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JOSÉ LUIS VALLEJO MARCHITE AL AIRE DE TU VUELO (1999)

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JOSÉ LUIS VALLEJO MARCHITE (1999) A toda la familia marista de España: Hermanos, Fraternidades, Alumnos, Antiguos Alumnos y a cuantos si ntonizan con los ideales de Marcelino Champagnat. Juan Bautista era un hombre juicioso y honrado. Trabajaba en el campo y era, también, comerciante. María Chirat era una buena madre. Mujer piadosa, se había educado en un colegio de monjas. Llevaba la casa con autoridad. (Federico Andrés Carpintero Lozano. Padre de Hermanos) I

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JOSÉ LUIS VALLEJO MARCHITE

AL AIRE DE TU VUELO

(1999)

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A toda la familia marista de España: Hermanos, Fraternidades, Alumnos, Antiguos Alumnos y a cuantos si ntonizan con los ideales de Marcelino Champagnat.

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I Mil setecientos ochenta y nueve. Francia. La vida llamó a Marcelino Champagnat el veinte de mayo en un pueblo pequeño: Rosey, del Ayuntamiento de Marlhes. (Por entonces se aceleraba el pulso de la historia. Crecían nuevas ideas en los hombres. Era un tiempo distinto. La revolución había empezado a latir. Junto a las piedras de ayer, brotaban hierbas jóvenes, se revolvían afanosos seres vivos. Temblaban los cimientos. Florecía la libertad) Los padres de Marcelino se llamaban Juan Bautista y María. En su matrimonio tuvieron diez hijos, pero sólo les vivieron seis. Marcelino era el más pequeño. Juan Bautista era un hombre juicioso y honrado. Trabajaba en el campo y era, también, comerciante. María Chirat era una buena madre. Mujer piadosa, se había educado en un colegio de monjas. Llevaba la casa con autoridad. (Federico Andrés Carpintero Lozano. Padre de Hermanos)

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I MAYO EN ROSEY ¡Aquella luz de Mayo polvorienta, sangrante! ¡Aquella luz de atardecer! ¿Las rosas de Rosey? ¡Jardines levantados como una barricada en el centro y afueras de París! La noche se afianza en los cansados castaños, en los robles vencidos de los Montes de Pilat, a lo lejos, erguidos fantasmas de la guerra, de la Revolución. Los ojos, olvidados, contemplan, desde dentro, cómo fluye el cansancio, río que nunca alcanza su desembocadura, por los miembros indómitos y se ahonda en el cuerpo como un sueño se ahonda en la memoria. Parece que en Rosey este mayo no hay rosas, y crece la ansiedad igual que una inminencia. El verde se dilata como suave caricia por los prados de Marlhes.

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En Rosey, tras los muros, se encienden las palabras y lo suavizan todo: ¡Se llama Marcelino! Y se ve cómo crecen la sangre y el dolor y la alegría cuando asoman las luces del alba en el hogar de Champagnat. Sopla un fresca brisa. Un cielo azul se llena de júbilos, de pájaros que surgen de una niebla rezagada. Los vagidos de un niño desbordan las estancias y buscan el amor del aire, ahora más tibio, del agua que serene su diminuto cuerpo y su infancia asustada. El llanto anega a Francia y se tiñen de sangre sus caudalosos ríos. El tiempo nos empuja, inexorablemente, a que salgamos fuera. Pero algo nos incita a olvidar el temor, a que volvamos a invocar el pasado, a recorrer los montes y los valles por los que Marcelino aprendió que la vida, aunque tan breve a veces, es tan rica.

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En el mayo de aquella primavera vencida por la muerte, herida por relámpagos de saña, entre nimbos de pájaros, ¿quién sabe de la Revolución? En las planicies de Rosey los niños no lo saben. Sí ven, con ojos inocentes, cómo se guillotinan los trigales, la hierba de los prados y las mismas afueras de su felicidad. Y crecer es sinónimo de estar vivo un instante, de escapar de la muerte que acecha por detrás de cada sueño.

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II La revolución dormía. En la diócesis de Lyon se necesitaban sacerdotes. Había que buscarlos. (El cardenal Fesch, tío de Napoleón, ordenó a su vicario general que los encontrara). El vicario general se lo encargó a otro sacerdote, que llegó a Marlhes en Pascua y se fue a casa del párroco: Alirot. Le comentó sus intenciones: -¿Podría presentarme a algún joven que pueda ir al seminario? El párroco le contestó: -No conozco ningún joven de estas montañas que les convenga. Aunque... –rectificó- la familia Champagnat, en Rosey, tiene varios hijos, y los conozco bien. Yo mismo los he bautizado. Y como le pilla de paso... El sacerdote se presentó en casa de Juan Bautista Champagnat. Le saludó y le informó de sus propósitos. Juan Bautista le indicó: -Ningún hijo mío me ha dicho que quiere estudiar latín... ............. -Este señor cura viene a buscaros para que vayáis a estudiar latín. ¿Queréis ir con él? ............. Marcelino balbuceó algo que nadie entendió. El sacerdote le llamó aparte y, después de un rato de conversación, le animó: -Tienes que estudiar latín y ser sacerdote. Dios lo quiere. ............. Marcelino se decidió. Dijo a sus padres que quería estudiar. (Federico Andrés Carpintero Lozano. Padre de Hermanos)

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II EN LAS MANOS DE DIOS

¡Oh el vértigo del tiempo! ¡Y cómo nos empuja la luz! Y nos volvemos con extrañada indiferencia y vemos que las cosas no cambian, que el hombre permanece difícilmente en pie en medio de la calle que le es tan familiar, que el agua se despeña igual que una mirada, que cada vez el júbilo más y más se asemeja a la tristeza. ¡Se llama Marcelino! Hace algún tiempo enmudeció el molino de la hacienda. Rosey, bajo la lluvia, queda aún al alcance de las manos de un joven que ya sabe de la guerra, pero que ama la paz lo mismo que su sueño adolescente. Nadie puede taparle los oídos ni cerrarle los ojos en aquellos paisajes siempre abiertos, bajo un cielo azul que ansiosamente le interroga. ¿Quién descubrió tu sed? ¿Quién te enseñó a posar tus apenados ojos sobre el dolor de tantos hombres que la guerra arrebata sin saber hasta dónde los arrastra?

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Marcelino apacienta sus corderos. La escuela no será ya para él un claro indicio de lo que es la vida. Lo que importa es vivir, es dar sentido a la existencia, ser capaz de resumir la eternidad en cada instante. El prado se va llenando de una sombra incierta, de un tintineo armónico, de un silencio preciso donde posar la frente. Es el momento de pensar qué somos, adónde acuden nuestros secos labios para apagar la sed que nos abrasa, de qué hablamos, con quién, qué hemos hecho de Dios, fuego total de júbilo infinito. Los montes son más altos, más profundos los valles si los ojos se olvidan de mirar o no aciertan por falta de costumbre. Tiene la vida extraños, extrañísimos límites. A veces, nos constriñen y ahogan. Otras veces, saltamos los linderos. Y es esa sensación liberadora la que nos deja ser nosotros mismos y nos permite hacer lo que tantos y tantos no pudieron más que soñar. Tú eras, Marcelino, un capataz de sueños,

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pero Dios te esperaba, en un recodo de tu existencia, Sueño de otra vida más noble. Se vencía el verano. Podrías tú pensar que no pasaba el tiempo, y te eran familiares el ritmo de la casa y de las estaciones. Si hablamos de hombre a hombre, dime hasta dónde sangra tu corazón, qué hago del mío si me sangra. No es fácil desandar, cuando atardece, los caminos de siempre ni olvidar las montañas de nieve sonrosada. Cada mañana anuncia su misterio, cada tarde su aval hacia la noche que arropa de manera virginal nuestro miedo reciente, nuestro llanto inaudible y la gota explosiva de la desesperanza. Pero todo es abrazo en la tierra que amas: abrazo la ternura del heno florecido, abrazo ese tapiz que a cada instante destejen las praderas, abrazo la salmodia del viento entre los pinos y los robles, abrazo la palabra...

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Porque tú has dicho sí y has abrazado todo dentro del corazón. Y notas cómo el agua furtivamente escapa como si fuera un sueño, pero te hace el regalo de su canción más bella. Por detrás de la vida, el agua es el regalo más hermoso de Dios. Hoy quiero recordarte el cielo de septiembre y la mañana lenta en que dijiste adiós a tantas cosas. En tu rostro, un asomo de alegría, de sonrisa incipiente y una mezcla de angustia y soledad que María Chirat, tu madre, siempre guardó celosamente como un secreto. Nadie osó empañar el aire con preguntas absurdas Y se escuchó el rumor incipiente de un río...

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III Concluidos los estudios en el seminario menor, Marcelino se dispuso a ingresar en el seminario mayor de Lyon, donde fue admitido en el mes de octubre de 1812. Siempre considerará los años que pasó en esta santa casa como los más felices de su vida.. (Hermano Juan Bautista. Vida de Marcelino Champagnat)

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III A LA SOMBRA DE FOURVIÈRE Lyon es en tu vida sorpresa permanente, -tú lo sabes-, tristeza enrevesada. Añoras, caminando, tu paso de alegría en las mañana tibias de Rosey, justamente después de que la escarcha empezara a perder identidad en los prados cercanos. Pasan lentos los días -¡oh místico Fourvière!- como el Ródano, inmenso, lamiendo la ciudad. Alguien, con mano firme, conduce las palabras y las horas por laberintos de amistad, y aprendes a velar la distancia con gestos muy sencillos, no con la voz, que sigue enamorada de tu pequeño reino, de la niebla insumisa, del aire sibilante y de los praderíos, sonrisa interminable. En París nada importa, ni siquiera la vida,

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y todo se reduce a seguir vivo mientras ruedan cabezas bajo el ignominioso Régimen del Terror. Francia, a final del siglo, hace daño a los ojos, porque ya no soportan el dolor de los hombres injuriados, vencidos por el látigo, que ya no esperan nada de esta tierra. Y nos habita el ansia y un dudoso cansancio casi inútil, un ramalazo de desesperanza. Ahoga tu voz, la tuya, esa especial sonoridad del aire: Señor, si Tú lo quieres, yo seré sacerdote. Recuerda, Marcelino, las amenazas de los conjurados, que las insidias crecen con la mies, que son los niños las primeras víctimas de la Revolución. Búscalos, cuando vuelvas a Rosey, con tus ojos inmensos por los campos de trigo y amapolas donde más sordamente duele el tiempo y muéstrales el vuelo de las enredaderas y la alegría de las golondrinas. Y grítales que Dios es un misterio como la propia vida,

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jamás un acertijo o un enigma, hasta que nos visite, de nuevo, la confianza. Mira, después, el río entre los álamos como cuando eras niño y dime qué ha cambiado en el entorno, si es el mismo sendero el que lleva a los nidos de hoy y a los de antaño y al molino harinero de Juan Bautista Champagnat, tu padre. Dime si el miedo de estar solo rompe, cuando cae la tarde, ese vehículo de toda perfección que es el silencio; por qué llevo esta duda varada en lo más hondo del corazón; qué hacer si la muerte me pisa los talones y ando sorbiendo el vino de la melancolía.

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IV Marcelino fue nombrado coadjutor de La Valla, parroquia diseminada en los Montes del Pilat. Muchos pueblos pequeños y aldeas daban casa a hombres sencillos, rudos e ignorantes, (La tierra, allí, se viste de frescor y verde. Y se ofrece a los ojos con belleza natural, casi recién creada). Al ver el campanario del pueblo, Marcelino cayó de rodillas y rezó. (¡Qué gozo comenzar con ilusión un trabajo nuevo y querido!) (Federico Andrés Carpintero Lozano. Padre de Hermanos)

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IV LA VALLA La vida se desliza bajo la lluvia tierna de septiembre como si ya no fuéramos un algo de nostalgia y unos momentos tensos y vibrantes de amor ante los ojos reidores de Dios. Tú sabes, Marcelino, cuántas grietas le quedan al otoño en tu tierra sin voz, propicia al odio; que es doloroso y dulce haber dejado atrás el Rosey, los corderos y la azul crestería de los montes altivos de Pilat. Pero es tu vocación lo que te configura y da a tu vida sentido y coherencia. Y Dios, contrarrestando la enloquecida fuerza del desaliento. Dios ya no te deja tiempo para el sueño, la angustia o el cansancio, sólo para que rompas a los días su luz y la derrames en lluvia de alegría mientras resuenan en tu amada Francia

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los tendidos galopes de los heraldos negros. Donde suene tu voz germinará una nueva forma de vida, un nuevo y virginal aliento, aunque te quedes tú sólo mendigo y hombre a tus veintiséis años. Puedes imaginar que no ha pasado el tiempo al contemplar tus manos ungidas, y que hay cambios apenas perceptibles, salvo las tres violetas que crecen en tu sangre. Pero sabes que hay un mundo muy contrario a la luz, más allá de tus ungidas manos y de tus tres violetas; y frente al predominio del júbilo, una crasa ignorancia, “feliz” heredamiento del Siglo de las Luces, cuando como una breve luz se vuelca La Valla en tus pupilas. ¡Oh cómo pienso en ti ahora que estoy solo contigo en la penumbra, porque sé que la luz está contigo!

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Ya no podrás cerrar los ojos, Marcelino. Si tienes que llorar, será hacia dentro, sin olvidar que la Verdad, que Dios es fiel a sus amigos. Y mientras ascendías aliviando tus miedos, un áspero silencio iba quedándose hacia el valle. El río, sonrisa en la tersura de la mañana ardiente de agosto, enamorado corría a su destino, ajeno a la pujante agitación de los enhiestos álamos. De pronto, una efusión imprevista te deja arrodillado sobre le camino al divisar, atónito, la torre de la iglesia. Y Dios te asciende, súbito, del corazón al labio haciéndose palabra, salmo, cántico. Desde hoy eres la voz de los sin voz, los pobres, siempre ajenos, que no tienen palabra ni presencia; de los ángeles ciegos, los niños, que no saben cuánto los ama Dios; de los desalentados que no quieren

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ascender a las cumbres porque a quien las escala lo deja al borde del abismo. Y tienen un gran miedo a la muerte. (¿Cuándo comprenderemos que es la muerte alba maravillosa?) Estoicos, soportan el dolor de vivir lo mismo que el camino la nieve del invierno o la noche sus sombras. Hijos de la costumbre y de la tierra, lo encierran todo dentro de su sueño mortal. Y te hablan de confusas primaveras, jamás de la alegría que ilumina la ausencia y hace soñar al alma su propia lejanía. Al pasar por la calle de su vieja tristeza, alguno, envuelto en el sopor del vino, te saluda por ver cómo respondes. Y ve cómo tus manos despiertan y se curvan como el amor sobre su espalda; cómo se hacen mirada los atardeceres; cómo la mansedumbre, paz vesperal, nadando, purpúrea, entre dos cielos cuando a casa regresas

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con ese mismo gesto de cansancio que te ha de acompañar hasta tu muerte. Oigo a tu corazón mientras te acecha el sueño: Que caiga, oh Dios, que caiga, lenta, tu lluvia sobre los sembrados y pase con su mano, siempre extendida, el aire. Quiero, bajo tu sombra, hacer posible el alba a los que desesperan, a aquéllos que se ahogan, como la espuma, silenciosamente, frente al acantilado sin hacerse sonrisa. Temblaba levemente la mañana cuando sentí tu voz y encendiste la luz. La ventana, entreabierta, se asemejaba a un párpado que no acaba a su hora de despertar y ubica, no en su distancia justa, las cosas más precisas. Pero vi cómo Dios se tropezó contigo en la agria madrugada del veintiocho de octubre, año mil ochocientos dieciséis.

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A veces, son la vida y la muerte fulminantes, es cierto, y sólo queda en pie un fulminante silencio por detrás de esa doble evidencia, y una amargura que hace difícil, otra vez, la primavera. Y el labio es sed y la palabra trigo que se queda enterrado en la memoria.

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V Marcelino buscaba jóvenes para realizar su sueño. Un día tuvo que visitar a un enfermo: Juan Bautista Montagne, un adolescente que no había oído hablar de Dios. Después de estar con él dos horas y explicarle que Dios es un Padre bueno, Marcelino salió de la casa. El muchacho murió esa misma tarde. Aquel día, Marcelino se decidió a fundar los hermanos de María. Era el 28 de octubre de 1816. (Federico Andrés Carpintero Lozano. Padre de Hermanos)

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V LA EXPERIENCIA MONTAGNE Labio y palabra, sed y trigo. ¿Dónde, por qué cantan los pájaros? Vienes desde el dolor y ya nada en la vida puede dolerte tanto después de sostener entre tus brazos al ángel de la muerte en la alcoba del joven Juan Bautista Montagne. De regreso, desciende hasta tus ojos una lluvia furtiva, una llanto amargo que ya no se detiene hasta quemar tu boca. Sorbes, mientras caminas, gota a gota, ese humor que como fuente mana de tu pupila inmóvil. La frecuencia termina siendo amor. Y cuando el amor llega, las palabras se encienden: Necesitas hermanos, poetas del futuro, cuya voz ya no suene oscuramente en los oídos jóvenes; que sepan transmitir que es por adelantado Dios el perdón, y que la luz está diciéndonos su nombre.

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Existen en la vida cosas inolvidables. Venías de una muerte dialogada, prematura. En el cielo, la claridad del aire y un amontonamiento de cúmulos, presagio de una lluvia inminente, tan propia del otoño en la montaña. Al mirarte sorprendo tórtolas, en tus ojos, asustadas; pero, a pesar de todo, me crece la alegría de mirarte como me crece, cada vez que miro, la claridad. Hay algo en ti que es transitivo, algo que se nos llega como si en ti lo hubiéramos vivido contemplándote. Todo, todo tu mundo cabe en la mirada. Si alguien me preguntara quién eres, qué se esconde bajo esa piel cetrina, por qué tus ojos miran fijamente cuando hablas, de qué nace la descarnada prontitud de tus manos ante el dolor, diría: Acércate. Verás que es un hombre sencillo, profundamente humano. Hombre de Dios lo llaman los enfermos, los pobres, los apátridas

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(¿cuándo, cuándo, Señor, dejará de sufrir y de morir injustamente el pueblo kosovar?) que no encuentran un lecho entre el heno humillado, quemado y requemado por el odio; acércate, verás qué escalofrío transita por su sangre si al tropezarse con un niño siente cómo el hambre de Dios le quema las entrañas. En su voz, la alegría de la lluvia. Cada vez que me visto de su palabra, quedo mojado hasta la médula. Y es una inundación si su palabra sigue cayendo. Aquello que sale de sus labios llega habitado y encendido. Hay algo fascinante cuando habla de María, su Recurso Ordinario y Buena Madre. (Qué jubilar liturgia! ¡Qué cálida esperanza! ¡Qué savia jubilosa ascendiendo y rozando el infinito! ¡Oh estela de cristal!) Y todo su vivir fue en flor de vuelo.

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VI El hermano Juan Bautista estaba enfermo en Bourg-Argental. Marcelino decidió ir a visitarle, aunque era pleno invierno.

Había nevado. Después de la visita, Marcelino quiso volver a La Valla. Con el hermano Estanislao, el hermano que cuidaba de los jóvenes que llegaban a la comunidad, decidió cruzar el monte Pilat, de 1434 metros altitud. Llevaban dos horas de camino, subiendo por la montaña, cuando se perdieron. Era imposible encontrar el camino. Una fuerte ventisca azotaba sus rostros. El hermano Estanislao no podía caminar. Marcelino le llevaba del brazo. Y le decía: -¡Ánimo!, la Virgen nos ayudará. Al cabo de un rato, el hermano Estanislao perdió el conocimiento. Marcelino le dejó, con cuidado, en el suelo y rezó a María: -Acordaos, piadosa Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de cuantos han acudido a vuestra protección y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado... Al acabar de rezar, puso de pie al hermano Estanislao e intentó andar. Sus piernas casi no le obedecían. No habían dado diez pasos cuando vieron una luz cercana. Fueron hacia ella y dieron con una casa.

(Federico Andrés Carpintero Lozano. Padre de Hermanos)

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VI PERDIDOS EN LA NIEVE Acabas de vivir el vértigo de Dios. Y es fúlgida tu voz en la noche invernal: ¡Era un niño de niebla...! Y otra vez andas solo -¡qué fuga prematura!- por donde Dios apenas se prodiga, mientras tu rostro acusa la bendición del aire, el beso de la nieve apenas niña. No hay caminos. La muerte está de centinela en las afueras de la Maison Donnet y tiene el rostro y la voz del hermano Estanislao. Cubre la nieve valles, pastizales, en el instante en que termina el día y hace su alucinada aparición la noche. Marcelino, no esperes un milagro que te quite del pecho la congoja. Pero es allí la fe dulce exigencia: Si la Virgen no viene en nuestra ayuda, corremos el peligro, en medio de estos bosques, de perder la vida, por las venas clama tu voz, quejido y alto latido en vibrante espera. Con goteada lentitud avanza, con litúrgico rito, aquella luz, diminuto claror en ronda insólita, que tú sabes mirar. Y es lo que salva.

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¡Gracias, Vida, Dulzura y Esperanza en el silencio erguido! ¡Gracias por no apagar el pábilo que tiembla mientras suspira el alba! Tus labios van saliendo de la noche -¡cuánta luz en los labios al borde del milagro!- como la flecha de un arco en tensión. Y ya todo es camino. Y aleteo de párpados.

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VII

Al bajar a Saint-Chamond, Marcelino se había fijado en el valle que forma el Gier. (El río acariciaba montes a un lado y a otro). Con algunos hermanos, Marcelino recorrió los alrededores de La Valla para buscar el lugar idóneo. Al final se decidió a construir la casa del noviciado para cincuenta personas en este valle. ........... Marcelino empezó a construir el Hermitage. ........... El Hermitage es un paraíso: allí se trabaja; todos se quieren; los hermanos rezan; están todos unidos y todo es obra del Padre Champagnat. Es como un padre rodeado de sus hijos. (Federico Andrés Carpintero Lozano. Padre de Hermanos)

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VII EL HERMITAGE

No consientas, Hermano, que la tarde se torne oscura de repente y deja que resbale la luz muy lentamente hasta la cima. La luz se va sendero arriba tan gozosa que enciende un nuevo afán en cada loma. Quema en la paz los últimos recuerdos: La Valla, Rosey, Marlhes y aquel viejo molino de Champagnat llamado “Ecoute s´il pleut” donde alcanzó el amor su primavera, y quédate escuchando junto al río, debajo del cerezo, esta balada: Todo es de luz entre los viejos tilos y añosos robles del Hermitage; todo de luz cuando la tarde muere. Y antes de que se quiebre el luminoso día, verás que alzan el vuelo los vencejos; los contornos se harán caricia viva antes de que la luz te desampare y empieces a oprimir entre tus manos la aurora, que vendrá a alumbrar con sus llamas la casa y el paisaje. Observa atentamente qué sábanas de yerba acarician tus pies, qué muros te cobijan el corazón intrépido, qué ROCA te defiende de esta lluvia implacable de verano. Y no olvides que el tiempo hace olvidar lo inolvidable, a veces.

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Recuerda que no hay árbol, ni rincón, ni vereda sin su nombre en esta isla pequeña adonde tú has venido a buscar tus raíces. Está en ellas la vida: en ellas se concluye, definitivamente, el grandioso milagro de estar vivo. Pero no tengas prisa: el momento y la rosa se eternizan aquí, son infinitos. Llegará la mañana: incendiará los robles, inflamará el henar en las laderas y el Hermitage, surgiendo de las sombras, será, como tus ojos, un edén de hermosísimas promesas. Todo será más claro: buscarán los recuerdos su acomodo para cuando se nuble tu memoria y empieces a soñar fuera de ti, la vida. Por si quieres volver a lo que amas, siempre el camino brindará a tus pasos una flor que gobierne tu esperanza. Como en tiempos del Padre Champagnat, descalza, entre cerezos y manzanos, corre el agua del Gier. Si escuchas, oirás el himno de agua que viene desde siglos y recorre la huerta, besa el muro y se pierde cantando dulcemente tu nombre. Es el Gier la cantata de los nombres: Marcelino, Francisco, Estanislao, Juan Bautista, Silvestre, Juan María, Bartolomé, Jerónimo, Lorenzo... Deja a tu corazón, desde hoy, alerta frente a ese misterioso mano a mano que es la vida.

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No esperes que responda tus preguntas oscuras: sólo aquello que amamos es capaz de decirnos quiénes somos.

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VIII

Marcelino Champagnat murió el 6 de junio de 1840. A las cuatro y veinte de la madrugada, la respiración se hizo más lenta y fatigosa. La comunidad se hallaba en esos momentos reunida en la capilla para el canto de la Salve, Regina.. Inmediatamente empezaron a rezar las letanías de la Santísima Virgen, y mientras las rezaban, el piadoso fundador se dormía apaciblemente en el Señor sin la menor violencia ni convulsión. (Hermano Juan Bautista. Vida de Marcelino Champagnat)

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VIII MUERTE Y GLORIFICACIÓN Los árboles del bosque como si fueran pájaros que no aprendieron a cantar. Al aire de madrugada suenan campanas. En la estancia en penumbra, un hálito de vida. Marcelino Champagnat tiende su mano amiga -¡oh mano luminosa!- hacia la luz de Dios. Es fácil ver a Dios amanecido en sus ojos aquel seis de junio de mil ochocientos cuarenta. Cuando se ve morir todo se hace más claro, y lo que no hemos visto se va quedando póstumo porque no se convierte en experiencia. Tiene la vida olor a acercamiento. Es un discipulado consciente, no de un sueño sino de sólo aquello que nos hace vivir. Por eso vuelvo y vuelvo para escuchar tu voz, oh Padre amado, que me susurra: Amaos unos a otros. Digan de vosotros, mis Pequeños Hermanos de María: “Mirad cómo se aman”. No hay amor que esté solo ni que acabe en la muerte. La muerte no interrumpe

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nada. Vuelve el recuerdo y, aunque tengo que hacer un largo viaje, te veo, ahora en tu gloria, como entonces, humilde, recorriendo los Montes de Pilat. La santidad no tiene fronteras, sólo cauces de amor por donde asciende, al aire de su vuelo, en busca de la luz.

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IX COLOFÓN Me queda en la memoria la huella de tu paso. Me persigue tu sombra, y tu palabra como un ángel sin brújula golpea a cada instante mis oídos: No basta compartir la lluvia y el insomnio, ni dejar el dolor a la intemperie, ni caminar, cansado, por senderos de tupidos silencios, ni descansar en esta soledad donde el agua se duerme tiritando entre ortigas la sed o el llanto hoy, lunes de olvidos y rutina. Se me va la mirada hacia lo más profundo de mí. Se va la tarde. Y me quedo, en silencio, preguntándome por qué ese ángel sin brújula me sigue golpeando los oídos. Y tiemblo cuando inicia su regreso ese aprendiz de espía que es la noche. No es fácil ser discípulo de un maestro que encumbra lo cotidiano, que ama lo sencillo, que se pierde por sendas y palabras de amor como el trino entre inmensas llamaradas de chopos. Nunca seré el que fuiste, el que eres, Marcelino, que un día abriste cauce a mi alegría. Pero bajo tu sombra puedo oír el inquieto y espumoso rumor del mar, el resonante silencio mientras buscan mis ojos dónde anidan los sueños que hacen útil la vida como el pájaro su nido entre ramas de púrpura.

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“No lo que pasa, sino lo que vive” tiene que ser el orden riguroso de mi cansancio, el mismo que fuera tu cansancio en La Valla o en la abierta quietud del Hermitage. Tendré para vivir que ir quemando en la clara certidumbre de tu luz la costumbre de ser otro, no yo, que he persistido lejos de ti, de tu palabra viva como si al corazón se le acabaran de agrietar los cimientos tras un golpe de lluvia. Pero ¿cómo ser fiel al tránsito en que estoy si sé que donde pisas se crispan bruscamente los almendros? “No sé qué voluntad mueve la tuya: cuando se empieza a amar siempre estás lejos”. Te buscaré, embriagado de crepúsculos, para decirte, al alba, que está, desde hoy, mi puerta abierta a la memoria, llena de soliloquios y retazos de tiempo, de inciertas y desnudas marejadas, de peregrinos pájaros, de alondras y de blancos veleros de papel.

Para decirte con voz de escalofrío y miel silvestre

cómo soportaré la niebla enamorada si me pierdo y voy sin pasaporte para entrar, siendo llama, en tu presencia. Para decirte que me queda sólo un retazo de azul entre los dedos y alguna diminuta caracola cuando tu voz desborda mis espacios ambiguos y traza una perífrasis de cálidos fonemas que estremecen mi sangre como si fueran ráfagas de ternura incipiente: Hermano, nada temas, porque hay “caminos amplios de azul sobre la muerte”. Alicante, 19 de abril de 1999

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EL HOMBRE SE LLAMABA MARCELINO Hijo de las montañas, pisó la luz con pies estremecidos y fue una primavera temprana de un paisaje conmovido. Nació como agua limpia y, convertido en río, soñó con desbordarse por el mundo hasta cubrirlo de fecundo limo. Y el hombre se llamaba Marcelino. Apacentó, sencillo, sus raíces y descendió hasta el valle con su río, agrupó sus ternuras e hirió la dura ROCA con el pico. Hendió el aire la furia de sus brazos, coció su pan en el rescoldo vivo de un hogar que hoy, después de tantos años, permanece encendido. Y el hombre se llamaba Marcelino. Él pronunció palabras centelleantes de amor hacia los niños, y regresó al cansancio, cada día, y a un sudor infinito. Salió a sembrar a Dios un fatigado amanecer sin lirios y se llenó de luz la estancia humilde de los Montagne y de temblor el trigo. Y el hombre se llamaba Marcelino. Por amor a los pobres fue el andamio del llanto más genuino, profeta de esperanza si abría su alegría a otros caminos.

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Se apoderó del canto de las aves para hablar de María; el aire mismo se hizo saludo, al alba, entre sus labios; entre sus manos, trino. Y el hombre se llamaba Marcelino. Legó a la Iglesia en heredad sus sueños y se perdió, siguiendo su destino, como el agua del Gier en lo más hondo del valle, por un cielo encandecido que hoy, 18 de abril, nos lo devuelve, en la Roma inmortal, radiante, vivo, encumbrado a la gloria. Y el hombre se llamaba Marcelino. Alicante, 18 de abril de 1999