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El libro de

tintaLibre 26 grandes historias contadas en el mensual de infoLibre por Santiago Carcar, Alexánder Sequén-Mónchez, Javier Pérez

Andújar, Miguel Ángel Villena, Xavier Casals, Lorenzo Silva, Belén Gopegui, Julián Hernández, César Rendueles, Aníbal

Malvar, Ramón Lobo, Manuel Rivas, José Antonio Zarzalejos, Luis García Montero, Pablo Ferri, Manuel Jabois, Julio Lla-mazares, Mariola Cubells, Suso de Toro, Javier Valenzuela, Felipe Benítez Reyes, Jesús Maraña, Elvira Lindo, Ignacio

Martínez de Pisón y Joaquín Sabina

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El desguace de una compañía de bandera 5 La caída del halcón azul 19 Charnegos: informe sobre un cadáver 45 Las claves de la conjura que encumbró a Aguirre 68 La alegría de la rebelión 105 Del populismo al independentismo 119 El otro Dragon Rapide 132 Asombro y rabia 138 La burla negra 141 La letra con hambre entra 149 Islas, territorios sobre la corrupción 159 Del télex de Leguineche a Internet 175 Digamos que me llamo República 186 Una monarquía funcional y transformada 195 Un velero bergantín 206 Rafael Chirbes busca desesperadamente un jardín 222 Intelectuales a golpe de tuit y pantallazo 232 Los nuestros y los demás 246 TVE, la tele que ya no vemos y en la que no creemos 250 Sin lugar en España 265 La España moruna 277 El mapa y el símbolo 289 La amenaza está (también) aquí 297 Fuimos el sueño de nuestras madres 305 El mejor país del mundo 314 Ay Carmona, Ay Carmena 320

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El desguace de una compañía de ban-dera

Huelgas, manifestaciones y protestas para evitar el desman-telamiento de iberia han puesto en la picota a Antonio

Vázquez. perfil de este ejecutivo que ha tenido una carrera marcada por el arribismo y la polémica

Publicado originalmente en marzo de 2013

Por Santiago Carcar

Periodista de información económica ha trabajado en diversos medios como la agencia Lid, RNE y El País. Especializado en temas de energía,

ha recibido varios premios por esa labor

Si Antonio Vázquez Romero (Córdoba, 1951) no es conde-corado algún día por el Gobierno británico será que no hay justicia. En época de crisis, con los mercados temblando, el crédito cegado y la confianza por los suelos, ha cerrado dos grandes operaciones con empresas de Reino Unido. En 2007 vendió Altadis a Imperial Tobacco y en 2010 fusionó la compañía aérea española Iberia con British Airways. Son dos de las compras más importantes de los últimos años. De la fusión de Iberia con British Airways surgió la tercera com-pañía aérea de Europa (sexta del mundo por facturación) y de la unión Imperial Tobacco-Altadis, la cuarta tabaquera

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del mundo entonces. Palabras mayores. En una etapa carac-terizada por la crisis más profunda desde la Gran Depresión de 1929, las operaciones pilotadas por Vázquez suponen muchos miles de millones de euros. Muchos. El equivalente al 1,7% del producto interior bruto (PIB) del país. Un total de 17.300 millones de euros, tres cuartas partes por la ope-ración Altadis-Imperial Tobacco. Por menos, el futbolista David Beckham tiene título de sir.

En España, cualquier distinción tendrá que esperar. La fu-sión British Airways-Iberia está resultando polémica. Al di-rectivo Vázquez Romero se le ve, y no solo desde el lado sin-dical, como un hábil muñidor de acuerdos que ponen en manos británicas las apetitosas cajas de las compañías que preside. Es una acusación que tintaLibre no ha podido con-trastar, pese a haberlo solicitado, con el propio Vázquez Ro-mero. El directivo fue elegido en 2009 por el entonces pri-mer accionista privado de Iberia, Caja Madrid, para consu-mar la fusión con British Airways. Lo hizo. Consumó. La operación dio lugar a uno de los mayores grupos aéreos del mundo, con una flota de 408 aviones, 200 destinos, una plantilla conjunta superior a 60.000 trabajadores y una cifra de negocio de 15.000 millones. 58 millones de pasajeros al

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año. Cifras impresionantes, espectaculares. Como el enfren-tamiento abierto después de que la parte británica, apenas dos años después de la fusión, haya exigido una reducción de empleo del 19% (3.807 empleados más 313 pilotos) en la que fue compañía de bandera española.

Vázquez, la cara de la fusión junto con el consejero dele-gado, Antonio Sánchez Lozano, (hombre de confianza del ex presidente de Caja Madrid, Miguel Blesa) se enfrenta a un importante conflicto. Los sindicatos representantes de los trabajadores de tierra, de los tripulantes de vuelo y del Sepla han convocado 15 jornadas de huelga para protestar contra el ajuste, que además incluye una reducción de las rutas de Iberia del 15% este año.

Por decirlo rápido: los críticos con la fusión Iberia-BA sos-tienen que Vázquez ha facilitado a los británicos una opera-ción de extracción de valor que supera lo comercial. Todo para apuntalar, con recursos de Iberia, las obligaciones de pago de British Airways al fondo de pensiones de sus em-pleados. Eso, en una empresa que todavía lleva el símbolo de la corona pintado en las aeronaves, es algo serio. Los infor-mes que manejan los sindicatos y la poderosa organización de pilotos, Sepla, consideran que BA tiene un déficit por sus compromisos de pensiones de entre 4.500 y 6.000 millones

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de euros. Más que su capitalización en Bolsa. Esa cifra, afir-man, aterrorizó en su momento a la australiana Qantas, que también sopesó y desechó la fusión con British. Ahora, tras tensas negociaciones, Vázquez Romero y sus socios británi-cos defienden la necesidad de un espectacular recorte de plantilla en la compañía española (3.807 empleados, el 19% de la plantilla) acompañado de reducciones de salarios (entre el 11% y el 23%) y recorte de capacidad (10%). La pregunta a la que se enfrenta Vázquez es por qué antes de la fusión BA tenía 875 millones en pérdidas y una deuda de 4.200 millo-nes y ahora presenta beneficios, mientras Iberia registra pér-didas de un millón de euros al día (262 millones en los nueve primeros meses de 2012). Eso, a pesar de que hizo frente a la concentración con 880 millones de beneficio.

No empieza peleas, las termina

Economista por la Universidad de Málaga, Vázquez Romero es desde 2010 presidente no ejecutivo de International Con-solidated Airlines Group (IAG) el holding que agrupa a Ibe-ria y a British Airways. Es un directivo experimentado, de larga trayectoria, notable. Su comportamiento se ajusta como un guante al lema de los que dicen ser los tipos más duros del mundo, los marines de EE UU. Vázquez Romero

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no empieza peleas, las termina. Pero en su caso, los comba-tes se libran sobre activos, pasivos y beneficios.

Acabar con éxito pugnas empresariales de calado, y ha-cerlo, además, sentado en lo más alto, exige tener, sin duda, una buena colección de habilidades. Pero no sólo. Esas ha-bilidades tienen que estar aliñadas con buena suerte y en-vueltas en una personalidad atractiva. El cordobés Antonio Vázquez tiene todo eso. Con un añadido: la capacidad de estar siempre en el momento justo y el lugar adecuado para escalar posiciones. Estaba a finales de los 90 en el avión en el que su entonces jefe en Tabacalera, César Alierta, se des-plazaba por EE UU para ampliar el negocio de puros de la compañía (Vázquez, por supuesto, era el responsable de la división de puros) y estaba en el puesto justo cuando el juego de equilibrios y copresidencias en la fusión de Tabacalera con la francesa Seita (año 2005) le catapultó a la copresiden-cia de la compañía entonces hispano-francesa. Un enorme salto para un gestor, amante de la buena vida, del bel canto y de la equitación.

“Antonio es una mezcla de buena suerte y capacidad para hacer relaciones”, señala una fuente empresarial conocedora de la etapa tabaquera de Vázquez. “Un speaker más que un hombre de acción”, señala otro viejo conocido, quien añade:

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“Es más de hablar que de números, siempre dispuesto hacia el jefe”. “Un seductor” remata un directivo de un fondo de inversión que trabajó en alguna de las operaciones, multimi-llonarias, en las que participó. Un seductor que lo mismo es capaz de citar a San Agustín, que de cantar rancheras, bauti-zar un avión con el nombre de su ídolo Plácido Domingo o debutar como tenor en el Casino de Madrid acompañado de orquesta. Seducción “en 360º”, sin concesiones. Si hay que viajar con el jefe, se viaja. Y si hay que intimar en vacaciones en plan escapadas de matrimonios, pues se intima.

Valiosas relaciones

Sobre esa capacidad del directivo cordobés para amasar ca-pital relacional no hay duda. Para quienes se pregunten qué es el capital relacional, los economistas lo definen como “la riqueza que cada persona posee en sus amigos, familiares, conocidos, equipos de trabajo, compañeros de estudio, cole-gas y todas las demás personas con las cuales se puede rela-cionar y con quienes podría realizar negociaciones, transac-ciones y otros movimientos orientados al bienestar y la ge-neración de riqueza económica”. El presidente de IAG amasa capital realacional. En cantidad suficiente como para encandilar en Tabacalera (donde llegó en 1993 de la mano

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del entonces director de Comercio Exterior, Rafael Muguiro Sartorius) a todos los sucesivos presidentes: del técnico co-mercial filosocialista Pedro Pérez, al amigo de José María Aznar, César Alierta, pasando por templado Pablo Isla.

Vázquez Romero lo mismo acepta el título de “embajador” del turismo cordobés relevando en el cargo al portero de la selección española de fútbol, Pepe Reina, que se sienta en la Universidad de Alcalá, en el consejo del Instituto Universi-tario Benjamín Franklin de Investigación en Estudios Nor-teamericanos. Relaciones. Un detalle: el Instituto lo preside el actual responsable de Bankia, y primer accionista de Ibe-ria, José Ignacio Goirigolzarri. Poder. Un resumen, extraído de la referencia sobre Vázquez del propio Instituto Franklin: “Presidente de IAG (Iberia-British Airways). Anteriormente fue Director del negocio internacional de Tabacalera, Direc-tor General de la División de Cigarros, Presidente del Con-sejo de Administración y Co presidente de Altadis, donde posteriormente fue nombrado Presidente de la Comisión Ejecutiva y Consejero Delegado del Grupo. También fue nombrado consejero de Telefónica Internacional”. El pá-rrafo justifica el amable apodo que corre por La Granja (Se-govia), donde el empresario acude los fines de semana, para

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describir su personalidad y su trayectoria: Altos Vuelos. Al-tos por la A de Antonio y Vuelos por la V de Vázquez. Todo junto, por la presidencia de Iberia. Quizá no es muy original, pero sí es descriptivo.

Pero para alcanzar la cumbre, hay que dar un primer paso. El joven economista Antonio Vázquez lo dio en la auditora Arthur Andersen. Entre 1974 y 1978, Vázquez, con apenas 23 años, fue un “Arturo”. Así se conocía a los empleados de la poderosa organización con sede en Chicago. Cuatro años aprendiendo, absorbiendo, asimilando, conociendo…Y al fin, un negocio y un puesto apetecible: bodegas en expan-sión al otro lado del Atlántico. Una plataforma ideal para un joven ejecutivo con ambición: Osborne, las bodegas creadas por el caballero de Exeter (Reino Unido), Thomas Osborne, en 1772 en el Puerto de Santa María (Cádiz). Vázquez se convirtió en director de filiales en México de una de las 100 compañías del mundo en activo con más antigüedad. Nego-cios. Veterano, Magno y el toro.

El campechano y encantador Vázquez triunfó con apenas 27 años. Aprendió de forma acelerada de negocios, de la vida y de rancheras. Éstas las cantará décadas más tarde, con mu-cho criterio, en los largos fines de semana segovianos. Cinco años en Osborne, tres de ellos en México, y salto a la bodega

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Domecq para encargarse de marketing y ventas en el área. Tras ocho años en México, vuelta España. Pero ya con cargo: director general de Pedro Domecq Internacional. El cargo le viene como anillo al dedo al ya experimentado Vázquez. La historia de triunfo se acelera. Está a punto de dar el gran salto, la apuesta que determina la diferencia entre el triunfo y el fracaso: ficha por Tabacalera en 1993. Un me-teoro: director adjunto a la dirección de Comercio Exterior de Tabacalera desde 1993 hasta 1996, y director general de Cigarros de Tabacalera, entre 1996 y 1999. Una de sus pri-meras decisiones fue crear Tabacalera Cigars Internacional, un vehículo para realizar inversiones en Estados Unidos y América Central.

Son buenos tiempos para los negocios y para jóvenes con vista y ambición. Año 1996, primer Gobierno de José María Aznar (PP). Llegan los relevos en las grandes empresas pú-blicas. Hay que preparar su privatización. Aznar elige a dos grandes amigos para dos grandes empresas, de esas a las que se llamaba las joyas de la corona: César Alierta (presidente de la agencia de valores Beta Capital) para Tabacalera y Juan Villalonga para Telefónica. Con el tiempo, Vázquez Romero pisará la moqueta del consejo en las dos. Pero en 1996 toda-vía no lo sabe. Sí sabe, y mucho, de la buena vida. De buenos

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caldos y espirituosos, de cante, de caballos y de cigarros. Vende sus conocimientos con gracejo. Habla un buen inglés y lo mismo coloca con gracia una cita filosófica que un chiste de Lepe. Y encaja en Tabacalera. El sitio justo en el mo-mento justo.

El recién nombrado Alierta, que con el tiempo se conver-tirá en amigo y buen apoyo de Vázquez, examina al equipo de dirección de Tabacalera. De aquella época es el retrato de un joven ejecutivo un tanto inseguro, deseoso de agradar a toda costa. Alierta se enfrenta a un reto en Tabacalera: el nuevo Gobierno aprueba una subida de los impuestos espe-ciales al tabaco y no puede subir precios porque España, en proceso de integración en Europa, tiene que controlar la in-flación. Tampoco puede crecer fácilmente. Alierta quiere contraatacar, crecer. Ahí está el hombre y ahí está el nego-cio: Vázquez Romero y los cigarros. Alierta apuesta fuerte. En 1997 dedica 56.000 millones de los de entonces (367 millones de dólares) a la compra de los activos de la división de cigarros de la compañía norteamericana Havatampa que incluía la compra de las distribuidoras Tabacalera San Cris-tóbal, de Honduras y Tabacalera San Cristóbal, de Nicara-gua. Con el asesoramiento de Salomon Brothers, Alierta, Vázquez y un reducido grupo de directivos de Tabacalera

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examinan Havatampa y negocian con dos americanos, Tho-mas Arthur y Thomas Morgan. Viajan a Florida (Tampa). Sintonizan. Ninguno de los dos, ni Alierta ni Vázquez Ro-mero se imagina que la operación que va a convertir a Taba-calera en líder en el negocio de los puros la tendrán que ex-plicar en el juzgado por acusaciones de presunto enriqueci-miento por uso de información privilegiada.

El asunto Havatampa persiguió a Alierta en los juzgados desde 1998 a 2009. Finalmente, la Audiencia Provincial de Madrid, según sentencia dictada el 17 de julio de 2009, con-sideró probado que el delito de uso de información privile-giada fue cometido y que entre Alierta y un sobrino “existió” un “concierto común” para sacar un “provecho económico” mediante “el acopio de un considerable número de acciones de Tabacalera”. No obstante, absolvió a ambos, tío y so-brino, de la acusación de utilización de información privile-giada al aceptar que el delito había prescrito. Vázquez Ro-mero, que negoció la compra de la empresa de puros de forma muy directa, también tuvo que explicar en el juzgado sus inversiones en la época con acciones de Tabacalera. No fue acusado de delito.

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Y es que Vázquez Romero es un hombre afortunado. En 2005, consolidado como directivo de Altadis (fruto de la fu-sión en 1999 de Tabacalera y la francesa Seita), el grupo tex-til Inditex fichó al copresidente de la compañía Pablo Isla que, a su vez, había sustituido a Alierta, nombrado presi-dente de Telefónica en 2000. El reparto de poder en la ta-baquera (área de cigarrillos para un francés y logística y puros para los españoles) aupó al directivo mejor situado: Vázquez Romero. Presidente, la cumbre, el sitio justo, en el momento oportuno. Y con buenas atalayas. Vázquez Romero se incor-pora en 2005 al consejo de Iberia por la participación de la filial Logista en la compañía aérea. No son buenos tiempos. Vázquez Romero tiene que lidiar una guerra de precios in-tensa, los márgenes caen y tiene que hacer ajustes. Altadis se debilita. Y despierta el apetito del gigante Imperial Tobacco. Tras dos intentos de compra a 45 y a 47 euros por acción, Imperial Tobacco ofrece en 2007, 50 euros por título. Im-porte total de la operación, en millones de euros: 13.500. Más de 16.000 millones si se considera la deuda del grupo que asume la británica. La cascada de millones que barre Al-tadis se debe, en parte, a los activos que detecta Imperial To-bacco en la tabaquera, entre ellos, la participación de la filial Logista en la compañía aérea de bandera, Iberia.

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Planes de stock option

Vázquez Romero ha vivido el sueño del “Arturo” que fue en los 70: guiar con sus propias riendas una operación de venta de billones de las antiguas pesetas. La cima. El ejecutivo per-manece seis meses con los nuevos dueños, cobra sus estupen-dos planes de stock options y se va. Deja atrás los carteles en los que se detalla la cifra supuestamente cobrada por liqui-dación de fijos, variables y planes de stock options: 19 mi-llones de euros. Un dinero. Encuentra un refugio dorado justo cuando los nubarrones empiezan a oscurecer el hori-zonte económico del país: Telefónica Internacional, un con-fortable espacio, al abrigo de su amigo y jefe Alierta, para un ejecutivo a la espera de nuevos retos.

Y no tardan en llegar. Cuando Vázquez deja Altadis para cobijarse en la Telefónica de su amigo Alierta, Iberia, la com-pañía de bandera española, la de la corona, ha comenzado a negociar una posible fusión con British Airways. El principal accionista de la empresa aérea, Caja Madrid (23%), controla el proceso. Es la época de Miguel Blesa al frente de la caja de ahorros. El presidente de Iberia, Fernando Conte, no ve clara la operación. Las valoraciones no encajan. Conte deja

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la compañía, oficialmente por cuestiones personales. Y An-tonio Vázquez está ahí, disponible para acabar la pelea. Quien hace los fichajes es Caja Madrid. El encargo: culmi-nar la fusión con British Airways. El elegido, Vazquez Ro-mero. El resultado, la fusión. El trabajo está hecho. Vázquez Romero no empieza peleas, las termina.

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La caída del halcón azul La irresistible ascensión de Rodrigo Rato, tanto en la polí-tica como en la economía, se ha visto truncada por la ruina

de Bankia. El antaño todopoderoso director del FMI afronta el descrédito y los tribunales

Publicado originalmente en abril de 2013

Por Alexánder Sequén-Mónchez

Poeta, ensayista y periodista guatemalteco, reside en España desde hace unos años, Su último libro publicado es El cálculo egoísta. Inmigración y

racismo en la España del siglo XXI (Trotta)

Suave y firme el juez de la Audiencia Nacional pronunció el nombre de Jaime Castellanos. Rodrigo Rato lo miró a los ojos. Con voz ronca, insegura, contestó:

—Bueno, él es el presidente de Lazard España.

—¿Y, aparte de que sea el presidente, tiene usted alguna re-lación personal?

—Bueno, hombre… lo conozco, lo conocía antes, porque cuando yo era, eh, eh… estaba en política en España, él era el presidente del Grupo Expansión y nos conocíamos desde entonces, y es una persona que conozco, sí, conozco… ¿Quiere decir usted socialmente…? ¿Si le veo o no le veo...?

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—No sólo socialmente… Aparte de conocerle personal-mente, ¿tiene algún tipo de relación, de amistad, enemistad, de negocios…?

Rodrigo Rato pudo haber pensado dos veces lo que iba a decir. Su respuesta fue un acto reflejo.

—No, no, de ser una relación sería… No de negocios, no tengo… De amistad, sí.

Aquel jueves 20 de diciembre, cara a cara con el juez, Ro-drigo Rato mintió.

No era la primera vez. Actuó igual que el 29 de octubre de 2001, cuando era el todopoderoso vicepresidente segundo y ministro de Economía del gobierno de José María Aznar. Entonces no ocupaba una incómoda silla de la Audiencia Nacional, sino un confortable sillón en una sala del Con-greso de los Diputados. La oposición iba tras la pista de Ges-cartera, una tapadera en la que se habían volatilizado 15.778 millones de pesetas, y exigió aclarar su vínculo con Enrique Giménez-Reyna, el dimitido Secretario de Estado de Ha-cienda que traficó influencias en la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV). La beneficiaria era su her-mana Pilar, directora de la Gestora de Carteras que había contratado los servicios del HSBC para desvanecer las inver-siones de sus clientes en paraísos fiscales. Precisamente ese banco británico había prestado 525 millones de pesetas a

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Muinmo S. L., la compañía de la que Rato era accionista junto a sus hermanos Ramón y María Ángeles. Esta sociedad administraba las radios que la extinta Rueda de Emisoras Rato no vendió a la ONCE. Los cargos públicos involucra-dos habían sido propuestos por el responsable de Economía, Rodrigo Rato, quien movía los hilos en la sombra.

A pesar de que Giménez-Reyna asesoró a otra empresa de Rato, Aguas de Fuensanta, y de que uno de sus hombres de confianza, el ex diputado del PP y ex vicepresidente de la CNMV, Luis Ramallo, auxiliaba notarialmente a Gescar-tera, la investigación acabó con un bufido prepotente: «Su señoría no me puede acusar impunemente de cometer deli-tos. Eso no es posible. Yo no puedo consentirlo. Si usted se ratifica, yo tendré que actuar penalmente».

Por supuesto que ahora no podía demandar al juez. Tam-poco intimidarlo colocándose los lentes al final de la nariz como solía hacerlo para apabullar adversarios. La única sa-lida era recurrir a la mentira flagrante. Esta vez en sede judi-cial. ¿Cómo tuvo el atrevimiento? Rodrigo Rato es esa clase de políticos que siempre se salieron con la suya. Alguien de-bió de decirle que ahora los registros mercantiles dejan hue-llas en Google. Alguien debió de advertirle que las cosas ya no son como antes. Al menos no para él, que ni siquiera cuenta con el apoyo de su partido.

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Pasaron 21 largos días para que Rodrigo Rato se recuperara de aquel ataque de amnesia. Justo a la vuelta de las vacacio-nes navideñas, mediante un suplicatorio, intentó corregir la declaración inicial que infoLibre dio a conocer en primicia.

«Queremos poner de manifiesto que D. Rodrigo de Rato Figaredo, D. Jaime Castellanos Borrego y otras personas, constituyeron en fecha de 30 de octubre de 2009 la sociedad mercantil Paracuga S. L.” Por lo tanto, sí tenían negocios conjuntos Rato y Castellanos. Hasta aquí la rectificación. Pero como suele ocurrir con los mentirosos, Rato quiso bo-rrar su primera mentira con otra peor: “Dicha entidad no ha realizado operación mercantil de clase alguna y el 30 de oc-tubre de 2012 elevó a pública su disolución, liquidación y extinción que fue presentada al Registro Mercantil el 29 de noviembre de 2012». En ninguna parte se informa que tie-nen una propiedad común en Alcorcón y que la rentabilizan alquilándola a Mercadona. Eso lo supo el juez cinco semanas después, el 19 de febrero de 2013, por boca de Jaime Caste-llanos, citado en calidad de testigo.

Esas «otras personas» que menciona el escrito de Rato se llaman Pedro Pasquín y Joaquín Güell, y son ejecutivos de Lazard, la banca presidida por Castellanos, uno de los cuatro nichos empresariales a los que el ex director-gerente del Fondo Monetario Internacional fue a parar después de su

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aventura en Washington. De acuerdo al Registro Mercantil de Madrid, el objeto social de Paracuga S. L. era la inversión inmobiliaria, lo que en época de crisis significa adquirir a buen precio las propiedades que lastran a promotores y fi-nancieras.

La sociedad limitada se creó el 30 de octubre de 2009, el mismo día que un periódico titulaba así unas declaraciones del ahora imputado: «Rodrigo Rato duda del capitalismo». Los administradores Castellanos, Pasquín, Güell y Rato ce-saron el 17 de enero de 2013, diez días después de presen-tada la ampliación de su testimonio. De Joaquín Güell y Ro-drigo Rato hay una anécdota que demuestra la confianza en-tre ambos: el 20 de julio de 2011, cuando Bankia salió a Bolsa, tanta era la alegría de Güell que se quitó su corbata verde, a juego con los colores corporativos, y se la regaló a Rato.

Castellanos no fue presidente del Grupo Expansión, como declaró Rato, sino del Grupo Recoletos, propietario de Marca, el periódico deportivo de mayor tirada, y de Expan-sión, la prensa económica que pregonó las hazañas de Rato. En una jugada maestra, que acabó con la salida de Juan Kin-delán, presidente del Grupo Recoletos hasta entonces, Cas-tellanos se reservó el control absoluto. En 2004, con el apoyo

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de su cuñado Emilio Botín, se independizó del Grupo Pear-son, dueño del Financial Times, que se negaba a arriesgar su dinero con un rotativo gratuito. El tiempo les dio la razón: Qué! fue la rémora que impidió venderle el Grupo Recoletos al completo a la italiana RCS Mediagroup, que de todas for-mas pagó más de 1.000 millones de euros. Un negocio re-dondo, inconmensurable, para el empresario vizcaíno; no para los compradores. La confirmación de que se mueve como tiburón en el agua en las transacciones complejas, fue la venta del defectuoso Qué! al Grupo Vocento.

Recoletos quería hacerse con las acciones que Telefónica tenía en Antena 3. Según sus cálculos, con Rato detrás, el Gobierno iba a escogerlos. Había un inconveniente: José Manuel Lara, presidente del Grupo Planeta, había pactado tratos bajo la mesa con Aznar, cuya obsesión era presentarle batalla al Grupo Prisa. En la carrera por la televisión también se apuntó Vocento, de tal manera que cada potencia mediá-tica tenía un padrino en el poder: los vascos contaban con el respaldo sutil de Jaime Mayor Oreja, los catalanes eran la apuesta férrea de Mariano Rajoy, y Recoletos, o sea Jaime Castellanos, tenía su aliado en Rato. Esa fue la última vez que Aznar pasó por el aro a sus tres delfines antes de señalar al elegido.

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2003 era un año difícil (la invasión ilegal de Irak, las elec-ciones autonómicas y el codiciado dedazo de Aznar), así que la puja por Antena 3 sorprendió al vicepresidente y ministro de Economía en un ambiente poco propicio para tensar la cuerda y exponerse al disgusto de su líder. Aunque sí hubo forcejeos con Rajoy, que resultó doble ganador de la partida: a finales de agosto se destapó como sucesor de Aznar, y en octubre, de la mano del Grupo Planeta, que la había com-prado por 364 millones de euros, Antena 3 salió a Bolsa. Ni siquiera César Alierta, presidente de Telefónica y deudor de Rodrigo Rato, pudo evitarlo.

—Su relación con Jaime Castellanos, ¿cuál es?

La pregunta clave que el juez Fernando Andreu no dudó en hacer. Y Rato, escarnecido por la salva de insultos que le llovió a la entrada de la Audiencia Nacional, todavía pálido, pudo haber contestado la verdad: «Mi relación con Jaime es la misma que tengo con toda la oligarquía bróker española: soy su amigo y benefactor.»

Con el paso de los años, Rato ha acentuado su presencia de toro ibérico. El rostro carnoso y lozano; la frente, tatuada con cinco surcos, conquistó la enorme cabeza. La perilla da un aire más de bribón que de caballero distinguido. La pa-pada, los ojillos bocazas, que esta mañana de diciembre han perdido su altivez.

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El bisnieto de viejas glorias en el banquillo de los acusados.

—¿Usted trabajó en Lazard?

Preguntó el juez y Rato se fue por las ramas.

—Trabajé en España con tres entidades distintas, con La-zard, y como asesor internacional del Banco de Santander —con Emilio Botín, cuñado de Castellanos— y en Criteria, de la Caixa.

—Es decir, trabajó en Lazard.

Para la especie implantada por Rodrigo Rato mentir es una cualidad, no una fechoría. Sin esa adrenalina que avizora oportunidades y las vuelve un instrumento financiero, nadie podría correr el riesgo de apostarse a ambos lados de una transacción. «La gente está dispuesta a engañar», reflexionó Adam Smith, «porque pueden ganar más mediante una trampa ingeniosa de lo que pueden perder por el daño que se produce a su buen nombre». Pero Rato no es un nombre: es el renombre por antonomasia de una alcurnia que vio en la política el patrocinio de sus negocios.

La dinámica de la oligarquía bróker está hecha de favores: si Jaime Castellanos estipuló en Lazard un millón de euros al año para Rato, es justo, según la mentalidad bróker, que se le retribuya pagándole, entre junio de 2010 y abril de 2012, una serie de informes. El primero, una asesoría a Caja

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Madrid por 2.180.000 de euros; el segundo, escrito en in-glés, aconsejaba a Bankia sobre su salida a Bolsa por 2,5 mi-llones de euros; el tercero, daba indicaciones sobre política de dividendos, solvencia y rating, costó 1,5 millones de eu-ros; por el cuarto se pagó sólo un millón y tenía por objetivo el asesoramiento en la desinversión de fondos de capital riesgo. Este encargo lo hizo Rato un mes antes de marcharse de Bankia. Sin cobrar quedó un presupuesto de 10,6 millo-nes de euros destinados a Lazard por buscar socios potencia-les que quisieran fusionarse con aquel animal moribundo. Y así sucesivamente hasta abarcar veinticuatro encargos con-tratados o pagados.

Con la documentación presentada por Jaime Castellanos, el juez analizará si esta tasación desorbitada concierne a los precios del mercado. Lo que no podemos dejar de ver es que tales servicios son innecesarios para quien se supone es un conocedor profundo de los mercados financieros. ¿Cómo es posible que el mago del «milagro económico» español pague su peso en oro a curanderos charlatanes?

Rodrigo Rato no soporta la batería de preguntas y res-ponde como puede. Mira, frota, el anillo matrimonial que conserva de su padre y siente en carne propia lo que sintió él, más o menos a la misma edad, cuando fue sitiado por su delito. Cruza los dedos para que el hombre de la toga cometa

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un mínimo fallo en la instrucción del caso. Envidia la suerte de los implicados en la Operación Emperador, el jaque a la mafia china que se vino abajo por un error de Andreu. Sin duda, el juez está bajo presión y querrá demostrar lo que representa para él la justicia.

Por experiencia familiar, Rato sabe que su as bajo la manga es el indulto político.

Se repite la historia

Es leyenda la versión maledicente de que Ramón Rato fue arrestado en la fiesta de bodas de María de los Ángeles Rato Figaredo y Emilio García Botín. El supuesto despliegue po-licial sería el toque perfecto al escándalo familiar. El matri-monio se celebró el 28 de junio de 1966, pero la reclusión de Ramón Rato en Carabanchel ocurrió el 4 de noviembre del mismo año.

El patriarca de la familia Rato era asturiano. Probó suerte en la política, pero no alcanzó la alcaldía de Madrid en los cincuenta. Tenía ideas y las escribía; antes de ser padre con-cibió dos libros que reflejaban sus derroteros. Fue además el primer abogado de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindica-lista y viajó por el mundo. Contrajo nupcias con Aurora,

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otra asturiana cuya familia suprimió el Fernández por el Fi-garedo subrayando la importancia de una saga dedicada a la explotación minera. Del matrimonio nacieron Ramón en 1940 y Rodrigo en 1949. La de en medio es María de los Ángeles.

El padre de la familia Rato abandonó los años trashuman-tes y acumuló riqueza gracias a la construcción, el negocio inmobiliario, la hostelería y la alimentación. Fue un pionero de la radio. No tardó en dar el salto —él creía que Nicolás Franco era su red— al mundo de las finanzas. Fue un sueño hecho realidad sentarse en su despacho de banquero. Era presidente del Banco de Siero, en cuyo consejo incluyó a su amigo Luis Alfonso de Baviera y Borbón, tío segundo del Rey Juan Carlos; y del Banco Murciano.

Pensó que la red resistía y abrió otros dos bancos en Zúrich y Amberes, y no satisfecho con prestarle cuatro millones de pesetas a Nicolás Franco cometió acto de suicidio al deman-dar al hermano del dictador por no devolvérselos. El ofensor se hizo el ofendido y esperó la venganza que llegó en forma de soplo: un empleado que se marcha descontento no olvida llevarse consigo un alijo de cartas comprometedoras. La Bri-gada de Policía de Delitos Monetarios se puso manos a la obra y descubrió que don Ramón lavaba el dinero sucio de

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burgueses, aristócratas y un puñado de nuevos ricos crecidos al abrigo de la dictadura.

Nicolás habló con su amigo Juan José Espinosa San Mar-tín, ministro de Hacienda, quien a su vez habló con su amigo Mariano Navarro Rubio, gobernador del Banco de España, quien también fue con el chisme al cacique de Ru-masa, José María Ruiz Mateos. Y entre todos decidieron des-plumar a Ramón Rato. Para los franquistas era uno de los conspiradores del Contubernio de Múnich de la oposición y un devoto que consolaba a Juan de Borbón por el reino perdido. Los Rato habían evolucionado del furor guerracivi-lista a posiciones de consenso. Por lo mismo, tenían ganada la animadversión del régimen; pero este no fue el motivo de la intervención de los bancos. El 17 de febrero de 1967, lo condenaron a pagar 160 millones de pesetas; a su hijo le im-pusieron una multa de más de 50 millones. Ambos irían a la cárcel.

Ruiz Mateos se quedó los bancos y obtuvo subvenciones del Banco de España. Pero Espinosa San Martín no leía la Biblia: «¿Cómo dirás a tu hermano: ‘Déjame sacar la paja de tu ojo’, cuando tienes una viga en el tuyo?» Navarro Rubio y él debieron tragarse su veneno cuando explotó el caso Ma-tesa (una empresa ligada como ellos al Opus Dei que co-braba subsidios fraudulentos). En vista de que se aproximaba

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el 35º aniversario del triunfo del Caudillo, se decretó un in-dulto para todos los delitos cometidos desde julio de 1965 a septiembre de 1971. Abrieron la celda de los Rato, acabaron los embargos y recuperaron su fortuna, menos los bancos, que ya se habían sumado al imperio de la abeja.

Las lecciones aprendidas por el clan Rato se resumen en una obsesión: hay que tomar el poder político para que nada entorpezca al poder económico. Esa seguridad se alcanzaba con un banco y un partido político. A partir de entonces, el padre se encargó de entrenar a Rodrigo. Los jesuitas de Nuestra Señora del Recuerdo ya le habían mostrado que los caminos de Dios son los caminos al poder. Fue a las clases de Derecho en la Universidad Complutense, aunque había empezado la carrera en el ICADE. Salió de allí porque era conveniente apretarse el cinturón y porque los demás niños bien desairaban su abolengo mancillado.

Conseguido el diploma de abogado, decidió que no sería economista: iba a ser un negociante y partió a Berkeley en 1972 para estudiar el MBA. Quería remojarse en las entrañas del capitalismo. Cerrado el paréntesis americano, de vuelta a España con 27 años, se afeitó la barba y alcanzó a escuchar el plañidero «Españoles: Franco ha muerto». Es probable que notara que prácticamente el único jefe de Estado que asistió al funeral del dictador era, como cabía esperarse, otro

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dictador, el general Augusto Pinochet, a quien habrá visto como un nazi salido del No-Do. Lo que no imaginó el joven Rato es que en los noventa iba a repetir el «milagro econó-mico» que Pinochet estaba a punto de obrar en Chile.

Por decisión de su padre, Rodrigo sería el delfín llamado a recuperar el honor perdido de los Rato. Ramón fue relegado a un segundo plano por el estigma carcelario. Así que em-pezó a labrarse un horizonte. Naturalmente no lo hizo desde cero. Lo esperaban varias empresas familiares: Aguas de Fuensanta, las bodegas Jaume Serra, Edificaciones Padilla y Construcciones Riesgo. Su padre estaba orgulloso y solía pa-vonearse entre amigos: «Algún día ese chico será presidente del Gobierno».

En Vagabundo bajo la luna, un libro publicado en 1935, Ramón Rato daba un fogonazo de lucidez: «¿Los partidos políticos qué son y para qué sirven? Ideológicamente son de-fendibles, pero prácticamente son la cosa más necia y más bochornosa que ha podido discurrir el hombre.» Dicho esto trascurrieron 40 años. Entonces, chequera en mano, el padre de Rodrigo Rato se aseguró de que su hijo tuviera una plaza destacada en un partido político. Manuel Fraga le daba lar-gas porque el viejo seguía ofuscado con la pérdida de sus bancos, pero tanta era la presión que aceptó.

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Don Ramón Rato murió en Madrid en 1998. Sus restos descansan en la cripta de la iglesia de San Pedro, de Gijón. Su viuda lo sobrevivió siete años; su primogénito casi quince. Al abuelo le hubiera encantado saber que Gela, la hija mayor de Rodrigo, ya tiene el título de administradora de empresas.

Admirador de Reagan y Thatcher

Influido por Milton Friedman, Rato empezó a proyectar so-bre su carrera política la sombra de Ronald Reagan y Mar-garet Thatcher. Ni Washington ni Londres imaginaban que en Madrid había un diputado que tenía la ilusión de calcar, uno a uno, los dogmas ultraconservadores del reaganomics y del thatcherismo. De ahí vendría la ortodoxia con la que erigió el entramado político-económico del vertiginoso fin de siglo español.

En septiembre de 1990 puso las cartas sobre la mesa: «Se-ñorías, hay mucho que hacer, pero para eso el Gobierno tiene que estar dispuesto a tener menos poder desde el Es-tado. Energía, transportes, comunicaciones, vivienda, sani-dad, educación, creación de empleo, son cada vez menos competitivos en nuestro país».

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La oportunidad para reproducir la estela de Reagan y Thatcher llegó con el triunfo del PP en las elecciones gene-rales de 1996. Aznar nombra a Rato ministro de Economía y Hacienda. Aquí se produce una mutación sin precedentes del capitalismo español. Por obra y gracia de Rato se instaura una oligarquía bróker que centraliza su poder en Madrid y se vale del poder político y del Boletín Oficial del Estado. Emerge una élite con raigambre en la bolsa. Se corrompen los espacios de decisión y se entregan las empresas del Estado a los miembros de su órbita.

La oligarquía bróker, que logró legitimarse y prolongarse en el tiempo, se ilustra con una figura de la mitología griega: la hidra, un monstruo imbatible de mil cabezas. Esta hidra tiene su base en la política de privatizaciones y se ramifica en una compleja extensión de intereses bancarios y financieros. Entre junio de 1996 y diciembre de 2002 se realizaron 55 operaciones privatizadoras que afectaron a 47 empresas. La composición del Índice Bursátil Español, el IBEX 35, es su legado.

El juego de sillas que introdujo Rodrigo Rato consistió en propagar presidencias, vicepresidencias y consejerías en las compañías privatizadas, al tiempo que organismos como el Consejo Consultivo de Privatizaciones, la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales o la Comisión Nacional del

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Mercado de Valores trasladaban a los ciudadanos una pan-talla de transparencia y legalidad.

Este es el núcleo del «milagro económico» de Rodrigo Rato. Su otra dimensión, la que le ha reportado fama, nació en un contexto favorable. Desde 1994 la economía española daba señales de crecimiento. La implantación del euro, la bajada de los tipos de interés y la consiguiente avalancha de capitales junto con la orgía inmobiliaria espoleada por la brokeriana Ley del Suelo de 1998 activaron la bomba de esta crisis. Todo parecía cuadrar con el dogma en el que Rato había sido formado: hasta el déficit cero parecía al alcance.

Era tanta la reputación entonada desde Expansión y Ac-tualidad Económica, la prensa de su socio Castellanos, que la leyenda de Rodrigo Rato como hacedor del «milagro eco-nómico» empezó a eclipsar al presidente del Gobierno. Az-nar quiso reescribir la historia y retratarse como Luis XIV. Aseguró con desparpajo a The Wall Street Journal: «El mi-lagro soy yo».

Por celos al carisma y a la notoriedad de Rato, quizá por-que el ministro de Economía nunca ocultó sus ambiciones, las gaviotas se confabularon contra el halcón de altos vuelos. Cuanto más batía las alas para que Aznar lo escogiera frente a los deslucidos Rajoy y Mayor Oreja, más se apartaba de la presidencia del PP y de La Moncloa.

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A partir de allí, la historia de Rodrigo Rato es la de un ave de presa derribada por un dedazo. Todavía no se ha repuesto de aquella traición.

España se hizo pequeña para Rato y Aznar le tendió el puente de plata.

El dogmático en su elemento

«Para que funcione, tiene que doler». Esta es la letra pequeña de los planes de ajuste estructural aplicados por el Fondo Monetario Internacional. Rodrigo Rato tenía que sentirse como en casa. La austeridad era sagrada; el gasto social, una herejía. Desde el 7 de junio de 2004, convertido en el dé-cimo director-gerente del FMI, pasó a ser el español más po-deroso del planeta.

Su puesto en Washington era una recompensa de George W. Bush a la connivencia de España en la invasión de Irak. Al año siguiente del nombramiento de Rato, iría a parar a la cúspide del Banco Mundial Paul Wolfowitz, donde Aznar cobró otra ganga: la vicepresidencia para Ana Palacio. Ines-peradamente, halló otro espaldarazo. Tal como cuenta Javier Valenzuela en su libro Viajando con ZP, en la primera visita al Elíseo de José Luis Rodríguez Zapatero, Jacques Chirac le manifestó su rechazo y el de Alemania a la candidatura de

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Rato. Sin embargo, el entonces presidente negoció el apoyo centrándose en la importancia de contar con un interlocutor español aunque fuera del partido opositor. Este detalle es re-levante porque el Gobierno socialista fue el primer damnifi-cado tras la dimisión de Rato, tres años después de haber asumido el cargo. Ideologías aparte, se esfumaba con él la posibilidad de tener un aliado en el contexto de la crisis eco-nómica.

Cuando se dio el nombramiento, la sociedad española des-pidió a Rato como el muchacho de provincias que parte triunfal a la gran ciudad. Cuando renunció de improviso, le abrieron los brazos como si el hijo pródigo hubiera regre-sado. En el ínterin, cada visita suya, frecuente y mediática, se transformaba en una junta de aduladores que lo alzaban en hombros. De todas partes surgieron homenajes y pre-mios. Tampoco escasearon las reuniones con los banqueros Emilio Botín, Isidro Fainé y Francisco González. Rato se dejaba querer como lo que era: un jefe de Estado.

Sigue siendo un misterio la razón que obligó a Rato a reti-rarse de la primera fila de las decisiones económicas mundia-les. Alegó «motivos familiares», una excusa poco creíble en esos círculos. Jeffrey Skilling también abandonó la presiden-cia de Enron de esa manera y ya sabemos que el barco se

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hundía. En retrospectiva, es innegable que no pudo inte-grarse al paisaje gris del FMI. Ciertamente, Washington no es Madrid. Allá el acuario es mayor y los peces gordos son gigantes que no se dejaban impresionar por su apellido, su fortuna o su adscripción ideológica.

Rato era visto por los burócratas como otro político con padrinos eficaces, un pedante sin libros publicados ni cáte-dras dictadas. Chismorreaban sobre su noviazgo con una pe-riodista veinte años más joven. Sus enemigos internos le de-jaban recados en el Herald Tribune y lo describían como vago, disperso e insoportablemente atado a Madrid. Prueba de ello eran su agenda de viajes y la incorporación de amigos suyos: el exgobernador del Banco de España, Jaime Caruana, nombrado director del área de Asuntos Monetarios y de Mercados de Capital; también contrató como asesores a Juan Costa, exministro de Ciencia y Tecnología; y a Luis Maldonado, ex asesor de Rato en el Ministerio de Economía y su futura mano derecha en Caja Madrid y Bankia.

Se sostiene que Rato era un incompetente que estando en el ojo del huracán no supo reaccionar. De hecho, en enero de 2011, la Oficina de Evaluación Independiente del FMI publicó El desempeño del FMI en el período previo a la crisis financiera y económica: la supervisión del FMI entre 2004-07. Un informe crítico en el que Rato sólo se menciona al final,

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para anotar su nombramiento como director-gerente, pero su gestión sale mal parada.

Si echamos un vistazo a la prensa de la época, las declara-ciones de Rato no desentonan con Alan Greenspan, presi-dente de la Reserva Federal. Ninguna burbuja inmobiliaria, ninguna recesión en el horizonte. Esta pasividad no era ig-norancia, era temeridad. Desde el verano de 2005, Raghu-ram Rajan, economista jefe del FMI, venía advirtiendo las distorsiones del sistema.

Rato decidió dar el portazo al FMI. Ante la espantada, un periodista puso el dedo en la llaga:

—Cuesta creer que no va a dedicarse a la política.

—Ni a la política, ni al ballet, ni a nada… Yo vuelvo a la vida privada.

Brindis en la tormenta

No resulta lógico que Rodrigo Rato esgrimiera «motivos fa-miliares» para salir de Washington, si lo primero que hizo al llegar a Madrid fue pluriemplearse. Aún se escuchaban las notas de su réquiem como líder mundial en diciembre de 2007, cuando su buen amigo Jaime Castellanos lo fichó como director general de banca de inversión de Lazard. La prensa informó de otras incorporaciones en tiempo récord:

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asesor internacional del Banco Santander y presidente del Consejo Asesor de Criteria Caixa Corp. Más tarde, en abril de 2008, pasaría a dirigir simultáneamente el Consejo Ase-sor de la Unión Española de Entidades Aseguradoras y Reaseguradoras. Estaba claro que con estos sueldos (además de la pensión vitalicia de 80.000 dólares de su paso por el FMI) Rato iba a cuidar de su familia sin apuros. Lo único que despertaba suspicacia era su futuro político; suposicio-nes que quitaban el sueño al PP y que convertían al recién llegado en un estorbo. La tregua duró un año. Mejor dicho, el sino político del exministro de Economía no tardó en trai-cionarlo. Vio el negocio de su vida en Caja Madrid y tocó la puerta de Mariano Rajoy. Dio inicio una batalla campal para sustituir a Miguel Blesa después de casi 15 años de opulen-cia.

En la disputa de Caja Madrid, Aguirre perseguía el puesto para su favorito, Ignacio González, pero se conformó con Rato. A pesar de que Rato recibió ataques de los populares, logró la victoria que sería su más ruidosa derrota. La exhibi-ción de su magia financiera no existe si no se activa desde el poder del Estado.

No le pasó por la mente que en Caja Madrid iba a sufrir los coletazos de su mala gestión como ministro de Econo-mía. El primer baño de agua helada lo recibió al percatarse

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del grado de descomposición de la entidad. Años atrás y a la orden de Aznar, Rato apartó a Jaime Terceiro de la presi-dencia de Caja Madrid en beneficio de Miguel Blesa. A par-tir de ese momento, la Caja se metió en la liga de los bancos y apostó por el gigantismo y el riesgo bursátil imprudente. Cuando la crisis lanzó su primera embestida, los directivos tenían las manos en las preferentes y los libros llenos de la-drillo.

A Rato le pasó lo que a cualquiera que compre una casa flamante por fuera, saturada de vicios ocultos por dentro. Pero él estaba obligado a saberse los planos de memoria por-que había sido el arquitecto de los adefesios financieros. Es increíble que, teniendo los números rojos delante, decidiera aumentar salarios —el suyo y los de sus ejecutivos— mien-tras por lo bajo de la escala muchos empleados eran despe-didos. En lugar de sanear las cuentas y poner orden al ras micro, optó por el caos a nivel macro y se precipitó con las fusiones. El resultado fue la construcción desquiciada de una pirámide con material de derribo. El peor escombro: Ban-caja. Rato, satisfecho de su obra, rendía cifras increíbles. Está por demostrarse si se aplicó algo parecido a la célebre Con-taduría de Valor Futuro Hipotético utilizada en Enron, y que no era más que el falseamiento del balance presentado a inversores y auditores.

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El Banco Financiero y de Ahorros nació agonizando. Antes de morir tuvo tiempo de pedirle al FROB un préstamo 4.465 millones de euros. Fue cuando apareció el logo de la marca de Bankia que, supuestamente, constituía el tercer grupo financiero más «grande» de España. Los únicos que aplaudieron aquel error fueron el Banco de España, que por fin se deshacía del producto que podía pudrir el resto de mercancías; y Mariano Rajoy y su grupo: el eterno conten-diente iba a estrellarse.

Cuando surgió la posibilidad de fusionar Bankia con La Caixa, Rato rechazó la tabla de salvación porque no estaba conforme con que los catalanes absorbieran su experimento grotesco y encima lo relegaran a la segunda posición de la jerarquía. Tampoco quería mudarse a Barcelona. El ego y la codicia, su hambre de poder, volvían a ser el talón de Aquiles de este contradictorio estudiante de yoga.

Rato decidió apostar el todo por el todo, o lo que es igual: acelerar el colapso, y sacó el esperpento a Bolsa. Lo hizo a sabiendas de que había cráteres por todas partes y que la compra de títulos de Bankia era un teatro montado sobre la marcha para no dañar más la imagen de España. La campana que tocó no iba a salvarlo. En sus ojos se leía el desenlace. Estaba brindando por la derrota.

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Para justificar el fallo, corre el rumor que salió a Bolsa para conjurar cualquier sabotaje del gobierno socialista. Se equi-vocó de adversario. La puñalada que no le dio Zapatero, y que él temía, la recibió de sus viejos compañeros Mariano Rajoy y Luis de Guindos, quien impugnaba, inflexible, sus conatos de supervivencia. A Rato le dolió que lo pisoteara un intruso. Así agradecía Guindos el cargo de Secretario de Estado que ocupó entre 2002 y 2004 sin ser del PP. Pero el ministro de Economía hizo lo que demandaban las circuns-tancias. Del despacho que abandonó en el FMI su ex jefe, pidieron a España que no hiciera más el ridículo con fusio-nes bancarias de papel. Guindos tuvo la audacia de publicar el salario millonario de Rato y rebajárselo. Cazó el fantasma de la sucesión que inquieta a las gaviotas que van detrás de Rajoy.

El 7 de mayo de 2012, Rato claudicó ante el acoso de Eco-nomía. Anticipándose a una salida por las malas presentó su dimisión. Dos días después, para humillación de los auto-proclamados liberales, un gobierno de derecha nacionalizaba al Banco Financiero y de Ahorros.

Después de mentirle en la cara al juez Fernando Andreu, la última proeza de Rodrigo Rato fue buscar entre los con-tactos la A de Alierta que es la T de Telefónica, y marcar su número. Nuevo favor concedido entre oligarcas bróker: el

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puesto de consejero asesor para Europa y para Iberoamérica es suyo.

El halcón azul está herido, pero no de muerte. Probable-mente se pregunte cómo es posible que una mentira —re-curso que lo propulsó al firmamento— pueda hacer que acabe entre rejas para escarmiento de otras aves rapaces.

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Charnegos: informe sobre un cadáver

Entre 1940 y 1980 la población de Cataluña se duplicó por la masiva llegada de inmigrantes de la España pobre. Los conocidos despectivamente como charnegos se integraron

de modos distintos en un país plural y mestizo Publicado originalmente en mayo de 2013

Por Javier Pérez Andújar

Periodista y escritor catalán hijo de inmigrantes, ha trabajado en televi-sión y en prensa y fue redactor jefe de la revista Taifa. Ha publicado va-rios libros de ensayo y, en los últimos años, tres novelas en la editorial

Tusquets (Paseos con mi madre, Todo lo que se llevó el diablo y Los prínci-pes valientes)

En marzo de 2002 un tren organizado con una financiación millonaria por la Generalitat de Cataluña salía de la estación de Francia, de Barcelona, para visitar una veintena de ciuda-des de toda España. En aquellos vagones viajaba la exposi-ción itinerante Cataluña, tierra de acogida, mediante la cual el Gobierno de Jordi Pujol quería mostrar a la luz del sol el buen corazón burgués de Cataluña, la capacidad de esta co-munidad para acoger a los recién llegados y, al mismo tiempo, dar a conocer su riqueza social, lingüística, paisajís-tica, gastronómica, artística, su arte románico...

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El año anterior, en febrero de 2001, Marta Ferrusola, la eterna mujer de Pujol, había declarado que temía que en 10 años las iglesias románicas dejaran de servir para que sirvie-ran las mezquitas. Pujol y su consejero jefe, Artur Mas, le quitaron hierro a esas palabras. Dijeron que era una opinión estrictamente personal y que, en cualquier caso, la mayoría de los ciudadanos pensaba como la primera dama. En otra ocasión, años después, Josep Antoni Duran i Lleida, el eterno socio de Pujol (no hay eternidad sin monogamia) ex-plicó cuánto le preocupaba que nacieran en Cataluña “más Mohameds que Jordis”. Y en Badalona, en las municipales de 2011, Xavier García Albiol, liderando el Partido Popular de esa ciudad (la tercera más grande de Cataluña) y tras una agresiva campaña contra la inmigración, se hizo con la alcal-día ayudado por la abstención de Convergència i Unió en la sesión de investidura.

Cuando el tren con el que la Generalitat exhibía su idio-sincrasia acogedora llegó a Oviedo, lo esperaba un hombre alto, de frente despejada, labios finos, y un tanto desgarbado en la manera de llevar el traje. De nombre y apellido Jesús María Canga, todo el mundo le trataba con el amistoso Sito. Era un extraño en aquella ciudad. Había sido entrenador de baloncesto, se licenció en Químicas, fue profesor de bachi-

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llerato y desde 1996 era (y lo sigue siendo) el alcalde socia-lista de Sant Adrià de Besòs, una ciudad de la periferia bar-celonesa en un mitológico cinturón rojo que se deshace a marchas forzadas entre casos de corrupción y la crisis demo-ledora.

Sant Adrià de Besòs es un buen ejemplo de cómo ha sido la historia reciente de Cataluña. Desde inicios de siglo XX hasta ahora, han ido llegando murcianos, castellonenses, va-lencianos, aragoneses, andaluces, extremeños, gallegos, man-chegos, leoneses, castellanos, marroquíes, ecuatorianos, chi-nos, paquistaníes, rumanos... Ahora su población es menor que hace 30 años y tiene el índice de paro más alto de la comarca.

Aunque nació en Cataluña, el alcalde Sito es también hijo de emigrantes, una familia procedente de Asturias, y por eso, a modo de embajador, está ahora aquí, junto al expotren de la Generalitat. Va a pronunciar unas palabras institucionales ante las autoridades de Oviedo. En el subidón, se le ocurre decir que Cataluña merecería tener un museo de la inmigra-ción. No acaba de regresar a su alcaldía, cuando recibe una llamada del presidente Pujol para ofrecerle hacer ese museo.

Y en dos años se inaugura en Sant Adrià de Besòs el Museu d’Història de l’Immigració de Catalunya (Mhic). Al lado del

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campo de fútbol donde entrena el RCD Espanyol. Lo al-berga una masía de principios del siglo XIX conocida con el nombre de Can Serra. Una casa que perteneció a la familia barcelonesa Rocamora, que había hecho su fortuna comer-ciando con las colonias de ultramar. Hasta principios del si-glo XX, las riberas del Besòs eran un lugar residencial para la burguesía barcelonesa. Pero a medida que Sant Adrià se transformaba en un suburbio industrial, la masía de Can Se-rra quedó deshabitada y se convirtió sucesivamente en un almacén, en una tienda de muebles, en una tienda de plantas y al final en una casa abandonada donde dormían los indi-gentes.

Imma Boj, su directora, ha hecho del Mhic un centro abierto a los colegios, que se nutre de documentación, testi-monios populares, experiencias de emigrantes antiguos y ac-tuales, grabaciones, objetos... Es el único museo de España con este contenido. A la entrada del edificio se exhibe una escultura que el poeta Joan Brossa realizó expresamente para el pueblo de Sant Adrià de Besòs titulada Record d’un malson (recuerdo de una pesadilla). Se trata de un ácido homenaje a Josep Maria de Porcioles, el alcalde franquista de Barcelona que dio barra libre a la especulación y hacinó a los emigran-tes en bloques. La escultura reproduce la cabeza de Porcioles cortada y entregada en bandeja sobre una silla.

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Genealogía del charnego

Entre 1940 y 1980, la población de Cataluña pasó de tres millones a seis millones de habitantes. Se duplicó a fuerza de emigración. Nunca ha vuelto a ocurrir algo semejante. Desde entonces hasta 2012, la población catalana ha crecido en poco más de un millón. De la gente a la que políticamente se ha utilizado como modelo de charnego, de los emigrantes que llegaron a Barcelona en aquellos trenes, el Sevillano, el Shanghai, el Botejara..., quedan cada vez menos. Algunos se volvieron al pueblo. Otros han muerto en accidente laboral, o de enfermedad, o de cansancio, o de viejos en compañía de sus hijos y de sus nietos si han tenido suerte. La de estos hombres y mujeres es una historia que todo el mundo sabe. Llegaban en el tren, se enfangaban en barracas insalubres, luego los amontonaban en el extrarradio en colmenas, unas cuantas con aluminosis, y ellos, de la manera en que pudie-ron y cuando les dejaron, dignificaron con paletadas de mor-tero sus calles y sus plazas.

Los que aún viven están socialmente desactivados, políti-camente deprimidos, desconfían de la democracia que ayu-daron a construir pegando carteles y llenando las urnas con sus votos. Se les hace muy lejana la Cataluña del Estatut por la que se manifestaron en 1977, ya tan lejana como el pueblo

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que dejaron atrás; pero si les preguntan no reniegan, al con-trario, siguen sintiéndose de ambas partes por igual. Los tiempos modernos los han hundido. Ya no quieren saber nada de nada. Maldicen porque les hacen pagar por las rece-tas médicas y les cierran las urgencias nocturnas en los am-bulatorios. Se desesperan contando que en las cajas de aho-rros les han robado su dinero, les han timado colocándoles las participaciones preferentes sin explicarles lo que eran, sin siquiera avisarles de que lo hacían; otros han firmado en la mesa del director de la sucursal de toda la vida los avales que ahora los van a dejar tirados en la calle. A la vejez, son carne de desahucio.

Con sus hijos, con mis amigos de la calle, la película tam-bién ha acabado como el rosario de la aurora. Son supervi-vientes (una generación diezmada por la gran escabechina de los años ochenta) que han vuelto otra vez al paro. Ahora se ven de nuevo igual que al principio. Han ido del desespe-rante paro juvenil al paro sin esperanza del que se acerca a la cincuentena. Algunos se quedan en la barra sin tomar nada por no gastar, con el cigarrillo apagado por la mitad para acabar de fumárselo en otro momento. Por ejemplo, Ángel: se ha pateado todo el polígono llevando currículos y ahora espera en el bar a que abra la oficina de inserción laboral para

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enviarlos por internet. Pero a esta generación no le ha bas-tado con fracasar en el trabajo cuando ya se había salvado del huracán, también ha fracasado en el matrimonio. En la fa-milia. Muchos y muchas están regresando a casa de sus pa-dres con los niños de la mano.

Entre nosotros hablamos de lo de siempre. De los temas actuales, lo último que les interesa es el sentimiento identi-tario. Nunca lo han sentido. Hasta hoy han hecho toda su vida profesional y privada sin atender a ese asunto. No lo han necesitado. Y ahora, cuando les pido su opinión, con-testan que es un tema que ni les va ni les viene. Pero aunque así lo digan, más bien parece que es un asunto que les dis-gusta. “A mí me da lo mismo. Si declaran la independencia, pillo la maleta y me voy”, dice un colega. Otro añade: “A los jóvenes les han lavado la cabeza. Todos los independentistas son hijos de charnegos que se piensan que van a ganar más dinero si Cataluña es independiente”. Y el de antes: “La in-dependencia es un tema que no me preocupa, es para los okupas de Gracia”.

Ante la historia de miseria de los abuelos y nuestro ejemplo de fracaso, los hermanos menores de mis amigos, y no diga-mos sus hijos más crecidos, huyen a toda pastilla, corren en estampida en busca de un mundo nuevo. Han decidido cambiar de país, de idioma, de fortuna. No quieren ser carne

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de cañón como sus abuelos, ni hablar en el idioma de sus abuelos, ni quieren criarse como nosotros en un lodazal, en un terreno abonado para acabar parado, chorizo o droga-dicto, no quieren verse en ninguno de nuestros pellejos, y se largan a una Cataluña independiente, que les promete una nueva oportunidad. Para conseguirlo, se han determinado a actuar como catalanes que son. Entre ellos, en su hogares, hablan en catalán, ponen a sus hijos nombres de inequívoca tradición catalana, y miran con condescendencia cuando los nietos les hablan en su lengua a los abuelos y estos se esfuer-zan por entenderles. Ser catalán sin ninguna otra atadura es para ellos el peldaño siguiente en la escala social, en el as-censo hacia la felicidad. Ser catalán en un mundo nuevo, sin un pasado de mierda.

El charnego independentista

Todo el mundo lo considera la cabeza visible, un líder. Pero él se niega a ser cualquiera de esas cosas. Quienes le siguen adoran su actitud en el Parlament. Los vídeos con sus inter-venciones corren por las redes sociales más que Mariano Haro (por citar un clásico). Su sotabarba entre intelectual antiguo y huracán en Jamaica hace aún más interesantes sus palabras. Siempre va con camisas de cuadros o con camisetas de manga corta y por hablar en el Parlament así vestido le

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han llamado varias veces la atención. Es el representante más popular de la izquierda independentista parlamentaria. Mu-chos de quienes le han votado son gente de clase media, con formación universitaria, profesionales no manuales. De he-cho, hay ya algo cool en votarle. “Nos votan las clases popu-lares urbanas de la región metropolitana. Nuestros tres dipu-tados han salido por Barcelona”. Así habla el diputado Da-vid Fernández, 38 años, cabeza de lista en las últimas auto-nómicas de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP), la or-ganización asamblearia de la izquierda independentista y an-ticapitalista que en estas elecciones autonómicas dejó a mu-chos con la boca abierta sacando tres diputados de la nada oficial. Obtuvieron más de 126.000 votos y cuentan ya con 101 concejales por los ayuntamientos de toda Cataluña.

Ha propuesto para la charla dar un paseo por el barrio del Besòs. En esas aceras hay grabada una profunda historia reivindicativa, de luchas vecinales. Su crónica bolsa de po-breza es una bolsa de basura a las puertas de Barcelona. He-mos quedado en el centro cívico. Cerca, en la calle Cristóbal de Moura, hay tres edificios de protección oficial donde una cuarentena de familias extranjeras han ocupado varios pisos. Han puesto un segurata de plantón en una de esas porterías. Calvo, de perilla larga, con un dragón tatuado en la cabeza. Dice que está ahí para impedir que entren más familias,

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hasta el día del desahucio. Al otro lado de la calle se esconde en una plaza un edificio donde la gente accede a los pisos más bajos por una ventana trasera. Han colocado una esca-lerita de madera para entrar y salir, y a golpe de vista parece que hayan tabicado esa parte del piso para convertirla en una vivienda independiente. A falta de armario, se amontona en plena calle la ropa de la gente que vive en esa casa. Transver-salmente a este edificio pasa la calle Palerm, donde el año pasado fue asesinado de un tiro el senegalés Ibrahima Dyey, de 31 años, por un hombre de etnia gitana, y todo el mundo temió que estallara en el barrio un conflicto interracial.

El diputado David Fernández es hijo de padre leonés de Castrocalbón (programador informático en situación de paro de larga duración) y de madre zamorana de Villaferru-eña (la poeta Celia Ramos). Nació y se crió en Gràcia, un barrio con un gran sentimiento identitario. No en vano, en-tre 1850 y 1897 fue independiente de Barcelona. También es el barrio con más casas okupas, hace unos años se conta-ron cerca de 60. Ahora vive en Ripoll, “en una especie de exilio económico”. Es un pueblo de Gerona considerado la cuna de la Cataluña vieja, pues allí el conde Wifredo el Ve-lloso fundó el emblemático monasterio de Santa María. Lec-tor apasionado de Slavoj Žižek, Santiago Alba Rico, Imma-nuel Wallerstein, David Harvey (los cita al azar y por ese

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orden), ha estudiado Ciencias Políticas, que aún no ha aca-bado, y trabajó durante un tiempo en la SEAT, en el taller 1 de chapa, poniendo puertas del Seat Ibiza hasta que se le-sionó dos discos. La lengua familiar entre sus padres es el castellano, pero entre los cuatro hermanos (él es el menor) hablan en catalán. Fue en la escuela pública donde aprendió el catalán y se empapó del sentimiento catalanista. Al expli-car esto, sonríe y dice que es una declaración que otros uti-lizarán para presentar la enseñanza catalana como un centro de adoctrinamiento. Pero su manera de hablar de indepen-dencia no es doctrinaria, sino totalmente libre. La siente, la explica de una forma nueva, en todo diferente a la que hasta ahora se había escuchado en Cataluña. Una vez le pregunta-ron en la radio qué haría al día siguiente de proclamarse la independencia y dijo que pensaba poner un disco de Enri-que Morente y sentarse a escucharlo.

De su abuelo paterno, un republicano que después de la guerra pasó ocho años preso entre Burgos y Santoña, dice haber heredado el sentimiento de rojo y un carácter comba-tivo. “Era un gran defensor de Cataluña, no sé bien por qué, quizá por la gente que conoció”. Sonríe con los labios cerra-dos, con expresión de labriego astuto, que tal vez también haya heredado de aquellos campesinos leoneses. El comu-

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nismo de su abuelo le llevó a militar de chaval en los Col·lec-tius de Joves Comunistes (CJC), las juventudes del Partit dels Comunistes de Catalunya (PCC), la escisión prosovié-tica del PSUC de 1982. Cuando los dejó frecuentó los ate-neos populares. Pero también hay algo de pax burguesa en este independentista de izquierdas, una carencia de salva-jismo natural, un amistoso cerrar el puño con una mano y tender el brazo con la otra (en estos términos se dirigió a Artur Mas), que le hace envolverse en palabras inoloras, in-coloras e indoloras cuando se refiere a formaciones vecinas, a políticos vecinos. Es más de ideas: “Nuestra enemiga no es una cultura, sino un Estado”. Sólo ante enemigos evidentes es duro. Pero son otros tiempos, es otra lucha de clases. En algún momento, en alguna escuela, descubrieron la vacuna contra la rabia proletaria y ya no es contagiosa.

Su independentismo está por encima del nacionalismo. Si quiere la separación de España es para crear un nuevo socia-lismo. Por eso dice que se siente emigrante antes que char-nego. En realidad detesta la palabra charnego; asegura que sólo la ha oído en boca de la extrema derecha. Es cierto que en foros ultras le han llamado charnego cómplice. “Desde el independentismo se ha desterrado el concepto de charnego”, explica. Ni se siente charnego ni tampoco se siente culé. Es seguidor del Rayo Vallecano. Le encantan sus hinchas.

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Cuando iba al colegio nunca llegaron a explicarle Franco, siempre se quedaban en Primo de Rivera; pero David Fer-nández está seguro de que no les daba tiempo a terminar los programas.

El charnego unionista

Al dejar atrás la imponente alfombra roja, el enorme cuadro de Tàpies dedicado a l’Assemblea de Catalunya, y bajar las escaleras del Parlament de Catalunya hacia los despachos del sótano, se tiene la sensación de que la política es un teléfono oficial bajo una alfombra solitaria. He ido a hablar con el diputado Jordi Cañas, miembro de Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía (C’s), un partido catalán declaradamente opuesto al nacionalismo catalán. “Nosotros no pactamos con CiU, como hace el PP”, explica Cañas. Atiende en su mesa de trabajo bajo un retrato de Martin Luther King, en un despacho semivacío. Con un pin en la solapa en forma de corazón que contiene las banderas europea, catalana y es-pañola, va vestido de traje azul oscuro y corbata del mismo tono, demasiado igual todo para querer mostrar una voz dis-crepante. Pero la tiene. Y se le enciende cada dos por tres. Se le acelera, se le irrita al tiempo que también se enfada bioló-gicamente y extiende los antebrazos con firmeza, con fuerza, sobre la mesa. Es vehemente, apasionado. Cuando más se

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enerva, da un sonoro palmetazo. Jordi Cañas es el portavoz y secretario de comunicación de C’s. Se le conoce pública-mente porque interviene con frecuencia en tertulias de tele-visión, le llaman mucho de Intereconomía, y él dice que esa cadena es más plural que 8TV, la televisión del Grupo Godó.

Jordi Cañas tiene 43 años, nació en Barcelona, y ha crecido en el distrito de Horta-Guinardó, a los pies del Carmel. Su padre llegó de Jaén con 16 años y empezó a trabajar como aprendiz de yesero. Su madre vino de Salamanca y sirvió en una casa. Está licenciado en Historia Antigua. “A mí me han llamado charnego. Estas cosas siempre se suelen escupir”.

Si del PSC se ha dicho que desde su nacimiento ha tenido dos almas, la catalana y la charnega (y probablemente su pro-blema es que la segunda haya cerrado por defunción del dueño), en C’s también se ve una doble alma. O dicho de otra manera, un alma de doble filo. Está la vía de su dirigente Albert Rivera, que militó en el PP, aunque ha escurrido el bulto aduciendo que no llegó a pagar ninguna cuota, y luego está la vía de Jordi Cañas, la que procede del PSC. “Mi abuelo era republicano, y en mi casa había un ambiente so-cializante, muy del tiempo de Felipe González. Pero no eran políticos. Mis padres no tenían relaciones sociales aquí. Sólo trabajaban. Cuando iban al pueblo era donde encontraban

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una red a la que pertenecer. Me afilié al PSC durante pri-mero de carrera, en la federación de Sants-Montjuïc. Allí me llamaban en broma españolazo. Pero lo que se trasluce en eso era el abismo entre las bases y el consejo nacional. Existe una barrera lingüística. A la gente que veías asando butifarras en Gavà, en la Fiesta de la Rosa (la fiesta anual de los socia-listas catalanes), no te la solías encontrar en la ejecutiva. De todos los partidos, al que más le reprocho es al PSC. Nunca hubo un diputado suyo que hablase en castellano en el Par-lament”. En diciembre de 2003, Jordi Cañas rompió su car-net de militante del PSC al escuchar el discurso de investi-dura de Pasqual Maragall como presidente de la Generalitat, al ver que pactaba con ERC. Y se pasó a C’s. Éste es el par-tido que más ha crecido proporcionalmente en las últimas autonómicas. Con 275.000, votos ha pasado de tres a nueve diputados (como en el caso de la CUP, todos elegidos por la circunscripción de Barcelona). Ha triplicado sus escaños. Y sin ideología política definida. Pues el caso es que C’s ha convertido la lengua en el tema principal de los debates. “Si tan buena es la inmersión lingüística en catalán, ¿por qué Mas o Montilla no llevan a sus hijos a colegios donde se practique esta inmersión?”

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En cuanto a la procedencia del voto de C’s, considera que su formación se nutre de un voto joven. “Es el voto disi-dente, del que es joven y no quiere estar en la manada. Es un voto progresista y urbano. Todo el que no sea indepen-dentista es de Ciudadanos”. De hecho, es el voto antitético del moderneo barcelonés.

La sensación de Jordi Cañas, como hijo de emigrantes, es la de pertenecer a “una generación que ha llegado muy lejos partiendo de la nada”. “Cuando entré en el Parlament”, ex-plica, “sentí un orgullo muy grande de que mis padres, que llegaron aquí con 16 años, esclavizados por la burguesía ca-talana, vieran que su hijo, con sólo su esfuerzo, llegara lejos. Éramos una generación sin referencias, sin redes sociales. Es-tábamos solos, sin contactos ni firmas”.

¿Cuánto hay de resentimiento en ese discurso?: “Ciudada-nos no es un partido de resentidos. Representa a los hijos de la inmigración con formación y autoestima, que toman con-ciencia y dejan de ser vasallos”.

El charnego agradecido

Cuando la entidad organizadora de la Feria de Abril de Bar-celona, la Federación de Entidades Andaluzas en Cataluña (FECAC), celebró en 2007 su 25º aniversario, editó un libro

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conmemorativo donde mostraba su historia, sus actividades y las asociaciones que la integran (casas de Andalucía, her-mandades rocieras, cofradías de penitentes, peñas flamen-cas...). Lo que más llama la atención al pasar sus páginas es lo charnegamente correcto que resulta todo, cada firma (au-toridades catalanas y andaluzas, delegados de consorcio, pe-riodistas famosos, un obispo, un arzobispo...); cada foto (Jordi Pujol cogido del brazo de García Prieto, presidente de la FECAC...); cada frase escrita. Y cada frase no escrita. Al explicar los años de emigración a Cataluña, ni una sola vez se emplea la palabra dictadura refiriéndose al periodo histó-rico, tampoco aparece jamás la palabra caciquismo, el nom-bre de Franco en ningún momento es mencionado. Todo se resuelve con la f rase: “Un tiempo de estrecheces en muchas partes de España”. O al tratar el tema del compromiso polí-tico de los emigrantes en Cataluña, aquella sociedad, aquel mundo de clandestinidad, de presos, de persecuciones, de torturas, queda solucionado de un plumazo como “el régi-men político imperante”.

A asociaciones como la FECAC se las ha acusado a me-nudo de apropiarse por su cuenta y riesgo de la representa-ción de todos los andaluces que hay en Cataluña para nego-ciar y presionar a los gobiernos que han ido pasando por la

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Generalitat a cambio de ayudas, subvenciones, favores, pri-vilegios. Otros andaluces críticos con estas entidades van más lejos y dicen que las casas regionales andaluzas están ob-soletas, que el más joven de sus cuadros tiene 60 años, y que, mantenidas a base de inyecciones de dinero público, su prin-cipal actividad es darse medallas entre las juntas directivas a la espera de que se les reconozca como andaluces de éxito, mientras ejercen de charnegos agradecidos.

Charnegos sin fronteras

Tiene la voz rota del cantaor que podría haber sido; pero le gustó más tocar las teclas que el cante. Con un teléfono donde lleva grabados los números más alucinantes, es capaz de organizar tinglados de antología. El principal: crear hace 32 años el Taller de Músics. Ahora es una escuela superior de música y tiene dos sedes, una en pleno barrio chino de Barcelona y otra en el barrio de Sant Andreu. Por sus aulas han pasado y se han formado los grandes del flamenco cata-lán: Miguel Poveda, Mayte Martín, Ginesa Ortega, Chi-cuelo, Cañizares, Duquende, Salao... Eso por no hablar del jazz (empezando por Tete Montoliu, Albert Bover...). Buena parte de la revitalización vecinal, cultural, económica de esa área del barrio chino se debe a la presencia del Taller. Sí,

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tiene la voz afillá, pero cada dos por tres su voz rota se con-vierte en risa de canalla de barrio. Remata cada comentario con retranca sureña y mira con el descreimiento de quien conoce los bajos fondos. Así es Lluís Cabrera, de 58 años, nacido en Arbuniel (Jaén) y que llegó al barrio del Verdum con nueve años. Con 16 fundó la mítica peña flamenca En-rique Morente del Verdum, luego llevaría a Morente a aven-turas tan geniales como cantar junto a las Voces Búlgaras o con el batería Max Roach, uno de los pioneros del bebop. Hace tres años publicó el libro Catalunya serà impura o no serà, que forma parte de una trilogía amparada por el colec-tivo Altres Andalusos, la bestia negra de los charnegos agra-decidos y de los catalanes satisfechos. “Esos no utilizan nunca la palabra charnego, utilizan la palabra dinero”, dice Cabrera.

A Lluís Cabrera, siempre audaz con la palabra y la actitud, y temido en reuniones, asambleas y conferencias, por su ca-pacidad para hacer preguntas incómodas, no le molesta que le llamen charnego, al contrario, lo considera sinónimo de vanguardia. Pero lo que en realidad él se siente es una mezcla de catalán y de andaluz, que no es lo mismo que sentirse de las dos partes por igual. Lo importante es la fusión. Así, ex-plica que ser catalán no resulta muy diferente de ser andaluz. Son dos maneras de pertenecer a la cultura mediterránea.

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“¿Qué diferencia hay entre un plato de carn d’olla y un po-taje andaluz?” Y responde a su propia pregunta recordando que el garrotín de Cádiz procede de los gitanos de Lérida. Si de algo huye Lluís Cabrera es del esencialismo. “Los guar-dianes de la pureza andaluza son iguales que los guardianes de la pureza catalana. Los catalanes puros se juntan sólo para lamentarse, para quejarse todo el rato de lo mal que les trata Madrid... Eso es lo que le pasa a Òmnium Cultural, a Plata-forma per la Llengua. Y encima quieren convencer a los an-daluces de aquí de que están juntos en lo mismo. Pero todos los esencialistas están al margen, viven fuera de la realidad. Vete a una fábrica y mira. Ahí se han mezclado todos hace ya tiempo”.

Lluís Cabrera cuenta su llegada a Barcelona, a unos edifi-cios construidos por la Obra Sindical del Hogar junto a al-gunas casas bajas que estaban de antes. La basura tirada al barranco. El padre de Lluís se puso a trabajar en la metalur-gia en Poble Nou, en el taller de uno de los tres hermanos Gonzalvo del Barça, y su madre cosía prendas de vestir en casa. Al recordar la primera vez que oyó hablar en catalán, Lluís Cabrera revive el misterio y el interés que sintió. De toda la clase, lo hablaba únicamente un niño, que era hijo de padre valenciano, un zapatero remendón, y de madre ca-talana. A cambio de hacerle dibujos, aquel niño le enseñaba

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algunas palabras. A los 13 años, Lluís Cabrera se puso a tra-bajar en una bodega que vendía vino a granel. Como el vino era bueno y barato, llegaba gente de los barrios vecinos y así quiso practicar el catalán con los catalanes que venían de Sant Andreu; pero ellos le contestaban en castellano. Sentía que le trataban con condescendencia, y eso le hizo reafir-marse. Ya sólo por contradecirles, insistió en atenderles en catalán. Después se colocó en un bar del barrio de Horta, donde trabajaba de seis de la mañana a 12 de la noche. Allí la población estaba mezclada y encontró mucha gente con la que seguir practicando. Vio que aquí muchos le animaban, que decían: “¡Mira que espabilado es este chico”. También se dio cuenta de que los que hablaban en catalán, aunque trabajaban en los mismos sitios que los que hablaban en cas-tellano, tenían empleos de un poco más de categoría. Si unos podían ser peones, otros podían ser oficiales. La suficiente diferencia para animarse a seguir practicando, pues él quería salir de aquel entorno. Prosperar. Se hizo amigo en el bar de un empleado de banco y esa amistad entre dependiente y cliente se transformó en una aspiración familiar. En su casa le animaban a que tratase bien a aquel hombre que le podía ayudar a entrar en el banco, aunque fuese de botones. Lo importante era entrar, y luego ya se podía subir de categoría. Su abuela le repetía siempre: “Al del banco, si le pones cuatro

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vasos, cóbrale tres”. No recuerda que en aquellos días le lla-maran nunca charnego. Antiguo militante de la CNT y de espíritu imprevisible, en las últimas elecciones autonómicas Lluís Cabrera figuraba en las listas de la CUP.

Con los charnegos pasa como con los monstruos de los sueños, que sólo existen en la cabeza de quien los nombra. Pero también están por todas partes porque son la gente. A estas alturas del siglo XXI, todo el mundo es charnego de un modo u otro. Por eso resulta inútil buscar una manera este-reotipada de ser charnego, un modo de pensar charnego, un modo de vestirse charnego, un tipo de lugar donde vivan los charnegos. El charnego no es una clase de persona ni una clase social.

“Charnego es una palabra vacía que sirve para cualquier cosa. En la propia indefinición está lo perverso. Por eso las etiquetas son peligrosas, porque son ambiguas”. Así lo ex-plica Valentín Roma, de 42 años, comisario de la actual ex-posición Contra Tàpies en la Fundació Antoni Tàpies y co-misario también del primer pabellón que representaba a Ca-taluña a la Bienal de Venecia, en 2009. Es hijo de un obrero industrial y de un ama de casa que llegaron de Alcolea de Calatrava, en Ciudad Real. Nació y se crió en Ripollet del Vallès, una de las ciudades de la periferia que mantuvieron

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muchos años un ayuntamiento comunista. Nunca ha utili-zado el catalán en su vida privada ni en su actividad profe-sional. Jamás se ha sentido marginado por ello. Habla siem-pre en castellano sencillamente porque piensa más rápido en este idioma. Tampoco se ha sentido nunca charnego ni nin-guna otra cosa: “Más bien un desarraigo del que no puedes hacer bandera ideológica”.

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Las claves de la conjura que encumbró�a Aguirre

Eduardo Tamayo, abanderado hoy de la Marca España en Guinea Ecuatorial, fue hace 10 años el eje de la conspira-

ción que dio la Presidencia de Madrid a Esperanza Aguirre. Algunos socialistas conspiradotes, líderes del PP y empresa-

rios inmobiliarios sin escrúpulos fueron sus actores Publicado originalmente en junio de 2013

Por Alexánder Sequén-Mónchez

Nacido en Guatemala en 1977, es periodista y escritor. Ha publicado va-rios libros, entre ellos El cálculo egoísta (Trotta, 2010), y es autor de uno todavía inédito sobre crímenes de guerra y genocidio en Guatemala. Vive

en España desde 2006 I Los adjudicatarios de la mayoría absoluta

2003 fue el año de las ilusiones perdidas para el Partido So-cialista Obrero Español. Antes de que les cayera el balde de agua sucia y fría del tamayazo, apostaban mil contra uno a que, después de siete años de languidecer en la oposición, desbancarían del Gobierno al Partido Popular. Tenían todo a su favor: José María Aznar se había arrojado a los brazos

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de George W. Bush para invadir Irak mediante falsedad in-terpuesta. Se suponía que el electorado no iba a perdonar aquella indecencia, como tampoco pasaría por alto la inep-titud ante el hundimiento del Prestige, cuyo vertido de pe-tróleo se convirtió en un grave desastre ecológico. Errores abultados por una creciente desconfianza social que había sacado a la calle a millones de personas, descontentas con una reforma laboral ejecutada sin ninguna concesión al diá-logo, y rematados por un alarde de nuevos ricos, la boda Agag-Aznar, que ilustraba la lejanía sideral del poder res-pecto de la calle.

El malestar estaba servido, los socialistas estaban a un paso de ocupar el poder. Y no contaban con un termómetro me-jor que las elecciones autonómicas y municipales de 2003. Esa contienda sería, pensaban, el ensayo general de su victo-ria. En las filas del PP cundía la ansiedad y no tardaron en atiborrarse de estadísticas. Javier Arenas, su secretario gene-ral, encargó una encuesta sobre intención de voto al oráculo predilecto: el actual ministro de Educación, José Ignacio Wert, quien reveló que frente al deseo socialista de hacerse con Madrid sólo había dos políticos capaces de ganar por la mínima: Alberto Ruiz-Gallardón y Esperanza Aguirre.

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El contendiente de Aguirre era Rafael Simancas, una per-sona tozuda que se había cobrado la cabeza de Enrique Vi-lloria, concejal de Obras e Infraestructuras del Ayunta-miento de Madrid y forzado a dimitir antes de que sus tra-picheos sentaran a más de uno en el banquillo. Simancas era enemigo declarado de la especulación del suelo, precisa-mente en una época donde se repartían réditos multimillo-narios bajo el paraguas de tres operaciones urbanísticas: la operación de Chamartín, el ensanche de Campamento y Valdebebas. Un paisaje donde la arquitectura, recalificación y construcción de miles de hectáreas era el negocio número uno de los sectores políticos y sectores vinculados al PP.

Simancas empezó a robarle el sueño a quienes temían que cumpliera su palabra y amargara la fiesta a los beneficiarios de la burbuja inmobiliaria madrileña. Ante los periodistas, el candidato socialista se declaró dispuesto a irrumpir en el templo donde maridaban los intereses financieros, políticos e inmobiliarios: Caja Madrid. Eso articuló en un mismo ob-jetivo a depredadores de diferente tamaño. Era urgente ce-rrarle el paso. Investigaron trapos sucios y no hallaron nada. Inventaron algún que otro bulo, pero sin conseguir ninguna repercusión. No había duda de que se iban a emplear a fondo en el juego sucio.

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Por lo pronto, había que volcarse en la campaña de Espe-ranza Aguirre. Era su única baza para revalidarse a la sombra del poder. Ana Garrido, testigo clave de la Fiscalía Anticor-rupción del caso Gürtel, recuerda que cuando se proclamó su candidatura a la Comunidad de Madrid, el imputado Ar-turo González Panero, más conocido ahora como El Albon-diguilla, y entonces alcalde de Boadilla del Monte, dio su palabra de que Aguirre iba a tener todo el dinero que nece-sitara.

La propaganda sobre la que Esperanza Aguirre se daba ba-ños de pureza liberal fue pagada en buena medida por Spe-cial Events, una tapadera de la trama Gürtel. Nadie preg-untó de dónde venía el flujo de caja que empujaba su cam-paña electoral. En el PP se limitaban a trajinarlo en la Fun-descam, una velocísima lavadora de dinero en la que todo empresario que quisiera tener un favor que cobrar inyectaba sumas cuantiosas. Este soporte financiero, sumado a la ma-quinaria oficial puesta a disposición de Aguirre, le permitió cubrir más territorio en menos tiempo.

En una entrevista con El País, el 12 de mayo de 2003, Aguirre declaró: «Seré la primera presidenta en una comu-nidad autónoma de España. La mujer que hará que la pros-peridad que entre todos generemos en Madrid les llegue a todos, especialmente a los más desfavorecidos». Demagogia

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aparte, Aguirre no ocultó la máxima preocupación de su en-torno: «¿Y a usted cómo le salen las cuentas?», preguntó el periodista. «Me dan que me faltan dos escaños para la ma-yoría absoluta». ¿De dónde iba a sacar esas dos actas? Esta pregunta también atormentaba a la mayoría de ayuntamien-tos dedicados a lucrarse de sus corruptelas urbanísticas, a un entramado empresarial que, desde la construcción y venta de pisos, pasando por la comunicación, hasta la provisión de servicios, precisaba de una mano amiga que les redactara buenas noticias en el Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid, el BOCM.

Cumplida la jornada electoral del 25 de mayo, el PSOE entró en estado de shock. Ni el oprobio de Irak, ni los «hilil-los» del Prestige, ni los excesos autoritarios habían sido casti-gados por el electorado. Al menos, no como se esperaba. Ji-ménez no pudo con Ruiz-Gallardón en la disputa por el Ayuntamiento de Madrid. Zapatero decidió consolarse y volvió la vista hacia el único baluarte conquistado: la Comu-nidad de Madrid. Los escaños de Simancas (47) unidos a los de Izquierda Unida (9) superaban a los 55 de Aguirre, ven-cedora en el total de votos.

Aquella noche agridulce, Aguirre consoló así a una de sus colaboradoras: «No llores, que en la oposición se vive de puta madre». Era algo con lo que no estaba de acuerdo Francisco

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Correa, sus secuaces de la entonces desconocida pero pujante red Gürtel y con ellos la casta parasitaria enganchada al era-rio autonómico. ¿Qué era lo siguiente? ¿Cruzarse de brazos mientras se evaporaban los negocios tan meticulosamente planeados? ¿Renunciar al BOCM?

II La aristócrata y el «bolchevique»

El año que un Simancas adolescente arrastraba sus zapatillas para alzarse con el trono del break dance, Esperanza Aguirre, en la treintena y madre de dos niños, comenzaba a bailar con el poder. En nombre de un liberalismo de caricatura, tomaba posesión de una concejalía en el Ayuntamiento de Madrid. Era 1983 y ninguno de los dos imaginaba que, veinte años después, desencadenarían la lucha política más turbia de la que tenga memoria la democracia española.

Si la campaña electoral de 2003 hubiese tenido lugar hoy, Simancas habría sido un candidato imbatible. Está en pose-sión de una biografía que comparte la mayoría del afligido electorado. Sus padres emigraron desde Córdoba a Alema-nia, y allá se partieron el alma para brindarle un porvenir a su hijo Rafael, nacido en Kehl am Rhein. La familia se ins-taló en Madrid en 1974 y comenzó otra vez desde cero. Si-mancas se hizo a sí mismo. En 2003 era la estampa del polí-tico venido de la calle. En contraposición, Aguirre, condesa

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consorte de Murillo y Grande de España, era una “niña bien” con tendencia al lenguaje ramplón. Por su boca ha-blaba la voz de mando de nobles y terratenientes, modulada por el casticismo y el populismo.

Cuando se enfrentaron por la presidencia de la Comuni-dad de Madrid, Aguirre ya había cumplido los 50. Simancas, de 36 años, casado y con un hijo, cometió el error de subes-timarla. No reparó en que su rival disponía de la agenda que resulta de haberse pateado los distritos y haber hecho mu-chos favores.

III El sabotaje parlamentario

Iba a ser el presidente más joven de la historia de la Comu-nidad de Madrid. Simancas creía haber logrado una hazaña. Cruzaba la puerta de la Asamblea de Madrid erguido, sin saber dónde poner los ojos y las manos, reprimiendo a duras penas el agradable nerviosismo del que está a punto de pisar una cumbre política.

Aquella mañana de 10 de junio de 2003, Simancas es un socialista radiante. Ni por un segundo sospecha que las mi-radas de algunos diputados del PP encubren burlas y va a desarrollarse una premeditada función de teatro.

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Suena el timbre. Llega la hora de que el diputado electo de mayor edad, el socialista Carlos Westendorp, abra la sesión inaugural de la VI Legislatura de la Asamblea de Madrid. Con este ritual se suponía que iba a echarse a andar el guion pactado entre el PSOE e IU de conformar una mayoría ab-soluta de 56 escaños y estrenarla eligiendo presidente de la Asamblea, al socialista Francisco Cabaco. El PP tiene un diputado menos y deberá asumir la oposición.

Transcurre el tiempo y los 111 escaños no se completan. La repentina ausencia de dos socialistas, los números 13 y 46 de la lista de Simancas, va enviciando poco a poco el am-biente. Se les manda a buscar, se les llama por teléfono. ¿Dónde están Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez? Nadie lo sabe, aparentemente. Se los tragó la tierra. En medio de un rumor de voces, Simancas comienza a poner los pies en la tierra. Su proyecto político se está yendo al traste. En cuanto los ausentes son identificados, comprende que no es víctima de un accidente. Acuden a su cabeza informaciones inconexas que hablan de un comportamiento extraño de Ta-mayo, los ecos de disconformidad de la facción de los Reno-vadores por la Base, transmitidos por su secretario de orga-nización, Antonio Romero, acaso las noticias de la intem-pestiva entrevista mantenida la víspera por Tamayo con el número dos del PSOE, Pepe Blanco. Simancas comprende

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que Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez, los dos dipu-tados ausentes, no volverán. Y que así está perdiendo la pre-sidencia de la Comunidad.

Aquí se cierra la trampa. La operación en marcha depende de la reacción del fallido presidente de la Comunidad. Ahora se pondrá a prueba su liderazgo, se verá si, de veras, domina la escena política. Puede devolver el golpe rompiendo el quó-rum.

En vez de eso, Simancas se dejó ganar por la presión psi-cológica que el Grupo Popular ejerció orquestadamente. Protestaron. Insultaron. No dejaron que ganara tiempo. Si-mancas perdió la cabeza y, como antílope a la manada de leones, acudió adonde Esperanza Aguirre. Pidió que le rega-lara una pala con la que cavar su propia tumba. Al pronun-ciar las palabras «Vais a tener la presidencia», y confesar que la cosa se le había salido de las manos, la carrera de Simancas acabó allí mismo. La aristócrata olfateó su miedo, su insegu-ridad, y se ensañó. Si ya lo miraba por encima del hombro, ahora iba a humillarlo.

¿Qué esperaba Simancas? ¿Que el PP jugara limpio? ¿No los había puesto contra las cuerdas anticipándoles los correc-tivos inmobiliarios y financieros que tenía preparados para ellos? Aguirre fue implacable y saltó al segundo paso de la operación: «No hay motivo ni tampoco precedente para que,

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una vez cerradas las puertas, no empiece la votación para ele-gir presidente de la Cámara». Cabaco, el candidato acordado por la mayoría de izquierdas, ya no podía salir elegido. Sin los dos diputados ausentes del PSOE, la presidencia era del PP, de Concepción Dancausa. ¿Dónde estaban Tamayo y Sáez, los dos traidores del PSOE?

—¿Y Maite? —preguntó el piloto.

—Maite se queda. Vamos, arranca —ordenó Tamayo.

En el instante en que la furgoneta blanca se pone en mar-cha, María Teresa Sáez, conocida también como Maite, co-rre los cien metros que hay de la puerta de la Asamblea de Madrid hasta el solar donde está aparcado el monovolumen. Abre la puerta y se encarama como puede. Dentro, además de Tamayo, se topa con otros dos sujetos que no conoce. Tamayo se los presenta como dos amigos empresarios, que resultaron ser los constructores Francisco Bravo Vázquez y Francisco Vázquez Igual.

Al timón sí reconoce a Eugenio, hermano menor de José Luis Balbás, cabeza de su facción en la FSM, los Renovado-res por la Base. Eugenio acelera. Su primer destino está en San Sebastián de los Reyes, en los estudios de Antena 3. An-tes de llegar, descienden los Vázquez porque Tamayo no quiere que los vean juntos. En su primera entrevista, Ta-mayo despliega la retórica de la “amenaza comunista”.

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Desde allí el monovolumen viaja hacia el Hotel Los Vascos, donde los constructores Francisco Vázquez Igual y su so-brino Francisco Bravo Vázquez, militantes del PP, han re-servado habitaciones.

Hasta ese momento, María Teresa Sáez actúa convencida de estar cumpliendo con el plan que le trazó su amigo y jefe de filas, Eduardo Tamayo. Su propósito, cree, es dar un golpe sobre la mesa para que Rafael Simancas reaccione y cumpla con los canjes acordados. Sáez está siendo coherente con la disciplina del militante que debe obediencia a su fac-ción.

Sáez no tiene el menor trato con los líderes socialistas na-cionales, su acceso a Zapatero o a Pepe Blanco, se limita a un apretón de manos en alguna concentración partidaria. El organigrama que desdobló en su cabeza, y por el que dio los pasos en falso, traza las líneas que dependen verticalmente de Eduardo Tamayo y, más arriba, de José Luis Balbás. En la FSM ésta es su única jerarquía, todo el socialismo del que es capaz.

«Días antes, Eduardo me pidió que desayunáramos en un Eroski. Allí me informó de que Simancas se negaba a com-partir el poder con las Bases y, en cambio, estaba decidido a entregar la mitad del gobierno a los comunistas». Era nece-

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sario enviar un mensaje: los Renovadores por la Base no es-taban jugando. «Iba a desatarse un conflicto», recuerda Sáez en conversación con tintaLibre en sus primeras declaracio-nes públicas 10 años después del desastre. La convencieron de que ella debía posicionarse con los suyos. El argumento que «legitimó» a Sáez para abandonar la Asamblea fue impe-dir que Izquierda Unida los avasallara. Estaba en juego el derecho de su grupo y el orgullo de partido. Eran las instruc-ciones de su jefe de filas. Balbás y Tamayo se movían en la-titudes opuestas a las de Sáez. En la facción socialista de los Renovadores por la Base existían tres escalones: el amo, José Luis Balbás; el capataz, Eduardo Tamayo; y la mano de obra, todo el resto.

En aquel desayuno en Eroski, Eduardo Tamayo le avisó a Sáez que debían ausentarse de la Asamblea para no votar la Mesa. Nunca le reveló que el desenlace último del plan era impedir la investidura de Simancas. Días más tarde, Balbás respaldó la orden: «Te voy a pedir, Rubita, que apoyes a Eduardo». Era un mandato que activaba su obediencia de-bida. La verticalidad se cumplió a rajatabla: Balbás instruyó a Tamayo y éste, a su vez, manipuló a Sáez. Había una dife-rencia sustancial: Balbás y Tamayo eran conscientes de la meta y conocían las condiciones y el precio que debían pagar

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unos y otros. María Teresa Sáez fue conducida a ciegas al acto que marcó su vida.

A medida que pasó el tiempo, Sáez fue descubriendo el objetivo espurio del tamayazo. Entonces ya era demasiado tarde para volverse atrás. El 10 de junio sólo podía dar fe de la hiperactividad de Tamayo, de la cantidad de veces que habló por teléfono con empresarios, de la manera burda con la que la relegó a la oscuridad y al silencio temiendo que, en otra demostración de ingenuidad, estropeara sus propósitos hablando con los periodistas.

IV Conspiradores por la base

En 2003 Eduardo Tamayo tiene 10 años menos que María Teresa Sáez, que ya cumplió los 54. A pesar de la edad, él proyecta sobre ella una influencia total. Además de la amis-tad está la relación asimétrica entre militantes. Ambos per-tenecen a una corriente del PSOE llamada Renovadores por la Base. Se trataba de una facción surgida en los años noventa para terciar en la batalla cainita que desgarraba la FSM entre los seguidores de Joaquín Leguina y los partidarios del gue-rrista José Acosta. Eran la bisagra de la FSM. Su papel con-sistía en explotar la rivalidad entre los dos grupos principales para inclinar la balanza en favor de aquel que ofreciera ma-

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yores ventajas. En palabras de Sáez: «Nuestro grupo era pe-queño, pero teníamos suficientes delegados para mediar en-tre los dos grupos».

Los Renovadores por la Base también eran conocidos como balbases, en referencia a su líder: José Luis Balbás, alias El Tachuela, un político de mala escuela, jefe y preceptor de Eduardo Tamayo. Balbás no ha variado su técnica a lo largo de su zigzagueante carrera política, iniciada en las juventudes de la Unión del Centro Democrático. Siempre sacó la má-xima tajada de las rivalidades ajenas mediante un uso disci-plinado y eficiente de sus escuálidos recursos orgánicos.

Aplicó el método en la Federación Socialista Madrileña du-rante dos lustros y tuvo éxito. En julio de 2000 decidió que había llegado la hora de ascender de división. En los prole-gómenos del el XXXV Congreso Federal, contempló una disposición de fuerzas propicia para su estrategia. Dos ban-dos principales enfrentados —José Bono de un lado, José Luis Rodríguez Zapatero de otro—, unas fuerzas equilibra-das y un resultado incierto. Exactamente el escenario que le resultaba muy ventajoso.

Balbás se acercó a Zapatero por intermediación de su ope-rador político principal, José Blanco. Sus apoyos resultaron decisivos para que Zapatero le ganara a Bono la secretaría general del PSOE por nueve votos. A partir de ese momento,

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su reputación se consolidó a escala local. «Nos llamaban a nosotros —recuerda Sáez— y negociábamos. Si decidíamos apoyarlos, nos daban algo a cambio, algo que era una mí-nima parte en comparación con lo que tenían leguinistas y guerristas».

Balbás se anotó varios triunfos. Situó a pupilos suyos al lado del poderoso José Blanco, uno de ellos era Antonio Hernando, actual secretario de Relaciones Institucionales, Políticas y Autonómicas del PSOE. La descendencia de Bal-bás sobrevive ahora con Rubalcaba.

La relación entre los balbases y Simancas fue empeorando. El líder socialista aborrecía el estilo de los Renovadores por la Base y abominaba de los trapicheos inmobiliarios de su jefe. En 2002, los simanquistas pasan al ataque acusando a Tamayo en el Comité de Ética del PSOE. Se aportaron in-dicios contra Balbás. Circuló una página que delataba sus corruptelas y las vinculaba con casi 60 empresas y un amplio abanico de personas. El documento, que es ahora una pieza sumamente difícil de hallar, se titula Esquema de relaciones profesionales y mercantiles de José Luis Balbás y Ana Luisa Vi-llar. O sea: del matrimonio Balbás o, si se prefiere, de los compañeros Balbás, porque Villar era miembro del Comité Federal del PSOE.

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Dicho esquema es un antecedente capital para conectar a Balbás con dos personas claves del tamayazo: Dionisio Ra-mos y su socio Pedro Artes Carpena. Pero no se hizo nada para depurar este asunto. De hecho, Blanco acudiría en ayuda de Balbás cuando se elaboraron las listas para la Asam-blea de Madrid. A gritos, impuso a Simancas la colocación de dos balbases en la candidatura, justamente Tamayo y Sáez. Tamayo entra fijo con el 13, pero Simancas se desquita con Sáez relegándola al comprometido puesto 46.

El resultado electoral del 25 de mayo de 2003 abrió un escenario familiar para Balbás: equilibrio de fuerzas y victo-ria de la izquierda por la mínima. Puede que la primera in-tención de los balbases fuese negociar una cuota de poder con Simancas. Sáez lo recuerda así: «Si vosotros no nos dais lo que pedimos, no vamos a votar por vosotros cada vez que haya pleno».

¿Cuánto tiempo tardó Balbás en reconocer la disyuntiva que surgía? Seguramente la misma noche electoral. Su pri-mer camino lo obligaba a arañar las migajas del poder pre-sionando a Simancas con sus dos diputados. Pero existía otro camino, otra posibilidad mucho más tentadora. Bastaba con analizar la situación de un modo amplio, con una perspec-tiva que abarcara no sólo a su partido, ni siquiera al conjunto de la izquierda, sino a la totalidad de la Asamblea. Tenía ante

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sí su escenario preferido: dos fuerzas igualadas: la izquierda con 56 escaños —54 si descontaba los dos que le pertenecían a él y no a Simancas—; la derecha con 55. Él tenía otra vez la llave maestra. A la postre, era una situación que había ex-plotado durante dos décadas, ya en sus tiempos de las Juven-tudes de UCD en colaboración con un personaje que luego resultaría clave: Dionisio Ramos.

Apenas concluido el cómputo de las elecciones autonómi-cas del 25 de mayo, el recuerdo de Balbás debió de retro-ceder a 1981. Un joven Balbás acudía al segundo congreso de las Juventudes de UCD. Los alevines, a imitación de sus mayores, se desgarraban en luchas intestinas. Cristianos, en-cabezados por Javier Arenas, y liberales, capitaneados por Pe-dro Pérez (hoy presidente de los productores españoles y em-presario ligado al poder de Esperanza Aguirre) y Eduardo Zaplana. Eran los dos grupos principales. Un tercer sector, menor y autodenominado socialdemócrata, completaba el panorama.

—La alianza clásica, recuerda un delegado de aquel con-greso, reposaba sobre el entendimiento entre liberales y so-cialdemócratas. Pero de la noche a la mañana ese acuerdo se rompió y una parte de los socialdemócratas cambió de caba-llo y pactó con los cristianos.

—¿Quién los lideraba?

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—José Luis Balbás. Tenía poco más de 20 años y presumía de estratega. Decía controlar las cifras de delegados.

—¿Obtuvo algo a cambio?

—Situó como secretario de organización de las Juventudes de UCD a su brazo derecho, un muchacho suarista.

—¿Recuerda su nombre?

—Perfectamente: Dionisio Ramos.

Un año después, entre los dos desplazaron al secretario ge-neral que había resultado elegido y Ramos se convirtió en número uno de las Juventudes. Con mala suerte porque la UCD estalló poco después. Ramos transitó por el CDS de Suárez lo que duró el invento y acabó recalando en el PP, como la mayor parte de sus camaradas. Después se dedicó a la Universidad y a los negocios del ladrillo.

La descomposición de la UCD fue el laboratorio donde nació el método Balbás. Allí se patentó la ingeniería que, años después, pondría patas arriba el socialismo y dinamita-ría las instituciones autonómicas madrileñas.

El azar, decía Jacques Lacan, no existe: es el encuentro en-tre dos necesidades. Era cuestión de tiempo que se encontra-ran la necesitada Esperanza Aguirre y el necesitado José Luis Balbás. Ningún intermediario mejor que un coinventor del método Balbás: Dionisio Ramos.

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V La ejecución perfecta

Hasta hoy, sólo era posible entrever algunas de las claves del tamayazo basándonos en la prensa de entonces, en las actas de la Comisión de Investigación publicadas en los Diarios de Sesiones de la Asamblea de Madrid, incluso en los detalles esporádicos que, dependiendo de las circunstancias, aporta-ban algunos de los implicados.

En 10 años, ésta es la primera vez que contamos con el testimonio directo de María Teresa Sáez. Y sobre todo, te-nemos a la vista cuatro folios manuscritos atribuidos a Eduardo Tamayo en los que, a través de un diagrama, detalla quiénes concibieron, financiaron, participaron o adquirie-ron favores con el tamayazo. Son fuentes significativas para explicar qué sucedió durante los 16 días que van de las elec-ciones del 25 de mayo al 10 de junio de 2003, fecha en la que debía activarse la mayoría que sumaban los grupos del PSOE e IU para, según lo previsto, elegir presidente de la Asamblea de Madrid al socialista Cabaco.

Ciñéndonos a los papeles de Tamayo, podemos llegar a la esencia de lo que ocurrió. Al identificar los nombres que apa-recen destacados, descubrimos que Tamayo está relatando una historia en la que revela los intereses en juego de perso-najes principales y secundarios.

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Empecemos por el más relevante, que aparece en el centro del primer folio. Dionisio Ramos es el gran muñidor del ta-mayazo. Primero, por su vieja y estrecha amistad con Balbás, que data de las juventudes de la UCD, que se ha alimentado de múltiples negocios comunes, entre otros la promoción inmobiliaria en Pelayos de la Presa por 15 millones de euros. Segundo, por su acceso privilegiado al PP, a través de su ve-cino y amigo Ricardo Romero de Tejada, secretario general del PP madrileño; también de su amistad con Cristina Ci-fuentes, la voz belicosa durante las comparecencias en la Co-misión de Investigación, donde imprecaba sin cesar a los so-cialistas. Tercero, por la inmejorable conexión de Ramos con las esferas urbanísticas, sus negocios con Pedro Artes Carpena y Leopoldo Arnáiz, el urbanista de cabecera del PP, actualmente procesado por delitos de lavado de dinero y eva-sión fiscal por un importe de más de 600 millones de euros. Cuarto, por la desenvoltura operativa de Ramos: él es quien facilita a Tamayo un nuevo teléfono móvil (propiedad de Artes Carpena) en cuanto se deshace del que pertenecía al PSOE. Él es también quien contrata los servicios posteriores de vigilancia que corren a cargo de José Antonio Expósito, según declaró éste en un primer momento. Expósito, un per-sonaje estrafalario que acabará procesado por hacerse pasar por agente del CNI y que custodia al desertor en los días de

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la traición. Esa misma desenvoltura, le permite a Ramos ocu-parse de las relaciones públicas de Tamayo, a quien sirve en bandeja su primer salto a la fama en una entrevista en An-tena 3, coordinada con Ángel Alonso, jefe de información nacional de la cadena y amigo de Ramos.

El eje de la prosperidad de Dionisio eran los negocios. Sin embargo, de repente se volvió recatado con la exhibición de su fortuna. Hasta abril de 2008, el holding de su propiedad Aris Corporación disponía de una página web que revelaba sus acciones inmobiliarias. No tenía ningún pudor en hacer público que su paso por universidades y por el gobierno au-tónomo se transformaba en riqueza, progresaba gracias a subvenciones nacionales y europeas.

En aquel momento, Aris Corporación estaba compuesta por cinco empresas que desarrollaban actividades tan dispa-res como consultoría sociosanitaria, la teleasistencia, la construcción de campos de golf y, por supuesto, la puesta en marcha de proyectos urbanísticos millonarios en Murcia, Al-mería, Ciudad Real, Madrid, León, Menorca y Marraquech.

Se suponía que entre Dionisio Ramos y todos sus contac-tos debían obrar el prodigio del «PP+2», soñado por Balbás, y que consistía en un acuerdo de gobierno entre el PP y los exdiputados del PSOE asociados en el Grupo Mixto. Final-

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mente, Esperanza Aguirre rechazó esa posibilidad («Espe-ranza no quiere pacto», se puede leer en los papeles de Ta-mayo), y se transformó en un PSOE+IU-2, que finalmente precipitó unas nuevas elecciones y el ulterior triunfo de Aguirre.

Pero los citados no son los únicos actores de la trama. José Esteban Verdes, abogado y afiliado al PP, desempeña un pa-pel secundario, aunque relevante. Novio de la viceconsejera de Presidencia, a cargo del recuento electoral, Pilar García Romero, mantiene una fluida relación con Tamayo con es-pecial intensidad durante el cómputo de los votos.

En la esquina superior de uno de los papeles aparece el nombre de Fidel San Román. En otro de esos papeles se lee «Plaza de Toros», junto a «obras» y «otros». Se da la circuns-tancia de que, un año después, San Román obtuvo la conce-sión de la Plaza Monumental de las Ventas. Con posteriori-dad ha sido procesado por delitos conectados con el caso de Malaya II de corrupción en Madrid y Marbella.

Resulta significativo cómo los papeles de Tamayo recogen algunos incidentes de la Comisión de Investigación. En par-ticular, aparecen en dos ocasiones las palabras «fotocopias» y «fotocopiadoras». La primera «RT» (Romero de Tejada) problema en la comisión». La segunda junto a la expresión

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«follón». Se alude así a la empresa MIC, de reprografía in-dustrial, que pagaba la Seguridad Social a Romero de Te-jada, cosa que él negaba, y que pertenece a los hermanos Juan Carlos y Fernando Sánchez Lázaro. Podría decirse que si bien en los papeles de Tamayo no están todos los que son, sí son todos los que están. Faltan detalles de la financiación de la operación que Tamayo desconocía. Tampoco men-ciona a constructores que constan como partícipes en la ope-ración, como los Vázquez y Bravo, que para él es innecesario explicitar, pero que le proveyeron alojamiento y compañía desde el minuto uno de la conspiración. Sí figuran las piezas indispensables que permiten, junto con el testimonio de Sáez, completar el puzzle.

¿Y el PSOE? Ante la fuga, los socialistas transitaron en po-cas horas del estupor al pánico. Al fin y al cabo, los respon-sables eran dos de los suyos. Durante las primeras horas se dedicaron a delimitar la magnitud del daño. ¿Quién más for-maba parte de esta operación? ¿A cuántos afiliados alcan-zaba? ¿Habría algún infiltrado agazapado para golpear cuando se lo ordenasen sus cómplices? Superada la descon-fianza inicial comprobaron que Tamayo y Sáez no estaban secundados por otros cargos, ni tan siquiera por la mayoría de cuadros adscritos a los Renovadores por la Base. Todos quienes de un modo u otro habían tenido que ver con los

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balbases se apresuraron a condenar el sabotaje, empezando por los más estrechos colaboradores de Blanco: Óscar López y Antonio Hernando. Tan sólo José Luis Balbás recitaba la misma cantinela que desgranaba Tamayo en su paseo por los platós: era una lucha interna por el poder dentro del PSOE y existía un trasfondo ideológico provocado por el rechazo de los moderados al pacto con los comunistas de IU. Balbás y su esposa fueron defenestrados inmediatamente.

Tan pronto como el tumor fue acotado, se desempolvaron las viejas denuncias archivadas contra los negocios de Balbás y Tamayo, y se decretó una versión oficial: eran dos traidores que actuaban empujados por la codicia. Era una conjura ur-dida con el PP y costeada por intereses bastardos. A esta con-vicción contribuyó el primer indicio que llegó al cuartel ge-neral socialista. El hotelero Antonio Catalán, propietario de la cadena AC Hoteles, entró en contacto con Joaquín Almu-nia para transmitirle una información valiosa. Los fugitivos se alojaban la primera noche en uno de sus hoteles, el AC Los Vascos, y estaban custodiados por un dispositivo de se-guridad. Más importante aún, la reserva de las habitaciones había sido realizada con anterioridad por dos constructores militantes del PP que tenían participaciones en ese hotel: Bravo y Vázquez, cuyos nombres fueron repetidos hasta la

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saciedad en las averiguaciones periodísticas y en los interro-gatorios de la Comisión de Investigación de la Asamblea de Madrid. Almunia llamó a Jesús Caldera, miembro de la di-rección, y éste a Zapatero. No está de más advertir que entre los motivos de Catalán no figuraba la simpatía hacia los so-cialistas. Hombre más bien próximo a Unión del Pueblo Na-varro, se soliviantó ante el desagradable propósito del sabo-taje.

Fue casi la única buena noticia que recibieron los socialis-tas ese verano de 2003. Y una de las pocas ayudas externas. El PSOE tuvo que salir adelante con escasos apoyos. Su nú-mero dos, José Blanco, un aprendiz de brujo tocado, estaba en la picota por su entrevista con Tamayo de la víspera de la traición. Desde las propias filas del PSOE se alzaban voces reclamando medidas, alguna tan significativa como la de Ig-nacio Varela, tan próximo a Alfredo Pérez Rubalcaba, en el artículo Desahogo, que publicó en El País el 13 de junio de 2003. Por su parte, la imagen de Zapatero no quedaba tam-poco bien parada. Simancas y su secretario de Organización, Antonio Romero, daban palos de ciego. Los afiliados viaja-ban, consternados, a los tiempos del oprobio de Luis Roldán y Mariano Rubio.

Un equipo capitaneado por el polivalente Rubalcaba im-pulsaba una investigación amateur que jamás recurrió a

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agencias de detectives por expresa prohibición de Zapatero. Entretanto, un aplicado diputado autonómico simanquista, Modesto Nolla trocó su destino de consejero de Urbanismo en el frustrado gobierno de izquierdas por el papel de inqui-sidor. Los rostros de Sáez, Simancas, Tamayo y Blanco, se hicieron tristemente famosos empujados por los ratings más elevados con los que jamás soñara Telemadrid a lo largo de su historia.

VI El despertar amargo de la ingenuidad

No existe el crimen perfecto. Siempre quedan cabos sueltos. Y el principal cabo suelto del tamayazo tiene nombre, ape-llido y mucho que decir. Se llama María Teresa Sáez y fue condenada al ostracismo. Durante años ha bregado con los cuchillos del estigma social: que murmuren «zorra» en la mesa de al lado en algún restaurante, que un hombre le grite «puta» desde el coche, y las monedas hirientes arrojadas a su paso.

Ella trata de mantenerse por encima. En su expediente la-boral no aparece ninguna baja por depresión. Sáez dice que no necesita otro tribunal de justicia que la confianza, a prueba de periódicos, de su marido y sus hijos.

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Sáez intenta olvidar, pero la memoria es inclemente. Sin-tiéndose defraudada, siguió preguntándose qué pasó real-mente aquel 10 de junio de 2003. Durante un tiempo per-siguió a Tamayo —«el elemento», le llamaba— y lo inte-rrogaba sobre los puntos ciegos de la historia que le había contado. Tamayo enredaba, falseaba, no se acordaba. Inva-riablemente acababa jurando: «La culpa es de Balbás, habla con él».

El 10 de abril de 2008, a punto de cumplirse el quinto aniversario del tamayazo, ocurrió algo que abrió los ojos de Sáez. Una persona cercana a Tamayo le comentó que un ex-concejal del PP había revelado la identidad de las empresas que habrían financiado la operación. Sáez afirma que ese ex-concejal indiscreto señaló a las constructoras Azata, Afar 4, y Virton, entre otras, como las que costearon el tamayazo.

Este soplo instiga la cólera de Sáez. En su mente, el agravio se reduce a dos embusteros: Balbás y Tamayo. En una deci-sión impulsiva quiere confrontarlos, quitarles la máscara, que se hagan cargo de su sufrimiento. Para Sáez todo lo que tenga que ver con Majadahonda es una pista creíble. La re-velación del exconcejal tiene sentido: Azata S. A. es una constructora con intereses inmobiliarios en Boadilla del Monte, Pozuelo, Las Rozas y Majadahonda. Pertenece a José

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Domingo Rodríguez Losada, cuya hija, Berta, fue la primera esposa de Juan José Güemes, exconsejero de Sanidad.

En lo que respecta a Afar 4, esta empresa tiene su sede en Majadahonda, municipio donde realizó trabajos de urbani-zación en 2004, subcontratando por 13 millones de euros a Virton, que también tiene sus oficinas en Majadahonda, y tuvo como apoderada hasta abril de 2005 a María Mercedes Romero de Tejada Esteve, hija del exsecretario general del PP de Madrid.

Las palabras del exconcejal llegaron a oídos de Tamayo. Hasta ese momento, el tránsfuga había disfrutado de ganan-cias menores en comparación a las cosechadas en la ruta que une Boadilla del Monte y Majadahonda, la alcaldía gober-nada por Romero de Tejada entre 1989 a 2001. El burlador se sintió burlado.

Pero Sáez no cejó y hostigó a Balbás hasta que él aceptó reunirse con ella. La conversación tuvo lugar a las seis de la tarde del domingo 4 de mayo de 2008, en el Pacerom de Alaska, en el 108 de la calle Ayala, muy cerca del domicilio y de las oficinas de Balbás.

Sáez fue al grano:

—Os voy a pedir una compensación por todo el follón en el que me habéis metido.

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—Yo si acaso te puedo dejar mil euros si tienes un apuro. Y haz el favor de bajar el tono, que aquí me conocen.

—No quiero tu dinero. Ya me dirás si tus mentiras no son para estar airada —replicó Sáez sin bajar la voz.

Los pocos y acalorados minutos que conversaron, Balbás, como siempre, echó toda la culpa a Tamayo.

Las dudas persisten y Sáez se atreve a dar un paso más. Quiere verse cara a cara con Ricardo Romero de Tejada. Averiguó que el político es asiduo a los toros. Es 4 de junio de 2008, fiestas de San Isidro. Esa tarde, Cayetano Rivera Ordoñez hace por primera vez el paseíllo en Las Ventas. En la misma plaza de toros, apoyado en la barrera, Ricardo Ro-mero de Tejada diserta sobre la maestría del diestro. El júbilo se hace hielo: un fantasma del pasado lo llama por su nom-bre. Sáez pide explicaciones. El político se siente incómodo y se niega a hablar con ella. Pero uno de sus amigos intercede para que el exalcalde de Majadahonda atienda a la mujer. Ante la insistencia de Mario Utrilla, exdiputado del PP, exal-calde de San Sebastián de los Reyes y actual alcalde de Sevilla La Nueva, Romero de Tejada saca una tarjeta de Caja Ma-drid —dice: Vocal del Consejo de Administración— y anota de puño y letra su número de móvil. Sáez no imagina que allí, en ese simple detalle, está blandiendo uno de los pre-mios que cobró el político. Tres meses después del tamayazo,

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a la vuelta del verano de 2003, Romero de Tejada fue elegido consejero de Caja Madrid.

Romero de Tejada queda con Sáez para el martes 10 de junio de 2008, fecha en que se cumplen cinco años desde el momento que Tamayo y Sáez abandonaron la Asamblea de Madrid. Saéz recorre 16 kilómetros y acude al hotel Maja-dahonda.

Por miedo, porque no se fía del hombre canoso, Saéz se hace acompañar por su amigo Miguel. Romero de Tejada reconoce de inmediato al hijo de Venancio Mota, antiguo concejal popular de Vicálvaro y Moratalaz, y se cierra en banda.

—Necesito saber quién planeó todo.

—Pregúntele a sus amigos —dijo ásperamente Romero de Tejada.

—¿Quiénes son mis amigos?

—Usted sabe bien quiénes son sus amigos.

Después de la interpelación fallida a Romero de Tejada, Sáez tuvo otra oportunidad. No había pasado ni una semana del traspié de Majadahonda cuando Sonsoles Aboín, dipu-tada de la Asamblea de Madrid por el PP, la llamó por telé-fono.

—Hay una persona que quiere hablar contigo.

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—¿Quién?

—Alguien muy importante en el PP. Ya te lo diré cuando nos veamos.

Sáez aceptó. Apenas había saludado a Aboín, cuando ya iban dentro de un taxi para cubrir la distancia del ABC de La Castellana al Hotel Intercontinental. Allí, en un salón re-servado, las esperaba Carmen Rodríguez Flores. La citó, dijo, para tratar un asunto delicado.

Militante del PP desde 1982, Rodríguez Flores fue conce-jala de Sanidad en Villaviciosa de Odón, consejera de la Em-presa Municipal del Suelo y concejala-presidenta de Argan-zuela. Recientemente pasó del Ayuntamiento de Madrid al Congreso de los Diputados para ocupar el escaño de Roberto Soravilla tras su fallecimiento. Rodríguez Flores obtuvo su acta de diputada en la Asamblea de Madrid el mismo día que se produjo el tamayazo. Pero la importancia de Rodríguez Flores no brilla en su currículo. Ella es el brazo derecho de Álvaro Lapuerta, tesorero del PP durante años hasta que pasó el relevo a Luis Bárcenas.

El encuentro se produjo el jueves 19 de junio de 2008. Sáez recuerda la insufrible prepotencia de Rodríguez Flores y la sumisión absoluta del maitre y los camareros. Sin rodeos, y hablándole con displicencia, aseguró:

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—Vengo en nombre de una persona importantísima en el PP —y con el mismo aire de superioridad preguntó—: ¿Cuánto te han pagado?

—No he pedido nunca nada. Lo que quiero es aclarar lo que pasó —respondió Sáez, ofendida, mirándola a los ojos.

—¿Sabes? Yo soy católica romana y apostólica. Puedes confiar en mí.

Sáez estuvo a punto de levantarse. Pidieron la comida. Se calmó.

Como para picar el orgullo de Sáez con un tenedor, la diputada Rodríguez Flores volvió al ataque:

—Te puedo asegurar que Tamayo cobró mucho dinero.

Sáez quiso explicarle que ella no se había vendido. Que sus motivos fueron otros. Una dignidad que atropelló la risa de su interlocutora.

El desconcierto de Sáez empeoró con otra pregunta.

—¿Tuvo que ver algo Ignacio?

—¿Qué Ignacio? —dijo Sáez.

—¿Qué Ignacio va a ser? Ignacio González, el vicepresi-dente de la Comunidad de Madrid.

—Yo no sé nada —juró Sáez.

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Aboín, postrada ante la autoridad de la dama alhajada, no dijo una palabra. Siguieron comiendo hasta que Rodríguez Flores se limpió la boca para decirle:

—Es increíble que dejaras pasar tanto tiempo para recla-mar tu situación.

Al día siguiente de aquella cita urgente se inauguró el XVI Congreso del Partido Popular en Valencia. No volvieron a verse o llamarse más. Sonsoles Aboín, a quien Sáez conocía desde 2000, siguió el ejemplo de sus jefes.

Esta comida se llevó a cabo en un contexto de espionaje y contraespionaje. Álvaro Lapuerta, tesorero del PP entre 1990 y 2008, y amigo cercano de Rodríguez Flores, ella misma y otros miembros del PP estaban bajo la vigilancia de una unidad parapolicial montada en la Comunidad de Ma-drid.

Para Sáez, 2008 fue un año clave. Ya no dudaba de que había sido traicionada por Tamayo y Balbás. Pero sigue ne-cesitando oírlo de sus labios. Tamayo y Balbás no tienen el valor suficiente. Reconocen a medias algo de lo que hicieron y enseguida se desdicen. Sáez los aprieta y no será hasta 2009, el jueves 5 de febrero, cuando Tamayo vuelva a hablar del asunto. Quedaron en su despacho, en el número 155 de la calle de Alcalá. Esta vez esperan también a Dionisio Ra-mos. Saltan chispas. Sáez está alterada y les echa en cara que

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son unos sinvergüenzas, que tienen la culpa del acoso que ha sufrido todos estos años.

—Quiero una compensación moral —clama Sáez.

Ramos se puso de pie. Dijo de mala gana que hablaría con su amiga Cristina Cifuentes, la entonces vicepresidenta pri-mera de la Asamblea de Madrid.

A partir de entonces, con la excepción de Ramos, los trai-dores volverán a reunirse con Sáez. Para Balbás y Tamayo, soportar los arrebatos de Sáez forma parte de la ley del silen-cio pactada con el PP.

VII Eduardo Tamayo, abanderado de la marca España

Siete años después de haber bautizado con su apellido uno de los episodios más negros de la democracia española, el 18 de marzo de 2010, Eduardo Tamayo se paró, desafiante, de-lante de la sede del Gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid. Se encargó de que la prensa supiera de su ines-perada visita a Esperanza Aguirre. Una performance para es-polear a la máxima beneficiaria de su traición. Tamayo está allí porque sigue teniendo «información». Calcula que la re-ferencia a Ricardo Romero de Tejada y a Carmen Rodríguez Flores harán cundir el miedo en el círculo aguirrista. Zaran-dea el árbol para ver qué cae.

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Tamayo, a espaldas de Sáez, maniobra para arrancarle al-gún rédito al azaroso encuentro que dos años antes, ella sos-tuvo con Romero de Tejada y Rodríguez Flores. El espec-táculo desplegado en la Puerta de Sol se propone seguir tari-fando su silencio. El mero hecho de lanzarle aquel órdago a la presidenta madrileña ilumina el caso con una luz distinta a la teoría que impuso el PP, y que achaca exclusivamente el 10 de junio de 2003 a un brote cainita en el corazón de la FSM.

Once días después de aquella provocación mediática, Mi-guel Fernández Abril fue nombrado administrador único de la empresa Estado Puro Inversor S. L., que pasó a llamarse Prefabricados y Obras Zarza S. L. El 13 de julio de ese mismo año, Eduardo Tamayo sustituyó a Fernández Abril, quien pasó a ser el administrador único de otra sociedad li-mitada bajo el nombre Estructuras Prefabricados y Obras del Tajo. Después de Tamayo, se sumó, también como admi-nistrador, José López-Infantes Montenegro, hermano de Roberto Raúl, alcalde de Zarza del Tajo, un municipio de la provincia de Cuenca.

Prefabricados y Obras Zarza, la empresa de Tamayo y Ló-pez-Infantes Montenegro ha irrumpido con éxito en Guinea Ecuatorial y en Venezuela. En agosto de 2012, Gregorio Boho Camo, presidente de la Cámara de Comercio del país

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africano, reconoció su importancia. Combinando capitales de España y Guinea Ecuatorial, Prefabricados y Obras Zarza inauguró ese mes su sede en Timbabe, Malabo. La botella de champaña que descorcharon tiene su origen en el plan de Horizonte 2020, el proyecto de industrialización que desa-rrolla Obiang con financiación china.

Los negocios de Tamayo no se circunscriben a África, tam-bién se extienden a Venezuela, de cuyo Gobierno abjuraba rabiosamente en la época del tamayazo. Pero Tamayo es ge-nio y figura. A finales de enero de 2013, Prefabricados y Obras Zarza suscribió un convenio millonario con el alcalde de Guiacaipuro, Alirio Mendoza, miembro del Partido So-cialista Unificado de Venezuela (PSUV), la máquina política de Hugo Chávez. El acuerdo, que incluye la cesión de más de 100 hectáreas, consiste en la construcción de un polígono industrial de enormes dimensiones.

Volvamos a Estado Puro Inversor S. L., al origen de Prefa-bricados y Obras Zarza. Esta empresa inició sus operaciones el 11 de mayo de 2009. Según se lee en el Boletín Oficial del Registro Mercantil, del 19 de junio de 2009, su administra-dor único era Ramón Cerdá Sanjuán, un abogado facilitador de empresas por excelencia, una actividad que le ha llevado a figurar en sumarios como el del caso Gürtel.

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Por fin, ha sido recompensado con un pase a las grandes ligas. Eduardo Tamayo está feliz de vivir la vida como los grandes. En el confort de su apartamento en la mejor zona de Malabo, se dispone a celebrar el décimo aniversario de su traición. Probablemente lo haga junto a sus nuevos y encum-brados socios: Pastor Micha Ondo Bile, ex ministro de Ex-teriores de Obiang; y Andrés Jorge Mbomio, vicepresidente de la Federación Ecuatoguineana de Fútbol.

Ese mismo lunes 10 de junio, María Teresa Sáez se levan-tará como siempre a las seis y media de la mañana para acu-dir al Hospital 12 de Octubre. Al acabar su jornada de tra-bajo regresará a su modesta casa, al barrio de toda la vida. Puede que esa noche, al zapear antes de acostarse, vea a José Luis Balbás dando lecciones de estrategia política en Intere-conomía.

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La alegría de la rebelión El 15M dio el pistoletazo de salida de las protestas contra

un sistema injusto. Una españa insumisa y rebelde exige un cambio en las reglas del juego, una segunda transición que

acabe con los privilegios Publicado originalmente en julio de 2013

Por Miguel Ángel Villena

Periodista de internacional y de cultura, trabajó durante 25 años en el diario El País, donde cubrió guerras, elecciones o festivales de cine. Es au-tor de biografías de Ana Belén (Plaza&Janés), de Victoria Kent (Debate)

y de Manuel Azaña (Península). Es editor de tintaLibre

Una mañana desapacible del pasado febrero un grupo de for-nidos bomberos de A Coruña se negó a desalojar a una an-ciana de 85 años afectada por un desahucio. La terrible si-tuación de Aurelia Rey hizo reaccionar a aquellos bomberos que rechazaron colaborar con un sistema injusto en el que ellos tienen atribuido el último y más brutal papel: reventar las puertas a hachazos para que pueda ejecutarse el desahu-cio. Los bomberos recibieron de inmediato la solidaridad de familiares y amigos de la anciana y esgrimieron carteles con el lema Stop Desahucios captados en unas fotografías que dieron la vuelta a España. Fueron y son aquellos coruñeses un símbolo de la España insumisa que se rebela contra los

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recortes sociales, las injusticias sancionadas por las leyes, la metástasis de la corrupción y la crueldad de un sistema que está sumiendo en la pobreza a amplísimos sectores de la po-blación. Aquel suceso mostró que incluso algunos funciona-rios del núcleo duro del sistema (jueces, bomberos, agentes judiciales…) comenzaban a poner en práctica la insumisión.

En la tarde del jueves 19 de mayo de 2011, cuando miles de personas ocupaban la Puerta del Sol, una niña deambu-laba entre las carpas y, tras un rato, le preguntó a su padre: “Y si están tan enfadados ¿por qué parecen todos tan con-tentos?” Lo cuenta Carlos Taibo, el profesor y ensayista que fue uno de los oradores el 15M, en su libro Nada será como antes, un título bien ilustrativo de aquel momento histórico que la prensa internacional calificó de “spanish revolution”. Aquel mayo cristalizó la protesta de una España insumisa, pero alegre; indignada, pero mirando sonriente al futuro. La hija del amigo de Taibo había dado en la diana.

Todo partió de aquella primavera alentada por ejemplos que actuaron como revulsivos y, en especial, por un texto que pasó de mano en mano, de ordenador en ordenador, el ¡Indignáos! , de Stéphane Hessel, prologado por José Luis Sampedro. Fueron dos nonagenarios, recientemente falleci-dos, los que demostraron que la rebeldía frente al poder no es una cuestión de edad, sino de actitud ante el mundo.

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Desde entonces asistimos a una rebelión que está en auge porque resulta muy difícil permanecer indiferente ante la oleada de protestas, manifestaciones, huelgas, mítines, escra-ches y concentraciones que ha inundado el país en los dos últimos años y, en especial, desde la llegada del PP al poder en diciembre de 2011 y desde el agravamiento de una crisis que amenaza con ser eterna. Unas 50.000 manifestaciones, según distintos observatorios, se han convocado en España a lo largo del año 2012 protagonizadas por los más variados colectivos y organizaciones.

Las movilizaciones inundan todos los días calles y plazas, desde las acciones del 15M en la puerta del Sol (y sus ya famosos lemas de “Que no, que no, que no nos representan” o “PSOE y PP la misma mierda es”) hasta las dos huelgas generales en 2012, pasando por la marea blanca de los sani-tarios; la verde de profesores y estudiantes; o la negra de los funcionarios. Pocos ámbitos sociales dejan de sumarse a este tsunami de indignación y cabreo porque la crisis ha arrasado a la clase trabajadora industrial y ha empobrecido a las clases medias. Y todo ello en un tiempo récord de tal forma que las conquistas de varias décadas en el camino a un Estado del bienestar están siendo arrasadas en apenas meses. Seis millo-nes de parados y el desmantelamiento de los servicios públi-cos avalan las protestas.

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Cambiar las reglas del juego

Esta rebelión recurre a fórmulas clásicas –para algunos ya obsoletas- como las huelgas, pero se extiende como un re-guero de indignación con otros métodos como las protestas de los preferentistas ante sucursales bancarias, los abucheos a los Borbones en actos oficiales, los escraches ante domici-lios de políticos o los insultos a los grandes banqueros a la salida de los juzgados. Gestos inimaginables hace apenas unos años. Incluso algunos colectivos han llegado a la acción directa y se han marchado sin pagar de los supermercados. “No descarto brotes violentos en un futuro”, comenta la pe-riodista y escritora Rosa María Artal, una de las personas que ha seguido más de cerca a los movimientos sociales contra la crisis. “Está claro”, añade Artal, “que la situación no va a mejorar y resultará terrible volver a la época del subdesarro-llo. Basta con mirar hacia Grecia o Portugal”. No quedan pues instituciones intocables, ni siquiera una Monarquía ahogada en un mar de corrupción y desprestigio o un Parla-mento rodeado siempre de vallas y de policías antidisturbios. La crisis de España alcanza a los bolsillos, pero también a la ética. El país entero está afectado por una grave dolencia. Así las cosas, una mayoría de ciudadanos clama contra los efec-tos devastadores de una crisis que recae sobre sus espaldas, al

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tiempo que exige a gritos una refundación del sistema, una segunda transición democrática. A estas alturas parece evi-dente que los parches ya no sirven. La España insumisa quiere cambiar las reglas del juego.

Pasar a la ofensiva

Esta insumisión masiva y hasta ahora pacífica, pese a los in-tentos del Gobierno de criminalizar las protestas, (bastaría con recordar la alucinante acusación de cómplices de terro-ristas dedicada a una Plataforma de Afectados por las Hipo-tecas, premiada por el Parlamento Europeo en junio) hunde sus raíces en una larga tradición de disidencia frente al po-der. Se trata de un hilo conductor que arranca con los ilu-minados protestantes del siglo XVI (reflejados magistral-mente por Miguel Delibes en su novela El hereje), sigue con los ilustrados del siglo XVIII y con los liberales del XIX para llegar a los republicanos de 1931 y a los demócratas euro-peístas de la transición de los años setenta. En sus orígenes esa España rebelde ha ofrecido siempre un rostro alegre y transformador, (ahí están las fotos del júbilo de las multitu-des republicanas el 14 de abril de 1931 en una elipsis que llegaría al 15M de 2011) ahogado siempre con la represión, en un arco que abarca a figuras como Melchor Jovellanos,

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Rafael Riego o Manuel Azaña. Resulta curioso que el entu-siasta himno del militar liberal de principios del XIX, fusi-lado por Fernando VII, el Himno de Riego, se convirtiera en el símbolo musical de la II República más de un siglo des-pués. En definitiva, ese país tolerante y con ansias de justicia, enemigo del oscurantismo y partidario del progreso social, ha defendido, de un modo u otro, los ideales de la Revolu-ción francesa, ese sueño emancipador que se resume en li-bertad, igualdad y fraternidad.

Sin embargo, a pesar de unas movilizaciones sociales sin precedentes desde los años del antifranquismo y la transi-ción, las protestas chocan contra un muro político y finan-ciero. Un Gobierno instalado en su férrea mayoría absoluta y unos banqueros acomodados en los sillones pagados con los rescates financieros se muestran inflexibles a la hora de aplicar recetas de austeridad sin piedad. Son recetas que con-denan al país a la miseria y a unas enormes desigualdades, mientras el establishment empuja los servicios públicos hacia un precipicio. Entretanto, la ciudadanía se niega en redondo a la filosofía de banqueros y élites políticas que se condensa en privatizar los beneficios y socializar las pérdidas. Fer-nando Rodrigo, sociólogo y exdirigente sindical, señala que “el grado de movilización social frente a las políticas del Go-

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bierno y de la banca es altísimo”, pero matiza que “la ausen-cia de una alternativa política creíble actúa como un tope o una barrera para que las movilizaciones se extiendan, se am-plíen e impulsen un salto cualitativo de las protestas”. ¿Hacia dónde se encaminan, pues, las protestas y la insumisión? ¿Es posible transformar el sistema? ¿Quiénes encabezan la rebel-día? ¿Hay alternativas concretas y globales para evitar la pri-vatización de la sanidad o el deterioro de la educación? Son preguntas que se plantean no sólo los impulsores de la Es-paña insumisa, sino también millones de ciudadanos.

Con un PSOE hundido por su anterior gestión de la crisis y su falta de liderazgo (aunque la rebelión también ha llegado a sus filas y en especial a las Juventudes Socialistas, mucho más combativas que sus mayores), una Izquierda Unida mi-noritaria y unos sindicatos burocratizados y desprestigiados, parece difícil construir una protesta que pase a la ofensiva y no sólo unas movilizaciones a la defensiva. Pasar de la pura resistencia ante los desmanes (no a los recortes, no a la co-rrupción, no a las privatizaciones) a la lucha por alternativas aparece en el horizonte como un reto complicado. “Ade-más”, explica Rodrigo, “la gente no acaba de ponerle cara a los autores de esas políticas que nos hunden en la miseria. Los mercados, Europa, los bancos, los tecnócratas o el Go-bierno terminan por ser eufemismos. ¿Quién es el enemigo

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concreto contra el que luchar?” No obstante, este sociólogo, que ha combinado la teoría y la práctica, pone dos ejemplos en positivo de conquistas reivindicativas tras las movilizacio-nes: la alternativa de la Plataforma Antidesahucios que ha colocado la dación en pago y los alquileres sociales en el cen-tro del debate y la amplísima movilización de los sanitarios madrileños que llegaron a recoger un millón de firmas con-tra la privatización de hospitales.

Pero el desprestigio de los partidos políticos, el Parlamento o los sindicatos actúa como un tapón a la hora de imponer reivindicaciones ciudadanas en una perspectiva más amplia de un vuelco en la correlación de fuerzas. De hecho, en las pocas ocasiones en que ha coincidido la unidad de la oposi-ción parlamentaria y la presión en la calle (en el debate sobre los desahucios, por ejemplo) el Gobierno tuvo que ceder para impedir que la tenaza lo aprisionara. Rosa María Artal, coordinadora del ensayo colectivo Reacciona, el más vendido en 2011, y autora del reciente libro Salmones y percebes dis-tingue entre los percebes, mayoritarios tanto en la sociedad como en las instituciones y que se instalan en la pasividad y la resignación, y los minoritarios salmones que pelean por un cambio. “Es importante”, comenta, “que los salmones consigan una movilización lo suficientemente fuerte y am-plia para transformar algunas cosas. Además es básico que se

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concentren esfuerzos en objetivos alcanzables. Por ejemplo, en la imprescindible reforma de la Ley Electoral”.

De cualquier modo, la diversidad de las protestas impide encontrar por ahora un punto de encuentro de este frente de resistencia. En esta línea, la Cumbre Social, que reúne a mul-titud de organizaciones sociales y sindicales, no ha sabido o podido articular todavía una plataforma unida y potente, más allá de una defensa genérica de lo público frente a lo privado. A propósito del 15M, dos años después de su im-presionante irrupción, muchos analistas coinciden en que este movimiento de rechazo no ha tenido la capacidad de centrar en tres o cuatro ideas-fuerza el inmenso caudal de apoyo popular que recibió. Después de agitar el país con una enmienda a la totalidad del entramado político surgido de la Constitución de 1978 y de reclamar una segunda Transi-ción, el 15M ha derivado hacia una acción de base en los barrios, pero sin la incidencia ni el protagonismo público de sus comienzos. Las manifestaciones en mayo pasado para ce-lebrar su segundo aniversario pusieron de relieve que el 15M ha perdido capacidad de convocatoria. Dividido ahora entre los más reformistas como algunos de Democracia Real Ya, partidarios de lograr conquistas concretas y dar alternativas a la crisis (e incluso de entrar en política); y los más alterna-tivos, defensores de transformar el sistema a fondo, aquel

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movimiento unitario, que sirvió de espejo para revueltas en medio mundo, se ha fragmentado.

Una visión cortoplacista

El profesor y ensayista Carlos Taibo, autor de varios libros sobre el 15M, destaca que el movimiento apuesta por una alternativa al capitalismo desde una acción autónoma, trans-versal y libertaria. “Hay que recelar”, señala Taibo, “de la bondad de los macroproyectos y pensar que el capitalismo no se halla en una fase exultante, sino todo lo contrario. Si ampliamos el foco y vemos el agotamiento de las fuentes energéticas tradicionales y el cambio climático, podemos concluir que el colapso está a la vista, en un plazo de 20 o 30 años. Ahora bien, el esquema mental de los dirigentes políticos y de muchos ciudadanos, todo hay que decirlo, es cortoplacista. Pero no vamos a volver atrás. El Estado del bienestar, que ya estaba maltrecho, ha pasado a la historia”.

A pesar de la fuerza de esa España insumisa, sorprende que la protesta haya sido menor que en países con situaciones similares como Grecia, donde se dibuja un panorama casi insurreccional descrito magistralmente en las novelas poli-ciacas de Petros Márkaris a través del comisario Kostas Jari-tos. Es cierto que algunos expertos opinan que vamos un año por detrás de los griegos o los portugueses, pero también

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apuntan numerosos estudios que el colchón de la red fami-liar en España (con los amenazados pensionistas como úl-timo soporte) y la amplitud de la economía sumergida (algo más de un 20% del total, el doble que en Francia) explica-rían la ausencia de una explosión social que el Gobierno del PP teme desde que llegó al poder a finales de 2011. A estos dos frenos indudables para una movilización mayor, habría que agregar la debilidad de las organizaciones de izquierda, tanto partidos como sindicatos; la imposición del discurso dominante de la derecha que invita a la sumisión y a culpar exclusivamente a organismos extranjeros de la crisis; y el pa-pel de la mayoría de los medios de comunicación que están alineados con un sistema surgido en la transición y que ya se ha revelado obsoleto e inútil. A pesar de todo, a trancas y barrancas, la España insumisa ha cambiado la agenda, de la A a la Z. “Está claro”, afirma Rosa María Artal desde su larga experiencia periodística, “que la prensa actúa como un ins-trumento de manipulación en favor del sistema, del actual estado de cosas, y en contra de cualquier movimiento rege-nerador. Basta con observar la evolución de RTVE, un me-dio público hoy manipulado que se permite ignorar que la plataforma antidesahucios recogió millón y medio de fir-mas”.

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Contar lo que pasaba

Junto a la complicidad de las empresas periodísticas, el silen-cio de tantos y tantos intelectuales. Ahora parece que algu-nos escritores entonan un mea culpa por su falta de rebeldía o de lucidez en los años anteriores a la crisis, en la etapa del pelotazo inmobiliario y el dinero fácil y corrupto. Ahí está el reciente ensayo de Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, una obra polémica pero imprescindible para de-batir sobre el presente. Pero Rafael Chirbes, uno de los na-rradores que más ha plasmado la realidad de la España de hoy en novelas como Crematorio (con serie de televisión in-cluida) o En la orilla, ha definido así aquel incomprensible silencio en unas recientes declaraciones. “Prácticamente desde la generación de los años sesenta”, ha afirmado Chir-bes, “nadie ha contado lo que estaba pasando en este país. Ellos sabrán. Yo no he hecho más que intentar contar lo que estaba pasando. Pero es llamativo que ahora empiecen a salir algunas novelas y que, en todos estos años, el día a día haya interesado muy poco”.

A juicio de muchos, la Universidad tampoco ha jugado aquel famoso papel de intelectual orgánico y numerosos pro-fesores comentan que el ambiente en la Academia oscila en-tre la acomodación a puestos (mal pagados, pero seguros) de

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funcionarios y la molicie intelectual. El movimiento estu-diantil, por su parte, oscila entre las protestas contra el re-corte de becas y la privatización de la enseñanza y el negro panorama de su inserción laboral. Quizá hoy no sean nece-sarias las vanguardias o tal vez las puntas de lanza se presen-tan múltiples y variadas. No hay que olvidar que en las pro-testas juegan un papel esencial las redes sociales, una tupida tela de araña transversal y que no responde a jerarquías ni a una estructura organizada al viejo estilo. De ahí las reticen-cias de movimientos como el 15M a satisfacer ese interés de los medios por ofrecer rostros de líderes.

Sin embargo, lo bien cierto es que han surgido nombres, consagrados o nuevos, que han servido de banderines de en-ganche para la España insumisa. Desde el recientemente des-aparecido intelectual José Luis Sampedro, la escritora Al-mudena Grandes y el presentador de La Sexta Jordi Évole hasta diputados como Alberto Garzón (IU), el único político surgido del 15M, o la líder de Juventudes Socialistas Beatriz Talegón sin dejar de lado a Ada Colau, de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca; a actores como Candela Peña, Javier Bardem o Juan Diego Botto, entre muchos otros.

“Ahora bien”, comenta Fernando Rodrigo, “si alguien al-berga dudas de que nos hallamos en vísperas de un cambio

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de régimen, sólo cabría que mirara hacia la jefatura del Es-tado, una monarquía cada día más en la picota. El caso Ur-dangarin ha acrecentado con ritmo de vértigo la impopula-ridad de un rey que ya no puede vivir de las rentas de la transición y el 23-F”. Las encuestas prueban, una y otra vez, que para las generaciones de españoles menores de 50 años aquel periodo histórico pertenece a un pasado lejano, muy lejano. Aquellos supuestos méritos democráticos ya no sir-ven.

Entretanto, el heredero y su plebeya esposa son abuchea-dos no sólo en las calles de Barcelona y de otras ciudades, sino también en el teatro del Liceu, el templo de la burguesía catalana en una impresionante imagen que recuerda la úl-tima etapa de Alfonso XIII antes de partir hacia el exilio em-pujado por un vendaval republicano. “Nada volverá a la ca-silla de salida anterior a la crisis. Los cambios son impara-bles”, sentencia Carlos Taibo en una opinión que está gene-ralizada entre toda esa España insumisa que protesta y exige una segunda transición.

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Del populismo al independentismo En vísperas de la Diada del 11-S, la petición de un referén-dum es más que un giro de los nacionalistas. El proceso so-beranista ha convertido a Cataluña en el laboratorio de Es-

paña y Barcelona actúa como el epicentro de tendencias populistas que cuestionan tanto al Estado como a la clase

política catalana Publicado originalmente en septiembre de 2013

Por Xavier Casals

Historiador y ensayista catalán, compagina la docencia con la publicación de libros sobre política contemporánea. Entre sus últimas obras destacan El oasis catalán (1975-2010), ¿Espejismo o realidad? (Edhasa, 2010) y El

pueblo contra el Parlamento (Pasado&Presente, 2013)

“Cataluña, nuevo Estado de Europa” fue el lema de la gi-gantesca manifestación del 11 de septiembre de 2012 que galvanizó Cataluña, pues Convergència i Unió (CiU), lide-rada por Artur Mas, dio un giro independentista y apostó por convocar comicios autonómicos en noviembre. Estas elecciones generaron un hemiciclo fragmentado y Mas per-dió un 8% de votos, pero las formaciones partidarias de la separación de España superaron el 48%. Desde entonces la celebración de una consulta sobre la independencia es el leit-motiv de la política catalana y, en gran medida, española. Un

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sondeo del Centre d’Estudis d’Opinió [CEO] de la Genera-litat de junio de 2013 apuntó que en un referéndum de au-todeterminación un 55,6% de encuestados votaría a favor y un 23.4% en contra. Esta eclosión del secesionismo se en-marca en un proceso que ha hecho de Cataluña el laborato-rio político español al vincularse aquí la crisis económica con una doble desafección: hacia el Estado y hacia la clase polí-tica catalana. Ello ha expandido tendencias populistas, siendo el plebiscito separatista su manifestación más vistosa, como pretendemos demostrar.

Desde nuestra óptica, el año 2003 fue el inicio de la situa-ción actual al comenzar a gestarse el nuevo Estatuto (que desembocó en un alejamiento de amplios sectores catalanes del Estado) y al emerger en los comicios locales de mayo dos formaciones nuevas (la ultraderechista Plataforma per Cata-lunya [PxC] y la independentista y anticapitalista Candida-tura d’Unitat Popular [CUP]), que fueron el primer síntoma visible de desafección hacia los grandes partidos. A partir de aquí intentaremos explicar las claves de esta doble desafec-ción.

Tras los comicios catalanes de 2003 se constituyó el primer Ejecutivo tripartito de la Generalitat. Presidido por Pasqual Maragall, unió al Partit dels Socialistes de Catalunya [PSC], Esquerra Republicana de Catalunya [ERC] e Iniciativa per

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Catalunya-Verds [ICV] y promovió un nuevo Estatuto. Este último se aprobó mediante referéndum en 2006 en medio del desencanto: ERC pidió el voto negativo por las modifi-caciones que el texto conoció en las Cortes, la abstención llegó al 51% y se llevó al Gobierno de Maragall a la tumba al convocarse nuevas elecciones ese año en las que éste ya no repitió candidatura. Le sustituyó José Montilla, que lideró un segundo tripartito hasta los comicios de 2010, cuando venció Mas al frente de CiU.

A la vez, el Estatuto se enfrentó al rechazo de sectores am-plios de la sociedad española liderados por un Partido Popu-lar (PP) de actuación contradictoria, pues impugnó ante el Tribunal Constitucional 136 de los 223 artículos del texto estatutario aprobados por las Cortes y al mismo tiempo lo emuló. Así, mientras Mariano Rajoy recogía firmas contra el Estatuto, círculos populares de Galicia y Valencia lo toma-ron como un eventual referente de nuevos estatutos. ¿La causa? Según el expresidente balear Jaume Matas, el proceso catalán hizo que “los demás [líderes autonómicos] nos viéra-mos obligados, por razones de supervivencia y de intereses amenazados, a emprender nuestras reformas autonómicas”.

El resultado fue que el proceso estatutario catalán alumbró un anticatalanismo rampante en España mientras en Cata-luña suscitó una desafección creciente hacia sus dirigentes y

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hacia “Madrid”, como símbolo de un Estado en el que sus demandas no hallan encaje. Luego la desafección fue avivada por la larga negociación del sistema de financiación catalán entre el Ejecutivo de Montilla y el de José Luis Rodríguez Zapatero, que no logró un acuerdo hasta 2009, y la hizo más profunda el rechazo que suscitó la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el texto estatutario impugnado por el PP, visible en una gran manifestación de protesta celebrada en Barcelona el 10 de julio de 2010.

Esta desafección hacia el Estado habría conformado un fe-nómeno que el ensayista italiano Paolo Rumiz bautizó como “secesión ligera” en La secessione leggera (2001). Con esta ex-presión designó la protesta que en Italia encarnó la Liga Norte en los años noventa del siglo pasado. Liderada por Umberto Bossi, esta formación abrazó un nacionalismo pa-dano (en alusión al valle del Po) de nuevo cuño alzado contra “Roma la ladrona” (como símbolo de una Italia corrupta e ineficiente) y un mezzogiorno asistido. Incluso proclamó una secesión virtual del Norte en 1996. Rumiz describió así esta “secesión ligera”: “Levemente, de manera inadvertida, un hombre nuevo ha crecido en el ethnos italiano, y la secesión está antes que nada en su cabeza: es un alejamiento mental de la política, del Estado, de la res publica, incluso hasta de aquel supremo bien común que se llama territorio”. A la luz

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de esta experiencia, cabe pensar que Cataluña ha conocido en la última década un proceso similar (un alejamiento men-tal del Estado), pero que se ha manifestado con discursos distintos y opuestos a la derecha populista xenófoba que en-carna el liguismo. Este sentimiento difuso se afirmó como un independentismo explícito a partir de la manifestación de septiembre de 2012.

Desde entonces, la independencia dejó de ser un fin o una meta a la que se accedía mediante un eventual gradualismo reivindicativo porque con la crisis económica devino un me-dio para mantener un Estado del bienestar sólido. El politó-logo Joan Ridao, exdirigente de ERC, lo ha expresado gráfi-camente: “Se ha extendido la conciencia de que, para los ca-talanes, ser español tiene un alto coste para su bienestar que ahora incluso se convierte en inasumible” (Podem ser inde-pendents? 2012). En este sentido, conviene destacar que en Cataluña se habla poco de esencias patrias y mucho de fisca-lidad, infraestructuras, sanidad, educación y servicios.

El fin de la vieja política

De modo paralelo a esta desafección hacia el Estado, los ca-talanes han desarrollado otra hacia su clase política que tam-poco cesa de crecer: ya en enero de 2010 un sondeo del CEO mostró que los políticos eran el segundo problema después

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del paro para la ciudadanía y en diciembre un 84,6% de en-cuestados creía que la corrupción estaba muy extendida en-tre los partidos y, ante casos de ella, un 53,8% declaró que no les votaría.

Este alejamiento se ha advertido en la erosión electoral de sus cinco grandes partidos (CiU, ERC, PSC, PP e ICV), que entre los comicios locales de 2003 y los de 2011 pasaron de representar un 56,6% del censo total a un 44,5%. El resul-tado es que Cataluña figura como el lugar de España donde han emergido primero nuevas formaciones: las mencionadas PxC y la CUP, Ciutadans [C’s] y Solidaritat Catalana per la Independència [SI], que encabezó inicialmente el expresi-dente del FC Barcelona, Joan Laporta.

Estos partidos, pese a su diversidad, comparten cuatro grandes rasgos. En primer lugar, articulan un discurso po-pulista sobre dos banderas: la protesta contra la política tra-dicional y el establishment y la afirmación identitaria (sea ca-talana, española o “autóctona” ante la inmigración). En se-gundo lugar, pretenden constituir “partidos-movimiento”, al menos en apariencia: ante el desprestigio de las formacio-nes tradicionales se autodefinen como emanaciones de la so-ciedad civil que quieren restablecer una democracia “real”, pretendidamente secuestrada o desvirtuada por las últimas. En consecuencia, sus denominaciones sustituyen la palabra

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partido por alusiones a apiñamientos cívicos ideológica-mente transversales que tienden a remitir a valores (“ciuda-danos”, “plataforma”, “solidaridad” o “candidatura de uni-dad popular”) y no a ideologías. En tercer lugar, otorgan a Internet un papel relevante o decisivo, pues la red permite articular una organización de coste mínimo. Por último, es-tos nuevos actores emergen en los ámbitos más próximos al ciudadano: consistorios y parlamentos autonómicos.

Lo expuesto hace de Cataluña el laboratorio político esta-tal, ya que la actual expansión del populismo tiene su epi-centro en Barcelona, que lo irradia hacia el resto de España. Lo testimonian rótulos dispares que aúnan protesta anties-tablishment y afirmación identitaria como Foro Asturias Ciudadano, Compromís, Alternativa Galega de Esquerda o Bildu, mientras solo Unión Progreso y Democracia [UPyD] incide en el centro. De este modo, la dualidad Madrid-Bar-celona encarna una dicotomía entre “vieja” y “nueva polí-tica”.

Esta doble desafección política catalana se plasmó en un populismo plebiscitario que ha tenido dos proyecciones: las llamadas consultas populares por la independencia y los in-dignados. Las mencionadas consultas fueron referendos lo-cales sobre la independencia sin validez legal que organiza-ron entidades. Bajo el lema Catalunya decideix [“Cataluña

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decide”] se realizaron en 554 municipios (de un total de 947) entre septiembre de 2009 y abril de 2011 con esta pre-gunta: “¿Está usted de acuerdo en que Cataluña sea un Es-tado de Derecho, independiente, democrático y social, inte-grado en la Unión Europea?”. Los gestionó una apartidista Coordinadora Nacional per la Consulta sobre la Indepen-dència y participó en ellos casi el 19% del censo previsto: la nada despreciable cifra de 884.508 personas. Estos plebisci-tos devinieron un gran ejercicio de democracia directa y es-cenificaron la doble desafección citada, pues se votó al mar-gen de los partidos para rechazar al Estado. Las votaciones tuvieron un doble impacto: instalaron la independencia en la agenda política catalana e internacional (dado su eco me-diático) y extendieron un afán de democracia participativa que sintonizó con el cuestionamiento de la “vieja política” representada por los grandes partidos.

De este modo, la demanda de soberanía “nacional” cata-lana que se reclama en la calle es paralela a una exigencia de devolución de soberanía al “pueblo”. El resultado es que el lema “Cataluña decide” que enarbolan las entidades inde-pendentistas tiene una doble lectura: no sólo “la nación” tiene derecho a decidir, como ethnos o comunidad nacional, sino que también lo tienen los ciudadanos individuales, como démos. En estos plebiscitos, pues, no sólo se expresó

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de forma simbólica una demanda de cambio de relaciones entre Cataluña y España, sino también del juego político im-perante.

En este marco, la eclosión de los indignados el 15 de mayo de 2011 reafirmó este proceso y marcó otro hito en relación a las expresiones populistas precedentes: si los nuevos parti-dos suponían una protesta dentro del sistema y los plebiscitos por la independencia fueron una protesta al margen del sis-tema, los indignados articularon una protesta contra el sis-tema. Por una parte, encarnaron el deseo de conformar una democracia horizontal y directa, sin mediación de partidos ni líderes. Por otra, se autoerigieron en representación del “pueblo” ante las élites políticas y económicas, como mostró el “asedio” del Parlamento catalán y la Bolsa de Barcelona.

Finalmente, otro elemento hace singular la política cata-lana: un clima de insumisión civil creciente, fomentada no solo por entes civiles, sino amparada en ocasiones por la Ge-neralitat (como demostró la campaña del Ejecutivo en favor del distintivo “Cat” en la matrícula tapando la “E” en julio de 2011) o consistorios (especialmente con la supresión de la enseña española oficial). Ello ha reflejado el clima de pro-testa creciente de parte de la ciudadanía, cuya capacidad de autoorganización afloró en la protesta antipeaje de marzo de 2012: la inició un ciudadano, Josep Casadellà, que insertó

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un video en youtube en el que se filmó negándose a abonar un peaje. Espontáneamente surgió la campaña #novullpagar [#noquieropagar] a través de las redes sociales y fue seguida por miles de conductores pese a la amenaza de multas.

¿Modelo escocés o italiano?

A tenor de lo expuesto, la demanda de referéndum sobre la independencia posee gran consistencia al conformar un an-claje entre una política institucional desprestigiada y una de-manda de democracia plebiscitaria en la que anida un clima de insumisión civil. Por esta razón, la exigencia del plebiscito persistirá, ya que articula un complejo y contradictorio en-samblaje de política parlamentaria y protesta antiestablish-ment que canaliza tanto la desafección ciudadana hacia Ma-drid como las ansias de construir una democracia más parti-cipativa y directa.

Así las cosas, la irrupción del independentismo ha gene-rado una italianización territorial que se sobrepone a las ten-dencias mencionadas. ¿En qué sentido? Consideramos que el secesionismo catalán pone de relieve un problema de ver-tebración territorial similar al que plasmó la irrupción de la Liga Norte en Italia en la época, ya que expresa la protesta del Norte ante la política fiscal del Estado. En este marco,

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las tensiones interterritoriales no han hecho más que empe-zar, como refleja el afán del presidente extremeño, José An-tonio Monago, de erigirse en caudillo del mezzogiorno espa-ñol contra la insolidaridad atribuida a Cataluña.

La consecuencia de todo lo expuesto es que el independen-tismo catalán, si bien ha asumido la vía plebiscitaria del es-cocés y del quebequés, proyecta las mismas facetas de crisis del Estado que el politólogo Ilvo Diamanti constató en Italia al hacer eclosión la Liga Norte en Il male del Nord (1996): tensión entre sociedad, economía y política; entre Norte y Sur; y entre viejos partidos y formas nuevas de participación de masas.

Llegados aquí, podemos apreciar que reducir la situación catalana a una pugna sobre la independencia asociada a un giro oportunista de CiU oscurece sus dinámicas profundas. Estamos ante una realidad poliédrica que puede marcar la política estatal hasta extremos insospechados, no solo por una hipotética ruptura del Estado, sino también porque la quiebra del sistema político catalán anuncia la del estatal.

El ocaso de la era juancarlista

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Cataluña es el laboratorio político español, como han mos-trado la emulación de su proceso estatutario por otras comu-nidades autónomas o la irrupción de nuevos partidos políti-cos semejantes a los catalanes. En la actualidad, la desafec-ción que impera aquí hacia la política institucional iniciada hace una década es cada vez más visible en el resto de España, como demuestra la erosión acelerada del bipartidismo que recoge la demoscopia.

Según un barómetro del CIS del pasado mes de julio, PSOE y PP sumarían el 59,7% del voto y el 42,7%, según El País (11/V/2013), cuando en las elecciones generales del año 2011 era el 73,3% y en las de 2009 el 83,8%. Pero no solo cae la valoración de los políticos, sino también de la Co-rona y la Justicia. Este declive de confianza en las institucio-nes es simultáneo a la irrupción de tendencias populistas (que combinan insumisión civil y discursos antiestablish-ment), conflictividad interterritorial y controversia sobre la articulación del Estado entre visiones recentralizadoras, fe-deralistas y secesionistas.

En suma, el independentismo catalán es la manifestación más ostentosa de un descontento territorial, pero también del declive de la era juancarlista. Y es que las convulsiones políticas de Cataluña anuncian que la democracia española

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debe reinventarse, tanto en la vertebración del Estado como en su representatividad. Un doble desafío que no es menor.

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El otro Dragon Rapide El caso del general Miguel Núñez de Prado fue representa-tivo del trágico destino de muchos militares fieles a la Re-pública. Entre ellos se encontraban algunos que habían lu-

chado en la guerra de Marruecos Publicado originalmente en octubre de 2013

Por Lorenzo Silva

Premiado con el Nadal en el año 2000 por la novela El alquimista impa-ciente y en 2012 con el Planeta por La marca del meridiano, se ha conver-tido en un importante escritor de novela negra. Es autor de un reciente libro, Siete ciudades de África (Fundación José Manuel Lara). Dirige el

festival literario Getafe Negro

Para la historia y para el cine, el Dragon Rapide por anto-nomasia fue el que llevó a Franco desde Canarias hasta Te-tuán, para encabezar la sublevación contra la II República en el entonces llamado Marruecos español. La película de Jaime Camino protagonizada por Juan Diego inmortalizó el vuelo en ese peculiar y hasta carismático modelo de transporte y bombardeo fabricado por la aeronáutica De Havilland, con varias escalas en las que el futuro Generalísimo, vestido de civil, se preocupó de comprobar que la rebelión en África había sido un éxito (y aún le pidió al piloto que diera varias

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vueltas sobre el aeródromo tetuaní de Sania Ramel hasta que vio a su fiel Yagüe al mando de las tropas). Eclipsado ha que-dado, por contraste, el vuelo que en esos mismos días hizo otro general, cuyo nombre y apellidos, injustamente, son hoy desconocidos para los españoles.

Y es que fue en otro Dragon Rapide, casualmente, como Miguel Núñez de Prado y Susbielas, a la sazón inspector ge-neral del Ejército (recién nombrado) y hasta la víspera direc-tor general de la Aeronáutica Militar de la República, em-prendió en la mañana del 18 de julio de 1936 el que había de ser su último vuelo. Sus diferencias con Franco eran mu-chas. Para empezar, Núñez de Prado vestía su uniforme y el avión en el que embarcó no era un aparato civil extranjero y alquilado, sino uno de los que tenía de dotación el ala de transporte y bombardeo con base en Getafe, de cuya pista despegó aquella mañana fatídica. Y Núñez de Prado no iba a sumarse a ninguna sublevación exitosa contra la República, sino justamente a tratar de impedir que ésta prosperase en Zaragoza, donde estaba de capitán general Miguel Cabane-llas, hombre de dudoso afecto al Gobierno legítimo.

Dicen que Núñez de Prado confió en la amistad y en la condición de veterano de la guerra de Marruecos que com-partía con Cabanellas, y que ello le hizo postularse para la

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misión. La historia demuestra que se equivocó en sus cálcu-los: apenas tomó tierra el avión, Cabanellas lo mandó dete-ner, junto a los aviadores y guardias civiles leales a la Repú-blica que lo acompañaban, y se lo entregó a Emilio Mola, el implacable y a rachas siniestro cerebro del alzamiento, que lo mandó fusilar en Pamplona, sin publicidad ni considera-ción alguna, seis días después.

Africanistas leales

Corre por ahí la infundada idea de que el golpe militar de 1936 fue la rebelión del Ejército contra la República, y que la médula de esa rebelión la constituían los militares africa-nistas, esto es, los curtidos en la guerra marroquí de 1920-1927, todos ellos atraídos a la causa fascista y antidemocrá-tica. Fue otra cosa: la rebelión de parte del Ejército contra el Gobierno legalmente constituido, que tuvo enfrente a una parte nada desdeñable del propio Ejército y a una neta ma-yoría de los cuerpos de Seguridad, Asalto, Carabineros y Guardia Civil, que permanecieron a las órdenes de aquel Gobierno y entre los que había africanistas tanto o más des-tacados que los que optaron por la sedición. Y Núñez de Prado es el mejor ejemplo. En 1921, cuando Franco sólo era un comandante de Infantería en funciones de segundo jefe de un cuerpo recién creado y apenas fogueado, la Legión,

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Núñez de Prado, al mando de los Regulares de Melilla y con el grado de teniente coronel, se batía en vanguardia absoluta en la reconquista del territorio perdido tras el desastre de Annual. Su heroísmo en combate, premiado con una meda-lla militar individual, es ponderado una y otra vez por el mis-mísimo Franco, en su pobremente escrito pero, por muchas razones, interesante relato autobiográfico titulado Diario de una bandera.

Militares republicanos dignos

Pues bien, un militar africanista de tal honor y prestigio fue fusilado como un perro por sus antiguos compañeros por defender a la República, y no fue el último, ni tampoco el primero. Por África habían pasado, en mayor o menor me-dida, los dos grandes cerebros de la resistencia republicana al golpe, José Miaja, que paró a Franco en Madrid; y Vicente Rojo, que le mantuvo empatada la guerra hasta la batalla del Ebro. Pero también en Marruecos, y en esa misma Legión que hizo famoso a Franco, sirvió el entonces teniente Fermín Galán Rodríguez, que ganó con ese uniforme una laureada individual (la máxima condeco-ración militar española) y que en 1930, con el grado de capitán, se hizo fusilar por pro-clamar la República en Jaca. Otro general africanista, Sebas-tián Pozas, que había reconquistado la perdida posición de

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Annual en 1926, y que sostuvo junto a Mola la última gran batalla de la guerra colonial en 1927, en las montañas pró-ximas a Ketama, fue quien mantuvo leal a la Guardia Civil que dirigía el 18 de julio de 1936 y ordenó el reparto de armas a los milicianos para sofocar la rebelión en Madrid.

Y last but not least, José Aranguren, general de la Guardia Civil: permaneciendo a las órdenes de la Generalitat, salvó Barcelona de los golpistas, que habían enviado a la ciudad a un africanista competente y valeroso, Manuel Goded. Con sus guardias, Aranguren, que ya coincidiera con Goded en 1925 en el desembarco de Alhucemas (donde organizó el primer puesto de la Guardia Civil), le forzó a rendirse y pe-dir a los soldados, que aún le obedecían, que depusieran las armas.

Lo pagó muy caro: murió fusilado el 22 de abril de 1939 en el Camp de la Bota (lo que en la actualidad es el Fórum), atado a una silla porque sus heridas le impedían tenerse en pie, y sin que de nada sirvieran las súplicas de su familia (fe-rrolana como la del Caudillo, y emparentada con él) para que se le tuviera clemencia.

Hoy es el día en que ese militar español, que en 1936 de-fendió Barcelona y salvó el autogobierno catalán, no tiene calle ni recuerdo alguno en la ciudad (que en cambio sí le puso una a Villarroel, otro militar español que defendió la

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ciudad en 1714, sin éxito). Vergüenza debería darnos, igno-rar a estos hombres dignos como los ignoramos.

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Asombro y rabia La autora sostiene que la inspiración y la lucidez son bási-cas en la literatura española de hoy para dar la vuelta a lo

que nos está pasando

Publicado originalmente en noviembre de 2013

Por Belén Gopegui

Escritora madrileña, debutó en 1993 con La escala de los mapas (Ana-grama), por la cual ganó el Premio Tigre Juan, y su última novela es Ac-ceso no autorizado (Mondadori). Ha escrito guiones para el cine como El Principio de Arquímedes y La suerte dormida y su libro La conquista del

aire (Anagrama) fue adaptado a la gran pantalla por Gerardo Herrero en la película Las razones de mis amigos

Quién ha atravesado la ciudad y por única música sólo ha tenido los silbidos de sus semejantes, sus propias palabras de asombro y rabia? /El tipo hermoso que no sabía /que el or-gasmo de las chavas es clitoriano”. Tomo estas palabras del primer manifiesto infrarrealista y supongo luego que el pro-blema no es el realismo sino cómo puede una novela, sea realista, de ciencia ficción, fantástica, sumar revolución a lo que hay, considerando que lo que hay no es lo mejor ni lo bueno y ha de ser transformado: dado la vuelta.

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Cuatro de octubre, en Sharing ideas se debatía sobre cine y literatura, sobre el público perdido para la llamada calidad. Jaume Ripoll, en alusión a la costumbre de ver series esta-dounidenses, preguntaba: “¿Cómo podemos decirle a al-guien: son las diez de la noche, tienes muchos problemas, llegas a casa hecho polvo, no tienes trabajo, te ha dejado tu pareja pero ahora te voy a meter una peli que es una hostia moral brutal que te va a dejar aún peor de lo que estás?” La hostia moral brutal estaba a cargo, por ejemplo, de Pasolini. Después, Ripoll decía: “Creo que tenemos que hacer la hos-tia agradable: vale, te voy a dar una hostia, vale, vas a salir de esta película cambiado, pero te va a interesar tanto que vas a aceptar la propuesta”. El tiempo limitado del debate y que estuviera centrado en el cine habían permitido a Ripoll enunciar lo que en el mundo literario se discute con más retórica y ocultamiento.

¿Tiene sentido un Pasolini modificado para que lo vean millones de personas, o un mundo donde millones de per-sonas no lleven una vida neurótica o perra que les empuje siempre a buscar series de cebo tendido y narcisismo como un grato consuelo cotidiano? Hoy tanto el cansancio de las vidas dañadas, como la omnipresencia de la lectura y escri-tura mediante los dispositivos en red, hacen más difícil que alguien se acerque a una novela cuyos resortes no coincidan

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con los que proporcionan descanso y placer en una serie de televisión. Lo complaciente, ahora de impecable factura, se ha diversificado y alcanza a todos los estratos sociales; de ahí que quienes solían reivindicar la calidad en sí misma como un valor de distinción, se encuentren de pronto en una po-sición similar a la de quienes reivindicaban la novela revo-lucionaria. Complacer bastaría si no pensáramos que además es posible añadir algo a la vida, algo que deja su hueco.

La “hostia agradable”, al margen de los juegos privados, se torna encrucijada sin salida. Cuando el relato nos cambia, lo que importa es hacia dónde; importa eso que al cambiar, si-quiera un instante, podemos ser o dejar de ser. ¿Con qué motivo -que no sea la venta-, en virtud de qué arrogancia o qué modestia, decir: es mejor que veas esta película, que leas este libro? Con respecto a la novela revolucionaria, tal vez el único motivo razonable sea la necesidad colectiva como cohabitantes de un mundo, sin embargo, dividido: necesita-mos que un texto se lea porque su efecto, nos parece, no es generar entreguismo o complacencia, sino inspiración; no es provocar narcisismo, sea de derechas o de izquierdas, sino lucidez, y ambas, inspiración y lucidez, nos hacen falta para dar la vuelta a lo que nos está pasando.

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La burla negra

La sentencia sobre el Prestige avala aquella trsis de algunos políticos de que el único culpable era el barco. Muchos ga-llegos muestran hoy su indignación por un fallo que san-

ciona la impunidad Publicado originalmente en diciembre de 2013

Por Julián Hernández

Músico gallego y fundador del emblemático grupo de rock Siniestro To-tal. Ha colaborado como columnista para medios como El País o 20mi-nutos. Es autor del libro ¿Hay vida inteligente en el rock & roll? (Temas de

Hoy) La aceleración de la Historia es un espejismo. Aparente-mente ya no hay guerras que cien años duren, pero desde 2001 estamos inmersos en un conflicto global a fuego lento que no tiene visos de acabar jamás. Los gobiernos occiden-tales –tan democráticos como paradójicos ellos- nos metie-ron en el sarao sin nosotros comerlo ni beberlo. De guerra relámpago nada, monada: tormenta del desierto forever and ever.

Así, también la historia de los naufragios parece ralenti-zarse. El escritor y editor Manuel Bragado estableció en su

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día una clasificación, que ya es un paradigma, de las genera-ciones de gallegos identificadas por petroleros hundidos: el Polycommander en 1970, el Urquiola en 1976, el Andrios Pa-tria en 1978, el Cason (no un petrolero, pero cargado de por-quería química) en 1987, el Aegean Sea en 1992 y el Prestige en 2002 (para que se hagan una idea, Carlos Alcántara de Cuéntame cómo pasó sería de la Generación Polycommander, en el caso de ser gallego). La rutina catastrófica, sin embargo, se rompió con el último barco. Sí: el Prestige presenta carac-terísticas singulares. Para empezar, ahora todos los gallegos pertenecemos a su generación. Pero hay más.

Los demás desastres tuvieron un protocolo de juicios, con-denas e indemnizaciones. No así nuestro barquito chiqui-tito, que se ha ganado un prestigio extra haciendo honor a su nombre. Tras una investigación de 10 años, que sólo sentó en el banquillo a tres acusados -y ya absolvió a cual-quier otro responsable de ese modo-, y un juicio de nueve meses que acaba de llegar a su fin, nos encontramos con el único resultado de la condena a Apóstolos Mangouras, capi-tán del monstruo, por desobediencia. Todo un lujo judicial, pericial y demencial para los anales de la justicia filibustera. La pregunta es: si se presentan recursos al fallo, ¿tardarán otros 11 años en resolverse?

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“Sólo hay un culpable: el barco”, dijo en su día Ana Bote-lla. ¿Qué nos pasó? ¿Por qué no la creímos? Todos dijimos “¡ja!” con gesto de incredulidad, pero el tiempo le ha dado la razón. Ahora a ver quién es el guapo que baja a casi cuatro kilómetros de profundidad para ponerle las esposas al trasto y llevárselo a Alcalá-Meco.

Este desenlace no es la única seña de identidad del Prestige. Las redes sociales no existían tal y como las conocemos hoy, pero Internet ya proporcionaba más información de la que los comunicados oficiales españoles difundían con alegría. La incompetencia quedó a la vista de todos y Galicia se in-dignó. Nunca Máis no fue, como se pretende a barco hun-dido, una maniobra de partidos políticos en su perpetuo afán de ser califas en lugar de los califas. De hecho, la oposi-ción en Galicia no supo reaccionar. La ciudadanía se orga-nizó al margen de ellos y eso es algo que desconcierta mucho a un partido acostumbrado a la mansedumbre parlamenta-ria. En ese momento, sólo tres partidos estaban instalados en ella: PP, PSOE y BNG. Del primero poco se podía esperar, dado que Manuel Fraga era presidente de la Xunta, y los otros dos ni siquiera cedieron locales para reuniones. No te-nían ninguna obligación, claro está: ya se sabe que cuando el pueblo entra en algún sitio, lo deja todo perdido, lleno de latas y mondas de naranja.

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Además el Prestige no se hundió enseguida. La primera alarma fue a las 15:15 del 13 de noviembre de 2002. Tras ella se desató un esperpento perfectamente documentado en el muy recomendable libro de Xosé Manuel Pereiro, Prestige. Tal como foi, tal como fomos (Xornalistas 2.0 Editora, 2012). Pereiro, ahora decano del Colexio Profesional de Xornalistas Galegos, asistió en primera fila a todo el baile. Porque, en medio de un desconcierto monumental, el Prestige empren-dió un viaje hacia la nada, con pasos de danza macabra, que duró hasta el 19 del mismo mes a las ocho de la mañana, momento en el que se partió en dos. La orden de alejarlo de la costa -en vez de meterlo en un refugio de aguas tranquilas y vaciar la carga- fue una decisión política resumida en otra frase para la historia, esta vez de Álvarez Cascos, a la sazón ministro de Fomento: “Que lo lleven al quinto pino”. X.M. Pereiro propone la versión más creíble de lo que dijo en reali-dad: “Ese barco, que se vaya a tomar por el culo”. Por su parte, Federico Trillo, ministro de Defensa, propuso bom-bardearlo para hundirlo y quemar el fuel. Visto así, a lo me-jor Paco Cascos se merecía el Nobel de la Paz, en vez de la Medalla de Oro de Galicia que le concedió la Xunta al año siguiente.

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Palabras prohibidas en la tele Aquí está otro rasgo inequívoco de esta aventura sin par. Los políticos encargados de la gestión hicieron caso omiso de las advertencias que llegaban desde dentro y desde fuera y, al mismo tiempo, se enrocaron en una estrategia que perdura hoy en día: mentir con resolución y convencimiento. Y se ordenó evitar palabras peligrosas. Se prohibió, por ejemplo, la expresión “marea negra” en la Televisión de Galicia (una estrategia de Goebbels, quien en su día obligó a los periodis-tas a borrar la palabra “atentado” de su vocabulario) y se uti-lizaron eufemismos como para llenar una enciclopedia. Los famosos “hilillos de plastilina” de Mariano Rajoy –a la sazón vicepresidente del Gobierno- no es de los menores, como tampoco fue menor su labor de mascarón de proa. De he-cho, el presidente Aznar vio en ese momento quién podía sustituirle en el cargo para poder seguir manejando, a su vez, los “hilillos” de Moncloa. Que más tarde saliera rana da igual. Mariano, dando la cara y sudando un poco, se ganó a pulso el ascenso mientras el Prestige descendía a los abismos de la mar oceana.

Recurrieron también al truco de los horóscopos: no decir absolutamente nada. Bien es cierto que para esto hace falta un poco de maña, y aquí se vieron desbordados por los acon-tecimientos y su propia ignorancia. Arsenio Fernández de

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Mesa, entonces delegado del Gobierno en Galicia, superó cualquier expectativa con su memorable “hay una cifra clara, y es que la cantidad de fuel vertido no se sabe”. Y su apari-ción en TV ante un mapa para mostrar el recorrido del pe-trolero fue gloriosa: al mismo tiempo que movía la mano en vertical, señalando de norte a sur, el hoy director general de la Guardia Civil explicaba cómo el moribundo Prestige na-vegaba a lo largo de un paralelo.

Muchos barcos gallegos han surcado las aguas de los siete mares desde la noche de los tiempos, pero quizá ninguno como A Burla Negra (Black Joke para los ingleses), un barco pirata comandado por el gallego Benito Soto a principios del siglo XIX. Su tripulación no hizo ascos al tráfico de esclavos, pero el nombre del navío sirvió para bautizar a la plataforma de artistas en apoyo a Nunca Máis. La estética y la ética del movimiento ciudadano ganaban a la fealdad y la inmorali-dad oficial. Burla Negra organizó multitud de eventos auto-financiados y las manifestaciones se llenaron de gigantescos pájaros petroleados. La burla era la ineptitud y el desprecio a la ciudadanía (¿quizá como ahora?) y algo había que hacer (¿quizá también como ahora?).

Dimisión, inhabilitación

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Más de 200.000 personas se manifestaron en Compostela el 1 de diciembre de 2002. Los que cupieron en la plaza del Obradoiro pudieron escuchar al escritor Manolo Rivas de-cirlo en el código internacional de navegación: Delta India Mike India Sierra India Óscar November. D-I-M-I-S-I-Ó-N. Fue un arrebato que compartimos todos (ver banderas negras y rojas ondeando en la fachada de la catedral da subi-dón), pero quizá lo que había que haber pedido es India No-vember Hotel Alfa Bravo India Lima India Tango Alfa Charlie India Óscar November. I-N-H-A-B-I-L-I-T-A-C-I-Ó-N. Para todos los responsables y de por vida. Si tal cosa se hubiese hecho en su día, hoy no tendríamos, por ejemplo, despilfarros con tres olimpiadas de ficción en Madrid, ni construcciones faraónicas abandonadas. Usted no vale para esto; usted no vuelva por aquí.

Porque no es cierto que se pagara un precio político -de la pasta ni hablamos- por tanta chapuza y tanto episodio de los hermanos Marx. Si bien Manuel Fraga perdió las siguientes elecciones (estaba de caza en medio del pifostio, ¡qué me-nos!), otros se aprovecharon de la jugada para ocupar buenas posiciones en la parrilla de salida. El citado Rajoy o Alberto Núñez Feijóo, sin ir más lejos.

En todo caso, los gallegos aprendimos cómo organizar la limpieza de la costa al margen de las patéticas autoridades -

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con el esfuerzo de voluntarios venidos de todas partes-, su-pimos cómo se manipula la información y vimos cómo se compran votos con dinero. Con el paso de los años y tras la sentencia, ahora sabemos que aquello era la gigantesca punta de un iceberg de dimensiones bíblicas: la incompetencia si-gue siendo manifiesta en incendios forestales y accidentes fe-rroviarios, en la gestión de la estafa económica, en la política social, sanitaria, educativa y cultural. El Prestige fue el drama que inició toda la farsa.

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La letra con hambre entra Historias que parecen surgidas de la literatura de Dickens desplazan ya a los temas pedagógicos en las escuelas espa-ñolas. Desnutrición, frío y carencia grave de recursos afec-

tan a alumnos de todo el país

Publicado originalmente en enero de 2014

Por César Rendueles Doctor en Filosofía y profesor de Sociología en la Universidad Complu-tense, fue adjunto a la dirección del Círculo de Bellas Artes, de Madrid. Ha editado textos de autores clásicos como Karl Marx o Walter Benja-

min. Acaba de publicar el ensayo Sociofobia (Capitán Swing)

No es sólo porque durante el pasado curso más de un millón de alumnos perdieran las ayudas para libros y material esco-lar.

No es sólo porque este año haya más estudiantes que nunca y 20.000 docentes menos, todos de color verde-ma-rea.

No es sólo porque la confederación de padres Ceapa haya detectado recortes de hasta un 50% en las becas autonómicas para los comedores.

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No es sólo porque por primera vez en la historia el Minis-terio de Educación haya dejado fuera de las becas generales a 25.500 chavales sin recursos.

No es sólo porque en los Presupuestos la cuantía destinada a sufragar los manuales escolares haya pasado de 20 millones a 1,4.

Bajemos al suelo.

Bajemos.

También es porque los niños de Primaria de un colegio de Fuensalida recorren en septiembre siete kilómetros para ir a su colegio por falta de transporte.

También es porque la ciudad de Barcelona ha detectado cerca de 3.000 escolares con carencias en la alimentación.

También es porque la Federación de Asociaciones de Pa-dres de Alumnos de Penyagolosa ha constatado en Castellón casos de niños que buscan comida en las papeleras del cole-gio. O sabe de maestros que llevan alimentos a clase para repartirlos entre los que no tienen, como se hacía en la pos-guerra. De chicos que se marean porque ni cenaron ni desa-yunaron.

También es porque la Junta de Andalucía ha decidido dar tres comidas al día a los críos a los que el parchís de la crisis les ha llevado a la casilla de la exclusión.

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También es porque el colegio público Juan Aguado de La Torre de Esteban Hambrán (Toledo) ha pedido en noviem-bre a los padres que, debido a los recortes, hagan una apor-tación.

No de dinero.

No de material.

Sino de papel higiénico.

Y por encima de todo y antes que nada, también es por lo que nos chivan los ojos inconmensurables de Raquel Martí-nez Villegas; la lección que nos dicta su sonrisa ferozmente derrotada: 36 años, madrileña de Vallecas, los 590 euros que gana el marido como camarero, los 500 que tienen que pagar de alquiler (hagan ustedes la resta), su única casa en propie-dad allá en Alicante y sacada a subasta por el banco, y esta promesa que se ha hecho con la resolución de una Scarlett O’Hara.

—No me importa no tener, ¿sabes? Pero quiero que ellas sepan por qué en la vida unos tienen y otros no. A mí me lo enseñó mi abuelo, que era mutilado de guerra comunista y fue el que me crió.

—El qué quieres.

—Quiero que las niñas sigan estudiando. Las cinco. Que hagan lo que no pude hacer yo.

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(…)

Con Raquel entramos a la escuela, claro. Con quién mejor. Para abrir las ventanas de los colegios a su paso, para dejar entrar el aire, para sacudir las alfombras, para gritar que en todos los encerados negros hay escritas seis letras con tiza blanca. Crisis. En el gran pizarrón de la escuela española pone crisis.

Y hambre.

Y frío.

Y bocadillos de pan con pan en el recreo.

Fue en un colegio de Girona. Un niño llegó con un boca-dillo sin nada dentro. Su madre no tenía qué darle y se in-ventó el nuevo maná: le dijo que era un bocadillo mágico. Haleop. Pan con pan, ya ven. Y que así podría inventar lo que llevaba en su interior.

—Vosotros antes erais una familia normal. Con ingresos, digo. De poder salir a tomar algo y eso.

—Sí, sí. Antes yo trabajaba en las casas. O en la hostelería, como él. Mi marido pasó de ganar 1.300 a ganar 1.100. De ganar 1.100 a ganar 800. De ganar 800 a ganar 590. Hasta que la cosa se torció. Como no teníamos trabajo, nos fuimos a Alicante pensando que algo nos iba a salir allí. Nos tocó volver al cabo de 12 meses. Y aquí estamos: debemos dos

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años de letras de la casa aquella. Y en la que vivimos de al-quiler aquí difícilmente podremos seguir pagando las men-sualidades. Las niñas lo llevan bastante mal, la verdad.

—¿En qué lo notan?

—Las cinco hijas viven la crisis. Se dan cuenta de que ahora llevan a los colegios los zapatos rotos, de que ahora vamos a comprar la ropa a sitios de segunda mano, de que ahora los pantalones les quedan pequeños, su autoestima… Cuando empezó el curso me tocó ir a Cáritas. Porque me gasté todo lo que teníamos en material escolar, en libros, en calzado, y para comer tuve que ir allí. Con el cheque que me dieron, pude cubrir lo que me faltaba para pagar el alqui-ler… Las tres pequeñas se quedan al comedor.

—¿Os paga la beca el Gobierno?

—Nos paga la beca una ONG.

Más de dos millones de niños españoles viven por debajo del umbral de la pobreza, dice el Informe sobre la Infancia en España 2012-2013 de Unicef. Entre 2007 y 2010, el au-mento de la pobreza crónica en nuestro país fue del 53%. Con estos jirones como telón de fondo, Educación ha desti-nado 84 millones menos que el año pasado a las becas de los alumnos que menos recursos tienen.

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Habla Sebastián Mora, secretario general de Cáritas, que sabe de qué va el libreto y de las obras de teatro que acaban mal: “Muchos padres no pueden pagar el comedor del cole-gio de sus hijos, la única comida equilibrada que hacían al día”.

Así las cosas con la crisis (de Pisa que hablen otros), lo di-ckensiano le va ganando espacio a lo meramente pedagógico. Aquí y allá, en un colegio de Burgos o en uno de Barcelona, en uno de Cádiz o en uno de La Coruña. Como si el chapa-pote de los recortes fuera viniendo, lengua viscosa y lenta, y lo fuera envolviendo todo.

Lo saben muy bien en el colegio de San Pedro y San Felices (Burgos), 652 alumnos de entre tres y 18 años, donde su director, Modesto Díez, dispara contra Botín (metafórica-mente, entiéndase, que a Modesto le quedan tres años para prejubilarse y es hombre de paz). Botín y “el dinero que en-tra por todas partes”.

“En los centros estamos en pleno apogeo de notar las con-secuencias de la crisis, las necesidades urgentes de la gente. Ahora mismo, en este mismo curso. Familias que antes te-nían una vida normalizada y que ahora no pueden llegar a fin de mes”, nos cuenta. “Niños que antes venían bien y ahora vienen con carencias alimentarias o higiénicas. Niños

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que vienen al colegio no sólo a tratar de estudiar, sino a tratar de calentarse”.

Estamos con Mariano y Carmen, 37 años él y 34 años ella, naturales de Rumanía y con tres hijos en este colegio burga-lés del extrarradio. “Antes trabajaba en la construcción, ha-ciendo de todo. Y mi mujer estuvo en Murcia con el tomate y el pepino. La cosa iba más o menos. Pero ahora no tenemos ni para comer. La mayor, que tiene 15 años, nos dice que quiere ropa. Y para comprarle ropa tengo que dejar de pagar la luz. Gracias a que nos dejan que los niños coman gratis en el colegio, que si no, no sé qué haríamos”.

La Cruz Roja les ha dado dos bonos de 20 euros. Para que los Reyes no vengan con las manos vacías como el año pa-sado, cuentan, cuando trajeron una bolsa pequeña. Una bolsa mágica. Soplabas dentro y fiuuu. Aparecía llena de chucherías.

Lo dicen los docentes. Te lo cuentan las familias. Lo ves en los ojos de los críos. Y lo repican los especialistas, como esas campanas de los pueblos que suenan llamando a los vecinos para apagar un incendio. Según la Federación de Entidades de Atención a la Infancia y Adolescencia de Cataluña, la malnutrición ya alcanza a casi el 5% de los niños.

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Las ONG que antes miraban hacia fuera y pedían una aportación para levantar una escuela en Bangladesh, ponga-mos, ahora miran hacia dentro y piden esa misma aportación para los escolares de un barrio obrero de Madrid o de Valen-cia.

Así lo están haciendo, entre otras, Educo, que en 2013 dio más de 220.000 comidas escolares (incluidas las de las hijas de Raquel y a los de Mariano), y Ayuda en Acción, que le ha dicho al hambre que se meta con uno de su tamaño: la puesta en marcha este año en una veintena de centros de un programa de atención de las necesidades alimentarias y edu-cativas.

“Hay muchos niños que llegan con hambre a la escuela. Eso hace que estén más inquietos, más nerviosos, piden le-vantarse constantemente”, señala Elena Rivero, maestra de niños de entre ocho y 10 años en el colegio Sant Pere Claver, en el barrio del Poble Sec de Barcelona. “Cosas que antes no pasaban y ahora sí: carencias de todo tipo. Los niños te lo cuentan todo. Cosas que ni imaginas”.

Con una España aliquebrada, la escuela ya es más que una escuela: es un centro de reducción de daños, como esos es-pacios donde los ornitólogos tratan de recuperar con mimo a las aves dañadas que cayeron antes del nido. Un lugar donde los docentes trabajan con menos recursos y fabulan

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con nuevos inventos. Cuadernos, sí. Libros, sí. Deberes, por supuesto. Gomas de borrar, claro. Ordenadores, si se puede. Pero también otras cosas. Por ejemplo, un desfibrilador de abrazos. Una lección de afectos.

“La cultura no es atributo exclusivo de la burguesía”, aler-taba Paulo Freire (que tenía unas gafas a lo Montoro, pero distinta mirada, eso sí). “Los llamados ignorantes son hom-bres y mujeres cultos a los que se les ha negado el derecho de expresarse y por ello son sometidos a vivir en una cultura del silencio”. Y decía más: “Todo acto educativo es un acto po-lítico”. Y más aún: “El mundo no es, está siendo”.

No es sólo porque las becas Erasmus sean carne de extin-ción como la cigüeña negra (esto lo he sacado de Google) o el concejal de Urbanismo honrado (esto no me ha hecho falta).

No es sólo porque desde que empezara la crisis las ayudas para libros de texto y material escolar se hayan reducido a casi la mitad.

No es sólo porque, únicamente en los tres primeros años de la caída de Lehman Brothers (que no descanse en paz), el aumento del número de niños en riesgo de pobreza fue de más de 200.000.

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También es por lo que el hijo de seis años le dice al padre rumano que lleva a su prole al colegio San Pedro y San Feli-ces (Burgos). Al padre rumano que se llama como Rajoy.

—Mariano, ¿y qué te dice el niño?

—Me dice que de mayor quiere ser importante.

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Islas, territorios sobre la corrupción Espacios endogámicos donde las relaciones familiares y so-ciales tejen una madeja de intereses, las islas se muestran

proclives a un caldo de cultivo para la corrupción. Baleares, Canarias o Sicilia desfilan por este reportaje

Publicado originalmente en febrero de 2014

Por Aníbal Malvar

Periodista y escritor gallego, ha trabajado para El Mundo y El Correo Ga-llego y ahora colabora con Público.es, El Confidencial y El Cuarto Poder,

entre otros medios. Ganó el Premio Xerais con Unha noite con Carla (Inéditor) y su última novela publicada es La balada de los miserables

(Akal)

“En Canarias no sé si se puede decir que exista una mafia semejante a la siciliana. O quizá sí. Muchos mecanismos del poder político y económico se mueven aquí con los mismos criterios que se usan en Sicilia”, dice Francisco de la Barreda, presidente del PP de Tenerife entre 1996 y 1999, consejero de Industria canario de 1996 a 1998 y diputado del PP en el Congreso de 1998 a 2000. “Mallorca es Sicilia, pero sin muertos”, resume un periodista madrileño durante años afincado en Baleares que regala el apotegma a cambio de que

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no se mecanografíe su nombre. Sicilia, Canarias, Baleares, Madeira, Córcega...

Se puede aventurar, sin peligro de caer en error demasiado grave, que el crimen organizado internacional, tal y como lo conocemos ahora, nació en Sicilia. Germinó desde la mafia. Levó anclas desde una isla. Algo tienen las islas, donde el crimen quizá florece con más apostura y feracidad que en las tierras continentales. España no es una excepción. Un re-ciente estudio realizado por el departamento de Geografía de la Universidad de La Laguna, y titulado Aproximación a una geografía de la corrupción urbanística en España, docu-menta que en las islas españolas se delinque con más entu-siasmo y efectividad que en la península. A excepción de Murcia.

Partidos o linajes

Entre los años 2000 y 2010, el 39,8% de los municipios ca-narios y el 35,8% de los Baleares se vio afectado por casos de corrupción urbanística, según recabaron los documentalistas del estudio. Ocupan las islas los puestos dos y tres de esta escasamente honrosa clasificación. “La corrupción urbanís-tica es un buen barómetro para medir la existencia de eso que tú llamas mafia, aunque a mí la palabra mafia no me gusta para definir lo que pasa aquí”, se contradice un poco,

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y por prudencia, el secretario general canario del Sindicato Unificado de Policía, José Luis Guedes. Y después analiza con sociología poco patrullera cómo es el entramado co-rrupto al que se resiste a llamar mafia. “Aquí es cuestión de partidos, y no de linajes, como en Sicilia. Las islas pequeñas son mundos aparte. Lanzarote, cuando yo empecé de policía en 1993, era un cortijo. Era el cortijo de Dimas Martín y de su partido [Independientes de Lanzarote, PIL]. Los cargos son vitalicios y después hereditarios. A Dimas lo metieron en la cárcel, pero fíjate cómo reaccionó la gente cuando lo estaban juzgando y salían a la luz la cantidad de delitos que había cometido. La gente, mucha gente, muchísima gente de Lanzarote, en vez de cabrearse, salió a la calle para defen-derlo de las acusaciones”. Dimas fue presidente del Cabildo de Lanzarote, diputado y senador, y amasó una fortuna de al menos ocho millones de euros y numerosas propiedades, que la policía logró rastrear en manos de, al menos, una cin-cuentena de testaferros. Su gente de Lanzarote, por su-puesto. Su famiglia. Sus tenedores. Sus cómplices.

En Baleares, sin embargo, el vínculo sanguíneo, el linaje, sí parece pesar más. “La insularidad, el aislamiento y las su-cesivas invasiones han provocado que el mallorquín se es-conda detrás de la roca, siempre mirando hacia dentro. Los antiguos invasores europeos hoy son los guiris, aceptados

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porque dejan mucho dinero en las islas. Al foraster, que no es lo mismo que el guiri, se le desprecia como peninsular no digno de confianza”, analiza el periodista. Son tópicos, por supuesto. Como que el catalán es agarrado o que el gallego es indeciso.

Pero hay detalles del carácter mallorquín, en su urbanismo, por ejemplo, que son dignos de observación. No hay pueblos con grandes plazas, las fachadas de las casas no son nunca ostentosas, aunque intramuros escondan palacios. “Eso que dices es verdad, me lo dijo también algún arquitecto extran-jero. Que le sorprendía el contraste entre la aparente pobreza exterior de algunas casas y el interior. Pero no creo yo que de eso puedas sacar la conclusión de que los mallorquines somos medio de la mafia, hombre”, se mofa un poco del pe-riodista Bartomeu Barceló, fiscal superior de Baleares, que se ha convertido en mediático un poco a contracorazón. Pero es que se le ha acumulado mucho banquillo de couché en estos últimos años: Urdangarin, Jaume Matas, María Anto-nia Munar...

Ocultación mallorquina

“Lo que pasa en Mallorca es que es más fácil distraer el di-nero ilegal en lugares donde hay grandes movimientos de capitales legales. Y aquí se dan esas condiciones. Pero no hay

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más delincuencia en Mallorca que en otros lugares no insu-lares”, se pone serio el fiscal. El periodista le replica que Ma-llorca es la tercera región con más ayuntamientos judiciali-zados por casos de corrupción. Barceló no hace ni caso. “Puede esconderse aquí dinero procedente de la mafia ita-liana o de la china. No te voy a decir que no hayamos detec-tado casos. Pero no es lo que se ve en los juzgados todos los días”.

El periodista que no quiere dar su nombre sí habla abier-tamente de mafia en Mallorca. Aclarar que, aunque haya vi-vido durante años en las islas, es de origen peninsular. “Desde los tiempos de Jaume I, en que se llevó a cabo el genocidio de los musulmanes, y la participación, entre las grandes familias genovesas, aragonesas principalmente, que financiaron la invasión, la isla vive marcada por una gran diferenciación entre la part forana, el campo; y Palma, la urbe. De ese origen falsamente caballeresco viene la impor-tancia de los linajes. De hecho se habla de linajes y no de apellidos. Se da más importancia a los santos que a los cum-pleaños y la elección de los padrinos no es un detalle formal, sino de enorme importancia. Esa discreción, que les lleva a despreciar la ostentación de la riqueza como signo de ordi-nariez, favorece no la corrupción, pero sí la ocultación de la misma. Durante años se ha tolerado la practicada por los

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aborígenes y despreciado la que viene de fuera. Quizá por-que a quien criticas en el desayuno lo verás a la hora de co-mer. Todo el mundo se conoce, literalmente, o tiene cierto grado de parentesco. Así, hay pueblos absolutamente colo-nizados por distintas ramificaciones familiares, y la multipli-cación de un determinado grupo de apellidos es habitual. Esta tolerancia se nota hasta en ciertas frases con las que jus-tifican determinadas conductas. Hay una antológica: una mano lava la otra mano, y las dos la cara. Brutal”.

Es difícil hablar de sicilianización de las islas españolas, como también es difícil no decir que están un poco siciliani-zadas (palabra de difícil dicción y, con toda probabilidad, incorrecta). El ex diputado tinerfeño del PP, Francisco de la Barreda, la pronuncia perfectamente: “¿Sicilianización? Sí, es una palabra que, en parte, describe lo que sucede aquí. El aspecto mafioso de presionar e intimidar a las personas, a sus familias... Les amenazan tácitamente con que pueden perder su estatus, su posición, su tranquilidad, su salud... Incluso su salud. Todo esto es lo que a mí me ha pasado. Y eso es lo mismo que hacía y hace la mafia siciliana”. De la Barreda es un político peculiar, por no decir excéntrico. Esa persecu-ción, de la que asegura haber sido víctima, se produce tras varias denuncias ante la dirección del PP, su propio partido, por un asunto de corrupción urbanística en el Ayuntamiento

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nortinerfeño de Tegueste. En las diligencias previas del caso Bango fueron imputados cinco cargos del PP. Y el caso Bango sí arrastra ciertas reminiscencias mafiosas. Una abogada del PP que investigaba una recalificación de terrenos, Julia Bango, denunció haber recibido llamadas amenazantes, y, desde la sede del PP de Santa Cruz, un fax amenazándola de muerte y con tres gaviotas, inequívoco símbolo popular, di-bujadas bajo el texto: dos volando y una muerta. En su de-nuncia, Bango acusó a nueve cargos del PP y a un construc-tor beneficiario de la recalificación. De la Barreda apoyó a la abogada y apuntó a significados cargos del PP como supues-tos autores de las amenazas a Bango. Al día siguiente, Bango fue agredida en el portal de su casa y hubo de ser hospitali-zada a causa de los golpes recibidos. El PP destituyó a Ba-rreda de su cargo como presidente insular, Barreda acusó al PP tinerfeño de ser una “mafia organizada” y el caso acabó en archivo por falta de evidencias.

Blanqueo de dinero en Canarias

“Lo taparon todo, que es lo que haría la mafia. Y actuaban con toda impunidad. A mí me invitaban a inauguraciones de obras que habían sido construidas sin licencia. Se crearon muchos nuevos ricos con la especulación del terreno, con las recalificaciones. Una fanegada [5.500 metros cuadrados]

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que valía 18 millones [de pesetas], al día siguiente se recali-ficaba y valía mil. Eso atrajo a mafiosos italianos, a delin-cuentes perseguidos internacionalmente, como John Edd-ward Palmer [cerebro del llamado atraco del siglo: robaron a mano armada de 3.500 kilos de oro en el aeropuerto bri-tánico de Heathrow en 1983, tras lo que se afincó en Tene-rife hasta su excarcelación en 2007]. Palmer blanqueó aquí su fortuna con los hoteles y las joyerías delante de los ojos de todos, entraba y salía del aeropuerto en su avión particular cuando le daba la gana, los políticos y los periodistas le reían las gracias porque Palmer era el que invitaba a toda la clase política a putas rusas. Y no fue el único caso. Canarias se convirtió en un lugar de acogida de delincuentes internacio-nales. Traían dinero. Con eso era bastante para ser bien re-cibido. Pero no es una mafia de linajes la que se crea aquí. Ni en lo económico ni en lo político. Fíjate en el caso de Soria [José Manuel, actual ministro de Industria]. No viene de ningún linaje. Era un don nadie. Fue precisamente el caso Bango el que lo convirtió [en 1999] en presidente regional del PP”, prosigue el ex político su diatriba sin respirar jamás. Hasta que dice: “Si publicas esto que te he dicho volverán a decir que estoy loco. Es lo que dicen desde que puse aquellas denuncias. Que estoy loco. Y a lo mejor un poco loco sí que estoy, pero si estoy un poco loco es porque ellos me volvie-ron loco”. El ellos se refiere a sus ex compañeros del PP.

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Hay distintas teorías de cómo nace y se hace una mafia. Incluso a la hora de discernir los orígenes de la mafia de más enmohecido abolengo, la siciliana, los historiadores discre-pan. La teoría que más agrada al paladar literario la propone el periodista especializado John Dickie. A mediados del siglo XIX, el comercio de cítricos hacia EE UU se convirtió en uno de los más rentables negocios del planeta. Y Sicilia es una roca muy naranjera y limonera. Sobre todo en tierras de Palermo. Los agricultores se hicieron ricos, pues comercia-ban con un producto que se había convertido en lujo. Y ro-bar un cargamento de naranjas era sin duda, en aquellos tiempos hambrientos, un buen golpe criminal.

Cítricos en el origen de la mafia

Los productores de cítricos, los herederos del feudalismo aún patente en la isla, armaron a una élite entre sus arrendatarios para que protegieran los cargamentos y los naranjales. Des-pués este cuerpo de seguridad privada asume también la la-bor de recaudador de arriendos y pagos, incluso se convier-ten en subarrendadores, lo que les otorga un poder conside-rable en un mundo tan ruralizado, inculto y pobre de solem-nidad. Aunque no fueran propietarios, poseían un gran mar-gen de caciqueo. El señor feudal les pagaba a ellos y ellos

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actuaban como intermediarios del terrateniente ante los campesinos.

Esta policía privada y los terratenientes que la pagan, aca-ban creando en Sicilia una estructura más poderosa incluso que la del Estado. La Mafia se puede definir, de hecho, como un Estado criminal que convive con un Estado apático/ le-gal. Y, en los tiempos que corren, quizá no sea ocioso sugerir que, en el fondo, la Mafia nace de la privatización de la se-guridad ciudadana. Como la que se lleva haciendo en España desde hace años. Pistoleros a sueldo vigilando hermosos na-ranjales. Así nació la Mafia.

Por aquellos mismos años, además, la oligarquía siciliana no estaba muy contenta con el poder político al que debía pleitesía. En 1861, Giuseppe Garibaldi entrega la isla a Víc-tor Manuel II y convierte Sicilia en provincia del reino de Italia. La aristocracia siciliana no acepta ser italiana, y co-mienza una guerra constante, sorda y tozuda contra los po-deres políticos oficiales. Los antiguos protectores de naran-jales aprenden entonces a matar.

Nada parecido sucedió jamás en las islas españolas. Ade-más, la relación con la península nunca fue aquí tan políti-camente irreconciliable como en Sicilia. Canarias, por ejem-plo, logra del Reino de España, ya en 1852, el Decreto de Puertos Francos, la liberalización de los aranceles isleños,

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que aún hoy es la razón de que una botella de escocés salga más barata en Las Palmas que en Albacete. La oligarquía ca-naria fue mucho mejor tratada por el poder central que la siciliana en aquellos años. La mafia se convirtió tan abierta-mente en enemiga del poder peninsular, asesinando con mu-cha saña a las autoridades unionistas, que el Ejército italiano tuvo que invadir su propia isla en 1874. La guerra, san-grienta, la empataron los militares italianos y los paramilita-res de la Cosa Nostra. Pero la mafia ganó en las negociacio-nes: ofreció pacificar la isla y el gobierno italiano aceptó el trato, otorgando tácitamente a la mafia legitimidad para mantener un control paralegal en la salvaguarda de la segu-ridad de la isla. Craso error, como demostraron Mario Puzo y la Historia.

Ladrillo fresco y corrupto

Las peculiaridades étnicas también diferencian notable-mente a Sicilia de las islas españolas. El siciliano de raza se consolidó en su isla, y aun hoy solo el 2% de la población de aquella tierra es inmigrante. La Mafia es muy terruñera y endogámica, como el siciliano que se queda. El aborigen ca-nario, no. Desde hace cinco siglos, navegantes de todas las razas dieron con sus huesos en las islas, mezclaron pigmen-tos, y el canario pata negra sólo sobrevivió en su pureza en

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la islas más pobres, adonde nadie quería ir. En Mallorca el aborigen fue aniquilado, en el siglo XIII, cuando Jaime I de Aragón invadió por mar la isla y procedió al genocidio siste-mático de los conquistados.

La posible sicilianización incruenta de las islas españolas es mucho más reciente. Las organizaciones mafiosas desembar-can y se cobijan allí a la sombra de la explosión inmobiliaria que se produce en los años sesenta del XX, cuando los euro-peos las descubren como paraíso turístico. Y, como siempre que hay ladrillo fresco en las calles, afloró la corrupción. Pero, de aceptar que pueda existir la mafia balear, es necesa-rio adjetivar que es incluso más folclórica que la siciliana, y menos cruenta. Y, quizá, con un componente cómico que sus vecinos mediterráneos, entre asesinato y asesinato, son incapaces de afinar. En Baleares el crimen organizado, como es más político, también peca de cierta comicidad algo cha-pucera.

Si no fuera por la indignación ambiente que se vive en el país, a las confesiones del expresidente balear, Jaume Matas (PP), que podría ingresar en prisión, se les podría encontrar fácilmente la vis cómica. Preguntado por Jordi Évole en una muy jugosa entrevista sobre las razones que le llevaron a con-tratar a dedo con el Instituto Nóos de Iñaki Urdangarín, el

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ex president se confesó a calzón quitado: “A me interesó co-laborar con el duque de Palma porque era el duque de Palma. No todos somos iguales (...) Con cualquier otro ha-bría sido necesario un concurso, pero en el otro caso se trata del duque de Palma. Y recordemos que lleva el nombre de Palma por todo el mundo”.

La frase incita a jugar con ella: “A me interesó colaborar con don Corleone porque era el duque. No todos somos iguales (...) Con cualquier otro habría sido necesario un con-curso, pero en el otro caso se trata del don Vito… y recor-demos que lleva el nombre de Corleone por todo el mundo”. Fin de la cita, que se dice.

Le espera la cárcel a Jaume Matas, está entre rejas la expre-sidenta del Consell María Antonia Munar, el número de al-tos cargos gubernamentales que han dignificado banquillo es asombroso y de mucho high standing: Damiá Nicolau, Rafael Durán, Francesc Buils, Bartomeu Vicens, Javier Ro-drigo de Santos, Miquel Angel Flaquer, Maximiliano Mora-les... El listín onomástico está apretado de nombres vincula-dos a la extinta Unió Mallorquina y al Partido Popular. Nada que ver con lo que pueden sentar hoy en el banquillo los jueces de la Mafia siciliana, ya que la Cosa Nostra se ha degradado ya, prácticamente, en simple organización narco-traficante internacional, aunque con un poder económico

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onnímodo que le sirve para pescar muchas almas entre res-ponsables del poder político de todo el mundo.

“La balear es mafia. Y la canaria también”, certifica un ex-miembro del Grupo de Delincuencia Económica de la poli-cía balear. “En las islas, como en buena parte de España, la confluencia de intereses entre constructores, políticos co-rruptos y organizaciones internacionales que vienen aquí a lavar su dinero conforma una mafia. No se le puede llamar de otra manera. Estos políticos y constructores saben que el dinero que están ayudando a lavar proviene del tráfico inter-nacional de drogas, de armas, de personas... Lo saben per-fectamente. Y se integran en estas mafias. Son mafiosos. A la palabra no le sobra ni una letra para calificar a esta gente”.

La ley del silencio

El citado estudio de la Universidad de La Laguna sobre co-rrupción en España también apunta al entorno de la cons-trucción como gran inspirador de los grandes delitos nacio-nales: “La complejidad que ha ido tomando la práctica ur-banística, en buena parte facilitada por una legislación am-plia y, en muchos casos, críptica, ha derivado en multitud de formas de saltarse la legalidad”, concluyen.

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La práctica que se ha trasladado intacta de Sicilia a nuestras islas es la ley del silencio, la omertà. Lo asegura el expresi-dente popular De la Barreda y confiesa, de forma tácita, que él también la está practicando para protegerse. “Yo también he sido durante muchos años director provincial del Banco de Santander. Y nunca he hablado de lo que sé del banco. Yo el miedo me lo paso por cierta zona. Mientras más me aprietan, más cabrón me pongo. Al final, dejaron de amena-zarme porque nunca pudieron [sus compañeros del PP, constructores denunciados, John Palmer...] conmigo. Pero fue duro. Mi hija adolescente tenía que llevar guardaespal-das. Que se atrevan a pegarme un tiro. Ya se lo advertí yo a todos en su momento. Si me tropiezo y me mato, si me cae un rayo, si me pasa cualquier accidente, hay alguien con la orden de airear ciertos documentos que he dejado en custo-dia. Esa es mi protección y lo saben”.

La advertencia de Barreda parafrasea, quizá no por casua-lidad, a la que don Corleone les transmite a los jefes de las demás familias mafiosas tras firmar la paz con los Tataglia en la primera parte de El padrino: “Soy muy supersticioso. Si algún accidente le sobreviniese a mi hijo Michael, si algún policía le pegara un tiro en la cabeza, o lo encarcelaran y apareciera ahorcado en su celda, incluso si muriera fulmi-

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nado por un rayo, yo culparía a algunos de los aquí presen-tes”. Definitivamente, los discurso de don Vito y de Barreda suenan parecidos. Hasta en lo del rayo coinciden. Palabra de hombre de honor.

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Del télex de Leguineche a Internet La crisis económica, los recortes y la revolución de Internet han cambiado la cobertura de las guerras. El periodista ha ganado en velocidad de transmisión, pero ha perdido inti-midad. Su jefe cree ver lo mismo que él. Todos los medios

quieren tener las mismas historias y que sean baratas Publicado originalmente en marzo de 2014

Por Ramón Lobo

Ha recorrido medio mundo para cubrir guerras y conflictos, desde Bos-nia a Afganistán. Ha trabajado durante 20 años en El País y ha publicado novelas, como Isla África (Seix Barral) o ensayos como Cuadernos de Ka-

bul (RBA) A ningún reportero en su sano juicio se le ocurriría hoy en-trar en la zona rebelde en Siria. Grupos próximos a Al Qaeda mantenían secuestrados, al escribir esta crónica, a una trein-tena de periodistas, entre ellos Marc Marginedas, Javier Es-pinosa y Ricardo García Vilanova, capturados en septiem-bre. En los demás conflictos, donde el riesgo es, en teoría, menor se viaja con cuentagotas, poco tiempo y con la mayo-ría de los titulares en la maleta. No hay apenas tiempo para la sorpresa, para una cierta aventura. Ha desaparecido la pausa, el compás del que hablaba Félix Grande.

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Más allá de Siria no son los yihadistas quienes impiden el acceso, es la crisis que devora al sector, la económica que afecta a todos y la provocada por la gran revolución tecno-lógica que supone Internet. La mayoría de los medios tradi-cionales trata de vadearla con recortes que dejan fuera todo lo que marca la diferencia, lo que justifica el cobro por con-tenidos: el gran reportaje, la investigación, la paciencia.

Surgen otros en Internet que tratan de aportar frescura y recoger aquello que se tira por la borda en los grandes trans-atlánticos. No es fácil cambiar hábitos en los lectores. No es fácil acostumbrarse a pagar de nuevo por informarse después de un tiempo en la selva. Para cobrar, los medios deben ser mejores que lo que navega gratis por la Red. Es una cuadra-tura del círculo. Mejores contenidos, más dinero. Esa es la apuesta del nuevo The Washington Post que anuncia con-trataciones de periodistas.

Cuando se vean de verdad los brotes verdes que vende Ra-joy, que aún se parecen demasiado a los de Zapatero, los di-nosaurios del periodismo, los medios que han marcado una o varias épocas, deberán recuperar el pulso o morir. Esta es la esencia de la teoría de la evolución de las especies de Char-les Darwin: no sobreviven necesariamente los más fuertes ni los más inteligentes, sobreviven los que se saben adaptar.

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Es posible que tras la hecatombe vivida en el sector, con miles de periodistas en el paro, nada vuelva a ser como antes de 2007, que no se reabran las corresponsalías en el extran-jero cerradas por ahorro ni se recupere el uso masivo de en-viados especiales a los lugares de conflicto. El trabajo de con-tar lo que pasa lejos seguirá en manos de freelance malpaga-dos, sin seguro de vida ni de publicación.

Cuando Manu Leguineche dio su vuelta al mundo en los años sesenta, que refleja su libro El camino más corto (Plaza&Janes), enviaba sus crónicas por télex. El periodista dedicaba horas o días a la transmisión segura de su trabajo. A menudo debía desplazarse decenas o cientos de kilómetros para encontrar uno. Picotear en aquellas máquinas que es-cupían una cinta perforada restaba tiempo de estar en con-tacto con lo que sucedía. El télex marcaba el ritmo del viaje, de las publicaciones.

Aquella prehistoria tecnológica provocaba la pérdida de crónicas, retrasos en los envíos, errores en los contenidos, pero también cubría al periodista de un halo de invisibilidad; le permitía perderse, aventurarse en su viaje, profundizar. Esa invisibilidad era un regalo frente a los jefes y las redac-ciones, casi siempre ansiosos por controlar, saber y decidir. “¿Dónde está fulano?”, preguntaba un editor. “Perdido”,

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respondía uno de sus redactores. Estar perdido siempre da mucho prestigio.

Arturo Pérez Reverte se pasó un tiempo extraviado en su cobertura de la guerra entre Eritrea y Etiopía en 1977. Lo mismo que Javier M. Reverte, nuestro gran viajero literario, cuando trabajaba para Pueblo. Esa soledad permitía ver las otras historias, las que explican un mundo. Cada periodista perdido en busca de un télex o de lo que fuera contaba una porción irrepetible de ese mundo. Ahora son las mismas cró-nicas, las mismas fotos, las mismas imágenes y titulares que dan vueltas en la rueda global. Es una especie de pensa-miento único reducido. Falta imaginación, valentía para equivocarse.

Enrique Meneses estuvo en la célebre marcha de Martin Luther King en Washington el 28 de agosto de 1962, la de I have a dream, yo tengo un sueño. Cuando Meneses cami-naba por The Mall, el parque que une el Capitolio con el monumento de Lincoln, situado en el centro de la ciudad, se encontró con una mujer negra apoyada en un árbol. Era mayor y estaba emocionada porque un blanco acababa de llamarla señora. Era la primera vez en su vida que un blanco se dirigía a ella desde el respeto. Este tipo de sorpresas son las que deben encabezar un reportaje digan lo que digan las

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agencias. Para encontrarse con este tipo de regalos hay que salir a la calle a buscarlos.

Vietnam, la última barra libre

Llegó Vietnam, miles de muertos, la derrota norteameri-cana. La Casa Blanca culpo del revés militar a sus periodistas que habían tenido un acceso ‘demasiado libre’ a la informa-ción y generado crónicas sobre el horror que allí se vivía. Esa información fue la que creó una conciencia antibelicista en la retaguardia que terminó por ser mayoritaria en el país. El Pentágono dijo que la guerra se perdió en los medios.

Vietnam fue la última barra informativa mas o menos li-bre. Después llegó la guerra del Golfo en 1991. Los perio-distas iban empotrados. Apenas vieron nada, sólo lo que el mando militar estadounidense les permitió ver. Si uno es há-bil y tiene suerte, encuentra la forma de sacudirse el cerco. Hoy, con las nuevas tecnologías y las redes sociales, el con-trol absoluto es casi imposible.

Pese a las quejas y las vigilancias policiales a periodistas, se olvida que la información de los excesos que más daño hizo a la Casa Blanca se elaboró en Washington, no en Vietnam. La firmó uno de los mejores periodistas de investigación del

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siglo XX: Seymour Hersh. Descubrió la existencia de la ma-tanza de My Lai, en Vietnam, en la que fueron asesinados en marzo de 1968 cientos de civiles. Después descubrió las torturas de Abu Ghraib, cerca de Bagdad, que acabaron por tumbar al jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld.

Los periodistas extranjeros suelen ser bien recibidos por la parte que se siente débil. Una vez superados los resquemores de que el reportero pueda ser un espía, algo normal pues el espionaje ha utilizado esta profesión para camuflarse, la parte débil entiende que ese reportero es su única posibilidad de colocar su historia en la rueda informativa mundial. Si exis-tes puedes aspirar a una solución internacional, si no estás en ese runrún de lo que es importante cada día, te mueres. Pasó en el genocidio de Ruanda en 1994.

Bosnia consiguió una cantidad razonable de atención du-rante los 44 meses de asedio a Sarajevo. Madrid atrajo a lo mejor de la prensa internacional en 1936 y1937, durante el sitio de Madrid durante la Guerra Civil española. Eran tiem-pos heroicos.

Cara y cruz de Internet

En la guerra de Bosnia-Herzegovina (1992-1995) no existía Internet, al menos no era un invento público, abierto a todos

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como ahora. Tampoco existían los teléfonos móviles. Los periodistas transmitían sus crónicas a través de los teléfonos satélites de las grandes agencias de prensa o de las televisio-nes, los únicos que podían permitirse el transporte de unos aparatos pesadísimos de difícil transporte, que una vez en su sitio se quedaban allí durante toda la guerra. Hacíamos cola en espera del permiso del jefe de la agencia para mandar la crónica. La prioridad la tenían ellos, los dueños del aparato.

Aunque el sistema del teléfono satélite obligaba al perio-dista a dedicar mucho tiempo y paciencia al envío de su cró-nica, estábamos mucho mejor que Leguineche y su télex. En aquella guerra bosnia nacieron los primeros fax-satélite, unos aparatos fáciles de llevar (cuatro kilos y del tamaño de un ordenador). El problema era que tras enviar la crónica era necesaria una llamada de confirmación, de recibido. Ese fax satélite no permitía intercambio de mensajes.

Internet cambia todo. La transmisión se reduce a un clic, a unos segundos. El periodista puede dedicar el 99% de su tiempo a construir el reportaje, a trabajarlo en la calle, a pu-lirlo en el ordenador. Ese exceso de tiempo es a veces perju-dicial: permite pensar demasiado, y cuando el periodista que tiene la cabeza llena de voces, olores y sabores se bloquea, no sabe por dónde empezar. Es mejor dejar que sean los dedos los que escriban lo vivido, el reportaje, que todo fluya. Esta

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magia se consigue media hora antes del límite para enviar la crónica, con la espada de Damocles en la cabeza. “¿Cómo llevas el texto?” Esta es una de las preguntas frecuentes que se lanzan desde una redacción a última hora de la tarde. “Muy bien, casi acabando”. Esta es la respuesta obligada desde el otro lado. Queda una hora para el cierre y aún no has empezado a escribir. Así salen mejor las cosas, a punto de descarrilar.

Las nuevas tecnologías que tanto han facilitado la transmi-sión de textos, fotos e imágenes y la búsqueda de datos, el googeleo para resolver problemas como el de “cómo diablos se escribe aquel maldito nombre”, tienen su reverso. El re-portero se quedó sin su intimidad, ya no es posible extra-viarse con la excusa de buscar un télex en la Cochinchina. Ahora el jefe te puede llamar, whatsappear, inundarte a co-rreos y mandados absurdos. Ya nadie puede decir: “Está per-dido”. Ya no es creíble. Ahora el jefe lee desde su sitio dece-nas de webs de periódicos, agencias de prensa y televisiones, ve vídeos, escucha audios, tiene la sensación de estar ahí, de compartir tu miedo, aunque se halle a miles de kilómetros de distancia. Ese jefe ya no pregunta ¿qué tal estás?, ¿qué tienes? cuando llama, sino que da órdenes: “Vamos a hacer esto”.

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En la guerra de Líbano hubo problemas, los primeros se-cuestros de larga duración de periodistas. Era la marca de Hezbolá. A la parte débil ya no le hacía gracia el periodista extranjero. Pero el gran cambio se produce en 2003 tras la invasión de Irak. Los grupos insurgentes nacionales com-puestos por antiguos soldados del derrocado Sadam Husein y la insurgencia islamista cuentan con Internet, disponen de webs para colocar sus mensajes. Pueden grabar los atentados y los degollamientos y colgarlos en la Red sin problemas. Disponen del eco que generan los canales de televisión ára-bes por satélite, como la qatarí Al Yazeera. Ya no necesitan al periodista extranjero, comienzan los secuestros, los asesi-natos.

La parte débil y la parte fuerte están de acuerdo: es necesa-rio controlar la información. En las primaveras árabes se ha producido un despertar, un breve regreso a los tiempos de Bosnia. Fue sólo un espejismo. El nuevo Egipto es igual que el viejo. Tras un periodo de cierta turbulencia democrática, llegó el reajuste que descabalgó primero a los laicos y a los Hermanos Musulmanes, después. Todo ha regresado al Ejército, el verdadero poder. El general Abdul Fatah Al Sisi, el nuevo Mubarak, ha tomado gusto al deporte de detener periodistas. A las dictaduras no les gustan los testigos. Libia es un territorio sin ley después de la muerte de Muamar el

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Gadafi, Túnez lucha por salir de una accidentada transición con los islamistas moderados al frente, Yemen es un Estado fallido y Siria, el escenario de una guerra cruel que ha cos-tado la vida a más de 130.000 personas y el exilio a 1,3 mi-llones.

Freelance y empotrados

Afganistán, la guerra que se vende como un gran éxito, vol-verá a tener gobierno talibán en cuanto salga el último sol-dado extranjero. No ha sido un terreno fácil para los perio-distas. Los talibanes no admiten testigos (David Rohde de The New York Times estuvo siete meses secuestrado) y los norteamericanos sólo llevan empotrados. Trabajar por libre es peligroso. Hay periodistas que lo consiguen como Mónica Bernabé, la corresponsal de El Mundo. Ser periodista es com-plicado en Afganistán, imposible en Siria y cada vez más di-fícil en Occidente. El poder domina a los medios endeuda-dos a través de la banca.

La crisis becariza las redacciones y puebla de freelance las coberturas informativas más arriesgadas. Los jóvenes repor-teros deben jugarse su dinero para conseguir estar donde so-ñaban estar. Una forma de gastar poco son los empotramien-tos con el Ejército de EEUU. Uno se paga el avión y el resto

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corre a cargo de los militares. Siempre ha existido el empo-tramiento. Robert Capa era un empotrado en el desembarco de Normandía. En Afganistán se han realizado documenta-les de altísima calidad, como Restrepo, de Tim Hetherington y Sebastian Junger. Es posible hacer periodismo en un em-potramiento, pero no se puede contar una guerra. El perio-dismo, ya sea en una tableta, una web o en un soporte de papel podría reencontrar su grandeza y utilidad social cuando cumpla con dos de sus principios: no creer lo que dice nadie, si no está comprobado, y salir a la maldita calle.

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Digamos que me llamo República

En España cuando se habla de República se habla de una cooperativa de palabras y de palabras cooperativas como justicia social, educación, solidaridad y federalismo. Por

ello, esa palabra de palabras resistió todas las pruebas, la re-presión y el paso del tiempo

Publicado originalmente en abril de 2014

Por Manuel Rivas Escritor y periodista, ha recibido numerosos premios, entre ellos, el Pre-mio Nacional de Narrativa por ¿Qué me quieres amor? (1995). Colabora con medios como El País y codirige la revista en gallego Luzes. Su última novela es Las voces bajas (Alfaguara, 2012). Su obra literaria incluye la no-

vela, la poesía, el ensayo y la crónica periodística

España ya es republicana. Esto no es una consigna, ni el co-mienzo de un pasquín en una comarca del realismo mágico, ni siquiera una frase con vocación de convertirse en perfor-mance. Tampoco es un exceso de nostalgia proyectada en el futuro. Lo dice con cierta claridad la secuencia demoscópica de los últimos años. La valoración de la monarquía ha caído en picado, a un ritmo incesante, hasta llegar a ras de suelo en la última encuesta, en abril de 2013, en la que el Centro

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de Investigaciones Sociológicas (CIS) tuvo la “osadía” de si-tuarla en las instituciones a calificar. Fue la última vez. La bronca debió ser monumental y no parece probable que la Corona vuelva a ser materia estadística. El CIS no pregunta nunca por la República. El himno español no tiene letra, pero entre acordes dice la voz del silencio: ¡Dios bendiga el Tabú!

La República está en el horizonte, como una esperanza to-davía imprecisa, mientras el tiempo de la Monarquía se ha vuelto cada vez más borroso. La realidad existe, como lo in-visible del mar, aunque los panegiristas, sean amables o chiens de garde, confundan su pulsión hagiográfica con el pulso del pueblo. Juan Carlos tuvo a tiempo el reflejo de su-pervivencia histórica para desprenderse de su papel de “su-cesor” títere del franquismo, salir de la hoja de ruta del “atado y bien atado”, y poner el pie en el estribo para cabal-gar la Constitución. Fue su mejor momento. El entusiasmo no fue indescriptible, pero sí hubo una aceptación tácita en ese proceso de morphing histórico: la metamorfosis del Bor-bón contagiaba a las élites reticentes y propiciaba la muta-ción de algunos monstruos. El golpe de Estado del 23-F tuvo un efecto paradójico. El empeño en erigir al monarca como héroe de la democracia, con la perspectiva actual, carece de crédito. Hoy sabemos que el presidente Suárez fue la gran

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víctima del “golpe difuso” o “golpe de timón”, antes del za-farrancho esperpéntico de Tejero y compañía.

En el filme de la Transición, y al margen de heroicos extras populares, apenas queda un actor mítico y es Adolfo Suárez. No es de extrañar el bombardeo de loas y la cantidad de egos empeñados en ser el muerto en el entierro. En el fondo, el recurso Suárez, esa unanimidad en las pompas fúnebres, res-ponde a una inseguridad y quiebra en el dogma de la Tran-sición. La figura de Suárez, tan vilipendiada, llena el vacío que otros dejan. En la perspectiva histórica, por sus hechos, lo veremos como un presidente republicano: la legalización del Partido Comunista, la negociación con ETA p-m, el re-cibimiento como president catalán a Tarradellas. El monarca es ya visto como el envés del mito. No sólo provoca indife-rencia. La Monarquía no pertenece a la categoría de lo im-prescindible. Por decirlo a la manera de Mario Moreno, ha entrado en un período de necesidad innecesaria.

La democracia, sí. Es imprescindible. Cuando hablamos de democracia en España, cuando de verdad lo hacemos sin complejos, sin miedos, sin tabúes, sin intimidación “atmos-férica”, sin tener la sensación de que nos han otorgado un favor o un permiso para ser libres, o una hipoteca en la que hay que pagar por ejercer los derechos, cuando hablamos así, sin balbucir, sin rodeos ni eufemismos, sin importarnos la

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reacción torva del chien de garde, ¿de qué estamos hablando? Hablamos de república. De la República.

Después de todo lo pasado en España, es casi milagroso que todavía exista la palabra República en el diccionario. Al pensarla, al decirla en voz alta, parece que nace por primera vez. Y con esa condición de triunfo de la humanidad. Pode-mos probar a hacer el experimento. En cualquier lugar de España, en cualquier rincón, en una cafetería o en la cola del supermercado, en un estadio o en un semáforo, si decimos de pronto “¡República!” podrá parecer un poco excéntrico, pero el efecto que sin duda provocará es el de un silencio meditativo. ¿Por qué? Porque la palabra República, en Es-paña, es una palabra que “recuerda”. No me refiero a la his-toria en un sentido convencional. Se recuerda “república” como se recuerda “justicia” o “libertad”. Pertenecen a una profunda identidad. La otra identidad. La compartida. La sustraída.

En las quemas de libros de la España franquista había un título que nunca faltaba La República (¡de Platón!). Era la palabra lo que se quemaba. La historia de la palabra y la de todos los que la llevaban dentro. Nunca una palabra fue tan-tas veces quemada, fusilada, enterrada. En La Ilíada, Aquiles venga a su amigo Patroclo arrastrando con su cuadriga el ca-

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dáver de Héctor como una piltrafa. Un hecho atroz, el ensa-ñamiento con los muertos, que lleva a convocar una asam-blea de dioses (hoy diríamos de las conciencias) donde se toma el acuerdo de obligar, instar, al predilecto Aquiles a que repare la afrenta cometida, devuelva el muerto a sus fa-miliares y les muestre condolencia. Podríamos decir que fue una de las primeras grandes lecciones éticas formuladas en la literatura. Han pasado miles de noches y de días, pero toda-vía hay gente y lugares que no han respetado esa minima moralia. Así es en España con alrededor de 150.000 republi-canos con la condición de desaparecidos, como constató, conmocionado, el relator de la ONU, Pablo de Grieff. ¡En febrero de 2014!

El honor de la Segunda República debería ser reivindicado no sólo por los republicanos, sino por todos los españoles. Como dice el historiador Ángel Viñas, en un libro titulado precisamente El honor de la República, “una parte del pueblo español, los republicanos, fueron agredidos desde el interior por los militares sublevados y desde el exterior por las poten-cias fascistas. En lugar de rendirse, como hizo el Ejército checo, aquí esos españoles, españoles, sí, se batieron contra los militares sublevados, contra los nazis y contra los fascistas ellos solitos”.

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Permítanme un breve relato entrelazado en el tiempo. En 1930, desde Buenos Aires, unos emigrantes enviaron clan-destinamente a su lugar de origen, O Grove, en Galicia, un reloj muy especial. Era un reloj grande, de pared, con una inscripción imborrable: “Este reloj cuenta los días, horas y minutos para la caída de la tiranía”. Era el tiempo de la dic-tablanda de Berenguer. El reloj fue expuesto, visitado y aplaudido cuando se proclamó la República y desapareció cuando volvió la tiranía en 1936. Francisco Lores, un bo-naerense nacido en O Grove, me contó otra estampa de su infancia. El pesquero en el que faenaba el padre se llamaba La República. Cuando se acercaba a puerto, el niño gritaba en gallego: “Chegou a Republica, chegou a República!”. Un día le taparon la boca. Le advirtieron: “El barco, ahora, se llama Victoria”. Pero el niño, cada vez que llegaba, murmu-raba, le salía de dentro: “Chegou a República!”.

El reloj de O Grove vuelve a funcionar. Lo he podido ver. El barco que fue La República, y luego Victoria, fue desgua-zado hace mucho tiempo.

Patrimonio universal

El recuerdo de la Segunda República española no sólo per-tenece a la memoria local. Sobre ese período histórico ocurre lo que decía el joven Marx con la esfera terrestre: que elige

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donde posarse para descansar. Y ese instante se convierte en un tiempo extraordinario. Esa memoria española forma parte de lo mejor del patrimonio universal. Y así lo sintieron y vivieron generaciones de todo el planeta. El castigo fue tan brutal también por esa dimensión ejemplar que trascendió las fronteras. Contra la República española no sólo hubo una guerra de poder y de intereses, sino la pretensión psicopática de amputar la pulsión de la libertad. La victoria de Mors, Tánatos, el Destrutor. Cuando celebra la victoria, y algunos esperaban un gesto de piedad, Franco llama a sus generales a continuar la tarea hasta “arrancarla de raíz de la Enciclope-dia”.

El prestigio de la República, ese levantarse de debajo del suelo, después de haber caído España, como decía el verso de César Vallejo, “de la tierra para abajo”, es un acto perfor-mativo de la memoria, una rememoración que se proyecta hacia adelante. Hay una historia que pertenece al pasado y otra historia que fermenta en el presente. Josep Fontana ha-blaba del presente recordado. Es el presente lo que hace emerger la demanda de República. Hay una desafección de los ciudadanos, pero no es un rechazo a la política, sino a esta política y a estos políticos. La crítica cada vez más ex-tendida e insurgente no es contra la democracia, sino contra la sustracción de la democracia, cada vez más achicada por

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la contrarreforma ideológica, por un modelo económico an-ticonstitucional, de capitalismo caníbal.

Es sabido que el término república puede ser invocado en vano. Pero en España, cuando se habla de República, se ha-bla inevitablemente de una cooperativa de palabras y de pa-labras cooperativas, como justicia social, educación, solida-ridad y federalismo. Por eso, esa palabra de palabras resistió todas las pruebas. La República no es el contrapunto a la Monarquía. Es algo que está por encima de ese debate cir-cunstancial. Frente a una democracia “bodegón”, decora-tiva, una democracia expresionista. Una democracia mili-tante.

No hay ningún gran partido que ahora mismo tenga la Re-pública como prioridad. Figura en el programa de máximos socialista, pero no figura siquiera en su vocabulario. Por eso sorprende todavía más la emergencia de la reivindicación re-publicana. En la última encuesta seria sobre este asunto, rea-lizada por Metroscopia para El País, el 14 de abril de 2011, un 39% de los encuestados se mostraba favorable a la Repú-blica, frente a un 48% de monárquicos, mientras un 10% aparecía como indiferente. Si este era el resultado, sin que nadie haga campaña republicana, ¿cuál no sería si los parti-dos que se definen como republicanos volvieran a llamar al barco La República?

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Una monarquía funcional y transfor-mada

La ejemplaridad, la transparencia y el cumplimiento de las obligaciones constitucionales justifican una monarquía de-mocrática. La familia real española está desprestigiada por-

que se ha apartado de esos principios Publicado originalmente en abril de 2014

Por José Antonio Zarzalejos Periodista. Dirigió el diario Abc entre 1999 y 2008. Sobre su salida de ese periódico escribió La destitución. Historia de un periodismo imposible (Pe-nínsula, 2010). También es autor de La sonrisa de Julia Roberts. Zapatero y su época (Chronica, 2011). Ha sido galardonado con la Legión de Ho-nor francesa y los premios Javier Godó y Luca de Tena, entre otros. Ac-

tualmente colabora con El Confidencial

El monarquismo resulta una militancia arriesgada y en per-manente alerta. Diré más: los monárquicos sólo podemos serlo con un altísimo grado de relativismo, de ahí que nues-tra convicción esté sometida a una precariedad que nos re-sulta verdaderamente molesta. Salvo los monárquicos visce-rales, que son aquellos que siguen creyendo que los reyes es-tán ungidos por el derecho divino, la mayoría de los que

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apreciamos determinadas superioridades en la forma monár-quica del Estado –siempre parlamentaria y democrática- so-mos tributarios de que el rey y su familia respondan con plena funcionalidad —esto es, utilidad y practicidad— a los intereses de la sociedad, en este caso, la española. Porque si no es así, entramos en una espiral contradictoria de convic-ciones y de afectos.

El corolario de este exordio consiste en lo siguiente: el mo-narquismo ha de ser extraordinariamente exigente con el funcionamiento de la Corona, con el comportamiento ins-titucional del rey, con su ejemplaridad –en términos civiles y políticos- y con su autenticidad, esto es, con la coherencia de lo que el monarca hace y dice. Un monárquico laxo en sus requerimientos a la Corona es una especie destructora para esta forma de Estado que se encuentra ahora más cues-tionada que en los últimos 50 años, tanto en España como fuera de ella, en países con mayor o menor tradición monár-quica. Incluso allí donde se proclama que la Corona es soli-dísima –y lo es-, en el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, tal apreciación se vierte después de una sostenida, discreta y eficaz reformulación del trono britá-nico, de sus modos de relación con la sociedad y de la ma-nera en la que su titular cumple con sus obligaciones consti-tucionales, aunque éstas no se hayan escrito nunca. No hay

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monarquía occidental más subordinada a los poderes del Es-tado y con menos margen de maniobra institucional autó-noma que la que encarna la reina de Inglaterra.

Por otra parte, el monarquismo es de acuñación conserva-dora y poco frecuente en la izquierda. Los que nos recono-cemos en las tesis liberales y conservadoras somos también mucho más vulnerables a las virtualidades del simbolismo y de la tradición. Ambos conceptos (simbolismo y tradición) forman parte del acervo conservador. Me atrevería a sostener que resultan elementos de identidad ideológica muy propios de la derecha democrática. Incluso en Estados republicanos como Francia, el conservatismo exuda una nostalgia formal, gestual, aparente, de los usos y maneras monárquicas. Y en Estados más jóvenes, el presidencialismo republicano remite a guiones históricos que enlazan con formas monárquicas de entender el poder.

La simbología y la tradición evocan la ritualidad identifi-cadora y la continuidad de la entidad socio-política de la na-ción y del propio Estado, respectivamente. Los monárquicos creemos que una Corona funcional, es decir, útil y transpa-rente, se comporta como un contrafuerte del edificio estatal porque no se somete a los vaivenes de la renovación de-mocrática o al desgaste del ejercicio efectivo y constante del poder. De manera tal que ancla el Estado, le ofrece certeza,

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estabilidad y, en consecuencia, una cierta percepción de se-guridad. Tenemos la historia de España de nuestro lado: dos repúblicas y dos fracasos. Cierto que hemos tenido fiascos monárquicos colosales, pero incluso cuando abominamos de los Borbones fuimos a buscar a un rey, Amadeo de Saboya, porque nos gusta que en el Palacio Real de Madrid siempre habite un inquilino. Por lo demás, los “demonios familiares” de nuestro país –y el territorial es uno de ellos- no los han resuelto mejor, sino peor, las formas republicanas de Estado que tuvimos en el XIX y en el XX.

Sin embargo, y pese a estas razones, sucintamente expresa-das, la monarquía sólo es defendible a día de hoy de una forma contextual, no endógena. Y trataré de explicarme: al no ser la jefatura del Estado electiva –y además, estar con-templada constitucionalmente de manera vitalicia-, se intro-duce en su exégesis un factor de irracionalidad democrática muy potente que sólo podría contrarrestarse con los benefi-cios que aporta, en un determinado contexto. Por sí misma, la forma monárquica del Estado se batiría en retirada desor-denada en un debate de ideas. Conectada con la funcionali-dad a la que he aludido, a su carga simbólica y tradicional, sus posiciones mejoran en el debate y se igualan a las racio-nalidades republicanas cuando la Corona se desenvuelve en

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un determinado contexto político-constitucional y coti-diano que enaltece sus atributos y contrae sus anacronismos.

Virtud cívica y utilidad

No voy a recurrir —aunque aludir a ello es hacerlo— al cor-rectísimo y a veces envidiable funcionamiento democrático de monarquías europeas como las nórdicas o la británica, porque hacerlo merece siempre una respuesta: tan buenas como ellas, o mejores, son democracias republicanas. Es ver-dad. Y aquí entra un factor adicional que apuntala la mo-narquía, que es el factor idiosincrático (la sociología política ha tratado mucho este aspecto) de sociedades que se encuen-tran cómodas y satisfechas con instituciones antañonas que cumplen determinadas funciones integradoras. Pero tam-bién esta ventaja —la idiosincrasia de cada sociedad hace que su institucionalización difiera— depende del contexto. Y a él voy por derecho y sin tantos miramientos como en España se producen en este asunto.

Una monarquía corre un serio peligro extintivo si no se entiende a sí misma como una institución naturalmente subordinada al orden constitucional y basa su continuidad en determinados intangibles que remiten a la ejemplaridad, la superación de cualquier tipo de partidismo, la transparen-cia (y no sólo en lo financiero), la laboriosidad del titular y

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de su familia troncal y al cumplimiento estricto –estrictí-simo- de sus funciones constitucionales. Si la Corona no se desenvuelve en ese contexto de irreprochabilidad social y po-lítica —y yo diría, sin lugar a dudas, también ética—, la forma monárquica del Estado decae en su razonabilidad de-mocrática. Porque ¿qué razones justificarían si no son las de la excelencia de los reyes y de su familia su posición de pre-eminencia total en la cúpula del Estado?, ¿cómo explicar que hay un ius sanguinis que apoderaría a una persona y a una familia a reinar sobre una sociedad que no les ha elegido sino es con el argumento de la virtud cívica y la utilidad institu-cional para los intereses generales? No hay forma de hacerlo.

La crisis de las monarquías –antes y ahora- han estado siempre relacionadas con la omisión por el titular de la Co-rona y de su entorno familiar de la cautela en sobrepasar se-gún qué líneas rojas, qué prevenciones y qué interdicciones. No he de recordar —aunque lo hago para los que no sean memoriosos— que Fernando VII fue un “felón”; que su hija nació en España pero murió exiliada en París, en donde na-ció Alfonso XII a quien lo repatrió el espadón militar; que a su hijo, Alfonso XIII le ocurrió a la inversa: nació aquí y murió en Roma. En el interregno, la II República y la dicta-dura franquista, para llegar al día de hoy, con un monarca

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nacido en el exilio romano y al que la mayoría deseamos ter-mine sus días en España, aunque no necesariamente desem-peñando la jefatura del Estado.

Llegamos a un punto capital: la sostenibilidad de la mo-narquía no depende sólo de un cumplimiento estricto de los atributos que la connotan (funcionalidad, simbolismo, tra-dición, ejemplaridad, subordinación constitucional), man-teniendo así el contexto que la explica democráticamente. Es preciso dar un paso más, al menos en España. Y ese paso consiste en abandonar trasnochadas apelaciones al carisma del titular —lo tenga, lo haya tenido, o lo haya ya perdido— y articular una sólida regulación de la institución.

En nuestro país, debido a la excepcionalidad del origen constitucional de la monarquía y a las características perso-nales y acopio de méritos de su titular, la Corona es una ins-titución desregulada. El Título II de la Constitución re-quería desde hace muchos años un desarrollo cumplido con señalamiento concreto de los márgenes reglados y discrecio-nales de las acciones y decisiones del rey. Hemos construido no sólo una monarquía “prosaica”, sino también desvenci-jada, como se ha puesto de manifiesto con las enfermedades del rey, con sus viajes privados a países (para desarrollar ac-tividades de dudosa oportunidad) que objetivamente no ga-

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rantizaban su seguridad, con las suplencias —a veces desai-radas— que ha mantenido y mantiene el príncipe de Astu-rias y, en fin, con comportamientos en su entorno familiar —yerno e hija— que se han introducido en el terreno del reproche penal. En estas circunstancias, bien podría afir-marse que el contexto que hace entendible la monarquía es-taría próximo a resultar ininteligible para buena parte de la población y desarbolaría a los monárquicos racionales que quedaríamos privados de los argumentos de más peso para contrarrestar las tachas endógenas de la institución y, funda-mentalmente, su carácter hereditario y, en consecuencia, no electivo.

Podríamos preguntarnos con lógica por qué no ha hecho crisis definitiva esta situación en la que se desenvuelve la Co-rona. Y podríamos respondernos, con igual lógica, que la institución no se ha venido abajo porque los deméritos de la jefatura del Estado forman parte de una crisis sistémica que ofrece síntomas inequívocos: la cuestión catalana sería uno, otro la Corona, pero hay muchos más, como la quiebra de confianza en el sistema actual de partidos —que está mu-tando del bipartidismo hacia un previsible multiparti-dismo— o fenómenos terminales —llamados también de “fin de época”— como la ruptura de la confianza entre la clase dirigente y la sociedad (la crisis de la representatividad),

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el desplome de los sindicatos o el naufragio financiero y deontológico de buena parte del sistema de medios de co-municación.

Sólo en ese cuadro crítico se entiende, por una parte, el descuido temerario del jefe del Estado y de su entorno fami-liar por mantener el contexto legitimador de su función constitucional, y por otra, la omisión, igualmente temeraria de los sucesivos gobiernos, de abordar la regulación de la je-fatura del Estado desarrollando el Título II de la Constitu-ción. Y se entiende también que el problema de la monar-quía no es sólo de la institución sino del conjunto del sistema que se resiente de un modo generalizado, de tal suerte que las debilidades mutualizadas de los pilares del régimen cons-titucional se sostienen entre sí, incluso en su negativa a re-formularse.

Pero la monarquía tiene capacidad de regeneración en el conjunto de la que es necesaria en el sistema. Diría que una propia y particularísima capacidad regeneradora que se loca-liza en su trayectoria histórica. Por ejemplo, la abdicación de su titular —no como una decisión de abandono sino de con-tinuidad reavivada—, por ejemplo, las reformulaciones de su estatuto para sintonizarlo con las coyunturas cambiantes,

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por ejemplo la reinvención de nuevas funciones con capaci-dad de integración susceptibles de encajar en las literales es-tablecidas en la Constitución.

Está por ver que el aburguesamiento de las familias reinan-tes a través de matrimonios denominados “desiguales” haya proporcionado una nueva calidad a la Corona que es una institución familiar en la medida en que los derechos dinás-ticos se derivan de las relaciones de sangre.

Un urgente baño de realidad

En cualquier caso —y para terminar esta digresión— la mo-narquía ha de recomponerse para rehabilitar el contexto que la explique en términos accesibles y racionales a las genera-ciones que no han vivido experiencias excepcionales que han establecido con las anteriores una especial relación con la institución. Unas nuevas generaciones que ya no incorporan pulsiones idiosincráticas que singularizarían la instituciona-lización española porque la globalización las ha diluido; unas generaciones que no pueden ni quieren vivir de carismas sino de pautas normativas democráticas y que tienden a la iconoclastia por lo cual el simbolismo y la tradición se rela-tivizan.

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No obstante, las monarquías en general, y en particular la española, habrían de encontrar algunos referentes para su transformación. Uno, en su propio ámbito, que se localiza en la Corona británica; otro, en un ámbito planetario que es la Iglesia católica en la que conviven —¡es la gran monarquía por cooptación de la historia!— dos pontífices. Si esa trans-formación producto de 2.000 años de acumulación de co-nocimientos de los hombres y las sociedades ha sido posible, ¿por qué una suerte de alicorta dogmática mantiene enre-jada una institución que requiere de un urgente baño de realidad? Si el binomio monarquía y realidad social no ma-ridan pronto, ésta se impondrá a aquella sin apelación. Y volveremos a ese ejercicio tan penoso en nuestra historia que consiste en repetirnos ad nauseam.

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Un velero bergantín La lectura como un ejercicio de rebeldía e ilustración,

como un acto de emancipación individual y colectiva. el autor reivindica así el valor de la literatura a través de las

obras de autores como Espronceda o Stevenson Publicado originalmente en mayo de 2014

Por Luis García Montero Profesor de Literatura en la Universidad de Granada y escritor, ha culti-

vado varios géneros, sobre todo la poesía. Autor de una amplia y pre-miada obra, los temas de la cultura y la memoria histórica han ocupado buena parte de su literatura. Su último libro publicado es la novela Al-

guien dice tu nombre (Alfaguara)

Con diez cañones por banda, viento en popa, a toda vela, no corta el mar sino vuela

un velero bergantín. Bajel pirata que llaman por su bravura el temido, en todo el mar conocido del uno al otro confín.

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No recuerdo la primera vez que vi el mar. Recuerdo la pri-mera vez que mi padre me leyó La canción del pirata, de Es-pronceda. ¿Qué significa esta ordenación de la memoria? No se trata de que la literatura sea para mí más importante que la vida. Sólo ocurre que la literatura forma una parte decisiva de mi vida, o que la literatura es vida, pura vida, como la mirada infantil del mar, como la decisión de sentarse al lado de un hijo para contarle un cuento o recitarle un poema. Vivo dentro de un relato.

Veo a mi padre con Las mil mejores poesías de la lengua cas-tellana en la mano, oigo el rumor del viento, el mar cortado por la proa de un velero bergantín, y pienso en la hija que escucha mi cuento. Parece como si la literatura me hubiese enseñado que la vida es un relato, que estamos suspendidos en un argumento en el que los desenlaces vienen del pasado. Es una forma de comprender que somos responsables de los nudos que hay entre los planteamientos y los desenlaces, res-ponsables de los nudos por deshacer y por hacer en el pre-sente.

Mi padre leía con voz teatral, ronca, lenta… No como si estuviese hablando en otro idioma, pero sí como el habitante de un tiempo distinto, de un ámbito imaginado en común para los acontecimientos particulares. El niño puede ver y

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oír, ahí están, un barco pirata que se llama El Temido, la lona de las velas que gimen, un capitán orgulloso de su libertad y la espuma de una canción tan rápida como el viento: Y si caigo, ¿qué es la vida? Por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo como un bravo sacudí. Mi padre -ahora lo comprendo-, creaba efectos al leer. Se ponía en situación para que yo entrase en la historia.

La lectura nos enseña a ponernos en el lugar del otro, pero no deja al otro sin lugar. El hecho literario crea un mundo compartido. Espronceda, liberal de conspiraciones y trin-cheras decimonónicas, se puso en la piel de un pirata para que los lectores habitáramos su rebeldía. El personaje es una plaza pública, un lugar de encuentro, el espejo que acaba por desnudar nuestros propios deseos de libertad. Hermosa li-bertad enlazada y compartida en la que nos descubrimos a nosotros mismos cuando somos capaces de ponernos en el lugar del otro.

Espronceda, romántico exaltado, se pone en la identidad de un pirata que lucha contra las leyes injustas y la rapiña legalizada de los ingleses. Mi padre se coloca en el lugar del pirata, lee su canción con voz ronca y crea efectos para sedu-cirme. O para ponerse en mi lugar. Y yo me pongo en el lugar de mi padre, que me lleva hasta el lugar de un pirata que me empuja a su vez hasta el lugar de Espronceda. El

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poeta me espera en sus versos para descubrirme al final de la navegación mi propio rostro, mi rebeldía. Ahora vuelve a aparecer la memoria. Me veo en el atardecer de un día de los años sesenta, después de pasar las horas con los gamberros en las alamedas del río Genil, llegando fuera de tiempo a casa y sin haber hecho los deberes. Seguro que mi padre va a re-gañarme, pero yo repito: ¿Qué es la vida? Por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo como el bravo sacudí.

¿Al final de la navegación? Los viajes humanos nunca aca-ban, son el patrimonio de una comunidad. El relato cons-truye los vínculos. Se suma a la memoria el poema que un día escuchó mi hija a través de la voz ronca de su padre. Pienso en ella, la imagino convertida en madre. Mi nieto escucha un poema en su voz.

No conozco una metáfora más exacta del contrato social moderno. La lectura: un ejercicio que te descubre a ti mismo, pero cuando llegas a ponerte en el lugar del otro. Un ejercicio que te enseña a ponerte en el lugar del otro, pero que no deja al otro sin lugar.

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Como vivo en un relato, vuelvo al asunto del pasado para buscar un desenlace. Insisto en mis recuerdos de lector. De-claro mi fe en el poder simbólico de los libros y la lectura entendida como un pacto entre el autor y el lector. Hay un significado ético en el hecho de habitar en un relato, en la palabra todavía, en un futuro abierto que nos viene desde el ayer. Hoy es siempre todavía, escribió Antonio Machado.

¿Ayer? ¿Qué dimensión le damos al tiempo? La historia se ha instalado en el tiempo del riesgo, en ese vértigo que es el juego de la especulación. El olvido trabaja en los pliegues de la prisa. Una memoria borrada suprime muchas responsabi-lidades. Lo que ocurrió hace un año, cinco meses, tres días, pertenece a un pasado remoto. El Fondo Monetario Inter-nacional otorga a la cultura milenaria griega muy pocos días para tomar decisiones y provoca el error. ¿A favor de quién? Del tiempo del riesgo, de la especulación que lo devora todo, incluso las palabras ahora y presente que alcanzan prestigio a costa de debilitarse y perder territorio para su significación. Ya no alcanzan a contener más que unos segundos precarios. Disuelven su historia en un plis-plas.

Como el tiempo de la lectura es distinto, me atrevo a releer un libro de hace seis años. Vuelve a ser una novedad, como la decimonónica Canción del pirata cada vez que la leo. Se trata en este caso de un libro de Edward W. Said, el filólogo

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norteamericano de origen palestino: Humanismo y crítica de-mocrática. La responsabilidad pública de escritores e intelectua-les (Debate, Madrid, 2008). Propongo una meditación sobre esta frase: “La realidad de la lectura es, ante todo, un acto de emancipación e ilustración humana, quizá modesto, pero que transforma y realza nuestro conocimiento en aras de algo diferente del reduccionismo, el cinismo o el estéril mante-nerse al margen” (página 91).

Reduccionismo, cinismo y marginalidad, tres palabras que definen nuestro presente. Pensar en la lectura como una al-ternativa supone, en efecto, un acto de emancipación. De-volverle al tiempo un ritmo humano, que no pare el reloj, pero que tampoco disuelva el pulso de la sangre y de la reali-dad en el vértigo de la especulación, supone tomar distancia ante las formas actuales de relación con la economía, el pa-sado, el futuro, la política, los valores jubilados y los conti-nuos descubrimientos del mar Mediterráneo.

El pensamiento reduccionista, sin matices, en blanco y ne-gro, se acomoda al ritmo de los titulares, a la noticia prefa-bricada para el consumo fácil. Los dogmas son la prisa de las ideas, dividen el mundo en el sí y el no, en el bueno y el malo. Todo lo convierten en una caricatura sin preguntas, la escenificación de una libertad sin consistencia en la que es mucho más fácil el decir que el pensar. La dinámica invita a

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decir lo que no hemos pensado antes que a pensar lo que vamos a decir. Hay incluso quien opina que ser libre signi-fica hablar mucho sin tener opiniones propias.

Por eso cobra tanto prestigio el cinismo en un presente de plis-plas. Todo es relativo, nada tiene importancia, nada nos va a engañar, la inconsistencia de cualquier idea permite que nos riamos mucho mientras se quedan las cosas como están. Es una traición al humor que siempre tuvo la capacidad de provocar la sonrisa, la risa o la carcajada para poner las cosas del revés. El poder ha aprendido la lección del cinismo. Más que argumentar hoy sus iglesias, sus dogmas, la legitimidad de sus injusticias, prefiere ridiculizar las alternativas, las ilu-siones que pueden llegar a compartirse, el crédito de un re-lato diferente. El ventilador del cinismo lo ensucia todo e impone la fatalidad de la corrupción común. Mejor no aspi-rar a nada, quedarse al margen.

El estéril mantenerse al margen. Una versión más del indi-vidualismo posesivo, una nueva sacralización del egoísmo como perspectiva única para fundar la subjetividad. La pala-bra libertad pierde la dimensión social de su diálogo con la vida y se encierra en la ley del más fuerte. ¿Contrato social? No gracias. Pacto de lectura, ya tampoco. Mejor una prisa que nos convierta en tierra, polvo, humo, sombra, nada.

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Contra este vértigo, la lectura es, según el maestro Edward W. Said, un modesto ejercicio de emancipación e ilustra-ción.

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Las matanzas vuelven a extenderse por el mundo como un resumen de nuestra historia. Una vez más, siempre. El ser humano es un animal carnívoro y pone con facilidad su in-teligencia al servicio de la destrucción. Las distancias y las abstracciones ayudan a que se acumulen las cuentas de resul-tados en la economía especulativa de la muerte. Siria, Egipto, Irak, Ucrania… la piel de un planeta que da vueltas desde hace miles de años alrededor del crimen.

Después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mun-dial, y en la intuición de las bombas atómicas, Pedro Salinas escribió el poema Cero para imaginar a un piloto en el mo-mento de apretar el botón. A la hora de matar resulta más cómoda la distancia que la cercanía. La vida cotidiana no se desarrolla en un mapa.

Pero las armas de destrucción masiva sí se dejan caer sobre un mapa. Así no vemos los ojos de las víctimas. Todo resulta higiénico, científico, perfecto. Claro que la furia y la cruel-dad permiten también el asesinato íntimo. El verdugo llega

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a rozar el sudor de su presa. Aunque se trata sólo de una cercanía geográfica, de los metros cuadrados de una plaza o de una habitación. El odio y el miedo convierten los territo-rios en una materia elástica, abren distancias abismales en cada centímetro, desdibujan lo que se ve. La deformación de un enemigo (el monstruo, la amenaza, la fiera) nos hace ob-servar la existencia de su dolor desde muchos pies de altura. La compasión queda fuera de órbita. Es difícil sentir respeto en la banalización del ser que supone cualquier caricatura. La conciencia crítica es sustituida por la simplificación.

El escritor japonés Kenzaburo Oé se adiestró en la compa-sión cuando entró en contacto con los médicos que consa-graron su vida a la atención de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki. El mal era tan grave que el trabajo no se podía justificar en una esperanza demasiado fuerte. Tampoco era posible abandonarse a la renuncia y la paralización porque el dolor estaba ahí, muy cerca, sin posibilidad de refugio en el pasado o en el futuro. Se trataba sólo de resistir, de acom-pañar, de mantenerse, de seguir un segundo más, un minuto más, frente a la consternación. La razón ayuda a vivir. Los sueños y el instinto de resistencia ayudan a sobrevivir.

Cuidar a los otros nos pone en contacto con nosotros mis-mos, nos ayuda a imaginarnos. En la conciencia humana ac-

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túa la inteligencia, pero también las emociones y la imagina-ción. Kenzaburo Oé acabó de comprenderse a sí mismo como persona y como escritor cuando su hijo mayor nació con una grave deficiencia mental. Aprendió a resistir, a elegir con cuidado las palabras y a disfrutar de las alegrías. Las de-bilidades nos hacen más fuertes que el poder. Lo cuenta Oé en Un amor especial (Ediciones Martínez Roca, 2012), el li-bro en el que habla de Hikari y en el que recuerda unas pa-labras de Rousseau: “Sólo la imaginación puede enseñarnos el dolor ajeno”.

Esta idea la recoge también el novelista John Berger en Un hombre afortunado (Alfaguara, 2008), el libro que le dedicó en 1967 al doctor John Sassall, un médico rural. “El hecho de que estés llorando es una demostración de que tienes ima-ginación. Si no tuvieras imaginación, no te sentirías tan mal”, dice el médico para consolar el llanto de una mucha-cha infeliz en su puesto de trabajo. La capacidad de imaginar alternativas nos responsabiliza del presente.

Contra las distancias especulativas del odio y de la destruc-ción, el ser humano inventó el arte. Es verdad que las imá-genes y las canciones nacieron para exaltar a los dioses y a los jefes de la tribu. Es verdad que a lo largo de los siglos se ha escondido la barbarie debajo de la belleza. Hemos encon-trado a muchos asesinos escuchando a Wagner en un campo

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de concentración, mientras los científicos resolvían proble-mas matemáticos para sus armas de destrucción masiva. Todo eso es verdad. Así es nuestra historia.

Pero también es verdad que el arte educa nuestra sensibili-dad y nos ayuda a mirar a los ojos, a descubrir una vida pro-pia y un espíritu en cada cuerpo. Es decir, nos ofrece una oportunidad de salir, una alternativa. Nos ofrece la imagina-ción moral necesaria para hacernos responsables de nuestra propia barbarie y comprender el dolor ajeno. El arte es un aliado eficaz de la experiencia de la vida para salvarnos del analfabetismo ético. Si hay un lado carnívoro en el ser hu-mano, existe al mismo tiempo una parte compasiva que con-vierte la realidad en una conversación y al individuo en un lugar hospitalario. El yo soy otro, de Rimbaud, puede con-ducir a la extrañeza de uno mismo, pero también a nuevas formulaciones como yo soy en los otros o los otros son tam-bién yo.

Es una desgracia que los ministerios de Educación estén tan interesados en identificar el éxito con el lado carnívoro y avaricioso del ser humano, en vez de cultivar la imaginación moral que nos ayuda a comprender el dolor ajeno. La peda-goga norteamericana Marta C. Nussbaum escribió contra esta política educativa su ensayo Sin fines de lucro. Por qué la

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democracia necesita de las humanidades (Katz, 2010). La po-esía ofrece un modo distinto de entrar en el relato de la con-vivencia y de pensar en el desenlace de lo que significa el éxito. “Concebir a los otros seres humanos –escribe- como entidades amplias y profundas, con pensamientos, anhelos espirituales y sentimientos propios no es un proceso auto-mático. Por el contrario, lo más fácil es ver al otro como apenas un cuerpo, que por ende puede ser usado para nues-tros propios fines, sean estos buenos o malos. Ver un alma en ese cuerpo es un logro, un logro que encuentra apoyo en las artes y la poesía, en tanto estas nos instan a preguntarnos por el mundo interior de esa forma que vemos y, al mismo tiempo, por nuestra propia persona y nuestro interior”.

La imaginación moral de quien aprende a vivir en un relato es parte decisiva de una conciencia que hereda el pasado, se responsabiliza del presente y se compromete con el futuro. Es el mundo de los planteamientos, los nudos y unos desen-laces siempre abiertos.

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La imaginación exige responsabilidades y nos enfrenta a las contradicciones y los puntos ciegos. Nos hace conscientes de que nuestro vuelo, eso que llamamos nuestro camino, puede llevarnos a una tierra pantanosa. La admiración sentida por

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la figura del pirata, herencia de los versos de Espronceda, fue pronto para mí otro punto ciego. ¿A qué conduce identificar la rebeldía con un barco pirata? La pregunta se hace obligada en cuanto uno cumple el trámite afortunado de las novelas de aventuras. Un lector de La isla del tesoro no puede sentirse cómodo con la simpatía de los piratas.

Billy Bones, el viejo bucanero, uno de los lobos de mar más famosos y enigmáticos de la historia gracias a la novela de Stevenson, se apoderó de la posada Almirante Benbow con una simple canción: Quince hombres en el cofre del muerto…/ ¡Yujujú!, ¡y una botella de ron!” Detrás del misterioso estribi-llo siguen esperando las islas desconocidas, los tesoros, la li-bertad de los barcos y las promesas de un mundo con el des-orden necesario para sentirse abierto a la luz y ser atractivo. Pero basta esconderse en un tonel de manzanas y escuchar la conversación de los piratas para conocer por dentro una idea de la libertad que significa egoísmo, avaricia y crimen. Es el espectáculo sin maquillaje de la explotación navegando por el ancho mundo. Una forma más de dependencia. Con la compañía de John Silver y sus amigos, sólo se puede acabar en la crueldad.

Pero la seducción de La isla del tesoro descansa en sus am-bigüedades. Tampoco resulta muy tranquilizadora la presen-cia honorable del doctor Livesey. Su sentido de las normas y

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la dignidad aparece desde el principio demasiado cerca del patíbulo. Su forma de interrumpir la canción de Billy Bones esconde una señal de alarma para el lector: “Si en este mismo instante no se guarda esa navaja en el bolsillo, le prometo por mi honor que será usted condenado a la horca en la pró-xima sesión del Tribunal del Condado”. Bones conoce las reglas del juego, no se sorprende. Cerca del hombro, en un brazo nervudo y lleno de tatuajes, tenía dibujado el esbozo de un patíbulo del que colgaba un hombre. Es una forma de aceptar el desafío muy parecida a la canción de Espronceda: Y si caigo, ¿qué es la vida? Por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo como un bravo sacudí.

El caso es que detrás de los modos de vida del doctor y de Bones aparece siempre el fantasma del Dique de las Ejecu-ciones, situado en Londres, en la margen izquierda del Tá-mesis. Bones no cumple con las normas, pero es simpático. El doctor Livesey cumple las normas, pero resulta antipático. Ahí se sitúa una discusión decisiva que tiene que ver con la simpatía peligrosa del insociable y la confianza insuficiente que ofrecen las normas. Me atrevo a pensar que Stevenson se planteó esta discusión y fue consciente de sus puntos cie-gos. Quizá por eso permite que el cruel John Silver, máximo responsable del botín sangriento, se fugue al final con una parte del tesoro.

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Silver es cruel, pero tiene sentido del tiempo y sabe pactar. Se distingue en eso de sus compañeros: “En mi vida vi hom-bres tan despreocupados por el futuro; vivir al día es la única expresión que puede describir sus manera de actuar”. Así de-fine a los piratas que se emborrachan con ron, asesinan y hacen inviable cualquier estrategia calculada. El tiempo es tan importante como el espacio para fundar un lugar habi-table. En manos de su despreocupación por el futuro, los piratas convierten el barco y la isla en una selva.

John Silver es absuelto por Stevenson porque tiene con-ciencia del futuro. Conserva, además, respeto por el pacto. Dentro de su crueldad y su egoísmo, queda un resto de con-vicción: la suerte de uno depende de los otros. Sabemos que no perdona a Jim por compasión, sino por interés. Las pa-siones ciegas y suicidas se transforman en un interés, y por ahí se empieza a hablar. Tal vez ese sea el motivo de que no se muestre impertinente con la cancelación definitiva del diálogo social que supone la pena de muerte: “Doctor, yo no soy cobarde; no, de ninguna manera…¡ni tanto así! –y chasqueó los dedos-. Si lo fuera no lo diría. Pero le confieso honradamente que cuando pienso en el patíbulo tiemblo como un azogado”. Más que a la muerte, teme al patíbulo. Son cosas distintas.

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El pacto social nace de una reflexión sobre el tiempo que pretende situarse más allá del instante. Procura definir un espacio habitable. No tiene más remedio que preguntarse: ¿es posible unir la libertad y las normas? ¿La simpatía y el bien? Contestar de forma positiva significa darle una dimen-sión social a la palabra libertad. Ya no se trata de una bandera de egoísmo, del sometimiento a la falta de responsabilidad de un instante, sino a la elaboración de un marco perdurable en el que cada individuo navegue en común y, al mismo tiempo, de acuerdo con su propia singularidad, con los ma-tices de su mirada. Este sueño tiene la doble tarea de acabar con el puñal del pirata y con el Dique de las Ejecuciones.

Ser lector de Espronceda y Stevenson me lleva a este tipo de imaginación moral para no quedarme quieto y para salvar los puntos ciegos. Lector de Espronceda y Stevenson, y lec-tor en general. La butaca de un lector, que aprende a ponerse en el lugar del otro sin renunciar a su propia mirada, es el verdadero mapa del tesoro, una experiencia que convierte la libertad en un sentimiento compartido.

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Rafael Chirbes busca desesperada-mente un jardín

Aupado por la crítica y por sus lectores, el escritor valen-ciano explica su proceso creativo y se muestra harto de que En la orilla sea considerada sólo una novela sobre la crisis.

lejos de los focos, chirbes lee y escribe Publicado originalmente en julio de 2014

Por Pablo Ferri

Periodista integrante del Colectivo Dromómanos de periodismo itine-rante, colabora con medios españoles como El País, Tiempo o Interviú y

con publicaciones americanas como Vice y El Universal. Ha sido galardo-nado con uno de los premios Ortega y Gasset de periodismo de 2014

Rafael Chirbes se deprime cuando acaba de escribir una no-vela. No hace nada, casi no sale de su casa de Beniarbeig, un pueblo cercano a Denia en la provincia de Alicante. Dedica los días a fregar los cacharros de la noche anterior, a dar de comer a sus dos perros, a abrirle la puerta al gato, a exprimir naranjas para sus zumos y a leer, sobre todo a leer —“unos seis o siete libros a la semana”—. Luego, de repente, un día se da cuenta. Durante un tiempo ha leído noticias sobre un tema en concreto, ha rebuscado artículos en internet sobre

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eso, ha prestado atención a conversaciones que tratan sobre ese mismo tema, las que escucha en el bar del pueblo cuando va, o en casa de su hermana en el Montgó cuando acude a cenar cada mes y medio, o en las voces de los visitantes que recibe esporádicamente. Y entonces, voilá, descubre que ha acumulado una enorme cantidad de munición para sus pá-ginas, un jardín exuberante lleno de árboles descuidados que el escritor se apresta a podar: Chirbes no escribe sus novelas, dice que las poda.

Y luego, cuando acaba, cuando mira y entiende que eso es lo que quiere decir y no esas zarandajas que suelta en las en-trevistas —“todo lo que digo en las entrevistas parece cartón piedra, lo que digo de verdad está en los libros”—, la novela ya es la novela y Chirbes, exhausto, triturado, vacío, se de-prime, se funde “a negro”, exprime naranjas, se amarga. En-tonces todo vuelve a empezar y Chirbes, sin saberlo, empieza a acumular; busca, ignorándolo, un nuevo jardín que des-brozar.

En la orilla, su última novela, salió publicada el año pasado y los halagos se suceden desde entonces. Ha recibido el Pre-mio Francisco Umbral, el Premio de la Crítica y ha sido fi-nalista en la Bienal Mario Vargas Llosa. Abc y El País consi-deran que En la orilla fue la mejor novela de 2013, en Ale-mania consideran al escritor poco menos que el gran relator

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de la España contemporánea y escritores como Álvaro Pombo o la ya fallecida Carmen Martín Gaite lo tuvieron en un altar. Pero Chirbes mira todo eso y no encuentra con-suelo. Dice que lleva dos años —desde que acabó de escribir En la orilla— sin hacer nada y que sólo espera que le “salga” otra “que le dé sentido a todo esto”, que le dé sentido a “qué coño hago en una casa en medio del campo con dos perros”.

El mar está picado en Denia esta mañana de junio. El sol sale y se esconde entre las nubes mientras Rafael Chirbes (Tavernes de Valldigna, 1949) insiste en que En la orilla no es lo que dicen: “En la orilla no es una novela de la crisis, que también. En la orilla trata, punto por punto, de des-montar tópicos. Bacon decía que la pintura lo que tiene que hacer es limpiar la capa de ceniza que se va poniendo sobre las cosas. En literatura es lo mismo. En la orilla lava todos los tópicos: ‘¡qué malo es estar solo! No, mire usted, lo malo es no tener un duro; ‘el dinero es que da asco’. No, mire, pero el dinero lava, usted compra inocencia a sus hijos con dinero. El dinero lo hace a usted bueno y la pobreza lo hace malo”.

Chirbes es un señor de pelo entrecano, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado. Hoy viste unos vaqueros exageradamente anchos, una camiseta de manga corta gris pegada al pecho y

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unas sandalias marrones. No lleva pulseras, ni anillos, ni re-loj, ni cadenas al cuello. Sus cejas parecen recién cortadas y los dedos inquietos de su mano izquierda derrapan en un extraño circuito que incluye paradas en su sien, el lóbulo de la oreja, su ceja y finalmente el camal del pantalón, justo en-cima del bolsillo.

“Voy a mi bola”

El escritor es el hombre de moda de las letras hispanas. El éxito y los premios cosechados con En la orilla son sólo el último episodio de una gran trayectoria. La larga marcha y La buena letra, publicadas en 1992 y 1996, protagonizaron dos de los cuatro programas de televisión que presentaba anualmente el prestigioso crítico alemán Reich-Ranicki en aquel país (Ranicki destacó La larga marcha y aprovechó para rescatar La buena letra). Crematorio, su penúltima no-vela, ganó el Premio de la Crítica, igual que ahora En la ori-lla, y Canal + la adaptó a la televisión en una serie de ocho capítulos al estilo HBO. Ambas conforman, entre otras co-sas, una memoria del desastre económico en España, aunque en el fondo, entre el suelo pantanoso que marca En la orilla y el celofán ilusorio de la burbuja inmobiliaria de Cremato-rio, Chirbes destripa a serrucho personajes tan complejos

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como Rubén Bertomeu, un promotor inmobiliario desal-mado capaz de cualquier cosa para mantener su poder, o Es-teban el carpintero, un viejo misántropo, pesimista y arrui-nado capaz de pensar cosas así:

“La vida humana es el mayor derroche de la naturaleza”.

“Sólo sobreviven quienes consiguen creerse que son lo que no son”.

“Soy propietario de mis carencias. Mi única propiedad es lo que me falta. Lo que no soy capaz de alcanzar, lo que he perdido es lo que tengo”.

Esteban vive retirado en un pequeño pueblo de Alicante al que Chirbes llama Olba. El banco le acaba de embargar el taller, ha tenido que despedir a la empleada que cuidaba de su padre senil y ahora lo cuida él, deprimido, airado, resig-nado, mientras recuerda lo que no fue: el negocio inmobi-liario que intentó con el caudillo local, Tomás Pedrós, y que le abocó a la ruina; una vida cosmopolita y burguesa como la de su amigo Francisco, una parodia del propio Chirbes cuando éste trabajaba de crítico gastronómico; el amor con Leonor, el amor, como dice Chirbes, que era la vida. Esteban es un pesimista y en eso se parece al escritor, quien se explica: “Estoy harto de ver familias que se matan por la herencia, o cuando uno se pone enfermo para ver quien lo cuida. Y es verdad que hay comportamientos heroicos. Y además igual

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no se matan físicamente pero se matan moralmente, por un ascenso en la empresa o para que no te despidan. En la escala micro funciona eso por esa lógica social: sólo el dinero y la posición te permiten cierta seguridad, entonces luchas como una fiera por eso”.

—¿Y qué más?

—Pues mira, quizá, es también por mis circunstancias: nunca he tenido un grupo que me condicione. A los ocho años me mandaron a un colegio de los ferroviarios. El padre de Chirbes, ferroviario, murió cuando éste era un niño. Su familia lo metió interno en el colegio de los ferroviarios y estos, a su vez, según acababa una etapa educativa, lo man-daban a otro. A los 10 fui a otro, y a los 14 a otro, y a los 16 me fui a Madrid. Ellos te cambiaban. O sea que no tengo una cuadrilla burguesa y entonces voy a mi bola en todos los sentidos y eso me da un punto de vista distinto.

***

Chirbes no es un tipo feliz y tampoco pretende serlo: “La gente feliz, ¿para qué escribe? [Si eres feliz] te dedicas a follar y a pelar gambas aquí en Denia y a ver el mar que está muy bonito”. El escritor miraba la playa antes de irse esta mañana de vuelta a Beniarbeig. Decía que ese mar le recordaba a una película, que el color era el mismo. Antes, en la charla, pare-cía nervioso —la mano en la sien, en su oreja, en la ceja, en

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la pierna— divagaba, se distraía un tanto, parecía que le cos-taba concentrarse. Luego explicaría que igual es por un pro-blema que tuvo de tiroides hace seis o siete meses, o por los 20 kilos que perdió por ese problema, ya recuperó 10, o por-que es viejo y ya está.

El autor vive solo en Beniarbeig, nunca se casó, no tiene hijos ni interés en construir ningún tipo de relación: “Lo que tengo claro es que ya conozco a suficiente gente y que no quiero conocer a más”. Su pariente más cercano, su her-mana, vive en el monte del Montgó, en Denia, y apenas deja que le visite porque le pone nervioso, le dice que todo está muy desastrado y que es un “descastado”. Apenas baja al pueblo porque el éxito de Crematorio y En la orilla hace que los vecinos le miren y cuchicheen: “Ja ha vingut l’escriptor!”. Y eso le molesta. Su única compañía son los dos perros y eso que no hace tanto aún odiaba a esos animales. Pero Chirbes es así: cuando detesta, teme o ignora elige empacharse. Te-rapia de choque. Como antes no le gustaban los perros ahora tiene dos; como de joven sufría de vértigo se puso a trabajar en la construcción de la pared del embalse de Riaño, en León, a una altura de 100 metros; como vivió en Extrema-dura por un tiempo y no sabía conducir, el día que se sacó el carné condujo hasta Vigo. Sin parar.

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Pero Chirbes tiene trampa. Aunque diga que está en negro, que no hace nada, que ésta era la última novela que escribe, el autor teoriza sin pausa. Trata de sabotearse, sí, (“no, no, pero yo me equivoco siempre, ¿para qué voy a hablar?”), pero Chirbes teoriza, busca. Esta mañana, frente a la playa, con el Montgó al fondo, Chirbes criticaba esa tendencia ma-niquea a denunciar la corrupción en España tomando la Co-munidad Valenciana como referencia:

—Yo he tenido que responder a lo de la corrupción valen-ciana en San Sebastián, en Sevilla, en Valencia, en Zafra, por donde iba.

—¿Y qué les contesta?

—Pues a la de Zafra, una concejal de Cultura de Izquierda Unida, le dije, mira Maricarmen, yo sé que Zafra es una ciu-dad muy honesta, pero si conoces una sola población de los alrededores donde el alcalde no sea el manijero me lo pre-sentas. Pum, ella calló colorada, porque hasta Zafra tiene su cacique local que se llama Julio Alfonso.

—Es irónico, se ha convertido en el defensor de esta tierra. Le señalan como el novelista de la crisis y luego se empeña en defender.

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—Es que ellos te piden que seas el gran denunciador y no, yo soy un novelista contra lo que veo. Al primero y al que se lo cuento es a mí mismo.

Contra la demagogia

Entonces alcanza su segunda miniteoría, una defensa de la crítica pasada por el tamiz de la inteligencia, una crítica de la crítica irreflexiva:

—La gente de tu edad hace cosas ahora. Podemos por ejemplo, que están muy bien. Otras cosas dan un poco de miedo. Se está creando por ejemplo una especie de popu-lismo demagógico. Hoy, por ejemplo, estaban entrevistando al segundo de Podemos, Luis Alegre. Una le decía claro, pero usted tiene sueldo fijo… Es decir, tener un sueldo fijo se está convirtiendo en delito. Se está consiguiendo que se vigilen unos a otros los sueldos. Se está creando una especie de po-pulismo bajo apariencia progre y detrás hay un mensaje muy cabrón. Hoy en día por tener trabajo y sueldo fijo empiezas a ser sospechoso.

Y luego sigue y dice que no ha votado a Podemos en la elecciones europeas, que no lo acaba de ver. Chirbes no se esconde bajo las alas de nadie y rechaza que alguien lo haga en la suyas y por eso evita que le carguen muertos en la es-palda, como el de gran denunciador de la crisis. Y reniega, por supuesto, si le piden otra fotografía delante de una finca

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a medio hacer, una grúa abandonada, una hormigonera… Chirbes posa finalmente ante un pequeño jardín, una de esas casas vetustas de playa, adornadas con la modestia de cabos viejos de barca de pesca, algún cactus, conchas vacías en las paredes. Y ahí está la mirada huidiza, observando el mar. Parece angustiado, parece que trama algo.

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Intelectuales a golpe de tuit y panta-llazo

El papel de los líderes de opinión ha sufrido un inmenso cambio tras la irrupción de Internet y la extensión de la te-levisión. El debate público se reduce cada vez más a ideas

ruidosas, ingeniosas o repetitivas Publicado originalmente en septiembre de 2014

Por Manuel Jabois

Nacido en Sanxenxo en 1978, es periodista y columnista de Diario de Pontevedra. Colabora con elmundo.es, Onda Cero y Jot Down. Entre sus libros se encuentran Grupo salvaje (Libros del KO) y Manu (Pepitas de

calabaza) “Tiene espacio un intelectual en el mundo de la política?”, le pregunté a César Antonio Molina. Habían pasado meses desde la destitución fulminante que le anunció Zapatero “por mantener la paridad y por el glamour”, según me repitió varias veces, y Molina, en el que un correligionario suyo so-ñaba con ver a un Malraux, no había hablado de la experien-cia. Lo hizo finalmente para un periódico local, Diario de Pontevedra, quizá inocente de la repercusión digital (“po-drías haberme enviado antes la entrevista”, se quejó su jefa

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de prensa). “La política tiene sus propias normas”, contestó Molina. “Y los intelectuales somos demasiado libres para adaptarnos a unas normas en las que primero, y antes de de-fender al Estado, se defiende los intereses de los partidos (...) Es la burocracia del poder en todos los sentidos. Hay una vergüenza y un complejo de inferioridad respecto a la cul-tura. Y una especie de rechazo. Todo lo contrario de lo que debería ser. Los representantes del Estado deberían ser siem-pre los ejemplos morales, estéticos y culturales de un país y, no se sabe muy bien por qué, no es así. Con la cultura están acomplejados. Piensan que la democracia consiste en rebajar el nivel cultural y no aumentarlo”.

Estos pensamientos rumiados en los que César Antonio Molina denuncia la orfandad de los intelectuales han termi-nado en un libro La caza de los intelectuales. La cultura bajo sospecha que publica Destino. Trata sobre la influencia di-recta que el intelectual tiene sobre el ciudadano, o sea en el poder, y también por la relación esquiva que el propio poder tiene con el intelectual. Es una relación antigua sometida a vaivenes. Carlos García Santa-Cecilia, en una reseña al libro en la revista digital FronteraD, recuerda que la esencial apor-tación de los intelectuales en el desarrollo de las sociedades tiene en España “un contrapunto trágico”. Molina aporta una lista de perseguidos en la que destaca la cita de Blanco

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White, que temía menos a las bayonetas francesas que al fa-natismo español. No ha sido éste, tan dividido siempre entre la envidia, la política y la ignorancia, un país de grandes re-ferencias unánimes en relación al pensamiento. Umbral re-cuerda en la mesa de los gallegos del Gijón a Adolfo Prego, Baldomero Isorna, Otero Besteiro y Luis Trabazo, que harto del respeto sagrado al filósofo dijo en mitad de la tertulia: “Un día voy a escribir yo un artículo que se va a acabar esa coña de Ortega”.

El espectáculo manda

Una voz rebelde, la del joven escritor Juan Soto Ivars, que ha empezado a ejercer el columnismo en El Confidencial, cree que los intelectuales están, pero no se les espera, al me-nos de forma que puedan afectar a la sociedad. “En la vida pública sí que intervienen, otra cosa es que alguien los escu-che. Los académicos se encerraron en la madriguera polvo-rienta y no les da la luz del sol, y en cuanto a los escritores, de vez en cuando habla alguno en voz alta y hay dos o tres que mueven la cabeza. Quien escribe buenos libros tendría que ganarse el acceso a la tele, pero pasa al revés. Cualquiera de la tele saca un libro chichinabesco y vende más que todos los intelectuales juntos. También es cierto que muchos inte-

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lectuales no dan bien en cámara y hablan ininteligible-mente”. El discurso televisivo se ha aguado. Nunca hubo tantas tertulias (es la información la que cuesta dinero, no la opinión) y nunca se dijo menos en ellas. En la televisión se puede hacer periodismo, también de opinión, pero manda la audiencia, o sea el espectáculo.

“No parece usted el de las tertulias”, le dije hace un año y medio a Miguel Ángel Rodriguez, habitual en espacios de opinión. “Es que no soy yo”, contestó. Adujo que creaba un personaje, y que ese personaje efectivamente iba hacia el his-trionismo. No pretendía influir en nadie, sólo colocar un mensaje y usar para ello las armas de la comunicación. Ocu-paba para ello el lugar en el que podía desenvolverse un in-telectual. Desde Pablo Iglesias, cada vez son más los tertulia-nos que preparan a conciencia los debates como si fuesen combates de boxeo, peleas que parten a priori de ideologías distintas, pero que en realidad se resuelven con lenguaje ges-tual, fintas verbales y sonoros golpes de efecto que reboten una y otra vez en redes sociales. Para relajarse, Iglesias hace footing; Ramón Espinar, un joven contertulio de Cuatro, re-pasa lecciones con una especie de sparring, como Iglesias. Se trata de tener cintura, de adelantarse a lo que te van a decir, de conocer al árbitro/moderador y, sobre todo, de instalar en la sociedad un mensaje sencillo, casi un lema electoral.

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Iglesias ha sacado sobresaliente. No son intelectuales; es puro electoralismo, también entre periodistas invitados: pirotec-nia para conseguir votos o lectores para sus medios. Y por encima de todo, como ordenan por pinganillo los regidores a los presentadores cuando el debate cae en algún argumento sesudo, espectáculo. Y a la orden del presentador en alguna pausa, alguien eleva la voz, ataca desaforadamente o revienta el debate con un insulto. Sube la audiencia.

Las redes sociales, según Soto Ivar, no sustituyen a los ter-tulianos más famososo, sino que los abrigan y esparcen sus esporas. “No hay gente con más seguidores en Twitter que las estrellas de la dictadura del opinariado. Los tertulianos son gente que sabe hablar a voces hilando cuatro ideas bási-cas, y eso es invencible. Han demostrado que el poder de la televisión es inmortal y que internet sólo sirve para propagar el eco. Todos los días triunfa un hashtag de la tele como mí-nimo”. El periodista Juan Cruz tampoco concede importan-cia a la televisión: “Creo que el campo de cultivo para que los intelectuales a los que podemos seguir llamando así in-tervengan en esas tertulias se ha segado por completo. No me imagino ni a Santos Juliá ni a Fernando Savater ni a José Álvarez Junco sentados ante Eduardo Inda, pues los paráme-tros de los que parten éste y otros de su ralea es manifiesta-mente desigual; no hay coherencia en la discusión nacional,

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y esa incoherencia proviene de la propia actitud de discutir. ¿Con quién discutes si el otro lo que quiere es machacarte para que la audiencia lo aplauda?”

Las redes sociales como altavoz del bar

Hace unos meses, una actriz de televisión poco conocida, pero en auge a causa de una serie, llegó abatida al rodaje. Lo primero que hizo fue reclamar, casi pidiendo perdón, que le cambiasen una de las fotos promocionales. La productora indagó el motivo: un tuitero con muchos seguidores se había metido con ella porque la veía “gorda”. En estos casos es di-vertido comprobar qué ocurre. Hay gente que lo pensaba y no lo decía, y se suma con euforia a la turba tras avisarlo el tuitstar. Otra lo rebate. Y alguna gente que había halagado en el pasado a la actriz, calla de repente por no llevar la con-traria. Que la chica no estuviera gorda es lo de menos; las redes sociales lo que hacen es amplificar comentarios de sa-lita de estar, bar, barra o vagón de metro. Muchos no pre-tenden hacer daño, pero llegan al destinatario. Y el efecto en el destinatario, si es una joven veinteañera que empieza, es demoledor. Pero lo curioso de este caso es la influencia de la opinión de un anónimo que se extiende a la recomendación de un libro, la crítica a una película y, sobre todo, el devenir de la política. Y como poco a poco, por diferentes razones,

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sean por lucidez, por talento, por demagogia, por uso del humor o por pura caña, acaudilla gente. Le siguen más, le hacen caso más, se dejan convencer más.

¿Es posible en 140 caracteres? Desde luego, al fin y al cabo no son más caracteres los que se usan en un mitin. ¿Son in-telectuales? No lo parecen, o desde luego no hace falta serlo, pero tampoco lo pretenden. Han abierto una cuenta en Twitter y sin ser conocidos han empezado a expresar su opi-nión sobre lo humano y lo divino y han levantado expecta-ción, seguidores e influencia. Algunos contrastan informa-ción, desvelan manipulaciones de la prensa tradicional, co-rrigen declaraciones de partidos políticos. Otros se dedican a ensuciar, a gritar, a trolear. El número de seguidores puede ser el mismo, pero no la calidad. Como en el periodismo, la noticia de Justin Bieber puede dar más clics que el reportaje de Sierra Leona, pero los que pueden comprar el producto de tus anunciantes son los segundos. Igual con las ideas. ¿Pero qué ideas?

En La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012), un li-bro polémico y arriesgado, que le ha traído respuestas diver-sas y algunas vitriólicas, Mario Vargas Llosa escribe: “Algo de la inmaterialidad del libro electrónico se contagiará a su contenido, como le ocurre a esa literatura desmañada, sin

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orden ni sintaxis, hecha de apócopes y jerga, a veces indesci-frable, que domina en el mundo de los blogs, el Twitter, el Facebook y demás sistemas de comunicación a través de la red, como si sus autores, al usar para expresarse ese simulacro que es el orden digital, se sintieran liberados de toda exigen-cia formal y autorizados a atropellar la gramática, la sindére-sis y los principios más elementales de la corrección lingüística”. En el libro, el Nobel añora el viejo orden del intelectual, la supervivencia de Gutenberg.

Cantidad o calidad del público

Jorge Volpi, del que Vargas Llosa hablaba en su ensayo para corregirle y afearle, con cortesía, algunas opiniones, respon-dió en El País: “Vargas Llosa no es, por supuesto, el primero en entristecerse al ver un estadio lleno para Shakira cuando sólo un puñado de fanáticos asiste a un recital de Schumann pero, en términos proporcionales, nunca tanta gente dis-frutó de la alta cultura. Nunca se leyeron tantas novelas pro-fundas, nunca se oyó tanta música clásica, nunca se asistió tanto a museos, nunca se vio tanto cine de autor. El novelista acepta esta expansión, pero piensa que algo se perdió en el camino, que el público de hoy no comprende el sustrato ín-timo de esas piezas. ¿En verdad piensa que en el siglo XIX

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los lectores de Hugo o Sue, o quienes abuchearon la pre-mière de La traviata, eran más cultos? (...) ¿Qué es, enton-ces, lo que le perturba? En el fondo, sólo ha cambiado una cosa: antes, las masas trabajaban; ahora, trabajan y se entre-tienen. Pero al marxista que Vargas Llosa tiene arrinconado en su interior esto le resulta indigerible: al divertirse, sin abrevar en las aguas del espíritu, las masas están aliena-das. En cambio, la pequeña burguesía ilustrada sigue allí, aunque ya no sea tan pequeña. De hecho, muchos de los lectores de Vargas Llosa provienen de sus miembros, aunque él también se haya convertido en parte de esa cultura popular que tanto fustiga —y que vuelve sinónimo de incultura”.

El propio César Antonio Molina medió en la disputa ali-neándose con Vargas Llosa: “La alfabetización generalizada y la extensión de la educación, promovidas por los Estados democráticos, hicieron aumentar el interés por la cultura. Gentes mejor preparadas demandaban más saber e informa-ción. La cuota subió como hasta entonces nunca había acon-tecido antes pero, desgraciadamente, el esfuerzo no lo hicie-ron todos de igual manera y por el camino se quedaron mu-chas gentes atrapadas en los embustes del entretenimiento. Era menos peligroso divertirse que pensar. Era menos dolo-rosa la amnesia que el recuerdo. ‘Nunca tanta gente disfrutó

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de la alta cultura. Nunca se leyeron tantas novelas profun-das, nunca se oyó tanta música clásica, nunca se asistió tanto a museos, nunca se vio tanto cine de autor’, escribe Volpi. Tiene razón, la alta cultura abrió su círculo, pero sólo pro-porcionalmente a las nuevas circunstancias sociopolíticas y económicas. Lipovetsky y Serroy lo explican muy bien en La cultura-mundo, respuesta a una sociedad desorientada. La alta cultura abrió su círculo y se desmoronó absorbida por la industria y el consumo, y el poder de la inteligencia fue sus-tituido por el poder de los medios de comunicación de los cuales es hijo internet y todas las nuevas tecnologías. Los creadores se convirtieron en mano de obra y los lectores o espectadores en clientes o consumidores. La cultura pro-funda, poco a poco, volvió a sus límites y otra impostora se ha ido haciendo cada vez más fuerte, vaciada de inquietudes espirituales e incluso hasta materiales”.

Lo curioso es que los tres artículos (el de Molina larguí-simo, impublicable en El País en papel, sí íntegro en el digi-tal) alcanzaron una gran difusión en redes sociales. Se com-partieron en Facebook por miles y por cientos en Twitter; sacudieron el debate intelectual, agitaron a numerosas per-sonas en muros de una y otra red social. Seguro que llegaron a los lectores por la vía tradicional, pero sólo por medio de la difusión digital se pudo percibir públicamente el alcance

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del debate y participar activamente en él, así como en los comentarios de la propia web. Los contrastados intelectuales tienen un lugar en los dos mundos, pero es en el segundo donde mejor comprueban el efecto de sus opiniones; donde asisten al espectáculo de la civilización, por invertir el orden de Vargas Llosa, que es el debate. “Los hay que siguen ahí, pero es gracias a las redes sociales que sus palabras llegan a la mayoría de la gente”, cree Soto Ivars. “Por ejemplo Muñoz Molina. Es un tipo que no vende libros suficientes como para considerarlo influyente, pero sus artículos galopan por las redes. Supongo que no está todo perdido, pero a los in-telectuales les hace falta un poco menos de comodidad. Lo que se ha acabado es lo de tener una columna en El País y vender libros”.

La teoría pasa por Nicholas Carr y su ensayo Qué está ha-ciendo internet con nuestras mentes (Taurus). Lo sencillo que resulta acoger mensajes rápidos y certeros antes que teorías elaboradas que exijan tiempo y conocimiento. El origen del libro de Carr es conocido: se retiró dos años a una casa de las montañas en la que la conexión a internet era muy defi-ciente o nula. Quiso atajar un problema creciente en su vida: la escasa concentración que tenía para abordar la lectura de-bido a su adicción a internet. “Internet (como adivinaba Carr) ha arrasado con información (de la clase que sea), la

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capacidad de observación; hemos llegado a una realidad plana en la que la información no tiene otro sentido que se-pultar el debate. Y ahí el intelectual, ese que define Tony Judt en El peso de la responsabilidad (Taurus), no tiene nada que hacer porque es incapaz de la brevedad de la soflama”, cree Cruz. “En la gente influye la insistencia. Como se lee poco, como se reflexiona poco, y como hemos tenido du-rante decenios una educación desastrosa, no estamos acos-tumbrados a discernir y compramos con facilidad aquello que se nos dice con insistencia y con la salsa de la demagogia. En ello caemos todos, incluso los que criticamos esta situa-ción. Sería un buen momento para reclamar sosiego (y por tanto) urbanidad y duda, en las discusiones que protagoni-zan sobre todo los periodistas en la televisión”.

Opiniones breves y rápidas

Internet ha propiciado la aparición de nuevas voces de in-fluencia, más destacadas en el uso del artículo periodístico (denuncia, investigación, opinión) que en el ensayo. Llega a más gente, que demanda brevedad y celeridad. Tampoco impiden la estancia de intelectuales al viejo uso en los mis-mos circuitos, pero la voz de éstos, cada vez con más insis-tencia, es diluida entre el ruido. Muchos, también, prefieren no exponerse al ruido de las redes, en donde se alojan desde

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debates sensatos hasta carnicerías elementales. De una gene-ración mayor, Cruz piensa que las redes sociales lo han sus-tituido todo, a la televisión, a la radio, al periódico y al pen-samiento. “Hemos trasladado nuestra capacidad de ocurren-cia de los bares, los taxis y las gradas del fútbol al dedo que insiste en el móvil o en la tableta. Es más distraído, y como no hay leyes es más fácil. De ahí a la sublimación del insulto como libertad de expresión no había sino un paso. Ya se ha dado”. De una generación distinta, sin haber cumplido los 30, Soto Ivars cree que la audiencia se deja influir por quien dice lo que ya pensaba, así que lo que más influye a la gente es lo que traía en la cabeza de su casa. Con las redes sociales, pocos cambian de opinión. Y que la realidad no les estropee un tuit o un estado de Facebook porque se cabrean”.

Ni en el poder como acción directa, donde la erosión de los partidos políticos merma sus competencias, ni en la calle, cada vez más habituada a recibir un mensaje aguado, resú-menes en 30 líneas de libros, teorías o ensayos, tienen los intelectuales un modo fácil de llegar. Pero siempre ha sido así. Ocurre que la élite a la que se refiere Vargas Llosa, o aristocracia en el buen sentido que cita Volpi, tiene una competencia mayor, extrema, que ha entendido mejor los tiempos de su época y cuya voz ahora es escuchada gracias al amplificador de internet. Acaso esa élite, por usar sus propias

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palabras, pasa más inadvertida, lo que no quiere decir que exista y que incluso sea mayor. Llega a un público mayor, o sea que su capacidad de influencia crece, pero alrededor no dejan de crecer focos que atraen con más ruido la atención de la gente por tratarse de análisis rápidos, artículos breves, pensamientos veloces y poco sedimentados, propios de una época en lo que más urge conquistar es la atracción de la gente, para luego venderles, con habilidad, una teoría, una idea.

Si en la venta de aspiradoras a domicilio antes podía uno entrar al salón, tomar un café y pasar la tarde, ahora los pri-meros segundos son fundamentales antes de que el usuario dé un portazo. En ese camino que va de uno a otro se ha perdido la capacidad de entender para qué sirven todas las piezas, qué significan realmente en su conjunto y a qué pro-fundidades podrían llegar de pararse días enteros a entender su funcionamiento.

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Los nuestros y los demás Al hilo de la intención del PP de reformar la Ley Electoral para que sean alcaldes los cabezas de las listas más votadas, el autor reflexiona sobre la pervivencia de métodos caciqui-

les y autoritarios en la política local Publicado originalmente en octubre de 2014

Por Julio Llamazares Escritor, periodista y guionista de cine, ha cultivado varios géneros litera-rios, desde la novela al ensayo pasando por los cuentos o las crónicas de viaje. Sus últimos libros publicados son En mitad de ninguna parte y Las

lágrimas de San Lorenzo, ambos en Alfaguara

Me contaron como cierta la anécdota del alcalde de un mu-nicipio de Zamora que, tras haber ejercido el cargo durante décadas en la dictadura y haberse reciclado, como tantos, a la llegada de la democracia, en las filas de la UCD de Adolfo Suárez, aquel partido de circunstancias que pilotó los prime-ros años de la transición política, aprovechó la visita a su pueblo del nuevo gobernador civil (imaginemos a un joven abogado o similar seguramente miembro de una familia franquista pero reciclado también a toda prisa en la UCD) para confesarle en un aparte o receso de la inauguración o el

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acto que ambos estaban presidiendo: “Señor gobernador, la confusión es tal que yo ya no sé si soy de los nuestros”.

La frase, aunque propia de un guión de Rafael Azcona, tiene todavía su validez pese a que parezca propia de un país de pacotilla o tercermundista. Porque la expresión los nues-tros (contrapuesta, se sobreentiende, a los otros o los demás) está al cabo de la calle en todas esas instituciones que rigen este país a lo largo y ancho de su geografía. Autonomías, diputaciones y ayuntamientos, hasta las juntas vecinales de las pequeñas aldeas manejan ese lenguaje continuamente y se comportan según esa división: los nuestros son los que nos apoyan (y los que nos dan su voto) y los demás los que no lo hacen. Y en base a ello se reparten las subvenciones y las bi-cocas, se depuran los censos de cara a las elecciones, se con-sigue trabajo a un familiar, se da aire o se empuja hacia el final a tal empresa o trabajador y hasta se aparta de la vida pública a ciudadanos con todo el derecho, en principio, a disentir. La repetición en el tiempo de tales prácticas ha ge-nerado una patología del poder mayor cuanto más impor-tante es éste pero más evidente en los lugares pequeños en los que todo el mundo se conoce. Y en el que todos los veci-nos saben quién es de los nuestros y quién de los otros.

Herencias familiares

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El anecdotario daría para muchas páginas como la relación de nombres (Baltar y Cacharro en Galicia, la familia Fabra en Castellón, los Matutes en Ibiza...) que se repiten desde hace décadas al frente de determinadas instituciones locales y provinciales, pero mejor ir al grano de lo que significa ello: que en muchas diputaciones y ayuntamientos el poder se he-reda como la corona en las monarquías. Y también que, aun-que todos lo nieguen cuando les preguntan, la concepción del poder, como consecuencia de ello, como algo patrimo-nial, algo que les pertenece después de años de ejercerlo, es el pan nuestro de cada día. De ahí que sea tan difícil romper el monopolio con el que lo ejercen (aparte de los resortes de su ejercicio, los que patrimonializan el poder tienen el mayor de todos: el control de los censos electorales) y de ahí la im-punidad con la que actúan, o actuaron mucho tiempo hasta que la justicia española, recelosa siempre a actuar contra los poderosos y lenta como el caminar de un buey, ha acabado por hacerlo ante el escándalo que suponía el comporta-miento de muchos de aquéllos.

En esto, llega el Gobierno de Mariano Rajoy (antiguo pre-sidente de la Diputación Provincial de Pontevedra, por lo que sabe bien el poder que se dirime en las administraciones locales) y anuncia una nueva ley en virtud de la cual el al-calde será el candidato más votado y no el que los concejales

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decidan mediante el democrático sistema de sumar sus votos a los de otros partidos. La razón que da el Gobierno para ese cambio es que los pactos escandalizan a veces a los electores (a ellos no, a lo que se ve, pues han pactado incluso con Iz-quierda Unida) y que se desnaturaliza la democracia con cierto tipo de pactos, pero su verdadera intención no es otra que ayudar a mantenerse en el poder a muchos de sus alcal-des, comenzando quizá por el de Madrid, que, sin posibili-dad de pactar con otros partidos, estarían condenados a per-derlo en próximas elecciones. Al final, como se ve, se trata de defender a los nuestros contra los otros, a los que nos re-presentan contra los demás.

No llegó a alcalde como el de Zamora que se sinceraba ante el gobernador civil, pero un vecino mío lo habría resumido con más transparencia: mientras yo tenga la llave de la des-pensa, en mi casa comen los que yo diga.

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TVE, la tele que ya no vemos y en la que no creemos

Televisión Española ha sufrido en los últimos años la ma-yor pérdida de audiencia y credibilidad de su historia. Esta grave crisis ha generado la protesta de los periodistas y la

indignación de los ciudadanos Publicado originalmente en noviembre de 2014

Por Mariola Cubells

Periodista y crítica de televisión, ha trabajado en medios como Canal 9 y TVE. Actualmente colabora en la Cadena SER. Ha publicado varios li-

bros sobre la televisión en España. El último, aparecido hace unos meses, lleva el título de ¿Y tú qué miras? (Roca Editorial)

El pasado 15 de octubre, los trabajadores de RTVE convo-caron una rueda de prensa para dar una noticia insólita: más de 1.500 profesionales del ente público habían firmado un comunicado duro y contundente que denunciaba el uso par-tidista en los informativos, las malas prácticas, la manipula-ción y la censura. Pedían una vuelta a un modelo que garan-tizara la independencia. Un modelo que no aboque a la muerte, al desastre, a la tele pública. Es un dato importante

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y esperanzador. Más de 1.500 profesionales en un frente co-mún para pelear por una buena, seria, rigurosa, plural y só-lida tele pública. Pero ¿qué ha pasado para llegar a esto? Aquí va el relato.

El 20 de abril de 2012, el Gobierno aprobó los recortes sanitarios. La medida, a todas luces impopular, despertó del letargo a muchos ciudadanos que la siguen criticando dura-mente. Con la crisis del ébola volvió a ponerse en solfa aquel tajo a la sanidad pública. En la misma reunión, que fue muy larga, se aprobó además un Real Decreto. Con el pretexto de que en RTVE reinaba el desgobierno, (Alberto Oliart, el ultimo presidente de la corporación, se había marchado ha-cía poco), Soraya Sáenz de Santamaría anunció el citado de-creto que permitía, básicamente, nombrar a dedo al nuevo presidente del Ente público. Así, el PP podía volver a elegir sin acuerdo al jefe máximo de la tele pública (y de la radio). Ya no necesitaba ese consenso de dos tercios del Congreso de los Diputados, fijado en 2006, y que había funcionado bien durante seis años. A partir de ese momento bastaba la mayoría absoluta del PP.

Poco después llegó a RTVE, Leopoldo González-Echeni-que, un abogado del Estado, simpático y buen amigo de So-raya y colaborador en la Fundación FAES. Habían pasado

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cinco meses desde el triunfo electoral del PP. El equipo di-rectivo seguía siendo el mismo. Nada había cambiado en pantalla. Fran Llorente continuaba al frente de unos infor-mativos que habían sido incontestables durante los últimos ocho años. Por el rigor, por el prestigio, por la audiencia, por la credibilidad. El sueño de todo informativo en realidad. La tele española estaba razonablemente sana, la avalaban ade-más un número cuantioso de premios. El desastre al que se refería Soraya en aquella reunión de los recortes sanitarios, era del todo imperceptible para el ciudadano medio.

Así pues, ¿qué razón había para cambiar la ley? ¿por qué no se podía seguir con los mismos mimbres? La conclusión, visto lo visto, apunta a que no acababa de estar en la natura-leza del PP, la certeza de que una tele plural, desguberna-mentalizada, libre, es lo mejor para la salud democrática de un país. Pero sigamos con la historia. Llegó Echenique, se reunió con algunos de los miembros del equipo directivo del momento y comunicó que se avecinaban cambios.

El primero: la destitución de Fran Llorente. 28 de junio de 2012. En un acto insólito, la redacción de TVE lo despidió en medio de una ovación. Si tras ocho años de ejercicio pro-fesional, un nutrido grupo de colegas te despide con aplau-sos, en esta profesión un tanto cainita, algo habrás hecho bien. A Llorente lo destinaron al departamento de I+D, para

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idear nuevos proyectos. Allí sigue, en Prado del Rey, lejos del centro neurálgico de informativos, situado físicamente a varios kilómetros. Su salida se convirtió en trending topic. No encontré tuits contrarios al ya exdirector.

Poco tiempo después aterrizó en la casa la primera bomba de relojería: Julio Somoano, recién llegado de Telemadrid, venía a sustituir a Llorente como jefe de informativos. No, Echenique no lo había designado. No, no se conocían. Eche-nique ni siquiera sabía bien cómo se llamaba. La designación de Somoano había partido de Génova, de la sede del PP. Su llegada también fue trending topic, con un aluvión de tuits no precisamente favorables. Yo misma, en aquel momento, hice un llamamiento en Twitter: “Busco gente que me diga que Julio Somoano es un periodista incólume”. Sólo me contestó un compañero, nada sospechoso de ser de izquier-das: “Como tío no me parece mala persona, y editando lo hacía bien”.

¿Qué se sabía de Somoano? Veamos. Que antes de llegar a Telemadrid, para presentar y dirigir el informativo de la no-che, había editado los informativos de RNE en plena era de los gobiernos de Aznar. Y que, justo antes de ser nombrado, presentaba el informativo matinal de Telemadrid, una de las cadenas autonómicas más manipulada, pervertida y contes-tada después de Canal 9. La cadena que había prohibido,

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por citar un ejemplo al azar, la palabra rescate en sus infor-maciones sobre el asunto. ¿La usaba Somoano en sus entra-dillas del informativo? ¿Ustedes qué dirían?

Somoano era autor además de una tesis de fin de curso de un master de la Universidad Autónoma de Barcelona titu-lado, Estrategia de comunicación para el triunfo del PP en las próximas elecciones generales, en el que planteaba sugerencias para que Rajoy ganara en 2008. Una de ellas, quizá la más lúdico-festiva, decía esto:

“Tal vez no sea casual el hecho de que, desde las series de Globomedia (...) se lanzasen y se sigan lanzando, escena sí, escena también, un torrente de comportamientos con con-notaciones políticas que acaban marcando tendencias en la forma de pensar. Solo un ejemplo: En la serie 7 vidas,(...) hay muchos protagonistas que se consideran de izquierdas. El único que dice que es del PP es el frutero: un hombre echado de casa por su mujer —que se ha ido con otro, igno-rado por sus hijos —de los que no se preocupa—, repudiado por las mujeres y manifiestamente misógino y xenófobo. El PP no debería dejar pasar estas formas de politizar el entre-tenimiento en televisión, igual que no lo ha hecho el PSOE, que en TVE ya ha retocado los guiones de Cuéntame para que quede clara la superioridad moral de su pensamiento”.

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Me preocupé de contrastar esta última afirmación y puedo afirmar sin temor a equivocarme que es absolutamente falsa.

Manipulación informativa

Sigamos. Junto a Somoano llegó el nuevo director de TVE, Ignacio Corrales, que desde el primer momento fue algo así como un outsider. Con una gran vinculación a las producto-ras de televisión, Corrales era, según me cuentan, “muy majo”. Poco después de llegar, felicitó por su trabajo a un periodista del equipo directivo anterior. El periodista le dio las gracias y le comunicó su inminente cese. “¿Por qué?, pre-guntó con extrañeza Corrales. Poco después se produjo la destitución.

Una de las primeras cosas que dijo Somoano al llegar fue: “Cuento con todo el mundo”. Y así, con ese cuento, pasó poco mas de un mes. Durante ese tiempo, en el que convi-vieron los nuevos y los viejos, las cosas seguían su curso. El equipo de Llorente, sin Llorente al frente, tenía claro que no iba a dar un paso atrás. Así que Somoano fue un convidado de piedra que asistió impasible a lo cotidiano. “Nosotros nos habíamos propuestos seguir trabajando hasta que nos cesa-ran, todos seguíamos igual, siguiendo criterios puramente profesionales, que eran los que habíamos seguido durante los

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últimos años. Somoano incluso nos felicitaba. No se metía en nada. Nos dijo, además, que quería dejar pasar el verano”.

Pero a principios de agosto llegaron varias bombas de ra-cimo. Una, la decapitación del 99% del equipo directivo de informativos. Ana Pastor, la peligrosa Ana Pastor, fuera. “Me contó que quería crear su equipo y darle un nuevo aire al programa”, dijo Pastor, “aunque yo sé que me despiden por hacer periodismo”. Alicia G. Montano, la directora de Informe Semanal (ese espacio de referencia que quizá hayan matado para siempre), fuera. No hubo explicación oficial. Fue sustituida por Jenaro Castro, un hombre de confianza. También destituyeron a la directora del 24 horas, al segundo de Llorente... La lista es larga.

Más bombas: el goteo de ceses. Jefes, editores, coordina-dores, directoras de área, fuera. Y otra más: la llegada de José Gilgado, también de Telemadrid, como mano derecha de Somoano para ocupar el cargo de director de contenidos de los informativos. Anécdota: durante su mandato en Telema-drid envió un correo a los redactores para advertir que en los Goya de 2011, la película premiada se llamaba Pan negro y no Pa negre... Al llegar a TVE, les dijo a algunos miembros del otro equipo que la intención (la suya y la de los nuevos jefes) era aprovechar el prestigio y la estela dejada por los informativos anteriores, para mantener la audiencia.

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A toro pasado la lectura parece clara. El PP no quería que nadie les acusara de volver a la oscura y tumultuosa época de Urdaci, así que el propósito era hacer esa revolución pero que no se notara mucho, moverse en el perfil bajo, sin hacer ruido, que pareciera que sí, pero que fuera que no. Sin em-bargo, más de 60 cargos de informativos de la anterior etapa (incluidos todos los de los centros territoriales) fueron rele-gados y algo más de 40 redactores, cambiados de sus puestos. Pese a eso, el propio Echenique negó siempre que aquello fuera una purga.

Dos años después del desembarco de la nueva guardia, y tras cataclismos de todo tipo (de audiencia, de desprestigio, de pérdida de credibilidad, de ridículas y/o penosas apuestas televisivas, de cuentas fallidas...), se puede decir que la tele pública está instalada en un concepto que podríamos resu-mir así: Ni te ven ni te creen. “Es como la infanta Leonor del Museo de Cera: parece de verdad pero en seguida te das cuenta de que no es real”, apunta una de las profesionales de la redacción.

Y ¿qué ha pasado en estos dos años? Bueno, poner al mando de los informativos a Somoano y su equipo, ya fue sin duda una declaración de intenciones. Cuando sucede algo así, generalmente sobran las consignas. “Hay una nueva mayoría social, que se ha de ver reflejada en los telediarios,

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decían los nuevos jefes”. La frase dejaba de lado una máxima, dos en realidad: una tele pública no es el Parlamento y una tele pública no pertenece al partido que gobierna.

Poco a poco llegaron los cambios. A veces había que estar muy atento a la pantalla para notar por ejemplo que había vuelto la técnica del bocadillo: las piezas las acababa siempre el partido en el gobierno porque según unas técnicas de co-municación, que yo creo que ya son un poco antiguas, la gente se queda con lo último que oye. Esa manera de narrar había sido eliminada con Fran Llorente. Pues bien, aquí es-taban de nuevo.

También había que estar atento para notar que el ciuda-dano cada vez salía menos. “Habíamos conseguido que no hiciera falta ser político para hablar, para decir. Dábamos voz al ciudadano, una voz discrepante, anónima. Intentába-mos hacer unos informativos que fueran suyos”. Eso sí, si se trataba de una pieza informativa con final feliz, entonces sí, entonces el ciudadano salía. Esas piezas se encargaban, se en-cargan, explícitamente a algunos reporteros de la casa. “Bas-tante tiene la gente, hay que darles optimismo, cosas gracio-sas, no podemos agobiarlo más” venía a ser la consigna. Y zas, una noticia en forma de Diazepan audiovisual.

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Y desde luego había que estar atento para notar la inten-ción de aligerar los temas informativos. Veías una informa-ción sobre la Feria del Regalo en Madrid, (que habría que ver si es una noticia digna de un telediario o no) y oías que la periodista la encabezaba con la siguiente frase: “Las joyas son a veces el mejor amigo de las mujeres. La PENA (la ma-yúscula es mía, claro) es que a veces no son accesibles”.

Si uno se distraía con estas cosas, o con la información aquella sobre la necesidad de vestir con decoro, era posible que no percibiera que el día 11 de septiembre de 2013, con la Diada catalana en plena ebullición, TVE llevó al minuto 20 la información sobre el tema. Quinto lugar en la escaleta. Antes se dio la noticia de la visita del primer ministro de Finlandia (en la que se destacó la buena sintonía que tuvo con Rajoy) y noticias sobre el caso Bretón. La dirección de informativos, en su descargo, dijo que se había tratado de un “error de valoración”. Tiempo después, la editora responsa-ble de aquel informativo, Cristina Almandós, fue destituida.

Una tarde nefasta se tomó una decisión nefasta: cambiar el horario de Informe Semanal, un buque insignia de la casa, y llevarlo a la madrugada. El programa es, era en realidad, una seña de identidad. Sus reportajes habían sido ansiados e in-contestables. Esperabas esa cita como algo semisagrado. Pero entonces un día, Esperanza Aguirre dimitió y Jenaro Castro,

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al frente de la dirección del programa, encargó un reportaje sobre la expresidenta madrileña. Lo que salió en antena aquel día (recomiendo encarecidamente que lo busquen en la web de RTVE) sobre Aguirre, supone algo que no nos merecemos como espectadores maduros e inteligentes. Con el tiempo lo más destacable era, más que los temas elegidos, los temas que NO SE DABAN: omitimos la entrada en la cárcel del extesorero del PP Luis Bárcenas, pero hacemos un bonito reportaje sobre el IV Centenario de la muerte de El Greco.

Como todas las necedades, desatinos y manipulaciones cla-ras que se dan en TVE, este cambio de horario de Informe, también fue criticado. Tiempo después volvió al horario ha-bitual. Sin su esencia, eso sí. Eso no ha vuelto. “Llega un momento en que los propios reporteros se cansan de propo-ner temas de enjundia, de la actualidad más rabiosa que sa-ben que o no van a salir, o si salen, van a ser un calvario”, cuentan los profesionales. Así que llega la dimisión de Ga-llardón y el director del programa pide un reportaje sobre el exministro de Justicia, en el que el aborto no se mencione demasiado. “Un perfil de Gallardón, de su figura, ya sabes”.

Han pasado más cosas estos dos años. Ha habido una pro-gramación errática. Ha nacido y ha muerto Entre todos, el PEOR programa que ha tenido TVE, por lo obsceno, por lo

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que significaba, por lo que escondía, por dónde estaba, por su puesta en escena. Por todo. Se ha emitido, este mismo verano, una gala impropia del siglo XXI, de una tele de largo recorrido: la de José Luis Moreno. Se pagó a Paquirrín por cantar con su madre, Isabel Pantoja, meses antes de que fuera sentenciada con pena de cárcel y el pago de una multa por blanqueo de capitales. Durante estos dos años, Mariló Montero ha dicho en su programa sonadas tonterías a veces, barbaridades otras. Cosas que ponen en evidencia la credibi-lidad y el prestigio de una cadena que tiene como líder ma-tinal a una mujer capaz de decir que la fiesta del toro de Tordesillas es maravillosa. Por citar sólo un ejemplo de la interminable retahíla de despropósitos que nos ha regalado en 24 meses. Y por si no había suficiente, este año TVE es-trenó un programa espantoso, que además fue un sonado fracaso de audiencia: El pueblo más divertido, presentado también por la Montero. Fue uno de esos espectáculos tele-visivos capaces de producir sonrojo a cualquiera con un poco de sensibilidad,

Junto a todo esto, la buena ficción como Isabel, las estu-pendas tv movies como Carta a Eva, El ángel de Budapest, El asesinato de Carrero Blanco, las interesantísimas y novedosas apuestas de La 2, como Alaska y Coronas, o Cachito, o tantas

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otras, navegan sin rumbo por una tele a la deriva, sin audien-cia apenas, sin capacidad para sacar pecho y decir, estamos aquí, miren qué buen producto. La gente, en masa, simple-mente le ha dado la espalda y ya ni siquiera la tienen en cuenta. Lo peor que le puede pasar a una cadena. Junto a esto, la débil y asfixiante situación financiera. Un nuevo re-corte del Gobierno la dejó a los pies de los caballos. Esa falta de mimo, de cuidado hacia el servicio público también dice mucho del panorama general.

El caso es que Echenique, aquel simpático abogado del Es-tado, decide que no puede hacer la tele con tan poco dinero y exige más y el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, le dice que no. Así que Echenique se marcha. En los infor-mativos, ese día, siguiendo la línea de opacidad que prima en los momentos importantes, se quiso ningunear la noticia. Pero la redacción, que está más batalladora que nunca, más harta de los desmanes que nunca y más dispuesta que nunca a hacerle frente a todo, se levantó en tropel también y con-siguió que se diera la noticia en toda su extensión.

El modelo de Telemadrid en TVE

Lo que nadie en ese cuadro de profesionales, dispuesto a pe-lear por la tele de todos, (y por su puesto de trabajo, que han

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ganado limpiamente), esperaba, es que tras Echenique lle-gara ÉL. ¿Y quién es él? Pues él es José Antonio Sánchez, un viejo conocido de la casa. El nombramiento fue un mazazo que pilló desprevenida a la plantilla. Fue algo así como una patada en la boca, una burla, un “os vais a joder todos los rojos”. Pero, ¿quién es Sánchez? ¿por qué soliviantó tanto a los profesionales y a muchos ciudadanos? Sánchez fue el jefe de Urdaci. El hombre que decía en plan jocoso, cosas como esta: “Yo voto a Aznar porque no hay nadie más a la dere-cha”. Sánchez fue el que ejecutó el ERE de Telemadrid y salió incólume, pese a que la justicia lo declaró improce-dente. Fue el director general de TVE con el que se visualizó la manipulación informativa como fenómeno social. Él es-tuvo allí cuando sucedió lo del Prestige, y los reporteros tu-vieron que hacer los directos desde los buques para impedir que los vecinos, hartos de la manipulación informativa, los boicotearan. Sánchez es el amigo de Zaplana, el amigo de Aznar, el hombre imputado por cinco delitos, tras aterrizar en Telemadrid: contra los trabajadores, por prevaricación, por malversación de fondos públicos y por trafico de in-fluencias.

Sánchez estuvo allí cuando auténticas multitudes salieron a la calle con el NO a la guerra de Irak y con pancartas contra la manipulación de TVE. El hombre que dirigió una tele

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que fue la única pública que no dio en directo las protestas de aquellos días contra la guerra. El hombre que condujo la información que se dio en TVE tras los atentados del 11 de marzo. Estaba allí cuando condenaron a TVE por manipu-lación informativa, por primera vez en la historia. Estaba allí cuando Urdaci leyó cece oo para referirse a Comisiones Obreras. Sánchez estaba al mando cuando se prohibió emitir las declaraciones de repulsa a la guerra de Pedro Almodóvar. Sánchez es la persona que ahora mismo está pilotando TVE, no sabemos hacia dónde. El hombre contra el que han fir-mado 1.500 profesionales.

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Sin lugar en España Publicar en otras lenguas que no sean el castellano supone una carrera de obstáculos, no sólo en las comunidades bi-

lingües, sino en el resto del país. La cultura española trata a las lenguas minoritarias como una anomalía

Publicado originalmente en enero de 2015

Por Suso de Toro

Escritor y profesor, guionista y articulista de prensa, ha publicado una veintena de libros en gallego que abarcan la narrativa, el teatro y el en-

sayo. Varios de ellos han sido traducidos al castellano. Su último libro es Sonámbulos (Alianza, 2014), una obra de relatos

No sabría decir si es muy frecuente o no que alguien que desea ser escritor se plantee en qué lengua va a escribir su obra, pero es mi caso. La mayor parte de las personas mono-lingües tienen la conciencia de que su lengua es “lo normal” y los demás «hablan raro», les cuesta comprender la existen-cia de personas que viven en otra lengua o que viven entre lenguas distintas, pero somos una buena parte de los euro-peos y una parte importante de los ciudadanos del Estado español.

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Mis abuelos maternos eran monolingües en gallego y mi familia paterna era monolingüe en castellano. ¿Eran más in-teligentes, cultos o buenos unos que otros? No. Pero hoy toda mi familia materna conoce y practica más o menos el castellano. En cambio, los restos de mi familia paterna si-guen siendo monolingües en castellano y nunca tuvieron que plantearse aprender otra lengua, cosa que les habría pa-recido antinatural. Ésa es la evolución lingüística de mi es-tirpe bífida, las relaciones de poder actuaron en una direc-ción clara.

Podría obviar el dilema de escoger lengua para escribir una obra reduciéndolo a una decisión instrumental sin más, “hago lo más razonable, escribo en una u otra según me sea más conveniente o útil”, pero no es tan simple, ese dilema tiene relación con todas las experiencias que uno vive como persona y como ciudadano. En mi caso era evidente que la lengua era el lugar donde se daba una lucha social entre los de arriba y los de abajo, si se posicionaba uno con los de abajo, escogía la lengua gallega y si se posicionaba con el po-der establecido, el castellano. Así pues, la opción de escribir en gallego no tiene carácter utilitario, por el contrario es per-judicial, sino moral y ético. Escoger entre una lengua nor-malizada y con Estado, aprendida a leerla y escribirla en la escuela y otra que tienes que ganar por tu cuenta y que carece

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de toda protección es una decisión un tanto dramática, pero así era entonces y así es hoy. La decisión de vivir, y escribir por tanto, en una lengua y no en otra condicionó y condi-ciona la vida de uno y, desde luego, su obra y su carrera como escritor. Como condicionan todas las decisiones éticas que uno adopta.

Y voy con mi experiencia. Escribir en gallego me supuso tener que cuestionar la ideología dominante en la literatura gallega, necesitaba crear un espacio para mí que, por talante, por ideología y por necesidad personal también, tenía que cuestionar la ideología de resistencia, tan firme como deses-perada, que empapaba la literatura y toda la vida cultural gallega. Eso me convirtió en un personaje incómodo y a mi literatura, incomodadora, pues cuestionaba la inocencia de una lengua y literatura víctimas y reflejaba conflictos y frac-turas dentro de la propia sociedad gallega. En los años ochenta argumentaba la necesidad de intentar “la normali-dad” porque creía que, tras la resistencia, con la autonomía ésa era la tarea que había que intentar, imaginar la «norma-lidad» me permitía verme como un escritor que dialoga con un público lector y no con un público de ciudadanos patrio-tas. Tuve la oportunidad de conocer escritores en castellano, vasco y catalán y me sirvió para imaginar qué tipo de escritor era posible. Sí, desmiento absolutamente que el artista desee

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vivir tísico en su buhardilla conversando únicamente con las musas. El escritor imagina sus obras y también se imagina a sí mismo dialogando con otras obras en la línea de la tradi-ción y en el contexto de su tiempo. Incluso imagina sus po-sibilidades profesionales y cuánto dinero le va a deparar su obra, naturalmente.

Hubo un momento en el que pensé en abandonar, cuando mi tercer libro tuvo una única reseña, y en una revista uni-versitaria. Por más voluntarismo no conseguiría cambiar la realidad social, la situación histórica de la lengua y de la li-teratura gallegas. Entonces sentí que no había un espacio para escribir una obra literaria tal como yo lo concebía, ir haciendo un camino literario dialogando con público y crí-tica. No existían los mecanismos de mercado, los medios de comunicación que transmitiesen la creación en gallego y, lo principal, quien gobernaba la autonomía contradecía de to-dos los modos posibles uno de los motivos por los que había sido recuperada: la protección y promoción de la lengua ga-llega hacia su normalización social. Ésa ha sido una diferen-cia fundamental entre escribir en catalán, vasco o gallego las pasadas décadas: la Administración autónoma gallega ha es-tado prácticamente siempre en manos de la derecha espa-ñola, explícitamente enemiga de la normalización del ga-llego.

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El gallego forma parte de la familia lingüística de portu-gueses, brasileños, angoleños, mozambiqueños… Así pues en esos lugares nuestras palabras tienen un Estado detrás. Sin embargo, a pesar de las evidencias lingüísticas, históricas etc., en la práctica nuestros vecinos del Sur, tras cruzar el Miño, nos resultan distantes. Los Estados, con sus estructu-ras ideológicas, administrativas, comunicacionales…, condi-cionan tanto nuestras vidas que en la práctica los portugue-ses nos resultan tan extranjeros como los franceses. Así pues, escribir en gallego supone hacerlo en una lengua que no tiene Estado propio, que es huésped de otra lengua, y con una Administración autonómica que traiciona su propio sentido.

Sin embargo, tuve suerte y en aquel momento de desánimo una editora barcelonesa leyó aquel tercer libro y quiso edi-tarlo en castellano, el libro tuvo una nueva vida, lectores y abundante crítica y fue comprado también por una editorial francesa. Eso me dio la confianza que precisaba y me animé a seguir intentándolo, a seguir escribiendo lo que quería e imaginando la profesionalización. En adelante mi experien-cia fue un tanto fantasmal, detrás de mí tenía una literatura minorizada con los complejos propios de esa situación, toda lengua minorizada genera sus defensas e incluso sus comisa-rios que custodian y vigilan la lealtad a la causa de la lengua,

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del país, y sus resortes para vigilar la lealtad a la lengua, al país. Y por delante tenía un espacio cultural, editorial y lite-rario en que era un intruso, el espacio del Estado que tiene por lengua el castellano.

Recentralizar en Madrid

En los años ochenta se configuró un espacio ideológico desde Madrid que reconfiguró la idea de España, se trataba de reafirmar el orgullo español en base a que el país renacía con alegría y se modernizaba. Realmente los ingredientes no eran muy distintos de la cultura castiza tradicional y la ideo-logía siguió siendo la de la “gran lengua castellana y la uni-dad de España”. Desde el punto de vista estético, puede que fuese más moderna la literatura de las décadas anteriores que la de la renacida democracia, pero existía la necesidad social de tener nuevos referentes humanos, una nueva generación, y el poder político, y singularmente el diario El País, fueron dibujando un nuevo argumento identitario.

El argumento era que España se había transformado mági-camente y sin rupturas en un país moderno que era un ejemplo y la envidia del mundo y, lógicamente, había que crear un nuevo paisaje literario que se identificase con ese nuevo tiempo. Cuando se hable de la literatura española en esta época histórica que llegó hasta aquí inexcusablemente

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hay que hablar del grupo Prisa y su carácter creador y tam-bién, lógicamente, limitador. Sin duda el espacio ideológico se recentralizó en Madrid y un día habrá que contar cómo se creó un relato en el que Madrid era una ciudad moderna y comenzó a decirse de Barcelona, que había sido el lugar desde donde llegaban anteriormente las novedades, que es-taba muerta culturalmente. De aquellos lodos.

El caso es que en ese ámbito recentralizado y monolingüe en castellano circularon mis libros sin tener un lugar claro ni punto de apoyo porque un escritor en lengua gallega que vive fuera de Madrid o Barcelona, donde están el mundo editorial o los poderes culturales, vive en una situación pre-caria. Sin contar con que el mero hecho de escribir en una lengua que no sea el castellano deviene un acto político que cuestiona la ideología nacional española y los intereses que van ligados a ella y como tal es considerado. En consecuen-cia, al presentar la edición de algún libro en su edición en castellano, tuve que oír muchas veces “¿por qué escribes en gallego?”, o bien “¿por qué no escribes directamente en cas-tellano?” Cuando uno presenta un texto en castellano, en muchas ocasiones traducido del gallego por mí, ¿qué signi-fica esa pregunta? Sólo puedo interpretarlo de un modo: es un reproche. Realmente lo que se me decía era que no bas-

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taba con entregar un texto autorizado por mí para quien qui-siese leerlo en castellano, también debería desaparecer un texto original en gallego. La ideología de gran lengua y con Estado, “una lengua verdadera”, el elemento fundamental del españolismo, actúa también para minorizar, mantener encerrado y si es posible hacer desaparecer a las otras lenguas, otras literaturas.

Ser escritor en lengua gallega siendo ciudadano español es caminar con una bola y una cadena atadas a una pierna. En parte por decisión propia y en parte por imposición ajena. Uno vive pendiente de los pecados y tentaciones que se le ofrecen en el mercado español, “haz caso y abandona la es-critura en gallego”. Eso significa, por ejemplo, que uno no presenta sus libros a los grandes premios que dan las edito-riales en España, que no opta a ese gran público y a ese di-nero. ¿Qué les queda a escritores así en España? Los premios de la asociación de críticos, el premio Nacional…Cuando el Estado habla de literatura por sí mismo lo hace a través del Premio Cervantes, un premio en lengua castellana que nos excluye aunque como ciudadanos contribuimos a dotarlo con nuestros impuestos. El Reino de España da su gran pre-mio a ciudadanos de otros Estados por escribir en castellano y excluye explícitamente a nacionales. Ni siquiera creo que algo así sea constitucional, pero qué más da a estas alturas.

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Cuando los reyes o los presidentes españoles hablan de “nuestra lengua” intencionadamente reconocen como na-cionales a ciudadanos de otros Estados y nos niegan la na-cionalidad a varios millones.

En la Cultura española las culturas en otras lenguas del es-tado son una anomalía y como tal han sido tratadas. Cada varios años algún periódico madrileño dedica una página a hacer un recuento de esas literaturas lejanas y pintorescas. El mismo tratamiento que se otorga a las lenguas se otorga a las literaturas. Al principio eso se resolvió con una cuota, en el Parnaso español había lugar para un vasco, un catalán y un gallego, pero conforme ha ido cristalizando el proceso histó-rico español ya no queda sitio para eso. Hace ya muchos años que no se sabe de escritores en lengua catalana, para eso se tiene como referencia a escritores barceloneses que escriban en castellano, y los escritores en catalán hace mucho tiempo que, tras ser excluidos del marco cultural español, no miran hacia el resto del Estado. La literatura catalana tiene estrate-gias nacionales propias y no dudo de que en un plazo de cuatro o cinco años consiga el objetivo de un Premio Nóbel en su lengua, los premios Nóbel tienen un componente po-lítico importante y los escritores catalanes merecen lo que han trabajado. Cuando la literatura catalana fue la invitada en la Feria de Francfort se le criticó, con fundamento, que

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no tuviesen lo suficientemente en cuenta la existencia de esos escritores catalanes en castellano. Pero esos críticos no veían la viga en ojo propio: que esa negación se hace todos los días de todos los años con los escritores en lengua catalana. Li-bros catalanes que triunfan editorialmente en mercados eu-ropeos son ignorados en el mercado español. Es una eviden-cia desnuda.

La vida cultural desaparece

Pero la reargumentación del españolismo centralista se hizo hasta hace poco, cuando los catalanes pasaron a ser “los ma-los”, con la utilización del terrorismo para cubrir de culpa y sospecha a toda la sociedad vasca. Así que a los escritores vascos se les interrogó sistemáticamente por su posición res-pecto del terrorismo, había que encontrar “vascos buenos” y para ello se forzó y retorció cualquier declaración de estos. En el imaginario que se configuró los vascos pasaron a ser unos ricachones que comían chuletones y que despreciaban a los españoles pobres, trabajadores inmigrantes y guardiaci-viles. Cuando menos, resulta injusta esa visión, pero man-tuvo encerrada a la literatura en euskera, buena parte de ella escrita por “vascos malos”, pero buenos escritores que segu-ramente tenían cosas que decir y que deberían conocer los lectores españoles.

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En las décadas pasadas hubo momentos diversos, algunos gestos de reconocimiento fugaces, pero la tendencia fue ha-cia el endurecimiento de la ideología españolista y hacia el sectarismo. En los años noventa publiqué en un diario ma-drileño Por un Madrid federal y abierto. No recuerdo las ar-gumentaciones pero sí que ya entonces me llegaron reticen-cias. Hubo una época en que pude editar mis opiniones en diarios como Abc, El Mundo e incluso llegué a ser colabora-dor de El País. Todo eso queda atrás, mis opiniones de en-tonces, que son las de hoy, ya no serían publicadas en esos mismos diarios. El intento de reformular España para dar cabida a la diversidad cultural y nacional hizo que me impli-case en debates y que recogiese los textos en libros como Es-pañoles todos u Otra idea de España, ese cuestionamiento del nacionalismo español y la propuesta de otra cultura nacional no me hicieron precisamente más popular en España ni más querido por los poderes ideológicos. Creo que se puede re-sumir en que las ideas esencialistas ocupan total y transver-salmente los medios de comunicación madrileños, las voces y los intelectuales que expresan el españolismo son aceptadas por todos los medios, de extrema derecha a derecha liberal. España es suya y no hay lugar para quienes no nos vemos en esa nación.

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Se podría hablar bien intencionadamente de un fracaso en la integración de las lenguas y culturas en esas lenguas y, por tanto, en un fracaso nacional español. Pero el fracaso es mu-cho mayor: los cambios tecnológicos y su efecto en nuestras vidas, la transformación de un mercado editorial y cultural dentro de los límites del Estado a un mercado abierto y la colonización cultural norteamericana han provocado la desaparición de la vida cultural española. Y, es el signo de los tiempos, ya no hay grandes prescriptores, no hay unas pági-nas que tengan la capacidad de convencer a un gran público de que hay que leer éste o aquel libro.

¿En que momento hubo un sesgo y se manifestó eso? Quién sabe, quizá fue el verano en que todo el mundo leyó a Stieg Larsson en lugar de los autores que solía. ¿O fue con el Código da Vinci?

Pero todo va más allá de la literatura, es un problema cul-tural en su sentido más profundo. España es un país vacío de arte y cultura y ahíto de fútbol hasta la enfermedad.

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La España moruna Los musulmanes, de nacionalidad española o extranjeros, se sienten cómodos en el marco democrático, pero perciben

un creciente sentimiento de rechazo. La islamofobia, que se evitó tras el 11M en 2004, va abriéndose camino

Publicado originalmente en febrero de 2015

Por Javier Valenzuela

Periodista y escritor. Tras trabajar 30 años en El País como corresponsal en Beirut, Rabat, París y Washington, y ser director adjunto de ese dia-rio, fue el primer director de tintaLibre. Autor de ocho libros periodísti-cos, entre ellos Usted puede ser tertuliano y Crónicas quinquis. Tangerina (Martínez Roca, 2015), que publicada en febrero, es su primera novela

Llegó a Madrid, procedente de su Tánger natal, el día del atentado contra la redacción parisina de Charlie Hebdo. En-señó en el control policial de Barajas su pasaporte español y lo franqueó sin problemas. El documento no informaba de su profesión, gestor cultural, pero sí llevaba estampado su retrato, el de un hombre de piel clara, ojos de color avellana con tonos verdosos y cabello y barba ligeramente rojizos. Su estatura era de un metro setenta y tantos centímetros, y sus ropas, las de cualquier varón europeo de nuestro tiempo.

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Y sin embargo, viajando en el metro a su casa, se preguntó si las miradas indiferentes que le dirigían los otros pasajeros serían las mismas si supieran su nombre. No, decidió, las miradas cambiarían, se tornarían desconfiadas y hasta hosti-les si supieran que se llamaba Farid Othman-Bentria. ¿Un musulmán? ¿Un correligionario de los descerebrados que acababan de cometer una matanza en París invocando a Alá? No, exactamente. Farid, hijo de una española y un marroquí de origen otomano, jamás se definiría por la identidad reli-giosa de su linaje paterno. Farid se declararía ciudadano de un país democrático y, puestos a añadir, de convicciones progresistas. Pero vete a explicarle eso al que te mira mal.

Así vuelven a sentirse tras los sangrientos sucesos de Fran-cia del mes de enero no pocos de los 1,7 millones de personas residentes en España que, según un reciente estudio del Ob-servatorio Andalusí, podrían ser clasificadas como musulma-nes. De ellos, según ese estudio, algo más de 1,1 millones serían extranjeros (unos 790.000 marroquíes; el resto pa-quistaníes, senegaleses, argelinos...) y unos 560.000, espa-ñoles (originarios de Ceuta y Melilla, inmigrantes naciona-lizados, hijos de parejas mixtas y unos 21.000 conversos).

Son muchos, sin duda, para los que deliran imaginándolos el caballo de Troya de una reconquista islámica de España y, ya puestos, de una ocupación de todo el continente europeo

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destinada a prohibir el alcohol y el jamón, velar a todas las mujeres y obligarnos a ayunar en Ramadán. No tantos, en realidad, para un país con dos ciudades norteafricanas (Ceuta y Melilla), un reciente pasado colonial en Marruecos y el Sáhara y tan cercano al Magreb. Y pocos, en definitiva, si se recuerda que buena parte de la población autóctona de la península Ibérica fue musulmana durante siglos, hasta la última expulsión de los moriscos en 1613.

También son menos que en otros países europeos: un 3,6% de los 47 millones de habitantes de España, un por-centaje inferior al de Francia (7,5), Bélgica (6), Suiza (5,7), Alemania (5) y Reino Unido (4,6). Cataluña, Andalucía, Madrid, Valencia y Murcia serían, por este orden, las comu-nidades autónomas con más residentes musulmanes.

En todas partes, también en España, las alimañas que ase-sinaron a los compañeros de Charlie Hebdo le hicieron un flaco servicio a aquella gente con la que dice compartir sen-timientos religiosos. En el mejor de los casos, les obligó a tener que pregonar una vez más que no se siente represen-tada por ellos, que no comparte su medieval interpretación salafista de la religión revelada en el Corán y, menos aún, sus métodos criminales. En el peor, los puso de nuevo en el punto de mira de la islamofobia rampante en Europa, esa

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basura ideológica que ha ido ocupando el lugar del antise-mitismo en el alma ultraderechista y de la que Anders Breivik, el terrorista de Oslo, se proclama un cruzado.

Las inquietudes de Farid Othman-Bentria el 7 de enero pasado, día en que su regreso a Madrid coincidió con la ma-tanza de París, no eran paranoicas. Los episodios de islamo-fobia han aumentado en España en las últimas semanas. Pin-tadas con la cruz gamada que piden la expulsión de los “pu-tos moros” en los exteriores de mezquitas como la madrileña de Estrecho, la jienense de Abu Baker, la burgalesa de San Juan de los Lagos o la murciana del barrio de San Andrés. Agresiones verbales o físicas a inmigrantes musulmanes por parte de exaltados e identificaciones belicosas por parte de guardias uniformados. Hasta la Policía Nacional envió una circular con recomendaciones para “intervenciones con per-sonas de origen árabe”. Pocos periodistas cayeron en la cuenta de que, amén del tonillo racista, la circular revelaba una notable ignorancia: hay millones de árabes de religión cristiana.

Y, sobre todo, comentarios, muchos comentarios, de arti-culistas y tertulianos proclamando que el islam es un peligro en sí mismo, una religión imposible de reconciliar con la de-mocracia y los derechos humanos; lo mismo, por cierto, que dijeron del catolicismo hispano durante siglos protestantes

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de ojos claros. Natalia Andújar, una periodista convertida al islam, recibió un torrente de insultos en las redes sociales por atreverse a replicar a Santiago Abascal, presidente del ultra-derechista Vox, que acababa de reiterar sus declaraciones sa-tanizando a los musulmanes y propugnando combatirlos.

Emergió incluso una sección española del movimiento ale-mán Pegida que no hacía la menor falta. La islamofobia ya estaba bien representada aquí por grupos como España 2000, Plataforma per Catalunya, el Partido por la Libertad y otros. El Partido de la Libertad se había opuesto a la aper-tura de una mezquita en Torrejón de Ardoz organizando frente a ella ¡una jamonada! Y Josep Anglada, líder de Plata-forma per Catalunya, llevaba años soltando lindezas como ésta: “Es totalmente falso que 300.000 catalanes celebren el Ramadán. La realidad es que son 300.000 moros, ya que siempre serán moros vivan donde vivan”. Anglada lo tenía claro antes de que apareciera Pegida: el islam es “fanatismo y sectarismo”; los inmigrantes musulmanes, “parásitos socia-les”, y la solución, “la repatriación a sus países de origen”. Los extremismos basados en la raza, la nación o la religión se alimentan mutuamente, son variantes de una misma pesadi-lla totalitaria: la uniformidad de la tribu. La matanza de Charlie Hebdo dio combustible a los islamófobos patrios. Valentía contra el Islam convocó el ultimo viernes de enero

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una concentración frente a la mezquita de Xúquer, la más importante de Valencia, para expresar la “protesta de los pa-triotas europeos contra la islamización de Occidente”. Y Es-paña en Marcha emplazó ese mismo día, el de las oraciones colectivas de los musulmanes practicantes, a manifestarse frente a la mezquita madrileña de la M-30. Su lema: Islam fuera de Europa. Frente a su odio nuestra cristiandad. No a la multiculturalidad.

Y, sin embargo, la sangre tampoco había llegado al río a la hora de redactar estas líneas. España sigue conservando el capital de razón y prudencia que hizo ejemplar su reacción a los atentados en Madrid del 11 de marzo de 2004. No hubo entonces pogromos contra musulmanes, no se elaboraron le-yes de excepción contra esa ni ninguna otra comunidad, no se recortaron los derechos y las libertades de todos los ciuda-danos, no se embarcó nuestro país en ninguna aventura bé-lica exterior. A diferencia de George W. Bush tras el 11 de septiembre de 2001, el Gobierno que surgió de los comicios celebrados tras la matanza de Atocha en 2004, reaccionó más con la cabeza que con las tripas. Y esa actitud contó con un amplio respaldo de la población.

Musulmanes a gusto en España

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“Los juicios por el 11-M constituyeron una lección de cómo un Estado democrático puede combatir el terrorismo con eficacia dentro del respeto al marco constitucional y legal y a los principios de la Unión Europea”, recordó, tras el aten-tado de Charlie Hebdo, la Comisión Islámica de España (CIE), el organismo que agrupa a las comunidades musul-manas. La CIE, por supuesto, reprobó la matanza de París y algunos colectivos musulmanes fueron más lejos, sin encon-trar excesivo eco en los medios. Un centenar de musulmanes de Soria donó sangre en el hospital Santa Bárbara para ex-presar su rechazo a la brutalidad de París. Un grupo de fieles de Tudela denunció a la Policía el extremismo del imán de una mezquita de esa localidad.

Las encuestas sobre los musulmanes de España, los nacio-nales y los extranjeros, dan buenas noticias. La mayoría, un 83%, se siente a gusto, adaptada a los valores democráticos y a los usos y costumbres del país, según el estudio que Me-troscopia realizó en 2011 para los ministerios de Interior, Justicia y Trabajo e Inmigración. Como lamentablemente hace falta, Riay Tatari, un médico nacido en Damasco hace 66 años que preside la Unión de Comunidades Islámicas de España, lo deja aún más claro: ”Si tuviera noticias de la exis-tencia de un yihadista en mi entorno, no dudaría en denun-ciarlo”.

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Pero la crisis económica, la frustración de las esperanzas despertadas por la Primavera Árabe y la islamofobia ram-pante son factores que pueden ir minando esa voluntad de vivir pacíficamente su religión en un marco aconfesional y democrático. No seré yo quien escriba que España está a salvo de que unos cuantos individuos se dejen llevar por el milenarismo de Bin Laden y sus hijuelos. Ya ocurrió el 11-M y los que leyeron mi libro España en el punto de mira sa-ben que no me sorprendió. En contra de lo que dicen los ultraderechistas, la razón democrática no es lo mismo que la ingenuidad. Los yihadistas existen, del mismo modo que existen los fascistas.

Lo que elogiaré será la cordura española de la mayoría de los españoles a la hora de distinguir entre los musulmanes y los terroristas que dicen actuar en su nombre. ¿Durará? ¿Se-guiremos reaccionando colectivamente con la sutileza que nos llevó durante varias décadas sangrientas a no confundir a todos los vascos, o la identidad vasca, con la minoría etarra? ¿O terminará la sinrazón de la islamofobia corrompiendo nuestras mentes?

Hay razones para inquietarse. El yihadismo ha reaparecido con fuerza tras el paréntesis de la Primavera Árabe, un alza-miento por la dignidad y la libertad que no contó con el apoyo de un Occidente ensimismado en su crisis económica

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y acostumbrado a que los tiranos locales mantuvieran el or-den en el norte de África y Oriente Próximo. Un yihadismo, observa Farid Othman-Bentria, alimentado ideológica y económicamente por el wahabismo de Arabia Saudí, con quien Occidente sigue sosteniendo una hipócrita alianza.

“Morofobia española”

En las filas de esta nueva oleada yihadista militan también hijos y nietos de inmigrantes musulmanes en Europa, como ha demostrado el atentado contra Charlie Hebdo, un golpe terrible para las pretensiones francesas de ser un modelo de integración. No sería, pues, disparatado que España se plan-teara construir su propio modelo de convivencia en demo-cracia de moros, cristianos, judíos, budistas, agnósticos y ateos. Un modelo sin privilegios para ninguna religión ni guetos para ninguna otra, en el que todos juntos y revueltos tuvieran que jugar con las mismas reglas de ciudadanía de-mocrática.

La islamofobia, en paralelo, ha adquirido carta de ciuda-danía en Europa. La predican partidos poderosos como el Frente Nacional francés, el Partido de la Libertad austríaco, el Amanecer Dorado griego, los Verdaderos Finlandeses… Coquetean intelectualmente con ella escritores prestigiosos como Michel Houllebecq, del mismo modo que lo hicieron

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con el antisemitismo autores de pluma tan excelsa como Louis Ferdinand Céline. Y en nuestro caso llueve sobre el terreno mojado de eso que Juan Goytisolo llama la “moro-fobia española”, una propaganda de guerra secular que pre-senta a los vecinos del sur (los marroquíes, sobre todo) con los peores rasgos que quepa imaginar. De hecho, el 61% de los españoles considera el islam una “amenaza”, según un estudio de la fundación Bertelsmann.

El converso Yusuf Fernández cree que la brecha entre los musulmanes y el resto es aún menor en España que en otros países europeos, pero se declara consciente de la existencia de “una islamofobia latente”, unas brasas sobre las que puede soplar la matanza de París. Bouziane Ahmed Jodja, director del programa Islam hoy en TVE, viene a decir lo mismo: “En España no hay un rechazo masivo a la población musul-mana. Los españoles también son emigrantes y entienden lo duro que es dejar tu país para buscarte la vida”. Pero esta vivencia migratoria española, de ayer y de hoy, “no vacuna para siempre”.

El informe anual de la Plataforma Ciudadana contra la Is-lamofobia da cuenta de que en 2013 se registraron 45 de-nuncias en España por actos basados explícitamente en el odio a la religión del Corán, una cifra inferior a los casos

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reales porque muchos musulmanes tienen miedo a compa-recer ante una policía percibida como hostil. En el 47% de los casos se trató de ataques a mezquitas, desde pintadas a colgar cabezas de cerdo, y en el 53% a personas. “La islamo-fobia ha sustituido al odio a los judíos y los gays como estan-darte de la extrema derecha”, dice Miguel Ángel Aguilar, fis-cal de Delitos de Odio de Barcelona. Pero se trata, añade, de “una islamofobia cubierta de chocolate, esto es, disfrazada de modernidad y laicismo”. “Aquí no se queman mezquitas como en Francia o en Suecia, pero se prohíbe abrirlas”, dice Yusuf Fernández. Cierto.

Ese tipo de populismo empuja asimismo a convocar plenos para que adopten disposiciones prohibiendo el burka o el niqab en los espacios públicos, ominosas prendas que sólo llevan tres o cuatro mujeres de la localidad. O a que Javier Maroto, el alcalde de Vitoria, suelte en la Cadena SER que los inmigrantes musulmanes vienen a España “para vivir de las ayudas sociales”. “Yo”, añade el político del PP, “sólo digo lo que se piensa en la calle”.

¿Saben una cosa? Las mujeres son las principales vícti-mas de la islamofobia cotidiana, la de las miradas despectivas y las frasecitas hirientes. En España y en todo Occidente, como subraya Sirin Abdli Sibai, investigadora siria del Taller

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de Estudios Internacionales Mediterráneos de la Universi-dad Autónoma de Madrid. “Ser musulmana y salir a la calle con hiyab”, dice, “implica tener que aceptar que vas a encon-trarte con un cierto ambiente hostil y de rechazo”. Puedo imaginármelo. Debe ser como se siente un joven negro cu-bierto con capucha en un barrio blanco de Estados Unidos.

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El mapa y el símbolo

Más allá de la magia, de las señas de identidad y de los tó-picos, el autor propone una Andalucíaa eficaz y culta con políticos decentes. Por otra parte, destaca la dificultad de

definir rasgos comunes en un territorio tan extenso Publicado originalmente en marzo de 2015

Por Felipe Benítez Reyes Escritor gaditano, ha cultivado diversos géneros, desde la novela a la poe-sía pasando por el ensayo, y ha recibido importantes premios literarios a

lo largo de su carrera. Su última obra publicada es el libro de relatos Cada cual y lo extraño (Destino)

@fbenitezreyes

Los topónimos exigen un grado variable de imaginación. Po-demos delimitar mentalmente, con bastante exactitud, el to-pónimo “Málaga” si se refiere a la ciudad de Málaga, in-cluida su extensa periferia (y hasta hace poco la comarca de Melilla), pero si ese topónimo engloba -con arreglo al crite-rio territorial establecido en el siglo XIX por don Javier de Burgos- a la provincia de Málaga, con todos sus pueblos y pedanías, con su costa y su sierra, con sus campos de cultivo

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y sus tiendas de souvenirs, el topónimo en cuestión nos exige un esfuerzo imaginativo, ya que afecta a una convención en principio meramente administrativa que, sin embargo, suele promover convenciones sentimentales: la adscripción a un territorio tenido más o menos difusamente como propio, en contraposición al resto –ancho y ajeno- del mundo. Y ahí entran en juego las emociones micropatrióticas, que es como decir que ahí empiezan los líos. Emociones micropatrióticas que lo mismo sirven para hacerse socio ferviente de un equipo de fútbol que para buscar señas colectivas de identi-dad, cuando es posible que las señas de identidad resulten bastante complicadas de buscar incluso a nivel de individuo.

Cuanto más territorio abarca un topónimo, menos entu-siasmo patriótico parece infundir, y de ahí tal vez el que los patriotas profesionales opten más por el discurso de la segre-gación que por el de la unión, más por la atomización de las soluciones que por la globalización de los problemas, desde el convencimiento tal vez de que el sentir tribal tiene ganado mucho de antemano, por mera reverberación de nuestros atavismos más primarios y más inmunes al sentido común, incluida en esos atavismos la nostalgia historicista de los pa-raísos sociales, que son, como casi todos, paraísos perdidos. No se imagina uno a un vecino de Tarragona discutiendo

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con otro de Cáceres sobre quién es más europeo, aunque re-sulta fácil imaginar una discusión entre ellos por asuntos de identidad mucho menos panorámicos.

Dicho esto, el topónimo “Andalucía” es posible que nos quede un poco grande si lo ascendemos de una dimensión territorial a una dimensión simbólica o, al menos, que ese ascenso exija de nosotros un sobreesfuerzo de abstracción imaginativa similar al que requiere el análisis y comprensión de esas grandes entelequias, tanto en su sentido aristotélico como coloquial, que suelen amenizar de rato en rato nues-tros pensamientos. Y es que la geografía tiene algo de ciencia esotérica: tanto si está uno recogiendo fresas en Huelva o moviendo el incensario en la catedral de Sevilla, está en un mismo sitio, aunque de categoría metafísica superior: en An-dalucía.

Como cualquier lugar del mundo, Andalucía es muchas cosas. Para algunos políticos catalanes (Duran i Lleida, Puigcercós…), un sitio en el que la gente se pasa el día en la taberna, viviendo alegremente de subsidios y cabe suponer que canturreando coplillas flamencas; para los beatos de ISIS, un territorio reinvidicable; para los turistas nórdicos, un destino prodigiosamente soleado que se asocia a la san-gría, ese invento que al parecer tiene su origen en América, y a la paella valenciana; para muchos sevillanos, un concepto

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que irradia desde el ombligo mismo de Sevilla; para algunos almerienses y onubenses, un lugar que les queda un poco lejos por la falta de infraestructuras ferroviarias; para los et-nógrafos extranjeros, una mina de pintoresquismos folclóri-cos; para Jordi Pujol, cuando ejercía en su juventud de filó-sofo afligido, una región en que la gente vive “en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual”; para los especuladores inmobiliarios, un litoral con franjas escan-dalosamente desaprovechadas; para la exministra Ana Mato, una región en que los niños son “prácticamente analfabe-tos”; para algunos ideólogos del PP, una cantera irredimible de filocomunistas; para los africanos sin futuro, la puerta pe-ligrosa del futuro. Y así sucesivamente.

Por supuesto, el hecho de que una cosa sea muchas cosas a la vez, e incluso contradictorias entre sí, no resta identidad a la cosa en cuestión, sino más bien al contrario: su diversidad define su homogeneidad, pues todo núcleo humano es ma-reantemente poliédrico por definición, y desdichado el que no lo sea, ya que es muy probable que su uniformidad de-penda menos de una armonización colectiva de intereses que de la imposición normativa por parte de unos poderes repre-sores que establezcan artificialmente un equilibrio sociopo-lítico.

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Dicho esto, ¿qué entendemos por Andalucía, aparte de una comunidad más o menos autónoma con unos ocho millones y medio de habitantes, con una tasa de paro del 34,2% y con un 38,2% de personas en riesgo de pobreza o exclusión, después de 32 años de gobierno socialista? ¿Qué designa, aparte de lo obvio, el concepto “Andalucía”, a nivel de abs-tracción, por así decirlo? Cualquier respuesta sería compleja, de modo que resulta prudente optar por la más sencilla: si dejamos al margen los criterios administrativos, Andalucía es lo que cada cual quiera que sea, lo que cada cual logre interiorizar de ese concepto, lo que reverbere en su sentir, que es algo que, a fin de cuentas, lo mismo sirve para un andaluz con respecto a Andalucía que para un noruego con respecto a Noruega. Por la ley de la paradoja, un gaditano puede sentirse genuinamente andaluz, pero a la vez situarse, incluso con hostilidad, en las antípodas del espíritu sevi-llano, o viceversa. Por motivos misteriosamente telúricos, un jiennense de Aldeaquemada, a un tiro de piedra de la pro-vincia de Ciudad Real, se supone que comparte esencias an-daluzas con un malagueño de Benalmádena. Y no se trata de romper la baraja de las convenciones, sino de barajar de ma-nera más o menos razonable los sinsentidos, que a veces re-sultan más útiles para entendernos de lo que solemos calcu-lar, pues las cosas de la vida tienen la lógica que pueden te-ner, que casi nunca es mucha.

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“Aquí se habla andaluz”

En la identificación emocional de un individuo con su tierra nativa cuentan factores que no tienen mucho que ver con la tierra nativa en sí, al margen del grado de éxtasis que cada cual alcance contemplando la playa de su pueblo o los mon-tes nevados de su comarca. Los factores que determinan esa identificación son más bien de orden familiar, laboral o in-cluso meramente atávico. De ahí que pretender que alguien se identifique con 87.268 kilómetros cuadrados tal vea sea mucho pretender. Al fin y al cabo, si a un andaluz le pregun-tan que si es andaluz, responde lo obvio. Si le preguntan si se siente andaluz, responde lo que corresponda al caso. Si le preguntan en qué consiste ser andaluz, lo normal es que far-fulle.

Comoquiera que vivimos en un país biodiverso en el que las ocurrencias autonómicas suelen mimetizarse y ascender al rango de interautonómicas, no han faltado andaluces an-dalucistas que se han animado a promover campañas curio-sas, como aquella de repartir por los bares unos carteles en los que se proclamaba “Aquí se habla andaluz”, de lo cual cabía deducir que también se habla andaluz en Teruel o en Montevideo. (Si a alguien le hubiera dado por ponerse ca-

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tastrofista, incluso hubiera podido llegar a la conclusión de-cepcionante de que en Andalucía se habla el idioma de Te-ruel o de Montevideo). Supongo que por suerte, las tentati-vas retrohistóricas se han quedado aquí en delirios alegres de un día, incluido el de esos andaluces de hoy mismo, nostál-gicos sinceros del esplendor de Al-Andalus, que asumen el riesgo de señalar el año de 1492 como el de la pérdida de identidad de nuestra tierra.

Si hablamos de Andalucía como una convención adminis-trativa, entendemos a la perfección de qué nos hablan, y to-dos nos sentimos integrantes solidarios de lo que designa ese topónimo. Si nos hablan de Andalucía como un territorio embrujado que infunde esencias distintivas a todos y cada uno de sus habitantes, incluidas en esas esencias el fervor por la feria de Sevilla y por las juergas teológicas de la romería de El Rocío, lo más probable es que no entendamos ni la cuarta parte del conjuro.

Una visión pragmática

Y es que, a estas alturas, uno prefiere el pragmatismo a la magia: una Andalucía en la que funcionen los servicios pú-blicos, en la que se promueva una cultura sin adjetivos, una Andalucía productiva, una Andalucía sin políticos indecen-

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tes, sin gestores ineptos y, a ser posible, sin Canal Sur Tele-visión, esa fábrica incesante de chocarrerías y de estereotipos rancios. Y, a partir de ahí, que cada cual se invente los terri-torios míticos que se le antojen, las señas de identidad que considere razonables y oportunas, la delimitación sentimen-tal y variablemente específica de su territorio, aunque con la advertencia de que el concepto de “patria” es un asunto pri-vado.

Vivimos en un país en que la conciencia política tiende a contaminarse de una conciencia religiosa: partidos que bus-can candidatos como quien busca a un profeta, votantes que buscan salvadores en vez de gestores, políticos que prometen paraísos con el desparpajo de unos vendedores de crecepelo, aspirantes a poderosos que te sueltan a la mínima el sermón de la montaña, oradores que se disfrazan de arcángeles justi-cieros para acabar con la Sodoma de la corrupción…

Cuando comprendamos que la política es gestión y no tea-tro, servicio y no servidumbre, resultado y no retórica, tal vez habremos ganado bastante, al menos como un punto de partida.

Mientras tanto, aquí seguimos, a la espera de Godot.

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La amenaza está�(también) aquí La libertad periodística no sólo debe defenderse en zonas de conflicto o bajo regímenes dictatoriales, sino también frente a los poderes políticos y económicos que intentan

controlar a los medios en nuestro país Publicado originalmente en mayo de 2015

Por Jesús Maraña Periodista y director editorial de infoLibre y tintaLibre. Fue redactor en Informaciones, director adjunto de Tribuna, redactor jefe de El Mundo y director de Interviú y de Tiempo. En 2007 se sumó como subdirector al equipo fundador del diario Público, del que fue su director desde 2010

hasta su cierre. Es tertuliano en La Sexta. @ jesusmarana

La principal utilidad de las conmemoraciones consiste en re-cordar lo que olvidamos todos los demás días del año. La Asamblea General de las Naciones Unidas decidió en 1993 que cada 3 de mayo se celebraría el Día Mundial de la Li-bertad de Prensa, lo cual sirve desde entonces para fomentar en torno a esta fecha iniciativas que denuncian en numero-sos países la censura o cierre de publicaciones; las presiones

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y acosos a periodistas y editores, pero, sobre todo, los asesi-natos y encarcelamientos de profesionales de la información, ya sea escrita, gráfica o audiovisual.

Que exista también, por ejemplo, un Día Mundial de la Felicidad no ayuda mucho a prestigiar lo que significa el 3 de mayo. (Ya sabemos que la ONU hace esfuerzos ímprobos por desprestigiarse a sí misma). Sin embargo, conviene no desperdiciar una sola excusa para alertar sobre el delicadí-simo estado de la libertad de prensa.

Colocamos el foco con absoluta veneración en quienes se juegan la vida (y a veces la pierden) por informar desde pun-tos de conflicto. No se trata sólo de rendir homenaje a la vocación y valentía de periodistas y fotógrafos que perecen para que no caigan en el olvido las guerras y los atropellos de los derechos humanos en cualquier lugar del planeta. Com-parar esos méritos con cualquier otra forma de ejercer el ofi-cio no tiene sentido. Menos todavía cuando ahora lo hacen en la mayoría de los casos al desnudo, sin el paraguas de un gran medio que les ofrezca recursos, seguridad, garantías mí-nimas y un buen salario. La figura del corresponsal de guerra se ha reconvertido en la del free-lance cuya remuneración no está garantizada, o cuya cuantía es proporcional al riesgo de perder la vida o de sufrir un secuestro.

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Así que no se trata de hacer ningún tipo de comparación, pero sí de advertir de los otros riesgos que corre la libertad de prensa en países y regímenes políticos en los que este de-recho fundamental se da por descontado. Hay otro tipo de amenazas que no son las balas, los francotiradores, los grupos terroristas o las bandas de narcotraficantes. Pero que actúan como termitas para socavar y limitar el derecho a la infor-mación de los ciudadanos, imprescindible en una democra-cia que pueda definirse como tal. Y cuyo ejercicio depende de que existan otros dos derechos fundamentales: la libertad de expresión y la de prensa.

Hay una amenaza que es global, producto de una realidad digital en constante transformación y cuyo entendimiento aún se nos escapa. Se calcula que de los 2.500 millones de internautas actuales pasaremos a 5.000 millones en 2020 y a casi 7.000 millones en 2025, según las previsiones de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) y el pro-nóstico de los responsables de Microsoft y Google. Lo cual significa que la práctica totalidad de la población mundial tendrá acceso a Internet a la vuelta de 10 años.

Parece una obscenidad que los reyes de las nuevas tecnolo-gías tengan tan clara su expansión cuando al mismo tiempo se ensancha la brecha de desigualdad y se dispara la pobreza.

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Se confía más en la multiplicación de los smartphones que en la mejor distribución del pan o de los peces.

Lo cierto es que la imparable extensión de Internet hace que nunca en la historia la ciudadanía haya tenido más fácil acceso a la información. Y en ese descomunal avance está precisamente incluida la amenaza. Todos estamos convenci-dos de manejar un volumen inabarcable de información. Nos creemos bien informados porque somos bombardeados constantemente con datos acerca de lo que supuestamente nos interesa. La saturación nos produce el engaño de creer que poseemos un mayor conocimiento.

Se ha descrito Internet como la información sin fronteras, aunque ya van surgiendo estudios (como el que recoge el so-ciólogo francés Frederic Martel en Smart, Taurus, 2014) que muestran que la mayor parte de los intercambios de infor-mación en las redes no son globales, sino locales, territoriales o sectoriales. Aunque efectivamente lo digital no contempla fronteras físicas, hay otras que sin serlo funcionan como ta-les: las lenguas, las regiones, las culturas, los intereses por co-munidades o sectores profesionales… Como ha ocurrido con otras revoluciones, a medida que utilizamos y conoce-mos más las posibilidades digitales se van destruyendo mitos al tiempo que se descubren riesgos.

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Y entre los riesgos hay que contemplar el hecho de que nunca ha sido tampoco más fácil conocer y controlar lo que “interesa” a la ciudadanía. Por si la información que noso-tros mismos hacemos pública fuera insuficiente, el caso Snowden desveló las prácticas de espionaje masivo por parte de los servicios de inteligencia norteamericanos. Y como la realidad digital lo fagocita todo, meses después de la alarma social que provocó la filtración de un joven consultor de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA), el ruido fue debilitándose y los pactos entre gobernantes es-piados a su vez (“hoy por ti, mañana por mí”) redujeron los efectos a la huida a Rusia del “delator” Edward Snowden y a las presiones sobre los periodistas que cumplieron su obli-gación y consiguieron publicar los datos.

El negocio como prioridad

Podríamos hacernos la ilusión de que las posibilidades de ac-ceso a la información que ofrece la realidad digital son un blindaje formidable para la libertad de prensa y para el dere-cho a la información. No hay la menor garantía de que el caso Snowden haya interrumpido el espionaje de las comuni-caciones de miles o millones de ciudadanos, como tampoco el caso Wikileaks ha supuesto la defenestración de militares, jueces, políticos o diplomáticos sobre los que se conocieron

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prácticas ilegales o inmorales o ambas cosas a la vez. Y tam-poco caben muchas dudas de que los métodos de los servi-cios de inteligencia y de otros poderes públicos y privados son cada día más sofisticados con el fin de controlar, vigilar y condicionar el acceso a la información y su uso.

La otra gran amenaza, menos sutil y de consecuencias pal-pables es la que no mata a los periodistas, pero los conduce al paro y al silencio. Esa amenaza ha existido siempre, pero ha adquirido proporciones desconocidas a raíz de la crisis económica y de los múltiples errores cometidos por empre-sas y por los propios profesionales ante la aparición de Inter-net.

En su enciclopédico repaso a la corrupción en España El fango (Debate, 2015), Baltasar Garzón encabeza un capítulo dedicado a los medios de comunicación con una célebre frase de Kapuscinski: “Cuando se descubrió que la informa-ción era un negocio, la verdad dejó de ser importante”. Cuando las empresas periodísticas se reconvirtieron en gran-des grupos de comunicación, su prioridad dejó de ser el pe-riodismo, puesto que era mucho mayor y más rápido el ne-gocio que ofrecía la industria del entretenimiento, la banali-dad, el ruido o el fútbol. En el libre mercado del capitalismo, la única justificación para que las televisiones privadas estén

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limitadas y su gestión dependa de una licencia gubernamen-tal y temporal es la consideración de servicio público que tiene toda empresa informativa. Se supone que es un modo de garantizar la pluralidad, la libertad de prensa y el derecho a la información de los ciudadanos.

Hace mucho tiempo que esa protección de la libertad de prensa se quedó en mera suposición. Las más importantes cabeceras, endeudadas hasta el cuello por la crisis económica, publicitaria y de negocio tras la revolución digital, están en manos de los acreedores financieros. Un periódico, sea cual sea su soporte material, no puede ser independiente cuando debe responder antes a los intereses de bancos y grandes em-presas que a los de sus lectores. Si algunos grandes grupos audiovisuales mantienen aún cabeceras de prensa es porque les sirven como herramienta de presión o intercambio de fa-vores políticos para la buena marcha del negocio del entre-tenimiento. Sus pérdidas se compensan en las cuentas de re-sultados y no afectan a los bonus de sus altos ejecutivos, mu-chos de ellos ya de perfil netamente bancario.

Cuando hablamos de libertad de prensa o celebramos su Día Mundial, y cuando recordamos a los compañeros asesi-nados mientras ejercían el periodismo, no debemos olvidar que hay otro “frente”, aunque no suenen las balas, y está aquí mismo. Cada día del año. Por la creciente influencia de los

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poderes económicos, por las dificultades para sostener la in-dependencia de los medios en la realidad digital, pero tam-bién por los renovados empeños del poder político en atro-pellar el derecho ciudadano a la información. Desde la pro-pia ONU se ha solicitado al Gobierno de Rajoy que retire la nueva Ley de Seguridad Ciudadana o la reforma del Código Penal porque “amenazan con violar derechos y libertades fundamentales de los individuos” como el de manifestación, expresión e información.

La excusa, la justificación, es la misma que se dio a escala global para el caso Snowden: la seguridad de los ciudadanos. A esa trampa respondió Benjamin Franklin hace un par de siglos: “Quienes renuncian a la libertad esencial para obtener seguridad temporal, no merecen ni libertad ni seguridad”. Y la libertad de prensa, como la de expresión, es esencial para la democracia. (Otra cosa es que los periodistas seamos ca-paces de purgar los errores cometidos para, a partir de ahí, convencer de todo esto a la ciudadanía).

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Fuimos el sueño de nuestras madres A través de las biografías cruzadas de su madre y de ella

misma, la autora repasa la evolución de las españolas en las últimas décadas en un recorrido que pone de relieve tanto

los cambios como las huellas que han pervivido Publicado originalmente en junio de 2015

Por Elvira Lindo

Escritora, periodista y guionista de cine, creó el personaje de Manolito Gafotas que protagonizó varios libros. Es columnista de El País y autora de novelas como Una palabra tuya (2005), premio Biblioteca Breve, y Lugares que no quiero compartir con nadie (2011), ambas publicadas en

Seix Barral @ElviraLindo

La vida quiso quitarme a mi madre cuando yo apenas era una adolescente desorientada, con lo cual los recuerdos que tengo de ella han sido injustamente tormentosos, porque han prevalecido esos últimos tiempos en los que yo trataba de borrar con furia de mi carácter el componente de dulzura de la niña que acababa de dejar de ser. La vida me arrebató la posibilidad de haber tenido una conversación serena con ella en ese tiempo futuro que suaviza el temperamento y per-

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mite mirar el pasado con distancia, libre ya de la alarma ma-terna y de la desconsideración juvenil. He tenido que hacer mi propia construcción de aquellos años e incluso he ha-blado con mi madre en el puro presente muchas veces, como si no hubiera muerto. He imaginado su evolución al fijarme en cómo han evolucionado tantas mujeres de entonces en España y he llegado al convencimiento de que ella hubiera sido más libre a los 70 años de lo que fue en los 40; he conseguido al fin rebajar el desasosiego que me producía que mi comportamiento no obtuviera el aprobado que siem-pre esperas de tu madre.

Parece este un asunto estrictamente personal, pero no lo es. Fui joven en los años ochenta y me tocó, como a la ma-yoría de las mujeres de mi generación, romper con las nor-mas que tan rocosamente regían la vida de las mujeres. Mi madre era ama de casa, no decidía sobre lo que se hacía con el sueldo de mi padre sino con la asignación que le era con-cedida para los gastos del hogar; mi madre no podía ser titu-lar de una cuenta en un banco; mi madre, como todas las españolas, no tenía permitido viajar al extranjero sin la au-torización de su marido o del tutor que le correspondiese; tuvo, sin duda, una influencia decisiva en nuestras vidas, como todas las madres, pero nunca fue dueña de la última palabra. Nosotros lo sabíamos y, como todos los hijos, o casi

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todos, la utilizábamos como mediadora en la solución de conflictos o en algo tan pedestre como complicado: sacarle el dinero a mi padre.

Mi madre temía por sus hijas más que por sus hijos. Mi madre temía más por mí que por mi hermana, por ser la pequeña, y también porque me consideraba inestable, pro-clive a las tentaciones y demasiado expansiva. Yo fui una de esas adolescentes que pusieron a su madre a prueba. Pero nuestra guerra recién iniciada tuvo un final abrupto con su muerte. Aún así, me dio tiempo a observar en ella varias ac-titudes fundamentales que son las que me llevan a concluir cómo hubiera sido luego, cuando se amplió la libertad de las mujeres y las madres españolas se liberaron en parte de su papel subordinado. Por ejemplo, en muchas ocasiones la es-cuché decir que quería que sus hijas estudiaran para que al-canzaran la independencia económica. O dicho con sus pa-labras, quiero que mis hijas tengan su propio dinero. Ella que, en realidad, nunca había poseído nada, barruntaba que para ser libre había que tener un dinero que proviniese de un trabajo desarrollado fuera del hogar. Habiendo trabajado tan duro como cualquier madre de familia numerosa puedo imaginar cómo sentía a diario la frustración de no poder de-cidir sin previa consulta a mi padre cómo administrar la eco-nomía.

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Su actitud ante las primeras elecciones democráticas es uno de los recuerdos que he conservado como oro en paño, y ahora lo desenvuelvo de vez en cuando para no olvidarlo ni olvidarme de ella. Mi padre, que tenía un carácter más ex-plosivo y que era, como tantos hombres de entonces, un ma-rido autoritario, había decidido votar al Partido Comunista y quería, como era de rigor, arrastrar a mi madre en el voto. Yo creo que mi padre daba por hecho que su mujer votaría lo que él quisiera, pero contra todo pronóstico mi madre se resistió. A ella le gustaba Felipe González, y el Partido Co-munista le producía el rechazo habitual de las familias que tuvieron alguna baja durante la guerra en el bando nacional. Su hermano fue fusilado con 17 años.

Hoy soy consciente de que la evolución de mi madre fue enorme. Votaba, en sus primeras elecciones, a la izquierda recién estrenada, pero no a los comunistas, a los que relacio-naba con la España de la contienda. Mi padre hizo campaña. Una campaña implacable y machacona. Cada día, a la hora de comer, adoctrinaba a mi madre, y de paso a todos noso-tros sobre las bondades de don Santiago Carrillo. Yo me aca-baba de afiliar en secreto a las Juventudes Comunistas, así que por un lado me hacía gracia ese recién estrenado comu-nismo paterno, pero por otro, poco proclive como he sido desde niña a cualquier catecismo, defendía por encima de

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todo el derecho de mi madre a votar a quien le viniera la gana.

Se enfadaron. Se enfadaron mucho. Fueron a votar por se-parado y yo acompañé a mi madre a votar en aquel 1977. Votó a los socialistas aquella mujer que venía de una familia católica y franquista. Votó por el cambio esa madre a la que yo veía tan recta, contenida, tradicional, pero harta, ahora lo sé, de vivir obedeciendo. Irritada por dentro, rebelde en sus últimos meses de vida. He ido recolectando todos aquellos signos que ahora me indican cuál era su estado de ánimo aquel año en que se inauguró la democracia. Había pasado de ser una lectora exclusivamente de novelas a leer la prensa con pasión, estaba muy informada sobre la situación polí-tica, aunque fuera mi padre el que opinaba sin descanso so-bre las noticias del día. Iba al cine menos de lo que le hubiera gustado. Comentaba libros con mi hermana; veía series en la tele conmigo. Se pintaba menos de lo que le hubiera gus-tado. Llevaba menos escote del que hubiera querido. A úl-tima hora, la ironía se le transformó en amargura. Nadie quiere morirse y menos sin haber vivido todo aquello que a cualquiera le debe ser concedido.

Era una mujer de su casa, pero ¿quería serlo? Puedo aven-turar que hubiera deseado tener una vida más rica, más libre y con más capacidad de decisión. De alguna manera, esos

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deseos los derivó en nosotras con unos consejos que mi me-moria ha reconstruido: estudiad, procuraos un trabajo, te-ned un dinero propio, votad a quien queráis, leed, sed sen-sibles y leales, desarrollad alguna vocación. Me hubiera gus-tado poder decirle que cumplí sus deseos, que me llevó tiempo, que para poseer una habitación propia en la vida tuve que dar muchos tumbos, que me tocó atravesar esa época tan fascinante como peligrosa que fue la década de los ochenta y que me temo que no nos hubiéramos sentado a hablar con sosiego hasta que se cerrara esa etapa del país.

Ahora pienso que fue necesario romper con todo, faltar el respeto a la generación anterior, desbaratar las reglas del juego y actuar con brusquedad, porque de ninguna manera se podía aceptar la herencia que se nos dejaba. Era la única manera que teníamos las chicas jóvenes de acabar con las normas que habían regido la vida de nuestras madres du-rante los 40 años de franquismo.

Necesitaba ponerle un rostro a este artículo para que un nombre propio simbolizara la postergación de las mujeres durante una dictadura en la que estuvieron relegadas al tra-bajo callado de la organización del hogar y la crianza de los hijos. ¿Cuánto hemos cambiado? Yo diría que en ese aspecto ya no somos aquel país en el que la Iglesia católica influyó

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decisivamente para que madres como la mía fueran ciudada-nas de segunda categoría, o peor aún, ciudadanas sin voz. En mi opinión, ha sido la organización que de manera más ne-fasta contribuyó a la postergación de las mujeres, algo que durante medio siglo nos distinguió llamativamente del resto de Europa. Ahora, a pesar de sus intentos de seguir contro-lando las vidas privadas de las españolas, con la presión sobre la ley del aborto o un descontento no disimulado por la am-bición de las mujeres de ser algo más que madres y esposas, el progreso de la mujer es imparable; aún así, prevalece en el discurso público una mirada condescendiente hacia la mujer cuando se expresa públicamente.

España es otra, nada que ver con aquel país en el que yo comencé a trabajar, el país en el que una chica no podía es-caparse de algún acoso sexual que otro en el trabajo, porque se trataba de una especie de bautismo laboral que se afron-taba asumiendo que se afrontaría en total desamparo. Y eso que, en mi caso, se trataba de un medio como la radio en donde se había producido una irrupción de gente joven que había ido desplazando a aquellos funcionarios franquistas que no se sabía muy bien lo que hacían. Me consideré afor-tunada desde el principio, a pesar de dos o tres situaciones desagradables que tuve que encarar. Fui de las que peleé a pesar de mi juventud e inexperiencia por ganarme un sitio

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en cada radio que pisaba, y utilizo el verbo pelear a concien-cia: siempre supe que debía poner más entusiasmo y esfuerzo en mi oficio que cualquiera de mis compañeros. Todavía hoy lo creo. A pesar de las mejoras evidentes, todos estos años ha persistido la crítica a la ambición legítima de la mu-jer, la remuneración salarial por debajo de la del hombre y la escasez de mujeres en los equipos directivos. El mundo del periodismo no se libra de este atraso. No es un hecho exclu-sivamente español, pero siendo algo común en muchos paí-ses de nuestro entorno no sé si podría afirmar que se trata de una herencia directa del franquismo. Lo que sí considero una característica especialmente española es la falta de res-peto con la que puede tratarse a las mujeres desde los medios de comunicación.

Amparándose en la no obediencia a lo que se considera la pueril corrección política he leído o escuchado insultos a las mujeres que no imagino, por ejemplo, en Estados Unidos, el país en el que vivo medio año. Hay una España brutal y retrógrada que alimenta ese lenguaje y aplaude los adjetivos que tradicionalmente se le dedicaban a las mujeres no con-vencionales. Un poco de corrección no nos vendría mal. Ad-jetivos relacionados con el físico, la edad o la incapacidad intelectual. Los años me han hecho reflexionar sobre este asunto que confieso que ha afectado a mi trabajo, no tanto

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como para desesperarme o desanimarme pero sí como una molestia permanente con la que siempre he tenido que li-diar.

En este momento de mi vida le diría a mi madre: mamá, tuve una vocación, seguí su pista y conseguí un trabajo que siempre empalmé con otro, disfruté de un dinero en el bol-sillo y de una habitación propia, cultivé mis propias opinio-nes, las defendí y dejé de tener trato con aquellas personas que no me respetaban, pero todo me ha costado mucho tra-bajo y a veces me siento cansada, aunque no tanto como para callarme. Callarme no. Eso nunca.

PD. Que mi padre fuera autoritario no quiere decir que no lo adorara.

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El mejor país del mundo Desde hace medio siglo el turismo ha marcado no sólo la economía española, sino también la vida cotidiana y las

costumbres de todo el país. Una mezcla de sumisión, auto-complacencia y envidia definen la actitud ante los turistas

Publicado originalmente en julio de 2015

Por Ignacio Martínez de Pisón

Escritor y guionista de cine, cuenta con importantes obras publicadas, como las novelas Carreteras secundarias y El día de mañana o el ensayo

Enterrar a los muertos. Su última novela es La buena reputación (Seix Ba-rral, 2014). Ha recibido numerosos premios por su trabajo literario y ci-

nematográfico

En las primeras conexiones con Eurovisión, los descansos e intermedios se indicaban con un rótulo que decía: Inter-mezzo-Intervalle-Pause. Supongo que el rótulo no era más que una cartulina que alguien colocaba delante de la cámara en algún estudio del paseo de La Habana o Prado del Rey, pero el hecho de que estuviera escrito en otros idiomas nos hacía creer que, a pesar de todo, alguien en Europa se acor-daba de vez en cuando de nuestra existencia. Eran los años sesenta, los de las primeras avalanchas de turistas que venían a disfrutar de ese “sol español” cantado por Luis Aguilé. Ante

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el nuevo fenómeno del turismo, lo primero que hizo España fue dotarse de un idiolecto propio. En las fachadas de los ban-cos, un letrero que parecía inspirado en el rótulo de Eurovi-sión proclamaba: Change-Exchange-Valuta. Y en las paredes de las pensiones del litoral estaba escrito: Rooms-Chambres-Zimmer. Los restaurantes, por su parte, alardeaban de una facilidad para los idiomas que estaba lejos de poder verifi-carse: On parle français-English spoken. Hasta la lengua ca-talana, gracias a esos Pollos a l’ast en los que el apóstrofo no siempre estaba donde debía, se hizo un hueco en esa koiné de andar por casa.

El régimen, el mismo régimen que dos décadas antes con-sideraba sospechoso todo lo que oliera a “extranjerizante” y rebautizaba los cines Doré como Dorado, bendecía ahora la implantación de esa peculiar neolengua veraniega, en la que todas las palabras valían, cualquiera que fuera su proceden-cia, y todas podían juntarse de forma aleatoria. Eran los años en los que hasta algo tan poco español como el genitivo sajón se incorporaba con naturalidad a lo más castizo de nuestra vida diaria: los bares que siempre se habían llamado Casa Pepe o Casa Manolo ahora se llamaban Pepe’s y Manolo’s. ¿Qué se hizo de los snack bars de mi infancia? ¿Quedará al-guno en algún rincón de España?

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Pero ese babélico batiburrillo no transigía con todo. Para las cosas que de verdad importaban estaba el idioma español. Y las cosas que de verdad importaban eran tres: el mar, la playa y el sol. Prueben todas las combinaciones posibles con esas tres palabras y obtendrán una onomástica casi completa de los restaurantes, hoteles y urbanizaciones de la época. ¡Qué mente privilegiada la del que decidió llamar Marisol a esa Pepa Flores que primero sería el símbolo del desarro-llismo y luego, recuperado su auténtico nombre, de la Tran-sición! Esa contracción de María de la Soledad que en otras etapas históricas habría aludido al eterno aislacionismo espa-ñol evocaba entonces las largas jornadas de playa con gran-des fuentes de pescaíto frito, el reglamentario porrón de vino con gaseosa y las tres horas para la digestión de los niños.

Vuelvo a Luis Aguilé y a su canción Es el sol español. Pues claro que el sol y la playa y el mar eran españoles: tan espa-ñoles que no requerían traducción. Las canciones de la época se encargaban de recordárnoslo todos los años. Si Fórmula V celebraba las vacaciones de verano, Los Diablos hacían lo propio con un rayo de sol, y entretanto Eva María se iba con su bikini de rayas a buscar el sol en la playa y otros soñaban con viajar hasta Mallorca sin necesidad de tomar el barco o el avión... La música de esos años ofrece un atinado retrato

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sociológico de las aspiraciones y miserias de esa España que pugnaba por dejar atrás lo peor de una posguerra intermina-ble.

También el cine acertó a reflejar los cambios que se estaban operando en la sociedad española. En El verdugo de Berlanga colisionaban dos Españas, la que llevaba desde 1939 encar-celando o agarrotando a sus vecinos y la que entreveía la po-sibilidad de una soleada dolce vita, no muy distinta de la que por entonces asociábamos con la alegre y próspera Italia. Sólo que, a diferencia de otras etapas de cainismo explícito, ahora esas dos Españas eran una y la misma: el anciano ver-dugo y el yerno que había de sucederle en el puesto estaban los dos en el mismo lado, y lo único que les separaba era la barrera generacional. La película, por cierto, tiene muchas cosas que decir a los jóvenes que se plantean salir de España porque la situación actual no les permite emanciparse: el personaje de Nino Manfredi se propone emigrar a Alemania y lo que le lleva a cambiar de opinión es la promesa de acce-der a una vivienda de protección oficial si acepta convertirse en verdugo. Salvo por las circunstancias felizmente supera-das del garrote vil y la pena de muerte, ¿cuántos miles de jóvenes españoles se habrán enfrentado en los últimos años a un dilema similar?

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Cocineros de madera

La palabra mágica de la época era “divisas”. Había que reflo-tar la hambrienta y desvencijada España del botijo y el aza-dón, y para conseguirlo hacía falta moneda extranjera. O marchaban los jóvenes a ganar dinero a Alemania o venían los alemanes a gastarse sus marcos en nuestras playas. O hu-millábamos la cerviz en una cadena de montaje en Múnich o la humillábamos en un chiringuito recogiendo propinas. Lo único que España podía aportar era su juventud. Una demografía que ahora asociaríamos con países del Tercer Mundo obligaba a los jóvenes a elegir entre dos películas. O vente a Alemania, Pepe o El turismo es un gran invento: ésa era la cuestión.

Otra de las imágenes habituales de aquellos años eran los carteles con la figura de un cocinero que, al borde de la ca-rretera, anunciaban la proximidad de un restaurante o de una casa de comidas. Me acuerdo de aquella oronda figura silueteada en madera, con delantal largo y el clásico gorro blanco, creo que con unos bigotitos finos al estilo de Can-tinflas, también con una bandeja en una mano y una pizarra en la otra para anunciar el horario o el menú.

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Asocio esa imagen a los interminables viajes veraniegos, los niños apretujados en el asiento trasero, las ventanillas abier-tas por el calor. Lo asocio asimismo a terrazas con emparrado y manteles de papel y a moscas zumbando alrededor de la ensalada. En las otras mesas solía haber familias españolas y extranjeras. De vez en cuando, en alguna de las mesas ocu-padas por españoles, alguien se servía un poco más de vino y proclamaba: “Está claro. España, el mejor país del mundo. Por eso viene gente de todas partes.”

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Ay Carmona, Ay Carmena Publicado originalmente en julio de 2015

Por Joaquín Sabina

Los okupas okuparon el palacio Gallardón con su ropa de faena y ediles que tuitearon contra la diosa razón.

Ay Carmona, Ay Carmena.

Tamayazo en diferido, amenazan los banqueros, que el dinero desazonan contra el voto malherido

de los huesos del puchero. Ay Carmena, Ay Carmona.

La alcaldesa ni se raja ni la dejan gobernar,

por las malas, por las buenas, porque rompe la baraja del poder municipal.

Ay Carmona, Ay Carmena.

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Los sociatas abonados a un retal de la moqueta

en Madrid y en Barcelona se redimen del pasado

con rojigualda chaqueta. Ay Carmena, Ay Carmona.

Ciudadanos y peperos

pactan contra el pueblerío que les amarga la cena,

los barones agoreros sin poltrona pasan frío.

Ay Carmona, Ay Carmena.

Nadie quiere guillotinas ni bulas ni inquisiciones ni aforados con corona.

Horadamos la rutina con libros y con canciones. Ay Carmena, Ay Carmona.

Brindis

Brindo por el alcalde en bicicleta, en metro, en autobús, descorbatado,

los que barren la roña del pasado, los amateurs, los sabios, los poetas.

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Julio de 2015

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