Maertens, Thierry - Nueva Guia de La Asamblea Cristiana 07

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Thierry MAERTENS y Jean FRISQUE

NUEVA GUIA DE LA

ASAMBLEA CRISTIANA

TOMO VII

VIGÉSIMO SEGUNDO AL TRIGÉSIMO CUARTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

EDICIONES MAROVA, S. L. Viriato, 55 - Madrid-10

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Es ta NUEVA GUÍA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA se publica s imul táneamente

en ocho idiomas y ha sido escri ta or ig ina lmente en francés. La t raducción ha sido realizada por los servicios técnicos de EDICIONES MAROVA, S. L., y la por tada ha sido diseñada por TONI PEREGRÍN.

Nihil obs ta t : V. DESCAMPS, can. libr. cens.

I m p r i m a t u r : J . THOMAS, vic. gen., Tornaci , die 28 mar t i i 1970.

Depósito legal : M. 24097.—1969 (VII).

© P a r a la edición española : EDICIONES MAROVA, S. L.,

Viriato, 55, Madrid (España), 1970.

P r in ted in Spain. Impreso en España por

GRÁFICAS HALAR, S. L., Andrés de la Cuerda, 4, Madrid, 1970.

VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Jeremías 20, 7-9 El profeta Jeremías parece haber estado 1.a lectura profundamente dominado por una psicolo-l.er ciclo gía depresiva. Ya al comienzo del reinado

de Ioaquín, una violenta diatriba contra el culto del Templo le había envuelto en un proceso por sacrilegio del que salió absuelto (Jer 26, 24), pero profundamente afectado. Encarándose con su destino, Jeremías escribió sus "confesiones", un género nuevo en Israel, eco de los dramas provocados por la llamada de Dios en su alma delicada (Jer 16, 1-13, etc.). La lectura litúrgica de este día no es más que un breve extracto de una serie de escritos autobiográficos (Jer 20, 7-18), en los que el profeta maldice el día de su nacimiento, exterioriza su desaliento ante el odio que le rodea y no duda en comparar el llamamiento de Dios con una tentativa de seducción.

Pero sería un error no ver en estas confesiones más que la expresión de un alma deprimida. No porque las "confesiones" (como, por lo demás, otros muchos salmos) estén redactadas en primera persona del singular han de ser interpretadas tan solo de manera individualista. En efecto, el "Yo" es habitual en las oraciones colectivas del pueblo 1, sobre todo cuando la asamblea litúrgica toma conciencia de su papel de mediadora entre Dios y el pueblo. Lo que hace Jeremías en sus confesiones es adoptar una postura litúrgica: después de haber proclamado delante del pueblo la voluntad de Dios, trasciende su caso personal y se vuelve hacia Dios para formular una oración intercesora y describir, en forma de lamentación, la miseria de Israel.

# * *

a) La mayoría de los relatos de vocación subrayan la de­cepción de quienes son objeto de la llamada: tentación de aban­dono en Moisés (Ex 32), desaliento de Elias (1 Re 19), decepción

1 H. REVENTLOW, Liturgie und prophetische Ich bel Jeremía, Güters-loh, 1963.

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de Joñas (Jon 4), depresión de Jeremías (Jer 20), etc. Resulta especialmente penoso sentirse excluido de una comunidad por haber recordado ciertas exigencias o testimoniado su existencia espiritual. La vacilación del profeta ante su misión y sus exi­gencias (v. 9) es igualmente la del pueblo, vacilante y turbado ante su vocación. Esta última no es auténtica más que en la medida en que el hombre prueba el hiato entre su voluntad personal y la de Dios; en que él siente, incluso en un cierto desequilibrio psicológico o en una crisis de fe, la distancia in­superable que le separa del verdadero Dios.

b) En el v. 7a, el profeta establece la clave de todo el pasa­je : Yahvé le ha seducido, ha seducido al pueblo, su esposa. El drama vivido por el profeta o por el pueblo no es, después de todo, más que la necesaria repercusión del misterio de Dios en la vida del hombre. Sin duda, quien no conserve de Dios más que una idea o una definición no vivirá jamás el drama de su encuentro y no llegará jamás a despojarse de sí mismo y a perderse para identificarse con la voluntad de Dios.

" * * #

Incluso en su misterio fulgurante, Dios no destruye la liber­tad. El hombre puede dejarse "seducir", pero él se da así a quien tiene el derecho de tomarle. Ahí reside la razón de ser de la obediencia de Cristo en la cruz, obediencia que la celebración eucarística nos invita a conseguir.

II. Deuteronomio Este pasaje cierra el primero de los grandes 4, 1-2, 6-8 discursos del Deuteronomio (Dt 1-4, 40). To-1.a lectura dos los principales temas de esta obra se 2.o ciclo encuentran en él.

* * #

a) Este discurso está escrito en el momento en que el des­tierro se está ya perfilando en el horizonte: ¿no se verá acaso Israel desposeído de su t ierra como lo habían sido los cananeos y por las mismas razones: su infidelidad y su impiedad? Impor­ta, por tanto, reforzar todos los vínculos (v. 5) que unen a Dios y a su pueblo.

El primer remedio es reforzar la enseñanza de la ley y de las tradiciones (v. 6); estas prescripciones permitirán al pueblo adoptar un estilo de vida diferente de las demás naciones y dis­tinguirse así como un pueblo vinculado de manera particular a su Dios (vv. 7-8).

El segundo remedio es la gracia misma de Dios: en efecto, solo El otorgará al pueblo la felicidad que anda buscando. El

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legislador mandatar io de Dios se dirige al corazón del fiel para hacerle entrever el nexo profundo que enlaza ley y vida, en­señanza y felicidad.

b) Solo esa relación, vivida efectivamente, puede poner de manifiesto la elección misericordiosa de Dios y hacer visible la proximidad de Dios (v. 7). Esta última idea tiene una importan­cia primordial: es la primera vez que un texto legislativo insiste sobre esa proximidad. Anteriormente se hablaba más bien de distancia y de separación (Ex 33, 20).

¿De qué se t ra ta? Israel ha vivido una historia extraordina­r ia: los acontecimientos del Éxodo han dejado en él una huella indeleble. Pero no se puede vivir en una continua vuelta atrás. Israel h a vivido de un libro, el código de la alianza del Sinaí, pero no se puede vivir perpetuamente de comentarios y de rei­teraciones verbales.

En realidad, el Deuteronomio presiente que el pueblo ele­gido no vivirá realmente la Alianza y el Éxodo sino mediante el compromiso concreto y la fidelidad al hoy de Dios. Israel no tiene que comentar la Alianza, sino hacerla realidad.

De forma similar, la Iglesia no debe quedarse en el puro comentario de la resurrección, sino que debe revivirla. Pascua es hoy. Solo así Dios estará cerca de su pueblo, su Testamento será eternamente nuevo y la actualidad de Cristo efectivamente reconocida.

III. Eclesiástico Los versículos que componen esta lectu-3, 17-18, 20, 28-29 ra pertenecen a dos perícopas sucesivas Vulg. 19-21, 29-31 del libro de Ben Sirá, enlazadas por una 1.a lectura misma inspiración: la primera t r a t a de 3.er ciclo la humildad (2, 17-24), la segunda del

orgullo (2, 26-29).

Para comprender el pensamiento de Ben Sirá hay que tener presente su concepto de la sabiduría. La concibe a la manera judía: suficiente conocimiento como para dictar una actitud práctica y suficiente sentido común como para desentrañar los sucesos más delicados. El autor desconfía mucho de toda es­peculación y especialmente de la sabiduría intelectual de los medios helenísticos.

De hecho, Ben Sirá define así la actitud sapiencial funda-

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menta l 2 . Es consciente de que la Sabiduría es única y que re­side en Dios (Eclo 1, 8-10): posee el secreto de toda la creación y el secreto de Dios, pero no se revela enteramente al hombre (Eclo 18, 2-6; 47, 17-20). La suerte del hombre, aunque sea un santo, es la de esperar t a n solo un determinado nivel de esa sabiduría, y sería una presunción querer t raspasar esos límties (cf. v. 24).

Ben Sirá no es un antiintelectual (cf. Eclo 21, 12; 34, 9-12), sino que está convencido de que todo conocimiento auténtico de Dios es inseparable de la fidelidad cotidiana respecto a El Además, la búsqueda de esa sabiduría no es puramente huma­n a : Dios la acompaña y hace de ella un medio auténtico de par­ticipación en su vida y en su misterio (Eclo 21, 13).

IV. Romanos 12, 1-2 Pablo ha terminado sus consideraciones 2.a lectura doctrinales y, según su costumbre, termi-l.er ciclo na su carta con exhortaciones parenéti-

cas. Son tres los temas que estudia de ma­nera especial: las relaciones de los cristianos entre sí (Rom 12, 3-13) y con los demás (Rom 12, 14-13, 14), sus relaciones mutuas entre fuertes y débiles (Rom 14, 1-15, 13). Los dos primeros ver­sículos del cap. 12 echan los cimientos doctrinales del conjunto.

a) El vocabulario del primer versículo remite a Rom 6, en donde Pablo h a explicado cómo el cristiano ponía su cuerpo al servicio de la justicia (Rom 6, 12-23). El autor asigna ahora a este servicio un alcance sacrificial.

El "cuerpo" designa la persona concreta y la realidad de su existencia: todo el conjunto es considerado ahora como una ofrenda consagrada, que ya no puede recuperarse, porque ya no pertenece a quien la ha presentado. El Espíritu se apodera de ella, lo mismo que antaño la consumía el fuego, y la rein­tegra viva, santa y agradable a Dios: viva, porque el ser ofre­cido no muere ofreciéndose, como las víctimas del holocausto, sino que resulta más viva que nunca; santa, por su contacto con el Espíritu santificador; agradable a Dios, finalmente, como el perfume de los sacrificios antiguos (Ex 29, 18; Lev 1, 9, 13).

Pero lo esencial de este pasaje es que permite comprender cómo la actitud moral tiene ahora ya una dimensión cultual. Desde el momento en que la realidad de la existencia es asumi­da en lo más profundo de una vida guiada por el Espíritu, es

A. M. DOTARLE, Les Sages d'Israel, Par ís , 1946, págs. 150-55.

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la materia del nuevo sacrificio, por cuanto ha sido la mater ia del sacrificio de Cristo en la cruz.

La corriente de espiritualización del sacrificio, atisbada ya por Dan 3, 38-40, desemboca, pues, en un concepto muy unifi­cado en el que moral y liturgia, vida y rito, se compenetran como los elementos de una sola y única realidad.

b) La presencia del Espíritu en el obrar del hombre im­pulsa a este último hacia una visión renovada (v. 2) del mundo y de sí mismo. Reacciona a la manera del hombre nuevo que surge en él, no ya como heredero de Adán, sino como coheredero de Cristo. Este sentido de vida supone una conversión: Pablo la describe como una transformación o una renovación del jui­cio, es decir, como la toma de conciencia de la situación del cristiano en el mundo, a partir de la cual se compromete libre­mente, a salvo de toda presión exterior, siquiera sea la de la ley. El creyente inventa una conducta que es su respuesta al amor divino en una circunstancia determinada. En estas condiciones descubre y hace la voluntad de Dios 3.

c) La renovación del juicio lleva al cristiano a un no-con­formismo radical (v. 2). Para él, el hecho de pertenecer a otro mundo distinto del mundo terrestre le proporciona la posibili­dad de no ajustarse exclusivamente a los moldes de este último. Frente a la propaganda y a la publicidad que "modelan" a la masa, el cristiano podrá sacar de su fe la resistencia necesaria. Frente a las corrientes mayoritarias de la opinión encontrará en su fe la fuerza suficiente para incorporarse, si es preciso, a una minoría repudiada. Frente al hechizo del dinero y del po­der, encontrará fuerzas para ser testigo de valores más origi­nales y más espirituales.

* # *

Ser cristiano en el mundo, desenvolverse en el mundo, apren­der a vivir con los demás, es, por consiguiente, para el cris­tiano, un culto, y un culto a Dios. Esa es una de las consecuen­cias del hecho de que el calvario no fue primariamente una liturgia, sino un retazo de vida humana vivida por Jesús como culto. Somos salvados no por medio de un acto cultual, sino por medio de una acción humana situada en el corazón del mundo y de la Historia (cf. Heb 7, 13).

La integración de un cristiano en la organización de la so­ciedad temporal y en la resistencia militante a toda forma de injusticia constituye, pues, un auténtico culto. Pero ¿el culto cristiano consiste t an solo en esa participación intensa en el servicio de los hombres y del mundo? ¿Qué lugar cabe reservar

3 F . J. LEENHARDT, L'EpUre de saint Paul aux Romains, Par í s , 1957, pág. 172.

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aún a la liturgia propiamente dicha en sus dimensiones de acción de gracias a Dios?

Muchos teólogos de la secularización quisieran a veces su­primir esa liturgia oficial en beneficio del culto "en pleno mun­do", como si la totalidad de lo sagrado estuviese encerrada en lo profano. El caso es que solo en la escatología coincidirán lo profano y lo sagrado... y la Iglesia no es aún el Reino, y mien­tras no lo sea, los dos elementos—profanidad y culto—tendrán que coexistir en una unidad en marcha y también en una ten­sión incesante. Dios está tan solo implícito en el "culto terres­tre" de nuestras relaciones terrestres y sociales. Por consiguien­te, es necesario que al lado del culto "en pleno mundo" se ejerza una función explicativa, papel que le corresponde a la liturgia propiamente dicha.

Quien vive el culto espiritual en pleno mundo no puede, pues, rechazar la acción de gracias explícita, en la que la vida terres­tre se vive como un don de Dios y la vida social como un ca­minar haqia el Reino. Paralelamente, quien participa de la Eucaristía no aporta ningún contenido si no la vive como la explicación del contenido divino volcado en el servicio del mun­do y de los hombres. Sin el culto terrestre, en pleno mundo, la liturgia eucarística y las palabras que en ella se pronuncia so­bre Dios carecen de sentido y se convierten en formalismo y fachada. Sin el culto terrestre, la liturgia eucarística no podría confiar a sus participantes una misión en pleno mundo.

La liturgia es el mundo y la historia, con su "culto terres­tre", pero situado a una profundidad tal que el mundo y la historia puedan afirmar, en una confesión consciente y madu­ra, su propio misterio en Cristo que hace que el mundo se con­vierta en Reino de Dios y que la historia se convierta en histo­ria de la salvación.

V. Santiago 1, 17-18, La carta de Santiago recoge los guiones 21b-22, 27 de ocho breves instrucciones destinadas 2.a lectura a servir de base a las homilías en las 2.° ciclo comunidades primitivas. El pasaje que

se lee hoy en la liturgia es el tercero de esos esquemas catequéticos. Después de haber hablado de la prueba (Sant 1, 2-12) y del origen de la tentación (Sant 1, 13-18), la carta toca una tercera idea: la actitud del cristiano ante la Palabra de Dios (Sant 1, 19-27).

El autor de estos esquemas siente una gran preocupación por la vida moral: trata de establecer una serie de actitudes específicamente cristianas en el seno de la prueba y de la de-

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bilidad. Una de esas ideas fundamentales es la necesaria flora­ción de la fe en las obras (Sant 1, 22-27; 2, 10-26).

La catequesis propuesta por la carta de Santiago es muy an­tigua: las comunidades cristianas a las que va dirigida se reclu­ían todavía solo en los medios judíos y plantean problemas tí­picamente judíos.

* * -*

a) Las comunidades judeocristianas debían agotarse en discusiones y querellas sin fin en torno a problemas planteados por el paso del judaismo a la religión de Jesús (Sant 3, 18; 4, 11). El autor les recuerda que deben escuchar la Palabra y ponerla en práctica, y que esta actitud solucionará muchos problemas y eliminará muchas conclusiones.

Se trata, pues, de "admitir la Palabra" (cf. Prov 2, 1) y de "guardarla" (Prov 7, 1-3), es decir, la doctrina del Evangelio. Pero la Palabra no es solo una doctrina, constituye una miste­riosa presencia de Dios entre quienes la escuchan. Por eso es "plantada" en el hombre al mismo tiempo que es recibida por él (v. 21); y a este propósito, Santiago reproduce antiguos con­sejos prodigados por los sabios antiguos a sus discípulos; no dar paso a la cólera para que la Palabra pueda operar (Prov 14, 17; 14, 29; 16, 32); aceptar la enseñanza con "docilidad", es de­cir, con esa modestia de los humildes que rompe con la arro­gancia de los orgullosos (Sant 4, 6; 3, 13-14; Eclo 1, 27; 45, 4) 4.

La Palabra es así como una semilla: saca de sí misma su efi­cacia (cf. Mt 13); por eso es necesario no interponer obstáculos y ofrecerle un terreno apropiado para que fructifique. Este te"-rreno se caracteriza por el silencio (v. 27), porque Dios no puede hablar con la intemperancia del lenguaje humano y por la de­voción (v. 27), que es culto y oración y, sobre todo, caridad y amor.

b) Si la Palabra no es otra cosa más que la vida divina en el hombre, "guardarla" no podrá consistir en ocultarla como un tesoro en un depósito estéril: debe florecer en vida trinitaria, dirán más adelante los escritos del Nuevo Testamento (Jn 8, 51-55; 14, 21-24; 17, 6-19; 1 Jn 2, 5; 5, 2-3); debe fructificar en obras (vv. 22-25; cf. Mt 7, 21-26). La Palabra no tiene nada que ver con la gnosis corintia, pura especulación sin compro­miso moral, ni con el raciocinio judío que, a fuerza de discu­sión, llega a no hacer la voluntad de Dios.

* C. SPICQ. "Bénigni té , mansué tude , douceur, c lémence", Rev. Bibl., 1947, págs. 321-39.

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Dios juzga de la eficacia de su Palabra en el hombre por las obras que produce (Tob 12, 9; Job 34, 10-11; Jer 17, 10; 31, 29-30) y que constituyen la religión pura y sin mancha 5.

VI. Hebreos El autor, como Pablo en Gal 4, 24-26, ex-12, 18-19, 22-24 presa una oposición entre el monte Sinaí 2.a lectura y la Jerusalén libre, con el fin de que sus 3.er ciclo destinatarios desarraiguen el apego exce­

sivo que tienen a aquel, y que no debe ser más que una nostalgia superada. Sin motivos que justifiquen esta actitud, los cristianos procedentes del judaismo desean vol­ver a un monte material, que sea el del Sinaí o el de Sión, su sustituto; ya no queda para ellos más que un lugar de reunión: la Sión espiritual.

# * *

a) Las montañas desempeñan un papel importantísimo en el judaismo, lo mismo que en la mayor parte de las religiones tradicionales (cf. ís 2, 2; 11, 9; 25, 6-7). Solo el hecho de la ele­vación de las montañas hacia el cielo, supuesta morada de Dios, era suficiente para atribuirles un carácter sacral, sobre todo cuando fenómenos naturales rodeaban su cima de un halo sa­grado complementario (vv. 18-19).

Tal concepción supone una cultura y una religión en que el hombre se siente dominado por la naturaleza y pone a Dios por detrás y por encima de los fenómenos naturales. Ir de peregri­nación a una montaña es reconocer el propio miedo ante la na­turaleza, reconocer a un Dios dueño absoluto de sus leyes mis­teriosas e incontroladas (para el hombre).

Pero Cristo ha liberado al hombre de la alienación a que le tenía sometido la naturaleza: su triunfo sobre la muerte, esta ley esencial de la naturaleza, ha permitido al hombre interpre­tar su liberación, interpretando estos poderes ocultos de la na­turaleza como gracia de Dios. De ahí que el hombre no busque ya en la naturaleza los elementos que le hagan posible su acer­camiento a Dios: ya no se agrupa en la falda de una montaña sagrada y su religión ha superado ya el terror ante los fenó­menos naturales (vv. 20-21).

A partir de ese momento el lugar del culto del hombre li­berado ( = primogénito, en el v. 23) no tiene como escenario los

5 Véase el tema doctrinal de la fe y de las obras, en el vigésimo cuar­to domingo.

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montes naturales, sino la asamblea de los hombres libres al lado de los ángeles que tenían la misión de dominar las leyes de la naturaleza y que hoy han quedado reducidos a un nivel igual al hombre (v. 22), al lado, sobre todo, de Jesús-Mediador, cuya victoria sobre la muerte ha permitido al hombre vencer el mal y purificarse del pecado (v. 24).

b) La argumentación del pasaje insinúa la oposición, la­tente a todo lo largo de la carta, entre celeste y terrestre 6. La esperanza del autor se funda esencialmente en la entrada de Cristo en el mundo "celeste" (es decir, en su divinidad), donde está presente como precursor de la humanidad (cf. v. 25; Heb 4, 4; 6, 20; 7, 26; 8, 1-2; 9, 12-14; 11, 12). El autor pretende con ello espiritualizar la esperanza de los cristianos, excesiva­mente apegada a la Sión terrestre, la asamblea no se reúne en torno a una montaña material, sino alrededor del Señor divi­nizado. En el Sinaí, el pueblo hebreo había adquirido su título de primogénito (Ex 4, 22-23; Jer 31, 9; Eclo 36, 11); los cristia­nos, por su parte, reivindican este título (v. 23) en torno a la nueva Sión que es el único primogénito, Jesucristo (Heb 1, 6). Cuando el pueblo elegido se reunía en asamblea en el monte Sinaí, el nombre de los elegidos se inscribía en el libro de la vida (Ex 32, 32-33); pronto fue inscrito en los registros de la Jeru­salén terrena, pero ahora sus nombres constan en el libro "ce­lestial" (v. 23), es decir, en la esfera de la vida divina. Final­mente, la asamblea del Sinaí era celebrada gracias a la media­ción de los ángeles (v. 22; cf. Act 7, 38, 53; Gal 3, 19; Heb 2, 2), mientras que la asamblea de los cristianos se reúne y toma sus decisiones en torno al mediador único (v. 24) con miras a una alianza superior en todo (cf. Ex 24, 8; Heb 9, 19-20; 10, 29) 7.

c) Este pasaje quiere convencer a los cristianos de que su esperanza debe espiritualizarse. Lo mismo que el Sinaí (o el Sión que vino a reemplazarlo: Sal 67/68, 17; Is 2, 2-3; Jer 31, 11-12; Gal 4, 21-26) fue el lugar de la "asamblea" de las tribus (v. 23; cf. Act 7, 38; Dt 4, 10; 9, 10; 18, 16), la Iglesia, Sión espiritual, convoca a la asamblea de las naciones. Y no puede perder ese derecho de primogenitura como lo perdió Esaú (Heb 12, 16-17; cf. v. 25).

Dispersos por el mundo, los cristianos no esperan ya, como los judíos, una concentración universal geográfica, porque ellos mismos son los primogénitos de un reino cuya capital no está aquí abajo.

6 J. LECUYER, "Ecclesia primitivorum", An. Bibl., 1963, 17/18, II, pá­ginas 161-68.

7 A. FEUILLET, "Les points de vue nouveaux dans l'eschatologie de l'épitre aux Hébreux", Texte und Unters, 1964, 87, págs. 369-87.

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VII. Mateo 16, 21-27 Este pasaje comprende el primer anuncio evangelio de la pasión (vv. 21-22) y presenta el l.er ciclo enunciado de las condiciones necesarias

para seguir a Cristo por el nuevo camino que El va a recorrer. Este giro en su vida es importante en el magisterio de Jesús y en la formación de sus discípulos. Se adivina en el hecho de que Mateo habla de él como de un nue­vo comienzo: "comenzó por mostrar..." (v. 21). La enseñanza es nueva y, sin duda, para iniciar a los apóstoles en la inteli­gencia y en la atención necesarias acaba Jesús de reprenderles por su falta de fe (Mt 16, 5-12). Mateo añade a las palabras de Cristo (vv. 21-24) una enseñanza recogida ya en Mt 10, 38-39 y traída de nuevo aquí con el fin de acentuar su alcance eclesial. El primer evangelista se muestra, efectivamente, muy preocu­pado por subrayar las repercusiones eclesiales del misterio pas­cual de Cristo 8.

* * #

a) Los exegetas no están de acuerdo sobre la autenticidad de las palabras de Cristo cuando anuncia su misterio pascual. Es evidente que la comunidad primitiva formuló sus prediccio­nes conforme a un estilo redaccional bastante preciso, en con­sonancia, a posteriori, con los acontecimientos vividos y estiliza­dos muy claramente con el fin de constituirlos en fórmulas de fe. Entre los elementos secundarios propios de la comunidad primitiva cabe mencionar el tercer día (Mt 16, 21; 17, 23; 20, 19), corrección de alcance pascual de una fórmula más antigua y probablemente crística: "al cabo de tres días" (Me 8, 31; 9, 31; 10, 34), que sugería tan solo un breve intervalo y no un día exacto (en el mismo sentido: Os 6, 2; Le 13, 32-33).

b) El modo de la ejecución de Jesús no ha sido definido nunca en las predicciones de la Pasión. No se encuentra la men­ción de la crucifixión más que en un solo texto (Mt 20, 19). La alusión a la "cruz" en el v. 24 no es suficiente para probar que Jesús anunciaba con ello la forma de su muerte. A veces parece presentir una muerte por otro medio, por lapidación (Mt 23, 37). Es seguro que previo su muerte, aun cuando la mayoría de las puntualizaciones relativas a ella: la mención de las autoridades (v. 21) y el detalle de los sufrimientos (Me 10, 33-34), parecen añadidos posteriores. Es también cierto que previo su resurrec­ción de una forma u otra: las declaraciones del Señor que com­prendían a la vez muerte y resurrección son demasiado nume­rosas y demasiado espontáneas como para ver en ellas una construcción de la comunidad primitiva (cf. Jn 2, 19; Mt 12, 40).

c) Uno de los elementos doctrinales de las predicaciones es el anuncio de que los sufrimientos y la resurrección dan cum-

8 A. FEUILLET, "Les trois grandes prophéties de la Passion et de la Résurrection", Rev. Thom., 1967, págs. 533-60; 1968, págs. 41-74.

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plimiento a las Escrituras. Este es el sentido de la fórmula "era preciso" (v. 21; cf. Me 8, 31; Mt 17, 22, etc.). En general, el empleo de la expresión "es preciso" en el Nuevo Testamento subraya el carácter ineluctable de la llegada de los últimos tiempos. La fórmula se emplea en la mayoría de los casos a propósito de acontecimientos decisivos para la historia de la salvación a los que sirven de cumplimiento (Me 13, 7, 10; Mt 24, 6, etc.). Se trata, pues, de hacer comprender que el destino doloroso del Hijo del hombre es decisivo para la historia de la humanidad.

d) La inspiración bíblica de estas predicciones es del todo evidente; tanto en los elementos originales como en los com­plementos añadidos por la comunidad primitiva, sirve para si­tuar el acontecimiento pascual dentro de la perspectiva histó­rica de la salvación. En la perícopa de este día se encuentra, por ejemplo, la palabra "sufrir" (v. 21; cf. Mt 17, 12; Me 8, 31; 9, 12; Act 1, 3; 3, 18; 17, 3; 1 Pe 2, 21-23; 4, 1), que pertenece a Is 53, 4, 11 y que allí significa "llevar una pesada carga", "estar agobiado de pruebas". Se trata, pues, de relacionar el misterio de Cristo con el del Siervo paciente.

e) Para designar la resurrección Mateo utiliza la palabra "despertar" (egeiresthai), mientras que Marcos utiliza la pala­bra, probablemente primitiva, "levantarse de nuevo" (anistasthai, cf. Os 6, 2; Sab 4, 20; 5, 23, y sobre todo Is 52, 13, a propósito del Siervo). Al preferir "despertar" a "levantarse de nuevo", quizá haya querido Mateo subrayar que la resurrección de Cristo inauguraría una era escatológica de renovación; habría subra­yado también el alcance eclesiológico de la resurrección, mien­tras que la expresión "levantarse de nuevo" evocaría más bien unas dimensiones cristológicas (exaltación del Crucificado).

f) Jesús no se ha limitado a presentar la necesidad escato­lógica de sus propios sufrimientos, sino que al mismo tiempo ha preparado a sus discípulos a aceptar, en el mismo orden de ideas, una vida de pruebas. Para dar una visión de conjunto de este cuadro doctrinal, Mateo ha realizado en este sentido una espe­cie de antología un tanto artificial de sentencias de Cristo.

Los verbos "renunciar", "cargar con la cruz" y "seguir a Cristo" son sinónimos; cada uno de ellos designa a su manera en qué consiste lo esencial de la vida cristiana. Si Jesús piensa ya en el castigo de la cruz por sus ideas no conformistas, pre­viene a los suyos que tampoco ellos correrán otra suerte si per­manecen fieles a su doctrina. Por tanto, hay que renunciar a toda seguridad personal y aceptar los consejos del Maestro (sentido rabínico de la expresión "seguir a alguien"), no solo en teoría, sino también en la práctica ("llevar su cruz", v. 24).

En este sentido, salvar su vida es abandonar el grupo de Cristo, considerado demasiado peligrosamente revolucionario,

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para ponerse a cubierto; perder su vida es arriesgarla mante­niéndose incorporado al grupo (v. 25). Pero ese riesgo no puede correrse sino a base de una solidaridad total con la persona de Jesús ("por mi causa").

Puesta a contribución a lo largo de toda una vida terrestre, esa solidaridad con Jesús implicará una participación activa en su resurrección y en su reino escatológico (tema de la "vida" contrapuesto al tema del "mundo" en el v. 26). Así termina para todo cristiano el misterio pascual: la muerte y la resurrección de Cristo se convierten en herencia de todos sus discípulos que llevan, a su vez, la cruz para vivir con El en la gloria.

g) Mateo describe esa gloria destinada a Cristo y a sus discípulos (vv. 27-28) introduciendo el tema del Hijo del hom­bre. El primer Evangelio no había aludido a este tema en la predicación propiamente dicha de la pasión, al contrario que los demás sinópticos y que Mt 17, 22; 20, 18, pero lo recoge afor­tunadamente al final del pasaje. Así, pues, la predicación de la pasión no se inspira tan solo en el tema del Siervo paciente, sino que extrae también de la escatología el tema del Hijo del hombre.

En Dan 7, el Hijo del hombre es interpretado muchas veces como símbolo del resto de los elegidos de Israel, fermento de la nueva humanidad. Este título se habría individualizado poste­riormente para designar al final a Cristo (Mt 17, 22; 20, 18, etc.). Cabe preguntarse si el hecho de que Mateo sitúe la mención del Hijo del hombre no en la predicación sobre los sufrimientos personales de Jesús, sino al final de la descripción de los su­frimientos comunes de Jesús y de los suyos, no quiere decir que piensa aún en un_ concepto colectivo del Hijo del hombre como símbolo de la nueva humanidad salvada de la muerte y del juicio para constituir el Reino escatológico. Si puede sos­tenerse esta interpertación, no por eso hay que dejar de adver­tir que el Hijo del hombre es también, en Mateo, un ser perso­nal e individual y que solo a partir de él pueden los hombres recibir la misma denominación, o, en todo caso, participar de su Reino.

VIII. Marcos 7, 1-8, Cristo continúa en la formación de sus 14-15, 21-23 apóstoles. Les ha instruido en su tarea mi-evangelio sionera y eucarística, les ha revelado su 2° ciclo poder sobre el mal, les ha abierto al uni­

versalismo. Los apóstoles comprenden in­mediatamente que los marcos de la antigua religión no son ca­paces de responder a las exigencias misioneras y universalistas de la nueva. Esta discusión sobre las tradiciones farisaicas no figura, seguramente, en su lugar histórico en este contexto,

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puesto que se sitúa en Palestina (v. 1), siendo así que Jesús está fuera de las fronteras, pero al situarla ahí, la tradición primi­tiva ha calibrado su interés para la formación apostólica y la iniciación a la vida cristiana. Después del aspecto eucarístico y misionero viene el aspecto ético de esa vida tal como es con­siderado aquí.

a) La discusión de Jesús con los fariseos afecta a dos pun­tos concretos: las abluciones rituales antes de las comidas so­bre las que Marcos proporciona muchos detalles a los lectores no judíos (vv. 3-4) y sobre la ofrenda sagrada de los bienes fa­miliares que dispensa del sostenimiento de sus familiares (vv. 10-11). Por lo demás, no hay que perderse en los detalles de esas costumbres: no existen más que para hacer comprender el al­cance del v. 8, curiosamente repetido en el v. 9 e ilustrado con la cita de Is 29, 13 (v. 7): la tradición de los hombres mata la Palabra de Dios.

El fariseo es típicamente el antiguo Adán, que ha arrebatado a Dios el conocimiento del bien y del mal y ha utilizado al má­ximo ese conocimiento para construir una vida de santidad. Este poder de discernir siempre entre el bien y el mal le lleva a vivir continuamente en estado conflictual en cada acción, y cada proyecto le obliga a juzgar entre el bien y el mal. El fariseo es el hombre continuamente desgarrado por un conocimiento que no estaba hecho para el hombre, sino que el hombre ha arreba­tado a Dios. Es el hombre que desgarra sin cesar a la humanidad porque es capaz de juzgar a quienes practican el bien y a quie­nes son esclavos del mal; pues bien: solo Dios tiene el poder de juzgar (Mt 7, 1; cf. Rom 12, 14-21).

Lo que Jesús pide a los fariseos es que superen ese conoci­miento angustioso del bien y del mal para dar con la unidad de la Palabra misma de Dios. Que en lugar de conocer el bien y el mal y de juzgar las acciones del hombre, se limiten a co­nocer a Dios y a ser conocidos por El.

b) Así es como hay que entender el v. 8 en el que Cristo contrapone mandamiento y tradición. La tradición es puramen­te jurídica: regula los "casos", impone las "actitudes", dispone el comportamiento del yo externo9.

El mandamiento, en cambio, es personal; habla a la segunda persona lo mismo que el decálogo; proviene de una persona y no se comprende sino en comunión con esa persona. Afecta al yo más profundo. El mandamiento no introduce muchos precep­tos nuevos que no figuren ya en las tradiciones humanas. El

Véase el tema doctrinal Fe y tradición, en este mismo capítulo.

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papel que representa no es cuantitativo, sino que introduce, ante todo, un estilo nuevo de adaptarse libremente a las tradi­ciones viviéndolas en la fe y la comunión con el Dios que inter­pela.

c) La crítica que Cristo hace de las prescripciones de la ley no afecta precisamente a la ley en sí, puesto que habría llegado, por su mismo dinamismo interno, a la espiritualización deseada por Cristo. Pero los judíos, y más especialmente los fariseos, bloquearon ese dinamismo a causa de una concepción demasia­do material. Esta polémica de Jesús contra el fariseísmo termi­nó por hacer de este nombre, originariamente sinónimo de pie­dad y de perfección, el símbolo mismo de la hipocresía. Sin em­bargo, el cristianismo le debe mucho: en primer lugar, varios de sus apóstoles, entre ellos Pablo; y también la importante doctrina de la resurrección y el canon de las Escrituras, de donde la predicación apostólica ha sacado la mejor de sus fuentes. Responsables de la complicación de las prescripciones legales, los círculos de los fariseos fueron, sin embargo, los pri­meros que subrayaron la importancia de la caridad en el con­junto de la ley. Se constituyeron también en severos guardia­nes de su observancia en una época en que el influjo pagano lo invadía todo: fueron los verdaderos servidores del alma del pueblo. Mas para arropar ese alma, los fariseos desfiguraron considerablemente el mesianismo, considerado demasiado pe­ligroso políticamente; acentuaron igualmente las prácticas cul­tuales, anteponiéndolas a los deberes de la fraternidad humana y de la justicia social.

Cristo, que fundamentaba la religión sobre la persona más que sobre la ley y que se orientaba claramente hacia un mesia­nismo depurado y que atribuía más importancia a los gestos de fraternidad que a las prácticas cultuales (Mt 15, 18-20), tenía que chocar necesariamente con la intolerancia y el integrismo de los fariseos. Proclamó, en contra de ellos, un justo retorno al espíritu de la ley primitiva; levantó el bloqueo del inmovilísmo a la ley con el fin de espiritualizarla. Pero de ahí a reducir al fariseísmo a un movimiento de hipocresía (cuando en realidad este defecto era severamente perseguido dentro mismo de los círculos fariseos), hay una distancia que no se puede salvar, ni siquiera aun cuando, en el ardor de la polémica, algunas comu­nidades Cristinas primitivas lo hicieran.

El drama del fariseo es el de toda una humanidad que se atribuye un conocimiento que viene de Dios, puesto que define el bien y el mal y juzga a los hombres, pero que se despliega al final sin el Dios de quien procede. Cristo es el primer hombre que ha podido poner su conocimiento del bien y del mal al ser­vicio de un conocimiento más profundo: el de Dios y de su vo­luntad. Vivir en la conformidad con esa voluntad libera a Cristo de todo conocimiento del bien y del mal y le permite encon-

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trarse muy libre frente a las leyes y las tradiciones humanas, muy libre frente al pecador. El cristiano, a su vez, examina su conciencia, no para descubrir y analizar en ella el bien y el mal, sino, ante todo, para encontrar la Palabra de Dios y la persona de Jesucristo que vive en él y para él (1 Cor 4, 3-4). La Eucaris­tía le recuerda cada día esa presencia de Cristo en él y le des­pierta a sus exigencias.

IX. Lucas 14, 1, 7-14 El cap. 14 de San Lucas está dedicado evangelio todo él a "discursos de mesa" del Se-3.er ciclo ñor, género literario normal en la anti­

güedad. El primer versículo sirve de introducción general y determina las circunstancias de tiempo y lugar: el sábado, en casa de un fariseo. A continuación relata Lucas la curación del hidrópico (vv. 2-6); después cuenta una parábola sobre la elección de puestos (vv. 7-11) y otra sobre la elección de los invitados (vv. 12-14). Viene finalmente la pará­bola del festín (vv. 15-24). Para dar unidad a esta sección, Lucas imagina que estos discursos los ha dirigido Cristo sucesi­vamente a los invitados, al señor de la casa y a uno de los in­vitados.

* * *

a) En los "discursos de mesa" transmitidos por la literatura pagana de la época, los autores presentaban a los comensales reunidos en torno al señor de la casa y subrayaban su perte­nencia a la aristocracia o a las esferas de la filosofía (véase el Banquete, de Platón). Lucas comienza igualmente con el retra­to de los notables fariseos, pero inmediatamente introduce a un hidrópico, con lo que quiere dar a entender que el banquete de Cristo no es nunca un banquete reservado a una élite.

Durante la comida, cada invitado tenía que pronunciar un discurso, ya fuese para hacer el elogio del tema estudiado, o ya para exponer sus manifestaciones exteriores. El discurso de Cristo está montado de esa misma forma: el tema elegido es la humildad; Jesús hace la descripción de sus manifestaciones (vv. 7-10) y después la define (v. 11).

Lucas engloba los distintos elementos del cap. 14 pensando de manera especial en las dificultades que por entonces en­contraban las asambleas cristianas. Como esas asambleas ha­bían roto con el Templo y estaban expuestas a copiar las reunio­nes paganas, era urgente formular reglas concretas inspiradas en el Evangelio. Le 14 responde a esa finalidad, lo mismo que Sant 2, 1-4 y 1 Cor 11, 20-21.

La lección es presentada dentro de un marco de moral ju­día en el que se complace en presentar las posibles consecuencias

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de determinadas actitudes. Así, colocarse en el último puesto puede ser una forma de llegar al primero. Quizá haya tras todo esto un segundo plano sapiencial (Prov 25, 6-7).

La intención de Lucas al presentar los dos relatos que cons­tituyen el Evangelio de hoy (por lo demás, es el único que lo hace) es la de procurar los elementos de una teología de la asamblea dominical. Cristo retira todas las barreras de impu­reza legal con que los judíos habían cercado sus asambleas: la suya está abierta a todos, no es la asamblea de la salvación si todos los participantes no se sienten en ella a gusto.

b) Uno de los problemas más frecuentemente planteados a las comunidades primitivas se referia al recibimiento dispen­sado a los pobres. Lucas da primero una respuesta de estilo ra-bínico y sapiencial (vv. 12-15): si se da importancia a las con­secuencias que puedan tener ciertas actitudes, vale más invitar a los pobres lo mismo que vale más colocarse en el último pues­to (vv. 10-12; cf. Prov 25, 6-7). Pero Lucas supera rápidamente una moral tan interesada y pasa a niveles más escatológicos.

Consciente de que Cristo ha inaugurado los últimos tiem­pos, Lucas los compara, de acuerdo con la antigua tradición judía, con un gran festín de pobres (Is 55, 1-5). Es bien sabido que el evangelista se ha dejado dominar a veces por el optimis­mo de algunas de sus fuentes relativas a la pobreza material, único título válido para él, para llegar hasta el Reino (Le 12, 13-21; 16, 1-15, 19-31; 14, 12-14; 20, 45-21, 4).

Mateo, por el contrario, escribe tras algunos años de expe­riencia de la Iglesia, y advierte que la pobreza sociológica no constituye necesariamente un título mejor que otro cualquiera para conseguir la salvación (cf. la corrección que introduce en la bienaventuranza de los pobres: Mt 5, 3). Para él, el problema consiste en saber por qué algunos de los que son admitidos al banquete (y que ya han sido llamados, ya son cristianos) no pueden quedarse allí a causa de su falta.

Por consiguiente, es posible establecer tres etapas en la evo­lución de la parábola. Al proponerla, Cristo especifica que el banquete mesiánico esperado desde Is 55, 1-3 es una realidad y que ya se han enviado las invitaciones. Basándose en los pro­blemas planteados en las primeras asambleas cristianas, Lucas interpreta este relato insistiendo en las condiciones de pobreza sociológica necesarias para la consecución del Reino. Mateo, finalmente, matiza esas condiciones añadiendo una alusión a la "justicia" necesaria.

Una vez especificado este punto de vista general, podemos entrar ya en los detalles y buscar la respuesta dada por Lucas a la pregunta relativa a quién puede ser admitido al banquete. Se trata de los pobres, de los enfermos, de los tullidos, englo-

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bados con un sentido bastante realista: esos pobres que son los herederos de los "pobres de Israel" son escogidos no en función directa a su pobreza social, sino a los sentimientos de disponi­bilidad que permite esa pobreza, mientras que la riqueza de los primeros invitados les impide alcanzar ese grado de disponibi­lidad 10.

B. LA DOCTRINA

1. El tema Fe y Tradición

Cada vez es mayor el número de cristianos que sienten un verdadero malestar ante las expresiones tradicionales de la fe. Desearían que el contenido objetivo de la fe se les presentara de una manera más racional. Muchos elementos de su formula­ción tradicional les parecen ligados a un modo de percepción de las realidades religiosas que es realmente válido en sí mismo, pero que está muy poco adaptado a las exigencias legítimas del hombre contemporáneo. En particular, todo lo que se refiere al conocimiento mítico debería sufrir una nueva interpretación que pusiera en claro cuál es su verdadero alcance. Algunos cristianos incluso van todavía más lejos, tratando de racionalizar todo el contenido de la fe, sin darse cuenta de que una tentativa de este tipo reduciría el cristianismo a una filosofía o a una sabiduría simplemente humana. Por otra parte, se constata con frecuencia que el dinamismo concreto de la fe no retiene del contenido de la misma más que lo que le parece asimilable o utilizable, de­jando a un lado los elementos dogmáticos, que muchas veces son esenciales.

Cargar el acento sobre la subjetividad en materia religiosa puede conducir fácilmente al subjetivismo. Ahora bien: es evi­dente que la fe en Jesucristo es minada en sus fundamentos, cuando el creyente hace de su propia conciencia la norma de su caminar religioso. Pero, a la inversa, sería también muy peli­groso oponer al subjetivismo la barrera de una objetividad de la fe mal comprendida o confundida con expresiones de épocas ya pasadas.

La fe es un compromiso personal, pero se apoya sobre un don que la Escritura llama el "mandamiento de Dios" (1.a lectu­ra y evangelio del 2.° ciclo). Entendamos bien: el mandamiento del que se trata es una realidad viva, que el pueblo de la fe no cesa de profundizar sobre el terreno de su propia historia, y que, un día, tomará el aspecto del Hombre-Dios. La Tradición que transmite un tal mandamiento de Dios se opone radicalmente

10 Véase el tema doctrinal de la Reunión de los pobres, en este mismo capítulo.

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a la "tradición de los hombres" (Me 7, 8: evangelio del 3.° ciclo), que tienden siempre a hacer del mandamiento divino una rea­lidad coagulada, perfectamente circunscrita.

Las señales objetivas El hombre de las religiones tradicionales de la fe, en Israel ha manifestado siempre un gran respeto

por las expresiones rituales o verbales que le han sido propuestas en su vida religiosa. Su repulsa ins­tintiva hacia los acontecimientos y hacia la historia le invita a considerar como privilegiado todo lo que es susceptible de ce­lebrar el eterno retorno de las cosas. Solo lo permanente, lo es­table, lo sólido son las cosas que pueden ayudar a encontrar en la búsqueda de una comunicación con los dioses el punto de apoyo que realmente se necesita. Así se explica el carácter rigu­roso de las prescripciones rituales y la perennidad de las formu­laciones del contenido religioso, transmitidas de generación en generación desde tiempo inmemorial. Este contenido es riguro­samente estable, y constituye el preámbulo necesario para toda conducta religiosa válida. Cada uno está invitado a recibir este contenido tal cual es, a dejarse modelar por él, ajustándose de este modo a los ritmos cósmicos fundamentales. Cualquiera que pretendiera cambiar esta objetividad inmutable de la religión, perdería automáticamente la posibilidad de tener acceso al mun­do de lo divino.

Muy distinta es la perspectiva del hombre judío. El dinamis­mo de la fe se basa en los acontecimientos y en la historia. En­frentado con la trama existencial de su vida, el hombre judío toma poco a poco la medida de su aspiración profunda, que no se la puede colmar con nada, sino con la intervención completa­mente gratuita del Dios Trascendente. El punto de apoyo del caminar religioso es desde entonces la fidelidad del Dios vivo que se ejerce incansablemente a través de la historia de Israel. La objetividad de la fe no se satisface ya con la estabilidad cósmica, sino que se alimenta con la historia de las intervenciones divinas y con los grandes acontecimientos liberadores. Israel va profun­dizando en el conocimiento de su fe, meditando sin cesar en los "cambios" de su historia, y los textos sagrados que los describen son releídos e interpretados una y otra vez.

Pero el camino del hombre judío como creyente permanece de una manera parcial entregado a la indeterminación. Si está claro que la salvación del hombre depende de la iniciativa gra­tuita de Dios, también está claro que Dios no salvará al hombre sin su respuesta activa. Pero, por tanto, ¿cuál es la naturaleza de esta fidelidad del hombre? Esta es precisamente la pregunta dramática que se va a plantear a la conciencia colectiva de Is­rael y que se concretará en la esperanza mesiánica. En cada pe­ríodo de su historia, Israel se pregunta acerca de su porvenir

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tomando el camino privilegiado que le sugiere su existencia ac­tual. La figura del Siervo paciente, por ejemplo, surge en el momento del destierro o poco después, cuando el pueblo elegido ha perdido sus seguridades tradicionales...

La objetividad de la La intervención de Jesús de Nazaret cons-fe, constituida en el tituye definitivamente la objetividad de acontecimiento de la fe, cumpliendo la esperanza de Israel Jesús de Nazaret en la confrontación con el acontecimien­

to por excelencia, a saber: la muerte. Vi­viendo el acontecimiento en lo que tiene de más desconcertante para el hombre, Jesús de Nazaret ha asumido de una manera plena el misterio de la contingencia humana. Jamás un hombre ha vivido con mayor hondura y con mayor lucidez la imposibi­lidad radical de la libertad humana de apagar su sed de lo ab­soluto en la posesión de los bienes creados. Pero, al mismo tiempo que descubre la verdad de la condición humana, invitando al hombre a una abnegación total de sí mismo, Jesús cumple la aspiración fundamental del hombre por encima de toda medida. Su respuesta activa de criatura a la iniciativa de Dios se ajusta perfectamente a la intervención divina, porque esta respuesta es por identidad la respuesta del Hijo de Dios. Cristo salva al hombre con su muerte en la cruz, que es el terreno por excelen­cia de la obediencia del Hombre-Dios, obediencia que integra en el único misterio de salvación la obediencia que despliega las riquezas insondables del amor y descubre la grandeza de la vo­cación del hombre, que está llamado a ser hijo de Dios, pero en el respeto integral de su condición de criatura.

Por consiguiente, la esperanza de Israel se cumple en Jesús de Nazaret de una manera imprevista, en el suceso de la Cruz. Para constituir el orden objetivo de la fe, así como para mani­festarlo, Cristo no se coloca fuera del itinerario espiritual del pueblo judío, sino que simplemente ha tomado un lugar en él. Ha compartido la búsqueda de su pueblo, y la ha hecho desem­bocar en El. Ha cumplido la Ley, siendo fiel, con su fidelidad de Hombre-Dios, y, por este mismo hecho solamente, todo lo que era caduco se ha revelado como tal y todo lo que era válido ha alcanzado un grado inédito de plenitud. Cristo no ha hecho más que ser plenamente El mismo en todos los acontecimien­tos de una vida compartida con sus hermanos, y muy especial­mente en la hora decisiva de su muerte en la Cruz. Vivida por el Hombre-Dios, esta muerte de condenado se ha mani­festado como el terreno propio del amor más grande de todos, como el acontecimiento en el que se ha constituido de una vez para siempre el reencuentro perfecto del hombre con Dios. Así, esta muerte es el acontecimiento pascual por excelencia. Ella es la que da paso a la vida eterna del Resucitado.

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La Iglesia del Resucitado, La objetividad de la fe es, por tanto, tradición viva de la Alguien, Jesús de Nazaret, que ha Pascua de Cristo colmado la esperanza de Israel y por

ello la salvación del hombre, por el Acontecimiento pascual de su muerte en la Cruz. La misión de la Iglesia es actualizar este acontecimiento salvador, para los pueblos de todos los tiempos y de todos los lugares.

Lo que Cristo ha hecho respecto a la esperanza de Israel, debe hacerlo la Iglesia respecto a las esperanzas de todos los pueblos. Ella es la que debe arraigar en el mundo el Acontecimiento pas­cual, en cada uno de los itinerarios en que se concreta la bús­queda espiritual de la humanidad, de tal manera que cada uno de ellos encuentre en la Pascua su cumplimiento inesperado. Esta misión no puede desempeñarla la Iglesia más que contando, como cuenta, con la presencia del Resucitado. Si la Iglesia no fuera por identidad el Cuerpo de Cristo, no podría de ninguna manera actualizar en ella y manifestar a los hombres el Aconte­cimiento pascual de la Cruz. Ya sabemos que esta identidad está asegurada en este mundo por la intervención del ministerio je­rárquico.

La presencia del Resucitado en su Iglesia hace vivir en su corazón el misterio de obediencia y de amor que Cristo desplegó sobre la cruz. Precisamente este misterio, que está vivo en el co­razón de la Iglesia, es el que forma el contenido de la Buena Nueva de la salvación que se debe proponer a todos los hombres. Pero todos los miembros de la Iglesia, cada uno por su parte, tienen obligación grave de vivir este misterio en el hoy de su existencia humana. Sin esto, este misterio quedaría oculto a los ojos de los hombres.

Para que la Iglesia responda efectivamente a la esperanza que en ella han puesto los pueblos, es necesario que tome parte en su caminar, y que por medio de la vida de sus miembros de­muestre que su único fin lo encuentra precisamente en el Acon­tecimiento pascual.

La iglesia del Resucitado es, por consiguiente, y por defi­nición, y lo debe ser por su misión, la Tradición viva de la Pascua de Cristo. Como la trascendencia del misterio que lleva en sí está unida irrevocablemente al hecho histórico de la cruz, en la que se ha cumplido la esperanza de Israel, desde la se­gunda generación cristiana, la Iglesia se ha dado cuenta de que para cumplir auténticamente su misión debe referirse necesa­riamente al testimonio apostólico.

En la época constitutiva de la historia de la Iglesia, el testi­monio apostólico había manifestado ya de una manera clara en qué sentido el camino de Israel encontraba su cumplimiento en el hecho de la muerte y la Resurrección de Cristo. Recurrir a las

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Escrituras fue el medio que empleó la Iglesia posapostólica para verificar la identidad honda del mensaje de salvación que debe predicar y que es el que ella misma vive en la diversidad de sus implantaciones culturales.

Las distintas expresiones La existencia de diversas confesiones de la fe y la diversidad o símbolos de fe es algo tan antiguo de las culturas como el cristianismo. Los primeros

formularios del Credo de la Iglesia aparecen en los escritos del Nuevo Testamento y expresan, ante todo, la historicidad fundamental del cristianismo: la salvación del hombre es Jesús de Nazaret, que murió y resucitó por todos. En cuanto a esto, el Credo de la Iglesia es inmutable y por eso debe transmitirse tal cual es, porque en cualquier momento de su historia la Iglesia no puede representar entre los hombres la presencia del Resucitado más que a condición de ser la pro­clamación viva de la muerte de Jesús de Nazaret. El Aconteci­miento pascual que define a la Iglesia en su existencia actual en medio del mundo es únicamente la actualización de un acon­tecimiento histórico del pasado en el que se ha realizado, de una vez para siempre, el reencuentro vivo de Dios y de la humani­dad. Este acontecimiento, por su contenido, domina toda la his­toria del hombre, pero seguirá siendo irreductiblemente un he­cho. La gracia se puede fechar históricamente. Negar este carácter del cristianismo es minar radicalmente sus funda­mentos.

Pero el Credo de la Iglesia, desde sus primeras formulacio­nes, encierra, más o menos explícitamente, los elementos de una inteligencia del misterio de Cristo. La Iglesia no se contenta con afirmar un hecho, sino que se esfuerza por encontrar el misterio en su propia trascendencia.

Contrariamente a lo que piensan algunos, en el Credo pri­mitivo se encuentra ya un contenido dogmático, cualesquiera que sean los caminos seguidos para expresar la trascendencia. El dogma no ha nacido con el correr de la historia de la Iglesia, bajo la influencia de preocupaciones culturales particulares. Una vez dicho esto, es claro que el Credo de la Iglesia, en cuan­to que en él están contenidos todos los elementos necesarios para comprender el misterio de Cristo, se va a ir desarrollando poco a poco. Será necesario que pasen varios siglos hasta llegar a tener la forma en que nosotros lo conocemos hoy. El Credo ni-ceno-constantinopolitano no añade nada al Credo primitivo, pero en él se ve que se ha ido profundizando más en el mis­terio.

Dicho de una manera más amplia: en torno al Credo, la Iglesia suscita una reflexión teológica intensa, para poder pe-

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netrar cada vez mejor en las incomparables riquezas del Acon­tecimiento pascual que va sembrando de una manera progresi­va en los diversos mundos culturales. La evolución dogmática que de ello resulta prueba a su manera el misterio de la reca­pitulación de todas las cosas en Jesucristo. En este campo de la manera de expresar la fe, las exigencias del hombre moderno son muy grandes, pero, si se las satisface en todo lo que tienen de legítimo, podrán ofrecernos unos caminos nuevos para la inteligencia de la fe. El ver cuáles han de ser estos caminos y emplearlos, permitirá a la Iglesia dar cada vez más valor a la catolicidad del misterio que la caracteriza.

La celebración eucarística, Todos los aspectos de la objetivi-o la participación de dad de la fe que acabamos de ana-la Pascua de Cristo lizar, los encontramos en la cele­

bración eucarística, al mismo tiem­po que muestran también el papel primordial de los mismos en la existencia cristiana. La celebración eucarística es el lugar privilegiado en que Cristo Resucitado se hace presente a su Iglesia en el memorial de su Pascua. La proclamación de la Palabra y la participación del Pan no tienen otro fin sino el edificar, de una manera cada vez más profunda, la marcha actual de la fe sobre el sólido terreno de su objetividad, que es trascendente e histórica al mismo tiempo.

Gracias a esta iniciación siempre renovada, los cristianos pueden tomar a su cargo lo que se cumplió de una vez para siempre en la Cruz, y proclamar con su vida el misterio de obdiencia y de amor que ha salvado al mundo y ha fundado a la Iglesia.

Los problemas planteados en cuanto a la manera de expre­sar la fe repercuten necesariamente en la celebración eucarís­tica. Los fieles que están allí reunidos quedan invitados a apo­yarse sobre un cierto número de fórmulas precisas. Su carácter venerable no basta para justificar necesariamente su perenni­dad y su universalidad... Además, la Iglesia ha aceptado siem­pre dentro de su seno una diversidad litúrgica que testimonia la diversidad de sus implantaciones. Y el proceso comenzado a partir del Vaticano II, para mostrar con mayor claridad la ca­tolicidad de la Iglesia, nos hace mirar con optimismo el porve­nir. Quizá no esté lejos el día en que la celebración eucarística, siendo fiel a sus estructuras esenciales, se identifique todavía más con los mundos culturales en que la Iglesia debe asegurar su presencia. El desarrollo de la fe encontrará entonces el te­rreno adecuado para su dinamismo actual.

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2. £1 tema de la reunión de los pobres.

El Concilio Vaticano II, al poner de manifiesto que el papel que debe desempeñar la Iglesia de Cristo es el de ser "luz" en­tre las naciones, ha subrayado con particular insistencia dos características propias de la condición de cristiano. Según esta perspectiva misionera, el pertenecer a la Iglesia es, en primer lugar, un pertenecer a la fe: el cristiano es un hombre que por haber recibido el bautismo queda cualificado para vivir plena­mente de la fe en Jesucristo. Además, este pertenecer a la Iglesia es un pertenecer en calidad de hombre responsable: vi­vir de la fe en Jesucristo es para cada uno aportar una piedra original e irreemplazable para la construcción del edificio ecle-sial; es tomar parte en la realización de la misión de la Iglesia; es obrar según la caridad de Cristo.

La preocupación del tercer evangelista (evangelio del tercer ciclo y Le 14, 15-24, que sigue inmediatamente) es sacar a la luz que la pobreza es una exigencia requerida de los que res­ponden a la invitación de Dios, o incluso, una condición funda­mental de pertenencia auténtica a la Iglesia, una de las que desvelan mejor a la Iglesia como la reunión universal operada por Dios.

En el momento en que el hombre moderno discute a la Igle­sia su aptitud real para reunir efectivamente a los hombres de todas las razas y de todas las naciones, es urgente que los cristianos asuman, en la misma medida, las responsabilidades que han adquirido por el hecho de haber recibido el bautismo. La Iglesia, ciertamente, tiene la seguridad de la fidelidad del Señor, pero corresponde a los miembros de la Iglesia el valorar en cada época de su historia cuáles son las tareas concretas que les corresponden, de suerte que, por medio de la Iglesia, Cristo pueda continuar hasta el fin de los siglos la obra divina de congregar a todos los hombres.

El Reino de Yahvé, La reacción espontánea del hombre es reunión de los pobres la de manifestar la salvación a la que

aspira en términos de reunión. Es fácil de comprender que la reunión de un pueblo sea considerada como un signo de la bendición de los dioses y su dispersión como un signo de maldición. Y esto, porque es evidente que la reunión es causa de seguridad, de solidez, mientras que la dis­persión engendra inseguridad y fragilidad. Así, las liturgias que pretenden ofrecer al hombre los caminos de comunicación con el mundo de lo divino, multiplican los agrupamientos efectivos. Por eso, estas liturgias hacen vivir en profundidad el paso del espacio y del tiempo profanos al espacio y al tiempo sagrados, que son propios de la comunión con lo divino.

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El pueblo de Israel participa de esta reacción espontánea del hombre cuando concibe bajo la forma de reunión la salvación que nos viene de Yahvé. Su propia historia está empedrada de reuniones sucesivas: reunión en el desierto, reunión en la tie­rra prometida, reunión en el único reino, reunión después del destierro, de todos los que hablan estado dispersos. El futuro mesiánico se presenta en las grandes visiones proféticas univer­salistas, como una gran reunión de todas las naciones en torno al pueblo elegido, que también él mismo se encuentra reunido en Jerusalén.

La liturgia de Israel anticipa, en lo posible, la reunión sa­ludable, multiplicando las asambleas de todo el pueblo, ya se trate de las asambleas del desierto, de las reuniones litúrgicas que reunían a las tribus dispersas por los cuatro puntos cardi­nales de Palestina durante el período de instalación en este país, ya se trate de las asambleas solemnes de los momentos cruciales de la historia de Israel o de las frecuentes reuniones de Jerusalén en la época de las peregrinaciones.

Pero, muy pronto, este tema de la reunión revela su origi­nalidad a los ojos de la fe. La asamblea a la que aspira el hom­bre pagano ofrece por sí misma la seguridad requerida. Por eso nunca llega a traspasar las fronteras de un pueblo, o de un gru­po de pueblos unidos por lazos precisos en el terreno religioso o político. Por el contrario, la reunión presidida por Yahvé, el Dios de la fe, no ofrece más seguridad que la propia de Dios, lo que resultará manifiesto cuando la reunión prevista para el día de Yahvé se conciba como la reunión de todas las naciones, con la pequeña diferencia de que Israel ocupará allí siempre un lugar privilegiado. Además, el simple hecho de ser miembro del pueblo elegido no da derecho a tomar parte de la reunión de la salvación. Hay que cumplir ciertas exigencias, que ya señalan los profetas en sus intervenciones.

Únicamente participarán del Reino de Yahvé los miembros del pueblo elegido que hayan sido fieles a la Alianza y hayan observado la Ley: los Pobres de Yahvé, un Pequeño Resto.

Jesús de Nazaret, Los designios del Padre, manifestados actor por excelencia en Cristo, son precisamente unos de-de la reunión universal signios de reunión universal de los hi­

jos de Dios dispersos. Pero esta reunión difiere en muchos puntos esenciales de la concepción que tenía de ella el pueblo de Israel.

En primer lugar, el Reino del Padre, donde se realizará la reunión salvadora, no ofrece ya ninguna de las seguridades que proporciona la reunión de un pueblo en este mundo. Este Reino

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no es de este mundo y, además, su universalismo no admite ninguna restricción. La llamada de Dios para la salvación se dirige a todos los hombres, cualquiera que estos sean. En el Reino nadie ocupa de derecho un lugar aparte. En él todos los hombres se encuentran en igualdad de condiciones.

Además, si es cierto que la llamada a la salvación se dirige a todos, no por eso es menos exigente. El pertenecer al Reino requiere por parte de los hombres una pobreza radical. Sobre este punto, Jesús de Nazaret se hace eco de las enseñanzas de los profetas e incluso va todavía más lejos que ellos. Pero la pobreza requerida tiene esta característica: que no separa, que no constituye en una casta aparte. Todo hombre, cualquiera que sea su situación presente, puede acceder a la categoría de pobre, con tal que reconozca su pecado y se apoye exclusiva­mente en la misericordia divina.

¿Queda todavía algo esencial por señalar? Si, falta todavía lo que se podría llamar la novedad radical introducida por Cris­to en la revelación de los designios salvadores del Padre. La reunión universal de los hijos de Dios dispersos exige necesa­riamente la intervención de los hombres, y, en esta interven­ción, el papel desempeñado por Jesús es enteramente decisivo. En la Antigua Alianza se concebía a lo sumo que Dios pudiera servirse de un hombre como instrumento de su obra de reunión, pero no era necesario que el instrumento elegido fuera cons­ciente de que era empleado así por Dios. Este es el caso de Ciro, que seguramente no tenía la intención de servir a los designios de Yahvé. El contraste con la Nueva Alianza es sor­prendente. Jesús, que es el que la inaugura, es no solamente el instrumento consciente de la acción divina, sino que es el actor por excelencia de esta reunión, y en adelante, toda la empresa de la salvación se presenta como una obra indisolu­blemente divino-humana. Dios es el origen supremo de la reu­nión, pero esta se realiza en torno al Hombre-Dios, que es el "recapitulador" de todas las cosas.

La cruz es la que nos descubre el secreto de la reunión que­rida por Dios. El Hombre-Dios desempeña un papel determinan­te, por haber afrontado la muerte como la prueba del amor más grande, como la prueba del renunciamiento total a sí mis­mo, exigido por el amor fraterno, que no tiene fronteras.

Reunión eclesial y La obra divina de la reunión univer-comunidades cristianas sal, que fue inaugurada por Cristo, es

continuada por la Iglesia. Pero ¿de qué reunión se trata? ¿En qué terreno se realiza? ¿Con qué medios y con qué actores? ¿Qué relación hay entre la reunión de los hombres en el Reino del Padre y la constitución de co­munidades cristianas en muchos lugares?

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Considerada en su aspecto mas profundo, la Iglesia es 1* Familia de los hijos del Padre, la humanidad reunida en el Reino divino, como Cuerpo de Cristo. Este Reino no es de este mundo, y la reunión que se hace en él no es de naturaleza sociológica. La Iglesia no es un pueblo de la tierra, como lo era Israel. Es el Pueblo de Dios. Lo que la Iglesia es por naturaleza» se presenta a sus ojos como un programa que hay que cumplir a lo largo de los tiempos. Siguiendo a Cristo, y gracias a s*1

poder, todos los hombres están llamados a ser los compañero^ de Dios en la edificación progresiva de su Reino. No se entra en la reunión más que para ser, a su vez, "congregador".

La reunión eclesial no tiene nada de tranquilizadora, pues­to que tiene su origen en el amor vivido hasta el don total de sí mismo. El creyente no es "congregado" y "congregador" má^ que en la condición de que afronte la muerte como la afrontó Cristo, en todo donde ella se presente, en la obediencia per' fecta y en la abnegación total. La responsabilidad que asume

el cristiano, precisamente por serlo, le invita a practicar un3,

caridad fraterna sin límites. Le invita a dirigirse con prefe' rencia a los pobres, a los desposeídos, tanto en el plano indi' vidual como en el colectivo. Una conducta así hace al Cristian0

vulnerable, y la reunión que dicha conducta suscita no produce ninguna seguridad. Hay días en que hay que luchar contra 1* desesperanza y esperar contra toda esperanza...

Pero, se nos dirá: ¿es que la Iglesia no presenta en este murr do el aspecto de una institución? Y, según este título, ¿acas° no reúne a los cristianos en torno a la Eucaristía, constituyen' do por esto mismo verdaderas comunidades sociológicas, que eS lo que se llama comunidades cristianas? De hecho, en todos los sitios donde está implantada, la Iglesia reúne a sus mierxi' bros en comunidades locales bien concretas. En ese caso, ¿se

puede afirmar que los cristianos encuentran en estas cómU' nidades rituales la seguridad que no les ofrece, en cuanto tal; la reunión eclesial en el Reino? De ninguna manera, porque S* bien es cierto que la condición del cristiano en el mundo es 1* de estar disperso entre los demás hombres, la iniciación en el misterio de Cristo que le procura la asamblea ritual es esencial' mente una provocación a la fe. Es una iniciación para la obe' diencia hasta la muerte de cruz. Además, la ambición propia de toda reunión ritual es la de edificar una comunidad en el amor, a partir de la mayor diversidad humana posible...

Reunión eclesial y El papel que desempeña el Cristian0

fraternidad de pueblos como unificador en la constitución ¿el Pueblo de Dios, no es indiferente a 1*

edificación de la comunidad de pueblos. En efecto, para deS' empeñar este papel hay que amar hasta el don total de sí mis'

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mo, como conviene a los hijos de Dios, expresando su amor fi­lial en la obediencia a su condición de criatura. Ahora bien: esta obediencia a Dios engendra en este mundo el verdadero amor de que es capaz una criatura: el amor sin fronteras, el reconocimiento del prójimo en toda su alteridad. Esta manera de obrar, evidentemente, es una conducta que hace al hombre disponible para esta aventura extraordinaria que se llama hoy el "encuentro de las culturas". Este encuentro, que desde lo más profundo de su ser desean los hombres que sea un reen­cuentro fraternal, es en realidad una operación muy exigente, ya que es imprescindible entablar un diálogo entre unos inter­locutores que, en último término, no tienen nada en común. La impresión de inseguridad alcanza aquí su punto culminante, y el desinterés que se requiere debe ser total. Además, los múl­tiples desequilibrios de orden económico y social no arreglan nada, sino que, de hecho, estropean el terreno del diálogo y complican de un modo especial la tarea de los interlocutores.

Por tanto, existe una relación muy estrecha entre la reu­nión eclesial en el Reino y la edificación de una ciudad fra­terna en este mundo. El origen de uno y de otra es el amor. Amor "filial", por un lado, y amor de "criatura" por el otro, que no son dos amores separados, sino más bien dos dimen­siones inseparables del único amor que brota del corazón del hombre que se ha convertido en hijo de Dios, en Jesucristo.

Esta relación tan estrecha no deja de tener consecuencias desde el. punto de vista misionero. Por una parte, el mundo moderno, polarizado por la necesaria transformación del mun­do. La Iglesia no podrá evangelizar este mundo más que ha­ciéndose, a su manera, la servidora de la humanidad que se construye a través de mil dificultades. El participar en la cons­trucción de una ciudad terrena más fraternal puede ser un camino auténtico de evangelización.

Por otra parte, es muy importante que la Iglesia se dé cuen­ta, en la realización de su "política" misionera, de lo que po­dríamos llamar los "caminos" de la historia. Los cristianos no son los únicos que trabajan por la promoción del hombre, y la dirección suprema de la historia se escapa hoy más que en otros tiempos a la tutela de la Iglesia. La Iglesia debe ser leva­dura, pero la levadura debe ponerse allí donde se encuentra la masa, y no en otro sitio. Y, sin embargo, ocurre con mucha fre­cuencia que la Iglesia organiza, de hecho, el anuncio de la salvación en función de las "ocasiones" que se le presentan, de las "puertas" que se le abren, de las "facilidades" que sé le conceden.

ASAMHTFA VIT _"*

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Reunión eclesial y La celebración eucarística es el momen-Asamblea eucarística to privilegiado de la existencia cristia­

na, donde toma cuerpo y es signifi­cada la reunión eclesial en el Reino del Padre. La explícita referencia al sacrificio de la cruz que debe animar, tanto la liturgia de la Palabra como la liturgia del Pan, indica suficien­temente cuál es el fin que se propone dicha celebración. Esta reúne a los creyentes, para hacer de ellos unos hombres capa­ces de reunir a otros muchos. Les hace participantes de la ca­ridad de Cristo y les llama a la conversión del corazón, a fin de que, una vez que hayan aceptado la pobreza, sean en todos los momentos de su vida centros de reunión, núcleos de cato­licidad...

Si esto es lo que se propone toda celebración eucaristica, se comprenderá que no lo consiga automáticamente. Los cristia­nos que participan en ella no tienen siempre las disposiciones requeridas, y, todavía más: la propia celebración puede ser de­ficiente en sus modalidades concretas de realización. Ocurre, por ejemplo, que una asamblea eucarística no esté realmente abierta a todos y especialmente a los más pobres; que esté de­masiado marcada sociológicamente; que estreche los lazos hu­manos y engendre seguridades de grupo; que trate de tranqui­lizar, más que de convertir los corazones, en una palabra: que no prepare a "los que se han reunido" para ser, en toda la extensión de su vida, "hombres que reúnan a otros", en bene­ficio del Reino. La institución eclesial, cuando reúne a los cris­tianos en torno a la Eucaristía, debe velar con gran cuidado de la calidad objetiva de sus reuniones. Repitámoslo aún una vez más: la Iglesia no es un pueblo de la tierra; sus miembros están en este mundo dispersos entre los demás hombres y, pre­cisamente por esta condición de dispersos, tienen la misión de reunir a otros para que formen parte de la Familia del Padre. Cuando se reúnen para celebrar la Eucaristía, no .abandonan esta condición fundamental, sino que profundizan más en ella, la arraigan todavía más. Con esta condición, la asamblea euca­rística es el signo por excelencia de la reunión eclesial de todos en el Reino.

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VIGÉSIMO TERCER DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Eze«iuiel 33, 7-9 La parábola del profeta-vigilante (Ez 33, 1-1.a lectura 9) inicia la segunda parte de la antología de l.er ciclo los oráculos de Ezequiel1. La lectura de este

día recoge tan solo los versículos finales que constituyen una especie de meditación sobre la responsabilidad del profeta.

* * #

El profeta puede no aceptar sus responsabilidades, puede dejarse dominar por la desgana, puede no hacer nada por so­lucionar los problemas de sus compatriotas..., y entonces es responsable de su muerte, puesto que no les advierte de los pe­ligros que corren (v. 8), y puede también protestar contra el ambiente pernicioso y la mentalidad negativa de su entorno; este quizá se pierda, pero el profeta se salvará (v. 9).

De ahí que la responsabilidad del profeta consista en enfren­tarse con el mal y los pecadores y en hacer todo lo posible por convertir a estos últimos; para ello el arma más segura es la amenaza del castigo. Su propia salvación depende del celo con que desempeñe su misión.

II. Isaías 35, 4-7a Introducido en la primera parte del libro de 1.a lectura Isaías, este poema pertenece, sin embargo, a 2.o ciclo un discípulo del profeta que, por lo demás,

podría ser el Segundo Isaías.

* * *

El tema de este poema es la vuelta al Paraíso. La venida del Salvador transformará el desierto en Paraíso (vv. 1-2, 6-7;

1 P. AUVRAY, "Le prophéte comme guetteur", Rev. Bibl., 1964, pági­nas 191-206.

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cf. Is 41, 17-20; 43, 20; 48, 21); todas las enfermedades serán curadas (vv. 5-6) porque el nuevo Reino no conocerá ya el mal: hasta la misma fatiga desaparecerá (v. 3).

El poema anuncia la abolición próxima de las maldiciones que acompañaron la caída de Adán: la fatiga del trabajo (Gen 3, 19), el sufrimiento (Gen 3, 16), las zarzas y las espinas del desierto (Gen 3, 18) no serán ya más que un mal recuerdo.

Esta vuelta al Paraíso, está incrustada en los relatos de la conquista de la Tierra Prometida (Dt 8, 7-10), y, sobre todo, en los de la restauración del país después del destierro (Is 43, 18-21).

En el Nuevo Testamento pierde gran parte de su carácter maravilloso el tema de la vuelta al Paraíso. Cristo, nuevo Adán, vuelve al Paraíso merced a su obediencia al Padre hasta la muerte, que es, por identidad, fidelidad absoluta a su condi­ción humana. Y cada vez que, siguiendo a Cristo, el pueblo de Dios trata de salir triunfante de la guerra, del hambre, de la injusticia y de las servidumbres del trabajo, coloca otros tan­tos jalones en el camino que conduce a la humanidad al Pa­raíso querido por Dios.

III. Sabiduría 9, 13-18 Este pasaje constituye el final de una lfi lectura oración para conseguir la sabiduría y que 3.er ciclo es al mismo tiempo el final de la segun­

da parte del libro (Sab 6-9). Salvo algún versículo, esta oración es, sin duda, más antigua que el libro y, probablemente, existió ya en lengua hebrea antes que el autor la adaptara al griego. El mismo autor fue quien añadió de su propia cosecha los vv. 15-17.

El autor reacciona de una forma profundamente judía cuan­do afirma que el hombre está hecho para la inmortalidad y que Dios es el único que puede concedérsela (v. 17). Pero se orienta hacia la filosofía griega cuando trata de explicar por qué el hombre se acerca con tanta dificultad a la sabiduría que le abrirá la puerta de la inmortalidad. Mientras que la Biblia atri­buye normalmente esa incapacidad al pecado, y especialmente al pecado de Adán, el autor la explica partiendo de la condición corporal del hombre aquí abajo (v. 15). El interés de este texto radica en descubrirnos que los libros inspirados ofrecen una pista a la reflexión que arranca del estudio de la condición hu­mana en sí, una perspectiva que coincide también con la sen-

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sibilidad moderna. Por supuesto que el autor está convencido al mismo tiempo de que la bondad del hombre depende de la iniciativa providente de Dios y que no puede darse más que en la comunión con su Sabiduría y su Espíritu (v. 17).

IV. Romanos 13, 8-10 Pablo acaba de recordar a los cristianos 2.a lectura que deben obedecer a las leyes ¡civiles, l.er ciclo incluso las de un estado pagano y per­

seguidor. La voluntad de Dios no se re­fleja tan solo en la ley sagrada del Sinaí, sino también en las leyes profanas de los Estados.

* # *

Por lo demás, no hay contradicción entre la ley de Moisés y la ley civil, como tampoco la hay en "dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 21). ¿La ley del Sinaí no es acaso una ley civil interpretada a la luz de la co­munión con Dios? Cuando prescribe amarse los unos a los otros coincide con la exigencia de la ley civil a propósito de materias como el adulterio, el robo, el asesinato y la codicia (v. 9). La superioridad sobre la ley profana radica en el hecho de que en el amor al prójimo nos da la clave para la interpretación de la manera de comportarse los hombres.

Viendo en la segunda tabla del decálogo (Ex 20, 13-17; Dt 5, 17-21) la explicación del deber de la caridad hacia el prójimo, Pablo se suma a un movimiento intelectual del judaismo que había reducido toda la ley de Moisés a los dos únicos manda­mientos del amor de Dios y del prójimo (Mt 19, 18-19; 22, 34-40; SaZ 14/15 y 111/112; Zac 8, 14-17).

Pero el interés de su posición radica en dar a la ley civil la misma interpretación que el judaismo daba a la ley mosaica al reducir todas las prescripciones a una simple obligación de amor hacia los hermanos.

* * *

El cristiano moderno siente a veces un soberano desprecio hacia la ley civil, y de manera especial hacia las leyes fiscales y penales. Algunos casuistas le han convencido incluso de que no hay falta moral en defraudar al fisco o en violar un regla­mento simplemente penal. Pablo ha reaccionado de antemano contra semejante deformación del sentido moral invitando al cristiano a ver en todas esas reglamentaciones una forma de amar a sus hermanos.

No cabe duda de que, de modo particular en la era sociali­zante que conocen los Estados del siglo xx, el impuesto es, en

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gran parte, el canal adecuado en el ejercicio del amor al próji­mo, puesto que una gran parte del presupuesto está dedicado a la educación, al cuidado de los enfermos, de los ancianos y de los accidentados, a la ayuda a los países en vías de desarrollo, a la investigación científica, etc.

Las leyes civiles las concibe el cristiano como un medio por el cual Cristo extiende su soberanía amorosa a toda la Huma­nidad en la medida de la obediencia amorosa que se deposita en ellas. No se tiene derecho a desobedecerlas sino cuando el acto que imponen vaya en contra del amor. Poco importa que el origen de las autoridades políticas sea o no del agrado de los cristianos: no es en sus orígenes donde son representativas de Dios y del Señor (Rom 13, 4), sino en su misma misión que, al imponerles el respeto a la segunda tabla del decálogo, les im­pulsa a colaborar con la soberanía de Cristo. Esa es la razón por la que la asamblea eucarística ora sin cesar por los go­biernos.

V. Santiago 2, 1-5 El pasaje anterior de la carta de Santiago 2.a lectura (Sant 1, 27) terminaba con una invitación 2.o ciclo a practicar la religión pura y sin mancha

que socorre a las viudas y a los huérfanos. Pero el autor quiere pulsar el eco de esa actitud en las asam­bleas litúrgicas en cuanto tales.

Ya los profetas habían condenado un culto que no terminaba en una vida social equilibrada (Am 2, 6-7; Is 1, 23; Ez 22, 7): el Dios a quien celebra el pueblo ama a los pobres con un amor de predilección (Os 14, 4; Jer 5, 28; 7, 6); se requiere que el culto dé paso a esa predilección. Ahora bien: las asambleas cris­tianas dedican un lugar privilegiado a los ricos y ultrajan la dignidad de los pobres (vv. 1 y 5). Santiago condenará viva­mente esa actitud que no respeta el espíritu de pobreza de la comunidad primitiva de Jerusalén (Act 2, 44; 4, 36-5, 11). Su pensamiento se centra en un concepto demasiado sociológico de la pobreza; las generaciones posteriores matizarán más el con­cepto de la pobreza espiritual y las iglesias paulinas en par­ticular preferirán que pobres y ricos vivan juntos en armonía más bien que asignar a la pobreza la exclusividad de la salva­ción. Pero la idea esencial del autor no es tanto la defensa de esa pobreza como el nexo entre el culto verdadero y la actitud social de los participantes. Desde que el culto se ha espiritua­lizado, el nexo entre rito y vida es más estrecho que nunca y se introduce incluso en el interior mismo de la liturgia.

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El autor volverá sobre este mismo tema más adelante (Sant 2, 14-16): dirigir a los hermanos pobres el saludo litúrgico "id en paz" sin hacer nada para que esa paz sea real y concreta es ir contra las exigencias mismas del culto cristiano. Después de la cruz, en efecto, el contenido del sacrificio es la misericordia y el amor, y la bondad vale más que la ofrenda ritual (cf. Mt 15, 1-10; 23, 1-36). La liturgia de nuestras asambleas no ritualiza realmente el sacrificio del Señor sino en la medida en que está al servicio de los demás.

VI. Filemón Esta carta se la escribió Pablo, durante su pri-9-10, 12-17 mer cautiverio (61-63), a Filemón, un cristiano 2.o lectura de Colosos y, además, amigo de Pablo. Filemón 3.er ciclo tenía un esclavo que había huido y se había

refugiado cerca de Pablo.

La situación de Pablo en esta circunstancia no es nada fá­cil: las leyes civiles le prohiben taxativamente que mantenga a su servicio al esclavo fugitivo y su amistad con Filemón no le permite ocultarle por más tiempo que Onésimo está con él. A esto viene a sumarse una obligación muy concreta de Pablo: en lo que se refiere a Onésimo, ¿puede adoptar una postura pu­ramente legalista, sin tomar en cuenta la persona y las rela­ciones fraternas establecidas entre él y el esclavo?

a) Pablo se somete a las exigencias del derecho de su época sin que por eso lo canonice: devuelve, pues, a Onésimo a su amo (v. 12). Pero el punto de vista cristiano en que se sitúa el após­tol rompe los límites de la legislación.

Entre Filemón y Pablo se han creado unos vínculos con base en la participación en una misma fe y, sobre todo, en el ejer­cicio de una misma caridad para con los pequeños en nombre de Dios (vv. 5-7). Y entre Pablo y Onésimo se han creado igual­mente otros vínculos, hasta el punto de que este último es como el corazón mismo del apóstol (vv. 10-12, 17). De igual modo pue­den nacer nuevos vínculos entre el esclavo y el amo: es cierto que el primero ha causado un perjuicio al segundo por los días que ha estado ausente (vv. 11, 18), pero ¿qué representa ese perjuicio frente a la considerable ventaja que representa la fraternidad en Jesucrsito y el compartir para la eternidad la ciudadanía del Reino? (vv. 15-16).

b) Para definir las relaciones particulares que le unen a Onésimo, Pablo no tiene reparo en acudir una vez más a la

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imagen de su paternidad espiritual, de la que ya se ha servido ampliamente en las cartas anteriores 2.

En labios de Pablo no se trata de una simple imagen senti­mental; en esas palabras se refleja toda su actividad apostó­lica, puesto que su ministerio se le presenta como una verda­dera transmisión de vida. Cuando proclama el Evangelio, Pablo no es tan solo un publicitario, sino que es portador de un lla­mamiento de Dios; ahora bien: la Palabra de Dios es eficaz y lleva consigo vida y fecundidad. Quien la transmite ejerce una especie de paternidad (1 Cor 4, 14-21). Y cuando el apóstol no se limita a transmitir verbalmente la Palabra de Dios, sino que la vive en su propia persona, hasta el sufrimiento (Gal 4, 19), la cruz y las prisiones, especifica que su paternidad es ins­trumental, por la misma razón que la vida de Cristo ha sido el instrumento de la paternidad de Dios respecto a los hombres (1 Cor 4, 15). En este sentido puede exigir a sus discípulos una adhesión filial que él se cuidará de hacerla incidir hacia el Pa­dre, puesto que su paternidad es simplemente vicaria (1 Tes 2, 7-11).

Pablo no aprueba las leyes sobre la esclavitud, pero se sirve de ellas por cuanto le permiten hacer un gesto de amor y que los hombres consigan una mayor libertad en el Señor (cf. 1 Cor 7, 17-24; Rom 6, 15-18). Reconoce la relación amo-esclavo, pero la relativiza subrayando cuan precaria es frente a las relacio­nes de fraternidad eterna que establece la fe.

La Iglesia no se ha fundado para libertar a los esclavos. Esta liberación depende de la iniciativa de las comunidades huma­nas en medio de las cuales trabajan y viven los cristianos. Por supuesto que cuando los hombres no responden a sus responsa­bilidades, la Iglesia debe recordarles su vocación. Su misión específica es liberar al hombre de si mismo abriéndole al amor divino. Penetrado de este amor, el hombre cumple sus propias ocupaciones aquí abajo, y las cumple apoyándose en sus propios recursos humanos. La emancipación de los pobres y de los opri­midos es una de esas tareas. El cristiano no trabaja en ese pla­no por motivos sobrenaturales; por la fe sabe tan solo hasta qué límite de sentido en profundidad debe abrazar el compro­miso, ya que el mismo Dios se compromete, a su nivel, que no es el nivel del hombre, en esa misma preocupación. En la me­dida en que el cristiano asume plenamente sus responsabilida­des de hombre puede ser reconocido como testigo del amor del Padre.

2 P. GUTIÉRREZ, La páternité spirituelle selon saint Paul, París, 1968.

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VII. Mateo 18, 15-20 Esta lectura reproduce una parte del dis-evangelio curso de Cristo sobre la actitud que hay l.er ciclo que adoptar en primer término ante el

pecado y el escándalo (Mt 18, 5-11), y después ante el pecador. Esta segunda parte describe la mise­ricordiosa solicitud de la Iglesia por medio de la parábola de la oveja perdida (Mt 18, 12-14) y detallando después esa actitud de perdón: llegarse hasta el pecador a solas (adviértase que la fórmula "contra ti" no se encuentra en el texto original, que habla del pecador en cuanto tal; v. 15); abordarle después de­lante de dos o tres testigos (v. 16); interpelarle, finalmente, en plena asamblea (v. 17). Para que puedan desarrollar esta peda­gogía, Cristo confiere a sus apóstoles poderes al respecto (v. 18).

La tercera parte del discurso define la actitud que el mismo ofendido debe adoptar frente a quien le ha injuriado; en este punto, la única regla es el perdón inconmensurable (vv. 21-22). Mateo amplía esta enseñanza con la parábola del deudor des­piadado (Mt 18, 23-35).

Entre la segunda y la tercera parte (vv. 19-20) Mateo intro­duce un logion del Señor sobre la reunión de "dos o tres" en la oración por cuanto acaba de tratarse del valor del testimonio de "dos o tres" (v. 16). El introducir esta sentencia sobre la oración en un contexto en torno a la victoria sobre el pecado quizá haya sido motivado también por la intención de mostrar que la oración es un arma victoriosa contra el pecado (Sant 5, 15-16; Mt 6, 12).

a) El tema importante de este pasaje es el perdón. Cristo recuerda su obligatoriedad (vv. 21-23) y al mismo tiempo da po­deres para concederlo (vv. 15-18). La nueva era se caracteriza porque el Señor ofrece al hombre la posibilidad de liberarse del pecado, no solo triunfando del suyo en la vida personal, sino también triunfando del de los demás por medio del perdón.

No será inútil recordar las principales etapas de la legisla­ción judía que han provocado y autorizado esta ley sobre el perdón.

La sociedad primitiva se manifestaba violentamente contra la falta del individuo, porque carecía de medios para perdo­narle y tan solo podía vengar la ofensa mediante un castigo ejemplar setenta y siete veces más fuerte que la misma falta (Gen 4, 24). Se producirá un progreso importante cuando la ley establezca el talión (Ex 21, 24).

El Levítico (Lev 19, 13-17) da un paso más hacia adelante. Propiamente hablando no establece la obligación del perdón (el único caso de perdón en el Antiguo Testamento es: 1 Sam 24

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y 1 Sam 26), pero insiste en la solidaridad que une a los herma­nos entre sí y les prohibe acudir a los procedimientos judiciales para arreglar sus diferencias.

La doctrina de Cristo sobre el perdón señala un progreso decisivo. El Nuevo Testamento multiplica los ejemplos: Cristo perdona a sus verdugos (Le 23, 34); Esteban (Act 7, 59-60), Pa­blo (1 Cor 4, 12-13) y otros muchos hacen lo mismo.

Generalmente, la exigencia del perdón va ligada a la inmi­nencia del juicio final: para que Dios nos perdone en ese mo­mento decisivo es necesario que nosotros perdonemos ya desde ahora a nuestros hermanos (sentido parcial del v. 35) y que to­memos como medida del perdón la misma que medía primiti­vamente la venganza (v. 22; cf. Gen 4, 24).

Basado en la doctrina de la retribución (Mt 6, 14-15; Le 11, 4; Sant 2, 13), este punto de vista es todavía muy judío. Pero la doctrina del perdón se orienta progresivamente hacia un concepto típicamente cristiano; el deber del perdón nace en­tonces del hecho de que uno mismo es perdonado por Dios (Mt 18, 23-35; Col 3, 13). El perdón que se ofrece a los demás no es, pues, tan solo una exigencia moral; se convierte en el testimo­nio visible de la reconciliación de Dios que actúa en cada uno de nosotros (2 Cor 5, 18-20).

El perdón no podía concebirse dentro de una economía de­masiado sensible a la retribución y a la justicia de Dios enten­dida como una justicia distributiva. Corresponde a una vida dominada por la misericordia de Dios y por la justificación del pecador.

Eco de esta manera de concebir las cosas, Mt 18, 15-22 la formula aún a la manera judía. Pero al menos el evangelista es consciente de que la Iglesia es una comunidad de salvados que no puede tener otras intenciones que salvar al pecador. Si no lo consigue es porque el pecador se endurece y se niega a aceptar el perdón que se le ofrece (v. 17). La comunidad cris­tiana se diferencia, pues, de la comunidad judía en que no juzga al pecador sino perdonándole. Por consiguiente, la con­dena solo puede caer sobre él si se niega a vivir en el seno de esa comunidad acogedora.

b) El cap. 18 de Mateo es de redacción muy tardía. En él descubrimos a la Iglesia primitiva ocupada en elaborar una disciplina y en estructurar su vida. Tiene que hacerse a la idea de que el Reino no se presentará inmediatamente y que tiene que aprender a subsistir hasta su llegada. Se inspira, pro­bablemente, en las reglas de las comunidades esenías. Pero es­tas últimas se consideraban fervientes y condenaban fácilmen­te al pecador, siquiera fuese en tercera sustancia: "Que sea para vosotros como un publicano..." Una comunidad de fervientes se

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hace pronto sectaria. Por eso la Iglesia primitiva se preocupa por mantener el diálogo más que por pronunciar una condena­ción: mientras el pecador permanezca en la Iglesia, mientras el "cristiano sociólogo" sea recibido en ella por la paciencia, el perdón y la oración en común, la Iglesia se verá libre del sectarismo y su misión estará asegurada.

* * *

El pecador no descubre el perdón de Dios si no toma con­ciencia de la misericordia de Dios que actúa en la Iglesia y en la asamblea eucarística. Los miembros de una y otra no viven tan solo una solidaridad nacional que les obligaría a perdonar tan solo a sus hermanos; están incorporados a una historia que arrastra a todos los hombres hacia el juicio de Dios y que no es otra cosa que su perdón ofrecido en el tiempo hasta su cul­minación eterna.

VIII. Marcos 7, 31-37 Marcos presenta el relato de la curación evangelio del sordomudo (mogilalos) de una ma-2° ciclo ñera bastante original. Establece, por

ejemplo, un paralelo estrecho entre el episodio del sordomudo y el del ciego (Me 8, 22-26), ya subraya­do por estar ambos recogidos en el conjunto llamado la "sec­ción de los panes" (Me 6, 30-8, 26). En ambos casos encontramos sucesivamente un mismo "apartamiento" del enfermo (7, 33; 8, 23), una misma insalivación (7, 33; 8, 23), la misma insisten­cia de Cristo en recomendar silencio al beneficiario del mila­gro (7, 36; 8, 26), una misma imposición de las manos (7, 32; 8, 22-23), una misma reacción de los amigos que "llevan" al en­fermo (7, 32; 8, 22).

De ambos relatos se desprende, pues, una misma lección: no oír y no ver son signos de castigo (Me 4, 10-12; 8, 22): la curación de la vista y la del oído son signos de salvación. Pero la salvación otorgada por Dios supone una ruptura respecto al mundo: si Cristo "lleva" al mudo y al ciego "fuera" para que vean y oigan, es porque la multitud, en cuanto tal, es incapaz de ver y de oír.

* * *

a) El relato de la curación del mudo se nos ofrece, en pri­mer lugar, como una réplica de Is 35, 2-6. El profeta anunciaba al pueblo, exiliado en Babilonia, un destino en el que no se atre­vía a soñar: sería investido con la "gloria del Líbano" y los mudos mismos gritarían de alegría.

Ahora bien: Jesús se encuentra en las fronteras del Líbano, en un país pagano, y allí realiza un milagro en beneficio de un

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mudo cuya palabra no podrá ya contenerse. El pueblo va a vol­ver del destierro, enriquecido con la fama de los países paganos y con una alegría incomparable. El milagro anuncia así la era inminente de la salvación. Esta salvación será también un jui­cio; los sordos oirán (cf. Is 29, 18-23), pero otros se volverán sordos a la Palabra.

t>) Es casi seguro que Marcos ha incorporado este milagro dentro de un ritual de iniciación al bautismo ya existente. La actitud de Cristo levantando la vista al cielo antes de curar al mudo (v. 34) no aparece más que en el relato de la multiplica­ción de los panes (Me 6, 41). ¿No es esto un indicio del carácter litúrgico de este episodio?

Este pasaje parece ser, efectivamente, un eco del primer ri­tual de iniciación cristiana 3. Los más antiguos rituales bautis­males preveían ya un rito para los sentidos (ojos, en Act 9, 18; nariz y oídos, en la Tradición de Hipólito, núm. 20, etc.). Si se tiene en cuenta que, para la mentalidad judía, la saliva es una especie de soplo solidificado, podría significar el don del Espí­ritu característico de una nueva creación (Gen 2, 7; 7, 22; Sab 15, 15-16). Marcos conserva, sin duda, la palabra aramea pro­nunciada por Cristo, Ephphata (v. 34), porque así la había con­servado la tradición.

Los elementos de este ritual de iniciación podrían ser, pues, un exorcismo (Me 7, 29, inmediatamente antes de este evange­lio), un padrinazgo de "quienes les llevan", un rito de imposi­ción de las manos (v. 32), un "apartamiento" (v. 33, sin ser el arcano, más tardío, refleja ya la toma de conciencia de la ori­ginalidad de la fe), un rito sobre los sentidos (v. 34), tres días de ayuno preparatorio (Me 8, 3; Act 9, 9), y después la participa­ción en la Eucaristía.

Para terminar, Marcos vuelve a la tradición sinóptica (vv. 36-37) cuando hace mención de las alabanzas de la multitud que reconoce en este milagro la llegada de la era mesiánica (Mt 15, 30-31), puesto que da cumplimiento a las profecías de Is 61, 1-2, ya interpretadas por Cristo en este sentido (Mt 11, 5).

* * *

Volveremos aquí, a propósito del aspecto particular de las curaciones de mudos en la Biblia, al tema de la fe, que es el punto principal de esta perícopa. La mayoría de los relatos que tratan de la vocación de profetas, es decir, de personajes que han de ser portadores de la Palabra de Dios, refieren al mismo tiempo curaciones de mudos o tartamudos (Ex 4, 10-17; Is 6; 3er 1). Se trata de un procedimiento literario cuya finalidad es dar a entender que el profeta es incapaz, apoyado tan solo en

3 Véase el tema doctrinal Fe y Palabra, en este mismo capítulo

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sus facultades naturales, de comenzar siquiera a hablar, sino que recibe de Otro una palabra que hay que transmitir. Por eso, la curación de un mudo, que proclama la Palabra, es considerada como un signo evidente de lo que es la fe: una virtud infusa que no depende de las cualidades humanas.

Hay otro elemento que interviene con frecuencia en las cu­raciones de mudos. En períodos de castigo divino, los profetas permanecían mudos: no se proclamaba la Palabra de Dios por­que el pueblo se tapaba los oídos para no oírla (1 Sam 3, 1; Is 28, 7-13; Lam 2, 9-10; Ez 3, 22-27; Am 8, 11-12; Gen 11, 1-9). El mutismo está, pues, ligado a la falta de fe: el mudo es mu­chas veces sordo con anterioridad.

Pero si los profetas hablan, y hablan abundantemente, es señal de que han llegado los tiempos mesiánicos y de que Dios está presente y la fe ampliamente extendida (cf. Le 1, 65; 2, 27-29). Hay un texto profético muy significativo a este respecto: Jl 3, 1-2, que se verá precisamente cumplido con el milagro de Pentecostés (Act 2, 1-3).

El crecido número de curaciones de sordos y mudos operadas por Cristo es signo de la inauguración de la era mesiánica (Le 1, 64-67; 11, 14-28; Mt 9, 32-34; 12, 22-24; Me 7, 31-37; 9, 16-28). Al final de los Evangelios se presenta también en forma de una vocación profética el envío de los apóstoles a predicar, puesto que se les otorga una lengua nueva (Mt 10, 19-20; Rom 10, 14-18), como si también ellos tuvieran que salir del mutismo.

Este evangelio quiere darnos, pues, a entender que debemos tomar conciencia de que la fe es un bien mesiánico. Mas, al re­latar esta curación, Marcos quiere hacer suyo el tema del Anti­guo Testamento que relaciona mutismo y falta de fe. El evan­gelista subraya repetidas veces que la multitud tiene oídos y no oye, y tiene ojos y no ve (Me 4, 10-12, repetido en 8, 18). Por otra parte, toda la "sección de los panes" (Me 6, 30-8, 26) es la sección de la no inteligencia (Me 6, 52; 7, 7, 18; 8, 17, 21). Ahora bien: para curar al sordomudo, Cristo le lleva fuera de la multitud (Me 7, 33), como para subrayar que el mutismo es ca­racterística de la multitud y que es necesario- apartarse de su manera de juzgar las cosas para abrirse a la fe.

La característica de los últimos tiempos es la de situarnos en un clima de relaciones filiales con Dios, capacitarnos para oír su palabra, corresponderle y hablar de El a los demás. El cristiano que vive estos últimos tiempos se convierte así, en cierto modo, en profeta, especialista de la Palabra, familiar de Dios. Para ello debe poder escuchar esa Palabra y proclamarla: para hacerlo necesita los oídos y los labios de la fe.

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IX. Lucas 14, 25-33 Esta perícopa está compuesta por elemen-evangelio tos bastante dispares. Para comprender 3.er ciclo su sentido hay que leer también los w . 34-

35, paralelos a Mt 5, 13, que reproducen un logion sobre la sal, del que la tradición sinóptica ha perdido el contexto original y que Lucas transforma en una especie de parábola para incorporarlo mejor a la lección de los vv. 28-33, que constituyen la parte específica de Lucas y se refieren a la renuncia a todos los bienes. A título de introducción, Lucas añade los vv. 26-27, que pertenecen igualmente a otro contex­to (cí. Mt 10, 38; 16-24; Le 9, 23), y ai que incorpora un ele­mento personal (la mujer: v. 26) que acentúa la tendencia as­cética.

* * #

a) La inauguración del Reino es inminente. Por eso es ne­cesario tomar sus medidas para entrar en él y superar los obs­táculos de que está sembrado su acceso. La primera actitud que se recomienda es la prudencia: hay que saber lo que se quiere. Un hombre que construye su casa sin tener con qué terminarla (v. 30), un militar que parte para la guerra sin calcular sus gastos (v. 31) o la sal que pierde su razón de ser (v. 34) representan al fiel que comienza a creer en el Reino y después se detiene en el camino. Advirtamos que en Lucas la sal es el símbolo de la prudencia, mientras que en Mateo recuer­da la misión de los discípulos en el mundo.

o) Para Lucas, esta prudencia elemental consiste en saber renunciar a todos sus bienes (v. 33) y a las vinculaciones hu­manas (vv. 26-27). La renuncia es urgente y total en razón de la inminencia del Reino que puede dispensar de las tareas nor­males en las comunidades terrestres (1 Cor 7) 4.

En realidad, la venida del Reino no ha cambiado la faz de la tierra, y lo que realmente constituye la ley de la existencia cristiana es el aplazamiento y el caminar. ¿Es que Lucas se equivocó al recurrir a la renuncia total? La auténtica lección del Evangelio se sitúa a un nivel más profundo. La "proximidad" del Reino no es primariamente de orden temporal: significa que el creyente utilizará sus bienes o vivirá con sus prójimos pasando por la mediación de Cristo. Ninguna relación del hom­bre con las cosas o las personas responde ya a la ley "de inme­diatez"; pero, aunque relativizada, la relación del hombre con el hombre o con la naturaleza no es rechazada en absoluto5.

4 Véase el tema doctrinal del realismo de la fe, en este mismo ca­pítulo.

6 D. BONHOEFFER, Le prix de la grace, París, 1967, págs. 60-67 El pre­cio de la gracia, Salamanca, 1968. '

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B. LA DOCTRINA

1. El tema de la fe y de la Palabra

Varias veces, en las Escrituras, se describe la iniciación a la fe como si se tratara de una curación de nuestra sordera y de nuestro mutismo (ver el evangelio del 2.° ciclo). Así como la fe, efectivamente vivida, hace que el hombre preste atención a la Palabra de Dios y la haga proclamar, la falta de fe, al con­trario, vuelve al hombre sordo y mudo: la Palabra de Dios ya no es ni oída ni proclamada. El paso de la incredulidad a la fe lleva consigo, pues, una cura real de nuestra sordera y de nuestro mutismo. Además, el interés de este simbolismo con­siste en recordarnos que la Palabra de Dios no se desvela más que al que cree y que únicamente el creyente está en condi­ciones de transmitirla a su alrededor.

La unión tan íntima existente entre la fe y la Palabra me­rece ser profundizada. Un mejor conocimiento de esta relación no puede sino favorecer nuestra percepción de lo que es la fe y lo que es la Palabra. Efectivamente, en todas las épocas los cristianos han expresado su convicción de que la fe se apoyaba en la Palabra, pero la problemática de la cuestión está evolu­cionando bastante profundamente. Durante los siglos de cris­tiandad, la Palabra de Dios aparece como una realidad inme­diatamente disponible, objetivada en un lenguaje de contornos precisos y bien determinados: para edificarse en la fe, el cris­tiano estaba invitado a dejarse modelar por los múltiples com­portamientos que le eran propuestos por la Iglesia. Apoyarse en la Palabra venía a entrar dentro de un cierto orden de cosas que se imponía desde el exterior y que traducía a los ojos del creyente la voluntad del Padre sobre su pueblo. Pero hoy la Palabra de Dios aparece irreducible al lenguaje que tratara de objetivarla y de volverla inmediatamente disponible; es una realidad viva y misteriosa que se desvela al creyente en la me­dida en que se comprometa resueltamente en la aventura de su fe.

La situación actual del cristiano es menos confortable que la de sus antecesores, porque la Iglesia no está ya en condicio­nes de llevarle de la mano. Bajo pena de debilitarse, la fe debe ser cada vez más personalizada, pero de todas maneras no lo será sino ajustándose a la Palabra de Dios: de aquí la impor­tancia de esta cuestión.

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La Palabra de Yahvé La palabra es el más precioso tesoro del y la fe de Israel hombre. Por medio de ella, el hombre

expresa lo que es y, sobre todo, lo que quiere ser; gracias a ella, el hombre está en condición de de­cirse a sí mismo y de manifestar a los demás la significación de su vida y cuál es el proyecto que la anima. La palabra tiene, igualmente, una dimensión social e histórica; se aprende a la vez que se inventa. Por eso es portadora de tradición; cada uno está llamado a insertarse en ella aportando su nota original.

En todas las religiones, la palabra juega un papel conside­rable, lo que no debe extrañar, ya que lo que se ventila en toda religión es el destino último del hombre. Pero este papel es muy diferente en una religión pagana y en la religión de la fe. Consideremos, en efecto, las liturgias antiguas: la palabra que se ofrece a la consideración del pagano orquesta un itinerario de salvación que encuentra en el hombre sus recursos y su razón de ser. Esta palabra revela los modelos ejemplares con los cuales el hombre está llamado a coincidir ritualmente para comunicar con la estabilidad del mundo divino. Palabra intan­gible y sinónimo de seguridad...

Muy distinta es la función de la palabra en el régimen de la fe. Esta se desvela en el acontecimiento histórico, con todo su peso de inesperado e imprevisible, y no ofrece al creyente más que la seguridad absoluta del Dios Todo-Otro, dueño abso­luto del destino humano. En Israel, la palabra que expresa y realiza el destino último del creyente requiere letra mayúscula, porque pertenece a Yahvé.

Esta Palabra es entregada por los profetas, que son los por­tavoces de Yahvé. Es siempre percibida por el creyente como la puesta en tela de juicio de las seguridades que el hombre señala a su alrededor; es siempre percibida como una llamada a profundizar más las exigencias concretas de la Alianza. Pa­rece de tal forma extraña a las reacciones de la espontaneidad humana que se le reconoce un origen exclusivamente divino y se olvida tranquilamente el hecho de que expresa igualmente la misma aventura de la fe. Sin embargo, es sorprendente que en Israel Yahvé se calle cuando la fe llega a faltar. El verda­dero Dios no habla sino por la boca de un auténtico creyente, y la historia de las intervenciones de Dios está directamente ligada a la historia de la fe.

No obstante, el creyente de la antigua Alianza permanece sumido en una especie de indeterminación, porque la Palabra que puede salvarle le escapa radicalmente. Pero para retirar esta indeterminación es preciso que un hombre pueda decir esta Palabra con plena autoridad. ¿Quién será este hombre?

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La Palabra de Jesús Cuando interviene Jesús de Nazaret auténtica Palabra de Dios subraya, todavía más que los profe-y norma decisiva de la fe tas, la absoluta trascendencia de la

Palabra de Dios. No es cuestión, para el hombre, de apropiarse, de una manera u otra, de la Palabra que le salva. La renuncia total es la única vía que puede con­ducir a la salvación. El mismo Jesús es testigo de ello.

Pero este hombre se declara Mesías. Pretende decir con au­toridad la Palabra que salva. ¿Cómo puede ser esto, dado que Jesús participa en todo de la condición humana común? Es aquí donde resplandece el tan inesperado misterio: Jesús no es so­lamente el portavoz de Yahvé; es la Palabra de Dios encarnada. La palabra humana que unifica en Jesús su destino de hombre coincide rigurosamente con la voluntad salvadora de Dios. Tam­bién San Juan puede decir, al principio de su primera epís­tola: "lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocando al Verbo de vida... os lo anunciamos a vosotros" (1 Jn 1, 1-3).

Concretamente, Jesús de Nazaret revela la Palabra de Dios a través de una vida hecha de obediencia a la voluntad del Pa­dre, hasta la muerte y la muerte de la cruz. Sabemos, pues, que la Palabra de salvación es entregada en el punto preciso de la historia en el que un hombre lleva hasta el final el consenti­miento en su condición de criatura y testimonia, por medio de toda su vida, que el hombre está hecho para amar con un amor fraternal sin fronteras. En Jesús, es esta fidelidad integral a la verdad del hombre lo que adquiere valor de eternidad; en Jesús, el hombre se salva y participa de la vida de Dios sin tener que elevarse por encima de su condición.

Pero, si tal es la unión entre la Palabra de Dios y la vida humana de Jesús, es como decir que la Palabra de Dios no es una realidad estática o ya hecha, que se impondría desde el exterior. Jesús no ha organizado el desarrollo de su vida en función de un plan preconcebido que Dios le habría dictado con anterioridad. A decir verdad, El ha descubierto progresivamen­te que el itinerario de vida por el que iba a expresar su obedien­cia al Padre pasaba por la cruz. El también ha buscado apasio­nadamente la voluntad del Padre, y cuando la cruz se presenta ante El, conoce como todo hombre un momento de retroceso antes de decir a su Padre: "¡Hágase tu voluntad!"

Por otra parte, el hecho de que la Palabra de Dios sea en­tregada sobre el terreno del consentimiento del hombre en la verdad de su condición, no hace de ella, de ninguna manera, una palabra tranquilizadora, pues, por ser integral, este con­sentimiento requiere el despojo radical de sí, en particular cada vez que se trata de vivir auténticamente el acontecimiento de

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un encuentro ajeno. Transportada por el acontecimiento, la Palabra de Dios da origen muchas veces al escándalo, incluso si invita al hombre a una fidelidad secreta a sí mismo.

La Palabra de Jesús La Palabra de Jesús es la luz que alumbra y la fe del cristiano a todo hombre que llega a este mundo.

No hay más foco de luz que este, porque la humanidad de Jesús es el único punto de coincidencia entre la revelación de Dios y la respuesta del hombre. Para todo hom­bre, entonces, el único problema es este: ¿dónde encontrar aquí abajo la Palabra de Jesús que expresa con autoridad la Palabra de Dios? Porque es esta Palabra la que, unificando la vida de cada uno, la salva.

La Palabra de Jesús sigue resonando concretamente en la Iglesia, que es su Cuerpo, y todo hombre puede tener acceso a ella haciéndose miembro de este Cuerpo por medio del bautis­mo. Se trata de una Palabra viva, difusa por todo el pueblo de Dios y que expresan con autoridad los que han recibido esta mi­sión, los apóstoles y sus sucesores. Así, pues, cada miembro debe dejarse informar por esta Palabra viva, no solamente cuando se reúne con otros cristianos para escucharla, sino también y más ampliamente cuando al correr de los días aquel profun­diza los lazos de comunión que le unen a los demás miembros de la Iglesia.

Sería un error pensar que la Palabra de Jesús es accesible solamente en la Biblia y que se puede prescindir de la Iglesia para tomar contacto con ella. En realidad, no se toma contacto con la Palabra de Jesús más que asociándose a todos aquellos y aquellas que la han llevado y la han vivido a través de veinte siglos, entrando en el surco histórico que ellos han trazado a partir de la iniciativa personal de Cristo y bajo la dependencia siempre actual de su Espíritu. La Palabra de Jesús que se trans­mite de edad en edad, se deshace y se reconstituye sin cesar sobre el abono que le proporciona la fidelidad efectiva de los cristianos a la verdad de su condición humana. Tampoco es es­cuchada ni proclamada más que a la medida de esta fidelidad; pero, desde el momento en que se desvela, la Palabra de Jesús se impone con todo su poder de interpelación.

La fe cristiana, pues, no puede ser vivida de una manera vaga e imprecisa; es preciso que aparezca siempre la relación entre la decisión de la fe y la Palabra de Jesús hoy viva en la Iglesia. El cristiano es aquel que ha abandonado todo para se­guir a Jesús, para unificar su vida en una Palabra que perte­nece solo a Jesús, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Pero esta Palabra, siempre actual, cada uno está invitado a buscarla,

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apasionadamente, en un diálogo a cada instante con sus her­manos, con todos los hombres.

La fidelidad a la San Pablo nos lo ha recordado sin cesar: la Palabra de Jesús misión es el fruto de una mística y no de una en la misión política, y el misionero, antes que un organi­

zador, debe ser el testigo del Espíritu de Cris­to. Ciertamente, una política misionera puede resultar necesa­ria, y, cuando dispone de un personal a su servicio, la Institu­ción eclesial debe preparar y distribuir sus fuerzas apostólicas en función de las necesidades reales del mundo actual. Pero este aspecto de organización no puede jamas ocultar la prin­cipal urgencia: sobre el terreno de la misión, los hombres que cuentan, los que hacen avanzar la edificación del Reino, son los testigos ejemplares de la fidelidad a la Palabra de Jesús, los hombres de fe que pueden decir con San Pablo: "Para mí, vivir es Cristo." Pero ¿qué quiere decir esto?

La Palabra de Jesús a la que el misionero debe ser fiel le desorienta doblemente. Por una parte, se da la desorientación que produce necesariamente la interpelación de la Palabra de Dios en una vida de hombre. Pero, por otra, la inserción con­creta del misionero le aparta en cierto modo de sus pertenen­cias de origen para hacerle comulgar tanto como sea posible con el destino espiritual del pueblo al cual ha sido enviado; en cierto sentido, la Palabra de Jesús que debe unificar su vida proviene también de un universo cultural que no es el suyo. Esta participación del destino ajeno es una empresa extrema­damente difícil; el misionero está invitado a alcanzar su pro­pia identidad a través de un despojo radical de su haber fami­liar. Solamente la caridad de Cristo puede fundar una tal fi­delidad.

Pero hay más todavía. Esta Palabra de Jesús que debe mani­festarse en la vida del pueblo al cual el misionero es enviado, está muy claro que no existe como ya hecha en la Iglesia; de alguna forma debe ser engendrada sobre una nueva base, a partir de la gracia que la trabaja desde siempre. Una joven Iglesia debe nacer, que tendrá como misión engendrar esta Pa­labra. El papel del misionero es servir este desarrollo y hacerlo posible, ofreciendo a la comunidad en gestación el cambio de vida y de energía en el seno del cual el desarrollo de la Palabra puede ser auténtico. Pero esto supone que el misionero renun­cie a identificar la Palabra de Jesús con el aspecto particular que ha adquirido en el universo cultural que le es familiar.

Es urgente recordar estas verdades esenciales en el tiempo en que vivimos, en el que la proclamación de la Buena Nueva de la salvación debe conducir al hombre hacia lo que constituye el

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centro de gravedad de su existencia, a saber: la consciencia que él tiene de deber tomar en mano su propio destino. Es a este hombre a quien hay que manifestar el carácter decisivo de la Palabra de Jesús. A partir de ahí, nada sería hoy más perjudi­cial a la edificación del Reino que una obra misionera privada de su dimensión mística.

La celebración La liturgia eucarística propiamente dicha va eucarística siempre precedida de una liturgia de la Pala-de la Palabra bra. Esto no es así por razón de yuxtaposición:

la liturgia de la Palabra no hace sino otorgar toda su amplitud a la Palabra que acompaña necesariamente a la liturgia del Pan. El papel de la Palabra en la celebración es de tal manera esencial que la misa puede ser legítimamente llamada la celebración eucarística de la Palabra.

La Palabra proclamada en la liturgia es la Palabra de Jesús, expresión perfecta de la Palabra de Dios. Se apoya en las Es­critura, pero celebra, ante todo, el hoy de Jesucristo en el cora­zón del mundo. La Palabra revela a los participantes el ritmo pascual oculto en los acontecimientos de su vida y de la vida del mundo; los interpela hasta las coyunturas del alma y los llama a la renovación de su fe. Los introduce concretamente en la obediencia hasta la muerte, de la que Jesús de Nazaret ha proporcionado el ejemplar definitivo. Gracias a la Palabra, la acción de gracias del pueblo reunido en conmemoración de la pasión y resurrección de Cristo adquiere toda su actualidad y promueve una mayor fidelidad a los signos de los tiempos.

En la celebración eucarística, la Palabra se acompaña de signos accesibles a todos aquellos que le otorgan su fe. Porque la misma reunión, en la medida en que responde a la ambición de catolicidad que la anima, preludia visiblemente la reunión en el Reino, y los lazos fraternales que la celebración procura significan realmente el régimen de amor que define a la Fami­lia del Padre.

2. El tema del realismo de la fe

A primera vista el realismo que busca inculcarnos el mensa­je bíblico es, ante todo, un realismo a nivel de los medios. Para entrar en el Reino proclamado por Jesús, para hacerse discí­pulo suyo, hay que pagar el precio: "llevar su cruz", "aborrecer a su padre, su madre, su mujer, sus hijos, sus hermanos, sus hermanas y hasta su propia vida" (evangelio, 3.er ciclo). Pero lo serio del cristianismo va mucho más lejos: el realismo de la fe se basa sobre la condición humana, finalmente restituida a

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su verdad. Y el precio que hay que pagar para entrar en el Rei­no no parte de una decisión arbitraria de Dios; es el precio de una fidelidad integral del hombre a sí mismo. Nosotros sabe­mos bien que un realismo así no es de ninguna manera espon­táneo y que nada es más difícil para el hombre que el consen­tir verdaderamente en su condición.

Es fácil adivinar la importancia de esta cuestión. Si las exi­gencias del cristianismo son relativas a un objetivo que honra plenamente la verdad de la condición humana, aquellas apare­cen ante el hombre moderno como dignas de interés. Aún hace falta manifestarlo claramente, lo que no siempre se ha hecho en el pasado, por la simple razón de que la sensibilidad de la época no invitaba a ello. Tocamos aquí una tarea urgente de la reflexión cristiana actual: si verdaderamente el creyente es, por derecho, el hombre más realista que haya con relación a la condición humana, es importante hasta el máximo ponerle en evidencia. Lo que está en tela de juicio no es una cuestión de presentación; se trata de algo de otro modo importante. De la mirada fijada por el cristiano sobre la condición humana se deriva toda una concepción del cristianismo, y ha ocurrido en el pasado que la imprecisión de esta mirada llevara consigo, de hecho, sutiles degradaciones de la fe. Las exigencias evangé­licas ya no tienen, entonces, ni el mismo sentido ni el mismo alcance.

El hombre moderno hace muchas veces al cristiano un pro­ceso de irrealismo, y no siempre está equivocado. Y, ciertamente, nada sería más adecuado al cristianismo que el que un día se produjera lo contrario. En efecto, el hombre moderno ya no trata de evadirse de la condición terrestre; pero no la mira de frente, tal como es. El cree poder dominar lo real y la histo­ria, pero la realidad le escapa y le deja desprovisto. La fe del cristiano le invita a más realismo. Pero ¿en qué sentido?

Israel ante el misterio Como los pueblos que le rodean, Israel de la condición terrestre experimenta su "condición terrestre

como una condición anormal. El hom­bre, en su origen, estaba hecho para un paraíso, posteriormente perdido. Para Israel, la explicación no ofrece duda: el hombre ha sido expulsado del Paraíso a causa del pecado. En lugar de esperar de Dios la salvación que le colme, el hombre ha trata­do de divinizarse a sí mismo: ¡tal es la causa de todos los males!

Yahvé el todopoderoso quiere la felicidad del hombre. Solo El puede salvar al hombre de su situación dramática, y ha co­menzado a hacerlo, maravillosamente, librando a su pueblo de la esclavitud egipcia. Pero para que esta intervención salvadora

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concluya, Yahvé espera a cambio la fidelidad del hombre a las exigencias de la Alianza. ¡Llegará un día en el que Yahvé hará entrar a su pueblo en una tierra de vida fecunda y de alegría desbordante, y en este nuevo mundo de felicidad eterna las demás naciones encontrarán, sin duda, su lugar!

A fin de cuentas, Israel no piensa que la salvación pueda desplegarse en el mundo presente, y espera que surjan pronto nuevos cielos y una nueva tierra. Pero, sin embargo, no deja de reflexionar sobre su condición terrestre. Al contrario que el pa­ganismo que le rodea, considera con realismo todo lo que hace esta condición; no trata de ocultar el peso de sufrimiento y de muerte que aquella lleva consigo, sino que todo esto le parece primeramente como un sin-sentido, como un escándalo. La his­toria de Job sirve para testimoniar esto.

Ante el escándalo del sufrimiento, Israel trata de compren­der. De todas maneras, sea cual sea el valor del principio expli­cativo general que hace del pecado el responsable de la situación de hecho en la cual el hombre se encuentra sumido, su uso es bien difícil en circunstancias concretas; no hay siempre co­rrespondencia entre el sufrimiento y el pecado. Poco a poco, la reflexión de Israel reconoce al sufrimiento un principio de sentido. El sufrimiento posee un valor purificante, y Yahvé pue­de reservarlo a los privilegiados. En la condición terrestre, la fidelidad del hombre es puesta a prueba. Se llega incluso más lejos: algunos textos, redactados en el momento del exilio o inmediatamente después, abren una perspectiva sobre el valor expiatorio y redentor del sufrimiento, los textos sobre el Siervo de Yahvé.

Cabe asombrarse cuando se mide el camino recorrido por Israel para comprender de mejor en mejor el misterio de !a condición terrestre del hombre. Y, sin embargo, queda por fran­quear el giro decisivo...

El realismo integral Jesús de Nazaret asume toda la condición de Jesús de Nazaret humana: las alegrías, los sufrimientos,

las tentaciones, la muerte. Lejos de ser un Mesías "caído del cielo" y cuyo origen no conoce nadie, Je­sús participa en todo de la condición humana. Ciertamente, El introduce los últimos tiempos, pero lo hace en el corazón de la condición terrestre del hombre. Obedece en todo la voluntad de su Padre, pero, al hacerlo, consiente plenamente en esta con­dición y desvela su verdadero sentido.

El Reino que Jesús inaugura en su Persona no es de este mundo; sus miembros son los hijos de Dios y sus fronteras no son terrestres. ¡Pero arraiga aquí abajo, es inaugurado sobre

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\, la tierra y es aquí abajo donde ha sido engendrado! La vida terrestre de Jesús es, de cabo a cabo, una Pascua; todo en ella es paso de la muerte a la vida. La realización está más allá de la muerte; pero es el fruto de un desarrollo que se realiza so­bre la tierra.

La actitud de Jesús frente al sufrimiento y a la muerte es característica. Por todos los lugares por donde pasa cura y, al­guna que otra vez, reanima a un muerto. La realización está como anticipada en el tiempo presente; el fin hacia el cual tiende el desarrollo se encuentra así desvelado. Jesús manifies­ta de esta forma que, inaugurando el Reino, entierra aquí abajo el germen auténtico de la restauración universal que El viene a realizar. Pero Jesús realiza esta obra siendo plenamente fiel a su condición terrestre de criatura; jamás hace un milagro para su provecho personal. Es por obediencia a la voluntad del Padre por lo que afronta el sufrimiento y la muerte. La mirada que dirige sobre el sufrimiento le hace medir su seriedad y, antes de morir en la cruz, conoce la agonía. Jesús tiene el de­recho de beatificar el sufrimiento, porque la forma concreta en la que El aborda el sufrimiento y la muerte hace que descubra en ellos como el lugar privilegiado en el que el amor está en condición de triunfar definitivamente sobre el odio.

La concepción judía del Reino y de la condición terrestre del hombre está totalmente modificada. Israel creía que la pro­mulgación del Reino señalaría el fin de la condición terrestre; en realidad, Jesús inaugura el Reino aquí abajo, en la condi­ción terrestre restituida a su verdad. Israel esperaba un Reino todo hecho, fruto de un acto exclusivamente divino. Jesús no aporta de él más que el germen, revela que el Reino está por hacer, que su desarrollo se realiza aquí abajo con la cooperación de los hombres. Israel no había reconocido el verdadero senti­do del sufrimiento y de la muerte; Jesús hace descubrir que la obediencia hasta la muerte es el único camino que permite al hombre jugar su papel en la realización del plan de Dios.

El consentimiento Haciéndose hijo del Reino y discípulo de del cristiano en la Cristo, el hombre no se separa de ninguna condición humana manera de su condición terrestre; al con­

trario, está plenamente habilitado para darle su pleno consentimiento. Si, en el Evangelio, Jesús multi­plica las llamadas a la renuncia, si invita a llevar su cruz y a seguirle, es con vistas a promover aquí abajo la fidelidad del hombre a la verdad de su condición.

Mientras que el mundo pecador trata de realizar la felici­dad ocultando todo lo que se llama sufrimiento y muerte y apo­yándose exclusivamente en las seguridades de la vida presente,

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el cristiano está invitado por su fe a mirar esta vida con un realismo supremo. El sabe que el misterio de la muerte se per­fila por todas partes, incluso en el encuentro ajeno que aparen­temente no tiene grietas. Lo serio de su mirada le hace cono­cer la angustia y a veces la agonía. No las evita. Espera a que el proyecto de amor del que es testigo encuentre la oposición de los hombres, imbuidos de otra sabiduría. Puede que sea con­denado a morir. ¡Por haber amado!

Sufriendo como El sufre, afrontando la muerte como El la afronta, el cristiano aporta su piedra irreemplazable a la con­sumación de la aventura humana. Si ocurre que conoce la tris­teza mientras el mundo se divierte, en realidad su tristeza es productora de vida: esta no es la del hombre que trata de eva­dirse de la condición concreta en la que se encuentra. Un día llegará la alegría de la consumación, igual a la alegría de una madre que acaba de sacar al mundo a su hijo; pero el cristiano sabe que esta alegría está íntimamente ligada a la parte—dolo-rosa esta—que haya tomado aquí abajo en consentir plena y activamente en la condición humana.

Dicho de otra manera: la condición humana, restituida a su verdad, aparece como una condición pascual. El cristiano no trata de huir: es aquí abajo donde le esperan las responsabili­dades, él tiene que alcanzar una victoria permanente sobre la muerte por todas partes por donde se infiltra en las relaciones entre los hombres. Pero tal proyecto no puede realizarse con éxito más que siguiendo a Cristo y bajo la impulsión de su Es­píritu. La mediación única de Cristo debe, pues, impregnar todo el tejido de la existencia e intervenir cada vez que se trata de pasar de la muerte a la vida. ¡Verdaderamente, el pueblo de Dios está llamado a rendir al mundo un servicio irreemplazable!

El realismo de la fe ¡La mirada de la fe hace aparecer la tie-y la edificación rra como una inmensa obra de construc-del Reino ción! Todos los hombres son llamados, en

Jesucristo, a edificar por su parte la ciu­dad fraternal de Dios. ¡Obra gigantesca que solicita el concur­so de todos los pueblos y todas las culturas! Cristo ha plantado una vez por todas el germen de la historia verdadera; este ger­men es su propia vida de hombre, vivida en la fidelidad per­fecta hasta la muerte en la cruz, una vida cuya resonancia es eterna porque es la del Hijo. A partir de este germen único se trata de construir hasta lo que la humanidad alcance, en Je­sucristo, su estatura perfecta. La larga gestación del Reino aquí abajo, que concierne progresivamente a la humanidad y a toda la creación, es indisociable del consentimiento que otorgan los hombres a su condición y a las responsabilidades que ella com­porta.

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En la medida en que toma parte en la misión, en la medida en que trabaja en el encuentro de los pueblos, el cristiano co­noce necesariamente algo de las "tribulaciones" de las que San Pablo nos habla en varias ocasiones. ¿Cómo no las encontraría? No se construye el Reino, no se llega a realizar la aventura humana sin pasar constantemente de la muerte a la vida, y esta obra de amor provoca inevitablemente la resistencia feroz de la sabiduría del mundo, cuya línea de demarcación nos atra­viesa a cada uno de nosotros. Pero, como San Pablo, el cristia­no "rebosa de gozo en todas las tribulaciones" (2 Cor 7, 4) por­que sabe que a través de ellas va tomando forma la ciudad de­finitiva.

La esperanza del cristiano no es ya la del hombre judío. Para este último, el Reino no estaba por hacer; llegaría todo acabado por así decirlo. El cristiano vive su esperanza en el dinamismo de una tarea que cumplir: la misión. La realización total no llegará antes que el Evangelio sea proclamado a to­das las naciones. Pero ¿qué implica tal proclamación? Se trata de enraizar el misterio de Cristo en el tiempo y en el espacio, de tal manera que la luz de Pascua ilumine efectivamente los itinerarios espirituales de los pueblos y de las culturas. Es esta una obra eminentemente larga, porque ningún sector de la vida humana puede permanecerle extraño: en esta luz, cada uno de ellos es progresivamente restituido a su verdad propia.

La Iglesia de nuestro tiempo mide mejor la relación tan es­trecha que une la misión a la aventura histórica de la huma­nidad. San Pablo creía que la misión universal era una tarea a su medida; al menos, así lo creyó en una época. ¡Todavía hoy no se ha acabado de descubrir toda su amplitud!

La iniciación al No se puede ser discípulo de Cristo sin parti-realismo de la fe cipar de su realismo supremo ante la condi­

ción humana. Pero tal actitud es de tal ma­nera extraña a la reacción espontánea de los hombres que no se adquiere ni se profundiza sino mediante una iniciación apro­piada. Precisamente el objetivo propio de toda asamblea ecle-sial es contribuir a esta iniciación al realismo de la fe. Cuando unos cristianos se reúnen, es, ante todo, para aprender a di­rigir sobre las realidades la mirada que les llama a consentir plenamente en su condición de criatura.

Esto es verdad, muy particularmente, en la asamblea euca-rística. Consciente de estas perspectivas, San Pablo no teme afirmar que, cuando unos cristianos se reúnen para participar del cuerpo y la sangre de Cristo, vienen, de hecho, a proclamar la muerte del Señor, es decir, a establecer su propia vida bajo la influencia de la existencia más auténticamente humana po-

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sible, la del Hombre-Dios: una existencia en la que el afron-tamiento victorioso de la muerte ha sido, en todo instante, el elemento más decisivo.

Hay que reconocer que nuestras celebraciones eucarísticas se alejan muchas veces del objetivo que deberían seguir siem­pre: una iniciación al realismo de la fe. Pero, en la medida en que la reforma litúrgica en curso pone cada vez más en evi­dencia la importancia de la Palabra, se puede prever que de nuevo llegarán a ser, todavía más, proclamaciones efectivas de la muerte del Señor. Sin embargo, se requiere una condición esencial: es preciso que la Palabra proclamada y participada haya encontrado, ella misma, el dinamismo que le es propio, es preciso que reúna la vida vivida por el pueblo de Dios de tal suerte que los cristianos reunidos se descubran verdadera­mente concernidos por ella. En otros términos: es importante que la celebración eucarística sea la proclamación de la muer­te del Señor en el hoy del mundo y de la vida de los hombres.

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VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO

A. LA PALABRA

El sentido común del sirácida le ha sensibilizado ante la importancia de la armonía y el buen entendimiento en las relaciones sociales. Y siguiendo esa dirección llega a definir el perdón y la forma de vencer la cólera y el odio.

En todo nuestro pasaje aflora constantemente la idea de retribución inmediata. ¿Por qué no vengarse? Porque se teme la venganza divina (vv. 1-3). ¿Por qué perdonar a otro? Porque se persigue la forma de obtener el perdón de Dios en tiempo oportuno (vv. 2 y 5).

Esta forma de ver las cosas no debe sorprendernos. La ley del talión se cimentaba igualmente en el principio de la retri­bución inmediata: así se comprende que la primera reacción importante contra el talión se formule aún dentro del mismo marco doctrinal. Hay que esperar al Nuevo Testamento para ver cómo la doctrina del perdón se libera de semejantes refe­rencias.

II. Isaías 50, 5-9 Esta lectura está sacada de los poemas del 1.a lectura Siervo paciente. Cuatro en total, estos poemas 2° ciclo han sido incrustados con bastante mala for­

tuna en los escritos más antiguos del Segun­do Isaíasx.

El poema que se lee este día es el tercero. En él el Siervo habla de Sí mismo. Compara su lengua torpe (v. 4) con la de los grandes profetas del pueblo (Ex 4, 10; Jer 1, 6). Refiere des-

1 H. CAZELLES, "Les poémes du Serviteur. Leur place, leur structure, leur théologie", Rech. Se. Reí., 1955, págs. 5-55.

I. Eclesiástico 27, 30-28, 7 Vulgata 27, 33-28, 9 1.a lectura l.er ciclo

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pues las vejaciones sufridas en el cumplimiento de su misión y, para describirlas, utiliza el mismo lenguaje de los antiguos pro­fetas: "presenta su espalda" (cf. Is 51, 23), "presenta sus meji­llas a quienes le hieren" (cf. Ez 21, 14), "no sustrae su rostro" (cf. Ez 16, 52; Job 14, 20; 30, 10). Sin embargo, convencido de que Dios le salvará (v. 7), no siente los ultrajes (Jer 1, 18).

* * *

Probablemente la figura de Jeremías es el punto de partida para trazar los rasgos característicos del Siervo paciente. En­cargado de "mimar" los acontecimientos del exilio (Jer 13, 1-11; 16, 1-13; 18), Jeremías se nos presenta, en efecto, como quien lleva sobre sí a la vez las faltas del pueblo y su castigo.

Es, además, el único profeta del Antiguo Testamento que insiste tanto sobre su drama personal. El, el dulce y amante, se ve obligado a soportar vejaciones, persecuciones e injusticias. Se le adivina inocente en medio de un pueblo de pecadores (comparación con el cordero en Jer 11, 19; 15, 10-21; 18, 18-25; 20, 7-18). Frente al pueblo superficial, Jeremías es el hombre de la interiorización de la religión, sensible al drama personal, y sus profecías concretan las normas de una nueva alianza funda­mentada en el sacrificio interior, la conversión del corazón y la responsabilidad personal.

El Segundo Isaías elabora su doctrina del Siervo paciente (Is 42, 1-4; 49, 1-7; 50, 4-11; 52, 13-53, 12), reflejando muchos elementos de la vida de Jeremías: a través de sus sufrimientos, el Siervo sustituye al gran número que hubiera debido sufrir por sus propios pecados. Este sufrimiento expiatorio permite al Siervo concertar con Dios una alianza nueva, de alcance uni­versal.

Pero el autor presenta al Siervo paciente unas veces de manera personal (bajo los rasgos de Jeremías) y otras de for­ma colectiva (bajo los rasgos de Israel perseguido por los pa­ganos).

Determinar cuál de los dos temas es más antiguo, si el in­dividual o el colectivo, es imposible. Hay exegetas que se incli­nan más bien a favor del segundo: Israel, portador del desig­nio de Dios por su castigo.

Si bien Cristo no se refirió explícitamente más que una sola vez al tema del Siervo paciente (Le 22, 37; Is 53, 12), la tradi­ción primitiva no dejó de advertir múltiples semejanzas: ya des­de el bautismo la vocación mesiánica del Señor aparece como la del "Siervo-Hijo" (Me 1, 1; Is 52, 1); las curaciones reali­zadas por Cristo ponen de manifiesto su función de Siervo ex­piador (Mt 8, 16; Is 53, 4); su humildad es la que se atribuía

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al Siervo (Mt 12, 18-21; Is 42, 1-3; Me 9, 31; Is 53, 6, 12); el fracaso mismo de su predicación recuerda el de Jeremías y del Siervo (Jn 12, 38; Is 53, 1). El tema del Siervo paciente es, por tanto, el que más claramente hace referencia a la necesi­dad que se imponía al Salvador de pasar por el sufrimiento y por la muerte para realizar su designio (Act 3, 13-26; 4, 25-30; Is 53, 5, 6, 9, 12; Me 10, 45; Is 53, 5; 1 Cor 11, 24; Is 53, 5).

III. Éxodo 32, Reseña de las reacciones de Moisés ante Dios 7-11, 13-14 después del incidente del becerro de oro. Moi-1.a lectura sés se imagina a Dios denunciando la prevari-3.er ciclo cación de un pueblo duro de mollera y deter­

minado a terminar de una vez con los hebreos, lo que no obstaba para que estableciera nueva alianza con otro pueblo del que Moisés sería de nuevo el patriarca (v. 10).

* * #

a) No obstante el honor que para él significaba la propues­ta hecha por Dios de constituir un pueblo nuevo, Moisés la rechaza: la promesa de Dios, formulada de una vez para siem­pre, no puede modificarse, cualquiera que sea el estado del pue­blo beneficiario de ella.

Es indiscutible que la figura de Moisés sale engrandecida de este episodio. Se le tienta para comenzar de nuevo partiendo de cero, y prefiere silenciar sus posibilidades personales y consti­tuirse en intercesor del pueblo ante Dios, sometiéndolo todo, junto con su confianza inquebrantable, a la realización de la promesa divina para el mayor bien del pueblo (Gen 15, 5; 22, 16-17; 35, 11-12).

La oración desinteresada de Moisés se hará, por otro lado, acreedora al reconocimiento del pueblo, que verá en su persona el ideal del mediador y del intercesor (Jer 15, 1; Sal 98/99, 6; 105/106, 23; Eclo 45, 3).

b) El episodio descubre igualmente una ley esencial de la oración, que debe ser ante todo teocéntrica. Cuando un pecador se acerca a Dios en la oración trata a veces de disculparse, pide un perdón que le restituiría su integridad perdida, promete obrar mejor en el futuro. Pero todo esto es todavía muy egocén­trico: el hombre se coloca en el centro de la oración y trata de recuperar una paz y un equilibrio interiores. Moisés se sitúa de muy distinta manera en la oración: contempla a Dios en su benevolencia constante, en su permanente paciencia, en su fide­lidad a la alianza. Esta oración es escuchada necesariamente: Dios no puede por menos de proseguir la obra de su miseri­cordia.

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Orar es compartir la mentalidad de Dios.

Moisés ha sido presentado frecuentemente como el interce­sor por excelencia entre Dios y los hombres. Hace ya este papel cuando las plagas de Egipto (Ex 3, 22-23; 8, 4; 9, 28; 10, 17), y no deja de representarlo a lo largo de la agitada permanencia del pueblo en el desierto (Ex 3, 22-23; 32, 11-32; Núm 14, 13-19; 16, 22; Dt 9, 23-29).

Este concepto del mediador nace espontáneamente en un contexto en que el pueblo se encuentra fatalmente pecador y débil frente a un Dios poderoso y severo. Entonces, el pueblo delega fácilmente, para hablar con Dios, en quien se le presen­ta como el más justo, revestido de poderes divinos.

Este concepto de mediador se enriquece en este relato con un punto de vista nuevo y absolutamente decisivo: Dios no re­conoce como intercesor habilitado ante El más que a quien se desposa con la humanidad y se solidariza totalmente con ella, cualquiera sea su pecado. Para Dios, el interlocutor válido no es el "justo" en el sentido legalista de la palabra, sino quien se entrega totalmente al servicio del pueblo, corriendo el riesgo de perderse con él si es preciso. Dios está mejor representado cerca de los hombres por un servidor que se desprende de todo por ellos, mejor sin duda que por un testigo vengador de su po­der y de su santidad.

IV. Romanos 14, 7-9 El problema que San Pablo estudia en este 1.a lectura capítulo es el de la caridad entre cristia-2.a lectura nos que, en determinados puntos, tienen

opiniones divergentes, opiniones que afec­tan concretamente a prácticas religiosas; observancia de los días (de ayuno?) o la abstinencia de carne y de vino. De hecho, algu­nos cristianos ("los fuertes") estiman que su fe les hace libres respecto a esas prácticas; otros, más timoratos ("los débiles"), creen deber seguir sus escrúpulos 2.

Los versículos recogidos por el leccionario recuerdan un prin­cipio absolutamente fundamental. Que en toda circunstancia cada cual actúe para el Señor, que es el Señor de los vivos y de los muertos. Ahora bien: en materia de vida y de muerte todos comparten una condición común. ¿Qué importan, entonces, las

a J. DDPONT, "Appel aux faibles et aux forts dans la communaute" Ara. Bibl., 17/18, I, 1963, págs. 357-66.

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divergencias en cuestiones de ascesis o de práctica con tal que en todo quede asegurado el servicio del mismo Señor?

# * *

Pablo no aspira a que los fuertes y los débiles compartan las mismas opiniones: no es ese el nivel en que debe realizarse la unidad, sino mucho más profundamente: en la conciencia de cada uno está el ser servidor del mismo Dios.

La sociedad moderna se orienta cada vez más hacia el plura­lismo; es decir, que los cristianos van a encontrarse frecuente­mente separados entre sí no solo en torno a cuestiones profanas, políticas o sociales, sino incluso en torno a temas morales, reli­giosos o litúrgicos. ¿Hay que lamentarse de ello, considerar esa evolución con inquietud y querer mantener hacia y contra todo una uniformidad absoluta? Esa actitud correría el peligro de perder de vista que la unidad cristiana está en otro nivel y olvi­daría hacer todos los esfuerzos posibles en un nivel en que solo la fe está comprometida y en que la gloria de Dios es lo único a lo que se sirve.

V. Santiago 2, 14-18 Este pasaje es uno de los más importan-2.a lectura tes de la carta de Santiago. En primer lu-2° ciclo gar, porque es uno de los más claramente

cristianos en una carta intensamente im­pregnada de cultura judía, pero, sobre todo, porque al enfren­tarse con el problema de la relación entre la fe y las obras, pa­rece representar el contrapunto de la doctrina de Pablo.

No puede negarse que en Santiago se da una cierta animosi­dad contra los abusos a los que podían arrastrar determinadas afirmaciones paulinas. Los observadores que a veces envió San­tiago tras de Pablo (Gal 2, 12) pudieron informarle no solo de lo que pensaba y decía Pablo, sino también de la forma en que a veces era entendido.

Mas por encima de "agarradas" y cuestiones personales, Pa­blo y Santiago comparten claramente la misma fe y la misma posición respecto a las relaciones entre la fe y las obras.

En primer lugar, Santiago reconoce la existencia de la ley de la libertad (v. 12) y, probablemente, en el sentido que Pablo da a esta expresión (2 Cor 3, 17; Gal 4, 23-31; 5, 1-13): una ley que anula la ley de Moisés.

En segundo lugar, Pablo y Santiago comparten el mismo con­cepto de la fe que no es la adhesión a las fórmulas de un credo,

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sino que debe abarcar la vida y transformarla (v. 14; cf. Gal 5, 6). Ciertamente que Santiago es menos místico que Pablo; le importa más la dimensión horizontal y práctica de la fe, mien­tras que Pablo subraya más bien su dimensión vertical y per­sonal. Los puntos de vista son complementarios y no contra­puestos.

Ciertamente que Santiago matiza la interpretación que hace Pablo de Gen 15, 6 (Abraham confió en Dios y esto le valió au­mento de justicia: v. 3; cf. Gal 3, 5-7; Rom 4, 2-3), precisando que la fe de Abraham se manifestó en una "obra" tan heroica como el sacrificio de su hijo (vv. 21-22). Pero Santiago y Pablo no se contraponen respecto a este problema; lo que pasa es que atribuyen a la palabra "obra" significados muy distintos: para San Pablo designa tan solo los medios de salvación que la ley de Moisés puso en manos de los judíos (circuncisión, templo, etcétera). Pablo exige más de esas obras, puesto que hoy de­pende de una "ley de libertad", y no hay indicios de que San­tiago, que cree también en esa ley de la libertad, le niegue ese derecho. Santiago, por el contrario, entiende las "obras" en el sentido de las actividades que se apoyan en la fe (vv. 14-20, 26), y no hay razón para suponer que Pablo no reconoce esa exigen­cia (Ef 2, 8-10) 3.

VI. 1 Timoteo 1, 12-17 La liturgia empieza este día la lectura 2fi lectura de las cartas pastorales de San Pablo. 3.^ ciclo Aun cuando están dirigidas a sus com­

pañeros Timoteo o Tito, estas cartas superan el marco de las relaciones personales para constituir una especie de ordenanza eclesiástica frente a los problemas de estructura que las comunidades cristianas experimentan hacia los años 65-67. Como el peligro procedía ante todo del sincretis­mo y de la gnosis herética, Pablo establece un plan de refutación sólido y refuerza los poderes jerárquicos con el fin de permitir a los jefes de comunidad que carguen con sus responsabilidades en este terreno.

• * *

a) Pablo recurre una vez más a una apología personal (vv. 12-17). Pero mientras que los herejes elaboran hermosas doctrinas intelectualistas sobre la salvación, él prefiere anunciar que, por pecador que uno sea, ha sido salvado por la bondad de Dios (v. 16). Señala así que un ministro del Evangelio debe tener una experiencia personal de la gracia que predica, sin lo cual su mensaje será pura gnosis y raciocinio.

El grito de Pablo, considerándose como el "mayor" pecador,

* Véase el tema doctrinal de la fe y de las obras, en este mismo capítulo.

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traduce el recuerdo de su vida de perseguidor y del poder de Dios que le ha convertido.

b) Para formular su pensamiento en los vv. 15-16, Pablo re­produce un himno ya clásico en las comunidades primitivas (con­siderado por Pablo como una "palabra digna de fe", v. 15a) y del que se puede reconstruir una parte:

Cristo Jesús ha venido al mundo para salvar a los peca­dores; Cristo Jesús muestra la amplitud de la paciencia como ejemplo para quienes creen en El para la vida eterna.

Los temas de este himno: venida de Jesús al mundo (Jn 1, 2; 6, 14; 11, 17), misión salvadora (Jn 3, 17; 12, 47) y vida eter­na (Jn 3, 15-16; 6, 40-47; 20, 31) son, por lo demás, de factura joánica.

Al referirse a este cántico, Pablo trasciende su caso personal en la contemplación de los grandes ejes del plan de la salvación perseguida por Dios, la paciencia y el amor de Dios y la vida eterna para los creyentes.

c) Esta contemplación impulsa a Pablo a formular una ac­ción de gracias (v. 17) en la que atribuye a Dios una serie de títulos bastante insólitos en el Nuevo Testamento. Algunos están tomados probablemente de antiguas fórmulas litúrgicas judías (Rey, por ejemplo, que se encuentra en la oración cotidiana), pero otros tienen una resonancia metafísica, bastante sorpren­dente en la Escritura: "incorruptible", "invisible", y hasta "único".

Conviene advertir, sin embargo, que la eternidad de Dios (rey "de los siglos") considerada por Pablo no es tan solo la que pue­de concebir un filósofo, sin comienzo ni fin, sino la que controla los acontecimientos y los integra en una historia de la salvación. Igualmente, cuando el apóstol habla del Dios "invisible", no pre­tende contradecir mediante una definición filosófica el deseo de la Escritura de "ver a Dios" (1 Cor 13, 12; 1 Jn 3, 2): quiere de­cir simplemente que Dios se revela allí donde una religión hu­mana o una simple filosofía no lo esperarían. Dios no aparece en la sabiduría sino en la locura, no es visible en el poder sino en la pobreza, y se presenta también como incorruptible en una carne entregada al poder del mal y del pecado.

VII. Mateo 18, 21-35 La parábola del deudor insolvente perte-evangelio nece al cuarto discurso de Cristo consa-l.er ciclo grado a las reglas que rigen las relaciones

entre cristianos. Cristo ya ha hablado de la actitud que hay que tomar frente al pecador (Mt 18, 15-22)

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y de la oración en común (Mt 18, 19-20). Ahora, tras una pre­gunta de Pedro (Mt 18, 21-22), pasa al problema del perdón mutuo.

* * *

a) El judaismo ya conocía el deber del perdón de las ofen­sas, pero todavía se trataba de una conquista reciente que no conseguía imponerse más que por la composición de tarifas preci­sas. Las escuelas rabinas exigían que sus discípulos perdonasen tantas o tantas veces a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, etcétera..., y estas tarifas variaban según la escuela. Así se com­prende que Pedro preguntase a Jesús cuál era su tarifa, preocu­pado por saber si era tan severa como la de la escuela, que exigía perdonar siete veces a su hermano (Mt 18, 21).

Jesús contesta a Pedro con una parábola que libra al perdón de toda tarifa para hacer de él el signo del perdón recibido de Dios. La parábola primitiva tenía que tener pocos detalles: un cheik paga la deuda de su servidor y, sin embargo, este es in­capaz de pagar la de un compañero. Entonces el cheik le re­procha el no haber pagado una deuda como él había pagado la suya.

Es la característica del perdón cristiano; se perdona como se ha sido perdonado, uno se apiada de su compañero porque se han apiadado de él (vv. 17 y 33; cf. Os 6, 6; Mt 9, 13; 12, 7).

El perdón ya no es únicamente un deber moral con tarifa, como en el judaismo, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Así llega a ser una especie de virtud teologal que prolonga para el provecho de otro el perdón dado por Dios (Col 3, 13; Mí 6, 14-15; 2 Cor 5, 18-20).

b) Mateo ha transformado la parábola primitiva en alego­ría. Ha cambiado el "hombre" de la parábola por un "rey" (v. 23) para que el lector piense en el Rey de los cielos (mismo proce­dimiento en Mt 22, 2). Fija la deuda del primer sirviente en diez mil talentos, para subrayar la debilidad inconmensurable del pe­cador frente a Dios (v. 24). Acentúa el carácter religioso de la escena del tribunal (caer a los pies del rey, postrarse, tener pie­dad..., v. 26) para evocar el juicio final. Subraya la desproporción entre los diez mil talentos y los cien últimos (parecida a la des­proporción entre la viga y la paja: Mt 7, 1-5) para hacer com­prender la diferencia radical entre la concepción humana de la deuda y de la justicia y la concepción divina. Finalmente, pre­cisa el castigo del sirviente: una tortura que durará hasta que haya pagado esa enorme cantidad (v. 34), lo que hace pensar en un castigo eterno (Mt 25, 41, 46).

Con esta manera de redactar, Mateo sitúa el deber del perdón en un contexto escatológico: han llegado los últimos tiempos,

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han tomado la forma de un año sabático (Dt 15, 1-15), durante el cual Dios reconoce a la humanidad su deuda inconmensura­ble y le ofrece la justificación. Pero algunos se niegan a entrar en el ambiente de este año sabático y a conducirse como bene­factores de la justicia divina. Se condenan ellos mismos a una desgracia sin fin.

c) Ante el pecado del hombre, Yahvé podía vengarse en se­guida, romper su alianza y hacer intervenir el juicio escatoló­gico. De hecho, la parábola muestra cómo Dios sustituye el per­dón por el juicio y deja este para más tarde. Así la vida del ser­vidor transcurre entre dos sesiones de juicio divino (vv. 25-26 y 31-35). La primera termina con el pago, la segunda será lo que haya sido el plazo dejado por Dios entre estas dos sesiones: para que el hombre sea definitivamente justificado es necesa­rio que aproveche este plazo para perdonar y justificar a su vez. La vida cristiana es una especie de perdón de prueba, que no será definitivo hasta el juicio final. Es la teología del tiempo de la Iglesia, que ha sido dejada al hombre para que se convierta (cf. Mt 13, 24-30), la que está comprometida en esta parábola. La historia del perdón del hombre prosigue a lo largo de toda la vida de la Iglesia, no solo en el ministerio sacramental de los apóstoles y sus sucesores, sino también en la competencia de cada bautizado para manifestar el perdón de Dios en el amor al prójimo.

La Eucaristía dominical tiene una evidente dimensión pe­nitencial: en ella proclama y ejerce la Iglesia el perdón de Dios, puesto que no es otra cosa que la asamblea de los pecadores pen­dientes de la iniciativa misericordiosa de Dios. Pero la fraterni­dad de los cristianos eucaristiados y perdonados no es real y sig­nificante para el mundo sino en la medida en que colaboran efectivamente en las empresas humanas del perdón, de manera especial en la edificación de la paz.

VIII. Marcos 8, 27-35 Para Marcos, la confesión de Pedro en evangelio Cesárea constituye un momento impor-2.° ciclo tante en la vida de Jesús. Hasta enton­

ces, en efecto, este se había limitado es­trictamente a una política de secreto respecto a su función me-siánica, prohibiendo a los beneficiarios de milagros que hablaran y a los demonios que confesaran su derrota. Ahora, de repente,

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Jesús no solo abandona esa actitud, sino que pide claramente una confesión de fe de parte de sus discípulos (v. 29).

a) Seguramente que los apóstoles tuvieron frecuentes ocasio­nes de discutir entre sí en torno a la personalidad de Jesús y que estaban convencidos de que no seguían a un simple rabino. La profesión de fe de Pedro refleja esa convicción: ahora saben ya que acompañan al Mesías (v. 29).

En Marcos no parece que Jesús reaccione ante esta profe­sión de fe mesiánica; se muestra reservado y se limita a imponer silencio a sus apóstoles (v. 30, específico de Marcos). En cambio, el segundo evangelista sigue el relato con la primera predicción de los sufrimientos de la Pasión (vv. 31-33), que explica qué tipo de mesianidad trata de encarnar Cristo.

En el Evangelio de Marcos se produce aquí un giro importan­te: Jesús no aparece ya tan solo como rabino y taumaturgo; acepta ser reconocido como Mesías, pero todavía tiene que con­vencer a los suyos del carácter doloroso de esa misión.

Al proceder así, Marcos ha cercenado su carácter eclesial a la tradición primitiva de la confesión de Cesárea: no recoge, por ejemplo, el relato de la investidura de Pedro (Mt 16, 17-19), por­que le preocupa mus que a los otros evangelistas el misterio de la personalidad de Jesús y de su lento descubrirse a la fe de los suyos. La importancia de la respuesta de Pedro radica en el contraste que supone en relación con las respuestas anteriores. Para la multitud, en efecto, Jesús no es más que un precursor: no es El quien realiza el Reino; para Pedro, al menos provisio­nalmente, Jesús realiza realmente el reino de Dios como Me­sías. Será preciso, sin embargo, que Pedro profundice aún más las condiciones humillantes de esa mesianidad para que su fe sea adulta; pero su primera respuesta es ya decisiva.

De hecho, muchos cristianos comparten las respuestas de la multitud: Jesús no es más que un precursor. Para ellos, en efec­to, no se ha hecho nada ya que la justicia y la paz no reinan aún y porque el sufrimiento y la incredulidad dominan siempre a la humanidad.

Estos cristianos no pueden concebir que Jesús pueda ser el Cristo en medio de tanta confusión y tan grandes decepciones. Ahora bien: la fe no comienza realmente sino en el punto en que se reconoce a Cristo y también al Crucificado (vv. 31-33). Hasta tanto no se tenga esa fe es mejor callarse y no decir nada a Jesús (v. 30).

b) Jesús ha adquirido progresivamente una profunda con­ciencia de su misión mesiánica, y no la realizará plenamente

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si se limita a ser el rabino misionero y el taumaturgo previsto al comienzo de la vida pública, sino que ha de convertirse en el Mesías paciente. Determinados sucesos le han llevado al con­vencimiento—a El y a sus apóstoles—de su mesianidad, pero otras circunstancias, más sombrías estas, le descubren que le amenazan el sufrimiento y la persecución: las multitudes le siguen de manera demasiado superficial como para que se man­tengan fieles y la élite no tolerará ya durante más tiempo a un rabino tan iconoclasta. Por eso anuncia ya a los suyos su Pa­sión próxima.

El texto de este anuncio es redaccional: los sinópticos o la tradición primitiva, que comprendieron la importancia de este anuncio, lo reproducen tres veces seguidas en sus Evangelios, en una forma bastante estereotipada (Me 8, 31-33; 9, 30-32; 10, 32-34). Con toda probabilidad el tema de los tres días pertenece a la tradición primitiva. Hay que admitir, por el contrario, que Jesús anunció realmente su resurrección en esta época de su vida; tenía, en efecto, tal conciencia de la necesidad de cum­plir con su misión que ya no veía otra salida—en medio de las persecuciones que se avecinaban—que un abandono total de su vida en manos del Padre, capaz de resucitarle para llevar a buen fin su misión.

c) La conciencia de Pedro no ha recorrido, ni mucho menos, el mismo camino que la de Jesús. Todavía está aferrada al sue­ño de una mesianidad política y se hace a la idea de que ios Doce no son ya tan solo discípulos de un Maestro de doctrina —como en tiempos de su vocación—, sino colaboradores de un Rey-Mesías. Por eso no tiene reparo Pedro en corregir a Cristo por sus manifestaciones pesimistas: cómo iba un Mesías a pa­sar por el sufrimiento (v. 32), tanto más cuanto que ya había venido Elias antes que El para disponer todas las cosas (Me 9, 9-13). Jesús considera el apostrofe de Pedro como una nueva tentación diabólica (cf. Me 1, 13) que comprometía su misión y debilitaba la energía necesaria para cumplir con ella por medio de insinuaciones de orden humano.

d) El anuncio de la Pasión va precedido de un "es nece­sario" (v. 31) que indica generalmente en el Evangelio, sobre todo en San Lucas (2, 49; 4, 43; 9, 22; 13, 33; 17, 25; Act 1, 16; 3, 21), el querer muy especial de Dios respecto a Cristo.

El origen de esta expresión es, probablemente, apocalíptico (Dan 2, 28-29, 45, según los LXX; Mt 24, 6; Ap 4, 1; 22, 6) y de­signa el carácter inevitable de los últimos tiempos. No se trata de una fatalidad ciega, sino del plan de Dios de llevar a efecto la historia de la salvación con la libre cooperación del hombre. Así, pues, el "es necesario" es una manera de interpretar la pa­sión de Cristo como el destino doloroso del Hijo del hombre del que depende la suerte escatológica de la humanidad. Por otro

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lado, es evidente que el Padre no quiere la muerte de su Hijo: quiere tan solo que su Hijo traiga amor al mundo. Pero esta mi­sión no podrá realizarse sin la prueba y sin la fidelidad a la condición mortal del hombre. El amor que vivificará los últimos tiempos no puede venir a la tierra sin pasar por el dolor 4.

* * #

Jesús experimentó la tentación cada vez que su misión se orientaba de nuevo. Le acomete en el momento mismo en que se lanza, siguiendo a Juan Bautista, como rabino; vuelve a la carga en el momento de elegir una mesianidad de sufrimiento y de muerte, y le asedia, finalmente, en Getsemaní, en el mo­mento de asumir su papel de Siervo doliente.

La tentación aparece en los mismos argumentos que el cris­tiano presenta para justificar su vocación y su misión en el mundo. Estos argumentos no son necesariamente pecaminosos; al contrario, están cargados de buenas intenciones y de conclu­siones perentorias, pero impiden al hombre que se deja pren­der en ellos llegar al fondo de su vocación y corresponder plenamente a la misión que Dios le encomienda para la salva­ción del mundo. Entonces consigue el hombre, a base tan solo de su inteligencia, medir el peso y el valor de lo que abandona; primero quiere enterrar a su padre, busca subterfugios que le permitan eludir la cuestión, se enreda en discusiones en torno a la noción del "prójimo" al que se le manda que ame, acepta con gusto la ayuda comprometedora de una u otra potencia, como si Dios solo no pudiera hacer nada.

La Eucaristía, sacramento de la victoria completa de Cristo contra sus propias tentaciones, sirve precisamente para ayudar al cristiano a vencer a la suya.

IX. Lucas 15, 1-32 Lucas dedica todo un capítulo a las pará-evangelio bolas de la misericordia: la oveja perdida .?.<"• ciclo (15, 4-7), el dracma perdido (15, 8-10), el

hijo perdido (15, 11-32). Este capítulo pudo haber sido pensado como un midrash de Jer 31. Encontramos, en efecto, en el texto del profeta la imagen de la concentración de las ovejas (Jer 31, 10-12), la de la mujer que encuentra a sus hijos perdidos (Jer 31, 15-16), y finalmente la imagen de Dios perdonando a su hijo preferido Efraim (Jer 31, 18-20). Señale-

* A. FEUILLET, "Les t rois prophet ies de la Passion et de la Résurrec-tion", Rev. Thom., 1967, págs. 533-60; 1968, págs. 41-74.

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mos que el pasaje paralelo de Mt 18, 8-14 añade un nuevo mi-drash a Jer 31: el de los cojos y ciegos que entran en el Reino (Mt 18, 8-10), como preveía Jer 31, 8.

* * #

a) A causa de las severas leyes de pureza que habían dictado y de las abluciones antes de las comidas que habían dispuesto, los fariseos habían llegado incluso a excluir de los banquetes sa­grados a una serie de pecadores y de publícanos. Cristo contra­pone a este ostracismo la misericordia de Dios que busca nece­sariamente salvar a los pecadores. El mismo es fiel al deseo del Padre cuando intensifica todo lo posible esa búsqueda de los pecadores. Esa intención aflora inmediatamente en la parábola de la oveja perdida, en la que Lucas, al contrario que Mt 18, 12-14, compara la alegría del pastor con la de Dios y de los ángeles (vv. 6-7). Sin embargo, no se dice que el pecador sea más querido que los demás: ¡no hay que confundir alegría por las recuperacioness y amor hacia todos los hombres! 5.

La parábola de la dracma perdida está cortada por el mismo patrón. Mediante este desdoblamiento de su enseñanza, Cristo ha querido sin duda dirigirse tanto al público femenino como a los pastores que le rodeaban; al mismo tiempo se ha acomo­dado principalmente al procedimiento hebreo del paralelismo.

o) Cabe pensar que la parábola del hijo pródigo hace alusión a Jer 31, texto que debía de ser bien conocido de los primeros cristianos porque es el texto del Antiguo Testamento que mejor describe la Nueva Alianza (Jer 31, 31-34). Muy bien puede ha­berse hecho en las parábolas de la misericordia un comentario de Jer 31 preparando a las mentes para la inteligencia de la nueva alianza, basada en un amor a Dios más fuerte que el pe­cado.

Las motivaciones del arrepentimiento del hijo menor no son particularmente puras, y la conversión no se produce sino bajo la presión de necesidades vitales, lo que al menos tiene la ven­taja de subrayar la magnitud de la gratuidad del perdón pa­terno.

Pero en el momento en que ese amor alcanza su culminación entra en escena el hermano mayor. Jeremías 31 se termina con la descripción de la reconciliación de Efraim y de Judá, dos tri­bus que estaban interesadas por la misma alianza y la misma abundancia (Jer 31, 23-31). En la parábola, el padre de familia no tendrá la alegría de reconciliar a sus dos hijos en torno a su amor, en el banquete de la abundancia: el mayor, comido por

5 J. CANTINAT, "Les Paraboles de la mlsericordie", N. R. Th., 1955, págs. 246-64; H. B. KOSSEN, "Quelques r emarques sur l 'odre des paraboles dans he 15 et sur la s t ruc tu re de Mt 18, 3-13", N. T., 1956, págs 75-80

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la envidia, rechaza esa mezcla con el pecador de la misma forma que los escribas y los fariseos (Le 15, 1-3). El hermano mayor se comporta además con el mismo orgullo que el fariseo en el Templo (Le 18, 10-12), con el mismo desprecio hacia el otro (comparar "este hijo tuyo.. ." y "este publicano"). En cuanto al hijo menor, su oración se parece a la del publicano (cf. Le 18, 13). Por tanto, esta parábola, lo mismo que la del publicano y el fariseo, t r a ta de justificar la benevolente acogida que Cristo dispensa a todos los hombres, incluso a los pecadores.

En segundo plano, el mayor aprende que no será amado por su Padre si, a su vez, no recibe al pecador; el padre amoroso espera que se le imite en su misericordia. No es él quien excluye al mayor, sino que es este último quien se excluye a sí mismo porque no ama a su hermano (cf. 1 Jn 4, 20-21).

De esta forma, el amor gratuito de Dios elabora una nueva alianza que incita a la conversión y se sella en el banquete eu-carístico, alianza en la que el derecho de primogenitura antiguo queda eliminado porque el amor de Dios se abre a todos.

* * *

La parábola del hijo pródigo constituye una excelente inicia­ción al período de penitencia6 . Se precisa en primer término que los dos hijos son pecadores: así es la condición humana. Pero uno lo sabe y monta su actitud en función de ese conoci­miento; el otro se niega a reconocerlo y no modifica en nada su vida. Dios viene para el uno y para el otro: sale al encuentro del más pequeño, pero también al encuentro del mayor (vv. 20 y 28); Dios viene para todos los hombres, para los pecadores que saben que lo son y para los que no lo saben; no vienen solo para una categoría de hombres.

En el proceso penitencial del más pequeño se advierte en primer término la iniciativa humana ; hablábamos más arriba de la "contrición imperfecta": el pequeño se convierte porque es desgraciado y porque, al fin de cuentas, el ambiente de la casa paterna vale mucho más que la porqueriza en que vive. Con esta contrición imperfecta (v. 16) procede a su examen de con­ciencia ("entrando en sí mismo"; v. 17) y prepara incluso el texto de la confesión que ha rá a su padre (vv. 17-19). Pero el descubrimiento esencial del penitente que se lanza por el camino de retorno a Dios es el advertir que Dios sale a su encuentro con una bondad tal que el penitente pierde el hilo conductor de su discurso de confesión (vv. 21-23). Los papeles se han cam­biado: ya no es la contrición del penitente to que cuenta y cons­tituye lo esencial de la actitud penitencial, sino el amor de Dios y su perdón. Pero son muchos los casos, desgraciadamente, en

6 Véase el tema doctrinal de la misericordia, en este mismo capítulo.

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que el sacramento de la penitencia se desarrolla como si el per­dón no fuese más que una correspondencia a una confesión y una actitud del hombre cuando es, ante todo, una actitud de Dios y una celebración de su amor re-creador. Y es también muy raro que el ministro del sacramento dé realmente la impre­sión de que encamina a alguien hacia la alegría del Padre.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la fe y las obras

La relación íntima que une a la fe con las "obras" ha preocu­pado siempre a los cristianos. El ejercicio de la fe no puede nun­ca reducirse a la mera adhesión al Credo formulado, ni t am­poco a simples prestaciones rituales; debe tomar cuerpo en un obrar conforme al Evangelio, debe repercutir en toda la exten­sión de la vida del creyente. En este sentido, nadie ha puesto en duda el principio enunciado por Santiago: (véase 2.a lectura, 2.° ciclo): "si la fe no tiene obras, es de suyo muerta" (2, 17). Sobre este punto, el pensamiento de Pablo coincide con el de Santiago: el hecho de que reiteradamente se ponga en guardia con respecto a estas obras no concierne a la necesidad de estas sino solamente a su relación con la salvación de Jesucristo.

Cabe figurárselo: lo que aquí se t ra ta es esencial al cris­tianismo. Pero la cuestión merece muy especialmente retener nuestra atención porque su problemática está cambiando muy profundamente. De donde, para aclarar este tema tan viejo como el cristianismo e incluso como la historia de Israel, ya no basta volver a tomar todo lo que se ha dicho has ta ahora. Ayer, el punto de part ida de la cuestión era la fe; hoy no es así por­que la fe no existe ya por sí misma. En la perspectiva de la fe, se afirmaba ayer, las obras son necesarias conforme a la voluntad de Dios claramente manifestada, pero no tienen, por tanto, valor de justificación, pues solo Dios justifica al hom­bre. Hoy, el punto de part ida son las obras. Entendámonos bien: lo que se examina es el obrar humano, en el que el cristiano —como todo hombre—trata de promover una auténtica fideli­dad a sí mismo, t r a t a de honrar plenamente su vocación de hombre. La cuestión es entonces esta: no se t r a t a de si este obrar es necesario, porque esto es la evidencia misma; tampoco de si este obrar tiene un alcance justificante, porque tal preocu­pación no es la principal; pero sí de en qué sentido y en qué condiciones este obrar, vivido concretamente por los hombres que nosotros somos, exige la fe como principio-fuente.

Tenemos, desde entonces, que preguntarnos si la afirma­ción tradicional, bien comprendida, de que la fe sin las obras es una fe muerta, implica esta otra afirmación de que las obras sin la fe no obtienen jamás su verdadera rectitud. En particu-

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lar, ¿proporcionaría el Nuevo Testamento algún apoyo a la pro­blemática de los cristianos de este tiempo, o bien esta no en­cuentra ningún arraigo en él?

Las obras de El hombre pagano tradicional no concibe la fe-la Ley licidad fuera de una participación efectiva en

el mundo de lo divino, que le dé acceso a los valores de estabilidad, de permanencia, de eternidad y de ab­soluto. Pero esta participación supone de parte del hombre una "obra" apropiada: en razón de su carácter particular, los actos rituales han sido reconocidos muy pronto como el terreno por excelencia en el que el hombre puede realmente alcanzar la realización que busca. Y este obrar litúrgico es valorizado inde­pendientemente de los comportamientos de la vida moral.

En Israel, el advenimiento del régimen de la fe entraña pro­gresivamente un profundo cambio de estos datos ancestrales. El realismo ante el acontecimiento invita a la vez a reconocer que Dios interviene concretamente en la vida cotidiana de su pueblo y a tomar conciencia de la importancia de la conducta moral en la persecución de la felicidad. Estos dos descubri­mientos van unidos, pero Israel expresa espontáneamente el segundo afirmando que esa es la voluntad manifestada del Dios de la Alianza; no se realiza todavía el que sea la nueva mirada fijada por el hombre sobre su existencia lo que haya provocado la aparición de una nueva teología... En todo caso, constata­mos, siguiendo paso a paso la historia del pueblo judío que, en las "obras" privilegiadas por el creyente, el centro de gravedad se desplaza progresivamente de las prestaciones litúrgicas a las prestaciones morales. Desde el desierto, la Ley de Moisés atraía este movimiento, y las "relecturas" que fueron hechas en los períodos críticos no han hecho sino acentuarlo. En particular, los profetas han multiplicado las críticas con respecto a un culto que no sería la expresión del sacrificio del corazón. El "rito" no tiene valor si no repercute sobre la "vida", y la ado­ración de Yahvé implica que se le imite en su bondad, su mi­sericordia y su justicia.

Además, el reconocimiento del Dios Todo-Otro exige la con­vicción de que la salvación del hombre depende exclusivamente de su iniciativa previa: de ninguna manera las "obras" de la Ley merecen la salvación. Pero, al mismo tiempo, el profundi-zamiento de la Alianza hace manifiesto que Yahvé no salvará al hombre por él, sin su contribución de compañero, lo que en­gendra en Israel la esperanza mesiánica, es decir, la espera del hombre que, en cierta manera, salvará al hombre aportando a Dios una respuesta adecuada. De aquí la duda bien comprensi­ble que se encuentra en los círculos más fervientse del pueblo

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elegido: nadie duda de la importancia de las obras de la Ley, pero queda una cierta ambigüedad en cuanto a su verdadero valor para la salvación del hombre. Aquella no se extinguirá hasta la intervención de Jesús de Nazaret.

La obra del Mesías Con relación a la observancia de la Ley, y la salvación del Jesús introduce un principio de simplifi-mundo cación. La tradición judía imponía innu­

merables obras; para Jesús, la Ley se re­sume en el precepto del amor, cuya amplitud sin límite revela. Haciendo esto, Jesús privilegia definitivamente el terreno de la "vida"—el "rito" no sirve más que para celebrarla—y acentúa más el proceso de interiorización atraído por los profetas. En efecto, si la obra por excelencia de la Ley es el amor, las exi­gencias que aquella comporta son demasiado concretas para ser codificables, y es una atención cotidiana al otro lo que las hace percibir. Entrando en el dinamismo del amor, Jesús se ha com­prometido en el camino de la obediencia al Padre hasta la muerte de la cruz, en la que culmina su obra.

A partir del momento en que la voluntad de Dios ya no aparece integralmente codificable, todo riesgo de formalismo queda evidentemente superado; pero, al mismo tiempo, el hom­bre se encuentra reenviado a la verdad de su condición de cria­tura- Proponiendo el nuevo mandamiento del amor fraternal sin fronteras, Jesús invita al hombre a consentir plenamente en su condición: negativamente, renunciando radicalmente a Sí mismo y a toda tentativa de darse por sus propias fuerzas la salvación que busca; positivamente, movilizando todos los recursos de los que dispone al servicio del proyecto evangélico. Desde entonces, la obra del amor es eminentemente necesaria, pero está claro que no puede merecer para el hombre un destino eterno.

Y, sin embargo, es comprometiéndose en aquella obra como Jesús se presenta como Mesías, es decir, como el verdadero com­pañero de Dios en la realización de su plan de salvación. Pero, en Jesús, la obra del amor tiene una resonancia de eternidad, engendra incluso la salvación de todos, porque en El, y solo en El, esta obra eminentemente humana es, por identidad, obra divina. Además, es esta obra del amor, que concluye en la cruz, lo que manifiesta a los ojos de los hombres que Jesús es no so­lamente el Mesías, sino también el Hijo de Dios.

Así es la obra del Mesías. Una obra humana, plenamente conforme a la verdad del hombre, porque Jesús no tiene peca­do y nada en El constituye un obstáculo para el perfecto des-

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pojo de sus recursos humanos. Pero esta obra del Mesías com­promete al futuro absoluto de la humanidad, porque es reali­zada por el Hijo; ella merece la salvación de todos los hombres.

Las obras El apego a la Ley de Moisés era tan grande entre de la fe los judíos convertidos de las primeras comunidades

cristianas, que existía el peligro de que se ocultara la novedad radical del mensaje evangélico y la importancia de­cisiva de la obra personal de Jesús. Los creyentes que perma­necían fieles a la observancia tradicional de tipo legalista, re­sultaban a menudo extraños al espíritu del mandamiento nuevo y a su dinamismo propio, porque continuaban viendo en la Ley la expresión perfecta de la voluntad de Dios y, observándola, acumulaban méritos...

Elevándose contra el legalismo y la justificación por las obras, Pablo trabaja en orden a una conversión de las mentalidades. Todo se queda en el cristianismo, y la realidad esencial que se trata de percibir y de vivir es la salvación adquirida so­lamente por Jesucristo. Ahora bien: el terreno por excelen­cia en el que el hombre pecador descubre tener necesidad de un liberador es el encuentro ajeno, con tal que este encuentro se haga con todo lo que lleva consigo de inesperado y de impre­visible, con tal que el hombre reconozca en este aconteci­miento la invitación de Dios a exigencias siempre nuevas, lo que supone necesariamente una gran libertad con respecto a las ob­servancias... Lo esencial es darse cuenta de que "toda la ley se resume en un solo precepto" (Gal 5, 14); con esta condición, el legalismo deja lugar a la ley de la libertad, ejerciéndose en la obra de la fe que es el amor. Pero si esta "labor de la caridad" es "la obra de Jesucristo" (1 Tes 1, 3), no es posible promoverla sino con El.

Liberados de la ley, los discípulos de Cristo se comprometen, pues, en la aventura extraordinaria del amor. Sobre ese terreno, son reenviados a su fragilidad y a su debilidad, pero también a sus posibilidades de criatura; sobre ese terreno, experimentan concretamente que su actuación de hombre no alcanzará éxito, no obtendrá su autenticidad y su verdadera eficacia si no se mantienen permanentemente, en la comunión de la Iglesia, bajo la influencia de la intervención siempre actual de Cristo. En otros términos: descubren que las obras del hombre deben su verdad última a la fe en Jesucristo. Se ve en qué sentido una reflexión sobre las obras de la fe integra fácilmente—la exige incluso—la problemática nueva que señalábamos al principio con respecto a la relación entre la fe y las obras. Pero se comprende al mismo tiempo que esta problemática no pueda intervenir sino

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con el advenimiento del mundo moderno, es decir, a partir de momento en que el hombre hace positivamente la experiencia de su libertad y de sus recursos propios.

La misión o la Recuérdese aquí la experiencia de la Iglesia obra de la fe de Antioquía. Por primera vez se reúnen las por excelencia condiciones necesarias para que unos discípu­

los del Resucitado tomen una conciencia agu­da de la novedad del Evangelio: griegos y judíos convertidos participan, en régimen de igualdad, de la misma fe y descubren progresivamente los asombrosos recursos de la caridad de Cristo. En Jerusalén, los primeros discípulos tomaron muy en serio la exigencia de las obras, pero su concepción de estas permaneció en cierta manera tradicional y legalista: se sabe lo que hay que hacer, en los últimos tiempos que acaban de llegar. En Antioquía, por el contrario, la experiencia de una fraternidad trastornante entre judíos y griegos hace darse cuenta de que la obra de la fe que cuenta verdaderamente es el amor fraternal universal, que esta obra es una aventura de recodos inesperados y que el hom­bre no puede comprometerse en ella más que apoyándose en la iniciativa liberadora de Cristo. Uno de estos recodos inesperados es el descubrimiento por la comunidad de Antioquía de que la expresión privilegiada del amor o, si se quiere, la obra de la fe por excelencia es la misión. No se ama verdaderamente a todos los hombres sin ir a llevarlos la Buena Nueva de la reconcilia­ción universal, sin ser de una manera u otra los artesanos de la paz entre los pueblos, de esta paz que Cristo nos ha obtenido por su muerte en la cruz.

La historia de la Iglesia está llena de enseñanzas. Cada vez que ha prevalecido una tendencia al legalismo, la misión se ha degradado muchas veces en proselitismo, tratando solamente de engrosar las filas del pueblo elegido... Se han gastado tesoros de heroísmo y de fidelidad a los preceptos; pero se iba ante todo a dar, no a recibir. Por el contrario, cada vez que los aconteci­mientos han comprometido al pueblo de Dios en una experiencia análoga a la de la Iglesia de Antioquía, la misión se ha presen­tado de nuevo en términos de diálogo—incluso antes de la época de este—como el fruto más normal de un profundizamiento de la novedad radical del Evangelio. Más aún: se h a revelado cada vez bajo un nuevo aspecto, simplemente porque la obra por ex­celencia de la fe, la que concierne a la paz y a la reconciliación universal en Jesucristo, es una obra sin fin, desconcertante, en la que se descubren, en cada época, nuevas dimensiones. Y, desde este punto de vista, podría ser que nosotros estuviéramos progre­sando todavía, al percibir cada vez mejor la relación estrecha que une misión y desarrollo.

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La celebración Como el hombre no percibe espontáneamente de las obras la relación íntima que une la fe y las obras, de la fe nadie ha dudado nunca de la necesidad de una

iniciación permanente. No una liturgia cual­quiera, sino una liturgia de la "fe" que conduzca directamente a la práctica de las "obras" correspondientes. Una celebración eucarística digna de este nombre es el terreno privilegiado en el que el cristiano debe darse cuenta de que la fe sin las obras es una fe muerta. En este sentido, toda reforma litúrgica lleva siempre consigo una valorización de la Palabra, porque es la pro­clamación de la Palabra lo que invita sin cesar al creyente a pro­fundizar el lazo de unión entre la fe y las obras.

Al cabo de algunas décadas se ha emprendido un gran esfuer­zo, un poco por todas partes, para que los cristianos dejen de ser únicamente practicantes, para que descubran en el seno de la celebración litúrgica las exigencias imperiosas de su fe. La unión entre el rito y la vida es percibida cada vez mejor. En muchos lugares se ha dicho a los cristianos que tenían, en razón de su fe, que "comprometerse", que tomar sus responsabilidades indi­viduales y colectivas para la edificación de un mundo más habi­table por el hombre.

Pero hoy debe franquearse un paso más. Porque, sobre el te­rreno, un cada vez mayor número de cristianos encuentran a her­manos no cristianos, a veces más comprometidos que ellos en las tareas de promoción humana, y su desconcierto es entonces gran­de en la medida en que ellos reconocen que un "compromiso" muy válido no supone necesariamente la fe. En estas condicio­nes, la celebración eucarística no debe ya solamente ayudar a los creyentes a volver su vida conforme a la fe que ellos celebran, sino mucho más a descubrir en qué sentido un obrar de hombre que se desea como la expresión más auténtica de la libertad hu­mana requiere la fe como su fuente última.

2. El tema de la misericordia

Los caminos concretos por los que se puede descubrir a Dios son infinitos. Pero entre todos ellos existe uno que es el mejor de todos: el de la misericordia divina para con el hombre peca­dor. Pensemos en la parábola del hijo pródigo. ¡Qué cristiano no se reconoce en este hijo que deja la casa paterna para seguir su propio camino y que un día sueña con volver a la casa del padre con el deseo de ocupar en ella, aunque solo sea un lugar secundario! Y, por tanto, ¡qué sorpresa, para tantos cristianos, como para el hijo pródigo, cuando descubren al llegar que se les estaba esperando con amor desde hacía tiempo, y qué alegría también cuando reciben un abrazo como a un hijo al que toda­vía se quiere más...!

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Sin embargo, no se puede ocultar que el hombre moderno siente cierto malestar ante el tema clásico de la misericordia divina. Incluso la misma palabra evoca en las lenguas modernas una terminología afectiva, de algún modo sentimental y pater­nalista. Fijémonos también en que esta palabra apenas se em­plea hoy día y que cuando se aplica a esta o aquella manera de comportarse del cristiano indica algunas veces más bien aquello que más valdría que no hiciera...

Pero el malestar del hombre moderno es más profundo, y pro­viene de la impresión de alienación religiosa que experimenta. De un cristiano así, que se preocupa poco aparentemente de asu­mir sus responsabilidades de hombre, pero que es fiel a la con­fesión periódica, se dirá de buena gana: "Es una manera cómo­da de tranquilizar su conciencia al entregarse tan pasivamente en las manos de Dios misericordioso." De cristianos dedicados a las obras de misericordia se dirá: "¿Es que no corren el peligro de quedarse con la conciencia tan tranquila, mientras que per­manecen ajenos a los verdaderos problemas y a las verdaderas responsabilidades?"

Las parábolas reunidas en el evangelio del 3.er ciclo de este día (la oveja perdida, el dracma perdido, el hijo pródigo) nos in­vitan a profundizar en el tema de la misericordia. El llama­miento a la misericordia divina y la práctica de las obras de misericordia dan lugar a una manera de comportarse bien dis­tinta a aquellas otras maneras que producen el malestar del hombre moderno.

Por consiguiente, no deja de ser útil el detenernos un poco en estas reflexiones.

Yahvé, el Dios de las La misericordia es una de las palabras misericordias bíblicas que expresan mejor las relacio­

nes instauradas entre Yahvé y su pue­blo, por medio de la Alianza. Pertenece con todo rigor al len­guaje de la fe, porque no tiene sentido más que aplicada a la revelación del Dios Transcendente, que interviene en la vida diaria de los hombres por amor. En hebreo, esta palabra tiene unas resonancias mucho más ricas que en las lenguas modernas. Del amor evoca tanto el aspecto de fidelidad a los compromisos sellados y fidelidad a sí mismo, como el aspecto de ternura, ya por lo que se refiere a la ternura del corazón como a la ternura de las entrañas. La misericordia es una actitud profunda de todo el ser.

Como todos los demás hombres, los miembros del pueblo ele­gido tienen la experiencia de la condición miserable del hombre en este mundo. A lo largo de los días, los acontecimientos van

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aportando su ración de males y de sufrimientos, que la injusticia de los hombres no hace sino aumentar, engendrando nuevas de­sigualdades y nuevos odios. Los azares de la historia producen una inseguridad y dificultan sin cesar la búsqueda de la felici­dad. Pero, mientras que el hombre pagano se refugia general­mente en la seguridad y en la solidez que le ofrecen las liturgias depositarlas de los caminos de comunión con el mundo de lo di­vino, el hombre judío toma la costumbre de volverse hacia Yahvé para que por medio de su misericordia operante, intervenga en los acontecimientos. Dueño de la Historia, Yahvé es capaz de colmar a sus fieles de bendiciones, y solo la infidelidad de Israel detiene su mano bienhechora.

Más todavía que la experiencia de la condición miserable del hombre, es la experiencia que tiene del pecado la que va a intro­ducir a Israel en el reconocimiento del Dios de las misericordias. Porque ante el pecado, que es una negativa de su intervención amorosa, Yahvé tendría derecho a romper el contrato de la Alianza y rechazar a su pueblo, y, sin embargo, no lo hace. ¿Por qué? La respuesta está ya dada desde la revelación del Sinaí: "Yahvé es un Dios clemente y misericordioso, paciente y muy bondadoso y leal, que conserva la indulgencia hasta la milésima generación, que perdona la iniquidad, el crimen y el pecado, pero dejarlo no lo deja impune, antes castiga la iniquidad... hasta la tercera y la cuarta generación" (Ex 34, 6-7).

Pero fijémonos bien en que el ejercicio de esta misericordia infinita no es indiferencia respecto al pecado. Frente al pueblo pecador Yahvé se llena de ira, y las consecuencias del pecado se dejan sentir pesadamente. El pecado es un asunto demasiado serio para que Yahvé pase sobre él una esponja. Por parte de Dios, revelar que El es misericordioso es invitar a la conversión, al retorno, a que también el hombre practique la misericordia. Es enseñar al hombre que Yahvé es misericordioso para con toda carne (véase el libro de Jonás), y que el hombre mismo, en el ejercicio del perdón, debe superar las fronteras de su raza y de sus creencias. Este último punto de la revelación veterotesta-mentaria se consigue ya en los últimos libros sapienciales (véase, por ejemplo, Eclo 27, 30-28, 7).

Así es la lógica del amor de Dios para con su pueblo.

Jesucristo, nuestro Con Jesús de Nazaret la manifesta-Sumo Sacerdote ción de la misericordia divina des-misericordioso (Heb 2,17) pliega efectivamente todas sus con­

secuencias actuales, al mismo tiem­po que descubre cuáles deben ser sus condiciones para que sea ejercida de una manera auténtica.

Ante todo, lo que más llama la atención es el vínculo indiso-

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luble que se establece en Jesús de Nazaret entre el ejercicio de la misericordia divina y el de la misericordia humana. La historia de la misericordia es una empresa conjunta de Dios y el hombre que encuentra su fuente definitiva en el Hombre-Dios, es decir, en el punto preciso de la humanidad en que la respuesta activa del hombre ha coincidido perfectamente con la iniciativa ante­cedente del Padre. En una palabra: Cristo nos revela cuál es la verdadera faz del Dios de las misericordias, en el acto en que El mismo se muestra misericordioso y en el que invita a los hom­bres—llamados a ser en El hijos del Padre—a practicar, a su vez, la misma misericordia.

Toda la vida de Cristo, y especialmente su muerte en la cruz, es la expresión de una misericordia sin fronteras. En cualquier sitio en que se encuentre, el hijo pródigo es esperado. Jesús no ha venido para aquellos que se creen justos, sino para los peca­dores arrepentidos. Los busca como buscaría a la oveja o la dracma perdidas. Hay algunos que son privilegiados de la mise­ricordia, pero—como lo ha subrayado con insistencia San Lu­cas—los preferidos de Jesús son los pobres, las mujeres, en una época en que se las despreciaba, los extranjeros; es decir, todos aquellos que están privados de algo y a quienes la sociedad no concede un puesto completo.

El secreto de la misericordia de Cristo, que empeña todo su ser para ponerlo al servicio de sus hermanos, reside evidente­mente en este don total y en esta abnegación de sí mismo, cuyo punto de apoyo principal es el sacrificio de la cruz. La misericor­dia es el verdadero rostro del amor incondicional, de un amor que triunfa del desprecio y del odio.

La Iglesia de la Inaugurada en Cristo, la historia de la mise-misericordia ricordia continúa en la Iglesia, que es su

Cuerpo. Lo que vivió Jesús de Nazaret deben vivirlo también los miembros del "Pueblo de Dios", elegido en El.

Los cristianos están invitados, en primer lugar, a pasar tam­bién ellos por la experiencia espiritual de la misericordia divina. Como todos los hombres, son pecadores; pero ¡qué magnífico descubrimiento el comprender que el amor de Dios llega hasta ellos incluso hasta en su pecado! Dios nos toma tal cual somos. En ningún momento de nuestra existencia, y cualquiera que sea la importancia de nuestra infidelidad, se ha consumado la rup­tura entre Dios y nosotros. Dios está siempre aquí, cerca de nos­otros, dispuesto a perdonar, es decir, dispuesto a darse hasta el fin. Siempre es posible recurrir a la bondad paternal de Dios. Pero, ¡entiéndase bien!: el recurrir así a Dios no significa de ningún modo refugiarse en El para con su perdón tranquilizar la conciencia. El recurrir a Dios para que nos dispense de llevar

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nuestras propias responsabilidades es pura alienación de sí mis­mo. Esto no define la conducta del creyente. El pecador arrepen­tido no descubre la verdadera bondad misericordiosa de Dios más que si esta le incita a edificar un futuro que sea más con­forme a la verdad del hombre. La misericordia divina brilla so­bre el hombre cuando este, que es su beneficiario, comprende que tiene ante sus ojos una tarea que realizar, un programa que cumplir.

El programa, dicho en pocas palabras, es el siguiente: se trata de ser misericordiosos, como Dios lo es; de adoptar para con los demás, cualquiera que estos sean, la misma actitud que Dios tiene para con nosotros. Toda miseria humana, y especial­mente toda miseria espiritual, debe determinar en nosotros esta reacción propia del amor, que es, al mismo tiempo, fidelidad y ternura, paciencia ilimitada y discreción respetuosa. La miseri­cordia no es nunca condescendencia, sino eficacia, sin herir ja­más al otro en su dignidad. No trata de buscar la dimisión del otro, sino que, por el contrario, provoca el despertar de la es­peranza.

Para el cristiano, la experiencia espiritual de la misericordia divina y el ejercicio de la misericordia para con los demás están indisolublemente unidos. Incluso se puede decir que la experien­cia de la misericordia divina queda frustrada si no se traduce en la práctica de la misericordia para con los demás. Una y otra se van haciendo más profundas simultáneamente.

La Buena Nueva En el mundo actual, los pobres no cuentan. de la misericordia Todos ellos forman la masa anónima de los

que tienen hambre de pan y de justicia, la multitud de los humildes y de los abandonados a su triste suerte. La Buena Nueva está destinada a ellos. ¿En qué condiciones se les debe comunicar?

En primer lugar, es indispensable apartar los obstáculos que nacen del estilo de vida de la Institución eclesial y la manera concreta de obrar en la empresa misionera. Ahora bien: son un obstáculo para la evangelización de los pobres no solo los signos exteriores de riqueza, sino también todo medio de poder al que el misionero puede verse tentado de recurrir, para obtener de una manera más eficaz unos resultados palpables.

Positivamente, la acción pastoral debe estar organizada de tal modo que los pobres puedan sentirse en la Iglesia como en su casa. La aplicación de este principio entraña, tanto en la vida de los sacerdotes como en la de los laicos, una gran cantidad de exigencias de detalle, tales como las que leemos en el Decreto conciliar acerca del ministerio y de la vida de los sacerdotes:

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"Que los sacerdotes y los obispos... instalen sus casas de manera que no parezcan inaccesibles a nadie y que jamás nadie, ni si­quiera los más humildes, sientan vergüenza de venir a ellas" (número 17).

A continuación es preciso que las iniciativas de caridad ejer­cidas para con los más pobres respeten su dignidad, tanto por lo que se refiere al plano individual como al colectivo. Todo lo que se haga en su favor debe servirles de ayuda, debe incitarles a re­solver por su cuenta su propio futuro; a conseguir que encuen­tren su sitio en la comunidad de personas o de pueblos. Exigen­cia que requiere de todos aquellos que practican la misericordia un gran desprendimiento de sí mismos. ¡Los pobres son nuestros señores!

Finalmente, en un mundo que ha tomado conciencia de las posibilidades que ofrece al hombre el desarrollo de la ciencia y de la técnica, la práctica de la misericordia para con los pobres debe ir unida a una gran lucidez sobre los mecanismos económi­cos y sociales en que aquella inevitablemente se inserta. Son tantos los factores que intervienen, que corren el peligro de des­naturalizar el significado de un gesto colectivo realizado por los cristianos. Es necesario que el desinterés personal de la Iglesia y de los cristianos para con los pobres sea total y de hecho se manifieste como tal. La menor intención táctica es descubierta rápidamente e inmediatamente quebranta el alcance de la in­tervención.

Las obras de misericordia son parte integrante de la evange­lización de los pobres, cuando se hacen sin ninguna segunda in­tención.

El ejercicio de la La celebración eucarística es con toda misericordia en la verdad una reunión de familia, que en celebración eucarística medio de la alegría de un banquete

reúne a los hijos pródigos arrepentidos. Todos los elementos de una misericordia auténtica encuentran su lugar en la celebración de la Eucaristía.

El formulario de la misa abunda en textos que expresan la benevolencia misericordiosa del Padre y nuestra cualidad de pe­cadores arrepentidos. Todos los que han sido invitados al ban­quete eucarístico se dan cuenta de que solo pueden aproximarse al Padre, si se apoyan en la abundancia de su misericordia. La misa no tendría ningún sentido si la fidelidad y la ternura del Padre no se manifestaran en ella desde el principio al fin, por­que son los pecadores los que han acudido a la cita.

Pero la misa es el memorial de la Cruz, la proclamación de la muerte de Cristo hasta que El venga. O, dicho de otro modo,

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la misa nos descubre que el reencuentro de la misericordia divi­na es contagioso; como el Padre ha sido misericordioso con nos­otros, debemos serlo nosotros con los demás. Entre los hombres, sólo uno ha sido misericordioso a la medida de la misericordia divina: Jesús de Nazaret. Solo El ha practicado de un modo per­fecto la misericordia para con todos los hombres. Esto es lo que le ha llevado a la Cruz.

La misa expresa no solamente la misericordia divina, sino también la misericordia del Hombre-Dios. Las dos, indisoluble­mente.

También para el cristiano, aproximarse al Padre de las mi­sericordias es aceptar el seguir las huellas de Cristo; es practi­car la misericordia como El lo hizo; no es ni una evasión ni una solución de facilidad para tranquilizar la conciencia.

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VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Isaías 55, 6-9 Este oráculo pertenece al capítulo último 1.a lectura del libro de la consolación de Israel (Is 40-l.er ciclo 55), y contiene una idea maestra del pro­

feta: su insistencia en defender la unici­dad y trascendencia divinas.

A todo lo largo de su obra, el Segundo Isaías ha cantado la trascendencia del Dios de la historia, del Dios que interviene, del Dios que está cerca de nosotros (v. 6). Los acontecimientos de la historia, venturosos o nefastos, son marcados por el pro­pio Yahvé con vistas a la realización de sus designios. Pero sien­do Dios único (Is 41, 8-14, 17-20), no hay que temer la apari­ción de un competidor de Dios en la manera de realizar la his­toria, que también es única. Todas las etapas de esta son que­ridas por El y todas conducen al devenir escatológico; no hay fuerza capaz de impedir el desarrollo normal de la historia.

Uno de los signos de la trascendencia de Dios, subrayada por el oráculo que comentamos, es que sus pensamientos y sus caminos no coinciden con los nuestros. Tal ocurre con la mise­ricordia divina (v. 7). Cuando tal o cual circunstancia engendra desconcierto e inquietud en el hombre, no hay que olvidar en­tonces que Yahvé está siempre presente realizando sus desig­nios de un modo imperturbable. De modo parecido, cuando el hombre considera su pecado demasiado grande para que pueda ser perdonado, Dios revela un pensamiento que escapa a las normas de la justicia humana: Dios es "generoso a la hora de perdonar", y para El no supone dificultad alguna que el peor de los pecadores llegue a convertirse.

La esperanza en el cumplimiento de los designios de Dios sobre el mundo no cuenta, por tanto, con un apoyo más firme que la fe en un Dios único y trascendente.

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El Nuevo Testamento manifestará que la trascendencia del Dios de la historia no ofrece dificultad alguna, en cuanto a su conocimiento, cuando la historia invita al hombre a que se con­duzca como un asociado a Dios en la realización de su desig­nio, cuando la historia deja de ser un acontecimiento más para convertirse en tarea que hay que realizar.

U. Sabiduría 2, 17-20 Los judíos del siglo n antes de Jesucristo 1.a lectura soñaban todavía con una restauración 2° ciclo política; esperaban que aparecería un

Mesías entre las nubes para constituir­los en nación escogida, al margen de los planes de las naciones paganas. Las previsiones apocalípticas de Daniel les proporcio­naban el ánimo suficiente para renovar su esperanza. Pero un siglo m¿is tarde, en el momento en que el autor del Libro de la Sabiduría publica su obra, la situación se ha agravado conside­rablemente: incluso la independencia religiosa de Israel está en peligro, mientras que el sueño de restauración política queda relegado a las calendas griegas.

* * *

De hecho, en la diáspora de la época, los justos que reivindi­can el conocimiento de Dios hasta el punto de llamarse hijos suyos (v. 18), son furiosamente atacados por los impíos... Se lle­ga incluso a pensar en someterlos a duras pruebas con "ultrajes y tormentos" (v. 19) y en condenarlos a una "muerte infame" (v. 20).

Fuertemente impregnados de filosofía y de ciencia, los grie­gos consideran una locura la pretensión de los judies de llegar a la sabiduría y al verdadero conocimiento de Dios. Ya de suyo "excéntricos" (v. 15) por sus costumbres alimenticias y litúrgi­cas, los judíos son objeto de burla y ridiculizados por los grie­gos a causa de sus creencias: la retribución final de los justos (w. 16 y 20) y su concepción de la Alianza, que reserva un lugar aparte para el pueblo judío, concediéndole, además, un conoci­miento especial de Dios.

* * *

A este pasaje, cuya finalidad primordial era estimular a los judíos establecidos en Alejandría, se le ha querido hallar una fuerte semejanza con la vida de Jesús. También Jesús afirma ser hijo de Dios (Jn 5, 16-18; Mt 27, 43) y depositario de un co­nocimiento del que carecen en absoluto los más sabios de los escribas (Jn 8, 55). Así mismo, tuvo que soportar las injurias y ultrajes llenos de sarcasmo de los hombres (Mt 27, 39-44). A se-

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mejanza de lo que se describe en este pasaje, también El fue condenado a muerte para que se cumpliera la promesa divina de la recompensa anunciada.

III. Amos 8, 4-7 Las invectivas de Amos contra las injusticias 1.a lectura de los ricos son particularmente numerosas 3.er ciclo (Am 5, 7-13; 8, 4-7; 5, 11-27; 6, 17).

Las guerras del siglo vin y los cambios sociales habían aca­rreado la multiplicación de grupos florecientes de traficantes del mercado negro que vendían a precios abusivos los artículos más necesarios. El mismo culto no era capaz de poner un freno a los negocios de aquellos, hasta el punto de convertirse los días de fiesta en ocasiones sustanciosas de desplumar a los pobres (v. 5). Podemos pensar, en este caso, en ciertas taras de la so­ciedad de consumo, tanto más perceptibles a los ojos de Amos, cuanto que él se había criado en una sociedad de tipo nómada y pastoril.

IV. Filipenses Pablo notifica a sus queridos filipenses su 1, 20c-24, 27a encarcelamiento, les da detalles del mismo 2fl lectura y expresa en nuestra lectura algunas re-l.er ciclo flexiones sobre la situación por que atra­

viesa.

* * *

La verdadera vida es, a los ojos de Pablo, una vida con Cris­to (v. 21)1. Se trata, adentrándonos en el sentido de esa expre­sión paulina, de una antigua concepción judía en la que abun­dan las imágenes, más o menos cargadas de emotividad. Tales imágenes deslumbrantes podrían ser, por ejemplo: la asocia­ción del pueblo judío al reino del Mesías, el tomar parte con El en el festín escatológico de los pobres, el poder tomar asiento en torno a El y juzgar las cualidades de los miembros del Rei­no, vivir bajo el mismo techo del Mesías y tomar parte, en su compañía, en los gozos del Paraíso.

Todas estas imágenes se encuentran, de manera más o me­nos explícita, en la mayor parte de los escritos del Nuevo Tes­tamento. El mismo Pablo, como buen judío que era, compartía esta esperanza y de ella ha dado buena cuenta en sus cartas a los tesalonicenses. Cuando escribía esta carta, Pablo espera­ba participar de esta vida con Cristo, incluso en esta vida, en el momento en que tuviera lugar la inminente venida del Señor.

1 J. DUPONT, L'Union avec le Christ suivant saint Paul, Brujas, 1952.

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Pero la panorámica que, sobre este aspecto, se abre a sus ojos en las cartas a los tesalonicenses cambia de modo total en la carta que dirige a los de Filipos. Ahora Pablo se para a mirar la muerte cara a cara, en su auténtico significado. Compara la vida y la muerte pesando sus respectivas ventajas (vv. 22-24): irse o quedarse, estar con Cristo o continuar trabajando en la obra del Evangelio. Ante estas alternativas, decide sin titubear su elección: permanecer aquí abajo (v. 25), no obstante su con­vicción de que la muerte sea para él más ventajosa por permi­tirle estar con Cristo. Es preciso pasar por la muerte y por las renuncias que lleva consigo para poder tomar parte en el reino mesiánico entrevisto por los judíos.

V. Santiago 3, 16-4, 3 Lo que Santiago acaba de decir sobre el 2fl lectura buen y mal uso de la palabra, vuelve a 2fi ciclo decirlo, pero en otros términos, sobre la

verdadera y falsa sabiduría. Su tempera­mento realista le hace salir airoso a la hora de aplicar los prin­cipios: para Santiago hay criterios concretos que permiten dis­tinguir al verdadero sabio del falso, pasando a continuación a enunciar algunos de estos criterios.

* » *

a) La propiedad, por excelencia, de la verdadera sabiduría, es la de ser "pura" (v. 17), es decir, que sea íntegramente ver­dad, sin defecto alguno. Eliminando toda clase de envidias e in­trigas (v. 16; cf. 2 Cor 12, 20; Gal 5, 20), la verdadera sabiduría engendra una voluntad de paz (Prov 3, 17; Rom 8, 6), de indul­gencia y de docilidad que permite a los "sabios" vivir en comu­nión con sus hermanos, sus enemigos y sus superiores; la au­téntica sabiduría está, asimismo, hecha de bondad hacia los pobres ("misericordia", en el v. 17) y de imparcialidad para con los subordinados. En una palabra: la verdadera sabiduría es fuente de una gama extremadamente variada de relaciones in­terpersonales auténticas, ya que es la caridad sobre la que se edifica.

b) Con respecto a las causas de la discordia, Santiago de­nuncia, en primer lugar, el deseo insaciable de bienes materia­les y la envidia que hace desear lo que posee el prójimo (v. 2). Puede suceder que la envidia se transforme en ruego cuando alguien recurre a Dios para obtener tanto como el vecino, como si la oración pudiera estar subordinada a cálculos egoístas (v. 3).

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VI. 1 Timoteo 2, 1-8 Pablo aborda aquí el problema de la or-2.a lectura ganización de la liturgia y de la comuni-3.er ciclo dad cristiana. Con este fin, aconseja en­

carecidamente a Timoteo que tome las decisiones pertinentes a fin de que la tarea pastoral que se le ha encomendado y los poderes de que ha sido investido se des­taquen como tales (1 Tim 1, 18).

* * *

a) Las primeras medidas a tomar conciernen a la oración universal (v. 1) que el apóstol caracteriza con cuatro palabras: peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias. Posible­mente Pablo tiene en cuenta los términos árameos con que se designaba las "Diez oraciones", fórmula de oración muy usada en aquella época en Israel, y desearía que los cristianos adop­tasen en la asamblea litúrgica este tipo de oración.

Pero, contrariamente a la oración judía de que estamos ha­blando, la oración de que habla el apóstol es netamente univer­salista: este nuevo tipo engloba a todos los hombres (v. 1), es­pecialmente a los reyes y dirigentes (todos los cuales eran pa­ganos en aquella época) y es de sumo interés para mantener la paz (v. 2). Esta oración parece reservada a los hombres (v. 8) y debe ser hecha con las manos elevadas al cielo, por cristianos que viven en paz unos con otros (cf. Mt 5, 23-25; 6, 14).

Los paganos dirigían sus oraciones al propio emperador, di­vinizado y considerado como Salvador. Ahora, cuando los cris­tianos oran a Dios por el rey, por los gobernantes, vuelven a darle el sitio que les corresponde, como subordinados y depen­dientes del Dios único.

b) Pablo establece la oración universal sobre bases seria­mente doctrinales. Según él, tres son los motivos que justifican al cristiano el orar en representación del mundo entero.

El primero es la unicidad de Dios y su voluntad de salvación de todos (vv. 4-5). Si Dios es único, todos los problemas de la humanidad le conciernen; y si es el único Creador, quiere de­cir que deseará salvar a todos los hombres; por consiguiente, el cristiano que ora está colaborando, mediante su oración, a la voluntad salvífica de Dios.

c) El segundo motivo es la mediación universal de Cristo (vv. 5b-6), mediación que, para Pablo, está íntimamente unida a su humanidad, o, dicho con más precisión, a la fidelidad to­tal de Jesús a su condición humana. Lo que Cristo ha hecho como Mesías de su pueblo es poco menos que incomprensible para toda la humanidad: El muy bien pudo ofrecerse como rescate "por todos" (v. 6), no "en lugar de" los hombres, sino "por" sus hermanos (cf. Héb 4).

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d) Finalmente, el tercer motivo es la misión universal de que es investido Pablo (v. 7). Puesto que Pablo es "maestro de los gentiles", por la misma razón cree tener derecho a "exigir" (v. 8) que los cristianos hagan suyo el ministerio recibido me­diante una oración auténtica y abierta a todos los hombres.

* * •

Representar a la humanidad ante Dios, mostrarse solidario de ella frente a El; estas son las condiciones esenciales de la oración cristiana. Cristo ha sido el primero en asumirlas, ofre­ciéndose por todos los hombres en la cruz, sacrificio que adquiere toda su actualidad en la oración eucarística de la Igle­sia. Desde entonces, el ministro que preside la oración univer­sal asume la responsabilidad de prestar un interés efectivo ante los problemas de la humanidad y debe encontrar los me­dios para que su comunidad haga suyos los problemas de todos.

VII. Mateo 20, 1-16 Este pasaje ha sido objeto de varios reto-evangelio ques, motivo más que suficiente para que í.w ciclo en cada uno de ellos haya sido interpretado

de distinta manera y se haya llegado a con­clusiones diferentes. Para encontrar su sentido original es pre­ciso, ante todo, omitir el final (v. 16b) que es, probablemente, una interpolación a cargo de la Iglesia del siglo n ; ausente de gran número de manuscritos, este versículo parece ocupar su verdadero sitio en Mt 22, 14, de donde, con toda probabilidad, ha sido extraído. En la perspectiva de esta tradición tardía, la parábola en cuestión serviría para hacer un llamamiento a "mucha gente" con el objeto de que trabajara en la viña del Señor; en tal llamamiento se haría constar que no basta ser llamado, sino que es preciso, al mismo tiempo, ser "elegido". Ahora bien: son muy pocos los que pueden gozar de este últi­mo privilegio. Esta selección es, sin duda, debida a una reac­ción de la Iglesia del siglo n contra la mentalidad demasiado simplista de algunos cristianos. En efecto, no es suficiente, para salvarse, pertenecer a la Iglesia. Esta interpretación, que sin duda es acertada, parece forzar el texto extrayendo de él un sentido, una interpretación que no constan ni parecen deducir­se del original.

a) La conclusión que nos ofrece el v. 16a (los primeros serán los últimos, los últimos serán los primeros) no cabe duda que es de Mateo, pero no prueba necesariamente que tales pa­labras hayan sido pronunciadas por Cristo en aquel momento ni que su relación con la parábola hubiera quedado establecida

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entonces. Además, el tema de esta parábola no es tanto el he­cho que los últimos precedan a los primeros a la hora decisiva (v. 8) cuanto la igualdad en el trato dado a unos y otros. Esta conclusión: "los últimos serán los primeros" es una sentencia tomada frecuentemente por los sinópticos. Marcos 10, 31 y Mt 20, 16 la incluyen en otro contexto, donde su colocación parece más oportuna y lógica. Lucas, en cambio, en el capítulo 13, v. 30, se muestra más moderado que Mateo, pues esta sentencia aparece en él con estos términos: "Algunos primeros serán últimos y algunos últimos serán primeros." Por tanto, es posible que nos encontremos ante una sentencia del Señor, sin querer aludir con ella a una situación concreta y que los evangelistas han tratado de situarla, con más o menos acierto, en un contexto diferente. Mateo, cuyo Evangelio subraya el predominio de los paganos sobre los judíos, la coloca al final de la parábola de los obreros enviados a la viña para ayudar a los primeros cristia­nos a comprender el cambio total de situaciones operado en las relaciones entre Israel y las demás naciones a partir del mo­mento en que estas hicieron su entrada en la fe. Perfectamente válida durante el siglo i... y en toda la historia de la Iglesia, esta nueva interpretación de la parábola en función de la ten­sión entre judíos y gentiles, no tiene, sin embargo, en cuenta su sentido primigenio, en el que no se trata, en absoluto, de prioridad de los últimos sobre los primeros.

b) La consecuencia que Jesús quiso se dedujera de esta pa­rábola está expresada en el v. 15. El agravio fundamental que acaba de hacerse al dueño de la viña (Dios) es su falta de "jus­ticia". Esta misma queja fue formulada por el hijo mayor al padre del hijo pródigo (Le 15, 29-30), agravio de los "buenos" judíos a la audición de la doctrina de la retribución (Ez 18, 25-29), reproche de Joñas ante el perdón otorgado por Dios a Ní-nive, la ciudad pagana (Jon 4, 2). En cada uno de estos casos, los textos oponen la justicia de Dios, tal como los hombres la conciben, y su comportamiento misericordioso, no esperado por los hombres (Le 15, 1-2). Cristo sale al paso de esta objeción con un argumento ad hominem: el amo de la viña es "justo" (según el modo humano de concebir la justicia) con los prime­ros, ya que les da el sueldo convenido; de igual modo es justo con los últimos, de una manera divina, ya que entre el dueño y estos no se había establecido ninguna clase de convenio con­dicionante del trabajo y salario. Este argumento es, no obs­tante, de poco valor, pues la injusticia que en este caso se le reprocha a Dios no reside en el trato dispensado a cada uno de estos grupos de jornaleros tomados separadamente de los otros, sino en la comparación entre las dos maneras de actuar. Además, Cristo pasa de un punto de vista a otro, afirmando la primacía de la bondad de Dios. No es que su forma de actuar se oponga a la justicia humana, sino que la trasciende total­mente en el amor. Según esto, el pacto establecido entre el amo

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de la viña y los jornaleros se nos muestra como una imagen de la alianza entre Dios y los suyos, alianza que, por otra par­te, no tiene nada que ver con el contrato do ut des que los ju­díos trataban de encontrar en ella, sino que es un acto gratui­to de Dios (Dt 7, 7-10; 4, 7). La alianza es, según el texto antes citado, una gracia del amor gratuito del Padre, gracia que des­cansa totalmente en la libertad de Dios y que supone la nuestra (Gal 3, 16-22; 4, 21-31) 2. Al aplicar una justicia a los primeros y otra distinta a los segundos, Dios trata de poner de manifiesto su amor a unos y a otros, teniendo siempre en cuenta las si­tuaciones en que cada uno se encuentra.

En esta perícopa, Cristo pretende dar a entender a los oyen­tes de su Palabra el comportamiento misericordioso de Dios, al margen de los cauces excesivamente estrechos y de las concep­ciones en que le darían cabida la visión humana de la justicia y los contratos bilaterales que rigen exclusivamente las rela­ciones entre los hombres 3.

VIII. Marcos 9, 30-37 Por segunda vez, Jesús revela a sus discí-evangelio pulos su muy próxima pasión (v. 31). Al 2° ciclo mismo tiempo, abandona deliberada­

mente la predicación a las muchedum­bres (v. 30), decididamente incapaces de comprenderle, para dedicarse exclusivamente a la formación definitiva de discípulos.

a) Pero los apóstoles apenas si comprenden algo mas que la muchedumbre. ¿Por qué habría de ser necesario que el Mesías se sometiera al sufrimiento para obtener la realeza? En algu­nos versículos anteriores a estos (Me 9, 9-13), Marcos se hace" eco de una de las discusiones entre los apóstoles: Elias debe en­cargarse de todos los preparativos para que el Mesías no tenga más que subir al trono. ¿Por qué, entonces, un Mesías abocado al sufrimiento?

La incredulidad de los apóstoles tenía, sin embargo, un me­dio para salir de tal situación: la Escritura podía revelarles cómo la pasión estaba sugerida por una serie de antecedentes. Parece que las predicciones, por Cristo, de su pasión están tan fuertemente impregnadas de referencias al Antiguo Testamento que se pueden descubrir en él los textos a los que Jesús ha podido hacer alusión. El verbo "ser entregado" (v. 31) está tomado de Is 53, 6 y 53, 12 y supone toda la doctrina del Siervo sufriente.

2 J. DUPONT, "La parabole des ouvriers de la vigne", N. R. Th., 1957, págs. 785-97.

o Véase el tema doctrinal de la pertenencia a la Iglesia, en este mismo capítulo.

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La expresión "en manos de los hombres" (v. 31) proviene de Jer 33, 24 (o 26, 24) y de este modo asocia a Cristo al primer gran profeta perseguido. La expresión "sufrir mucho" (v. 31) remonta, probablemente, a Is 53, 4 y 11, según un targum arameo (abrumar) y nos remite de nuevo a la imagen del Siervo sufriente. "Ser arrojado" (v. 31) recuerda la suerte de la piedra arrojada por los constructores en Sal 117/118, 22 (cf. Act 4, 11; Me 12, 10)4. Los apóstoles poseían un equipo escriturario bas­tante importante que, al menos, les hacía posible comprender los acontecimientos que iban a desarrollarse.

b) El segundo tema de discusiones entre los apóstoles nace de la inminencia del Reino: estos comienzan a preocuparse por el lugar que puedan ocupar en el futuro Reino como ministros o consejeros del Mesías (v. 34; cf. Me 10, 35-40). Jesús aprove­cha esta discusión para poner de manifiesto las condiciones de ingreso en el Reino: no solo habrá de pasar por el sufrimiento el Mesías para entrar en el Reino, sino que también los suyos, a su vez, deberán presentarse en él como siervos (v. 35) y como pobres (v. 36; el niño estaba considerado en aquella época como un ser insignificante, y la palabra aramea para designarlo era la misma que para designar al siervo).

c) No creemos, sin embargo, que las palabras clave esta­blezcan solo un discurso artificial. De hecho, un denominador común reúne las parábolas de Jesús en torno a las condiciones de acceso y de vida en el Reino.

Para entrar en el Reino es preciso estar disponible como un niño, es decir, ser sencillo (v. 36) y no pretender los primeros puestos (vv. 33-35). Dentro del Reino es preciso hacerse el sier­vo de todos (v. 35) y ofrecer su amor a los más insignifican­tes (v. 37, en el que es preciso tener en cuenta que en Israel el niño no es objeto de ninguna consideración). Esta caridad re­vestirá un carácter especial entre los responsables de la comu­nidad, que procurarán no escandalizar a los pequeños, es decir, a los cristianos medios ignorantes de la casuística y de la doc­trina (v. 42) y cuya fe podría bambolearse por teorías excesiva­mente avanzadas (cf. Rom 14, 1-15, 8).

d) Es posible que Jesús haya bendecido a los niños, porque estos seres actualmente desdeñados serán algún día los bene­ficiarios del Reino venido entretanto.

Haremos aquí una indicación precisa sobre las condiciones a satisfacer para entrar en la ciudad futura: aceptar ser hoy tan simples como los niños, estar disponibles para el porvenir y es­tar poco embarazados por los sistemas y las teorías.

* * *

* A. FEUILLET, "Les Trois Prédictions de la Passion et de la Résurrec-tion", Rev. Thom., 1967, págs. 533-60; 1968, págs. 41-74.

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Cristo ha querido reducir la ética del Reino a comportamien­tos infantiles. Apunta a una sociedad que respete al pequeño y tenga en cuenta sus reacciones, pero sobre todo desea que sus discípulos se parezcan a los niños en la aceptación de la depen­dencia de los otros: el hombre, y el cristiano, a fortiori, no pue­de aspirar a salvarse solo.

Finalmente, el discípulo será objeto de menosprecio como un ser débil e insignificante—al igual que un niño en la sociedad judía—. Deberá tener en cuenta que este menosprecio consti­tuye, para él, la manera de seguir a Jesús en la subida a Jeru-salén (Me 9, 29-32).

IX. Lucas 16, 1-13 Este pasaje suscita gran cantidad de pro-evangelio blemas. Las palabras de Cristo que se citan 3.eT ciclo en este texto han sido realmente pronun­

ciadas por El, pero dentro de un contexto que debería servirles de aclaración previa. Por haberse perdido el texto en cuestión, fueron numerosas las tentativas de ex­plicación que vieron la luz en el seno de la primitiva comunidad cristiana.

En este pasaje Cristo alude, sin duda alguna, a una estafa que debió de dar material más que suficiente a los cronistas de la época (vv. 1-7). Pero ¿qué hay de esta historia en el contexto de San Lucas? Parece ser que únicamente el v. 8 corresponde a ella: "y el amo alabó al mayordomo infiel".

¿Quién es este amo? En este pasaje no se trata del señor a cuyo servicio está el mencionado mayordomo, sino de Jesús (o Kyrios). En Le 18, 6 puede notarse un cambio idéntico en la acepción de una palabra: el término "Señor", en este versículo, designa a Cristo y no al juez inicuo de la parábola 5.

a) El v. 8 no pertenece, pues, al relato del mayordomo es­tafador, sino que es una anotación de San Lucas, y ha dado lu­gar a la interrogante siguiente: ¿Cómo es posible que el Señor alabe a este mayordomo? Si, pasando por la tradición de los sinópticos, nos detenemos a examinar cuidadosamente el texto de las palabras pronunciadas por el propio Cristo, llegaremos a la conclusión de que Jesús se propone convencer a sus oyentes acerca de la puesta en vigor del juicio que se esperaba. Por tanto, siendo así las cosas, ya no hay tiempo que perder; es preciso prever lo que pueda acontecer el día de mañana (Le 12, 54-56) y ser suficientemente sagaz para llegar a un acuerdo con

5 J. DUPONT, "La Parabole de l'intendant avisé", Lum. et Vie (supl. Par. et Lit), 13, 13-19.

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el enemigo antes que intervenga el juez (Le 12, 58-59). Así, pues, el mayordomo ha sabido aprovechar el plazo de tiempo fijado para asegurar su futuro y poder formar parte de los que no sucumbirán ante las crisis, por graves que estas sean. Esta es, según parece, a los ojos de Lucas, la primera lección de la parábola: la obligación de aprovechar el tiempo que nos queda para asegurar el futuro.

b) Pero los medios cristianos primitivos han añadido una segunda interpretación: "los hijos de este mundo son más sa­gaces que los hijos de la luz" (v. 8b). Constatación desoladora: en muchos aspectos (negocios materiales), los cristianos esta­rán siempre en condiciones de inferioridad, por no poder em­plear los medios utilizados por otros. A este nivel, la parábola que nos ocupa es un medio de expresar la resignación de los cristianos ante ciertas manifestaciones del poder y eficacia vedados para ellos.

c) Otros medios cristianos han dado una nueva interpre­tación de la parábola sacando esta vez una conclusión acerca del uso del dinero (v. 9). Estos pasan por alto las medidas que toma el mayordomo para asegurar su futuro y fijan su aten­ción en el ejemplo que dicho personaje da en el uso del dine­ro. Lucas, para quien el Reino de los cielos es de los pobres, acoge con un cariño especial esta última interpretación. Si, por casualidad, entran en el Reino algunos ricos, se debe a que estos compran los bienes del Reino mediante la renuncia total a su dinero. El mayordomo da una buena lección de cómo se debe usar el dinero: distribuirlo de tal manera que nos asegure el cielo (Le 6, 29-30; 12, 33; 6, 34-35). De esta forma, a una con­clusión directamente escatológica hecha por el propio Cristo y a una segunda interpretación a cargo de los medios cristianos (v. 8b), San Lucas ha añadido probablemente una conclusión puramente personal (v. 9), redactada en función de su expe­riencia en el trato con la primera comunidad y de su punto de vista muy favorable a la pobreza. Lucas es el único evange­lista que relata esta difícil parábola, pues es, sin duda, el que mejor podía comprenderla, gracias a su opinión muy particular y comprensiva del problema.

d) El texto termina con una última interpretación (vv. 10-12). Una vez más se pone de ejemplo a imitar la conducta del mayordomo, en este caso innecesario: si queréis ser buenos ad­ministradores de los bienes espirituales, comenzad por ser fie­les en la administración de los bienes materiales.

# # #

Los "hijos de la luz", con relativa frecuencia, se limitan a reducirlo todo a una serie de esquemas y principios, transfor-

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mando así el cristianismo en pura ideología y privando al Reino de Dios de su exigencia de eficacia 6.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la pertenencia a la Iglesia

Tantos siglos de cristiandad dan lugar a veces a una imagen degradada acerca de lo que significa el pertenecer a la Iglesia. Ciertamente que la Iglesia es necesaria para la salvación y se entra en ella por el bautismo, pero el bautismo como tal no da una garantía automática para entrar en el cielo. Por otra parte, el dicho de que "Fuera de la Iglesia no hay salvación" no signi­fica, de ninguna manera, una reprobación definitiva de los hom­bres que viven fuera de la Iglesia visible. Ahora bien: muchos cristianos espontáneamente piensan que la práctica de los sa­cramentos constituye una especie de seguro para el más allá, con tal de vivir conforme a la ley moral. Pero son muy pocos los que se preguntan si la fe en Cristo implica o no un verdadero cambio respecto a las reacciones naturales, que son espontánea­mente paganas, por nobles que a veces sean. Muy pocos se pre­guntan también acerca del papel que desempeña la Iglesia en los designios de Dios y lo que significa el pertenecer a la Iglesia. ¿Se entra en la Iglesia para encontrar en ella la propia salva­ción o, sobre todo, para cooperar con Cristo en su obra de salvar a la humanidad?

La respuesta a esta pregunta es de una importancia capital en los tiempos que vivimos. Por todas partes la Iglesia se pone en estado de misión. Cristianos y no cristianos se relacionan entre sí cada vez más. Por tanto, es absolutamente necesario que el cristiano no comprenda en qué sentido su fe en Cristo hace de su pertenencia a la Iglesia una realidad verdaderamente espe­cífica. En ello está comprometida la salvación de todos.

La asamblea convocada Para comprender la intención divina en el desierto en reunir a los hombres y las exi­

gencias de la respuesta de la fe te­nemos que remontarnos a la asamblea del pueblo elegido, tal como se constituyó en el desierto, después de su liberación de la esclavitud de Egipto.

Yahvé convoca a su pueblo en el desierto. Esto es, por su parte, un acto completamente gratuito. El es el Dios Todo Otro y no tiene que dar a nadie cuentas de nada. Pero su obrar no es tranquilizador, puesto que la promesa de la tierra

6 Véase el tema doctrinal de la eficacia, en este mismo capítulo.

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en la que corren ríos de leche y de miel no dispensa al pueblo de afrontar la dura realidad del desierto, en el que hay que vivir cada día contando con la benevolencia divina. ¿Cómo no añorar en estas condiciones las seguridades de Egipto? La tie­rra de la esclavitud tenía unas ventajas que no ofrece la per­manencia en el desierto.

Incluso hay que añadir que el obrar de Yahvé no solo no es tranquilizador, sino que ni siquiera asegura la salvación de una manera automática. No basta con sufrir este trato divino; Yahvé exige además la respuesta de la fe. Hay que acomodar nuestra mirada a la de Yahvé, lo que implica una conversión permanente. Los israelitas reaccionaron mal, y San Pablo nos dice que "en la mayoría de ellos Dios no tenía sus compla­cencias" (1 Cor 10, 3).

En una palabra: la convocación divina en el desierto se hace bajo el signo de una benevolencia divina, gratuita y descon­certante a la vez. El responder a este llamamiento de Dios solo puede hacerse en la fe, es decir, esta asamblea solo puede cons­tituirse con unos hombres dispuestos a poner toda su confianza en manos de Yahvé y a entregarse a sus designios.

Desde su instalación en Palestina, y durante toda la historia de Israel, la tentación del hombre judío será la de considerar como suficiente para la salvación el pertenecer de una manera material al pueblo elegido y la observancia de las prácticas le­gales. Los profetas reaccionaron sin cesar, para hacer ver al pue­blo que esta pertenencia no tiene ningún valor definitivo res­pecto a la salvación. Lo que quiere Yahvé es la conversión del corazón.

Cristo, centro de una Jesús de Nazaret es el primero y el úni-reunión universal co que ha respondido de una manera

plenamente fiel a la llamada divina en el desierto. Tampoco para El es tranquilizador el obrar de Dios. El "sí" a la voluntad del Padre conduce a Cristo al fracaso apa­rente de su obra y a la muerte en la cruz. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron.

La fidelidad de Jesús tiene como primera consecuencia el descubrir las verdaderas perspectivas de la convocatoria divina a la salvación y ampliar la antigua concepción de la Alianza. La verdadera Alianza, la querida por Dios desde toda la eterni­dad, no encierra ningún privilegio para ningún pueblo, sea el que fuere este. Es una alianza con la humanidad, que está lla­mada toda ella a formar parte de la Familia de Dios.

Fundado en el amor, que es por identidad amor de Dios y amor de los hombres, el "sí" del Hombre-Dios tiene desde el

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primer momento un alcance universal. Hace de Cristo el prin­cipio, el origen de la unión de todos, el Primogénito de la ver­dadera humanidad querida por Dios.

Para comprender la obra de Cristo no hay que separar en El su fidelidad personal a la voluntad del Padre y el papel que asume para salvar a la humanidad. Por ser el primero y el único que responde de una manera absolutamente fiel a la lla­mada divina en el desierto, Cristo se convierte de hecho en fuente y centro de la asamblea universal.

La Iglesia, verdadera Porque es el Cuerpo de Cristo, la Iglesia asamblea del desierto es la verdadera asamblea del desierto.

En ella toma cuerpo definitivamente la gratuidad de la elección divina. Dios ha dado a su Hijo por amor a la humanidad, y la Iglesia es el Cuerpo de su Hijo. El único camino de salvación es la Iglesia, y Dios ha ligado a ella para siempre su fidelidad.

La Iglesia es, ante todo, el misterio de la convocación uni­versal a la salvación. En Jesucristo Dios ha hecho una alianza con toda la humanidad. La primera tarea de la Iglesia es anun­ciar esta Buena Nueva a todos y descubrirles su significación activa de reunión universal. En cualquier lugar y en cualquier tiempo donde se implante la Iglesia, su llamamiento a la sal­vación debe tener un carácter universal, so pena de encubrir la trascendencia específica de la Nueva Alianza.

El bautizado, como el que todavía no lo está, está llamado continuamente a la conversión. El bautismo no es un punto de llegada, sino solamente el verdadero punto de partida. Cada uno debe descubrir, en el camino que tiene que recorrer, que el obrar de Dios no tiene nada de adormecedor o tranquilizador^ puesto que nos hace entrar en los horizontes ilimitados del amorT El amor universal exige que nos despojemos de nosotros mis­mos, según el ejemplo de Cristo. Todo aquel que camina cada vez más hacia un encuentro más profundo con el Dios de Je­sucristo, vive la experiencia desconcertante del desierto y sien­te, como el israelita, la tentación de volver a la seguridad que le proporcionaba la esclavitud de Egipto.

La condición del cristiano en la Iglesia le llama al servicio del amor en el seguimiento de Cristo. La idea de salvarse él solo no es propia de un cristiano. Para un cristiano, el perte­necer a la Iglesia es cooperar con Cristo en la salvación de la humanidad.

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La llamada La proclamación de la Buena Nueva de la del misionero salvación a todos los hombres lleva siempre a la conversión consigo una llamada a la conversión. Pero

sería un grave peligro para la misión el que para la conversión se exigieran unos elementos que le son ex­traños. En particular es esencial para la autenticidad del men­saje que esta conversión no entrañe un desarraigo cultural. Por­que la Iglesia está hecha para que todos los hombres se en­cuentren en ella como en su propia casa. La Iglesia no está ligada al destino de ningún pueblo ni al de ninguna cultura.

Antes de que la Iglesia venga a ellos, todos los hombres es­tán ya de una manera real en su seno. Por tanto, ningún mi­sionero puede decir de la Iglesia que es suya, como si él fuera su propietario. Incluso si el cristianismo aparece hoy sociológi­camente como la religión del hombre blanco, hacerse cristiano por la entrada en la Iglesia no es dejar "su" religión para adop­tar la del hombre blanco. Por el contrario, es llevar a sus metas más allá de toda esperanza el itinerario espiritual de su pueblo, para que Cristo sea todo en todos.

El llamamiento del misionero a la conversión es, en primer lugar, una llamada que le concierne a él mismo. Solo esta con­versión interior le puede colocar cerca del no cristiano, para poder manifestarle la trascendencia propia de la religión del amor. El misionero que ha entrado en esta perspectiva perma­nente de conversión se presenta ante el no cristiano como el que escucha, el que desea caminar con el otro para buscar con él la respuesta a unos interrogantes comunes. Se guarda muy bien de intervenir, como si tuviera todas las soluciones en sus manos. El personalmente ha encontrado a Cristo, pero sabe que este encuentro se está realizando siempre. Incluso espera de su caminar con el no cristiano una nueva fuente de purificación y un conocimiento más profundo del misterio de la salvación. Volviendo a recorrer con el no cristiano el camino que conduce a creer en Cristo, el misionero descubre riquezas ignoradas, y un acercamiento más "católico" a la persona de Cristo le re­velan nuevas exigencias del amor universal.

La Eucaristía y Existe una estrecha relación entre la Eu-el misterio de caristía y el misterio de la Iglesia univer-la Iglesia universal sal. En todas partes donde se celebra la

Eucaristía se enraiza la llamada divina a la salvación, llamada que tiene un carácter universal, como la reunión a la que está llamado.

Según esto, la Eucaristía por excelencia es la del obispo. El doble aspecto de llamada y de reunión universales tiene aquí su verdadera fuente y el terreno privilegiado de su visibilidad.

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Toda la acción pastoral y misionera de una diócesis, las múlti­ples asociaciones de cristianos y de catecúmenos que suscite, todas las demás misas que se celebren; en una palabra: todo el organismo eclesial puesto por obra en un lugar debe ser con­siderado como dependiente de este acto privilegiado que es la Eucaristía episcopal.

El carácter específico de la celebración eucarística del obis­po es su catolicidad. La ambición objetiva que pretende es la de reunir en la unidad fraterna en Cristo a toda la diversidad hu­mana existente en el campo de la llamada universal procla­mada por el obispo.

Participar en una Eucaristía semejante—y todas las misas celebradas deberían ser una réplica a esta—es descubrirse en­rolado en el vasto movimiento de la iniciativa de Dios con res­pecto a la humanidad y del retorno de la humanidad al Padre. Es comprender la diferencia enorme que existe todavía entre la fraternidad universal que se nos ha dado y la que se trata de construir. Es oír la llamada a la conversión por un amor sin fronteras.

2. El tema de la eficacia

Ser eficaz. Si existe un slogan que traduzca mejor una de las aspiraciones más profundas del hombre contemporáneo es este. Ante los grandes problemas que hoy se plantean: la paz, el desarrollo, la instauración de la justicia en el ámbito social e internacional, no basta reaccionar con buenas palabras o grandes discursos, sino que hay que obrar, y hacerlo de una manera eficaz, si se quiere obtener el resultado apetecido. Hay que transformar las estructuras políticas, económicas y socia­les; poner los medios adaptados para conseguir el fin que se persigue y huir de las quimeras.

En esta coyuntura, muchos hombres se apartan del cristia-~" nismo, porque están convencidos de su ineficacia radical. Y, no solamente se apartan de él, sino que lo combaten y declaran culpable—como a toda religión—de haber apartado al hombre de sus responsabilidades. Desde hace algún tiempo, numerosos cristianos han recogido esta acusación, contestando a ella me­diante una manifiesta actitud práctica que prueba que su fe no les aparta de sus responsabilidades humanas, sino que, por el contrario, les empuja sin cesar a procurar la paz de una ma­nera activa, así como el desarrollo y la justicia. Estos cristia­nos creen que obran con eficacia, lo mismo que sus hermanos no cristianos. Ahora bien: decir eficacia es hoy más que nunca acción colectiva y, por consiguiente, participación. De aquí el problema planteado a ciertos cristianos por su colaboración con diversos movimientos de inspiración marxista. Para estos, re-

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nunciar a esta colaboración es, en el momento actual, renun­ciar a ser eficaces...

Pero aquí se plantea una cuestión previa: Cuando un cris­tiano y un no cristiano pronuncian la palabra eficacia, ¿hablan el mismo idioma? Para el marxista, por ejemplo, el cristiano que es fiel por completo a su fe y a lo que esta fe lleva consigo, en lo que se refiere a la construcción de la sociedad temporal, ¿no aparece como un hombre ineficaz? Y, a la inversa: la eficacia del marxista, evidente desde algunos puntos de vista, ¿produce los frutos que el cristiano debe conseguir?

Eficacia e ineficacia A pesar de las apariencias, el hombre ha de la fe, en Israel buscado siempre la eficacia, pero no la

ha buscado siempre en el mismo terreno. Para el hombre pagano tradicional, la felicidad que trata de al­canzar, en una u otra forma, se llama divinización.

Comulgar con el mundo de lo divino es encontrar seguridad, llegar a lo infinito, situarse en la eternidad, participar de los privilegios de los dioses. Los caminos para comunicarse con el mundo de lo divino nos los ofrecen las liturgias, que apartan al hombre de la inseguridad del tiempo y del espacio profanos. Di­chos caminos son los más eficaces para conseguirlo. Si se cum­plen rigurosamente los gestos rituales, se consiguen automáti­camente los frutos deseados. Este cumplimiento va jalonando efectivamente el camino de la felicidad. Aquí y allá el hombre ha tratado de dominar las fuerzas de la naturaleza, pero, como indica el mito de Prometeo, esta clase de tentativa atrae inva­riablemente la cólera de los dioses.

El acceso de Israel al régimen de la fe transforma profun­damente los elementos del problema. El reconocimiento de un Dios Transcendente pone de manifiesto rápidamente la comple­ta vanidad de los paganos de buscar la eficacia por el camino de las liturgias. Es verdad que desde los tiempos del desierto el pueblo elegido adora el becerro de oro y echa de menos la segu­ridad que le ofrecían los cultos paganos. Pero a lo largo de su historia los profetas recuerdan a Israel con todas sus fuerzas, que esta seguridad es completamente ilusoria. Solo Yahvé pue­de salvar al pueblo que ha elegido gratuitamente, y nadie puede poner la mano sobre El. La felicidad la podemos recibir de sus manos. Pretender conseguirla recurriendo al automatismo de los ritos paganos es ciertamente construir sobre arena...

Además, si Yahvé concede gratuitamente la salvación, sin embargo no lo hace de manera incondicional, sino que exige de su pueblo fidelidad a la Alianza. Esta fidelidad de la fe lleva al pueblo elegido a encontrarse con su Dios en el terreno de su

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historia. En ella, Israel va profundizando sin cesar en las exi­gencias morales de la Alianza, al mismo tiempo que en la ne­cesidad de entregarse por completo a la benevolencia gratuita de Yahvé.

La felicidad que espera a Israel cuando se cumplan las con­diciones de la Alianza, es el goce de una tierra nueva que no conocerá ya las consecuencias del pecado. En ella el hombre se sentirá colmado por las bendiciones divinas. El trabajo produ­cirá abundantes frutos. La paz y la justicia florecerán por to­das partes, En el paraíso encontrado de nuevo, los hombres vivirán en la armonía que produce la amistad con Dios.

La eficacia suprema Jesús de Nazaret introduce en las pers-de la intervención pectivas judías un cambio profundo. Por de Jesucristo un lado, la gratuidad total de la salvación

se ha manifestado con más relieve que nunca. Pero, por otro lado, la cooperación activa del hombre en la obra de la salvación no ha sido menos subrayada.

Bien con sus actos o bien con sus enseñanzas, Jesús descu­bre con insistencia que la salvación del hombre es de tal natu­raleza, que es completamente imposible que el hombre pretenda conseguirla solo con sus propios recursos. Dios llama a los hom­bres para que sean sus hijos, para que vivan su vida familiar, para que gocen de sus bienesrLa esperanza de la humanidad se ve colmada por encima de toda medida. Pero es evidente que la realización de una vocación semejante se escapa a los inten­tos del hombre. Toda tentativa por parte de este último para hacerse Dios, está radicalmente condenada al fracaso. Hablan­do así de la salvación, Cristo fue motivo de escándalo, porque obligaba al hombre a salir de su ceguera de hombre pecador, diciendo que el hombre es una criatura y no puede merecer una salvación de calidad divina. Esta salvación es completa­mente gratuita.

Pero, una vez dicho esto, Cristo manifiesta con toda su vida que su intervención en este mundo es verdaderamente eficaz. Dios ha concedido la salvación gratuitamente, pero se hace pre­sente en la humanidad por medio de un Hombre que participa en todo de la condición humana. Por consiguiente, existe un Hombre entre los hombres, cuyo ser y cuyo obrar son de tal naturaleza, que hacen de El el principio vivo de la salvación; un Hombre cuyo comportamiento para con Dios se ajusta per­fectamente a la iniciativa divina. Este Hombre es el Hijo de Dios, porque solo el Hijo de Dios está en condiciones de co­rresponder al don que Dios hace al hombre de Sí mismo y de su propia vida. Para que el hombre pueda ascender hasta Dios,

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sin dejar de ser criatura, Dios baja hasta él y planta su tienda entre los hombres. ¡Hasta eso ha llegado el amor de Dios!

La salvación del hombre es una obra divino-humana. En esta obra, en la que la iniciativa parte totalmente de Dios, el hom­bre está llamado a desempeñar un papel de colaborador suyo. No hay que temer ninguna alienación; se necesita la coope­ración del hombre. Así, pues, podemos decir que la historia de la salvación comienza con la intervención de Cristo. Con Jesús de Nazaret se hace efectiva la contribución del hombre a su propia salvación.

La intervención de Cristo en la salvación del hombre es singularmente eficaz. Jesús ama al Padre con el mismo amor con que es amado por El. Pero este amor filial no absorbe las cualidades del hombre, sino que, por el contrario, las estimula hasta su pleno desarrollo. Porque en Cristo, la relación del hom­bre con Dios está establecida de una recta manera; la criatura manifiesta su propia consistencia. También ella ha sido creada para amar.

La eficacia del cristiano La historia de la salvación, que co-en su relación viva a menzó con Cristo, continúa en los Jesucristo miembros de su Cuerpo. "Sin Mí no

podéis hacer nada", nos dice el Se­ñor. Pero por El, con El y en El todo es posible, en lo que se refiere a la salvación. Todos los hombres están llamados, en Cristo, a convertirse en colaboradores de Dios en la edificación de su Reino. El cumplimiento de los designios de salvación se desarrolla en una historia en la que todos deben desempeñar un papel único e irreemplazable. Para desempeñar este papel es necesario y suficiente con ser miembro del Cuerpo de Cristo, vivir de su Vida, beber el agua viva que El nos da, llevar su yugo, en una palabra: seguirle. El es el centro de unión de todos los cooperadores de Dios en el cumplimiento de la sal­vación de la humanidad.

Siguiendo a Cristo, y unido íntimamente a El, el cristiano es un hombre eficaz. Sus obras producen fruto. En la medida en que "libre del pecado" se convierte en "esclavo de Dios", en­tra en un camino "que desemboca en la vida eterna" (Rom 6, 22).

En general, nunca se recalca bastante toda la grandeza de la misión del cristiano, y esto es muy perjudicial. El cristiano no es solo un hombre que por haber recibido el bautismo está cua­lificado para "recibir" el don de Dios. El don de Dios no se reci­be de una manera pasiva. Dios no se da más que a los que colaboran con El. Es verdad que El es el que primero interviene,

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pero su intervención solo se manifiesta en un terreno de una reciprocidad activa. Dios se da al hombre para que el hombre se dé a El, y por este don mutuo se va edificando el Reino. Así, pues, la misión del cristiano supera sin cesar las perspectivas de una salvación individual; en todo momento se refiere a la sal­vación de la humanidad. Ser miembro del Cuerpo de Cristo es tanto como estar invitado a la empresa más extraordinaria: la salvación de todos, el éxito efectivo de los hombres en su pro­yecto más fundamental.

Estos son los últimos horizontes de la eficacia cristiana. Este es el fruto que puede producir el hombre que, en Jesucristo, se ha hecho hijo adoptivo del Padre. Pero la contribución activa del cristiano en la edificación del Reino implica necesariamen­te que el cristiano sea eficaz en el terreno de su misión de criatura. La condición de criatura no es absorbida por su con­dición filial, sino que, por el contrario, es restituida a su verdad, porque ha sido desembarazada de la deuda del pecado.

La aventura de la historia de la salvación no se realiza de una manera recta y plena más que con la condición de que tome forma otra aventura, íntimamente unida a ella, pero con­sistente en ella misma y a la medida de los recursos del hombre: la aventura de la historia humana y de la promoción del hombre-

El testimonio misionero La evangelización del mundo moder-de la eficacia cristiana no requiere de la Iglesia que encuen­

tre al mundo en el terreno que el hombre actual más estima, el terreno de la promoción huma­na. El hombre moderno ha hecho inventario de los recursos de que dispone. Sabe sus posibilidades y el riesgo que representan para el futuro del hombre. Los numerosos retos que le salen al paso los recibe con voluntad de irlos superando cueste lo que cueste. Una tarea inmensa se presenta ante sus ojos: hacer que_ la tierra sea habitable para el hombre; establecer en este mun­do unas relaciones de paz y de justicia, transformando progre­sivamente las estructuras económicas, sociales y políticas de la existencia concreta de los hombres. El hombre moderno se con­sidera suficientemente equipado para hacer la historia, y quie­re ser eficaz.

Cuando ve con suficiente claridad la verdad del hombre manifestada en Jesucristo, el cristiano no se siente extraño en un mundo que ha tomado la medida de los recursos de que dispone el hombre para hacer la historia. Sabe que la edifica­ción del Reino de Dios está inseparablemente unida a la pro­moción del hombre. Su contribución activa a la historia de la salvación implica una movilización de todas sus energías desde el interior, para el servicio de la comunidad humana, a fin de

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que cada vez reinen con mayor fuerza en este mundo la jus­ticia y la paz. El cristiano se considera solidario de todos los hombres que buscan la eficacia, porque también él quiere ser eficaz. Y, si la eficacia que este busca supera infinitamente en amplitud a la que trata de promover el hombre de nuestro tiem­po, está igualmente cargada de significado en el terreno en que se mueve su hermano no cristiano. Incluso aportando su con­tribución sobre este terreno, el cristiano hará que su hermano descubra los verdaderos horizontes de su fe en Jesucristo. Tra­bajando con los hombres para resolver los grandes problemas de nuestro tiempo, el cristiano hará presentes los "primeros sig­nos" de la evangelización del mundo moderno.

Pero aquí surge una tentación para el cristiano, tentación en la que no puede caer si quiere ser fiel a su fe y dar testimo­nio auténtico de la salvación que nos mereció Cristo.

Lo mismo que sus hermanos, el cristiano en este mundo es un pecador. Algo dentro de él le invita a promover una efica­cia según la sabiduría del mundo, una eficacia palpable, que se pueda medir mejor que la eficacia según el Evangelio. Y esta tentación la experimenta tanto más cuanto que tratando exclu­sivamente de ser eficaz según el Evangelio, corre efectivamente el riesgo de separarse de aquellos a quienes tiene el deber de anunciar a Cristo.

De hecho, el cristiano no se escapa a la contradicción por parte de sus hermanos no cristianos en el momento en que con todas sus fuerzas quiere tomar parte en el esfuerzo de los hom­bres para hacer la tierra cada vez más habitable para el hom­bre. Esta oposición es su sino, pero es también la condición de su testimonio. Por tanto, ¿debe el cristiano renunciar a parti­cipar en toda acción colectiva propuesta por los no cristianos? De ninguna manera. Además, en todas partes la cizaña está mezclada con el trigo bueno. Lo esencial es que el cristiano conserve siempre la posibilidad de hacer valer la sabiduría que le mueve.

La eficacia del cristiano En tanto que la Eucaristía es el en la celebración eucarística acto del Cristo total, ella es el

terreno por excelencia de la efi­cacia del cristiano. Se ha dicho, y con razón, que la celebración eucarística marca las etapas decisivas de la historia de la sal­vación. Es verdad que en cada una de ellas Cristo es el actor principal, pero en la Eucaristía es donde Cristo obra con mayor intensidad—la Eucaristía construye a la Iglesia—, donde los miembros de su Cuerpo pueden poner por obra todas sus posi­bilidades de asociados. Cuando un cristiano participa de la Eu­caristía, coopera activamente a la salvación de la humanidad.

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Entonces intercede en favor de todos y aporta toda la vida del mundo para integrarla en el sacrificio de Cristo.

Sin embargo, la eficacia del cristiano en la celebración euca-rística no concierne directamente mas que a la edificación del Reino, y además es de naturaleza ritual. Por tanto, sería absur­do pretender que la misa sea eficaz en otros terrenos. No se participa de la misa para resolver problemas humanos o para superar insuficiencias. Y, además, la eficacia en el terreno del rito no dispensa al cristiano de tratar de ser eficaz en el terre­no de la vida, e incluso hay un íntimo movimiento que va y viene entre lo que se produce en el terreno del rito y lo que se produce en el terreno de la vida.

La eficacia del cristiano en todos los planos en que debe encarnarse no es, en definitiva, más que una sola y única efi­cacia concreta. De ella se puede decir que la Eucaristía es el lugar privilegiado de donde brota.

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VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Ezequiel 18, 25-28 El capítulo 18 de Ezequiel es uno de los 1.a lectura más importantes de la obra del profeta l.er ciclo (cf. Ez 14, 12; 33, 10-20; 34, 16). Al llamar

a los judíos a la salvación, el prefeta cho­ca con su mentalidad fatalista: ¿para qué convertirse cuando pagamos las faltas de nuestros padres? Este concepto popular se apoyaba en textos como Dt 5, 9; 29, 18-21 y Ez 20, 5, y en proverbios como el que Ezequiel rechaza en 18, 1-4. Para com­pletar su refutación, el profeta alude a una especie de decálo­go conocido por sus contemporáneos (Ez 18, 5-9, 11-13, 15-17) para mostrar cómo esta ley invoca la responsabilidad personal.

En esta segunda parte (Ez 18, 21-32) Ezequiel muestra que la fatalidad no interviene en el plano personal: Dios no juzga al individuo más que en base a su justicia o su injusticia perso­nales: mediante su conversión, el pecador puede suprimir la amenaza de castigo; mediante su debilidad, el justo puede con­trariar su derecho a la recompensa. El pasaje litúrgico de este día--pertenece a ese desarrollo y le sirve de conclusión.

Ezequiel conoce la solidaridad del pueblo en la falta y el castigo colectivo que de ella se deriva (Ez 16, 20, 23). Sabe tam­bién que el castigo, incluso el colectivo, no es nunca fatal y que una conversión masiva del pueblo puede señalar la caden­cia (cf. Am 6, 1-6). Mas la idea nueva y esencial de Ezequiel es que Dios prepara una nueva alianza en la que pondrá en cada hombre un corazón y un espíritu nuevos (v. 31; cf. Ez 11, 19) y abrir ampliamente el acceso y el beneficio de esa alianza a los justos y a los impíos.

Dios no quiere la muerte ni el castigo (vv. 23 y 32), sino la vida del mayor número posible de hombres. La Nueva Alianza está destinada a hacer realidad ese proyecto; el hombre no tie­ne más que su conversión que aportar para hacer que se haga

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realidad ese designio de Dios. Cierto que cada cual se halla comprometido personalmente en la conversión, pero no puede decirse que el profeta defienda aquí un punto de vista particu­larmente individualista de la responsabilidad personal. Incluso si los ejemplos descritos en los vv. 26-28 son casos individuales, sigue siendo cierto que el profeta se dirige a toda la "casa de Israel" (vv. 24, 30 y 31) y que tiene presente la conversión de todo el pueblo y su restauración, por una alianza nueva, en una nueva existencia 1.

Hoy, como ayer, es difícil ser libre. Ante la diversidad de estímulos que actúan los hombres de nuestro tiempo, la liber­tad invita a la toma de decisiones personales. Acontece, sin embargo, con mucha frecuencia, que cada uno trata de buscar la propia seguridad, descargando sobre tal o cual colectividad —un partido, una nación, la misma Iglesia—la responsabilidad de determinadas situaciones.

Se llega incluso a juzgar responsable de tales situaciones al propio Dios: "¡Si Dios fuera justo—suele decirse—, no permitiría que sucedieran estas cosas!" Corresponde a Ezequiel el mérito de haber orientado al hombre hacia sus responsabilidades y su libertad, no sin antes haberles invitado a superar una prueba. Es un hecho sobradamente comprobado que solo a través de experiencias dramáticas, de la angustia y de la inquietud es como los hombres llegan a conocer, de un modo progresivo, el valor auténtico de su libertad. Este descubrimiento de los va­lores que entran en juego en la consecución y ejercicio de la libertad no vale de una vez para siempre; es preciso actuali­zarlo continuamente si queremos escapar al fatalismo o al in­fantilismo.

II. Números 11, 25-29 Para dirigir el pueblo e interpretar la 1.a lectura voluntad de Dios, Moisés elige un conse-2.° ciclo jo de setenta ancianos a los que transmi­

te el Espíritu de Dios de que él gozaba. Dos de estos ancianos no toman parte en la ceremonia de investidura y, sin embargo, también ellos profetizan como los investidos, hecho que provoca las protestas de algunos por con­siderarlos unos impostores.

* # *

» H. JUNKER, "Ein Kernstück der Predigt Ezechiels. Studie uber Ez. 18", Bibl. Zeit, 1963, págs. 173-85; J. HARVEY, "Collectivisme et individua-lisme", Se. Eccl., 1958, págs. 167-202.

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El episodio es tanto más importante cuanto es relatado en un libro que se caracteriza por su interés en poner de relieve la importancia de la institución y defenderla a uñas y dientes contra toda iniciativa paralela (cf. Núm 12, 1-10; 14, 16, etc.). He aquí que en pleno clima de rigidez institucional tiene lugar una apertura hacia un profetismo más espontáneo. En otras palabras: nuestro texto afirma que el Espíritu escapa a la ex­clusiva de una institución y que nadie es propietario de los ca-rismas que Aquel distribuye.

A todos los que gozan de los carismas del Espíritu, dentro de la Iglesia, se exige la máxima abnegación, ya que siempre están expuestos a imponer al Espíritu los caminos de su acción. El superior no ve con buenos ojos que su "hijo" en Jesucristo tome iniciativas no controladas por su autoridad. La jerarquía no concede espontáneamente al laicado que tome libremente sus decisiones y compromisos. Esta misma mentalidad se encuen­tra en las relaciones entre las Iglesias y, en mayor medida, don­de quiera que apunta un espíritu de colaboración.

III. Amos 6, 1, 4-7 El profeta interviene en el reino del Norte 1.a lectura (Israel) durante el reinado de Jeroboam II. 3.er ciclo La coyuntura política y económica de este

siglo VIII produjo, tanto en el reino de Is­rael como en el de Judá, una profunda separación entre los ri­cos, que se aprovecharon al máximo de los acontecimientos, y los pobres, que en estos momentos se ven más desamparados que nunca.

Amos es un hombre del desierto; por esta razón es suma­mente sensible a la injusticia social en todas sus formas. El profeta no puede soportar que el lujo de los poderosos (vv. 4-6) insulte descaradamente la miseria de los oprimidos. En nombre de Dios condena sin paliativos el despilfarro, la molicie y la injusticia de los opresores y la seguridad (totalmente falsa) en que creen moverse. Yahvé no puede soportar que su pueblo viva como un advenedizo, y su castigo se ve ya perfilarse en el ho­rizonte (v. 7). Las invectivas del profeta contra la clase poderosa le valdrán la expulsión.

Este mensaje de Amos sigue manteniendo la más lozana ac­tualidad. Su aplicación cobra vigencia en los países donde el

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bienestar excesivo de los ricos se codea con la miseria de los pobres y es cosa de sobra conocida cómo las naciones superdes-arrolladas económicamente continúan explotando a otras en que la indigencia y la necesidad en todos los órdenes está a la orden del día. La advertencia del profeta al pueblo de Dios ya está hecha; para los opresores no hay sitio en este pueblo.

IV. Filipenses 2, 1-11 Filipos, la ciudad meta del segundo viaje 2.a lectura de San Pablo (hacia el año 50, cf. Act 16, l.eT ciclo 11-40), es una de las comunidades prefe­

ridas del apóstol. Sus relaciones fueron siempre cordiales y afectuosas, y los filipenses le testimoniaron un gran afecto y adhesión, como lo demuestra la preocupación constante de estos al tener noticia del encarcelamiento del após­tol en Roma (FU 1, 7, 13-14, 20; cf. 2, 25; 4, 18). En este pasaje de la carta, Pablo dice a los fieles de Filipos que, si bien está muy contento de ellos, le colmarán de felicidad si estrechan aún más los lazos fraternales que los unen y dan pruebas de sen­cillez los unos para con los otros.

* » *

a) En esta exhortación apremiante a la unidad—lo que hace suponer que ya comenzaban a aparecer la división y las tendencias opuestas en la comunidad cristiana de Filipos—, Pablo recurre a los valores fundamentales (v. 1) que él comparte con sus queridos filipenses: en primer lugar, la "consolación" en Cristo, es decir, la presencia del Señor, como medio de consolidar la fe de todos en El; en segundo lugar, la "persuasión" en el amor, común a todos, y que viene de Dios y la "comunión" en el Espíritu que les hace participar de las gracias de la nueva alian­za; finalmente, la "ternura" y la "compasión" que unos y otros se han testimoniado "en Cristo" en multitud de ocasiones.

Con estas bases, el amor fraterno que debe animar a los fili­penses, se traducirá necesariamente en una "armonía de senti­mientos" (v. 2), expresión que apunta no a la unidad de doctrina, sino que es el fruto de una escucha mutua y de una prioridad concedida por cada uno a los intereses del otro (v. 4).

b) La condición para que esta unidad y amor fraterno sean posibles es la humildad, que "considera a los otros superiores a uno" (v. 3), lucha contra la vanagloria (v. 3) e imita la abne­gación del propio Jesús (v. 5). El tema de la humanidad evoca, ante todo, en el Nuevo Testamento, la humildad del hombre ante Dios (Act 20, 19; Ef 4, 2; Col 2, 18): la humildad entre her­manos supone, pues, un espíritu de fe. Solo Jesús nos ha dado el testimonio ejemplar de esta humildad (vv. 6-11; véase tam-

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bien, tomó III, pág. 230, el comentario de FU 2, 6-11); solo Jesús puede, al mismo tiempo, hacer que sus fieles lleguen a olvidar sus títulos de gloria y de superioridad para lograr la auténtica unanimidad fraterna.

V. Santiago 5, 1-6 Con una inspiración semejante a la de los 2fl lectura antiguos profetas cuando atacaban la in-2° ciclo justicia de los ricos, Santiago se vuelve aho­

ra eontra aquellos que se aferran de un modo culpable a sus bienes (vv. 2-3) hasta el extremo de no pagar de­bidamente a sus obreros (v. 4) y de oprimir, por añadidura, a las personas menos afortunadas que ellos.

• * *

Santiago adopta contra estos ricos el estilo de las invectivas empleado por los profetas. Comienza invitándoles a llorar a gri­tos: tan enormes son las desgracias que les amenazan (v. 1). Sin duda se vale de este género de amenazas para tratar de mover a unos corazones tan endurecidos (cf. Am 8, 3).

Por lo demás, el castigo es inminente. Santiago lo describe valiéndose de verbos en perfecto: el mal ha comenzado ya y solo quedan los ricos para que no haya lugar a dudas de que el castigo se cierne sobre ellos. El oro comido por el orín y la po­dredumbre de las riquezas llegarán a sus detentadores como un fuego devorador.

El pecado de esos ricos consiste en no pagar a sus obreros (v. 4), a pesar de los insistentes reproches de la ley (Lev 19, 13; Dt 24, 15) y de los profetas (Mal 3, 5; Eclo 31, 4; 34, 21-27). Este procedimiento era, en aquella época, uno de los medios más rá­pidos de enriquecimiento, y los procesos (v. 6) permitían las más de las veces, gracias al procedimiento judicial y a la vena­lidad de los jueces, desposeer al justo y al inocente en provecho de los grandes terratenientes (cf. la viña de Nabot, 1 Re 21).

Santiago no teme lanzar sus duras invectivas contra los ricos. Esta misma disposición de espíritu podemos encontrarla en el tercer evangelio (Le 6, 24; 12, 16-21; 16, 19-31). Como los ricos de nuestro tiempo no han cambiado sustancialmente su actitud y las riquezas se edifican, ahora como siempre, sobre las espaldas de los pobres, las invectivas de Santiago conservan to­davía su razón de ser. Pero ¿quién se preocupa, sin temer l&s, consecuencias, de proclamarlas? ¿Es que, acaso, no hay ricos

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en el pueblo de Dios para que la audacia profética de Santiago no encuentre en él un lugar absolutamente necesario? 2.

VI. Timoteo 6, 11-16 Dirigidos concretamente a Timoteo, des-2." lectura tinatario de la carta, Pablo expone en 3.er ciclo estos versículos las cualidades que debe

reunir el pastor ideal, retrato que contras­ta con el de los falsos doctores (1 Tim 4, 1-3; 6, 3-5).

a) El pastor ideal es, ante todo, el que dirige los combates de la fe (v. 12). El tema del combate es uno de los más importantes de la doctrina paulina (cf. 1 Tim 1, 18; 4, 10; 2 Tim 4, 7; 1 Cor 9, 25; Col 1, 29), y se trata del combate de la fe. Lo esencial en este combate no es la lucha contra los enemigos de la fe; la fe es un combate en la medida en que la creencia lleva automáticamente consigo la fidelidad y la constancia, la lucha consigo mismo para obtener la victoria personal y la preocupación por la fe y la sal­vación de los demás, sobre todo cuando se es responsable de la comunidad.

b) En el marco de este combate, el bautismo aparece como el momento en que resuena el llamamiento de Dios (v. 12) invi­tando a una vida de unión con El; momento en que se expresa la profesión de fe del creyente (v. 12) en presencia de la comuni­dad reunida y de los avaladores de su testimonio, a saber, Dios y Cristo (v. 13); finalmente, el bautismo es el momento en que es formulado el "mandato" (v. 14), es decir, el conjunto de com­portamientos que la fe impone al creyente. En realidad, al hacer referencia al llamamiento de Dios, a la profesión de fe y al cum­plimiento de los preceptos que la fe impone, Pablo invita a Ti­moteo a conservar, sin tacha ni culpa, la doctrina y el Espíritu del Señor hasta el día de su plena manifestación (v. 14).

c) Bajo forma de doxología, Pablo canta esta futura mani­festación del Señor, y lo hace con términos sacados del ceremo­nial de la divinización de los emperadores y de las plegarias ju­días de la sinagoga.

Para subrayar toda la distancia que separa a los emperadores de Dios, Pablo designa a este último con sustantivos (Rey, Señor, v. 15), mientras que los emperadores son designados mediante verbos en presente ("los que reinan, los que ejercen la sobera­nía"), como si su poder no fuera más que cosa de un momento si se le compara con la eternidad (v. 16) de Dios.

2 Véase el tema doctrinal de la riqueza, en el trigésimo segundo do­mingo.

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VIL Mateo 21, 28-32 La parábola de los dos hijos no ha sido evangelio conservada más que en la versión de Ma-í.er ciclo teo. En una primera redacción acababa

dicha parábola en el v. 31, con la expre­sión "en verdad os digo". Con la omisión del v. 32, la parábola explicaba a los adversarios de Cristo la razón por la cual había sido orientado el Evangelio hacia los pecadores, tras haber sido rechazado por los "justos".

Pero, antes de ser consignadas en los tres sinópticos, las tra­diciones evangélicas fueron a menudo agrupadas de un modo bastante práctico, por ejemplo, con ayuda de palabras-corche­tes. Mediante este procedimiento fue aglutinado a la parábola de los dos hijos, que terminaba con una alusión a los publícanos y a las prostitutas (v. 31), un logion independiente (Luc 7, 29-30 lo interpola como una sentencia aislada) en que se habla, poco más o menos en los mismos términos que en el versículo anterior, de esta clase de pecadores.

A continuación Mateo ha reelaborado el v. 32 (inserción del tema de la justicia, retorno a la segunda persona y mención de Juan Bautista), colocando, además, juntos los vv. 28-32 detrás de un pasaje (vv. 23-27) que trae a la memoria la persona del Bautista.

* * *

a) La parábola de los dos hijos justifica la orientación que tomaba el Evangelio, al ser destinado, también, a una nueva categoría de pobres, los que eran objeto del desprecio de los demás. Cristo, en efecto, se dirigía en esta ocasión a los prínci­pes de los sacerdotes y a los ancianos (Mt 21, 23), como en otras ocasiones lo hace, en términos parecidos, a los fariseos (pará­bola del fariseo y el publicano: Le 18, 9; los dos deudores: Le 7, 40; la dracma perdida: Le 15, 2). En el pasaje que comen­tamos, Cristo quiere convencer a todos los que se escandalizan de su predilección por los pecadores, que estos están más cerca de la salvación, si hacen penitencia, que aquellos otros de tan buena reputación que se creen justos (Mt 9, 10-13). Los peca­dores—es cierto—se han opuesto a la voluntad de Dios, pero se han arrepentido, como el hijo pródigo, mientras que los que se consideran a sí mismos piadosos servidores de Dios se olvidan de su obligación de amar a los hombres.

Esta parábola va dirigida, por consiguiente, a los que se cie­rran a la Buena Nueva en nombre de la justicia. En ella se pone de manifiesto el amor de Dios a los que, siendo objeto del des­precio de todos, son capaces de hacer penitencia y de obedecer los mandatos de Dios con más ardor y entusiasmo que los or­gullosos y los que se bastan a sí mismos. La parábola es, pues, una apología de la actitud de Cristo hacia los pecadores.

b) La adición del v. 32 transforma la parábola en una ale-

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goria de la historia de la salvación. Como los enviados a los viñadores infieles (Mt 21, 33-38) o a los invitados a la boda (Mt 22, 1-9), Juan Bautista, precursor de Jesucristo enviado por Dios, ha sido rechazado y solo ha recibido el desprecio de los curiosos que acudieron a oírle; esta actitud de su auditorio le lleva a dirigirse a otra categoría de personas (compárese Mt 21, 32; 21, 41 y 22, 8-10). Es un modo de explicar que la Igle­sia no reagrupa necesariamente a solo los miembros del pueblo elegido. Mateo ha sido particularmente sensible a esta alegori-zación de las parábolas del Señor, en función de la nueva fiso­nomía de la Iglesia de Cristo con relación a las estructuras y a los principios de la antigua Israel. La figura de Juan Bautista, en estas parábolas, tiene una función exclusivamente episódica, pues no fue más que uno de aquellos enviados por Dios a los hombres; pero ha sido, sin duda, el que mejor ha presentido que el pueblo elegido se vería desposeído de sus privilegios en provecho de los "otros" y, especialmente, de los gentiles.

Dios no ha decidido, en un momento determinado de la his­toria, rechazar a Israel y adoptar a los gentiles, ya que su plan de salvación es, en todo momento, universal. Ni siquiera los es­cribas y las autoridades judías son excluidas de la salvación, pero el comportamiento de estos con respecto al Mesías les ha hecho perder la función que hasta entonces desempeñaban en el orden de la mediación. El modo de vivir su "sí" a la Ley les ha hecho decir "no" al Evangelio.

Esto mismo puede aplicarse también a los cristianos. Un "sí" pregonado a los cuatro vientos y que, en realidad, oculta alguna negativa, encierra con frecuencia a los "otros" en un "no", que ya no es lo mismo. Y los profesionales del "sí" dan la sensación a veces de estar tan aferrados a su sistema, que los que dijeron "no" no están dispuestos a cambiar de parecer. Sin embargo, el acceso al Reino solo es posible en la medida en que los que comenzaron diciendo "no", con el tiempo llegan a descubrir que pueden decir "sí" sin necesidad de renegar del todo de sus anteriores opiniones.

VIII. Marcos 9, 38-43, Estos versículos pertenecen a un discur-45, 47-48 so de Jesús, cuyo contenido original no evangelio ha conservado ninguno de los sinópticos. 2° ciclo Sin embargo, el discurso primitivo, enla­

zado por una serie de palabras-enlace, consideradas como las más antiguas fuentes sinópticas, ha po­dido ser reconstruido con la máxima autenticidad esperable3.

3 L. VAGANAY, "Le Schématisme du discours communautaire", R. Bibl.. 1953, págs. 203-44.

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La versión de Marcos es, en varios puntos, la más próxima al estado primitivo del discurso, que puede quedar así:

Preámbulo (v. 30):

a) Circunstancias del discurso (v. 33).

b) Inserción de la primera palabra-enlace: raba (el ma­yor, v. 34).

Primer artículo:

a) Explicación del término "el mayor" (raba), v. 34.

b) Recurso a la segunda palabra: el raba debe ser talya (servidor, v. 35).

Segundo artículo:

a) Explicación del término talya (v. 36).

b) Recurso a la tercera palabra: el talya debe ser recibido "en nombre de Cristo" (bashma, v. 37).

Tercer artículo:

a) Explicación del término bashma (vv. 38-40).

b) Recurso a la cuarta palabra: el "pequeño" (qatina) debe ser recibido en nombre de Cristo (este término falta en Marcos).

Cuarto artículo:

a) Explicación del término qatina (que falta en Marcos, alusión al v. 41).

b) Recurso a la quinta palabra: ningún qatina debe ser es­candalizado (macsheka, v. 42).

Quinto articulo:

a) Explicación del término macsheka (vv. 43-47).

b) Más vale perder un miembro, causa del escándalo, que ser arrojado al fuego (noura, v. 47).

Sexto artículo:

a) Explicación del término noura (v. 48).

b) Recurso a la séptima palabra: todos los que sean oca­sión de escándalo serán sometidos al fuego y a la sal (mehla, v. 49).

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Artículo séptimo: a) Explicación del término mehla (v. 50a).

b) Conclusión (v. 50b).

* * *

a) A propósito del uso del nombre de Jesús (vv. 38-40), Marcos presenta la propuesta de Juan como la expresión de una mentalidad más o menos sectaria: ¿cómo es posible que alguien haga uso de este nombre para expulsar los demonios sin ser, al mismo tiempo, discípulo o seguidor de Jesús? Jesús le responde valiéndose de un texto que toma de Núm 11, 26-29 (véase en este mismo domingo la primera lectura-comentario del texto citado, n.° II). Jesús está convencido de que el Es­píritu (en este caso su "Nombre") no puede ser propiedad ex­clusiva de un grupo o de una estructura determinados, por no estar ligado a las instituciones donde actúa ni a las personas a quienes vivifica4.

b) El hilo conductor de todo el discurso, que no presenta aparentemente unidad alguna, concierne a las condiciones de acceso al Reino. Algunas de ellas aparecen claramente en los versículos que constituyen el Evangelio del día: deberá practi­carse la hospitalidad para con los discípulos (v. 41); se evitará por todos los medios escandalizar a los "pequeñuelos", es decir, a los cristianos normales, los que desconocen las sutilezas y la casuística de la doctrina (v. 42); hay que ser implacable consi­go mismo a la vista del menor desliz en materia moral o doc­trinal (vv. 43-48). Finalmente, como el Espíritu obra con plena libertad, es conveniente conducirse con una gran flexibilidad a la hora de formar criterios sobre la esencia del verdadero dis­cípulo (vv. 38-40).

EX. Lucas 16, 19-31 La parábola del rico epulón y el pobre Lá-evangelio zaro solo se encuentra en el Evangelio de 3.eT ciclo San Lucas. Este, en mayor medida que los

otros evangelistas, tal vez debido a su pro­pia inclinación hacia el tema, concede un lugar muy importante de su Evangelio a los problemas de la riqueza y de la pobreza (Le 6, 30-35; 16, 12-14; 19, 1-9; Act 5, 1-11). Pero en el momen­to en que incluye en su Evangelio la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro, esta ha sufrido ya una gran modificación en su sentido original.

A esto se debe que en este pasaje aparezcan dos partes dis­tintas. La primera (w. 19-26), la única parábola del Evange-

* Véase el tema doctrinal del Espíritu y de la Institución, en este mismo capítulo.

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lio en que uno de sus protagonistas es citado por su nombre, Lázaro ("Dios ayuda"), podría ser una transposición cristiana de un cuento egipcio introducido en Palestina por los judíos alejandrinos y que relataba la distinta suerte acaecida al pu-blicano Bar Najan y a un escriba pobre. La segunda parte (vv. 27-31) es más original, pero su objeto es diferente: Lá­zaro no desempeña ya más que un papel secundario y el inte­rés del relato queda centrado en la suerte de los cinco herma­nos del hombre rico, a quienes ni siquiera la amenaza del Día de Yahvé logra que se conviertan (cf. Mt 24, 37-39) 5.

* * *

a) La primera parte aplica, pues, a los pobres y a los ricos, la teoría judía de la retribución mediante la inversión de las situaciones, de modo parecido a como ocurre en las bienaventu­ranzas (Le 6, 20-26; 12, 16-21) 6. No se trata, por tanto, de saber si tanto el rico como Lázaro eran buenos o malos, cada uno en su situación. La parábola no trata de examinar las condiciones morales de la vida de uno y otro, sino que pone todo su interés en proclamar la proximidad del Reino dentro de un mundo sociológicamente determinado. En esta parábola encontramos de nuevo el clima de la comunidad primitiva de Jerusalén for­mada por pobres y, por consiguiente, sin atractivo alguno para los ricos (Act 4, 36-37; 5, 1-16). Estos últimos aparecen incapa­ces de optar por la nueva vida que se les promete, pues están demasiado apegados a su vida y a los bienes materiales de que disfrutan; los pobres, en cambio, están más disponibles para aceptar el género de vida de la comunidad cristiana; por la misma razón el acceso al Reino les resulta más fácil que a los ricos.

Esta actitud de San Lucas, al hablar de pobres y ricos, no será definitiva, pues aparecerán nuevos matices sobre la cues­tión, concretamente cuando Mateo hable de pobreza "de espí­ritu", no permitiendo que en adelante se crea en la bienaven­turanza reservada con carácter exclusivo a la pobreza social y en la maldición, sin paliativos, contra la riqueza económica. El tema escatológico de la inversión de situaciones constituye un género literario que es preciso manejar con prudencia y en el que debemos ver un medio de anunciar la proximidad de los últimos tiempos.

b) La segunda parte de la parábola nos orienta más en la perspectiva de las condiciones en que se ha de realizar la es­pera escatológica, corrigiendo así, de un modo singular, la con­cepción excesivamente sociológica y materialista de la primera parte. La cuestión a tenerse en cuenta no es ya la riqueza y la

• J. JEREMÍAS, Les Paraboles de Jésus, París, 1964, págs. 172-76. ' Véase el tema doctrinal Fe y revolución, en este mismo capítulo.

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pobreza, sino la indiferencia religiosa, la irreligiosidad y el egoísmo de los hombres incapaces de leer los signos de Dios. Para los que así piensan, la muerte es la meta definitiva de la vida del hombre, sin posibilidad alguna de un "más allá" (ver­sículo 28); incluso una prueba de la resurrección de los cuer­pos no llegaría a convencerles, ya que han perdido el hábito de ver los signos de la supervivencia en sus propias vidas. El pedir señales extraordinarias no es más que un falso pretexto: el hombre solo puede salvarse mediante la audición de la Pala­bra (Moisés y los profetas) y la vigilancia; no con las aparicio­nes y los milagros.

* # *

La inversión de situaciones—los ricos perdiendo sus rique­zas y los pobres logrando la cima soñada de las riquezas—es un cliché literario muy usado en los profetas y en el Evangelio. La imagen es lo de menos; lo que de verdad importa es que tal imagen haya servido para expresar la rebelión de tantos hom­bres contra una suerte indigna de su condición, en un mundo en que el hombre es engañado y ridiculizado por su propio her­mano, el pobre pisoteado por el rico y el justo perseguido por los impíos.

El mismo Jesús ha sido tratado como se acaba de decir. Fue tenido por un loco o un anarquista, por un impío o un malhe­chor, simplemente porque el considerarlo así y obrar en con­secuencia daba la clave de la solución a los asuntos de algu­nos: "es mejor que muera uno solo..." (Jn 11, 50). Pero, al ha­cer de la cruz el terreno del más grande amor que imaginarse pueda, la rebelión de Jesús contra esta suerte indigna se nos muestra sorprendentemente eficaz, pues establece las bases, para la humanidad entera, de la esperanza en un futuro en que las relaciones fundadas sobre el egoísmo y el atropello mutuo serán reemplazadas por otras de dignidad y amor. Este futuro lo podrán construir los discípulos de Cristo solo de una manera: asumiendo como cosa personal, de su incumbencia, las justas reclamaciones de los pobres.

B. LA DOCTRINA

1. El tema del Espíritu y de la Institución

Ha llegado a ser banal reconocer que atravesamos hoy día una profunda crisis de las instituciones. Esta crisis afecta tan­to a las instituciones profanas como a las religiosas. Es aguda en la medida en que la actual puesta en tela de juicio desem­boca en una cuestión fundamental, la del sentido o, más pre­cisamente, la de la relación de la conciencia con las estructuras

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concretas en las que toman cuerpo sus compromisos. No se pre­gunta ya solamente hasta qué punto la situación actual del mundo y de la Iglesia requiere una nueva distribución de las instrucciones. La interrogación que se adivina punzante por to­das partes concierne a la posibilidad para la conciencia mo­derna de vivir y extenderse en el régimen institucional actual­mente disponible. Este requerimiento se encuentra en el corazón de la contestación que gana cada vez más terreno. El malestar es cada vez más general.

Ni siquiera la misma Iglesia se escapa del actual torbellino. En particular, la Iglesia católica. Hasta hace poco tiempo, su aspecto institucional presentaba una nota de fijeza y de in­transigencia bastante característica... y muy a menudo denun­ciada en las otras confesiones cristianas; en toda su extensión, el "sistema" era valorizado en sí mismo—por no decir sacrali-zado—, y solamente se esperaba de la conciencia que se some­tiera libremente a él. Pero, a partir del Vaticano II, se ha im­pulsado un proceso irreversible, de consecuencias temibles. En el Concilio se había juzgado indispensable una reforma de las instituciones sobre terrenos tan fundamentales como la litur­gia o las relaciones entre el centro y la periferia. En realidad, su puesta en camino ha hecho ver palpablemente que el "aggior-namento" necesario se comprobaba mucho más profundo de lo que había sido percibido; la crisis de autoridad en la Iglesia es hoy un signo elocuente de ello.

Subrayando que el Espíritu es libre de actuar fuera de las estructuras establecidas, el formulario litúrgico de este domin­go (primera lectura y evangelio del 2.° ciclo) nos invita a perci­bir correctamente el verdadero valor de lo que pasa en la Igle­sia actual. La crisis es grave, e importa hasta el máximo que sepamos en qué condiciones puede deshacerse. El futuro depen­de de ello.

Profetismo Las hombres han concedido siempre una extre-e institución ma importancia a sus instituciones. Estas pro-en Israel porcionan a su acción un punto de apoyo indis­

pensable. Traducen, por su existencia misma, la necesidad para el hombre de darse, en términos objetivos y bien marcados, el eco fiel del orden que él oye promover y me­dios para llegar a él. Pero, igual que el hombre, llevan inevi­tablemente la marca de la historia y de la geografía... Desde entonces se comprende por qué, en su búsqueda de seguridades, los hombres hayan sido espontáneamente tentados de dar a sus instituciones concretas un valor absoluto, sobre todo en ma­teria religiosa. ¡Nada más sencillo con tal que se vigile su in-movilismo y se atribuya a los dioses la iniciativa de su fun­dación !

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Con el advenimiento del régimen de la fe, en Israel, comien­za un proceso de desacralización que no concluirá además ver­daderamente, ya lo veremos, sino con la intervención de Jesús de Nazaret. Comprendamos bien. El terreno que privilegia al creyente en su búsqueda de Dios, no es ya el de las seguridades de la existencia, sino el del acontecimiento y el de la historia. Ahora bien: sobre este terreno, Dios es progresivamente recono­cido como el Todo-Otro, el Creador, y el hombre reenviado a la verdad de su condición de criatura. ¡No es cuestión, sin em­bargo, de tocar a Dios! Al mismo tiempo, las instituciones des­cienden poco a poco de su pedestal. Ciertamente, nadie duda en Israel que se remontan, en lo esencial, a una iniciativa de Dios; pero lo que importa es el uso que de ellas hacen los hom­bres. Los profetas no dejarán de recordarlo: Yahvé es sobera­namente libre. Puede prescindir muy bien del Templo, si no recibe la verdadera adoración; la realeza davídica puede aca­bar fácilmente si los reyes no son fieles; Yahvé puede, si quie­re, suscitar la fe fuera de las fronteras de Israel; incluso la alianza del Sinaí no es de suyo eterna..., así pues, toda la historia del profetismo judío lleva consigo una crítica ince­sante de las instituciones reputadas como las más sagradas.

Sin embargo, en este proceso de desacralización queda un obstáculo infranqueable: Israel tiene conciencia de ser irre­vocablemente el pueblo elegido, y esta convicción se traduce institucionalmente en un apartamiento y en unos privilegios irrevocables. Incluso en sus perspectivas de futuro, nunca los profetas pondrán esta certidumbre en tela de juicio. Cuando lleguen los nuevos cielos y la nueva tierra, Jerusalén, maravi­llosamente embellecida, se convertirá en el centro del mundo y el pueblo judío en el elegido de Dios, un reino de sacerdotes servido por todas las demás naciones...

Jesús de Nazaret La actitud de Jesús con respecto a las insti-y las instituciones tuciones de su pueblo es característica: las judías toma sobre Sí con plena libertad, es decir, sin

dejarse nunca avasallar por ellas. ¿Qué es lo que nosotros demostramos? Todos los evangelistas subrayan hasta qué punto Jesús se ha mostrado fiel observador de la Ley; y lejos de crear de pies a cabeza su papel mesiánico y el con­tenido de su mensaje, se sirve ampliamente de las categorías de pensamiento y de acción extendidas a su alrededor. Pero, por el contrario, Jesús no está aprisionado por ninguna categoría ni ninguna institución: inscribe en ellas su mensaje y su mi­sión, y este solo hecho renueva su contenido o, eventualmente, las hace caducas. Bastarán dos ejemplos para mostrarlo. El pre­cepto del amor a Dios y al prójimo ya era considerado como el resumen de la Ley; pero, al formular el mandamiento del amor

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fraterno sin fronteras, Jesús revaloriza de cabo a rabo el anti­guo precepto. El sábado era considerado como una institución divina; pero, al practicarlo, Jesús se manifiesta como el amo del sábado, porque el sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado.

De hecho, con Jesús, el proceso de desacralización impulsa­do por los profetas concluye plenamente. Nunca ha subrayado nadie tanto como El la trascendencia de Dios en su iniciativa de salvación: el Espíritu sopla donde quiere, no está atado por ninguna estructura humana. Pero, haciendo esto, Jesús vuelve al hombre a su libertad, la única que puede alimentar una con­frontación con la realidad imprevisible de su existencia, y vuel­ve a colocar a las instituciones en su verdadero lugar. Sí, las instituciones están hechas para el hombre y no el hombre para las instituciones. Es el hombre quien las suscita y las recono­ce, quien las vuelve a modelar y a interpretar. En esta aventu­ra, una institución revela su fecundidad; otra, su caducidad. Todas están al servicio del hombre que se les da para identifi­carse y aumentar. Cuando se oponen a este desarrollo, deben transformarse o desaparecer.

En particular, la realización que Jesús aporta a la esperan­za de su pueblo repercute de una vez en el plano de las insti­tuciones religiosas. Todo lo que expresaba en ellas el particula­rismo judío y el apartamiento de Israel deja, sin embargo, lugar a una nueva y definitiva referencia, la de la muerte sobre la cruz, que sella la verdadera alianza entre Dios y todos los hom­bres. De esto se deduce una distinción: algunas instituciones soportarán esta revalorización de sentido, como la comida pas­cual, y se mantendrán en el cristianismo; otras desaparecerán, como la circuncisión, el sábado, el culto del Templo, el pere­grinaje a Jerusalén.

La obra del Espíritu Los primeros discípulos del Resucitado y las instituciones eran todos judíos convertidos. Permane-eclesiales cieron fieles a la Ley de Moisés, viviendo

una experiencia de fe de una novedad des­concertante. Una experiencia ligada al cumplimiento de las promesas en Jesucristo, muerto y resucitado.

Van a nacer nuevas instituciones que traducirán la convic­ción fundamental del cristianismo primitivo de que el Resuci­tado está presente entre los suyos e interviene en ellos por me­dio de su Espíritu. Entre ellas: la confesión de la señoría de Cristo, la comida del Señor y el ministerio de los Doce. Pero estas instituciones no desvelarán más que poco a poco su ver­dadera identidad y la riqueza de su contenido, gracias a la ac­ción del Espíritu en la historia incluso de la comunidad primi-

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tiva. Ahora bien: esta acción del Espíritu se ha manifestado, ante todo, en lo que constituye, para los primeros cristianos, el mayor acontecimiento de los orígenes: la entrada de los paga­nos en la Iglesia. Un acontecimiento que merece una mayúscu­la porque implicaba directamente la fidelidad al nuevo manda­miento. Los discípulos, ya se sabe, reconocieron que el Espíritu actuaba entre las naciones. Es así como la Iglesia reveló su ver­dadero rostro. Dicho de otra manera: es el acontecimiento lo que cargó a la Institución de su verdadero sentido, poniéndola al servicio de la ambición de catolicidad que define la vida del pueblo de Dios. Y, en esta medida, las instituciones judías apa­recieron cada vez mas caducas y perdieron, en todo caso, su rüerza obligatoria.

La rectitud de las instituciones eclesiales no está, sin em­bargo, asegurada de una vez por todas. En todas las épocas la fe del pueblo de Dios ha estado amenazada por múltiples de­gradaciones. Cada vez que el pueblo de Dios sucumbe a estas tentaciones, las mismas instituciones en las que se expresa su fe son desfiguradas. Pero, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, han surgido profetas para discernir las llamadas del Espíritu y, cada vez, es una fidelidad renovada al acontecimien­to lo que ha vuelto a dar a la Institución el aspecto de su ju­ventud. Nosotros tenemos hoy la prueba de ello. La Institución eclesial estaba como paralizada, incapaz de entablar con los hombres de nuestro tiempo el diálogo que se imponía. Surgió un profeta: Juan XXIII. El convocó el Concilio, que ha com­prometido a la Iglesia, efectivamente, en una lectura renovada de los "signos de los tiempos". Sí, el Espíritu está actuando en el mundo actual; y, siendo reconocido en el acontecimiento, llama a la Institución a una nueva juventud.

La crisis actual Durante el período apostólico, es, manifies-de la instituciones tamente, la misión ante los paganos, en fi-eclesiales delidad a las llamadas del Espíritu, lo que

ha liberado a la Iglesia del particularismo judío y le ha permitido elaborar sus instituciones propias. En la época actual es todavía la misión la que llama al pueblo de Dios a emprender la reforma de las instituciones.

Una exigencia de la misión de la que se ha ido tomando conciencia progresivamente después de la primera guerra mun­dial era la necesidad para la Iglesia de "adaptar" sus institu­ciones a la diversidad de culturas. Muy a menudo se contenta­ban con establecer un poco por todas partes sucursales de la cristiandad occidental. Sin embargo, sería preciso hacer todo lo posible para que las jóvenes Iglesias, establecidas sobre el suelo de Asia o África, tuvieran su liturgia, su derecho, su teología, su espiritualidad. Con esta condición todos los pueblos podrían

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sentirse en la Iglesia como en su casa. De hecho, la catolicidad de la Iglesia entraña necesariamente una gran variedad en el aspecto que deben ofrecer sus instituciones.

Pero una nueva exigencia de la misión se manifiesta actual­mente cada vez más. Está directamente ligada al advenimiento del mundo moderno y al desarrollo de las ciencias humanas, y cada vez se nota más incluso en el seno del pueblo de Dios. Se trata de lo siguiente: el hombre moderno no acepta ya dejarse modelar por instituciones todas hechas, impuestas desde el ex­terior y que, en materia religiosa, expresan solamente y de una forma muy determinada, la intervención de Dios en la historia. Más consciente que sus antepasados de los recursos de su liber­tad, el hombre moderno exige, en todos los campos, institucio­nes capaces de acarrear sus compromisos de persona responsa­ble; y, en materia religiosa, espera de ellas que expresen con­juntamente la iniciativa de Dios y la iniciativa del hombre, y, más precisamente, que traduzcan la actualidad del misterio de Cristo en el devenir cotidiano de la humanidad. Una demanda de esta clase explica suficientemente hasta qué profundidad es preciso analizar la crisis que atraviesan hoy las instituciones eclesiales.

Para reflejarlo de cerca, esta crisis no debe de ninguna ma­nera asustar a los cristianos: puede ser saludable. No hay que olvidar nunca que el advenimiento del mundo moderno es, por una parte, un fruto del cristianismo implantado en Occidente. Y podría ser que la demanda de los hombres de nuestro tiempo tenga alguna relación con la actitud de Jesús de Nazaret al considerar la institución sacrosanta del sábado hecha por el hombre, y no al contrario. Pero hay que saber entonces que esta demanda no desembocará en los hechos, sino en la medida en que el hombre moderno, él también, se reconozca como un ser-para-la-salvación. ¡Tomando la delantera, la Iglesia podría rendir al mundo un servicio irreemplazable!

El verdadero valor Las instituciones más fundamentales del de la reforma cristianismo se encuentran en la celebra-litúrgica ción eucarística; los creyentes se reúnen en

ella para la comida del Señor, escuchan la Palabra, confiesan su fe y el sacerdote que la preside ejerce de manera privilegiada su ministerio apostólico. También el aspecto de esta celebración es particularmente significativo del comportamiento del pueblo de Dios en una época dada. Y es preciso esperar que todo movimiento de reforma en la Igle­sia determine, de hecho, una reforma litúrgica.

Durante la primera mitad del siglo xx, la entrada en escena de los laicos en la Iglesia ha exigido, por sí misma, su partici-

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pación más activa en las celebraciones litúrgicas; por su lado, la percepción cada vez más viva de responsabilidades misione­ras ha provocado una renovación de la fe y entrañado una va­lorización de la proclamación de la Palabra, asi como una me­jor organización de la asamblea. Ahí encontramos los princi­pales elementos de la reforma litúrgica que ha consagrado el Vaticano II y a la cual ha dado un impulso determinante.

Se ha podido imaginar que la realidad estaba hecha. Pero la realidad es otra. En la medida en que ha alcanzado el éxito, la reforma litúrgica se encuentra hoy ante nuevas cuestiones que no había previsto y que son, sin duda, más fundamentales. Se constata esto un poco por todas partes: los sacerdotes y los laicos que más han contribuido a la renovación de la liturgia y que más la han esperado, experimentan una cierta decepción en el momento en que se benefician de ella.

Estas cuestiones más fundamentales van todas unidas a la aparición del hombre moderno. De hecho, la reforma se ha re­ducido muchas veces a un vigoroso esfuerzo de "restauración". La institución litúrgica ha sido purificada, vuelta a su verdad, liberada de sus escorias; pero todavía no ha cambiado de fi­gura, no permite aún a los cristianos marcados por el mundo moderno sentirse cómodamente en ella, en continuidad vital con su compromiso en el mundo. Ante la carencia de institu­ciones oficiales, estos cristianos no permanecen inactivos: bus­can nuevos caminos. La prueba de esto la tenemos en lo que pasa en los pequeños grupos. Pero sería grave que tales ini­ciativas no pasaran de ser periféricas, porque las preguntas que plantean merecen ser oídas por el cuerpo entero.

2. El tema Fe y revolución

El uso que los hombres de nuestro tiempo hacen de la pala­bra "revolución" muestra bastante bien hasta qué punto es pro­funda la transformación de los comportamientos y de las men­talidades. Ayer, el término se aplicaba a un movimiento brusco y violento que intervenía en el curso normal de las cosas y que podía provocar, si no era aplastado, una transformación bas­tante profunda de la sociedad. Así se hablaba de la Revolución francesa de 1789. En otros términos: el orden establecido esta­ba en principio destinado a perpetuarse, y he ahí que de re­pente estallaba una revolución que ponía en peligro este orden establecido, por medios violentos. Nadie soñaba entonces con establecer una relación entre el Evangelio y la revolución, por­que el primero exhortaba a la transformación de las personas y la segunda entendía transformar las estructuras establecidas. La llamada a la conversión de los corazones no era percibida como una demanda eventual en favor de una reforma sustan-

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cial de las estructuras. Y, para muchos cristianos convencidos, la revolución aparecía como ¡la obra de Satán!

Hoy, el análisis preciso de la sociedad que ha permitido el desarrollo de las ciencias humanas ha convencido a buen nú­mero de personas del carácter alienante de las estructuras existentes. Es preciso, pues, considerar su cambio en profundi­dad y adquirir los medios adecuados para conseguirlo; lo que se ventila en el combate es la misma promoción humana. Al mismo tiempo, el vocabulario de la revolución encuentra apli­caciones cada vez más extendidas y se utilizaría más común­mente aún si, para muchos, la palabra no evocara inmediata­mente el uso de la violencia y el desprecio de ciertas categorías de personas. En realidad, se trata de una opción tomada en plena lucidez en cuanto al fin y a los medios, que es, ante todo, de naturaleza política, pero que no implica necesariamente el uso de la violencia ni el desprecio de las personas. Algunas pre­conizan además explícitamente la revolución no-violenta.

Nuestra cuestión es entonces esta. Al evocar la opresión del pobre por el rico, el Evangelio (véase, por ejemplo, el evangelio de este día en el 3.er ciclo) no deja prever un cambio de situa­ciones sino más allá de la muerte. Aparentemente, las estruc­turas de la época son aceptadas como tales. Y, sin embargo, ¿cuántos hombres se han vuelto hacia Cristo para ver en El el modelo de todos los revolucionarios dignos de este nombre? Tra­temos actualmente, en las páginas que siguen, de plantear co­rrectamente el problema.

La lucha El hombre de las religiones tradicionales reac-por la justicia ciona espontáneamente en favor del manteni-en Israel miento del orden establecido, incluso cuando

este orden es la consagración de un desorden objetivo evidente. La mentalidad revolucionaria le es extraña. Constata cantidad de flagrantes desigualdades de condición entre los ricos y los pobres, los amos y los esclavos, pero las atribuye generalmente a la suerte o al destino, y no concibe que las estructuras de la sociedad puedan ser transformadas. A veces, la desgracia de unos es tanta que la revuelta engrosa sus filas; pero lo que ocurre cuando produce algún fruto es que se pasa simplemente de un orden establecido a un nuevo orden establecido. En cuanto al hombre religioso, su primera reacción es siempre de oposición a la revuelta, y necesita ge­neralmente tiempo para aceptar la nueva situación creada por ella.

El acceso al régimen de la fe provoca, en Israel, reacciones muy diferentes. Estos hombres auténticamente religiosos que fueron los profetas han sido unos perfectos reformadores socia-

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les. Comprendamos bien, sin embargo. Efectivamente, los pro­fetas denuncian vigorosamente la injusticia de los jueces y de los reyes; más ampliamente, todo desorden engendrado por una forma cualquiera de opresión y de explotación de los po­bres por los ricos y los poderosos. Pero culpaban a las personas y no a las estructuras, si no, como algunos, lo hacían para echar de menos el tiempo pasado del nomadismo—de un noma­dismo "aureolado", ciertamente—que no conocía, evidentemen­te, las formas de injusticia ligadas a la instalación en Palestina y a la constitución de la realeza.

La actitud de los profetas se explica muy bien. Su búsqueda del Dios vivo está, de hecho, estrechamente ligada a un pro-fundizamiento de su sentido del hombre. A partir del momento en que la existencia humana ya no se reduce a las seguridades que lleva consigo, el misterio de la libertad comienza a revelar sus verdaderos contornos. El hombre que llega a ser más cons­ciente de su fragilidad y de su contingencia ante el Dios Todo-Otro, siente en él la llamada a amar a su prójimo porque así aparece de hecho la vocación del hombre cuando este está en condición de recibirla. Entonces, a sus ojos, toda forma de in­justicia social debe ser reprobada como el fruto del pecado.

De su protesta, los profetas esperan del pueblo elegido una toma de conciencia más aguda y una conversión del corazón. Inmediatamente puede operarse una transformación; pero, de todas maneras, llegará un día en el que reine la verdadera jus­ticia y cada uno recibirá el salario que merezca.

Jesús de Nazaret No se encuentra en el Evangelio ningún ma-y la lucha nifiesto revolucionario. Jesús no propone por el hombre ningún programa de reformas en materia

social. La lucha por la independencia nacio­nal no parece apenas concernirle, y no se le ve unirse a los maquis de la época. ¿Estaría entonces Jesús menos comprome­tido que los profetas de la Antigua Alianza? En realidad, el combate que El emprende es mucho más radical aún. Exami­nemos su predicación y comparémosla con la de los profetas: las invectivas repetidas por estos últimos contra la injusticia social dan paso a una denuncia en regla del fariseísmo, y la oposición cada vez más feroz que resultará de ella conducirá a Jesús a la cruz. Ahora bien: basta considerar con atención el contenido de esta denuncia para darse cuenta de que Jesús entabla por ahí el combate más decisivo posible en favor de la dignidad y de la libertad del hombre.

Jesús denuncia, en los fariseos, su legalismo y su particu­larismo. Las dos más sutiles tentaciones que impiden al hombre estar verdaderamente disponible para las tareas de promoción

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humana. En primer lugar, el legalismo: los fariseos son los fieles observadores de la Ley: a saber, tal como ellos la con­sideran, del orden definitivamente establecido de la voluntad divina. Pero un legalismo de esta manera manifiesta la inca­pacidad radical de estos hombres para autocriticarse, para pro­fundizar el contenido de la auténtica fidelidad del hombre a Dios y a sí mismo. En segundo lugar, el particularismo: los fariseos se consideran como privilegiados de Dios y mantienen cuidadosamente sus distancias con respecto de los publícanos y los paganos. Pero tal particularismo, generador de división, vuelve a estos hombres incapaces de una verdadera relación con el otro, reconocido como diferente de sí. Por una y otra parte, un mismo pecado, una misma alienación radical: ¡el or­gullo que asegura!

La denuncia del fariseísmo permite de hecho a Jesús mani­festar por contraste el contenido exacto de la realización que El propone y que formula en el nuevo mandamiento del amor fraternal sin fronteras. Jesús propone a la libertad humana sus verdaderos horizontes: el dinamismo que debe animarla y el espacio en el que debe moverse. Legalismo y particularismo son superados. Invitando a los hombres a reconocer al otro, sea quien sea, Jesús les compromete en una exaltada aventura por la libertad, pero siempre desconcertante e imprevisible. Para vivirla y descubrir en ella las exigencias cada vez más profundas, es preciso aceptar el ser despojado del orgullo propio. Es esta liberación lo que Cristo nos trae, haciéndonos acceder en El a la condición filial de hijos del Padre. ¡La aventura del amor lleva, en adelante, su peso de eternidad!

La prosecución en la Iglesia No es sino después de la muerte del combate de Jesucristo de Jesús en la cruz cuando sus por la dignidad del hombre discípulos comienzan a percibir el

valor decisivo de su obra para la humanidad entera. Su vida y su pasión juntas nos confían el secreto de su persona al mismo tiempo que constituyen el co­mentario vivo de su mensaje, el lugar en el que es posible al­canzar su verdadero contenido. Sí, la aventura de la libertad que Jesús ha propuesto a los hombres la inaugura en su propia existencia. El labra un surco de historia en el que todo hombre, llegado para servirle, adquiere la posibilidad de llevar a su vez la verdadera lucha por el hombre. Es así como nace la Iglesia y como va a crecer, constituida bajo la acción del Espíritu Fa­milia del Padre y Cuerpo de Cristo.

Pero ¡cuántas dificultades que superar, desde los primeros años del cristianismo, antes que la comunidad de los dis­cípulos se ajustara plenamente a la obra del Iniciador! Dios

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sabe, sin embargo, si estos años son importantes: ¡es de ellos de los que depende el futuro! Ahora bien: lo que choca, cuando se considera la historia de la Iglesia primitiva, es hasta qué punto este ajuste está unido a un acontecimiento y a una per­sona. En cuanto al acontecimiento, esta era la pregunta plan­teada por la entrada de los paganos en la Iglesia: ¿serían miem­bros completamente de la comunidad mesiánica sin pasar por ser, previamente, discípulos de Moisés? Responder que sí a esta pregunta era precisamente proseguir la aventura de la liber­tad inaugurada por Jesucristo. Pero hacía falta que intervinie­ra un hombre para denunciar con vigor los obstáculos más sutiles que, en los comportamientos concretos, hacían inope­rante esta respuesta afirmativa. Este hombre es San Pablo, fariseo por los cuatro costados convertido en discípulo del Re­sucitado, que sabía perfectamente lo que hacía oponiéndose al legalismo y al particularismo. ¡Para que la obra emprendida por Jesús no haya sido vana! ¡ Para que sean salvaguardados el espacio y el dinamismo del amor!

El combate por el hombre se ha continuado a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Un combate difícil, exigente, que hay que continuar sin cesar sobre la base de nuevas experien­cias humanas. Un combate en el que es preciso, en cada época, afrontar los mismos obstáculos que los que afrontó, por primera vez, Jesús de Nazaret, y, después de El, Pablo de Tarso. Un com­bate tanto más difícil de soportar, a partir del siglo iv, cuanto que el legalismo y el particularismo marcaron más o menos pro­fundamente las propias instituciones eclesiales.

La lucha por el hombre Al invitar al hombre a consentir acti-y la revolución vamente en la ley de la libertad, la

aventura del amor, inaugurada por Jesús y continuada después de El, ha entrañado de hecho una transformación progresiva de las relaciones entre los hombres. Las más de las veces bajo la tutela de la Iglesia, se constituyó una herencia de valores que regulaba para en adelante actitu­des y comportamientos de todos los que apelaban a la fe en Cristo. Esta herencia era el fruto de una larga experiencia hu­mana vivida en el seno del pueblo de Dios, en donde se multi­plicaron las iniciativas, de los unos y de los otros en fidelidad a los signos de los tiempos. Pero este mismo proceso histórico va a volver al hombre cada vez más responsable de su destino y a llamarlo a medir sus prodigiosas posibilidades, tanto para lo mejor como para lo peor. El desarrollo de las ciencias y de las técnicas hará el resto...

El mundo moderno adquiere su impulso. Las relaciones en­tre los hombres—entre todos los hombres esta vez—van a mul­tiplicarse y hacerse de una complejidad temible. La opresión

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de unos por otros adquiere proporciones gigantescas. La heren­cia tradicional de los valores no basta ya para determinar los comportamientos. Haría falta inventar algo nuevo en el seno del pueblo de Dios, pero la situación de los cristianos apenas les impulsa a ello: estos, en general, forman parte de los países ricos y detentan, a menudo, el poder en ellos. Mientras tanto, el hombre se ha hecho capaz de discernir hasta qué punto puede ser alienante para las personas tal estructura económica, política o social; pero es fuera de la Iglesia, entre los pobres de los tiempos modernos, donde se profundiza esta toma de conciencia y donde se determinan, racionalmente, los medios de operar una transformación radical de la sociedad... ¡en fun­ción de una intención moral extrañamente parecida a lo que se puede leer en el Evangelio! Es en estas condiciones como ha na­cido la revolución, en el sentido actual de la palabra, como siendo ante todo una opción política determinada. Pero recor­démoslo en seguida: una opción política no incluye necesaria­mente una llamada a la violencia.

El Evangelio no nos enseña nada sobre la revolución. Inten­tar, a partir del Evangelio, edificar una teología de la revolu­ción, es engañarse y arriesgarse a pasar de lado lo esencial. So­bre el plano de los objetivos y de los medios, cristianos y no cristianos deben apelar a los recursos de la racionalidad huma­na, científica y moral; unos y otros deben buscar soluciones eficaces y los comportamientos concretos pueden divergir. Pero, metidos en la aventura del amor, y solo en la medida en que aceptan vivirla como Cristo y a continuación de El, los cristia­nos comprometidos en la revolución estarán más atentos a que esta no se degrade en nuevas opresiones y en un nuevo lega­lismo.

La Palabra de la Iglesia Se comprende muy bien que la prime-y la palabra ra reacción del revolucionario moder-revolucionaria no con respecto a la Iglesia sea una

reacción de hostilidad. La revolución como opción política no ha nacido entre los cristianos, y por este motivo estos tenían excelentes razones para desear el man­tenimiento del orden establecido. Y como la misma Iglesia es­taba más deseosa de preservar la herencia de los valores tra­dicionales que de promover la evolución que se imponía, su Pa­labra aparecía muchas veces como la aliada de las fuerzas reaccionarias.

El malentendido era demasiado grave para que los creyen­tes auténticos no trataran de disiparlo. A sus ojos era impen­sable que el Evangelio no conservara su poder de contestación con relación a todo orden establecido, cualquiera que fuese; impensable que unos cristianos, considerándose fieles a la Pa-

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labra, no denuncien la injusticia y la opresión y no trabajen para hacerlas desaparecer. Pero algunos fueron más lejos y quisieron presentar al Evangelio como aliado de las fuerzas revolucionarias.

Ahora bien: el Evangelio, que la Iglesia tiene la misión de transmitir, es irreducible a una "fuerza" de este mundo, aun­que esta sea la revolución. En tal situación determinada puede ocurrir que la fidelidad al Evangelio arrastre a un gran número de cristianos a tomar, políticamente, una opción revoluciona­ria; pero el Evangelio no es ni la motivación ni el contenido de esta opción. ¿Qué es entonces el Evangelio? Ante todo, un acontecimiento en el cual se origina un surco de historia, lle­gado hasta nosotros; una llamada a la verdadera lucha por el hombre, lanzada por Aquel que sigue siendo aún hoy el Inicia­dor supremo, Jesucristo; una convocación a vivir la auténtica aventura del amor, la cual requiere la liberación del pecado, la cual ya no permite pararse nunca, aunque fuera por una opción revolucionaria.

Pero, dicho esto, es evidente que el Evangelio no actúa con poder y no revela su actualidad inalterable sino en la medida en que aquellos que son sus testigos a los ojos del mundo tomen concretamente opciones que expresen bien la fidelidad que re­quiere. Es entonces, pero solamente entonces, cuando el Evan­gelio habla a los hombres de buena voluntad.

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VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Isaías 5, 1-7 En esta alegoría de la viña el profeta se com-1.a lectura para al "amigo del esposo", encargado de pro-l.er ciclo teger la virginidad de la prometida y acompa­

ñarla ante el esposo el día de sus nupcias 1. Los vv. 1-2 cantan los cuidados de que el esposo rodea a su pro­metida; los vv. 3-5 invitan a la concurrencia a que se haga cargo de la determinación que se verá obligado a tomar, con­denando a su esposa infiel a la esterilidad (v. 6); finalmente, el v. 7, en forma de glosa, nos da la clave de la alegoría.

Esta alegoría de la viña inaugura el tema de las bodas de Yahvé con Israel, tema que será tocado repetidas veces en la literatura bíblica. En diversos pasajes de la Biblia, a Israel se la designa, unas veces, como una viña (Jer 2, 21; Ez 15, 1-8; 17, 3-10; 19, 10-14; Sal 79/80, 9-17); otras, como la esposa mimada y después repudiada (Ez 16; Dt 22, 2-14; 25, 1-13). En este pa­saje de Isaías se entremezclan perfectamente ambas conside­raciones. La intervención del profeta (v. 1) llama la atención sobre la misión del amigo del esposo. Las delicadas atenciones de que es objeto la viña (v. 2; cf. Mt 21, 33-44) son las que Dios prodiga a su esposa (Ez 16, 1-14 o Ef 5, 25-33). El juicio que Dios emite sobre su viña se desarrolla públicamente (ver­sículos 3-4), según lo prescribía la Ley en caso de adulterio. Fi­nalmente, la condenación de la viña a la esterilidad (v. 6) es la maldición prometida a la esposa infiel, y la decisión de de­rribar el muro y la cerca (v. 5) recuerdan la orden de exponer a la mujer adúltera a la vergüenza pública antes de proceder a su muerte por lapidación (Ez 16, 35-43; Os 2, 4-15).

* * *

1 H. JUNKER, "Die literarische Art von Is 5, 1-7", Bibl., 1959, pági­nas 259-66.

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Las religiones semíticas hablan a menudo de las bodas de Dios con la humanidad, pero jamás lo hacen de su amor mutuo. Después de Oseas, Isaías es el primero en describir el amor apa­sionado de Yahvé, así como las atenciones que prodiga a su esposa y la venganza que no duda en tomarse, caso de que esta le sea infiel. En otras palabras: desde que el amor de Dios al hombre se hace patente, aparece revestido de un acusado matiz dramático. La justificación de este amor no es otra que él mismo, siendo el sujeto que lo recibe un ser indigno de tal pre­rrogativa.

De este modo, la paciencia de Dios afrontará, a todo lo lar­go de los siglos, la debilidad e inconsistencia del hombre, hasta que un buen día, en el corazón de la humanidad, surja una viña, fiel y capaz de dar abundantes frutos de vida divina; esta nue­va viña no es otro que Jesucristo (cf. Jn 15).

II. Génesis 2, 18-24 La creación de la mujer se desarrolla en 1.a lectura un mundo esencialmente masculino. El 2.° ciclo hombre ha tenido tiempo para reconocerse

y tomar posesión de las cosas que le rodean, dándolas un nombre (vv. 18-20), antes de descubrir en la mujer la "ayuda" que el hombre busca.

Para esta tradición bíblica, él ha nacido, pues, macho; la mujer no viene a él y no se define en él sino en razón de su vinculación al hombre (v. 23; cf. 1 Cor 11, 9; 1 Tim 2, 13).

La leyenda de la costilla sacada de Adán (v. 21) corrobora esta idea: la mujer es la carne de su marido. Estamos lejos de la igualdad de los dos miembros de la pareja presentada por la tradición del primer capítulo del Génesis (Gen 1, 27-28).

* # *

El hombre no agota su vocación con el dominio de la natu­raleza y la vida; es, además, portador de un llamamiento al encuentro de un ser irreducible, capaz de comunión con él. En la mujer, el hombre descubre otro él, pues esta no se le presenta en su misterio de alteridad, sino al contrario, como el hueso de sus huesos, la carne de su carne; su mismo nombre (ishsha) no es sino el diminutivo del término que corresponde a hombre (ish, v. 23). Y la leyenda, según la cual la mujer nace de una costilla del hombre (v. 21) es un dato más que confirma esta dependencia de la mujer (v. 22). Así, pues, el hombre mide a la mujer a partir de su propia conciencia; él mismo se sitúa en el centro de esta experiencia, siendo su compañera una mera "ayuda", adquirida por él como un medio para llevar a buen término su proyecto. Se la considera únicamente como una "ayuda proporcionada" al hombre, aun cuando conserva su pro­pia originalidad; la vemos sacar al hombre de su aislamiento

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y ofreciéndole su convivencia (v. 18). En cambio, en este pasaje no se hace la menor aclaración en el sentido de si la mujer, \ en su función de "auxiliar" del hombre, llega a superar su pro­pio aislamiento.

La vieja tradición contenida en los vv. 18-23 es, pues, de inspiración marcadamente masculina y caracterizada por la más completa esclavitud de la mujer con respecto al hombre.

Sin embargo, el último versículo, añadido sin duda por el redactor yahvista, contiene ya un fermento de evolución: formada a partir del hombre, la mujer es poseedora de una riqueza propia no menor a la de aquel, y, para conquistarla, el hombre no vacila en dejar a su familia, al igual que Abraham abandona su país para descubrir la tierra prometida. Es cierto que, en este v. 24, la iniciativa en el amor es aún característica exclusiva del hombre. Pero se adivina ya que el misterio de la hembra le atrae y le invita a salir de sí mismo; acaba de des­cubrir el valor de la pareja y de su unidad.

* * *

No se puede leer esta tradición bíblica sin matizarla con las demás tradiciones, en particular la de Gen 1. La antigua tra­dición de Gen 2-3 considera a la pareja como replegada sobre sí misma, a merced de fuerzas que no domina (cf. v. 25; Gen 3, 10-16); la tradición más reciente nos presenta, por el contrario, a una pareja bendecida y destinada a la conquista del mundo (Gen 1, 27-28).

A lo largo de la historia bíblica, la misoginia de Gen 2-3 ha marcado la condición femenina. La mujer ha surgido como la "otra" en un mundo masculinizado; sus reacciones femeninas no han penetrado dentro del marco preestablecido por el hom­bre; su comportamiento ha sido estimado como demencial o in­sensato, y ella misma tachada de posesa o demoníaca; se ha visto alienada, eterna menor sometida a la mediación y a la autoridad del macho. Las secuelas de esta doctrina aparecen aún en las cartas de Pablo (1 Cor 11, 7-9), preocupadas, por otra parte, de introducir preciosos correctivos.

Sin embargo, Cristo ha liberado a la mujer de esas aliena­ciones, no a la manera de un sociólogo, sino celebrando el mis­terio de su persona como Nuevo Adán y como Primogénito de la creación. Cristo, en efecto, es el Mediador único de la humanidad reconciliada (1 Tim 2, 5); cualquier otra mediación pierde su sentido y tiene que ser revitalizada, como, por ejemplo, la me­diación del macho respecto a la mujer2.

* # *

3 T H . MAERTENS, La Promotion de la femme dans la Bible, Par í s , 1967.

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III. Habacuc 1, 2-3; El libro de Habacuc constituye la guía de 2, 2-4 una de las últimas ceremonias litúrgicas 1.a lectura del antiguo Templo, antes de la caída de 3.er ciclo Jerusalén, en el año 586. Habacuc desem­

peña entonces la función de profeta ofi­cial en las ceremonias que se celebran en el Templo. Mientras los caldeos amenazan la ciudad, el reino de Judá se ve sometido a la tiranía del rey Joaquín. El pueblo se reúne en el Templo y pide al profeta que exponga a Yahvé las quejas de todos (Hab 1, 2-4). Dios responde a la petición del profeta mediante un oráculo (Hab 1, 12-17), demasiado confuso a los ojos del pueblo, que pide entonces al profeta que formule una segunda queja (Hab 1, 12-17), a la que responde un segundo oráculo (Hab 2, 1-4).

Se reanuda entonces la ceremonia litúrgica con cinco impre­caciones proféticas (Hab 2, 6-20) y a continuación se procede al canto de un salmo (Hab 3) con el que el pueblo expresa su esperanza en una inminente intervención de Dios para librar­lo del tirano.

a) La primera queja (1, 2-4) está formulada en primera persona: el profeta es el único que habla, pero lo hace en re­presentación de toda la comunidad, siguiendo una costumbre muy acusada en esta clase de plegarias. En ella se perciben claramente las características habituales de este género litera­rio: una invocación inicial, la ausencia de epítetos para desig­nar a Yahvé (v. 2; cf. Sal 11/12, 2; 43/44, 2; 59/60, 3), una la­mentación sobre las desgracias públicas y una petición de li­beración (vv. 3-4; cf. Sal 7, 15; 27/28, 2; 54/55, 10-11; Jer 20, 8, etc.), con el "hasta cuándo" y el "por qué" de la desespe­ranza (vv. 2-3; cf. Sal 41/42, 10; 42/43, 2; 12/13, 2-3, etc.).

Habacuc es muy aficionado a fórmulas prefabricadas; carece de toda originalidad e inspiración; es profeta profesional y cul­tual. Sin embargo, su audacia es considerable, hasta el punto de atreverse a reunir en el Templo a la multitud para acusar ante el propio Dios al soberano reinante (Hab 1, 12).

b) La liturgia del Templo llega a su punto culminante en el segundo oráculo de Yajivé (2, 1-4). El profeta ha permanecido alerta toda la noche a la espera de esta respuesta de Dios. Des­de la manifestación de Dios hasta la realización del oráculo transcurrirá cierto tiempo; esto lo sabe el profeta, pues el pro­pio Dios se lo dice, advirtiéndole, además, que escriba las pa­labras del oráculo para que puedan ser conservadas hasta el día de su cumplimiento (vv. 2-3). El deseo expreso de Dios de que su oráculo sea grabado sobre tablillas, donde se las solía escribir en los templos de la época, es un signo de fidelidad por parte de Dios: el oráculo se cumplirá con toda certeza.

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El oráculo en sí es muy corto: el impío (el rey) sucumbirá, y el justo (el pueblo), por haber permanecido fiel a Dios, se salvará (v. 4). Todo, en este texto, obedece a las leyes de los oráculos: tono misterioso, carácter anónimo de los personajes y, finalmente, laconismo en la expresión.

El oficio litúrgico, que comienza con las quejas del pueblo a Dios, expresadas por boca del profeta, acaba con la certeza de la llegada próxima de Dios: los caldeos no están ya lejos de Je­rusalén, por lo que se avecina el fin del reinado del déspota. Por lo que se refiere al pueblo, que siga sometiéndose durante un tiempo a la tiranía de los reyes, a sus descaradas injusti­cias, a sus actos de violencia o sus alianzas diplomáticas nefas­tas y que permanezca indefectiblemente fiel a Dios (cf. Rom 1, 17; Gal 3, 11; Heb 10, 38), pues esta fidelidad le salvará del inminente caos.

IV. Filipenses 4, 6-9 Los últimos consejos de Pablo a sus que-2.a lectura ridos filipenses no son simples palabras de l.er ciclo aliento, sino que late bajo ellos una exi­

gencia misionera y, siguiendo sus directri­ces, los cristianos se convertirán, sin lugar a dudas, en signos auténticos de Cristo con el mundo.

* * *

a) Las cualidades enunciadas en el v. 8 están tomadas probablemente de algún catálogo de virtudes estoico. Los tér­minos con que se designan tales cualidades rara vez se encuen­tran en las Escrituras y, cuando se encuentran, no tienen el sentido que les da el apóstol. La "verdad" no designa aquí la conformidad con la Revelación, como ocurre en San Juan, sino un modo legal de comportarse en las relaciones con el otro (2 Cor 6, 8). La "nobleza" es tomada aquí en el sentido de la buena reputación de que goza el cristiano en su ambiente (1 Tim 3, 8-11; Tit 3, 2). La "justicia" no concierne tanto a lo que me­rece la aprobación de Dios (este sería su sentido bíblico: Rom 2, 13; 3, 10) como al equilibrio de las relaciones humanas (FU 1, 7; Ef 6, 1). La "pureza" representa, sin duda, la misma vir­tud de la pureza, y la "amabilidad" o la "honorabilidad" son actitudes a las que Pablo hace alusión por primera vez. Lo mis­mo ocurre con la palabra virtud, de la que no se encuentra ningún rastro en el Nuevo Testamento y que procede, sin duda, del ideal moral griego (cf., no obstante, después de Pablo, 1 Pe 2, 9; 2 Pe 1, 3).

b) San Pablo, pues, siente una gran preocupación por el testimonio que los cristianos pueden dar al mundo mediante

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su reputación. La mayor parte de las virtudes que cita se re­fieren, en efecto, a las relaciones entre las personas: justicia, amabilidad, honorabilidad, alabanza, lealtad, pureza.

V. Hebreos 2, 9-11 En 1, 5-12, el autor de la carta a los he-2fi lectura breos se ha preocupado por demostrar la 2° ciclo superioridad de Cristo sobre los ángeles.

Las especulaciones en torno a la misión de los ángeles había adquirido una importancia considerable en el mundo judío después del exilio. El papel que desempeñan en el libro de Tobías, en el de Daniel y en los dos primeros ca­pítulos de Lucas carece de importancia respecto al que le atri­buían las especulaciones de los gnósticos. El autor se aprovecha de esa relevancia de los ángeles en el orden de la meditación para elaborar la doctrina de la mediación exclusiva de Cristo.

a) En el pasaje que se lee este día, el autor de la carta aña­de a los argumentos exhibidos en el capítulo primero un tema nuevo: la posición inferior de Cristo (v. 9) respecto a los ángeles durante su vida terrestre (Sal 8, 5-7, citado en los vv. 6-8 según la versión de los Setenta). El autor ve en esa especie de poster­gación no precisamente la obediencia de FU 2, 5-10, sino la sumisión a las leyes de la existencia humana, manejadas pre­cisamente por los ángeles, según la manera de pensar de sus contemporáneos (Col 2, 15; Rom 8, 38-39; Gal 4, 3-9), compren­didas las de la muerte (cf. 1 Cor 2, 8).

Cristo no está ya sometido a las leyes naturales dictadas por los ángeles, y muy pronto tampoco los hombres estarán some­tidos a ellas, ya que conocerán un tiempo en que la naturaleza, en general, y su naturaleza en particular, se verán libres de esas leyes materiales: ya no habrá otras leyes cósmicas que las de la vida misma de Jesús glorificado irradiando sobre el universo.

b) El autor subraya a continuación la solidaridad (vv. 11-13) entre Cristo y los hombres en esa misma sumisión a las leyes naturales como una liberación de sus ataduras mediante la vic­toria final sobre el mal. Se trata de la solidaridad de un pueblo con el sacerdote surgido de su misma sangre, porque un sacerdo­te no es tal sacerdote si no ha surgido de las filas del pueblo (Heb 2, 14-18), al cual representa delante de Dios. Y esa es la razón por la cual no puede surgir solidaridad alguna en el or­den de la salvación entre los ángeles y los hombres, puesto que los primeros no podrán ejercer jamás el sacerdocio en nom­bre de los segundos. Cuando cita el Sal 21/22, 23, el autor hace alusión (v. 12) a la totalidad del salmo y recuerda precisamente

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que esa solidaridad entre Cristo y los cristianos no ha podido nacer sino después de la ofrenda de su muerte de pobre.

Cuando el hombre moderno se para a pensar en las leyes que rigen la naturaleza, las llamadas leyes naturales, prescinde en absoluto de mencionar a los ángeles como mantenedores de esas leyes, pero está al mismo tiempo convencido de que una de­terminada concepción de estas leyes mantiene a la humanidad en un estado de alienación. En este sentido no puede ser extra­ña al hombre de nuestro tiempo la esperanza a que nos invita el autor de la carta a los hebreos. En efecto, al hacer de Cristo el Señor de estas leyes, regidas hasta entonces por los ángeles, está afirmando implícitamente que el hombre está por encima de ellas y que está llamado a humanizar el cosmos. Según esto, un mundo formado por la técnica, ¿no es en resumidas cuentas un reflejo más fiel de Dios que un mundo sometido exclusiva­mente al ritmo de las leyes naturales?

VI. 2 Timoteo La segunda carta de Pablo a Timoteo data de 1, 6-8, 13-14 los últimos años de la vida del apóstol, escrita, 2p lectura sin duda, durante su segundo cautiverio en 3.<«- ciclo Roma (cf. 2 Tim 1, 12-17; 2, 9), cuyo desenlace

sería el martirio (v. 67).

Pablo tiene entonces más de sesenta años; ello explica su afición a dar consejos a los jóvenes; la vejez no ha hecho sino acrecentar su propensión a la apología personal, obligándole a pensar en el futuro y en la estructuración de las comunidades fundadas por él.

En el momento en que Pablo escribe, la predicación apostóli­ca encuentra una serie de obstáculos. Por primera vez la per­secución deja de ser una actitud, más o menos censurable, de los judíos hacia los cristianos; ahora son ya las propias auto­ridades del Imperio romano quienes toman cartas en el asunto. Timoteo, tímido por naturaleza, puede dejarse impresionar por el encarcelamiento de Pablo (v. 8). Por otra parte, mientras que la predicación sobre la cruz, suplicio el más infamante de todos, podía ser asimilado en los medios judíos para quienes la cruz era el signo de la ocupación extranjera, parecía poco menos que imposible el llegar a convencer a los romanos de pura cepa de que un crucificado pudiera llegar a ser el Señor. Era de esperar, por tanto, el peligro del desánimo y la desconfianza.

Para infundir en Timoteo la valentía y fidelidad necesarias,

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Pablo le amonesta que haga revivir en él la gracia de su orde­nación (vv. 6-8) 3. '

El rito de la ordenación comunica, en general, en el Nuevo Testamento, los carismas de los cuales tendrán gran necesidad los beneficiarios para ejercer determinadas funciones en la Igle­sia (Act 6, 6; 13, 3; 14, 23; 1 Tim 5, 22). Va acompañado de ora­ciones, "profecías" (1 Tim, 1, 18; Act 13, 3) y ayunos (para que el rito no sea mágico), estando siempre prevista la intervención de los apóstoles. La Palabra expresa la voluntad de Dios; el gesto transmite la gracia y esta unirá, en lo sucesivo, a Pablo y a su discípulo en una misma tarea, compartiendo ambos las mismas responsabilidades.

Es inútil querer definir, con la precisión de una teología mo­derna, el contenido de la ordenación de Timoteo. Es algo más que una simple bendición, puesto que produce efectos perma­nentes que basta con reanimar; se distingue, asimismo, del bau­tismo por la originalidad de las funciones a que da acceso, las cuales permiten, además, a los ordenados ser sucesores de Pablo en el apostolado (1 Tim 1, 18).

En todo caso, lo que se transmite en este rito es un don de Dios, un "carisma", es decir, una gracia concebida para la utili­dad de la comunidad y no para la salvación personal (1 Cor 12, 7; 14, 12). Esta gracia da, al sujeto de la ordenación, fuerzas para no avergonzarse del Evangelio de la Cruz (vv. 7-8), cari­dad ardiente y entusiasta por el anuncio de la Palabra a to­dos los hombres, la prudencia necesaria para un jefe de comuni­dad y maestro de la verdad; finalmente, la gracia de la ordena­ción confiere la inquietud constante de guardar íntegro el "de­pósito" doctrinal (v. 14).

La exhortación que Pablo dirige a Timoteo pidiéndole que sea fiel a su estado y a la misión encomendada, pone de manifiesto una gran penetración psicológica.

No se trata de ser fiel, de manera pasiva y resignada, a una decisión que se ha tomado anteriormente, y posiblemente pasada de moda. La fidelidad descansa sobre razones actuales, que no son ya, probablemente, las razones antiguas, sino que fundan un sentido más adulto de las responsabilidades. Si el Espíritu de Dios ha prestado su apoyo a las motivaciones imperfectas de la primera elección, con mayor razón aún apoyará las motivacio­nes más adultas y actuales. Estas últimas se encuentran, como lo propone San Pablo, en la significación de la tarea emprendida y en la visión lúcida de la realización de la obra de la salvación.

3 C. SPICQ, "La ordenación de Timoteo", en Les Epitres pastorales, Par ís , 1947, págs. 320-27.

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VII. Mateo 21, 33-43 La parábola de los viñadores homicidas la evangelio pronunció Jesús en una versión muy so-l.eT ciclo bria. Cabe la posibilidad de deslindar sus

propias palabras comparando las tres ver­siones sinópticas con la versión del Evangelio apócrifo de To­más 4. La comunidad primitiva habría "alegorizado" esa parábo­la, como, por lo demás, suele hacerlo, merced a algunos desarro­llos sobre la viña de Israel y sobre la piedra rechazada, para descubrir en ella el sentido de la historia de Israel y las bases de la cristología.

* * *

a) En la versión elaborada probablemente por Cristo se tra­taba de un propietario de una viña que habitaba en el extranje­ro (v. 33) y se veía obligado a tratar con los viñadores por in­termedio de sus servidores. El fracaso de estos le obliga a enviar a su propio hijo.

Este cuadro está tomado de la situación económica de la épo­ca: el país estaba dividido en gigantescos latifundios cuyos pro­pietarios eran en gran parte extranjeros. Los campesinos galileos y judeos que arrendaban esas tierras se dejaban influir por la propaganda de los zelotes y alimentaban un odio muy vivo para con el propietario.

El asesinato del heredero es una manera de entrar en pose­sión de la tierra, puesto que el derecho concedía a los primeros ocupantes una tierra vacante. Pero los viñadores se equivocan: el propietario vendrá a tomar posesión personalmente de su tie­rra antes que quede vacante y se la confiará a otros (v. 41).

¿Qué ha querido decir Jesús al contar esta parábola? Sin duda establece una cierta distancia con relación a los zelotas; aun cuando la injusticia reine en el mundo, el Reino de Dios no puede venir por la violencia ni por el odio, sino por la muerte y por la Resurrección.

Al proponer esta parábola, Jesús se dirige a los jefes del pueblo (Me 11, 27) que gustaban precisamente de compararse con los "viñadores". Su finalidad es hacerles comprender que han estado por debajo de su misión y que su tierra será dada a otros, y, en particular, a los pobres (cf. Mt 5, 5). Jesús ha explicado muchas veces en sus declaraciones de alcance escato-lógico que la Buena Nueva, a falta de ser comprendida por los jefes y los notables, sería comunicada a los pequeños y a los pobres (Le 14, 16-24; Me 12, 41-44).

b) La Iglesia primitiva alegorizó rápidamente la parábola. En una primera etapa añadió las alusiones a Is 5, 1-5 y al v. 33;

* J. JEREMÍAS, Les Paraboles de Jésus, Par ís , 1964, págs. 76-82.

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introdujo igualmente una alusión a 2 Cr 24, 20-22, con el fin de extraer de la parábola el sentido de la historia de la viña-Israel, su repulsa constante de los profetas, su repulsa del Mesías (sen­tido que hay que dar al "Hijo" en el v. 6; cf. Sal 2,1; Me 1, 11; 9, 7), y finalmente la atribución de las prerrogativas de sus jefes, los viñadores, a otros, los apóstoles (y no ya los pobres, como en la versión de Jesús).

c) Mateo, a su vez, transforma la parábola primitiva de Jesús (que terminaba, probablemente, en el v. 39) en una ale­goría destinada a explicar las razones y las repercusiones de la muerte de Cristo. Mateo realiza, sobre todo, su proyecto, hacien­do intervenir el Sal 117/118, 22-23. Esta cita es muy hábil, ya que la multitud ha aclamado precisamente a Cristo algunas horas antes con ese salmo (vv. 23-26, citados en Mt 21, 1-10). Mateo recuerda así que la gloria de Cristo pasa por el sufri­miento y la muerte. El Sal 117/118 era considerado, por lo de­más, como mesiánico por la comunidad primitiva (cf. Act 4, 11; 2, 23; Mt 21, 9; 23, 39; Le 13, 35; Jn 12, 13; Heb 13, 16), y eso permite, sin duda, dar a la mención del "Hijo" en el v. 37 el significado mesiánico que, por lo demás, tiene con frecuencia (Sal 2).

Mateo explica, pues, la muerte de Cristo mostrando que las predicciones mesiánicas ya la preveían; subraya igualmente que esa muerte repercute en la edificación de un Reino nuevo, ya que la piedra rechazada se convierte en la piedra angular del templo definitivo5. Mateo asocia en particular la idea de la pie­dra rechazada con la de la muerte fuera de la ciudad (v. 39; cf. Heb 13, 12-13) con una finalidad escatológica: mostrar que el nuevo pueblo de viñadores se apoya en un nuevo sacrificio.

VIII. Marcos 10, 2-16 La versión de Marcos concerniente a la evangelio discusión entre Jesús y los fariseos so-2° ciclo bre el divorcio es ligeramente diferente

de la de Mt 19, 1-9. El segundo evange­lista, teniendo en cuenta a un público poco familiarizado con el juridismo de la ley judía y la Palabra de Dios, insiste más que Mateo en la ley de la naturaleza. Dice también que "Dios les hizo hombre y mujer" (v. 6), mientras que Mateo se refiere a una "palabra" de Dios a Adán y Eva (Mt 19, 5). Y mientras que Mateo distingue la ley de Moisés y lo que este ha tolerado en algunos casos, Marcos hace referencia directamente a la voluntad de Dios (v. 9). Por último, descartando el inciso de Mt 19, 9, Marcos evita una seria dificultad de interpretación del pensamiento de Jesús.

5 R. SWAELES, "La parábola de los viñadores homicidas", Asambleas del Señor, núm. 29, Madrid, 1966, págs. 38-54.

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Para él, el hombre no puede destruir una unidad inscrita en su naturaleza.

a) La discusión sobre el divorcio se sitúa en tres niveles su­cesivos. Al comentar el Dt 24, 1, los fariseos habían ampliado considerablemente los motivos de ruptura, pero no se habían puesto de acuerdo en torno a la lista de estos (cf. Mt 19, 3). El evangelista no alude a estas discusiones; únicamente supone que los fariseos acaban de preguntar a Jesús si está permitido repu­diar a su mujer, pregunta un tanto sorprendente por parte de aquellos, ya que tal posibilidad era admitida por el Dt 24, 1. Mar­cos no ofrece, en este aspecto, la versión original.

El evangelista considera que los fariseos se refieren a la pro­pia ley (v. 4). Pero esta prescripción, les dice Jesús, debe ser abolida y la solución ha de buscarse a nivel de la voluntad de Dios, inscrita en la naturaleza (Gen 1, 27; 2, 24), según la cual el hombre y la mujer deben permanecer unidos. Ningún hom­bre, incluido Moisés, tiene derecho de deshacer esta unidad ra­dical del matrimonio (vv. 11-12).

b) Para comprender bien el alcance de esta perícopa no debe olvidarse que el mensaje que contiene forma parte del anuncio del Reino que viene bajo el aspecto de un -paraíso por segunda vez encontrado. Marcos ha hecho ver ya que el Reino era una victoria sobre el pecado original (Me 2, 1-10?), una vic­toria sobre la enfermedad y la muerte (Me 5, 21-43). En este pa­saje, Marcos precisa que el Reino es también una reanudación del proyecto inicial, concerniente a la unidad del matrimonio por el amor.

La aventura conyugal es, en definitiva, uno de los terrenos privilegiados en que toma cuerpo la venida del Reino, con tal de que sea vivida con la máxima fidelidad a la iniciativa original de Dios.

* * #

La doctrina de Marcos es, pues, muy clara: el matrimonio no es solamente un contrato facultativo entre dos personas, sino que está implícito en él la voluntad de Dios, inscrita en la com-plementariedad de los sexos. No basta la sola voluntad de los esposos para explicar el matrimonio y su unidad: la propia vo­luntad de Dios y su unidad son parte interesada en el matri­monio. Esta es la razón por la que el divorcio no es solamente una injusticia contra el consorte perjudicado; es también una injusticia contra el mismo Dios. Aún se puede preguntar si la armonía de las voluntades humanas es hasta tal punto clara

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que lleva consigo realmente—con todas las posibles limitaciones de los compromisos humanos—una unión natural aceptable y, como consecuencia, la expresión de la voluntad divina 6.

IX. Lucas 17, 5-10 En la tercera parte de su evangelio—viaje evangelio de Jesús a Jerusalén—(Le 9, 51-19, 28), es 3.^ ciclo donde Lucas aporta mas originalidad. Gran

parte de los elementos de esta sección son propios de San Lucas; otros son sensiblemente reelaborados. A partir del cap. 14, el evangelista pone a sus lectores en guardia contra los fariseos y los ricos, especialmente. De igual modo, solicita su atención para con los débiles y los pobres.

Es muy posible que la parábola del siervo inútil (vv. 7-10) haya sido pronunciada por Jesús para censurar duramente a los fa­riseos, que creen tener derechos sobre Dios. Lucas hace creer que esta parábola va dirigida a los apóstoles (v. 5), para invi­tarlos a la modestia Pero la relación apóstoles-siervo inútil es bastante deficiente, ya que ningún apóstol se hallaba en la situa­ción descrita en el v. 7 ("¿Quién de vosotros...?").

a) Las relaciones amo-esclavo designan a menudo, en los evangelios, los existentes entre Dios y sus siervos, entre los es­cribas y los fariseos (Mt 25, 14-30). Dios es presentado como un amo exigente, que se preocupa muy poco de los sufrimientos o as­piraciones de su esclavo. Pero la parábola subraya, sobre todo, que los fariseos—esos creyentes que pesan sus méritos e intentan hacer valer sus derechos sobre Dios—son, en realidad, ante El, unos pobres siervos totalmente incapaces de hacer algo merito­rio. La parábola opone la fe pura e ingenua (v. 6) de los pobres e ignorantes al cálculo sobre sus propios méritos y a la confian­za en sí mismos de los fariseos y de los ricos; la actitud de con­fiama incondicional en el Señor, a las protestas bajo cuerda de los que sitúan la religión en el plano de los méritos y del dere­cho a la recompensa (cf. Mt 20, 13).

b) Colocada en otro contexto donde Jesús llama la atención, esta vez, a los apóstoles (v. 5), esta parábola considera su minis­terio como inútil (v. 10). Nos equivocaríamos si creyéramos que es esa la intención de Jesús. Dios necesita a los hombres, y Cris­to tiene necesidad de su Iglesia. En realidad, la expresión con­tenida en este versículo apunta a lo que hay de fariseo y autori­tario en el corazón de cada uno, cuando el hombre se atribuye a sí los méritos de una acción que sin Dios le sería imposible realizar; cuando el hombre considera las ventajas y los privile-

6 Véase el tema doctrinal de la Indisolubilidad del matrimonio, en este mismo capítulo.

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gios de la misión que desempeña como otros tantos derechos a la vida eterna y cuando se glorifica a sí mismo en vez de "glorifi­carse en el Señor" (1 Cor 9, 16; 1, 31; 2 Cor 10, 17; FU 3, 3; Gal 6, 14).

Al aproximar los dos pasajes contenidos en este evangelio (vv. 5-6 en que habla del poder de la fe y vv. 7-10, sobre el siervo inútil), la intención de Lucas es evidente. En estos versículos se encierra un pequeño tratado sobre la fe y las obras. Con este fin recoge las sentencias que no fueron pronunciadas en este con­texto por ser parcialmente inadecuadas. La fe no confiere el poder de desarraigar un sicómoro y trasplantarlo en el mar con solo quererlo; tampoco obliga a que el hombre reconozca como inútiles todos sus esfuerzos y aptitudes, grandes o pequeños... Pero la lección es evidente; el hombre no puede realizar por sí mismo el proyecto que le anima; es más: la comunión con Dios y con sus hermanos es para él una necesidad ineludible.

B. LA DOCTRINA

1. £1 tema de la indisolubilidad del matrimonio

Si nos atenemos a los hechos, queda de manifiesto que la evolución de las costumbres, a través de los siglos, ha favore­cido cada vez más la institución del matrimonio monogámico. En particular, puede afirmarse que el proceso de esta institu­ción se ha acelerado incluso desde que los pueblos, unos tras otros, tienen acceso al régimen del mundo moderno. Hay una serie de factores que influyen en el mismo sentido: por una parte, los hombres, y sobre todo las mujeres, disponen más de ellos mismos; el matrimonio es un asunto en el que se resalta, no tanto el grupo en sí cuanto la libertad de elección de los cónyuges; por otra parte, los imperativos económicos actua­les, comparados a las exigencias concretas de la formación del hogar y de la educación de los hijos, hacen prácticamente im­posible toda otra forma de asociación en el matrimonio que no sea la monogámica De hecho, allí donde, hasta hace poco tiem­po, la poligamia era institución normal, ha dado un paso atrás muy sensible, y la mayor parte de los Estados modernos han introducido en su código civil la norma del matrimonio mono­gámico.

Pero, a pesar de lo que se acaba de decir, al tiempo que el matrimonio monogámico es objeto hoy día de un honor espe­cial, la ley de la indisolubilidad de tal matrimonio se ve fcada vez más amenazada. En otras palabras: esa atracción especial, cada día mayor, hacia el matrimonio fundado en el consenti­miento libre de los dos contrayentes no va, en modo alguno, acompañado de una adhesión voluntaria a la ley de la indiso-

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lubilidad, a pesar de figurar esta en el código religioso e inclu­so en el civil. Mientras el matrimonio monogámico parece con­forme al ejercicio de la libertad, especialmente para la mujer en su "reconocimiento" por el hombre, la existencia de la ley de la indisolubilidad parece poner trabas a este ejercicio. Ten­gamos muy en cuenta esto: los jóvenes que fundan un hogar saben, en la mayoría de los casos, que la promesa más intima que anima su amor está orientada en el sentido de la indisolu­bilidad. Pero ¿qué significa una ley, en este dominio, cuando se sabe por experiencia que el amor conyugal conduce con re­lativa frecuencia a un fracaso? ¿Se puede seguir afirmando, entonces, que el divorcio sea siempre, en estos casos, una mala solución? Es más: ¿Hasta qué punto puede estar justificada una ley en este dominio del matrimonio?

¿Qué pensar de todo esto? Remitiéndonos a las grandes etapas de la historia de la salvación, podremos ver cómo se van deshil­vanando los problemas relativos al amor conyugal; esto nos per­mitirá percibir mejor la naturaleza propia de la indisolubilidad, así como los medios de promoverla en unas circunstancias dadas.

La evolución de las Los textos más antiguos de Israel re-eostumbres conyugales velan un estado de cosas muy seme-en Israel jante al que encontramos en los países

vecinos. El matrimonio es una institu­ción estrictamente reglamentada que asegura la perpetuidad del grupo. Los deberes para con la sociedad están por encima del bien particular de los individuos y del amor que pueda unir a los cónyuges. El deseo de una numerosa descendencia, conside­rada como signo de potencia por ambas partes, favorece la poli­gamia y nadie encuentra anormal que el rey disponga de un harén más o menos importante. La esterilidad de la mujer es por todos considerada como una maldición, opinión que justi­fica la repudiación por parte del marido. El hombre es, además, el dueño de su mujer, teniendo sobre ella derechos avalados por la ley; según esta, la mujer sorprendida en flagrante delito de adulterio es severamente castigada, por la injusticia cometida contra su marido.

Esta situación inicial se va transformando progresivamente bajo el influjo de la fe. La costumbre deja de ser la regla su­prema. Comienza a desarrollarse un proceso de interiorización que lleva consigo una toma de conciencia de los valores propios del amor conyugal. Pensemos solamente en el Cantar de los Cantares y en el modo de tratar maravillosamente el amor, no compartido por un tercero, de marido y mujer. Un escrito de esta calidad supone toda una evolución previa. El amor con­yugal continúa viviéndose en el seno de múltiples compromisos con la sociedad, pero cada vez se personaliza más. Al mismo

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cionada a él", usando las palabras del Génesis sobre la crea­ción (Gen 2, 18; compárese este pasaje con Gen 1, 27: "Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó y los creó macho y hembra"). Esta nueva y profunda consideración del amor conyugal explica, por su parte, la desaparición pro­gresiva de la poligamia; en la época del Nuevo Testamento, la monogamia era la regla corriente para los matrimonios judíos. Ello explica, al mismo tiempo, que la fidelidad conyugal había sido resaltada insistentemente por los profetas y los sabios. La indisolubilidad del matrimonio aparece pronto como el hori­zonte normal de un amor conyugal auténtico, pero es preciso notar que el judaismo contemporáneo de Cristo admite todavía la posibilidad del divorcio.

En resumen: el Antiguo Testamento es testigo de una larga evolución histórico-cultural marcada de manera original por la fe. La existencia de la poligamia y la aceptación de las cau­sas del divorcio no deben ser consideradas como una "caída" o como la "expresión del pecado", con relación a un estado mono­gámico original e histórico. La historia de la salvación no ex­cluye en modo alguno la aparición y perfeccionamiento de la monogamia e indisolubilidad en el matrimonio.

El llamamiento profético Para comprender la actitud de Je-de Jesús en favor de sus con respecto a la cuestión de la indisolubilidad la indisolubilidad es preciso que nos

remitamos al contexto general de la Buena Nueva. La novedad del Evangelio estriba en la reali­zación de cuanto en él se dice; el llamamiento profético de Je­sús invita al hombre a llevar su fidelidad hasta el fin de su verdad de criatura humana para poder tener, al mismo tiempo, acceso a la verdad de Dios. Con este fin pone Jesús a plena luz las condiciones válidas para el encuentro con el otro; se trata, por tanto, de amar al otro reconociéndole como tal otro, admi­tiendo incluso la posibilidad de tener en él un enemigo proba­ble para mí. Esta clase de amor constituye la aventura espiri­tual más decisiva que puede darse: una aventura sin límites, en la que el obstáculo que es preciso ir continuamente remontan­do, con la ayuda del Libertador, es el pecado de orgullo, es decir, la tentativa, que el hombre persigue, de absolutizar su propia existencia reduciendo al otro a un semejante, a un pró­jimo. De este modo Jesús denuncia toda forma de legalismo y de particularismo, a fin de salvaguardar a todo precio el dina­mismo y el ámbito propio de la aventura del amor.

El amor conyugal es un caso privilegiado de esta aventura. Un hombre y una mujer no comienzan a amarse de verdad sino a partir del momento en que se descubren diferentes el uno del otro y cuando el reconocimiento del otro es un Uama-

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tiempo, la mujer es reconocida, cada día más, como la compa­ñera del hombre, y no ya solamente como "una ayuda propor-miento permanente a la muerte de sí mismo. Dentro de esta perspectiva del auténtico amor conyugal, aparece la indisolu­bilidad como una posibilidad indefinida de remontar las fuer­zas de división que inevitablemente engendra el encuentro de dos esposos, sin que ninguno de ellos tenga previamente que dejarse anexionar por el otro... La indisolubilidad es signo de una victoria: la del amor sobre el odio.

Queda claro, según esto, por qué Jesús se opone a la legis­lación judía sobre el divorcio. No olvidemos que se trata de la ley de Moisés y que esta ley es la expresión concreta del orden de la fe. Lo que Jesús denuncia una vez más es el legalismo: Jesús critica la ley porque esta corre el peligro de disfrazar la realidad del matrimonio, institución que está por encima de la ley y al que ninguna prescripción podrá salvaguardar perfec­tamente. Lo que Jesús se propone es desligar las relaciones del amor conyugal de toda estrechez y limitación impuestas por la ley. Si el propio Jesús predica sin reservas la indisolubilidad del matrimonio, no hay lugar a dudas de que lo que se propone es dar al matrimonio su propio dinamismo y no someterlo a unas leyes determinadas.

La interpretación eclesial El Nuevo Testamento nos demues-del «precepto» del Señor tra que ya la Iglesia primitiva se

encontró en la necesidad de inter­pretar la palabra de Jesús sobre el divorcio, en función de si­tuaciones determinadas. Sin duda, la unidad indisoluble del ma­trimonio fue inmediatamente considerada por los cristianos como la norma que, en lo sucesivo, debía regular el comporta­miento de los esposos. Inmediatamente se pasó a tratar de pro­fundizar el fundamento teológico de la indisolubilidad, recu­rriendo al precepto del Señor al referirse al acto creador de Dios: "Lo que Dios ha unido, no debe el hombre separarlo." No obstante, hay dos indicios, principalmente, que nos hacen pen­sar que, en la práctica, se ha tenido en cuenta el hecho de que

* esta unidad indisoluble ha de ser realizada por el hombre en su historia y que con .relativa frecuencia no pueden realizarla a causa, sobre todo, de la debilidad humana.

Primer indicio: Sea lo que fuere lo que se haya dicho sobre el asunto que tratamos, parece que Mateo, el ardiente defensor de la indisolubilidad frente al divorcio pretendido por los ju­díos por no importa qué motivos, admite el divorcio en el caso de adulterio por una de las partes (Mt 19, 9); no se trata de una contradicción del evangelista, ya que, en este caso, la uni­dad del matrimonio está hasta tal punto destruida que ya no existe prácticamente el matrimonio.

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Segundo indicio: Pablo hace la aclaración, en el caso de matrimonio pagano-cristiano, que si la parte pagana quiere el divorcio, el cristiano deja de estar ligado a ella (1 Cor 7, 15), ya que en esta nueva situación—que no ha sido buscada—el cristiano recibe el don de la libertad y la invitación a la paz7.

Sobre esta cuestión del divorcio todos sabemos que las Igle­sias cristianas han dado distintas interpretaciones de la pala­bra del Señor y la lectura que han hecho del Nuevo Testamen­to está inevitablemente marcada con estas interpretaciones divergentes. Si nos atenemos a la Iglesia católica, su postura en este aspecto es de total intransigencia, y no cabía pensar, hasta hace poco, que la exégesis católica se explicase, en torno a los indicios citados anteriormente, como comienza a hacerlo en nuestros días. Sean partidarios o no de esta intransigencia, los católicos consideran generalmente la posición de las otras Iglesias como un compromiso. Pero ¿se trata realmente de esto? Una confrontación ecuménica permitiría, en todo caso, a cada una de las Iglesias percibir mejor de qué naturaleza es la intransigencia del Señor y cuan grave puede ser el riesgo de que tal intransigencia sea expresada exclusivamente en térmi­nos de ley. Una intransigencia puramente legal puede alguna vez conducir a una relajación de funestas consecuencias (por ejemplo, un matrimonio civil considerado como nulo por el De­recho Eclesiástico puede ser un verdadero matrimonio); en otros casos, la Iglesia impone a algunos una carga insoportable por no haber tenido en cuenta la situación concreta en que los hombres se hallan por el llamamiento de Dios a la libertad y a la paz.

La evangelización de los El llamamiento profético de Je-pueblos y la indisolubilidad sus en favor de la indisolubilidad del matrimonio del matrimonio ha sido hecho no

importa el lugar ni el momento. Lo cierto es que ha tenido lugar en un punto preciso de la his­toria espiritual del pueblo judío, por tanto, puede conocerse su marco local y temporal: un contexto cultural bien determinado, un contexto cultural muy evolucionado humanamente y pro­fundamente marcado por la empresa de la fe. La indisolubili­dad es un valor humano extremadamente elevado que no ad­quiere su sentido más que sobre un terreno abonado para ello desde mucho tiempo antes y donde el hombre, en particular, ha sido confrontado al misterio de su libertad. Por otra parte, no está de más recordar hasta qué punto el matrimonio es una institución social muy compleja, cuyo rostro cambia enorme­mente al pasar de un ambiente cultural a otro.

7 Véase el núm. 55 de Concilium (1970), y, en particular, el artículo de Paul Hoffmann.

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Encargada de anunciar la Buena Nueva a todos los pueblos, la Iglesia tiene, pues, la obligación de comunicarles el llama­miento profético de Jesús en favor de la indisolubilidad del ma­trimonio. Pero, en este dominio en que están comprendidas las realidades más fundamentales de la existencia humana, es con­veniente que la Iglesia tenga en cuenta, de modo muy especial, dos exigencias de la evangelización: por una parte, la invita­ción de Jesucristo a la salvación debe ser extensiva a todos los hombres, contando con la situación individual y colectiva en que se encuentren; es caminando con los hombres hacia su realización definitiva, y respetando la forma de ser de ellos, como la Iglesia está en condiciones de comprometer realmente a un pueblo en la aventura de la fe y de hacerle ver la verda­dera naturaleza del cumplimiento que Cristo aporta a toda historia espiritual que camine bajo el signo de la fe. Por otra parte, el anuncio de la Buena Nueva no debe confrontar con ella elementos culturales particulares que de ningún modo es­tán estrechamente ligados con ella, e incluso cuando se haya producido entre ellos, en un ambiente determinado, una sim­biosis bastante profunda.

Cuando se estudia la historia de las misiones, se siente uno tentado de constatar que estas exigencias no siempre han ins­pirado actitudes y comportamientos prácticos. La indisolubili­dad ha sido impuesta, con mucha frecuencia, como algo preli­minar, una medida puramente experimental, primero, para constituirse en ley posteriormente. Además, y casi inconscien­temente, se ha identificado la concepción cristiana del matri­monio con lo que esta institución había llegado a ser en Occi­dente a partir de elementos tomados del Derecho Romano. Hoy día es fácil darse cuenta de que este modo de actuar ha pro­ducido con relativa frecuencia más mal que bien, lo que jus­tifica sin lugar a dudas una revisión de la pastoral misionera sobre este punto.

La Eucaristía y Existe una relación muy estrecha entre lo el aprendizaje de que ocurre y lo que debería ocurrir en una la indisolubilidad celebración eucarística y lo que tratan de

vivir dos esposos para construir la indisolu­bilidad del matrimonio. De una y otra parte es cuestión de en­cuentro con el otro; en ambos casos, cada uno es invitado al realismo integral que supone el reconocimiento del otro como diferente de sí; cada uno toma conciencia de que, en el orden del verdadero amor, el pecador no puede hacer nada sin recu­rrir al Libertador. En primer lugar, el horizonte entrevisto es la fraternidad entre todos los hombres, como posibilidad efec­tiva y celebrada ya por anticipado a fin de que el creyente pueda esperar a pesar de los obstáculos que se presenten en el

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camino. En segundo lugar, la perspectiva deseada es la unión más completa que pueda existir entre un hombre y una mujer, en el respeto integral de lo que es uno y otro y a pesar de to­das las fuerzas de división que pueden surgir a lo largo de los años.

Cuando una celebración eucarística pone a la luz la ambi­ción que ella persigue, los esposos que tratan, día tras día, de edificar la realidad de su matrimonio, encuentran en él una consonancia perfecta. Pero hay más todavía: la celebración eucarística recuerda incesantemente a los esposos que la uni­dad indisoluble que ellos esperan construir no puede quedar aislado de la responsabilidad común que han contraído con respecto a los demás, con la humanidad entera. La aventura del amor, inaugurada por Jesucristo, no forma sino un todo. No puede ser llevada sobre el terreno privilegiado del amor con­yugal sin conducirla al mismo tiempo sobre todos los demás te­rrenos. Los esposos que imaginaran poder reducir los horizon­tes del amor a solo su amor conyugal, descubrirían rápidamen­te que su proyecto mutuo estaría irremediablemente condenado al fracaso. En este sentido la celebración eucarística puede de­venir, para los esposos, una fuente permanente de verdad y de autenticidad.

2. El tema de los ministerios en la Iglesia

¿De qué se trata? Se acostumbra dividir los miembros del pueblo de Dios en tres categorías: los clérigos, los religiosos y los laicos. Durante muchos siglos, solo los clérigos y los reli­giosos estaban llamados a desempeñar un papel activo en la Iglesia; los laicos, es decir, los que no eran clérigos ni religiosos (véase el Derecho Canónico en vigor), hablaban de la Iglesia en tercera persona, ya que no tenían parte alguna en ella. Pero, desde hace unos decenios, la situación es muy otra: los laicos han tomado una conciencia cada vez más clara en el sentido de que, lejos de ser miembros pasivos en el seno del Pueblo de Dios, también ellos han de aportar su piedra única e irreem­plazable con vistas a la construcción del Reino. Los clérigos y los religiosos tenían su teología; desde un tiempo a esta par­te, también los laicos tienen la suya. El número de artículos y de obras en torno a la teología del laicado es actualmente casi incontable, sin que apenas atraigan ya la atención en lo que a novedad se refiere. Se han buscado toda clase de medios para poner a plena luz la significación decisiva de cara al cumpli­miento de los designios de Dios sobre el lugar que ocupan y de­ben ocupar los laicos dentro de la Iglesia y en el mundo.

Aparentemente, todo está muy claro a partir de ahora. Pero, desde hace algún tiempo, toma forma, con mayor fuerza cada día, la siguiente cuestión: ¿Qué significa, teológicamente ha-

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blando, esta repartición tradicional de los miembros del Pueblo de Dios en tres categorías? ¿No son estas, ante todo, categorías socio-jurídicas ligadas al desarrollo histórico de la Iglesia? Está fuera de duda que hay elementos teológicos específicos que las caracterizan, al menos las dos primeras de ellas. Pero ¿no han sido excesivamente "teologizadas" estas categorías? Como ta­les, estas categorías no existen dentro de las comunidades pri­mitivas; y, por su parte, la historia explica muy bien cómo tales categorías son, desde el principio como nosotros las conocemos. Al hacer sin precaución la teología de cada uno de estos gru­pos, ¿no se corre el riesgo de "eternizar" un rostro de la Iglesia que no es más que contingente?

Hoy día, tanto los clérigos como los religiosos y los movi­mientos de laicos en la Iglesia atraviesan una grave crisis. Esta podría solucionarse fácilmente si se tomara un contacto serio con nuestros orígenes, abandonando provisionalmente la repar­tición tripartita a la que estamos acostumbrados. Ahora bien: en la Iglesia primitiva no ha lugar la cuestión de clérigos, ni de religiosos ni de laicos (en el sentido actual de la palabra), sino solamente de "ministerios". Partiendo de esta premisa, po­dremos comprobar hasta qué punto puede ser preciso este re­curso para esclarecer tantas dificultades presentes.

La separación de El ejercicio de una función importante la condición común en Israel, como en los otros pueblos, en-en Israel traña en todos los casos una separación

de la condición común. Nadie se extraña lo más mínimo cuando se trata del rey o del sacerdote; pero el caso del profeta merece una atención especial.

El rey encarna, como en todas partes, la seguridad a que aspira el pueblo: su sola existencia es garantía de poder y de grandeza. Por estas razones, la función real está aureolada de sagrado y el rey mantiene normalmente con Yahvé unas rela­ciones privilegiadas; él es, en cierto modo, el intermediario en­tre Yahvé y su pueblo y su destino arrastra consigo al de toda la comunidad. Según esto, el rey es, por definición, un hombre aparte de los otros, un hombre separado. En cuanto a la ins­titución sacerdotal, es 'cosa manifiesta que a partir del mo­mento en que el ejercicio del sacerdocio fue considerado como una función especializada, fue confiado a una casta cuyas pre­rrogativas recayeron en la tribu de Leví y en algunas grandes familias sacerdotales. El servicio del culto, especialmente en el templo de Jerusalén, queda también reservado, a su vez, a un grupo aparte.

Pero, a primera vista, no debería suceder otro tanto con los profetas. A diferencia del rey y del sacerdote, el profeta ejerfce

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en el Pueblo de Dios una función que no es hereditaria, ni con­fiada a una casta de especialistas. En el punto de partida, el profeta no es un hombre separado, es solamente un hombre de fe que, un buen día, recibe de Yahvé la misión poco envidiable de llamar la atención, al pueblo y a todos sus miembros, com­prendidos en ellos el rey y los sacerdotes, sobre las exigencias concretas de la Alianza. El profeta es un hombre del pueblo, el único entre sus hermanos que distingue el llamamiento de Dios. Ahora bien: sorprendente es comprobarlo, la función profética, a su vez, engendra una separación de la condición común. Una separación que, esta vez, ya no está fundada sobre la pertenen­cia a una categoría social determinada, sino que está ligada a una cierta concepción de la santidad y de la fidelidad a Yahvé. La élite espiritual del pueblo elegido, los que voluntariamente se llaman los "pobres de Yahvé", se percibe como formando una comunidad aparte, una comunidad que huye el contacto con los otros miembros del pueblo elegido y, con mayor razón, con los paganos. Los pobres de Yahvé tratan eventualmente de en­contrarse entre ellos; de estos, algunos huyen al desierto para vivir con Dios mediante la ascesis y la contemplación. Pero, de todos modos, comprueban también el sentimiento de no poder compartir, en adelante, la condición humana.

La fraternidad evangélica La invitación al Reino, proclamada y la participación de la por Jesús, es un llamamiento muy condición humana exigente: para entrar en él es pre­

ciso renunciar a todo, relativizarlo todo con relación a él. "Buscad, ante todo, el Reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura." Pero, al mismo tiem­po, este llamamiento va dirigido a todos los hombres y tenien­do muy en cuenta la condición en que se encuentran. Al mismo tiempo va dirigido, preferentemente, a los pecadores. De hecho, vemos a Jesús frecuentar a gentes de toda especie y categorías sociales: hombres y mujeres, fariseos y publícanos, ricos y po­bres, hombres sanos y enfermos incurables; asimismo, hace caso omiso a los múltiples entredichos que la sociedad judía o la élite espiritual hace recaer sobre tal o cual categoría de per­sonas. Para Jesús, todos son hermanos, y nadie está libre de pecado; lo importante para todos es hacer penitencia, y cual­quiera que se otorgara el título de justo ya habría recibido su recompensa.

Para responder al llamamiento del Evangelio no hace falta ponerse aparte o dejar la condición ordinaria de los hombres. Actuar de otra manera sería poner en entredicho el verdadero rostro de la gracia. Dios reparte su misericordia sin acepción de personas. Sería, además, hacer imposible la edificación de una fraternidad universal. ¡Qué confusión de perspectivas en la tra-

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dición judía! Para ver esto mejor fijemos la atención solamen­te en el contraste enorme entre el ministerio de Juan Bautista y el de Jesús de Nazaret. El primero es un asceta, un pobre de Yahvé que se retira al desierto en solitario por fidelidad al llamamiento que ha percibido y en plena conformidad con la mejor herencia del judaismo. Jesús, en cambio, comparte la condición normal de los hombres de su tiempo, y Juan el evan­gelista no teme colocar en su Evangelio, como comienzo del ministerio público de Jesús, las bodas de Cana... Todo esto es de tal manera nuevo, que los pobres de Yahvé encuentran en ello un motivo de escándalo.

Y, para que ninguna distinción, ninguna separación se in­troduzca entre sus discípulos, para que todos se consideren, entre sí y con los demás hombres, como hermanos, Jesús propo­ne que cada uno se haga esclavo de todos; a imitación suya, ya que El mismo no ha venido para ser servido, sino para servir. El modelo que Jesús toma como punto de referencia es el en­cargado de servir la mesa... (véase el tema del servicio, en el vigésimo noveno domingo) Al ponerse totalmente al servicio de otro, cualquiera que sea, cada uno está en óptimas condiciones de reconocer en qué sentido son hermanos todos los hombres y por qué el terreno donde se edifica esta fraternidad es también el terreno auténtico del encuentro del hombre con Dios, y vi­ceversa. No hay necesidad, jamás, de separarse de los otros para ir a la búsqueda del Padre de todos.

Carismas y ministerios ¡Una Iglesia de hermanos! Tal en una Iglesia de hermanos vez sea este el rasgo que más lla­

me la atención cuando alguien intenta descubrir, a través de los escritos del Nuevo Testamen­to, el verdadero rostro de las comunidades cristianas primiti­vas. El Vaticano II no ha hecho más que conectar con los orí­genes poniendo a plena luz la condición fraterna de todos los miembros del Pueblo de Dios. La Iglesia es una comunión de hermanos que gozan de una igualdad fundamental, donde to­dos son responsables y están llamados a poner en la construc­ción común una piedra única e irreemplazable.

Una Iglesia de hermanos y, al mismo tiempo, una Iglesia una y diversa a la vez. Bajo el impulso del Espíritu, cada uno está llamado a entregar lo mejor de sí mismo. Una Iglesia de hermanos es necesariamente una Iglesia carismática. Pero el carisma auténtico conduce a la unidad, ya que la obra del Es­píritu es el amor, y lo mejor de todo hombre debe estar desti­nado para esta obra. En otras palabras: todo obrar carismáti-co debe tener el rostro de la diaconía, es decir, del servicio al otro.

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La diversidad en la Iglesia se traduce, pues, en una diversi­dad de carismas y de diaconías. Pero esta diversidad no afecta solamente a los miembros; también es "funcional", y en este sentido responde a necesidades diversas de la propia comuni­dad. Estas diaconías oficiales—mantengamos su nombre de mi­nisterios (servicios)—pueden variar de una comunidad a otra: así lo testimonian las listas dadas por el apóstol Pablo; tam­poco tienen todas la misma importancia. En particular, para Pablo, los servicios de la Palabra vienen siempre en primer lu­gar: apóstoles, profetas y doctores.

Entre los ministerios hay uno que ocupa un lugar privile­giado: el ministerio apostólico. Como todos los demás ministe­rios, este no puede ser ejercido sino por quien haya recibido el carisma del Espíritu, y responde a una necesidad de la co­munidad creyente. Mas la necesidad de que aquí se trata es una necesidad esencial. En efecto, desde Pentecostés anima a todos los discípulos del Resucitado una convicción extremada­mente clara: el pueblo de la Nueva Alianza debe la originalidad de su existencia y de su obrar a la intervención siempre actual del Resucitado entre los suyos, y haría mucha falta que esta convicción se tradujese en hechos concretos. Pronto se han des­tacado, en el seno del Pueblo de Dios, estos "algunos" cuyo servicio propio sería el de significar eficazmente esta interven­ción personal del Resucitado entre los suyos en el corazón del mundo. Sería preciso, con toda evidencia, haber sido elegido por Cristo para tal misión. La importancia del ministerio apos­tólico explica que, desde muy pronto, el término "ministerio" fue reservado a este ministerio, en adelante ejercido por los obispos y, en menor grado, por los sacerdotes.

Grandeza y decadencia La "conversión" oficial del Imperio de una Iglesia de romano al cristianismo marca un giro clérigos y religiosos decisivo en la historia del Pueblo de

Dios. Hombres y mujeres, completa­mente ignorantes de las responsabilidades que lleva consigo el bautismo, entran masivamente en la Iglesia. En pocos siglos, con el apoyo del poder político, la sociedad europea se hace cristiana. En esta operación, el Pueblo de Dios adquiere el as­pecto de un pueblo de consumidores de religión, en el seno del cual se destacan dos grupos activos: los "clérigos" y los "reli­giosos"; los primeros monopolizan la autoridad y, las más de las veces, la responsabilidad; los segundos ejercen su monopo­lio sobre la perfección cristiana, En todo este proceso, la Igle­sia deviene progresivamente una Iglesia de clérigos y de reli­giosos, y uno llega a acostumbrarse a la idea—muy nueva con relación a los orígenes del cristianismo—de que, para respon­der al llamamiento evangélico o para desempeñar una función determinada en la Iglesia, es preciso dar de lado a la condición

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cristiana ordinaria, la de laicos, que de hecho no tiene ya nada en común con la condición eclesial primitiva. Pero, durante los grandes siglos de la cristiandad, la puesta aparte de los re­ligiosos y clérigos no significa, en modo alguno, una separa­ción del mundo y de los quehaceres del mismo; por el contra­rio, la Iglesia de los clérigos y de los religiosos es, entonces, una Iglesia extraordinariamente presente en el mundo de su tiempo.

Por lo demás, el vacío creado en Occidente por la decaden­cia de las instituciones del Imperio romano lo ha llenado la Iglesia. Clérigos y religiosos se sienten responsables de una sociedad que se ha hecho glotaalmente cristiana, en la que, no obstante, todo está por hacer, tanto en el plano humano como en el plano espiritual. De ahí el desarrollo sin precedentes de las instituciones cristianas que toman bajo su tutela los múl­tiples aspectos de la existencia individual y colectiva. La insti­tución-Iglesia deviene un organismo extremadamente comple­jo, en que los puestos a proveer se multiplican. Naturalmente, son los clérigos y religiosos quienes formarán el personal en el preciso momento en que la Iglesia tenga necesidad de ellos para sus necesidades futuras: un personal eficaz de hombres y mu­jeres dispuestos a consagrar toda su vida a las múltiples tareas de la enorme empresa que ha llegado a ser la Iglesia. Ni que decir tiene que, en estas condiciones, la dimensión carismática de la vocación cristiana ha debido transcurrir, las más de las veces, por una tarea institucional, previamente definida.

Pero la situación que acabamos de describir se va a modifi­car progresivamente a partir del Renacimiento. A medida que el hombre se pone al día y sacude, poco a poco, la tutela de la Iglesia; tan pronto como hace su aparición una civilización profana, la puesta aparte de los clérigos y religiosos en el seno del Pueblo de Dios deviene una separación sociológica del mun­do y de la vida de los hombres. Mientras en la Edad Media el personal plenamente dedicado a la institución-Iglesia ejercía una acción muy profunda en los múltiples sectores de la vida humana, en adelante, el lazo casi exclusivo de este personal con la institución eclesial, sin que esta se dé cuenta va a que­dar pisando en falso con respecto a los hombres que acaban de tomar gusto a su libertad y rechazan, con más fuerza cada día, la tutela que la Iglesia de los clérigos y religiosos ha venido ejerciendo sobre ellos. El divorcio entre la Iglesia tradicional y el hombre moderno, a cuyo nacimiento tanto había contribuido ella, era a todas luces inevitable.

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El giro dado por el Para superar este divorcio se han venido Vaticano n y la multiplicando las tentativas desde hace razón de una crisis medio siglo. Entre otras, la invitación he­

cha a los laicos de tomar una parte acti­va en la Iglesia: en efecto, ellos estaban presentes en el mun­do de nuestro tiempo. Pero, mientras la Iglesia conservara su rostro tradicional, los laicos llamados como refuerzo no podrían sino comprobar un verdadero aislamiento entre las exigencias misioneras de su presencia en el mundo actual y su participa­ción en el apostolado de la Iglesia. En realidad, el divorcio solo podría ser superado en la medida en que la página de la his­toria, abierta en el siglo iv, fuera totalmente vuelta. El gran mérito de Juan XXIII es el de haber comprendido que solo la convocatoria de un Concilio Ecuménico podría provocar la onda de choque necesaria... De hecho, esta página de que hemos hablado ha sido vuelta en principio. La Iglesia no puede, en adelante, identificarse como una Iglesia de clérigos y de reli­giosos; la Iglesia es el Pueblo de Dios, una comunión de her­manos, a la que todos son llamados, precisamente en la condi­ción en que cada uno de ellos se encuentra, para poner lo mejor de sí mismos al servicio del bien común. Es cierto que se ha reafirmado la importancia del ministerio apostólico, pero in­sistiendo sobre la perspectiva evangélica del servicio y reinte­grando al obispo y al sacerdote en las filas del pueblo de Dios; también es cierto que se ha puesto a la luz el valor de la vida religiosa, pero dentro del marco de un llamamiento universal a la santidad.

Dentro de los cauces marcados por el Concilio, se viene ope­rando una crisis en el seno del clero y de los religiosos: ¿qué hacer para dialogar de nuevo con los hombres de nuestro tiem­po? Pronto se da uno cuenta de que el problema no puede re­solverse solo en el plano de los individuos. La institución, tal como la conocemos, respondía a una situación histórica deter­minada; muy bien podría suceder que la situación presente requiera cualquier otra cosa que una Iglesia de clérigos y de religiosos, abierta en el futuro a ios laicos. La verdadera cues­tión a plantear puede no ser esta: ¿Cómo deberán estar presen­tes los clérigos y los religiosos en el mundo de su tiempo?, sino esta otra: ¿Cuáles son los carismas difundidos en el Pueblo de Dios (y, sobre todo, ¿quién es portador del carisma apostólico?) y en qué condiciones pueden tomar hoy forma estos carismas en los ministerios de que la Iglesia tiene necesidad para cum­plir su misión?

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VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Isaías 25, 6-10 Los caps. 24-27 de Isaías constituyen una 1.a lectura recopilación posterior al destierro, consi-l.er ciclo derada durante mucho tiempo como ca­

rente de coherencia. De hecho, los comen­tarios recientes y algunos descubrimientos como el manuscrito de Isaías de la comunidad de Qumrán apoyan más su unidad y fijan su redacción en los siglos v o iv a. de J. C. :. La hipótesis más seductora hace de este conjunto una especie de manual para tres liturgias de la Palabra. La segunda de ellas propondría una proclamación profética (24, 21-23) seguida de un cántico de aclamación (25, 1-5) y de una segunda proclamación profética (25, 6-8) cerrada con la final clásica de las lecturas proféticas: "Yahvé lo ha dicho" (cf. Is 1, 20; 21, 17; 22, 25; 24, 3; 40, 5; 58, 14) y acompañada, a su vez, por un cántico de acción de gracias (25, 9-10). El conjunto del manual proclama y canta la realeza de Yahvé. La primera lectura y su cántico describen la victoria del Rey-Yahvé sobre sus enemigos; la segunda lec­tura y su cántico (nuestra lectura litúrgica) describen el sun­tuoso banquete de entronización de Yahvé-Rey (vv. 6-8) y las aclamaciones de la multitud (vv. 9-10).

* « *

a) El banquete es frecuentemente, tanto en la Biblia como en todo el Oriente, un rito de entronización real o una forma de afirmar públicamente el poder real (Est 1, 1-4; 1 Re 10, 5; 1 Sam 16, 11; Dan 5, e t c . ) . Este banquete de prestigio real es también una comida de alianza: no son invitados más que los aliados y los amigos. El hecho de haber comido con el Rey del cielo origina, por lo demás, de una parte y de otra, obligaciones y una solidaridad que nada podrá quebrantar (1 Re 2,1; 2 Sam 9, 6-8). Estos suntuosos festines regios siguen a veces a una victoria so-

1 G. FOHRER, "Der Aufbau der Apokalypse des Jesajabuchs", Cath. Sibl. Quart., 1963, págs. 34-35.

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bre el enemigo y los víveres arrebatados a este último constitu­yen la parte más importante del menú.

Estos detalles (banquete de investidura regia, banquete de alianza y banquete de victoria) son los que el profeta aplica a la realeza de Yahvé. Dios no se queda por detrás de los reyes de la tierra, y la magnificencia del menú supera todo lo que se podía ofrecer en aquella época (v. 6). ¡Realmente Dios es digno de ser el Rey de los tiempos futuros! Pero ese banquete que ofrece es un banquete de victoria, y el enemigo, cuya des­trucción se celebra, no es otro que la misma Muerte (vv. 7-8; cf. Ap 21, 4; 1 Cor 15, 26). Es indudable que aquí se le considera solo como un símbolo. Sin embargo, llegará un día en que el banquete eucarístico, que entroniza a Cristo en su soberanía, será también un banquete de victoria sobre la muerte y de en­trada en la inmortalidad (Jn 6, 51).

b) Finalmente, el banquete de la investidura regia de Yahvé es un banquete de alianza y de amistad. La gloria del Rey Yahvé y la esplendidez de su banquete revierten, en efecto, sobre la ciudad regia (tema de la montaña: vv. 6, 7, 10) Pero la in­tención de Yahvé-Rey es la de concertar esa alianza no solo con su pueblo, sino con todos los pueblos de la tierra (vv. 6-7). Para representar esa alianza universal, el profeta ha aprovechado sin duda las reflexiones del Tercer Isaías sobre la misión de Sión (Is 56, 6-8; 66, 18-21). Si se tienen en cuenta las condiciones de pureza impuestas a los invitados judíos, que excluían de hecho a todo pagano, se admitirá que ha tenido que violar muchos tabús y prohibiciones para prever una abundancia mesiánica ofrecida a todos los pueblos.

Dejando aparte los aspectos desagradables de esos banquetes de victoria, reconozcamos en ellos las leyes de la comedia euca-rística en la que Dios ofrece a todos sus comensales la participa­ción de su amistad y en los que no se celebra victoria sobre el enemigo, si no es la muerte, y en la que se recuerda, sobre todo, la victoria de Cristo sobre Sí mismo.

II. Sabiduría 7, 7-11 El autor se acuerda de que el joven rey 1.a lectura Salomón había pedido a Dios la sabiduría 2° ciclo (que entonces significaba la habilidad po­

lítica) y se imagina las reflexiones que el rey hizo en presencia de Dios, no sin contradecir a veces a la historia (1 Re 3, 6-12; 5, 9-14). Volverá a tratar del asunto en Sab 9, 1-18 (cf. también Eclo 47, 12-17).

# * *

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El autor no se queda, como sus predecesores en sabiduría, den­tro del marco familiar. Para él, el ideal no es ya el padre de familia que transmite a sus hijos su experiencia de la vida, sino el rey que persigue el bien de su pueblo aceptando la interven­ción de la sabiduría divina en su vida. Ahí radica, para el autor, la garantía de la felicidad de todos. El pueblo encontrará así, gracias a la sabiduría del rey, unos beneficios en los que jamás había siquiera pensado (v. 11).

El autor opina, pues, que la conquista del mundo visible y su conocimiento no puede realizarse perfectamente sino con la cooperación de la sabiduría de Dios. Para él, en efecto, la sa­biduría de Dios revela al hombre su lugar en el universo y le introduce en una serie de actitudes apropiadas para la aper­tura y la disponibilidad a fin de llevar a buen término su proyecto de conquista del mundo. Así, la verdad de la relación del hombre con Dios es esencial a la verdad de la relación del hombre con el universo.

III. 2 Reyes 5, 14-17 Naamán, el pagano, ha sido curado en lfl lectura el Jordán de una enfermedad que las 3.er ciclo aguas de su país no podían curar. Las

ideas naturalistas de la época vinculan la eficacia de las aguas a las divinidades que las hacen brotar.

a) Para este pagano, Yahvé no es, pues, más que un Dios más poderoso que los otros. A esto vienen a añadirse ideas te­rritoriales de la divinidad: los dioses ejercen su imperio sobre zonas bien delimitadas. Abandonar un país equivale a abando­nar al Dios que le domina. Por eso Naamán significa su con­versión a Yahvé llevando consigo un poco de la tierra de Israel (v. 17), justo lo suficiente para colocarse de pie sobre ella y ofrecer un culto a ese mismo Yahvé.

Este concepto es muy primitivo, pero el relato ofrece un gran interés, puesto que abre el camino al universalismo y permite comprender que Yahvé puede ejercer su influjo más allá del territorio que le ha correspondido. Aquí tenemos un primer fruto de las creencias monoteístas de la élite del pueblo.

b) El desinterés del profeta (vv. 15-16) es igualmente fruto del monoteísmo. Si Dios no está vinculado a la naturaleza, tam­poco lo está a los poderes taumatúrgicos o proféticos de los hombres: el servidor de Dios no puede, en ningún caso, consi­derarse propietario de ellos.

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c) Pero la lección más importante del episodio de Naamán es sin duda una lección de gratuidad. Naamán es sirio, y las relaciones de su país con Israel son tan tensas como lo son hoy. Ha sido atacado por la lepra y ni los médicos ni los magos de su país pueden hacer nada. Y he aquí que una pobre esclava le sugiere que se ponga en manos de un profeta hebreo. Atender las sugerencias de una sierva y aceptar el ponerse en manos de un enemigo: ¡no está mal! Se pagará lo que sea necesario y se hará lo que haya que hacer. Pero he aquí que Eliseo no acepta ningún presente y no pide ninguna prestación de su cliente; le invita a zambullirse unas cuantas veces en el agua del Jordán.

La verdadera religión no es difícil: basta con habituarse a recibir. Lo más duro es no querer conquistarla a base de accio­nes heroicas o laboriosas o a costa de sacrificios considerables. Dios no acepta ser pagado: se le recibe.

IV. Filipenses 4, Tomado de la última misiva de Pablo a sus 12-14, 19-20 corresponsales de Filipos, quienes, probable-2.a lectura mente, le habían enviado ayuda durante su l.eT ciclo estancia en la prisión.

Con motivo de las muestras de caridad de que ha sido obje­to—y que constituyen para él un auténtico sacrificio (v. 18)—, Pablo da gracias a Dios, pero al mismo tiempo proclama su des­interés. No es un apóstol ansioso (cf. 1 Tim 6, 6-10). Pablo no rechaza las donaciones que se le hacen; no practica una ascesis severa. Lo esencial es que su corazón no se apega ni a la abun­dancia ni a la penuria, sino solo a la realización del plan de Dios y al ejercicio de su misión apostólica.

Sin embargo, el desprendimiento presenta al menos una ven­taja sobre la abundancia: permite descubrir dónde se encuen­tran los verdaderos amigos.

V. Hebreos 4, 12-13 El autor de la carta a los hebreos acaba 2.a lectura de contemplar la revelación de Dios a tra-2° ciclo vés de los profetas y de su propio Hijo

(Heb 2, 1-4). Esta palabra reveladora de Dios es ante todo promesa de salvación y de "reposo" (Heb 3), pero no la realiza sino en la fe de quienes le escuchan. A falta de esta adhesión, se convierte en amenaza y castigo (Heb 4, 2). Los dos versículos de esta lectura son el final de esta medi­tación.

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Los hebreos están acostumbrados a medir la eficacia de la Palabra de Dios (cf. Is 55, 11), que se manifiesta, en primer lugar, en quienes la proclaman: transforma, al precio a veces de una lucha violenta (Jer 20, 7; Ez 3, 26-27), al profeta en un testigo auténtico, incluso en una parábola activa de la Palabra (Is 8, 1-17; Os 1-3; Sal 68/69, 12). Este poder de la Palabra en el profeta se verifica mucho más aún en Jesús, dominado hasta tal punto por la Palabra que en El es su propio comportamiento, signo y salvación para todos los hombres (Heb 1, 1-2).

Mas lo que ha realizado en los profetas y en Jesús, la Pa­labra lo realiza igualmente en cada cristiano, ayudándole a des­entrañar sus intenciones más secretas e impulsándole a tomar partido. En este sentido, la Palabra es juicio, no solo porque juzga desde el exterior la conducta del hombre, tal como lo ha­ría una norma legislativa, pero con mayor profundidad, puesto que llama al hombre a escoger entre sus deseos y las exigencias de la Palabra. En este sentido es una espada (Le 2, 35) que obliga al cristiano a los más radicales desprendimientos.

Eficaz cuando provoca la fe y el juicio de la conciencia, la Palabra lo es no menos cuando acompaña a una función sacra­mental. El pan y el vino eucarístico son eficaces porque la Pa­labra que los acompaña es la Palabra misma de Dios, afilada como una espada para impulsar en cada uno de nosotros la profesión de fe y la decisión selectiva que exige la participa­ción fructuosa en el banquete.

VI. 2 Timoteo 2, 8-13 Pablo acaba de esbozar, para informa­ba lectura ción de Timoteo, un cuadro de la vida 3.er ciclo apostólica. No se habla más que de com­

bates y de trabajos frecuentemente du­ros, y el apóstol recuerda que él mismo tiene que soportar las cadenas y el cautiverio (2 Tim 2, 1-7). Pero el recuerdo de la pasión gloriosa de Cristo (vv. 8-10) y la certeza de la transfi­guración de su propia existencia (vv. 11-12, que reproducen un himno litúrgico de las,primeras comunidades) deben dar áni­mos al ministro de Dios.

* * *

a) La resurrección de Cristo es la verdad primera inscrita en el evangelio de Pablo. El apóstol se encontró con Cristo re­sucitado en el camino de Damasco y de este acontecimiento ha hecho la base de su kerigma. De todas formas, a la referencia a la resurrección incorpora Pablo la referencia a la filiación

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davídica de Jesús (v. 8), con el fin de mostrar que Jesús no era tan solo un ser celestial, sino también un hombre completo, muy similar a los apóstoles.

b) San Pablo considera que hay correlación entre el su­frimiento de Cristo y el del apóstol: ambos sufrimientos reali­zan el designio de Dios sobre los hombres concediéndoles la sal­vación y la gloria (v. 10). Según el apóstol, el sufrimiento refuerza la comunión con Cristo y con los demás hombres, de­bido a que permite imitar a Cristo y trabajar en la glorifica­ción de los "elegidos".

c) El tema principal del himno que Pablo transcribe a con­tinuación (vv. 11-13) es la identificación entre el sufrimiento y la gloria de Cristo, por una parte, y el sufrimiento y la gloria de los hombres, por otra. Esta identificación es fruto del bau­tismo y del misterio de muerte y de vida con Cristo que realiza este sacramento (v. 11b). A partir del bautismo, toda la vida cristiana se define en tres tiempos: la muerte ya realizada (ver­bo en el aoristo), los sufrimientos actuales (verbo en el presen­te: v. 12), y el reino futuro (verbos en el futuro). Pero ese des­arrollo no será efectivo sino en el caso de que el cristiano permanezca fiel a su fe bautismal (vv. 12b-13). También Cristo permanecerá fiel, pues no puede traicionar su palabra.

VII. Mateo 22, 1-14 El texto de Mateo es sensiblemente dis-evangelio tinto del relato paralelo de San Lucas l.er ciclo (Le 14, 16-24): su principal apostilla afec­

ta a la alusión que hace al vestido nup­cial (vv. 11-14) que el evangelista prepara transformando el banquete en convite de bodas (v. 2) del que toman parte los "malos y los buenos" (v. 10).

Comparando las versiones de Mateo y de Lucas se pueden reconstruir las palabras de Jesús cuando anuncia los tiempos escatológicos recurriendo a la imagen del festín mesiánico (cf. Prov 9, 1-5)2.

Pero Lucas ha releído el mensaje de Cristo en función de los problemas de las asambleas cristianas y de su apertura a los pobres y a los pecadores. Influido aún por el judaismo, ha asociado, a lo largo de todo su evangelio, el tema de la pobreza y el de la escatología (Le 6, 20). Mateo va más lejos; como tiene una mayor experiencia de la vida de las primeras comunidades cristianas, sabe que la pobreza simplemente material no tiene nada que ver con la justicia del Reino. Por esa razón insiste más sobre la vida moral y sobre la justicia para recordar a los cris-

2 R. SWAELES, "L'Orientation ecclésiale de la parabole du festín nup-tial en Matthieu 22, 1-14", Eph. Th. Lov., 1960, págs. 655-84.

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tianos que la pertenencia externa a la Iglesia no garantiza la salvación.

* * »

a) Muy sensible, por otro lado, al contexto de creciente hos­tilidad orientada contra Jesús, en el que se sitúa esta parábola del festín (Mt 21-22), Mateo, al contrario que Lucas, la comple­menta con la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 35-45) y con la parábola de los dos hijos (Mt 21, 28-32). Lo que quiere decir que el relato de Mateo contiene una intención po­lémica más acusada que el de Lucas.

Esta intención aflora, en primer término, en el carácter regio del personaje principal (v. 2) y en la amplitud de los preparati­vos de la boda. Por otra parte, el v. 7, con sus temas de la có­lera, del ejército y del castigo, no se concibe en absoluto sino dentro de una perspectiva regia. La parábola de los viñadores homicidas se montará sobre un esquema idéntico (Mt 21, 33-41): encontramos en ella los mismos personajes y los mismos castigos

b) Mateo describe, pues, un banquete de bodas (v. 2; so­bre todo vv. 11-13), mientras que Lucas habla de un simple festín. El es el responsable único de esa apostilla; su procedi­miento se ve claro en el v. 4, en el que emplea el término "fes­tín" que designa, de hecho, una comida del mediodía, mientras que el banquete de bodas se celebraba al caer la tarde. El evan­gelista ha añadido este tema de las bodas para poder hacer la fusión de la parábola del banquete con la del vestido nupcial (vv. 1-13). Ahora bien: Cristo se ha presentado con mucha fre­cuencia como el Esposo (Me 2, 19; Jn 3, 29; Mt 25, 1-13; 9, 15; Ef 5, 25; 2 Cor 19, 1-9; 21, 2, 9; 22, 17), vinculado a su comuni­dad como el rey-esposo del Cantar de los Cantares y como el del Sal 44/45. Y como las bodas del Mesías estaban previstas para los últimos tiempos mesiánicos, Mateo ilustra por medio de la parábola el recibimiento reservado al Rey mesiánico.

c) Se advertirá que a lo largo del relato aparecen regular­mente los verbos "invitar" o "llamar" (kalein) (vv. 3, 4, 8, 9, 14). Este llamamiento3 adquiere incluso un carácter singular en la perícopa debido al doble envío de los servidores (vv. 3-4), con la particularidad de que el mensaje de que son portadores los criados y la respuesta de los invitados solo aparecen detallados en el segundo llamamiento. Este doble envío encaja una vez más con el esquema de la parábola de los viñadores homici­das, en donde se hace también referencia a dos embajadas, pero con mayor lógica (Mt 21, 34-36). De todas formas, no se puede tratar del mismo tipo de misión. En la parábola de los viñado-

3 Véase el tema doctrinal convocación y reunión, en este mismo ca­pitulo.

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res, la doble embajada precede al envío del Hijo; en nuestra perícopa tiene lugar cuando el Hijo está ya presente. Para Ma­teo, los primeros enviados son los profetas del Antiguo Testa­mento, y los segundos los apóstoles del Nuevo. El primer evan­gelista se preocupa, en efecto, de subrayar la identidad de la suerte que les espera a unos y a otros (Mt 5, 12; 10, 17-18, 41; 13, 17; 23, 29, 35; 1 Tim 2, 15), y el segundo llamamiento se hace más apremiante que el primero porque son los apóstoles los en­cargados de anunciar la inminencia del Reino (Mt 4, 17).

d) En la versión de Mateo (vv. 5-6), el comportamiento de los primeros invitados es bastante curioso. Mientras que Lucas trata de disculparles, Mateo se limita a enumerar las ocupacio­nes de las que se liberan para asesinar a los servidores. Curiosa actitud, que encuentra su explicación desde el momento en que se la relaciona con la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 36). Estos invitados homicidas representan al judaismo ofi­cial como Mt 21, 36. Por lo demás, no tarda en producirse el castigo (v. 7). El "ejército de Dios" (idea muy bíblica: Is 5, 26-29; 7, 18; Jer 5, 15-17; 6, 22-27; 4, 13-17) designa a los inva­sores extranjeros de los que Dios se sirve para castigar a la ciudad de Jerusalén, como en la parábola de los viñadores (Mt 21, 43). Se piensa, pues, en la caída de Jerusalén y en su destruc­ción por el ejército romano. Esta interpretación concuerda con una de las grandes preocupaciones de Mateo. Se dirige a cris­tianos que sienten la tentación de volver al judaismo y subraya todo lo que puede ayudarlos a comprender la caducidad de la economía judía.

Una vez destruida Jerusalén, puede comenzar la boda: la Iglesia puede llegarse al mundo (el mismo concepto en Mt 24, 15-36). La tradición primitiva ha vinculado, en efecto, el naci­miento de la Iglesia con la caída de la ciudad judía. Los bene­ficiarios de esas bodas no son ya solo los pobres, como para Le 14, 21, sino "la mayor cantidad posible de gente" (Mt 22, 9-10), una totalidad que engloba a los buenos y a los malos, lo mismo que la cizaña anda mezclada con el grano bueno, y los peces buenos con los malos (Mt 13, 24-30, 36-43, 47-50). La mis­ma perspectiva la encontramos en el cap. 24, en el que Ma­teo describe la convocatoria de toda la humanidad después de la caída de Jerusalén (Mt 24, 30-31).

La parábola podría terminar aquí. Dejaría bien claro el plan de Dios: Cristo acaba de traer a Israel un mensaje inesperado. Pero Cristo no puede fracasar en su plan: y si eso parece nece­sario, sus enviados irán a proclamar su mensaje en otra parte.

e) En el momento en que se redacta esta parábola, los cris­tianos son despreciados y perseguidos por los judíos. Hay que ayudarles a perseverar en la fe, haciéndoles ver cómo su mise­ria transitoria es tolerada por Dios y preludio del castigo próxi-

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mo de los judíos perseguidores. Por eso Mateo añade a esta parábola el episodio del vestido nupcial (vv. 11-13). Por lo de­más, no es imposible que esa yuxtaposición de las dos parábolas haya sido provocada, en el plano literario, por Sof 1, cuyo ver­sículo 7 podría inspirar la primera parábola, y los versícu­los 8-9, la segunda. Este relato del vestido nupcial es una des­cripción del último juicio. El verbo "entrar" (v. 11) tiene efec­tivamente una resonancia escatológica (Mt 25, 10, 21, 23; 7, 13) y el lugar de tinieblas y del rechinar de dientes designa tradi-cionalmente el infierno (Mt 8, 12; 13, 42, 50; 24, 51; 25, 30).

Si las situamos paralelamente, las dos parábolas representan la inserción del tiempo de la Iglesia en el desarrollo del designio de Dios. Se ha superado la primera etapa, representada por la repulsa de los judíos y la invitación de los gentiles. Pero ahora se necesita un largo período para confirmar la conducta de cada uno. No basta una pertenencia externa al Reino si no im­plica una preparación moral presentada aquí tras el tema del vestido.

El tema del traje nupcial recuerda el del vestido y su sig­nificado simbólico en el orden de la salvación. El vestido huma­niza el cuerpo, ayuda a situarse entre los semejantes, le saca a uno del anonimato. De ahí que sea con toda normalidad signo de la alianza entre Yahvé e Israel: cual un esposo, Dios extiende el paño de su manto sobre su esposa (Ez 16). Pero esta es infiel y se muestra a todo el que llega: su vestido se deteriora, a no ser que Dios se lo quite y vuelva a dejar de nuevo a su esposa en el anonimato y la desnudez.

En la cruz, Jesús es despojado de sus vestidos como para asemejarse más a la humanidad pecadora frente a la muerte, que da al traste con todas las falsas seguridades y las aparien­cias. Pero muy pronto revestirá, en la resurrección, la gloria divina que vive en El.

"Revestirse de Cristo" o "revestirse del hombre nuevo" (Gal 3, 27-28; Ef 4, 24; Col 3, 10-11), representa, pues, participar en ese orden de la salvación que engloba el desprendimiento y la resurrección de Jesús. Esta participación en plenitud está re­servada a la escatología, cuando toda la humanidad se revestirá de la incorruptibilidad y estará engalanada para presentarse ante su Esposo eterno (Ap 21, 2).

Pero hay que revestirse del atuendo nupcial antes de parti­cipar en el banquete eucarístico. O, dicho de otro modo: esa participación es una fuente de exigencias morales que el invi­tado debe honrar mediante los desprendimientos que se im­ponen.

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VIII. Marcos 10, 17-30 Este evangelio tiene una prehistoria evangelio movida, pero fácil de reconstruir 4. Solo 2p ciclo en la redacción definitiva de este pa­

saje fueron unidos los dos relatos que lo componen. El primero era primitivamente un relato de voca­ción (vv. 17-22) que no hacía, o solo lo hacía de pasada, alusión a las riquezas del candidato (v. 22).

El segundo, por su parte, se limitaba a los vv. 24b, 25 (sin la mención "rico"), 26 y 27. Se refería de manera general a la entrada en el Reino sin alusión a la riqueza. Jesús y sus discí­pulos, al conmensurar la incredulidad de las muchedumbres, se preguntaban cuántos, entre los miembros del pueblo elegido, serían salvados. Jesús se remite a Dios, "para quien no hay nada imposible": alusión a Gen 18, 14, y, por tanto, a la promesa hecha a Abraham, lo que equivale a decir que Dios puede muy bien suscitar un nuevo pueblo (Mt 3, 9; cf. Rom 11, 11-32).

En este estadio, probablemente primitivo, Jesús y sus discí­pulos, al sufrir las primeras oposiciones formales por parte de los judíos, se inquietan por el resultado de la misión mesiánica de Cristo (cf. Mt 22, 14). Pero una etapa redaccional ulterior, aún perceptible en Marcos, transformará estos relatos en lec­ciones sobre la pobreza, respondiendo así a la óptica de la co­munidad cristiana primitiva. Así es como se añadieron los ver­sículos 23 y 24, inútiles duplicados de los vv. 24b y 26. En ellos Cristo vuelve a decir exactamente lo que ha dicho en el v. 24b, con el añadido de una alusión a la riqueza. Si se comprende la emoción de los discípulos, en el v. 26, cuando temen que se salve poca gente, no se comprende su conmoción en el v. 24 cuando se enteran de que los ricos tendrán muchas dificultades para entrar en el Reino: en efecto, ellos mismos eran pobres (cf. v. 28) y el auditorio habitual de Jesús estaba compuesto por gente sencilla. ¿A qué viene, pues, esta "sorpresa"?

Podemos, pues, captar perfectamente el procedimiento: la comunidad cristiana primitiva comprendió el relato en este sen­tido, porque quería asustar a sus miembros demasiado apegados a los bienes de este mundo (cf. Act 4, 36-5, 14). También convir­tió a la pobreza material en una condición casi exclusiva para participar en el Reino (Le 6, 20-24). Contrariamente a Mateo y a Lucas, Marcos no ha borrado las huellas de este arreglo, faci­litando así el acceso a la prehistoria de este pasaje.

Dos orientaciones se entremezclan, por tanto, en este pasaje: el tema primitivo, que se refiere a la incredulidad de los judíos, ilustrado por la negativa del joven, y un tema sobreañadido que subraya la dificultad para entrar en el Reino con las riquezas en la mano.

* * # 4 S. LEGASSE, "Jésus a-t-il annoncé la conversión d'Israel?" N. T. St..

1963-64, págs. 480-87.

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a) Jesús termina su ministerio de rabí itinerante sin haber recogido los éxitos esperados: el pueblo elegido se enfrenta con su Mesías y la muerte de este se convierte en una probabilidad. Aparentemente el Reino de Dios no será invadido por muche­dumbres numerosas (v. 24).

En Mateo y en Lucas, la reacción de Jesús ante esta consta­tación es muy viva: maldice al pueblo que tiene el corazón en­durecido y le promete una suerte parecida a la de Sodoma (Mt 11, 20-24). No ocurre lo mismo en Marcos, más preocupado de mostrar la evolución interior y psicológica de Jesús. Ciertamen­te no carece de emoción la constatación por parte de Jesús y de sus discípulos del fracaso de su misión: ellos "se turbaron sobremanera" (v. 26; cf. también la alusión, propia de Marcos, al amor inútil de Jesús, en el v. 21). Pero el v. 27 expresa el abandono de Jesús en la decisión de Dios: solo El salva, y si El no consideró imposible sacar a un pueblo del vientre estéril de Abraham, no sentirá ninguna dificultad para hacer nacer su Reino a partir de una misión sin resultado aparente. El siervo es signo del designio de Dios, no es, necesariamente, su ejecutor: Dios se reserva los últimos medios para constituir su Reino y El es el único que los conoce (cf. Me 13, 32).

b) Jesús no puede, sin embargo, evitarse el poner de relie­ve las condiciones que explican la incredulidad del pueblo y el episodio del joven es particularmente ilustrativo a este res­pecto.

Desde el principio el joven plantea la cuestión de la salva­ción, la única cuestión importante: ¿qué hay que hacer para salvarse? (v. 17). Pero la plantea mal al dirigirse a un "maestro bueno", a un rabí entre otros (v. 17). Busca solamente una opi­nión de escuela, entre otras..., y como habrá otras y diferentes respuestas, se reserva de antemano el derecho de escoger entre ellas, o incluso el de no escoger. Jesús rechaza inmediatamente esta manera de actuar recordándole la existencia de Dios, único que es bueno (v. 28). De esta forma deja entender que su res­puesta no será una opinión de escuela, sino una orden divina que obliga a actuar en vez de perderse en discusiones sin fin.

Jesús recuerda al joven lo esencial de la ley (v. 19). Pero el joven plantea una nuevar cuestión, no con vistas a obedecer me­jor, sino para prolongar ía discusión y así retardar la oportuni­dad de la obediencia (la misma actitud en Le 10, 29).

Y he aquí que la buena conciencia legalista del fariseo or­gulloso de cumplir con todos sus deberes detiene una vez más al joven: él obedece a toda la ley, cree (v. 20). ¿Qué más hace falta para salvarse?

Jesús deshace inmediatamente este legalismo, nuevo pretexto para no creer, y formula un mandamiento preciso: "sigúeme"

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(v. 21). El joven muestra entonces que sus cuestiones preceden­tes no eran más que evasiones: situado ante la orden de creer, confiesa no tener fuerzas para ello y se retira en el momento en que es invitado a superar la discusión ética y el legalismo para encontrarse con la persona misma de Jesús y seguirle.

Creer y salvarse es, a fin de cuentas, unirse a la persona de Jesús.

c) Los retoques añadidos por la comunidad primitiva aña­den un nuevo obstáculo para la salvación: no solamente las discusiones éticas, el legalismo del fariseo, sino también la ri­queza, impiden al hombre entrar en el Reino (vv. 22, 23, y la palabra rico en el v. 25). Los primeros cristianos, sobre todo en Jerusalén, confundieron a veces el Reino con la clase social de los pobres, mientras que la asamblea creada por Cristo no tiene en cuenta ninguna pertenencia social, cultural o nacional. San Mateo matizará esta exclusividad al hablar de los "pobres en espíritu" (Mt 5, 3) y al suprimir la maldición de los ricos con­servada por Le 6, 24.

* * *

También es hacer legalismo decir a los ricos que han de ha­cerse materialmente pobres para participar en el Reino; lo mis­mo que es una ilusión ridicula proclamar a la pobreza bienaven­turada dejando entender que los pobres entrarán un día en un reino de bienestar.

En realidad, la verdadera pobreza del rico no es "no tener nada", sino comprometerse con los pobres y especialmente con aquellos que no pueden organizarse, defenderse y liberarse. Un compromiso semejante es exigido eminentemente a aquellos cristianos que abandonan libremente todo bien material y ha­cen voto de pobreza.

Comprometerse en el camino de la pobreza supone hoy ana­lizar las causas de la miseria, tomar en serio la conciencia de clase, poner los medios que permitan, efectivamente, mejorar la suerte de todos. Solo con estas condiciones tiene la pobreza la posibilidad de ser evangélica.

IX. Lucas 17, 11-19 Este relato de la curación de los diez le-evangelio prosos está en conformidad con la legis-3.er ciclo lación contra la lepra fijada por Lev 13,

45-46 y 14, 2-7. Cuando los leprosos son enviados por Cristo a que se presenten a los sacerdotes, aquel se somete a las exigencias de la ley. Nueve de ellos se presentan efectivamente a los sacerdotes. Pero el décimo, que es samari-

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taño, no está obligado a someterse al examen por parte del sacerdocio judío y, por consiguiente, puede volver a expresar su agradecimiento a Cristo5.

* * *

a) Este relato constituye, pues, una nueva pieza que aña­dir al acerbo integrador de la polémica de los primeros cristia­nos contra los judíos. La ley obstaculiza la libertad de expre­sión de los sentimientos; el pagano está más cerca de la ver­dadera religión porque es libre frente a la ley y más sensible a la única liberación efectiva, la que proporciona la cruz (Gal 2, 19-20; 5, 11-16; 2 Cor 5, 15-18), la de la gracia gratuita (Rom 5, 12-17; 6, 14-15). A la gratuidad del gesto de Dios responde con frecuencia la acción de gracias espontánea del hombre li­berado. Una relación así no podía establecerse dentro del mar­co de la ley en la que todo está en la línea del "dar al que da"; se sitúa, por el contrario, en la línea de la íe: "Vete, tu fe te ha salvado."

b) La lepra aparece frecuentemente en la Biblia como símbolo del pecado. El milagro de Cristo supera, pues, el sig­nificado de una simple curación para configurar la obra de la salvación que saca al hombre de su pecado.

* * *

Hay todavía cristianos que se parecen a esos nueve leprosos judíos: practican mucho, pero no saben contemplar; comulgan con frecuencia, pero no saben dar gracias. Su ética carece de horizonte, replegada sobre sí mismo; la minucia y el escrúpu­lo invaden su vida moral. Su Dios lleva una contabilidad... Al mismo tiempo, se sienten incapaces de abrirse realmente a la iniciativa del Otro, a la gratuidad.

Los sacerdotes judíos encerraban a los leprosos curados en el Templo. De igual modo, hay sacerdotes en la Iglesia que han educado a los laicos en esa minucia legal y en esa entrega de cuentas que son tan contrarias a la verdadera acción de gra­cias y a la comunión personal entre Dios y el hombre. Y sucede hoy que esos fieles experimentan un despego cada vez más pro­fundo respecto a los sacramentos...

B. LA DOCTRINA

1. El tema convocación y reunión

Uno de los mayores frutos del trabajo conciliar será, sin duda, la Constitución dogmática sobre la Iglesia. Por medio del bautismo, el cristiano se convierte en miembro activo de la

6 Véase el tema del universalismo de la fe en este mismo capítulo.

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Iglesia, Cuerpo de Cristo. Además está llamado a desempeñar un papel único e irreemplazable para la salvación de la huma­nidad, pero este papel no lo puede vivir correctamente más que en la Iglesia. ¿Qué queremos decir con esto?

Cuando los cristianos se reúnen para celebrar la Eucaristía, ¿se dan cuenta de lo que significa su misma reunión? El per­tenecer a la Iglesia no es un bien que se posee de una vez para siempre ya desde el bautismo. Esta pertenencia se va haciendo cada vez más profunda a través de una iniciación siempre re­novada. Ello supone una entrada cada vez más viva en los la­zos que la Iglesia crea entre los cristianos cuando los reúne —aunque dependa de la calidad de esa reunión—en torno a la Eucaristía. Ahora bien: bastantes cristianos se imaginan que las modalidades concretas de reunión son puro asunto adminis­trativo y que lo esencial de una celebración eucarística se re­duce a la celebración del sacrificio de la cruz y a la participa­ción aportada por cada uno. Participan de la Eucaristía sin darse cuenta del significado de la asamblea eclesial en sí mis­ma. Y, por no haber percibido el significado de la asamblea eu­carística, en que la Iglesia los reúne, captan mal también el sentido concreto que entraña su pertenencia o afiliación a la Iglesia cuando se encuentran en medio del mundo, allí donde la existencia eclesial es como la de la levadura en la masa.

Una teología de la asamblea puede ayudar al cristiano a pro­fundizar su sentido de la Iglesia, tanto en el terreno en que la Iglesia reúne, efectivamente, a los hombres para iniciarlos cada vez más en el misterio de Cristo (plano eucarístico), como en el terreno en que la Iglesia no tiene misión de reunirlos y don­de ella se hace presente o existe en sus miembros, dispersos en­tre los hombres (plano de la vida en el mundo). fe.

En tiempos de cristiandad, cuando la Iglesia no se conten­taba con reunir a sus miembros para la celebración de la Euca­ristía, sino que tenía una tutela sobre muchos aspectos de la vida de los hombres, los cristianos podían vivir constituidos en Iglesia, sin tener una conciencia explícita de su condición. Pero hoy, en medio de un régimen de civilización profana, la tutela de la Iglesia tiende a desaparecer cada vez más, y los cristianos, si no andan con cuidado, corren el riesgo de tener que obrar aislados y ver cómo se va degradando el testimonio que dan de Cristo resucitado.

Israel, un pueblo reunido La primitiva organización social por la llamada de Yahvé del pueblo elegido se compone de

grupos concéntricos: la familia, el clan, la tribu. A medida que se aleja de la familia, la comuni­dad de sangre desempeña un papel cada vez menos importan-

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te. Al nivel de todo el pueblo, la unidad no descansa sobre la organización política, sino sobre el reconocimiento de un mismo Dios. La federación de las tribus se hace en nombre de Yahvé.

De este modo, el pueblo de Israel concibe su unidad como la de una reunión convocada permanentemente por la llamada de Yahvé. Y, naturalmente, esta unidad trata de forjarse en las reuniones efectivas de tipo cultual. Desde el desierto se ve a Moisés, portavoz de Yahvé, convocar en su nombre asambleas del pueblo. En medio de un cuadro ritual e incluso sacrificial, en presencia de todo un pueblo reunido, se firma la alianza y Yahvé entrega su Ley a Israel, por manos de Moisés.

En medio de los cambios de la historia del pueblo de Israel, y cuando los acontecimientos lo permitieron, dichas asambleas se renovaron. La concepción que se tenía de ellas y el desarrollo de su estructura testimonian el arraigo de la fe. Poco a poco va tomando cuerpo una teología de la asamblea. Yahvé, y úni­camente Yahvé, es el que la convoca, porque El únicamente tiene la iniciativa de la salvación. Por otra parte, la asamblea convocada es siempre ecuménica por naturaleza, porque la sal­vación está en la unidad, y todo el pueblo, aun cuando esté dividido, aun cuando esté disperso, está representado en ella. Finalmente, la asamblea se presenta, ante todo, como un ser­vicio de la Palabra, porque únicamente la proclamación de la Palabra puede convertir al pueblo y restituirle a su fidelidad.

Cuando los profetas evocan el futuro mesiánico, recurren, naturalmente, al tema de la asamblea, pero cargándole de nue­vos valores que estaban ya previstos para el fin de los tiem­pos. La reunión final, cuya iniciativa corresponde a Yahvé, conseguirá agrupar de nuevo a todas las tribus de Israel que habían sido anteriormente diseminadas por el cisma o el exilio. Y además esto concernirá a todas las naciones.

Este nuevo ecumenismo de la asamblea final se presenta de diversos modos según las épocas y según los autores. Según unos, las naciones asistirán a su propio juicio; según otros, in­tervendrán estas para ayudar a Israel a encontrar de nuevo su unidad. Y para otros todavía, participarán en la propia asam­blea y en ella desempeñarán su papel, porque la salvación de Yahvé concierne a todas las naciones.

Por consiguiente, como puede verse, en el Antiguo Testamen­to la teología de la asamblea nos proporciona los primeros ru­dimentos de la eclesiología del Nuevo. Pero la intervención de Jesús de Nazaret va a transformar sustancialmente esta teo­logía.

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Cristo resucitado es el que El designio divino de reunir a reúne a toda la humanidad todas las naciones se realiza en

Jesús de Nazaret. En un prin­cipio, Jesús está convencido de que el pueblo elegido, reunido previamente, será el instrumento privilegiado de la reunión universal. Pero cuando Israel le rechaza, queda privado de este privilegio, y entonces la reunión universal se hará en torno a Cristo crucificado a quien Dios resucita de entre los muertos. En el Nuevo Testamento hay numerosas parábolas que evocan la obra de Jesús con las palabras de "convocatoria" y de "re­unión". Así las parábolas del banquete, de la pesca, etc.

Varios elementos caracterizan la reunión mesiánica inaugu­rada en Jesucristo. En primer lugar, el Mesías contribuye acti­vamente a esta concentración. Dios no puede realizar sus de­signios de reunión, más que si el hombre colabora en ello. Los designios divinos constituyen una tarea para el hombre, un programa; no vienen como llovidos del cielo. El cumplimiento de esta tarea nos proporciona la materia misma de la historia de la salvación. Interviniendo en la historia, Cristo coloca la piedra angular de la construcción. Bajo su Cabeza deben ser recapituladas todas las cosas. Pero todos los hombres están lla­mados a colaborar en la construcción del edificio.

En segundo lugar, en esta reunión universal, no se reconoce ya a Israel ningún privilegio, ni al término de la Asamblea, ni siquiera en la convocatoria de la misma. Es el acta o partida de nacimiento del verdadero universalismo. Con respecto a esta reunión, todos los hombres se encuentran en una situación de perfecta igualdad. Todos son criaturas y pobres pescadores. Pero todos están llamados a formar parte de la Familia del Pa­dre, quienquiera que sean. Además todos pueden participar, en Cristo, en la empresa unificadora.

Finalmente, la reunión mesiánica no tiene más origen que el amor. Dios llama a todos los hombres a la salvación, porque los ama y es el primero en amarlos. Este amor del Padre se ha cumplido en el envío de su Hijo que, en su humanidad, se ha convertido en compañero de Dios para la realización de sus designios. En la humanidad de Cristo, el amor del Padre se des­pliega en amor fraterno universal, un amor que llega hasta el don total de sí mismo, un amor que está regulado por la obe­diencia al Padre, hasta morir en la cruz. Por eso, con su Resu­rrección, Cristo desempeña plenamente su oficio de reunir a toda la humanidad.

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La Iglesia, sacramento El día de Pentecostés la pequeña comu-de reunión universal nidad apostólica se consideró a sí mis­

ma como la asamblea de los últimos tiempos anunciados por los profetas. Esta asamblea es como el fruto de una iniciativa divina, porque la reunión se efectúa en torno a Cristo, a quien Dios ha resucitado de entre los muer­tos, y la llamada a la salvación, de que es portadora, tiene un alcance universal, como lo indica claramente el milagro de las lenguas. Cuando empiezan las misiones entre los paganos, esta asamblea única se va a arraigar en diversos lugares, proporcio­nando un terreno cada vez más vasto al acto divino de llamada universal a la salvación en Jesucristo.

El misterio de la Iglesia puede expresarse en términos de llamada y de reunión, y, en todas partes donde se implanta la Iglesia, la llamada que dirige y la asamblea que se efectúa po­nen de manifiesto el misterio total de la Iglesia- La Iglesia universal no es la suma de las Iglesias locales, sino la comunión de todas estas Iglesias, que tienen todas ellas la misión de manifestar el misterio único de la Iglesia en todo su alcance de universalismo.

En todas partes donde repercute la obra de la Iglesia, la lla­mada universal a la salvación es un acto cuya iniciativa su­prema viene de Dios. Pero es también un acto de Cristo y de la Iglesia, que es su Cuerpo. Por consiguiente, la Iglesia es parte activa en la propia llamada, y todos sus miembros están llama­dos a desempeñar en ella su papel. El sacerdote, por ser minis­tro de Cristo Cabeza, será—a título privilegiado—el portador de la llamada universal a la salvación. Pero esta responsabilidad atañe también a todos los miembros del Cuerpo de Cristo, a cada uno por su parte.

La llamada a la salvación en Jesucristo es universal de de­recho. Nadie está excluido de ella, cualquiera que sea su estado, su sexo, su situación social, su mundo cultural, su mayor o menor virtud. La Iglesia tiene la misión de ir al encuentro de todos los hombres, allí donde estén, y tomar contacto con ellos, en cualquier estado en que se encuentren. Esto entraña para la Iglesia una exigencia fundamental de adaptación. La Iglesia, a lo largo de su historia, debe hacer todo lo posible para que la universalidad de derecho que la caracteriza se convierta en una universalidad de hecho.

Finalmente, la llamada o misión de convocar de que es por­tadora la Iglesia en todas partes donde se implanta, provoca una reunión de alcance universal. La vida que la Iglesia da a sus miembros se llama amor sin fronteras, el mismo amor que se ha desplegado en el camino de obediencia de Cristo hasta la muerte en la cruz. La calidad universal de la asamblea uni-

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versal le viene, por tanto y ante todo, de la presencia de Cristo entre los suyos. Pero depende de cada uno el que se manifieste más o menos claramente ante los ojos de los hombres.

La misión, instrumento En los años que siguieron a Pentecos-de la llamada universal tés, el testimonio dado por la comuni-a la salvación dad apostólica de la Resurrección de

Cristo fue tomando cuerpo de una manera progresiva en la misión entre los paganos. En tiempos de San Pablo termina este proceso, que tiene un gran signifi­cado para comprender la condición del cristiano. El acto divino de la llamada universal a la salvación no llega realmente hasta los hombres más que por medio de una acción específica de la Iglesia que va a su encuentro. Esta acción específica se llama misión, y es tan fundamental en la vida de la Iglesia, que una Iglesia que fuera no misionera no sería la Iglesia de Cristo.

Desde el advenimiento del mundo moderno, la misión se presenta bajo un nuevo aspecto que nos invita a profundizar en el significado de las palabras "convocatoria" y "reunión". En efecto, la misión tiene lugar principalmente allí donde cris­tianos y no cristianos se relacionan diariamente, allí donde los primeros pueden manifestar a los segundos la esperanza que los anima. Pero hoy el terreno en que cristianos y no cristianos pueden relacionarse parece ser ajeno a las preocupaciones di­rectamente religiosas. Es un terreno en el que el hombre mo­derno se da cada vez más cuenta de que tiene una obra que cumplir con sus propios medios, de que tiene que responder a imperativos que se refieren a la edificación de la ciudad te­rrena, en una palabra, de que tiene que tomar en sus manos su destino. Es también el terreno donde el hombre moderno sufre cada vez menos la injerencia institucional de la Iglesia y donde, de hecho, la Iglesia como tal reúne a los hombres de una manera visible, puesto que el pueblo de la Nueva Alianza no es uno más entre los pueblos de la tierra.

Ya señalamos en otro lugar (véase el tema del vigésimo no­veno domingo) que la misión, cuando se dirige al hombre mo­derno, está obligada a encontrarle en lo que forma el centro de gravedad de la existencia de aquel, a saber: la propia pro­moción humana. La pregunta que nos planteamos aquí es la siguiente: Cuando se trata de la misión dirigida al hombre moderno, ¿qué contenido real hay que atribuir a la palabra "convocatoria" y a la "reunión" eclesial implicada en esta con­vocatoria? ¿Tienen todavía sentido estas expresiones cuando se ven privadas de sus puntos de apoyo empíricos tradicionales? ¿Decir "convocatoria" no es tanto como decir "palabra procla­mada explícitamente"? Y decir "reunión", ¿no es como decir "comunidad reunida concretamente"?

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Por nuestra parte, pensamos que estas expresiones deben conservarse y que es fundamental descubrir en ellas toda la actualidad que poseen, ya que en ello estriba la rectitud de la propia obra misionera. Es verdad que la misión en el mundo moderno se realiza principalmente allí donde la Iglesia no re­úne efectivamente a los hombres. Y también es cierto que la condición del cristiano en este terreno es la de un hombre "dis­perso" entre los demás hombres. Pero el cristiano, aunque esté disperso entre los demás hombres, no está jamás "aislado". Si­gue siendo un miembro vivo de la Iglesia y su existencia en­tonces es como la de la levadura en medio de la masa. Para dar testimonio de la Resurrección de Cristo en plena vida, el cristiano disperso tiene necesidad de "señales" eclesiales. Estas señales son los otros miembros del Cuerpo de Cristo, sacerdotes y seglares, sumergidos como él en las realidades cotidianas. Los propósitos fundamentales que animan a los cristianos les invi­tan a reconocerse entre sí, a apoyarse unos a otros, a comuni­carse uno a otro el eco de su propio caminar.

O, dicho de otro modo, cuando se trata de la misión con el hombre moderno, las palabras "convocatoria" y "reunión" con­servan su significado esencial. La Iglesia es siempre la que llama a la salvación, y el cristiano solo da testimonio de Cris­to unido a la Iglesia. El no-cristiano tiene que darse cuenta de que la llamada a la salvación que le viene al contemplar la vida de un cristiano, tiene su origen mucho más allá de la conciencia individual de este último.

La asamblea eucarística, Todo lo que hace la Institución ecle-centro de la Institución sial tiene por objeto el constituir y eclesial presentar a la Iglesia como un mis­

terio de llamada y de reunión. El te­rreno donde trabaja es el "rito" (tomado en el amplio sentido de la palabra), que es donde se basan las relaciones con Dios y se expresan por sí mismas, y donde se encuentran los medios concretos de repercutir profundamente en el hombre. En este terreno, la llamada a la salvación repercute explícitamente, y, como respuesta a esta llamada, los hombres se reúnen efecti­vamente. En el momento en que la misión se desarrolla en lo esencial sobre un terreno en el que la Iglesia no reúne efecti­vamente a los hombres, hay que subrayar todavía más la im­portancia de lo que ocurre en el terreno donde ella lo hace. La Iglesia como levadura en medio de la masa no tendría nin­guna consistencia si la Institución eclesial no desempeñara su papel en la constitución y la manifestación del misterio de la Iglesia.

El organismo exterior de que se reviste la Institución ecle­sial responde a unos criterios de orden teologal y no de orden

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administrativo. La iniciación de sus miembros y de sus futuros miembros en el misterio de Cristo necesita una serie de reunio­nes relacionadas entre sí orgánicamente y que manifiesten pro­gresivamente su contenido. En el corazón de este organismo eclesial, encontramos la asamblea eucarística de los centros locales de evangelización, ya se trate de la iglesia episcopal (la catedral) o de sus "filiales" parroquiales (observemos que la mayoría de nuestras parroquias no responden a su primitiva definición).

En este punto central, la llamada a la salvación aspira a ex­presar todo el proyecto de catolicidad de la Iglesia. La palabra proclamada debe manifestar que los fieles que han sido con­vocados tienen unos lazos de fraternidad universal que han sido constituidos en Jesucristo, crucificado, de una vez para siempre. Y la propia asamblea debe estar organizada de tal ma­nera que todos encuentren en ella su sitio, cualquiera que sea su diversidad. El fruto principal de la asamblea eucarística de un centro de evangelización es el de constituir una comunidad cristiana capaz de hacer comprender a todos la llamada a la salvación.

En torno a estas asambleas eucarísticas debe desarrollarse todo el organismo eclesial, en función de las exigencias concre­tas de la misión en un tiempo dado. La llamada a la salvación, antes de ser proclamada en el acto central de la vida de la Igle­sia, debe llegar a los hombres a través de múltiples ocasiones o etapas precedentes. Hay momentos o etapas de llamada que conciernen a los no cristianos y que implican un dispositivo eclesial de acogida y de camino hacia la fe en Cristo, dispositivo que es tan necesario restaurar hoy. Y hay también ocasiones o momentos de llamada destinados a los cristianos, que cuan­do escuchan la palabra que los llama, se reúnen, uniendo toda­vía más la realidad sociológica que define a tal grupo de cris­tianos y sus deseos apostólicos.

En una palabra: los múltiples puntos del organismo eclesial donde la llamada a la salvación implica una reunión, deben permitir que la Palabra reúna a los hombres allí donde están concretamente, y marcan el camino de iniciación en el miste­rio de Cristo que hace pasar al hombre por asambleas cada vez más "católicas".

Siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II y para devolver a la institución eclesial todo su vigor, es necesario un serio "aggiornamento". Hay que abandonar el aspecto admi­nistrativo que domina todavía con mucha frecuencia la orga­nización del aparato institucional de la Iglesia, mientras que este debe significar realmente el proyecto de catolicidad que anima al Cuerpo de Cristo. En el mundo actual es indispensable que los cristianos sean iniciados concretamente en este proyec-

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to de catolicidad, si quieren que permanezca vivo en ellos, cuan­do se encuentran "dispersos" entre los hombres, en medio de las realidades diarias.

2. El tema del universalismo de la fe

El estudio de este tema (véase evangelio. 3.er ciclo) pondrá de manifiesto en qué sentido pertenece el universalismo a la lógica interna de la fe en Jesucristo. Veremos por qué el uni­versalismo de la fe se concreta en un proyecto misionero que abarca a la humanidad entera y, a la luz de esto., comprendere­mos mejor por qué la obra misionera es una tarea histórica ad­mirablemente densa y extraordinariamente larga.

El mundo ha conocido siempre ideologías de carácter uni­versal. Para conjurar la seducción de estas, muchos cristianos reducen a veces el universalismo de su fe a un ideal de frater­nidad mundial. Que el Evangelio se presta a una tal reducción, algunos cristianos de la valía de Gandhi lo han comprobado con éxito. í?ero, reducido a estos limites, el Evangelio no libera su secreto: el misterio del Homore-Dios, Jesucristo. Tampoco libera el principio de su verdadera eficacia: la vida divina com­partida por los hombres.

Israel y el La aventura espiritual de Israel invita a reco-particularismo nocer a Dios como el Todo-Otro, el Creador uni-de la fe. versal, el Dueño absoluto del destino de todas

las naciones. El designio de Yahvé concierne necesariamente a todos los pueblos, y ninguno de ellos puede escapar a su intervención todopoderosa. Tal perspectiva no ha sido elaborada al primer intento, pero puede afirmarse que se hace normal a partir del destierro de Babilonia. Visto del lado de lo divino, el universalismo pertenece a partir de entonces al contenido de la fe.

Pero ¿en qué consiste el universalismo desde el punto de vista del hombre? El reconocimiento del Dios que salva lleva consigo una exigencia de fidelidad por parte de Israel. En términos de la alianza, el don divino implica, como contrapartida, una res­puesta del hombre; tal respuesta no puede ser eficaz por el mero hecho de pertenecer al pueblo elegido. ¿En qué va a consistir esta fidelidad? Comienza en este punto, bajo la dirección de los profetas, un intenso proceso de interiorización, que descubre progresivamente las exigencias morales de la alianza. Pocos res­ponderán, en realidad, a tales exigencias. Se constituye un pe­queño Resto: los pobres de Yahvé, los cuales se beneficiarán de las promesas, pues son los que lo han puesto en Dios todo y los

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que observan la Ley con amor. El designio de Dios es universa­lista, pero solo ese pequeño Resto se salvará; los demás hombres serán sometidos a juicio.

Es curioso de constatar, además, que el ejercicio de la fe en Israel no engendra la misión. Este hecho es el signo por exce­lencia de su particularismo. Es cierto que, tras el destierro, las comunidades judías de la Diáspora hacen un gran esfuerzo de apertura y de asimilación al mundo que los rodea y buscan adeptos. Pero la ambición que les anima es señal reveladora de proselitismo: su afán es aumentar la importancia del pueblo elegido y no facilitar a los gentiles su acercamiento al Dios vivo por caminos que no comportan la pertenencia al pueblo elegido.

Cristo y el Con la intervención histórica de Cristo, el régi-universalismo men de la fe desvela su exigencia interna de de la fe universalismo. La respuesta de la fe a la inicia­

tiva amorosa de Dios brota de un hombre, Jesús, a quien la unión hipostática coloca ontológicamente en una condición "filial". El Hombre-Dios responde eficazmente a Dios, ya que es el Hijo único y no por haber extraído esta adhesión de su poder de criatura. En otros términos: Jesús no funda la res­puesta al plan universal del amor divino en su calificación de orden moral, por sublime que sea; la funda en su calidad de Hijo de Dios. Su conducta moral, ciertamente, es plenamente adecuada a ese "sí" perfecto, pero no lo ha engendrado.

La salvación de Jesucristo no admite ningún privilegio de raza, de cultura, de inteligencia o de virtud. Todos los hombres están llamados a pronunciar en Jesucristo el "sí" filial al Padre, a título de su filiación adoptiva y cualquiera que sea su condi­ción o situación. Nadie queda excluido de esta invitación, que no es otra que la expresión del más grande amor.

La vida de Jesús da testimonio más que suficiente en favor del universalismo de la fe. Jesús está en la línea de los Pobres de Yahvé, pero no teme romper todas las formas de particula­rismo: frecuenta a los publícanos y pecadores y rechaza los en­tredichos que apartaban a ciertas categorías sociales. Y en cuan­to a los paganos con quienes se encuentra, Jesús está siempre dispuesto a exaltar su fe, si la viven.

La Iglesia universal La reflexión sobre el universalismo de la de los creyentes fe conduce necesariamente a profundizar

más en el misterio de la Iglesia y de su catolicidad. Para manifestar esta, no basta, en efecto, afirmar que la Iglesia está abierta a todos los pueblos y que puede adap-

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tarse a todas las culturas, sin estar ligada a ninguna de ellas. También es preciso manifestar en qué sentido tienen derecho todos los hombres de sentirse en la Iglesia como en su propia casa y con qué medios piensa la Iglesia honrar esta legítima pretensión.

Ahora bien: según acabamos de ver, el reconocimiento del Salvador del mundo no lleva consigo ningún desarraigo cultu­ral; solo requiere, en lo más íntimo de la indagación espiritual que dirige la historia de un pueblo, la conversión, es decir, la renuncia a toda forma de particularismo. El arraigamiento del misterio de Cristo se efectúa, en efecto, bajo el signo de la com­pleta realización, no de la destrucción. Toda la diversidad de la humanidad está llamada a reencontrarse en la Iglesia, y no existe ninguna indagación de Dios que no pueda terminar en El tras las purificaciones necesarias.

Por lo demás, en la medida en que el pueblo de Dios pro­fundiza la cualidad universalista de su fe, puede asumir en ella toda la diversidad de los itinerarios espirituales que pueden lle­var al descubrimiento del Dios vivo de Jesucristo. Vivir tal fe es tratar de encarnarla dentro de una fidelidad lo más perfecta posible al mandamiento del amor fraterno sin fronteras. Tal amor no solo lleva consigo la aceptación del otro como dife­rente de uno; es, sobre todo, voluntad de promover al otro en el misterio de su alteridad, es rechazo de toda tentativa de anexión. No puede uno honrar el universalismo de su fe sino en el terreno del amor verdadero. A este nivel de profundidad es como se desvela la ley de catolicidad como exigencia de comu­nión: el cambio de vida y de energía entre los miembros del pueblo de Dios en crecimiento condiciona la posibilidad y la va­lidez de una multiplicidad de indagaciones espirituales que lle­van hasta el único misterio de Jesucristo.

Universalismo de la fe La historia de la comunidad primitiva y deber misionero es rica en enseñanzas: la misión se im­

pone como una exigencia de la fe desde el instante en que los acontecimientos llaman a la Iglesia na­ciente a despojarse de su particularismo judío. Concretamente es en Antioquía donde se opera un cambio decisivo en este as­pecto. Hasta entonces la mayor parte de los cristianos eran ju­díos convertidos y se veía mal que los paganos deseosos de unir­se a los discípulos del Resucitado no aceptaran en principio las obligaciones de la ley mosaica. Pero en Antioquía, tercera ciudad del Imperio romano, los paganos que se convierten son sufi­cientemente numerosos para que la comunidad local tome con­ciencia del verdadero problema planteado para su entrada en la Iglesia; gracias a ellos, el cristianismo de los orígenes toma contacto con un mundo diferente del mundo judío. En estas

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condiciones, el universalismo de la fe en Jesucristo debía poner de manifiesto sus propias exigencias. Bernabé y Pablo procla­man que no es necesario hacerse judío para ser cristiano, y ob­tienen la autorización de la Iglesia apostólica de Jerusalén. Pronto se produce en Antioquía un acontecimiento de alcance incalculable: la comunidad envía a sus jefes de misión. El ejer­cicio auténtico de la fe—una fe despojada de todo particula­rismo—se despliega espontáneamente en actividad misionera: el único medio de vivir esta fe es, en efecto, tratar de promo­verla en los demás actualizando el mandamiento nuevo de una caridad sin fronteras.

Guardando las debidas proporciones, la Iglesia actual conoce una situación análoga a la que acabamos de evocar. Por todas partes encuentra hombres y mujeres que pertenecen a universos culturales diferentes del suyo; una minoría de entre ellos cons­tituye las jóvenes Iglesias de Asia y de África. Aparte de esto, el conjunto de culturas se ven envueltas en una profunda trans­formación bajo la influencia de la ciencia y de la técnica: se constituye un mundo moderno, y los cristianos, cada día más numerosos, que son influenciados por este ambiente, adquieren el aspecto de hombres nuevos dentro de la Iglesia. Ante esta situación, la Iglesia debe despojarse, como la de Antioquía, de todo particularismo y exponer a plena luz el universalismo de su fe. La empresa es difícil, ya que las ataduras de la Iglesia con la vieja herencia grecorromana se han convertido en una es­pecie de segunda naturaleza.

Sobre este aspecto, el Vaticano II marca el punto de partida de una profunda renovación. El Concilio ha aceptado delibera­damente la perspectiva de una gran diversidad en el pueblo de Dios. Pero para que puedan coexistir miembros diversos dentro de una Iglesia única, para que cada uno de ellos aporte una pie­dra irreemplazable para la construcción común, es preciso que se establezca entre ellos un cambio.permanente; para designar­lo, el Concilio ha hablado de diálogo, manifestando así el ca­rácter de una caridad que se hace plenamente lúcida en el com­portamiento que inspira. Tal diálogo debe tomar cuerpo en el terreno concreto de la vida cotidiana de la humanidad, con las dificultades que lleva consigo. Este diálogo no es una tarea intra-eclesial; la Iglesia desea promoverlo al servicio de la paz entre todos los hombres. La unidad dentro de la diversidad puede convertirse en el gran signo eclesial, dando al mundo la cer­teza de que Jesucristo ha destruido efectivamente los muros de separación entre los pueblos. Cuando el deber misionero se com­prende en esta línea, aparece como una traducción auténtica del universalismo de la fe: la exigencia del diálogo a promover entre todos los hombres, y al que la caridad de Cristo dota de inspiración y de principio. Además, cuando la empresa misio-

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ñera abraza, en este aspecto, la aventura de la historia humana, entonces se comprende que aquella sea, al mismo tiempo, una empresa urgente y asombrosamente larga.

La Eucaristía, La celebración eucarística coloca al creyente en generadora del relación viva, la más íntima, con el misterio de universalismo Cristo. Es el lugar privilegiado donde se elabora de la fe dentro del ser espiritual del bautizado la facul­

tad de creer con toda la amplitud universalista requerida. Solo el hijo adoptivo del Padre puede, a imitación del Primogénito, actualizar tal poder.

Mas sería necesario creer en el automatismo de esta elabo­ración. Las modalidades concretas de la celebración, la calidad de la participación del creyente, juegan un papel muy impor­tante. Sería preciso manifestar claramente que el Reino para el que la Eucaristía inicia a los creyentes es un don de fraternidad universal, adquirido en Jesucristo de una vez para siempre. Re­cibir tal don es descubrir en sí toda la distancia entre lo que ya está cumplido y lo que, a nivel de la vida, queda por cumplir.

Que los cristianos lleven con lucidez, al salir de la celebra­ción eucarística, esta tensión viva entre la fraternidad universal dada en Jesucristo y lo que les queda por hacer. Que la lleven con coraje y clarividencia, para que esta fraternidad tome cuer­po en la vida de los hombres. Solo así actualizarán en lo co­tidiano de su existencia la Buena Nueva de la salvación.

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VIGÉSIMO NOVENO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Isaías 45, 1, 4-6 Ciro, rey de los persas, está a punto de aca-1.a lectura bar el imperio babilónico. Sus ejércitos l.er ciclo entrarán en la capital en 539. Para ganar­

se su favor, Ciro liberará a un gran núme­ro de naciones, reducidas a la esclavitud por Babilonia. Y en­tre ellas los hebreos. El profeta anuncia esa liberación próxima que restituirá al pueblo su tierra y su templo, y no tiene re­paro en atribuir a Ciro una vocación análoga a la de los reyes y de los profetas en Israel.

En este texto se llega incluso a considerar a Ciro como el "Ungido" de Yahvé, título originariamente reservado al rey (1 Sam 9, 26) y que se convertiría en título mesiánico ("Ungi­do" = "Mesías"). Esta aplicación a un rey extranjero puede re­sultar sorprendente, pero se explica en la medida en que el monoteísmo queda claramente afirmado (vv. 5-6). Como Único que es, Yahvé es también Señor de todos los hombres, Señor de todos los acontecimientos, y puede disponerlos como le plaz­ca en orden a lograr su manifestación al mundo. Por consi­guiente, ¿por qué no habría de poder un hombre extraño al pueblo elegido desempeñar cualquier función que Dios le asigne?

Nuestra fe en el Dios único nos invita a pensar que Dios está presente por doquier en el mundo y que actúa en él como mejor le parece. Para realizar su designio sobre la humanidad, muy bien puede Dios suscitar, fuera de la Iglesia, instrumentos vivos que, "sin conocerle" (w. 4-5), trabaja para El sin que ellos lo sepan. Todavía hoy se puede descubrir la mano de Dios en las situaciones de contraste de todo tipo que comprometen las ilusorias seguridades de los creyentes y les invitan a puri­ficar su fe.

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II. Isaías 53, 10-11 Estos dos versículos del cuarto poema del lfl lectura Siervo paciente ilustran el valor expiatorio 2° ciclo del sufrimiento, aceptado por obediencia a

Dios, hasta la muerte. En el Viernes Santo (tomo III, pág. 269) puede verse un comentario de todo el poema.

Al igual que los otros pueblos, el pueblo hebreo conoce ritos de expiación. Israel sabe que su salvación está vinculada a una iniciativa redentora de Yahvé, cuya primera manifestación tí­pica fue la liberación de Egipto. Pero ya desde el desierto tro­pieza la iniciativa divina con la infidelidad del pueblo; y vemos a Moisés y a Aarón expiar continuamente por las faltas de su pueblo por medio de la intercesión (Ex 32, 30; Núm. 17, 11-13). Y es su oración intercesora la que para el golpe de la cólera de Yahvé.

El drama personal de Jeremías (Jer 11, 19) va a permitir reconocer y profundizar en el nexo que existe entre la expiación de las faltas del pueblo y los sufrimientos del justo perseguido. Así, mientras que se continúan las liturgias tradicionales de ex­piación, el pensamiento religioso de Israel adquiere, en deter­minados círculos proféticos, una profundidad excepcional. Al mismo tiempo que se va haciendo cada vez más presionante el enfrentamiento con la muerte, consecuencia de la infidelidad del pueblo, se presiente en algunos medios privilegiados que la función de intercesión para expiar los pecados del pueblo to­mará cuerpo en el sufrimiento y la muerte del intercesor. La lectura del día es testigo de ello de la forma más explícita.

Una expiación de este tipo abre el camino a la salvación de Dios (v. 10). El mismo Siervo paciente quedará satisfecho (v. 11) y verá una posteridad (v. 10).

III. Éxodo 17, 8-13 Los amalecitas, a quienes Moisés combate 1.a lectura aquí, son un pueblo muy antiguo con el que 3.er ciclo también tendrá que enfrentarse David.

Fueron los adversarios de los hebreos y, sobre todo, de Judá durante varios siglos (Núm 13-14; Sal 83/ 84, 8).

El episodio recogido en la lectura de este día subraya la im­portancia de la mediación de Moisés en esta guerra y consti­tuye, con marginaciones un tanto mágicas, una lección de la perseverancia en la oración.

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IV. 1 Tesalonicenses 1, l-5b Parece cierto que la primera car-2.a lectura ta a los tesalonicenses fue escrita l.er ciclo en Corinto en el año 51. Enviado

por Pablo a Tesalónica, Timoteo acaba de volver junto al apóstol y presenta un informe bastan­te favorable sobre la fe, la esperanza y la caridad de los tesa­lonicenses (v. 3).

La dirección y las primeras líneas de la carta son el eco directo de las buenas noticias traídas por Timoteo.

* * *

a) Al subrayar el impresionante progreso de la fe de los tesalonicenses (v. 3) y el carácter prodigioso de su evangeliza-ción (v. 5), Pablo atribuye el mérito no a la elocuencia humana, sino al poder de Dios. El apóstol contrapone frecuentemente las palabras humanas a ese poder de Dios (1 Cor 2, 4; 4, 19-20); solo la palabra de los apóstoles puede sacar su vigor de la fuer­za del Espíritu que ha resucitado a Cristo (Rom 8, 11; 1 Cor 6, 14); esa palabra de los apóstoles toma el relevo de la palabra milagrosa de Jesús.

b) La palabra del apóstol lleva la carga del poder del Es­píritu por cuanto tiene a Cristo como objetivo. El kerigma va acompañado por milagros similares a los de Cristo (v. 5), mien­tras que la catequesis y la parénesis (v. 3) dan origen a la fe, a la esperanza y a la caridad, cuya única fuente es Cristo.

En 1 Tes, la fe designa ante todo la actitud fundamental del hombre ante la revelación de la salvación, actitud que le distingue de los paganos y que está hecha fundamental­mente de fidelidad (1 Tes 3, 2-6; 5, 24, 1, 8) y de adhesión a verdades como la resurrección de Cristo (1 Tes 4, 14), la de todos los hombres (1 Tes 4, 13-18) y la unidad de la historia dirigida por un Dios único hacia su cumplimiento (objeto de toda la carta).

c) El amor es depositado en nuestros corazones por Dios mismo (2 Tes 3, 5) y si Pablo no habla de ello especialmente en esta carta es porque sus corresponsales no parecen necesi­tarlo de manera especial (1 Tes 4, 9). Insiste, sin embargo, para que no se dejen coger en los límites de la comunidad y hagan extensivo su interés a todo el mundo (1 Tes 3, 12; 1, 15).

d) La esperanza se nos presenta en tres niveles distintos: es espera de un futuro extraordinario (2 Tes 3, 16), es confianza en Dios en medio del caminar terrestre (1 Tes 2, 9), es pacien­cia (v. 3; 1 Tes 5, 8) en la prueba. Pero, en definitiva, el objeto de la esperanza es siempre el mismo: el acceso a la gloria de Dios (1 Tes 5, 10; 1, 11).

* * *

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Este trio: fe, esperanza y caridad parece haber existido en el cristianismo desde antes de la primera carta a los tesa-lonicenses: el genio literario judío utiliza frecuentemente este trío siempre que describe una realidad sagrada y cabe pensar que Pablo lo ha encontrado en las comunidades para resumir la actitud fundamental del cristiano frente a Dios y a su Cristo.

V. Hebreos 4, 14-16 El autor de la carta a los hebreos asegura 2.a lectura a los judíos convertidos, que siguen fieles 2.° ciclo al Templo y a quienes la persecución ha

obligado a abandonar Jerusalén, que no han perdido su referencia al sacerdocio ni la posibilidad de sa­crificar, ya que el verdadero sumo sacerdote no es ya el que celebra en el Santo de los Santos, sino Jesucristo, que ha ofi­ciado una vez para siempre, en calidad de mediador único.

A part ir del v. 14, el autor recuerda el contenido de la profesión de fe cristiana: que Cristo es "heredero de todas las cosas" y que está unido al Padre ("sentado a su diestra": Heb 1, 2-3). Explica después que Cristo es sacerdote y mediador (Heb 4, 15-5, 10).

La argumentación del autor es doble: por una parte, Cristo representa a la humanidad por cuanto se ha hecho hombre (vv. 15-16); por otra parte, como Hijo de Dios que es, sentado a la diestra del Padre, es igualmente representativo del mundo divino (v. 1). Es, pues, un mediador perfecto.

Cristo representa a la humanidad por cuanto ha asumido todas sus condiciones: ha conocido sus fracasos, ha experimen­tado sus limitaciones, ha sufrido sus tentaciones. Pero h a t rans­figurado esa debilidad para cumplir con su sacerdocio. ¿Por qué no habrían de gozar los fieles, a su vez, de ese privilegio?

Se impone una conclusión: avancemos con seguridad hacia el "trono de la gracia" (v. 16; cf. Heb 10, 22); es decir, hacia un rey de bondad que hace gracia incluso al culpable y ofrece su benevolencia a quienes se la piden (cf. Est 4, 11, 5, 1-2).

VI. 2 Timoteo 3, 14-4, 2 Después de haber recordado a Timo-2.a lectura teo las maravillas pasadas de la 3.er ciclo evangelización (2 Tim 1) y expuesto

las dificultades presentes (2 Tim 2), San Pablo, pasa a enfocar el futuro y sus peligros: herejías y corrupción de la doctrina, apostasías y persecuciones, pródro­mos, según él, del combate decisivo entre el bien y el mal. Preo-

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cupado por armar a su discípulo con vistas a las luchas que tendrá que librar, le manda que huya de los hejeres (2 Tim 3, 1-9), que imite su ejemplo y que siga su doctrina (2 Tim 3, 10-14). Que se instruya también en la sagrada Escritura (vv. 15-16). Y que, "equipado" de esa forma (v. 17), hable "a tiempo y a destiempo" (v. 2).

Estos versículos son los más explícitos del Nuevo Testamento en torno al alcance y al valor de las Escrituras. Pablo empieza recordando a Timoteo que toda su educación se ha desarrollado a la manera judía, a part i r de las santas letras (v. 15): su for­mación no se apoya sobre teorías o fórmulas mágicas como las que montan los herejes, sino que se apoya sobre documentos, sobre "escrituras".

Por otra parte, esas Escrituras encierran una eficacia por sí mismas: no solo proporcionan un conocimiento filosófico o cós­mico, sino una "sabiduría" que no es otra que la "fe". Es, pues, normal que quienes hacen profesión de instruir a los demás se apoyen sobre las Escrituras en sus tareas docentes (v. 16), ya se t ra te de la didascalia, de la apologética o de la ética.

El hombre de Dios (v. 17) que explícita las múltiples virtua­lidades de las Escrituras y cuenta con su eficacia es un "hom­bre completo", realmente equipado para su ministerio.

Pablo subraya de paso que las Escrituras están inspiradas (v. 16): sus palabras t ienen un valor que las distingue de las palabras humanas , puesto que están formuladas con el poder del Espíritu que h a dirigido a los profetas. Esta precisión va destinada a explicar por qué las Escrituras son útiles al predi­cador y por qué es importante que se impregne de ellas.

Esta afirmación de la prioridad de la Escritura en la forma­ción y la enseñanza del apóstol encuentra afortunadamente su eco en el movimiento bíblico de nuestro tiempo. La presencia de Dios en la historia de la salvación, ta l como nos la relatan las Escrituras y que ha tenido su culminación en Jesucristo, es el cobijo por excelencia con que cuenta la fe y la esperanza del cristiano. Pero un auténtico conocimiento de la Escritura solo lo consigue el creyente que está no menos preocupado por leer la presencia de Dios en el hoy del mundo y los compromisos de los hombres.

La Escritura es regla de la fe, pero es la lectura de los "sig­nos de los tiempos" lo que desentraña toda su actualidad.

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VII. Mateo 22, 15-21 Este pasaje pertenece al relato de las evangelio "tentaciones" a las que escribas, fariseos l.eT ciclo y saduceos someten a Cristo. Los parti­

darios de Herodes formulan el primer ataque con la esperanza de que Jesús pronunciará alguna pala­bra que pueda ser atentatoria contra el César.

a) A la pregunta de los herodianos: "¿está permitido pagar el impuesto al César?", que no posee ningún derecho divino a reinar sobre el pueblo porque no es de la raza de David, Cristo responde con un argumento ad hominem: puesto que los fari­seos y sus discípulos aceptan la autoridad y los beneficios del imperio romano, que soporten también las prescripciones y las exigencias. Lejos de pronunciarse sobre la legitimidad del poder, Jesús se limita a precisar que ha sido aceptado y, por consiguien­te, merece obediencia.

Como los inquisidores se encuentran de esta forma no solo reducidos al silencio, sino confirmados además en su celo pro­romano, Cristo añade: "y dad a Dios lo que es de Dios". La obediencia cívica no constituye un obstáculo para los deberes para con Dios.

La enseñanza es doble: la autoridad civil tiene derecho a la obediencia, sobre todo de parte de quienes se aprovechan de las ventajas que lleva consigo (Rom 13, 1-8; Tit 3, 1-3; 1 Pe 2, 13-14). Pero esta obediencia no puede ser un obstáculo a la obediencia que se debe a Dios.

o) Intercalando este episodio a continuación de la parábo­la del festín, Mateo introduce una interpretación suplementaria (Mt 22, 1-14). La parábola del festín subraya la negativa con que muchos responden al llamamiento de Dios; al relatar a con­tinuación el triple enfrentamiento de los herodianos, de los sa­duceos y de los fariseos, el evangelista caracteriza las tres ac­titudes de rechazo que la Iglesia-asamblea puede encontrar. Algunos están de tal forma ligados a un "César" que les es im­posible reconocer al Señor; otros no pueden admitir un más allá para la vida presente; otros, finalmente, se envuelven, al igual que los fariseos, en una intransigencia de tal calibre y en una pureza tal que no pueden significar a la Iglesia de "todo el que llega". Mateo prepara así el cap. 23 de su evangelio, en el que Cristo maldice a esos oponentes, y el cap. 24, en el que Jesús anuncia la nueva asamblea y la "bendición" de los nue­vos congregados (Mt 24, 34), opuesta a la "maldición" de quie­nes han rechazado la invitación (Mt 23), y la nomenclatura de los congregados (Mt 25)

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No existe, pues, una verdadera oposición, basada en el Evas-gelio entre lo que es del César y lo que es de Dios. En efecto, el Reino de Dios no se sitúa fuera de los reinos terrestres, puesto que estos son asumidos por Dios en Jesucristo. Querer dar a Dios lo que le es debido implica, pues, que se dé al César lo que le pertenece. El Reino de Dios no es de este mundo en el sentido de que no es uno más de los reinos de acá abajo; pero sí está en el mundo en el sentido de que es extensible a todas las realezas terrestres. Por tanto, no se puede ser cristiano auténtico al mar­gen de las realidades.

La Iglesia no tiene, pues, por qué disputar a las realezas te­rrestres un espacio que tiene reservado para ella: ocupa ya todo el espacio del mundo, puesto que significa de manera visible la humanidad reconciliada con Dios. Por otra parte, tampoco tiene por qué ejercer su dominio sobre el mundo profano y seculari­zado. Y no será transformando a este último en cristiandad, sino enviándole sus miembros, como se hará extensible a él y signifi­cará para él su salvación final en Jesucristo1.

VIII. Marcos 10, 35-45 Este Evangelio reproduce el tercer anun-evangelio ció hecho por Jesús de su Pasión y de su 2.o ciclo muerte (cf. Me 8, 31-33 y Me 9, 30-32).

Este anuncio de la pasión, lo mismo que otras veces, suscita reacciones diversas en el grupo de los após­toles; si algunos de ellos consideran la posibilidad de prosperar en el Reino venidero (vv. 35-40), sin embargo, todos comprenden que la subida a Jerusalén les concierne igualmente y que acerca el final del plazo para beber la copa (v. 39) o para el servicio explícito de los hermanos (v. 43).

a) En el diálogo con los hijos de Zebedeo, Cristo presenta su pasión a partir de dos temas que Marcos es el único en aso­ciar : la copa y el bautismo2. Se trata de dos temas que revelan perfectamente la conciencia que tiene Jesús de su papel: la copa designa en el Antiguo Testamento el juicio de Dios sobre los pe­cadores (Os 5, 10; Nah 1, 6; Sof 3, 8; Jer 6, 11; 7, 20; 42, 18; 44, 6; Is 51, 15-22): esta copa debe ser bebida hasta las heces (Jer 25, 28; Ez 23, 31-34). La copa tiene, igualmente, valor sa­crificial (Núm 4, 14; 7, 23; 19, 25; Zac 9, 15), por ello vemos que Jesús piensa sufrir el juicio de los pecadores y hacerlo de ma-

1 Véase el tema doctrinal fe y promoción humana en este mismo capítulo.

2 A. FBUILLET, "La Coupe et le Baptéme de la passion", R. Bibl., 1967, págs. 356-91.

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ñera sacrificial (cf. Is 53, 10). Aislado, rechazado por el mundo del pecado, quiere, sin embargo, morir por este mundo y levan­tar así, por su muerte sacrificial, la hipoteca que la incredulidad hace pesar sobre la humanidad, impidiéndole reconocer la vo­luntad de Dios.

La imagen del bautismo lleva a la misma enseñanza (cf. Le 12, 49-50). Se trata de un símbolo del juicio de Dios anunciado por los profetas y en el cual el mundo se ha "sumergido": el agua, el fuego y el viento van a inundar este mundo y a prepa­rar así unos cielos nuevos y una tierra nueva. Jesús sustituye, pues, al universo para asumir El solo este juicio purificador y anunciador de una nueva era.

Beber esta copa y ser bautizado con este bautismo son, sin embargo, tareas reservadas a uno solo: el Siervo paciente, el Redentor. Los discípulos no podrán nunca estar asociados a Je­sús en esta función única e incomunicable. En este sentido la pregunta propuesta en el v. 38 espera gramaticalmente una res­puesta negativa: los discípulos no son ni siervos pacientes, ni salvadores, con el mismo título que Jesús.

Y, sin embargo, en un segundo plano, sí podrán ser asociados a esta tarea. Efectivamente, ellos beberán la copa del martirio y serán bautizados en el sufrimiento. AI anunciarles este mar­tirio Jesús no pretende precisar el modo de martirio por el que habrían de pasar Juan y Santiago. Solo una leyenda muy tardía hizo beber a Santiago una copa envenenada y bautizó a Juan con aceite hirviendo.

La palabra de Jesús no tiene solo en cuenta el sufrimiento en general, sino también la economía sacramental, por la que, en efecto, el cristiano se asocia a la pasión de Jesús, muriendo con El en el agua del bautismo y viviendo de los frutos de su resurrección en la Eucaristía. Jesús invita a sus discípulos a la participación en su vida por medio del sacramento y del mar­tirio.

b) El episodio de los hijos de Zebedeo, que exigen un trono a los lados de Jesús en su gloria (v. 37), se comprende mejor en el contexto en que lo sitúa Mateo, poco después del anuncio que Jesús hace a sus discípulos de que también ellos se sentaran en el trono para juzgar a las tribus de Israel (Mt 19, 28) como asesores del Juez Soberano (Mt 25, 31).

En este momento de la vida pública de Jesús, los apóstoles tienen conciencia de que El será mucho más que un Mesías na­cionalista, pues será el mismo Hijo del hombre al que Dios ha de confiar el juicio y la condenación de los paganos (Dan 7, 9-27). Ahora bien: la profecía de Daniel (Dan 7, 9-10) describe a este Hijo del hombre rodeado de un tribunal sentado en tronos. Los apóstoles se imaginan que serán ellos quienes constituyan

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este tribunal, como lo confirma la petición de Santiago y de Juan. Ellos se han percatado de que Jesús será entregado a los paganos (v. 33; es la única vez que estos son mencionados en los anuncios de la pasión), pero esperan que el juicio del Hijo del hombre los catigará por su crimen y ellos confían en par­ticipar en esta revancha divina.

Es clara la purificación a la que Jesús tiene que someter se­mejantes lucubraciones. Y empieza por advertirles de que el ac­ceso a los tronos del juicio pasa por el sufrimiento: beber un cáliz y sumergirse en la prueba (vv. 38-39). A continuación aña­de que, de todas formas, solo Dios cita la hora del juicio y la composición del tribunal (v. 40). Por tanto, las funciones que se han de ejercer en los últimos tiempos se deben exclusiva­mente a la elección divina, y están, en cualquier caso, marcadas por el misterio pascual.

c) Lo que Jesús acaba de decir a Santiago y a Juan lo ge­neraliza después dirigiéndose a los diez restantes y apoyándose sobre el tema del servicio (vv. 41-45). Jesús descubre la concien­cia que El tiene de su misión: El es Mesías e Hijo del hombre, pero también el Siervo paciente inmolado por la multitud (v. 45; cf. Is 53, 11-12). Consciente de su misión de Jefe y de la proxi­midad de su muerte, que le impedirá ejercer esta misión, Jesús deposita en Dios su confianza y descubre que solo será Jefe después de haber servido como siervo de Yahvé.

Pero Jesús exige a sus apóstoles que sigan la misma evolu­ción psicológica. Lo mismo que El ha descubierto su vocación de Siervo paciente, los apóstoles deben descubrir el sentido del servicio (vv. 43-44) 3.

d) El v. 45 es uno de los más importantes del evange­lio de Marcos, pues es prácticamente el único de los relatos si­nópticos que presenta a Jesús como rescate. La idea es proba­blemente primitiva y el texto auténtico: no sería la primera vez que Jesús se inspira en la teología del Siervo paciente y el valor soteriológico de la muerte (Is 53, 10 y 12; Sal 48/49, 7-9, 15; Dan 7, 14). El rescate designa lo que el hombre ofrece a al­guien como compensación de aquello a que tendría derecho. Ahora bien: hay una cosa por la que el hombre no tiene ningún rescate que ofrecer: su propia vida, de la que se adueña la muer­te sin posible compensación (Me 8, 36-37), a menos que el mis­mo Dios proponga un rescate (Sal 48/49, 9 y 15; cf. Is 52, 3). Jesús es portador de ese rescate ocupando voluntariamente el lugar de personas no solo mortales, sino también culpables (Is 53, 10). Como voluntaria que era ("dar su vida"), esa sustitución es, por el hecho mismo, sacrificial; es, además, universal ("por muchos"). Estas dos notas son específicas de Marcos y no tienen

3 Véase el tema doctrinal del servicio, en este mismo capítulo.

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antecedente alguno en la tradición bíblica. Se da, además, una tercera nota: es ese "Hijo del hombre", ese Juez trascendente de Dan 7, quien, en lugar de juzgar y condenar, pagará el res­cate que liberará a los culpables; carga sobre Si, en cierto modo, su suerte y su condena. Mientras que en Dan 7, 14 el Hijo del hombre debía ser servido, en Me 10, 45 está hecho para servir a los acusados. De ahí que Cristo no deje de creer que está lla­mado a una exaltación paralela a la del Hijo del hombre, pero sabe también cuál va a ser el camino de esa exaltación: el ser­vicio y el sacrificio.

Este Evangelio considera, por tanto, a la pasión de Jesús y a su resurrección, en sus repercusiones sobre la vida cristiana: "es necesario" beber el cáliz para sentarse en los tronos, bau­tizarse en la prueba para juzgar a la tierra, servir para ser jefe. El sufrimiento entra de pleno derecho en la vida del discípulo y no solamente este sufrimiento accidental, moral y físico que forma parte de la condición humana, sino también el sufri­miento característico de la oposición y del abandono que llevó a Jesús a la cruz.

El aislamiento del cristiano actual en un mundo secularizado y ateo es, quizá, una situación previa a esta oposición, y también una manera de llevar la cruz con Jesús en la celebración de la Eucaristía.

IX. Lucas 18, 1-8 Estas enseñanzas de Jesús en torno a la ora-evangelio ción no pueden comprenderse independien-3.er ciclo temente de su contexto escatológico. Convie­

ne, sin embargo, señalar que este pasaje si­gue a la exposición escatológica de Le 17, 22-27 y que termina con una alusión al retorno del Señor (v. 8), y hay que señalar también que la expresión "sin cansarse nunca" (v. 1) es carac­terística de la espera constante y perseverante exigida por el día de Yahvé (Le 21, 36; 1 Tes 5, 17; 2 Tes 3, 13; Rom 1, 10, etc.) y que la fórmula "hacer justicia", que aparece cuatro veces en el texto (vv. 3, 5, 6, 8), evoca el día de la "venganza", cuando los afligidos recibirán, al fin, la salvación (Is 61, 2).

Entendida de esta forma, la parábola del juez inicuo y de la viuda obstinada recuerda la necesidad de orar sin desaliento aun cuando el Señor tarde y parezca sordo a todas las llamadas 4.

4 C. SPICQ, "La Parabole de la veuve obstinée et du juge inerte aux decisions impromptues, Rev. Bibl., 1961, págs. 68-90.

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Los dos personajes de la parábola son, de una parte, un juez sin fe ni ley (v. 2), poco preocupado por hacer justicia, so­bre todo cuando se trata de un ser tan débil como una viuda; en una palabra: un individuo bastante ancho de manga que ter­mina por hacer justicia a la viuda para quedarse tranquilo y evitarse posibles consecuencias desagradables (v. 5). Tenemos, por otra parte, a una viuda débil, pero segura de su derecho, por el que lucha encarnizadamente (v. 3).

El argumento de Jesús es muy simple (vv. 6-8): si un juez inicuo termina por hacer justicia a una viuda, cuánto más Dios hará justicia a sus elegidos, actualmente a merced de sus ene­migos.

La parábola da también a entender que Dios hará justicia urgentemente (v. 8a), pero solo después de haber estado mucho tiempo contemporizando (v. 7). Por consiguiente, el cristiano debe incluir en su oración la aceptación del plazo que Dios ten­ga determinado; orará "sin descanso".

La oración cristiana no es ya un llamamiento a la inter­vención inmediata y a la venganza (como sucede aún en Ap 6, 10). Coincide con la paciencia de Dios con el fin de que los pe­cadores tengan tiempo de convertirse (2 Pe 3, 9-15).

La oración de petición no consiste en esperar de Dios que haga por Sí mismo lo que nosotros no somos capaces de reali­zar: danos el pan, danos la paz, danos la curación. Dios no es un buzón. En realidad, esta oración es, en primer lugar una protesta: no se puede tolerar que la guerra se imponga constan­te a la paz, que la riqueza de unos cuantos aplaste a la masa de los pobres... En segundo lugar, hace comulgar con el Dios de la paciencia, y una vez ya en comunión con Dios, los gritos de protesta van dando paso progresivamente a los actos.

B. LA DOCTRINA

1. El tema fe y promoción humana

El hombre moderno cree firmemente que tiene que cumplir sobre la tierra una tarea histórica. Una tarea que está a la me­dida de sus posibilidades cada día mayores y que comprende un señorío real sobre el universo. El riesgo de esta tarea es la pro­moción de la comunidad humana en el seno de una ciudad que sea cada vez más fraternal.

Para muchos de nuestros contemporáneos esta toma de con­ciencia va acompañada de una crítica amarga de la religión, que

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para ellos es la gran responsable de la secular locura humana. Siguiendo su inclinación natural, la religión está llamada a fa­vorecer el orden establecido y a predicar resignación para los desfavorecidos...

Bien comprendido, el cristianismo se escapa a esta critica. Le­jos de sugerir la evasión, la fe pide al cristiano que cargue con sus responsabilidades en la prosecución de los objetivos que se imponen a la conciencia moderna. Además—los hechos lo con­firman—, las llamadas del mundo actual son escuchadas por grandes grupos de cristianos. Recientemente el Concilio Vatica­no II ha consagrado una parte importante de sus trabajos a las mayores preocupaciones del hombre del siglo xx, preocupacio­nes aparentemente profanas, más que religiosas. Las reticencias del cristiano de ayer respecto a sus obligaciones en el mundo, parecen haber sido superadas.

Sin embargo, todavía se plantea una cuestión, y es la siguien­te: La construcción de la ciudad terrena es evidentemente una tarea importante, pero ¿no encierra una caducidad fundamental ante la realidad del Reino inaugurado por Cristo y que es evi­dentemente de otro orden? O, precisando todavía más: ¿al cons­truir la ciudad de los hombres, contribuimos o no a la edifica­ción del Reino de Dios? Y si contribuimos, ¿de qué manera? ¿Am­bas empresas son extrañas la una a la otra, son paralelas o, por el contrario, están estrechamente unidas entre sí?

La respuesta a esta pregunta tiene unas consecuencias in­calculables para saber cuál es la idea que se tiene acerca de la misión de la Iglesia. Hoy es fundamental que nos la formulemos con toda claridad y que saquemos de ello todo el alcance con­creto para el obrar del cristiano.

Israel y la sumisión de El relato de la creación según la tra­ía tierra por el hombre dición sacerdotal, formulado sin duda

después del destierro, recuerda que Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza y que después de bendecirlos les dijo: "Creced y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla. Dominad sobre los peces del mar, sobre los pájaros del cielo y sobre todos los animales que se arrastran sobre la tierra" (Gen 1, 28).

La misión del hombre concebida así está unida al régimen de la fe. Israel descubre que Yahvé, su Dios, es de verdad trascen­dente, Creador de todas las cosas visibles e invisibles y que nada se escapa a su dominio soberano. Pero este conocimiento conduce al hombre a la revelación de su propia grandeza. Según los de­signios que Dios tiene sobre él y que nos descubre la historia del Paraíso terrenal, el hombre está llamado a dominar al mundo.

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El orden divino en el que el hombre ha sido introducido espera de él que contribuya como colaborador en la realización de la obra creadora.

En realidad el hombre que nosotros encontramos en este mun­do no es el hombre del Paraíso, sino un ser caído. Por envidia a Dios, el hombre, creado a su imagen y semejanza divinas, ha querido hacerse Dios y establecer sobre su propio poder un se­ñorío sobre el mundo igual que el de Dios.

El hombre ha pecado, ha deshonrado su condición de criatura y Dios le ha arrojado del Paraíso... La sumisión de la tierra por el hombre parece estar definitivamente comprometida, puesto que la muerte introducida por el pecado lo pone en peligro sin cesar.

Sin embargo, los designios divinos sobre el hombre se cum­plirán un día. Yahvé es fiel. Bajo el impulso profético, la mirada de Israel se dirige hacia el futuro. Un día vendrá un Hombre por medio del cual Dios restaurará todas las cosas, de una manera todavía más maravillosa. Ya no añoraremos el Paraíso perdido. Con la llegada de una nueva tierra y un nuevo cielo, el hombre será verdaderamente el rey de la creación. El Nuevo Adán con­seguirá aquello que frustró el primer Adán.

Por tanto, Israel ha comprendido claramente cuál es el papel que Dios reservaba al hombre en su obra. Pero el desempeño de este papel no le parece compatible con su condición de este mun­do. Para asegurar esta compatibilidad habría faltado el que Is­rael descubriera el contenido de la obediencia del hombre a su condición de criatura. Solo la Virgen María, que no tuvo pecado, presintió que esta obediencia debería llegar hasta la muerte, y que en estas condiciones el dominio del universo por el hombre se puede arraigar bien en este mundo. Para llevarlo a cabo no tiene que evadirse de su condición terrena actual.

Jesús de Nazaret, En la toma de conciencia de lo que signifi-Rey de la creación ca el dominio del mundo por el hombre

según los designios de Dios, la etapa deci­siva la ha franqueado Jesús de Nazaret. En El, la vocación del hombre adquiere su pleno sentido.

Por su ser y por su obrar, Cristo ejerce y cumple en Sí mismo todas las condiciones de la vocación integral del hombre. Ante todo, lo importante es que desde ahora es miembro de la estirpe humana el Hijo de Dios, y todos los demás hombres están lla­mados en El a participar de la vida divina. Así pues, el deseo de lo absoluto que anima a todo hombre se ve colmado por en­cima de toda esperanza.

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Dios construye su Reino con la colaboración del Verbo Encar­nado y de todos los hombres que en El se han convertido en hijos adoptivos de Dios. Pero la materia de esta contribución activa en la edificación del Reino es la fidelidad del hombre a su condición de criatura. Jesús de Nazaret nos da el ejemplo definitivo de esta fidelidad, siendo obediente hasta la muerte y muerte de cruz.

Por esta razón, en Cristo se ha consumado el dominio del hombre sobre el mundo. Este dominio ofrece un aspecto defini­tivo y absoluto, porque Jesús es el Hijo de Dios y en El todos los hombres pueden convertirse en hijos del Padre. Pero, al mismo tiempo, se arraiga también en este mundo como un proyecto di­námico que descubre su autenticidad, aunque para ello haya que pasar por la muerte. Cristo, siendo obediente hasta la muerte en la cruz, manifiesta que el proyecto clave de una auténtica pro­moción humana es un amor sin fronteras, lo que supone una renuncia total de sí mismo. La realización de este proyecto es el contenido último y la condición misma de un señorío sobre la creación, porque apela, en el hombre, a todos sus recursos de criatura.

Por su intervención en la Historia, Cristo ha sembrado el principio vivo de su fecundidad. El orden humano de la creación no tiene nada que ver con un orden que hubiera sido establecido de una vez para siempre, sino que se nos presenta como un pro­grama, como una tarea que hay que promover. La misión que Dios ha confiado al hombre, por lo que se refiere al mundo, la debe cumplir y para cumplirla tiene que pasar por la muerte. Al abrir al hombre la puerta del Reino, Cristo descubre la dimensión eterna de la realeza del hombre sobre el mundo. Al mismo tiem­po libera al hombre del pecado, es decir, de todo lo que le impide acceder a su propia verdad y a realizar el verdadero dinamismo humano de la creación.

Las condiciones eclesiales Jesús había abierto el camino para de la auténtica un verdadero discernimiento entre promoción humana la religión y la civilización; entre la

edificación del Reino y la construc­ción de la ciudad terrena. Ha sido necesario que pasaran muchas generaciones de cristianos para que se distinguieran claramente las consecuencias de este discernimiento. La historia de la Iglesia pone de manifiesto de una manera global un esfuerzo renovado sin cesar por salvaguardar la trascendencia absoluta de la sal­vación que nos consiguió Cristo y por abrir al hombre el campo inmenso de sus posibilidades.

Desde los orígenes del cristianismo es evidente para todos que la auténtica promoción del hombre debe su secreto al Evangelio y que únicamente se puede realizar profesando la fe en Cristo.

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El hombre tiene ciertos recursos, por su fidelidad a su condición de criatura, pero para hacer un buen uso de ellos tiene que estar unido a Cristo de una manera viva. De ahí la reacción espontá­nea de la Iglesia de expresar en términos de conducta moral la Buena Nueva que está encargada de transmitir. El día en que ella tiene la posibilidad o el día en que se encuentra ante la necesidad de educar en la fe a pueblos enteros, la Iglesia pone en marcha o establece una amplia red de instituciones que po­nen de manifiesto la repercusión universal de la fe sobre todos los sectores de la vida humana individual y colectiva. Pero en seguida se toma conciencia de que el campo de los valores huma­nos no va unido al fin sobrenatural como medio respecto a un fin, sino que tiene su propia consistencia. Para el hombre, que es un ser creado, la obediencia hasta la muerte—que es lo que nos da el verdadero secreto de la auténtica promoción humana— no se reduce a su significado religioso. En su punto culminante descubre la verdad intrínseca de la naturaleza humana, como poder de suscitar libremente un orden de valores que halla en sí mismo sus principios reguladores.

El viraje dado en el planteamiento de este problema es de­cisivo y aceptado—en buena teología—desde el siglo XIII. Mien­tras que San Agustín no conservaba de los valores humanos más que la "referencia" que tienen con la elección suprema del hom­bre—a favor o en contra del Dios de amor—, Santo Tomás intro­duce una distinción—lo natural y lo sobrenatural—que va a permitir al hombre comprender la medida de su libertad de cria­tura. Lejos de anular la naturaleza, la fe le da su propia consis­tencia. Poco a poco la tutela de la Iglesia será considerada como un peso por el hombre que está deseoso de libertad y consciente cada vez más de la inmensidad de sus posibilidades.

Para la Iglesia, el problema es hoy el siguiente: ¿Cómo en­contrar una solución que sustituya al régimen de tutela? ¿Cómo asegurar al cristiano, disperso entre los hombres, la unión viva con Cristo que le permita trabajar con rectitud en la promoción del hombre? La respuesta a esta pregunta descubre un aspecto de la Iglesia, muchas veces desconocido. En el campo en que el cristiano es un hombre disperso entre los demás hombres, la Iglesia debe existir, no como una institución, sino como levadura en medio de la masa. La Iglesia está formada por personas con­cretas. Existe también como institución cuando se constituye en asamblea, pero no deja de existir cuando no reúne a sus fieles. Los cristianos dispersos continúan unidos entre sí por unos lazos personales que les han constituido en Iglesia y se entregan unos a otros la experiencia de su caminar.

Pero esto supone que los cristianos encuentren en la vida una red completa de estos lazos eclesiales. O dicho de otro modo: se

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trata de que la Iglesia esté presente en la vida, tanto por medio de sacerdotes como por medio de sus seglares.

Evangelización y Evangelizar es proponer el signo de la Re­promoción humana surrección, partiendo del misterio de Cris­

to, en el itinerario espiritual de un pueblo o de una cultura. Por consiguiente, la lógica de la evangelización requiere que un pueblo sea accesible a la proclamación de la Buena Nueva, en la medida en que comprenda más o menos ex­plícitamente que el misterio de Cristo concierne realmente a su vida propia y al camino por el que se va desarrollando esta vida o donde esta vida ha tomado cuerpo y continúa tomándolo.

Ahora bien: por lo que se refiere a la evangelización, el hom­bre moderno reacciona de una manera distinta a como reaccio­naba el hombre que vivía en un régimen sacral. Mientras que este último era sensible de una manera espontánea a los "valo­res religiosos", es decir, a todo lo que expresaba en él el recurrir a lo "divino" que le salva, el hombre moderno está directamen­te compenetrado con los "valores humanos" que considera hay que promover, es decir, con todo lo que puede y debe sacar de sus propios recursos.

Por tanto, la manera de proponer el signo de la Resurrec­ción al hombre de nuestro tiempo se va a presentar bajo un nuevo aspecto. Para arraigarse en el camino espiritual del mun­do moderno es necesario alcanzar a este hombre en el centro de gravedad de su existencia, a saber: en lo que se refiere a la promoción humana.

No se trata solamente de tramar conversación con un pue­blo nuevo, de comprender con mayor o menor profundidad sus más íntimas pulsaciones y así poder permitir que la Palabra y las instituciones eclesiales adopten poco a poco el aspecto cul­tual de este pueblo. No se trata solamente de traducir las Es­crituras, de celebrar un día una liturgia india, china o africana, de establecer una catequesis que recurra también a las catego­rías del pensamiento no occidental. Sobre todo es necesario que la Buena Nueva llegue al hombre precisamente en el mo­mento en que él, siguiendo su propia línea cultural, se da cuen­ta de que debe tomar en sus manos su destino.

El cristianismo—ya que la Buena Nueva de la salvación es el cumplimiento del destino humano en la humanidad del Hom­bre-Dios—, está en condiciones de volver a encontrar al hombre moderno precisamente en el sitio donde este se encuentra co­locado.

Ya hemos visto que el ejercicio de la fe descubre la verdad del hombre y, por consiguiente, supone cierta concepción de la

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promoción humana y de la libertad. Y, recíprocamente, cierta manera de trabajar por conseguir la promoción humana puede significar que se trabaja así porque se tiene fe.

Entre la sabiduría humana del cristiano y la del paganismo ateo—tentación del hombre moderno que se imagina de una manera ilusoria que la salvación es el final de una promoción humana llevada hasta sus últimas consecuencias—, el enfren-tamiento es inevitable. La Buena Nueva de la salvación exige un desprendimiento total. Solo con esta condición la empresa de la civilización puede desarrollarse de una manera recta y disponer al hombre para conseguir su condición de "hijo", de manos del Único Mediador.

La importancia actual de El cristiano de hoy, que está llama-la iniciación eucarística do a dar testimonio de lo que es la

auténtica promoción del hombre en el terreno en que la Iglesia no tiene la misión de reunir a sus fieles, el cristiano de hoy, decíamos, tiene necesidad, todavía más que sus predecesores, de la iniciación que le proporciona la celebración eucarística.

Al no ser ya, como en otro tiempo, llevado de la mano a las realidades cotidianas, no puede vivir unido a Cristo, al interior de estas realidades humanas, si no ha sido personal­mente modelado para esta unión, en el seno de las institucio-nse eclesiales y muy especialmente a través de la participa­ción del Pan y de la Palabra.

Hay que alegrarse de que una reforma litúrgica sin prece­dentes se esté produciendo en la Iglesia actual, precisamente en un momento en que la tutela eclesial sobre la vida de los hom­bres tiende a desaparecer cada vez más y en el que los primeros signos de la evangelización deben llevarse al terreno de la pro­moción humana.

Para que esta reforma consiga todos sus frutos, debe res­ponder a dos exigencias fundamentales. Por una parte, es pre­ciso que la iniciación eucarística se desarrolle en unas asambleas orgánicas, de tal manera que sean verdaderamente significati­vas de los proyectos de catolicidad de la Iglesia, porque es ne­cesario que el cristiano experimente en su carne lo que es la fraternidad universal que ya fue realizada por Cristo.

Por otra parte, es indispensable que la celebración litúrgica se desembarace cada vez más de un cierto revestimiento ridícu­lo de que la ha rodeado el mundo sacral, para ser cada vez más accesible al hombre moderno. De ahí se desprende una exigencia de sobriedad para todo lo que se refiera a la sacrali-zación de las cosas. Y, al mismo tiempo, una exigencia de reva-

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lorización de la Palabra de Dios, para que ella sea una llamada permanente hecha a todas las personas, para que porten todo lo que les corresponde, como hombres responsables que son, a la edificación del Reino.

2. El tema del servicio

Cuando el Concilio Vaticano II se pregunta sobre el tipo de presencia que el Pueblo de Dios debe asegurar entre los hombres de nuestro tiempo, una expresión se impone a la atención de todos: "La Iglesia, sirvienta del mundo." Era una manera de afirmar que la Iglesia no ha de tomar bajo su tute­la el destino de la humanidad y que, si lo hizo durante siglos por razones que ya la historia explica, esto no justifica en modo alguno que continúe haciéndolo. Al rechazar esta tutela, el mundo moderno recuerda simplemente a la Iglesia que su misión es servir a los demás. Por lo demás, es evidente que, si tal afirmación vale para la Iglesia en general, puede apli­carse también, en particular, a todos aquellos y aquellas que, en la Iglesia, tienen asignada una tarea, ejercen un ministerio. De hecho, esta misma idea de servicio es tomada de nuevo en consideración con harta frecuencia en los debates conciliares en los cuales se puso un interés especial en dejar trazada la figura del obispo o del sacerdote, tan necesarios en la Iglesia actual.

Como nos lo recuerda oportunamente el formulario litúrgico de este domingo (1.a lectura y evangelio del segundo ciclo), el tema del servicio pertenece a lo esencial del mensaje cristiano: "El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir" (Me 10, 45). El Vaticano II, que ha hecho referencia a este tema con bastante frecuencia, no ha hecho más que em­palmar, hasta en la letra, con los orígenes. Pocos temas pueden abrirse tan bien como el servicio a la inteligencia de la inter­vención mesiánica y de la misión de la Iglesia.

Pero el servicio no se reduce a un espíritu ni a una menta­lidad. Debe marcar las instituciones tanto como a las perso­nas. Según esto, definir la relación de la Iglesia con el mundo, en lo referente al servicio, como lo ha hecho el Concilio, es, so pena de no haber dicho nada—o, en todo caso, nada nuevo—, infundir en la institución eclesial y en las múltiples tareas que en ella se llevan a cabo, un proceso de reforma bastante pro­fundo. No hay, pues, que admirarse de que la Iglesia poscon­ciliar atraviese múltiples "crisis", pues estas son consecuencia inmediata de las orientaciones fundamentales del Vaticano II.

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El servicio de Yahvé En el mundo griego, la noción de servi-en Israel ció es profundamente menospreciada

cuando se trata de un servicio a los otros. La imagen que esta noción evoca es la del esclavo que sirve la mesa. El ideal del hombre griego no es servir, sino ejer­cer el poder, y los términos que designan los cargos que se desempeñan en la sociedad llevan siempre consigo una nota de respetabilidad y de honor. En cuanto a los servicios reque­ridos por la cosa pública o los destinados a las divinidades, son designados con los términos de leiturgia y leiturgéin, de los que está ausente toda idea de humillación.

En Israel, la aventura de la fe ha aclimatado progresiva­mente la noción de dependencia. Yahvé, el Dios de Israel, es el Todo-Otro y de El depende radicalmente el hombre. Bajo la acción de los profetas, el ideal religioso del hombre judio se concreta, poco a poco, en la figura del pobre que, al igual que el esclavo, lo debe todo a la bondad del Amo y solo puede limitarse a dejarse conducir por él. De igual modo, el servicio cultual de Yahvé no se reduce, en modo alguno, a los actos li­túrgicos practicados en los templos paganos; para ser agrada­ble a Dios es preciso que ese servicio exprese la obediencia del creyente a los preceptos de la Alianza. Cuando los autores de la versión bíblica de los Setenta adoptan el vocabulario litúr­gico pagano, anteriormente citado, para designar el servicio cultual de Yahvé, especialmente el servicio sacerdotal (véase por ejemplo, Is 2, 11-18), lo cargarán de nuevos matices rela­cionados con la aventura de la fe. Además, este mismo profun-dizamiento producirá en Israel una sensible mejora de las con­diciones del esclavo: el hombre que pertenece a la servidumbre es considerado como tal hombre, incluso llega a ser el hombre de confianza de su amo y, a veces, el heredero. A partir de entonces, servir al otro no es considerado necesariamente de­gradante por los judíos.

Pero tanto en Israel como en el mundo griego, a nadie se le ocurrirá utilizar el vocabulario del servicio a los demás, rea­lizado por el esclavo o el criado, para designar las funciones a desempeñar en la sociedad civil o religiosa. Los servicios po­líticos o sacerdotales establecen sus beneficiarios aparte del pueblo, por encima de él; estos servicios confieren, al que los desempeña, poder y dignidad. En la época de Jesús de Nazaret, todos aquellos que ejercían algún cargo en Israel eran objeto de gran consideración por parte de todos; eran saludados de modo protocolario y llamados con nombres que hacían mante­ner las distancias y confirmaban la superioridad de su rango...

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Jesús de Nazaret y En estas condiciones es fácil medir el cam-el servicio del otro bio total de la situación introducido por

Jesús de Nazaret. Según testimonio de los Evangelios, los Doce que le acompañaban durante su ministerio público se preguntaban entre sí quién sería el mayor (en el Reino a inaugurar por Jesús; Me 9, 34; Le 9, 46; 22, 24). Jesús responde utilizando el vocabulario empleado en el servicio que desempeña el esclavo: "El que quiera ser el primero, tendrá que hacerse el último de todos y el servidor de todos" (Me 9, 35); y sigue diciéndoles de una manera más precisa: "¿Quién es, en efecto, el mayor, el que está sentado en la mesa o el que sirve? ¿No es, acaso, el que está en la mesa? Ahora bien: Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve" (Le 22, 27). No hay lugar a dudas: el vocabulario utilizado es de la "diaconía", del servicio, por parte del esclavo, de la mesa del amo. En Mt 20, 27 encontramos, además, esta declaración: "El que quie­ra ser el primero, que sea vuestro esclavo." Tal es la condición del discípulo, siguiendo el ejemplo de Jesús: estar al servicio de los demás, dar su vida por ellos por amor.

Pero, dirigiéndose a los Doce, Jesús indica al mismo tiempo bajo qué signo deben ser ejercidos los distintos cargos en la comunidad mesiánica. No faltan modelos de responsables, y, sin embargo, Jesús no cita ninguno. Tampoco dice ni una sola palabra de los sacerdotes que sirven a Dios en el Templo. En cambio, sobre los escribas y fariseos, declara: "Todas sus obras las hacen para ser vistos de los hombres..., gustan de los pri­meros asientos en los banquetes, y de las primeras sillas en las sinagogas, y de los saludos en las plazas, y de ser llamados por los hombres rabbi. Pero vosotros no os hagáis llamar rabbi, porque uno solo es vuestro Maestro, y todos vosotros sois her­manos... El más grande de vosotros sea vuestro servidor" (Mt 23, 5-11). Finalmente, la misión de un discípulo de Jesús no co­rresponde en nada a la función del responsable político: "Ya sabéis cómo los que en las naciones son considerados como príncipes las dominan con imperio, y sus grandes ejercen poder sobre ellas. No ha de ser así entre vosotros; antes, si alguno de vosotros quiere ser grande, sea vuestro servidor... Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida..." (Me 10, 42-45; evangelio del día, 2.° ciclo).

El modelo a seguir no es, pues, el jefe político, ni el encar­gado de hacer cumplir la ley, ni el sacerdote, que ocupa un lu­gar aparte, sino el esclavo que sirve la mesa. Y, según palabras de San Juan, el propio Jesús sirve la mesa a sus discípulos para manifestarles, a la hora de su supremo sacrificio, cómo el amor estaba en la raíz de su intervención mesiánica entre los hom­bres. Y, de este servicio de la mesa, notemos cómo Jesús hace resaltar su momento más significativo: el lavatorio de los pies (Jn 13, 1-17).

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\ El servicio mutuo y la La diaconía y las representaciones organización de la Iglesia que esta evoca tendrán un gran

peso en la organización de las pri­meras comunidades cristianas. Es la idea-fuerza que va a re­gular el conjunto de relaciones entre los miembros de la Igle­sia naciente y, de modo especial, el ejercicio de las funciones de la misma.

Teniendo en cuenta la diversidad de personas, la diaconía puede presentar aspectos muy diferentes. Pero, por el hecho de poner en obra el amor fraterno hasta el don de la propia vida, esta función de la Iglesia edifica necesariamente la comunión sirviendo al bien común. Por la misma razón supone un don de Dios, se funda sobre un llamamiento de la gracia y expresa, en el plano de la comunidad, la actividad carismática del Espíritu. "El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe 4, 10). Entre la diaconía y el carisma hay una muy estrecha relación: dondequiera que hay servicio consciente y responsable de la comunidad, hay también acción del Espíritu; y donde hay carisma, existe también edificación del bien co­mún: "Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1 Cor 12, 7). En otros términos: cada miembro de la comunidad está llamado por el Espíritu a dar lo mejor de sí mismo, y esto mejor halla su marco apropiado en el servicio del otro, que es, en definitiva, un servicio de co­munión. Y en esta perspectiva, profundamente espiritual, es como la Iglesia se organiza y desarrolla.

Esta estructura diaconal de la Institución no es, evidente­mente, una garantía con validez para siempre. Solo puede man­tenerse en la medida en que Cristo, presente entre los suyos, no deje de ser mirado como el que sirve. Pero esta representa­ción es enormemente paradójica y responde muy poco a las reacciones espontáneas de las gentes. Solo puede recibirla y comprenderla una comunidad creyente cuya fe sea suficiente­mente viva para incorporar, en lo más profundo de su ser, una de las instituciones más profundas del Nuevo Testamento. Por el contrario, basta que la fe se degrade—y esta sufre una fuer­za de degradación al implantarse sobre un suelo pagano—para que la diaconía pierda algo de su poder regulador dentro de la organización de la comunidad y de las relaciones entre sus miembros. Las formas institucionales del judaismo, e incluso del paganismo, aparecen de nuevo en la Iglesia, sobre todo si las relaciones con el poder llegan a ser estrechas. Los miembros del Pueblo de Dios encargados de un servicio, cualquiera que sea la misión que desempeñan, dejan entonces de conducirse como hermanos.

Pero, una vez que los cristianos se reconozcan de nuevo como hermanos, llamados cada uno a poner al servicio de los otros

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la gracia recibida, automáticamente reencontrará la Institución su estructura diaconal. En todo caso es sorprendente constatar que, en el Vaticano II, la puesta a la luz del tema del servicio se ha llevado a cabo juntamente con la afirmación, cada vez más neta, del lazo primordial de fraternidad entre todos los miembros del Pueblo de Dios.

El servicio a los hombres En la Iglesia primitiva, el servicio y la Iglesia sirviente al otro como puesta en obra del del mundo amor fraterno ha revelado su ori­

ginalidad propia el día en que co­menzó a ser puesto en práctica en toda su verdad a la vista de los paganos. Ese mismo día nació la misión, expresión suprema de la diaconía en la Iglesia. El servicio al otro—o prójimo, si gusta más este segundo término—no es un asunto interno a la comunidad cristiana; cuando no pasa de ser esto último, corre el riesgo de degradarse. Los primeros cristianos eran en su to­talidad judíos convertidos, pero comprendieron la originalidad del cristianismo a partir del momento en que su espíritu de servicio al otro fue una realidad a la vista de todos los pueblos. Y la misión brotó como consecuencia del servicio mutuo que se prestaron judíos y paganos. Lo sucedido en Antioquía nos proporciona el testimonio más elocuente. Pero para que la mi­sión permanezca auténtica, no es preciso que deje de ser la expresión por excelencia de la diaconía en la Iglesia.

Así está la historia de la Iglesia para convencernos de ello. A partir del siglo iv, la Institución eclesial pierde poco a poco su estructura diaconal por razones que la historia explica fá­cilmente. Con la conversión oficial del Imperio romano al cris­tianismo, la Iglesia se llena poco a poco de hombres y mujeres que, en su mayor parte, no tienen idea de las responsabilidades que confiere el bautismo. Naturalmente, la Institución religiosa cobra ventaja a la Comunión eclesial. Por lo demás, la deca­dencia profunda de las instituciones civiles hace que la Igle­sia latina acoja bajo su tutela el destino del mundo occidental, dando lugar a la creación, para este fin, de un gran número de instituciones cristianas. En estas condiciones era imposible que la imagen del esclavo que sirve la mesa pueda ya regular la organización de las relaciones entre los miembros del Pueblo de Dios, al menos en el plano de las instituciones. Pero, durante todo este período la misión corre el riesgo de degradarse, re­duciéndose a pura propaganda y proselitismo. No en razón de las personas, que no dejaron de dar testimonio de la caridad de Cristo, sino en razón de la Institución que había llegado a organizar la misión como si se tratara de una operación mi­litar. ..

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En nuestros días se viene operando, en este sentido, un cam­bio total de enorme importancia. Ya quedó muy atrás la tutela ejercida por la Iglesia sobre el destino del mundo. Hoy, por el contrario, la Iglesia debe tomar su servicio propio, que no es otro que servir al mundo. Su misión es la de ser levadura de toda la masa, evitando por todos los medios ser un instrumento de poder. La Iglesia debe aceptar ser vulnerable, amando con resolución a todos los hombres bajo el signo del servicio in­condicional.

La iniciación litúrgica El servicio al prójimo, tal como nos al servicio de los hombres lo ha propuesto Jesús es, con toda

evidencia, objeto de iniciación. Está claro que la reacción espontánea del hombre—hoy no más que en tiempos de los griegos—no le lleva a concebir la relación al otro bajo el signo del que sirve la mesa. La fidelidad al manda­miento nuevo se aprende poco a poco, al precio de incesantes conversiones y descubrimientos inesperados. Lo propio de toda reunión eclesial es contribuir a esta iniciación, y esto debe apli­carse de modo especial a la asamblea eucarística... Pero tam­bién está demasiado claro que este objetivo no se alcanza auto­máticamente. Ya San Juan, en los orígenes de la Iglesia, había creído oportuno, como lo hemos hecho notar anteriormente, reemplazar en su evangelio el pasaje de la Institución de la Eucaristía por el episodio del lavatorio de los pies, episodio que nos descubre su contenido sin la menor ambigüedad posible. Y, puesto que Jesús, siguiendo siempre a San Juan, nos ha pedido que sigamos su ejemplo, tenemos el deber, en todo tiempo, de preguntarnos sobre las condiciones que hemos de satisfacer para seguir, efectivamente, el ejemplo de Cristo.

Entre estas condiciones hay dos que merecen ser destacadas por su importancia actual. Primo: es absolutamente necesario que la Palabra proclamada resuma efectivamente la vida con­creta de cada uno de los creyentes que se reúnen y les haga reconocer mejor en qué sentido el servicio al otro debe impreg­nar todas las dimensiones de la vida. Ahora bien: ¡cuántas ve­ces las preocupaciones evocadas en nuestras celebraciones son extrañas a las verdaderas responsabilidades de aquellos que participan en ellas!

Secundo: la asamblea, por sí misma, debe significar, en la medida de lo posible, lo que deviene la vida de un hombre cuan­do esta se desarrolla bajo el signo del servicio incondicional; es preciso que los cristianos reunidos experimenten algo de esta fraternidad evangélica y del único camino que a ella conduce: el del servicio. Sobre estos dos puntos, la reforma litúrgica posconciliar no es más que un simple balbuceo.

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TRIGÉSIMO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Éxodo 22, 20-26 Estos versículos fueron añadidos al Código l-a lectura de la Alianza sin duda por influencia pro-l.er ciclo fética y, en particular, por efecto de la re­

forma deuteronómica (Dt 10, 18-19; 23, 20-21; 24, 10-13, 17-18; 27, 19).

Esta legislación fue promulgada al término de la prolongada lucha de los profetas en favor de la justicia social. Los reajustes económicos de la época se caracterizan principalmente por el paso de una economía rural, al abrigo de las estructuras clásicas y familiares, a una economía urbana en la que el individuo ais­lado no podía ya contar con los recursos de su clan para subsis­tir. Los extranjeros, las viudas, los huérfanos y numerosos po­bres morían así de hambre sin que el medio social se preocupara por acudir en su ayuda.

Muy bien puede verse en estos textos el comienzo de las le­gislaciones sociales que honran a las naciones civilizadas actua­les, y también el comienzo de una ayuda internacional a los países pobres, sobre lo que las naciones ricas tienen aún mucho que aprender.

II. Jeremías 31, 7-9 ' El "oráculo de la consolación" (Jer 30-31) l-a lectura lo escribió el profeta, en lo esencial, por 2° ciclo los años que siguieron al 622, es decir,

en el momento en que Josías acometió una importante reforma religiosa que consiguió extender inclu­so al antiguo reino del Norte (Israel), reconquistado provisio­nalmente a una Asiría en declive (cf. 2 Re 25, 15, 19; 2 Cr 35, 18). Entonces se pudo entrever la posibilidad de una vuelta de los exiliados de 721 al reino de David al fin restaurado. Esa es­peranza es la que refleja Jeremías en este libro de la consola-

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ción. Más tarde se añadieron a la redacción de Jeremías algunos pasajes relativos a la vuelta de Judá, que también había sido conquistado y deportado. Nuestro pasaje pertenece al primer elemento redaccional.

La descripción de la restauración prometida a Israel del Nor­te le da pie al profeta para introducir una serie de temas y de expresiones que servirán de canales para la esperanza del pue­blo. Entre ellos, la lectura de este día recoge tres: la restaura­ción esperada alcanza las proporciones de una amplia concen­tración (v. 8), de una reconciliación entre un padre y su primogénito (v. 9), y, finalmente, de una consolación de Dios después de la prueba sufrida (v. 8). Advirtamos que este tema de la consolación aparece aquí, por primera vez, en la Escritu­ra (cf. Is 40, 1).

El cap. 31 de Jeremías ha ocupado un lugar importante en la liturgia judía. Como las primeras comunidades cristianas no escuchaban otra Palabra de Dios que la del Antiguo Testa­mento, fuera de la predicación apostólica, no es de extrañar que les haya servido para recordar una determinada palabra de Jesús o un determinado episodio de su vida.

Es típico, de todos modos, que Jer 31 esté sirviendo de base a la forma en que Lucas ha reagrupado algunas parábolas de Jesús (Le 15), dejándonos así una especie de homilía cristiana en torno al texto antiguo. Lucas 15, 4-7 alude a Jer 31, 10-14 y a la alegría de los congregados; Le 15, 8-10 se relaciona con Jer 31, 15-17 (tema de la mujer que busca lo que ha perdido); Le 15, 11-12 alude a Jer 31, 9, 18-20 (el Padre encuentra a su hijo querido).

III. Eclesiástico 35, Tras una definición muy elaborada 12-14, 16-18 del sacrificio espiritual (Eclo 35, 1-9), Vulg. 15-17, 20-22 el autor enjuicia los actos litúrgicos 1.a lectura ideados por hombres que explotan a 3.er ciclo su prójimo y creen ganarse la bene­

volencia de Dios en su conformismo religioso.

El autor se imagina una escena del Templo en la que el rico ofrece numerosos sacrificios para que Dios cierre los ojos ante

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sus injusticias (v. 10), mientras que el pobre ofrece tan solo su desamparo (vv. 12-18). Se trata, pues, de una especie de com­petencia entre dos tipos de sacrificio, como la que contrastó los sacrificios de Abel y de Caín (Gen 4, 1-10), los de Elias y los de los profetas de Baal (1 Re 18, 20-40), los del fariseo y del publicano (Le 18, 9-14). Ben Sirá deja a Dios la misión de "juzgar" entre dos sacrificios y la de decidir entre el pudiente y el oprimido. El juicio de Dios está claro: al conceder al po­bre el objeto de su oración subraya qué tipo de sacrificio res­ponde a su deseo.

* * *

Todavía hoy hay cristianos que depositan en la colecta di­nero "deshonroso" y sacan de su participación en la mesa una buena conciencia suficiente como para no variar nada en su conducta.

IV. 1 Tesalonicenses 1, 5c-10 Tomado de la acción de gracias 2.a lectura que sirve de prólogo a la prime-l-er ciclo ra carta a los tesalonicenses,

este pasaje describe la acogida dispensada al apóstol por la comunidad de Tesalónica y cómo se ha difundido por ella la Buena Nueva.

San Pablo ha quedado sorprendido por el celo con que los tesalonicenses le han imitado, convirtiéndose, a su vez, en un modelo para los demás creyentes.

El crecimiento de la Iglesia se realiza a través de imitacio­nes concéntricas, si así puede decirse *. El Antiguo Testamento pedía a los fieles que imitaran a Dios: que sean santos como Dios es santo (Lev 19, 1-2). Esta misma idea se encuentra tam­bién en la enseñanza de Jesús (Mt 5, 48; Le 6, 36). Pero lo que caracteriza al Nuevo Testamento es que los hombres pueden ser imitados porque se han convertido en signos de Dios. Así, el cristiano es invitado evidentemente a imitar a Jesús (Le 14, 25-35; Mt 10, 38; 16, 24); pero el mismo Pablo no duda en pedir que se le imite (1 Tes 2, 14; 1 Cor 4, 16) y espera que los paganos imiten, a su vez, a los cristianos (v. 7).

La lectura de este día subraya una condición esencial de toda misión. Abandonando los recursos de poder y de propagan-

1 Véase el tema doctrinal de la imitación de Dios, en este mismo capítulo.

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da, debe limitarse a velar por la pureza y por la visibilidad de los signos que debe ofrecer al mundo. La Buena Nueva es anun­ciada cuando el no cristiano descubre en la vida del cristiano la respuesta inesperada al dinamismo más profundo que le anima.

V. Hebreos 5, 1-6 Este pasaje sirve de introducción al amplio 2.a lectura cuadro comparativo que el autor establece 2° ciclo entre el sacerdocio levítico y el sacerdocio

de Cristo. Cristo no solo responde a las con­diciones exigidas a todo sumo sacerdote (vv. 1-4), sino que la superioridad de su sacerdocio es aplastante. Prueba de ello es el juramento de Dios y la filiación eterna de Cristo (vv. 5-6). Estos dos argumentos se presentan en forma de citas escritu­rarias que se repetirán continuamente más adelante: Sal 109/ 110, 4 y Sal 2, 7.

* * *

Entre las cualidades exigidas a todo sumo sacerdote, el autor recuerda que es "tomado de entre los hombres" (Núm 8, 6; Heo 2, 10-18), que es "establecido" (Tit 1, 5; Act 6, 3; 7, 10, 27, 35; Ex 2, 14; Heo 2, 28; 8, 3) para ofrecer sacrificios en favor de los hombres (Lev 4; 5; 16). Esta dignidad no le impide en absoluto el ser benevolente con los débiles y los descarriados (Lev 5, 18; Es 40, 39), ya que él mismo participa de su debili­dad. Finalmente, y sobre todo, el sumo sacerdote es llamado por Dios, lo mismo que Aarón (Ex 28): condición asumida inminen­temente por Cristo, el cual no se ha arrogado ese privilegio (v. 5) y no ha buscado nunca su propia gloria (Jn 5, 41; 8, 50, 54; Rom 15, 3; Fil 2, 6).

Pero, además de esos títulos, Cristo presenta otros dos mu­cho más importantes: su título de Hijo eterno que garantiza la perpetuidad de su sacerdocio (v. 5) y su título de sacerdote "según el orden de Melquisedec", que le libera de los marcos tra­dicionales (vv. 5-6).

VI. 2 Timoteo 4, 6-8, 16-18 Este pasaje está sacado de una 2.a lectura especie de discurso de despedida 3-er ciclo de Pablo a su discípulo. Este gé­

nero literario encierra una serie de elementos revalorizados en esta perícopa: la satisfacción de haber cumplido bien su misión (vv. 6-7; cf. Jn 17, 6, 13; Act 20, 20-21), el anuncio de la partida que se avecina (vv. 6-7; cf. Jn

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13, 33; Act 20, 22-25), una mirada bastante pesimista a la situa­ción presente (vv. 16-17; cf. Act 20, 22, 29-34) y una confianza absoluta en la ayuda de Dios (v. 18; cf. Jn 17, 13; Act 20, 24).

Pablo está casi seguro de que vive su último proceso; por lo demás, lo está sufriendo en el más absoluto aislamiento, lo que no deja de constituir la más dolorosa de las pruebas de su cautiverio. Pero se mantiene fiel (v. 7) 2 a su misión en el co­razón mismo de la prueba, ya que esta le ha permitido a los paganos—sus jueces—anunciarles su evangelio. ¡Cómo creer que la prueba sea el fracaso de su misión cuando le ha proporcio­nado una ocasión para evangelizar!

Además, la prueba permite a Pablo identificarse con los sen­timientos de Cristo en la cruz, perdonando a quienes le abando­nan (v. 16). ¿Cómo habría de poder dejarse dominar por el desaliento? El camino de la salvación está asegurado para quien lo recorre con Cristo.

VII. Mateo 22, 34-40 Jesús acaba de desarticular la trampa evangelio de los fariseos relativa al impuesto (22, l.er ciclo 15-22) y ha contestado a la pregunta de

los judíos relativa a la resurrección de los muertos (22, 23-33). He aquí que ahora se le interroga en torno al mayor de los mandamientos (22, 34-40) 3.

* * *

La Biblia nos ofrece tres versiones distintas de este interro­gatorio sobre el mandamiento del amor:

1.° en Lucas (10, 25-28), el legista señala él mismo el man­damiento. No se trata "del mayor de los mandamiento", porque este problema típicamente rabínico no interesa en absoluto a los lectores del evangelista.

2.° en Mateo (nuestro texto), se le plantea el problema a Cristo, no sin mala, fe, pero la respuesta de Jesús es tan clara que no interviene nadie.

3.° finalmente en Marcos (12, 28-34), el escriba se acerca a Cristo con buenas intenciones y con el deseo de ser ilustrado.

En el v. 22, 34, el evangelista recuerda en los mismos térmi-2 J. M. T. BARTON, "Bonum certamen certavi, fidem servari", Bibl.,

1959, págs. 878-84. 3 Véase el tema doctrinal del doble amor, en el trigésimo primer do­

mingo.

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nos del Sal 2, 2 que los fariseos celebran una reunión: principes convenerunt in unum. Queda, pues, establecido de entrada un clima de complot y de polémica.

Inmediatamente después, Jesús enuncia dos mandamientos (vv. 37-39) en lugar de uno. Marcos refleja tan solo el conte­nido genérico y Lucas reproduce un mandamiento que agrupa los dos preceptos. Mateo reproduce los dos mandamientos y aña­de inmediatamente que el segundo es semejante al primero.

La respuesta de Cristo relativa al primer precepto repro­duce Dt 6, 4-5, pero a través de la versión recogida en la ora­ción que recitaban los judíos mañana y tarde. El segundo man­damiento está sacado de Lev 19, 18.

Mateo termina con una frase que él es el único en transcri­bir: "A estos dos mandamientos se reduce toda la ley y los pro­fetas" (v. 40; cf. Mt 7, 12; 5, 17). Dicho en otros términos: los dos mandamientos constituyen la armadura de la que todo lo demás está "suspendido"; suprimidla y todo el edificio se viene abajo. Alusión evidente al comportamiento de los fariseos que preferían "todo lo demás" a la caridad y a los deberes para con Dios. El amor es la clave de la ley; no se puede observar esta si falla aquel.

VIII. Marcos 10, 46-52 El episodio de la curación del ciego de evangelio Jericó nos lo presenta la versión de 2° ciclo Marcos con algunas precisiones igno­

radas por los otros dos sinópticos.

Para empezar, Marcos no habla más que de un solo ciego, al que da un nombre (v. 46), mientras que Mateo habla de dos ciegos anónimos y Lucas de uno. Parece ser que, en este punto, Marcos dispone de informes exactos que los demás evangelistas no creyeron necesario transmitir a sus lectores. El grito que el ciego lanza dirigiéndose a Jesús es reproducido de muy distinta manera por los tres evangelistas: "Señor, Hijo de David", en Mt 20, 30; "Hijo de David, Jesús", en Me 10, 47, y "Jesús, Hijo de David", en Le 18, 28. Parece ser que estas exclamaciones re­producen fórmulas piadosas o clamáciones litúrgicas de las dis­tintas comunidades primitivas. La fórmula propuesta por Marcos tiene, sin embargo, más probabilidades de ser original.

Los vv. 49-50 no se encuentran más que en el segundo evan­gelio; en realidad dan el tono al conjunto del relato al presentar la curación del ciego dentro del marco de un ritual catecumé-nico.

* * #

ASAMBLEA. VII.-14

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La iniciación en la fe comienza de entrada con una mani­festación de Jesús en la vida del hombre: es necesario que Cris­to "pase por allí" (Mt 20, 30). Pero esa manifestación es miste­riosa: el ciego, que representa aquí al hombre por el camino de la fe, no ve a Jesús: presiente tan solo la presencia del Señor en los acontecimientos (v. 47a), pero expresa ya su fe poniéndose a disposición de la iniciativa salvíñca de Dios (v. 47b). Esta apertura a Dios es puesta inmediatamente en tela de juicio por el mundo que le rodea (v. 48a), y necesita todo su empuje vital para mantener su decisión de apertura al Hom­bre-Dios (v. 48b).

El candidato a la fe se encuentra entonces con que es objeto de la atención de alguien que le descubre el llamamiento de Dios, que le invita y le anima a convertirse ("levantarse" o resucitar y "desprenderse de su manto" o despojarse del hombre viejo: vv. 49 y 50).

Ahora es cuando se inicia el diálogo final: ¿Qué quieres...? (v. 51). Se trata del compromiso definitivo, expresado en forma de pregunta y de respuesta con el fin de dejar bien clara la libertad total de las dos partes contratantes de la Alianza.

Finalmente, le es devuelta la vista al ciego como una visión de la fe (vv. 51-52) que le obliga inmediatamente "a seguir" a Cristo "por el camino".

* *- *

El ciego es realmente el testigo perfecto del paso de la carne al espíritu, del egoísmo a la misión. Este paso se realiza en cinco tiempos: la marcha hacia Dios por efecto de la presión de la conciencia personal y a pesar de los obstáculos del mun­do; la marcha hacia Cristo al ver su llamamiento y al escuchar su Palabra; la entrega de uno mismo al Maestro mediante la conversión y el desprendimiento del hombre viejo; la comunión con Cristo en la visión de la fe, y finalmente, el caminar en Cristo y en su seguimiento, a través del mundo y para ser en medio de él signo del Reino.

IX. Lucas 18, 9-14 Se han dado muchas interpretaciones di-evangelio ferentes a la parábola del fariseo y del pu-3.er ciclo blicano; y, para no ser totalmente falsas.

no van necesariamente hasta el fondo de las cosas. En primer lugar, se ha encontrado una nota escatoló-gica sobre todo en razón del último versículo (v. 14b). El juicio último pondría así de manifiesto la elevación de los humildes y la humillación de los orgullosos. Sin embargo, este versículo es puesto con tanta frecuencia en labios de Cristo (Le 14, 11; Mt

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23,12) que cabe considerarle como una especie de estribillo que viene a ritmar regularmente las principales enseñanzas del Señor.

Se ha querido ver igualmente en esta perícopa una lección sobre la oración, que debe ser humilde y no apoyarse en los méritos personales, sino sobre la iniciativa de Dios. Lucas ha­bría relacionado así dos perícopas sobre la oración (18, 1-8 y 18, 9-14), con el fin de organizar un pequeño tratado eucológico. No es imposible que Lucas haya "releído" estos textos en este sentido, pero no se comprende entonces que haya subrayado, en el v. 9, el cambio de público como para diferenciar mejor los dos episodios.

De hecho, la parábola es primero y ante todo una lección: un pecador penitente es más agradable a Dios que un orgulloso que se cree justo (Le 16, 15). Puede descubrirse, más allá de los dos personajes de la parábola, la oposición entre dos tipos de justicia: la del hombre que se concede a sí mismo un satisfecit personal cuando cree haber cumplido perfectamente sus obras, y la que Dios otorga al pecador que se convierte. El tema pau­lino de la justificación por la fe se encuentra ya esbozado en este relato (Rom 1-9 y Ef 2, 8-10).

La oración que Cristo pone en labios del fariseo es un mo­delo que se vuelve a encontrar a veces en términos equivalentes en los documentos rabínicos contemporáneos: el orante no formula ninguna petición (¡lo que sería indigno!), sino solo pa­labras de gratitud por la certeza que tiene de encontrarse en el camino de la felicidad eterna. Al escuchar esta oración, los oyentes debían reconocer: ¿qué se puede criticar en este texto?

La oración del publican© se inspira en el Sal 50/51. Refle­ja una profunda desesperación que los oyentes de Cristo de­bían comprender perfectamente, porque, para ellos, la postra­ción del publicano no tenía solución. ¿Cómo podría realmente obtener su perdón sin cambiar de oficio y sin reembolsar a todas las personas expoliadas por su actuación? Su caso es real­mente desesperado; la justicia se le niega definitivamente.

Pues bien: la conclusión de Jesús se pronuncia contra la opinión de su auditorio: Dios es el Dios de los desesperados y el hombre que recibe la justicia es precisamente quien no tiene ningún derecho a ella (v. 14), puesto que ni siquiera ha repa­rado su falta.

Contraponiendo el "justo", que cree poder justificarse por sí mismo, a quien no puede obtener su justificación sino mediante el abandono en Dios (cf. Le 16, 15; 14, 15-24; Mt 9, 10-13), esta parábola prepara la teología paulina de la justificación que Dios concede a quienes no pueden justificarse a sí mismos (Rom 3,

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23-25; 4, 4-8; 5, 9-21). Esta justificación se obtiene por medio de la cruz de Cristo (Rom 5, 19; 3, 24-25; Gal 2, 21) y el bautis­mo es su instrumento (Tit 3, 5-7; Rom 6, 1-14; Ef 4, 22-24).

• * * #

La justificación es una realidad ya presente aquí abajo; no es fruto de la justicia del hombre, de un acudir a los recursos propios de la criatura, pero no es tampoco una realidad pura­mente escatológica que puede esperarse de la exclusiva inter­vención de Dios. El cristiano es un hombre realmente justifi­cado por la fe en Jesucristo, la fe en quien es a la vez el don sustancial del Padre y ese hombre entre los hombres que ha podido dar la única respuesta humana agradable a Dios.

Comprendido así, el tema de la justificación ilustra con toda claridad la realidad de la adopción filial conseguida a través de una circulación viva con Jesucristo. El hombre es justificado por cuanto la fe en Cristo le abre el camino de acceso al Pa­dre en calidad de hijo adoptivo. La salvación que culmina la espera del hombre es un don divino absolutamente gratuito; pero en el hombre se convierte en fuente de una actividad filial en la que se cumple de manera trascendente la fidelidad moral a la ley nueva del amor.

En la celebración eucarística es donde los cristianos expe­rimentan de manera privilegiada la justificación que consiguen por medio de la fe en Jesucristo. Los cristianos que se congre­gan en torno a ella saben que corresponden a una vocación di­vina a la salvación y que la acción de gracias a la que son invi­tados no tendría sentido alguno sin el nexo eclesial con Cristo que les constituye en miembros de su Cuerpo. La comunión de la Palabra y del Pan hace actuar de la manera más concreta la iniciativa de la gracia que se ha manifestado de un vez por todas en Jesucristo y de manera especial en el suceso de su muerte en la cruz. Descubre a los cristianos la sorprendente dignidad de su condición filial, que hace de ellos copartícipes de Dios en la edificación del Reino, y el signo de la justificación por medio de Cristo, que debe brillar continuamente ante los ojos de los hombres 4.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la imitación de Dios

El hombre ha tratado siempre de imitar algún modelo. El hombre moderno no es una excepción a esta ley de la existen­cia humana. Solo los modelos han cambiado de rostro o de

4 Véase el tema doctrinal de la justificación, en este mismo capítulo.

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nombre. La imitación puede ser más o menos profunda, limitar­se a los aspectos externos (el peinado o la manera de vestir de una estrella cinematográfica) o, en el extremo contrario, poner a contribución toda la conducta espiritual o moral (se imitará a un maestro de sabiduría). En cualquiera de los casos, la razón del comportamiento del hombre es la misma: la imitación es generadora de sentido, puesto que presta una expresión a lo universal. Una expresión tangible, visible, accesible, que es, con­siguientemente, una fuente de seguridad para el hombre. Cuan­do uno se apropia de una acción o de una actitud "ejemplar", se penetra en cierto modo hasta lo "sólido", puesto que esa acción o esa actitud ejemplar parecen haber agotado un "valor", un "universal", y haber abierto los caminos concretos de su parti­cipación efectiva.

El cristianismo asigna gran importancia a la imitación de Jesucristo. El tema ha sido incluso objeto de un librito que fi­gura entre los más famosos: La imitación de Cristo. Y si los cristianos de nuestro tiempo experimentan ciertas reservas res­pecto a este libro, es sencillamente porque consideran que la imitación de Jesucristo abre horizontes mucho más amplios de los que en él se ofrecen. Nadie duda, en efecto, de que el tema sea sumamente importante: Cristo es el Camino, la Verdad, la Vida, hay que seguir sus huellas, seguir tras sus pasos, etc.

El problema radica en el contenido. ¿De qué se trata cuando se habla de imitar a Jesucristo? En primer lugar, Cristo no es ante todo un maestro de sabiduría, es el Verbo encarnado, muerto y resucitado por todos, mediador único de la salvación de la humanidad; imitarle no consiste tan solo en inspirarse en su conducta. Además, Cristo vivió en un tiempo y en un medio cultural que no son ya los nuestros: imitarle no puede equivaler a copiar servilmente sus actitudes y sus reacciones. Tenemos, pues, el derecho y el deber de descubrir el contenido de la imitación de Jesucristo. Buscar ese contenido pone en juego los ejes fundamentales del cristianismo: eso es lo que constituye el interés y la importancia para la personalización de la fe.

La imitación de Las viejas religiones paganas concedían mu-Yahvé en Israel cha importancia a la imitación de los modelos

divinos. En su búsqueda de lo absoluto, los hombres, que se veían acá abajo sumergidos en una existencia fluctuante y sujeta a los vaivenes del desarrollo temporal, no reconocían un contenido—y, consiguientemente, una solidez— realmente humano más que a las acciones que reflejan sobre la tierra las actitudes de los dioses. Desde entre punto de vista, la preocupación fundamental del hombre es la de coincidir lo más posible con los arquetipos divinos: esta coincidencia abre

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la puerta del ser, fuera del cual no hay más que caos y nada. Para el hombre pagano, la imitación constituye el camino por excelencia que conduce a la divinización. Concretamente, son las liturgias las que ofrecen a todos la posibilidad de adentrar­se por ese camino. Ahí es donde se hace realidad la misteriosa participación de los hombres en el hacer divino; ahí es donde son sustraídos a la vanidad de la existencia terrestre para ser constituidos en la estabilidad de los dioses. Por eso todos los actos importantes de la vida van asociados a una liturgia que les da un sentido; si el hombre respeta las minuciosas prescrip­ciones de esa liturgia, está en condiciones de imitar realmen­te una acción divina y de participar de las energías que en ella se ponen en juego.

Se comprende entonces que el primer terreno en que Israel trata de imitar a Yahvé sea el del culto. El culto copia en su desarrollo un modelo divino. Pero el acceso al orden de la fe y la profundización que de ahí se deriva van a transformar radi­calmente la creencia común. Yahvé es el Dios Todo-Otro, el Inaccesible: entre El y su criatura hay un foso infranquea­ble. El culto no diviniza. La única vía de salvación es la fi­delidad a la Alianza: Yahvé salvará gratuitamente a quienes lo esperan todo de El y observan fielmente la Ley. Sin embargo, como el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, la fidelidad exigida por la Alianza está en cierto modo vinculada al comportamiento del mismo Yahvé. Así se explica que Israel descubra poco a poco las exigencias concretas de la Alianza a través de la meditación sobre la actitud de su Dios. Yahvé no deja de trazar un camino de fidelidad y de amor: seguirle por ese camino constituye el ideal moral que los profetas recordarán constantemente al pueblo recalcitrante.

Así las cosas, el hombre judío intuye de manera confusa que perseguir un simple ideal moral de imitación de Yahvé no pue­de corresponder a sus aspiraciones profundas: ¿No es acaso significativa a este respecto la experiencia negativa del pecado? ¿O es que el hombre no aspira a dar a Dios una respuesta que esté cargada de absoluto? ¿No se da, tal vez, una contradicción entre esa aspiración y la condición de criatura? Es la esperanza de ver superar esa contradicción lo que orienta la mirada de Israel hacia el futuro, en espera de un Mesías.

Cristo y la imitación Con la intervención de Cristo, la esperan-perfecta de Dios za de Israel se ha visto colmada sobre me­

dida. Pero es esa medida misma la que explica el rechazo del pueblo elegido. Vamos a tratar de compren­der el porqué.

De hecho, Jesús de Nazaret se presenta como el imitador perfecto del Padre. La respuesta que da a la iniciativa divina

coincide con ella a la perfección. Es el Mesías, ese hombre del que se esperaba que pudiera hablar a Dios con un lenguaje de interlocutor auténtico. San Pablo dirá de El, con perfecta exac­titud, que es la Imagen del Padre. Pero, al mismo tiempo, Jesús exige para Sí mismo y para sus futuros discípulos la renuncia total al propio yo, la obediencia hasta la muerte de cruz, que es la condición de un amor fraterno universal, o, dicho de otra forma, la fidelidad total a nuestra condición terrestre de cria­tura, la aceptación de nuestra contingencia. Para imitar al Pa­dre, Jesús no trata en modo alguno de ponerse por encima de la condición de criatura; al contrario, estima esa condición con más realismo que cualquier otro y la acepta activamente en la obediencia.

Porque Jesús es el Hombre-Dios, el Verbo encarnado, puede aunar los dos términos de la paradoja: ser en sentido pleno la Imagen del Padre y ser integralmente fiel a la condición terres­tre de criatura. Porque es el Hijo, "no puede hacer nada por Si mismo, sino lo que ve hacer al Padre" (Jn 5, 19), y lo que dice es "lo que ha visto en su Padre" (Jn 8, 38). Mas como Cristo es fundamentalmente uno, la correspondencia entre el obrar del Hijo y el obrar del Padre repercute necesariamente en el plano de su humanidad. En Jesucristo hay, pues, un hombre que, sin dejar de ser criatura, imita perfectamente al Padre. En este punto de la humanidad se constituye la salvación definitiva del hombre.

Es importante señalar que el momento culminante en que se manifestó en Jesús de Nazaret la imitación del Padre es en el acontecimiento de la cruz. Recuérdese la postura del hombre pagano: en la imitación de un modelo divino buscaba una fuen­te de seguridad, y eran las liturgias las que le abrían ese camino sustrayéndole al tiempo y al espacio profanos. Aquí, por el con­trario, no hay evasión alguna ni búsqueda de una seguridad al alcance de las posibilidades humanas; no hay más que la acep­tación del acontecimiento que exige caminar con lucidez hasta el final de la renuncia a sí mismo, del acontecimiento que su­merge al hombre en la inseguridad radical. En el sacrificio de la cruz ha llevado Jesús hasta su límite máximo la imitación del Padre; ahí es donde ha puesto de manifiesto la verdadera dimensión del doble amor a Dios y a los hombres, donde se ha iniciado la historia de la salvación.

La Iglesia Lo que Cristo realizó, una vez por todas, en la y la imitación cruz, continúa realizándolo en su Iglesia por me-de Jesucristo dio de los miembros de su Cuerpo. La historia de

la salvación o de la imitación del Padre iniciada por el Nuevo Adán sigue desarrollándose de generación en ge­neración, pero en forma concreta depende ahora de la contri-

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bución activa de los miembros de la Iglesia, para quienes la imitación del Padre coincide necesariamente en la imitación de Cristo. No hay salvación posible sino en Cristo, y quien quie­re ser salvado y participar en la medida que le corresponde en la salvación de la humanidad, debe seguir las huellas de Cristo en su pasión (Jn 13, 36 y 1 Pe 2, 21).

¿Qué es la imitación de Jesucristo? Advirtamos en primer lugar que, para imitar a Jesucristo hay que asemejarse previa­mente a El, estar calificado para obrar de esa manera. Esto su­pone una primera intervención de la Iglesia, el bautismo. Por el hecho de introducir al hombre en el Cuerpo de Cristo, el bau­tismo le capacita para obrar como hijo adoptivo del Padre, vinculado al Hijo único, y sometido a su condición terrena de criatura. Pero la intervención de la Iglesia no termina ahí; es necesaria constantemente esa intervención para mantener ac­tiva su capacidad de imitación. Para comportarse como hijo adoptivo del Padre hay que mantenerse constantemente bajo la acción de la gracia interior y dejarse modelar por los sacra­mentos y por la Palabra.

El fruto específico de esa acción eclesial es sustraer al cre­yente a las más diversas tentaciones de evasión para prepararle cada vez mejor para el acontecimiento y para lo que Dios quie­ra decir a cada uno por medio de él. Son los sucesos de la vida cotidiana, dondequiera que se produzcan y cualquiera que sea su amplitud, los que solicitan continuamente la fe del cristiano y los que constituyen el terreno apropiado en el que se desarrolla la obediencia de la condición de criatura. Imitar a Jesucristo no es adoptar por propia cuenta y riesgo actitudes determinadas por anticipado, sino aceptar el acontecimiento tal como El lo ha hecho, con entrega total, es seguirle en su Pasión, es decir, en el Acontecimiento por excelencia.

De donde se deduce que la imitación de Jesucristo no tiene nada de conformismo. No se trata en absoluto de reproducir materialmente tal o cual actitud de Jesús, sino de enfocar la realidad tal como El lo ha hecho, estar disponible lo mismo que El ante el acontecimiento. No se trata de reproducir, sino de in­ventar, ya que el acontecimiento ofrece la particularidad de que siempre es único y la actitud del creyente frente al aconteci­miento participa de ese carácter. El cristiano tratará, pues, de que su respuesta esté a la altura del acontecimiento.

La imitación del Como el hombre moderno no es ya es-Padre en el centro del pontáneamente el hombre religioso de testimonio misionero antaño, los cristianos se ven a vece0

tentados a poner provisionalmente, en­tre paréntesis, en el testimonio que dan hoy de Jesucristo, la relación con el Padre en beneficio de la ayuda que prestan a

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los hombres. Hay tareas gigantescas que reclaman la atención y la colaboración de todos: la paz, el desarrollo, la justicia so­cial e internacional, etc. Si uno quiere ser considerado como cristiano, debe asumir su parte de responsabilidad en el esfuer­zo cotidiano que espera al hombre de hoy y para el que se sien­te preparado.

Esta tentación es muy sutil, pero hay que vencerla. Si cediera a ella, el cristiano comprometería radicalmente la naturaleza de su testimonio; hay que añadir, además, que, privado de su conte­nido original, el testimonio del cristiano pierde todo su sabor, incluso para el hombre moderno. Colocar la imitación del Padre en el centro mismo del testimonio misionero es comportarse como hijo de Dios y, al mismo tiempo, llevar hasta su última ex­presión la fidelidad a la condición terrestre de criatura; es po­ner de manifiesto que el hombre en Jesucristo está capacitado para imprimir a su acción una trascendencia eterna, aun estan­do identificado plenamente con su condición creada. Es a veces una ilusión imaginarse que el hombre moderno, consciente de las responsabilidades con que tiene que cargar acá abajo, ha renunciado en consecuencia a toda aspiración a lo absoluto; la diferencia con su predecesor radica en que esa aspiración a lo absoluto está sumergida en la corriente misma de las tareas hu­manas. En este sentido es un error decir que, para el hombre moderno, las tareas terrenas que él impulsa son puramente "temporales". Por consiguiente, cuando el cristiano carga por su parte con las responsabilidades del hombre de este tiempo frente a los inmensos retos con que se tropieza, es absoluta­mente necesario que su actitud refleje claramente que, lejos de obstaculizar el empleo de sus propios recursos, la condición de hijo de Dios le hace realmente disponible para la auténtica em­presa civilizadora.

Importa, sin embargo, señalar que el hombre moderno no es accesible a la significación de un esfuerzo de promoción huma­na, sino en cuanto ese esfuerzo es testimonio de un respeto es­crupuloso a las reglas del juego. La rectitud de la promoción humana depende no solo de la inspiración que le dirige, sino también de la seriedad con que se comporta en los distintos niveles en que interviene: político, económico, social, etc. Hay en todo esto una cuestión previa a la que el cristiano debe so­meterse como cualquier otro hombre; sin esa condición previa, el "resto", que es esencial, no marchará.

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La imitación Para cerrar la gran oración eucarística, el cele-del Padre en brante y el pueblo reunido recitan juntos el Pa­la celebración drenuestro. Todos manifiestan en esta oración su eucarística deseo de imitar al Padre imitando al Salvador:

"Tal como hemos aprendido del Salvador..., nos atrevemos a decir." "Padre, perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos también a quienes nos han ofendido", que significa: "Padre, concédenos en Jesucristo prolongar en bene­ficio de todos los hombres el movimiento de tu perdón hacia nosotros."

La celebración eucarística debe envolver normalmente a la comunidad congregada en el hoy del perdón de Dios, con el fin de que el gesto siempre actual de Dios se convierta para cada uno de los participantes en la fuente de un perdón universal de las ofensas. Cuando celebra la Eucaristía, la comunidad se in­corpora a la caridad de Cristo, que es perfecta imitación del Padre. Pero este fruto de la Eucaristía no se obtiene automática­mente. La proclamación de la Palabra desempeña un papel pri­mordial—lecturas de la Escritura y homilía del celebrante—que ponen de manifiesto su actualidad concreta. El aspecto externo de la celebración tiene igualmente suma importancia; es im­portante que la asamblea tome conciencia de la diversidad a que sirve de aglutinante, que se considere como esencialmente abierta, que se autoestime como un microcosmos.

2. El tema de la justificación

El itinerario espiritual de un pueblo es una realidad extre­madamente compleja, puesto que se trata de una aventura que pone a contribución el secreto más recóndito de los seres y que repercute en el conjunto de los comportamientos cotidianos. En busca de su definitivo cumplimiento, el hombre se lanza en múltiples direcciones, algunas de las cuales resultan fructuosas, mientras que otras resultan, a la corta o la larga, sin viabili­dad posible cara al futuro. En cada momento de la aventura interviene una sutil interrelación entre la comunidad y los in­dividuos que la componen, especialmente entre algunos de ellos. Surgen personalidades religiosas que proyectan una luz nueva sobre el camino que se va a recorrer, y la comunidad se adentra por ese camino trazado o, por el contrario, se rebela y se re­siste. Todo este asunto trata de traducirse en un lenguaje más o menos adaptado a la experiencia realizada; las palabras mis-más se enriquecen con resonancias nuevas, o bien se resisten, envejecen y terminan por desaparecer.

El impacto producido en el lenguaje religioso por el acceso de un pueblo a la fe es extraordinariamente hondo. El lenguaje se transforma hasta tal punto que en adelante encierra un con­tenido radicalmente nuevo. Veamos un ejemplo, entre otros mu-

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chos: el vocabulario que afecta a la justicia y a la justificación. La historia de Israel deja bien sentado que los caminos de la fe resultan largos de recorrer, y el lenguaje en que se traducen se va ajustando a la nueva situación de una forma lentamente progresiva. El desarrollo del cristianismo a lo ancho y a lo largo del mundo exigirá, a su vez, una refundición del lenguaje reli­gioso de los pueblos.

Justicia divina La necesidad de seguridad que experimenta y justicia humana el hombre se refleja, en las sociedades pri-en Israel mitivas, en un respeto escrupuloso de las

normas y de las costumbres que regulan, desde los orígenes más remotos, tanto las relaciones sociales como las relaciones con los dioses. Como medio para garantizar la estabilidad de ese orden sacro, la comunidad ejerce sobre sus miembros un poder judicial; hace que se respete el derecho y justifica al inocente. Por eso, dentro de un contexto esencial­mente religioso, se van precisando progresivamente las normas jurídicas y morales de las conductas humanas.

Este substrato primitivo lo encontramos en Israel, pero a medida que va progresando este pueblo en la fe se va metamor-foseando poco a poco ese fondo primitivo hasta el punto de que llega un momento en que resulta irreconocible. En el punto de partida, Yahvé se nos presenta como el Juez supremo que re­compensa a los buenos y castiga a los malos. La observancia de la ley es lo que integra al hombre judío en el orden de la justi­cia divina y hace que comulgue con la santidad de su Dios. Sin embargo, la experiencia de la fe irá transformando el vocabu­lario de la justicia y de la justificación: aun cuando sigue man­teniéndose en el fondo del cuadro, el orden del juicio, que res­ponde a la necesidad de seguridad, dará paso al orden de la mi­sericordia, que responde al llamamiento de la fe. El universo religioso del hombre judío adquiere proporciones nuevas.

Al aceptar con realismo el ver en los acontecimientos el lu­gar privilegiado del encuentro de su Dios, el hombre judío hace un descubrimiento desconcertante. Yahvé es el Dios Todo-Otro, el Creador de todas las cosas. Todo lo que hace Yahvé por su criatura es la expresión de una benevolencia gratuita. Solo Dios puede salvar al hombre, y esa salvación se presenta cada vez más como un don que trasciende todo cálculo humano. Si Dios interviene para salvar al hombre, y especialmente para salvarle de su pecado, no lo hace para recompensar unos méri­tos, sino, ante todo, para revelarse tal cual es, un Dios de mi­sericordia, de ternura y de perdón.

El reconocimiento del Dios Todo-Otro coincide con la per­cepción cada vez más viva de que el hombre no puede merecer

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su salvación. La justicia que proporciona la observancia de la Ley es vana e inoperante respecto a la salvación que Yahvé re­serva a su pueblo y que es la única que puede satisfacerle. El hombre resulta ser un ser realmente paradójico: la relación con Dios que despierta la fe y que puede realizar su destino es irreducible a la edificación de un orden moral. La justicia di­vina y la justicia humana son realidades incomparables. Solo el abandono en manos de Dios puede preparar al hombre para la justificación de la salvación. Todas las miradas se vuelven entonces hacia el futuro mesiánico: ¿quién es el hombre que podrá resolver la paradoja de la condición humana?

Jesús de Nazaret La intervención del Mesías, lejos de volati-y la justicia lizar la paradoja de la condición humana, del Reino la lleva, por el contrario, a su máxima in­

tensidad. No hay realmente medida alguna común entre el orden de la fe y el orden moral; mas, cuando este último llega a su perfección en la ley nueva del amor uni­versal, prepara continuamente el proceso hacia el orden de la fe y de la salvación.

En contraposición con el formalismo y la hipocresía de los fariseos, Jesús pone al descubierto los recursos inexplorados del mosaísmo auténtico; no ha venido para abrogar la Ley, sino para darla cumplimiento. Este cumplimiento es el amor fraterno universal: en eso es en lo que se convierte la Ley cuando su ob­servancia es fidelidad al acontecimiento y permanente acogida de la voluntad del Dios vivo. Las bienaventuranzas constituyen la carta de la Nueva Alianza: la ley nueva del amor universal es viable tan solo para quienes son pobres, dulces y humildes, es decir, para quienes renuncian a encontrar en un bien creado cualquiera con lo que se pueda saciar su sed de absoluto, a quienes no quieren poseer nada sino que se abandonan a Dios y se confían plenamente en El.

Pero al mismo tiempo que exige ese abandono total, Jesús proclama la venida del Reino. La salvación del hombre, que es una pura gratuidad del Padre, se le concede al hombre. El cre­yente se abandona a Dios, pero en ese abandono es hecho hijo adoptivo del Padre; su expectación se ve colmada por encima de toda medida. La fidelidad a la ley nueva del amor, por el hecho de encontrar el don de la adopción filial, se convierte en la fidelidad de un miembro de la familia divina.

Este Reino del Padre, en cuyo seno se realiza el destino del hombre, Jesús lo inaugura en su persona. Tanto para El como para sus hermanos, Jesús exige la renuncia absoluta que impli­ca la fidelidad a la condición de criatura: esa renuncia va has­ta la muerte, y si fuese necesario, hasta la muerte de Cruz. Pero

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es el Salvador del mundo quien habla así: ¿Cómo puede este hombre que ha llevado hasta sus últimas consecuencias el des­velamiento de la condición humana proclamarse al mismo tiem­po salvador de la humanidad? No cabe más que una respuesta a esta pregunta: realmente este hombre es el Hijo de Dios. Dios ha amado tanto al mundo que ha dado por él a su Hijo único; y, al mismo tiempo, hay un hombre entre los hombres cuya fidelidad de criatura es por identidad una fidelidad filial. La respuesta activa de este hombre a Dios corresponde perfec­tamente a la iniciativa divina de salvación.

Justificados por la fe Se necesitaron bastantes años para que en Jesucristo la comunidad cristiana primitiva captara

plenamente todo el alcance de la inter­vención de Jesucristo en la tierra. Al comienzo, el mensaje apos­tólico insiste sobre la dimensión escatológica del Reino, que si­gue siendo, ante todo, objetivo de una espera; las primeras car­tas de San Pablo reflejan esa manera de ver las cosas, en la que prevalece el orden del juicio. Pero muy pronto, los cristia­nos calibran el sentido actual del vínculo vivo que han contraído con el Cristo resucitado: el Reino futuro se perfila cada vez me­jor como el Reino que ya ha venido y que sigue construyéndose acá abajo. La espera del cristiano no es en modo alguno una invitación a la pasividad; adquiere cuerpo en la misión. A tra­vés del vínculo vivo con el Resucitado, el cristiano se ve llama­do a desempeñar un papel de colaborador de Dios en la edifi­cación del Reino.

Bajo la influencia de San Pablo, el vocabulario de la justicia y de la justificación recibe su marca especíñcamente cristiana. La justificación, es decir, la salvación, es una realidad ya pre­sente aquí abajo; ciertamente no es fruto de la justicia del hombre, del recurso a sus propios medios de creatura, pero tampoco es ya una realidad puramente escatológica que haya que esperar de la exclusiva intervención de Dios. El cristiano es un hombre realmente justificado por la fe en Jesucristo, la fe en Aquel que es a la vez el don sustancial del Padre y ese hombre en medio de los hombres que ha podido realizar la úni­ca respuesta humana agradable a Dios.

En su momento conclusivo, el tema de la justificación saca a plena luz la realidad de la adopción filial adquirida mediante la vinculación viva a Jesucristo. El hombre es justificado por­que la fe en Cristo le abre el acceso al Padre en calidad de hijo adoptivo. La salvación que colma la espera del hombre es un don divino absolutamente gratuito; pero en el hombre se convierte en fuente de una actividad filial en la que se realiza de manera trascendente la fidelidad moral a la nueva ley del amor.

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La justificación El vocabulario de la justicia y de la justi-de todos los pueblos ficación pertenece al itinerario espiritual en Jesucristo de Israel. Su importancia no proviene so­

lamente del hecho de que haya servido, con San Pablo, para manifestar la realidad de la salvación al­canzada en Jesucristo, sino que es la misma historia de este vo­cabulario la que expresa las grandes etapas del acceso a la fe en Jesucristo. Desde un punto de vista pedagógico su interés es excepcional. Las palabras importan realmente poco, pero es condición para verterlas a otras lenguas llegar al contenido que encierran.

Todo pueblo al que la Iglesia encuentra en el ejercicio de su misión se encuentra en un punto determinado de una búsqueda espiritual, cuyo alcance es indispensable que el misionero lo capte correctamente. En efecto, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación debe insertarse en este entorno preciso. Ahora bien: el sentido de esta búsqueda espiritual, expresada bajo di­versas formas perceptibles al nivel del lenguaje, es siempre un intento de articular de una cierta manera el orden moral y el orden religioso. Cuando esta búsqueda es especifica del hombre pagano es posible discernir en ella una concepción de la morali­dad individual y colectiva, generadora de una realización del hombre y capaz de colmar sus aspiraciones profundas; las con­ductas morales tienen inmediatamente una significación reli­giosa, porque se espera de ellas que engendren la salvación. En particular, el hombre de las religiones tradicionales intenta in­tegrarse en el orden o en la armonía cósmica, cuya estabilidad aseguran los dioses soberanamente.

El acceso de un pueblo a la fe en Jesucristo implica nece­sariamente el paso por dos etapas que, como la historia de Israel nos enseña, son sucesivas... En un primer momento ha de producirse el reconocimiento del Dios Todo-Otro, del Dios de la fe, con todo lo que esto implica al nivel de las actitudes y de las expresiones culturales. Este descubrimiento del Dios vivo entraña la percepción progresiva de la distinción radical del orden religioso y del orden moral, cualquiera que sea la íntima relación que los vincula mutuamente. El orden religioso aparece esencialmente como el orden de la misericordia. El hombre pre­siente que la salvación proviene de la iniciativa totalmente gra­tuita de Dios y que sus conductas morales son inoperantes a este nivel definitivo. Su conciencia del pecado se afina y lo descubre como la suprema ceguera. Cuando esta primera etapa ha sido franqueada, puede venir la segunda: la del reconoci­miento efectivo del misterio de Cristo, en quien se realiza el orden de la fe y en quien encuentra su consistencia definitiva; solo en El se encuentra desvelada la articulación correcta entre el orden religioso y el orden moral. Un nuevo pueblo va a mar­car con su aportación original la edificación del Reino.

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La experiencia En la celebración eucarística es donde los cristiana cristianos hacen la experiencia privilegiada de la justificación de la justificación que consiguen por medio en la Eucaristía de la fe en Jesucristo. Los cristianos que

se congregan para la Eucaristía saben que responden a un llamamiento divino a la salvación y que la ac­ción de gracias a que son invitados no tendría sentido alguno sin el vínculo eclesial con Cristo que les constituye en miembros de su Cuerpo. Solo los hijos del Padre pueden cantar realmente las maravillas de Dios.

La coparticipación en la Palabra y en el Pan hace actuar de la manera más concreta la iniciativa de la gracia, que se ha ma­nifestado de una vez para siempre en Jesucristo, y especialmen­te en el acontecimiento de su muerte en la cruz. Esa coparti­cipación debe provocar constantemente a los bautizados a la conversión de su pecado y enseñarles la verdadera conducta de los hijos del Padre en el presente de su vida cotidiana. Es lla­mamiento a la pobreza interior total para que, siguiendo el ejemplo de Cristo, los hijos adoptivos del Padre imiten por su parte la obediencia de su Hermano mayor. Pero, al mismo tiem­po, esa coparticipación en el Pan y en la Palabra descubre a los cristianos congregados la inefable dignidad de su condición filial. La justificación por la fe en Cristo! hace del cristiano colaborador de Dios en la edificación del Reino, y es aquí abajo donde hay que hacer honor a esa responsabilidad. Por eso la Eucaristía sumerge a los fieles en el mundo de los vínculos de fraternidad universal, significados en la misma congregación. Son esos vínculos los que deben determinar su fidelidad de cada día con el fin de que el signo eclesial de la salvación de Jesu­cristo no deje de brillar a los ojos de los hombres.

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TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Malaquías 1, 14-2, El autor anónimo ("malaquías" significa 2, 8-10 "mensajero") que ha escrito una serie de 1.a lectura textos reunidos bajo su nombre, vivía en l.er ciclo el siglo v, después de la reconstrucción

del Templo y poco antes de la reforma de Esdras. ¡El pueblo lo había esperado todo del nuevo Templo y he aquí que no ha cambiado nada! Y en nombre de ese pue­blo, el profeta acomete con violencia contra el clero (Mal 1, 6-2, 9), al que considera responsable de la decadencia moral y política porque no ofrece sacrificios con manos suficientemente puras como para merecer la benevolencia divina. La falta de los sacerdotes no disculpa a los fieles por su laxismo (v. 14) y el profeta le dedica otro escrito (Mal 2, 10-16). Clero y fieles se han liberado del profetismo refugiándose en el culto; y de ese refugio quiere sacar Malaquías al pueblo.

La requisitoria contra los levitas recuerda la alianza particu­lar concertada entre Dios y Leví (Dt 35, 8-11; cf. 3er 33, 18-22), por la cual a esta tribu se la confiaba no solo el servicio litúr­gico, sino también la enseñanza de la ley (v. 7). Pero los levitas han traicionado su misión escandalizando a los fieles con sus interpretaciones laxistas y arrastrando al pueblo hacia actitu­des contrarias a la ley (v. 8).

El castigo no se hace esperar; cada vez que se viola la alian­za, los sacerdotes pierden la consideración del pueblo, su in­fluencia se desdibuja y su misión profética es discutida (v. 9).

II. Deuteronomio 6, 2-6 Resulta bastante sorprendente que 1.a lectura los pasajes más explícitos del Antiguo 2p ciclo Testamento en torno al amor se en­

cuentren dentro de una serie de tex­tos legislativos. Por lo demás, son relativamente abundantes,

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tanto dentro del código mismo (Dt 13, 4; 19, 9) como en los discursos introductorios (Dt 5, 10; 6, 5; 7, 9; 10, 12; 11, 1, 13, 22), como también en la exhortación final (Dt 30, 16, 20)x.

Los vv. 4-5 podrían pertenecer a la redacción más antigua del Deuteronomio.

a) El amor de Dios prescrito por el Deuteronomio encierra, sobre todo, una noción de fidelidad cultual. Amar a Dios con­siste, en primer lugar, en no dar culto alguno a las otras divi­nidades (cf. Dt 6, 5, 14-15; 11, 13, 16-17; 13, 2-3; 30, 16-18). Las relaciones cultuales del pueblo con su Dios son reflejadas a veces en términos de amor (cf. Os 1-4); puede considerarse, por tanto, la ley deuteronómica del amor a Dios como una prescripción de fidelidad cultual a Yahvé.

El Deuteronomio ve igualmente el ejercicio del amor de Dios en la obediencia a sus preceptos. No debe perderse de vista que el pasaje que se lee hoy en la liturgia sirve de introducción al código de prescripciones morales más fundamental de la ética hebrea. Además, cuando el Deuteronomio pide que ese amor a Dios no se traduzca tan solo en una actitud exterior, sino que ha de movilizar una aceptación interior ("con todo su corazón, con toda su alma...", v. 5; cf. Dt 10, 12; 11, 13; 13, 3), piensa en un amor total y personal desconocido en las legislaciones anteriores. Finalmente, el precepto del amor está formulado en segunda persona de singular (v. 5; cf. Dt 10, 12; 30, 6) para darle una mayor intensidad personal. Comprendido así, el amor de Dios prescrito por el Deuteronomio sería ese "amor" pres­crito por entonces en el Oriente Próximo en los contratos de alianza entre soberanos y vasallos, y que implicaban compro­miso de fidelidad, de lealtad y de obediencia2. Parece no figu­rar para nada la vertiente del afecto. En realidad, el concepto deuteronómico del amor de Dios está todavía demasiado próxi­mo a sus orígenes jurídicos y cultuales como para ser portador de todo lo que el Nuevo Testamento, e incluso Oseas y Jeremías, incorporarán a ese amor.

b) Nuestra lectura constituye el comienzo de la oración judía del Schema Israel ("Escucha, Israel) que los fieles recitan tres veces al día, especialmente por la mañana. Esta oración engloba las actitudes esenciales de la fe de los judíos: la pro­fesión de fe en un Dios único (v. 4), el resumen de toda la ley en el amor (v. 5) y, finalmente, el recuerdo de la alianza (ver­sículos 10-12).

1 J. COPPENS, "La Doctrina biblique sur l'amour de Dieu et du pro-chaine", Eph. Th. Lov., 1964, págs. 252-99.

2 W. L. MORAN, "The Ancient Near Eastern Background of the Love of god in Deuteronomy", Cath. Bibl. Quart., 1963, págs. 77-87.

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Esta oración merecería servir de texto común entre cristia­nos y judíos, de la misma manera que el Padrenuestro asocia a protestantes, católicos y ortodoxos.

* * *

Cabe preguntarse cómo una actitud tan espontánea como el amor ha podido ser objeto de una prescripción legal. Es fácil responder que el contenido de ese amor estaba hecho de reglas cultuales y morales que cambian perfectamente dentro del mar­co de una ley. Pero se advertirá que la noción hebrea de la trascendencia de Dios impedía al hombre profesar un amor afectuoso a Dios. Por otro lado, en los medios judíos la ley es concebida en este punto como el terreno normal de las rela­ciones con Dios, de suerte que no hay por qué extrañarse al descubrir la ley del amor dentro del marco legalista.

III. Sabiduría 11, El autor ha meditado en torno a las moti-23-12, 2 vaciones "del castigo que Dios ha infligido a 1.a lectura los egipciones y saca sus conclusiones ori-3.er ciclo ginales.

• * *

a) Resulta bastante anormal leer, escrito por un autor ins­pirado, un relato del Éxodo en el que la intencionalidad funda­mental recae no sobre los favores hechos por Dios a su pueblo, sino sobre el interés que refleja respecto a los paganos. Yahvé ha elegido un pueblo, pero al mismo tiempo se interesa por los demás pueblos, y de manera especial por ese Egipto en cuyo corazón vive, probablemente, el autor. Está, pues, clara la afir­mación del universalismo del designio de Dios.

o) Dios ha creado a todos los hombres, y si da pruebas de su elección respecto a Israel, traduce su amor en su misericordia para con todos los demás pueblos (v. 2). Esta enseñanza es tanto más importante cuanto que numerosos judíos de la época viven en situación de ghetto en territorio pagano y se guardan por lo general de manifestar a los paganos el amor que el mis­mo Dios no ha cesado de ofrecerles.

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IV. 1 Tesalonicenses 2, Pablo continúa con la descripción de 7-9, 13 su ministerio apostólico. Después de 2p lectura haberse sumado al profetismo del An-l* ciclo tiguo Testamento (1 Tes 2, 1-6), precisa

ahora las características originales de su apostolado cerca de las naciones.

a) La acción apostólica de Pablo cerca de los tesalonicenses se desarrolló bajo el signo de una ternura excepcional. Pablo no tiene palabras suficientes para expresar sus sentimientos: la amabilidad y la dulzura del superior afable (v. 7), la bondad preocupada de la madre (v. 7), la ternura que llega hasta dar su vida (v. 8). La mayoría de estos términos y de estas imáge­nes están sacadas del vocabulario helenista; no hay ninguno que provenga del Antiguo Testamento. Pablo establece así cla­ramente la delimitación entre lo que debe al judaismo y lo que deriva de la originalidad de su misión: el amor de Dios en el seno de las naciones.

o) Pero la idea más importante de este pasaje parece ser la de la paternidad espiritual que Pablo ejerce para con sus discípulos3. El tema será más explícito aún en 1 Cor 4, 14-21, pero sus líneas generales se encuentran ya definidas en este pasaje. Pablo no pretende ser el padre de los tesalonicenses (v. 11); se limita a utilizar una imagen. Por lo demás, toma también del Antiguo Testamento la imagen de la nodriza (ver­sículos 7-8; cf. Ex 4, 22; Os 11, 3-4; Is 49, 15; Eclo 4, 10); con ello quiere poner de relieve el significado de su comportamien­to apostólico en Tesalónica. Puesto que protesta de ejercer un oficio de filósofo o de publicista, que distingue perfectamente su predicación de una pedagogía ordinaria (1 Cor 4, 14-21) y que reivindica para su actividad misionera el derecho de trans­mitir una vida, la vida a la que Dios llama a los hombres, es normal que Pablo saque las mejores comparaciones de las imá­genes que recuerdan la transmisión de la vida.

Pero Pablo identifica su persona con su mensaje; él mismo es llamamiento a la vida con su actitud, sus sufrimientos, su celo y su transmisión del Evangelio. Por eso mismo no duda en aplicar la imagen del padre o de la madre a su propia persona, pero solo en la medida en que está al servicio del don divino de la vida. No hay autoritarismo alguno en todo esto, sino la ma­nifestación de una paternidad que no reclama nada para sí, sino que se siente feliz con referirlo todo a la única fuente de la vida.

P. GUTIÉRREZ, La paternite spirituelle selon saint Paul, París, 1968.

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V. Hebreos 7, 23-28 Esta lectura constituye el final de la de-2.a lectura mostración de la superioridad del sacer-2.o ciclo docio de Cristo sobre el sacerdocio leví-

tico; subraya, de manera particular, que Jesús no depende de Leví, sino que per­

tenece al orden de Melquisedec (Sal 109/110), que su sacerdocio se apoya en su calidad de Hijo y de Señor (Sal 2, 7) y que está de conformidad con el "juramento de Dios" (vv. 20-22).

* * #

Esta idea de juramento interviene también en los versículos que preceden a la perícopa litúrgica (vv. 20-22). El autor descubre este juramento no ya en las promesas hechas a Abraham (Heb 7, 6-7), sino en la promesa del Sal 109/110, 4, citado por cuarta vez en Heb 7 (cf. v. 21 y alusiones en los vv. 24 y 28). Pero, por primera vez, esta cita del Sal 109/110 se halla recortada, y ya no se hace mención de Melquisedec. El énfasis no recae ya so­bre este personaje, sino sobre el juramento: el Señor ha jurado (v. 21).

A partir de aquí la argumentación del autor se desarrolla normalmente:

1. Un sacerdocio garantizado por un juramento divino es prenda de una alianza mejor que la antigua, sobre la que no incidía ningún juramento de Dios (vv. 20-22).

2. Un sacerdocio sobre el que incide un juramento así tiene que ser necesariamente eterno (cf. Sal 109/110, 4; vv. 23-25; re­petición de los vv. 15-17). La duración perpetua del "resucitado" garantiza la eternidad de su sacerdocio (v. 24) frente a la cadu­cidad del sacerdocio antiguo. Como eterno que es, el sacerdocio de Cristo está siempre en acción, interpelando continuamente por nosotros.

3. El sacerdocio nuevo es el de Cristo en la gloria (vv. 26-28), el mismo del Hijo (v. 26). Hijo sublimado para siempre, Cristo es, pues, sacerdote para la eternidad, y lo es de una vez para siempre.

Los hombres no son capaces de abrirse un camino hasta Dios. Organizar un culto es, por tanto, una tarea irreal y sin futuro en la que no se opera ningún encuentro verdadero ni purifica­ción alguna profunda del pecado del hombre. Pero Cristo logra que la humanidad llegue a una comunión real con Dios, puesto que su naturaleza humana se ha visto introducida realmente en la intimidad divina mediante su ascensión y su intronización como Señor. Esa penetración de Cristo en la vida divina se ha

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efectuado en el corazón mismo de su inevitable muerte y de la ofrenda de toda su existencia. Cuando celebra la Eucaristía, que es memoria de esa ofrenda, y cuando lo hace bajo la presidencia de ministros que dan autenticidad a la relación de esa Euca­ristía con la muerte y con la intronización del Señor, el cris­tiano asegura a su vez a su propia vida su valor sacerdotal y consigue mantener con Dios un encuentro auténtico y transfor­mante.

VI. 2 Tesalonicenses 1, Pablo responde a las inquietudes de los 11-2, 2 primeros cristianos respecto al tiempo 2.a lectura y el modo en que tendrá lugar el adve-3.er ciclo nimiento del Señor. Los judeo-cristia­

nos presentaban este acontecimineto como la concentración de las naciones en "asamblea" con Cris­to (Mt 24, 31; 2 Mac 2, 7), pero los tesalonicenses se encuentran preocupados a causa de profecías, expresiones y escritos atri­buidos a Pablo (v. 2) en torno a la inminencia del Día de Yahvé.

* * *

La actitud que recomienda ante todo el apóstol es la ora­ción (v. 11). Solo ella, en efecto, puede curar de la intranqui­lidad despertada por las falsas noticias; la oración pone al hombre en contacto con el poder de Dios que opera en su vida, le ayuda a tomar conciencia de ello y a darle confianza y a asumirla merced al significado que da a las cosas y a los actos en función de la espera del Reino.

VII. Mateo 23, 1-12 Este pasaje sirve de preámbulo a las mal-evangelio diciones de los escribas y de los fariseos l.er ciclo (Mt 23, 12-32). Jesús presenta a sus ad­

versarios ya desde el primer versículo: ocupan indebidamente la cátedra de Moisés, ya que la ley pre­veía que la enseñanza y la interpretación de la Palabra de Dios sería reservada solo a los sacerdotes (Dt 17, 8-12; 31, 9-10; Míq 3, 11; Mal 2, 7-10). Al usurpar esa función, los escribas han introducido un profundo y grave cambio en la religión, han sustituido la fe en la Palabra por un método intelectualista y la obediencia al designio de Dios por el juridicismo y la casuís­tica. Al maldecir a los escribas, Cristo rechaza una religión tan humana.

Mateo es el único de los evangelistas que recoge las palabras reproducidas en los vv. 8-10. Unido al texto anterior por la pa­labra clave Rabbi, este pasaje está redactado conforme al ritmo

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ternario en el que se hace sucesivamente mención del "Maestro", del "Padre" y del "Doctor" (o, mejor, del "Director"). No son tanto esos títulos lo que Cristo condena como la religión de exégesis y de profesores que representan y afirma que no hay que acudir a profesores para conocer a Dios.

Los dos primeros versículos no son originales en este sitio (cf. Mt 20, 26).

* * *

En este pasaje Cristo apunta a la hipocresía de los escribas y de los jefes de la sinagoga. Esta actitud consiste esencialmente en engañar a otro por medio de gestos religiosos o de prerroga­tivas sacrales indebidas. El hipócrita, en este caso, se atribuye honores que le hacen pasar por un representante de Dios (ver­sículos 6-7), parece tributar un culto a Dios, pero no trata más que de darse importancia a sí mismo (v. 5) y las prácticas más religiosas son también despojadas de su significación ante el deseo exagerado de hacerse notar (cf. Mt 6, 2, 5, 16). Finalmente, el hipócrita pone su ciencia teológica al servicio de su egoísmo aprovechando su erudición casuística para escoger entre los preceptos los que le convienen y "cargando a otro de manda­mientos de los que se dispensa a sí mismo (v. 4; cf. Mt 23, 24-25).

El colmo es que los escribas hipócritas usurpan el lugar de Dios atribuyéndose un poder que no merecen (vv. 8-10; cf. Mt 15, 3-14). En lugar de conducir el corazón de cada cual al en­cuentro personal con Dios, en el plano íntimo de la decisión y de la libertad, hacen que toda la atención recaiga sobre los ar­gumentos, las conclusiones y los reglamentos demasiado huma­nos para que puedan ser signos de Dios.

La hipocresía denunciada por Jesús continúa siendo una ten­tación a todo lo largo de la historia de la Iglesia. Tentación sutil que se encuentra en los sacerdotes con relación a los laicos, pero sobre todo en los bautizados con relación a los demás hombres. El evangelio de este día puede ayudarnos a superarla.

Lo importante es que la Iglesia no se tome nunca como la realidad definitiva. La Iglesia es el anuncio de un Reino futuro, pero no es todavía este Reino. Por tanto, no puede situarse en el centro de su predicación porque a donde el mundo debe ten­der no es hacia ella, sino hacia el Reino. Con esta condición, la Iglesia no cargará a sus fieles con pesos insoportables, sino que estará en tensión hacia un futuro que hay que realizar. La Iglesia debe huir de toda vanidad y sus responsables evitarán recurrir a los medios con que los hombres intentan espontáneamente llegar al poder: intrigas diplomáticas, influencias políticas, tí­tulos honoríficos, etc. La Iglesia debe saber en todo momento que está hecha para servir.

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Una Iglesia que olvida su propio pecado se hace automática­mente dura de corazón, imbuida de su propia justicia, anun­ciadora de infelicidad y de catástrofe; ya no merece ni la miseri­cordia de Dios ni la confianza de los hombres y pueden aplicarse al pie de la letra las maldiciones dirigidas contra los escribas orgullosos. La Iglesia sabe, por el contrario, que la frontera del bien y del mal pasa por el corazón de cada uno de sus miem­bros, que su fe es crepuscular y que, de todas maneras, el per­dón de Dios es lo único que mantiene su existencia4.

VIII. Marcos 12, 28-34 Jesús acaba de afrontar las polémicas evangelio principales desatadas contra El por las 2.o ciclo sectas judías, en particular ha desbara­

tado la trampa que le habían tendido los fariseos respecto al impuesto (Me 12, 13-17). Entonces se presenta un escriba para preguntarle acerca del mayor man­damiento. Mientras que Mateo (Mt 22, 34-36) sitúa la inter­vención del escriba en un ambiente de polémica, Marcos mues­tra la buena disposición y la preocupación de este por el escla­recimiento de su duda. También es Marcos el único que pone en boca de Jesús un elogio de este hombre (v. 34). Se puede creer que los sinópticos han querido reunir en un solo pasaje dis­tintos episodios de polémica, pero que Marcos, con menos maña, ha dejado en el episodio del escriba detalles que son origina­les, sin duda, pero que cuadran mal en el contexto de polémica de los otros autores.

» * *

A la pregunta del escriba Jesús contesta enunciando los dos mandamientos de amor (vv. 29-31), cuando solo se le pedía uno. El primer mandamiento toma su texto de Dt 6, 4-5, pero en la versión que daba en la oración rezada por los judíos por la ma­ñana y por la noche. El segundo mandamiento está sacado de Lev 19, 18.

Marcos yuxtapone los dos mandamientos, pero los considera como dos órdenes distintas (v. 31). Mateo y Lucas irán más lejos, ya que reúnen los dos textos en uno solo o hablan únicamente de un mandamiento. Marcos todavía no ha llegado a esto, y si­gue la práctica judía que había aprendido a reunir los dos pre­ceptos, porque ya veía en él un resumen de la ley.

Marcos es el único que da el texto del comentario que hace el escriba de los dos mandamientos. Mientras Mateo sostiene

4 Véase el tema doctrinal de la hipocresía, en este mismo capítulo.

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que el amor es la clave de la ley, Marcos hace decir al escriba que este es la clave del culto a Dios (v. 33; cf. Am 5, 21; 1 Sam 15, 22)5.

IX. Lucas 19, 1-10 Lucas es el único que recoge el episodio de evangelio Zaqueo—el evangelio del día—que encaja 3.er ciclo perfectamente en su perspectiva personal

de la riqueza y la lectura que hace de los contactos de Jesús con los pecadores. Este texto viene a ser, por otro lado, la conclusión de una serie de enseñanzas que ponen muy de manifiesto los puntos destacados por Lucas: la pará­bola del fariseo y del publicano que oran en el Templo, cada uno por su cuenta, en la que se advierte que solo el publicano es escuchado y justificado (relato específico del tercer evan­gelio: Le 18, 9-14); el incidente de los "pequeños" rechazados por los discípulos como indignos de figurar en el grupo de los adultos y que, sin embargo, son llamados por Jesús (Le 18, 15-17); el episodio del "rico" notable que no puede entrar en el Reino porque se refugia en sus bienes (Le 18, 18-27); la cura­ción del ciego de Jericó, iluminada por la fe, en contraste con los discípulos que "no comprenden" las palabras del Señor (Le 18, 31-43).

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a) Los cuatro elementos mencionados aparecen en el relato de Zaqueo: en Jericó, ciudad maldita (Le 18, 31-43), habita Za­queo, rico publicano (Le 18, 18-27 y 9-14) y pequeño de estatu­ra (Le 18, 15-17). Para Jesús, estas características son títulos acreedores a la salvación que El trae a los pecadores y a los débiles. La multitud lo entiende así y murmura: "Ha venido a comer con los pecadores" (cf. Le 5, 30; 15, 2).

b) Pero existía un obstáculo para la salvación, al menos para Lucas, quien considera la pobreza real como una condi­ción de acceso al Reino: la riqueza de Zaqueo, el obstáculo que el rico notable no había podido superar (Le 18, 9-14). Ahora bien: he aquí que el mismo Zaqueo retira ese obstáculo: resti­tuye el cuadruplo a todos sus deudores y da la mitad de sus bienes a los pobres. La restitución al cuadruplo no estaba pre­vista más que una sola vez en la ley y en un caso grave (Ex 21, 37); la generosidad de Zaqueo le impulsa, pues, a imponerse un castigo figuroso generalizando esa pena. Hace donación también de la mitad de todos sus bienes: ese es el gesto que San Lucas espera de todos los ricos que quieren entrar en el Reino, y en los Hechos subrayará su grandeza y su significación.

c) El v. 9 constituye la primera conclusión del relato, la que pudo dar el mismo Señor: la casa de Zaqueo ha recibido la

5 Véase el tema del doble amor, en este mismo capítulo.

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salvación por cuanto se han cumplido las condiciones. Jesús concretiza inmediatamente su pensamiento haciendo de Zaqueo un hijo de Abraham, título que se reservaban para sí los judíos para constituirse en únicos beneficiarios de las promesas hechas a su patriarca (Le 3, 8; Rom 4, 11-25; Gal 3, 7-29). Ahora bien: Zaqueo es un hombre marcado por el paganismo, si es que acaso no es realmente un pagano. De esta forma amplía Jesús el concepto de hijo de Abraham, echando así los cimientos de un tema que será desarrollado por Pablo: no es la pertenencia carnal a la raza de Abraham lo que fundamenta la verdadera filiación, sino solo la fe vivida en la realidad. Encontramos aquí un primer esbozo de las grandes exposiciones de Pablo en torno a la raza de Abraham, la supervivencia de la promesa por en­cima de la ley, la supervivencia de la fe por encima de la ob­servancia (cf. Gal 3-4).

d) El v. 10 constituye una segunda conclusión, introducida sin duda por el mismo Lucas. Resume con bastante claridad la lección de las parábolas de la misericordia (Le 15), que son pe­culiares de este evangelista y ponen tan de manifiesto que Dios viene en busca de "lo que está perdido" (Le 15, 6, 9, 24, 32). Dios permite, en su misericordia, a todos los hombres, cuales­quiera que sean, encontrar la salvación y participar así en los privilegios de la promesa, sin recurrir necesariamente a los me­dios de salvación activados por la ley y el judaismo.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la hipocresía

¿Será verdad que la hipocresía se encuentra más a menudo en los cristianos que en los demás hombres? A veces se ha creído así. El ideal del cristianismo es, ciertamente, muy ele­vado, nadie lo duda. Pero entonces, se dice, ¿por qué los cris­tianos aparentan tan a menudo seguirlo, mientras que en rea­lidad cometen las mismas injusticias? ¿Por qué tienden apa­rentemente a hacerse pasar por mejores de lo que son? ¿Por qué el mundo cristiano practica tan frecuentemente la men­tira, tanto a sus propios ojos como a los de los demás?

A primera vista, esta situación es paradójica. Porque si hay un punto sobre el cual Jesús de Nazaret se ha mostrado intra­table es este: el de la hipocresía, y precisamente la hipocresía de los fariseos, es decir, de los que se consideraban y eran con­siderados como los mejores, como los guías espirituales de Is­rael (véase el evangelio del día, l.er ciclo). Al leer el Evangelio se tiene la impresión de que la hipocresía constituye el más temible obstáculo que pueda obstruir el camino que Jesús nos propone seguir. Entonces, ¿cómo es que no solo la hipocresía denunciada se encuentra en el mundo cristiano, sino que quizá

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se encuentre en él más que en los demás? ¿Seria la respuesta a esta pregunta el que la hipocresía constituye la tentación por excelencia de todos los que recorren la aventura de la fe? Una tentación ligada muy especialmente a la etapa decisiva que hay que franquear para reconocer en verdad el misterio de Cristo.

Tratemos, pues, de comprender lo mejor posible por qué Jesús ha reaccionado con tanta firmeza contra la hipocresía de los fariseos, y preguntémonos en qué medida sus invectivas nos con ciernen aún hoy. La cuestión está bien presentada: de lo que se trata en esta reflexión es de la rectitud de nuestra fe. Además este tema merece tanto más retener nuestra aten­ción cuanto que la reacción tan espontánea del hombre mo­derno le vuelve particularmente atento a la verdad de las acti­tudes y de los comportamientos.

Los profetas El hombre de las religiones tradicionales ha y la hipocresía inscrito su búsqueda de la felicidad en un uni-en el culto verso de seguridades. Para él, la cuestión pri­

mordial es llegar a coincidir tanto como sea posible con el orden de las cosas, establecido para siempre por los dioses; y el obrar humano que le parece el más apto para asegurar esta coincidencia es la actividad cultual, porque es­capa, más que ninguna otra, a la movilidad y a los azares de la historia. A sus ojos, el culto a los dioses constituye un valor en sí mismo, y lo esencial es observar sus minuciosas prescripcio­nes; engendra, por sí mismo, la seguridad buscada en el mun­do divino, con tal que los rituales previstos sean correctamente realizados. El formalismo litúrgico es, pues, obligatorio, pero es portador de sentido, porque no se percibe la unión entre el rito y la vida moral. Esta, además, debe responder a un cierto orden establecido, sancionado por la costumbre y la ley.

Con el advenimiento del régimen de la fe, se precisa poco a poco un giro. El Dios de Israel continúa esperando de su pueblo el homenaje de sus liturgias. Pero Yahvé hace descubrir tam­bién exigencias morales y sociales cada vez más profundas, a medida que transcurren los acontecimientos de la vida de su pueblo. La consecuencia no se hace esperar: el culto ya no es aceptado por Dios sino en la medida en que se respetan estas exigencias; deja de ser, progresivamente, percibido como un valor en sí. Incluso si las prescripciones rituales conservan su importancia, el formalismo cultual es pronto denunciado como una hipocresía, de la cual Yahvé no es, evidentemente, la víc­tima. "Este pueblo me honra con los labios." Y los profetas repitiendo sin cesar que lo que el Dios vivo espera es el sacri­ficio del corazón. La fidelidad a la alianza se ejerce, ante todo, sobre el terreno de la vida.

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La originalidad de los profetas no es haber subrayado la importancia de las prescripciones morales de la alianza, sino haber comprometido a Israel en un proceso inédito de interio­rización y de unificación de la existencia y haber sido, por esta razón, auténticos promotores de la libertad humana. Esta no puede, en ningún caso, satisfacerse de un universo de seguri­dades; ahora bien: precisamente, la fidelidad moral que pre­dican los profetas es la fidelidad ante el acontecimiento, y por tanto una fidelidad continuamente por descubrir. Estos tes­tigos de la fe estaban, pues, naturalmente, conducidos a lanzar el descrédito sobre el culto de los labios, generador de seguri­dades ilusorias. ¡El creyente que se contentaba con él era un perfecto hipócrita!

La requisitoria de Jesús La violencia de los propósitos que tie-contra la hipocresía ne Jesús con respecto a los fariseos de los fariseos puede sorprender a primera vista.

Agrupando el conjunto de los escribas y los doctores de la ley, más un cierto número de sacerdotes —lo que debía representar alrededor de seis mil personas, en tiempos de Jesús—, la secta judía de los fariseos perseguía el objetivo de mantener a sus miembros en una fidelidad ferviente a la ley. El pueblo judío los miraba de buena gana como sus guías espirituales. Sin embargo, fue en este medio donde Jesús encontró las más feroces oposiciones de fondo—otros grupos se opusieron a Jesús, pero más por oportunismo, como los sa-duceos o el medio sacerdotal—; y es a unos hombres conside­rados como fieles observadores de la Ley a quienes Jesús dirige el reproche más severo posible: el reproche de hipocresía. Es más: lo hace en tales términos, que debemos admitir que lo esencial de su mensaje se manifestaba aquí.

No nos equivoquemos: el fariseo es un creyente que se ha comprometido personalmente en la aventura de la fe. Sabe muy bien que la fidelidad a la Alianza no se reduce a prestaciones cultuales y que lleva consigo exigencias morales precisas. Co­noce las prescripciones más graves de la Ley, las que se refie­ren a la justicia y a la misericordia. Pero el miedo de perderse y de deber presentarse ante Dios con las manos vacías, el temor del despojo total de sí, el orgullo en suma—un orgullo muy su­til—, invita secretamente a este hombre a encontrar un terreno de seguridad en el corazón mismo de la aventura de la fe. Para conseguirlo, ¡qué más sencillo que reducir la fidelidad a la fe a la observancia legal! El engranaje es entonces inevitable: el fariseo se descubre automáticamente mejor que los demás, y los refinamientos de su casuística le permiten acentuar aún más su sentimiento de superioridad, ya que los demás se ven car­gados de fardos insoportables y ya que puede, en caso de nece-

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sidad, ¡utilizar sus recursos para deformar la ley en sus puntos esenciales! La hipocresía es manifiesta: el fariseo se miente a sí mismo y confunde a los demás. El da todas las apariencias de la verdadera fidelidad a Yahvé; pero, en realidad, la reli­gión de la que es testigo es ajena a la aventura de la fe y, en vez de conducir a los hombres hacia Dios, atrae solamente las miradas sobre sí, buscando en todo hacerse notar sin ni si­quiera darse cuenta de ello...

Ante tal perversión, Jesús debía reaccionar con violencia, porque nada es más extraño a la religión del amor que el le-galismo de los fariseos y su séquito de consecuencias. ¡Ninguna tentación es más corrosiva que esta! Cuando el legalismo se infiltra en la conciencia creyente, el dinamismo propio de la aventura de la fe se queda como parado, pero se salvan las apariencias. Desenmascarar esta tentación era una tarea a la cual Jesús no podía, a ningún precio, sustraerse.

El riesgo permanente La hipocresía en el seno del pueblo de de hipocresía en Dios es aún más temible que la de los el pueblo de Dios fariseos. Porque concierne al tiempo de

la consumación y no al tiempo de las preparaciones. En efecto, la hipocresía de los fariseos ha impe­dido al pueblo judío franquear el umbral que debía abrirle al reconocimiento del verdadero Mesías; pero es más grave toda­vía el que sea desfigurado el aspecto propio del Reino inaugu­rado por Jesús. Y los cristianos no están más prevenidos que los judíos contra el riesgo de la hipocresía, porque el orgullo sutil que constituye su causa continúa trabajando entre ellos.

Al denunciar la hipocresía de los fariseos, Jesús de Nazaret se dirigía a los guías espirituales de su pueblo. Igualmente en la Iglesia, la hipocresía más temible es la de sus responsables. Pensemos en el incidente de Antioquía entre Pedro y Pablo: "Antes que viniesen algunos de parte de Santiago (Pedro), co­mía con los gentiles; pero, cuando estos vinieron, se retrajo y apartó, por miedo, a los circuncisos" (Gal 2, 12). Ante esta ac­titud ambigua, Pablo no teme en dirigir a Pedro el reproche de hipocresía (Gal 2, 12). En efecto, en este asunto, estaba en juego lo esencial del cristianismo: su universalidad. Por su ac­titud, Pedro mantenía la idea aún muy extendida entre los dis­cípulos del Resucitado de que solo los judíos convertidos, prac­ticando la Ley, eran verdaderos cristianos, cristianos superio­res a los demás... Ahora bien: el mal era tanto más grande cuanto que Pedro era recibido por todos como el primero de los apóstoles, como el intérprete autorizado del pensamiento del Señor. Ceder a los judaizantes era, a los ojos de Pablo, dis­frazar la obra de Cristo; y esta convicción la tenía con cono­cimiento de causa.

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Hoy, como en los tiempos de la Iglesia primitiva, nada es más perjudicial al cristianismo que la hipocresía denunciada por San Pablo. Se habla de ella muchas veces en términos sub­jetivos, como si la hipocresía estuviera ligada necesariamente a una intención perversa; pero no se trata de ninguna manera de esto, al menos en lo esencial. Algunos fariseos, al oír a Jesús tratarlos de hipócritas, han, quizá, experimentado un senti­miento de injusticia, porque sus intenciones eran rectas. En cuanto a Pedro, es casi seguro que él creía hacer bien actuando como lo hizo en Antioquía. La hipocresía es ante todo un mal objetivo. Es hipócrita en la Iglesia aquel que, por sus actos y sus palabras, da una idea falsa del cristianismo y hace partici­par a otros de sus propias ilusiones. ¡Una idea falsa, en general más tranquilizante, pero que pone en tela de juicio el univer­salismo de la fe!

La hipocresía Entre las maldiciones dirigidas a los fariseos, y el proselitismo hay una que merece retener la atención de

todos los misioneros: "¡Ay de vosotros, escri­bas y fariseos hipócritas, que recorréis mares y tierras para hacer un prosélito, y, cuando llega a serlo, lo hacéis digno de la gehenna dos veces más que vosotros!" (Mt 23, 15). Para com­prender esta frase, aparentemente enigmática, es preciso colo­carla en el contexto general de la denuncia del fariseísmo.

Ya se sabe que en la época de Jesús los judíos más celosos de la diáspora multiplicaban sus esfuerzos para ganar proséli­tos y engrosar así las filas del pueblo elegido, porque se enten­día que, para servir al Dios vivo, hacía falta aceptar previa­mente las prescripciones de la ley mosaica y, en particular, ha­cerse circuncidar. Concretamente, en el espíritu del fariseísmo, este proselitismo significaba que algunos no judíos se veían imponer multitud de costumbres y leyes de todo punto ajenas a su cultura y a lo esencial de la fe. Del mismo modo, el ver­dadero rostro de Yahvé corría muchas veces el riesgo de que­dar oculto. Pero sobre todo—y este es el punto sobre el que in­siste Jesús—, la nueva condición del pagano convertido al judaismo resultaba ser peor que su condición anterior. En efec­to, el legalismo que le era impuesto representaba para este hombre, deseoso de seguir al Dios vivo, una carga aún más insoportable que para el judío de nacimiento, y también él, en muchas ocasiones, se veía tentado de disimular...

La historia de la Iglesia nos enseña que el mal denunciado por Jesús puede renacer en todo momento. Cada vez que la misión se ha degradado al proselitismo y la Iglesia a la sina­goga, los nuevos convertidos se han encontrado en una condi­ción peor que su condición anterior. Habría hecho falta mos­trarles que el misterio de Cristo venía a realizar un itinerario

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espiritual que era el de su pueblo y que esta realización incluía un dato fundamental que San Pablo ha llamado la ley de la li­bertad; y, de hecho, se les ha sacado de su base cultural y se les han impuesto leyes y costumbres en las que solo los cristianos de pura cepa se sentían a gusto, porque aquellas pertenecen al mundo occidental tanto como a lo esencial de la fe. En esta pers­pectiva, era inevitable que los cristianos occidentales experimen­taran, con respecto a sus nuevos hermanos de Asia o de África, un sentimiento de profunda superioridad. Hoy día la situación sobre este punto parece mejor que en otras épocas; pero el riesgo de hipocresía es muy sutil y nadie tiene nunca derecho a creerse inmune a él.

La denuncia La unión entre el rito y la vida es de tal for-de la hipocresía ma estrecha en el cristianismo que, desde y la celebración siempre, el formalismo cultual ha sido de-de la Eucaristía nunciado como una hipocresía inaceptable

para un creyente. Y si, en los sermones, se ha hecho muchas veces más moral que dogma, es ante todo para ayudar a los cristianos reunidos a conformar su vida a la fe que venían a celebrar. Pero ¿podría ser que no se hubiera insistido con suficiente fuerza sobre las formas más sutiles de hipocresía denunciadas por el mismo Jesús y, después de El, por San Pablo? La hipocresía de los fariseos legalistas y la de los judeo-cristianos particularistas ha continuado perfectamen­te su carrera en el seno del Pueblo de Dios: ¿se las habrá de­nunciado tanto como hubiera hecho falta? Ahora bien: como ya hemos visto, estas dos formas de hipocresía son de tal for­ma temibles y de tal forma frecuentes, que vale más hacerlas palpables cuando se trata de manifestar en su plena autenti­cidad la novedad del Evangelio.

Todos los que ejercen una responsabilidad en el Pueblo de Dios deberían a menudo interrogarse sobre la cuestión de la hipocresía, porque, cuando esta se da en sus personas, adquie­re un carácter de gravedad particular. Como ha dicho Jesús, la hipocresía del responsable (en este caso del fariseo) arras­tra a otros a la mentira. El cristianismo es portavoz de una verdad que no admite ningún compromiso, ninguna atenuación. Cuando estamos encargados de proclamarla, no podemos sino reconocernos pecadores y embarcados en una aventura sin lí­mite, la del amor. ¡Una aventura así no autoriza absolutamente ninguna forma de hipocresía!

2. El tema del doble amor

El problema de la ligazón entre el amor a Dios y a los hom­bres ocupa el centro del cristianismo. Jesús, en el Nuevo Testa-

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mentó, ha asociado estrechamente dos mandamientos del amor hasta poner de manifiesto su identidad radical. Constituye un solo y único acto el que sirve de vehículo al amor a Dios y a los hombres.

Desconocer esta realidad esencial puede llevar a graves de­formaciones que comprometen el equilibrio interno de la fe. No es preciso hacerse ilusiones sobre este punto: en cada época de la historia de la Iglesia, esta realidad esencial corre el riesgo de ser parcialmente velada; de aquí que sea fácil de adivinar con relativa frecuencia un reajuste necesario en ella. Hoy, por ejemplo, los cristianos se ven impulsados a valorar en toda su plenitud las exigencias del amor fraterno que no conoce fron­teras; en cambio, se preocupan menos de saber en qué es idén­tico el amor fraterno al amor a Dios. Sucede entonces que uno se equivoca sobre las dimensiones integrales del propio amor fraterno; en momentos en que Dios no ocupa entre los hombres el lugar que le corresponde, la relación con el prójimo comienza a degradarse.

Por otra parte, tal reducción del amor fraterno es particu­larmente perjudicial en el plano de la misión. A partir del mo­mento en que los cristianos dejan de sentir la inquietud de ser testigos del amor de Dios al ponerse al servicio de sus herma­nos, su testimonio se halla como descentrado; no prepara a las verdaderas perspectivas del amor fraterno; es un testimonio que enmascara la auténtica fuente del amor.

Es conveniente, por tanto, profundizar el lazo indisoluble que une el amor a Dios y el amor a los hombres. De esta forma podremos formular el criterio esencial de la autenticidad de una vida cristiana.

Amor a Dios y Hay, en el centro de la historia de Israel, una amor al prójimo experiencia religiosa: el descubrimiento del en Israel Dios Todo-Otro a partir de una consideración

eminentemente realista que el hombre judío cargará sobre sí en su existencia individual y colectiva. En de­pendencia de esta experiencia religiosa es como aparecen siem­pre, de una forma progresiva, las exigencias morales. Un hilo indestructible sirve de unión a la religión y a la moral. Se da una completa pandad en el mayor conocimiento de una y otra-

Esta unión de ambas es fácil de explicar. El creyente se sien­te seducido a poner su seguridad en Dios sin recurrir, para ha­llarla, a sus propios recursos. Entrar en el régimen de la fe es tanto como renunciar a constituirse en centro de la existencia, tomar deliberadamente el partido de una "justicia" que no es del hombre, sino de Dios; es también aceptar su condición de

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creatura y aceptar la relación existencial al Creador como la norma de las relaciones entre los hombres.

Así es como Israel se da cuenta, poco a poco, de la corres­pondencia íntima que existe entre la actuación de Dios y lo que debe ser la conducta del hombre para con su prójimo. Si Yahvé ama a su pueblo y trata con una benevolencia especial a los pobres y humildes, si conserva intacta su fidelidad a pe­sar del pecado de los suyos, es deber del hombre hacer otro tanto siguiendo el ejemplo de su Dios. Prolongando la acción de Dios, aprende el hombre a conocerle. No puede uno amar a Dios si no se interesa por los hombres, si no los respeta, si no se preocupa del pobre y del desgraciado.

Pero las lagunas del universalismo judío repercuten incluso en la idea que uno se hace del prójimo. En la medida que Israel se ve a él mismo como un pueblo distinto de los demás, que tra­duce su elección completamente gratuita en términos de pri­vilegios, el prójimo al que es preciso prestar ayuda forma parte del pueblo elegido. Otra es, en cambio, la norma de conducta a seguir con los paganos. El reconocimiento en Israel, del Dios creador, Dueño del destino de todas las naciones, no ha tenido lugar hasta el descubrimiento de la paternidad universal de Dios; pero este hallazgo no ha provocado aún la revelación del amor fraterno entre todos los hombres, sin ninguna clase de limitaciones. El pecado ha impedido que Israel avance por el camino de la renuncia total, a la que invita la fe; sin esta re­nuncia es totalmente imposible un amor sin fronteras entre los hombres.

Jesús de Nazareí En Jesús de Nazaret, el amor a Dios y. y el lazo indisoluble el amor a todos los hombres se dan indi-entre ambos amores solublemente unidos. En El han quedado

más que superadas las insuficiencias de la Antigua Alianza. Con la manifestación de esta relación íntima entre ambos amores han quedado patentes las verdaderas di­mensiones de la salvación del hombre.

En efecto, la salvación del hombre radica en una palabra: amor. No importa la clase de amor que sea, con tal que hun­da sus raíces en el propio misterio de Dios. Sobre la base de este amor se asienta la correspondencia perfecta que existe en­tre el Padre y el Hijo, correspondencia que se refuerza aún más en la persona del Espíritu Santo. El Padre ama, en su Hijo, a todos los hombres, y en nombre de este amor infinito envía a los hombres a su Hijo para que sea, en medio de ellos, el centro vivo de reconciliación de aquellos en la propia Familia de Dios.

Jesús de Nazaret es el fiador perfecto de este amor de Dios para con los hombres. Ama a su Padre con el mismo amor con

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que es amado, lo que le constituye partenaire de Dios en la reali­zación de su plan sobre la humanidad. El amor de Jesús a su Padre incorpora a su Reino a todos los hombres que, mediante la encarnación, quedan convertidos en hermanos suyos. Pues, en la Familia del Padre, una ley única es la que regula las re­laciones entre las personas que la integran: Dios es el único Padre de todos, y, por consiguiente, todos son reconocidos por el Hombre-Dios en su dignidad inviolable de hijos adoptivos del mismo Padre.

Tales son las perspectivas últimas del amor manifestado en Jesús de Nazaret. Por la Encarnación, esta realidad misteriosa del amor ha tomado cuerpo en la humanidad del Hombre-Dios. Al brotar de un corazón de hombre, el amor filial al Padre y el amor fraterno universal han quedado traducidos adecuadamen­te en un itinerario de obediencia hasta la muerte en la cruz. La renuncia total de sí mismo que implica esta obediencia es la expresión necesaria de un amor filial de creatura, y, al mis­mo tiempo, la condición esencial de una relación universal con el otro, reconocido en su alteridad concreta, aunque sea la del enemigo.

Al poner de manifiesto la unión indisoluble entre el amor al Padre y a los hombres, Jesús de Nazaret realiza la salvación del hombre; Jesús, por su cuenta, invita a entrar en la Familia del Padre para vivir en ella como hijos y encontrar en la mis­ma a todos los hombres como hermanos. Haciendo esto, Jesús pone de manifiesto al hombre su verdad de creatura y el princi­pio activo de su auténtico dinamismo. Dicho de otro modo: al encarnarse, el amor manifiesta el orden de la creación, tal como ha sido querido por Dios.

La Iglesia La cuestión de la unión viviente obrada en Je-de Jesucristo, sucristo es primordial para todo hombre, ya sacramento que esta unión—solo esta—introduce al amor del doble amor salvador. El hombre no realiza su destino más

que amando a Dios con un amor filial de cola­borador y a todos los hombres con un amor fraterno propio de hijo de Dios. Pero esta clase de amor no pertenece sino al Hom­bre-Dios, y cualquier otro hombre no tiene acceso a tal amor aquí abajo, sino uniéndose al mediador único mediante su Cuerpo que es la Iglesia. Al entrar en la Iglesia por el bautismo, el hombre se coloca en la condición objetiva que le permite—si pone los medios para ello—amar como Cristo ha amado.

Entendámonos. El amor que el cristiano está llamado a vi­vir es un amor cuyo ejemplar definitivo conocemos de una vez para siempre: el cristiano está llamado a amar como Cristo ha amado. Es un hijo adoptivo quien se presenta a Dios, su

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Padre, al saber que todo se lo debe, incluso la posibilidad de responderle filialmente, y sabiendo, igualmente, que su respues­ta filial contribuye a la realización del designio divino. Al ofre­cerse de este modo al Padre, el hijo adoptivo sabe que, gracias a este ofrecimiento, recibe a todos los hombres como hermanos y que debe establecer con todos ellos un lazo de amor fraterno. Pero este amor a Dios y a los hombres exige imperativamente del hombre una fidelidad a su condición de creatura que exclu­ye el pecado, ya que solo la renuncia de sí es compatible con tal amor, solo la obediencia hasta la muerte—y, si es preciso, hasta la muerte en la cruz—puede ofrecer la materia adecuada de este amor. Para amar a Dios y a los hombres como un hijo de la Familia del Padre, la creatura introducida en esta condi­ción filial debe respetar el orden de la creación y tener el de­seo de promoverla correctamente.

Como consecuencia de esto, el amor filial y fraterno es, en el corazón del cristiano, una fuente de exigencias siempre nue­vas. Toma cuerpo en una historia, cuyo trazado no puede ser establecido de antemano, ya que la fidelidad del hombre a su condición terrena de creatura le compromete en una aventura imprevisible.

El orden de la creación no es el orden establecido; es preciso acomodarlo progresivamente, inventarlo de alguna forma paso a paso. Las exigencias de ayer no son, necesariamente, las mis­mas de mañana. En materia de amor, no puede uno limitarse a repetir lo ya sabido.

El testimonio A todo lo largo de la historia, la Iglesia tiene de! amor en el la misión de ofrecer a los hombres el signo au-mundo actual téntico del amor que ha salvado al mundo.

Puesto que ella es el Cuerpo de Cristo, no puede dejar de ser este signo de amor; pero de la fidelidad de los cristianos depende que este signo despliegue todo su poder de significación en un tiempo y en lugar determinados. La Iglesia no puede servir de testimonio del amor salvador sino estando presente en el pueblo al que va destinado este testimonio; esta presencia le permite reunir la materia del signo que deba pro­poner.

¿Qué hay de esto en el mundo actual? El hombre moderno, como todos los que le han precedido, aspira a más paz y a más justicia entre los hombres; pero, para él, la paz y la justicia constituyen, ante todo, los objetivos de una tarea histórica que le llama a movilizar todas sus energías en este sentido. Querer la paz y la justicia es querer también los medios que conduzcan a ellas. No basta la buena intención, es preciso hacer las elec­ciones que se adapten al plan de la acción individual y colec-

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tiva, en función de un análisis realista de los datos del proble­ma en toda su complejidad.

De esta manera, el testimonio del amor en el mundo actual debe estar encaminado especialmente a expresar la unión es­trecha que existe entre la caridad sobrenatural y las respon­sabilidades del hombre como creatura. Sabemos bien que la ca­ridad, infundida en el corazón del cristiano, constituye en él la fuente de un dinamismo humano extraordinario. El que ama a Dios y a todos los hombres a imitación de Cristo, sabe que este amor se concreta, aquí abajo, en una transformación de las relaciones humanas. Hoy se mide con más exactitud cuánta lucidez y capacidad de invención supone esta tarea, hasta qué punto compromete el hombre en ella su libertad y su propia responsabilidad. De acuerdo con esta perspectiva, se impone una revaluación de las expresiones tradiciones de la caridad cristiana, especialmente en el plano colectivo.

Pero, en un mundo en que no se trata más que de servir al hombre, el cristiano corre el peligro de estancarse en un ideal de fraternidad universal, muy por debajo de las exigencias evangélicas. Según el Evangelio, el servicio auténtico que se debe prestar al otro va radicalmente ligado al sentido de Dios. El secreto de este servicio auténtico es la desapropiación de sí, fundada concretamente en la relación de la creatura con su Creador. El testimonio que el mundo actual necesita es, más que nunca, el testimonio del doble amor. Si el cristiano no ama a Dios con un amor filial de creatura, nunca podrá reconocer activamente a todos los hombres como hermanos suyos y, como consecuencia, se verá obligado a buscar otros criterios de efi­cacia distintos a los del Evangelio.

La iniciación La asamblea eucarística es el terreno ecle-eucarística en sial por excelencia donde se constituye y el amor a Dios y se arraiga en el corazón de los cristianos a todos los hombres la unión indisoluble entre el amor a Dios y

a todos los hombres. El hombre puede te­ner acceso a esta unión gracias a una iniciativa siempre nue­va, cuyo centro es la celebración eucarística. En el mismo ins­tante en que da gracias al Padre como respuesta a su iniciati­va de amor, queda invitado el cristiano a unirse activamente a todos los hombres que recibe como hermanos en Jesucristo. Concretamente, la acción de gracias se concreta aún más en la participación fraterna de un mismo pan, y esto lleva consigo el llamamiento a la misión, que no es otra cosa que la expresión suprema del amor a todos los hombres.

Cada vez que la Iglesia reúne a sus miembros o a los que un día lo serán, los pone, a la vez, en relación con Dios y con los

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hombres. Estas dos intenciones están presentes siempre en ella de modo simultáneo. En esa actitud tenemos una "estructura" que define toda actividad de la Institución eclesial. Ya se trate de una celebración eucarística, de una simple liturgia de la Pa­labra, de una reunión de Acción Católica, etc., la Iglesia no reagrupa a los suyos unas veces para dar gracias a Dios, otras para dirigirse a los hombres; en todo momento invita a loe reunidos a considerar, de la manera más profunda, una única fidelidad: la del amor a Dios y a todos los hombres.

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TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Sabiduría 6, 12-16 Este pasaje en que el autor hace un elo-1.a lectura gio de la Sabiduría es uno de los más ex-l.er ciclo plícitos del Antiguo Testamento sobre la

providencia de Dios para con el hombre.

La idea que el autor desarrolla es la de la prevención de la Sabiduría. No solo se deja descubrir por los que la buscan (ver­sículos 12-16), sino que incluso llega a anticiparse a la búsque­da del hombre (v. 13; cf. Sab 6, 44-46; 10, 26-27). Por muy tem­prano que uno se levante para salir en su busca, ella siempre se adelanta y espera a nuestra puerta (v. 14). El autor se sitúa perfectamente en la lógica de su pensamiento: si realmente la sabiduría de Dios está presente en nuestro mundo, debe hacer valer su trascendencia; y lo hace anticipándose a todos los pla­nes y hallazgos del hombre. Gracias a su presencia, el hombre que realiza una acción o domina un elemento de su universo está obligado a comprobar que alguien ha pasado antes que él y que lo que acaba de realizar se apoya, en realidad, en el don de una persona que está antes que él.

La sabiduría del hombre consiste, pues, en aceptar que al­guien le preceda y sea el fundamento de todo lo que él es y posee. El hombre gozará de una perfecta inteligencia (v. 15), una vez que acepte ver las cosas bajo este ángulo, cuando ten­ga superado su egoísmo y se abra a la gratuidad de Dios.

II. 1 Reyes 17, 10-16 La gesta de Elias multiplica los contrastes. 1.a lectura Este pasaje, por ejemplo, opone la viuda 2 o ciclo de Sarepta a la reina Jezabel. Esta impo­

ne a Israel su dios Baal (1 Re 18, 19); aquella, en pleno territorio pagano, da acogida al Dios Yah-vé anunciado por el profeta. Jezabel vive rodeada de lujo y

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de riquezas (1 Re 21), mientras que la viuda de Sarepta vive en la mayor pobreza. Elias lanza contra la primera una maldi­ción a consecuencia de la cual morirá (1 Re 21, 17-24); en cambio, a la segunda la premia con una bendición de vida y abundancia.

a) El presente episodio es, ante todo, un relato de fe. Fue preciso que Elias tuviera fe para pedir a la viuda que le alimen­tase con las pocas provisiones que le quedaban (vv. 11-13). Esta fe recuerda la de Abraham; no sabe en qué acabará su difícil situación, pero confía en Dios, dispensador de todas las cosas.

La viuda, a su vez, comparte la fe del profeta, no tratando de ver más allá de su acción y sin hacer especulaciones sobre el resultado posible de sus actos. Se limita simplemente a se­cundar el mandato de Dios que le llega por boca del profeta y confía plenamente en la promesa K

b) Este episodio es igualmente revelador de la dimensión universalista de la Palabra profética. Elias no se dirige sola­mente a los miembros del pueblo elegido, sino que también ofrece la salvación a los pobres de las restantes naciones (cf. Le 4, 25-26). A este respecto, esta página prepara admirablemente bien los más bellos pasajes de San Pablo sobre el acceso de to­dos los pueblos a la salvación mediante la fe en la Palabra de Dios y sin las obras de la ley.

III. 2 Macabeos 7, La historia de la madre cuyo nombre desco-1-2, 9-14 nocemos y de sus siete hijos evoca, proba-1.a lectura blemente, la historia de Jerusalén, ya re-3.er ciclo presentada en Jer 15, 9 como una madre que

tiene siete hijos.

a) El episodio podría ser un comentario del pasaje de Je­remías. Lo que los hombres destruyen en Sión, Dios lo levantará de nuevo; la prueba tiene, pues, un sentido con la condición, al menos, de que los hijos de Sión permanezcan fieles a la ley. Por otra parte, el número siete es siempre signo de una bendi­ción divina.

La ley por la cual los siete hermanos y su madre aceptan el sacrificio de su propia vida, tenida en muy alta estima entre los fariseos, sostiene que la salvación es un hecho seguro, pero hay que pasar antes por la prueba de la fidelidad. El relato del

R. BREUIL, La Puissance d'Elie, Neuchátel, 1945.

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martirio de los Macabeos ha podido servir como medio de di­fusión de la doctrina de esta secta intransigente de los fari­seos, encaminada a contrarrestar los efectos de las costumbres paganas de la época.

b) La salvación proveniente de Dios toma aquí la forma de una resurrección (vv. 9-14). Sin duda, el autor piensa en una restauración de Sión que de nuevo encuentra a sus hijos, ya muertos, antes de la inauguración del reino eterno.

En el pensamiento judío, la resurrección del pueblo de Dios fue solamente una imagen, según la cual la muerte designaba el exilio y el sufrimiento, y la vida representaba automática­mente la vuelta del destierro (Os 6, 1-3; Ez 37, 1-14; Is 51, 17; 53, 10-12). Lo que hay de nuevo en el libro de los Macabeos es la fe en la resurrección individual de los futuros ciudadanos del Reino; resurrección, sin embargo, todavía parcial, ya que los impíos serán descartados (v. 14).

En realidad, es la idea de retribución, muy arraigada en la mentalidad bíblica, lo que ha engendrado esta fe en la resurrec­ción. Los justos son destinados a la vida, y la muerte no puede privarlos de este beneficio; los impíos, a su vez, son destinados a la muerte; y, si por un momento parecen escapar a ella, el combate de la prueba final los condenará a la descomposición.

En cuanto al marco de esta resurrección, es todavía terres­tre: la vida es vida sobre la tierra. Es el principio límite de este pasaje.

* # #

La resurrección no es una idea, y los saduceos están al mar­gen de la realidad cuando discutían sobre la resurrección (Mt 22, 23-33). Por el contrario, la resurrección es consecuencia de la esperanza de la fe que solo pueden conocer los que están dispuestos a perder su vida. A un don corresponde otro don: hay que estar dispuesto a dar la propia vida para creer que esta será algún día recobrada. Que no espere recibir nada quien previamente no ha sido capaz de dar.

IV. 1 Tesalonicenses Pablo trata de calmar la inquietud que los 4, 13-18 destinatarios de su carta sienten ante los 2.a lectura acontecimientos del fin del mundo que l.eT ciclo ellos creen muy próximo. En torno a estas

ideas se hacen la misma pregunta que muchos judíos: ¿Estarán ausentes, sí o no, los difuntos el día de la inauguración del Reino? Muchos creen en una restaura-

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ción del pueblo, pero no ven con claridad la relación existente entre esta restauración y la resurrección individual.

a) Como los judíos de su tiempo, Pablo responde que los difuntos estarán presentes el día de la restauración del pueblo, ya que, para cuando llegue ese momento, habrán resucitado. Pero esta resurrección de que les habla San Pablo aporta algo totalmente nuevo: resucitaremos "con Jesús" (v. 14). Para ha ­blar así, Pablo se apoya en la fe (v. 14): Dios, que ha resucitado a Jesús de entre los muertos, resucitará de igual modo a los difuntos muertos "en Jesús". A continuación, Pablo cita, como base de su argumento, una "Palabra del Señor" (v. 15): se t ra ­ta, sin duda, de una enseñanza particular de Jesús (y no de una idea del apóstol), según la cual los muertos y los vivos (sin privilegio especial para estos) se unirán a Cristo desde el pri­mer momento de la Parusía y le acompañarán en las gestiones previas al advenimiento definitivo del Reino.

b) El esquema judío—resurrección de los cuerpos, adveni­miento del Reino—, Pablo lo sustituye con uno nuevo: resurrec­ción, Parusía, estar "con" el Señor, advenimiento definitivo del Reino. La expresión "estar con el Señor" (cf. Jn 14, 3; 17, 24) hay que tomarla en un sentido amplio: no se t r a t a solamente de vivir "en compañía" del Señor, sino también de compartir sus privilegios. Son expresiones paralelas a esta "reinar con Cristo" (Ap 3, 21; 20, 4-6; 5, 10; 2 Tim 2, 12), "compartir su propia mesa" (Jn 13, 9; Mt 26, 29; 25, 10; Ap 3, 20) o incluso "tener parte con El" y "estar con El en el Paraíso" (Le 23, 42-43).

La idea de San Pablo es, pues, que los difuntos no resucita­rán solamente para ser los sujetos de un reino maravilloso, sino para compartir el Reino del Señor. Cristo h a asumido la condi­ción humilde y mortal de los hombres; a cambio de esto dará a los resucitados su gloria y la participación de su señorío. El cristiano no sólo tendrá acceso a la gloria futura, sino que t am­bién tendrá una participación real en esta gloria particular de la que el Hombre-Dios se beneficiará t ras su resurrección.

V. Hebreos 9, 24-28 Estos versículos constituyen la conclusión 2.a lectura del t ra tado sobre la misión sacrificial de 2° ciclo Cristo considerada como el perfecto cum­

plimiento de la celebración de la fiesta de Expiación (cf. Lev 16, 11-16). El autor ha explicado de manera particular cómo Cristo h a introducido al Santo de los Santos, cerca de Dios, a toda la Humanidad (vv. 11-13) y cómo su sa­crificio purifica y consagra al fiel como sacerdote y víctima

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del culto en espíritu y en verdad (v. 14; cf. Rom 12, 1-2). Fiel al ritual del Lev 16, el autor se detiene en dos temas importantes de la fiesta de la Expiación: la entrada solemne del sumo sacer­dote al Santo de los Santos (vv. 24, 26, 27b) y el sacrificio ex­piatorio propiamente dicho (vv. 24, 28a).

# # • #

a) La entrada de Cristo en el Santo de los Santos no sigue, como sucedía con la del sumo sacerdote, la cadencia del retorno del año y de la periodicidad de sus fiestas. Ha entrado en un "ahora" eterno (vv. 24 y 26) una vez para siempre (v. 26), mien­tras que el sumo sacerdote está sujeto a los ciclos y a las ince­santes repeticiones. Además, Cristo ha penetrado en un Santo de los Santos mucho más auténtico que el del Templo (v. 24), no solo durante unos instantes, como el sumo sacerdote, sino para siempre: los ruegos y las oraciones de los hombres encuentran, por consiguiente, en todo momento, un mediador atento que está delante de Dios, mientras que el sumo sacerdote no ejercía sino ocasionalmente su mediación delante de Yahvé. Finalmen­te, si bien el sumo sacerdote da constancia por un año de la intronización de Dios, Cristo está revestido personalmente de la soberanía universal, y cuando, a la manera del sumo sacer­dote cuando salía de la tienda, se vuelve hacia los suyos (v. 28), es para ejercer sobre ellos una realeza definitiva. Por eso la asamblea de los justos espera con un fervor mucho mayor que la asamblea judía la aparición del nuevo Sumo Sacerdote y Se­ñor, mucho más glorioso todavía que la del sumo sacerdote que salía del Santo de los Santos después de la intronización de Yahvé (cf. Eclo 50, 5-7).

b) Pero no es el hecho de haber derramado su sangre lo que autoriza a Cristo a ejercer la expiación definitiva, sino el de haber ofrecido su vida. El acto vale, en efecto, lo que vale la persona que lo realiza. Ahora bien: el valor de la oblación de Cristo es doble; en cuanto Hijo de Dios tiene asegurado para su sacrificio un valor que trasciende los sacrificios antiguos; en cuanto hombre perfecto, confiere a su oblación un carácter es­piritual que no conocía el ritualismo antiguo.

La carta a los hebreos, en su afán por establecer un estrecho paralelo entre la fiesta de la Expiación (en la que ya no podían participar sus corresponsales) y el sacrificio de Cristo, se centra en el aspecto exclusivo de la eficacia de la sangre de Cristo: el de la purificación y de la expiación. Subrayado ya desde el co­mienzo de la carta (Héb 1, 3), este tema está orientado a hacer comprender que, merced a su muerte y resurrección, Cristo es capaz de borrar y de perdonar los pecados y no de una forma exterior, como la sangre de los carneros (v. 25), sino fundamen-

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talmente porque ha sido el primer hombre que ha vivido una vida sin pecado y el primer Señor que ha podido abolir el rei­nado: del mal.

VI. 2 Tesalonicenses Después de dar gracias a Dios por el 2, 16-3, 5 afianzamiento de los fieles de Tesalónica 2fi lectura en la santidad y por su fidelidad a las en-3.«" ciclo señanzas recibidas (2 Tes 2, 13-15), prosi­

gue su carta invocando la gracia de Dios para los destinatarios de su misiva (vv. 16-17), pidiéndoles que oren por algunas intenciones personales (vv. 1-2) y exhortán­dolos a la perseverancia (vv. 3-5).

a) El creyente conoce necesariamente la lucha y la contes­tación. Pero su fidelidad tiene que apoyarse en la gracia de Dios, que se manifiesta a él como un consuelo y una confirmación (vv. 16-17).

b) El apóstol pide a sus corresponsales que oren, ante todo, por el éxito de la evangelización, que para él es como una glorificación de la Palabra (v. 1); con cierta frecuencia Pablo pide también oraciones por su ministerio (cf. Tes 5, 25; Rom 15, 30-33; Col 4, 2, 18), que en algunos pasajes de sus cartas describe como la carrera del atleta en el estadio, según uno de sus temas favoritos (cf. Rom 9, 16; FU 2, 16; Gal 2, 2; 5, 7; 1 Cor 9, 24-25): la Palabra podrá encontrar obstáculos, pero lo que importa es que llegue lo más pronto posible a la meta señalada. Prosigue el apóstol pidiendo oraciones por la libertad de su ministerio (v. 2; véase también 1, 10; Rom 15, 31), pues se reconoce el blanco de las persecuciones y de las vejaciones judias (cf. 1 Tes 2, 15-16).

c) En cuanto a la oración de Pablo por los cristianos de Tesalónica (vv. 3-5) expresa ante todo su confianza en Dios: El es quien les afirmará en su fe y los protegerá contra el "Malo" (término que designa probablemente a Satanás y sus proyectos de dominio sobre el mundo: cf. Mt 13, 19, 38; Jn 17, 15; Ef 6, 6; 1 Jn 2, 13-14; 5, 18-19). La mejor arma de que disponen los cris­tianos para resistir al Malo es la obediencia a las directrices de Pablo (v. 4).

VII. Mateo 25, 1-13 La parábola de las diez vírgenes no se en-evangelio cuentra ya en su contexto original: el ver-l.er ciclo sí culo 13 no es una conclusión adecuada,

ya que la exhortación a permanecer vigi­lantes no tiene en cuenta el contenido del relato, donde todas las vírgenes—tanto las sabias como las necias—se quedan dor-

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midas (v. 5). Además, esta misma conclusión aparece en Ma­teo 24, 42 y parece proceder de Me 13, 35. El evangelista ha situado esta parábola dentro del discurso escatológico (Mt 24), pero la interpretación que de ella se hace no parece privativa. Jesús no se ha comparado jamás con el esposo y no parece ne­cesario dar a la parábola una interpretación alegórica para en­contrar en ella el contenido primitivo2.

* * *

a) Es posible que Jesús haya contado un acontecimiento real como pretexto para recordar a sus contemporáneos la in­minencia del Reino e incitarlos a una mayor vigilancia (cf. la aparición repentina del diluvio en Mt 24, 39; la intrusión repen­tina del ladrón en 1 Tes 5, 1-5 y Mt 24, 42 y la vuelta inesperada del amo en Mt 24, 48).

La llegada repentina del esposo está, además, tomada del natural: los tratos entre las dos familias se prolongaban duran­te largo tiempo como prueba del interés que los padres tomaban por sus hijos. El esposo hacía casi siempre su aparición en el momento en que los invitados comenzaban a cansarse o a sentir los efectos de la bebida. En la parábola se hace alusión a esta costumbre para describir con mayor viveza la irrupción inespe­rada de un Reino en medio de gentes distraídas.

b) Pronto transformó la Iglesia esta parábola de la inmi­nencia del Reino en una alegoría de las nupcias de Cristo con la Iglesia, viendo en el esposo una figura de Cristo (cf. Mt 9, 15; 2 Cor 11, 2; Ef 5, 25) y, en la apreciación que hace el esposo, las condiciones para participar en el banquete que seguirá a las bodas. Esto era forzar el sentido de la parábola primitiva, que no menciona para nada a la esposa. Los primeros cristianos, por su parte, han querido ver a la Iglesia-esposa en las diez vírgenes, tanto las prudentes como las necias, pues la Iglesia, antes que las bodas se celebren, está compuesta de buenos y pecadores; en este sentido esta parábola tiene mucha semejanza con la red que recoge toda clase de peces, buenos y menos buenos (Mt 13, 48), a la sala de banquetes donde se reúnen justos y pecadores (Mt 22, 10), al campo, donde crecen tanto la buena como la mala semilla (Mt 13, 24-30). La Iglesia es, pues, semejante a un cor­tejo de hombres que caminan hacia el Señor; de ellos, unos tie­nen encendidas las lámparas de su vigilancia, mientras que los restantes no se preocupan de alimentar su fe. Los primeros pro­curan vivir sin dispersar su atención en mil cosas fútiles, ya que han escogido a Cristo y ponen los medios necesarios para perma­necer fieles a El; los otros se contentan con una pertenencia al grupo de los creyentes puramente sociológica3. La discrimina-

2 J. JEREMÍAS, Les Paraboles de Jésus, París, 1964, págs. 60-63. 3 Véase el tema doctrinal de la vigilancia, en este mismo capitulo.

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rión solo se hará al término del periplo de la Iglesia sobre la tierra, en el día de las nupcias de Cristo con la humanidad que permanezca fiel.

c) Es posible que Mateo haya añadido personalmente algu­na otra dimensión a la parábola al incluirla a continuación del discurso escatológico. En efecto, el primer evangelista responde a la pregunta sobre la participación de los hombres en el Reino y distingue dos grandes categorías: los que participan abierta­mente en el pueblo de Dios (Mt 24, 45-25, 30) y los que se prepa­ran para el Reino sin saberlo (Mt 25, 31-46). Dentro de la prime­ra categoría, Mateo distingue sucesivamente los responsables del pueblo de Dios (Mt 24, 45-51) y después a sus miembros: muje­res (Mt 25, 1-13) y hombres (Mt 25, 14-30). La parábola de las diez vírgenes estaría, por tanto, dirigida a las mujeres cristianas para recordarles, de acuerdo con su propia mentalidad, el deber de la vigilancia. El evangelista utiliza a menudo el procedimien­to consistente en desdoblar una misma parábola para que pueda aplicarse tanto al público "masculino" como al "femenino" (cf. Mt 24, 18-19; 9, 18-26; 13, 31-33), poniendo así de mani­fiesto la atención que ya prestaban los primeros predicadores a la diversidad de su auditorio.

VIH. Marcos 12, 38-44 Los dos episodios que se relatan en este evangelio pasaje acaban la serie de discusiones 2.o ciclo entre Jesús y las sectas. Ambos episo­

dios están íntimamente unidos entre sí: a la maldición contra los escribas que devoran las casas de las viudas (vv. 38-40), le sigue la bendición formulada a la viuda (vv. 41-44), y estas dos partes ilustran la parábola de los viña­dores (Me 12, 1-9): en efecto, los jefes del pueblo serán despo­seídos de sus privilegios y el reino será ofrecido a otros, es decir, a los pobres.

La antinomia ricos-pobres o, en este caso, escriba-viuda, per­tenece a un procedimiento corriente en los discursos escatológi-cos de Cristo. Utiliza el procedimiento de las bienaventuranzas, donde la oposición pobres-ricos (Le 6, 20-24) sirve para anunciar la inminencia del Reino y la total inversión de las situaciones abusivas. Se trata, no tanto de hacer la apología o la crítica de tal o cual estado social, añadiendo a ellas una apreciación de tipo moral, cuanto de subrayar la confusión que la llegada de los últimos tiempos—los que participan de la misma vida de Dios -ocasionará en las estructuras humanas.

Con tal motivo este episodio introduce perfectamente bien el discurso escatológico que Jesús pronuncia inmediatamente des­pués (Me 13).

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La viuda ha dado de su indigencia, en oposición a los ricos que dan de su poder y de sus privilegios. En este aspecto con­tradice el proverbio según el cual nadie da lo que no tiene; esta mujer, en cambio, solo posee lo que ha dado.

¿Se puede ver en ella una imagen de Dios? Si Este no nos hubiera dado más que de su abundancia, estaría perfectamente representado por los donantes ricos y no por el óbolo de la viuda; en este caso carecería de sentido la importancia que Jesús atri­buye al gesto de la mujer necesitada que ofrece parte de lo que ella necesita. ¿Y si Dios, a su vez, diera también de lo que, por ser parte de El, necesita? ¿Si nosotros renunciáramos a otra cla­se de dones para contentarnos solamente con sus actos manifes­tados en Jesucristo? Tal vez comprenderíamos entonces que ser Dios es servir y dar, no de lo que uno tiene, sino de lo que es. Jesús, pobre y al servicio de todos, no es un paréntesis en la vida de Dios, sino la manifestación de la propia condición de Dios; Jesús no es el turista rico, incluso desbordante de simpa­tía, que viene a visitar las tierras subdesarrolladas de la huma­nidad; es el servidor de todos, el esclavo por antonomasia, pues su modo de ser Dios es la pobreza 4.

IX. Lucas 20, 27-38 Prosiguiendo sus debates con los principa-evangelio les representantes de las sectas judías, Je-3.^ ciclo sus, responde en este pasaje a los saduceos,

para quienes la resurrección de los cuerpos es algo absurdo, e invocan el caso de la viuda que se casa suce­sivamente con los seis hermanos de su primer marido. Jesús les responde con toda precisión que el matrimonio es una condición de vida desconocido en el Reino, afirmando, además, la resurrec­ción de los cuerpos. Estas dos afirmaciones son difíciles de en­tender, tanto por su contenido misterioso ("son semejantes a los ángeles") como por el uso que de ellas hacen un gran número de citas bíblicas bastante mal apropiadas para la argumentación.

a) ¿Cómo ha encontrado Jesús una confirmación de la re­surrección de los cuerpos en el Ex 3, 6? 5. Esta referencia al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (v. 37) hace alusión al Dios que sella la alianza con ellos y los protege. Pero este Dios es un Dios de vivos (v. 38): resulta poco menos que absurdo proteger a los muertos y hacer alianza con ellos. Si, cuando Dios se pro­clama su salvador, Abraham hubiera estado definitivamente muerto, esta salvación sería simplemente un contrasentido; por

4 Véase el tema doctrinal Evangelio y riqueza, en este mismo capítulo. 5 F. DREYFUS, "L'Argument scripturaire de Jésus en faveur de la ré-

surrection des morts", Rev. Bíbl., 1959, págs. 213 24.

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consiguiente se impone la resurrección de Abraham y j0„ Uintes patriarcas, y esto que se afirma de los patriarcas n l e s u

afirmarse también de todos los miembros del pueblo elegir Ue<Je alianza debe permitir gozar de la protección de Yahvé contr" l a

único enemigo importante : la muerte. Es cierto que todo est e l

está contenido en el texto de Ex 3, 6 citado por Jesús, pero -a-n° puede desaprobar el uso que de él hace en función del desar> é t l

de la fe en Israel? r °H 0

b) La segunda afirmación de Jesús es aún más curiosa hablar de las relaciones conyugales después de la resurrecn'- -"^ Jesús afirma la vida, semejante a la de los ángeles, de la fm10 **> humanidad, lo cual se asocia mal a la idea de una r e s u r r e c ? ^ a

corporal y a las exigencias de esta. En realidad, Jesús no 11 ** a afirmar nada sobre la naturaleza de los ángeles ni tamr, e^ a

dice que un cuerpo resucitado se haga semejante a los árTge?c° has ta el punto de perder su corporeidad, ya que sería p lam s> el problema en términos extraños a la antropología judía, AI U 9 * cer alusión a los ángeles, Jesús quiere dar a entender que ^" lenguaje humano es incapaz de expresar la naturaleza de la v j r i

e l

del resucitado. a9.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la vigilancia

El mensaje bíblico concerniente a la vigilancia no está w pirado en la espontaneidad humana. En este punto el horabr" moderno se concilia con el hombre antiguo. Para este ú l t i ^ 6

la busca de un cumplimiento tomaba cuerpo en el apoyo Q ' las seguridades ofrecidas por la estabilidad cósmica y las r e g j ^ ancestrales de la vida individual y social; no hay que estar VJ^ guante, pues el problema para el hombre es buscar una p e ^ fecta coincidencia con los arquetipos, puestos, una vez par» siempre, por los dioses en el origen del mundo. Solo la e te r r^ vuelta de las cosas puede calmar la sed de lo absoluto que atoiv menta el corazón de los hombres. Dentro de tal perspectiva, e j acontecimiento, con todo su peso de novedad y de imprevisibilu dad, es pura y simplemente rechazado: se procura evadirse de él y se le anula en lo que cabe.

La reacción del hombre moderno ante el acontecimiento es aparentemente distinta, pero no lo es más que para lo esencial, pues también él busca la forma de anular el acontecimiento como tal acontecimiento- No obstante, no se evade ya: su do­minio cada vez mayor sobre las realidades del mundo y del hombre mismo le confiere la capacidad de "poseer" el aconte­cimiento y de reducirlo a lo previsible. Tampoco aquí hay lugar

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para la vigilancia en el sentido bíblico de la palabra, sino sola­mente para la previsión. El mito del eterno retorno no tiene ya realmente capacidad para valorar la existencia humana ; una tarea compleja espera a todos los hombres, la de transfor­mar el mundo, la de promover las estructuras que hacen este mundo habitable por el hombre. Continuamente hay alguna cosa nueva que inventar y que reinventar sin interrupción para superar los grandes desafíos que se imponen a la humanidad de hoy, tales como el hambre, la guerra y la injusticia. Pero, en principio, debe llegar el día en el que ya nada pasará que pueda comprometer la seguridad universal.

El evangelio del primer ciclo de este día nos invita a pro­fundizar en una actitud esencial al cristianismo: la vigilancia. Es una palabra que no hay que emplear a diestro y siniestro, pues la postura es grave. Privada de sus armónicas bíblicas, la vigilancia no presenta ya para el cristiano ningún interés par­ticular. Por el contrario, cuando está bien comprendida nos descubre una cara de la fe cuya permanente actualidad impor­ta subrayar.

La vigilancia y el Desde que en Israel el hombre accede al or-régimen de la fe den de la fe y se pone a considerar el acon­

tecimiento con un realismo que no le suge­ría su espontaneidad pagana, la vigilancia comienza a adqui rir un sentido. A sus ojos, el acontecimientos—el desarrollo con­cretísimo de su itinerario individual y colectivo—señala has ta qué punto la existencia humana que ofrece es el único camino verdadero de los afanes del hombre en la busca de su cumpli­miento. En verdad, en el afrontamiento cotidiano que el acon­tecimiento le impone, el hombre judío se siente, cada vez más, terriblemente desamparado; se siente mezclado en una aventura dramática cuyo secreto se le escapa, y le faltan los recursos para llegar, por sí mismo, al cumplimiento que busca. Pero la contrapart ida de esta "pobreza" es un descubrimiento extraordi­nariamente fecundo del Dios Todo-Otro, el cual salva inter­viniendo en el mismo terreno del acontecimiento y de la aven­tura dramática en la que el hombre está, de hecho, empe­ñado. El Dios de Israel se revela como el Existente, el Viviente por excelencia; solo El puede salvar al pueblo al que se h a en­tregado por pura gratuidad; le conduce día a día, le encuentra en el suelo de su existencia histórica concreta, pero no puede llenarle más que sobre la base de una fidelidad a las condicio­nes de la Alianza, realizada en el desierto con él. Yahvé viene, y no cesa de venir; pero estas llegadas de Dios es necesario es­perarlas incluso, y sobre todo, cuando no corresponden a la es­pera espontánea. Es necesario esperarlas vigilando, velando para no caer en la tentación.

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No fue al día siguiente cuando el hombre judío hizo el apren­dizaje de la vigilancia. A lo largo de su historia, Israel h a de­mostrado que tenía la nuca dura, prefiriendo las seguridades paganas—ellas difunden las de la esclavitud—a la incomodidad del encuentro con el Dios vivo. Pero el pecado no explica todo. La entrada en el régimen de la fe arras t ra un amplio proceso de interiorización, individual y colectiva; no es más que poco a poco cuando Israel mide la profundidad de la entrega reque­rida por la fe. La elección gratuita de Israel lleva privilegios que es difícil no traducir en términos de segundad, y los profe­tas debieron multiplicar sus intervenciones para superar los inevitables malentendidos.

Así es Jerusalén. Como subrayan los textos proféticos esco­gidos para el primer domingo de Adviento, la Jerusalén que complace al corazón de Yahvé, ahí donde se producirá el en­cuentro perfecto de Dios y de los suyos, ahí donde todas las naciones encontrarán su lugar, es toda diferente de la Jerusa­lén terrestre y de su templo de piedra, que, la una y el otro, pueden fallar en su misión y ser destruidos. La Jerusalén espe­rada para el tiempo del cumplimiento es en la que florecerá toda justicia y donde la iniciativa cortés de Dios, Padre y Sal­vador, encontrará corazones siempre a la escucha y. sin cesar, vigilantes.

La intervención del Mesías En los evangelios, el tema de la vi-y la vigilancia cristiana gilancia no es accidental. Intervie­

ne prácticamente siempre en los textos—parábolas y discursos—que evocan la proximidad del Reino. Se constata incluso una insistencia sobre este punto, en la medida en la que esta proximidad está ya actualizada en la persona de Jesús. El acontecimiento que constituye la interven­ción histórica de Jesús de Nazaret manifiesta en este punto la llegada del Señor, con la que se t ra ta ante El de movilizar toda su atención, todas sus energías. La vigilancia alcanza el paroxismo de su expresión, pues invita aquí a un compromiso preciso: seguir a Jesús, estar presente cuando pase el Esposo y participar en el cortejo... La espera se ha llenado, pero el com­plemento es escandaloso, obliga al hombre a vaciarse de sí mis­mo en una obediencia hasta la muerte. Seguir a Jesús es t am­bién llevar su cruz. La vigilancia ajusta los corazones a las ve­nidas del Señor, pero, en esta medida, sumerge al creyente en el juego dramático de su libertad, interpelada sin cesar por Dios y no encontrando ya apoyo verdadero más que en el único so­corro de su Padre misericordioso. La vigilancia en todos los ins­tantes es la cara que toma la fe cuando adquiere la lucidez de las manos vacías...

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Jesús nos ha dado el ejemplo. Durante toda su vida terres­tre El se conduce bajo el signo de la vigilancia que requiere de sus discípulos. Su alimento es hacer la voluntad del Padre que le ha enviado entre los hombres. Pero esta voluntad no le es se­ñalada por la vía de una revelación privada. Para Jesús, como para todo hombre, se t r a ta de descubrir en el transcurso de los días lo que debe ser su itinerario aquí abajo. El camino no está fijado a priori, no está claro desde el primer día. Sin cesar, J e ­sús interroga los acontecimientos que atraviesa, pero lo hace con este realismo soberano que le es propio y se compromete en la fidelidad y la obediencia perfectas, aunque le cueste. Pro­gresivamente, la pasión va a perfilarse en el horizonte, pues Israel no acepta seguir a un Mesías que le propone el camino exigente del amor sin fronteras y el del renunciamiento total.

Jesús de Nazaret es, pues, el Vigilante por excelencia. Pero, porque es el Hijo de Dios, esta vigilancia misma le revela a los ojos de la fe como el Señor que viene. Acordado como está en la voluntad de su Padre, Jesús revela el designio de Dios y la verdadera cara de sus intervenciones entre los hombres en el momento mismo en el que responde. Con Jesús y en El, la vigi­lancia de la fe declina su verdadera identidad: es la que recoge el día de Dios en la historia de los hombres. Una acogida—es necesario añadirlo—que despliega todas las energías de una li­bertad humana restituida en su verdad.

La vigilancia de la Iglesia y La Iglesia primitiva ha insistido la tentación de la sinagoga mucho en la vigilancia: es ne ­

cesario prepararse para la vuel­ta del Señor. Como la Pascua judía del Señor es ya un aconte­cimiento del pasado, su vuelta es necesariamente inminente; pero, como se dirige a la fe, no puede ser más que imprevisible y sorprenderá como la visita inesperada de un ladrón. La vigi­lancia es, pues, de rigor: los cristianos deben mantenerse en vela, ejercer una vida teologal en todos los instantes y luchar para no caer en tentación.

Como se ve, la primera generación cristiana guarda todavía una concepción horizontal y temporal de la vuelta del Señor, insistiendo totalmente en unos elementos que son propios de la fe y que la experiencia cristiana pondrá cada vez más en re­lieve. En el año 70 acaece un acontecimiento que marca pro­fundamente la concepción de la vuelta del Señor y, por ello, la concepción cristiana de la vigilancia. Se t ra ta de la destruc­ción de la ciudad de Jerusalén. Tal era el lugar que ocupaba la Jerusalén terrestre en el universo religioso de los primeros cristianos, que no se podía imaginar su destrucción más que en referencia directa con el fin del mundo. Ahora bien: se ve que la vuelta del Señor, ta l y como se la esperaba, no ha coin-

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cidido con esta evidente intervención divina. Es por esto que la vuelta del Señor tiene para la vida presente una actualidad permanente; la inminencia de esta vuelta y su carácter impre­visible subrayan, por ello, la dimensión trascendente. Es por esto, igualmente, que el hoy de Dios en la historia de los hom­bres significa el estallido de todo particularismo; fue fundado en los privilegios del pueblo elegido.

La vigilancia de la Iglesia—la que la mantiene sin cesar dis­puesta para la vuelta de su Señor—concierne muy especialmen­te a su catolicidad. En todo momento se le pide ir al encuentro del Señor que viene, manifestando el poder de universalismo de la caridad que le anima. La Iglesia debe velar para no caer en tentación: la tentación que la acecha sin cesar es la de la sina­goga. Ya sobre este punto se ha pronunciado el primer Concilio de Jerusalén, que es también el primer Concilio de la vigilancia eclesial. La tentación de la sinagoga es la tentación del particu­larismo. Se liga al cristianismo a un pueblo, a un grupo de pue­blos, a un universo cultural determinado en el que la Iglesia está de hecho extendida; al mismo tiempo se le atribuyen a una cultura particular o a un grupo de hombres privilegios que no tienen. ¿No está extendida en la Iglesia la idea de que la misión cerca de los no cristianos era un asunto reservado a los blan­cos? Todavía queda algo, incluso hoy.

La evangelización del Dos cuestiones importantes—que son al mundo actual bajo el mismo tiempo desafíos llevados en la signo de la vigilancia catolicidad de la Iglesia—son, hoy, plan­

teadas por el Pueblo de Dios: 1. ¿Está la Iglesia en situación de edificar su unidad asumiendo toda la diversidad humana y las tensiones de las que esta diversidad está cargada? 2. ¿Es capaz la Iglesia de adaptarse a un mundo secularizado y de hacer mantener allí la Buena Nueva de la salvación, de tal manera que este mundo se sienta implicado en ella?

Para responder en los hechos a estas interrogaciones deberá el Pueblo de Dios hacer prueba de una excepcional vigilancia. Las Iglesias particulares se diversificarán cada vez más: hay un proceso reversible que el Vaticano II ha favorecido amplia­mente en respuesta a los signos de nuestro tiempo. Pero será necesario poner a prueba toda la vigilancia de la fe para que este proceso no sea inútilmente frenado y que al mismo tiempo las divergencias de la Iglesia no se solidifiquen en muros de se­paración. De la misma manera, los esfuerzos se multiplicarán para revalorar el contenido de la fe en función de los requeri­mientos del espíritu contemporáneo o, todavía, para desvelar la importancia del servicio del mundo en la tarea de la evan­gelización. Pero, aquí también, toda la vigilancia de la fe será

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requerida para que, por una parte, este proceso sea acelerado, y que, por otra parte, a través de él, el misterio de Cristo sea fielmente transmitido.

La vigilancia que requiere la evangelización del mundo ac­tual está hecha primeramente de audacia. Para estar presente en el mundo de hoy y manifestar su catolicismo verdadero, la Iglesia necesita en todas partes de una mutación profunda cuyo inventario se h a comenzado apenas. El profundo choque que el Concilio Vaticano II ha provocado debe desarrollar to­davía todos sus efectos y será necesario mucho coraje e ima­ginación para poner en su lugar las reformas necesarias. Así, las Iglesias particulares no testimoniarán en favor de la unidad de la Iglesia en tanto no susciten entre ellas un cambio recí­proco de vida y de energía, ni su misma vida interna se desarro­lle bajo el signo del diálogo y de la intercomunión.

La iniciación Una de las primeras funciones de la liturgia a la vigilancia cristiana es sacudir a los cristianos su embo­en la celebración tamiento, sacarles del sueño en que se arries-eucarística gan, siempre, a encerrar las seguridades de

que disponen. Esta función es tanto más ne­cesaria cuanto que el mundo moderno, donde los cristianos como los otros hombres se encuentran sumergidos, no les lleva de ninguna manera a ejercer la vigilancia de la fe.

Ayer, una Iglesia de cristiandad podía contentarse con re­cordar a los cristianos las normas a observar en la conducta de su vida moral, pues el aire que respiraban estaba, en principio al menos, impregnado por la fe. Hoy no es de la misma manera. En el mundo actual todo lleva a los hombres, a los cristianos como a los otros, a buscar en todos los dominios la seguridad; todo les lleva a anular el misterio de la libertad humana en su enfrentamiento con lo imprevisible de la historia de los hom­bres. Es, pues, esencial que la celebración eucarística, y muy es­pecialmente la liturgia de la Palabra, sea el terreno de una ini­ciación permanente a la vigilancia de la fe.

2. El tema Evangelio y riqueza

Los cristianos de nuestra época se encuentran, sobre todo, en los países bien provistos y en las clases relativamente aco­modadas de la sociedad. Es un hecho. Disponen de bienes ma­teriales considerables y constituyen, sin ninguna duda, el gru­po religioso más rico del mundo. A la luz del Evangelio, esta si­tuación parece, a primera vista, insostenible. Solamente dos textos: "En verdad os digo: un rico, con dificultad entrará en el reino de los cielos. Aún diré: es más fácil a un camello pasar

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por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos" (Mt 19, 23-24); "Ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestra consolación" (Le 6, 24). Unas afirmaciones de esta clase llevan el acento de una condena absoluta.

Es difícil, en todo caso, buscar una escapatoria a una cues­tión tan importante. Y, de hecho, algunos cristianos tienen mala conciencia porque saben por experiencia los peligros que pueden ocasionar la posesión de la riqueza y presentan los fun­damentos legales de las declaraciones del Señor. Algunos, in­cluso, llegan hasta preguntarse cómo vivir su fidelidad cristia­na, porque ven difícil la forma de renunciar a todos sus bie­nes... ¿Estará reservado el cristianismo a la élite de aquellos y aquellas que han decidido, un día, vivir en la pobreza? Pero otros, que tienen a veces los mismos escrúpulos, están por otra parte convencidos de que una cierta acumulación de bienes materiales es indispensable, por su parte, al desarrollo de la humanidad y de los individuos que la componen. Confirman, además, que la riqueza material no tiene ya, quizá, hoy día la misma significación que en la época de Jesús. Se interrogan entonces para saber en qué sentido las palabras del Señor so­bre la riqueza conservan toda su actualidad y su poder de in­terpelación.

El formulario litúrgico de este día (1.a lectura y evangelio del 2.° ciclo) nos invita a profundizar la actitud cristiana ante la riqueza. Se trata de una cuestión importante: los pobres, a través del mundo, tienen objetivamente el derecho de esperar, sobre este punto, de los cristianos un testimonio sin ambigüe­dad. ¿En qué condiciones ha de ser dado este testimonio? Esto es los que vamos a averiguar recorriendo las etapas de la his­toria de la salvación.

La riqueza en Israel, Para Israel, como para los demás pue-una bendición divina blos, la riqueza material es espontá-pero también un peligro neamente percibida como un bien,

como un signo de bendición divina. Aun tratándose de los viejos patriarcas, de los reyes según el espíritu de Yahvé, de Job después de su prueba, todos son pre­sentados en los textos, incluso en los más recientes, como col­mados de riquezas. Esta convicción de partida se explica muy bien: la riqueza procura la seguridad y la independencia, y es bajo este signo, tanto en Israel como en las demás partes, como se traduce la aspiración a la felicidad.

Pero la aventura de la fe va modificando progresivamente estos datos iniciales. En primer lugar, está claro que la rique­za material no se considera nunca como el mejor de los bienes; se la relativiza de buena gana, se subrayan sus límites, se pre-

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íieren manifiestamente los bienes que no se compran, tales como el amor o la sabiduría. Pero los profetas y los sabios lan­zaron más lejos su crítica: si la riqueza es en sí misma un bien, graves son los peligros que la acompañan muchas veces. Por tanto, más vale desconfiar de ella. ¡Cuántas veces, en efecto, la posesión de riquezas engendra la injusticia! "¡Ay de quienes hacen de manera que sus casas se toquen, de los que juntan campo a campo hasta ocupar todo el lugar!" (Is 5, 8). ¡Y cuán­tas veces la riqueza presta apoyo a la impiedad! Los ricos con­fían en sus bienes y creen desde entonces poder privarse de Dios: lo que era don divino deja de ser reconocido y utilizado como tal y, en este sentido, la impiedad conduce siempre a la injusticia.

En definitiva, lo que choca ante todo en el Antiguo Testa­mento es un contraste. En ningún momento el vocabulario de la riqueza, de la abundancia y de la opulencia deja de carac­terizar la actitud de Dios con respecto a los hombres; pero, al contrario, a medida que se profundiza la aventura de la fe, los profetas convocan cada vez más al vocabulario de la pobreza para caracterizar los comportamientos exigidos por la Alianza. Conscientes de las ilusiones y de los peligros de la riqueza, los profetas dejan entender que la Buena Nueva del Reino que ha de venir será proclamada a los pobres, porque ellos al menos saben por experiencia lo que es la dependencia y la disponi­bilidad.

La Nueva Alianza Con Jesús de Nazaret, la crítica de la rique-y la condenación za emprendida por los profetas y los sabios de la riqueza llega a su punto culminante. Nadie ha dicho

con más fuerza hasta qué punto el Dinero puede ser un amo despiadado. No se ve nunca a Jesús evocar la riqueza como signo de bendición divina. Su crítica es radi­cal: la riqueza es un obstáculo casi insuperable, implica el po­seer, mientras que es preciso renunciar a todo para entrar en el Reino. La riqueza ciega vuelve al hombre insensible a la Palabra, hace olvidar lo esencial. Al mismo tiempo, Jesús pone fin a toda búsqueda profética sobre la pobreza al beatificar la actitud espiritual del pobre, ante Dios y ante los hombres. In­vita a sus discípulos a comportarse en toda ocasión como in­digentes, como pobres pecadores que buscan la misericordia del Padre. La novedad del Evangelio tiene este precio: no podemos verdaderamente hacernos el prójimo de los demás sino a con­dición de perderlo todo.

De todos los evangelistas, es San Lucas quien lanza más lejos la condena de la riqueza. La intransigencia de la que él es testigo no sufre ninguna excepción, ninguna atenuación. Si se poseen bienes, es preciso venderlos para seguir a Jesús. La

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beatitud de la "pobreza de espíritu", tal como la encontramos en San Mateo, en él es simplemente la beatitud de la "pobreza", y se acompaña de una maldición de los ricos. Varios episodios propios del tercer evangelio refuerzan aún más la perspectiva del autor. Tan falso sería pretender que los demás evangelistas han atenuado el pensamiento de Jesús, como imaginar que San Lucas lo ha superestimado. Los evangelios, en su misma diver­sidad, forman un todo, y la insistencia de Lucas recuerda con vigor que la renuncia total exigida a todos por el Evangelio no será realmente vivida en el seno del Pueblo de Dios, a menos que algunos renuncien efectivamente a todos sus bienes...

Pero, entonces, ¿qué riqueza material es aún compatible con la fidelidad al Evangelio? A esta pregunta no hay sin duda más que una respuesta: solo es aceptable la riqueza que se hace participar. Jamás h a pedido Jesús que se destruya el "puer­co dinero" o un bien material ; invita a distribuirlo a los po­bres. Dicho de otra forma, la riqueza es entonces restituida a su verdadero destino: está hecha para todos los hombres. Por esta razón, puede ser reconocida como un don de Dios e inter­venir positivamente en la construcción del Reino.

Pobreza y riqueza Según los Hechos de los Apóstoles, una de del pueblo de Dios las mayores preocupaciones de los prime­

ros discípulos del Resucitado fue tomar, con respecto a la riqueza, una actitud unánime conforme a la Palabra del Señor. "Todos los fieles vivían unidos y tenían to­das las cosas en común; vendían sus propiedades y sus bienes y repart ían el precio entre todos, según las necesidades de cada uno" (Act 2, 44). En realidad, como ha mostrado la exégesis, el autor de los Hechos ha descrito la comunidad de Jerusalén mez­clando varias fuentes que manifestaban que, a propósito de la riqueza, los primeros cristianos no reaccionaban todos de la misma manera : algunos vendían sus casas, pero otros las con­servaban. Se encuentra entonces, desde el principio, una diver­sidad de comportamientos prácticos, pero que tenían en común el rehusar la riqueza en el sentido habitual de la palabra, es decir, la riqueza como objeto de posesión.

¿Qué ocurre a continuación? Cada vez que la riqueza y el dinero reaparecieron en el seno de las comunidades cristianas, como una fuente, siempre dispuesta a brotar, de injusticia y de impiedad, algunos creyentes se levantaron para denunciar­las; y, desde el principio, la preocupación por los pobres inter­vino siempre en la organización de las Iglesias locales. Pero mientras que, durante los primeros siglos, el estatuto marginal de los cristianos en la sociedad les llevaba a conservar intacta la fuerza de su protesta con respecto a la riqueza y el dinero, no ocurrió lo mismo en los siglos siguientes: habiéndose vuefto

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cristiana la sociedad, se admiten más fácilmente compromisos desde lo más alto a lo más bajo de la escala social. La protesta vehemente del Evangelio dejó de ser percibida como un valor común y, como en el Antiguo Testamento, fueron de nuevo los profetas, muchas veces aislados y rechazados, quienes debieron llamar al orden al pueblo cristiano.

La situación privilegiada reconocida a la Iglesia a partir del siglo iv tuvo igualmente como consecuencia el enriquecimiento progresivo de la propia Institución eclesial. Las riquezas acu­muladas sirvieron, ciertamente, para aliviar muchas miserias y para embellecer los lugares de culto; pero los hombres de la Iglesia hicieron igualmente uso de ella para planes menos no­bles, en los que el espíritu de lucro y de poder no estaba ausen­te. Y, cuando se ha t ra tado de los pobres, cuántas veces se les ha dado solamente lo superfluo y no has ta lo necesario, como hizo la pobre viuda alabada por Jesús en el evangelio de este día (Me 12, 44).

Búsquedas actuales del Las fechorías de la riqueza y del di­testimonio evangélico ñero han adquirido tal amplitud—pre­

sentando siempre un aspecto más co­lectivo y más anónimo—, que un número cada vez mayor de hombres, cristianos o no, esperan de la Iglesia sobre este punto una protesta sin equívoco y sin compromiso, bajo pena de no poder ya discernir en ella el Evangelio siempre activo. Es ur­gente que la Iglesia se aparte de los poderes económicos; con ello ciertamente perderá el favor del poder, pero se volverá cada vez más a tenta a la l lamada de los pobres a través del mundo. La Palabra sola no basta : todos los miembros del Pueblo de Dios están llamados a plantear los actos que hablan de ellos mismos.

Por otra parte, el hombre moderno es particularmente sen­sible a la autenticidad de los valores espirituales y religiosos; sabe que el dinero está en condición de deteriorarlos. Es espon­táneamente reticente cuando se facilitan medios poderosos al servicio de la evangelización, cuando del servicio de los pobres se encargan instituciones caritativas demasiado ricas, cuando el ruido del dinero resuena alrededor del mismo altar. El hombre moderno conoce demasiado el poder del dinero para remitirse a él cuando se t r a t a de valores esenciales.

Pero se plantea cada vez más una cuestión que concierne a la mayoría de los cristianos. La riqueza compatible con la fide­lidad al Evangelio, ya lo hemos visto, no es la que se posee, sino la que se reparte. Ahora bien: por una parte, la riqueza ya no puede hoy día pensarse en términos individuales: está claro, por ejemplo, que la riqueza de una nación rebota sobre la si­tuación de cada uno. Y, por otra parte, el reparto de que se t ra ­t a debe abarcar a toda la humanidad, porque los hombres y

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los pueblos están cada vez más unidos. Dicho de otra manera: la responsabilidad cristiana frente a la riqueza debe traducirse necesariamente al plano del deber político. Ya se trate de la relación entre las clases sociales o entre países ricos y países pobres, el reparto equitativo de los bienes en favor de todos exige, al nivel del análisis y de las opciones, una acción concer­tada de todos los hombres de buena voluntad. El recuerdo pro-fético de aquellos y aquellas que han elegido el camino de la pobreza voluntaria adquirirá todo su sentido en la medida en que se articule sobre esta acción concertada de la mayoría en favor de una transformación profunda de las estructuras que dominan aún demasiado el reparto de las riquezas.

La comida del Señor En su primera carta a los corintios, y el reparto de los bienes San Pablo aborda el tema de la ce­

lebración eucarística, y es típico que su intervención esté dictada por la actitud reprensible de sus co­rresponsales frente a la riqueza. "Cuando os reunís en asamblea, ya no es para celebrar la cena del Señor. Porque cuando estáis en la mesa, cada uno, sin esperar, toma su propia comida, y mientras uno se queda con hambre el otro se embriaga. ¿No te­néis vuestras casas para comer y beber? ¿O queréis profanar la Asamblea del Señor y abochornar a los que no tienen nada?" (1 Cor 11, 20-22).

Pablo, hagámoslo notar, no se presenta como reformador so­cial; no pide que los cristianos más ricos repartan sus bienes con los que son pobres. Pero le parece impensable que unos cristianos se reúnan para celebrar la Cena del Señor sin que esta participación se signifique claramente. Su convicción es sin duda esta: si los cristianos realizan alrededor del Señor una cierta experiencia—profunda por ser ritual—del reparto de los bienes, no han de volver a su vida de todos los días como habían venido.

La lección está clara, y continúa siendo válida actualmente. Toda celebración eucarística debería ser el lugar privilegiado en que los cristianos reunidos experimenten en alguna manera lo que significa, para cada uno, en su situación particular, re­nunciar a todos sus bienes para seguir a Cristo. En efecto: se hacen muchas llamadas a la generosidad de los fieles, para sos­tener tal obra o para responder a tal necesidad. Pero ¿cuántos se van con la conciencia tranquila habiendo dado solo algo de lo que les sobra? Aun en esto haría falta una prueba de imagi­nación, en el plano de la Palabra proclamada y de la forma concreta de la reunión, para que la participación en la Eucaris­tía impusiera a cada uno la convicción de que la única riqueza que corresponde al don de Dios es aquella que se reparte, y para que esta convicción condujera a las decisiones que se im­ponen hoy día.

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TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO

A. LA PALABRA

I. Proverbios 31, 10-13, Este elogio de la mujer es un docu-19-20, 30-31 mentó que parece haber sido añadido 1.a lectura en fecha tardía al libro de los Prover-l.er ciclo bios. Utiliza el procedimiento de acrós­

tico alfabético, forma tardía y un tan­to rebuscada. Procede, sin duda, del medio burgués de la época, en el que la mujer es exigente consigo misma y también con sus subalternos, cuyo número es abundante, pero sabe hacerse obe­decer en cuanto que ella es la primera en dar ejemplo a la hora de trabajar.

Para el autor de este elogio, la mujer ideal es aquella para quien el trabajo es un medio de realizarse a sí misma, cuya habi­lidad, tan escasa y valiosa, es presentada como un don de Dios, una gracia mucho más importante que la belleza, cuya fidelidad contrasta con la actitud de las mujeres infieles a sus maridos descritas por los libros Sapienciales, aquella, finalmente, a quien el realismo preserva del cotilleo, tan frecuente entre las mujeres de todo tiempo.

En la época en que se escribe este elogio de la mujer, se con­sidera esta, entre los judíos, como una eterna menor de edad, inmadura: el muro de la casa, por ejemplo, es como el velo que preserva a la fuente de vida, que es la mujer, contra las nefastas influencias externas. A pesar de esto, la esposa judía no es, en modo alguno, la sempiterna esclava de que nos hablan otras cul­turas. La intimidad conyugal es una realidad en Israel, donde, al menos entre las familias acomodadas, la madre adquiere res­ponsabilidades que le hacen posible forjarse una auténtica per­sonalidad.

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II. Daniel 12, 1-3 Este texto es uno de los más importantes del 1" lectura Antiguo Testamento en lo que concierne a la 2.° ciclo resurrección de los cuerpos. Su exégesis, en

cambio, es difícil y oscuro el contexto *. El autor hace alusión a la campaña militar de un rey del Norte contra Israel y otras naciones paganas. No se trata, pues, de un combate entre judíos y paganos; en el caso que nos ocupa, un (pueblo) pagano lucha contra una coalición en que judíos y paganos se encuentran asociados (Dan 11, 40, 43). El resultado del combate es desfavorable para estos últimos, ya que las tro­pas de la coalición huyen a la desbandada e Israel se queda solo frente al enemigo (Dan 11, 44-45), pasando entonces los judíos por una situación extremadamente grave (v. 1); pero cuentan con un ángel protector sumamente eficaz, Miguel, que estará presente en el momento de la resurrección final.

* * *

El autor pasa a examinar sucesivamente el caso de los judíos que están vivos en el momento final de la historia y el de los difuntos. En ambos casos parece ser que la resurrección solo es prometida a los que estén inscritos en el Libro, es decir, a los que hayan practicado la justicia. Todos los demás perecerán.

III. Malaquías 3, 19-20 Conclusión del tercero y último discur­ra lectura sos del libro de Malaquías (Mal 2, 17-3, 3.er ciclo 22). Escrito entre el anuncio de la vuel­

ta del destierro y el período de la re­forma llevada a cabo por Esdras, este discurso va dirigido suce­sivamente a los incrédulos (Mal 2, 17-3, 5), a los indiferentes (Mal 3, 6-12) y a los fieles (Mal 3, 13-23). A su vuelta a Jerusalén, estos últimos han encontrado una situación muy difícil, por lo que se extrañan de que Dios no recompense más puntualmente su fidelidad. Y sienten una enorme tentación de colaborar, por despecho, con el mundo pagano que los rodea.

a) Para dar confianza a estos judíos desanimados ante la conducta (para ellos injusta) de su Dios, el profeta les anuncia la proximidad del juicio: horno abrasador para los impíos (v. 19), "sol de justicia" para los buenos (v. 20). Esta última expresión parece estar tomada de la mitología fenicia, en la que un mes del año (más o menos nuestro mes de octubre) estaba consagra­do al culto del sol. La utilización de este título es, tal vez, la forma de ocultar una fecha prevista para la salvación del pueblo.

1 B. J. ALFRINK, "L ' Idée de resurrec t ion d 'aprés Daniel 12, 1-2", Bibl 1959, págs. 355-71.

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b) A partir de Is 10, 16-17; 30, 17; Sof 1, 18; 3, 8 y Am 5, 18, el fuego ocupa un lugar especial en las descripciones proféti'cas del Día de Yahvé. Es bastante normal que los profetas vean en este elemento el instrumento del juicio, ya que Dios se compro­metió a no utilizar más veces el agua para castigar a la humani­dad (Gen 9, 12-17). El Nuevo Testamento seguirá en ocasiones fiel a esta concepción (2 Pe 3, 12), pero le dará un carácter espi­ritualista, haciendo del fuego el elemento purificador que hará posible la entrada en los últimos tiempos (Act 2, 1-4; Mt 3, 11). De todas formas, se trata de un símbolo que evoca, ante todo, la realidad de la presencia de Dios en la vida del hombre.

IV. 1 Tesalonicenses A su regreso de Tesalónica, Timoteo in-5, 1-6 forma a Pablo que la comunidad está ávi-2.a lectura da de obtener algunas aclaraciones sobre l.er ciclo la Parusía; concretamente, el modo en

que esta se producirá y el tiempo. El após­tol aborda aquí la cuestión del momento de la venida del Señor, cuestión que los cristianos de aquella época se planteaban con relativa frecuencia (v. 1; cf. Act 1, 6-7; Mt 24, 36).

* * *

a) Los judíos, a causa de la herencia recibida de sus ante­pasados, concebían el día del Señor como un día de venganza y de triunfo sobre el enemigo. Pero, al referirse al tema de la luz y de las tinieblas—ligado desde hacía largo tiempo al tema del día de Yahvé (Am 5, 18-20; Sof 1, 15; Jl 2, 2; 4, 15)—, Pablo subraya su aspecto moral (vv. 4-5; cf. Rom 13, 12-13). Por lo demás, el término "hijo de la luz" está muy bien empleado, para que nadie se sorprenda cuando llegue el día del Señor. Porque, siendo "hijo del día", la llegada del Día no puede sorprenderle.

b) La antítesis luz y tinieblas designa a menudo, en las Es­crituras, la oposición entre el mundo de los justos y el de los impíos (Am 8, 8; Jer 4, 23-24; Is 3, 20) o, también, la oposición entre el mundo actual y el escatológico (Is 60, 19-20; 30, 26). Cuando un hombre, hijo de la noche, se convierte para ser hijo de la luz, entonces se está preparando para el día del Señor.

c) En cuanto a la antítesis hijo de la luz e hijo de las tinie­blas, proviene, sin duda, de ambientes en que se consideraba la vida monástica como la reunión de los hijos de la luz y como separación brutal con respecto a los hijos de las tinieblas. En todo caso, un tratado, que pertenece a la biblioteca del monas­terio de Qümran, recientemente descubierto, llevaba el signifi­cativo titulo de La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas.

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De los hijos de las tinieblas se dice también que están dormi­dos, mientras que los hijos de la luz deben permanecer vigilan­tes y sobrios (v. 6): los primeros, en efecto, son insensibles a la significación de los acontecimientos, en tanto que los segundos ejercitan la vigilancia y tienen el dominio necesario sobre sí mis­mos para llegar al conocimiento de Dios (cf. 1 Cor 15, 34; Rom 13, 13).

* * *

Cuando Israel tiene acceso al régimen de la fe, ya había con­siderado el acontecimiento como el terreno privilegiado para el encuentro con Dios. Pero, cuando imagina la salvación, es decir, la intervención decisiva de Yahvé en favor de su pueblo, la circunscribía a un día que no pertenecía ya al tiempo de la historia, un día que debía detener el curso de la historia: el "día de Yahvé". Se produjo entonces una especie de dicotomía entre el tiempo profano y el sagrado, el tiempo del hombre y el tiempo de Dios.

Jesús de Nazaret ha modificado profundamente estos valo­res tradicionales. El Reino que El nos ofrece se construye aquí abajo, en lo cotidiano de la existencia. A su modo de ver, no existe para el hombre más que un solo tiempo: el tiempo profa­no, que es el que le toca vivir, plenamente, como el lugar en que Dios interviene para salvarnos.

Esta es la tesis de Pablo: en lugar de esperar desesperada­mente un "día de Yahvé", es mejor vivir con Dios, en la luz, cada uno de los días que nos toque vivir. Esta es también la tesis de Mateo, que responde a las preguntas relativas a la ve­nida del Hijo del hombre, por medio de parábolas sobre la vi­gilancia de cada día (Mt 24-25).

V. Hebreos 10, 11-14, 18 Estos versículos pertenecen al final 2.a lectura de la parte central de la carta a los 2° ciclo hebreos (5, 11-10, 18), que ha puesto

a la luz la superioridad del sacerdo­cio de Cristo sobre el sacerdocio levitico. En la presente lectura el autor reclama nuestra atención sobre dos de los argumentos que él ha desarrollado en favor de esta superioridad.

* # *

a) En contraste con el sumo sacerdote, Cristo, a su vez, ha penetrado en un santuario eterno (versículos 12-13). Esta entrada simboliza su ascensión hasta el Padre, por encima de los cielos que la cosmología judía se representaba bajo la for­ma de una tienda (Sal 103/104, 2). Así pues, Cristo ha penetra-

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do en un tabernáculo no hecho por manos de hombres (Heb 9, 11), es decir, este nuevo tabernáculo no pertenece a la crea­ción propiamente dicha, y se ha sentado por encima de ella.

El autor desarrolla en este pasaje una idea nueva: el sa­crificio de Cristo le confiere una investidura mesiánica (ver­sículo 13), a la cual no podía aspirar el sumo sacerdote. Por primera vez, en Jesucristo, un acto sacerdotal termina en una investidura real.

b) En oposición a los múltiples sacrificios del templo, el sacrificio de Cristo es único (vv. 12, 14 y 18): todo se ha cum­plido de una vez para siempre. En efecto, al ofrecer su vida y su sangre, Jesús trasciende todo lo que había sido reali­zado anteriormente (cf. Heb 9, 9-12); en segundo lugar, su sa­crificio perfecciona a cualquiera que se beneficie de él (ver­sículo 14), cosa que ningún sacrificio anterior había podido lograr (cf. Heb 8, 7-13); finalmente, el sacrificio de Cristo abre a los suyos el acceso a los bienes espirituales y escatológicos, en tanto que ios sacrificios antiguos solo procuraban bienes materiales. Incluso el hecho de que el Señor esté, a partir de este momento, "sentado" (v. 12), y no de pie, en actitud sacri­ficial (v. 11), pone de manifiesto que su sacrificio no admite renovación alguna, pues los pecados quedan efectivamente per­donados. ¡Qué extraña aparece entonces la actitud del cristiano preocupado siempre por negociar su perdón!

VI. 2 Tesalonicense Pablo termina su carta abordando una 3, 7-12 cuestión espinosa: equivocados por una 2.a lectura falsa espera de la escatología, numerosos 3.er ciclo miembros de la comunidad se entregan a

vanas discusiones, rehusando trabajar y viéndose obligados a recurrir a la caridad de los hermanos para su subsistencia (cf. 1 Tim 4, 10; 5, 14). El castigo contra estos perezosos no se deja esperar: los cristianos no podrán en ade­lante congeniar con ellos (v. 6 y 14): les será retirada la ayuda con la esperanza de que abandonen rápidamente su pereza. Pero antes de tomar esta medida, Pablo les invita una vez más a tomar conciencia del valor del trabajo.

La caridad cristiana no puede favorecer la pereza. Es pre­ciso que cada uno coma del fruto de su trabajo; en ello reside la dignidad del hombre, de no ser carga para nadie. Pablo no elabora consideraciones doctrinales en favor de esta tesis, sino que se limita a proponer su propio ejemplo: ¿no es él apóstol y goza, como tal, de una autoridad normativa? (v. 7; cf. 1 Tim 1, 6). Pablo no ha vivido desordenadamente ni comió de balde

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el pan de nadie, y no porque no hubiera tenido derecho a ello (v. 8). Al contrario, él ha trabajado con todas sus fuerzas, día y noche, aparte de su trabajo propiamente apostólico.

El trabajo de Pablo procede de una voluntad constante del apóstol de no permitir que el espíritu de lucro intervenga en la propagación del Evangelio (v. 9; cf. 1 Cor 9, 12-18; 2 Cor 11, 7; 12, 13). Esta actitud es presentada por Pablo como un ejem­plo a imitar. Los judíos, en efecto, eran amantes del trabajo y la mayor parte de los rabinos conocidos vivían de su activi­dad profesional. Los griegos, por el contrario, encomenda­ban casi siempre a sus esclavos sus tareas manuales, mientras ellos se dedicaban a filosofar o, simplemente, a permanecer ociosos. Como buen judío, Pablo reacciona contra este ambien­te, no solo evitando ser una carga para los demás, sino t r a t an ­do de modificar en lo posible el comportamiento de los griegos con respecto al t rabajo 2 .

VII. Mateo 25, 14-30 La versión que Mateo propone de la pa-evangelio rábola de los talentos es muy diferente l.er ciclo de la propuesta por San Lucas (Le 19,

12-27). La primera toma la conclusión moral del discurso escatológico de Cristo (Mt 24) y describe la vida cristiana durante el período que va de la glorificación del Señor y la caída de Jerusalén hasta la Parusía final. La asam­blea nueva sustituye a la antigua asamblea judía: sus miem­bros significan el Reino que viene, cada uno en su puesto: los jefes de comunidad (Mt 24, 45-51), mediante su manera de servir a los componentes de la misma; las mujeres (Mt 25, 1-13), por la vigilancia sobre sí mismas y los cristianos, todos en general (Mt 25, 14-30), mediante la buena "administración" de los dones recibidos.

Resumiendo: mientras que la primera par te del discurso es­catológico representa el Reino de Dios operado y realizado gra­cias a la intervención divina, la segunda alude a la parte del hombre en esta realización.

Este contexto da a la parábola de los talentos su significa­ción íntegra. Es evidente que las parábolas que siguen al dis­curso escatológico han sido puestas por Mateo en este lugar para construir una teología del tiempo de la Iglesia y de la asamblea. Lucas intercala en otro lugar su parábola, dándole de este modo una orientación diferente.

a) Un primer rasgo esencial del pasaje de Mateo es el tema de la espera (v. 19), que completa el de la tardanza del Esposo

2 Véase el tema doctrinal del trabajo, en este mismo capítulo.

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(Mt 25, 5). Mientras que Mateo apunta al tiempo de la Iglesia, Lucas, en este pasaje, examina solamente el intervalo entre la muerte de Cristo y la caída de Jerusalén (Le 19, 11): las gentes creían en la inminencia de la llegada del Reino; Cristo les anuncia que antes conocerán un levantamiento contra el Rey (su Pasión) y el castigo ejemplar de la ciudad (la caída de Sión). Lucas se inspira, sin duda, en el caso de Arquelao, que acude a Roma para t ra ta r de conseguir la realeza; detrás de él salen un grupo de judíos intrigantes para impedir que se la concedan. El horizonte de Lucas se sitúa en lo inmediato; el de Mateo, en el "tiempo de la Iglesia".

o) Otra nota distintiva en los dos pasajes reside en la di­ferencia entre los servidores del amo. Según Lucas, Cristo cuen­ta la parábola para ilustrar la actitud de las gentes que le escuchan. De estos, unos creen en El, mientras otros se mues­t ran indiferentes o abiertamente hostiles (Le 19, 7, 11); pero a part ir del momento en que el Reino sea implantado, cada una de estas actitudes recibirá una justa sanción: a los dis­cípulos entusiastas les serán concedidos poderes de jurisdicción (Le 19, 17-19); los judíos indiferentes verán cómo se les "ret i ran" todos sus privilegios (Mt 24, 24; Le 19, 16); finalmente, los judíos abiertamente hostiles serán aniquilados (Le 19, 27). La perspectiva de Mateo es diferente: él ve en este pasaje el t iem­po de la Iglesia que sigue a la caída de Jerusalén y la extraor­dinaria desproporción entre la tarea a llevar a cabo en este mundo y la recompensa prometida (Mt 25, 21, 23, 29). El amo distribuye sus riquezas (es decir, los intereses del Reino) te­niendo en cuenta las posibilidades de cada uno..., aunque un solo talento constituía entonces una considerable fortuna. Sería un error interpretar esos "talentos" como dones naturales a explotar. Se trata, más bien, de los intereses del Reino, riquezas del Señor de las que cada cristiano deviene intendente, ya que el progreso del Reino solo es posible con la colaboración de cada uno de sus componentes.

Mateo da, pues, a la parábola de Lucas una amplitud nueva, al incluirla dentro de su teología de la Iglesia. Para él, la pa­rábola descubre a los discípulos la obligación de hacer fruc­tificar los bienes del Reino durante el tiempo que se les con­cede para tal menester; este es, para Mateo, el tiempo de la Iglesia.

Dios pone en juego su Palabra como lo hace un financiero con su capital. Sin embargo, a diferencia de este, no la atesora, sino que la ofrece a nuestra responsabilidad para que la ad­ministremos convenientemente. El siervo que había recibido un solo talento, rechazando mezquinamente toda clase de riesgos, se decide por escoger una seguridad totalmente falsa, ya que una riqueza muerta, sin invertir, se devalúa; y quien no multi-

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plica lo que tiene, lo dilapida. Quien "entierra" su talento por miedo a perderlo, se entierra a sí mismo y opta por la muerte.

Esta severa advertencia de Jesús a las autoridades religio­sas de su tiempo conserva para nosotros toda su fuerza: ¿Cómo es posible que participemos del tesoro prometido por El sin participar en el mundo? La Iglesia que no se atreviera a poner en juego la herencia recibida de Jesucristo, por miedo a com­prometerla en la ciudad de los hombres, la tendría perdida ya de antemano.

VIII. Marcos 13, 24-32 El año 49, el emperador Calígula exigió evangelio que se le erigiera una estatua en el tem-2.° ciclo pío de Jerusalén. Por el momento se

pudo evitar este sacrilegio, has ta el año 79, en que se levantó una a Tito, pero las comunidades ju­días, en la primera época citada, difundieron escritos en los que veían en Calígula un nuevo Antíoco (Me 13, 14), y en los que testimoniaban su temor de que la salida forzosa de la Ciu­dad Santa se realizara en invierno (Me 13, 18). Es posible que la base de este pasaje de Me 13 sea un apocalipsis judío es­crito ante la espera angustiosa de la destrucción del templo, e inspirado en textos del Antiguo Testamento (cf. Jer 29, 9 y Dt 18, 7, para el v. 6; Dan 2, 28b, para el v. 7b; Is 19; 2 Cr 15, 6, para el v. 8; Miq 7, 6 e Is 19, 2, para el v. 12; Miq 7, 7, para el v. 13b; Dan 9, 27, 12, para el v. 14a; Gen 19, 17, para los vv. 14b y 16; Dan 12, 1, para el v. 19; Dt 13, 2, para el v. 22; Is 13, 10, para el v. 24; Is 34, 3 para el v. 25; Dan 7, 13, para el v. 26; Dt 30, 3, para el v. 27).

Este apocalipsis judío pronto pasará a los medios judeo-cris-tianos que encuentran en él el modo de expresar su espera de la Parusía (v. 26) y la lectura de los signos precursores de la misma (vv. 6, 8, 12, 22). Estos medios judeo-cristianos han he­cho una reelaboración del texto judío incluyendo en él palabras de Jesús (por ejemplo, en el v. 26) y plasmando en él, al mis­mo tiempo, una cierta fiebre apocalíptica que Marcos se en­carga de calmar en la redacción definitiva de este capítulo. Es así como Marcos añade una parte del v. 24 para señalar que la venida del Hijo del hombre no está unida necesariamente a la destrucción del Templo. Se dirige también a los falsos pro­fetas a los que acusa de excitar indebidamente a los espíritus, añade los vv. 9-11 y 13b y termina el capítulo con una exposi­ción doctrinal personal que abarca los vv. 28-373.

3 R. PESCH, Naherwártingen. Tradition und Redaktion in MarJc 13, Dusseldorf, 1968; F. NEYRINCK, "Le Discours antiapocalyptique de Marc 13", Eph. Th. Lov., 1969, págs. 154-64. Véase también el tema doctrinal de los últimos tiempos, en este mismo capítulo.

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a) La caída de Jerusalén es descrita por Marcos con gran sobriedad. Mateo pone, además, de relieve los rasgos apocalíp­ticos, tales como el relámpago (Mt 24, 28, tomado de Is 29, 6; 30, 27-33; Zac 9, 14; Sal 17/18, 14-15; 96/97, 4; 143/144, 6) o la imagen de los cuervos que se ceban sobre los cadáveres (Mt 24, 28, tomado de Is 18, 6; Jer 7, 33; 12, 9; 15, 3). Quie­re decir que el día de Yahvé, descrito en Marcos y Mateo, es el del juicio de Jerusalén y no el de la Parusía final. Solo por analogía puede pasarse de uno a otro, y Marcos pone en guardia a sus lectores contra este pasaje.

o) Si en el cap. 13 de su evangelio, Marcos intenta darnos una visión de la caída de Jerusalén, ¿qué sentido hay que dar entonces a la visión del Hijo del hombre? (v. 26).

En realidad, la venida del Hijo del hombre sobre las nubes (Dan 7, 13) designa, en el Nuevo Testamento, la resurrección de Cristo y su intronización como Señor del mundo (cf. Mt 26, 61-64; Act 7, 41-56, dos pasajes en que el signo del Resu­citado va ligado a la destrucción del templo; cf. también Mt 23, 38). La expresión "verán al Hijo del hombre" trae a la me­moria el tema de la visión del resucitado en la fe (Jn 16, 17). Al presentarnos esta visión del Hijo del hombre, Marcos pre­tende convencer a sus lectores a que no se turben ante un pretendido apocalipsis, puesto que en él tienen todos los ele­mentos a considerar en la resurrección del Señor.

c) Solo queda por aclarar el sentido de la reunión (cf. Zac 2, 10; Dt 30, 4), anunciado en el v. 27 como una consecuen­cia del advenimiento del Hijo del hombre. En este versículo puede verse la acción misionera de la Iglesia que congrega en torno a ella a todas las naciones por mediación de sus "ánge­les", los misioneros (Ap 2, 1, 8, 12, 18; 3, 1, 7, 14). Son nume­rosos los textos que insisten sobre esta función de la Iglesia tomando el relevo de la Jerusalén judía en su misión de reu­nir a las naciones (Is 66, 18-19; Mt 12, 30; Heb 12, 22-23; Ap 7, 1-9; Mt 13, 30, 47).

Los judeo-cristianos que han incluido este v. 27 en el apo­calipsis judío, han dado al tema de la reunión un sentido apocalíptico. Marcos, que se opone precisamente a los seudo-profetas, buhoneros de falsas escatologías (vv. 9-11), lo entien­de en otro sentido: para él, toda la fase eclesial de la venida del Reino está manifestada en este versículo, y nada dice que aquella sea breve.

d) Parece ser que Cristo ha empleado la imagen de la hi­guera verdeciente, en el sentido que tiene en las Escrituras, es decir, como signo de bendición y felicidad (Jl 2, 22). Se puede creer, pues, que Cristo haya tomado este símbolo para anun­ciar el tiempo de la salvación: el reverdecimiento de la higue-

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ra significa el fin del invierno, la proximidad del verano y toda la renovación que promete. No cabe duda de que, solo al ser re­dactado el evangelio, la higuera reverdeciente ha devenido sig­no precursor de catástrofe.

e) Los vv. 30-32 son importantes en la medida en que re­velan que esta catástrofe cósmica se producirá en los años que siguen inmediatamente, ya que la "generación" de los oyentes de Cristo será testigo de ella. No puede tratarse más que de la caída de Jerusalén, cuya fecha exacta todos desconocen, in­cluido el propio Hijo del hombre. Jesús, en efecto, cree llegado el momento de su señorío sobre el mundo, que dará comienzo a partir de estos acontecimientos, no como un derecho sino come un don gratuito del Padre y fruto de su libre iniciativa. Su acceso a la gloria no es automática, sino don de un amor libre, gratuito e inesperado.

IX. Lucas 21, 5-19 En este prefacio al discurso escatológico, Je-evangelio sus presenta dos categorías de signos pre-3.er ciclo cursores de su venida: guerras y enferme­

dades, por una parte (vv. 8-11; 'cf. Mt 24, 4-8) y la persecución, por otra (vv. 12-19; cf. Mt 24, 9-13).

* * *

a) En Mt 24, 5, se evoca la venida de falsos mesías. Lucas desdibuja un poco este asunto de los falsos mesianismos, bastante oscuro para lectores de origen griego, y hace alu­sión a las falsas escatologías que anuncian abusivamente la inminencia del fin del mundo (v. 8; cf. 2 Tes 2, 1-8).

Los dos evangelistas se remiten a Dan 2, 28, según el cual "es preciso" que advengan guerras y revueltas antes de la irrup­ción del Reino. Esta expresión ha de ser entendida en el sen­tido que Jesús le da cuando, para justificar su propia Pasión, repite sin cesar que "es preciso" que las Escrituras se cumplan (Le 9, 22, 24; 24, 16). No se trata, pues, de una especie de necesidad fatal, sino de la propia ley pascual, inscrita en los acontecimientos de la salvación, en nombre de la cual la vida brota de la muerte.

Estos acontecimientos son presentados por Mateo en el es­tilo apocalíptico judío. Así, los temblores de tierra recuerdan las profecías de Is 8, 21; 13, 13 y de Jer 21, 9; 34, 17. Lucas pasa en silencio esta imagen, ya que sus lectores están, sin duda, familiarizados con la mentalidad bíblica.

b) A partir del v. 12, el Señor presenta la persecución como un signo de la venida del Reino. Sobre este punto difieren sen-

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siblemente las versiones de Mateo y de Lucas. Para esta ocasión, Lucas toma de Mateo un pasaje que este había escrito para ha­blar de las instrucciones que Jesús da a sus discípulos (Mt 10, 17-22). En el cap. 24, 9-13, Mateo pone sus miras, sobre todo, en las repercusiones de la persecución en el seno de la comu­nidad: numerosos muertos y apóstatas, muchas gentes se­ducidas por falsos mesianismos, enfriamiento del amor... en medio de este ambiente de desolación. Solo un "Resto" surgi­rá, que conseguirá la salvación. Para Mateo, este Resto está constituido por los cristianos, definitivamente liberados del ju­daismo en el momento de la caída de Jerusalén.

Lucas describe las reacciones de los cristianos ante la per­secución. Los que permanezcan fieles a Cristo serán juzgados y perseguidos por los judíos (sinagogas) y los paganos (v. 12), pero contarán con las palabras y sabiduría necesarias para res­ponder a las acusaciones. Al hablar de la sabiduría, Lucas pa­rece tener en cuenta a José o a Daniel saliendo triunfantes de la ciencia pagana (Gen 40; Dan 2). De este modo esboza una teología que Juan pondrá definitivamente a punto al revelar el papel del Espíritu Paráclito (Jn 15, 26-16, 15).

A modo de conclusión, Lucas toma de otro contexto dos sentencias llenas de optimismo: gracias a su confianza (Mt 10, 30) y a su constancia (Héb 10, 36-39), los cristianos perse­guidos podrán superar todas las pruebas.

# * *

Lucas, como Mateo, presenta una doctrina del sufrimiento y de la persecución, subrayando los lazos de estos pon el dina­mismo escatológico del Reino. Tal es la ley pascual actual. La prueba permitirá al "Resto" (Mateo) de los "salvados" (Lucas), que serán quienes formen el Reino, organizarse como tales. Y los perseguidos podrán asegurarse de la presencia, en ellos, de la Palabra y del Espíritu de Dios.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de los últimos tiempos

El formulario de este trigésimo tercer domingo nos da unos elementos convergentes de una visión dinámica de los designios de Dios y de la vida cristiana. La fe en Cristo produce normal­mente una esperanza activa de dimensiones cósmicas, en vista de una plenitud que es un perpetuo manar de novedad.

Frente a las verdaderas perspectivas de la fe, ¡qué estrechos son los horizontes religiosos con que la viven tantos cristianos! Sin necesidad de hablar más que de aquellos que tratan de Rvi-

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vir" de la fe que recibieron en el bautismo, ¿cuántos encuentran en esta fe la fuente de un dinamismo capaz de unificar su vida, poniéndola al servicio de la salvación de todos los hombres?

La mayoría de los cristianos no se dan cuenta de la grande­za de su vocación. Su religión es demasiado estrecha, demasiado individualista. Les queda todavía una religiosidad más o menos auténtica, pero permanecen ajenos a las pulsaciones del espí­ritu cuyo campo de acción es el mundo entero. Es verdad que todos saben que el centro del cristianismo es un mandamiento nuevo: el mandamiento del amor universal fraterno, pero ¡qué desposeídos se encuentran cuando se trata de reconocer los lu­gares y las maneras de aplicación de este precepto, que es capaz de renovar la faz de la tierra!

El momento histórico que estamos viviendo invita al cristia­no a darse cuenta de la medida del mundo en el que tiene que implantar la fe de Cristo. Esto es una exigencia fundamental para él, si quiere desempeñar en el mundo actual el papel que le ha caído en suerte, no se puede vivir la fe de cualquier ma­nera. La fe responde a unas exigencias objetivas que hay que aceptar. Y, cuando el cristiano no tiene la fe que corresponde a la situación histórica en que se encuentra, entonces no da a los hombres el testimonio que tienen derecho a esperar de él, y la propia fe se degrada y deja de ser la sal de la tierra.

La espera Israel es un pueblo que vive, que ama la vida de la plenitud y que desde lo más profundo de su ser la desea escatológica en toda su plenitud, tanto para el alma, como

para el cuerpo. Esta aspiración la expresa de todas las maneras posibles, pero una de las expresiones que em­plea la mayoría de las veces evoca esta plenitud en la reunión, en el amor de Yahvé, de todos los miembros dispersos del pue­blo elegido.

Después de haber abrazado la fe, Israel espera esta plenitud de vida de una intervención de su Dios, ya que Yahvé es el úni­co dueño del destino de su pueblo y, por tanto, el único que le puede salvar. Pero, como Yahvé es un Dios de amor, no puede salvar al hombre sin el hombre. Por eso ha sellado una alianza con su pueblo, en la que estipula que la salvación es una obra en la que han de intervenir las dos fidelidades: la fidelidad de Dios y la fidelidad del hombre.

Pero desgraciadamente desde los tiempos del desierto Israel es un pueblo recalcitrante, de cabeza dura. Peca y prefiere el camino de las seguridades paganas a la aventura espiritual que le propone Yahvé. Y este pecado del desierto se va a ir repitien­do cada año, perpetuando la falta original del paraíso.

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Los profetas se levantan contra las infidelidades del pueblo a la alianza para estigmatizarlas, pero al mismo tiempo para recordar la fidelidad de Yahvé y su llamada a la conversión.

De una manera progresiva se va produciendo en Israel una búsqueda apasionada, dirigida por los mejores. ¿Quién será el hombre que dé a Dios una respuesta que le agrade? Cuando ven­ga el Mesías, Yahvé concederá a su pueblo la plenitud que le ha prometido. La esperanza mesiánica brota por todas partes, y da testimonio en su totalidad del itinerario espiritual de Is­rael y toma un lugar tan importante, que se le ha podido de­finir como "la espina dorsal del Antiguo Testamento".

El día de Yahvé descenderá la salvación como un relámpago. La plenitud concedida será tal, que no habrá nada común en­tre el mundo actual y el nuevo paraíso. Será una tierra nueva, unos cielos nuevos, un corazón nuevo, que hará al hombre sen­sible a la acción del Espíritu...

El advenimiento Cristo, en su discurso es'catológico, expre-del Hijo del hombre sa el significado de su intervención me­

siánica, empleando para ello el vocabu­lario y recurriendo a los temas de la literatura apocalíptica de su tiempo.

La intervención histórica del Hijo del hombre inaugura los últimos tiempos. El día de Yahvé ha llegado ya. La plenitud ha sido concedida. La obra del Mesías está colocada bajo el signo de la ecumenicidad: hay que reunir a todos los hombres "de los cuatro vientos", porque todos están llamados a ser hijos del Padre. Jerusalén está condenada porque ha traicionado su mi­sión, atribuyéndose unos privilegios, cuando en realidad lo que tenía que hacer era asumir unas responsabilidades. Jerusalén no ha renunciado a su particularismo.

El signo del Hijo del hombre es su camino de obediencia hasta morir en la cruz. Para entrar en la vida eterna hay que pasar por la muerte, porque la muerte afrontada por obediencia es quizá en este mundo la realidad en que se consuma el amor más grande de Dios y de todos los hombres. No hay amor más grande que dar la vida por aquellos a quienes se ama.

De un solo golpe, los presupuestos de la escatología anti­gua han sido trastocados por completo. La plenitud esperada para los últimos tiempos ha sido concedida en este mundo, como una simiente que no desea más que crecer.

Con su intervención en la historia, Jesús de Nazaret no apor­ta una plenitud ya hecha, sino que la arraiga en un principio vivo. La plenitud escatológica viene de arriba, pero antes de

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que sea completa debe desarrollarse todo un proceso de creci­miento en el que Cristo da el impulso inicial y en el que todos los hombres están llamados, en Cristo, a contribuir de alguna manera.

La reunión universal "de todas las partes del mundo", que es en lo que consiste la plenitud esperada, es una obra siempre en vías de realización. El advenimiento del Hijo del hombre en su actualidad siempre presente nos recuerda que no habrá nunca sino un único maestro de obra: Jesucristo. Su signo, siempre actual, nos recuerda que los caminos de crecimiento hacia la plenitud pasan todos por la muerte y por la cruz.

La Iglesia de Después de la Resurrección de Cristo, la los últimos tiempos reunión de toda la humanidad se realiza

paso a paso, y el cosmos entra en la fase decisiva de su crecimiento en vistas a la recapitulación univer­sal en Jesucristo. En medio de este dinamismo, la Iglesia des­empeña un papel esencial, porque es el Cuerpo de Cristo. La Iglesia está capacitada para desempeñar este papel y nadie más que ella lo puede desempeñar en su lugar. Pero la Iglesia lo desempeña mejor o peor, según la fidelidad de sus miembros.

En la segunda lectura de hoy nos recuerda San Pablo que la condición de esta fidelidad es la decisión de ir creciendo día tras día, para alcanzar su plenitud, según el conocimiento de la voluntad de Dios. Viendo cada vez más en los acontecimien­tos la voluntad de Dios, el cristiano contribuye a enraizar entre los hombres el misterio de Cristo.

Pero esta búsqueda de la voluntad de Dios conduce al cris­tiano a considerar con realismo todo el peso de muerte que impregna toda la trama de la existencia diaria, tanto la indi­vidual, como la colectiva.

Es preciso que afronte esta muerte con "perfecta paciencia y resistiendo bien todas las cosas adversas, dando gracias al Pa­dre con alegría" (Col 1, 11-12).

El signo del cristiano no es otro que el signo del Hijo del hombre: la obediencia hasta la muerte en la cruz, por amor a Dios y a todos los hombres, obediencia que conduce a la vida eterna, pasando por el escándalo de la muerte.

Finalmente, el cristiano debe saber que sigue siendo un pe­cador, que continuamente tiene que clamar al Señor desde lo más profundo de su miserable condición; que su corazón tiene una constante necesidad de convertirse a la voluntad del Padre.

Armada con la fidelidad de sus miembros, la Iglesia podrá superar la tentación más terrible que se puede filtrar en ella:

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la de identificarse con la antigua Jerusalén y su particularismo. En la medida en que ella dé testimonio realmente del adve­nimiento del Hijo del hombre, anunciará a lo largo de su propia historia la destrucción de la antigua Jerusalén.

El testimonio El advenimiento del Hijo del hombre es el por excelencia del que da el impulso motor para la reunión del advenimiento del universo. Pero el edificio de esta reunión Hijo del hombre debe ser construido piedra a piedra por los

testigos de este advenimiento. En Cristo todo se ha cumplido. En El toda plenitud ha sido concedida a la humanidad. Pero todavía debe cumplirse todo, y la plenitud de la salvación está al final de un crecimiento. La misión es el acto eclesial que da a este crecimiento su contenido esencial. El obstáculo fundamental que se opone a la reunión del universo son los muros de separación que, tanto los pueblos, como las culturas no cesan de levantar entre ellos. En esto el pecado es operante. El encuentro de los demás a la escala de los pueblos y de los espacios culturales implica un reconocimiento del pró­jimo en todo el misterio de su alteridad, lo que supone un des­pojarse por completo de sí mismo. Como el nombre es pecador, prefiere establecerse en las seguridades de su pueblo, oponién­dose a los demás y hasta destruyéndolos, si es preciso.

La misión trata de superar este obstáculo para la reunión del universo, siendo al mismo tiempo la expresión más grande de amor, ya que comprende también el amor a los enemigos. La misión desarrolla un proyecto de catolicidad. Quiere mani­festar que todos los hombres, cualquiera que sea su diversidad, están llamados de hecho a ser los hijos de un mismo Padre en un único Padre. Todo esto no es posible más que si el misio­nero acepta con resolución el afrontar la muerte a ejemplo del Hijo del hombre y entrar en la obediencia hasta morir en la cruz.

Hoy más que ayer nos damos cuenta de la extraordinaria amplitud de la tarea misionera. Hoy se mide mejor la estrecha relación que une—dentro de su distinción—la misión y la em­presa civilizadora. El problema número uno que se plantea a los hombres de nuestro tiempo es el que se ha dado en llamar "el reencuentro de las culturas", que tiene los más diversos co­metidos: político, social, económico, etc. Sobre estos mismos campos la Iglesia debe desempeñar su misión con toda prio­ridad.

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La Eucaristía, Cuando los cristianos se reúnen para celebrar la preludio de la Eucaristía, responden a una llamada universal, reunión final y la reunión de la que entran a formar parte t ie­

ne ya las características de la reunión final. Esto es así porque las relaciones de fraternidad en las que inicia la Eucaristía están definidas exclusivamente por lo que se refiere a lo que se cumplió de una vez para todas en Jesucristo. Par t i ­cipando del Cuerpo de Cristo, el cristiano recibe a todos los hom­bres como hermanos. Esto es una realidad que para él es com­pletamente actual, porque está ya en plenitud en Cristo.

Dicho esto, la Iglesia debe velar porque sus asambleas estén organizadas de tal manera que signifiquen, de una manera vi­sible, lo que contienen. Con esta condición, el germen de la fraternidad universal inserto realmente en el corazón de los que participan en ella podrán tomar cuerpo en ellos y reper­cutir en las profundidades de su conciencia.

Vueltos a la vida, estos hombres y estas mujeres que habrán experimentado así en su carne una parte de la riqueza que re­presenta la reunión universal del Reino, pondrán manos a la obra, para cumplir, a través de todas las dificultades que se les puedan presentar en su camino, todo aquello que deben cum­plir para que todo el Cuerpo de Cristo crezca cada vez más y llegue a alcanzar lo más rápidamente posible su talla definitiva.

2. El tema del trabajo

Todo lo que concierne al trabajo concierne directamente a la Iglesia. De una parte, en el designio de Dios, el hombre está hecho para dominar al universo y humanizar la t ierra; por otra parte, la Buena Nueva de la salvación debe, ante todo, ser anunciada a los pobres, aquellos cuya dignidad es burlada, y numerosos trabajadores en todo el mundo se pueden conside­rar como tales pobres.

Pío XI dijo un día que la Iglesia del siglo x ix había perdido la clase obrera. Estas palabras son dramáticas, pues significan que, más o menos inconscientemente, los cristianos se encuen­t ran del lado de los ricos, de los potentados, porque el trabajo de los hombres es, frecuentemente, más la fuente de un bene­ficio que la de una dignidad; significan que, globalmente, los cristianos no han sido fieles a su misión.

Hoy día, incluso, la dignidad del trabajador está lejos de ser un hecho; la injusticia continúa reinando, y h a tomado pro­porciones gigantescas si pensamos en las relaciones entre los pueblos. Es urgente que los cristianos tomen lucidamente con­ciencia de las exigencias que se imponen a ellos en nombre de la verdad del hombre y de la misión de la Iglesia en el mundo actual.

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La concepción La actividad fundamental de Israel respecto al del trabajo trabajo es positiva: el trabajo corresponde a en Israel los designios de Dios sobre el hombre. Al crear

al hombre, Yahvé le ha confiado la misión de ocupar la tierra y someterla (Gen 1, 28). Por medio de su t ra ­bajo, el hombre está llamado a contribuir a la expansión de la creación de Dios. Es alabada la grandeza del trabajo; en cam­bio, la ociosidad es menospreciada. El trabajo es una obra esen­cialmente solidaria en la que cada uno desempeña a su vez un papel al servicio del bien común.

Pero he aquí que el trabajo participa también de las vicisitu­des de la condición terrena del hombre caído. El suelo maldito resiste al ejercicio del poder de que dispone el hombre sobre la creación. El trabajo aparece más que nada como una carga y menos como un honor, y el sufrimiento está unido a él. Los ele­mentos de la naturaleza no cesan de dificultar la labor del hombre. Aún más, la muerte parece vaciarle de su significado para el hombre. Además el trabajo es muchas veces motivo de una explotación del hombre por el hombre. En él anda con­t inuamente el pecado, tanto en el plano de los individuos como en el de los pueblos. Antes de haber sellado con Yahvé los lazos de la Alianza, Israel conoció también la servidumbre egipcia de los trabajos forzados, bajo la férula de unos amos sin piedad.

En definitiva, que el pecado es la causa de toda esta desgra­cia. Pero al sellar la Alianza con su pueblo, Yahvé tiene la in­tención de liberarle del pecado y de sus consecuencias, y, al mismo tiempo, de restaurar la dignidad del trabajo. La Ley im­plica, por su parte, numerosas exigencias en este sentido. Por consiguiente, basta con que el hombre sea fiel a la alianza se­llada para que los daños ocasionados por el pecado sean supe­rados, porque esta es la voluntad de Dios.

A la fidelidad del hombre, Yahvé responderá bendiciendo su trabajo y haciéndole gozar plenamente de los frutos de su labor.

Desgraciadamente Israel continúa siendo un pueblo peca­dor. La injusticia continúa floreciendo en él, y no tiene asegu­rada la salvación del trabajo. Habrá que esperar al Día de Yahvé para que la creación sea renovada. Entonces el trabajo volverá a encontrar su verdadera dignidad.

El Nuevo Adán Durante la mayor parte de su vida J e -y la dignidad del sus de Nazaret trabajó con sus manos. trabajo en este mundo Su padre era carpintero. Pero cuando

tuvo treinta años se fue a predicar la Buena Nueva del Reino y entonces no parece conceder dema­siada importancia al trabajo, puesto que alaba a los pájaros del

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cielo "que no siembran ni almacenan" (Mt 6, 26). Solo una cosa cuenta entonces a los ojos de Cristo: el Reino.

En realidad, la misma naturaleza del Reino anunciado apor­ta una respuesta inesperada a los graves interrogantes que Is­rael se había planteado respecto al trabajo. Porque el Reino que Cristo inaugura en su Persona hay que construirlo en este mundo. No es de este mundo, pero no se puede uno evadir de la condición terrena para entrar en el Reino y contribuir a su edificación. El Reino se construye por medio de la obedien­cia hasta la muerte en la cruz, una obediencia que restituye al sufrimiento y a la muerte la verdad que les es propia.

Jesús de Nazaret no habla del trabajo, pero al inaugurar el Reino en este mundo, descubre la verdadera dignidad de aquel. La fuente de esta dignidad es la obediencia evangélica a la condición terrena. En la medida en que el hombre acepte ple­namente su condición de criatura—y lo puede hacer concreta­mente si está unido a Cristo de una manera viva—en la medi­da en que él acepte el afrontar el sufrimiento y la muerte para hacer de ellas el terreno del más grande amor, que ha de ser un amor indivisible para con Dios y con todos los hombres, en esta medida, decimos, todos los valores humanos son devueltos a su autenticidad. Su paso por la muerte no significa su des­trucción, sino su purificación para una transfiguración real.

Lo mismo puede decirse del trabajo- La condición dramática en la que este se realiza en este mundo, lejos de llevar al hom­bre a la búsqueda de un nuevo paraíso, le llama, por el contra­rio, a movilizar todas sus energías para que, ya desde este mun­do, se ponga bien de manifiesto la plena dignidad del trabajo. Los hijos de Dios aportan su contribución de colaboración en la edificación del Reino, dándole como materia el contenido de su fidelidad a la condición terrena de criaturas.

Como nuevo Adán, Jesucristo recuerda al hombre que su mi­sión es la de dominar al mundo por medio de su trabajo, pero que la condición para ejercer el trabajo rectamente y con toda objetividad es el reconocer que lo único necesario es el Reino.

Encuadrado en este contexto integral, el trabajo descubre su carácter imperativo y su indispensable inspiración. Animado por el amor que llega hasta el don total de sí mismo, el hombre está en condiciones de trabajar por la verdadera humanización de la tierra.

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El trabajo en Los escritos apostólicos no proponen ni una la tradición filosofía del trabajo ni un programa de reforma de la Iglesia social. Las comunidades primitivas reunían a

gentes de toda condición, en general de condi­ción inferior, comprendidos los esclavos. No se les predicaba la revolución social, sino que, haciéndoles libres con la libertad que habían adquirido en Jesucristo, se metía en ellos el fer­mento que de una manera progresiva debería transformar la faz del mundo greco-romano.

En lo que se refiere al trabajo, muchas circunstancias hubo que no favorecieron precisamente su evolución. En primer lu­gar, al difundirse el cristianismo en el mundo greco-romano, el cristianismo se encuentra ligado a una cultura que no tenía demasiada consideración por el trabajo manual, el cual era confiado en gran parte a los esclavos. Este espacio cultural pone en evidencia una gran predilección por los valores del espíritu y una especie de desdén por todo lo que se refiere al cuerpo y a la materia. La contemplación es preferida a la acción; la obra de la razón, a la transformación del mundo. La materia solamente se humaniza en la obra de arte...

Más tarde, a partir del momento en que el cristianismo se convierte en la religión oficial del Imperio, se corre el riesgo de fortalecer el orden establecido de las relaciones sociales, en lu­gar de ponerlas continuamente en entredicho, lo que frena evi­dentemente la evolución de las cosas. Se predica la resigna­ción...

Sin embargo, el fermento evangélico sigue actuando interior­mente y va a producir de una manera progresiva una toma de conciencia de la distinción necesaria entre religión y empresa de civilización. Estos dos planos están estrechamente vincula­dos el uno con el otro, pero hay que distinguirlos cuidadosa­mente.

Poco a poco, la empresa humana de la civilización aparece en su verdad profana y en su propia autonomía. Aquí se sitúa el advenimiento del mundo moderno, y la fisonomía del trabajo se transforma: el trabajo no es ya solamente una necesidad, sino que cada vez es considerado más como un valor que en su orden debe responder a unas exigencias precisas. Si el hom­bre quiere tomar parte como hijo de Dios en la edificación del Reino, debe contribuir a la humanización de la tierra y a la transformación de las relaciones entre los hombres, entre to­dos los hombres. La praxis viene entonces al primer plano, y el trabajo es necesariamente revalorizado.

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La significación El desarrollo de la industrialización a misionera de la partir del siglo xix ha hecho del trabajo dignidad reconocida el campo de una de las crisis más agudas al trabajo de la historia de la humanidad. Por una

parte, el progreso tan rápido de las cien­cias de Occidente ha permitido al hombre medir la amplitud de su señorío sobre el mundo. Pero, por otra parte, esto ha sido la causa de grandes injusticias entre los hombres en el plano local y más todavía en el plano internacional. El desarrollo económico ha sido en provecho de unos más que de otros, y de algunas naciones más que en bien de todos y de cada uno, y la mayoría de los trabajadores se ha dado cuenta de que los estaban explotando.

Este es el drama. En el momento en que el hombre moder­no descubre de una manera masiva el trabajo como un valor, como una de las fuentes privilegiadas de su propia humaniza­ción, se da cuenta de que el fruto de su trabajo se ha desviado muchas veces de su finalidad propia y de que en las condicio­nes que está llamado a trabajar, lejos de ennoblecerle, le en­vilecen.

Para la mayoría de estos pobres de nuestro tiempo la libera­ción supone la lucha y la solidaridad. La lucha, porque no hay salvación más que si se suprime el sistema actual y se le sus­tituye por otro sistema más justo. La solidaridad, porque solo poniendo en común las energías de cada uno se puede abrir el camino de la eficacia.

En todo esto no se acude para nada a la religión, que la ma­yoría de las veces es rechazada como la fuente de suprema alienación. Así, pues, los pobres de nuestro tiempo están lan­zando y habían lanzado ya el mayor desafío que se puede lanT zar contra la Iglesia: el desafío del ateísmo.

Para responder a este desafío, la Iglesia debe colocarse re­sueltamente del lado de los pobres. Ponerse de verdad de parte de los pobres es siempre ponerse de parte del hombre. La Igle­sia debe recordar a tiempo y a destiempo las exigencias de una civilización del trabajo que esté al servicio de todos, hacer descubrir concretamente por sus miembros que la fe en Jesu­cristo y la práctica de las bienaventuranzas constituyen la fuen­te de una revolución permanente y de una transformación de la tierra, para que esta sea cada vez más habitable por el hombre.

Lo que hizo Juan XXIII al publicar en un contexto de ges­tos proféticos dos documentos esenciales sobre la paz y sobre el desarrollo, debe alimentar la acción de los cristianos en el mundo actual, cualquiera que sea el precio que tengan que pagar por ello.

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La Eucaristía y A los judíos que le reprochaban por haber la dignidad del curado en día de sábado, Cristo contesta trabajo descubierta diciendo: "Mi Padre trabaja siempre y Yo en su fuente también trabajo" (Jn 5, 17). O, dicho de

otro modo, un día festivo no es un día en el que uno se evade de su condición para ganar las fronteras de un Reino ilusorio. El trabajo para la edificación del Reino se realiza en este mundo, en la obediencia hasta la muerte, y no se detiene jamás.

El día de fiesta se distingue de los demás días en el sentido de que se trabaja de otra manera, con más intensidad, con la posibilidad de vivir el trabajo en todas sus dimensiones.

La celebración eucarística sumerge al cristiano en el punto central de la edificación del Reino. Por medio de la participa­ción en los secretos del Evangelio. El Reino está ya entre nos­otros. Se construye en este mundo, en Jesucristo. Esta edifi­cación concierne a toda la creación. La ley de su construcción es la ley del amor, a ejemplo de Cristo, amando hasta el fin, siendo obediente hasta la muerte en la cruz.

El cristiano, una vez que ha sido introducido en la fidelidad auténtica a su condición de criatura, puede y debe contribuir válidamente a la humanización de la tierra, y su condición fi­lial da a su trabajo de criatura unas repercusiones de eterni­dad. Este trabajo de criatura afrontará la muerte, pero si esto se hace por obediencia, entonces encontrará en la muerte el terreno de su final purificación, en vista de la transfiguración de toda la creación.

En la inmensa cantera de la creación, la celebración eucarís­tica hace dar al cristiano el paso definitivo. Además, en ninguna parte el cristiano se parece tanto a su Maestro, Jesús de Na-zaret, que murió y resucitó para la salvación del mundo.

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TRIGÉSIMO CUARTO DOMINGO

(Domingo de Cristo Rey)

A. LA PALABRA

I. Ezequiel 34, El cap. 34 de Ezequiel puede ser llamado con 11-12, 15-17 todo derecho el capítulo del "buen pastor". Pero 1.a lectura su exégesis no es nada simple. Parece que el l.er ciclo profeta escribe después de la caída de Jerusalén

mientras que el territorio de Judá está sumido en la más profunda anarquía (cf. Jer 40-42). El pueblo de los salvados no comprendió la lección de la caída de Jerusalén por­que, a sus ojos, bastaba cambiar de política para recuperar un estatuto válido.

Ezequiel pronuncia entonces, sin duda hacia el 584, un dis­curso, resumido en nuestra lectura, en el que la emprende contra las bandas que aterrorizan la región, lamenta que no haya ya verdadero rey (v. 6) y anuncia un juicio de Dios contra los falsos pastores (vv. 10-15). En un segundo discurso, resu­mido en los vv. 17-22 (y ¿31?), Ezequiel cambia de perspectiva y no la emprende ya contra los falsos pastores, sino contra las ovejas ricas que explotan a las pobres; sin duda alude a los campesinos ricos que se negaban a ayudar al proletariado de las ciudades hambriento por el sitio.

A estos dos discursos, el profeta o uno de sus discípulos aña­de una conclusión contenida en los vv. 23-24 y que anuncia la solución a los dos problemas planteados en el reino de Yahvé y de su príncipe David.

Un siglo más tarde sin duda, un profeta insertó en Ez 34 un poema de consolación (vv. 25-30) que recoge los grandes temas de consolación del Segundo-Isaías presentando el futuro para­disíaco del rebaño de ovejas.

La liturgia de este domingo recoge solamente una parte del primer discurso (11-12, 15-16) y el primer versículo del se­gundo (17).

* * *

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a) En el momento del exilio, el pueblo se compone de ove­jas "enfermizas" y de ovejas "descarriadas". Las primeras de­signan probablemente a los miembros del pueblo que quedaron en Palestina, sometidos a la tiranía del ocupante o despojados por sus agentes; las ovejas "dispersas" representan a los que fueron deportados o a los que se refugiaron en Egipto. El fu­turo se presenta como una reunión de todas las ovejas en torno al mismo Yahvé, y no ya en torno¡ al rey (v. 11); se trata de una reagrupación fundada en relaciones personales entre Dios y cada uno de los miembros del pueblo (v. 16) y no en una sim­ple pertenencia jurídica y externa a la alianza.

Ezequiel pone sus ojos en un reino puesto directamente bajo la dependencia divina y basado sobre relaciones esencialmente religiosas. Como tal, este reino es cualitativo; no compite con los reinos terrestres ni se suma a las instituciones humanas; es un reino de otro orden y, aunque Ezequiel no dice en este pasaje ni una palabra sobre el particular, podría extenderse a todas las naciones.

b) El aspecto cualitativo del Reino de Dios explica igual­mente que la participación en su reino depende de un juicio "entre oveja y oveja" (v. 17). Dios no separa solo al pueblo elegido de sus enemigos, separa también a los justos de los impíos dentro mismo del pueblo.

* * #

La asamblea eucarística lleva estas marcas decisivas del Rei­no de Dios; está constituida por aquellos a quienes Dios ha reunido ya, independientemente de tal o cual cultura, de tal o cual estructura política o social. Congrega a los buenos y a los otros indistintamente, porque es signo de la misión y no del juicio. La Eucaristía introduce a cada uno de sus miembros en el diálogo personal e íntimo de la fe entre Dios y sus hijos.

II. Daniel 7, 13-14 El cap. 7 de Daniel, uno de los pasajes más 1.a lectura importantes de la apocalíptica bíblica, pa-2.° ciclo rece haber sido redactado apoyándose en

tradiciones más antiguas. Se distingue una tradición, redactada en prosa, sobre el fin de los reinos de este mundo (la visión de las cuatro bestias, vv. 2-8 y 11-12) y otra más antigua, escrita en verso, que trata del Hijo del hombre (vv. 9-10 y 13-14); viene a continuación la interpretación del ángel (w. 17-27) en torno a estas dos tradiciones1, doctrinal-mente semejante a Dan 2; finalmente, algunas interpolacio-

1 L. DEQUEKER, "Daniel VII et les sa in ts de Trés-Haut", Eph. Th. Lov., 1960, págs. 353-92; J. COPPBNS, "Le chapi t re VII de Daniel", Eph. Th. Lov., 1963, págs. 87-113.

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nes posteriores (vv. 8, l ia, 20, 24 y 25a; 21, 22b y 25b) que cons­tituyen otras tantas reinterpretaciones, con frecuencia feroz­mente nacionalistas.

La intención del redactor definitivo es bastante clara: anun­ciar el fin próximo de los grandes imperios terrestres, el último de los cuales, en particular, somete a una cruel tiranía al pue­blo elegido, y resucitar la confianza en la posibilidad de un reino de Dios próximo, gracias a la mediación de un "Hijo del hombre" (v. 13) y "del pueblo de los santos" (v. 18).

* * *

La visión del Hijo del hombre tiene probablemente sus orí­genes en la mitología ougarítica. El "antiguo en días" evoca el título de un antiguo Dios soberano; el "hijo del hombre" parece haber sido un dios rival al que Daniel, sin duda muy poco consciente de los orígenes míticos de estas imágenes, re­duce a la condición evangélica.

Pero ¿quién es este "Hijo del hombre" para el autor de Dan 7? Nada nos dice que se trate de un ser humano. So­lamente es "como" un Hijo de hombre (v. 13) que viene sobre las nubes, cosa que es característica de los seres celestes. Esto descarta una interpretación mesiánica y terrestre del Hijo del hombre.

Por otra parte, la realeza reconocida al Hijo del hombre en el v. 14 es concedida en los vv. 18 y 22 a los "Santos del Altí­simo", lo cual podría hacer creer que el Hijo del hombre re­presenta a estos últimos, es decir, a la corte celestial.

La interpretación del cap. 7 de Daniel es ciertamente des­acertada: sus expresiones, que no encontramos en otro sitio ("antiguo en días", "Hijo del hombre", "Santos del Altísimo"), son ambiguas. Pero de él parece desprenderse la idea de una doble inauguración del Reino de Dios: una a nivel terrestre, tras el aplastamiento de las cuatro bestias imperiales, la otra a nivel celeste, mediante la sumisión de la corte celestial al "antiguo en días".

Estamos, realmente, en presencia de un testigo importante de una corriente de espiritualidad que guía la espera soterio-lógica del pueblo, no ya hacia un mesianismo davídico, sino hacia la acción determinante de un ser trascendente.

Bajo la influencia de corrientes de pensamiento de la época, concretamente las parábolas de Henoch, Jesús corregirá esta orientación al tomar conciencia de que El puede realizar, al mismo tiempo, la misión trascendente del Hijo del hombre, la

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expiación del Siervo paciente y el mesianismo del Hijo de Da­vid. Jesucristo modificará sensiblemente la definición del Hijo del hombre, ya que hará de este, a la vez, el signo de su aba­timiento (Mt 8, 20; 11, 19; 17, 22; 20, 28) y de su glorificación (Mt 26, 64; Me 13, 24-27), sirviéndose de ellos para anunciar un reino terreno y celestial al mismo tiempo.

III. 2 Samuel David fue un excelente político. Consagrado rey 5, 1-3 de las tribus del Sur en Hebrón (2 Sam 2, 1-4), 1.a lectura trata inmediatamente de que le reconozcan 3.er ciclo igualmente como rey las tribus del Norte, que

habían seguido fieles a la dinastía de Saúl. La complicidad de Abner le permitió recuperar a su primera es­posa, Micol, hija de Saúl (2 Sam 3, 13), y presentarse así como descendiente de Saúl. Desde la muerte de Isbaal, hijo del viejo rey (2 Sam 4), el trono quedó vacante y la diplomacia de David le permitió ocuparlo.

El hecho de que las tribus del Norte establezcan con David un pacto particular y repitan la unción efectuada ya en 2 Sam 2, prueba que no es el jefe de un reino unitario, sino el rey de dos pueblos distintos. Su sentido político le permite comprender que no puede seguir en Hebrón, ciudad del Sur, si quiere reinar en los dos países. Necesita una capital neutra, que no dependa ni del Norte ni del Sur: solo Jerusalén puede desempeñar el papel porque en esa época es todavía una ciudad cananea. Su conquista será, además, una hazaña que reforzará la autoridad de David sobre todas las tribus y borrará de las memorias el desastre de Gelboé.

Y, además, la estratagema qué permitió la toma de la ciu­dad de los jebuseos (v. 7) fue interpretada por los contemporá­neos como un signo de la ayuda particularísima de Dios (la mis­ma interpretación en Jue 4, 17-22; 1 Mac 7, 10-29): parece, en efecto', que la ciudadela fue tomada sin esfuerzo por algunos sol­dados que pudieron escalar el pozo que descendía desde la for­taleza hasta la fuente de Gibón, todavía visible hoy.

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IV. 1 Corintios 15, Este pasaje es uno de los más complejos 20-26, 28 del cap. 15 de la primera carta a los 2.a lectura corintios, en la que Pablo elabora su doc-l.er ciclo t r ina de la resurrección de los muer tos 2 .

El apóstol se dirige a unos corresponsales que creen en la inmortalidad del alma, considerando la muerte como una liberación de un cuerpo material y corruptible. Pablo defiende, al mismo tiempo, la concepción judía de la unidad de la persona: el hombre no es un ser compuesto de un alma y un cuerpo, sino un ser personal, único que, después de la re­surrección de Cristo, sabe que Dios le concederá la superviven­cia en otra vida.

Los vv. 22-23 forman la parte final de esta argumentación. Los vv. 24-28 son una digresión: describen las relaciones entre el reino de Cristo y el del Padre. Pablo pretende, sin duda, re­velar la sumisión total de Cristo a su Padre e impedir que los corintios comprendan las relaciones entre ambos a la manera de los mitos paganos que adoran a dioses que compiten y luchan entre ellos.

* * *

a) Para comprender bien este texto es preciso recurrir a las líneas maestras de la apocalíptica judía, donde el reino me-siánico es previsto como una transición al Reino de Dios. De esta forma, la teología judía había resuelto la aparente con­tradicción existente entre las profecías que anunciaban el reino de un Mesías y las que, más bien, anunciaban una teocracia.

Pablo admite, además, una sucesión entre los dos reinos—el mesiánico y el teocrático—, pero t r a t a de hacer ver, sobre todo, que el reino mesiánico tendrá su vocación propia y dispondrá de una duración bastante larga, para que el Mesías pueda aba­tir a todos sus enemigos (Sal 109/110, 1), entre ellos la muerte (v. 25). En efecto, la muerte y las fuerzas que dominan el mun­do (las "potencias" celestes, v. 24) deben ser sometidas al se­ñorío de Cristo (cf. Ap 20, 14; 1 Cor 15, 54); por esto aún no ha llegado la hora del "fin" y será necesaria mucha paciencia antes que llegue esa hora.

b) El Nuevo Testamento no se ha pronunciado sobre el combate entablado por Cristo contra los poderes del mundo (v. 24), entre los cuales se cuenta la muerte. Algunos autores estiman que el combate llegó a su fin con la resurrección de Cristo (Ef 1, 22; 1 Pe 3, 22); otros piensan que la victoria sobre estos poderes está siempre consiguiéndose (Act 2, 35; Heb 1, 13; 2, 8; 10, 15). De hacer caso a la primera hipótesis, los cristianos podrían creer que, una vez recibido el bautismo, por el que

2 J. C. K. FREEBORN, "The Eschatology of I Corinthians 15", Texte und unters, 1963, 87, págs. 557-68.

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participan en la victoria de Cristo, ya no habría nada que hacer, pues está conseguida ya la victoria... La segunda hipótesis, de la que Pablo es partidario, permite, por el contrario, mirar toda la vida humana como un incesante combate contra las fuerzas del mal y los poderes alienantes. ¡Que los corintios atiendan, sobre todo, a sus carismas espirituales (1 Cor 12-14) y a su ascesis se­xual! (1 Cor 7). Estos son, con toda seguridad, frutos del Reino, sin que por ello pueda decirse que ya está adquirida la perfec­ción y conseguida la victoria.

En la historia de la Iglesia nos encontramos situaciones to­talmente opuestas: a veces llega a afirmar que "ya" es el Rei­no, y otras se ve obligada a reconocer que "todavía no" lo es. Cuando se pone el acento sobre el "ya", el pueblo tiende a ab-solutizar sus estructuras y sus templos, su jerarquía y sus principios: todo aparece entonces como definido y aprobado. Por el contrario, cuando el acento se pone sobre el "todavía no", el pueblo de Dios toma, con más facilidad, conciencia de todos los poderes alienantes que quedan por desaparecer en el mundo; entonces siente la necesidad de relativizar todo aquello que, según él, puede ser relativo; es el momento en que se siente obligado a enrolarse resueltamente en el combate que debe entablar el hombre para hacer la tierra más habitable.

V. Apocalipsis 1, 5-8 Esta lectura reproduce, a excepción del 2.a lectura v. 4, la dirección y dedicatoria epistolar 2° ciclo que Juan pone en el encabezamiento de

su Apocalipsis: a las Iglesias de la provin­cia romana de Asia. La adaptación de este trozo a la liturgia ha modificado un poco la estructura de las señas para centrar todo el interés sobre la persona de Cristo.

a) Jesucristo es honrado con tres títulos (v. 5). Es el Primo­génito de entre los muertos, por ser el primer hombre definiti­vamente exento de la ley de la muerte (1 Cor 15, 20; Rom 6, 9) y el único en quien los demás hombres pueden encontrar el medio de vencerla (1 Jn 5, 1-5). Jesús es, además, el Testigo fiel, pues hasta la muerte ha dado testimonio de los designios de su Padre y porque en El se han verificado todas las profe­cías, con el cumplimiento de las promesas divinas (cf. Sal 88/89, 28, 38). Finalmente, Jesucristo es el Príncipe de los reyes de la tierra (Is 55, 4), por haber recibido del Padre todo poder (Dan 7, 13-14) y haberlo manifestado guiando la historia de los im­perios humanos, como lo va a mostrar el Apocalipsis (cf. Ap 11, 15; 17, 14; 19, 16).

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b) Los vv. 5b-7 forman una especie de anamnesis de la obra de la salvación realizada por Cristo. Este nos ha manifes­tado su amor purificándonos del pecado con su muerte (Gal 3, 13; Ef 1, 7; 1 Pe 1, 19) y creando un pueblo real de sacerdotes (Ex 19, 6; cf. 1 Pe 2, 1-10; Ap 5, 10; 20, 6; 22, 5). El v. 6 queda interrumpido para dar cabida a una breve doxología, corriente en el Nuevo Testamento, en honor de Cristo-Salvador (cf. Ap 4 8, 11; 5, 9-13; 19, 1-7; Rom 11, 36; 16, 25-27; Ef 3, 20-21, etc.)! Pero el autor prosigue inmediatamente la "memoria" de la otara de la salvación, anunciando la próxima venida del Señor. Este vendrá sobre las nubes como Hijo del hombre (Dan 1, 13); "al­zarán los ojos" a El (Zac 12, 10) y se convertirán las naciones (Zac 12, 10-12). Estos temas son tomados de la concepción cris­tiana sobre los últimos tiempos (Mt 24, 29-31). "Ver" venir al Señor sobre las nubes era, para un judío, tener fe en su origen trascendente. Para un cristiano es creer en su resurrección y en su soberanía (Mt 26, 61-64; Act 7, 65) y convertirse al Reino que Jesús inaugura.

c) La perífrasis "el que es, el que era, el que viene" (v. 8; cf. v. 4) designa claramente al Padre. De origen judaico, esta expresión amplía esta otra de Ex 3, 14: "Yo soy", poniendo de manifiesto que Dios no es solamente en el presente, sino tam­bién en el pasado y en el futuro. "El que es, el que era, el que será", se utilizaba a veces para nombrar a Dios. Juan reemplaza "el que será" por "el que viene", para subrayar que el Padre es el dueño y señor del desarrollo de una historia que recibirá su justa sanción cuando venga como juez.

VI. Colosenses 1, 12-20 Este extracto llama la atención sobre 2.a lectura el primado señorial de Cristo. Este se 3.er ciclo presenta en un himno con dos estrofas:

1.a) Realeza de Cristo sobre el mundo creado (w. 15-17). 2.a) Reinado de Cristo sobre el mundo re­creado (vv. 18-20). Las dos estrofas están construidas sobre un esquema que garantiza su correspondencia:

v. 15: El es... v. 18b: El es... el primogénito de toda primogénito de todos criatura. los muertos.

v. 16: En El... v. 19: En El, Dios... todo lo que existe toda plenitud

v. 16: en los cielos y sobre la v. 20: en los cielos y sobre la tierra tierra

v. 16: creados para El. v. 20: creados para El.

2Q5!

a) Este pasaje parece parafrasear un antiguo himno li­túrgico, quizá bautismal. La primera estrofa termina con la enumeración de los supuestos señores de la creación: los tro­nos, señoríos, dominaciones, etc.; la segunda comienza con la mención de la cruz, signo del nuevo Señor.

Cada estrofa tiene por objeto no el Verbo divino, sino el Ver­bo encarnado:

— El es el "primogénito" de toda creación, no en el plano cronológico, sino en el plano de la causalidad. Al crear el mun­do Dios ha tomado a Cristo como modelo (cf. Prov 8, 22, a pro­pósito de la Sabiduría).

— El es también el primogénito (aquí cronológicamente y causalmente) en el plano sobrenatural. Se trata, por tanto, de un Cristo pre-existente, pero captado en su personalidad his­tórica de Hombre-Dios.

Este primado de Cristo se nos ofrece en tres imágenes: pri­mogénito, cabeza del cuerpo, plenitud, todos ellos temas impor­tantes de la teología de San Pablo, para quien la resurrección de Cristo ha colocado su naturaleza humana al frente y en el origen de la humanidad regenerada y de la creación (Rom 8, 19-22; 1 Col 3, 22; 15, 20-28; Ef 1, 10; 4, 10, etc.).

b) Este texto hay que leerlo menos como un enunciado doctrinal preciso que como una profesión de fe, apasionada y existencial, pronunciada en el contexto de la gnosis. El primado de Cristo es lo esencial; todo lo demás es fantasía. Las discu­siones gnósticas sobre la existencia de un Dios creador son ri­diculas: Cristo lo hace todo. Incluso Adán ha sido desposeído de su título de primer hombre, a favor de Jesucristo. Los co­mentarios sobre la existencia de los seres angélicos son también inútiles: tenemos a Cristo, y esto basta. Pablo combate, pues, la problemática de la gnosis tomando su vocabulario; no se puede trasponer su realismo a la doctrina cristiana sin haber hecho antes un inventario previo.

* » #

Así, pues, la perspectiva de este himno es doble. El Señor resucitado se convierte en Jefe de los fieles que quieran seguirle participando en la vida de la Iglesia. Pero su resurrección lo es­tablece y lo confirma en una preeminencia absoluta sobre la creación natural, y este derecho de preeminencia le viene no solo de que El es el Creador, sino también, y sobre todo, de que El es el Señor de la creación, por su resurrección. En efecto, según la cosmogonía de San Pablo, las potencias y dominaciones angélicas habían usurpado un poder sobre esta creación que la resurrección de Cristo vuelve a dar a su primitivo Dueño.

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Sin embargo, se corre el peligro de concebir el señorío de Jesús en la misma línea que el de las potencias angélicas, como un reino que quitaría al hombre la libre elección de su destino. No obstante, no es así. Solo el señorío de Cristo, entre los demás señoríos, no es alienante para la humanidad ni para la creación. En efecto, este señorío, conquistado por Cristo en su vida hu­mana, se ejerce mediante el trabajo del hombre que recapitula la creación y la espiritualiza progresivamente, perfeccionándose él mismo en la confrontación con la Naturaleza y participando así en el gobierno de Cristo sobre todas las cosas.

Cristo es el Señor de una creación coordinada por el hom­bre restaurado, y si adquiere este señorío en el misterio de su resurrección es porque esta es la prueba significativa de la reconciliación del cuerpo y del alma, de la materia y del espí­ritu, de la tierra y del cielo. Si la Eucaristía tiene sentido des­pués de una lectura como esta es porque realiza ya la victoria del espíritu sobre la materia y sobre la "carne".

VII. Mateo 25, 31-46 Mateo ha explicado cómo los miembros evangelio del pueblo elegido debían practicar la l.er ciclo vigilancia si querían entrar a formar

parte del Reino es'catológico (Mt 24-25). Ahora va a contestar a la pregunta en torno a lo que será de los paganos en esa aventura. El pensamiento judío era muy simplista a este respecto, puesto que se imaginaba sencillamente que el juicio de Dios confundiría a todos los paganos (Is 14, 1-2; 27, 12-13). La descripción que hace Mateo de este juicio ofrece muchos matices.

Mateo es sin duda el redactor final de este pasaje: los ver­sículos 31, 34 y 41 son con toda seguridad obra de su mano, porque no era Cristo quien se llamaría a Sí mismo rey ni quien se atribuiría a Sí mismo las funciones de juez, que estaban re­servadas al Padre. El resto de los versículos se remonta cierta­mente a Jesús, pero parece ser que su disposición actual es obra del evangelista. Pueden distinguirse, en efecto, una corta pa­rábola del pastor que separa a las ovejas de los cabritos (ver­sículos 32-33) y una serie de palabras en las que Jesús se iden­tifica con aquellos a quienes se ha hecho bien (vv. 35-40, 42-45), palabras que pudieron ser en origen prolongación de Mt 10, 42 3.

* * *

a) La separación entre ovejas y cabritos (vv. 32-33) es una imagen tomada de las prácticas pastorales palestinas, según las

3 J. WINANDY, "La scéne du jugemen t dern ier" , Se. Eccl., 1966, pági­nas 169-86.

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cuales los pastores separan a los carneros de las cabras, ya que estas, por ser más frágiles, requieren una mayor protección del frío. Es probable que Cristo quiera atribuirse tan solo, por me­dio de esta parábola, las funciones judiciales del pastor de Ez 34, 17-22. En este caso, desearía recordar que el juicio no será una separación entre judíos y no judíos, sino, tanto dentro como fue­ra del rebaño, una separación entre buenos y malos. El juicio no será ya ético, sino moral.

b) Mateo añade a esta parábola del pastor unas palabras de Cristo que debieron de ser pronunciadas en otro contexto. Se refieren ante todo a la acogida que hay que dar a los pequeños (vv. 40 y 45). En labios de Jesús, la palabra pequeños designa especialmente a los discípulos (sobre todo en Mt 10, 42 y 18, 6, probablemente en Mt 18, 14 y 18, 10). Se trata de quienes se hacen pequeños con vistas al Reino, que lo han abandonado todo para dedicarse a su misión. Esos pequeños se han hecho ahora grandes y están asociados al Señor para juzgar a las naciones y reconocer a quienes les han dado acogida (cf. Mt 19, 28; 11, 11).

Al unificar la parábola del juicio y estas declaraciones de Jesús, Mateo sugiere una especie de bienaventuranza de la in­tención de sus discípulos. Esos que son despreciados por el pue­blo y se hacen pobres para seguir a Jesús. Habrá una inversión de situaciones: estos pequeños serán jueces, y, con el Juez Su­premo, no acogerán más que a los que les hayan acogido (cf. Mt 10, 40).

c) ¿Cabe la posibilidad de dar al pasaje de Mateo una inter­pretación más amplia y ver en los pequeños no solo a los dis­cípulos de Cristo, sino a todo pobre amado por sí mismo, sin conocimiento explícito de Dios? Parece que sí puede hacerse si se tiene en cuenta la insistencia del pasaje en torno al hecho de que los beneficiarios del Reino ignoran a Cristo, cosa apenas concebible por parte de personas que reciben a los discípulos y su mensaje. Además, las obras de misericordia enumeradas en los vv. 35-36 son precisamente las que la Escritura definía como signos de la proximidad del reino mesiánico (Le 4, 18-20; Mt 11, 4-5) y sin limitarlas al beneficio exclusivo de los discípulos. La caridad aparece como el instrumento esencial de la instau­ración del Reino de Dios (1 Cor 13, 13).

En cualquier caso, lo que sí es cierto es que un cristiano del siglo xx no puede marginar esta cuestión, sea o no sea la de Mateo. Cristo se presenta en ella, en efecto, no solo como el Hijo del hombre esperado por los judíos, sino también como el pastor de Ezequiel: no quiere que el logro del reino dependa de una pertenencia física al pueblo elegido, y trata de definir las condiciones en las que un extraño al pueblo elegido puede ser

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justificado. Ahora bien: está claro que Jesús no se detiene en el reconocimiento que el pagano podría adquirir respecto a Dios y a su Mesías: este conocimiento de Dios no es un criterio sufi­ciente. Para él, el único criterio válido es la red relacional en la que el hombre se sitúa respecto a sus hermanos y especial­mente a los más pobres de entre ellos, y este criterio se basta a sí mismo, vaya o no acompañado de un conocimiento explícito de Dios. Cristo propone, pues, un concepto profanizado del jui­cio de Dios; desacraliza la teología judía en este punto: el hombre hermano de los hombres realiza el reino mesiánico, puesto que su obrar, sea o no consciente, es de Dios.

En cierto sentido, hay dos pesos y dos medidas en el juicio de Dios según que recaiga sobre la humanidad en general o sobre los miembros del pueblo elegido. Los primeros darán cuen­ta de su esfuerzo en pro de un ser humano mejor; los segundos darán cuenta de su vigilancia, que consiste en ver la presencia de Dios en la red de las relaciones humanas . Solo la fe da esa posibilidad. Los cristianos están obligados no menos que los otros hombres a amar a sus hermanos, pero la fe les obliga a significar la densidad divina contenida en esa fraternidad y a ser así, de antemano, los testigos de lo que se aclarará en el juicio, cuando Dios revele a todos los hombres su presencia y su acción en la fraternidad y su solidaridad.

La asamblea eucarística reúne a los hombres "vigilantes" para que sean conscientes de la función que han de cumplir delante de Dios y de los hombres, dando testimonio de la pre­sencia de Dios en las relaciones humanas .

VIII. Juan 18, 33-37 Al igual que los sinópticos, Juan retiene en evangelio su evangelio la más absurda acusación for-2.o ciclo mulada por los judíos contra Cristo: la

usurpación del título real. Esta acusación es lanzada contra El, sobre todo porque esperaban que Pilatos reaccionaría como celoso guardián de los derechos del empera­dor (Le 23, 2). El procurador t r a ta de informarse, de hecho, de las pretensiones reales de Jesús. Pero, mientras que en los si­nópticos Jesús guarda silencio (para imitar, sin duda, el mut is ­mo del Siervo paciente, Is 53, 7), en San Juan, Jesús responde y sus respuestas están cargadas de sentido.

Hecha por un romano, la pregunta de Pilatos podía pecar de ambigüedad. Para responder a ella correctamente, Cristo debía distinguir entre rey de los judíos en sentido romano y Rey-Mesías de un tipo de reino totalmente distinto. Y solo des­pués de adquirir la certeza de que la pregunta no procede del

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procurador, sino de los judíos, es cuando Jesús expone su pen­samiento sin equívocos de ninguna clase. Su respuesta se cen­t r a en el tema de la realeza4 . A pesar de que este tema no es típicamente joanneo (Juan solo lo toca de pasada en el cap. 3, vv. 3-5), el lector llega a convencerse de que el evangelista t r ans ­mite el diálogo en toda su realidad. Sin embargo, Juan sitúa este tema dentro de la dialéctica habitual de su evangelio, es decir, distinguiendo lo que es de este mundo de lo que no es (Jn 8, 23; 17, 14).

Pilatos no posee la fe que le hubiera permitido captar la diferencia entre estas dos realidades. Por eso toma en conside­ración solo una palabra de la respuesta del Señor, y le pregun­t a : "¿Luego Tú eres Rey?" Tras haber respondido afirmativa­mente, Jesús vuelve de nuevo al contenido de su realeza (cuya definición es típicamente joannea): El "ha venido al mundo (Jn 1, 10) a dar testimonio de la verdad" (Jn 3, 32 y 5, 33), es decir, a proclamar al mundo lo que conoce de la vida divina. Para Juan, la verdad es la propia vida divina (1 Jn 3, 19). Pero Pilatos no comprende este término equívoco que él entiende en el sentido que tiene entre los filósofos romanos.

Veamos, pues, en este contexto la afirmación de la realeza de Cristo y la explicación de la misma a part ir de la pertenen­cia de Cristo al mundo divino. Mientras los sinópticos hacen derivar la realeza de Cristo de su carácter mesiánico (los pa­sajes de la Ascensión y Resurrección en Mateo y en los Hechos), confiriéndole, de este modo, un carácter cósmico, San Juan muestra en su evangelio cómo la realeza, en Jesucristo, está unida al origen divino de este.

IX. Lucas 23, 35-43 Este Evangelio reproduce la parodia de evangelio investidura de Jesús, en la cruz, como 3.er ciclo Rey de los judíos (vv. 35-38) y el episodio

de los dos ladrones (vv. 39-43). En este último episodio se ve palpablemente el sello característico de Lucas.

# * *

a) La investidura real de Jesús tiene lugar en torno a la cruz, trono improvisado del nuevo Mesías. Para hacer más evi­dente esta aproximación, Lucas recurre a la inscripción que han colocado en la parte más alta de la cruz (v. 38), pero sin repe­tir que se t r a t a de un motivo de condenación (cf. Mt 27, 37). De este modo, la inscripción hace las veces de la fórmula emplea­da en la investidura, semejante—mutatís mutandis—a la del

* Véase el tema doctrinal de la realeza de Cristo, en este mismo capí­tulo.

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Padre al investir a su Hijo en el bautismo (Le 3, 22). Por lo de­más, Lucas introduce aquí un episodio relatado en otra parte (v. 36a; cf. Mt 27, 48) y añade una frase (v. 36b) con la cual la muchedumbre espera reconocer los títulos de Jesús a la realeza, títulos que le venían de fuera y que El se resistía a usarlos, ya que no quiere que su realeza sea un pretexto para escapar a su suerte, sino, por el contrario, desea que tales títulos le pro­vengan de su fidelidad a los designios de Dios sobre El.

Como todo lo que es importante en la ley mosaica, es pre­ciso que la intronización real sea reconocida por dos testigos. Pero mientras que los testigos de la investidura real de la trans­figuración son los dos principales personajes del Antiguo Testa­mento (Le 9, 28-36) y los de la Resurrección son también mis­teriosos (Le 24, 4), los dos testigos de la intronización del Gólgota no son más que unos vulgares malhechores. ¡Ridicula investidura la de este que no será rey sino después de ser ob­jeto de las más crueles burlas!

b) La manera de ejercer Cristo su realeza sobre todos los hombres, incluidos sus enemigos, es ofreciéndole su perdón (vv. 34a, 39-43). Lucas, a todo lo largo de la pasión, es muy sen­sible a esta idea, pero aquí llega a su paroxismo5.

Gracias a este perdón, Jesús se presenta como el Nuevo Adán, el que puede ayudar a la humanidad a recobrar el Paraí­so, perdido por el primero (cf. Le 3, 38). Pero es necesario que esta nueva humanidad acepte el perdón de Dios y no se replie­gue orgullosamente sobre sí misma. Cristo llega al instante de su vida en que podrá inaugurar una nueva humanidad, liberada de las alienaciones del pecado. Su voluntad de perdón no tiene límites, y le promete al ladrón que formará parte de esa nueva humanidad redimida. El Reino de Cristo ha comenzado a pro­ducir sus primeros efectos sobre los convertidos.

B. LA DOCTRINA

1. El tema de la realeza de Cristo

La, realeza de Cristo es un tema cristológico que ha sido muy explotado en la tradición eclesial, por sus incidencias con­cretas sobre el papel de la Iglesia en el mundo. La reflexión teológica sobre este tema algunas veces ha sido demasiado uti­litaria. En repetidas ocasiones se ha degradado en ideologías que han tratado de justificar una situación contingente de la Iglesia que algunos desearían que perdurara. En particular, el tema ha servido para explotar las relaciones de la Iglesia y del mundo cristiano, sin que se haya tenido en cuenta el carácter

5 S. LELOIR, "Hodie m e c u m eris in paradiso" , Rev. Dioc. Namur, 1950, págs. 471-83.

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transitorio de este último. Hasta el punto de que cuando i a cristiandad política ha empezado a derrumbarse por doquier, numerosos fueron los que se refirieron a la realeza de Cristo para pretender cerrar las brechas y entorpecer el movimiento de la historia. Es verdad que el advenimiento del mundo mo­derno corre el riesgo de desfigurar una concepción justa de la realeza universal de Cristo, relegándola al puro dominio de lo espiritual. Pero el que exista este riesgo no justifica en nada la permanencia del régimen de cristiandad que también tiene sus defectos, especialmente el de dar libre paso al clericalismo.

Cuando en el año 1925 Pío IX instituyó la fiesta de Cristo Rey, lo hizo pensando que con ello reaccionaba al mismo tiem-to contra los excesos del laicismo moderno y del clericalismo antiguo. Pero la herencia del pasado era tan grande, que en la conciencia de un cierto número de cristianos la institución de esta fiesta fue como un arma más para defender el orden an­tiguo y rechazar el mundo moderno. Y, a la inversa, otros cris­tianos, deseosos de una reconciliación de la Iglesia con el mundo actual apenas sintieron ninguna atracción por la devoción a Cristo Rey.

Hoy la situación se ha purificado. La fiesta de' Cristo Rey puede ser la ocasión de profundizar en una verdad esencial de nuestra fe y de dar nuevo valor a la doctrina tradicional, en el nuevo contexto de las relaciones de la Iglesia y el mundo.

La ambigüedad del El establecimiento de la realeza en Israel mesianismo real no duró más que cierto tiempo, pero marcó en Israel profundamente los espíritus. La institución

real no fue aceptada sin ciertas reticencias —los primeros profetas veían en ella un peligro de asimilación a las naciones paganas—. Muchas veces fue discutida, porque no todos los reyes tuvieron la talla de David o de Salomón, y cuando el judaismo de después del destierro se deslizó hacia las estructuras de una teocracia sacerdotal, se alabó este retorno a las instituciones arcaicas anteriores a la realeza. Pero, por el contrario, la realeza tuvo tales momentos de esplendor, ase­gurando a Israel una grandeza política enorme, en una línea que le parecía conforme a la realización de los designios divi­nos, que para la mayoría de los judíos la salvación de los úl­timos tiempos estaba unida a una restauración de la realeza en Israel.

La esperanza mesiánica, tenida ya desde los primeros tiem­pos de la realeza, se desarrolló de una manera natural en la línea real. El Mesías que había de venir sería un nuevo David. La existencia incluso de este mesianismo real, del que encon­tramos señales en casi toda la historia del mesianismo judío,

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pone de manifiesto que la función real estaba considerada por las conciencias religiosas como una función especialmente re­presentativa, y que el obrar del rey podía comprometer real­mente el destino espiritual de su pueblo. Pero, al mismo tiem­po, la existencia del mesianismo real prueba que en Israel los personajes concretos que han encarnado la realeza han estado constantemente sometidos a la crítica de los profetas. Cuando Isaías da a Acaz el signo de Emmanuel, hace comprender al rey que no reúne las condiciones de fidelidad a la Alianza y que, por tanto, tendrá que esperar un sucesor...

La ambigüedad del mesianismo real proviene de que es por­tador de unas esperanzas ilusorias de Israel. El particularismo del pueblo elegido ha impregnado de tal manera las conciencias de los hombres, que se da por supuesto que, en el reino esca-tológico, Israel ocupará un puesto de favor. Y, en la medida en que este reino del mañana se presenta con un aspecto te­rreno, el lugar privilegiado de Israel se expresa naturalmente en términos de dominación política sobre las demás naciones.

La realeza universal Las dos lecturas propuestas en el formu-de Jesucristo lario litúrgico de la misa de la fiesta de

Cristo Rey nos ayudan a comprender la naturaleza profunda de la realeza de Jesucristo. Jesús de Na-zaret es presentado como un rey, pero un rey cuyo reino no es de este mundo. Su reino se edifica en este mundo, pero no tiene nada que ver con los reinos terrenales. Durante toda su vida pública, Jesús ha velado con un cuidado extremo para que a su misión no se le pudiera dar una interpretación política. En varios sitios del Evangelio vemos que quisieron proclamarle rey, pero cada una de esas veces El se ocultó.

Jesucristo es rey, porque es el único Mediador de la salva­ción de toda la creación. En El todas las cosas llegan a su fin, a su verdadera consistencia según los designios creadores de Dios. Dios crea por amor, y toda la creación está llamada en el hombre a participar de su propia vida, a entrar en su propia Familia. Estos designios de amor se han cumplido con el envío del Hombre-Dios, porque solo el Hombre-Dios es capaz en su humanidad de conseguir acceso a la Familia del Padre. Si tales son los designios creadores de Dios, es que en Jesucristo toda la creación encuentra el punto de apoyo de su consistencia de­finitiva. En este sentido, Jesucristo es el Primogénito de toda criatura. El es el Rey de la creación, porque es imagen del Dios invisible, y la realización de los designios creadores dependen radicalmente de El.

Pero, como la creación se ha separado de su Dios por el pe­cado, la realeza de Jesucristo toma el aspecto de una reconci-

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liación universal que nos consigue por su sangre y por su cruz. El final de la creación supone la obediencia del hombre a su condición terrena de criatura, comprendidos el sufrimiento y la muerte, y esta es realmente la obediencia de Cristo. Pero el pecado del mundo transforma la muerte en cruz, y la obedien­cia requerida de Cristo, la que le vale la salvación de todo lo creado, es entonces la expresión soberana de un amor más fuer­te que el odio.

La realeza de Cristo es universal. Ninguna realidad creada se escapa a su judicatura suprema. Pero esta realeza la ha conseguido por su muerte en la cruz, en remisión de todos los pecados. El Primogénito de toda criatura es por identidad el Primogénito de entre los muertos.

La condición real En la primera lectura de la misa de hoy, en del bautizado el centro de la descripción de la realeza en la Iglesia universal de Cristo, San Pablo hace esta pre­

cisión : "El es la Cabeza del Cuerpo, es decir, la Iglesia" (Col 1, 18). O, dicho de otro modo: Cristo ejerce su realeza en este mundo a partir de la Iglesia, que es su Cuerpo.

La Iglesia participa de la realeza de Cristo, en tanto que es la presencia del Resucitado entre los hombres. En todas partes donde se implanta la Iglesia, se arraiga el misterio de Cristo y en medio del itinerario espiritual de un pueblo se convierte en el principio vivo de su cumplimiento y de la realización de los designios creadores de Dios. En relación con el misterio de Cristo se efectúa el discernimiento entre las piedras de espe~ ranza y los obstáculos, y todas las cosas revelan su verdad in­trínseca.

La condición real de la Iglesia es también la de sus miem­bros. Tal es la dignidad de los bautizados. Cada uno de ellos está llamado, en unión viva con Cristo, a promover por su parte el cumplimiento de los designios creadores de Dios, el cumpli­miento de la salvación de toda la creación. Cada uno de ellos está capacitado para hacer entrar todas las cosas en el ritmo pascual. La responsabilidad del cristiano es una responsabilidad universal. Todo lo que hace en nombre de Jesucristo tiene una repercusión universal.

Pero, volvamos a la Iglesia. Consciente de su función real, va a intentar, a lo largo de toda la historia, el manifestar dicha función en hechos. Y la manera de manifestar esta función real que le ha ofrecido el régimen de cristiandad le ha seducido. To­das las realidades de la vida humana, cultural, política, social, económica han sido puestas en su lugar, en un "orden" sobre el que la jerarquía de la Iglesia conservaba el derecho de supervi-

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sión suprema y que expresaba concretamente la realeza efectiva de Cristo sobre todas las cosas. Desde luego, los asuntos tem­porales como tales correspondían al príncipe temporal, pero todo estaba organizado de modo que favoreciera, por parte de todos, la prosecución de los fines sobrenaturales.

Durante el régimen de cristiandad, la realeza universal de Cristo se ejerció por medio de la tutela de la Iglesia y por medio de las instituciones. La expansión misionera de la Iglesia se hizo siguiendo este mismo modelo y no se asombraba nadie de ver a un Papa—esto a finales del siglo xv—, tomar la iniciativa de repartir entre España y Portugal, siguiendo un determinado me­ridiano, las nuevas tierras descubiertas o por descubrir, con la misión de evangelizarlas.

Sin embargo, bien pronto se vieron los inconvenientes de este sistema. En el interior de la cristiandad los hombres soportaban cada vez peor la tutela de la Iglesia y fueron tomando gusto al ejercicio autónomo de su libertad. Fuera de la cristiandad, los pueblos se resistieron cada vez más todo lo que pudieron a la presión de la civilización cristiana occidental, por la razón de que ellos no se encontraban dentro de ella.

Hoy el régimen de la cristiandad ha muerto, aunque dicte todavía muchas actitudes, y el pontificado de Juan XXIII ha señalado definitivamente el acto de reconciliación de la Iglesia con el mundo moderno. Pero a la Iglesia se le presenta una tarea considerable: la de encontrar una solución que sustituya a la expresión medieval de la realeza universal de Cristo. Porque se corre el riesgo de no poder ver ya cómo articular esta realeza sobre todas las realidades de la vida reconocidas cada vez más en su consistencia profana.

La misión, Uno de los mayores problemas ante los que testimonio de la se encuentra la Iglesia actual puede ser bos-realeza universal quejado de la manera siguiente. El hombre de Cristo moderno es un hombre que toma cada vez

más la medida de sus posibilidades propias y de su poder de dominar el mundo. ¿Cómo podremos hacer des­cubrir a este hombre que sin Cristo no puede hacer nada?

A esta pregunta no hay más que una sola respuesta: el testi­monio que deben dar los cristianos dispersos entre los hombres, de la relación íntima que une concretamente la verdad consis­tente de las realidades humanas y la fe viva en Cristo. Siendo obediente hasta la muerte en la cruz, poniendo en práctica las bienaventuranzas, entrando en la corriente universal del amor, el cristiano trabaja directamente para restituir las realidades creadas a su verdad y su consistencia de criatura. El Reino de

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Cristo llega directamente a las conciencias de los hombres, y por ellas se ejerce sobre todas las realidades creadas, haciendo al hombre más libre que era, menos agobiado por el pecado y su esclavitud, más capaz de ejercer de una manera correcta sobre el mundo el señorío que ostenta.

Todo el problema está en esto. La relación íntima de que aca­bamos de hablar, es necesario que comience por sentirla el cris­tiano, y profundizar en ella también él. Sobre esto se precisa toda una educación, porque muchos cristianos no comprenden hoy con qué título interviene Cristo en sus vidas. Cuando se haya hecho esto, el testimonio de Cristo que den los cristianos dispersos en­tre los hombres alcanzará toda su densidad y un mensaje habrá sido proclamado. El cristiano aparecerá entonces para el no cristiano como un hombre apasionado por la verdad del hombre. Ahondando un poco, el no cristiano descubrirá que esta pasión del hombre la ha recibido el cristiano de Jesucristo, en el mo­mento mismo en que Jesucristo le convertía en un apasionado del verdadero Dios.

El banquete real La celebración eucarística es el lugar privile-de la Eucaristía giado en que la Iglesia inicia a sus miembros

en su condición real. Invitándoles a partici­par del Pan, les pone en relación viva con Cristo, con su muerte y su Resurrección, y esta relación es precisamente la que les pone en condiciones de contribuir por su parte a la terminación de la creación en Cristo. Invitando a sus miembros a participar de la Palabra, la Iglesia les da los medios de ir profundizando cada vez más, y a partir de los acontecimientos de su vida y de la vida del mundo, en la estrecha articulación que une la fe en Cristo y la realidad de la obra civilizadora. Esto es reconocer ya, entre paréntesis, la importancia de la homilía, que es el acto eclesial en el que la Palabra descubre toda su actualidad para una co­munidad determinada.

Pero hay más todavía. La celebración eucarística no es sola­mente un lugar de iniciación o de aprendizaje de la condición real del cristiano. Es el lugar en que esta condición real se ejer­ce de una manera privilegiada, porque la reunión eucarística establece a los cristianos en esta fraternidad universal única que ya ha sido constituida por Cristo. Los participantes son to­mados en una red de relaciones interpersonales que anticipa la condición final de la creación, en la que todas las cosas, de he­cho, serían reconciliadas en Cristo. Es muy importante el que la catolicidad de la asamblea manifieste de una manera visible esta realidad fundamental.

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2. El tema del mundo

Para la mayoría de los cristianos de hoy, la palabra "mundo" evoca ante todo las realidades de aquí abajo, en su condición de marco y materia de una obra histórica que tiene que realizar el hombre.

En el primer estudio doctrinal consagrado al vigésimo noveno domingo hemos presentado ya la importancia de esta tarea en la realización de los designios de Dios sobre la humanidad y so­bre el cosmos.

Pero este estudio debe ser completado. La mirada que esta­mos acostumbrados a dirigir espontáneamente sobre las reali­dades de este mundo nos ha permitido ver la consistencia obje­tiva, que es extraña, como tal, a los designios divinos de la gra­cia, y por eso ocurre, en nuestra manera de pensar y de obrar, que al plan de la redención yuxtaponemos un orden previo de la creación.

El cristiano sabe que el pecado ha introducido en la creación un elemento de desorden, pero de este pecado no ve muchas ve­ces más que su dimensión propiamente sobrenatural. Si no com­prende con suficiente claridad la unidad fundamental de los designios de Dios en Cristo, no puede ver tampoco claramente hasta qué punto la ruptura con Dios que provoca el pecado re­percute de una manera profunda en la obra de la creación y dificulta su consistencia objetiva o al menos el descubrimiento de esta.

El "mundo" no es más que una realidad natural cuyo funcio­namiento ha falseado el pecado. Al "mundo", en todas sus di­mensiones le concierne el destino sobrenatural del hombre. En este, la referencia a Dios y la consistencia objetiva forman como las dos caras de una única realidad.

Cuando la Escritura nos habla del "mundo", es siempre en su significado total. El discernimiento progresivo que se ha ido pro­duciendo en la Iglesia entre la dimensión sobrenatural y la di­mensión natural de la creación jamás debe hacernos olvidar el lazo fundamental que las une. En un momento como el presen­te, en que se considera al "mundo" más bien en su dimensión natural, el cristiano no puede perder de vista a ningún precio las perspectivas religiosas que le ofrecen sobre este "mundo" la Biblia y gran parte de la Tradición.

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La significación La reacción profunda de la fe de Israel ante el del mundo mundo en que vive es la de celebrar su bondad presente fundamental. Yahvé ha creado todas las cosas para Israel para la felicidad del hombre, y el mundo crea­

do es una vasta parábola viviente del poder y del amor paternal de Yahvé. Contemplando el mundo que tiene ante sus ojos, ¿cómo es posible que el creyente no sienta una profunda admiración?

Pero ¿por qué en estas condiciones tantos elementos de este mundo se oponen a la felicidad del hombre? ¿Por qué se pro­ducen inundaciones, sequías, temblores de tierra, plagas y cala­midades de todo género? ¿Por qué el sufrimiento y la muerte?

El monoteísmo absoluto de Israel le prohibe recurrir al dua­lismo, y de hecho en las Escrituras no vemos ningunas señales de ello. Entonces, ¿cómo se explica esto? La única explicación posible es la del pecado del hombre. En realidad el mundo está estrechamente asociado a la historia de la salvación. Yahvé se sirve del mundo como de un instrumento para manifestar su bondad, pero se sirve igualmente de él para infligirle sus casti­gos. Además, el pecado del hombre ha colocado al mundo bajo el imperio de Satanás, y la muerte ha hecho su entrada en él. Según los designios creadores de Dios, el hombre fue hecho para coronar el mundo, dominándole. Pero, en vez de ser fiel a su misión el hombre ha arrastrado al mundo en su pecado.

Por tanto, el mundo actual es un mundo caduco, en la medi­da en que participa de la culpabilidad del hombre. Si la muerte es la consecuencia del pecado, la liberación del pecado supondrá la supresión de la muerte. La esperanza de "otro" mundo, del "mundo que ha de venir".

La conexión entre el pecado y el mundo actual hace que este tenga que ser juzgado. En el día de Yahvé, un cataclismo cósmi­co hará bascular en el caos al pecado y al mundo de la muerte. Entonces Yahvé creará unas cielos nuevos y una nueva tierra. Entonces el mundo actual dará paso al mundo que ha de venir.

En definitiva, Israel no llega a superar la ambigüedad del mundo en que vive. No se escapa de ella más que si se vuelve hacia el futuro, teniendo esperanza en una nueva creación que ha de reemplazar a la antigua. Ha luchado sin cesar contra el obstáculo que supone la muerte, sin llegar a comprender su sen­tido. El mismo pecado es la causa de esta ceguera.

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Jesús, vencedor La ambivalencia del mundo alcanza su paro-del mundo y xismo con la venida de Jesús de Nazaret. Los principio de escritos del Nuevo Testamento así lo han ma-su liberación nifestado, sobre todo el cuarto evangelio. El

mundo es objeto de una predilección. Dios le ha amado tanto, que le ha entregado a su propio Hijo. Pero el mundo no ha conocido al Enviado del Padre, y, a las muestras del amor divino ha respondido con odio y ha llevado a Cristo a la cruz. Sin embargo, Cristo muere por amor, para la vida del mundo, para librarle de su esclavitud. Muriendo en la Cruz, Cris­to borra el pecado del mundo. En una palabra: en el mismo mo­mento Cristo consigue la victoria sobre el mundo malvado y le renueva desde sus raíces, liberándole del pecado. El Reino que inaugura en El no es de este mundo, pero, al mismo tiempo, sus discípulos no deberán abandonar el mundo, porque es precisa­mente en este mundo donde ellos deben trabajar.

La novedad de esto es radical, respecto a la concepción judía. El mundo futuro no es un mundo yuxtapuesto al mundo actual. No le sucede cronológicamente, aunque tiene sus raíces en este mundo. En Cristo, el propio mundo actual ha sido rescatado, redi­mido, salvado de la esclavitud. Más todavía: la muerte, piedra de escándalo del hombre judío, se convierte en instrumento de res­cate. De una manera paradójica, la muerte constituye el terreno del amor más grande Este es su sentido, ininteligible para la sabiduría humana.

O, dicho de otra manera, el mundo para el que ha sido hecho el hombre, el mundo que el hombre tiene la misión de dominar, de recapitular, de terminar, es el mundo presente, el mundo de este mundo. Es verdad que el pecado del hombre ha marcado al mundo y, en especial ha hecho de la muerte un arma terrible en manos de Satanás. Pero Cristo muriendo en la cruz, renun­ciando por completo a Sí mismo por amor a todos los hombres, nos ha manifestado que la salvación de este mundo tiene que pasar por la muerte y que la transfiguración vendrá después A ello conduce un camino de obediencia, que Cristo fue el pri­mero en recorrer.

No existe otro mundo más que este en el que ha sido colocado el hombre. El amor es en él el principio de su liberación, y el pe­cado, el principio de su esclavitud. Desde el advenimiento del Mesías, sabemos que este amor tiene un nombre: Jesús de Na­zaret, que murió en la cruz para que el mundo conociera la vida.

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Separados del mundo Siguiendo a Cristo, la Iglesia que es su para la liberación Cuerpo, puede decir: "Yo no soy del del mundo mundo." La Iglesia es aquí el sacramen­

to del Reino cuya existencia señala la de­rrota del mundo pecador.

Los cristianos son realmente unos hombres "separados" del mundo, porque la situación espiritual objetiva de ellos en la Iglesia les pone en condiciones de participar activamente de la victoria de Cristo sobre el pecado.

No se trata de una separación sociológica. El cristiano está en el mundo, pero está objetivamente separado del poder de Sa­tanás. Por eso puede trabajar por la liberación del mundo. Por medio de él, el mundo va siendo restituido poco a poco a su ver­dad. Por él el mundo ha sido arrastrado en el gran paso de la muerte a la vida.

Sin embargo, el cristiano en este mundo es un pecador. El mundo con todas sus ambiciones tiene mucho atractivo para él y todavía le hace sucumbir. La ambivalencia del mundo reper­cute todavía en su propia conciencia. Tal es la condición dra­mática del cristiano, que siendo miembro del Cuerpo de Cristo, dispone, siguiendo a Cristo, de unos recursos que le permiten salvar al mundo y darle la vida. Pero como todavía es también miembro de la humanidad pecadora, contribuye a hacer del mundo un mundo encogido en sí mismo y cerrado a Dios, que sirve únicamente a las ambiciones terrenas.

La oposición entre el Reino y el mundo del pecado ha cons­tituido desde hace mucho tiempo un capítulo clave de la refle­xión teológica. En Occidente, el pensamiento agustiniano ha desempeñado sobre este punto un papel determinante. San Agus­tín echa mano de la imagen de las dos ciudades: "Dos amores han edificado dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el des­precio de Dios ha construido la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo ha construido la ciudad celestial. La una se gloría de sí misma; la otra se gloría en el Señor" (De civita Dei, XV, 2).

La perspectiva de San Agustín es una perspectiva religiosa, y, sería traicionar su pensamiento si tratáramos de identificar en este mundo dónde llega la frontera de estas dos ciudades místicas. "Ambas se enlazan y se entremezclan recíprocamente en este mundo" (X, 32). Los herederos del pensamiento agusti­niano no supieron siempre matizar como su maestro. Todo lo que no está bajo la dependencia de la Iglesia lo atribuye a la "ciudad terrena". Más tarde, el peligro de confusión fue todavía mayor. Mientras que el hombre descubría una nueva distinción, la que existe entre la religión y la empresa de la civilización, y que cada vez iba soportando' peor la tutela de la Iglesia en lo meramente temporal y que depende de sus propios recursos, al-

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gunos hombres de la Iglesia se inspiraron indebidamente en la oposición agustiniana acerca de las dos ciudades, para intentar frenar esta emancipación legítima.

Testigos de Cristo Si el vocabulario agustiniano debemos utili-en el mundo zarlo hoy con mucha discreción, las verdades

que trata de poner de manifiesto son verda­des inmutables del cristianismo. La distinción que hay que esta­blecer entre religión y civilización no suprime de ningún modo la oposición bíblica existente entre Reino y "mundo", sino que únicamente nos invita a precisar bien los términos. En particu­lar la expresión "ciudad terrena" en el sentido agustiniano tiene algún peligro de no ser bien comprendida.

Dicho esto, hay que volver sin cesar al mensaje de la Escri­tura, para no equivocarse acerca del verdadero contenido del testimonio que hay que dar de Cristo Resucitado en este mundo.

La Buena Nueva de la salvación alcanza al hombre moderno en el terreno mismo en que este tiene conciencia de que debe to­mar en sus manos su propio destino. El cristiano sabe que su hermano no cristiano no posee el secreto evangélico de la autén­tica construcción de la ciudad. Pero sorprendido por los "valores" del mundo pagano se da cuenta de que allí, en el interior de ese mundo pagano, está obrando el Evangelio sin que el mundo mis­mo lo sepa. Y olvida que también Satanás trabaja en este mundo. ¿No piensa el hombre moderno que se puede dar a sí mismo la salvación? Y el inventario que hace de sus posibilidades cada vez mayores, ¿no le dirige hacia el camino del paganismo ateo? En conclusión, que el hombre moderno no está mejor preparado que sus predecesores para comprender en qué sentido su salvación implica la exigencia de un despoj amiento total de sí mismo.

El mundo con que se encuentra hoy el misionero es, como siempre, un mundo pecador. Cualesquiera que sean las simpatías con que cuente, el testigo de Cristo no puede hacerse ilusiones. Este mundo, en tanto que está asociado al pecado del hombre, se opone con todas sus fuerzas a su mensaje. El cristiano es en­viado al mundo para dar testimonio de la verdad, para iluminar con su vida y con su palabra el verdadero rostro de Dios y lo que supone el verdadero éxito del hombre. En el cumplimiento de su misión, puede contar con la complicidad el Espíritu, que obra en el corazón de todo hombre, para orientar su camino hacia el en­cuentro del Salvador. Pero el camino del testigo de Cristo está lleno de emboscadas. El mundo que se encuentra le odia, trata de perseguirle, moviliza todas sus fuerzas para entorpecer su acción o hacerle caer en sus propias redes. El misionero no debe sorprenderse. Desde Jesucristo las cosas suceden así.

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Por tanto, el misionero es un hombre discutido por el mun­do pagano. Pero la única oposición suscitada contra sí que tiene derecho de atribuir a Satanás es la que se dirige contra el ver­dadero testigo, es decir, contra aquel cuyo testimonio llega efec­tivamente al mundo. Así, cuando el mundo moderno reprocha a la Iglesia no ser de su tiempo, su crítica tiene algo de verdad; puede incluso ser vislumbrada por la Iglesia como un "signo de los tiempos".

La oposición entre Reino y "mundo" se sitúa en el terreno en que la Buena Nueva debe alcanzar al hombre moderno, en lo que es el centro de gravedad de su vida, a saber: su esfuerzo por conseguir la promoción humana. El Reino propone al hom­bre una concepción de la promoción humana que toma su se­creto del Evangelio y exige un desprendimiento total de sí mis­mo. Así es como el Hijo de Dios está llamado a poner por obra el dinamismo de su libertad. El mundo, por su parte, propone al hombre una concepción de la promoción humana, fundada en la "riqueza" del hombre y en su capacidad para conseguir por sí mismo su propia salvación. Entre estas dos sabidurías la oposición es inevitable.

La asamblea La participación de la Palabra y del Pan es eucarística el acto eclesial por excelencia que hace par-de los liberadores ticipar a los cristianos de la victoria de Cris-del mundo to sobre el pecado. Los cristianos reunidos

para celebrar la Eucaristía siguen siendo pe­cadores, pero el pecado no tiene sobre ellos una fuerza decisiva. Todos aquellos que acogen la Palabra y participan del Cuerpo del Señor se separan cada vez más del mundo peleador para es­tar, sin embargo, más presentes en él como sus libertadores.

La celebración eucarística produce esos frutos, porque es el memorial del sacrificio de la cruz. La obediencia de Cristo hasta morir en la cruz es lo que le ha constituido en libertador del mundo. El mundo que hay que salvar es el mundo actual. El mun­do será liberado del pecado y llegará a la vida eterna, pero para ello también él tendrá que pasar por la muerte. En esta libe­ración del mundo, los cristianos tienen que desempeñar un papel esencial, porque la participación de la Palabra y del Pan les pone en condiciones de realizar también por su cuenta el sa­crificio de la cruz.

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Í N D I C E S

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ÍNDICE DE LECTURAS

Génesis 2, 18-24 Pág.

9, 13-18 132 11, 23-12, 2

Éxodo 17, 8-13 182 22, 20-26 204 32, 7-11, 13-14 61

Números 11, 25-29

Deuteronomio 4, 1-2, 6-8 6, 2-6

2 Samuel 5, 1-3

108

224

134

1 Reyes 17, 10-16 245

2 Reyes 5, 14-17

2 Macabeos 7, 1-2, 9-14

158

246

Proverbios 31, 10-13, 19-20, 30-31 265

Sabiduría 2, 17-20 ... 6, 12-16 ... 7, 7-11 ....

86 245 157

36 226

Eclesiástico 3, 17-18, 20-28, 29 9 27, 30-28, 7 39 35, 12-14, 16-18 205

Isaías 5, 1-7 131 25, 6-10 156 35, 4-7a 35 45, 1, 4-6 181 50, 5-9 59 53, 10-11 182 55, 6-9 85

Jeremías 20, 7-9 .. 31, 7-9 .

7 204

Ezequiel 18, 25-28 107 33, 7-9 35 34, 11-12, 15-17 286

Daniel 7, 13-14 . 12, 1-3 ..

Amos 6, 1-4, 7 8, 4-7 ....

Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4

287 266

109 87

134

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Malaquías 1, 14-2, 2, 8-10 224 3, 18-20 266

Mateo 16, 21-27 16 18, 15-20 41 18, 21-35 65 20, 1-16 90 21, 28-32 113 21, 33-43 139 22, 1-14 161 22, 15-21 186 22, 34-40 208 23, 1-12 229 25, 1-13 250 25, 14-30 270 25, 31-46 294

Marcos 7, 1-8, 14-15, 21-23 18 7, 31-37 43 8, 27-35 67 9, 30-37 92 9, 38-43, 45, 47-48 114 10, 2-16 140 10, 17-30 165 10, 35-45 187 10, 46-52 209 12, 28-34 231 12, 38-44 252 13, 24-32 272

Lucas 14, 1, 7-14 21 14, 25-33 46 15, 1-32 70 16, 1-13 94 16, 19-31 116 17, 5-10 142 17, 11-19 167 18, 1-8 190 18, 9-14 210 19, 1-10 232 20, 27-38 253 21, 5-19 274 23, 35-43 297

Juan 18, 33-37 296

Romanos

12, 1-2 10 13, 8-10 37 14, 7-9 62

1 Corintios

15, 20-26, 28 290

Filipenses

1, 20C-24, 27a 87 2, 1-11 110 4, 6-9 135 4, 12-14, 19-20 159

Colosenses 1, 12-20 292

1 Tesalonicenses 1, l-5b 183 1, 5c-10 206 2, 7-9, 13 227 4, 13-18 247 5, 1-6 267

2 Tesalonicenses 1, 11-2, 2 229 2, 16-3, 5 25t) 3, 7-12 269

1 Timoteo 1, 12-17 64 2, 1-8 89 6, 11-16 112

2 Timoteo

1, 6-8, 13-14 137 2, 8-13 160 3, 14-4, 2 184 4, 6-8, 16-18 207

Filemón 9-10, 12-17 39

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Hebreos Santiago 12, 18-19, 22-24 14 1, 17-18, 21b-22, 27 12 2 , 9 - n 136 2 ,1 -5 ;;; 3 8

4, 12-13 159 2- 14-18 6 3

4, 14-16 184 3> 16~4> 3 88 5, 1-6 207 5> !" 6 111 7, 23-28 228 9, 24-28 248 Apocalipsis 10, 11-14, 18 268 1, 5-8 291

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ÍNDICE DE TEMAS

Los temas indicados en mayúsculas son los que reciben un desarrollo doctrinal (las páginas se indican en cursiva)

Alegoría de la historia de la sal­vación, 114.

Alianza, 224. Amor, 183, 208, 226, 231. Amor de Dios, 225. Amor gratuito, 92. Amor al prójimo, 37. Angeles, 254. Apología personal, 64. Asamblea, 22.

Banquete de alianza, 157. Bautismo, 112, 161. Bodas. 162.

Caída de Jerusalén, 163. Cambio de situación, 91. Caridad, 295. Celeste y terrestre, 15. Combate, 112. Condiciones de acceso al Reino,

116. Condición femenina, 133. Condición humana , 36. Confianza, 142, 250. Conocimiento, 86. Contemporizar, 191. CONVOCACIÓN y REUNIÓN, 168-76. Copa y bautismo, 187. Credo, 63.

Débiles, 232. Decepción, 7.

Desinterés, 158, 159. Día del Señor, 267. Difuntos, 266. Discordia, 88. DOBLE AMOR, 238-44. Don gratuito, 274.

EFICACIA, 100-06. Eficacia de la Palabra, 160. Ejecución, 16. Encuentro, 132. Ent ra r en el Reino, 93. En t rada en el Santo de los Santos,

249. Escatológico, 66. Esclavo y amo, 39. Escrituras, 185. Escuchar la Palabra, 13. Espera, 270. Espera escatológica, 117. Esperanza, 15, 183. ESPÍRITU E INSTITUCIÓN, 118-24. Estilo, 111. Eternidad, 228. EVANGELIO Y RIQUEZA, 259-64. Expiación, 182, 249.

Fariseos, 19. F E Y OBRAS, 73-75. F E Y PALABRA, 47-52. F E Y PROMOCIÓN HUMANA, 191-98.

F E Y REVOLUCIÓN, 124-30. F E Y TRADICIÓN, 23-28.

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Gracia de Dios, 250. Gratuidad, 159.

Higuera, 273. Hijo de Abraham, 233. Hijo del hombre, 18, 273, 288. Hijo de la luz e hijo de las t inie­

blas, 267. Hijo pródigo, 91. HIPOCRESÍA, 233-38. Historia de la humanidad, 17. Historia de la viña-Israel, 140. Hostilidad, 162. Humildad, 110.

Imitaciones, 206. IMITACIÓN DE DIOS, 212-18.

Incredulidad, 92, 166. INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO,

143-49. Iniciación cristiana, 44. Iniciación a la fe, 210. Injusticia, 87. Inminencia del Reino, 251. Institución, 109. Intercesor, 61. Inversión de las situaciones, 117. Invest idura real, 297.

Jerusalén, 273, 289. Juicio, 266, 295. Juramento , 228. Justicia, 211. Justicia social, 204. JUSTIFICACIÓN, 218-23.

Libertad, 250. Lujo, 109. Luz y tinieblas, 267.

Llamamiento, 162.

Mandamiento, 19. Manifestación del Señor, 112. Mediación, 182.

Mediador, 184. Ministerio, 142. MINISTERIOS EN LA IGLESIA, 149-56. MISERICORDIA, 71, 78-84. Misión, 90. Montañas, 14. Monoteísmo, 181. Mudos, 44. Muerte de Cristo, 140. Mujeres, 252, 265. MUNDO, 304-09.

Necesidad fatal, 274. Niños, 93. No-conformismo, 11. Nombre de Jesús, 116. Nueva Alianza, 107. Nupcias de Cristo con la Iglesia,

251.

Obra de la salvación, 292. Obreros, 91. Oración, 61, 225, 229. Ordenación, 138.

Padrenuestro, 226. Palabra, 250. Paraíso, 141. Pasión, 69. Patern idad espiritual, 40. Pecadores, 113. Pequeños, 295. Perdón, 41, 66, 71. PERTENENCIA A LA IGLESIA, 96-100.

Pobres, 22. Poder, 183. Poderes del mundo, 290. Posición inferior, 136. Prevención, 245. Primado de Cristo, 293. Primogénito, 291. Príncipe, 291. Profesión de fe, 293. Proximidad, 9. Prudencia, 46. Prueba, 208, 246.

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Queja, 134. Querer de Dios, 69.

Rabí, 229. REALEZA DE CRISTO, 298-303. Realeza de Yahvé, 157. REALISMO DE LA FE, 52-58. Reinar con Cristo, 248. Reino mesiánico, 290. Renovación del juicio, 11. Renuncia, 46. Rescate, 189. Resignación, 95. Responsabilidad, 35. Restauración, 205. Resurrección, 17, 247, 248. Resurección de Cristo, 160. Reunión, 273. REUNIÓN DE LOS POBRES, 29-34. Riqueza, 167, 232. Rito y vida, 38.

Sabiduría, 9, 88, 158. Sacrificial, 10. Sacrificio, 269. Sagacidad, 94. Salvación, 44, 168. Santuario eterno, 268. Sectarismo, 43. Seducir, 8. SERVICIO, 189, 198-203.

Servicio del Señor, 63. Servidores, 271. Silencio, 68. Siervo paciente, 17, 60. Solidaridad, 136. Sufrimiento, 161.

Tentación, 69. Tercer día, 16. Ternura, 227. Testimonio, 135. Testigo, 291. Tiempo de la Iglesia, 67. Tipos de sacrificio, 206. Títulos, 65. TRABAJO, 269, 280-85. Trono, 188.

ÚLTIMOS TIEMPOS, 275-80. Unidad, 110. Unidad del matrimonio, 141. Universalismo, 158, 226, 246. UNIVERSALISMO DE LA FE, 176-80. Uso del dinero, 95.

Vestido nupcial, 164. Vida con Cristo, 87. Vida cristiana, 17. VIGILANCIA, 254-59. Virtud, 135. Vuelta al Paraíso, 35.

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ÍNDICE GENERAL

Vigésimo segundo domingo Pág. 7 Vigésimo tercer domingo 35 Vigésimo cuarto domingo 59 Vigésimo quinto domingo 85 Vigésimo sexto domingo 107 Vigésimo séptimo domingo 131 Vigésimo octavo domingo 156 Vigésimo noveno domingo 181 Trigésimo domingo 204 Trigésimo primer domingo 224 Trigésimo segundo domingo 245 Trigésimo tercer domingo 265 Trigésimo cuarto domingo (fiesta de Cristo Rey) 286 índice de lecturas 313 índice de temas 317