El Retrato de Dorian Gray

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OSCAR WILDE

Oscar Fingall O’Flahertie Wills, más conocidoliterariamente como Oscar Wilde, nació en Dublín (Irlanda)el 15 de octubre de 1865. Era hijo de un médico oftalmólogoy otólogo y de una escritora.

Atraído desde joven por el paisaje y la cultura de Italia,ganó un premio literario durante su época de estudiante enOxford por su poema Rávena, fruto de un viaje por laspenínsulas orientales del Mediterráneo. Siguió pulsando lacuerda lírica una vez terminados sus estudios, hasta que en1881 consiguió publicar el primer tomo de suscomposiciones, titulado Poemas de Oscar Wilde, Luego suafición se orientó en cierto modo hacia el teatro, pues al añosiguiente, con ocasión de un ciclo de conferencias quepronunciara en los Estados Unidos acerca de sus principiosestéticos, consiguió que se le estrenase en Nueva York eldrama Vera.

La actividad de Wilde como conferenciante fueespecialmente intensa en 1883 y 1884; esta y otrascircunstancias, relacionadas o no con la literatura (sucasamiento y la fundación de la revista femenina «El mundode la mujer»), le tuvieron durante ese período algo apartadode los trabajos de creación. Se puede afirmar, por el contrario,que con la aparición de su primer libro de relatos, El príncipe

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feliz (1888), el joven autor encontró la orientación definitivapara su vocación.

Tres años más tarde publica otro volumen del mismogénero, El crimen de lord Arturo Saville, que toma su títulode una de las narraciones, precisamente de la que iba ahacerse más famosa con el tiempo. Al mismo 1891pertenece su única novela conocida. El retrato de DorianGray, cuya trama se apoya en la fascinación de lo inexplicabley misterioso. La ejecución de esta obra posee ya todas laspeculiaridades formales y coloristas que darían personalidadal arte de Wilde. Incluso los diálogos, especialmente porparte de lord Wotton, anuncian perfectamente el ingenio, laironía y la intención esteticista que habrán de ser clave deléxito en sus comedias venideras. Si exceptuamos la queescribió en verso, La duquesa de Padua, todas ellasresponden a un mismo gusto y ambiente social: el de laclase alta londinense, a través de sus representantes másdecorativos e irresponsables. Tanto El abanico de ladyWindermere (1892), como Una mujer sin importancia (1895),o Un marido ideal, e incluso La importancia de llamarseErnesto (1895), hacen subir a la escena a las mismas damascomprometidas, a los mismos jóvenes exquisitos ypetulantes y a las mismas adolescentes encantadoras,voluntariosas e ingenuas. El caso es que este público, puestograciosamente en evidencia, hizo del joven autor su poetafavorito, sabiendo embriagarle con esa frivolidad y desenfrenoque él se había aplicado a retratar hábilmente. En losinconvenientes morales de semejante ostentación hallaronlas almas envidiosas motivos para alzar la contrapartida detodo triunfo. Fuera defecto de la envidia ajena, o de la excesiva

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vanidad personal, el año de su mayor gloria encerró para elpoeta una lección bien amarga, pues un hecho escandalosoacaecido entonces le condujo rápidamente al declive, a lapostergación total.

El caso es que el marqués de Queensbury, paradefenderse de los ataques literarios y legales de que eraobjeto por parte del poeta, acusó judicialmente a éste deprácticas homosexuales. La vista de la causa promovióenorme expectación en todo el mundo. Finalmente, el escritorirlandés fue declarado culpable y condenado.

La cárcel de Reading tuvo la virtud de redimirmoralmente a un gran pecador. Durante los dos años dereclusión y trabajos forzados que le correspondieron, Wildehalló ocasión de meditar serenamente sobre la conducta quehabía seguido y deseó hacer arrepentimiento público de suspecados, escribiendo un largo poema que se conoce por Labalada de la cárcel de Reading y que está conceptuado comosu obra más sentida y profunda.

Cuando fue puesto en libertad, nadie en Inglaterra seacordaba de él, ni él pretendía dejarse arrastrar de nuevopor el espejismo de la gloria. Agotado por los sufrimientos yla miseria, pasó a Francia, y en la capital de esta naciónfalleció el 30 de noviembre de 1900.

En francés había escrito siete años antes un dramasobre tema bíblico, Salomé, que mereció el honor de serestrenado por la gran Sara Bernhardt, y de 1894 y 1895,respectivamente, datan el poema La esfinge, escrito aimitación de In memoriam, de Tennyson, y un volumen deensayos titulado Oscariana.

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PREFACIO

El artista es el creador de cosas bellas. Revelar el artey ocultar al artista es la finalidad del arte.

El crítico es el que puede traducir de un modo distinto ocon un nuevo procedimiento su impresión ante las cosas bellas.

La más elevada, así como la más baja de las formas decritica, son una manera de autobiografía. Los que encuentranintenciones feas en cosas bellas están corrompidos sin serencantadores. Esto es un defecto.

Los que encuentran bellas intenciones en cosas bellasson cultos. A éstos les queda la esperanza.

Existen los elegidos para quienes las cosas bellassignifican únicamente belleza.

Un libro no es, en modo alguno, moral o inmoral. Loslibros están bien o mal escritos. Esto es todo.

La aversión del siglo XIX por el Realismo es la rabia deCalibán viendo su cara en un espejo.

La aversión del siglo XIX por el Romanticismo es la rabiade Calibán no viendo su propia cara en un espejo.

La vida moral del hombre forma parte del tema para elartista; pero la moralidad del arte consiste en el uso perfectode un modo imperfecto. Ningún artista desea probar nada.Hasta las cosas ciertas pueden ser probadas.

Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía éticaen un artista constituye un amaneramiento imperdonable deestilo.

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Ningún artista es nunca morboso. El artista puedeexpresarlo todo.

Pensamiento y lenguaje son para el artista instrumentosde un arte.

Vicio y virtud son para el artista materiales de un arte.Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas

las artes es el del músico. Desde el punto de viata delsentimiento, la profesión de actor.

Todo arte es a la vez superficie y símbolo. Los que buscanbajo la superficie, lo hacen a su propio riesgo.

Los que intentan descifrar el símbolo, lo hacen tambiéna su propio riesgo.

Es al espectador, y no a la vida, a quien refleja realmenteel arte.

La diversidad de opiniones sobre una obra de arte indicaque la obra es nueva, compleja y vital. Cuando los críticosdifieren, el artista está de acuerdo consigo mismo. Podemosperdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil en tantoque no la admire. La única disculpa de haber hecho una cosainútil es admirarla intensamente. Todo arte es completamenteinútil.

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CAPITULO PRIMERO

El estudio estaba lleno del fuerte olor de las rosas, y cuandouna ligera brisa estival corrió entre los árboles del jardín, trajo por lapuerta abierta el pesado aroma de las lilas y el perfume más delicadode los floridos agavanzos rosados.

Desde una esquina del diván tapizado de telas persas, sobreel cual estaba tumbado fumando innumerables cigarrillos, segúnsu costumbre, lord Henry Wotton divisaba precisamente el centelleode las suaves flores color miel de un citiso, cuyas ramas trémulasparecían no poder soportar el peso de tan magnífico esplendor; yde vez en vez las fantásticas sombras de los pájaros fugacesrevoloteaban a través de las largas cortinas de tussor, corridasante la ancha ventana, produciendo como un momentáneo efectojaponés, haciéndole pensar en esos pintores de Tokio de caras depálido jade, que por medio de un arte necesariamente inmóvilintentan expresar el sentido de la velocidad y del movimiento. Elmurmullo cansino de las abejas, buscando su camino entre lascrecidas hierbas sin segar o revoloteando con insistencia alrededorde las polvorientas bayas doradas de una solitaria madreselva,hacían aún más opresora la calma. El confuso estruendo de Londresera como el registro de un órgano lejano.

En el centro de la habitación, sujeto sobre un recto caballete,estaba el retrato en tamaño natural de un joven de extraordinariabelleza, y enfrente, un poco más lejos, se hallaba sentado el propiopintor Basilio Hallward, cuya repentina desaparición, algunos añosantes, había causado por aquellos días tan gran emoción pública ydado origen a tan numerosas y extrañas conjeturas.

Al mismo tiempo que miraba el pintor la graciosa y gentil figuraque su arte había reproducido con tanta sutileza, una sonrisa de

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placer cruzó por su cara y pareció permanecer en ella. Pero depronto se estremeció y, cerrando los ojos, colocó los dedos sobresus párpados, como si hubiese querido aprisionar en su cerebroalgún raro sueño del que temiese despertar.

—Esta es su mejor obra, Basilio; lo mejor que ha hecho ustednunca —dijo lord Henry lánguidamente—. Tiene usted que enviarlael año próximo a la Exposición de Grosvenor. La Academia esdemasiado grande y demasiado vulgar. Cuantas veces he ido allí,había tanta gente que me ha sido imposible ver los cuadros, lo cualera espantoso, o tantos cuadros, que no he podido ver la gente, locual era peor aún. Grosvenor es realmente el único sitio.

—No creo que envíe esto a ningún sitio —respondió el artista,echando hacia atrás la cabeza con aquel raro ademán que hacíaque se burlasen de él sus amigos de Oxford—. No, no enviaré estoa ninguna parte.

Lord Henry arqueó las cejas, mirándole con asombro a travésde las finas espirales de humo azul que se entrelazabancaprichosamente brotando de su grueso y opiado cigarrillo.

—¿Qué no lo mandará usted a ninguna parte? ¿Y por qué, miquerido amigo? ¿Tiene usted alguna razón? ¡Qué hombres másextraños son ustedes los pintores! Remueven el mundo para adquirirfama. En cuanto la consiguen, parece como si quisierandesprenderse de ella. Es tonto por su parte, pues sólo hay en elmundo una cosa peor que el que hablen de uno, y es que no hablen.Un retrato como éste le colocaría a usted por encima de todos losjóvenes de Inglaterra y volvería envidiosos a los viejos, si los viejosfuesen capaces de sentir alguna emoción.

—Ya sé que se reirá usted de mí —replicó el pintor—; perorealmente no puedo exponerlo. He puesto tanto de mí mismo enél...

Lord Henry se tumbó sobre el diván, riendo.—Sabía que usted se iba a reir; pero es absolutamente cierto,

a pesar de todo.—¡Demasiado de usted mismo en él! Palabra, Basilio: no le

creía a usted tan vanidoso; no encuentro verdaderamente ningúnparecido entre usted, con su ceñuda y enérgica fisonomía, su pelo

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negro como el carbón y ese joven Adonis, que parece hecho demarfil y de pétalos de rosa. Porque, mi querido Basilio, es el propioNarciso, y usted... Bueno; naturalmente, tiene usted una expresióninteligente y todo lo demás. Pero la belleza, la verdadera belleza,acaba donde empieza la expresión intelectual. La intelectualidades en sí misma un modo de exageración y destruye la armonía decualquier faz. Desde el momento en que se sienta uno para pensar,se vuelve uno todo nariz o todo frente, o algo así de horrible. Mireusted los hombres que han triunfado en doctas profesiones. ¡Quéperfectamente horrorosos son! Excepto, naturalmente, en la Iglesia.Pero en la Iglesia no piensan. Un obispo repite a los ochenta añoslo que le enseñaron a decir a los dieciocho, y la consecuencianatural es que tiene siempre un aspecto delicioso. Su joven ymisterioso amigo, cuyo nombre no me ha dicho usted nunca, perocuyo retrato me fascina realmente, no piensa nunca. Estoycompletamente seguro de ello. Es una bella criatura sin sesos, quepodría siempre sustituir aquí, en invierno, a las flores ausentes yrefrescarnos siempre la inteligencia en verano. No se alabe, Basilio;no se parece usted a él bajo ningún concepto.

—No me comprende usted, Harry —respondió el artista—.Naturalmente que no me parezco a él. Lo sé perfectamente. Enverdad, sentiría parecerme a él. ¿Se encoge usted de hombros? Ledigo la verdad. Una fatalidad pesa sobre toda superioridad física eintelectual, esa especie de fatalidad que sigue, a través de laHistoria, loa pasos vacilantes de los reyes. Es mejor no serdiferentes de nuestros compañeros. Los feos y los estúpidos sonlos mejor librados desde ese punto de vista en este mundo. Puedensentarse a su antojo o bostezar en la representación. Si no sabennada de la victoria, les está, por lo menos, ahorrado el conocimientode la derrota. Viven como querríamos vivir todos: imperturbables,indiferentes y sin inquietudes. No importunan a nadie, ni sonimportunados. Pero usted, Harry, con su rango y su fortuna; yo,con mi talento tal como es, mi arte en lo que valga; Dorian Gray,con su magnífico semblante, sufriremos todos por lo que los diosesnos han dado, sufriremos terriblemente.

—¿Dorian Gray? ¿Es éste su nombre? — preguntó lord Henry,

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cruzando el estudio hacia Basilio Hallward.—Sí, éste es su nombre. No pensaba decírselo a usted.—Pero ¿por qué no?—¡Oh! No podría explicárselo. Cuando quiero a alguien

muchísimo, no digo nunca su nombre a nadie. Es como renunciar auna parte de él. He aprendido a amar el secreto. Parece ser laúnica cosa que puede hacernos la vida moderna, misteriosa omaravillosa. La cosa más vulgar nos parece deliciosa si alguiennos la oculta. Cuando salgo de esta ciudad no digo a nadie adondevoy. Si lo hiciera, perderla todo mi placer. Es una costumbre tonta,lo confieso; pero en cierto modo parece aportar romanticismo a lavida de uno. ¿Me figuro que debe usted creerme loco rematado?

—En absoluto —respondió lord Henry—, en absoluto, miquerido Basilio. Parece usted olvidar que estoy casado y que elúnico encanto del matrimonio es que proporciona una vida dedecepción absolutamente necesaria para ambas partes. No sé nuncadónde está mi mujer, y mi mujer no sabe nunca lo que hago. Cuandonos encontramos, y nos encontramos de vez en vez; cuandocomemos fuera juntos o cuando vamos a casa del duque, noscontamos mutuamente las historias más absurdas con las carasmás serias. Mi mujer me supera realmente en ese aspecto. Jamásestá indecisa en las fechas, y yo siempre lo estoy. Pero cuando seda cuenta no se enfada conmigo. Muchas veces lo desearía; perose ríe de mí simplemente.

—Me desagrada esa manera que tiene usted de hablar de suvida conyugal, Harry —dijo Basilio Hallward, yendo hacia la puertaque daba al jardín—. Le creo a usted un bonísimo marido, peroavergonzado de sus propias virtudes. Es usted un hombreextraordinario. No dice usted nunca una cosa mala. Su cinismo essimplemente una pose.

—Ser natural es simplemente una pose, y la más irritante queconozco —exclamó, riendo, lord Henry, y los dos jóvenes salieronjuntos al jardín y se acomodaron en un largo banco de bambú,colocado a la sombra de un macizo de laureles. El sol se deslizabapor las relucientes hojas. Blancas margaritas temblaban sobre lahierba.

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Después de una pausa, lord Henry sacó su reloj.—Tengo que irme, Basilio —murmuró— pero antes insisto en

que responda usted a la pregunta que le hice hace poco.—¿Qué pregunta? — dijo el pintor con los ojos fijos en la

tierra.—Ya sabe usted muy bien cuál.—No lo sé, Harry.—Bueno ; voy a repetírsela. Es necesario que me explique

usted por qué no quiere exponer el retrato de Dorian Gray. Deseoconocer la verdadera razón.

—Ya se la he dicho,—No, no. Me ha dicho usted que era porque había demasiado

de usted mismo en ese retrato. Vamos, esto es pueril.—Harry —dijo Basilio Hallward mirándole a los ojos—, todo

retrato pintado con sentimiento es un retrato del artista, no delmodelo. El modelo es meramente el accidente de ocasión. No es aél a quien revela el pintor; quien se revela sobre la tela coloreadaes más bien el pintor. La razón por la cual no exhibiré ese retratoestá en el temor que siento de mostrar en él el secreto de mi propiaalma.

Lord Henry se echó a reír.—¿Y cuál es? — preguntó.—Se lo diré a usted — dijo Hallward; pero una expresión de

bochorno apareció en su rostro.—Soy todo oídos, Basilio — continuó su compañero, mirándole.—¡Oh! Tengo poco que decir realmente, Harry —respondió el

pintor—, y temo que no lo comprenda. Quizá apenas lo crea.Lord Henry sonrió, e inclinándose arrancó de la hierba una

margarita de pétalos rosados, y examinándola:—Estoy completamente seguro de que le comprenderé . —

replicó mirando atentamente al pequeño disco morado de pelusablanca—, y en cuanto a creer en las cosas, las creo todas con talque sean enteramente increíbles.

El viento agitó algunas flores de los arbustos, y los pesadosramos de lilas se balancearon en el aire lánguido. Una cigarra chirriócerca del muro y, como un hilo azul, pasó una larga y delgada

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libélula, cuyas brunas alas de gasa oyéronse vibrar. Lord Henrysintió como si hubiese percibido los latidos del corazón de BasilioHallward, preguntándose entonces qué iba a suceder.

—Esta es la sencilla historia —dijo el pintor después de unrato—:. Hace dos meses fui a una reunión en casa de lady Branden.Ya sabe usted que nosotros, pobres artistas, tenemos que dejarnosver en sociedad de cuando en cuando, lo suficiente para recordarque no somos unos salvajes. Con un frac y una corbata blanca,como usted me dijo una vez, todo el mundo, hasta un agente deBolsa, puede llegar a tener una reputación de un ser civilizado.Estaba, pues, en el salón hacía diez minutos, conversando condamas maduras ataviadas recargadamente, o con fastidiososacadémicos, cuando de pronto noté que alguien me observaba. Mevolví a medias, y por primera vez vi a Dorian Gray. Al encontrarsenuestros ojos, me sentí palidecer. Una curiosa sensación de terrorme sobrecogió. Comprendí que estaba ante alguien cuya simplepersonalidad era tan fascinante que, si me abandonaba a ella,absorbería mi naturaleza entera, mi alma y hasta mi propio arte. Noquiero ninguna influencia exterior en mi vida. Ya sabe usted, Harry,lo independiente que soy por naturaleza. Siempre he sido dueño demí mismo; siempre lo había sido, por lo menos, hasta el día de mireencuentro con Dorian Gray. Entonces... ; pero no sé cómo yexplicarle a usted esto. Algo pareció decirme que mi vida iba aatravesar una terrible crisis. Tuve la extraña sensación de que elDestino me reserva exquisitas dichas y penas exquisitas.Atemorizado, me dispuse a salir del salón. No era mi conciencia loque me hacía obrar así; había en ello una especie de cobardía. Novi otro medio de escapar.

—La conciencia y la cobardía son realmente lo mismo, Basilio.La conciencia no es más que el nombre registrado de esa razónsocial. Y esto es todo.

—No creo lo mismo, Harry, y pienso que usted tampoco locree. Sin embargo, sea el que fuese entonces mi motivo (quizásera orgullo, porque yo era muy orgulloso), me precipité hacia lapuerta. Naturalmente, tropecé en ella con lady Brandon. «¿Nopensará usted irse tan pronto, míster Hallward?», exclamó. ¿Conoce

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usted su extraña y chillona voz?—Sí; es un pavo real en todo menos en la belleza — dijo lord

Henry, deshojando la margarita con sus largos dedos nerviosos.—No pude quitármela de encima. Me presentó a altezas y a

personajes con cruces y charreteras, a damas provectas queostentaban tiaras gigantescas y narices de loro. Habló de mí comode su amigo más querido. La había visto solamente una vez antesde ese día, pero se empeñó en lanzarme. Creo que por entoncesuno de mis cuadros tenía un gran éxito, y que se hablaba de él enlos diarios de cinco céntimos, que son, como usted sabe, losheraldos de la inmortalidad del siglo XIX. De pronto me encontréfrente a frente con el joven cuya personalidad me había intrigadotan extrañamente. Nos tocábamos casi. De nuevo nuestros ojosse encontraron. Fue temerario por mi parte, pero rogué a lady Brandonque me presentase a él. Después de todo, quizá no lo era tanto,sino simplemente inevitable. Nos hubiésemos hablado sin ningunapresentación. Estoy seguro de ello. Y Dorian, más tarde, me dijo lomismo. También él había sentido que estábamos destinados aconocernos.

—¿Y qué le dijo a usted lady Brandon de ese maravillosojoven? —preguntó el amigo—. Sé que tiene la manía de hacer unbreve précis (1) de todos sus invitados. Recuerdo que una vez mepresentó a un apoplético y truculento gentleman, cubierto de órdenes,y me susurró de él al oído, con un cuchicheo trágico, los detallesmás estupendos, que debieron de oir todas las personas que sehallaban en el salón. Esto me hizo huirla. Me gustaba conocer a laspersonas por mí mismo. Pero lady Brandon trata a sus convidadosexactamente como un tasador a sus mercancías. Les explicaenteramente o dice acerca de ellos todo, excepto lo que quisierauno saber.

—¡Pobre lady Brandon! Es usted severo con ella, Harry —dijo Hallward negligentemente.

—Mi querido amigo, intentó ella fundar un salon (1), y sólo

(1) Transcribimos fielmente todas las palabras y locuciones en otro Idioma que Oscar Wildeintrodujo en sus escrito, con su respectiva versión al castellano. AQUÍ, précis SE traduce porresumen, compendio.

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consiguió abrir un restaurante. ¿Cómo podría yo admirarla? Perodígame: ¿qué le dijo de míster Dorian Gray?

—¡Oh! Algo así como: «Muchacho encantador. Su pobre madrey yo éramos inseparables. He olvidado completamente lo que haceo temo... ¡que no haga nada! ¡Oh, sí! Toca el piano... ¿O es elviolín, mi querido míster Gray?» No pudimos contener la risa, y depronto nos hicimos amigos.

—La risa no es un mal comienzo de amistad, ni mucho menos,y está lejos de ser un mal final —dijo el joven lord, arrancando otramargarita.

Hallward meneó la cabeza.—No puede usted comprender, Harry —murmuró—, qué es la

amistad o qué es el odio en un caso así. Quiere usted a todo elmundo lo cual es como si le fuesen a usted indiferentes.

—¡Qué atrozmente injusto es usted! —exclamó lord Henry,echando hacia atrás su sombrero y mirando las nubéculas que,como vellones de seda blanca, iban a la deriva por el azul turquesadel cielo de verano—. Sí, horriblemente injusto. Establezco unagran diferencia entre las personas. Elijo a mis amigos por su buenaspecto, a mis simples conocidos por su buen carácter y a misenemigos por su buena inteligencia. Un hombre no daría nuncabastante importancia a la elección de sus enemigos. Yo no tengoni uno solo que sea un tonto. Son todos hombres de cierta potenciaintelectual, y, por consiguiente, todos me aprecian. ¿Es esto muyvanidoso por mi parte? Creo que es más bien vano.

—Así lo pienso yo, Harry. Pero, según su clasificación, debode ser un simple conocido.

—Mi bueno y querido Basilio, es usted para mí mucho másque un conocido.

—Y mucho menos que un amigo. Una especie de hermano,¿verdad?

—¡Oh los hermanos! No me importan los hermanos. Mihermano mayor no quiere morirse, y los más pequeños parecendesear imitarle.

—¡Harry! — exclamó Hallward, frunciendo las cejas.

(1) Salón.

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—Amigo mío, no hablo completamente en serio. Pero no puedoevitar el detestar a mis parientes. Supongo que esto se debe a queninguno de nosotros puede soportar la vista de otros que tengansus mismos defectos. Simpatizo por completo con la democraciainglesa en su rabia contra lo que ella denomina los vicios del granmundo. Las masas sienten que la embriaguez, la estupidez y lainmoralidad deben ser propiedad suya, y si alguno de nosotrosasume esos defectos, es como si cazase en sus vedados. Cuandoel pobre Southwark compareció ante el Tribunal de Divorcio, laindignación de esas masas fue magnífica. Y, sin embargo, no creoque la décima parte del proletariado viva correctamente.

—No apruebo ni una sola de las palabras que acaba usted dedecir, y tengo la convicción, Harry, de que usted tampoco lasaprueba.

Lord Henry acarició su barba, cortada en punta, y, golpeandola puntera de su zapato de charol con su bastón de ébano adornadocon borlas, prosiguió:

—¡Qué inglés es usted, Basilio! Esta es la segunda vez queme hace usted una observación. Si se expone una idea a unverdadero inglés (lo cual es siempre cosa temeraria), no intentanunca saber si la idea es buena o mala. Lo único que considera deimportancia es saber si uno cree en ella. Ahora bien: el valor de unaidea no tiene que ver con la sinceridad del hombre que la expresa.Realmente, hay muchas probabilidades de que la idea seainteresante en proporción directa con el carácter insincero de lapersona, pues en este caso no estará coloreada por ninguna de lasnecesidades, de los deseos o de los prejuicios de aquélla. Sinembargo, no me propongo discutir cuestiones políticas, sociológicaso metafísicas con usted. Prefiero las personas a sus principios, yprefiero antes que nada en el mundo a las personas sin principios.Hábleme más de míster Dorian Gray. ¿Con cuánta frecuencia le veusted?

—A diario. No podría ser feliz si no lo viese a diario. Me esabsolutamente necesario.

—¡Es extraordinario! Yo creía que no se preocupaba ustedmás que de su arte.

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—El es ahora todo mi arte —dijo el pintor gravemente—.Algunas veces pienso, Harry, que no hay más que dos cosas dealguna importancia en la historia del mundo. La primera es laaparición de un nuevo medio para el arte, y la segunda, eladvenimiento de una nueva personalidad, también para el arte. Loque el descubrimiento de la pintura al óleo fue para los venecianos,y más tarde, la faz de Antinoo para la escultura griega, la cara deDorian Gray lo será algún día para mí. No es únicamente porque lepinte, le dibuje o le haga apuntes. Ya hice todo eso, naturalmente ;pero él es, para mí, mucho más que un modelo. Esto no quieredecir, en modo alguno, que esté poco contento de lo que he hechosobre él, ni que su belleza sea tal que el Arte no pueda expresarla.Nada hay que no pueda expresar el Arte, y sé muy bien que la obraque he hecho desde mi encuentro con Dorian Gray es una buenaobra, la mejor de mi vida. Pero de una manera curiosa (me extrañaríaque pudiese usted comprenderme), su personalidad me ha sugeridouna manera de arte y un modo de estilo enteramente nuevos. Veolas cosas de un modo diferente. Las pienso diferentemente. Puedoahora crear una vida que antes me estaba oculta. «Una forma soñadaen días de meditación...» ¿Quién ha dicho esto? Ya no me acuerdo;pero esto es exactamente lo que ha sido Dorian Gray para mí. Lasimple presencia visible de este adolescente (pues sólo me pareceun adolescente, aunque tenga más de veinte años), su simplepresencia visible... ¡Ah! Me extrañaría que pudiese usted darsecuenta de lo que esto significa. Inconscientemente define para mílas líneas de una escuela nueva, de una escuela que uniese toda lapasión del espíritu romántico con toda la perfección del espíritugriego. La armonía del cuerpo y del alma. ¡Lo que es esto! Nosotros,en nuestra demencia, hemos separado esas dos cosas e inventadoun realismo que es vulgar, una idealidad vacía. ¡Harry ! Si ustedsupiese lo que es Dorian Gray para mí. ¿Recuerda usted aquelpaisaje mío por el que Agnew me ofreció una suma tan considerable,y del cual, sin embargo, no quise desprenderme? Es una de lasmejores cosas que he hecho. ¿Y sabe usted por qué? Porquemientras lo pintaba, Dorian Gray estaba sentado junto a mí. Algunainfluencia sutil pasó de él a mí, y por primera vez en mi vida

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sorprendí en el sencillo paisaje ese no sé qué buscado por misiempre y que nunca capté.

—¡Basilio, eso es extraordinario! Es necesario que vea a DorianGray.

Hallward se levantó de su asiento y anduvo por el jardín. Volvióun momento después.

—Harry —dijo—, Dorian Gray es un simple motivo de artepara mí. Usted no vería nada en él. Yo lo veo todo. Nunca estámás presente en mi obra que cuando no veo ninguna imagen de él.Es una sugestión de nueva especia, como le he dicho. Le hallo enlas curvas de ciertas líneas, en lo adorable y en lo sutil de ciertoscolores. Esto es todo.

—Entonces, ¿por qué no quiere usted exponer su retrato? —preguntó lord Henry.

—Porque, sin pensarlo, he puesto en él la expresión de todaesa extraña idolatría artística, naturalmente, de la cual nunca le hehablado. El no sabe nada. La ignorará siempre. Pero el mundo pudieraadivinarla; y no quiero desnudar mi alma ante frívolas miradascuriosas. Mi corazón no estará nunca bajo su microscopio. ¡Haydemasiado de mí mismo en eso, Harry! ¡Demasiado de mí mismo!

—Los poetas no son tan escrupulosos como usted. Sabencuánto ayuda a la venta la pasión útilmente divulgada. Hoy día, deun corazón desgarrado se tiran muchas ediciones.

—Los odio por eso —exclamó Hallward—. Un artista debecrear cosas bellas; pero no debe poner nada de su propia vida enellas. Vivimos en una época en que los hombres no ven el arte másque bajo una forma autobiográfica. Hemos perdido el sentidoabstracto de la belleza. Algún día enseñaré al mundo lo que es; ypor esta razón el mundo no verá nunca mi retrato de Dorian Gray.

—Creo que está equivocado, Basilio; pero no quiero discutircon usted. Discuto únicamente la pérdida intelectual. Dígame: ¿yestá muy encariñado con usted Dorian Gray?

El pintor pareció reflexionar algunos instantes.—Sí, me quiere —contestó después de una pausa—; sé que

me quiere. Le alabo enormemente, claro es. Siento un placer extrañoen decirle cosas que me desconsolaría haber dicho. En general, es

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encantador conmigo, y permanecemos en el estudio hablando demil cosas. De vez en vez, sin embargo, se muestra horriblementedesconsiderado y parece encontrar un verdadero placer en apenarme.Entonces siento, Harry, que he dado mi alma entera a un ser que latrata como a una flor que se pone en el frac, como una condecoraciónque seduce su vanidad, como el ornato de un día de verano.

—Los días de verano, son muy largos, Basilio —murmuró lordHenry—. Quizá se canse usted de Dorian Gray antes que él. Tristecosa es pensarlo; pero no puede dudarse que el talento dura muchomás que la belleza. Esto explica por qué nos tomamos tanto trabajoen instruirnos. Tenemos necesidad, para la feroz lucha de la vida,de algo que queda, y nos llenamos el entendimiento de desperdicios,basuras y hechos, con la necia esperanza de conservar nuestropuesto. El hombre culto, bien enterado; éste es el ideal moderno.Pero la mente de este hombre bien enterado es una cosa horrible.Es como un bric-à-brac (1) monstruoso y polvoriento, revoltijo en elcual todo objeto está tasado por encima de su verdadero valor.Creo que se cansará usted el primero, a pesar de todo. Algún díamirará a su amigo y le parecerá a usted que ya no es quien era, nole gustará a usted su tez o cualquier otra cosa. Se lo reprochará enel fondo de usted mismo, pero al fin concluirá usted por creer quese ha portado mal con usted. Al siguiente día estará ustedperfectamente frío e indiferente. Será muy lamentable, pues letransformará a usted. Lo que me ha dicho es una completa novela,una novela de arte, pudiera llamarse, y lo peor es que cuando sevive una novela, de cualquier clase que sea, le deja a unodesencantado.

—Harry, no hable así. Mientras yo viva, la personalidad deDorian Gray me dominará. No puede usted sentir lo que yo siento.Cambia usted demasiado a menudo.

—¡Ah!, mi querido Basilio, precisamente por eso puedo sentir.Los que son fieles conocen el lado trivial del amor únicamente; elinfiel es el que conoce las tragedias del amor.

Y lord Henry, frotando una cerilla sobre una linda fosforera de

(1) Baratillo, baturrillo.

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plata, comenzó a fumar con la placidez de una conciencia tranquilay con aire satisfecho, como si hubiese definido el mundo en unafrase. Hubo un susurro de gorjeantes gorriones entre las hojas verdelaca de la hiedra, y la sombra azul de las nubes los ahuyentó por elcésped como una bandada de golondrinas. ¡Qué gratamente seestaba en el jardín! Y ¡cuán deliciosas eran las emociones de losdemás! Mucho más deliciosas que sus ideas, creía él. La propiaalma y las pasiones de sus amigos —tales le parecían ser lascosas fascinadoras de la vida—. Imaginábase, divirtiéndosesilenciosamente con este pensamiento, el luncheon tedioso quese evitaba con su larga visita a Basilio Hallward. Si hubiese ido acasa de su tía, estaba seguro de haberse encontrado allí a lordGoodbody, y toda la conversación habría versado sobre laalimentación de los pobres y la necesidad de establecer casas dehuéspedes modelo. Hubiera oído preconizar a cada clase laimportancia de las diversas virtudes, cuya práctica, claro es, noejercitaban ellas. El rico habría hablado del valor del ahorro, y elholgazán, disertado elocuentemente sobre la dignidad del trabajo.¡Era encantador haber escapado de todo aquello 1 Repentinamente,al mismo tiempo que pensaba en su tía, ocurriósele una idea. Sevolvió hacia Hallward y dijo:

—Mi querido amigo, ahora recuerdo exactamente.—¿Qué recuerda usted, Harry? .——Dónde oí el nombre de Dorian Gray.—¿Dónde fue? — preguntó Hallward, con un ligero fruncimiento

de cejas.—No me mire usted tan furioso, Basilio. Fue en casa de mi tía

Ágata. Díjome que habla descubierto a un maravilloso joven quequería gustoso ayudarla en sus visitas al East End, y que se llamabaDorian Gray. Puedo asegurar que nunca me habló de él como de unjoven apuesto. Las mujeres no aprecian la hermosura; las mujereshonradas, por lo menos. Me dijo que era muy formal y de un bellocarácter. Al pronto me imaginé un individuo de gafas y cabelloslacios, horriblemente pecoso y contoneándose sobre unos piesenormes. Me hubiese gustado saber que era su amigo.

—Y a mi me complace mucho que no lo haya usted sabido,

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Harry.—¿Por qué?—No quiero que le conozca usted.?—¿No quiere usted que le conozca?—No.—Míster Dorian Gray está en el estudio, señor — dijo el

mayordomo, entrando en el jardín.—Ahora tiene usted que presentármelo — exclamó, riendo,

lord Henry.El pintor volvióse hacia su criado, que permanecía al sol,

guiñando los ojos.—Diga usted a míster Gray que espere, Parker; soy con él

dentro de unos instantes.El hombre se inclinó y volvió sobre sus pasos. Luego, el artista

miró a lord Henry.—Dorian Gray es mi amigo más querido —dijo—. Es de un

carácter bueno y sencillo. Su tía de usted tenia completa razón enlo que dijo de él. No le eche usted a perder. No intente influir en él.Su influencia le sería perniciosa. El mundo es amplio, y no falta enél gente deslumbrante. No me arrebate usted la única persona queda a mi arte el encanto que pueda poseer; mi vida como artistadepende de él. Cuidado, Harry, confío en usted.

Hablaba en voz baja, y las palabras parecían brotar contra suvoluntad.

—¡Qué tontería dice usted! — dijo lord Henry sonriendo ; ycogiendo a Hallward por el brazo, le condujo casi a la fuerza a lavivienda.

CAPITULO II

Al entrar vieron a Dorian Gray. Estaba sentado al piano,volviéndoles la espalda, hojeando las páginas de un álbum de lasEscenas de la selva, de Schumann.

—Va usted a prestármelas, Basilio —exclamó—. Quieroaprenderlas. Son perfectamente encantadoras.

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—Eso depende por completo de como pose usted hoy, Dorian.—¡Oh! Estoy cansado de posar y no quiero un retrato de tamaño

natural — contestó el adolescente girando sobre el taburete de unamanera peculiar y voluntariosa.

Un ligero rubor coloreó sus mejillas cuando divisó a lord Henry,y Dorian se levantó precipitadamente.

—Le pido perdón, Basilio; pero no sabia que estaba ustedacompañado.

—Es lord Henry Wotton ; Dorian, uno de mis antiguos amigosde Oxford. Acababa de decirle que era usted un modelo magnífico,y ahora lo ha estropeado usted todo.

—Pero no ha estropeado mi placer en conocerle, míster Gray—dijo lord Henry, adelantándose y tendiéndole la mano—. Mi tíame ha hablado de usted a menudo. Es usted uno de sus favoritos,y temo que también una de sus víctimas.

—Ahora no estoy en gracia con lady Ágata —contestó Doriancon un gesto burlón de arrepentimiento—. El martes último prometíacompañarla a un club de Whitechapel, y me he olvidado realmentede ello, íbamos a ejecutar juntos un dúo, tres dúos me parece. Nosé lo que va a decirme. El solo pensamiento de verla me horroriza.

—¡Oh! Le pondré a usted en paz con mi tía. Es partidariaacérrima de usted. Y no creo que haya realmente materia de enfado.El auditorio contaba probablemente con un dúo. Cuando tía Ágatase sienta al piano hace ruido por dos.

—Horrible es eso para ella y no muy agradable para mí —contestó Dorian riendo.

Lord Henry le miraba. Sí era, en realidad, maravillosamentegentil con sus labios escarlata finamente dibujados, sus francosojos azules, su pelo rizoso y dorado. Todo en su cara atraía laconfianza hacia él. Allí estaba todo el candor de la juventud unido ala pureza ardiente de la , adolescencia. Notábase que el mundo nola había manchado aún. No era extraño que Basilio Hallward sintieraaquel culto hacia él.

—Es usted demasiado encantador para consagrarse a lafilantropía, míster Gray; demasiado encantador — y lord Henry,recostándose sobre el diván, abrió su pitillera.

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El pintor ocupábase febrilmente en preparar sus colores y suspinceles. Parecía preocupado, y al oír la última observación de lordHenry, le miró vacilando un momento, y luego dijo:

—Harry, necesito concluir hoy este retrato. ¿Me guardaríausted rencor si le rogase que se fuese? Lord Henry sonrió y miró aDorian Gray.

—¿He de irme, míster Gray? — preguntó.—¡Ah, no!, se lo ruego, lord Henry. Veo que Basilio se encuentra

en mala disposición; y no le puedo soportar enfadado. Además,necesito preguntar a usted por qué no debo dedicarme a lafilantropía.

—No sé qué contestarle a usted sobre ello, míster Gray. Esun tema tan aburrido, que no se puede hablar de él más que enserio. Pero, ciertamente, no me iré, ya que usted me pide que mequede. ¿A usted no le importa realmente, Basilio? Me ha dicho amenudo que le gustaba tener a alguien que charlase con susmodelos. Hallward se mordió los labios.

—Si Dorian lo desea, puede usted quedarse. Los caprichosde Dorian son leyes para todos, excepto para él. Lord Henry cogiósu sombrero y sus guantes.

—Es usted muy amable, Basilio, pero debo marcharme. Estoycitado con una persona en el Orleáns. Adiós, míster Gray. Venga averme una de estas tardes a la calle Curzon. Estoy casi siempreen casa a eso de las cinco. Escríbame cuando piense venir. Sentiríamucho no estar.

—Basilio —exclamó Dorian Gray—, si lord Henry Wotton seva, me voy yo también. No abre usted nunca la boca cuando pinta,y es horriblemente aburrido estarse plantado sobre una plataformateniendo que poner cara agradable. Ruéguele usted que se quede.Insisto en ello.

—Quédese, Harry, para dar gusto a Dorian Gray y a mí —dijoHallward, mirando atentamente su cuadro—. Es completamentecierto: no hablo nunca mientras trabajo, ni tampoco escucho, ytiene que ser fastidioso para mis infortunados modelos. Le ruegoque se quede.

—Pero ¿qué va a pensar esa persona de Orleáns?

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El pintor se echó a reír.—Creo que la cosa se arreglará sin dificultad. Siéntese, Harry.

Y ahora, Donan, suba usted a la plataforma, no se mueva demasiadoni preste atención alguna a lo que le diga lord Henry. Su influenciaes perniciosa para todos sus amigos, excepto para mí.

Dorian Gray subió a la plataforma con el aire de un joven mártirgriego, haciendo una pequeña moue (1) de descontento a lord Henry,a quien había ya tomado afecto. ¡Eran tan diferente de Basilio! Yformaban ambos un contraste tan delicioso. Y lord Henry tenia unavoz tan bella. Al cabo de unos instantes le dijo :

—¿Es su influencia realmente tan mala como dice Basilio,lord Henry?

—No hay influencia buena, míster Gray. Toda influencia esinmoral..., inmoral desde el punto de vista científico.

—¿Por qué?—Porque influir sobre una persona es transmitirle nuestra

propia alma. No piensa ya con sus pensamientos naturales ni seconsume con sus pasiones naturales. Sus virtudes no son realespara ella. Sus pecados, si es que hay algo semejante a pecados,son prestados. Se convierte en eco de una música ajena, en actorde una obra que no fue escrita para ella. El fin de la vida es elpropio desenvolvimiento, realizar la propia naturaleza perfectamente,esto es lo que debemos hacer. Lo malo es que las gentes estánasustadas de sí mismas hoy día. Han olvidado el más elevado detodos los deberes: el deber para consigo mismo. Son caritativas,naturalmente. Alimentan al hambriento y visten al pordiosero. Perodejan morirse de hambre a sus almas, y van desnudas. El valornos ha abandonado. Quizá no lo tuvimos nunca, en realidad. Elterror de la sociedad, que es la base de la moral; el terror de Dios,que es el secreto de la religión... Estas son las dos cosas que nosgobiernan. Y, sin embargo...

—Vuelva usted un poco la cabeza a la derecha, Dorian, comoun buen muchacho — dijo el pintor, que absorto en su obra, acababade sorprender en la cara del adolescente un gesto que no le hablavisto antes nunca.

(1) Mueca

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—Y, sin embargo —continuó lord Henry, con su voz baja ymusical y con aquella graciosa flexión de mano que fue siempretan característica en él y que ya tenía en la época de Eton—, creoque si un hombre quisiera vivir su vida plena y completamente, siquisiese dar una forma a todo sentimiento suyo, una realidad atodo sueño propio, el mundo ganaría tal empuje de nueva alegría,que olvidaríamos todas las enfermedades medievales para volvernoshacia el ideal griego, a algo más bello y más rico que ese idealquizá. Pero el más valiente de nosotros está asustado de sí mismo.La mutilación del salvaje tiene su trágica supervivencia en la propianegación que corrompe nuestras vidas. Nos vemos castigados pornuestras negaciones. Cada impulso que intentamos aniquilar germinaen la mente y nos envenena. El cuerpo peca primero y se satisfacecon su pecado, porque la acción es un modo de purificación. Nonos queda nunca más que el recuerdo de un placer o la voluptuosidadde una pena. El único medio de desembarazarse de una tentaciónes ceder a ella. Si la resistimos, nuestras almas crecerán enfermizas,deseando las cosas que se han prohibido a si mismas, y, además,sentirán deseo por lo que unas leyes monstruosas han hechomonstruoso e ilegal. Se ha dicho que los grandes acontecimientostienen lugar en el cerebro. Es en el cerebro y solamente en él dondetienen lugar asimismo los grandes pecados del mundo. Usted, místerGray, usted mismo, con su juventud rosa y su adolescenciablanquirrosa, habrá tenido pasiones que le hayan atemorizado,pensamientos que le hayan llenado de terror, días de ensueño ynoches de ensueño cuyo simple recuerdo pudiera teñir de vergüenzasus mejillas...

—¡Deténgase usted! —balbució Dorian Gray—. ¡Deténgase!Me deja usted aturdido. No sé qué decir. Tengo una respuesta,pero no puedo encontrarla. No hable. Déjeme pensar. O, más bien,déjeme que intente no pensar. Durante diez minutos casi permaneciósin hacer un movimiento, entreabiertos los labios y con ojosextrañamente brillantes. Parecía tener la obscura conciencia deque trabajaban en él influencias completamente nuevas. Le parecíannacidas por entero de él mismo. Las pocas palabras que el amigoBasilio le había dicho —pronunciadas, indudablemente, por

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casualidad y repletas de paradojas— habían tocado alguna cuerdasecreta que no fue nunca pulsada con anterioridad, pero que sentíaahora vibrante y palpitante con extrañas conmociones.

La música le había conmovido así. La música le había turbadomuchas veces. Pero la música no era articulada. No es un nuevomundo, sino más bien un nuevo caos el que crea en nosotros. ¡Laspalabras! ¡La simples palabras ! ¡Qué terribles son! ¡Qué límpidas,qué vivas y qué crueles. Quisiera uno huirlas. Y, sin embargo, ¡quésutil magia hay en ellas! Parecen comunicar una forma plástica alas cosas informes y tienen una música propia tan dulce como ladel violín o la del laúd. ¡Las simples palabras! ¿Hay algo más realque las palabras?

Sí; sucediéronle cosas en su infancia que no habíacomprendido. Ahora las comprendía. La vida se le apareció depronto violentamente coloreada. Pensó que hasta entonces estuvoentre el fuego. ¿Por qué no lo supo nunca?

Lord Henry le observaba con su fina sonrisa. Conocía el precisomomento psicológico del silencio. Sentíale interesado vivamente.Le extrañaba la impresión repentina que sus palabras hablanproducido, y, recordando un libro leído cuando tenia dieciséis años,libro que le había revelado lo que antes ignorara, se maravilló viendoa Dorian Gray pasar por una experiencia parecida. Acababa de lanzaruna flecha al aire simplemente. ¿Había dado en el blanco? ¡Quéfascinante era aquel muchacho!

Hallward seguía pintando con aquella maravillosa seguridadde pulso que le caracterizaba; poseía ese auténtico refinamiento,asa delicadeza perfecta que, en arte, proviene sólo del verdaderovigor. No prestaba atención al silencio.

—Basilio, estoy cansado de posar —exclamó de pronto DorianGray—. Quiero salir y sentarme en el jardín. El aire es aquísofocante.

—Mi querido amigo, lo tiento mucho. Cuando pinto no piensonunca en ninguna otra cosa. Pero nunca ha posado usted mejor.Estaba usted perfectamente quieto. Y he conseguido el efecto quenecesitaba: los labios entreabiertos y la mirada brillante. No sé loque Harry ha podido decirle; pero le debe usted a él ciertamente

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esa expresión maravillosa. Supongo que le habrá elogiado. No hayque creer ni una palabra de lo que dice.

—No me ha elogiado realmente. Quizá sea ésta la razón porla cual no quiero creer nada da lo que me ha dicho.

—Ya sabe usted que lo cree todo —dijo lord Henry, mirándolecon SUS ojos soñadores y lánguidos—. Le acompañaré a usted aljardín. Hace un calor horroroso en este estudio. Basilio, mandeusted que nos sirvan alguna bebida helada, algo que tenga fresas.

—Con mucho gusto, Harry. Llame y cuando venga Parker lediré lo que quieren. Tengo todavía que trabajar en el fondo del retrato;dentro de poco iré a reunirme con ustedes. No me retenga usteddemasiado a Dorian. No me he encontrado nunca en semejantedisposición para pintar como hoy. Será ésta mi obra maestra. Esya mi obra maestra.

Lord Henry, al entrar en el jardín, encontró a Dorian Gray conla faz hundida en un gran ramo de lilas, sorbiendo febrilmente alaroma como si fuese vino. Se acercó a él y le puso la mano sobreel hombro.

—Hace usted muy bien —murmuró—. Nada puede curar mejorel alma que los sentidos, y nada puede curar mejor los sentidosque el alma.

Estremecióse el joven y se volvió. Tenía la cabeza al .aire ylas hojas habían revuelto sus rizos rebeldes, enredando las hebrasdoradas. En sus ojos fluctuaba el temor, ese temor que se halla enlas personas que se despiertan repentinamente. Las aletas de lanariz, finamente dibujadas, palpitaban, y una turbación oculta avivóel carmín de sus labios trémulos.

—Sí —continuó lord Henry—, ése es uno de los grandessecretos de la vida; curar el alma por medio de los sentidos y lossentidos por medio del alma. Es usted una creación admirable.Sabe usted más de lo que cree saber, así como sabe usted menosde lo que quiere saber.

Dorian Gray frunció las cejas y volvió la cabeza. En verdad,no podía menos de admirar a aquel gentil y gracioso joven queestaba a su lado. Su cara, morena y romántica, de expresiónfatigada, le interesaba. Había algo, completamente fascinador en

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su voz lánguida y baja. Sus mismas manos, sus manos frescas yblancas, poseían un encanto singular. Como su voz, parecíanmusicales, parecían tener un lenguaje propio. Pero le daba miedo ysentíase avergonzado de ello. ¿Por qué era aquel extraño quien lerevelaba a sí mismo? Desde hacía varios meses conocía a BasilioHallward; pero su amistad no le transformó. Repentinamente aparecíaalguien en su vida que parecía descubrirle el misterio de la vida. Y,sin embargo, ¿qué había en ello para espantarse así? El no era niun colegial ni una niña. Era absurdo tener miedo.

—Vamos a sentarnos a la sombra —dijo lord Henry—. Parkerha traído unas botellas, y si permanece usted más tiempo al sol,podría estropeársele el cutis y Basilio no querría ya nunca retratarle.No se exponga usted realmente a coger una insolación. No sería elmomento oportuno.

—¿Qué importa eso? — exclamó Dorian Gray riendo, al mismotiempo que se sentaba al fondo del jardín.

—Para usted es lo más importante de todo, míster Gray.—¿Por qué?—Porque posee usted la más maravillosa juventud, y la

juventud es lo único que valga la pena.—No me parece así, lord Henry.—No le parece por ahora. Algún día, cuando esté usted

envejecido, arrugado, feo; cuando el pensamiento le marchite lafrente con sus garras y la pasión manche sus labios con horriblesestigmas, lo sentirá usted terriblemente. Ahora, por dondequieraque va usted, encanta a todo el mundo. ¿Será así siempre?... Tieneusted una cara maravillosamente bella, míster Gray. No se enfade.La tiene usted. Y la belleza es una forma del genio, más elevada,en verdad, que el genio; no tiene necesidad de explicación. Es unode los hechos absolutos del mundo, como el sol, la primavera o elreflejo en las aguas sombrías de esa concha de plata que llamamosluna. Esto no puede discutirse. Es una soberanía de derecho divino.Hace príncipes a los que la poseen. ¿Se sonríe usted? ¡Ah! Nosonreirá cuando la haya perdido... La gente dice a veces que labelleza es solamente superficial. Puede ser. Pero siquiera no estan superficial como el pensamiento. Para mí, la Belleza es la

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maravilla de las maravillas. Únicamente la gente limitada no juzgapor las apariencias. El verdadero misterio del mundo es el visible,no el invisible... Sí, míster Gray; los dioses han sido buenos conusted. Pero lo que los dioses dan, lo quitan muy pronto. No tieneusted más que unos pocos años para vivir verdaderamente,perfectamente, plenamente. Cuando su juventud se desvanezca,su belleza se irá con ella, y descubrirá usted de pronto que ya no lequedan triunfos, o tendrá que contentarse con esos pequeños éxitosque el recuerdo del pasado hace aún más amargos que derrotas.Cada mes que huye le llevará hacia algo terrible. El tiempo estáceloso de usted y guerrea contra sus lirios y sus rosas. Palideceráusted, se hundirán sus mejillas y se apagarán sus ojos. Sufriráusted horriblemente... ¡Ahí Dese cuenta de su juventud mientras latiene. No derroche el oro de sus días escuchando a los tediososque intentan detener el desesperado fracaso, y defienda su vidadel ignorante, del adocenado, del vulgar. Es el fin enfermizo, elfalso ideal de nuestra época. ¡Viva, viva la maravillosa vida quetiene en si! No pierda nada de ella. Busque siempre nuevasemociones. Que no le asuste nada... Un nuevo hedonismo: esto eslo que quiere nuestro siglo. Puede usted ser el símbolo visible. Nohay nada que no pueda efectuar con su personalidad. El mundo lepertenece por una temporada... Cuando le conocí a usted vi que notenia conciencia de lo que era usted realmente o de lo que realmentepodía ser. Había tanto encanto en usted, que sentí que debía decirlealgo de usted mismo. Tuve el trágico temor de ver que semalgastaba. Porque su juventud tiene tan poco tiempo de vida...¡tan poco! Las flores vulgares de los campos se secan, peroreflorecen. Este cítiso estará tan florido en el próximo mes de juniocomo ahora. Dentro de un mes, esa clemátide tendrá florespurpúreas, y de año en año la verde noche de sus hojas mantendrásus estrellas de púrpura. Pero nosotros no reviviremos jamás nuestrajuventud. El pulso de la alegría que palpita en nosotros a los veinteaños va debilitándose. Nuestros miembros se fatigan, se embotannuestros sentidos. Todos nos convertimos en horrorosos polichinelasalucinados por el recuerdo de las pasiones que nos atemorizaron yde las exquisitas tentaciones a las que no tuvimos el valor de ceder.

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¡Juventud! ¡Juventud! ¡No hay absolutamente nada en el mundosino la juventud!

Dorian Gray escuchaba con los ojos abiertos y maravillado.Dejó caer a tierra el ramo de lilas que tenía en SU mano. Una abejamoteada se lanzó sobre él y giró un momento alrededor, zumbadora.Hubo un estremecimiento general de globos estrellados en lasdiminutas flores. Miraba él aquello con el extraño interés quetomamos por las cosas triviales cuando estamos preocupados porproblemas que nos espantan, o cuando nos sentimos molestos poralguna nueva sensación a la que no podemos encontrar expresión,o cuando nos aterroriza un pensamiento obsesionante al cual nossentimos obligados a ceder. Después de un momento, la abejalevantó el vuelo. La vio trepar sobre el cáliz moteado de unaamapola. La flor pareció temblar y se balanceó en el airesuavemente.

De pronto el pintor apareció en la puerta del estudio y les hizoseñas reiteradas para que entrasen. Volviéronse uno hacia el otro ysonrieron.

—Los espero a ustedes —exclamó—. Vengan aquí. Hay unaluz perfecta y pueden ustedes traerse BUS bebidas.

Se levantaron y perezosamente marcharon a lo largo delsendero. Dos mariposas verdes y blancas revoloteaban ante ellos,y sobre un peral situado en un rincón del jardín un tordo empezó acantar.

—¿Le agrada a usted haberme conocido, míster Gray?— dijolord Henry, mirándole.

—Sí; me agrada ahora. Y me pregunto si me agradará siempre.—¡Siempre! Es una palabra terrible. Me hace estremecer

cuando la oigo. Las mujeres son muy aficionadas a usarla.Estropean toda novela, queriendo hacerla eterna. Es una palabrasin ningún significado. La única diferencia que hay entre un caprichoy una pasión eterna ES que el capricho dura un poco más de tiempo.

Al entrar en el estudio, Dorian Gray colocó su mano sobre elbrazo de lord Henry.

—En este caso, que nuestra amistad sea un capricho—murmuró, enrojeciendo de su propia audacia; luego subió a la

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plataforma y volvió a colocarse en su postura.Lord Henry, tumbado sobre un ancho diván de mimbre, le

observaba. El vaivén del pincel cobre la tela era el único ruido querompía el silencio, excepto cuando, de tiempo en tiempo, Hallwardretrocedía para mirar su obra a distancia. En los rayos oblicuos queentraban por la puerta entreabierta danzaba un polvo dorado. Elfuerte olor de las rosas parecía gravitar sobre todo.

Al cabo de un cuarto de hora, Hallward dejó de pintar, mirandodurante mucho tiempo a Dorian Gray y al retrato, mordiscando lapunta de uno de SUS gruesos pinceles y frunciendo las cejas,

—Terminado por completo — exclamó, e inclinándose escribióSU nombre en largas letras de bermellón en la esquina izquierda dellienzo.

Lord Henry fue a mirar el cuadro. Era realmente una obra dearte maravillosa, de un parecido maravilloso también.

—Mi querido amigo, permítame que le felicite calurosamente—dijo—. Es el más bello retrato de los tiempos moderno. MísterGray, venga usted a contemplarse.

El adolescente se estremeció como si le hubiesen despertadode un sueño.

—¿Está terminado de verdad? — murmuró, bajando de laplataforma.

—Terminado por completo —dijo el pintor—. Y hoy ha posadousted espléndidamente. Le estoy agradecido hasta más no poder.

—Eso se debe a mí por completo —interrumpió lord Henry—. ¿No es así, míster Gray?

Dorian no contestó; llegó distraídamente hasta su retrato y sevolvió hacia él. Al verlo retrocedió y sus mejillas enrojecieron deplacer por un momento. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos,porque se reconoció por primera vez. Permaneció algún tiempoinmóvil, maravillado, dándose cuenta obscuramente de que Hallwardle hablaba, pero sin comprender el significado de sus palabras. Elsentido de su propia belleza surgió en su ulterior corno unarevelación. Hasta entonces nunca se había dado cuenta de ello.Los elogios de Basilio Hallward le parecieron simplementeagradables exageraciones de amistad. Habíalos oído riéndose y

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olvidado en seguida; no influyeron en su carácter. Luego habíallegado lord Henry Wotton con su extraño panegírico de la juventudy el terrible aviso de su brevedad. Aquello le conmovió, y ahora,frente a la sombra de su propia belleza se apoderaba de él en unrelámpago. Sí; llegaría un día en que su faz se arrugaría, seencogería ; sus ojos se hundirían descoloridos y la gracia de surostro se rompería, deformándose. El escarlata de sus labios seiría, del mismo modo que el oro de su pelo. La vida que debíaformar su alma arruinaría su cuerpo. Tornaríase horrible, deforme,basto.

Pensando en esto, una sensación aguda de dolor le atravesócomo un cuchillo, estremeciendo una por una las delicadas fibrasde su ser. El tono amatista de sus ojos se obscureció, y una tenueneblina los empañó. Sintió que una mano de hielo se posaba sobresu corazón.

—¿No le gusta a usted? — exclamó Hallward, un pocoextrañado del silencio del joven, que no comprendía.

—Naturalmente que le gusta —dijo lord Henry—.¿A quién no le gustaría? Es una de las cosas más grandes

del arte moderno. Le daré a usted por él lo que desee. Necesitotenerlo.

—No me pertenece, Harry.—¿A quién le pertenece?—A Dorian, naturalmente — contesto el pintor.—Afortunado mortal.—¡Qué triste es! —murmuraba Dorian con los ojos fijos todavía

en su retrato—. ¡Qué triste! Me volveré viejo, horrible, espantoso.Pero este retrato permanecerá siempre joven. No será nunca másviejo que este día de junio... ¡Si ocurriera al contrario, si fuera yosiempre joven, y si este retrato envejeciese! ¡Por eso, por eso lodaría todo! ¡Sí, no hay nada en el mundo que no diera yo! ¡Por ellodaría hasta mi alma!

—Difícilmente le gustaría a usted tal arreglo, Basilio —exclamóHenry—. Sería más bien una mala suerte para su obra.

—Me opondría terminantemente, Harry — dijo Hallward.Dorian Gray se volvió a mirarle.

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—Lo creo así, Basilio. Ama usted más su arte que a susamigos. Soy para usted no más que una de sus figuras de bronce.Escasamente más me atrevería a afirmar.

El pintor le miró con asombro. Era tan raro oír hablar así aDorian. ¿Qué había sucedido? Parecía muy enojado. Su rostroestaba sonrojado, y sus mejillas, encendidas.

—Sí —continuó—, soy para usted menos que su Hermes demarfil o que su Fauno de plata. A ellos los amará usted siempre.¿Por cuánto tiempo me querrá a mí? Hasta mi primera arrugasupongo. Ahora sé que cuando pierde uno su belleza lo pierde todo.Su obra de usted me lo ha enseñado. Lord Henry Wotton tienecompleta razón. La juventud es lo único que vale. Cuando note queenvejezco me mataré.

Hallward palideció y le cogió la mano.—¡Dorian, Dorian! —exclamó—. No hable usted así. Nunca

he tenido un amigo corno usted, ni lo volveré a tener nunca. No vaa sentirse celoso de las cosas materiales, ¿verdad? Es ustedsuperior a cualquiera de ellas.

—Siento celos de todo aquello cuya belleza no muere. Tengocelos de mi retrato pintado por usted. ¿Por qué ha de conservar éllo que yo perderé? Cada instante que pasa me arrebata algo y le daalgo a él. ¡Oh, si pudiera ser a la inversa! ¡Si el retrato pudieseenvejecer y yo permanecer tal como soy ahora! ¿Por qué ha pintadousted esto? ¡Algún día se burlará de mi, se burlará horriblemente!

Sus ojos se llenaban de lágrimas abrasadoras, retorcíase lasmanos, y de pronto se arrojó sobre el diván y sepultó su cara en losalmohadones, como si rezase.

—Esta es su obra, Harry — dijo el pintor amargamente.Lord Henry se alzó de hombros.—Ese es el verdadero Dorian Gray, y nada más.—No es ése.—Si no es ése, ¿qué tengo yo que ver en ello?—Debió usted irse cuando se lo dije — murmuró.—Me quedé porque me lo rogó usted — respondió lord Henry.—Harry, no puedo reñir a la vez con mis dos mejores amigos;

pero por su culpa van a hacerme detestar la mejor obra que he

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hecho, y la destruiré. ¿Qué es sino un lienzo coloreado? No permitiréque eso pueda estropear nuestras tres vidas.

Dorian Gray alzó su cabeza rubia del montón de almohadones,y con su pálida faz y sus ojos arrasados en lágrimas vio al pintordirigirse hacia una mesa situada bajo las altas cortinas de laventana. ¿Qué iba a hacer allí? Sus dedos buscaban algo entreaquel montón de tubos de estaño y de pinceles secos. Sí, la largaespátula de paleta, la hoja de acero flexible. Lo encontró al fin. Ibaa rasgar el lienzo.

Con un sollozo ahogado, el joven saltó del diván y,precipitándose hacia Hallward, le quitó el cuchillo de la mano y loarrojó al fondo del estudio.

—¡No, Basilio, no! —exclamó—. ¡Seria un crimen!—Me encanta verle apreciar, por fin, mi obra, Dorian —dijo el

pintor fríamente, dominando su sorpresa—. Nunca hubiera esperadoeso de usted.

—¿Apreciarla? La adoro, Basilio. Siento que es algo de mímismo.

—Bueno; en cuanto esté usted seco será usted barnizado,puesto en marco y enviado a su casa. Entonces podrá usted hacerlo que guste con usted mismo.

Y, cruzando la habitación, llamó para pedir el té.—¿Quiere usted té, naturalmente, Dorian? ¿Y usted también,

Herry? ¿O tiene que hacer alguna objeción a estos placeressencillos?

—Adoro los placeres sencillos —dijo lord Henry—. Son elúltimo refugio de lo complejo. Pero no me agradan las escenasfuera de las tablas. ¡Qué absurdos camaradas son ustedes dos!Me pregunto quién definió al hombre como un animal racional. Esla más prematura de las definiciones. El hambre es una multitud decosas, pero no es racional. Me encanta, al fin y al cabo, que no losea, aunque deseo que no riñan ustedes por ese retrato. Hubieseusted hecho mucho mejor en dármelo, Basilio. A ese ingenuo jovenno le hace falta en realidad, y a mí, sí, de verdad.

—Si se lo diese a otro que a mí Basilio no se lo perdonaríanunca —exclamó Dorian Gray—, y no le permito a nadie que me

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llame ingenuo.—Ya sabe usted que ese cuadro le pertenece, Dorian. Se lo di

antes que existiera.—Y también sabe usted que ha sido un poco ingenuo, míster

Gray, y que no puede hacer objeciones porque se le recuerde quees muy joven.

—Me hubiese contrariado mucho esta mañana, lord Henry.—¡Ah, esta mañana! Ha vivido usted desde entonces.Llamaron a la puerta y entró el mayordomo llevando un servicio

de té, que colocó sobre una mesita japonesa. Hubo un ruido detazas y de platillos y el gluglú de una tetera acanalada de Georgia.Un criado trajo dos farolillos chinos en forma de globos. DorianGray se levantó y sirvió el té. Los dos hombres se dirigieronperezosamente hacia la mesa y examinaron lo que había debajo delos cubreplatos.

—Vayamos al teatro esta noche —dijo lord Henry—.Seguramente habrá algo en cualquier parte. He prometido cenar enWhite; pero como es un antiguo amigo, puedo enviarle unas líneasdiciéndole que estoy indispuesto o que me impide ir un compromisoanterior. Creo que sería una bonita disculpa: tendría toda la sorpresade la sinceridad.

—Es molesto ponerse un frac —murmuró Hallward—. Y unavez vestido con él está uno horrible.

—Sí —respondió lord Henry soñadoramente— ; el traje delsiglo diecinueve es detestable. Es tan sombrío, tan deprimente. Elpecado es realmente el único elemento de color que queda en lavida moderna.

—Verdaderamente, no debía usted decir tales cosas delantede Dorian, Harry.

—¿Delante de qué Dorian? ¿Del que nos sirve el té o delDorian del retrato?

—Delante de ambos.—Querría ir con usted al teatro, lord Henry — dijo el joven.—Pues venga usted. ¿Vendrá usted también, verdad, Basilio?—Realmente, no puedo. Prefiero quedarme. Tengo una

infinidad de cosas que hacer.

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—Bueno, entonces iremos usted y yo solos, míster Gray.—Lo deseo vivamente.El pintor se mordió los labios y, taza en mano, se dirigió hacia

el retrato.—Me quedaré con el verdadero Dorian — dijo tristemente.—¿Es ése el verdadero Dorian? —exclamó el original del

retrato, adelantándose hacia él—. ¿Soy realmente así?—Sí, es usted exactamente así.—¡Qué maravilloso, Basilio 1—Al menos, en apariencia es usted así. Pero esto no cambiará

nunca —suspiró Hallward—. Y ya es algo.—¡Qué jaleos arma la gente con la fidelidad! —exclamó lord

Henry—. ¡Cómo! Precisamente en amor es puramente cuestión defisiología. No tiene nada que ver con nuestra propia voluntad. Losjóvenes quieren ser fieles y no lo son; los viejos quieren ser infielesy no pueden; es todo cuanto puede decirse.

—No vaya usted al teatro está noche, Dorian —dijo Hallward—. Quédese a cenar conmigo.

—No puedo, Basilio.—¿Por qué?—Porque he prometido a lord Henry Wotton Ir con él.—No le disgustará que falte usted a su promesa. El falta

siempre a las suyas. Le ruego que no vaya. Dorian Gray se echó areír, meneando la cabeza.

—Se lo suplico.El joven vacilaba, mirando a lord Henry, que los observaba

desde la mesa del té con una sonrisa divertida.—Debo ir, Basilio — contestó.—Muy bien —dijo Hallward; y fue a dejar su taza sobre la

bandeja—. Es algo tarde, y como tienen ustedes que vestirse, haránbien en no perder tiempo. Adiós, Harry. Adiós, Dorian. Vengan averme pronto. Vengan mañana.

—Seguramente.—¿No se olvidará?—Claro que no — exclamó Dorian. ‘ —¿Y usted, Harry?—¿Qué?

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—Acuérdese de lo que le he pedido, cuando estábamos en eljardín esta mañana.

—Me he olvidado de ello.—Cuento con usted.—Me gustaría poder contar conmigo mismo —dijo lord Henry,

riendo—. Vamos, míster Gray; abajo está mi coche, y le dejaré austed en su casa. Adiós, Basilio. Ha sido una tarde muy interesante.

En cuanto se cerró la puerta tras ellos, el pintor se desplomósobre el sofá y una expresión de dolor apareció en su rostro.

CAPITULO III

Al día siguiente, por la mañana, a las doce y media, lord HenryWotton se dirigía por la calle de Curzon hacia Albany para visitar asu tío, lord Fermor, un solterón cordial, aunque algo brusco,calificado de egoísta por los extranjeros que no podían sacar nadade él, pero al que la sociedad consideraba generoso porque dabade comer a quienes le divertían. Su padre había sido embajadornuestro en Madrid, cuando Isabel II era joven y Prim un desconocido; pero había dejado la carrera diplomática en un momento decaprichoso disgusto, debido a que no le ofrecieron la Embajada deParís, cargo para el cual se consideraba muy indicado, por su origen,su indolencia, el buen inglés de sus informes y su pasión desmedidapor el placer. El hijo, que había sido secretario de su padre, dimitióal mismo tiempo que su jefe, un poco tontamente se pensóentonces, y algunos meses después, ya en posesión del título, sededicó al serio estudio del muy aristocrático arte de no hacerabsolutamente nada. Poseía dos grandes casas en la capital, peroprefería vivir en un hotel para evitarse jaleos, y hacía la mayoría desus comidas en su club. Prestaba alguna atención a la gerencia desus minas de carbón de los condados centrales, aunque disculpabaeste tinte de industrialismo diciendo que el hecho que poseer carbóntenía la ventaja de permitir a un gentleman que consumiera leña ensu propia chimenea. En política era tory, excepto cuando los toriesestaban en el poder, durante cuyo período no dejaba nunca deacusarlos de ser una pandilla de radicales. Era un héroe para su

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criado, que le tiranizaba, y el terror de la mayoría de sus parientes,a quienes tiranizaba él a su vez. Únicamente Inglaterra había podidoproducir tal hombre, y él siempre decía que el país iba a la ruina.Sus principios eran anticuados, pero habla mucho que decir enfavor da sus prejuicios.

Cuando lord Henry entró en la habitación, encontró a su tíosentado, vestido con un basto chaquetón de caza, fumando unpuro y gruñendo sobre el Times.

—Bueno, Harry —dijo el viejo gentleman—, ¿qué te trae tantemprano? Creía que vosotros los elegantes no estabais nuncalevantados antes de las dos, ni visibles antes de las cinco.

—Puro afecto familiar, se lo aseguro, tío Jorge. Necesitopedirle a usted una cosa.

—Dinero, supongo —dijo lord Fermor, torciendo el gesto—.Bueno, siéntate y dime de lo que se trata. Los jóvenes de hoy seimaginan que el dinero lo es todo.

—Sí —murmuró lord Henry, abrochándose su gabán—; ycuando se hacen viejos lo comprueban. Pero no necesito dinero.Únicamente los que pagan sus deudas lo necesitan, tío Jorge, y yonunca pago las mías. El crédito es el capital de un joven, y se vivede él encantadoramente. Por otro lado, me dirijo siempre a losproveedores de Dartenoor, y, por consiguiente, no me molestannunca. Lo que quiero es un dato; no un dato útil naturalmente, sinoun dato inútil.

—Bueno, puedo decirte todo lo que contiene un Libro Azulinglés, Harry, aun cuando hoy todos esos muchachos, no escribenmás que tonterías. Cuando yo era diplomático, las cosas marchabanmucho mejor. Pero he oído decir que hoy los eligen por medio deun examen. ¿Qué puede esperarse? Los exámenes, señor mío,son, desde el principio hasta el fin, una pura farsa. Si un hombre esun caballero ya sabe todo lo suficiente y si no lo es, su sabiduría leserá perjudicial.

—Míster Dorian Gray no pertenece a los Libros Azules, tíoJorge — dijo lord Henry lánguidamente.

—¿Míster Dorian Gray? ¿Quién es? — preguntó lord Fermor,frunciendo sus cejas espesas y blancas.

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—Eso es lo que quiero saber, tío Jorge. Mejor dicho, sé quiénes. Es el último nieto de lord Kelso. Su madre era una Devereux:lady Margarita Devereux. Querría que me hablase usted de sumadre. ¿Cómo era? ¿Con quién se casó? Usted ha tratado a casitodo el mundo en su tiempo, así es que puede haberla conocido.Me intereso mucho por míster Gray en este momento. Acabo deconocerle.

—¡El nieto de Kelso! —repitió el viejo gentleman—. ¡El nietode Kelso!... Naturalmente..., conocí íntimamente a su madre. Creoque asistí a su bautizo. Era una muchacha extraordinariamentebonita Margarita Devereux ; y volvió locos a todos los hombres,fugándose con un jovenzuelo sin un real; un don nadie, señor mío,subalterno en un regimiento de Infantería, o algo parecido.Ciertamente. Me acuerdo de la cosa como si hubiese ocurrido ayer.El pobre diablo fue muerto en un desafío en Spa, pocos mesesdespués del casamiento. Corrió una fea historia sobre ello. Se dijoque Kelso pagó a un bellaco aventurero, algún belga, bruto, paraque insultase a su yerno en público; le pagó, señor mío, le pagópara eso; y el individuo ensartó a su hombre como a un pichón. Seechó tierra sobre el asunto ; pero a fe mía, Kelso comió solo en elClub, algún tiempo después. Llevó nuevamente con él a su hija,según me dijeron, y ella no volvió a dirigirle la palabra jamás. ¡Oh,sí!, fue un feo asunto. La muchacha murió también, al cabo de unaño. ¿Así es que dejó un hijo? Lo había olvidado. ¿ Qué clase demuchacho es? Si se parece a SU madre, debe de ser un guapomozo.

—Es muy guapo — asintió lord Henry.—Espero que caerá en buenas manos —continuó el viejo—.

Debe de tener una bonita suma esperándole si Kelso ha hecho bienlas cosas respecto de él. Su madre tenía también fortuna. Todaslas propiedades de Selby fueron a poder suyo, por su abuelo. Esteodiaba a Kelso, creyéndole un mezquino tacaño. Y lo era demasiado.Estuvo en Madrid una vez cuando yo residía allí. A fe mía, meavergonzó. La reina solía preguntarme quién era aquel noble inglésque disputaba siempre con los cocheros por su tarifa. Fue toda unahistoria. Lo menos durante un mes no me atreví a asomar por la

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Corte. Espero que habrá tratado mejor a su nieto que a aquellostruhanes.

—No lo sé —respondió lord Henry—. Me imagino que el jovenestará muy bien. No es mayor de edad. Sé que es suyo Selby. Melo ha dicho. Y... su madre ¿era muy bella?

—Margarita Devereux era una de las criaturas más adorablesque he visto, Harry. No he llegado a comprender nunca qué demoniosla indujeron a portarse así. Pudo casarse con quien hubiese elegido.Carlington estaba loco por ella. Aunque era romántica. Todas lasmujeres de esa familia lo fueron. Los hombres eran insignificantes;pero, ¡a fe mía!, las mujeres, maravillosas. Carlington se arrastrabaa sus plantas. Me lo dijo él mismo. Se rio de él, y, sin embargo, nohabía una muchacha en Londres que no le persiguiese. Y a propósito,Harry, hablando de matrimonios ridículos: ¿ cuál es esa patrañaque me ha contado tu padre acerca de Dartmoor, que quiere casarsecon una americana ? ¿No hay ya muchachas inglesas bastantebuenas para él?

—Está algo de moda actualmente casarse con las americanas,tío Jorge.

—Sostendré a las inglesas en contra del mundo, Harry —dijolord Fermor, pegando un puñetazo sobre la mesa.

—Las apuestas se hacen por las americanas.—Me han dicho que no duran nada — gruñó el tío.—Un largo noviazgo las extenúa, pero muéstranse superiores

en un steeple chase. Cogen las cosas al vuelo. Creo que Dartmoorno tiene probabilidades.

—¿A qué clase pertenece? —gruñó el viejo gentleman—.¿Tiene alguna?

Lord Henry meneó la cabeza. ,—Las muchachas americanas son tan hábiles para ocultar

sus padres como las mujeres inglesas para disimular su pasado —dijo, levantándose para irse.

—¿Supongo que serán traficantes en cerdos ?—Eso creo, tío Jorge, para bien de Dartmoor. He oído decir

que traficar en cerdos era en América la profesión más lucrativa,después de la política.

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—¿Es ella bonita?—-Se comporta como si lo fuese. Muchas americanas obran

así. Es el secreto de su encanto.—¿Por qué esas americanas no se quedan en su país?Nos están diciendo siempre que es aquello el Paraíso para

las mujeres.—Y lo es. Esta es la razón por la cual, como Eva, tienen ellas

tan enorme impaciencia en salir de él —dijo lord Henry—. Adiós,tío Jorge. Llegaría tarde a comer si me detuviese aquí más tiempo.Gracias por haberme dado esos informes. Siempre me gusta sabertodo lo concerniente a mis nuevos amigos, y nada de los antiguos.

—¿Dónde comes, Harry?—En casa de tía Ágata. Me ha convidado con míster Gray.

Es su último protege (1).—¡Hum! Dile a tu tía Ágata, Harry, que no me abrume con sus

obras de caridad. Estoy harto de ellas. ¡Caray! Se cree la buenaseñora que no tengo nada que hacer sino firmar cheques para susnecias chifladuras.

—Muy bien, tío Jorge, se lo diré, pero no le hará ningún efecto.Los filántropos han perdido toda noción de humanidad. Es su másnotable característica.

El viejo gentleman gruñó aprobatoriamente, y llamó a su criado.Lord Henry, siguió por el arco menor de la calle de Burlington, endirección a la plaza de Berkeley.

Tal era la historia de los padres de Dorian Gray. Contad» asícon crudeza, le conmovió profundamente por su sugestión de novelaextraña y casi moderna. Una bella mujer arriesgándolo todo por unaloca pasión. Unas cuantas semanas de dicha solitaria, destrozadade pronto por un crimen horroroso y pérfido. Meses de agoníasilenciosa, y después un niño nacido entre penas. La madrearrebatada por la muerte y el niño abandonado a la soledad y a latiranía de un viejo hurón. Sí; era un fondo interesante. Encuadrabaal joven haciéndole más perfecto de lo que era. Detrás de todo loexquisito, hay algo trágico. La tierra trabaja para dar nacimiento a

(1) Protegido.

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la más humilde flor... ¡Qué encantador había estado durante lacomida de la noche anterior, cuando con sus hermosos ojos y suslabios palpitantes de placer y de temor habíase sentado frente a élen el club, mientras las pantallas teñían con un rosa más vivo lamaravilla naciente de su rostro. Hablarle era como ejecutar sobreun violín exquisito. Respondía a cada pulsación y estremecimientodel arco. Había algo terriblemente seductor en la acción de aquellainfluencia. ‘

Ninguna otra actividad podía comparársele. Proyectar su almaen una forma grácil, dejarla descansar por un instante y escuchar acontinuación sus ideas repetidas como por el eco, añadiéndolestoda la música de la pasión y de la juventud: transportar sutemperamento a otro como un fluido sutil o un extraño perfume, eraello un verdadero goce, quizá el más satisfactorio de nuestros goces,en una época tan limitada y tan vulgar como la nuestra, en unépoca generosamente carnal en sus placeres y común y baja ensus aspiraciones... Era un maravilloso tipo de humanidad aqueladolescente, con el que se había encontrado por una casualidadtan curiosa en el estudio de Basilio ; podía hacerse de él un modelomaravilloso de belleza de todos modos. Encarnaba la gracia y lablanca pureza de la adolescencia y la belleza tal como nos la hanconservado los mármoles griegos antiguos. Nada había que no sepudiese sacar de él. Lo mismo podía ser un Titán que un juguete.¡Lástima que una belleza tal estuviese destinada a marchitarse!...¿Y Basilio? ¡Qué interesante era desde el punto de vista psicológico!La nueva tendencia del arte, el modo inédito de murar la vida,sugerido tan extrañamente por la simple visible presencia de un serinconsciente de todo aquello; el espíritu silencioso que habita en elfondo de los bosques y corre por los claros mostrándose de repentecomo dríade sin miedo, porque en el alma que le buscaba habíasido evocada la maravillosa visión por la cual se revelan únicamentelas cosas maravillosas, las simples formas y modelos de las cosastornándose, como fuera posible, refinadas, y adquiriendo unaespecie de valor simbólico, aunque ellas fuesen modelos de algunaotra y más perfecta forma, cuya sombra hacían real; ¡qué extrañoera todo aquello! Recordaba algo semejante en la Historia. ¿No era

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Platón, aquel artista del pensamiento, el primero que analizó aquello?¿No era Buonarotti el que lo cinceló en el mármol coloreado de unaserie de sonetos? Pero en nuestro siglo aquello era extraño... Sí; élintentaría ser para Dorian Gray lo que, sin darse cuenta, era eladolescente para el pintor que había hecho aquel maravilloso retrato.Intentaría dominarle —ya lo había logrado casi, en realidad—. Haríasuyo aquel espíritu maravilloso. Había algo fascinante en aquelhijo del Amor y de la Muerte.

De pronto se detuvo y miró a las fachadas. Vio que habíapasado la casa de su tía, y, sonriendo de sí mismo, volvió atrás. Alentrar en el vestíbulo, algo oscuro, el mayordomo le dijo que su tíaestaba a la mesa. Entregó su sombrero y su bastón al criado, ypasó al comedor.

¡Tarde, como de costumbre, Harry! — exclamó su tía,moviendo la cabeza.

Inventó una fácil excusa, y después de sentarse en la únicasilla que estaba vacía junto a ella, miró a su alrededor. Dorian, alextremo de la mesa, se inclinó tímidamente hacia él, sonrosadasde placer sus mejillas. Enfrente tenía a la duquesa de Harley, unadama de magnífico carácter y de magnífico temperamento, queridapor todos los que la conocían y que tenía esas amplias yarquitectónicas proporciones que los historiadores contemporáneosllaman obesidad cuando no se trata de una duquesa. Tenía a suderecha a sir Tomás Burdon, miembro radical del Parlamento, queseguía a su jefe en la vida pública, y que en la vida privada ibadetrás de los mejores cocineros, comiendo con los tories ; peroopinando con los liberales, conforme a una regla muy sabia yconocida. El puesto de la izquierda estaba ocupado por místerErskine de Tread-ley, viejo caballero de gran encanto y cultura, quehabía adoptado, sin embargo, la mala costumbre de guardar silencio,habiendo dicho, según explicó una vez a lady Ágata, todo lo quetenía que decir antes de cumplir los treinta años. Su vecina era laseñora Vandeleur, una de las antiguas amigas de su tía, una perfectasanta entre las mujeres, pero tan terriblemente desaliñada querecordaba un libro de oraciones mal encuadernado. Afortunadamentepara él, tenía al otro lado a lord Paudel, medianía inteligente y de

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edad regular tan pelado como una declaración ministerial en laCámara de los Comunes, y con quien aquella dama conversaba deesa manera profundamente seria que es, según había él observadoa veces, el error Imperdonable en que incurren todas las personasbuenas y que no puede ninguna de ellas evitar nunca.

—Hablábamos de ese pobre Dartmoor, lord Henry —exclamóla duquesa haciéndole signos alegremente desde el otro lado de lamesa—. ¿Cree usted que se casará realmente con esa fascinadoramuchacha?

—Creo que ella ha decidido proponérselo, duquesa.—¡Qué horror! —exclamó lady Ágata—. Pero, verdaderamente,

alguien intervendrá.—Sé de buena fuente que su padre tiene un almacén de

mercancías en América — dijo sir Tomás Burdon con aire arrogante.—Mi tío insinúa que antes eran traficantes en cerdos, sir

Tomás.—¡Mercancías! ¿Qué son mercancías americanas? —

preguntó la duquesa, gesticulando con sus gruesas manos en altoy subrayando las palabras.

—Novelas americanas —respondió lord Henry, sirviéndose unpoco de codorniz.

La duquesa pareció perpleja.—No le haga usted caso, querida —murmuró lady Ágata—.

No piensa nunca nada de lo que dice.—Cuando descubrieron a América — dijo el miembro radical y

comenzó una pesada disertación.Como todos los que intentaban agotar un tema, agotaba él a

sus auditores. La duquesa suspirando, usó de su privilegio deinterrumpir:

—Pluguiera a Dios que no la hubieran descubierto nunca —exclamó—. Realmente, nuestras hijas no tienen oportunidades hoydía. Es muy injusto.

—Quizá, después de todo, América no ha sido descubiertanunca —dijo míster Erskine—. Por mi parte, diré solamente queapenas la he descubierto.

—¡Oh! Pero hemos visto ejemplares de ciudadanas suyas —

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respondió la duquesa, en tono vago—. Debo contestar que lamayoría son muy bonitas. Y sus vestidos, también. Se los encarganen París. Desearía podar hacer lo mismo.

—Dicen qua cuando los americanos buenos mueren, van aParís —masculló sir Tomas, que poseía un amplio repertorio debromas y de trajes en desuso.

—¿De veras? Y los americanos malos, ¿adonde van? ‘inquirióla duquesa.

—A América — murmuró lord Henry. Sir Tomás frunció el ceño.—Temo que su sobrino esté predispuesto contra ese gran país

—dijo a lady Ágata—. Lo he recorrido todo en trenes puestos a midisposición por los gobernantes, que, en este aspecto, son muyatentos. Lea aseguro que es una enseñanza esa visita.

—Pero, ¿es realmente necesario para nuestra educación queveamos Chicago? —preguntó míster Erskine quejosamente—. Nome siento capaz de ese viaje.

Sir Tomás levantó la mano.—Míster Erskine de Treadley prescinde del mundo. A nosotros

los hombres prácticos nos gusta ver las cosas por nuestros propiosojos, en vez de leer lo que se dice de ellas. Los americanos songentes muy interesantes. Completamente razonables. Creo que ésaes su más notable característica. Sí, míster Erskine, gentesabsolutamente razonables. Le aseguro qua no hay disparates entrelos americanos.

—¡Qué horror! —exclamó lord Henry—. Puedo soportar lafuerza bruta, pero la razón bruta es insoportable. Hay algo injustoen su empleo. Ofende a la inteligencia.

—No le comprendo a usted — dijo sir Tomás, enrojeciendo.—Yo, sí, lord Henry — murmuró míster Erskine con una

sonrisa.—Las paradoja están bien a su modo... — replicó el baronet.—¿Era una paradoja? —preguntó míster Erskine—. No lo creo

así. Tal vez lo fuese. Bueno, el camino de las paradojas es el de laverdad. Para probar la verdad hay que verla sobre la cuerda floja.Cuando las verdades se vuelven acróbatas, podemos juzgarlas.

—¡Dios mío! —dijo lady Ágata—. ¡Cómo argumentan ustedes

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los hombres! Estoy segura de que no podré entenderlos nunca.¡Oh Harry ¡Estoy muy enfadada contigo. ¿Por qué no procurasconvencer a nuestro gentil mister Dorian Gray para que no abandoneel East End? Te aseguro que es inapreciable. Gustaría mucho suejecución.

—Quiero que toque el piano para mí solo — exclamó lord Henrysonriendo; y al mirar hacia el extremo de la mesa sorprendió unamirada brillante que le respondía.

—Pero son tan desgraciados en Whitechapel — prosiguió ladyÁgata.

—Puedo simpatizar con todo, excepto con el sufrimiento —dijo lord Henry, alzándose de hombros—. Con eso no puedosimpatizar. Es demasiado feo, demasiado horrible, demasiadoaflictivo. Hay algo terriblemente morboso en la simpatía modernapor el dolor. Puede uno simpatizar con el dolor, con la belleza, conla alegría de la vida. Cuanto menos se hable de las llagas de lavida, mejor.

—Sin embargo, el East End representa un problemaimportantísimo — apuntó sir Tomás con un grave movimiento decabeza.

—Verdaderamente —respondió el joven lord—. El problemade la esclavitud, e intentamos resolverlo divirtiendo a los esclavos.

El político le miró penetrantemente.—¿Qué modificaciones propone usted entonces? — preguntó.Lord Henry se echó a reír.—No deseo cambiar nada en Inglaterra, excepto el tiempo —

respondió—. Estoy completamente satisfecho con la meditaciónfilosófica. Pero como el siglo diecinueve camina hacia la bancarrotacon su exagerado derroche de simpatía, quiero sugerir un llamamientoa la Ciencia para que nos vuelva al buena camino. La ventaja delas emociones consiste en extraviarnos, y la ventaja de la Ciencia,en no conmovernos.

—Pero tenemos tan graves responsabilidades... — aventurótímidamente la señora Vandeleur.

—Terriblemente graves — repitió lady Ágata. Lord Henry miróa míster Erskine.

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—La Humanidad se toma a sí misma demasiado en serio. Esel pecado original del mundo. Si el hombre de las cavernas hubierasabido reír, la Historia habría sido muy diferente.

—Consuela usted mucho, realmente —murmuró la duquesa—. Me sentía siempre un poco culpable cuando venía a ver a suquerida tía, porque no me interesa nada el East End. Desde ahoraseré capaz de mirarla a la cara sin ruborizarme.

—Ruborizarse es distinguidísimo, duquesa — observó lordHenry.

—Únicamente cuando una es joven —respondió ella—. Perocuando una vieja como yo se ruboriza es muy mala señal. ¡Ah!Lord Henry, desearía que me enseñase usted a rejuvenecerme.

El reflexionó un momento.—¿Puede usted recordar algún gran error que haya usted

cometido en sus primeros días, duquesa? — preguntó mirándolapor encima de la mesa.

—Me temo que de un gran número — exclamó ella.—Pues cométalos de nuevo —dijo él gravemente—. Para

volver a ser joven no tiene uno más que repetir sus locuras.—Es una deliciosa teoría —exclamó ella—. Tengo que ponerla

en práctica.—Peligrosa teoría — declaró sir Tomás, entre dientes. Lady

Ágata movió la cabeza, pero no pudo por menos de sonreír. MísterErskine escuchaba :

—Sí —continuó—, éste es uno de los grandes secretos de lavida. Hoy en día, la mayoría de la gente muere de una especie derastrero sentido común, descubriendo, cuando ya es demasiadotarde, que lo único que uno nunca deplora son sus propios errores.

Corrió la risa alrededor de la mesa.Jugaba con la idea y la desarrollaba tenazmente: la lanzaba al

aire y la transformaba: la dejaba escapar para volver a captarla; lairisaba con su fantasía, poniéndole alas de paradojas. El elogio dela locura se remontaba hasta una filosofía y esta misma filosofíase rejuvenecía; sirviéndose de la música loca del placer, utilizando,pudiera uno imaginar, su túnica manchada de vino, enguirnaldadade hiedra, danzando como una bacante sobre las colinas de la

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vida, y mofándose del pesado Sileno por su sobriedad. Los hechoshuían ante ella como seres atemorizados de la selva. Sus blancospies hollaban el inmenso lagar donde el sabio Ornar está sentado,hasta que el espumeante jugo rosado de la uva ceñía sus miembrosdesnudos en oleadas de purpúreas burbujas, o se arrastraba enroja espuma sobre la negra cuba, chorreando por sus oblicuoscostados. Fue una improvisación extraordinaria. Sintió que los ojosde Dorian Gray estaban fijos en él, y la conciencia de que entre suauditorio había alguien cuyo temperamento deseaba fascinar parecíadarle agudo ingenio y prestar colorido a su imaginación. Estuvobrillante, fantástico, desenfrenado. Encantó a sus oyentes,haciéndoles salir de sí mismos y ellos siguieron su reidora flauta.Dorian Gray no dejó nunca de mirarle, y permaneció como bajo unhechizo, sucediéndose las sonrisas sobre sus labios, y haciéndosemás grave la sorpresa en sus sombríos ojos.

Finalmente, la realidad con librea moderna entró en el comedoren figura de criado y anunció a la duquesa que su coche la esperaba.Retorcióse ella las manos con desesperación cómica.

—¡Qué fastidio! —exclamó—. Debo irme. Tengo que recogera mi marido en el club para ir con él a un mitin absurdo que debepresidir en el salón Willis. Si llego con retraso se pondrá furiososeguramente, y no puedo tener una escena con este gorro. Esdemasiado frágil. Una palabra agria lo destrozaría. No, tengo queirme, querida Ágata. Adiós, lord Henry, es usted verdaderamentedelicioso y terriblemente desmoralizador. No sé realmente qué decirde sus ideas. Es preciso que venga usted a cenar con nosotrosalguna noche. ¿El martes? ¿Está usted libre el martes?

—Por usted dejaría yo todo el mundo, duquesa — dijo lordHenry, inclinándose.

—¡Ah! ¡Qué amable y qué injusto es usted! —exclamó ella—. No se olvide de venir.

Y salió rápidamente del salón, seguida de lady Ágata y deotras señoras.

Cuando lord Henry se hubo sentado de nuevo, míster Erskinedio la vuelta a la mesa, y cogiendo una silla a su lado le puso lamano sobre el brazo.

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—Habla usted como un libro —dijo—. ¿Por qué no escribealguno?

—Me gusta demasiado leer los de loa demás, míster Erskine.Me agradaría realmente escribir un» novela ; una novela que fuesetan adorable como un tapiz persa, y tan irreal. Pero no hay públicoliterario en Inglaterra para nada, excepto para los diarios, la Biblia ylas enciclopedias. Los ingleses tienen menos sentido de la bellezaliteraria que todos los demás pueblos del mundo.

—Temo que tenga usted razón —respondió míster Erskine—. Yo mismo tuve ambiciones literarias; pero las abandoné hace yamucho tiempo. Y ahora, mi joven y querido amigo, si me permiteque le llame así, ¿puedo preguntarle si cree usted realmente todolo que nos ha dicho en la comida?

—He olvidado en absoluto lo que dije —explicó lord Henry,sonriendo—. ¿Estuve muy mal?

—Muy mal, efectivamente. En realidad, le considero a usteden extremo peligroso, y si le sucediese algo a nuestra buenaduquesa, le miraríamos a usted como principal responsable. Perome agradaría hablar de la vida con usted. La generación a quepertenezco es aburrida. Algún día, cuando se sienta usted cansadode Londres, véngase a Treadley, y me expondrá su filosofía delplacer ante un admirable borgoña que tengo suerte de poseer.

—Encantado. Una visita a Treadley es un gran honor. Elanfitrión es perfecto, y la biblioteca, perfecta también.

—Completará usted el conjunto —respondió el viejo gentleman,con una cortes inclinación—. Y ahora tengo que despedirme de suexcelente tía. Debo ir a Atheneum. Es la hora en que dormimosallí.

—¿Todos ustedes, míster Erskine?—Cuarenta de nosotros en cuarenta sillones. Trabajamos en

una Academia literaria inglesa. Lord Henry se echó a reir y selevantó.

—Me voy al parque — exclamó. Cuando estaba en la puerta,Dorian Gray le tocó en el brazo.

—Déjeme usted que le acompañe — murmuró.—Pero creí que había usted prometido a Basilio Hallward ir a

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verle — contestó lord Henry.—Prefiero ir con usted; sí, siento que ea necesario que le

acompañe. Déjeme. Y prométame estar hablando todo el tiempo.Nadie habla tan maravillosamente como usted.

—¡Ah! He hablado bastante por hoy —dijo lord Henrysonriendo—. Lo que deseo ahora es contemplarla. Lacontemplaremos juntos, si usted quiere.

CAPITULO IV

Una tardé del mes siguiente, Dorian Gray estaba reclinado enun lujoso sillón, en la pequeña biblioteca de la casa de lord Henry,en Mayfair. Era en su género una encantadora estancia, con susaltos zócalos de roble aceituna su friso, su techo amarillo claro ysu tapiz de Persia, color ladrillo, de largos flecos. Sobre una mesitade áloe había una estatuita de Clodión, al lado de un ejemplar deLes cent nouvelles (1), encuadernado para Margarita de Valois porClovis Eve y sembrado de margaritas de oro que aquella reina habíaescogido por emblema. En unos grandes búcaros de porcelana azul,tulipanes de abigarrados colores hallábanse alineados sobre la repisade la chimenea y a través da los cristales emplomados de la ventanaentraba a raudales la luz color albaricoque de un día da veranolondinense.

Lord Henry no habla llegado aún. Se retrasaba siempre porprincipio, y este principio suyo era que la puntualidad representabaun robo de tiempo. Así, pues, el joven parecía levemente contrariadoy hojeaba con dedos distraídos una primorosa edición ilustrada deManon Lescaut, que habla encontrado en uno de los estantes. Elsolemne y monótono tictac del reloj Luis XIV le aburría. Estuvo apunto de irse una o dos veces.

Por fin percibió un ruido de pasos, y se abrió la puerta. —¡Quéretrasado llega usted, Harry !— murmuró.

—Temo que no sea Harry, míster Gray — contestó una vozaguda.

Alzó los ojos vivamente y se puso en pie.

(1) Las cien noticias.

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—Le pido perdón. Creí...—Creía usted que era mi marido. Es sólo su mujer. Tengo

que presentarme por mí misma. Le conozco a usted perfectamentepor sus fotografías. Creo que mi marido tiene lo menos diecisiete.

—No son diecisiete, lady Henry.—Bueno ; dieciocho entonces. Y le vi a usted con él la otra

noche en la Opera.Reía nerviosamente al hablar, y le miraba con sus ojos

miosotis. Era una mujer singular, cuyos vestidos parecían siemprediseñados en un acceso de rabia y puestos en medio de unatempestad. Mantenía habitualmente un flirteo con alguien, y comosu pasión no era nunca correspondida, había conservado todassus ilusiones. Intentaba parecer pintoresca, pero únicamente llegabaa ser desaliñada. Llamábase Victoria, y tenía la inventerada maníade ir a la iglesia.

—¿Fue en Lohengrin, lady Henry, según creo?—Sí; fue en el amado Lohengrin. Me agrada la música de

Wagner más que nada. Es tan ruidoso que puede una hablar todo eltiempo sin que sepan los demás lo que una dice. Es una granventaja, ¿no le parece, míster Gray?

La misma risa aguda y nerviosa se desgranó en sus delgadoslabios, y sus dedos jugaron con un largo cortapapeles de concha.

Dorian sonrió, moviendo la cabeza.—Temo no ser de esa opinión, lady Henry. Jamás hablo

mientras oigo música ; al menos, cuando es música buena. Sólo sise oye música mala está uno en el deber de ahogarla con nuestraconversación.

—¡Ah! Esa es una idea de Harry, ¿no es verdad, míster Gray?Me entero siempre de sus ideas por sus amigos. Es el único medioque tengo de conocerlas. Pero no crea usted que no me gusta lamúsica buena. La adoro, pero me aterroriza. Me vuelve demasiadoromántica. Siento una tonta veneración por los pianistas...; adorabaa dos a la vez, como decía Harry. No sé quiénes eran. Quizá unosextranjeros. ¿Todos ellos lo son? Hasta los que han nacido enInglaterra se vuelven extranjeros, al cabo de algún tiempo, ¿verdad?Es muy hábil por su parte, y significa un homenaje al arte de hacerle

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completamente cosmopolita, ¿no? Pero no ha venido usted nuncaa mis reuniones, míster Gray. Tiene usted que venir. No siemprepuedo tener orquídeas ; pero no escatimo nada para tener extranjeros,¡Hacen que parezca tan pintoresco un salón! Pero ¡aquí está Harry!Harry, venía a verte para preguntarte algo (no recuerdo lo que era)y me he encontrado aquí a míster Gray. Hemos sostenido unacharla muy divertida sobre música. Tenemos por completo lasmismas ideas. No; creo que nuestras ideas son completamentediferentes. Pero ha estado muy agradable. Me siento complacidade haberle visto.

—Encantado, cariño; encantado en absoluto — dijo lord Henry,arqueando sus cejas negras y bien dibujadas y mirando a los doscon una sonrisa divertida. Siento haberme retrasado, Dorian. Heestado en la calle Wardour buscando una pieza de brocado antiguoy he tenido que regatearla una hora. Hoy día la gente conoce elprecio de todo, pero no sabe el valor de nada.

—Tengo que irme —exclamó lady Henry, rompiendo elembarazoso silencio con su repentina e insulsa risa—. He prometidoa la duquesa ir con ella en su coche. Adiós, míster Gray. Adiós,Harry. ¿Comerás fuera, supongo? Yo también. Quizá nos veamosen casa de lady Thornbury.

—Eso espero, querida — dijo lord Henry, cerrando la puertadetrás de ella, que, como un ave del paraíso que hubiese pasado lanoche fuera, bajo la lluvia, huyó de la habitación, dejando un leveperfume de franchipán. Entonces encendió él un cigarrillo y se dejócaer sobre el sofá.

—No se case usted nunca con una mujer de pelo rojizo, Dorian— dijo, después de algunas bocanadas.

—¿Por qué, Harry?—Porque son las más sentimentales.—Pero si a mí me gustan las sentimentales. ,—No se case

usted nunca con ninguna, Dorian. Los hombres se casan porcansancio; las mujeres, por curiosidad; ambos quedanchasqueados.

—No creo probable que me case, Harry. Estoy demasiadoenamorado. Este es uno de sus aforismos. Lo pongo en práctica,

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como todo lo que usted, dice.—¿De quién está usted enamorado? — preguntó lord Henry

después de una pausa.—De una actriz — dijo Dorian Gray, sonrojándose. Lord Henry

se encogió de hombros.—Es un debut más bien vulgar.—No diría usted eso si la hubiese visto, Harry.—¿Quién es ella?—Se llama Sibila Vane.—No la he oído nunca nombrar.—Ni nadie. Pero algún día se hablará de ella sin embargo. Es

genial.—Mi querido amigo, ninguna mujeres genial. Las mujeres son

un sexo decorativo. No tienen nunca nada que decir, pero lo dicende un modo encantador. Las mujeres representan el triunfo de lamateria sobre la inteligencia, exactamente como los hombresrepresentan el triunfo de la inteligencia sobre las costumbres.

—Harry, ¿cómo puede usted decir eso?—Mi querido Dorian, eso es completamente cierto. Analizo en

este momento a las mujeres y tengo, por tanto, la obligación deconocerlas. El tema es menos abstruso de lo que creía. Veo,finalmente, que no hay más que dos clases de mujeres. Las que nose pintan y las que se pintan. Las mujeres que no se pintan sonmuy útiles. Si quiere usted conseguir fama de respetabilidad, notiene más que invitarlas a cenar. Las otras mujeres sonverdaderamente encantadoras. Cometen, sin embargo, un error.Se pintan para intentar parecer más jóvenes. Nuestras abuelas sepintaban para parecer más distinguidas. El rouge y el esprit (1)solían ir juntos. Todo eso hoy se acabó. Mientras una mujer puedeparecer diez años más joven que su propia hija, estácompletamente satisfecha. En cuanto a la conversación, hayúnicamente cinco mujeres en Londres a quienes valga la pena dehablar, y dos de ellas no pueden ser admitidas en la sociedadrespetable. A propósito, hábleme de ese genio, ¿Cuánto hace quela conoce usted?

(1) Ingenio muy personal y distinguido.

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—¡Ah, Harry ! Sus ideas me aterran.—No haga usted caso. ¿Cuánto hace que la conoce usted?—Desde hace tres semanas.—Y ¿cómo la encontró?—Se lo diré Harry; pero no tiene usted que ser cruel. Después

de todo, ello no habría sucedido nunca si no le hubiese conocido austed. Me ha llenado usted de un ardiente deseo de saberlo todo enla vida. Durante varios días después de nuestro encuentro, algoparecía circular por mis venas. Cuando correteaba por el parque ocuando bajaba por Piccadilly, solía mirar a todos los transeúntes,imaginándome con una loca curiosidad qué clases de vidasllevarían. Algunos me fascinaban. Otros me llenaban de terror. Habíacomo un exquisito veneno en el aire. Me apasionaban lassensaciones... Bueno; una noche, alrededor de las siete, decidísalir en busca de alguna aventura. Sentía que en nuestro gris ymonstruoso Londres, con sus millones de habitantes, sus sórdidospecadores y sus pecados espléndidos, como usted dice, debía dehaber reservado algo para mí. Me imaginaba mil cosas. El simplepeligro me producía una especie de deleite. Recordó lo que ustedme dijo, durante aquella maravillosa noche en que comimos juntospor primera vez, acerca de la busca de la belleza, que es el verdaderosecreto de la vida. No sé lo que esperaba; pero me dirigí hacia elEste, y bien pronto me perdí en un laberinto de callejuelas sucias ynegras y de peladas plazoletas. A eso de las ocho y media pasépor delante de un absurdo teatrillo, resplandeciente con sus focosde gas y sus carteles multicolores. Un horrible judío que llevaba elchaleco más asombroso que he visto en mi vida estaba situado ala entrada, fumando un detestable cigarro. Tenía unos rizosgrasientos y un enorme diamante brillaba sobre la pechera sucia desu camisa. «¿Quiere usted un palco, milord?», me dijo en cuantome vio, quitándose el sombrero con un suntuoso servilismo. Habíaalgo en él, Harry, que me divirtió. Era un verdadero monstruo. Sereirá usted, ya lo sé; pero lo cierto es que entré y que pagué unaguinea por el palco. En el día de hoy no podría explicar cómo sucedió

(1) Gran pasión.

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aquello, y, sin embargo, si no me hubiese sucedido, mi queridoHarry; si no me hubiese sucedido, me habría perdido la aventuraromántica más magnífica de mi vida. Veo que se ríe. ¡Es atroz enusted!

—No me río, Dorian ; al menos no me río de usted. Pero nodebe usted decir la aventura romántica más magnífica de su vida.Debe usted decir la primera aventura romántica de su vida. Siempreserá usted amado, y siempre estará usted enamorado del amor.Una grande passion (1) es el privilegio de la gente que no tienenada que hacer. Es la única ocupación de las clases ociosas de unpaís. No tema. Le aguardan cosas exquisitas. Esto es únicamenteel comienzo.

—¿ Cree usted mi naturaleza tan superficial ? — exclamóDorian Gray irritado.

—No; la creo muy profunda.—¿Qué quiere usted decir?—Mi querido amigo: los que no aman más que una vez en su

vida son los verdaderamente superficiales. Lo que ellos llaman sulealtad y su fidelidad lo llamo yo sopor de la costumbre o falta deimaginación en ellos. La fidelidad es a la vida emocional lo que laestabilidad es a la vida intelectual: una simple confesión de fracasos.¡La fideli-dad! Algún día la analizaré.

La pasión de la propiedad se halla en ella. Hay muchas cosasque abandonaríamos si no temiéramos que otros pudiesenrecogerlas. Pero no quiero interrumpirle a usted. Continúe su relato.

—Bien, me encontré sentado en un horrible palquito, frente aun vulgar telón de boca. Me puse a mirar a aquel telón y ainspeccionar la sala. Estaba adornada chillonamente toda llena deCupidos y de cuernos de la abundancia como un bizcocho de bodade tercera clase. En la galería y en el patio de butacas habíabastantes espectadores, pero las dos filas de pringosas butacasestaban completamente vacías, y apenas se veía una persona enla primera fila del anfiteatro. Circulaban por la sala mujeres connaranjas y cerveza de jengibre, y hacían allí una terrible consumición

(1) Los abuelos yerran siempre, o nunca tienen razón.

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de nueces.—Debía de estar aquello exactamente igual que en los días

prósperos del drama inglés.—Exactamente, me imagino, y resultaba muy deprimente.

Empecé a pensar en qué podría entretenerme cuando recorrí elprograma con los ojos. ¿Qué cree usted que representaban, Harry?

—Supongo que El joven idiota, o Mudo, pero inocente. Nuestrospadres solían divertirse, supongo, con esa clase de obra. Cuantomás tiempo vivo, Dorian, más firmemente creo que lo que era buenopara nuestros padres no lo es para nosotros. En arte como enpolítica, les grands-péres ont toujours tort (1).

—Aquella obra resultaba bastante elevada para nosotros, Harry.Era Romeo y Julieta. Reconozco que me molestó un poco la ideade ver a Shakespeare representado en semejante lugar. Sinembargo, me sentí interesado, en cierto modo. Sea como fuere,decidí esperar al primer acto. Había una horrible orquesta dirigidapor un joven hebreo sentado ante un piano desvencijado, por locual pensé marcharme; pero se levantó por fin el telón y comenzóla obra. Borneo era un caballero grueso, de edad madura, con lascejas pintadas con corcho quemado, una voz ronca de tragedia yde figura parecida a un barril de cerveza. Mercurio era casi tanmalo. Trabajaba como esos comicuchos que añaden a sus papelealas estupideces que se les ocurren y parecía estar en relacionesmuy amistosas con el patio de butacas. Eran ambos tan grotescoscomo las decoraciones, y creía uno estar en una barraca deferia.¡Pero Julieta! Imagínese usted, Harry, una muchacha dediecisiete años apenas, con una carita de flor, una menuda cabezagriega de trenzas recogidas color castaño, unos ojos apasionadosde reflejos violeta y unos labios como pétalos de rosa. Era la criaturamás adorable que ví jamás en mi vida. Me dijo usted una vez, queel sentimiento le dejaba a usted impasible; pero que la belleza, lasimple belleza, podría llenar sus ojos de lágrimas. Le digo, Harry,que apenas pude ver a aquella muchacha a través de la neblina delágrimas que ascendió de mi interior. ¡Y su voz! No he oído nuncauna voz así. Hablaba muy bajo al principio, con hondo y suavetono, como si su palabra debiera resonar solamente en un oído.

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Luego alzó un poco más la voz, y el sonido parecía el de una flautao el de un lejano oboe. En la escena del jardín tenía el trémuloéxtasis que se percibe precisamente antes de amanecer, cuandocantan los ruiseñores. Había momentos, después, en que su vozposeía la ardiente pasión de los violines. Ya sabe usted la emociónque puede producir una voz. La voz de usted y la de Sibila Vaneson dos cosas que no olvidaré jamás. Cuando cierro los ojos, lasoigo, y cada una de ellas dice algo diferente. No sé a cuál de lasdos seguir. ¿Por qué no iba a amarla? La amo, Harry. Lo es todopara mí en la vida. Noche tras noche voy a verla representar. Unanoche es Rosalinda y a la siguiente es Imogenia. La he visto moriren la oscuridad de una tumba italiana, aspirando el veneno de susamados labios. La he seguido errante por la selva de Ardenas,disfrazada de lindo muchacho con jubón y delicado gorro. Estabaloca, y se encontraba en presencia de un rey culpable a quien llevabaramas de ruda y al que daba a probar hierbas amargas. Era inocentey las negras manos de los celos atenazaban su garganta semejantea una caña. La he visto en todas las épocas y con todos los trajes.Las mujeres vulgares no excitan nunca nuestra imaginación. Estánlimitadas a SU siglo. Ningún hechizo puede transfigurarlas nunca.Conócese su mente como se conocen sus sombreros. Las puedeuno encontrar siempre. No existe misterio en ellas. Guían su cocheen el parque por las mañanas y charlan en los tés por las tardes.Tienen sus sonrisas estereotipadas y sus modales de moda. Soncompletamente transparentes, ¡Pero una actriz! ¡Qué diferente esuna actriz, Harry! ¿Por qué no me había usted dicho que el únicoser digno de amor es una actriz ?

—Porque he amado a muchas, Dorian.—¡Oh, sí! Mujeres horribles de pelo teñido y caras pintadas.—No hable usted con desprecio del pelo teñido y de las caras

pintadas. Poseen a veces un encanto extraordinario — dijo lordHarry.

—Ahora preferiría no haberle hablado a usted de Sibila Vane.—No hubiera usted podido por menos de hacerlo, Dorian. Hasta

el fin de su vida me lo contará usted todo.—Sí, Harry, creo que es verdad. No puedo dejar de contárselo

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a usted. Ejerce usted sobre mí una curiosa influencia. Si cometiesealguna vez un crimen, vendría a contárselo. Usted me comprendería,sin duda.

—Las personas como usted —tenaces rayos del sol de lavida— no cometen crímenes, Dorian. Pero de todos modos, leagradezco mucho la atención. Y ahora déme usted las cerillas comoun buen chico (gracias) y dígame: ¿cuáles son actualmente susrelaciones con Sibila Vane?

Dorian Gray se puso en pie, con las mejillas encendidas y losojos llameantes.

—¡Harry! ¡Sibila Vane es sagrada!...—Únicamente las cosas sagradas merecen tocarse, Dorian

—dijo lord Henry con un tono de voz extrañamente conmovido—.Pero ¿por qué se molesta? Supongo que algún día será suya.Cuando está uno enamorado comienza siempre por engañarse a símismo y acaba siempre por engañar a los demás. Esto es lo que elmundo llama un amor romántico. De todos modos, ¿supongo quela tratará usted?

—La trato, naturalmente. Desde la primera noche que fui alteatro, el horroroso y viejo judío estuvo, rondando el palco y cuandoterminó la representación se ofreció a llevarme al escenario y apresentármela. Me indigné con él, y le dije que Julieta había muertohacía centenares de años y que su cuerpo yacía en un sepulcro demármol en Verona. Comprendí por su mirada de confusa perplejidadque tenía la impresión de que había yo bebido demasiada champaña,o algo así.

—No me sorprende.—Entonces me preguntó si escribía yo en algún diario. Le

contesté que no leía nunca ninguno. Pareció terriblementedesilusionado, y me confesó que todos los críticos dramáticosestaban confabulados contra él, y que todos se vendían.

—Sobre el primer punto nada puedo decir. Pero en cuanto alsegundo, a juzgar por las apariencias, la mayoría no deben de costarmuy caros.

—Bueno, pero quería decir que no estaban al alcance de susmedios —dijo Dorian riendo—. En aquel momento apagáronse las

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luces del teatro y tuve que marcharme. Quiso darme a probar unoscigarros que recomendaba con vehemencia. Los rechacé. A la nochesiguiente volví, naturalmente, a aquel sitio. En cuanto me vio, mehizo una profunda reverencia y me aseguró que era un espléndidoprotector del arte. Era un bruto temible, a pesar de sentir una pasiónextraordinaria por Shakespeare. Me dijo una vez, con un aire deorgullo, que sus cinco quiebras se debían enteramente al Bardo,como le llamaba continuamente. Parecía ver en ello una distinción.

—Y era una distinción, mi querido Dorian, una gran distinción.Mucha gente quiebra por haber invertido demasiado en la prosa dela vida. Arruinarse, por la poesía es un honor. Pero ¿cuánto hahablado usted por primera vez a misa Sibila Vane?

—La tercera noche. Desempeñaba el papel de Rosalinda. Noacababa de decidirme. Le eché unas flores y me miró; o al menos,eso me imaginé. El viejo judío insistía. Se mostró tan decidido allevarme al escenario, que accedí. ¿Es curioso en mí, verdad, noquerer conocerla?

—No ; yo creo que no.—¿Por qué no, mi querido Harry?—Otra vez se lo diré. Ahora querría saber algo de la muchacha.—¿De Sibila? ¡Oh! Era tan tímida, tan encantadora. Como

una niña. Sus ojos se abrían llenos de exquisita sorpresa cuando lehablé de su trabajo y parecía no darse cuenta de su poder. Creoque estábamos un poco nerviosos. El viejo judío gesticulaba en lapuerta del polvoriento saloncito, discurseando sobre nosotros, quemientras tanto nos contemplábamos como chiquillos. Se empeñabaen llamarme Milord y tuve que asegurar a Sibila que no era talcosa. Ella me dijo simplemente: «Tiene usted más bien el aspectode un príncipe. Quiero Damarle el Príncipe Encantador.»

—Palabra, Dorian: miss Sibila sabe hacer un cumplido.—No la comprende usted, Harry. Ella me miraba únicamente

como a un personaje de teatro. No sabe nada de la vida. Vive consu madre, una mujer marchita y agotada que hacía de lady Capuleto,la primera noche con una especie de bata roja, y parecía habergozado de mejores días.

—Conozco ese aspecto. Me deprime — murmuró lord Henry,

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examinando sus sortijas.—El judío quería contarme su historia, pero le dije que no me

interesaba.—Hizo usted perfectamente bien. Hay algo infinitamente

mezquino en las tragedias ajenas.—Sibila es lo único que me interesaba. ¿Qué me importa su

origen? Es absoluta y enteramente divina desde su cabecita a sudiminuto pie. Todas las noches voy a verla trabajar, y cada nocheestá más maravillosa.

—Supongo que ésta es la razón.por la cual no come ustedahora ya nunca conmigo. Pensé que tendría usted alguna curiosaaventura romántica entre manos. Y la tiene usted ; pero no es loque yo esperaba.

—Mi querido Harry, almorzamos o cenamos juntos todos losdías y he ido con usted varias veces — dijo Dorian abriendo susazules ojos con asombro.

—¡Llega usted siempre tan terriblemente tarde!—Bueno, es que no puedo dejar de ir a ver trabajar a Sibila —

exclamó—, aunque sólo sea en un acto. Tengo hambre de supresencia, y cuando pienso en la maravillosa alma que se ocultaen ese cuerpecito de marfil, me siento lleno de temor.

—Puede usted cenar conmigo esta noche, ¿verdad? Movió lacabeza.

—Esta noche es Imogenia —respondió— y mañana por lanoche será Julieta.

—¿Cuándo es Sibila Vane?—Nunca.—Le felicito.—¡Qué malo es usted! Ella es todas las grandes heroínas del

mundo en una. Es más que una individualidad. Se ríe usted, peroya le he dicho que era genial. La amo y necesito que ella me ame.¡Usted, que conoce todos los secretos de la vida, dígame ahoraqué hechizo he de emplear para que Sibila Vane me ame! Quierodar celos a Horneo. Quiero que todos los amantes difuntos delmundo nos oigan reír y se sientan entristecidos. Quiero que unaráfaga de nuestra pasión remueva sus cenizas conscientemente y

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renueve sus penas. ¡Dios mío, Harry, cómo la adoro!Iba y venía por la habitación mientras hablaba. Las rosetas de

la fiebre enrojecían sus mejillas. Estaba terriblemente excitado.Lord Henry le observaba con un sutil sentimiento de placer.

¡Qué diferente era ahora del tímido y apocado muchacho que conocióen el estudio de Basilio Hallward! Su carácter se desenvolvía comouna flor, desplegándose en capullos de llama escarlata. Su almase había deslizado fuera de su secreto escondite, encontrándosecon el Deseo en el camino.

—¿Y qué piensa usted hacer? — dijo, por fin, lord Henry.—Quisiera que viniesen conmigo usted y Basilio a verla trabajar

alguna noche. No tengo el menor miedo al resultado. Reconoceránustedes seguramente su talento. Entonces la retiraremos de manosdel judío. Está ella contratada por tres años (o más bien por dosaños y ocho meses) actualmente. Tendré que pagar algo,naturalmente. Cuando todo esté arreglado, alquilaré un teatro delWest End y la revelaré oportunamente. Volverá loco a todo el mundocomo a mí.

—Eso es imposible, mi querido amigo.—Sí, ella lo hará. No solamente domina su profesión y posee

un instinto artístico consumado, sino que también tienepersonalidad, y usted me ha dicho a menudo que son laspersonalidades y no los principios los que conmueven sus épocas.

—Bueno ; ¿ y qué noche iremos ?—Déjeme ver. Hoy es martes... Iremos mañana. Mañana hace

Julieta.—Muy bien. En el Bristol, a las ocho, y llevaré a Basilio.—No; permítame, Harry ; a las ocho, no. A las seis y media.

Tenemos que estar allí antes que se levante el telón. Debemosverla en el primer acto, cuando se encuentra con Romeo.

—¡A las seis y media! ¡Vaya una hora! Iremos como a unvulgar té o a una lectura de novela inglesa. Pongamos a las siete..Ningún gentleman cena antes de las siete. ¿Verá usted a Basilioantes? ¿O tengo que escribirle?

—¡Querido Basilio! Hace una semana que no le he visto. Estámuy mal en mí, porque me ha enviado mi retrato en un marco

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maravilloso, especialmente dibujado por él, y aun cuando estoy unpoco celoso del cuadro, que es un mes más joven que yo, deboreconocer que me deleita. Quizá sea mejor que le escriba usted.No quiero verle solo. Me dice cosas que me aburren. Me da buenosconsejos.

Lord Henry sonrió.—A la gente le gusta mucho prodigar aquello que necesita

más. Es lo que llamo el abismo de la generosidad.—¡Oh! Basilio es el mejor de los camaradas, pero me parece

precisamente un poquito filisteo. He descubierto eso después deconocerle a usted.

—Basilio, mi querido amigo, pone todo su encanto en su obra.La consecuencia es que no guarda para su vida más que susprejuicios, sus principios y su sentido común. Los únicos artistasque he conocido y que eran personalmente deliciosos como artistasexisten simplemente en su producción, y por consecuencia resultancompletamente faltos de interés, en sí mismos. Un gran poeta, unverdadero gran poeta, es el menos poético de los seres. Pero lospoetas inferiores son absolutamente fascinantes. Cuanto peor riman,más pintorescos parecen. El solo hecho de haber publicado unlibro de sonetos de segundo orden hace a un hombre completamenteirresistible. Vive la poesía que no pudo escribir. Loa otros escribenla poesía que no se atreven a realizar.

—¿Sucede así realmente, Harry? — dijo Dorian Gray,perfumando un poco su pañuelo con un gran frasco de tapón de oroque había sobre la mesa—. Debe de ser así, ya que usted lo dice.Y ahora me voy. Imogenia me espera. No olvide usted lo de mañana.Adiós.

Una vez que salió de la habitación, los pesados párpados delord Henry se cerraron, y empezó a meditar. Ciertamente pocaspersonas le habían interesado tanto como Dorian Gray, y, sinembargo, la adoración del adolescente por otra persona no leatormentaba en absoluto ni le producía los menores celos. Leagradaba. Convertía al joven en un motivo de estudio másinteresante. Siempre le dominó la afición a los métodos de lasciencias naturales, pero las materias corrientes de estas ciencias

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le habían parecido triviales y sin importancia. Y así empezó pordisecarse a sí mismo y acabó por disecar a los demás. La vidahumana parecíale lo único digno de investigación. En comparacióncon ella, lo demás no tenía ningún valor. Verdad es que todo aquelque observaba la vida y su extraño crisol de dolor y placer, nopodía usar la máscara de vidrio sobre su rostro, ni impedir que losvapores sulfurosos perturbasen su cerebro y poblasen suimaginación turbulenta de monstruosas fantasías y de infortunadossueños. Existían venenos tan sutiles que para conocer suspropiedades había de probar sus efectos en uno mismo. Yenfermedades tan extrañas que se necesitaba haberlas padecidopara comprender su naturaleza. Y, sin embargo, ¡qué granrecompensa se recibía! ¡Qué maravilloso llegaba a ser el mundoentero para uno! Conocer la curiosa y violenta lógica de la pasión,y la vida emocional y colorida de la inteligencia, observar dónde seencuentran y dónde se separan, en qué punto vibran al unísono yen qué punto disuenan —¡qué deleite había en esto!— ¿Quéimportaba el precio? Nunca se podría pagar un precio demasiadoelevado, por semejante sensación.

Tenía conciencia —y al pensar en esto brillaban de placer susojos de ágata oscura— de que a causa de ciertas palabras suyas,palabras musicales dichas con expresión musical, el alma de DorianGray habíase inclinado hacia aquella pura muchacha, cayendo enadoración ante ella. El adolescente era en gran parte su propiacreación. Le había hecho ser prematuro. Y esto era algo. La gentevulgar espera a que la vida le descubra sus secretos, pero a laminoría, al elegido, le son revelados los misterios de aquélla antesque caiga el velo. A veces esto era por efecto del arte, yprincipalmente del arte literario, que se relaciona inmediatamentecon las pasiones y la inteligencia. Pero de cuando en cuando unapersonalidad completa sustituía y asumía el puesto del arte; llegabaa ser realmente en su género una verdadera obra de arte, pues lavida produce obras maestras exactamente como la poesía, laescultura o la pintura.

Sí, el adolescente era precoz. Recogía su cosecha, no obstanteestar en primavera. Poseía el empuje y la pasión de la juventud,

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pero empezaba a ser consciente de sí mismo. Era deliciosoobservarle. Con su bella faz y su alma bella era algo maravilloso. Aqué inquietarse por el final de aquello si es que tenía un final. Eracomo una de esas graciosas figuras de una obra cuyas alegríasnos son extrañas, pero cuyas penas nos abren los sentidos a labelleza, y cuyas heridas parecen rosas rojas.

Alma y cuerpo, cuerpo y alma, ¡qué misteriosos son! ,yanimalidad en el alma, y el cuerpo tiene momentos espiritualidad.Los sentidos pueden purificarse y la inteligencia degradarse. ¡Quiénpodrá decir dónde cesan los impulsos de la carne, o dóndecomienzan los impulsos físicos! ¡Cuan superficiales son lasarbitrarias definiciones de los vulgares psicólogos! Y, sin embargo,¡qué difícil es decidir entre las pretensiones de las diversas escuelas!¿Es el alma una sombra situada en la casa del pecado? ¿O estárealmente el cuerpo en el alma, como pensaba Giordano Bruno? Laseparación del espíritu y de la materia era un misterio, y la unióndel espíritu con la materia era también un misterio.

Le empezaba a maravillar cómo podemos intentar hacer nuncade la psicología una ciencia tan absoluta que pueda revelarnoscada uno de los pequeños resortes de la vida. Realmente nosequivocamos siempre respecto a nosotros mismos y comprendemosrara vez a los demás. La experiencia no tiene valor ético. Loshombres dan únicamente nombre a sus errores. Los moralistas lahan mirado generalmente como una especie de aviso, han reclamadopara ella cierta eficacia ética en la formación del carácter, la hanreverenciado como a algo que nos mostraba el camino a seguir yque nos enseñaba lo que había que evitar. Pero no tiene podermotriz la experiencia.

Considerada como causa activa, es tan poca cosa como laconciencia misma. Lo único que se ha demostrado realmente esque nuestro porvenir podrá ser lo mismo que fue nuestro pasado, yque el pecado en el que incurrimos una vez, con repugnancia, locometeremos muchas veces más, con alegría.

Seguía siendo evidente para él que el método experimentalera el único por el cual podía llegarse casi a un análisis científicode las pasiones, y Dorian Gray era ciertamente, un sujeto hecho

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para sus manos y que parecía prometer ricos y fructuosos resultados.Su repentino y loco amor por Sibila Vane era un fenómenopsicológico de no poco interés. Indudablemente, entraba en ellouna gran parte de curiosidad, la curiosidad y el deseo de nuevasexperiencias ; sin embargo, no era una pasión sencilla, sino másbien una pasión muy compleja. Lo que había en ella de puro instintosensual de pubertad quedó transformado por el trabajo de laimaginación y cambiado en algo que parecíale al adolescente alejadode los sentidos y que era por so mucho más peligroso aún. Laspasiones sobre cuyo origen nos engañamos a nosotros mismosnos tiranizan |con más fuerza. Nuestros más débiles impulsos sonaquellos cuya naturaleza tenemos conciencia. Sucede confrecuencia que pensando hacer una experiencia sobre los demás lahacemos realmente sobre nosotros mismos.

Estando lord Henry sentado y soñando sobre estas cosas,llamaron a la puerta ; entró su criado y le recordó que era hora devestirse para cenar. Se levantó y miró hacia , calle. El sol ponienteincendiaba de escarlata y de oro las sitas ventanas de las casasde enfrente. Los cristales refulgían como planchas de metal al rojo.Por encima el cielo parecía una rosa marchita. Pensó en la fogosay coloreada vida de su joven amigo y se preguntó cómo acabaríatodo aquello.

Cuando regresó a su casa, alrededor de las doce y media, vioun telegrama sobre la mesa del vestíbulo. Lo abrió y supo que erado Dorian Gray. Le participaba que había dado palabra de casamientoa Sibila Vane.

CAPITULO V

—¡Madre, madre, qué feliz soy! —murmuró la joven, sepultandosu cara en el regazo de la vieja ajada y de aspecto cansado, que,vuelta de espaldas a la viva luz que entraba por la ventana, estabasentada en el único sillón que había en el deslucido cuarto de estar—. ¡Qué feliz soy! —repetía—. ¡Es preciso que usted también sesienta feliz-

La señora Vane se estremeció y puso sus manos flacas

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blanqueadas con bismuto sobre la cabeza de su hija.—¡Feliz! —dijo en un eco—. No soy feliz, Sibila, más que

cuando te veo trabajar. Sólo debes pensar en tu trabajo. El señorIsaac ha sido muy bueno con nosotros y le debemos dinero.

La joven levantó la cabeza con enfado.—¿Dinero, madre? —exclamó—. ¿Qué es eso del dinero? El

amor vale más que el dinero.—El señor Isaac nos ha adelantado cincuenta libras para

liquidar nuestras deudas y comprar un traje decente a Jaime. Nodebes olvidar esto, Sibila. Cincuenta libras son una gran suma. Elseñor Isaac ha sido muy considerado.

—No es un gentleman, madre, y no puedo sufrir el modo quetiene de hablarme —dijo la joven, levantándose y yendo hacia laventana.

—No sé cómo hubiésemos podido arreglárnoslas sin él —contestó la vieja, quejumbrosamente.

Sibila Vane movió la cabeza y se echó a reír.—De aquí en adelante ya no tendremos necesidad de él, madre.

El Príncipe Encantador dirige ahora nuestra vida.Después se detuvo. Una turbación removió su sangre e

incendió sus mejillas. Una respiración anhelante entreabrió lospétalos de sus labios, que temblaron. Un viento cálido de pasión larecorrió, agitando los pliegues graciosos de su vestido.

—Le amo — dijo simplemente.—¡Tontuela, tontuela! — fue la respuesta, acompañada con

un gesto grotesco de los dedos, torcidos y llenos de joyas falsas,de la vieja.

Rio otra vez la muchacha. Había en su voz la alegría de unpájaro enjaulado. Sus ojos se apoderaban de la melodía y larepercutían con su brillo; después se cerraban un momento comopara ocultar su secreto. Cuando se abrieron, la neblina de un sueñohabía pasado por ellos.

La sabiduría de labios delgados hablábale desde el viejo sillón,sugiriéndole esa prudencia inscrita en el libro de la cobardía con elnombre de sentido común. Ella no escuchaba. Era libre en la cárcelde su pasión. Su príncipe, el Príncipe Encantador, estaba con ella.

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Había recurrido a la memoria para reconstruirle. Envió su alma enbusca suya, y él acudía. Sus besos quemaban de nuevo su boca.Sus párpados estaban templados por su aliento.

Entonces la Sabiduría cambió de método y habló de espionajey de averiguación. El joven podía ser rico. En cuyo caso era posiblepensar en el matrimonio. Contra la concha de su oreja se rompíanlas olas de la mundana astucia. Los dardos arteros la acribillaban.Vio que los labios finos se movían y sonrió.

De pronto sintió necesidad de hablar. El palabreo silencioso lamolestaba.

—Madre, madre —exclamó— ¿porqué me ama tanto? Yo sépor qué le amo. Le amo porque es tal como podía ser el propioAmor. Pero ¿qué ve en mí? No soy digna de él. Y, sin embargo, nosabría decir por qué, aun sintiéndome inferior a él, no me sientohumilde. Estoy orgullosa, terriblemente orgullosa. Madre, ¿amabausted tanto a mi padre como yo al Príncipe Encantador?

La vieja palideció bajo la ordinaria capa de polvo que cubríasus mejillas, y sus labios secos se distendieron en un espasmodoloroso. Sibila se precipitó hacia ella, rodeó su cuello con susbrazos y la besó.

—Perdóneme, madre; sé que le causa pena porque le queríausted mucho. No se ponga tan triste. Soy tan feliz hoy como lo erausted hace veinte años. ¡Ah! ¡Déjeme que lo sea siempre!

—Hija mía, eres demasiado joven para entregarte al amor.Además, ¿qué sabes de ese joven? Ignoras hasta su nombre. Todoesto es muy enojoso, y realmente, en el momento en que Jaime vaa partir hacia Australia, y cuando más preocupada estoy por eso,creo que debías mostrarte más considerada. No obstante, comoya he dicho antes, si es rico...

—¡Ah! ¡Madre, madre, déjeme ser feliz!La señora Vane la contempló, y con uno de esos falsos gestos

teatrales que con tanta frecuencia constituyen una especie desegunda naturaleza en los actores, estrechó a su hija en sus brazos.En aquel momento se abrió la puerta y un muchacho de pelo castaño

(1) Cuadro.

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y enmarañado entró en la habitación. Era rechoncho de figura, conlos pies y las manos grandes y un algo desmañado en susmovimientos. No poseía la distinción innata de su hermana, Costabatrabajo adivinar el cercano parentesco que existía entre ellos. Laseñora Vane fijó en él sus ojos y acentuó su sonrisa. Elevabamentalmente su hijo a la dignidad de auditorio. Estaba segura deque el tablean (1) era interesante.

—Debías guardar algunos besos para mí, Sibila, creo yo —dijo el joven con un gruñido benévolo.

—¡Ah! Pero si no te gusta que te besen, Jim —exclamó—.Eres un terrible oso.

Y se puso a correr por la habitación, abrazándole. Jaime Vanemiró a su hermana con ternura.

—Quisiera que vinieses conmigo a dar una vuelta, Sibila.Supongo que no volveré a ver nunca este horroroso Londres. Estoyseguro de que no me hace falta.

—Hijo mío, no digas cosas tan atroces — murmuró la señoraVane, cogiendo, con un suspiro, un chillón traje de teatro yempezando a repasarlo.

Sentíase un poco desilusionada de que hubiese llegado tardepara unirse al grupo. Hubiera aumentado lo teatral y pintoresco dela situación.

—¿Por qué no, madre?... Eso pienso.—Me apenas, hijo mío. Confío en que regreses de Australia

con una opulenta posición. Creo que no hay sociedad de ningunaclase en las colonias, nada que pueda llamarse sociedad ; por eso,una vez que hayas hecho fortuna, volverás a hacer valer tusderechos en Londres.

—¡La sociedad! —murmuró el joven—. No quiero saber nadade ella. Desearía hacer algún dinero para retirarlas del teatro a ustedy a Sibila. Lo odio.

—¡Oh Jim! —dijo Sibila, riendo—. ¡Qué cruel eres! Pero¿realmente vienes a sacarme de paseo? ¡Eso es muy amable!Temía que tuvieses que ir a despedirte de algunos amigos tuyos,de Tomás Harry, que te regaló esa horrorosa pipa o de NicolásLangton, que se burla de ti cuando fumas en ella. Es amabilísimo

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por tu parte haberme reservado tu última tarde. ¿Adonde iremos?Vamos al Parque.

—Estoy muy zarrapastroso —contestó ceñudo—. Sólo vagente elegante al Parque.

—Tonterías, Jim — murmuró ella, cogiéndole cariñosamentede la manga.

El vaciló un momento.—Muy bien —dijo por fin—; pero no te entretengas mucho en

vestirte.Ella salió de la habitación bailando. Oyósela cantar al subir la

escalera. Sus piececitos corretearon por el techo.El joven recorrió la habitación dos o tres veces. Después

volvióse hacia la figura inmóvil en su sillón.—Madre, ¿están preparadas mis cosas? — preguntó.—Completamente preparadas, Jaime — respondió ella con

los ojos fijos en su labor.Hacía algunos meses, que no se sentía a gusto cuando se

encontraba a solas con aquel hijo, áspero y severo. Su íntimanaturaleza superficial se turbaba al encontrar sus ojos. Solíapreguntarse si él no sospecharía algo. Como no le hacía ningunaobservación, el silencio le resultó intolerable. Empezó a lamentarse.Las mujeres se defienden a sí mismas atacando, así cómo atacanpor medio de repentinas y extrañas sumisiones.

—Creo que te satisfará tu vida en ultramar, Jaime —dijo—.Acuérdate de que tú mismo la has escogido. Podías haber entradoen el bufete de un abogado. Los abogados son una clase muyrespetable y comen a menudo en el campo con las mejores familias.

—Odio las oficinas y odio a los empleados —replicó—. Perotiene usted razón por completo. He elegido yo mismo mi vida. Loúnico que le digo es que vigile a Sibila. No permita que le sucedaningún perjuicio. Madre, es preciso que la vigile usted.

—Jaime, hablas realmente de un modo raro. Naturalmente quevigilo a Sibila.

—He oído que un señor va todas las noches al teatro y pasaadentro para hablarle. ¿Está bien? ¿Qué hay de eso?

—Hablas de cosas que no comprendes, Jaime. En nuestra

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profesión estamos acostumbradas a recibir grandes y muysatisfactorios homenajes. También en mi época recibí muchosramos. Era cuando nuestro arte se comprendía de verdad. En cuantoa Sibila, no puedo saber ahora si su inclinación es o no seria. Peroes indudable que el joven en cuestión es un perfecto gentleman.Está siempre muy cortés conmigo. Además, parece ser rico y lasflores que envía son deliciosas.

—No sabe usted su nombre, sin embargo — dijo el joven conaspereza.

—No —respondió la madre con plácida expresión—. Todavíano ha dicho su verdadero nombre. Lo creo muy romántico por suparte. Será probablemente un miembro de la aristocracia.

Jaime Vane se mordió el labio.—Vigile usted a Sibila, madre —exclamó—. Vigílela usted.—Hijo mío, me desesperas. Sibila está siempre bajo mi

especial cuidado. Naturalmente, si ese gentleman es rico, no hayrazón alguna para que ella no contraiga matrimonio con él. Yo creoque es alguien de la aristocracia. Debo decir que tiene todas lasapariencias. Podría ser un brillante enlace para Sibila. Harían unapareja encantadora. Su aspecto es realmente muy notable. Todoslo han advertido.

El joven murmuró algo para sí y se puso a teclear sobre loscristales de la ventana con sus bastos dedos. Iba a volverse paradecir algo, cuando se abrió la puerta y entró Sibila corriendo.

—¡Qué serios estáis los dos! —exclamó—. ¿Qué sucede?—Nada —respondió él—. Creo que a veces conviene estar

serios. Adiós, madre; quiero tener la comida a las cinco. Todo estáempaquetado, menos mis camisas; así que no se preocupe usted.

—Adiós, hijo mío — contestó con un saludo en exceso enorme.Estaba muy molesta por el tono adoptado con ella, y algo que

vio en su mirada habíala atemorizado.—Béseme usted, madre — dijo la muchacha. Sus floridos

labios rozaron las mejillas marchitas de la vieja y las reanimaron.—¡Hija mía, hija mía! — exclamó la señora Vane, mirando

(1) Merodeadores de bosques. Aplícase en Australia a los penados fugitivos que viven en lamanigua.

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hacia el techo en busca de una galería imaginaria.—Vamos, Sibila —dijo el hermano, impaciente. Detestaba las

afecciones maternas.Salieron. Soplaba el viento ligeramente bajo la luz solar;

paseando, bajaron por la triste Euston Eoad. Los transeúntes mirabancon asombro a aquel huraño y recio joven, ordinario, con ropasraídas, que iba en compañía de una muchacha tan graciosa y deaspecto distinguido. Hacía el efecto de un vulgar jardinero paseandocon una rosa.

Jim fruncía las cejas de cuando en cuando al observar la miradacuriosa de algún extraño. Sentía esa molestia de ser mirado queaparece tardíamente en la vida de los genios y que no abandona alvulgo. Sibila, sin embargo, mostrábase completamente inconscientedel efecto que producía. Su amor temblaba en sonrisas sobre suslabios. Pensaba en el Príncipe Encantador, y para poder soñar conél, sin cesar, no hablaba, sino más bien dejaba salir las palabras entropel, refiriéndose al barco en que iba Jim a embarcar, al oro queseguramente descubriría él y a la maravillosa heredera a quiensalvaría la vida de los malvados bushrangers (1), de camisas rojas.Porque no sería siempre marino o sobrecargo ni nada de lo que ibaa ser. ¡Oh, no! La vida de un marinero era terrible. Enclaustrado enun espantoso barco entre las olas roncas y montañosas que intentanevadirlo todo, ¡y un viento negro que tumba los palos y desgarra lasvelas en largas y silbantes tiras! Desembarcarla en Melbourne,saludaría cortésmente al capitán e iría inmediatamente a losyacimientos auríferos. Antes de una semana encontraría una granpepita de oro puro, la mayor que se había descubierto nunca, y lallevaría a la costa en un carromato custodiado por seis policías acaballo. Los bushrangers los atacarían tres veces y serían derrotadoscon enorme carnicería. O no. No iría a los yacimientos. Eran unossitios horribles en los que los hombres se intoxican, se matan enlos bares y emplean un lenguaje inicuo. Sería un simpático colono,y una noche al volver a su casa, se encontraría con la bella herederaa quien un ladrón intentaría raptarla montado en un caballo negro ;le daría caza y la salvaría. Naturalmente ella se enamoraría de él yél de ella, y se casarían, volviendo a Londres, donde vivirían en

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una casa inmensa. Sí le sucederían cosas deliciosas en el porvenir.Pero debía ser muy bueno, y refrenarse y no tirar locamente sudinero. Sólo tenia un año más que él; pero conocía la vida muchomás. Debía también escribirle por cada correo y decir sus oracionestodas las noches antes de dormirse. Dios era muy bueno y velaríapor él. Ella rezaría también por él y al cabo de pocos años regresaríamuy rico y feliz.

El joven la escuchaba malhumorado y no contestaba nada.Sentía el desconsuelo de abandonar el hogar.

Sin embargo, no era esto sólo lo que le hacía estar triste eirritado. Por muy inexperto que fuese, tenía plena conciencia de lospeligros de la profesión de Sibila. Aquel joven elegante que le hacíael amor no le decía nada bueno. Era un gentleman y le odiaba poreso, le odiaba por algún curioso instinto racial del cual ni él mismopodía comprender la razón y que por ello le dominaba más. Conocíatambién la ligereza y la vanidad del carácter de su madre y veía enello un enorme peligro para Sibila y para su felicidad. Los hijosempiezan por amar a sus padres; cuando envejecen los juzgan;algunas veces los perdonan.

¡Su madre! Guardaba en su mente algo que preguntarle, algoque ocultaba hacía muchos meses en silencio. Una frase casualque oyó en el teatro, una risa ahogada oída una noche cuandoesperaba a la puerta del escenario, habíanle sugerido una serie depensamientos horribles. Recordaba aquello como un latigazo enplena cara. Sus cejas se fruncieron en una contracción involuntariay se mordió el labio inferior en un espasmo de dolor.

—No escuchas ni una palabra de lo que estoy diciendo, Jim—exclamó Sibila—, y eso que estoy haciendo los planes másdeliciosos para tu porvenir. Di algo.

—¿Qué quieres que diga?—¡Oh !Que serás un buen chico y que no nos olvidarás —

respondió ella, sonriéndole. Se encogió de hombros.—Eres más capaz de olvidarme que yo de olvidarte ati, Sibila.Ella se sonrojó.—¿Qué quieres decir, Jim? — preguntó.

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—Tienes un nuevo amigo, según he oído. ¿Quién es? ¿Porqué no me has hablado de él? No tiene buenas intenciones para ti.

—¡Basta, Jim! —exclamó ella—. No debes decir nadacontra él. Le amo.—¡Cómo! Y no sabes siquiera su nombre —respondió el

joven—. ¿Quién es él? Tengo derecho a saberlo.—Se llama el Príncipe Encantador. ¿No te gusta ese nombre?

¡Oh tonto! No debes olvidarlo nunca. Con sólo que le hubiesesvisto pensarías que es la persona más maravillosa del mundo. Algúndía le verás cuando vuelvas de Australia. Le querrás mucho. Todosle quieren, y yo... le amo. Me gustaría que pudieses venir al teatroesta noche. Estará él y yo haré de Julieta. ¡Oh, cómo trabajaré!Imagínate, Jim, ¡estar enamorada y hacer de Julieta! ¡Y tenerlesentado allí! ¡Representar para placer suyo! ¡Temo asustar al público,asustarle o esclavizarle! Estar enamorada es superarse uno mismo.El pobre y terrible señor Isaac invocará al «genio» ante los vagosdel bar. Me predicaba como un dogma ; esta noche me anunciarácomo una revelación. Lo presiento. Y todo esto es sólo obra suya,del Príncipe Encantador, mi maravilloso amante, mi dios dadivoso.Pero yo soy pobre a su lado. ¿Pobre? ¿Qué importa eso? Cuandola pobreza entra arteramente por la puerta, el amor penetra volandopor la ventana. Debían volver a escribir nuestros proverbios. Estánhechos en invierno, y ahora estamos en verano ; creo que esprimavera para mí; una verdadera ronda de flores en cielos azules.

—Es un gentleman — dijo el joven, malhumorado.—¡Un príncipe! —exclamó ella musicalmente—. ¿Qué más

quieres?—Quiere esclavizarte.—Me estremezco a la idea de ser libre.—Guárdate de él.—Verle es adorarle, conocerle es confiar en él.—Sibila, estás loca por él.Se echó ella a reír y le cogió del brazo.—Jaime querido, hablas como si fueses un centenario. Algún

día tú mismo te enamorarás. Entonces sabrás lo que es eso. Nopongas cara de mal humor. Realmente debías sentirte contento,

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pensando que, a pesar de marcharte, me dejas más feliz que antes.La vida ha sido para nosotros dos terriblemente dura y difícil. Peroahora será diferente. Vas hacia un nuevo mundo, y yo he descubiertouno. Aquí hay dos sillas; sentémonos y miremos pasar a todo esegran mundo.

Sentáronse en medio de una multitud de curiosos. Los macizosde tulipanes sobre el sendero parecían vibrantes anillos de fuego.Un polvo blanquecino flotaba en el aire palpitante. Las sombrillasde vivos colores iban y venían como monstruosas mariposas.

Hizo hablar a su hermano de sí mismo, de sus esperanzas yde sus proyectos. Hablaba lentamente y con esfuerzo. Cambiaronpalabras como los jugadores cambian fichas. Sibila sentíaseoprimida. No podía comunicar su ¡alegría. Una débil sonrisaesbozada sobre una boca melancólica era todo el eco que podíadespertar. Al cabo de algún tiempo permaneció ella en silencio. Derepente captó de un vistazo una cabellera dorada y unos labiosrisueños, y guiando un coche abierto pasó Dorian Gray con dosseñoras.

Saltó ella sobre sus pies.—¡Ahí va! — gritó.—¿Quién? — dijo Jaime Vane.—El Príncipe Encantador — respondió ella, siguiendo a la

victoria con los ojos.Se levantó vivamente y la cogió del brazo con brusquedad.—¡Enséñamelo! ¿Cuál es? ¡Señálamelo! ¡Quiero verle! —

exclamó.Pero en aquel momento pasó en su coche, tirado por cuatro

caballos, el duque de Berwick, y cuando volvió a quedar el espaciolibre, el carruaje había desaparecido rápido del Parque.

—¡Se ha ido! —murmuró Sibila tristemente—. Hubiese queridoque le vieras.

—Y yo también, porque tan cierto como que hay un Dios en elCielo, si te causa algún daño, le mataré.

Ella le sonrió con horror. El repitió sus palabras. Cortaban elaire como un puñal. La gente de su alrededor empezó a observarloscon asombro. Una señora que estaba a su lado reíase con disimulo.

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—Ven, Jim, ven — murmuró ella.Y él la siguió como un perro entre la multitud. Sentíase

satisfecho de lo que había dicho.Cuando llegaron a la estatua de Aquiles dieron la vuelta. La

compasión que había en los ojos de ella se convirtió en una sonrisade sus labios. Meneó la cabeza.

—Estás loco, Jim, completamente loco; tienes mal genio yeso es todo. ¿Cómo puedes decir cosas tan horribles? No sabes loque hablas. Eres sencillamente un celoso y un maldiciente. ¡Ah!Quisiera que estuvieses enamorado. El amor hace buena a la gente,y lo que dices está mal.

—Tengo dieciséis años —respondió él— y sé lo que digo.Madre no te presta ayuda. No sé cómo hay que vigilarte. Querríaahora no irme ya a Australia. Me dan ganas de mandarlo todo apaseo. Lo haría si no hubiese firmado mi contrato.

—No te pongas tan serio, Jim. Te pareces a uno de los héroesde esos estúpidos melodramas en los que le gusta tanto trabajar anuestra madre. No quiero reñir contigo. Le he visto, y verle. ¡Oh!,verle es la perfecta felicidad. No quiero reñir. Sé que no harás nuncadaño a nadie a quien yo ame, ¿verdad?

—No, mientras le ames, me figuro — fue su respuesta sombría.—¡Le amaré siempre! — exclamó ella.—¿Y él?—¡El, siempre, también!—Hará bien.Sibila se apartó temerosa. Después, riendo, le cogió del brazo.

No era más que un niño.En el Arco de Mármol pararon un ómnibus que los dejó muy

cerca de su mísera vivienda, en Euston Road. Pasaban de lascinco y Sibila tenía que dormir un par de horas antes de trabajar.Jim insistió en que no dejase de hacerlo. Quiso despedirse de ellaen aquel mismo momento, mientras su madre estaba ausente. Haríaella seguramente una escena, y él detestaba toda clase de escenas.

Se separaron en el cuarto de Sibila. En el corazón del jovenanidaban los celos y un odio feroz y homicida contra aquel extrañoque parecíale venir a colocarse entre los dos. Sin embargo, cuando

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ella le echó los brazos alrededor del cuello y sus dedos acariciaronsus cabellos, se ablandó y la besó con verdadero afecto. En susojos habla lágrimas cuando bajó las escaleras.

Su madre le esperaba abajo. Refunfuñó por su tardanza alentrar él. No le contestó y se sentó ante su pobre, comida. Lasmoscas zumbaban alrededor de la mesa y se paseaban por el suciomantel. Entre el ruido de los coches de la calle percibía el rumor dela voz que consumía cada minuto que le quedaba.

Al cabo de un rato apartó su plato y ocultó la cara en susmanos. Sintió que tenía derecho a saber. Había estado escuchandoantes y sospechaba. Su madre le miraba atemorizada. Las palabrascaían de sus labios maquinalmente. Un pañuelo de encaje, rasgado,enrollábase a sus dedos. Al sonar las seis se volvió y la miró. Susojos se encontraron. En los de ella había una ardiente súplica deperdón. Esto le enfureció.

—Madre, tengo que preguntarle a usted una cosa — dijo.Sus ojos vagaron por la habitación. Ella no respondió.—Dígame usted la verdad. Tengo derecho a saberla. ¿Estaba

usted casada con mi padre?Lanzó ella un hondo suspiro. Era un suspiro de alivio. El

momento terrible, el momento .esperado con temor día y noche,durante semanas y meses, había llegado, al fin, y, sin embargo, nosentía terror. Era realmente, en cierto modo, un desencanto paraella. La vulgar franqueza de la pregunta requería una respuestadirecta. La situación no había sido encauzada gradualmente. Eracruda. Parecíale aquello un mal ensayo.

—No — le contestó, asombrada de la dura sencillez de lavida.

—¡Mi padre era entonces un bribón! — gritó el joven con lospuños cerrados. Ella movió la cabeza.

—Yo sabía que no era libre. Nos amábamos mucho. Si hubiesevivido, habría ganado para nosotros. No hables en contra suya, hijomío. Era tu padre y era un gentleman. Estaba realmente muy bienrelacionado.

De los labios del joven salió un juramento.—A mí eso me es igual —exclamó—; pero no abandone usted

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a Sibila... Es un gentleman, ¿no?, el que está enamorado de ella odice estarlo. Supongo que estará también perfectamenterelacionado.

Una sensación de atroz humillación invadió por un instante ala vieja. Bajó la cabeza. Y se secó los ojos con sus manos trémulas.

—Sibila tiene una madre—murmuró—. Yo no la tenía.El joven se estremeció. Fue hacia ella, e inclinándose, la besó.—Siento haberla apenado a usted preguntándole por mi padre

—dijo—; pero no he podido evitarlo. Ahora debo marcharme. Adiós.No olvide usted que ahora ya no tiene más que una hija que vigilar;y créame: si ese hombre hace el menor daño a mi hermana,averiguaré quién es, le perseguiré y le mataré como a un perro. Lojuro.

La loca exageración de la amenaza, el apasionado ademánque la acompañó, las palabras melodramáticas, hicieron la vidamás intensa para ella. Estaba familiarizada con aquel ambiente.Respiró con más libertad, y por primera vez desde hacía muchosmeses, admiró realmente a su hijo. Hubiera querido continuar laescena, en aquel tono emocionante, pero él cortó en seco. Habíabajado el equipaje, y buscado las bufandas. La criada de la patronaiba y venía. Tuvo que ajustar al cochero. Pasaban los minutos envulgares detalles. Experimentando de nuevo una sensación dedesencanto, la madre agitó el pañuelo de encaje roto por la ventanacuando su hijo partió en el coche. Estaba convencida de que sehabía perdido una gran oportunidad. Se consoló diciendo a Sibila ladesolación que sentiría en su vida, ahora que ya no tenía que vigilarmás que a un hijo. Recordaba esta frase. Le había gustado. No dijonada de la amenaza expresada tan intensa y dramáticamente. Teníala sensación de que algún día se reirían todos.

CAPITULO VI

—¿Supongo que sabrá usted la noticia, Basilio? — dijouna noche lord Henry a Hallward al entrar en un saloncito reservadodel hotel Bristol, en donde estaba preparada una cena para trespersonas.

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—No, Harry —respondió el artista, entregando su sombrero ysu gabán al criado que se inclinaba—. ¿Qué es ello? Espero quenada de política. No me interesa. No hay, seguramente, una solapersona en la Cámara de los Comunes digna de ser pintada aunquea muchas de ellas les está haciendo falta un pequeño blanqueo.

—Dorian Gray ha contraído compromiso matrimonial — dijolord Henry, observándole al hablar. Hallward se estremeció y frunciólas cejas.

—¡Que Dorian Gray se casa! —exclamó—. ¡Imposible!—Es perfectamente cierto.—¿Con quién?—Con una modesta actriz o algo así.—No puedo creerlo. ¡Es demasiado sensato Dorian!—Dorian es, en efecto, demasiado sensato para no hacer

tonterías de cuando en cuando, mi querido Basilio.—Casarse es una cosa que difícilmente puede hacerse de

cuando en cuando, Harry.—Excepto en América —replicó lord Henry lánguidamente—.

Pero yo no he dicho que esté casado. He dicho que había contraídocompromiso matrimonial. Hay una gran diferencia. Recuerdoperfectamente que estoy casado, pero no me acuerdo ya en absolutode haber sido novio. Me inclino a pensar que no he sido noviojamás.

—Pero piense en el rango de Dorian, en su posición, en sufortuna. Sería absurdo por su parte el casarse con una persona deposición tan distinta a la de él.

—Si quiere usted que se case con esa muchacha, dígale eso,Basilio. Lo hará seguramente en el acto. Cada vez que un hombrehace una cosa claramente estúpida es siempre por los más noblesmotivos.

—Espero que la muchacha sea buena, Harry. No me agradaríaver a Dorian ligado a una vil criatura que pudiera degradar su caráctery destruir su inteligencia.

—¡Oh! Es mejor que buena: es bella —murmuró lord Henry,paladeando una copa de vermut con naranja y bitter—. Dorian diceque es bella, y él no se equivoca en estas cosas. Su retrato, pintado

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por usted, ha aguzado su sensibilidad estimativa sobre la aparienciafísica de los demás. Ha producido, entre otros, ese excelente efecto.Le veremos esta noche si nuestro joven amigo no olvida la cita.

—¿Habla usted en serio?—Completamente en serio, Basilio. Soy un miserable si no

estoy en este momento más serio que nunca.—Pero ¿aprueba usted eso, Harry? — preguntó el pintor,

paseando por la habitación y mordiéndose los la-bios—. No esposible que apruebe usted eso. Es un dispa-ratado apasionamiento.

—Yo nunca apruebo ni desapruebo cosa alguna. Es adoptaruna actitud absurda con la vida. No hemos sido enviados al mundopara pregonar nuestros prejuicios morales. No hago nunca el menorcaso de lo que dice la gente vulgar, ni intervengo jamás en lo quehace la gente encantadora. Si una persona me fascina, cualquieraque sea el modo de expresión que esa persona elija, esabsolutamente encantadora para mí. Dorian Gray se enamoró deuna bella muchacha que hace de Julieta y se propone casarse conella. ¿Por qué no? Si se casase con Mesalina no sería menosinteresante. Ya sabe usted que no soy un defensor del matrimonio.La verdadera desilusión del matrimonio es que hace del que loconsuma un altruista, Y los altruistas son incoloros. Carecen depersonalidad Sin embargo, hay ciertos temperamentos a los cualesel matrimonio vuelve más complejos. Conservan su egotismo yhasta lo aumentan. Se ven obligados a tener más de una vida.Llegan a estar más elevadamente organizados, y estar organizadomás elevadamente es, a mi juicio la finalidad de la vida del hombre.Además, cualquier experiencia posee un valor y, a pesar de todocuanto se diga en contra del matrimonio, no es una experienciadespreciable. Espero que Dorian Gray hará de esa muchacha suesposa, la adorará apasionadamente durante seis meses, ydespués, de repente, se dejará seducir por cualquier otra. Será unmaravilloso tema de estudio.

—Bien sabe usted que no piensa ni una palabra de todo eso,Harry, lo sabe usted. Si la vida de Dorian se echase a perder, nadiese quedaría tan desconsolado como usted. Es usted mucho mejorde lo que pretende ser en apariencia.

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Lord Henry se echó a reir.—La razón por la cual pensamos bien de los demás es que

estamos espantados de nosotros mismos. La base del optimismoes el terror puramente. Creemos ser generosos porque gratificamosal prójimo con la posesión de aquellas virtudes que puedenbeneficiarnos. Elogiamos nuestro banquero con la esperanza deque sabrá hacer producir los fondos a él confiados, y encontramosbuenas cualidades al ladrón de caminos que respeta nuestrosbolsillos. Creo todo lo que he dicho. Siento el mayor desprecio porel optimismo. Ninguna vida está destrozada, a no ser aquella cuyocrecimiento se detiene. Si quiera usted vaciar un carácter, no tienemás que intentar reformarlo. En cuanto al matrimonio, es necio,naturalmente, ya que existen otros y más interesantes enlaces entrehombres y mujeres. Los animaré hacia ellos, ciertamente. Tienenel encanto de ser de buen tono. Pero aquí está Dorian. Le podrádecir más que yo.

—Querido Harry, querido Basilio, ¡deben ustedes felicitarme !—dijo el adolescente quitándose su macferlán, forrado de seda, yestrechando las manos de sus amigos—. ¡Nunca me he sentidotan feliz. Como todo lo verdaderamente delicioso, mi felicidad esrepentina, claro es. Y, sin embargo, se me figura que es la únicacosa que he buscado en toda mi vida.

Estaba sonrosado por la excitación y el placer y parecíaextremadamente bello.

—Confío en que será usted siempre muy dichoso, Dorian —dijo Hallward—, pero no le perdono el haberme dejado ignorar susrelaciones. Harry estaba enterado de ellas.

—Y yo no le perdono el llegar con retraso —interrumpió lordHenry, colocándole la mano sobre el hombro y sonriendo mientrashablaba—. Vamos, sentémonos y veamos lo que vale el nuevochef(1), y luego nos contará usted cómo ha sucedido la cosa.

—En realidad no hay mucho que contar —exclamó Dorian,mientras se sentaba a la mesa—. He aquí simplemente lo ocurrido.Al dejarle a usted anoche, Harry, me vestí y fui a cenar a esepequeño restaurante italiano de la calle Rupert, al que usted me

(1) Jefe de cocina

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llevó, y después me dirigí, a eso de las ocho, al teatro. Sibila actuabade Rosalinda. Naturalmente, el decorado era terrible, y Orlando,absurdo, ¡Pero Sibila! ¡Si la hubiesen ustedes visto! Cuando salióvestida con su traje de mozo estaba perfectamente maravillosa.Llevaba un jubón de terciopelo color crema, con unas mangas detono canela, calzones marrón claro de corazones cruzados, unsombrerito verde delicioso coronado por una pluma de halcón,sostenida con un diamante y un capuchón con vueltas de un rojoapagado. Nunca me había parecido tan exquisita. Tenía toda lagracia de esa figulina de Tanagra que conserva usted en su estudio,Basilio. Sus cabellos, apiñados en torno a su rostro, dábanle elaspecto de un pálida rosa rodeada de hojas obscuras. En cuanto asu actuación..., bueno, ya la verán ustedes esta noche. Ha nacidoartista, sencillamente. Permanecía yo en el palco a obscuras,totalmente hechizado. Me olvida de que estaba en Londres, en elsiglo diecinueve. Hallábame muy lejos con mi amor, en una selvaque ningún hombre ha visto jamás. Cuando bajó el telón, me fui abastidores y le habló. Estando sentados juntos, brilló de repente ensus ojos una mirada que no había yo visto nunca antes. Le tendímis labios. Nos besamos. No puedo describirle lo que sentí en esemomento. Parecióme que toda mi vida se hallaba centralizada enun punto perfecto de felicidad, color de rosa. Se apoderó de ella untemblor, y vaciló como un blando narciso. Después cayó de rodillasante mi y me besó las manos. Comprendo que no debía contarlesa ustedes todo esto, pero no puedo por menos de hacerlo. Nuestrapromesa es, naturalmente, un secreto absoluto. Ni siquiera a sumadre se lo ha dicho ella. No sé qué dirán mis tutores. Lord Padleyse pondrá furioso, seguramente. Me es igual. Antes de un año serámayor de edad y entonces haré lo que me parezca. ,He hecho bien,¿verdad, Basilio?, en elegir mi amor en el seno de la poesía, y enhallar a mi mujer en los dramas de Shakespeare. Los labios a losque Shakespeare enseñó a hablar han susurrado su secreto en mioído. He tenido los brazos de Rosalinda alrededor de mi cuello, yhe besado a Julieta en la boca.

—Sí, Dorian, creo que ha hecho usted bien — dijo Hallward,,pausadamente.

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—¿La ha visto usted hoy? — preguntó lord Henry. Dorian Graymovió la cabeza.

—La he dejado en la selva de Ardenas, y la encontré en unhuerto de Verona.

Lord Henry paladeaba su champaña con aire meditabundo.—¿En qué preciso momento mencionó usted la palabra

casamiento, Dorian? ¿Y qué le respondió ella? Quizá lo haya ustedolvidado.

—Mi querido Harry, no he tratado esto como un asuntocomercial, ni le he hecho ninguna promesa formal. Le dije que laamaba, y ella me contestó que no era digna de ser mi esposa. ¡Queno era digna! ¡Cómo! El mundo entero no es nada comparado conella.

—Las mujeres son maravillosamente prácticas —murmuró lordHenry—, mucho más prácticas que nosotros. En, semejantessituaciones nosotros nos olvidamos a menudo de hablar dematrimonio, y ellas nos lo recuerdan siempre.

Hallward le puso la mano sobre el brazo.—Basta, Harry. Molesta usted a Dorian. El no es como los

demás hombres. No haría mal a nadie. Su carácter es demasiadodelicado para eso.

Lord Henry miró por encima de la mesa.—Yo no molesto nunca a Dorian —respondió—. Le he hecho

esa pregunta por la mejor razón posible, por la única razón, enrealidad, que disculpa cualquier pregunta, por simple curiosidad. Miteoría es que siempre son las mujeres las que se declaran anosotros, y no nosotros los que nos declaramos a las mujeres.Excepto, naturalmente, en la clase media. Pero la clase media noes moderna.

Dorian Gray sonrió, moviendo la cabeza.—Es usted completamente incorregible, Harry; pero no me

importa. Es imposible enfadarse con usted. Cuando vea a SibilaVane comprenderá usted que el hombre que le hiciese algún malsería un bestia, un bestia sin corazón. No acierto a comprendercómo algunos pueden afrentar al ser que aman. Amo a Sibila Vane.Tengo que levantarla sobre un pedestal de oro, y ver al mundo

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reverenciar a la mujer que es mía. ¿Qué es el matrimonio? Un votoirrevocable. ¿Se burla usted de esto? ¡Ah! No se burle. Es un votoirrevocable que tengo que ejecutar. Su confianza me torna fiel, sufe me hará bueno. Cuando estoy con ella deploro todo lo que ustedme ha enseñado. Me vuelvo diferente del que usted conoce. Mesiento transformado, y el simple contacto de las manos de SibilaVane hace que me olvide de usted y de todas sus falsas,fascinadoras, venenosas y encantadoras teorías.

—¿Y cuáles son?— preguntó lord Henry, sirviéndose ensalada.—¡Oh! Sus teorías sobre la vida, sus teorías sobre el amor,

sus teorías sobre el placer. Todas sus teorías, en una palabra,Harry.

—El placer es la única cosa digna de tener una teoría —respondióle con su voz pausada y melodiosa—. Pero temo no poderreivindicarla como mía. Pertenece a la Naturaleza, y no a mí. Elplacer es la piedra de toque de la Naturaleza, su señal de aprobación.Cuando somos dichosos somos siempre buenos; pero cuandosomos buenos no siempre somos dichosos.

—¡Ah! Pero ¿qué entiende usted por ser bueno?— preguntóBasilio Hallward.

—Sí —repitió Dorian, recostándose en el respaldo de su sillay mirando a lord Henry por encima del gran ramo de irídeas depétalos purpúreos colocado en el centro de la mesa—. ¿Quéentiende usted por ser bueno, Harry?

—Ser bueno es estar en armonía consigo mismo —replicóacariciando con sus finos dedos pálidos el delgado tallo de su copa—. Y no serlo es verse forzado a estar en armonía con los demás. Lapropia vida, ésta es la única cosa importante. En cuanto a las vidasajenas, si se quiere ser un pedante o un puritano, puede uno extendersus miradas moralizadoras sobre ellas, pero no nos conciernen.Además, el individualismo es realmente el fin elevado. La moralidadmoderna consiste en alistarse bajo la bandera de su propio tiempo.Yo considero que el solo hecho de alistarse bajo la bandera de supropio tiempo es un acto de la más indecorosa inmoralidad.

—Pero seguramente, si uno vive simplemente para sí mismo,Harry, ¿se paga un terrible precio por ello? — sugirió el pintor.

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—Sí, todas son imposiciones hoy día. Supongo que laverdadera tragedia de los pobres está en que no pueden vivir másque en un constante renunciamiento de sí mismos. Los bellospecados, como todas las bellas cosas, son el privilegio de los ricos.

—Se paga no sólo en dinero.—¿De qué otra manera, Basilio?—¡Oh ! Me imagino que en remordimientos, en sufrimientos,

en... bueno, en la conciencia de la propia degradación.Lord Henry se encogió de hombros.—Mi querido amigo, el arte medieval es encantador, pero las

emociones medievales son inactuales. Pueden ser utilizadas parala ficción, naturalmente. Por eso las únicas cosas que puede utilizarla ficción son las que ya no pueden servirnos en la realidad. Créameusted: ningún hombre civilizado deplora nunca un placer y un hombreincivilizado no sabe jamás lo que es un placer.

—Yo sé lo que es placer —exclamó Dorian Gray—. Es adorara alguien.

—Eso es mejor, ciertamente, que ser adorado —respondiójugueteando con las frutas—. Ser adorado es una lata. Las mujeresnos tratan exactamente como la Humanidad trata a sus dioses.Nos adoran y están siempre molestándonos con alguna petición.

—A eso contestaré que, sea cual fuese eso que nos piden, yanos lo han dado ellas antes —murmuró el joven gravemente—.Ellas han creado el Amor en nuestros temperamentos. Tienenderecho a pedirlo en reciprocidad.

—Eso es completamente cierto, Dorian — exclamó Hallward.—Nada es completamente cierto nunca — dijo lord Harry.—Esto lo es —interrumpió Dorian—. Admite usted, Harry, que

las mujeres dan a los hombres el verdadero oro de sus vidas.—Es posible —suspiró él—, pero quieren a su vez

invariablemente, en reciprocidad, un pequeño cambio. Ahí está lomolesto. Las mujeres, como ha dicho un francés ingenioso, nosinspiran el deseo de ejecutar obras maestras y nos impiden siemprellevarlas a cabo.

—¡Es usted terrible, Harry! No sé por qué le quiero tanto.—Me querrá usted siempre, Dorian —replicó—. ¿Un poco de

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café, amigos? Mozo, traiga café, fine champagne y unos cigarrillos.No; cigarrillos, no tengo. Basilio, no le permito fumar puros.Conténtese con un cigarrillo. Un cigarrillo es el modelo perfecto delperfecto placer. Es exquisito y le deja a uno insatisfecho. ¿Quémás se puede desear? Sí, Dorian, me querrá usted siempre.Represento para usted todos los pecados que no ha tenido ustednunca el valor de cometer.

—¡Qué tontería está usted diciendo, Harry ! —exclamó eladolescente, encendiendo su cigarrillo en el dragón plateadovomitando fuego que el camarero habla colocado sobre la mesa—. Vámonos al teatro. Cuando Sibila salga a escena, concebirá ustedun nuevo ideal de vida. Representará para usted algo que no haconocido nunca.

—Lo he conocido todo —dijo lord Henry, con una mirada decansancio—, pero estoy siempre dispuesto para una nueva emoción.Temo, sin embargo, que ya no exista tal cosa para mí. A pesar delo cual, su maravillosa muchacha puede emocionarme. Adoro elteatro. Es mucho más real que la vida. Vámonos, Dorian, véngaseconmigo. Lo siento mucho, Basilio, pero mi Brougham no tienemás que dos asientos. Nos seguirá usted en un Hanson.

Levantáronse y se pusieron los gabanes, bebiendo en pie suscafés. El pintor permanecía silencioso y preocupado. Sentíasemelancólico. No podía soportar aquel matrimonio, y, sin embargo,le parecía preferible a muchas otras cosas que hubieran podidosuceder. Unos minutos después se encontraban abajo. Subió soloal coche, como estaba convenido, contemplando’ el centelleo delos faroles del pequeño Brougham que rodaba delante de él. Unaextraña sensación de pérdida le invadió. Sintió que Dorian Gray nosería ya nunca tan suyo como antes. La vida se había alzado entreellos... Sus ojos entristecidos ya no distinguieron las calles rutilantescomo borrosas a sus miradas. Cuando el cab se detuvo ante elteatro, parecióle que había envejecido unos años.

CAPITULO VII

Por un motivo o por otro, la sala estaba atestada aquella noche,

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y el gordo empresario judío que los recibió a la puerta estaba radiantede una oreja a otra por una servil y trémula sonrisa. Los escoltóhasta su palco con una especie de pomposa humildad, agitandosus manos regordetas llenas de alhajas y hablando con su vozmás retumbante. Dorian Gray sintió una aversión hacia él mayorque nunca. Venía a ver a Miranda y se encontraba con Calibán.Lord Henry, en cambio, parecía satisfecho. Por lo menos le demostrósu consideración estrechando su mano y afirmándole que se sentíafeliz al encontrar un hombre que habla descubierto un verdaderotalento y que se arruinaba por un poeta. Hallward se entretuvo a suvez en observar las caras del patio de butacas. El calor eraterriblemente sofocante y la enorme lámpara rutilante parecía unamonstruosa dalia de pétalos de fuego amarillo. Los jóvenes delparaíso se habían quitado sus chaquetas y sus chalecos y losapoyaban sobre las barandillas. Hablaban de uno a otro lado delteatro, y se repartían naranjas con unas chillonas muchachas,sentadas a su lado. Algunas mujeres se reían en el patio de butacas.Sus voces eran horriblemente agudas y disonantes. Llegaban delbar ruidos de taponazos.

—¡Vaya un sitio para ver a su divinidad! — dijo lord Henry.—Sí —respondió Dorian Gray—. Aquí es donde la conocí, y

ella es la cosa más divina de la vida. Se olvidará usted de todocuando actúe. Cuando ella está en escena esa gente vulgar e inculta,de caras ordinarias y gestos brutales, se torna completamentediferente. Permanece en silencio, contemplándola. Ríe y llora cuandoella quiere. Arranca notas de ella como de un violín. La espiritualizay siente uno entonces que esa gente tiene la misma carne y lamisma sangre que uno.

—¡La misma carne y la misma sangre que uno! ¡Oh, no locreo! — exclamó lord Henry, que examinaba a los ocupantes delparaíso con sus gemelos.

—No le haga caso, Dorian —dijo el pintor—. Comprendo loque quiere usted decir, y creo en esa muchacha. Quienquiera quesea la persona que usted ame tiene que ser maravillosa, y lamuchacha que le ha producido la impresión que nos ha descritodebe ser bella y noble. Espiritualizar a sus contemporáneos es

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algo digno. Si esa muchacha puede prestar su alma a aquellos quehan vivido sin ella, si puede crear un sentido de belleza en gentescuya vida ha sido sórdida y fea, si puede despojarlos de su egoísmoy facilitarles lágrimas para unas penas que no son de ‘ellos, esdigna de toda la adoración de usted, digna de la adoración del mundo.Ese matrimonio es completamente justo. Al principio no lo creí así,pero ahora lo admito. Los dioses han hecho a Sibila Vane parausted. Sin ella hubiera usted sido incompleto.

—Gracias, Basilio —respondió Dorian Gray estrechándole lamano—. Sabía que usted me comprendería. Harry es tan cínico,que me aterra. Pero ahí está la orquesta. Es absolutamenteespantosa, pero no dura más que cinco minutos. Después selevantará el telón, y verán ustedes a la muchacha a quien voy a dartoda mi vida, a la que he dado cuanto hay de bueno en mí.

Un cuarto de hora más tarde, entre una tempestadextraordinaria de aplausos, Sibila Vane adelantóse en el escenario.Sí, era ciertamente adorable a la vista, una de las criaturas másadorables, pensaba lord Henry, que viera nunca. Había algo de lagacela en su gracia tímida y en sus ojos estremecidos. Un ligerorubor, como el reflejo de una rosa en un espejo de plata, subió asus mejillas al ver la multitud entusiasta que atestaba el teatro.Retrocedió unos pasos y sus labios parecieron temblar. BasilioHallward se puso en pie y empezó a aplaudir. Inmóvil, como en unsueño, Dorian Gray la contemplaba. Lord Henry, examinándola consus gemelos, murmuraba: «¡Encantadora! ¡Encantadora!»

La escena figuraba una sala del palacio de Capuleto, y Horneo,con sus ropas de peregrino, entraba con Mercurio y sus otros amigos.La orquesta preludió algunos compases, y empezó la danza. Enmedio del tropel de actores desgarbados, ramplonamente vestidos,Sibila Vane se movía como un ser de un mundo más bello. Sucuerpo se inclinaba en la danza como se inclina una planta sobre elagua. Las curvas de su pecho eran las de un lirio blanco. Susmanos parecían hechas de marfil tibio.

Mostrábase, sin embargo, curiosamente inconsciente. No teníani un gesto de alegría cuando sus ojos reposaban en Borneo. Laspocas palabras que debía decir:

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Buen peregrino, sois demasiado injusto con vuestra mano;no habéis mostrado en esto sino devoción y cortesía;las santas tienen manos que tocar pueden los peregrinos,y es un sagrado beso este contacto...

y el breve diálogo siguiente, fueron dichos de un modo enteramenteartificial. La voz era exquisita ; pero, desde el punto de vista de laentonación, absolutamente falsa, era equivocada de tono. Toda lavida del verso desaparecía. Hacía insincera la pasión.

Dorian Gray palideció al observarlo. Estaba confuso yanhelante. Ninguno de sus amigos se atrevía a decirle nada.Parecíales ella completamente inepta. Estaban atrozmentedesilusionados.

Sin embargo, sabían que la escena del balcón en el segundoacto era la verdadera prueba para cualquier Julieta. Esperabanaquello. Si fracasaba allí, es que no había nada en ella.

Su aspecto era encantador cuando apareció en el claro deluna. Esto era innegable. Pero la inseguridad de su interpretaciónfue insoportable, y empeoró mientras proseguía. Sus gestosresultaban absurdamente artificiales. Hacía exageradamente enfáticolo que tenía que recitar.

El hermoso pasaje:

Tú sabes que el velo de la noche está sobre mi faz;si no, verías que el rubor colorea mi mejilla,pensando en las palabras que esta noche me oíste pronunciar.

fue declamado con la penosa precisión de una alumna enseñada arecitar por cualquier profesor de declamado de segundo orden.Cuando se inclinó sobre el balcón tuvo que decir los admirablesversos:

Aunque eres mi alegría,no gozo con este compromiso nocturno;es demasiado temerario, demasiado repentino e imprevisto;demasiado parecido al relámpago que ha cesado de serantes que pueda decirse: «Relumbra.» ¡Buenas noches amado!

Este capullo de amor abierto por el aura estival

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EL RETRATO DE DORIAN GRAYEL RETRATO DE DORIAN GRAYEL RETRATO DE DORIAN GRAYEL RETRATO DE DORIAN GRAYEL RETRATO DE DORIAN GRAY 919 19 19 19 1

puede ser una bella flor de nuestra cita próxima

los dijo como si no contuvieran para ella ningún significado. No eraazoramiento. En realidad, no parecía nerviosa, sino absolutamentedueña de sí misma. Era, simplemente, arte malo. Un completofracaso.

Hasta los oyentes vulgares e incultos del patio de butacas yde la galería perdían todo interés por la obra. Empezaron a moverse,a hablar alto y a silbar. El empresario judío, en pie, detrás delanfiteatro principal, pateaba y juraba de rabia. La única personaimpasible era la muchacha.

Cuando acabó el segundo acto, le sucedió una tempestad desilbidos, y lord Henry se levantó y se puso el gabán.

—Es bellísima, Dorian —dijo—, pero no sabe representar.Vámonos.

—Quiero ver la obra hasta el final —respondió el joven convoz ronca y amarga—. Lamento muchísimo haberle hecho perderla velada, Harry. Perdónenme los dos.

—Mi querido Dorian, la señorita Vane debe de estar inquieta—interrumpió Hallward—. Vendremos cualquier otra noche.

—Deseo que esté indispuesta —prosiguió—; pero a mí meparece simplemente insensible y fría. Está completamentecambiada. Anoche era una gran artista. Esta noche es tan sólo unaactriz vulgar y mediocre.

—No hable usted así de lo que ama, Dorian. El amor es muchomás maravilloso que el arte.

—Ambos son simplemente formas de imitación —observó lordHenry—. Pero vámonos, Dorian; no debe usted permanecer aquímás tiempo. No es bueno para el espíritu ver representar mal.Además, supongo que usted no desea que su mujer represente.Por tanto, ¿qué le importa a usted que haga el papel de Julietacomo una muñeca de madera? Es verdaderamente adorable, y sisabe de la vida tan poco como del arte escénico, será una experienciadeliciosa. No hay más que dos clases de personas verdaderamentefascinadoras: las que lo saben absolutamente todo y las que nosaben absolutamente nada. ¡Por el cielo, mi querido amigo, no ponga

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usted una cara tan trágica! El secreto de la perenne juventud consisteen no tener nunca una emoción que sienta mal. Véngase al clubcon Basilio y conmigo. Fumaremos unos cigarrillos y beberemospor la belleza de Sibila Vane. Es bella. ¿Qué más puede usteddesear?

—Váyase, Harry —exclamó el joven—. Quiero estar solo.Basilio, váyase también. ¡Ahí ¿No ven ustedes que mi corazón vaa estallar?

Se arrasaron sus ojos de lágrimas abrasadoras. Temblaronsus labios y, precipitándose al fondo del palco, se apoyó en lapared, escondiendo la cara en sus manos.

—Vámonos, Basilio — dijo lord Henry con una extraña ternuraen la voz; y los dos jóvenes salieron juntos.

Instantes después se encendieron las candilejas y se alzó eltelón para el tercer acto. Dorian Gray volvió a sentarse en su sitio.Estaba pálido, desdeñoso e indiferente. La acción se arrastraba yparecía interminable. La mitad del público había desfilado con fuerteruido de pisadas y riendo. Aquello era un completo fiasco. El ultimoacto fue representado ante las localidades casi vacías. Bajó eltelón entre risas contenidas y algunas protestas.

En cuanto terminó aquello, Dorian Gray se lanzó por detrásdel escenario al saloncillo de actores. Encontró sola a la joven, conuna mirada de triunfo en su rostro. Brillaban sus ojos, con exquisitofulgor. Una especie de resplandor la envolvía. Sus labiosentreabiertos sonreían a un secreto íntimo.

Al entrar él, le miró, y una expresión de infinita alegría la invadió.—¡Qué mal he trabajado esta noche, Dorian! — exclamó.—¡Horriblemente! —respondió él, contemplándola con

estupefacción—. ¡Horriblemente! Ha sido espantoso. ¿Estásenferma? No tienes idea do cómo ha sido. No tienes idea de lo quehe sufrido.

La muchacha sonrió.—Dorian —contestó, recalcando su nombre con una lenta voz

musical, como si fuera más dulce que la miel para los pétalos rojosde su boca—. Dorian, debías haber comprendido. Pero locomprendes ahora, ¿verdad?

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—¿Comprender el qué? — preguntó, airado.—Por qué lo he hecho tan mal esta noche. Porque no volveré

ya nunca a trabajar bien. El se encogió de hombros.—Supongo que estás enferma. Cuando te sientes enferma no

deberías trabajar. Resultas ridícula. Se han aburrido mis amigos.Me he aburrido yo

No parecía ella escucharle. Estaba transfigurada de alegría.Un éxtasis de felicidad la dominaba.

—¡Dorian, Dorian! —exclamó—. Antes de conocerte, la únicarealidad de mi vida era el teatro. Vivía solamente para el teatro.Creía que todo aquello era verdad. Era yo Rosalinda una noche, yotra, Porcia. La alegría de Beatriz era mi alegría, y las penas deCordelia eran también mis penas. Creía en todo. Las personasvulgares que trabajaban conmigo me parecían divinidades. Lasdecoraciones eran mi mundo. No conocía más que sombras, y lascreía, realidades. Viniste tú, ¡oh mi bello amor I, y libertaste mialma de su cárcel. Me enseñaste lo que era verdaderamente larealidad. Esta noche, por primera vez, me di cuenta de que Romeoera horroroso, y viejo y pintado; de que al rayo de luna en el vergelera falso y de lo vulgares que eran las decoraciones; de que laspalabras que tenía yo que decir eran insinceras, no eran mis palabras,y de que no era aquello lo que debía decir. Me has revelado algomás elevado, algo de lo que todo arte es sólo un reflejo. Me hashecho comprender lo que es realmente el amor. ¡Amor mío! ¡Amormío! ¡Príncipe Encantador! ¡Príncipe de la vida! Estoy asqueadade las sombras. Eres para mí más que todo cuanto pueda ser nuncatodo arte. ¿Qué tengo yo que ver con los fantoches de un drama?Cuando llegué esta noche, no pude comprender cómo me habíadesprendido de eso. Creí que iba a estar maravillosa. Noté que nopodía hacer nada. De repente, se hizo la luz en mi alma y locomprendí todo. Este conocimiento fue para mí exquisito. Los oísilbar, y sonreí. ¿Podían ellos comprender un amor como el nuestro?Llévame contigo, Dorian; llévame a donde podamos estar solos.Odio la escena. Puedo fingir una pasión que no siento, pero nopuedo fingir eso que me abrasa como el fuego. ¡Oh Dorian, Dorian!¿Comprendes ahora lo que esto significa? Si pudiera fingirlo, sería

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una profanación, porque, para mí, representar es estar enamorada.Tú me lo has hecho ver.

El se dejó caer sobre el sofá, y volvió la cabeza.—Has matado mi amor — murmuró.Le miró, asombrada, y se echó a reir. El no contestó nada. Se

acercó a la muchacha, y ésta le acarició el pelo con sus deditos.Se arrodilló, y le besó las manos. El las retiró, conmovido por unestremecimiento.

Incorporóse de un salto y fue hacia la puerta.—Sí —exclamó—; has matado mi amor. Solías excitar mi

imaginación. Ahora no puedes siquiera excitar mi curiosidad. Ya nome haces ningún efecto. Te amaba porque eras maravillosa; porquetenías talento e inteligencia ; porque realizabas los sueños de losgrandes poetas, y dabas forma y cuerpo a las sombras del arte. Ylo has malogrado todo. Eres inepta y estúpida. ¡Dios mío! ¡Quéloco fui al amarte! ¡Qué tonto! Ahora ya no eres nada para mí. Noquiero volverte a ver más. No quiero pensar más en ti. No quierovolver a pronunciar nunca tu nombre. No sabes lo que eras para miantes, antes... ¡Oh! no quiero pensar más en ello! ¡Quisiera nohaberte visto nunca! Has echado a perder la pasión romántica devida. ¡Qué poco conoces el amor si dices que corrompe el arte! Sintu arte no eres nada. Te hubiera hecho famosa, espléndida,magnífica. El mundo te habría reverenciado y hubieses llevado minombre. ¿Qué eres ahora! Una actriz de tercer orden con una carabonita.

La muchacha palidecía y temblaba. Juntó sus manos con vozque parecía ahogarla:

—¿Me hablas en serio, Dorian? —murmuró—. Estásrepresentando.

— ¡Representando! Eso se queda para ti. Para ti, que lo hacestan bien — contestó él amargamente.

Levantóse ella, y con una expresión lastimera y dolor en elrostro, fue hacia él. Le puso la mano sobre el brazo y le miró a losojos. El la rechazó.

—¡No me toques! — exclamó.Lanzó ella un sofocado gemido, y, arrojándose a sus pies,

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permaneció allí como una flor pisoteada.—¡Dorian, Dorian, no me abandones! —SUSURRÓ— Siento tanto

no haber trabajado bien... Pensaba en ti todo el tiempo. Peroprocuraré, de verdad; procuraré... Sentí este amor por ti tanrepentinamente... Creo que lo habría ignorado siempre si no mehubieses besado, si no nos hubiésemos besado. Bésame otra vez,amor mío. No te separes de mí. No podré soportarlo. ¡Oh, no meabandones! Mi hermano... No, no importa. No quería él decir eso.Bromeaba... Pero tú, ¡oh!, ¿no puedes perdonarme por esta noche?Trabajaré concienzudamente y procuraré mejorar. No seas cruelconmigo, porque te amo más que a nadie en el mundo. Después detodo, es la primera vez que te desagrado. Pero tienes toda la razón,Dorian. Hubiera podido superarme como artista. Fue una tonteríaen mí; y, sin embargo, no he podido evitarlo, ¡Oh, no me abandones,no me abandones!

Una oleada de sollozos apasionados la sofocó. Se desplomóen el suelo como una cosa herida, y Dorian Gray la contempló consus bellos ojos, plegados sus labios por un exquisito desdén. Siemprehay algo ridículo en las emociones de las personas a las que hadejado uno de amar. Sibila Vane le parecía absurdamentemelodramática. Sus lágrimas y sus sollozos le aburrían.

—Me voy —dijo al fin con voz tranquila y clara—. No quieroser cruel, pero no puedo volver a verte. Me has desilusionado.

Lloraba ella silenciosamente, y no le contestó; pero se acercóa él arrastrándose. Sus manecitas se extendieron ciegamente, yparecieron buscarle. Giró él sobre sus talones y salió del cuarto.Unos instantes después estaba fuera del teatro.

Apenas supo por dónde fue. Recordó confusamente habervagado por calles mal alumbradas y haber pasado por debajo debóvedas sombrías y por delante de casas hostiles. Unas mujeresde voces roncas y de risas ásperas le llamaron. Se cruzó conborrachos vacilantes, blasfemando y parloteando para sí mismoscomo simios monstruosos. Vio criaturas grotescas, apretujadassobre los escalones de las puertas, y oyó chillidos y juramentos enpatios lóbregos.

Al amanecer, se encontró junto a Covent-Garden. Las tinieblas

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se disipaban, y, coloreado con tenues claridades, el cielo se curvabacomo una perla perfecta. Pesadas carretas, cargadas de liriostempranos, pasaron lentas y ruidosas por las relucientes y solitariascalles. Flotaba en el aire el perfume de las flores, y su bellezapareció consolarle algún tanto de su dolor. Entró en un mercado, yestuvo contemplando a los hombres que descargaban sus vehículos.Un carretero de blusa blanca le ofreció unas cerezas. Le dio lasgracias, asombrado de que no quisiese aceptar ningún dinero, y selas comió distraídamente. Cogidas aquella noche, la frescura de laluna las había penetrado. Una larga hilera de mozos llevando cestosde tulipanes listados y de rosas amarillas y rojas desfiló ante élentre los montones de legumbres verde jade. Bajo el pórtico decolumnas grisáceas vagaba un tropel de muchachas sin nada a lacabeza, esperando a que terminasen las subastas. Otras retozabanalrededor de las puertas abiertas de los bares en la plaza. Lospesados caballos de los camiones se escurrían y pateaban sobrelos adoquines desiguales, haciendo sonar sus cascabeles y arreos.¡Algunos cocheros dormían sobre montones de sacos. Unospichones de cuellos irisados y patas sonrosadas revoloteabanpicoteando granos.

Al cabo de un rato, llamó a un Hansom y se hizo conducir a sucasa. Se detuvo unos instante en los escalones de la puerta, mirandoen torno suyo a la plazoleta silenciosa y blanquecina, los balconescerrados y las chillonas persianas. El cielo era ahora de un ópalopuro, y los tejados de las casas relucían como plata. De unachimenea de enfrente se elevaba una tenue espiral de humo. Serizó como una cinta violeta en el aire nacarado.

En el enorme farol dorado, veneciano, arrancado de i algunasgóndolas de los Dux, que colgaba del techo del gran vestíbulo deentrada, de zócalos de roble, refulgían todavía tres haces: parecíanfinos pétalos de llamas azules bordadas de luz. Los apagó, y,después de haber tirado su sombrero y su gabán sobre la mesa,cruzó la biblioteca y empujó la puerta de su dormitorio, una granhabitación octogonal situada en el piso bajo, que, en su afáncreciente de lujo, había hecho adornar y revestir con unos curiosostapices Renacimiento descubiertos en un deshabitado desván de

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Selby Royal. Cuando daba la vuelta al picaporte, sus ojos cayeronsobre su retrato pintado por Basilio Hallward. Dio un respingo desorpresa. Entró en su habitación algo desconcertado. Aldesabrocharse el primer botón, pareció titubear. Finalmente, volviósobre sus pasos, se detuvo ante el retrato y lo examinó. A la escasaluz que pugnaba por atravesar las cortinas de seda color crema, lacara le pareció ligeramente cambiada. La expresión era diferente.Hubiérase dicho que había un toque de crueldad en la boca. Erarealmente extraño.

Se volvió, y, yendo hacia el balcón, descorrió las cortinas. Laclara luz del alba mundo la habitación y barrió las sombrasfantásticas a los rincones obscuros, donde permanecían trémulas.Pero la extraña expresión que había notado en la cara del retratoparecía subsistir allí, más perceptible aún. La palpitante y viva luzmostraba líneas de crueldad en torno a la boca tan claramentecomo si él mismo, después de haber realizado algún acto horrible,se hubiese mirado en un espejo.

Retrocedió, y, cogiendo de la mesa un espejo ovalado,enmarcado por unos Cupidos de marfil, uno de los numerosos regalosde lord Henry, se apresuró a contemplarse en sus bruñidasprofundidades. Ninguna línea parecida retorcía sus rojos labios.¿Qué significaba aquello?

Restregóse los ojos, se acercó más aún al cuadro y lo examinóde nuevo. No había notado señal alguno de transformación al miraranteriormente al cuadro, y, sin embargo, era indudable que laexpresión había cambiado. No era fantasía suya. La cosa erahorriblemente visible.

Se desplomó sobre un sillón y se puso a reflexionar. De pronto,le vino a la memoria lo que había dicho en el estudio de BasilioHallward el día en que quedó terminado el retrato. Sí; lo recordabaperfectamente. Había expresado un loco deseo de permanecersiempre joven y de que el retrato envejeciera ; de que su propiabelleza no quedara mancillada nunca, y de que la faz de aquellienzo soportase el peso de sus pasiones y de sus pecados; que laimagen pintada pudiera verse estigmatizada con las líneas de losdolores y de los pensamientos, y pudiese él conservar, mientras

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tanto, la delicada lozanía y gentileza de su hasta entonces conscienteadolescencia. ¿Seguramente su anhelo no había sido atendido?Tales cosas eran imposibles. Pensar en ellas solamente parecíamonstruoso. Y, no obstante, el retrato estaba ante él, con aquelrasgo de crueldad en la boca.

¡Crueldad! ¿Había sido cruel? La culpa era de la muchacha,no suya. Habíala soñado gran artista ; le dio su amor por creerlasuperior. Y luego le desilusionó. Habíase mostrado superficial eindigna. Y, sin embargo, un sentimiento de pena infinita le invadióviéndola en su imaginación tendida a sus pies, sollozando como unniño pequeño. Recordó con cuánta insensibilidad la miró. ¿Por quéobró así? ¿Por qué tenía un alma semejante? Pero él también habíasufrido. Durante las tres horas terribles hasta que acabó la obrahabía vivido siglos de dolor, eternidades sobre eternidades detortura. Su vida bien valía la de ella. Si él la había lastimado uninstante, ella le había herido por larguísimo tiempo. Además, lasmujeres están mejor constituidas que los hombres para soportarpenas. Viven de sus emociones. No piensan más que en éstas.Cuando eligen amantes, es sencillamente para tener a quien poderarmar escándalos. Lord Henry lo había , dicho, y lord Henry conocíaa las mujeres. ¿Por qué tenía él que inquietarse de Sibila Vane? Noera nada para él ahora.

Pero ¿y el retrato? ¿Qué pensar de aquello? Poseía el secretode su vida y revelaba su historia. Habíale enseñado a amar supropia belleza. ¿Iba también a enseñarle a detestar su propia alma?¿Debía volver a mirarlo?

No; era simplemente una ilusión de sus sentidos ofuscados.La horrible noche que acababa de pasar había originado fantasmas.De pronto, esa mancha escarlata que hace enloquecer a los hombrescayó sobre su cerebro. El retrato no había cambiado. Era unanecedad pensarlo.

Sin embargo, lo estaba contemplando, con su bello rostro ajadoy su cruel sonrisa. Su clara cabellera resplandecía a la luz matinal.Sus ojos azules chocaron con los suyos. Un sentimiento de piedadinfinita, no hacia él i mismo, sino por su imagen pintada, lesobrecogió. Estaba ya alterada, y se alteraría más. Su oro perdería

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el brillo. Las rosas rojas y blancas se marchitarían. Cada pecadoque cometiese añadiría una mácula más a las obras; y destruiríasu belleza. Pero él no pecaría. El retrato, cambiado o no, sería paraél el emblema visible de su conciencia. Resistiría a la tentación.No volvería a ver nunca más a lord Henry; no volvería, de todosmodos, a escuchar aquellas sutiles y emponzoñadas teorías quedespertaron en él, por primera vez, en el jardín de Basilio Hallward,la pasión por cosas imposibles. Volvería a Sibila Vane; le daríacumplida satisfacción; se casaría con ella ; procuraría amarla denuevo. Sí; aquél era su deber. Ella tenía que haber sufrido más queél. ¡Pobre criatura! Fue egoísta y cruel con ella. Volvería a ejercersobre él la fascinación de antes. Los dos juntos serían dichosos denuevo. Su vida con ella sería bella y pura.

Se levantó del sillón, y corrió un amplio biombo delante delretrato, estremeciéndose todavía al mirarlo. «¡Qué horrible!»,murmuró para sí mismo, y yendo hacia la puerta-balcón la abrió.Cuando estuvo afuera, andando sobre la hierba, respiróprofundamente. El aire fresco de la mañana pareció disipar todassus sombrías pasiones. Pensaba solamente en Sibila. Un ecoapagado de su amor llegó hasta él. Repitió su nombre y volvió arepetirlo. Los pájaros que cantaban en el jardín empapado de rocíoparecían hablar de ella a las flores.

CAPITULO VIII

Hacía mucho que habían dado las doce cuando se despertó.,Su criado entró varias veces de puntillas en el cuarto, a ver si semovía, preguntándose cuál sería la causa de que ,su juvenil amodurmiese hasta tan tarde. Finalmente, sonó el timbre, y Víctorapareció calladamente con una taza de té y un montón de cartassobre una bandejita de antigua porcelana de Sévres; descorrió lascortinas de raso aceitunado, forradas de azul brillante, colgadasdelante de las tres altas ventanas.

—Bien ha dormido, monsieur, esta mañana — dijo, sonriendo.—¿Qué hora es, Víctor? — preguntó Dorian Gray, soñoliento.¡Qué tarde era! Se sentó en la cama y, después de beber un

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poco de té, hojeó sus cartas. Una de ellas era de lord Henry, y lahabían llevado a mano aquella mañana. Titubeó un momento y lapuso a un lado. Abrió las otras distraídamente. Contenían lacolección habitual de tarjetas, invitaciones a comidas, entradaspara exposiciones particulares, programas de conciertos de caridady cosas por el estilo, de esas que llueven sobre un joven elegantedurante la season. Se encontró con una crecida factura por unjuego de tocador de plata repujada, que no había tenido aún valorde enviar a sus tutores, personas chapadas a la antigua, y que nocomprendían que viviéramos en una época en que las cosasinnecesarias son las únicas necesarias; había también variascorteses esquelas de los prestamistas de la calle de Jermyn, quese ofrecían a adelantarle cualquier cantidad en cuanto se lo avisasey con intereses muy razonables.

Diez minutos después se levantó, púsose una primorosa batade casimir bordada en seda y pasó al cuarto de baño, de suelo deónice. El agua fría le reanimó después de su largo sueño. Parecióhaberse olvidado de todo cuanto le sucediera. Una confusasensación de haber tomado parte en alguna extraña tragedia cruzópor él una o dos veces ; pero había en ella la irrealidad de un sueño.

En cuanto estuvo vestido, entró en la biblioteca y se sentóante un ligero almuerzo a la francesa dispuesto sobre un veladorcitocerca del balcón abierto. Hacía un día exquisito. El aire cálidoparecía cargado de aromas picantes. Penetró volando una abeja .yzumbó alrededor del búcaro azul dragón, lleno de rosas de un amarilloazufre, colocado ante él. Sintióse perfectamente feliz.

De pronto, sus ojos cayeron sobre el biombo que había puestodelante del retrato, y se estremeció.

—¿Demasiado frío para monsieur? — preguntó su criado,dejando una tortilla sobre la mesa—. ¿Cierro la ventana?

Dorian movió la cabeza.—No tengo frío — murmuró.¿Sería todo aquello cierto? ¿Había cambiado realmente el

retrato? ¿O era simple efecto de su propia imaginación, que le hizover una expresión de maldad allí donde había una expresión dealegría? ¿Seguramente un lienzo no podía alterarse? La cosa era

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absurda. Sería como un cuento que referir algún día a Basilio. Leharía sonreír.

Y, sin embargo, ¡qué vivo era el recuerdo de todo aquello!Primeramente en el confuso amanecer, y luego a plena luz, él habíavisto aquel toque de crueldad en torno a los labios combados. Casitemió que el criado abandonase el cuarto. Sabía que, en cuanto seviese solo, se pondría a examinar el retrato. Lo temía con certeza.Cuando el criado, después de traer el café y los cigarrillos, sedispuso a marcharse, sintió un deseo violento de decirle que sequedase. En cuanto se cerró la puerta, le volvió a llamar. El criadopermanecía en pie esperando sus órdenes. Dorian le miró uninstante.

—No estoy para nadie, Víctor — dijo con un suspiro.El sirviente inclinóse, y se fue.Entonces se levantó de la mesa, encendió un cigarrillo, se

dejó caer sobre los lujosos almohadones de un diván, colocadofrente al biombo. Un biombo antiguo hecho con cuero doradoespañol, estampado y labrado según un modelo Luis XIV, muyflorido. Lo examinaba con curiosidad, preguntándose si habríaocultado antes alguna vez el secreto de la vida de un hombre.

¿Debía quitarlo, después de todo? ¿Por qué no dejarlo allí?¿De qué servía saberlo? Si aquello resultaba cierto, era terrible. Ysi no lo era, ¿por qué preocuparse? Pero ¿y si por alguna fatalcasualidad unos ojos ajenos espiaban desde allí detrás y descubríanel horrible cambio? ¿Qué iba él a hacer si Basilio Hallward venía avisitarle y quería ver su propio cuadro? Basilio querría verlo,seguramente. No; era necesario examinar aquello inmediatamente.Cualquier cosa era mejor que aquella espantosa incertidumbre.

Levantóse y cerró las dos puertas. Por lo menos, estaría solomientras contemplase la máscara de su vergüenza. Entoncesrecogió el biombo y se contempló a sí mismo cara a cara. Eracompletamente cierto. El retrato había cambiado.

Como recordó a menudo después, y siempre con no pocaextrañeza, sucedióle que estuvo examinando el retrato con unsentimiento de interés casi científico. Que hubiese tenido lugar uncambio semejante, parecíale increíble. Y, sin embargo, era cierto.

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¿Existían algunas sutiles afinidades entre los átomos químicos,estructurados en formas y colores sobre el lienzo, y el alma queéste contenía? ¿Podía ser que realizasen lo que el alma pensó?¿Que lo que ella soñó lo convirtieran en realidad? ¿O había enaquello alguna otra y más terrible razón? Se estremeció, sintiendoespanto, volvió al diván y se dejó caer allí, mirando el retrato conrepelente horror.

Aquel objeto, sin embargo, habla influido sobre él. Dábasecuenta de lo injusto y cruel que habla sido con Sibila Vane. No eratodavía demasiado tarde para reparar aquello. Ella podía ser aúnsu esposa. Su amor irreal y egoísta cedería a alguna elevadainfluencia, transformaría en alguna noble pasión, y su retrato, pintadopor Basilio Haward, serviríale de guía toda la vida; sería para él loque es la santidad para algunos, la conciencia para otros y el temora Dios para todos nosotros. Hay opios para el remordimiento,narcóticos que pueden acallar el sentido moral hasta dormirlo. Peroaquello era un símbolo visible de la degradación del pecado. Era unsigno siempre presente de la ruina a que llevan los hombres a susalmas.

Sonaron las tres, las cuatro, y la media resonó con su doblecampaneo, pero Dorian Gray no se movía. Procuraba reunir loshilos escarlata de su vida y trenzarlos conforme a un modelo, hallandosu camino a través del laberinto pictórico de pasión por el cualvagaba. No sabía qué hacer ni qué pensar. Finalmente, fue hacia lamesa y escribió una carta apasionada a la joven a quien habíaamado implorando su perdón y acusándose de locura. Llenó hojasy hojas de ardientes palabras de pesar y de ardientes palabras dedolor. Existe una voluptuosidad en hacerse reproches. Cuando noscensuramos, sentimos que ningún otro tiene derecho a hacerlo. Esla confesión, y no el sacerdote, quien nos da la absolución. CuandoDorian terminó su parta sintióse perdonado.

De pronto llamaron a la puerta, y oyó afuera la voz de lordHenry.

—Amigo mío, necesito verle. Déjeme entrar. No puedo soportaruna reclusión así.

No contestó al principio, y siguió completamente inmóvil.

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Llamaron, sin embargo, de nuevo, y luego con más fuerza. Sí, eramejor dejar entrar a lord Henry y explicarle la nueva vida que iba allevar; romper con él sería necesario, separarse si era inevitable.Se levantó, corrió el biombo apresuradamente delante del retrato yabrió la puerta.

—Estoy consternado por todo esto, Dorian —dijo lord Henryal entrar—. Pero no debe usted pensar demasiado en ello.

—¿Se refiere usted a Sibila Vane? — preguntó el joven.—Naturalmente — contestó lord Henry, acomodándose en un

sillón y quitándose despacio sus guantes—. Es terrible, desde ciertopunto de vista, pero no tiene usted la culpa. Dígame: ¿fue usted averla después, al terminar la obra?

—Sí.—Estaba seguro. ¿Tuvo usted una escena con ella?—Estuve brutal, Harry, perfectamente brutal. Pero todo ha

quedado arreglado ahora. No lamento lo sucedido. Me ha enseñadoa conocerme mejor.

—¡Ah Dorian, me alegra que lo tome usted así! Temíaencontrarle sumido en remordimiento y arrancándose sus finos yrizosos cabellos.

—Se acabó todo eso —dijo Dorian, moviendo la cabeza ysonriendo—. Soy ahora perfectamente feliz. Empiezo a saber loque es la conciencia. No es lo que usted me había dicho. Es lacosa más divina que hay en nosotros. No se burle más de ella,Harry, al menos delante de mí. Necesito ser bueno. No puedo soportarla idea de tener un alma fea.

—¡Encantadora base artística para la moral, Dorian! Le felicitopor ello. Pero ¿por qué va usted a empezar?

—Por casarme con Sibila Vane.—¡Casarse con Sibila Vane! — exclamó lord Henry

levantándose y mirándole con asombro y perplejo—. Pero mi queridoDorian...

—Sí, Harry, sé lo que va usted a decir. Algo terrible contra elmatrimonio. No lo diga. No vuelva usted a decirme nunca semejantescosas. He pedido a Sibila hace dos días que se casase conmigo. Yno quiero faltar a mi palabra. ¡Va a ser mi esposa I

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—¡Su esposa! ¡Dorian!... ¿No ha recibido usted mi carta? Lehe escrito esta mañana y le envié la carta con mi criado.

—¿Su carta? ¡Oh, si! Ahora recuerdo. Aún no la he leído,Harry. Temía encontrar algo en ella que no me gustase. Destrozausted la vida con sus epigramas.

—¿Entonces no sabe usted nada?—¿Qué quiere usted decir?Lord Henry cruzó la habitación, y, sentándose al lado de Dorian

Gray, le cogió ambas manos con las suyas y estrechándoselasapretadamente:

—Dorian —le dijo—, mi carta, no se asuste usted, le anunciabaque Sibila Vane había muerto.

Un grito de dolor se escapó de los labios del joven, se puso enpie de un salto, desprendiendo sus manos de las de lord Henry.

—¡Muerta! ¡Sibila muerta! ¡No es verdad! ¡Es una horriblementira! ¿Cómo se atreve usted a decir eso?

—Es completamente cierto, Dorian —dijo gravemente lordHenry—. Viene en todos los diarios de la mañana. Le escribí austed para decirle que no recibiese a nadie hasta mi llegada. Seabrirá una información, naturalmente, y no debe usted estarmezclado en eso. Cosas como ésta ponen en moda a un hombreen París, ¡Pero en Londres la gente tiene tantos prejuicios!... Aquíno se debe nunca comenzar por un escándalo. Eso se reserva paradar interés a la vejez. Supongo que no saben el nombre de usteden el teatro. Si es así, todo va bien. ¿No le vio a usted nadiealrededor de su cuarto? Este es un punto importante.

Dorian no contestó nada durante unos instantes. Estabaaturdido por el terror. Por último, balbució con voz .sofocada:

—Harry, ¿habla usted de una información? ¿Qué quiere usteddecir con eso? Sibila se habría... ¡Oh, Harry, no puedo resistirlo!Hable usted pronto. Dígamelo todo en seguida.

—Para mí es indudable que no se trata de un accidente, Dorian,aunque haya que presentarlo así al público. Parece ser que cuandoiba ella a salir del teatro con su madre, a eso de las doce y media,poco más o menos, dijo que se había olvidado algo arriba. Laesperaron un rato, pero ella no bajaba. Y, finalmente, la hallaron

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muerta, tendida en el suelo de su camarín. Había ingerido algo porequivocación, algo terrible que se usa en los teatros. No sé lo quesería, pero debía de contener ácido prúsico o albayalde. Me imaginoque sería ácido prúsico, pues parece que murió instantáneamente.

—¡Harry, Harry, es terrible! — exclamó el joven.—Sí, es verdaderamente trágico, en efecto, pero es necesario

que no le mezclen a usted en ello. He visto por el Standard quetenía diecisiete años. Hubiera yo creído que era aún más joven.Parecía tan infantil y apenas sabía trabajar. Dorian, que no altereesto sus nervios. Véngase a cenar conmigo, y después iremos a laOpera. Canta la Patti esta noche, y todo el mundo estará allí. Iráusted al palco de mi hermana. Estarán con ella algunas mujeresbonitas.

—Así es que he matado a Sibila Vane —dijo Dorian Gray comopara sí mismo—. La he matado tan ciertamente como si hubiesecortado su delicada garganta con un cuchillo. Sin embargo, lasrosas no son menos adorables, a pesar de eso. Los pájaros cantarántan felices en mi jardín. Y esta noche comeré con usted y luego iréa la Opera, y después, supongo que a cenar a cualquier sitio. ¡Quéextraordinariamente dramática es la vida! Si hubiera leído todo estoen un libro, creo que me hubiera hecho llorar. De un modo u otro,ahora que está sucediendo, que me sucede a mí, me parecedemasiado asombroso para llorar. Aquí está la primera carta deamor apasionada que he visto en mi vida. Extraño es que esta miprimera carta de amor apasionada esté dirigida a una muchachamuerta. ¿Pueden sentir, me pregunto, esos seres blancos ysilenciosos que llamamos los muertos? ¡Sibila! ¿Puede ella sentir,saber, escuchar? ¡Oh, Harry, cómo la amaba! Paréceme que haceya años ahora. Ella lo era todo para mí. Llegó esa noche espantosa(¿era realmente la última noche?), en que trabajó tan mal, y micorazón casi se deshizo. Ella me lo explicó todo. Fue terriblementepatético. Pero ya no me emocionó en absoluto. La creí superficial.Sucedió de repente algo que me aterrorizó. No puedo decir a ustedel qué, pero fue terrible. Quise volver a ella. Sentí que me habíaportado mal. Y ahora está muerta. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Harry,¿qué debo hacer? Usted no sabe en qué peligro estoy, y no tengo

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nadie que me guíe. Ella ha hecho eso por mí. No tenía derecho amatarse. Ha sido egoísta en ella.

—Mi querido Dorian —respondió lord Henry, cogiendo uncigarrillo de su pitillera y sacando su cerillera dorada—, el únicomedio de que dispone una mujer para poder reformar a un hombrees aburrirle tan completamente, que pierda él todo interés posiblepor la vida. Si se hubiera usted casado con esa muchacha, habríasido desgraciado. Naturalmente, la hubiera usted tratado con bondad.Puede uno siempre ser bueno con las personas que no nos importan.Pero ella hubiera descubierto que usted le era completamenteindiferente. Y cuando una mujer descubre eso en su marido, sepinta atrozmente, o usa sombreros muy elegantes que paga elmarido de otra. No digo nada del error social, que hubiera sidoabyecto, y que yo, naturalmente, no admito ; pero le aseguro que,de todas maneras hubiera sido un completo desastre.

—Es posible —murmuró el joven, paseando por la habitacióny horriblemente pálido—. Pero yo creí que ése era mi deber. No esculpa mía si esta terrible tragedia me ha impedido hacer lo que erajusto. Recuerdo que me dijo usted una vez que pesaba una fatalidadsobre las buenas resoluciones ; se tomaban siempre demasiadotarde. La mía, realmente, lo fue.

—Las buenas resoluciones son vanos intentos para estorbarlas leyes científicas. Su origen es pura vanidad. Su resultado,absolutamente nihil. Nos proporcionan de cuando en cuando algunasde esas fastuosas emociones estériles, que tienen cierto encantopara el débil. Esto es cuanto puede decirse de ellas. Sonsimplemente cheques que girase un hombre contra un Banco dondeno tuviera cuenta.

—Harry —exclamó Dorian Gray, yendo a sentarse a su lado—. ¿Por qué no puedo sentir esta tragedia tanto como quisiera? Nocreo carecer de corazón, ¿verdad?

—Ha cometido usted demasiadas locuras durante la últimaquincena para que le sea permitido designarse así, Dorian —respondió lord Henry con su dulce y melancólica sonrisa.

El joven frunció las cejas.—No me agrada esa explicación, Harry —replicó—; pero me

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satisface que no me crea usted sin corazón. No soy bueno. Sé queno lo soy. Y, sin embargo, ha de reconocer que no me afecta estocomo debiera. Me parece que es simplemente como el epílogomaravilloso de un drama terrible de una tragedia griega, una tragediaen la que tuve gran parte, pero por la cual no fui herido.

—Es una cuestión interesante —dijo lord Henry, que encontrabaun placer exquisito en actuar sobre el egoísmo inconsciente deljoven—; una cuestión extraordinariamente interesante. Me imaginoque la verdadera explicación es ésta. Sucede a veces que lasverdaderas tragedias de la vida ocurren de una manera tan inartística,que nos hieren por su cruda violencia, por su incoherencia absoluta,su absoluta necesidad de sentido, su entera carencia de estilo.Nos afectan lo mismo que la vulgaridad. Nos dan una impresión depura fuerza bruta y nos rebelamos contra eso. A veces, sin embargo,una tragedia que posee elementos artísticos de belleza atraviesanuestras vidas. Si estos elementos de belleza son reales, despiertaníntegra y simplemente en nosotros el sentido del efecto dramático.Nos encontramos de pronto, no ya actores, sino espectadores dela obra. O más bien somos ambas cosas. Nos observamos anosotros mismos y el simple prodigio del espectáculo nos subyuga.En el presente caso, ¿qué es lo que ha sucedido en realidad? Alguiense ha matado por amor a usted. Deseo que no me suceda nuncasemejante lance. Me haría amar el amor para el resto de mi vida.Las mujeres que me han adorado (no han sido muchas, pero hahabido algunas) han insistido siempre en vivir cuando hacía muchotiempo que había dejado de gustarlas, o ellas de gustarme a mí. Sehan puesta gruesas y aburridas, y cuando me las encuentro, inicianinmediatamente los recuerdos. ¡Esta terrible memoria de las mujeres!¡Qué cosa más aterradora! Y qué absoluto estancamiento intelectualrevela. Puede interesar el color de la vida, pero no deben nuncarecordarse los detalles. Los detalles son siempre vulgares. —Sembraré adormideras en mi jardín — suspiró Dorian.

—No hay necesidad —replicó su compañero—. La vida tienesiempre adormideras en sus manos. Naturalmente, de cuando encuando se estacionan las cosas. Una vez no llevó más que violetasdurante toda una temporada, como forma artística de ir de luto, por

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una pasión romántica que no quería morir. Finalmente, sin embargo,murió. He olvidado lo que la mató. Creo que fue su proposición desacrificar el mundo entero por mí. Siempre es éste un momentoterrible. Le llena a uno del terror de la eternidad. Bueno. ¿Querráusted creerlo? Hace una semana, en casa de lady Hampshire meencontró sentado durante la cena al lado de la dama en cuestión,que insistió en que volviésemos a empezar aquello, desenterrandoel pasado y haciendo surgir el futuro. Había yo sepultado mi pasiónen un lecho de asfódelos. Ella quería exhumarla, y me aseguró quehabía destrozado su vida.. Me inclino a afirmar que comióenormemente, así es que no sentí ansiedad alguna. Pero ¡qué faltade gusto mostró! El único encanto del pasado está en que es elpasado. Pero las mujeres no saben nunca cuándo ha bajado eltelón. Quieren siempre un sexto acto, y proponen continuar elespectáculo cuando ha desaparecido por completo el interés de laobra. Si se les permitiese obrar a su antojo, toda comedia tendríaun final trágico, y toda tragedia concluiría en una farsa. Sonencantadoramente artificiales, pero no tienen ningún sentido delarte. Es usted más afortunado que yo. Le aseguro, Dorian, queninguna de las mujeres que he conocido habría hecho por mí lo queSibila Vane ha hecho por usted. Las mujeres vulgares se consuelansiempre ellas mismas. Algunas lo hacen llevando coloressentimentales. No deposite usted nunca su confianza en una mujerque use el malva, cualquiera que sea su edad, o en una mujer detreinta y cinco años aficionada a las cintas rosas. Eso quiere decirsiempre que tienen una historia. Otras encuentran un gran consueloen descubrir repentinamente las buenas cualidades de sus maridos.Hacen ostentación de su felicidad conyugal en nuestra propia cara,como si eso fuera el más fascinante de los pecados. La religiónconsuela a algunas. Sus misterios poseen el encanto de un flirt,me dijo una vez una dama ; y lo comprendo enteramente. Además,nada envanece tanto como revelar que es uno pecador. Laconciencia hace de nosotros unos egoístas. Sí; son Infinitosrealmente los consuelos que las mujeres encuentran en la vidamoderna. Claro está que no ha mencionado el más importante.

—¿Cual es, Harry? — dijo el joven con Indiferencia.

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—¡Oh! El consuelo evidente. Elegir algún otro admiradorcuando se pierde el que tenía. En la buena sociedad, esto rejuvenecesiempre a una mujer. Pero, realmente, Dorian, ¡qué diferente debíade ser Sibila Vane de las mujeres conocidas! Hay algocompletamente bello en su muerte. Me satisface vivir en un sigloen que suceden tales milagros. Nos hacen creer en la realidad, delas cosas con que jugamos, como el sentimentalismo, la pasión yel amor.

—Fui terriblemente cruel con ella. Olvide usted esto.—Temo que las mujeres aprecian la crueldad, la absoluta

crueldad, más que ninguna otra cosa. Tienen admirables instintosprimitivos. Las hemos emancipado, pero ellas siguen siendoesclavas, buscando dueño, a pesar de todo. Les gusta estardominadas. Estoy seguro de que estuvo usted espléndido. No lehe visto nunca verdadera y completamente colérico, pero me imaginolo delicioso que estaría usted. Y, después de todo, me dijo ustedalgo anteayer que entonces me pareció simplemente fantástico,pero que ahora creo absolutamente cierto, y que me da la clave detodo.

—¿Qué era ello, Harry?—Me dijo usted que Sibila Vane representaba para usted todas

las heroínas románticas, que era una noche Desdémona y otraOfelia; que moría como Julieta, y que resucitaba como Imogenia.

—Ya no volverá, a resucitar ahora — murmuró el joven,escondiendo la cara entre sus manos.

—No ; ya no volverá a resucitar nunca. Ha representado suúltimo papel. Pero debe usted pensar, ante esa muerte solitaria, enese recargado camarín, en un extraño fragmento lúgubre de algunatragedia jacobina, o en una maravillosa escena de Webster, deFord o de Cirilo el Tornero. Esa muchacha no ha vivido nunca, enrealidad, ni ha muerto tampoco nunca, en realidad. Fue para ustedsiempre un sueño, como ese fantasma que vaga por los dramas deShakespeare, haciéndolos más adorables con su presencia comouna caña a través de la cual pasase la música da Shakespearemás rica en alegría y sonoridad. En el momento en que tuvo contactocon la vida real, la destrozó y quedó ella destrozada, y así murió.

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Lleve usted luto por Ofelia, si quiere. Póngase ceniza en la frenteporque Cordelia ha sido estrangulada. Clame usted contra el cieloporque la hija de Brabancio ha fenecido. Pero no derrame usted BUS

lágrimas sobre Sibila Vane. Ella era menos real que aquéllas.Hubo un silencio. El crepúsculo oscurecía la habitación.

Silenciosamente, y con pies de plata, las sombras se deslizabanen el jardín. Los colores de las cosas se desvanecíanperezosamente.

Al cabo de un rato, Dorian Oray alzó los ojos.—Me ha explicado usted a mí mismo, Harry —murmuró con

un suspiro de alivio—. Sentía yo todo eso que usted ha dicho, peroen cierto modo estaba aterrado y no me atrevía a expresármelo amí mismo. ¡Qué bien me conoce usted! Pero no volveremos a hablarde lo sucedido. Ha sido una experiencia maravillosa. Eso es todo.Me pregunto si la vida me reservará todavía algo tan maravilloso.

—La vida le reserva a usted todo, Dorian. No hay nada que nosea usted capaz de hacer con su belleza extraordinaria.

—Pero supóngase usted, Harry, que me vuelva macilento,viejo y arrugado. ¿Y entonces?

—Ahí Entonces —dijo lord Harry, levantándose—, entonces,mi querido Dorian, tendrá usted que luchar por sus triunfos. Ahorase los traen a usted. No; tiene usted que conservar su bello aspecto.Vivimos en una época que lee demasiado para ser sabia, y quepiensa demasiado para ser bella. No podemos prescindir de usted.Y ahora, lo mejor que puede hacer es vestirse e ir al club. Estamosmás bien retrasados.

—Creo que me reuniré con usted en la Opera, Harry. Me sientodemasiado cansado para comer. ¿Qué número es el del palco desu hermana?

—El veintisiete, me parece. Está en la primera fila de palcos.Verá usted su nombre sobre la puerta. Pero siento mucho que novenga usted a cenar.

—No me siento bien para ir —dijo Dorian con indolencia—.Pero le estoy muy agradecido por todo cuanto me ha dicho. Esusted realmente mi mejor amigo. Nadie me ha comprendido nuncacomo usted.

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—Estamos sólo al principio de nuestra amistad, Dorian —respondió lord Henry, estrechándole la mano—. Adiós. Espero verlea usted antes de las nueve y media. Acuérdese de que canta laPatti.

No bien se cerró la puerta detrás de él, Dorian Gray tocó eltimbre, y, al cabo de unos minutos, apareció Víctor con las luces ycerró las persianas. Dorian se impacientaba, queriendo verse fueraya. Parecíale que el criado se entretenía interminablemente.

En cuanto hubo salido, se precipitó hacia el biombo y lo apartó.No ; nada había cambiado de nuevo en el retrato. Supo la noticia dela muerte de Sibila Vane antes que él mismo. Y tenga conocimientode los sucesos de su vida en cuanto ocurrían. La maligna crueldadque estropeaba las finas líneas de la boca apareció, sin duda, en elmismo momento en que la muchacha había ingerido el veneno quefuese. ¿O era indiferente a las consecuencias? ¿Conocíasencillamente lo que sucedía en el alma? Se extrañaba, esperandoque algún día vería producirse el cambio ante sus propios ojos, yesta idea le agitó con un estremecimiento.

¡Pobre Sibila! ¡Qué novela fue todo aquello! A menudo habíaella fingido la muerte en escena. Luego, la Muerte misma la alcanzó,llevándosela consigo. ¿Cómo habría representado aquella últimaescena terrible? ¿Le habría maldecido al morir? No; ella habíamuerto por amor a él, y el amor desde ahora sería para él, unsacramento. Lo expió todo con el sacrificio de su vida. No queríavolver a pensar en lo que ella le hizo sufrir durante aquella horriblenoche en el teatro. Cuando pensase en ella, lo haría como en unamaravillosa figura trágica enviada al escenario del mundo paraenseñar la suprema realidad del amor. ¿Una maravillosa figuratrágica? Se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar su aspectoinfantil, sus caprichosas y atractivas maneras y su tímida ytemblorosa gracia. Las enjugó apresuradamente, y contempló denuevo el retrato.

Sintió que había llegado realmente el momento de hacer suelección. ¿O su elección estaba ya hecha? Sí; la vida había decididopor él —la vida y la infinita curiosidad que él sentía por ella—.Eterna juventud, pasión infinita, placeres sutiles y secretos, alegrías

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ardientes y pecados más ardientes aún... iba a poseer todas estascosas. El retrato asumiría el peso de su vergüenza: esto era todo.

Una sensación de pena le sobrecogió al pensar en la profanaciónque sufriría su bella faz pintada en el lienzo. Una vez, travesurainfantil de Narciso, había él besado, o fingido besar aquellos labiospintados que ahora le sonreían tan cruelmente. Mañana tras mañanase había sentado delante del retrato, maravillado de su belleza,casi enamorado de ella, como le pareció a veces. ¿Se alteraríaahora a cada tentación a la cual cediese? ¿Degeneraría aquello enuna cosa monstruosa y repugnante que tendría que esconder enuna habitación cerrada con llave, alejada de la luz del sol, queacarició tantas veces el oro brillante de la maravilla de su pelo?¡Qué pena! ¡Qué pena!

Pensó por un momento en rezar para que cesase la horribleafinidad que existía entre él y el retrato. Un ruego la engendró;quizá un ruego podría hacerla inmutable. Y, sin embargo, quienconociese algo de la vida, ¿renunciaría a la oportunidad depermanecer siempre joven, por muy fantástica que esta oportunidadpudiera ser o por funestas que fueran las consecuencias que pudieraella acarrear? Además, ¿dependían aquello realmente de suvoluntad? ¿Era, en verdad, su ruego el que produjo aquellasustitución? ¿No podría explicarse todo ello con alguna curiosarazón científica? Si el pensamiento pudiera ejercer su influenciasobre un organismo vivo, ¿no podría ejercer también una influenciasobre las cosas muertas e inorgánicas? Es más, ¿no podrían lascosas exteriores a nosotros mismos, sin pensamiento o deseoconsciente, vibrar el unísimo de nuestros humores y pasiones, yaque el átomo llama al átomo por un amor secreto de extraña afinidad?Pero la razón no tenía importancia. No provocarla ya nunca con elruego a un poder tan terrible. Si la pintura iba a alterarse, se alteraría.Esto era todo. ¿Por qué investigar demasiado minuciosamente enaquello?

Porque existía un verdadero placer en vigilarlo. Seguiría a suespíritu en sus meandros secretos. Aquel retrato sería para él elmás mágico de los espejos. Del mismo modo que le había reveladosu propio cuerpo, le revelaría su propia alma. Y cuando llegase el

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invierno para el retrato, él seguiría aún en el lindero tembloroso dela primavera con el estío. Cuando la sangre fuese desapareciendode su cara y dejase detrás una máscara lívida, como enyesada, deojos inexpresivos, él conservaría el esplendor de la adolescencia.Ninguna floración de su lozanía se marchitaría nunca. El pulso desu vida no se debilitaría jamás. Como los dioses de los griegos, élsería fuerte, ligero y alegre. ¿Qué podía importarle lo que sucediese,a la imagen pintada sobre el lienzo? El se salvaría. Esto era todo.Sonriendo, volvió a colocar el biombo en la posición que teníadelante del retrato y pasó a su dormitorio, donde le esperaba ya sucriado. Una hora después estaba en la Opera, y lord Henry seapoyaba sobre el respaldo de su butaca.

CAPITULO IX

A la mañana siguiente, mientras se desayunaba, entró BasilioHallward en la habitación.

—Me alegro mucho de encontrarte, Dorian —dijo gravemente—. Vine anoche y me dijeron que estaba usted en la Opera. Claro quesabía que esto era imposible. Pero me hubiese gustado encontrarunas líneas suyas diciéndome adonde iba realmente. He pasadouna noche terrible, temiendo casi que una tragedia fuera seguidade otra. Debía usted haberme telegrafiado en cuanto lo supo. Lo heleído enteramente, por casualidad, en la última edición del Globo,repartido en el club. Vine aquí inmediatamente, y sentí muchísimono encontrarle. No puedo decirle lo que me destroza el corazóntodo esto. Sé lo que debe usted de sufrir. Pero ¿dónde estabausted? ¿Ha ido a ver a la madre de la muchacha? Pensé por unmomento buscarle allí. Venían las sefias en el diario. Es por algúnsitio de Euston Road, ¿verdad? Pero temí estremecerme en undolor que no podía aliviar. | Pobre mujer! ¡En qué estado debe dehallarse! Y, además, | su única hija! ¿Qué decía ella de todo esto?

—Mi querido Basilio, ¡yo qué sé! —murmuró Dorian Gray,bebiendo a sorbito un vino amarillo pálido en una copa de Venecia,delicadamente sembrada de doradas burbujas, y apareciendoatrozmente aburrido—. Asistí a la Opera. Debía usted haber ido.

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Conocí a lady Gumlelina, la hermana de Harry. Estuve en su palco.Es perfectamente encantadora, y la Patti cantó divinamente. Nohable usted de cosas horribles. Si no se habla de una cosa, escomo si no hubiese sucedido nunca. Es, simplemente, la expresión,como dice Harry, la que da realidad a las cosas. Puedo recordarque no era ella el único vástago de esa mujer. Tiene un hijo,muchacho encantador, según creo. Pero no trabajaba en el teatro.Es marinero, o algo parecido. Y ahora, hábleme de usted y de loque está pintando.

—¿Estuvo usted en la Opera? —dijo Hallward, hablandolentamente, con un leve acento de tristeza en su voz—. ¿Estuvousted en la Opera mientras Sibila Vane yacía muerta en una sórdidavivienda? ¿Y puede usted hablarme de otras mujeres encantadoras,y de la Patti, que cantaba divinamente, antes que la mujer queusted amaba tenga siquiera la quietud de una tumba paradescansar? ¡Como! ¡Y los horrores reservados a ese cuerpecitolilial!

—¡Basta, Basilio! ¡No quiero oírlos! —exclamó Dorian,poniéndose en pie—. No me hable usted de esas cosas. Lo hecho,hecho está. El pasado es el pasado.

—¿Llama usted el pasado a ayer?—Lo que pasa en este instante, ¿no le pertenece? La gente

superficial es la única que necesita años para desembarazarse deuna emoción. Un hombre dueño de sí mismo puede poner fin a unapena con tanta facilidad como puede inventar un placer. No quieroestar a merced de mis emociones. Quiero experimentarlas, gozarlasy dominarlas.

—¡Dorian, esto es horrible! Algo le ha transformado porcompleto. Parece usted el mismo maravilloso joven que, día trasdía, acostumbraba venir a mi estudio a posar para su retrato. Peroera usted entonces sencillo, natural y cariñoso. Era usted la criaturamenos viciada del mundo entero. Ahora, no sé lo que ha pasado enusted. Habla usted como si no tuviese corazón ni piedad. Todo esla influencia do Harry. Bien lo veo.

El joven enrojeció, y yendo hacia la ventana, estuvo unosminutos contemplando el verde brillante y soleado jardín.

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—Le debo mucho a Harry, Basilio —dijo por último—, másque a usted. Usted me ha enseñado únicamente a ser vanidoso.

—Bien, y me veo, o me veré algún día, castigado por ello.—No sé lo que quiere usted decir, Basilio —exclamó

volviéndose—. No sé lo que usted quiere. ¿Qué es lo que quiere?—Quiero al Dorian Gray que solía pintar •—replicó el artista

tristemente.—Basilio —dijo el joven yendo hacia él y poniéndole la mano

sobre el hombro—, llega usted demasiado tarde. Ayer, cuando oíque Sibila Vane se había suicidado...

—¡Suicidado! ¡Dios santo! ¿Está usted seguro? —exclamóHallward, mirándole con una expresión de horror.

—¡Mi querido Basilio! ¿No pensará usted seguramente quefue un accidente vulgar? Claro es que se suicidó.

El mayor de los dos hombres hundió su cara en sus manos.—¡Qué espantoso! — murmuró al mismo tiempo que un

estremecimiento de horror recorría su cuerpo.—No —dijo Dorian Gray—, esto no tiene nada de espantoso.

Es una de las grandes tragedias románticas de la época. Por reglageneral, los actores llevan la vida más vulgar. Son buenos maridos,esposos fieles o algo aburridos. Ya me entiende usted... y unavirtud de la clase media y todo lo demás. ¡Qué diferente era Sibila!Ha vivido su más bella tragedia. Fue siempre una heroína. La últimanoche que trabajó (la noche que ustedes la vieron), trabajó malporque había conocido la realidad del amor. Cuando supo su irrealidadmurió como Julieta pudo haber muerto. Cruzó de nuevo la esferadel arte. Tiene algo de mártir. Su muerte posee toda la inutilidadpatética del martirio, toda su dilapidada belleza. Pero, como le decía,no crea usted que no he sufrido. Si hubiese usted llegado ayer, encierto momento (alrededor de las chico y media, quizá o las seismenos cuarto), me habría encontrado llorando. El mismo Harry queestaba aquí, y que, en realidad, me trajo la noticia, no tenía idea delo que yo estaba pasando. Sufrí inmensamente. Después, aquellopasó. No puedo repetir una emoción. Ni nadie, excepto los

(1) Tedio, aburrimiento.(2) El consuelo de las artes.

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sentimentales. Y usted es terriblemente injusto, Basilio. Viene ustedaquí a consolarme. Lo cual es encantador por su parte. Me encuentrausted consolado y se pone furioso. ¡Qué simpático amigo! Merecuerda usted una historia que me contó Harry referente a ciertofilántropo que derrochó veinte años de su vida en intentar repararalgún yerro o en modificar alguna ley injusta (no recuerdoexactamente lo que era). Finalmente lo consiguió, y nada pudosuperar a su desilusión. Ya no tenía absolutamente nada que hacer,casi se murió de ennui (1), y se volvió un misántropo empedernido.Y además, mi querido y buen Basilio, si quiere usted consolarmede verdad, enséñeme a olvidar lo sucedido, o a verlo desde el puntode vista artístico adecuado. ¿No fue Gautier quien solía escribirsobre la consolation des art? (2). Yo recuerdo haber espigadocasualmente un día en su estudio, en un tomito encuadernado envitela, esa frase deliciosa. O bien, ¿no seré como aquel muchachode quien me hablaba usted cuando estuvimos juntos en Marlow,aquel muchacho que solía decir que el raso amarillo podíaconsolarnos de todas las miserias de la vida? Me gustan las cosasque pueden tocarse y manejarse. Los brocados antiguos, los broncesverdes, las lacas talladas, los marfiles cincelados, de exquisitos,ricos y fastuosos contornos ; hay mucho que aprender en todasesas cosas. Pero el temperamento artístico que crean o que, por lomenos, revelan es para mí aún más. Convertirse en el espectadorde su propia vida, como dice Harry, es escapar de los sufrimientosde la vida. Sé que le asombra oírme hablar así. No ha comprendidousted cómo me he desarrollado. Era un colegial cuando usted meconoció. Ahora soy un hombre. Tengo nuevas pasiones, nuevospensamientos, nuevas ideas. Soy diferente; pero debe usted seguirqueriéndome siempre. Tengo, en efecto, mucho cariño a Harry.Pero ya sé que es usted mejor que él. No es usted más fuerte(tiene usted demasiado miedo a la vida), pero es usted mejor. ¡Quéfelices éramos juntos! No me abandone usted, Basilio, y no riñamos.Soy como soy. No hay nada más que añadir.

El pintor sentíase extrañamente emocionado. El joven éraleinfinitamente querido, y su personalidad había marcado la cúspidede su arte. No podía soportar la idea de seguir haciéndole reproches.

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Después de todo, su indiferencia era probablemente tan sólo unadisposición de ánimo pasajera. Había en él mucha bondad y muchanobleza.

—Bueno, Dorian —dijo al fin, en una triste sonrisa—. Desdehoy no volveré a hablarle de esa horrible cosa. Espero únicamenteque su nombre no se vea mezclado en esto. La información judicialdebe efectuarse esta tarde. ¿Le han citado a usted?

Dorian denegó con la cabeza y una expresión de molestiacruzó por su rostro al oír la palabra «información judicial». ¡Habíaalgo tan brutal y tan vulgar en todo aquello!

—No saben mi nombre — contestó.—¿Pero ella seguramente lo sabía?—Mi nombre de pila solamente, y estoy completamente seguro

de que no se lo ha revelado a nadie. Una vez me contó que todostenían mucha curiosidad por saber quién era yo, y que les respondíainvariablemente que mi nombre era el Príncipe Encantador. Erabonito en ella. Es preciso que me haga usted un dibujo de Sibila.Basilio. Quisiera tener de ella algo más que el recuerdo de algunosbesos y de algunos trozos de palabras patéticas.

—Intentaré hacer algo, Dorian, si eso le agrada. Pero necesitoque venga usted a posar otra vez. No puedo adelantar sin usted.

—No podré ya nunca posar para usted, Basilio, ¡Es imposible!— exclamó, echándose hacia atrás. El pintor le miró con asombro.

—¡Qué tontería, amigo mío! —exclamó—. ¿Quiere usted decirque lo que he hecho de usted no le gusta? ¿Dónde está? ¿Por quéha corrido el biombo delante del retrato? Déjeme verlo. Es lo mejorque he hecho. Quite usted el biombo, Dorian. Es sencillamente unadescortesía de su criado ocultar así mi obra. Sentí al entrar comosi hubiese algo cambiado en la habitación.

—Mi criado no tiene nada que ver con ello, Basilio. No seimaginará usted que le permito arreglar mi cuarto. Coloca mis floresalgunas veces y esto es todo. No; lo he hecho yo mismo. Le dabala luz con demasiada fuerza al retrato.

—¡Con demasiada fuerza ! Seguramente que no, mi queridoamigo. Está en un sitio admirable. Déjeme verlo.

Y Hallward se dirigió hacia el rincón del cuarto.

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Un grito de terror se escapó de los labios de Dorian Gray, y secolocó precipitadamente entre el pintor y el retrato.

—Basilio —dijo poniéndose muy pálido—, no debe usted verlo.No quiero que lo vea.

—¡Que no vea mi propia obra ! No lo dice usted en serio. ¿Porqué no quiere que la vea? — exclamó Hallward riendo.

—Si intenta usted verla, Basilio, le doy mi palabra de honor deque no le vuelvo a hablar en toda la vida. Lo digo completamenteen serio. No le doy ninguna explicación, y no debe usted pedírmela.Pero acuérdese de que si toca usted al biombo, ha terminado todoentre nosotros.

Hallward estaba estupefacto. Miró a Dorian Gray con enormeasombro. Nunca le había visto así antes. El joven aparecía realmentepálido de rabia. Sus manos estaban crispadas y sus pupilas parecíandos círculos de fuego azul. Temblaba todo él.

—¡Dorian!—¡No me hable usted!—Pero ¿qué sucede? Claro que no le veré si usted no quiere

—dijo con cierta frialdad, girando sobre sus talones yendo hacia laventana—. Pero verdaderamente me parece algo absurdo que nopueda yo ver mi propia obra, tanto más cuanto que voy a exponerlaen París, en el otoño. Necesitaré probablemente darle antes otramano de barniz, por lo cual tendré que verla algún día; ¿y por quéno hoy?

—¿Exponerla? ¿Quiere usted exponerla? — exclamó DorianGray, y una extraña sensación de terror le invadió.

¿Iba el mundo a descubrir su secreto?¿Bostezaría la gente ante el misterio de su vida? Aquello era

imposible. Algo —no sabía qué— debía ocurrir inmediatamente.—Sí; supongo que no se opondrá usted. Georges Petit va a

reunir todos mis mejores cuadros para una exposición especial enla calle de Séze, que quiere inaugurar en la primera semana deoctubre. El retrato estará fuera únicamente un mes. Creo que podráusted prescindir de él fácilmente por ese tiempo. En realidad estaráusted seguramente fuera de la capital. Y si lo guarda usted siempredetrás del biombo, no le importará mucho.

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Dorian Gray se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.Parecíale estar al borde un horrible peligro.

—Me dijo usted hace un mes que no lo expondría nunca —exclamó—. ¿Por qué ha cambiado de opinión? Ustedes los quepresumen de consecuentes son tan caprichosos como los demás.La única diferencia está en que sus caprichos son más insensatos.No puede usted haberse olvidado de que me prometió muysolemnemente que nada en el mundo le induciría a enviar el retratoa ninguna exposición. Y exactamente lo mismo le dijo usted a Harry.

Se detuvo de pronto, y un relámpago pasó por sus ojos.Recordó que lord Henry le dijo una vez medio en serio, medio enbroma: «Si quiere usted pasar un curioso cuarto de hora, haga queBasilio le cuente por qué no quiere exponer su retrato. Me lo hacontado y ha sido una revelación para mí.» Sí, quizá Basilio poseíatambién su secreto. Intentaría preguntárselo.

—Basilio —dijo acercándose mucho a él y mirándole fijamentea la cara—, cada uno tenemos un secreto. Déjeme conocer el suyoy le diré el mío. ¿Por qué razón se negaba usted a exponer miretrato?

El pintor se estremeció sin querer.—Dorian, si se lo dijese, perdería en su afecto y se reiría

usted de mí. Y no podría yo soportar ni una cosa ni otra. Si quiereusted que no vuelva a mirar su retrato nunca más, lo haré gustoso.Podré siempre mirarle a usted. Si quiere usted que la mejor de misobras esté oculta al mundo lo acataré contento. Su amistad espara mí más querida que toda fama o reputación.

—No, Basilio, tiene usted que decírmelo —insistió DorianGray—. Creo que tengo derecho a saberlo.

Su sensación de terror había desaparecido para dejarpaso a la curiosidad. Estaba decidido a averiguar el secreto

de Basilio Hallward.—Sentémonos, Dorian —dijo el pintor, pareciendo turbado—.

Sentémonos. Y conteste usted claramente a mi pregunta. ¿Haobservado usted en el retrato algo curioso, algo que probablementeno le ha llamado la atención al principio, sino que se le ha reveladorepentinamente?

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—¡Basilio! — exclamó el joven, apretando los brazos del sillóncon BUS manos temblorosas y mirándole con ojos ardientes yespantados.

—Veo que lo ha notado usted. No hable. Espere hasta haberoído lo que tengo que decir. Dorian, desde el momento en que leconocí, su personalidad tuvo sobre mí la influencia másextraordinaria. Quedé dominado en alma, cerebro y potencia porusted. Se convirtió usted para mí en la visible encarnación de eseideal invisible, cuyo recuerdo nos persigue a nosotros los artistascomo un sueño exquisito. Sentí devoción hacia usted. Tuve celosde todos aquellos con quienes hablaba. Quise tenerle todo para mí.Era feliz únicamente cuando estaba con usted. Cuando estaba lejosde mí, seguía usted encontrándose presente en mi arte... Nunca,naturalmente, le dejé saber nada de esto. Hubiera sido imposible.No lo habría usted comprendido. Apenas lo comprendo yo. Supesolamente que había visto la perfección cara a cara, y el mundo sevolvió maravilloso a mis ojos (demasiado maravilloso quizá), porquehay un peligro en tales locas adoraciones, el peligro de perderlas,no menos que el peligro de conservarlas... Pasaban las semanas yyo me absorbía cada vez más en usted. Entonces aconteció unnuevo cambio. Le había dibujado a usted como París, con delicadaarmadura; de Adonis^ con capa de cazador y una bruñida jabalina.Coronado con pesadas flores de loto, iba usted sentado sobre laproa de la barca de Adriano mirando al otro lado del Nilo verde yturbulento. Se había usted inclinado sobre el apacible estanque deuna selva griega, contemplando en la plata de las aguas silenciosasla maravilla de su propio rostro. Y todo esto había sido lo que puedeser el arte: inconsciencia, ideal, lejanía. Un día, día fatal en el quepienso algunas veces, decidí pintar un maravilloso retrato de usted,tal como es usted ahora, no con la indumentaria de los tiemposdesaparecidos, sino con su propio traje y en su propia época. ¿Fueel realismo de la técnica, o la simple idea de la propia personalidadde usted, presentándose así directamente, sin nieblas ni velos? Nopuedo decirlo. Pero sé que mientras trabajaba en ello, cada pinceladay cada capa de color parecíanme que revelaban mi secreto. Medominó el temor de que los demás pudiesen conocer mi idolatría.

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Sentí, Dorian, que había expresado demasiado, que había puestodemasiado de mí mismo en eso. Entonces fue cuando decidí nopermitir jamás que se expusiera el retrato. A usted le molesto unpoco ; pero entonces no se daba usted cuenta de lo que significabapara mí todo aquello. Harry, a quien se lo dije, se rio de mí. Pero nome importó. Cuando estuvo terminado el cuadro, y me senté asolas frente a él, comprendí que tenía razón... Bien, unos díasdespués de salir de mi estudio, en cuanto me vi libre de la intolerablefascinación de su presencia, parecióme que había sido necedadcreer haber visto otra cosa en ello, aparte de la extraordinaria bellezade usted y de lo que podía yo pintar. Y aun ahora no puedo dejar desentir el error que hay en pensar que la pasión experimentada en lacreación pueda realmente mostrarse nunca en la obra creada. Elarte es siempre más abstracto de lo que imaginamos. La forma y elcolor nos hablan de forma y de color, y esto es todo. Muchas vecesme parece que el arte suele ocultar al artista mucho más totalmenteque lo revela. Por eso cuando recibí esa oferta de París, decidíhacer de su retrato lo más destacado de mi exposición. No se meocurrió nunca que usted me lo negase. Ahora veo que tiene razón.El retrato no puede enseñarse. No me guarde rencor, Dorian, por loque acabo de contarle. Como decía Harry en una ocasión, estáusted hecho para ser reverenciado.

Dorian Gray respiró ampliamente. Volvió el color a sus mejillasy una sonrisa se dibujó en sus labios. El peligro había pasado.Estaba salvado por el momento. No podía, sin embargo, dejar desentir una piedad infinita por el pintor que acababa de hacerle tanextraña confesión, y se preguntaba admirado si él también se veríaalguna vez tan dominado por la personalidad de un amigo. LordHenry tenía el encanto de ser muy peligroso. Pero esto era todo.Era demasiado inteligente y demasiado cínico para serverdaderamente amado. ¿Existiría nunca alguien por quien llegaseél a sentir una idolatría tan extraña? ¿Sería aquélla una de lascosas que le reservaba la vida?

—Encuentro extraordinario, Dorian—dijo Hallward—, que hayausted podido ver eso en el retrato. ¿Lo había visto usted realmente?

—Veía algo en él —respondió—. algo que me parecía muy

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curioso.—Bueno, ¿me deja usted ahora verlo? Dorian movió la cabeza.—No me pida usted eso, Basilio. No puedo ponerle a usted

frente a ese retrato.—¿Podrá usted algún día, seguramente?—Nunca.—Bueno, quizá tenga usted razón. Y ahora, adiós, Dorian. Ha

sido usted la única persona en mi vida que ha influido realmentesobre mi arte. Todo lo bueno que he hecho, a usted se lo debo. ¡Ah!No puede usted saber lo que me cuesta decirle todo esto.

—Mi querido Basilio —dijo Dorian—, ¿qué es lo que usted meha dicho? Sencillamente, que sentía admirarme demasiado. No esni siquiera un cumplido.

—No he intentado que lo fuera. Era una confesión. Y ahora,una vez hecha, me parece que me he desprendido de algo mío.Quizá no deba uno expresar nunca su adoración con palabras.

—Era una confesión, muy desilusionante.—¡Hombre! ¿Qué esperaba usted, Dorian? ¿Ha visto usted

algo más que eso en el retrato? No había nada más que ver.—No; no había nada más que ver. ¿Por qué me lo pregunta?

Pero no debe usted hablar de adoración. Es una necedad. Usted yyo somos amigos, Basilio, y debemos siempre permanecer así.

—Tiene usted a Harry —dijo el pintor tristemente.—¡Oh, Harry! —exclamó el joven con una carcajada— Harry

consume sus días diciendo cosas increíbles y sus noches haciendocosas inverosímiles. Exactamente la clase de vida que me gustaríahacer. Pero no creo, sin embargo, que fuese a buscar a Harryestando en un apuro. Acudiría a usted antes.

—¿Me servirá usted otra vez de modelo?—¡Imposible!—Perjudica usted mi vida de artista negándose, Dorian. Ningún

hombre encuentra dos veces su ideal. Son escasos los que loencuentran una.

—No puedo explicarle a usted esto, Basilio, pero no deboservirle a usted nunca más de modelo. Hay algo fatal en un retrato.Tiene una vida propia. Iré a tomar el té con usted. Será exactamente

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igual de agradable.—Más agradable para usted, supongo —murmuró Hallward

sentidamente—. Y ahora adiós. Lamento que no me deje ver otravez el retrato. Pero ¡qué le vamos a hacer! Comprendo enteramentelo que siente usted con él.

En cuanto salió del cuarto. Dorian se sonrió a sí mismo, ¡PobreBasilio! ¡Qué poco conocía la verdadera razón! ¡Y qué extraño eraque en vez de verse obligado a revelar su propio secreto hubieralogrado casi por casualidad arrancar el secreto de su amigo! ¡Québien explicaba a éste aquella extraña confesión! Los absurdosaccesos de celos del pintor, su ardiente devoción, sus extravagantespanegíricos, sus curiosas reticencias, todo lo comprendía ahora ysentíase apenado. Parecíale que podía haber algo trágico en unaamistad tan llena de romanticismo.

Suspiró y tocó el timbre. El retrato debía estar oculto a todacosta. No podía correr por más tiempo el riesgo de descubrirlo otravez. Había sido una locura suya dejarlo, ni por una hora, en unahabitación a la que tenían acceso muchos de sus amigos.

CAPITULO X

Al entrar el criado le observó con insistencia, preguntándosesi no habría atisbado detrás del biombo. El hombre permanecíaabsolutamente impasible y esperaba sus órdenes. Dorian encendióun cigarrillo, fue hacia el espejo y se miró en el. Podía ver reflejadaperfectamente la cara de Víctor. Era como una máscara plácida deservilismo. No había que temer nada por aquel lado. Sin embargo,pensó que sería mejor estar prevenido.

Díjole en voz muy baja que rogase al ama de gobierno queviniera a verle, y que luego fuera a casa del marquista para que leenviase urgentemente a dos de sus hombres. Le pareció que elcriado al salir de la habitación desviaba su mirada en dirección delbiombo. ¿O era sencillamente fantasía suya?

Unos instantes después, la señora Leaf, con su vestido deseda negra, sus manos rugosas enguantadas con unos mitones ala moda antigua, entraba inquieta en la biblioteca. Le pidió la llave

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del salón de estudio.—¿Del viejo salón de estudio, míster Dorian? —exclamó—.

Está lleno de polvo. Hay que arreglarlo y ponerlo en orden antesque usted vaya. No está presentable para usted, señor. No lo estárealmente.

—No necesito que esté en orden, Leaf. Quiero la llaveúnicamente.

—Bien señor, se llenará usted de telarañas si entra. Porqueno se ha abierto desde hace cerca de cinco años, desde que muriósu señoría.

Se estremeció al oír mencionar a su abuelo. Conservaba unmal recuerdo de él.

—No importa —respondió—. Quiero simplemente ver ese sitio,y nada más. Déme la llave.

—Aquí está la llave, señor —dijo la anciana, buscando en sumanojo con trémulas y vacilantes manos—. Aquí está la llave. Enseguida la saco del manojo. Pero no creo que piense el señor vivirallá arriba ; | aquí está cómodamente!

—No, no —exclamó impaciente—. Gracias, Leaf. Eso quería.Se quedó ella unos instantes charlando locuaz sobre algunos

detalles caseros. Suspiró él y le dijo que hiciera lo que mejor lepareciera. Se fue ella de la habitación prodigando sonrisas.

En cuanto se cerró la puerta. Dorian se metió la llave en elbolsillo y echó una ojeada a su alrededor. Sus miradas se detuvieronsobre una gran colcha de raso encarnada, realzada con gruesosbordados de oro, espléndido ejemplar veneciano del siglo XVIII,que su abuelo había encontrado en un convento, cerca de Bolonia.Sí, aquello podía servir para envolver el horrible objeto. Quizá latela había servido muchas veces de paño mortuorio. Y ahora setrataba de tapar algo que tenía corrupción propia, peor todavía quela corrupción de la muerte misma —una cosa capaz de engendrarhorror y que, sin embargo, no moriría nunca—. Lo que son losgusanos para el cadáver, sus pecados lo serían para la imagenpintada sobre el lienzo. Mancharían su belleza y corroerían su gracia.La profanarían y la cubrirían de vergüenza. Y, sin embargo, aquelobjeto viviría a pesar de eso. Permanecería siempre vivo.

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Se estremeció, y sintió por un momento no haber dicho aBasilio la verdadera razón por la cual deseaba ocultar el cuadro.Basilio le hubiese ayudado a resistir la influencia de lord Henry, ylas influencias, más venenosas aún, de su propio temperamento.El amor que le tenía —pues era realmente amor— no conteníanada que no fuese noble e intelectual. No era esa mera admiraciónfísica hacia la belleza que nace de los sentidos, y que muere alcansarse éstos. Era un amor tal como lo habían conocido MiguelÁngel, Montaigne, Winckelmann y el mismo Shakespeare. Sí,Basilio hubiese podido salvarle. Pero era demasiado tarde ahora.El pasado podía aniquilarse siempre. Las penas, las negativas o elolvido podían hacerlo. Pero el porvenir era inevitable. Existían en élpasiones que encontrarían su terrible expansión, sueños queproyectarían sobre él la sombra de su perversa realidad.

Cogió del lecho el gran cobertor de seda y oro, y echándoseloal brazo, pasó detrás del biombo. El rostro del retrato, ¿estaba másenvilecido que antes? Parecióle que no había cambiado, y, sinembargo, su aversión hacia él aumentó. Los cabellos de oro, losojos azules y las rosas rojas de los labios, todo seguía allí. Erasencillamente la expresión la que había cambiado. Resultaba horribleen su crueldad. En comparación con lo que veía en él dereprobaciones y censuras, ¡qué superficiales eran los reproches deBasilio acerca de Sibila Vane! ¡Qué superficiales y quéinsignificantes! Su propia alma contemplábale desde aquel lienzo yle juzgaba. Una expresión de dolor le invadió y echó el rico sudariosobre el retrato. En el mismo momento llamaron a la puerta. Nobien acababa de salir, entró su criado.

—Aquí están esos hombres, monsieur.Le pareció que debía alejar a aquel hombre en seguida. Era

necesario que no supiese dónde iba a ser escondido el retrato.Había en él algo astuto, y sus ojos eran atentos y traidores.Sentándose a su mesa, escribió unas líneas a lord Henry rogándoleque le enviase algo para leer y recordándole que debían reunirse alas ocho y cuarto de la noche.

—Espere usted contestación —dijo entregándole U carta— yhaga entrar aquí a esos hombres.

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Dos minutos después llamaron otra vez a la puerta y el propiomíster Hubbard, el célebre fabricante de marcos de la calle SouthAudley, entró con un ayudante joven de aspecto ordinario. MísterHubbard era un lozano hombrecillo de patillas rojas cuya admiraciónpor el arte se atenuaba considerablemente ante la inveterada pobrezade los artistas que trataban con él. Generalmente, no salía nuncade su tienda. Esperaba a que fuese la gente a él. Pero hacía siempreuna excepción en favor de Dorian Gray. Había algo en Dorian queencantaba a todo el mundo. Sólo verle era un placer.

—¿Qué puedo hacer por usted, míster Gray? —dijo frotándosesus gruesas y pecosas manos—. Es para mí un honor venir enpersona. Precisamente tengo un marco precioso, señor, adquiridoen una subasta. Florentino antiguo. Creo que proviene de Fonthyll.Le iría admirablemente a un asunto religioso, míster Gray.

—Siento mucho que se haya usted tomado la molestia desubir, míster Hubbard. Iré ciertamente a ver ese marco, aunque enestos momentos, no me interesa mucho el arte religioso; pero hoylo que únicamente quería era transportar un cuadro al piso de arribade la casa. Es bastante pesado y quería pedirle a usted un par dehombres.

—Nada de molestia, míster Gray. Encantado siempre deprestarle un servicio. ¿Cuál es la obra de arte, señor?

—Esta —respondió Dorian, apartando el biombo—; puedeusted trasladarla tal como está con su envoltura. Quiero que no seestropee al subir la escalera.

—Eso no es difícil señor —dijo el ilustre fabricante de marcosponiéndose, ayudado por su oficial, a descolgar el cuadro de laslargas cadenas de bronce de donde pendía—. ¿Y adonde tenemosahora que llevarlo, míster Gray?

—Voy a enseñarle el camino, míster Hubbard, si quiere ustedseguirme. O quizá sería mejor que fuera usted delante. Me temoque no sea bastante alto el techo. Iremos por la escalera principal,que es más ancha.

Y, abriéndoles la puerta Dorian Gray, cruzaron el vestíbulo y

(1) Arcón, cofre.

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empezaron a subir, Las molduras del marco hacían muy voluminosoel cuadro, y de cuando en cuando, a pesar de las obsequiosasprotestas de míster Hubbard, que experimentaba, como todos lostenderos, una viva contrariedad viendo hacer algo útil a un señor,Dorian sostenía un poco con sus manos.

—ES algo pesado de llevar, señor — dijo el hombrecillojadeando cuando llegaron al último rellano. Y se secaba la frentereluciente.

—-Creo que es un poco pesado — murmuró Dorian, abriendola puerta de la habitación que debía encerrar el extraño secreto desu vida y ocultar su alma a loa ojos de los hombres.

No había entrado en aquel sitio desde hacía más de cuatroaños — realmente desde que le sirvió, primero de sala de juegocuando era niño, y de cuarto de estudio, algún tiempo después—.Era una habitación amplia, bien proporcionada, que lord Kelso habíahecho construir especialmente para su nieto, para aquel niño cuyoextraño parecido con su padre, y también por otras razones, habíanlehecho odiar siempre y desear mantener a distancia. Encontró Dorianque había cambiado poco. Allí estaba el espacioso cassone (1) ogran cofre italiano, con sus molduras doradas mates y sus panelescon pinturas fantásticas, dentro del cual se escondió tantas vecessiendo niño. Allí estaban los estantes de madera fina Denos delibros de clase, de hojas abarquilladas. Detrás, colgaba de la paredel mismo tapiz flamenco deshilachado en el que un rey y una reinadeslucidos jugaban al ajedrez en un jardín, en tanto que unacompañía de halconeros cabalgaba al fondo, llevando sus avesencapirotadas sobre sus puños enguantados. ¡Cómo lo recordabatodo! Resurgían los momentos de su infancia mientras miraba a sualrededor. Recordó la pureza inmaculada de su vida de niño, y lepareció horrible tener que esconder el retrato fatal allí. ¡Qué pocohubiera pensado, en aquellos días desaparecidos, todo lo que leestaba reservado!

Pero no había en la casa otro sitio tan defendido de miradasindiscretas. El tenía la llave, nadie más que él podía entrar. Bajo susudario morado, la cara pintada en el lienzo podía volverse bestial,hinchada, inmunda. ¿Qué importaba? Nadie podría verla. El tampoco

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quería mirarla. ¿Por qué vigilar la atroz corrupción de su alma? Elconservaría su juventud y esto era bastante. Y además, ¿no podíamejorar su carácter, después de todo? No habla ninguna razón paraque el porvenir estuviese tan lleno de vergüenza. Algún amor podíaatravesar su vida, purificarla y protegerle en aquellos pecados queya rondaban en torno suyo, en espíritu y carne, de esos pecadosextraños y no descritos a los que el misterio presta su sutileza y suencanto. Quizá algún día la expresión cruel desapareciese de laboca escarlata y sensitiva, y él podría enseñar al mundo la obramaestra de Basilio Hallward.

No; aquello era imposible. Hora tras hora y semana trassemana, la imagen reproducida sobre el lienzo envejecería. Podríaescapar a la fealdad del pecado, pero la fealdad de la edad laacechaba. Las mejillas se hundirían, se arrugarían. Patas de galloamarillentas ribetearían los ojos marchitos, haciéndolos horribles.Los cabellos perderían su brillo, la boca hundida y colgante tomaríaesa expresión grosera o estúpida que tiene la boca de los viejos.Mostraría el cuello lleno de arrugas, las manos frías con venasazuladas, y el cuerpo encorvado de aquel abuelo recordado quehabía sido tan duro con él en su infancia. El retrato debía estaroculto. No era posible otra cosa.

—Haga usted el favor de entrarlo, míster Hubbard —dijofatigosamente, volviéndose—; siento entretenerle a usted tantotiempo. Pero pensaba en otra cosa.

—Siempre satisfecho en descansar, míster Gray ̂ -respondióel fabricante de marcos, que jadeaba todavía—. ¿Dónde hemos deponerlo, señor?

—¡Oh! En cualquier sitio. Aquí: aquí lo quiero. No necesitoque esté colgado. Apóyelo simplemente contra la pared. Gracias.

—¿Se puede ver esta obra de arte, señor? Dorian seestremeció.

—No le interasaría a usted, míster Hubbard —dijo, sin Apartarlos ojos de aquel hombre. Estaba dispuesto a saltar sobre al y aderribarle si hubiese intentado levantar el suntuoso paño que ocultabael secreto de su vida—. No quiero molestarle a usted más. Le quedomuy reconocido por la bondad con que se ha dignado venir.

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—De nada, de nada, míster Gray. Dispuesto siempre a servirle,señor.

Y míster Hubbard bajó rápidamente las escaleras, seguido desu ayudante, que miraba a Dorian con una mezcla de asombro y detemor pintados sobre su cara basta y mal parecida. Jamás habíavisto a nadie tan maravilloso.

Cuando se hubo apagado el ruido de sus pasos. Dorian cerróla puerta y se metió la llave en el bolsillo. Ahora estaba salvadoNadie podría mirar el horrible objeto. Ningunos ojos más que lossuyos verían nunca su vergüenza.

Al volver a la biblioteca observó que eran las cinco dadas yque el té estaba ya servido. Sobre una mesita de madera oscuraodorífera, recargadamente incrustada de nácar, un regalo de ladyRadley, la esposa de su tutor, linda enferma profesional que habíapasado el invierno anterior de El Cairo, hallábase una carta de lordHenry, con un libro encuadernado en amarillo, de portada ligeramenteroída y de cantos sucios. Un número de la tercera edición de la St.James Gazette estaba colocado sobre la bandeja del té. Víctorhabía vuelto, evidentemente. Se preguntó si no se habría encontradoa los hombres en el vestíbulo, cuando se marchaban, sonsacándoleslo que habían hecho. Notaría seguramente la falta del retrato —lahabía notado indudablemente ya al traer el té—. El biombo no estabatodavía colocado, y se notaba un vacío en la pared. Quizá lesorprendería una noche deslizándose escaleras arriba e intentandoforzar la puerta de la habitación. Era horrible tener un espía en supropia casa. Había oído hablar de hombres ricos explotados todasu vida por un criado que leyó una carta, o sorprendió unaconversación, o recogió una tarjeta con unas señas, o encontródebajo de una almohada una flor marchita o un trozo de encajeajado.

Suspiró, y después de haberse servido el té, abrió la carta delord Henry. Este le decía simplemente que le enviaba aquel diariode la noche, y un libro que iba a interesarle, y que estaría en el cluba las ocho y cuarto. Abrió con indolencia la St. James Gazette y leechó un vistazo. Una señal con lápiz rojo atrajo su mirada en laquinta página. Leyó con atención el siguiente suelto:

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«Pesquisas sobre una actriz. — Han sido practicadas estamañana unas pesquisas en Bell Tavern, Hozton Road, por místerDanby, médico forense del distrito, sobre el cadáver de Sibila Vane,joven actriz recientemente contratada en el teatro Royal, de Holborn,Según dictamen facultativo, murió por accidente. Una gran simpatíafue testimoniada a la madre de la difunta, muy afectada durante sudeclaración y la del doctor Birrell, que efectuó la autopsia delcadáver.»

Frunció el ceño, rompió la hoja en dos pedazos y se puso apasear por la habitación. ¡Qué repugnante era todo aquello! ¡Y quéhorrible y fea realidad creaban las cosas! Le molestó un poco quelord Henry le enviase el suelto. Era realmente estúpido en él haberloseñalado con lápiz rojo. Víctor pudo haberlo leído. El individuo sabíasuficiente inglés para ello.

Quizá lo habría leído ya y sospechaba algo. Y, sin embargo,¿qué le importaba? ¿Qué relación podía haber entre Dorian Gray yla muerte de Sibila Vane? No tenía nada que temer. Dorian Gray nola había matado.

Sus ojos cayeron sobre el libro amarillo que lord Henry leenviaba. Se preguntó qué sería. Fue al velador octogonal de tonosperlinos, que le parecía siempre obra de unas abejas extrañas deEgipto trabajando en plata y cogiendo el ‘volumen se arrellanó enun millón, y empezó a hojearlo. Al cabo de unos minutos se absorbióen él. Era el libro más extraño que había leído nunca. Le parecióque a los sones delicados de unas flautas, exquisitamente vestidos,los pecados del mundo desfilaban ante él en mudo cortejo. Cosasque soñó confusamente tomaban repentinamente realidad para él.Cosas que no soñó nunca, se le revelaban gradualmente.

Era una novela, sin intriga, con un solo personaje, realmente,un simple estudio psicológico de un joven parisiense que se pasabala vida intentando realizar en el siglo xix todas las pasiones y lasmaneras de pensar de otros siglos, excepto el suyo, y resumir enél mismo los estados de ánimo por que pasó, amando, por su meraartificiosidad, aquellas renunciaciones y que los hombres llamaron

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neciamente virtud, así como esas rebeliones naturales que loshombres llaman todavía pecados. El estilo estaba curiosamentecincelado, vivo y oscuro, al mismo tiempo lleno de argot y dearcaísmos, de expresiones técnicas y de frases trabajadas, quecaracterizan la obra de algunos de los finos artistas de la escuelafrancesa de los simbolistas. Había metáforas tan monstruosas ytan sutiles de color como orquídeas. La vida de los sentidos estabaallí descrita en términos de filosofía mística. Apenas sabía uno enalgunos momentos si se estaban leyendo los éxtasis espiritualesde algún santo medieval o las confesiones morbosas de un pecadormoderno. Era un libro venenoso. El pesado olor a incienso parecíaadherirse a sus páginas y transtornar el cerebro. La simple cadenciade las frases, la sutil monotonía de su música tan llena de complejosestribillos y de movimientos sabiamente repetidos produjo en elánimo del joven, mientras recorría capítulo tras capítulo una especiede ensueño, un ensueño enfermizo que lo dejaba inconsciente delatardecer y de la invasión rastrera de las sombras.

Un cielo cárdeno, sin nubes, agujereado por una estrellasolitaria, iluminaba las ventanas. Leyó a aquella lívida claridad,hasta que le fue imposible. Luego después que su criado le recordóvarias veces lo tarde que era, se levantó, fue a la habitacióncontigua, dejó el libro sobre la mesita florentina que tenía siempreal lado de su cama, y empezó a vestirse para cenar.

Eran casi las nueve cuando llegó al club, donde se encontró alord Henry sentado, solo, en el saloncito de visitas, con un aspectomuy aburrido.

—Lo siento tanto, Harry —exclamó—, pero realmente tieneusted toda la culpa. El libro que me envió me ha fascinado tanto,que me he olvidado de que pasaba el tiempo.

—Sí, me figuraba que le gustaría — replicó su anfitrión,levantándose de su silla.

—No digo que me haya gustado, Harry. Digo que me hafascinado. Hay una gran diferencia.

—¡Ah! ¿Ha descubierto usted eso? — murmuró lord Henry.Y pasaron al comedor.

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CAPITULO XI

Durante años enteros Dorian Gray no pudo librarse de lainfluencia de aquel libro. O quizá sería más exacto decir que nopensó nunca en librarse de ella. Consiguió de París hasta nueveejemplares de margen grande de la primera edición, y los mandóencuadernar en diferentes colores, de modo que pudiesen armonizarcon sus diversos estados de ánimo y con las varias fantasías desu carácter, sobre el cual parecía perder por momentos y casi porentero su dominio. El héroe, el joven y maravilloso parisiense, enquien el temperamento romántico y el científico se confundían tanextrañamente, se le antojó una imagen anticipada de sí mismo. Y,en verdad, el libro entero parecíale contener la historia de su propiavida escrita antes que él viviese.

Desde cierto punto de vista, era más afortunado que elfantástico héroe de la novela. Nunca conoció —nunca, realmentehubo razón para que conociese— aquel grotesco horror de losespejos de las superficies de metal bruñido y de las aguas tranquilas,que apareció tan pronto en la vida del joven parisiense, aconsecuencia del repentino declinar de una belleza que fuera enotro tiempo evidentemente, tan notable. Casi con una alegría cruel—quizá en casi toda alegría, y ciertamente en todo placer, lacrueldad, ocupa un lugar —solía leer en la última parte del libro consu análisis trágico y algo enfático de la pena y de la desesperaciónde quien pierde lo que en nosotros y en el mundo ha apreciadomás.

Porque la maravillosa belleza que había fascinado tanto aBasilio Hallward, y con él a muchos más, no pareció nuncaabandonarle. Hasta los que oyeron de él las cosas peores y aunquede tiempo en tiempo corriesen por Londres rumorea extraños sobresu clase de vida y llegase a ser la hablilla de los clubs, no podíancreer en su deshonor cuando le veían. Tenía él siempre el aspectode un ser que se ha mantenido inmaculado en el mundo. Los hombresque hablaban groseramente entre sí, callaban cuando entraba él.Había algo en la pureza de su rostro que era para ellos como unreproche. Su simple presencia parecía recordarles la inocencia que

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ellos empañaron. Admirábanse de que un ser tan encantador y grácilhubiese podido librarse de la mácula de una época que era sórdiday sensual a la vez.

A menudo, al volver a su casa, de una de las ausenciasmisteriosas y prolongadas que dieron origen a tantas raras conjeturasentre aquellos que eran sus amigos, o que pensaban serlo, subíalas escaleras furtivamente hacia la habitación cerrada, abría la puertacon la llave que no abandonaba nunca ahora y, poniéndose con suespejo frente a su retrato pintado por Basilio Hallward, contemplabaahora la perversa y envejecida cara del lienzo, y la suya tersa yjuvenil, que le sonreía en el espejo. La agudeza del contraste hacíamás viva su sensación de placer. Se enamoró cada vez más de supropia belleza, y se interesó cada vez más por la corrupción de supropia alma. Examinó con un cuidado minucioso, y a veces conmonstruosa y terribles delicias, las líneas atroces que marchitabanaquella frente arrugada, o que se retorcían alrededor de la boca,gruesa y sensual, preguntándose en ocasiones cuáles eran máshorribles, si las señales del pecado o las de la edad. Colocaba susblancas manos junto a las manos bastas e hinchadas del retrato, ysonreía. Burlábase del deforme cuerpo y de los miembros laxos.

Había realmente momentos, por la noche, cuando reposabadesvelado en su estancia, delicadamente perfumada o en el sórdidotugurio del tabernucho de mala fama cercano a los Docks, queacostumbraba frecuentar con nombre falso y disfrazado, en quepensaba en la ruina que atraía sobre su alma, con una pena tantomás conmovedora cuanto que era puramente egoísta. Pero aquellosmomentos eran raros. Aquella curiosidad por la vida que lord Henry,fue el primero en despertar en él, cuando estaban sentados en eljardín de su amigo, parecía aumentar con satisfacción. Cuanto mássabía, más deseaba saber. Tenía locos apetitos que se hacíanmás voraces cuando los satisfacía.

Sin embargo, realmente, no descuidaba de todos modos susrelaciones con la sociedad. Una vez o dos al mea, durante elinvierno, y cada miércoles por la noche, hasta el final de la season,abría al mundo su espléndida casa y llevaba a los músicos del día,para encantar a sus invitados con las maravillas de su arte. Sus

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cenas reducidas, en cuya organización le ayudaba siempre lordHenry, eran muy señaladas, tanto por su escrupulosa selección, yel rango de los invitados, como por el gusto exquisito mostrado enel adorno de la mesa, con sus sutiles combinaciones sinfónicas deflores exóticas, sus mantelerías bordadas y su vajilla antigua deoro y plata. En realidad, hubo muchos, especialmente entre losjóvenes, que vieron o que se imaginaron ver en Dorian Gray laverdadera realización del modelo que tantas veces soñaron en losdías de Eton o de Oxford, un modelo en el que se combinaban algode la cultura real del estudiante con la gracia, la distinción y lasperfectas maneras de un hombre de mundo. Parecíales que era elcompañero que decribe Dante, uno de aquellos de «llegan a serperfectos por el culto de la belleza». Como Gautier, era uno deaquellos para quienes «existía el mundo visible».

Y, ciertamente, la vida era para él la primera y más grande delas artes, aquella de la que parecían ser solamente preparación lasdemás. La moda, por la cual lo que es realmente fantástico, tórnasepor un momento universal, y el dandismo, que es a su manera, unatentativa que afirma el modernismo absoluto de la belleza, tenía,naturalmente, su fascinación para él. Su modo de vestirse, lasmaneras particulares que de vez en vez afectaba, ejercían unanotable influencia sobre los jóvenes elegantes de los bailes deMayfair y de los ventanales de los chabs de Pall Mall, que lecopiaban en todo, e intentaban reproducir el encanto accidental desu gracia, aunque fueran para él solamente afectaciones pocoserias.

Porque, aun cuando estuviese muy dispuesto a aceptar laposición que se le ofrecía casi inmediata a su entrada en la vida, yencontrarse en verdad un fino placer en pensar que podría serrealmente para el Londres de sus días lo que había sido en la Romaimperial de Nerón el autor del Satiricen, sin embargo, en lo íntimode su corazón deseaba ser algo más que un simple arbiterelegantiarum, consultado sobre la moda de una joya, el nudo deuna corbata o el manejo de un bastón. Trataba de elaborar algúnnuevo esquema de vida que tuviese su filosofía razonada y susprincipios ordenados, y encontrarse en la espiritualización de los

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sentidos su más alta realización.El culto de los sentidos ha sido, a menudo, y con mucha

justicia, vituperado, al sentir los hombres un natural instinto de terrorante las pasiones y sensaciones que parecen más fuertes que ellos,y que tienen conciencia de compartir con modos de existenciaorganizados menos elevadamente. Pero parecíale a Dorian Grayque la verdadera naturaleza de los sentidos no había sidocomprendida nunca, que los hombres permanecieron salvajes yanimalizados simplemente, porque el mundo había querido tenerloshambrientos por la sumisión o matarlos por el dolor, en vez deaspirar a hacerlos elementos de una nueva espiritualidad, de la queun instinto sutil de belleza iba a ser la característica dominante.Cuando se imaginaba al hombre moviéndose en la Historia, se vioobsesionado por un sentimiento de derrota. ¡Cuántos fueronvencidos! Y ¡por qué fin tan mezquino! Habían existido locas ypremeditadas repudiaciones, formas monstruosas de autotortura yde autonegación, cuyo origen era el miedo y cuyo resultado era unadegradación infinitamente más terrible que la degradación imaginaria,de la cual, en su ignorancia, hablan ellos tratado de esperar. LaNaturaleza, en su maravillosa ironía, fuerza al anacoreta aalimentarse con los salvajes animales del desierto y da a loseremitas a las bestias de la selva como compañeros.

¡Si! Iba a haber, como profetizó lord Henry, un nuevohedonismo, que crearía de nuevo la vida y la salvaría de aquel feoy desagradable puritanismo que resucita curiosamente en nuestrosdías. Sería esto seguramente obra del intelecto; sin embargo, nose aceptaría nunca ninguna teoría o ningún sistema que implicaseel sacrificio de cualquier modo de experiencia apasionada. Su fin,realmente, era la experiencia misma, y no los frutos de laexperiencia, cualesquiera que fuesen, dulces o amargos. No seconocería ni el ascetismo que extingue los sentidos, ni el desenfrenovulgar que los embota. Pero había que enseñar al hombre aconcentrarse sobre los momentos de una vida, que sólo es tambiénen sí misma, un momento.

Hay pocos entre nosotros que no se hayan despertado algunasveces antes del alba, después de una de esas noches de horror y

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de alegría informe, cuando a través de las celdillas del cerebro sedeslizan fantasmas más terribles que la misma realidad, impulsadospor esa vida intensa que se esconde en todo lo grotesco, y quepresta al arte gótico su paciente vitalidad, ya que este arte es,pudiera imaginarse, especialmente, el arte de aquellos cuya menteha sido turbada por la enfermedad de la revene. Gradualmente,unos dedos blancos trepan por los cortinajes que parecen temblar.Bajo negras formas fantásticas, sombras mudas reptan por losrincones de la habitación y allí se agazapan. Afuera, es el bulliciode los pájaros entre las hojas, el paso de los obreros dirigiéndose asu trabajo o los suspiros y sollozos del viento que sopla de lascolinas y vaga alrededor de la casa silenciosa, cual si temiesedespertar a los durmientes, que tendrían que llamar de nuevo alsueño en su cueva purpúrea. Velos y velos de fina gasa oscura selevantan, y gradualmente las cosas recobran sus formas y colores,y acechamos a la aurora rehaciendo el mundo en su antiguo molde.Los lívidos espejos hallan nuevamente su vida mímica. Las lucesapagadas están donde las habíamos dejado, y al lado yace el libroa medio cortar que recorríamos, o la costosa flor que llevábamosen el baile, o la carta que teníamos miedo de leer o que leíamoscon demasiada frecuencia. Nada nos parece cambiado. Fuera delas sombras irreales de la noche resurge la vida real que conocimos.No es preciso reanudarla donde la dejamos, y se apodera de nosotrosun terrible sentimiento de la continuidad necesaria, de la energía,en el mismo círculo fastidioso de costumbres estereotipadas, oquizá un salvaje deseo de que nuestros párpados se abran algunamañana sobre un mundo que hubiese sido creado de nuevo en lastinieblas para nuestro placer, un mundo en oí cual las cosas tendríannuevas formas y colores, que estaría cambiado o que tendría otrossecretos; un mundo en el cual el pasado ocuparía poco o ningúnlugar o supervivencia, de todos modos, bajo la forma inconscientede obligación o de pesar, ya que hasta la remembranza de la dichatiene sus amarguras y el recuerdo de los placeres, su dolor.

Era la creación de tales mundos lo que le parecía a DorianGray y el verdadero o uno de los verdaderos objetos de la vida, yen su busca de sensaciones sería al mismo tiempo nuevo y

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delicioso; y poseería ese elemento de rareza tan esencial a la‘novela, adoptaría con frecuencia ciertos modos de pensamiento,que sabía realmente extraños a su naturaleza; se entregaría a sussutiles influencias, y habiendo de esta manera captado sus coloresy satisfecho su curiosidad intelectual, abandonaríalos con esacuriosa indiferencia que no es incompatible con un verdaderotemperamente vehemente, y que es, en realidad, según ciertospsicólogos modernos, con frecuencia, una de sus condiciones.

Corrió una vez el rumor de que iba a abrazar la religión católicaromana; y, ciertamente, el ritual romano habla tenido siempre parael una gran atracción. El sacrificio cotidiano, más terriblemente realque todos los sacrificios del mundo antiguo, conmovíale tanto porsu soberbia repudiación de la evidencia de los sentidos como por lasencillez primitiva de sus elementos y el eterno pathos de la tragediahumana que trata de simbolizar. Le gustaba arrodillarse sobre lasfrías losas de mármol y contemplar al sacerdote, en su rígidavestidura florida, apartando lentamente con sus blancas manos elvelo del tabernáculo, o alzando el , viril engastado con pedreríasque contiene la pálida Hostia, que algunas veces se creía de verdadel panis coelestis, el pan de los ángeles, o revestido con los atributosde la Pasión de Cristo partiendo la Hostia en el cáliz y golpeándoseel pecho por sus pecados. Los incensarios humeantes que unosniños vestidos de rojo y con encajes balanceaban gravemente enel aire como grandes flores de oro, tenían una sutil fascinaciónpara él. Al marcharse, solía contemplar admirado los confesionariososcuros, y se detenía largamente ante la sombra de alguno,escuchando a hombres y mujeres musitar a través de la rejilladesgastada la verdadera historia de sus vidas.

Pero no cayó nunca en el error de detener SU desenvolvimientointelectual con la aceptación normal de un credo o sistema, ni seengañó tomando por morada definitiva una casa conveniente parauna noche de estancia o para unas breves horas de una noche sinestrellas y de luna empañada. El misticismo, con su maravillosopoder de tornar las cosas vulgares, extrañas a nosotros, y la sutilantinomia que parece acompañarle siempre, le conmovió unatemporada, y durante una temporada se inclinó hacia las doctrinas

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materialistas del movimiento darvinista en Alemania : encontró uncurioso placer en colocar los pensamientos y las pasiones de loshombre en alguna célula perlina del cerebro o en algún nervio blancodel cuerpo, recreándose en la concepción de la absoluta dependenciadel espíritu a ciertas condiciones físicas, mórbidas o sanas,normales o enfermizas. Sin embargo, como se ha dicho ya, ningunateoría sobre la vida le pareció tener importancia comparada con lavida misma. Tenía honda conciencia de cuan estéril es todaespeculación intelectual al separarle de la acción y de la experiencia.Sabía que los sentidos, lo mismo que el alma, tenían sus misteriosespirituales manifiestos.

Púsose entonces a estudiar los perfumes y loa secretos desu fabricación, destilando óleos fuertemente perfumados oquemando gomas olorosas traídas de Oriente. Comprendió que nohabía ningún estado de ánimo que no tuviera su contrapartida en lavida sensorial, y se dedicó a descubrir sus verdaderas relaciones,queriendo averiguar por qué el incienso estaba hecho para losmísticos y el ámbar gris para los trastornados por las pasiones, elvioleta resucita el recuerdo de los amores fenecidos, el almizcleperturba la mente y el champaña colorea la imaginación, e intentócon frecuencia elaborar una verdadera psicología de loa perfumes,calculando las distintas influencias de las raíces dulce-olorosas yde las flores cargadas de polen perfumado, o de los bálsamosaromáticos, de las maderas oscuras y fragantes, del nardo indio,que hace enfermar; del hovenia, que enloquece a los hombres, ydel áloe, del que se dice que expulsa la melancolía del alma.

Otras veces dedicábase por entero a la música y en una largahabitación con celosías, de techo bermellón y oro, de paredes delaca verde olivo, solía dar extraños conciertos en los que locasgitanas producían una ardiente música con citarillas, o en los quegraves tunecinos de tartanas gualdos arrancaban sonidos a lastirantes cuerdas de monstruosos laúdes, en tanto que unos negrosburlones golpeaban con monotonía sobre tambores de cobre, y enlos que, sentados en cuclillas sobre esteras escarlatas unos indiosdelgados tocados con turbantes, soplaban en largas pipas de cañao de bronce, encantando o simulando encantar a grandes serpientes

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de capuchón y a horribles víboras cornudas. Los ásperos intervalosy los disonantes agudos de la música bárbara le excitaban a veces,cuando la gracia de Schubert, las bellas tristezas de Chopin y laspotentes armonías del mismo Beethoven resbalaban distraídamenteen sus oídos. Coleccionó de todas partes del mundo los másextraños instrumentos que pudo encontrar, hasta en las tumbas delos pueblos muertos o entre las escasas tribus salvajes que hansobrevivido a las civilizaciones occidentales, y gustábale tocarlosy probarlos. Tenía le misterioso juruparis de los indios del río Negro,que no está permitido contemplar a las mujeres y que sólo puedenver los jóvenes después de haber sido sometidos al ayuno y a laflagelación, y los jarros de barro de los peruanos, de los que sacansones como chillidos agudos de pájaros ; las flautas hechas conhuesos humanos, como las que Alfonso de Ovalle oyó en Chile, ylos verdes jaspes sonoros, que se encuentran cerca de Cuzco yque producen una nota de singular dulzura. Tenía calabazas pintadasllenas de guijas que resonaban cuando se las sacudía ; el largoclarín de los mejicanos, en el cual el músico no debe soplar, sinoaspirar el aire; el áspero ture de las tribus del Amazonas, en el quetocan los centinelas encaramados todo el día en los altos árboles,y que puede oírse, según dicen, a una distancia de tres leguas; elteponaztli, con sus dos lengüetas vibrantes de madera, que segolpea con unos palillos untados de goma elástica extraída deljugo lechoso de unas plantas; el yotl, o campanas de los aztecasreunidas en racimos, y un voluminoso tambor cilíndrico, cubiertode pieles de grandes serpientes parecido al que vio Bernal Díazcuando entró con Cortés en el templo mejicano, y de cuyo sonidodoliente nos ha dejado una descripción tan viva. El carácterfantástico de aquellos instrumentos le fascinaba, y experimentóuna extraña delicia al pensar que el arte, como la Naturaleza teníasus monstruos, objetos de forma bestial y de voces horribles. Sinembargo, al cabo de algún tiempo le aburrieron, y fue a su palco dela Opera, solo o con lord Henry a oír, extasiado de placer, elTannhauser, viendo en el preludio de esa obra maestra de arte

(1) De antigua alcurnia.

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como el preámbulo de la tragedia de su propia alma.En una ocasión se dedicó al estudio de las joyas, y apareció

en un baile disfrazado de Anne, duque de Joyeuse, almirante deFrancia, con un traje cubierto de 560 perlas. Esta ficción le dominódurante varios años, y, realmente, puede decirse que no le abandonónunca. Pasaba a menudo días enteros ordenando y desordenandoen sus estuches las perlas variadas que había reunido, tales comoel crisoberilo verde olivo, que se vuelve rojo a la luz de la lámpara,la cimofona de vetas de plata, el peridoto color alfóncigo, los topaciosrosados y amarillos, los rubíes de un escarlata arrebatado conestrellas temblorosas de cuatro rayos, las piedras de cinamomo,de un rojo Dama; las espinelas naranjas y violetas y las amatistasde capas alternas de rubí y zafiro. Gustábale el oro rojo de la piedrasolar y la blancura perlina de la piedra lunar, y el partido arco iris delópalo lechoso. Hizo traer de Amsterdam tres esmeraldas deextraordinario tamaño y riqueza de color, y tuvo una turquesa de lavieille roche (1), que fue la envidia de todos los entendidos.

Descubrió también maravillosas historias referentes a lasjoyas. En la Clericalis Disciplina, de Alfonso, se menciona unaserpiente que tenía los ojos de auténtico jacinto, y en la historianovelesca de Alejandro se dice que el conquistador de Emaciaencontró en el valle del Jordán serpientes «con collares de auténticasesmeraldas sobre sus dorsos». Filostrato nos cuenta que habíauna gema en el cerebro del dragón, y que «por la exhibición deletras de oro y de un traje escarlata», el monstruo podía seradormecido mágicamente y muerto. Según el gran alquimista Fierrede Boniface, el diamante tornaba invisible a un hombre, y el ágatade la India le hacía elocuente. La cornalina apaciguaba la cólera, eljacinto provocaba el sueño y la amatista disipaba los vapores delvino. El granate hacía huir a los demonios y el hidrópicas privaba ala luna de su color. La selenita aumentaba y disminuía con la luna,y el moleceus, que descubría a los ladrones, podía empañarseúnicamente con la sangre de unas cabritillas. Leonardus Camillus,vio una piedra blanca cogida en el cerebro de un sapo recién muerto,que era un antídoto seguro contra el veneno. El bezoar que se

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encontraba en el corazón de un ciervo árabe era un hechizo quepodía curar la peste. Según Demócrito, las piedras que se hallabanen los nidos de las aves de Arabia protegían a sus portadores decualquier peligro que viniese del fuego.

El rey de Ceilán iba a caballo por su ciudad con un grueso rubíen la mano en la ceremonia de su coronación. Las puertas delpalacio del Preste Juan estaban hechas «de sardónices, en mediode las cuales estaba incrustado el cuernecillo de un cerasto deEgipto, para que ningún hombre que llevase veneno pudiese entrar».En el frontón había «dos manzanas de oro, en las cuales estabanengastados dos rubíes, de modo que el oro relucía durante el día ylos rubíes por la noche». En una extraña novela de Lodge, UnaMargarita en América, se cuenta que en la cámara de la reina podíanverse «todas las damas castas del mundo, engastadas en plata,mirando a través de tersos espejos de crisólitos, rubíes, zafiros yverdes esmeraldas». Marco Polo vio a los habitantes de Zipangocolocar perlas rosadas en la boca de los muertos. Un monstruomarino se enamoró de la perla que un buzo vendió al rey Perozes,mató al ladrón y lloró durante siete lunas su pérdida. Cuando loshunos atrajeron al rey a un gran precipicio, él dio un salto —Procopionos cuenta la historia— y no fue hallado nunca, aunque el emperadorAnastasio ofreció 500 toneladas de piezas de oro por él. El rey deMalabra enseñó a cierto veneciano un rosario de perlas, una porcada dios que adoraba.

Cuando el duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI, visitó aLuis XII de Francia, su caballo estaba cargado de hojas de oro,según Brantóme, y su sombrero tenía una doble fila de rubíes quedespedían una gran luz. Carlos de Inglaterra montaba a caballo conunos estribos engastados de 421 diamantes. Ricardo II tenía untraje valorado en treinta mil marcos, cubierto de rubíes balajes. Halldescribe a Enrique VIII, camino de la Torre, antes de su coronación,llevando «un jubón recamado de oro, el peto bordado de diamantesy otras ricas pedrerías, y alrededor del cuello un gran tahalí degruesos balajes». Los favoritos de Jacobo I lucían pendientes de

(1) Sembrado, salpicado.

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esmeraldas adornados con filigranas de oro. Eduardo II dio a PedroGaveston una colección de armaduras de oro rojizo tachonadas dejacintos, un collar de rosas de oro engastado con turquesas, y unyelmo párteme (1) de perlas. Enrique II usaba unos guantesenjoyados que le llegaban hasta el codo y tenía un guante dehalconero cosido con 20 rubíes y 52 grandes perlas. El sombreroducal de Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de su raza,estaba lleno de perlas piriformes y tachonado de zafiros.

¡Qué vida más exquisita la de antaño! Qué suntuosidad en lapompa y en el ornato! Aquellos lujos desaparecidos eranmaravillosos, aun a la lectura.

Luego dirigió su atención a los bordados y a los tapices quesustituían a los frescos en los fríos salones de las naciones delnorte de Europa. Al estudiar este tema tuvo él siempre unaextraordinaria facilidad para absorberse por completo y durante eltiempo necesario en todo cuanto emprendía— sentíase casientristecido al reflexionar en la ruina que el tiempo ocasionó en lascosas bellas y maravillosas. El, sea como fuese, se había., libradode aquello. Los veranos sucedían a los veranos, y los junquillosgualdas florecieron y murieron muchas veces y noches de horrorrepetían la historia de su vergüenza pero él no cambiaba. Ningúninvierno ajó su rostro o corrompió su pureza floral. ¡Qué diferenciacon las cosas materiales! ¿Adonde se había ido? ¿Dónde estabala admirable vestidura color azafrán, por la cual los dioses lucharoncontra los gigantes, que había sido tejida por doncellas morenaspara el placer de Atenea? ¿Dónde el inmenso velarium que Nerónhizo tender de una parte a otra del Coliseo en Roma, aquella velatitánica de púrpura sobre la cual estaban representados los cielosestrellados, y Apolo conduciendo su carro tirado por blancoscorceles con riendas de oro? Deteníase contemplando las curiosasservilletas traídas por el Sacerdote del Sol sobre las cuales erandepositadas todas las golosinas y viandas necesarias para lasfiestas ; el sudario del rey Chilperico, con sus trescientas abejas

(1) Señora, estoy muy contento.(1) Flores de lis.(2) Rancia, redecilla, adorno de encaje, labrado con aguja o tejido, más gruesa y de nudosmás apretados que los que se hacen con palillos.

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de oro, los vestidos fantásticos que provocaron la indignación delobispo de Pontus, donde estaban representados «leones, panteras,osos, perros, selvas, rocas, cazadores —todo en realidad, lo queun pintor puede copiar en la Naturaleza—; y el traje que llevó unavez Carlos de Orleáns, sobre cuyas mangas estaban bordados losversos de una canción que empezaba: Madame, je suis tout joyeux(1); el acompañamiento musical de las palabras estaba tejido conhilos de oro, y cada nota, en la forma cuadrada de aquella época,hecha con cuatro perlas. Leyó que la estancia preparada en el palaciode Reims para uso de la reina Juana de Borgoña estaba decorada«con mil trescientos veintiún loros bordados y blasonados con lasarmas reales, y quinientas sesenta y una mariposas, cuyas alasestaban parejamente ornadas con las armas de la reina, todo deoro». Catalina de Médicis tenía un lecho fúnebre hecho para ella deterciopelo negro bordado con medias lunas y soles. Sus cortinaseran de damasco con coronas de follaje y guirnaldas, sobre campode oro y plata, con las orlas ribeteadas con bordados de perlas, yen la pared de la habitación estaban puestas en hilera las divisasde la reina recortadas en terciopelo negro sobre un paño de plata.Luis XIV tenia unas cariátides bordadas en oro de quince pies dealtura en su aposento. El lecho portátil de Sobieski, rey de Polonia,estaba hecho de brocado de oro de Esmirna; bordado de turquesascon versos del Alcorán. Sus soportes eran de plata sobredorada,bellamente cincelados y con profusión de medallones esmaltadosy de pedrería. Fue cogido en el campamento turco frente a Viena, yel estanarte de Mahoma ondeó bajo los oros temblorosos de sudosel.

Y así, durante un año entero, se dedicó a acumular losejemplares más exquisitos que pudo encontrar de labores textilesy del bordado, logrando las delicadas muselinas de Delhi, finamentetejidas con palmas de oro y cosidas sobre alas iridiscentes deescarabajos ; las gasas de Dacca, a las que por su transparenciase conoce en Oriente por «aire tejido», «agua corriente» y «rocíonocturno»; extrañas telas historiadas de Java, tapices chinosamarillos, primorosamente elaborados ; libros encuadernados enrasos oscuros o en sedas de un azul brillante, con estampaciones

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de fleurs de lys (2), pájaros y figuras; velos de lacis (3) hechos enpunto de Hungría ; brocados sicilianos y rígidos terciopelosespañoles; labores georginas de cantos dorados y FoukoTisasjaponesas con sus tonos verde-oro y sus pájaros de plumajesmaravillosos.

Sintió también una especial pasión por las vestiduraseclesiásticas, como realmente por todo cuanto se relacionaba conel servicio de la Iglesia. En largas arcas de cedro que bordeaban lagalería oeste de su casa, coleccionó muchos raros y maravillososejemplares de lo que son en realidad las ropas de la Prometida deCristo, que debe usar púrpura, joyas y paño fino para poder ocultarsu pálido y macerado cuerpo, enflaquecido por los sufrimientosbuscados por ella y herido por el castigo que se infligió. Poseía unasuntuosa capa consistorial de seda carmesí y de damasco de oro,adornada con un modelo repetido de granadas de oro, colocadassobre unas flores de seis pétalos, cuyos cantos eran unas piñasincrustadas de perlitas. Las franjas estaban divididas interiormenteen recuadros representando escenas de la vida de la Virgen, y lasde la coronación estaban bordadas en sedas de colores sobre lacapucha. Era ésta una labor italiana del siglo xv. Otra capa pluvialera de terciopelo verde, bordado con grupos de hojas de acanto enforma de corazón, en las que se abrían blancas flores de largo tallo; los detalles estaban ejecutados con hilo de plata y cuentas devidrios de colores. En el capillo llevaba una cabeza de serafín hechaen realce con hilo de oro. Los bordes estaban tejidos con arabescosde seda roja y oro, y sembrado de medallones de numerosos santosy mártires, entre éstos San Sebastián. Tenía también casullas deseda color ámbar, brocados de oro y seda azul, damascos de sedaamarilla y telas de oro, en las que estaban representadas la Pasióny la Crucifixión de Cristo, bordadas con leones, pavos reales yotros emblemas, dalmáticas de raso blanco y de damasco de sedarosa, adornadas con tulipanes, delfines y fleurs de lys; paños dealtar de terciopelo carmesí y de paño azul; y numerosos corporales,velos de cáliz y manípulos. Había algo que excitaba su imaginaciónal pensar en los usos místicos, para los que sirvieron tales objetos.

Porque aquellos tesoros y todo cuanto él coleccionaba en su

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atractiva casa, servíanle como medios para olvidar, como recursospara evadirse por una temporada del temor que le parecía a vecescasi demasiado grande para ser soportado. Sobre ¡as paredes dela solitaria habitación cerrada, en la cual habían transcurrido tantosdías de su infancia, colgó con sus propias manos el terrible retratocuyas facciones variables le mostraban la verdadera degradaciónde su vida, y delante colgó, a modo de cortina, el paño mortuoriopúrpura y oro. Durante semanas enteras no fue allí, queriendo olvidarla horrible imagen pintada, y recobrando su ligereza de ánimo, SU

alegría maravillosa, su apasionada entrega a la simple existencia.Después, repentinamente, algunas noches se deslizaba fuera desu casa y se iba a los lugares horribles cercanos a las Blue GateFields y permanecía allí, día tras día, hasta que le echaban. A suvuelta se sentaba enfrente del retrato, abominando a veces de símismo, pero lleno otras de ese orgullo del individualismo que es lasemifascinación del pecado, y sonreía con secreto placer a aquellasombra informe que tenía que soportar la carga que hubiese debidoser la suya propia.

Al cabo de unos pocos años, no pudo resistir el estar muchotiempo fuera de Inglaterra, y vendió la villa que compartía enTrouville con lord Henry, así como la casita de muros blancos quetenía en Argel, y en la que pasaron más de un invierno. Detestabala idea de estar separado del retrato que tenía tal participación ensu vida y temía también que durante su ausencia alguien pudieseentrar en la habitación, a pesar de las barras forjadas que hizoponer sobre la puerta.

Estaba completamente persuadido de que el retrato no diríanada a nadie. Verdad era que el cuadro conservaba aún, bajo todala repugnancia y la fealdad de la cara, su visible parecido con él;pero ¿qué iba a revelar aquello? Se reiría de cualquiera que intentasevituperarle. El no había pintado aquello. ¿Qué podía importarle lavileza y la fealdad afrentosa de aquel semblante? Aún cuando él lodijese, ¿le creerían?

Sin embargo, sentía temor. Algunas veces, cuando estaba ensu amplia casa de Nottinghamshire, rodeado de jóvenes elegantesde su clase y de quienes era el jefe asombrando al condado por el

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desenfrenado lujo y el suntuoso esplendor de su manera de vivir,abandonaba de improviso a sus huéspedes y corría a la ciudadpara ver si la puerta no había sido forzada y si el cuadro seguía allíaún. ¿Y si lo robaban? Este simple pensamiento llenábale de fríohorror. Seguramente el mundo conocería entonces su secreto. Talvez lo sospechaba ya.

Porque aunque fascinase a muchos, no eran pocos los quedesconfiaban de él. Fue casi rechazado en un club del West End,al cual su alcurnia y su posición social le permitían indiscutiblementepertenecer, y decíase que en una ocasión, al ser llevado por unamigo al salón de fumar del Churchill, el duque de Berwick y otrogentleman se levantaron y salieron de una manera ostensible. Secontaron de él historias singulares una vez que cumplió susveinticinco años. Corrieron rumores de que había sido vistodisputando con marineros extranjeros en una ruin taberna de lascercanías de Whitechapel, que se reunía con ladrones y monederosfalsos y que conocía los misterios de su oficio. Se hicieron notoriassus ausencias extraordinarias, y cuando solía reaparecer ensociedad, los hombres cuchicheaban entre sí en los rincones, opasaban delante de él despreciativos, o le miraban con ojosescrutadores y fríos como si estuviesen decididos a descubrir susecreto.

No prestó atención, naturalmente, a tales insolencias yenojosos desaires, y en opinión de la mayoría de la gente, susfrancas y afables maneras, su encantadora sonrisa infantil y lagracia infinita de su maravillosa juventud, parecían no abandonarlenunca y eran por sí mismas una réplica suficiente a las calumnias,así las llamaba, que circulaban respecto a él. Se notó, sin embargo,que algunos de los que eran más íntimos suyos, parecían, ahora,huirle. Las mujeres que le habían adorado locamente, y que por élhabían afrontado toda la censura social, desafiándola, palidecíande vergüenza o de horror cuando entraba Dorian Gray en el salón.

A pesar de lo cual aquellos escándalos cuchicheados hicieronúnicamente que aumentara a los ojos de muchos su extraño y

(1) Primer plato o principio.

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peligroso encanto. Su gran fortuna, fue un indudable elemento deseguridad. La sociedad, la sociedad civilizada, al menos, no estánunca dispuesta a creer nada en detrimento de quienes sonsimultáneamente ricos y seductores. Se da cuenta instintivamentede que las maneras tienen más importancia que la moral, y en suopinión, la responsabilidad más elevada es de mucho menos valorque la posesión de un buen chef de cocina. Después de todo, resultarealmente un consuelo pobre decir que es irreprochable la vidaprivada de un hombre que le ha hecho a uno cenar mal o beber unvino inferior. Ni aun las virtudes cardinales pueden compensar unasentrées (1) semifrías, como hizo notar una vez lord Henry, en unadiscusión sobre este tema; y habría mucho que decir sobre suafirmación. Porque las reglas de la buena sociedad son o debieranser las mismas que las del arte. La forma es absolutamente esencialen ellas. Podrían tener la dignidad de una ceremonia, así como suirrealidad, y podrían combinar el carácter insincero de una obraromántica con el ingenio y la belleza que nos hacen deliciosastales obras. ¿Es una cosa tan terrible la insinceridad? Yo creo queno. Es simplemente un método con el cual podemos multiplicarnuestras personalidades.

Tal era, por lo menos, la opinión de Dorian Gray. Solíaasombrarse de la psicología superficial de aquellos que concibenel Yo en el hombre como una cosa simple, permanente, digna deconfianza y con una sola esencia. Para él, el hombre era un sercon miríadas de vidas y miríadas de sensaciones, una criaturacompleja y multiforme que llevaba en él extrañas herencias depensamientos y de pasiones, y cuya misma carne estaba infectadapor las monstruosas enfermedades de la muerte. Gustábalepasearse por la fría y desnuda galería de cuadros de su casa decampo y contemplar los diversos retratos de aquellos cuya sangrecorría por sus venas. Allí estaba Felipe Heriberto, descrito porFrancis Osborne, en sus Memorias de los reinados de la reina Isabely del rey Jacobo, que fue «mimado por la Corte por su bella faz,que no conservó mucho tiempo». ¿Era la vida del joven Heribertola que él continuaba algunas veces? ¿No se habría comunicadoalgún extraño germen venenoso de generación en generación hasta

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él? ¿No era alguna obscura supervivencia de aquella gracia marchitala que le había hecho proferir en el estudio de Basilio Hallward, tanrepentinamente y casi sin motivo, aquel ruego loco que habíacambiado su vida? Allí estaba, en jubón rojo bordado de oro, conun manto cubierto de pedrerías con la gorguera y los puñosfestoneados de oro, sir Anthony Sherard, teniendo a sus pies suarmadura de plata y su cebellina. ¿Cuál había sido el legado deaquel hombre? ¿Le dejó el amante de Giovanna de Nápoles unaherencia de pecado y afrenta? ¿No eran simplemente sus propiosactos los sueños que aquel difunto no se había atrevido a realizar?Allí, sobre un lienzo descolorido, sonreía lady Isabel Devereux,con su cofia de gasa, un corpiño de perlas y sus mangas rosasacuchilladas. Tenía una flor en su diestra, y la izquierda asía uncollar esmaltado de blancas rosas de Damasco. Sobre una mesa,a su lado, descansaban una mandolina y una manzana. Habíaanchas escarapelas verdes sobre sus zapatitos puntiagudos.Conocía él su vida y las extrañas historias que se contaban de susamantes. ¿Llevaría algo de su temperamento él? Aquellos ojosovalados de pesados párpados parecían mirarlo con curiosidad.¿Y aquel Jorge Willoughby, con sus cabellos empolvados y susfantásticos lunares? ¡Qué perverso parecía! Su rostro era triste yatezado, y su boca sensual parecía arquearse con desdén. Sobrelas huesudas y amarillentas manos, cargadas de sortijas, caíandelicados encajes encañonados. Fue uno de los pisaverdes delsiglo XVIII, y el amigo, en su juventud, de lord Ferrars. ¿Y aquelsegundo lord Beckenham, el compañero del príncipe regente ensus días más disolutos, y uno de los testigos de su matrimoniosecreto con mistress Fitzherbert? ¡Qué altivo y apuesto era, consus rizos castaños y su insolente actitud! ¿Qué pasiones le habíatransmitido? El ‘ mundo le había tachado de infame. Figuraba enlas orgías de Garitón House. La Estrella de la Jarretera resplandecíasobre su pecho. Al lado pendía el retrato de su esposa, una damapálida, de finos labios, vestida de negro. Su sangre corría tambiénpor sus venas. ¡Qué curioso le parecía todo! Y su madre, con surostro de lady Hamilton y sus labios húmedos como de vino: sabíalo que heredó de ella. Heredó su belleza y su pasión por la belleza

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de los demás. Reíale en su vestido suelto de bacante. Tenía hojasde parra en BU cabellera. Derramábase la púrpura de la copa quesostenía. La encarnación del cuadro se había marchitado, perolos ojos seguían siendo todavía maravillosos en su profundidad yen la brillantez del colorido. Parecían seguirle dondequiera quefuese.

Sin embargo, tiene unos antepasados en literatura, como ensu propia raza, más cercanos quizás en tipo y temperamento, yrealmente muchos de ellos ejercen sobre nosotros una influenciamás totalmente consciente. Parecíale algunas veces a Dorian Grayque la historia entera era simplemente el relato de su propia vida,no como la había él vivido en actos e incidencias, sino tal como lacreara en su imaginación, como hubiera sido en su cerebro y ensus pasiones. Sentía que las había conocido a todas aquellasextrañas y terribles figuras que pasaron por la escena del mundo,haciendo tan maravilloso el pecado y tan lleno de sutileza el mal.Parecíale que por unos misteriosos caminos las vidas de aquéllosfueron la suya.

El héroe de la maravillosa novela que tanto influyó en su vidaconocía a sí mismo aquellas curiosas fantasías. Cuenta en elcapítulo VII que se sentó, coronado de laurel, como Tiberio, en unjardín de Capri, leyendo los imprudentes libros de Elefantina,mientras unos enanos y unos pavos reales se contoneaban a sualrededor, y el tocador de flauta se burlaba del turiferario y, comoCalígula, estuvo de francachela en las cuadras con caballistas decamisas verdes, y cenó en un pesebre de marfil con un caballo defrontal adornado con pedrerías; y, como Domiciano, se paseó poruna galería recubierta de espejos de mármol, mirando a su alrededorcon ojos alucinados, pensando en la daga que iba a terminar susdías, enfermo de ese tedio, de este terrible toedium vitae, que seapodera de aquellos a quienes la vida no niega nada; y examinó, através de una clara esmeralda, las sangrientas carnicerías del circo,y después, en una litera de perlas y de púrpura tirada por mulasherradas de plata, le transportaron por la Vía de las Granadas hastala Casa de Oro, y oyó gritar a los hombres a su paso: «¡Nero César!»,y como Heliogábalo, se pintó la cara, tejió en la rueca entre mujeres,

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e hizo traer la Luna desde Cartago y la dio al Sol en unos esponsalesmísticos.

Dorian solía leer una y otra vez aquel fantástico capítulo y losdos siguientes, donde, como en un curioso tapiz, o como conesmaltes hábilmente labrados, se describían las figuras terribles ybellas de aquellos a quienes el Vicio, la Sangre y el Tedio hicieronmonstruosos o dementes: Filippo, duque de Milán, que asesinó asu esposa y pintó sus labios con un veneno escarlata para que suamante absorbiera la muerte del cuerpo sin vida que había amado;Pietro Barbi, el Veneciano, conocido por Pablo II, que trató en suvanidad de asumir el título de Formosus, y cuya tiara, valorada endoscientos mil florines, fue adquirida al precio de un terrible pecado;Gian María Visconti, que empleaba podencos para cazar hombres,y cuyo cuerpo asesinado fue cubierto de rosas por una ramera quele había amado; y Borgia sobre su blanco corcel, con el Fratricidagalopando a su lado, y su capa teñida con la sangre de Perotto;Pietro Eiario, el joven cardenal-arzobispo de Florencia, hijo y favoritode Sixto IV, cuya belleza sólo fue igualada por su desenfreno y querecibió a Leonor de Aragón bajo un dosel de seda blanca y carmesí,lleno de ninfas y centauros, pintando de oro a un adolescente quele servía en los festines como Ganímedes o Hylas ; Ezzelin, cuyamelancolía se curaba únicamente con el espectáculo de la muerte,y que sentía una pasión por la roja sangre, como otros hombres latienen por el rojo vino —el hijo del demonio, según se contó, quehizo trampas a su padre a los dados cuando • estaba jugando conél su propia alma—; Juan Bautista Gibo, que adoptó por mofa elnombre de Inocente, y en cuyas impuras venas fue inoculada, porun doctor judío, la sangre de tres adolescentes; SegismundoMalatesta, el amante de Isotta y señor de Eímini, cuya efigie fuequemada en Eoma como enemigo de Dios y del hombre, queestranguló a Polissena con una servilleta, dio el veneno a Ginevrade Este, en una copa de esmeralda, y que levantó una iglesia paganapara adorar a Cristo, en honor de una pasión vergonzosa; CarlosVI, que tan frenéticamente adoró a la mujer de su hermano, a quienun leproso avisó de la locura en que iba a caer y cuyo cerebro,enfermizo y trastornado, sólo pudo ser aliviado con unos naipes

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sarracenos, en los que estaban pintadas imágenes del Amor, de laMuerte y de la Locura ; y con su jubón adornado, su sombreroguarnecido de pedrerías y sus cabellos rizados como acantos,Grifonetto Baglioni, que asesinó a Astorre con su prometida y aSimonetto con su paje, y cuya gentileza era tal, que cuando estabatendido moribundo en la amarilla plaza de Perusa, los que le odiabanno pudieron por menos de llorarle, y Atalanta, que le había maldecido,le bendijo.

Había una horrible fascinación en todos ellos. Se le aparecieronde noche y turbaron su imaginación durante el día. El Renacimientoconoció extraños sistemas de envenenamiento —el envenenamientopor un yelmo y por una antorcha encendida, por un guante bordadoy por un abanico de pedrerías, por una bola perfumada y por unacadena de ámbar—. A Dorian Gray le había envenenado un libro.Había momentos en que consideraba simplemente el mal como unmedio necesario para poder realizar su concepción de la belleza.

CAPITULO XII

Era el 9 de noviembre, la víspera de su trigésimo octavocumpleaños, como más tarde recordó a menudo.

Salía a eso de las once de casa de lord Henry, donde habíacenado, e iba envuelto en gruesas pieles, pues la noche era fría ybrumosa. En la esquina de la plaza Grosvenor con la calle SouthAudley, pasó un hombre junto a él en la niebla, andando muy deprisa y con el cuello de su gabán gris levantado. Llevaba una maletaen su mano. Dorian le reconoció. Era Basilio Hallward. Una extrañasensación de miedo, que no pudo explicarse, se apoderó de él.Hizo como si no lo conociera, y siguió rápidamente en dirección asu casa.

Pero Hallward le había visto. Dorian le oyó pararse primero enla acera y luego seguirle. Instantes después apoyaba la mano sobresu brazo.

—¡Dorian! ¡Qué extraordinaria suerte! Le he esperado a usteden su biblioteca hasta las nueve. Finalmente, compadecido de sucriado, muerto de cansancio, le dije que se fuera a acostar al

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acompañarme a la puerta. Marcho a París en el tren de las doce, ytenía un especial deseo en ver a usted antes de irme. Me parecióque era usted o, por lo menos, su gabán de pieles, cuando noscruzamos. Pero no estaba completamente seguro. ¿No mereconoció?

—¿Con esta niebla, mi querido Basilio? ¡Hombre! Apenas sipodía reconocer la plaza Grosvenor. Creo que mi casa está poraquí, pero no podría asegurarlo del todo. Siento que se marcheusted, porque no le veo hace un siglo. Pero supongo que volverápronto.

—No; estaré fuera de Inglaterra durante seis meses. Piensotomar un estudio en París, y encerrarme hasta que termine un grancuadro que tengo en la cabeza. Sin embargo, no era de mí de quienquería hablarle. Ya estamos delante de su puerta. Déjeme entrarun momento. Tengo algo que decirle.

—Encantado. Pero ¿no perderá usted su tren? — dijo DorianGray lánguidamente, subiendo los escalones y abriendo la puertacon su llavín.

La luz del farol luchaba contra la niebla, y Hallward consultósu reloj.

—Tengo tiempo de sobra —respondió—. El tren no sale hastalas doce y quince, y son las once solamente. Realmente, iba alclub a buscarle cuando le encontré. Como usted ve, no hará queme retrase mi equipaje; lo he enviado con los bultos pesados. Lollevo todo conmigo en esta maleta, y puedo ir fácilmente a la estaciónVictoria en veinte minutos.

Dorian le contempló, sonriendo.—¡Qué indumentaria de viaje para un pintor elegante! ¡Una

maleta de gran almacén y un gabán saco! Entre usted, o la nieblainvadirá la casa. Y no olvide que no se debe hablar de nada serio.No hay nada serio hoy día. O, al menos, nada puede serlo.

Hallward movió la cabeza mientras entraba, y siguió a Doriana la biblioteca. Brillaba un fuego de leños en la amplia chimenea.Las luces estaban encendidas, y una licorera holandesa, unos

(1) Anglomanía.

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sifones de soda y unos anchos vasos tallados estaban colocadossobre una mesita de marquetería.

—Como usted ve, su criado me instaló completamente comoen mi casa, Dorian. Me dio cuanto necesitaba, incluyendo susmejores cigarrillos de boquilla dorada. Es un hombre muyhospitalario. Me gusta mucho más que aquel francés que teníausted antes. Entre paréntesis, ¿qué ha sido de él?

Dorian se encogió de hombros.—Creo que se ha casado con la doncella de lady Radley y

que la ha establecido como modista inglesa. La anglomanie (1)está muy de moda por ahí ahora, según he oído. Parece un tontoese francés, ¿verdad? Pero, ¿sabe usted?, no era un malcriado,en absoluto. No me gustó nunca, pero no tuve nada de qué quejarme.Se imagina uno a veces cosas completamente absurdas. Me erarealmente muy fiel, y parecía apenadísimo cuando se fue. ¿Otrobrandy con soda? ¿O prefiere usted vino del Rin con seltz? Yosiempre lo tomo. Seguramente lo hay en la habitación de al lado.

—Gracias, no quiero ya nada —dijo el pintor, quitándose elsombrero y el gabán y echándolos sobre la maleta, que habíacolocado en un rincón—. Y ahora, mi querido amigo, quiero hablarleseriamente. No frunza el ceño así. Hace usted que sea mucho másdifícil para mí.

—¿Qué es ello? —exclamó Dorian, con su habitualimpaciencia, echándose sobre el sofá—. Espero que no se trataráde mí. Estoy cansado de mí mismo esta noche. Quisiera ser otro.

—De usted se trata —respondió Hallward, con voz grave yconmovida—, y debo decírselo. Le voy a entretener solamente mediahora.

Dorian suspiró y encendió un cigarrillo.—¡Media hora ! — murmuró.—No es mucho para hacerle unas preguntas, Dorian, y hablo

en absoluto por afecto hacia usted. Creo conveniente que sepausted las cosas horribles que se cuentan contra usted en Londres.

—No quiero saberlas. Me agradan los escándalos de los demás,pero los escándalos que me conciernen no me interesan. No tienenel encanto de la novedad.

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—Deben interesarle mucho, Dorian. Todo caballero estáinteresado en su buen nombre. No querrá que la gente hable deusted como de alguien envilecido y degradado. Tiene usted,ciertamente, posición, fortuna y todo lo demás. Pero la posición yla fortuna no lo son todo. Comprenderá usted que yo no creo esosrumores, de ninguna manera. Al menos, no puedo creerlos en cuantole veo a usted. El pecado es una cosa que se inscribe por sí mismosobre el rostro de un hombre. No puede estar oculto. La gente hablaa veces de vicios secretos. No existen tales cosas. Si un hombrecorrompido tiene un vicio, éste se revela en las líneas de su boca,en la caída de sus párpados, hasta en el moldeado de sus manos.Alguien (no mencionaré su nombre, pero usted le conoce) vino abuscarme el año pasado para que hiciese su retrato. Yo no le habíavisto nunca antes, ni había oído jamás ninguna cosa de él hastaentonces, aunque después he oído una buena cantidad de ellas.Me ofreció un precio exorbitante. Me negué. Había algo en el contornode sus dedos que yo execraba. Ahora sé que era completamentecierto lo que yo imaginaba. Su vida es horrible. Pero de usted,Dorian ; de usted, con su cara pura, despejada, inocente y con sumaravillosa e inalterable juventud, no puedo creer nada en contra.Y, sin embargo, le veo a usted rara vez, ahora ya no viene ustednunca al estudio, y cuando estoy lejos de usted y oigo todas esascosas atroces que la gente cuchichea sobre usted no sé qué decir.¿Por qué, Dorian, un hombre como el duque de Berwick abandonael salón del club cuando entra usted? ¿Por qué tantos caballerosde Londres no quieren venir a su casa ni invitarle a las suyas Erausted amigo de lord Staveley. Le encontré en una comida la semanaúltima. El nombre de usted fue pronunciado casualmente en laconversación a propósito de esas miniaturas que ha prestado ustedpara la Exposición de Dudley. Staveley hizo un gesto con sus labios,y dijo que podría usted tener mucho gusto artístico, pero que era unhombre que no podía presentarse a ninguna muchacha honrada niestar en la misma habitación que una mujer casta. Le recordé queyo era amigo de usted y le preguntó qué quería decir. Me lo dijo. Melo dijo delante de todos. ¡Era horrible! ¿Por qué su amistad es tanfatal a los jóvenes? Ese desdichado muchacho que servía en la

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Escolta se suicidó. Era muy amigo de usted. Sir Enrique Ashtontuvo que salir de Inglaterra con su apellido deshonrado. Eran ustedesinseparables. ¿Qué pasó con Adriano Singleton y su horrible fin?¿Qué pasó con el hijo único de lord Kent y su carrera? Me encontréayer a su padre en la calle de St. James. Parecía destrozado devergüenza y de pena. ¿Qué pasó con el joven duque de Perth?¿Qué clase de vida hace ahora? ¿Qué caballero querría tratarle?

—Basta, Basilio. Habla usted de cosas que desconoce enabsoluto —dijo Dorian Gray, mordiéndose los labios y con un tonode infinito desprecio en la voz—. Me pregunta usted por qué Berwickse va de una habitación cuando entro yo. Pues porque conozcotodo cuanto se refiere a su vida, pero no porque él sepa nada de lamía. Con una sangre como la que lleva en sus venas, ¿cómo puedeser pura su historia? Me pregunta usted sobre Enrique Ashton y eljoven Perth. ¿Les enseñé al uno sus vicios y al otro su libertinaje?Si el imbécil del hijo de Kent escoge su esposa en el arroyo, ¿quétengo yo que ver en eso? Si Adriano Singleton firma cheques conlos nombres de sus amigos, ¿soy yo su mentor? Sé cómo correteala gente en Inglaterra. La clase media suele hacer ostentación a lospostres de sus prejuicios morales, y se cuchichea lo que esa gentellama la relajación de sus superiores para intentar aparentar quepertenece al gran mundo y que está en las mejores relaciones conlas personas a quienes calumnian. En este país basta que unhombre tenga distinción y talento para que cualquiera mala lenguala emprenda con él. ¿Y qué clase de vida hace esa gente, quepresume de ser moral? Mi querido amigo, olvida usted que estamosen la tierra natal de los hipócritas.

—Dorian —exclamó Hallward—, ésa no es la cuestión.Inglaterra es bastante perversa, ya lo sé, y la sociedad inglesa estotalmente injusta. Por eso deseo que sea usted perfecto. Y no loha sido. Hay derecho para juzgar a un hombre por la influencia quetiene sobre sus amigos. Los de usted parecen perder todo sentidode honor, de bondad, de pureza. Los llena usted de una locura deplacer. Se han precipitado en abismos. Y usted los ha dejado allí.Sí, los ha abandonado, y, sin embargo, puede usted sonreír comosonríe ahora. Y hay algo peor. Sé que usted y Harry son inseparables.

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Y seguramente por esta razón, ya que no por otra, no hubiera usteddebido hacer del nombre de su hermana un objeto de burla.

—Tenga cuidado, Basilio. Va usted demasiado lejos.—Debo hablar y debe usted escucharme. Me escuchará usted.

Cuando conoció a lady Gundelinda, ningún rumor escandaloso lahabía rozado. ¿Hay hoy una sola mujer decente en Londres quequiera pasearse con ella en coche por el parque? ¡Cómo! Hasta asus mismos hijos no les permiten vivir con ella. Luego, hay otrashistorias: cuentan que se le ha visto a usted salir furtivamente dehorribles casas, y deslizarse, disfrazado, en las más inmundasguaridas. ¿Son ciertas? ¿Pueden ser ciertas? Cuando las oí porprimera vez, me eché a reír. Ahora las oigo y me hacen estremecer.¿Qué es su casa de campo, y cuál la vida que en ella se hace?Dorian, usted no sabe lo que se dice sobre usted. No diré que noquiero sermonearle. Me acuerdo de Harry diciendo una vez quecualquier hombre que se erigía en predicador aficionado empezabasiempre por decir eso y se apresuraba en seguida a faltar a supalabra. Yo deseo sermonearle. Quisiera que llevase usted unavida que hiciera que el mundo le respetase. Quisiera que tuvierausted un nombre intachable y una limpia reputación. Quisiera quese desembarazase de esa horrible gente con la que trata. No seencoja así de hombros. No sea tan indiferente. Posee usted unainfluencia maravillosa. Empléela para el bien y no para el mal. Dicenque corrompe usted a todos aquellos con quienes intima, y que essuficiente que entre usted en una casa para que la afrenta le siga.No sé si es así o no. ¿Cómo voy a saberlo? Pero eso se dice deusted. Me han contado cosas por las cuales parece imposible dudarlord Gloucester era uno de mis más queridos amigos en Oxford.Me enseñó una carta que su mujer le había escrito moribunda ysola en su villa de Mentón. El nombre de usted estaba mezclado ala confesión más terrible que he leído nunca. Le dije que aquelloera absurdo, que le conocía a usted a fondo y que era usted incapazde semejantes cosas. ¿Conocerle a usted? Me pregunto si leconozco. Antes de poder contestar a esto tendría que ver su alma.

—¡Ver mi alma! — murmuró Dorian Gray, irguiéndose en elsofá y palideciendo de terror.

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—Sí —respondió Hallward gravemente, con un tono de tristezaen su voz—; ver su alma. Pero únicamente Dios puede hacerlo.

Una amarga risa burlona se desgranó en los labios del joven.—¡Usted también la verá esta noche! —exclamó, cogiendo la

lámpara de la mesa—. Venga usted: es la obra de sus propiasmanos. ¿Por qué no iba a verla? Podrá usted contárselo a todo elmundo después, si quiere. Nadie le creerá. Y si le creen, sentiránpor mí más afecto todavía. Conozco nuestra época mejor que usted,aunque usted charle tan aburridamente. Venga, le digo. Bastanteha correteado usted sobre la corrupción. Ahora va a contemplarlacara a cara.

Había una locura orgullosa en cada palabra que profería.Golpeaba el suelo con el pie con su gesto de pueril insolencia.Sintió una alegría terrible al pensar que otro compartiría su secreto,y que el hombre que había pintado el retrato, origen de toda suvergüenza, quedaría abrumado para el resto de su vida por elhorroroso recuerdo de lo que había hecho.

—Sí —continuó, acercándose a él y mirando fijamente susojos severos—, voy a enseñarle mi alma. Va usted a ver lo que,según se imagina, únicamente Dios puede ver.

Hallward retrocedió.—¡Eso es una blasfemia, Dorian ! —exclamó—. No se deben

decir tales cosas. Son horribles y no significan nada.—¿Cree usted eso? — y rió de nuevo.—Así lo creo. En cuanto a lo que le he dicho esta noche, lo he

dicho por su bien. Ya sabe que he sido siempre para usted un fielamigo.

—¡No se acerque a mí! Acabe lo que tenía que decir.Una contracción dolorosa pasó por la cara del pintor. Se detuvo

un instante, y un ardiente sentimiento de piedad se apoderó de él.Después de todo, ¿qué derecho tenía a fiscalizar la vida de DorianGray? Si había hecho la décima parte de lo que se rumoreaba sobreél, ¡cuánto debió de sufrir! Entonces se levantó, fue hacia lachimenea y, parándose allí, contempló los leños encendidos consu ceniza como la escarcha y la palpitación central de las llamas.

—Estoy esperando, Basilio — dijo el joven con voz áspera y

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clara. Se volvió.—Lo que tengo que decir es esto —exclamó—. Debe darme

alguna contestación a las horribles acusaciones hechas contrausted. Si me dice que son absolutamente falsas desde el principiohasta el fin, le creeré. ¡Niegúelas usted, Dorian; niegúelas! ¿No velo que va a ser de mí? ¡Dios mío! No me diga que es usted malo,corrompido y lleno de afrenta.

Dorian sonrió. Sus labios se arquearon en un gesto de desprecio.—Suba usted conmigo, Basilio —dijo tranquilamente—. Guardo

un diario de mi vida día por día, y no sale nunca de la habitacióndonde lo escribo. Se lo enseñaré si viene conmigo.

—Iré con usted, Dorian, si así lo desea. Veo que he perdidomi tren. Esto no importa. Puedo salir mañana. Pero no me pidausted que lea nada esta noche. Lo único que quiero es una francarespuesta a mi pregunta.

—Se la daré allí arriba. No puedo dársela aquí. No es larga deleer.

CAPITULO XIII

Salió de la habitación y empezó a subir, seguido de BasilioHallward. Andaban suavemente, como andan instintivamente loshombres de noche. La lámpara proyectaba sombras fantásticassobre la pared y la escalera. Corría un ligero viento, que hizo sonarlas ventanas.

Cuando llegaron al último descansillo, Dorian dejó la lámparaen el suelo y cogiendo la llave, la hizo girar en la cerradura.

—¿Insiste usted en saber, Basilio? — preguntó en voz baja.—Sí.—Encantado — respondió, sonriente. Y luego añadió con algo

de acritud:—Es usted el único hombre del mundo que tiene derecho a

saber todo cuanto a mí se refiere. Ha ocupado usted más sitio enmi vida de lo que piensa.

(1) Arcón, cofre.

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Y cogiendo la lámpara, abrió la puerta y entró. Una comentede aire frío los envolvió, y la llama, vacilante un momento, tomó untinte anaranjado obscuro. Se estremeció.

—Cierre usted la puerta detrás — musitó, colocando la lámparasobre la mesa.

Hallward miró a su alrededor con expresión perpleja. Lahabitación parecía no haber sido habitada desde hacía años. Untapiz flamenco descolorido, un cuadro tapado con una cortina, unviejo cassone (1) y una estantería casi vacía formaban todo elmoblaje, además de una silla y una mesa. Al encender Dorian Grayuna vela medio consumida que había sobre la chimenea, vio quetodo estaba lleno de polvo y el tapiz agujereado. Un ratón huyóasustado detrás del zócalo. Olía a humedad, a moho.

—¿De modo que cree usted que Dios únicamente puede verel alma, Basilio? Quite esa cortina y va usted a ver la mía.

La voz era fría y cruel.—Está usted loco, Dorian, o representando un papel —

murmuró Hallward, frunciendo las cejas.—¿No quiere usted hacerlo? Entonces la quitaré yo mismo —

dijo el joven, y arrancó la cortina de su barra, tirándola al suelo.Una exclamación de horror brotó de los labios del pintor cuando

vio, a la débil luz de la vela, la horrible cara que parecía sonreírlesarcásticamente sobre el lienzo. Había algo en aquella expresiónque le llenó de repugnancia y aversión. ¡Cielo santo! Era la propiacara de Dorian Gray la que estaba viendo El horror, por mucho quefuera, no había corrompido por completo aquella maravillosa belleza.Quedaba algún oro en la clarísima cabellera y algún escarlata en laboca sensual. Los ojos, hinchados, conservaban algo de la purezade su azul, y no habían desaparecido todavía por completo lasnobles curvas de su nariz, finamente cincelada y de su plásticocuello. Sí, aquél era el propio Dorian. Pero ¿quién hizo aquéllo?Parecióle reconocer sus propias pinceladas y el marco que él mismohabía dibujado. La idea era monstruosa, y, sin embargo, le aterró.Cogió la vela y la acercó al retrato. En el ángulo izquierdo estabasu propio nombre, trazado en largas letras de brillante bermellón.

Era una odiosa parodia, una infame e innoble sátira. El no

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hizo aquello nunca. Sin embargo, era su propio cuadro. Lo sabía, ysintió como si su sangre hubiera cambiado en un instante y defuego se hubiese convertido en pesado hielo. ¡Su propio cuadro!¿Qué significaba aquello? ¿Por qué aquella transformación? Sevolvió, mirando a Dorian Gray con los ojos angustiados. Su bocase crispaba, y su lengua, seca, parecía incapaz de articular unapalabra. Se pasó la mano por la frente. Estaba húmeda de sudorpegajoso.

El joven, apoyado en el saliente de la chimenea, lo contemplabacon esa extraña expresión que se ve en el rostro de los que miranabsortos la escena cuando actúa algún gran artista. No era de dolorni de alegría verdaderos. Era simplemente la pasión de unespectador, unida quizás a la vibración del triunfo en sus ojos.Habiéndose quitado la flor del ojal, la aspiraba con afectación.

—¿Qué quiere decir esto? — exclamó, por fin, Hallward.Su propia voz resonó con tono agudo y extraño en sus oídos.—Hace años, cuando yo era un muchacho —dijo Dorian Gray

estrujando la flor en su mano—, me conoció usted, me aduló y meenseñó a sentirme vanidoso de mi belleza. Un día me presentó auno de sus amigos, quien me explicó la maravilla de la juventud, yusted terminó mi retrato, que me reveló la maravilla de la belleza.En un momento de locura, que ahora mismo no sé si deploro o nohaber tenido, formulé un deseo, que quizás usted llamará ruego...

—¡Lo recuerdo! ¡Oh, qué bien lo recuerdo! ¡No! Eso esimposible. Esta habitación es húmeda. Se ha formado moho sobreel lienzo. Los colores que empleé contenían algún veneno mineral.Le digo que eso es imposible.

—¡Ah! ¿Qué es lo imposible? — murmuró el joven, yendohacia la ventana y apoyando su frente en los cristales fríos,empañados de niebla.

—Me dijo usted que lo había destruido.—Estaba equivocado. Ha sido él quien me ha destruido.—No creo que sea éste mi cuadro.—¿No puede usted ver su ideal en esto? — dijo Dorian

amargamente.—Mi ideal, como lo llama...

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—Como usted lo llamaba.—No había nada malo en él, nada afrentoso. Era usted para

mí un ideal como ya no volveré a encontrar nunca. Este es el rostrode un sátiro.

—Es la fisonomía de mi alma.—¡Señor! ¡Qué cosa he adorado! Tiene los ojos de un demonio.—Cada uno de nosotros lleva en sí el cielo y el infierno, Basilio

— exclamó Dorian con un ardiente gesto de desesperación.Hallward se volvió hacia el retrato y lo contempló.—¡Dios mío! Si es cierto —exclamó—, y si eso es lo que ha

hecho usted con su vida, |¡debe usted de ser mucho más perversode lo que creen los que murmuran de usted o de lo que usted mismose imagina!

Aproximó de nuevo la luz al lienzo y lo examinó. La superficieparecía completamente inalterable, y estaba tal como él la dejó.Era de dentro, en apariencia, de donde surgían las impurezas y elhorror. Por medio de alguna extraña vida interna, la lepra del pecadoiba corroyendo lentamente aquel objeto. La putrefacción de uncadáver en una tumba húmeda no era tan horrenda.

Su mano tembló, haciendo caer la vela del candelabro sobreel entarimado, donde chisporroteó. Poniéndole el pie encima, laapagó. Después dejóse caer en el sillón desvencijado que estabaal lado de la mesa, y hundió la cara en sus manos.

—¡Santo Dios, Dorian, qué lección! ¡Qué tremenda lección!No obtuvo respuesta; pero pudo oír al joven, que sollozaba en

la ventana.—¡Recemos, Dorian, recemos" —murmuró—. ¿Qué nos han

enseñado a decir en nuestra infancia? «No nos dejes caer en latentación. Perdónanos nuestros pecados. Purifícanos de nuestrasiniquidades.» Repitámoslo juntos. El ruego de su orgullo ha sidoescuchado. El ruego de su arrepentimiento será escuchado también.Le he adorado a usted demasiado. Estoy castigado por ello. Se haadorado usted a si mismo demasiado. Ambos estamos castigados.Dorian se volvió lentamente, y mirándole con ojos empañados delágrimas:

—Es ya demasiado tarde, Basilio — balbució.

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—Nunca es demasiado tarde, Dorian. Arrodillémonos eintentemos recordar una oración. ¿’No hay un versículo así en algúnpasaje: «Aunque vuestros pecados sean como la grana, yo losvolveré blancos como la nieve?»

—Esas palabras ya no quieren decir nada para mi.—¡Silencio! No diga eso. Bastante mal ha hecho ya en su

vida. ¡Dios mío! ¿No ve usted esa maldita cosa cómo nos mira desoslayo?

Dorian Gray contempló el retrato, y de repente un irrefrenablesentimiento de odio hacia Basilio Hallward se apoderó de él, comosi le fuese sugerido por la imagen pintada sobre el lienzo,cuchicheado a su oído por aquellos labios sarcásticos. Las pasionesenloquecidas de una fiera acosada despertábanse en él, y aborrecióal hombre sentado ante la mesa como no había aborrecido nuncajamás en su vida entera. Miró ferozmente a su alrededor. Algo relucíasobre el cofre pintado, enfrente de él. Su mirada se posó sobreaquello. Sabía lo que era. Un cuchillo que había subido días antespara cortar una cuerda y que se olvidó de llevarse. Avanzónuevamente hacia aquello, pasando cerca de Hallward. Llegado ala espalda de éste, cogió el cuchillo y se volvió. Hallward se movióen su sillón como si fuera a levantarse. Se abalanzó sobre él y lehundió el cuchillo en la carótida detrás de la oreja, aplastando lacabeza contra la mesa y descargando golpes repetidos.

Hubo un gemido apagado, y el ruido horrible de alguien anegadoen sangre. Por tres veces los brazos extendidos se agitaronconvulsivamente, sacudiendo, grotescos, unas manos de crispadosdedos en el aire. Apuñaló él por dos veces más ; pero el pintor nose movió ya. Algo empezó a gotear sobre el suelo. Se detuvo unmomento, apoyándose aún sobre la cabeza caída. Después tiró elcuchillo sobre la mesa y escuchó.

No oyó más que un ruido de gotas cayendo sobre la alfombraraída. Abrió la puerta y salió al rellano. La casa estabacompletamente tranquila. No había nadie. Durante unos segundospermaneció inclinado sobre la barandilla, escudriñando hacia abajola hirviente negrura de las tinieblas. Luego quitó la llave, volvió a lahabitación y se encerró allí.

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El cuerpo continuaba sentado en el sillón, volcado sobre lamesa, con la cabeza caída y la espalda encorvada, con sus largosy fantásticos brazos. Si no hubiera sido por el orificio rojo y abiertodel cuello, y por el charco de coágulos negros que se extendían -lentamente sobre la mesa, hubiera podido decirse que aquel hombreestaba simplemente dormido.

¡Qué rápidamente sucedió todo aquello! Sentíase extrañamentetranquilo, y yendo hacia la ventana, la abrió y se asomó. El vientohabía barrido la niebla, y el cielo era como una monstruosa cola depavo real, estrellada de miríadas de pupilas de oro. Miró hacia abajoy vio a un policeman que hacía su ronda dirigiendo los largos rayosde luz de su linterna sobre las puertas de las casas silenciosas. Lamancha carmesí de un coche que pasaba iluminó la esquina yluego se desvaneció. Una mujer envuelta en un chal vaporoso sedeslizó lentamente a lo largo de las verjas y siguió tambaleándose.De cuando en cuando deteníase para mirar atrás. En seguidaempezó a entonar una caución con voz ronca. El guardia corrió aella y le dijo algo. Se marchó tropezando y echándose a reir. Unviento áspero recorrió la plaza. Las luces de gas de los farolesvacilaron azuleantes, y los árboles desnudos entrechocaron susramas secas. Estremecióse y entró, cerrando la ventana.

Llegado a la puerta, hizo girar la llave y abrió. No miró siquieraal hombre asesinado. Sintió que el secreto de todo aquello no iba acambiar la situación. El amigo que pintó el retrato fatal al que debíatoda su miseria estaba apartado de su vida. Aquello era suficiente.

Entonces se acordó de la lámpara. Era realmente un curiosotrabajo morisco, hecho de plata maciza, incrustada con arabescosde acero bruñido y adornada de gruesas turquesas. Quizá su criadonotaría su falta y se harían preguntas. Titubeó un momento, luegose volvió a entrar y la cogió de la mesa. No pudo dejar de mirar almuerto. ¡Qué tranquilo estaba! | Qué horriblemente blancas parecíansus largas manos! Era como una terrible figura de cera.

Habiendo cerrado la puerta tras él, descendió tranquilamentelas escaleras. Los peldaños crujían como si lanzasen gemidos dedolor. Se detuvo varias veces y esperó. No; todo estaba en calma.No se oía más que el ruido de sus propias pisadas.

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Cuando llegó a la biblioteca, vio la maleta y el gabán en unrincón. Era preciso esconderlo en algún sitio. Abrió su armariosecreto disimulado en el zócalo de madera, donde guardaba suspropios y extraños disfraces, y los metió allí. Podría quemarlosfácilmente más adelante. Después sacó su reloj. Eran las dosmenos veinte.

Sentóse y se puso a reflexionar. Todos los años —todos losmeses casi— eran ahorcados individuos en Inglaterra por lo que élacababa de hacer. Había flotado un frenesí criminal en el aire. Algunaestrella roja debió de aproximarse demasiado a la tierra... Y, sinembargo, ¿qué pruebas habría contra él? Basilio Hallward se fuede su casa a las once. Nadie le vio entrar de nuevo. La mayor partede los criados estaban en Selby Royal. El suyo estaba acostado...¡París! Sí. Era París hacia donde salió Basilio, en el tren de lasonce de la noche, como tenía pensado. Con sus extrañas yreservadas costumbres, pasarían meses antes que se suscitaransospechas, ¡Meses! Todo podía estar destruido mucho antes.

Una repentina idea cruzó por su imaginación. Se puso el abrigoy el sombrero, y salió al vestíbulo. Allí se detuvo, escuchando elandar lento y pesado del guardia por la acera de enfrente, y viendola luz de su linterna roja reflejada en la ventana. Esperó conteniendola respiración.

Después de unos momentos descorrió el cerrojo y se deslizóafuera, cerrando la puerta detrás de él con mucha suavidad. Luegollamó al timbre. Al cabo de cinco minutos apareció su criado amedio vestir y como muy adormilado.

—Siento haberle despertado a usted, Francisco —dijo,entrando—; pero se me olvidó mi llavín. ¿Qué hora es?

—Las dos y diez, señor —contestó el criado consultando elreloj y guiñando los ojos.

—¿Las dos y diez? ¡Me he retrasado terriblemente! Serápreciso que me despierte usted mañana a las nueve. Tengo untrabajo que hacer.

—Muy bien, señor.—¿Ha venido alguien esta noche?—Míster Hallward, señor. Estuvo aquí hasta las once y luego

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se fue para tomar el tren.—¡Oh! Siento no haberlo visto. ¿Ha dejado alguna carta?—No, señor; dijo que escribiría al señor desde París, si no le

encontraba en el club.—Está bien, Francisco. No se olvide usted de llamarme a las

nueve de la mañana.—No, señor.El criado desapareció por el corredor arrastrando sus zapatillas.Dorian Gray tiró su gabán y su sombrero sobre la mesa y

entró en la biblioteca. Estuvo paseándose por la habitación duranteun cuarto de hora, mordiéndose el labio y reflexionando. Despuéscogió de un estante una guía de direcciones y empezó a pasarhojas. «Alan Campbell, calle de Hertford, Mayfair.» Sí; aquél era elhombre que necesitaba.

CAPITULO XIV

A las nueve de la mañana siguiente entró su criado con unataza de chocolate sobre una bandeja y abrió las persianas. Doriandormía muy apaciblemente, descansando sobre el lado derecho,con una mano debajo de su mejilla. Parecía un adolescente cansadopor el juego o por el estudio.

El criado tuvo que tocarle dos veces en el hombro antes quese despertase, y cuando abrió los ojos, una débil sonrisa cruzósobre sus labios como si hubiera estado sumido en algún sueñodelicioso. Y, sin embargo, no había soñado nada. Su noche rio fueturbada por ninguna imagen de placer o de dolor. Pero la juventudsonríe sin motivo. Este es uno de sus principales encantos.

Se volvió, y apoyándose sobre el codo, empezó a beber asorbitos el chocolate. El suave sol de noviembre inundaba el cuarto.El cielo estaba despejado, y había una confortable tibieza en elaire. Era casi como una mañana da mayo.

Gradualmente, los sucesos de la noche anterior invadieron sumente, deslizándose silenciosamente con pasos ensangrentados,y se reconstituyeron por sí mismos con terrible precisión. Temblóal recuerdo de todo lo que había sufrido, y por un instante el mismo

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extraño sentimiento de odio contra Basilio Hallward que le impulsóa matarle cuando estaba sentado en el sillón le invadió de nuevo,dejándole helado y colérico. El muerto seguía aún sentado allá arriba,y a pleno sol ahora, ¡Qué horrible era aquello! Cosas tan atrocesson para las tinieblas, no para la luz del día.

Sintió que si seguía pensando en lo sucedido enfermaría o sevolvería loco. Había pecados cuya fascinación era mayor por elrecuerdo que por el acto en sí mismo; extraños triunfos quesatisfacían el orgullo más que las pasiones, y que daban a lainteligencia una viva alegría, mayor que la que proporcionaban opodían proporcionar a los sentidos. Pero aquél no era de ésos. Eraun recuerdo que debía borrar de su mente, aletargarlo conadormideras y ahogarlo, por último, para que no le ahogase a él.

Cuando sonó la media, pasó la mano por su frente, y despuésse levantó presuroso y se vistió con más esmero que de costumbre,escogiendo minuciosamente su corbata y su alfiler y cambiandovarias veces de sortijas. Empleó también mucho tiempo en almorzar,probando de los diversos platos, hablando a su criado de una nuevalibrea que pensaba hacer a su servidumbre de Selby mientras abríasu correspondencia. Algunas cartas le hicieron sonreír. Tres leaburrieron. Releyó varias veces la misma y luego la rompió con unligero gesto de cansancio en su rostro, «¡Qué cosa más terrible esla memoria de una mujer!», como había dicho una vez lord Henry.

Después de beber su taza de café negro, se limpió los labiospausadamente con una servilleta, hizo señas a su criado de queesperase, y yendo hacia la mesa se sentó y escribió dos cartas.Se metió una de ellas en el bolsillo y entregó la otra al criado.

—Lleve usted esto al ciento cincuenta y dos de la calle deHertford, Francisco, y si míster Campbell está fuera de Londres,pregunte su dirección.

En cuanto estuvo solo encendió un cigarrillo y comenzó ahacer apuntes sobre una hoja de papel, dibujando primero flores,motivos arqueológicos, y luego rostros humanos. De pronto notóque cada cara que trazaba parecía tener una semejanza fantástica(1) Aún mal lavada del suplicio.(2) Dedos de fauno.(3) Ante una fachada rosa, sobre el mármol de una escalera.

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con Basilio Hallward. Frunció las cejas, y, levantándose, fue haciala estantería y cogió un tomo al azar. Estaba dispuesto a no pensarmás en lo sucedido hasta que no fuera absolutamente necesario.

Una vez tumbado sobre el sofá, miró el título del libro. Era unejemplar Charpentier de los Esmaltes y camafeos, de Gautier, sobrepapel japón, con el aguafuerte de Jacquemart. La encuademaciónera de cuero verde limón, con una retícula de oro, sembrada degranadas. Se lo había dado Adriano Sigleton. Hojeándolo, su miradacayó sobre el poema de la mano de Lacenaire, la mano fría yamarillenta du supplice, encore mal lavée (1), con su vello rojo ysus doigts de faune (2). Contempló sus propios dedos blancos yalargados, y, a pesar suyo, estremeciéndose levemente, continuóhasta llegar a estas deliciosas estrofas sobre Venecia:

Sobre una gama cromática,goteando perlas su seno,la Venus del Adriáticosaca del agua su cuerpo blanquirrosado.Las cúpulas, sobre el azul de las ondas,según la frase de puro contorno,hínchanse cual mórbidas gargantasque levantan un suspiro de amor.El esquife atraca y me deja,enlazando su amarra al pilar,ante una fachada rosa,sobre el mármol de una escalinata.

¡Qué exquisito era aquello! Al leerlo parecía como sidescendiese uno por los verdes canales de la ciudad rosa y perla,sentado en una negra góndola de proa de plata y cortinas flotantes.Aquellas simples líneas parecían recordarle las largas franjas azulturquesa que se sucedían lentamente en el horizonte del Lido. Elresplandor repentino de los colores le evocaba las palomas depechuga de iris y ópalo que revoloteaban en torno al Campanille,

(1) Monstruo encantador.

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combado como un panal de miel, o que se pasean con graciamajestuosa bajo las sombrías y polvorientas arcadas. Se recostóentornando los ojos, repitiéndose a sí mismo:

Devant une façade rose,Sur le marbre d’un escalier. (3).

Venecia entera estaba en aquellos dos versos. Recordó eltono que pasó allí y el maravilloso amor que le hizo cometer tandeliciosas y delirantes locuras. Hay pasiones románticas en todaspartes. Pero Venecia, como Oxford, conservan un fondo de novela,y para el verdadero romántico, el fondo lo es todo, o casi todo.Basilio le acompañó allí una temporada, apasionándose por elTintoretto. ¡Pobre Basilio! ¡Qué horrible muerte la suya!

Suspiró, y volvió a coger el libro, intentando olvidar. Leyóaquellos versos sobre las golondrinas del pequeño café en Esmirna,entrando y saliendo de allí, mientras los hadjis, sentados alrededor,pasan las cuentas de ámbar de sus rosarios, y los mercaderes,enturbantados, fuman sus largas pipas de borlas y conversangravemente entre ellos; leyó los otros sobre las del Obelisco de laplaza de la Concordia, que lloran lágrimas de granito en su solitariodestierro sin sol, languidecientes de no poder volver a lasproximidades del Nilo, ardoroso y cubierto de lotos, donde estánlas Esfinges, los ibis rosados y rojos, los buitres blancos de garrasde oro, los cocodrilos de ojillos de berilo que se arrastran por ellégamo verde y humoso; empezó a soñar sobre aquellos versosque dibujan musicalmente un mármol manchado de besos y hablande esa curiosa estatua que Gautier compara con una voz decontralto, el monstre charmant (1), acostado en la sala de pérfidodel Louvre. Pero al poco rato el libro se le cayó de la mano. Sentíasenervioso, y un acceso de terror le sobrecogió. ¿Y si Alan Campbellestaba ausente de Inglaterra? Pasarían días antes que pudieseregresar. Quizá se negase a venir. ¿Qué podía hacer entonces?Cada instante tenía una importancia vital. Habían sido muy amigoscinco años antes, casi inseparables, en efecto. Después suintimidad terminó repentinamente. Ahora, cuando se encontraba en

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sociedad, tan sólo Dorian Gray sonreía; Alan Campbell, nunca.Era un muchacho muy inteligente, aunque no apreciase

realmente las artes plásticas, no obstante cierto sentido de la bellezapoética, transmitido enteramente por Dorian. Su pasión intelectualdominante era la ciencia. En Cambridge había empleado la mayorparte de su tiempo en trabajos de laboratorio, conquistando un buennúmero de promoción en Ciencias Naturales. Realmente era muyaficionado al estudio de la Química, y tenía un laboratorio particular,en donde solía encerrarse durante todo el día, con gran contrariedadde su madre, que había soñado para él un puesto en el Parlamento,y que tenía una vaga idea de que un químico era un hombre quecomponía recetas. Era un excelente músico además, y tocaba elviolín y el piano mejor que la mayoría de los aficionados.

En realidad, la música fue lo que primeramente los hizo intimar,la música y aquella indefinible atracción que Dorian parecía ejercercada vez que lo deseaba, y que ejercía realmente a menudo hastade una manera inconsciente. Se conocieron en casa de ladyBarkshire la noche en que Rubinstein tocó allí, y desde entoncesse los solía ver siempre juntos en la Opera y en los sitios donde seoía música buena. Aquella intimidad duró dieciocho meses.Campbell estaba siempre en Selby Royal o en la plaza Grosvenor.Para él, como para otros muchos, Dorian Gray era el tipo de todocuanto hay de maravilloso y fascinante en la vida. Nadie supo nuncasi hubo alguna disputa entre ellos. Pero, de pronto, la gente notóque apenas si se hablaban cuando estaban juntos y que Campbellparecía irse siempre de los sitios donde estuviera presente DorianGray. Había aquél cambiado también... Tenía extrañas melancolías,aparentaba detestar casi la música, y ya no quería tocar él, alegandocomo disculpa, cuando le hablaban de ello, que sus estudioscientíficos le absorbían tanto, que no le quedaba tiempo parapracticar. Y esto era verdad. Cada día parecía interesarle más laBiología, y su nombre aparecía citado varias veces en algunasrevistas científicas a propósito de curiosos experimentos.

Este era el hombre a quien esperaba Dorian Gray. Miraba acada segundo al reloj. A medida que transcurrían los minutos ibaexcitándose horriblemente. Por último, se levantó y empezó a

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recorrer la habitación, como si fuera un bello ser enjaulado. Dabafurtivas zancadas. Sus manos estaban singularmente frías.

La espera se hizo intolerable. El tiempo le parecía deslizarsecon pies de plomo, mientras él se sentía transportado por unamonstruosa ráfaga al borde de un sombrío precipicio. Sabía lo quele esperaba allí; lo veía realmente, y de pronto comprimió con manossudorosas sus párpados abrasadores, como queriendo destruir suvista y hundir en sus órbitas los globos de sus ojos. Era inútil. Sucerebro se nutría de sí mismo, y la imaginación, convertida engrotesca por el terror, desarrollábase en contorsiones dolorosamentedesfiguradas, bailando como un pelele inmundo y gesticulando conmáscaras patéticas.

Entonces, súbitamente, el Tiempo se detuvo para él. Sí;aquella fuerza ciega, de pausado aliento, cesó en su repetición, ydurante aquella muerte del Tiempo, horribles pensamientos corrieronágilmente ante él, desenterrando un porvenir horrendo de su tumba.Lo contempló. Su propio horror le dejó petrificado.

Por fin se abrió la puerta y entró su criado. Volvió hacia él susojos vidriados.

—Míster Campbell, señor — dijo el sirviente. Un suspiro dealivio se escapó de sus labios secos, y volvió el color a sus mejillas.

—Ruégale que pase en seguida, Francisco.Sintió que volvía a recobrar el dominio de sí mismo. Su acceso

de cobardía había desaparecido.El criado se inclinó y salió. Instantes después entraba Alan

Campbell, con aspecto muy severo y más bien pálido, aumentadasu palidez por el negro vivo de su pelo y de sus cejas.

—¡Alan! Ha sido usted muy amable. Gracias por haber venido.—Tenía el propósito de no volver a entrar jamás en su casa,

Gray, pero como decía usted que era un asunto de vida o muerte...Su voz era dura y fría. Hablaba con deliberada lentitud. Había

una expresión de desprecio en su mirada, firme y escrutadora, fijasobre Dorian. Con las manos en los bolsillos de su abrigo deastracán, parecía no darse cuenta de la acogida.

—Sí; es un asunto de vida o muerte, Alan, y para más de unapersona. Siéntese.

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Campbell cogió una silla de la mesa, y Dorian se sentó enfrente.Los ojos de los dos hombres se encontraron. En los de Dorianhabía una infinita compasión... Sabía que lo que iba a hacer eraterrible.

Después de un penoso momento de silencio, se inclinó sobrela mesa, y dijo muy tranquilamente, pero observando el efecto decada palabra en la cara de aquel a quien había hecho llamar:

—Alan; en una habitación cerrada con llave del último piso deesta casa, habitación en la que nadie más que yo ha entrado, hayun hombre muerto, sentado ante una mesa. Ha muerto hará unasdiez horas en este momento. No se mueva usted y no me mire así.Quién es ese hombre, por qué y cómo ha muerto son cuestionesque no le atañen a usted. Lo que tiene usted que hacer es esto...

—Basta, Gray. No quiero saber nada más. Que lo que ustedacaba de decirme, sea o no cierto, no me importa. Me niego porcompleto a ser mezclado en su vida. Guarde para usted sus horriblessecretos. Ya no me interesan.

—Alan, tendrán que interesarle. Este le interesa. Lo sientoterriblemente por usted, Alan. Pero no puedo evitarlo. Es usted elúnico hombre que puede salvarle. Estoy obligado a mezclarle eneste asunto. No me queda opción. Alan, usted es un sabio. Conocela química y cuanto se relaciona con ella. Ha hecho ustedexperimentos. Lo que tiene usted que hacer es destruir el cuerpoque está allá arriba, destruirlo para que no quede ningún vestigio.Nadie ha visto a esa persona entrar en la casa. Realmente, se lesupone en estos momentos en París. No se notará su falta envarios meses. Cuando se note, no debe descubrirse ningún vestigioaquí. Usted, Alan, debe convertirle a él y a todo lo que le perteneceen un puñado de cenizas que pueda yo esparcir en el aire.

—Está usted loco, Gray.—¡Ah! Esperaba que me llamaría usted Donan.—Está usted loco, le digo; loco al imaginar que quisiera yo

mover un dedo para ayudarle; loco al hacer esa monstruosaconfesión. No quiero tener nada que ver con ese asunto, sea el quesea. ¿Cree que voy a arriesgar mi reputación por usted? ¿Quéimporta lo que signifique para usted esa obra diabólica que realiza?

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—Se ha suicidado, Alan.—Me alegro. Pero ¿quién le impulsó a ello? Usted, me imagino.—¿Persiste en negarse a hacer eso por mí?—Naturalmente que me niego. No quiero ocuparme de ello en

absoluto. No me importa la vergüenza que le espera. Lo mereceusted todo. No me disgustaría verlo deshonrado, públicamentedeshonrado. ¿Cómo se atreve usted a pedirme a mí, entre todoslos hombres del mundo, que me mezcle en ese horror? Creí queconocía usted mejor los caracteres de las personas. Su amigo lordHenry Wotton debía haberle enseñado más psicología, entre otrascosas que le ha enseñado. Nada podrá decidirme a dar un pasopara salvarle. Se ha equivocado usted de persona. Busque a algunode sus amigos. No se dirija a mí.

—Alan, es un asesinato. Le he matado. No sabe usted lo queme hizo sufrir. Cualquiera que haya sido mi vida, él ha contribuidoa hacerla lo que fue o a perderla, más que ese pobre Harry. Puedeque no fuese ésa su intención ; pero el resultado ha sido el mismo.

—¡Un asesinato, Cielo santo! Dorian, ¿a eso ha llegado usted?No le denunciaré. Eso no es cuenta mía. Además, aun sin miintervención en el asunto, será usted detenido seguramente. Nadiecomete jamás un crimen sin hacer alguna tontería. Pero no quierotener nada que ver con esto.

—Es preciso que tenga usted que ver con esto. Espere, espereun momento; escúcheme. Escúcheme únicamente, Alan. Todo loque le pido es que realice un determinado experimento científico.Va usted a los hospitales y a los depósitos, y los horrores que allíejecuta no le conmueven.

Si en una de esas salas de disección horrendas o en uno deesos laboratorios fétidos se encontrase a ese hombre tendido sobreuna mesa de cinc, con rojas ranuras que dejan escurrir la sangre, lomiraría usted simplemente como una pieza admirable. No se leerizaría el pelo. No creería hacer nada injusto. Por el contrario,pensaría probablemente que beneficiaba el tesoro científico delmundo, o que satisfacía una curiosidad intelectual, o algo así por elestilo. Lo que le pido es simplemente lo que ha hecho usted antescon frecuencia. Realmente, destruir un cadáver debe de ser mucho

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menos horrible que lo que está usted acostumbrado a hacer. Yrecuerde que es la única prueba que existe contra mí. Si se descubre,estoy perdido, y se descubrirá seguramente como usted no meayude.

—No deseo ayudarle. Se olvida usted de esto. Soy indiferentea todo el asunto, sencillamente. No tiene nada que ver conmigo.

—Alan, se lo ruego. Piense en mi situación. Precisamenteantes de llegar usted, casi desfallecía yo de terror. Algún día puedeusted mismo conocer ese terror, ¡No! No piense en eso. Considereel asunto meramente desde el punto de vista científico. Usted nopregunta de dónde vienen los cadáveres que le sirven para susexperimentos. No pregunte ahora tampoco. Ya le he dichodemasiado. Pero le suplico que haga esto. Hemos sido amigos enotro tiempo, Alan.

—No hable usted de aquellos días, Dorian. Han muerto y».—Loa muertos permanecen a veces. El hombre que está allá

arriba no se marchará. Está sentado ante una mesa con la cabezacaída y los brazos extendidos. | Alan, Alan! Si usted no me prestaayuda, estoy perdido. ¿Cómo? ¡Me ahorcarán, Alan! ¿No locomprende usted? ¡Me ahorcarán por lo que he hecho!

—Es inútil prolongar esta escena. Me niego en absoluto ahacer nada en este asunto. Ha sido una locura suya pedírmelo.

—¿Se niega usted?—Sí.—Se lo suplico, Alan.—Es inútil.La misma mirada de compasión apareció en los ojos de Dorian

Gray. Alargó su mano, cogió una hoja de papel y escribió algo enella. La releyó dos veces, doblándola cuidadosamente, y la empujósobre la mesa, Hecho esto, se levantó y fue hacia la ventana.

Campbell le miró con sorpresa; después cogió el papel y loabrió. Mientras lo leía, su rostro se puso espantosamente pálido yse echó hacia atrás en la silla. Una horrible sensación de malestarle invadió. Sintió como si su corazón latiese hasta morir en algunavacía cavidad.

Después de dos o tres minutos de terrible silencio, Dorian se

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volvió y fue a colocarse detrás de él, apoyando una mano sobre suhombro.

—La siento tanto por usted, Alan —murmuró—; pero no medejaba ninguna alternativa. Tenía escrita ya una carta. Aquí está.Vea usted la dirección. Si usted no me ayuda, tendré que enviarla.Ya sabe las consecuencias que producirá. Pero usted va aayudarme. Es imposible que se niegue ahora. He procurado evitarleesto. Me hará usted la justicia de reconocerlo. Ha estado ustedconmigo severo, cruel, ofensivo. Me ha tratado como ningún hombrese atrevió nunca a tratarme..., ningún hombre vivo, por lo menos.Lo he soportado todo. Ahora me toca a mí dictar condiciones.

Campbell ocultó la cabeza en sus manos y un estremecimientole recorrió.

—Sí; a mi vez voy a dictar mis condiciones, Alan. Ya sabecuáles son. La cosa es muy sencilla. Venga usted acá, no searrebate. La cosa ha de quedar hecha. Afróntela y hágala.

Un gemido salió de los labios de Campbell y tembló todo él. Eltictac del reloj sobre la chimenea le pareció dividir el tiempo enátomos dispersos de agonía, cada uno de los cuales era demasiadoterrible para ser soportado. Sintió como si un círculo de hierro leoprimiese lentamente su cerebro, como si la deshonra que leamenazaba le hubiera alcanzado ya. La mano puesta pobre unhombre le pesaba como si fuese una mano de plomo. Parecíatriturarle.

—Vamos, Alan, debe usted decidirse en seguida.—No puedo — dijo maquinalmente, como si aquellas palabras

pudiesen alterar las cosas.—Es necesario. No puede usted elegir. No se detenga más.Vaciló él un momento.—¿Hay lumbre en esa habitación de arriba?—Sí; hay un aparato de gas con amianto.—Necesito ir a mi casa y traer algunas cosas del laboratorio.—No, Alan; no saldrá usted de la casa. Escriba lo que necesite

en una cuartilla, y mi criado tomará un coche e irá a buscar esascosas.

Campbell trazó unas líneas, pasó el secante después y dirigió

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el sobre a su ayudante. Dorian cogió la cuartilla y la leyó con atención.Luego tocó el timbre y se la entregó a su criado, con orden devolver lo antes posible, trayéndose aquellas cosas.

Cuando la puerta de la calle se cerró, Campbell se levantónerviosamente en su silla y fue hacia la chimenea. Temblabaligeramente de fiebre. Durante cerca de veinte minutos no hablóninguno de aquellos hombres. Una mosca zumbaba ruidosamentepor la habitación, y el tictac del reloj era como el golpeteo de unmartillo.

Al sonar las campanadas de una hora, Campbell se volvió y,al mirar a Dorian Gray, vio que sus ojos estaban llenos de lágrimas.Había algo tan puro y refinado en aquel triste rostro, que parecióponerle fuera de sí.

—¡Es usted infame, absolutamente infame! — murmuró.—Calle, Alan; me ha salvado usted la vida — dijo Dorian.—¿Su vida? ¡Cielo santo ! ¡Qué vida ! Ha llegado usted, de

corrupción en corrupción, hasta culminar ahora en el crimen.Haciendo lo que voy a hacer, lo que usted me obliga a hacer, no esen su vida en lo que pienso.

—¡Ah Alan! —murmuró Dorian con un suspiro—. Desearía queme tuviese usted la milésima parte de compasión que le tengo yo.

Volvióle la espalda al decir esto y permaneció mirando al jardín.Campbell no contestó.

Al cabo de unos diez minutos llamaron a la puerta y entró elcriado, trayendo una amplia caja de caoba con productos químicos,un largo rollo de alambre de acero y de platino y dos garfios dehierro en forma bastante curiosa.

—¿Hay que dejar estas cosas aquí señor? — preguntó aCampbell.

—Sí —dijo Dorian—. Y me temo, Francisco, que tengo quedarle otro recado. ¿Cómo se llama ese hombre de Richmond queprovee de orquídeas a Selby?

—Harden, señor.—Sí, Harden. Va usted a ir a Richmond en seguida, a ver a

Harden en persona, y le dice que me envíe el doble de orquídeasde las que encargué, y que ponga las menos blancas posibles. En

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realidad, no quiero ninguna blanca. Hace un día delicioso, Francisco,y Richmond es un sitio precioso; de otro modo, no le hubiesemolestado a usted con esto.

—No hay molestia, señor. ¿A qué hora debo volver? Dorianmiró a Campbell.

—¿Cuánto tiempo necesitará su experimento, Alan? —preguntó con una voz tranquila e indiferente.

La presencia de una tercera persona parecía darle un valorextraordinario.

Campbell frunció el ceño y se mordió el labio.—Necesitaré cerca de cinco horas — respondió.—Bastará entonces con que vuelva usted alrededor de las

siete y media, Francisco. O espere: déjeme fuera la ropa. Tendráusted la noche para usted. No cena en casa, así es que ya no lenecesitaré.

—Gracias, señor — dijo el criado, retirándose.—Ahora, Alan, no hay momento que perder. ¡Cómo pesa esta

caja!—Voy a subirla yo. Coja usted las otras cosas.Hablaba de prisa, con tono autoritario. Campbell se sintió

dominado. Salieron juntos de la habitación.Cuando llegaron al último rellano, Dorian sacó la llave y la

hizo girar en la cerradura. Después se volvió con ojos alterados.Temblaba.

—Creo que no voy a poder entrar, Alan — murmuró.—No me importa nada. No le necesito — dijo Campbell

fríamente.Dorian entreabrió la puerta. En aquel momento vio a la luz del

sol la cara de su retrato, mirándole de soslayo. Delante, sobre elsuelo, estaba extendida la cortina rasgada. Recordó que la nocheanterior se habla olvidado, por primera vez en su vida, de tapar ellienzo fatal, y fue a precipitarse hacia adelante, cuando se detuvoestremecido.

¿Qué era aquella aborrecible mancha roja, que relucía húmeday brillante sobre una de las manos, como si el lienzo rezumasesangre? ¡Era horrible!... Más horrible parecióle en aquel momento

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que el bulto silencioso que ya conocía tendido sobre la mesa, lacosa grotesca e informe cuya sombra se proyectaba sobre el tapizmanchado, mostrándole que no se había movido, sino que seguíaallí, tal como él la dejó.

Exhaló un profundo suspiro, abrió la puerta un poco más, ycon los ojos semicerrados y volviendo la cabeza, entró rápidamente,dispuesto a no mirar ni una sola vez hacia el muerto. Luego,parándose y recogiendo la cortina de púrpura y oro, la echó sobre elretrato.

Se quedó allí inmóvil, temiendo volverse y con los ojos fijosen los arabescos del modelo que tenía delante. Oyó a Campbellque entraba la pesada carga y los instrumentos y las demás cosasque necesitaba para su horrible trabajo. Se preguntó si Campbell yBasilio Hallward se conocían, y, en este caso, lo que habían podidopensar uno de otro.

—Ahora déjeme usted — dijo una voz severa detrás de él.Se volvió y salió precipitadamente, dándose cuenta tan sólo

de que el cadáver estaba recostado en el sillón y queCampbell contemplaba su faz amarilla y lustrosa. Cuando

bajaba la escalera oyó el ruido de la llave girando en la cerradura.Eran mucho más de las siete cuando Campbell volvió a entrar

en la biblioteca. Estaba pálido, pero absolutamente tranquilo.—Ya hice lo que usted me pidió —murmuró—. Y ahora, adiós.

Que no nos volvamos nunca a ver.—Me ha salvado usted del desastre, Alan. No podré olvidarlo

— dijo Dorian simplemente.En cuanto Campbell hubo salido subió las escaleras. Había

en la habitación un horrible olor a ácido nítrico. Pero la cosa sentadaante la mesa había desaparecido.

CAPITULO XV

Aquella noche, a las ocho y media, exquisitamente vestido ycon un manojo de violetas de Parma en el ojal, Dorian Gray eraintroducido en el salón de lady Narborough por unos lacayosinclinados. Sus sienes latían con loco nerviosismo y sentíase

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ferozmente excitado ; pero la reverencia que hizo ante la mano dela dueña de la casa fue tan natural y graciosa como siempre. Acasono parece uno estar nunca tan tranquilo como cuando tiene querepresentar un papel. Ciertamente, ninguno de los que vieron a DorianGray aquella noche hubiera podido creer que acababa de pasar poruna tragedia más horrible que ninguna de nuestra época. No eraposible que aquellos dedos finamente modelados hubieranempuñado el cuchillo culpable ni que aquellos labios sonrienteshubieran increpado a Dios y a su bondad. A pesar suyo, sentíaseasombrado de la tranquilidad de su conducta, y durante un momentoexperimentó intensamente el terrible placer de una vida doble.

Era una reunión íntima, organizada precipitadamente por ladyNarborough, dama muy inteligente, a quien lord Henry solía describirdiciendo que conservaba restos de una verdadera y notable fealdad.Se mostró esposa excelente de uno de nuestros más aburridosembajadores, y habiendo enterrado convenientemente a su maridoen un mausoleo de mármol que ella misma dibujó, y casado a sushijas con hombres ricos, más bien de edad madura, se dedicabaahora a los placeres de la literatura novelesca francesa, del arteculinario francés y del esprit cuando podía conseguirlo.

Dorian era uno de sus favoritos especiales, y siempre le decíaque estaba muy contenta de no haberle conocido en su juventud.

—Sé, querido, que me hubiese enamorado locamente de usted—solía decir—, y hubiera saltado por encima de todo por su amor.Por fortuna, no se pensaba en usted entonces. No tuve nuncaamoríos con nadie. Por otro lado, la culpa fue toda de mi marido.Era tan horriblemente miope, que no hubiese existido ningún placeren engañar a un marido que nunca veía nada.

Sus invitados de aquella noche eran más bien aburridos. Elhecho era, como se lo explicó a Dorian por detrás de un abanicomuy raído, que una de sus hijas casadas había llegado de improvisopara quedarse allí, y para colmo, trayéndose a su marido.

—Encuentro eso muy poco atento en ella, querido —le musitóal oído—. Naturalmente que yo voy a pasar una temporada en sucompañía todos los inviernos, a la vuelta de Hamburgo ; pero es

(1) Plato de ave o caza que se sirve rodeado de gelatina o mahonesa.

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preciso que una vieja como yo vaya algunas veces a tomar unpoco de aire fresco; en realidad, los despierto. No puede ustedsaber la vida que hacen allí. Es una pura y genuina vida de campo.Se levantan temprano, ¡porque tienen tanto que hacer!, y seacuestan temprano, ¡porque tienen tan poco que pensar! No hahabido ningún escándalo en las cercanías desde el tiempo de lareina Isabel, y, por consiguiente, todos se quedan dormidos despuésde cenar. No vaya usted a sentarse a su lado. Siéntese conmigo ydiviértase.

Dorian murmuró un amable cumplido y miró a su alrededor.Sí, era realmente una reunión aburrida. A dos de los invitados nolos había visto nunca antes, y los demás eran: Ernesto Harrowden,una de esas medianías de edad regular, tan comunes en los clubslondinenses, que no tienen enemigos, pero que son detestados afondo por sus amigos ; lady Buxton, una dama de cuarenta y sieteaños de edad, de vestido recargado, de nariz ganchuda, que intentabasiempre verse comprometida, pero que era tan peculiarmenteinsignificante que, con gran desilusión suya, nadie hubiese queridonunca creer nada en contra de ella ; la señora Erlyne, dama agresivae impersonal, con una tartamudez deliciosa y unos cabellos de unrojo veneciano ; lady Alicia Chapman, la hija de la dueña de lacasa, insulsa muchacha, ridículamente vestida, con una de esastípicas caras británicas que se ven una vez y no se recuerdannunca, y su marido, un ser de mejillas coloradas y patillas blancas,que, como muchos de su clase, creía que una jovialidad excesivapodía compensar la carencia completa de ideas. Dorian sentía casihaber ido, cuando lady Narborough, mirando el gran reloj de broncedorado, que desparramaba sus chillonas volutas sobre la chimenea,tapizada de malva, exclamó:

—¡Qué malo es Henry Wotton por llegar con tanto retraso! Leenvié unas líneas esta mañana, y prometió firmemente que no medefraudaría.

Fue un consuelo para él que Harry viniera, y cuando se abrióla puerta y oyó su voz lenta y musical, prestando encanto a alguna

(1) Escotada.(2) Edición de lujo.

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disculpa falsa, dejó de sentirse aburrido.Pero en la cena no pudo comer nada. Los platos desaparecían

intactos. Lady Narborough, no dejaba de reñirle por lo que ellallamaba «un insulto al pobre Adolfo, que ha inventado el menúespecialmente para usted», y de cuando en cuando lord Henry, lemiraba, asombrado de su silencio y de su aire pensativo. El criadollenaba de cuando en cuando su copa de champaña. Bebía élávidamente y su sed parecía aumentar.

—Dorian —dijo finalmente lord Henry cuando sirvieron elchaudfroid (1)—, ¿qué le pasa a usted esta noche? Está ustedmuy decaído.

—Creo que está enamorado —exclamó lady Narborough— yque tiene miedo de confesarlo por temor de que me sienta yo celosa.Y hace bien. Me sentiría seguramente celosa.

—Mi querida lady Narborough —murmuró Dorian, sonriendo—, no me he enamorado desde hace una semana entera, no; enrealidad, desde que madame de Ferrol se marchó de Londres.

—¿Cómo podrán los hombres enamorarse de esa mujer? —exclamó la vieja señora—. Realmente no puedo comprenderlo.

—Eso es sencillamente porque le recuerda a usted su niñez,lady Narborough —dijo lord Henry—. Ella es él único eslabón entrenosotros y los trajes de corto de usted.

—No me recuerda para nada mis trajes de corto, lord Henry.Pero la recuerdo muy bien a ella en Viena, hace treinta años, y ¡quédécolletée (1) estaba entonces!

—Y sigue aún décolletée —respondió él, cogiendo una aceitunacon sus largos dedos—. Y cuando se arregla con toda elegancia,parece una édition de luxe (2) de una mala novela francesa. Esrealmente maravillosa y llena de sorpresas. Su capacidad afectivafamiliar es extraordinaria. Cuando su tercer marido falleció, su pelose volvió completamente dorado de pena.

—¡Cómo es usted, Harry! — exclamó Dorian.—Es una explicación muy romántica —dijo, riendo, la dueña

de la casa—. Pero habla usted de su tercer marido, lord Henry. No

(1) Demasiado celo.(2) Demasiada audacia.

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querrá usted decir que Ferrol es el cuarto.—Ciertamente, lady Narborough.—No creo una palabra de eso.—Bueno ; pregúnteselo a míster Gray. Es uno de sus más

íntimos.—¿Es verdad eso, míster Gray?—Ella así me lo asegura, lady Narborough —dijo Dorian—. Le

pregunté si, como Margarita de Navarra, conservaba sus corazonesembalsamados y suspendidos de su cinturón. Me contestó que no,porque ninguno de ellos tenía corazón en absoluto.

—¡Cuatro maridos I... Palabra: eso es trop de zéle (1).—Trop d’audace (2), le repliqué — dijo Dorian.—¡Oh! Ella es bastante audaz para eso, querido. ¿Y cómo es

Ferrol? No le conozco.—Los maridos de las mujeres muy guapas pertenecen a las

clases criminales — dijo lord Henry, bebiendo su vino a sorbos.Lady Narborough le dio con su abanico.—Lord Henry, no me sorprende nada que el mundo diga que

es usted extraordinariamente perverso.—Pero ¿qué mundo dice éso? —preguntó lord Henry,

arqueando sus cejas—. Únicamente puede decirlo el mundo futuro.Este mundo y yo, estamos en excelentes relaciones.

—Todas las personas que conozco dicen que es usted muyperverso — exclamó la vieja señora, moviendo la cabeza.

Lord Henry pareció quedarse serio durante unos momentos.—Es perfectamente monstruosa —dijo al fin— la costumbre

que tiene la gente, hoy día, de decir cosas contra uno, y a suespalda, que son absoluta y enteramente ciertas.

—¿No es incorregible? — exclamó Dorian, inclinándose haciaadelante en su silla.

—Ya lo creo —dijo la dueña de la casa, riendo—. Pero,realmente, si adora usted de ese modo tan ridículo a madame deFerrol, tendré que volverme a casar para estar a la moda.

(1) Fin de siglo.(2) Fin del globo.

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—No se volverá usted a casar nunca, lady Narborough —interrumpió lord Henry—. Ha sido usted demasiado feliz antes.Cuando una mujer se vuelve a casar, es porque detestaba a suprimer marido. Cuando un hombre se vuelve a casar, es porqueadoraba a su primera esposa. Las mujeres prueban su suerte; loshombres arriesgan la suya.

—Narborough no era perfecto — exclamó la vieja señora.—Si lo hubiese sido, no le hubiera usted amado, mi querida

amiga —fue la respuesta—. Las mujeres nos aman por nuestrosdefectos. Si tuviésemos los suficientes, nos lo perdonarían todo,hasta nuestra inteligencia. Temo que no me vuelva usted nunca ainvitar de nuevo por haber dicho esto, lady Narborough; pero escompletamente cierto.

—Naturalmente que es cierto, lord Henry. Si nosotras lasmujeres no los amásemos por sus defectos, ¿qué sería de ustedes?Ninguno podría casarse nunca. Serían ustedes una pandilla deinfortunados solterones. Sin embargo, no los cambiaría esto mucho.Hoy día, todos los hombres casados viven como solteros, y todoslos solteros como hombres casados.

—Fin de siécle (1) — murmuró lord Henry.—Fin du globe (2) — respondió la dueña de la casa.—Quisiera que eso fuese el fin du globe —dijo Dorian con un

suspiro—. La vida es una gran desilusión.—¡Ah! Querido —exclamó lady Norborough, poniéndose los

guantes—, no me diga usted que ha agotado la vida. Cuando unhombre dice eso, sabe uno que la vida es la que le ha agotado a él.Lord Henry es muy perverso, y a veces yo quería haberlo sido;pero usted ha nacido para ser bueno. ¡Es usted tan guapo! Yo leencontraré una esposa bonita. Lord Henry, ¿no cree usted que místerGray debía casarse?

—Eso le estoy diciendo siempre, lady Narborough — repusolord Henry con una inclinación.

—Bueno; será necesario que le busquemos una parejaadecuada. Recorreré minuciosamente de cabo a rabo la Guía delGran Mundo esta noche, y haré una lista de todas las muchachas

(1) La bandera inglesa.

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casaderas.—¿Con sus edades, lady Narborough? — preguntó Dorian.—Naturalmente, con sus edades, levemente corregidas. Pero

no hay que hacerlo con precipitación. Quiero que sea lo que elMorning Post llama un matrimonio avenido, y deseo que ambossean ustedes felices.

—¡Cuántas tonterías dice la gente sobre los matrimoniosfelices! —exclamó lord Henry—. Un hombre puede ser feliz concualquier mujer mientras no la ame.

—¡Ah! ¡Qué cínico es usted ! —exclamó la vieja señora,levantándose y haciendo una señal con la cabeza a lady Euxton—.

Es preciso que vuelva usted a comer conmigo pronto. Es ustedrealmente un tónico admirable, mucho mejor que el que me harecetado sir Andrew. Tendrá usted que decirme, sin embargo, conqué personas le gustaría encontrarse. Quiero formar una reunióndeliciosa.

—Me gustan los hombres que tienen un porvenir y las mujeresque tienen un pasado —respondió él—. ¿No’ cree usted que sepuede formar con ellas una reunión muy femenil?

—Me lo temo —dijo ella, riendo y levantándose—. Milperdones, mi querido lady Ruxton —añadió—. No había visto queno ha concluido usted su cigarrillo.

—Eso no importa, lady Narborough. Fumo ya demasiado.Procuraré contenerme en lo sucesivo.

—No, se lo ruego, lady Ruxton —dijo lord Henry—. Lamoderación es una cosa fatal. Bastante es tan malo como unacomida. Más que bastante es tan bueno como un banquete.

Lady Ruxton le contempló con curiosidad.—Tendrá usted que venir a casa a explicarme eso una de

estas tardes, lord Henry. Expresa usted una teoría fascinante —murmuró saliendo rápidamente del salón.

—Y ahora tengan ustedes cuidado de no hablar demasiado depolítica y de escándalos —exclamó lady Narborough desde lapuerta—. Porque si hablan ustedes reñiremos seguramente arriba,en nuestros cuartos.

Los hombres se echaron a reír, y míster Chapman dio la vuelta

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solemnemente a la mesa y fue a sentarse en la cabecera. DorianGray cambió de sitio y vino a colocarse junto a lord Henry. MísterChapman empezó a hablar en voz alta de la situación de la Cámarade los Comunes. Se reía a carcajadas de sus adversarios. La palabradoctrinario —palabra llena de terror para el cerebro británico—reaparecía de cuando en cuando entre sus ex abruptos. Un prefijoparonomástico sirve como un engalanamiento de la oratoria. Izabala Unión Jack (1) sobre el pináculo del pensamiento. La estupidezhereditaria de la raza —denominada por él jovialmente sano sentidocomún inglés— era, a su juicio el adecuado baluarte de la sociedad.

Una sonrisa torció los labios de lord Henry, que, volviéndose,miró a Dorian.

—¿Está usted mejor, mi querido amigo? —preguntó—.Parecía usted más bien indispuesto en la cena.

—Estoy completamente bien, Harry. Cansado. Y nada más.—Estuvo usted encantador anoche. La duquesa se siente

completamente apasionada por usted. Me ha dicho que iría a Selby.—Me prometió ir el veinte.—¿Irá también Monmouth?—¡Oh! Sí, Harry.—Me molesta horriblemente, casi tanto como le molesta a

ella. Es ella muy inteligente, demasiado inteligente para ser mujer.Carece de ese encanto indefinible de la debilidad. Son los pies debarro los que hacen precioso el oro de la imagen. Sus pies son muybonitos, pero no son de barro. Son de porcelana blanca, si ustedquiere. Han pasado por el fuego, y lo que el fuego no destruye, loendurece. Ha tenido aventuras.

—¿Cuánto tiempo hace que está casada? — preguntó Dorian.—Una eternidad, me ha dicho ella. Creo, según la Guía de la

Nobleza, que desde hace diez años; pero diez años con Monmouthtienen que ser una eternidad. ¿Quiénes otros irán?

—¡Oh! Los Willoughbys, lord Eugby y su esposa, nuestra dueñade casa, Geoffrey Clouston, la pandilla acostumbrada. He invitadoa lord Grotrian.

—Me agrada —dijo lord Henry—. No agrada a mucha gente;pero yo le encuentro encantador. Expía su elegancia, algo excesiva

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a veces, siendo siempre excesivamente educado. Es un tipo muymoderno.

—No sé si podrá venir, Harry. Quizá tenga que ir a Montecarlocon su padre.

—¡Ah! ¡Qué latosa es la gente! Procure usted que vaya. Apropósito, Dorian: se marchó usted anoche muy temprano. Salióantes de las once. ¿Qué hizo usted después? ¿Fue directamente asu casa?

Dorian le miró bruscamente, frunciendo las cejas.—No, Harry —dijo por último—; no volví a casa hasta eso de

las tres.—¿Estuvo usted en el club?—Sí —respondió : luego se mordió el labio—. No, quería decir.

‘No estuve en el club. Me paseé. He olvidado lo que hice... ¡Quépreguntón es usted, Harry! Quiere usted siempre saber lo que haceuno. Y yo quiero olvidar siempre lo que he hecho. Volví a las dos ymedia, si quiere usted saber la hora exacta. Me dejé mi llavín encasa y tuvo que abrirme mi criado. Si quiere usted cualquier pruebaque corrobore la cuestión, pregúnteselo a él.

Lord Henry se encogió de hombros.—Mi querido amigo, ¡como si eso me interesara! Subamos al

salón. No, gracias, míster Chapman; no quiero jerez. Algo le hasucedido a usted, Dorian. Dígame lo que es. No es usted el mismoesta noche.

—No se preocupe de mí, Harry. Estoy irritable y de mal talante.Iré a verle mañana o pasado. Presente mis excusas a ladyNarborough. No subo. Me voy a casa. Tengo que irme a casa.

—Muy bien, Dorian. Supongo que le veré a usted mañana a lahora del té. Vendrá la duquesa.

—Procuraré estar allí, Harry — dijo, marchándose del salón.Al verse de nuevo en su casa, volvió a experimentar la

sensación de terror que había desechado. Las preguntas casualesde lord Henry habíanle aterrado los nervios un momento, ynecesitaba, sin embargo, BU serenidad. Quedaban objetos peligrososque había que destruir. Se estremeció. Érale odiosa la idea detocarlos.

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Sin embargo, tenía que hacerlo. Lo comprendió así, y una vezcerrada con llave la puerta de su biblioteca, abrió el armario secretodonde metió el gabán y la maleta de Basilio Hallward. Un gran fuegobrillaba llameante. Echó otro leño más. El olor de la ropa quemaday del cuero tostado era horrible. Necesitó tres cuartos de hora paraconsumirlo todo. Al final sintióse débil y enfermo, y después dequemar algunas pastillas argelinas en un pebetero de cobre, selavó las manos y la frente con un frío vinagrillo almizclado.

De pronto se estremeció. Sus ojos despedían un extraño brilloy se mordía febrilmente él labio inferior. Entre las dos ventanasestaba colocado un escritorio florentino de ébano, incrustado demarfil y lapislázuli. Contemplábalo como si fuera un objeto que lefascinara y le aterrase a un mismo tiempo, como si encerrase algoque deseara y que, sin embargo, le repugnase. Su respiración eraacelerada. Un loco deseo se apoderó de él. Encendió un cigarrillo yluego lo tiró. Sus párpados cayeron hasta las largas franjas de suspestañas, tocando casi sus mejillas. Pero contempló de nuevo elescritorio. Por último, se levantó del sofá donde estaba tendido,fue hacia el mueble, lo abrió y tocó un resorte oculto. Un cajóntriangular salió lentamente. Sus dedos se movieron instintivamentehacia él, se hundieron allí y se cerraron sobre algo. Era una cajitade laca negra espolvoreada de oro, labrada primorosamente, debordes modelados con onduladas curvas y con cordones de seda,de los que colgaban borlas e hilo metálicos y perlas de cristal. Laabrió. Contenía una pasta verde de cera brillante y de un olor fuertey persistente.

Vaciló unos instantes, con una extraña e inmóvil sonrisa sobresu rostro. Tiritaba, a pesar de que la atmósfera de la habitación eraterriblemente calurosa. Se desperezó y miró al reloj. Eran las docemenos veinte. Guardó otra vez la caja cerró el mueble y entró en BU

dormitorio.Cuando sonaron las doce campanadas de bronce en la

oscuridad, Dorian Gray, vestido da un modo ordinario ycon una bufanda arrollada al cuello, se deslizó calladamente

fuera de la casa. En la calle de Bond encontró un coche con unbuen caballo. Lo llamó y dio en voz baja una dirección al cochero.

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El hombre meneó la cabeza.—Está demasiado lejos para mí — refunfuñó.—Tome este soberano para usted —dijo Dorian—. Y le daré

otro si va de prisa.—Muy bien, señor —respondió el hombre—; estará usted allí

dentro de una hora.Y metiéndose el dinero en el bolsillo, hizo dar la vuelta al

caballo, que partió rápidamente hacia el río.

CAPITULO XVI

Una lluvia helada empezaba a caer y los faroles empañadossurgían lívidos entre la niebla húmeda. Los cafés cantantes secerraban, y grupos tenebrosos de hombres y mujeres se agrupabanen los alrededores de las puertas. De algunos bares salían horriblesrisotadas. En otros, los borrachos alborotaban y chillaban.

Tumbado en él coche, con el sombrero echado hacia la frente,Dorian Gray miraba con ojos indiferentes la sórdida vergüenza dela gran ciudad y de cuando en cuando repetíase interiormente laspalabras que le dijo lord Henry el día que se conocieron: «Curar elalma por medio de los sentidos, y los sentidos, por medio del alma.»Sí, aquél era el secreto. Lo había experimentado con frecuencia ylo experimentaría ahora de nuevo. Hay fumaderos de opio en loscuales se puede comprar el olvido, guaridas horrorosas en las queel recuerdo de antiguos pecados puede destruirse con la locura denuevos pecados.

La luna colgaba muy baja en el cielo como un cráneo amarillo.De cuando en cuando, un pesado nubarrón informe como un largobrazo la tapaba. Los faroles iban escaseando, y las calles, siendocada vez más estrechas y tenebrosas. Una de las veces el cocheroperdió su camino y tuvo que retroceder media milla. Un vahoascendía del caballo, que trotaba sobre los charcos. Los cristalesdel coche estaban empañados por una bruma gris.

«¡Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos pormedio del alma!» ¡Cómo resonaban estas palabras en sus oídos!Su alma, en verdad, estaba mortalmente enferma. ¿Sería verdad

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que los sentidos podían curarla? Había derramado una sangreinocente. ¿Cómo expiar aquello? ¡Ah! No había expiación ; peroaunque el perdón fuera imposible, posible era aún él olvido, y élestaba decidido a olvidar, a borrar aquello, a aplastarlo como seaplasta una víbora que nos ha mordido. Realmente, ¿con quéderecho le habló así Basilio? ¿Quién le había nombrado juez de losdemás? Dijo cosas atroces, horribles, intolerables.

El coche avanzaba dificultosamente, a cada paso másdespacio, le parecía. Bajó la ventanilla, y dijo al cochero que arrease.Una horrible ansia de opio le corroía. Su garganta estaba abrasada,y sus delicadas manos se crispaban, nerviosamente enlazadas.Pegó furiosamente al caballo con su bastón. El cochero se echó areír y fustigó al animal. El se echó a reír también, y el hombreenmudeció. El camino parecía interminable, y las calles eran comola negra tela de una araña extendida. La monotonía hacíaseinsoportable, y le atemorizó el ver espesarse la niebla.

Luego pasaron junto a tejares solitarios. La niebla se abría, ypudo ver los extraños hornos en forma de botella^ de los que salíanlenguas de fuego anaranjadas, como abanicos. Al pasar ladró unperro, y a lo lejos, en la oscuridad, chilló una gaviota errante. Elcaballo tropezó en un bache, después se desvió a un lado y partióal galope.

Al cabo de un rato, dejaron atrás el camino fangoso, y pasaronruidosamente por calles mal empedradas. La mayoría de lasventanas estaban apagadas, pero aquí y allá unas sombrasfantásticas se perfilaban detrás de persianas iluminadas. Lascontemplaba con curiosidad. Se agitaban como monstruosospeleles, y accionaban como cosas vivas. Las odió. Una rabia sordainvadía su corazón. Al dar la vuelta a una esquina una mujer vociferóalgo desde una puerta abierta, y dos hombres corrieron detrás delcoche unos cien metros. El cochero los azotó con su látigo.

Se dice que la pasión nos hace pensar dentro de un círculovicioso. Realmente, con una horrible reiteración, los labios de DorianGray formaban y volvían a formar amargamente las palabras sutilesque se referían al alma y a los sentidos, hasta que encontró enaquello la plena expresión como si fueran su estado de ánimo y

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justificasen, por aprobación intelectual, las pasiones que sin aquellajustificación hubieran seguido dominando su temperamento. De unacélula a otra de su cerebro, se arrastraba un solo pensamiento ; yel salvaje deseo de vivir, el más horrible de todos los apetitoshumanos, excitaba enérgicamente cada trémulo nervio y cada fibra.La fealdad que él habla detestado muchas veces porque hace lascosas reales, le resultaba grata ahora por esa misma sazón. Lafealdad era la única realidad. Las soeces pendencias, la repugnanteguarida, la cruda violencia de una vida desordenada, la gran villaníade los ladrones y de los proscritos, eran más vividas, en su intensaactualidad de impresión, que todas las gráciles formas del Arte,que las sombras soñadoras de la poesía. Eran lo que él necesitabapara el olvido. Dentro de tres días sería libre.

De pronto, el cochero detuvo de un tirón el caballo en lo altode una callejuela oscura. Por encima de los tejados bajos y de lasdentadas filas de chimeneas de las casas, salían los negros mástilesde unos barcos. Guirnarlas de bruma blanca enroscábanse a lasvergas como velas fantasmales.

—¿No es por aquí, señor? — preguntó la voz ronca por laventanilla.

Dorian se estremeció, escudriñando a su alrededor.—Aquí es — contestó, y apeándose apresuradamente, entregó

al cochero la propina prometida, y se dirigió rápidamente hacia elmuelle.

Aquí y allá brillaba la linterna de popa de algún’ vapor mercante.La luz se movía y se quebraba en los charcos. Un resplandor rojizosalía de un vapor de altura que estaba carboneando. El empedradofangoso parecía un impermeable mojado.

Apresuró el paso hacia la izquierda, mirando a su espalda decuando en cuando para ver si le seguían.. Al cabo de siete u ochominutos llegó a una casita miserable, que estaba embutida entredos talleres modestos. En una de las ventanas de arriba habíacolocada una lámpara. Se detuvo y llamó de un modo especial.

Poco después se oyeron pasos en el corredor y un ruido decadenas descolgadas. La puerta se abrió calladamente, y él entrósin decir una palabra a la informe figura que retrocedió en la sombra

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al penetrar él. Al final del vestíbulo colgaba una cortina verdedesgarrada, que el viento borrascoso de la calle levantó. La apartó,y entró en un largo aposento, bajo de techo, que tenía el aspectode un salón de baile de tercer orden. Unos mecheros de gas dellama viva y fulgurante se reformaban desvaídamente en los espejosmoteados por las moscas, que estaban dispuestos, alrededor enlas paredes. Grasientos reflectores de latón colocados detrásformaban temblorosos discos de luz. El suelo estaba cubierto deun serrín ocre, pisoteado y mezclado con barro, manchado concírculos oscuros de vino vertido. Unos malayos, acuclillados juntoa un hornillo de cisco, jugaban unos dados de hueso, mostrando alhablar sus blancos dientes. En un rincón, con la cabeza hundida ensus brazos, un marinero tendido sobre una mesa, y ante elmostrador, pintado chillonamente, que ocupaba un lado entero dellocal, dos mujeres macilentas mofábanse de un viejo que serestregaba las mangas de su gabán con una expresión de asco. —Creo que tiene hormiguillo — dijo riendo una de ellas cuando pasabaDorian.

El hombre las miró aterrorizado y empezó a lloriquear. Al finalde la sala había una escalerilla que conducía a un cuarto oscuro.Cuando Dorian subió precipitadamente los tres peldañosdesvencijados, llegó hasta él un fuerte olor a opio. Lanzó un profundosuspiro y las aletas de su nariz vibraron de placer. Al entrar, unjoven de lacios cabellos rubios, inclinado sobre una lámpara,encendiendo una larga y fina pipa, le miró y le hizo un saludo,vacilando.

—¿Usted aquí, Adriano? — murmuró Dorian.—¿En qué otro sitio iba a estar? —respondió indiferente—.

Ninguno de los amigos quiere ya hablarme ahora.—Pensé que se había usted marchado de Inglaterra.—Darlington no quiere hacer nada. Mi hermano pagó al fin la

letra. Jorge no quiere hablarme tampoco... No me importa —añadiócon un suspiro—; mientras tiene uno esta droga, no necesita amigos.Yo creo que tuve demasiados.

Dorian retrocedió y miró en torno suyo a las figuras grotescasque yacían en posturas fantásticas sobre unos colchones

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harapientos. Aquellos miembros encorvados, aquellas bocasabiertas^ aquellos ojos fijos y sin brillo, le fascinaron. Sabía en quéextraños cielos sufrían, y qué tenebrosos infiernos les enseñabanel secreto de algún nuevo goce. Se hallaban mejor que él. El estabaaprisionado por su pensamiento. La memoria, como una horribledolencia, corroía su alma. De cuando en cuando parecíale ver losojos de Basilio mirándole. Sin embargo, no podía permanecer allí.La presencia de Adriano Singleton le turbaba. Necesitaba estardonde nadie supiese quién era. Necesitaba escapar de sí mismo.

—Me marcho a otro sitio — dijo, después de una pausa.—¿Al muelle?—Sí...—Esa gata loca estará seguramente allí. No la dejan ya entrar

en este sitio.Dorian se encogió de hombros.—Me ponen malo las mujeres que le aman a uno. Las mujeres

que nos odian son mucho más interesantes. Además, la droga esallí mejor.

—Es lo mismo.—Me parece mejor. Venga usted a beber algo. Me es necesario.—Yo no necesito nada — murmuró el joven.—No importa.Adriano Singleton se levantó perezosamente, y siguió a Dorian

al bar. Un mulato con un turbante deshilachado y un gabán andrajosogesticuló un horroroso saludo, al mismo tiempo que colocaba unabotella de brandy y dos vasos delante de ellos. Las mujeres se lesacercaron y empezaron a charlar. Dorian les volvió la espalda, ydijo algo en voz baja a Adriano Singleton.

Una sonrisa sinuosa como un cris malayo se retorció en lacara de una de las mujeres.

—Estamos muy orgullosas esta noche — dijo,despreciativamente.

—No me hable, por amor de Dios —exclamó Dorian, dandouna patada en el suelo—. ¿Qué quiere usted? ¿Dinero? Ahí va. Nome vuelva a hablar nunca.

Dos chispas rojas brillaron un instante en los ojos hinchados

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de la mujer, y después se extinguieron, dejándolos apagados yvidriosos. Agachó la cabeza y barrió las monedas del mostradorcon dedos codiciosos. Su compañera estaba observándola conenvidia.

—Es inútil —suspiró Adriano Singleton—. No me preocupo envolver atrás. ¿Qué importa eso? Soy completamente feliz aquí.

—Me escribirá usted si necesita algo, ¿quiere usted? — dijoDorian, después de una pausa.

—Quizá.—Buenas noches, entonces.—Buenas noches — respondió el joven, volviendo sobre sus

pasos y limpiándose su boca ardorosa con un pañuelo.Dorian se dirigió hacia la puerta con una expresión de pena en

el rostro. Cuando levantaba la cortina, una horrible risa brotó de loslabios pintados de la mujer que había cogido el dinero.

—¡Ahí va el del pacto con Satanás! — hipó con voz ronca.—¡Maldita! —respondió él—. No me llame eso. Ella hizo

castañear sus dedos.—Le gusta más que le llamen el Príncipe Encantador, ¿verdad?

— aulló a su espalda.El marinero amodorrado, saltó sobre sus pies al hablar ella

así, y miró ferozmente a su alrededor. Oyó el ruidode la puerta del vestíbulo. Se precipitó afuera, como

persiguiendo a alguien.Dorian Gray aceleraba el paso a lo largo del muelle, bajo la

llovizna. Su encuentro con Adriano Singleton le había conmovidoextrañamente, y le maravillaba que la ruina de aquella vida juvenilfuese realmente culpa suya, como le había dicho Basilio Hallwardde un modo tan infame e insultante. Se mordió el labio, y duranteun segundo sus ojos se entristecieron. Sin embargo, después detodo, ¿qué le importaba aquello? Los días son demasiado brevespara soportar sobre los hombros el peso de los errores del prójimo.Cada hombre vivía su propia vida y pagaba su propio precio porvivirla. Lo único lamentable era que tuviese uno que pagar tan amenudo por una sola culpa. Era necesario pagar más y más, enefecto. En sus relaciones con el hombre, el Destino no cierra nunca

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sus cuentas.Hay momentos, nos dicen los psicólogos, en que la pasión

por el pecado, o lo que los hombres llaman pecado, domina asínuestra naturaleza, en que cada fibra del cuerpo, cada célula delcerebro, parecen poseer instintivamente impulsos medrosos. Loshombres y las mujeres, en tales momentos pierden la libertad desu albedrío. Van hacia su terrible fin como autómatas. Se les niegala elección y la conciencia de ambos está muerta, o si vive todavía,vive sólo para dar su hechizo a la rebelión y su encanto a ladesobediencia. Porque todos los pecados, como están cansadosde recordárnoslo los teólogos, son pecados de desobediencia.Cuando aquel espíritu altivo, aquella estrella matutina satánica, cayódel cielo, cayó como un rebelde.

Endurecido, concentrado en el mal, manchado el espíritu,hambrienta el alma de rebelión, Dorian Gray apresuraba el pasopara alejarse ; pero cuando se precipitaba bajo una oscura arcadapor la que solía pasar a menudo para acortar el camino hacia élsitio mal afamado adonde se dirigía, sintióse de repente agarradopor detrás, y antes que tuviese tiempo de defenderse, fue empujadocontra el muro, mientras una mano brutal le apretaba la garganta.

Luchó furiosamente por la vida, y haciendo un terrible esfuerzoconsiguió apartar los dedos que le atenazaban. En un segundo oyóel resorte de un revólver y distinguió el brillo de un cañón relucienteapuntando hacia su cabeza y la forma oscura de un hombrerechoncho y fornido frente a él.

—¿Qué quiere usted? — balbució.—Estese quieto —dijo el individuo—. Si se mueve, disparo.—Está usted loco. ¿Qué le he hecho yo?—Pues destrozar la vida de Sibila Vane —fue la respuesta—

. Y Sibila Vane era mi hermana. Se mató. Ya lo sé. Su muerte fueculpa de usted. Y le juro que lo voy a matar en pago de ello. Haceaños que le buscaba a usted. No tenía ningún indicio, ni rastro. Lasdos personas que le conocían han muerto. No sabía de usted másque el nombre favorito con que ella solía llamarle. Lo oí esta nochepor casualidad. Póngase a bien con Dios, porque va usted a moriresta noche.

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Dorian Gray creyó ponerse malo de terror.—Yo no la he conocido nunca —tartamudeó—. No he oído

nunca hablar de ella. Está usted loco.—Haría usted mejor en confesar su pecado, porque tan cierto,

como que yo soy Jaime Vane va usted a morir.El momento era horrible. Dorian no sabía qué decir ni qué

hacer.—¡De rodillas! —rugió el hombre—. Le doy a usted un minuto

para ponerse en paz, y nada más. Embarco esta noche para laIndia, y tengo que hacer mi tarea antes. Un minuto nada más.

Los brazos de Dorian se bajaron, paralizado de terror, no sabíaqué hacer. De pronto, una ardiente esperanza cruzó como unrelámpago su mente.

—¡Deténgase! —exclamó—. ¿Cuánto tiempo hace que muriósu hermana? ¡De prisa, dígamelo!

—Dieciocho años —dijo el hombre—. ¿Por qué me lo pregunta?¿Qué importan los años?

—Dieciocho años —dijo riendo Dorian Gray, con voztriunfante—. ¡Dieciocho años! ¡Lléveme debajo de un farol y miremi cara!

Jaime Vane vaciló un momento, sin comprender lo que aquelloquería decir. Después agarró a Dorian Gray y le sacó de la arcada.

Aun siendo la luz trémula y serpenteante del farol confusa yvacilante, sirvió, sin embargo, para mostrarle, según creyó el errorespantoso en que había incurrido, porque el rostro de aquel hombrea quien quería matar poseía toda la lozanía de la adolescencia y lapureza inmaculada de la juventud. Parecía tener un poco más deveinte estíos, escasamente más ; no tenía mucha más edad,realmente; que su hermana cuando él partió, hacía ya tantos años.Era evidente que aquél no era el hombre que destruyó su vida.

Aflojó su presión y retrocedió tambaleándose.—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó—. ¡Y le hubiera matado!Dorian Gray respiró entonces ampliamente.—Ha estado usted a punto de cometer un crimen terrible, buen

hombre —dijo, mirándole con severidad—. Que esto le sirva de

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advertencia para no tomarse la venganza por su mano.—Perdóneme, señor —murmuró Jaime Vane—. Me han

engañado. Una palabra casual que he oído en esa maldita covachame ha puesto sobre una pista falsa.

—Haría usted mejor en marcharse a su casa y en tirar esapistola, que puede traerle algún disgusto —dijo Dorian girando sobresus talones y alejándose despacio calle abajo.

Jaime Vane permanecía en medio del arroyo, horrorizado.Temblaba de pies a cabeza. Desde hacía un rato, una sombra negrase deslizaba a lo largo del muro chorreante; pasó bajo la luz y seacercó a él con pasos furtivos. Sintió una mano que se posabasobre su brazo y miró a su alrededor sobresaltado. Era una de lasmujeres que bebían en el bar.

—¿Por qué no le has matado? —se ladeó acercando a él sucara ávida—. Me supuse que le seguirías cuando te vi salirprecipitadamente de casa de Daly. ¡Idiota! Debías haberle matado.Tiene mucho dinero, y es peor que lo más malo.

—No era el hombre que yo buscaba —respondió—, y yo noquiero el dinero de nadie. Quiero la vida de un hombre. El hombrecuya vida necesito tiene cerca de cuarenta años. Este es casi unmuchacho. A Dios gracias, no he manchado mis manos con susangre. La mujer lanzó una risa amarga.

—¡Casi un muchacho ! —dijo con sarcasmo—. ¡Hombre! ¿Túno sabes que hace cerca de dieciocho años que el PríncipeEncantador me hizo lo que soy?

—¡Mientes! — exclamó Jaime Vane. Ella alzó las manos alcielo.

—¡Te juro ante Dios que digo la verdad! — gritó.—¿Ante Dios?—Que me quede muda si no es así. Es el peor de los que

vienen aquí. Dicen que se ha vendido al diablo para conservar suhermosa cara. Hace cerca de dieciocho años que le conocí. No hacambiado apenas desde entonces. Es como te lo digo — añadió lamujer con mirada enfermiza.

—¿Lo juras?—Lo juro —repitieron sus labios aplastados, como un eco

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ronco—. Pero no me lleves ante él —gimió—; le tengo miedo. Damealgo para la cama de esta noche.

Se separó de ella con un juramento, y se precipitó hacia laesquina de la calle; pero Dorian Gray había desaparecido. Cuandovolvió, la mujer había desaparecido también.

CAPITULO XVII

Una semana después Dorian Gray estaba sentado en elinvernadero de Selby Royal, hablando con la linda duquesa deMonmouth, que, acompañada de su marido, un hombre de sesentaaños, de aspecto cansado, figuraba entre sus huéspedes. Era lahora del té, y la suave luz de la gran lámpara, cubierta de encaje,que descansaba sobre la mesa, hacía brillar la delicada porcelanay la plata repujada del servicio ; la duquesa presidía la reunión. Susblancas manos se movían delicadamente entre las tazas, y suslabios carnosos y bermejos sonreían a algo que Dorian Gray lemusitaba. Lord Henry estaba tendido sobre un sillón de mimbre,forrado de seda, contemplándolos. En un diván color melocotónestaba lady Narborough intentando escuchar la descripción que lehacía el duque del último escarabajo brasileño con el cual habíaaumentado su colección. Tres jóvenes muy elegantes conprimorosos smokings ofrecían pastas a algunas señoras. La reuniónse componía de doce personas, y se esperaban más al día siguiente.

—¿De qué hablan ustedes? —dijo lord Henry yendo hacia lamesa, y llevando allí su taza—. Espero que Dorian te habrácomunicado mi proyecto de rebautizarlo todo, Gladys. Es una ideadeliciosa.

—Pero, si yo no necesito ser rebautizada, Harry —replicó laduquesa mirándole con sus ojos maravillosos—. Estoycompletamente satisfecha de mi nombre, y segura de que a místerGray le satisface también el suyo.

—Mi querida Gladys, no quisiera cambiar ninguno de losnombres de ustedes por nada del mundo. Los dos son perfectos.Pensaba principalmente en las flores. Ayer corté una orquídea parami ojal. Era una maravillosa flor jaspeada, tan impresionante como

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los siete pecados capitales. En un momento de atolondramientopregunté a uno de los jardineros cómo se llamaba. Me dijo que eraun hermoso ejemplar de Robinsoniana, o algo así horrible. Estristemente cierto, pero hemos perdido la facultad de dar nombresdeliciosos a las cosas. Y los nombres lo son todo. Nunca disputosobre hechos. Mi única disputa es sobre palabras. Por esta razónodio el realismo vulgar en literatura. Al hombre que llamase azadadebería obligársele a utilizarla. Es para lo único que serviría.

—Entonces, ¿cómo vamos a llamarte, Harry? — preguntó ella.—Su nombre es el Príncipe Paradoja — dijo Dorian.—Le reconozco en eso instantáneamente — exclamó la

duquesa.—No quiero oír nada —dijo riendo lord Henry, sentándose en

un sillón—. ¡No hay modo de escapar de la etiqueta! Rehuso eltítulo.

—Las majestades no pueden abdicar — dejaron caer comoun aviso unos labios bonitos.

—¿Quieres entonces que defienda mi trono?—Sí.—Proclamaré las verdades de mañana.—Prefiero los errores de hoy — respondió ella.—Me desarmas, Gladys — exclamó, imitando su tenacidad.—De tu escudo, Harry; no de tu lanza.—No combato nunca contra la Belleza — dijo con un ademán.—Ese es tu error, Harry, créeme. Valoras demasiado la

Belleza.—¿Cómo puedes decir eso? Confieso creer que es mejor ser

bello que bueno. Pero, por otra parte, no hay nadie, tan dispuestocomo yo a reconocer que es mejor ser bueno que feo.

—¿La fealdad entonces, es uno de los siete pecadoscapitales? —exclamó la duquesa—. ¿Qué ha sido de tu símilreferente a las orquídeas?

—La fealdad es una de las siete virtudes capitales, Gladys.Tú, como buena conservadora, no debes menospreciarlas. Lacerveza, la Biblia y las siete virtudes capitales han hecho de nuestraInglaterra lo que es.

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—¿No te gusta, entonces, tu país? — preguntó ella.—Vivo en él.—Es que puede que censures el mejor.—¿Querrías que me atuviese al veredicto de Europa sobre

él? — inquirió.—¿Qué dice de nosotros?—Que Tartufo ha emigrado a Inglaterra y aquí se ha

establecido.—¿Esto es tuyo, Harry?—Te lo regalo.—No puedo utilizarlo. Es demasiado cierto.—No tienes que temer. Nuestros compatriotas no se reconocen

nunca en una descripción. —Son prácticos.—Son más astutos que prácticos. Cuando trabajan en su libro

Mayor, nivelan la estupidez con la riqueza y el vicio de la hipocresía.—A pesar de eso hemos hecho grandes cosas.—Las grandes cosas nos fueron impuestas, Gladys..—Hemos aguantado su peso.—Únicamente hasta el Stock Exchange. Movió ella la cabeza.—Creo en la raza — exclamó.—Representa los supervivientes del impulso.—Tiene su desarrollo.—La decadencia me fascina más.—¿Qué es el arte? — preguntó ella.—Una enfermedad.—¿Y el amor?—Una ilusión.—¿La religión?—Lo que sustituye elegantemente a la fe.—Eres un escéptico.—¡Nunca! El escepticismo es el comienzo de la fe.—¿Qué eres entonces?—Definir es limitar.—Dame un guía.—Se han roto los hilos. Te perderías en el laberinto.—Me aturdes. Hablemos de otra cosa.

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—Nuestro anfitrión es un tema delicioso. Fue bautizado haceaños con el nombre del Príncipe Encantador.

—¡Ah! No me recuerde usted eso — exclamó Dorian Gray.—Nuestro anfitrión está más bien desapacible esta noche —

contestó ruborizándose la duquesa—. Creo que piensa queMonmouth se ha casado conmigo, conforme a sus puros principioscientíficos como con él mejor ejemplar que ha podido encontrar demariposa moderna.

—Bueno; espero que no se le ocurrirá atravesarla a usted conun alfiler, duquesa — dijo Dorian riendo.

—¡Oh! Mi doncella se encarga de ello ya, cuando estádisgustada conmigo.

—Y ¿cómo puede disgustarse con usted, duquesa?—Por las cosas más triviales, míster Gray, se lo aseguro.

Generalmente, porque llego a las nueve menos diez y le digo quetengo que estar vestida para las ocho y media.

—¡Qué poco razonable es ella! Debía usted reñirla.—No me atrevo, míster Gray. Figúrese: me inventa los

sombreros. ¿Se acuerda usted de uno que llevaba yo en la garden-party de lady Hilstone? No se acuerda, pero es amable en ustedaparentar recordarlo. Bueno; pues estaba hecho con nada. Todoslos sombreros bonitos están hechos con nada.

—Como todas las buenas reputaciones, Gladys... —interrumpió lord Henry—. Cada efecto que uno produce crea unenemigo más. Para ser popular hay que ser mediocre.

—No con las mujeres —dijo la duquesa, moviendo la cabeza—y las mujeres gobiernan al mundo. Te aseguro que no podemossoportar las medianías. Nosotras las mujeres, como dice alguien,amamos con nuestros oídos, así como ustedes los hombres amancon los ojos, si es que aman ustedes de alguna manera.

—Me parece que no hacemos nunca otra cosa — murmuróDorian.

—¡Ah! Entonces usted no ha amado nunca realmente, místerGray — respondió la duquesa con una tristeza burlona.

(1) Réplica.

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—¡Mi querida Gladys! —exclamó lord Henry—. ¿Cómo puedesdecir eso? La pasión romántica vive por repetición, y la repeticiónhace artístico un deseo. Además cada vez que se ama es la únicavez que se ha amado nunca. La diferencia de objeto no altera launidad de la pasión. La intensifica simplemente. No podemos teneren la vida más que una gran prueba a lo más, y el secreto de la vidaestá en repetirla lo más a menudo posible.

—¿Aun cuando haya uno sido herido por ella, Harry? —preguntó la duquesa después de una pausa.

—En especial cuando ha sido uno herido, por ella— respondiólord Henry.

La duquesa se volvió mirando a Dorian Gray con una singularexpresión en sus ojos.

—¿Qué dice usted a eso, míster Gray? — preguntó.Dorian vaciló un momento. Luego echó hacia atrás la cabeza,

y riendo:—Estoy siempre de acuerdo con Harry, duquesa.—¿Hasta cuando está equivocado?—Harry no se equivoca nunca, duquesa.—¿Y su filosofía le hace a usted feliz?—No he buscado nunca la felicidad. ¿Quiénes desean la

felicidad? He buscado el placer.—¿Y lo ha encontrado usted, míster Gray?—A menudo. Demasiado a menudo. La duquesa suspiró.—Yo busco la paz —dijo—, y si no voy a vestirme no la tendré

esta noche.—Déjeme que le traiga unas orquídeas duquesa — exclamó

Dorian, levantándose y entrando en el invernadero.—Flirteas vergonzosamente con él —dijo lord Henry a su

prima—. Ten más cuidado. Es muy fascinador.—Si no lo fuera, no habría combate.—¿Los griegos combaten con los griegos, entonces?—Estoy del lado de los troyanos. Peleaban por una mujer.—Fueron derrotados.—Hay cosas peores que apresar — respondió ella.—Galopas a rienda suelta.

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—La marcha da vida — fue la riposte (1).—Escribiré eso en mi diario esta noche.—¿El qué?—Que a un niño quemado le gusta el fuego.—Yo ni siquiera estoy chamuscada. Mis alas están intactas.—Las usas para todo, excepto para la huida.—El valor ha pasado de los hombres a las mujeres. Es una

nueva experiencia para nosotras.—Tienes una rival.—¿Quién?El se echó a reír.—Lady Narborough —murmuró—. Le adora locamente.—Me llenas de cuidado. La atracción de la antigüedad, nos es

fatal a las que somos románticas.—¡Románticas ! Tenéis todo el método de la ciencia.—Los hombres nos han educado.—Pero no os han explicado.—Descríbenos como sexo — le desafió.—Esfinges sin secretos. Ella le miró, sonriendo.—Cuánto tarda míster Gray —dijo—. Vamos a ayudarle. No

le he dicho el color de mi vestido.—¡Ah! Debías adaptar tu vestido a sus flores, Gladys.—Eso sería una rendición prematura.—El arte romántico se inicia con su culminación.—Me reservaré una oportunidad para la retirada.—¿A la manera de los partos?—Ellos encontraron la seguridad en el desierto. Yo no podría

hacerlo.—No siempre les está permitido elegir a las mujeres —

respondió él.Pero apenas había terminado aquella sentencia, cuando del

fondo del invernadero salió un gemido ahogado, seguido del ruidosordo de la caída de un cuerpo pesado. Todos se estremecieron.La duquesa se .quedó inmóvil de horror. Y con sus ojos llenos detemor, lord Henry se precipitó hacia las palmeras agitadas y encontróa Dorian Gray tendido, con la cara contra el suelo enlosado,

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desmayado, como muerto.Le transportaron al salón azul, acostándole sobre uno de los

sofás. Después de un breve instante volvió en sí y miró a sualrededor, con expresión aturdida.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. ¡Oh! Lo recuerdo. ¿Estoyen salvo aquí, Harry? Y empezó a temblar.

—Mi querido Dorian —contestó lord Henry—, se desmayó ustedsimplemente. Eso fue todo. Debía usted de estar muy cansado.Será mejor que no baje usted a cenar. Yo ocuparé su sitio.

—No, bajaré —dijo, esforzándose por levantarse—. Prefierobajar. No debo estar solo.

Fue a su habitación y se vistió. En la mesa mostró una salvajey atolondrada alegría en su manera de comportarse, pero de cuandoen cuando un escalofrío de terror le recorría cuando recordaba habervisto adosada a los cristales de la ventana del invernadero, comoun blanco pañuelo, la cara de Jaime Vane, vigilándole.

CAPITULO XVIII

Al día siguiente no salió de la casa, y en efecto, pasó la mayorparte del tiempo en su habitación, enfermo con un fiero terror a lamuerte y sin embargo, indiferente a la vida. El convencimiento deser vigilado, perseguido, acosado, empezaba a dominarle. Temblabasi el viento agitaba el tapiz. Las hojas secas arrojadas contra loscristales emplomados parecían semejantes a sus propiasresoluciones inútiles y a sus ardientes pesares. Cuando cerrabalos ojos, veía de nuevo la cara del marinero espiándole a través delos cristales empañados de niebla y el horror parecía poner su manosobre su corazón.

Pero quizá era tan sólo su fantasía la que atraída la venganzade la noche, colocando ante él las atroces figuras del castigo. Lavida actual era un caos, pero había algo terriblemente lógico en laimaginación. Es la imaginación la que pone el remordimiento sobrela pista del pecado. Es la imaginación la que hace que cada crimensoporte su informe progenie. En el mundo común de los hechos,los malos no son castigados ni los buenos recompensados. El éxito

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se lo llevan los fuertes, el fracaso le es impuesto a los débiles.Esto era todo. Además, cualquier extraño podía rondar alrededorde la casa y ser visto por los criados o los guardas. Si se hubieranencontrado señales de pasos en los macizos, los jardineros lohubieran denunciado. Sí; era sencillamente una fantasía. El hermanode Sibila Vane no había vuelto para matarle. Habría partido en subarco para naufragar en algún mar Ártico. El, por lo menos, estabaen salvo. Aquel hombre no sabía, no podía saber, quién era él. Lamáscara de la juventud le había salvado.

Y, sin embargo, si era simplemente una ilusión, ¡qué terribleera pensar que la conciencia podía suscitar tales fantasmasespantosos, darle formas visibles y hacer que se movieran anteuno! ¡Qué clase de vida sería la suya, si día y noche las sombrasde su crimen iban a espiarle desde los rincones silenciosos,burlándose de él en sus escondites, cuchicheándole al oído en lasfiestas, despertándole con sus dedos helados cuando durmiese!Ante aquel pensamiento que se deslizaba en su mente, palidecióde terror, y parecióle que el aire se enfriaba repentinamente. ¡Oh!¡En qué salvaje hora de locura había matado a su amigo! ¡Quéhorrible el simple recuerdo de aquella escena! Le veía enteramentede nuevo. Cada espantoso detalle reaparecía en él, acrecentadoen horror. Fuera de la negra caverna del Tiempo, terrible y tapizadade escarlata, surgía la imagen de su pecado. Cuando lord Henryllegó a las seis, le encontró sollozando como si su corazón fuese aestallar.

Hasta el tercer día no se atrevió a salir. Había algo en el aireclaro y aromado por los pinos de aquella mañana de invierno queparecía devolverle su alegría y su ardiente deseo de vivir. Pero noeran solamente las condiciones físicas del ambiente las queprodujeron el cambio. Su propia naturaleza se rebelaba contra aquelexceso de angustia que intentó mutilar y dañar la perfección de suserenidad. Eso para siempre con los temperamentos sutilesfinamente templados. Sus poderosas pasiones deben pulverizarleo doblegarse. O matan al hombre, o mueren ellas mismas. Losdolores y los amores superficiales sobreviven. Los grandes amoresy las grandes penas se destruyen por su propia plenitud. Además,

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estaba convencido de que había sido víctima de su imaginaciónenferma de terror, y miraba ahora sus miedos anteriores con algode compasión y no poco de desprecio.

Después del almuerzo se paseó durante una hora con laduquesa por el jardín, y luego cruzaron el parque para reunirse conla partida de cazadores. La escarcha crujiente se extendía sobre elcésped como arena. El cielo era una copa invertida de metal azul.Una delgada capa de hielo orillaba el terso lago, donde crecíanunos juncos.

En el recodo de un bosque de pinos vio a sir Geoffrey Closton,el hermano de la duquesa sacando dos cartuchos gastados de suescopeta. Saltó del carruaje, y después de decir al lacayo quevolviese la yegua a la casa, fue hacia sus invitados por entre lasramas secas y la dura maleza.

—¿Ha hecho usted buena caza, Geoffrey? — preguntó.—No muy buena, Dorian. Creo que la mayoría de las aves

están en el llano. Me atrevo a decir que la haré mejor después de lamerienda, cuando vayamos por los sembrados.

Dorian vagó a su lado. El aire era cálido y aromado; la luz grisy roja que brillaba en el bosque, los roncos gritos de los ojeadoresque resonaban de vez en vez, las detonaciones retumbantes delas escopetas que se sucedían, le fascinaron, llenándole de unasensación de deliciosa libertad. Se dejó dominar por el abandonode la dicha, por la elevada indiferencia de la alegría.

De pronto, desde un altozano de tierra y césped, a unos veintemetros frente a ellos, con sus orejas de puntas negras tiesas y suslargas patas traseras extendidas, salió una liebre. Saltó como unrayo hacia un plantel de alisos. Sir Geoffrey se echó la escopeta ala cara; pero había algo tan gracioso en los movimientos del animal,que Dorian Gray, extrañamente seducido, exclamó inmediatamente:

—¡No le tire usted, Geoffrey! Déjela vivir.—¡Qué tontería, Dorian! — dijo, riendo, su compañero, y cuando

la liebre saltaba a la maleza, disparó.Oyéronse dos gritos, el de la liebre herida, que es terrible, y el

de un hombre agonizante, que es peor.—¡Cielo santo! ¡Le he dado a un ojeador! —exclamó sir

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Geoffrey—. ¡Qué burro es ese hombre que se pone delante de lasescopetas! ¡Deje de tirar! —gritó con toda la fuerza de su voz—.¡Un hombre herido!

El guarda mayor llegó corriendo con un bastón en la mano.—¿Dónde, señor? ¿Dónde está? — gritó. En el mismo

momento cesó el fuego en toda la línea.—Aquí —respondió, furioso, sir Geoffrey, precipitándose hacia

la maleza—. ¿Por qué no coloca usted a sus hombres más atrás?Me ha estropeado mi caza de hoy.

Dorian los vio entrar en el alisar, apartando a un lado las ramasflexibles. Al cabo de un momento salieron arrastrando un cuerpohacia el sol. Se volvió de espalda, horrorizado. Parecíale que ladesgracia le perseguía a donde fuese. Oyó preguntar a sir Geoffreysi el hombre habla muerto realmente y la respuesta afirmativa delguarda. El bosque le pareció de pronto lleno de caras vivas. Oía elrumor de miríadas de pisadas y un apagado zumbido de voces. Ungran faisán de pechuga cobriza voló hacia las ramas sobre suscabezas.

Después de unos momentos que le parecieron, en su estadode trastornos, horas interminables de dolor, sintió que una mano seposaba sobre su hombro. Se estremeció y miró en torno suyo.

—Dorian —dijo lord Henry—, será mejor avisar que la caceríase suspende por hoy. No parecería bien continuarla.

—Querría que se suspendiese para siempre, Harry —respondióamargamente—. El suceso ea horroroso y cruel. ¿Ese hombre...?

No pudo terminar la frase.—Mucho me lo temo —replicó lord Henry—. Ha recibido toda

la descarga en el pecho. Debe de haber muerto casiinstantáneamente. Vamos; véngase a casa.

Anduvieron uno al lado del otro en dirección a la avenida cercade cien metros, sin hablarse. Después Dorian miró a lord Henry ydijo con un profundo suspiro:

—Es un mal presagio, Harry. Un presagio muy malo.—¿El qué? —preguntó lord Henry—. ¡Oh! Supongo que este

accidente, mi querido amigo, no pudo evitarse, ha sido culpaexclusiva de ese hombre. ¿Por qué se puso delante da las

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escopetas? Además, esto no nos concierne. Es más bien engorrosopara Geoffrey naturalmente. No debe acribillarse a los ojeadores.Eso hace creer a la gente que es uno un tirador alocado. Y Geoffreytira muy bien. Pero no hay que hablar del asunto. Dorian movió lacabeza.

—Es un mal presagio, Harry. Siento, como si algo horriblefuera a sucederle a alguno de nosotros. A mí, quizá — añadiópasándose la mano por los ojos, con gesto de dolor.

Su compañero se echó a reír.—Lo único horrible que hay en el mundo es el aburrimiento,

Dorian. Es el único pecado para el que no existe perdón. Peroprobablemente esto no traerá disgustos, a no ser que los demáscompañeros hablen de la cosa en la comida. Les diré que es untema prohibido. En cuanto a los presagios, no existen tales cosas.El Destino no nos envía heraldos. Es demasiado sabio o demasiadocruel para eso. Además, ¿qué le iba a usted a pasar, Dorian? Tieneusted cuanto puede desear un hombre en el mundo. No hay nadieque no quiera cambiar, encantado, su puesto por el de usted.

—No hay nadie con quien no quisiera yo cambiarlo. Harry. Nose ría usted así. Le digo la verdad. El miserable campesino queacaba de morir estaba en mejores circunstancias que yo. No tengomiedo a la muerte. Es la llegada de la muerte lo que me aterra. Susmonstruosas alas parecen cernirse en el aire plomizo a mi alrededor.¡Cielo santo! ¿No ve usted un hombre moviéndose allí detrás deesos árboles, vigilándome, esperándome?

Lord Henry miró en la dirección que le indicaba la temblorosamano enguantada.

—Sí —dijo, sonriendo—. Veo al jardinero que le espera.Supongo que quiere preguntar a usted qué flores desea tener en lamesa esta noche, ¡Qué absurdamente nervioso está usted, miquerido amigo! Debe usted ir a que le vea mi médico cuandoregresemos a la ciudad.

Dorian lanzó un suspiro de alivio viendo acercarse al jardinero.El hombre se tocó el sombrero miró vacilante durante un momentoa lord Henry, y luego sacó una carta, que entregó a su señor.

—Su gracia me ha dicho que espere contestación — murmuró.

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Dorian se metió la carta en el bolsillo.—Dígale a su gracia que voy — dijo fríamente. El hombre dio

media vuelta y marchó rápidamente en dirección a la casa.—¡Cómo les gusta a las mujeres hacer cosas peligrosas! —

dijo, riendo, lord Henry—. Esta es una de las cualidades que admiromás en ellas. Una mujer flirteará con cualquiera en el mundo mientrasla gente la esté mirando.

—¡Cómo le gusta a usted decir cosas peligrosas, Harry! En elpresente caso está usted completamente descaminado. Estimomuchísimo a la duquesa, pero no la amo.

—Y la duquesa le ama muchísimo, pero le estima menos, yasí, forman ustedes una excelente pareja.

—Es usted escandaloso hablando, Harry, y no hay en estoninguna base escandalosa.

—La base de todo escándalo es una certeza inmoral— dijolord Henry encendiendo un cigarrillo.

—Sacrifica usted a todo el mundo, Harry, para hacer unepigrama.

—La gente va al altar espontáneamente — fue la respuesta.—Quisiera amar —exclamó Dorian Gray con una entonación

profundamente patética en su voz—. Pero me parece que he perdidola pasión, y que he olvidado el deseo. Estoy demasiado concentradoen mí mismo. Mi propia personalidad se me ha vuelto una carga.Necesito escapar, marcharme, olvidar. Ha sido una tontería en míel haber venido aquí. Me parece que voy a telegrafiar a Harley quetenga preparado el yate. Sobre un yate está uno seguro.

—¿Seguro de qué, Dorian? ¿Tiene usted algún disgusto? ¿Porqué no me lo dice? Ya sabe que le ayudaré.

—No puedo decírselo, Harry —respondió tristemente—. Y meatrevo a decir que es únicamente una fantasía mía. Ese desdichadoaccidente me ha trastornado. Tengo el presentimiento horrible deque algo parecido va a sucederme.

—¡Qué tontería!—Eso espero, pero no puedo dejar de sentirlo. ¡Ah!

(1) Las hojas de fresa son el emblema heráldico, en Inglaterra de las coronas ducales.

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Aquí está la duquesa; parece una Artemisa con traje de sastre.Como usted ve, volvíamos, duquesa.

—Ya he oído todo lo que ha pasado, míster Gray —respondióella—. El pobre Geoffrey está terriblemente trastornado. Y pareceque le suplicó usted que no tirase a la liebre, ¡Qué curioso!

—Sí; fue muy curioso. No sé lo que me hizo decírselo. Algúncapricho, supongo. Parecía la más atractiva de las pequeñas cosasvivas. Pero siento que le hayan contado a usted lo sucedido. Es untema espantoso.

—Es un tema aburrido —interrumpió lord Henry—. Carece enabsoluto de valor psicológico. Ahora, si Geoffrey hubiese hechoeso a propósito, ¡qué interesante serial ¡Quisiera conocer a alguienque hubiese cometido un verdadero crimen!

—¡Qué atroz eres, Harry! —exclamó la duquesa—. ¿No esverdad, míster Gray? Harry, míster Gray se siente ahora otra vezindispuesto. Se va a desmayar.

Dorian, irguiéndose con esfuerzo, sonrió.—No es nada, duquesa —murmuró—; mis nervios están

terriblemente desquiciados. Esto es todo. Temo no poder irdemasiado lejos esta mañana. No he oído lo que decía Harry. ¿Eramuy malo? Me lo contará usted otra vez. Creo que debo irme aacostar. Me perdonan ustedes, ¿verdad?

Habían llegado al gran tramo de escaleras que conducíandesde el invernadero a la terraza. Cuando la puerta acristalada secerró detrás de Dorian, lord Henry se volvió y miró a la duquesa consus ojos soñolientos.

—¿Le amas mucho? — preguntó. Ella no contestó durante unmomento, mientras contemplaba el paisaje.

—Me gustaría saberlo — dijo por último. Movió la cabeza.—El conocimiento sería fatal. Es la incertidumbre la que le

encanta a uno. La bruma hace las cosas maravillosas.—Puede uno perder el camino.—Todos loa caminos acaban en él mismo punto, mi querida

Gladys.—¿Cuáles?—La desilusión.

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—Era mi debut en la vida — suspiró ella.—Vino a ti coronado.—Estoy cansada de las hojas de fresa (1).—Te sientan bien.—Únicamente en público.—Las echarías de menos — dijo lord Henry.—No me desprendería de un solo pétalo.—Monmouth tiene oídos.—La vejez es dura de vida.—¿No ha sido nunca celoso?—Quisiera que lo hubiese sido.El miró a su alrededor como si buscase algo.—¿Qué buscas por ahí? — preguntó ella.—El botón de tu florete —respondió—. Lo has dejado caer.Ella se echó a reír.—Tengo aún la careta.—Que hace tus ojos adorables — fue la réplica.Ella rió de nuevo. Sus dientes asomaron como blancas pepitas

en un fruto escarlata.En el piso de arriba, en su habitación, Dorian Gray estaba

tendido sobre un sofá, con el terror hincado en cada fibra temblorosade su cuerpo. La vida le pareció de pronto una carga demasiadohorrorosa para soportarla. La muerto terrible del infeliz ojeador,cazado en la maleza como una fiera, parecíale representaranticipadamente también su muerte. Casi se había desmayado antelo que dijo lord Henry por casualidad, a modo de cínica burla.

A las cinco llamó a BU criado, y le ,dio órdenes de preparar suscosas para el expreso de la noche a Londres y de tener el coche enla puerta a las ocho y media. Estaba resuelto a no dormir otranoche en Selby Royal. Era un sitio de mal augurio. La muerte sepaseaba allí a la luz del sol. El césped del bosque se habíamanchado de sangre.

Escribió unas líneas a lord Henry diciéndole que se iba a laciudad a consultar con su módico, y rogándole que divirtiese a sushuéspedes en su ausencia. Cuando estaba metiéndolas en el sobre,llamaron en la puerta, y su criado le informó que el guardia mayor

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deseaba verle. Frunció las cejas y se mordió el labio.—Que pase aquí— murmuró, después de un momento de

vacilación.Una vez que entró el hombre, Dorian sacó su talonario de

cheques de un cajón y lo abrió delante de él.—¿Supongo que vendrá usted por el infortunado accidente de

esta mañana, Thornton? — dijo cogiendo una pluma.—Sí, señor — respondió el guardabosque.—¿Estaba casado el pobre muchacho? ¿Tenía alguna familia?

—preguntó Dorian, con aire aburrido—. Si es así no quiero dejarlaen la indigencia y les mandaré la cantidad que crea usted necesaria.

—No sabemos quién es, señor. Por eso me he tomado lalibertad de venir a decírselo.

—¿No saben quién es? —dijo Dorian con indiferencia—. ¿Quéquiere usted decir? ¿No era uno de sus hombres?

—No, señor; no le había visto nunca antes. Parece unmarinero, señor.

La pluma se cayó de la mano de Dorian y sintió como si sucorazón cesara repentinamente de latir.

—¿Un marinero?... —exclamó—. ¿Ha dicho usted unmarinero?...

—Sí, señor. Tiene el aspecto de ser una especie de marinero:tatuado en ambos brazos como esa clase de gente.

—¿Se le ha encontrado algo encima? —dijo Dorianinclinándose hacia el guarda y mirándole con ojos espantados—.¿Algo que permita conocer su nombre?

—Algún dinero, señor, no mucho, y un revólver de seis tiros.No hemos encontrado nombre ni nada parecido. El aspecto esdecente, señor; pero ordinario. Una especie de marinero, creemosnosotros.

Dorian se levantó de un salto. Una terrible esperanza leconmovió. Se aferró a ella locamente.

—¿Dónde está el cadáver? —exclamó—. ¡Pronto!Quiero verlo inmediatamente.—Está en una cuadra vacía, en la Casa de la Granja, señor. A

la gente no le gusta tener esa clase de cosas en su casa. Dicen

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que un cadáver trae mala suerte.—¡La Casa de la Granja! Vaya allí en seguida y espéreme.

Diga a uno de los palafraneros que me traiga mi caballo. No. Nohaga nada. Iré yo mismo a las cuadras. Esto ahorrará tiempo.

Antes de un cuarto de hora, Dorian Gray bajaba galopando lalarga avenida. Los árboles parecían cruzar ante él en una procesiónespectral y unas sombras feroces se atravesaban en su camino.De pronto, la yegua se desvió hacia un poste indicador, y por muypoco no le tiró. Le azotó el cuello con su fusta. El animal hendió élaire oscuro como una flecha. Las piedras volaban bajo sus cascos.

Por fin llegó a la Casa de la Granja. Dos hombres vagaban porel corral. Saltó de su silla y entregó las riendas a uno de ellos. En lacuadra más alejada brillaba una luz. Algo pareció decirle que elcuerpo estaba allí; se precipitó hacia la puerta y empuñó el picaporte.

Se detuvo un momento, sintiendo que estaba a punto de hacerun descubrimiento que iba a rehacer o destrozar su vida. Despuésempujó la puerta y entró.

Sobre un montón de sacos, en un rincón del fondo, yacía elcadáver de un hombre vestido con una camisa basta y unospantalones azules. Un pañuelo manchado estaba puesto sobre lacara. Una vela común, metida en una botella, chisporroteaba a sulado.

Dorian Gray se estremeció. Sintió que no podía quitar él mismoel pañuelo, y dijo a uno de los mozos de la granja que viniese.

—Quite usted eso de la cara. Quisiera verla — dijo,agarrándose al marco de la puerta para sostenerse.

Cuando el mozo obedeció él se adelantó. Un grito de alegríabrotó de sus labios. El hombre que habían matado en la maleza eraJaime Vane.

Permaneció allí algunos minutos mirando el cadáver. Cuandovolvió cabalgando hacia la casa, sus ojos se llenaron de lágrimas,pues sabía que su vida estaba en seguridad.

CAPITULO XIX

—De nada sirve que me diga usted que va a ser bueno—

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exclamó lord Henry, mojando sus blancos dedos en un recipientede cobre rojo lleno de agua de rosas—. Es usted completamenteperfecto. No cambie, por favor. Dorian Gray movió la cabeza.

—No, Harry; he hecho demasiadas cosas horribles en mi vida.No voy a hacer más. Empecé ayer mis buenas acciones.

—¿Dónde estaba usted ayer?—En el campo, Harry. Instalado en una pequeña posada.—Mi querido amigo —dijo lord Henry, sonriendo—, todo él

mundo puede ser bueno en el campo. Allí no hay tentaciones. Estaes la razón por la que la gente que vive fuera de la ciudad esabsolutamente incivilizada. La civilización no es, en modo alguno,una cosa fácil de lograr. Hay únicamente dos maneras de poderalcanzaría: una, siendo culto: otra, siendo corrompido. La gente delcampo no tiene ocasión de ser ninguna de las dos maneras ; poreso se ha estancado.

—La cultura y la corrupción —replicó Dorian como un eco—.Algo he conocido de ambas. Me parece terrible ahora que las dospuedan hallarse juntas. Porque tengo un nuevo ideal, Harry. Voy acambiar. Creo que he cambiado.

—No me ha contado aún cuál fue su buena acción. ¿O es queme decía usted que habla realizado más de una?— preguntó sucompañero, mientras volcaba en su plato una pequeña pirámidecarmesí de fresas olorosas, espolvoreándolas de azúcar con unacuchara tamiz en forma de concha.

—A usted puedo decírselo, Harry. Es una historia que nopienso contar a nadie más. No he querido perder a una mujer. Suenaesto a vanidad; pero usted comprenderá lo que quiere decir. Eramuy bella y se parecía maravillosamente a Sibila Vane. Creo queeso fue lo primero que me atrajo hacia ella. Se acuerda usted deSibila, ¿verdad? ¡Qué lejano parece aquello! Bien; Hetty nopertenecía a nuestra clase, naturalmente. Era una sencilla mozade pueblo. Pero yo la amaba realmente. Estoy completamenteseguro de que la amaba. Durante todo este maravilloso mes demayo que hemos tenido, solía ir a verla dos o tres veces por semana.Ayer me la encontré en un pequeño huerto. Las flores de un manzanola caían sobre el pelo y se reía. Debíamos marcharnos juntos esta

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mañana, al amanecer. De pronto decidí abandonarla, dejándola comouna flor cual la había encontrado.

—Creo que la novedad de la emoción debe de haberleproporcionado a usted un estremecimiento de verdadero placer,Dorian —interrumpió lord Henry—. Pero podría terminar su idilio porusted. Le ha dado usted buenos consejos y destrozado el corazón.¿Era ése el comienzo de su reforma?

—Harry, ¡es usted atroz! No debía decir esas cosas horribles.El corazón de Hetty no ha quedado destrozado. Claro es que gritó,y esto fue todo. Pero no está deshonrada. Puede vivir como Perdida,en su jardín de mentas y caléndulas.

—Y llorar por un Florizel infiel —dijo lord Henry, riendo yechándose hacia atrás en su silla—. Mi querido Dorian, tiene usteddisposiciones de ánimo curiosamente infantiles. ¿Cree usted queesa muchacha se contentará realmente ahora con uno de su clase?Supongo que se casará algún día con un zafio carretero o con unsocarrón labrador. Bueno; el hecho de haberle conocido a usted yde haberle amado, le hará despreciar a su marido y será desgraciada.Desde un punto de vista moral, no puedo decir que creo mucho ensu gran renunciamiento. Hasta para un comienzo es pobre. Además,¿sabe usted si Hetty no flota en este momento en alguna albercade mollino, iluminada por la luz de las estrellas, rodeada de bellosnenúfares, como Ofelia?

—¡No puedo soportar eso, Harry! Se burla usted de todo, yluego sugiere las tragedias más serias. Siento ahora habérselocontado. Ya no hago caso de lo que usted me dice. Sé que hehecho bien en obrar así. ¡Pobre Hetty! Cuando pasé a caballo estamañana por la posada, vi su blanca cara en la ventana, como unramo de jazmines. No hablemos de esto más, y no intente ustedpersuadirme de que la primera buena acción que he hecho desdehace años, el primer sacrificio insignificante de mí mismo que meconozco, sea realmente una especie de pecado. Quiero ser mejor.Voy a ser mejor. Hábleme de usted ¿Qué pasa en la ciudad? No heestado en el club desde hace unos días.

—La gente discute todavía sobre la desaparición del pobreBasilio.

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—Creí que se habían cansado ya de eso, por ahora — dijoDorian, echándose un poco de vino y frunciendo ligeramente lascejas.

—Mi querido amigo, no se ha hablado de ello más que seissemanas, y el público inglés no tiene realmente igual en eso deconcentrar su atención mental sobre un tema más de tres meses.Y han sido muy afortunados últimamente, sin embargo. Tuvieronmi propio divorcio y el suicidio de Alan Campbell. Ahora tienen ladesaparición misteriosa de un artista. Scotland Yard insiste todavíaen que el hombre del gabán gris que salió para París en el tren demedianoche el nueve de noviembre era el pobre Basilio, y la Policíafrancesa declara que Basilio no llegó nunca a París. Supongo quedentro de una quincena nos dirán que se le ha visto en SanFrancisco. Es una cosa rara; pero de todos cuantos desaparecense dice que han sido vistos en San Francisco. Debe ser una ciudaddeliciosa, y posee todos los atractivos del mundo futuro.

—¿Qué cree usted que le ha sucedido a Basilio?— preguntóDorian, levantando su copa de borgoña hacia la luz y asombrándosede la tranquilidad con que discutía aquel asunto.

—No tengo la más leve idea. Si Basilio quiere ocultarse, esono es cuenta mía. Si ha muerto, no tengo necesidad de pensar enello. La muerte es lo único que me ha aterrado siempre. La odio.

—¿Por qué? — dijo el joven perezosamente.—Porque —dijo lord Henry, pasando por debajo de su nariz la

rejilla dorada de una caja abierta de vinagrillo de tocador—, porquepuede sobrevivirse a todo hoy día, excepto a ella. La muerte y lavulgaridad son los dos únicos hechos del siglo diecinueve que nopueden explicarse. Vamos a tomar café al salón de música, Dorian.Tocará usted algo de Chopin para mí. El hombre con el que se hafugado mi mujer interpretaba a Chopin de una manera exquisita.¡Pobre Victoria! La estimaba mucho. La casa está un poco sola sinella. Naturalmente que la vida conyugal es solamente unacostumbre, una mala costumbre. Pero añora uno hasta la pérdidade sus peores costumbres. Quizás éstas son las que se añoranmás. Son una parte esencial de la propia personalidad.

Dorian no dijo nada; pero, levantándose de la mesa, entró en

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la habitación contigua, se sentó al piano y dejó vagar sus dedossobre los marfiles blancos y negros de las teclas. Después de servidoel café dejó de tocar y, mirando a lord Henry, dijo:

—Harry, ¿no se le ha ocurrido a usted nunca que Basilio hayasido asesinado? Lord Henry bostezó.

—Basilio era muy popular y llevaba siempre un reloj Waterbury.¿Por qué iba a ser asesinado? No era bastante listo para tenerenemigos. Naturalmente, poseía un maravilloso talento de pintor.Pero un hombre puede pintar como Velázquez y, sin embargo, serlo más torpe posible. Basilio era realmente un poco obtuso. Sólome interesó una vez, y fue cuando me contó, hace años, la locaadoración que sentía por usted, y que era usted el motivo dominantede su arte.

—Le quería yo mucho a Basilio —dijo Dorian con un tono detristeza en la voz—. Pero ¿no dice la gente que ha sido asesinado?

—¡Oh! Algunos diarios. No me parece que sea nada probable.Sé que hay sitios horrorosos en París ; pero Basilio no era de esaclase de hombres que los frecuentan. No tenía curiosidad. Era suprincipal defecto.

—¿Qué diría usted, Harry, si yo le revelase que asesiné aBasilio? — dijo el joven.

Y miró atentamente a su amigo mientras hablaba.—Le diría, querido, que adopta usted una actitud que no le

sienta. Todo crimen es vulgar, exactamente lo mismo que todavulgaridad es un crimen. No está en usted, Dorian, cometer unasesinato. Lamento tener que herir su vanidad al decir esto; pero leaseguro que es verdad. El crimen pertenece exclusivamente a laclase baja. No la censuro en modo alguno. Me imagino que el crimenes para ella lo que el arte es para nosotros: sencillamente, unmétodo para procurarse sensaciones extraordinarias.

—¿Un método para procurarse sensaciones? ¿Cree ustedentonces que un hombre que ha cometido un crimen podríaprobablemente volver a cometer el mismo crimen? No me diga ustedeso.

—¡Oh! Cualquier cosa se convierte en un placer cuando sehace demasiado a menudo —exclamó lord Henry, riendo—. Este

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es uno de los secretos más importantes de la vida. Me imagino, sinembargo, que el crimen es siempre un error. No se debe hacernunca nada que no se pueda contar de sobremesa. Pero dejemosal pobre Basilio. Desearía creer que ha tenido un fin realmente tanromántico como el que usted sugiere; pero no puedo. Me atrevo adecir que se habrá caído desde un ómnibus al Sena, y que elconductor ha ocultado el escándalo. Sí; me figuro que ése fue sufin. Parece que le estoy viendo ahora, tendido boca arriba, bajo lasaguas verdes y negruzcas, pasándole por encima pesadas barcazasy con largas hierbas prendidas en su pelo. Creo, ¿sabe usted?, queya no hubiese vuelto a hacer muchas más obras buenas. Duranteestos últimos diez años su pintura dio un gran bajón.

Dorian lanzó un suspiro y lord Henry, cruzando la habitación,empezó a cosquillear la cabeza de un curioso loro de Java, gruesaave de plumaje gris, con la cola y la cresta rosadas, que secolumpiaba sobre una pértiga de bambú. Mientras sus dedos afiladosle tocaban, el loro pestañeó con la alba cortina de sus párpadosmovibles sobre sus pupilas negras como de cristal, y empezó abambolearse hacia adelante y hacia atrás.

—Sí —prosiguió, volviéndose y sacando el pañuelo delBolsillo—; su pintura dio un gran bajón. Parecía haber perdido algo.Había perdido un ideal. Cuando usted dejó de ser su íntimo amigo,dejó él de ser un gran artista. ¿Qué es lo que los separó? Supongoque le aburriría a usted. Si fue así, él no le olvidó a usted nunca. Esuna costumbre que tienen los aburridos. A propósito: ¿qué ha sidode aquel maravilloso retrato que pintó de usted? Creo que no le hevuelto a ver nunca desde que lo terminó. ¡Oh ! Recuerdo que medijo usted hace años que lo había mandado a Selby y que se perdióo lo robaron en el camino. ¿No lo recuperó usted nunca? ¡Quélástima! Era realmente una obra maestra. Recuerdo que se la quisecomprar. Ahora me alegraría haberlo hecho. Pertenecía a la mejorépoca de Basilio. Desde entonces, su obra tuvo esa curiosa mezclade mala factura y de buenas intenciones, que hacen siempre que aun hombre se le llame artista británico representativo. ¿Puso ustedanuncios? Debía haberlo hecho.

—Ya lo he olvidado —dijo Dorian—. Supongo que lo hice. Pero

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realmente nunca me gustó. Siento haber servido de modelo paraese retrato. El recuerdo de aquello me es odioso. ¿Por qué hablausted de ello? Me trae a la memoria continuamente esos extrañosversos de una obra, Hamlet, me parece. ¿Cómo dicen?...

Como la pintura de una pena,un rostro sin corazón.

Sí; esto es.Lord Henry se echó a reir.—Si un hombre trata la vida artísticamente, su cerebro es su

corazón — respondió, hundiéndose en un sillón.Dorian Gray movió la cabeza e hizo unos suaves acordes en

el piano.—Como la pintura de una pena —repitió—, un rostro sin

corazón.Su amigo, recostado, le contemplaba con ojos semi-cerrados.—A propósito, Dorian —dijo, después de una pausa—: ¿qué

provecho logra un hombre que gana el mundo entero y pierde (¿cómosigue la cita?) su propia alma?

La música disonó, y Dorian Gray, sobresaltado, miró fijamentea su amigo.

—¿Por qué me pregunta usted eso, Harry?—Mi querido amigo —dijo lord Henry, arqueando las cejas

sorprendido—, se lo pregunto porque creo que puede usted sercapaz de contestarme. Esto es todo. Iba yo por el Parque, eldomingo último, y cerca del Arco de Mármol había un pequeñogrupo de gente desaliñada escuchando a un vulgar sacamuelas. Alpasar yo oí a aquel hombre vociferar esa pregunta a su auditorio.Me impresionó como muy dramática. Londres es muy rico encuriosos efectos de ese estilo. Un domingo lluvioso, un toscocristiano con impermeable, un círculo de caras pálidas y enfermizasbajo un techo desigual de paraguas goteantes y una frasemaravillosa lanzada al aire como un grito por unos labios históricos,era realmente magnífico en su género y totalmente sugestivo. Pensédecir al profeta que el arte tenía un alma, pero que el hombre no latenía. Me temo, sin embargo, que no me hubiesen comprendido.

—No, Harry. El alma es una terrible realidad. Puede ser

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comprada, vendida y cambiada. Puede uno envenenarla o hacerlaperfecta. Hay un alma en cada uno de nosotros. Lo sé.

—¿Está usted completamente seguro, de eso, Dorian?—Completamente seguro.—¡Ah! Entonces debe de ser una ilusión. Las cosas de las

que está uno absolutamente seguro no son nunca ciertas. Esa esla fatalidad de la fe y la lección de la novela. ¡Qué serio está usted!No se ponga serio. ¿Qué tenemos usted o yo que ver con lassupersticiones de nuestra época? No; nos hemos desembarazadode nuestra creencia en el alma. Toque algo, toque un nocturno,Dorian, y mientras toca, dígame en voz baja cómo ha podidoconservar su juventud. Debe usted de tener algún secreto. Le llevoa usted sólo diez años, y estoy arrugado, gastado, amarillo. Esusted realmente maravilloso, Dorian. No ha parecido usted nuncatan encantador como esta noche. Me recuerda el primer día que lovi. Era usted un poco mofletudo, muy tímido y completamenteextraordinario. Ha cambiado usted, naturalmente; pero no enapariencia. Desearía que me revelase su secreto. Por recobrar mijuventud lo haría todo en el mundo, excepto ejercicio; levantarmetemprano o ser respetable. ¡Juventud! No hay nada parecido a ella.Es absurdo hablar de la ignorancia de la juventud. Las únicasopiniones que oigo con todo respeto son las de las personas muchomas jóvenes que yo. Paréceme que están delante de mí. La vidales ha revelado sus últimas maravillas. En cuanto a los viejos,siempre les contradigo. Lo hago por principio. Si les pregunta ustedsu opinión sobre algo ocurrido ayer, sueltan solemnemente lasopiniones corrientes en mil ochocientos veinte, cuando la gentellevaba corbatín negro, creía en todo y no sabía absolutamentenada, ¡Qué delicioso es ese trozo que está usted tocando! ¡Mepregunto si Chopin lo compuso en Mallorca, mientras el mar gemíaalrededor de su villa y la espuma salada salpicaba los cristales! Esmaravillosamente romántico. ¡Qué suerte es que nos hayan dejadoun arte que no sea imitativo! No se detenga. Necesito música estanoche. Paréceme que es usted el juvenil Apolo y que yo soy

(1) Lilas blancas.

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Marsyas, escuchándole. Tengo mis penas, Dorian, que ni ustedsiquiera conoce. La tragedia de la vejez no consiste en ser viejo,sino en haber sido joven. A veces me asombro de mi mismasinceridad. ¡Ah, Dorian, qué feliz es usted! ¡Qué vida más exquisitaha sido la suya! Ha saboreado usted largamente todas las cosas.Ha exprimido las uvas contra su paladar. Nada se le ha ocultado. Ytodo ello pasó por usted como el sonido de una música. No le hamancillado. Es usted siempre el mismo.

—No soy el mismo, Harry.—Sí; es usted el mismo. Me pregunto cuál será el final de su

vida. No la estropee con renunciamientos. Es usted actualmenteun tipo perfecto. No se vuelva incompleto. Es usted ahoraenteramente intachable. No mueva usted la cabeza: lo sabe usted.Además, Dorian, no se engañe usted mismo. La vida no se rige porla voluntad o por la intención. La vida es una cuestión de nervios,de fibras, de células lentamente formadas, en las que se escondeel pensamiento, y la pasión tiene sus sueños. Se puede ustedimaginar a salvo y creerse fuerte. Pero un casual tono de color enuna habitación, un cielo matinal, un perfume peculiar que amó ustedy que trae sutiles recuerdos consigo, un verso de un poema olvidadoque vuelve a su memoria, una cadencia de una pieza musical quedejó usted de tocar, de todo esto, Dorian, se lo digo, de todas estascosas parecen depender nuestras vidas. Browning ha escrito algosobre esto; pero nuestros sentidos nos lo hacen imaginar. Haymomentos, cuando el olor de lilas blancs (1) me penetra de repente,en que vuelvo a vivir el más extraño mes de mi vida. Quisieracambiar con usted, Dorian. El mundo ha clamado contra nosotrosdos; pero siempre le ha adorado a usted. Siempre le adorará. Esusted el tipo que buscaba nuestra época y que teme haberencontrado. Me satisface que no haya hecho usted nunca nada, niesculpido una estatua, ni pintado un cuadro, ¡ni producido otra cosafuera de usted mismo! La vida ha sido su arte. Usted mismo secompuso en música. Sus días son sus sonetos.

Dorian se levantó del piano, pasándose la mano por él pelo.—Sí, la vida me fue exquisita —murmuró—; pero no voy a

seguir la misma vida, Harry. Y usted no debía decirme esas cosas

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extravagantes. No conoce usted nada de mí. Creo que si lo supiesese apartaría también de mí. Se ríe usted. No se ría.

—¿Por qué deja usted de tocar, Dorian? Vuelva usted allí ytoque otra vez ese nocturno. Mire esa gran luna color de miel quepende en el aire sombrío. Espera que usted la hechice, y si ustedtoca, va a acercarse a la Tierra. ¿No quiere usted? Vámonosentonces al club. La noche ha sido encantadora y debemosterminarla encantadoramente. Hay una persona en el White quetiene un deseo enorme de conocerle: el joven lord Poole, elprimogénito de Bournemouth. Ya le copia sus corbatas y me hasuplicado que le presente a usted. Es completamente delicioso yme recuerda un poco a usted.

—Espero que no —dijo Dorian con una mirada triste—. Peroestoy cansado esta noche, Harry. No iré al club. Son cerca de lasonce y quiero acostarme temprano.

—Quédese. No ha tocado usted nunca tan bien como estanoche. Había en su ejecución algo maravilloso. Tenia una expresiónque no le había oído nunca hasta hoy.

—Es porque voy a volverme bueno —respondió, sonriendo—. Estoy ya un poco cambiado.

—No puede usted cambiar conmigo, Dorian —dije lord Henry—. Seremos siempre amigos.

—Sin embargo, me envenenó usted en otro tiempo con unlibro. No lo olvidaré. Harry, prométame que no prestará usted nuncaese libro a nadie. Es pernicioso.

—Mi querido amigo, empieza usted realmente a moralizar. Vaa llegar pronto a ser como los conversos, esos predicadoresprotestantes que previenen a la gente contra todos los pecadosque están ellos cansados de cometer. Es usted demasiado deliciosopara hacer eso. Además, sería inútil. Usted y yo somos lo quesomos, y seremos lo que seamos. En cuanto a ser envenenadospor un libro, no existe tal cosa. El arte no tiene influencia sobre laacción. Aniquila el deseo de obrar. Es soberbiamente estéril. Loslibros que el mundo llama inmorales son los libros que le muestransu propia vergüenza. Esto es todo. Pero no discutamos de literatura.Venga a buscarme mañana. Saldré a caballo a las once. Podemos

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ir juntos, y le llevaré a usted después a almorzar con ladyBranksome. Es una mujer encantadora, y quiere consultarle sobreun tapiz que piensa comprar. ¿Va usted a venir? ¿O quiere quealmorcemos con nuestra duquesita? Dice que no le ve a ustednunca. ¿Se ha cansado usted quizá de Gladys? Creo que debe deser eso. Su lengua despabilada le pone a uno los nervios de punta.Bueno, de todos modos, esté aquí a las once.

—¿Debo realmente venir, Harry?...—Ciertamente. El Parque está absolutamente adorable ahora.

Creo que no ha habido tantas lilas desde el año que lo conocí.—Muy bien. Estaré aquí a las once —dijo Dorian—. Buenas

noches, Harry.Al llegar a la puerta vaciló un momento, como si tuviese algo

más que decir. Después suspiró y se fue.

CAPITULO XX

Hacía una noche deliciosa, tan templada, que se echó el gabánal brazo y ni siquiera se puso su bufanda de seda al cuello. Cuandoiba paseando hacia su casa, fumando un cigarrillo, dos muchachosvestidos de etiqueta se cruzaron con él. Oyó a uno de elloscuchichear al otro: «Es Dorian Gray.» Recordó cómo le gustabaantes que la gente le señalara con el dedo, le mirase o hablara deél. Ahora le cansaba oír su propio nombre. La mitad del encantoque tenía para él el pueblecito donde había ido con tanta frecuenciaúltimamente, era que allí nadie le conocía. Había dicho muchasveces a la muchacha a quien indujo a que le amase que era pobre,y ella le creyó. Una vez le dijo que era malo, y ella se echó a reir yle respondió que los malos eran siempre muy viejos y muy feos.¡Qué risa tenia! ¡Exactamente como el canto de un tordo! ¡Y québonita estaba con su vestido de algodón y su anchos sombreros!No sabía nada; pero poseía todo lo que él había perdido.

Cuando llegó a su casa encontró a su criado esperándolo. Lemandó acostar, se echó sobre el sofá de la biblioteca y empezó apensar en alguna de las cosas que le había dicho lord Henry.

¿Era realmente verdad que no se podía cambiar nunca? Sintió

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un ardiente anhelo por la pureza inmaculada de su adolescencia —su adolescencia rosa y blanca, como lord Henry la denominó unavez—. Sabía que la había empañado él mismo y corrompidototalmente su espíritu, causando horror a su imaginación; que tuvosobre los demás una influencia perversa, y que experimentó en serasí una terrible alegría; que de las vidas que cruzaron por la de él,era la más bella y la más llena de promesas la que había él llenadode vergüenza. Pero ¿era todo aquello irreparable? ¿No le quedabaninguna esperanza?

¡Ah, qué monstruoso momento de orgullo y de pasión aquelen que rogó que el retrato cargase con el peso de sus días y que élconservase el inmaculado esplendor de la eterna juventud! Todosu fracaso se debía a aquello. Mejor hubiese sido para él que cadapecado de su vida trajese consigo su segura y rápida pena. Hayuna purificación en el castigo. La oración de un hombre al másjusto Dios no debiera ser «Perdónanos nuestros pecados», sino«Castíganos por nuestras iniquidades».

El espejo curiosamente tallado que le había regalado lordHenry, hacía ahora tantos años, descansaba sobre la mesa, y losCupidos membrudos y blancos reían alrededor, como antiguamente.Lo levantó, y como hizo aquella noche de horror, cuando por primeravez notó el cambio en el retrato fatal, trastornado, se miró con susojos empañados de lágrimas en aquel bruñido escudo. En unaocasión, alguien que le había amado terriblemente, le escribió unacarta enloquecida, que terminaba con estas palabras idólatras: «EImundo ha cambiado porque tú estás hecho de marfil y oro. Lascurvas de tus labios escriben de nuevo la Historia.» Aquellas frasesle volvieron a la memoria y se las repitió a sí mismo varias veces.Luego odió su propia belleza, y tirando al suelo el espejo, aplastólos plateados pedazos bajo su tacón. Era su belleza la que le habíaperdido, su belleza, y aquella juventud por la que hizo una súplica.Pero, a pesar de aquellas dos cosas, su vida hubiera podidomantenerse inmaculada. Su belleza había sido tan sólo una máscarapara él; su juventud, únicamente una burla. ¿Qué es, a lo sumo, lajuventud? Una época lozana y prematura, una época de impulsos.superficiales, y de pensamientos enfermizos. ¿Por qué había él

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llevado su librea? La juventud le había echado a perder.Era mejor no pensar en el pasado. Nada podía alterar aquello.

Era en sí mismo, en su propio porvenir, en lo que tenía que pensar.Jaime Vane yacía en una tumba sin nombre, en el cementerio deSelby. Alan Campbell se mató una noche en él laboratorio ; perosin revelar el secreto que le había él obligado a conocer. La agitaciónactual suscitada sobre la desaparición de Basilio Hallwarddesaparecería muy pronto. Ya iba disminuyendo. Estaba ahoraperfectamente a salvo. Realmente, no era la muerte de BasilioHallward la que pesaba más sobre su espíritu. Era la muerte envida de su propia alma la que le trastornaba. Basilio pintó el retratoque había mancillado su vida. No podía perdonarle aquello. El retratoera el causante de todo. Basilio le dijo cosas insoportables y que,sin embargo, él escuchó con paciencia. El asesinato había sidosimplemente una locura momentánea. En cuanto a Alan Campbell,su suicidio había sido un acto espontáneo. Prefirió hacer aquello.El no tenía nada que ver.

¡Una nueva vida ! Aquello era lo que necesitaba. Aquello eralo que esperaba. Seguramente había empezado ya. Había respetadoa un ser inocente, de todos modos. No tentaría nunca más a lainocencia. Sería bueno.

Al pensar en Hetty Merton se preguntó si el retrato de lahabitación cerrada habría cambiado. Seguramente no seguiría tanhorrible como era. Quizá si su vida se purificaba sería capaz deexpulsar toda señal de perversa pasión de su cara. Quizá las señalesdel mal habrían desaparecido ya. Iría a verlo.

Cogió la lámpara de la mesa y se deslizó por la escalera.Cuando abrió la puerta, una sonrisa de alegría cruzó su rostro, queparecía extrañamente joven, y se detuvo un momento en sus labios.Sí, sería bueno, y el horroroso objeto que ocultaba dejaría decausarle terror. Sintió como si se hubiera desembarazado ya deaquella carga.

Entró tranquilamente, cerrando la puerta detrás de él, comoera su costumbre, y tiró de la cortina púrpura colgada sobre el retrato.Un grito de dolor y de indignación se le escapó. No veía ningúncambio, excepto en los ojos, donde había una expresión de astucia,

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y en la boca, fruncida por la arruga de la hipocresía. La cosaresultaba, sin embargo, repugnante, más repugnante, a ser posibleque antes, y el rocío escarlata que ensanchaba la mano parecíamás brillante, como sangre vertida recientemente. Entonces tembló.¿Era simplemente vanidad lo que provocó su buena acción? ¿Oera el deseo de una nueva sensación, como había indicado lordHenry con su risa burlona? ¿O ese afán por la acción, que noshace realizar a veces cosas mejores que nosotros mismos? ¿Oquizá todo ello? Y ¿por qué la roja mancha era mayor? Parecíahaberse extendido como una enfermedad horrible sobre los dedosarrugados. Había sangre en los pintados pies, como si el lienzohubiese goteado; sangre hasta sobre la mano que no empuñó elcuchillo. ¿Confesar? ¿Sabía él lo que quería decir confesarse?¿Entregarse él mismo y ser empujado a la muerte? Se echó a reir.Comprendió que la idea era monstruosa. Además, aunqueconfesase, ¿quién le creería? No había ninguna huella del hombreasesinado en ninguna parte. Todo lo que le perteneció estabadestruido. El mismo lo había quemado en el piso bajo. El mundodiría simplemente que estaba loco. Le encerrarían si persistía ensu historia... Sin embargo, su deber era confesarse, sufrir lavergüenza pública y hacer una expiación, pública también. Existíaun Dios que exhortaba A los hombres a decir sus pecados en laTierra lo mismo que en el Cielo. Hiciese lo que hiciese, nada podríapurificarle mientras no confesase su propio pecado. ¿Su pecado?Se encogió de hombros. La muerte de Basilio Hallward parecíaleuna cosa insignificante. Pensaba en Hetty Merton. Porque era unespejo injusto aquel espejo de su alma en que se miraba. ¿Vanidad?¿Curiosidad? ¿Hipocresía? ¿No había nada más que eso en surenunciamiento? Había algo más. Al menos, eso creía. Pero ¿quiénpodía decirlo?... No, no había nada más. Por vanidad la habíarespetado. Por hipocresía había llevado la máscara de la bondad.Por curiosidad había intentado la negación de sí mismo. Ahora loreconocía.

Pero aquel crimen, ¿iba a perseguirle toda su vida? ¿Iba él aestar siempre bajo el pesa de su pasado? ¿Debía realmenteconfesar? Nunca. No había más que una pequeña prueba contra él.Su retrato era aquella prueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo conservótanto tiempo? En otro tiempo se dio el placer de contemplar cómo