Los Secretos Del Tiempo

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Melina Jaureguizahar

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 A mi familia 

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Los Secretos del Tiempo - 7 

ÍNDICE

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Prólogo

El origen del tiempo

Hubo una noche y una mañana 

La medicina y el ocaso del genio

Sensación universal

La escritura eterna o cuestión de tiempo

Cuestión de tiempo o la escritura eterna 

Te he ganado

Eugenio fustiga a su pueblo

SilencioLa magia a la puerta 

Tu nobre y mi arena 

Lo vano

El ícono del maestro

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8 - Gabriel Solaro

Los tres puntos que condenaron aOliverio Juan Ortega 

Finalmente

Palabras del hombre de arena en el roto reloj

Lucio Gamarra o la arbitrariedad del

destino programadoUna palabra 

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La música del tiempo en mis sordos oídos

 Apéndice

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En el marco del tiempo

Todas las cosas tienen su tiempo,

hasta los mundos que recorren los espacios bajo el cielo.

 Lo que está hecho, permanece:

las cosas que han de suceder, ya han sido;

 y Dios renueva lo que se fue.

Cf. Eclesiastés

Prologar el primer libro de Gabriel Solaro es una alta y no-ble responsabilidad que no comparto con nadie. Me es muy gratoabrir la puerta de esta obra.

Gabriel es oriundo de la ciudad de Paraná, y en esta Capital

cursó, en el Instituto Seminario Arquidiocesano, el Bachillerato enLetras. Luego estudió en el Seminario Mayor durante cinco añosFilosofía y Teología, en donde obtuvo finalmente el título de Pro-fesor. Además de continuar con sus estudios universitarios, ejercela docencia en distintos establecimientos educativos de la zona.Tal es, en síntesis, la trayectoria de quien se presenta hoy con “Lossecretos del tiempo”.

Prólogo

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10 - Gabriel Solaro

 Y fue también el tiempo lo que motivó al escritor francés Mar-cel Proust a dejarnos su trascendente obra “En busca del tiempoperdido”, en donde supo apreciar los valores verdaderos en medio

de la confusión y los equívocos del tiempo: el amor, los recuerdosy el sentido existencial de la vida. Salvando las distancias, los traba-

 jos incluidos en el presente volumen, se miden con el tiempo y surazón, o sea, una condicionada estabilidad del hombre frente a suexistencia. Podríamos decir que Gabriel nos ofrece tanto crepúscu-los como amaneceres, numerosos hechos convergentes, expresadosen un lenguaje pulcro y maduro.

Recuerdo que durante una charla que mantuvimos me expre-só: “a veces tengo una idea y después busco darle un marco a lamisma, o viceversa”; y seguramente, de esa controversia, nació eltratamiento final de cada tema, que parece ser la clave del ascensode todo creador. Con este libro, Gabriel tiene, lo que llamaríamos,el envión inicial que todo autor busca con su primer “hijo de pa-pel”, y el contenido de este volumen representa una constante de

esta tentativa.Por momentos la sensibilización de su prosa nos produce, vale

la pena mencionarlo, algo tan certero y breve como lo dicho porVíctor Hugo a Baudelaire, es decir, que había encontrado en lalectura “un suave estremecimiento”.

Gabriel llega al cuento y al relato, y llega bien. Llega bien acom-pañado en sí mismo, de su formación, de muchas lecturas, de su

variada temática con el tiempo como hilo conductor, en su voca-ción de llegar al ocasional lector con los frutos de su imaginaciónen prosa, sin dejar de lado una original expresión poética en “Tunombre y mi arena”.

En una época en que vivimos una constante explosión tecno-lógica y en que los valores materiales superan muchas veces losespirituales, es refrescante encontrar este trabajo de fondo huma-

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nista y filosófico, con un pensamiento elevado, donde se le da realdimensión a estos “secretos del tiempo”.

Para finalizar quiero compartir con los lectores –que espero

sean muchos– estas palabras de san Agustín, que en sus “Confe-siones” nos dice: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, losé; pero si quiero explicarlo, al preguntármelo alguien, no lo sé”. Amí me parece que no es otra cosa el tiempo que la extensión, y meadmiro si no lo es hasta del mismo ánimo.

 Adolfo Argentino Golz 

Paraná, junio de 2012 

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Como es profunda y cabalmente conocido por todos, el Uni-verso surge de un Álamo. Este estaba todo entero, perfecto y ple-no, enraizado sobre sí mismo, y desplegadas sus ramas sobre supropia copa. Toda una misma, sola y eterna posesión. El Álamoestaba solo. En un magnífico destello de tristeza el Álamo com-prendió su realidad. Al comprenderla discurrió. Al discurrir ya noera el mismo. Al no ser el mismo, hubo un antes. Al haber un an-tes, hubo un ahora. Al haber un ahora, el Álamo lloró después. Ysu llanto empapó sus raíces. Su raíz se pudrió por la humedad, y el

 Álamo se quejó, moviéndose y dejando caer una semilla. El Álamose movió, por lo tanto hubo un momento en que el Álamo estabaen una posición, y un momento en que estaba en otra posición. Eltiempo permitió el movimiento, porque el movimiento solamentese inscribe en el tiempo. Prontamente surgieron más álamos, yhubo más llantos y hubo más movimientos. El movimiento delos álamos provocó el viento, y el viento trajo aves y sonidos paraposarse en ramas, que ya no estaban desplegadas sobre sí mismas.Obviamente el Álamo comenzó a deteriorarse, y perdió su enteraposesión. Pero vivió sus últimos días en compañía, y disfrutó másde la compañía dada por el tiempo que pasa, que la eternidad enel abandono.

El origen del tiempo

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No recuerdo con claridad el grado de parentesco de mi familiacon los Cúneo. Lamentablemente, todos los que podrían facilitar-me esta información rápidamente, han muerto. Esta situación meha suscitado algunos interrogantes. Entre ellos el de si este hecho,aparentemente aislado y banal, es fortuito, o si, por el contrario,esconde misterios que son difíciles de desentrañar.

Tampoco recuerdo exactamente el tiempo preciso en que mi

espíritu decidió volcarse decididamente hacia los misterios. De al-guna manera percibo que los misterios tienen qué decir a la horade realizar aquella pregunta tan fundamental en la vida y la gestahumana. Aquella pregunta que lleva más de veinticinco siglos re-formulándose y parece no encontrar respuestas satisfactorias. Esuna pregunta que, a la vez de simple, supone un esfuerzo que notodas las personas están dispuestas a enfrentar, puesto que al for-

mularla la existencia se ve comprometida, y acaso, la eternidad:¿Qué es? ¿De qué trata todo esto? Desde hace tiempo –tiempoque no puedo reconocer puntalmente– me siento tentado, y cadavez con más fuerza, de dar lugar en mi alma a otra incógnita. ¿Noserá, acaso, que los misterios contienen la vida, que en definitivaes el ser, que en definitiva es la eternidad; y la cotidianidad, por elcontrario, la esconde? Abrazar un misterio con fuerza vital genera

Hubo una noche y una mañana 

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16 - Gabriel Solaro

una pasión tal que lo que se encuentra fuera de ese misterio, parecedecepcionantemente destructivo. Parece aplastarnos, ahogarnos. Yel principal síntoma del hombre ahogado es el de considerar que

la única aproximación válida a la realidad del Universo es la queprovee el método científico. Si cuando pasas revista a tus concep-ciones de la realidad esta idea aparece como norte y como rumbo,significa que has sucumbido del Todo y has recibido la máscaraunificadora de la parte, quizá la parte más pequeña y fría de larealidad.

Los Cúneo fomentaron tempranamente en mi espíritu maleableesta apertura. Este abrazo místico con el Todo. Si bien solamentedos veces tuve oportunidad de compartir algunos momentos conellos, fueron, como todo encuentro con los grandes personajes delmundo, suficientes por demás. Su casa en Concordia era su cate-dral, y cualquier estadía allí era por sí misma una prédica. Por des-ventura, mi carencia de inteligencia práctica me ha hecho olvidarmuchas de las circunstancias y del entorno de mi paso fugaz por

aquella casa. Sí recuerdo que fui hasta Concordia en tren con miquerida Loly, mi tía abuela quien más cosas me enseñó, o al me-nos, de la que más cosas aprendí. Con su voz enronquecida por elcigarrillo y su rostro arrugado pero dulce, tenía por aquel entoncesuna predisposición al encanto de la vida envidiable. Más tarde,cuando su existencia se vio amenazada por el deber de abandonar-se a la voluntad de los demás, la perdió.

En Concordia la gente no era similar a la de Paraná. Quizástenga que ver el hecho de que los ríos que besan las costanerasen ambas ciudades –ambos majestuosos y desafiantes– no son elmismo. Yo, que era niño, pude notar esa diferencia de talante es-piritual en los moradores de Concordia. Sin embargo, solo muchotiempo después aprendí que las aguas, similares en su aspecto exte-rior para el que es poco avisado, llevaban mensajes diversos.

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Cuando llegamos a la casa yo no quedé deslumbrado, ni muchomenos, pero podía reconocer que era una propiedad importante.Describirla aquí sería irrelevante, pero nótese ese detalle. Yo recibí

para la única noche que descansaríamos allí una linda habitaciónde huéspedes. Después de la cena y sobremesa –muy amena, adecir verdad– llegaba un momento complicado para el niño queera yo en aquel entonces: ir a dormir solo, en un lugar totalmentedesconocido. Mi precoz orgullo, que aunque he podido mitigarpesa sobre mis espaldas hasta el día de hoy, me impedía pedirle aLoly que durmamos en la misma pieza a razón del miedo que me

invadiría.

Nos dirigimos hasta mi habitación y una vez que comproba-mos que no necesitaría nada en lo que respecta a ropa de cama,enfrentando mi soledad apesadumbrado, la puerta se cerró. Parti-cularmente le tenía pavor a la momia. Pero, por ventura, la sábanade arriba, al cubrirse uno completamente, de pies a cabeza, brin-

daba una protección mágica inexpugnable contra cualquier ser defuera del Universo sublunar. La luz estaba apagada, pero cuandome aseguré que todos los parientes estaban en sus habitaciones, laencendí e intenté dormir.

Duro ser pequeño y tener que enfrentarse a los ruidos de unaantigua y desconocida casa. Uno parece percibir cómo los oídosamplifican su potencia y su voluntad propia se exacerba y nos obli-

gan a sentir aquello que quizás de día pasa tan desapercibido quesería vano detenerse en ello. Por la noche, sin embargo, nos sobre-cogen al punto del estremecimiento.

La noche es capaz de tales y otras transformaciones, pues, alser entusiasta en trasladarnos a puntos en que nos es difícil encon-trarnos, vernos, reconocernos como nosotros mismos en tal o cual

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estado, situación, posición, con tal o cual dominio de nuestro en-torno armónico, a la mano, dócil, juega con nuestra razón, se burlade ella y, sobre todo, la coloca frente a la gran encrucijada del sentir

contra el razonar: los fantasmas no existen, ¿a qué debo entoncestanto miedo? Cuando se es niño esta encrucijada está encendi-damente presente y es fluctuante. En la adultez, muchas veces elcamino está tomado y es irremediablemente irreductible al otro.

Bajo mi mágica escafandra de tela, luego de un largo rato depensamientos reflexivamente irracionales, me dormí.

Tal vez a la mitad de la noche sucedió algo extraño. Nuncalogré deducir si estaba despierto, entre dormido, o en aquél estadodel sueño en el que uno, a pesar de no haber despertado, tiene uncierto grado de conciencia acerca de lo que sucede alrededor. Lacuestión es que vi, de pie junto a mi cama, un niño. Estaba quie-to. No dijo nada y no hizo tampoco ningún gesto. Estaba todomuy oscuro, a tal punto, que a pesar de estar tan cerca, no fui

capaz de ver claramente su vestimenta. Simplemente me miraba.Estaba tan cerca que podía sentirlo tocando la cama. Yo, que hastaaquella noche dormía boca arriba, y al notar su presencia, sentí uncosquilleo gélido en la nuca que prontamente se hizo angustia enla boca del estómago. Ansié con todas mis fuerzas que se fuera demi lado. Yo estaba paralizado por el pánico al punto de no podersiquiera pronunciar palabra, ni mucho menos, proferir un grito.

Mis brazos estaban extendidos junto a mi torso, y muy lentamen-te, sacando fuerzas de entre el temblor que se había apoderado demi ser, como pretendiendo que aquella presencia no notara lo quehacía, tomé la sábana y me cubrí el rostro. Apreté fuertemente losojos, y nada más recuerdo del suceso. Supongo me habré dormidonuevamente, o bien, si ya estaba dormido, caí en un nivel másprofundo de sueño.

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De haber quedado todo allí, hubiese sentido una gran satisfac-ción. Una anécdota más para los cazadores de sueños intrincados.Pero no. No fue así. Al final de la noche, una clara luz, que entraba

por la ventana anunció a mis ojos pesados que el día había llegadohasta este lado del mundo. Las aves que cantaban afuera me ayuda-ron a entrar en lucidez. La luz del foco continuaba encendida, tal ycomo yo lo había decidido por la noche. A los pocos segundos dehaber despertado noté que el colchón estaba desnudo, sin sábanas,frazadas y cubrecamas. Sin embargo, otros pocos segundos másadelante, pude percatarme de que estos ajuares sí estaban presen-

tes, lo único que entre el elástico de la cama y el colchón. Prolija yperfectamente tendida estaba mi cama, pero fue como si hubiesendado vuelta el colchón completamente. Nuevamente aquella sen-sación de pavor invadía mi joven espíritu.

De pié en un salto, corrí velozmente hasta la cocina de los Cú-neo, en dónde estaban ellos desayunando con Loly. Con palabras

entreveradas expliqué entre sollozos el par de eventos misteriososde los que había sido testigo –testigo y no protagonista, porque lafigura del protagonista era demasiado amplia para mi secundariorol en ellos– en la noche y la mañana.

Ni Loly ni los Cúneo resultaron turbados con mis relatos, alcontrario. Me tranquilizaron hábilmente con tiernas palabras. Unavez sereno mi ánimo, sentado a la mesa y presto a desayunar, los

Cúneo me explicaron qué había sucedido, al menos desde su pun-to de vista.

La casa estaba “asombrada”, no embrujada, como recalcaban einsistentemente distinguían. Según lo que habían podido descu-brir habitaba, moraba, se presentaba, o como sea que el lenguajenos deje expresar, en la casa el espíritu del hijo natural, según las

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malas lenguas, de Conrado Asselborn, quien vivió, estuvo presoy murió en Cabo Vírgenes, provincia de Santa Cruz, entre bus-cadores de oro, resabios de tribus autóctonas y demás personajes

misteriosos.

El faro de Cabo Vírgenes, que se erige hasta el día de hoy, fuemorada de Conrado más que cualquier otro sitio. El ermitaño delFaro, le llamaban en el sur. Conrado tuvo una novia que fue rá-pidamente despechada, quizás por su propia manera extravagantede llevar adelante su vida. Ella, a poco de dar a luz su único hijo

emigró al litoral y fue a parar a Concordia, donde trabajó en plan-taciones de cítricos. El pequeño murió a causa de una intoxicación(quizás con frutas), y su madre, llena de tristeza (¿y culpa?) se quitóla vida. Cuentan los más ancianos habitantes de Concordia que aprincipios del siglo XX, una figura política respetada de la ciudadtenía un romance con una joven del sur, y su punto de reunión erala casa del médico del pueblo. Los Cúneo compraron la casa en

1931 y al parecer habría sido la casa del médico. Las escrituras, sinembargo, son poco claras en este punto. Hay una fotografía, muyvieja y amarilla, que tuve oportunidad de contemplar, en donde sereconoce el patio de la casa, unas personas totalmente desconoci-das posando, y más atrás, un niño que mira asombrado la cámara.

“El espíritu del niño no es agresivo –me dijeron los Cúneoaquella mañana– simplemente busca a su madre, y al no encon-

trarla, hace alguna picardía, nada más”. La diferencia entre quela casa estuviese asombrada o embrujada se basaba principalmen-te en ese dato. Esta extraña y particular situación jamás perturbóconsiderablemente el correcto desarrollo de su cotidianidad ni loslastimó. Simplemente estaba ahí. Aguardando. Cada tanto se ma-nifestaba y solo eso.

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En diez o doce años, con prácticamente nadie hablé sobre estesuceso extraño, por motivos que son fácilmente deducibles. Sinembargo ahora, con una cierta perspectiva, recuerdo las palabras

de Tomás de Aquino, aquellas que dicen que hasta la esencia deuna mosca se nos escapa y nos es del todo inabarcable, y me ani-mo a cambiar la rotulación del evento. El suceso ya no me resultaextraño, sino misterioso.

En una segunda oportunidad, esta vez en la ciudad de Para-ná, tuve ocasión nuevamente de intercambiar un par de palabras

con los Cúneo, y uno de ellos me dijo: “Si nos resulta dificultosocomprender las cosas cotidianas, ¿por qué sería simple entender lasmisteriosas? Creo que la clave está en no intentar comprenderlas,sino simplemente abrazarlas”. Quizás en esta expresión se resumeel punto al que quiero llegar con este relato que comparto conustedes.

Los Cúneo finalmente, por motivos que nada tienen que ver

con lo misterioso, vendieron su casa y se desparramaron por laprovincia y el país. Curiosamente jamás volví a tener noticias deellos, y yo tampoco me preocupé mucho en averiguar sobre susvidas o los lazos sanguíneos que nos unen. Tal vez por el hecho deque lo que nos unió en su momento se había ahora difuminado.Concordia siempre será para mí, un punto de referencia en miexistencia; las palabras de los Cúneo, una especie de descanso. Por-

que en aquel viaje a Concordia descubrí que la vida, ya compleja,era mucho más compleja, pero a la vez, simple. En aquel viajea Concordia, hubo una noche y una mañana, fui testigo de unmisterio, y yo, como discípulo atento, no solo lo abracé, sino quetambién me dejé atrapar por él.

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Muchas veces he sido criticado por mis allegados al relatar su-cesos que si bien, en parte, tienen que ver con la realidad, no sontan precisos a la hora de los detalles. En más de una oportunidadhe oído el frío y despreciable: “pero si yo estaba y no fue tan así”.¡Ingenuos! Como si la realidad se pudiera apresar con las palabras.Como si el pensamiento estricto nos alcanzara algo más que unaroma de aquello que llamamos lo existente. A pesar de estas in-fundadas afrentas, siempre he mantenido inalterable un código deconducta al relatar, que si bien es reprochable por algunos, cuandose logra desentramar, es capaz de volverse más sólido que los murosde Troya.

 A medida que vivo, redescubro la veracidad en las palabras deOrtega y Gasset cuando decía que en gran medida la felicidadconsiste en seguir la pendiente de nuestras inclinaciones, y, para-

fraseando a otro filósofo, nos enseña que “para lo que nos gustatenemos genio”. Nosotros, los que descubrimos el placer en contarhistorias anecdóticas, utilizamos ese genio traducido en un recursoque se llama “adorno”. Me explico: si el suceso, acotado por lafría simpleza de lo que se atiene estrictamente a los actos, sin más,dice que mi hermano José Miguel, muy delgado él, comió en unalmuerzo de domingo seis deliciosos canelones caseros, prepara-

La medicina y el ocaso del genio

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24 - Gabriel Solaro

dos, cocinados y servidos de manos de mi querida abuela Lita; lahistoria no oficial, pero más sabrosa, dirá más tarde, que comiócatorce y una vez finalizado el banquete dijo a padre, con un hilo

de voz: “Sacame a caminar, papito, que tengo miedo de morir-me”. Ésta última sería la versión adornada. Al caso, el número decanelones no es relevante. Al caso, lo que exactamente dijo no esrelevante. Al caso, lo relevante es llevar el hecho bruto a un estadovoluptuoso. Si bien los hechos en sí despuntan por su rigurosidad,los hechos adornados  sobresalen en esplendor y sinfonía. El puntoes: ¿a quién le interesa un hecho riguroso? Si en definitiva, lo que

llena el corazón y hace armónica el alma es la dimensión sinfónicade esa realidad.

Hablar sobre los adornos de la realidad con que ornamentan sushistorias los pescadores quizás sea un cliché. Sin embargo quierorecordar hoy al amigo de mi papá, el andaluz Erramusti. Quizás encliché sus historias conviertan el hecho de que haya sido pescador.Sin embargo, los que lo conocimos sabemos que esa es una crítica

que llena de tristeza, porque habla de lo poco que se conocieronen verdad las fibras más íntimas del corazón efusivo de Erramusti.Él fue quien me enseñó el placer de ese genio que transforma larealidad en jovial, desfachatada y voluptuosa.

Pocos días antes de convertirse en leyenda, Erramusti visitó,como usualmente hacía, el taller de motores fuera de borda delbarrio, en el que se compartían no solo momentos de trabajo, sinolargos ratos de amistad viva. Quienes allí se reunían tenían una pa-sión común: el río. Los amigos del río y entre sí, aquel día, teníanpreparado para el andaluz lo que más tarde pasó a la historia barrialcon el nombre de “la medicina E”.

La composición de “la medicina E” era bastante sencilla, ycomprendía algunos elementos:

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Los Secretos del Tiempo - 25 

* El perro del taller, apodado “Sore”, y su característica pococonocida que consistía en llevar en su boca durante largo lapso,todo aquello que sus conocidos le dieran para que “sostenga”. No

importaba qué fuera, si uno extendía su mano con algo asido porella hacia la boca del can, este lo mordía sin reparar en su esenciay acarreaba durante minutos o hasta que alguien se lo solicitara(ejerciendo sobre ello un brusco tironcillo, claro).

* Muchas herramientas de todo tipo. Llaves, destornilladores,martillos, tornillos, y demás objetos que sería irrelevante comentar

aquí.* El taller en sí. Con su galpón, su área reservada, su oficina y

su baño.

La trampa estaba dispuesta. Mi papá escondido en la oficinacon una gran caja de herramientas y el perro encerrado en el baño.

Erramusti llegó al taller y vio a Osvaldo sentado sobre un ban-quito en la entrada del galpón limpiando bujías en un tarro connafta. Fue capaz de observar el termo Lumilagro de lata con picoa rosca, un pequeño mate, de lata también, poseedor de dos asas,y un envase de mostaza transformado en azucarera. Creyó que latarde sería prometedora y se acercó hasta el lugar donde se encon-traba Osvaldo. Yo, que por aquel entonces tenía una bicicleta rojatoda destartalada, andaba por el taller en busca de un poco de acei-

te para la rosca del caño del asiento, que se había oxidado y no eracapaz de aflojarla. Noté que Erramusti traía una sonrisa socarrona,muy típica en él antes de comenzar una historia, por lo que meacerqué también hasta donde estaba Osvaldo sentado. Erramusti,siempre de pié, colocó las palmas de sus manos en la cintura, ysus codos quedaron hacia afuera (en típica forma de jarrón); elpié derecho más adelantado que el otro y la espalda echada ligera-

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26 - Gabriel Solaro

mente hacia atrás. Miraba hacia la lontananza. Osvaldo le cebó undulce, y acto seguido, mientras tomaba el mate, dijo con su estiloapaisanado:

—Vos sabés, Osvaldo, que el sábado pasado fuimos a pescarcon la Rosario.

—Ah, sí. Me comentaste que iban a ir para la zona de La Jaula.¿Cómo les fue?

—¡Pero! –dijo, encogiendo los hombros y levantando ambas

cejas.—¿Pero qué?

—¡Pero de maravilla, vos sabés! Primero, a la mañana no pesca-mos nada. Estaban mal arriados los pescados viejos estos. Para míque era porque la nena hacía mucho ruido, fijate. Bueh… dije, nopasa nada, vamos a la costa, nomás, a preparar el asadito que traje.

 Y ahí nomás juntamos las cosas y yo metí la lancha en un bracitodel río, y ahí, a la orillita, hicimos el asado. Comimos, yo chupéuna botella de vino, y salimos otra vez a la siesta a ver si picabaalgo.

—¿Y ahí les fue mejor?

—Sí... No… Bueno, resulta que había un pique bárbaro, pero

no sacábamos nada. En eso miramos así y había una parte delrío que estaba ideal para pescar dorado. Pero no teníamos máscarnada, vos sabés. En eso vimos que ahí en un árbol, que teníalas ramas sobre el agua, había un Martín Pescador comiendo undorado cachorro.

—¡Ah, estaba lleno de pescados, entonces!

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Los Secretos del Tiempo - 27 

—¡Sí! Callate. Y nosotros no teníamos carnada. En eso me dicela Rosario: “Papá, acá tenemos asado que sobró”. Pero imaginateque no se puede encarnar con asado.

—Y no. Estaba complicada la cosa.

—¡Pero sí! Pero escuchá: pienso un rato y dije. Ah, ya sé. Cortéun poco de asado en tiritas y nos quedamos quietitos abajo delárbol este que te decía yo. Mirando el pájaro. En eso, el MartínPescador se tira otra vez al agua, pero como ya había comido unpescado sacó una mojarra nomás. Estaba medio lleno. Y ni bien

que sale del agua yo le tiro para arriba una tirita del asado. Y comoel Martín Pescador es angurriento quiso manotear también el asa-do. Y cuando abrió el pico resulta que se le cae la mojarra. ¿Y lalancha de quién estaba abajo del pájaro? La de Erramusti.

—¡No te puedo creer! ¡Qué suerte que tenés, gallego!

—Sí... No... Suerte no. No es suerte. Es que yo siempre pienso

todas las posibilidades. Bueno, entonces con la mojarra encarna-mos y sacamos un hermoso dorado. Grande el bicho. Así mirá.

—¡Qué bueno! Pero que habías sido entendido, cumpa ¿ycuándo lo comemos?

—No. Ya lo hice a la parrilla la otra noche, y lo comimos conla vieja y con la Rosario. Lo cociné con cebollita y morrón. Un

manjar. Yo no podía salir de mi asombro. Erramusti era una suerte de

gurú incuestionable. Además, Osvaldo, que generalmente era re-ticente a creer en las historias de Erramusti, le siguió el hilo de surelato sin cuestionar una sola coma. Esto para mí, y para mi infan-cia crédula, era una nota indefectible e irrenunciable para abrazar,sin vacilar, la veracidad del acontecimiento.

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28 - Gabriel Solaro

—¿Y vos Osvaldito? ¿Qué has hecho?

—Trabajando, como siempre. El fin de semana estuvimos acá

con el Pato enseñándole al Sore a reconocer las herramientas. Parano contratar un gurí de ayudante, viste.

 Ahora Erramusti y yo cambiamos la expresión y resultó sercompartida. Mirábamos fijamente a Osvaldo con cara de pocosamigos y el ceño enjuto. ¿Mi papá y Osvaldo enseñándole seme-

 jante cosa al perro? Difícil. Además, según recordaba, mi papá elfin de semana había estado ocupado arreglando el Renault 4 que

teníamos en ese entonces. Osvaldo continuó:—Sí. Fijate que había sido entendido el Patito para adiestrar

perros. Parece que le enseñó el negro Leguízamo.

—Ah sí. El negro Leguízamo tenía un perro educado, sí. Meacuerdo.

—Sí... Bueno vos sabés que le pudimos enseñar bastante alSore. ¿Querés ver?

Erramusti no podía asimilar lo que estaba escuchando. Alguienestaba a punto de probar una historia. Al parecer no tenía másque solicitarlo, y este hecho asombroso abandonaría para siemprela sombra del misterio y se volvería un acto en bruto. Sofisticado,pero en bruto. Sin embargo, la tentación era demasiado intensa y

asintiendo con la cabeza, dijo:—Pero qué cosa más rara. A ver, mostrame.

—¡Sore! ¡Traeme la llave del 8!

 Acto seguido se escuchó proviniendo desde dentro del galpónun sonido similar al que produce alguien que revuelve en una cajade herramientas. Después de un breve silencio, de entre la penum-

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Los Secretos del Tiempo - 29

bra del taller, comenzó a asomar hacia el exterior la cabeza de Soresaliendo a través del portón. Sore, quién traía algo en su boca, seacercó a paso ligero hasta su amo. Quizás en ese instante algo del

corazón de Erramusti se perdió para siempre. Un soplo de magia,una brizna de sortilegios arcanos que tanto había resguardado, seevaporaron ante semejante luz.

Sore traía en su boca la llave del 7 ½.

—¡Pero no, Sore! La del 8 te dije. ¡Juira! ¡Marche pal galpón!¡Vamos! Todavía le cuesta un poquito.

Sore corrió rápidamente hacia el interior del galpón acicateadopor los gritos de Osvaldo. Luego de unos instantes salió nueva-mente y se dirigió hacia donde estábamos nosotros con la llave del8 en su boca.

—Mirá vos qué inteligente tu perro, Osvaldo. Bueno che, yosigo viaje. Muy ricos los mates.

Dio media vuelta y me vio. Según creo, recién se percataba deque yo andaba por ahí. Antes de irse me miró a los ojos. MientrasErramusti se alejaba cabizbajo yo lo observaba. Me limité a verlohacerse pequeño al apurar los pasos para llegar a la esquina y do-blar. Como quien escapa en un sueño y la huída se dificulta poruna especie de fuerza que nos tira hacia atrás, el andaluz parecíaquerer correr con esos pasos tristes. Yo pude sentir esa tensión en

el aire. Algo de Erramusti había quedado en la puerta de ese taller,para siempre.

Mientras divagaba en pensamientos pueriles, aún asombrado,miré a Osvaldo. Traía picardía en los ojos que pronto se convirtióen carcajada. Yo sin comprender, vi a mi papá salir del galpón rien-do de una manera poco convencional. Osvaldo, aún riendo, sin

poder decir palabra alguna, tomó el hombro de mi papá en signo

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30 - Gabriel Solaro

de aprobación. Se miraron, y rieron. Ese fue un día confuso paramí y cada vez que pienso en él siento un vacío en mi interior. PobreErramusti. La realidad lo noqueó. No le alcanzaron los diez segun-

dos de romance con la lona para poder ponerse de pié. A vecespienso que cuando Erramusti notó mi presencia pudo comprenderparte del plan de este par de arteros. Sin embargo, prefiero pensarque al mirarme a los ojos me dio un mensaje. Mensaje que guardoen mi interior y que hago carne en cada momento que quiero rela-tar una historia: “que la realidad no te destruya”.

Muchos años después, mi papá me confesó que unos momen-tos después de haber puesto en marcha “la medicina E”, se arrepin-tieron profundamente. Yo no los juzgo, eran ingenuos.

 A veces pienso que las personas como Erramusti tienen un donparticular para percibir el ser del Universo. Una percepción dedetalles que no aparecen en la cotidianidad, sino que están ahí,volando sutilmente, como canciones de las musas, para que solo

los noten las personas que tienen el genio adecuado como paraescuchar su voz. Y una vez que han escuchado este canto, esasnotas invisibles que hacen las historias más sabrosas, lo transfor-men en palabras, en risas, en momentos compartidos, en todo loque nutre la amistad. En todo lo que de mágico queda a esta vida.Quizás las personas como Erramusti tienen más para decir acercade la vida que todos los periódicos, que todos los libros, que todoslos científicos. Quizás las personas como Erramusti nos recuer-dan esa pendiente que debemos seguir, esa inclinación que haceque esa búsqueda de felicidad que llevamos en nuestro pecho, porfin, lentamente, se aquiete. Y cuando noto que una historia gustó,me imagino alzando una copa y brindando por Erramusti, y brin-dando por su deseo de que mi genio, a diferencia del suyo, jamásconozca el ocaso.

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Los Secretos del Tiempo - 31

Cuando el ya anciano escritor se adentró en aquel bar de barrioque frecuentó durante su juventud, visitó en su adultez y añoróen la temprana vejez durante su ausencia del país; sus amigos ycompañeros de tragos, té y cafés, ansiando que se sentara juntoa ellos, le preguntaron acerca de sus conocidos viajes alrededordel mundo. Al parecer lo que más les interesaba saber era todoaquello relativo a la gente de los recónditos lugares de este planeta.Sus costumbres, sus estilos de vida, y todo aquello que les pudiera

resultar exótico. El ritual estaba dispuesto, los lugares reservados,la feligresía congregada. El anciano, cual pagano sumo sacerdotede antaño, accedió.

–La gente es muy parecida en todos lados, mis queridos –dijoplácidamente mientras bebía su ginebra mezclada con no-sé-québebida de lima.

Todas las miradas estaban fijas en él. Varios codos sobre las me-sas, bastante limpias, para ser honestos, y muchas manos sobrementones. Numerosos ceños fruncidos y una que otra ceja izquier-da levantada. El orador, comprendiendo acerca de la necesidad in-terpelante de sus amigos, con grave tono señaló:

—“La gota surcaba la sien y las mejillas resplandecían de rubor.

Un pequeño círculo acuoso en la mesa de madera alrededor del

Sensación universal

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32 - Gabriel Solaro

vaso vacío. El aire cálido era mecido de un lugar a otro por el plás-tico ventilador, cuyo sonido monótono y triste se mezclaba conla asfixia que producía. La mosca verde pudo contra todo tipo de

veneno circundante y se paseaba a su antojo por entre los platos dela pileta de la cocina. El perro echado en un rincón, con las patastraseras abiertas como una rana disecada. Su lengua, jadeante. Alláa lo lejos, casi en la otra punta del desierto, la manija de la hela-dera relucía entre el sopor. Demasiado complejo llegar hasta ella.Demasiado… demasiado… Calor. Pesadumbre. Malestar. Vacío.Sudor. Cansancio. Sed.

La gota fría surcaba la sien y las mejillas resplandecían en supalidez. Un pequeño círculo acuoso en el estrado de madera al-rededor del vaso vacío. La brisa fresca era llevada de un lugar aotro por el plástico acondicionador de aire, cuyo sonido silencio-so y triste se mezclaba con las ansias por el veredicto. La moscanegra era llamada por la misma mano que la espantaba a posarse

sobre la cabeza del acusado. El guardia apostado en la puerta delrecinto con unas esposas a la cintura cual cancerbero. Allá a lolejos, casi separado por el abismo que aísla al cielo del infierno, elpor muchos codiciado fallo favorable. Demasiado injusto comopara aceptarlo. Demasiado… demasiado... Dolor. Angustia. Odio.Desilusión. Desánimo. Injusticia. Sed.

La gota fría surcaba la sien y las mejillas resplandecían de ru-

bor. Un pequeño círculo acuoso en la mesa de luz alrededor de lacopa vacía. El aire cálido era transformado por el plástico acondi-cionador y su sonido era sofocado por la música serena y a la vezinsinuante. El mosquito se paseaba a sus anchas entre los cuerpossin ser en lo más mínimo detectado. El peluche dormía en algúnlugar del suelo sin asustarse. Allá a lo lejos, relegado y fustigado porpensamientos de ensueño, la idea de que este momento termine.

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Los Secretos del Tiempo - 33

Demasiada pasión entre los amantes. Demasiada… demasiada…Fogosidad. Amor. Brío. Encantamiento. Deseo. Seducción. Sed.

Sed. Todos los seres de este planeta tenemos sed. Sed de agua,sed de justicia, sed de amar y de ser amado. Sed. Curioso senti-miento, que recorre lo fisiológico, lo temporal y lo espiritual. Sen-timiento en el que toda búsqueda humana se inicia, sentimientoen donde toda búsqueda humana se aquieta”.

Por supuesto, sus oyentes continuaban en el exacto cuadro queasumieron desde el momento en que el anciano comenzó a hablar.

Las miradas continuaban fijas en él. Los codos aún ejercían presiónsobre las mesas, las manos seguían cubriendo mentones. Los ceñosfruncidos y una que otra ceja izquierda levantada, le permitieroncomprender. En este instante, el escritor comprendió cabal y ple-namente aquello que lo acompañó desde el primer día que alzóla pluma y la sopó en el tintero. Y, mirando su ginebra, viendo através del fondo del vaso el círculo que la transpiración del vidrio

había dejado sobre la mesa bastante limpia, mientras imaginabalos ojos que en ese instante lo miraban azorados, cerró los suyos,y con una cálida sonrisa, brindó por la sed de ser comprendido.

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Los Secretos del Tiempo - 35 

No se conoce en demasía que Juan Miguel Rimoldi es, en lí-neas generales, un profundo amante y gran conocedor de las letrascastellanas. Puntualmente sabe escribir. Le fascina escribir, pero nolo hace porque lo extenúa, porque al fin de cuentas asumió la fríavara del rendirse.

Cuando éramos más jóvenes hablábamos de sus trabajos en losnumerosos momentos que compartíamos. Creíamos que no po-

dría haber alguien a quien no le interese ni un céntimo alguna oalgunas de sus obras, puesto que, ciertamente, no carecían de re-finamiento y entretención. Cada uno de los dos exponía la propiainterpretación —participación en la autoría de los relatos—: él,como intérprete de lujo; yo, convirtiéndome en parte activa de lagesta de las historias como lector; puesto que los dos aceptábamosy enardecíamos nuestros corazones con este dato, que el lector es

autor de la obra tanto como el escritor, ya que la obra completa,cabal, es la obra viva, es la obra que se lee, la obra que se haceuno con un espíritu, un espíritu que vive y por vivir interpreta, einterpreta según vivencias acumuladas. Ergo: el Autor de la obraes un escritor y un espíritu que interpreta. El escritor vendría a serel padre “biológico” de la obra; el lector, el padre “putativo”, perono menos importante. El escritor la hace ser según un cuerpo, una

La escritura eterna ocuestión de tiempo

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36 - Gabriel Solaro

vez, y basta. El lector la hace ser según un alma, le da un alma, laanima, pero en cambio no ya una vez, sino cada vez que la lee.

 Juan Miguel no es hueso duro de roer en cuanto a constancia.Si a ella nos referimos podemos argumentar, sin temer equivoca-ción, que dejó de ser su apologeta hace ya un tiempo considerable.

 Abandonó sus filas durante algún año de la escuela media. Diga-mos que es de los que arden en lugar de durar, de los que prefierenla obra faraónica más que la invalorable importancia del trabajitode hormiga. Mira la hormiga –dice el libro de los Proverbios– yserás sabio.

El día había sido agotador. Él no era un poeta, por lo que leestaba permitido trabajar en el rubro comercial durante la tarde.Contando papel moneda, intercambiando trabajo alienado porcapital para un tercero de quién no conocía ni la nariz. Durantela mañana solía estudiar o dormir, y por la noche, solía escribir.Entre amistades, juegos, deportes y novia solía escribir. Aún siendo

amante de las adulaciones, Juan escribía principalmente para suspropios ojos; para que, cuando la obra pase delante de su alma,alma que cumpliría entonces otro rol, sienta ese placer, que muypocos pueden experimentar hoy en día, de estar leyendo algo querealmente vale los minutos. Escribía para leer algo que lo hagapensar “¡Cómo me gustaría haberlo escrito yo mismo!”. Esa no-che no tenía ganas de escribir. Estaba cansado. No tenía ganas deenfrentarse a un teclado y un monitor. Ese era un momento quelo atemorizaba. Temía no saber qué tipear, temía no tener ideas,no tener maneras de decir lo que circulaba confusamente por sumente. Lo incentivaba el deseo de la obra terminada, y lo desani-maba lo trabajoso de darle forma, de darle el cuerpo. Realmenteel suplicio de comenzar, no pocas veces era más inmenso que lasatisfacción de contemplar la pieza concluida, lista, o como a él legustaba llamarla, renunciada.

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Los Secretos del Tiempo - 37 

Cansado y con el peso de la vida encima, abrió el correo elec-trónico y descubrió la llave maestra de su dicha. Un editor deseabaque su nombre aparezca en una vidriera, o en unas, o en muchas.

Habría leído parte de su material en un Blog de Internet. Esa fuela explicación que le dimos al hecho. La editorial se haría cargo delos trámites de registro y demás burocracias. Incluso ofrecía unaconsiderable suma contractual si el material solicitado colmaba lasexpectativas de los evaluadores del grupo editor.

No siempre las oportunidades golpean de esa manera la puerta

de las personas. Ahora se abría ante su conciencia de artista unanueva disyuntiva: ¿No perderían, acaso, sus obras, la pureza dehaber sido gestadas porque-sí? ¿No opacaría su ingenio artísticodesinteresado el factor dinero que se plantaba ahora ante sus ojos?

Cuando hablábamos Juan Miguel y yo de las obras de arte, dequé era en verdad, y qué no era para nada “Arte”; nos regodeába-mos en proclamar a viva voz que la causa final de la obra es prácti-

camente lo determinante. Nos gustaba esgrimir ante los oídos quepadecían nuestra filosofía barata la analogía con el verdadero polí-tico y del falso político. El verdadero político pone como finalidadde todo su accionar en el Estado el deseo ardiente de su corazónde llevar a la ciudadanía entera a un mejor estado que el actual. Sudeseo es el “bien común” y todas sus decisiones y tendencias esta-rán inspiradas por ese axioma. De este modo, su obrar será digno

de un hombre entregado a su Polis , será, por ende, un  político.Por el contrario, cuando el político tiene como meta el acrecenta-miento de sus bolsillos, todo su obrar buscará ese fin y será un malpolítico; o mejor, dejará de ser considerado político. Será un poli-tiquero, un charlatán, un sofista, un corrupto, un embaucador, unfarsante, un mentiroso, un ladrón, etc. Es decir, un falso político,y por ende, un no político. De igual modo, cuando el artista, de

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cualquier rubro, pero pongamos como ejemplo el que hace can-ciones, tiene como fin el desarrollo de su espíritu que compone,el deseo profundo de compartir una experiencia –descubierta o

por descubrir–, el dejarse llevar por la perfección de formas quereclama la pieza dependiendo de eso mismo que quiera transmitir,el despertar de la interioridad propia o de la interioridad del querecibe el don mismo que es la obra tanto para los demás comopara sí, el mundo infinito que se revela; entonces estamos frente auna canción que es una obra de arte, y frente a un compositor quees un artista. Lamentablemente, suele pasar que el que compone

canción se debe dejar llevar por los deseos de la masa impersonaly por las bajadas de líneas  de los que ponen la mosca para que lacanción suene, y por las ávidas ansias de ganar dinero, y nada másque dinero; entonces el arte se pierde y no estamos ya frente a unaobra de arte sino frente a una invención más del sistema capitalis-ta, que debe ser consumida, y por ende, ya no se recibe como don,sino más bien como mercancía, cuya ausencia de posesión generapersonas que son presentadas como excluidas de toda una red so-cial. No sos adolescente con onda si no conocés tal banda de casimúsicos. No sos un pibe piola si no conocés tal grupo, cuyas con-tinuas expresiones son sospechosamente incitantes a la violaciónde la ley. La necesidad de vender a gran escala, o simplemente detener un golpe de impacto masivo, como dé lugar, destripa la obrade arte, es una vejación a la obra de arte, una lisa, llana y terribleprofanación. ¿Se convertiría ahora Juan Miguel en un profanador,

en un abominador de la obra de arte por el hecho de verse forzadoa escribir a cambio del dulce néctar del dinero?

Todos estos pensamientos inquietaban la mente de Juan Miguel,mente que sin embargo no podía cavilar una idea más aterradoraque aquella que le susurraba al oído maquiavélicamente otra máscruda salpicada de realidad: le habían puesto un plazo para la en-

trega del material.

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Los Secretos del Tiempo - 39

En ocho meses debía presentar una obra inédita, de al menos224 páginas. Realmente parecía estar a punto de fenecer de des-ánimo. Realmente no podía trabajar bajo semejante presión. Real-

mente él no había nacido para semejante cosa.

 Yo lo alenté. Ahora me doy cuenta de que quizá demasiado.Quizá fue un error. Mi error.

No sin demora aceptó Juan Miguel finalmente, y a duras penas,el desafío y comenzó. Su expresión facial desmejoraba con el pasode los días. Era demasiado. Demasiado sacrificio pasar todas las

noches por el duro examen de responder al requerimiento de quelas páginas vayan en constante, constante aumento. Cada día nue-vo en el almanaque, hasta llegar la noche, era un suplicio. En suandar denotaba pesadumbre. Sus brazos habían cobrado un pesoinfinito, su espalda, su cabeza, sus pies. Derrotado. Un fantasmaerrante. Un andar errático para llegar a ningún lado. Para escapar.Escapar del pensamiento, del pensar. Pensar durante todo el día

en que debía escribir, en que debía cambiar ocio por trabajo, yademás, trabajando con la certeza de que la obra terminada noera para sus ojos, ni para alimentar su ego recopilando elogios.Era para alimentar su billetera. La causa estaba viciada. Él lo supo.Pero a medida de que el trabajo avanzaba se daba clara cuenta deque los folios eran buenos, de que las historias eran excelsas, y deque más de una página, seguramente, alguna vez, sería arrancada

del libro para ser enmarcada y adherida a una pared. Aunque estono mitigaba su angustia, muy por el contrario, la acrecentaba. Sa-bía que cada página nueva debía estar a la altura de la anterior, yrepasando las primeras, las modificaba casi íntegramente para queestuvieran a la altura de las últimas. “Ah, sí. Cada despertar me lle-naba el alma de un peso indecible, y me hacía plantear el eventualabandono de todo” había dicho años más tarde.

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40 - Gabriel Solaro

 A la mitad del tiempo límite impuesto por la editora, Rimoldihabía escrito y corregido el 97% del material a presentar. Mate-rial notable. No solo era lo mejor que había escrito, sino que, sin

duda, era lo mejor que había leído. Historias impactantes, imáge-nes visuales inmejorables, estados de la psiquis representados conmaestría, personajes que seguramente quedarían grabados en lamemoria de los lectores para siempre.

Una noche tibia, de invierno aún, pero tibia, debido a su proxi-midad con la tormenta de Santa Rosa, Juan se despedía telefó-

nicamente de su novia, Sofía Helena, llegando a la puerta de sudepartamento y prometiéndole que al otro día, a media mañana,se acercaría hasta su casa para estar un rato juntos y gastar así eltiempo. Abrió la combinación de la cerradura con la llave, empujóla puerta y se adentró en sus dominios. Cerró nuevamente con lla-ve, puesto que ya no pensaba salir hasta el otro día. Colocó la trabahabitual, que reforzaba el accionar de la cerradura, y caminó hacia

el baño. Una vez preparado se dirigió al dormitorio. Arrojó las llaves sobre la cómoda y se sentó en el sillón que

utilizaba frente a la mesa de su PC. Presionó el botón de Power yesperó a que se cargue el sistema operativo.

 A la mitad del proceso de iniciación del sistema el monitor seennegreció. Ante la ligeramente dibujada sonrisa y los ojos serenos

de Juan Miguel, solo mostraba un pequeño guión titilante en elextremo superior izquierdo de la pantalla. “No importa –pensó–,reseteo y listo”. Y reseteó. La computadora “bippeó” y comenzó acargar con normalidad. A mitad del proceso, nuevamente, ocu-rrió algo, y la pequeña sonrisa se desdibujó totalmente. Ahora elmonitor mostraba una pantalla de fondo celeste muy oscuro, casiazul, con letras blancas que daban un mensaje que él no compren-

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día del todo pero que no le sonaba para nada bien. Rezaba algoasí: (0xc0000005). Rundll32 fatal error. HDREG Error 53. address

0xaa49d9de base at datestamp entre otras muchísimas líneas que

sería irrelevante transcribir. Juan no era un técnico ni demasiadoversado en estos temas. Sin embargo se dio clara cuenta de que estono podía ser para nada bueno. Claro está, con el indefectible signoque representaba a su conciencia la pequeña frase “fatal error”.

–Es el disco, macho. Lo vas a tener que cambiar. No sirve más.Venite el martes a la tardecita. Ah, y le vamos a cambiar la fuente

también, porque está muy viejita, y es muy probable que haya sidopor eso el problema del disco.

–Uh. ¡Qué cagada! ¿Y se podrá rescatar la información?

–Mirá. Vamos a tratar... Por lo que vimos, está difícil. ¿Teníascosas muy importantes?

–Emm… Algo así.

–¿Y tendrás alguna copia de seguridad por las dudas?

–Y… Algo. No sé, no me acuerdo.

–Hay que hacer copias de seguridad de todo. Mirá… ¡Acá allocal llega cada uno! Desesperado porque se le borró la tesis, o eltrabajo final de qué sé yo, y así. ¿Qué vale un DVD? Dos pesitos.

 Y te ahorrás un toco de quilombos. Encima, viste, te exigen queles salves los datos. Magia no hacemos, son cuestiones magnéticas.Se pierden fácilmente.

¿De qué valían ya las recomendaciones? ¿De qué valía lamen-tarse? Todo estaba ahí. Y nada más que ahí. Ahora bien, la pregun-ta fundamental sería: ¿Estaba ahí? En lo profundo de su alma sabía

que no, que ya no. Supo que la información se había perdido, se

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había transformado en energía calórica, se había esfumado parasiempre, esperándolo en un éter  eterno, en un limbo más allá de laluz, del ritmo y de la crueldad de Cronos, hasta el día de su partida.

Sin embargo estaba a tiempo de reescribir todo. A tiempo de soñarotra vez las historias, de recrearlas, de darles cuerpo nuevamente.Pero esto no era una cuestión de tiempo. Había dejado de serlo.

 Algún par de años después de estos acontecimientos, Rimoldicaminaba por la zona del rosedal con un maestro de la kabbalah,especializado en la esfera Biná, aquella de la inteligencia siempre

activa . Mientras paseaban y se regocijaban con el paisaje cuasi ce-lestial, el maestro dijo:

—“Esas historias quizá eran demasiado para el papel. Era claroque no podían perecer plasmadas en papel. Ahora pertenecen a latotalidad del Universo. A la totalidad de las almas. Incluso perte-necen a este jardín, que seguro es más hermoso ahora que antesde lo que te ocurrió. Tus escritos, si continuabas con la idea de

publicarlos, te iban a pertenecer, así como a las personas que losleyeran. Ahora nos pertenecen a todos. Quizá algún día, mientrasleas, incluso mientras leas textos más antiguos que esta ciudad,reconozcas signos, vestigios de tus ideas plasmadas por otros. Note alarmes. La inteligencia va más allá del tiempo, y más allá de loslímites que le impongamos. Hiciste bien en no reescribir. Lo quete fue arrebatado, no debe ser reclamado, porque te aferrarías a ello

con malsana codicia. El día en que vos perdiste, todos ganamos,y, de alguna manera, vos ganaste más que nadie. La energía queentregaste al Universo no será estéril. Lo sabrás con certeza algúndía, cuando veas en el rostro de una joven la perfecta descripcióndel personaje principal de tu obra, cuando toques en un mármolla clara sensación que quisiste describir en aquella línea, cuandorefresques tu sed con un agua que ya nadie podrá beber y entiendas

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que eso es lo que deseabas cuando escribías algo y sabías que eraúnico. Pero lo único es triste, porque es solitario”.

Ese día, al escuchar el canto de los pájaros, al ver los colores delas rosas, el vuelo de las mariposas y de las abejas, al vislumbrar a lolejos la fuerza del río y la inmensidad de las nubes, entre las cualesla luz del sol, impetuosa, se abría paso; al sentir el temple de lospinos y el rocío de los álamos sobre su rostro, al percibir frescasfragancias y al escuchar la risa de los niños, sonrió con esperanza,abrió los ojos, contempló, respiró profundo, y se sintió abrazado.

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No hace mucho me preguntaba por el día en que dejé de serun niño. Pensaba en situaciones, dolores, vivencias. Sin embargola vida me mostró hoy una chispa de ese misterio insondable quela nutre y que nos permite entender que de este mundo solamen-te nos llevaremos lo mejor. Los afectos, el amor por los nuestros.Cuando repaso esas situaciones, dolores y vivencias, que, supues-tamente, me habían hecho salir del estado de  puer   para pasar ala adultez, no dejo de repetirme una palabra: “iluso”. No habíadejado de ser un niño. No hasta este preciso y precioso instante.Porque hoy vi los ojos de mi padre más cristalinos que de costum-bre, más rojizos. Porque hoy vi en su rostro dos estelas de rocío,vi en su mirada un anhelo tan hondo… una congoja tan profun-da… Hoy su historia, tan serena, tan secreta, tan extraña no meinquietó. Hoy su historia, en cambio, lo conmovió a él, y a mí meconmovieron sus lágrimas. Tal vez fue mi pregunta imprudente.Esa que hace temblar el barro de los gigantes.

—“Tu abuelo vivió toda su vida en Europa. No pudo llegarhasta acá. Sus cosas en lo económico no andaban bien. Él era obre-ro y tenía muchas deudas. Cuando apareció la posibilidad de venirpara estas tierras a “hacerse la América”, solamente, y a costa demucho sacrificio, pudo pagar un viaje: el de tu abuela. Además, sus

Cuestión de tiempo ola escritura eterna 

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acreedores lo tenían agarrado bien de las pelotas, así que mientrasno pudiera ponerse al día tampoco podía emigrar. De borrarse, nihablar, porque tenía un orgullo de oro. No eran jóvenes pero tam-

poco viejos, y el pensamiento de progresar los llenaba de calma.Ese único viaje que pudo pagar, por esos designios de la vida, meincluyó a mí, que viajaba en el vientre de tu abuela.

Esta nueva forma de vivir no fue fácil para ella. Imaginate queestaba en un lugar desconocido, descubriendo otra cultura, y en-cima sola, sin el cálido amor de su vida, sin aquel que, aunque hu-

biera miseria, la hacía sentir como una reina. Sin su humor agra-dable, sin sus abrazos. Por primera vez, ella tuvo miedo. Siempreme decía tu abuela que fue el único momento de su vida en el quese sintió paralizada por el pánico. Sin embargo, pensándolo desdeotro punto de vista, no es difícil llegar a la conclusión de que fue,sin duda, mucho más difícil para él, que sabía que su esposa estabasola a miles de kilómetros, y embarazada.

Esta situación lo afectó mucho, mucho. Se veía ahogado. Alpunto que comenzó a sentir toda esta pesada carga repercutiendoen su salud. Particularmente en su corazón. Y sí… Un círculo vi-cioso. Tanto ansiaba acompañarla que más duro trabajaba, descan-saba mal y más enfermaba. Intentaba ahorrar para venir, pero todolo que ganaba parecía que se le escurría entre los dedos, porquecon una parte pagaba de a poco sus deudas, y otra parte enviaba

para que mi madre pudiera vivir un poco mejor. Toda esta agonía–porque así debe haber sido para él– está presente en sus cartas.Las cartas de mi padre a mi madre. ¡Qué tesoro! Hasta hace pocolas conservé, como prueba de la valía de mi padre. Qué varón. Quévarón. Qué entrega, qué amor. Profundo, fogoso, sincero, pleno.Siempre gallardo eh, siempre elegante, siempre cariñoso. Jamás,por más difícil que estuvieran las cosas, sonaba devastado. La ver-

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dad es que toda esa esperanza realista, contra toda esperanza perorealista, la llenaba de fe también a mi mamá.

Pero hay cosas oscuras también en este punto. Mientras yo ibacreciendo me daba cuenta cada vez más claramente que, a pesar detodo aquel cariño hecho nota, a mí nunca me mencionaba en lascartas. Nunca. Jamás. Era como si yo no existiera. Hasta el puntode ni siquiera preguntar cómo estaba yo. Si jugaba, si reía, si erafeliz…

Mi madre me hablaba de cómo él proyectaba y soñaba la vida

 juntos, los tres. Sin embargo, las pocas certezas que podía tener enconcreto sobre mi padre mostraban a un hombre que vivía sola-mente para su esposa, y no para mí. Años y años me pregunté: ¿porqué? ¿Es porque nunca vio mi rostro? ¿Es porque nunca escuchó“papá” de mi boca? ¿Es porque nunca besó mi frente? ¿Es porquenunca me acunó y arropó en una noche de invierno? ¿Por todo estoacaso no me amaba? ¿Por todo esto no me amó? Mamá, cuando

terminaba de leer la correspondencia que llegaba de mi padre, y alpersistir esta actitud de no interesarse por su hijo, me miraba conternura y con compasión, y parecía decirme, sin palabras, “pero élte quiere igual”. Tener un padre, hijo, muchas veces es complejo.Quizá más el no tenerlo. Pero por seguro que lo más difícil es sa-ber que te ignora… Un día empecé a sentir culpa por todo. Por elfracaso de los planes de mis padres. Culpa por la enfermedad de

mi papá. Culpa por la soledad de mi mamá. Yo era la razón de ladesgracia de ese matrimonio. Yo y mi existencia. Ahora bien… Eltiempo, hijo, el tiempo… El tiempo sana… El tiempo renueva.Hace nuevas las cosas. El tiempo es como un soplo de Dios.

La prueba de esto fue mi viaje por la Isla de Sicilia. Mientras re-corría el pueblo natal de mi mamá, en una playa pude divisar a un

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pequeñito, de unos 6 o 7 años junto al agua del mar. Era atardecer.La marea estaba por levantar. Me asusté un poco por la posibilidadde que algo le pasara al niño. Pobre ingenuo. Esos chicos conocen

antes el mar que la comida y la pelota. Vi que llevaba algo en lamano. Era una rama de olivo. Mientras me acercaba me di cuentade que dibujaba sobre la arena húmeda, muy cerca del agua. Mien-tras más pasos daba, mi asombro crecía. No dibujaba. No señor,ningún dibujo. Escribía…

Cuando llegué muy cerquita de donde estaba, alzó la cabeza yme miró. A los ojos… Me sonrió con esa inocencia que llena depaz y bajó la vista otra vez. Yo miré la arena. En ese momento sentíque las piernas se me aflojaron. Empecé a temblar como una hoja.Vos sabés que… la arena… en la arena, ahí, escrito en perfectocastellano… en la arena… todavía se me quiebra la voz cuando lopienso… decía:

Hijo mío, te encomiendo a Ariana, mi perla.

Hijito mío. Mi fuerza y mi vida.Con amor, Papá.

Mi asombro fue infinito. Quedé estupefacto. Con los ojosabiertos de par en par. Me sentía como en una nube. De prime-ra no pude entender. Vi cómo prontamente el agua desdibujó lasletras y cambiaba la arena de lugar. La arena se dispersaba, peroel mensaje, tan simple, lo arrastró el mar hacia su más increíble

profundidad. Hacia todo lo que de inmenso tiene el océano. Yopienso, hacia el Universo. Toda la noche me quedé junto al aguadel mar, con un nudo en la garganta. Sin saber si estaba dormidoo despierto, sin saber si al final la demencia senil se me precipitabaanunciando mi pronta muerte. Cada tanto tocaba la arena, tocabael agua y cerraba mi mano, como queriendo hacer mío todo esemisterio.

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Cuando amaneció yo permanecía junto a la orilla, mirando elhorizonte, mirando el agua, mirando la arena, mirando la rama deolivo que tenía el chico y que había quedado cerca de la costa. Se

me acercó un lugareño, de edad. Quizá de mi edad. Cuando yonoté su presencia me miró fraternalmente y me dijo en su típicoitaliano de isla: “Un hombre, hace muchísimos años, pagaba unagallina y tres panes por semana a mi padre para que escribiera unmensaje en la arena, todos los días. Es tradición ya en mi familiahacerlo a diario. Contaba mi padre que el hombre, con lágrimas enlos ojos decía que su hijo era el mejor de todos los hijos, la alegríay la razón de su vida y de su lucha. Decía que el pequeño ahora es-taba lejos, y que la tinta y el papel no eran dignos de él… No erandignos del amor con que lo amaba. Amor que lo hacía levantarsetodos los días y confiar en que sería una gran persona. Creo que, apartir de hoy, podemos dejar la arena y el mar en paz, ¿no es así?”Lo miré, y respondí con la voz en un hilo “Va bene”. El hombre

respiró profundo y se alejó satisfecho, con una sonrisa grande.El sacrificio de mi padre pudo contra todo. Pudo con su muerte

y pudo con mi odio.

En las sonoras palabras de mi madre yo no pude verlo. Peroahora, cada vez que camino por la costa del atlántico siento su vozde mar en mi oído, su arrullo de brisa en mi hombro, y su beso en

mi frente.”

Mi padre lloró. Yo apenas pude abrazarlo tímidamente.

Mi abuelo quiso que el amor por su hijo sea infinito como lascorrientes marinas, quiso que su mensaje recorriera el mundo has-ta encontrarlo. Y quizá por su esperanza inquebrantable, al finalde cuentas lo encontró. Quizá sea cuestión de tiempo… Quizá el

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amor de mi padre aún recorre el mundo, buscándome. Quizá seacuestión de tiempo… Quizá simplemente está ahí… Simplementeahí… Esperándome…

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Te escribí una carta. Pero no para que sepas qué pienso hacer.No para que sepas qué siento. Sino para que al tiempo en que latengas entre tus manos y tus dedos acaricien el papel, y tus ojosperspicaces la vean, y tu mirada indiferente la arrulle, yo pueda leerlo que no me dices ni con palabras ni con gestos.

Esta carta marcará la diferencia entre lo que siempre es tu victo-ria y lo que ahora será la mía. Abrirá una brecha en nuestra histo-

ria. Porque juegas conmigo y yo, como un tonto, acepto un juegoque jamás conquisto. Escribí esta carta porque este juego ya notiene sentido y creo que los dos estamos hartos de que la historiasea una y mil veces la misma.

¿Por qué no me hablas nunca? Si tan solo me dijeras una pala-bra, cualquiera sea, no importa si mientes o si pronuncias con ver-

dad. Yo sabré que tu idea es engañarme. Pero te limitas a mirarmey a escuchar lo que digo. Analizas mi estrategia, estudias mi risa,miras mis manos y pareces entender lo que pienso. Pero nunca esal revés.

Te escribí una carta. La carta se mezclará con otras y supongote pasará desapercibida. Pero quizá, algún día comprendas lo queintenté con ella. Y cuando lo hagas será tarde, pero tarde para ti,

Te he ganado

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porque yo habré vencido. Cuando digas esa palabra tan fea, cuan-do digas ¡tramposo! yo no estaré ahí para escucharte, me habré ido.

 Y cuando llores por la carta que escribí, quizá comprendas queno eres ni la primera ni la última persona que ha sido engañada.

Te escribí una carta. Y ahora, mientras repartes de la baraja,solo espero que no veas la pequeña raya que escribí sobre el entra-mado del naipe que te ha tocado. Escribí una carta, y ahora que latienes entre tus manos y tus dedos acarician el papel, antes de quetus ojos perspicaces la vean, y tu mirada indiferente la flirtee, yo

puedo leer lo que no me dices ni con palabras ni con gestos, y séqué tengo que hacer para ganarte esta vez la partida.

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En mayo de 2001, una agrupación compuesta por tradiciona-listas locales que se reunían en calle Pellegrini de la ciudad capitalde Entre Ríos, organizó un interesante concurso. Las bases, másallá de todo el aburridísmo apartado legalista del folleto promo-cional –que sin embargo parece ser imprescindible exista en todoaquello que diga cómo son las reglas de cualquier cosa– eran bas-tante simples: “Cuenta la historia de tus ascendientes”. La historiamás original sería premiada con un viaje a la tierra natal de losascendientes, con todo pago, durante 14 días y 13 noches. El cer-tamen era por demás tentador.

No podía evitar imaginarme en los vastos valles de la gran Si-cilia. ¡Ah! El Mediterráneo, la música típica, las artes culinariasque están gravadas en nuestra sangre y en nuestro inconsciente. Lamúsica, la danza, los vestidos, la gente. No podía más que pensar-

me entre sus barrancas y sus paisajes paradisíacos. Sus montes y susprados floridos. Caminando, con la brisa primaveral que acariciarami rostro, por las exóticas, coloridas y adoquinadas calles medie-vales. Observando ese velero que parece tan libre, lejos de la orillaque besa el Mare Nostrum, sentado sobre una gran roca, mastican-do un pasto de la hierba tierna que rememora los olivares. Pero…siempre hay un pero. Había letra chica. Bueno, en realidad, era

Eugenio fustiga a su pueblo

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chica para mí. Aquel folleto, inmediatamente después del anunciodel premio rezaba: “Solo dentro de Entre Ríos”… y comprendíque entre las aguas pardas del pariente del mar –pariente lejano,

diría yo–, o algún riacho similar, se irían mis ilusiones. Claro. Nopodía ser más claro, más simple. ¿Cómo no recordar que el enteorganizador se denominaba: “Grupo Tradicionalista La EstrellaFederal”? Sin embargo, y recordando que todas las comparacionesson odiosas, mi provincia es famosa por la calidez de sus paisajes yla idea de visitar sus lomadas y sus verdes, me entusiasmó casi deigual manera, razón de lo cual decidí participar.

Si de historias exóticas se trata, el caso de Eugenio es una claramuestra de la cláusula del destino que hacía propietaria indiscu-tible a su familia de una especie de imán para la inverosimilitud.

Eugenio tuvo alrededor de 24 bisnietos. Un par más, un parmenos, es difícil saberlo. Fue padre de Homero, padre este deElías, quien fuera padre de Filomeno. Mi relación de parentesco

con él es difícil de nomenclar. Fue hermano del abuelo de los tíosy tías de Madre.

Oriundo de Federación. Hombre robusto y de gran nariz. Hu-raño, negligente de sus obligaciones cívicas y comunitarias. In-creíblemente longevo. Esto es todo lo que los de mi generaciónsabíamos de él.

No había mucho para contar, en realidad, pero sí había unacuestión que siempre nos llamó la atención a mis hermanos, misprimos y a mí. ¿Por qué nuestras tías abuelas, cuando hablaban en-tre ellas, utilizaban expresiones tales como: “Más raro que la vidade abuelito Eugenio”, o “Más malo que abuelito Eugenio”, o “Másinfeliz que abuelito Eugenio” o “Más mentiroso que abuelito Eu-genio” o “Más mezquino que abuelito Eugenio con sus números”?

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Cuando niños, no nos percatábamos de que al morir las tías sellevarían el secreto con ellas. Y solo ahora, de grandes y arruinados,nos brotaban las incógnitas; quizá por la certeza de que estas histo-

rias maravillosas descansaban ya en el panteón familiar.

Mi espíritu inquietantemente curioso me decía que abuelitoEugenio tenía todavía muchas andanzas para compartir conmigo,y mi razón poco práctica sabía quién era la persona indicada paraconectarlas con mis oídos, develando así mis interrogantes y micaza de brujas: Máximo Caldera Metz.

Recopilé toda la información que tenía y se la envié por correoelectrónico. Al instante lo llamé por teléfono y le expliqué que ne-cesitaba rastrear la historia de este ascendiente mío y que él era miúnica esperanza en esta compleja empresa. Máximo me respondióque lo haría con mucho gusto, y que no dudaría en suspender susactuales investigaciones a fin de darme una mano a mí. Me pro-metió que en un mes me sería enviado un correo con todo lo que

hubiese podido recabar. Y me dejaba la ardua tarea de darle formaa esos datos y organizarlos según la estructura del relato.

El mail se hizo esperar. No quiero falsear lo que él contiene, porlo que decidí compartirlo íntegro con ustedes. Tampoco quierohacer un comentario previo a la lectura del mismo para no condi-cionar a los lectores. Lean y vean. Ustedes sean jueces.

 Asunto: Eugenio fustiga a su puebloDe: [email protected]: 13 de agosto de 2001 02:03:05 a.m.Para: filosofí[email protected]

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 Amigo:

Te escribo desde Federación. Creo que ya no tengo más nada

para rastrear. Te cuento todo tipo crónica: llegué a este pueblitohace como 2 meses. Una muerte la verdad. Bah, no. Bueno, qué séyo. Depende. En fin.

Según el riguroso sistema de historiografía que yo diseñé, cuan-do uno quiere saber algo sobre alguien la primer cosa que tiene quehacer son dos cosas: 1 si nació en verdad (onda el Che), o si es uncuento (onda Sócrates).

Fui a la iglesia del pueblo, o ciudad, no sé, y pregunté por losarchivos. Me dijeron que las actas de nacimiento y bautismo queno se perdieron están en el obispado si tienen más de 40 años. Osea: primero teníamos que especular con que Eugenio haya exis-tido de verdad, segundo teníamos que contar con que no se hayaperdido el registro de su nacimiento, y tercero, teníamos que espe-rar que Eugenio haya nacido hace más de 40 años, cosa poco pro-

bable porque vos me decías que era un tipo muy vigoroso. Preferídejarme llevar por la tradición de tu familia y mi instinto científicoincuestionable y llegamos a la primera conclusión: tenemos el pri-mer dato. Tu pariente vivió de verdad, y lo hizo en este lugar.

2) La segunda cosa. Saber si murió realmente, puesto que siintentamos llegar a hablar de alguien que aún vive lo que digamospierde toda relevancia. Y en este punto la cuestión estuvo mucho

más complicada: sus restos no descansaban en el cementerio. Tuvela sensación de que tu abuelo estaba todavía vivito y coleando en-tre los habitantes de Federación. Pero investigando descubrí unsecreto más sombrío aún que aquella posibilidad. El antiguo ce-menterio está sepultado para siempre bajo el agua. Sí. ¿Y esto porqué? Resulta que, según los moradores de estas tierras, la ciudad setrasladó. Sí amigo, leíste bien. Se trasladó! Como una casa rodante.

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Estaba en un lugar y después se cambió. Así que la historia de tuabuelito, o mejor, Bis-tío-abuelo, me sirvió para conocer lo queva a ser mi próxima investigación que me sacará de este estado de

aparente anonimato. Algo nunca antes explorado! El misterio másmisterioso de esta provincia! “De cómo Federación fue trasladadapor la inauguración de la represa de Salto”. Mierda! Ahora sí quela pegué! Gracias amigazo!

Bueno, pero volviendo a lo nuestro, pude sacar 2 nuevas con-clusiones: a) Eugenio no vivió en esta ciudad de Federación, noen este lugar, sino en otro. Con lo que queda derribada nuestra

primera conclusión, expuesta más arriba. b) Parece ser que Eu-genio fue uno de los antiguos moradores de la antigua  ciudad deFederación; ciudad ahora yaciente bajo el lago que se formó por larepresa que construyeron. De hecho, murió en la antigua ciudad.Tapado por el agua. Sí señor. Cuando empezaron a inundarla élprefirió quedarse. Y no es para menos. Imaginate. Dicen algunosancianos que cuando la ciudad fue inundada, incluso las aves del

cielo se vieron consternadas, al punto de que en su vuelo surcabanel firmamento buscando lo que antaño fueran sus nidos en sus ár-boles. Qué horror! Que te saquen de tu lugar lleno de arboledas yvegetación, donde están todos tus recuerdos, tus memorias infini-tas, tus afectos materiales y te quieran llevar a una especie de barriogigante del IAPV con casas todas igualitas y sin un solo verdor entoda la zona, te querés deber morir. Esta fue la primera conjeturaexplicacional que le di a la muerte de Eugenio. Pero, en realidad,Eugenio no era el caso. Él decidió quedarse y morir en su ciudadporque no soportaba a los vecinos. De hecho, no soportaba a lapoblación entera. Quiso ver la ciudad en la manera más hermosaque se podía: sin gente. Absolutamente vacía de sus parroquianos,de sus vicios, de sus voces, de sus caras abarrotadas y funestas. Yse conmovió tanto ante esta imagen que quiso contemplarla hastael final.

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Pero Eugenio no era loco tarado. No, no, no. Tenía buenos mo-tivos. Según averigüé, este buen hombre estaba peleado con todoel mundo por dos o tres razones: 1. él notó que cuando tomaba

mate la yerba, al enfriarse, quedaba de color verde oscuro oscuro, yno clarito. Por lo que dedujo que debía haber una elevada concen-tración de soluciones salinas en el agua de las napas subterráneas.Se podía, de hecho, hacer una profunda excavación en zonas de-terminadas y hacer brotar agua hasta la superficie, que, según susestudios, estarían a temperaturas de 25º, 30º y 40º, dependiendode la exactitud y prolijidad de los pozos. Además planteó a lasautoridades la posibilidad de crear todo un complejo turístico di-señado a partir de la novedad del agua cálida que sale de la tierra,para atraer a la zona divisas que no se generen directamente a ex-pensas de la producción local. Lamentablemente el que no lo tomópor estúpido, lo trató de delirante. Acarreó burlas e injurias pordoquier. (Dicho sea de paso, ahora sí funcionan las termas y sonmuy monas). 2. El gran Eugenio, cuentan los jovatos de la zona,había desarrollado un método increíble para ganar en el tradicio-

nal sorteo del Quini. Lamentablemente solo funcionaría una vez,a causa de las furiosas leyes matemáticas de las probabilidades. Lasuerte estuvo de su lado y justo en el sorteo en que debía participarse entregaban unos 10 millones de pesos. Eugenio atesoraba esos 6números más que su propio sueldo. La población entera se burlabade su “superstición”, pero él les demostraría a todos, esa noche, quela ciencia podía más que sus vituperios. Apostó sus números: 14-26-27-30-00-19… y los números que salieron fueron… Redoblede tambores… 14-26-27-30-00-19.

Vos te preguntarás ¿Dónde están esos 10kk de pesos? ¿Cómo esque no me llegó una parte en herencia? Y acá está la respuesta delmillón! (O de los millones, jaja… chascarrillo, broma): este viejitoloco, aparentemente en verdad no era considerado tan loco… elpremio se entregó de una manera fuera de lo común. Sin prece-dentes ni post-cedentes! Se repartió entre las 3000 personas que ju-

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garon a esos números. Oh, casualidad, todos los apostadores erande la ciudad de Federación. Lo que significó unos 3 mil pesitos,más o menos, impuestos descontados, para cada uno. Bastardos.

Le robaron los números al viejo! Por si las moscas, jugaron… To-dos quedaron conformes. Menos Eugenio, que en una noche, y noprecisamente de borrachera y vicio, perdió 9 millones novecientosnoventa y siete mil pesos. Esa noche los maldijo a todos con iramacabra. Nadie escapó de su condena. Primogénitos, jóvenes yviejos. Todos acechados por su mirada inyectada en odio. Y conla tormenta desatada de su furia infinita, juró vengarse hasta laeternidad, aún a costa de perder su alma para siempre, de estamonstruosa plebe qua le había quitado primero su honor, y ahora,su fortuna (¿?)1.

He aquí mi más grande conjetura: Eugenio fue el máximo pro-motor del traslado de la ciudad y del hundimiento hasta la eter-nidad de todo lo que el tiempo no puede borrar de la piedra y lamadera: los recuerdos. ¿Cómo recordar si tus sentidos no percibenlo exterior, condición para la reminiscencia? Eugenio impulsó elhundimiento de la ciudad. Pero esto será tema de mi próxima in-vestigación.

 Ah sí! Eugenio lo hizo! Con él es verdad!

Con cariño.Máximo Caldera Metz

Extraño, ¿no? Para qué expresarlo con palabras…

Sin demora armé la extravagante historia gracias a las aproxi-maciones que me facilitó Máximo.

1 - N. del A. La expresión simbólica es un agregado. No pertenece al E-mail.

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Un mes más tarde recibí el veredicto del jurado del concurso.

Estimado Señor:

  Le recordamos que, según las bases delconcurso, el familiar ascendiente elegido debía reunir estas ca-racterísticas: “Responsable primario, no ramificado, troncal,arcano o relativo próximo, de 2ª, 3ª, o superior, actor eficientedel carácter existente del concursando”.

VISTO:

El arriba citado artículo incluido en el panfleto publicita-rio del concurso “Cuenta la historia de tus ascendientes”; y el

 parentesco de la persona cuya historia fue narrada en su pre-sentación; y 

CONSIDERANDO:

Que la existencia del mencionado pariente suyo en nadamodifica, de manera directa, su propia existencia o natalicio,el comité evaluador 

RESUELVE:

Dejarlo a Ud. descalificado.

Queda debidamente notificado. Gracias por participar.Comisión directiva

“La Estrella Federal” 

Claro… No podía ser más claro…

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¿Quién es aquel que suele llegar junto con las sombras? Al ano-checer todo va olvidando su color.

Ella volvía del baño. Ella volvía a menudo del baño. Desde elbaño hasta su habitación. Cada noche ella caminaba en medio dela oscuridad. En medio de la inmensidad apagada. En medio delocéano encerrado en la caja del pardo cristal. Tan inmenso. Tansordo. Tan terrible.

Cada noche su sueño se divide. Se divide como un haz de luzque se enfrenta con la silueta de su propia destrucción. Se sabecon diversos sectores, como un pedazo de papel asediado por lapresión de una uña. De punta a punta. Perfectamente distinguibleen sus partes, de las cuales una sufre la paz y la otra acoge un anun-cio oscuro que no puede ser más que develado por el paso de losminutos; y los días de abril, sin embargo, aún continuaban siendo

iguales. ¿Qué cosas continuaban siendo iguales? ¿Qué es lo quesigue siendo igual cuando nunca ha pasado a ser disímil?

El baño estaba al final de un largo corredor, de piso frío y blan-cas paredes.

 Al comienzo del pasadizo dos puertas enfrentadas jugaban a serespejos en la luz y cielos en las sombras. Tan oscuros que la nitidez

Silencio

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de los picaportes redondos y plateados era la estatua marmórea enel jardín de la espesura que alaban con envidia las gélidas cariciasde la noche, que como un manto de perlas cubren lo único peren-

ne y suave del invierno (sin embargo la caricia es más inmensa quela palidez fría de la roca). Una de las puertas es la entrada al mundode un hermano. La otra, el pasaje a una dimensión parental endonde la cama se ensancha y los cabellos que quedan aún se tiñende estrellas por el paso de tantas noches.

Otra puerta hay al medio del pasillo. Lo que hay dentro, a Ella,

no le quita demasiados segundos de razón. Al final de la pared lapuerta de su alcoba se eleva como un torreón. En perfecto ángulorecto, la entrada al tocador.

 Aquella noche la función comenzó. Una noche fría que con-templó sus pasos descalzos caminar por el pasillo, desde el bañohasta su puerta. En total unos seis pasos; algunos más cortos queotros. Aquella noche, la luz que engaña las sombras del corredor

no apareció. Aquella noche el silencio de las sombras se alzaba enla espesura.

–¡Diablos! Se cortó la luz –dijo con una voz de poco volumen,entrecortada por el desuso en el tiempo en que las tinieblas inva-den hasta la misma conciencia. De todos modos esto no impi-dió que sus necesidades se cubrieran. Al regresar, taciturna, por

en medio de las sombras del pasillo, se sentía alegre por haberdespertado. Sus sueños, aquella noche, no estaban siendo rociadospor las miradas de las alas angélicas; y al revivir de entre el mundode las pesadillas, sufrió el profundo temor característico de quienaún no vive completamente. Unos instantes contempló la idea depermanecer en el lecho hasta que el Gran Rojo dejara de ser cenizasy volviera a quemar, de a poco, lo que envuelve todo y lo apaga

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todo en su ausencia. Pero otras cosas le estaban reservadas aquellanoche. Porque la misma noche deseaba contarle su mensaje. Unmensaje que se entregaría por vez primera en aquel momento.

 Al sexto paso, ya a su puerta, comienza a tantear la maderablanca para encontrar el picaporte. Mientras roza con su delicadamano nívea la aspereza de la falsa surtida, mirando, se percata delo densa que aparecía la oscuridad aquella noche. Se percata de queen aquella noche no todo era como de costumbre. Pero… ¿Quéera diferente? Ni siquiera la luz selenita se convertía en presencia

aquella noche.

 Ahí estaba la manivela redonda que conducía hacia la profun-didad del reino de lo deseado, lo desterrado o lo incógnito. Susdedos la tocaron. Su mano toda se dispuso a girarla. Sus delicadasfalanges se extendieron dándose la forma del picaporte. El mismofue finamente aprehendido, casi adulado por esos lirios delicados

y místicos cual ojos de princesa. En el mismo momento en que sedispuso a girarlo… miró. Miró por encima de su hombro izquier-do. Miró a través del oscuro túnel hacia la profundidad temible yesotérica. Misteriosa.

¿Qué vio?

¿Qué podría haber visto? La noche era demasiado especial como

para no ver algo especial. Ella esperaba ver algo. Algo misteriosoque colmara sus ansias de lo diverso, que colmara sus ansias de loque despunta por entre lo que no es el Uno.

Percibía que las sombras se alzaban recelosas por develar lo quedeseaba Ella, lo que esperaba Ella. Percibía esa luz entre la tempes-tad… esa luz que se ve a lo lejos, en medio de la tormenta. Percibía

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lo que no se capta con los sentidos. Percibía la conciencia de lassombras y del mensaje que deseaban entregarle. En el silencio dela espesura…

  ¿Qué surcaba su imaginación? ¿Qué pretendía ver? Lo queveía hasta ese momento era la espesura en la soledad de un todo. Lasoledad de lo que se presentaba. Sintió compasión por la oscuridad¡Qué solitaria! Solitaria oscuridad. Su misma presencia deshacía asus compañeros. Lo que deja sin cubrir deja sin su presencia. Sí.Pero Ella era diferente. Ella comprendía las sombras. Tal vez poresa razón las sombras querían mostrarle algo. Tal vez las sombrasquerían hacerla su compañera y mostrarle su propia aniquilación.¿De quién? De Ella o de las sombras. ¿Quién sería más generosa?¿Podrían las sombras recubrirla sin fundirla en su misma espesuraamarga y penetrante?

Tal vez podría contemplar otra cosa que su imaginación nopuede hacer luz dentro de sí misma. Algo distinto. La característica

de lo misterioso: distinto. Sentía, frente a esta idea, cómo su pieldelicada comenzaba a estremecerse. Estaba a punto de ser la únicapersona hábil para contemplar lo distinto.

¿Pero qué sería de Ella si lo que aquel océano de muerte de-seaba presentarle no era una dádiva? Lo que habría de mostrarlebien podría ser otra sombra… Una sombra que ciegue su razóneternamente. Una sombra pavorosa; asiento directo de la locura.

 Y de causar aquello, debería ser verdaderamente horrible. Tal vezuna especie de niño pequeño… con los ojos sombríos y los mús-culos desgarrados en sangre. Debería poseer en su mano, teñidaen grana y retorcida por la ira, algo así como un clavo grueso yencendido al rojo vivo. Y que con voz de maldad, saliente de unaboca sangrante a razón de la oreja que mastica grotescamente, leprometa el dolor.

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Una morbosa alteración se agitó en su ser. Un cosquilleo sen-cillo en su nuca, protegida por los suaves cabellos, hablaba de undesagrado por lo que degustaba en su mente. Comenzó a temer de

su compañera. Sin embargo no bajó la vista.

Contemplaba como esperando la inevitabilidad. Cada instanteaumentaba la tensión, a tal punto que el desenlace parecía inmi-nentemente necesario. El deseo del misterio enardecía su ser.

 Aquella noche fría no pudo contra la somatización de lo espe-rado con ardor cuantioso, y una gota cristalina de sudor asomaba

por su frente nítida y suave, anunciando el pronto desenlace dela situación. Escuchaba los tañidos de su corazón agitado por laincertidumbre ahogante y su respiración se hacía cada vez más es-trepitosa. El exceso de oxígeno le provocó un inesperado pero levemareo. Sus manos comenzaron a teñirse de su propio rocío. Lagarganta se alzaba, desequida, en un suave jadeo.

Estaba al borde de un colapso, pero finalmente, en medio delgran barrujo de sombras vestidas de basquiñas, la espera culminó.

Vio una densa nube de oscuridad.

Nada más.

Vio lo que hubiese visto cualquiera aquella noche. Vio solo ungran bloque tenebroso que comenzaba a pocos pasos de sus pies.No vio nada demasiado peculiar. Solo las sombras. Solo la tenebro-sidad de las tinieblas. Porque aquella noche, en medio del silenciode la espesura, solo se podían percibir las tinieblas. Sus pupilas,dilatadas por la carencia de luz, no se vieron demasiado obligadasa trabajar.

No vio… Pero escuchó.

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66 - Gabriel Solaro

Escuchó unos lentos pasos de pies descalzos. Pasos. Pasos en elsilencio de la espesura… Pasos que parecían anunciar el desenlaceespectralmente esperado de una historia elucubrada con penas y

misterios. Lentos y arrítmicos. A veces eran como un correteo pue-ril; otras, como quien anda camino del cementerio, en medio delcamino silenciado por la espesura. No iban de aquí para allá… Nose dirigían hacia ningún lugar. Parecían, más bien, mantenerse enun solo sitio. Ella no podía adivinar si venían desde delante o desdeatrás. Sonaban dentro y fuera de su cabeza, portadora de una men-te consternada por el sueño que tan solo unos instantes antes había

abandonado. Sueño que, aunque Ella no eligió inhumar completa-mente, cedió en la lucha al fin, ahogado, destrozado sobre aquellacama… Plácida y tibia (¿Por qué no prefirió la placidez y la tibiezaen la noche de los hielos? Hielos ocultos en el fango de su mis-ma elección, hielos ocultos en el fango silencioso de la espesura).

 Juraba que eran reales. En realidad no necesitaba jurarlo porquesolo Ella era el testigo y solo Ella el juez; solo un juez para tanta

locura y tanto misterio. Y solo un testigo para un solo crimen; uncrimen tan sumido en la borrasca de lo inverosímil. Un crimen tansumido en la oscuridad de sus cómplices. Ella y ellas, y los pasos, yel misterio. Ellas eran la daga en cuyo filo se sostiene la diferenciaentre lo uno y lo que no es… Ellos eran el escaparate en dondereina el trofeo de lo incógnito… Ella era la amante de lo incógnito.

Estos pasos, lejos de sobresaltarla, le demostraron la cautividadante el misterio en la que una persona puede hundirse.

Supo, entonces, el mensaje.

Se sentó junto a su puerta para escuchar mejor aquello cuya es-tética era mayor que la que cualquier obra de arte pudiese contenersobre sí misma. Fue precioso, aquella noche, el conocer la hermo-

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Los Secretos del Tiempo - 67 

sura de un mensaje misterioso que solo podía ser contemplado a lasola luz del propio ser deseoso de cercarlo para ceñirlo a su existen-cia. Era un misterio que abrazando abrasaba y abrazaba abrasando.

Era el dolobre de la razón que moldeaba a su parecer.

Sentada con los ojos fijos en el vacío y las manos delicadamentereposadas sobre el piso, tan blanca, tan llena de paz, parecía hacermemoria de las hadas que escucharon la dulce música del trinar delas aves en otoño y la tierna poesía de las hojas doradas que retor-nan a las raíces en invierno.

Los minutos se deshacían en dolores y uno tras otro dejabatristemente de existir. Sin embargo Ella no deseaba que el Dueñode las poderosas e incandescentes soflamas eternas volviera a salirporque conocía que, inexorablemente, aquello significaba el des-enlace de la tristeza por un sueño que olvida sus fantasías al agrie-tarse las compuertas que vedan a los representadores de las almas.

No lo deseaba.Sus ojos estaban tan abiertos como su alma ante aquellos pasos

llenos de arcanos tesoros.

 Amó escucharlos y pasó una hora, que pareció dos horas, y tres,y seis, y diez, y finalmente los pasos cesaron.

 Al darse cuenta de que había sido receptáculo de un enigma,sintióse, súbitamente, más feliz de lo que generalmente podía en-trever en su diaria práctica de la vida. Todavía entre las sombras,volvió a su lecho con una sonrisa profunda aunque casi impercep-tible; dichosa, colmada de renovada dinamización.

Se acurrucó arropándose cual ave entre las ruanas de su nido. Ysiempre sonriendo… cerró los ojos.

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68 - Gabriel Solaro

Esa fue la primera noche. Y a partir de ella, siempre, deseosade volver a acoger los enigmas de las tinieblas, dejaba los sueñosen el lecho y tomaba sobre sí las sombras. Siempre. Siempre anhe-

ló volver a escuchar. Siempre interrumpió el desenvolvimiento delos acontecimientos del mundo secreto para acoger el secreto delmundo en la vigilia tenebrosa de las sombras. El secreto del silen-cio de la espesura. Pero el secreto solo se develó una vez.

Sin embargo su felicidad nunca decayó. Se sintió elegida. Sesupo elegida. La embriaguez de aquella noche fue tan profundaque ya no necesitó más de aquel suave y fresco licor que alguna vezllenó de miel sus labios y sus ojos de luces. Esa tintilla delicada.

Podría haber, aquella mañana, salido de los enigmas o sumer-girse hasta lo más profundo de lo que fueran. Una pregunta. Unapregunta. Una pregunta en el desayuno podría haber sido, bien susalida, bien su inmersión profundísima en el mundo de lo impe-netrable. «¿Alguien se levantó anoche?».

¿Se atrevería? Tal vez su asombro y sus sensaciones extraordi-narias podrían haber llegado a un inusitado apogeo al escucharun «No», pero, ciertamente caería en una desolación de muerte alpercibir en las miradas y en las palabras lo contrario de por lo quesu corazón se agitaba y sus ojos se llenaban de brillo.

Tal vez en medio de las sombras había encontrado su razón

de ser. Tal vez por aquellas tinieblas dejaría de preocuparse por loinmerso en la tristeza de su alma, que tan a menudo rodeaban suatracción convirtiéndola en un títere de lo desgraciado.

¿Se atrevería?

 Aquella mañana, aquella fría mañana de abril, con una falsaexcusa, tomó una decisión.

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Los Secretos del Tiempo - 69

 Algunos recuerdos de la primera infancia suelen resultar enga-ñosos. Aparecen cada tanto. Emergentes. Enmarañados en nuestraconciencia. A veces salen a la luz en relatos alienados e inconexos,como usurpaciones del mundo onírico de sensaciones del mundode vigilia; sin embargo, es común también que en otros casos pa-rezcan tan reales, que uno difícilmente termina de reconocer enellos qué eventos tuvieron asidero en la vida y cuáles son merasobras de creación infantil. Generalmente cuando alguien alcan-za la vida adulta, y esta lo demuele con su cruda realidad, lapidalas pocas aspiraciones de historicidad de estos recuerdos extraños.Pero, a pesar del afán del Universo racional por desterrarlos, ellospermanecen por siempre, sembrando la chispa de lo no lógico ennosotros. Invitándonos a jugar sin réferi. Invitándonos a recordarlo que de paz y calma y alegría tiene aquella otra vida, en la queel círculo de Viena no logró penetrar. Dicen que los que se dejanseducir por este otro Universo, por el de lo mágico, por el de lomístico, utilizan todo su resto de energía en encontrar ese caminoen el que los escollos de la marcha no tienen ya que ver con hipó-tesis, ni falsaciones, ni verificaciones, sino con un todo diverso, untodo que uno no pelea por conseguir o dominar, pues en ese todola dominación no encuentra lugar, porque el todo en ese todo essimplemente conseguir.

La magia a la puerta 

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70 - Gabriel Solaro

Hace unos días atrás, mientras viajábamos embarcados en elcolectivo que lleva a la ciudad de Santa Fe, mi amigo Baigorria yyo, matando el tiempo muerto que producía a los transeúntes la

autopista en construcción, charlamos acerca de aquellos recuerdos.Cada cual comentaba socarronamente lo que más le llamaba laatención de esos flashes de acontecimientos que sobrevienen y queimprobablemente fuesen verdaderos.

Baigorria me contó en aquel momento una escena más o me-nos así: el balcón del departamento donde vivió con su familia los

primeros cinco años de su vida, albergaba una tenue luz de farol“sol de noche” y sobre una mesa ratona había una picada que com-partían él, su madre, su padre y otro nene. Recordaba a su padreun poco encorvado por la escasa altura de la mesa y el rostro muyserio. Todos comían en silencio.

Por supuesto estaría de más preguntar sobre la identidad delotro chico que estaba a la mesa, y, claro está, acerca de por qué su

padre estaba tan serio, o de por qué no tenían luz eléctrica. Es más,Baigorria afirma que jamás tuvieron en su casa una mesa con esascaracterísticas.

Cuando me pasó la posta no tuve que hacer demasiado esfuer-zo en pensar sobre este tipo de “recuerdos”. Instantáneamente mevino a la memoria la imagen de verme viajando en la Fiat multicar-

ga celeste de mi querido abuelo. Yo era muy pequeño, al punto deque apenas podía ver por encima del tablero del vehículo. Era cercadel mediodía y el sol me daba directamente en los ojos. Yo, poralguna razón, no podía cubrirme con las manos ni virar mucho lacabeza. Mi abuelo parecía perturbado por esta situación pero nopodía hacer mucho porque, además de manejar, estaba preocupa-do buscando algo que se le había caído en el piso de la camioneta.

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Mi amigo se interesó por las coincidencias aparecidas en los dosrelatos. Primero, por el hecho de desarrollarse las escenas en ámbi-tos familiares. Segundo, el tema de la luz parecería ser recurrente.

 A pesar de que la charla prometía ser interesante, no pude evi-tar abstraerme instantáneamente de las palabras de mi amigo parareposar en el recuerdo de mi abuelo. Bajé un poco la vista y cadatanto miraba a Baigorria y asentía con la cabeza sin escuchar de-masiado lo que me decía. No fue descortesía. Fue el recuerdo de sucara arrugada, su sonrisa cómplice y sus ojos que no siempre pare-

cían felices. También fue ese sinsabor melancólico que provoca lasensación de saber que no pude decirle a mi abuelo todas las cosasque ahora hubiese deseado decirle, ni devolverle el cariño que él, asu manera, me brindó.

Era un hombre extraño, pero a la vez profundo e interesante. Yo lo perdí bastante pronto y gran parte de las historias y anécdotasque me contó o quedaron bastante truncas o no las recuerdo bien.

 A mi modo, también lo quise. Por momentos, con él, era feliz. Sí.Creo que por aquel entonces mi vida tenía sentido. Mi existenciaera viva, como el fuego. En cambio ahora me siento errante, comopolvo esparcido al azar que la luz deshace prontamente. Soy comoel humo que se desvanece en el aire. Creo que sí. Lo intuyo porqueen ese instante en el colectivo, con Baigorria sentado a mi ladohablándome sin parar, y yo oyendo sin escuchar, y mi mirada que

miraba perdida a través de las cosas que tenía delante, comprendíque si tuviera que quedarme con recuerdos, sin duda elegiría los dela infancia, y de entre ellos, sin duda elegiría los de los veranos enFederal, en casa de mi abuelo.

El viejo tenía una casa de dos pisos, estilo entre rústico y colo-nial, en el casco de una pequeña estancia a algunos kilómetros de

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la ciudad. Cerrando los ojos me recuerdo un gomero de ampliashojas y frondosas ramas que se encontraba a unos 50 metros dela casa y, haciendo un poco de fuerza, imponiendo algo de brío a

mi atrevimiento, logro, por un soplo, figurarme el olor particularde la tierra húmeda sobre la cual se alzaba su copa. Sus raíces eranimpresionantes. Me parece que fue ayer cuando jugábamos con mihermano y con mi primo en el enorme tanque australiano con-virtiéndonos por tandas en héroes o villanos. Recuerdo tambiénplantas de ficus que adornaban la entrada al jardín. El césped, queno siempre estaba bien cortado, dificultaba andar correctamente

en bicicleta, más todavía antes de quitarle las dos rueditas traserasque mantenían el equilibrio al incipiente ciclista. También habíauna larga y fuerte enredadera que ganaba terreno sobre la pared delfrente de la casa y que a veces lograba abrirse paso por la ventana ymostrar sus ramas dentro de la caja de la cortina enrollable de unade las ventanas. La casa era de sólida estructura. Hasta yo, con miescasa edad, me daba cuenta de ello. Parecía un castillo. No por el

lujo, sino más bien por la manera en que se alzaba, majestuosa einmóvil, por entre la naturaleza que sigilosa, pero constantemente,fustigaba con su avance.

En la planta baja había un living angosto pero de varios me-tros hacia atrás, con ventanas de arco de medio punto y en dondehabía una mesa con patas de hierro negro y superficie de mármol;

había un cuero de alguna clase de reptil colgado en la pared, y unasalamandra llena de hollín descansaba en una de las esquinas quehacían las paredes. Al fondo del living, hacia la izquierda, estaba elbaño y una habitación de huéspedes que generalmente usaba yo enmis estadías. No era gran cosa, pero tampoco pasaba mucho tiem-po en ella. Digamos que cumplía su función y punto. Sí recuerdoque en el picaporte había colgado un cartelito plástico, de aproxi-

madamente quince centímetros de largo, que decía “No molestar”.

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Supuestamente mi abuelo se lo habría llevado por equivocación dela habitación del hotel en que se hospedó cuando cumplió uno delos sueños de su vida, que fue conocer las ruinas del Machu Pichu.

En el piso de arriba se encontraba su habitación y había tambiénun comedor y una cocina. Había en una de las paredes de la piezauna hermosa mayólica que tenía la pintura de un torero brioso enmedio de la corrida. Todos los pisos de la casa eran de cerámicorojo. En el sector trasero había un galpón lleno de cachivaches conun muy característico olor a fluido Manchester. Entre las cosashabía rebenques, espuelas, artesanías de mimbre, una heladera que

no recuerdo la marca pero que se abría con una manija que poseíauna bocha como de palanca de cambios de colectivo, también ha-bía porta retratos con fotos en las que aparecía mi abuelo en luga-res de lo más extraños y con gente por demás llamativa.

Don Juan Marcos, como era conocido en las cercanías de la es-tancia, era gran conocedor de diversas culturas. Retirado joven del

mundo de los químicos, dedicó sus días sin trabajo, su jubilacióny sus buenos ahorros a viajar por países no demasiado visitados; ycomo toda persona que ha viajado mucho, su repertorio de relatosextraordinarios se engalanaba con numerosas historias que traían acolación algunas teorías poco convencionales.

Un día, creo que del año 94, yo había llevado a lo de mi abueloun librito muy interesante que traía trucos de magia para ser rea-

lizados por niños. Ente sus páginas explicaba uno muy decadenteque recuerdo particularmente. Consistía en asumir el rol de magoy mostrar una moneda. Luego soltarla y fingir que fue accidental;acto seguido, cuando el mago se agacha para recogerla debe em-pujarla sutilmente con la punta de sus dedos y esconderla debajodel zapato. Al erguirse debe decir un par de pamplinas mostrandoel puño cerrado con la moneda supuestamente dentro. Y al abrir

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la mano y enseñar que está vacía, comprobar la cara de pasmadosde los espectadores.

 Yo realicé la magia. Era un día de calor y mi abuelo me mirabasentado en una silla del primer piso, en donde estaba el comedor,con un brazo sobre el respaldar de la silla y el otro sobre la mesa.Por supuesto que me festejó el truco, y como había de ser, actoseguido, me contó una historia:

–¿Vos sabés, querido, que los magos, en realidad, no son ma-gos? Bueno… a ver… Vos me mirás con esa cara extrañada y me

hacés acordar a mí cuando mi padre me dijo esto mismo. Yo nohabía entendido. Y no entendí porque la expresión estaba mal for-mulada. O, no. Mejor dicho, la expresión se entendería mejor siestuviese formulada al revés, es decir, como no es.

Mi abuelo soltó una carcajada porque se dio cuenta de lo obvio. Yo estaba comprendiendo cada vez menos aquello que intentaba

decirme. Se puso de pié y se dirigió al balcón. Yo lo seguía de cerca.– Como sabrás –prosiguió–, mi papá era masón de una logia

que se llamaba Estrella de la Paz. Un día se me acerca y me co-menta entre dientes esto de que los magos no son magos segúnotro de los miembros de la logia que por aquel entonces se reunía,precisamente, en la ciudad de La Paz. Yo no entendí, no obstante eltiempo me manifestó a qué se refería mi padre. Pero la explicación

vino muchísimo después. ¿Has escuchado hablar de la Repúblicade Ifriqiya?

–¡No! –respondí extrañado–. Ni idea.

– Supuse. No sé qué les enseñan en la escuela, al final… A lomejor es preferible que se queden en su casa nomás y les enseñe-mos nosotros. Bueno, mirá: Al-Yumhūriyya Ifriqiya fue un micro

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estado que existió durante el breve período de dos meses en algúnaño de la década del 40, cercano al punto tripartito de Libia, Túnezy Argelia.

 Yo lo miré con rostro suspicaz. Creo que fue la primera y laúnica vez que desconfié de algo que me contara mi abuelo. Él medevolvió una mirada con aires de superado.

–¿Qué? ¿Acaso no tenés noticias sobre repúblicas que duraronpoco tiempo?

–Sí. Sé de algunas, como la República Soviética Socialista deGalicia, por ejemplo. Pero la verdad que esa que decís vos, ni mesuena.

–Y bueno, lo que pasa es que esta no tuvo mucha importanciapara la ciencia histórica como se la entiende hoy en día. Como sea,la República se caracterizó entre otras cosas, y a pesar de su cortavida, por su faceta cultural.

“Gracias a la Universidad de Buenos Aires conocí a Magdale-na, o Magda, como le decíamos. Una muchacha oriunda de SanMartín de las Escobas, provincia de Santa Fe, que a su vez conocíaa un hombre de Rosario, que vivía en África y se dedicaba a la ma-gia profesionalmente. África por aquel entonces era una tierra aúnmás lejana de lo que hoy en día resulta ser. A pesar de la distancia

comenzamos una especie de relación amistosa por corresponden-cia basada en mi inquietud con respecto al mundo de la magia.

  Entre las líneas de las cartas se fue entretejiendo, quizá sinsaberlo ninguno de los dos, un lazo mucho más profundo de loque cabría suponer. Las formalidades fueron disminuyendo no-tablemente y cada vez se hacían más vivas las letras. No dudamosen compartir miedos, dichas, ilusiones, ideas. Incluso hubo dis-

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cusiones que ni la distancia ni el tiempo pudieron zozobrar. Lasdivergencias eran sobre todo políticas. Yo por aquel entonces eramás bien obsecuente. Mi amigo, en cambio, un luchador. Rápida-

mente se plegó al grupo independentista qué más tarde refundócomo tal la República de Ifriqiya.

Pasados varios años de habernos conocido se acercó el momen-to cumbre de su vida. Un sueño que se hacía realidad. Nada menosque la certeza de que se avecinaba Al-Yumhūriyya Ifriqiya sobera-na. Una vez que estuvo todo preparado fui invitado a la proclama-ción de la independencia del pueblo. Y yo, que nunca he sido lentopara los viajes largos y aventurados, asistí.”

–¡Huy! ¡Espectacular! ¿Y cómo era el lugar? ¿Conociste perso-nalmente a tu amigo?

–Bueno, bueno. Ahí va.

Mi abuelo en este punto de la historia se quedó meditabundo.

Según se cuenta en la familia, Juan Marcos entraba en este estadocuando intentaba contar sobre su viaje a la recientemente libertadaIfriqiya. Un hecho por de más extraño, pero por el que me quedanmuchos puntos inconclusos y ciertas incongruencias en el relato.

–En Ifriqiya había muchos magos. Y me hice muy amigo demuchos de ellos. Allá descubrí la verdad en las palabras de mi Pa-dre. Los magos en verdad, hacen creer a la gente que hay un truco.

Cuando en realidad, no lo hay. Es un gremio muy antiguo y muycerrado. Muchísimo anterior a nuestra era. En Egipto nacieron,y creo que en Egipto cerrarán su ciclo. La gracia, precisamente,consiste en haber conservado estas técnicas tan guardadas por tan-tísimos milenios.

–Abuelo, pero a mí me parece acordarme de algún truco que no

le salió una vez a un mago.

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–Y ahí está precisamente –me respondió con el candor de unniño–, cuando el mago se “equivoca” o cuando un mago “revela”un truco, lo hace para que la gente, los espectadores, tengan la

chance de desconfiar. Para que crean que son trucos y crean quepueden descubrir cómo los realizan. ¿No leíste en la Biblia el pasajede Moisés y los magos de Egipto?

–No, abuelo, no me acuerdo –dije con una gran sonrisa–. ¿Yvos conocés Egipto?

–No. Creo que es mi último sueño. Y uno de los pocos que no

he podido realizar. El viaje, me parece, tiene un costo que no estoyseguro si estoy dispuesto a pagar todavía.

–¿Y vos sos mago?

 Acá mi abuelo cambió de expresión. Me miró unos segundosy pareciera como que todo un mundo pasó por su cabeza. Actoseguido contestó:

–Bueno, no. Mago no. Pero sé uno de sus secretos. Te puedomostrar.

–¿A ver?

–Bueno, te muestro. Cuenta pendiente, eh. Escuchame, ahoravamos al centro. Tenemos que comprar pan para el almuerzo, y no

sé ¿gaseosa querés?

 Yo asentí con la cabeza.

Mientras íbamos de camino en la Fiat, pude notar que teníaen su mano una moneda muy extraña. Dijo haberla sacado de laguantera. Con la vista siempre al frente, atento al tránsito, colocóla moneda en la palma de su mano derecha y la extendió hacia

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donde iba sentado yo. En aquel momento pude ver que era muybrillante. Tenía una inscripción y un rostro grabados en ella. Porsupuesto la inscripción era en otro idioma, con otros caracteres, y

la cara era de un personaje que yo no conocía. Era bastante grande,no de tamaño convencional.

–Ante todo tengo que decirte una cosa. La magia verdadera nose piensa demasiado. Los trucos de los libros de magia son compli-cados. Los secretos, no. Este es un secreto. Si yo lo planteara comotruco sería truco. Pero te lo planteo como secreto y vos vas a estar

en condiciones de practicarlo, porque te lo estoy revelando.“Esta moneda es de Ifriqiya y vale 100 cultivos. El cultivo fue la

moneda de Ifriqiya durante su breve existencia”.

Mientras mi abuelo hablaba, no pudo esquivar un terrible pozodel pavimento y saltamos unos 3 centímetros de nuestros asientoshacia arriba. Yo me reí mucho y mi abuelo, puteando, me pedía

disculpas. La moneda también voló y fue a parar a mis pies. Yo la junté del piso. Era muy fría. Hice ademán de devolvérsela para quecomplete su “secreto”, pero mirándome, un poco ofuscado por elprobable daño que había hecho en el amortiguador izquierdo delvehículo me dijo:

–No, guardala. Después te lo hago.

Cuando volvimos del centro almorzamos. Yo tenía que volvera Paraná esa tarde porque al otro día tenía escuela. A la siesta mellevó a la terminal.

Pocos años después mi abuelo murió. Sus hijos se repartieronalgunas de sus pertenencias; otras, sin valor, las tiraron. Yo me llevéuna gran sorpresa al encontrar mi libro de magia, después de tantotiempo, en su biblioteca. Por supuesto me lo quedé. De hecho, era

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mío. Dentro había una postal amarilla de Egipto. En el frente ha-bía una pirámide; atrás simplemente decía: “El viaje a Egipto vale100 cultivos”. No era la letra de mi abuelo.

Siempre me gustó pensar que mi abuelo retornó a Egipto consus amigos los magos. Y su paga de 100 cultivos la llevaba yo. Viejoastuto. Lo conseguiste finalmente. La suerte te sonrió.

Hace unos días atrás, viajábamos embarcados en el colectivoque lleva a la ciudad de Santa Fe, mi amigo Baigorria y yo. Era undía muy frío. Mi fuego parecía extinguirse, mi existencia resultaba

errante, como polvo esparcido al azar que la luz deshace pronta-mente. Baigorria seguía hablando sin parar. Yo por mi parte, cerrémis ojos un instante, luego abrí mi portafolios, corrí el cierre deuno de sus bolsillos, y ni bien el bus reanudó su marcha a través dela ruta, bastante rota para nuestro gusto, mirándolo con expresióndecidida lo interrumpí y le pregunté:

“¿Y si te cuento un secreto?”

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Los Secretos del Tiempo - 81

Tu nombre, reflejado en mi río,tu alma, una gota perpetua 

que recorre el destinode mi boca ingenua.

El reloj y su arena,la noche, tu risa,

tus ansias,mi vuelo,

tus alastu paz.

Tú.Tú.Tú.

Mis ojos.Tu pecho.

Tu misterio,todo parece escapar,

es arena entre mis dedos,sin la trampa de tu risa serena,

y tus ojos, de princesa, de musa.La angustia y la mirada tan grave, 

Tu nombre y mi arena 

es tiempo encontrado y perdido.Tu fuego, es la nota dulceque reina en mi mentecon son de armonía.Tu llanto: mi hiel,mi letra: tu vida.Tus penas,y mi nada.Tu vuelo, tu trino.Tú.Tú.Tú.Mi lecho.Tu tiempo.Tu fragancia,todo parece vanosin tu vida y tu ensueño.

 Y la rosa, al fin, se mustia,y todo es cuestión de tiempo:menos tus ojos. Menos tu aliento.

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Los Secretos del Tiempo - 83

Giré el reloj de arena, encendí sin demora un vivo fuego en elhogar, para vos. Limpié mi mente de recuerdos, compré una or-quídea negra y compuse sonetos. Escribí canciones y las aprendí aejecutar. Canté en mi soledad, y esperé mucho tiempo.

Tengo lista mi mejor historia, lista para contarla, lista para serescuchada. Apagué mi cigarrillo, conseguí las entradas, hice misapuestas, recibí mi correo, abrí el bargueño y busqué el mejor co-

ñac… a punto, inmejorable.

Dispuse las sales de baño, que aguardan en su lugar hasta que elagua tibia llegue cerca del borde de la tina. Perfumé las toallas con

 jazmín. La mesa está preparada y tu plato preferido servido.

El brazo, la muñeca y el encordado, en su punto justo, en sumomentum, a punto de acariciar y envolver con el golpe.

Llevé mi equipo al campo de juego, allí todos aguardan el piti-do inicial. Estudié con alma y vida, y la pregunta estaba a punto desalir de su sonriente boca. Planté la rosa y ya es invierno, arranquélos limones y tengo el hielo esperando en la frappera. Compré elmejor libro y obtuve un cómodo diván. Afuera la lluvia respondióa mis llamados, y canta sobre la tierra, sobre el asfalto, sobre el

Lo vano

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ladrillo que jamás pierde su color. La sinfonía aguarda mi señal,prolongando indeterminadamente la nota sensible.

 Alquilé esa película que tanto te gusta, acomodé los almoha-dones, conecté el sonido. Rescaté de su olvido mis mejores copas,cerré todas mis carpetas. La fecha de fútbol, que tanto te molesta,terminó.

Di orden a los coristas, y ellos aclaran sus voces con toses pue-riles. Bajé las persianas, cubrí de pétalos mis sueños, el ambienteestá agradable, es la hora adecuada. El día perfecto.

Proyecté, mejoré, cambié, conseguí, compré, compuse, alisté,busqué, esperé…

Todo aguarda. Todo aguarda atento, ansioso… La respira-ción se agita. El corazón late con más fuerza. El estómago y la pielse conmueven. Los oídos también, expectantes, esperan el sonidode la puerta… Pero…

Pero si no estás…

Pero si no estás…

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Los Secretos del Tiempo - 85 

La fuga estaba planeada. Los más cercanos conocían el proce-dimiento a la perfección. No había un solo detalle que escaparaa las más sagaces mentes en todo el incipiente occidente. Por lomenos eso creyeron. Pero no. Algo falló. Algo salió mal. ¡Traición!

 ¡Traición!  Los comentarios ahogados recorrieron rápidamente las jóvenes logias. La historia demostró que pocos los creyeron. Ca-sualmente uno de los que conocían el plan no estaba tan conven-cido de la causa. Él mismo fue quien estranguló la tarde previa. Élquien inventó la coartada. Él, su más insigne apologeta. Prefirióensuciar sus manos y más tarde los labios de aquel con cicuta, queperder la oportunidad de forjar algo que el fuego no consuma, latempestad no hunda, y el roto reloj no deje escapar. No quiso per-der la oportunidad de forjar una estatua que el óxido no carcoma yel moho no enverdezca. La chance de forjar un ícono…

El ícono del maestro

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Los Secretos del Tiempo - 87 

(Importante: Para alcanzar la sonoración óptima lea cada letrade este cuento, y, en su momento, tal y como se lo indica… Suimaginación hará el resto)

Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Incesante… Tic-tac, tic-tac, tic-tac.Enloquecedor… Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Conocía perfectamenteel obrar de la cólera desde lo profundo de su ser en momentoscomo este. Su puño derecho apretaba la sutilidad del aire y un

furor punzó subía por sus mejillas como calor abrasador. Lejos dela calma el recuerdo constante de que este momento era todo mo-mento. Pero él trabajaba ahí. ¿Qué más podía hacer? Habiendocavilado diversas soluciones, ninguna parecía definitiva y la con-clusión constante que siempre se imponía era el verse obligado aconvivir con aquel sonido. Sin embargo, si hablamos de convi-vencia, esto me recuerda más bien la manera en que un gusano

convive con la manzana añejada que carcome.

Era su casa. Sí que lo era. Y en su casa el mismo tiempo pare-cía consumirlo y desequilibrarlo, porque el mismo tiempo estaballeno del sonido corrosivo. Para colmo, su hogar era su lugar detrabajo. Día y noche lo ocupaba este pensamiento, y mientras máspermanecía en él, la ira martillaba con más potencia el delgado

muro que la separa de lo insano.

La música del tiempoen mis sordos oídos

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88 - Gabriel Solaro

—Ese maldito Tic-tac… no lo soporto más. Si tan solo… si tansolo pudiera saber… saber cómo detenerlo… No, no, no puedodestruir el Tic-tac… lamentablemente no puedo hacer más que

escucharlo. Lo escucho ingresar por mis oídos, sí, por mis oídos…lo siento perforar mi cerebro. Voy hacia allí, lo encuentro. Vengoa este sitio y retumba aún más poderosamente. Sí… Ese sonido…Sí… Mortificante.

 Algunos pocos pudieron dar fe de que aquel sonido era real-mente molesto, mas adujeron también que, por desgracia, la no-

che potenciaba su son. Aquel lugar no era gran cosa. Su lugar erauna casa pequeña. El reloj era antiguo. Un gran reloj antiguo, queestaba lo suficientemente alto como para que su jugueteo con lasleyes físicas resuenen por todo el lugar convirtiéndose en su mar-tirio. Se alzaba desafiante y poderoso. Inalcanzable. Imperante.Las maderas oscuras, con algunas grietas, hablaban de toda unahistoria contenida entre sus piezas. Piezas de oro, plata y alpaca.

Engranes grandes y fríos como la escarcha surcaban el interior delartefacto. Verdaderamente era una obra de arte, una obra maestrade algún gran artesano que antaño dedicara meses o –como ha dededicarse a toda gran obra de arte– años enteros de su vida al reloj,perfecta armonía entre ingeniería fría y racional, y todo lo que deartístico tiene el ser humano. Todo un mundo revelado en la obra.Toda una tensión del ánima develada en la obra abandonada. La

principal cuestión: De si alguien sería capaz de comprender esarevelación. ¿Y si nadie podría? ¿Quién podría devolverle al artis-ta aquella vida que desparramó entre aceite, maderas y engranes?Con su muerte el aparato hubo de obtener un valor nunca antesimaginado. Tanto valor ¿Para qué? ¿Con qué objeto? ¿Con qué fin?Parecería que toda aquella energía psíquica depositada en él, aquelsello de su creador, se rebeló. Se impregnó de lo oscuro del aceite

y de lo frío del metal de los engranes. Más tarde pareció conver-

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Los Secretos del Tiempo - 89

tirse en una atmósfera indescriptible e incapaz de ser conceptua-lizada que imbuía al reloj y a quienes entraban en contacto consu faz. Los que veían el reloj (y lo escuchaban) podían notar, de

manera poco explicable pero muy perceptible, que algo había enél de su hacedor que le confería una especie de “cierta conciencia”para algunos, y una “presencia ominosa” para otros. Tanto estoscomo aquellos coincidían en que además de las herramientas deperfección que servían para construir un reloj, aquellas gracias alas cuales este artefacto mecánico tiene una inexactitud de veinti-trés décimas al día, el hacedor utilizó herramientas que no pueden

medir ni puede predecirse el efecto de su uso, aquellas gracias a lascuales este objeto artístico tiene la precisión y contundencia de laspalabras que no se dicen más que con arte, y no se escuchan másque con el alma.

El actual dueño del aparato no hablaba con esas personas y porlo tanto desconocía estas habladurías. Para él su reloj no era más

que una vieja casa de madera sonora y molesta, con quien debíacompartir la permanencia. Nunca notaba nada extraño en él. Dehecho, nunca notaba nada de él que no fuera su sonido.

Hacía años que estaba allí. Estaba quizás desde antes que sudueño. Era realmente imponente. ¿Quién se lo había otorgado?Era completamente desconocido para él. Siempre estuvo allí…Por lo menos desde que tuviese conciencia de su hogar. Los gran-

des engranajes –u otra pieza, quién lo sabe– producían el sonidoseco. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Ese sonido. Ese sonido era el violínde la orquesta, sin embargo, este violín no era bien recibido porlos oídos de quien más lo escuchaba. Cada sesenta segundos, otroviejo engrane hacía su aparición. Era el timbal. Era el “Dum” quesostenía el resto de la obra. Cada minuto Tic-tac, tic-tac, tic-tac,tic-tac, ¡Dum! Era el sonido de un viejo parche que había tocado

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90 - Gabriel Solaro

ya demasiadas obras. Era el trueno que recordaba el instante de lamuerte.

–¿Llegará la muerte? ¿Cuándo?La obra estaba escrita en dos cuartos. Los sonidos del segunde-

ro eran corcheas. El timbal era una negra.

El grillo hacía su entrada todas las noches. Era el laúd de soni-dos agudos y sencillos de corcheas que se intercalaban con los “tic-tacs”. Una majestuosidad musical al alcance de la mano. Tic-tac,

tic-tac, ri-ri, tic-tac, tic-tac, ri-ri, tic-tac, tic-tac, ri-ri ¡Dum!Todas las noches disfrutaba de este espectáculo.

–¿Espectáculo? Sí, fue espectáculo la primera noche… Tal vezlo fue la primera hora de la primera noche, pero la mortificaciónes cada minuto más intensa.

Miraba en su derredor con esperanzas de que algo que no co-nocía lo librase de aquel tormento. Nada lo salvó. Porque si existíaaquello nadie se animaba a realizarlo… Detener el reloj.

Los violoncelos agregaban su pizca de misterio al glamour delconcierto. Los muebles de fuera se movían de cuando en cuando.Los movían en perfectas blancas que aportaban su originalidad.Tic-tac, tic-tac, ri-ri, tic-tac, tic-tac, ri-ri, cjrjrjrjrjrjrjrjrj, ti-tac,

¡Dum! Poderoso en su imponencia experimental.

 A veces las risas en semicorcheas tomaban letra en forma depícolo sin que el director se manifestase deseoso de escucharlas.En realidad el director nada quería saber. Nada sobre su orquesta.Deseaba simplemente que se extinguiera. Tic-tac, tic-tac, ri-ri, tic-tac, ja, ja, ja, ja , tic-tac, ri-ri, cjrjrjrjrjrjrjrjrjrj, ti-tac, ¡Dum!

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Los Secretos del Tiempo - 91

Las risas venían de fuera, o de al lado. Qué más daba. No de-seaba oírlas, pero ahí estaban. Nadie lo deseaba, sin embargo, suexistencia era más que evidente. Eran risas de niños felices y de

 jóvenes alegres y de adultos que ya no saben reír.

Ni que hablar de las campanas. Las campas producían el efectoespecial de interludio, modificando un poco, con su longitud denegras, la vivacidad de la orquesta. Por ejemplo… a las cuatro dela mañana:

“Tic-tac, tic-tac, ri-ri , ja, ja, ja, ja, tic-tac, ri-ri , cjrjrjrjrjrjrjrjrjrj,

ti-tac, ¡Dum! Tic-tac, ¡Tam! tic-tac, ¡Tam! ri-ri , ¡Tam! ja, ja, ja, ja,¡Tam! tic-tac, ri-ri , cjrjrjrjrjrjrjrjrjrj, ti-tac, ¡Tam! Tic-tac ¡Dum!”

Todo el tiempo, a toda hora. Cada hora una campanada más…Hasta las doce…

–Todo el tiempo, a cada hora. Todo el tiempo. Desde hace mi-nutos, horas, días, semanas, meses, años, décadas… Cada vez másperturbador. Minuto. Minuto inquietante. Minuto más inquie-tante. Cada minuto es más inquietante. Cada minuto es más in-quietante que el anterior. Desde hace más de medio siglo. Minuto,cada minuto es más inquietante y peor que el anterior.

Tal vez las sombras de la noche no eran demasiado oscuras paraalguien que solo contemplaba la luz del astro-rey- de-los-días, por

un simple minuto por cada ciclo de veinticuatro horas. Un solominuto le era suficiente para llevar a cabo la razón de su ser. Unsolo minuto por día le bastaba para confirmar su primacía y per-manencia en aquel lugar. Su discurso era activo y sin palabras, perosignificativamente elocuente, en donde se hacían uno las pueri-les risas y las jóvenes miradas. Todo era posible porque la puertade su morada se agrietaba y él conseguía escapar de los retumbos

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atragantes del reloj. Los retumbos (retumbos, retumbos, retum-bos, ruidos, ruidos, ruidos, ruidos, ruidos, ruidos, ruidos, ruidos,ruidos, ruidos, ruidos) de los engranes eran existencialmente exte-

nuantes.

El péndulo dorado y hermoso se deslizaba de un lado a otrocomo excitado por una fuerza que no conocía parangón, pues elsonido de los segundos que marcaban el pulso (¡Tic!) era un grancisco obrado por alguna mano poderosa lanzando su martillo con-tra un pedazo de metal. Las paredes de madera oscura enardecían

el poderoso eco producido.Eran las 11:00. Una gota de sudor descendía por su frente de-

 jando una estela cristalina entre los surcos producidos por los años.Sabía que le era necesario escuchar el martirio durante una horamás. Una hora completa.

 Aquella hora no sería, ciertamente, la última… Pero sería un

minuto de alivio. Como el minuto de alivio de todos los días. Elminuto de alivio en el que contemplaba las vidrieras de una tiendade antigüedades. El asfalto ardiente de la calle se filtraba por susojos a la hora en que las sombras van a dormir unos minutos.Cuando ellas duermen, él trabaja. Cuando él trabaja, algunos ríen,otros miran, otros, movidos por la curiosidad se acercan a la vidrie-ra… Podía ver mesas y sillas de gran arcaísmo, óleos muy añejos,

muebles de oscura madera partida y vieja… O mejor, antigua yvaliosa. El resplandor se hacía dueño del vidrio unos minutos. Pro-ducía en él una fuerte ceguera. Pero no le importaba. Porque porun minuto entero estaría tan preocupado por otras cosas que noescucharía el sonido de su reloj. ¿Se acercan? ¿Por qué se acercan?Porque todos quieren ver al hombrecillo que sale para golpeardoce veces.

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Los Secretos del Tiempo - 93

Vestía un pequeño delantal verde sobre una camisa blanca. Unpantalón, verde también, cubría sus piernas. Llevaba unos anteoji-llos redondos muy simpáticos. Grandes entradas en su cabellera

blanca contrastaban con un pipa pequeña que llevaba a su bocamuy a menudo (En realidad siempre estaba allí).

Los minutos pasaban y la espera se hacía insoportable. Mirabaa un lado y a otro. Acompañaba El Sonido con el repiqueteo desu zapato. Caminaba por todo el lugar al compás de la música ysoñaba con escapar de la prisión que lo enloquecía.

–¿Pero cómo he de escapar de mi hogar? ¿Deseo escapar? Nadiedesea escapar de su hogar. No una persona. Todos desean regresaral hogar. Todos desean un hogar. Pero... ¿Qué es el hogar? ¿Puedellamarse “hogar” simplemente a mi lugar de morada? En realidad,mi lugar es con los míos, quienes hacen también mío un lugarcualquiera. Pero… ¿Dónde están los míos? ¿Quiénes son los míos?¿Quién soy?

Más minutos dejaban de ser presente y la gran hora estaba cadavez más cerca… Más cerca… Más cerca… Más cerca… ¡Bien!

Era tiempo. Era la hora de la verdad. La hora de todos los días.El minuto de gloria y alivio.

Tomó su martillo dorado, como de costumbre, y como de cos-

tumbre, también, se subió a la pequeña pasarela. Ató, por último,aquellos pequeños arneses a sus botas pequeñas y verdes.

Doce. Eran las doce. Se accionan mecanismos y la puerta seagrieta. Los niños se acercan. ¿Para qué? Se acercan para ver labrecha en la puerta. Se acercan para ver al pequeño viejecillo. ¿Porqué? Porque Él salía.

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Miradas recaen sobre el reloj de la tienda de antigüedades. Eranlas doce y ven como se abre el pequeño pórtico de aquel antiguoreloj que usaba un clavo de pared como su único lecho. Todos mi-

ran ahora al pequeño viejito vestido de verde, con el pelo blanco yun pipa, que sale asido a la pequeña pasarela para acercarse, con unmartillo dorado en la mano, a la campanita que está al medio delartefacto de madera oscura y antigua. Al llegar golpea con relativapotencia doce veces la campana.

 –¿Quién soy? Ya estoy fuera. Estoy a salvo. Me he librado del

tormento. Pero. No sé quién soy. Ah, es cierto. Ahora recuerdo.Tengo que responder esa pregunta antes de ser libre. Libre del todo.

Parece querer seguir mirando hacia afuera, pero, como está en-caramado a la pequeña tarima móvil, continúa su trayecto parainternarse, nuevamente, como todos los días, como cada día desdehace más de cincuenta años, al interior del reloj.

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Unas voces, algunas infantiles, se oyen en la tienda de antigüe-dades:

—Mamá. ¿Viste al viejito? ¿Lo viste?… el viejito que sale delreloj… ¿Tiene vida?

—¡Pero hijito!, por supuesto que no.

 Apéndice

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Corría el mes de marzo de 1964. Tribunales de la ciudad deFederación, Entre Ríos. El pueblo estaba deseoso de conocer elmodus operandi  de un hasta ahora desconocido Tribunal Federal enlo Penal. La gente del lugar se consumía en ansias al pensar hacersepresente en algún juicio oral y público; y el ideario social que semanejaba les había hecho creer que su presencia en el recinto ge-neraría influencia positiva sobre fiscalía y jueces, y negativa sobreel acusado, su defensa, y la misericordia malsana de algunos ma-gistrados. Sí. El ideario social de la Federación de la década de lossesenta impulsaba la confianza ciega en la culpabilidad del acusadohasta que, poco probable, algún iluminado de la impunidad esgri-miera argumentos sofisticadamente verosímiles que demuestren locontrario.

El mencionado Tribunal fue erigido hacía poco menos de un

mes, y, por supuesto, no tenía demasiado trabajo. Los burócratasque le daban espíritu dejaban constancia en sus rostros de su fas-tidio y el Poder Judicial entrerriano todo, estaba bastante molestopor la creación de un Tribunal inútil.

Ningún voluntario se ofreció a ser juzgado, obviamente, porlo que el fiscal debía actuar de oficio para justificar el nuevo pre-

supuesto otorgado a la ciudad. Yo estuve presente y fui testigo del

Los tres puntos que condenaron aOliverio Juan Ortega 

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único proceso, proceso que prontamente, y por pacto de silencio,debía quedar en el olvido para siempre. Proceso que quedó sepul-tado bajo el agua, junto con todo lo que refrenda la existencia de

un tribunal penal en la ciudad de Federación. Créanme, los secto-res de poder poseen herramientas para conseguir sistemáticamentesus objetivos. Cueste lo que cueste. Ruede lo que –o la cabeza dequien– tenga que rodar.

Oliverio Juan Ortega, escritor polifacético, de mediana edad,vida privada promiscua, verborrágico, amante de la buena comida

y de los espectáculos deportivos. A mi ver, un tanto sugestionable.Nació en la ciudad de Reconquista y murió en la antigua ciudadde Federación, en una celda. La acusación: El asesinato agravadopor alevosía de Juan Narciso Argentino Paula.

 Juan Narciso Argentino Paula. Personaje de renombre en laciudad. Famoso por su pulcritud en todos los asuntos personalesque la reclamen, por su celosa preocupación en lo que respecta

a la causa social de los sectores marginados, y por sus marcadasdesventuras amorosas. Sin embargo casi nadie en el pueblo afirma-ba poder reconocerlo de rostro, ya que sus historias de ciudadanoejemplar superaban ampliamente su figura. La noche que murió,

 junto con todos los vericuetos del crimen, fue magistralmente des-crita por su mismísimo asesino. Firmado con nombre, segundonombre y apellido. Esta descripción fue publicada en “Tiempo

Federación”, semanario de distribución gratuita y de gran tiradacuyos ejemplares, en su totalidad, ya por casualidad, ya por animo-sidad, se perdieron en la gran inundación. En este mismo boletínse publicaban periódicamente todas las labores de Paula, ya que el

 populus  mismo demandaba sus noticias, junto con la advertenciacasi ritual que parecía Juan Narciso utilizaba para exhortar a todala población al terminar las lecturas: “OJO”. Y de hecho, había

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Los Secretos del Tiempo - 99

de tener cuidado el pueblo, puesto que los profetas de su tiempoestaban vaticinando tiempos difíciles.

 Yo estuve ahí. Ortega se defendía con pasión, pero no dejabade acusar de “dementes”, “trastornados”, “infames”, “y demás” atodo el recinto. Juez, Fiscalía, Defensa, Pueblo. Todos en la mismabolsa. Pueblo. Especialmente el Pueblo, que validaba y legitimabacon su presencia este acto de atropello malsano. Nos miraba a to-dos con un mirar inquisidor, lleno de ira. Altivo, como era, alzabasu frente y recorría rostro por rostro, acusando, sabiendo acerca

de la injusticia en carne propia. Acusando. De la manera en quemás duele… a los ojos. Cuando esos puñales se enterraban en miscórneas un escalofrío súbito dominaba mi espalda, mi cuello, misbrazos. Yo estaba ahí, y callaba. El silencio era mi señor, mi juez,y mi condena. El rubor me hacía mirar sin chistar el desteñidoparquet de la sala. Y mi conciencia reclamaba que algo de mí serebele y mi grito conocedor de lo cierto se fusione con las agitadas

palabras de un acusado sin razón. Sin embargo, enmudecí, ya portemor, ya por morbo.

Era claro, además, que la vehemencia de los insultos opacaba lacontundencia de los argumentos del acusado. Había tres cosas queeran claras, tres puntos fundamentales: a) Un móvil: Ortega ma-nifestó abiertamente que estaba harto de Julio Narciso ArgentinoPaula. b) Una premeditación: Ortega manifestó abiertamente que

pensó la escena del crimen con delicado detalle y planeó la muertede Paula durante al menos un año. c) Una paradoja: Ortega se de-claraba “inocente” con una fuerza tal que podía hacer dudar hastaa la misma víctima.

Los acusadores, sabiendo que sus evidencias perderían potenciay los testigos pagos, por miedo a quedar pegados, comenzaban a

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escasear, planearon otra estrategia. Creyeron que podían, con unarecia batería de astucias y artes, quebrar la hasta ahora infranquea-ble razón de Oliverio. Si Oliverio confesaba, caso cerrado, crimi-

nal encerrado y todos nos íbamos tranquilos a nuestros hogares,donde la cena esperaba servida y el tierno sabor de que la justiciase hizo y el crimen, una vez más, no pagó, la sazonaba aún más.

La coartada de Ortega era inverosímil. Los abogados defensoresesgrimían que padecía afecciones en su psiquis, lo que lo habíallevado a cometer el asesinato y a creer que todo fue una invención

más de sus escritos. Sin embargo nadie tenía la certeza de haberleído algo de su pluma alguna vez. Ortega perjuraba, entre jaranasy burlas del auditorio, que el señor Paula era nada más ni nadamenos, que una invención de su sagaz imaginación. Publicaba susandanzas periódicamente en “Tiempo Federal” y la, hasta entoncesconsiderada, exhortación final “OJO” no era otra cosa más ni me-nos que sus putas  iniciales. ¡Qué zoncera! ¡Todo el mundo sabe que

las iniciales llevan puntos! En este caso, faltarían tres puntos. Porotro lado, no tenemos cuerpo. Y la razón la dio el mismo Ortega,cuando adujo que el cadáver debía ser incinerado hasta las cenizaspara evitar cualquier tipo de “en realidad no estaba muerto, sinoque parecía”, y posterior resurrección del “personaje”.

El juicio duró varios meses. Y durante varios meses los fiscalesconvencían al reo de haber cometido un crimen atroz y la defensa

comenzaba a dudar de todo lo que creía entender en cuanto aldefendido.

Sobre el final, Oliverio Juan se quebró. Quizá aquel día fue elque sentí la mayor pena por un ser humano en mi vida. Una sen-sación indescriptible. Nefasta. Ver los ojos cargados de lágrimas, lavoz resquebrajada, la piel de gallina en sus antebrazos, movimien-

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tos erráticos en su cabeza, párpados sin ton, las pupilas dilatadas.Ortega se rindió. La locura vence cuando la cordura está sola. Enun hilo, se desplomaba también su razón, y complaciendo entrece-

 jos, que dejaron de estar fruncidos, se declaró a sí mismo culpablede todo lo que se le acusaba. Prontamente, la voz del juez retumbóy por Dios que todavía retumba en mi sien “¡Culpable!”.

 Yo, Ángel Vernell, director general de lo que en un tiempo fue“Tiempo Federal”, arrepentido de mi silencio, que hoy me quemacomo el mismísimo infierno, me entrego a la merced de una bala.

 Yo lo deseé. Deseé que la historia de la literatura nos encuentreuna vez más con un caso en que personaje mata autor, y autor,fiel a sus obligaciones y a sus ideales de padre, cuando ha llegadoa comprender, aún a costa de su salud emocional, que su vida serámás fugaz que la de aquel, le dice con ojos mansos y serenos: “Aquíme tienes, hijo, toma mi sangre, toma mi vida, todo es tuyo, todote pertenece”.

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 Aún recuerdo ese instante en que Filomeno, cansado y vacío,finalmente dejó el vicio sepultado en un cajón.

10 años atrás. 20 de julio. Reunión de promoción. Risas van yvienen mientras como telón de fondo, en una caja emisora de soni-dos e imágenes, la emblemática casaca riverplatense se alzaba nue-vamente con la victoria después de 672 minutos. Las anécdotas dela juventud engalanaban la velada y la invitada especial era, como

de costumbre, la sabrosa carne argentina pegada al hueso que, co-ciéndose a las brasas abrazaba la inevitabilidad de su final. Cadatanto los vasos chocaban entre sí, pues cualquier excusa era buena,y toda excusa era importante para hacerlo. Bebíamos en medio dela jarana que celebraba a quien sea que haya sido al creador deldelicioso Fernet. ¡Qué veladas maravillosas! Fútbol, amigos, asado,y esa bebida oscura y amarga que se mezcla con esa otra bebida

oscura pero dulce como el néctar. En las noches como esa reinabaun halo de misericordia. Todo se disculpaba, todo se entendía…todo se banalizaba. Eran noches en que el pensamiento en bloquey la masificación de las conciencias individuales eran aceptadoscomo patrón de comportamiento. O por lo menos, en gran parte.Quizá porque nos retrotraía a tiempos en que los únicos proble-mas con los que nos enfrentábamos se solucionaban de maneras

Finalmente

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muy simples: azotando una puerta, copiando, golpeando, o, en elpeor de los casos, previo trago amargo de sermoneo, obedeciendo.Habitualmente Filomeno llevaba consigo un atado de Gitanes. Y

esa noche, no fue la excepción.

Solo tres cigarrillos por semana, claro, cuando comenzó a fu-mar. Recordaba aquel primer día con cierta melancolía. Comoquien piensa en un qué-hubiera-sido-de-mi-vida-si... Pero el saborde lo prohibido era demasiado tentador. El sabor de contrariar lasreglas de la escuela. El sabor de autoafirmarse dejándose llevar por

los de 5º, y de ganar ante ellos un cierto prestigio. Sin embargo,poco a poco, esos tres semanales prometían ascender de catego-ría, y obteniendo su upgrade   se convirtieron en diarios. El pasode los años trajeron consigo la caída del cabello, la rigurosidaddel pensamiento, 5 talles de pantalones y, como era de esperarse,el incremento del presupuesto que se trocaba en humo inhalable.El cigarrillo lo había acompañado en muchos momentos de su

historia: soledad, exámenes, digestiones, salidas nocturnas, vela-das románticas, situaciones complicadas, momentos de ansiedadincontrolable, días de tranquilidad y nostalgia frente al mar eninvierno… “Compañero de caminos”, sabía decirle.

 Aquella noche su pequeña cajita azul dormía serena sobre lamesa creada con tablones como superficie y caballetes metálicosque hacían las veces de columnas. La gitana rubia, siempre deseosa

de ser tocada, no detenía ni su danza ni su jaleo. Obsecuente, a sulado, yacía el transparente encendedor de tono verdoso. Los relojesrezaban las 02:00. El destino tenía preparado un acontecimientode lo más normal. La bandeja de la felicidad se aproximaba hacialos comensales, que esperaban ansiosos y famélicos en sus precariostronos, llevada en andas por el asador. Mientras la distancia quemediaba la mesa y la bandeja se reducía, también se reducía la

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Los Secretos del Tiempo - 105 

distancia hasta una botella de gaseosa destapada que se encontrabaallí y ostentaba el lugar que la bandeja quería ocupar. Sus fuer-zas lucharon en una mística batalla sin precedentes aquella noche.

Una pugna sin tregua debido a la ley que ambas defendían a costade perder su categoría de entes que se recuestan en el Ser. La ley su-prema que ordena a los cuerpos no ocupar más de un lugar a la vezy que impera, del mismo modo, a los lugares a no ser ocupados pormás de un cuerpo a la vez. El enfrentamiento fue tenaz. La bandejatriunfó, como era de esperarse, debido a su peso, su velocidad, suamplitud, y, fundamentalmente, a la mano humana que la coman-

daba. La botella jugó con su eje y se torció demasiado. La fuerzade gravedad, ayudada por la inercia y el líquido que contenía en elinterior, hizo el resto. El agua carbonatada, endulzada y coloreadaartificialmente, saltó hacia el exterior del recipiente, y comenzó untemerario viaje a través del espacio que separaba el pico de la trun-ca botella del pequeño receptáculo de los cigarrillos de Filomeno.

 A la voz de “¡Uy, guarda!” tres de los amigos reunidos (entreellos Filomeno), arrastrando las sillas plásticas, se alejaron abrup-tamente del chorreante borde del tablón. Y todos vieron, a la vozde “¡La puta!”, cómo Filomeno había tomado el empapado en-cendedor y la íntegramente empapada caja de cigarros, presto asacudirlos a causa de la pegajosa y escurridiza gaseosa. Las miradasse cruzaron, y después de un breve instante de silencio sepulcral

estalló una generalizada carcajada. Filomeno seguía sacudiendo suspertenencias con una sonrisa mezquina, mordiendo su labio infe-rior y moviendo de lado a lado su cabeza, como quien sin estar deltodo enojado desasiente la torpeza.

10 años después Filomeno partió para siempre... Miradas va-cilantes. Gargantas anudadas. Ojos enrojecidos. Expresiones decongoja. Sensaciones de tristeza nunca antes percibidas.

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 Al pasar el tiempo las clásicas reuniones de los 20 de julio ha-cían reencontrar al diezmado grupo de compinches.

Un tema que en absoluto faltó desde el deceso de Filomeno, fueaquel de cómo nunca jamás pudo volver a probar un cigarrillo apartir de aquella noche del incidente. Nadie osaba poner en tela de

 juicio esta verdad apodíctica. Y la memoria del primer compañerocaído se honraba de esta inusual manera.

Se comentaba en la ronda de amigos que por la mañana del díasiguiente a la noche de los cigarros empapados, en ningún kiosco

querían cambiarle a Filomeno su billete de $100 para comprarotro atado de puchos. Era demasiado “domingo por la mañana”.Ningún vendedor quería deshacerse tan temprano de una de lasprincipales herramientas de trabajo, a saber: billetes pequeños ymonedas. Demasiado temprano; más teniendo en cuenta un díaen que la venta no es demasiado abultada. Por la tarde, finalmente,un kiosquero le dijo que sí tenía cambio, pero al recibir el últi-

mo billete del mes de nuestro amigo, el pequeño violáceo, anteel asombro de su portador y sus ojos desorbitados, fue rechazadocomo falso.

Nueve días pasó sin probar tan siquiera una seca. Al cobro, yal borde del colapso, lo primero que hizo fue correr a comprar susGitanes  en un bolichín de calle Buenos Aires, pero quedó deslum-

brado ante la joven señorita que atendía aquel comercio. Comoera de esperar, sus capacidades para el cortejo se activaron aún encontra de su voluntad, que lo impulsaba frenéticamente a simpley solamente encender el fuego, aspirar, y exhalar. Compró un parde cosas más, para tener un plus de chances en la sanata. Comoera de esperar, comentaba Alberto, se olvidó los cigarrillos sobre elmostrador.

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Franco había escuchado de propia boca de Filomeno, que al finun día pudo hacerse de un paquete. Sin embargo para ese entoncessu encendedor ya no funcionaba.

–Iba en el auto, manejando –comentaba Franki, con miradagrave, ante los atentos sentidos del grupo– y descubrió que el en-cendedor que dejaba siempre en la bacha de la puerta tenía unarajadura y estaba sin gas.

–No te la puedo creer… –dijo Teodoro para aumentar el mis-terio–. ¿Y el encendedor del tablero?

–No andaba tampoco –fustigó Mauricio con rostro estoico.

Todos tenían algo para aportar a esta sutil extrañeza. Abelardorecordó cómo un día se quemó las pestañas y las cejas tratando deencender un rubio con la hornalla de la cocina, quemazón que lohizo arrojar iracundo el pequeño cigarro. Jorge aseguraba a fuegoy sangre que el día que más cerca estuvo fue en el Parque Urquiza,pero, al instante que llevaba el fósforo al cigarro se largó a llover.

Edmundo, refutando esta última teoría compartió con los mu-chachos la vez en que Filomeno tentó al destino intentando fumaren el medio de la más profunda oscuridad. Pero la pérdida de laexperiencia le hizo ponerse el cigarro al revés en su boca y llevólumbre a la colilla, produciéndole esto un sabor por demás amargo

y anestesiante. Y las historias se sucedían, una tras otra.Los más paranoicos afirmaban que la incalmable ansiedad que

provocaba esta situación paradojal en el alma de Filomeno fue loque lo llevó a los problemas cardíacos. Los moderados considera-ban en secreto que de seguro había algo de renuncia al tabaquismono superada y enmascarada por Filomeno con formas de misti-cismo del Hado. Los escépticos no creían ni una sola palabra; es

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más: jamás escucharon a Filomeno decir –según ellos– “semejantesdisparates” y dudaban de no haberlo visto fumar desde aquellanoche. Pero semejante blasfemia imperdonable no se comentaba

ni en público ni en privado.

El misterio del amigo se conservaba, año a año, sin mácula. Talvez era una manera de endiosar al que ya no estaba, y así cada unode los que aguardaban el momento del naufragio del cuerpo, seaseguraban un lugar en el panteón olímpico de la memoria de losamados. Esta conjetura no carece, ciertamente, de algún sentido.

 Yo no puedo decir si los sucesos de los últimos 10 años de vidade Filomeno fueron exactamente como cuentan sus amigos, lo quesé es que en su última hora de vida Filomeno me miró, mientrasguardaba un paquete de cigarrillos en un cajón, y me dijo con vozenrarecida, rostro abatido y tono resignado: “Me rindo”.

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Despierto en el epicentro de la tormenta y todo parece vacuo.En el momento en que se mueve en la noche lo que está dentro.En medio de lo inmenso en su esplendor, en sus mayúsculas. Lanoche, las olas que quiebran la calma, el barco, el camarote, micuerpo, mi alma. Todo se mueve. Pero se mueve de una maneraque no es usual, ni entendible. Casi al punto de caerse, romperse,volverse, quebrarse, hundirse. El miedo aparece, pero no le doy lu-gar, porque mi interior está demasiado lleno. Está ocupado. Todose mueve en mis pensamientos, en mis sentimientos. Un azote yrecuerdo la calma de las hojas de otoño que hacían un colchónen el patio de la casa de mi abuelo. Otro azote y recuerdo mistontas fantasías de sobresalir. Otro azote y recuerdo mis iras, misagonías diarias, mis sinsabores. Otro azote y recuerdo la copa deMartini que bebí hace instantes, después de apagar y encender unojo para la atractiva camarera. Otro azote y recuerdo todo lo quesé. Y todo, todo, vacío. El barco se mueve y yo intento ponermeen pie. Pero no es una buena idea, porque el reposo es preferiblea la lucha. Al menos en ese momento. De cualquier manera melevanto y pienso, tambaleando, no en que tambaleo, sino en quetambalea dentro de mí lo que alguna vez pensé que estaba arraiga-do, haciéndome más fuerte que bramar de la tormenta. Y mientrasando borracho pienso en mi madre, a quien perdí, pienso en el

Palabras del hombre dearena en el roto reloj

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padre que no fui, pienso en lo fuerte que es un papel fuerte que sedesliza por el aire hacia el lago. Pobre papel. Ni su marca de prócerlo salvará del agua.

Me siento en la litera, triste, abatido, y lloro. Lloro porquecomprendo que todo aquello que tengo es lo que me vacía. Loque está es lo que me atemoriza por poder perdérseme. Y, oh síque se perderá. Escapará. Se devolverá hacia la nada. Lloro porquecomprendo que todo se devuelve a la nada, y la nada está vacía.Balbuceo palabras trilladas mirando esa nada: ¿quién soy?

Me pongo de pié, pero distinto. Muerto. Muerto y vacío.

 Ahora que estoy muerto es más fácil vivir. Zenón, pero no elde Elea, el otro, envidia mi vida muerta. Mi vida vacía. Mi vida enque no se puede ya disfrutar, porque uno, a quien el final susurróal oído, comprende que disfrutar aferra a la vida, y aferrarse a lavida es abrazar la nada. Sufrir tampoco escapa a la vacuidad, pues

llegado el final, que está muy próximo, se desintegra con la mismaexistencia y si tiene fecha de caducidad de alguna manera ya estácaduco. Y es así como vivir, sufrir, alegrarse, morir son simplemen-te morir. Y pienso en lo grande, ahora que estoy muerto, y lo veopequeño. Y pienso en lo pequeño, y lo veo más pequeño todavía,tanto que ni siquiera puede verse. Yo lo veo porque también soypequeño. Pero entiendo que no se ve si uno tiene ojos de verdad.

 Y como soy pequeño, ni cuenta mi “yo”. Porque lo pequeño nocuenta. Ni cuenta existir. Porque existir o no existir son cuestionesde lenguaje. Y cuando uno está muerto el lenguaje no cuenta.

¿Qué importan las cuestiones políticas? Si yo vi la muerte, y ellatambién me miró con sus ojos de sibylla. Y antes o después, de unmodo u otro, los llevará también a los políticos y a los politizadosy a los tiranos y a los tiranicidas. Y ¿qué importa el tiranicidio? si

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está bien no importa. Dudo que esté mal, pero si está mal no inte-resa porque el tirano igual correrá mi suerte, correrá mi muerte, oquizás otra parecida, que es la misma.

¿Y qué importa el amor? Creo que es el arma de la vida, unaficción para los que viven. Para los que creen que vivir es distintode no existir, existe el amor. Pero la realidad es que no existe, ysi existe, está signado por la muerte puesto que jamás existió elamor sin que en algún momento se convierta en dolor. Comenzara amar es aceptar que en algún momento un dolor atroz invada a

los amantes, o a un amante o al otro amante. Una muerte. Y estaexistencia es lo mismo que no existir, es una existencia vacía, do-lorosa, vana. Y recuerdo aquella joven que lloraba en la acera, des-consoladamente, pero con llanto sordo y amargo, y mecía comohamaca embrujada un cochecito vacío.

¿Y qué es el odio? No existió odio tan grande en la historia de lahumanidad que supere en tiempo la vida de un hombre. Y aunque

se propague como el fuego vivo todo fuego encuentra su extinción,su muerte, su nada.

Mi amigo Jorge Luis tenía razón. Él es ese río. Y aceptarlo estambién aceptar que él no lo es. Yo también soy ese río y a la vez nolo soy. Yo soy la arena en el roto reloj. Yo soy esa lluvia en Waterloo.

No sé para qué quiero que leas esto, y a la vez lo sé. Quizá es

preferible que quemes estas páginas. O no, o que no las quemes,que es lo mismo, que es igual.

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Lucio siempre fue un especialista en diversiones absurdas. Cuando

era chico podía correr por las cornisas de las azoteas, deslizarse por las

canaletas, trepar por las palmeras, enredarse detrás del viento entre las

ramas altas de los pinos o hamacarse con tanta fuerza que el columpio

daba vuelta la barra.

 María Esther Vázquez.

Su apellido: Gamarra.

Vivió en zona céntrica, en un piso 12, en un departamento al-quilado hasta el final de sus días. Durante su niñez y su adolescen-cia habitó con sus padres, hasta que ellos echaron alas y volaron.

Contaba 28 años y su amor por la absurdidad había alcanzadodesde hacía 10 el místico dulzor de la adrenalina. Cuando niño, loprotegía un aura de omnipotencia que le impedía caer en la cuentade que sus prometeicas travesuras podían transformarse fácilmen-te en desgracia. Muy por el contrario, por estos últimos tiempos,sentía una importante fuerza de choque, desde dentro hacia fuerade su pecho, que intercalaba con sutiles y breves instantes de cal-ma al momento de realizar algo que pudiese complicar su pálida

Lucio Gamarra o la arbitrariedaddel destino programado

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existencia algo más de la cuenta. Sensación, dicho sea de paso, queencontraba muy seductora, irrenunciable y placentera.

Una de sus más afamadas proezas era convertir en aventura unode los hechos más detestables para la mayoría de los hijos de Adán;llámesele: “sacar la basura”. En esto consistía la misión: Poder lle-var la o las bolsas hasta el lugar de descargue (encontrándose elmismo en el descanso de la escalera que conduce al décimo tercerpiso del edificio), dejarlas dentro del cesto común y poder retornaral interior del departamento antes de que el accionar del viento,transformado en impetuosa corriente al encontrar canales apropia-dos por la apertura de la puerta, la cierre abruptamente, quedandoLucio Gamarra, de esto ocurrir, en imposibilidad de poder reingre-sar a su morada debido al efecto “pasador”, siempre latente en laspuertas que poseen picaporte solamente de un solo lado.

 Aquel día veraniego, el capitán aburrimiento le encargó la au-daz misión. Sus chancletas comenzaron a andar camino de la coci-

na. Sus manos ataron las “mangas” de la bolsa “camiseta” insertada,a esa altura, a presión en un tacho. Sus brazos jalaron del moño yla bolsa, haciendo un sordo sonido, se desprendió de su recipiente.Caminó hasta la puerta, la abrió y comenzó la acción.

Tarareó internamente la conocida melodía de Mission: Impos-sible; acto seguido, comenzó a correr hacia la escalera. Mientrasllegaba a los peldaños se percató, no sin sorpresa, de que la puerta

del departamento “B” estaba abierta de par en par. Y como quienbusca la mácula en el vestido de la arrogante novia, miró haciadentro a fin de encontrar quizá tan solo un gramo de tierra en laportentosa alfombra de su casi anciana, insufrible y muy pulcravecina. Subió de a dos escalones.

 Al llegar al descanso tomó la plástica tapa del cesto común,la levantó aproximadamente 50 centímetros, y en el espacio de-

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signado para tal fin arrojó la bolsa repleta de residuos. El quejidode su puerta anunciaba, aumentando a cada instante sus agudos,que su tiempo restaba impetuosamente. Tapó el cesto a toda ve-

locidad, apremiado por ir contra-reloj y giró vertiginosamente. Aldar aquella media vuelta cayó en la cuenta de que la situacióncomenzaba a complicarse; por no decir que aquel elemento jamástenido en cuenta ya había complicado del todo el ambiente. Eraun hecho que se presentó como misterioso a su razón embotadapor el vértigo y el límite constante. Su mascota.

Su gatita, su bola de pelos con cola, estaba en ese momentofuera de su departamento, en frente de sí, caminando felinamentehacia la puerta que rezaba una inscripción: “B”.

 Aquellos lucianos ojos se abrieron de manera casi desorbital. Sumente pensó. Pensó como quien refresca en un segundo todos losinstantes de la vida. ¿Opciones?

“a) Corro hasta mi puerta, la detengo, entro en casa, tomo lasllaves, me dirijo al ‘depto’ de la vieja turra… ¡Demasiado tarde!Mejor me saco las chancletas, porque encima va a decir que le en-sucio la alfombra. Ya escucho sus gritos, sus alaridos animales, delos que se puede comprender a duras penas «¡Saquen a la bestia!»¿Bestia? Más bestia será tu madre… Tendría que decirle eso, sí.Para colmo de males eso que acabo de escuchar no puede ser otra

cosa que una jarra que acaba de transformarse en muchos peda-citos de vidrio desparramados por todos lados. ¡Permiso, señora!Disculpe… ¡Ya la agarro en seguida, no se preocupe! ¡Tori! ¡Tori!¡Vení! Bajá de la heladera. ¡Vení la P M! ¡No, no! Atrás de la helade-ra no. Encima me parece que me corté. Uh. Cuando salga le voy amojar la alfombra porque pisé… ¡Tori, Tori! Un poco más estiradoel brazo y listo… y…

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Siento que algo le dice a todos los músculos de mi cuerpo:¡Contráiganse! ¿Me estoy electrocutando? Me siento morir… mue-ro… me duele mucho el brazo, mi pecho parece que va a explotar.

No grite, señora, cánteme una canción de cuna. Todo oscurece…”

En un instante sacudió la cabeza, como quien aleja un mal pen-samiento y pensó otra solución.

“b) Bajo rápidamente estos escalones, agarro la gata de la cola yahogo su maullido traidor contra mi panza. Te tengo ¡¡vamos toda-vía!! –estruendo de puerta– ¡Fuck! Quedé afuera. ¿Le pido a la mu-

 jer una guía y el teléfono? Mejor no. Voy a una cabina ¿cabina? Nocreo que me dejen entrar con el gato. ¿Qué hago? Dale ascensor¡Apurate! Bien. Ya estoy afuera; un avance. Cerrajería, cerrajería…por acá… a ver… ¡Ah, ya sé! Para aquel lado. ¡Qué sol! Calor ¡Uf!¡Callate Tori! Ay, me arañó, ‘ta madre. Quietita que ya falta poco.Tendrían que arreglar ese bache de la esquina. Te arruina el autosi vas por ahí. ¡Auto! Qué bueno sería tener un auto así no tengo

que andar caminando con este calor. Y encima de chancletas. Uh. Ahí está el cerrajero, se está yendo. ¡Se va! Mejor lo corro. ¿Se irá ahacer un trabajo? ¿Justo se me tiene que enganchar la chancleta enel bache? ¡Tori! ¿Dónde fue? ¿Bocina? ¿Para mí? Bocina para mí,eso no es bueno para mí.

Siento que muero. Muero. Me duele mucho el brazo, y el cue-

llo, y… todo. Mi pecho parece detenerse. No griten señores, mejordigan alguna oración por mí. Todo oscurece.”

* * *

Fragmento de documentos policiales de la Policía de Córdoba.Fecha 12/7/1999 según dd/m/aaaa, sitos en folio 2 código RN-34771/7-1 Comisaría 4ta. Ciudad de Córdoba.

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“(…) Edificio en que se encontró el cuerpo sin vida de un mas-culino, 28 años, identificado como Lucio Antonio Gamarra, ar-gentino, DNI 20.761.379 (…) según consta en su declaración, la

mencionada Nidia Torres, vecina de Gamarra, manifestó escucharun estruendo de puerta por lo que salió de su vivienda al palier delpiso, lugar donde avistó el cadáver, el cual yacía junto a un animaldoméstico de especie felina, (…) síncope (…), muerte súbita (…),corazón debilitado.

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De entre las polémicas conclusiones que mi amigo MáximoCaldera Metz ha regalado a la ciencia histórica en su breve peroprolífica carrera, les presento en esta ocasión la que considero, sintemor a equivocarme, la más profunda y vigorosa. Podría especularrazones por las cuales así la considero, pero prefiero no hacerlo. Talvez me resulta como un bálsamo para mi espíritu cansado, mis ojosenvejecidos y mi sonrisa que, a la mirada perspicaz, revela algo detristeza con pizcas de melancolía. Hay noches en que necesito esemecer de cuna o como ese abrazo de fuego en gélidos recuerdos, y, porqué no, invitación al sopor a mis más ardientes e imposibles deseos.

Máximo vivió cuatro años en Grecia y siete en Turquía. Duran-te aquella estadía y gracias a una de sus exhaustivas investigaciones,habría redescubierto una palabra que no se conoce en la actuali-dad pues se olvidó durante siglos. Esta palabra, argumentaba, fue

descubierta por la poetisa Safo, cultivada por su discípula Erina, yllevada a su esplendor por Hipatia. Prontamente esta voz fue deste-rrada de la lengua griega; jamás se volvió a escribir o a pronunciaren ningún idioma de cualquier abecedario, y su verdadero sentidose extinguió.

El lexema fue creado por una pequeña comunidad de primeros

moradores del archipiélago griego. Gozaban, según las noticias, de

Una palabra 

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los beneficios de una organización de tipo matriarcal. Por supues-to, fueron arrasados por los helenos.

Máximo consideró, según su análisis pormenorizado, que susignificado primigenio, que difícilmente puede traducirse en unapalabra castellana, sería algo muy aproximado a lo siguiente:

“Alabo al hado, a veces funesto, brioso. El panteón completo delas diosas mira en mi favor. Pues aunque en esta vida he muerto ymoriré, al no poder amarte ni decirte que te amo, no moriré parasiempre porque jamás escucharé el no de tus labios.”

Es curioso. Dejando de un lado la ciencia, esta palabra, hoy seme ocurre, debe de haber sido un nombre. Y por respeto a estatradición tan misteriosa, no lo consignaré aquí por escrito entreestas letras. La palabra extinguida quizá tomó forma de ente lascenizas. Quizá aquel hado sopló sobre el polvo estéril y aquellapalabra, cambiada en nombre, recobró su brillo en la dulzura de

una musa. Siempre pienso que con la fuerza del fuego él modeló surostro perfecto, lo adornó de oscuros cabellos, y le prestó sus ojosde firmamento.

Siempre llevo ese rostro en mis pensamientos y ese nombre enmi boca, y si te acercas lo suficiente, se lo puede escuchar como unsusurro en el aire. Y mientras acaricio el viento con esas letras tanpuras, pienso en aquel hado, a quien alabo y digo: “aunque en esta

vida he muerto, gracias por no matarme para siempre.”

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Este libro se terminó de imprimir en elmes de Julio de 2012Córdoba - Argentina