturgia cuando la co­munidad decide privarse de dos de sus jefes con vistas a la misión.

La liturgia cristiana no es solamente un homenaje ofrecido a la gloria de Dios en el sentido en que lo entendían los judíos y, sin duda, los primeros cristianos de Jerusalén; ella expresa y realiza el designio divino de reunión universal. No está lejano el día en el que Pablo considerará su actividad misionera como una liturgia (Rom 15, 16).

A partir de esto se puede uno preguntar por qué los cristia­nos de hoy están tan a menudo divididos en "liturgistas" y "misioneros". Ciertamente, no es fácil unir la dimensión hori­zontal y la dimensión vertical de la vida cristiana. Sin embar­go, igual que no hay amor a Dios distinto del amor a los her­manos, no hay culto a Dios que no sea signo y expresión del agrupamiento universal de la humanidad bajo el señorío de Cristo. El culto cristiano no reúne a los "ya agrupados" más que con miras a agrupar a los demás: por esta razón el res­ponsable por excelencia de la misión, el obispo, es igualmente el presidente más idóneo de la celebración.

VI. Juan 12, 44-50 Este pasaje da la impresión de ser un ele-evangelio mentó extraño al Evangelio de San Juan. miércoles Efectivamente, en Jn 12, 36, Jesús marchó

y se "ocultó"; extraña entonces que tome tan pronto la palabra. Máxime cuando, en San Juan, el hecho, en Cristo, de ocultarse, tiene un sentido bien preciso: la luz de que los judíos gozaban por un poco de tiempo se les retira de­finitivamente (cf. Jn 12, 35; Jn 8, 21).

5 E. PETEKSON, "La Leitourgia des prophé tes et didascales á Ant ioche" , R. Se. Reí., 1949, págs. 577-89.

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Por lo demás, el vocabulario y la construcción de la frase hacen pensar en los procedimientos de San Lucas, lo que per­mite creer que Juan, probablemente, ha redactado este pasaje a partir de fuentes anteriores, quizá lucanas, y que sus discí­pulos, ansiosos de conservar los textos importantes del após­tol 6, lo han insertado un poco torpemente en su Evangelio.

* * *

Este pasaje podía constituir la contrapartida del prólogo: se encuentra, en efecto, en ambos casos, el tema de la luz del mundo (v. 46; cf. Jn 4-5, 9) y el de la Palabra (v. 47; cf. Jn 1, 1). La vida eterna se perfila en uno y otro texto, al término de la misión del Enviado del Padre (v. 50; cf. Jn 1, 12), así como la glo­ria que viene de Dios (Jn 12, 43; cf. Jn 1, 14).

Pero al entusiasmo del prólogo se opone ahora la sequedad del balance negativo: no se ha querido la luz, no se ha escucha­do la Palabra (Jn 12, 37-39), se ha preferido la gloria humana a la que viene de Dios (Jn 12, 43), no se ha recibido al Enviado (vv. 47-48; cf. Jn 1, 11). Desde entonces la salvación se trans­forma en juicio (v. 47) no por voluntad de Dios, sino por las opciones de los hombres. Todo está ahora dispuesto para la pasión del Señor.

VII. Hechos 13, 13-25 Esta lectura cuenta el viaje de Pablo a 1.a lectura Antioquía de Pisidia (vv. 13-15) y el prin-jueves cipio de su discurso en la sinagoga de

esta ciudad.

* * #

a) Deseoso de proclamar la salvación a los judíos Pablo lleva, en primer lugar (Act 13, 15-44; cf. Act 14, 1-2; 16, 13; 17, 1-5; 18, 4-7, 19; 19, 8-10, etc.), la Palabra a sus sinagogas en forma de homilía tras las lecturas de la Ley de los profetas (v. 15), como lo había hecho el mismo Jesús (Le 4, 16-22). No sería sorprendente que alguna que otra cita bíblica de su relato la haya sacado de estas lecturas sinagogales: el apóstol anun­cia en todo caso la realización de lo que las lecturas anuncia­ban para los últimos tiempos: "a vosotros..." (v. 26), "por El se os..." (v. 38).

Pero al esgrimir otra vez los judíos su argumentación (Act 13, 45-47), Pablo se vuelve entonces hacia los paganos (Act 13, 48-52).

6 M. E. BOISMAKD, "Le Caractére advent ice de J o 12, 45-50", Sacr. Pag., I I , 1959, págs. 189-92.

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b) Cuando Cristo o Pablo anuncian que el acontecimiento actual cumple una antigua profecía, no se consagran solamen­te a un juego de palabras simbólico o a un procedimiento poé­tico. Declarando la realización de las condiciones que hacen del acontecimiento actual un eslabón de la historia de la salvación (vv. 17-25), una maravilla del designio de Dios y una anamne­sis de la obra de Cristo, Jesús o su ministro autentifican la red de relaciones interpersonales que tejen este acontecimiento.

Por consiguiente, la oración que la asamblea formula des­pués de tal proclamación es una "Eucaristía" compuesta de una acción de gracias al Padre por las maravillas que realiza, de una anamnesis de Cristo, cuya obra realizada una vez por todas se renueva, sin embargo, en el presente de cada vida, de una epí-clesis del Espíritu, a fin de que confiera al acontecimiento pre­sente las cualidades necesarias para hacer de él realmente una etapa de la historia de la salvación.

El recordar que el cristianismo es una historia de la salva­ción ha permitido liberar a la fe de una explicación demasiado exclusivamente filosófica. Pero de rechazo se llegó a no hacer de ella más que teología positiva o exégesis.

Se perciben mejor, hoy que todo se mueve tan de prisa, los peligros de esta "vuelta atrás". Los mismos exegetas han ayu­dado a reconocer que los Evangelios no eran, ante todo, rela­tos históricos; los liturgistas han medido por fin la dislocación cultural entre los ritos antiguos que ellos veneraban y la men­talidad moderna. Por fin, los moralistas han sido llevados a constatar que muchos nuevos problemas surgen en la concien­cia de que no se resuelven en una simple imitación del pasado.

La manera en que la Iglesia vive la Escritura o el Evangelio no es solamente comentar estos libros como si el recuerdo del pasado bastara para definir el presente. La verdadera forma, para la Iglesia, de leer el Nuevo Testamento, es volverlo com­pletamente "nuevo", subrayando, como San Pablo, la actualidad del Señor resucitado. Se ha socializado demasiado la Biblia, puesto que es el punto de apoyo de una proclamación de la ac­tualidad del Señor en todo y en todos, en la vida de cada hombre.

Ahora bien: la actualidad del misterio de Cristo está por buscar en el mundo. Esto no quiere decir solamente que la Igle­sia deba adaptar al gusto del día una doctrina antigua. Esto significa más bien que debe anunciar a Jesucristo a partir de lo que está a punto de pasar, que debe anunciar la resurrección a partir de lo que es ya resurrección en el mundo. Para esto hace falta la fe, y la Iglesia debe implorar a Dios para obtenerla.

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Una homilía que se contentara con explicar lo que pasó "en aquel tiempo" y no fuera sensible a la actualidad de Cristo en nuestro tiempo, no sería una palabra de fe. La homilía es, al contrario, el medio por el cual la liturgia se convierte en cele­bración de la vida de Cristo resucitado en la humanidad de los hombres.

En un tiempo en que la contestación tiende a rechazar el peso de la historia, la Iglesia tiene algo mejor que hacer que aferrarse a ella7.

VIH. Juan 13, 16-20 Juan acaba de concluir el relato de la es-evangelio cena del lavatorio de pies (Jn 13, 1-11) jueves y, según las costumbres, interrumpe un

momento la narración para comentar el alcance de este gesto.

a) El lavatorio de pies hace resurgir la incompatibilidad entre el trabajo de esclavo que Jesús acaba de realizar y su dignidad personal (v. 13). Esta incompatibilidad será la suerte de todas las autoridades en la Iglesia (v. 16), porque se presenta como la ley que rige todas las relaciones entre humanos en la comunidad cristiana (vv. 14-15). El amor fraternal, en efecto, no es solamente una ley, ni tampoco una imitación de Jesús, es su misma manera de actuar puesta a nuestra disposición.

b) Jesús ha llevado a su colmo este amor fraternal, ya que se ha hecho esclavo de aquel que iba a traicionarle y todavía participaba en la comida fraternal de despedida (v. 18). En el momento mismo en que Jesús se despoja de Sí mismo para en­tregarse a las manos de Judas, revela una dignidad inconmen­surable: El "es" (v. 19). Juan jamás ha empujado tan lejos a Jesús en las declaraciones sobre su divinidad. Ciertamente, El ya ha reivindicado este título "Yo soy" que es divino (Jn 6, 35; 8, 12, 24, 58), pero reivindicarlo en un contexto semejante de muerte y traición es muy revelador: Dios es, pero la única prue­ba que aporta para decir que El es, es la de morir; El es eterno, y la única manera de expresarlo es poner un término a su con­dición humana; El es poderoso, y el único procedimiento al cual recurre para afirmar este poder es servir a aquel que Él podría juzgar y derribar.

No hay, pues, un Dios eterno y todopoderoso a descubrir por la filosofía. El Dios manifestado por Jesús no es de aquel or-

i H. D E K I S , J. PRISQUE, L'Eglise á l'épreuve, Par ís , 1969, págs . 49-74.

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den. El "es" de una manera talmente distinta de lo que puede "ser" un hombre, que le es posible ser en la muerte misma. ¡Dios "es" muerto y este es el misterio que se revela de Dios! La muerte es prometida en el rango de 'la mejor revelación de Dios. El Hijo de Dios, que se beneficia de la vida divina, no puede más que morir en el servicio y el amor fraternal.

IX. Hechos 13, 16, 26-33 Esta lectura reproduce el pasaje más 1.a lectura importante del discurso misionero de viernes Pablo a los judíos de Antioquía (ver­

sículos 26-29), cuyo esquema es idén­tico al de los discípulos de Pedro en Jerusalén. Pablo parte, sin embargo, de las Escrituras para anunciar la resurrección (Act 13, 19-25), mientras que Pedro partía de los acontecimientos de los que habían sido testigos, para remontarse a continuación a las Escrituras. Es normal que, ante un auditorio que no ha vivido los hechos de la Pascua, y por parte de apóstoles que no han sido testigos de ellos, el argumento escriturista conduzca progresiva­mente al argumento del testimonio inmediato. Dicho esto, se en­cuentran las líneas esenciales del esquema habitual de los dis­cursos apostólicos: el envío del mensaje (v. 26), el recuerdo de la responsabilidad de los judíos en la Pasión (vv. 27-28), el cum­plimiento de las Escrituras (v. 29), la resurrección de Jesús (ver­sículo 30) y las ventajas que nosotros obtenemos de ella (ver­sículos 32-33), y por fin, la llamada a la conversión (vv. 38-41) 8.

* * *

La primera parte del discurso es un resumen de la historia de la salvación centrado sobre la persona de David y su alianza con Yahvé (vv. 17-23). Lo esencial de la proclamación de Pablo en la sinagoga se encuentra en el v. 23: Dios nos ha "suscitado" (en el doble sentido de hacer aparecer y de resucitar; cf. Act 3, 20-26; 26, 6-8) un miembro de la descendencia de David como Mesías.

'""Repuesto en los vv. 32-33, el argumento se prolonga en una serie de pruebas escriturísticas, la primera de las cuales figura en nuestra lectura (v. 33, Sal 2): ella anuncia la entronización mesiánica de Jesús (no entendiendo aún por hijo la naturaleza de Cristo, sino su función real). A los ojos de Pablo, es preci­samente porque Dios ha sido fiel a la promesa hecha a David por lo que ha resucitado a su descendiente, y el apóstol cita el Sal 16/17 para justificar su posición, como ya lo había hecho Pedro en Act 2, 25.

8 O. GLOMBITZA, "Akta XI I I , 15-41; Analyse e iner lukanischen Predigt vor Juden" , N. T. St., 1958-1959, págs. 306-17.

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El discurso de Pablo en Antioquía se sitúa, así, en la espera mesiánica de los judíos y presenta la resurrección como el me­dio utilizado por Dios para colmarla. En los medios judíos, la fe en la resurrección permanece unida a la esperanza mesiá­nica.

b) Al mismo tiempo que la figura del descendiente mesiá-nico de David, Pablo evoca ante los judíos dispersados la ima­gen de Jerusalén, a la cual estos últimos conferían un papel importante en la realización de las promesas y testimoniaban un amor tanto más vivo cuanto más duramente sentido era su alejamiento de la ciudad.

Las alusiones de los vv. 26-32 al "pueblo", a la "raza de Abraham", a "Jerusalén", revelan la voluntad de presentar el mensaje teniendo en cuenta la sensibilidad de estos judíos con respecto de su centro religioso. Dispersos entre las naciones, es­tos últimos vivían intensamente la liturgia sinagoga! Tenían conciencia de que la Palabra que les era proclamada (v. 27) era el único lazo que los mantenía en el interior del pueblo santo. Pablo les confirma en su creencia, añadiendo, sin embargo, que esta Palabra, en lo sucesivo, subrayada por el testimonio apos­tólico, constituirá el pueblo definitivo (vv. 31-32).

El discurso de Pablo respeta aún el lugar central de Jerusa­lén en el pueblo elegido: es alrededor de Sión donde se desarro­llan los acontecimientos de la salvación (vv. 27-30), y es hacia ella hacia donde se orienta la vida pública de Jesús (v. 31). En su predicación posterior, Pablo se librará más de esta devoción a la capital.

* * *

De todos los discursos misioneros de los Hechos, es este el que subraya más claramente la dimensión eclesiológica de los acontecimientos. El nuevo pueblo no se reúne más alrededor de una ciudad de piedras, sino alrededor de una ciudad espi­ritual cimentada en la fe a la Palabra de los testigos.

Si Pablo imagina al pueblo futuro agrupado alrededor de Sión, no piensa en una Iglesia que disponga de una ciudad santa, sino en la comunidad de los hombres, que es el terreno de existencia de la Iglesia.

Es interesante, respecto de esto, constatar que una de las primeras imágenes de la Iglesia naciente es una imagen ur­bana.

Existen, pues, en la civilización urbana valores y significa­ciones susceptibles de definir a la Iglesia. La ciudad es en pri­mer lugar una colaboración de oficios y funciones, de servicios y profesiones: en una ciudad, nadie puede vivir en una econo-

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mía cerrada y aislarse en autarquía. La ciudad no es un ghetto: está en el corazón de una región y en constante diálogo con ella; toma su personal y sus materias primas y le ofrece confort, técnica y cultura. Ad intra como ad extra, la ciudad es colabo­ración, y no solamente colaboración basada sobre la sangre y la raza como en una aldea, sino colaboración voluntaria y libre, sin discriminación de ninguna clase.

Precisamente, la ciudad asocia a los hombres por encima de las viejas solidaridades clanistas y patriarcales, y reivindica por ello una voluntad de unidad y de comunión. Esta comunión no tiene, además, nada de sentimental: se hace a partir de datos objetivos (además a veces tan objetivos que pierden todo su espíritu).

La ciudad es también amparo y seguridad, y la paz está ga­rantizada por el poder más eficazmente (¡más "policialmente" también!) que en pleno campo.

Finalmente, la ciudad hace historia: conoce circunstancias, mientras la aldea no conoce más que ritmos. La ciudad prevé y organiza los acontecimientos; reúne y analiza los aconteci­mientos del pasado. El ciudadano entra así en una existencia individual9.

La Iglesia no tiene que crear ciudades-modelo que evoquen este retrato, sino que debe proveer una parte de su legibilidad en el corazón de los esfuerzos que los hombres urbanizados ha­cen para mejorar las cualidades de colaboración objetiva y de comunión, de seguridad y de progreso.

X. Juan 14, 1-6 Este Evangelio ha sido comentado en el nú-evangelio mero VII (Evangelio, l.er ciclo) del quinto do-viernes mingo del Tiempo pascual.

XI. Hechos 13, 44-52 Esta lectura ha sido comentada en el lfi lectura núm. III (1.a lectura, 3.er ciclo) del cuar-sábado to domingo del Tiempo pascual, en un

apartado ligeramente diferente.

» J. COMBLIN, Théologie de la ville, Bruselas, 1968, págs. 156-71.

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XII. Juan 14, 7-14 Los vv. 7-12 de este Evangelio forman par-evangelio te del Evangelio del quinto domingo del sábado Tiempo pascual (primer ciclo); véase allí

el comentario. Nuestro análisis se centra­rá sobre todo en los cuatro últimos versículos.

* * *

a) Los apóstoles creen que podrían ver al Padre como ven al Hijo. También Felipe lo pide: "Muéstranos al Padre" (v. 8).

Cristo responde que el Padre no es accesible a las miradas, sino a la contemplación, y que esta última se apoya en el signo por excelencia del Padre: el Hijo (v. 10) y sus obras (v. 11). Todavía falta descubrir el misterio del Hijo: percibir su rela­ción con el Padre, su papel mediador, la significación divina de .sus obras.

Esta contemplación del Padre en la persona y la obra del Hijo se extiende además a las mismas obras del cristiano (ver­sículo 12), que se convierte asi en el signo de la presencia del Padre en el mundo.

b) Es en esta búsqueda del Padre donde la oración cristiana adquiere su verdadero significado (vv. 13-14). Pedir "en el nom­bre de Jesús" equivale, efectivamente, a solicitar la presencia de Cristo en el actuar humano, a fin de que este último sea ver­daderamente signo de la presencia de Dios en el mundo.

La palabra "Dios" ha representado en las antiguas religiones y en una cierta filosofía "teísta", una realidad que se bastaba a sí misma y que se podía "mostrar". Los apóstoles comparten esta opinión cuando solicitan ver al Padre.

Ahora bien: el mundo secularizado en el que vive el cris­tiano de hoy pone en duda a este Dios del teísmo y de las religiones. La creencia occidental en un ser supremo que dirige los asuntos del mundo se esfuma y no llegan a exponerse datos objetivos sobre su persona, comparables a los que se expresan en la ciencia. La desaparición de esta creencia no es necesa­riamente un mal y no alcanza más a la fe bíblica que la desapa­rición de los antiguos "dioses".

La respuesta de Cristo a los apóstoles es significativa: no les revela nada del Padre, porque para esto habría debido re­currir a los argumentos del teísmo, pero les remite al desvela­miento de Dios en El mismo: "Quien me ve a Mí, ve al Padre." Desde entonces, creer en Dios o creer en el Padre es confesar que hemos sido conocidos, amados y redimidos por Otro que apenas conocemos, pero que obra por nuestra salvación y hace

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llamadas a nuestra responsabilidad. Es aceptar también otros modos de conocimiento que los de la inteligencia pura, que real­zan las relaciones interpersonales. Es por esto por lo que la oración juega un gran papel en la relación del cristiano con el Padre, y por lo que la palabra "Dios" es sustituida por la pa­labra "Padre".

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QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO PASCUAL

(Cuarto domingo después de Pascua)

A. LA PALABRA

I. Hechos 6, 1-7 Dentro del propio judaismo había comparti-1.a lectura mientos estancos que separaban determiná­i s cicZo das categorías de personas. Los "hebreos"

eran los judíos que, tras el destierro, se ha­bían quedado dentro de Palestina o habían vuelto a ella. Habla­ban arameo, leían la Escritura en hebreo en la sinagoga y el cen­tro de su vida religiosa lo constituía el Templo y sus horarios de sacrificio. Los "helenistas", por el contrario, vivían en la Diás-pora, hablaban griego, leían la Escritura en esta lengua (ver­sión de los LXX) y observaban la Ley, depurada de ciertos ele­mentos inaceptables en los países donde vivían; esto les valió la desaprobación de los hebreos, que la observaban con toda rigidez. La escisión religiosa tenía hondas raíces lingüísticas y culturales, hasta tal punto que los helenistas poseían sus sina­gogas particulares en Jerusalén.

* * *

Pertenecientes a uno u otro grupo de los antes mencionados, los primeros cristianos vivían bajo la dirección de los Doce, cuya mentalidad era, en líneas generales, la de los "hebreos". Los intereses de aquellos cristianos, hebreos y helenistas, diferían entre sí casi en la misma proporción que los de los judíos per­tenecientes a ambas tendencias: los primeros tenían como eje de su vida el Templo (Act 3, 1; 5, 42, etc.) y procuraban sal­vaguardar la tradición de la forma más estricta; los segundos eran más "caseros" y más partidarios de la proclamación del Evangelio a través del mundo griego, cuya lengua y cultura compartían. Por esta razón eran inevitables los roces entre unos y otros. El relato de la lectura de este día hace alusión a la dis­tribución de la ayuda material: los Doce prestaban más aten­ción a los pobres que hablaban su lengua que a los "extranje-

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ros". De ahí las murmuraciones de estos últimos contra los "he­breos" (v. 1).

Por otra parte, la persecución de que es objeto Esteban, la postura adoptada por Felipe (Act 8, 14) y Pablo (Gal 2, 4), no son, ciertamente, extrañas en la actitud liberal de determina­dos helenizantes con respecto a la Ley (Act 6, 13).

De hecho, la solución imaginada por los apóstoles no aporta al problema nada positivo, ya que, a la jerarquía de los Doce, atentos sobre todo a los problemas de los hebreos, yuxtaponen la de los Siete, reclutados entre los helenistas (v. 5).

El pasaje de la investidura de los Siete resalta esta tensión entre los dos grupos de cristianos: los Siete se ocuparán exclu­sivamente de las obras de caridad y los apóstoles, a su vez, se dedicarán a la oración y a la predicación (vv. 2, 4). Los Siete, sin embargo, jamás aparecen en el ejercicio de la función para la que han sido nombrados; es más, son éstos los primeros pre­dicadores de la Palabra entre los helenizantes, prosélitos y pa­ganos (Act 6, 8-8, 40). Incluso su número simboliza, posible­mente, las naciones paganas (siete naciones ocupaban la tie­rra prometida antes que Israel se asentara en ella: Di 7, 1; Act 13, 19), como el número doce era símbolo de Israel y de sus tribus (cf. la misma oposición entre siete y doce en los pasajes de la multiplicación de los panes: Mt 14, 20 y 15, 37).

* * *

La Iglesia es el signo de la reunión de todos los hombres en la salvación que Dios les procura, pero la comunidad de Je­rusalén no ha sabido dar un adecuado testimonio de ella. La misión ante las naciones no se llevará a cabo hasta tanto no sea consumada la unidad, entre las distintas tendencias, en el Concilio de Jerusalén (Act 15, comentado ampliamente en la se­mana quinta de Pascua). ¿No es esto indicio de que la Iglesia no puede ser misionera en el mundo sino después de tener resueltos los problemas de su unidad interna? La búsqueda del equilibrio entre las mentalidades que se oponen en su seno permitirá a la Iglesia vivir una, digamos, preparación a la ex­periencia misionera, mediante el aprendizaje previo de dar aco­gida al otro y descubrir signos de Dios en cada una de las cul­turas.

II. Hechos 9, 26-31 El primer viaje de Pablo a Jerusalén está 1.a lectura descrito en dos pasajes del Nuevo Testa-2p ciclo mentó (Act 9, 26-30 y Gal 1, 17-20) según

dos versiones aparentemente opuestas. El apóstol afirma que su entrada en Jerusalén no ha tenido lugar

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sino pasados tres años de su conversión. Lucas, por el contrario, sostiene que este viaje de Pablo a Jerusalén acontece poco des­pués de la conversión de este 1.

* * *

a) Las dos versiones ponen de manifiesto dos mentalida­des originales. Para San Pablo, la evangelización se lleva a cabo simultáneamente en dos esferas yuxtapuestas: el mundo judío, evangelizado por Pedro, y el mundo pagano, de cuya evangeliza­ción se considera responsable (Gal 2, 9) hasta el punto de recha­zar toda referencia a Jerusalén. San Lucas reacciona contra esta concepción dicotómica de la evangelización, insistiendo sobre la unidad del movimiento misionero, cuyo punto de partida está en Jerusalén y se extiende hasta los últimos confines de las na­ciones (Act 1, 8). De ahí su tendencia a aproximar más y más las figuras de Pedro y Pablo (compárese Act 15, 1-12 y Gal 2, 11-14), mientras Pablo no vacila en oponerlas. Tampoco disimu­la San Lucas su empeño en atribuir la acción misionera de Pa­blo a la comunidad de Jerusalén (Act 9, 26-31), en tanto que Pablo reduce al mínimo sus contactos con esta ciudad (Gal 1, 18-19).

De este modo, San Lucas defiende la unidad orgánica de la misión en la Iglesia ante la amenaza de pérdida de eficacia en la misma, que él ve en la especialización de funciones y en la repartición de zonas de influencia.

b) La sed de unidad de la misión que nace en la Iglesia-madre de Jerusalén no es una venda que reste visión a San Lucas de la realidad del problema. Lucas es consciente de las imperfecciones de la Iglesia y si es "preciso" que toda la misión parta de ella para asegurar su unidad (casi el mismo sentido tiene el "era preciso" que Jesús subiera a Jerusalén: Le 9, 51), tal privilegio no puede ser un medio de encubrir sus defectos.

En Act 6, 1-7, Lucas ha puesto ya de manifiesto las tensio­nes que dividían la comunidad. Nos la describe replegada sobre sí misma y tan poco acogedora, que el propio Pablo encuentra numerosos obstáculos antes de ser aceptado en ella gracias a la mediación de Bernabé (v. 27).

Víctima de un complot por parte de los judíos helenizantes, Pablo se verá obligado a huir de Jerusalén. Su carta a los gá-latas dice concretamente que abandonó la ciudad quince días después de haber llegado a la misma (Gal 1, 18-21).

c) Hace después Lucas un resumen entusiasta a modo de

1 J. CAMBIER, "Le Voyage de saint Pau l á Jé rusa lem en Actes 9, 26 ss. et le Schéma miss ionnai re théologique de saint Luc", N. T. St., 1961-1962, páginas 249-57.

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transición entre la descripción del viaje de Pablo a Jerusalén y la del ministerio de Pedro en Judea (v. 31). Ahora no se trata, como sucede en los relatos de los primeros capítulos, de la vida interna de la comunidad de Jerusalén, sino del progreso registrado, a la vez, en su extensión geográfica y profundiza­r o n espiritual.

* * *

El hecho de que Lucas se empeñe contra viento y marea de que toda la misión de la Iglesia parte de Jerusalén no es debido solamente a su deseo de ver cumplidas las profecías que anun­ciaban a Jerusalén la salvación de las naciones (Is 60; Zac 14), ni como un medio cómodo de organizar los capítulos de su li­bro en círculos concéntricos partiendo de la ciudad, sino a una preocupación doctrinal: la afirmación de la misión única, sim­bolizada por Jerusalén (cf. Sal 121/122; 47/48). Sin duda al­guna, esta unidad dista mucho de ser perfecta; prueba de ello son las facciones que aparecen en la comunidad. Pero la uni­dad interna y la misión externa no dejan, por ello, de ser me­nos solidarias; es más: esta solidaridad entre ambas esferas de la Iglesia es, dentro de los intereses del movimiento ecumé­nico nacido en las Iglesias genuinamente misioneras, uno de los más valiosos. El futuro ecuménico no reside, además, tanto en los acercamientos dogmáticos como en la actitud común de las Iglesias ante los problemas del mundo actual.

La Eucaristía realiza la mayor unidad posible entre los cris­tianos para que su misión sea más pura y más significativa2.

III. Hechos 14, 21-27 Esta lectura pone fin a la relación del Ifi lectura primer viaje misionero de Pablo en Li-3.er ciclo caonia, Pisidia y Panfilia, y relata la

vuelta del apóstol a Antioquía (cf. Act 13, 1-3).

En la última parte de su viaje, Pablo se preocupa sobre todo de consolidar las bases de las comunidades recientemente fun­dadas preparándolas concienzudamente contra la persecución (versículo 22) y dotándolas de una jerarquía competente (v. 23)

* » *

a) Puede uno fácilmente imaginar la animosidad desplega­da por el apóstol ante las persecuciones. Pablo ha explicado a las comunidades cómo la prueba y la "tentación" constituían la etapa última de la venida del Reino, conforme a una antigua

2 Véase el tema doctrinal de Jerusalén, en este mismo capítulo.

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creencia judia, introducida en el cristianismo, según la cual la llegada del Reino no tendría lugar sino al término de una con­flagración general—que bien podría ser una devastación uni­versal—y constituiría la prueba definitiva para los mejores (Mt 10, 22; 24, 13).

b) La constitución de un grupo de ancianos para dirigir las diferentes comunidades corresponde igualmente a la práctica judía. Cada comunidad de la Diáspora elegía un grupo de an­cianos cuya misión era gobernarla, en el plano material sobre todo (cf. Act 11, 30). Pero Pablo y Bernabé introducen en esta regla una modificación importante: ya no es la comunidad quien designa a los que la presidirán, sino el apóstol. No se trata, en modo alguno, de una manifestación intempestiva de dirigismo monopolizador, sino de recalcar la colegialidad en la misión y exponer a la vista de todos la relación, de todo punto nece­saria, entre la Iglesia local y la Iglesia universal. Los ghettos judíos de la Diáspora vivían muy aislados unos de otros, mien­tras que las comunidades cristianas vivían en estrecho con­tacto, siendo cada una de ellas signo de la Iglesia universal. Pablo considera que la significación universalista de la Iglesia local debía manifestarse en la interdependencia de las comu­nidades.

* * * Frente a las comunidades judías, dispersas en el mundo pa­

gano y replegadas en sí mismas a la espera de la concentración definitiva del pueblo reconstituido, las comunidades cristianas locales estiman que ellas constituyen ya esa agrupación de los hijos del Reino: esta idea la ponen de manifiesto evitando una excesiva localización, aceptando la dependencia de un apóstol que se preocupa no solo de la comunidad local, sino que se des­vela al mismo tiempo por las otras Iglesias, y organizando en cada Iglesia constituida una jerarquía de ancianos, la cual no encuentra ya, como entre los judíos, su razón de ser en sí mis­ma, sino en la dependencia del responsable de la misión.

El obispo y su diócesis son, por consiguiente, signos de la identificación a la condición de vivir la colegialidad; el cura y su parroquia rinden culto a la misma exigencia viviendo el pres-bíterium. Asimismo, viviendo la Eucaristía local en su signifi­cación de comunión universal es como la asamblea puede aspi­rar a ser signo de la misión de la Iglesia en el mundo y asumir las responsabilidades consiguientes.

IV. 1 Pedro 2, 4-9 Una parte, al menos, de la primera carta de 2.a lectura Pedro, parece ser una especie de cuaderno-l.er ciclo guía para la celebración de la liturgia cris­

tiana de Pascua o, más bien, quizá, un esque­ma de homilía que debía pronunciarse tras la lectura del Ex

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12, 21-283. Constaría esta homilía de tres partes: la primera propone una interpretación cristiana y espiritual del Ex 12, 21-28 (1 Pe 1, 13-21); la segunda es un canto en honor del men­saje totalmente nuevo de la vida pascual (1 Pe 1, 22-2, 2) y la tercera, incluida en la lectura de este día (1 Pe 2, 3-10), estudia la vida concreta de los cristianos a la luz del misterio pascual.

a) El v. 9 contiene la idea esencial del pasaje. Los cristia­nos constituyen el nuevo Israel, pues poseen las prerrogativas contenidas en el titulo que Dios concedió al pueblo elegido du­rante su peregrinación por el desierto (Ex 19, 5-6, del que se vale Pedro en este pasaje para aclarar el de Is 43, 20-21). Dis­ponen, también, de todos los títulos reservados a Israel: raza elegida por haber sido escogida entre las naciones (Ex 19, 5; Dt 7, 6; 14, 2), reino de sacerdotes (cf. Ex 19, 6) capaces de ofre­cer, en lugar de las inmolaciones del Sinai (Ex 24, 5-8), el sa­crificio espiritual de la nueva alianza (cf. v. 5 y Ap 1, 6), nación santa por haber sido separada del mundo, no ya mediante un rito exterior, sino por la acción interior del Espíritu Santo (ver­sículos 1-2), pueblo del que Dios ha tomado posesión no solo por una intervención milagrosa de Yahvé, como aparece en el Éxodo, sino por la propia sangre de su Hijo (Act 20, 28; 1 Pe 1, 19); pueblo de Dios, finalmente, que reúne las doce tribus de Israel e incluso a todas las naciones de la tierra, hasta en­tonces sumidas en las tinieblas (v. 10; cf. Is 9, 1).

b) Sin embargo, debe darse una justificación previa a esta transferencia de títulos de manos de Israel a la Iglesia, y el autor se vale, para este fin, del tema bíblico de la piedra (ver­sículos 4-8). La antigua alianza ha sido elaborada en las faldas del Sinaí, monte al que el pueblo no podía acercarse bajo pena de muerte (Ex 19, 23); la nueva alianza se tramita y queda es­tablecida para siempre en torno a una "nueva roca", una "pie­dra" viva que es Cristo resucitado; una piedra a la que, en oposición a lo que sucede con el monte Sinaí, todos pueden acer­carse (v. 4).

El nuevo pueblo acude a reunirse bajo la protección de una persona que dio muestras de su divinidad sobre todo en su muerte y resurrección ("rechazado..., pero escogido", v. 4), y re­vela a cada uno su personalidad religiosa. Reunidos en torno a Cristo, los cristianos constituyen de este modo un templo es­piritual, pues su ofrenda no consiste ya en simples ritos, sino en actitudes personales (v. 5; cf. Rom 12, 1; Heb 13, 16) y su adhe­sión a Cristo deja de ser una cuestión de ablución, para con­vertirse en fe y compromiso (v. 6-8).

3 M. E. BOISMARD, Quatre hymnes baptismales dans 1 Fierre, Par ís , 1961.

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Esta es la razón por la que los dos primeros versículos de la perícopa litúrgica subrayan que el sacrificio espiritual de los cristianos es de orden moral y se apoya en la conversión ince­sante y el caminar permanente hacia la meta que Cristo nos ha trazado en nuestras propias vidas. La leche espiritual a que aluden estos versículos no es otra que la Palabra de Dios, ofre­cida en el momento de la conversión bautismal y proclamada incesantemente para alimentar el crecimiento espiritual y la constante renovación de los fieles (1 Pe 1, 22-25).

* * *

Los discípulos de Jesús están seguros de ser el verdadero Is­rael, pero ¿no creían de igual manera los fariseos, los zelotes, los esenios y los saduceos?

En realidad, la primera carta de Pedro revela perspectivas muy diferentes: los cristianos no se consideran solamente el verdadero Israel, sino el nuevo Israel4. Precisamente el cono­cimiento personal y experimental del Resuciatdo (la "piedra" del nuevo pueblo) es lo que permite devenir en nuevo pueblo al que en principio no era más que un simple partido judío. Que los cristianos de Jerusalén hayan observado durante largo tiempo las instituciones judaicas no reviste gravedad alguna: su fe en la "piedra" tenía que hacer volar por los aires, tarde o tempra­no, aquellas instituciones.

Bajo la pluma del autor de la primera carta de Pedro, la Iglesia se reconoce ahora como el nuevo pueblo escatológico, en el que encuentran su definitivo cumplimiento todas las po­tencialidades contenidas en el antiguo.

El acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo tie­ne, pues, para la Iglesia, la misma relevancia que para Israel la manifestación de Yahvé en el monte Sinaí. Tal acontecimiento es el núcleo de la constitución del nuevo pueblo y fundamento de su sacerdocio real. Pero hay una diferencia esencial que dis­tingue ambos acontecimientos: las tablas de la ley son susti­tuidas por una persona que se ofrece como sacrificio, un "ser vivo" y su amor a todos los hombres, para ofrecer a la humani­dad un tipo de alianza basada en un corazón nuevo, capaz de entregarse totalmente a la voluntad del Padre y de edificar, de este modo, el templo espiritual donde se ofrece el único culto agradable a Dios.

¿Por qué, entonces, la Iglesia sigue empeñada, por todos los medios, en definirse a partir de nociones tomadas del judaismo, tales como: pueblo santo, asamblea sacerdotal, etc., todas ellas caducas y más que pasadas de moda?

H. KUNG, L'Eglise, Brujas , 1968, págs. 153-85.

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La razón de ello parece ser que, mediante estas denomina­ciones, se trata de evitar toda eleriealización de la Iglesia: el pueblo de Dios no existe sino todo entero. Cualquiera que sea la misión que desempeñemos en la Iglesia, lo que importa, so­bre todo, es saber si somos verdaderos creyentes capaces de ofrecer el sacrificio espiritual. La noción de pueblo evita, por consiguiente, toda concepción individualista del encuentro con el Resucitado. La Iglesia no es una confederación de pueblos que piensan lo mismo. La voluntad de Dios de constituir un pueblo en torno a la nueva "piedra" es anterior a la fe de cada uno.

Finalmente, las nociones tan concretas de pueblo y asamblea impiden idealizar a la Iglesia. Esta es, ciertamente, una insti­tución divina, pero no existe sin los hombres concretos e in­dependientemente de la búsqueda religiosa de estos. Sin los hombres, la Iglesia no tiene consistencia alguna. Es, por consi­guiente, normal que la Iglesia esté condicionada a su entidad terrena y pecadora y que admita una reforma y purificación per­petuas.

La celebración eucarística reúne todas estas características: es pueblo de Dios en acto de sacrificio espiritual, cuando actúa todo él en respuesta al llamamiento de Dios, y cuando ofrece, como sacrificio, su fe en Cristo resucitado y su adhesión a la nueva ley que Cristo promulga.

V. 1 Juan 3, 18-24 Si la verdadera comunión con Dios está 2.a lectura reservada para la eternidad (1 Jn 3, 2), 2P ciclo ¿cómo podemos saber si nos acompaña ya

en este mundo? ¿Qué seguridad podemos tener ante Dios si no podemos siquiera percibir su presencia? Este pasaje puede muy bien servir de marco a estas preguntas.

Juan llama la atención sobre un principio que le obsesiona: así como no puede uno contentarse con un conocimiento pura­mente abstracto de Dios, de igual manera no puede uno amar a sus hermanos con solo palabras (v. 18).

Esta experiencia auténtica del amor fraterno nos proporcio­na plena seguridad ante Dios; nos permite reconocer la pre­sencia permanente de Dios en nosotros (v. 21) y confiere a nues­tra oración la certeza de ser oída (v. 22; cf. Jn 15, 15-17).

El mandamiento que nos proporciona seguridad ante Dios y garantiza su presencia entre nosotros es doble: creer en el nom­bre de Jesucristo y amarnos los unos a los otros (v. 23). Juan

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presenta estos dos preceptos de tal manera que no parecen sino uno. El, en efecto, considera que no hay dos virtudes distintas, la fe por una parte y la caridad por otra, sino que ambas son las dimensiones, vertical y horizontal, pero simultáneas, de una sola actitud (cf. Jn 13, 34-36; 15, 12-17). Nosotros somos hijos de Dios por nuestra fe, y la caridad fraterna fluye de esta fi­liación (1 Jn 2, 3-11) s.

* * *

Vivir, al mismo tiempo, la dimensión horizontal y vertical del mandamiento de Dios no es cosa fácil. El cristiano, en nues­tros días especialmente, trata de buscar un amor fraterno más auténtico y universal, pero sin referencia a Dios, olvidando que el amor hunde sus raíces en la propia vida de Dios.

Creer en Jesucristo, como lo pide San Juan, es creer que el Padre ama a todos los hombres a través de su propio Hijo; es, asimismo, estar dispuesto a participar en esta mediación del amor y, además, admitir que Jesús ha respondido de manera única al amor del Padre e intentar imitar la renuncia y la obe­diencia filial de Cristo.

La Eucaristía pone a los cristianos en relación simultánea con Dios y los hombres. En la celebración eucarística se reúnen los cristianos para dar gracias a Dios, en primer lugar; a con­tinuación, deben reintegrarse a sus tareas que les pondrán en contacto con los otros hombres. La simultaneidad de ambas ac­titudes constituye la propia esencia de la Eucaristía.

VI. Apocalipsis 21, 1-5 La creencia de los cristianos en una 2.a lectura felicidad inmediata a la muerte (con-3.er ciclo trariamente a la mentalidad judía) no

les impide creer, al mismo tiempo, en un juicio solemne y en una restauración definitiva de la crea­ción del Reino. La presente lectura es una buena muestra de ello. Queda borrada la antigua creación como lo anunciaban los pasajes de Is 34, 4 ó 65, 17 (Ap 20, 11; 21, 1), se inaugura solemnemente el juicio (Ap 20, 12), se opera la resurrección de los muertos—no ya solo la de los justos (Ap 20, 12)—e inme­diatamente aparece la nueva creación (w. 1-5).

* * *

a) Estamos ante una herencia judía en su totalidad: Dios es el único que decide los acontecimientos escatológicos; estos aparecen deslindados de la vida terrena y no son, en modo al-

» Véase el tema doctrinal de la moral pascual del amor, en esta mis­mo capítulo.

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guno, continuidad inmediata de la misma. Por otra parte, Dios aparece solo en su trono (Ap 20, 11) y no se hace mención al­guna de los que se sientan a su alrededor. Incluso el Cordero está ausente de la escena. En cuanto a la Nueva Jerusalén (ver­sículos 1-2), da la sensación de estar completamente deshuma­nizada y su construcción parece haberse realizado totalmente al lado de Dios. Los primeros cristianos han vivido, según esto, en función de dos ideas que no han integrado perfectamente: una, que subraya que la vida eterna está en vías de realización en la vida del bautizado; otra, que hace de ella un aconteci­miento dejado al beneplácito de Dios. En el cap. 20, 12 del Apocalipsis aparece claramente esta tensión: en el curso del juicio son abiertos los libros que contienen el balance de la vida de todos los hombres y el libro de la vida en el que consta, como un anticipo, la voluntad de Dios sobre cada uno de ellos.

Pero esta oposición entre las dos concepciones en torno a la escatología no es definitiva, pudiéndose hallar una solución me­dia en el sentido de otorgar a la vida terrena del bautizado un significado celestial. En este sentido, la ciudad que desciende del cielo hasta los hombres no está solo reservada para más allá de la muerte (v. 3), sino que se construye, en vida, en cada uno de los corazones (Jn 14, 23). Aun así, esta Jerusalén futura será, efectivamente, "celeste" (v. 2) en oposición a Babilonia, la ciudad construida por manes de hombres (Ap 18); pero si los fieles pertenecen ya desde ahora al Reino celestial instaura­do por Dios en Cristo (Col 3, 1-3), ¿no pueden los hombres to­mar parte en la construcción de esta ciudad santa? Y, final­mente, si Dios ha transmitido su propia belleza a la prometida de su Hijo (v. 2; cf. Ez 16, 14), esta prometida es, sin embargo, una humanidad liberada que tiene acceso al honor de esposa, al aceptar libre y activamente la belleza con que Dios la adorna.

Estas realidades descritas en esta lectura no pueden ser pro­yectadas hacia un más allá que no haya sido elaborado y bos­quejado en esta vida.

b) La nueva Jerusalén aparece descrita en tres partes, cada una de las cuales comienza por: "y vi..." (Ap 21, 1-8) o: "y me mostró..." (Ap 21, 9-17; 22, 1-5).

Cada una de estas divisiones comienza con la descripción de la ciudad celeste en estilo apocalíptico (Ap 21, l-3a, 5-6ab; 21, 9-23; 22, 1-2) y continúa con un oráculo profético basado en el vocabulario del Antiguo Testamento (Ap 21, 3c, 4, 6, 7; 21, 24-26; 22, 3-5). Cada una de ellas termina con una maldición sobre los pecadores (Ap 21, 8, 27; 22, 15).

La primera parte, la única que se cita en nuestra primera lectura, comienza (vv. 1-2) con la presentación de la nueva Jerusalén en unos términos que nos traen a la memoria el pa-

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saje de Is 65, 17-19 y hace una evocación de la transfiguración mesiánica de Jerusalén (tema de la aparición del mundo nue­vo y de la destrucción del antiguo). Esta descripción es tam­bién casi una copia de Is 61, 10 y su tema de la Jerusalén res­taurada.

Se puede, no obstante, descubrir algunas diferencias entre el Apocalipsis y el Tercer Isaías. Este había evocado una simple imagen cuando dice que el mundo antiguo sería "borrado" (de la memoria). El Apocalipsis es más realista al tratar estas imá­genes, diciendo que el mundo antiguo "se desvanecerá", desapa­recerá. Por lo demás, añade un rasgo nuevo: la ciudad descen­derá del cielo, no del cielo cosmogónico (pues también este desaparecerá juntamente con el mundo antiguo), sino de un cielo que es la región misteriosa de Dios. Los judíos habían ya imaginado una ciudad ideal en el cielo, siendo la de la tierra una réplica de aquella (por ejemplo, el tabernáculo: Ez 25, 9-40; 36, 30; 37, 8; Núm 8, 4). Los apocalipsis judíos que siguieron a la caída de Jerusalén en el año 70 anunciaron, efectivamente, una intervención milagrosa de Dios asegurando la reconstrucción de la ciudad antigua; y si a veces se alude al descenso de una Jerusalén celeste, no es sino para asegurar, aunque solo sea por medios puramente imaginativos y maravillosos—ya que el pue­blo encontraba en estas imágenes una aproximación a la reali­dad deseada—, la continuidad de esta nueva ciudad ansiada con la antigua. La perspectiva judía es, pues, la de asegurar un renacimiento de la ciudad destruida, en tanto que la perspec­tiva del Apocalipsis es del todo diferente: se trata de una nue­va ciudad que está al llegar y cuya importancia capital no radica en ser o no continuidad de la antigua, sino en reconocer su trascendencia y su carácter inédito.

Si Juan utiliza el tema de Jerusalén para hablar de esta nueva realidad es porque, para él, esta ciudad es todavía el centro de la Alianza, la figura concreta del Pueblo de Dios. La nueva Sión presentada por Juan es una forma concreta de ma­terializar la elección del nuevo pueblo y el establecimiento de un nuevo tipo de alianza de Dios con las naciones 6.

c) Se trata, por tanto, de un nuevo tipo de alianza: nuevas relaciones entre Dios y la ciudad (v. 2b), inspirado en Is 54, 1-6; 62, 4, 12; 66, 7-9; elección de un nuevo pueblo (v. 3b) según una fórmula sacada de los antiguos pactos establecidos en el Antiguo Testamento: "Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo." Este nuevo tipo de alianza lleva consigo nuevos privilegios: la garantía de la presencia de Dios (v. 3, tomado de textos relativos al tabernáculo en el Antiguo Testamento: Ez 43, 4-5; 2 Mac 2, 8); la curación de todo mal (Is 25, 8) y, finalmente, la herencia y la adopción como hijos de Dios (Ap 21, 7).

Véase el tema doctrinal de Jerusalén, en este mismo capítulo.

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d) De estos privilegios, el principal de todos es el de la es­tancia de Dios entre los hombres. El término griego empleado para expresar esta idea evoca la tienda de campaña que cobi-j aba al pueblo elegido en el desierto. Ahora bien: la apocalíptica judía había imaginado que esta tienda tenía su modelo y su doble en el cielo (Ex 25, 9; 26, 30; Sao 9, 8; Eclo 24, 8), pero nadie había aventurado que esta tienda celeste pudiera bajar a la tierra. Por otra parte, Juan espiritualiza de tal modo este tabernáculo que llega a confundirse con el propio Dios: "He aquí la morada..., el mismo Dios vivirá en ella." La tienda no era más que un esbozo de la realidad cristiana: la presencia de Dios entre los hombres. Así como el Templo era consustan­cial al pueblo judío, de igual modo no se podía concebir un pueblo cristiano sin un templo nuevo (el que correspondía a la nueva Jerusalén), que no es ya morada, sino presencia viva de Dios que desborda el templo material y lo sustituye. El mis­mo sentido que el expuesto en las líneas anteriores tiene el pa­saje de Jn 2, 19-22, en que Cristo resucitado es presentado como el nuevo Templo, capaz por sí solo de asegurar el nuevo culto en espíritu, ya que la presencia de Dios es total en él.

VII. Juan 14, 1-12 Los Evangelios de este día y de los domin-evangelio gos siguientes proponen extractos del dis-l.eT ciclo curso pronunciado por Jesús después de la

Cena. Se trata de tres textos sucesivos. El primero (Jn 13, 33-14, 31) es un discurso de despedida, al final del cual los apóstoles y Cristo "se levantan" (Jn 14, 31); ha terminado la reunión. El segundo (Jn 15-16) es un doblete del primero, cuyos temas principales desarrolla. El tercero (Jn 17) reproduce la oración "sacerdotal" de Cristo a su Padre.

El Evangelio de este primer ciclo pertenece al primer dis­curso. Los apóstoles manifiestan su inquietud y su tristeza ante el abandono de Cristo. Jesús les anuncia que todos se reunirán en torno al Padre (Jn 14, 1-3, 19, 28), y les garantiza su pre­sencia entre ellos por el amor (Jn 13, 33-35; 14, 21) y el cono­cimiento que de El tendrán (Jn 14, 4-10).

* * *

Este pasaje evoca dos temas bíblicos importantes: el de la casa y el de la ruta.

a) La casa de Dios designa el Templo de Jerusalén. Pero Jesús ha dejado bien patente que la verdadera morada del Pa­dre no podía confundirse con esta casa de comercio y de con­tratación (Jn 2, 17-20). Dio a entender, asimismo, que El mismo era esta casa de Dios (Jn 2, 20-22), ya que su fidelidad al Padre

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constituye el sacrificio definitivo y, en El, serán acogidos todos los hombres con mayor hospitalidad que en el templo de Sión.

En esta primera parte de su discurso hace ver que la casa del Padre es la gloria en la que El entrará pronto y adonde no pueden seguirle los que aún no hayan vencido la muerte y el pecado (vv. 1-3; cf. 2 Cor 5, 1).

La casa llega a ser, según esto, una experiencia más: la de "vivir" con el Señor y el Padre (v. 3); no es tanto un lugar como una manera de existir sumergido en la vida divina y en la co­munión con el Padre.

b) La imagen de la casa evoca sin esfuerzo alguno la de los caminos que a ella conducen: éxodo que lleva a la Tierra Pro­metida, peregrinaje que nos pone en el Templo, camino de re­greso del destierro.

Este tema del camino introduce la idea de la mediación de Cristo. Lo mismo que la estancia del Padre excluye un lugar físico, material, siendo más bien experiencia interna de comu­nión con El, de igual modo el camino que lleva a esa unión cae fuera de toda localización física, pues es una vivencia ín­tima en que se confunden autor y receptor de la misma, co­municada por Dios a los hombres (v. 10) mediante la enseñan­za de su "verdad" y la comunicación de su "vida" (v. 6).

Jesús es verdad porque es la revelación exacta del Padre, inabordable en todos los aspectos. Es vida porque, a partir de El, puede el hombre participar de la comunión con Dios vivo (Jn 3, 36; 5, 24; 6, 47); y es, sobre todo, camino, porque sus fun­ciones de verdad y vida tienen su realización definitiva dentro de un contexto escatológico cuyo cumplimiento está próximo.

Si tomamos las expresiones del v. 6 desde otro punto de vista, podría decirse que son, al mismo tiempo, "descendentes" (verdad y vida) y "ascendentes" (camino); se completan entre sí para evocar la mediación exclusiva del Hombre-Dios7.

* * *

Cristo es el camino por el hecho de haber vivido en Sí mismo la transfiguración, bajo el influjo de la gloria de Dios, de la humanidad fiel, y por haber comunicado esta experiencia a sus hermanos. Es morada de Dios, porque en El y con El la hu­manidad encuentra al Padre y participa de su vida.

Los temas casa y camino son particularmente esclarecedo-res en eclesiología. Nos hacen caer en la cuenta de que la Igle­sia no es aún la mansión de Dios, pero toma ya parte en el

7 I. DE LA POTTERIE, "Je su is la voie, la vér i té , la vie", N. R. Th., 1966, páginas 907-42.

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camino que conduce a ella, Aún no conoce realmente a Dios, pero el conocimiento que de El tiene es, sin embargo, verda­dero.

Ambos temas se completan y se corrigen mutuamente. A los cristianos sensibles a las ideas de estabilidad y perfección, el tema del camino recuerda que la Iglesia es susceptible de con­tinua reforma y está obligada a hacer frecuentes altos en el camino; les recuerda también a los cristianos este tema que la Iglesia no puede—ni debe—conceder un valor absoluto a las culturas y ritos de que se vale para su misión; que no puede dar valor eterno a lo que, en ella, no es más que servicio a los demás y renuncia de sí. Por el contrario, el tema de la mansión recuerda, a los cristianos sensibles a los cambios y agitaciones violentas, que la Iglesia está avocada a la estabilidad y que en el propio seno de las revoluciones late un solo corazón y un alma idéntica a ella misma que le garantiza la presencia de su único e idéntico Señor.

VIII. Juan 15, 1-8 Este Evangelio forma parte del segundo dis-evangelio curso que siguió a la Cena. Cristo insiste en 2° ciclo la fuerza de los lazos que se establecerán en­

tre El y los suyos (Jn 15, 4, 6, 7, 10) y lazos que serán reforzados con el envío del Paráclito (Jn 16, 7, 13) y utiliza con este fin la alegoría de la viña8.

La viña designa tradicionalmente la Tierra Prometida (Núm 13, 23), y sobre todo el pueblo elegido, viña que produce con frecuencia más agraz que vino (Os 10, 1; Is 5, 1-7; Jer 2, 21; 5, 10; 12, 10-11; Ez 15, 1-6; 17, 5-10; 19, 10-14; Sal 79/80, 9-16). Cristo, al llamarse a Sí mismo vid (v. 1), pudo tener la inten­ción de sustituir, en su propia persona, al pueblo antiguo para poder ofrecer a su Padre el buen vino de la fidelidad.

Pero esta explicación no agota, ni mucho menos, el símbo­lo de la vid de Jn 15. En efecto, Cristo se vale de esta alego­ría para subrayar, como en el Eclo 24, 17-20, la comunicación de la vida divina. Se conseguiría, de este modo, un paralelismo entre la imagen de la vid de vida y la del pan de vida (Jn 6), y el tema de la vid pasaría a ser discretamente eucarístico. Ade­más, encontramos en Jn 15 los mismos temas que en el cap. 6 del mismo Evangelio: la idea de "permanecer en Mí" (Jn 6, 56; Jn 15, 5), que no se encuentra en los pasajes en que alude a los "discípulos" (Jn 6, 44; Jn 15, 8). El Padre ha dado a los discí-

8 P. LEBEAÜ, Le Vin nouveau du Royaume, Brujas, 1967.

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pillos de Cristo la fe para que le conozcan (Jn 6, 44), y los ha purificado del pecado (Jn 15, 1-2) para que permanezcan unidos u MU Hijo.

La fidelidad que Yahvé esperaba del pueblo elegido la en­cuentra, por fin, en Jesús, la verdadera vid. Hace su aparición una nueva alianza, ya que la fidelidad de Jesús, que se traduce en obediencia hasta la cruz, no ha sido engendrada por los re­cursos del hombre; es la fidelidad del Hijo eterno puesta al alcance del hombre.

La vid de la Nueva Alianza produce un fruto abundante que se llama amor; un amor a los hombres idéntico al que el Padre siente por ellos; un amor "podado", pues ha tenido que ser pu­rificado del egoísmo; un amor cuya posesión solo puede lograr­se participando del amor de Cristo, representado en la Iglesia.

En la realidad del vino eucarístico se dan cita, a la vez, el amor de Dios, que amó tanto a los hombres que les entregó a su Hijo, y la fidelidad humana de Jesús, "limpio" de todo egoísmo.

IX. Juan 13, 31-35 Este pasaje sobre el "mandamiento nuevo" evangelio constituye, en cierto modo, el testamento 3.er ciclo espiritual de Cristo 9.

* * *

a) El amor que Jesús recomienda a los suyos es un "man­dato" (v. 34). Este término tiene, para Juan, un sentido más doctrinal que moral, más institucional que legal, ya que, aisla­do de todo contexto, designa a veces la misión de Jesús (Jn 10, 18; 12, 49-50; 14, 31). Así, pues, este mandato invita a los dis­cípulos a tomar las riendas de la misión de Cristo una vez que Este se retira para unirse con su Padre. Dicho más concreta­mente aún: el amor es la institución que permite a Cristo per­manecer presente entre los hombres durante los siglos que se­guirán a su muerte, tiempos cuya inauguración tiene lugar en el sacrificio de Jesús sobre la cruz. Las menciones cronológicas, que abundan en este pasaje (pronto, dentro de poco, ahora, más tarde), destacan esta dimensión escatológica del amor10.

9 Comentario en C. SPICQ, Agapé, París, 1959, vol. 3.°, págs. 170-80. 10 L. CERFAUX, "La Charité fraternelle et le Retour du Christ", Eph. Th.

Lov., 1948, págs. 321-32.

161 ASAMBLEA I V . - l l

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Finalmente, el amor que los discípulos se profesan es "como" el que Cristo les había manifestado (v. 34). Ahora bien: el vo­cablo griego Ka6(í>Q (kathós) no indica una simple comparación ("a la muerte de"), sino una profunda conformidad, adaptabi­lidad, igualdad en la forma. En otros términos: no se puede amar realmente a los otros más que habiendo experimentado el amor de Cristo hacia uno y mediante la aceptación, volun­tariamente obligatoria, de reflejar y dar a conocer el amor que se recibe de El.

t>) Este hecho cuasi-institucional de la caridad cristiana es tanto más claro cuanto que San Juan introduce el discurso de la despedida del Señor en el lugar en que se esperaba encon­trar el relato de la institución de la Eucaristía. Esto nos da la impresión de que, para él, el amor era un memorial de Cristo tan real como la propia Eucaristía. Podría decirse que, de este modo, da los primeros pasos hacia una desacralización del rito en favor de su contenido.

Sea dicho, también, que el amor que los cristianos se profe­san entre sí y a los demás prolonga hasta tal punto la misión de Jesús entre los hombres, que el mundo no-creyente podrá distinguir, gracias a esta señal, a los discípulos del Señor.

# * *

El amor propuesto a los cristianos es, por tanto, un precepto realmente nuevo (v. 34). Pertenece a una economía nueva de Dios y no está limitado exclusivamente al prójimo, como en la economía antigua (Lev 19, 18), ni es ya tampoco una simple norma legal, sino una, por así decir, institución escatológica "sacramental" y misionera, que sustituye, como la Eucaristía, a la presencia de Cristo visible (v. 33).

La relación existente entre el amor de los cristianos y Je­sucristo es esencial. El hombre no puede realizar su destino más que amando a Dios con un amor filial de consocio, y a todos los hombres con un amor fraterno propio de hijo de Dios. Un amor de esta clase solo puede poseerlo el Hombre-Dios; los hombres pueden tener acceso a este amor si se unen estrecha­mente al Mediador único por el bautismo y la Eucaristía. Esta última, en particular, supone la participación fraterna del mis­mo pan, la respuesta a la iniciativa amorosa del Padre y el ofre­cimiento a dar testimonio de Dios, que constituye la expresión por excelencia del amor a todos los hombres.

El amor será un auténtico signo misionero si el cristiano

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se preocupa de ser su portador, no de una manera paternalista o despersonificada, sino haciendo propias las aspiraciones del mundo moderno y tratando por todos los medios de afirmar las estrechas relaciones que existen entre la caridad sobrenatural y las responsabilidades del hombre como creatura11.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la moral pascual del amor

Muy pocos cristianos tienen un conocimiento claro del ca­rácter pascual de su vida moral. Realizan mal aquello con que la Pascua de Cristo da un impulso original al dinamismo de su vida.

Esta situación no deja de ser grave. La ignorancia de rea­lidades tan fundamentales para el ejercicio de la fe puede producir sutiles degradaciones en la conciencia y ocasionar gra­ves errores para la identificación de la moral cristiana. Así, por ejemplo, se la verá reducida a una moral del deber de estado, que además se acantona algunas veces únicamente en el te­rreno de las responsabilidades individuales.

En el terreno misionero, las consecuencias son todavía más graves. Es imposible que el cristiano dé testimonio de la Resu­rrección de Cristo, si su vida moral no ha sido transformada completamente por su configuración con el misterio pascual. Pero entonces, ¿qué sentido tiene esta transformación? Si se inspira en la Pascua de Cristo, la vida moral del cristiano exige también la obligación de ser fiel a un cierto orden de valores. ¿Qué relación existe entre estos dos aspectos?

La fe y las obras En su búsqueda de la felicidad, el hombre en Israel pagano se fía exclusivamente de las seguri­

dades que puede deducir de su existencia concreta. Para ello se le ofrecen dos caminos: el de los ritos litúrgicos y el de la moral. Por su mayor facilidad y eficacia, los hombres han tomado masivamente el primero. Si se realiza de una manera escrupulosa, el rito permite participar del mun­do de lo sagrado. El rito inicia en el verdadero sentido de las cosas, en su significación divina, y confiere a los actos huma­nos una solidez que toma de los arquetipos propuestos in illo

11 Véase el tema doctrinal de la moral pascual del amor, en las pági­nas siguientes.

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tempore por los dioses o los antepasados. Hay que hacer notar que este camino del rito no lleva consigo unas exigencias mo­rales propiamente dichas. Otros hombres han buscado la sal­vación en el propio esfuerzo moral, sin negar el interés que tiene el camino religioso—pensemos en los estoicos o en la con­cepción que los chinos tienen de la vida—. Este segundo camino que, evidentemente, es más exigente, tiende, sin embargo, al mismo objeto: apoyarse en unas seguridades, a las que se da el nombre de señorío sobre sí mismo, virtudes morales y sociales, armonía del hombre consigo mismo y con los demás.

La alianza del Sinaí y la promulgación de la ley mosaica dan a Israel una nueva mirada para considerar la religión, las exigencias de la vida moral y las estrechas relaciones que unen a unas y otras. Ante Yahvé, el Todo-Otro, el Creador tres veces santo, el acto religioso—aquí el camino de la fe—no proporciona ya la seguridad de las religiones tradicionales. Ante Yahvé hay que presentarse como un pobre, desprovisto de todo, y única­mente recurrir a su benevolencia misericordiosa. Tal actitud religiosa lleva consigo el profundizar en la vida moral en una doble dirección: por una parte, procura una abertura y una sumisión a una ley moral objetiva y fundada en el propio acto creador. Por otra parte, conduce a una fidelidad moral más profunda, puesto que por medio de la fidelidad a los hechos se perfila el auténtico reconocimiento de los demás. Esta fideli­dad, con la que se ejercita la verdadera libertad, coloca en su lugar la observancia de la ley y las seguridades que ésta apor­ta. Incluso es causa de que se profundice más en la ley, mani­festando el necesario dinamismo interno. Nada favorece tan­to este ahondamiento como el que el hombre se dé cuenta de su fragilidad y de su finitud.

La insuficiencia de la fe en Israel ha hecho que el proceso iniciado no desarrolle todas sus consecuencias. De hecho, el hombre judío se ha mostrado incapaz de dar una respuesta adecuada a la iniciativa salvadora de Dios, en la abnegación total de sí mismo. La fidelidad a la ley ha terminado por de­gradarse en una búsqueda de seguridad, que ha paralizado el dinamismo original de la alianza.

El amor a Dios Jesús ama a Dios, respondiendo libre-y el amor al prójimo mente a la iniciativa del Padre, con un en Jesucristo amor filial. Este amor hace de Cristo la

piedra angular para la construcción del Reino. Pero este amor se hace tangible concretamente en la obediencia de Jesús a su condición terrena de criatura.

El misterio de esta obediencia descubre el secreto de la vida moral del Salvador. Jesús afronta la condición terrena de hom-

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bre con el soberano realismo de la criatura que es verdadera­mente libre. Como todo hombre, Cristo aspira a lo absoluto, pero, mejor que ningún otro hombre, experimentará la finitud de su libertad. Su cualidad de Hijo le enseña que la realización de los designios de salvación no se puede conseguir solo con las fuerzas humanas. Cuando se enfrenta con el hecho imprevisto de la muerte, Jesús revela cuál es la verdadera fuente de la vida moral y de la auténtica promoción del hombre: el amor universal al prójimo, cualquiera que este sea. Este amor es el que hace pasar de la muerte a la vida.

El amor a los demás, tal como lo vivió Cristo, expresa en el más alto grado su libertad de criatura. Es imposible amar a los demás tal como son, imposible reconocerlos en su alteridad esencial, sin negarse a hacer de sí mismo un centro, un abso­luto. Este es el precio que hay que pagar para que la libertad humana, restituida a su propia verdad, puede construir la fra­ternidad entre los hombres.

Pero, además de sus dimensiones morales, este amor al pró­jimo tiene también una dimensión propiamente teologal. El que ama con toda perfección es el Hijo del Padre, y en El todos los hombres están llamados a la filiación adoptiva. El reconocer al prójimo en su misterio de alteridad se manifiesta, por tan­to, como inseparable del respeto que se debe a un hermano de filiación divina. El cristiano proclama en todo hombre la dig­nidad de una criatura, que está llamada por la gracia a la edi­ficación del Reino.

Cristo, dando su vida por amor a todos los hombres, ha dado el testimonio decisivo de la ley de la libertad. No existe más ley que la del amor incondicional. El Hijo de Dios realiza su voca­ción de hombre libre amando hasta dar su vida. No es ya un esclavo de la ley, sino que, por el contrario, puede medir la importancia y también la relatividad de las prescripciones mo­rales, tratando siempre de ahondar más y de purificarse.

La moral cristiana, El único mandamiento dejado por Cristo a una moral pascual sus discípulos resume toda la nueva ley: del amor "Amaos los unos a los otros como Yo os he

amado." Para amar a los demás como los ha amado Cristo, tenemos

que reconocerlos como "nuestros hermanos" en Cristo y mi­rarlos con el mismo amor con que los ha mirado el Padre. Un amor así llega hasta el extremo de amar al prójimo en todo lo que tiene de criatura falible, que puede rechazarme, ser mi ene­migo y condenarme a muerte.

El amor verdadero supone el afrontar la muerte. El verda-

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dero encuentro con el prójimo obliga al hombre a medir los acontecimientos con todo el acompañamiento de cosas impre­vistas. No se ama a los demás como se cumple una prescripción moral, porque nunca se sabe adonde nos lleva este amor. Pero amando como Jesús ha amado, el cristiano afronta la muerte en victorioso. La muerte aceptada por obediencia pierde su po­der y deja de ser un puro obstáculo. Aceptándola así, el hom­bre se descubre como completamente libre: puede amar y ha­cer lo que quiera.

Esta moral cristiana del amor no se ofrece al cristiano como una simple posibilidad. Las relaciones del hijo del Reino de los cielos con su Padre exigen el camino pascual del amor, por el que se revela la fidelidad del hombre a su condición de cria­tura. En el cristianismo, la relación que existe entre "religión" y "vida moral" es tan estrecha, que San Juan ha podido escri­bir que "el que dice: 'Le conozco', pero no guarda sus manda­mientos, es un mentiroso y la verdad no está en él" (1 Jn 2, 4). Para un hijo adoptivo del Padre, el amor a Dios y el amor a los hombres se concretan en el encuentro con el prójimo, que en este mundo debe llegar hasta el don de la vida.

El carácter pascual de la moral cristiana explica también su carácter eclesial. El cristiano que desea unificar su vida de to­dos los días—tanto en sus orientaciones como en sus realiza­ciones, pequeñas o grandes—bajo el signo del amor victorioso sobre la muerte, deberá mantenerse de una manera permanen­te bajo la dependencia de Cristo resucitado. Pero esto implica que el pertenecer a la Iglesia debe vivirse con la intensidad que se requiere.

El testimonio Distingamos bien los dos aspectos de la pre-de la vida moral gunta: La vida moral del cristiano ¿es signo del cristiano objetivo de la salvación que nos adquirió Je­

sucristo? ¿En qué condiciones es legible este signo para los no cristianos?

Una vida moral basada únicamente en el amor total al prójimo encuentra su íntima coherencia, su sentido último, en la condición de hijo de Dios. Porque todos los hombres tienen el deseo de lo absoluto. En consecuencia, solo la condición fi­lial—a la que puede aspirar todo hombre en Jesucristo—hace posible de manera eminente el amor al prójimo vivido en la ab­negación total de sí mismo. En realidad solo Jesús ha llevado a la perfección una vida moral de este tipo, haciendo de su carne el acto supremo de su libertad humana de Verbo encar­nado. Al no poder alcanzar esta perfección, la vida moral del cristiano obtiene su valor objetivo de signo de salvación cuando está unida a Cristo en la Iglesia y por la Iglesia. El cristiano

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vive una vida que no encuentra su fuente adecuada en sí mis­mo. Como pecador, continuamente está presentando su vida al juicio del amor.

Pero ¿en qué condiciones la vida moral del cristiano se con­vierte en un signo de salvación que pueda ser visto por los no cristianos en el mundo actual? El hombre moderno, que es un hombre responsable, toma en serio las gigantescas tareas que se le ofrecen. Se esfuerza por promover valores humanos, tales como la paz, la justicia social e internacional, la dignidad del hombre. Estas tareas no las ha descubierto el hombre moderno por medio de la fe, sino mirando la realidad de una manera lú­cida. En estas condiciones, el testimonio del cristiano no pue­de interesar al hombre de hoy más que si procede de un hom­bre que sea igualmente sensible a los problemas de este tiempo y que procure conseguir también él los valores que trata de promover. El cristiano mostrará la inspiración profunda que unifica su vida, en la manera que tenga de ser fiel a las respon­sabilidades propias de todo hombre de nuestro tiempo. El ca­mino de la evangelización no hay que buscarlo por otro sitio.

El resurgimiento ritual Si la fuente de la vida moral del fcris-de la vida moral tiano es la caridad de Cristo, se impo-del cristiano ne de un modo permanente el tener

que recurrir al rito. Para que la caridad de Cristo llene toda una vida, es necesario que el cristiano se inicie cada vez con mayor hondura en las costumbres del Reino de los cielos. Toda reunión eclesial tiene por objeto el perfec­cionar esta iniciación.

La Eucaristía ocupa el centro de la Institución eclesial. Par­ticipando del Pan y de la Palabra, anudando los vínculos es­pecíficos que establece la celebración eucarística, el cristiano se deja revestir cada vez más por Cristo y modelar por su Pa­labra. En lo sucesivo alguien obra en él, o mejor dicho, obra en la comunidad reunida. La caridad de Cristo ha trazado en los corazones su estructura original.

Vuelto a la vida y atento a los acontecimientos, el cristiano descubre hasta qué punto la Pascua de Cristo puede y debe inspirar el camino a seguir de su vida moral.

2. El tema de Jerusalén

La Iglesia atraviesa en nuestros días una profunda trans­formación. Unos se lamentan amargamente considerando que la evolución actual compromete gravemente los valores más sa­grados de la tradición cristiana. Otros, se regocijan del giro

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que está en trance de producirse y que, normalmente, debe per­mitir a la Iglesia reanudar con el mundo el diálogo aplazado durante siglos. Como sucede normalmente en tales circunstan­cias, se producen excesos por una y otra parte (ni los lacrimo­sos pesimistas deben excederse en sus lamentaciones, ni los op­timistas lanzar globos al aire: tranquilidad en ambos bandos).

Juan XXIII, al convocar el Concilio Vaticano II, deseaba ardientemente que la Iglesia recobrase el rostro de su juven­tud y que estuviera realmente presente en el mundo de su tiem­po. Esto implica, con toda evidencia, una reforma en su estruc­tura, una renovación del lenguaje de la fe y la pérdida (cons­ciente y voluntaria) de esa costumbre tan arraigada en ella de absolutizar muchas de sus realizaciones contingentes. Bajo este punto de vista, el balance del Vaticano II es, ciertamente, positivo: la visión del cristianismo que comienza a abrir sus múltiples puertas a todos, da una idea muy aproximada de la inquietud que mueve a la Iglesia. En este sentido, aquellos y aquellas que actualmente trabajan en el rejuvenecimiento de la Iglesia, pueden, con pleno derecho, recurrir al Concilio de Juan XXIII y a la orientación eficacísima que ha guiado los trabajos del mismo.

Pero, si tantos cristianos experimentan un serio malestar ante los cambios que se producen en la Iglesia; si todo aparece a sus ojos como si se estuviera operando un cambio de reli­gión, ¿cómo se explica lo anteriormente dicho? Sería injusto insinuar que la Iglesia de los últimos siglos ha sido infiel a su misión. Entonces, ¿a qué se debe que se hable de una aparente esclerosis del cristianismo? Y, en sentido inverso: ¿cómo es posible que los promotores del nuevo rostro de la Iglesia den tan a menudo la impresión de carecer de señales inconfundibles que les permitan comprobar, incluso contando con los cambios necesarios, la identidad fundamental del cristianismo?

Trataremos de responder a estas preguntas y a otras, estu­diando el tema de Jerusalén. Este tema ocupa un lugar central en las Escrituras, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testa­mento, e interesa directamente la eclesiología. La aventura de la fe, hasta su acabado en Cristo, encuentra en este tema un terreno privilegiado de expresión.

Jerusalén Jerusalén es la ciudad de David. Conquistada monte de Sión a los jebuseos en un "paseo militar", pronto

llegó a ser, por expresa voluntad del rey, la ca­pital política y religiosa de la nación judía, por fin unificada. Jerusalén es el símbolo de un éxito y el signo palpable de la bendición de Yahvé sobre su pueblo. La Tierra Prometida per­tenece, ya era hora, al pueblo que Yahvé había elegido para Sí.

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El reinado de David constituye un momento privilegiado de la historia del pueblo judío y ha quedado tan grabado en la memoria colectiva de todas las épocas, entre los judíos, que a medida que pasa el tiempo se le embellece más y más. David consigue hacer, de las doce tribus de Israel, una nación digna de tal nombre, donde se conoce la paz y la prosperidad y cuyo derecho de existencia como nación es finalmente reconocido por las naciones vecinas. El pueblo elegido conoce la seguridad tan deseada. Jerusalén simboliza todo esto que se acaba de de­cir y sus moradores se complacen en celebrar su grandeza y solidez, símbolo de la grandeza y solidez del pueblo que acababa de estrenar su mayoría de edad como pueblo "afincado" y or­ganizado.

Sin embargo, si Jerusalén simbolizaba solo eso, en los pro­yectos de Israel solo ocuparía un lugar casi insignificante e in­directo en lo que respecta a la aventura de la fe. En parecidas circunstancias, todo pueblo reacciona como Israel. La aspira­ción a la seguridad es un dato fundamental de la espontanei­dad humana. Por todas partes del mundo conocemos ciudades sagradas, construidas sobre la roca y consideradas inexpugna­bles, cuya propia existencia invita a sus habitantes o a sus pe­regrinos a participar de lo absoluto. En todas partes son cele­bradas como el eje del mundo, como el lugar por excelencia donde la relación con el mundo de lo divino está a la orden del día.

Pero el pueblo de la Alianza ha desarrollado, a propósito de Jerusalén, otra corriente de pensamiento que contrarresta no­tablemente la primera. Jerusalén materializa de todas las for­mas posibles la bendición que Yahvé reserva a su pueblo; ex­presa, asimismo, la voluntad de Dios de mantener con los suyos relaciones familiares; todo esto es cierto. Pero ese trato de pri­vilegio no se adquiere de una vez para siempre. Israel no tiene la exclusiva en Dios y Yahvé no está ligado a Israel por puro capricho ni porque este sea el "niño bonito" del contorno. La Alianza tiene como base la fidelidad divina, pero exige, asimis­mo, la fidelidad del pueblo elegido. Sin esta, Jerusalén pierde su dignidad y a Yahvé no le importa retirarse. Se comprende entonces que los profetas, que continuamente están alabando a Jerusalén, la han sometido constantemente a una crítica, a veces implacable. ¡Cómo pueden agradar a Yahvé los sacrifi­cios del Templo, si no van acompañados del sacrificio del co­razón! Y si el pecado del pueblo rebasa la medida en el cómpu­to de Yahvé, Jerusalén será destruida... Sin embargo, en sus visiones sobre el futuro los profetas reservan a Jerusalén un puesto privilegiado; el día de mañana, la ciudad santa será in­deciblemente maravillosa. En ella, y por ella, el pueblo elegido, por fin fiel, podrá dar testimonio a todos los hombres de las maravillas de Dios.

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Jesús de Nazaret Jerusalén se convierte en la capital religio-y la destitución sa del judaismo desde mucho antes de la de Jerusalén venida de Cristo; en tiempos de Jesús con­

tinúa siéndolo. Los judíos, unos más, otros menos, según las posibilidades de cada uno, acuden en peregri­nación a la Ciudad Santa procedentes de Palestina o de la Diás-pora. En estas coyunturas de verdadera trascendencia para el judío se afirma su esperanza y se consolida su convicción de pertenecer al pueblo elegido, al que Yahvé tiene destinado para un futuro prometedor y esplendoroso.

Jerusalén desempeña un papel importantísimo en la con­ciencia mesiánica de Jesús de Nazaret. Los cuatro Evangelios, cada uno a su manera, lo han recalcado. Particularmente, para San Lucas y San Juan, el ministerio público de Jesús se pre­senta como una ascensión progresiva que tiene como meta ter­minal Jerusalén. Jesús se dirige hasta allí con relativa frecuen­cia como peregrino asiduo y en esta ciudad dejará constancia de los hechos más significativos de su misión, entre ellos el acto por excelencia de su vida: su pasión y muerte en la cruz.

No podía suceder de otro modo, pues Jesús, durante su vida, ha compartido, con profundo conocimiento de causa, las es­peranzas de su pueblo; esperanzas que, en cierto modo, han cristalizado en el destino de Jerusalén. Muchos eran los que esperaban de la intervención del Mesías una restauración po­lítica del pueblo judío, o, más concretamente, el nacimiento de un imperio universal; y todos esperaban, al menos, que la ve­nida de los tiempos mesiánicos hiciera de Jerusalén la capital religiosa de la humanidad. ¿Ha hecho suya Jesús esta última es­peranza? No es imposible esto, ya que Jesús, desde los comienzos de su ministerio público, deseaba ardientemente que su pueblo aceptara ser, en las manos de Yahvé, el instrumento de su ma­nifestación ante todos los pueblos de la tierra. Pero la propo­sición de Jesús recibe como respuesta una decidida oposición, un non placet definitivo. El pueblo elegido se niega a entrar en los caminos trazados de su Mesías al considerar que la deferen­cia que le hace Yahvé es un privilegio exclusivo de Israel y no está dispuesto a perderlo en provecho de la humanidad.

La negativa de Israel hace que Jesús actualice la crítica de los profetas; más que crítica es acusación que Jesús la lleva hasta sus últimas consecuencias. La infidelidad de Jerusalén lleva consigo su destitución como capital religiosa del Mesia-nismo y ciudad mimada de Yahvé. La misión que le había sido confiada le será arrebatada para confiarla a otras manos. El día en que la abierta rebeldía de Israel se traduzca en la con­denación a muerte de su Mesías, quedará hecho trizas el velo del Templo. Jerusalén dejará de ser, a partir de ese momento, la capital religiosa de la humanidad.

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Como contragolpe, la infidelidad de Jerusalén será también la que acuse los rasgos fundamentales del cumplimiento preco­nizado por el Mesías. La religión verdadera se fundamenta en la adoración al Padre en espíritu y en verdad. El cuerpo de Cristo sustituye a partir de este momento al Templo de Jeru­salén. El Reino del Padre no es de este mundo.

La Jerusalén celeste En la conciencia de la Iglesia primitiva y las Iglesias locales la Jerusalén terrena continúa desempe­

ñando un papel primordial. La primera comunidad se instala en ella y, de acuerdo con las profecías mesiánicas, espera allí el retorno del Señor y la llegada de las naciones. La nueva Jerusalén será mucho más maravillosa que la ya conocida, pero todavía se la concibe dentro de la línea tradicional que reserva al pueblo elegido un lugar aparte. Mien­tras permanece a la espera del Reino, la Iglesia de Jerusalén reacciona espontáneamente con la convicción de ser, para siem­pre, el centro de la difusión del mensaje cristiano. La funda­ción de la Iglesia de Antioquía y de las Iglesias paulinas obliga a los discípulos de Jesús a superar definitivamente el particu­larismo judío, pero sus relaciones con la Iglesia de Jerusalén las consideran durante largo tiempo como sí se tratara de la Iglesia-madre, la Iglesia-norma. Pero lo que constituye la Ekkle-sía por excelencia, cuya difusión se comienza a poner en prác­tica, es la asamblea de los santos de Jerusalén. La Iglesia de Jerusalén es el arquetipo. Tendrá que pasar mucho tiempo an­tes que la referencia geográfica a Jerusalén pierda su con­sistencia; en este aspecto se producirá un giro total con motivo de la destrucción de Jerusalén el año 70. La eclesiología de la Iglesia apostólica podrá, en adelante, remontar el peso de la herencia tradicional.

A partir del momento en que la Jerusalén terrestre deja de ser el punto de apoyo obligado de una reflexión sobre el pueblo de la Nueva Alianza, el tema de Jerusalén toma un nuevo im­pulso y evoluciona dentro de unas líneas que acusan la trascen­dencia de aquella. La verdadera Jerusalén es la Jerusalén ce­lestial, es decir, la que traduce ante todo la libre iniciativa de Dios para con los hombres. Esta nueva Jerusalén no está ya ligada a ningún centro religioso de este mundo. Todos los hom­bres están invitados a entrar en ella gratuitamente, y sobre la base de una igualdad total. En esta nueva Jerusalén quedan abolidos todos los privilegios.

En adelante, Jerusalén no conoce más que un centro, que no es geográfico, sino personal. Este punto central, axial, es el cuer­po resucitado de Cristo que ha sorteado la muerte, resultando vencedor de ella, y al cual nos lo presenta el Apocalipsis bajo la figura del Cordero. Un centro así no guarda relación alguna

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con un momento determinado del tiempo o algún punto del espacio; el tiempo y el espacio quedan englobados en él, pues lo trasciende todo. Cristo es la piedra angular de la Jerusalén definitiva. Esta idea aparece profusamente en textos de las Es­crituras. La raza elegida y la nación santa la constituirán, desde este momento, los hombres, cualesquiera que sean, unidos es­trechamente a Cristo resucitado.

La trascendencia de la Jerusalén celeste no significa en ab­soluto un desplazamiento de la otra Jerusalén a un mundo dis­tinto, celestial. Su realidad se hace presente en toda la Iglesia local. La Iglesia universal no es el resultado de la suma de Igle­sias locales; no es tampoco la organización unificada de aque­llas. Por el contrario, la Iglesia se encuentra aquí y ahora, a la vista de todos, accesible a los hombres dondequiera que el ejer­cicio de la fe en Cristo vivo haga posible que un pueblo llegue a la meta de su itinerario espiritual.

De Jerusalén hasta La ley de trascendencia que prescribe los límites extremos la existencia de la Iglesia no invita en de la tierra modo alguno a minimizar la ley de en­

carnación, que la dirige en la misma me­dida que la primera le da existencia. San Lucas, después de mostrar en su Evangelio que todo tiene su punto de llegada en Jerusalén, nos recalca, en los Hechos de los Apóstoles, que, igual­mente, todo tiene su punto de partida también en Jerusalén.

Si es verdad que el cristianismo no ha descubierto su ver­dadera identidad en tanto el particularismo judío no ha sido remontado—concretamente en la medida en que el pueblo de la nueva alianza ha franqueado los muros de la antigua Jeru­salén—, no menos cierto es que el cristianismo es ininteligible sin su raigambre judeo-cristiana de los primeros años. La di­fusión del cristianismo es un misterio de tradición a partir de un suelo original cuyo símbolo es Jerusalén.

En realidad, la ley de trascendencia y la ley de encarnación no están reñidas una con la otra; es más, están implicadas en­tre sí. Si la ley de encarnación nos anticipa que el surco his­tórico trazado por el cristianismo tiene su origen en la comu­nidad de Jerusalén, la ley de trascendencia nos dice a renglón seguido que el desarrollo del cristianismo no se reduce a repetir hasta el infinito un modelo primitivo cualquiera. El misterio de Cristo se nos da de una vez para siempre, pero no es suscep­tible de ser localizado en un tiempo o lugar determinados, pues escapa a estos dominios puramente materiales. Positivamente, la ley de trascendencia y de encarnación, ambas unidas, nos in­vitan a pensar que el acceso al misterio de Cristo puede re­vestir una enorme diversidad de matices, pero solo es auténtico

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el que se apoya en una tradición activa dentro del espacio y del tiempo.

Esto lo podemos comprobar ya en el Nuevo Testamento. La Iglesia apostólica debe lo mejor de ella misma a sus experiencias vividas en Jerusalén desde el día de Pentecostés; pero la Iglesia de este tiempo no es, en todos los lugares, de las mismas ca­racterísticas que la de Jerusalén, pues la situación en cada una de ellas es distinta. La experiencia de las comunidades paulinas es original; pero esta originalidad es cristiana, ya que, en estas comunidades, estaba ya en marcha la Tradición. La personali­dad peculiar del cristiano se pone de manifiesto allí donde hay confrontación o, en términos más actuales, donde hay diálogo o intercambio de modos de vida y de energía. Si el Nuevo Tes­tamento solo nos hubiera mostrado un cristianismo de modali­dad judeo-cristiana, le habría faltado algo esencial para la ma­nifestación que las Escrituras nos hacen del misterio de Cristo. Y, sobre todo, desconoceríamos las condiciones que proporcio­nan, con toda seguridad, a esta manifestación su dinamismo y renovación constantes.

Tal como es propuesto en el Nuevo Testamento, el tema de Jerusalén reúne todas las condiciones para aclarar plenamente aspectos fundamentales de la misión en el mundo actual.

La Jerusalén El tema de Jerusalén ha sido siempre de nuestras asambleas muy explotado en la liturgia. Es fácil eucarísticas comprender la razón de ello, pues los

rasgos fundamentales de la Jerusalén del Nuevo Testamento tienen una gran aplicación en la cele­bración eucarística.

En primer lugar, la verdadera Jerusalén procede de arriba y expresa la iniciativa totalmente gratuita de Dios. De hecho, la asamblea eucarística se reúne solo como respuesta al llama­miento divino: la mesa es un centro de reunión de convocados.

En segundo lugar, la verdadera Jerusalén es universal por naturaleza, ya que Dios invita a todos los hombres a que sean hijos suyos, mediante la unión de todos fundada en el amor fraterno sin fronteras. Toda Eucaristía está empapada de am­bición de catolicidad: el ideal de una asamblea es que cada uno de sus componentes se sienta como en su propia casa y que nadie sea excluido de ella. Además, la Jerusalén que procede de arriba está solo comenzada; su realidad es solo armazón; hay que construirla, terminarla. Asimismo, una celebración eucarís­tica nunca es un acontecimiento aislado: forma parte de una historia concreta, en la que cada uno aporta su piedra irreem­plazable para la construcción, en unión estrecha con lo que ya se ha hecho y en comunión con los otros constructores.

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Finalmente, y sobre todo, la verdadera Jerusalén está to­talmente orientada hacia Cristo resucitado. De hecho, la asam­blea eucarística constituye el terreno privilegiado en que se expresa y se actualiza el Hoy de Jesucristo, pues El es su actor principal, como lo es, asimismo, de toda la historia de la sal­vación.

No se ha dicho que la celebración eucarística no aclara de una forma automática los rasgos fundamentales de la vida ecle-sial. Pastores y fieles están obligados, por tanto, a reflexionar asiduamente sobre el significado de la asamblea. El tema de Jerusalén puede, sin lugar a dudas, ayudarlos en este punto.

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QUINTA SEMANA DEL TIEMPO PASCUAL

(Semana del cuarto domingo después de Pascua)

I. Hechos 14, 5-17 Al relatar la curación de un cojo de naci-1.a lectura miento, realizada por San Pablo (vv. 7-10), lunes Lucas se mantiene fiel a uno de los fines

de su libro: hacer ver que Pablo realiza los mismos milagros y es portador de idéntico mensaje al de Pedro. Mostrar, asimismo, que no hay ninguna oposición entre ellos, sino una colaboración auténtica en la unidad de la misión (cf. Act 17, 24-25; 9, 26-31). El hecho que paralíticos paganos gocen de las mismas curaciones que los paralíticos judíos de­muestra al mismo tiempo que el mesianismo y la escatologla no son ya privilegios del pueblo elegido, sino que se ofrecen a toda la humanidad.

Relata lucas también este milagro como introducción al dis­curso misionero de Pablo (vv. 11-17), al igual que el de Pedro había sido preparado por la curación del paralítico del Templo (Act 3).

Pero la hechura de los dos discursos difiere profundamente: Pablo se dirige a los paganos, mientras Pedro hace otro tanto con los judíos. Lucas se vale de ello para presentar el esquema-tipo1 de un discurso dirigido a los paganos. Desgraciadamente es muy incompleto. El autor hace alusión a las "generaciones pasadas" (v. 16) sin explicar lo que las distingue de las de su tiempo, es decir, la resurrección de Cristo. Al discurso, por tan­to, se le ha amputado toda consideración cristológica. Tal como ha llegado hasta nosotros, se le puede tomar como el resumen de un discurso de rabino judío dirigido a gentiles.

* * *

El Antiguo Testamento ofrece numerosos ejemplos de pre­dicación, por parte de los profetas, semejante a la del esquema presentado por Lucas (vv. 15-17), en la que el autor invita a la

1 E. LERLK, "Die Predigt in Lystra", N. T. St., 1960-1961, págs. 46-55.

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conversión al Dios vivo, visible en la creación y a través de la historia (Is 40, 12-26; Bar 6, 1-7).

En su discurso pronunciado en el areópago de Atenas (Act 17, 23-33), Pablo adopta el mismo procedimiento: desde hacía ya mucho tiempo, las pruebas de la existencia y de la unicidad de Dios se deducían de la creación (cf. Rom 1, 18-23). Pero en el momento presente (y este argumento falta en el discurso de Listra), la humanidad posee un nuevo signo de Dios: Jesucristo (Act 17, 30-31), que viene a enseñar a los hombres la inminen­cia de su juicio por parte de Dios.

* * *

La predicación misionera de los apóstoles está siempre adap­tada al auditorio: a los judíos los remite a la Escritura para que descubran en ella las profecías que se han cumplido en Cristo y, a la vez, se arrepientan de la ceguera de que han sido víctimas al paso de Cristo entre ellos. Con respecto a los pa­ganos, la predicación va encaminada a que reconozcan la pre­sencia de Dios mediante los signos que les proporciona la misma naturaleza.

Los paganos, por su parte, tenían cierta predisposición a reconocer a Dios en la propia naturaleza, pues creían en Dios, pero aún no habían llegado a identificarle bajo un signo con­creto; de esto da testimonio el pasaje de San Lucas (vv. 11-12).

En cuanto al ateísmo moderno, el problema es muy distinto. ¿Qué podrían decir hoy los apóstoles ante un auditorio ateo, a quien la naturaleza no dice ni una palabra sobre Dios?

Es posible que los cristianos se encuentren ante un problema misionero que supera en mucho al que tenían planteado en su tiempo los apóstoles. La solución, por ello mismo, no puede ser la misma que ellos buscaran: los cristianos deben descubrir los signos que puedan hablar de Dios al ateo. Para los judíos, la señal inequívoca de Dios era la Ley; para los paganos, la na­turaleza. Para el ateo de nuestros días debe ser una Iglesia pu­rificada de toda concepción excesivamente material de Dios y de toda degradación religiosa, así como unos cristianos despo­jados de su egoísmo.

De todas formas, los signos que pueden provocar la conver­sión solo pueden ser encontrados en la historia de los hombres. Que Jesús haya habitado entre los hombres no lo es todo, ni mucho menos (Jn 1, 14). Lo importante es que los cristianos vivan la presencia de Dios en su vida antes de interpelar a los otros e invitarlos a la conversión. Las pruebas válidas para la fe coincidirán entonces con la experiencia humana y con la au­téntica búsqueda de la paz, la justicia y la fraternidad.

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Pero hay más: si el ateo llega un día a convertirse a la vista de los signos de Dios en la historia, será preciso que esta con­versión se dé más bien mediante su compromiso e inserción en la historia (y, por supuesto, también el cristiano está obligado a una reconversión continua). La conversión consiste, en efecto, en la participación de cada uno en el proyecto de la humanidad, poniéndose a su servicio, a imitación de Jesús. Ahora bien: la vida de los hombres depende, hoy, de lo político y económico, de lo nacional y planetario. La evangelización y la conversión pasan, una y otra, por el desarrollo del hombre. La conversión no consiste solamente en hacer la revolución, sea política o so­cial, sino en humanizar a los hombres, ya que Jesucristo no nos salva más que mediante la humanización de uno mismo y la del mundo.

En este mundo llamado a la conversión, la Iglesia tiene un sentido: esta "sirve" a la conversión conservando vivas y ha­ciendo que sean vividas las Palabras del Señor (Biblia, Liturgia, Tradición), vigorizando los compromisos de cada cristiano y de las diversas comunidades eclesiales dentro de la promoción del hombre y convirtiéndose ella misma a través de las necesarias purificaciones que el ritmo de los tiempos le imponen en cada momento.

II. Juan 14, 21-26 Este Evangelio forma parte del que se ha evangelio empleado para el sexto domingo del Tiem-lunes po pascual; véase, por tanto, el comentario

que allí se hace.

III. Hechos 14, 18-27 Esta lectura forma parte de la segunda 1.a lectura lectura, tercer ciclo, del quinto domingo martes del Tiempo pascual, donde se hace el

respectivo comentario.

IV. Juan 14, 27-31 Véase el comentario de este pasaje en el evangelio sexto domingo del Tiempo pascual. martes

En sus palabras de despedida, Jesús dice a sus discípulos que les deja la paz, pero no la que proporciona el mundo. Con ello quiere subrayar Jesucristo que el Evangelio no aporta un programa concreto para realizar la paz de los hombres. La fe

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y la santidad no son medios suficientes para salvar a los hom­bres de la guerra, y un pacifismo basado exclusivamente en el Evangelio no tardaría mucho en manifestar su esterilidad. Las condiciones políticas, sociales y económicas no tienen nada que ver con la santidad individual de las personas, y son estas quie­nes hacen o deshacen la paz.

Es conveniente, por tanto, que los pacifistas cristianos po­sean una formación política suficiente para llevar a buen tér­mino su proyecto. Sin embargo, no hay que perder de vista que la promesa de paz hecha por Jesús será de un gran valor a la hora de buscar la paz entre los hombres y de salir al paso de los peligros que la amenazan. En efecto, el cristiano, al saberse reconciliado con Dios (sentido principal de la "Paz" en el mun­do judío), tenderá a manifestar esta paz a sus hermanos. Y, cuando trate de encontrar la paz en el mundo, deberá, en pri­mer lugar, no perdiendo de vista la paz con Dios, incluso cuando crea estar obligado a recurrir a la violencia para realizar su proyecto contra los imperialismos y privilegios.

V. Hechos 15, 1-6 El cap. 15 de los Hechos figura entre los 1.a lectura de más difícil interpretación de este libro. miércoles Uno de los problemas más importantes

concierne al viaje que Pablo y Bernabé ha­cen a Jerusalén para entrevistarse con los apóstoles (Act 15). ¿Es este viaje el mismo que Pablo relata en Gal 2, 1-10, o coin­cide este viaje descrito en Gal 2 con el mencionado en Act 11, 27-30? A menos que no se consideren como relaciones de un mismo viaje los tres pasajes citados de Act 11, Act 15 y Gal 2 2.

Por otra parte, la redacción del cap. 15 suscita numerosos problemas de historia: los vv. 1-2 parecen dobletes de los ver­sículos 5-7; la asamblea reunida del v. 6 no parece la misma que la de los vv. 12 y 22; ¿es, además, el Simeón del v. 14 la misma persona que el Pedro del v. 7?

Muchas de estas dificultades desaparecen si se admite que Lucas mezcla dos tradiciones diferentes, como lo hace en el ca­pítulo 11 del mismo libro: por una parte, una tradición pro­cedente de los medios cristianos de Jerusalén que menciona una controversia provocada por Santiago a propósito de la coexis­tencia de los cristianos venidos del judaismo y del paganismo (estos últimos, considerados como impuros por los primeros: ver­sículos 5-6, 13-21); por otra, el relato de una discusión entre Pedro y Pablo en torno al problema de la conversión de los pa-

2 J. DUPONT, Les Problémes du livre des Actes; Lovaina, 1950; S. GIET, "Les voyages de saint Paul á Jérusalem, Rech. Se. Reí., 1957, págs. 329-42; P. BENOÍT, "La Deuxiéme Visite de saint Paul á Jérusalem", Bíblica, 1959, pág. 778-92.

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ganos (w. 1-2). Es posible que el autor haya unido ambas tra­diciones añadiendo algunos empalmes digresionales como re­curso que permitiera al lector situarse de nuevo en Antioquía, de donde le habían alejado los caps. 13 y 14.

Así, pues, el motivo del viaje de Pablo y Bernabé a Jerusa­lén sería doble: socorrer a los cristianos de la ciudad santa (Act 11, 29; Gal 2, 10) e informar, durante una reunión con los após­toles que allí quedaban—especialmente Pedro—sobre las acti­vidades misioneras (Act 13, 3-4 y Gal 2, 2). La asamblea que se celebra a continuación para tratar sobre la impureza de los cristianos procedentes del paganismo no concernía a Pablo, pues no tomó parte en ella.

Lucas ha mezclado las conclusiones de dos reuniones bas­tante diferentes: la primera, de interés general, en la que Pe­dro y Pablo toman parte en la cuestión del libre acceso de los paganos a la Iglesia; la otra, de interés para una localidad con­creta, en la cual Santiago da su opinión a un antioqueno, lla­mado Simeón, sobre la cuestión de las "comidas en común" en­tre cristianos de origen judío y cristianos de origen pagano e "impuro".

VI. Juan 15, 1-8 Este pasaje está comentado en el segundo evangelio ciclo del quinto domingo del Tiempo pascual. miércoles

VII. Hechos 15, 7-21 La hipótesis presentada a propósito del 1.a lectura comentario de Act 15, 1-12 (hecho en el jueves apartado V) y según la cual ese pasaje

pertenecía a dos tradiciones relativas a otros tantos acontecimientos diferentes, es de gran interés para situar y comprender mejor el discurso de Santiago. En princi­pio, no estaba destinado a servir de réplica al de Pedro (Act 15, 7-12), sino que reproducía una declaración hecha por Santiago en el transcurso de otra reunión de la comunidad de Jerusalén, algún tiempo después de la llegada de Pablo, con objeto de di­lucidar el problema tan debatido de la comensalía entre puros (cristianos procedentes del judaismo) e impuros (los que pro­cedían del paganismo) en el seno de la comunidad cristiana.

Para integrar este discurso de Santiago en el cuadro del Con­cilio de Jerusalén, Lucas lo ha desviado, mediante un hábil giro, hacia un problema, mucho más importante, abordado por Pe­dro en su propio discurso: el que se refiere a la necesidad de constituir un pueblo nuevo cuya base estará formada por la gra­cia de Dios y no la Ley.

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El discurso original de Santiago (vv. 14, 19-21), de matiz mar­cadamente jurídico y firmemente apoyado en la Ley de Moisés, se distingue fácilmente de una declaración que se le atribuye arbitrariamente (vv. 15-18). En efecto, ¿cómo es posible que Santiago, jefe del partido hebreo, hubiera sentado las bases, mediante una fórmula concreta, del l lamamiento de los paganos a la salvación, justificándola mediante una alusión a la versión griega de Amos?

a) La primera parte de la lectura reproduce el discurso de Pedro sobre la sumisión a la Ley de los cristianos procedentes del paganismo (vv. 7-11). Pedro adopta una postura muy clara con respecto a esta cuestión: el judío goza de los mismos pri­vilegios y tiene las mismas obligaciones que el pagano, ya que la conversión a Cristo es un fruto de la gracia, la cual no está ligada a la Ley ni a las instituciones judías (Gal 2, 15-21; 3, 22-26).

Para Israel, Yahvé es ante todo un Juez "que conoce los co­razones" (v. 8), premia a los buenos y da el castigo merecido a los malvados. Pero el judío ha querido asegurarse de su perte­nencia a los buenos. Y tal seguridad la h a encontrado en la obediencia al "yugo" de la Ley (v. 10). Es cierto que este yugo era difícil de llevar, pero un sistema complicado de abluciones y "purificaciones" (v. 9) permitía al pecador su nueva entrada en el grupo de los buenos, pudiendo participar de nuevo de la santidad de Dios.

La experiencia de la "fe" (v. 9) efectúa una transformación profunda en esta concepción. Dios aparece cada vez menos como justiciero, haciéndose cada vez más frecuentes sus apariciones como Dios misericordioso que hace a los hombres partícipes de sus "favores" o de su "gracia" (vv. 8 y 11, respectivamente). Yahvé es, en efecto, el Todo-Otro, ante quien ningún hombre tiene derecho a atribuirse importancia alguna. Todo lo que hace Yahvé en favor de sus creaturas es completamente gratuito, t an to en el terreno de la Ley como en lo que cae fuera de la misma. Si Dios interviene para salvar al hombre (v. 11), no lo hace con objeto de premiarle por sus méritos, sino para mani­festarse ante el hombre tal cual es: un Dios misericordioso y lleno de ternura. Este es, y no otro, el contenido de la Buena Nueva (v. 7).

b) El discurso de Santiago es una respuesta a la pregunta hecha a Pedro en Act 10, 1-16: ¿cuáles son las exigencias que deben satisfacer los paganos convertidos para que los cristianos procedentes del judaismo puedan convivir con ellos sin contraer impureza legal?

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De hecho, Santiago se muestra bastante comprensivo: de todas las prescripciones de pureza legal formuladas por el Le-vítico, solo deja aquellas que pueden ser fácilmente soportadas por los cristianos convertidos del paganismo por razón de su significación moral y religiosa: la abstención de carnes, por el carácter sagrado de la sangre que contienen (la sangre es por­tadora de la vida que, a su vez, viene de Dios), y la abstención de uniones sexuales prohibidas en el Lev 18 (incestos, etc.), cosa que todo hombre espiritual debe; admitir.

Así, pues, según Santiago, estos cristianos podrán seguir asis­tiendo a la sinagoga para oír la lectura e interpretación de la Ley de Moisés (los cristianos de esta época aún frecuentaban la sinagoga), sin creerse por ello inferiores a los demás cristianos ni, mucho menos, como unos intrusos. De este modo, los "puros" y los "bien-pensantes" son invitados a abandonar ciertas pre­tensiones cuando la misión y la unidad se ven amenazas. Las concesiones hechas a los "impuros" permiten a la comunidad cristiana unirse aún más, a pesar de la diversa procedencia de sus componentes.

Santiago no ha obrado ilegalmente al tomar la decisión de podar de la Ley parte de su rigor, concretamente la ley refe­rente a la pureza. Su decisión queda justificada si tenemos en cuenta que en ese momento era jefe de la comunidad de los cristianos de Jerusalén, por haber salido Pedro de allí, t ras su liberación (Act 15, 7-12). La asamblea que Santiago preside t e ­nía, por lo demás, un campo de influencia muy limitado, con­cretamente la comunidad de Jerusalén. Cabe pensar que la ac­titud legalista de Pedro en Antioquía "ante los enviados de San­tiago" (Gal 2, 11-16) habría motivado que un jefe de esta co­munidad, Simón Niger posiblemente (Act 13, 1), se encaminara a Jerusalén para conocer la opinión exacta de Santiago sobre el problema de la comensalía entre cristianos. El discurso de San­tiago responde a esta gestión (v. 14) 3 y es por esta razón que la tradición primitiva lo h a conservado.

c) Para armonizar el discurso de Santiago y el de Pedro, Lucas hace reconocer al primero el derecho que tiene Dios de fundar para Sí un pueblo entre los paganos.

El original hebreo de Am 9, 11-12 no hace posible la argu­mentación de los vv. 16-18, válida solamente si nos remitimos a la versión griega. Cabe pensar que son los medios helenistas de Jerusalén—y no Santiago—quienes han retenido esta cita bí­blica y Lucas se ha servido de ella para la redacción del dis­curso.

3 S. GIET, "L'Assemblée apostolique et le Décret de Jé rusa lem" , Rech. Se. Reí., 1951, pág. 203-20.

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En el momento en que el itinerario espiritual de Israel le lleva a descubrir el llamamiento de los paganos al Reino, nada se opone ya a que acepte la constitución de un pueblo nuevo sobre bases también nuevas. La primera de estas es la distinción entre el orden moral y el religioso: el nuevo pueblo presiente que la salvación brota de la iniciativa totalmente gratuita de Dios y que el régimen de la Ley es inoperante a este nivel. La segunda de estas bases es el reconocimiento efectivo del miste­rio de Cristo (v. 11), en quien logra su realización definitiva el orden de la fe y en quien perfectamente manifiesta la articu­lación correcta entre el orden religioso y el orden moral, vividos uno y otro en íntima relación filial con el Padre.

Los cristianos reunidos en la celebración eucarística saben que ellos responden a un llamamiento divino a la salvación y que únicamente los hijos del Padre pueden dar una respuesta a ese llamamiento, alabándole y dándole gracias por las mara­villas de la salvación y de la fe.

VIH. Juan 15, 9-11 evangelio jueves

Este Evangelio figura en el segundo ci­clo del sexto domingo del Tiempo pascual, donde aparece comentado.

IX. Hechos 15, 22-31 1.a lectura viernes

Véase esta lectura y su comentario en el tercer ciclo del sexto domingo del Tiempo pascual.

X. Juan 15, 12-17 Sirven de marco a este trozo dos ver-evangelio sículos (12 y 17) que destacan el manda-viernes miento de amor fraternal impuesto por

Cristo a los suyos, y para expresar esta idea utiliza la imagen de las relaciones de amistad que ya los une a El (v. 13-16).

Este Evangelio une amor fraterno y amistad divina en la ce­lebración eucarística* (Le 22, 14-38; 1 Cor 11, 17-34). Es, ade­más, continuación de la parábola de la vid, cuya doble lección de unión de todos en Cristo y de simbolismo eucarístico es evi­dente (cf. Jn 15, 1-8).

La descripción que hace de la amistad divina es posible que

4 W. GRUNDMANN, "Das wort von Jesu Freunden (Joh 15, 13-16) un<j das herrenmahl", N. T., 1959, págs. 62-69.

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esté tomada de una costumbre del Próximo Oriente según la cual los que se sentaban a la mesa del emperador o del rey podían ser llamados "amigos del César" (cf. Jn 19, 12). Al pre­sentarse como rey de un nuevo reino, Cristo reúne a sus amigos en torno a una mesa para comunicarles su propia vida de amor "hasta la muerte" (v. 13).

# * #

No basta afirmar que la Eucaristía manifiesta a todos los hombres el amor de Jesús "hasta la muerte", ni decir a los fie­les reunidos que están obligados a ser testigos de este amor, de cuyo sacramento participan y del que se les ha hecho deposi­tarios. Los fieles deben, además, comprender que sus relaciones humanas ponen en juego una relación religiosa—gracias a la victoria sobre el egoísmo y el llamamiento al perdón—a la con­versión y a la participación de lo divino. El encuentro con el Señor no es posible si no se da también el encuentro con los hombres. No cabe duda de que una auténtica experiencia de la caridad hace posible el encuentro, en el misterio, pero real­mente, con un Dios independiente del hombre, personal y an­terior a todo. Pero esta autonomía divina no es, de suyo, per­ceptible sino en la experiencia de la gratuidad y alteridad de las relaciones fraternas.

XI. Hechos 16, 1-10 Se describe aquí el comienzo del segundo 1.a lectura viaje de Pablo. Este acaba de separarse de sábado Bernabé (Act 15, 36-39); a partir de ahora

le acompaña Silas (cf. Act 15, 27). Se di­rige en primer lugar a las comunidades creadas en su primer viaje: Listra y Derbe, donde se les une Timoteo (vv. 1-3). Pasa después a Frigia, Galacia (v. 6) y finalmente a Tróade (v. 7), desde donde se dirige a Macedonia (v. 10).

En este momento del relato (mitad del v. 10), Lucas pasa repentinamente a una redacción en primera persona del plural ("nosotros" buscamos). Este procedimiento estilístico ha dado lugar a interpretaciones para todos los gustos y se han emitido numerosas hipótesis en torno a la originalidad y género litera­rio de estos pasajes5.

En consecuencia, parece ser que el autor del libro ha toma­do parte personalmente en los viajes que describe. Sus notas responden a un deseo de precisión geográfica, necesaria en este tipo de informes, pero, al mismo tiempo, estas notas han sido redactadas con el fin de entusiasmar, mediante la mención de

5 J. DUPONT, Les Sources du livre des Actes, Brujas, 1960.

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las intervenciones del Espíritu (v. 6, 7, 9), a las comunidades a que va destinado este informe (cf. Act 14, 27; 15, 12).

* * *

Al aspecto "edificante" del informe reproducido en esta lec­tura pertenece el tema de la colaboración entre el Espíritu San­to y la institución apostólica. El Libro de los Hechos presenta con relativa frecuencia al Espíritu Santo actuando al lado de los apóstoles (Act 5, 32; 15, 28; 20, 22-23, etc.). La institución apostólica y el Espíritu Santo viven estrechamente unidos en este tiempo que media entre la Pascua y la vuelta de Cristo; estos dos acontecimientos dan un empuje definitivo al "alfa" de aquella y a la "omega" de este6.

Pero la lectura de este día pone también de manifiesto que el Espíritu no está unido al colegio apostólico como el alma al cuerpo. Se presenta las más de las veces como algo externo al apóstol, contrarrestando sus proyectos (vv. 6-7). Su influencia no está ligada en absoluto a los medios institucionales: esta se deja sentir a menudo por medio de acciones imprevisibles y au­tónomas (cf. Act 8, 29; 10, 44-47). El cuerpo apostólico es mo­vido por el Espíritu, pero sin llegar a tener la exclusiva sobre El.

Este pasaje permite medir la diferencia que separa una ecle-siología de la estructura de una eclesiología de la vida, la con­cepción exclusivamente anamnética y cristológica de la pura­mente pneumática y epiclética. Solo en la unión y complemen-tariedad de estas puede la fe cristiana encontrar su equilibrio.

XII. Juan 15, 18-21 Sacado del segundo discurso que siguió a evangelio la Cena, este Evangelio aclara el secre-sáoado to de su composición.

Cuando Juan había redactado el pri­mer discurso (Jn 13-14), las persecuciones sufridas por las pri­meras comunidades le llevaron a tocar de nuevo los mismos temas, haciendo especial hincapié en la oposición Iglesia-mundo y formulando ideas que permitiesen triunfar a los cristianos (cf. Rom 8, 18; 1 Tes 3, 3; 1 Pe 14, 14-16; Act 5, 41).

El primer motivo de serenidad que tuvieron los cristianos 8 M. Y. CONGAR, "Le Saint-Esprit et le Corps apostolique, réalisateur

de l'oeuvre du Christ", R. Se. Ph. Th., 1952, págs. 613-15; 1953, págs. 24-48.

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ante las persecuciones o la indiferencia reside en el hecho de que también Cristo habla pasado por las mismas pruebas (ver­sículos 18 y 20). El camino recorrido por Jesús deben recorrer­lo también sus discípulos (v. 25).

A la largo de su Evangelio, Juan ha puesto de relieve los re­veses sufridos por Cristo durante su ministerio (Jn 1, 10-11). Pero cada vez que Jesús ha tropezado con el odio del mundo, ha sabido sacar de él un conocimiento más profundo del de­signio de su Padre y un amor más perfecto hacia EL Las de­claraciones más importantes de Cristo sobre sus relaciones con el Padre figuran precisamente en las polémicas en que respon­de a las acusaciones de que es objeto (cf. Jn 5, 16-47).

De igual modo, los cristianos estarán en condiciones de ad­quirir un conocimiento más profundo de Cristo y del misterio de la cruz, cuanto mayores sean las tribulaciones y sufrimien­tos que soporten por el nombre de Cristo (vv. 21, 23)7.

del'rfiS | L S . d°CtrÍnaI d e I P r 0 C e S ° d e J e s ú S e n e l 8 é P t i m ° domingo

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SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO PASCUAL

(Quinto domingo después de Pascua)

A. LA PALABRA

I. Hechos 8, 5-8, Esta lectura guarda cierta conexión con las 14-17 tradiciones relativas a la misión de los após-lfl lectura toles entre los samaritanos, que eran consi-l.er ciclo derados por los judíos ortodoxos como semi-

paganos y herejes (Jn 4, 9; Mt 10, 5-6; Eclo 50, 25-26; Le 9, 52-55). Se recordará que, dentro de la perspec­tiva unitaria de la misión en San Lucas, la salvación tiene su punto de partida en Jerusalén (cf. Le 24, 47), dirigiéndose en primer lugar a los hebreos (Act 2), después a los samaritanos (Act 7), a los paganos simpatizantes con las tradiciones judías (Act 10) y por último a los paganos propiamente dichos (Act 10).

a) Este texto está considerado como el más antiguo testi­monio de la celebración del sacramento de la Confirmación. Los apóstoles, en efecto, aseguran la comunicación del Espíritu (ver­sículos 15-17) mediante la imposición de las manos tras la ce­lebración del bautismo y después de una serie de plegarias, modalidad que la tradición occidental ha impuesto a su ritual de confirmación (Act 19, 1-7).

Pero ¿qué significa un bautismo "en nombre de Jesús" (ver­sículo 16), opuesto a una imposición de manos que monopoli­za el don del Espíritu? ¿Acaso este no fue dado ya en el bau­tismo? x.

Para responder a esta pregunta es preciso admitir que la imposición de manos sobre los samaritanos no constituía, de por sí, el sacramento de la confirmación que nosotros cono­cemos, sino una simple transmisión de poderes carismáticos (cf. Act 10, 44-46).

1 N. ADLEB, Taufe und Handauflegung, Münster, 1951.

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El episodio en que un mago intenta comprar con dinero los carismas, justifica esta interpretación (vv. 9-13, 21), gestión que sería absurda si realmente el Espíritu no hubiese comunicado, a los que lo recibían, tal o cual carisma hasta entonces desco­nocido, como la facultad de hablar diversas lenguas sin previo aprendizaje.

No podemos afirmar que los apóstoles fueran conscientes de la confirmación, como sacramento de la comunicación del Es­píritu: ellos se limitaban a distribuir a los bautizados los ca­rismas propios de los tiempos mesiánicos. Su imposición de ma­nos ha llegado con el tiempo a ser una de las bases del sacra­mento de la confirmación, pero no por ello puede afirmarse que este pasaje pueda interpretarse como la institución de este sacramento o, mejor dicho, como el momento en que los após­toles toman conciencia de la comunicación real del Espíritu me­diante el rito de la imposición de las manos.

o) La visita de Pedro y Juan a Samaria constituye una misión destinada a promover la unidad de la Iglesia. Esta pro­vincia es, en efecto, un campo de apostolado en que los após­toles no han sembrado personalmente la semilla del Evangelio y solo vienen a recoger los frutos (cf. Jn 4, 27-38). La evange­lizaron de Samaria estuvo a cargo de un helenista, el diácono Felipe (cf. Act 6, 1-8). Los nuevos bautizados pertenecen a un pueblo hereje, despreciado por los judíos y cristianos de Je­rusalén.

La gestión de Pedro y Juan en Samaria resulta muy positiva y al mismo tiempo revela una gran valentía por parte de am­bos, ya que aparece como una "confirmación", por la Iglesia-madre, del apostolado de Felipe y, además, porque exterioriza una voluntad de expresión de la unidad entre tendencias y men­talidades diferentes, a las que se respeta como tales.

La confirmación es el sacramento que los teólogos definen con menos precisión, sobre todo a partir del momento en que se la intenta distinguir formalmente del bautismo. En el ritual de iniciación a este sacramento se la considera, en líneas ge­nerales, como una participación en los bienes mesiánicos y ca­rismáticos del Reino y en la unidad de la Iglesia, con la colabo­ración mediadora de la jerarquía.

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II. Hechos 10, 25-26, El episodio de la conversión de Come-34-35, 44-48 lio ha sido uno de los más decisivos para 1.a lectura la comunidad cristiana primitiva. Pedro 2° ciclo aparece en su papel de primer respon­

sable de la misma. Mientras comienza a tomar posiciones de cara a la influencia del Templo y del ju­daismo en la vida de los primeros cristianos, una "visión" (Act 10, 1-17) le incita a adoptar una actitud de considerable reper­cusión en el futuro: se trata de la apertura a la misión y el brusco viraje que no tardará en producirse en la comunidad 2.

* * *

Los resúmenes del discurso de Pedro, reproducidos en la lec­tura de este día, ponen de relieve el pensamiento fundamental de Pedro: Dios no hace acepción de personas, pues es total­mente imparcial (v. 34; cf. Dt 10, 27) y la mejor prueba que aduce como confirmación de ello consiste en hacer que los pa­ganos participen de los beneficios de un Pentecostés semejante en todo al de Jerusalén (Act 2, 1-11), incluso antes de ser bau­tizados (vv. 44-45). Estos acontecimientos ponen a Pedro, toda­vía vacilante, ante la necesidad de tomar medidas claras y de­cididas en su misión. Lucas, en cambio, nos ha dejado ver solo el aspecto maravilloso, pasando por alto la larga y lenta pre­paración de los espíritus con vistas al acceso de los paganos al Reino, y gracias a algunos cristianos que hoy llamaríamos "de vanguardia" (Act 8, 4-40; etc.). El autor desea mostrar la igual­dad absoluta de todo ser humano ante los designios de Dios en el Señor-Jesús.

* * *

Pedro, por tanto, ha derribado el muro de separación que, en cada ciudad de Oriente, se levantaba hasta entonces entre la comunidad judía y la gentilidad. Pero la cristiandad sigue levantando este muro cada vez que se olvida de vivir su Pen­tecostés, con todo lo que esto significa, o levanta barreras ne­gativas o leyes para defender unos derechos o una filosofía ya caduca.

En nuestros días, en cada ciudad se levanta de nuevo el muro de separación entre los cristianos y la inmensa "gentili­dad" moderna. ¿Dónde está Pedro para reconciliar a los indife­rentes de dentro y de fuera, para compartir entre todos el de­seo de absoluto y la generosidad de la búsqueda en tantos me­dios no creyentes, para restablecer el diálogo, para que gentes de cualquier cultura o mentalidad se puedan entender entre sí, prestando oídos a todos, para, después de este paso, valores

Véase el tema doctrinal de los paganos, en este mismo capítulo.

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propios y eficientes, pero no decisivos, ya que no se puede pedir al otro que sustituya sus propios valores por los nuestros, si nosotros no hacemos previamente otro tanto con lo que juzga­mos "verdad" absoluta y decisiva?

III. Hechos 15, 1-2, El decreto dado a Antioquía por los após-22-29 toles y ancianos de Jerusalén no es el 1.a lectura mismo que cerró la importante entrevis-3.er ciclo ta de Pedro y Pablo para dilucidar el

problema planteado con motivo de la con­versión de los paganos. Este nuevo decreto que ahora nos ocupa es el resultado de una asamblea local convocada, sin duda, tras los incidentes relatados en Gal 2, 11-16 a propósito de las cues­tiones relativas a las impurezas legales que pudieran contraer los judeo-cristianos en sus relaciones con los cristianos incir­cuncisos.

Por otra parte, Pablo no parece haber tenido conocimiento de este decreto, ya que en Gal 2, 6 declara no habérsele im­puesto ninguna obligación especial que debiera comunicar a los suyos, tras su estancia en Jerusalén. Solo cita Pablo este texto, en una versión, por lo demás, reducida, en su último viaje a Jerusalén (Act 21, 25). Es preciso, por tanto, leer el v. 22 con cierta retrospectiva.

La explicación de este decreto se encontrará en el comenta­rio de Ac 15, 7-21.

* * *

Es significativo que la acogida de los no cristianos en la Iglesia no es, simplemente, de una decisión extrínseca a la na­turaleza de la Iglesia; por el contrario, tal actitud lleva consigo una modificación de las estructuras de la Iglesia y su propia conversión interna 3.

IV. 1 Pedro 3, 15-18 Este pasaje forma parte de la paréne-2fi lectura sis mediante la cual el autor de la carta l.er ciclo inicia a los nuevos cristianos en la mo­

dalidad de vida pascual. Acaba de ha­blar de la actitud de estos para con los paganos y las autori­dades (1 Pe 2, 11-17), ha elaborado una moral para el esclavo y esposos cristianos (1 Pe 2, 18-3, 7). De aquí pasa a las rela­ciones interpersonales: entre las personas que constituyen la

Véase el tema doctrinal de los paganos, en este mismo capítulo.

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comunidad, en primer lugar (1 Pe 3, 8-12) y, a continuación, las relaciones de estos con los perseguidores, que constituye el ob­jeto de esta lectura.

Este texto no presenta ninguna dificultad especial: si la con­testación o la persecución se alian contra los cristianos, estos tendrán ocasión de revelar su buena conciencia reaccionando sin la menor agresividad ante sus adversarios, sino con dulzu­ra y respeto (v. 16). Pedro preconiza, pues, la no violencia en el propio corazón de los conflictos que, sin cesar, enfrentan a los cristianos con ciertos poderes del mundo4.

V. 1 Juan 4, 7-10 Juan ha interrumpido (vv. 1-6) su ense-2.a lectura ñanza sobre la caridad para ofrecer a sus 2.° ciclo destinatarios los criterios del discernimien­

to de los espíritus. Recurre, para ello, al tema del amor, al cual aplica estos criterios.

a) Juan se apoya en la concepción judía de los dos espíri­tus: el Espíritu de Dios y el Espíritu del mundo. Estas dos fuer­zas se combaten duramente y sin tregua (cf. vv. 4-5) y se pue­de llegar a conocer a los que militan en uno u otro bando, por su capacidad de amor. El Espíritu de Dios, en efecto, se ma­nifiesta en la caridad (vv. 7 y 11); el Espíritu del mundo, en la carencia de amor (v. 8).

o) Adherirse al Espíritu de Dios y al amor que suscita equi­vale a hacer profesión de fe explícita en Jesús, real y definitiva­mente Hombre-Dios (v. 10). Esta profesión es tanto como decla­rar que Dios no solo nos ha amado desde la altura de su cielo, sino que su amor ha tomado forma humana y se ha revelado en la condición terrena de los hombres. Quiere esto decir, en otros términos, que no podemos adherirnos al Espíritu de Dios y vivir su amor sino mediante las relaciones concretas con nuestros hermanos tal y como son, de acuerdo con la condición terrena, que es la que, en definitiva, regula e impone estas re­laciones.

c) El criterio de la presencia del amor de Dios en nosotros lo constituye nuestro amor mutuo (vv. 7 y 11). El Espíritu de Dios, según esto, actúa simultáneamente desde dentro, en el corazón de los creyentes, y desde fuera: en la comunidad de

4 Véase el tema doctrinal del proceso de Jesús, en el séptimo domingo del Tiempo pascual.

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los hermanos. La ley del discernimiento de los Espíritus, enun­ciada en los vv. 1-6 se puede aplicar perfectamente al amor, ya que este puede regular con toda eficacia a la persona aislada en sí misma, su interior, y cuando se hallan relacionadas entre sí, en la comunidad.

* # #

Ser de Dios supone que, el que así se considera, o lo preten­de, está, tanto interior como exteriormente, en contacto y a disposición del Espíritu. Si solo contáramos con el criterio de la conciencia religiosa o el de la autoridad externa, no dispon­dríamos de todas las posibilidades para discernir el verdadero amor. Obraría con una deplorable ingenuidad quien pretendie­ra beneficiarse del amor de Dios sin satisfacer las exigencias de este amor, exigencias que se traducen en demandas de los otros, en la obligación, por nuestra parte, de ponernos a su servicio y en las directrices de la autoridad que preside la caridad. Tal actitud sería, sin lugar a dudas, caer en el docetismo que tan duramente ataca Juan. A partir del momento en que Dios se hace hombre, no es ya posible profesar un amor desencarnado y vivir en contacto con Dios, y al mismo tiempo tratar de elu­dir las obligaciones que nos atan a los demás.

VI. Apocalipsis Tras algunos capítulos dedicados a la des-21, 10-14, 22-23 cripción de la caída del mundo antiguo (Ap 2M lectura 14-20), el Apocalipsis describe, en tres 3.er ciclo oráculos (Ap 21-22), el mundo nuevo ya

presente en la Iglesia y camino de ser un mundo celeste. El primer oráculo (Ap 21, 1-8) es un himno a la Iglesia, lugar de la nueva alianza (reflejada en los temas de esposa, elección, intimidad, herencia, aplicados a ella). El se­gundo (Ap 21, 9-27), del que se ha tomado la lectura que ahora se comenta, describe la gloria de este nuevo mundo (vv. 10-11) con términos tomados de Ezequiel (40, 1-5; 48, 30-35; 47, 1-12) y del Tercer Isaías (54, 11-12; 60, 1-4)5. Al dar a las puertas y a los cimientos de la ciudad gloriosa el nombre de los apóstoles (versículos 12-14), este oráculo pone de relieve que el mundo de inminente construcción se edificará sobre el Evangelio y su predicación. El tercer oráculo (Ap 22, 1-5) canta el aspecto pa­radisíaco del reino futuro.

a) En opinión del autor, que en este punto aventaja en mucho la creencia de su tiempo, en la ciudad futura no habrá

5 J. COMBLIN, "La liturgie de la nouvelle Jérusalem", Eph. hit. 1953, págs. 5-40; cf. Théologie de la ville, Bruselas, 1968, págs. 215-25.

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ya templo (v. 22). Pero, si ya no hay necesidad de templo, tam­poco habrá sacerdotes, ni sacrificios, ni distinción entre lo re­ligioso y lo humano. En la futura Jerusalén, el culto no solo se hace netamente espiritual, sino que incluso parece suprimi­do, al menos como expresión religiosa. La ciudad, en cierto modo, llega a ser "laica", no por ausencia o falta de Dios, sino pre­cisamente por todo lo contrario: por la plenitud de Dios, pre­sente en todo (v. 22). Toda acción es, a partir de ahora, un aproximarse de Dios al hombre y de este a Dios; le bastará al hombre existir para estar cerca de Dios. No existirá en el nuevo Reino dualidad Iglesia-mundo, ya que la humanidad glo­rificada será, en sí misma, transparencia a través de la cual Dios se mostrará al hombre que, a su vez, será penetrado de El6.

La problemática surgida en nuestros días en torno a la secu­larización podría sacar enorme provecho de las perspectivas abiertas por el autor del Apocalipsis, por cuanto estas hacen posible una sana crítica del fenómeno religioso.

b) La ciudad futura es esencialmente comunión. En ella remata Dios su proyecto de unir a todos los hombres entre sí (tema de los nombres de las tribus que se les da a las puertas de acceso a la ciudad: v. 12), unidos, al mismo tiempo con la propia naturaleza ya restaurada (tema del cosmos, presentado como una piedra preciosa:" v. 11).

* * *

El misterio pascual hace caducas muchas estructuras del pueblo elegido. El nuevo emplazamiento para el culto, el lugar sagrado donde Dios se hace presente a su pueblo, no es ya un templo de piedras, sino la asamblea de todo un pueblo. Deja de ser acto religioso esencial la peregrinación a Jerusalén, para dar paso a la presencia de la Iglesia en Dios y en el mundo a la vez. De igual modo, el despliegue de luz, tan característi­co en las fiestas religiosas del pueblo judío, queda ahora total­mente oscurecido y superfluo ante la irradiación de la gloria de Dios, presente en todos y cada uno.

La asamblea eucarística realiza perfectamente este cambio total: ella es el templo, donde no se ofrece otro sacrificio que la fidelidad del Cordero inmolado a su Padre y la de los hom­bres a quienes Dios, en Jesucristo, ha salvado una vez por to­das. La Eucaristía es, según esto, la etapa decisiva dentro del incesante peregrinar del mundo hacia la meta final de la plena realización del hombre.

6 Véase el tema doctrinal del Templo, en este mismo capítulo.

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VII. Juan 14, 15-21 Tomado del primer discurso después de evangelio la Cena, este pequeño trozo evoca la ma-l.eT ciclo yor parte de los temas relativos a la des­

pedida del Señor a sus apóstoles y los úl­timos consejos antes de la marcha cuasi-definitiva: la exigen­cia de guardar la Palabra (v. 15), el sentido de la oración del Hijo (v. 16), el Paráclito (v. 17), el conocimiento de Dios (vv. 17 y 19; cf. Jn 16, 16-22), la permanencia—de Dios entre los hombres—(v. 17; cf. Jn 14, 23-24).

a) La originalidad de este pasaje radica en la síntesis de todos estos temas en torno a una idea-eje: el mandamiento del amor.

Amar es lo mismo que guardar los mandamientos, ya que estos se reducen a uno solo: el amor. Amar es, también, cono­cer a Dios y a su Hijo, pues este conocimiento no es puramente intelectual, especulativo, sino comunión y participación.

El Señor reivindica para Sí el deber de amor que los hombres tenían hasta entonces para con Dios (Dt 6, 4-9; 7, 11; 11, 1). Como en la antigua economía, Jesús mide el amor de los suyos por la observancia de los mandamientos—y viceversa—(ver­sículos 15-21).

Al constituirse, en igualdad con el Padre, como objeto del amor de los hombres, Cristo no desdobla, por ello, el antiguo mandamiento del amor a Dios, ya que El está en el Padre y quien le ama, ama también al Padre (v. 20). Y cuando a los ojos del mundo, parece haber perdido "enteros", y que ya no va a poder obtener su amor (v. 17), Cristo continúa siendo, con su Padre, el objeto del amor y de la fe de los cristianos. Por esta unión, conocida por los hombres, entre Padre e Hijo, se identificarán "aquellos días" como los últimos tiempos (v. 20); la misión del Espíritu de verdad será llevar a los discípulos a esta experiencia (cf. Jn 14, 26; 16, 18), lejos de los caminos de la "mentira", que son los que recorre el Príncipe de este mun­do (cf. Jn 8, 44; 1 Jn 4, 5-6).

b) La asistencia del Espíritu otorgará a la Iglesia la infali­bilidad (vv. 16-17). El Espíritu de verdad será siempre solida­rio de la aventura de la Iglesia y estará en perpetua oposición al Espíritu de la mentira (Jn 8, 44; 1 Jn 4, 3). No quiere decir esto que la Iglesia no pueda cometer errores: incluso su men­saje, anunciado por hombres, no está inmune contra la ambi­güedad y puede dar lugar a interpretaciones erróneas. La ma­ravilla de la asistencia del Espíritu de verdad no está en que la Iglesia no cometa error alguno, sino en que, a pesar de los errores y por encima de todos los errores, no se vea jamás desa-

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sistida de la verdad de Dios. De lo cual se deduce que la verdad que detenta la Iglesia es un don de Dios, y no el fruto de sus reflexiones.

Esta es una infalibilidad mucho más profunda y esencial que la que se pueda encontrar en tal o cual formulación. Ante el viraje, incluso doctrinal, que da la Iglesia moderna, lo impor­tante no es agarrarse con uñas y dientes a un enunciado, cual­quiera que sea, en nombre de una infalibilidad estrecha, sino tener un convencimiento profundo de estar asistido por el don del Espíritu de verdad, a pesar de los fallos e imperfecciones de toda indagación doctrinal.

VIII. Juan 15, 9-17 Perteneciente al segundo discurso después evangelio de la Cena, este Evangelio sirve de transi-2.o ciclo ción entre la parábola de la vid (Jn 15, 1-8)

y la declaración de amistad hecha por Cris­to a los que hasta entonces no eran más que "discípulos" suyos (Jn 15, 14-17). Quiere decir esto que el tema principal de la perícopa es la unión permanente de los discípulos con Jesús (el verbo "permanecer" aparece tres veces en los vv. 9 y 10) y los medios para conservarla.

* * *

El razonamiento de Cristo es bastante claro: el Padre ha amado al Hijo, que ha permanecido en este amor guardando el mandamiento que lo prescribe. Pero Cristo ha amado a los suyos con este amor del Padre y en el que los suyos deben, a su vez, permanecer cumpliendo el mandato de su Maestro.

Cristo insiste repetidas veces en la estrecha relación exis­tente entre el amor y la obediencia. En efecto, cuando el amor llega hasta el sacrificio del propio punto de vista personal para entregarse confiado al otro, no por miedo, previsión o renuncia impotente, sino para conformarse al máximo a la voluntad y a los deseos del otro, entonces se puede decir que se realiza en la obediencia y sumisión mutuas. El amor no puede ser per­fecto mientras no exista la unión amante de voluntades. Úni­camente la sumisión mutua vale como criterio de un amor lle­gado a su mayoría de edad.

El amor es, a la vez, la actividad espiritual más profunda, ya que realiza la unión espiritual y la participación más funda­mental en el propio seno de la alteridad.

El amor realiza también otra maravilla: el que ama se trans-

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forma en aquel a quien ama. En este sentido, Cristo llega a de­cir: "permaneced en mi amor como Yo permanezco en el amor del Padre" (vv. 9-10).

Finalmente, el amor es aliado de la alegría gozosa (v. 11), ya que no puede sufrir frustración alguna. Resiste la separa­ción, triunfa de todos los obstáculos, pero carece de fuerza ante aquellos que lo reivindican como un derecho, los que no quieren obtenerlo sino confundiéndolo con su propio egoísmo, o los que confunden los gestos del amor con el amor mismo. El amor es portador de gozo cuando tiene su origen en la libertad total. Por esta razón lleva consigo, con relativa frecuencia, un aspecto sacrificial, pues la libertad no es nada fácil y corriente.

IX. Juan 14, 23-29 Epílogo del primer discurso de Cristo du-evangelio rante la Cena (Jn 13-14). 3.er ciclo

a) En el v. 22, Judas expresa su decepción ante el hecho de que la manifestación gloriosa de Cristo no beneficiará más que a los que "guarden su Palabra"; aún seguía imaginando la manifestación del Mesías como un acontecimiento de reso­nancia universal y espectacular (Ez 43). Sin embargo, no suce­derá como él deseaba: Dios vendrá a habitar en aquellos que guarden su Palabra ("guardar su Palabra", especie de mu­letilla del discurso de la Cena: Jn 14, 15, 21, 23; 15, 10, 12, 17).

El templo construido de piedras era considerado como el lu­gar de la presencia de Dios (Gen 28, 17; 1 Sam 1, 7, 19; 5, 4-5; Ex 25, 8; 1 Re 6, 8, 11). En la dedicación del Templo de Jeru-salén, las palabras de acción de gracias de Salomón giraron en torno al tema de la morada de Dios en su pueblo (1 Re 8). Pero el "signo" elegido era demasiado material y Dios abandonó el Templo. Pronto nació una doctrina más espiritual acerca de la habitación de Dios entre los hombres: los libros sapienciales in­trodujeron una presencia de Dios más íntima, la de la Sabiduría que habita el alma de los justos (Eclo 24, 7-22; Bar 3, 36-4, 4). Pero habrá que esperar el Nuevo Testamento para que este es­fuerzo de espiritualización sea una realidad cumplida y obten­ga sus frutos. Mientras Ezequiel describía las medidas del nue­vo templo anunciado de una forma fría y casi exclusivamente material (matemático-arquitectónico) (Ez 40-45), San Pablo dice, hablando de las medidas del Templo, que son inconmen­surables, pues son las del amor (Ef 3, 17-18). Los primeros cris­tianos pronto se dieron cuenta úe que no era necesario ir al Templo para encontrarse allí con Dios (Act 2, 46; 5, 21-42; 3, 1; Le 24, 53), puesto que cada una de sus asambleas litúrgicas se-

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rían, en lo sucesivo, la morada de Dios (1 Cor 6, 19-20; Rom 8, 8; 1 Tes 4, 4-8; 2 Cor 6, 6-17; Ef 2, 19-22). De este modo, a la presencia espiritual de Dios en el Templo, a la, ya espiritual también, de la Sabiduría en el corazón de los justos, ha suce­dido una modalidad nueva de presencia: la presencia interior y dinámica del Espíritu.

Las manifestaciones de Dios en su pueblo revelaban su es­tancia permanente entre los suyos. Pero el Espíritu realizará pronto una presencia distinta, más eficaz e íntima.

b) Después de haber anunciado a los apóstoles que no los abandonaría, puesto que volvería en Espíritu, Jesús se despidió de ellos conforme a la costumbre judía, deseándoles la paz (1 Sam 1, 17; 20, 42; 25, 35; 29, 7; Me 5, 34; Le 7, 50; 8, 48). Sin embargo, no se trata en este caso de una simple despedida o un deseo de felicidad, sino del "don" de los bienes mesiánicos (Zac 8, 9-13; 9, 9-10; Is 2, 2-4; 9, 5-6; 11, 1-9; 40, 17-18), con­tenidos en el don de la propia vida del Padre.

X. Hechos 20, 7-12 Descripción de una de las primeras re-lectura ad libitum uniones dominicales cristianas. La Euca-üturgia de ristía y el recuerdo de la resurrección de la Palabra Jesús (tema del primer día de la sema­

na: v. 7; cf. Mt 28, 1) ocupan la parte central de la reunión que se celebra en domingo (para los ju­díos la jornada comienza la víspera, al anochecer) y se prolon­ga hasta muy entrada la noche. Pablo, orador infatigable (cf. Act 15, 32; 28, 23; 20, 2) predica en ella la Palabra. Pero la larga duración de sus discursos y el calor producido por las numerosas lámparas terminan por adormecer a un tal Euti'co que cae de una ventana en cuyo borde se había sentado. El apóstol le reanima, y esto sirve de punto de partida para ex­poner la significación pascual de las reuniones eucarísticas.

* # # Entre Pascua y Pentecostés los apóstoles vivieron momentos

privilegiados, como fueron algunas comidas "presididas" por el Señor. De estos acontecimientos, presenciados por ellos en "pri­mera fila", y, lo que es más importante, vividos, se valió el Es­píritu para ayudarlos a comprender el sentido de las Escrituras y a captar perfectamente hasta qué punto la historia de la sal­vación cobraba un sentido decisivo en la muerte y resurrección del Señor.

Algo parecido ocurre con todas las generaciones cristianas. El terreno privilegiado de la experiencia pascual es siempre la celebración eucarística donde se dan cita las Escrituras co­mentadas por la Palabra del misionero y el Pan de vida del que

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todos participan, en nombre del Señor. Y si la comunidad de Tróade ha vivido la presencia del Resucitado de un modo mila­groso, cada comunidad cristiana puede revivir esa mismo pre­sencia de Cristo mediante su conversión y constante renovación.

La "reanimación" del muchacho debía ser muy oportuna para corroborar la enseñanza de Pablo. Este ha publicado ya sus cartas a los tesalonicenses en las que toca el tema de nuestra futura resurrección; en esta época prepara su carta a los ro­manos, especialmente el cap. 8 en que habla de la solidaridad de la resurrección de Cristo y la nuestra; tal vez ha escrito ya su primera carta a los corintios, y concretamente la exposición que hace sobre el valor de la Eucaristía como memorial de la muerte del Señor "hasta que venga" (1 Cor 11); ha debido ex­plicar detenidamente los sacrilegios prematuros de algunos cris­tianos (1 Cor 11, 30), como resultado de una fe insuficiente en el contenido de la Eucaristía.

Si es cierto que Pablo ha hablado sobre todo esto durante esta larga noche de Tróade, uno se explica que el episodio del joven milagrosamente librado de la muerte haya servido de feliz confirmación a la enseñanza de Pablo sobre nuestra resu­rrección y sobre su solidaridad con la de Cristo y el misterio eucarístico.

B. LA DOCTRINA

1. El tema del Templo

Una reacción bastante frecuente entre los cristianos es la de no conceder demasiada importancia a sus lugares de cul­to, a las iglesias de piedra en las que se celebra el sacrificio de la Eucaristía. Esta reacción no significa necesariamente una falta de afecto por las prácticas religiosas, pero cuando estos cristianos se reúnen para la misa tienen la impresión de que el lugar de reunión importa poco. Que la celebración tenga lugar en una iglesia, al aire libre o en un sitio cualquiera a muchos les parece del todo indiferente.

Incluso para algunos esta reacción va todavía más lejos y en cierta manera expresa un cambio de orientación. El cristiano digno de este nombre no es para ellos el que practica. Incluso aquel o aquella que participa todos los días en la misa es, al­gunas veces, hasta mirado con desconfianza... El verdadero cristiano es, ante todo, aquel que en las cosas diarias de su existencia da testimonio del Evangelio y pone por obra el man­dato del amor a los hermanos.

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Y a la inversa. Hoy podemos comprobar que los cristianos no practicantes y hasta los no creyentes tienen tal afecto a sus iglesias, especialmente en el mundo rural, que se oponen a toda supresión de lugares de culto o a un reagrupamiento de parro­quias y hasta a la supresión de una misa celebrada en la loca­lidad, aunque la asistencia a ella sea prácticamente nula.

El tema del Templo ha tenido varios incrementos a lo largo de la historia de la salvación, y las fuentes bíblicas nos per­miten medir el impacto progresivo de la fe sobre la concepción que el hombre religioso se ha forjado del verdadero culto y del lugar donde este se celebra.

El Templo de En todas las religiones el Templo desempeña un Jerusalén papel preponderante. El hombre que busca la

salvación, estando como está sumergido en un mundo profano, busca los caminos de la comunicación con el mundo de lo divino. El itinerario por excelencia que le conduce a ello se lo ofrecen las múltiples celebraciones litúrgicas que van jalonando su existencia. Pero una liturgia no se puede ce­lebrar en cualquier sitio, ya que su eficacia depende de su rela­ción con un espacio que escapa a los caracteres del mundo pro­fano y que comunica de una manera misteriosa con las ener­gías del mundo de los dioses. En estos espacios sagrados—una montaña, una fuente, etc.—se levantan los santuarios donde se da culto válido a las divinidades. La concepción espontánea que el hombre pagano se forja del templo es significativa de su búsqueda religiosa. Este hombre espera la salvación de lo que es estable y sólido, de lo que no está sometido a los imprevistos de la historia.

Hay que llegar a la época del rey Salomón para que Israel tenga su templo en el monte Sión, que era la capital del reino. Hubo algunas resistencias. Algunos temían que la existencia de un templo de piedra favorecería la asimilación de la religión de la Alianza a las religiones paganas. Hasta entonces Israel no disponía más que de un santuario portátil, en torno al cual se reunía el pueblo en las grandes ocasiones. Destruido en el momento de la toma de Jerusalén, el templo de Salomón fue reconstruido al volver del exilio y se convirtió en el centro re­ligioso del judaismo.

No se puede comprender el significado del templo en Israel, sin recurrir a las reacciones de los profetas. Ahora bien: para ellos está muy claro que Dios no está ligado a su Templo. Si el culto que en él se le da es formalista, Yahvé está ausente de él, porque lo que quiere Yahvé es un culto arraigado en el corazón del hombre. Como el pueblo es infiel a su Dios, hay que esperar del futuro mesiánico la vuelta de Yahvé a un Templo nuevo. El

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culto antiguo será condenado, para dar paso al culto definitivo de los últimos tiempos. En esta nueva casa de Dios hasta las naciones tendrán acceso.

Entre tanto, ciertas corrientes importantes como el esenis-mo se pronunciaron en contra del Templo de Jerusalén, su cul­to y sus peregrinaciones, manifestando a su manera el carác­ter facultativo de esta institución.

El cuerpo de Cristo, El Templo de Jerusalén ocupa un lugar Templo definitivo importante en la vida de Jesús de Naza-

ret. María, su Madre, le presentó en él pocas semanas después de su nacimiento. Allí le volvemos a encontrar a la edad de doce años, enseñando en medio de los doctores. Durante toda su vida pública fue a él regularmente en peregrinación, para orar allí y predicar la Buena Nueva.

Por tanto, Cristo sigue la tradición de su pueblo, procurando encarnar el ideal del judío piadoso para quien el Templo de Je­rusalén había sido ocasión de las más auténticas efusiones es­pirituales (véanse los salmos). Pero al mismo tiempo que sigue esta tradición viva, condena todo lo que se opone al culto ver­dadero, separando lo puro de lo impuro. Por eso no deja de te­ner razón San Juan cuando coloca el episodio de Cristo arro­jando a los vendedores del Templo, después de su primera subi­da a Jerusalén. Jesús no puede entrar en el Templo, sin antes haberle restituido a la verdad. El Templo es una casa de ora­ción y no una casa de comercio.

Pero en este primer gesto de Cristo referente al Templo, San Juan ve en seguida la condenación del propio Templo, ya que el verdadero Templo de la Nueva Alianza es el cuerpo de Cristo, y para confirmarlo, el signo que de él dará Cristo es su propia pasión.

En efecto, con la intervención del Hombre-Dios se produjo un cambio radical. Solo El es capaz de dar a Dios un culto que le sea agradable: el culto de la obediencia del corazón, que llega hasta la muerte y muerte de cruz. Así, en su pasión, su cuerpo se convierte en el único Templo en el que se puede ofre­cer un sacrificio digno de este nombre, la única realidad visible que debe ser reconocida como sagrada. Con la pasión de Cristo el Templo de Jerusalén se desacraliza y entonces es cuando se aprecia su caducidad. No hay espacios sagrados, ni siquiera el monte Sión. El culto verdadero es el culto en espíritu y en ver­dad. Solamente Cristo es en él Sacerdote y Hostia. Todo par­ticularismo ha sido barrido. En Cristo muerto y resucitado to­dos tienen acceso al culto verdadero, pero únicamente en El.

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La Iglesia Como la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, ella Cuerpo de Cristo, es en este mundo el único templo donde se Templo del celebra un culto agradable a Dios. Cristo Espíritu Santo continúa en ella ofreciendo el único sacri­

ficio de la Nueva Alianza; en ella el Espíritu obra en cada uno de los miembros de su Cuerpo, para que de ellos salga esta oración filial: "Padre, hágase tu voluntad."

Así, pues, el Templo de la Nueva Alianza está hecho de pie­dras vivas: "Hermanos, por la misericordia de Dios, yo os exhor­to para que ofrezcáis vuestras personas como hostias vivas, san­tas, agradables a Dios. Este es el culto espiritual que habéis de practicar" (Rom 12. 1).

La Iglesia de Cristo no tiene ninguna institución comparable al Templo de Jerusalén, porque no es posible que la tenga. La Iglesia es, ante todo, las personas que la componen. Estaría muy bien que los cristianos tomaran la costumbre de considerarla así. Con demasiada frecuencia, cuando piensan en la "Iglesia" piesan en la "institución". Esto es grave para la comprensión del misterio eclesial. Y es muy difícil dar este cambio, porque incluso donde no se olvidan de las personas, sucede algunas ve­ces que no se las considera más que cuando están reunidas efectivamente por la Iglesia. ¡Como si la Iglesia no existiera más que en el momento en que celebra sus reuniones! En esto existe una deformación, muy propia del clero, que hay que su­perar, y que nos ayudarán a superar los recientes trabajos con­ciliares. La Iglesia es el pueblo de Dios. Se desenvuelve en una institución, pero no se reduce a eso. En cualquier parte donde se encuentre uno de sus miembros existe la Iglesia, porque ante todo existe en sus miembros. Tiene que tomar un aspecto insti­tucional, cuando reúne a sus miembros para celebrar la Euca­ristía, pero cuando no los reúne y sus miembros se encuentran dispersos entre los demás hombres, la Iglesia debe existir como la levadura en la masa, debe levantarse como la luz del mundo, debe proporcionar a los hombres el signo de la salvación que de una vez para siempre nos ganó Jesucristo.

Dicho esto, solo falta añadir que la misión de la Iglesia-ins­titución la obliga a construir iglesias de piedra—el culto verda­dero debe tener necesariamente una dimensión litúrgica—, pero el significado de estos edificios, su concepción y hasta la ma­nera de estar repartidos dependen por completo de las exigen­cias del culto espiritual, accesible a todos.

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La misión, Hace algunos años, y para dar a la evan-el signo del Templo gelización todo su alcance eclesial, se de-y las iglesias finía el objeto de la misión diciendo que de piedra "hacer la misión era implantar la Igle­

sia". La expresión "implantar la Iglesia" evocaba en la mente de sus promotores el establecimiento de una Iglesia local con toda la red de instituciones que le permi­ten su funcionamiento normal y autónomo. Y añadían: "Mi­sionar no es convertir a las almas."

Naturalmente era necesaria una reacción contra una idea tan individualista del trabajo misionero. Pero se ha hecho en un sentido demasiado institucional. La implantación de la Igle­sia en un pueblo es algo mucho más profundo que un simple establecimiento institucional. Se trata de arraigar el misterio de Cristo en el centro del camino espiritual de un pueblo, para que entre Cristo, presente en sus enviados, y este pueblo se entable el diálogo dramático de la fe que se busca.

El misionero, que es hombre de la Iglesia, siguiendo a Cristo, debe valorar el verdadero "signo del Templo". Sabe que viene a destruir en aquel pueblo, al que ha sido enviado, todo lo que cristaliza su particularismo religioso. Lo mismo que Cristo. De­berá tener gestos proféticos, semejantes a los de Cristo arro­jando a los vendedores del Templo, porque un templo se ha hecho para orar en él al Padre. Y esto, entre paréntesis, supone por su parte una asimilación profunda de la búsqueda espiri­tual del pueblo al que tiene la misión de evangelizar. Y cuando le hagan la pregunta: "¿Qué signo nos muestras para obrar así?", el misionero deberá responder lo mismo que Cristo: Este signo es la pasión de Cristo que continúa en sus enviados. El signo del Templo de la Nueva Alianza es la configuración de la Iglesia a la muerte de Cristo, porque en esta configuración se celebra el culto verdadero, agradable a Dios y accesible a todos. Este culto de obediencia hasta la muerte de cruz es el culto del amor sin fronteras, que supone el total desprendimiento de sí mismo.

Si el espíritu que anima al misionero es este espíritu de ca­tolicidad, vivido en sus fuentes y en sus manifestaciones más auténticas, entonces el proceso de enraizamiento cultural esta­rá bien llevado. Se establecerán instituciones, se construirán iglesias de piedra, pero con la preocupación constante de no exportar solamente lo que ya uno tenía demasiado conocido.

El signo eucarístico Cuando la Iglesia reúne a sus fieles para del Templo espiritual celebrar el sacrificio de la Eucaristía, les

invita a participar de una manera cada vez más profunda en el sacrificio de Cristo y a ofrecer en él sus

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personas como hostias agradables a Dios. Por eso la Iglesia se edifica como un Templo espiritual.

Pero en las reuniones que organiza, la Iglesia se guía por una preocupación que tiene en cuenta lo que es el hombre concre­tamente: alma y cuerpo. Si el verdadero culto espiritual es el del amor sin fronteras, es preciso que esto se vea en las mis­mas reuniones. Así, toda reunión eclesial se desarrolla con una ambición de catolicidad. En la Eucaristía es donde se unen la mayor diversidad de personas, porque en Cristo somos ya todos hermanos. Esta fraternidad, que se ha cumplido en Cristo, debe formar parte realmente de la vida de los cristianos, y la Iglesia se preocupa de ello, velando porque las reuniones orga­nizadas por ella no coincidan pura y simplemente con las co­munidades naturales.

El signo eucarístico del Templo espiritual será dado en la me­dida en que el lugar de la celebración esté abierto efectivamen­te a los cristianos de todas las razas y de todas las condiciones sociales. Muchos lugares públicos de culto no tienen esta aper­tura. Por eso hay que tratar de encontrar los medios necesarios para hacerla efectiva. El problema es grave. En ello está el pro­yecto de catolicidad de la Iglesia, que debe verse con la mayor claridad en las reuniones celebradas por los cristianos.

2. El tema de los paganos

La imagen que los cristianos se forman de los paganos cons­tituye siempre un excelente índice de cómo conciben las reali­dades fundamentales de su fe, especialmente su responsabilidad misionera.

Hasta la época moderna, los hombres eran clasificados ge­neralmente de acuerdo con sus creencias religiosas. En este as­pecto, en efecto, el centro de gravedad de la existencia humana se hace perceptible allí donde se construye y se expresa la re­lación de tipo religioso, ya que el hombre espera la felicidad de una comunicación con el mundo divino. De este modo se com­prende perfectamente que la primera reacción del cristiano que vive dentro de un régimen sacral sea la de establecer entre él y el pagano una separación bastante radical: el cristiano adora al verdadero Dios; el pagano es un idólatra. La misión del cristiano, en estas condiciones, es convertir al pagano a la fe verdadera para que todos tengan acceso a la salvación, pues esa es la voluntad del Padre. Sin embargo, es preciso hacer ver que la separación entre el cristiano y el pagano no ha sido cap­tada por todos de un modo tan radical: en todo tiempo los misioneros han tenido clara conciencia de que el Espíritu hacía su obra en el corazón de todos los pueblos y de que su itinerario

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espiritual les predisponía, de algún modo, a la recepción del Evangelio.

En nuestros días, la pertenencia religiosa no reviste ya la importancia que tenía en tiempos pasados, y cuando se habla de ella para justificar una segregación, todos sabemos que las verdaderas razones son de otro orden. Los hombres se agrupan en grandes universos geográfico-culturales, en grupos sociales o profesionales, y lo que les diferencia y, eventualmente, les opo­ne, es su modo de concebir la historia humana, su modo de ha­cer frente a las dificultades que les salen al encuentro, tales como la guerra, la injusticia, el subdesarrollo, etc. Con el na­cimiento de un mundo moderno, construido sobre el desarrollo prodigioso de una civilización científica y técnica, el centro de gravedad de la existencia humana se desplaza progresivamente del terreno "religioso" al terreno de lo "profano". La primera cuestión que se nos plantea es la de saber el modo de hacer más habitable la tierra para el hombre; a continuación de este su­puesto se puede plantear la cuestión del aspecto religioso; sin tal supuesto no se puede dar un paso más en el camino de los planteamientos. Los cristianos no escapan a esta nueva que lleva consigo, de inmediato, una visión mucho más amplia de la tarea del Pueblo de Dios entre los hombres. El pagano ha de­jado de ser considerado como el idólatra al que hay que intro­ducir, a la mayor brevedad, en el verdadero conocimiento de Dios; y la misión, entendida como hasta hace poco, es incapaz de obtener resultados positivos. ¿Cuál es, entonces, la nueva identidad del pagano? ¿Cómo se presenta la misión de la Igle­sia en el mundo de nuestro tiempo?

Israel y las Durante mucho tiempo, Israel se ha pregun-naciones paganas tado sobre el destino de las naciones paganas

y la significación de su problemática religio­sa. Creemos, además, que no le era posible sacudirse esta inte­rrogante. En efecto, Israel nunca fue un pueblo solitario. Sus contactos con otros pueblos fueron numerosos, no solo con las poblaciones locales o vecinas, sino también con los gigantes de la época (Egipto, Asiría, Babilonia, etc.). Más aún, después de la toma de Samaría y de Jerusalén, se constituye el Israel de la Diáspora: por todas partes van formándose comunidades judías en el seno de otras naciones.

La reacción de Israel en estos contactos ha sido motivada, ante todo, por su elección religiosa. La Alianza del Sinaí ha hecho de Israel el pueblo elegido de Yahvé, pueblo donde se adora al verdadero Dios que es el Dios de la fe, con todas las exigencias que lleva consigo la Alianza en el plano espiritual y moral. De ello se deriva una primera reacción, del todo com­prensible y justificada: se trata de defender su derecho a la

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existencia y, sobre todo, a salvaguardar su identidad religiosa, ya que, más que la servidumbre política, Israel considera aún más grave la amenaza de reducción religiosa, la tentación, que, de modo ininterrumpido, acecha al pueblo elegido, de volver al paganismo.

El pueblo elegido no se imagina, por un momento siquiera, que el itinerario espiritual de las naciones paganas con las que tiene un contacto real pueda tener algún valor a los ojos de Yahvé, ni, a fortiori, que la aventura de la fe pueda ser com­partida con pueblos no judíos. Pero, no obstante, las naciones paganas no quedan excluidas de las perspectivas que, sobre el futuro, elabora el pueblo elegido, pues el Dios de la aventura de la fe es el Dueño y Señor de toda la creación, el Dios pro­vidente cuya misericordia es infinita. Yahvé, aunque pone apar­te a Israel, no por eso se despreocupa del resto de las naciones. De hecho, cuando piensan en el futuro, todos los profetas han puesto de relieve—unos más, otros menos—que todas las nacio­nes paganas tendrían acceso a la salvación y, asimismo, al jui­cio. En el día de Yahvé se ofrecerá la conversión al Dios vivo a todas las naciones. Algunos autores afirman también que el llamamiento a la conversión surtirá más efecto fuera de las fronteras de Israel que en el propio pueblo elegido. Como mues­tra de ello, nadie se atrevía a poner en duda, al menos en el terreno puramente imaginativo y posible, el papel encomendado a Job, un pagano, en el plano de la fe, ni a poner en escena la respuesta sorprendentemente positiva e inesperada de los nini-vitas a la predicación de Jonás.

Así, pues, para Israel, la problemática religiosa de los paga­nos no tiene consistencia, ya que no conocen al verdadero Dios. Pero llegará el tiempo en que Yahvé se manifieste al resto de las naciones, que tendrán entonces su puesto en la ciudad de­finitiva, en la que Israel ocupará el lugar de preferencia.

Jesús de Nazaret, La aventura de la fe que protagoniza Israel hermano de todos encuentra su culminación en la intervención

histórica del Mesías. El reconocimiento del Dios Todo-Otro pone al descubierto sus últimas consecuencias con Jesús de Nazaret. Tras su paso por la tierra y su muerte victoriosa, la humanidad entera queda pendiente de la ini­ciativa creadora de Dios—que es iniciativa de amor—, y todos los hombres son hermanos por la dependencia radical que los une a Dios Padre. El llamamiento a la salvación es, por natu­raleza, universal, y las condiciones para responder a él son idénticas para todos. En esta perspectiva, la elección de Israel no supone, en sí misma, privilegio alguno; simplemente hace que eípueblo elegido tome una parte única e irreemplazable en la realización del designio salvador de Dios que incluye a todos

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los hombres. Y de acuerdo con estas convicciones fundamenta­les es como toma forma, en Jesús, la imagen que el pueblo ju­dio tenía forjada de los paganos.

¿Qué enseñanzas nos da el ministerio de Jesús de Nazaret? Jesús no busca directamente el encuentro con los paganos; su misión se limita a Israel, y, como Mesías de este pueblo, trata de movilizar sus energías de cara a la gran tarea reservada al pueblo-testigo entre los restantes pueblos de la tierra. Pero cuando Jesús encuentra a tal o cual pagano, no tiene inconve­niente, si llega el caso, en expresar sin rodeos la admiración que le ha producido su fe..., incluso ante la estupefacción que tal confesión podía despertar entre los judíos. Jesús tiene la con­vicción—y la manifiesta sin tapujos—de que todos los hombres son hermanos ante Dios, que, ya en este momento, la acción del Espíritu se abre paso entre las naciones y la búsqueda religiosa de los paganos no puede resultar ineficaz. Poco después, la negativa de Israel a entrar, como pueblo, en las directrices marcadas por su Mesías, acentúa más aún, si cabe, el univer­salismo del amor fraterno apuntado antes por Jesús. La misión reservada al pueblo elegido será confiada, desde este momento, a todo hombre que acepte seguir a Jesús y observar fielmente el mandamiento nuevo del amor fraterno sin fronteras.

Para Jesús, la adoración al Padre en espíritu y en verdad está indisolublemente unida al ejercicio activo de la caridad fraterna; este doble amor halla perfecto cumplimiento en su persona. Pero el Espíritu, que actúa ya en todos los hombres, pone a estos en el camino que lleva a la realización completa del doble amor antedicho. El lenguaje religioso de la existencia y el relativo a la vida son, a partir de ahora, inseparables. Todo hombre, por el hecho de ponerse al servicio de sus hermanos más necesitados, camina al encuentro de Jesús, aunque aún no le conozca (véase el relato del juicio final en Mt 25). La separa­ción existente entre judíos y paganos origina la oposición, irre­ducible esta vez, entre el amor y el odio.

El pueblo de Dios Los primeros años del cristianismo han y la humanidad sido decisivos de cara a la manifestación

de la originalidad que le caracteriza. Des­de el episodio de Cornelio al Concilio de Jerusalén, pasando por la fundación de la Iglesia de Antioquía (véanse las primeras lecturas de este domingo), el camino recorrido pone de mani­fiesto una mayor preocupación: la fe en Cristo vivo impone la superación radical del particularismo judío. Todo hombre está llamado a ser discípulo del Resucitado, pero, en el futuro, no es necesario pasar por el judaismo y las prescripciones de la

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ley mosaica. Al leer los Hechos de los Apóstoles, uno comprue­ba, no sin cierta sorpresa, que los acontecimientos más signi­ficativos de esta máxima preocupación del cristianismo primiti­vo se nos refieren como reediciones del primer Pentecostés. Los apóstoles y los primeros cristianos, todos de origen judío, ha­cen un descubrimiento notable cual es el relativo a la acción efectiva del Espíritu Santo fuera de las fronteras del pueblo elegido. La propia experiencia cristiana les ha llevado poco a poco a esta convicción, a pesar de las inhibiciones que todo de­but lleva consigo y de las resistencias de algunos. Convicción totalmente desconcertante si se piensa en el desbarajuste que introduce en las ideas judías tradicionales.

El Concilio Vaticano II, al proponer, para identificar a la Iglesia, una concepción dinámica del Pueblo de Dios, en cuyos límites tiene cabida, de derecho, la humanidad entera, se ha apoyado en esta misma convicción expuesta en el párrafo an­terior. Todo hombre está realmente "llamado a pertenecer" al Pueblo de Dios, nos dice la Constitución sobre la Iglesia: quiere decir esto, en otros términos, que en la obra que el Espíritu se propone llevar a cabo todo hombre está objetivamente orien­tado hacia el cumplimiento que Cristo le proporcionará me­diante la Iglesia que es su Cuerpo.

A la concepción dinámica del Pueblo de Dios corresponde una concepción dinámica del pueblo pagano. El pagano es un hombre en marcha hacia Cristo; por insegura que sea, la aven­tura espiritual que el pagano recorre está llena de sentido a los ojos de Dios y encontrará su culminación en Cristo. Llegará el día en que este hombre, después de mucho buscar la luz en la oscuridad, sienta la Iglesia dentro de sí y a sí mismo como un hermano entre otros muchos hermanos, pues virtualmente ya forma parte de esa fraternidad universal que el Espíritu pro­pone a todos los hombres. La misión del Pueblo de Dios consiste en recurrir (a la sombra del Espíritu de Dios) a todos los hom­bres, sin distinción de ninguna clase, mediante el testimonio hecho vida del verdadero amor. Se trata de una misión de diá­logo: con él se invita al pagano a dar un paso hacia adelante —el más decisivo, quizá—en el itinerario espiritual que él, por su cuenta, ha comenzado.

Evangelizar Digámoslo una vez más. La responsabili-a los paganos, hoy dad fundamental del Pueblo de Dios es

hacer que el misterio de Cristo penetre en lo más profundo del corazón de todos los pueblos y quede arrai­gado en él, a fin de que cada uno encuentre (en Cristo) la sa­tisfacción plena del deseo que los anima y oriente su búsqueda siguiendo los impulsos del Espíritu Santo.

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¿Por qué, entonces, los cristianos se han opuesto con su si­lencio a reconocer las huellas del Espíritu en el itinerario es­piritual de los pueblos no cristianos? La explicación es senci­llísima. Cuando el cristianismo se implanta en territorios no cristianos es preciso tiempo, y en algunos puntos mucho tiempo, pura que aparezca su originalidad. ¿No es altamente significa-Uva en este aspecto la historia de la Iglesia en Occidente? El mundo en el que se difunde el cristianismo es un mundo de tipo micral: el lenguaje del rito y de la pertenencia religiosa es en Occidente mucho más importante que el lenguaje de la vida, hasta tal punto que los cristianos de los primeros siglos llegan a negar sus derechos al ateo, y muchas de sus disputas perso­nales son ocasionadas por cuestiones religiosas. A partir del si­glo iv, y tras la conversión oficial del Imperio al cristianismo, el mundo sacral occidental, a su vez, "ingresa" oficialmente en la Iglesia. Se recalca y se mima hasta la exageración todo lo referente a la expresión religiosa y las liturgias se multiplican. Inconscientemente, las más de las veces, se vuelve a las pers­pectivas del Antiguo Testamento y, hablando de las reacciones de los cristianos ante los paganos, se asemejan más a las que los judíos tenían con aquellos, que a las de la Iglesia del tiempo de los apóstoles. La misión recuerda, en el mejor de los casos, el proselitismo de la Diáspora judía.

En realidad, el fermento evangélico, que lleva tiempo rea­lizando su labor en la cristiandad occidental, conduce, poco a poco, al desmantelamiento de las últimas posiciones del paga­nismo y contrarresta el proceso de sacralización, al invitar al hombre a reconocer lúcidamente la verdad de su condición hu­mana bajo el signo del mandamiento nuevo. No cabe duda de que en Occidente el centro de gravedad de la existencia huma­na se fue desplazando progresivamente del terreno de la expre­sión religiosa al de la vida. Repuesto en su verdad, el hombre va perdiendo conciencia de los recursos de su libertad, al tiempo que ve con mayor claridad cada día lo que exige la actualiza­ción del amor fraterno sin fronteras. El balance concreto y detallado de esta evolución llevaría consigo mucho tiempo y su culminación dista mucho todavía; pero, ya desde el siglo XIII, Tomás de Aquino había hecho posible, teológicamente, esta evo­lución, conjugando perfectamente lo sobrenatural y lo natural.

En nuestros días, la imagen que los cristianos tienen de los paganos está profundamente transformada si la comparamos a la que tenían hace algunos siglos. Indudablemente que esta ima­gen actual del pagano está más cerca de la representación que de él nos ofrece el Evangelio: el hombre que no conoce a Je­sucristo pertenece ya al orden de la salvación instaurado defi­nitivamente en Cristo, y está en camino hacia El en tanto que está comprometido en el servicio a sus hermanos. En cuanto a

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su misión entre los hombres, el pueblo de Dios comprende, a partir del Vaticano II, que el proselitismo debe ceder su puesto, de modo definitivo, al diálogo.

La acogida a los paganos El rostro de la Institución eclesial en la reunión eclesial y de los contactos en los que ella

tiene la iniciativa está relacionado, asimismo, con la imagen que los cristianos se forman de los paganos. Cuando esta imagen es puramente negativa, la aco­gida que la Institución eclesial les reserva procede de un mo­vimiento de sentido único; por definición, los paganos no pue­den aportar nada a la que posee toda la verdad. Pero cuando el pagano es considerado por el cristiano como un miembro de la humanidad amada por Dios e informada por el Espíritu, un hombre, a quien necesita el cristiano para ser tal y que ya es su hermano dentro del Pueblo de Dios, encuentra el lugar que le corresponde en la Institución, que es el lugar adecuado para su búsqueda espiritual; en ella es esperado, y siempre tendrá algo que aportar.

Aparte de la institución catecumenal, solo conocemos un tipo de asamblea eclesial: la que reagrupa exclusivamente a los cristianos. La herencia de un pasado de cristiandad nos ha acostumbrado excesivamente a concebir el bautismo como la puerta de entrada, y, sin embargo, puede muy bien tener lugar al final de un largo recorrido durante el cual cristianos y no cristianos han tenido ocasión de entablar contactos y de pro­fundizar todos juntos. Afortunadamente, esta situación cambia­rá en un plazo no muy largo de tiempo; por otra parte, los cristianos que llevan a cabo experiencias de búsqueda común con no cristianos conocen muy bien el enriquecimiento que tal búsqueda les proporciona de cara a una mejor comprensión del misterio de Cristo. También el ateo debe ser considerado como un hermano; al participar de la condición común, su búsqueda constituye para el cristiano una fuente fecunda de interro­gantes.

Para terminar, toda reunión es, por naturaleza, un lugar abierto a los demás hombres. Aquí está la verdad de la reunión por excelencia, a la cual le da forma la participación del Pan entre los cristianos. Toda la humanidad forma el marco nece­sario de toda celebración eucarística, y el dinamismo que re­side en ella debe estar alimentado en todo tiempo por una am­bición de catolicidad. Al hacernos partícipes de su cuerpo y sangre, Cristo nos da como hermanos en la fe a todos los hombres. Confiados totalmente en esta seguridad, estamos en óptimas condiciones para contribuir, en el diálogo con todos, al éxito definitivo de la aventura humana según Dios.

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SEXTA SEMANA DEL TIEMPO PASCUAL Y ASCENSIÓN

(Semana del quinto domingo después de Pascua)

A. LA PALABRA

I. Hechos 16, 11-15 Pablo abandona Asia para venir a Europa. lfl lectura Cuando desembarca en Filipos, ciudad esen-lunes cialmente latina y poblada especialmente

por antiguos soldados del ejército de An­tonio, el apóstol no encuentra en ella a la colonia judía habi­tual en las ciudades orientales. Allí los judíos no disponen de sinagoga y se reúnen a la orilla de un río para consagrarse a la oración, proceder a las abluciones rituales y escuchar la pala­bra de Dios (v. 13).

Entonces, Lidia, una de las oyentes de Pablo, le ofrece hos­pitalidad (v. 15). El apóstol, a pesar de preferir trabajar con sus manos para ganarse el pan (Act 20, 33-35; 1 Tes 2, 9; 2 Tes 3, 8; 1 Cor 9, 4-11), acepta la invitación, de la que además pa­rece haber guardado un excelente recuerdo, si tenemos en cuen­ta el tono de la carta que enviará más tarde a la comunidad de Filipos.

# * *

Esta lectura plantea, pues, el problema de la subsistencia del misionero. El ministro de la Palabra es testigo de la gratitud de Dios y todo su comportamiento debe reflejarla (Mt 10, 8), cortando radicalmente con la actitud de los levitas, siempre en camino para recoger los diezmos (Neh 10, 38-39).

Sin embargo, mientras que Mt 10, 8 pide al misionero "dar gratuitamente", Le 10, 7 recuerda que el "obrero merece su sa­lario". Pero la palabra griega misthos no designa una norma extricta; el Evangelio la emplea frecuentemente para designar un don desproporcionado al trabajo realizado (Mt 20, 8; 5, 12; 10, 41). En otros términos, el "don" ofrecido por el apóstol debe

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suscitar otro "don" también gratuito y también impregnado de la gratuidad divina1 .

Las jóvenes comunidades no comprendieron inmediatamente que debían responder al don con el don (1 Cor 9, 1-14). Por t an ­to, Pablo se guarda muy mucho de exigir sus derechos (que por otra parte tampoco lo son) y prefiere trabajar con sus manos (Act 18, 1-5; 1 Cor 4, 12; 9, 15-18; 2 Cor 12, 13), esperando que la comunidad descubra por sí misma su deber para con el mi­sionero. Por tanto, lo que importa ante todo es salvaguardar la gratuidad del don de Dios, tanto en el misionero como en el jefe de la comunidad que se beneficia de su ministerio. Los cristianos de Filipos parecen haber sido casi los únicos que com­prendieron esta exigencia (Act 16, 11-15; 2 Cor 11, 8-10; FU 4, 10-20).

II. Juan 15, 26-16, 4 El segundo discurso después de la Cena evangelio establece el estatuto de los discípulos des-lunes pues de la partida de su Maestro y les re­

vela su presencia espiritual durante la ausencia física. Por tanto, no podía ocultar una realidad an­gustiosa de la vida de los primeros cristianos-, el odio y la per­secución (1 Tes 3, 3; Rom 8, 18; FU 1, 29; Col 1, 24; 1 Pe 4, 14-16; Sant 1, 12; Ap 5, 4).

El evangelista considera normal el hecho de que los discípu­los continúen sufriendo como Cristo, puesto que el mundo vuel­ve contra ellos el odio que profesó a Jesús (Jn 15, 20-25).

Jesús presenta esta persecución (concretamente la que los judíos hacen sufrir a los cristianos: v. 20, cf. Act 8, 1; 9, 1; 17, 5, etc.) como la continuación de su propio proceso en el que, sin embargo, comparecerán nuevos testigos: el Paráclito y los discípulos (v. 26). Estos no darán solo testimonio de la exacti­tud de los hechos de la vida de Cristo, sino también (y más aún) de su significación. En efecto, el Paráclito ha rá compren­der a los discípulos que la vida de Cristo repercute en la de ellos hasta en la persecución.

La persecución es sin duda inevitable. El pecado está arraiga­do hasta ta l punto en el corazón del hombre que éste rehusa el amor de Dios, sobre todo cuando le es propuesto por otros hombres, también ellos pecadores. La persecución es también

1 T H . MAERTENS, Le Probléme de l'argent en liturgie, Brujas , 1962.

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sin duda necesaria, sobre todo cuando la Iglesia olvida su de­ber de reforma permanente; cuando es perseguida, es redu­cida al único plano verdaderamente privilegiado donde el amor triunfa sobre el odio y donde se prepara la definitiva victoria de Cristo sobre el mal.

III. Hechos 16, 22-34 Lucas resalta frecuentemente en la vida 1.a lectura de Pablo los episodios que lo ponen en martes pie de igualdad con Pedro. Pedro se opu­

so a un mago (Act 8, 15-24), Pablo se enfrenta con un espíritu adivinador (v. 16). Pedro fue encar­celado (Act 5, 15-18), Pablo fue encerrado en una prisión del imperio romano. El primero realizó una resurrección (Act 9, 36-42), el segundo comparte el mismo carisma (Act 20, 7-12). Lo mismo que Pedro fue milagrosamente liberado (Act 12, 1-19) así también Pablo se encuentra libre a su vez.

El relato de esta liberación y de la conversión del carcelero parece, sin embargo, un poco deshilvanado, pues Pablo en él versículo 32 instruye ya a todos los que se encuentran en la casa del carcelero, siendo así que no entra en ella has ta el ver­sículo 34.

a) La oposición de los paganos a la misión de Pablo se apoya aquí en dos motivaciones bastante sórdidas. La primera es de orden pecuniario: Pablo impide a los dueños de una es­clava seguir ganando dinero cómodamente (v. 19; cf. también Act 19, 23-31), la segunda, de orden racial: los judíos son de­testados y se desconfía de su proselitismo (v. 21).

b) El rápido desarrollo de la conversión del carcelero re­cuerda, sin embargo, las etapas del catecumenado de entonces: la pregunta ritual "¿qué hay que hacer?" (Act 9, 6), la instruc­ción del Evangelio (v. 32), el bautismo (v. 33) y la comida (¿eu-carística?) que le sigue (cf. Act 9, 19) y que se desarrolla en la alegría (cf. Act 2, 46; 8, 8, 39; 13, 48-52).

El motivo de la conversión del carcelero es el que los após­toles, y Pablo en particular, in tentan hacer nacer en el espí­ritu de los paganos: el descubrimiento de la presencia de Dios en la naturaleza y en la historia (cf. Act 14, 7-17; Act 17, 24). Esta presencia se manifiesta aquí mediante un temblor de t ie­rra, pero San Pablo no conservará este carácter espectacular en su exhortación a los paganos.

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IV. Juan 16, 5-11 En su primer discurso después de la Cena evangelio (Jn 13, 33; 14, 31), Jesús había anunciado martes a sus apóstoles su próxima partida y estos

le asaltaron a preguntas más o menos opor­tunas (Jn 13, 36; 14, 5). Jesús les había respondido que todos se volverían a encontrar junto al Padre (Jn 14, 1-3), y que el amor (Jn 13, 33-36) y el conocimiento (Jn 14, 4-10) podían compensar la ausencia.

En su segundo discurso, Cristo anuncia de nuevo su parti­da (v. 5). Como los apóstoles se guardan de hacerle preguntas, aun cuando la tristeza se refleja en sus rostros (v. 6), Jesús observa, no sin ironía, que, sin embargo este sería el momento oportuno para interrogarle (v. 5).

* * #

a) La partida de Cristo y el aparente abandono en el que deja a sus apóstoles constituye el tema esencial de la perícopa. Cristo afirma que su partida está cargada de sentido: El vuel­ve al Padre (Jn 14, 2, 3, 12; 16, 5), porque su misión ha ter­minado y el espíritu Paráclito será el testigo de su presencia (Jn 14, 26; 15, 26). Jesús compara la misión del espíritu con la suya; en efecto, no se trata de creer que tía terminado el reino de Cristo y que es reemplazado por el del espíritu. Si no que de hecho, la distinción reside más bien entre el modo de vida terrestre de Cristo que oculta al espíritu y el modo de vida del que El se beneficiará después de su resurrección y que no será ya perceptible por los sentidos, sino solamente por la fe: un modo de vida "transformado por el espíritu" (Jn 7, 37-39). Volvemos a encontrar aquí, pues, la pedagogía del Cristo resucitado, que no deja de utilizar para convencer a sus apósto­les de que no busquen ya una presencia física, sino que descu­bran en la fe la presencia "espiritual" (entendiendo aquí es­piritual no solamente como opuesto a físico, sino designando verdaderamente el mundo nuevo animado por Dios; cf. Ez 37, 11, 14-20; 39, 28-29).

o) La nueva presencia del Señor en medio de los suyos pre­sentará las características de un juicio 2 y de una contestación 3.

En efecto, si el nuevo modo de vida en "espíritu" se opone al modo de vida del mundo, resultarán de ello enfrentamientos e incluso persecuciones (Jn 15, 18-16, 4). Por eso la presencia del Espíritu revestirá un carácter judicial (tema del Paráclito de­fensor). En el curso de su pasión, Cristo perderá su proceso contra el mundo: será convicto de pecado (Mt 26, 65), no le

3 M. F. BERROUARD, "La Paraclet, défenseur du Christ devant la cons-cience du chrétien", Rech., Se. Ph. Th., 1949, págs. 361-89.

3 Véase el tema doctrinal del proceso de Jesús, en el séptimo do­mingo del Tiempo pascual.

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será reconocida su justicia (Act 3, 14) y un juicio le condenará a muerte (Jn 19, 12-16; 8, 15). Pero el Espíritu apelará y cam­biará la sentencia: el mundo será convicto de pecado y se hará justicia a Cristo ante el tribunal del Padre. El juicio final pro­nunciará la condenación del Príncipe de este mundo (vv. 3-11). La vida del cristiano en el Espíritu y el modo de vida de Cristo plenamente divinizado por su resurrección constituirán este jui­cio de apelación que establece que Cristo es realmente Dios.

c) Aparte del aspecto judicial de la presencia del Espíritu, el Evangelio subraya su papel educativo (v. 13). En efecto, Cristo que aún tiene muchas revelaciones que hacer (contrariamente al primer discurso: Jn 15, 15), confía esta tarea al Espíritu. ¿Quiere esto decir que el mundo aprenderá verdades nuevas que Cristo no habría enseñado? No. Jesús solo es la Palabra, El lo ha dicho verdaderamente todo. Pero aún queda el profundizar en su enseñanza, el mejor comprenderla y el confrontarla con los acontecimientos. Los apóstoles no pueden realizar este tra­bajo, porque solo disponen todavía de un conocimiento dema­siado material, únicamente basado en la visión y en la inteli­gencia.

Una vez que participa en la Eucaristía, el cristiano está ha­bilitado para emprender la contestación del mundo. Es la for­ma concreta del juicio del Espíritu. En efecto, el Espíritu sus­cita hombres particularmente sensibles a los valores auténticos y la Eucaristía los capacita para comprometerse efectivamente en la contestación de los seudovalores.

Es cierto que un hombre animado por el Espíritu no puede tolerar el beneficio económico erigido en absoluto, la prosecu­ción alienadora del rendimiento, el totalitarismo que desprecia las libertades fundamentales, el nacionalismo que pone a una comunidad por encima de otra y a expensas de las colabora­ciones internacionales, o la guerra considerada como medio de mantener el orden establecido.

Por otra parte, la contestación del cristiano y del Espíritu no se detiene en el simple hecho de no tolerar estos abusos, sino que debe tomar forma concreta y manifestar su juicio me­diante acciones eficaces. El cristiano se juega hasta su salva­ción en estas cuestiones, porque implica en ellas al Espíritu Paráclito 4.

* Cf. PH. ROQUEPLO, Expérience du monde, expérience de Dieu, Pa­rís, 1968, págs. 310-13.

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V. Hechos 17, 15, 22-18, 1 De todos los discursos misioneros di-lfi lectura rigidos a los paganos, el más largo miércoles es el de Pablo a los atenienses. Pa­

blo demuestra cómo el apóstol adap­ta su mensaje al auditorio ante el que se encuentra. Por ello solo excoge temas bíblicos susceptibles de ser comprendidos por los paganos. Sin duda no era el primero en confrontar las ideas de dos mundos diferentes, sino que verosímilmente se apro­vecha de las búsquedas y de la experiencia de algunos auto­res sapienciales y helenistas.

* * *

a) El conocimiento de Dios es el tema fundamental del discurso. ¿Cómo puede un pagano conocer a Dios? Para el ju­dío, la ignorancia considerada culpable del paganismo para con el verdadero Dios era el fruto de las pasiones desatadas (Rom 1, 18-32; Sab 13, 14; Ef 4, 17-19). Pero Pablo abandona el tono severo de la Escritura para descubrir en la piedad, in­cluso de los paganos, una suerte de confesión de su ignoran­cia de Dios: la dedicación de un altar al "Dios desconocido". En efecto, el apóstol manipula un poco el epitafio que estaba en plural y que expresaba un sentimiento de temor ante los maleficios de los dioses que los atenienses habrían podido ol­vidar5. Pablo manifiesta, pues, una cierta simpatía por las ideas paganas, pero entendiéndolas con su mentalidad bíblica, cree poder presentarse a los paganos como quien viene a col­mar una ignorancia de la que ellos no tienen conciencia.

b) Segundo tema: Dios no habita en templos construidos por hombres (v. 24). Pablo recoge una corriente del pensamien­to griego6, pero que era igualmente una idea bíblica que Este­ban había ya defendido ante un auditorio judío (Act 7, 48) y que se remonta a las antiguas polémicas de Israel contra la idola­tría (v. 29; cf. Sal 113/115; Is 44, 9-20; Jer 10, 1-16). Pablo presenta, pues, hábilmente, argumentos típicamente bíblicos, pero conocidos por el paganismo griego, y subraya también que el cristianismo, tanto para los paganos como para los judíos, es una llamada a la espiritualización de su concepción de Dios y del culto que le es debido.

c) Pablo presenta la pertenencia a la raza de Dios a partir de la cita de un filósofo griego (v. 28), pero comprendida a la manera bíblica (v. 26), como un anuncio del reagrupamiento de la humanidad tras el nuevo Adán (Rom 5, 12-21; 1 Cor 15, 21-22) y en la filiación divina 7.

5 E . DES PLACES, " A U dieu inconnu" (Ac 17, 23), Bibl., 1959, págs. 793-99. « E. DES PLACES, "Des temples faits de ma ins d 'hommes" , Bibl., 1961,

págs. 217-23. 7 ID., " Ips ius , en im gemís sumus (Ac 17, 28)", Bibl., 1962, págs. 388-95.

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d) Los últimos versículos del discurso provocan la ruptura. En ellos Pablo acumula una serie de expresiones totalmente in­comprensibles para los griegos: la idea de un "ahora" (v. 30), es decir, de un momento privilegiado en una historia que, por tanto, tendría sentido, la noción de un juicio de Dios (v. 31), demasiado directamente vinculado a un sentido escatológico de la historia poco en armonía con las concepciones paganas, la idea de resurrección sobre la que, además, se pedirá a Pablo que se detenga, concepción que incluso numerosos judíos se ne­gaban a admitir (cf. vv. 31-32).

Puede ser instructivo criticar el discurso de Pablo a la luz de las dificultades encontradas por los cristianos modernos para explicitar su fe ante los ateos. Ciertamente, el contexto ha cam­biado profundamente y no se trata de menoscabar al apóstol: Pablo y los griegos se encuentran todavía en un ambiente sa-cralizado; cristianos y ateos se encuentran hoy en un mundo secularizado, pero los puntos de fricción siguen siendo los mis­mos, tanto desde el punto de vista doctrinal como psicológico.

En primer lugar hemos de reconocer en Pablo una preocu­pación real por estar atento a la mentalidad de sus interlocu­tores. En efecto, Pablo abandona la argumentación clásica del kerygma apostólico, basado sobre una cultura demasiado bíblica para los paganos.

Además se tomó el trabajo de conocer las principales co­rrientes espirituales del paganismo griego y especialmente la concepción de una paternidad universal (v. 28), así como la de una religión liberada del materialismo y del formalismo (v. 29). He aquí dos actitudes particularmente importantes en el diálo­go contemporáneo entre cristianos y ateos: la conciencia co­mún de la dignidad humana y de una superación del fenómeno religioso y mítico constituyen excelentes plataformas de comu­nión y de diálogo.

Por el contrario, dos puntos del discurso de Pablo son bas­tante chocantes para sus oyentes. El primero es la larga expo­sición sobre el Dios desconocido. Dejemos el mismo procedi­miento por el que Pablo utiliza a favor de su Dios el culto pa­gano al Dios desconocido. Es un argumento táctico bueno. Pero lo que parece más grave es el hecho de que Pablo, como buen judío, convencido de que los otros son ignorantes, se presenta como "el que sabe" (a pesar de los correctivos del v. 27), frente a gentes que "no saben".

El otro punto donde el discurso de Pablo revela alguna de­bilidad es la concepción de una historia que tiene un sentido más allá de sí misma en la voluntad de Dios que la lleva a su

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realización. Ciertamente, esta concepción de la historia perte­nece muy directamente a la fe para ser minimizada, pero qué puede significar para los atenienses convencidos del desarrollo cíclico y fatal de la historia y para los ateos de hoy convenci­dos de que la historia, lo mismo que la naturaleza, se explica por sí misma sin recurso a lo divino.

Pero, en realidad, ¿es mediante discursos cómo el cristiano debe abordar el mundo pagano o ateo? ¿No es importante co­menzar por insertarse en el mismo corazón de las actividades humanas y vivirlas de tal manera que se descubra en ellos pro­gresivamente su significación para Dios? Es claro que el ateo será siempre para el creyente alguien que no sabe, pero ¿no ha­brá que situarse en el mismo terreno en que el hombre cree poder afirmar la inutilidad de Dios y el absurdo de la historia para purificar su fe y ser capaz de dar cuenta de ella?

VI. Juan 16, 12-15 Este Evangelio está comentado en la Fies-evangelio ta de la Trinidad (núm. IX, Evangelio, miércoles tercer ciclo).

VIL Hechos 1, 1-11 Lucas nos ha dejado dos relatos muy di-1.a lectura ferentes de la Ascensión. El primero sirve Ascensión de doxología a la vida pública del Señor;

el segundo sirve de introducción al Libro de los Hechos y a los comienzos de la Iglesia. El primero, de inspiración litúrgica (cf. Le 24, 44-53: comparar, por ejemplo, con Eclo 50, 20; Núm 6; Heb 6, 19-20; 9, 11-24)8, nace de un género literario documental; el segundo, de inspiración cósmica y misionera, es mucho más simbólico y exige una cierta des-mitización. En efecto, mientras que algunos relatos de la As­censión (primer y tercer Evangelios, porque el de Marcos es muy tardío) solo la presentan como la otra cara del misterio pascual, el relato de los Hechos materializa el acontecimiento y exige, por tanto, un tratamiento especial.

a) En la versión de los Hechos, la Ascensión aparecía ante todo como la inauguración de la misión de la Iglesia en el mun­do. Los cuarenta días (v. 3) fijados por Lucas como la duración de la estancia en la tierra del Resucitado deben ser compren­didos en el sentido de un último tiempo de preparación (el número 40 designa siempre en la Escritura un período de espe-

8 P . A. VAN STEMPVOORT, "The In te rp re ta t ion of t he Ascensión in Luke and Acts", N. T. St., 1958, págs. 30-40.

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ra), son pues una medida proporcional y no cronológica. La Re­surrección no es pues un final, sino el preámbulo de una nueva etapa del Reino: la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre y de la misión de la Iglesia. A este respecto es muy signi­ficativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apósto­les a no quedarse mirando al ciclo (v. 11).

Cristo sentado a la derecha del Padre (cf. Ef 1, 20; Col 3, 1; Act 7, 56) es evidentemente una imagen. Lucas no quiere lo­calizar la presencia del Señor, sino solamente hacer compren­der que el Resucitado es a partir de este momento aquel a quien Dios ha enviado el Espíritu, fuente y origen de la misión universal de la Iglesia y de todo lo que tiene carácter univer­salista en el mundo.

b) Igualmente, la imagen de la nube no se debe tomar en sentido material. Para Lucas la nube es solamente el signo de la presencia divina, como lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo. No se trata en modo alguno de un fenómeno me­teorológico, sino de un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de este mo­mento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.

c) Lucas da por último al acontecimiento un tono dramá­tico. Es el único que presenta a Cristo como "arrebatado" (v. 11; cf. Me 16, 19) o "llevado" (v. 9). Hay aquí una idea de separa­ción y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su his­toria (v. 7) y por la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Sin duda Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que separarse de gentes que solo pien­san en el inmediato establecimiento del Reino (v. 6) y que solo está presente en aquellos que aceptan el largo caminar que pasa por la misión y el servicio de los hombres (v. 8). También quie­re mostrar que para que la Iglesia comience su misión es nece­sario que rompa con el Cristo carnal. De ahora en adelante solo es posible unirse a Cristo por intermedio de los apóstoles revestidos del Espíritu de Cristo. Tras la insistencia de Lucas sobre la separación entre Jesús y los suyos se dibuja pues una manera de ver la Iglesia.

Se puede, por tanto, hablar de una especie de desmitización del relato de la Ascensión. Pero ¿es desmitizar suprimir inter­pretaciones impuestas al texto de San Lucas por culturas dis­tintas de la suya? En efecto, todos los elementos del relato mues­tran, por el contrario, cómo el evangelista y sus contemporáneos vieron en la Ascensión la inauguración del Reino cósmico del

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Señor y de su presencia en el mundo. A este respecto, la con­cepción del autor está singularmente cerca de Ef 4, 7-13, que recuerda cómo la "subida" de Cristo es solidaria del don de los carismas a la Iglesia. En efecto, gracias a que su Señor está ahora unido al Dios universal, la Iglesia puede estar presente en todos los tiempos y en todos los lugares. San Lucas, histo­riador de la expansión de la Iglesia, explica, pues, en su relato de la Ascensión cómo Cristo está en el origen del movimiento universal que comenzó en Jerusalén y por qué Cristo pertenece a todo hombre, a toda cultura, a todo país9.

Si la Ascensión es el punto de partida de la misión de la Iglesia, una gran confusión perdura aún en el espíritu de los apóstoles y se encuentra todavía en la Iglesia actual. Fácil­mente se cree que es hoy cuando el Señor va a establecer su Reino y esta creencia abstaculiza a la misión de la Iglesia y al rostro que ella adopta en el mundo. Querer que el Reino venga hoy es transformar a la Iglesia, aún provisional, en Reino de­finitivo y absolutizar algunos de sus rasgos provisionales.

Lo que importa no es admirar o criticar a la Iglesia, sino creerla. Pero en tanto en cuanto se la "crea" es que aún no se "ve" el Reino.

En realidad la Iglesia se define con relación al Reino a par­tir de nociones como "todavía no" (lo que explica su situación de camino) y, "no obstante ya" (lo que quiere decir que ya hoy, independientemente de que el Reino no ha venido aún, todos están llamados a una actitud de fe y de conversión). Por este motivo, la Iglesia está al servicio del Reino porque ella es en el mundo quien interpela hoy a los hombres pecadores.

VIII. Efesios 1, 17-23 Acomodándose a las leyes tradicionales 2.a lectura de la acción de gracias judía, Pablo pasa, Ascensión al final de su himno de bendición (Ef

1, 1-10; 11-14), a una oración epiclética en la que pide a Dios la gracia del conocimiento de su designio, para los destinatarios de su carta.

* # #

a) La sabiduría que Pablo pide a Dios para los efesios (ver­sículo 17) es ese don sobernatural ya conocido por los sabios del Antiguo Testamento (cf. Prov 3, 13-18), pero considerable­mente ampliado en su definición cristiana, pues no es ya sola­mente la práctica de la ley, el conocimiento de la voluntad di­vina sobre el mundo, ni tampoco una explicación del mundo,

9 Véase el tema doctrinal de la Ascensión, en este mismo capítulo.

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sino la revelación del destino de un hombre (v. 17) y de la he­rencia de gloria que resulta de ello (Ef 1, 14), en total contraste con la miseria de la resistencia humana (Rom 8, 20); es por último el descubrimiento del poder de Dios, manifestado ya en la resurrección de Cristo (v. 20), que garantiza nuestra propia transfiguración.

b) Pablo se detiene un instante en la contemplación de este poder divino. Y lo describe mediante tres términos sinóni­mos: poder, vigor y fuerza (v. 19).

Este poder no es ya solo el que Dios ha desplegado para crear la tierra e imponerle su voluntad (Job 38), sino que inclu­so cambia estas leyes, puesto que es capaz de cambiar a un crucificado en Señor resucitado (v. 21a) y de poner a punto desde ahora las estructuras del mundo futuro (v. 21b). Por esto la sabiduría es una esperanza (v. 18), porque es confianza en la acción en el mundo del Dios de Jesucristo.

c) Pero el poder de Dios no reserva solo para el futuro la manifestación de su vigor, sino que desde ahora todo es reali­zado por El: El ha puesto a Cristo como cabeza de todos los seres en el misterio mismo de la Iglesia, su plenitud (vv. 22-23). Pablo ha pedido para los efesios el don de la sabiduría para que comprenda ante todo cómo la Iglesia es signo del poder de Dios manifestado en Jesucristo. En efecto, es un privilegio inaudito para la Iglesia tener como jefe al Señor del universo, así como ser su Cuerpo. Por tanto, la Iglesia no está solamente sometido al Señor de la misma manera que el universo, porque le está ya indisolublemente unida, como un cuerpo a su cabeza. La Iglesia es pleroma de Cristo como receptáculo de las gracias y de los dones que El reserva para toda la humanidad. La ex­presión "todo en todos" sugiere que este receptáculo no tiene límites. Por otra parte, estas gracias no están reservadas solo a la Iglesia, sino a la humanidad, con vistas a su crecimiento (Ef 4, 11-13) hasta el estado de "hombre perfecto" que es el de la humanidad reunida en Cristo y gozando de la plenitud de la vida divina.

IX. Mateo 28, 16-20 Con este Evangelio se acaba la lista de los evangelio relatos de aparición proclamados a partir l.er ciclo de la liturgia del día de Pascua. Se trata de Ascensión una tradición particular, llamada galilea

(cf. Mt 28, 7), por oposición a la tradición de tipo jerosolimitano.

El esquema de la aparición sigue el desarrollo habitual: mención de la incredulidad de los apóstoles (v. 17), pruebas de la presencia del Señor (viniendo a ellos... vieron: vv. 16-18), y,

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por último, transmisión de poderes (aquí la predicación y el bautismo).

Pero aparecen elementos nuevos en este pasaje, redactados en una época en que los apóstoles se descubrieron a sí mismos no solo como testigos de la resurrección, sino, sobre todo, como signos de la permanencia de la presencia del Señor en la Igle­sia. Este último testimonio es quizá el más tardío, pero también el más eclesiológico de todos los relatos sinópticos de apari­ciones 10.

# # *

a) Entre estos elementos nuevos tenemos la afirmación del señorío universal reivindicado por Cristo (v. 18), el poder de los apóstoles de dirigirse a todas las naciones (v. 19) y la afirma­ción de la presencia del Señor en medio de los suyos (v. 20).

Por su resurrección Cristo se ha convertido en Señor "del cielo y de la tierra". Pero este poder cósmico Cristo lo "ha re­cibido". He aquí, pues, planteado en una perspectiva típicamen­te joánica el problema de las relaciones entre el Padre y el Hijo (Jn 3, 35; 5, 21; 10, 18; 17, 2-3). En este gesto del Padre que lo entrega todo a su Hijo se apoyan los títulos de realeza del Hijo (Jn 12, 13-15; 18, 36-37). En esta perspectiva, Mateo insiste en el gesto de prosternación de los apóstoles ante Cristo (v. 17) como gesto de reconocimiento del señorío de Jesús.

Ahora bien: Cristo transmite a su vez este poder a la Igle­sia y la encarga de revelar la vida trinitaria a través de su ac­ción misionera y sacramental. La Iglesia primitiva ha subrayado fuertemente esta correlación entre la universalidad de los po­deres de Cristo y la extensión misionera de la Iglesia. Este es el sentido de los pasajes del Nuevo Testamento que cuenta la Ascensión del Señor añadiendo a ella inmediatamente la pro­mesa de extensión de la Iglesia. El Señor no está ya limitado a un país, como lo estaba el Cristo histórico, sino que es el Hombre Nuevo que preside la nueva creación y que tiene al universo bajo su dependencia. Por tanto, no es mera casuali­dad que nuestro texto una el poder de Cristo a la misión uni­versal: "id, pues..., a todas las naciones".

En esta' línea, además, la duda que embarga a los discípulos (v. 17) no es ya manifiestamente la duda ante el hecho de la resurrección, a la manera de Tomás, sino la que embarga a algunos cristianos sobre el sentido de la presencia de Jesús y sobre la misión de la Iglesia.

b) La misión universal de la Iglesia aparece igualmente al final del Evangelio de Marcos (16, 15-16), donde está asociada

W. TRILLING, Das wahre Israel, München, 1964, págs. 11-51.

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a una mención del bautismo. Este sacramento aparece así como el correlativo del poder de que dispone el Señor sobre el cielo y sobre la tierra para construir la "nueva creación". Además, la primera comunidad cristiana comprendió inmediatamente que el bautismo inicia al cristiano en el nuevo modo de vida de Cristo resucitado y que le comunica el Espíritu de este nuevo mundo en el que reina el Señor. Por tanto, es por medio del bautismo como el hombre se acerca y participa del poder del que Cristo dispone en su Reino para triunfar sobre el mal y di­fundir su vida divina.

Al designar al bautismo mediante la fórmula tradicional "en el nombre de Jesús" (Act 10, 42-48; 19, 1-8; 22, 16-19), la pri­mera comunidad afirmaba que celebraba al mismo tiempo el misterio del señorío de Cristo. Mateo, por su parte, adopta la expresión "en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo", fórmula litúrgica o resumida de la catequesis previa, que no es una simple nomenclatura de las personas divinas. El "nombre" designa, en efecto, el poder, la fuerza vital. Hablar del "nombre" de las tres Personas es significar su vida mutua y reconocer el envío del Espíritu por el Padre, un Espíritu que es el testigo del señorío de Cristo. Por consiguiente, el bautismo pone al cristiano en relaciones específicas con cada una de las Personas Divinas.

c) La permanencia de Cristo en la Iglesia no se inscribe solamente en el rito bautismal, sino también en la enseñanza (vv. 19-20): los apóstoles "hacen discípulos", "enseñan a ob­servar...". Se comprende que Mateo se dedique a esta misión, él que a todo lo largo de su Evangelio no ha dejado de presen­tar a Jesús como un rabbí o, más aún, como el nuevo Moisés. Por otra parte, la "montaña" (v. 16) donde Jesús encomienda a sus apóstoles la enseñanza es, sin duda, la misma, a los ojos de Mateo, que aquella en que Jesús inauguró su misión perso­nal de Maestro de doctrina (Mt 5, 1), manera de subrayar la continuidad de la enseñanza de la Iglesia y la enseñanza de Cristo.

Al concluir con datos tan ricos, el último versículo recoge de nuevo un tema joánico: la incesante presencia del Señor en el mundo hasta el fin del mundo. Se trata del recuerdo de los mensajes de Cristo a sus apóstoles en los que afirma que su partida no los dejará huérfanos (Jn 14, 18-21) porque su pre­sencia física es sustituida por la presencia del Padre que ha­bita en el corazón de los cristianos, del Espíritu que anima los sacramentos y la vida de cada uno y, por último, de Cristo que prosigue la edificación de su Cuerpo y reúne en él a todos los suyos.

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Este Evangelio fue el resumen de los principales modos de presencia espiritual de Cristo en medio de nosotros; el aspecto sacramental en el bautismo, misionero en el envío a la predi­cación universal y divinizador en la fórmula trinitaria. Como tal, esta perícopa es la mejor doxología posible a la Buena Nueva.

X. Marcos 16, 15-20 La exégesis moderna reconoce la canoni'ci-evangelio dad de este pasaje, pero niega la autenti-2.o ciclo cidad de Marcos. El Evangelio primitivo Ascensión terminaba en Me 16, 8 con el miedo y el si­

lencio... y la espera de una parusía que debía iluminarlo todo y arreglarlo. Pero la parusía no llegó, al menos en los términos previstos para ello. Por el contrario, la persecución se extiende a partir del 70 fuera de Palestina. Y es entonces cuando una comunidad cristiana del primer, o quizá del segundo siglo, añadió al Evangelio de Marcos una conclu­sión (Me 16, 9-20). Otras comunidades añadieron igualmente sus propias conclusiones, lo que explica la pluralidad de las ver­siones actuales del final de Marcos.

La conclusión que se ha mantenido en la liturgia está, so­bre todo, preocupada por mostrar que la parusía llegó, efecti­vamente, pero bajo formas inesperadas y que está virtual y simbólicamente contenida en el coraje de los misioneros. Para hacer pasar esta idea los autores tomaron el texto de este pa­saje de los relatos y apariciones en Mateo y en Lucas y de los relatos de misión en Mt 10 y Le 10.

* * *

a) Es posible creer que este relato de la aparición a los once agrupa en un solo episodio una serie de experiencias o de descubrimientos realizados a lo largo de los cuarenta días que siguieron a la resurrección. Marcos traza así los rasgos de la aparición-tipo al grupo apostólico, comunidad-tipo de la Iglesia.

Una preocupación eclesiológica muy marcada preside la re­dacción de este Evangelio: a los ojos de Marcos, Jesús se apa­rece no a las mujeres ni a los discípulos, sino a los mismos após­toles, aunque sean incrédulos (v. 14). Y no se les aparece para consolarlos sino por motivos funcionales, para confiarles la res­ponsabilidad de la misión (v. 15) y establecerlos como señales de la fe con vistas al juicio (v. 16) y darles los medios concre­tos de dominar las fuerzas hostiles a la venida del Reino (ver­sículos 17-18).

6; Generalmente se estima que el v. 19 fue añadido des­pués de la redacción del Evangelio. Por difícil que sea recons-

222

truir la conclusión del segundo Evangelio, muy perdida en la tradición manuscrita, es posible pensar que Marcos no hablaba de la Ascensión, preocupándose solamente de vincular el men­saje de Cristo resucitado (vv. 15-18) con la actividad misionera de la Iglesia (v. 20). Algún otro redactor posterior habría lle­nado esta laguna metiendo el v. 19 que no hace más que tomar algunos elementos de Le 24, 51 (arrebatado, cielo), completán­dolo con la mención muy realista de Jesús sentado a la derecha de Dios, que no figura en los otros relatos evangélicos de la As­censión, pero que constituyen una nota doctrinal ofrecida por la catequesis primitiva (Act 2, 33).

c) Este tema de Jesús sentado a la derecha de Dios pro­viene del uso que la Iglesia primitiva hizo de los Sal 117/118, 16 para convencer a los judíos de la resurrección de Cristo me­diante pruebas escriturísticas (cf. Act 4, 11; 1 Pe 2, 7; Mt 21, 9, 42; 23, 29; Le 13, 35; Heb 13, 6). Esta cita es especialmente reproducida en un contexto de exaltación del Siervo paciente.

Pero este tema del estar sentado puede también tener una significación mesiánica, inspirándose entonces en Sal 109/110, 1, otro salmo frecuente en la catequesis primitiva que afirmaba así que la obra mesiánica de Jesús no se había acabado con su muerte, sino que, por el contrario, tomaba un nuevo impulso más allá de esta muerte (Mt 22, 44; 26, 64; Act 7, 55-56; Rom 8, 34; 1 Pe 3, 22). Por último, este tema tiene, probablemente, reso­nancias sacerdotales, si tenemos en cuenta las abundantes re­ferencias que hace al mismo la carta a los hebreos (Heb 1, 3, 13; 8, 1; 10, 12; 12, 2; 13, 6). La actitud del sacerdote es una actitud de pie. Estar sentado para Cristo significa, pues, que su acto sacerdotal ha terminado y que ha sido aceptado por Dios. Por tanto, a partir de aquí ya no hay sacrificio válido sobre la tie­rra, sino que el culto ha sido liquidado por el sacerdocio do Jesús.

d) La conclusión apócrifa del Evangelio de Marcos se uni­fica en torno al tema de la fe. Los vv. 9-14 subrayan la falta de fe de los apóstoles para con los mensajeros que vienen a anunciarle la resurrección de Cristo. Aún no han comprendido que la fe no es una evidencia, sino la confianza prestada a un testimonio.

Los vv. 15-20 pretenden más bien definir la fe vivida en la Iglesia: fe profesada tras la escucha de los predicadores y se­llada en el compromiso bautismal.

La palabra de los predicadores está acompañada de "signos" (vv. 17-18, 20) cuya lista, lejos de ser representativa de los sig­nos ofrecidos por Dios a la fe de los hombres, reproduce más bien algunos de los milagros apostólicos, habida cuenta de la

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mentalidad mágica de sus espectadores (Act 16, 18; 28, 35; 2, 8-11; 10, 44-46; 28, 8).

* * *

El análisis del último texto sobre la Ascensión nos permite elaborar una síntesis de las actitudes de la Iglesia primitiva ante la fe en la Ascensión,

Los pasajes más antiguos son exclusivamente doctrinales y hablan de Cristo sentado a la derecha del Padre o subido al cielo (Rom 8, 34) simplemente para describir su estado de Se­ñor, que dispone de los poderes de Dios.

A continuación vienen los dos textos de Lucas (Act 1, 1-11) y Le 24, 44-53) que quieren responder a la angustia de la pri­mera generación judeo-cristiana. Estos discípulos están, sobre todo, preocupados por los problemas planteados por la desapa­rición de Cristo. Lucas interpreta esta desaparición bien expli­cando que se trata solamente de la desaparición de Elias ("arre­batado"), preludio del Reino que llega, o de la desaparición del Sumo Sacerdote tras la cortina del Santuario (también en la misma época: Héb 6, 19-20; 9, 24), o también de la desapari­ción necesaria de un hombre en un mundo divino (oculto por la nube).

Llegamos a continuación a la segunda generación cristiana. Esta ya no se pregunta por qué está separada de Cristo, sino cómo puede este seguir estando presente. A esta generación responde, sobre todo, Mt 28, 16-20, que subraya la presencia de Cristo en la misión, en el bautismo y en la predicación. Nos encontramos ya en este momento en una Iglesia que se plantea el problema de las instituciones necesarias para simbolizar la presencia de su Señor hasta que "vuelva".

Otros textos van en el mismo sentido: Ef 2, 4-7; 4, 10, don­de la Ascensión solo es mencionada para ilustrar el sentido de la institución de la Iglesia.

Con Me 16, 15-20 pasamos, sin duda, a una tercera genera­ción en la que el problema es, sobre todo, el de la perseverancia en la fidelidad o el de la tentación de incredulidad. La solución que propone este pasaje es, sin duda, de tipo popular, nada su­persticiosa pero característica: la fe no es una evidencia, los mismos apóstoles dudaron. La fe es un don al que hay que per­manecer fieles.

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XI. Lucas 24, 46-53 Los datos primitivos de la tradición neo-evangelio testamentaria sobre la Ascensión son muy 3.er ciclo variados n . Una primera tradición mencio-Ascensión na la glorificación de Cristo a la derecha de

su Padre, pero sin vincularla a una subida física al cielo e insistiendo, sobre todo, en la vida de la Iglesia. Tal es el caso de Ef 2, 4-7, de Rom 8, 34, de Me 16, 14-20 (pres­cindiendo del v. 19, más tardío) y, sobre todo, de Mt 28, 16-20.

Una segunda tradición también considera a la Ascensión, pero como un hecho teológico, sin pronunciarse sobre su histo­ricidad, sin localizarla y sin recurrir a testimonios oculares. Tal es el caso de Rom 10, 6; Ef 4, 10; Heb 4-14; 6, 19-20; 9, 24; 1 Pe 3, 22, y, quizá, de Jn 20, 17.

En la tercera tradición, un solo texto (Act 1, 9-11) parece presentar el acontecimiento en el marco de una experiencia sensible. Los otros (Le 24, 50; Me 16, 19), más discretos, lo datan o lo localizan, pero con grandes divergencias. Lucas pertenece a esa tradición pero se separa de ella en parte dando un sen­tido a los elementos materiales. Así destaca que la escena ocu­rre en el mismo sitio donde Jesús se preparó a morir. También ve a los apóstoles echarse a tierra, pero esta vez, sin embargo, no es ya para dormir tranquilamente, sino para adorar al nue­vo Señor.

Esta diversidad explica el hecho de que algunos exegetas hayan reducido la exaltación corporal de Cristo a un simple mito.

a) Sin embargo, no hay nada de ello. En efecto, influidos por la antropología judía, los primeros cristianos afirmaron una supervivencia corporal y gloriosa de su Maestro. Ahora bien: el Evangelio insiste tanto sobre la presencia física del Resucitado en medio de los suyos, como su exaltación corporal. La Ascen­sión, pues, es no solo la inauguración de una supervivencia es­piritual o de un arrebatamiento corporal a la manera de Elias (2 Re 2), sino que es una nueva aplicación, a escala eclesial y cósmica de la transfiguración de Cristo resucitado12. Cierta­mente, los primeros cristianos intentaron convencer a sus oyen­tes de la realidad de esta por medio de algunos procedimientos redaccionales (cf. Act 1, 3-11). Pero su propia convicción no pudo menos que fundarse sobre evidencias irrecusables, del tipo de las que ofrecen el Evangelio de este día. La Ascensión no es tanto un acontecimiento preciso, localizado y determina-

11 P. BENOÍT, "La Ascensión", en Exégése et Théologie I, París, 1961, págs. 363-411.

la J. G. DAVIES, "The Prefigurement of the Ascensión in the Third Gospel", S. Th. Sí., 1955, págs. 229-33.

225 ACÜMMTRi TV . T í

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do en el tiempo, como la dimensión cósmica y sacerdotal de la resurrección.

b) En las palabras que Lucas pone en boca de Cristo (ver­sículos 44-49) hay que ver, sin duda, lo esencial de la forma­ción inculcada por el Señor a sus apóstoles entre Pascua y la Ascensión. El evangelista quiere mostrar que la catequesis y la predicación no son una invención de los apóstoles, sino una tradición recibida del mismo Señor y escrupulosamente obser­vada. En efecto, volvemos a encontrar en estas instrucciones de Cristo los elementos más importantes de los discursos misio­neros de los hechos: el argumento escriturístico (vv. 44-45), la llamada a la conversión (v. 47; cf. Act 2, 36-41), el deber de dar testimonio (v. 48; cf. Act 2, 32; 5, 32), y, por último, la afir­mación de la permanencia del señorío de Cristo sobre los suyos (v. 49). Se vuelven a encontrar aquí incluso declaraciones de Jesús sobre sí mismo, redactadas en tercera persona (v. 46), como si Lucas volviese a tomar algunas frases características de la predicación primitiva y las hiciese remontar al mismo Cristo.

c) El relato de la Ascensión por Lucas está fuertemente marcado por la liturgia (cf. Heb 4, 14; 6, 19-20; 9, 24). Cristo parece desaparecer a los ojos de sus apóstoles como el gran sacerdote desaparecía a los ojos de la asamblea cuando entraba en el Santo de los Santos (idea parecida en Heb 9, 1-14): ben­dición de la multitud con las manos extendidas (vv. 50-51), pros-ternación de la asamblea ante el sacerdote (v. 52) y alabanza continuada en el templo (v. 53). Al tomar esta imagen de la liturgia del Templo, Lucas quiere hacer comprender la fun­ción sacerdotal desarrollada de ahora en adelante por el Re­sucitado. En todo caso termina su Evangelio en el mismo sitio en que lo empezó (Le 1, 7-8): en este Templo que está en el corazón de la vida de Cristo y de los primeros cristianos. Pres­ta, pues, claramente más atención al alcance teológico de la Ascensión que a su aspecto anecdótico. Más tarde tomará con­ciencia de otro aspecto teológico de la Ascensión, su dimensión misionera, y el relato que nos ofrece en los Hechos es, a este res­pecto al menos, complementario del que concluye su Evangelio, aunque sea más anecdótico.

* * *

La asamblea eucarística de la Ascensión profundiza en la fe en la divinidad del Señor Jesús. Pero es una fe de compa­ñero de Dios: colabora con El en la espiritualización del uni­verso, no sin dolor y desprendimiento, porque este designio solo puede alcanzarse más allá de la muerte. La Eucaristía es tam­bién el medio por el que la Iglesia se une a su Señor en la oración de intercesión que El no deja de formular por todos los hombres ante el trono de su Padre.

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XII. Hechos 18, 9-18 Episodio burlesco de la fundación de la 1.a lectura comunidad de Corinto. Pablo es llevado viernes ante el tribunal del procónsul Galion por

los judíos que le acusan de violar la ley, ley judía, sin duda, pero también ley romana, porque el imperio se había comprometido a reconocer y proteger todas las leyes particulares. Sin embargo, Galion se declara incompetente y despacha a las partes, pero el acusador de Pablo es molido a palos, como ocurre frecuentemente en los relatos hagiográficos en los que el perseguidor se convierte o es cruelmente castigado.

XIII. Juan 16, 20-23 Esta perícopa describe a los discípulos la evangelio transformación que la fe puede operar en viernes su consideración acerca de los aconteci­

mientos, especialmente acerca de los más dramáticos.

* * *

a) Al evocar la imagen de la mujer parturienta para des­cribir el sufrimiento que espera a los discípulos, el Evangelio les enseña a reconocer en ellos el signo de la venida de los úl­timos tiempos. En la Escritura, en efecto, los dolores del parto caracterizan un castigo terrible (Gen 3, 16; Jer 4, 31; 6, 24; 13, 21). Sin embargo, son los únicos dolores que tienen un sen­tido porque traen una nueva vida al mundo. La revolución que se va a producir será el paso del dolor del alumbramiento es-catológico (Is 66, 7-15; Miq 4, 9-10). Inherentes a su condición humana y terrestre los sufrimientos de la Iglesia le aseguran una suerte idéntica (Rom 8, 14-22; Ap 12, 1-6), al menos si per­manece fiel a la vez a su vocación escatológica y a su condi­ción humana.

b) La mujer del v. 16 es mencionada al mismo tiempo que la hora. Ahora bien, dato curioso, cada vez que una mujer ma­dre es mencionada en San Juan es asociada a este tema de la hora (Jn 2, 4; 16, 21; 19, 25-27), a excepción del episodio de la mujer adúltera (Jn 8, 1-11), cuya autenticidad joánica es, como se sabe, dudosa. Es posible pensar que Juan elabora con este procedimiento una misteriosa alegoría 13.

Juan afirma, pues, que la hora de la mujer madre es la misma que la hora de Jesús, la de su muerte y de su resurrec­ción. Así, pues, el nacimiento de Jesús a una vida nueva es obra de una mujer, su madre, cuya alegría es grande por haber dado este hombre al mundo. Juan piensa, ante todo, en Eva, que

13 A. FEUILLET, "L 'Heure de la femme", Bibl., 1966, páss . 169-84, 361-80, 557-73.

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"consiguió un hombre" (Gen 4, 1) cuando el nacimiento de su hijo. Piensa también en la propia Madre de Jesús (Jn 19, 25-27) que alumbra simbólicamente a la nueva humanidad en el mo­mento en que Jesús nace a la nueva vida. Imagen de la Iglesia que da a luz a la nueva humanidad a través de los dolores es-catológicos (cf. Is 66, 7-8, de donde Jesús toma el v. 22b: "vues­tro corazón se alegrará", e Is 26, 17-21, de donde Jesús toma la expresión "poco tiempo").

Lo mismo que Eva trajo al mundo a la humanidad, la mu­jer-Iglesia va a traer al mundo a la nueva humanidad, comen­zando por Jesús resucitado en los dolores de María.

¿Cómo el sufrimiento, tan aniquilador, puede ser alumbra­miento del Reino? Sería falso creer que Dios se sirve delibera­damente del sufrimiento como de una etapa a través de la cual preparase la instauración de su Reino. Dios permite el sufri­miento—simplemente porque quiere criaturas libres y compro­metidas en el cosmos—, pero no lo quiere. No es El quien ha in­ventado el sufrimiento porque sea la etapa necesaria que inau­gura su Reino.

¿Cómo puede entonces un sufrimiento engendrar este Rei­no? Parece ciertamente que se deba a la llamada a la profun­didad del ser que el dolor provoca. En efecto, el sufrimiento suscita un por qué que puede llevar a la negación y a la rebeldía, pero que descubre a aquel que sufre un poder de abstraerse de su sufrimiento para aceptarlo y apreciarlo. En esta profundi­dad de la persona, el yo descubre que su libertad es salvable, que puede vivir su sufrimiento aceptando tomar la mano que se le tiende, la del único mediador que da un sentido a todo, in­cluso a aquello que El no ha querido.

XIV. Hechos 18, 23-28 Esta información sobre Apolo fue, lo 1.a lectura mismo que Act 19, 1-7, añadida por Lu-sábado cas a la crónica de los viajes misioneros

de Pablo.

Apolo, judío versado en las escrituras e imbuido de la cul­tura judeo-pagana de Alejandría (v. 24; cf, la "elocuencia" de Apolo), es un adepto de Juan Bautista (v. 25). Este le inició sin duda en el mesianismo esenio (llamado aquí "el Camino"; cf. Act 9, 2), lo que explicaría cómo Apolo pudo hablar de Cristo conociendo solo el bautismo de Juan.

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Apolo posee, pues, una cultura ecléctica (que provocará cier­to malestar en Corinto: 1 Cor 1, 12; 3, 4-11; 16, 12), pero al mismo tiempo da testimonio de una gran preocupación por la honestidad moral, haciendo gustosamente suyas las exigencias que su doctrina le descubre. No tarda, pues, en hacerse discí­pulo de Cristo.

Obsérvese el lugar importante de los laicos en la evangeli­zaron: Apolo, laico el mismo, recibe su iniciación en el seno de un hogar cristiano (v. 26) y son los laicos de Corinto quie­nes escriben la carta de recomendación que le permitirá am­pliar su zona de influencia (v. 27).

XV. Juan 16, 23-28 Epílogo del segundo discurso después de la evangelio Cena, este Evangelio termina la descrip-sábado ción del nuevo modo de vida de aquel que

goza de la gloria de Cristo, que vive de su Espíritu y que dispone de un nuevo conocimiento.

» * *

a) El contexto del pasaje es claramente escatológico. To­mados del vocabulario de la esperanza judía, los incisos "de aquel día" o "llega la hora" (vv. 25, 26, 32) anuncian a los oyen­tes el próximo gozo de las prerrogativas de los últimos tiempos.

b) La principal prerrogativa es la eficacia de la oración. Esta es la característica de una vida nueva de hijos de Dios (Jn 15, 16-17) en la que se ora "en nombre de Cristo" (Jn 14, 13; 16, 23) porque se apoya sobre una revelación y un conoci­miento perfecto de Dios (Jn 4, 22-24).

Esta enseñanza sobre la oración recoge las constantes de la doctrina de Cristo. Su muerte y su resurrección producirán en los suyos una transformación de la visión física en visión de fe (vv. 29-30; Jn 16, 16-20). Este cambio de mirada correspon­de al descubrimiento de la personalidad de Señor de Cristo e implica una nueva actitud de oración.

c) Esta oración no es solamente mejor porque la fe de los discípulos se ha purificado, sino porque Cristo resucitado acce­de a la nueva función de mediador (vv. 26, 27). Este papel lo ejercerá el día que haya adquirido su nombre de Señor; enton­ces será posible la oración "en su nombre" (vv. 24, 26).

Cristo puede realizar este papel de mediador en la oración porque es el Hombre-Dios; un hombre que lee en cada aconte­cimiento de su vida la realización del designio salvífico de su Padre y que acepta ser su contertulio (v. 28a), un Dios que de-

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tenta las claves del designio del Padre y sabe que El es siem­pre atendido (Jn 11, 41-42).

La oración se hace posible desde el momento en que se es­tablece una relación auténtica con Cristo. La actitud de ora­ción solo es posible cuando se acepta entrar en un universo relacional. El hombre que no llega a vivir la relación, ya porque inviste al otro a partir de su narcisismo (y el fenómeno den­tista y racionalista pertenecen a este género), ya porque reduce al otro y le carga de valores mágicos que solo implican el mie­do, ya, por último, porque solo capta al otro a través de sus alucinaciones, no puede ser un verdadero orante y los fenóme­nos para normales de los "místicos" que pueden nacer de es­tos estados de no-relación no pueden ser confundidos con la oración.

Por el contrario, aquel que respeta al otro y al mundo en su originalidad propia y que llega a establecer con él un diálogo verdadero en un incesante descubrimiento del uno y del otro y en la comunión goza de todas las condiciones exigidas para vivir la relación con Jesús resucitado. Además solo en el mo­mento en que los cristianos establecen con los no creyentes auténticas relaciones, tienen estos últimos la oportunidad de descubrir el nombre de Dios y de invocarlo con nosotros.

XVI. Juan 16, 16-20 Este Evangelio está tomado del segundo evangelio discurso después de la Cena (Jn 15-16), ad libitum redactado por Juan bastante tiempo des-liturgia pues del primero y en mayor conformidad de la Palabra con las leyes de los discursos de despedida.

Cristo presiente la inminencia de su partida (v. 16), revela cuál será su nuevo modo de existencia (w. 17-19) y anuncia las pruebas que deberán padecer sus oyen­tes (v. 20).

Las traducciones de los vv. 16-19 suelen ser, por lo general, insuficientes, porque traducen términos griegos diferentes (théó-reité y opsesthé) por la misma palabra ver. Ciertamente, Juan emplea frecuentemente estos dos verbos indistintamente, pero en este caso los opone a fin de establecer la distinción que Cristo establece entre creer y ver (Jn 20, 29).

El evangelista quiere así subrayar que al cambio que se va a producir en la persona de Cristo debe corresponder un cambio

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en el modo de conocimientos de sus discípulos. El "poco tiempo" designa, en efecto, el tiempo que separa a la Cena de la pasión; el "otro poco de tiempo", el intervalo entre la muerte y la resu­rrección. Los apóstoles son invitados a aprovechar este corto lapso de tiempo para sintonizar con el Cristo resucitado.

Esta transformación de la visión física en "visión" espiritual les permitirá comprender la resurrección y los acontecimientos de su propia vida (v. 20). Así, incluso sumidos en el duelo y en el sufrimiento, los discípulos descubrirán los signos de su propia glorificación.

* * *

Esta perícopa nos informa del clima del discurso después de la Cena. El abandono de los apóstoles en el curso de los días de la pasión no es más que el preludio de la situación de la Iglesia dejada en el mundo tras la partida de Cristo.

Este "abandono" de la Iglesia entraña sufrimiento y desarrai­go. Pero Cristo le ofrece un nuevo conocimiento: lejos de con­siderar como los judíos, que estas pruebas constituyen una condición anormal a la que hay que escapar por los propios me­dios o gracias a la intervención de Dios, el cristiano dirige so­bre ellas una mirada nueva asociándolas al sufrimiento de Cris­to. Lo mismo que Jesús fue liberado del sufrimiento en la medida en que fue fiel a su condición humana, así el cristiano solo ven­cerá el mal y el sufrimiento si transforma su condición de hom­bre en una condición pascual.

B. LA DOCTRINA

El tema de la Ascensión

El misterio de la Ascensión del Señor debe atraer toda la atención del cristiano. Es el último misterio de la vida de Jesús y resalta con mayor claridad ciertos rasgos fundamentales de su misión salvadora. A la luz de la Ascensión, se descubre el sentido completo de la intervención histórica de Cristo, y al­canza su relieve definitivo el conjunto de las realidades cris­tianas.

La mayoría de los cristianos no conceden más que una aten­ción distraída al misterio de la Ascensión. No saben captar la aportación específica de este misterio para la comprensión glo­bal del misterio de la fe. La Ascensión les parece simplemente el acontecimiento que cierra las aspiraciones de Cristo resuci­tado, sin ninguna clasificación especial para la salvación del hombre conseguida en Cristo.

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Ahora bien: muy pocos formularios litúrgicos tienen una densidad comparable al de la Ascensión. La primera lectura y el Evangelio relacionan la Ascensión con la misión universal, que es la realidad eclesial más fundamental. Quizá habría que detenerse todavía más en la meditación de este misterio, sobre todo en una época en que la Iglesia se manifiesta en todas par­tes en estado de misión.

La subida al cielo Para la mayoría de las religiones tradicio-en Israel nales, el cielo es la morada de los dioses. El

hombre que se da cuenta de que está arroja­do en el mundo de lo profano, se descubre a sí mismo como destinado al mundo de lo sagrado y busca su salvación a través de una trayectoria entre la tierra y el cielo. Sin subida al cielo, sin disponer de una comunicación con el mundo divino, el hom­bre no puede alcanzar la felicidad que busca.

El hombre que tiene fe en Yahvé no intenta dar el salto imposible de la tierra al cielo. Dios vive en el cielo con sus ángeles. Para conectar con el hombre en este mundo, le envía su Espíritu o su Palabra, que "desciende" sobre la tierra antes de volver a Dios. Los ángeles solo descienden de un modo even­tual, para cumplir misiones divinas. El hombre no puede rea­lizar por sí mismo la subida a Yahvé, el Todo-Otro. ¿Cómo po­dría el hombre lograr lo inaccesible? Toda tentativa en este sentido expresa un orgullo insensato, que es como un nuevo bro­te de la torre de Babel.

Y, sin embargo, el Antiguo Testamento habla de algunas as­censiones, como son las de Enoc y Elias, que fueron "arrebata­dos" los dos hacia el cielo por pura iniciativa divina, debido a su "justicia". Estos relatos, ¿son aún testimonio de un resto de paganismo? ¿Expresan a su manera que la salvación del hom­bre lleva consigo una subida real al cielo? En todo caso, una oración agradable a Dios se debe elevar necesariamente hacia Yahvé. La búsqueda mesiánica de Israel expresa una convic­ción semejante: la llegada de la salvación exige del hombre una fidelidad en la que Yahvé reconocerá la respuesta perfecta a sus designios salvadores. Cuando Dan 7, 13 nos presenta la fi­gura mesiánica del Hijo del hombre, nos está sugiriendo una subida...

Para Israel, la subida del hombre al cielo parece inconcebi­ble. Sin embargo, para que el hombre sea salvado es necesario que aquella se realice. E incluso el hombre deberá aportar su concurso para la realización de esta subida, cuya iniciativa, evidentemente, no puede venir más que de Dios.

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La Ascensión Desde las primeras afirmaciones de la fe, la As-del Señor censión aparece como la expresión necesaria de

la exaltación celestial de Jesús. Para la salvación del hombre, no basta con que Cristo resucite, es decir, que afron­te la muerte por fidelidad a su condición de criatura. Es ne­cesario también que su resurrección sea la de un colaborador de Dios en la realización de sus designios salvadores. La subida al cielo y el estar sentado a la derecha del Padre expresan me­jor esta condición de colaborador o aliado de Dios.

Animado de un verdadero amor a los demás, lo que lleva consigo un desprendimiento total de sí mismo, Jesús se hace obediente hasta la muerte en la cruz. Así cumple la obra de fidelidad requerida por la alianza. Por eso Jesús ha recibido un nombre que está por encima de todo nombre. Gracias a la fi­delidad a su condición de criatura, Jesús ha conseguido un se­ñorío propiamente divino sobre toda la creación. En Jesús, todo hombre está llamado a participar de este señorío. La As­censión de Jesús es el preludio de la larga ascensión de la hu­manidad regenerada hacia el Padre. Ella es la que ilumina la dignidad de la vocación del hombre, creado a imagen y seme­janza de Dios.

Pero si Jesús pudo subir al cielo por Sí mismo, fue porque antes había descendido de él. En la exaltación celestial de Je­sús triunfa el Hombre-Dios. La obediencia de Cristo hasta la muerte en la cruz expresa perfectamente la fidelidad del hom­bre a su condición de criatura en este mundo, condición que de ninguna manera podría engendrar este triunfo celeste. No; solo la divinidad del Mesías explica esta resonancia divina, que res­ponde a la expectación concreta del hombre, por encima de toda esperanza. Jesús ha podido subir al cielo y conseguir un señorío sobre todo el mundo porque antes ha descendido del cielo como Verbo de Dios, para hacerse hombre entre los hombres.

El misterio de la Iglesia La Ascensión da comienzo definitiva-bajo el signo mente a los tiempos de la Iglesia, que de la Ascensión ocupan todo el intervalo hasta el día

del juicio. Desde la Ascensión hasta el fin del mundo, todos los cristianos se encuentran exacta­mente en la misma situación: no tienen que esperar nada, ex­cepto la vuelta del Señor.

¿En qué sentido se entiende que no tienen que esperar ya nada? Por parte de Cristo, todo se ha cumplido ya. Al subir al cielo y sentarse a la derecha del Padre, el Primogénito de la verdadera Humanidad asegura la salvación del hombre. En este Nuevo Adán se perfeccionan los designios de Dios sobre el hom-

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bre, y toda la creación se encuentra arrastrada en su subida hacia Dios.

Nada que esperar por parte de los discípulos, puesto que el régimen de la fe está ya establecido definitivamente. La As­censión nos revela la verdadera identidad del Señor: solo el Hombre-Dios tiene poder de reunirse con el Padre. El cristiano reconoce de una manera necesaria la divinidad de Cristo por medio de una fe que debe estar por encima de todo "lo que se ve". Cuando Jesús vivía con ellos en la tierra, la fe de los apóstoles era débil; no pedía prescindir del contacto personal. Desde la Ascensión es imposible conectar con Cristo, sin re­conocerle en su divinidad.

El hombre necesita tiempo para llegar a esa fe que cree sin haber visto, fe bendecida por Jesús. También los apóstoles de­bieron recorrer todo un camino espiritual solo en la fe. Reco­nocer a Jesús como el Hijo único del Padre supone a su vez el aceptar seguirle en una obediencia hasta la muerte en la cruz. Así se comprende por qué la tradición ha fijado el día de la Ascensión cuarenta días después de la Pascua.

El intervalo de tiempo comprendido entre la Ascensión y el día del juicio no está vacío de contenido. Todo se ha cumplido ya en Jesús de Nazaret, pero todo está aún por cumplir en los miembros de su Cuerpo. Cada uno está llamado a contribuir por su parte a la edificación del Reino y a apresurar la vuelta del Señor que corresponda a su acabamiento.

Ascensión del Señor Los textos escriturísticos recogidos en la y misión universal liturgia de la Palabra de este día esta­

blecen una relación muy íntima entre la Ascensión y la misión universal de la Iglesia.

La clave del misterio de la Ascensión es el amor desplegado por el Hombre-Dios, al dar su vida por todos los hombres. La fidelidad de Cristo a su condición terrena de criatura le ha conducido a la exaltación suprema a la derecha del Padre. Por un lado, la humillación de la cruz y la obediencia perfecta al Padre; por el otro, la participación definitiva de la gloria di­vina. De este modo, la Ascensión reúne todas las coordenadas de la salvación.

Este mismo amor universal vive desde entonces en medio de la Iglesia. Fundado en la fe de la Ascensión, en la fe de los hijos adoptivos, en la fe que puede experimentarse sin haber visto, el amor se desarrolla de manera adecuada en la misión universal. La obra mediadora de Jesús nos descubre perfecta­mente su secreto en el misterio de la Ascensión, de la misma manera que la obra de la Iglesia nos descubre el suyo en la

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misión universal. La fe de la Ascensión capacita para el cono­cimiento verdadero del Salvador. Esta íe reconoce la divinidad de Jesús en el momento mismo en que percibe en la cruz la insondable riqueza de su amor. Esta fe se hace tangible en este mundo en la misión universal, suprema expresión de la caridad.

La Ascensión nos pide que tengamos la fe de verdaderos colaboradores de Dios en la realización de sus designios de sal­vación. Por eso, es necesario tiempo, mucho tiempo, antes de que la misión universal despliegue todos sus recursos y nos des­cubra todo su contenido.

La fundación de la Iglesia de Antioquía marca la primera etapa del envío misionero, en el seno de una comunidad cris­tiana local. Hasta entonces, los Apóstoles no habían dejado Je-rusalén más que forzados por los acontecimientos. La historia de la misión nos enseña la lentitud con que se percibe la ar­ticulación entre la misión y la historia humana. Hoy la empresa misionera, cada vez más consciente de su dimensión de encar­nación, se esfuerza por impregnar todas las realidades humanas del sentido de cumplimiento o de perfección que les procura la intervención de Cristo.

La asamblea eucarística El fruto de la asamblea eucarística de los hijos del Padre de la Ascensión es un profundizar, por

medio de nuestra fe, en la divinidad de nuestro Señor Jesucristo. El hombre que obtiene el señorío sobre todas las cosas por haber sido obediente hasta morir en la cruz, no puede ser sino el Hijo de Dios. El Reino que inau­gura en su persona es realmente un reino divino-humano, en el que entraremos como hijos del Padre.

Al participar de la Eucaristía, los hijos del Padre se hacen más disponibles, por una auténtica fidelidad a la condición te­rrena de criaturas. Su comunión con el Cristo de la Ascensión les hace ser más universales en el amor, invitándoles a desem-ñar su papel en la misión de toda la Iglesia.

La presencia del Señor entre los suyos da fundamento a su esperanza activa. Sin una misión existencial con el Señor, sin participar de su señorío, no es posible asumir adecuadamente la tarea que espera a cada uno para que el Cuerpo de Cristo alcance la talla deseada.

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SÉPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO PASCUAL

(Domingo después de la Ascensión)

A. LA PALABRA

I. Hechos 1, 12-14 Este pasaje describe los acontecimientos su-1.a lectura cedidos entre la Ascensión y Pentecostés. La l.er ciclo atención del lector es llevada del Monte de

los Olivos, donde tuvo lugar la despedida de Cristo (Act 1, 1-11), a Jerusalén, la ciudad en que ahora se manifestará la salvación (Act 1, 4).

* » *

a) Lucas se alegra de que la Buena Nueva salga de Jeru­salén: ve en ello el cumplimiento de las profecías sobre el im­pulso de la Jerusalén futura y su función en la restauración del universo (Is 60; Sal 86/87). Ciertamente las naciones no se re­unirán en Sión; pero, al menos, desde allí se anunciará su sal­vación. Lucas redacta los Hechos de los Apóstoles en círculos concéntricos, narrando al principio la actividad de los apóstoles en Jerusalén (Act 1, 7), después en Judea y Samaria (Act 8, 9), entre los paganos simpatizantes (Act 10, 13), y, finalmente, entre las naciones, en Atenas y Roma (Act 14, 18).

La devoción de Lucas por Jerusalén se puede constatar en la redacción de su Evangelio, que inicia y termina en el Templo (Le 1, 1-10 y 24, 52-53) y en el cual presenta la vida de Cristo como una lenta ascensión hacia Jerusalén, partiendo de los con­fines de Galilea (Le 4, 14) y de Samaria (Le 9, 51-56) y pasando por Judea.

El Libro de los Hechos, sin embargo, se distingue del Evan­gelio : en este, Cristo sube hacia la ciudad santa y el Templo es el escenario de los acontecimientos; por el contrario, en los Hechos, los apóstoles salen de Jerusalén y la liturgia del Tem­plo se renueva en las casas particulares, en torno a una mesa eucarística colocada en cualquier lugar que esté santificado por la fraternidad de los fieles y la presencia del Señor (cf. el tema

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de la "casa" al comienzo y final de los Hechos: Act 1, 13-14 y 28, 30).

b) La asamblea en la casa de Jerusalén reúne en una unani­midad bastante excepcional a los apóstoles y los "hermanos" del Señor (vv. 13-14). Con frecuencia la fe de los primeros se en­contraba en oposición a la inteligencia de los segundos: San­tiago, el hermano del Señor (no el apóstol), tomará una pos­tura opuesta a la de Pedro o de Pablo (cf. Gal 2, 12; Act 12, 17); además, los "hermanos" del Señor defendían una concepción dinástica de la jerarquía en la Iglesia (durante medio siglo se sucederán en la dirección de Jerusalén), opuesta a la concepción más carismática y espiritual de los Doce.

Finalmente, estos "hermanos" del Señor se caracterizan por la hostilidad de los "hebreos" a la apertura de la Iglesia hele­nística (Act 6, 1-7). Se comprende, pues, la importancia que Lucas concede a una asamblea que reúne a estos dos grupos antagónicos.

c) Esta asamblea encuentra la unidad en la oración (y. 4; cf. también Act 2, 42-46). Pero la oración representa aquí, al igual que la vigilancia, la actitud característica del que espera la llegada del fin de los tiempos (concretamente la irrupción del Espíritu). Casi todas las intenciones del Padre Nuestro y la oración sacerdotal de Cristo poseían ya esta dimensión escato-lógica (Jn 17, comentado más adelante, Evangelios de este do­mingo).

La oración no consiste solamente en esperar o desear un acontecimiento de salvación extraordinario, sino también en descubrir la voluntad salvífica de Dios en cada acontecimiento, y especialmente en la muerte.

"Vigilar" y "orar" son, pues, dos actitudes idénticas; de aho­ra en adelante serán las que la comunidad primitiva adoptará cada vez que haya que tomar una decisión importante, o haya que afrontar una situación grave (Act 1, 24-26 y Act 4, 24-30).

II. Hechos 1, Este relato narra dos acontecimientos impor-15-17, 20-26 tantes: el primero, orientado hacia el pasado, 1.a lectura recuerda la traición de Judas; el segundo, 2.° ciclo orientado al futuro, describe la reconstitu­

ción del grupo de los Doce.

El v. 19 parece haber sido modificado por San Lucas. En efecto, se comprende mal que Pedro designe el arameo como lengua de los habitantes de Jerusalén, cuando también era su lengua. Fuera de este versículo, la narración presenta una uni­dad literaria bastante sólida.

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a) Pedro pretende sustituir a Judas no porque haya muerto, sino porque traicionó e invirtió el precio en la adquisición de una finca.

En la opinión de Pedro, el hecho de que Judas no pudo gozar de su mala acción estaba escrito proféticamente en el v. 26 del Sal 68/69. Evidentemente, David no profetiza la caída de Judas, pero el Sal 68/69 es uno de los que los cristianos han rein-terpretado con más frecuencia a la luz de los sucesos de Pascua (cf. el v. 22 citado en Mt 27, 34, 48 y Jn 19, 29; el v. 5 citado en Jn 15, 25; los vv. 23-24 citados en Rom 11, 9-10; el v. 10 citado en Rom 15, 3 y Jn 2, 17). Pedro, pues, saca su argumento de un ele­mento—accesorio—del salmo, para aplicarlo a un detalle de los sucesos que han provocado la muerte del Salvador.

b) Después de haber subrayado el cumplimiento de una es­critura, Pedro afiade que otra escritura deberá también cum­plirse: el Sal 108/109, 8, que exige que el impostor sea reempla­zado en su cargo (v. 20). ¿Qué significa esto? No se trata cier­tamente del cargo de testigo o de misionero, que en la Iglesia será una función específica del apóstol, porque los Doce no tenían, antes de Pentecostés, una conciencia clara de su mi­sión apostólica. En el curso de su vida pública, Jesús no preparó especialmente a los apóstoles para el apostolado. Solo los envió una vez en misión (Me 6, 7-30), sin darles el monopolio de esta función, pues también envió en misión a setenta discípulos (Le 10, 1-16). En cambio, la tarea específica de los Doce con­sistía en juzgar colegialmente a Israel con Cristo, cuando se instaurase el Reino del fin de los tiempos (Mt 19, 28; Le 22, 30).

Ahora bien: antes de Pentecostés, los Once creían que la lle­gada del Reino era inminente (Act 1, 6). Por tanto, esperan desempeñar dentro de muy poco su cargo de jueces del nuevo Israel. Pero uno de ellos, no solo ha muerto, lo cual no le im­pediría ocupar su trono, puesto que los muertos resucitarían antes de la llegada del Reino, sino que ha pecado de tal modo que no podrá ejercer sus funciones. Por tanto, es necesario re­emplazarlo lo antes posible, antes de la venida del Reino.

« # *

La sustitución de Judas y la elección de Matías son, pues, acontecimientos que no afectan directamente a la función apos­tólica, tal como se revelará progresivamente en la Iglesia. Se trata todavía de un asunto interno de Israel.

Esta perspectiva puramente israeliana explica sin duda que los Doce permanecieran largo tiempo encerrados en el grupo hebreo de la comunidad primitiva y solo lentamente se abrie­ran, después de las iniciativas de Bernabé, Pablo y Felipe, al apostolado universal. Esta conversión que los acontecimientos

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impusieron a los apóstoles debería también tener lugar en el clero y en las instituciones de la Iglesia, que se preocupan tanto de sus cargo y de su "judicatura" entre los fieles, que olvidan la misión.

La Eucaristía, donde Cristo se inmola no solo por nosotros, sino por "los muchos", debería realizar esta constante conver­sión si los hombres no le pusieran tantos obstáculos.

III. Hechos 7, 55-60 Leemos hoy los últimos versículos de la 1.a lectura narración consagrada por San Lucas a 3.er ciclo la biografía de Esteban. Generalmente se

admite que el evangelista se ha servido aquí de un relato de origen paulino (vv. 58-60) centrado en la conversión del apóstol, como Act 22, 3-5, o 26, 9-11. El testimo­nio de Esteban y su valentía ante la muerte impresionaron sin duda a Pablo y constituyeron para él un primer encuentro con el Señor, a quien serviría dentro de poco.

Por otra parte, Lucas toma, sin duda, del eco de las polé­micas entre Esteban y los judíos, las ideas del discurso que pone en boca de Esteban (Act 7, 1-53), pues el vocabulario revela un origen lucano1.

a) Al redactar el discurso de Esteban y la narración de su martirio, San Lucas ha reproducido en filigrana el desarrollo del proceso de Jesús y de su pasión. Dos falsos testigos acusan a Esteban de haber anunciado la destrucción del Templo (Act 6, 13), como otros lo hicieron en el proceso de Jesús (Me 14, 56-61). En ambos casos la escena se desarrolla en el Sanedrín (Act 6, 12; Me 14, 53) y los debates siguen un proceso idéntico: decla­ración de los falsos testigos (Act 6, 13; Me 14, 56), interpelación del acusado por el presidente (Act 7, 1; Me 14, 60-61), alusión del acusado a la sustitución del Templo por el Hijo del Hombre (Act 7, 55-56; Me 14, 62), reacción violenta del auditorio (Act 7, 57; Me 14, 63-64), castigo "fuera de la ciudad" (Act 7, 58; cf. Heb 13, 12), identidad de las palabras pronunciadas por Cris­to en la cruz y por Esteban mientras le lapidaban (entrega del espíritu: Act 7, 59; Jn 19, 30; perdón de las injurias: Act 7, 60; Le 23, 34; grito desgarrador: Act 7, 60; Le 23, 46) 2.

b) Esta asimilación del mártir a Jesús se comprende mejor en el contexto de los problemas que surgieron en las comuni­dades cristianas primitivas por la persecución. En un primer

1 G. DUTERME, "Le Vocabulaire du discours d'Etienne", Memoria de la Universidad de Lovdina, 1950.

E Véase el tema doctrinal del proceso, en este mismo capítulo.

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momento los cristianos percibieron que las persecuciones fo­mentadas contra ellos por los judíos encajaban en la línea de los castigos que estos infligieron a los enviados del Señor (Mt 23, 29-36). Más tarde, la persecución contra los cristianos se sitúa en un contexto escatológico y reviste una importancia que an­tes no poseía: la persecución "colma la medida" (1 Tes 2, 15-16) en el mismo momento en que el Hijo del Hombre viene a juzgar y separar a los buenos de los malos (cf. Mt 5, 10-12). La perse­cución se considera entonces como el juicio en acción.

Una reflexión ulterior invita a los perseguidos a sufrir y a morir "por el Hijo del Hombre" (Le 6, 22; cf. Me 8, 35; 13, 8, 13; Mí 10, 39), a imitar su pasión (cf. Mt 10, 22-23; Me 10, 38). Nues­tro relato se alinea claramente con esta última concepción: Es­teban no muere solo por Cristo; muere como El, con El, y esta participación en el misterio mismo de la pasión de Jesucristo es la base de la fe del mártir. Al morir de este modo, penetra en los últimos tiempos.

Por tanto, el martirio no se considera solamente como un medio de imitar a Cristo en el plano moral, sino como un ele­mento constitutivo de la escatología en torno a la "señal del Hijo del Hombre" (Mt 24, 30) que nos dan su muerte y su re­surrección.

c) Otro tema subyace a la narración del martirio de Este­ban. En efecto, la aparición del Hijo del Hombre a la derecha de Dios (v. 56) da autenticidad a las palabras de Esteban contra el Templo y el lugar santo (Act 6, 14). Así sucede en el Nuevo Testamento cada vez que los cristianos, o Cristo, atacan al Tem­plo (cf. Mt 24, 15, 30; 26, 61-64; 23, 39). En esto se puede ver la formulación más antigua de la sustitución del Templo por el Señor resucitado, en las funciones del culto y de reunión.

En efecto, los primeros cristianos de Jerusalén seguían liga­dos al Templo (Le 24, 53; Act 3, 1; 2, 46; 21, 26): aún no habían comprendido que la persona del Señor sería de ahora en ade­lante el lugar de culto "en espíritu y verdad". Los cristianos helenistas, de los cuales formaba parte Esteban, fueron los pri­meros en separarse del Templo, permitiendo así a los cristianos de la Diáspora construir una religión de incorporación y de imi­tación del Señor, liberada de la vinculación tradicional al Tem­plo y a sus asambleas. En este sentido, la sangre de Esteban no ha sido derramada en vano.

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IV. 1 Pedro 4, 13-16 En oposición a la mayor parte de las lec-2.a lectura turas tomadas de la primera carta de Pe-l.er ciclo dro, este extracto no parece haber perte­

necido al libro de liturgia bautismal que constituye el centro de esta epístola3. Centrado en el tema de la prueba, el fragmento 1 Pe 4, 12-5, 4 parece haber salido de la pluma de un redactor posterior, como 1, 6-9 y 3, 14-16.

* * *

Este pasaje constituye un pequeño tratado teológico sobre el significado de la prueba. En el Antiguo Testamento la ima­gen de la prueba era el fuego (1 Pe 1, 6-9; Me 9, 49; Sal 65/66, 12); sin duda la prueba que atraviesan los destinatarios del autor es particularmente dura, porque habla de un incendio (v. 12). Quizá hace alusión a las persecuciones contra los cris­tianos fomentadas por los judíos y las autoridades imperiales.

Pero el autor proyecta sobre estas pruebas una luz cristiana (v. 13; cf. 1 Pe 1, 6-9; 1 Pe 3, 14-4, 1; Rom 5, 3-5; Jn 15, 20). Todo aquel que participa en la pasión de Cristo participa igual­mente en su gloria y en su gozo. Se trata de la aplicación de la doctrina de la participación en el misterio de Cristo y de la imitación de sus obras. Además, la adversidad es el signo de los últimos tiempos ("revelación de la gloria", en v. 13; "ha lle-.gado el momento", v. 17). La inauguración del Reino no puede acontecer sin un sufrimiento previo (Mt 24; 2 Tes 2, 1-8) esta tentación a la que el Padre Nuestro pide que ios cristianos no sean sometidos (Mt 6, 13). Finalmente, el Espíritu habita en los corazones de los fieles para impedir que sucumban (v. 14). Esta asociación de la prueba y el Espíritu-Paráclito es habitual en la tradición cristiana primitiva (Jn 15, 18-16, 15; Rom 8, 18-23): la prueba permite experimentar la presencia del Espí­ritu y su consuelo. Confirma, pues, el cumplimiento de los úl­timos tiempos.

V. 1 Juan 4, 11-16 Después de mostrar que Dios es la fuente 2fl lectura del amor (1 Jn 4, 7-10), Juan define los 2° ciclo signos de la comunión con Dios: la cari­

dad (v. 12) y la confesión de la fe (v. 15). Después, el autor enumera los frutos de la caridad fraternal movida por Dios.

Lo que nosotros sabemos del amor redentor de Dios para 3 M. E. BOISMABD, "Une liturgie baptismale dans la premiére lettre de

saint Pierre", Rev. bibl., 1956, págs. 182-208.

241 AKAMRTTU TV - 1 *

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con nosotros (la fe) nos lleva a amar también nosotros (la moral). La fe, por tanto, fundamenta la moral. Ciertamente, la fe y la caridad están condicionadas aquí abajo por una situación pasajera: la fe reposa solamente en un testimonio (v. 14) por­que nadie ha visto a Dios todavía y solo lo veremos en la eter­nidad (v. 12) y el amor es una aventura, pues el amor de Dios es imperceptible para nosotros.

Sin embargo, la fe y el amor son los criterios de nuestra comunión con Dios (tema de la morada: vv. 12 y 15). Para Juan las dos virtudes se compenetran y se adueñan juntas de la persona del cristiano. Toda opción de fe implica el amor, ya que la fe implica una conversión que no puede ser más que un don de sí.

La vida cristiana posee una doble dimensión, verticaKy ho­rizontal. La primera nos hace tomar conciencia de que Dios es amor (v. 16), de que nos ha amado realmente hasta el punto de enviarnos a su Hijo (v. 14) y de que quiere establecer su morada entre nosotros (vv. 15-16). La segunda nos impulsa a amar a nuestros hermanos como Dios nos ama a nosotros (v. 12).

VI. Apocalipsis 22, Extracto del epílogo del Libro del Apoca-12-14, 16-17, 20 lipsis (Ap 22, 6-21), donde el ángel que 2fl lectura ha guiado a Juan resume la visión que 3.eT ciclo este ha tenido (6-8) y define el papel de

este libro en la historia del mundo: se producirán acontecimientos decisivos, pero el mundo no dejará por ello de seguir su camino; los justos se preocuparán de avan­zar en la santidad, y los pecadores seguirán sin comprender el significado de los acontecimientos (vv. 10-11).

* * *

En los vv. 12-14, el Señor se revela como recompensa de los que le hayan sido fieles (v. 12). Afirma su presencia en el centro de la historia de los hombres, de la cual El posee la llave (v. 13): anuncia también que abrirá a los elegidos las puertas de una Jerusalén celestial, porque su sangre los lavará de sus pecados (v. 14; cf. Ap 7, 9, 14). Se presenta, finalmente, como el Mesías verdadero del mundo futuro: El es la estrella de la mañana, la que anuncia y refleja la luz del sol, como el Hombre-Dios re­fleja la luz del Padre (v. 16).

Juan expresa luego la oración que brota de las diferentes visiones del Apocalipsis: que la historia de los hombres termine lo antes posible; que el Señor, oculto en los acontecimientos, se manifieste claramente y realice todas las promesas y las aspi­raciones de la Historia: "Ven, Señor Jesús" (vv. 17 y 20). Este

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grito brota de todos cuantos conocen la prueba, tienen sed de verdad y saben ponerse a la escucha de Dios (v. 17).

* * *

El Apocalipsis ha insistido tanto en la significación escato-lógica de los acontecimientos, que la venida del Señor no puede considerarse como un episodio ajeno a la historia de los hom­bres. Esperar la venida del Señor es aprender a leer, ya desde ahora, en los acontecimientos presentes.

La plenitud escatológica, ciertamente, viene de arriba; pero antes de realizarse comienza todo un proceso de conocimiento, del cual Cristo nos ofrece la llave (clave) y al cual la humanidad está llamada a contribuir. Afirmar la venida del Señor equivale a decir que El es el dueño absoluto de la Historia. Pedirle que venga equivale a trabajar bajo su dirección, recordando que todo crecimiento hacia la plenitud pasa por la muerte y la cruz: no hay venida del Señor sin reciprocidad.

La Eucaristía, memorial de esta muerte, contiene las arras de la venida del Señor que permiten conducir la historia de los hombres hasta su plenitud en Cristo.

VII. Juan 17, 1-11 Este pasaje, que pertenece a la tercera par-evangelio te del discurso después de la Cena, relata l.er ciclo la oración sacerdotal del Señor. Juan, que

ha unificado el Evangelio en torno al tema de la glorificación del Hijo, descubre la apoteosis de esta glori­ficación en el acto sacerdotal de Cristo4.

* * *

Esta gloria no es solo una manera de ser propia de Dios (el antiguo sentido bíblico de esta palabra, que aparece en Jn 1, 14 y 2, 11), sino la acción de Dios sobre el mundo, manifestada por los milagros de Jesús. En cambio, la gloria a la que Cristo alude en sus discusiones con los judíos (Jn 5, 41; 7, 18; 8, 50, 54) pue­de comprenderse en el sentido más profano de "reputación", "honor". A estas dos significaciones se añade una connotación propia de Juan (Jn 7, 39; 12, 16), para quien la glorificación tiene el sentido técnico y exacto de paso de la muerte a la re­surrección.

La síntesis de las diferentes acepciones de la palabra co­mienza aparecer en Jn 12, 20-28 y cuaja en el discurso que si­guió a la Cena (Jn 13, 31-32) y en la oración sacerdotal (Jn 17).

4 Véase el tema doctrinal de la gloria, en este mismo capítulo.

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El tema de la glorificación está unido al de la hora (Jn 17, 1; cf. 12, 23; 13, 31-32) y, por tanto, al de la muerte.

Llegado el momento de su muerte, Cristo echa una mirada al pasado y toda su vida se resume en una sola palabra: la glorificación progresiva de la humanidad. En efecto, El ha ve­nido a injertar la vida divina en el centro de la vida cotidiana de los hombres (v. 2). Bajo términos diferentes: gloria (v. 2), nombre (v. 6), palabra (v. 8), se esconde una misma realidad. La vida divina no acontece ya al margen de la vida de los hom­bres. Se encuentra implicada de tal modo en la vida des los hombres que Jesucristo deberá pasar por la muerte.

Dios ha hecho un don a la humanidad: Jesús lo recuerda en su plegaria, que, alabando a Dios por esta maravilla, se pro­longa en epíclesis: ¡que Dios no retire nunca ese don, aun a pesar de la muerte de su Hijo! Que la gloria de Dios sea de ahora en adelante el dinamismo del nuevo mundo. Con otras palabras: la esperanza del cristiano no está ya centrada en una vida jus­ta, como sucede en las religiones y los mitos; se centra en una vida eterna, y esta, porque es eterna, está ya entre nosotros.

# * #

El pensamiento de Juan aparece claramente: Cristo ha ve­nido a injertar la gloria divina en su vida humana hasta su muerte. Esta (la hora) se convierte así en el lugar privilegiado de su glorificación. La gloria que El debía a su filiación divina la debe ahora a su oblación sacerdotal; pero toda la humanidad participa en ella y saca de ella las razones que la convertirán en un mundo nuevo en el que Dios y su gloria serán todo en todos. La Eucaristía de la Iglesia no hace más que reproducir las actitudes del Señor: acción de gracias por la maravillosa comunicación de la gloria del Padre a los hombres, anamnesis de esta comunicación en la Pascua misma de Cristo, epíclesis para pedir que esta glorificación del hombre continúe incesan­temente.

VIII. Juan 17, llb-19 Este fragmento de la oración sacerdotal evangelio de Jesús comienza con una plegaria de 2° ciclo Cristo por la unidad de sus discípulos,

sobre todo en los vv. 22-23, que consti­tuyen el objeto del Evangelio del tercer ciclo.

El argumento de Cristo es el siguiente: mientras he estado en la tierra he podido, por Mí mismo y gracias al poder que Tú me has dado, Padre, guardar mis discípulos en la unidad..., menos uno que se ha perdido (vv. llb-12). Pero ahora Yo los dejo (v. 13), y su unidad peligra. Se podría sacarlos del mundo

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para preservarlos (vv. 15-16), pero esto no sería solución porque precisamente son testigos y enviados al mundo (v. 17). Por eso hay que santificarlos en la verdad, de forma que todos sean uno y participen en el "gozo" del reino mesiánico (v. 3).

* * »

El tema de la santidad que consagra a los discípulos apa­rece ya en la advocación "Padre santo" (v. 11). Es una manera de afirmar la trascendencia de Dios y la alegría de Jesús en vísperas de alcanzarla.

El paso de Jesús de este mundo a la santidad del Padre se presenta como una "consagración" (v. 19) o una "santifica­ción". Hay que comprender estos temas en su significación li­túrgica y cultual: alusiones a la víctima "consagrada a Dios" con vistas al sacrificio y que pasa a la esfera divina mediante la muerte en holocausto. El acceso a la santidad de Dios evoca, pues, al espíritu de Cristo la llegada de la muerte y del sacri­ficio. Pero lejos de conmoverse, se alegra, porque su "consagra­ción" implica la de sus discípulos. Cristo se ofrece a la muerte y pasa a la esfera divina para que todos los hombres lleven una vida santa en contacto con la palabra de verdad y pasen, a su vez, al lado del Padre (Heo 10, 14).

Cristo accede a la santidad de su Padre a través del sacrificio que implica su muerte; los fieles acceden al Padre mediante el sacrificio impuesto por la fe en la Palabra encarnada.

Pero esta vocación a la santidad y a la trascendencia no les exime de vivir como "seres-en-el-mundo". Los cristianos no se definen únicamente por su relación con la trascendencia; en la inmanencia en el mundo al que son enviados manifestarán su santidad en germen (v. 18).

Por primera vez en la Escritura, misión y santificación se presentan como una sola e idéntica realidad.

* • •

Solo Dios es santo, pero puede comunicar su santidad a los hombres dedicados a su servicio: a los sacerdotes del Templo de modo especial, y también a los miembros del pueblo santo (Lev 11, 44; 19, 1). Esta idea de santidad incluye, por tanto, la idea de separación. Israel vivirá este ideal hasta sus últimas consecuencias.

Pero la idea cristiana de santidad está más matizada: lla­mada a la trascendencia y también separación (y el mundo que odia a la Iglesia traza espontáneamente esta separación, v. 14) Sin embargo, solo se vive auténticamente "siendo en el mundo" cumpliendo una misión. Por esta razón, la noción de santidad

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implica la idea de apertura a Dios en la misma vida humana. Por eso, a partir de este Evangelio, se plantea el problema

de la institucionalización actual de la vocación monástica y contemplativa. Esta vocación es absolutamente necesaria para la Iglesia; se podría incluso decir que se hace necesaria a me­dida que la Iglesia descubre las nuevas coordenadas de su par­ticipación en el mundo de los hombres y corre el riesgo de des­integrarse en un humanismo superficial.

Pero nos podemos preguntar si esta vocación necesaria se puede vivir en una separación tan radical que mida estricta­mente las relaciones indispensables con el mundo. Por el con­trario, las funciones profética y monástica, ¿no nacen de la re­lación con el mundo y de la acción sobre él? A falta de esta relación primordial, el monaquismo se convierte en un mundo aparte que la comunión invisible de los santos mantiene efi­cazmente en la Iglesia, pero que pierde su vinculación orgánica con el pueblo de Dios. Los monjes viven entonces una liturgia que no afecta a la vida de los cristianos, piensan según una teología especial, se sitúan en modelos de economía y de cul­tura que los alejan inútilmente del pensamiento y de la acción contemporánea.

IX. Juan 17, 20-26 Tercera y última parte del discurso de Cris-evangelio to después de la Cena. El Señor vuelve al 3.er ciclo primer motivo de su plegaria, anunciado

ya en el v. 11: el tema de la unidad de los discípulos (vv. 21-23), que tiene su fundamento en el co­nocimiento del Padre (vv. 24-36).

Como San Pablo, San Juan pone a la unidad de los cristia­nos en dependencia de la muerte de Cristo (Jn 11, 50-52): la reconciliación de los hombres con Dios, adquirida por la cruz, les lleva a reconciliarse entre ellos (Ef 2, 13-22).

Pero Juan descubre el fundamento de la unidad entre los creyentes en la unidad que existe entre el Padre y el Hijo. Mien­tras el mundo incita al hombre a la autonomía, Cristo ha venido a dar testimonio de una vida vivida en dependencia y en aper­tura.

Por esta razón, la unidad de los creyentes es el signo vivo de la unidad de Cristo con su Padre. Pero del mismo modo que los hombres deben participar de un mismo pan eucarístico para ser uno (1 Cor 10, 17), necesita participar en la única vida di­vina (la gloria) para realizar esa unidad. Esta no consiste en

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una uniformidad, sino en la transparencia del uno al otro ("Tú en Mí y Yo en Ti", v. 22).

Sin embargo, el proyecto de una unidad tan perfecta sólo se realizará en la escatología (v. 24), cuando la plenitud de la vida anime a los hombres como anima al Señor. Mientras llega esta plenitud, se ofrecen dos vías a los creyentes: el conoci­miento y el amor (vv. 25-26).

» » *

En dos pasajes de la liturgia de este día (1 Jn 4, 7-11; 2.a

lect., 2.o ciclo y Jn 17, 20-26), Juan traspasa una parte del mis­terio divino proyectando sobre Dios dos palabras que evocan la experiencia humana: amor y unidad. Estos son quizá los dos pasajes más explícitos de todo el Nuevo Testamento sobre el misterio de Dios; y el procedimiento de Juan es perfectamente normal: puesto que somos creados a imagen del Invisible, es normal que nuestro amor y nuestro deseo de unidad sean irra­diación de Dios.

Podemos, pues, acercarnos a Dios por la experiencia huma­na del amor y de la unidad.

En primer lugar, el amor supone una participación. Se puede hablar del amor de un padre por su hijo ingrato, o del amor de una esposa por su esposo infiel; por muy dramáticos y nobles que sean, estos amores son incompletos; les falta la alegría in­herente a todo amor; solo conseguirán su plenitud en la par­ticipación y la reciprocidad. Este es, por otra parte, el sentido de la oración de Cristo por la unidad de los cristianos. Esta unidad no es solamente una conformidad con las mismas es­tructuras, ni habitación bajo un mismo techo, sino, sobre todo, participación y reciprocidad: "Tú en Mí y Yo en Ti." Decir que Dios es amor, es decir que no puede vivir solo en su tras­cendencia, es decir, que El quiere compartir y que espera una reciprocidad.

Además, el amor es la sola actividad humana que colma el abismo de alteridad hasta el punto de que el que ama tiende a convertirse en la persona amada, y recíprocamente. Dios es amor; esto significa, pues, que un día iba a hacerse hombre, libremente, sí, pero ineludiblemente, siendo el hombre el único "otro" que Dios puede encontrar; Dios es amor, es decir, Dios solo puede desear—y hacer todo lo posible para ello—que el hombre que El ha amado, Jesús primero y después toda la hu­manidad, sean como El.

Pero el amor es también dolor y sufrimiento. El amor de la madre se convierte en sufrimiento por el hijo que está enfer­mo. En el hombre la cosa es evidente: yo no espero nunca te­ner conciencia de ser amado; espero solo los signos y las pa-

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labras por los cuales ese amor se expresa, y luego mi pensa­miento interpreta a su modo esos signos y esas palabras. Me siento llevado hacia el otro y luego vuelvo hacia mí. La amistad constituye una alianza real; nunca es transparente. Hay siem­pre una opacidad: el otro sigue siendo siempre inaprehensible. Solo en la prostitución puede el otro ser aprehendido, porque entonces no es más que un cuerpo; pero entonces el amor no es más que una palabra vacía de contenido.

Así, pues, el amor es el único camino que puede llevar a Dios, porque es la experiencia que preserva más totalmente la alte-ridad del otro y respeta de modo más total a Dios en su tras­cendencia. El amor es el lugar en que se experimenta más la separación.

Finalmente, el amor es siempre gratuidad e iniciativa. Entre los seres que se aman hay como una especie de competición para ser el primero en amar. Este es el sentido de los regalos, que no consisten solamente en ofrecer al otro algo útil, sino también en ofrecerle algo inútil y gratuito con tal que eso sig­nifique: "Mira, yo te he amado antes" (1 Jn 4, 10). Amar es, pues, dar sin ánimo de recibir y, por tanto, también perdonar; pero es también aceptar que el otro dé y acercarse a él sabiendo que también él tiene un regalo para nosotros. Así es Dios: el primero en amar y en perdonar ("en remisión de los pecados": 1 Jn 4, 10), pero también alguien que escucha al hombre amado y está atento a los regalos que este le hace.

B. LA DOCTRINA

1. El tema del proceso

La alegría pascual es una alegría realista. Durante el tiempo pascual, repetidas veces la liturgia de la Palabra pone al cris­tiano, sin ningún miramiento, frente a las dificultades de su con­dición terrestre. Una vez que entramos en el período pascual, no por ello se vuelve la página del Viernes Santo. Presente en todo momento, la muerte en la cruz se presenta desde ahora como un paso hacia la vida, como una victoria del amor.

El Evangelio de San Juan nos hace comprender que el pro­ceso de Jesús y los argumentos que lo explican tienen un valor permanente para todo el tiempo de la Iglesia. El papel que cumple el Espíritu Santo en la Pasión de Cristo lo desempeña también en la pasión de la Iglesia. Se hace "Paráclito", es de­cir, Defensor, manifestando así de qué lado se han cumplido realmente los designios salvadores de Dios.

La verdadera alegría pascual no se puede confundir con la alegría juvenil de la primavera, que olvida los rigores del in-

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vierno. Las fiestas pascuales presentan cada vez más en Occi­dente un aspecto de evasión, y los cristianos se prestan con bastante espontaneidad a esta confusión degradante. Por tan­to, hay que reaccionar con vigor. El formulario de las misas de estos domingos nos puede ayudar a ello.

Yahvé y su pueblo El hombre pecador acusa. Pone en duda el procesados que Dios sea Todopoderoso y fiel. ¿Por qué

esperar la felicidad de una intervención problemática de lo alto, si las seguridades que buscamos están al alcance de la mano? Dios engaña al hombre. A pesar de la advertencia divina, Adán piensa que no ha de morir por comer del fruto prohibido. En el desierto, el pueblo elegido murmuró de Yahvé, que le había conducido allí, diciendo: "¿Y esto es la liberación de Egipto?" Durante toda su historia, Israel se lo pasa en proceso contra Yahvé, se da sus razones para estar contra El, rechaza el creer en El. El episodio de Meribá se re­novará continuamente.

Pero Yahvé no tolera que se dude de El. La alianza sellada en el Sinaí implicaba una respuesta de fe. Ante la infidelidad del pueblo elegido, Yahvé se convierte en su acusador y, a su vez, entabla un proceso contra el pueblo. Por otro lado, como la infidelidad era general, el proceso del pueblo se extiende has­ta convertirse en el proceso de las naciones.

Frente a los argumentos ilógicos de Israel, Yahvé no tiene más que un recurso: condenarlos. Sus profetas dictarán la sen­tencia. Sin embargo, en plena condena, siempre renace un ful­gor de esperanza: "Venid y entendámonos. Aunque vuestros pe­cados fuesen rojos como la grana, quedarían blancos como la nieve" (Is 1, 18).

Aunque no intente un proceso contra Dios, el verdadero cre­yente experimenta también la tentación, ante los caminos des­concertantes del Altísimo. Si Dios ama al hombre, que desde lo más profundo de su ser desea la felicidad, ¿cómo podría de­jar de satisfacerle esta ardiente aspiración? Ahora bien: en realidad sobrevienen el sufrimiento y la muerte, y abruman al hombre. ¿Cómo, a través de estas realidades tan duras, puede Dios pretender obrar como libertador? Se comprende muy bien que el hombre formule preguntas a Dios. El caso de Job es ejem­plar. Todo el mal que le alcanza le viene de Dios. Sus parien­tes y amigos le incitan a que se rebele contra Dios—tiene mo­tivos contra El—; pero jamás los lamentos de Job son acusa­ciones contra Dios. Es verdad que él no comprende la actitud de Dios, pero, sin embargo, Job no cae en la tentación de acu­sarle. Dios le ama con fidelidad. Job lo afirma y quiere conti­nuar a su servicio. Por fin, un día comprenderá las razones de su momentánea incomprensión.

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El proceso El proceso entre el hombre pecador y Dios pasa contra Jesús por una fase crítica y ejemplar en el proceso le­

vantado por los judíos contra Jesús. Cristo es el testigo por excelencia del poder y de la fidelidad de Dios, pero el pueblo judío prefiere llamarle blasfemo antes que reco­nocerle como Hijo de Dios. Prefiere suprimir al testigo molesto.

Para creer en Jesús de Nazaret y aceptar el Reino inaugu­rado en su persona, el pueblo elegido tendría que renunciar a todos sus privilegios. Aún más: para entrar en el plan divino de amor universal del mandamiento nuevo, el hombre debe renunciar a sí mismo, reconocer que él no puede ser el autor de su propia salvación. No son las fuerzas humanas las que en­gendran el sí del Salvador. Aceptar a Jesús, ¿no es perderlo todo?

La instrucción del proceso contra Dios comenzó muy pron­to. San Juan nos dice que desde el comienzo de su vida pública. Las discusiones con los judíos anticipan el proceso final. Jesús aporta sus testimonios, sus signos y sus obras; pero los judíos, en lugar de reconocer la personalidad mesiánica y divina de Cristo, la rechazan y van recogiendo motivos para acusarle.

Sin embargo, Dios tiene la última palabra. En el preciso momento en que el pueblo judío piensa ganar su proceso con­tra Dios, en realidad lo pierde. En el momento de la muerte de Cristo en la cruz estalla la victoria de Dios. La obediencia, la fidelidad de Jesús para con su Padre, inaugura el reinado de la verdadera justicia y pone al descubierto la mentira oculta en los corazones. Donde estaba el pecado, vence el amor. Una solidaridad nueva ha roto el círculo infernal de la culpa.

La obra mesiánica de Cristo, porque es agradable al Padre, ha estado siempre asistida por el Espíritu Santo. El Espíritu ha intervenido como defensor, porque está necesariamente presente allí donde se da una respuesta perfecta a la iniciativa salva­dora del Padre.

El proceso a la Iglesia Durante toda su historia, la Iglesia será y la intervención acusada por los hombres, como lo fue del Paráclito el propio Jesús. La Iglesia es el Cuerpo

de Cristo y encarna la sabiduría de Dios. Por ello, tiene que sufrir inevitablemente los ataques del hom­bre pecador. Este busca acusaciones contra la Iglesia, por los mismos motivos que las buscó contra Jesús. Y, como Jesús, la Iglesia viene a los suyos, pero los suyos no la reciben. Aceptar a la Iglesia como enviada de Dios es aceptar el plan divino de reconciliación en el Reino. Una aceptación así implica el re­nunciar por completo al pecado.

Pero la Iglesia no debe temer el asalto del mundo pecador,

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como tampoco Jesús le temió durante su proceso, ya que sabe que puede contar con la defensa del Paráclito. La Iglesia da favorable acogida al verdadero diálogo de Dios y el hombre; es el lugar privilegiado de la acción del Espíritu. Y esto, hasta el fin de los tiempos. El Espíritu Santo "argüirá al mundo de pe­cado, de justicia y de juicio". ¿Qué quiere decir esto? Una vez que Cristo hubo resucitado, manifestó que el hombre había sido justificado por medio de su obediencia hasta la muerte en la cruz. El pecado se muestra como una desobediencia a Dios, con­denada definitivamente por la actitud de Cristo. Ahora bien; el acontecimiento pascual se actualiza constantemente en la Iglesia. De ahí la intervención permanente del Paráclito.

Sin embargo, el cristiano no debe engañarse. El proceso en­tablado contra la Iglesia, del que hablamos aquí, es el proceso entablado por el hombre pecador contra la Iglesia "santa". Aho­ra bien: nosotros sabemos que si bien la Iglesia es santa, nin­guno de sus miembros lo es; mientras vivan en este mundo, to­dos son pecadores. Es verdad que a los cristianos les alcanza también inevitablemente el proceso hecho a la Iglesia, pero de­ben tratar siempre de evitar el identificarse con ella. En un proceso hay siempre acusadores y acusados. En realidad, los mismos cristianos se encuentran también del lado de la acu­sación, y los no cristianos están también en el banco de los acusados. Esto no hay que olvidarlo nunca.

Objeciones contra La Iglesia es esencialmente misionera. Por la misión medio del ejercicio de la misión manifies­

ta especialmente su identidad con Jesucris­to, ya que la misión tiene su origen en la ley de la caridad, en el mandamiento nuevo del amor universal. Por eso exige de todos los que se han comprometido en ella una voluntad firme de seguir a Jesús en su obediencia hasta la muerte en la cruz. Así, pues, no hay que extrañarse de que la misión sea el terre­no por excelencia donde el hombre pecador entable proceso con­tra la Iglesia.

Cuando San Pablo nos cuenta las peripecias de la vida mi­sionera, nos dice que las oposiciones le llovieron de todas par­tes: de los paganos y de los judíos, pero también de .sus her­manos. Durante toda la historia de la Iglesia, los verdaderos misioneros han sufrido análogas dificultades. Por definición, el misionero está unido a la Iglesia concreta de su tiempo, y, al mismo tiempo, se debe por completo al mundo que tiene que evangelizar. Esta doble y necesaria dependencia le procura el punto de apoyo de un amor sin fronteras. Gracias a él, el pro­yecto de catolicidad se está realizando. Pero en realidad esta condición es poco cómoda, puesto que el misionero se encuentra con oposiciones por todas partes. El mundo no cristiano no le

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considera de los suyos. Espiritualmente, y también cultural-mente, el misionero sigue siendo un ser extraño. La oposición y el ataque vienen también de parte de los miembros de la Igle­sia. Por su modo de vida, por sus iniciativas, por sus preguntas o interrogantes, el misionero pone en tela de juicio una serie de valores que hasta entonces habían sido considerados sagra­dos; trastorna las cosas y, en una palabra, su actitud y su pre­sencia inquieta y asusta. Además, cuando la oposición viene de personas responsables de la Iglesia, puede llevar al misionero a una revisión desgarradora, cuando no a la pura y simple re­tirada... Entonces, el drama llega a su colmo.

Discutido, atacado, el misionero es invitado a un ahonda­miento de una amplitud insospechada. Porque, si es cierto que ha entregado su vida a Jesucristo, sin embargo, no se identifi­ca ya con la Iglesia. En el proceso levantado contra la Iglesia, él no puede imaginarse ya el estar solamente del lado de los acusados. Como todo miembro de la Iglesia, el misionero nece­sita continuamente ser purificado, porque también él es un pe­cador. Al aceptar esta purificación tan difícil, el misionero se hace cada vez más conforme a Cristo crucificado. En este sen­tido, todas las oposiciones que se le hacen van prolongando realmente, a lo largo de toda la historia, el proceso seguido contra Jesús.

La presencia La celebración eucarística es el lugar por ex-del Paráclito celencia en que los cristianos son arrancados en la asamblea del pecado, para ser configurados conforme a eucarística Cristo victorioso en la cruz. Participando dig­

namente de la Palabra y del Pan, los miem­bros del Cuerpo de Cristo pasan sin cesar de su condición de pecadores a la de penitentes. En la medida en que hacen esto, se encuentran captados por los lazos de fraternidad universal, cuyo origen es por siempre Cristo resucitado. En este sentido, pasan a ser de la categoría de los acusados, pero saben que en el proceso entablado por el mundo pecador contra Dios, la vic­toria está definitivamente de su parte.

El Espíritu obra en la asamblea eucarística como no lo hace en ninguna otra parte. El Espíritu Santo anima a los partici­pantes, a fin de que den gracias a Dios en la verdad, y que su sacrificio sea agradable al Padre; y, a su vez, comunica a to­dos una seguridad íntima de que, en Cristo Jesús, Dios ha ga­nado su proceso contra el hombre pecador. Para el hombre no hay ya salvación, fuera de la que nos ganó Jesús de Nazaret de una vez para siempre.

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2. El tema de la gloria

El estudio de este tema plantea una cuestión previa. El tér­mino "gloria" encierra, en el ambiente histórico de la Biblia, un contenido distinto al que se le da en sus traducciones a las lenguas modernas. Además, incluso cuando se aplica a Dios, este término no se adapta bien a nuestra sensibilidad actual, más preocupada de reconocer a Dios en el silencio y la ausencia apa­rente que en sus manifestaciones de gloria... ¿Cuál puede ser, entonces, el interés de tal reflexión de cara a la profundiza­r o n de nuestra fe?

Es preciso notar, en primer lugar, que el tema de la gloria ocupa un lugar muy importante en las Escrituras. La gloria de Yahvé ilumina toda la historia de Israel y esta misma gloria se hará visible a la comunidad en el rostro del Resucitado. La Iglesia, como Esposa (de Cristo) se asociará también a ella. El capítulo 17 del Evangelio de San Juan, desglosado en tres lec­turas para los Evangelios de este día, está literalmente pene­trado por este tema de la gloria; se trata de un texto bastante amplio del Nuevo Testamento, al que se denomina la oración sacerdotal de Jesús. El estudio de este tema es de una gran im­portancia, tanto para la comprensión del misterio de Dios y de Cristo como de la vida cristiana. Y puesto que aparece en numerosos pasajes propuestos a los creyentes por la liturgia, es del todo necesario que los pastores dejen bien claras estas ideas ante sus feligreses.

Pero hay una razón mucho más profunda a favor de una meditación sobre el tema que nos ocupa. El cristianismo es una religión histórica. Mediante él se hace un llamamiento a todos los pueblos de cualquier época a que hagan una experiencia sin­gular de la fe en Cristo vivo; experiencia que, en lo esencial, es idéntica a la que tuvo la Iglesia de los primeros tiempos, la Iglesia apostólica, consignada en las Escrituras. Ahora bien: el único medio de que dispone una Iglesia particular para asegu­rar esta identidad es el de aceptar la "despatriación" en los orígenes del cristianismo. La función imaginaria de que dispo­ne el hombre, y sin la cual estaría como emparedado en su úni­ca experiencia individual, le permite dar un paso atrás en la Historia, aunque sea de una forma puramente teórica, como si se internara en el conocimiento profundo de otra cultura que no es la suya. Por otra parte, cuando se trata, como en este caso, de un tema bíblico extraño a nuestra comprensión es­pontánea, la "despatriación" es inevitable, pero, a la larga, muy fructuosa.

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La gloria En hebreo, el término que traducimos por "gloria", de Yahvé encierra la idea de "peso". El peso de un ser en la

existencia define su valor real y, en consecuencia, la repercusión de tal valor fuera de sí, su manifestación. En nues­tras lenguas modernas, el término "gloria" tiene más bien el significado por todos conocido5.

Este término se aplica de modo especial al hombre; en nu­merosas ocasiones la Biblia nos habla de gloria humana. Es­pontáneamente, la riqueza, la posición social y, sobre todo, el poder, son considerados como lo que valoriza al hombre y ase­gura su influencia en los demás; también el tema de la gloria va asociado a estas ideas. Pero la aventura de la fe tenía nece­sariamente que llevar al hombre bíblico a criticar esta concep­ción espontánea de la gloria humana. La verdadera gloria del hombre consiste en haber sido hecho por Dios rey de la crea­ción; este hecho lleva consigo que el hombre sea consciente de ello y se responsabilice mediante la fidelidad y obediencia a Dios; solo esta fidelidad y obediencia a Dios pueden valorar auténticamente al hombre y darle una gloria digna de este nombre.

Aplicado a Dios, el término "gloria" se ajusta perfectamen­te a la realidad, tanto más cuanto la reflexión de Israel no ce­sará de profundizar la absoluta trascendencia de su Dios y su misteriosa presencia en los acontecimientos de su historia. La "gloria de Yahvé" aparece a la vista, puesto que es el Todo-Otro, el Creador, el Absoluto por excelencia, y porque interviene como tal en la vida de su pueblo. El Todo-Otro es un Dios que se revela, y el terreno privilegiado de esta revelación es el acontecimiento, especialmente los acontecimientos más impor­tantes de la historia de Israel. La irradiación del Ser divino es su intervención salvífica; de aquí que el tema de la gloria esté estrechamente relacionado con el de la salvación.

El lugar tradicional en que el hombre pagano cantaba la gloria de los dioses ha sido siempre la celebración cultual. En ella era donde la gloria del mundo divino se hacía realidad vi­sible y llenaba los santuarios. En Israel, la celebración de la gloria de Yahvé pone de manifiesto un cambio profundo. Por una parte, en estos actos se canta la gloria divina, mencionán­dola como un fuego voraz que deja al descubierto la miseria de la creatura y su fragilidad característica (cf. Isaías), dándose cuenta, al mismo tiempo, de que Yahvé es libre de abandonar el Templo si lo considera oportuno (cf. Ezequiel); por otra par­te, la gloria de Yahvé que el pueblo elegido celebra es, ante todo, Ja que manifiesta con sus intervenciones en la Historia (cf. Ex 29, 46).

Cf. Vocabulario de Teología bíblica, art. "Gloria", Ed. Herder, Bar-ona, 1967.

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Para Israel, la concepción de la gloria de Yahvé es, pues, ante todo, dinámica. Se comprende, entonces, que los profetas reserven al tema un lugar preferente en sus predicciones sobre el futuro cuando tenga lugar la salvación defintiva en favor de todas las naciones: "Vengo a reunir a todas las naciones y a todas las lenguas. Ellas vendrán a ver mi gloria" (Is 66, 18-19).

El Señor Una vez que los primeros cristianos han dejado de la gloria firmemente aclarada la divinidad de Cristo, el

tema de la gloria, aplicado a la persona de Je­sús, aparece ante su vista cargado de una asombrosa fecundi­dad, y la cristología que se desprende de esta aplicación reúne los elementos esenciales de la revelación del Nuevo Testamento

Gracias a su resurrección y ascensión, Cristo ha "entrado" (Le 24, 26) en la gloria divina, ha sido "ensalzado en la gloria" (1 Tim 3, 16). "Dios le ha resucitado... y le ha dado la gloria" (1 Pe 1, 21), ha "glorificado a su siervo Jesús" (Act 3, 13)6. Encontramos aquí el mismo proceso de pensamiento que al tra­tar el tema del Señorío de Jesús7. Es una confirmación más de que el reconocimiento de la divinidad de Cristo no tiene lugar sino después de su muerte en la cruz y, como lo hemos visto en el estudio sobre el señorío de Jesús, en estrecha relación con el reconocimiento, ahora, de la verdadera cualidad mesiánica de Cristo.

Jesús ha recibido esta gloria, y su señorío, de manos del Pa­dre. La expresión "Señor de la gloria" (1 Cor 2, 8) pone de re­lieve la radical dependencia del Hijo con respecto al Padre, sin que por ello excluya su igualdad fundamental con el Padre. Pero al decir que Jesús ha recibido la gloria de manos del Pa­dre, se quiere dar a entender que el lugar privilegiado en que radica la afirmación de la divinidad de Cristo es su pasión, en la que Jesús, Mesías de Israel, ha llevado hasta sus últimas consecuencias la obediencia a Dios en el consentimiento total a su condición de creatura.

La cruz de Jesús, ¡extraña paradoja!, es el acontecimiento por excelencia que manifiesta a los hombres la gloria divina; es la mayor de las teofanías, pues el mismo Dios es quien muere. Pero también constituye la más alta teofania el momento en que Jesús notifica el llamamiento de Dios a la humanidad para que comparta la vida divina. Tiene lugar esto en el momento de la pasión en que San Juan pone en boca de Jesús esta oru-ción: "Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para quo tu Hijo te glorifique y para que, gracias al poder que Tú le hu«

6 Cf. Vocabulario de Teología bíblica, art. "Gloria", K<l. Hcnler, llnr celona, 1967.

7 Véase el tema doctrinal del Señorío de Jesús, en el IITCIT dumltiK" del Tiempo Pascual.

aso

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conferido sobre toda carne, dé la vida eterna a todos aquellos que Tú le has dado" (Jn 17, 1-2).

A partir de este momento, la manifestación de la gloria di­vina será el objeto de una historia divino-humano. De donde se deriva el carácter escatológico atribuido a la gloria de Cristo. Si la Iglesia primitiva tiene puestas sus miras en la "aparición de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús" (Tit 2, 13-14), los hombres, que han llegado a ser hijos de Dios, tie­nen, a su vez, que poner la parte que les toca en la edificación del Reino. Una vez más se ve hasta qué punto el concepto de gloria es activo y dinámico.

La gloria La pasión de Jesús, que es la hora de su glorifi-de la Esposa cación, se prolonga en la pasión de sus discípu­

los, que constituye la glorificación de la Esposa. La Iglesia no cesa de recibir de Dios esta gloria, pero esta toma cuerpo y se expresa en la fidelidad de sus miembros hasta el martirio. En el Apocalipsis, San Juan ve bajar del cielo, "de la casa de Dios" (21, 2), la nueva Jerusalén; "la gloria de Dios la ha iluminado y el Cordero hace las veces de antorcha" (21, 23); "se le ha otorgado vestirse de lino de una blancura resplande­ciente", y esta vestimenta son "las buenas acciones de los fie­les" (19, 8). Todo esto, merece subrayarse, se dice en un contexto de "gran tribulación".

Si la Esposa recibe de Dios esta gloria, también posee, en su totalidad, la del Esposo, del Cordero. "Todos nosotros, que re­flejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos transfor­mamos en esta última imagen, de gloria en gloria, como con­viene a la acción del Señor, que es el Espíritu" (2 Cor 3, 18). En realidad, el amor de Cristo hacia toda la humanidad es el que testimonia la gloria de la Esposa: "Cristo ha amado a la Igle­sia y se ha entregado a Sí mismo por ella...; se la ha querido presentar a Sí mismo toda resplandeciente de gloria, sin man­cha, ni arruga ni nada parecido, sino santa e inmaculada" (El 5, 25 y 27).

Así, pues, el tema de la gloria, aplicado a la Iglesia, es cier­tamente un tema triunfal, pero la victoria de que se trata es la de la cruz de Cristo y de los suyos. Un tema dinámico, no cabe duda, pues no solo apunta a la Iglesia en su culminación defi­nitiva, sino también a la Iglesia en su recorrido a través de la Historia. No aparece aquí ninguna alusión triunfalista, sino un llamamiento a la fidelidad bajo el signo de la cruz. Es curioso, en todo caso, que la oración sacerdotal de Jesús en el momento de su pasión (Jn 17, dividido en tres partes, para el Evangelio de cada misa del día) asocie el tema de la gloria de Cristo y de la Iglesia al de la misión de los cristianos en el mundo: una mi­sión de unidad, fundada sobre el amor, y que necesariamente

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encontrará como respuesta el odio, las más de las veces. "Les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como Tú y Yo lo somos" (Jn 17, 22). En unos versículos anteriores a este había dicho: "Como Tú me has enviado dentro del mundo, así también los envío Yo" (Jn 17, 18).

La esperanza Esta expresión, usada al principio de la carta de de la gloria San Pablo a los colosenses (1, 27) destaca de

modo especial el valor real de la evangelización y el contexto subraya lo mucho que cuesta esta exigencia al misionero. "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia, de la que soy ministro en vir­tud de la dispensación divina a mí confiada en beneficio vues­tro, para llevar a cabo la predicación de la Palabra de Dios, el misterio escondido desde los siglos y desde las generaciones y ahora manifestado a sus santos, a quienes de entre los gentiles quiso Dios dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio. Este, que es el mismo Cristo en medio de vosotros, es la esperanza de la gloria, a quien anunciamos..." (Col 1, 24-28).

La Buena Nueva que se trata de anunciar es la de la gloria que Dios tiene reservada a todos los hombres. Todos son llama­dos a ser hijos del Padre y a participar de la vida de Dios. Solo una gloria así puede colmar su esperanza. Pero como este des­tino está radicalmente unido a la mediación única de Cristo, a su presencia entre los hombres, esta Buena Nueva se reduce, en lo esencial, a anunciar a Cristo. Con este fin, el apóstol está llamado a instruir "a todo hombre en toda clase de conoci­mientos para que todo hombre sea perfecto en Cristo" (Col 1, 28b). Para conseguir la gloria, que constituye el objeto de su esperanza, los hombres deben seguir las huellas marcadas por el Evangelio, las huellas del amor fraterno a todos los hombres, y ya sabemos que, en todo el recorrido, se perfila en todo mo­mento la sombra de la cruz. No se olvide tampoco que el após­tol debe ser el primero que complete en su carne lo que falta a la pasión de Cristo.

Quede también claro que el misionero, en nuestros días, corre el peligro de que la Buena Nueva que anuncia degenere en simple humanismo, sin duda muy elevado, pero que, iden­tificado con el Mensaje, le priva de su contenido esencial. La razón de que el misionero se encuentre ante esa situación pe­ligrosa se explica por el hecho de tener que pagar tributo, aun en estos momentos, a la problemática que arriesgó a nuestros predecesores a caer en el peligro opuesto, es decir, el sobrena-turalismo. El tema de la gloria nos recuerda oportunamente la unión estrecha existente entre la vocación divina del hom­bre y el consentimiento efectivo que debe a su condición de

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creatura. Los hombres concretos a quienes se dirige la evan­gelizaron se hallan penetrados de un deseo de absoluto que tratan de saciar apoyándose en sí mismos; el mensaje que es­peran llenos de dudas es siempre un mensaje de salvación, pero hoy no toleran que tal mensaje posea el menor rastro de alie­nación religiosa. Ahora bien: es evidente que, bien comprendida, la Buena Nueva de la salvación adquirida en Jesucristo invita inmediatamente al hombre a movilizar todas sus energías de cara a un futuro del hombre cada vez más humano.

La alabanza Al exponer el plan divino de la salvación en su de la gloria carta a los efesios (Ef 1, 3-14), San Pablo subraya

repetidas veces que el fin último del designio de Dios es la "alabanza de su gloria" (vv. 6, 12, 14). Cuando se comprende la importancia del tema de la gloria, en el pensa­miento neotestamentario, y su valor auténtico, esta fórmula expresa muy adecuadamente la relación religiosa instaurada en Cristo. Es, por tanto, lógico que esta fórmula sea utilizada en las diferentes liturgias (concretamente en el canon romano tra­dicional) para designar brevemente lo que debe ser toda cele­bración eucarística. Pero su propia concisión la hace ininteli­gible para quien no esté familiarizado con el lenguaje bíblico, mientras que, para el lector asiduo de las Escrituras, está car­gada de sentido.

Cuando un grupo de cristianos se reúne para celebrar la Eucaristía, cantan al mismo tiempo las alabanzas de la gloria de Dios. ¿Qué significa esto? Merecen ser destacados dos pun­tos. Por una parte, la gloria de Dios que constituye el objeto de la alabanza cristiana es, ante todo, la que se manifiesta continuamente en el Hoy de Jesucristo al corazón del mundo; esta intervención llevó consigo la glorificación del Resucitado y, asimismo, la verdadera gloria del hombre convertido en hijo de Dios gracias a la intervención de Cristo. Por otra parte, el cristiano jamás puede olvidar que el terreno por excelencia en que se pone de manifiesto la gloria de Dios es la cruz de Cristo; lo mismo hay que decir con respecto a la manifestación de la gloria de la Iglesia y de sus miembros. Definir la celebración eucarística como la alabanza de la gloria de Dios es volver a identificarla con el memorial de la cruz. Lejos de quitar al cristiano el peso de sus responsabilidades contraídas en este mundo, la alabanza de la gloria de Dios le invita, por el con­trario, a asumirlas con una participación cada vez más profun­da en la pasión del Señor de la gloria.

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SÉPTIMA SEMANA DEL TIEMPO PASCUAL

(Semana del sexto domingo después de Pascua)

I. Hechos 19, 1-8 Este relato del bautismo de los partidarios 1.a lectura de Juan en la ciudad de Efeso ha sido in-lunes tercalado probablemente después de las no­

tas sobre el viaje misionero de Pablo. La es­cena tiene lugar en una ciudad cosmopolita, en la que las más distintas sectas religiosas riñen por conseguir prosélitos. No es fácil trazar con precisión la línea divisoria entre los partidarios de Juan y los cristianos, y parece ser que los primeros figuran por completo dentro del grupo de los segundos: se les considera como discípulos (v. 1) y se hace notar que han abrazado la fe. Sin duda alguna que los partidarios de Juan se creen suficien­temente introducidos en el Reino por el bautismo de Juan, y por esa razón no veían la necesidad de un nuevo rito para dis­frutar de los bienes mesiánicos (bienes que se caracterizaban especialmente por ciertos carismas espirituales).

a) Pablo, queriendo saber si estos partidarios de Juan, que se han convertido en discípulos de Cristo, se benefician, efectivamente, de los bienes mesiánicos y de los carismas es­peciales del Espíritu como la glosolalia y la profecía, les pre­gunta si han recibido el Espíritu Santo (cf. v. 6). Su respuesta, según aparece en la redacción actual (v. 2), es bastante forza­da: ellos, en cuanto discípulos de Juan, en cuanto esenios o judíos, no podían ignorar el Espíritu prometido para el final de los tiempos (Jl 3, 1-5; Is 59, 21; Ez 36, 27-28; 39, 28-29). En realidad, su respuesta debió de ser mucho más matizada y de­bieron de reconocer que ellos no gozaban de estos carismas es­pirituales. Pablo les impone, pues, las manos (v. 6), y empiezan rápidamente a disfrutarlos. Este gesto, si lo entendemos en este sentido, no significaría el sacramento de la confirmación, sino una simple comunicación de carismas, como la efectuada por Pedro en Samaría (Act 8, 14-17). Se trataría únicamente de

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asegurar a los partidarios de Juan la participación plena en los dones mesiánicos.

b) Sin embargo, poco a poco este episodio tomó otra sig­nificación. Las relaciones entre partidarios de Juan y cristia­nos no eran tan amistosas como aquí por todas partes y ambas sectas discutían acerca de la eficacia de sus respectivos bau­tismos. De esta forma, los cristianos llegaron a diferenciar el bautismo de Juan, rito del agua para el arrepentimiento; del bautismo en el nombre de Cristo, rito de la efusión del Espíritu (v. 4; cf. Mt 3, 1-12; 11, 1-15; Jn 1, 6-8; 19, 34; Act 1, 5: el nú­mero de estos textos atestigua la importancia de la polémica suscitada entre ambos). Desde entonces se toma la costumbre de volver a bautizar a los seguidores de Juan (v. 5), se modificó la respuesta de estos a Pablo en Efeso (v. 3) para distinguir mejor los dos bautismos y se consideró la imposición de manos practicada por Pablo como el origen del sacramento de la con­firmación.

* # *

La polémica entre partidarios de Juan y cristianos aclara la distinción que se hace en Jn 16, 16-20 entre "ver" y "creer". Juan se desenvuelve todavía en una economía según la carne y arrastra a sus discípulos por este camino del conocimiento puramente físico de Cristo. Pero este ha pasado ya a la esfera del Espíritu, por eso es necesario mirar con nuevos ojos para reconocerlo y vivir de su misterio. Solamente el Espíritu es quien puede dar esta mirada perspicaz de la fe.

II. Juan 16, 29-33 Epílogo del segundo discurso de Jesús du-evangelio rante la Cena. lunes

* # *

Parece que los apóstoles han comprendido el misterio de fe: ahora saben que Jesús ha vivido su vida en cuanto hom­bre en comunión con su Padre (vv. 29-30); ahora pueden com­prender que El va a vivir también en esta comunión su muerte (v. 32). Será necesario además que esta fe no se quede en in­terpretar la vida de Jesús a la luz de su unión con el Padre, sino que llegue hasta dar un sentido a la vida de todo hombre, especialmente un sentido a sus momentos de prueba, iluminán­dolas de esta manera a la luz de la unión de discípulo con Dios (v. 33).

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III. Hechos 20, 17-27 El discurso de despedida de Pablo a los 1.a lectura ancianos de Efeso es característico de este martes género de discursos: recomendaciones y

profecías (pues los antiguos creen que los que se van tienen un don especial de profecía), memoria de las actividades pasadas del que parte (v. 18) y perspectivas a me­nudo sombrías para los que se quedan (vv. 29-30), insistencia en que estos no olviden al ausente y fórmula de bendición final (v. 32). Estos elementos se encuentran en la mayoría de los dis­cursos de despedida que nos ha transmitido la Escritura (1 Sam 12, 1-24; IMac 2, 44-69; Gen 49; Tob 14, 3-11; Le 22, 24-38; sobre todo Jn 13-17).

Pero este discurso es, además, un testamento pastoral: se dirige especialmente a aquellos que desempeñan un cargo en la Iglesia para que saquen provecho de la experiencia realizada por Pablo y para que permanezcan fieles a él (vv. 33-35) \

El discurso se compone de dos partes, de las cuales sola­mente la primera retiene nuestra atención (vv. 18-27). Pablo habla aquí, sobre todo, de sí mismo: en el pasado (vv. 18-21), en el presente (vv. 22-24) y en el futuro (vv. 25-27).

a) Los primeros versículos recuerdan cómo Pablo cumplió en el servicio de su Señor. La actitud inquietante de algunos cristianos y el complot de los judíos (Act 9, 23-24; 20, 3; cf. Le 8, 13-15) le ha costado llorar (Act 20, 31; 2 Cor 2, 4; FU 3, 18), pero él ha superado estas dificultades con constancia y per­severancia (2 Cor 6, 4-6; 11, 22-29). Su ministerio se ha des­envuelto en la "humildad", a imagen del Siervo paciente (Is 42, 1-4; 53, 7) y de Jesús perseguido (Mt 11, 29; 12, 18-21; Act 8, 32; FU 2, 1-4).

En verdad, quien sirvió de manera excelente a Dios fue Cris­to, quien, después de este servicio a su Padre, fue proclamado Señor. Cristo, a su vez, ha llamado a los hombres a este servi­cio—a Pablo entre ellos—y les ha invitado a ser humildes pro­metiéndoles la gloria. Ahora Pablo invita a los que van a sus­tituirle en su servicio pastoral a conformarse a estas actitudes.

b) La humildad que se manifiesta en el servicio no es lo mismo que timidez. Pablo subraya, por el contrario, cuánto co­raje exige el servicio pastoral y cuánta fuerza de ánimo (vv. 20-21). El no se dejó dominar por el miedo como Pedro (Gal 2, 12-13) y como todos aquellos que no tienen fe (Heb 10, 35-39). Sin embargo, se intuye que el miedo ha debido de invadir alguna vez su alma (1 Cor 2, 3) y necesitó en gran medida ser alentado por el Espíritu (Act 18, 5-10; 23, 11; 27, 23-24).

1 J . DUPONT, Le Discours de Milet, Par í s , 1962.

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El discurso de Mileto toca así un tema que es esencial a la definición de lo que es el apostolado: la confianza (Act 4, 13; 9, 27-29; 19, 8, etc.), una especie de audacia por la que el após­tol prosigue proclamando el mensaje a pesar de las razonas en contra. Pablo se fía especialmente de esta cualidad (2 Cor 3, 13; 4, 1-2) porque su origen no puede ser más que Dios.

c) Los vv. 18-22 recuerdan la experiencia pasada de Pablo; los vv. 22-24 definen el presente. El viaje que emprende el após­tol hacia Jerusalén se prevé como no muy halagüeño. ¡Poco importa! Lo que importa no es la vida, sino la misión que el apóstol debe cumplir hasta el final.

Pablo va a Jerusalén con la seguridad casi total de que allí va a ser encarcelado (Act 21, 10-11), pero él no puede actuar de otro modo: él es empujado por el Espíritu (como en Act 8, 29; 10, 19; 11, 12; 16, 6, 7). No es dueño de sí mismo, puesto que, de una vez para siempre, se ha consagrado al servicio de la Buena Nueva, aunque le cueste morir (FU 1, 20-24; 2 Cor 5, 1-9).

d) Esta primera parte del discurso termina mirando hacia el futuro (vv. 24-27). Pablo sacrifica el pesimismo propio de los discursos de despedida. El ha anunciado a los efesios la vo­luntad de Dios sin ocultarles nada. Ellos conocen, por tanto, la línea de conducta a seguir (1 Cor 6, 9-10; 15, 50; Gal 5, 19-21; Ef 5, 5). El apóstol presiente, sin embargo, que muchos cris­tianos desertarán y que algunos perderán incluso la vida eter­na. El declara que no es culpable de la "sangre" (símbolo de la vida) que se perderá de esta forma, porque él iluminó sufi­cientemente a sus auditores. El no es, pues, homicida por omi­sión.

* * #

La primera parte del discurso de Mileto describe, como se ha visto, la figura del apóstol ideal y las exigencias que lleva consigo su ministerio apostólico. Tendrá que soportar pruebas y contradicciones, pero ¿no tuvo que sufrirlas también el Sier­vo por excelencia? El discípulo no es mayor que su Maestro (Jn 15, 18-27). El mismo ministerio apostólico no está asegurado contra el fracaso: Pablo presiente su propio encarcelamiento y la flaqueza de muchos que le oyen. Pero lo único sobre lo que el apóstol acepta ser juzgado es sobre la entrega total de sí mismo a su misión realizada con una confianza absoluta en Dios, de quien es mandatario, y con una seguridad indefectible en la autoridad de la Palabra que proclama.

IV. Juan 17, 1-11 El comentario a este Evangelio se encuentra evangelio en el domingo séptimo del Tiempo pascual martes (núm. VII del cap. anterior).

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Tanto en la oración de los apóstoles en el Cenáculo como en la de Cristo en la Cena podrá observarse una clara tensión escatológica: todos esperan que se manifieste la gloria o el Espíritu de Dios.

Podría pensarse que tanto una como otra plegaria podrían expresarse fácilmente, ya que cuando se espera un aconteci­miento muy cercano se reza mejor siempre. Sin embargo, no hay nada de esto: la oración no es cuestión de tensión psicoló­gica o de emotividad, sino de fidelidad a la condición terrestre y de hábito adquirido para leer la gloria de Dios y la venida del Señor en cada acontecimiento humano.

Si la plegaria de Cristo, que pide a su Padre el que lo glo­rifique en la hora de su muerte, es tan densa, se debe, eviden­temente, a que está habituado a vivir de esta gloria en cada uno de los demás momentos de su vida terrestre. De hecho la ora­ción no paede alcanzar su dimensión escatológica más que si el que la formula ha encontrado ya a Dios en el tiempo que le ha sido concedido. Uno no espera a su Dios más allá del hom­bre si antes no lo ha encontrado ya en medio de los hombres.

V. Hechos 20, 28-38 Esta segunda parte del discurso de despe-1.a lectura dida de Pablo está consagrado, sobre todo, miércoles a los deberes pastorales de sus sucesores

en la dirección de la Iglesia de Efeso. Pablo les recuerda, en primer lugar, el carácter sagrado de

este cargo (v. 28). Les anuncia, después, los peligros que ame­nazan sobre su comunidad y les hace una llamada a la vigi­lancia constante (vv. 29-31). Finalmente, implora la gracia de Dios (vv. 32 y 36) antes de hacerles algunas recomendaciones para que sean desinteresados según él mismo lo ha sido (ver­sículos 33-35).

a) El v. 28 relaciona la carga pastoral con la vida trinita­ria: el Espíritu promueve a hombres para que cumplan la tarea de guardianes en la Iglesia del Padre, que ha sido adquirida por la Sangre del Hijo.

Cuando Pablo se dirige a los Ancianos de Mileto, la función de estos últimos no es todavía muy precisa: "presbíteros" o "ancianos", se les llama también "episcopos" o "guardianes", y además deben "apacentar" un rebaño. Sin embargo, la re­lación entre su cargo pastoral y la vida trinitaria es, por el contrario, bien clara. A Pablo le gustan estos sumarios trini­tarios en los que el Padre toma la iniciativa de la vocación de salvación, el Espíritu la realiza mediante su obra santificadora,

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haciéndonos partícipes de la gloria del Hijo (2 Tes 2, 13-14; 1 Cor 6, 19-20; 2 Cor 13, 13; Ef 1, 3-14; 4, 4-6; Tit 3, 4-6, etc.).

Se trata aquí de un simple cliché literario. La Iglesia es real­mente el pueblo de los redimidos, liberados por una sangre mucho más eficaz que la del cordero pascual. La Iglesia es la esfera donde el Espíritu ejerce de manera privilegiada su ac­ción santificadora de la humanidad; la Iglesia es, finalmente, la heredad particular que el Padre se reserva para manifestar la gloria de su nombre.

Para realizar este triple designio precisamente, la Trinidad confía la Iglesia a hombres. Estos deben comunicar la santidad del Espíritu a sus semejantes, deben responder de la Sangre de Cristo derramada por sus hermanos y velar por la integridad del dominio del Padre.

o) De esta esencia trinitaria del cargo pastoral se despren­den algunas actitudes y responsabilidades. En primer lugar, la vigilancia frente a todos aquellos que pudieran usurpar el domi­nio divino: enemigos externos (v. 29), estos judíos que quieren introducir su legalismo en el seno de las comunidades cris­tianas (Gal 2, 4; 2 Cor 11, 4; Mt 7, 15; 24, 5; Jn 10, 1-12); ene­migos internos, estos que favorecen las sectas (v. 30), que con­funden el Evangelio y sus raciocinios (Gal 1, 6-9; 4, 17; 5, 7-12; Rom 16, 17-18; Col 2, 4-8; Ef 4, 14; 5, 6; 2 Tim 2, 14-18, etc.).

c) En segundo lugar, la confianza en el poder de la Pa­labra y de la gracia (v. 32). Ya en la primera parte del discurso Pablo demostró cómo él no se había dejado dominar por el miedo nunca y cómo había asumido sus responsabilidades con valentía (vv. 20 y 27). Pide a sus sucesores que adopten esta actitud también: que tengan conciencia de su propia debili­dad, pero confianza en el poder de la Palabra. Este poder es tan fuerte que Pablo no confía la Palabra a los pastores, como debería suceder en toda transmisión de poderes, sino que confía los pastores a la Palabra.

d) Finalmente, el desinterés (vv. 33-35). Pablo rechazó siempre vivir a expensas de sus auditores o de su ministerio (Act 16, 11-15): ahora justifica este desinterés en nombre del valor teologal de su ministerio. El no se preocupa de su sub­sistencia, quedando, de esta forma, más libre para atender a los más pobres, porque la Palabra es lo suficientemente po­tente en él.

VI. Juan 17, 11-19 Este Evangelio está comentado en el segun-evangelio do ciclo del domingo séptimo del Tiempo miércoles pascual (núm. VIII del cap. anterior).

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VII. Hechos 22, Condenado a la flagelación por el tribuno ro-30; 23, 6-11 mano por los incidentes ocurridos en el Tem-1.a lectura pío (cf. Act 21, 27-33), Pablo escapa al su-jueves plicio haciendo valer su condición de ciu­

dadano romano. El tribuno, que está expues­to a ser castigado duramente por haber encadenado a un ciu­dadano romano, denuncia al apóstol ante el Sanedrín con la esperanza de comprender el motivo de la acusación hecha con­tra su prisionero. Aunque el Sanedrín, efectivamente, no tenía poder alguno sobre un ciudadano romano, era competente en materia de culto.

Tal vez Pablo reconoció a algún miembro del Sanedrín cuan­do se presentó ante él: ¿No era este el que veinte años antes daba orden de perseguir a los cristianos? (Act 9, 2). De to­das formas, como fariseo e hijo de fariseos, él no ignora la oposición que existe entre fariseos y saduceos y su profesión de fe (v. 6) provoca rápidamente una viva discusión entre los dos partidos.

Este procedimiento se asemeja a aquel que Cristo empleaba en sus discusiones con los miembros de las diferentes sectas judías (Mt 22, 23-46). De esta manera muestra Lucas, como lo hará en los relatos de los encarcelamientos del apóstol, de qué modo este revive la pasión de Cristo. Por otra parte, Pablo, en plena conformidad con la predicación de Jesús a sus discípulos (Mt 10, 17-18), es llevado varias veces ante el Sanedrín (Act 22, 23), ante el gobernador (Act 24) y ante los reyes (Act 25-26).

VIII. Juan 17, 20-26 El comentario a este Evangelio se encuen-evangelio tra en el tercer ciclo del domingo séptimo jueves del Tiempo pascual (núm. IX del cap. an­

terior).

IX. Hechos 25, 13-21 Un nuevo episodio de las tribulaciones fo-1.a lectura renses de Pablo. Conducido ante un pro-viernes cónsul llamado Fausto, que se declara in­

competente (vv. 15-19), Pablo va a ser enviado de nuevo ante el Sanedrín de Jerusalén. Para evitar caer en manos de los judíos, y deseando, sin duda, aprovechar la ocasión para ir a Roma, el apóstol reivindica su ciudadanía romana que lo exime de la jurisdicción judía.

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Pablo es ciudadano romano; por muy hebreo y fariseo que sea ratifica la elección de esta ciudadanía hecha por su padre. Pablo aprovecha este privilegio porque ha visto en el Imperio un mayor respeto por la dignidad del hombre (v. 16) y porque en él ha visto una mayor posibilidad de universalismo que en los particularismos judíos. Ahora bien: ¿no son acaso la dig­nidad humana y el universalismo los dos polos más humanos sobre los que se apoya la evangelización? Cansado de sus fra­casos en el mundo judío, ¿no se volverá Pablo hacia el Imperio precisamente porque en una visión optimista de las cosas cree encontrar allí lo que faltó en su diálogo con los judíos: el res­peto a la persona y un deseo de universalismo?

X. Juan 21, 15-19 Este Evangelio forma parte del que queda evangelio comentado en el ciclo tercero del tercer do-viernes mingo del Tiempo pascual.

XI. Hechos 28, Este pasaje reproduce los últimos versículos 16-20; 30-31 del Libro de los Hechos. Esto no quiere decir 1.a lectura que la carrera apostólica de Pablo haya termi-sábado nado: va a ser liberado y emprenderá un nue­

vo viaje misionero (a España) y volverá por segunda vez a Roma, donde será encarcelado y condenado a muerte. San Lucas no ha conocido los últimos acontecimientos de la vida de Pablo, pero esto no tenía importancia para su propósito, que era el de narrar la difusión del Evangelio arran­cando de Jerusalén, capital del mundo judío, hacia Judea, Sa­maría y luego hasta las naciones paganas. La llegada de Pablo a Roma, capital del mundo pagano, constituye, por tanto, la cumbre de su carrera apostólica.

a) Como de costumbre, Pablo se dirige, en primer lugar, a la comunidad judía de la ciudad adonde llega (cf. Act 13, 13-16). Pero como estaba con residencia vigilada, no puede ir a la si­nagoga y, por tanto, invita a los judíos a su casa (vv. 17-22). Estos se aferran a la incredulidad (vv. 25-28) y se consuma rá­pidamente la ruptura. Pablo entonces se consagra a su misión entre los paganos (vv. 30-31). Este es el tema más importante de este pasaje. La misión entre los paganos empieza realmente en Roma: las puertas de Occidente no tardarán en abrirse al cristianismo.

b) El Libro de los Hechos termina con la mención de una casa privada como lugar de culto y predicación (vv. 17-22). Por

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otra parte, había comenzado en un lugar semejante (Act 1, 12-2, 1). Esto merece ser especialmente subrayado por cuanto Lu­cas había hecho comenzar su Evangelio en el Templo (Le 1), para hacerlo terminar también en el Templo (Le 24, 53). Esta liturgia de pequeños grupos en casas privadas (Act 2, 46; 20, 7-12) es una característica importante del cristianismo y parece que se ha desarrollado en contraste con la liturgia masiva y formalista del Templo (cf. la oposición entre el Templo y la casa de Bethania en Mt 21, 12-17; entre el Templo y la casa de Cana en Jn 2, 1-17; entre el Templo y la casa de Zaqueo en Le 19, 9). Si San Pablo recomienda con insistencia al obispo la hospitalidad, la buena administración de su casa y el amor a su mujer (1 Tim 3, 4-5; Tit 1, 5-9), se debe a que la liturgia cristiana se celebraba a menudo en su casa, quedando, por tanto, condicionada por el ambiente de esta y su capacidad de hospitalidad.

* * *

En un momento en que se perfila en la Iglesia una vuelta hacia las "liturgias domésticas", es importante sopesar todos los argumentos que el Nuevo Testamento ofrece a favor de este tipo de reuniones. En primer lugar, hay una dimensión evangélica puesta de relieve en el pasaje de este día: una casa reúne con más facilidad que un templo o una iglesia a los sim­patizantes y a los que no practican a causa de condicionamien­tos sociológicos. Además, la pequeña comunidad permite rela­ciones más íntimas y más profundas que la asamblea de masas y permite, asimismo, ponerse en contacto, de modo más ade­cuado, con el sacrificio personal de Cristo (Heb 9). Por otra parte, el hombre moderno que se ha liberado en parte de la na­turaleza y de las comunidades naturales (familia y aldea, "co­ronadas" por la parroquia) se encuentra con más facilidad en la gran masa y, simultáneamente, en comunidades pequeñas y selectivas, entre las cuales urge que esté presente la Eucaristía que hace a la Iglesia. Finalmente, la celebración en pequeños grupos permite llegar mejor a la vida de los hombres, dejar que se expresen con más libertad y que creen los ritos adecua­dos para formular esa expresión. La costumbre de la celebra­ción doméstica se ha mantenido algunos siglos en la Iglesia y solo con la era constantiniana quedó abolida. Pero ¿no esta­mos ya viendo el fin de esta era?

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XII. Juan 21, 20-25 El cap. 21 del Evangelio de San Juan ha evangelio sido añadido después de la redacción del sábado Evangelio. Sin duda reproduce, si excep­

tuamos los vv. 24-25, más tardíos, una tra­dición oral que se remonta al apóstol2, pero proviene segura­mente de la pluma de un discípulo de Juan y de Lucas.

Las dificultades de crítica literaria y de autenticidad de este pasaje van acompañadas de varios problemas de exégesis.

* # *

La hipótesis más plausible sitúa la redacción del texto en­tre la muerte de Pedro y la de Juan. Su objeto sería el primado de Pedro y de sus sucesores. Los versículos que preceden al Evangelio de hoy (Jn 21, 15-28) tratan explícitamente el prima­do personal de Pedro sobre los otros apóstoles (las ovejas) y sobre la Iglesia (los corderos). Pero la muerte de Pedro hacia los años 64-67 señaló el fin de esta prerrogativa personal y la Iglesia primitiva se planteó el problema de su sucesión. Algunos creían que el primado correspondía al obispo de Roma; otros creían que correspondía a Juan, el único apóstol que sobrevivía. Los partidarios de esta candidatura presentan una declaración de Cristo que, para ellos, tiene el valor de una designación de Juan como sucesor de Pedro (vv. 21-22). Ignoramos la ampli­tud de este conflicto que puede haber surgido entre dos ten­dencias; de todas formas, la Iglesia se declaró a favor del primado romano que fue ejercido por otro apóstol ya en su vida.

El relato de Jn 21, 15-23 cancela la controversia, dando a la declaración de Cristo sobre Juan su auténtica interpreta­ción: el apóstol amado debía escapar a la muerte, no para re­levar a Pedro, sino solamente para estar presente en la "ve­nida" del Señor, la que comenzó después de la resurrección y la caída de Jerusalén (Mt 24; cf. Mt 26, 64).

# # *

El primado no es, pues, una prerrogativa personal de Pedro; se extiende también a sus sucesores, haya o no apóstoles vivos en la Iglesia. El testimonio de los que han visto al Señor tiene un sentido y una importancia; pero tiene, igualmente, sus lí­mites y su tiempo. En lugar de un apóstol inmortal, designado de una vez para siempre y que regiría la Iglesia hasta el fin de los tiempos (utopía sostenida por los partidarios de Juan), Cristo prefirió la permanencia del Espíritu en una sucesión de hombres diferentes, asegurando de este modo a su Iglesia una mayor facilidad de adaptación.

2 M. E. BOISMARD, "Le Chapitre 21 de saint Jean. Essai de critique littéraire", Rev. Ubi. 1947, págs. 473-501.

268

VIGILIA Y FIESTA DE PENTECOSTÉS

A. LA PALABRA

I. Ezequiel 36, 25-28 Este pasaje hay que comprenderlo dentro 1.a lectura del vocabulario y la óptica litúrgicos del vigilia profeta. La profecía, pronunciada en Ba­

bilonia hacia el año 585, está llena de alusiones a los rituales de ablución: los términos de mancha (v. 25) y de estiércol (que la Biblia de Jerusalén atenúa tra­duciendo "ídolos"), de santidad, profanación y ablución, supo­nen una preocupación por la pureza ritual.

a) Pero Ezequiel supera el ritualismo de la pureza. En un tiempo futuro no habrá que hacer baños de ablución, sino que se recibirán de Dios. El ministro es otro: el sacerdote o los fie­les no se lavan a sí mismos, reciben de Dios el agua purifica-dora. Quizá sea prematuro descubrir en este texto un anuncio del bautismo cristiano, pero, no obstante, se puede detectar en él la economía de los últimos tiempos, donde Dios se ocupará directamente de los suyos por medio de los sacramentos que manifestarán su acción y librarán al hombre de los ritos má­gicos e inoperantes.

b) Esta acción divina se presenta como una nueva crea­ción. Dios infundirá en el hombre su Espíritu, como lo hizo ya con Adán (Gen 2, 7). Se trata de un principio vital o de una fuerza nueva que permitirá al hombre hacer lo que hasta ahora le era imposible: obedecer espontáneamente la ley. De ahora en adelante, esta ley, que se le presentaba al hombre desde fue­ra, irá acompañada de un dinamismo interior.

La ablución de agua pura designa también la acción de Dios que causa en el hombre una pureza real, que lo lava de sus manchas y, sobre todo, le da un nuevo ser interior capaz de mantenerse en esta pureza recobrada.

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II. Romanos 8, 22-27 Continuación de la exposición paulina 2.° lectura sobre la diferencia entre una vida con-vigilia ducida según los criterios humanos (la

carne) y una vida vivida en comunión con Dios (el Espíritu) (vv. 12-13).

a) El Espíritu de Dios en nosotros no es un simple doctor de la verdad; mueve y anima todo nuestro ser (v. 27) y el mismo universo (v. 23). Su función tiene, pues, una resonancia ontológica que solo puede percibirse mediante la participación en el misterio de la persona de Cristo y en su Pascua (v. 17). La obediencia de Cristo hasta la muerte es, efectivamente, el signo de su dependencia total de Dios, en la cual descubre su consistencia propia de criatura avocada al sufrimiento y al dolor. Pero esta sumisión de la criatura a su propia condición es, al mismo tiempo, en Jesús, la obediencia del Hijo único a su Padre; por tanto, tiene una resonancia eterna.

Ahora bien: el cristiano, en el Espíritu, sin renegar de su condición humana y de su dependencia, se encuentra a su vez participando en la filiación divina y, por tanto, capaz de dar a su obediencia de hombre una dimensión cuasi-divina que le ennoblece. El Espíritu garantiza esta filiación y la resonancia divina de su obediencia (v. 16).

o) Después se ensancha el horizonte paulino: se considera al hombre en su solidaridad con toda la creación.

Después del pecado del hombre, la creación, que debería ser un espejo de Dios, se ha convertido en una pantalla, en un ídolo ("vanidad", v. 20), una representación vacía de contenido en que el hombre encuentra un alimento para su egoísmo y su voluntad de poder: "ha sido sujetada a la vanidad".

Pero con la redención del hombre, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo, el universo no solo recobra su transpa­rencia y su finalidad en el plano divino. San Pablo afirma aquí, como hace en otros pasajes (v. g.: Ef 1, 10)—se trata de una afirmación de fe y no de una reflexión de orden filosófico o científico—, que la creación material, de la que forma parte el cuerpo humano llamado a la resurrección, será asociada, de modo misterioso y que nosotros no podríamos imaginar, a la condición de libertad y de gloria de los hijos de Dios: "será li­berada de la esclavitud de la corrupción".

La certeza de esta esperanza le hace ver en el sufrimiento —de acuerdo con la expresión bíblica (cf. Jer 13, 21)—no el do­lor de agonía, sino el dolor de parto de un mundo transfigurado por el Espíritu.

270

c) Esta transformación de nuestro ser, sin embargo, está aún lejos de realizarse. Todo sucede de un modo "inefable" (v. 26), pero el Espíritu sabe dónde nos lleva, quiere hacernos llegar hasta el Padre. Inspira en lo más profundo de nuestro ser una oración incesante.

# * *

El binomio "carne" y "espíritu" es un dato fundamental de la antropología bíblica: indica que el hombre es, ante todo, considerado en su relación con Dios. El hombre, un ser libre, dispone de poder para ratificar o no esta relación. Si asume li­bremente su dependencia y se abre a la iniciativa divina, en­tonces es "espíritu" y participa en cierto modo en los bienes divinos, especialmente en el Espíritu de Dios. Al contrario, si intenta realizarse por sus propios medios y se niega a ratificar su vinculación a Dios, es "carne", debilidad y pecado.

Cristo es verdaderamente el primer hombre del que se pue­de decir que ha vivido perfectamente una vida en espíritu, y esto le ha dado el derecho a difundir el Espíritu sobre todos aquellos que acepten plenamente su dependencia de Dios.

Pero ¿existe alguna conexión entre la antropología bíblica y la antropología del ateo? Ciertamente sí existe, en el sentido de que el hombre espiritual es, necesariamente, un hombre "de pie", consciente de su dignidad de hombre libre y de sus res­ponsabilidades en la espiritualización del universo. Pero la divergencia entre las dos antropologías es esencial: el ateo re­chaza toda referencia a Dios, porque la realización del destino humano se presenta como una tarea que no excede sus propias fuerzas.

La tarea de la Iglesia actual es la de manifestar en qué sen­tido la relación filial con el Padre, lejos de alienar al hombre en su dignidad y sus responsabilidades, constituye la fuente primera de la fidelidad auténtica a la condición humana.

III. Juan 7, 37-39 Este pasaje plantea serios problemas a los evangelio exegetas í. Sobre todo, problema de puntua-vigilia ción: si se coloca un punto después de

"beba", el seno al que se hace referencia en el v. 38 no es el de Cristo, sino el de los cristianos. Además te­nemos un problema de autenticidad, pues el pasaje de la Escri­tura citado en el v. 38b no existe en la Biblia. En tercer lugar

1 M. E. BOISMARD, "De son ven t r e couleront des fleuves d'eau", Rev. bibl, 1958, págs. 522-46. D. GRELOT, M. E. BOISMARD, J . P. AUDENT, "De son ven t r e couleront des fleuves d 'eau vive", Rev. Bibl., 1959, pági­nas 369-86.

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hay un problema ele exégesis, pues podemos preguntarnos si el v. 38 pertenece al discurso de Cristo o al comentario de San Juan.

Nos parece preferible atenernos a la interpretación más tra­dicional. En este caso, la "palabra de la Escritura" sería o bien un texto targúmico, o bien una alusión global al tema de la roca de aguas vivas de Núm 20, que según los profetas reaparecería de nuevo en Sión (Jl 3, 18; Ez 47; Za 14, 8).

* * *

Las palabras de Cristo asocian tres temas: la sed, el agua y la Palabra, que constituyen una tríada muy antigua.

Para un judío esto no es extraño: la sede de la sed no está en el vientre, sino en la lengua, que, además, es también la sede de la Palabra. Sed de agua y sed de Palabra, por consiguiente, se sustituyen con frecuencia mutuamente: el agua designa el don de Dios en su Palabra y la sed de agua designa la fe.

Para Juan, pues, Cristo es el que cumple las promesas de fecundidad escatológica contenidas en la celebración de las fiestas judías. Pero las realiza superando en mucho las expec­tativas de los más optimistas, no se trata solamente del agua de una bondad física, sino de la de una participación por la fe en la vida divina y en el don del Espíritu.

En la oración sacerdotal, tal como nos la refiere San Juan, Jesús dice: "La vida eterna es que ellos te reconozcan a Ti, el verdadero Dios, y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17, 3). Para San Pablo todo se resume en el conocimiento del "amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento" (Ef 3, 19).

Los sinópticos y, sobre todo, el cuarto Evangelio, insisten en que los discípulos de Jesús no tuvieron un auténtico cono­cimiento del Padre y de su Enviado hasta después de la resu­rrección. Entonces se les concedió el Espíritu Santo y El les hizo descubrir el sentido pleno de las palabras y las obras de Jesús. La muerte en la cruz, expresión suprema de la obedien­cia de Jesús a los designios del Padre, completa, en cierto modo, el conocimiento que Jesús tiene de su Padre, lo perfecciona. A partir de este momento los discípulos pueden conocer al En­viado del Padre y, mediante El, al Padre.

Se da, pues, una estrecha conexión entre el conocimiento de Dios, el conocimiento de Cristo y la acogida al don del Espíritu. Al entrar en la Iglesia por el bautismo, el cristiano es introdu­cido en la gran corriente que brota en el Corazón de Dios y lleva a El todas las cosas por medio de Jesucristo y en el Espíritu

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Santo. En esto consiste conocer. Toda la vida del cristiano debe estar polarizada por este conocimiento que le salva y lo hace, con Cristo, salvador de la humanidad. Un conocimiento que no depende del saber humano, sino que es fe en Cristo crucifi­cado y sabiduría de Dios.

La celebración eucarística es el lugar privilegiado del cono­cimiento de Dios, porque introduce a los que ella congrega en la acción de gracias de Cristo, en su sacrificio, su obediencia a los designios divinos, en suma, en su propio conocimiento del Padre.

Pero para ser este lugar privilegiado, la celebración eucarís­tica debe conceder a la liturgia de la Palabra el puesto que le corresponde. La proclamación de la Escritura y, unida a ella, la homilía del celebrante deben permitir a cada uno de los parti­cipantes apropiarse, para su vida actual y para la vida del mun­do, lo que ha sido de una vez para siempre el sacrificio de Cristo y el conocimiento del Padre.

IV. Hechos 2, 1-11 Relato del acontecimiento de Pentecostés 1.a lectura en el que habrá que distinguir los hechos día mismos, la reacción de los interesados en

el momento en que sucedían y la interpre­tación teológica posterior.

# * *

a) Ciertamente, la venida del Espíritu Santo no tuvo lugar por casualidad un día de Pentecostés2.

En su origen, la fiesta de Pentecostés era una fiesta de la cosecha, fiesta de plenitud y de abundancia (Ex 23, 16; 24, 22), pero también tributaria del determinismo de la naturaleza. En seguida encuentra su puesto entre las celebraciones de la his­toria de la salvación: Dt 26, 1-11 prescribe ya al judío que viene a ofrecer las primicias de su cosecha que haga una profesión de fe en la que reconozca que sus tierras son un don de Dios.

Muy pronto, la fecha de la fiesta fue fijada en el día cin­cuenta después de la Pascua (Dt 16, 9-12) s. pero se observan muchos cómputos diferentes, especialmente el que, recurriendo al tema de la nueva creación, hacía coincidir Pentecostés con el primer día de la semana (domingo). Como todos estos cálculos fijaban la fiesta de Pentecostés en el tercer mes, la atención recaía principalmente sobre lo que sucedió en el desierto en el

2 TH. MAERTENS, C'estféte en l'honneur de Yahvé, Brujas, 1961. 3 Los textos sacerdotales polemizan, por otro lado, bastante sobre este

tema de la cincuentena (Lev 23, 15-22).

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curso de este período: la llegada del pueblo al Sinaí (Ex 19, 1-4). Los autores judíos y los monjes de Qumrán se apoyaron en este acercamiento para hacer de Pentecostés la fiesta de la Ley y de la asamblea del Sinaí. La Pascua había procurado la libera­ción de hecho de Egipto. Pentecostés concede la libertad de de­recho; esta realiza lo que aquella había obtenido, recogía los frutos merecidos en la Pascua, "institucionalizaba" el "aconte­cimiento" pascual.

Convencido de que Pentecostés era la fiesta de la alianza, el autor del libro de los Jubileos (que no pertenece al canon del Antiguo Testamento) condensa en este día todas las alian­zas concluidas entre Dios y los hombres: con Noé, con Abraham y con Moisés. Por otra parte, muchos reyes renovaron la al ian­za el día de Pentecostés (2 Cr 15, 10-15; Sal 67/68, 16-19, que siempre fue un salmo para esta fiesta).

No hay que extrañarse, pues, de que la restauración de la alianza y la convocación de una nueva asamblea hayan sido fi­jadas, en el Nuevo Testamento, el día de Pentecostés (Act 2, 1-11) y que los factores de interiorización de esta Nueva Alianza la hayan colocado sobre los temas antiguos 4.

o) Durante su narración, Lucas hace alusión varias veces a la alianza y a la asamblea del desierto.

Ya es significativa la conexión entre Ascensión y Pentecos­tés: es necesario que Cristo "suba" para que el Espíritu sea "dado". Esta idea está tomada del Sal 67/68, 19 (Act 2, 33) que se cantaba en la liturgia judía de Pentecostés, y los targum del judaismo aplicaban estos versículos a Moisés que "sube" al Si­naí para que "desciendan" la alianza y la ley (Dt 30, 12-13; cf. Jn 16, 7).

Además, el ruido, el viento y la violencia mencionados en el v. 2 son los rasgos característicos de la alianza del Sinaí (Heb 12, 18-19; Ex 19, 16). Estas manifestaciones "llenan la casa" del mismo modo que el Sinaí quedó totalmente invadido (Ex 19, 18). El ruido viene del cielo como el que re tumba sobre la montaña (Ex 19, 3; Di 4, 36).

Las lenguas de fuego se explican igualmente en el contexto del Sinaí (v. 3). Muchos targum imaginaban que la voz que se manifestó en el Sinaí se dividía en siete o en setenta lenguas para manifestar el universalismo de su mensaje: la Palabra de Dios ha sido llevada a todas las naciones, aunque solo Israel la escuchó 5.

Se comprenderá que estas lenguas fueran de fuego, recor-

4 Véase el tema del Día del Señor, en este mismo capítulo. 5 M. SABBE, Het Pinksterverhaal, Col. Brug., 1957, pags. 161-78.

274

dando Ex 19, 18 y 24, 27, como Dt 4, 15 y 5, 5, que en la teofanía del Sinaí muestran a Dios hablando en la llama de fuego.

Pentecostés se presenta, pues, a los primeros cristianos como la inauguración de la alianza nueva y la promulgación de una ley que ya no está grabada en la piedra, sino en el Espíritu y la libertad (v. 4; cf. Ez 11, 19; 36, 26). Esta convicción ha con­tribuido, sin duda, a la redacción imaginativa del descendi­miento del Espíritu. Lo esencial, sin embargo, se encuentra más allá de las imágenes: Dios no da solo una ley, sino también su propio espíritu.

c) El v. 4, que anuncia el don del Espíritu, sirve de t ransi­ción entre las dos partes del relato. Después de haber descrito el descendimiento del Espíritu (vv. 1-3), San Lucas pasa a des­cribir los efectos del carisma de la glosolalia (vv. 5-11).

Pero ¿en qué consistía ese "hablar en lenguas"? ¿Se t ra taba de sonidos sin sentido para el oído humano, o de varias lenguas que se hablaban simultáneamente? Este carisma se produjo re­petidas veces en las comunidades primitivas: en Corinto (1 Cor 12, 30; 13, 1; 14, 2-29), en Cesárea (Act 10, 45-46) y en Efeso (Act 19, 6).

Ahora bien: todos estos testimonios hacen de este fenómeno, por oposición a la profecía, un carisma que sirve más para ala­bar a Dios que para instruir a la asamblea (v. 11; cf. 1 Cor 14, 2, 14-15; Act 10, 46). Se t rata , pues, de un "hablar a Dios" que puede sonar de modo extraño a los no iniciados (vv. 12-13; cf. 1 Cor 14, 23) y que sería una lengua extática ininteligible (cf. ya 1 Sam 10, 5-6; 10, 13), manifestación más o menos psico­lógica que es interpretada como prenda de la futura espiritua­lización del hombre.

d) Esta glosolalia toma en la pluma de Lucas un matiz personal. El evangelista convierte el fenómeno de "hablar a Dios" extático en un "hablar a los hombres" en varias lenguas. Los vv. 4 y 6, que nos dan esta interpretación, muestran un vocabulario típicamente lucano. Habría que distinguir, por t an­to, más allá del relato del acontecimiento, una interpretación universalista que Lucas pretende dar de él (cf. Le 3, 6; Act 28, 28; Le 24, 47; Act 1, 8; 13, 47, etc.).

La mención de la "multitud" (v. 6: pléthos) es una alusión a la promesa que Dios hizo a Abraham de hacerlo un día padre de una "multi tud" (pléthos) de naciones (Gen 17, 4-5; Dt 26, 5). Ciertamente, las naciones solo se presentan de un modo sim­bólico, porque la multitud se compone de judíos que dejaron, provisional o definitivamente, la Diáspora para venir a Jeru-salén en peregrinación o para establecerse en esta ciudad (ver­sículos 9-10). La lista de las naciones es bastante heteróclita, la mención de los cretenses y los árabes (v. 11) puede ser de

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origen posterior y la de Judea (v. 10) está aquí fuera de lugar. Esta lista hace además algunas omisiones importantes (Grecia, Cilicia...). De todas formas, el universo está presente en sus primicias judías s.

* * *

La Iglesia nace con carácter de universalidad y la alianza que el Espíritu concluye con ella interesa a toda la humanidad. Por eso será misionera hasta el fin de los tiempos, pero ponién­dose al servicio de todas las lenguas y de todas las culturas. Porque las asume a todas sin dar prioridad a ninguna de ellas.

Durante su historia, la Iglesia no ha cesado de reflexionar sobre las implicaciones de esta misión universal. San Pablo creyó que se debía dedicar a la misión entre los paganos; hoy comprendemos que esa misión está apenas comenzando. Seguir los impulsos del Espíritu es enraizar el misterio de Cristo y de su sacrificio en el centro mismo del dinamismo espiritual que anima a los pueblos y a las culturas. Toda la realidad humana y con ella toda la creación que debe pasar de la muerte a la vida.

El Espíritu actúa en la Eucaristía como en un nuevo Pen­tecostés. Reunidos en torno al Cristo resucitado, los hijos adop­tivos dan gracias por El, con El y en El. Y los ausentes están, en cierto modo, presentes, pues la convocación que reúne a los "presentes" mira a todos los hombres y está orientada a que los "reunidos" se hagan "congregadores" de los ausentes7.

V. 1 Corintios 12, La comunidad de Corinto pasa por la ten-3b-7, 12-13 tación del sincretismo: el mundo pagano 2.a lectura pretende obtener un "conocimiento" de Dios día por medio de trances y de fenómenos extá­

ticos. Pero, como hemos visto en la lectura anterior (Act 2, 1-11), las comunidades cristianas gozan también de ciertos carismas. De ahí el peligro de confundir el conoci­miento de Dios por la fe con los signos que lo acompañan.

En los vv. 1-3, Pablo define el criterio para distinguir los verdaderos carismas de los falsos: la fe del beneficiario, puesto que un carisma auténtico deberá contribuir siempre a reforzar la profesión de fe en el Señor Jesucristo (v. 3).

# * *

6 J. DUPONT, "El primer Pentecostés cristiano", Asambleas del Señor, núm. 51, Ed. Marova, Madrid, págs. 41-65.

7 Véase el tema doctrinal de Pentecostés, en este mismo capítulo.

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a) Un segundo criterio de juicio se verifica en la colabo­ración de los carismas más diversos al único designio de Dios (vv. 4-6). El politeísmo pagano ostentaba carismas muy variados concedidos por dioses diferentes. En la Iglesia, por el contrario, todo se unifica en la vida trinitaria, ya se trate de gracias particulares, de funciones comunitarias o de prodigios maravi­llosos.

Puesto que un único Dios es la fuente de los carismas, no puede haber oposición entre ellos, del mismo modo que no puede haber competencia entre los beneficiarios. Si existe alguna opo­sición entre ellos, quiere decir que no provienen del Dios trini­tario.

b) Tercer criterio para discernir los carismas: su mayor o menor capacidad de servir al bien común (v. 7) y a la unidad del cuerpo (vv. 12-13). Los carismas se distribuyen con vistas al bien común: todo cuanto aprovecha solo a una persona, o no tiene repercusión en la asamblea, habrá que excluirlo de la co­munidad, como, por ejemplo, las escenas de éxtasis o embria­guez. Los carismas, además, deben servir para el crecimiento y la vitalidad del cuerpo. Del mismo modo que este auna a los miembros más diversos, la Iglesia auna todas las funciones que en ella se realizan, en la unidad del Espíritu que la anima (ver­sículos 12-13).

# * #

No conocemos ya el sincretismo que experimentó Corinto, pero el problema que esta lectura suscita no es, en ningún modo, anacrónico. El Espíritu continúa conduciendo a la Iglesia por su jerarquía, pero El suscita todavía las iniciativas perso­nales con vistas a la misión o a la reforma. De esta forma, los criterios permiten afirmar que una tal iniciativa es conforme al Espíritu, incluso los de San Pablo: esta iniciativa debe ser la expresión de la fe más fundamental en el Señor, y no perderse en el dédalo de las ideas y los sistemas (véanse las herejías). Esta iniciativa debe orientarse hacia el bien común y saber hacer pasar el beneficio individual a través de la unidad del cuerpo. No puede ni escandalizar ni plantear dudas o sembrar discor­dias, pues todo viene de un Espíritu de amor y de unidad.

Al construir el Cuerpo Místico, la Eucaristía reúne las men­talidades y los carismas más diversos, pero deseosos de colabo­rar en el amor y la unidad.

VI. Juan 20, 19-23 Este Evangelio está sacado del correspon-evangelio diente al segundo domingo del Tiempo

pascual.

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B. LA DOCTRINA

1. El tema de Pentecostés

Para muchos, el primer Pentecostés cristiano evoca la fun­dación de la Iglesia bajo la acción del Espíritu. Antes de dejar a sus apóstoles, Jesús les había prometido que les enviaría el Espíritu. Los apóstoles se reunieron en Jerusalén, para esperar su venida. El Espíritu vino cuando estaban todos reunidos, el día del Pentecostés judío. Además vino de una manera bastante espectacular. Los apóstoles empezaron inmediatamente a pre­dicar la Buena Nueva de la salvación, y todos entendían en sus respectivas lenguas, cuando se les predicaban las maravillas del Señor... La Iglesia había nacido definitivamente. He aquí en unas palabras cómo muchos cristianos se imaginan los hechos.

Pero muy pocos se preguntan por qué la Pascua está sepa­rada de Pentecostés por un período de cincuenta días. ¿Por qué la fundación de la Iglesia se refiere a Pentecostés, en vez de a la Pascua? El don del Espíritu Santo en Pentecostés, ¿significa una especie de comienzo absoluto? ¿En qué sentido se puede decir que la misión universal comienza verdaderamente el día de Pentecostés? Los apóstoles, de hecho, van a dar testimonio de la Resurrección de Cristo, pero este testimonio no les indu­ce a abandonar Jerusalén para ir a todas las naciones.

En resumen, tenemos que hacernos dos preguntas: por una parte, ¿cuál es el significado profundo del espacio de tiempo que separa la resurrección de Cristo y la fundación de la Igle­sia en el día de Pentecostés? Y, por otra, ¿es realmente la fies­t a de Pentecostés la fiesta por excelencia de la misión uni­versal?

Estas preguntas no son secundarias. Respondiendo a ellas ayudaremos a los cristianos a captar mejor la originalidad de su fe en Cristo resucitado y el alcance exacto de sus responsa­bilidades misioneras.

La fiesta de Pentecostés En sus orígenes, la fiesta de Pentecos-en Israel, aniversario tés fue una fiesta de recolección, como de la alianza la Pascua era la fiesta del comienzo

de la siega. Pentecostés, fiesta de re­colección y, por tanto, fiesta de abundancia, es fiesta de ale­gría y de acción de gracias. Pero, al mismo tiempo que la l i tur­gia tiende a hacerse cada vez más histórica y cada vez menos cósmica, las grandes fiestas del pueblo judío se van a t r ans ­formar.

Cuando la Pascua judía deja de ser una fiesta agrícola, para convertirse en seguida en la celebración de la liberación de

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Egipto, se t r a ta de extender esta celebración a todos los acon­tecimientos que han acompañado al Éxodo. Entre ellos, el ma­yor acontecimiento es evidentemente la conclusión de la alian­za del Sinaí, cincuenta días después de haber salido de Egipto. Como la fiesta de la recogida de la cosecha se celebraba siete semanas después de la Pascua, era una fiesta muy indicada para conmemorar la alianza. Desde el siglo n antes de Jesu­cristo, esta evolución había terminado, y Pentecostés era la gran fiesta de la alianza.

La alianza es una de las realidades más fundamentales a la que dedican su reflexión los profetas. En un momento decisivo de la historia religiosa de Israel, la alianza ha definido las re­laciones entre Yahvé y su pueblo. El plan de Yahvé es el libe­rar al pueblo escogido, a través de los acontecimientos de su historia; pero el contrato de la alianza lleva consigo una exi­gencia esencial para Israel: que a la iniciativa salvadora de Yahvé habrá que responder con la fe. En realidad, y desde el período de prueba del desierto, el pueblo elegido rehusa el en­t rar en los caminos—es verdad que muchas veces son descon­certantes—de su Dios. Responde con la incredulidad. ¿Son por esto un fracaso los designios salvadores de Yahvé? ¿No acabará el propio Yahvé por cansarse? Estas preguntas no han cesado de hacer reflexionar a los profetas. Todos ellos anuncian la cólera divina, pero también el éxito futuro del plan de Dios. Como la fidelidad de Yahvé es eterna, los profetas expresan su seguridad de que un día el Dios vivo suscitará un colaborador adecuado para la alianza. La esperanza mesiánica da testimo­nio de esta certeza, que se confirma sin cesar.

Meditando sobre el futuro de la alianza, los profetas hablan gustosamente de una nueva alianza. El Espíritu de Yahvé será derramado abundantemente sobre toda carne. Los corazones se­rán transformados y la nueva ley será grabada en ellos. Los preceptos divinos no se deberán ya aprender de los demás. La misma creación será renovada. Yahvé aparecerá entonces como el único Salvador de su pueblo y El ha rá del pueblo su testigo ante las naciones. La fidelidad del Mesías va a permitir esta definitiva liberación.

Jesús de Nazaret La proclamación del Reino inaugura los úl-y la Alianza timos tiempos. Desde la Anunciación, el Es-en el Espíritu píritu está obrando en la vida de Jesús,

timos tiempos. Desde la anunciación, el Es-tervino el Espíritu de una manera solemne

para conferir a Jesús su investidura mesiánica. Durante toda su vida pública se multiplicaron los signos de efusión del Es­píritu. Y cuando llegó el momento supremo de la muerte en la cruz, fue también el Espíritu el que emprendió la obra por exce-

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lencia: la Resurrección. En la sangre derramada por el Mesías se ha sellado una nueva alianza, que es la que da comienzo al tiempo del Espíritu.

Todo se ha cumplido en el sacrificio de la cruz. La esperan­za de los profetas se ha visto colmada. La nueva alianza se ha consumado. He aquí que ha llegado ya el tiempo en que se ha de dar culto en espíritu y en verdad. El Espíritu habita desde ahora en los corazones y los transforma desde el interior. El acto redentor y expiatorio de la cruz tiene una resonancia uni­versal. Toda la humanidad ha sido afectada por la acción del único Mediador de la salvación. La solidaridad universal en el pecado deja paso a una solidaridad universal en el amor.

Y, sin embargo, si es verdad que todo se ha cumplido, no es menos cierto que todo está aún por cumplir. El Reino no des­ciende prefabricado desde el cielo. La alianza en el Espíritu exige que el hombre colabore como verdadero aliado de Dios en la realización de sus designios salvadores. Esta alianza se fun­damenta en el Hombre-Dios, que es el que abre el acceso al Padre. El Hijo único del Padre se rodea de hijos adoptivos. Ha­ciéndose obediente hasta la muerte en la cruz por amor a to­dos los hombres, el Hombre-Dios ha inaugurado en su persona el Reino definitivo, pero no ha suprimido la condición terrena del hombre. Por el contrario, la intervención de Jesús en la historia revela al hombre la verdad de su condición terrena. Cada uno está llamado a desempeñar un papel irreemplazable en la edificación del Reino.

El tiempo del Espíritu comienza definitivamente con la Re­surrección y la Ascensión de Cristo. Por su sacrificio en la cruz, Cristo ha dicho al Padre, de una manera perfecta, el sí "filial" de "criatura" que salva al hombre de una vez para siempre. Esto sí le constituye a la derecha del Padre en Primogénito de la verdadera humanidad. El diálogo entre Dios y el hombre queda ya cimentado. El Espíritu de Dios se revela por identidad como el Espíritu del Verbo Encarnado. La nueva alianza ha sido sellada en el amor. El tiempo del Espíritu ha dado paso a aquel día en que Jesús pudo decir a sus apóstoles: "Recibid el Espí­ritu Santo" (Jn 20, 22).

Pentecostés Al ver la realidad del "costado" de Cris-y el bautismo eclesial to, la Iglesia, que es su Cuerpo, nace en en el Espíritu el acto supremo del sacrificio de la cruz.

Según el testimonio de San Juan, el agua y la sangre que brotaron del costado de Cristo cuando fue abier­to por la lanza, evocan de un modo suficiente este nacimien­to. Además, desde la primera aparición del Resucitado a sus apóstoles, lo esencial del misterio de la Pascua ha sido ya evo-

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cado: "Como mi Padre me envió, así también Yo os envío... Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 21-22).

Pero si consideramos esta misma realidad "desde el lado" de los apóstoles, resulta que se pasan cincuenta días desde la resurrección hasta la venida del Espíritu Santo sobre la pri­mera comunidad cristiana. Del Viernes Santo a Pentecostés, tie­nen lugar una serie de acontecimientos: la resurrección, las apariciones de Cristo resucitado, y, sobre todo, la Ascensión, que el cómputo litúrgico fija cuarenta días después de la Pas­cua.

La cuestión que, por consiguiente, se plantea, es esta: ¿Por qué el acontecimiento pascual no se ha guardado como la fe­cha de la fundación de la Iglesia? Es muy comprensible que a los apóstoles les haya hecho falta un cierto tiempo para com­prender todas las cosas que habían pasado. Pero esta no es una razón suficiente para retardar la fecha de la fundación de la Iglesia cincuenta días. Por otra parte, nunca se ha dado esta explicación, sino que ha parecido más sencillo el decir que, de fado, el Espíritu Santo no había descendido sobre los apósto­les hasta ese día.

La verdadera razón es que los apóstoles estaban llamados a ser los fundamentos de la Iglesia y que, para llegar a serlo, ellos tienen que recorrer un camino espiritual, acomodando pro­gresivamente su fe ordinaria a la realidad de la resurrección. El momento esencial de este camino es la Ascensión de Cristo. Los apóstoles comprenden entonces que el Reino no es de este mundo, pero que, sin embargo, se construye en este mundo, a partir de la semilla plantada por Cristo y gracias a una tarea llamada la misión universal. Entonces ya está todo preparado para que aparezca en todo su esplendor el testimonio autorizado de los discípulos acerca de la resurrección. Este testimonio fun­da la Iglesia en la realidad de este mundo, porque, por vez pri­mera, unos hombres elegidos por Cristo para eso actualizan la resurrección de Cristo, por medio de su contribución común a la realización de los designios de Dios. Por tanto, no cabe duda de que verdaderamente se ha difundido el Espíritu de Cristo.

El Pentecostés judío que evocaba la alianza del Sinaí era muy apto para servir de punto de apoyo a la primera manifes­tación de la Iglesia. En el Espíritu del Padre y del Hijo se ha sellado una nueva alianza.

Pentecostés Después de la venida del Espíritu San-y la misión universal to sobre la comunidad reunida, los após­

toles empiezan a dar testimonio pública­mente de Cristo resucitado. Ellos han participado de su vida;

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han tenido esta experiencia muchas veces, desde la Pascua de Cristo. El testimonio de los apóstoles tiene, de derecho, un al­cance universal, porque la vida que le anima es la misma vida de Aquel que ha amado a todos los hombres hasta el fin.

Para comprender la misión de la Iglesia, hay que volver siem­pre al testimonio apostólico en sus orígenes. Los elementos esen­ciales que integran la misión universal se encuentran allí. La Iglesia cuando evangeliza propone el misterio de la resurrec­ción. La Iglesia vive efectivamente del misterio del que está dando testimonio. El contenido de esta vida es un amor sin fronteras.

Y, sin embargo, ¡qué camino se ha recorrido, si se compara el testimonio apostólico del primer día y la misión paulina! Persuadidos de que el retorno de Cristo es inminente y de que la Jerusalén terrena será el escenario de esta intervención de­cisiva, los apóstoles dan testimonio de Cristo resucitado, pero no abandonan Jerusalén. Serán los acontecimientos los que les hagan ver claro acerca de las consecuencias misioneras de su testimonio. El martirio de Esteban prepara la evangelización de Samaría, y los judíos que habían venido a Jerusalén se lle­van la Buena Nueva a sus tierras. Entonces se hace un llama­miento a los apóstoles. Entran en la Iglesia los primeros paga­nos. Poco a poco, los apóstoles llegan a la convicción de que el testimonio apostólico halla su desarrollo normal en la misión. Un día la Iglesia de Antioquía enviará a sus responsables de misión: Bernabé y Pablo ha rán juntos el primer viaje apos­tólico.

Durante toda su historia, la Iglesia no h a dejado de refle­xionar en las implicaciones de su misión universal. San Pablo pudo pensar que la misión entre los paganos era una obra que estaba a su alcance. Hoy, sin embargo, comprobamos que esta obra apenas ha comenzado; la empresa es gigantesca. Dar tes­timonio de Cristo resucitado es arraigar el misterio de Cristo y de su sacrificio perfecto en el corazón del dinamismo espiri­tual que anima a los pueblos y a las culturas. Toda la realidad humana—y con ella toda la creación—debe pasar de la muerte a la vida.

El primer Pentecostés contiene ya en germen todo el creci­miento ulterior de la misión y las tomas de conciencia que se h a n conseguido en el curso de los años. En germen, pero solo en germen. Lo contrario sería anormal, puesto que el tiempo del Espíritu es el de la edificación del Reino y el de la respon­sabilidad de cada uno en respuesta a la iniciativa siempre obse­quiosa del Padre.

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El primer Pentecostés El relato que nos hacen los Hechos de y la celebración los Apóstoles acerca del primer Pente-eucarística costes evoca como de una manera an ­

ticipada los frutos extraordinarios de la presencia del Espíritu en la comunidad apostólica. Desde que el Espíritu obra en el testimonio de la resurrección dado por los apóstoles, caen los muros de separación existentes entre los hombres, y el obstáculo de las lenguas puede ser superado. En medio del esplendor de su diversidad y de su unidad nueva­mente hallada, la Iglesia completamente acabada parece en­contrarse allí, como a escala reducida, el día del primer Pen­tecostés cristiano. Animados por el Espíritu, los hijos adopti­vos del Padre se reúnen en torno al Hermano Mayor.

Este relato expresa con mucha exactitud lo que ocurre en una celebración eucarística. La antífona de comunión de la misa de Pentecostés está muy bien elegida para ese momento. "Todos, llenos del Espíritu Santo, cantaban las maravillas de Dios." En la Eucaristía, la tensión entre el presente y el futuro alcanza su máxima intensidad. El Espíritu obra en ella como en su terreno privilegiado. Reunidos en torno a Cristo resu­citado, los hijos adoptivos dan gracias por El, con El, en El. Los ausentes también están, en cierta manera, presentes, por­que la convocatoria universal a la salvación alcanza a todos los hombres. La recapitulación cósmica es efectiva... "Por eso el mundo entero, desbordante de alegría, se estremece de felicidad a través de toda la tierra."

2. El tema del día del Señor

La concepción cristiana del "día de Yahvé" expresa de un modo adecuado el contenido de la Nueva Alianza en el Espíritu. Pone de manifiesto el viraje que se produjo con la intervención histórica de Jesús y evidencia con toda claridad las responsa­bilidades que asume un hombre cuando se convierte en miem­bro del Cuerpo de Cristo, por medio del bautismo.

Los cristianos saben, en general, que Dios interviene en su vida y en la vida de los hombres. Las visitas de Dios en ciertos tiempos, días, horas, momentos privilegiados, jalonan la his­toria de la salvación. Pero en cuanto a comprender el alcance exacto de estas intervenciones divina, ya es otra cosa. La ma­nera que muchos cristianos tienen de concebir las visitas de Dios nos hacen pensar más en el Antiguo Testamento que en el Nuevo. Hay que reconocer que saber mirar los acontecimientos según la fe en Cristo resucitado exige una conversión profunda del corazón, a la que nadie se encuentra dispuesto de modo espontáneo.

El "día de Yahvé" o el "día del Señor" es una expresión pri-

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vilegiada para designar una intervención solemne de Dios. La Pascua de Cristo y el primer Pentecostés de la Iglesia son días del Señor, pero jamás reciben este nombre, por las razones que vamos a ver. En efecto, la expresión conserva siempre un sabor escatológico bastante marcado: el día del Señor es el fin de los tiempos. Pero ¿es que a partir de la resurrección de Cristo no vivimos ya en los últimos tiempos? ¿Por qué hay que espe­rar todavía el día del Señor al final de los tiempos, puesto que el Juez de dichos últimos tiempos ha venido ya en la persona de Cristo y el Espíritu se nos ha dado ya en el día de Pente­costés?

Israel y la Al entrar en el mundo de la fe, el hombre concepción judía judío reconoce que Yahvé dirige los acon-del día de Yahvé tecimientos de su historia y que interviene

en ella como liberador de su pueblo. Pero será necesario que pasen muchos siglos para que se puedan pre­cisar la naturaleza y las condiciones de esta liberación.

Muy pronto, para la fe popular, existe el convencimiento de que cada acontecimiento importante de la historia de Israel po­dría servir de apoyo para una intervención liberadora definitiva de Yahvé en favor de su pueblo. En este sentido, el día de Yahvé es siempre inminente: "El día de Yahvé está cerca" (Ez 30, 3; Is 13, 6; ^ 1, 15). Es el día del fin. Entonces Yahvé intervendrá de una manera fulgurante y, lanzando el grito de guerra, reuni­rá sus ejércitos para el combate. Los enemigos de Israel serán aniquilados, la tierra temblará, el pánico será general. Será la hora del juicio, del discernimiento, de la purificación. En un principio, el horizonte del día de Yahvé se limitaba a Israel, pero, poco a poco, a medida que la fe en el Dios único y creador se fue haciendo más profunda, este horizonte se extendió a to­das las naciones.

El escenario imaginado para el día de Yahvé al final de los tiempos puede servir para describir todos los grandes aconte­cimientos de la historia de Israel. Todos los grandes recuerdos de Yahvé combatiendo por su pueblo son "días" de Yahvé: el día de Madián, el día de Josué, el día de Jezrael, etc. ¿Por qué? Porque cada uno de estos acontecimientos habría podido pro­vocar el proceso escatológico final, la liberación definitiva.

De una manera paradójica la concepción del día de Yahvé conduce, al mismo tiempo, a una valorización de la historia y a la anulación de la misma. La fe de Israel relaciona efectiva­mente la intervención de Yahvé con los acontecimientos de su historia. Pero, según los profetas, es el fracaso de la interven­ción divina, como consecuencia de la infidelidad del pueblo, que empuja a este último a esperar en el futuro el verdadero

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día de Yahvé. El acontecimiento se valora en la medida en que la intervención de Yahvé no llega fijada. Pero el día en que la liberación sea definitiva, la historia habrá llegado a su fin.

Jesús de Nazaret, La concepción judía del día de Yahvé es ra-actor principal dicalmente anulada por Jesús, pero no se del día de Yahvé darán cuenta de ello más que muy poco a

poco. El cambio se percibe muy rápidamen­te, por lo que se refiere al vocabulario empleado: se sigue ha­blando del día del Señor, del día de la visita, de la cólera, del juicio. Pero los autores del Nuevo Testamento hablan también del día del Señor Jesús (1 Cor 1, 8), del día de Cristo (FU 1, 6, 10), del día del Hijo del hombre (Le 17, 24-26). Por otra parte, una serie de expresiones manifiestan claramente que el día de Yahvé es ya una realidad actual (véase, por ejemplo, esta de­claración de Jesús: "El Reino de los cielos ha llegado ya" (Mt 12, 28); y, sin embargo, la denominación "día del Señor" con­serva su valor escatológico tradicional. Lo mismo que el Anti­guo Testamento, también el Nuevo habla de un "día" que mar­cará el final de los tiempos y la victoria definitiva de Dios con vistas a la salvación. Solo se hace una precisión: Dios gana esta victoria por Jesucristo glorificado bajo los rasgos del Hijo del hombre. Para describir este último día, los libros del Nuevo Testamento toman del Antiguo su aspecto guerrero, judicial y cósmico, que se ha hecho clásico.

En realidad, hace falta tiempo para comprender el cambio radical introducido por Jesús en la concepción tradicional del día de Yahvé. La intervención de Jesús significa la plena valo­rización de la historia, pero de ello no se da uno cuenta in­mediatamente. Jesús salva al hombre, pero para ello no le in­troduce en "otra" condición de vida distinta de la condición terrestre, sino que le revela los riesgos que entraña esta condi­ción humana. La fidelidad que la alianza requiere del hombre es una fidelidad de aliado, que se hace tangible en una obe­diencia a la condición terrena, hasta la muerte en la cruz. Je­sús salva al hombre por su sacrificio en la cruz, porque este sacrificio es el del Hombre-Dios, el del Hijo Unigénito del Padre.

La vida terrena de Jesús, y particularmente su muerte en la cruz, constituyen el "día de Yahvé", tan esperado. En Jesús se consigue la liberación definitiva de la humanidad. Pero, lejos de anular la historia, este día de Yahvé, que es lo mismo que decir el día de nuestro Señor Jesucristo, inaugura los últimos tiempos de la historia de la salvación. La intervención defini­tiva de Dios no tiene el aspecto fulgurante que se había espe­rado. Solo nos adelanta la siembra de la semilla del Reino. Una inmensa tarea se ofrece a la libertad del hombre: la edifica­ción del Reino, a partir de la piedra angular que es Cristo re-

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bración eucarística es todavía mucho más estrecho. ¿En qué sentido?

La intervención salvadora de Dios—su día—está indisoluble­mente unida a la respuesta perfecta que el Hombre-Dios ha dado a la iniciativa divina muriendo en la cruz por amor a to­dos los hombres. Ahora bien: el sacrificio de la cruz se actua­liza con la máxima intensidad en la celebración eucarística. En esta fuente es donde el cristiano debe alimentarse sin cesar —por medio de la participación del Pan y de la Palabra—, si quiere contribuir, a su vez, a la realización de los designios de la salvación. ¡Aquí es donde la esperanza de la Parusía alcan­za un sentido verdaderamente activo!

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FIESTA DE LA TRINIDAD

A. LA PALABRA

I. Éxodo 34, 4-6, 8-9 Este pasaje, cuyo contenido esencial es 1.a lectura de origen yahvista, refiere el deseo que l.er ciclo Moisés sentía por conocer algo de Dios

con mayor profundidad de lo que le per­mitió la experiencia de la nube. Dios accede a este deseo reve­lando a Moisés dónde puede encontrarle. Una fórmula de den­sidad especial reúne, con este fin, antiguas invocaciones litúr­gicas (v. 6; .cf. Jl 2, 13; Jon 4, 2; Neh 9, 17; Sal 85/86, 5; 102/ 103, 8; v. 7; cf. Núm 14, 18; Nah 1, 3), una vieja fórmula ar­caica (v. 6; cf. Ex 20, 5; Jer 2, 18) y dos frases de origen deu-teronómico (Dt 5, 9; 7, 9)1.

No hay medio de ver a Dios más allá del mundo sensible. Lo que el hombre puede conocer de Dios es su bondad (Ex 33, 19), bondad para con los hombres, a quienes no cesa de "con­ceder gracia". Dios parece decirlo al hacer la exégesis de su nombre (vv. 6-7), partiendo de fórmulas a las que se añaden las expresiones susceptibles de revelar el amor de Dios para con el pecador. El castigo y la corrección existen, ciertamente, y caen sobre el hombre hasta la cuarta generación, pero el amor de Dios repercute hasta la milésima generación.

Moisés aborda a Dios como término de la religión, como apoyo de la moral; y se le remite a la fe. Buscaba a Dios en su pura trascendencia; lo descubre vuelto hacia los hombres. Pensaba en un mundo divino distinto del mundo terrestre; se le remite a un Dios que es precisamente imprevisible y total­mente otro en la medida en que es "para" el mundo, esperando

1 J. SCHAEBERT, "Formgeschich te und Exegese von Ex 34, 6", Bíblica, 1957, págs. 130-50.

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sufrir por El en Jesucristo. Pensaba en un Dios moralista; en­cuentra un Dios de ternura. Se puede escribir una ley sobre ta­blas de piedra, pero ¿cómo escribir en ellas el perdón y la ter­nura?

n . Deuteronomio Estos versículos—y otros que la lectura li-4, 32-34, 39-40 túrgica no ha tomado—constituyen la con-1.a lectura clusión de una serie de exhortaciones diri-2° ciclo gidas a los creyentes desde el cap. 4. Entre

la introducción (v. 32) y la conclusión (v. 40), el pasaje se compone de dos estrofas que concluyen con el mis­mo estribillo (vv. 33-35 y 36-39).

» * *

a) Se trata de un comentario al primer mandamiento del decálogo: Israel tiene que ser monoteísta. ¿Cómo podría ser de otra manera, después de las pruebas que Yahvé ha dado de su elección de Israel?

b) Por tanto, estamos ante una meditación de la historia de la salvación que consolida la fe del autor del Deuteronomio en el Dios único. Esta historia culmina en tres acontecimientos decisivos que son—a lo largo de todo este libro—la promesa a los patriarcas (v. 32; cf. Dt 1, 10; 26, 5), la salida de Egipto (vv. 32-37; cf. Di 4, 20; 5, 6; 7, 8; 9, 26) y, finalmente, la en­trada en Canaán y la promulgación de la ley (v. 31: "alianza"; cf. Dt 4, 21; 12, 9). Dos textos importantes del Deuteronomio (6, 21-23; 26, 5-10) presentan igualmente estas tres etapas como decisivas. A este respecto, el libro es uno de los más impor­tantes para la elaboración de una doctrina sobre la historia de la salvación. Esta concepción tiene unos límites: el autor no espera más realización de las promesas a los patriarcas que la instalación pacífica en Canaán. El horizonte es un poco limitado y el autor lo ha querido así explícitamente, porque solo conserva las promesas sobre Canaán y silencia las promesas sobre el futu­ro de la descendencia de Abraham, que poseen una perspectiva universalista ("todas las naciones te bendecirán").

* * *

El Deuteronomio es el primer libro que ha tomado clara­mente conciencia de la historia de la salvación. Tres aconteci­mientos del pasado retienen su atención: Dios se ha acercado a Israel, comprometiéndose en las promesas a los patriarcas, yendo a buscar al pueblo exiliado en Egipto e introduciéndolo en la tierra prometida. El mismo y único Dios es el autor de estos tres acontecimientos; ¿por qué no habrá de ser también

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el autor de los acontecimientos que nos preocupan? Dios es único; por tanto, su amor dura para siempre.

La Palabra de Dios no se limita al pasado; también tiene actualidad ahora y la tendrá en el futuro; y si esa Palabra espera una respuesta del hombre, esta respuesta es tan nece­saria hoy como ayer.

III. Proverbios 8, 22-31 El himno a la Sabiduría contenido en lfl lectura este pasaje plantea un problema de l.er ciclo interpretación. Probablemente data de

un período (siglo v o iv) en que el po­liteísmo no ejerce sobre el pueblo el atractivo de antaño. Los autores inspirados pueden, por tanto, personalizar algunos atri­butos divinos sin poner en peligro el monoteísmo. Además, la dinastía real ha sido abolida y la esperanza mesiánica se cen­tra en otros objetos que no tienen relación con la vuelta al tro­no de un miembro de la dinastía humillada de David.

Se pueden distinguir dos partes en este trozo: los vv. 22-26, que cantan el origen de la Sabiduría, anterior a la creación, y los vv. 27-31, que alaban su actividad en el mundo.

a) El poema traduce las relaciones de Dios y la Sabiduría en términos como "creación" (v. 22: la Vulgata dice "poseer"), "generación" (formar: v. 23), "dar a luz" (vv. 24-25), que per­tenecen al vocabulario de la entronización real (cf. engendrar en Sal 2, 7, y la relación padre-hijo en 2 Sam 7, 14), y nos orientan hacia una concepción mesiánica de la Sabiduría di­vina: a falta de un Rey humano, la Sabiduría de Dios presidirá en los últimos tiempos. Llegamos así a la doctrina del mesianis-mo teocrático de Ez 34, o de Mal 3: el mismo Yahvé guia­rá a su pueblo, sin fiarse ya más de los pastores ni de los reyes que lo han explotado despiadadamente.

Otros indicios confirman esta interpretación 2. Unos versícu­los más arriba, los Proverbios han presentado la Sabiduría "real" (vv. 12-18) y le han atribuido los dones que caracterizan al Rey-Mesías de Is 11, 1-3: habilidad, perspicacia, ciencia, conse­jo, sentido recto, entendimiento... (Prov 8, 12-14). Por otra parte, el banquete ofrecido por la Sabiduría en Prov 9, 1-6, en su palacio de siete columnas, podría muy bien ser el banquete de la investidura real previsto por Is 25, 6-7.

Este elogio de la Sabiduría tiende, pues, a colocar en un atri-3 H. CAZELLES, "L 'Enfan temen t do Ui Sagesse en Proverbes VIII" ,

Sacra pagina, I, 1959, págs. 511-15.

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buto de Dios la fe y la esperanza que hasta ahora el pueblo colocaba en el heredero de David.

o) El autor del himno a la Sabiduría, ¿ha concebido a esta dotada de personalidad? Su procedimiento, ¿es solamente me­tafórico o, por el contrario, considera a la Sabiduría como una especie de hipóstasis? Si la Sabiduría está destinada a conver­tirse en el nuevo mediador que sustituirá al descendiente de Da­vid en las relaciones entre Dios y su pueblo, se distingue de Yahvé y tendrá una existencia propia. La Sabiduría de Prov 8 es, pues, más que una metáfora. Pero ¿cómo habría podido el autor imaginar una auténtica personalidad divina?

c) La noción de la Sabiduría está ligada a la del tiempo: ha nacido antes de la creación (v. 22), lo cual equivale a decir que está en el fondo de todas las cosas, de cada ser, de cada acontecimiento. Esta concepción de la anterioridad no solo cro­nológica, sino también ontológica, de la Sabiduría de Dios, com­porta una renovación de la concepción que los judíos se hacían del tiempo. Como todos los hombres, también ellos se sienten angustiados por la fluidez del tiempo (Sal 89/90, 5): el pasado solo queda captado en el recuerdo, el futuro en el sueño y el presente apenas vivido desaparece. Sin embargo, el tiempo tie­ne que tener una significación eterna y los judíos creyeron encontrarla en la escatología: vendrán tiempos que tendrán un carácter pleno de eternidad y el Mesías los inaugurará.

El pasaje de Proverbios que hoy leemos corrige esta espe­ranza: la carga de eternidad del tiempo no depende del futuro Rey, ni pertenece solo al futuro; está contenida en todas las cosas del presente, puesto que la Sabiduría divina habita en ellas en el momento mismo en que el hombre las capta. A este último, pues, corresponde la tarea de valorar la carga eterna de su presente.

« * *

Esta lectura recuerda que la venida del Hijo de Dios ha colmado la expectativa de la esperanza mesiánica y subraya la gratuidad de la salvación que supera todo cuanto las espe­ranzas humanas pueden concebir.

Cristo, Sabiduría divina encarnada, dispone de los medios más espirituales para implantar su señorío sobre la humanidad y sobre el universo: un mesías humano habría implantado su reino por la fuerza y por medios exteriores; nunca podría ha­ber sido todo en todos, como puede serlo esta Sabiduría creada antes de la creación.

Ni la pertenencia de un hombre a un pueblo determinado, ni la observancia de la ley pueden comunicarle esta sabiduría, sino solamente la valentía de ser y vivir en la más total y com-

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pleta apertura a Dios. Por esta razón el fíat de María la colocó en la cima de la espera.

IV. 2 Corintios Este pasaje constituye el saludo con el que Pa-13, 11-13 blo termina su última carta a los corintios. 2.a lectura Después de algunas recomendaciones en torno lfiT ciclo a las relaciones fraternas, signos de la presen­

cia de Dios (vv. 11-12), el apóstol dirige un úl­timo saludo a sus destinatarios (v. 13).

"La gracia del Señor Jesucristo sea con vosotros." Este de­seo es, probablemente, más antiguo que la fórmula completa que menciona a las otras dos personas de la Trinidad (amor de Dios, comunión del Espíritu). Se pueden encontrar indicios de él en el hecho de que la aspiración cristológica (la gracia del Señor) corona la mayor parte de las demás cartas de Pablo (Rom 16, 20; 1 Cor 16, 23; 1 Tes 5, 28; 2 Tes 3, 18; Flm 25; Gal 6, 18; Fil 4, 23) y en que un deseo en forma trinitaria habría comenzado normalmente por el Padre y no por Cristo. Todo nos lleva a creer que la fórmula final de la segunda carta a los co­rintios era en un principio cristológica, siendo después trans­formada en una fórmula trinitaria, sin duda bajo una influen­cia litúrgica muy antigua.

La atribución de un don particular a cada persona de la Tri­nidad, la gracia, el amor y la comunión, es, indudablemente, un procedimiento estilístico (como en Rom 16, 20; 1 Cor 12, 4-6; Fil 2, 1; 1 Pe 1, 1-2). En realidad, estos atributos son in­tercambiables entre las personas divinas, pero la fórmula de 2 Cor 13, 13 nos recuerda que se debe al Padre la inicativa del amor, al Hijo su concretización en la obra salvadora y de la gracia y al Espíritu la posibilidad de vivir la unión común de todos.

Deseando a sus destinatarios la gracia, el amor y la comu­nión, Pablo—o el que haya terminado su carta—les hace com­prender que vivir de esos dones es, necesariamente, vivir la misma vida de Dios (cf. v. 11b) y participar en su misterio más profundo.

* * *

En fin de cuentas, en esta fórmula aparece toda una teolo­gía de la Iglesia. La Iglesia es, en efecto, la familia del Padre, pues ella reúne a los hijos de su amor en la herencia de la vida eterna. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, cuyos miembros viven de la gracia que solo el Mediador único puede distribuir a cada

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uno. La Iglesia es, finalmente, la comunión del Espíritu, es decir, el lugar en que se realiza el encuentro perfecto entre Dios y el hombre, el lugar en que el hombre desempeña plena­mente su papel de compañero de Dios y comunica así con todos cuantos han sido llamados a la misma vocación.

V. Romanos 8, 14-17 En este texto el autor nos habla del bi-2fi lectura nomio "carne-espíritu", insistiendo en la 2.o ciclo prioridad de la acción de Dios en la san­

tificación del hombre. No son las obras de la "carne" las que nos salvan, sino la presencia del Espíritu en el hombre que le orienta hacia una existencia nueva.

Los versículos de la lectura litúrgica del día de hoy descri­ben los ejes fundamentales en que se basa esta existencia.

* * *

a) La primera dimensión de esta existencia es la de hijo de Dios (vv. 14-15). Dios ha dado al hombre su Espíritu para que este acceda a la casa paterna. Por tanto, el hombre no debe dejarse dominar por un espíritu de temor—espíritu normal para quien cree que la benevolencia divina depende de su pro­pio esfuerzo—; se trata simplemente de vivir en unas relacio­nes filiales que, por sí mismas, ahuyentan el temor.

El privilegio del hijo de Dios consiste en poder llamar a Dios Padre (Abba alude, quizá, a la oración de Padre Nuestro, que quizá algunos de los interlocutores de Pablo conocían en arameo: v. 15). El hijo de Dios no tiene que fabricarse una re­ligión en que, como sucede en la religión judía, sería necesario contabilizar los propios esfuerzos ante un Dios-Juez, o, como en la religión pagana, acumular los ritos para ganarse la benevo­lencia de un Dios terrible. El cristiano puede llamar Padre a su Dios, con todo lo que esto supone de familiaridad y, sobre todo, de iniciativa misericordiosa por parte de Dios.

b) La segunda dimensión de esta existencia es la de here­dero de Dios (v. 17). Al ser hijo, el hombre tiene derecho a una vida de familia y dispone de los bienes de la casa. El término "heredero" no debe comprenderse aquí en el sentido moderno (el que dispone de los bienes del padre, después de la muerte de este), sino en el sentido hebreo de "tomar posesión" (Is 60, 21; 61, 7; Mt 19, 29; 1 Cor 6, 9). El pensamiento de Pablo se asocia a la concepción que el Antiguo Testamento se hacía de la herencia, pero la completa al unirla a la idea de la filiación. Los hombres adquieren de ahora en adelante la herencia, en relación con su unión al Hijo por excelencia, el único que goza, efectivamente, de todos los bienes divinos, por su naturaleza.

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Efectivamente, el hijo de Dios hereda la gloria divina, irradia­ción de la vida de Dios en la persona de Cristo.

Pero la herencia solo se obtiene mediante el sufrimiento. Se hereda con Cristo si se sufre con El. El sufrimiento conduce a la gloria, no como condición meritoria, sino como signo de vida-en-Cristo, prenda de herencia de la gloria con El.

* • #

Por tanto, toda la Trinidad actúa en la justificación del hombre: el Padre aporta su amor para hacer de los hombres hijos suyos; el Espíritu viene a cada uno de ellos a dominar su miedo e iniciarlos paulatinamente en un comportamiento filial; finalmente, el Hijo, el único Hijo por naturaleza, el úni­co heredero de derecho, viene a la tierra a hacer de la condi­ción humana y del sufrimiento el camino de acceso a la filia­ción, revelando así a sus hermanos las condiciones de la he­rencia.

Este nuevo estado del hombre, hijo y heredero, elimina to­dos los temores alienantes (v. 15). No se trata solamente del temor de los judíos ante la retribución de un juez, o del pánico de los paganos ante las fatalidades y los determinismos: la condición de hijo permite al cristiano vencer todos los miedos actuales, modernos, y rechazar las falsas seguridades que ellas originan: las seguridades de las instituciones y de las fórmulas hechas, las del poder y de las jerarquías.

El miedo desaparece por la presencia del Espíritu que inspira a cada uno el amor a los hermanos y lo hace capaz de triunfar sobre su propio miedo cuando están en juego la vida y la li­bertad de otro. Porque el Espíritu libera al hombre de la auto­suficiencia y le da las armas para luchar victoriosamente con­tra las obras de la "carne". La venida del Espíritu está asociada a los sufrimientos y a la resurrección de Jesús. Precisamente porque es el Hijo de Dios, este hombre ha respondido perfecta­mente a la iniciativa previsora del Padre y ha decidido enviar al Espíritu sobre todos aquellos a quienes Dios llama a la adop­ción filial. En la vinculación viva con Jesucristo, que le ofrece la Iglesia, el hombre se convierte en hijo de Dios y obtiene una participación en los bienes de la familia del Padre propuestos en la Eucaristía.

VI. Romanos 5, 1-15 Los exegetas consideran el cap. 5 de la 2.a lectura carta a los romanos unas veces como con-3.eT ciclo clusión de los cuatro primeros capítulos y

otras como introducción a los capítulos siguientes. Probablemente no se puede escoger entre estas dos

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posturas: este capítulo prolonga y supera todo lo que le pre­cede, anunciando lo que sigue3. Los once primeros versículos que nos ofrece la lectura de hoy describen el itinerario del pen­samiento de Pablo: partiendo de la experiencia presente (ver­sículos 1-2) de la paz, de la gracia y de la esperanza, descubre en ellas los signos del amor eterno de Dios (vv. 3-8): la habita­ción del Espíritu Santo en nosotros y la muerte de Cristo por nosotros. Finalmente (vv. 9-11), el apóstol pasa a describir el futuro de la salvación.

* * *

a) La primera afirmación de Pablo es la de nuestra justi­ficación por la fe (v. 1). Habla de ella en aoristo como de un hecho ya pasado, cuya realidad aún se hace sentir. En la prime­ra parte de su carta Pablo colocaba la idea de la justificación en el centro de su exposición, viendo en ella la iniciativa divi­na más decisiva para la suerte de la humanidad. Pero con el v. 1 pasa el apóstol de una exposición intemporal de la justifi­cación (sus principios: Rom 3, 21-26; su universalidad: Rom 3, 27-4, 25) a la afirmación concreta de su realización presente en nosotros desde Cristo.

Los judíos, sin embargo, esperaban la justificación en un futuro escatológico: la conjugaban en futuro. Pablo, conjugán­dola en aoristo, revela la diferencia fundamental que separa la fe del judío de la del cristiano. La justificación no es ya un ob­jeto de esperanza, es un hecho pasado que se vive en realidades presentes y que desemboca en una nueva esperanza, insospe­chada para Israel.

b) Entre los frutos actuales de la justificación adquirida por Cristo, Pablo menciona la paz y la gracia (v. 2a).

La paz sucede al estado de enemistad para con Dios y en­tre los hombres en el que paganos y judíos estaban sumidos antes de Cristo (cf. el cuadro sombrío que trazan los primeros capítulos de la carta); la gracia es el contrapunto de la cólera divina (Rom 1, 18-3, 20); ella hace vivir en la amistad con Dios a aquellos que se encontraban separados de ella.

La paz entre judíos y paganos es uno de los motivos cen­trales de la carta a los romanos. Todo lleva a creer que en aquella época había en Roma dos Iglesias distintas: una, la judeo-cristiana, compuesta por ex judíos que escaparon a la persecución, y la otra, de origen griego o romano. Estas dos Iglesias tendrían vidas totalmente separadas (la carta a los romanos es, por otra parte, la única que no se dirige a "la Igle­sia de Roma").

3 X. LÉON-DUFOOR, "Situat ion l i t téraire de R m 5", Rech, Se. Reí, 1963, páge. S3-95.

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El objetivo de la carta aparece claramente; Pablo quiere que las dos Iglesias se unan y que los judíos y paganos se den cuenta de que todos son pecadores, tanto unos como otros (ca­pítulos 1-4), y que han sido gratuitamente reconciliados con Dios por Cristo (cap. 5 y sgs.).

c) Pero el gozo de los bienes presentes que da la justifi­cación queda superado en la esperanza. Leyendo el v. 5 se po­dría incluso creer que la fe es superada por la esperanza porque el apóstol conserva la orientación escatológica de la fe y de la justificación. La fe, obra de Dios, es en nosotros certeza de la gloria.

d) Sin embargo, esta esperanza de la gloria saca a plena luz la distancia que separa al cristiano que está en el mundo de esa gloria cuya manifestación espera. Los judíos expresaban con frecuencia esta distancia entre presente y futuro hablando de las tribulaciones y de las persecuciones que señalaban el paso de la una a la otra. Detrás de este tema se esconde la dolorosa depuración que produce siempre la trascendencia. La prueba de aquí abajo, cuando se vive un ideal elevado, pone en juego la existencia de la fe en este ideal: la virtud de la constancia la mantiene activa (v. 3). Pero el tiempo y su duración pueden poner en peligro la solidez de la fe: la "virtud probada" viene entonces a socorrer a la esperanza y a ayudarla a mantenerse en pie (v. 4). Pero ¿de qué sirven unas simples virtudes de cons­tancia y solidez si el Espíritu de Dios no mora en los fieles para animar su fe, y si el amor de Dios no lo sitúa/ en una re­lación personal e indisoluble con el Padre? (v. 5).

De este modo, la fe y la esperanza se nutren mutuamente de la caridad que vive en nosotros (1 Cor 13, 4-13).

Desde ahora, el cristiano, justificado por su fe y por la gra­cia de la sangre de Cristo, funda su vida sobre la paz y el amor al Padre, y sobre la morada del Espíritu en él para afrontar el futuro con la seguridad necesaria. El ritmo ternario del pensa­miento de Pablo y de su expresión literaria lo lleva a hacer de la Trinidad el misterio más decisivo para el ser y para la vo­cación de cristiano.

VII. Juan 3, 16-18 Este Evangelio ha sido extraído del comen-evangelio tario que San Juan añade al relato de la l.eT ciclo conversación de Nicodemo con Jesús. Esta

r ha sido una iniciación a la fe (cf. Jn 3, 1-15) y Jesús ha subrayado que no basta solo con ver los signos: hay que "ver" su persona especialmente en su papel de mediador

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elevado sobre una cruz y en su gloria. Esta visión de Cristo solo se puede obtener mediante un nuevo nacimiento.

Juan prosigue esta iniciación a la fe revelando, más allá de la persona de Cristo, la persona de su Padre y su designio sal­vador.

* * »

a) Juan no emplea aún la palabra "Padre" para designar a la primera Persona de la Trinidad, sino solamente la palabra "Dios". No obstante, aunque la paternidad de Dios solo se evoca de pasada, sus relaciones de amor con el Hijo aparecen ya cla­ramente en la expresión "Hijo único" (vv. 16, 18). Además, la paternidad de Dios sobre el mundo se dibuja igualmente en la donación de lo que El más quiere (v. 16) y en la comunicación a los hombres de su vida eterna.

b) El envío del Hijo a los hombres, gesto paternal de Dios, se transforma también en juicio: hace nacer a la vida al que cree y condena al que no cree (v. 18). Sobre este tema del juicio saca Juan la conclusión de la conversación de Nicodemo con Jesús (w. 19-21), recordando el comienzo de dicha conversa­ción 4.

Juan 3, 2: Nicodemo viene a Juan 3, 21: el que h a c e la Jesús. verdad viene a la

3, 2: tú has venido como luz. Maestro. 3, 19: la luz ha venido.

3, 2: si Dios no está con 3, 21: sus obras en Dios, él. 3, 19: han amado las ti-

3, 2: vino de noche. nieblas.

Este cuadro nos ayuda a medir el camino recorrido en la iniciación de Nicodemo a la fe. Este último creía encontrarse en presencia de un doctor, pero encuentra a la luz del mundo. Venía a escondidas, de noche, y se encuentra obligado a elegir entre la luz y las tinieblas. Creía, basándose en los milagros de Cristo, que Dios estaba "con" él y descubre que Dios está "en" él.

c) Hay que traducir el comienzo del v. 21 por "hacer la verdad" y no solo por "actuar en la verdad". Ciertamente, la expresión es difícil. La verdad puede conocerse, como objeto de conocimiento, y puede hacer actuar, en oposición, o al menos distinguiéndose de la práctica.

De hecho, en el lenguaje de San Juan (Jn 1, 17; 14, 6; 18, 37) la verdad designa la manifestación de lo que está oculto; de modo parecido a la palabra "misterio" en San Pablo. La verdad es, pues, la profundidad de nuestro ser allí donde el aconteci-

4 F . ROÜSTANG, "L 'En t re t i en avec Nicodéme", N. R. T., 1956, pági­nas 337-58.

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miento se acerca a la eternidad, allí donde la angustia es su­perada por el coraje de vivir. Para San Juan, esta verdad "vie­ne", es alguien, "se hace", porque es un modo de ser no solo en el fondo de sí mismo, sino también ligada a la persona de Jesús y capaz, por tanto, de modificar el comportamiento.

Se comprende, pues, que Juan sea una verdad y juicio, por­que la decisión a favor o en contra de la verdad es cuestión de vida o muerte, de descubrir el fundamento de la vida y de todas las cosas, o de superficialidad y banalidad.

* * *

Incluso un conocimiento perfecto de la Escritura y de los signos realizados por Jesucristo no basta para comprender el misterio de la personalidad del Señor y, con mayor razón, para conocer el misterio del Padre y de su amor. Por eso Juan pro­pone un itinerario claro para pasar de un conocimiento exterior a la fe, de una simple benevolencia hacia la obra de Jesús, a la unión con el Padre y al don que hace de su vida.

La Iglesia tiene también la misión de proponer a cuantos se presentan a ella un itinerario que lleva de la simpatía o de la religiosidad a la verdadera fe. Pero ¿a cuántos hombres no ha rechazado por su falta de fe, en vez de llevarlos a Cristo? ¿Cuán­tos otros no se quedan en una simple religiosidad, sin recibir una verdadera educación en la fe?

VIII. Mateo 28, 16-20 Este Evangelio figura igualmente en la evangelio fiesta de la Ascensión. Allí se puede en-2.o ciclo contrar el comentario.

Este Evangelio nos ayuda a comprender la misión universal de la Iglesia a la luz de la vida trinitaria. Al anunciar la Buena Nueva de la salvación, la Iglesia propone a todos los hombres la realización efectiva de su condición de hijo del Padre. Mediante esto, la Iglesia continúa directamente la misión por excelencia, la del Hombre-Dios. El único mediador de la salvación del hom­bre ejerce su función mediadora manifestando una caridad uni­versal al poner su suerte en manos del Padre. Finalmente, la misión universal de la Iglesia se efectúa directamente bajo la inspiración del Espíritu Santo, que actúa en el corazón del hom­bre, lo dirige al encuentro con Cristo e invita, al mismo tiempo, a todos los miembros del Cuerpo de Cristo a contribuir a la salvación de la humanidad.

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IX. Juan 16, 12-15 En su primer discurso después de la Cena evangelio (Jn 13, 33; 14, 31), Jesús había anunciado 3.eT ciclo a los apóstoles su próxima partida y estos

le habían asaltado con preguntas más o menos oportunas (Jn 13, 36; 14, 5). Jesús les había respondido que todos se volverían a encontrar en el Padre (Jn 14, 1-3) y que el amor (Jn 14, 33-36) y el conocimiento (Jn 14, 4-10) po­drían compensar su ausencia.

En su segundo discurso, Cristo anuncia de nuevo su partida (v. 5). Como los apóstoles no le hacen nuevas preguntas, sino que se dejan invadir por la tristeza (v. 6), Jesús observa, no sin ironía, que este debería ser el momento de hacerle pregun­tas (v. 5).

a) La partida de Cristo y el aparente abandono en que deja a sus discípulos constituyen el tema esencial de esta perícopa. Cristo afirma que su marcha tiene mucha significación: El vuel­ve al Padre (Jn 14, 2, 3, 12; 16, 5) porque su misión ha termi­nado y el Espíritu Paráclito será el testigo de su presencia (Jn 14, 26; 15, 26). Jesús compara la misión del Espíritu a la suya: en efecto, no se trata de creer que el reino de Cristo ha terminado y que el Espíritu le reemplaza. De hecho, la distin­ción se sitúa demasiado entre el modo de vida terrestre de Cristo que oculta al Espíritu y el modo de vida del que se beneficiará después de su resurrección y que no será perceptible por los sentidos, sino solo por la fe: una forma de vida "preparada por por el Espíritu" (Jn 7, 37-39). Se encuentra aquí la pedagogía que el Cristo resucitado no deja de utilizar para convencer a sus apóstoles de no buscar más una presencia física, sino de descubrir en la fe la presencia "espiritual" (espiritual no está solo opuesta aquí a física, sino que designa realmente el mundo nuevo animado por Dios: cf. Ez 37; 11, 14-20; 39; 28-29).

o) Además del aspecto judiciario de la presencia del Es­píritu (vv. 7-11), el Evangelio subraya su papel educativo (v. 13). En efecto, Cristo, que tenía bastantes revelaciones que realizar (contrariamente al primer discurso: Jn 15, 15), confía esta tarea al Espíritu. ¿Quiere esto decir que el mundo no aprenderá ver­dades nuevas, que no le hayan sido enseñadas por Cristo? No. Jesús solo es la Palabra: El ha dicho todo, realmente. Pero que­da profundizar su enseñanza para la mejor comprensión y afron-tamiento de los acontecimientos. Los apóstoles no pueden cum­plir este trabajo, pues no disponen todavía más que de un cono­cimiento demasiado material, basado únicamente en la visión y en la inteligencia.

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B. LA DOCTRINA

El tema de la Trinidad

No hay más que un solo Dios en tres Personas. Este es el fundamento y el objeto último de nuestra fe. Jesús de Nazaret nos revela el misterio de la Trinidad en el acto mismo en que realiza su función mediadora, cuando da su vida en la cruz por amor a todos los hombres. Esta revelación no viene solamente a satisfacer nuestra necesidad de conocer la verdad sobre Dios, sino que concierne también directamente al destino del hombre y de la creación.

Esta relación tan estrecha que existe entre el misterio de la Trinidad y la realización de los designios salvadores de Dios para con la humanidad, debería invitar a los cristianos a pe­netrar con cuidado en el conocimiento del Dios de Jesucristo. Desgraciadamente, no se hace así en la realidad actual. El dog­ma de la Trinidad no se pone en duda, pero no se ve que re­percuta en la vida cristiana diaria y, más especialmente, en la obra de la evangelización. Sin duda, la manera de presentar este misterio deja bastante que desear... En todo caso, la ma­nera que tienen los cristianos de dirigirse a Dios en la oración prueba que no refieren su vida espiritual a la Trinidad, cuyo misterio parece como estorbarles en su vida espiritual, más que estructuralmente.

Esta deficiencia, que es grave, puede poner en peligro la au­tenticidad de la vida cristiana. La correcta comprensión del misterio de la Trinidad es lo que da su verdadera solidez al ejercicio de la fe. Ello permite profundizar cada vez más en la originalidad y en el equilibrio interno del caminar del creyente. Manifestando su coherencia íntima, su organicidad y su impor­tancia relativa, pone en su lugar los diversos elementos del mun­do interior del cristiano.

El monoteísmo La revelación del misterio de la Trinidad está de Israel unida al cumplimiento de la salvación del

hombre por Jesucristo, el Hombre-Dios. ¿Qué puede aportar el Antiguo Testamento a una revelación tan in­esperada? Los indicios proféticos que nos parece descubrir en el Antiguo Testamento sobre el tema deben ser interpretados con mucha discreción.

Sin embargo, es preciso hablar de una preparación, una pre­paración incluso masiva, porque se identifica indisolublemente con la búsqueda secular de la felicidad por parte de Israel, y con su reencuentro progresivo con el Dios vivo. Viviendo concreta-

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mente el monoteísmo, el pueblo judío ha preparado verdadera­mente la revelación del misterio de la Trinidad por Jesucristo. Fuera del cuadro monoteísta judío, esta revelación es incom­prensible.

Para Israel, el reconocimiento de Yahvé no es fruto de una meditación filosófica, sino que nace de una confrontación dra­mática del hombre con su destino. El creyente se ve hecho para Dios y, al mismo tiempo, inmerso en una condición de sufri­miento y de muerte. Para su mirada realista, toda tentativa del hombre por divinizarse a sí mismo—origen de todo pecado—es una ilusión. Sabiendo que el hombre es concretamente un ser al que hay que salvar, el creyente se vuelve hacia Yahvé, el libe­rador. Para todo aquel que comprende cada vez mejor que es un ser infinito, Yahvé aparece cada vez más como el Todo-Otro, el Dios único, creador de todas las cosas y, al mismo tiempo, el Dios providente que interviene sin cesar en la vida del pueblo al que quiere salvar.

Por consiguiente, el Dios único de Israel es un Dios salva­dor. Porque es esencialmente fiel, está obrando siempre en su creación. Su Espíritu no deja de cernerse sobre las aguas desde el primer día. El es el que vivifica y santifica. Su Palabra llega sin cesar a los hombres, a través de los acontecimientos de sus vidas, sin que vuelva a Dios antes de haber producido su efecto. Solo Yahvé salva al hombre. El tiene la iniciativa absoluta de la salvación. Si esta iniciativa encontrara fidelidad por parte del hombre, se consumaría la salvación, pero el hombre pecó en sus orígenes y sigue pecando. Incluso la alianza sellada en el Sinaí ha tropezado con la incredulidad masiva del pueblo ele­gido. La obra liberadora de Yahvé, ¿llegará a ser un fracaso? Ciertamente que no. Los profetas se vuelven ya hacia el por­venir, hacia los nuevos cielos y la nueva tierra y la efusión abundante del Espíritu sobre el pueblo fiel.

Pero el anuncio profético de los últimos tiempos va siempre acompañado del anuncio de un Mesías salvador. Para que la salvación sea una realidad, es necesario que al menos un hom­bre sea fiel a la Alianza. ¿De dónde vendrá este hombre? ¿Será un vastago de David? ¿O un hombre como los demás, con su misma naturaleza, acaso el siervo paciente? ¿O un hombre ex­traordinario, el Hijo del hombre, oculto en Dios hasta el día de su intervención salvadora? Nadie lo sabe. Sin embargo, una cosa es cierta: que el Mesías esperado, que por su fidelidad contribuirá a salvar al hombre, ofrecerá a las miradas de los hombres un rostro humano.

Es necesario tener presentes todos estos componentes del monoteísmo judío para comprender en qué sentido prepara la revelación del Dios-Trinidad. El Dios único de Israel quiere salvar al hombre, pero su designio salvador no puede prosperar más que entre las manos del hombre-Mesías.

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Jesús, revelador Jesús de Nazaret se encuadra perfectamente de la Trinidad en la búsqueda secular de Israel y la hace

llegar a su meta de una manera inesperada, profesando por vez primera un monoteísmo radical. Para Je­sús, Dios es verdaderamente el Todo-Otro, el creador univer­sal, el dueño absoluto del destino humano. En cuanto al hom­bre, su deseo de lo absoluto no altera en nada su situación fundamental de criatura. Llamado a renunciar por completo a sí mismo, el hombre, por su obediencia hasta morir en la cruz, está capacitado para promover un proyecto de fraternidad universal.

Pero Jesús se presenta también como el Mesías esperado, el Hombre que salva al hombre por su respuesta perfecta a la iniciativa salvadora de Dios. En su Persona, hace desembocar el deseo de lo absoluto que anima al hombre, porque puede lla­mar a Dios "mi Padre". Como aliado de Dios, tiene poder sobre el pecado y sobre las aguas.

¿Quién es, pues, este hombre que puede responder a Dios con un "sí" totalmente filial, asumiendo el "sí" de una criatura a su condición terrena? ¿Un "sí" filial, que se apoya sin cesar en el "sí" de criatura, pero que de ninguna manera una mera cria­tura es capaz de engendrar? La fe proclama que Jesús de Na­zaret es el Hijo de Dios, y su respuesta de hombre a la iniciativa de Dios es por identidad la del Hijo único. En Jesús, la espe­ranza mesiánica adquiere todo su sentido. Un Mesías debía salvar al hombre, pero solo el Hombre-Dios le podía sentar a la derecha del Padre, viviendo simplemente su condición terrena de criatura en una fidelidad total.

La divinidad del Mesías, reconocida en la profesión del mo­noteísmo más estricto, implica el carácter personal del Espíritu de Dios: si Jesús de Nazaret es el Hijo único del Padre, el Es­píritu Santo es la tercera Persona de la Trinidad. A esta con­clusión se llega no por un orden lógico, sino por la excelencia pascual de la salvación. La comunidad primitiva empleó un cierto tiempo antes de poder establecer correctamente las bases de su teología del Espíritu Santo. No podia ser de otra manera.

El Espíritu Santo descubre su identidad personal en el mo­mento preciso en que se reconoce que la respuesta humana de Jesús comprende de una manera perfecta la iniciativa salva­dora del Padre. Esta coincidencia total es el signo de la comu­nión perfecta que existe entre el Hombre-Dios y su Padre. Me­ditando en este misterio insondable de la salvación del hom­bre, la comunidad primitiva descubre poco a poco que el Espíritu Santo, reconocido por identidad como el Espíritu del Padre y Espíritu del Hijo, es "distinto" al Padre y al Hijo. Su nombre es el Amor. El Evangelio de San Juan nos expone el proceso acabado, en lo posible, de este misterio.

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El reconocimiento del Espíritu Santo como tercera Persona de la Santísima Trinidad pone de manifiesto las coordenadas de la salvación aportada por el Hombre-Dios. El Espíritu da siempre testimonio de que el hombre, fiel a su condición de criatura, está llamado a la filiación adoptiva, en el Hijo único del Padre. En la realización y el cumplimiento de los designios de la salvación, el Padre y sus hijos se encuentran en un diá­logo perfecto de colaboradores.

La Iglesia, No se puede comprender el misterio de Familia del Padre, Jesús de Nazaret sin encuadrarlo en el Cuerpo de Cristo, misterio de la Trinidad. De la misma Templo del Espíritu manera, la Iglesia, Cuerpo de Cristo, se

apoya en el misterio de la Trinidad como sobre el único fundamento de su existencia. La Iglesia es, en primer lugar, la Familia del Padre. Ella es la que reúne en torno al Hijo único a los hijos adoptivos del Padre, que real­mente están divinizados, por su unión viva con el Hijo Unigé­nito. Todos los hijos de la Familia participan de la misma vida y de la misma herencia. El hombre se ve colmado por encima de toda esperanza, cuando por medio del Hijo tiene acceso al Padre.

La Iglesia es además el Cuerpo de Cristo. La conexión viva que existe entre los hijos adoptivos y el Hijo Unigénito del Pa­dre está representada por la relación humana que existe entre el Cristo glorioso y los miembros de su Cuerpo. No hay más camino de acceso al Padre que la humanidad gloriosa del Hijo. Los hombres, incorporados a Cristo en la Iglesia, pueden em­prender a su vez el camino de obediencia, hasta morir en la cruz, sacrificio que es siempre agradable al Padre, como el de Cristo. Esta fidelidad total a su condición de criatura hace po­sible a los miembros del Cuerpo de Cristo el reconocer al Dios único de Jesucristo y, por tanto, el profesar un estricto mono­teísmo.

Finalmente, la Iglesia es Templo del Espíritu, su tierra de elección. El Espíritu realiza plenamente su obra allí donde existe un diálogo perfecto entre Dios y los hombres. Como Cristo es el único mediador de este encuentro perfecto, el Espíritu del Padre no vive totalmente más que en Cristo. El es su Espíritu. Pero, al mismo tiempo, anima a la Iglesia de una manera tam­bién perfecta, porque la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. La ac­ción del Espíritu expresa toda la solicitud bondadosa del Padre para con los hombres. El Espíritu vivifica, santifica, unifica. Pero también por ser Espíritu de Cristo está presente en el co­razón del cristiano y le hace exclamar: "Padre." Le invita a conducirse como amigo y a anudar con Dios unos lazos de amor

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eterno, partiendo de los cuales ha de contribuir a la edifica­ción progresiva del Reino.

La misión universal, La misión universal de la Iglesia halla a la luz su fundamento en la iniciativa salvadora del dogma trinitario del Padre. Dios ha creado al hombre por

amor y le llama a su familia por la fi­liación adoptiva. Al anunciar la Buena Nueva de la salvación, la Iglesia propone a todo hombre la realización efectiva de esta condición filial.

La misión universal de la Iglesia prolonga directamente la misión por excelencia: la del Hombre-Dios. Solamente el Hom­bre-Dios posee de derecho la cualidad de Hijo. Cristo, único mediador para la salvación del hombre, ejerce su función me­diadora por medio de una caridad universal, en la obediencia victoriosa hasta la muerte en la cruz. En su empresa misionera, la Iglesia trata de arraigar el misterio de Cristo en todos los pueblos y en todas las culturas, a fin de que su propio dina­mismo encuentre su camino y su cumplimiento.

Finalmente, la misión universal de la Iglesia se realiza di­rectamente bajo la dependencia del Espíritu Santo. Como en­viado del Padre, obra en el corazón de todo hombre y le pone en camino para que se encuentre con Cristo; El es el que re­cuerda sin cesar que Dios es el único dueño de la empresa de la evangelización. Pero como enviado de Cristo, invita a todos los miembros del Cuerpo de Cristo a que contribuyan también, por su parte, a la salvación de toda la humanidad. Bajo su im­pulso, los cristianos comprenden que toda la creación es como un inmenso campo de acción en el que deben trabajar, para completar en sus cuerpos lo que falta a la Pasión de Cristo. Esta es la obra de amor a la que el Padre invita a sus hijos.

La oración eucarística, El cristiano no tiene derecho a orar oración esencialmente como a él le parezca. El Señor le ha trinitaria enseñado a orar así: "Padre nuestro."

En la celebración eucarística, con el Padrenuestro termina una larga oración comenzada en el pre­facio y que tradicionalmente recibe el nombre de "la gran ora­ción eucarística". Nuestra vida espiritual debe adoptar constan­temente el mismo ritmo y la estructura fundamental de esta gran oración.

En la oración eucarística, la comunidad reunida dirige al Padre la oración de sus hijos. Su esperanza les anticipa ya la visión cara a cara que tendrán de Dios después de la muerte.

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La comunidad reunida se dirige al Padre por medio de Cristo, es decir, en memoria de su Pasión, de su Resurrección y de su Ascensión. El hombre solo se convierte en hijo adoptivo en el Cuerpo de Cristo; y esta relación existencial invita al hombre a que el sacrificio espiritual de su propia vida se parezca lo más posible al sacrificio de la cruz. Dirigirse al Padre por Cristo es, por tanto, reconocer al Dios Todo-Otro. Es emprender has ta la muerte un camino de fidelidad perfecta a su condición de criatura.

Finalmente, la comunidad reunida se dirige al Padre por Cristo, en unidad del Espíritu Santo. Dicha comunidad reunida está segura en Cristo, de poder corresponder perfectamente a la acción santificadora del Espíritu, en vista de la obra de unidad y de comunión agradable al Padre.

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FIESTA DEL CORPUS CHRISTI

A. LA PALABRA

I. Deuteronomio Este pasaje puede ser considerado como un 8, 2-3, 14-16 reflejo del Dt 6, 10-14; se encuentran tan to 1.a lectura en una parte como en ot ra la misma exhor-l.er ciclo tación a la fidelidad a Yahvé, mediante el

cumplimiento de sus mandamientos y el re­cuerdo de la experiencia del desierto. Pero se dan una evoca­ción y situación nuevas: la exhortación de Dt 8 parece ser más reciente que la de Di 6 y puede haber sido compuesta dentro de un contexto más litúrgico x. En todo caso, ambas tienen como objeto convencer a un pueblo, probado por los acontecimientos, de que la Palabra de Dios, presente en la creación y la ley, se encuentra también en la prueba misma.

* * *

a) El Deuteronomio quiere convencer a sus lectores de la necesidad de ser fieles a los mandamientos. El argumento prin­cipal es el del recuerdo: los hebreos han vencido al desierto, a pesar de la prueba, la humillación y el hambre ; por tanto, esto quiere decir que la Palabra creadora de los comienzos está siempre dispuesta a obrar en la historia del pueblo, creando sin cesar las condiciones necesarias para su subsistencia y bienes­tar. Esta palabra creadora está contenida en la Ley: obedecer a la Ley es asegurarse la comunión con la Palabra que suscita la vida y ofrece los bienes que puedan ser necesarios. De ahí la estrecha ligazón, típica del Deuteronomio, entre los bienes ma­teriales y el cumplimiento de la Ley (Dt 11, 8-17; 7, 12-15; 28, 1-14).

b) La lectura de este día presenta además el tema, origi­nal, de la prueba en el desierto. Este tema deberá situarse en el contexto de la religión. Representa la respuesta bíblica al

1 N. LOHFINK, "Auslegung deuteronomisches Tex te I I I " , Bib. heb., 1963, págs. 164-72.

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problema de si se puede "probar" la existencia de Dios. De he­cho, una "prueba", en el sentido estricto de la palabra, no es posible más que en campos delimitados por las matemáticas y la lógica. En las ciencias naturales la prueba no es más que una fuerte probabilidad inductiva. ¡Qué decir entonces de la psico­logía y otras ciencias, donde las leyes apenas si gozan de la universalidad de una prueba! En fin, en las relaciones perso­nales se da una imposibilidad total: ¿quién puede probar que un marido no engañará a su mujer, o que un hombre no trai­cionará nunca a su amigo? En este problema no queda más remedio que basarse en la confianza. A este nivel, la prueba (demostrativa) se convierte en una tentación. Se pone la con­fianza en alguien poniéndolo a prueba (tentándolo).

Además, hay que admitir que en la Escritura el hombre no puede poner a prueba a Dios, del mismo modo que tampoco puede probarlo (demostrarlo). Los hebreos nunca han podido olvidar la prueba de Massah (Ex 17, 7; Dt 33, 8; Heb 3, 9; Sal 80/81, 7; 94/95, 9). Solo Dios "pone a prueba" y solo el hombre puede ser probado, porque Dios es fiel por excelencia, y someterlo a prueba o demostrarlo sería una presunción.

Ciertamente, el hombre que ha sido probado y ha salido vic­torioso de la prueba tiene en sí mismo la demostración, más contundente de la existencia de Dios y de la veracidad de sus promesas. La lectura de este día se refiere a esta prueba exis-tencial. No obstante, nunca será aceptable para la filosofía moderna, porque esa prueba reposa sobre la fe.

* * *

Dos elementos importantes marcan, pues, esta lectura: por una parte, la Palabra creadora no está limitada a la creación, sino que acompaña a la historia; por otra, no se da tan solo en el origen del orden natural, sino que, más aún, por la ley se da en el orden moral. Por tanto, nos ponemos en comunión con esta Palabra viviendo la historia de los hombres y situándonos en ella como discípulos "probados" de la voluntad y del de­signio de Dios.

II. Éxodo 24, 3-8 Este pasaje representa la versión elohista 1.a lectura de la alianza del Sinaí. Según esta, la alian-2° ciclo za se concluye, sobre todo, mediante la as­

persión de la sangre, mientras que para la tradición yahvista (vv. 9-10) es la comida de los ancianos con Dios la que señala la conclusión.

a) No obstante, el ritual de la Alianza se presenta con idén­tica forma en todas las versiones (cf. también Di 27, 2-10; Jos 24, 19-28): comienza con una proclamación de la ley y su ratificación por parte del pueblo (v. 7); continúa con la ofrenda de sacrificios que sellan la alianza (vv. 5-6, 8), y finaliza con la erección de estelas que servirán de testimonio para el futuro (v. 4; cf. también Gen 28, 18; 31, 44-54; Jos 4, 4-7; 24, 26-27).

b) Pero la alianza no es tan solo una ceremonia ritual: es parte de la vida misma. (Oseas hablará más tarde de amor con­yugal.) La iniciativa viene de parte de Dios: es El quien hace salir a los hebreos de Egipto y es El también quien desea hacer de ellos su pueblo propio. También le dice a Israel cómo se debe comportar con El2. "Todo esto es lo que dice Yahvé" (v. 7a). El pueblo da libremente su respuesta: aceptará ser el pueblo de Yahvé y Yahvé será su Dios (v. 7b). Más que una simple conformidad a una ley, lo que se pone en común son dos vidas. Ahora bien: la vida está en la sangre (Lev 17, 14), y el rito que manifiesta mejor este sentido de vida es el de la participación en la sangre (v. 8). En efecto, Moisés une la vida de Dios (cf. Ex 20, 24) y la vida del pueblo, esparciendo la sangre de las víctimas sobre el altar (que representa a Yahvé) y sobre el pueblo (cf. Gen 15, 7-18). Las partes contratantes de la alianza están unidas por la vida, por una misma vida.

* * *

La alianza será a menudo renovada a través de la historia de Israel y de la Iglesia, ya que la vida en común es una aven­tura en que es necesario renovar la fidelidad. Pero en Israel nunca será renovado el rito de la sangre: una vez que la vida se ha puesto en común, ya no puede romperse este pacto. Este rito de la sangre tan solo será renovado, y una vez por todas, por Cristo mismo (Mt 26, 17; 1 Cor 11, 23-25), ya que la vida que El condivide con los hombres es una vida nueva que trans­forma a los hombres en hijos de Dios y les abre las puertas de la eternidad (Heb 9, 15-28; Jn 6, 54-56).

III. Génesis 14, 18-20 La narración del encuentro entre Abra-1.a lectura ham y Melquisedec es ciertamente muy 3.er ciclo antigua. Según algunos, las fuentes se

remontan al siglo xiv antes de Cristo y sitúan el pasaje en un contexto cananeo. En el caso de la re­dacción de las tradiciones bíblicas primitivas, que se insertan en la Escritura, se ven alterados ciertos elementos con el fin de justificar la toma de Jerusalén por David (2 Sam 5, 6-10)—con­quista normal, ya que Melquisedec, antecesor de los jebuseos,

2 G. Auzou, De la servitude au service, París, 1961, págs. 268-76.

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había hecho juramento de fidelidad a Abraham, antecesor de David—, y por otra parte, la instauración de la dinastía sacer­dotal de los sadoquitas (2 Sam 8, 17) como sacerdotes de Israel, dinastía de origen probablemente jebuseo, pudiendo, por tanto, reivindicar un sacerdocio "según el orden de Melquisedec", como contraposición al sacerdocio decadente de Silo y del Arca, re­presentado por Eli y Eliatar (1 Sam 2, 30-36) 3.

A los dos motivos que explican la inserción del pasaje sobre Melquisedec en la Escritura (anticipación de la toma de Jeru-salén e instauración del sacerdocio sadoquita) se añadirá des­pués una nueva justificación.

La esperanza mesiánica, rechazando el sacerdocio de Aarón, demasiado comprometido con los sacrificios formalistas (cf. Mal 2, 7-10) se orientará hacia un sacerdocio "según el orden de Melquisedec" (Sal 109/110, 1-4), donde el sacerdote también es rey, esto es, ejerce un culto para Dios, pero referido a una pas­toral, lo cual es ignorado en gran parte por el sacerdocio del Templo; y es más espiritual porque ofrece a Dios un sacrificio incruento: el pan y el vino, expresión de obediencia y de hos­pitalidad (v. 18, en el que Melquisedec ofrece el pan a Abraham y no a Dios).

Melquisedec es pagano, pero se convertirá en el represen­tante de un culto abierto a todas las naciones y opuesto al particularismo aaronita. Melquisedec se nos presenta sin men­cionar su genealogía, y este hecho, extraño en la Escritura, per­mite imaginarnos a un sacerdote que entrega su vida a Dios y asume una mediación efectiva entre Dios y los hombres. Mel­quisedec es rey: por tanto, no es un "especialista del culto y las rúbricas", y más aún que los propios sacerdotes del Templo, se preocupa por el pueblo y deposita ante Dios la vida y sufri­mientos de este. En fin, Melquisedec presenta el pan y el vino a su huésped con un gesto de acogida que los cristianos conser­varán, puesto que su liturgia estará constituida por la acogida a una misma mesa y la apertura a los extranjeros.

Cristo mismo fue inscrito en el orden de Melquisedec (cf. Heb 5), pero el Nuevo Testamento ha preferido definir al sacer­docio de Cristo basándose en el tema del Siervo paciente. Sin embargo, algunas tradiciones litúrgicas han mantenido el re­cuerdo de Melquisedec en la oración eucarística para rememo­rar el nivel de espiritualización del sacrificio de Cristo, el ca­rácter real de su sacerdocio y la referencia al pueblo reunido.

a H. SCHMID, "Melchisedek und A b r a h a m ; Zadok und David", Kairos, VII /2 , 1965, págs. 148-61.

310

IV. 1 Cor 10, 16-17 Del mismo modo que en 1 Cor 11, 23, 29, 2.a lectura Pablo no se detiene especialmente en de-l.er ciclo fender la sacramentalidad de la Eucaristía,

que sus destinatarios no ponen en duda (cf. v. 16, que supone una respuesta afirmativa por su par­te), en cambio subraya las repercusiones de la Eucaristía en el "Cuerpo" de Cristo que constituyen la asamblea y la Iglesia4.

* * #

a) A Pablo le gusta la expresión la unidad de cada uno con Cristo en la Eucaristía. La sangre es alianza, es decir, la vida común entre Dios y los hombres (1 Cor 11, 25). Desde ese momento, el pan y el vino son comunión (koinónía: comunión) con Dios (v. 16). Entendido en este sentido, el término "comu­nión" reemplaza al de alianza que se da en el Antiguo Testa­mento (v. 18) y se opone a la unión que el pagano cree poder realizar con las seudodivinidades por medio de sacrificios idó­latras (v. 20).

b) Pero esta unión de cada uno con Cristo realiza la co­munión de cada uno con todos. Ello no es una simple yuxtapo­sición de individualidades, sino una unidad orgánica; es un "cuerpo" (v. 17; cf. 1 Cor 11, 29): la Iglesia. Por tanto, la Euca­ristía es el sacramento que constituye a la Iglesia mediante la bendición pronunciada sobre el pan y sobre el vino.

* * *

El pan consagrado y conservad» en un tabernáculo, como la asamblea eucarística de la más pequeña comunidad cristia­na, están bajo la potestad de la Iglesia y ayudan a la edifica­ción del único Cuerpo de Cristo que significan.

V. Hebreos 9, 11-15 El cap. 9 de la carta a los hebreos afir-2.a lectura ma la superioridad del sacerdocio de Cris-2° ciclo to sobre todas las formas de sacerdocio.

He aquí uno de los argumentos aducidos: la comparación entre el sacrificio judío del gran día de la ex­piación y el sacrificio de Cristo. Por desgracia, la lectura no reproduce más que la segunda parte de esta comparación5:

4 J. DELMOTTE, "Euchar i s t ic on Kerk", Coll. Br. Gand., 1963, págs. 307-32. 5 C. BOÜRGIN, "Le Chris t-pretre et la Purif icat ion des peches selon l'épl-

t r e aux Hébreux" , Litro, et Vie, 36, 1958, págs. 67-90.

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Por un lado, "Judío". Por otro lado, "Cristo", v. 1- 5: Un tabernáculo te- v. 11-12: Santuario totalmen-

rrestre y sus instru- te otro. mentos. v. 12-14: Rito sacerdotal ab-

v. 6- 7: Un rito reservado al solutamente ún ico , gran sacerdote y que pero del cual los cris-se repite anualmente. tianos no están ex-El pueblo queda ex- cluidos. cluido. v. 13-14: Eficacia soberana,

v. 8-10: Eficacia limitada a la pureza.

Conclusión (v. 15) (que abre paso a un nuevo argumento)

Pero dejando de lado esta comparación, el autor quiere sig­nificar que el paso de la antigua a la nueva alianza se hace por medio de espiritualización e interioridad. Sacrificio interno y sacrificio externo se convierten en uno solo en Cristo.

a) En la antigua alianza, la tienda era el lugar del encuen­tro de Dios con el pueblo, un instrumento que circunscribía la presencia de Dios. En la nueva alianza existe otra tienda: la humanidad de Cristo. Juan ya había procedido a la misma sublimación a propósito del Templo considerado de aquí en ade­lante en la humanidad de Cristo (Jn 2). "Atravesar la tienda" significa, por tanto, "pasar a la humanidad", haciendo de su cuerpo la nueva tienda. Esta imagen está orientada a describir la instrumentalidad salvífica de la humanidad de Cristo.

Entrando en la tienda, el Señor penetra en su santuario "lo­calizado en el cielo" y que es Dios mismo.

b) Seguidamente el autor pasa a comparar los ritos de sangre. En el Antiguo Testamento la sangre está relacionada con la expiación en virtud de una decisión de Dios, no en vir­tud de un poder propio (Lev 17). Su eficacia está limitada al campo de influencia que Dios mismo le concede. Por el contra­rio, la sangre de Cristo es eficaz por sí misma, en virtud de la fuerza divina contenida en ella, que es eterna (término frecuen­temente usado por el autor: 6, 5; 9, 14-15; 5, 9; 13, 20), no solo por duración infinita, sino también porque implica un poder y una energía divinos. En este sentido, el autor puede decir que Cristo ha entrado en el santuario "de una vez para siempre".

c) Eficacia eterna, pero que se extiende a lo más íntimo de nosotros mismos: la sangre de Cristo nos capacita para "ser­vir al Dios vivo" (v. 14) y nos habilita para rendirle culto, como la sangre de los machos cabríos habilitaba a los sacerdotes de la antigua alianza para el sacrificio. En otros términos: la san­gre de Cristo nos hace sacerdotes de Dios vivo (Rom 15, 1; Jn

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\ 4, 24) porque expresa la interioridad de Cristo mismo, una inte­rioridad que llama a la nuestra y dura siempre.

Estos elementos constituyen la nueva alianza: un nuevo lu­gar de presencia y reunión que ya no es la tienda, sino el Cuerpo de Cristo; una nueva sangre que purifica los pecados y habilita, sobre todo, al nuevo sacerdote para ofrecer un sa­crificio espiritual.

* • •

Dios ha preparado progresivamente a su pueblo para pasar de los sacrificios cruentos al sacrificio de oblación espiritual inaugurado por Cristo.

Al principio, los judíos ofrecían holocaustos de tipo pagano, los diezmos y primicias de sus bienes (Lev 2; Dt 26, 1-11). Este se trataba de un sacrificio propio de ricos, y cuya riqueza y abundancia le conferían una importancia (y, por tanto, un va­lor religioso) mayor (2 Cr 7, 1-7). Pero este sacrificio no com­promete en absoluto a aquellos que lo practican: el donante aportaba la víctima y el sacerdote la inmolaba conforme a las rúbricas. Todo ello estaba lejos del sacrificio ideal en el que el sacerdote y la víctima coinciden en una sola persona.

Los profetas se opusieron a este tipo de sacrificio que des­cuida la actitud espiritual y moral, pero sin grandes resulta­dos (Am 5, 21-27; Jer 7, 1-15; Is 1, 11-17; Os 6, 5-6). Será nece­sario que se produzca el exilio para que su predicación aporte los frutos.

En el sacrificio de expiación que, en efecto, aparece en esta época (Núm 29, 7-11), el aspecto cuantitativo desaparece en provecho de los sentimientos de humildad y pobreza. Los "po­bres", sobre todo, ayudaron a esta espiritualización (Sal 39/40, 7-40; 50/51, 18-19; 49/50; Jl 1, 13-14; Dan 3, 37-43). El senti­miento personal constituye lo esencial del sacrificio del futuro (Is 53, 1-10).

Cristo se alinea, manifiestamente, en esta última perspec­tiva. Son su obediencia y su pobreza las que constituyen la ma­teria de su sacrificio (Heb 2, 17-18; 10, 5-7; Rom 5, 19; Mt 27, 38-60; Le 18, 9-14), causas que constituyen su oblación de Sier­vo sufriente (Jn 13, 1-15; Le 22, 20; 23, 37; Mt 26, 3-5).

El sacrificio del cristiano se inscribe en la línea del sacri­ficio de Cristo: una vida de obediencia y amor, que adquiere, por su asociación a Cristo, un valor litúrgico (Rom 12, 1-2; Heb 9, 14).

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VI. 1 Corintios Los corintios celebran la Eucaristía en el trans-11, 23-26 curso de un ágape que con demasiada fre-2.a lectura cuencia divide la comunidad, porque los que 3.er ciclo disponen de medios económicos se agrupan en

torno a unas mismas mesas dejando a los po­bres descartados de sus comilonas (vv. 18-22). Para poner fin a este abuso, Pablo recuerda la institución de Cristo (vv. 23-26) y pone de manifiesto los lazos de unión existentes entre Eucaristía e Iglesia, entre el cuerpo sacramental y el cuerpo místico (vv. 27-29; cf. 1 Cor 10, 16-17) 6.

a) El recuerdo de la institución, tal como Pablo lo presenta, está muy cerca de la versión que nos da San Marcos (Me 14, 22-25), pero la construcción del texto paulino, ya más heleni-zado, revela su uso litúrgico (probablemente antioqueno). Es necesario retener especialmente la repetición del mandato: "ha­ced esto en memoria mía" (vv. 24-25). En la versión paulina, se trata de una acción simbólica (haced esto), que debe ser el memorial del Señor". Pero en una versión más próxima a la aramea puede ser que el mandato de Cristo sea: "En la acción de gracias que dais en el curso de la comida y en la que hacéis memoria (anamnesis) de las maravillas de Dios en la antigua economía, unid también de ahora en adelante la memoria de mi obra." Dando al memorial un cariz más helenista y repitien­do por dos veces la orden, Pablo insiste sobre el carácter real de la memoria de la muerte de Cristo. El v. 27 expresa de for­ma clarísima que el apóstol cree en la presencia del cuerpo y de la sangre del Señor en la acción eucarística de la Iglesia.

o) Por otra parte, si es cierto que el v. 29 puede ser inter­pretado como una afirmación de la presencia real, a pesar de su sentido obvio, sobre todo si se refiere a la doctrina del cuerpo contenida en la primera carta a los corintios (cf. 1 Cor 12, 12-26), es de notar como una celebración indigna de la Eu­caristía revierte en menoscabo del Cuerpo Místico de Cristo cons­tituido por la asamblea (cf. aún en 1 Cor 11, 22, donde el me­noscabo alcanza a la Iglesia de Dios). La perspectiva de Pablo es, en efecto, la de la significación de la asamblea litúrgica: ella es el signo de la congregación de todos los hombres en el Reino y en el Cuerpo de Cristo. Una asamblea en la que hacer mesa aparte no da precisamente ese testimonio y se convierte en un contrasigno.

8 G. BORNKAMM, " H e r r e n m a h l und Kirche bei Paulus" , N. T. St., 1955-1956, págs. 202-06; o Z. Th. K., 1956, págs. 312-49.

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Santificar el Cuerpo de Cristo no es, por tanto, concentrar exclusivamente la atención sobre las especies sacramentales. Estas están en el corazón de la celebración eucarística para per­mitir a la asamblea el "hacer memoria" de la muerte de Cris­to, una muerte que El ha afrontado en la obediencia perfecta a su condición de criatura, pero también para que esta muerte afirme la decisión de entrar, siguiendo a Cristo y gracias a su intervención, en la misma vía de obediencia y de amor, en una palabra, la decisión de "hacer cuerpo" con El.

VII. Juan 6, 51-58 Conclusión del discurso de Cristo sobre el evangelio pan de vida. Jesús ha revelado progresiva-l.er ciclo mente la realidad de su persona: ha ha­

blado de pan, después de pan de vida; a continuación se ha comparado con el maná del cielo, luego ha puesto de manifiesto cómo ese pan expresa su obediencia al Padre y significa su sacrificio por el que El ha sido "dado para los hombres", lo mismo que su sangre ha sido derramada por ellos 7.

* * *

a) Más realista que la palabra "cuerpo", el término carne permite situar el acontecimiento eucarístico en la misma óptica que aquel de la encarnación, donde el verbo se hace "carne" (Jn 1, 14). Este nuevo signo estará de ahora en adelante car­gado de valores de divinización: la "carne" del Hijo del hom­bre investida de la realidad del Hijo de Dios.

Los exégetas no se ponen de acuerdo en el significado a dar a este pan, carne de Cristo. Pero por lo menos los que oían el discurso de Jesús pudieron percatarse del realismo de la en­carnación del Hombre-Dios y el de su sacrificio redentor. Ya de por sí el planteamiento de un misterio tal iba a recoger sus negativas. Pero es sin duda después de la resurrección cuando Juan y los primeros cristianos han descubierto en este texto un anuncio del misterio eucarístico.

b) A continuación Juan subraya la unión que Cristo esta­blece entre ese pan (que al mismo tiempo es su persona hu­mana y la Eucaristía) y la vida trinitaria. Lo mismo que el Hijo vive del Padre, que es el "Viviente", también el cristiano vive del Hijo por intermediación de ese "pan" que le permite tener directamente con el Hijo esos mismos lazos de dependen­cia y comunidad de vida que unen al Hijo con el Padre. El pan

r X. LÉON-DUFOUR, "Le Mvstére du pain de v1e", Rech. Se. Reí, 1958, págs. 481-523.

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es el viático gracias al cual el cristiano entra en la vida tru nitaria.

El último versículo llama la atención sobre el maná. Si ej nuevo pan prolonga verdaderamente la encarnación e intro-duce en la vida trinitaria, el maná no ha venido a ser más qUe una mediocre prefiguración.

El realismo del término "carne" nos lleva a ver en el cuerp0 de Cristo todo el realismo de la vida terrestre del Señor, com­prendida su muerte. El "cuerpo" eucarístico de Cristo está i ¡ , gado a la muerte en la cruz, signo de haberse dado totalmente El mismo por amor de todos.

Comer este cuerpo y aceptar ese don, es amar de tal manera que la muerte y el pecado son superados en un deseo de feli­cidad a la condición "carnal" y a la condición "filial".

VIII. Marcos 14, Prácticamente todos admiten hoy que el re-12-16, 22-26 lato de la Cena de Marcos no contiene las evangelio palabras de la institución. Si se comparan el 2.o ciclo relato de la Cena de Marcos y el de Lucas

(que copia a Marcos) se llega a la conclusión de que este último conoció el Evangelio de Marcos cuando en este no figuraban ni el v. 22 ni el 24b8. ¿Cómo se podría ex­plicar que Le 22, 17 empleando las mismas palabras que Me 14, 23-24a, haya podido vaciar estas frases de toda la significación eucarística que tienen en Marcos, para darles solo una significa­ción pascual? ¿Cómo explicar, además, que en Marcos la copa se bebe en el v. 23 y que solo después en el v. 24b Jesús le confiere la significación eucarística? Por otra parte, el concatenamien-to de los diferentes versículos está mal establecido. Así, el ver­sículo 22 reproduce el v. 18 y el v. 25 habla del "producto de la vid", mientras que el 24 habla ya de "sangre", lo cual cons­tituye una marcha atrás muy curiosa. Tampoco se ve en qué podría consistir el vino nuevo del v. 25, prometido después de la sangre de la nueva alianza del v. 24.

Todo se aclara, en cambio, si se admite que Marcos, como también Juan, no contenía en un principio las palabras de la institución. Según él Jesús realiza la última cena pascual con los suyos antes de la llegada del Reino. Lucas recoge esta ver­sión, pero le añade las palabras de la institución, pues conocía ya la tradición eucarística (cf. 1 Cor 11, 23-27). Cuando se ope­ra una confrontación de los Evangelios para obtener un acuer-

S. DOCKX, "Le Récit du repas pat>cal", Bibl., 1965, págs. 445-53.

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do general, se encuentra una intercalación bastante incómoda en el relato de Marcos, los vv. 22 y 24b, que confieren una signi­ficación eucarística al primitivo relato pascual. No es la única corrección que ha sido introducida en el Evangelio de Marcos para hacerlo coincidir con el de Lucas: el problema del final (Me 16, 9-19) es muy revelador a este respecto.

Los discípulos no han conservado al principio la significación eucarística de la última comida pascual de Jesús, ya que ni si­quiera han conservado el recuerdo de las palabras de la institu­ción. Ciertamente, estas han sido conservadas por Pablo, al cual le fueron transmitidas (1 Cor 11, 23), pero su significación no pudo ser captada más que en los medios cristianos liberados del sacrificio del Templo y del rito pascual, estos medios eran bien conocidos por Pablo y por Lucas.

Así, el Espíritu Santo revela a los discípulos con más clari­dad lo que Jesús les ha dicho: en la experiencia de las prime­ras comunidades y su entrada en una nueva cultura y ambiente están, por tanto, los fermentos de la revelación. Si la Iglesia no hubiese estado en contacto con los medios paganos en sus primeros tiempos, no habría conservado de la Cena más que el recuerdo de la última comida pascual del Señor.

IX. Lucas 9, 11-17 Tenemos seis relatos diferentes del mila-evangelio gro, probablemente el único de la multi-3.er ciclo plicación de los panes, que ha señalado

un punto decisivo en la vida pública de Cristo9. Las versiones de Mt 14, 13-21 y de Me 6, 20-44 dan a entender una extraordinaria efervescencia mesiánica y nacio­nalista en torno a Cristo. La masa del pueblo y los discípulos están a punto de sublevarse contra Herodes y de hacer la gue­rra santa por Jesús (Jn 6, 14), de tal forma que este deberá "obligar" a sus apóstoles a salir de la región (Me 6, 45, 46), purificando así su concepción del mesianismo y conduciéndolos a la confesión de Cesárea (Me 8, 27-30).

Pero Lucas manifiesta un claro afán de sobriedad al apor­tar tan solo un relato de la multiplicación allí donde los sinóp­ticos relatan dos. También suprime los detalles que podrían dar a entender un clima prerrevolucionario: la alusión a las "idas y venidas" de la gente (Act 6, 31), a los armados sin jefe (Me 6, 34; cf. 1 Re 22, 17; Ez 34, 5), grupos de 100 y de 50 que repro-

9 A. G. HÉBERT, "Hís tory in the Feeding of the F lve Thousend" , St. évang., 1963, págs. 65-72 ;H . CLAVIER, "La Multiplication des pains" , St. évang., 1959, págs. 441-57.

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ducían la división de las milicias 10. El Evangelio no ha conse­guido, sin embargo, borrar todas las huellas de este espíritu militarista. Aún habla de cinco mil hombres (v. 14)—solo se habla de hombres, ya que se hace mención de una agrupación militar: cf. Me 6, 44 y la corrección de Mateo, mas sagaz, pero tardía en 14, 21b—y de la reaparición en grupos de 50 (v. 14). Además de este contexto militarista y nacionalista, el relato de la multiplicación de los panes está recargado con numerosas in­terpretaciones, unas de orden litúrgico y otras de orden cate-quético. Las primeras descubren en esta comida una réplica de la Eucaristía (v. 16; cf. Jn 6), las segundas muestran a Jesús abandonando la multitud para dedicarse a la educación de sus discípulos y enseñarles a predicar la Palabra que han recibi­do (v. 16b).

* * *

a) El fondo primitivo del relato podría ser de tipo mesiá-nico. Cristo es la ocasión de un fermento político: la multitud está a punto de organizar una revuelta y quieren hacer a Je­sús rey de un Israel nuevo. En la versión de Lucas se traslu­cen todavía algunos ecos de esta mentalidad equívoca, por ejem­plo, la ordenación de la multitud—formada totalmente por hom­bres—en grupos de 50 como los ejércitos de la época (v. 14; más explícito en Me 6, 40), y la alusión a las exigencias militares de víveres y alojamiento (v. 12). Finalmente, Lucas es el único que destaca el objeto de la predicación, que era precisamente el Reino mesiánico (v. 11).

En estas condiciones, la comida que dio Jesús ha debido ser considerada como signo por el cual el rey se hacía reconocer por sus subditos antes de guerrear para conquistar su trono.

b) Superando la interpretación mesiánica de este aconte­cimiento, las comunidades primitivas lo orientaron en un sen­tido eucarístico. De ahora en adelante los relatos evangélicos proyectarán sobre los gestos de Cristo (v. 16) la significación de los gestos corrientes en la liturgia eucarística de la época. El cuarto Evangelio desarrollará más tarde el tema eucarístico de la multiplicación de los panes, pero los sinópticos ven en ello, preferentemente, la ocasión de definir la Eucaristía par­tiendo de los datos que ya habían adquirido valor en las mul­tiplicaciones de los panes realizadas por Elias y Elíseo: ban­quete de los pobres en espíritu y banquete escatológico ofrecido por el Señor de los últimos tiempos (tema que aparece en el símbolo de los restos: v. 17).

10 Por e jemplo : H. W. MONTEFIOHE, "Revolt in t he Desert?", N. T. Sí., 1962, págs. 1.35-41.

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Si la exégesis de los relatos de la multiplicación de los panes es exacta, plantea un problema grave a la conciencia del cris­tiano que lleva en su corazón la preocupación por sus hermanos hambrientos. Las comunidades primitivas dan, en efecto, la im­presión de haber suavizado el gesto concreto de Cristo saciando el hambre de una multitud hambrienta, en un proceso de idea­lización y de espiritualización bastante grave. Al orientar la óptica del relato hacia el simbolismo eucarístico (v. 16; cf. Jn 6), la experiencia escatológica o la significación misionera (tema de la recogida de los restos para darlos a los ausentes), etc., los primeros cristianos dan a algunos la impresión de que se eva­dían de las exigencias del hambre para refugiarse en un reino que no es de este mundo, en el que se recibe un pan que no está sumergido en las contingencias de aquí abajo, donde no será necesario preocuparse del alimento cotidiano.

Esta concepción es evidentemente falsa y distorsiona grave­mente el pensamiento de Jesús. Por otra parte, este no ha ins­tituido una Iglesia cuya misión estaría reducida a saciar los cuerpos. Si los primeros cristianos dieron al relato una inter­pretación eucarística, esto se debe a que la saciedad de los cuerpos está estrechamente ligada a la saciedad de los corazo­nes. En efecto, el pan eucarístico solo sacia el corazón del hom­bre animándole a amar mejor a sus hermanos y a procurarles el pan que no tienen. El pan eucarístico no enriquece: empo­brece, puesto que solo puede ser comido por aquellos que se abren a la voluntad del Padre. Y nos permite unirnos a los po­bres en su lucha contra el hambre y sus causas precisamente porque nos hace pobres espiritualmente.

De este modo, la participación en el pan eucarístico de nos­otros, ricos, debe hacernos cada vez más desprovistos, arrancar­nos a los bienes perecederos y a su esclavitud. La liturgia del pan de la vida eterna es una llamada incesante a una mayor pobreza.

X. Lucas 22, 14-20 La tradición manuscrita nos da dos ver-evangelio siones diferentes de este pasaje: una lar-ad libitum ga, que comprende los vv. 15-20, y una liturgia de la breve, que se reduce a los vv. 15-18. Como Palabra por añadiduda, los vv. 19-20 están muy

cerca de 1 Cor 11, 24b-25a, y muchos exe-getas han dudado de su autenticidad lucana. Efectivamente, la versión más larga parece provenir de la mano de Lucas, aun­que sea necesario admitir que este ha tomado de Pablo una parte de su texto n . La versión breve ha sido, sin duda, redac-

11 P. BENOÍT, "Le Récit de la cene en Luc XXII" , en ExéuÉse et Théo-logie, Par ís , 1966, págs. 163-209; P. LEBEAU, Le Vin nouveau du Royanme, Brujas, 1966.

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tada por cristianos a quienes preocupaba la mención de las dos copas.

» * #

a) Sería inútil pretender distinguir las dos copas mencio­nadas en los vv. 17 y 20 y hacer referencia con ello a una prác­tica del ritual pascual judío del cual Lucas no se preocupa. De hecho, el evangelista habla dos veces de una sola copa, prepa­rada en el v. 17 y ofrecida en el v. 20. Se podría pensar que no ha querido modificar la fórmula que la tradición antioquena y paulina conocía. Por tanto, la ha reproducido íntegramente (ver­sículos 19-20), pero sabiendo, por otra parte, que Cristo solo ha­bía pronunciado una fórmula eucarística. Lucas menciona en el versículo 17 la bendición de Cristo y la orden de beber de la copa, detalles que todos los evangelistas sitúan en su contexto eucarístico.

Con la disposición de su relato, Lucas quiere simplemente oponer el antiguo ritual de la Pascua (el cordero pascual y la copa de los vv. 15-17) al ritual nuevo (el pan y la copa que se convierte en sangre: vv. 19-20).

b) El v. 18 opera la transición entre los dos rituales. Decla­rando que El no beberá ya más vino antes que llegue el Rei­no, Jesús no piensa en el banquete celestial y escatológico, sino en la Eucaristía de la Iglesia. Para Lucas, en efecto, el Reino ya está aquí (Le 10, 9; 11, 20; 16, 16; 17, 20; cf., sobre todo, Le 22, 29-30). Por tanto, ha querido describir una sola copa, pero dándole su significación pascual judía y subrayando su cumplimiento eucarístico y eclesial. Como los dos relatos de 1 Cor 10, 14-21 y de 1 Cor 11, 23-29, el de Le 22, 14-20 subraya el carácter eclesial de la Eucaristía.

c) La decisión de Cristo de no beber el vino hasta que haya instituido el nuevo banquete en la Iglesia corresponde curio­samente al voto de abstinencia del nazareato judío 12. Este ju­ramento, parecido al del Sal 131/132, 2-5, o a 1 Sam 14, 24, y, sobre todo, al de Núm 6, 1-6 y de Dt 18, 1, significaba en aquel tiempo un compromiso irrevocable (Cristo acepta deliberada­mente su Pasión), una consagración a la obra de Dios (Cristo se consagra totalmente hasta la muerte) y, sobre todo, una actitud de espera escatológica y de oración para la salvación del pueblo. Estas tres dimensiones se encuentran en la actitud de Cristo en la Cena y dan a la copa una verdadera significación sacrificial.

13 M. THUBIAN, L'Eucharistie, París, 2.» ed., 1963.

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B. LA DOCTRINA

El tema del tránsito de la muerte a la vida

Para muchos cristianos la fiesta del Corpus les recuerda simplemente la procesión anual del Santísimo Sacramento, cuando, y en los lugares en que se celebra. Pero el sentido hondo de esta celebración litúrgica pasa la mayoría de las veces des­apercibido. En realidad, merece la pena que nos detengamos en el formulario propuesto para esta fiesta, porque trata de las verdades más fundamentales de la existencia del cristiano. En efecto, las lecturas nos invitan a profundizar en la realidad de la muerte y de la vida, el paso de la muerte a la vida que nos es ofrecido en Jesucristo, así como el papel primordial que des­empeña la Eucaristía en este paso, al que están llamados todos los hombres.

La realidad de la muerte se presenta en toda la trama de la condición terrena del hombre y de las relaciones sociales. La muerte no es únicamente el último acontecimiento de nuestra peregrinación en este mundo, sino el punto culminante de un reto que se impone constantemente al hombre, el momento que no puede escapar a la mirada. Todo acontecimiento, cual­quiera que sea, es portador de muerte. Es como una amenaza, puesto que la aspiración fundamental del hombre es vivir. Ahora bien: si es cierto que el cristiano es el hombre realista por ex­celencia, debe aceptar el mirar a la muerte de frente. En el orden de la fe, este es el aprendizaje más exigente. Y también el más necesario, porque en el corazón del cristianismo está el misterio pascual, es decir, el paso definitivo de la muerte a la vida, realizado de una vez para siempre en Jesucristo.

Este aprendizaje es todavía más necesario en los tiempos actuales, pues en él pisamos el terreno, por excelencia, de la evangelización del hombre moderno. Este hombre, como se sabe, por el dominio que ha conseguido sobre la naturaleza, tiene la ambición de quitar a la vida terrena el peso de muerte de que está cargada. Este proyecto y la eficacia aparente que se le atribuye, obligan al cristiano a precisar lo más correcta­mente posible qué es lo que entiende por paso de la muerte a la vida.

Yahvé, el Dios vivo La vida es el bien más precioso a que de Israel, en busca puede aspirar el hombre. Pero este bien es de la vida muy frágil, porque la muerte lo pone en

peligro sin cesar. El hombre trata por to­dos los medios de escapar a la muerte y, por consiguiente, a todos los acontecimientos imprevistos y a los azares de la his-

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toria. La vida es posesión de los dioses, y, para participar de ella de una manera estable, hay que ponerse en comunicación con el mundo de lo divino, procurar estar de acuerdo con la di­vinidad y entrar directamente en posesión de la vida. Por eso son las liturgias quienes abren al hombre pagano los caminos para esta conquista, porque todo lo que se hace se desarrolla en un tiempo y en un espacio sagrados. Apoyándose en los grandes mitos que canalizan las liturgias, las filosofías y las místicas proponen a una minoría una metafísica de la partici­pación y de los caminos de unión con Dios, que se caracterizan por una exaltación del "alma" y por una repulsa o menospre­cio del cuerpo. ¿Para qué preocuparse del sufrimiento y de la muerte, si no perjudican más que al cuerpo, es decir, una rea­lidad que no tiene verdadera importancia?

Una vez que ha abrazado la fe, Israel no puede recurrir ya a los caminos trazados por el mundo pagano. Su Dios, Yahvé, es dueño absoluto de la vida. Es el Dios vivo de Israel, pero es también el Todo-Otro, y nadie puede subir la escalera que conduce a El. Entre el Creador y su obra existe un foso infran­queable. Este Dios transcendente se manifiesta por medio de sus intervenciones en los acontecimientos, y conduce soberanamen­te a su pueblo a través de los múltiples rodeos de una historia muy concreta, en la que todo es epifanía divina, éxitos y fra­casos, felicidad y desgracia. La vida es, por tanto, un don com­pletamente gratuito. El hombre la recibe, pero no es el señor o dueño absoluto de la misma. Pero, al darle la vida, Yahvé salva al hombre, porque en este mundo el hombre es prisionero de la muerte, como consecuencia del pecado. Por tanto, que Israel sea fiel a la alianza sellada por Yahvé con su pueblo, y llegará un tiempo en que la muerte desaparecerá y la actual condición terrena dará paso a una tierra nueva que no conocerá ya más que la vida por toda una eternidad feliz. Al mismo tiempo que da testimonio de la permanencia del pecado, la esperanza me-siánica da testimonio de esta búsqueda apasionada de un pue­blo por la vida, para conseguirla y poseerla.

Cristo En este aprendizaje para conseguir mi-y el paso definitivo rar a la muerte cara a cara, queda por de la muerte a la vida franquear un paso decisivo. El hombre

judío consideraba a la muerte como la consecuencia del pecado. Para él, el advenimiento de la salva­ción significaba necesariamente la supresión de la muerte. Esta reacción, que pertenece ciertamente al orden de la fe, era toda­vía una reacción de hombre pecador que aspira a vivir en la condición terrena ideal de una vida hecha a su medida, que él puede abarcar. Ahora bien: cuando Jesús viene, inaugura el Reino de vida en este mundo—un Reino que no es de este mun­do, pero que está arraigado en nuestra tierra—> y El mismo

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afronta la muerte de una manera victoriosa. Para este Hombro sin pecado, la muerte tiene sentido. No es ya, como le parecía al hombre pecador, el obstáculo infranqueable que se opone a la obtención de la vida, sino que por sí misma abre el paso que conduce a la verdadera vida.

El afrontar la muerte es algo presente en el itinerario per­sonal de Jesús, así como en sus enseñanzas. En efecto, su doc­trina se resume en una sola ley: el amor fraterno sin fronte­ras. Ahora bien: todo aquel que ama con un amor así, encuen­tra a la muerte sin cesar, y no puede superar este obstáculo, más que si está libre de pecado, por su deseo de fidelidad a su condición terrena de criatura. Amar a todos los hombres es aceptar vivir una vida que la muerte no puede perjudicar. Más todavía, es una vida a la que da acceso la aceptación de la muerte en obediencia a Dios. En cuanto al camino seguido por Cristo en este mundo, es todo él un testimonio de la doctrina que predica: Jesús ha sido obediente a su condición terrena de criatura hasta la muerte de cruz. Cuando la muerte se con­vierte en un arma de la que se sirve el odio que le tienen los hombres, el enfrentamiento de la muerte con la vida llega a su paroxismo. Pero la muerte de la cruz aceptada por obediencia se convierte en el momento privilegiado del paso a la vida, sellando el don total de sí mismo por amor a todos los hombres.

En realidad, Jesús es el único que ha abierto definitivamen­te el paso de la muerte a la vida, porque, según los designios de Dios, el hombre ha sido creado para vivir como miembro de la familia divina, y, si el hombre ha pecado, ha sido porque ha disputado a Dios la posesión de una vida que no pertenece a la criatura. Solamente el Hombre-Dios puede abrir el camino de la vida divina. Por su unión con Cristo, todo hombre se con­vierte en hijo de Dios y poseedor de la vida eterna. El hombre está llamado a honrar su condición de "hijo" siendo fiel a su condición terrena de "criatura", aceptando el afrontar la muer­te como la afrontó Cristo: por obediencia al Dios vivo.

La relación de la Iglesia La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. La con la cruz de Cristo salvación de todo hombre depende de

que esté unido a este Cuerpo, porque Cristo es el único mediador de la salvación. Si dirigimos nues­tras miradas a la cruz de Cristo, que es el momento privilegia­do de su mediación salvadora, ¿cómo se nos presenta la mi­sión de la Iglesia y el contenido de la iniciación que propone a ^us miembros?

La Iglesia, fundada para la salvación, tiene la misión de ha­cer que los hombres entren en el Reino, iniciándolos de una manera progresiva en el misterio pascual salvador. Esta ini-

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ciación en el sacrificio espiritual propio de los hijos de Dios es de naturaleza sacramental. Es portadora de gracia, al mismo tiempo que edifica en la caridad a la comunidad reunida desde los "cuatro puntos cardinales". Pero no produce sus frutos más que si está centrada en el sacrificio de la cruz. Además, la Pa­labra desempeña un papel primordial en la iniciación cristia­na. Gracias a ella, el creyente, unido a sus hermanos, aprende a descubrir el peso de muerte que llevan en sí los acontecimien­tos diarios y las relaciones entre los hombres, tanto entre los individuos como entre los pueblos. Por todas partes donde la muerte aparezca hay que enfrentarse con ella con lucidez y en obediencia. Con esta condición, la ley evangélica del amor universal se hace realidad; con esta condición, la verdadera vida descubre su propia eficacia. Pasar al lado de la muerte o rechazarla cuando se presenta, es permanecer en el pecado, es promover una eficacia ilusoria, es aceptar que la muerte sea victoriosa, puesto que la vida a la que se continúa apegado está ya de hecho herida por la muerte. O, dicho de otro modo: la misión de la Iglesia consiste en enseñar a los hombres a com­portarse en este mundo como hijos de Dios. Como hijos de Dios, conscientes de la vida que les anima para la eternidad, siendo capaces, en Jesucristo, de considerar la muerte de la misma manera que El la ha considerado, dándose cuenta de que es como el paso necesario hacia la verdadera vida.

La Iglesia, como comunidad de salvación, tiene la misión de ser entre los hombres el signo permanente de Dios vivo. Por me­dio de sus miembros dispersos por todo el mundo, comunica a todos los hombres el secreto de la vida que únicamente puede colmar sus aspiraciones, y en los acontecimientos, da testimo­nio del camino que conduce a ella. Este camino pasa por la obediencia hasta morir en la cruz. Es el gran camino del amor universal.

La Buena Nueva El hombre moderno no tiene ante la del misterio pascual muerte la misma actitud que sus antepa­

sados. Para él, la muerte es inherente a la condición humana, y, como acto biológico, afecta a todos los seres vivos. Es verdad que la considera siempre como un escán­dalo, como un obstáculo para sus aspiraciones, pero ante ella no reacciona como en otros tiempos. Antes, el hombre, como se sentía completamente desarmado ante la muerte, buscaba re­fugio en la comunión con lo divino que le ofrecían las litur­gias. Si era judío, la consideraba como "consecuencia" del pe­cado, esperando que con el advenimiento del Reino sería des­truida, así como el propio pecado. Para todos la muerte era la condición del hombre caído. El hombre de hoy ataca a la muerte de frente; ante ella, no obra de una manera pasiva. Gracias al dominio cada vez mayor que va consiguiendo sobre

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la naturaleza, tanto en el exterior como en el interior de sí mismo, trata por todos los medios posibles de alejar las fron­teras de las muerte, para que únicamente vaya unida al enve­jecimiento del organismo, para que entre en el dominio de lo previsible. En todo caso, si la muerte es todavía inevitable, todo lo que la precede desde nuestro nacimiento deja de ser, cada vez más, algo imprevisto. La vida terrena es, cada vez menos, algo aleatorio, puesto que las seguridades se multiplican y las defi­ciencias de todo género van siendo superadas progresivamente.

El cristiano quitaría gran parte de su valor al Mensaje, si se contentara con aplicarlo a la muerte, que sigue siendo inevi­table, añadiendo que el futuro nos reserva todavía guerras, hambres, temblores de tierra, accidentes imprevisibles, etc. Ño se trata de ser profetas de infortunios. Además, el hombre mo­derno experimenta un recelo profundo ante una religión que solo le prometiera consuelos para más allá de la muerte, apar­tándole así de sus tareas terrenas. La Buena Nueva del miste­rio pascual es algo muy distinto de la esperanza de una inmor­talidad feliz..., más allá de una muerte aceptada con resig­nación.

En realidad, lejos de arrancar a la proclamación de la Buena Nueva sus puntos de apoyo, el esfuerzo del hombre moderno por hacer la tierra cada vez más habitable ayuda a descubrir mejor el verdadero carácter del Mensaje cristiano. En efecto, la muerte que acecha al hombre en todos los momentos de su existencia no es, en primer lugar, la muerte biológica o la in­seguridad que aporta el desenvolvimiento temporal de su vida terrena. Consiste, ante todo, en la imposibilidad radical en que se encuentra la libertad espiritual del hombre de apagar su sed de lo absoluto en la posesión de un bien creado. La muerte que se impone a la libertad es un acontecimiento espiritual. Esta muerte se siente especialmente cuando el hombre se encuentra sumergido en la incredulidad y, especialmente también, cuan­do afronta la muerte física. Por el contrario, toda clase de se­guridad puede hacer olvidar que la muerte espiritual es de to­dos los momentos y que hay que mirarla con realismo y obe­diencia, si se quiere promover la vida que no acabará jamas. Cuando el hombre construye una ciudad terrena más habitable y multiplica todas las seguridades de que tiene necesidad, corre el peligro de encogerse sobre sí mismo, de refugiarse en el or­gullo y de no percibir ya la verdadera naturaleza de su libertad. Pero, al mismo tiempo, se da la posibilidad de colocar en su justo nivel la aventura de la condición humana.

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La proclamación de la La Eucaristía es el memorial del sacri-muerte de Cristo en la ficio de la cruz. Día tras día, conmemo-celebración eucarística ramos la muerte de Cristo y el paso

que esta muerte nos ha abierto hacia la vida definitiva, la vida del Resucitado. Pero ¿de qué se tra­ta? ¿Conmemorar es únicamente evocar el recuerdo del acto decisivo que salvó al mundo? Ciertamente que no. Entonces, ¿cuál es el significado de esta expresión?

Para la comunidad reunida, proclamar la muerte de Cristo, conmemorarla, es, en primer lugar, expresar su certeza de que solamente Cristo ha afrontado la muerte como hacía falta que fuera afrontada: con una obediencia perfecta a su condición de criatura. Es, al mismo tiempo, afirmar su decisión de entrar en el mismo camino de obediencia, siguiendo a Cristo y gracias a su intervención.

Desde este punto de vista, la celebración eucarística debe ser el lugar privilegiado donde los cristianos hacen su aprendizaje para mirar a la muerte con una mirada lúcida, en las circuns­tancias concretas de la vida de cada uno. Ya sabemos que la vida moderna, al haber multiplicado las seguridades, produce en el hombre pecador que somos todos nosotros, una temible ceguera. Todo sucede aparentemente como si la muerte no exis­tiera, como si la muerte no impregnara ya la trama de la exis­tencia cotidiana, como si la libertad espiritual no tuviera que enfrentarse con ella.

Ahora más que nunca, la misa debe constituir para el cris­tiano un baño de realismo. La palabra que en ella se proclama debe ayudarle de una manera concreta a tocar con sus manos a la muerte, a la que tiene la misión de vencer, en una unión viva con Cristo. No hay nada morboso en este discernimiento de la muerte, porque el cristiano no la considera más que para poder triunfar de ella.

La muerte, afrontada por obediencia, descubre su verdadero sentido: nos abre el camino que conduce a la vida.

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FIESTA DEL SAGRADO CORAZÓN

A. LA PALABRA

I. Deuteronomio El reino del Norte fue aniquilado en el mo-7, 6-11 mentó de la redacción de este pasaje, y la 1.a lectura amenaza exterior comienza a oprimir pesada-l.er ciclo mente al reino del Sur. Sin embargo, ¿no ha­

bía establecido Dios la alianza con Israel? ¿No es esta elección de Dios la prueba de que el pueblo elegido vale más que todos los otros? ¿Por qué, entonces, esta aniquilación de Israel y su confusión ante las demás naciones? El autor responde a estas preguntas de sus contemporáneos.

* * *

La respuesta del autor, fuertemente influida por el pensa­miento profético, va al fondo del asunto, poniendo a sus com­patriotas ante el misterio del amor de Dios y de su gratuidad.

Dios no ama a un pueblo porque este sea digno de amor o porque tenga más méritos que otro. Lo ama sin motivo, sim­plemente porque él mismo es Amor. Es decir, que lo ama tanto en la felicidad como en la desgracia, concediéndole la prospe­ridad o el castigo, en las situaciones pasadas lo mismo que en los acontecimientos presentes o futuros (vv. 8-9).

Ciertamente, la contemplación del amor de Dios presente en la propia vida del pueblo debería incitar a este, así elegido, a corresponder al menos un poco a este amor. Para ello dispone de los mandamientos de Dios, cuya observancia (vv. 10-11) se­ría un buen testimonio de reciprocidad. No obstante, siempre será cierto que el amor de Dios es gratuito y que ni siquiera esta reciprocidad puede jamás condicionarlo.

Jesús de Nazaret manifestará en su propia persona hasta qué punto la salvación del hombre nace de la iniciativa total­mente gratuita de Dios. Pero, al mismo tiempo, dejará fuera

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de toda duda que la iniciativa de Dios invita a los hombres al papel de copartícipes en el cumplimiento de sus designios sobre toda la creación.

II. Oseas 11, 1, 3-4, 8-9 Estos versículos son extractos de un 1.a lectura trozo más importante (Os 11, 1-11) 11a-2,o ciclo mado a justo título "la balada del amor

desdeñado" 1. En ella expone Oseas, en un tono elegiaco y lírico, los aspectos dramáticos del amor de Dios hacia su pueblo. Después de haberlo comparado al amor conyugal (caps. 1-3), ahora lo compara al amor paternal (v. 1). La primera estrofa canta la educación paternal que Yahvé ha dado a su pueblo (vv. 2-4); la segunda, su aparente fracaso después del exilio (vv. 5-6); la tercera (vv. 7-9), el perdón mi­sericordioso de Dios. Finalmente, la conclusión (Os 11, 10-11) abre las perspectivas de un porvenir dichoso, restablecido el amor entre Dios y su pueblo.

Israel, por su sincretismo idólatra, se ha hecho culpable ante su "Padre". La mano de Dios podría pesar sobre él con tanta fuerza como sobre Sodoma y Gomorra, Adma y Ceboyim (v. 8; cf. Gen 10, 19; 14, 2, 8; 19, 24; Dt 29, 22). En esa misma época Amos amenazaba al pueblo infiel con un castigo peor que el de esas ciudades malditas (Am 4, 11-13). Pero Oseas es el profeta del amor fiel de Dios y de su perdón. El sabe que en el secreto de su corazón misericordioso Yahvé ha decidido ya no infligirle a Efraim un castigo tan definitivo. La elección del pueblo inclina a Dios a perdonarle.

El último motivo por el que Dios se inclinará al perdón es precisamente el hecho de que El es Dios (v. 9). Su comporta­miento es diferente al del hombre, que es vengativo y jus­ticiero (v. 9; cf. Núm 23, 19; 1 Sam 15, 29); El se mantiene fiel a su pueblo y conserva su amor para con él, a pesar de los obs­táculos, más allá de las infidelidades.

* * *

Perdonar es verdaderamente una actitud divina, porque solo Yahvé es capaz de dominar el acontecimiento inmediato y re-lativizarlo en la perspectiva más amplia de la historia de la salvación y de la eternidad.

Perdonar es de tal modo una actitud tan divina que los con-

1 H. VAN DEN BUSSCHE, "Ballade de r miskende Liefde", Col. Br. Gd., 1958, págs. 434-66; en francés en Bi. V. Ch., 1961 n ú m . 41, págs . 18-34.

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temporáneos de Cristo se maravillarán un día de que un poder semejante sea dado a los hombres (Me 2, 7).

Es de notar, además, que los pueblos sin historia sienten mayor dificultad para perdonar, del mismo modo que las per­sonas demasiado sensibles, ante la inmediatez de un aconteci­miento, con frecuencia se muestran incapaces de dejar espacio a la historia de la salvación. Por otra parte, solo se puede per­donar en Cristo, porque solo en El se relativizan todos los acon­tecimientos en contacto con la eternidad.

Sin embargo, el perdón que Dios propone a los suyos no es un medio de volver al afecto de la infancia, como podrían in­ducir a creer los primeros versículos del pasaje. Ciertamente, la infancia tiene su encanto, pero el Dios Padre que el pecador en­cuentra después de la transgresión fatal y el perdón necesario no tiene nada del padre del infantilismo: es el Padre adulto, ante el cual somos lo que se nos ha dado.

III. Ezequiel 34, 11-16 El cap. 34 de Ezequiel puede ser llama-1.a lectura do con todo derecho el capítulo del 3.er ciclo "buen pastor". Pero su exégesis no es

nada simple. Parece que el profeta es­cribe después de la caída de Jerusalén mientras que el territo­rio de Judá está sumido en la más profunda anarquía (cf. Jer 40-42). El pueblo de los salvados no comprendió la lección de la caída de Jerusalén porque, a sus ojos, bastaba cambiar de po­lítica para recuperar un estatuto válido.

Ezequiel pronuncia entonces, sin duda hacia el 584, un dis­curso, resumido en nuestra lectura, en el que la emprende con­tra las bandas que aterrorizan la región, lamenta que no haya ya verdadero rey (v. 6) y anuncia un juicio de Dios contra los falsos pastores (vv. 10-15). En un segundo discurso, resumido en los vv. 17-22 (y ¿31?), Ezequiel cambia de perspectiva y no la emprende ya contra los falsos pastores, sino contra las ove­jas ricas que explotan a las pobres; sin duda alude a los cam­pesinos ricos que se negaban a ayudar al proletariado de las ciudades hambriento por el sitio.

A estos dos discursos, el profeta o uno de sus discípulos aña­de una conclusión contenida en los vv. 23-24 y que anuncia la solución a los dos problemas planteados en el reino de Yahvé y de su príncipe David.

Un siglo más tarde sin duda, un profeta insertó en Ez 34 un poema de consolación (vv. 25-30) que recoge los grandes temas de consolación del Deutero-Isaías presentando el futuro para­disíaco del rebaño de ovejas.

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En la época del exilio, el pueblo está dividido en ovejas fa­mélicas y en ovejas "dispersadas". Las primeras designan pro­bablemente a los miembros del pueblo que permanecieron en Palestina, donde son entregados a la tiranía del ocupante y ex­poliados por los agentes del enemigo; las segundas designan a los que fueron llevados en cautiverio o huyeron a Egipto. El futuro se dibuja como una reunión o congregación de todas las ovejas, pero esta reunión reviste dos nuevas características: en primer lugar se realizará en torno al mismo Yahvé y no en tor­no al rey (v. 11); en segundo lugar estará formada por relacio­nes personales y de mutuo conocimiento entre Dios y cada uno de los miembros del pueblo (v. 16) y no ya por la pertenencia jurídica y exterior a la alianza.

Ezequiel tiene, pues, delante, un reino situado directamente bajo la dependencia divina y basado sobre relaciones esencial­mente religiosas. Como tal, este reino es cualitativo y no com­pite con el reino terrestre ni se adhiere a instituciones huma­nas. Es de otro orden y puede extenderse por todos los reinos porque se limita a añadir una dimensión religiosa a las relacio­nes humanas ya existentes.

* * *

Ezequiel es uno de los primeros profetas que ofrece las ba­ses más serias de la teología del reino de Dios. Bases que vol­veremos a encontrar explicitadas de nuevo por Jesús al decla­rar que su reino no es de este mundo (aspecto cualitativo), para afirmar a continuación que El ha venido a realizar una reunión general en dos tiempos: primero, la misión que convoca a to­dos los hombres, buenos o menos buenos (Mt 13; 22, 1-10); después, el juicio, que hace la criba de estas dos categorías (Mt 13, 30; 22, 11-14). La asamblea eucarística lleva estas mar­cas decisivas del reino de Dios; está constituida por aquellos a quienes Dios he reunido ya, independientemente de tal o cual cultura, de tal o cual estructura política o social. Congrega a los buenos y a los otros indistintamente, porque es signo de la misión y no del juicio.

IV. 1 Juan 4, 7-16 El comentario a los vv. 7-10 puede verse en '¿.a lectura el núm. V (2.a lectura, 2.° ciclo) del sexto

l.er ciclo domingo del Tiempo pascual, y el de los vv. 11-16 en el núm. V (2.a lectura, 2.° ciclo)

del séptimo domingo del Tiempo pascual.

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V. Efesios 3, Estos versículos concluyen la parte doctrinal 8-12, 14-19 de la epístola a los efesios. Pablo contempla el 2.a lectura "misterio" de la introducción de los paganos 2° ciclo en la edificación de la Iglesia, donde él sitúa

el papel de su apostolado (vv. 8-13) y termina su contemplación con una oración (vv. 14-20).

* * *

a) Pablo canta el significado cósmico de su apostolado, a partir del misterio de la reunión de todos los hombres en el Reino.

La intervención del apóstol es decisiva en primer lugar en el tiempo, porque le corresponde (v. 9) revelar la decisión que Dios tomó en la eternidad, pero que ha estado oculta hasta aho­ra. Aunque él sea indigno de esta misión (v. 8), Pablo saca a la luz la preparación misteriosa de su Evangelio en la obra del Creador. Mediante esto, él participa en la historia de la salva­ción (v. 10).

Su intervención es también decisiva en el espacio, pues con­cierne no solo a los hombres, sino también a los principados y potencias celestiales (v. 10), esas fuerzas hostiles al Reino (Ef 6, 12; 1 Cor 15, 24) sometidas ahora al señorío de Cristo (Col 1, 16; Ef 1, 21), llevadas a descubrir en el Evangelio de Pablo el misterio de la voluntad de Dios que ellas ignoraban totalmente.

b) Pablo subraya la victoria de Cristo sobre estas potencias angélicas (Ef 2, 2; 6, 12) con mayos fuerza, puesto que los cris­tianos salidos del paganismo no han abandonado aún total­mente su temor frente a ellas. ¿No eran ellas las que goberna­ban la evolución del mundo, dándole al hombre los "bienes te­rrestres" de una felicidad individual o colectiva? Pablo no se contenta con proclamar su derrota; revela además que la Igle­sia las ha suplantado, gracias a Jesucristo, en la dispensación de esos bienes, que ahora son bienes celestiales (v. 10; cf. Ef 1, 3; 4, 7) gracias al acceso a la intimidad del Padre (v. 12; cf. Ef 2, 18).

El mundo pecador, dominado por las potencias angélicas, por su culto y sus instituciones, ha sido suplantado definitiva­mente por un mundo nuevo y por una humanidad regenerada, que no conocen otro mediador fuera de Cristo (v. 11) ni otras bendiciones celestiales que la de la Iglesia (v. 10).

c) Pablo dirige su oración al Padre (v. 14) y especifica el motivo de esa oración. La humanidad está dividida en muchas familias (patria: v. 15), en muchas razas y pueblos: concreta­mente en judíos y paganos. Pero hay una familia única y uni­versal que reúne a toda la humanidad bajo un Padre común.

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Así, por encima de todos los antepasados de las familias hu­manas, el Padre, en Jesucristo, congrega a sus hijos.

d) Pablo pide que reine la colaboración entre las faculta­des superiores del hombre (hombre interior: Rom 7, 22) y la potencia del Espíritu de Dios (v. 16), y también que Dios habite plenamente en el hombre, según la predicción de Ez 34, 26 (v. 17).

Este tema de la morada de Dios en nuestros corazones podría darnos la clave de la interpretación de los últimos versículos (longitud, anchura). El origen de su simbolismo hay que bus­carlo en la descripción del nuevo templo de Ez 40; el profeta había sido invitado a medir las dimensiones del futuro templo escatológico. Ahora bien: San Pablo acaba de decir, unos ver­sículos antes (Ef 2, 20-22), que este templo de Dios edificado sobre la Piedra fundamental que es Cristo, ajustada en el Es­píritu, es ahora el conjunto de los cristianos, edificado en la caridad y el amor de Dios; el cristiano se convierte, pues, en piedra de este edificio y los cimientos sobre los que se basa só­lidamente son la caridad de Dios y su amor redentor (Rom 5, 1-11; 8, 35-29; 2 Cor 5, 14-19). Pablo invita a los cristianos a medir el impenetrable y misterioso designio de Dios, que no es otra cosa que la estructuración del hombre nuevo por el don del Espíritu, o la habitación de Dios en su nuevo templo es­piritual. Y ante él, Pablo se arrodilla como se habría arrodi­llado ante el antiguo Templo, porque el amor de Dios actúa en todas partes.

e) Para concluir, el autor recuerda a sus lectores que la riqueza de Dios superará todo lo que se pueda pedir (v. 19), como sucedió con Jesucristo (vv. 20-21).

El pasaje que leemos hoy en la liturgia se centra en este tema de la riqueza de Dios, traduciéndola en expresiones sinó­nimas: plenitud (v. 19), superación, infinidad (v. 20), potencia, gloria (v. 16), fuerza (v. 18), etc. Para San Pablo esta "riqueza" divina, que no pertenece al orden del conocimiento, sino al del amor (v. 17), viene a completar la pequenez de la inteligencia del hombre (v. 20).

* * *

La tradición ha puesto en claro, en seguida, la universalidad de la Iglesia. Esta no excluye a nadie de la convoción a la sal­vación, sino que, al contrario, llama a todos los hombres, de todas las culturas, a que, unidos a Cristo, se conviertan en co­laboradores de Dios para la construcción de su morada entre los hombres.

Anunciar a los "paganos" la incomparable riqueza de Cristo es, sin duda, llamarlos a reforzar las filas de estos construc­tores del Reino, pero es también ayudarlos a reconocer y a pro-

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mover la verdad del hombre y su llegada a la madure1, por la fe y el amor (vv. 16-17).

VI. Romanos 5, 5-11 En los primeros versículos de Rom 5, Pn« 2fl lectura blo ha mostrado cómo la justificación 3.er ciclo es un hecho adquirido (vv. 1-2), en opo­

sición a la concepción judia, que ponlu sus esperanzas en el futuro. La prueba de esta justificación está en la obra de amor realizada actualmente por el Espíritu Santo (v. 5). Pero estos hechos no nos eximen de esperar: le dan a la esperanza una cualidad y un objeto insospechados para los ju­díos (vv. 3-5). El mismo argumento aparece otra vez en los ver­sículos 6-11, pero con una nueva óptica y un nuevo vocabulario.

La historia de la salvación reposa en tres hechos: un hecho pasado, la muerte voluntaria de Cristo por los pecadores (ver­sículos 6-8); un hecho presente, la reconciliación adquirida por esta muerte que da sus frutos en esta vida (vv. 10-11) y, final­mente, la garantía de un acontecimiento futuro: Dios dará su vida y su gloria a los hombres ya reconciliados con El, porque Jesucristo ha muerto por ellos (v. 10b). Lo esencial, pues, está ya hecho. Vivir en esta convicción la situación nueva es con­fesar su fe y asegurar su esperanza. Los judíos no esperaban más que en la promesa; para el cristiano, en cambio, Dios está presente en la actualidad de su vida y su esperanza reposa so­bre hechos.

* * *

La vida religiosa de Israel está orientada hacia el juicio fu­turo de Yahvé, recompensa para los buenos y castigo para los malos. El cumplimiento de la ley permite al hombre judío en­trar en esta perspectiva: El está del lado de los buenos y su justicia aparecerá en el juicio de Dios.

Pero el itinerario del pueblo escogido implica descubrimien­tos desconcertantes. Dios no es solamente el juez que da segu­ridad a los buenos; es también el Todo-Otro, ante el cual el hombre no tiene derechos que reclamar, y que puede salvar al pecador o justificar al justo. La justicia justificante de Dios no responde a la concepción de justicia distributiva de los hombres.

Cristo ha vivido en su persona los dos tipos de justicia: ha observado la justicia de la ley coronándola en el amor y ha aportado, por su perdón, la justificación a toda la humanidad. El cristiano no está ya, como el judío, orientado hacia un último juicio de tipo distributivo. En efecto, para él la justicia de Dios

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es la de alguien que es "Todo-Otro", dando pruebas de ello al re­conciliarse con la humanidad.

Los cristianos tienen una experiencia privilegiada de esta justificación en la celebración eucarística. La participación en el Pan y en la Palabra realiza, de la forma más concreta, la iniciativa de gracia que se manifestó de una vez para siempre en Cristo, especialmente en su muerte. Pero la Eucaristía con­vierte además al cristiano en colaborador de Dios en la edifi­cación de su Reino: justificado por Cristo, el fiel está llamado a colaborar durante su vida presente a la construcción del reino de la justicia de Dios. La fidelidad cotidiana del cristiano cons­tituye un signo que deberá brillar ante los hombres, con el fin de que el mayor número posible de ellos, también justificados, construyan el Reino futuro y se congreguen en él, en la vida y en la gloria del Dios de amor.

VIL Mateo 11, 25-30 La cuestión de la autenticidad, de la uni-evangelio dad y de la doctrina de este pasaje, plan-l.er ddo tea muchos problemas a los exegetas. La

primera parte (vv. 25-27) se parece mu­cho a la versión de Lucas (Le 10, 21-22), pero la segunda se se­para mucho de ella (Le 10, 23-24 y Mt 11, 28-29). Parece, sin embargo, que Mateo transmite una versión primitiva, si tene­mos en cuenta el gran número de aramismos de este relato.

Primero, Cristo formula una acción de gracias a su Padre (vv. 25-27) porque ambos son el uno para el otro y por la mi­sión que El ha recibido de revelarlo a los pequeños. En segundo lugar, se vuelve hacia esos pequeños (vv. 28-30) para invitarlos a entrar en comunión con El.

* # 4-

a) El trasfondo bíblico de este himno es muy revelador: Cristo se aplica el himno de Dan 2, 23. Los tres "niños" (cf. Le 10, 21) se oponen a los "sabios" babilónicos; gracias a sus ple­garias (Dan 2, 18) se les ha concedido la "revelación" del mis­terio del Reino (expresión característica del libro de Daniel, que se vuelve a encontrar también en Le 10, 21), que ha escapado a los sabios y doctores.

Cristo compara la oposición entre sus discípulos y los sabios del judaismo a la que separa a los niños y los sabios en tiem­pos de Nabucodonosor2. También El va a abrir su reino y ofre-

2 L. CERFAÜX, "Les Sources Scr ip tura i res de Mt 11, 25-30", Eph. Th. Lov., 1954, págs. 740-46; 1955, págs. 331-42. H. MERTENS, L'Hymne de jubi-lation chez les synoptiques, Gembloux, 1957

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cer la "revelación" a una categoría bien determinada de "po­bres", los que lo son en el plano de la inteligencia. En esto se separa de algunos doctores del judaismo, que con frecuencia crun despiadados para con el pueblo ignorante (cf. Is 29, 14; 1 Cor 1, 19, 26) 3.

b) En otro pasaje del libro de Daniel (Dan 7, 14), el Hijo del hombre recibe todo del Antiguo en días..., y este misterio constituye el objeto de la revelación hecha a Daniel. Partiendo de este texto, Cristo, que reivindica para Sí el título de Hijo del hombre (Mt 24, 36), bendice al Antiguo en días, pero con un nuevo nombre, el de Padre, porque ha "puesto todo en sus ma­nos", es decir, porque le ha dado, como en Dan 7, 14, un "poder sobre todas las cosas" (Mt 28, 18; Jn 5, 22; 13, 3; 17, 2), pero también un conocimiento pleno del Padre, que deberá revelar a los hombres (v. 27). Cristo es, así, simultáneamente, el Rey y Revelador del Reino a los pequeños. Agrupándose en torno a El, estos podrán conocer a Dios y constituir una comunidad dis­tinta de "los que no conocen a Dios"; primero, los paganos (Jer 10, 25), y después, los sabios judíos (v. 21; cf. Jn 12, 39-50).

c) Los "cansados y cargados" (v. 28) son los mismos que los pequeños y los ignorantes de los versículos precedentes. En efecto, el peso o el yugo designa con frecuencia en el judaismo el cumplimiento de la ley (£cZo 51, 26; Jer 2, 20; 5, 5; Gal 5, 1). Los escribas les habían sobrecargado con un número incalcula­ble de prescripciones que los simples y los ignorantes se esfor­zaban por observar, sin tener la capacidad suficiente para dis­tinguir lo necesario de lo accidental (Mt 23, 4). Los que Jesús ha reclutado no son tanto los afligidos como los simples e ig­norantes, esclavos de las prescripciones del legalismo judío. Cris­to, que guardaba sus distancias frente el intelectualismo, hace otro tanto frente al legalismo.

d) Jesús se presenta, sin embargo, como los rabinos y los sabios que reclutaban discípulos para sus escuelas (v. 29; cf. Eclo 51, 31; Is 55, 1; Prov 9, 5; Eclo 24, 19). Impone a su vez un yugo, pero fácil de llevar (1 Jn 5, 3-4; Jer 6, 6) porque El tam­bién ha formado parte de la comunidad de los pobres anunciada por Sof 3, 12-13, y porque reúne a los mansos y humildes de corazón. El nuevo Maestro de sabiduría es, pues, un Pobre y lo es de corazón, porque ha adoptado libre y voluntariamente esta condición.

Esta pobreza de Cristo da unidad a todo el pasaje. Frente al intelectualismo de los sabios que creían saberlo todo, Cristo se

0 S. LEGASSE, "La Révélat ion aux 'Néphioi", Rev. bibl., 1960, pági­n a s 331-48.

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dirige a los ignorantes, pero como uno de ellos, pues afirma que todo lo que El sabe no proviene de El, sino que lo ha reci­bido del Padre (vv. 21-22). Frente al legalismo de los rabinos. Jesús se vuelve hacia los que se encurvan bajo el yugo de la ley, que sienten complejo de culpa frente a esa ley, y se presenta igualmente como uno de ellos: también a El le han echado en cara faltas y pecados (el contexto de Mt 12, 1-11 lo muestra claramente) y se ha liberado de ese complejo de culpa, invi­tando a cuantos son víctimas de él a liberarse también.

Una comparación entre Ben Sirá (Eclesiástico) y Jesús pue­de ayudar a comprender la originalidad del mensaje de este último. Ambos han vivido una relación especial con Dios: para uno, era de orden sapiencial e intelectual; para el otro, de orden filial. Con el primero Dios comparte secretos; con el se­gundo comparte su vida.

Ben Sirá y Jesús se enfrentan con los problemas de la ley. A los ojos del primero, la ley emana de la sabiduría y es un instrumento para encontrarse con Dios; para el segundo, su yugo—al menos el yugo del legalismo—es una pantalla que im­pide el encuentro con Dios, porque desvía a los ignorantes y falsifica sus relaciones con Dios.

Ambos atienden especialmente a los pobres y a los humildes. Pero el segundo amplía el círculo de los pobres a los ignorantes y a los que han sido explotados por una falsa sabiduría y un legalismo estrecho. Ben Sirá y Jesús quieren ser maestros de sabiduría, pero uno cree que su enseñanza sanará a los pobres, mientras el otro se hace pobre entre los pobres y revela incluso sus relaciones con el Padre en la forma de pobreza absoluta, pues El no es nada por Sí mismo y solo es lo que se le ha dado.

En Jesús, pues, la pobreza adquiere una desviación de su cen­tro de gravedad. La pobreza definía una situación material o de ignorancia; representaba algunas veces una actitud espi­ritual y moral; de ahora en adelante expresa una condición ontológica. Cristo es pobre porque en El el hombre se comprende en su relación con el Padre, y esta pobreza es salvadora porque no está construida por fuerzas humanas.

Serán discípulos de Jesús los que acepten en lo más profundo de su ser la renovación que los hace disponibles a la iniciativa divina y vivirán esta renovación en la comunidad eclesial de los pobres, encargados de mostrar al mundo, de este modo, la adopción divina de los hombres y de vivirla ya en el misterio eucarístico.

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VIII. Juan 19, 31-37 La característica del relato de la Pasión evangelio según San Juan, con relación a los sinóp-2.° ciclo ticos, es que hace coincidir la muerte y la

resurrección de Cristo en una misma "ho­ra", la hora de su gloria (cf. Jn 8, 28). El pasaje litúrgico del día de hoy es una meditación en la que Juan, partiendo de la cruz de Jesús, descubre la gloria del Señor. Expresa esta refle­xión recurriendo a algunos temas bíblicos4.

# * *

a) El primero de estos temas es el del cordero pascual. Para establecer este paralelo, Juan recuerda que la muerte de Cristo se sitúa en el día de la "preparación" (v. 31), en que se inmolaba el cordero pascual. Viendo cómo los soldados quiebran las pier­nas de los crucificados, conforme a Dt 21, 22-23, pero respetan las de Cristo, Juan constata que este respeto obedece a una rú­brica sobre el cordero pascual (vv. 32, 33, 36; cf. Ex 12, 46). Je­sús no ha muerto; es un liberador, del mismo modo que el cor­dero que salvó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto. Pero Jesús es superior al cordero pascual, porque aporta a su muerte los sentimientos del Siervo sufriente. En arameo, las palabras "siervo" y "cordero" son idénticas, de suerte que Juan ha podido pasar de una imagen a otra y hacer también una alusión, cuando habla de los huesos que no serán quebrados, al cordero pascual liberador y al siervo (Sal 33/34, 21) que con sus sufrimientos expía los pecados del mundo, con mayor efi­cacia que el cordero ritual.

o) Cristo en la cruz no es solamente un cordero inmolado para la remisión de los pecados, sino también el Rey-Pastor del nuevo rebaño. La cita de Zac 12, 10 en el v. 37 evoca una figura mesiánica del tiempo exílico, rechazada por el pueblo (Zac 12, 8; 9, 9-10; 11, 12-14; 12, 10; 13, 7) y condenada a muerte, una muerte que el profeta asocia al nacimiento de una fuente de agua viva que purificará al pueblo (Zac 13, 1; cf. Jn 19, 34; cf. Ap 7, 17). La muerte de Cristo no es, pues, un término, in­cluso muerto será "contemplado" por la fe (sentido de la pala­bra "ver" en el v. 37; cf. Jn 6, 40; 12, 44-45) y los que se con­viertan a El entrarán en la vida.

c) Hay, pues, un "después" de la muerte de Jesús, un tiempo ofrecido a la contemplación y a la conversión. El cadáver de Cristo es descolgado de la cruz, pero su presencia queda peren­nizada en forma sacramental en el misterio de la sangre y del cordero (y. 34). Juan no hace aquí necesariamente alusión a los sacramentos de la Eucaristía y el bautismo. Piensa más bien en la economía sacramental, en general. La sangre atestigua la rea-

4 F. RAURELL, "El costado abierto por la lanza", Asambleas del Señor, núm. 56, Ed. Marova, Madrid, págs. 33-47.

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lidad del sacrificio del cordero y el agua, símbolo del Espíritu, atestigua la eficacia espiritual de este sacrificio (cf. Jn 7, 37-39; 4, 14).

d) Si Jesús puede comunicar el agua misteriosa, símbolo del espíritu de Dios, que brota en su corazón, no hay que olvidar que unos instantes antes Jesús había gritado que tenía sed (Jn 19, 28). Cristo tiene que sentir la sed de agua antes de po­der apagar la sed de sus hermanos (igualmente en Jn 2, 1-10 y 4, 5-10), con el fin de mostrar que para cumplir su misión divinizadora ha tenido que llegar hasta el extremo de la con­dición mortal y sedienta del hombre.

* * *

El desarrollo de la historia de la salvación está, por tanto, ligado al desarrollo de la sacramentalidad: el encuentro per­fecto de Dios y de la humanidad, anunciado ya en la segunda lectura, que se realizará solamente contemplando al que ha sido traspasado, pasa necesariamente por la celebración de los sacramentos y la referencia de estos al misterio de la cruz.

IX. Lucas 15, 3-7 Esta parábola pertenece al grupo de las "pa-evangelio rábolas de la misericordia" 5, donde se trata 3.er ciclo de la oveja perdida, de la dracma perdida y

del hijo perdido. Aparte de un breve para­lelo con Mt 18, 12-14, este conjunto es propio de Lucas, cuya obra insiste en la importancia de la misericordia en la vida de Cristo si se trata del perdón a los pecadores (Le 7, 36-50; 22, 48, 61; 23, 34), de la piedad que ofrece a los desgraciados (Le 6, 24; 8, 2-3; 10, 30-35; 11, 41; 12, 13; 16, 19-25; 18-22) o la aten­ción al sexo débil (Le 7, 11-15; 36-50; 8, 2-3; 10, 38-42; 18, 1-5; 23, 27-28).

* * *

Los fariseos, dictando severas normas de pureza y prescri­biendo abluciones antes de las comidas, habían excluido de las comidas sagradas a una serie de pecadores y de publícanos. A este ostracismo, Cristo opone la misericordia de Dios, que busca sin cesar la salvación de los pecadores. El mismo es también fiel al deseo del Padre cuando va a buscar a los pecadores, lo más lejos posible. Esta intención aparece inmediatamente en la pa­rábola de la oveja perdida, donde Lucas, contrariamente a Mt 18, 12-14, compara la alegría del pastor a la de Dios y los ánge-

6 J. CANTINAT, "Les Paraboles de la miséricorde", N. R. Th., 1955, págs. 246-64; H. B. KOSSEN, "Quelques Remarques su l'ordre des paraboles dans Le 15, et sur la structure de Mt 18, 3-13", N. T., 1956, págs. 75-80.

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les (vv. 6-7). No es que se diga que el pecador es más amado que los demás: no conviene confundir la alegría del encuentro con el amor a todos los hombres.

La parábola de la dracma perdida tiene una estructura idén­tica. Desdoblando su enseñanza, Cristo ha querido sin duda di­rigirse tanto al público femenino como a los pastores que le ro­deaban, pero, sobre todo, se ha dejado llevar por el procedi­miento hebreo del paralelismo.

Para justificar el orden en que Lucas presenta las parábo­las de la misericordia, se ha hecho referencia a Jer 31. En efec­to, para los primeros cristianos el Antiguo Testamento era la única Escritura. Leyendo alguno de sus textos recordaban las palabras de Cristo y las anotaban al margen. Por eso el orden de las perícopas en el Antiguo Testamento puede haber sido el origen del orden de ciertas perícopas del Nuevo. Ahora bien: en Jer 31, 10-14, Dios congrega, como un pastor, a su pueblo dis­perso y anuncia que habrá alegría entre los reunidos (cf. Le 15, 4-7). En Jer 31, 15-17 una mujer llora la pérdida de sus hijos, a los que recobrará más tarde (cf. Le 15, 8-10). En Jer 31, 18-20, Efraim se convierte y pasa a ser el hijo predilecto de Dios (cf. Le 15, 11-32). Finalmente, Jer 31, 31-34 ofrece una conclu­sión válida también para las parábolas de Lucas: la nueva alianza se basará fundamentalmente en el perdón y la mise­ricordia de Dios.

* * *

El hombre moderno experimenta un cierto malestar ante el tema clásico de la misericordia divina. La misma palabra evoca una actitud sentimental y paternalista, así como la impresión de una alienación religiosa, como si el cristiano que recurre a la misericordia de Dios se eximiese de sus responsabilidades.

Pero la Biblia propone una concepción mucho más profunda de la misericordia. Este término evoca el amor en su fidelidad al compromiso y en su ternura de corazón. En una palabra, de­signa una actitud profunda de todo el ser.

La experiencia de la condición pecadora del hombre está en la base de la noción de la misericordia divina. Esta es una in­vitación a la conversión, y como una exhortación a testimoniar este amor a los otros, especialmente a los paganos (Eclo 23, 30-28, 7).

En este punto, Jesús es fiel a las perspectivas del Antiguo Testamento. Manifiesta la misericordia de Dios con todas sus consecuencias, uniéndola al ejercicio de la misericordia humana para hacer una empresa conjunta de Dios y el hombre, respuesta activa del hombre a la iniciativa proveniente de Dios. Testimo­nia a los pecadores y a los excomulgados una misericordia in­finita.

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Los cristianos son, en primer lugar, invitados a hacer la ex­periencia espiritual de la misericordia divina desde su punto de vista, pues Dios les toma tales y como son. Jamás se sentirán abandonados: Dios está siempre presente, sin cesar, en su bús­queda. El recurso a la benevolencia paterna es siempre posible. Sin embargo, el pecador no está verdaderamente arrepentido, más que si entiende, no solamente la llama a la conversión, sino, incluso, las exigencias de la misericordia referida a los otros. De igual modo, la Iglesia no comprenderá la misericordia divina que la funda en la existencia más que el día en que ella descarte el legalismo que puede engendrar la Institución eclesial para re­unir a los pobres y a los pecadores todos respetando su dignidad.

Memorial de la muerte de Cristo, la Eucaristía recuerda que un solo hombre ha sido misericordioso en la misma medida de la misericordia divina. Comulgar en su mesa es, pues, bene­ficiarse de esta misericordia del Hombre-Dios, pero también testimoniarla.

B. LA DOCTRINA

El tema del designio de Dios

Los cristianos son depositarios de un secreto, pero la mayo­ría de las veces se comportan como si lo ignoraran. Tienen ac­ceso al misterio "escondido desde los siglos, en Dios" (Ef 3, 9): Jesucristo es el Salvador de la humanidad, y su intervención en este mundo debe ser considerada como el acontecimiento decisivo de la Historia humana. Esta afirmación central de la fe, ¿la llevan los cristianos en el corazón de su existencia? ¿Es de verdad la luz que ilumina su camino? Muchas veces parece que no.

Esta situación se explica si nos referimos a los siglos de cris­tiandad. Todos los hombres del mundo occidental estaban bau­tizados y eran considerados cristianos. Pero cuando los cristia­nos no tienen medios concretos para comprender que su con­dición normal es la de "estar dispersos" entre los demás hom­bres, no se ven empujados por las circunstancias a percibir en su interior aquello que es lo específico del cristianismo. Muchas veces, sin darse cuenta, reducen fácilmente esto a algunas exi­gencias evangélicas, perdiendo de vista que el Evangelio es ante todo una Persona, Alguien. Y entonces se imaginan que el cris­tiano se distingue del no cristiano por diversas actitudes que le son propias, tales como el desinterés, el amor a los más po­bres, etc. Esto, evidentemente, no es falso, pero es incompleto.

Hoy, que la Iglesia está un poco por todas partes en estado de misión, cristianos y no cristianos se codean a diario. Este contacto revela a menudo al cristiano que, teniendo todo en

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cuenta, él no es mejor que los demás, y, suponiendo que la sa­biduría en la que se inspira sea superior a cualquier otra, el testimonio que de ella da a los demás no llega nunca hasta donde podría llegar. ¿Dónde está entonces la originalidad del testimonio cristiano en el mundo actual? El Concilio Vaticano II, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, entre otras cosas nos recuerda que todos los hombres, de una manera o de otra, pertenecen al Pueblo de Dios. Pero entonces, ¿por qué se nece­sita la misión y cuáles son las tareas que dicha misión requiere?

En verdad, la única realidad propia del cristianismo tiene un nombre: Jesucristo. En El y solo en El tienen consistencia los designios divinos de salvación. El formulario de la fiesta del Sagrado Corazón nos invita a profundizar en este dato funda­mental para ver lo que se deduce de él para la vida cristiana y el contenido del testimonio de la fe.

El misterio oculto Desde toda la eternidad, Dios tuvo el de-desde la eternidad signio de crear por amor y de llamar a los en Dios (Ef 3, 9) hombres a la filiación adoptiva en unión

de vida con el Verbo encarnado, con Cristo recapitulador, a fin de que por su don mutuo, que es el don del Espíritu Santo, se edifique la Familia del Padre. Este designio es, en primer lugar, un designio de salvación, puesto que el hom­bre no puede dar por sí mismo una respuesta a Dios que tenga la cualidad de ser una respuesta "filial", y el amor divino que le anima es lo suficientemente grande como para alcanzar al hombre, incluso cuando le rechaza e incluso en su pecado.

¿En qué sentido ha permanecido este misterio oculto hasta el momento de la Encarnación del Hijo de Dios? O también, lo que viene a ser lo mismo, ¿por qué Jesús de Nazaret ha inter­venido tan tarde en la historia de la humanidad? ¿Qué signi­ficado hay que dar a este largo caminar de los hombres, que hay que calcular en un mínimo de quinientos mil años, que es tanto como decir doscientas cincuenta veces el tiempo que nos separa hoy de Jesús?

En primer lugar, que el misterio de la salvación haya per­manecido oculto en Dios no significa de ninguna manera el que hasta la Encarnación haya sido solamente un puro proyecto sin ninguna realidad. Por el contrario, hay que afirmar que por parte de Dios todo se ha cumplido desde el principio: la ini­ciativa divina de la salvación, que tiene lugar en la creación, es la misma que se manifestará en Jesús de Nazaret. La crea­ción del hombre a imagen y semejanza de Dios no es extraña a la acción del Verbo eterno, imagen perfecta del Padre, y la Historia de la humanidad no se puede comprender sin la ac­ción del Espíritu Santo, que es el que reúne a los hombres y

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da unidad en el amor, porque El es el don mutuo del Padre y del Hijo.

Si el misterio de la salvación, que tiene toda su consistencia en Dios, ha permanecido, sin embargo, oculto a los ojos de los hombres durante tanto tiempo, esto no ha podido ser más que por una razón esencial, relativa a la naturaleza misma de este misterio. La explicación de que la Encarnación tardara tanto tiempo se basa en lo siguiente: la salvación de la humani­dad es un misterio de amor y, por consiguiente, un misterio de reciprocidad. A la iniciativa de Dios debe corresponder la respuesta del hombre. Inspirado por el amor, el gesto creador de Dios es infinitamente respetuoso para con el hombre. Este no sale ya completamente fabricado de las manos de Dios, sino que recibe el poder de construirse a sí mismo, de irse elaboran­do lentamente a través de los años. ¡Cuánto tiempo ha sido necesario para que la humanidad aprenda a hablar y después a escribir! ¡Cuánto tiempo ha sido necesario para que un pue­blo llegue al descubrimiento del Dios Todo-Otro, a través de los acontecimientos de su propia historia! Sin duda alguna, el pecado del hombre ha frenado la marcha de la humanidad, invitándola sin cesar a seguir unos caminos que no tenían sa­lida. Pero, de todos modos, se necesitaba mucho tiempo para que la historia humana desembocara en esta mujer humilde, la Virgen María, que es la que ha vivido con toda verdad y con toda lucidez la religión de la Espera o del Adviento. María es la mujer en quien la libertad espiritual del hombre ha produ­cido los más abundantes frutos; la que nos ha manifestado, en el más alto grado, hasta dónde el gesto creador del Amor ha querido manifestar el respeto por el hombre, su criatura. Des­de ahora en adelante, la religión de la Espera puede dar lugar a la religión de la Realización. La Encarnación del Hijo de Dios no entrañará para la humanidad ninguna secreta aliena­ción. Jesús, en cuanto hombre, ha sido engendrado por una mu­jer y preparado por ella para su misión de mediador de la salvación.

El designio eterno La iniciativa divina de gracia en engendrado en Cristo Jesús los designios de salvación, que ha nuestro Señor (Ef 3, 11) estado obrando constantemente

durante el período de la historia humana anterior a la venida del Hijo, desemboca en el mis­terio de la Encarnación. Esta iniciativa divina nos descubre el significado final de la larga marcha de la humanidad hasta llegar a Cristo. Ya desde el principio el llamamiento divino a la filiación adoptiva está grabado, en cierta manera, en el co­razón de la libertad humana, impidiendo al hombre el conten­tarse definitivamente con la posesión de los bienes creados, ha-

O/IO

ciéndole acceder con Israel al plano de la fe, embarcándole en esta extraordinaria aventura espiritual que es la esperanza me-siánica, esta esperanza humana que va a salvar al hombre, ajustándole perfectamente a la iniciativa divina. Pero este plan de Dios desemboca necesariamente en la Encarnación, porque solo el Hombre-Dios puede dar a Dios una respuesta verdade­ramente filial, sin dejar por eso un solo momento de ser cria­tura. Solo el Hombre-Dios puede cerrar de una manera adecua­da el lazo de reciprocidad perfecta entre Dios y la humanidad. O, dicho de otro modo: el momento preciso en que la huma­nidad ha alcanzado en uno de sus miembros su propia cima, es también el momento en que Dios le ha dado el testimonio supremo de su amor: el envío de su Hijo eterno.

El misterio oculto desde todos los siglos ha sido, por fin, revelado. La historia de la salvación comienza verdaderamente en Cristo nuestro Señor. Esto, que es revelado, no es una doctri­na, sino la salvación que se ha hecho efectiva. Es el reencuen­tro del hombre con Dios, que se ha realizado al fin. La inicia­tiva gratuita del Padre encuentra en Jesús una respuesta per­fecta, y la historia de la salvación se manifiesta como una em­presa convergente de Dios y el hombre. El Hombre-Dios, el Hombre de entre los hombres que supera con éxito la aventura humana, concilla en su Persona la paradoja esencial de la vo­cación del hombre: su obediencia de criatura hasta morir en la Cruz es una obediencia filial: la del Unigénito del Padre. En Cristo, la adopción filial se ofrece a todos los hombres, cuya aspiración más íntima ha sido colmada así por encima de toda medida. Todos podrán decir al Padre común un "sí" verdadera­mente filial, siendo únicamente, pero de una manera total, fie­les a su condición de criatura. Finalmente, el envío del Hijo entraña el envío del Espíritu Santo, que es común al Padre y al Hijo; el Espíritu de amor que sella la unidad de sus rela­ciones personales. Porque habiéndose asociado en Cristo la hu­manidad en estas relaciones inefables, el mismo Espíritu que está obrando en la creación desde sus orígenes, también puede ser enviado desde ahora a toda la humanidad, para significar con ello que ha adquirido la adopción filial en el Hijo unigéni­to y, al mismo tiempo, para sellar en la unidad del amor el reencuentro efectivo de Dios y el hombre.

La sabiduría de Dios La resurrección de Cristo marca el en su diversidad inmensa, final del primer acto de la historia revelada por medio de de la salvación. Se ha edificado el la Iglesia (Ef 3, 10) Templo del reencuentro perfecto de

Dios y del hombre. Sus sólidos ci­mientos se han colocado ya de una manera definitiva. El Cuer­po resucitado de Cristo es ya para siempre el "sacramento" primordial del diálogo de amor entre Dios y la humanidad.

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Pero habiéndose dado ya el primer paso, todavía continúa la historia de la salvación. La piedra angular ha sido colocada ya de una manera sólida, y el templo del diálogo de Dios y el hombre va adquiriendo forma de una manera progresiva, hasta que todas las piedras hayan sido colocadas en su sitio. La his­toria de la salvación es la historia de la Iglesia. Familia del Padre y Cuerpo de Cristo.

La tradición ha esclarecido rápidamente la catolicidad de la Iglesia, es decir, la diversidad infinitamente variada de su ros­tro, como resultado de la variedad de sitios en que ha sido im­plantada entre los hombres y los pueblos. Esta catolicidad no es una dimensión "superficial" del ser de la Iglesia. No quiere decir solamente que la Iglesia no excluye a nadie en su llamada a la salvación, sino que dice de una manera positiva que todos los hombres y todos los pueblos están llamados—con todo lo que dichos pueblos son, humanamente hablando—a ser, uni­dos a Cristo, los aliados irreemplazables de Dios en la edifica­ción de su Reino; que todos y cada uno de ellos son una piedra original que deben aportar a la construcción, piedra que todos y cada uno de ellos tiene que descubrir. Toda la riqueza de la creación de Dios, libre de la hipoteca del pecado, es la que de­bemos volver a encontrar transfigurada, en el Reino, desple­gando para ello toda la sabiduría divina en su rica diversidad.

El origen de esta dinámica salvadora es el Espíritu Santo. Sus dones son infinitamente variados y se manifiestan en la medida en que los hombres trabajan en la edificación del Reino, siguiendo a Cristo. La condición previa para que se produzca este dinamismo es la de estar arraigados en la caridad de Cristo. Es preciso amar como Cristo ha amado, sin que nos detenga ninguna frontera, amar hasta el don total de sí mismo, hasta el don de la vida. Tal amor es siempre un brote imprevisto, una novedad. Es la conducta de los hijos del Padre, una con­ducta que es auténticamente humana, en la que el hombre moviliza, en Cristo, todas sus energías; una conducta que no cesa de apoyarse en la iniciativa concreta de Dios, de la que revela su fecundidad inagotable. En este reencuentro siempre renovado de Dios y el hombre, la presencia personal del Espí­ritu y los dones multiformes que El distribuye dan testimonio de que la edificación del Reino continúa y que es la obra con­junta del Dios del Amor y de los hombres a los que ha intro­ducido, de una manera gratuita, en su propia Familia. ¡Oh misterio insondable de la historia de la salvación!

Anunciar a los paganos Los miembros del Cuerpo de Cristo, la incomparable riqueza esos hombres que han tenido acceso de Cristo (Ef 3, 8) a la revelación del misterio oculto en

Dios desde los siglos, se ven empu­jados por el dinamismo irresistible de su fe a anunciar a sus

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hermanos la Buena Nueva de la salvación, que de una vez para siempre nos ganó Jesucristo. San Pablo expresa el objeto de la Buena Nueva con estas palabras: es la incomparable riqueza de Cristo.

Si el misterio de la salvación es lo que acabamos de decir, misionar es ofrecer en participación una riqueza que no se po­see y de la que no tenemos ni la exclusividad ni el monopolio. El misterio de Cristo trasciende toda expresión particular. Cual­quiera que sea la diversidad y la profundidad, los caminos espi­rituales de todos los hombres y de todas las culturas encuen­tran en El, y solo en El, su punto de cumplimiento y de Con­vergencia. Cristo es verdaderamente la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Por tanto, anunciar a Cristo a todos los que no le conocen es estar uno mismo esperando también un nuevo descubrimiento de su misterio en el corazón de los hombres y de los pueblos que se han de convertir a El; es hacer posible el que la acción del Espíritu, que está obrando en el mundo pagano, fructifique en Iglesia y adquiera una ex­presión inédita hasta entonces. Misionar es vaciarse de sí, ha­cerse más pobre que nunca, acompañar a los paganos en su propio camino, participar en su búsqueda y, en esta participa­ción fraterna, hacer aparecer a Cristo como el único que puede dar sentido a esta búsqueda y llevarla hasta su meta.

Además, anunciar a los paganos la incomparable riqueza de Cristo es no solamente llamarlos a reforzar las filas de los cons­tructores del Reino, sino, al mismo tiempo, ayudarles también a reconocer y a promover la verdad del hombre en su condición de criatura en este mundo. Existe una relación indisoluble en­tre la riqueza del Reino, que es la obra común del Padre y de sus hijos, y la riqueza de la creación restituida a su realidad humana. Lejos de conducirlos a la evasión, el anuncio de la Buena Nueva invita a los hombres a poner manos a la obra, a explotar sus recursos, a hacer que la tierra sea cada vez más habitable para el hombre, a dar todo su valor a la riqueza de la creación de Dios. El amor que edifica el Reino es insepara­ble del amor que hace que progresivamente la humanidad acceda a su verdad definitiva, y lo mismo el cosmos todo entero. Esta verdad no se consigue sino más allá de la muerte, pero se va construyendo en este mundo sobre un terreno en el que sin cesar encontramos a la cizaña mezclada con el buen trigo. La separación no se hace hasta después de haber pasado por la muerte.

«Salió sangre San Juan concede gran importancia a la y agua» (Jn 19, 34) lanzada que siguió a la muerte de Cristo

en la Cruz: "Llegados a Jesús (los solda­dos), le encontraron muerto, y no le rompieron las piernas. Pero

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uno de los soldados le abrió el costado con su lanza, y al ins­tante salió sangre y agua" (Jn 19, 33-34). Para el evangelista, toda la economía sacramental de la Iglesia ha brotado, en cier­ta manera, de Cristo en el momento de su muerte en la cruz, y se funda ante todo en los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía.

O, dicho de otro modo, el desarrollo de la historia de la sal­vación va unido al desarrollo de la sacramentalidad. El tem­plo del reencuentro perfecto de Dios y de la humanidad debe crecer, y los momentos privilegiados de este crecimiento están marcados por la celebración del bautismo y de la Eucaristía. Pero, tanto el significado del bautismo como el de la Eucaris­tía se refieren al sacrificio de la cruz. Es decir, que hay que conceder gran importancia en cada uno de ellos a la procla­mación de la Palabra de Dios. Ella es la que, poco a poco, va labrando el corazón y el espíritu de los creyentes, para que se conviertan en compañeros de Cristo en el cumplimiento de los designios de la salvación. Ella es la que los prepara para el des­cubrimiento de las incomparables riquezas de Cristo.

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ÍNDICES

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ÍNDICE DE LECTURAS

Génesis 14, 18-20 Pag. 309

Éxodo 24, 3-8 308 34, 4-6, 8-9 289

Deuteronomio 4, 32-34, 38-40 290 7, 6-11 327 8, 2-3, 14-16 307

Proverbios 8, 22-31 291

Ezeguiel 34, 11-16 329 36, 25-28 269

Oseas 11, 1, 3-4, 8-9 328

Mateo 11, 25-30 334 28, 8-15 7 28, 16-20 219, 299

Marcos 14, 12-16, 22-26 316 16, 15-20 222

Lucas 9, 11-17 317 15, 3-7 338 22, 14-20 319 24, 13-35 11, 78 24, 35-48 15, 80 24, 46-53 225

Juan 3, 1-15 3, 7-15 3, 16-18 3, 16-21 3, 31-36 6, 1-15 6, 16-21 6, 22-29 6, 30-35 6, 35-40 6 44-51 6, 51-58 6, 53-60 6, 61-70 7, 37-39 10, 1-10 10, 11-18 10, 22-30 10, 27-30 12, 44-50 13, 16-20 13, 31-35 14, 1-6 14, 1-12 14, 7-14 14, 15-21 14, 21-26 14, 23-29 14, 27-31 15, 1-8 15, 9-11 15, 9-17 15 12-17 15, 18-21 15, 26-16, 4 16, 5-14 16, 12-15 16, 16-20 16, 20-23 16, 23-28 16, 29-33

53 56 297 57 59 61 63 97 98 99 102 315 106 108 271

118, 135 119, 135

137 121 138 141 161 144 158 145 193 177 195 177

160, 179 182 194 182 184 210 212

216, 300 230 227 229 260

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17, 1-11 243, 262 17. 11-19 244, 264 17,20-26 246, 265 19, 31-37 337 20, 11-18 8 20, 19-23 277 20, 19-31 " 35 21, 1-14 "."".'""" 19 21, 15-19 81, 266 21, 20-25 268

Hechos 1. 1-H 216 1. 12-14 2 3 6

1, 15-17, 20-26 237 2, 1-11 97S 2, 14, 22-28 6 4 2, 14, 22-32 7 2, 14, 36-41 HO 2, 36-41 Q 2, 42-47 27 3, 1-10 g 3, 11-26 14 3.13-19 .'::::::::::::::::: es 4 .1-12 ie 4 ,8-12 m 4. 13-21 22 4, 23-31 51 4, 32-35 27 4, 32-37 == 5, 12-16 07 5, 17-26 57 5, 27-32, 40-41 .... 70 5, 27-33 <Sq

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15, 1-6 178 15, 1-2, 22-29 189 15, 7-21 179 15, 22-31 182 16, 1-10 183 16, 11-15 209 16, 22-34 211 17, 15, 22-18, 1 214 18, 9-18 227 18, 23-28 228 19, 1-8 259 20, 7-12 196 20, 17-27 261 20, 28-38 263 22, 30; 23, 6-11 265 25, 13-21 265 28, 16-20, 30-31 266

Romanos 5, 1-5 295 5, 5-11 333 8, 14-17 294 8, 22-27 270

1 Corintios 10, 16-17 311 11, 23-26 314 12, 3b-7, 12-13 276

2 Corintios 13, 11-13 293

Efesios 1 17-23 218 3; 8-12, 14-19 311

Hebreos 9, 11-15 311

1 Pedro 1, 3-9 31 1, 17-21 73 2, 4-9 151 2, 20-25 113 3, 15-18 189 4, 13-16 241

1 Juan 2, 1-5 74 3, 1-2 115 3, 18-24 154 4, 7-10 190 4, 7-16 330

4, 11-16 241 5, 1-6 33

Apocalipsis 1, 9-13, 17-19 34

5, 11-14 77 7, 9, 14-17 110 21, 1-5 151) 21, 10-14, 22-23 191 22, 12-14, 16-17, 20 242

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ÍNDICE DE TEMAS

Los temas indicados en mayúscula son los que reciben un des­arrollo doctrinal (las páginas se indican en cursiva).

Acepción de personas, 188. Actitud, 109. Agua, 269, 338. Alianza, 157, 274, 309. Amistad (divina), 182. AMOR, 141, 163, 182, 190, 193, 194,

247. Ancianos, 151. Aparición, 7, 222. Apologética, 16, 80. Asamblea, 77, 102, 274. ASCENSIÓN, 223, 231.

Banquete escatológico, 61. Bautismo, 221, 260. Beneplácito, 156. Bienes celestiales, 331. Buen pastor, 118. Búsqueda, 120.

Camino, 159. Carga pastoral, 263. Cargo, 238. Caridad, 162. Carismas, 259, 277. Carne, 315. Casa (de Dios), 158. Casa privada, 266. Celeste-terrestre, 60. Clamor, 116. Comensalidad, 181. Comida, 20, 317. Como el Señor, 113. Complot, 261. Comunicación, 187. Comunidad, 29.

Comunión, 192, 311. Condición filial, 316. Confesión, 75. Confianza, 264. Confirmación, 186. Conocimiento, 76, 120, 214, 335. Conversión, 14, 104, 167, 110, 136,

176, 211. Contestación, 212. Copas, 320. Coraje, 261. Cordero, 78, 337. Costado, 37. Creación (nueva), 269. Creer y ver, 230. Cuerpo, 314.

David, 142. DESIGNIOS DE DIOS, 340. Desinterés, 264. DÍA DEL SEÑOR, 283. Discípulo, 100, 102. Divinidad, 141. Doce, 148. Dos espíritus, 190.

Educación, 213, 300. Elias (nuevos), 108. Enseñanza, 221. Escatología, 32, 115. Esperanza, 297. Espíritu, 212, 270, 300. Estancia de Dios, 158. Estar con el Padre, 8. Eucaristía, 62, 107, 318.

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Experiencia, 79. Expiación, 116.

Fe, 53, 63, 109, 136, 242, 260. Fecundidad, 116. Fervor (comunitario), 28. Filiación, 33.

GLORIA, 104, 243, 253. Glosolalia, 275. Gracia, 296. Gratuidad, 327.

Habitar, 195. Heredero, 294. Hijo de Dios, 294. Hijo del hombre, 34. Hipóstasis, 292. Historia de la salvación, 140, 215,

242, 290, 333. Hombre-Dios, 190. Homilía, 139. Hora, 227. Horizontal (y vertical), 155.

Iglesia, 320, 331. Impureza, 180. Incredulidad, 19, 23. Infalibilidad, 193. Institución, 23. Insti tución apostólica, 184. Intronización, 67. Investidura, 148. Israel (nuevo), 152.

Jefe, 219. JERUSALÉN, 167, 236. Jerusalén (nueva), 156. Jesús, 18. Juez, 111. Juicio, 58, 60, 212, 298. Justificación, 296.

Ladrón, 118. Liberación, 57. Libertad (de hablar), 52. Liturgia, 226.

Maná, 61, 98. Mediador, 229.

Memorial, 314. Mesiánico, 318. Mesías, 67. Misericordia, 338. Misioneros, 136. Misión, 138, 149, 216, 262, 266. Misterio, 109, 331. Monoteísmo, 290. Morada, 332. MORAL, 163, 242. Mundo, 33. MUERTE Y VIDA, 321.

Nacimiento, 54, 73, 115. Niños y sabios, 334. NOMBRE DE JESÚS, 18, 128. No violencia, 190.

Obediencia, 194. Ofrenda de la vida, 119. Oposición, 211. Oración, 145, 229, 237, 271.

Padre, 121, 331. Padre nuestro, 237, 241, 294. PAGANOS, 134, 202. Palabra, 307. Pan eucarístico, 103. Pan de vida, 99. Paráclito, 212, 300. Participación, 309. Par tu r ien ta (mujer), 227. Pascua, 73, 109. Pasión, 96, 239, 265. PASTOR, 118, 119, 122. Paternidad, 58, 298. Paz, 296. Pecado, 75, 81, 110. PENTECOSTÉS, 278. Perdón, 110, 328. Permanencia (en Dios), 76. Persecución, 97, 150, 185, 210, 239. Personalidad de Jesús, 62, 63, 98,

121. Pesimismo, 262. Piedra, 152. Pobre, 335. Poder, 10, 29, 82, 219. Presencia, 8, 60, 217, 220. Primado, 82, 268. Problema religioso, 25. PROCESO, 96, 239, 248. Progreso, 150. Prueba, 32, 307. Pueblo, 154.

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Puerta, 119. Pureza, 134.

Raza (de Dios), 214. Regeneración, 31. Religioso (problema), 25. RESURRECCIÓN, 25, 80, 84, 270.

argumentos escriturísticos, 17, 65, 69, 71.

argumentos teológicos, 69. Reunión, 117, 330. Rey-pastor, 337. Riqueza, 332. Ritos, 312. Ruptura, 217.

Sabiduría, 218, 291. Sabios (y niños), 334. Sacerdocio, 310. Sacerdotes, 312. SACRAMENTALIDAD, 44. Sacrificio, 320. Sangre, 309, 312, 337. Santidad, 245. Sed, 272. Sentado a la derecha, 223. SEÑOR, 89. Señorío, 220. Servicio, 261. Siervo, 114. Siete, 148. Significación (de la Eucaristía),

106. SIGNOS DE LA FE, 38. Subsistencia, 209. Superchería, 7.

Tabernáculos (fiesta de los), 116. TEMPLO, 192, 197, 240. Terrestre-celeste, 60. Testimonio, 71. Tiempo, 292. Tienda, 117, 312. Tradición, 226. Traición, 238. Transfiguración, 225. Transmisión (de poderes), 82. Tribulaciones, 297. TRINIDAD, 293, 301.

Últimos tiempos, 229. Unanimidad, 237. Unidad, 246, 247, 311. Unidad de la Iglesia, 20, 187, 277. Universalismo, 112, 266, 275.

Ver (y creer), 230. Ver al Padre, 145, 289. Verdad, 58, 298. Vertical y horizontal, 155. Victoria, 34. Vida de fe, 23. VIDA Y MUERTE, 321. Vida t r ini tar ia , 263, 315. Vigilancia, 160. Viña, 160. Visión, 103. Vocación apostólica, 105.

Yugo, 335.

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ÍNDICE GENERAL

Octava de Pascua Pág. 7 Segundo domingo del tiempo pascual 27 Segunda semana del tiempo pascual 51 Tercer domingo del tiempo pascual 64 Tercera semana del tiempo pascual 96 Cuarto domingo del tiempo pascual 110 Cuarta semana del tiempo pascual 113 Quinto domingo del tiempo pascual 147 Quinta semana del tiempo pascual 175 Sexto domingo del tiempo pascual 186 Sexta semana del tiempo pascual y Ascensión 209 Séptimo domingo del tiempo pascual 236 Séptima semana del tiempo pascual 259 Vigilia y fiesta de Pentecostés 269 Fiesta de la Trinidad 289 Fiesta del Corpus Christi 307 Fiesta del Sagrado Corazón 327 índice de lecturas 349 índice de temas 353