EL NARRATORIO. ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO.3. MAYO 2016

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Antología de cuentos de autores hispanoamericanos.

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ueridos amigos, transcribo estas líneas con no poco dolor.

Esta noche me veo en la penosa necesidad de cerrar mi cuenta

de Facebook. El motivo de tal deliberación, acaso asombrosa,

no es fortuito. La historia se remonta a cuatro años atrás.

Gris, de ojos asustados, pequeño, lo vi por vez primera en la jaula

de una veterinaria; furtivo, veloz, con esa técnica tan precisa que nos

caracteriza a los animales de sangre caliente. Entré al local y pregunté

por el pequeño que se acurrucaba en una esquina de su cautiverio. La

dependienta me dijo que podía tomarlo en adopción.

Todavía hoy, mientras escribo, me da la sensación de que sus ojos

y los míos son los de la misma especie y que un lazo invisible nos

conecta, desde siempre y para siempre. Sé, también, que desde aquel

primer encuentro me entiende. No hablamos el mismo idioma; nos

entendemos, sólo nos entendemos.

Supongo que aquella tarde comprendió, desde el rincón más

oscuro de su mente, que lo entendía y que conocía sus pensamientos.

Entonces fuimos a casa. Al principio la relación era un poco

huraña. Nos mirábamos mucho, eso sí, como midiéndonos, como

delimitando terrenos. Al cabo de estos cuatro años cada uno ha sabido

tomar su lugar y su función.

La comida se servía puntual. La higiene, exagerada, podía llegar a

ser chocante, casi patológica. Casi todos los días salía de la casa y

regresaba hasta el anochecer, cansado, hambriento. Por eso el plato

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tenía que estar siempre lleno. Su mirada, su profunda mirada lo

ordenaba. Había algo extraño en su comportamiento; no era normal.

No era sólo la limpieza exagerada y la rigurosa puntualidad en los

horarios de comida. No eran las correrías diarias a lugares inciertos. Era

algo más que jamás había notado en alguien de su especie. Un día lo vi

con la mirada clavada en un libro. Al principio me pareció hasta

simpático verlo en esa postura tan inusual. Pero no fue la única vez que

noté esa actitud casi meditativa. Era como si de pronto pudiera entender

los signos impresos, cada palabra, cada idea.

Nunca nos dejamos de mirar. Algunas veces hasta llegamos a

establecer una comunicación lúdica. Nos lanzábamos corchos viejos o

pequeñas pelotas de estambre. En algún momento me pareció increíble

ver como una de sus extremidades se flexionaba para asir, o intentar

asir, la pelota o el corcho, alguna vez lo logró, salvando la brusquedad de

su tacto.

Más sorprendente fue cuando lo vi jugando (creí que sólo estaba

jugando) con un bolígrafo. Dicen los que saben, es casi natural el paso de

la lectura a la escritura.

Otro día estaba frente al teclado del ordenador. Apretaba las teclas

de manera brusca y desordenada. Tal delicadeza se reflejaba en su mala

ortografía y su pésima redacción. Aún hoy puedo recordar su primer

intento: “my nomvre ez…”

Entonces se percató de que lo había estado observando en sus

primeros intentos de escritura frente al teclado de la computadora. Diré

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que no se inmutó en lo más mínimo. Me miró, eso sí, como mira un

discípulo. Pero el alumno siempre supera al maestro. Aquella vez inclinó

ligeramente la cabeza, como reconociendo que lo hecho no estaba muy

bien. Supe que no se daría por vencido hasta depurar su técnica.

Pronto aprendió a escribir mi nombre al lado del suyo. Al principio

era una serie de apreciaciones sobre esto y aquello. Alguna vez escribía

sobre algo recientemente leído. Al final encontró en la escritura el medio

ideal para entablar comunicación conmigo y con el exterior.

Me pedía que modificara su dieta, que no resultaba del todo grata

por lo que de monótona tenía. Quería que lo aseara con regularidad, con

exagerada regularidad. Hizo que pusiera decenas de fotografías suyas en

mi perfil de Facebook. Luego comenzó a dormir en mi cama y a exigir

atenciones cada vez más soberbias.

A resumidas cuentas, se adueñó de mi departamento, de mi vida,

de mi cuenta en la red y hasta de mis amistades.

Con temor a parecer soberbio, diré que más de uno de mis

contactos alabó mi cada vez más refinado estilo. Él, por supuesto, estaba

feliz; podía verlo en sus ojos.

Ahora sé que entenderán las razones por las que,

determinantemente, me veo precisado a cerrar mi cuenta. Debo, eso sí,

registrar una nueva, a fin de afirmar mi identidad.

Sé que tus ojos me seguirán buscando.

ANDRÉS GALINDO

México Twitter: @andresrsgalindo

http://www.misimposturas.blogspot.mx

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asi nunca salía de su casa. En las escasas veces que lo había

intentado en los últimos años le había parecido que las

piernas no la sostenían, que la cabeza le daba vueltas, que

irremediablemente se iba a desmayar y la iban a encontrar

muerta ahí, en el pasillo de su piso. Las únicas imágenes del exterior que

tenía eran las que podía observar desde la ventana cerrada de su

habitación. Ni siquiera osaba salir al balcón ya que sentía mareos y le

parecía que podía caer al vacío en caso de un hipotético desmayo.

Apenas abría lo necesario la puerta del departamento y la mayoría de las

veces pedía que le pasaran las cosas por debajo. El temor a que algún

delincuente pudiera entrar en su vivienda era casi tan grande como el

horror que le despertaban los espacios abiertos. Si notaba que alguien se

acercaba a su vivienda o escuchaba el ruido de las puertas del ascensor

al abrirse, espiaba a través de la mirilla, mientras estrujaba su ropa con

nerviosismo conteniendo la respiración. Exhalaba aliviada cuando

comprobaba que esa persona iba en realidad a visitar a otra gente. Sólo

abría la puerta a una sobrina que la visitaba cada tanto y a la señora de

la limpieza que venía a ayudarla una vez por semana. Nadie más

entraba. Ella había creado su propia prisión.

El primer incidente lo tuvo una mañana en la que iba a ducharse.

Ese día, al ingresar al baño, le pareció notar que alguien la seguía, pese a

que sabía perfectamente que estaba sola. Luego cuando estuvo frente al

lavabo sintió un violento empujón que la lanzó directamente contra la

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mampara de vidrio de la bañera. Ésta se fracturó en varias partes y una

de ellas le hizo un corte en el brazo y parte de la espalda. Cuando un par

de días más tarde contó el hecho a su sobrina notó que la mujer la

miraba con desconfianza. “¿Quién te va a empujar? Si estabas sola

¿Estabas sola?”. Fue en vano que ella le explicara que no había visto a

nadie y que había sentido perfectamente en su costado algo como una

mano que la empujaba y le había hecho perder el equilibrio. La mujer se

limitaba a mirarla con pena y le decía frases huecas llenas de lugares

comunes para luego rematarlas con un “a ver cuándo vamos a dar una

vuelta y tomamos un poco de aire”.

La siguiente vez en que sintió una presencia extraña fue unos días

más tarde cuando quiso armar el árbol de navidad como hacía todos los

diciembres de cada año. Al abrir las cajas donde tenía los adornos

encontró casi todos destrozados y recubiertos por una sustancia

pegajosa que no pudo identificar. El árbol tenía todas las ramas

arrancadas y las pequeñas hojas de pino de plástico estaban

desperdigadas por toda la caja. Pensó en una venganza de la chica de la

limpieza, a la cual trataba francamente mal, pero luego recordó el

empujón del baño y temió que lo que sucedía en su casa era algo mucho

peor. Fue la primera vez que tuvo deseos de salir del departamento, pero

el miedo a poner un pie afuera la paralizó.

Notó que con los días la presencia agresora que parecía

acompañarla intensificaba su accionar. Encontraba permanentemente

objetos caídos en el comedor y lo que provocaba los fenómenos, fuera lo

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que fuese, parecía ensañarse con las fotografías. Las que tenía colgadas

en la pared y las que estaban apoyadas sobre los muebles aparecían en

el suelo con los vidrios destrozados. La mujer se limitaba, resignada, a

levantar los trozos y echarlos en el cesto de la basura. Cuanto más

trataba de tener una existencia normal, más se manifestaba la presencia,

agrediéndola con tirones de pelo. Incluso en varias oportunidades había

recibido fuertes bofetadas dadas por algo que ella no podía ver pero que

sentía como si fuera una mano invisible. La mujer de la limpieza la

miraba con sorna cuando ella le comentaba el asunto y su sobrina

continuaba tomándola por una vieja loca pese a que para ese momento

tenía numerosas marcas en su cuerpo que certificaban el hecho de haber

sido agredida físicamente. La sobrina le ofreció que fuera a vivir con ella

una temporada pero el horror de dejar su vivienda y salir al exterior no le

permitieron aceptar.

El desenlace se produjo un día de verano de muy elevadas

temperaturas. Para ese momento ella estaba cubierta de lastimaduras

provocadas por “La Presencia”, como ella la denominaba, y pasaba gran

parte del día en la cama. Empeorando la situación, los cortes de luz

hacían que faltara el agua, que se le pudriera la comida en la heladera y

que no pudiera distraerse mirando la televisión. Decidió que era hora de

salir de su casa, de volver al mundo exterior. Se levantó y sintió el primer

golpe. Fue directo en sus piernas. Trastabilló y cayó, pero siguió

adelante. Nuevos golpes llovieron sobre ella.

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Llegó a la puerta de salida. La abrió, miró el pasillo y la luz de

emergencia que brillaba tenuemente en el fondo. No se veía a nadie y

sólo se escuchaban unas voces en otros pisos hablando a los gritos del

corte de luz. La cabeza le daba vueltas y transpiraba copiosamente. Pidió

ayuda. Nadie le contestó, seguían discutiendo a los gritos. Se horrorizó al

darse cuenta de que la única posibilidad que tenía era bajar por las

escaleras. En la oscuridad, “La Presencia” le tiraba de los pelos, la

abofeteaba y la hacía caer una y otra vez. Se tomó de una de las

barandas y comenzó a descender. “La Presencia” le golpeó las muñecas y

las piernas al mismo tiempo. No se pudo sostener más. Sintió cierto

alivio, algo de paz. Uno de los vecinos la halló unas horas más tarde

cuando volvía de su trabajo y subía las escaleras. Pero ya no había nada

que hacer.

FEDE MARONGIU Argentina

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Cuidado con el odio, que puede abrir la boca y hacerte

comer tu propia pierna como un leproso instantáneo. Anne

Sexton

entada sobre el inodoro de un viejo departamento, Tamara enrolló

papel higiénico y separó las piernas. Se puso de pie. Subió la

bombacha. Apretó el botón del inodoro. Abrió la canilla de la

pileta y se lavó las manos con abundante agua y jabón. Acercó la cara al

espejo del botiquín, acomodó un mechón de su pelo turquesa. Tuvo la

sensación de oír la voz de Leandro, pensó que hacía mucho no lo iba a

ver, antes por lo menos le llevaba un ramo de nardos o le quitaba el

pasto crecido de la lápida. Llenó el cepillo de pasta dental, y cepilló hasta

sangrar las encías. Se enjuagó la boca varias veces. Salió hacia el living,

se detuvo frente a la ventana. Ahí abajo estaba la avenida iluminada y

vacía y más allá la sombra gigantesca del autódromo. Siguió hasta la

cocina, había revistas y diarios por toda la mesa, blisters de

medicamentos y pilas de jabones de tocador sin usar. Pasó los dedos por

la silla donde Leandro había comenzado a morir. Recordó cuando él dijo

que pensaba dejarla por otra. Ella no se detuvo a llorar ni a implorar, le

puso el boxeo en la televisión, y dijo que era libre de hacer lo que

quisiera, que no había rencor, que sólo se quedara con ella aquella

noche. Luego bajó a comprar cerveza y cocaína. Al volver, destapó una

botella y se puso a amasar para hacer pizza. A la segunda cerveza,

cuando Leandro fue a orinar, ella tomó el revólver que él había dejado

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sobre la mesa y lo puso arriba de la heladera. Con una cuchara pisó

pastillas de Rivotril, Tiarix y Femiane, lo mezcló con la cocaína y separó

tres líneas sobre la mesa. Leandro volvió y enrolló un billete. Aspiró, y

subió el volumen del televisor donde dos minimosca se golpeaban como

chicos en el centro del ring. Tamara separó más líneas y sintió lástima,

pensó en desistir, pero ya Leandro aspiraba con tanta fuerza que luego

echaba la cabeza hacia atrás en la silla. Iba a continuar con la cerveza y

con la cocaína hasta que los ojos se le pusieran en blanco y luego

vendrían las convulsiones que lo tirarían al piso, y Tamara serena frente

a la ventana, mirando las luces del autódromo mientras que el olor a

vómito y a mierda se hacía más intenso.

HÉCTOR PRAHIM Argentina

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orro con todas mis fuerzas. Es medianoche. A medida que

avanzo por la ciudad desierta voy despertando a los perros de

la cuadra que me ladran. En la esquina uno me muestra los

dientes. Trato de esquivarlo. Es un perro negro. Se agacha un

poco, se mueve para el lado a donde yo voy. En la carrera lo enfrento. Le

encajo un puntapié que lo hace rodar a un costado. En el impulso casi se

me cae el revólver. El perro se recupera y me sigue un tranco más. Lo

dejo atrás. Llevo la respiración controlada, los pasos a un ritmo

vertiginoso. Doy vuelta a la esquina. A treinta metros veo una parejita

que se despide en la puerta de una casa. Bingo. Una moto espera. La

pareja se franelea. Subo a la vereda. Otra vez los perros de mierda. La

parejita está tan caliente que no me registra. Lo agarro al pibe de la

campera y lo tiro al piso, le apunto a la cabeza. Le pido las llaves de la

moto, la pendeja grita. La empujo para atrás, cae de culo. Grito que me

de las llaves. El pibe saca las llaves del bolsillo y me las tira. Las tomo

del piso. Le doy una patada en la espalda. Me subo a la moto, arranco.

La parejita se abraza en el piso.

II

Celeste hacía la última ronda de vigilancia, estaba por el tercer

piso del paseo de compras, debía llegar al subsuelo, recorrer los

estacionamientos y fichar. El supervisor le pidió que se quedara una

hora más. Ella dudó un momento, necesitaba el dinero. Había quedado

en encontrarse con sus amigas para ir a bailar. Se negó. Había pasado

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una semana complicada. A su hijo, Bastian, le salieron dos dientes y

estuvo toda la semana molesto. El padre del niño desapareció, apenas se

enteró de que estaba embarazada. No necesito esto, le dijo. Celeste

terminó la secundaria a punto de parir, estuvo un año con su hijo,

bancada por su madre. Le salió esta oportunidad de trabajar y no la

desaprovechó. Casi a medianoche se tomó el tren que la llevaba a la zona

Sur. Iba a salir a divertirse, desde que nació su hijo que no lo hacía.

III

Esta moto es un caño. Una máquina como esta tengo que tener.

Voy a ochenta por la avenida. Vuelo sobre las cunetas en las esquinas.

Llego al barrio haciendo quilombo. Otra vez los perros me reciben. En la

esquina, El Pepo me dice que no tiene nada. Le digo que llame a la Vieja

Irma que vamos para allá a buscar. Voy hasta mi rancho, la Negra no

está. La llamo al celular y no me contesta. Hija de puta. Cada vez que

vengo, la pibita no está. Pero esto se termina acá. Ya le corto todos los

víveres. Llamo al Pancho por celular, le digo que tengo una japonesa

XT1200 caliente. Arreglo por cinco lucas, en dos horas. Joya. Voy a

buscar al Pepo. Nos rajamos hasta La Cañada. Esta noche sale delirio de

pasta. Volamos por Zapiola rumbo a Quilmes. El Pepo me grita al oído,

que la moto es una máquina. Le respondo con el pulgar para arriba. Tres

cuadras antes de llegar paro en una Shell. Le digo al Pepo que se quede

ahí con la moto. Voy a entrar a la villa caminando. Le pregunto si tiene el

fierro. Me dice que sí. Me voy. Me doy vuelta para mirar. El Pepo apoyado

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en la moto se prende un pucho. Le mira el culo a una pendeja que entra

al local.

IV

Celeste y sus amigas quedaron en encontrarse a la una y media en

la estación de servicio. Fue directo para allá. Bajó del colectivo y caminó

una cuadra, se había puesto un jean ajustado y una remera corta. Era

una noche calurosa. Mandó un mensaje a sus amigas para confirmar la

hora. Le contestaron que estaban atrasadas. Se detuvo para leer el

mensaje. Resopló. No se iba a ir hasta su casa para hacer tiempo.

Decidió entrar a la estación de servicio y comer algo, se dio cuenta de

que no había comido nada en toda la tarde. A metros de entrar a la

estación de servicio, un pibe apoyado en una moto la seguía con la

mirada. Le tiró un cabezazo y dijo: Hola, morocha. Ella sonrió. Lindo

pibe, pensó. Hacía tanto que no salía con alguien, que había perdido el

training. No puede ser tan difícil, pensó. Pidió una hamburguesa, papas

fritas y una gaseosa. Echó una mirada al pibe que fumaba en la puerta.

¡Qué linda moto!, debe ser cara, dijo.

V

Camino por los oscuros pasillos de la villa. Palpo debajo de la

campera. Acomodo firme el chumbo. Me cruzo con gente que deambula

por los pasillos, como hormigas. A medida que avanzo escucho gritos,

pendejos llorando, gente que se ríe a carcajadas. En uno de los ranchos,

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un nenito está sentado en la puerta. Miro para adentro, está oscuro, se

escucha la tele a todo trapo. Sigo de largo. Hay perros dentro de la villa,

no ladra ninguno. Es como si fueran de otro planeta. En una curva del

pasillo se me aparecen dos tipos. Se abren para dejarme pasar por el

medio. Me arrimo a una de las paredes del pasillo. Ni mamado les doy la

espalda. Me enfrentan, preguntan a dónde voy. Le digo que voy a lo de

Irma, trato de avanzar. No se mueven. Hablan entre ellos, uno dice que

cree haberme visto antes. Digo que vengo siempre, que no quiero bardo.

Se me acercan. Me pongo en guardia. Me dicen que no me pase de vivo,

porque no salgo de acá. Se van. El quilombo se huele en el aire, como el

olor a mierda.

Después de comprar, le pido a Irma si me deja merquear una línea

ahí. Me pongo insistente antes de salir. Dice que no, grita para que me

vaya a otra parte. Me llama falopero de mierda. Salgo echando putas. Le

pego una patada a la puerta. A este villerío no vengo más. La gente de la

Irma empieza a seguirme. Apuro el paso. Si corro acá soy boleta.

VI

Celeste comía la hamburguesa en la estación de servicio. Sus

amigas llegaron y se sentaron a su mesa. Charlaban divertidas. El pibe

que estaba afuera cada tanto las miraba y sonreía. Las dos amigas

arengaban a Celeste, decían que él la miraba sólo a ella. Celeste se

sonrojó.

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VII

En una de las salidas de la villa, me roban todo. Me cagan a

patadas. Negros de mierda. Ni amago a sacar el chumbo. Estoy caliente

como una pipa. Tengo que hacer algo. Corro a buscar al Pepo. Cuando

llego, le digo que vamos a reventar la estación de servicio. Me dice que

no, que hay gente. Mira a unas pibitas que están adentro. Discutimos. Le

digo que encienda la moto. Que haga de campana. Entro.

VIII

Celeste vio que el pibe de la moto discutía y forcejeaba con otro. El

otro con un arma en mano entró al local y amenazó a la chica que estaba

en la caja, que nerviosa empezó a balbucear. La amenazaba con el arma,

le gritaba. Dio vuelta al mostrador y le pegó un culatazo en la cabeza. La

chica cayó al piso. Celeste y sus amigas se refugiaron debajo de la mesa.

Un patrullero estacionaba en la playa. El pibe de la moto empezó a hacer

sonar la bocina, se subió a la moto y aceleró en el lugar. Se escucharon

gritos afuera, la voz de alto de la policía. El que estaba adentro, tomó a la

cajera del cuello y la usó para cubrirse. Un estallido reventó los vidrios

del local, que cayeron sobre Celeste y sus amigas. Tres, cuatro, diez

disparos.

IX

Las amigas de Celeste asustadas, están sentadas en la vereda.

Celeste sangra. Tiene un corte profundo en el brazo por los vidrios que le

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cayeron encima, y varias escoriaciones. El pibe de la moto, está en el

piso, muerto de un balazo en el pecho. La cajera llora. La atienden en

una de las ambulancias. El que entró al local está esposado en la parte

trasera del patrullero. Un policía se les acerca y les dice que tienen que ir

a declarar a la comisaría.

Celeste piensa en su hijo. Se le erizan los pelos de la nuca. Un

escalofrío la recorre entera. Cansada, dolorida, sube al patrullero.

FABIANA DUARTE

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nero, 7 p.m., Av. Las Heras —Un momento y un lugar para

que se produzca la magia—dijo para sí Eduardo. Era como si

en esos días, y a pesar de que suene cursi, aquello que tuviera

que ver con el amor o la poesía, se podía hacer realidad. Sobre

todo en esas noches de verano que lo maravillaban y lo hacían “flotar” en

una especie de limbo cuando la ciudad se relajaba. La gente que la

ciudad había sometido a su presión durante el día, también se relajaba.

Pero lo que de verdad deshacía el stress, era ese “todo” que entraba y

salía de uno, y que después se esparcía por las calles y las luces como

un conjunto palpitante, imposible de separar, de aislar. “Todo” era el

gentío caminando sin apuros; los coches que ya no aturdían con sus

bocinazos; la tibieza del asfalto dormido; la sombra de los edificios donde

empezaban a relampaguear los televisores y la gente cenaba hipnotizada

con las falsedades de la dictadura; los árboles soñando con otra selva, de

donde emanaba una oscuridad misteriosa y lenta. Todo confabulaba así

cuando las ráfagas nocturnas que llegaban del río entraban a Barrio

Norte, llenando el aire con un perfume de flores de tilo de alguna plaza,

jazmines de balcones olvidados; la dulzura fría de una mujer

indescifrable que entraba a una confitería; la fragancia del café, de la

factura; el humo de los taxis, el aroma de las pizzas y los cigarrillos. —

Como un vino porteño que embriaga hasta hacernos azules con la

noche— El poema podía continuar, pero Eduardo prefería decirlo y

olvidarse. Era la forma de comunicarse que tenía él y todos ellos: los

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bohemios actores de un pedazo de sueño improvisado al que llamaban

poesía.

La reunión era en la casa de los padres de María Rosa, en

Recoleta. Fueron los ojos azules de María Rosa los que le abrieron la

puerta del 2do. “D”. Los ojos azules achinados, chispeantes por la alegría

de verlo. Ella, flotando blanca en una tela hindú, de melenita brillante y

suave como una cascada de mentira pero a la vez real, tan real y falsa

como ese abrazo exagerado con el que lo recibió —Hooooola Eduardo—y

se murió de risa. Eduardo también; como si los dos intuyeran que algo

iba a pasar esa noche. Al entrar, se desplegó delante de Eduardo la

lujosa armonía de la arquitectura art nouveau catalana de los años

veinte. En ese piso, decorado como si allí viviera un viejo embajador de

Indochina o Pakistán, había alfombras tejidas de diseño entreverado;

máscaras de ébano con una presencia escondida en cada ojo; cortinas

exóticas y vaporosas; floreros tallados con extrañas flores secas

detenidas en la luz; mesas chinas de teka, viejísimas; y libros, libros y

más libros; y todo embrujado por la suavidad de ese verano que entraba

por los balcones de Las Heras y Ayacucho. Cuando Eduardo llegó, Aníbal

y Marcelo ya estaban ahí, y lo recibieron como era su costumbre:

Marcelo, expresivo y verborrágico, con un chiste y una carcajada; Aníbal,

pianista triste e irónico, con su afecto y su humor sombrío; aunque el

cruce inicial de miradas, no fue el de siempre. Algo estaba en juego, los

dos lo sabían.

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Al rato llegaron Mario, Alicia y Diana. Después, en dos oleadas,

Luis, Graciela, Ernesto, Mariano, Andrea, Patricia, Leonor, Lucio y

Carlos. Todos eran escritores; jóvenes escritores. Todos vivían

enamorados de la vida, y sentían que la vida valía la pena en la medida

que escribieran y pudieran compartirlo. Todos eran poetas, pero Eduardo

y Mario lo eran de una manera más seria, más comprometida. Ellos

vivían desde la dimensión que les posibilitaba la poesía, el resto no; por

lo menos era lo que los dos sentían. Muchos eran turistas en la Ciudad

de los Poetas; Eduardo y Mario residían allí de manera permanente;

quizás también morirían allí. Mario era un crítico mordaz de la realidad,

sobre todo de la realidad política: no creía absolutamente en nada ni en

nadie; razón no le faltaba. Eduardo, por el contrario, sí tenía una fuerte

sensibilidad social y una postura política muy definida y militante, a tal

punto, que dudó en asistir esa noche por no comprometer a sus amigos.

La reunión en casa de María Rosa definiría si el grupo apoyaba o

no a alguna de las facciones en pugna dentro de la Sociedad de

Escritores a la que todos ellos pertenecían. En realidad lo que después se

definió fue otra cosa, y sólo entre tres personas. Todo empezó bien, de

manera amable y despreocupada. De a poco, las cosas fueron

cambiando. Graciela y Leonor se tensaron, y el grupo lo notó. Eduardo

también notó que Aníbal no se separaba de María Rosa, entonces tomó

distancia y esperó, con la confianza de un león agazapado en la

espesura. Mario tomó un par de tragos y se fue; no le interesaba en

absoluto lo que allí se iba discutir. Lo que sí le hubiera gustado ver era

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en qué terminaba el lance de su amigo, pero no soportaba estar mucho

tiempo con gente que no hablara de poesía. Las dos supuestas líderes

juveniles que se disputaban el apoyo del grupo, también duraron poco.

Cuando se enfrentaron, sacaron a relucir sus viejas disputas y al rato se

retiraron medio borrachas y enojadas, con todo y con todos. Así terminó

la contienda entre Graciela y Leonor; un encuentro que no llegó a nada

para lo cual había sido convocado. Todos festejaron cuando ese par se

fue; buenas poetas, sin embargo; sobre todo Leonor, quien murió de

cáncer veinte años después.

Ya aliviados, los integrantes del grupo se dedicaron a beber, comer

y hablar; sobre todo a beber. La noche se había abierto y todos entraban

a esa maravilla que significaba estar juntos, sin la hosquedad de Mario,

el delirio de Leonor, o la agresividad de Graciela. Por suerte todo se aflojó

y la música, que de pronto apareció, completó la algarabía. Había sin

embargo algo inquietante: en alguna habitación, como escondidos,

estaban los padres de María Rosa. ¿Quién sabe si escuchando? Eduardo

lo sabía y tenía que tenerlo en cuenta para sus planes. De pronto el león

levantó las orejas. Vio cuando Aníbal entraba al baño, justo en el

momento en que María Rosa advertía en voz alta la inminente escasez de

cerveza. El león avanzó y se fue con su presa a comprar las bebidas. Ya

en la calle, cruzaron Las Heras y se dirigieron a un mini-super, a dos

cuadras. De regreso, esperando en el semáforo, Eduardo se acercó a

María Rosa y la besó mientras una brisa los rodeaba. Ella sonrió tensa,

pero aceptó aquel arranque y le devolvió el beso. Enseguida cruzaron la

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calle, subieron hasta el segundo piso, y todos festejaron cuando los

vieron llegar cargados de latas de cerveza. Aníbal notó al instante que

algo había cambiado entre sus dos amigos, algo que lo ponía en guardia,

algo que lo hizo acercarse a Eduardo con una sonrisa calculada,

aceptando el reto de manera implícita —Salud —le dijo, y levantó su lata

de cerveza. —Salud Aníbal —le respondió Eduardo, completamente

seguro de estar entrando a una batalla en la que se sentía vencedor. La

noche fue transcurriendo, y a medida que las horas pasaron el grupo se

fue reduciendo. Cuando los que más habían bebido empezaron a

cabecear, Eduardo los condujo a la puerta, despachándolos rápido para

acortar la clásica perorata del beodo que se despide una y otra vez. Él se

había cuidado de no tomar mucho, contrariamente a lo que había hecho

Aníbal, que ya estaba hecho una cuba.

A la una de la mañana solo quedaban tres poetas —Bueno, ¿Y

ahora qué hacemos?— dijo Eduardo, y Aníbal lo miró como diciéndole

¡Andate! Pero Eduardo estaba entero, y no dejó nada al azar. En un

momento en que acompañó a María Rosa a la cocina, le preguntó sin

rodeos —¿Con quién querés estar, María Rosa?— Ella le dijo que con él.

—¿Entonces qué hacemos con Aníbal? —Vos quedate acá Eduardo...yo le

explico— y a los pocos minutos Eduardo abrazaba a Aníbal en la puerta

de calle del edificio, igual que lo hacen los boxeadores después del último

round: el retador consolando en un inútil abrazo al ex-campeón después

del nocaut. A pesar del triunfo, Eduardo sintió que era una de esas

experiencias incómodas de la vida. Aníbal era su amigo, un buen amigo,

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que había estado queriendo tener algo con María Rosa desde hace meses.

María Rosa también era su amiga, pero una amiga demasiado bella para

seguir siéndolo, y ahora estaba ahí enteramente suya, hermosamente

suya, con toda la madrugada por delante, en ese acogedor lugar del

universo; incluidos unos padres misteriosos de los que tendrían que

cuidarse. Ella, retándolos así; él demostrándole a ella que valía la pena

cualquier bronca con tal de estar allí. Se retiraron al estudio; era

demasiado descarado si lo hacían en la alcoba de ella. Caminaron

despacio atravesando el amplio living, tomados de las manos y en

silencio. Las máscaras los miraron, los libros dormían. Ella fue a buscar

whisky; él ahora sí bebió sin reparos; primero de su vaso, después de ella

misma que se convirtió en un licor abrazador y fascinante en cada

arrebato. Ya no le importó si los padres los encontraban, si prendían la

luz, si les prendían fuego, o si los filmaban haciendo el amor; todo se iba

por un terraplén de nostalgias desbordadas: su amistad con Aníbal, el

grupo, la poesía, la política, la Av. Las Heras, el art-nouveau, la

dictadura, los padres de María Rosa; sus mismos padres, que no sabían

donde andaba; todo, todo, todo.

El grupo se deshizo con la partida de Eduardo. A María Rosa, él la

volvió a ver al día siguiente. Después tuvieron que pasar tres años. Pero

todo había cambiado. Durmieron en la cama de ella; uno mirando al

norte y otro al sur. A Mario lo encontró veintisiete años después, ya sin

nada en común. Los padres de ella, nunca salieron del escondite, y el

bello edificio fue comprado y restaurado por una firma de abogados.

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Para Eduardo, asomarse así al pasado sigue siendo mágico. Porque

todo aquello aún existe y de manera vívida; de una manera que le

permite salir de su piel y rejuvenecer en los brazos de ella, en las

carcajadas de los chistes de Marcelo, en el piano melancólico de Aníbal,

en las horas y horas dedicadas a la poesía compartidas con Carlos,

Lucio, Mariano, Diana, Leonor, Graciela, Ernesto, Andrea, Patricia, y los

fantasmas tibios de Av. Las Heras 1914, en esa hora de verano que se

repite en cada enero, aunque ya nadie piense en eso, salvo él.

HERNÁN SÁNCHEZ BARROS Argentina

http://hernansanchezbarros.simplesite.com

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omó el cuchillo de la mesada y con todo el odio que le subía

desde el estómago, comenzó a clavarlo una y otra vez sobre la

tabla de picar, mientras con los dientes apretados

murmuraba: “¡Lo voy a matar! ¡Lo tengo que matar! ¡Lo quiero ver

muerto!”

Y así fue.

I

Cuando él faltaba algunos días, ella ya deseaba que no volviera. Y,

abandonarlo, no se animaba por temor. “No se te ocurra dejarme, porque

te mato”, le había advertido él varias veces. Sin embargo, cuando el

médico le confirmó su nuevo embarazo, se armó de coraje y se preparó

para huir. ¡No se arriesgaría a perder otra vez a su hijo!

Hasta la casa llegaba el estruendo de las explosiones en la playa.

Morena creyó que ese era el momento oportuno. Puso una maleta sobre

la cama y, con gran nerviosismo, se apresuró a empacar algo de ropa y

algunos objetos personales. ¿Cómo pude equivocarme tanto? se

preguntó.

Se había enamorado como una colegiala de un hombre que apenas

conocía. Fue durante el verano pasado, recordó. El desconocido la

deslumbró ni bien entró al bar. Rubio, alto, alrededor de treinta y cinco

años, atlético, de ojos muy claros y una amplia sonrisa. Vestía jeans y

remera azul, que hacía resaltar aún más su bronceado. Era el príncipe

con el que siempre había soñado desde que tenía dieciséis. Cuando se

T

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34

acercó a la barra y le pidió una cerveza, se la tuvo que reclamar dos

veces, pues estaba anonadada.

—Bien fría —recalcó el hombre.

Morena se apuró con la bebida y le alcanzó un plato con

ingredientes. Él no reparó en ella. Más bien parecía estar estudiando el

ambiente o buscando a alguien. Al averiguar, se enteró que era buzo y

holandés.

Pasaron varios días en los que aparecía más o menos a la misma

hora, bebía unas cervezas y hablaba con otros colegas. Una tarde, en la

que estaba solo en el mostrador, ella se atrevió a iniciar la conversación,

mientras le alcanzaba la cuarta cerveza.

—¿Qué lo trae por estos pagos? ¿Está de vacaciones o trabaja para

la empresa que desguaza el barco hundido?

—Soy buzo, experto en explosivos —le confirmó él en buen español

pero con acento y sin más explicaciones—. ¿Y tú, qué haces en un bar

como éste?... ¿Eres la hija del dueño?

—¿De Pepe? ¡No! —contestó ella, sonriendo nerviosa—. Yo atiendo

acá en verano. En invierno no hay nadie. Sólo los que trabajan en el

barco. Y eso depende de las mareas —aclaró, mientras repasaba el

mostrador, por hacer algo.

—¿Y qué haces en invierno?

—¿En invierno? En invierno, pinto. Aunque todavía estoy

aprendiendo… Con lo que gano aquí, me pago las clases.

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—¿Ah, sí? —contestó indiferente el holandés, mientras con mirada

distraída, recorría el entorno.

—¿Vives todo el año acá?

—No. Le dije que sólo en verano. Vivo en Necochea.

—¿En Necochea? —volvió a mirarla—…He oído que hay unos

cuantos europeos allí —comentó interesado.

—Sí. Algunos hay.

—Dame otra cerveza —y agregó— estoy buscando a un colega. A

un tal Ducroix. Es francés ¿Oíste alguna vez ese nombre?

—No. Hubo, sí, un francés por aquí hace dos años… Bueno, creían

que era “francés”, porque era rubio y hablaba el idioma, pero algunos

decían que era belga —comentó ella sirviéndole la cerveza—. Era

guardavidas.

El holandés ya no parecía prestarle atención. Se mandó la cerveza

como si tuviera que apagar un incendio.

—Se cree que le dio un calambre o algo así, mientras trataba de

salvar a un niño que se había internado demasiado, y se ahogó —siguió

contando Morena—. Días después apareció en la playa el cadáver del

muchacho —se ubicó frente a él, los brazos apoyados en el mostrador—.

A Marcel nunca lo encontraron —. Dio toda esa explicación, ansiosa de

prolongar el diálogo, pero él puso punto final a la charla, señalando la

copa ya vacía.

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—Dame otra y cierra la cuenta —. Bebió también esa cerveza de un

trago, pagó y mientras giraba el taburete dispuesto a irse, se dio vuelta,

la miró como midiéndola y sin rodeos, le preguntó:

—¿Qué haces a la salida?

—¿Yo?... —titubeó. Sorprendida, no encontraba qué decir.

—Te invito a comer. Pero no aquí —. Miró su reloj—, te paso a

buscar en media hora... ¿Está bien? —preguntó guiñándole el ojo. Y

dando por sentada la respuesta, se encaminó hacia la puerta.

Morena había quedado boquiabierta por la sorpresa, después loca

de alegría. ¡No lo puedo creer! ¡Se fijó en mí!, se dijo, mirando su reflejo

en la vitrina donde estaban las bebidas. Era bonita sin descollar, pero

sus dieciocho años estaban bien repartidos.

Se apuró a ordenar el mostrador. Enjuagó las copas y guardó las

bebidas. Sólo quedaban dos parroquianos sentados a una mesa. Le pidió

a Pepe que le hiciera el favor de encargarse de ellos. Fue al fondo del

local. Se cambió la blusa y el pantalón por una falda. Pasó el peine por

su pelo negro, ensortijado, y le dio un toque de color a sus labios. Se

miró al espejo y se vio como Jennifer Jones. en “Duelo al sol”. Ella buscó

de ver esa película, después de que alguien le había dicho que ella era

idéntica. Aunque hubiera querido estar mejor para esa ocasión, se sentía

inmensamente feliz. Iba a tener su primera salida con un verdadero

hombre. Con el hombre de sus sueños.

El “Nicolao P”, del que sólo emergía la popa, se encontraba

encallado desde hacía años en una angosta y profunda grieta cerca de la

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playa, hasta que una empresa extranjera lo compró para desguace. Su

ubicación hacía muy difícil y peligroso el acceso de los buzos para

colocar la dinamita, ya que sólo disponían del tiempo que duraba la

marea baja. Un fuerte oleaje en esa ubicación, podría costarles la vida.

De ahí que se contrataran a buzos especializados. Del holandés se sabía

que se llamaba Vincent van Klingenheimer y que era uno de los mejores

en su profesión. El apellido nadie lo podía repetir. Algunos lo llamaban

Vincent pero, al final, terminaron utilizando el apodo de “el holandés”.

Morena conocía poco de él. Sólo hablaba cuando estaba bebido, de

cosas que ella no entendía. Y si le hacía alguna pregunta personal, la

dejaba sin respuesta o le decía: ”No hay nada que pueda interesarte”.

Aunque introvertido, podía ser encantador cuando estaba sobrio, pero se

ponía violento cuando bebía. Entonces repetía una y otra vez: “Tengo que

encontrar a Ducroix”… ”Lo tengo que encontrar”. La sola mención de ese

nombre, le hacía relampaguear los ojos.

II

Estaba por cerrar la valija cuando de improviso, como si lo hubiera

presentido, apareció el holandés, abriendo la puerta de un puntapié. Aún

era de mañana y ya estaba borracho.

—¿A dónde crees que vas? —dijo apoyándose en el marco—. ¡Nadie

abandona al holandés! ¿Me oyes? ¡Nadie! —Tomó la maleta y la arrojó

contra la pared, quedando el contenido desparramado por el suelo. A ella

le dio un empujón que la hizo caer sobre la cama. Le arrancó la ropa y la

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violó. Una tras otra, se podían oír las explosiones de la dinamita en la

playa.

Esa tarde, cuando llamaron a la puerta, Morena estaba sola. Un

hombre de unos cuarenta y cinco años, de aspecto extranjero, campera

y gorra negra, le preguntó:

—¿Vive aquí Vincent, Vincent van Klingenheimer?... Soy Ducroix

—¡Ah!... Ducruá —Morena no pudo evitar una exclamación de

sorpresa y luego, tratando de recobrar un tono de indiferencia,

respondió—, sí señor, pero no está en casa.”

—¿Sabe dónde puedo encontrarlo? —preguntó el francés

arrastrando la “r”.

—No sé... a esta hora... —titubeó—, realmente no sé. Tal vez, en el

bar. El que está frente a la playa.

—Muchas gracias, señora —y volviéndose, agregó—, por si no lo

encuentro y él regresa, dígale que Philip Ducroix lo estará esperando en el

bar…—se quedó mirándola un rato—. Ha sido muy gentil, señora —dijo

con una leve inclinación de cabeza, antes de retirarse. Morena cerró la

puerta y se apoyó en ella. Se terminó la búsqueda, pensó no sin cierta

preocupación.

Apenas habían pasado quince minutos cuando, dando tumbos

mientras bebía de la botella, entró el holandés, como nunca lo había

visto. Ella estaba en la cocina picando verdura. Le informó de la

aparición de Ducroix y le dijo que éste lo esperaba en el bar, pensando

que le daba una buena nueva.

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—¡Estúpida! ¿Qué has hecho? —le increpó iracundo el holandés—

¿Dejaste ir a Ducroix? ¡Debiste haberlo retenido aquí! —. Se movía como

una fiera dentro de la jaula— ¿Lo enviaste al bar? ¿Dejaste que el francés

se fuera? —. Se balanceaba de un lado a otro con la botella en alto—

¡Eres una estúpida! —volvió a gritarle furioso— ¡Una estúpida!

Entonces, se abalanzó sobre ella para golpearla, pero trastabilló, la

botella se le escapó de las manos y voló contra la ventana, rompiendo el

vidrio. Eso lo irritó tanto, que comenzó a sacudirla y a pegarle con los

puños en la cara y en el pecho. Ella buscó resguardo en un rincón de la

cocina y para proteger su vientre se agazapó cara a la pared, cubriéndose

la cabeza con las manos. Él terminó dándole puntapiés, mientras

vociferaba:

—¡No sirves para nada! ¡Eres una inútil! —y sólo la dejó para ir a

buscar el revólver y salir de la casa, mientras continuaba gritando—

¡Eres una estúpida! ¡Una… una estúpida!

Con gran esfuerzo Morena se levantó del suelo, asiéndose de la

pata de la mesa. Se apoyó contra la mesada de la cocina. Apenas se

podía enderezar. Le dolía todo el cuerpo, la espalda. Le costaba respirar.

Sentía que le estallaba el corazón. Se abotonó la blusa y se quitó el

mechón de pelo que le caía sobre la cara, dejando al descubierto su ojo

amoratado. Sentía un sabor dulzón en la boca. Tomó un repasador y se

secó la sangre que le brotaba de la lengua y del labio inferior.

—¡Cerdo! —exclamó—. ¡Estoy harta! ¡Harta!... ¡No aguanto más!

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De pronto, tomó el cuchillo y con todo el odio que le subía desde el

estómago, comenzó a clavarlo una y otra vez sobre la tabla de picar,

mientras farfullaba entre dientes— ¡Lo voy a matar! ¡Lo tengo que matar!

¡Lo quiero ver muerto!...Cuando vuelva, lo mato... ¡Lo mato! —repitió con

firmeza.

Morena parecía enajenada. Apoyada contra la mesada, la mirada

centelleante fija en la entrada a la cocina, la mano apretando el cuchillo,

se quedó esperando el regreso del holandés.

El bar quedaba apenas a escasos cien metros de la casa. Había

oscurecido. Ella seguía parada inmóvil en el mismo lugar, esperando. El

viento golpeaba de tanto en tanto la puerta de la casa que había quedado

abierta. Una tenue luz de la calle se filtró en el ambiente contiguo.

Poco después, fracasado su encuentro con Ducroix, el holandés

volvió hecho una fiera. Con la botella en una mano y el revólver en la

otra, empujó la puerta con el cuerpo e irrumpió en la cocina, mientras

vociferaba amenazante:

—¡Maldita! Por tu culpa lo perdí —. Al tanteo buscó el interruptor y

encendió la luz. La encontró tal como ella había quedado aguardándolo.

Por primera vez, Morena lo vio como un extraño. Ese desconocido

que tenía delante, estaba desgreñado, desencajado y con barba de varios

días. Sus ojos relampagueaban y sus movimientos eran torpes y

violentos al mismo tiempo. Su sola presencia era aterradora.

Estupefacto, él reparó en la actitud de ella.

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—¡¿Qué?!...!¿Tu pensabas matarme?! ¡¿Matarme con eso?! —

preguntó con sarcasmo, mientras agitaba la mano en la que tenía el

revólver señalando el cuchillo, que ella aún sostenía en la suya. Largó

una sonora carcajada pero, de pronto, su cara se transformó, sus

facciones se endurecieron y un odio oscuro brilló en sus ojos. Ella,

paralizada, retuvo el aliento.

—Mereces que te mate por estúpida y traidora —dijo masticando

cada sílaba, mientras se esforzaba por mantenerse en pie.

Totalmente fuera de sus cabales, sintió la imperiosa necesidad de

descargar el arma contra alguien. Levantó la mano, entrecerró sus ojos y

le apuntó.

—Vince... —lo detuvo una voz inconfundible a sus espaldas.

Sorprendido, éste hizo un giró instintivo sobre sus talones, al

tiempo que descerrajaba varios disparos a la oscuridad del cuarto

contiguo. La respuesta fue inmediata y certera. El holandés tambaleó y,

antes de desplomarse de bruces sobre el piso, alcanzó a ver a Ducroix

que emergía de las sombras. El francés se acercó y lo observó un

instante.

—El odio puede ser más profundo que el mar —dijo, arrojando su

arma junto al cuerpo tendido y, al ver el desconcierto reflejado en los ojos

espantados de Morena, agregó:

—Uno de los dos tenía que ser.

LIA RENOLDI Argentina

http://renoldi9.wix.com/ecfrasis

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asi ni me acuerdo de tus gestos, de tu sonrisa caída hacia el

costado, ni de tus ojos que se cerraban por el humo del

cigarrillo. Casi no me acuerdo de vos, y eso me parece

espantoso, una abyección, una deslealtad a la memoria y los

buenos tiempos.

Es que apareciste de golpe, traído a la fuerza por un comentario

menor de Clara sobre las posibilidades remotas de que el bar de Omar

funcione. Me habló como habla ella, como le hablaba al mundo: seca,

desnuda, sin colorido. Me habló de alternativas y complementos, de

tratos formales y cultura en decadencia, todo mezclado, todo a su forma,

hilvanando las palabras con saliva venenosa.

Lo del bar, mejor dicho, lo de la música en el bar, me hizo acordar

a vos y entonces dejé de escucharla. Me pregunté por qué no te

recordaba, qué fragmentos de vos se habían hecho polvo en estos años,

qué tiempo fue aquel tiempo. Busqué las fotos en el cajón y no las

encontré. Le pedí a Mario que me prestara las suyas y me cortó el

teléfono, intenté dibujarte con mi arte torpe y desmañado pero sólo logré

la caricatura de un fantasma. Se la mostré a Clara y me preguntó si lo

había copiado de una revista. Ella tampoco se acuerda. Nadie se

acuerda. Nadie quiere hacer el esfuerzo.

Lo raro es que desde ese momento no puedo dejar de pensar en

vos. Sólo que no hay nada concreto: voces en la noche, conversaciones

disparatadas, monólogos insólitos. Pero no tu cara. Pero no tus gestos.

C

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44

El bar es un éxito a medias, tal como lo pronosticó Clara. Van los

amigos a tomar cerveza y a escuchar música. Yo estoy con ellos, me

siento en sus mesas, comparto los vasos, pero miro el vacío de las

paredes y los cuadros, el escenario que se agota en sí mismo, la torpe

recurrencia de ellos a no nombrarte. Pido entonces que traigan un

músico, alguien que se pare frente a nosotros y haga algo que no sea una

pantomima. Me dicen que después, que el próximo viernes, que falta

categoría en las propuestas. Yo los observo y trato de indagar pero es

inútil, todo es inútil cuando se trata de recordarte.

En casa todo es más liviano, no hay con quienes lidiar. Miro por la

ventana la estación y suena una música en mi recuerdo, una trompeta,

un sol mayor soplado con ganas y creo atrapar la cola de tu fantasma.

Pero cuando tiro de ella sólo me queda la estela y la música se muere de

golpe.

Hay una cosa que pesa por sí misma: la música, tu trompeta, o

mejor, las ganas de tener una trompeta. Pero saquémosle el frío, eso

dijiste una vez y ahora me viene como un martillazo: no te gustaba el

frío. Es cierto, la trompeta merece un cálido aliento de la madrugada,

una brisa que despierte las ganas de escuchar o adormilarse, un buen

vaso de algo fresco que alivie la garganta.

Se los cuento con lujos de detalles: una noche, los dos solos, tus

ganas de tener una trompeta y tu aversión al frío. Me miran, bajan la

cabeza y siguen con la conversación. No les importa o no lo saben. Es

indistinto, me obligan a alejarme, a buscar refugio en territorios que me

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son más agradables que la indiferencia. Ellos no saben. O saben y no lo

dicen. Mientras tanto yo persisto en la búsqueda porque presiento que es

lo único que puede salvarme.

Le pregunté a Clara por qué a mí me pasaban esas cosas y me

respondió con evasivas, como siempre hace, construyendo un discurso y

una razón basados en la inmoralidad de no vivir el presente, de no

valorar lo que se tiene. No me respondió sobre la relación entre el

presente y tu trompeta, pero ella nunca responde. Lo peor, descubrí, es

que no recuerdo casi nada. Mi vida es un collage de sucesos

deshilachados, de frase sueltas, de imágenes borrosas. No puedo

recordar y ellos no quieren que recuerde, entonces volvemos siempre al

mismo punto: un presente que nos admite y nos deja un lugar en su

mesa, que nos da de comer bien mientras lo alabemos, una figura a la

que debemos idolatrar más allá de nuestro porvenir.

Es que no hay porvenir si no hay pasado. Eso es lo que descubrí.

Yo no lo tengo y sí, sospecho, lo tienen los demás.

A fuerza de ejercitar y romperme el alma logré unir porciones,

metáforas, conexiones flotantes. Llegué a un cuarto de paredes muy

blancas con cuadros colgados, una biblioteca y un escritorio. Llegué

hasta un hombre de barba rala que me hablaba como un padre pero yo

sé que no era mi padre. Mi padre se emborrachaba todos los viernes y

olvidaba la dirección de su casa y terminaba en las comisarías de barrios

ignotos. El hombre me hablaba y yo le decía que sólo hacía falta una

trompeta que sonara contra el viento. Él insistía y yo insistía. No había

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conclusiones, sólo horas de circular por las mismas respuestas.

Después, o antes, la oscuridad helada y las piedras como guarida,

esperando que las luces nos vengan a encontrar. Y tu voz, soñolienta,

cada vez más cansada, pidiendo entre llantos una trompeta para

exterminar a los demonios y yo intentando consolarte, extendiendo

apenas la mano porque otra cosa no podía hacer.

Soñé entonces con los demonios y sus garras en forma de cuchillo

decapitando seres, robándoles el alma y las orejas. Me desperté gritando

y pedí por vos, y maldije a Clara por haber hablado del bar y de la

música, de esos objetos trágicos que me sacaron del trance amniótico en

el que vivía.

No puedo armarlo todo. La mayor parte de las cosas están

sumergidas y no hay forma de rescatarlas. Nadie me ayuda, pero da lo

mismo. Ahora, que enloquecí a todos y amenacé con suicidarme la noche

en que el trompetista hizo su presentación en el bar, Clara, en nombre de

todos, me habló de la guerra y de mi pérdida, de todas las pérdidas y

todos los dolores. Y yo le dije que nunca estuve allí, que las islas son

parte de una ficción, de una pesadilla colectiva, y le exigí que me contara

la verdad, que me hablara de mí y de vos con todas las letras sin omitir

detalles. Pero todo, te juro, se condensó en un periodo tan corto de

tiempo que sentí que hablaba de otras personas. No te nombró porque no

te conoce. Eso lo deduje de su farfullar constante. Tampoco sabe lo de la

trompeta, aunque reconoce que alguna vez se lo dije y lo dije en sueños.

Tampoco lo de las manos heladas ni el horror al frío. Ellos no saben nada

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y esa es la conclusión a la que llegué. Me tratan bien, me dejan hacer,

me cambian de tema o me cortan el teléfono. Mientras, yo reconstruyo,

armo entre las sombras esa imagen de nosotros pidiéndole a dios otra

oportunidad. No recuerdo tu gesto ni tu sonrisa y Mario dice que debe

ser porque nunca la vi, que en la noche todos somos iguales. Como

decía, ellos no saben, ni siquiera sospechan, inventan tonterías como esa

de que nos encontraron acurrucados, muertos de frío tratando de

comunicarnos en distinto idioma. ¿Cómo, entonces, podría saber lo de la

trompeta? ¿Cómo podría saberlo?

PABLO CAZAUX

Argentina www.facebook.com/Cazaux.Pablo/

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e vez en vez me acuerdo…

de mis olas mansas de abril, tan sumisas en su grandeza y tan

diáfanas en su bondad, que me subían y me bajaban del azul

y majestuoso mar; y yo, Juan sin miedo, iba de aquí para allá,

de arriba abajo y de adentro hacia fuera; y que cuando a saludarnos

subían los hipocampos, armábamos con ellos un baile al compás de la

marea.

Recuerdo que salía de ahí, con el espíritu indomable y el corazón

entero, saturado de vida de mar y del aire del cielo; que llegaba a mi

hogar rendido; que me sumergía en el sueño y dormía… dormía…y

dormía… hasta que me cansaba de tanto que iba y venía sobre mis olas

soñadas. Si era el sueño de noche o las olas del día lo que más me

gustaba, no lo sé, como comparar la flor con su perfume. Lo cierto es que

me pasaba la noche y el día de aquí para allá, de allá para acá y del mar

a la nube: baja que te baja y sube que te sube.

Luego quién sabe… Algo pasó.

Llegó uno de esos tremendos y para siempre vendavales y todo lo

cambió: las crestas de mis olas quedaron revueltas, amarilla se tornó la

resaca y la corriente violenta. Quise volver a ir de aquí para allá y de allá

para acá; pero apenas metía un pie en la boca del mar y su lengua me

escupía para afuera.

Pasadito el sol, llegaba a mi hogar y ya no podía dormir; echado de

cara al cielo, no sólo añoraba mis olas mansas de abril; sino que además,

¡vaya dolor!, mis pies contrajeron de una arena diferente, llagas marinas

D

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y ardientes: grutas por donde salían mejillones y cangrejos. Me aplicaban

un remedio que agrandaba y creaba nuevas heridas. Luego me las

cubrían con vendajes que agravaban más el mal, pues la fauna quedaba

atrapada y yo sentía por dentro, como me escarbaba para escapar.

Recuerdo que fue entonces que me empezó a frecuentar por las

noches un visitante. Ahí mismo, junto a mi cama, se arrimaba a ver que

pescaba en mis heridas. Mientras las hundía en agua yo fingía ser nada

para no tener que mirar. En mi miedo, evocaba a mis olas amigas, las

que me invitaban a entrar. Me escapaba con ellas sin sueño, hasta que

me sorprendía el día y entonces podía descansar.

El temporal arreció y en el puerto se alzó una muralla;

ya ni tantito pude volver a mirar al mar. Comencé a alejarme

hasta que a mis olas nunca más volví.

Ni a verlas, ni a oírlas, ni a soñarlas…

Una noche desperté llorando en el silencio de una ciudad. Por mis

ojos corrían los últimos vestigios que me había traído del viejo temporal.

El tiempo, y sólo él, me habían curado los pies y entonces empecé a

caminar buscando un espejo. Quería verme la edad. Vi uno al fondo de

un pasillo. Llegué al final y miré mi imagen: ¡Santo injerto! Ojos muertos

de algas y coral, rémoras en la boca, y cabellos de turbio mar. Luego…

¡No! ¡Qué horror! ¿Llagas en el pecho? Sí, pero en lugar de cangrejos,

salían pequeñas olitas mansas echando afuera los restos de un corazón

partido a la mitad. Tardaron años en desaparecer esas úlceras como

agallas; aunque ya acostumbrado estaba al dolor y a la humedad.

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Ahora, ya no tengo nada, mi cuerpo se ha curado y apenas hoy me

he enterado que ya tiraron la muralla; que ya volvieron a juntarse el mar

diáfano y el cielo; y que ya regresaron mi olas mansas, las que me

invitaban a entrar al mar sin miedo.

¿Qué será de mis viejas amigas? ¿Me serán ajenas?

Ojalá fuera alcatraz para remontar el vuelo y bajar a bailar en el

vaivén de la marea. Pero, ¡ay!, no sé si otra vez, entre ellas, pueda…

ir de aquí para allá… de arriba abajo… de adentro hacia afuera…

JUAN CARLOS POZO México

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illalba!

El cabo José Villalba saltó de su escritorio como un muñeco de

resorte y corrió hacia la oficina del comisario, respirando

agitadamente a causa de su sobrepeso. En el trayecto se llevó por delante

una resma de hojas A4 que quedaron desperdigadas por el piso y

tuvieron que ser levantadas por la agente Méndez, ya que al intentar

hacerlo, Villalba perdió momentáneamente la conciencia espacial

derramando con su abundante trasero el café del sargento 1ro. Pascual

Zamboni —de la División Robos y Hurtos— y tuvo que apurar aún más el

paso para escapar de la ira del susodicho.

—Te toca el operativo en la cancha de San Lorenzo, a ver si esta

vez no hacés papelones —le dijo el comisario.

Odiaba todo lo que tuviera que ver con el fútbol: las multitudes, los

cantitos ofensivos, el olor a chori y, muy especialmente, las bengalas.

Eso no había sido siempre así, cuando era chico iba todos los domingos a

ver a San Lorenzo con su papá. Cada semana esperaba ese día con una

ansiedad desmesurada en relación con su corta edad, ya que ese era el

único momento en donde padre e hijo hacían ejercicio de su lazo familiar.

Hasta aquel fatídico día en que un hincha de Boca lanzó una bengala

justo en el momento en que la hinchada local desplegaba con orgullo una

enorme bandera con el escudo del club y un cuervo en actitud

beligerante que abarcaba las dos bandejas. La tragedia no se hizo

esperar, la bandera se incendió dejando atrapados a miles de hinchas

V

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bajo un infierno azulgrana. Hubo decenas de muertos, entre ellos el

padre de Villalba, mientras que este último escapó milagrosamente con

vida aunque no ileso, ya que las cicatrices en el cuello que le quedaron

como consecuencia de las quemaduras de tercer grado recibidas,

servirían como recordatorio permanente de aquel funesto incidente.

—Jefe, mándeme a Fuerte Apache si quiere, no tengo problema,

pero no me obligue a ir a la cancha por favor.

—Mirá Villalba, ahora tenés la oportunidad de arreglar la cagada

que te mandaste la última vez, o lo hacés o te vas, ¿Entendido cabo?

—Sí, señor.

Villalba salió de la oficina con un hondo pesar, no sin antes

tropezarse con el fichero que se encontraba a un costado de la puerta. El

domingo siguiente se dirigió al estadio de San Lorenzo con sus

compañeros de la fuerza. Los latidos de su corazón aumentaban el ritmo

con cada cuadra que lo acercaba a su destino. Las imágenes de su

última incursión desfilaban por su cabeza como tortuosas diapositivas:

la necesidad imperiosa de ir al baño, la costumbre infantil de sacarse los

pantalones para orinar, las crueles burlas y posterior robo de los mismos

por parte de hinchas que todavía ni habían atravesado la etapa de la

pubertad, la vergüenza que había sentido al correr en paños menores

frente a todo el estadio. Había puesto en peligro el operativo y dejado en

ridículo a toda la fuerza, pero ahora, como le había dicho el comisario,

tendría la oportunidad de enmendar aquel oprobio.

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Al llegar a la cancha, la Doce los esperaba con sus habituales

palabras de aliento:

—¡Botones, hijos de puta!

Villalba fue el último en descender del camión, tomó su escudo y

bajó los escalones con sumo cuidado. Sabía que un paso en falso podía

ser cuestión de vida o muerte en tal situación, aunque de nada le sirvió

aquella certeza, ya que en el momento de apoyarse en el suelo, sus

piernas fallaron en su intento de sostener su desproporcionada

humanidad y lo dejaron caer impiadosamente al suelo. Un grupo de

muchachos se burló a unos metros de él.

—Che botón, a ver si largás las facturas y te ponés a hacer Pilates.

Villalba se incorporó trabajosamente y corrió tras sus compañeros,

que ya estaban entrando en el Nuevo Gasómetro. El partido transcurría

sin incidentes, Villalba estaba apostado en la tribuna de Boca

observando el panorama a la espera de una señal interna que avalara

sus futuras acciones. La señal llegó indubitable unos minutos antes de

la finalización del primer tiempo. Se dirigió al baño y abrió la puerta.

Adentro, un tubo fluorescente parpadeaba al compás de un zumbido por

demás irritante. Las paredes estaban repletas de pintadas y el olor a

amoníaco de la orina concentrada horadaba las fosas nasales. Villalba se

dirigió al mingitorio más alejado, se desabrochó el cinto y se sacó los

pantalones, que dejó prolijamente doblados sobre una repisa de mármol

a su derecha. No tuvo que esperar mucho tiempo, unos minutos más

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tarde tres adolescentes enfundados con camisetas de Boca invadieron el

baño como un malón.

—¡Muchachos no se pierdan eso por favor! —dijo uno de ellos

señalándolo.

—¡Ja, ja! Pero miren esas nalguitas rosadas, ¡dan ganas de

hacerlas a la parrilla!

Villalba hizo caso omiso a las burlas. Terminó de orinar y luego

rebuscó bajo su abultado vientre hasta que encontró el .22 corto que

había pegado con cinta pato a la altura del perineo. Lo tomó y apuntó al

grupo.

—¡Arriba las manos!

Los muchachos levantaron las manos y Villalba los guió hasta uno

de los cubículos, en donde los inmovilizó con la misma cinta que había

usado para ocultar su arma. El rostro de Villalba dejó de ser el de aquel

gordito bonachón blanco de burlas. Su mirada implacable y sus rasgos

endurecidos bien podrían haber sido confundidos con los de Harry

Callahan, aquel policía justiciero y exento de escrúpulos que tanto

admiraba.

—¿Se sienten con suerte imbéciles? Vamos, alégrenme el día —les

dijo apuntándolos con su .22 corto, que su mente distorsionada

imaginaba como una Magnum .44.

Los hinchas se miraron perplejos hasta que uno de ellos se animó

a preguntar:

—¿Nos va a arrestar oficial?

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Villalba, que todavía tenía la mitad inferior de su cuerpo al

descubierto, se acercó a sus voluminosos pantalones y sacó dos botellas

no retornables de Coca-Cola llenas de un líquido ambarino y a

continuación su propia kryptonita: una bengala. Los jóvenes se miraron

con horror:

—¡¿Que vas a hacer loco?! —dijo el primero.

—¡Pará un poco che, calmate, vamos a hablar! —dijo el segundo.

—Padre nuestro que estás en los cielos… —dijo el tercero.

Villalba se colocó los pantalones en silencio y procedió con gestos

parsimoniosos a rociarlos con cuatro litros de nafta mientras los jóvenes

se retorcían implorándole clemencia. Acto seguido tomó la bengala y la

miró con una mezcla de tristeza y satisfacción. Recordó a su padre, se

tocó la cicatriz, visualizó al hincha de Boca que había sido responsable

por infligirle aquella herida física y emocional, revivió la vergüenza que

sintió en el último operativo, y se convenció, sin un ápice de duda, que lo

que estaba a punto de hacer sería la expiación de todos esos demonios.

Sin más demora encendió la bengala y la lanzó hacia los adolescentes,

que gritaron de dolor mientras el fuego los consumía sin misericordia.

Villalba caminó hacia la puerta y, antes de salir, metió la mano en el

bolsillo frontal de su camisa y tomó unos anteojos Ray-Ban truchos que

había comprado en La Salada y un escarbadientes. Se puso los anteojos,

mordió el escarbadientes, se metió las manos en los bolsillos, y salió

caminando del baño como en cámara lenta, casi con un aire

cinematográfico, mientras las llamas le mordían los talones y le

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chamuscaban los pelitos de la nuca y los gritos de dolor de los

muchachos se confundían con los de los demonios exorcizados.

HERNÁN PAREDES Argentina

www.facebook.com/hernanguillermoparedes

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bro los ojos vertiginosamente, de pronto me encuentro inmerso

en una completa oscuridad.

<Tic-tac-tic-tac…> Escucho las manecillas del reloj, van dando

su natural recorrido lentamente, el pasar del tiempo no se

detiene para nada, su transcurso ni se interrumpe, ni se frena ni se

obstaculiza debido a mis acciones o pensamientos.

<Tic-tac-tic-tac…> Me levanto, trato de buscar mi celular, no lo

encuentro por ningún lado, la habitación está cubierta de un color

oscuro intenso, más que de costumbre, al fin lo noto, no puedo distinguir

nada de lo que existe a mi alrededor.

<Tic-tac-tic-tac…> Cada vez el sonido del efecto mecánico del reloj

se va incrementando, nunca lo había percibido tan fuerte, empieza a

molestarme, a fastidiarme, la cabeza me da vueltas unos instantes.

<Tic-tac-tic-tac…> Mis manos no pueden palpar nada, es como si

estuviera aislado en la nada, ni las paredes del dormitorio se encuentran

ya. Me empiezo a desesperar, por más que doy vueltas no reconozco ya el

lugar.

<Tic-tac-tic-tac…> Doy un paso, luego otro, acelero la marcha,

empiezo a correr desesperadamente, con esta acción las manecillas dan

su recorrido más deprisa, lo percibo. Finalmente me canso y me doy

cuenta que no llego a ningún lado sigo aquí atrapado en la nada.

<Tic-…tac-…tic-...tac> Repentinamente las manecillas se detienen.

Un atronador sonido de campanas se distingue a la lejanía, han marcado

A

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una hora desconocida, aún así me cubro con las manos los oídos, pues

el ruido es insoportable, una risa macabra se suma y mezcla entre tanto.

De pronto las luces se encienden repentinamente desde un lugar

incierto, me encuentro indefenso y desprevenido, me encuentro en un

callejón, en donde al final de éste al parecer se aprecia una luz aún más

intensa que se enfoca sobre un espejo. No distingo ninguna salida.

Me doy cuenta que ya no puedo correr, ni siquiera caminar

normalmente, empiezo a cojear. Me duele cada parte de mi ser, como si

algo me carcomiera por dentro, empiezo a temblar mientras avanzo,

combinado con un dolor agudo, un dolor intenso dentro de cada hueso

que almacena mi cuerpo. Sigo avanzando y por alguna extraña razón me

empiezo a encorvar, si no lo hago me causa más dolor. Mi mente quiere

llegar al final, ya no importa nada, sólo quiere saber lo que le espera al

final del camino.

Como un acto heroico finalmente llego a mi destino, me encuentro

plantado frente a un gran espejo gigante con bordes dorados, la imagen

que me muestra se divisa nítida, tan clara que me sorprende, pero aún

más me sorprende lo que veo, parece algo irreal pero…!Soy yo!

Mi piel se encuentra arrugada y seca, logro ver mis manos, mis

dedos desfigurados llevados en diferentes direcciones, cabellos blancos

que casi ya ni tengo, se distinguen por mi cabeza y rostro, visto un traje

empolvado, muy antiguo con sombrero mientras todo mi cuerpo tiembla.

Espontáneamente la imagen se empieza a mover, mantiene una sonrisa

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con los ojos muy abiertos, la mirada de un lunático, como alguien que ha

perdido la cordura completamente. Finalmente forma una mueca.

<Tic-tac-tic-tac…> Escucho nuevamente el reloj, veo a mi reflejo

temerosamente, sus ojos se han ido, solamente quedan dos grandes

agujeros negros, la piel se empieza a desgarrar, como si alguien la jalara

por detrás lentamente con un tirón, luego queda la carne tan roja que se

va disolviendo como si alguien arrojara sobre ella una especie de ácido

corrosivo que la carcome, quedan los órganos que van cayendo uno por

uno al suelo, al caer van estallando en un millón de partículas

indescriptibles, ahora solo queda un esqueleto inmóvil, los huesos se van

convirtiendo en pequeños granos de arena que la brisa del viento se va

llevando de a poco.

He visto cómo acabará mi vida, me arrepiento de no haber

disfrutado mi tiempo joven, pienso que lo hubiese aprovechado de otra

manera, al fin y al cabo somos esclavos del tiempo, el tiempo es prestado

donde un cuerpo terrenal no dura por siempre.

<Tic-tac-tic-tac…> Lo sé, mi turno y hora han llegado…

SEBASTIÁN CUENCA Ecuador

www.facebook.com/Clestqnk/notes

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Me llamo Pedro

y de piedra no provengo.

Me abro como un merengue

con el agua de un beso.

Si alguien quiere un sí,

lo doy para estar de acuerdo.

Me parto en dos pedazos

por ver a mi rival contento.

Preferiría sentir la muela

antes que morder a nadie.

Al primer golpe del martillo,

se me afloja el andamiaje.

Debía llamarme Acuario

y tener por apellido Arenas.

¡Me llaman Pedro

y de piedra nada tengo!

PEDRO NEL NIÑO MOGOLLÓN Colombia

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pareció, un día cualquiera, una novela de su autoría con su

nombre completo, para que no haya dudas. Sus críticos de

siempre leían y releían con deleite las metáforas y los colegas

desmenuzaban sus párrafos hasta la última figura, releían y

ya se hablaba en los foros. Novelas, poemas, cuentos...

El mundillo de las letras se conmovía y los expertos decidieron que

eran obras originales, inéditas, que alguien había tenido acceso a sus

archivos y decidió publicarlos en la red.

¿Por qué así? Cualquier editorial lo hubiera aceptado gustosa. Se

estaba perdiendo ventas seguras el privilegiado –posiblemente familiar,

amigo íntimo- desconocido, envidiado por muchos, seguramente.

Había sido un escritor prolífico en vida. Pasó el tiempo, medida

convencional de nada, y nuevas obras...

Hasta que se convirtió en una obra póstuma tan extensa que la

certeza derivó en dudas metafísicas. Y ahí ya hubo una sola certeza: la

necesidad de escribir no puede detenerla ni la muerte.

ADA INÉS LERNER.

Argentina http://yosoylaescritura.blogspot.com

http://empezarporcerrarlosojos.blogspot.com

A

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risóstomo era un tipo ridículo, peripatético dirían otros; buen

conversador cuando se tomaba unos wiskis con sus amigos;

autoritario con sus trabajadores, a quienes no les permitía ni

un segundo de pérdida de tiempo. En estricto sentido, era un

capataz de industria. Un burgués bien pragmático: ”menores salarios

más acumulación personal” era su gran consigna.

—Tú concepción es falsa y contraproducente, Crisóstomo —le

decía su amigo Benefactor (su padre era un latinista con pretensiones

humanistas). A los capitalistas les va mejor si son inteligentes y pagan

bien, porque los obreros pueden gastar más y ese gasto es ingreso para

ustedes.

—No me vengas con sofismas, todos tratamos de pagar los peores

salarios y por eso estamos llenos de plata. El problema es el gasto

familiar: los servicios públicos están caros, las universidades donde

estudian mis hijos, que aquí entre nos no sirven ni para desvestir novias,

tienen matrículas por las nubes, los impuestos de los tres automóviles

valen un ojo de la cara, el gobierno nos esquilma con el diez por ciento de

impuesto a la renta, las contribuciones por valorización nos disminuye

más nuestra renta, los diezmos para la salvación del alma es otro gasto

superfluo, la vanidad de mi señora me ahorca todos los días. Este país

está invivible, y fuera de eso tengo que pagar la seguridad privada,

porque los pobres y los delincuentes pululan; por donde camino me los

encuentro, qué miedo y qué asco.

C

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—Por eso, Crisóstomo: si los ricos fueran más inteligentes y

pagaran más seguridad social, necesitarían menos policías y menos

gorilas con armas, vivirías más tranquilo, disfrutarías mejor tu riqueza —

le decía Benefactor.

—No me convences, hombre. Yo estoy seguro que las “armas os

darán la libertad”, no sé quién lo dijo, pero es un axioma.

Crisóstomo vestía con pulcritud y elegancia, pagaba asesor de

imagen obligado por su mujer y por su vanidad de marica, que tenía bien

oculta. Esta última le ocasionaba más erogaciones que los otros gastos

juntos. Renegaba del costo del asesor de imagen, porque creía que sabía

vestirse, pero el dominio de su mujer era absoluto.

Doña Barbarita, no permitía que le dijeran de otra manera, era

una mujer vanidosa que vestía a la usanza de la última moda en París o

Nueva York, solía visitar a sus amigas a tomar el té, a celebrar los

cumpleaños con ostentosas fiestas, salir de vacaciones con ellas, nunca

con su marido a quien despreciaba, pero no podía desperdiciar su

billetera, aunque ya ni besos en la mejilla se daban. Ella tenía bien

guardado sus amoríos en playas europeas con golfos juveniles; también

sus amigas de viaje lo hacían y guardaban bien sus apariencias en Belén

Playero. Sus maridos eran muebles viejos con plata; aunque ninguno

pasaba de los cuarenta, y no querían malgastarla en divorcios y

repartición de bienes.

Nuestro capataz de industria había encontrado, a los veinte años,

su Adonis en Saint Tropez. Era un mozuelo de quince años, de esos

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chicos europeos preocupados sólo por la buena vida, que encontró

asoleándose en la playa y sin ningún complejo se le sentó a su lado, lo

invitó a un Martini en las rocas. Se le presentó como industrial de

Coscurantismo y le propuso una cita en su hotel a las ocho de la noche.

El mozo vio la oportunidad de dinero y aceptó sin objeciones.

La cita se cumplió con exactitud, salieron para la ópera y

regresaron al tálamo, como lo llamaron desde entonces. Durmieron la

noche juntos y sellaron el pacto de verse cada seis meses en cualquier

parte del mundo, todos los gastos por cuenta de Crisóstomo más la

prima de 500.000 euros por las emociones sensuales y sexuales que

sentía el cuarentón.

Mientras Crisóstomo era monógamo, Barbarita era una ninfómana

incurable, en cada viaje no se tiraba menos de seis mancebos.

—No me gusta la rutina monogámica —les decía a sus amigas—,

es mejor diversificar el placer.

—Pero te cuidas —le insistían algunas de ellas.

—No siempre, con las borracheras a veces se me olvida; tranquilas

que no pasa nada, escojo jóvenes de buena alcurnia.

—No creas eso de la buena alcurnia. La promiscuidad a veces no

perdona y a esos golfos sólo les interesa el dinero.

Barbarita empezó a sentir los ganglios linfáticos inflamados,

sarpullido, fiebres recurrentes, dolores de cabeza y fatigas.

—Consulta un médico. —le dijo su marido.

—Son malestares pasajeros.

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—Deja de ser tonta; esos síntomas los estás padeciendo hace más

de dos meses. ¿Si de pronto es SIDA?

—¿Y si lo es?

—Pues nos separamos de apartamento, eso es contagioso —le dijo

el zoquete prejuiciosamente.

La testaruda por fin aceptó consultar un médico; esperó los

resultados de los exámenes una semana y estos salieron positivos.

Tal como dijo el marido, se separaron.

Un buen día se encontraron por casualidad en Saint Tropez. Ella

estaba completamente acabada por la enfermedad. Él estaba

acompañado de su mancebo.

—¿Qué haces por aquí en esas condiciones?-le indagó él.

—Tal vez pasando mis últimos días ¿Y tú? ¡No te conocía esas

debilidades!

RAMIRO RESTREPO U.

Colombia GOOGLE +

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uestra ciudad —a veces pienso— está situada en un plano

intemporal, una especie de punto impreciso entre el no-

transcurrir y el no-devenir.

Fue en Ondo, la parte alta de la ciudad (reflejos duros en aristas de

vidrio y paredes metálicas, agresiva policromía que el blando mecer del

Ondomac mitiga en sus reflejos), donde la encontré.

Así la vi: un tableteo de franjas verdes y negras, labios cuidado-

samente delineados, manos perfectas y anteojos redondos para sol. Su

falda anaranjada apenas sobresalía por debajo del ancho cinturón.

Recuerdo que me quedé inmóvil mirándola. Ella estaba del otro

lado de la vidriera de un bazar, con una pequeña cerámica en forma de

pera entre los dedos. De pronto levantó la mirada y encontró la mía (lo

sentí, aunque las gafas oscuras le ocultaban los ojos, que sin ningún

motivo en especial supuse verdes) y se sonrió un poco. Yo no supe qué

hacer (aunque parezca tonto); luego el flujo de viandantes se interpuso y

ya no la vi más. Seguí caminando lentamente por la avenida,

golpeándome contra hombros anónimos y murmurando “permisos”. Fue

mucho después, ya tarde en la noche, que la volví a encontrar.

Como de costumbre, regresaba a mi pieza de Mac, los suburbios de

la ciudad, con la mente ocupada solamente por ideas difusas que no

significaban nada en concreto. Las aguas del canal despiden un olor

desagradable a esa altura de su curso; y son turbias. No hay mucha luz

por ahí.

N

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Ella estaba parada junto a una de las escasas columnas de

alumbrado. Su piel parecía amoratada bajo la luminosidad violácea del

gas de mercurio. Llevaba el rostro desnudo de maquillaje, una sencilla

blusa y una pollera marrón; y, sin embargo, por alguna razón

inexplicable, me resultaba mucho más turbadora que cuando la viera

antes.

La miré al pasar. La expresión de ella no cambió, aunque noté que

me reconocía. No sé hasta hoy cómo fue que volví sobre mis pasos y me

detuve frente a ella.

—Usted —dije.

No contestó. No hizo sino mirarme, sin parpadear, sin sonreír.

No le dije nada más. De repente, algo extraño le oscureció las

pupilas (que, después de todo, no eran verdes sino pardas) y miró

ansiosamente hacia todos lados, aún por sobre mi cabeza. Se oyeron

pasos desde la oscuridad de un callejón cercano.

—¡Viene Otto! —dijo—. ¡Váyase, por favor, váyase!...

Sentí su ruego como dedos sobre la piel. Me fui.

—Otto… me cuida —explicó, días más tarde, sentada frente a mí.

Nos habíamos vuelto a ver. Unas veces en Ondo, y ella era la

elegante señora que discurría con la gracia de una corriente fresca entre

las luces de colores y el apuro impersonal de la multitud urbana. Otras

veces en Mac, y entonces ella era la cuasi-mujerzuela de vida incierta

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cuyo secreto no acertaba a penetrar. Pero ambas facetas se tocaban en

una misma arista sombría: Otto.

—No sé lo que sería de mí sin Otto —añadió ella, sonriendo con

una ternura que me dolió.

—¿Siempre fue así? —le pregunté—. ¿Otto… cuidándote siempre?

Me miró por sobre el alto vaso de té helado que sostenía. Tocó el

borde con los labios y después lo depositó sobre la mesita. Noté las

huellas de sus dedos sobre el vidrio empañado.

—Siempre —me respondió—. Y siempre será igual.

Adelanté el torso hacia ella, en equilibrio sobre dos patas de la

sillita metálica del bar. Me ardían los ojos.

—¿Por qué? —exclamé.

Se quitó las gafas oscuras y me miró de frente. Vi que algo opaco

flotaba detrás de sus pupilas.

—Porque…

De súbito surgió la alarma en sus ojos, se movió inquieta, se

retorció las manos y el color de su cara se esfumó.

—¡Viene Otto! ¡Tienes que irte!

—No lo veo —protesté, volviendo la cara a todas partes.

—¡Viene, te digo! —Sus manos tensas me estrujaron un brazo—.

¡Vete, por favor, por favor, vete!

Le vi lágrimas de angustia al borde de los ojos. Me levanté y me fui

sin mirar para atrás.

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Después, mientras erraba por la ciudad, esperando que la tarde se

impregnara de noche por completo, pensé en ella. Ahora nos veíamos

casi a diario. Nos sentábamos a una de las mesitas del bar “Kanal”, con

las aguas golpeando blandamente a nuestros pies, mientras bebíamos té

frío muy despacito. Y en Mac, a veces, de noche, nos reuníamos junto a

la margen del Ondomac y caminábamos durante horas, siguiendo la

línea quebrada de sus orillas de piedra, uno al lado del otro, sin hablar ni

tocarnos.

El final era siempre el mismo. Ella presentía la llegada de Otto, me

urgía casi con desesperación para que la dejase y, tras obedecerla, no

hacía yo sino imaginar el momento de volver a encontrarla. Nunca me

atreví a mirar atrás, cuando yo me alejaba y venía Otto.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. La imagen misteriosa de Otto

me obsesionaba, aterradora como una silueta entrevista detrás de un

vidrio esmerilado… Soñaba con él, vistiéndolo con rasgos ora infernales,

ora diluidos como el humo.

Todo quedaba relegado, sin embargo (terrores y fantasías), cuando

ella y yo estábamos juntos. Sentía entonces como una plácida

somnolencia, un embotamiento vago en el que los deseos y aún las

mismas ideas se licuaban y se difuminaban hasta desaparecer; y hubiese

podido permanecer a su lado…, sólo permanecer a su lado, aún sin

mirarla siquiera, por el resto de mis días.

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Pero, en esa época, el Ondomac se encabritó. Hinchado por lluvias

remotas, saltó de su cauce de granito como una bestia elástica. Un azote

gigantesco sacudió a la ciudad.

El súbito golpe líquido me arrancó de mis sueños. Ya no tenía

techo sobre mí; sólo un cielo color ceniza. El agua me envolvía, helada,

hasta la altura del cuello. Algo forzó a mis músculos a salir de su

entumecimiento, y nadé hasta el precario islote que formaba sobre la

superficie de las aguas rabiosas el techo de una casa.

Intenté abrigarme, ciñéndome el cuerpo con ambos brazos. Gotas

frígidas me resbalaban por la piel y formaban glóbulos cristalinos en las

puntas del vello de mis piernas. Había rugidos en torno mío; alguien gritó

una vez. Pero no pude ver a nadie. Solamente el monstruo desbocado,

lanzando coces húmedas en todas direcciones, y algunos restos

indefinibles a la deriva. De pronto resbalé, sentí un golpe en la sien y ya

no supe más.

Desperté oprimido por la calma. La ausencia del caos resultaba

más horrible, en cierto modo, que el caos en sí mismo. Me dolía el frío en

todo el cuerpo.

Refugio, retumbó en mi mente, muy adentro. Tengo que buscar

algún refugio.

La mitad de la luna brillaba en el cielo, negro, con pocas estrellas.

Debajo, una lámina oscura apenas interrumpida aquí y allá por bultos

irregulares. No se oía otro ruido que el de mi sangre golpeándome dentro

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de los oídos. Tenía los dientes fuertemente apretados para evitar que

castañeteasen. Todos los músculos me temblaban; habían desaparecido

mis manos y mis pies.

Pero me podía mover. Comencé a saltar de uno a otro de los bultos

semisumergidos, como hacen los osos polares sobre las cimas de los

icebergs.

Ondo, pensé. Si pudiera llegar a los edificios más altos…

Mi sentido de orientación debía hallarse trastornado, pero era lo

único con que contaba. Seguí brincando en dirección de la luna.

El ejercicio me cansaba, aunque no me producía nada de calor. Por

fin divisé una prominencia negruzca delante de mí.

Aquello me proporcionó nuevas fuerzas. Obligué a mis piernas a

dar saltos más largos.

Cuando estuve a su lado reconocí lo que era: el piso superior del

edificio de la Central Eléctrica, una inmensa estructura de vidrio, metal y

cemento armado, con más de ochenta plantas. No estaba en Ondo, al fin

y al cabo, pero para mis propósitos servía.

Las ventanas me cerraron el paso con su macizo de oscuridad. De

pronto tuve miedo. Las nubes (¿de dónde habrían venido?) cubrieron la

luna. Me mordió una ráfaga de aire glacial. No me podía quedar a la

intemperie, pensé; y no me quedé, aunque me sacudía una sensación

casi de náusea física al introducirme por el agujero de un cristal.

Pisé sobre agua. Aquello me hizo estremecer.

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Gradualmente, mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra.

Era una amplia habitación vacía. El suelo estaba completamente

inundado, hasta media pantorrilla. Había un gran mueble-archivo de

metal que ocupaba toda una pared, y nada más.

Moví el agua con un chapoteo denso al caminar hacia el negro

hueco de una puerta. Quizá la habitación vecina estuviese seca.

Necesitaba abrigo, comida, calor…

El agua parecía retenerme por los tobillos; y, en ese momento, se

agudizó hasta lo intolerable la sensación de miedo informe que me

oprimía. Sin embargo, supe que tendría que entrar. No podía retroceder.

Las nubes debieron abrirse, porque, de súbito, una luz azulosa se

coló por algún hueco y me reveló la escena.

Me detuve. El agua se movía lentamente, en olitas minúsculas

producidas por alguna corriente de aire, y lamía con sonido apagado los

costados de un bloque de piedra, en el centro de la habitación. Varias

ramas verdes, de laurel quizás, colgaban de la piedra y rozaban el agua

con las puntas. Olí flores.

Se me secó la boca. Había una forma blancuzca extendida sobre el

bloque, inmóvil. Sin necesidad de acercarme más, supe quién era; y adi-

viné que no tenía vida.

De pronto, me encontré a su lado. Mi mano se ahuecó sobre el

cabello mojado, que manaba hacia los lados y desaparecía por sobre las

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aristas del bloque; pero no lo toqué. Aún así me transmitió su frío,

distinto al de las aguas y el viento y al de mi propia carne.

Mis dedos resbalaron por sobre la piedra y palpé un relieve de

contornos familiares.

La luna brilló más fuerte (las últimas nubes se habrían ido), y así

vi la inscripción, trazada en forma grosera con algún instrumento inade-

cuado:

DESCANSA EN PAZ

Y más abajo:

OTTO

. . .La había cuidado siempre. Aún después de muerta.

Este cuento forma parte de la trilogía "LA ESTOFA DE LOS SUEÑOS".

CARLOS MARÍA FEDERICI Uruguay

Carlos María Federici en Wikipedia

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uando la Paula se dio cuenta de que le había llegado la hora

fue a la iglesia, le pidió perdón a Dios bajo juramento, y se tiró

del campanario.

—¿Adónde irá ahora la Paula que le vendió el alma al

diablo? —dijo la Sara, y agregó— siempre fue una descarriada.

—Hay que buscar el cuerpo —dijo el cura párroco.

—Yo la vi volar —dijo un niño que estaba en la calle.

—No —dijeron las mujeres que estaban tejiendo acolchados para

los pobres— la Paula cayó en la arboleda que está detrás de la iglesia.

—Hay que buscarla —hablaron todos a coro.

—Formemos patrullas —dijo don Braulio, el viudo, que recién se

enteraba de lo sucedido.

Se formaron las patrullas; el pueblo entero buscó en los techos, la

copa de los árboles y todo lugar que pudiesen registrar, pero el cuerpo de

la Paula se había esfumado.

La Paula, vivita y coleando, sentada en un cumulonimbus, una

nube típica de tormenta, miraba a todo el pueblo que, convulsionado,

seguía buscándola.

—Es imposible saltar —pensó la Paula y muy acongojada se

preparó para ver su propio velorio.

Don Braulio y las hijas, cansados de buscar y de tanta habladuría,

fueron a la funeraria y pusieron punto final al asunto.

—Preparen todo, se vela a cajón cerrado —dijo cortante el marido,

tal vez viudo, don Braulio.

C

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La casa velatoria estaba repleta de gente cuando la hija de la Sara

comenzó a llorar con tanta angustia que contagió a los presentes, y

también a la Paula que desde su nube miraba todo lo que ocurría y

nunca pensó que la hija de la Sara la quisiera tanto.

Justo cuando partían para el camposanto se desató una tormenta

tremenda, la lluvia levantó un muro transparente a través del cual era

como si las personas se disolviesen y un viento arrollador arrastrara todo

a su paso. La nube sobre la que estaba la Paula se deshizo en millones

de gotas y ella se precipitó desde cinco mil metros de altura, quedando al

lado del féretro, esta vez bien muerta.

Enorme fue la sorpresa de los deudos, pero ahora la cosa tenía el

color (negro) de los servicios fúnebres que todos conocemos. El cortejo

salió de la cochería, y como en el pueblo de la Paula el cementerio queda

a pocos metros de cualquier parte, los familiares y vecinos decidieron

cargar el ataúd sobre los hombros, bajo la lluvia que arreciaba. Pero lo

hicieron con tan poca fortuna que todos empezaron a resbalar y cayeron

de bruces sobre el lodo. La confusión y el susto, al verse atrapados por

esa masa achocolatada y pegajosa, produjo que varios fueran víctimas de

ataques cardíacos. Otras personas, en su afán de socorrer a los caídos,

se fueron enterrando más y más en el fango y desaparecieron de la

superficie de la tierra. No hubo una sola familia que no experimentara la

pérdida de uno, dos o más parientes. ¡Un verdadero cataclismo! Los

pocos habitantes que quedaron vivos, al contemplar la magnitud de la

catástrofe, no soportaron tanto dolor y se fueron muriendo uno a uno.

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Cuando la tormenta pasó, la única persona viva del pueblo era el

cura párroco quien, desde el campanario, repetía la historia de la

desaparición y caída de la Paula, y narraba entre sollozos la trágica

muerte de toda la gente del pueblo. Nadie hubiera creído semejante

cuento. Pero por suerte no había nadie escuchándolo.

ANA MARIA CAILLET-BOIS Argentina

www.facebook.com/ana.cailletbois

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Venía tan rápido por la avenida que todas las luces, eran como la cola de un cometa odiaría que salga el sol y me encuentre lejos de mi calle donde hay luna llena, cada vez que el cielo se vuelve blanco me tragué la tarde como a una bolsa de clavos mientras te azotan con fuerza te dicen: "ten piedad“ Toda la humanidad camina por un témpano, unos quieren ser otros y otros no son nada córtenme en pedazos y háganme otra vez mientras te azoto con fuerza Te digo: “¿ten piedad?".

JAVIER CUELLO (Seudónimo: NEGU)

Argentina www.javinegu.blogspot.com.ar

www.astrovendaval.blogspot.com.ar

https://www.facebook.com/Letras-en-la-sangre-670661719726483

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Por qué los vivos tienen conciencia de que morirán

ECLESIASTÉS 9:5

esde la aurora dorada hasta el crepúsculo naranja, recordé mi

vaga existencia. Era el último día de mi vida y en cualquier

instante sufriría un infarto que acabaría con ella.

Caminé distraído por las calles de la ciudad sumido en la más

honda melancolía mientras mi corazón débilmente palpitaba. En mis ojos

se podía percibir la angustia y la desolación que, desde el día en que

fallecieron mi esposa y mi hija en un incendio, fueron consumiendo mis

energías. Semanas más tarde, el doctor me recomendó tranquilizarme y

evitar cualquier tipo de enojo o sentimientos que alteraran mi estado de

ánimo.

─Unas vacaciones no le vendrían nada mal, después de todo ─me

dijo.

A partir de ese momento me refugié en la oscura soledad de mi

habitación, ignoré las instrucciones del médico e hice un sinfín de actos

que fueron deteriorando mi salud. Poco a poco mi existencia fue

volviéndose absurda, la vida me dio nauseas… ¡me dio tanto asco! y

preferí hundirme en la tristeza hasta sentirme culpable por la muerte de

mi familia. Como consecuencia de su fallecimiento me preguntaba todos

los días ¿Qué habrá más allá de la muerte? ¿Será una oscuridad fría y

tenebrosa? o ¿marchamos al cielo o al infierno?... durante meses busqué

las respuestas de esas preguntas en todas partes sin encontrarlas.

Anocheció.

D

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La luna se erigió en el cielo salpicado de estrellas y aplacó el

bullicio de la ciudad. A lo lejos resonaban los aullidos de los perros y

prolongué mi periplo por las calles de la ciudad. Los ecos de mis

pensamientos torturaban mi conciencia cegada por los temores de morir

en cualquiera momento. Cada minuto transcurrido aumentaba el dolor

de mi pecho.

Perdido en la inhóspita noche decidí sentarme en la banca de un

parque. En el centro de éste se encontraba una versallesca fuente de

mármol.

─¡Dios, si eres bondadoso, mata a este miserable gusano que ha

sufrido tanto! ─exclamé con todas mis fuerzas al firmamento estrellado

que me contemplaba con pesar.

Rompí en lágrimas.

Miré una vez más al firmamento y noté que una estrella azul

descendió del cielo hasta llegar a la fuente.

─¡Estoy alucinando! ¡Estoy alucinando! ─ exclamé.

Me acerqué a ella y de pronto la estrella azul se transformó en un

ángel de alas imponentes. Ágilmente se sentó en la fuente, muy

pensativo. Comenzaba a respirar con más dificultad, el ángel observó mi

debilidad y me ofreció asiento.

─Vengo a darte consuelo antes de tu fallecimiento ─dijo.

La luna brillaba. Los perros continuaban ladrando. La oscuridad

era vasta. Observaba al ángel minuciosamente como si un niño lo

estuviese viendo.

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─¿Vienes a llevarme al cielo? ─ le pregunté.

El ángel movió la cabeza.

─Ya te dije que vengo a darte consuelo antes de tu fallecimiento

─repitió con paciencia.

En ese instante recordé las preguntas relacionadas con la muerte,

tenía una oportunidad y no debía de quedarme con la duda, quizás sabía

algo relacionado con ese tema.

─¿Qué sucede cuando morimos? ─ le pregunté intrigado.

Comenzaba a perder la conciencia, el dolor dentro de mi pecho era

insoportable.

─Está escrito: los muertos no tienen conciencia de nada en

absoluto, ni tienen más salario, porque el recuerdo de ellos se ha

olvidado.

─¿Quién dijo eso?

─Dios, por medio de Salomón.

Medité por unos segundos.

La luna se ocultó en las nubes, los perros silenciaron sus

ladridos. Estaba en plena agonía y dije con mis últimas fuerzas:

─Dios dijo que los difuntos no tienen conciencia de nada ni de

nadie ¿Por qué diría eso si él jamás ha muerto?.

SILVIO JOVARNY

México www.facebook.com/jovany.lopez.11794

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o está bien meterse en casa ajena” la frase de su madre le

retumbaba en la cabeza desde temprano. Maggie respiró

hondo, se puso unos guantes y tomó del tablero de la

cocina las llaves de la casa de Inés, su vecina. Había

planeado todo minuciosamente. Era cuestión de minutos: entraba,

buscaba la computadora, bajaba las fotos en un pendrive y volvía sana y

salva. Dudó antes de salir de su propio departamento pero de inmediato

se dio ánimo. Ése era el preludio a su libertad, la posibilidad de sacar a

su marido de su casa y de su vida. Recorrió el pasillo sin hacer ruido.

Eran dos departamentos por piso. Es que con Inés lo compartían todo: El

piso quince, el marido y, felizmente, la mujer que les hacía la limpieza.

Mientras ingresaba al departamento de su vecina se dijo que tenía que

comprarle algo a su mucama, pues de no haber sido por ella, nunca

hubiera sabido nada de fotos ni de cuernos.

La casa de Inés estaba encantadora como siempre, impecable

como ella. Maggie la insultó por lo bajo e intentó concentrarse en la

búsqueda de la computadora. No estaba en el living, ni en el comedor, ni

en la biblioteca, ni en la cocina. Empezó a impacientarse. Con desagrado

penetró en el dormitorio. Miró con odio la enorme cama de hierro de

estilo romántico. Era una suite como la de ella, pero estaba decorada con

buen gusto. Sintió furia y un calor que la sofocaba hasta ahogarla. Abrió

la ventana. Un fuerte viento refrescó su rostro y cerró violentamente la

puerta del dormitorio. Cerró la ventana. La computadora portátil estaba

ahí sobre la mesa. Se precipitó sobre ella y consternada comprobó que no

“N

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tenía la batería puesta. Comenzó a buscarla pero en el dormitorio no

estaba. Accionó el picaporte de la puerta recientemente cerrada por el

viento, pero se había trabado. “Ahora sí que la hice bien” dijo en voz alta.

Estaba encerrada, y no había otra salida salvo las ventanas. Intentó abrir

de nuevo, tiró de la manija y hasta forcejeó, pero no tuvo éxito. Un

coqueto reloj antiguo que estaba sobre una biblioteca, dio las once horas.

Maggie recordó que a la una del mediodía, Inés volvía del gimnasio.

“¿Qué voy a decirle cuando llegue y me encuentre acá?” Histérica,

comenzó a caminar de un lado a otro. Buscó algo que sirviera de

destornillador, revolvió los cajones de la cómoda y encontró una pinza de

depilar. Trató de meterla en la cerradura, hizo palanca y se le partió en

dos. Con furia la arrojó al suelo. Buscó el teléfono, quizás podía llamar a

alguien para que la sacara, pero era un aparato inalámbrico y la base

tampoco estaba en su lugar. Maggie la imaginó en otro lado de la casa

junto con la batería de la computadora. “Mierda” dijo en voz alta. Se

sentó sobre la cama, evaluó sus posibilidades: No podía pedir ayuda a

nadie, no podía gritar, no podía abrir la puerta y no podía colgarse de la

ventana de un piso quince. La única persona que iba a poder sacarla de

ahí era Inés. Levantó la pinza rota del suelo y comenzó a poner todo

exactamente en su lugar y a buscar el escondite apropiado. De seguro

Inés iba a buscar un cerrajero. “En cuanto abra la puerta y se descuide

me voy, y acá no pasó nada”. El balcón no servía, pues el ventanal que

comunicaba con él se cerraba y abría desde adentro. El baño era un

lugar demasiado obvio. Se dirigió al placard pero estaba tan repleto de

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cosas que era imposible introducirse en él. Se tiró al suelo, y probó de

meterse debajo de la cama. Entraba perfectamente y con el aparatoso

acolchado Inés no la iba a ver. Encendió el televisor sin voz y se miró una

novela. Una menos cuarto se metió bajo la cama. El reloj dio la una y

luego las dos. Acalambrada y dispuesta a enfrentar a Inés, salió de

debajo de su escondite. “Al diablo con todo, cuando venga le digo a qué

vine y qué pienso de las tipas como ella”.

Volvió a encender la tele, el reloj dio las tres. Se sirvió chocolates

de una caja que había en la mesa de luz. Los imaginó a los dos en la

cama comiéndolos, se metió dos en la boca y encabronada, se fue al

baño. La puerta estaba trabada “Me cago en las malditas puertas de esta

casa” dijo mientras le propinaba una fuerte patada. La puerta cedió y

Maggie cayó de bruces sobre el frío mosaico del baño. Desde su puesto

pudo ver la mano inerte que salía de la bañera. Tardó un poco en

atreverse a mirar el cuadro completo. Inés estaba muerta, sumergida en

un baño de sangre. Sin poder soportar las ganas de orinar, se sentó en el

inodoro con los ojos cerrados. El ruido de alguien que accionaba la

manija de la puerta trabada del dormitorio la alertó. Como disparada por

una flecha, salió del baño. La voz de su marido se oyó desde el otro lado:

—Inés, por favor, abrí la puerta. La voy a dejar, te juro que la voy a

dejar. Te amo ¡Inés! Abrí o voy a tirar la puerta abajo. ¡Inés!

Maggie no emitió sonido alguno. Apagó el televisor y se metió

debajo de la cama. Esperó pacientemente a que él embistiera la puerta y

se dirigiera al baño y luego corrió hacia el pasillo, atravesó a toda

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velocidad el hall del piso quince y entró en su departamento. Se quitó los

guantes, colgó las llaves en el tablero de la cocina y guardó su pendrive;

después tomó el teléfono y discó 911 “Vengan pronto —dijo con voz

desesperada— que hay un intruso en el departamento de mi vecina”.

RENATE MÖRDER Argentina.

www.renatemorder.blogspot.com

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