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Amor: Una posibilidad remota paraRosa, que hipoteca su vida parapagar unos hijos que no puededisfrutar. Una memoria triste paraCristina, superviviente de unarelación catastrófica con el sexo ylas drogas. Un recuerdo borrosopara Ana, que se pasa el díallorando en casa.Curiosidad: La última esperanza.¿Hay otra vida más allá de losconfines del día a día, de losescasos metros de refugio queproporciona un despacho de oficina,una casa de diseño o un bar

tecnificado?Prozac: Veinte miligramos diariosque bloquean los puntos delcerebro donde se conectan lasideas y los sentimientos.Dudas: ¿Es posible sobrevivir alnaufragio?Lucía Etxebarria ha construido unanovela sobre la difícil búsqueda dela identidad femenina al margen deconvenciones absurdas yestereotipadas, con un estilopersonalísimo, esculpido a golpe deguiños y ambivalencias en ellenguaje de lo cotidiano.

Lucía Etxebarria

Amor,curiosidad,

prozac y dudas

ePUB v1.0Polifemo7 17.09.11

Diseño de la colección: Depto. de DiseñoNuevas Ediciones de BolsilloFotografía de la portada: Andrea Savini. ©Art-FuturaTercera edición en esta colección: mayo,2001© 1997, Lucía Etxebarria© 1999, Plaza & Janés Editores, S. A.Edición de bolsillo: Nuevas Ediciones deBolsillo, S. L.Queda rigurosamente prohibida, sin laautorización escrita de los titulares del«Copyright», bajo las sancionesestablecidas en las leyes, la reproducciónparcial o total de esta obra por cualquiermedio o procedimiento, comprendidos lareprografía y el tratamiento informático, yla distribución de ejemplares de ellamediante alquiler o préstamo públicos.Printed in Spain - Impreso en España

ISBN: 84-8450-203-1 (vol. 272/1)Depósito legal: B. 25.438 - 2001Fotocomposición: Lozano Faisano, S. L.Impreso en Novoprint, S. A.C/. de la Técnica, s/nSant Andreu de la Barca (Barcelona)

A José Ignacio Echevarría,mi padre

El señor todopoderoso los aniquilópor mano de una mujer.Que no fue derribado su caudilloPor jóvenes guerreros,ni le hirieron los hijos de titanes,ni soberbios gigantes le vencieron.Sino que fue Judit, hija de Merarí,quien le paralizó con la hermosura

de su rostro.Se despojó de su ropa de viudapor amor a los cautivos de Israel.Ungió su rostro con perfumes,vistió lino para seducirle,prendió la mitra en sus cabellos.Sus sandalias arrebataron sus ojos,su belleza cautivó su alma,

y la cimitarra segó su cuello.JUDIT, 16:7-11.

Tendrás muchas pasiones, dijo micarta astral. Una égida de amoresintensos y fugaces. Un rosario denombres enlazados por besos. Algunosde ellos sobrios, algunos de ellostiernos. Más altos o más bajos, castañoso morenos, los hay de todo tipo. Y atodos les define una causa común: lavirilidad que se les revuelve inquietaentre las piernas.

Algunas pisan fuerte, son altas,orgullosas. Son firmes y obstinadas,enhiestas como mástiles. Poderosas yastutas, seguras de sí mismas, buenasrazonadoras, maduras, decididas, van ainvadirlo todo. Entran, se hacen las

dueñas y al fin, en su despacho, bienfirmes y encajadas, saben que ése es susitio, conocen su papel. Entran, salen, sevan emocionando, se van acelerandoconscientes de su imperio. Imperios deuna noche, monarquías de un beso.

Hay otras pequeñitas, inquietas ytraviesas. Revoltosas, curiosas, nuncales falta espacio para poder jugar,indagar y perderse. Dulcesexploradoras, a veces se te escapan,culebras resbalosas, lo mismo que lointenta el jabón en la bañera. Patinansorprendidas por los muslos mojados yvuelven escalando, ansiosas eimpacientes, brincando pizpiretas, al

refugio húmedo y cálido que saben lesespera. Pececitos que saltan por tucorriente interna, felices y empapados,no les importa mucho ni el cómo ni elpor dónde. Son jóvenes de espíritu.Apenas se toman en serio ni a sí mismas.

Podrás quererlas mucho y nuncaposeerlas. Podrán quererte aún más y note tendrán nunca. Esquivas y reídoras,fugaces, detonantes, ni estelas ni pisadasdejaron tras de sí. Apenas el recuerdo,incierto y añorado, de las horas felices,las únicas que cuentan, las realmentevividas.

A

de atípica

Era el primer polvo en un mes, elprimero después de la catástrofe. Mesentía sola, desesperadamente sola,hambrienta de cariño, ávida de mimos ycaricias, con el ansia voraz y animal deuna piraña. ¿Suena tan raro? Todosnecesitamos abrazos de cuando encuando. No esperaba mucho, es cierto,pero no estaba preparada para unadecepción semejante.

En primer lugar, lo tenía minúsculo.¿Que qué entiendo por minúsculo? Nosé... ¿Doce centímetros? Una cosamínima, en cualquier caso. Era unapresencia tan ridícula —su aparato,quiero decir—, que estuve a punto deproponerle que me tomara por detrás,sabiendo que no me dolería. ¿Cómo ibaa dolerme algo tan pequeño? Pero, porsupuesto, no es cuestión de proponerlealgo parecido a un individuo al queacabas de conocer en un bar. Total, quelo hicimos de la forma tradicional,enroscados y babosos como anguilas.Nuestras pelvis entrechocaban una y otravez y yo le sentía jadeando sobre mí,

esforzado escalador, inútilmenteempeñado en llegar a mi cima; peroaquel micromiembro se restregabapatéticamente en mi entrepierna,resbalando una y otra vez entre mislabios, y cada nuevo empujón no erasino otro intento vano por introducirseen una sima cuya hondura —dedimensión y de apetito— le superaba.

Y encima el tío no acababa nunca.Yo gemía y me hacía la entusiasmadacon la vana esperanza de que él secorriera por empatía, de que miexcitación fingida activase la suya real,pero de qué. Se tiró horas, o lo que a míme parecieron horas, magreándome y

babeándome, esmaltándome a capas debesos torpes y saliva, arañándome lacara con su barba de tres días, ásperacomo una lija del siete y yo, mientrastanto, pensando en que tenía que dormir,que debía dormir seis o siete horas,aunque sólo fuera por una noche, porquellevaba una semana a un ritmo de cuatrohoras diarias de sueño. Cambié deposturas y probé todos mis trucos; peroni por ésas, no acababa. Así que al finalya no me quedó más remedio quepreguntarle si pasaba algo, y me dijoque no, que le gustaba más hacerlo durarque correrse. Y no sé si aquello seríaverdad o habría otra explicación más

realista que no se sentía capaz de darme,que yo no le gustaba lo suficiente, porejemplo, o que había pasado la tardematándose a pajas en el baño, no sé. Yno creáis que soy una zorra insensible;hice grandes esfuerzos por mostrarmeencantadora y no dar a entender queaquello había sido un fracasocalamitoso, un caso flagrante deincompatibilidad física y química, unade las peores experiencias de misveinticuatro años. Eso sin contar elremordimiento y el miedo que suponecualquier encuentro casual en estostiempos de sida.

Cuando se despidió, yo casi podía

oler lo que él sentía. Que no habría unapróxima vez. Y, lo que es por mí,completamente de acuerdo. Quizá me loencontraré de nuevo en la barra del bar.Si no puede evitarme, si no encuentra aotra camarera libre que pueda servirleuna copa, me la pedirá a mí con airedistraído, fingiendo no recordar lo quepasó. No me importa. O quizá sí. Muy enel fondo de una subsiste un poso deorgullo que hace que, quieras o no,siempre te duela un poco el saber que nohas estado a la altura, que no hasgustado lo suficiente, y quizá esamañana me doliera esa certeza. Peroluego sólo tuve que recordar algunas

veces que el otro se quedó prendado yyo no, y en lo terriblemente mal que mesentía teniendo que aguantar los asediosy las malas caras subsiguientes. ¡Aquelcomplejo de culpabilidad, aquellavergüenza ajena ... ¡ Y casi me parecióque era lo mejor que me había podidopasar: que a él tampoco le hubieragustado el resultado de nuestrainfructuosa batalla, y eso por mucho quemi ego sea tan hambriento como paraexigir siempre una satisfacción delcontrario, aunque no exista la propia.

El portazo de la puerta de miapartamento retumbó dentro de míamplificado por mil ecos. Intentando

ahogar aquel estrépito, enterré la cabezaen la almohada y los sollozos mebrotaron del pecho incontenibles yatropellados. La funda se empapó encuestión de segundos, me nubló la vistade inmensidad blanca, y sólo podía verla imagen congelada de Iain, siempreIain, que ha quedado impresa ennegativo en mi retina. La imagengrabada a hierro candente que un mesatiborrado de éxtasis no ha conseguidoborrar.

Deseé regresar a mis siete años, aaquella edad ajena a la infancia y losdesahogos, en que ni sabía lo que era elsexo ni me importaba, a aquel estado de

feliz ignorancia que ya nunca podrérecuperar. Cuatro cosas que la edad metrajo y de las que habría podidoprescindir tranquilamente: amor,curiosidad, pecas y dudas. Y esta frase,para colmo, ni siquiera es mía. Es deDorothy Parker.

Infancia. Me exprimo el cerebrobuceando en busca de recuerdos. Meveo a mí misma como un renacuajo depelo rizado, sujeto en la coronilla con unenorme lazo azul, vestida con el horribleuniforme de colegio: camisa blanca,chaleco y chaqueta azul, falda plisadaazul marino, con el dobladillo cosido yla cinturilla remendada porque en mi

familia había que hacer economías y seesperaba que aquella falda durase por lomenos cuatro años. No conozco aninguna chica que de pequeña no hayaquerido ser chico. Por lo menos a ratos.No dejaba de tener su aquél lo de poderjugar a la goma y a las comiditas detierra en el patio del colegio, pero esono impedía que envidiásemos la libertadque disfrutaban los niños para jugar alfútbol en los soportales y matarlagartijas con tirachinas. Y eso nopodíamos hacerlo, porque era cosa dechicazos. Nosotras teníamos que volvera casa con el uniforme limpio y aseado yel lazo de las coletas en su sitio, y desde

el principio nos dejaron muy claro quelos juegos de los niños y elmantenimiento de nuestra imagenresultaban perfectamente incompatibles.

Cuando yo iba al colegio mefastidiaba muchísimo que Dios fuerahombre. Desde el momento en que medejaron claro que Dios era un hombre,ya empecé a sentirme más chiquita,porque así, sin comerlo ni beberlo, mehabía convertido en ser humano desegunda categoría. Si Dios me habíacreado a imagen y semejanza suya, ¿porqué me había hecho niña, cuando él eraÉl, en masculino? Para colmo se tratabade Dios Padre, y cuando le rezábamos

nos referíamos a él como Padre Nuestro.Mi padre se largó de casa cuando yotenía cuatro años, así que yo no confiabamucho en las exigencias de los deberespaternales ni creía que alguien, por elmero hecho de ser mi padre, estuvieraobligado a prestarme una atenciónespecial, aparte de que Dios, además,era chico, y lógicamente se ocuparíaprimero de los suyos, de aquella pandade brutos que montaban bulla al otrolado de la tapia, los niños de losMaristas con los que coincidíamos en elautobús, esos que sí podían jugar a lapelota y subirse a los árboles, y que nollevaban ningún lazo ridículo que

hubiese que mantener en su sitio.A nosotras, por aquello de que a

nuestra tatatatarabuela le había dado porcomerse una manzana que no debía, nosdejaban lo peor. No podríamos sercuras, no podríamos consagrar el cáliz ybeber el moscatel y cantar a todopulmón con nuestra casulla verde lossalmos de los domingos delante delaltar; y a lo más que podíamos aspirarera a ser monjas, a ponernos una tocanegra que ocultase nuestro pelo rapado anavaja, a ir vestidas con un hábito malcortado que nos llegara hasta los pies, ya aterrorizar a futuras niñas en edad deir al colegio con historias de calderas y

llamaradas. Pobres monjas. Hormiguitasanodinas de dudosa vocación que habíaningresado en la orden huyendo de unpadre tiránico, de una casa paupérrima ode la vergüenza social que implicabauna soltería no buscada. Caritas de ratónlavadas con jabón de sosa y un constanteolor a alcanfor que se les escapaba enlos murmullos de las tocas y lospliegues de rafia negra e inundaba losinacabables pasillos de piedra. Ningunade nosotras quería acabar de monja. Yono, desde luego. Misionera, aún, peromonja ni loca. Además, ya se encargabami madre de hacerme notar que ése erael peor destino que me podía tocar. No

me lo decía directamente, pero yo meenteraba, porque oía cómo mi madre lerepetía a mi hermana Rosa que debíaarreglarse más y hacer más caso a loschicos, que si no acabaría por tener quemeterse a monja. Y por el tono con quesubrayaba lo de meterse a monja seentendía muy bien que, por la cuenta quele traía, ya podía mi hermana salirvolando a la calle, bien pintada y bienpeinada, a sonreír a todo chico quepasara.

En fin, que a nosotras nos quedaba laopción de ser monjas y de considerarnosHijas de María. A mí lo de la VirgenMaría me sonó siempre a premio de

consolación (aunque siempre me guardémucho de decirlo), porque la imagen dela Virgen que había en la iglesia erasignificativamente más pequeña que ladel Cristo crucificado, aquel Cristosangriento y aterrador, imponente y casihermoso, Cristo sufriente y enjuto demadera dolorida tallada en músculo yfibra. Una pequeña imagen que se erguíaa su izquierda representaba a unacriatura de rasgos aniñados, el pelocolor trigo, los ojos azules desteñidos alpaso de las lágrimas, vestida con unatoga blanca y una sobretúnica azul claro,y coronada con una diadema deestrellas. Me recordaba vagamente a mi

madre, con la sutil diferencia de que laimagen de la madre de Dios ofrecía unasonrisa 1evemente amable que noentraba, definitivamente, en el repertoriogestual de la mía. Años después aprendíque la madre de jesucristo había sidouna judía de Galilea y que era, casi contoda probabilidad, morena. Pero laimagen de la estatua rubia de la iglesiase me había marcado de tal manera en lacabeza que siempre que pensaba enjesucristo o su madre me los imaginabarubios.

En nuestro colegio nos ofrecían a laVirgen a los cuatro años. La vidaentonces era fácil. Resultaba tan dulce

dejarse llevar de la mano por caminostrillados y aprendidos... Recuerdo, máso menos, la ceremonia de ofrenda.Consistía en que las niñas avanzábamostrastabillando por el pasillo de la iglesiamientras sujetábamos entre las manos unenorme lirio blanco casi más grande quenosotras, que depositábamos en el altar,a los pies de la Virgen. A continuación,el sacerdote nos imponía una medallitaque nos acreditaba como Hijas deMaría, y he de hacer notar aquí que éstano era una condición elegida, puesto quenadie nos preguntó nunca si nosinteresaba o no participar en aquelsarao.

Ser Hija de María marcaba unadiferencia importante con respecto a losniños de los Maristas, que eranSoldados del Señor. Reforzaba la ideade que estabas condenada, pornacimiento, a una frustrante inactividad.Una empezaba siendo una niña que nopodía subirse a los árboles, y acabaríapor convertirse en una mujercita buena ysumisa que nunca diría una palabra másalta que la otra.

Al fin y al cabo, jesús había cogidosus bártulos y se había marchado acorrer mundo, recopilando discípulosaquí y allá, multiplicando panes y peces,resucitando a muertos, sanando

enfermos, caminando por las aguas,convirtiendo a centuriones y animandobanquetes. Pero la Virgen ¿qué habíahecho la Virgen con su vida? La Virgen,por mucha Madre de Dios que fuera, noera sino un personaje secundario de lasSagradas Escrituras que aparecía en lasilustraciones del catecismo inmóvil yresignada sobre su nube, las palmas delas manos juntas a la altura del pecho; ycon cierta cara de paciente aburrimiento.Incluso sus milagros parecían desegunda categoría. El Vaticano tardabalustros en reconocer aquellasapariciones.

Resumiendo: que de pequeña, como

todas, yo habría preferido ser chico. Ysi me tocaba ser chica, ya desdeentonces empezaba a barruntar en micabecita la idea de que no me apetecíamucho ser virgen. Por amar la tierraperdería el cielo, qué le íbamos a hacer.

Cuando cumplías los once añosvenía lo peor. Qué inclemente es la vidacuando alguien te arrebata la infanciapor las buenas... Tú estabas tan contentajugando a las muñecas cuando derepente las monjas te descubrían el GranSecreto de la Existencia. Resulta que,por el mero hecho de haber nacido niña,el Señor había colocado un tesorodentro de tu cuerpo que todos los

varones de la Tierra intentaríanarrebatarte a toda costa, pero tu misiónera mantener ese tesoro inviolado yhacer de tu cuerpo un santuarioinexpugnable, a mayor gloria del Señor(Él). El inicio de tamañaresponsabilidad vendría marcado elseñalado día en que por vez primera tucuerpo te ofreciera unas gotas de sangre,sangre que te recordaba el sacrificio quetú deberías hacer por el Señor (Él) paradevolverle el que, en su día, Él habíahecho por ti.

Todo aquello de la sangre y laresponsabilidad y el santuario apreservar y el sacrificio me tenía tan

aterrorizada que cuando me vino laprimera regla me guardé muy mucho dedecírselo a nadie y les robaba a mishermanas las compresas a escondidas,porque todavía no me sentía capaz deafrontar la responsabilidad social ymoral que iba a cargar sobre mispequeños hombros de niña plana aún.

Me resulta gracioso recordar estoahora, cuando hace tres meses que notengo la regla. Y no, no estoyembarazada.

Tampoco vayáis a creer que lo de miamenorrea —que ése es el nombretécnico de mi problema— me importademasiado. Quiero decir que, la verdad,

no resulta muy agradable saber que vaspor ahí soltando un chorro viscoso ysanguinolento por la entrepierna, yteniendo que preocuparte de si llevas ono tampax en el bolso, no sea que derepente te encuentres en mitad de unafiesta y veas que estás poniendo perdidouno de tus mejores pantalones. Por nohablar de los calambres, y los dolores, yel mal genio del síndrome premenstrualy todas esas cosas. ¿Y cuando te siguenlos perros por la calle porque huelesigual que una perra en celo? Recuerdoque una vez un perro callejero se pusopesadísimo en la parada del autobúsintentando montarme. Del pito le salía

una cosa rosa, brillante. Yo entonces eramuy jovencita y me quería morir devergüenza. Intenté ahuyentarlo dándolecon el paraguas, pero nada, parece queeso lo ponía más. No sé, quizá fuese unperro masoca. Qué cosas. O sea que, loque es por mí, pues nada, no tengo laregla y encantada de la vida. Pero miginecóloga no opinó lo mismo y meobligó a embarcarme en una epopeya delaboratorios y hospitales que mehicieran recuperar mi conexión desangre con el mundo.

Primeras pruebas: análisis de sangrey ecografía. Al principio la doctora novio nada raro, y decidió que todo el

problema se debía al estrés. Me sonó unpoco ridículo. Yo no soy más que unacamarera, y las camareras no sufrimosde estrés. Y ojo, que me mola ser unacamarera y no veo nada de malo en ellopor mucho que mis hermanas seempeñen en decir que deberíadedicarme a algo más serio. Por logeneral les respondo que si pudiera yalo haría, que no soy tonta. Y tengo quedejar claro que, al contrario de lo que lamayoría de la gente cree, lo de sercamarera en un bar de moda no quieredecir que sea idiota, no señor, que asítengo mas tiempo para leer o paraacabar mi tesis que si me dedicara a otra

cosa, y de momento estoy muy a gustocon mi trabajo, aunque no tengaseguridad social ni contrato fijo niestabilidad de ningún tipo, ni esosdetalles que tanto valoran mis hermanas.Pero, qué coño, es un trabajo, y me dapara vivir, que es lo importante.

Pero, claro, esto a mis hermanas nohay quien se lo meta en la cabeza, vengaa darme la murga todo el día con aquellode Cristina, que no puedes seguir así yCristina, qué vas a hacer con tu vida...Qué pelmas. Mi hermana Rosa, que esuna ejecutiva de alto standing, cree quetodas deberíamos ser como ella y llegara lo más alto, y me parece que para ella

una hermana camarera supone el mismodeshonor que una hermana puta para unsiciliano. En su sistema de vida el valorde cada persona es fácilmentemensurable y cuantificable: se hallaextrayendo la media numérica defactores tales como los ceros de sucuenta corriente, los metros cuadradosde su despacho o el número desubordinados a su cargo, y a partir deahí se les adjudica una puntuación deluno al diez. Es que ella es una especiede genio; es capaz de sacarte una raízcuadrada de un número de cuatro cifrassin lápiz ni papel y se sabe de memorialas capitales de todos los países del

mundo, hasta la más perdida. Pero,como corresponde a su calidad de genio,anda un poco grillada. Apenas serelaciona con nadie. Tiene un caráctertan hermético que se diría envasado alvacío.

Y tampoco es que la hermana que mequeda sea un prodigio de estabilidadmental. Hace dos semanas me llamó mimadre, muy preocupada, para hablarme,precisamente, de mi hermana Ana.Desde el momento en que escuchéaquella voz glacial y contenida al otrolado de la línea, ya sabía que algo teníaque ir mal, porque mi madre no suelellamarme así como así. Sus contactos,

planificados y escasos, requieren unajustificación importante, una razón seriaque le obligue a aventurarse a cruzar elfrágil puente, hecho de un trenzado dereproches velados y suposicionesabsurdas, que hemos tendido sobre elabismo que nos separa. No sabéiscuánto me cuesta, cuánto me duele,reconocer que entre la autora de misdías y yo no queda otro vínculo que elde la mutua desconfianza. Y mientras mimadre hablaba de mi hermana y meexplicaba lo preocupada que le tenía elhecho de que mi hermana Ana, el ama decasa formalísima cuya dulzura y manerasnunca habíamos visto flaquear, llevase

una temporada llorando sin parar yadelgazando a ojos vista, tuve queasumir que me sentía como si meestuviera hablando de una perfectadesconocida, porque, en realidad, ¿tengoyo alguna idea de cómo es mi hermanaAna? Prácticamente no nos hablamos, ycreo recordar que tampoco lo hacíamoscuando vivíamos en la misma casa (deeso, me parece, hace mil años).Admitámoslo: a sus ojos, yo soy unputón. A los míos, ella es una maruja. Eneso consiste nuestro cariño fraternal. Ya una no le gusta hablar de su familiaporque de pronto cae en la cuenta de queno tiene ninguna tabla a la que agarrarse

en medio de este naufragio general defamilias desunidas, empleos precarios,relaciones efímeras y sexo infectado.

Pero volviendo a lo que estábamos,que me he ido por los cerros de úbeda, alo de mis problemas ginecológicos,digo, la segunda prueba fue un raspado(para no herir vuestra sensibilidad osahorro el relato de cómo se obtiene unamuestra del tejido de los ovarios) yentonces la doctora decidió que elproblema se llamaba «endometriosis»,que es como una masa de célulasmuertas, o algo así, que se acumulan enel endometrio y lo bloquean. Resulta quela tal endometriosis es una de las

principales causas de esterilidadfemenina, y yo sin saberlo. Así que merecetaron unas pastillas que me pusieronmalísima, venga a vomitar y amarcarme, por no hablar de los dolores,unos calambres espantosos, como si teabrieran las entrañas con tenazas.Caminé dos días casi a tientas por lacalle, entre los edificios desdibujadospor mi visión borrosa, teniendo quedetenerme cada tres pasos para expulsarun líquido bilioso y semitransparenteque fluía, imparable, por mi boca. Y nipor ésas, seguía sin tener la regla.

La última prueba, la definitiva,consistió en un recuento hormonal, y la

conclusión a la que mi doctora hallegado tras cuatro semanas de análisis,ecografías, raspados, recuentos y demásintromisiones en mi intimidad femenina,en ese Santuario tantas veces asaltado,es que padezco un «exceso detestosterona», agarraos, cómo suena elnombrecito. Para que os aclaréis: resultaque la testosterona es una hormonamasculina, y el estrógeno la femenina, yel cuerpo humano, cualquier cuerpohumano, posee parte de ambas. Laproporción define el género.Predominancia de estrógeno: femenino.De testosterona: masculino. Y yo,precisamente yo, tengo más testosterona

de la que tenía que tener y por eso no meviene la regla. Cualquiera lo diríaviéndome con estas tetas y estascaderas. Yo, que parezco la persona másfemenina de la Tierra, y resulta quetengo más hormonas masculinas de lasdebidas.

Y, mira qué casualidad, a los dosdías me encuentro con un artículo en elCosmo que hablaba sobre el tema.Según el Cosmo en yanquilandiaempezaron a tratar a una serie demenopáusicas con testosterona para versi les arreglaban la vida y acababan consus sofocos climatéricos, y descubrieronque a las señoras tratadas con

testosterona se les disparaba la libidohasta la estratosfera. Me imagino a laspobres señoras incontenibles,desaforadas, abalanzándose sobre elcartero, sobre el lechero, sobre elrepartidor de periódicos, sobrecualquier macho que se les pusiera pordelante. Así que los doctores hicieronuna investigación en serio sobre elfenómeno detectado y llegaron a lassiguientes conclusiones: una, que lasmujeres con exceso de testosteronaposeen, o poseemos, impulsos sexualesmás definidos que las demás, y, dos, quesomos más agresivas y decididas.

Mi madre me ha mandado a un

montón de psicólogos, uno detrás deotro, desde que cumplí los quince años yella empezó a hartarse de soportar misarrebatos de mal genio. Me he tiradomedia vida analizando las supuestasrazones de mis sentimientos y misreacciones. Mi promiscuidadincontrolada, sugerían, no era sino unabúsqueda de la figura paterna. Laspeleas con mi madre, un intentodesesperado de definir mi personalidadmediante la oposición. Pero, según mirecuento hormonal, resulta que todasesas interminables horas que me hepasado tumbada en un diván intentandoretrotraerme hasta la primera papilla

que tomé, me las podía haber ahorrado,mira tú por dónde, porque la explicaciónde mis pasiones y mis rabletas eramucho más sencilla: un simple excesode hormonas.

Y lo mismo pasa con Rosa, mireservada hermana. Siempre pensamosque la tía era tan rara y tan introvertidaporque le había afectado mucho lo deque mi padre se largara de aquellamanera, así, de pronto, sin decirnosnada. Pero resulta que ella también fueal psiquiatra (sí, reconozco que lo de micasa es muy fuerte, dos hermanas quevan al psiquiatra y la mayor en casallorando con una depresión de caballo),

y el médico le explicó que todo era unproblema de recaptación de serotonina.Esto es, que a mi hermana le falla lasustancia que funciona comoneurotransmisor entre las células delcerebro. Así que ahora Rosa vivecolgada del prozac, una droga mágica ylegal que, por lo visto, regulará susniveles de serotonina y hará de ella unamujer nueva. Habrá que verlo.

Lo dicho. A mí me sobratestosterona y a ella le falta serotonina.Y según estos excesos y carenciasnuestros problemas no tienen nada quever con las circunstancias personales ofamiliares sino con la composición

química de nuestros cerebros y ovarios,así que Freud, Lacan, Jung, Rogers, osha lucido el pelo, queridos. Pero yo mepregunto si no será al revés, si la vidano nos habrá afectado tanto que elcerebro de Rosa dejó de producirserotonina y mis ovarios se pusieron asegregar testosterona como locos, y vetetú a saber lo que le pasó a cualquierórgano de Ana. Porque, que yo recuerde,tal vez hubo un tiempo, cuando yo eramuy, muy, muy pequeña, en que fuimosalgo así como una familia normal, y mishermanas y yo jugábamos a contarnoscuentos en la oscuridad, debajo de lassábanas, y no nos pasábamos el día

deprimidas, irritadas y llorosas,poniéndonos a parir las unas a las otras;y todo el mundo nos considerababastante normalitas, tan monas, tandulces, unas niñas adorables. En fin,¿qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Esel cuerpo el que nos controla o nosotraslas que controlamos el cuerpo?Interesante cuestión.

Entretanto, la ginecóloga insiste enque tome unas pastillas nuevas y yo meresisto; en primer lugar, porque no meapetece volver a vomitar y a sufrirnáuseas y calambres; en segundo, porquetampoco estoy muy segura de que meapetezca que me vuelva la regla, y en

tercero porque desde que me dejó Iain, ole dejé yo, o nos dejamos —y de estohace un mes, un mes de pesadilla— casino me ha apetecido follar, y comoencima me ponga a hacer descender minivel de testosterona me temo que milibido va a quedar definitivamente porlos suelos. Y bueno, mis hermanas semeten mucho conmigo por promiscua ydevorahombres, pero ¿qué quieres quete diga?, soy como soy, sea porque mipadre nos dejó, sea porque me sobratestosterona, yo soy así y me gusta, y nome apetece renunciar al único placertangible que la vida nos permiteaprovechar.

B

de bajón

La vida debería ser como uncalendario. Cada día se debería poderarrancar una página para iniciar otra enblanco. Pero la vida es como la capageológica. Todo se acumula, todoinfluye.Todo contribuye. Y el aguacerode hoy puede suponer el terremoto demañana.

Cuando yo tenía trece años yDonosti no significaba para mí otra cosa

que la ciudad en que vivían mis abuelos,solía pasear con mi amigo Mikel a lolargo del paseo de la Concha. Mikel yCristina, siempre de la mano.

Mikel tenía trece años, era deBilbao y vivía en el caserón contiguo alnuestro. Ese verano su madre se habíapuesto enferma y habían tenido queingresarla en el hospital. Como parecíaque la cosa iba para largo, el padre deMikel decidió enviar a su único hijo apasar las vacaciones con su hermano, eltío de Mikel, en San Sebastián. Peroaquel tío, un profesor de institutosolterón e introvertido, no tenía nitiempo ni energías para dedicárselas a

su sobrino, de forma que el pobre chicose veía condenado a vagar por losjardines del caserón persiguiendolagartijas y tirándoles piedras a losgatos. Y fue cuestión de días el que nosconociéramos y nos hiciéramosinseparables.

Nuestras diversiones no eran nadadel otro mundo. Discutíamos sobre si alos caracoles había que llamarlosbígaros, magurios o carraquelas, y si loscangrejos se llamaban txangurros ocarramarros. Luego hacíamos chistessobre el rótulo del cuartel de la GuardiaCivil, al que una bomba oportuna habíahecho saltar una letra, convirtiendo el

épico lema «Todo por la Patria» en elmás castizo «Todo por la Patri». Mlke1opinaba que la Patri era una de lasmejores meretrices del barrio viejo —cuyos límites comienzan justo detrás delcuartel— y que era una chica muypopular entre los guardias más jóvenes.Después perseguíamos a las palomas delparque, intentando en vano pegarle unapatada a una de esas ratas con alas. Y,finalmente, cuando caía la tarde yempezaban a encenderse las luces delpuerto, nos acodábamos en la barandillaque da a la playa y nos tirábamos un ratolargo contemplando el mar. «Imagínate—solía decir yo— que una mañana

bajas a la playa y te encuentras con queSanta Clara está en el monte Urgull y elmonte Urgull en Santa Clara. Terestriegas los ojos una y otra vez,intentando convencerte de que se tratade una mera alucinación producto de laresaca, pero miras otra vez, y allísiguen, el monte en el centro y la isla ala izquierda, y lo peor de todo es quenadie más se ha dado cuenta, sólo tú.¿Ha sido obra de los marcianos? ¿Es elcomienzo del plan 10?» Repetía elchiste casi todas las tardes y todas lastardes nos hacía la misma gracia. Sihabíamos tomado dos cañas, nos hacíamuchísima gracia. Y todas las mañanas,

cuando Mikel y Cristina íbamos a laplaya, lo primero que hacíamos eracomprobar, con un respiro, que tanto elmonte como la isla seguían en su sitio.

Al acabar las vacaciones nosprometimos el uno al otro que a lo largode los años nos enviariamos postalespara confirmar que ambos promontoriosseguían donde antaño, y que todavía nohabían optado por intercambiarposiciones.

Pasaron los años, cada uno regresó aDonosti, por separado y por diferentesrazones, pero ninguno le envió al otro lapostal prometida. Ya hacía tiempo queno nos veíamos ni nos llamábamos.

Aunque nunca lo dijimos, estuvimosenamorados, pero el amor no dura parasiempre.

Santa Clara, sin embargo, no semueve de su sitio. Años después pasémis primeras vacaciones junto a Iainprecisamente en Donosti, y desdeentonces el paseo de la Concha, laspalomas del parque, la barandilla de laplaya y el perfil de Santa Claraquedaron irremediablemente asociadosa él. San Sebastián dejó de significar elpueblo de los abuelos, el caserón llenode polvo y los paseos con Mikel por elmalecón, y pasó a ser, sencillamente, laciudad en que Iain y Cristina habían

descubierto que se querían. Y estosúltimos días, cuando todos los mediosno dejan de hablar del festival de cinede San Sebastián, no me he acercado aun periódico y he mantenido apagada latelevisión, porque sabía que nosoportaría la visión del Victoria Eugeniani del malecón ni del parque ni de laplaya, ni muchísimo menos de la isla deSanta Clara.

Y eso es porque sólo los cangrejos,o los txangurros, o los carramarros, ocomo se quiera llamarlos, se atreven alanzarse de cabeza a través de grietasentre las rocas, de simas cuya longitudequivale a cientos de veces el tamaño de

sus cuerpos.Sólo los cangrejos.

C

de curro

Dios creó el mundo en siete días.Poco más tarde expulsó a Adán delParaíso y le castigó a ganarse el pan conel sudor de su frente. Apple fabricavarios millones de ordenadores al año.Millones de mundos virtuales diseñadosa diario por demiurgos de veintisieteaños, microsiervos de coeficientes deinteligencia desmedidos... Entre lastribus africanas la media semanal de

horas de trabajo de un adulto ronda ladecena. El hombre europeo supera conmucho las cuarenta. El progreso hasuperado al Dios original en todo,incluso en crueldad. Por eso nos gustantanto los paraísos artificiales: nostalgiade tiempos mejores.

Cuando me fui de casa estuvetrabajando una temporada en unaoficina. Era una multinacional de lainformática. Hardware. O sea,ordenadores, impresoras, CD-Roms ydemás robotitos inteligentes creadossupuestamente para facilitar el trabajo alos seres humanos. Qué ironía. Toda lainformación sobre sus productos venía

escrita en inglés, así que a servidora, lajoven estudiante de filología inglesa,contratada en prácticas, le tocabatraducirla y adaptarla, y encargarseluego de enviarla a las revistasespecializadas, para que allí el curritode turno de la revista en cuestiónpudiese escribir que un lector deséxtuple velocidad ofrece un excelentetiempo de acceso o que una tarjetagráfica especialmente indicada porequipos potentes con ordenadoresbasados en pentium es la idónea para losprofesionales de la imagen exigentes,como infografistas y creativos en 3D.Me teníais que haber conocido entonces.

Controlaba perfectamente términoscomo interface, tarjeta VGA, puertoparalelo, driver, puerto de serie b, slotde 16 bits, filtros digitales para audio,transferencia térmica de cera omicroprocesador. Me pasaba allí lavida, sentada en mi cubículo, mi puntode engorde, un espacio de apenas dosmetros cuadrados acotado por dosmesas de formica dispuestas en forma deele. Se me jodió la vista a cuenta depasarme los días forzándola, cegada porla luz fantasmal del ordenador, y laclaridad excesiva de las lámparashalógenas y la constante inclinaciónforzada sobre el teclado me provocaron

unos dolores de espalda espantosos.Dos dioptrías y escoliosis, así, de golpe.Y todo por un sueldo de mierda, porquecomo servidora era estudiante, le habíanhecho un contrato de prácticas, que encristiano quería decir que curraba lomismo que los demás pero ganabamucho menos. Y eso no era lo peor. Lopeor era el ganado con que me tocabalidiar a diario. Lo peor eran aquellassecretarias repintadas, encaramadassobre sus Gucci de imitación, con elpelo convertido en fibra de estopagracias a los moldeadores y las mechasdoradas, que no habían leído otra cosaen su vida que el Supertele y el Diez

Minutos, y que sólo sabían hablar de lapeli que habían echado en la tele lanoche anterior y del nuevo novio deChabeli, y ponerse verdes las unas a lasotras. Lo peor era aquel jefe de personalque opinaba que había que reimplantarla pena de muerte para acabar de unavez con el terrorismo y que se quedabamirándome las tetas con el mayor de losdescaros cada vez que subíamos juntosen el ascensor. Lo peor eran aquellosejecutivos comerciales que llegabantodas las mañanas a la oficinaprecedidos de un tufillo a coloniabarata, con sus trajes mal cortadosmodelo Emidio Tucci comprados en el

Corte Inglés, que les hacían bolsas enlas ingles y arrugas en las hombreras, yque siempre les quedaban demasiadocortos o demasiado largos, esclavitudesdel pret á porter cuando uno no tienedinero para comprarse un traje a medidapero le gustaría aparentarlo.

Allí te hacían muchísimas promesas.Se suponía que si te esforzabas losuficiente tus méritos acabarían por serreconocidos, que tu trabajo terminaríapor traducirse en un reconocimiento enel estatus y el sueldo. Pero al cabo de unaño abandonabas aquellas ilusionesinfantiles, aquellas pretensionesingenuas, y caías por fin en la cuenta de

que no ascenderías nunca y de que jamáste subirían el sueldo. En cada nuevoejercicio te negaban una revisiónsalarial aduciendo que el país en generaly la empresa en particular atravesabanuna crisis. Qué crisis ni qué niñomuerto. Ellos llamaban crisis aldescenso de beneficios, no a la falta deellos. Es decir, que si en lugar defacturar chopocientos veintitrés millonescomo en el ejercicio anterior sefacturaban sólo chopocientos, toma ya,crisis al canto. En realidad, la empresano podía pagarte más porque el dineroque debía de pagarte por tu trabajo iba aparar a los altos ejecutivos y a sus

contratos blindados de ocho cifras, deforma que a la empresa no le quedabadinero para pagarnos a los demás. ¿Y oscreéis que aquellos pisaverdes con trajede Armani y gemelos de plata firmadospor Chus Burés que les habían regaladosus legítimas en su aniversario de bodasse ganaban el sueldo? Ni de coña. Mijefe, el flamante director de márketing,que cobraba un millón de pesetas almes, es decir, exactamente once vecesmi sueldo, se pasaba el día llamandopor teléfono a su amante de turno,porque las iba cambiando comocambiaba de colonia: Davidoff,Fahrenheit, Calvin Klein, Ana, Lucía,

Loreto... ¡hay que estar siempre a laúltima! Y ni siquiera sabía hablar ingléso poner los acentos en su sitio. Si losabré yo, que era a la que le tocabacorregirle todos los faxes que enviaba.Pero el tío tenía cuarenta y un años, y laobtención de su master IESE (que asaber cuánta pasta les habría costado asus papás) había coincidido con losfelices ochenta, aquellos años doradosen que se contrataba a perfectos inútilespor cifras astronómicas, como si fueranjugadores de fútbol. Lo que yo te diga,que le tocó la lotería demográfica,porque si llega a nacer quince añosdespués otro gallo le habría cantado. Y

a los que veníamos por detrás nostocaba apechugar con el desfase ycobrar unos sueldos de mierda paracompensar, trabajando, eso sí, tantas omás horas que él. Porque jamássalíamos a nuestra hora, jamáscumplíamos las ocho horasreglamentarlas, y no nos pagaban horasextraordinarias, por supuesto, porquehabía que trabajar y sacrificarse por laempresa, y bastante afortunadospodíamos sentirnos de estar allí, con uncanto en los dientes nos podíamos dar,porque por cada uno de nosotros habíacuatro muertos de hambre, cuatro buitrescarroñeros volando en círculos

alrededor de nuestras cabezas,dispuestos a hacerse con nuestro puestoa la mínima oportunidad, como el jefede personal no perdía ocasión derecordarnos. Cuando hacías cuentasdescubrías que cobrabas menos por horaque una asistenta. Yo me levantaba a lasocho de la mañana y llegaba a casa a lasocho y media de la noche, totalmenteagotada, sin ganas de nada, excepto decenar e irme a la cama. Dejé de leer,dejé de ir a conciertos, dejé de ir alcine. Los sábados por la noche estabatan harta que me ponía los vaqueros ylas botas de cuero y salía a ladesesperada, a ponerme hasta las cejas

de cubatas y de rayas para olvidarme dela mierda de vida que llevaba, y aquelaño me agarré las peores cogorzas queme haya agarrado en todos los días demi vida, y me follaba a cualquier cosa,de verdad, a cualquier cosa, a cualquierelemento que se me pusiera a tiro apartir de las seis de la mañana, que eraaproximadamente el momento en que miestado etílico había alcanzado el nivelen que lo mismo me daba un ejecutivode la Sony que un estibador deMercamadrid. Luego llegaba junio y losexámenes, y me pasaba un mes entero abase de anfetaminas, intentando aprobarcomo fuera, y llegaba a la facultad

atiborrada de chuletas y jugándome elexpediente porque no disponía detiempo material para estudiar lasasignaturas con propiedad, y encima enel curro se mosqueaban porque faltaba ami horario y me exigían un certificadofirmado por mi profesor para probar queefectivamente había estado en un exameny no de cañas con mis amigos.

No teníamos ninguna posibilidad deganar aquella batalla, como no hubierasido montar las barricadas y salir ahacer la revolución. Pero nos tenían tanalienados y tan agotados, tanhipnotizados a base de horas y horas detrabajo constante y de discursos

apocalípticos sobre la terrible situaciónde la economía, que a ninguno denosotros se le hubiera ocurrido. Nodisponíamos de ningún arma para lucharcontra los ejecutivos cuarentones deapellidos compuestos, y lo peor, lopeor, era cuando contrataban a unamema que se apellidaba López-Santos yMartínez de Miñón, que llegaba a laoficina en su Golf GT1 pagado por supapá, que llevaba ropa de Prada ybolsos de Loewe pagados por su papá, yque estaba morenísima y súper en formadespués de haber estado esquiando enAndorra, en un relajante fin de semanapagado asimismo por su papá, y que a

todo el mundo le parecía tan elegante ycon tanta clase, y que no sabía hacer la ocon un canuto, pero como era la hija deun accionista y acababa de terminar unmaster en relaciones públicas ycomunicación, pagado también por supapá, cómo no, te la ponían a currar enla mesa de al lado cobrando bastantemás que tú y, ¡por supuesto!, ellatampoco ponía un acento en su sitio y sequedaba tan ancha después de dar porterminada una nota de prensa de quincelíneas que le había llevado cuatro horasredactar y que luego te tocaría a tireconstruir en diez minutos, de arribaabajo, porque la muy burra escribía “tú

ordenador” así, con acento en la u, comosuena, y repetía el verbo tenerveinticinco veces en quince líneas, y enaquel momento te preguntabas, ¿quécoño hago yo aquí?, ¿QUÉ COÑO? Fuela llegada de aquella subnormalprofunda, que acababa todas sus frasescon un ¿sabes? y para la que todo eracomo muy ideal o como muy algo, lo queme convenció de que me habíanestafado, de que estaban engañándomecomo a un burro con el viejo truco de lazanahoria y el palo, y una mañana quebajé a la farmacia a comprar buscapinasporque ya no podía con aquel dolor deespalda, el sol me dio en la cara para

avisarme de que estaba malgastando mivida, la única vida de que dispongo,porque soy una mujer y no un gato, y caíen la cuenta de que llevaba dos años sinsentir la caricia dorada del sol en lanariz, de que se me estaba yendo lajuventud encerrada en un despacho deventanales blindados, y tranquilamentesubí en el ascensor parlante que habíadentro de aquel edificio inteligente,planta tercera, abriendo puertas, decía elascensor con voz tecnificada, me dirigíhacia mi mesa e introduje una orden enel ordenador: «Delete All.» Elordenador me advirtió de que toda lainformación del disco duro se borraría:

«¿Está seguro de que deseaeliminarla?», y yo tecleé, completamentesegura, segura como no había estadosegura de nada en la vida, tan seguracomo que mi nombre es Cristina, «Sí», yme sentí la mujer más libre de la Tierra,me sentí feliz, plena, extática, porprimera vez en dos años y eché portierra el principio de una prometedoracarrera en el campo de la comunicación,según mi hermana Rosa.

Y ahora soy camarera.En el bar gano más de lo que ganaba

en aquella oficina, y mis mañanas sonpara mí, para mí sola, y el tiempo librevale para mí más que los mejores

sueldos del mundo. No me arrepiento enabsoluto de la decisión que tomé, ynunca, nunca jamás volvería a trabajaren una multinacional.

Antes me meto a puta.

D

de deseo y destierroEn los escasos momentos en que la

barra queda vacía cierro los ojos eintento concentrarme en los sonidossintetizados, visualizando la músicacomo una cebolla iridiscente a la queyo, lenta y concienzuda, voy arrancandocapas, una tras otra, hasta dar con unadiseñada especialmente para mí: elregalo de la rave. Y cuando laencuentro, la hago ascender a través demis venas, mis capilares y mis arterias,recorrer mi cuerpo mezclada con mi

linfa y mi sangre, ascender hacia micabeza, inundarme por completo. Mediluyo en música, me borro, meextiendo, me transformo, me vuelvolíquida y polimorfa. De pronto llega unroll on, un cambio radical de ritmoseguido de una secuencia prolongadaque comienza muy, muy lentamente yluego se acelera de forma paulatinahasta retomar el ritmo del techno,machacón, insistente, acompasado a loslatidos del corazón. La oscuridad meinvita a dejarme llevar y me arrastrahacia el altavoz que vomita una músicamonótona, geométrica, energética ylineal, suavizada en mi cabeza por el

éxtasis.Pero este estado de cosas no puede

durar mucho, porque trabajando en unabarra no dispones de mucho tiempo parati misma. Antes o después llega alguienque requiere tu atención para que lepongas una copa, y entonces te tocavolver al mundo de los vivos. En lapista la masa baila en comunión, alritmo de un solo latido, una sola música,una sola droga, una única almacolectiva. El DJ es el nuevo mesías; lamúsica, la palabra de Dios; el vino delos cristianos ha sido sustituido por eléxtasis y la iconografía de las vidrieraspor los monitores de televisión. Es el

regreso del tribalismo ancestral,heredado genéticamente, dicen, en elinconsciente colectivo.

Por un instante regreso a la realidady soy consciente de los fieles que merodean, la masa que alza los brazos alcielo como un solo hombre al grito de«¡rave!». Yo también participo en esterito común, y una vez bendecida por elDJ al que va dirigida nuestra alabanza,le imploro de corazón que me funda conel resto, que me haga desaparecer, queobre un milagro y borre de un plumazoeste último mes.

Que me lleve de nuevo a aquellasfechas en que todavía me llamabas tuya.

Cada noche la música atrona desdelos bafles de quinientos vatios, unascajas negras, enormes, que son como lashijas bastardas de la caja de Pandora,porque, a juzgar por el escándalo quearman, deben contener en su interiortodos los vientos y todas las tormentas.Ayer, sábado, he estado poniendo copasallí desde las doce hasta las ocho, yluego, venga arriba, venga abajo, subecajas de cocacola, baja cajas decerveza, echa a los últimos colgadosrezagados y recoge los condones usadosque te vas encontrando por todas partes:en el baño, claro, en los sillonesforrados de terciopelo rojo, en la pista

de baile (¿EN LA PISTA? Sí, en lapista, por lo visto hay mucha peña queha visto Instinto básico), en la esquinade detrás del bafle, muy del gusto de losquinceañeros, porque es muy oscura.Como todos van puestos de éxtasis, lesda por hacérselo en cualquier parte,imprevistamente, desmedidos yenganchados en un tiovivo de ombligos.Y bueno, a mí en principio me daríaigual, que hagan lo que quieran, a vivirque son dos días, no future, si no fueraporque luego tengo que ir recogiendo loscondones usados, y eso es un tantodesagradable, estaréis conmigo.

He salido del Planeta X y el sol me

ha dado en los ojos con su luz blanca.Ha sido como un golpe de gong en lassienes. Ya era de día. Me he ido adesayunar con el resto de los camareros.Luego nos hemos ido al God, unafterhours que hay cerca del Planeta X.Mucho bacalao, mucho niño puesto deéxtasis, mucha luz estroboscópica.Chundachundachundachunda...¡acleeceed! Las niñas bailan jarcotezno—los brazos laxos, los músculosdesencajados, la cabeza oscilando de unlado a otro— y parecen muñecos decuerda a los que se les ha saltado elmuelle. Debería haberme ido a casa adormir, pero, qué quieres que te diga,

después de ocho horas poniendo copaste apetece que alguien te ponga copas ATI, para variar. Cuando hemos salidodel God eran las cuatro de la tarde. Sesupone que yo debía tener hambre, peroestas pastillitas que me meto paraaguantar despierta y poder servir copastoda la noche no me permiten comer. Meestoy quedando en los huesos. Parezcorecién salida de Dachau. No importa, alos tíos les gusta así. Parezco la KateMoss, pero con tetas. Muy grunge, muytrendy. Por algo soy camarera, porque alos tíos les gusto. Muy machista, lo sé,pero de algo hay que comer, o, en micaso, no comer. Lo siento mucho, la vida

es así, no la he inventado yo.Hay muchos hombres solos en esta

ciudad. Das una patada y salen dedebajo de las piedras. Si saben queestás sola vienen a ti atraídos como lasmoscas a la miel. Y mujeres, tambiénhay mujeres solas. He escuchado sushistorias en las barras del bar. Lasmujeres y los hombres a los quequisieron y perdieron, las drogas queprobaron, sus penas, sus alegrías y susaccidentes.

He escuchado tantas historias dedesamor y soledad esta noche que creoque podría editar un catálogo.

He aprendido a reconocerlos por sus

caras. Llego a la barra y puedo decir encuestión de segundos cuántos clientes sesienten solos. El éxtasis ayuda sólodurante unas horas. A veces ni eso. Vande éxtasis, están atontados, pero en elfondo siguen solos. No hay droga quecure eso.

Había un chico apoyado contra elbafle que conoció en un bar a la chica desus sueños. Una pelirroja vestida deGaultier. Bebieron, flirtearon. Lohicieron a lo bestia en el cuarto de baño.Él apuntó su teléfono. No se atrevía allamarla. Apenas sabía quién era.¿Cuántos tíos la habrían follado en uncuarto de baño? Cuando por fin reunió

el valor suficiente intentó llamarla, dosveces, pero nadie respondió al teléfono.Después le parecía que había pasadodemasiado tiempo. ¿Y si ella habíaconocido a otro? ¿Y si no le recordaba?Él tampoco la recordaba bien. Nopodría describir el puente de su nariz nila caída de sus pestañas ni el colorexacto de su pelo. No podría asegurar siera tan maravillosa como él creíarecordar. Fue muchas noches al bardonde la había conocido, pero no volvióa verla. Ha dormido solo desdeentonces.

Hay una chica que lleva escrita en lafrente la palabra amante. Siempre se

enamora de hombres casados. Ha hechoel amor en portales, en hoteles, enasientos reclinables de cochesdescapotables, en parques, enascensores y en cuartos de baño debares de diseño. Sin embargo, no sabelo que es despertarse junto a alguien ycompartir un desayuno en la cama.

Esta ciudad es demasiado grande,dicen algunos, se hace tan difícilmantener las relaciones...

En fin, cada cual tiene su historia.Esta ciudad está llena de hombres quevan buscando a tientas a una mujer en laoscuridad de los bares.

He escuchado tantas historias esta

noche...Yo también tengo mi propia historia.Yo también tenía a alguien a quien

quise y perdí. No me dio explicaciones.Tampoco se las pedí. El caso es que élacabó por dejarme. Quizá le dejase yo.No contesta a mis llamadas. Supongoque tiene sus razones.

Tendría que explicarles a todos esoschicos solos que vienen a pedirme copasa la barra con cara de cordero degolladoque yo no puedo llenar sus huecos, que amí también me abandonó mi amor y que,para colmo, empieza a ponerme de losnervios el jarcotezco.

Trabajo en una barra y los domingos

los paso de garito en garito, bebiendocomo una esponja, gastándome el sueldoen éxtasis, para olvidarme de que minovio me dejó. Por muy delgada y muymona que sea. Por lo visto, no leresultaba suficiente. Las relaciones delos noventa, dicen. Efímeras. No future.Generation X. Hay que joderse.

Trabajo en una barra y cada nocheme duelen los oídos y siento el pulsoacelerado. El corazón me late atrescientas pulsaciones por minuto. Meentra una sed tan horrible que creo quepodría beberme el agua de la Cibeles.Siento que las luces de la pista sontangibles, y que la música se traduce en

imágenes.Vuelve a ascender la música en

capas envolventes intentando anularnoscon su voluntad ensordecedora. Desdela barra vislumbro un tejido irisado debrazos y piernas y camisetas brillantes,una masa humana y multicolor decabelleras, ondeando al ritmo de miltambores atávicos. Ramalazos de lucessurgen de la nada, flash, y desaparecenal segundo de cegarnos, negro, y otra luzcegadora vuelve a surgir coincidiendocon un nuevo latido de nuestro corazón.Cuando tengo que cruzar la sala para irdejando limpias las mesas erizadas devasos y botellas me siento un nadador

contra corriente. Alrededor de mí loscuerpos, comprimidos ymultiperforados, se empujan los unos alos otros, las personas ya no sonpersonas porque la identidad de cadauno se funde en el crisol de la masa, y loque siento alrededor es un magma enebullición, con pequeñas burbujitas quede vez en cuando emergen a lasuperficie.

Trabajo en una barra y cada nochesiento que necesito algodesesperadamente, pero no sé muy bienel qué. Noto la ansiedad ascendiendo enmi interior, tan furiosa y tan presente queme impide respirar.

Necesito una polla entre las piernas.Quiero que vuelvas, Iain, que me

saques de aquí.Quiero que me salves de alguna

manera.La vida es triste, y la noche de

Madrid no es tan maravillosa comotodos se creen. Os lo digo yo, que vivoen ella.

E

de enclaustrada, de enamorada,empleada y encadenada

Las luces vacilantes de los focosazules me distraen la mirada. Podríaestar aquí o en cualquier otra parte. Lacabeza se me va a cada momento y meveo en millones de sitios: en la cama deIain, en el cuarto de Iain, en mi propiabañera. Pero aquí no, definitivamenteaquí no. Son las diez de la noche en elPlaneta X y yo estoy ocupada pasando

un trapo por la barra y limpiando elpolvo de las botellas. No es que hagamucha falta, la verdad, pero me aburro yno se me ocurre nada mejor que hacer.Hubo un tiempo en que me llevaba unlibro al bar y así entretenía los ratosmuertos en que no tenía que darle debeber a nadie, pero el encargado seocupó enseguida de hacerme saber quelo del libro no estaba bien visto, que nodaba buena imagen. A mí la explicaciónme pareció una solemne tontería, sobretodo viniendo de un tío que no habíahojeado en su vida otra cosa que la guíatelefónica. Pero el encargado es elencargado, y yo no soy más que una

camarera, así que no me quedó másremedio que ajo y agua, o sea: ajoderme y a aguantarme y a dejar ellibro en casa.

Me importa un comino lo que diganmis hermanas. Me importa un huevo queopinen que éste no es un trabajo serio.Mis hermanas no tienen ni puta idea delo que es la vida. La una pilló a un tolilidispuesto a mantenerla, un mirlo blancode los que ya no quedan, y a la otra letocó un premio gordo en la loteríagenética.

Y aquí estoy ahora, en mi bar delalma, en este bar que para mis hermanassupone la mayor vergüenza social,

limpiando botellas con la energía de unhuracán, cuando, reflejada en el espejo através de la penumbra del bar, veo unafigura de mujer cruzar la pista. Avanzadando grandes y rápidas zancadas, comosi fuese la chica del anuncio de Charlie.Un foco ilumina la figura y, para misorpresa, reconozco a mi hermana Rosa.No se me ocurre para qué coño vieneRosa al bar, ella, que no soporta eltrance y que es incapaz de escuchar algoque se haya compuesto después del siglodiecinueve.

Mi hermana se acerca a la barra, sesienta en un taburete, deja sobre elcontiguo su abrigo de piel de camello y

cruza las piernas con ese aire deautoridad que sólo poseen las lesbianasy las mujeres muy ricas.

Yo le dirijo una sonrisa quepretende ser sarcástica. Eso sí, meparece que no lo consigo, porque soymuy mala actriz.

—¡Dichosos los ojos! —digo—. ¿Aqué debo este honor? ¡La princesa deMónaco en persona se ha dignado venira mi humilde tugurio!

—Tú sigue haciendo bromitas deeste tipo y no vuelvo más —responde mihermana con voz serena, como decostumbre. Casi nunca pierde la calma.Nadie diría que somos hermanas. No

nos parecemos ni en el físico ni elcarácter.

—Perdone su alteza —digo yo—.Nadie quería ofenderla. Por cierto, sualteza viene guapísima. Qué traje tanelegante... —No es precisamente miestilo, pero hay que reconocer que esbonito. De lejos se ve que debe decostar una pasta.

—Menos flores. Las dos sabemosque si a mí me sentaran tan bien losvaqueros como a ti, no me harían faltalos trajes de diseño.

Mi hermana es una envidiosa.Siempre lo ha sido. Además, tampoco esque yo en vaqueros resulte la bomba

atómica. Y por cierto, si yo tuviera lapasta que ella tiene y pudieracomprarme la ropa en Loewe, igualhasta dejaba los vaqueros. Nunca sesabe.

Le pregunto qué quiere tomar yresponde que una cocacola. Light.

—¿Estás segura de que no quieresque te ponga un chorrito de whisky? —digo yo.

—Segura —Confirma, serena y sinmover un solo músculo facial, como decostumbre.

—Tú sabrás. —Encojo los hombrospara darle a entender que no sabe lo quese pierde yendo de abstemia. En fin, que

no se diga que no he intentado tentarla.Abro la cámara frigorífica y saco unabotella de cocacola. Light—. Y bueno,alteza —prosigo. Yo siempre le llamoalteza, y eso a ella le jode muchísimo—.¿Qué te trae por aquí? ¿A qué se debeque le hagas una visita a tu indignahermana?

—Para ya. —La voz de Rosa suenaligeramente, sólo ligeramente, enojada—. He salido del trabajo y me he dichoque de camino a casa podía parar aquípara recordarte que tienes que llamar aAna.

Dejo la cocacola a medio servir yme la quedo mirando con cara de

estupefacción. Sólo mi hermana lahormiga laboriosa es capaz de salir delcurro a las diez de la noche.

—¿Acabas de salir del trabajo?¿AHORA?

—Sí, me he quedado repasando uninforme que tengo que entregar mañana.

—Joder, tía... Eso no es vida, quéquieres que te diga. Por mucha pasta quete paguen —le suelto, y acabo, por fin,de servir la dichosa cocacola con sushielecitos y su limoncito.

—Tampoco es vida la tuya, quetengo que venir a verte aqui porquenunca puedo localizarte en casa. —Rosapega un trago ávido a la cocacola y

continúa—: Y por favor, no discutamosque bastante me duele la cabeza por hoy.Te recuerdo otra vez que te pases un díapor casa de Ana. Mamá me ha llamado yme ha dicho que está muy preocupada.

—No será para tanto. A Ana loúnico que le pasa es que se aburre yquiere llamar la atención...

—No creo. Me parece que esto vaen serio. Ayer la llamé y la encontrémuy deprimida. Se la notaba muy mal.Aunque con la poca confianza quetenemos, poco podía hacer yo. Como nome cuenta nada... Pero te repito que la oímuy rara.

—¿Y qué esperas que haga yo? Si tú

no tienes confianza con ella, ya me dirásyo... Simon Peres y Arafat son íntimos,en comparación con nosotras.

—Bueno, ya sabes que a Ana leresulta difícil entender lo que haces contu vida.

—¡Y a mí entender lo que ella hacecon la suya! No te jode. Como si fueradivertido pasarse la vida mano sobremano. Y yo no la critico por eso.

—Pues yo juraría que ahora mismoestás criticándola —apunta mi suspicazhermana, tamborileando con los dedossobre la mesa. Las uñas, cuadradas,cortas y sin pintar, estánimpecablemente limadas.

—No estoy criticándola. Y no tepreocupes, que te juro que me pasaré averla lo antes posible. Aunque pocopuedo hacer por ella, porque yo tambiénestoy fatal. Fatal. Fatal, fatal, ¡fataaaal... !

—¿Y eso? —pregunta mi correctahermana, intentando esbozar una sonrisade simpatía y aparentando como puedeun poco de interés.

—Iain me ha dejado —anuncio contono solemne, intentando conmover a miinconmovible hermana.

—Acabáramos. Pues menudanovedad. ¿Cuántas veces van?

Evidentemente, no lo he conseguido.

—No, ESTA VEZ va en serio, tía, telo juro —insisto con un mohín ofendido,y éste no tengo que fingirlo porque mesale del alma—. Hace ya casi un mes.Nunca habíamos pasado tanto tiemposeparados.

—Sinceramente, creo que es lomejor que podía haberte pasado. Esehombre no te traía más que disgustos —observa mi sensata hermana.

—¡Qué dices ... ! Era un encanto.Inteligente, tierno, sensible...

—¿Sensible? No me hagas reír. ¿Teacuerdas de aquel día en que nosencontramos en el Retiro? Tu pobreamiga Line, esquelética, anoréxica

perdida que daba pena verla, a punto deingresar en el hospital, y tu novio, elsensible, venga a decir «Esta chica cadadía está más guapa. Cómo haadelgazado». —Mi sarcástica hermanapega otro trago a su cocacola—. Hayque ser zopenco. Dejando aparte elhecho de que me parece bastantediscutible que se ponga a hablar de loguapa que es otra chica en presencia desu novia y de la hermana de su novia.Por cierto, ¿cómo está Line?

—Bien. Salió del hospital hacetiempo. No estuvo allí ni una semana,así que no fue para tanto. Ha comenzadoa ir al psicólogo y está bastante

controlada. Además, para que lo sepas,no está tan claro lo de la anorexia de miamiga, porque la anorexia es unaenfermedad mental bien definida, y Lineno responde exactamente al cuadroclínico.

—Lo que está claro es que tu amigaparece la radiografía de un silbido.

—Eso sí, pero el caso es quetampoco, por lo visto, muestra el cuadromental típico de una anoréxica, porquesegún el psiquiatra las anoréxicas suelenser personas muy perfeccionistas eintrovertidas, que renuncian al sexo...

—¿Renuncian al sexo? No me digasmás. Ya me ha quedado claro que Line

no es anoréxica.Ésta es mi irónica hermana.—En primer lugar, que sepas que

desde que ha aparecido la histeria de lastop models y el culto al cuerpo pareceque ya hay anoréxicas de todo tipo. Ensegundo lugar, si estás intentandometerte con mi amiga, te recuerdo que sisólo hubiera que medir las cosas por eserasero, entonces la anoréxica serias tú,que eres la que ha renunciado al sexo.

—Nadie ha dicho que yo hayarenunciado al sexo. —Rosa adopta undeje ofendido. ¡Ofendida, Rosa! ¡Pareceque he traspasado su barrera deimpasibilidad!

Yo sonrío, satisfecha de mí misma.—Pues cualquiera lo diría —sigo—,

según los muchos novios que se teconocen. Hija mía, a tu lado la propiaVirgen del Rocío es un putón verbenero.

—Que te quede claro: yo no herenunciado al sexo ni a las relaciones,en principio. Sencillamente he decididoser independiente, mantenerme a mímisma, no tener que soportar numeritosy humillaciones, y estar sola.

—No me seas exagerada, Rosa.Digo yo que ambas cosas se podráncombinar: que puedes seguir siendoindependiente y mantenerte a ti misma yaun así echar un polvo de vez en cuando.

—Ésa es la teoría. La práctica esmuy diferente. Desengáñate, Cristina. —Y mi condescendiente hermana suspira,intentando adoptar un aire de mujer muyvivida—. Los hombres de mi edad hanvivido en casa de sus padres hasta losveintimuchos años. Eso, si no siguenviviendo allí. Y durante todos esos añoshan vivido en una casa donde su mamáno trabajaba y se dedicaba a hacerles lacama y la comida, en una casa dondeellos no tenían hora de llegada, pero sushermanas sí. Y para colmo, la mayoríahan ido a un colegio de curas en el quese les enseñaba a buscar niñas dulces,calladitas y sumisas.

—¿Y eso qué importa?—Importa muchísimo. Porque son

una generación de niños grandes que nopueden entender que yo no piensodedicarme a arreglar la casa ni acuidarlos ni a sustituir a su madre.

—Pero no todos los hombres sonasí...

—Puede que no, pero de momentoyo no he conocido a la excepción. Loveo clarísimo en el trabajo. Todas laschicas que están casadas y tienen niñosse quejan de lo mismo. Él no las ayudaen casa, él no se levanta si el niño llora,él pasa de ir a hablar con losprofesores...

—Pero es que las secres de tuoficina son todas una panda de marus.No hay más que oír cómo cogen elteléfono.

—Mira, Cristina, se da por hecho detal manera que es la mujer la que se va aencargar de los críos que la mayoría delas empresas no contratan a mujeres ensegún qué puestos directivos, a no serque hayan pasado la cuarentena, o sea,que ya hayan tenido y criado a los niños.

—No entiendo por qué.—Pues es así. Yo misma debería ser

vicepresidente. Estoy mejor preparada,con mucho, pero con mucho, que elinútil que tiene el puesto. Pero soy

mujer, así que no me ascienden.—Pues mira, qué quieres que te

diga, si tan mal están las cosas, déjalo,dedícate a vivir la vida, no te amarguesen una oficina.

—¿Qué quieres decir con eso de«vivir la vida»?

—Pues eso, salir, conocer gente, irde copas... —Hago una pausapremeditada antes de soltar la bomba—.Follar.

Mi imperturbable hermana finge nohaber captado la indirecta.

—A mí no me apetece salir de copastodas las noches. Y el sexo me atraecada vez menos.

—Te estarás volviendo anoréxica.Esto de que bebas cocacola light es muymala señal.

—No, no tiene nada que ver.Simplemente, me resulta muy pocosatisfactorio tener sexo con alguienincapaz de respetarme y de asumir quepodemos estar al mismo nivel. Mi sexoreside en mi cabeza, no en mientrepierna.

—Es curioso, el otro día intentabaexplicarle lo mismo a Line...

—No es curioso. Es el signo de lostiempos. ¿No te has dado cuenta de quecada día hay más películas y más librosde homosexuales, y que cada día tienen

más éxito? Es porque, superada la erapatriarcal, los sexos estamoscondenados a no entendernos.

—La era patriarcal... Rosa, no teofendas, pero cada día eres más redicha.Como un repollo con lazos. Pero esverdad, lo de la guerra de los sexos,digo. El único tío que podríainteresarme ahora, y te lo digo a tiporque eres mi hermana, es Iain. Elresto, una panda de cafres.

—Eso es porque lo tienesidealizado. Iain es tan inmaduro como elresto. Si tú misma no hacías más quequejarte de que Iain era un pusilánime.Y él siempre estaba quejándose de que

tú tenías demasiado carácter.—Es que yo tengo mucho carácter.—No más que la mayoría de los

hombres con los que trato a diario.Sencillamente, es un rasgo que no estábien visto en una mujer pero sí en unhombre.

—Rosa, por Dios, no empieces otravez con tus sermones feministas...

—Que sí, mujer... Se ve claramenteen la oficina. Si yo me pongo dura conun proveedor que no nos ha presentadola factura a tiempo, si grito y me enfado,es un problema. El director de personalno pierde ocasión de recordarme quedebería suavizar mis modales, el muy

cretino. Y sin embargo, el directorgeneral se pasa el día tratando fatal atodo el mundo: proveedores, secretarias,administrativos y directora financiera, osea, yo. En la vida le he oído dedicarleuna palabra amable a nadie. Secomunica con la gente a gritos. Pero ensu caso se trata de un ejecutivo agresivo,de modo que está bien visto, nadie ledice nada. Mientras que yo, claro está,debería suavizar mi comportamiento...

—Lo que hay que oír. ¿Ves? Yo, decamarera no tengo esos problemas.

—Tampoco tienes ningunaposibilidad de promoción. Ni ningúnfuturo. Ahora tienes veinticuatro años y

quedas muy mona en una barra perodentro de diez, cuando se te caiga esadelantera que tienes y puedas ponerte ajugar al fútbol con tus pechos, no habráquien te quiera de camarera. Y entoncescaerás en la cuenta de cómo hasdesaprovechado tu tiempo y tu cabeza.

—En primer lugar, deja de metertecon mis tetas, si no te importa. Ensegundo, que te quede claro que YO nodesaprovecho mi cabeza.

—Eres demasiado lista para estartrabajando en una barra.

—Ya salimos con la de siempre. Yotrabajo en una barra si me sale del coño.

—¿Y qué satisfacción intelectual te

reporta eso?—Rosa, estoy harta de discutir el

mismo tema. La satisfacción intelectualme la busco en el tiempo libre. Cuandosalgo de aquí leo, voy al cine y...

—Leer es pasivo. Estoy hablando dehacer algo productivo. De ser y sentirteútil.

—Ya salió la feminista. Me dirásque tú eres muy útil, arreglándole losproblemas a una multinacional que tieneputeados a todos sus empleados,jodiéndoles la vida ocho horas al día acambio del salarlo mínimo. Y tú teencargas de que Hacienda no les pille enlos desfalcos y los chanchullos que se

monta. ¡Pues menudo orgullo! Prefieroser una inútil. En definitiva, guapa, quedejes de meterte de una vez con mitrabajo. Al menos yo no voy a tenerproblemas de conciencia moral, y,además, YO no trabajo para unaestructura machista —remato, cabreada.

Supongo que mi hermana se haquedado con ganas de decirme que habíamás de una redicha en este bar, pero seinterrumpe al ver llegar al primer clientede la noche. Se trata de un tipo bajito yrepeinado, que no debe de tener más detreinta años. Lleva un polo rosa,pantalones de pinzas y zapatos italianos.Apenas supera el metro setenta. Un

pijillo en la treintena. Fijo que esbroker, como si lo viera.

—¿Me perdonas un momento? —ledigo a mi hermana overachiever y memarcho a atender al cliente—. Dime.

—Quiero un whisky con cocacola —me anuncia el de gafas con vozengolada. Habla como si se hubierametido una patata frita en la boca.

—¿Qué whisky? —pregunto, y lohago por pura rutina. Bien sé yo quetodas las botellas están rellenadas con elmismo tipo de alcohol de garrafa.

—No sé —duda él—. ¿Cómo sellama el de aquella botella marrón queestá en lo alto del estante?

—Eso no es whisky —le hago sabercon un deje de superioridad digno deuna reina—. Es ginebra.

—Entonces quiero una ginebra concocacola. Esa ginebra —recalca.

—Te advierto que esa ginebra escarísima —le aviso con retintín.

—No importa. El dinero no esproblema.

Valiente gilipollas.—Además, no voy a alcanzar ese

estante...—Pues te subes a una silla o a una

caja. Yo soy el cliente y tú la camarera,y si pido una ginebra determinada estásobligada a servírmela, ¿o no?

Le dirijo una mirada asesina,dudando entre si mandarlo a la mierda otirarle la cocacola de Rosa en la cara,pero finalmente agarro una caja y meencaramo como puedo a lo alto delestante. Mientras intento alcanzar labotella de marras me vuelvo y caigo enque el muy cabrón está aprovechando laocasión para mirarme el culo. Actoseguido vuelvo la cabeza hacia Rosa,que también está contemplando laescena.

Mi altísima hermana se levanta deltaburete y se yergue cuan alta es sobresus imponentes ciento ochentacentímetros, sin tacones.

—¿Le importaría dejar de mirar elculo de mi novia con semejantedescaro? —le pregunta cortésmente alchico del polo rosa.

Las mejillas del gañán adquieren elcolor de su polo.

—¿Es tu novia? —alcanza aarticular con voz trémula.

—Ella es mi novia y yo soy cinturónnegro de kárate, por si te interesa —escucho decir a mi imprevisiblehermana.

Está de pie frente a mí, cuan alta es(más que él), las manos apoyadas en lascaderas y soltando fuego por los ojos. Sihubiese tenido un revólver juraría que

habría estado a punto de desenfundarlo.Me la quedo mirando con los ojos comoplatos y la boca tan abierta que Agassihubiese podido colarme una pelota enella. Pero mi impasible hermana ni seinmuta.

—¿Por qué no te vas yendo a lapista? —le sugiere Rosa al de las gafas,sin perder un ápice de su calma—. Enbreve empezarán a llegar hordas deadolescentes a las que les podrás mirarel culo con toda tranquilidad.

El de las gafas se marcha sin decirpalabra, y sin la ginebra.

—No trabajas en una estructuramachista. Ya veo —observa mi irónica

hermana con tanta tranquilidad como sise estuviera refiriendo al tiempo, y acontinuación apura su cocacola de untrago—. Son casi las once y yo mañaname levanto a las siete. Tengo quedejarte. No te olvides de llamar a Ana.

Recoge su abrigo y abandona el bar.Me cuesta unos cuantos segundosrecuperar el habla, y por tanto no puedollamarla hasta que se encuentra justo enmedio de la pista.

—¡ROSA!Ella gira la cabeza...—¿Qué? ...y yo sonrío.—Gracias.

—De nada. Y no te olvides dellamar a Ana.

—Lo haré.Cruza la pista en tres zancadas,

marcial, solemne y estilosa. Todas lasluces del bar se reflectan en su abrigoporque ni siquiera los focos puedensustraerse a la tentación de seguir con lamirada a esa amazona rubia distante einsondable. Y yo pienso para mí, cuandola veo cruzar la pista con la velocidadconstante de una flecha disparada a unobjetivo claro, puede que no me llevemucho con mi hermana, puede que notengamos nada que ver, pero, joder, hayque reconocer, aunque me pese, que hay

momentos en que la admiroprofundamente.

F

de frustrada

El informe Harvard-Yale, publicadoen 1987 por los sociólogos Bennet yBloom y basado en el modeloparamétrico de análisis de diferentesgrupos de población, dice textualmente:«A los treinta años las mujeres solterascon estudios universitarios tienen un20% de posibilidades de casarse, a lostreinta y cinco este porcentaje hadescendido al 5% y a los cuarenta al

1,3%. Las mujeres con educaciónuniversitaria que anteponen los estudiosy la vida profesional al matrimonioencontrarán serias dificultades paracasarse.»

Ya dicen los agoreros que a lostreinta años es más fácil que te caiga unabomba encima que un hombre.

Yo tengo treinta años y estoy tancansada que me cuesta trabajo empujarla pesada puerta de entrada de miedificio. La cocacola que me he tomadoen el bar de Cristina ha servido paraayudarme a superar el último tramo dela carrera, pero ahora caigo en la cuentade que ya llevo encima del cuerpo

catorce horas de actividad constante, ysiento el agotamiento incrustado en cadauno de mis huesos.

No me atrevo a reconocer queprobablemente mi hermana pequeñatenga razón y que no me sirva de nadatrabajar tanto.

Las fábricas de la revoluciónindustrial trabajaban con jornadas dehasta doce horas. Desde entonces lareducción de jornada ha sido uno de losprincipales objetivos de los sindicatos.Diversos estudios de psicologíaindustrial publicados por la Universidadde Yale han demostrado que una jornadade trabajo superior a las ocho horas

diarias incide negativamente en la saludfísica y psíquica.

Pero a pesar de los avances socialesy los cambios notables respecto a lascondiciones laborales, yo llego atrabajar entre doce y catorce horasdiarias, tanto como los más explotadosobreros del siglo diecinueve.

Por pura inercia me detengo en elbuzón y miro a ver si me espera unasorpresa. En mi buzón sólo pone miapellido, Gaena, no mi nombrecompleto, Rosa Gaena. Es peligrosohacer saber que vives sola. Lo abro. Sélo que voy a encontrar: cartas del bancoy folletos publicitarios.

En el ascensor echo un vistazo alúltimo extracto bancario que herecibido. Debería invertir todo estedinero en algo. Resulta absurdomantenerlo congelado en una cuenta.Tengo que recordar que mañana deboconsultarlo con mi asesor, a ver qué tipode inversión me aconseja.

Empujo decidida la puerta de miapartamento conceptual, estrictamentemonocromático. Todos los objetos deadorno han sido eliminados. Resultamoderno. Sofá negro por elementosdiseño Philip Stark. Mesa de metacrilatotransparente. Televisor, vídeo y equipode alta fidelidad negros. Incluso los

cedés (música clásica, en su mayoría)están almacenados en un mueble negrodiseñado específicamente paraalbergarlos. Estanterías negras,ceniceros negros, lámpara negra.Alfombra irreprochablemente aspirada,y negra. Hasta el ordenador portátil esde color negro.

Y al fondo, en la pared, una enormeampliación en blanco y negro de unafoto de Diane Arbus, que me costó unojo de la cara. Es el único toquepersonal que me he permitido en esteentorno minimalista.

Cuando llego a mi apartamento loprimero que hago es quitarme el traje de

chaqueta gris y colgarlo cuidadosamenteen el armarlo.

El informe Dressfor Success, deJohn T. Molloy, publicado en 1977,recomienda a las ejecutivas el uso de untraje sastre en la oficina: «Las mujeresque llevan ropa discreta tienen un 150%más de probabilidades de sentirsetratadas como ejecutivas y un 30%menos de probabilidades de que loshombres cuestionen su autoridad.

»Una indumentaria que proyecte unaimagen de sexualidad menoscaba eléxito profesional de quien la vista.Vestirse para el éxito profesional yvestirse para resaltar el atractivo sexual

son dos cosas que casi puede decirseque se excluyen mutuamente.»

Me gustan los trajes sastre, también,porque resultan prácticos. Me basta concambiar a diario de camisa y accesoriosy puedo usar el mismo traje tres díasseguidos. Eso sí, mis trajes son de lamejor calidad: Loewe, Armani y AngelSchelesser. Tengo tres: gris, azul marinoy negro.

Colores sobrios para una imagensobria.

En la oficina siempre llevo camisasde seda abotonadas hasta el cuello, cuyocolor combina con los elegantesconjuntos de gargantilla y pendientes

que me gusta llevar. Si se trata de lacamisa ocre, el conjunto de ámbar deAgatha. Si es blanca, el de plata de ChusBurés, y si es la verde botella, el demalaquita y oro de Berao.

Dispongo de tres pares de zapatospara combinar (gris, azul marino ynegro), de exactamente el mismo modeloRobert Clergerie: corte salón y discretostacones de tres centímetros. De estamanera, por las mañanas no tengo queemplear mucho tiempo en pensar qué mepongo.

Y el tiempo es oro.El armario en el que almaceno mi

ropa de trabajo exhibe un orden

meticuloso. Los zapatos, alineados porparejas. Los trajes, cada uno en supercha correspondiente, en el ladoizquierdo. Las camisas, bien planchadas,en el derecho. De plancharlos se ocupala asistenta, por supuesto, porque yo nopuedo desperdiciar mi tiempoplanchando.

Las medias en un cajón, la ropainterior (sujetadores y bragas blancos deLa Perla, elegantes a la par quediscretos) en el siguiente, y, en elúltimo, los pañuelos.

Todo impecable.En el armario contiguo, el destinado

al resto de mi ropa, reina el caos. De las

perchas cuelgan pantalones vaqueros,camisas estampadas, trajes de noche yvestidos de verano mezclados en unbatiburrillo de formas y colores. En unode los cajones se acumulan un remolinode jerséis de lana. En el siguiente, laropa interior negra, las bragas, losbodies, los ligueros y las medias. Y enel último, una masa informe dediferentes prendas. Gorrosimpermeables y sombreros de fiesta,camisas hippies y camisetaspsicodélicas, cinturones dorados ybufandas a rayas.

Vestigios y recuerdos de todas lasépocas de mi existencia que conforman

una masa en la que un arqueólogo podríaexplorar, para verificar a través de lossedimentos a qué era correspondía cadauno de los hallazgos encontrados.

Supongo que este armario divididoen dos podría interpretarse como unametáfora de mi personalidad.

En la oficina no debo olvidar que,amén del modo en que visto, debocontrolar cómo me comporto. He derecordar que en las reuniones no deboahuecarme el cabello, ajustarme lostirantes del sujetador, manosearme loscollares o los pendientes, estirarme lospanties ni quitarme de la blusa una motaimaginaria.

«Debe usted controlar la postura delas piernas. Un hombre puede sentarsede cualquier manera que se le ocurra:piernas separadas o con un tobillo sobrela rodilla de la otra pierna o con laspiernas cruzadas. Las mujeres debentener más cuidado en el ambienteprofesional, para evitar que lavisibilidad de las piernas distraiga aotros.

»Si se cruzan las rodillas,pantorrillas y tobillos deben juntarse enlínea recta, no separarse en forma deuve puesta al revés. Esta postura seacompaña con demasiada frecuencia deagitación nerviosa o balanceo de la

pierna colocada sobre la otra. En estascondiciones se anula el aspecto deseguridad que es obligatorio ofrecer alos colegas masculinos y se sustituye poruna apariencia infantiloide o algocoqueta.»

Imperdonable si se desea aparentareficacia y ser tomada en serio.

Cómo me gusta llegar a casa y vestircomo me da la gana y sentarme como meda la gana.

Y balancear las piernas si me da lagana.

Me deshago el moño, me pongo unpantalón de pijama y una vieja camisetagris y me acerco a la cocina a ver si

encuentro algo de comer. La nevera estállena de productos light: colas de dieta,yogures desnatados, quesitos bajos encalorías y botes de Nestea sin azúcar.Nada perecedero o caducable, dado quecasi nunca como en casa.

Me armo de yogures y, cuchara enmano, me dirijo hacia el salón a mirar latelevisión. Hoy ponen El Gatopardo.

Me arrellano en el sofá negro eintencionadamente balanceo las piernas.

Cómo lo disfruto.Y en ese momento suena el teléfono

negro.Pego un respingo. Sospecho, o mejor

dicho, sé, de quién se trata. Estoy

tentada de dejar que el contestadorautomático se haga cargo de la llamada,pero finalmente no lo hago. Lacuriosidad es demasiado fuerte.

Descuelgo. Espero tres segundos yluego articulo con voz trémula un tímido«¿Diga?»

Al otro lado de la línea sólo seescucha el zumbido del vacío.

Hago acopio de valor y repito«¿DIGA?» con tono más decidido. Ysigo sin obtener respuesta.

Espero.A través del auricular se escucha

una música, al principio casiimperceptible. Luego, su volumen va

ascendiendo gradualmente hasta hacerseperfectamente reconocible. Es La horafatal, de Purcell. Reconozco la letra.

The fatal hour comes on a pacewhich I would rather die than see,cause wben Fate cal1s you from thisplace you go to certaín Misery.

Contengo la respiración. Pasan unoslarguísimos minutos y la comunicaciónse corta. Sea quien sea, ha colgado. Muydespacio, como si lo hiciera a cámaralenta, vuelvo a colocar el auricular en susitio.

Hace muchos, muchos años, yo habíasido capaz de cantar esta misma canciónnota a nota, sin fallar una sola. Estudié

canto hasta los diez años y las monjas,que prepararon mi ingreso en elconservatorio, me consideraban unprodigio. Y no sólo para la música.Cuando rellené los test que todas lasniñas del colegio debían superar parapasar a quinto curso de primaria, lamadre superiora se apresuró a llamar ami madre para comunicarle elasombroso descubrimiento: mi test habíaarrojado un cociente de inteligencia de155.

El mejor resultado que se habíavisto nunca en toda la historia delcolegio.

Pero entonces mi padre se marchó

de casa, y yo dejé las clases de canto.Nadie me obligó. Habría podido seguirasistiendo, pero, sencillamente, ya nome apetecía cantar. Tanto mi madrecomo las profesoras aceptaron, a supesar, mis razones. Lo cierto es que mimadre nunca ha cuestionado ninguna demis decisiones.

Ha sido así desde que yo erapequeña.

El teléfono vuelve a sonar. Dejo queconteste la máquina y bajo la tecla delvolumen hasta su punto mínimo. No meapetece volver a escuchar La hora fatal.

No puedo explicar exactamente quérelación conectó las dos decisiones; la

de mi padre de dejarnos a nosotras y lamía de dejar el canto, pero sé quetuvieron que ver entre sí. Si él no sehubiera ido, yo habría seguido cantando.

Yo ya sabía que él iba a dejarnos,creo que incluso antes de que él mismolo hubiera decidido.

Me di cuenta aquel verano, el últimoque pasamos en Málaga.

Solíamos alquilar un apartamento enFuengirola pese a la oposición de mimadre, que habría preferido ir al norte, aSan Sebastián o a Zarauz.

A mi madre las playas del sur leparecían demasiado chabacanas, yechaba de menos la elegancia burguesa

de las playas vascas, de los cielosencapotados y el agua helada delCantábrico.

A mi madre le gustaban aquellasplayas matriarcales en las que lasorgullosas mujeres vascas no sedignaban exhibir un centímetro más delo necesario de su anatomía, y sepaseaban, atléticas y decididas,enfundadas en elegantes maillotsoscuros de una pieza.

A mi madre no le gustaba esa jaranade las sombrillas, las suecas en biquini,las cremas bronceadoras, lostransistores a todo volumen y loslolailos de turno exhibiendo gruesos

cadenones de oro sobre el pechovelludo.

Mi madre, que tenía esa piel blancay pecosa, casi transparente, que yo heheredado, prefería no bajar a la playahasta bien pasada la media tarde, paraevitar quemarse. Se pasaba las mañanasencerrada en casa, a la sombra, leyendoun libro en su dormitorio, con elventilador conectado a la máximapotencia.

Pero mi padre adoraba elMediterráneo, los calamares fritos enlos chiringuitos de la playa, las partidasde dominó que se organizabanespontáneamente en el patio central de

la urbanización, el vocinglerío quearmaban las marujas llamando a gritos asus niños por la playa, TOÑI, DEJA YADE COMERTE LA ARENA QUE TEVOY A CALENTAR EL CULO,DEMONIO CRíA.

Mi padre adoraba, sobre todo, losojos y los cabellos negros de lasandaluzas, el reflejo de sus propios ojosy su propio pelo, que sólo habíaheredado una de sus hijas, Cristina, lapequeña.

Porque las otras dos habíamossalido blancas y rubias como mi madre,lánguidas y pálidas, tan delicadas queparecíamos talladas en murano.

Quizá fuese por eso que Cristina seconvirtió en la niña de sus ojos, en lapreferida, en la única a la que levantabaen volandas y hacía carantoñas, en supequeño juguetito de rizos acaracolados.

Y Cristina se pasaba el díagorgoteando risas frágiles, en tanto quelas dos mayores parecíamos mucho másserias y modositas.

Entonces me resultaba imposibledecidir si Cristina había nacido así o siera más feliz porque su padre la queríamás.

Porque el cariño de mi madre, laverdad, servía para bien poco.

Mi madre nunca perdía su hierática

compostura aristocrática que laconvertía en una verdadera dama a ojosde los hombres, y que le granjeaba laantipatía de las mujeres. Pero si a mimadre le afectaba pasarse lasvacaciones aislada, encerrada en sutorre de marfil y en su literatura, jamáslo reveló.

De la misma forma que no revelabanada.

Debió de ser aquel cociente deinteligencia desmesurado lo que me hizonotar que las cosas no marchaban bien,que en la casa flotaba una tensión latentea pesar de que nunca hubiera unadiscusión, de que jamás se oyera una

palabra en tono más alto que la otra.Y precisamente esa misma frialdad

presagiaba las peores catástrofes.Era la calma que precedía a la

tormenta.No era normal ese distanciamiento

absoluto. No era normal que mi madrese pasase las mañanas leyendo y losatardeceres dando largos paseossolitarios por la orilla y que mi padre sepasase las mañanas en los chiringuitos,los mediodías de siesta, las tardes en lapartida de dominó y las noches dejarana.

Nunca supe a qué hora llegaba mipadre por las noches, pero, desde luego,

pocas eran las que aparecía para cenar.Yo paseaba por la urbanización con

mi cubo y mi palita preguntándome porqué mi padre, tan charlatán ydicharachero en el chiringuito, serefugiaba en el más helado de losmutismos cuando llegaba a casa.

A veces nos sacaba a las tres niñas apasear en barco. Yo le escuchaba reírcontra el viento y hacer bromas sobrelas gaviotas.

¿Por qué no podía ser igual dedivertido en casa, por qué apenas decíauna palabra en la mesa?

Pasó aquel verano. Llegó el colegioy con él el uniforme de falda a cuadros y

los libros de texto forrados de hule. Mimadre se pasaba el día en la farmacia,nosotras, en el colegio, y mi padre quiénsabe dónde. Mi padre poseía unapequeña oficina de importación yexportación, no tenía horarios fijos yviajaba mucho. No le veíamosdemasiado.

Y llegó la tarde en que a la vueltadel colegio encontré a mi madrellorando desconsolada, con la cabezaenterrada entre los brazos sobre la mesadel comedor. Parecía que los sollozosiban a partirle el pecho.

Nunca antes la había visto llorar.Nunca.

Mi padre no estaba en casa, lo cualno era ninguna novedad. Pero tampocoestaban sus trajes ni sus camisas en elarmarlo, ni su paquete de tabaco en lamesilla de noche, ni su brocha ni sujabón de afeitar en el estante del cuartode baño grande. Se había ido. Habíacogido sus cosas y se había ido. Nuncamás se supo.

El mundo se derrumbó de repente,como un edificio dinamitado.

El timbre del teléfono irrumpe enmis recuerdos y me hace volver al salónnegro.

Hay noches en que el teléfono llegaa sonar hasta seis veces, desde las

nueve, que es la hora a que suelo llegara casa, hasta las doce y mediaaproximadamente, hora de la últimallamada. No sé si se trata de alguien muyconsiderado, que decide dejarmedormir, o si el que llama también debe ira trabajar a la mañana siguiente.

Por supuesto, yo echaba de menos ami padre. Pero no mucho. Al fin y alcabo, por encantador que fuera tampocose hacía notar tanto. Casi nunca estabaen casa, y, cuando estaba, todas lasatenciones eran para Cristina.

Pero había algo más. Una razón máspara echarle de menos. En mi clasetodas las niñas tenían papá y mamá.

Todas y cada una. No había hijas deviuda ni de madre soltera. Era espantososentirse tan distinta.

Cuando iba a las casas de misamigas siempre me encontraba con unasituación parecida. Padres distantes,inabordables, trajeados, que muy decuando en cuando hacían acto depresencia en el cuarto de las niñas paraofrecer ayuda con los deberes o paraimponer disciplina. Madres que olían aLegrain, cariñosas y algo llenitas,puerilizadas a fuerza de pasarse el díaencerradas en casa cuidando a los niños.

Aquellas madres siempre meparecieron algo tontas. Nada que ver

con la mía, aquella walkiria de ojos deacero, helada y fría como un iceberg,que leía a Flaubert y escuchaba aMozart.

Esa mujer a la que tanto me parezco.Me moría de vergüenza cada vez que

me preguntaban por mi padre. No megustaba ser diferente, más diferentetodavía de lo que me había sentidosiempre.

Siempre me había sentido distintapor muchas razones: porque me gustabanlos libros y no me gustaban las muñecas,porque me gustaba Purcell y no megustaba Fórmula V, porque preferíaquedarme en casa leyendo que ir a jugar

al club de tenis. Pero estos detallesnadie los apreciaba a primera vista. Yolos conocía, y punto.

Sin embargo, ahora se añadía unanueva circunstancia a la hora dedistanciarme del resto de las niñas. Yésta, al contrario de las otras, eravisible.

En mi casa no había padre, y en lasde las demás, si.

Odiaba a mi padre por habernoshecho aquello, donde quiera queestuviese.

Teníamos que agradecer a Dios, almenos, que nunca hubiésemos dependidoeconómicamente de él. Mi madre tenía

la farmacia, de forma que la tragedia noalcanzaba proporciones catastróficas.En cualquier caso, resultaba difícilpagar todos los gastos ahora que faltabaun sueldo en casa, así que mi tía, lahermana de mi madre, que habíaenviudado un año antes o así, se trasladóa vivir a la casa, y con ella vino su hijo,Gonzalo.

Tía Carmen era amable y distraída.A mí me caía bien, aunque no sentíanada especial por ella. En realidad, laencontraba algo tonta y superficial.

Gonzalo era verdaderamente guapo.Nadie podría haber negado un hecho tanevidente. Alto, muy alto, el único chico

que conocía que era mucho más alto queyo. De nariz recta y mirada penetrante.Sus ojos parecían dos lagos grisesseparados por un promontorio, su nariz,y daban la impresión de que, en sufondo, el agua debía de estarinsoportablemente fría.

Me enamoré inmediatamente de él.Él tenía quince años. Yo, diez.No era la única. Gonzalo devastaba

corazones a su paso. Prácticamentedesde que llegó a la casa el aire se llenóde constantes campanilleos. El teléfonosonaba sin cesar. Parecía como si todaslas chicas de Madrid se hubieran puestode acuerdo para llamar a la vez a

Gonzalo.Él nunca cogía el teléfono. Era un

axioma. Las féminas de la casa éramoslas encargadas de indagar la identidadde la llamadora y comunicársela aGonzalo. Es Laura. Dile que no estoy.Es Margarita. Joder, qué pesada. Bueno,me pongo. A veces Gonzalo comunicabaórdenes estrictas. Si llama una talAnabel, no estoy. ¿Habéis entendido?No estoy.

Suena el teléfono. Y no es paraGonzalo. No me siento tentada decontestar. Bajo la tecla del volumen almínimo y dejo que se haga cargo elcontestador. Sé que no puede ser otro

que el llamador anónimo.Nadie más me llama últimamente.Gonzalo se pasaba las tardes

encerrado en su cuarto, que antaño habíasido el cuarto de la plancha, escuchandomúsica. Pero la música que Gonzalo oíano tenía nada que ver con la que yohabía conocido hasta entonces.

La música que yo había conocido yamado era dulce y tranquila, metódica,pausada, con un orden interior y unarazón de ser. Las notas se dividían enredondas, blancas, negras, corcheas,semicorcheas, fusas y semifusas. Unaredonda equivalía a dos tiempos deblanca, una blanca a dos tiempos de

negra y así sucesivamente. Elpentagrama se dividía en compases quesólo podían albergar un número exactode tiempos y estaba presidido por unaclave, de sol o de fa, que determinaba lamanera de ser de las notas.

Todo poseía un orden estricto, unarazón de ser clara, una lógica.

Pero la música que Gonzaloescuchaba no se podía transcribir a unpentagrama. El compás era fácil deidentificar, cuatro por cuatro. Todo lodemás era el caos. Las vocesdesafinaban y se iban de tono, lasguitarras distorsionaban y chirriaban, elbajo se salía de compás. A veces no

había melodía, y en otras la melodía serepetía con machacona insistencia hastahacerse insufrible.

Sin embargo, puesto que a Gonzaloparecía entusiasmarle, intenté mostrarmeinteresada. Aprendí a seguir el ritmo conlos pies, como hacía Gonzalo cuandoleía, determiné que la mayoría de lascomposiciones de Hendrix estabanescritas en tono menor, me aprendí dememoria las letras de todas lascanciones de los Stones, y habría podidosolfear varias de los Kinks.

Y sin embargo Gonzalo no parecíaapreciar ninguno de mis esfuerzos. Nisiquiera parecía enterarse de que yo

existía. Gonzalo sólo tenía ojos para unade las hermanas: Cristinita. Cristinita,aquel revoltoso duendecillo de ojosnegros.

Aquella ladrona de atenciones.Cristinita se pasaba horas en el

cuarto de Gonzalo. Él leía cómics y ellajugaba a las casitas. Sin embargo, cadavez que yo encontraba una excusa parapenetrar en aquel sanctasanctórum —normalmente, anunciar una nuevallamada de teléfono— Gonzalo sóloacertaba a responder con monosílabos ycon un muy explicatívo «Cierra la puertaal salir».

Yo quería matar a Cristina.

Y sin embargo, cuando era máspequena, cuando era poco más que unamuñequita morena que no sabía hablar,la había acunado entre mis brazos hastaque se dormía. Le había cambiado lospañales, me había encargado decalentarle el biberón.

La había querido con locura.Cuando era muy pequeña, cuatro,

cinco, seis, siete años, jamás sentí celosde mi hermana, como habría sido deesperar. Puede que fuera porque nuncasentí que la pequeña me robaba ningúntipo de atención. Mi padre casi nuncaestaba y mi madre no le dedicaba cariñoa nadie.

Cristina era cosa mía, mi juguete.Quise a Cristina hasta que cumplió

cuatro años y empezó a cecear y a sergraciosa. La quise hasta que mi padreempezó a quererla. Cuando Cristinacumplió cuatro años, dejé de quererla.

Cuando cumplió siete, ya la odiaba.La verdad es que nunca he tenido

demasiado éxito con los hombres. En elcolegio iba a lo mío. Me di cuenta desdeel principio de que una chica como yo,tan alta y tan reservada, no estabadestinada a ser popular.

Me concentré en mis estudios y enmis intereses, y me daban igual loschicos, el SuperPop, los cuentos de

Ester y su mundo, los guateques queacababan a las nueve y media de lanoche, el esmalte de uñas color rosabebé.

Prescindía de los intereses que se lesuponían a una chica de mi edad.

Tenía mis libros, mis discos y miuniverso propio, y no me importaba elde las demás. Hacía los deberes,estudiaba para los exámenes, escribíatrabajos en los que incorporababibliografía y notas al final.

Alguna vez oí a las otras niñas hacercomentarios sobre mí en los lavabos delcolegio, mientras yo me escondía en unode los retretes. Es más estirada que un

espantapájaros, decían. No meimportaba. Seguí adelante, ajena aldesprecio general. Me daban igual lasniñas de mi edad. Me daba igual todo.

Me había convertido, sin saberlo, enuna nihilista de trece años.

Lo único que no había dejado deimportarme era Gonzalo. Seguíafascinada por él.

Pero ése era mi secreto.El teléfono vuelve a sonar.

Compruebo la hora en mi reloj. Son lasdoce y cuarto. No debería descolgar,pero lo hago. Sé perfectamente lo quevoy a oír. La hora fatal. Acerco elauricular a la oreja y escucho.

The fatal hour comes on a pacewhich I would rather die than see.

Esta vez no espero a que quien seacuelgue, y vuelvo a dejar el auricular ensu sitio.

A los catorce comencé elbachillerato y sorprendí a toda lafamilia con mi decisión de escogerciencias puras: matemáticas, física yquímica. Les extrañó porque yo nuncahabía manifestado particular interés porlas ciencias. Al contrario, siempre habíaleído muchísimo, y había ganado todoslos concursos de redacción del colegio.Ni mi madre ni las profesorasentendieron aquella decisión.

Pero para mí estaba muy claro.Resultaba tranquilizador saber que

en una existencia en constante cambio,en un mundo en que tu padre podíadesaparecer de la noche a la mañana y tuhermana de seis años podía robarte elafecto de tu primo, existía un universoque se regía por leyes inmutables. Ununiverso en el que dos y dos siempreserían cuatro, se marchase tu padre o no,y la suma de los cuadrados de loscatetos siempre sería igual al cuadradode la hipotenusa.

Y nada de lo que Cristina hiciese odejase de hacer podría cambiar eso.

Me lancé a estudiar matemáticas con

el entusiasmo del converso y, como erade esperar, saqué el BUP con matrículasde honor. Mientras mis compañeras declase se dedicaban a pintarse las uñascon brillo, rizarse la melena,maquillarse los ojos e intercambiar citasy teléfonos con los chicos de losMaristas, yo me encerré en mí misma yen mis números, completamente ajena alhecho de que más allá de las paredes demi casa y mi colegio existía un mundolleno de citas, flirteos, risas, cocacolasy cucuruchos de helado.

Lleno de chicos.Entretanto, la tía Carmen había

decidido irse a vivir definitivamente a

San Sebastián, y se llevó con ella aGonzalo. Cuando me enteré me pasé dosnoches enteras llorando, mordiendo laalmohada para ahogar el sonido de lossollozos.

Antes morir que reconocer lo que meestaba pasando.

Superé su partida a fuerza deestudiar de corrido tablas de elementosy valencias, y la desesperación por elhecho de haber perdido a mi primeramor se tradujo en la primera matrículade honor en química que había conocidoel Sagrado Corazón.

Como era de esperar, obtuve unocho con cinco en el examen de

selectividad, la nota más alta que habíaobtenido jamás una alumna de micolegio. Mi futuro se me antojaba clarocomo el agua: estudiaría exactas y luegotrabajaría como auditora o me dedicaríaa estudiar modelos matemáticos.

Me matriculé en la escuela deexactas. En mi clase éramos cincochicas para sesenta varones. Pero apesar de la sobreabundancia de machosentre los que elegir, yo seguía sinsentirme particularmente atraída por elsexo opuesto.

Hay que decir, de todas formas, quelos chicos de mi clase no constituíanprecisamente el orgullo de su sexo. La

mayoría tenía el pelo graso y el cutisacneico, y varios kilos de más, todo elloresultado de pasar la mayor parte deldía encerrados estudiando a la luzmortecina de un flexo eléctrico.

Acabado el segundo curso fui laúnica de mi clase que no dejó una solaasignatura para septiembre. A nadie leextrañó. Por entonces me dedicaba alestudio con una fe casi mahometana.

En el fondo casi lamenté haberaprobado todo, porque me habíaacostumbrado a la hiperactividad y laperspectiva de pasar tres meses sinhacer nada me resultaba un pocodesoladora.

Entonces Ana anunció que se casaba.Mi hermana Ana, la mayor, siempre

hacía gala de un vestuario sobrio,discreto y algo aniñado, comocorrespondía a su condición de niñamodelo, ejemplo de sensatez yprincipios cristianos. Aquellostrajecitos de flores, aquellas faldasescocesas que no revelaban nada. Tansólo inocencia y tranquilidad. Ana teníanovio formal, se encargaba de las tareasde la casa y apenas salía.

Vivía en la estratosfera.Yo la encontraba excesivamente

apocada e infantil para sus veintidósaños. Siempre tan callada, tan modosita.

Acababa de finalizar un curso desecretariado internacional pero noparecía albergar la menor intención deponerse a trabajar. Todas habíamostenido muy claro que en cuanto Borja, suformalísimo novio y proyecto deingeniero, acabara la carrera yencontrase un buen trabajo, Ana secasaría y se dedicaría a cuidar de sucasa como ahora cuidaba de la nuestra.

En fin, yo no tenía nada que criticara Ana. No podía decir que la vida deella fuese mejor ni peor que la mía. Ypor lo menos, esa obsesión que Anatenía con el orden y la limpieza nosahorraba a las demás tener que

preocuparnos de limpiar el polvo, hacerlas camas o planchar la ropa. Teníamoscriada gratis.

Lo triste es que la perderíamos enbreve, ahora que se casaba.

Por supuesto, Gonzalo estabainvitado a la boda. Hacía dos años queyo no veía a Gonzalo. No habíamoscoincidido los veranos en Donosti,porque él los pasaba en Inglaterra oFrancia, aprendiendo idiomas.

Para qué negarlo: ardía en deseos devolver a verle. Me compré el mejortraje para la ocasión. Era de raso negro,entallado, con los bordes ribeteados dedorado. Zapatos dorados de tacón. Iba a

resultar difícil andar sobre eso.Me sentía ridícula así vestida, como

un personaje de circo que hubiese caídopor accidente en una reunión de gala.

Frente al espejo, me preguntaba quépensaría Gonzalo al verme por primeravez en dos años, así, vestida devampiresa. Me repetía a mí misma quela cosa no tenía mayor importancia, queal fin y al cabo aquella obsesión quetuve por Gonzalo no pasaba de ser uncapricho de adolescencia y que cuandovolviera a verlo caería en la cuenta deque, en realidad, nunca me habíaimportado.

Que nunca había estado enamorada

de Gonzalo, sino de la idea misma delamor.

En cuanto a Cristina, se compró suprimer traje de mayor. Blanco, de lino,con volantes en la falda. Una bomba. Elcolor blanco resaltaba su tez de oliva ysus rizos de ébano. Y el linotransparente dejaba clarísimo queacababa de dejar de ser una niña.

Cristina me eclipsaría. Estabacantado. Desde hacía años.

Según entramos en la iglesia escuchéun cuchicheo a mi espalda: ¿Es verdadque sólo tiene catorce años? Me volví.Un joven de veintitantos miraba aCristina con la expresión de un niño ante

el escaparate de una pastelería. Debíade ser uno de los amigos de Borja.

Gonzalo estaba de pie en la primerafila de bancos. Llevaba un esmoquinnegro. Me dio un vuelco el corazón.Nunca le había visto tan guapo.

Volvieron a mi cabeza todas misfantasías de adolescente, aquellossueños en que me colaba en el cuarto deGonzalo en mitad de la noche y lebesaba todo el cuerpo: las sienes, lospárpados, las comisuras de los labios, elcuello, los hombros, los pezones, elvientre, el ombligo, y Gonzalo seguíaallí dormido y no se despertaba. Misfantasías de adolescente sólo llegaban

hasta allí.Pero la Rosa de veinte años que yo

era, por muy virgen que fuese, sabíacómo completarlas.

Los labios seguirían bajando hasta laingle, y encontrarían un falo perfecto,enorme, casi art déco, que pareceríadibujado con aerógrafo, sin venas azulesni imperfecciones, un falo que estaríaallí esperándome desde tiemposinmemoriales, y me lo metería en laboca, hasta el fondo, aspirando su olordulzón, acariciándolo con la lengua, ydespués me montaría encima de él comohabía visto hacer en las películas y élme agarraría fuerte por las caderas,

haría que me moviese arriba y abajo,dejaría impresas las huellas de susdedos en mi cintura y me arrebataría degolpe esa virginidad incómoda quellevaba lastrándome desde hacía tantosaños.

No dolería. No podría doler, eincluso si doliese, me gustaría.Disfrutaría del dolor de la mismamanera que de niña había disfrutado delmiedo que sentía cuando subía en lamontaña rusa. Sería como la montañarusa. Subir, bajar, marearse, perder elsentido de una misma.

Eso era exactamente lo que yopensaba sentada en el banco de aquella

iglesia, mientras veía a mi hermanacontraer matrimonio.

Si aquello era un sacrilegio, habráque disculparme. Nunca he sidocreyente. Ni siquiera cuando iba alcolegio. Los rezos, el rosario y lasflores a María nunca fueron más quemecánicas repeticiones de palabras.

Muy bien. Todo el mundo estaba deacuerdo en que era una chica que sabíalo que quería. Estaba decidida aacostarme con Gonzalo esa mismanoche. No creía que fuese a resultar muydifícil.

Al fin y al cabo, Gonzalo era unmujeriego. Lo normal es que si yo se lo

ponía muy fácil, él acabara por aceptar.Además, yo era consciente de que erabastante guapa. Quizá no tanespectacular como Cristina, pero sibastante interesante con aquel tipo debelleza lánguida y pálida, aquellos ojosgrises del mismo tono que los deGonzalo, y la piel blanquísima.

Había heredado de mi madre elporte aristocrático y la belleza eleganteaunque poco evidente.

Después de la ceremonia hubo unbanquete en el Mayte Commodore. Quéotra cosa cabía esperar de los padres deBorja.

Bebí litros de champán durante toda

la velada, para darme ánimos. La nochese me pasó en constantes idas y venidasal cuarto de baño, tanto para deshacermedel champán que se me acumulaba en lavejiga como para retocarme una y otravez el maquillaje, que lucíaexcepcionalmente en homenaje a loespecial de la ocasión.

Ensayé frente al espejo del hotel lamejor de mis sonrisas. Me repinté loslabios trescientas cincuenta veces. Mecepillé y recepillé la melena rubia.Intenté imitar las expresiones de deseoque había visto adoptar a las chicas delos catálogos de lencería. Mis labios,relucientes merced a la cosmética, se

separaban para exhibir mis dientes,como si acabase de meter una mano enagua hirviendo.

Arqueé la espalda de modo que laluz se reflejara en la parte inferior demis pechos. Mi cuerpo, pensé, erabonito. Ahora se habían puesto de modalas altas. Las modelos tenían mi talla.

No me encontré atractiva vestida así,pero pensé que Gonzalo sí podríaencontrarme deseable. Al fin y al cabo,¿no me parecía un poco a las chicas delas revistas?

Labios rojos entreabiertos, pelorubio alborotado.

Cuando acabó la cena en el hotel,

los más jóvenes propusieron salir a unadiscoteca. Yo odiaba las discotecas contoda el alma. En otras circunstanciashabría preferido irme directamente acasa, pero no ahora. No pensabadesaprovechar la oportunidad máspropicia de acercarme a Gonzalo.

Era una discoteca muy oscura. Losasientos estaban tapizados de terciopelorojo. Una bola formada de millones dediminutos cristalitos rectangulares quependía del techo de la pista daba vueltasy vueltas. La luz se reflejaba en cientosde rayos como aguijones que sedisparaban directos a mi cerebro.

Vi a Gonzalo entrar por la puerta.

Me armé de valor. Fui directa a él y mecolgué de su brazo. Vamos a bailar, dijemelosa. Él sonrió. Fuimos a bailarjuntos. La música sonaba, estruendosa.Caja de ritmo. Cuatro por cuatro. Tic tactic tac tic tac. Muy rítmico. Resultabadifícil bailar aquello. Hacía faltadesencajar los brazos y las piernas.Convertirse en una especie de robotanimado.

Aquello no se me daba bien. PeroGonzalo sonreía y yo me esforzaba pordevolverle la sonrisa.

De pronto vi a Cristina,resplandeciente como una diosa blanca,en el centro de la pista. Bailaba con los

ojos cerrados. Movía la cabezasuavemente al ritmo de la música, comosi se acunase. Gonzalo permaneciómirándola fijamente. Se dirigió haciaella como si fuera un autómata. Se pusoa bailar a su lado.

Me resultaba difícil seguir la escena.En la pista había montones de cuerposagitándose rítmicamente que impedían lavisibilidad. Y aquellas llamaradasintermitentes de luz. Flashes. Sombras.Gonzalo se acerca a Cristina.Veinticinco años. La coge por la cintura.Catorce años. Su cabeza se acerca a sucuello. Una mancha bloquea la escena.Alguien se ha puesto a bailar delante de

mí. Muevo la cabeza. Gonzalo apoya lasuya en el hombro de Cristina. Losbrazos de Cristina están laxos. Lecuelgan a los lados del cuerpo. Gonzalosigue abrazado a ella. La mece de unlado a otro. La cabeza de Cristina seinclina. La cascada de pelo negro caehacia la derecha. Suelta destellos azules.Cristina parece a punto de desmayarse.Gente bailando. Sombras que ocultan elfinal de la escena. Cristina y Gonzaloque desaparecen por la pista. Hacia lassombras. Abrazados. Y yo, inmóvil.

No pude seguir bailando. Tampocopude seguirlos.

Me quedé despierta toda la noche.

La rabia me mantenía en vilo. Y en elfondo, muy en el fondo, también elmiedo. Al fin y al cabo Cristina no eramás que una niña, y Gonzalo no tenía lamejor de las reputaciones.

Por fin, a las nueve de la mañana, laoí llegar. Aparecí en la cocina,legañosa, en camisón, justo a punto parapresenciar el final de la escena. Cristinallegaba con el pelo revuelto, las mediasen la mano y el vestido hecho una pena.Mi madre la llamó de todo, de puta paraarriba, dijo que se arrepentía de haberlatraído al mundo y le pegó dos sonorosbofetones.

No era normal en mi madre perder la

calma de esa manera. Venía a confirmarlo que en el fondo todos sabíamos. Quemi madre no quería mucho a Cristina.Porque Cristina le recordaba demasiadoa aquel padre que se había largado sindar explicaciones. No, nunca la habíaquerido mucho. Quizá ni siquiera lahabía deseado. ¿Cómo se explica si nola diferencia de seis años que nossepara a Cristina y a mí, cuando entreAna y yo sólo existen dos años? Quizátodo lo que mi madre veía cuandomiraba a Cristina no era sino elinesperado resultado de un encontronazoa destiempo.

Pero Cristina mantenía en la cara

una expresión de arrogante felicidad, apesar de los gritos y las bofetadas.Cómo llegué a odiarla en aquelmomento. Le habría retorcido el cuelloallí mismo.

Con mis propias manos. Sinremordimientos.

G

de gastada y gris

Por fin me he decidido a hacerlescaso a Rosa y a mi madre y visitar a mihermana Ana. He venido andandoporque su casa no está muy lejos de lamía, apenas media hora a paso rápido, ypor aquello de que hay que hacerejercicio de cuando en cuando, que notodo va a ser beber y drogarse. Enmedia hora he contado cinco tíos, cinco,que me han dicho alguna barbaridad.

Uno se ha referido a mis «domingas»,ancestral término acuñado por el varónceltibérico para referirse a los pechosfemeninos. Otro, más cursi, ha opinadoque yo era la primera flor de estaprimavera. Los otros tres mascullabansus burradas dirigiéndose al cuello de sucamisa, así que no me he dado porenterada de lo que quiera que intentaranproponerme. Mientras venía hacia aquíreflexionaba sobre el hecho de quenunca parecemos poseer la exactapercepción de nuestra propia imagen.Soy una chica como cualquier otra, queno destacaría en un concurso de belleza.Y, sin embargo, por la calle todos los

hombres me dedican adjetivos más omenos amables, más o menos procaces.Quizá sea más guapa de lo que yo creo.O quizá las monjas tuvieran razón y lostíos sólo piensa en lo único.

Por fin llego al portal de Ana. Suboen el ascensor y compruebo mi aspectoen el enorme espejo de luna. En fin, éstasoy yo. Camiseta blanca, vaquerosnuevos, sin remiendos ni nada, botas decuero. El pelo recogido en una coleta.Sin pintar. Es el aspecto máspresentable que he conseguido adoptar.Pinta de estudiante universitaria, sinvicios ni aspiraciones en la vida. Noquiero que mi hermana mayor, que jamás

lleva un solo trapo que no sea de marca,me dirija una de sus miradas dedesprecio. Sus miradas de desprecio sonlas peores, porque las de Rosa, almenos, son directas y contundentes. Losojos de Rosa se pasean de arriba abajoy van recorriendo todo mi cuerpo, de lacabeza a los pies, y yo sé que opina quevoy hecha una facha. Pero las miradasde Ana son las peores, porque ella no seatreve a mirarte pero aun así te mira. Derepente la sorprendes lanzando unamirada transversal, de reojo, así, comoquien no quiere la cosa, a tus vaquerosviejos o a tus medias hechas jirones ysabes lo que piensa: ¿cómo ha podido

venir con este aspecto? Así que, paraahorrarme situaciones incómodas, heprescindido de los pantalones decampana y las camisetas por encima delombligo, mi uniforme de barra, y vestidade persona decente he venido a ver a mihermana Ana, más que nada porqueRosa ha insistido en que lo haga. Pero laverdad es que no las tengo todasconmigo. Ni siquiera me he atrevido allamar a Ana por teléfono para avisarlede mi visita, porque tenía miedo de quemi hermana la pija me pusiese cualquierexcusa para evitar verme. Nos vemospoco, o no tanto como debiéramos, sóloen comidas familiares y tal, y en esos

casos apenas nos dirigimos la palabra,como no sea para intercambiar tópicos.No me imagino que pueda hacerle muchailusión una visita mía. Enseguida se darácuenta de que he venido obligada.

Quizá Ana no esté en casa. De serasí, dejaré una nota en su buzón, y habrécumplido. Habré cumplido. Comosiempre.

Y no es que yo odie a Ana ni nadapor el estilo. No me llevo mal con ella.Ni bien, para qué engañarnos.Simplemente, no soporto esos silenciosincómodos que inevitablementeaparecen cuando estamos a solas. Mistemas favoritos (música, hombres,

drogas, libros, cine, psicokillers,realismo sucio) no le interesan a Ana enlo más mínimo, y los de Ana(decoración, guardería, belleza, cocina,moda) a mí me aburren soberanamente.En las pocas ocasiones en que nos tocavernos (comidas familiares ycelebraciones varias) evitamoscuidadosamente cualquier conversaciónprofunda, porque sabemos que tarde otemprano acabará por aparecer loevidente, lo que las dos sabemos: yo soyun putón a sus ojos y ella una maruja alos míos. No sé por qué. Joder, sólo nosllevamos ocho años. Ocho. No se tratade un abismo generacional

precisamente.Llamo al telefonillo una y otra vez.

Nadie contesta. Estoy por irme cuandouna señora con un perrito negro sale a lacalle. Aprovechando que me deja laentrada abierta, me cuelo en el portal,una especie de templo ofrendado al malgusto, con artesonados de escayola,espejos de marco dorado estilo reyLear, láminas enmarcadas asimismo endorado que representan unas marinasholandesas, dos sillones forrados deskay, y, lo peor, un paragüero decoradocon escenas de caza. Una moquetaestampada con floripondios se pierde enel pasillo que llega al ascensor. Lo abro

y subo al tercero.Llego a la puerta del piso de Ana.

Voy a llamar. No pierdo nada porintentarlo. Al fin y al cabo el piso esgrande, y si Ana está en su cuarto es másque probable que no haya oído eltelefonillo de la cocina.

Me tiro un rato largo llamando altimbre. No obtengo respuesta. Doy lacosa por imposible y me dirijo de vueltahacia el ascensor. En ese momentoescucho el estrépito de todos loscerrojos de la puerta blindadadescorriéndose a la vez. Giro la cabezay veo que la puerta se entreabre, aunquese mantiene enganchada una cadena de

seguridad. A través de la rendijaentreveo el rubio perfil de mi hermana,sus ricitos de hada, sus hoyitos dequerubín.

—Ana, soy yo, Cristina —anuncio.—¿Qué haces aquí? —la oigo decir.

Parece asombrada de verdad. Su vozsuena pastosa, como si acabara delevantarse.

—Pues... tenía que venir aquí al ladoa comprar unas cosas y he pensado quepodía pasarme un momento a verte.

Qué excusa más ridícula.—Ya... —Se queda en blanco por

unos segundos. Quizá su cerebro estéprocesando la información que acabo de

proporcionarle—. Pero no te quedes enla puerta... Pasa.

Abre la puerta del todo y se dejaver. Aún lleva puesto el camísón. Tieneel rubio pelo desgreñado y la expresiónperdida. Me recuerda a los pastillerosque veo todas las noches en el PlanetaX, esos que se arrellanan en los sofástapizados de rojo y se quedan horasembobados mirando las lucesestroboscópicas, con la mirada vacía yla boca entreabierta.

—¡Te encuentras bien? —pregunto—. Tienes mala cara.

—Creo que tengo una gripe —responde—. Me duele mucho la cabeza.

Pero pasa, por favor.La precedo al salón y me

desparramo sobre el sofá Roche Bobois.Las cortinas del salón, de Gastón yDaniela, están echadas y la habitación semantiene en penumbra a pesar de que yason las doce del mediodía. Arcos,hornacinas y diferentes alturas de sueloy techo dan movimiento a un interiordominado por el blanco. Toda lacarpintería metálica y la cristalería la harealizado Vilches, a treinta mil pelas elmetro cuadrado. Un costurero de pinoviejo comprado en una almoneda yrestaurado (ni pensar en lo que cuesta lachuchería) hace las veces de mesilla.

Sobre él, un teléfono antiguo, adquiridotambién en una almoneda y elegido parano desentonar con el resto de ladecoración, un armatoste negro ybrillante que parece un escarabajomegaatómico. No penséis que soy unaexperta en telas y carpintería, qué va.Pero me conozco todos estos detallesporque este salón es la niña de los ojosde mi hermana, y la he oído tropecientasveces describir dónde compró cada cosay cuánto tiempo le llevó elegir la telaadecuada, el color que combinaba. Nopuedo evitar un ramalazo de envidia alpensar en mi propio apartamento, unaespecie de caja de cerillas amueblada

con cuatro trastos encontrados en lacalle, con las paredes desconchadas y unbaño que pide a gritos un fontanero.

El televisor (pantalla de 46 pulgadascon retroproyector, estéreo) unmacroartefacto de tecnologia japonesaque desentona entre tanto hallazgo dealmoneda, tanto mueble rústico y tantamoqueta de sisal, está encendido. En lapantalla, dos chicas repintadas depeinados imposibles se pegan berridosla una a la otra con asento venesolano.Ana contempla la pantalla con laspupilas extraviadas. Intento sacarla desu semiletargo.

—Pues eso, que cómo estás. Vuelve

la cabeza hacia mi, sorprendida. Pareceque alguien la hubiese sacudido.

—Ah, perdona, se me había ido lacabeza. ¿Quieres tomar algo?

—Un vaso de agua. Pero no tepreocupes, ya voy yo. No hace falta quete levantes.

Me dirijo hacia la cocina y saco unvaso del armario de gresite blanco. Lavajilla, cristalería y objetos de menajede la casa de Ana son diseño Ágata Ruizde la Prada. Gracias a Dios, Ana, alcontrario que yo, no es dada a estamparvasos contra el suelo cuando se enfada,porque cada uno debe de costar un ojode la cara y medio. Me sirvo agua en

una antigua pila de granito que en su díaAna hizo importar expresamente deItalia y a la que ha añadido unos grifosantiguos de bronce de Trentino. Losazulejos antiguos de la pared provienende una fábrica de cerámica ibicenca.Más que una cocina esta estancia pareceun museo, y esto, más que un fregadero,una pila bautismal. Vaso de agua enmano, vuelvo al salón. Ana ha apagadola televisión.

—Bueno, pues aquí estamos... —(Mamá y Rosa me han obligado a venira verte. Dicen que te pasa algo. Hevenido a ver qué coño te pasa y si se tepuede echar una mano. No tengo ovarios

para ser tan directa)—. ¿Qué has hechoúltimamente?

—Nada, absolutamente nada. Nadade nada. —Pronuncia las palabras conun tono monocorde, como lo habríahecho un ordenador, una computadoraasesina que dirigiera una nave espacial,la versión femenina de Hal.

—Mujer, no seas tan drástica. Algohabrás hecho.

—Comer y dormir. Comer poco ydormir menos aún. Cuidar de mi maridoy de mi niño. Cuidarles poco.

—Por cierto, ¿dónde está el niño?—En la guardería. Hay que llevarlos

pronto para que adquieran un

temperamento sociable.—¿Y quién dice eso?—Los psicólogos.—Sí, fíate tú mucho de los

psicólogos. Ya ves cómo me han dejadoa mí.

—Cállate, que tú no estás tan mal...Incómodo silencio. (Desde luego, tú

no tienes pinta de estar muy bien. Si nofueras mi hermana, dirla que estáscolgada. En la vida te había visto consemejantes ojeras. Pareces un poema.)

—Sí estoy mal. He cortado con Iain.Hace un mes. —Me arrepiento de mispalabras prácticamente antes de acabarde pronunciarlas. En el fondo ¿le

importa a ella un comino mi vidaprivada? Pero supongo que meencuentro tan mal que no puedo evitarproclamar mi ansiedad a los cuatrovientos.

—¿Le dejaste tú? —me pregunta.—No, me dejó él a mí.—Vaya, lo siento. De todas formas

no tardarás en encontrar a otro. A tinunca te ha costado mucho.

(¿Me estás llamando putón en lacara?)

—Sobreviviré.—Claro que sí. Tú sobrevivirías a

una guerra nuclear.(¿Qué coño quieres decirme con

eso? ¿Va de indirecta?)—No tanto.—Casi. Siempre has sido una chica

fuerte. Rosa y tú podríais comeros elmundo. No como yo. Yo no soy más queuna mosquita muerta.

—¿Qué estás diciendo?(Ana, por favor, no te hagas la

mártir.)—Nada, no sé qué digo.

Ultimamente no me encuentro muy bien.—Deberías salir a la calle, que te

diera el aire. No te puede sentar bienpasarte todo el día encerrada en casa.

(Deberías liarte la manta la cabeza,correrte cuatro buenas juergas y ponerle

los cuernos al memo de tu marido. Loque a ti te hace falta es un buen polvo.Lo estás pidiendo a gritos.)

—Eso mismo dice mamá.Me levanto, vaso de agua en mano, y

miro a través de la ventana. Hace frío yel día está medio nublado. Los árboles,las aceras, los columpios, todo estárodeado de una especie de aura blanca(¿el vapor del aire congelado?, ¿miimaginación?), y el paisaje enteroparece pintado en una sola gamacromática: grises acerados y azulesdesvaídos. Contemplo a unos niños quejuegan en el parque. Una niña rubia concoletitas y un jersey a rayas que me

recuerda ligeramente a Line se deslizapor el tobogán. Sentado sobre la arena,peligrosamente cerca de los columpios,hay un niño que no tendrá más de tresaños comiéndose la tierra. Una chicajoven, que debe de ser la encargada decuidar a la parejita, está sentada en elbanco de madera, leyendo una revista.La pintura verde que antaño recubrió elbanco hace tiempo que se ha oxidado.Respiro hondo. No me puedo quedarmirando eternamente por la ventana.Tengo que volver con mi hermana. Sémuy bien cómo continuará laconversación. Hablaremos de cosasintrascendentes, del bar que mi familia

está empeñada en que deje; de por quéyo, licenciada y trilingüe, sigotrabajando detrás de una barra; de locaro que se está poniendo todoúltimamente; del niño, que cada día estámás grande; del último aumento desueldo de Borja, su marido, mi cuñado,y de todas esas cosas que en el fondonos importan un comino y que utilizamospara olvidar las cosas que realmente nosimportan y de las que, por tanto, no nosatrevemos a hablar. No mencionaremosla nostalgia desesperada que yo sientode Iain ni las razones que puedan haberconducido a Ana a convertirse en unazombi catódica, una adicta a los

culebrones y a la ruleta de la fortuna.Con los ojos clavados en el cristal(sobre un vidrio mojado escribí sunombre) experimento una mezcla derabia contenida e impotencia (y mis ojosquedaron igual que ese vidrio) que mesube por el esófago como un vómitoreprimido. Allí, al otro lado del cristal,hay un parque y un tobogán y unos niñosque juegan, y millones de cosas por very por hacer, pero mi hermana seconforma con contemplar un sucedáneode realidad comprimido dentro de unapantalla de 46 pulgadas. Siento ganas deagarrarla por el cuello de la bata ysacudirla. Me gustaría hacerla

reaccionar. Pero, por otra parte, no mesiento con autoridad moral para darconsejos. Al fin y al cabo, yo tampocosoy precisamente un ejemplo de radiantefelicidad ni me siento quién paracuestionar el sistema de vida de nadie.Decido volver al sillón, sentarme conlas piernas muy juntas, como una chicadecente, y aguantar estoicamente mediahora de charla tópica, que no revele, queno comprometa. Está decidido. Eltiempo exacto para no quedar mal. Yluego regresaré a mi casa, a miapartamento de cincuenta metroscuadrados y paredes desconchadas,amueblado con muebles viejos

rescatados de los contenedores, grungepor pura necesidad.

Me vuelvo hacia ella con unasonrisa, decidida a echar una nuevapaletada de tierra sobre el túmulo de laverdad. Media hora de conversaciónintrascendente y habré cumplido con misdeberes de hermana. Habré cumplido.Como siempre.

H

de hastío

Cristina se ha marchado y ha dejadoen el aire su perfume, un aroma dulzónque no sé identificar. No es una marcaconocida. Será pachuli o algo así quehabrá comprado en un mercadillo deesos modernos. Habría podido decirlemuchas cosas, y sin embargo he pasadola mayor parte del tiempo sin abrir laboca, revolviendo inútilmente la cabezaen busca de un tema de conversación.

Creo que al final se ha marchado porqueno me aguantaba más. La aburro, o ladeprimo, o ambas cosas a la vez. Y laverdad es que no la culpo. Me ha dejadosola en este salón. Sola, como paso casitodas las mañanas. Borja está en eltrabajo y el niño en la guardería. Notengo de quién cuidar, excepto de mímisma.Y ni siquiera eso sé hacerlo bien.

Rendijas de luz se filtran a través delas cortinas y arañan el suelo pararecordarme que fuera existe un día porvivir. Un día que transcurre ajeno a mí,sin que yo haga nada por evitarlo, no sé.Esta mañana había venido al salóndecidida a coser, pero al cabo de dos

puntadas me ha entrado un cansanciohorrible y al final me he quedadomirando la tele, sin hacer nada. Pensabaaprovechar las cortinas, los vestidos ylos manteles viejos para confeccionaruna colcha de patchwork, cosiendodistintos trozos y retales los unos a losotros hasta que acabasen componiendouna única superficie.

La historia de papá y mamá estáconfeccionada como un edredón, comoun trabajo de patchwork. Yo, que soy lamayor, he visto más, he vivido más, heescuchado más; y de todas maneras, nosé, me parece que sólo sé que no sénada, como dijo el filósofo aquel.

Puedo relatar la historia a partir deviejos álbumes de fotos, deconversaciones espiadas a mamá y a tíaCarmen, de inesperadas confidenciasque mamá se ha permitido alguna vez,cuando la tristeza le oprimía como unafaja demasiado ceñida. Algunas cosasme las han contado, otras las hededucido, otras, quizá, sólo las imagino.Yo necesitaba una historia porque todosnecesitamos un pasado, y yo confeccionéuna historia como si de una colcha depatchwork se tratase, uniendo comopude trozos de recuerdo y retales dememoria, para que compusieran unahistoria que, creo, es la que más se

ajusta a la verdad.Yo siempre he estado orgullosa de

este salón. Lo he mantenido pulcrísimo,y tampoco es que sea tan fácil. Hay quepasar la aspiradora una vez al mes,como mínimo, por sillas, sofás ycortinas. Hay que lavar los visillostambién una vez al mes con agua yjabón, sin frotarlos ni retorcerlos. Paradarles consistencia una vez limpios hayque sumergirlos en agua con azúcar ycolgarlos todavía húmedos a fin deeliminar cualquier arruga.

Si la vida se pudiera limpiar igualque unos visillos, si pudiéramos hacerdesaparecer nuestras manchas en una

lavadora, todo sería más fácil. De todasformas, hace tiempo que no mepreocupan mis visillos ni mis cortinas.Ahora todo me da igual.

Hace más o menos un mes que nodejo de llorar.

Mamá era una niña de familia biende San Sebastián que se vino a Madrid aestudiar farmacia. En Madrid se alojabaen una residencia para señoritasregentada por unas monjas, en la que laexistencia estaba sujeta a imposiciones yhorarios. Había una hora para levantarsey una hora para comer y una hora paraestudiar y una hora para llegar a dormir.

Las fotos de entonces, borrosos

testimonios en blanco y negro, me lapresentan con los rasgos difuminadosmerced al polvo que el álbum ha idoacumulando con los años. Mamá, quetodavía no es mamá, tiene una largamelena rubia alisada a fuerza de planchay toga, y unos ojos claros que alguien ledibujó en la cara con trazo segurísimo,adornados con unas pestañas enormesque debían confundirse con mariposascuando mamá pestañeaba y las hacíaaletear. Mamá no se atrevía a usarminifalda y lleva un vestido cuadrado,que yo diría que es de Scherrer, y esposible, porque entonces mamá teníadinero de sobra para pagarse un traje de

Scherrer si quería, y la falda le sube unmilímetro exacto por encima de unarodilla escueta y bien dibujada. Mamáes guapa. Muy guapa. Los chicos de suclase la apodan la Sueca por lo de lamelena lacia y rubia y los ojos grises.Aquella melena larguísima era suorgullo, me contó una vez mamá. Cadanoche, antes de dormir se entregaba a unritual diario de cepillado. Media hora.Cien golpes de cepillo. Para quebrillara. Para que resplandeciera en launiversidad y él pudiera sentirseorgulloso de ella.

Lo peor de este salón son los cojinesdel sofá, que están hechos una pena.

Tienen manchas negras del rímel que seha quedado ahí como testimonioindeleble de mis llantinas, de cuandomuerdo el cojín por la noche para evitarque Borja escuche los sollozos.

En cuanto a los cojines, hay queintentar lavarlos sin humedecer elrelleno. Lo más fácil es cubrirlos confundas de quita y pon para lavarlasindependientemente, y limpiar la parteinterior en seco.

No pienso lavar las fundas. Lastiraré directamente. Y compraría otras sino fuera porque no me apetece nadabajar a la calle.

Mamá conoció a papá en un

guateque de colegio universitario, unguateque que acababa a las diez y en elque se escuchaban los discos de PaulAnka en un pick-up. No tuvo ni quefijarse en él. Papá se le impuso comouna aparición nada más entrar en aquelenorme salón, porque papá se elevabadiez centímetros por encima del resto delos presentes en la sala. Y al segundo deverlo decidió que sería suyo o deninguna. Menuda tontería, decía mamámás tarde, cuando rememoraba aquelprimer arrobamiento de veinte años, lamayor tontería que hice en mi vida.

Acabo de darme cuenta de que hayuna abolladura bien visible en el

costurero de pino. Este costurero es unapieza de anticuario, pero ¿cómo puedesexplicarle eso a un niño de dos años? Ycuando el niño agarra una de susrabletas y le da por estampar su camióncontra la madera, no hay quien le pare.

Para arreglar una abolladura sobrela madera hay que aplicar un trapoblanco húmedo, procurando que empapela madera. Acto seguido hay que colocarotro trapo grueso, también humedecido,y aplicar la plancha de vapor caliente,porque la acción del calor dilatará lasfibras y las nivelará.

Ojalá la vida fuese tan fácil dearreglar como los contratiempos

domésticos.Papá era como para cortar la

respiración. En mi recuerdo se mezclanla imagen que me queda de aquel papáque conocí hasta los doce años con lasfotos del álbum, y el resultado es unaespecie de Gregory Peck con acentomalagueño. El pelo y los ojos sonoscuros; la nariz, dibuja un ánguloperfecto de treinta y cinco grados; lasonrisa, inmensa y deslumbrante. Dosfilas simétricas de dientes tan blancoscomo los azahares de pureza que se leofrecen a la Virgen. Es sorprendente lomucho que Cristina se le parece, piensocuando hojeo el álbum, y no puedo

evitar una punzada de envidia. A mítambién me gustaría ser guapísima, nosimplemente mona. Anita es una niñamonísima, ideal, dicen mis amigas, lasde la cuadrilla de Donosti. Una niñaideal. Pero no soy una niña. Tengotreinta y dos años.

Papá estudiaba económicas ymalvivía en un cuartucho desfondado deuna pensión de la calle Huertas, en laque el frío era tan intenso que pegabadentelladas y por la noche lo obligaba adormir con dos Jerséis puestos y ungorro de lana.

Papá le hacía reír a mamá con suacento malagueño, cambiaba las eses

por zetas y se comía las consonantesfinales. Decía todo lo que le venía a lacabeza. Su lengua era diez segundos másrápida que su cerebro. Y mamá se reíacomo no se había reído nunca, comonadie le había hecho reír en losaburridos paseos por el parque de SanSebastián. Papá paseaba con ella por laGran Vía y ni siquiera podía invitarla aun café porque siempre andaba corto dedinero. Debían de hacer un contrastegracioso, mamá con sus trajesimpecables estilo Jacqueline Onassis ypapá con su viejo abrigo a cuadros,heredado de su padre y que le veníacorto, y su raída bufanda de punto

enmarcando su cuadrada mandíbula deactor de cine.

No había dos personas másdiferentes. Ella era rubia, de ojos grises,como Rosa y como yo. Él era moreno,de ojos negros, como Cristina. Ella erabajita como yo. Él era altísimo comoRosa. Ella, reservada como Rosa ycomo yo. Él, tan dicharachero comoCristina. Ella era una niña de familiabien, hija de abogado. El padre de él eraprofesor de instituto y la familia noperdía ocasión de recordarle lo muchoque tenían que sacrificarse para poderenviarlo a la universidad.

Las cortinas de Gastón y Daniela

están hechas una pena, sobre todo porlos bordes. Eso es porque el niño sededica a colgarse de ellas con las manosgrasientas. Tengo que decirle a laasistenta que se encargue de lavarlas.Gracias a Dios, como son de hilo sepueden lavar en lavadora y después nohace falta plancharlas. Se centrifugan yse cuelgan. El propio peso hace quequeden impecables.

La familia de mamá es mi familia.Los abuelos que me han criado y con losque he pasado todos los veranos en elcaserón de San Sebastián desde quecumplí los doce años. La tía Carmen,que vivía en mi casa, que servía de

aceite balsámico para curar las heridasde mi madre. La tía Carmen, tan buenachica, la pobre, y tan poco lista, lapobre. Y Gonzalo, mi primo, el hijo detía Carmen, tan guapo, tan guapísimo, tanmimado y tan difícil. Todo el santo díaencerrado en su cuarto oyendo susdiscos y leyendo sus cómics y siendo tanaltivo con todas las mujeres de la casaexcepto con Cristina, su juguetito, quepor entonces todavía llevaba coletas yceceaba. Cristina, con aquello de queera tan mona y tan graciosa, siempre haacaparado la atención de los dos adonisde la familia: mi padre y mi primo, quea las demás, por cierto, siempre nos

hicieron mucho menos caso; nodesagradables, vaya, simpáticos,cariñosos incluso, pero tampoco muycercanos.

De la familia de mi padre no sémucho. Cuando él se marchó nomantuvimos ningún contacto. Y no dejade resultar raro que un abuelo nomuestre la menor preocupación por susnietas. Pero lo cierto es que la familiade mi padre, por lo visto, se podíacalificar de cualquier cosa menos denormal. Su madre, mi abuela, murió departo cuando nació el hermano pequeño.Y su padre debía de ser un ogro, segúntengo entendido, que les pegaba con la

hebilla del cinturón y esas cosas. Lahermana mayor, Remedios, se marchó decasa a los veinte años para casarse conun senor quince años mayor que ella y sesuicidó cinco años después, cuando esteseñor la dejó. Por lo visto se abrió lasvenas en la bañera y se desangró. Mamáse enteró casi por casualidad, porquepapá evitaba cuidadosamente mencionarel tema. Y cuando me lo contó a mí, mequedé blanca, porque me parece quehace falta mucho valor para hacer unacosa así. Desde luego, yo no seríacapaz. El otro hermano, Francisco, semetió a cura y ahora es párroco en algúnpueblecito de Málaga que no tengo ni

idea de cómo se llama. Y el hermanopequeño, Mauricio, acabó ingresado enun hospital psiquiátrico. Supongo que escomprensible que mi madre no hayaquerido mantener el contacto con ellos.Lo que no entiendo muy bien es por quémi abuelo paterno nunca ha intentadovernos. Debe de ser cierto que era unogro.

El parquet está lleno de arañazosque ha hecho el niño arrastrando sucamioncito. En buena hora le regalóBorja el dichoso camión. Dentro denada nos va a tocar barnizar el suelo.Habría que alquilar una lijadora, seguircon un lavado de agua caliente, al cabo

de un par de días limpiar juntas y grietascon disolvente para eliminar restos, yacabar aplicando dos capas de barniz enintervalos de veinticuatro horas.

De verdad que hace dos meses mehabría puesto a barnizar yo misma. Peroahora me siento demasiado cansadacomo para meterme en semejantesberenjenales. Sólo tengo ganas de llorar.

Papá y mamá se casaron al cabo deun año, a pesar de que mi abuelo, elpadre de mamá, no estaba del todocontento con la idea. Dice mi madre queella hizo una estupidez, que una personano debería casarse con alguien a quienno está muy seguro de conocer. Cuando

yo le dije que iba a casarme con Borjaella no hacía más que repetir lo mismouna y otra vez: que me lo pensase. Queno me precipitase. Que no hiciese algode lo que podía acabar arrepintiéndome.

Se casaron cuando mi madre aún nohabía acabado la carrera. Ella hubierapreferido esperar un poco más, pero élinsistió. Decía que no podía vivir sinella. Y que si ella le quería de verdadtenía que demostrarle que era suya ysólo suya, para siempre. Ella nunca loha confesado abiertamente, pero me hadado a entender que ya se habíanacostado juntos, y que su concienciacatólica le obligaba a legitimar aquella

unión. Y supongo que la voz persuasivade él, íntima como el susurro de lassábanas, cimentó ese pensamientoculpable, y él acabó engatusando a mimadre, clavando el destello negro de susojos en el gris de los de ella, como sifuera un hipnotizador.

Al principio todo iba bien. Ellaestaba encantada con la alegría perennede él, con su sonrisa de estrella de cine,con sus bromas y sus atenciones. Élinsistía en que salieran todas las noches.No importaba que fuera al cine o a unatasca, o a casa de unos amigos de él. Élno soportaba quedarse en casa. Lo quecomenzó siendo tan divertido acabó por

convertirse en una obligación. A ella nole apetecía salir todas las noches. Y élacabó por salir solo.

Y luego está la cuestión de lo muchoque bebía. Al principio mamá noconcedía mayor importancia al hecho deque él bebiese todos los días. Al fin y alcabo, ella era muy joven y todo lo que éldecía iba a misa. Pero al cabo detrescientas y pico noches de sentir sualiento agridulce en la cama aquelloempezó a dejar de parecerle normal.Como no le parecía normal lo dequedarse sola todas las noches. Él ledecía que podían salir juntos si quería,pero ella prefería quedarse en casa

leyendo, porque no entendía a qué veníasemejante perra con salir todas lasnoches, sobre todo cuando en casa habíauna niña pequeña a la que su padre nimiraba. Así que empezaban adistanciarse cuando todavía no habíanacabado de acercarse.

Esta mañana he intentado hacerhuevos rellenos. Era la primera vez queme ponía a cocinar en quince días, y esoque antes lo hacía a diario, y ha sido undesastre. Se me ha cortado la mayonesa.Para recuperar una mayonesa cortadahay que batir dos cucharadas de aguahirviendo con una pequeña parte de lasalsa y luego añadir el resto de la salsa

poco a poco y removiendo. Pero meparece que no hay forma de volver ahilar una pareja cuando losentendimientos entre ambos se hanagriado.

Mis recuerdos de mi padre son muyconfusos. Hay que tener en cuenta que semarchó cuando yo acababa de cumplirdoce años, así que las imágenes queconservo son imprecisas, un entramadoconfuso de recuerdos entreverado desensaciones que no sé si son mías o melas prestó mi madre, que ibametiéndomelas en la cabeza con susconversaciones. El padre encantadorque yo recuerdo, el que para mí era la

alegría de la casa, para mi madre erapoco más que un niño grande, marrulleroy egocéntrico, incapaz de asumirresponsabilidades, incapaz de estar encasa cuando se le reclamaba, incapaz deofrecer a sus hijas otra presencia que lade los mimos y las caricias a destiempo,tanto más apreciados cuanto másinesperados, porque no se sabía cuándoiba a aparecer papá por la puerta ocuándo iba a desaparecer. Tía Carmensugiere que había otra mujer, mamáopina que debía de haber varias, y, laverdad, parece que le importa más bienpoco. Mamá es la mujer más fuerte queconozco, además de Rosa, claro. Resulta

difícil entender cómo puede ser que lastres llevemos el mismo apellido.

Se supone que Cristina es idéntica ami padre, y cuando una ve las fotos seda cuenta de que la afirmación es cierta.Parece que al retrato de mi padre lehayan pintado melenas y añadido curvas,y ésa es Cristina. Rosa es como mimadre, dicen, no sólo por lo rubia y lodelgada, sino por lo fuerte y lo decidida,con esa personalidad que parecemoldeada a base de cemento y aplomo,mientras que yo soy como de gelatina,siempre a punto de romperme, idéntica alos moldes que cocinaba antes de queme diera por echarme en la cama a

llorar.Los hacía divinamente. A Borja le

encantaba. Seguía paso a paso unareceta de mamá: mezclar 60 mililitrosde agua por dos cucharadas de gelatinaen polvo. Dejar ablandar la mezcla unosdos minutos y disolverla después afuego muy suave en un bol, sin dejar deremover. Enjuagar un molde con aguafría y verter en él la gelatina. Introducireste molde en un bol mayor, con hielo, ymontar en el molde capas de gelatina ytrozos de fruta, dejando cuajar cada unaantes de añadir la siguiente. Antes dedesmoldar dejarla enfriar dos horas enla nevera.

¿A quién me parezco yo? A mimadre en la estatura y en los ojos. Peronadie sabe, yo no sé, de dónde me vieneesta lágrima fácil y esta incapacidadpara pensar con la mente clara. Y, sinembargo, yo sé muchas más cosas denuestra casa de las que Rosa o Cristinapudieran llegar a sospechar. Lo que pasaes que no las cuento. No cuento nadaaquí tumbada en la cama. Cuando vengala chica y pase el aspirador recogerá mifuerza de voluntad, que está por lossuelos.

Hay una escena que llevo enterradaen el alma y de la que nunca he habladocon mis hermanas, ni siquiera con mi

madre. Yo tengo cinco o seis años.Duermo en mi cama abrazada a mi ositorosa, arropada en un pijama de franelaestampado con florecitas rosas y azules.Lo recuerdo muy bien. El ruido medespierta y abro los ojos a la luz queviene del salón y entra por debajo de larendija de la puerta. Atraída por esa luz,me deslizo por el parquet con los piesdescalzos y, silenciosa como un gato,abro la puerta despacito, muy despacito,y avanzo por el pasillo a pasitoscallados, tanteando las paredes paracompensar la incertidumbre de lasemipenumbra. A medida que recorro elpasillo los sonidos que llegan del salón

se hacen más claros y lo que al principiono son más que ruidos incoherentes,palabras inconexas, retazos deconversaciones entrecortadas, se vanarticulando según aumenta el volumen ycada vez distingo más clara la vozairada de papá, por encima de las quejastímidas de mamá. Supongo ahora, a lostreinta años, que ella se quejaba, comode costumbre, de lo tarde que él llegaba.Supongo que él había bebido más de lohabitual. Anita de cinco años sigueavanzando a tientas por el pasillo y llegaal salón. Desde la puerta puedo verlos,pero ellos no me ven a mí. Los gritoshan ido subiendo de tono hasta llenar el

aire por completo. Papá ha agarrado amamá por su larga melena de Princesa yla obliga a arrodillarse, a arrastrarsepor el suelo. Veo la expresión de doloren el rostro de mamá. Pero en sus ojosgris acero hay un destello firme quedemuestra que a su orgullo no halogrado doblegarlo. Yo no sé qué hacer,me gustaría gritar y decirle que suelte amamá, que no le haga daño, pero elmiedo me tiene paralizada y no consigoabrir los labios. Él le pega una bofetadaque rompe el aire como un disparo, y yonoto que me estoy haciendo pis encima,de puro terror. Y vuelvo a mi habitacióna pasitos menudos, desandando el

camino a toda prisa, intentando no hacerruido.

Mamá lleva ahora el pelo corto y noha vuelto a dejárselo crecer.

Creo que va siendo hora de podarlos rosales de la terraza. Con la poda seeliminan los extremos de las ramas queno sirven para proporcionar a lasplantas un aspecto más ordenado. Sedeben cortar todas las ramas que nazcandebajo del injerto y dejar en cada unasólo dos o tres yemas, las más cercanasa la base, procurando que tengan buenaspecto.

Alguien me podó a mí, creo, y poreso soy como soy, ordenada y de buen

aspecto. Ninguna rama ha crecido pordonde no debía. Soy un arbusto podadoque ha crecido merced a lasindicaciones de los otros. Una tijera sellevó por delante las yemas rebeldes,los futuros capullos, las rosas cubiertasde espinas. Si hubiese nacido más tarde,quién sabe, habría podido ser Cristina.

I

de intolerancía

Lo primero que ve el conductorcuando se abren las puertas neumáticasdel autobús son mis piernas, enfundadasen unas medias, que ascienden hacia laplataforma. Una extensa carreradesciende peligrosamente desde elmuslo hacia el tobillo de la piernaizquierda. Y la siguen otro par depiernas, éstas dentro de unos vaquerosdesteñidos, estudiadamente rajados por

encima de las rodillas y por debajo delas nalgas. Antes de que el conductor sedé cuenta, tiene ante sí, en el mostrador,a Line y a mí, monísimas, tal que salidasde un catálogo de Don Algodón. Todoen nuestro aspecto (el modelitocompuestísimo, el maquillaje corrido,las carreras de mis medias ... ) delataque venimos de una fiesta y que todavíano hemos dormido. Pero no sé si elconductor será tan listo como para darsecuenta. De todos modos, ¿qué coño leimporta a él?

Yo llevo un traje negro ceñido querevela con el mayor descaro las curvasvertiginosas de mis cincuenta y ocho

kilos, un tanto exagerado, quizá, y con élme siento con la planta de un toro de laganadería de Pablo Romero: poderío ybravura cincelados en negro. Mi imagencontrasta enormemente con el aireangelical de Line, cuarenta y tres kilos,camiseta rosa talla doce años conestampado de la Bola del Dragón,flequillo, dos coletitas sujetándole loscabellos rubios y unos enormes ojosazul cielo que le confieren un aire deperpetuo asombro.

Abro mi enorme bolso y me pongo aregistrarlo. Revuelvo y revuelvo, perono consigo encontrar lo que busco. Elconductor, boquiabierto, me clava la

mirada en el escote. Ya decía yo queeste traje era pelín exagerado...Desesperada, vuelvo la cabeza haciaLine, que, ajena al mundo, estáensimismada escuchando la música desus walkman.

—Me cago en la hostia. Noencuentro el puto monedero.

—¿QUÉEEEE? —dice Line,quitándose los cascos de las orejas. Meha visto mover los labios pero no hapodido enterarse de lo que decía.

—¡QUE NO ENCUENTRO ELMONEDERO, COÑO!

Mi berrido ha roto la atmósfera desilencio que reinaba en el autobús. Line

pone cara de haber visto la barrera delsonido romperse ante sus ojos atónitos,y yo caigo en la cuenta, así, de repente,de que el resto de los ocupantes delautobús, todos ellos varones, estánpendientes de nosotras. En medio deesta reunión de machos pasamos taninadvertidas como una cucaracha en unplato de nata.

—A lo peor nos lo han mangado,Cris —me dice Line.

—No me extrañaría —murmuro yo,que me voy cabreando por momentos—.Lo dejé tirado con todos los demásbolsos y no volví a preocuparme hastaesta mañana, y la verdad es que esa

fiesta estaba llena de chusma. Qué coño:a grandes males, grandes remedios.

Le doy la vuelta al bolso sobre unasiento vacío y se desparraman todo tipode cosas: unos tampax, un libro, kleenex,unas bragas de repuesto, la barra delabios... y una caja de condones que caehasta los pies de un jovencito de aspectotímido, escuchimizado, con gafitas, peloengominado y camisa a rayas. El chicose ruboriza, abre inmediatamente lacarpeta que lleva y entierra la narizentre los apuntes fingiendo repasarlos.

Sobre el asiento vacío también haaparecido el monedero. Saco un billetede mil pelas y lo pongo sobre el

mostrador. El conductor me dirige unamirada furibunda de la que hago casoomiso con desprecio de reina. Mientrasel autobús se pone en marcha, vamos asentarnos juntas en la fila de asientosparalelos a la ventana que hay cerca delconductor.

Desde el centro del autobús un parde obreretes no nos quitan la vista deencima. Uno debe de tener cincuenta ytantos años y el otro veintipocos, monoazul y bolsa de deportes sujeta entre loszapatos. El más joven sonríe,evidentemente complacido por nuestrapresencia.

—Lo que me faltaba —suelto yo,

porque acabo de descubrirme ¡otracarrera en la media!—. ¡Jooder! Sihubiera invertido en una cuenta a plazofijo todo lo que he invertido en mediasen los últimos años, ahora tendría máspasta que Mario Conde.

Sentado en la fila de asientoscontigua a la nuestra hay un treintañerovestido de chándal. Probablemente hasalido a correr por la mañana, peroluego seguro que se ha cansado y hadecidido tomar el autobús. Tieneaspecto de falso deportista y de creersemuy seductor. Cuando el treintañero seda cuenta de que estoy mirándole, medirige una amplísima sonrisa

edulcorada. Yo le ignoro con desdénsoberano y me pongo a hablar con Line.

—Bueno, ahora cuéntame qué coñohas estado haciendo toda la noche.Apenas te he visto un cuarto de hora.

—No mucho —responde ella—. HEESTADO FOLLANDO —agrega, y cadapalabra suena como si estuviese escritaen tipos negros.

La contundencia del términodesentona con su aspecto infantil.

—Bien, ¿Y QUÉ? Ya me lo estáscontando todo, punto por punto —exijocon voz impaciente.

—No gran cosa, hija. ¡Menudocoñaaazo de tío ... ! Y encima nos lo

hemos hecho en la cama de sus padres,con el crucifijo en la pared y la foto desu mamá en la mesilla. Bueno, bueno...¡me daba un maaal rollo! Todo el ratocon la impresión de que la foca esa memiraba con cara de mosqueo.

—Pues no sé de qué te quejas,guapa. Ayer bien que parecía que el tíote gustaba... porque era aquel con el quete vi hablando al principio, supongo.

—Ese mismo, Miguelito —confirmaLine.

—Pues lo tuyo sí que fue llegar ybesar el santo.

Ajena a la ironía, Line saca unespejito y una barra de labios Margaret

Astor de su bolso en forma de corazón,hace un monino mohín frente a su propiaimagen y comienza a pintarse los labiosde color rosa fucsia. En el cristal delespejo ve reflejada la imagen delobrerete mayor, que le está sacandolascivamente la lengua. Ella pone carade absoluto asombro, y, como si la cosano fuese con ella, acaba de pintarse loslabios y continúa tranquilamente con laconversación.

—En cualquier caso, querida, y paraque te consueles, que sepas que, visto lovisto, mejor me habría quedado en casapara hacérmelo con el dedo. Así por lomenos me habría corrido.

El conductor, que estaba atento a laconversación desde el principio, da unrespingo y, como consecuencia, elautobús pega un frenazo salvaje.Nosotras salimos disparadas de nuestrosasientos.

—OIGA USTED —le grito alconductor—, A VER SI CONDUCIMOSCON MÁS CUIDADITO, QUE YOAUN NO HE HECHO TESTAMENTONI TENGO SEGURO DE VIDA.

Volvemos a sentarnos con muchocuidado.

—De verdad, cada vez que mesiento me acuerdo del bruto ese —diceLine—. Qué ganas tengo de llegar a

casa. Lo primero que voy a hacer va aser pegarme una ducha de las que hacenépoca, para quitarme las babas delmemo aquel. ¡Qué manía! Ni que mequisiera hacer un traje de saliva.

—Pues yo me lo he pasadodivinamente —digo, y Line me dirigeuna mirada escéptica que finjo no captar—. Estuve bailando trance toda la nochey acabé mirando el amanecer desde laterraza. Mucho mejor que si me hubieraido a follar con un pesado. Yo, quéquieres que te diga, ya paso.

—Menos lobos —me suelta Linecon su vocecita aguda—. A ti lo únicoque te pasa es que desde que te ha

dejado el bobo de Iain no levantascabeza. Estás colgadísima de él,admítelo. Pero tienes que asumir que elmundo no se acaba, que hay máshombres. Además, perdona que te diga,pero Iain era un memo y un pedante y unredicho. No sé qué pudiste ver en él.

En ese momento Line cae en lacuenta de que cerca de la puerta central,de pie, agarrándose a la barra con unamano, hay un chico jovencito que estámirándola embobado. Viste un trajebarato de alpaca con corbata, llevazapatos italianos y calcetines blancos.Cuando repara en el hecho de que Linetambién le mira, se ruboriza y regresa

apresuradamente a su lectura.—El hecho de que no me apetezca

follar no tiene nada que ver con Iain.Simplemente, paso. Es que es un coñazo.El otro día hice la cuenta y resulta queen lo que va de año me lo he hecho cononce tíos diferentes...

—Más quisieras, guapa —me cortaLine, escéptica.

Prosigo con mi discurso, ajena a lainterrupción.

—Once. Y molarme de verdad, loque se dice DE VERDAD, ninguno,excepto Iain, por supuesto. Total ¿a quése reduce la cosa? Pillas a uno a lastantas de la mañana, completamente

borracha, y al cabo de unas horas tedespiertas de puro frío porque, claro, ensu casa no hay calefacción, y teencuentras con que a la luz del día el tíono es ni la mitad de mono de lo que túcreías, y para colmo tiene un culohorrible...

—Lo de los culos es como losmelones. No sabes si son buenos hastaque no los has abierto —dice Line, yseñala con un gesto de la cabeza el culodel jovencito trajeado, que finge estarenfrascado en su lectura—. Aunque paraculo bonito, todo hay que decirlo, el deSantiago.

—Line, por favor, no seas macabra.

No es manera de hablar de un difunto.—La macabra serás tú. Tenía el

mejor culo de Madrid, y no veo nadamalo en reconocérselo a título póstumo.

En ese momento al estudiante se lecae al suelo la carpeta, que arma unestruendo digno de una demolición.Agradezco la inesperada interrupciónporque no quiero que se me instale en lamollera el recuerdo de Santiago.Volvemos la cabeza y vemos todo elcontenido de la carpeta desparramadopor el pasillo. Entre los apuntes hay unPrivate. El chico se apresura a recogerlotodo, agachándose, y enseguida Line caeen la cuenta de que el estudiante está

aprovechando su posición para mirarlelas piernas. Por toda respuesta, ellarecoge el Private, muy digna, y se loentrega a su legítimo propietario.

—Esto es tuyo —le dice, y siguecharlando conmigo como si tal cosa—.Continúa con lo que decías. Ibas por lode la calefacción que no funcionaba.

—Pues eso —prosigo—. Y luego,cuando te levantas, vas a darte unaducha y te encuentras con que funcionacon un termo jurasico al que sólo le duratres minutos el agua caliente. Y cuandovas a la nevera a buscar algo dedesayunar sólo hay un yogur caducado yuna cerveza sin gas. Y a veces ni eso.

Ya me dirás tú si lo de follar compensa.Line se ríe con la risa cómplice de

quien sabe de qué le están hablando.—¡Y, además, luego tienes que

volver a casa! —apunta ella—. Porqueyo no sé cómo lo hago, hija, perosiempre acabo ligando con naturales delextrarradio. Creo que a partir de ahoravoy a preguntarles dónde viven, por muypuesta que esté, y si no dicen que vivenen el centro, la han cagado. Aunque vayade éxtasis.

—Lo que es por mí, como si vivenen la plaza Mayor —respondo con airede superioridad—. Paso total de todos.Al final, los tíos con los que ligamos son

idénticos a sus viejos, que le echan a laparienta el casquete de los sábadosmientras piensan en los culos de lasazafatas del Telecupón. Y no miro anadie —remato, dirigiendo una explícitamirada al obrero mayor, por si no sehabía dado por enterado.

—O sea, que has decidido dejar defollar —concluye Line.

—Más o menos. Como mi hermanaRosa. O hacerme lesbiana, como Gema.

—Quita, quita, que bastantesproblemas tiene la pobre Gema. Estoysegura de que se ha colgado con la tesisesa que está haciendo sólo porque nofolla... Oye, ¿tú has leído a «freud»? —

pregunta sin venir a cuento, y pronuncia«freud», como suena.

—¿A quién? —pregunto a mi vez,con una mueca de asombro.

—Pues hija, a «freud» —respondeLine encogiendo los hombros, para dar aentender que me habla de algo muyobvio—. El padre del psicoanálisis...Me vas a perdonar, pero me sorprendeque no lo sepas.

—Querrás decir «froid». Y sí, lo heleído —respondo ofendida, porqueacaba de llamarme inculta con todo elmorro, ¡a mí!

—Bueno, pues ése, «froid» o comose diga. He oído que escribió una cosa

muy interesante que se llamaba teoría dela sublimación.

—Sí, y también escribió que lasmujeres tenemos envidia del pene.Menuda tontería. Es evidente que con unsolo coño te puedes agenciar todos lospenes que te de la gana, así que no sépor qué íbamos a envidiarlos.

—Sí, vale, pero yo de lo que habloes de lo de la sublimación esa. O sea,que si toda la energía que concentramosen el sexo, que en nuestro caso esmucha, la empleásemos en otra cosa, nosharíamos ricas. Tú, por ejemplo, si hasdecidido dejar de follar, puedes ponertea escribir una novela. Piensa en todo el

tiempo que te va a quedar libre.—Pues mira, a lo mejor me lo

pienso...—Además, no te hablo sólo de la

energía que empleamos en hacerlo, sinotambién de la energía que empleas enpensar en ello y en buscarte con quiénhacerlo y en desembarazarte luego de él.Bueno, pues si toda esa energía laempleas en hacer otra cosa másimportante, pues eso, que la sublimas.

Yo la miro con airecondescendiente, aparentando prestarinterés, pero convencida, en el fondo, deque a Line se le ha ido un poco la olla.

—Ejemplo —prosigue Line—.

Cuando estaba en COU el gilipollas detu primo Gonzalo me pasó unos hongos.

—Típico de él.—Y tuve que pasarme casi un mes

sin follar, porque la cosa se complicó yse me inflamó la vulva... No voy adescribírtelo. Gore puro. Pues ese mestenía exámenes y saqué tressobresalientes por primera vez en mivida. Sublimación.

—¿Tú has tenido sobresalientesalguna vez? —pregunto yo, incrédula.Entre nosotros, Line es de las que paraleer un libro tiene que ir siguiendo laslíneas con el dedo índice.

—Sí, pero no creo que la cosa se

repita, porque yo, qué quieres que tediga, por muy mal que me salga soy unaadicta al sexo. No pasa una semana sinque lo intente otra vez. Ellos, los muycabrones, sí que lo tienen fácil —suspira—, porque al final no importaque la cosa les salga mejor o peor, elcaso es que siempre se corren, mientrasque nosotras... es como jugar a lalotería.

—Exacto, como la lotería; nuncatoca.

—¡Tampoco exageres ... ! Aunque laverdad es que son todos unos inútiles.La mayoría se cree que con metértela,¡hala!, ya está todo hecho. Y todavía

tienen el descaro de preguntarte despuéssi te lo has pasado bien.

—Y no creas —sigo yo—, que aveces casi pienso que eso es lo mejor,porque cuando les da por hacer deamantes hábiles entonces sí que no hayquien les aguante. Hay algunos quedeben de creerse que trabajan en elcirco; una vueltecita, ¡hop!, ahora otravueltecita, ¡hop! Qué manía con el vueltay vuelta, ni que una fuera un filete.

Line saca una lima del bolsillo ycomienza a limarse las uñas con pintadistraída.

—Joder, que mal tengo las manos...A lo que íbamos, yo a veces tengo la

impresión de que se acaban de empollarel Kamasutra y que pretenden ponerlo enpráctica conmigo, que casualmente soyla primera pardilla con la que topandispuesta a hacer de conejillo de indias.Pero a los que menos soporto es a esosque no controlan un pijo y se empeñanen durar horas y horas, traca, traca, ycuando están a punto de correrse...

El autobús se detiene bruscamenteen una parada.

—... paran —remato yo. Séperfectamente de lo que me estáhablando.

—Exactamente, y hala, otra vez,horas y horas, hasta que acaba por

dolerte el coño.La parada está en medio de un

descampado que tiene aspecto depesadilla tóxica. Sube al autobús unjovencito de pelo largo y rubio. Es raroque suba aquí. Debe de venir del Cerrode la Liebre. Habrá ido a pillarles jacoa los gitanos. Como si lo viera. Esmono. No le echo más de veinte años.Lleva una camisa a cuadros sobre unaraída camiseta de los Sonic Youth.Enseña su pase al conductor y buscadónde sentarse. Mientras cruza elpasillo Line le dirige una mirada breve yvoraz. Una vez que ha calibrado sucoeficiente de presa potencial, retorna la

conversación.—Lo peor de todo es cuando quieren

que se la chupes —dice, y suelta unarisita sarcástica.

El jovencito melenudo ha ido asentarse, precisamente, en el asientoposterior a Line.

—No me hables —digo yo—. Hayalgunos que se ponen de un pesaaadocon eso... Parece que no hubiese otracosa en el mundo.

—Y encima tardan una barbaridad.—Line abre exageradamente la bocahasta que casi se desencaja la mandíbula—. Dezpued de un dato con la boca así,acabas con ajujetaz en la lengua.—

Vuelve a cerrar la boca—. Te juro quemás de una vez me han dado ganas depegarle al tío un buen mordisco en lapolla y acabar de una vez con el asunto.

El conductor se gira a mirarla,sorprendido. Un bocinazo le hace volverla vista a la carretera y le obliga a darun volantazo para esquivar un coche.Nosotras dos pegamos un nuevorespingo en nuestros asientos.

—¡JOOOODER! —exclamo yo, conla voz de cazallera que me sale cuandome cabreo—. ¡YA VAN DOS! Esteautobús es más peligroso que un misilcrucero.

El conductor frena bruscamente y se

vuelve hacia mí. Si las miradas mataran,ya habría caído fulminada.

—Mira, guapa —me dice elconductor—. La culpa es tuya por nobajar el volumen. ¿O te has creído quelos demás estamos aquí para escucharvuestras vulgaridades?

—PERO ¿USTED QUIÉN SE HACREíDO QUE ES, OIGA? —respondo,a berrido limpio. Vaya por Dios, misniveles de testosterona se han vuelto adisparar.

—Diga usted que sí, señor conductor—Interviene el obrerete mayor—. Aéstas me las llevaba yo a la obra y se lesiban a quitar las ganas de cachondeo.

—No nos caerá esa breva —musitael obrerete más joven.

—Pues no le gustarán a ustednuestras ganas de cachondeo, pero bienque no se ha perdido palabra de nuestraconversación. ¡Si sólo le ha faltadosacar una trompetilla para poderescucharnos mejor! —responde Line alobrero mayor con su vocecita aguda.

—Mira, rubita —replica él—.Tengo una hija que debe de tener tuedad, y te aseguro que si alguna vez laoigo hablar como tú, le doy cuatrohostias y le lavo la boca con jabón.

—Se creerá usted que su hija nofolla —intervengo yo.

—Pues mira por dónde, más bien no,porque la ha dejado su novio, como aotra que yo me sé, que no me extrañaque no pudiera contigo, hija. —Elobrero sonríe, complacido ante el golpebajo que sabe que acababa de atestarme.

—¡USTED QUÉ SABRÁ! —respondo, roja de rabia. Su observaciónme ha sentado como un tiro.

Line me coge del brazo.—Anda, no te sulfures. No hagas

caso a estos RE-PRI-MI-DOS. —Dirigeal obrerete una mirada de despectivasuperioridad—. Mejor nos bajamos.Prefiero seguir andando que quedarmeen este autobús lleno de MA-CHIS-

TAS. —Y recalca con desprecio laúltima palabra, dejando una pausaevidente entre cada sílaba.

Miro alrededor. El treintañerochandalista esboza una sonrisa quepretende ser seductora y sólo consigueser ridícula. El obrerete mayor y el deltraje de alpaca han adoptado un rictusserio. El obrerete joven pone cara decircunstancias. Probablemente legustaría reírse, pero la presencia de su¿jefe de obra? no se lo permite. Elestudiante sigue con la cabeza enterradaen sus apuntes. Sólo el joven grungeindie pop, el mono, sonríe abiertamente.

El autobús se detiene en la siguiente

parada. Nos levantamos y nos dirigimoshacia la puerta. Antes de bajarnos, Linele dirige al jovencito indie pop la másdulce de las miradas, digna de unacolegiala virgen que quisiera ligarse alcapitán de fútbol de su instituto. Élsonríe a su vez.

—Decididamente —suspira Line—,ellos lo tienen más fácil.

J

de jeringuilla

Como todas las mañanas a las ochoy veinte, dejo el coche en elaparcamiento y paso por la plaza de laLuna camino de las oficinas en quetrabajo. El cielo muestra un aspecto tangris como mi propia vida. Llueve.

Me gusta sentir las gotasgolpeándome la cara, el viento querevuelve los mechones huidizos. Dentrode veinte minutos me encerraré en un

despacho, para todo el día. Ya no habráviento ni agua, sólo aire acondicionado.Temperatura constante e invariable:veintidós grados centígrados. Como rezael manual de Seguridad e Higiene en elTrabajo.

Enfundada en mi abrigo de piel decamello, el frío no me afecta, comotampoco me afectan las barbaridadesque me dicen los cuatro viejos verdesque han venido a buscar prostitutas.

La plaza es el hogar de un grupoindefinido de politoxicómanos que sealimentan de lexatin y rohipnol,diazepán y optalidones, prozac ynaxtrelsona, heroína y bollos.

Caras delgadas y pálidas, bocascontraídas y amargadas, duros y de gestoestilizado. Las narices se alargan, lospómulos se marcan. Son las huellas deuna batalla constante, perdida deantemano.

Se arrastran por las calles con losojos vacíos, se empujan los unos a losotros y examinan los teléfonos públicospara conseguir monedas de cinco duros.

No parecen particularmentedesgraciados. Rebuscan en la basura ymusitan conversaciones entrecortadasque mantienen con ellos mismos. Gritana los coches aparcados y les cuentan suvida a los semáforos en rojo.

Desde el centro de la plaza se bajapor una escalera a unos soportales queofrecen un refugio a estos zombisurbanos, con el suelo lleno de cagadasde paloma, escupitajos, chicles, colillas,jeringuillas y trozos de papel albal.

Allí duermen los que no han tenidovalor para levantarse, envueltos en unamasijo de mantas sucias, acurrucadoslos unos contra los otros, con los huesosateridos por la humedad.

No les preocupa el futuro, el aguacaliente, las sábanas limpias o latelevisión.

A veces contemplo a esos chicos ychicas de edad indefinida y me digo,

Rosa, creo que lo que hacen con su vidano es peor que lo que tú has hecho conla tuya.

En casa dispongo de agua caliente,sábanas limpias, lavadora y televisióncon antena parabólica. Pero apenastengo tiempo para mí misma. Doce horasdiarias de mi tiempo están hipotecadaspara conseguir el dinero que pague esoslujos de que no puedo disfrutar.

Doce horas diarias de mi tiempoenclaustrada en un despacho de nuevemetros cuadrados, batallando contra elLotus, sometida a una presión de treintamil atmósferas.

Yo no podría hablar con los

semáforos, aunque quisiera.Puedo alardear de una amplia

cultura general. He leído a la mayoría delos clásicos. Saqué la carrera con mediade sobresaliente. No cometo faltas deortografía y jamás se me escapa unacento. Puedo recitar de memoria lalista de los emperadores romanos y lade los reyes borbones y sé que Daccaera el nombre de la antigua capital deBangla Desh. Poseo una licenciatura enexactas y soy capaz de averiguar la raízcuadrada de un número de cuatro cifrassin necesidad de utilizar lápiz y papel.

¿Qué significa la geografía cuandopodemos hablar con gente del planeta

entero a través de nuestras redes decomputadoras y nuestros módems? ¿Quées la historia cuando podernos recibirsetenta y cinco canales de televisión através de la antena parabólica? ¿Quiénse acuerda de Ovidio cuando RichardGere cobra seis millones de dólares porpelícula? ¿De qué sirve la aritméticacuando una computadora puede realizaroperaciones de veinte cifras en décimasde segundo?

¿Qué sentido tiene la vida de unamujer de treinta años brillante,profesional, bien pagada y sola?

K

de kool

Recuerdo el cómo, el cuándo, eldónde y el porqué. Pero no podríadescribir los detalles. Fue como teníaque ser, como siempre había deseadoque fuera. Nadie escribió la escena: mela dictó el deseo con su propia voz. Laprimera vez que me acosté con Iainestaba borrachísima. Esto no tiene nadade particular, porque, por lo general, laprimera vez que me acuesto con alguien

estoy borrachísima. Si no, no lo hago.Me acuerdo de que llegamos a su casaen taxi y de que yo caminaba por laacera recién regada con los zapatos enuna mano y una botella de champán en laotra, una botella que me había llevadode la fiesta en que habíamos estado, lafiesta en que conocí a Iain, todo ojosazules y sonrisa de niño, manerasdelicadas como una flor de seda y unavoz que acariciaba los oídos como elsusurro de las olas. Nada más verlepude sentir el deseo revoloteando entorno a mí. Casi pude ver al mismísimoCupido. Y no sé cómo me encontrétumbada en su cama, ni me preguntéis

cómo había llegado hasta allí. Elintervalo que transcurre entre el taxi y sucama se perdió en mi memoria entrebrumas etílicas, y lo primero querecuerdo después del taxi es el frescocontacto de las sábanas limpias y loscuatro ángulos de la cama difuminadosgracias a la luz mortecina de las velas.Él me colocó boca abajo, me puso lasmanos en la espalda y las sujetó con unade las suyas. Después escuché untintineo metálico, algo parecido alsonido de un llavero, sentí cómo mesujetaba por las muñecas y escuché uncrujido de acero cerrarse alrededor deellas: unas esposas. Quizá si hubiera

bebido menos se lo hubiese impedido,pero estaba como una cuba, y él era tanmono y tan encantador, y en la fiesta mehabía gustado tanto y, para qué vamos anegarlo, la cosa no dejaba de tener sumorbo; así que no me quejé ni cuandome esposo ni cuando me vendó los ojoscon un pañuelo. Y de repente, a pesar dela borrachera, me volvió el sentidocomún a la cabeza, de pronto, como unacorriente eléctrica, y caí en la cuenta deque apenas sabía quién era aquel tío, deque nadie me había visto irme con él.Acudieron a mi mente todas las historiasde psicópatas que había visto en el cine,que había leído en esos libros baratos

de tapas blandas que se compran en laslibrerías de los aeropuertos. Y me vi amí misma descuartizada en pedacitos,diseminada en diferentes bolsas debasura a lo largo de todos loscontenedores de Madrid. Intentétranquilizarme y recordarme que eso eraalgo que sólo ocurría en las películas yque no conocía a ninguna que hubieseacabado descuartizada por echar unpolvo con un desconocido. Pero luegome vino a la mente una historia que mecontó Line acerca de un tío que se follóuna noche y de cuya casa había tenidoque salir por piernas porque se empeñóen pegarle mientras follaban. Y según

estaba pensando en esto escuché unzumbido a mi espalda, un ruidoconstante y machacón que se interrumpíaa lapsos para volver a reiniciarse conrenovada energía, y me dije a mí misma:éste es el fin, ése es el zumbido de lasierra eléctrica. Nadie me había vistosalir de la fiesta. Mis hermanaspensarían que había desaparecido enuno de mis cuelgues de costumbre, en elbar buscarían a otra camarera quehiciera mi turno, y pasarían al menosquince días antes de que alguien sedecidiera a buscarme. Y en quince díasel tío ese ya habría podido comermeentera, como Jeffrey Dalimer, el

Carnicero de Milwaukee, aquel queguardaba troceadas a sus víctimas en elcongelador para poder devorarlas pocoa poco. O como Richard Trenton Chase,el Asesino Vampiro, que mezclaba losórganos y la sangre de sus víctimas enuna licuadora y luego se bebía el batidoresultante, para evitar, según él, que lasangre se le convirtiera en polvo. Yademás vete tú a fiar de un británico,cuya historia está plagada de psicópatasdesde Jack el Destripador: los Ladronesde cadáveres de Edimburgo; Brady yHindley, los Asesinos del Páramo; PeterSuteliffe, el Destripador de Yorkshire;Fred y Rose West, los dueños de la

Casa de los Horrores de Gloucester;John Duffy, el Asesino delFerrocam*1... En el Ulster y Escocia, enManchester y Gales, los británicosdeben de poseer, en Europa, el récordde mayor densidad de pirados porkilómetro cuadrado. La falta de luz y elfrío, supongo, los vuelve perversos yreconcentrados. En España se lleva másel matarife impulsivo, ese que sale a lacalle escopeta en mano a vengar afrentasmaceradas en odio durante años, comoen Puerto Hurraco o en Chantada. Si nosllevamos a alguien por delante, nosencargamos de que todo el mundo seentere. Allí no, allí llevan una vida

aparentemente normal, y luego, cuandose descubren cinco cadáveresemparedados en los muros de una casa,en el barrio comentan que nunca lohabrían esperado de aquel vecinomodelo, un poco reservadillo quizá,como el chico aquel que me habíaligado, que parecía tan mono y taninocente y que me tenía allí, con unasierra eléctrica zumbando a mi espalda,y atada a la cama, sin poder moverme.

Intenté relajarme. Ese chico nopodía ser un psicópata. ¿Con esa cara deniño? ¿Con esos modales? ¿Qué traumasiba a arrastrar una monada como ésa?Qué razonamiento más absurdo. No hace

falta ser horroroso ni grosero para serun psicópata. Al Asesino de la Biblia,aquel que se cargó a cinco chicas enGlasgow (y al que nunca encontraron,por cierto), lo describían como unhombre muy atractivo, y por eso susvíctimas se dejaban acompañar por él,sin conocerle, a pesar de que estabanavisadas de que había un estranguladorrondando por la ciudad, porque el tíoera tan guapo y tan educado que nadiepodía sospechar de él. Exactamenteigual que Iain. O como Ronnie York yJim Latham (pero aquéllos eranyanquis), a quienes les atribuían sietevíctimas en una especie de juerga que se

corrieron pasando de un estado a otro,llevándose por delante, a golpes o amachetazos, a todo incauto que se leshubiera puesto por delante allí donde nohubiese testigos. Eranextraordinariamente guapos —uno, rubiode ojos azules, el otro, moreno de ojosnegros— supongo que tan guapos, omás, que Iain, y gracias a aquel atractivose explicaba el enjambre de jovencitasque habían acudido al proceso. Y aquelzumbido que amenazaba a mi espaldaera sin duda el de la sierra eléctrica, unasierra eléctrica idéntica a la que habíausado Dennis Nilsen, el Estranguladorde Musswell Hill, para despedazar y

mutilar los cadáveres de sus trecevíctimas hasta dejarlos reducidos aminúsculos pedacitos que luego hacíadesaparecer por el sumidero del lavabo.Y yo no podía moverme porque estabaesposada y no podía ver nada porquetenía los ojos vendados. Sólo unagilipollas como tú se va tranquilamentea la cama con un desconocido y encimapermite que le espose y que le vende losojos sin oponer resistencia. Empecé arevolverme con todas mis fuerzas, peroresultaba imposible desasirse de lasesposas, y, de paso, quitarme la vendade los ojos. Intenté incorporarme, perola cama era demasiado blanda. Resbalé

sobre el colchón. Me sentíaaterrorizada. Gruesos goterones desudor me caían por la frente. Notabacómo tropezaban al llegar al pañueloque me impedía ver. Las esposasestaban bien apretadas, probablementepara impedir que pudiera quitármelas, yel roce del acero me hacía daño en lasmuñecas. Intenté gritar, pero estaba tanaterrorizada que me resultaba imposible.La voz se me quebraba y al llegar a lagarganta se contraía en un pitido agudo.Pensé en hacerme pis encima, que es loque los expertos recomiendan paradesanimar a los violadores, perotampoco podía, quizá porque estaba muy

ocupada revolviéndome, intentandolibrarme de toda la parafernalia sadolight.

Noté que él, suave pero firmemente,me atenazaba contra la cama, y escuchésu voz deslizarse cuesta bajo por mioído, un susurro hipnótico que repetíaque me tranquilizara, que no iba ahacerme daño. Entonces percibí algoduro que vibraba y me recorría laespalda. Una especie de cosquilleosubía por mis vértebras. Yo no sabíaqué coño era aquello, pero resultabaevidente que no se trataba de una sierraeléctrica; de modo que decidí relajarmey disfrutar, y como estaba tan borracha

podía abandonarme con tranquilidad yabstraerme de todo, excepto de micuerpo. Todo resultaba dulce, caliente,pegajoso. Saboreaba en la boca deliciasal fondant. Bombones de deseo fundidosa cien grados. Aquella cosa dura bajabapor mi espalda y morosamente sedemoraba en mis nalgas. Y de prontoalgo duro, muy duro, tan duro que dolía,se me metió entre las piernas, y entrabay salía como un pistón hidráulico. Sólocuando lo tuve dentro caí en la cuenta deque lo que vibraba era un consolador.Me daba morbo, sí. También me dabamiedo. ¿Qué clase de perverso eraaquél, que sacaba de pronto una verga

de plástico sin pedirme permiso nidiscutirlo antes? Era el hombre que yohabía soñado. Aquel que iba a hacermaravillas conmigo. El que no parecíapedir nada a cambio. Podía ser tambiénel último de todos. De todas formas, sihabía llegado hasta allí no podíaecharme atrás. Así que me concentré enaquel aparato que vibraba entre mispiernas e intenté convencerme de queaquel engendro mecánico conseguiríahacer que me corriera en tres minutos.Lo sentía entrar y salir, al principio condificultad, luego cada vez mássuavemente a medida que yo ibalubricándome, y al final con toda la

fuerza de una tormenta, cada vez másenérgico, cada vez más profundo. Enalgún momento él sacó el vibrador y losustituyo por su miembro, y yo notéperfectamente la diferencia entre uncilindro y otro, porque el segundo eramás suave y más flexible, y no me hacíadaño, y rogué, no sé muy bien a quién,por favor, que no sea de los que secorren a los cinco minutos, por favor,que se tome su tiempo, que tarde horas.No sé a quién dirigí aquella súplica,pero fuese quien fuese, lo cierto es queme escuchó, porque aquella masa decarne que se agitaba a mi espalda setomaba su tiempo y seguía y seguía.

Progresivamente aminoró el ritmo y susembestidas fueron haciéndose cada vezmenos rotundas. Me penetraba dulce yprofundamente, y cuando llegaba hastael fondo lo dejaba allí dentro un rato, yYO podía sentir la punta de su glandeempujando las paredes de mi coño. Enalgún momento sentí un líquido frío ypegajoso deslizarse por mi espalda, yluego noté que su lengua lo lamía. Penséque bebía su propio semen. Me esperabacualquier cosa de aquel tío. Tardé unrato en comprender que se trataba delchampán. A estas alturas yo aceptaba loque fuera. Me dolían los brazos y laspiernas, me costaba respirar porque

tenía la cara sepultada entre laalmohada, pero no me importaba.Habría podido asfixiarme allí mismo,desvanecerme para siempre en aquellacama, y no me habría importado. Élseguía moviéndose, hacia adelante yhacia atrás. Me agarraba del pelo.Arqueé la espalda. Oía su voz, undistante canto de sirena que decía quequería ver cómo me corría, cómo metemblaban las piernas, cómo secontraían los músculos de mi estómago,y aquello me excitó tanto que sentí queuna corriente cálida subía desde mimonte de Venus hasta mi garganta comoun cohete, que mis entrañas se fundían

como chocolate caliente, y me oí gemir,de una forma tan aguda que casi noreconocí aquella voz como mía. Fue ungemido largo y profundo que me subíadesde muy adentro, desde algún puntorecóndito e inexplorado hasta entonces,y que cortó el aire como un cuchillo. Medilataba en dimensión de océanos. Fuecomo si se abriera un dique. Olas y olasde agua salada surgieron de mí. Sentíaque creaba ríos, lagos, mares..., y élavanzaba con esfuerzo hacia mi fondocomo un nadador contra corriente.Cuántos peces, cuántos óvulos, cuántasbacterias y bacilos nadan en mi fondo,cuánta flora y fauna me habita, cómo

estoy tan inmensamente viva, yo,ecosistema hembra, Gaia. Y después deque yo me corriera él siguióculebreando dentro de mí, sincronizandoballets acuáticos, durante unos minutosque me parecieron horas, porque medolía enormemente entre las piernas, yal final le oí gemir y comprendí que éltambién había acabado. Entonces cerrélos ojos, ahíta, y me quedé dormida caside inmediato.

Desperté a la mañana siguienteporque estaba cayéndome de la cama. Éldormía en posición diagonal y habíaconseguido desplazarme a una esquina.Me desperecé y le miré. Pensé que era

bastante guapo, pero tampoco era nadaespectacular. Había dormido conespecímenes bastante mejores. Y, sinembargo, un pensamiento cruzó por micabeza como un relámpago: éste va a serel padre de mis hijos.

L

de lágrimas

A veces, no sé, me siento como lapieza de un rompecabezas que apareciópor equivocación en la caja que nocorrespondía. No encajo. Esta mañaname he decidido a salir porque me hedado cuenta de que mamá tiene razón, yes que no puedo pasarme la vidaencerrada en casa, sola, llorando comouna Magdalena. Así que aquí estoy,Anita frente al mundo, haciendo cola en

la caja del supermercado del barrio,junto a otras diez señoras que enconjunto forman una especie de jauríasalvaje de marías entre los cuarenta ycinco y los noventa y cinco años, ávidasde bronca, dispuestas a todo por unsimple quítame allá ese choped. Nodebería reconocerlo, pero estas señorasrepintadas y con cara de mal genio medan miedo, y me siento tan pequeña, tandistinta... Probablemente porque lo soy,porque, sinceramente, en la vida saldríayo a la calle con un traje como el quelleva la señora que tengo detrás, unaespecie de imitación de Chanel debaratillo con botones dorados con el que

esta mujer debe de creer que va muyelegante y que se parece a la ConsueloBerlanga. Y anda que la de atrás... Vacon chándal y tacones, y con eso lo digotodo. Ana, ya has cumplido los treinta ydos, ya es hora de que ganes un poco deaplomo, de que le pierdas el miedo atodo, tienes treinta y dos años, peronadie lo diría. Cuando me miro en elespejo y me doy cuenta de que todo elmundo me echaría unos veintitantos, megustaría medir unos centímetros más, nosé, quizá así la gente me tuviese másrespeto, y sé que muchas me envidiaríanpor aparentar menos edad, pero para míes una cruz. Cristina y Rosa son las dos

bastante altas, y parece que la gente lastrate de otra manera, pero yo he salidobajita como mamá, y eso no es ningunasuerte. Quizá parezco más joven por elmodo en que visto, porque hoy, porejemplo, llevo una camisita de cuelloredondo con estampado de florecitasrosas y unos vaqueros de Caroche, ytengo que reconocer que el modelito esmás propio de una niña de quince añosque de una mujer casada y madre de unniño. No sé, a veces me gustaríaaparentar más edad, pero, sencillamente,no me veo con otro tipo de ropa, es quealguna vez he intentado probarme jerséisnegros y pantalones grises, no sé,

colores más sobrios, ropa más seria,pero me deprimía muchísimo, me dabala impresión de que iba de luto,supermal, no sé... El caso es que ahoraestoy en la cola del supermercado,amarrada a un carrito lleno hasta lostopes de bolsas y cajas que arrastrocomo puedo, porque la verdad es quepesa bastante; no sé, quizá no pese tantoy sólo me lo parezca, porque yo no soymuy fuerte, no, y comprimida entre estamasa de señoras gritonas me siento cadavez más débil. Y no sé.

La vida en general es como la colade un supermercado: lenta, incómoda, yllena de gente insoportable.

Una señora que sólo lleva un bote deCoral Vajillas intenta colarse delante delas que llevan carritos llenos,aprovechándose de mi aspecto de niña...lo que yo digo, que nadie me tienerespeto, y esta señora ha debido de notarnada más verme que yo sería incapaz deimpedirle colarse o de quejarme. Perolas otras señoras de la cola, que tienenmás arrestos que yo, sí se han dadocuenta, y se han puesto enseguida avociferar: ¿SERÁ POSIBLE? ¡QUESACOLAO, SEÑOOORA!, NO SEHAGA LA SUECA, QUE NOSOTRASVAMOS PRIMERO, y dirigiéndose amí: NIÑA, MIRA A VER QUE NO SE

TE CUELE OTRA DE ÉSTAS, QUEPARECE QUE ESTÁS DORMIDA,HIJA, mientras que la que se ha coladohace como que no se entera y mira altendido con deferente frialdad. Elalboroto continúa hasta que la cajera sedecide a serenar los ánimos con un parde gritos bien dados al tiempo queenarbola amenazadora la barra quesepara los productos en la cinta de lacaja. SEÑORAS, ¡YA ESTÁ BIEN!¡UN POCO DE TRANQUILIDAD!,AMOS, DIGO YO.

Por fin llega mi turno. La cajera, conel moño bastante alborotado ya y unhumor de perros, intenta pasar los

artículos por el lector electrónico de lacaja: cerveza para Borja, cocacola lightpara mí, Casera cola sin cafeína para elniño, detergente saquito Eco (envasemás ecológico, producto más natural),bayeta gigante suave Cinderella, ScotchBrite Fibra Verde con esponja (3 x 2precio especial), fregasuelos Brillax,latas (melocotón familiar en almíbarBamboleo, champiñones El Cidacos,espárragos de Navarra al natural Iñaqui,guisantes Gigante Verde, huevas delumpo Captain Sea, atún claro Calvopack de tres latas), congelados (gambascon gabardina, sanjacobos, croquetas depisto, bombones helados y una paella

hibernada), pan de molde integralPanrico, yogures desnatados sin azúcarpara mí y yogures de fresa para el niño,tomate frito Orlando, macarrones Galloy una docena de huevos. Eso es todo.Creo que no se me olvida nada.

A medida que los artículos soncontabilizados voy introduciéndolos enuna bolsa de plástico. Me esfuerzo en irtodo lo rápido posible, pero no resultatan fácil porque me hago un lío a la horade desdoblar las bolsas de plástico, quevienen como pegadas las unas a lasotras, supermal, no sé, pero se ve que nolo consigo, porque la señorita,obviamente molesta por la poca

celeridad con que ejecuto la tarea, medirige una torva mirada de reprobación.Yo intento acelerar pero, no sé, comoque no me sale. Cuando todos losartículos están dentro de sus respectivasbolsas me dispongo a sacar el monederopara pagar y revuelvo y revuelvo sinéxito en el bolso de Farrutx que Borjame regaló en nuestro aniversario, perono encuentro el monedero.

Los segundos transcurreninexorables, y la expresión de la cajerava adquiriendo un matiz psicopático ylas señoras parecen dispuestas alincharme, y creo que la tensión podríacortarse con un cuchillo. Y no me queda

más remedio que hacer acopio de valory enfrentarme a la cajera y decirle queno encuentro el monedero. SEÑORA,QUE ES PARA HOY, QUE NOTENEMOS TODO EL DíA, brama unade la cola, que lleva el pelo teñido deazul y una bata de flores. ESO DIGOYO, QUE ME DEJAO LA OLLA EN ELFUEGO, replica otra, gordísima, con elpelo teñido de amarillo y las raícesnegras. PUES ME VA A EXPLICARCóMO ARREGLAMOS ESTEASUNTO, me grita la cajera, y creo queun matón a sueldo de los que salen enlas películas de la tele no hubieraadoptado un tono más amenazador, y yo

intento explicarle que lo... lo único que,que se me ocurre es... es que dejemoslas bolsas aquí mientras yo subo a casaa por el monedero, y ella dice que lehago la pascua, porque ya hacontabilizado los productos y ahora letoca anularlo todo, y eso es un follón,sobre todo con la cola que hay montada,y yo intento explicarle que lo sientomuchísimo, que debe comprender que nolo he hecho adrede, pero me interrumpoporque advierto que me he ruborizado yque estoy a punto de echarme a llorar, yella que me dice que me tranquilice, queno es para tanto, y me llama bonita yadopta de pronto un tono conciliador,

como la Nieves Herrero.Me parece que mis problemas han

introducido un elemento de animación enla rutina diaria del súper. Las de la colase lanzan a comentar la jugada con laemoción de un comentaristaexperimentado. A la de la bata de floresle oigo decir que seguro que he tenío undisgusto con mi marío, y su amiga le dala razón, sí hija, sí, le dice, que nadie sepone así porque se le pierda elmonedero, y la otra le responde que nocreas, Chari, que a mí mismamente seme olvidó el monedero el otro día y mellevé un disgusto enorme. Señora, sepausted que yo no tengo disgustos con mi

marido, que mi marido es un santo y unabellísima persona, aunque un tantoaburrido, eso sí, aunque tenga menosgracia que un besugo congelado, y no semeta usted donde no le llaman, porqueusted no tiene la más remota idea de porqué lloro o dejo de llorar, y, además, nole importa. Pero no me atrevo adecírselo, porque además de tímida soyuna persona educada, no como usted,señora, que parece usted una verdulera.

El tiempo se interrumpe en micabeza, y por un momento dejo de seresta niña grande que soy y me conviertoen SuperAna, y me enfrento con unajauría de marujas a latazos, y pongo

fuera de combate a la cajera de uncertero golpe en el moño propinado poruna lata de espárragos al natural. Perono soy SuperAna, no soy más que laAnita de siempre y estoy cansada,inmensamente cansada y sólo quiero ir acasa y tumbarme en la cama y olvidarmede latas y de congelados y de productospara la limpieza, y cerrar las persianas ylos ojos y sumergirme en la nada,arropada por capas y capas deoscuridad que vayan asfixiándome lentay dulcemente.

La voz chillona de la cajera medevuelve a la realidad. Abro los ojos yotra vez estoy delante de la caja,

petrificada y sin el monedero de Farrutxque me regaló mi marido en nuestroaniversario de bodas.

—Bueno, bonita, entonces me dirásqué hacemos, que no tenemos todo eldía.

Siento esa voz chirriante invadir misfantasías como si se tratara de unejército enemigo, con cientos y cientosde pesadas botas pateándome elcerebro, y me duelen las sienes. Meduele la cabeza.

—Anúlalo todo. ¿Me oyes?ANÚLALO TODO.

Me he sorprendido a mí misma,porque casi nunca grito y no sabía que

mi garganta pudiese alcanzar semejantenivel de decibellos. Mi grito ha heladoel ambiente. Durante veinte segundospodría escucharse el zumbido de unamosca. Sorpresa, milagro. Las señorasse han callado todas a la vez, como unsolo hombre, o mejor dicho, como unasola maruja, y me miran con los ojosmuy abiertos, con una mezcla deasombro y reprobación.

Pero rápidamente la cajera recuperael aplomo. Menuda es ella, la cajera,como para que la achante una pocacosacomo yo.

—Bueno, vale, guapa, que no espara ponerse así. ¡Menudos humos!

Cierro con decisión el bolso deFarrutx. Se me llenan los ojos delágrimas. Me muero de vergüenza. Nohay peor humillación que llorar enpúblico, y peor aún, llorar delante deesta panda de arpías. Mañana a estashoras todo el barrio estará enterado deque ando desequilibrada.

Sabía que iba a acabar así. Necesitovolver a casa. Necesitodesesperadamente volver a casa.

Con la poca dignidad que me quedame dirijo hacia la puerta intentandomantener bien alta la cabeza, sin miraratrás, con las lágrimas deslizándose porlas mejillas y llevándose el rímel por

delante. Lo que faltaba. Señor, que nome encuentre con ningún conocido. Queno me vean la cara llena de churretones.

—Estas niñas bien, que se creen quelas demás estamos aquí para servirlas—oigo que explica la cajera, indignada,a quien quiera escucharla.

—Y que lo digas. Desde que elbarrio se ha puesto de moda y se hanvenido a vivir aquí los yupis estos, hija,lo que tenemos que aguantar —leconfirma la de la bata de flores.

Y la cajera anula mi compra y lehace una seña a uno de los aprendicespara que retire las bolsas y vuelva acolocar los artículos en su sitio. Y

supongo que la cajera tendrá razonespara estar con ese humor de perros,porque, al fin y al cabo, se pasa ochohoras diarias de pie, pasando latas ycongelados por un lector electrónico yseguro que le pagan un sueldo demiseria que apenas le da para mantenera los dos niños, porque su padre sabeDios dónde andará, como ella repitesiempre, y no dudo que le importan uncomino las llantinas y los arrebatos deuna niña mimada, porque eso es lo quepiensa que soy yo, una niña mimada quelleva un bolso que vale la mitad de susueldo. Cuántas veces he oído repetir ala cajera, quien se lo ha oído decir a su

madre miles de veces, que los que máslágrimas derraman suelen ser los quemenos razones tienen para llorar. Y, nosé, quizá tenga razón, quizá yo no tengarazones para llorar. Tengo un maridomaravilloso y un niño guapísimo y unacasa que podría salir fotografiada en elElle decoración, y sin embargo, no séque me pasa, sólo tengo ganas de llorar.Y para colmo me muero de vergüenza.No alcanzo a comprender cómo hepodido perder los nervios delante detodo el mundo en el supermercado.Después de semejante apuro no piensovolver nunca allí. A partir de hoyencargaré la compra por teléfono. O

mejor aún, que haga la compra la chica,que para eso está, que no sé a cuento dequé me ha dado a mí por bajar a hacer lacompra. Ahora sólo quiero volver acasa. Volver a casa, volver a casa,tumbarme en la cama, cerrar laspersianas y los ojos y sumergirme en lanada, arropada por capas y capas deoscuridad que vayan asfixiándome lentay dulcemente...

LL

de llanto y llaga

No echamos de menos a las personasque amamos. Lo que echamos de menoses la parte de nosotros que se llevan conellas.

He crecido entre discos. Cuando mipadre se marchó estuvimos unos añosviviendo con la tía Carmen y su hijoGonzalo. Gonzalo es once años mayorque yo. Al principio casi ni me hablaba,pero yo estaba encantada con él. Era tan

guapo... tan, tan guapo. Impresionante,de verdad. Gonzalo era, por guapo, eltipo de hombre que le gustaba a todaslas mujeres. No dejaba indiferente aninguna. Sólo he conocido otro casoparecido, aunque aquél no era tan guapo,pero sí más simpático. Se llamabaSantiago y era el camarero más monodel bar donde trabajo, ese espaciotecnificado y cyberchic que constituye elescenario de mis noches. Pero Santiagoacabó muy mal, y no me gusta hablar deél porque me pongo triste.

Volviendo a cuando Gonzalo vivíaen casa, el caso es que mi primo seconvirtió en mi segundo padre, y desde

el primer momento quedó claro que yosería su preferida. Gracias a él aprendía escuchar música. Hasta que llegóGonzalo en mi casa sólo se escuchabamúsica clásica, que es la que le gusta ami madre y a mi hermana Rosa. (Mihermana Ana no tiene oído musical, unrasgo que, sospecho, heredó de mi padreaunque no estoy muy segura, puesto quea él apenas le conocí.) Pero a partir deldía en que se instaló en mi casaGonzalo, se mezcló con el aire, con elperfume de mi madre y con los olores deespecias y fritangas que venían de lacocina, y con los seriales de Lucecita ySimplemente María que subían por el

patio, un fondo permanente de guitarraseléctricas, y me he tragado a Dylan y aHendrix y a la Joplin y a Leonard Coheny a los discos censurados de Lluís Llachtirada en la alfombra del cuarto deGonzalo, mientras jugaba con mi Lego ymis muñecas. Pasaba el dedo, fascinada,por las portadas psicodélicas de losdiscos de Génesis, de Lennon, de losWho y me contaba a mí misma cuentosque transcurrían en el mundo delSubmarino amarillo. Mis historias fluíanentre alucinaciones psicodélicas.Dragones de mil colores, sirenas demetal, espirales de fuego penetradas deazul. Con siete añitos Gonzalo me

llevaba de la mano a cinestudios detercera fila a ver películas de losRolling Stones y de los Beatles,sesiones interminables en las que meaburría lo indecible. Los dibujosanimados de los Beatles aún tenían unpasar, pero lo de las películas de losRolling y las de los Who... aquello eraharina de otro costal. Lo único querecuerdo de Performance y de Tommy esel aburrimiento pesado que me aplastabacomo una losa sobre el sillón del cine,la agobiante necesidad de encontrar porfin un espacio donde encajar las piernasque me colgaban, el orgullo que se meextendía por dentro cuando dirigía la

mirada hacia mi primo, que contemplabaensimismado las escenas para míincomprensibles que se sucedían en lapantalla.

En fin, debe de ser por eso, por esamusiquilla de fondo que me haacompañado desde la infancia, por loque todos mis problemas y todas mishistorias y todos mis sentimientossiempre acaban asociados a unacanción.

El primer disco que me compré, porsupuesto que me acuerdo, era Oceans ofFantasy, de Boney M. Tenía yo diezaños. Gonzalo puso el grito en el cielo yme calificó de hortera para arriba. Dos

años después, coincidiendo con miconversión a la modernidad, empecé acomprarme discos de la Human Leaguey Spandau Ballet, que a Gonzalotampoco le decían demasiado. Meavergonce enormemente de mi primeraelección y escondí el disco de Boney Men el fondo de un armarlo. Quéinseguridad de adolescente... Ahora,después de que los años me hanenseñado a hacer valer mi instinto másallá de modas pasajeras y de críticossesudos y de opiniones ajenas, cuandoreivindico con orgullo aquella primeraelección, no tengo ni idea de dóndeacabó aquel disco de portada delirante,

con los Boney M ataviados de Neptunoy sus nercidas. Supongo que Gonzaloacabó vendiéndolo en el rastro, o locambió por un disco de rock and roll«auténtico», de aquéllos con muchaguitarra y mucha distorsión.

Pero mi auténtico primer flechazo,mi primer grupo idolatrado, fueron losKinks. Tenía yo trece años y un solodisco (recopilatorio, eso sí) del grupo,que me había regalado Gonzalo cuandose fue a vivir a Donosti con mi tíaCarmen, dejándome más sola que unbebé en un bosque. Escuché aquel disco,su regalo de despedida, una y otra vez, yotra vez, y otra vez, hasta que casi me lo

sabía de memoria. Con aquellos acordesen los oídos y el pecho extenuado detanto esperar en vano, cerraba los ojos yatravesaba de punta a punta el vastoterritorio de la nostalgia. No se puedellorar con los ojos cerrados. Con losojos cerrados una no puede ver que uncuarto esta vacío, que han desaparecidolos discos y los cómics. Al tiempo se meabrían los hilvanes de la mente y lasnotas se colaban para bailar con misneuronas. Y aunque no entendía casi unapalabra de las letras, me daba laimpresión de que Ray Daviessintonizaba perfectamente con mi estadode ánimo y entendía perfectamente lo

que me pasaba por la cabeza, o esocreía yo, simplemente a través de lo queme transmitía la música y el tono de suvoz. Llegué a tal punto de devoción queme juré que si tenía hijas las llamaríaLola y Victoria, como dos canciones delos Kinks. Todavía puedo tocar a laguitarra Lola, Lo-lo-lo-lo-looo-la concierta gracia.

Cuando por fin entendí las letras, ycuando tuve dinero para comprarmetodos los discos editados, no medesilusioné. No entendía cómo a la gentepodía entrarle semejante perra con losBeatles —que al fin y al cabo son unossosos cuando van de románticos y unos

pelmas cuando van de místicos ni conlos Rolling Stones —tanto satanismo ytanto sexo salvaje para acabarcasándose con una maru de cara decaballo y pinta de recién salida de unculebrón— cuando existían los Kinks,que tenían las mejores melodías y lasletras más ácidas e inteligentes. Meencantan sus descripciones irónicas y suescepticismo, y me encantan, sobre todo,sus canciones de amor, ebrias deentusiasmo y vida.

Podría cerrar los ojos cuandoescribo, y aun así fluirían las palabras;no tengo tema, sólo un ritmo. Yvolviendo al principio, cuando

explicaba que siempre acaboidentificando mi estado de ánimo conuna canción determinada, resulta quetodos estos días me he levantadotarareando el mismo tema, que no oigodesde hace por lo menos dos años y queno puedo escuchar porque se me haestropeado el tocadiscos y sólo puedoponer cedés, y por tanto me parece queno es casualidad que la repita una y otravez. Es una canción de los Kinks queprobablemente conocéis, de la que sólorecuerdo la primera estrofa, y queempezaba así: Thank You for the days /those endless days, those precious daysyou gave me / I'm thinking of the days

won'tforget a single day, believe me...Pienso en Iain y en que no olvidaré

un solo día, créeme.

M

de melancolía y mustia

Gran parte de mi vida, por no decirtoda, me la paso encerrada en undespacho, tecleando sin parar. Cada díaproduzco más y más información. Hallegado un punto en que mi memoria estáduplicada, y la memoria exteriorizada enarchivos y bases de datos supera a laalmacenada en mi cerebro biológico.

Una gran cantidad de informaciónestá guardada en mi computadora. Para

acceder a ella hace falta teclear unaclave de acceso que sólo yo conozco.Otra parte, menos confidencial, searchiva en disquettes, guardados bajollave. Los disquettes y la memoria RAMcontienen cifras y datos precisos,archivados por orden alfabético encarpetas y subarchivos fácilmentelocalizables. Esta informaciónprocesada en dígitos binarios conformami identidad laboral, la que meidentifica frente al mundo.

Luego está mi otra memoria. Dentrode mi cabeza navegan recuerdos difusosalmacenados sin orden ni categorías.Recuperarlos no es fácil. Un día

cualquiera afloran a la superficieconjurados por un aroma, un sabor, unperfil familiar entrevisto en la calle.Imágenes olvidadas, nombres que ya norecordaba, dolores que creía enterrados.A partir de ellos, supongo, se construyemi verdadera identidad, mi vida propia.¿Acaso la tengo?

El otro día, por ejemplo, al ir acomprar el periódico, me fijé en unaniña que debía de tener doce años.Expresión ensimismada, ojos dulces,melena descuidada. ¿A quién merecordó... ? A una compañera de clasecon la que apenas hablaba.

Días de colegio.

Pienso en el colegio y me viene a lacabeza cómo me creció el pecho depronto, casi de la noche a la mañana.Recién cumplidos los doce años, laValkiria me compro mi primersujetador. Marca Belcor, modeloMaldenform, talla 80, color rosasalmón. Me venía un poco grande y fuenecesario ajustarlo. Fui la primera de miclase en usar sujetador.

Rosa Gaena, doce años, cociente deinteligencia 155, contorno de pecho 80,166 centímetros de estatura. Las cifrasde la Mujer Biónica.

Aquel invento de la ortopediafemenina me convirtió, en contra de lo

que habría podido suponerse, en elhazmerreír de la clase. No sólo las otrasniñas no respetaban mi recién adquiridacondición de mujer con pechos y todo,sino que me martírizaban estirando deltirante trasero, elástico, para que se meclavase en la espalda al soltarlo.

Qué cruz.Y, también casi de un día para otro,

todas las niñas de la clase se pusieron ahablar de chicos. No había otro tema.Cada una tenía el chico que le gustaba—un vecino, un primo, el hermano deuna amiga o uno con el que coincidíanen el autobús— y se dedicaban aescribir su nombre en la carpeta de los

apuntes, en las cubiertas de los libros,en la cartera y en el pupitre.

Y yo la más alta de todas, la de lasmejores notas, la única que usabasujetador, no tenía a «mi chico». Notenía nombre que escribir en lascarpetas ni en las cubiertas de loslibros. A Gonzalo, el único, elimportante, el irremplazable, no podíacitarlo, porque era mi primo hermano, yno podía casarme con él a no ser que elPapa lo autorizara expresamente.

Eso lo sabía yo muy bien, por algosacaba siempre sobresaliente enreligión.

Como en todo.

Por si fuera poco, Gonzalo no mehacía ningún caso, y yo siempre he sidomuy orgullosa. Antes morir quereconocer que estaba enamorada de unprimo borde que me despreciabaabiertamente.

Me habría gustado contar con unnombre que escribir en los cuadernos,pero no conocía a ningún chico de miedad —ni siquiera uno un poco mayor,que también habría valido— con el quetuviera la ocasión de mantener unaconversación de más de cinco frasesseguidas.

Había un par de vecinos que podríanhaber servido, pero uno tenía la cara

llena de granos y al otro le sacaba yopor lo menos cinco centímetros, así queno me quedó más remedio, a mi pesar,que descartarlos como posiblescandidatos a convertirse enprotagonistas de mis sueñosadolescentes.

Sin embargo, estaba rodeada dechicas.

Sólo en mi clase había treinta ycinco. Y en todo el colegio, casi mil.Aunque las de los otros grupos casi nocontaban.

En la hora de matemáticas eratradición que, de una en una, las niñassaliesen a la pizarra para resolver,

delante de todas las demás, losproblemas que la profesora habíadictado la tarde anterior como «tareapara casa».

Por lo tanto, cada día lecorrespondía a cinco pobresinfortunadas pasar por ese calvario yaguantar diez minutos de torturapsicológica, viéndoselas ydeseándoselas para averiguar cuál podíaser la raíz cuadrada de 324.

Como la profesora era una auténticasádica, jamás sacaba a la pizarra aalguien a quien se le dieran bien lasmatemáticas. Es decir, una niña capaz desalir a la pizarra, resolver el

problemilla en escasos tres minutos yacto seguido regresar a su sitio conexpresión de felicidad.

Muy al contrario, las víctimaselegidas eran niñas con una mediatradicional de insuficiente o aprobadopelado. Así se garantizaba que seequivocasen al menos cinco veces antesde conseguir resolver la ecuación, laraíz cuadrada o el quebradocorrespondiente, para gran diversión yregocijo de profesora —principalmente— y alumnas.

Esto quería decir que a mí —sobresaliente de toda la vida nunca seme llamaba a la pizarra, lo que suponía,

por una parte, que podía pasar mistardes entregada a la feliz lectura deEmilio Salgari en lugar de a laresolución de farragosos problemasaritméticos, sin la menor ansiedad ocargo de conciencia, y, por otra, elprivilegio de poder dedicarme durantelas clases de matemáticas a examinardetenidamente a mis pobrescondiscípulas sin que sobre mí pendiera,cual espada de Damocles, la posibilidadde ser la próxima en ser llamada a lapizarra.

Durante diez minutos las condenadasa pizarra permanecían en una tarimaelevada y debían volverse unas cuantas

veces, mirando ora a la pizarra, ora a laprofesora, ora al respetable público, enbusca de ayuda. Yo podía, pues, evaluarcon tranquilidad factores como lalongitud y el color de la melena, laestrechez de los tobillos, la gracia delos movimientos o la calidad de lasonrisa.

Ya entonces tenía yo unos gustosmuy definidos.

No me gustaban las bellezasoficiales de la clase, un círculorestringido de cuatro niñas (Verónica ala cabeza, Leticia, Laura y Nines) que,vete a saber por qué, también eran laslistas oficiales y compartían una serie de

características que las convertían, a ojosde las demás, en privilegiadas: tipo debailarina, lacia melena trigueña, ojosclaros y estilo impecable.

Y más valía que no me gustaran,porque a ésas, en cualquier caso, nuncalas sacaban a la pizarra.

Por el contrario, sentía debilidadpor una morenita que aparentabaexactamente sus doce años, y ni unomás, que no hablaba de chicos, ni decasi nada, que se pasaba las horas delrecreo vagando sola por las pistas detenis y que se ruborizabainstantáneamente cuando la profesorasádica descubría, delante de toda la

clase, su innata incapacidad para lasmatemáticas.

Ella no pertenecía a aquel mundo.Ella resultaba inclasificable dentro

de las estrechas categorías que podíandefinirse en aquel limitado universo deuniformes y encerados. No pertenecía algrupo de las ratitas grises y pocoagraciadas que se esforzaban comopodían en sacar el curso adelante apesar de sus escasas luces. Perotampoco era una de las listas gatitas quese empeñaban en hacer evidente surecién adquirida condición de lolitas.

Ella era otra cosa.Yo no tenía muy claro si era

excesivamente inteligente o retrasadamental, pero resultaba evidente que laintegración con sus condiscípulas leinspiraba la indiferencia más total.Podía pasarse horas enteras sentada ensu pupitre, mirando por la ventana, sinprestar atención a nadie.

Me sentía fascinada. Me parecía queaquella niña era guapa. Más aún, bella.La belleza, lo esencial, es invisible a losojos, dijo el zorro.

No lo era, desde luego, según elcanon de belleza que imperaba en aquelcolegio. No tenía ojos azules ni boquitade piñón. Pero era muy distinta de lasotras, para bien.

Y eso se veía a la legua.Verónica, Leticia, Laura y Nines,

con aquello de que eran las guapasindiscutidas, eran también las únicas que«salían» oficialmente con un chico.Algún pelele del colegio de al lado quelas esperaba a la salida de clase en laparada del autobús (nunca a la puertadel colegio, pues las monjas no lohabrían permitido), y que se ofrecía allevarles los libros, igualito igualito queen las películas yanquis de loscincuenta.

Éstas eran las chicas que en clase dedibujo fantaseaban, entre risitascontenidas, sobre cómo debía de ser

darle un beso «de verdad» a un chico, osea, un beso con lengua y todo.

Pero yo recibí mi primer beso deverdad antes que ellas.

¿Por qué yo, a los doce años y sietemeses, me dejé magrear impunementelos pequeños senos comprimidos dentrode mi sujetador marca Belcor, modeloMaidenform, talla 80, color rosasalmón, que me venía grande y hubo queajustar, por un adolescente granujientocon pelusilla sobre el labio inferior?

Porque nadie me había explicadonunca de qué iba aquello de los besoscon lengua y los magreos, a excepciónde los gorjeos cantarines y poco

reveladores de Verónica, Leticia, Lauray Nines en las clases de dibujo.

Porque no había conocido máseducación sexual que la proveniente deun libro para niños titulado De dóndevenimos que la tía Carmen había tenidoa bien regalarme al cumplir los ochoaños. Un libro en el queespermatozoides animados con cara depillines corrían en busca de un óvulorosa, caracterizado como una matronarechoncha de cara amable y repintada yexpresión de expectante felicidad.

Porque no acababa de entender quése proponía el caracráter cuandoempezó a meter la mano por debajo del

sujetador marca Belcor, modeloMaldenform, talla 80, color rosasalmón, que me venía grande y hubo queajustar, mientras bailábamos las lentas.

Porque había oído hablar de lo delos besos con lengua, pero jamás habíaoído hablar de los magreos, nisospechaba remotamente que los pechosfemeninos pudieran ser un punto deatracción erótica.

Porque el comportamiento delcaracráter me pareció raro, pero enningún momento reprobable, y le dejéhacer suponiendo, con razón, que élsabría mejor que yo lo que correspondíahacer cuando se bailaban lentas.

Porque en las películas que yo habíavisto, y que constituían mi única fuentede información sexual a excepción delos relatos de Verónica, Leticia, Laura yNines (fuentes no autorizadas y pocofiables), el apasionado beso final de losprotagonistas desaparecía en un fundidoen negro. Así que yo no tenía ningunarazón para creer que después del besoapasionado el chico no juguetease conlos pezones de la chica.

Porque era el único chico de lafiesta más alto que yo. Porque cuandoaquel caracráter empezó a morrearme ya meterme mano mientras bailábamoslas lentas yo no tenía muy claro si debía

dejarme hacer o pegarle una bofetadacon expresión ofendida, como habíavisto hacer en las películas; y finalmentedecidí dejarme.

Porque no tenía valor para abofeteara un chico que me sacaba por lo menosdiez centímetros.

Y también, sobre todo, porquequería ponerme de una vez por todas porencima de Verónica, Leticia, Laura yNines.

Diez de la noche. Fiesta terminada.Antes de entrar en casa, frente al espejodel ascensor hice desaparecer con unkleenex el brillo de labios y la máscarade pestañas. Porque mi madre me habría

matado si me hubiese visto llegar a casapintada. Y me enjuagué los dientes conel elixir Licor del Polo que guardaba enel bolso para que tampoco se notara quehabía dado cuatro caladas a un cigarrilloMencey.

Sin tragarme el humo, claro.Ya dentro de casa, me fui

directamente a la cama, sin cenar. Sinmis zapatos «de salir» con tacón de trescentímetros, y sin mi sujetador marcaBelcor, modelo Maidenform, talla 80,color rosa salmón, que me venía grandey hubo que ajustar, volvía a parecer loque en realidad era. Una niña de doceaños y siete meses, más interesada en

las aventuras de Sandokán o en lamelena de una niña morenita que en lashabilidades linguobucales de unadolescente granujiento.

Me acordé de los morreos delcaracráter y no sentí la sensación degozosa plenitud que según Verónica,Leticia, Laura y Nines debía acompañaral primer beso. En realidad, el recuerdome resultaba, me resulta todavía, de lomás desagradable, y me entraron ganasde vomitar.

Y aquella niña de doce años y sietemeses se levantó muy digna de la cama yrebuscó en su primer bolso (dondeguardaba los kleenex, las llaves, el

brillo de labios, la máscara de pestañas,el elixir Licor del Polo y el dinero)hasta que encontró el billete de metro enel que había apuntado el teléfono decaracráter (él no podía ni debía llamarlaa casa, porque a mi casa no llamabanchicos) y lo rasgó en montones depedacitos pequeñitos.

Después regresó a su cama,satisfecha.

Y desde entonces, mientras miscompañeras de clase se dedicaban apintarse las uñas con brillo, rizarse lamelena, pintarse los ojos e intercambiarcitas y teléfonos con los chicos de losMaristas, yo me encerré en mí misma y

en mis números.Se acabaron los experimentos con

los chicos.Al año siguiente aquella niña

morena dejó el colegio. No he vuelto averla, y sí he vuelto a verla. No hevuelto a ver a aquella Bea en particular,pero alguna vez he visto, o conocido enalguna fiesta, en la calle, en un bar, auna mujer con la misma expresiónensimismada, con la misma dulzura enlos OJOS, y he sentido esa mismafascinación, esa intuición de haberencontrado a mi alma gemela.

Y entretanto la vida se me va entrenúmeros y cuentas, documentos internos

y disquettes de ordenador, y resultadifícil recordar que mi cerebro no estáhecho de chips, que soy humana.

Aunque cada día se me note menos.

N

de neurótica, naufragio y nostalgia

Ya decía Valmont aquello de que elcamino más directo a la perversión pasapor la inocencia absoluta, y que nadaresulta más fácil que enseñarle a unanovicia prácticas sexuales que laprostituta más experimentada se negaríaa realizar. Y si nos atenemos a mi caso,entonces el señor vizconde de Valmonttenía razón, porque, como tantas niñaseducadas en un colegio de monjas yo no

conocía educación sexual de ningúntipo, excepto la de la propiaexperiencia, porque nadie, nadie,hablaba de sexo en mi familia. Anita ymi madre son de las que cambian decanal cuando aparece una escenasubidita de tono, y Rosa... Rosa es paradarle de comer aparte. Siempre hetenido la impresión de que pasa bastantedel tema. Por lo menos nunca la he oídohablar de sexo. Ni tampoco puedoimaginármela follando. Seguro que se loplantea como una ecuación: energía másresistencia es igual a orgasmo. O que enel momento cumbre se pone a repasarmentalmente los valores de la bolsa, no

sea que mañana bajen los tipos deinterés y la cojan desprevenida.

Obvia decir que en el colegio eltema ni se mencionaba. Nos advertían,eso sí, de que teníamos que llegarvírgenes al matrimonio (las pobresmonjas, qué ingenuas ... ), y con esoestaba todo dicho. Y siempre se nosdescribía a los hombres como unaespecie de maníacos sexuales que sólodeseaban una cosa, y que una vez que laconsiguieran nos abandonarían. Mecostó mucho darme cuenta, años mástarde, una vez convertida en el pendónque soy, de que la mayoría no nosabandonaban, es más, no se

conformaban con una sola y semosqueaban bastante si dabas a entenderque eso era lo que tú habías esperado deellos.

Además, durante todo el día sóloveíamos mujeres. Quisiera resumirloasí: había dos reacciones extremas. O seestaba realmente loca por los hombres,o una acababa relacionándose con unamujer. De hecho, el grupo mejor vistoera aquel en que todo el mundo sabíaque las parejas de amigas no eran sóloamigas. Yo salí de las primeras, creoque no hace falta aclararlo.

Así que cuando empecé a tenerencuentros sexuales, y como no quería

que nadie me tomara por tonta, daba porsentado que mi pareja sabría más que yoy me limitaba a hacer sin rechistar loque me sugería. Afortunadamente, o no,tampoco me relacionaba precisamentecon expertos (entre nosotros, mi primo,el supuesto donjuán, no tenía ni idea defollar) de modo que debo agradecerle ala divina providencia el hecho de que enmi primera adolescencia no hicieraninguna barbaridad de la que hoypudiese arrepentirme. Nada de lo quedescubrí me pareció demasiadosorprendente. Llamadlo instinto,llamadlo tolerancia natural.

En ésas estaba cuando a los

diecisiete años llegué a la facultad. Allíconocí a Gema y a Line, que desdeentonces han sido mis inseparables.

La gente se sorprende mucho cuandose entera de que Gema es lesbiana.Como si fuera marciana. Y luego dicenesa memez de «Huy, pues se la ve muyfemenina ... » ¿Qué esperan? ¿Que secorte el pelo al uno y se vista decomando? ¿Que haga culturismo? Elpropio Iain me preguntaba si no sentiacierto reparo, si no me sentíaamenazada. Pues no. Nunca. Ella nos lodijo desde el primer momento, y a mí nome pareció mal, ni a Line tampoco.

En cualquier caso, en primero de

carrera las tres nos encontrábamos enidéntica situación, aunque nuestrosobjetivos fueran diferentes. Nuestraexperiencia no resultaba losuficientemente amplia para satisfacernuestra curiosidad. Y fue a Line a quiense le ocurrió la feliz idea de alquilarpelículas porno. Así podríamos adquiririnformación de primera mano sobre todotipo de técnicas y posturas que en aquelmomento sólo podíamos imaginar.

Hicimos una excursión de mediahora en metro hasta Aluche, en busca deun videoclub donde no existieranposibilidades de toparse con ningúnconocido. El dependiente nos dirigió

una miradita lasciva y nos preguntó sinos gustaba mucho ese tipo de cine. Seofreció a quedar con nosotros cualquierdía para enseñarnos algunas cintasespeciales que no estaban a la venta.Salimos de allí por piernas.

Al final encontramos otro videoclub,éste en Pueblonuevo, regentado por unviejecito amabilísimo que no sólo nonos hacía ninguna preguntacomprometida sino que nos asesorabasobre las últimas novedades. Con eltiempo nos enteramos de que elvideoclub era en realidad de su hijo,pero que el chaval pasaba poco por alláporque le traía más a cuenta dejar al

viejo al cargo. Así el abuelete sedistraía y el dueño podía irse de cañas.El vejete nos llamaba juventud ysiempre que íbamos se tiraba un ratolargo de charla con nosotras. Casi nuncase refería a las películas quealquilábamos, excepto paracomunicarnos la opinión de sus otrosclientes. Yo creo que nos cogió cariño ytodo.

Como elegíamos las películas sinningún criterio y cogíamos a toda prisala primera cinta nueva que llegaba alvideoclub, por aquello de la vergüenzaque se nos había inculcado y el pudorque se nos suponía, en nuestro universo

se mezclaban las starlettes falsamenteimpúberes y los barrigones casposos deprincipios de los ochenta con lasguerreras siliconadas y los galanesesteroidados de las postrimerías de losnoventa.

Lo hemos visto todo.Jovencitas con pinta de estudiantes

de colegio mayor cuyo halo de piadosainocencia no les impedía realizar losnumeritos más osados. Garañones deaspecto sórdido con pinta de estibadorportuario, felices poseedores de arietesde treinta centímetros que lescatapultaban directamente a la cima delstar system postsicalíptico. Decididas

colegialas de cuerpo engañosamentepreadolescente y garganta abisal quecompensaban sus senos más bienescasos con un entusiasmo sinprecedentes a la hora de engullir con lamayor voracidad trancas hiper-desarrolladas. Nínfulas que relamíancon deleite y con la expresión másinocente, como si de helado de vainillase tratara, los restos de semen quequedaban en las comisuras de susboquitas de piñón. Ositos de peluche dediscreto tonelaje que exhibían conorgullo los veinticinco centímetros derigor en la profesión. Califormanasoxigenadas, tigresas insaciables de

curvas esculturales y facciones deleopardo, concienzudas y expertas en lafellatio, rítmicas y agitadas en la forlón.Morenazos de pelo en pecho,inagotables e inventivos, auténticos latinlovers. Diosas reconstruidas armadas deuna delantera megaatómica, queavasallaban a sus incrédulos partenairescon sus generosas glándulas siliconadas.Recicladas venus plásticas que sedespojaban con orgullo de sussujetadores de encaje rosa y nospermitían ver cómo su pecho deguerreras de hierro ascendía orgullosohacia el cielo, desafiando las máselementales leyes de la gravedad y de la

genética. Sementales con una energíadigna de una locomotora que arrancabana la garganta de sus compañerasauténticos rugidos de placer. Galanes decoletita engominada que parecíanproxenetas de posibles. Mulatonas detraseros sabrosones que movían lascaderas con la potencia de un tornado.Chuloputas de vaquero prieto y camisetaceñida, sobrealimentados deanabolizantes, cuya coraza de músculoscincelados, en contraste con sus exiguasherramientas, sugería poca mecha paratanta dinamita. Exquisitas orquídeasasiáticas, más sofisticadas que precisas,delicadas y peligrosas como una flor

carnívora. Camioneros quecompensaban su escaso sentido delritmo y su total inexpresividad con lapotencia desaforada de sus fluidosseminales, un auténtico diluvio. Y rubioshiperoxidados que se resarcían de lapoca espectacularidad de un riego vitalinconsistente y cristalino con unanaturalidad portentosa ante la cámara yun ímpetu y un brío desmedidos.

Llegamos a sabernos de memoria laidentidad de las principales luminarlasde la constelación genital: Ginger Lynn,John Holmes, Tori Welles, GabrielPontello, Ashlyn Gere, ChristopheClark, Savanah, Peter North, Tracy

Lords, Ron Jeremy... Nombres yapellidos inverosímiles que habíanelegido chicos y chicas procedentes depueblos anónimos el día que llegaron aLos Ángeles y decidieron asumir unanueva identidad: la de superdotadossexuales destinados a habitar nuestrossueños más húmedos.

Los guiones eran inexistentes y elargumento no era sino una excusa parahilar las seis escenitas clave que todapelícula exigía. En las más cutres, lasescenas se sucedían sin ilación ninguna.Las chapuzas eran de antología. Enmuchos casos se veía la pértiga delsonido. Casi todos los actores se

quedaban mirando a la cámara en plenopolvo, esperando instrucciones, y en lamayor parte de las cintas era fácilapreciar que la herramienta queejecutaba la penetración nocorrespondía, por color o por tamaño,con la que segundos antes enarbolabaorgullosamente el actor de turno, o queel pene que se había introducido en lavagina embutido en un condón salía deésta sin él. Se ve que con las prisas ni sehabían tomado el trabajo de buscar uninserto que no cantase... Pero, seamossinceros, ¿qué importancia tienen unailuminación calamitosa o unacomposición de planos simplemente

inexistente cuando lo que importa es verpuro y duro metesaca?

Como resultado de esta atipicaeducación sexual me quedó la idea deque los tíos siempre se corrían fuera,excepto cuando querían tener hijos,porque eso habían hecho mis cincoamantes y eso hacían los chicos delporno. Y se me fijó una obsesión por laspollas grandes, ay, ¡pobre de mí!, que yanunca me abandonaría; y es unadesgracia, porque la experiencia y eltiempo me han demostrado que, alcontrario de lo que el porno me habíahecho creer, las trancas de veinticincocentímetros no suponen la regla, sino la

excepción.A veces pienso que eso fue lo que

hizo que me enamorase de esa manerade Iain: que materializó todas misfantasías de adolescente, las que el cineporno me había hecho albergar. Porqueél tenía una polla enorme, y duraba tantocomo los garañones del porno, y hacíatantos numeritos como ellos.

La verdad es que nadie se explicapor qué me colgué de aquella manera. Aninguna de mis amistades le caía bien.No era lo que se entiende por un chicoencantador, precisamente. Era bordecomo él solo. Apenas dirigía la palabraa mis amigas, y cuando lo hacía era para

soltar alguna inconveniencia. En el barno le soportaban. Y no era para menos,con sus numeritos de celos.

Sí, es difícil de entender. Pero si meparo a pensarlo, no podía ser de otramanera. Estaba cantado. Tenía queacabar loca por un tipo como él.

La explicación más obvia, la depsicoanálisis de a duro, es aquella queme daban mis terapeutas, esa historia deque yo ando buscando al padre que meabandonó y por eso me cuelgo con tíosmayores que yo, tranquilos,responsables y de aspecto protector.Pero eso no explica, por ejemplo, porqué antes de Iain me gustaba tanto

Santiago, que era más joven que yo y alque se podía calificar de todo menos deresponsable. Las explicacionessimplistas no sirven para nada.

Hay que tener en cuenta cómo meencontraba yo cuando conocí a Iain. Mássola que un cacto en medio del desiertoy más perdida que un bantú en un cuartode baño. De pronto, todo se me habíajuntado. La muerte de Santiago, lahospitalización de Line y la ausencia deGema. Uno la palma de un pico chungo,a la otra la ingresan, por enésima vez, enun hospital de paredes blancas donde laatiborran a concentrados de proteínas ydonde sólo me permiten visitarla media

hora cada dos días. Y Gema, quesiempre había sido mi agarradera, milastre, la fuerza sensata que meconectaba con el mundo, estabaencerradísima con su puñetera tesis, ycasi no podía contar con ella. Yo teníala impresión de que utilizaba lo de latesis como excusa, porque después de lode Santiago quería apartarse un poco delambiente, cosa que yo no podíareprocharle.

Así que conocí a Iain por casualidaden una fiesta, y me colgué. Me encoñéporque tenía la polla enorme y porqueera un plusmarquista sexual. Y meenamoré porque era completamente

distinto de la gente que me rodeaba. Noiba por la vida a mil por hora. Leía a losclásicos, escuchaba jazz, veía películasen la Filmoteca... No parecía acarrearese aura de provisionalidad quecaracterizaba a todo lo que me rodeaba.Acabé fascinada por cualquier detallerelacionado con él, por mínimo quefuese.

Me encantaba su escritura, porejemplo. Esas des que parecían bes yesas bes barrigonas e inacabadas quenadie sabe lo que parecían. Era unaescritura desaliñada, imprecisa... Meencantaban las notas que iba dejandopor toda la casa en pequeños papeles

amarillos. Las manos, huesudas,nerviosas. Los dedos larguísimos. Y lavoz. La voz era suave y él arrastraba laspalabras lentamente, forzando siemprela última sílaba. Podría habermedormido escuchándole. Me gustaba laforma que tenía de manejar las cosas,los tenedores, los bolígrafos, loslápices. Los trataba con un cuidadoexquisito, como si temiera que fueran aromperse. No como YO, que nunca tratocon cuidado nada que caiga en mismanos y que, efectivamente, soy muydada a romper cosas. Esa tranquilidad,esa cotidiana parsimonia de Iaincontrastaba tanto con el ritmo

anfetamínico de mis amistades, y era tandesesperada mi necesidad deestabilidad, que irremediablemente teníaque sentirme atraída por su calma.

Me gustaba su sentido del humor, tansutil que a veces resultabaimperceptible. Me gustaba el olordulzón de su piel, la curva de su nuca, eltacto solidísimo de sus hombros. Elgesto de concentración que dibujabansus labios cuando, inclinado frente a suordenador, se peleaba con las historiasque no conseguía escribir. Me gustabantodos los pequeños detalles que habíaaprendido a reconocer como familiares.Podía hundirme entre su ropa y

marearme con su olor. A veces llamabaa su número sólo para escuchar su vozgrabada en el contestador automático.Habría reconocido a ciegas sus pasosentre una multitud. Y todas esaspequeñas cosas que le identificaban yque componían su carnet de identidaderan para mí tan sagradas e inmutablescomo las letanías que había aprendidode pequeña. Me las sabía de memoriaaunque jamás me parase a pensar en susignificado.

La ignorancia es una traidora que seha aliado con la imaginación. No sénada de él ni de lo que pueda hacer.¿Habrá escrito mucho? ¿Se habrá

follado a otras? ¿Me echará de menos?Dibujo mentalmente su imagen, uniendopiezas. Primero los ojos de agua,después el ceño infantil, acto seguido elcuerpo hecho de leche, los piesenormes, las piernas largas, el torsocompacto y robusto. No me lo imaginosolo. Me lo imagino en fiestas con susempiterna copa de whisky y una rubiaremilgada colgada del brazo.

Vivimos una luna de miel que durócosa así de un mes. Vacaciones en elPlaneta X. Sexo y diversión. Venía abuscarme al bar cada noche. Me llamabazorra cuando me follaba. Supongo queno está bien admitirlo y cargarse de

plano todos los postulados feministas.Supongo que no está bien decir que megustaba, que no me importaba que meobligara ni que me agarrara por el pelopara obtener lo que quería. Sé que noestá bien echar eso de menos. Dulcesoleadas de leche derramada disparabasu sexo, incrustado en mi vientre, y yo leoía gemir, desnudo, concentrado,ascendiendo cielos hacia el séptimo. Mellamaba zorra y decía que yo nunca teníasuficiente.

Pero nada bueno dura eternamente.Llega un momento en que el sexo salvajeno lo cubre todo y surge el peligro deconocerse, y el compromiso. Y es el fin.

Ahí fue cuando empecé a caer en lacuenta de todos los misterios querodeaban a Iain. ¿Por qué vivía enEspaña? Al fin y al cabo, prácticamenteno tenía amigos ni razones para veniraquí, porque no se dedicaba a enseñaringlés ni nada por el estilo. Y ¿de quécoño vivía?

Tenía un apartamento precioso quedebía de costarle una pasta. Al principiome dijo que tenía una beca, pero no melo tragué. En primer lugar, porque elimporte de una beca ni siquiera le habríadado para pagar el apartamento, y ensegundo porque jamás le vi estudiar niinvestigar. No hizo falta que me

explicara que era rico. Estas cosas senotan, por mucho que uno vaya vestidocon vaqueros raídos y camisetasdesteñidas. Se nota en la tranquilidadante la vida que sólo ofrece unaposición acomodada, la seguridad deque ningún golpe va a ser demasiadodoloroso porque tus padres hanalmohadillado la superficie sobre la queplaneas. Me pregunto si Iain habríaexhibido la misma tranquilidad en lospequeños detalles si hubiera nacido enotra familia.

Prácticamente vivíamos juntos. Pocoa poco, sin advertirlo, había trasladadomis pertenencias indispensables a su

apartamento y apenas pisaba el mío, siacaso una vez cada quince días pararecoger correspondencia, discos y ropa.Yo había cedido, le había concedidoventaja y jugábamos en su campo. Conla excusa de que su apartamento era másbonito y espacioso me había llevado asu territorio.

Una tarde de domingo estabahojeando sus libros, buscando algo queleer, cuando un papel amarillento quehabía estado guardado entre las páginasde Othello cayó al suelo. Cuando lorecogi me di cuenta de que se trataba deuna carta. Debería haberla dejado dondeestaba, pero no pude resistir la

curiosidad. Él había salido a comprarmelos periódicos. Eché un vistazosuperficial a la misiva, decidida, enprincipio, a dejarla donde la habíaencontrado. La firmaba una tal Shiboin.La carta era muy larga, casi diezpáginas. La curiosidad me pudo.Comencé a leerla con manostemblorosas. Temía que no me diesetiempo a leerla toda y que al regresar élme sorprendiera con las manos en lamasa.

La chica tenía una letra bonita,pulcra y ordenada, que se volvía cadavez más caótica a medida que avanzabala narración. Al final las líneas, que

habían comenzado horizontales, seinclinaban hacia el suelo, descendentesy depresivas. Los palos de las tes sedisparaban, como si escribieseapresurada, como si su mano intentasedesesperadamente adaptarse a lavelocidad de su pensamiento. Ella decíaque nunca le olvidaría, que lo quehabían vivido juntos era demasiadofuerte como para borrarlo. Que nosoportaba su ausencia. Que necesitabaque la perdonase. «Ya no te acuerdas —le decía— de cuando nos juramos que sia uno de nosotros le sucedía algo, elotro se suicidaría para que estuviéramosjuntos para siempre. ¿Cómo has podido

olvidar eso?»Me quedé de piedra. En primer

lugar, porque no podía imaginar que élhubiera vivido una historia tanimportante. Nunca me había hablado deeso. Ni siquiera me había mencionadode pasada a una antigua novia. Ensegundo lugar, ¿cómo había podidodejar una carta como aquélla entre loslibros, tan descuidadamente, cuandosabía que yo me pasaba el día hurgandoen sus estanterías, buscando lectura? Seme pasó por la cabeza que quizá lohabía hecho intencionadamente, para queyo lo descubriera, porque no se atrevía ahablar de eso.

Por supuesto, yo no hice ningúncomentario del descubrimiento, porqueeso habría supuesto admitir que yo leíacorrespondencia ajena, y a mí se mehabía educado para considerar lainvasión de la intimidad un crimen tanreprobable como el robo.

La curiosidad se instaló dentro de micabeza como un pulgón en el seno de unarosa, invisible y devoradora al mismotiempo. Reparé en una carpeta marrónque reposaba en la estantería y a la queyo, hasta entonces, no había concedidomayor importancia. A primera vista seadvertía que contenía correspondencia.Podían entreverse los sobres de correo

aéreo, con sus bordes azules, blancos yrojos. Estaba decidida a investigar sucontenido a la primera ocasión. Pero noresultaba tan fácil, porque Iain se pasabael día en casa. No tenía que trabajar yningún deber le obligaba a comprometersu tiempo, así que cuando yo no estabaen el bar él hacía lo posible por estarsiempre a mi lado.

La oportunidad se presentó dossemanas después, el día en que Iain tuvoque ir al aeropuerto a recoger a unconocido de su padre, un hombre denegocios que hacía escala en Madrid decamino a Sudamérica. Calculé queestaría por lo menos dos horas ausente.

Una vez que se hubo marchadoesperé una media hora, para asegurarmede que no volvería a buscar cualquiercosa que hubiese olvidado y no mesorprendería con las manos en la masa,y luego me abalancé sobre la carpeta.Estaba tan nerviosa que no sabía pordónde empezar. Me leí todas las cartas,una por una. La mayoría estabanfechadas dos años atrás, cuando Iain aúnresidía en Dublín. Me dolió comprobarque le importaban tanto como parahaberlas traído con su equipaje. Lascartas hablaban mucho de amor y casi nomencionaban el sexo. Si lo hacían eramuy de pasada y eufemísticamente,

refiriéndose a «aquella noche tan bellaque pasamos juntos» y cursiladas por elestilo.

Recuerdo un párrafo casi dememoria. Creo incluso que, si meoncentro, puedo verlo escrito enaquellos caracteres redondos: «Más quenada siento haberte mentido, más quecualquier otra cosa que haya hecho. Peroharía cualquier cosa, cualquier cosa, porque me perdonases ... » Por las cartasme enteré de que Shiboin estudiabaenfermería en Dublín. Sus padres vivíanen Cork. Escribía a Iain desde montonesde paraísos vacacionales: había cartasenviadas desde Grecia, escritas en la

cubierta del yate de su padre yfranqueadas en el transcurso de unaescala técnica en Corfú; cartas escritasdesde un refugio alpino en Gstaad, quehablaban de slaloms y ventiscas y de losprogresos de Shiboin en las pistas másdifíciles; cartas enviadas desde su casade Cork, donde pasaba la Navidad juntoa su familia, y donde montaba todas lasmañanas en su caballo... Evidentemente,era muy rica. O mejor dicho, su padre loera.

En último lugar había un sobrerepleto de fotos de todo tipo. Fotos deShiboin e Laín juntos en una fiesta,abrazados, con sonrisa de

circunstancias, gorritos de papel en lacabeza y los ojos enrojecidos por elflash. Shiboin en el campo irlandés, elpelo rubio cayendo indolente sobre lacara, abrazada sonriente a su caballo.Shiboin en traje de noche, posando juntoa un hombre mayor de perfilaristocrático y expresión orgullosa,vestido de esmoquin, que supuse debíade ser su padre. Shiboin en la playaluciendo un traje de baño de una piezalo suficientemente sobrio como para noser comprometedor y lo suficientementerevelador como para dejar adivinar uncuerpo espléndido, moldeado a fuerzade años de ejercicio y buena

alimentación.No encontré, sin embargo, las típicas

fotos comprometedoras que suelenhacerse los amantes, esas fotos quetantos quebraderos de cabeza causancuando llega la ruptura. Ninguna foto deShiboin desnuda. Ni siquiera una foto deShiboin recién levantada de la cama. Meextrañó un poco, y me alivió a la vez.

Era guapa. Y elegante, además.Aunque es fácil ser elegante cuando unapuede permitirse el lujo de gastarse unafortuna en vestuario. Era exactamente eltipo de chica que yo había odiado en elcolegio. Aquellas princesitas de buenafamilia católica que te miraban por

encima del hombro porque tus zapatosno eran Castellanos ni tus polos Lacoste.Y lo peor de todo era que Shiboinescribía bien. No parecía nada tonta.

Me pregunto si las cosas me habríanresultado más fáciles si ella se hubieraparecido más a mí, si no hubiera sido miperfecta antítesis. La rubia espiritualversus la morena carnal. Un millón depreguntas bullían en mi cabeza, como unenjambre de abejas asesinas. ¿SeguíaIain enamorado de ella? ¿Por quéconservaba sus cartas? ¿Por qué lasdejaba tan a la vista? ¿Por qué dejó unade las cartas dentro de un libro, como side una puesta en escena se tratara?

¿Cómo podía sentirse atraído por dosmujeres tan distintas entre sí?—¿ Sehabría decantado por el tipo opuesto asu anterior novia precisamente porqueella le había hecho sufrir demasiado? Enla cama, ¿haría con ella lo que hacíaconmigo? Y si lo había hecho, ¿por quéella nunca lo mencionaba, por quépasaba por alto una cosa tan importante?Quizá hubieran mantenido un tipo derelación que yo ni siquiera podíaimaginar, una historia que no necesitabasexo para cimentarse. Quizá él hubieracambiado la virgen por la puta, porqueésta resultaba menos peligrosa.

Una segunda lectura de las cartas,

especialmente de las últimas, mepermitió adivinar, a través de lasveladas referencias de Shiboin, algo queantes se me había pasado por alto,ocupada como estaba en averiguar cómoera Shiboin, por encima de la historiaque había vivido. Aunque ella nunca lodecía explícitamente, resultaba evidenteque cuando hablaba de sus mentiras y deaquello que él no podía perdonarleestaba refiriéndose a un desliz con otrohombre. Aquello me dolió muchísimo,porque implicaba que si él la habíaabandonado no era porque hubiesedejado de quererla, sino precisamenteporque la quería demasiado, y

automáticamente yo pasaba aconvertirme en el segundo plato, en elsucedáneo, en la merluza congelada quese compra cuando no hay medios paracomprarla fresca. ¿Quién podíagarantizarme, a partir de entonces, queél me quería tanto como aseguraba?¿Qué validez tenían sus palabras y suspromesas? Por primera vez conocí decerca el fantasma de los celos, laamargura de la incertidumbre, unasensación mezcla de abandono y bajóndrástico de autoestima, una comezón quenunca antes había experimentado y queno le deseo ni a mi peor enemigo. Ypara mayor castigo, se añadía la

vergüenza de sentirme inmadura, desaber que era presa de un sentimientoque todos mis terapeutas despreciabanunánimemente y que atribuían a unainseguridad neurótica. Yo siempre habíallevado muy a gala el hecho de que erauna chica moderna, independiente, unade esas chicas en cuyo vocabulario noentra la palabra posesión.Autodestructiva, politoxicómana,maníaco depresiva, quizá. Celosa, no.

Olvídate del sida y de las drogas, delas bombas nucleares, de losexperimentos genéticos, de lamanipulación de la información porparte del poder. La verdadera amenaza,

la más presente, son los celos y eldeseo, el éxtasis, el arrebato, elmomento en que te tocará derribar lasestructuras sobre las cuales asentaste tuequilibrio mental. La pasión es laamenaza más presente, no importa loracional que creas que eres. Nadie estáa salvo.

Y comprendí a qué venían losnumeritos de Iain, las miradas torvasque me dirigía cada vez que uno de loscamareros me cogía de la mano o queuno de los clientes fijaba su mirada enmi escote, las broncas que montabacuando me paraba a saludar a algúnamigo en la calle y le sonreía más de lo

que él consideraba necesario. No queríaque se repitiese lo de Shiboin. Le habíadolido mucho. Y a mí me dolía aún másque a él le hubiese dolido tanto.

Acabamos precisamente por eso.Por sus numeritos de celos. El día enque decidí que ya me había hartado desoportarlos. El día en que le dejé. Oquizá me dejó él...

Puede que fuera mejor así... Quizámás vale acabar de forma abrupta,cortar mientras la llama aún estáencendida, que llegar a ese punto en quela ternura se convierte en amabilidad, lanecesidad en simple obligación. Mejorechar algo de menos que acabar

echándolo de más. Prefiero la nostalgiaa la rutina.

Me levanto todas las mañanas, sola,aprieto la tecla de play del loro que estáal lado de la cama y escucho siempre lamisma canción. Un adolescentedesganado de acento mancunianodesgrana con voz perezosa el mismoestribillo una y otra vez: She cant getenough, can't get enough, can't getenough... love, por encima de unasección de vientos que ataca lentífisimael mismo riff hipnótico, y así los demásentendemos que cuando Sean dice amoren realidad quiere decir sexo.Exactamente igual que el común de los

mortales. Tarareando ese estribillo ymoviéndome al compás me dirijo haciael cuarto de baño, me ducho y me lavolos dientes. La cara que miro en elespejo es la de una chica que tampococonsigue bastante amor ni bastante sexo.De hecho, nada en absoluto.

Después, me voy a trabajar. Copas ydiscusiones con el encargado. Subir ybajar cajas de cerveza. Esquivar a lospesados que quieren averiguar a quéhora sales. Las interminables horas quepaso en el bar no cuentan. Estoy muerta.No soy yo. Soy un doble cibernético,una réplica catódica, un zombi andante,cualquier cosa. Hablo como yo, Visto

como yo, miro como yo, pero no soy yo.Y cuando vuelvo a mi casa a las seis

de la mañana llego tarareando el mismoestribillo que llevo grabado a fuego enla cabeza. Me digo a mí misma que estavez voy a controlarme y no pondré lamisma canción, pero no puedo evitarlo.Llego y vuelvo a pulsar la tecla de playy vuelve a sonar el mismo compact quesonaba esta mañana, y ayer por la noche,y el día anterior. She can't get enough,can't get enough, can't get enough...love. Sí, señor, ésa soy yo.

Capto, por supuesto, el doblesignificado de la frase, no sólo sobre elamor y el sexo, sino sobre la supuesta

insaciabilidad de la heroína de lacanción y no concibo por qué me heobsesionado tanto, pero no puedoevitarlo. Todos los movimientosmecánicos que vienen después —preparar la cena, recoger la ropa, ponerla lavadora, desmaquillarme— estándominados por el mismo estribillo, unay otra vez. Leo, como siempre, antes deacostarme, y entre cada línea se me vacolando la dichosa frasecita: she can'tget enough love.

Cierro los ojos e intento reconstruiren mi memoria el tacto de su cuellofirme y sólido y de sus hombrosperfectos, el olor de sus camisas y el

timbre de su voz. Mientras sea capaz derecordar cada uno de esos detalles, séque no habré perdido a Iain del todo. Elrecuerdo de esas pequeñas cosas no meentristece. Todo lo contrario, metranquiliza. Exactamente igual querepetir una letanía. Recordarte a timisma que tienes algo que adorar.

Por supuesto que salgo, de cuandoen cuando, y bailo y flirteo y me drogo yme emborracho y reparto por aquí y porallá ramalazos de belleza, de la bellezaque aún me queda. Pero de momento,nadie ha pisado mi casa. Tengo laimpresión de que nadie podría compartirla banda sonora, de que nadie podría

entender como yo entiendo elsignificado de esa frase. A veces mequedo leyendo hasta la madrugada y elcompact sigue adelante, hasta el final, ytodos esos saxos lánguidos se empeñanen recordarme que no tengo suficienteamor.

Uno de estos sábados, por la noche,marcaré el número de Iain. Andará porahí con su sempiterno vaso de whisky enla mano y una rubia remilgada colgadadel brazo. Saldrá el contestador y dejarégrabada la puñetera musiquita. Cuandoescuche que ella nunca tiene suficiente...amor, sabrá perfectamente que se tratade mí. Él sabe que yo nunca tengo

suficiente.

Ñ

de ñoñería

Tedio y tiempo empiezan por lamisma letra, y las horas y los días pasansin hacer nada, como una sucesióninacabable de hojas en el calendario. Esmuy aburrido vivir cuando no tienesnada que hacer y nadie en quienapoyarte. Mi marido y mi hijo, ya lo sé,pero ya no me basta. Aquí encerrada encasa todo el día... No sé, me encantaríatener amigas. Aparte de la cuadrilla de

San Sebastián, que al fin y al cabo noeran otra cosa que amistades deconveniencia, de qué me serviría a mínegarlo ahora, lo cierto es que no tengoninguna amiga de verdad, excepto mamá,creo, no sé.

Me gustaría llevarme mejor con mishermanas, pero no es tan fácil. ¿De quépodría hablar con ellas? Rosa todo eldía con su carrera y su trabajo, yCristina tan moderna ella... No es que yono lo intente, yo intento ser amable yesas cosas, pero no, no es tan fácil. Lasangre no une tanto como debiera, ycuando las personas no son afines, no loson, y eso no hay forma de arreglarlo.

A veces, sin embargo, me apetecellamar a Cristina, porque creo que ellapodría entenderme y podría explicarmepor qué últimamente no consigo parar dellorar. Al fin y al cabo, se supone que esella la que tenía problemas mentales,¿no?

No sé, lo de los problemas mentalesde Cristina es una historia que noconozco de primera mano, porqueocurrió después de que yo me casara, ytodo lo que yo sabía era a través de mimadre, que me llamaba desesperada yharta para desahogarse: «No puedo conesta niña, es que no puedo, te loadvierto, Ana, cualquier día voy a hacer

una barbaridad.» Y confiaba en mí paraque le ayudase, por aquello de que yoera una mujer casada y sensata, y yopensaba para mis adentros que quépodía hacer yo, si tenía muy claro que aCristina no la paraba nadie, y muchomenos yo, porque yo seré muy buenachica y muy sensata y muy todo, o esopiensa mamá, pero no dispongo de lamitad de las energías de mi hermanapequeña.

Cuando Cristina nos pegó el primersusto ella tenía dieciséis años y yoacababa de casarme, como quien dice. Aella le costó una semana en la UVI y atodas nosotras un montón de lágrimas y

de dolores de cabeza. Ninguna tiene muyclaro por qué lo hizo. Y la historia queyo sé no la conozco de primera mano ysólo sé lo que mamá y Rosa mecontaron. Que Cristina llegó borracha alas tantas de la mañana y que seencontró a mamá despierta, esperándola.Que tuvieron una de sus broncas decostumbre, porque, según mamá,cualquier persona que viviera bajo sutecho (y remarcaba aquel posesivo)debía ajustarse a un horario decente, ypor decente se entendía que a losdieciséis años una debía estar en casa alas diez de la noche, como habíamosestado las demás. Que Cristina se metió

en su habitación pegando un portazo yque a la mañana siguiente, cuando Rosafue a despertarla, se dio cuenta de queCristina no se movía, no reaccionaba, deque jadeaba de forma extraña, y de queun reguero de saliva solidificada lebajaba desde la comisura de la bocahasta la curva de la mandíbula. Fue enese momento cuando reparó en que allado de la cama había una caja deneorides y una botella de pacharán,vacías las dos. Y ya puede agradecerleCristina a Dios que mi hermana Rosasea tan lista y se diese cuentainmediatamente de lo que había hecho,porque si llego a ser yo la que se la

encuentra seguro que, primero, no mehabría enterado de lo que pasaba, y,segundo, que aunque me hubieraenterado no habría sabido qué hacer. YRosa llamó de inmediato unaambulancia, y para el hospital se fueCristina, que tuvimos mucha suerte,decían los médicos, que la niña era muyfuerte y no sólo había sobrevivido sinoque, además, la burrada que hizo no tuvoconsecuencias más graves, porque podíahaberle afectado la cabeza y noshabríamos quedado con una hermanamedio sorda o medio ciega o yo qué sé...

Recuerdo una vez, y de esto no hacetanto, en una comida familiar, mamá

estaba quejándose de la vida que llevaCristina, trabajando en un bar y eso,cuando tiene una carrera terminada, ycon muy buenas notas, además, yCristina dijo, lo recuerdo perfectamente,que daba igual lo que ella hiciera con suvida, porque al fin y al cabo estabaviviendo de prestado. Y supongo yo quese refería a que, como habíasobrevivido por casualidad, la vida quetiene se la ha regalado Dios o el azar ola suerte, pero que en cualquier caso nola considera como suya, porque la suya,la que le tocaba de verdad, se quedóallí, en la UVI, y desapareció durantelos tres días que estuvo inconsciente,

supongo.Pero aquél sólo fue el primer susto,

a pesar de que mamá envió a la niña auno de los mejores psicólogos deMadrid, que nos lo había recomendadomi suegro y que le salía a mamá por unojo de la cara, pero que no nos sirvió denada porque después vino el resto de losnumeritos, una sucesión de animaladascon las que Cristina nos sorprendíaperiódicamente, tan brillantes y tanprevisibles como la luna llena, aunquenunca sabíamos, eso sí, cuál seríaexactamente la próxima sorpresita quenos depararía la niña. En una ocasióndesapareció durante cinco días y cuando

por fin nos dijeron dónde estaba tuvimosque ir a recogerla a un centro de acogidade la Comunidad de Madrid, totalmentedemacrada y cubierta de moratones,incapaz de recordar dónde había estado.Otra vez Rosa se la encontróinconsciente, tirada en el garaje de casa.Al principio Rosa pensó que estabamuerta, porque llegó a pellizcarla y todoy Cristina no se movía. Y vuelta allamar a la ambulancia, y vuelta a llevara Cristina al hospital, y resultó que loque le pasaba a la niña es que se habíametido heroína, sí, heroína, que mamáno podía ni creérselo ni yo tampoco,porque hasta entonces yo siempre había

asociado lo de la heroína con esoschicos famélicos y desgreñados y suciosque intentan venderte kleenex en lossemáforos, y no con una niña dedieciséis años, sana y guapa, y de buenafamilia, además, que por entonces aúniba al instituto. Y cada dos por tresCristina tenía una bronca nueva conmamá y pegaba unos berridos que seenteraban todos los vecinos y decía queno entendía por qué había venido a estemundo, y mamá me llamaba desesperadadiciendo aquello de que aquella niña erala piel del demonio, y que seguro quehabía salido a su padre porque todas lasdemás mujeres de la familia siempre

habíamos sido muy tranquilas y muycontroladas.

Así, según lo cuento, da la impresiónde que Cristina estaba completamenteloca y de que, además, era insoportable,pero para nada. Cuando Cristina estabade buenas no había niña másencantadora en el mundo, y como encimaera monísima, que todavía lo es, se traíaa todo el mundo de calle. Tenía tantosnovios, o amigos, o lo que fuera, que nosresultaba imposible llevar la cuenta, ycuando ya le habíamos cogido cariño auno entonces teníamos que olvidarnos deél y hacernos al siguiente, y la pobreRosa se hacía un lío con los nombres de

los unos y los otros. Todos se parecían,todos más o menos guapos, con moto, ysiempre con las mismas pintas, cazadorade cuero y pelo cortísimo, muymodernitos ellos, y siempre babeandopor detrás de los pasos de mi hermana.A mamá casi le daba un telele cada vezque veía a uno de esos pintas esperandoen el portal de casa, porque ya sabía quepor fuerza tenía que tratarse de una delas últimas adquisiciones de Cristinita,adquisiciones que a ella no le hacíanninguna gracia, por supuesto. De lamisma forma que no le hacía gracia lamanía de Cristina de escuchar sus discosa todo volumen, aquellos discos que

parecían pasos de Semana Santa, conunos cantantes que ni cantaban ni nada,en cuyas portadas andaban todosvestidos de negro y cubiertos decrucifijos, o su manía de pasarse díasenteros sin comer, o de empeñarse enllevar medias con agujeros. Por nohablar de aquella vez que apareció conel pelo rapado al uno, que parecíarecién salida de un campo deconcentración, y que los vecinos todavíadeben de recordarlo, porque los gritosque pegó mi madre cuando la vio entraren casa debieron de oírse hasta enSebastopol, según me contó Rosa.

Y también tenía millones de amigas,

compañeras de clase tan chaladas comoella que se empeñaban en llevar las uñaspintadas de verde y el pelo cortado enforma de palmera, y vestidas todas denegro, como una cofradía de plañideras,y que se colaban en la habitación deCristina silenciosas y rápidas como unejército de cucarachas, porque mamá,por supuesto, no podía ni verlas. Y entrelos novios que la perseguían y lasamigas que la llamaban para contarlesus penas la cuestión es que los fines desemana el teléfono de casa de mamáestaba bloqueado a todas horas, y amamá, claro, se la llevaban losdemonios.

Un día mamá me llamó histérica yme pidió que por favor fuese a casacorriendo porque a Cristina le habíadado uno de sus arrebatos después dehaber tenido una bronca monumental conella y se había encerrado en el cuarto debaño con un cuchillo y no atendía arazones, y conociendo a Cristinacualquiera sabía por dónde podía salirla niña.

Así que agarré el bolso y me plantéen casa en un santiamén, más que nadaporque mamá me lo había pedido,porque a saber qué iba a poder hacer yocon Cristina, yo, que no levanto dospalmos del suelo y que nunca he

entendido a mi hermana pequeña. Peroya he dicho que a mí mamá me tenía porla sensata y la madura, y debió depensar que quizá conmigo la niña seavendría a razones, porque con mamá yani se hablaba, y a Rosa parecía que laniña le daba igual, Rosa siempreencerrada en su cuarto, echando codos,sin importarle otra cosa que sus libros.

Cuando llegué a casa mamá y Rosaestaban esperándome con cara depreocupación. Mamá fumaba sin pararun cigarrillo tras otro, y Rosa, siempretan pragmática, insistía en que nos lotomásemos con calma, que nollegábamos a ninguna parte poniéndonos

al mismo nivel de Cristina.Cristina llevaba varias horas

encerrada en el cuarto de baño y senegaba a abrir la puerta. Rosa seempeñaba en que lo mejor era tirar lapuerta abajo no fuera que la niña sehubiese metido otro bote de pastillas,porque todos sabíamos que a la mínimaque mamá se descuidaba Cristinita selas arreglaba para hacerse con pastillasde la farmacia. Pero mamá, siempre tanpreocupada por el qué dirán, insistía enque mejor no hacerlo, porque con elescándalo que íbamos a montar tirandola puerta abajo se enterarían todos losvecinos. A mí, sinceramente, me parecía

un poco absurda aquella obsesión demamá con los vecinos, ¡como si a estasalturas todos nuestros vecinos noestuviesen al corriente de los numeritosque montaba Cristina!

Yo me acerqué a la puerta del cuartode baño y sin mucho convencimientosusurré aquello de Cristina, soy yo, Ana,¿te encuentras bien? Al principio nohubo respuesta, pero al cabo de un ratola puerta se abrió un poco, sólo un poco,y entreví la cabecita desgreñada de mihermana que, cuando comprobó que nimamá ni Rosa estaban a la vista, abrióla puerta un poco más y me dejó pasar.Yo entré en el cuarto de baño y Cristina

volvió a echar el cerrojo tras de mí.Había una enorme mancha roja sobre

los azulejos blancos. Brillabamuchísimo y parecía palpitar, como siestuviera viva, y es que estaba enperpetuo movimiento, porque era unamancha de sangre aún fresca, roja,brillante, líquida, sin solidificar. Habíasangre por todas partes. Los azulejosblancos aparecían salpicados de motitascarmesí, y el papel higiénico teñido deescarlata. Cuando me fijé bien reparé enque Cristina, que iba en camisón, estabacubierta de sangre de cintura para abajo,y lo primero que pensé es que tenía elperíodo, porque supongo que ésa es una

de las cosas que nos diferencian ahombres y mujeres: que los hombres vensangre y piensan en violencia y nosotrasvemos sangre y pensamos en óvulosdesperdiciados o en niños no nacidos.Pero no se trataba ni de lo uno ni de lootro, sino que la chalada de mi hermanapequeña había estado todo aquel tiempohaciéndose cortes en las piernas con unacuchilla de afeitar. No caí en la cuentahasta que vi la cuchilla en la mano y mefijé bien en sus muslos, llenos dearañazos, por los que la sangre fluíacomo si fuese salsa de tomaterezumando de una jarra rota. Diosbendito, Dios bendito, pero ¿por qué has

hecho esta barbaridad?, le pregunté. Nome cabía en la cabeza cómo había sidocapaz de hacerse aquello y lo curioso esque lo primero que pensé cuando lo vino fue que mi hermana estuviera loca ninada por el estilo, sino que hacía faltamucho valor para ser capaz de ignorarde semejante manera el propio dolor.Entonces mi hermana se sentó en elborde de la bañera y se secó laslágrimas de la cara, con lo que sóloconsiguió embadurnársela de rojo,porque tenía las manos ensangrentadas.Me recordaba el cuento deBlancanleves, cuando la reina estábordando en la ventana y una gota de

sangre cae sobre el alféizar de ébano, yla reina pide un deseo: tener una niñacon las mejillas rojas como la sangre, lapiel blanca como la nieve y los cabellosnegros como el ébano. Mi hermanapodría haber sido una Blancanievespálida, con los ojos brillantes comocopas de cristal de Bohemia reciénlavadas y el pelo corto y negrocayéndole sobre la cara, con una bellezatrágica y convulsa, como una heroína denovela de Bárbara Cartland (sólo quecon el pelo corto, claro). Cristinaempezó entonces a susurrar, como sirecitase una letanía, y exactamente igualque si estuviera rezando el rosario.

Intentó explicarme que se hacía dañoporque no podía aguantarse a sí misma yque se odiaba, y no hacía más quequejarse de mi madre. Según Cristina,mi madre no la soportaba y no la dejabavivir en paz, nunca le dirigía unapalabra agradable y era incapaz deencontrar algo bueno en nada de lo queella dijese o hiciese. Y yo, allí, sentadaen el borde de la bañera, presa de untemor respetuoso que no había sentidodesde aquellas mañanas frías en que lasmonjas nos hacían rezar maitines en lahelada capilla del colegio, con el airetodavía dormido y la luz del día poraparecer. Yo musitaba incoherentes

tonterías de conveniencia e intentabaconvencerla de que mi madre era unabuena persona y que no la odiaba, perola verdad es que siempre se habíanllevado a matar la una y la otra, y medaba la impresión de que tampoco teníayo muchos argumentos para animar aCristina. Y entonces ella empezó asollozar y a repetir que nadie la quería,que papá se había marchado y queGonzalo se había marchado y que nadiela quería. Y resultaba difícil entenderla,porque hablaba tan bajito y seinterrumpía constantemente con loshipidos y los sollozos, y al final nohacía más que repetir de forma

incoherente el nombre de Gonzalo y noentendía yo a qué venía semejante perracon Gonzalo, aunque quizá simplementeno quisiera entenderlo.

Al rato, cuando Cristinita se calmó ydejó de hipar, avisé a mamá y a Rosa,que cuando entraron en el cuarto debaño y se lo encontraron convertido enlos calabozos del castillo de Drácula nodieron crédito a lo que veían. Rosaenseguida se hizo cargo de la situación,como un sargento en un cuartel; metió aCristina en el coche y se la llevó alhospital, y mamá apareció a los cincominutos en el baño, cubo y fregona enmano, empeñada en borrar aquel

episodio de nuestra memoria a fuerza deVim Clorex y Cristasol.

Después de aquello mamá decidióenviar a Cristina a una psicóloga, unamás joven y más moderna que elanterior, y a la que Cristinita mandó afreír espárragos a los dos meses. Y asícomenzó una sucesión de psiquiatras,psicólogos y terapeutas que ibanproveyéndonos de una lista dediagnósticos que ni mamá ni yoentendíamos mucho. Mamá no acababade confiar en aquellos señores ni en susteorías, pero habría dado cualquiercosa, habría pagado lo que fuera con talde que uno de esos señores le cambiara

a la niña y nos la devolviera tranquilitay calmada, convertida en una versióndepurada de Cristina, tan mona y tanencantadora como podía llegar a ser,pero sin los arrebatos de mal genio nilas excentricidades.

Mi hermanita fue creciendo y losnumeritos continuaron, pero mihermanita no estaba loca. No, no loestaba. O no del todo. Había dosCristinas. Estaba la que gritaba y nosamenazaba con cuchillos y aparecía encasa a las siete de la mañana hecha unafacha y se peleaba con mamá día sí y díatambién, y estaba la Cristinitaencantadora cuyos pretendientes

bloqueaban la línea telefónica. Algotenía que tener, supongo, para encandilarde esa manera a los chicos e incluso ami propio marido, que no paraba dereferirse a ella, cuando mi madrellamaba preocupadísima, como a «tupobre hermanita, con lo mona y lo majaque es la pobre», como si mi pobrehermanita fuese una hermanita de lacaridad, olvidando que a mi madre lehabían enviado una carta del colegiohaciéndole saber que mi pobrehermanita vendía anfetaminas entre suscondiscípulas, anfetaminas que robabade la trastienda de la farmacia y queayudaban a sus compañeras de clase a

mantenerse desveladas las vísperas delos exámenes, y encima las vendía aprecio de oro, porque una caja de Dicelvalía por entonces doscientas pesetas, yése era precisamente el precio a que mihermanita vendía una sola pastilla, unasola, de una caja de veinte, porque mipobre hermanita no era tonta, no, nimucho menos, y sabía muy bien cómohacer dinero para pagarse lasborracheras, porque mamá habíadecidido no darle un duro más, ni pagani nada. Y mi marido se olvidabatambién de que una tarde, ordenandoarmaris, mamá se había encontrado en elcajón de las medias una caja de Cristina

que contenía hachís y preservativos,además de cartas de sus novios con uncontenido que mamá calificaría luego,en su llamada telefónica de aquel día, depornográfico. Y mi Borja olvidabatambién que la Cristinita que tan bien lecaía era la misma que había montado elnúmero en nuestra boda, borrachaperdida y colgándose del cuello deGonzalo, con la lengua de trapo de todolo que había bebido, y entonces sólotenía catorce años, una niña aún.

A veces me apetece llamar a mihermana porque pienso que ella podríaentenderme, que sería la única personaque podría entenderme, porque ella debe

de haber pasado por tantas cosas quenada de lo que yo pudiera contarle lesorprendería. O quizá sí le sorprendiese.Supongo que le sorprendería saber queyo nunca he fumado un cigarrillo dehachís y que tampoco he usadopreservativos, por increíble que resulte,porque Carlos me decía que le resultabaincómodo usar aquella cosa de goma y,además, aseguraba que no se sentía lomismo, y si él lo decía, a mí me parecíabien, porque al fin y al cabo era él quientenía experiencia. Supongo que a ella lesorprendería saber que cuando leo losconsejos sobre vida sexual en el Mía yveo esas barbaridades que escriben

sobre el orgasmo me pregunto si yoalguna vez habré tenido uno, y llego a laconclusión de que no he debido deexperimentarlo, porque si hubiesesentido un orgasmo lo sabría, digo yo. Yel caso es que las horas y los días se mepasan sin hacer nada, como una sucesióninterminable de hojas en el calendario, yyo no paro de llorar, y ¿quién puedegarantizarme que la vida de mi hermanaes mejor o peor que la mía? y, ¿quiénpuede garantizarme que mi hermana lachalada, mi hermana la que ha ido depsicólogo en psicólogo desde que teníaquince años no sería capaz deentenderme, e incluso de darme

consejos?

O

de obsesión

Solía besarme en la espalda. Noeran besos normales. Apoyaba susgruesos labios en mi piel, como sifuesen ventosas. Eran besos mojados.Me acariciaba la espalda durante horas.Me besaba sin parar. El milagro de lospeces y los besos. Más hay cuanto másreparto. Nadie me había besado asíantes. Temo que nadie volverá ahacerlo. Una conversación telefónica

con Line. Yo estaba deprimida.Ciclotimia, se llama. Personalidaddepresiva. Infancia conflictiva. Carenciade serotonina. Exceso de testosterona.Colecciono diagnósticos. Me quieromorir dos o tres veces por año. Dos otres veces al año el mundo se convierteen un desierto inhóspito. El cansancio esenorme. Sólo quiero dormir y llorar. Elsimple gesto de levantar un brazo paracoger el vaso de agua de la mesilla seconvierte en un esfuerzo hercúleo. Mesiento sola y vacía. No encuentro nidentro ni fuera de mí ninguna razón paraseguir adelante. Deja de quejarte, decíaella. La vida no es tan horrible. De

hecho, está bastante bien. ¿Sí?, dije yo.Dame tres razones para vivir. Sólo tres.Sin pensarlo. Lo primero que te venga ala cabeza. No sé..., respondió Line. Así,de golpe... Los éxtasis..., el chocolate...y el sexo anal. ¿Que nunca lo hasprobado? No me lo creo. Es lo mejorque hay. Iain tenía la piel blanca ycremosa. Increíblemente suave. El pelorubio y fino. Olía a campo, a champú dehierbas. Yo dormía encerrada en unacárcel cálida, atrapada entre sus piernasy sus brazos. Rodeada de mimos yalgodón. Podía pedirle cualquier cosa.Hazme esto, hazme lo otro, bésame eneste sitio, en este otro. Fóllame aquí y

ahora. Nunca fallaba. Nunca, nunca,nunca fallaba. He sido la niña másmimada de la creación. He folladodonde y como he querido. En el sofá, enla cama, en la mesa del comedor, en elportal, en el ascensor. Notaba sus besosen la espalda y sus manos en las caderasy le sentía entrar dentro de mí. ¿Quenunca lo has probado? Es lo mejor quehay. Encendíamos velas rojas yescuchábamos ambient. El éxtasisamplifica la sensibilidad. El contactofísico se convierte en algo místico. Elroce de la piel es suficiente parallevarte al orgasmo. Las cosas másvulgares se inflaman de belleza y me

encienden las sábanas, y yo me abroentera, y enseño mi cáliz y mi zumo,como una flor. ¿Que nunca lo hasprobado? Es lo mejor que hay. Élodiaba que trabajara en una barra.Cuando bebía no soportaba a loshombres con los que hablaba. Susmiradas codiciosas y sus sonrisascómplices. ¿Con cuántos hombres te hasacostado? ¿Con cuántas mujeres lo hashecho tú? Decenas y veintenas ytreintenas de mujeres que han sentido tusbesos en su espalda. Pero ningún otrohombre me ha cogido por detrás. Nohablamos de cantidad, hablamos decalidad. Por supuesto que me gusta. Me

gustaba más que nada. Habría rogado ysuplicado, me habría arrastrado por elsuelo para conseguir más. Nunca hagonada que no desee hacer. Sus dedos ibanbajando por mi columna vertebral. Alprincipio duele, ligeramente, luego esuna mezcla de placer y dolor, por fin eldolor se diluye y todo es goce. Sientesque hay un millón de laberintos dentrode tu cuerpo, pasadizos secretos queconectan todos sus agujeros con tucerebro. Millones de circuitos quetransmiten descargas eléctricas de tresmil voltios. Dinamita pura. Pequeñasexplosiones dentro de tu cuerpo. Eres unterrorista tecnológico. Mi unabomber

del sexo. Eres mi ejército de liberación.Dispara tu fusil. Una vez bebiódemasiado y cuando salimos del barempezó a gritarme. Siguió gritando hastaque llegamos a casa. Le dije que yo noera suya, que no era de nadie, y quehacía con mi cuerpo lo que me daba lagana. Que no soporto que me griten. Queya he oído suficientes gritos a lo largode mi vida. Que vivo sola porque noquiero oír ni uno más. Pero él seguíagritando. Cuchillos en los oídos. Cogími propio cuchillo. Le adverti que si seacercaba a mí le mataría. Estabadispuesta a hacerlo. No quiero que nadiemás me haga daño. Dijo que no tenía

valor. Levanté la mano. Dirigí elcuchillo hacia mi brazo. Me hice un tajoprofundo a lo largo del antebrazo. Vi lasangre correr. Sentí rayos en el brazo. Eldolor viajando desde el brazo hasta elcerebro. A la velocidad de la luz. Sentíel dolor inundarme por completo. Pudesentir el peso del vacío, del cielo azulsobre la sangre roja. Pero no me parecíatan horrible. Ocultaba, al menos, el otrodolor. El dolor que me causaban losgritos. La angustia que me desgarrabapor dentro. El dolor que no sangra, elque no se ve. Su sexo olía a almizcle,dulce, mareante. Sabía agridulce, avainilla y pimentón. En la casa de

socorro tuve que explicar que me habíacortado preparando la ensalada. Unaateese que me miraba, escéptica.Enormes ojos incrédulos. Un destello decompasión en sus iris azules. De vueltaa casa él me besó el brazo y las puntasde los dedos, una por una. Aseguró quelo sentía. Me folló una y otra vez. Cadavez que acababa yo repetía que luegotendría que irse. Que no pensaba verlemás. Que podía follarme todo lo quequisiera y que eso no cambiaría lascosas. Dijo que si le pedía que semarchara no volvería más. Le respondíque ya sabía dónde estaba la puerta. Levi marcharse y no dije una palabra.

Quería morirme. Desintegrarme. Estabaverdaderamente harta de todo. De todala gente que había utilizado su amorcomo arma. De toda la gente que mehabía jodido porque me quería. Quienbien te quiere te hará llorar. Odio esafrase. Le he llamado todos los días. Lehe escrito cartas, he dejado recados ensu contestador. Quería morirme,desintegrarme. Pero existen tres razonespara seguir adelante. Nadie me habíabesado así antes. Nadie me habíafollado así antes. Temo que nadie lovolverá a hacer.

P

de poder

Palabras que me definen.Equilibrio tecnológico. Correo

electrónico. Memoria Ram. lances.Presupuestos. Informes por triplicado.Curvas de camna. Capital riesgo.Mínimo amortizable. Comité dedirección. an de crecimiento. Inyecciónde capital. Versión alfa. Fase beta.Proyectos. Equipos. Multimedia.Liderazgo.

Mi vida no es muy apasionante.Mi trayectoria fue meteórica. Acabé

la carrera con excelentes notas y empecéa trabajar a los veintidós años. A losveintiocho me nombraron directorafinanciera y mi foto salió en la secciónde negocios de El País.

He tenido cuatro amantes, ningunode ellos fijo ni particularentememorable. Sé bien que no son muchos,si tenemos en cuenta mi edad.

No ha sido una cuestión de moral.Ha sido, quizá, una cuestión decircunstancias.

No puedo decir que tenga amigos,aunque es cierto que mantengo cierta

vida social. A veces voy a cenas denegocios o salgo con colegas deltrabajo. También asisto periódicamentea reuniones de antiguos alumnos en lasque compruebo cómo los chicos de miclase se han convertido en señorescalvos con barriga y las chicas enmadres de familia, como se veía venir.

El único misterio de mi vida, laúnica nota de aventura, es esa retahílade llamadas telefónicas sin sentido. Esetoque de atención constante que recibotodas las noches, cuando suena elteléfono a eso de las once y media.Descuelgo el auricular y al otro lado dela línea escucho siempre la misma

canción. La hora fatal, de Purcell.No me imagino quién puede

llamarme.Intenté que la compañía telefónica

me hiciese llegar un listado de losnúmeros de teléfono desde los que se mellama. Imposible. Me explicaron que enInglaterra existe un sistema por el quepuedes localizar el número de la últimapersona que te ha llamado. Aquí no.

He hecho todo tipo de análisis ycálculos de probabilidades paraaveriguar la identidad del misteriosollamador anónimo. He revisadominuciosamente el historial de todos misamantes.

Está aquel profesor con el que perdími virginidad, no porque él me gustasedemasiado sino porque yo consideré quea los veintiún años ya iba siendo hora dedejar de ser doncella. Él no sabía que yoera virgen y acabó concediéndole aaquel hecho una importancia muchomayor de la que en realidad tenía. Elpobre hombre se sentía obligadoconmigo.

Sin embargo, para mí se habíatratado simplemente de una pruebaempírica, y no particularmentesatisfactoria, por cierto. Para mí el temade la virginidad no tenía mayorimportancia.

Mi virginidad no era sino unremanente de mi cuerpo que habríaquerido guardar para Gonzalo, perocomo Gonzalo no había querido cogerlo,me apresuré a regalárselo al primeroque lo quiso. Yo había pensado que,estando él casado, la cosa no pasaría deser una aventura sin importancia.

Pero él no debió de verlo así.Empezó a llamarme a todas horas.

Decía que estaba dispuesto a dejar a sumujer. Me asusté. No quería que la cosatrascendiera. Cualquiera podía pensarque obtenía las mejores notas a fuerzade irme a la cama con los profesores.Antes morir que pasar por eso.

Por otra parte, tampoco queríaacabar mal con él. Al fin y al cabo, erauno de los candidatos a convertirse enmi director de tesis.

Intenté explicarle que laresponsabilidad de un matrimonio rotoera demasiado para mí. No era verdad,por supuesto, pero se trataba de la únicaexcusa que encontraba para acabardiplomáticamente con la relación.

Él se puso a llorar. Era la primeravez que yo veía llorar a un hombre,excepto en la televisión, claro, y mesentía enormemente incómoda. Nomerecía la pena pagar tanto por tanpoco.

Tanto derroche de lágrimas. Tantochantaje sentimental.

Y todo por tener a un sujetobalanceándose encima de ti, jadeandocomo un cachorro.

No me extrañaría que fuese él quienllama. Me conoce lo bastante como parasaber de mi obsesión por Purcell, y tieneun carácter lo suficientemente inestablecomo para hacer una tontería así. Perono puede ser él. Le resultaría casiimposible conseguir mi teléfono. Sólolos más cercanos lo tienen, y, porexpreso deseo mío, no figura en la guía.Aunque, ¿quién sabe?, todo es posible.Al fin y al cabo, hay muchas formas de

conseguir un número de teléfono. En lavida casi todo se consigue si uno insistelo suficiente.

Podría tratarse de aquel medio novioque tuve en la universidad, aquel pijomocoso cuyo padre poseía la mayorcadena de cafeterías de Madrid y que sehabía empeñado en que su hijo estudiaraeconómicas para dirigir un día aquelemporio, a pesar de que el pobre chicoera claramente negado para los estudiosy apenas había leído cuatro libros en suvida.

Él debió de encontrarme atractiva,porque yo suponía un respiro de todasaquellas rubias teñidas con que había

salido que se llamaban Elsa o Patricia oNatalia, y que conducían coches confrenos ABS que sus papás les habíanregalado al cumplir los dieciocho años.Aquellas chicas a las que conocía detoda la vida, de los veranos en Mallorcay las mañanas en el club de equitación.

Por qué me dejé embobar por todosu dinero y su manía de alargar las esesal hablar, sigue siendo un misterio. Talvez supuse, sencillamente, que eso eralo que debía hacer.

Una vez que llegué a la universidady comprendí que aquél era un lugarcomo cualquier otro, que miscompañeros de clase no eran el

súminum de la intelectualidad y elsavoir faire, sino solamente un hatajo dehormonas con patas, exactamente igualal resto de los adolescentes que no ibana la universidad, decidí que, ya puestos,mejor liarse con uno que tuviese eldinero suficiente para invitarme a todaslas copas, sacarme de Madrid los finesde semana y dejarme por las noches a lapuerta de casa en su Peugeot 205.

En suma, que pagara mis favorescomo lo merecían.

Estuvimos juntos casi un año. Ycuando me dejó diciendo que le creabacomplejo de inferioridad salir con unamujer más inteligente que él, no le

guardé ningún rencor. Al fin y al cabohabía sido sincero.

Y, además, siempre supe que tarde otemprano volvería a su mundo de botas amedida y clubes de campo, a sus rubiasteñidas, vestidas de Cerruti de pies acabeza. Pero tampoco es él quien mellama, aunque podría haber conseguidomi teléfono a través de algún amigocomún de la facultad. No, no creo quesea él.

Él debe de pensar que Purcell es unamarca de electrodomésticos.

Tampoco creo que sea Ramón. Elasesor jurídico de la empresa. Casado.Citas furtivas y llamadas en clave.

Ramos de rosas con tarjeta anónima.«Rosas para Rosa.» Qué cursi podíallegar a ser, el pobre. Dos niños a losque nunca dejaría. Y no mucho más querecordar. Tampoco creo que él merecuerde mucho, aun cuando sólo seencuentre a dos despachos de distancia.

Menos todavía que me llame.«Si ha iniciado un romance en la

oficina póngale fin.» Palabras de DebraCarter, especialista en formación yasesoría de empresas. Atesoro suslibros en la estantería de mi despacho allado de una lista interminable demanuales de econometría y contabilidad.

Mis soldados alineados, en

formación, preparados para defendermeen todas las batallas.

«No ascienda a la persona con quienha mantenido esa relación y no cometala equivocación de creer que laincidencia es “inocente” y que nadie seenterará. Todo acaba por saberse, y ésaes una regla que no conoce excepciones.

»La mayoría de los triunfadores unavez han tomado la decisión de atacar lacumbre, ponen término a todas lasrelaciones privadas susceptibles deoriginar equívocos. Saben que es alterarlas reglas del contacto humano y llamaral desastre.»

Así que pusimos término a nuestra

relación. Lo decidimos de mutuoacuerdo. Ambos queríamos sertriunfadores.

No, él no puede ser.Y sólo nos queda Luis. Un ejecutivo

de Willis Faber. Seis meses deaburridísimos fines de semana encomún. Paseos por exposiciones y cenasen restaurantes caros. Ligueros queparecían murciélagos cuando los dejabacolgados en el respaldo de la silla.Ropa interior negra llena de lazos yencajes. Incluso un par de esposas.Había visto, claro está, Nueve semanasy media. Este sí podía ser. Lo de lasllamadas está en su línea de perversión

light. Pero algo no concuerda. Él erademasiado racional como para eso.Además, fue él quien decidió acabar larelación.

No, no tendría sentido que ahora meacosara.

A veces fantaseo con la idea de quesea Gonzalo. Quizá Gonzalo siempresupiese lo que yo había sentido durantetodos aquellos años en que convivimos.Quizá después de la metedura de patacon lo de Cristina no se atreva adirigirme la palabra.

Qué manera de engañarse.

Q

de querer, queja y quiebra

Apuntes para mi tesis: Catulo dedicótoda su obra a Lesbia. Antinoo se arrojóa un estanque cuando pensó que ya noera suficientemente bello para Adriano.Marco Antonio perdió un imperio porCleopatra. Lancelot traicionó a sumentor y mejor amigo por el amor de lareina Ginebra, y enfermo de amor yremordimiento emprendió el peregrinajeen busca del Santo Grial. Robin Hood

raptó a lady Marian. Beatriz rescató aDante del Purgatorio. Petrarca dedicótoda su obra a Laura. Abelardo y Eloísase escribieron durante toda la vida.Diego Marcilla, en Teruel, cayó muertoa los pies de Isabel de Segura alenterarse de que ésta había desposado alpretendiente designado por su padre.Julieta bebió una copa de veneno cuandovio muerto a Romeo. Melibea se arrojópor la ventana a la muerte de Calixto.Ofelia se tiró al río porque pensó queHamlet no la amaba. Polifemo cantó aGalatea hasta el final de sus díasmientras vagaba lloroso entre prados yríos. Botticelli enloqueció por Simonetta

Vespucci después de inmortalizar subelleza en la mayor parte de suscuadros. Juana de Castilla veló a Felipeel Hermoso durante meses, día y noche ysin dejar de llorar, y acto seguido seretiró a un convento. Don Quijote dedicótodas sus gestas a Dulcinea. Doña Inésse suicidó por don Juan y regresó mástarde desde el paraíso para intercederpor su alma. Garcilaso escribió decenasde poemas para Isabel de Freire, aunquenunca la tocó. San Francisco de Borjaabandonó la corte a la muerte de laemperatriz Isabel. No volvió a tocar auna mujer. Isabel de Inglaterra rechazó apríncipes y reyes por el amor de sir

Francis Drake. Sandokán luchó porMarianna, la Perla de Labuán. Wertherse pegó un tiro en la sien cuando leanunciaron la boda de Carlota.Hólderlin se retiró a una torre a lamuerte de Diotima, a la que no habíatocado jamás, y nunca salió de allí.Rimbaud, que había escrito obrasmaestras a los dieciséis años, noescribió una sola línea desde elmomento en que acabó su relación conVerIaine, se hizo tratante de esclavos yse suicidó literariamente. VerIaineintentó asesinar a Rimbaud, acto seguidose convirtió al catolicismo y escribió lasConfesiones; nunca volvió a ser el

mismo. Julián Sorel aguantó dos mesessin mirar a los ojos a Matilde de laMole para recuperar su cariño. AnaKarenina abandonó a su hijo por el amordel teniente Vronski, y se dejó arrollarpor un tren cuando creyó que habíaperdido aquel amor. Camille Claudelenloqueció por Rodin, que nunca movióun dedo por ella. Y yo sigo dejándole aIain recados diarios en el contestador,pero si me lo pidiera dejaría de hacerloy nunca más volvería a llamarle. Y no seme ocurriría mayor prueba de amor,porque pienso en él constantemente.

R

de rota, rencor y rendida

La tristeza se extiende como unamancha de aceite, lenta e imborrable.No encuentro un estropajo para fregarmeel alma. Llevo un mes sin dejar de llorary apenas puedo comer. Todas las nochesme meto en la cama y lloro, lloro, lloroy lloro. Lloro en silencio lágrimassaladas que resbalan por mis mejillascomo gotas de lluvia en un cristal. Mimatrimonio se está yendo a pique y

Borja aguanta la situación como puede,y yo pienso que lo hace, sobre todo, porel niño, y puede que también por pena,porque al fin y al cabo, yo lo sé, Borjaes buena persona y es lógico que leparta el alma verme así. Al principio leintuía más preocupado. Pero ahora se lenota algo cambiado, y se le ve, sobretodo, desilusionado. Cuando Borjavuelve del trabajo se encuentra a sumujer metida en la cama, ojerosa,demacrada y taciturna, y a veces se mepasa por la cabeza si Borja no se darácuenta, aunque sólo sea un poco, de loque pasa, si no se dará cuenta de que lomío es más serio de lo que parece. Pero,

no sé, él no dice nada.Me levanto todas las mañanas a las

siete, despierto al niño, le lavo, le vistoy lo hago todo de forma mecánica. Meesfuerzo en volver a sentir aquellaenergía cálida y envolvente que sentíaantes cuando le bañaba, aquellasobredosis de cariño que se me salíapor los poros, que se me escapaba porlas puntas de los dedos como unacorriente eléctrica, pero ya no es lomismo. Sigo queriendo a mi hijo tanto omás que antes, eso es innegable, unamadre siempre es una madre, vamos,creo yo, pero el caso es que ahora, porlas mañanas, siento una infinita pereza,

unas ganas incontrolables de volver a lacama a llorar. Preparo el desayunocomo puedo. He perdido el entusiasmo,la alegría que me inspiraba enjabonarlas piernecitas regordetas del bebé.Oigo los ruidos que hace Borja cuandose despierta, como de costumbre, mediahora más tarde que yo, cuando seencamina cansinamente hacia el baño,arrastrando los pies dentro de suszapatillas de felpa. Luegodesayunaremos juntos en la cocina,Borja leerá el periódico y yomordisquearé pedacitos de tostada ymientras intentaré que el niño se traguesu potito Bledine. Antes insistía mucho

en que se lo acabara entero, pero ahora,no sé, como que cada vez me da másigual. Cuando acabemos de desayunarterminaré de vestir al niño y Borja semarchará con el crío en brazos y caminodel trabajo lo dejará en la guardería,pero, eso sí, antes de irse, en la puerta,me besará en la mejilla como ha venidohaciendo de lunes a viernes todas lasmañanas durante los últimos cuatroaños, porque mi marido es una buenapersona, aunque bastante previsible, esosí. Y cuando la puerta se cierre,regresaré a la cama, me tumbaré y mepondré a llorar. Tengo un manantialinagotable que me brota desde dentro

del estómago y del que surgen lágrimasy más lágrimas cristalinas que parecenpequeños caramelitos de anís.

Antes se me ocurrían millones decosas que hacer, y las mañanas se mepasaban volando. Limpiaba la casa, ibaa hacer la compra, llamaba a mamá,contestaba cartas, pintaba cenefas, tejíamaceteros, regaba plantas, cosíaalmohadones, restauraba muebles,colgaba cuadros, fijaba estanterías...tenía la casa hecha una bombonera.Entre unas cosas y otras siempre estabaocupadísima. No, no trabajaba, ni faltaque me hacía. En mi opinión Rosa yCristina podían quedarse con sus

monsergas feministas. ¡Cuántas vecesles había oído decir que ellas nopodrían vivir sin trabajar, que seaburrirían, que se asfixiarían entrecuatro paredes, que se volverían locas... ! Pamplinas. Puro cuento. Entre lacasa y el niño, decía yo cuando hablabadel tema con mamá, a poco que teesmeres no te queda un minuto libre, ydebía de ser verdad, porque porentonces yo nunca me aburría.

Sé que suena absurdo, pero a mí megustaba hacer la casa, no sé, siempre meha parecido relajante limpiar, fregar yabrillantar. Me gustaba quitar el polvodel salón y ver cómo mi imagen se

reflejaba en la mesa de caoba, y megustaba limpiar los grifos de la cocina ycomprobar cómo bastaba con una bayetay un poco de Cristasol para arrancardestellos a una superficie opaca, y, nosé, parecerá tonto, pero a mí me pareceque hay algo de relajante ytranquilizador en el acto de poner orden,de arreglar cosas, de transformar el caosen pulcritud. Mi marido se empeñaba enque tuviéramos una chica interna, peroyo no quería, porque al fin y al cabodurante años yo lo había limpiado todoen casa, y, además, mi casa era mía y nome apetecía tener una filipina, o unapolaca, o peor aún, una dominicana, o

cualquier extranjera que ni siquiera ibaa entender lo que yo le dijera, instaladaen mi nido como un pájaro cuco.

Pero hace ya un mes que he dejadode dedicarme a la casa y he prescindidode mi antigua costumbre de ir almercado a diario, porque ahora prefierohacer la compra una vez por semana, iral supermercado y llenar un carrito hastalos bordes, y ahorrar tiempo. Esosignifica que en casa ya no se comepescado fresco ni ensaladas, pero noparece que mi Borja se dé cuenta. Élllega tan cansado por las noches quecasi ni presta atención a lo que cena. Heolvidado también mi antigua obsesión

por la limpieza. No sé, antes practicabaun ritual diario compuesto de numerosospasos sucesivos: hacía las camas,quitaba el polvo, ponía la lavadora,planchaba la colada, pasaba el plumeropor las estanterías, aspiraba todas lasalfombras y la moqueta del dormitorio,ahuecaba uno por uno los almohadonesde los sofás del comedor y restregabalas superficies de los baños hasta dejarlos grifos y los espejos relucientes. Peroahora como que me he dado cuenta deque el trabajo de la casa puede estirarsehasta lo indecible o reducirse almáximo, y el resultado, en la práctica,siempre es el mismo. La chica viene, y

con lo que ella hace basta con que yo lededique media hora diaria a la cocina yotra media hora a los baños, y a veces nieso, para que la casa esté bien. Desdeluego, Borja no ha apreciado ladiferencia. Así que dispongo de sietehoras diarias para llorar a gusto, llorarlágrimas y lágrimas transparentes ysaladas, ahora que el niño se pasa lamayor parte del tiempo en la guardería yque Borja ya no viene a casa a la horade comer. Sí, lo cierto es que podríaaprovechar de alguna manera todo esetiempo libre. Podría tomar clases deaerobic, o de pintura, o aprenderfrancés, o incluso dedicarme a los

arreglos florales. Hasta ahora no habíacaído en la cuenta de que me sobra tantotiempo, y creía que la casa no me dejabaun minuto libre, y lo creía de verdad,estaba tan convencida de eso como depequeña, con las monjas, lo estaba deque Dios existía; pero ahora sé que eltrabajo de la casa no es tan absorbente,y tampoco estoy muy segura de queexista Dios, y si existe, que ya no lo sé,desde luego no se preocupa mucho porninguno de nosotros. Es más fácil creeren Dios cuando eres pequeña y la vidase limita a ir y venir del colegio y jugarcon tus muñecas. Luego de mayor,cuando ves todas las cosas malas que

hay en el mundo, ya no te resulta tanfácil eso de ser católica, y por muybonitas que sean las estatuas de lavirgen con su manto azul y su corona deestrellas y las flores de mayo, no sé,como que se te pasa. Me parece que yodejé de creer a los doce años. Yo erabuena, era una buena chica, sigosiéndolo, y Dios no tenía ninguna razónpara tratarme mal.

A los doce años perdí al hombremás importante de mi vida, mi padre, yconocí al segundo hombre que memarcaría y me convertiría en lo que soy,Antonio. Yo quería mucho a mi padre,muchísimo. Mi padre era un señor

alegre que siempre estaba gastandobromas, y, no sé, tampoco es que yoquiera meterme con mamá, que me ayudamuchísimo y es mi mejor amiga, y quesiempre está al otro lado del teléfonopor si la necesito, pero lo cierto es quemi madre es bastante seria y reservada ynos venía muy bien tener a alguien quecanturreara e hiciera chistes. Yo lequería mucho a pesar de que él nunca mehiciera demasiado caso, a pesar de quebebiese más de lo debido, a pesar deque no se llevase bien con mi madre; nopodía evitarlo, un papá siempre es unpapá para su hija, y no le perdono que selargase así, de repente, sin volver a dar

señales de vida. Alguna vez escuché a latía Carmen decir algo acerca de quehabía otra mujer. No sé si la había, ni losé ni quiero saberlo, ni ahora querríavolver a ver a mi padre aunque él síquisiera. Nunca, nunca, nunca podréperdonarle lo que nos hizo, y sé queodiar no es cristiano, pero, como ya hedicho, probablemente yo ya tampoco losea, aunque durante todos estos años heprocurado que no se me note.

Hasta que mi padre se marchósiempre habíamos veraneado enFuengirola, pero después de que se fueraempezamos a pasar los veranos con losabuelos, los padres de mamá, en San

Sebastián, en un caserón enorme queolía a polvo y humedad. Allí, en SanSebastián, conocí a Antonio. Antoniotenía su pandilla, y yo, la mía. Todochicos, todo chicas, porque entonces noestaba bien visto eso de mezclarse y noscontentábamos con ir cada uno pornuestro lado y dirigirnos miraditas en elparque, en los coches de choque, en elmalecón. Éramos alevines de lasmejores familias de San Sebastián,educados en colegios carísimos deestricta educación católica, expertosjugadores de tenis vestidos con ropacomprada en Zarauz, sobria pero de lamejor calidad. Fue natural que, al cabo

del tiempo, ambas pandillasempezáramos a salir juntas, a compartirlos paseos por el parque y por elmalecón, y que al final algunos de susmiembros acabaran más o menosemparejados. Karmele y Kepa, Borja yNerea, Antonio y yo. Antonio y yo.

De todos aquellos primeros amoríosde verano sólo el nuestro se mantuvomás allá de las dos semanas de rigor, ynuestra relación aguantó nueve meses deseparación con la llama mantenida afuerza de muchas cartas mías y unaspocas de Antonio; y volvió a renacer alverano siguiente, con la mismaintensidad o incluso mayor que en aquel

primer verano de los doce años. Porquedurante aquellos nueve meses yo nohabía hecho otra cosa que pensar enAntonio. En Madrid apenas salía, nohacía sino ir del colegio a casa y decasa al colegio, y los fines de semana alclub de tenis y a misa, y aunque en elclub había algunos chicos que intentabantirarle los tejos a aquella Anitaprepúber, toda ñoñerías y sonrojos decolegio de monjas, que era yo entonces,ninguno, en mi opinión, podíacompararse a Antonio, ni siquieraGonzalo, mi primo, que sería muyguapo, eso sí, pero a mí no me decíanada, todo el día en su cuarto

escuchando aquellos discos tan raros.Además, no estaba bien, o eso creía yoentonces, que una chica que salía con unchico en serio se fijara en otro, pormucho que el primero residiese acuatrocientos kilómetros de distancia.

El verano siguiente regreséconvertida en toda una mujer, comodecían las monjas. Ya llevaba mi primersujetador y empezaba a acostumbrarme alos piropos que escuchaba por la calle yque hacían que me ruborizase y miraseal suelo.

En San Sebastián me encontré con unAntonio también transformado, quefumaba cigarrillos rubios y conducía una

Vespa recién estrenada. Antonioacababa de cumplir dieciséis años peroparecía un hombre de verdad, y eracapaz de llegar nadando hasta la isla deSanta Clara y regresar; y cuando salíadel agua, sonriendo con aquelladentadura blanquísima y apartándose elpelo mojado de la cara con gestoindolente, daba la impresión de que selo había tomado como un simple paseíto;y cuando jugaba a palas, y ganabasiempre, las chicas no hacian más quedirigirle miradas de soslayo, fascinadaspor aquellos abdominales bronceadosque parecían esculpidos en mármol. Porlas tardes, en La Cepa, Antonio me

retaba, entre risas, a echar un pulso, yaquello me resultaba imposible, nollegábamos ni a empezar, porque encuanto yo agarraba su mano meencontraba con la mía sobre la mesa.Así de fuerte era Antonio.

Aquel segundo verano dimos largospaseos por el malecón y compartimosinterminables sesiones de besuqueosapasionados sobre la arena de la playade Gros. Él me acariciaba los senosincipientes por debajo de mi bañador yyo notaba cómo se formaba un bultoduro que pugnaba por escapar del suyo.Y una noche, en la plaza de la Trinidad,después de haber bebido algunos

calimochos de más, él se llevó la manoa la bragueta, y yo noté cómo aquel bultocrecía y se ponía duro por debajo de lospantalones. Entonces él sacó elmiembroy lo puso en mi mano y eyaculó.Ni siquiera hizo falta que yo lemasturbara, aunque la verdad es quetampoco habría sabido cómo hacerlo.Sencillamente aquel cilindro de carne,aquella cosa tersa y dura como unmelocotón, escupió un líquido blancosobre la palma de mi mano y yo mequedé allí, sin saber que hacer,avergonzada y asombrada, con laespalda rígida y los ojos muy abiertos.

El último día del verano

intercambiamos fotos y promesas, y yolloré sin poder contenerme. Él tenía elpelo blanco de puro rubio después dehaberse pasado dos meses tostándose alsol, y yo estaba absolutamenteconvencida de que no había chico másguapo en todo San Sebastián. En elcamino de vuelta, en el tren, YO,conteniendo los sollozos y las lágrimas,iba redactando mentalmente todas lascartas que pensaba escribirle a lo largodel invierno, y mis hermanas se reían demí y de mi mutismo, y Cristinacanturreaba entre risas Anita estáenamorada, Anita está enamorada, y mimadre les obligaba a callar porque no

quería que sus hijas llamaran la atencióndel resto de los viajeros del vagón.

Llegó el siguiente verano y ya noéramos novios. Durante el invierno él nohabía contestado a una sola de miscartas, hasta que yo, resignada, asumíque debía dejar de escribirle. Además,aquel verano nuestras pandillas ya nosalían juntas. Antonio y yo coincidimosa veces comprando helados en elquiosco de la playa o paseando por elmalecón, y entonces él me saludaba muyamablemente y me dedicaba una de sussonrisas de anuncio, y poco más. Cadatarde, antes de salir, yo me pintaba losojos en honor de aquel Antonio que

había dejado de prestarme atención, yme cepillaba la melena durante horaspara que brillara. Si por casualidad melo encontraba en un banco del parque, oen los futbolines, o en el bar de LaCepa, me parecía que la tarde habíamerecido la pena. Yo llegaba a casatodas las noches, a las diez en punto, yantes de dormir pensaba siempre en él,en su sonrisa blanca y su pelo blanco,escribía su nombre en la pared con undedo y tinta imaginaria y luego uncorazón, y luego Antonio y Ana, y luegootro corazón, porque para mí Antonioera, y siempre lo será, el chico másguapo de la playa de Gros.

Aquel verano pasó y llegó elsiguiente, y yo regresé a Donosti con elpelo más corto y en la cara el rictus deescepticismo de la experienciaincipiente. Aquel invierno, en Madrid,yo había empezado a salir los fines desemana, y había ido al cine y a fiestas ya discobares, y me había dejado besarpor otros chicos en rincones oscuros, yalguno me había tocado los pechos, eincluso hubo uno con el que llegué másallá de eso. Un chico de los Maristascon el que estuve saliendo dos meses, ycon el que una noche de tormenta en quenos refugiamos en un soportal me dejéllevar y acabamos masturbándonos el

uno al otro, o algo parecido, no sé; él memetía la mano entre las piernas eintentaba meterme un dedo por elagujero, y yo le toqué el sexo de lamisma forma que se lo había tocado aAntonio dos veranos atrás, sindemasiado entusiasmo y como sinpensarlo mucho, y él eyaculó y yo volvía sentirme tan avergonzada comoaquella primera vez. Evidentemente, esoera lo que ellos esperaban de mí.Aunque yo no consiguiera entender porqué.

Y así llegué a los diecisiete años,virgen de solemnidad. Aquél era miquinto verano en Donosti, y seguía tan

enamorada de Antonio como el primero,y aquel quinto verano ya podía salir porlas noches, y salía con mis amigas abeber por los bares de Donosti aquellasmezclas dulzonas de vino y cocacolaque bajaban rápido por el esófago yllegaban con prisa a la cabeza, y así fuecomo en una de mis primerasborracheras acabé besándome conAntonio en la barra de La Cepa. Salimosde aquel bar, montamos en su moto y élcondujo hacia el monte. Chispeabaligeramente, sirimiri, y llegamos a unbosquecillo en el camino de Orlo, cercade la autopista, y él aparcó la moto y mellevó de la mano hacia los árboles, y yo

sentía que la cabeza me daba vueltas, ynotaba que me resultaba difícil mantenerel equilibrio.

Cuando volví a casa eran las seis dela mañana. Mamá me esperabalevantada, hecha una furia, y me pegó unbofetón sin mediar palabra. Me fui a lacama hecha un mar de lágrimas y a lamañana siguiente, al ir al baño, me dicuenta de que había una mancha desangre en mis braguitas. Las escondícomo pude en el bolsillo del albornoz Ymás tarde, cuando mamá se fue a hacerla compra y Rosa y Cristina a la playa,las lavé a mano, las sequé con elsecador de pelo, las doblé

cuidadosamente y las enterré en el fondodel cajón de la ropa interior. Nunca másvolvería a ponérmelas. Nunca, nunca,nunca más.

Dos días más tarde me encontré conAntonio en el bar de La Cepa. Él tomabavinos con sus amigos y yo ibaacompañada de Nerea y Karmele, y élme dirigió una mirada fugaz y siguióbebiendo y, más tarde, pagó lasconsumiciones y se marchó. Todo lo quenos dijo fue «adiós, chicas>. Ni siquiera«adiós, Ana». Sólo «adiós, chicas».

Durante el resto del verano apenascruzamos tres palabras.

El invierno pasó como una

exhalación. Como correspondía a lamayor de tres hermanas en una casa sinpadre, yo tenía que ocuparme demantener limpia la casa y de llevar aldía las facturas y las reparaciones,porque mamá se pasaba el día metida enla farmacia para dar de comer a sushijas, y yo, la verdad, prefería trabajar yno pensar y hacer todos los esfuerzosposibles para borrar de mi cabezacualquier referencia a Antonio. Apenassalía. Se acabaron los cines y losdiscobares, las cocacolas y laspalomitas, los flirteos con los chicos delos Maristas. Adelgacé. Me miraba en elespejo y me sorprendía al pensar cómo

había cambiado. A los dieciséis años yotenía una carita aniñada, mofletuda,adornada por dos hoyuelos pícaros y unpar de relucientes manchas sonrosadasque parecían manzanitas, y ahora, sinembargo, veía a una mujer de tezaceitunada, con las cuencas de los ojosligeramente hundidas y rematadas en laparte inferior por dos ojeras violáceas,del mismo color que los escapularlos delas monjas, y dos pómulos huesudos,prominentes, que conferían a su rostrocierto aire de resignada determinación,y, aunque sólo tenía diecisiete años, mesentía vieja, siglos más mayor que elresto de las chicas de la clase, y, por

tanto, me parecía natural que ninguna deellas pudiera comprenderme.

Hasta que un día, haciendo comprasen El Corte Inglés, me di de narices conBorja.

Borja se había trasladado a Madrida estudiar ingeniería y vivía en uncolegio mayor, y a pesar de que yo nome atreví a preguntar directamente porAntonio, el tema no tardó en salir acolación. A través de Borja me enteréde que Antonio había empezado aestudiar derecho en Deusto, pero no leiba muy bien, y Borja me dijo queAntonio salía con lo peor de Bilbao,bebía como un cosaco y las malas

lenguas aseguraban que también le dabaa las drogas, y Borja y él aún se veían,pero ya no tanto como antes, porqueBorja, el niño bien por antonomasia, elexponente más claro de lo mejorcito deDonosti, no veía con muy buenos ojoslas actividades de Antonio. Es un pena,decía Borja, los caminos tan distintosque pueden llegar a tomar dos personasque han sido amigas desde la infancia. Yyo asentía sin decir nada, ¿qué iba adecir?

Borja y yo empezamos a salir casisin darnos cuenta. Quedamos alguna vezpara ir al cine y pasear por el Retiro, yuna noche me acompañó a casa, y a la

entrada del portal me preguntó si podíabesarme. A mí nunca antes me lo habíanpreguntado, siempre habían dado porhecho que diría que sí, y el gesto meconmovió tanto que a punto estuve deecharme a reír, y juntamos nuestroslabios y nuestros dientes entrechocarony me resultó evidente que Borja no teníani idea de besar, no como Antonio, ydespués me miró fijamente y, aunque ami me parecio que tenía cierto airebovino, me sentí orgullosa de vermereflejada en esa mirada que oficializabanuestra relación, me sentí orgullosa demí misma. Llevaba un año sinexperimentar esa sensación.

Estuvimos saliendo durante cincoaños, y prácticamente desde el principiose dio por hecho que nos casaríamos encuanto Borja acabara la carrera, y yo,que sabía muy bien que nunca haría otracosa que dedicarme a mi casa y a misniños de la misma manera que llevabadedicándome a la casa y a mis hermanasdesde que se había marchado mi padre,decidí estudiar secretariado porque algohabía que hacer, porque no podíapasarme el día metida en casa fregandoy planchando y ordenando, por muchoque eso fuera lo único que me apetecierahacer.

Siempre temí que Borja notara que

yo no era virgen, pero cuando llegó elmomento ni siquiera mencionó el tema;no sé, quizá no le había importado, quizáni siquiera se había dado cuenta.

Es cierto, para qué vamos aengañarnos, que nunca sentí por Borja loque sentí por Antonio, aquella angustiaperpetua, aquella ansiedad que no mepermitía dormir, aquella especie decorriente de lava ardiente que habíanotado ascender por mi columna con losprimeros besos de Antonio, perosiempre supe que Borja era alguien dequien podía estar orgullosa: guapo,ingeniero, de buena familia, educado,amable y loco por mí, el tipo de chico

que le gustaría a cualquier madre. Yhabía una razón más que yo no meatrevía a reconocer, ni siquiera, creo,ante mí misma: el hecho de que Borjafuera amigo de toda la vida de Antonio,el saber que Antonio acabaría porenterarse que había quien valoraba loque él había despreciado, que mevaloraba hasta el punto de quererhacerme la madre de sus hijos, de quererreconocer ante Dios y ante los hombresque yo valía la pena. Y probablementeésa fuese la razón de que yo insistiera encasarme por la Iglesia, a pesar de que noiba a misa desde los dieciséis años, apesar de que mamá, amargada por el

fracaso de su propio matrimonio, medijo que aquello del velo blanco, de lasarras y los anillos, de las damitas dehonor y la madrina, e incluso la propiainstitución del matrimonio, le parecíauna solemne tontería. Pero yo insistí ytuve lo que quería: boda con traje y veloblanco en San Fermín de los Navarros,con damitas de honor y banquete deboda en el Mayte Conmodore.

Durante aquellos cinco años denoviazgo volví a ver a Antonioexactamente once veces, lo sé porquelas conté. Cinco de ellas en Donosti, y elresto en Madrid, en las contadasocasiones en que él se pasaba por la

capital para hacerle una visita a Borja,normalmente coincidiendo con lanecesidad de solucionar algún papeleo oarreglar algunos trámites. Los tressalíamos juntos de tapeo o a cenar, ynadie mencionó el hecho de que en sudía Antonio hubiese sido el primernovio de la radiante enamorada de sumejor amigo. De hecho, Antonio parecíaencantado con la situación, y no hacíamás que llamarme Anita mía y tratarmecon una familiaridad y un cariño que nome demostraba desde hacía muchos,muchos años.

Antonio asistió a la boda vestido dechaqué, e incluso se recortó las patillas

para la ocasión, y yo pensé que estaba,no sé, como muy guapo, a pesar de quese le veía cada día más delgado yojeroso; y es que sus coqueteos con lasdrogas habían pasado de ser merosrumores a convertirse en un secreto avoces. Y a mí aún me avergüenzarecordar el que mientras caminaba haciael altar del brazo de mi abuelo (porquemi padre, por supuesto, no estabadisponible para entregarme al novio)tuve presente en todo momento que en lasegunda fila de bancos estaba Antonio.

Al principio la vida matrimonial mehizo realmente feliz y durante unatemporada experimenté, no sé, como una

auténtica euforia, y pensaba que noexistía en el mundo sensacióncomparable a la seguridad queproporcionaba tener un marido. Cuandolos sábados íbamos a comprar alhipermercado me daba la impresión deque todo el mundo comentaba la buenapareja que hacíamos. Me encantabaestar casada, tener una casa propia, ir ala compra, me encantaba limpiar elpolvo y que me llamasen señora.Coleccionaba florecitas de porcelanaque acumulaba en un aparador del salón,les limpiaba el polvo cuidadosamente,una por una, con mimo, y a pesar de quesabía que eran muy delicadas tenía la

certeza de que nunca se romperían.Y un día, Borja invitó a Antonio a

pasar un fin de semana en Madrid.En principio, resultaba lógico. Dos

amigos de toda la vida, uno de ellosrecién casado. Era normal que ahora queno vivían en la misma ciudad ambos seesforzaran por mantener el contacto, yaunque últimamente se trataban cada vezmenos, hubo un tiempo en que habíansido inseparables, y esas cosas nunca seolvidan. Además, Borja sentía nostalgiade su tierra y sus amigos, y cuanto mástiempo pasaba sin ver a Antonio, más leechaba de menos y más olvidaba todaslas cosas que les habían ido

distanciando: la drogas, las juergas, lasdiferentes maneras de ver la vida.

Yo me enteré un lunes de queAntonio había aceptado pasar el fin desemana en casa, y de lunes a jueves nohubo una sola noche en que pudieradormir; no sé, me levantaba sudorosa enmitad de la noche, con el vago recuerdode una pesadilla, y me sentía incapaz derecordar exactamente con qué habíasoñado, pero estaba segura, sinembargo, de que Antonio aparecía en elsueño.

Me temía que Borja notase algo,pero no notó nada. No sé, a veces comoque me sorprende lo poco intuitivo que

puede llegar a ser, pero no demasiado.Hay momentos en que pienso que lasmonjas tenían razón y que los hombres ylas mujeres somos distintos, no sé, lasmujeres, todo sentimiento, y loshombres, todo cabeza. Nosotras nosquedamos en casa y cuidamos de losniños, cocinamos pasteles de coco y nosencargamos de mantener vivo el fuego yel cariño, y ellos salen a la calle, cazanmamuts e invierten en bolsa, y regresanexhaustos y sudorosos después dehaberse jugado la vida para mantener asu prole. Quizá Borja trabajabademasiado, no sé. No sé.

El viernes por la noche llegó

Antonio. Yo me había esmerado en lapreparación de la cena y había pasadohoras en la cocina, libro de recetas enmano, había comprado tres botellas delvino más caro que pude encontrar, habíaencargado la tarta especialmente aMallorca, una torre rebosante debarroquismos hechos de nata y limón, yhabía dejado la mesa hecha un primor:el mantel de hilo, la cubertería de platay las copas de Bohemia que presagiabanelegantes aburrimientos. Incluso mehabía comprado un traje para la ocasión,un traje tan ceñido que apenas mepermitía respirar, y que tenía en la partedelantera dos triángulos de terciopelo

que aplastaban cada uno de mis senos yse encargaban de elevarlos casi a laaltura de la garganta. Había tenido queensayar toda la mañana, pasillo va,pasillo viene, para mantener elequilibrio sobre los tacones de sietecentímetros de mis zapatos nuevos y, apesar de todo, tenía la impresión de queen lugar de resultar mundana ysofisticada, que era lo que habíapretendido, recordaba un poco al patoLucas; y cuando me miré en el espejo loprimero que pensé fue que parecíaCristina. Era una extraña mezcla deorgullo y vergüenza, no sé, quizá mediese vergüenza sentirme orgullosa de

verme tan guapa, no sé, quizá en elfondo pensara que en realidad parecíauna prostituta cara, o eso era lo quemamá habría dicho. Pero a Borja leparecieron bien el vestído y los tacones,así que puede que mamá llevara añosequivocándose, y, de paso, yo también.

Durante toda la cena tuve queesforzarme para que nadie notara que metemblaba tanto la mano que apenas eracapaz de servir la vichissoise. No hablémucho, y dejé más bien que Borja yAntonio hiciesen bromas sobre losviejos tiempos e intercamblaseninformación sobre antiguos conocidos.Yo permanecía ajena a la conversación

y rellenaba mi copa de vino una y otravez, y para controlar mi nerviosismo mequedaba contemplando un punto fijo enel techo, hasta que, a fuerza de tanto fijarla vista, sentia que el yeso empezaba adesvanecerse y se convertía en figuritasde flores y de ángeles. Si meconcentraba mucho incluso podíaescuchar los latidos de mi corazón, y noquería hablar ni moverme demasiadoporque pensaba que cualquiera de mismovimientos o de mis palabras podríadelatarme. No sabía qué me ponía tannerviosa, pero algo en el fondo de micabeza me decía que deberíaavergonzarme de mi estado, que había

algo de lo que debería sentirmeculpable, aunque me sentía incapaz deprecisar qué.

Acabada la cena Antonio propusoque saliéramos a tomar una copa. Antesde salir fui corriendo al cuarto de bañoy vomité toda la cena, y me quedémirando cómo en la taza del vátertrocitos de tarta de limón nadaban en unapasta color vino. Notaba que las manosme temblaban.

Empinándome como pude sobre losincómodos tacones, me maquillé contanto cuidado como si estuvieradecorando uno de mis maceteros, y mecepillé el pelo y salí del baño enfundada

en mi traje negro y decorada como unárbol de Navidad. Capté un destellofurtivo de deseo en los ojos de Antonio,y salí por la puerta de casa decidida ademostrar que merecía todo lo que tenía:la casa refulgente, el marido solícito, elcertificado de matrimonio. Algo dentrode mí hacía que siempre me sintieseindigna de lo que tenía. Llevaba quinceaños así.

Visitamos locales que nunca habíapisado, salimos por un Madrid que yono conocía. Dejamos que Antonio nosabriera los ojos. Tomamos copas en unbar de progres en el que las parejas sehacían carantoñas en los rincones

oscuros tarareando por lo bajo lascanciones de Pablo Milanés, y en un barde diseño en el que una torre detelevisores presidía la pista de baile, yen un bar de paredes pintadas de negroen el que camareras de aspecto góticoservían copas a los clientes con cara dedesagrado, y en un bar de músicaestridente en el que las chicas y loschicos lucían con orgullo camisetas detalla infantil que les permitían enseñarsus abdominales perfectos y susombligos perforados. Y yo, que nuncafui buena bebedora, me tragaba loswhiskies como si fueran batidos devainilla.

A las cuatro de la mañana acabamosen una discoteca de moda. La músicaatronaba de tal manera que resultabaimposible mantener una conversación,mientras una horda de adolescentesfamélicos y ojerosos pegaba saltos en lapista de baile al ritmo de unos golpesque me recordaban el sonido de loslatidos de mi propio corazón, y me dabala impresión, no sé, de que un millón deestrellas fugaces caían desde el techohacia la pista. Antonio, que parecíaencontrarse en su salsa, nos hizo ungesto indicándonos la barra, y nosabrimos paso entre cuerpos sudorosos yrostros que parecían radiografías.

Antonio pidió tres whiskies y Borjadesapareció entre la masa, yo no teníamuy claro a dónde se dirigía.Probablemente estuviese buscando elbaño, porque me resulta imposible creerque Borja, mi Borja, se hubiera ido a lapista a bailar. Él nunca baila, y menosaún ese tipo de música.

Antonio y yo nos quedamos a solaspor primera vez en quince años.

—Estás verdaderamente guapa —dijo él.

Debido al ruido tenía que acercarsetanto para hablar que yo podía sentir sualiento cálido en el cuello. Y yo pensé,ahora o nunca, Ana, es posible que en

años no vuelva a presentarse unaoportunidad como ésta.

—Antonio —dije—, ¿te acuerdasalguna vez de aquella noche, hacequince años, cuando me llevaste a aquelbosquecillo en el camino de Orio... ?

—Quince años... —dijo él, luciendoaquella sonrisa legendaria a la que lamala vida había hecho perder su auraProfidén—. Hostia, no ha pasado tiemponi nada... A saber dónde estábamos hacequince años...

¿Era posible que él no se acordara?Quizá sencillamente no queríarecordarlo.

—Yo estaba borracha. Tú también,

creo. Dejé de ser virgen aquella noche.Él me miró fijamente, con los ojos

muy abiertos.—¿Qué estás diciendo?—Pensé que te acordarías. Estoy

segura de que te acuerdas. —Mi vozsonaba firme y transparente a pesar detodos los whiskles, a pesar delestruendo de la música, a pesar de quebrotaba de una cueva recóndita dondemi desesperación se había mantenidoagazapada durante años.

Él me miró con expresión vacía y acontinuación desvió sus ojos hacia lapista, apuró su vaso de un trago y luegolas palabras le rezumaron cansinas de la

boca, como arrastrándose.—No sé de qué me hablas.Empecé a sospechar que quizá decía

la verdad, que para él, quizá, elepisodio entre los eucaliptos sóloconstituía un vago recuerdo, no sé, al finy al cabo Antonio había tenidomuchísimas chicas en aquella época yquién sabe cuántas habían desaparecidocon él entre los árboles... No sé, quizáfuese verdad lo que había oído decir deél, que se había vuelto alcohólico, queapenas le quedaba medio hígado, que lacabeza no le funcionaba.

Pero yo recordaba aquel episodioperfectamente, segundo a segundo.

Cómo nos tendimos en el suelo mojado,cómo él me desabrochó la blusa ycomenzó a manosearme los pechos,cómo después me bajó las bragas y memetió la mano entre las piernas, cómo depronto me encontré con que le teníaencima, con los pantalones bajados,intentando meterme su cosa, cómointentaba penetrarme sin conseguirlo deltodo porque yo forcejeaba debajo de ély me revolvía todo lo que podía ybastante trabajo tenía él intentandosujetarme las manos con un brazo y supropio miembro con el otro mientras yoculebreaba debajo de él como unaanguila, luchando por desasirme de su

abrazo, y cómo por un instante logrésoltar una mano y aproveché paraarañarle la cara, y cómo inmediatamentesentí un mazazo de hierro en la cara, y lasangre que fluía a borbotones por lanariz, y cómo le notaba encima de mí,inmovilizándome, pesado como unacondena, atenazándome de tal maneraque me faltaba el aire, y cómo mesujetaba las muñecas con la fuerza deuna llave inglesa, y cómo yo hacía loimposible por desasirme de nuevo,cómo ponía los cinco sentidos en movertodos los miembros a la vez para que élno lograra penetrarme, pero él eramucho más fuerte que yo, y yo lo sabía,

lo sabía bien, nunca había conseguidoganarle echando un pulso y cómo,cuando le tuve lo suficientemente cerca,le mordí la cara con toda la rabia de unperro acorralado, y cómo le oí gritar dedolor, y cómo, por toda respuesta, él mesujetó con más fuerza aún y me acometiócon una embestida directa, fulminante, ycómo sentí que había dejado a su pasotodo mi interior en carne viva, y comome presionaba las manos contra el suelocon tanta fuerza que creí que acabaríapor enterrarlas, cómo millones depequeñas piedrecitas se me clavaban enlos nudillos, cómo aquello pareció durarhoras, aunque quizá sólo fueran quince

minutos, y cómo sentía el sabor correosode la sangre en la boca y cómo meparecía que de un momento a otro meestallarían las cuerdas vocales, y cómopodía escuchar mis propios gemidos,afilados como cuchillas de afeitar, tanchirriantes que me costaba reconocerloscomo míos, y cómo me dolía la espalda,y cómo me dolían las muñecas, y sobretodo, sobre todo, cómo me dolía entrelas piernas, un dolor agudísimo, como siestuvieran introduciéndome un hierrocandente, un dolor que me perforabacomo una aguja al rojo vivo, que se meiba metiendo dentro, muy dentro, másallá de músculos y tendones, más allá de

capas de grasa y de filetes de carne, enel centro mismo de mis terminacionesnerviosas, en el núcleo exacto de mialma, y cómo progresivamente élempezó a jadear cada vez más fuertehasta que al final se desplomó sobre mí,gimiendo.

Cuando se levantó me quedé sentadaen la tierra, encogida sobre mí misma.Él me agarró del brazo y me obligó aponerme de pie. Me llevó a rastras hastala moto. En todo el camino a casa nocruzamos una palabra. Me dejó en elportal y subí por las escalerasconvencida de que yo tenía la culpa detodo por haberle acompañado hasta el

maldito bosquecillo.Contemplando a Antonio acodado en

la barra, convertido en una sombra de loque una vez había sido, aferrado a suvaso de whisky con la mismadesesperación con que un bebé se aferraal pezón de su madre, comprendíperfectamente la postura de esosfilósofos que opinan que Dios existepero que le damos igual, que se limitó adejarnos en la tierra y que se hadesentendido de nosotros. Y de lamisma manera hay gente que nos crea,que nos convierte en las personas quesomos, gente cuyas acciones marcan elresto de nuestras vidas de forma que

nunca volveremos a ser como antes, yque, sin embargo, no se responsabilizande nosotros. Antes de que Antoniopasara por mí, yo había sido unapersona, y después de aquello meconvertí en otra totalmente diferente. Yallí estaba Antonio para demostrarlo,completamente ajeno al hecho de queuna vez había sido una tormenta quedevastó a su paso todas las flores,dejando tras de sí la mala hierba, laszarzas y los cardos, las ortigas, losespinos.

Borja apareció de repente entre lamasa. Mi marido me cogió del brazo.

—Este sitio es horrible —dijo.

—A mí me gusta —respondióAntonio, aunque su voz apagada nodenotaba excesivo entusiasmo.

—Anda, que si hay que fiarse de loque te guste a ti... —replicó Borja.Completamente cierto: a Antonio legustaban unas cosas rarísimas.

Volvimos a casa sin hablardemasiado, tuvimos que coger un taxiporque estábamos demasiado borrachospara conducir. Al llegar a casa medisculpé aduciendo cansancio y me fuidirectamente a la cama. Abrí el botiquíny encontré una caja de polaramines. Elmédico me los había recetado un añoantes para combatir un brote de alergia,

pero entonces apenas seguí eltratamiento más de tres días porque laspastillas me daban sueño. Así que memetí cuatro pastillas de golpe con untrago de agua del grifo y me fui a lacama.

Soñé con cuchillos y serpientes, conmurciélagos y sangre, con gusanos ybrasas ardiendo, soñé que una enormesombra oscura me perseguía y yo nopodía correr porque las piernas sehacían cada vez más pesadas, y depronto miraba las piernas, las mismaspiernas que no podían correr, y veíagoterones de sangre negra queresbalaban perezosamente por mis

muslos.Soñé con un pequeño delfín negro

que era apenas más grande que la palmade mi mano. El delfín vivía dentro dellavabo, pero yo sabía que algún díacrecería y pronto llegaría el día en queno cabría en el lavabo, y poco despuéstampoco cabría en la bañera, y meobsesionaba pensando en cómo lograríamantenerlo vivo dentro de mi cuarto debaño, cómo lo alimentaría, cómo me lasarreglaría para llevarlo hasta el mar eldía en que creciera, y entretanto, poco apoco, el agua del lavabo iba tiñéndosede rojo.

Desperté sudando. Borja dormía

plácidamente a mi lado. Eran las siete.Parpadeé varias veces para recuperar elcontacto con la realidad. Tenía la bocaseca, como si hubiera masticado tiza, yla cabeza me pesaba más que la malaconciencia.

Me restregué los ojos y vi cómoentraba por la ventana la primera luz dela mañana y bañaba el cuarto de unsuave color melocotón. En la casa serespiraba una calma total.

Me dirigí hacia el cuarto de baño ycomprobé que no había ningún delfín enel lavabo. Abrí el botiquín y cogí la calade ovoplex, y luego fui sacando una poruna las diminutas pastillitas blancas,

empujándolas con la uña, haciéndolassalir de su pequeña celda plastificada ydejándolas caer en la taza del retrete,mientras caían las contaba, una, dos,tres, cuatro... viernes, sábado, domingo,lunes, y creo que en realidad se tratabade un ritual, no sé, me parece queinvocaba la protección de la diosa de lafertilidad, aunque quizá entonces yo nosupiese bien lo que estaba haciendo,pero sabía, eso sí, que iba a quedarmeembarazada.

Borja y Antonio no se levantaronhasta el mediodía. A mí se me escapó elcuchillo mientras preparaba la ensaladay me hice un tajo en el dedo que ensució

de sangre el blanco mostrador de lacocina. Pero no sentí dolor. Veía lasangre fluir como si fuese ajena, y meembobaba contemplando las gotas caersobre una mancha roja que se hacía cadavez más grande. Tardé un rato en darmecuenta de lo extensa que se estabahaciendo la mancha de sangre y penséque quizá no debería haber tomado laspastillas. Me sentía tan lenta...

Durante el desayuno creía flotar. Noestaba en el comedor, me sentía como siestuviese sumergida en una piscina deagua caliente. Ni Antonio ni Borjahablaban mucho, evidentemente comoconsecuencia de una resaca seria, y el

sol entraba por la ventana y reflejabauna aureola alrededor de la rubia cabezade Antonio, y Antonio, por un momento,rejuveneció lustros y se convirtió en unquerubín perezoso que jugaba con lasmiguitas de pan. Toda la escena poseíaun aire irreal, una atmósfera de cosasoñada.

Antonio se marchó apenas una horadespués. Le dio tiempo a darse unaducha rápida y a hacer las maletas.Cuando se despedía hizo amago debesarme en la mejilla, pero yo aparté lacara y le tendí la mano.

La ecografía dijo que era una niña,pero pasaron nueve meses y nació un

niño, y el parto se presentó sincomplicaciones y todo el mundo dijoque se trataba de un bebé precioso, y enparticular Borja, que estaba encantadocon la idea de tener un varoncito; peroyo sentí una íntima e inconfesabledecepción, sutil y peligrosa como unatela de araña, porque había deseado unaniña con todas mis fuerzas, porque habíaordenado con mimo los patuquitos y lasrebequitas de color rosa, y habíaentretenido las tardes buscando nombresde hada y de princesa que podríansentarle bien a una niña. Pero no podíaexplicarle a nadie lo que sentía porqueme habrían acusado de inhumana y lo

sabía, pero muy dentro, muy dentro demí misma, sentía que haber dado a luz aun niño era algo así como pactar con elenemigo.

Los siguientes dos añostranscurrieron entre pañales y biberones,cenefas y maceteros, recetas de moussey punto de cruz, y yo desplegué unaactividad frenética y exaltada,incansable, apasionada, para poner apunto una casa de la que mamá sesentiría orgullosa. Quería al niño conlocura, pese a que al principio no podíani verlo, pero eso era normal, o lo erasegún los médicos, quienes dijeron quese trataba de depresión posparto, algo

perfectamente normal. Pero acabéqueriendo al niño mucho más de lo quenunca había querido o llegaría a querera Borja. Yo lo sé, Borja lo sabe y creoque todo el mundo lo sabe, aunque nadielo haya dicho nunca.

Recibimos muchas, muchas,llamadas de Antonio, pero nunca hubootra visita. Las amigas de Donosticontaban que Antonio iba de mal enpeor, que todo el mundo sabía queestaba muy enganchado a la heroína, yentretanto Borja y Antonio sedistanciaban cada vez más.

Hasta que un día, hace de esto más omenos un mes, sonó el teléfono y yo, que

estaba preparando una ensalada, melimpié las manos con el delantal yrespondí a la llamada sin mucho interés,imaginando que, como de costumbre, alotro lado del auricular escucharía la vozde mamá interesándose por el niño, y mesorprendí muchísimo al oír la voz deKarmele, que sonaba jadeante,entrecortada, contarme que Antoniohabía muerto a causa de una sobredosisy que la Ertzainza había encontrado sucadáver en un pequeño bosquecillocerca de la autopista, a la salida deOrio; y que la policía daba por hechoque en el momento de la muerte habíaestado acompañado, porque no apareció

ningún vehículo en las inmediaciones yera bastante difícil suponer que Antoniohubiese llegado hasta allí por su propiopie, sobre todo teniendo en cuenta que elfallecimiento había tenido lugar en unanoche de lluvia, así que lo más probablees que Antonio hubiese ido allí encompañía de otro u otros drogadictos,buscando un lugar apartado dondeinyectarse heroína, y su acompañante oacompañantes, al ver lo sucedido,habían decidido abandonar el cadáverpara evitar problemas con la policía; yme contó también que aquella nochevarias personas recordaban haber vistoa Antonio recorrer los locales de peor

fama de la parte vieja de la ciudad,abrazado a una chica muy joven.

Colgué el auricular y seguí picandocebolla como si tal cosa. Tarareaba lascanciones de la radio mientras disponíaartísticamente en la ensaladera el apio,el pepino, la zanahoria y los rabanitos,ordenándolos por colores. Cuando Borjaregresó del trabajo olvidé inclusocomentarle lo de la llamada.

Dos días más tarde volvía a casa enel autobús, cargada de bolsas. El niñoestaba en la guardería. Y de pronto, almirar por la ventana, vi a Antonio cruzarla calle. ¿Qué estaba haciendo Antomoen Madrid? ¿Por qué no había llamado

para notificarnos que llegaba? Melevanté para bajarme en la próximaparada en un intento vano paraalcanzarle, aunque era consciente de quetenía muy pocas probabilidades de darcon él, que ya se habría perdido entrelas calles de Madrid, y cuando estaba apunto de descender por la escalerilla delautobús una idea cruzó por mi mentecomo un relámpago. No podía tratarsede Antonio. Antonio estaba muerto. Perobajé de todas formas. Sentía que mefaltaba el aire y las piernas me pesabancomo si fueran de plomo, y me desploméen el primer banco que encontré, ycalibré el peso exacto de mi cuerpo, los

cincuenta y dos kilos que me fijaban albanco y me impedían levantarme, ypodía haberme tirado días enterossentada en aquel lugar, porque, enrealidad, no encontraba razones paralevantarme, así que cerré los ojos eintenté no pensar en nada. Cero.Desaparecer.

No recuerdo cuánto tiempo pasésentada en ese banco; pasaron losminutos y quizá las horas, hasta que seacercó aquel señor de cierta edad queme preguntó si me encontraba bien, y no,no me encontraba bien, quería quedarmeen aquel banco el resto de mi vida,madurar allí, echar raíces, marchitarme,

secarme y desaparecer, pero recordé atiempo que tenía un niño de dos añosque en ese mismo momentoprobablemente estuviera berreandoporque su madre no había ido a buscarlea la guardería, así que me desembaracédel amable señor como pude, y cogí untaxi, conseguí recoger al niño por lospelos y regresé a casa con las pupilas delos ojos dilatadas de tanto llorar yllorar.

Ya no soy la mujer que era hace dosmeses, aquella que lijaba y barnizaba ypintaba estanterías. Siento que vuelvo aser Anita, me emborracho con mi propiollanto, mantengo largas conversaciones

conmigo misma y lloro en silenciolágrimas saladas, pequeñas cuentas decristal. La vida se me escapa por losojos brillantes, y paso horas tumbada enla cama, incapaz de reunir fuerzas paralevantarme. Paseo la mirada por lahabitación, recorriendo uno a uno lospequeños detalles que he llegado aaprenderme de memoria: la casiimperceptible mancha de humedad en elpapel pintado, el pequeño hueco enforma de rectángulo que dejó unamadera que un buen día decidióabandonar el suelo de parquet y fue aparar Dios sabe dónde, los dibujosgeométricos del kilim, rosas, verdes y

granates, los desconchados de lalámpara de porcelana. Debería dejar dellorar, yo, que lo tengo todo, todo lo queacumulé para demostrarle a Antonio quesobreviviria, que valía mucho más de loque él se creía: el suelo de gres, lacristalería Ruiz de la Prada, el sofáRoche Bobois, las cortinas de Gastón yDaniela, la mesa de Ricardo Chiara, lavidriera de Vilches, los cuartos de bañocon grifería de bronce de Trentino, elsalón que merecería figurar en laspáginas centrales del Elle decoración, elmarido guapo y brillante, el armariorepleto de modelos de Sibila y Jesús delPozo. Lo tengo todo alrededor, pero ya

no tengo nada dentro.En aquellos tiempos nadie hablaba

de violaciones. La Anita que yo era nisiquiera sabía qué significaba la palabray pensaba que todo había sido culpasuya. Ella le había acompañado almonte. Había ido sola en la moto. Se lohabía buscado. Los hombres sonanimales. No pueden reprimir susinstintos. Eso me habían dicho lasmonjas toda la vida, y eraresponsabilidad mía mantener intocadomi cuerpo, ese templo sagrado que Diosme había dado. Mía y sólo mía. Antoniome había tratado como una puta y yohabía organizado toda mi vida para

demostrarle a él, al mundo y a mí mismaque no lo era.

Pero Antonio se ha muerto y elmundo, por su parte, también hacambiado, y mi hermana pequeña seacuesta con unos y con otros, con quienle da la gana, y nadie dice nada, nadie selo cuestiona. Y yo, yo, ¿qué? Yo sólo heconocido a dos hombres, y ningunomerecía la pena. Como tampoco merecióla pena hacerles caso a mi madre y a lasmonjas.

No ha merecido la pena esforzarmeen demostrar que soy una buena chica.Antonio se ha muerto y no me Importa.Borja está vivo y no me importa. Lo

único que importaba, lo único que haimportado siempre, era limpiar unamancha. Pero eso tampoco importa ya.Al fin y al cabo, la limpieza ya no meobsesiona.

Anita organizó una revancha deopereta y Ana duerme ahora con unextraño, confinada en una casa que hademostrado no necesitarla, recluida enun calabozo que ella misma hadecorado. Y yo me siento vacía comouna mujer burbuja.

S

de susto

De la vida se puede hablar de milmillones de maneras diferentes, peropara mí ya sólo hay dos formas devivirla: con drogas o sin ellas, o lo quees lo mismo, a pelo o anestesiada.Drogas, drogas, drogas. El éxtasis es elpan nuestro de cada día y ya no sabemosvivir sin él. Nos metemos por lo menosuna pastillita por semana, para pasar elfin de semana como Dios y el

underground mandan, pero lo normal esque también caiga alguna entre semana.Después de constatar que nos gastamosuna pasta en las putas pastillitas, hemosdecidido que nos traía más a cuentahacernos con nuestras reservas del mesde una tacada, no sólo porque va asalirnos más barato, sino porque ayernos enteramos de que acababa de llegarun material que difícilmente podremosvolver a encontrar: MDMA puro, delque ya no se hace, recién llegado deHolanda. Salía a cinco talegos lapastilla, pero por haber comprado unacantidad tamaño familiar, y comodeferencia al hecho de que yo trabajaba

en el Planeta X (que al fin y al cabo erasu centro de operaciones), Carlos elTopo, alias Tantangao, nos ha hecho unprecio especial: treinta pastillas asetenta y cinco napos, o sea, dos talegosy medio por pastilla. Considerando quese trataba de una oportunidad que nopodíamos desaprovechar, Line, Gema yyo hemos decidido hacer un fondocomún, y aquí estamos, a las seis de lamañana, dentro del coche de Gema, lastres marías, Line, Gema y yo, cada unacon nuestra bolsita, que contiene nuevepastillitas blancas, nueve, que acabamosde pillar. Nueve en la bolsita y una en elestómago, porque no hemos podido

resistir la tentación de probar una nadamás pillarlas. Acabamos de salir delPlaneta X. Son las seis de la mañana yyo me las he arreglado para salir antesque de costumbre porque es martes y enel local no había mucha gente.

Conducimos por la calle de SanBernardo abajo, con el loro a todovolumen. Suena una cinta que el pinchame ha regalado esta misma noche y yo,con mucho afán didáctico pero escasoéxito, intento iniciar a Gema en losmisterios de la cultura cyberchic.

—¿Ves, Gemita?, esto que suenaahora mismo es trance.

—¿Quieres decir que lo que sonaba

hace cinco minutos no era trance? —preguntó Gema con cara de no enterarse.

—No, lo que sonaba hace cincominutos era hardcore techno.

—¿Jarcotezno? —Gema abre mucholos ojos y me dedica su mejor muecaescéptica.

—Hardcore techno —repito yo, conperfecto acento, que para algo he tenidoun novio irlandés—, que es lo que aquíse conoce como bacalao.

—¿Y qué diferencia hay entre eljarcotezno y el trans? —pregunta ella—.Lo digo porque a mí me ha sonado a lomismo.

—Pues que el hardcore techno es

como más machacón, más maquinita, osea chunda-chunda-chunda-chunda,mientras que el trance es como másenvolvente y espacial. Una cosa tipotiritiritiritiririlili-tiritiritiritiririllilili-uauuuú-uauuuú. Y luego está el ambient,que es mucho más relajado, tin ... plin ...tirirrirín ... plin. Algo así como la NewAge de la música de baile. Y luego estáel jungle...

—¿Yanguel? —La cara de susto deGema se hace más evidente porsegundos.

—Jungle, que es algo así como elsonido tribal de la música de baile, perohecho con ordenador y aceleradísimo.

—Hago una pausa en mi discursocuando advierto que lo que suena es unode mis temas favontos—. Vaya, esto quesuena ahora mismo son los Underworld.Me encantan.

—Cristina, que diferencies entreestilos ya me parece sorprendente, peroque llegues al punto de reconocer lascanciones tiene un punto preocupante,qué quieres que te diga —advierteGema.

—No, si a mí también me parecía unhorror, pero desde que trabajo en el barme he enganchado completamente. Allíes que no oyes otra cosa. Lo peor es queme he grabado algunas recopilaciones

de trance, me las he llevado a casa, y yano escucho nada más. Me levantoescuchando trance, me lavo los dientesoyendo trance, me ducho con trance, yhago la comida a ritmo de trance... Estoytotalmente enganchada.

—No, si al final vas a acabarnecesitando una terapia dedesprogramación... Te veo en ElPatriarca antes de fin de año. —Line,que iba muy calladita en el asiento deatrás, abre la boca por primera vez—.Por cierto —continúa—, hablando dedesprogramaciones, ¿has sabido algo deIain?

—No, ni ganas —respondo yo, seca

como el esparto. Gema se dirige a mí,curiosa.

—¿El tal Yan es el novio ese delque me hablabas?

—Sí, mi novio —confirmo yo,decidida (la falta de costumbre), peroenseguida rectifico—. O sea, mi exnovio. Era mi novio hasta anteayer,como quien dice.

Gema me mira asombrada.—¿Lo habéis dejado?—Lo hemos dejado hace un mes, y

estoy hecha polvo. Como casi ni me vesúltimamente ni te habías enterado.

—Si se trata de un reproche veladote recuerdo una vez más que he estado

muy ocupada con mi tesis.—Tú y tu tesis... «Melibea, la

primera feminista.» Típico tema debollera concienciada. Resulta que ahorauna mema que no hace más que quedarseen casa y suspirar por un lechuguino esla primera feminista. Lo que hay que oír.A vosotras las de hispánicas se os va unpoco la olla.

He tocado su talón de Aquiles, sutesis, su obra magna, su alhaja, suprenda, la niña de sus ojos.

—No empieces, que lo de mi tesis lohemos discutido muchas veces. Aparteque la tuya tampoco es una maravilla.«Diferentes concepciones del

sentimiento amoroso a lo largo de lahistoria.» Te darán un punto extra por laoriginalidad...

—Vale. Tregua. Dejo el tema. Tutesis es cojonuda. No sé, creo me pongoborde cuando oigo hablar de Iain.

—Hala, no te preocupes —metranquiliza Gema—, que a una chica tanguapa como tú no le faltarán novios.

—¿Repite eso?—¿El qué?—Lo de que soy guapa.—Pues nada, pues eso, que eres muy

guapa.—Pues nunca me lo habías dicho.—Supongo que no hace falta decirlo.

Es bastante obvio. Además, no eres eltipo de chica a la que parece que hagafalta decírselo, ni tampoco apetece.

—¿Y por qué no va a apetecer?—Porque, Cristinita querida, con lo

borde que eres no sólo no ibas a dar lasgracias, sino que ibas a soltar unafrasecita de las tuyas; un «mira que eresbabosa», o algo peor.

—¿Borde yo?—No, qué va. Dejémoslo en que a tu

lado Cruella de Vile era una santa.—No creas —digo, un poco

pensativa—, si ya me lo han dichomuchas veces... El propio Iain, porejemplo. Éste ya ni me habla.

—¿Es inglés?—Peor aún, irlandés —concreta

Line desde atrás—. Católicos yborrachos.

—Pero los mejores amantes. Ya lodijo Marilyn Monroe —completo yo.

—Pero se refería a los Kermedy,que eran yanquis —rectificaLine—.Además, seguro que follaba muy bien,pero era un pedante de cuidado. Con eserollo de que era escritor...

—¿Escritor? —Interviene Gema—.Eso no lo sabía yo. ¿Qué escribía?

—Cuentos cortos. Comeduras detarro. Nada del otro mundo. En realidadvive de un fideicomiso, así que le da

igual —le explico yo.—¿Un fideicomiso? Entonces era

rico, ¿no?—Él no. Su familia sí, por lo visto.

Pero es un cutre, como toda la gente depelas. Por ejemplo, cuando cortamos meenvió una caja con mis pertenencias, loque me había dejado en su apartamento.Y al principio estaba tan jodida que nime atreví a abrirla. Y hace dos días,cuando por fin la abro, veo que el muycabrón se ha quedado con lo que leinteresa. Mis mejores camisetas, porejemplo. Y mis bolas chinas.

—¿Bolas chinas? ¿Eso qué es? —pregunta Gema.

—Pues es como una especie devibrador —le informo—, pero son dosbolas. Hija, pensé que vosotras laslesbianas sabríais más de eso... Y sesupone que una te la metes por el coño yla otra... Bueno, olvida las instruccionesde uso. El caso es que debe de estarutilizando mis bolas chinas concualquier otra, de la misma manera quedebe de estar saliendo por ahí con MIScamisetas, y por eso no me las devuelve.

—Mujer, lo dudo bastante —opinaGema.

—¿El qué?—Lo de que esté usando las bolas

chinas...

—Pues no veo por qué vas adudarlo. No creo que sea fiel a mirecuerdo. ¡Si él no aguanta pasar dosdías sin follar ... ! Estoy segura de queya está con otra tía.

—No, no lo has cogido, Cris. Yo note digo que no folle. Lo que quiero decires que tampoco es muy normal,tratándose de una chica con la que nollevas mucho tiempo, pues eso, sacar unvibrador como si tal cosa de la mesillade noche y proponerle montar unnumerito. Vamos, por lo menos no con eltipo de chicas que yo he conocido.«Oye, mira que tengo aquí un juguetitoque se dejó mi novia en casa, que por

qué no lo usamos.» No me negarás quesuena un poco fuerte.

—Me estás decepcionando, Gema.Yo pensé que las lesbianas os pasabaisel día jugando con vibradores.

—Tú has visto mucho porno —meresponde Gema.

—Además tampoco hace falta queexplique que se trata de un juguetito desu novia —añade Line—. Siemprepuede decir que le tocó en una rifa deuna despedida de soltero, y que leapetece ver cómo funciona.

—Pues peor me lo pones... —otravez Gema—. ¿Qué iba a pensar la chicade sus amistades? Y, por cierto, ¿cuánto

tiempo llevabas con ese novio?—¿Qué pasa? ¿Quieres que te dicte

mis memorias, o qué?—¿Ves? Si cuando yo digo que eres

una borde, lo digo por algo.—No, si es verdad. Ya te he dicho

que por eso me dejó Iam. Se hartó demis numeritos, de mis desplantes, de misdepresiones y de mis psicólogos.

—¿Y cómo lo llevas?—Así, así... tirando. La verdad es

que andaba dudando entre hacermelesbiana o meterme a monja.

—Ambas cosas son compatibles. Ysi no acuérdate de esa monja que noscontabas que te perseguía por los

pasillos de tu colegio... —me recuerdaLine.

—¡Qué horror! Ni me la menciones.—Pero si buscas consejo, yo de ti

optaba por la primera opción. No sóloporque suena más interesante, sinoporque, ahora que has adelgazado, seríauna pena que ocultaras tus encantos bajoun hábito talar —dice Gema.

—¿Me estás tirando los tejos?—Bueno, ya que has dicho que ibas

a hacerte lesbiana, quiero apuntarme laprimera al club de tus admiradoras —avisa Gema, sonriente y, supongo,irónica.

—Tía, que nos conocemos desde

hace seis años...—Nunca es tarde si la dicha es

buena.—Oye, que si sobro no tenéis más

que decirlo y me bajo del coche, ¿eh? —interrumpe Line.

Yo finjo no haberme enterado ycambio de tercio.

—Puedo hacerte una preguntaindiscreta? —le suelto a Gema.

—Las preguntas no son indiscretas,tal vez las respuestas, dijo Oscar Wilde—cita Line.

—Creíamos que el pedante era minovio —le recuerdo yo.

—Ex novio —puntualiza ella.

—¿Cuál era la pregunta indiscreta?—pregunta Gema.

—Que si te lo has hecho con un tíoalguna vez, como si lo viera —sueltaLine desde atrás.

—¿Era ésa? —pregunta Gema.—Era ésa —confirmo yo.—A partir de hoy, llamadme Sibila

—dice Line.—Pues tampoco era tan indiscreta,

hija. La respuesta es sí. Con unoscuantos. Me lo hice con el profesor delingüística de primero, por ejemplo.

—¿EL DE LINGÜíSTICA? —chillaLine—. ¿Con aquel monstruo? ¡Quéasco! Si debía de rondar los ciento

veinte kilos... No me extraña quedecidieras hacerte bollera. Después deuna experiencia semejante, cualquiercosa.

—No me seas reaccionaria. Ser gayno es ser cualquier cosa —replica Gemaindignada.

—Es un decir, joder. No te mepongas concienciada ahora, que son lasseis de la mañana.

—¿Y vosotras, ya que preguntáis?¿Os lo habéis hecho con una tía?

—No —contesto.—Bueno, sí —responde Line a su

vez—. Ésta y yo nos hemos dado algúnque otro morreo y una vez lo hicimos las

dos con Santiago...—O sea, que no —la corta Gema.—Supongo que no. —Me lo pienso

un segundo—. No.—No —confirma Line.—Y, dime, ¿es muy diferente? —

pregunto yo.—¿El qué? —Gema, a la gallega,

responde con una pregunta.—El qué va a ser... Follar con un tío

y follar con una tía.—Sí y no. A ver, cómo te explico...

—El éxtasis debe de estar subiéndole.Si no ¿a qué viene semejante talantecomunicativo? En otras circunstanciasme habría mandado a la mierda—. En

una relación con un hombre está clarodesde el principio que nunca se llegará auna comprensión absoluta. Con loshombres se parte de la contraposición, ycon las mujeres de la identificación. Conlas mujeres es quizá más ingenuo, losroles no están preestablecidos, ni en lacama ni fuera de ella, y todo se hace másfácil. Hay muchas cosas que un hombreno puede comprender porquesimplemente no sabe lo que significa sermujer. Y hay otra diferencia muy grande:los hombres no tienen pechos, y lasmujeres no tienen los músculos de loshombres...

—Y te ahorras eso de la felación,

que es bastante incómodo, a no ser quetengas la boca muy grande... —Lineinterrumpe el formativo discurso deGema.

—O que él la tenga muy pequeña —completo yo.

—A mí me echa un poco para atrás.¿Sabe bien? —Line, siempre tan directa.

—¿El qué? —pregunta Gema.—El qué va a ser... comérselo a una

tia, coño —responde Line.—Mujer, depende, pero en general,

sí. Sí, sabe bien, pregúntaselo acualquier tío. Además, el sexo de una tíavisto desde cerca es muy bonito. Pareceuna flor. Una orquídea. Y es blandito, da

gusto jugar con él. Qué quieres que tediga, a mí me resulta mucho másdesagradable tener que chupársela a untío, que a veces te atragantas y nopuedes ni respirar...

—Y que hay mucho guarro que no selava... —Line de nuevo. —Yo lo quedetesto es cuando te agarran la cabezacon las manos y te obligan a meterte elaparato hasta la campanilla, y tú ahí,medio asfixiada, que vas notando cómote falta el aire —explico yo.

—Pues eso con una tía no te va apasar. —Gema sentando cátedra.

—No, si al final acabarás porconvencerme. Además, después del

modo en que me ha tratado Iain casi seme han quitado las ganas derelacionarme con más.

En ese momento nos fijamos en unpar de maderos que están de pie en laacera, haciendo un control. Hanaparcado el coche a un lado de la calle yestán parando a algunos automóviles. Seha formado un embotellamientoimportante.

—¿Esto qué es? —pregunta Line.—Un control. Terroristas, seguro.

Me juego la vida a que ha habido unatentado —predice la agorera de Gema.

—Para mí que es un control dealcoholemia —opino. Los maderos nos

hacen señas de que nos detengamos,supongo que porque el viejo cuatro latasde Gema, lleno de pegatinas, tienebastante mala pinta. Una panda de pijosengominados pasan a nuestro lado en unGolf GTI. A ellos, claro, no les paran.

Uno de los maderos le dice a Gemaque salga del coche. Line y yocontemplamos cómo el tipo le pide elcarnet de conducir y los papeles delvehículo. Gema, muy calmada, los sacade la guantera y se los enseña.

El madero nos mira a Line y a mí ynos hace una seña. Ahora nos toca anosotras salir del coche. Lo hacemos. Eltío abre mi bolso y lo primero que saca

es la pitillera de plata que me regalóIain (por cierto, yo no fumo. El listo deIain se lució con el regalito). La abre yse encuentra la bolsita.

Me doy cuenta de lo estúpidas quehemos sido. Ni se nos había pasado porla cabeza que la madera pudiera ponersea controlar a la gente que salía delPlaneta X para pillar éxtasis. Yo yahabía oído que eso se hacía, perosiempre había pensado que se apostabana la puerta de las macrodiscotecas delextrarradio, en Atica o el Central, no enpleno centro de Madrid. Aunque, enrealidad, que hagan un control aquí es lomás lógico, porque el Planeta X es un

nido de pastilleros y farloperos, comotodo el mundo sabe. Maderos incluidos,por lo visto.

Oigo un zumbido en los oídos. Setrata de la sangre, que se me agolpa enlas sienes.

—¿Esto qué es? —pregunta elmadero.

—Pastillas.—Ya veo. ¿Alguna de vosotras tiene

más pastillitas de éstas? —añade él,dirigiéndose a Gema y Line.

Line y Gema no abren la boca. Nosadvierte que van a registrarnos de todasformas, así que más vale que soltemoslo que llevamos. Será más rápido y

menos humillante, dice.Gema saca su bolsa del bolsillo de

los vaqueros. Yo sé que Line se hametido la bolsita dentro de las DoctorMartens, no porque temiera ningúnregistro, sino porque la bolsa ya no lecabía en su minúsculo bolsito en formade corazón, donde había metido apresión las pinturas, las llaves, el tabacoy el monedero; y el modelito de estanoche —un pichi de vinilo rosano tienebolsillos.

El policía se dirige a Line:—A ver, rubita, tú también. Tus

pastillas.—Yo no llevo nada —asegura Line.

Y él repite que más vale que entregue elmaterial ahora si no quiere buscarse másproblemas de los que ya tiene, y que vana registrarla de todas formas.

Line duda por un instante, luego sesienta en la acera y comienza adesabrocharse las Doctor Martens. Noresulta una tarea fácil, porque son deesas de caña alta, abrochadas hasta eltobillo.

—Tendrá usted que esperar unmomento —avisa—. Las tengo por aquí,en alguna parte.

El madero, impaciente, le dice quese dé prisa, que no tiene todo el día.

Line se quita el calcetín rosa

eléctrico. Con el frío de la mañanaresulta un poco absurdo ver a Line conel pie desnudo. Nada. De ahí no salenada parecido a una bolsa de pastillas.

—Me parece que me he equivocadode bota. Deben de estar en el piederecho —dice Line, dedicándole almadero su mejor sonrisa y encogiendolos hombros.

Esperamos unos cinco minutos hastaque logra quitarse la otra bota y por finaparece la condenada bolsita. Luegootros diez minutos hasta que se calza denuevo. El atuendo de Line será todo lomoderno que ella quiera, pero, desdeluego, no está pensado para una noche

de pasión salvaje, a no ser que se tratede un polvo rápido, contra la pared,subiéndose el pichi hasta el pecho ydejándose las botas puestas, y está claroque tampoco está diseñado paraenfrentarse a un registro policial. No haymás que ver la cara de los maderos.

Uno de ellos, señalando la bolsita,nos pregunta dónde hemos comprado laspastillas.

—En una fiesta —digo.—En el Planeta X —dice Gema.

Ella ha dicho la verdad y yo he tratadode salvarme el curro.

—En una fiesta en el Planeta X —amplío yo, intentando remediar la

situación.El madero se mete en el coche y

habla con alguien por radio. No haceotra cosa que recltar números. Algo asícomo «Alfa 33, Alfa 33, registrado undoscientos veintinueve en la calle SanBernardo, cambio y corto... Negativo...Doscientos veintinueve.» Resultaevidente que está utilizando algunaclave. Acaba y nos hace aparcar elcuatro latas.

—Me temo que tendréis queacompañarme a la comisaría paraprestar declaración —le dice a Gema.

Nos han metido en una furgoneta dela policía, que arranca. Conduce un

madero jovencito. Nosotras tres vamosagolpadas en la parte trasera del coche,separadas de los dos policías que nosllevan por una reja metálica. Comoperritos. No nos han esposado. Yosiempre había pensado que cuando tellevaban a comisarla te esposaban. Laidea me daba cierto morbo, por aquellode que sólo he utilizado esposas parafollar. No me queda claro si debemosconsiderarnos detenidas o no. Se mepasan por la cabeza terroríficasimágenes de brutalidad policial,interrogatorios con un flexo apuntándotea la cara, palizas propinadas con toallasmojadas para no dejar marcas, sórdidas

celdas sin agua ni sanitario... De pronto,sin comerlo ni beberlo, nos hemosconvertido en delincuentes y paseamospor el lado salvaje de la vida.

—Hace falta tener mala suerte —suspiro.

—Vosotras tres, calladitas —sueltael madero que conduce.

—Vale, vale, que ya nos callamos—responde Line.

Continuamos el trayecto en el mayorde los silencios. La verdad es queapenas pasamos cinco minutos en lafurgoneta, porque nos llevandirectamente a la comisaría de la Luna,que está prácticamente al lado de donde

nos han recogido.Al llegar a comisaría nos separan. A

mí me llevan a una habitación pequeñaen la que un policía bajito, sentadofrente a una máquina de escribir, anotami nombre, dirección y número decarnet de identidad. Parece muy joven.Quizá más joven que yo. Todo lo que mehabían sacado del bolso apareceextendido en la mesa, delante de él:cartera, llaves, el estuche de las gafas,un lápiz de labios, un monedero. Todomenos la pitillera de plata que me habíaregalado Iain y que contenía laspastillas.

Me pregunta mi profesión.

—Estudiante —contesto. No sé porqué me da vergüenza decir camarera.Influencia de mis hermanas, supongo.

Y en ese momento, zas, noto unasensación familiar que me hacecosquillas en el estómago, y bulle yburbujea como una aspirina efervescentedentro de mí, y va subiendo, poquito apoco, burbujitas, burbujitas espumosas,hacia mi cabeza. Oli, no... El pulso seme acelera y empiezo a respirar deforma entrecortada, inspiración,espiración, me falta oxígeno, boqueocomo un pez fuera del agua, noto que laspiernas empiezan a temblarme, lasarticulaciones me hormiguean, y las

manos, soy incapaz de estarme quieta yESTÁN ENTRÁNDOME UNASGANAS MUY TONTAS DE REÍRME.Carlos Tantangao, esta vez no has hechohonor a tu nombre. Esto es MDMA puro.El mejor que he probado nunca.

El madero saca un cigarro y meofrece uno. No lo acepto, porque nofumo, pero le doy las gracias muyamablemente.

Me dice que hemos tenido suerteporque hoy no han traído a mucha gente,así que podremos despachar el asuntomás rápido que de costumbre, ya que,normalmente, podrían pasar horas hastaque nos tomaran declaración.

Parece bastante amable. No me da laimpresión de que vaya a conocer labrutalidad policial, de momento.

Al rato aparece otro tipo, éstevestido de paisano, con barba. Debe derondar la cuarentena y es atractivo, a sumanera. Tiene un pasar, si a uno legustan los modelos de anuncio de ElCorte Inglés, claro.

—Supongo que eres consciente dellío en que te has metido —me dice,encendiendo un cigarrillo, igualito,igualito que en las películas de Bogart.

—Me lo imagino.—¿Dónde comprasteis las pastillas?—En el Planeta X. Ya se lo dije al

agente que nos ha traído aquí.—¿A quién se las comprasteis?—A un camello, a quién va a ser.—¿Sabes su nombre? ¿Me conviene

mentir? Doy por hecho que Gema no seirá de la lengua, pero seguro que Linemete la pata, en su línea.

El dilema del prisionero. Uno de losproblemas básicos de la teoría dejuegos. Dos individuos sospechosos dehaber cometido un crimen encomplicidad son detenidos y encerradosen celdas separadas. Cada uno puedehablar o permanecer en silencio. Haytres posibilidades: si uno habla y el otrono, el que habla va a la calle y al otro le

caen veinte años. Si los dos hablan, acada uno le caen cinco años. Y si losdos callan, les cae un año a cada unoacusados de un cargo menor, comotenencia ilícita de armas, por ejemplo.Cada uno debe tomar su decisión sinsaber lo que hará su cómplice. ¿Quédeben hacer?

Solución: los dos deberían quedarsecalladitos. Moraleja: en un juego deinformación incompleta los mejoresresultados se consiguen cuando todoslos jugadores adoptan una estrategiacooperativa.

—No, no sé su nombre —respondo—. En estos casos uno no pregunta el

nombre, sólo el precio.La explicación parece convencerle.—¿Puedes describírmelo? Más vale

que me digas la verdad, porque estamospreguntando a tus amigas también, ycomo las descripciones no concuerden,os veréis en un serio problema.

Le doy una descripción queconcuerda con la de Carlos el Topo,pero que también podría concordar conla de cualquiera: moreno, no muy alto,ojos oscuros. Omito el hecho de quellevaba gafas de culo de vaso (por esole llaman Topo), porque desde queexisten las lentillas ya casi nadie laslleva, y el dato podría servir para

identificarle con facilidad. Si las otraslo mencionan, allá ellas. Pero nadiepodrá acusarme de haber mentido.Todos los rasgos que he citado son losde Carlos.

—¿Le habías visto antes? —mepregunta el secreta. Supongo que es unsecreta, porque no lleva uniforme.

—Un par de veces —miento.—¿Sabes si es un proveedor

habitual?—¿Qué?—Que si es un camello conocido —

traduce el secreta, condescendiente.Carlos el Topo, alias Tantangao, es

el camello más famoso de toda

Malasaña (y aledaños).—Pues no lo sé. Yo sólo le he

pillado hoy —digo. El Topo lleva tresaños siendo mi proveedor habitual, quediría el de barba.

—¿Y cómo te has enterado de queestaba pasando pastillas?

—Pues como todo el mundo. He idoal bar y he preguntado quién pasaba.

—¿Y no te parece que nuevepastillas es una cantidad un pocoexagerada para llevarlas encima degolpe?

—Es que estamos preparando unafiesta. Ruego a Dios que las demásdigan algo parecido. Supuestamente soy

atea, pero en estos casos recupero la fedel colegio, por si las moscas.

—Bien, vamos a llevar estaspastillas al laboratorio para que lasanalicen, y si son lo que creemos queson, me parece que tus padres sellevarán un disgusto.

—Comprendo.—Cerdo paternalista, pienso para

mis adentros.—Eso espero. ¿Vives con tus

padres? Me cuesta responder. Noto queempiezo a temblar y la mandíbula se medesencaja. Puñetero éxtasis de loscojones.

—No, vivo sola.

—Ya te has metido alguna de esaspastillas, ¿no? Qué percepción la suya.

—Me temo que sí —respondo. Notoel pulso desbocado como un caballo queacabara de ver un fogonazo. Jadeante,siento un ritmo interno bullicioso que meestremece de la cabeza a los pies.Percibo los latidos de la sangre en losoídos, el eco de las palpitaciones en elpecho, y hasta empiezo a encontrar monoal policía jovencito de uniforme. Esto esMDMA del bueno, y sube como uncohete.

—Ahora tendrás que esperar hastaque tomemos declaración a tus amigas ydecidamos qué hacer con vosotras. De

momento, yo he terminado contigo —anuncia el de barba. Acto seguido selevanta y sale de la habitación, cerrandola puerta tras de sí. Parece satisfechocon la inútil información que le heproporcionado.

El jovencito me indica que va aacompañarme a una celda. ¡Una celda!No he estado en una celda en mi vida.Aunque en realidad, el sitio donde melleva no tiene mucha pinta de celda. Notiene rejas, por ejemplo. Se trata de unasimple habitación cerrada con llavedesde fuera, con una pequeña ventanitaen la puerta por si necesitamos llamar.Dentro hay un banco, y sobre el banco,

un negro. Entro y me siento a su lado. Elbanco resulta bastante incómodo. Elnegro tiene los ojos muy bonitos.

—Hola —saludo.—Hola —responde el negro, con

una blanquísima sonrisa—. ¿Por qué tuaquí?

—Drogas —digo.—¿Caballo?—No, equis. ¿Y tú?—Caballo. —Tiene un acento muy

raro.—Oye, tú... ¿de dónde eres?—Senegal. —Donc, tu parle

francais... —digo. El francés era elsegundo idioma que elegí en la carrera.

—Mais bien súr! —Él pareceencantado—. Tu parle trés bien.

—Merci.—Est, qu'est-ce que tu fais, une

belle fille comme toi, et cultivée aussi,dans cet endroit... —dice. Que viene aser: ¿qué hace una chica como tú en unsitio como éste?

—C'est la vie.Y esto ni haría falta traducirlo: Así

es la vida.Nos enzarzamos en una animada

conversación. Él se llama Ourané o algoasí. Yo voy puestísima de éxtasis, demodo que tengo muchas ganas de charla,a pesar de las circunstancias

supuestamente adversas. Me paso el ratode palique con Ourané, o como se llame,que me cuenta cómo es la Cassamance,la región de donde viene, que por lovisto está llena de terroristasindependentistas. Algo así como losetarras pero en negro, para entendernos.Nos reímos mucho y a mí casi se meolvida que estoy en una comisaría ypendiente de una posible acusación portráfico de drogas.

Ourané debió de nacer en un pueblosoleado a la orilla del mar. Ouranéapenas aprendió a leer o escribir. En laCassamance a los niños se los lleva unagripe, porque no existen los antibióticos

ni las aspirinas. En la Cassamance lasmujeres tardan un día entero en llegar deun pueblo a otro con sus bebés a laespalda. En la Cassamance soldados deuniforme verde se apostan en los crucesde los caminos con sus fusiles francesesapoyados en la cadera y se empeñan enque los niños no hablen wolof sinofrancés. Imagino a Ourané viajandohasta España en una patera yrecorriendo el camino desde el sur condos camisetas viejas en una bolsa deplástico y el espíritu lleno de esperanzasabsurdas. Quizá Ourané pensara queaquí podría encontrar un trabajo y unavida. Ourané, habrías hecho mejor

quedándote en tu pueblo junto al mar,pescando en un delta lleno de delfines ytocando el tambor al atardecer. No séquién te engañó diciendo que aquíencontrarías coches, bolígrafos,cigarrillos, luz eléctrica, pantalonesvaqueros y cintas de Michael Jackson.Todo lo que has encontrado ha sido unacelda sin baño y un banco para dormir.

Y yo me pregunto ¿qué coño hacesaquí?, y lo que es peor, ¿qué coño hagoyo aquí? No hablo solamente de estacelda sin rejas, hablo de esta vida sinasideros, sin razones ni coartadas, sinpretextos ni evasivas, ni objetivos, niintenciones, ni ideales. Si yo me muriera

ahora mismo, ¿a quién dedicaría miúltimo pensamiento?, ¿qué recuerdodecidiría llevarme?, ¿me daría muchapena dejar esto? Para qué engañarnos:no tengo casa, porque no se puedellamar casa a mi apartamento enano dealquiler astronómico; no tengo trabajo,porque tampoco se puede llamar trabajoal papel de florero andante que ejerzo enel bar; no tengo novio, ni siquiera estoysegura de que lo haya tenido alguna vez;por no tener ni siquiera tengo perro, yeso que a los cuatro años hice la firmepromesa que adoptaría uno en cuantofuese mayor. Debo recordarme a mímisma que soy afortunada de haber

nacido en Madrid y tener la piel blanca.Pero saber que Ourané está peor que yono me sirve de consuelo. Me sientoegoísta y esto empeora aún más, si cabe,mi estado de ánimo. Me gustaríaquedarme muy quieta y poquito a pocodejar de respirar, dejar de enviarórdenes a mis neuronas, dejar de pensar,dejar de ser, dejar de ocuparme de mímisma, de mi piel, de mis tendones, demis venas, de mis huesos. Cuando salgade aquí no estaré mejor ni peor. No soymás que una muñequita de plástico y,para colmo, empiezan a fallarme laspilas.

A las dos horas o así aparece el

mismo policía jovencito de antes parallevarme otra vez a la habitación dondeme han tomado declaración. Me despidode Ourane, o como se llame, con unmorreo larguísimo (yo voy de éxtasis yme ha dado mucha pena su historia, yademás, qué coño, tiene unos ojos muybonitos) y le dejo mi número por si leapetece llamarme cuando salga, si esque sale. El policía jovencito debe dehaber visto de todo en esta vida, porqueno parece sorprenderse.

Sí, sé que tengo suerte de habernacido en Madrid y tener la piel blanca.

En la otra habitación, la de lamáquina de escribir, nos espera el

secreta de la barba. Me dice que mesiente.

—Hemos tomado declaración a tusdos amigas y las versionesprácticamente coinciden —explica.

Me fijo en su cara. Le falta algo, nosé, expresión, diría yo. Una cara que haenvejecido pero no ha madurado. Ya séa quién me recuerda: a un Geyper Man.

—Hemos comprobado vuestrasfichas y ninguna de las tres tenéisantecedentes penales —continúa—. Meparece que por esta vez vamos a dejarque os vayáis sin problemas. Peroquiero que tengas en cuenta que hemostomado vuestros datos y que si

volvemos a pillaros en una parecida osmeteréis en un lío muy gordo,¿entendido?

—Entendido.—Otra cosa. Hemos hecho un primer

examen de vuestras pastillitas, y aunquetodavía es muy pronto para que ellaboratorio nos envíe la confirmaciónoficial, puedo decírtelo. Puro palo,vuestras pastillas. Polvos de talco.

—No me lo creo. ¿Y el subidón quellevo yo, qué? —Mira que soymetepatas. ¿Cómo he podido soltar esto?¿Por qué nunca me quedo calladita?

Él esboza una media sonrisa quereprime a tiempo. Gracias a Dios. Le he

caído en gracia.—Sugestión. Las niñas de vuestra

edad son muy impresionables —dice yse levanta.

No se me ha pasado por alto eltonillo con que ha soltado lo de «lasniñas de vuestra edad».

El de la barba se larga sin decir niadiós. Me quedo a solas con el policíajovencito.

—¿Esto es todo? —pregunto.—¿Qué más quieres? Esto es todo.

Ni interrogatorio a la luz de un flexo, nipalizas en una habitación con lasparedes ensangrentadas, ni nada.

El policía jovencito me acompaña a

la puerta.—Ojalá fueran todos como vosotras:

ni antecedentes, ni mal comportamiento,ni quejas. Y encima habéis respondido atodo a la primera. Hija, daba gustotomarte declaración. En los dos añosque llevo en esta comisaría nunca me heencontrado con unas ninas tan dulcescomo vosotras. Mira, ahí están tusamigas —dice, señalando a Line yGema, que aparecen escoltadas por unpolicía de uniforme—. Hala, vete conellas, y cuidadito con esas tonterías quehacéis, que no quiero volver a veros poraquí.

Me siento como cuando tenía cuatro

años y mi madre, aliviada aunque unpelín aprensiva, me dejaba a la puertadel parvulario.

Las tres salimos sin decir nada. Yaes mediodía y el sol brilla en todo suesplendor. Las coletitas rubias de Linerefulgen como hilos de oro. Después dela oscuridad de la celda me parece queyo soy la persona más afortunada delmundo sólo por poder notar el beso delsol en la cara y poder respirar el aire dela calle.

Al cabo de unos minutos, Linerompe el silencio.

—¿Te han registrado?—No. ¿Y a vosotras?

—No. Yo pensaba que medesnudarían y vendría una sargentobollera, como en las películas, ameterme un dedo por el coño, pero nada.

—Percibo un cierto matiz dedesilusión en la vocecita de Line.

—El madero me ha dicho que loséxtasis eran de palo. Y yo no sé quécreer, porque a mí me da la impresiónde que esto sube una barbaridad —digo.

—Qué coño de palo. Se los habránquedado ellos, como si lo viera. Todoslos de la brigada de narcóticosponiéndose ciegos a nuestra costa. Treshoras perdidas y veinticinco talegos a labasura —sentencia Gema.

—¿Has estado a punto de ir a lacárcel y todavía piensas en la pasta? —le pregunto.

—¡Qué cárcel ni que ocho cuartos!Pero si estaban ansiosos por librarse denosotras, Cris. No somos más que tresniñas pijas a las que les han metido unsusto.

Asiento. Respiro hondo. Inhaloinmensidad. Voy de éxtasis, ¿o no?, ylos colores de la calle (los amarillos yazules y rojos de los coches, el blancode las nubes, el gris de la acera, el rosadel pichi de Line) me hacen daño en losojos. Resplandecen, relumbran,centellean, fulguran, refulgen, llamean,

se alimentan agradecidos de los rayosdel sol, y yo con ellos. Sí, creo que deboir puesta.

Ya estamos de nuevo en la calle, a laque evidentemente no pertenecemos.

T

de triunfadores

Podrías decir que cada año quecumples supone una nueva pinceladapara añadir al que será tu retratodefinitivo. Podrías decir también quecada nuevo año es una paletada de tierrasobre la tumba de tu juventud. Cadanuevo año supone más experiencia, y,por tanto, dicen, más sabiduría yserenidad. Cada cumpleaños supone elrecordatorio puntual de tu conciencia:

este año tampoco has hecho nada con tuvida.

Hace un mes cumplí treinta años.Llevo desperdiciado exactamente untercio de mi existencia.

«Si desea tener éxito como mujer denegocios póngase de pie con tantafrecuencia como sus colegas masculinosy en las mismas situaciones que éstos.No permanezca sentada cuando alguienentre en su despacho o se reúna conusted ante su mesa. No importa lo quedigan los manuales de urbanidad: siquiere usted igualdad de oportunidadese igualdad de trato, debe ponerse en piecomo un hombre, literal y

figurativamente hablando.»Especialmente, si es usted tan alta, o

más, que la mayoría de sus colegasmasculinos.

«Compórtese como un hombre.Controle sus sentimientos. No llore enpúblico. Que sus gestos siempre seanadecuados y aceptables con arreglo a lasituación concreta. Sincronice laspalabras con las acciones.

»Prepárese para lo peor. Recuerdeque, por lo general, cuando las mujeresse encuentran al frente de la direcciónsiempre son blanco de críticas que nadatienen que ver con su capacidadprofesional. Incluso algunas de las

cualidades que en los hombresempresarios son vistas con respeto eincluso admiración, en las mujeres setransforman en cualidades negativas. Siuna mujer centra toda su energía en eltrabajo, se la calificará de frustrada; sise rodea de un equipo y comparteresponsabilidades, entonces seráinsegura; si dirige con firmeza, lallamarán amargada.”

Treinta años. Diez millones depesetas al año. Un BMW. Unapartamento en propiedad. Ningunaperspectiva de casarme o tener hijos.Nadie que me quiera de maneraespecial. ¿Es esto tan deprimente? No lo

sé. ¿Es esa pastillita blanca y verde queme tomo cada mañana la que me ayuda ano llorar? ¿Esa pastillita que el médicome recetó, ese concentrado milagroso defluoxicetina, es la que hace que laspreocupaciones me resbalen como elagua sobre una sartén engrasada?

¿Es la paz o el prozac? No lo sé.Treinta años. El comienzo de la

madurez. Una fecha significativa quehabía que celebrar.

Pero yo no quería organizar unafiesta de cumpleaños porque en realidadno tenía a nadie a quien invitar. Mishermanas y mi madre, por supuesto, pero¿las quiero realmente? Sí, hasta cierto

punto. Son mi familia. Siempre lo hansido y siempre lo serán.

Mi madre y mis hermanasconstituyen la única referencia Mi madresiempre será permanente mi madre, tanglacial y distante, tan contenida, pero seha portado bien conmigo, y, sobre todo,siempre ha estado ahí, inamovible comoun mojón que marcara el principio delcamino.

Mi hermana Ana es una santa, unabuena chica con todas las letras, peroenormemente aburrida, como todas lasbuenas chicas, y no precisamente el tipode persona a la que quieres ver en tucumpleaños.

Y Cristina... Bueno, hay quereconocerlo. Sí, la odié con toda mialma, pero puede que sea, precisamente,porque la he querido mucho. Aun así, nome apetecía celebrar mi cumpleaños conuna cena íntima con Cristina. No nosllevamos tan bien como para eso.

Podría también organizar una fiestapor todo lo alto e invitar a colegas deltrabajo y a sus señoras, a viejosconocidos de la universidad, a clientes yproveedores.

«Cuando se disponga a organizar unareunión debe tener siempre en la cabezacuatro puntos fundamentales: ¿Qué clasede reunión quiero?, ¿a quién voy a

invitar?, ¿cuándo debo programarla? y¿dónde la celebraré?

»Invite sólo a los que deben estarallí. Invite sólo a los que esté dispuestaa escuchar. No recurra a la lista deprotocolo para seleccionar a losinvitados. Reserve tiempo suficientepara los preparativos. Programe lareunión para una fecha en que todos losprotagonistas necesarios puedan estardisponibles. No olvide la cortesía.Calcule los costes. Compruebe lascondiciones del lugar.

»Si entra en la reunión sabiendoexactamente qué quiere, es muy posibleque salga de ella habiéndolo

conseguido.»Eso me apetecía aún menos.Horas de preparativos y quién sabe

cuánto dinero empleado en los canapés ylas bebidas para que un montón de genteinvada la intimidad de mi casa, corte elaire con sus charlas intrascendentes ysus risitas fingidas. Y todo para que aldía siguiente la cosa se quede en unaresaca de las serias, en cenizas y grumospegajosos en la mesa de metacrilato y enel suelo, en botellas derramadas por lacocina, en vasos de plástico volcadosaquí y allá, en servilletas y platos suciosolvidados encima de las estanterías.

No, gracias. Nada de fiestas.

Decidí pedir un día libre en eltrabajo, cogí mi BMW y emprendícamino al sur. Doce horas conduciendo,escuchando a todo volumen los lieder deSchubert. No paré hasta que llegué aFuengirola. Serían las seis de la tarde.

Ya habían pasado veintidós años.Veintidós años desde aquel verano

en Fuengirola. El último verano quepasamos con mi padre.

El pueblo había cambiado mucho. Lalínea de playa estaba cubierta degrandes edificios blancos, enormesadefesios de ladrillo, gigantes decemento y vidrio que mirabandirectamente al mar, cuadrados como

búnkers. Y a sus pies, como hormiguitas,montones de bares y chiringuitos ahoracerrados, que anunciaban sus calamaresy sus ensaladas en estridentes cartelesde plástico barato, reclamos de coloreschillones plagados de faltas deortografía.

Era un miércoles fuera de temporaday la playa estaba desierta.

Me senté en la terraza del único barque encontré abierto y pedí un vaso devino tras otro, Estaba decidida abeberme treinta vasos, como mis treintaaños. Pero no puedo recordar cuántosbebí. En un momento dado debí deperder la cuenta.

Y fui bebiendo vasos y vasos,lentamente, mientras miraba aquellaenorme extensión de color crema queera la playa. Pasaban las horas y elpaisaje iba cambiando de color.

El cielo fue tornándose,alternativamente, celeste, añil, azulíndigo, cobalto, azulón, violeta. El marfue de color botella, esmeralda yverdinegro. La arena adquirió todos loscolores del espectro cálido: ocres,ambarinos, castaños, pardos, rojizos. Miborrachera hacía del paisaje uncaleidoscopio, un delirio cromático.

Finalmente cayó la noche y todos loscolores se fundieron en negro.

Entonces me dirigí hacia la playa yme puse a contar las estrellas.

Debieron de pasar una o dos horas.Tenía muchísimo frio, y treinta añosencima. No había un alma en la playa.Sólo yo, la arena, el agua y las estrellas.

Me puse en pie y me quedé mirandoembobada el agua negra, prácticamenteplana e inmóvil a excepción de unasolas sutilísimas, pequeñas líneasblancas horizontales, hechas de espuma,que se deslizaban lentamente hacia laplaya.

Empecé a pensar que podría caminarhacia el agua, caminar y caminar hastaque ya no tocara fondo, y ahogarme sin

más. Como Virginia Woolf.Morir joven y con elegancia.Si resistes la natural urgencia de

salir a la superficie a respirar, la muertepor asfixia en el agua es la menosdolorosa de las que existen. Es inclusoplacentera. Una muerte muy dulce. Lacarencia de oxígeno producealucinaciones y uno se va desvaneciendoen una especie de éxtasis, sin enterarse.

He oído decir que hay gente quepractica el sexo con la cabeza metida enuna bolsa de plástico, incluso conmáscaras de gas puestas, porque lacarencia de oxígeno multiplica por diezla intensidad del orgasmo.

El mar sería mi último amante. Lasolas me darían el beso de la muerte.Lamerían dulcemente mis senos y mispiernas y mi sexo, hasta el final.

Llegaría a un país submarino dondeel ánimo amedrentado, los malospensamientos, las deslealtades, losrencores, los amores desafortunados, laamargura, la melancolía, la nostalgia ylas ganas de llorar no tendrían cabida.Miraba con ganas la paz en blanco quela muerte podría proporcionar.

Pero sabía que, aun cuando entraraen el agua, no iba a tener el valor deahogarme. Sentía un intenso deseo deacabar con todo, pero no tenía la fuerza

de voluntad necesaria para acabarrealmente. No tenía ninguna razón paraseguir viviendo, pero tampoco sufríacon la suficiente intensidad corno paraser capaz de dejar de respirar poriniciativa propia.

Aún me quedaban por delante añosde hombres a los que no entendería, ytodo un mundo desbaratado con el quetendría que lidiar a diario, un mundo enque las familias se desintegran y lasrelaciones humanas carecen de sentido.Un mundo en que sólo tienen cabida lostriunfadores. Y para llegar a serlo hayque sacrificar casi todo lo demás.

When fate calls you from this

place...No tenía miedo, no me daba miedo

morir.No se me pasaba por la cabeza que

en realidad lo único que me daba miedoera seguir viviendo.

Lo siguiente que recuerdo esdespertar entumecida, con la boca secacomo el corcho y un repicar intermitenteen las sienes. El sol ya estaba bastantealto en el cielo y la arena calienteparecía un nido acogedor. Me habíaquedado dormida, con la concienciaembotada por el vino y arrullada por elhipnótico murmullo de las olas.

«Frente a una situación de crisis

haga una lista de las alternativas de quedispone y clasifíquelas en opcionesdeseables y no deseables. Considere elasunto como si ya estuviera decidido yevalúe la decisión. Repita este procesopara todos los posibles resultados quelogre imaginar. Elimine mentalmente losimpedimentos. Invente analogías. Rompalos esquemas del pensamiento lógico ala hora de analizar la situación de crisis.Y sobre todo, tenga siempre a mano unplan B: en caso de apuro podráutilizarlo. Su plan B le dará a usted unasensación de seguridad que le permitiráaventurarse y hacer lo necesario paratriunfar.”

Ahí radicaba mi fallo. Yo no habíaprevisto un plan B. Había jugado todasmis cartas a una sola mano, y ahora quela jugada me había fallado, ahora quecaía en la cuenta de que la gananciaapenas me servía para cubrir pérdidas,no sabía cómo seguir adelante. Quéhacer cuando una descubre que havivido su vida según los deseos deotros, convencida de que perseguía suspropias ambiciones.

Y mientras conducía de regreso aMadrid, ante la perspectiva de tener queenfrentarme a una sucesión infinita dedías iguales, grises, borrosos yanodinos, sola, esclavizada, condenada

a jugar como peón en un tablero que noentendía, sin compañero ni amantes, sinhijos, sin amigos íntimos, pensé más deuna vez en soltar las manos del volante ydejar que el coche se despeñara en unacurva.

Pero no lo hice, porque en el fondosoy idéntica a mi ordenador, quedispone de una batería de emergenciaque se conecta automáticamente en casode un fallo en la corriente eléctrica.

Diseñada para durar. Programadapara seguir adelante.

U

de underground

Algunos machos están dispuestos amorir por el sexo. La mantis religiosa, laaraña negra, la araña negra de lomorojo, suelen comerse a los machosdurante la cópula o después de ella. Losmachos intentan reproducirse y lashembras esperan cenar. Me levantosudorosa en medio de la noche. Hanvuelto a mi cabeza imágenes perdidas,escenas que hace mucho tiempo había

almacenado en algún rincón de misubconsciente, pero las muy traidorasaprovechan cuando duermo, cuando,inerme e indefensa, soy incapaz deluchar contra ellas, y vuelven a aparecerpara torturarme, para conseguir quedespierte de un salto, que me arañe laspiernas con rabia y que me quedesentada en la cama, sola, desnuda yensangrentada como un recién nacido.Santiago haciéndoselo con Line.Derramándose sobre su coñito afeitado.Line y su cara inocente, su cuerpoescueto, sus tetas apenas esbozadas, supubis de niña de ocho años. ¿Cuántascopas nos habíamos metido aquella

noche? ¿Cuántas pastillas llevábamos enel cuerpo? Pobre Santiago. No sabíasque habías encontrado una hembracaníbal. Recuerdo cuando llegaste porprimera vez al bar. Cómo nosimpresionó a todas tu sonrisa. Eras elcamarero de más éxito. Las niñas temiraban embobadas. Las locazas tecomían con los ojos. Y no porque fuerasguapo, ni mucho menos. Pero aquellasonrisa tuya, aquella felicidad quetransmitías... A pesar de que no teníasmuchas razones para ser feliz. Tuspadres se habían separado cuandocumpliste siete años. No habías vuelto aver a tu padre desde entonces. Tu madre,

según me contabas, era una neuróticaque se ponía a llorar cada vez quellegabas tarde a casa. Os pasabais el díagritándoos el uno al otro. Vivías con ellaporque el sueldo no te daba para pagarun alquiler decente, y, también, porqueen el fondo te daba un poco de pena.Habías estudiado filosofía y letras.Citabas a Heidegger con la mismafacilidad con que movías tus caderasenjutas, tus caderas de postadolescente,al ritmo de Renegade Soundwave. Tusnotas habían sido excelentes. Pero¿quién quiere un filósofo detrás de lamesa de un despacho? A nadie leimporta que seas capaz de citar a

Heidegger y a ti no te apetece perder lavida en una oficina, trabajando paramercaderes anónimos. ¿Traficantes dearmas, vendedores de niños? Nosparecíamos tanto: emocionalmenteinadaptados, familiarmente renegados,socialmente inútiles. Siempre estabascontento. Todo te parecía santo. Tallibro está muy santo, tal grupo está muysanto, tal bar está muy santo. Y Line lamás santa de todas. Santa santísima. Tuamiga está muy santa, pero que muysanta, dijiste la primera vez que la visteentrar en el Planeta X. De eso hacemucho. Mucho antes de que yoconociera a Iain. Mucho antes de que

Line acabara en el hospital. Una sondaque intenta atar a la tierra sus treinta yocho kilos. Una sonda que intenta que nosalga volando. Una sonda que era comola cuerda de un globo. Pobre Santiago.No sabías que habías encontrado unahembra caníbal. Al llegar a la red laaraña de lomo rojo, Latrodectus hasselti,inicia su sofisticada danza de cortejo.Salta sobre los pegajosos hilos. Dagolpecitos sobre ellos con una pata.Coge un poco de telaraña y forma conella una bolita. Así contribuye adisimular el olor de las feromonas de lahembra, impregnado en los hilos, quepodía atraer a otros machos al punto de

encuentro. Te impresionó su aire deVampirella prepúber, te impresionaronsus coletitas y sus dos filas simétricasde dientecitos coralinos. ¿Cómo ibas aresistirte a su aire de asombro perpetuo,a esos dos pezones diminutos,desafiantes, que pugnaban como locospor escapar de la cárcel de algodón rosaen que estaban confinados? Esospezones certeros, que localizan unafuente de calor y nunca fallan. Llevabacamuflados en el pecho dos diminutosmisiles Scud. Ese culito perfecto,embutido en unos vaqueros de tallainfantil. Line había pactado con eldiablo para mantener su talla 38.

Consérvame niña y yo a cambio dejaréde comer. Ella está muy ocupadadestruyéndose a sí misma, eliminando suentidad miligramo a miligramo. ¿Quécoño podías importarle? El macho seencarama sobre el abdomen de lahembra y lo acaricia repetidamente.Durante la cópula ejecuta lentamenteunas volteretas y acaba quedando en unapostura en que a la hembra le resultamás fácil comérselo. Desde la primeravez que la viste no dejabas depreguntarme por ella. Tú queríasfollártela y yo quería follarte a ti. Y ellafollaría con cualquiera o con ninguno. Elsexo no significa nada. Quince minutos

de embestidas y dos minutos de orgasmocomo mucho. Una no se enamora de suspolvos como tampoco se enamora de sudíler. Y una acaba quedándose con elmejor proveedor, el que ofrezca elmejor material al mejor precio. La vidaes así de simple. Tras la noche de Fin deAño volvíamos a tu casa a las once de lamañana, en tu viejo Citroén AX rojo.Llevábamos muchas pastillas en elcuerpo. Habíamos intercambiado largosbesos en la pista. Yo te había besado, túme habías besado. Tú la habías besado.Vosotros os habíais besado. Nosotrosnos habíamos besado, y nosotras noshabíamos besado. Un morreo largo y

apasionado, al ritmo perezoso ymachacón de Renegade Soundwave.Está tan trillado eso de dos chicasguapas que se besan en una pista. Todoshemos visto Instinto básico. Y cuandollegamos a mi casa fuimos directamentea la cama. De eso hace mucho, muchoantes de que yo conociera a Iain, muchoantes de que Line acabara en el hospital.Nos arrancamos la ropa mutuamente,riendo, tropezando, felices comobestias. Yo quería follar contigo y túquerías follar con ella y ella queríafollar con todos y con ninguno. Casi tedesmayas cuando viste su falso coñitode niña, su coñito traicionero,

rejuvenecido diez años por obra ygracia de una maquinilla eléctrica. Ladelicada curva de los pezones rosados,curiosos e insolentes, que presidíanaquellas tetitas apenas esbozadas. Linelolita, la reina de la pista y de lasnínfulas. Yo te lamía el glande y tú lebesabas en la boca. Y dentro de la mía,notaba que tu verga crecía y crecía. Lepediste que te atara. Está tan pasado esodel pañuelo. Todos hemos visto Instintobásico. Ella te ató a la cabecera de lacama y cabalgó a horcajadas sobre ti.Yo contemplaba sus subidas y bajadas, yla expresión indolente de su carita,cómo sonreía con los ojos cerrados, con

la misma alegría y la mismadespreocupación que si estuvieramontada en el caballito de un tiovivo.No se había deshecho las coletitas. Sólole faltaba un palo de algodón de azúcar,de ese dulce pegajoso teñido de rosaque venden en las ferias. Y tú le pedíasmás y más. Al convencer a la hembra deque se lo coma, el macho consigueprolongar el acto sexual varios minutos.El acto también inhibe el ardor sexualde la hembra. Yo sobraba. Es menosprobable que una hembra caníbal busqueotra pareja que la que se aparea sinfestín. Ella siguió cabalgándote inclusodespués de que te corrieras. Estoy

segura de que aquello te dolía, pero tedejaste hacer, seguiste debajo de elladurante horas y horas. Tu polla seguíadura a pesar de todo el semen que lehabías regalado. Litros y litros delíquido blanco y pegajoso. Colonias ycolonias de espermatozoidesexterminados por su crema espermicida.Un auténtico holocausto. Pero tu pollaseguía firme y en su sitio. Agradéceseloal éxtasis o a la maquinilla eléctrica. Lahembra corresponde al ardor del macholicuándolo y devorándolo mientras tienelugar el acto sexual. Pobre Santiago, nosabías que habías encontrado unahembra caníbal. ¿Qué sentido tiene tener

una pareja seria? ¿Acaso tenemos algúnfuturo, podremos comprarnos algún díauna casa, podremos mantener a nuestrosniños? Si casi no podemos mantenernosa nosotros mismos, aunque de pequeñosnos decían que éramos tan brillantes,que teníamos la vida por delante, quedebíamos esforzarnos y estudiar. Yhemos sacado las mejores notas, ypodemos citar a Heidegger y a Foucaulty para qué. No tenemos nada que crear.Sólo podemos esperar seguiremborrachándonos y drogándonos yfollando de vez en cuando. Y eso es loque ella cree, y por eso le daban igualtus miradas lánguidas, tu deseo

desesperado de proteger a la niña que túcreías que era. Y por eso no quisorepetir después de aquello, porque teníaotros cuerpos que explorar, otrosmachos que devorar. Porque eso era loúnico que se permitía comer. Su dieta serestringía a los machos en celo, y poreso no comía nada más. No sé cómopudiste colgarte tanto. Perdiste lospapeles por completo. Te empeñaste enperseguirla día y noche, en llamarla atodas horas, en demostrarle que estabasa su total disposición. Acabaste tan mal,Santiago. Metiéndote toda aquellamierda por la vena. Porque a ella leparecía muy cool aquello de meterse

jaco. Porque Kurt Cobain se metía,porque Iggy Pop se metía, porqueCourtney Love se mete. Y todos estántan, tan delgados. Cuerpo de moderno,magro y consumido. Y ya dijo Kerouakque prefería ser flaco que famoso.Todos hablamos de Kerouak aunqueninguno de nosotros lo ha leído. Está demoda, pero, entre tú y yo, es un tostón demucho cuidado. He intentado olvidartecomo he podido, he intentado olvidartoda aquella historia del polvo blanco yla jeringuilla y la cuchara y el limón. Heintentado olvidar que tuve algo que veren eso. He intentado olvidar los chinosque fumamos los tres juntos, los polvos

que echamos los tres juntos. Heintentado olvidar la expresión de tumadre en el funeral. Pero la memoria, lamuy traidora, aprovecha cuando duermo,cuando estoy inerme e indefensa, cuandosoy incapaz de luchar contra ella, yaquellas imágenes vuelven a aparecerpara torturarme. Tú haciéndotelo conLine. Derramándote sobre su falsocoñito de niña. Yo, tendida en mi cama,desnuda. Pobre Santiago, no sabías queensangrentado como un recién nacídohabías encontrado una hembra caníbal.

V

de vulnerable

Embarcarse en la tristeza es comodeslizarse en patines por una pendiente:es imposible prever cuándo acabará labajada, pero se sabe perfectamente quetodo acabará en un trompazo. La niña delos patines soy yo, Anita, rubia ypequeña como siempre he sido, y bajopor la pendiente atiborrada de pastillas.

Las pastillas para dormir sonredondas, pequeñas y azules, y las

pastillas para despertarse son blancas ymás pequeñas aún, y las pastillas paramantenerse feliz son cápsulas blancas yverdes, y hay otras cápsulas rojas quequitan todos los dolores, y unaspastillitas blancas que hacendesaparecer la ansiedad. Las llevo todasen el bolso, dentro de una caja decaramelos de violeta, donormiles,diacepanes, nolotiles, lexatines, y se hanconvertido en mi kit de salvamento, enmi fetiche, porque sé que nada seriopuede pasarme mientras las tenga amano.

Empecé tomando polaramines paradormir, pero al poco tiempo se acabó la

caja. Entonces fui a la farmacia y leconté a la farmacéutica la primeraexcusa que se me ocurrió, que a mamá lehabían detectado un tumor, que no sesabía si era serio hasta que no lehiciesen pruebas, pero que de momentoyo andaba como muy nerviosa, que mehabía afectado mucho la noticia y quenecesitaba pastillas para dormir. Y lafarmacéutica, amiga del barrio de todala vida, y miembro, como yo, de laasociación de antiguas alumnas delSagrado Corazón, me pasó una caja detranxilium y me explicó que es unmedicamento que normalmente seadquiere con receta, pero que en este

caso, y por ser yo quien era, haría unaexcepción. Y me dijo que con mediacápsula conseguiría dormir. Y yo se loagradecí y rogué en silencio que mamánunca se pasara por aquella farmacia. Laprimera noche me tomé una y noconseguí gran cosa, porque seguíadespertándome a ratos, así que a lanoche siguiente me tragué cinco, y,claro, por la mañana fui incapaz delevantarme. Borja no hacía más quezarandearme, pero yo me negaba a salirdel nido de algodón en que las pastillasme había puesto a dormir, bien tapaditay protegida, e intenté explicarle que medolía mucho la cabeza y que me sentía

incapaz de salir de la cama, pero teníala lengua como si fuese de trapo y noacertaba a dar con las palabras, y Borjame hizo ver que él sólo no podíaocuparse del niño. Hablaba a gritos,cosa rara en mi Borja, que nunca grita,pero los gritos me llegabanamortiguados, como si tuviera la cabezadebajo de un almohadón de plumas. Y alfinal acabé por levantarme, pero meparecía que los pies no tocaban el sueloy que el niño pesaba quintales, y el niñolloraba, pero me daba igual que llorase,todo me daba igual, la verdad, y no sécómo no se me cayó el niño de losbrazos. Finalmente Borja se llevó al

niño y volví a la cama. Fue maravillosoregresar a esa sensación cálida de nosentir nada. Seguí durmiendo hasta lanoche.

Seguí tomando tranxillum unasemana o así, y me pasaba el día mediodormida, pero me daba cuenta de que,por mucho que lo desease, no podíapasarme la vida durmiendo, y, claro, sime tomaba dos pastillas por la noche aldía siguiente no podía funcionar, y si nome tomaba las dos pastillas no podíadormir. Entonces recordé unas pastillasamarillas que había tomado durante unatemporada, para intentar perder los kilosque había ganado con el embarazo, que

te aceleraban y te quitaban el hambre.En su momento las había dejado porqueme parecía que me excitaban demasiado,pero entonces pensé que eranexactamente lo que me hacía falta.Tomaba tranxilium para dormir y por lasmañanas tomaba dicel para superar elsueño que daba el tranxilium. Y cuandoel dicel se acabó, empecé con elminilip, que me parece que es lo mismopero con otro nombre. Y luego empecé amezclarlas con alcohol, porque laspastillas, no sé, como que sientan mejorcuando las mezclas, y te pones contentay como que ves la vida de otra manera,no sé, todo te da igual, nada es bueno ni

malo. La verdad es que el alcohol nuncame ha gustado, a menos que sea muydulce, así que me metía las pastillas concassis, un licor francés de moras queBorja me había traído de París y queentra casi sin sentirlo, pero que subemuchísimo porque tiene una graduacióncomo de cuarenta grados o así, y sindarme cuenta me acostumbré a tragar laspastillas con sorbitos de cassis, hastaque se terminó la botella y luego probéel whisky con cocacola y vi que noestaba tan mal y empecé a tomarme laspastillas con whisky y cocacola light,con un poco de reparo porque el alcoholengorda muchísimo, pero gracias a las

pastillas casi no como, así que esedetalle ya no importa. Y despuésempecé a variarlas; cuando se acabó eltranxilium probé el donormil, y despuésdel minilip vino el adofén, y el propioBorja me aconsejó el lexatín, y ahoracreo que no hay pastilla que cambie elánimo que yo no haya probado. Y mepaso las mañanas sentada delante de latelevisión, en trance, aunque en realidadno me importa excesivamente lo quepueda sucederle a las figuritas que veoen la pantalla, pero a pesar de eso mequedo fascinada, enganchada a la telecomo si estuviera unida a ella por uninvisible cordón umbilical hecho con

ondas hertzianas, y no me levanto delsillón porque no encuentro ninguna razónpara levantarme. Y a veces tengo ganasde llorar, pero ya no lloro, porque voytan tan cargada de pastillas que creo quelos lacrimales se me han obturado. Y meacurruco en el sofá, contraigo la cara yquiebro la voz en un débil gemidito, alborde del sollozo, pero las lágrimas noacuden. Me he quedado seca, como unárbol derrumbado que va camino de laserrería. Parece, no sé, como si laspastillas hubiesen bloqueado losreceptores de mi cerebro, los puntosdonde se conectan los hechos y lossentimientos. Y ahora floto en la nada y

soy como una mujer encerrada en unbote de formol.

Acurrucada en posición fetaldesearía estar en cualquier otra parte,excepto en el sofá. ¿Cómo me las voy aarreglar para mezclarme en toda esavida que transcurre al otro lado delcristal de la ventana? El breve alivioque podría suponer el relacionarme conalguien se convierte en el terrible temorde que nunca tendré una amiga ni nadie aquien querer de verdad, de que toda lavida estaré sola en este mundo, porqueni siquiera soy capaz de ocuparme de mipropio hijo y tengo que llevarle a laguardería porque no sé enfrentarme a sus

lloros y sus pataletas y no sé qué hacercuando veo que va a meter directamentelos dedos en el enchufe y me sientodemasiado cansada para perseguirle portoda la casa.

Acurrucada en el sofá me inventootra vida, otro nombre, otrapersonalidad. Imagino que no me hecasado. Y que he estudiado, que heestudiado una carrera seria, no esatontería de secretariado internacionalque no me sirvió para nada. Me veocomo una mujer eficiente y segura,vestida con un elegante traje de chaquetaoscuro, que se mueve como un pez en unmar de pasillos y despachos,

enarbolando un ataché negro lleno devaliosos documentos, como la abogadade la Ley de Los Ángeles, y los hombresme miran con respeto y las mujeres conenvidia. No tengo a un hombre a mi ladoni lo necesito, porque no soy la señorade nadie y no dependo de ninguno. Meimagino que soy como mi hermana Rosa,que tengo un BMW y gano diez millonesde pesetas al año. Si fuese Rosa, pienso,no estaría sumergida en este caos. Sifuese Rosa agarraría con fuerza lasriendas de mi vida y la llevaría haciadonde yo quisiera; si fuese Rosacontrolaría la velocidad, las curvas ylos baches, viviría la vida a ritmo de

vértigo, pero no me estrellaría.Más tarde, cuando Borja padre

duerma y Borja niño duerma también,cuando se me haya pasado el efecto deldelgamed y comience el del donorino1,cuando mis pensamientos se diluyan ymi cabeza se convierta en un amasijoborroso, cogeré el teléfono y marcaré elnúmero de Rosa, pero como no sé cómodecir estoy sola, estoy desesperada,quiero ser como tú y necesito ayuda, melimitaré a hacerle escuchar La hora fatal,convencida de que el desgarro de lacanción expresa perfectamente el estadoen que me siento y transmite cómo laidea de la muerte no me abandona en

ningún momento, cómo vivo en unaagonía opaca e ingrata, encenagada en eltedio, porque, Rosa, siempre habéiscreído que yo era la tonta de la casa, unabuena chica sin más, pero me temo queno era tan tonta, que soy demasiadolista, lo suficientemente lista, al menos,para darme cuenta de que esta vida quellevo no me dice nada, y que lo que yoquerría es ser como tú, pero losuficientemente tonta para no sabercómo arreglar este desaguisado en queyo misma me he metido.

W

de whisky

Un día cualquiera en la vida siempreconstituye una fecha señalada. Aunqueno nos demos cuenta. Nos iremos a lacama con los ojos cansados y en lacabeza la idea de que hemos vivido undía exactamente igual a tantos otros.Sólo años más tarde nos daremos cuentade la crucial importancia de aquellafecha en nuestras vidas.

El 17 de mayo de 1980, en

MaccIesfield, a punto de partir haciaEstados Unidos con la primera giraamericana de Joy Division, lan Curtisvisitó por última vez la casa que habíacompartido con su mujer e hijo y, trasmirar en la televisión la amarga odiseade Bruno S. que su director favorito,Werner Herzog, narraba en Stroszek, secolgó, en la madrugada del día siguiente,del techo de la cocina.

El 17 de mayo de 1980, en Londres,Iain Bruton, que acababa de mirarStroszek por televisión, se fue a la camacon el sufrimiento que expresaba lamirada de Bruno S. grabado en la retina.No conseguía dormir y pasó la noche

bebiendo whisky y escuchando cómo lasgotas de lluvia golpeaban contra elcristal de la ventana. Por fin, llegada lamadrugada, cerró los ojos y el sueño leinvadió. Y soñó con un ángel deenormes alas blancas que paseaba lenta,lentamente, arrastrando los piesdesnudos sobre la hierba verde y frescadel cementerio, reflejando el mármolfrío de las lápidas en sus ojos vencidos.A la mañana siguiente, cuando leyó en elperiódico la noticia del suicidio deCurtis, comprendió que el ángel quehabía visto en su sueño era el espíritu delan. Inmediatamente se dirigió a TowerRecords con la intención de comprar

todos los discos y los singles de JoyDivision. El dependiente negro le hizosaber que se habían agotado apenasmedia hora después de que la tiendaabriese las puertas. La muerte vende.

El 17 de mayo de 1980, en Madrid,Ana Gaena, mi hermana mayor, hacíagirar en el dedo el anillo de oro queBorja, su novio le había regaladoaquella misma tarde, para celebrar elaño que llevaban saliendo juntos, yclavaba los ojos en los destellos deldiamante, intentando imaginarse a símisma toda vestida de blanco purísimo,arrastrando un largo velo por el pasillocentral de la iglesia.

El 17 de mayo de 1980, en Madrid,Rosa Gaena, mi otra hermana,encorvada sobre su libro, intentabaatiborrarse de tablas estadísticas ylanzarse de cabeza al interior de unmundo desconocido, donde en lugar decasas, carreteras, tiendas, portales yfamilias había probabilidades ydesviaciones, medidas de dispersión,modelos econométricos y cálculosmatriciales. Rosa intentabadesesperadamente buscar su lugar en unmundo hecho de números, porque nohabía podido encontrarlo en un mundoconstruido con sentimientos encontradosy traiciones disimuladas.

El 17 de mayo de 1980, CristinaGaena, yo, abrazada en silencio alcuerpo de su primo Gonzalo, repetíadespacio, mentalmente, los nombres detodos los peluches y las muñecas de suinfancia, a los que inmediatamente antesde irse a dormir solía besar y dar lasbuenas noches, uno por uno, y juntabasus labios con los de GonzaloAnasagasti, y escurría sus dedos entrelas ondas del pelo rubio y suave de suprimo, y dejaba que él le besaselentamente el cuello y aspirase su olor aNenuco, porque sabía perfectamente queella, y sólo ella, era su muñecapreferida.

Quince años después, en prueba deamor, Iain Bruton me regaló su discomás querido: Love Will Tear Us Apart,de Joy Division, en versión maxisingle.Una rareza de coleccionista. Yo sabíamuy bien cuánto le había costadosepararse de él. Así que convertí laprimera escucha en una ceremoniareligiosa. Apagué todas las luces delapartamento y encendí un único ciriorojo que tiñó las sombras de misterio.Puse el disco. Escuché ese sonidochirriante y obsesivo de la aguja cuandocomienza a rascar el vinilo. Me tumbéen la cama y cerré los ojos. Allí dentro,humo y jirones de nube roja flotaban

hacia un horizonte negro. La voz de lanCurtis invadió de improviso aquelterritorio bicolor, y se hizo con él. Whenthe routine bites hard and ambitionsare low and the resentment rides highbut emotions won't grow... Do you cryin your sleep all your Jailings expose?Era la voz de un muerto. Amé su soledady amé su orgullo. Get a taste in mymouth as desperation takes hold. It issomething so good Just can't functionno more... ? El amor nos va a separar.Pero yo no necesitaba escuchar aquellacanción desoladora y dura, demasiadobella y demasiado real, aquella rotundaaniquilación de la esperanza, aquel

retrato en blanco y negro del placer y eltormento, aquella afirmación de laimpotencia ante un mundo sin respuestasque penetraba en mi carne con la mismaaséptica certeza con que lo haría elbisturí de un cirujano, para saber lo quehabía sabido desde niña, desde siempre:el amor destroza. Profunda, hiriente,dolorosamente.

X

, la incógnita

El mundo está lleno de vampiros.Aquel que muerde fue un día mordido.El que golpea fue golpeado. El queabusa sufrió abuso. El bien y el mal nosurgen de la nada, alguien los metió ennuestra cabeza a golpes de martillo. Alnacer éramos piedras que esperábamosque la vida nos tallara. Al crecer nosconvertimos en estatuas. Podemosquebrarnos o rompernos, pero

básicamente ya no cambiamos.Yo creo que en el mundo hay dos

tipos de personas: los que creen y losque no creen en el Gran Porqué. Lospsicoanalistas creen en el Gran Porqué,y los psicólogos no, y Yo, que a ojos demi madre y mis hermanas estoy chalada,y que he tenido que aguantar a unos y aotros desde que cumplí quince años, heconocido de cerca ambas opiniones.

El Gran Porqué es ese hechoparticular de la vida que te hace sercomo eres. Los maltratos infantiles queconvirtieron en asesino al Estranguladorde Boston, la carencia de padre quevolvió depresivo a Baudelaire, la

ausencia de figura paterna que hizo unalesbiana de Jane Bowles. Pero si nocrees en el Gran Porqué podrás decirque el Estrangulador de Boston se cargóa diez tías porque era un hijo de puta,sin más; que Baudelaíre no eradepresivo sino que nació artista ysensible, y que Jane Bowles eralesbiana desde el primer día, y vino almundo con el amor por las mujeresimpreso en su código genético.

De esta manera los psicoanalistascreen que tus problemas puedenarreglarse si logras aislar el GranPorqué, si logras encontrar el hechoparticular que te convirtió en lo que

eres; mientras que los psicólogosinsisten en modificar la conducta, entratar de alterar las pautas decomportamiento que, según lospsicoanalistas, el Gran Porqué habríacreado.

Yo lo he intentado todo y no haservido de nada. He ido a psicoanalistasque me han hecho hablar de misprimeros recuerdos (algunos metumbaban en un diván, otros no), y heido a psicólogos que me han hechodibujar árboles e interpretar elsignificado de unas manchas de tintaimpresas en un papel.

Pero aún no sé por qué pierdo los

nervios y me pongo histérica y me atacoa mí misma cuando no viene a cuento.

Puede que yo sea como soy porquepadezco un exceso de testosterona. Ypuede que Gonzalo sea mi Gran Porqué.

Pues sí, Gonzalo fue el saqueador demis tesoros virginales, si es así comoqueréis llamarlo.

El mundo se destrozó para mícuando nuestro padre nos dejó. Yo sólotenía cuatro años y la gente cree queaquella Cristinita no se enteró de nada,pero sí que me enteré. Me enteré detodo, perfectamente. Me enteré de que lapersona que más quería en el mundo sehabía marchado. Me enteré de que ya

nadie me hacía mímos y carantoñas,nadie me llevaba en volandas, nadiejugaba conmigo a la carretilla. Meenteré de que mi madre se pasaba el díallorando. Me enteré de todo, a pesar deque llevaba baby y coletitas, a pesar deque aún jugaba con mi Nancy.

Al principio me encerraba en elarmarlo del recibidor y pasaba horassumida en la oscuridad, entre el mantocálido de las trencas y los abrigos,envuelta entre tantísimas capas deprotección que todo lo que pudierapasar en casa dejaba de afectarme.Debía de pasar allí horas, y sin embargonadie me echaba en falta.

Y cuando llegó Gonzalo, vi por finuna luz al final del túnel. Volvía a tenerun hombre que me prestaba atención,que se concentraba exclusivamente enmí, que me encontraba maravillosa.Además, era guapo, tan guapo comohabía sido mi padre, y era evidente quea todas las mujeres les gustaba. Diréisque a los cinco años una no se da cuentade eso. Que a los cinco años una no seenamora. Mentira.

Sentía una extraña afinidad con él.Era como si yo también pudiera gustarle.Era como si los ángeles me lo hubieranenviado expresamente para protegerme,para compensarme de la catástrofe que

supuso la partida de mi padre. Sabía queGonzalo había sido enviadoexpresamente para mí. Era mío.

Y una noche, años después,estábamos mirando la tele en el salón,solos. Mamá y la tía habían salido decompras, Ana había quedado con Borjay Rosa estaba encerrada en su cuarto,estudiando. Yo estaba tapada con unavieja manta de viaje a cuadrosescoceses y noté que su mano se colabapor debajo de la manta y avanzaba pormis piernas. Sus dedos iniciaron unaaventurada incursión por debajo de misbragas. Y no intenté detenerle. Noté queel corazón se me aceleraba y que

respiraba más deprisa que de costumbre,pero traté de disimularlo porque penséque si reaccionaba de cualquier maneraél se detendría. Y yo no quería que sedetuviese. No hice otra cosa que seguircomo estaba y asumir lo que estabapasando. No sabía muy bien qué estabahaciendo él, pero de alguna forma yo lohabía deseado, aunque no supiese de quése trataba. Sólo sabía que nadie debíatocarme ahí. Y por eso precisamentequería que él lo hiciera, porque él eraespecial, porque él no era cualquiera. Aél debía, quería, concederle privilegiosespeciales. Su mano seguía avanzando yel resto del cuerpo permanecía quieto,

mientras miraba fijamente la tele. Éltambién prefería fingir que todo seguíacomo siempre, que no estábamossaltándonos ninguna regla. Y asíseguimos, con los ojos puestos en lapantalla y el cerebro concentrado en loque sucedía debajo de la manta acuadros. Yo estaba muy nerviosa, y feliza la vez. Sabía muy bien que al hacer loque estaba haciendo Gonzalo estabaconcediéndome la categoría de personamayor. Para él ya no era su primita, eraalgo más. Yo nunca había experimentadouna sensación parecida, nunca me habíaacercado siquiera a esa especie decosquilleo que parecía darme vueltas en

el estómago, como la colada en unalavadora. Sentía como si me hubiesetocado el premio gordo de la rifa de finde curso del colegio, que llevaba cincoaños deseando con toda mi alma y quenunca había conseguido.

La cosa no quedó ahí. Siguióadelante noche a noche. Pronto aprendí atocarle a él. Con los dedos, con lasmanos, con la boca. Cada día aprendíaun poco más. Avanzaba peligrosamente,como a través de un campo minado. Aveces, cuando veía a otro chico mayorque me gustaba, a los estudiantes de losMaristas con los que coincidíamos en elautobús, al chico de la panadería, al

quiosquero, me entraban ganas deintentarlo con ellos, y me preguntaba siresponderían de la misma manera queGonzalo, o si no sería algoexclusivamente de éste. Pero no podíadecir una palabra, porque Gonzalo mehabía hecho jurar que lo mantendría ensecreto, me había hecho entender quetodo el mundo pensaría que él estabaabusando de mi porque yo sólo teníanueve años y él veinte, que si alguien seenteraba me echarían del colegio, meencerrarían en un reformatorio o en unhospital psiquiátrico, y yo no quería quenada de aquello ocurriese, porque sabíaque era una buena chica, una buena chica

a mi manera.Así estuvimos un año. A veces en

mitad de la noche, me colaba en sucuarto, donde me encantaba mezclaraquellas dos sensaciones: el miedo a serdescubiertos y el descubrimiento de mipropia capacidad para el placer.Deseaba que pudiera hacerme a todashoras aquello que me hacía, porquenunca había sospechado que en micuerpo existiera semejante disposiciónpara la dicha. Adoraba dormir abrazadaa él. Adoraba su olor y su calor jamásme planteé la posibilidad de perderle.

Y, de pronto, la tía Carmen decidióirse a vivir a Donosti y mi vida se

pulverizó en pequeños pedacitos decolores, como una vidriera rota.Gonzalo intentó explicarme que yo teníaque crecer y hacerme mayor sin él,cuando fuera mayor tenía que ir conchicos de mi edad, que no debía llorar.

No me preguntéis cómo lo superé.Yo misma no lo sé. Supongo que debí deolvidarlo. Quizá haya que achacarlo a laincapacidad de los ninos para conservarrecuerdos y afectos precisos. Es ciertoque hubo una época en que me sentíacada día más invisible, como si fueracubriéndome un barniz espeso y oscuro,capas y más capas sucesivas de tinieblasque amenazaban con asfixiarme. Pero

luego me puse bien. Algo habíacambiado dentro de mí, me sentía asalvo en mi piel. Sentía una curiosidadenorme que iba creciendo día a día,como un monstruo enorme e insaciableque se alimentaba de mis experiencias yque cada vez me exigía más comida,empujándome a la puerta, obligándome asalir al exterior, arrastrándome por lascalles, viendo cosas y sintiendo lacaricia del aire en las mejillas y elcosquilleo de la luz en los ojos. Unamañana desperté y Gonzalo habíadejado de importarme. Miré con buenacara el día que me quedaba por vivir.Poco a poco la pena fue disipándose,

poco a poco, exactamente igual que laneblina de la mañana va desapareciendoen Donosti. De repente, antes de quecaigas en la cuenta, ya hay un rayo desol que te sube por la cara y le arrancareflejos cobrizos a tu Pelo, cuando unashoras antes te resultaba imposible vermás allá de tus narices.

Después conocí a Mlkel, en Donosti,y comprendí que podía hacer con otroslo mismo que hacía con Gonzalo. Lohice con varios, pero nunca llegué hastael final. Tenía reservada mi virginidad.

Fue natural que cuatro años mástarde fuera Gonzalo el encargado dellevársela. No podía haber sido ningún

otro. No me forzó. Yo lo había decididoasí. Había decidido tomar el control. Yno me arrepiento. No fue doloroso, nofue desagradable. Me gustó muchísimo.Las sonrisas más francas, las cariciasmás tiernas, el destello de gloria entrelas piernas. Habrá quien diga que hesido una víctima. Puede. Pero,sinceramente, creo que ha habidoprimeras experiencias muchísimo peoresque la mía.

Y luego comenzaron las llamadascontinuas a Madrid, los chantajessentimentales, las cartas, los acosos. Fueuna pesadilla. Yo no quería repetir laexperiencia. En realidad, la única razón

por la que me acosté con él es porqueme sentí obligada, porque sentí que se lodebía. Porque sabía que eso era lo queél esperaba de mí. Pero pensaba que, taly como me habían dicho las monjas, encuanto le diese lo que me pedía sehartaría y no querría volver a saber nadade mi persona. Y eso era exactamente loque yo quería: que me dejara en paz.Quería salir con chicos de mi edad,llevar mi vida. Quería dar por terminadaaquella historia. Ya me sentía mayor pormí misma y no necesitaba que nadie melo probara. Pero él, erre que erre.Durante años, cuando venía a vernos aMadrid insistía en salir conmigo de

marcha, se emborrachaba e intentabaseducir a mis amigas, visto que yo no lehacía mucho caso. Se acostó con Line yno dejó de intentarlo con Gema, aunqueella le hubiese dejado muy claro cuáleseran sus gustos.

Gonzalo es ahora un cuarentón sinoficio ni beneficio, que diría mi madre.No sé mucho de él, excepto por lasnoticias que nos llegan a través de la tía.No trabaja ni lo necesita, porque haheredado dinero suficiente para vivir delas rentas toda su vida. La última vezque le vi fue hace dos años, en la bodade mi prima Andone. Por poco no lereconozco. Había engordado, se le había

caído el pelo, le habían salido arrugas, yaquellos increíbles ojos grises de antañoestaban enrojecidos y vidriosos,cubiertos por un velo cristalino tejido afuerza de mucho alcohol y muchasdrogas. Imagino, por las pintas quellevaba, que todavía escucha aquellosdiscos de Hendrix y la Joplin. Su cuerpoha envejecido, pero él no ha crecido. Nose ha casado, claro, ni se le ha conocidoninguna relación seria. Me parece que esincapaz de mantener relacionesprofundas con mujeres de carne y hueso.Sólo con niñas.

No se lo conté a ninguno de lospsicólogos. Para qué. Sin embargo, hubo

uno que debió de adivinarlo, porque unatarde dejó caer, así, como quien noquiere la cosa, que las niñas que hansufrido abusos sexuales tienden a sermuy promiscuas en la edad adulta,porque van buscando desesperadamenteaquella atención exagerada que se lesprestaba de pequeñas. Puede. Puede queyo sea una víctima. No lo sé. Puede querealmente tenga un conflicto mental yque esta fijación obsesiva que siento porIain no se llame amor sino dependencianeurótica. Puede. Puede que se trate,sencillamente, de un defecto deserotonina. O de un exceso detestosterona.

Y

de yerma y yugo

Durante los últimos cinco años mivida no ha seguido un rumbo fijo. Yendode nada a nada, sin patrón ni destino, sinrefugio ni brújula. A la deriva.Empeñada en la inútil huida de mímisma, en busca de un lugar dondecaerme viva. Bebiendo cubalibres yfumando chinos y tragando éxtasis ysirviendo copas y besando labios ychupando pollas y aprobando exámenes

y redactando trabajos y leyendo libros yescribiendo poesías, por lo generalbastante malas, todo hay quereconocerlo. Politoxicómana confesa ypendón vocacional. Digamos que queríaser Burrouglís, como Gema, supongo,aspiraba a ser Jane Bowles. He probadotodas las drogas disponibles y me heacostado con todos los hombres más omenos presentables que se me ponían atiro. Me lo he pasado bien, en suma. Oquizá lo he pasado fatal. Puede que nisiquiera me haya enterado.

Así estaban las cosas en mi vida, nimejores ni peores, distintas, hasta que,de esto hace ya meses, Line se empeñó

en que probáramos un jaco nuevo queSantiago había pillado.

Pobre Santiago. El camarero másmono del Planeta X. Yo estaba loca porél, aunque nunca se lo reconociera anadie, ni siquiera a mí misma. Mesobraba orgullo para admitir que estabaquedada con alguien que a su vez bebíalos vientos por otra, mi mejor amiga,por más señas. Y Santiago estaba tanloco por Line que desde el precisomomento en que ella comentó que cadavez le gustaba más el caballo no paróhasta encontrar el mejor de Madrid,recién traído de Thallandia, cero/cero,prácticamente puro.

A mí no me hacía mucha gracia laidea, entre otras cosas porque el jacosiempre me ha parecido una droga caray aburrida. No le encuentro muchosentido al tema ese de ponerse yquedarse mudo e inmóvil durante horas,presa de una relajación que despega losmúsculos de los huesos, que le hace auno flotar sin límites como si estuvieratendido sobre una cama de agua, y queluego se extiende por los tejidos,haciéndote navegar por otros mundospero dejando tu cuerpo en éste, y uno sevuelve incapaz de relacionarse con otroser humano, sencillamente porque uno yano está ahí. Creo que sólo les atrae a los

que no se aguantan a sí mismos, a losque necesitan olvidarse de su propiaidentidad.

Y luego está todo lo que el jacosignifica, ese submundo que vive regidopor el reloj de la droga: sus tres chutesdiarios y, entre un chute y otro, llenar eltiempo de cualquier manera, esperandoel próximo. Esto si eres pijo y rico,claro. Si no, debes emplear ese tiempoen encontrar el dinero para agenciarteotro chute, ya sea robando, trapicheandoo haciendo la calle.

Una vida en perpetuo movimiento, labúsqueda en la calle de la droga, eltemor al palo y la denuncia, la travesía

continua de la ciudad, salidas a horasintempestivas, encuentros en lugaresinesperados, persecuciones, engaños,traiciones, revanchas, nuevas caras,nueva gente, nuevos yonkis y camellos,chinos, chutas, papelinas, rohipnol,palos, broncas, buprex, monos, pastillaspara superar el mono, calabozos decárceles y celdas de clínicas, laamenaza constante de los maderos, idasy venidas, ningún lugar seguro, ningúndía igual a otro. El vértigo de laaventura, el coqueteo con la muerte. Unavida dura. Una vida a cien. El éxtasisdel héroe. De la heroína.

Yonkis consumidos, flacos y

nerviosos, de esos que llaman «mimujer» a la novia. Esqueletos andantesque sólo piensan en el jaco. Miradamoribunda, confusos, resentidos,deprimentes, estúpidos.

Más exigente que la más posesiva delas amantes, más peligrosa que la másdesalmada de las zorras. La heroína lechupa a uno la sangre y a cambio sóloofrece la seguridad contra la carencia deella misma.

Pero Line insistió y acabé por ceder.Nos creemos muy listos y siemprepensamos que podemos meternos decuando en cuando, que sabemoscontrolarlo. Qué soberbios somos todos,

convencidos de que estamos por encimadel resto de los mortales. Al fin y alcabo, me decía a mí misma, no habíaprobado el jaco en un año. Ya ibasiendo hora de darme un homenaje. ¿Porqué no?

«Si uno quiere vivir la vida deverdad debe estar preparado paraintroducir toda clase de objetos ysustancias extrañas por todos losorificios de su cuerpo.» Las boutades deLine en la barra del bar. Conversaciónde bar de moda a las seis de la mañana.Pobre Santiago. Habría hecho cualquiercosa por impresionar a Line, y si KurtCobain se metía caballo, Line quería

caballo, y si Line quería caballo habríaque dárselo. Las cosas son muy simplesa los veinticinco años. Así que a lassiete de la mañana, cuando acabónuestro turno en el bar, nos metimos enel coche de Santiago y nos dirigimoshacia parque del Oeste. Line, Santi yYo. Yo quería follar con Santi, Santiquería follar con Line y Line queríafollar con todos y con ninguno.

Aparcamos en un rincón apartado ySanti sacó de la guantera toda suparafernalia de yonki: la bolsita con eljaco, la cuchara, la jeringuilla y el limónpara desinfectar, amén de una botella deagua mineral y unos kleenex. No iba

preparado ni nada, el tío.Rasgó una larga tira de papel, la

mojó con la boca y la enrolló alrededordel extremo de la chuta. Abrió la bolsitadel jaco cuidando de no derramar elcontenido, lo vació con un movímientode muelle sobre la cucharilla y añadióun poco de agua mineral de la botellaque, como buen pastillero, siemprellevaba en el coche. Puso un mecheroencendido bajo la cuchara hasta que ladroga se disolvió como la nieve que caesobre un charco. Acto seguido, introdujola jeringa en la solución a través delalgodón que hacía de filtro.

Según vi aquello, empecé a

arrepentirme. Había pensado queíbamos a meternos un chino, o esnifarlo.No había contado con el pequeño detallede que Santiago habría hecho cualquiercosa para impresionar a Line. El muybestia. Queda mucho más cool meterseun pico, claro. Muy Tarantino.

Me daba miedo inyectarme, para quénegarlo. La aguja, el pinchazo, la grimade sentir el jaco entrándote por la vena.Uno puede fumar el jaco o esnifarlo,pero la gente se inyecta en la vena paraahorrar material y porque dicen que elefecto inmediato es mejor. La forma másfácil de encontrar la vena es pincharseen el antebrazo, pero hay gente que no lo

hace para evitar las marcas delatoras,los estigmas de yonki. O, simplemente,porque ya no pueden hacerlo, porquetienen el brazo hecho un acerico,atravesado por una cordillera de bultosencallecidos de tanto hurgar en ellos. Sepinchan en los pies o en las manos,algunos incluso en la lengua, peroentonces la vena es más difícil deencontrar. Algún colgado que conozcose ha pinchado en la polla. Hay quehacerlo con cuidado, pincharse en lavena, nunca en la piel, si no habrá quelimpiar la aguja varias veces, porque seobturará con la sangre coagulada.

¿Entendéis ahora mi pasión por las

pastillas, esas dosis de felicidadcomprimida que se deslizan sin sentirlopor tu esófago, que no exigen sacrificiosni autoperforaciones? Yo, que tengoterror hasta a los análisis de sangre,¿cómo iba a meterme una aguja, así, a lobruto? Sentía compasión por la carnepenetrada y las venas violadas.

De modo que les dije que salía ahacer pis, más que nada porque nosoporto ver cómo alguien se pone unpico. Prefería volver cuando todo elritual de la jeringuilla y la vena hubieraterminado, y entonces meterme una rayatranquilamente.

—Tú haz lo que quieras —dijo Santi

—, pero yo pienso meterme ahoramismo.

—Pues yo te acompaño, Cris —medijo Line—, que también me estoymeando viva.

Si Santi pretendía impresionarla, sehabía lucido.

Así que Line y yo salimos del cochey buscamos un lugar apartado entre losarbustos donde poder dar rienda suelta anuestra incontinencia, mientras Santiagose ponía a gusto. Hicimos pis encuclillas entre unos arbustos, intentandosin mucho éxito no salpicar nuestrasflamantes Doctor Martens. Cuando noslevantábamos a Line se le cayó al suelo

su bolsito en forma de corazón. Debíade tenerlo mal cerrado y el contenido sedesparramó sobre la hierba. Nos costóDios y ayuda encontrar las llaves, quehabían ido a parar debajo de unalibustre, y debido a la poca luz y a lomucho que habíamos bebido tardamospor lo menos media hora en dar conellas. Cuando las encontramos caímosen la cuenta de que quizá habíamosperdido demasiado tiempo.Probablemente Santiago ya se hubieselargado, apunté yo, y ¿dónde coñoíbamos a encontrar un taxi a semejanteshoras, y, para colmo, en el culo delmundo?

—No te preocupes tanto —dijo Line—, si está puesto, seguro que se haquedado donde estaba. Si el material estan bueno como asegura, ni se habráenterado de cuánto tiempo hemostardado.

Volvimos a la carretera y divisamossu coche a lo lejos. El coche seguía allí.Santiago estaba apoyado contra elvolante, inmóvil. Pensé que iría tanpuesto que se había quedado grogui, sinmás. Le sacudí.

—Eh, levántate, que no podemosquedarnos aquí toda la noche. —Lezarandeé, pero él no contestaba—. Line,me temo que va a tocarte conducir, que

este tío no reacciona.Y entonces me fijé bien en Santi. La

aguja clavada en el brazo, la cara blancacomo el papel y una mancha de sangrealrededor de los labios morados,entumecidos como si le hubieranasestado un puñetazo. Los ojos abiertos,la mirada fija en un puntoindeterminado. Unas enormes ojerasmalva, tan exageradas que parecíanmaquillaje, cuyo color hacía juego conlos labios. El cuerpo duro, contraído,tumefacto. Parecía embalsamado, comosi le hubiesen inyectado pegamento bajola piel. Su carne sin sangre, casitransparente, semejaba la de un lagarto

inmóvil, aterido y debilitado, al que elinvierno hubiese pillado desprevenido.

Me asusté, y empecé a sacudirletodavía más, entre gritos, pero él seguíasin reaccionar. Line se acercó y, cuandole vio, se puso casi tan blanca como él.Luego le tomó el pulso y apretó sucabeza contra el pecho de él.Exactamente igual a como yo había vistohacer en las películas.

—Este tío está muerto —anunció.Fue la única vez en la vida que oí su vozsu voz, no su vocecita, sin el timbreagudo que normalmente la caracteriza.

—¿Cómo lo sabes? Quizá sólo estéen coma —dije.

—Está muerto. Estoy totalmentesegura.

—¿Por qué? ¿Cómo puedes tenerlotan claro?

Yo quería creer que quizá sóloestuviese en coma o inconsciente.

—Porque soy socorrista. Sé tomar elpulso y sé reconocer a un cadáver. Yeste tío está muerto. Vámonos de aquí.—Parecía asustada de verdad—. Quésuerte hemos tenido de no haber sido lasprimeras en probar el material.

Me escandalizó la frase con quehabía rematado la cuestión. Parecía noafectarle el que uno de nuestros amigos,precisamente el que hacía cualquier

cosa por ella, la hubiese palmado. Sólole importaba que la china no le habíatocado a ella.

—No podemos irnos así como así.No podemos dejarlo aquí —insistí.,

—Mira, Cris, ya no hay nada quepodamos hacer por él —dijo Line—. Yyo paso de meterme en líos. Vámonosinmediatamente.

Me cuesta mucho justificar ante mímisma cómo consentí en dejarle allí,solo. Supongo que estaba tan aturdidaque me dejé arrastrar por la reciéndescubierta voluntad férrea de Line. Mepareció que ella tenía razón. Si estabamuerto, nosotras no podíamos ayudarle

en nada quedándonos allí. Y si estabavivo, lo mejor era irnos y llamar unaambulancia. Nada ganábamospermaneciendo a su lado, y teníamosmucho que perder, en cambio, si no noslargábamos. Sobre todo Line, que vivecon sus padres y que no podría silenciarel asunto y se vería obligada a ofrecerinterminables explicaciones yconfrontaciones. Yo lo entendíaperfectamente. No hacía falta que ellame dijera nada. Al fin y al cabo nosomos más que dos niñas pijasrecicladas.

Llegamos andando hasta Moncloasin intercambiar una sola palabra

durante todo el camino. Cuando vimosuna cabina entramos y no hizo falta queninguna le explicase a la otra quécorrespondía hacer. Line llamó a lapolicía e informó de lo que pasaba,describió el sitio donde podríanencontrar el coche y rogó que enviaranuna ambulancia lo antes posible. Insistióvarias veces en que la cosa iba en serioy acto seguido colgó.

Cuando llegamos a casa intentamosaveriguar qué podía haber pasado. Noera una sobredosis, Habíamos visto altío preparar su chute y ni siquiera habíametido un cuarto. La cantidad no eraexcesiva. No podía ser sobredosis.

¿Cuánta heroína hay en un gramo deburro? ¿Un siete por ciento?Probablemente el material estuviesecortado con estricnina o con cal o concualquier sustancia imposible deanalizar. O quizá, peor aún, era tan tanbueno como él aseguraba. Eso pasa.Cuando el jaco es demasiado puro escasi más peligroso que cuando lo hanadulterado. No estamos acostumbrados ameternos heroína de verdad y nosabemos manejar las cantidades. El casoes que no sé lo que pasó.

No podía olvidar lo que Line habíadicho. La suerte que habíamos tenido. Sia mí no me diesen repelús las agujas, si

Line no hubiese venido conmigo a hacerpis, si no hubiésemos perdido mediahora buscando las llaves, si noshubiésemos metido las líneas antes queSanti, ¿dónde estaríamos ahora?

Yo me habría metido una línea deaquel jaco mal cortado, me habríadisparado directamente al corazónnovocaína, lactosa, laxantes, cal de lapared, estricnina, diazepanes,hipnóticos, codeína, aspirina,antibióticos, nesquick, polvo de ladrillo,migas de galleta, vete tú a saber qué, yestaría allí, con los ojos en blanco, y laboca babeante y la cabeza cayéndosesobre un hombro, como Uma Thurman en

Pu1p Fíction.Me dije a mí misma: «Pase lo que

pase a partir de ahora, por muy mal quete encuentres y por muy harta de todoque te sientas, recuerda que tienes suertede seguir con vida. Estás aquí deregalo.»

Una quincena exacta después deaquello conocí a Iain, y me aferrédesesperadamente a él como el náufragoa su tablón, porque no quería ahogarmeen aquel océano turbulento en que Line yyo navegábamos. Porque quería olvidarla cara azul de Santiago, los labiosazules que yo había besado cuando eranrojos, los dedos rígidos que me habían

pellizcado el culo cuando aún podíanmoverse. Quería olvidar a Line,convertida en su propia radiografía,incapaz de conmoverse ya ni por lobueno ni por lo malo. Necesitabaalguien a quien querer. Necesitabaalguien a quien aferrarme, una razónseria para vivir. Alguien alejado delcaballo y de los éxtasis y del Planeta X.Alguien más serio mayor que yo. Uno deesos tipos que describen las rubias delas películas yanquis: un hombre buenoque me quiera y me respete. Pero nofuncionó. Yo no soy una rubia de laspelículas yanquis. Soy una morenaexcesiva que se ha follado a medio

Madrid. Ningún hombre honesto seplantearía retirarme.

Iain no quiere saber nada de mí y ami vida no le queda un solo agarradero.Mi hermana Rosa no tiene más amigosque su módem y su fax. Mi hermana Anaacaba de darse cuenta que en la vida deuna mujer debe haber algo más quearmarios y coladas. Pero yo no sientoninguna compasión ni por mis hermanasni por mí misma. No estamos en nuestromejor momento, pero superaremos estebache. Hemos pasado por cosas peores.Y si lo que no te mata te hace más fuerte,entonces nosotras somos resistentescomo un tentetieso, y abriremos un

camino sobre nuestras cicatrices.Y, por lo menos, estamos vivas. Lo

tengo presente cada día. Y tengo queagradecerle no sé a quién, a la manoinvisible de la divina providencia, a losángeles cuya existencia niego, que mehaya permitido quedarme. Así que,mientras esté aquí, seguiré adelante, atrancas y barrancas, a trompicones,resbalando, tropezando si hace falta,volviendo a levantarme cuando mecaiga. Estoy aquí, pero noviembre llegade color tristeza.

Z

de zenit

Apoyándose en el primer relato dela creación del hombre que dice «machoy hembra los creó», una tradiciónrabínica hace de Lilith la primera mujer,creada antes de Eva. De este modo ellasería igual al hombre, por haber salido,como él, del barro de la tierra. LaCábala la hace disputar con Adán y huir.Se habría convertido en un demonio,súcubo e instigadora de los amores

ilegítimos.Pero a los que escribieron la Biblia

no les gustó el primer relato de lacreación del hombre. Para subrayar lanecesaria sumisión de la mujer alhombre inventaron la figura de Eva,creada a partir de la costilla de Adán,que fue seducida por la serpiente y seconvirtió por ello en la responsable detodos los males de sus descendientes.Esta segunda primera mujer habíanacido del hombre y debía depender,por tanto, de él.

Hoy en día casi nadie sabe quién eraLilith, aunque todo el mundo conoce elmito de Eva. Los redactores de la Biblia

se salieron con la suya.Y, sin embargo, pese a ellos, algunas

mujeres fuertes se colaron entre laspáginas de la Biblia y demostraron queno eran el apéndice de nadie. Débora,jueza y profetisa que dirigió la campañacontra Sísara apoyada por Baraq.Atalía, reina de Judá, única mujer quegobernó un reino judío, aunque paraconseguirlo tuviera que matar uno a unoa sus seis hermanos. Betsabé, la mujerfavorita de David, su consejera y suapoyo. Ester, la mujer judía del reypersa Vastí, que arriesgó su vida y susituación para impedir la matanzaprogramada de su pueblo. Judit, la

asesina de Holofernes, el general asirlo,que gracias a su astucia e inteligenciaconsiguió acabar con el asedio delpueblo judío...

Lo que viene a demostrar, supongo,que por muchos impedimentos que se lepongan por delante, por mucho que sehaga por ocultar su existencia, una mujerfuerte siempre puede conseguir lo que sepropone. Y resulta paradójico que yoaprendiera esta lección precisamente enun colegio de monjas, un colegio en elque las hermanas me alentaban a hacerlos deberes porque «algún día tendríaque ayudar a mis hijos a hacer lossuyos».

Fortaleza no es lo que creéis. Lafortaleza no se mide según el grosor delos músculos ni según el número dekilos que una persona pueda levantar.Fortaleza significa, sobre todo, aguantar,no romperse. Es una virtud femenina.

A veces odio a esos productos defamilias felices que me rodean, a esospastilleros que vienen al Planeta X, esosniños bien que viven en Mirasierra o laMoraleja, que tienen un chalet con jardíny piscina y perro, y un padre trabajadory una madre saludable y bronceada, ynada que olvidar o de lo queavergonzarse. Tienen un padre y unamadre que se adoran, o que al menos se

soportan con mutua tolerancia, unospadres que les regalaron su primercoche al aprobar la selectividad, que leshan pagado la universidad y lasvacaciones, un mes en Marbella enverano y una semana en Saint Lary eninvierno. Tienen unos amigos que hanesquiado y han montado a caballo conellos desde la infancia. Tienen unordenador y un vídeo en su habitación, ypantalones Caroche y cazadoras deGaultier y botas de auténtica piel deserpiente (a cuarenta talegos el par) yvan vestidos como si fueran yonkis,yonkis de lujo, imitando las pintas deMatt Dillon en Drugstore Cowboy,

aunque, eso sí, su nevera está repleta ynunca han dormido en la calle.

Uno de estos chicos me contó en labarra, entre cubata y cubata, las dosgrandes tragedias de su vida: una noviaque le había dejado y un atraco quehabía sufrido en la Gran Vía. ¿Cómo ibaa explicarle yo que mi padre se habíalargado un buen día sin razón aparente,que mi madre no ha sido capaz dedirigirme más de cinco palabrasseguidas en toda su vida, que cuando yotenía nueve años me lo hacía con miprimo de veinte, que mi mejor amiga sepasa el día yendo y viniendo delhospital, que tengo un tajo de siete

puntos en el brazo derecho que me hiceyo misma con un cuchillo y que a losdieciséis años intenté matarme porprimera vez?

Si le contara alguna de estas cosaspensaría que soy una persona muydesgraciada y muy problemática, y, sinembargo, yo no me veo así. Estoy segurade que él ha sufrido mucho más por sunovia que yo por Iain. Me lo imaginoahogando sus penas en éxtasis y alcohol,haciendo esfuerzos hercúleos porolvidar su nombre y su cara, evitandosistemáticamente los bares a que solíanir juntos y las terrazas por las quepaseaban, desarmado ante el primer

golpe de su vida, puesto que nadie lehabía curtido en una batalla previa,puesto que nadie se había encargado dehacerle resistente a la frustración. Nadiele había advertido de que en la vida, poruna cuestión de simple estadística, letocaría, una vez al menos, enfrentarse aun desamor, y a un accidente de coche, ya un amigo desleal, y que todo el dineroy el amor de sus padres no iban a poderevitar lo inevitable.

Piensa en nosotras, por ejemplo, enlas hermanas Gaena. ¿Nos van tan mallas cosas como parece?

Asumamos que Iain me ha dejado yque nunca va a volver. Quizá nunca le

quise. Quizá sólo quería que llenase esteagujero enorme que tengo en mi interior.Es hora de que aprenda que no puedoperderme en la vida de otra persona sinhaber vivido la que me pertenece y queyo, y sólo yo, puedo llenar mis propioshuecos.

Mi hermana Rosa vivió su propiavida sin intromisiones de otros, nadie selo niega, pero ella misma se haconvertido en su cárcel. ¿Cómo se vivecon un disco duro por cerebro y unmódem por corazón? Supongo que haymucha gente que creería que su vida esun desierto sin oasis. Supongo que haymucha gente que la compadece, que en

su mente la retrata como una solteronaneurotica, que imagina la vida de mihermana como una carrera contra relojintentando dar sentido a su existenciaantes de que su reloj biológico se pare,antes de que sea demasiado mayor paratener hijos o seguir resultandosexualmente atractiva. Yo, sin embargo,sé que mi hermana puede conseguir todolo que quiera.

La he visto durante años encerradaen su cuarto, frente a los lápices y losbolígrafos ordenados por colores, con elentrecejo fruncido y los ojos bienabiertos, decidida a ser la mejor de supromoción. Y si pudo ser la mejor en

una carrera prácticamente reservadapara hombres, ¿no podría cambiar suvida en el momento en que lo decidiera?Puede que no me lleve mucho con mihermana, pero, joder, debo reconocer,aunque me pese, que hay momentos enque la admiro profundamente. Y, desdeluego, no la compadezco.

A la playa de Ana llegó una olaenorme que le destrozó su castillo dearena. No me preguntéis cuándo ni porqué, porque no lo sé. Sólo sé que lo quetiene no le gusta. La vida se le escapa,lenta e inexorablemente, marcando lashoras, como la arena de un reloj. Y cadavez le queda menos tiempo. Mi madre

me llama angustiada, me dice que losuyo es grave. Vale, he visto los ojosvidriosos de Ana fijos en una pantalla, ysus manos lánguidas incapaces desostener un vaso. La he visto ojerosa ydespeinada, incapaz de pronunciar unapalabra, y sin embargo no temo por ella.

Porque también la he visto, duranteaños, eficiente y laboriosa como unahormiguita, despachando facturas yordenando armarios, abriendo senderosen la cocina a través de montañas deplatos sucios y envoltorios vacíos,convertida en la madre que mi madre nosabía ser, administradora, organizada,tranquila y coherente.

Nunca advertimos demasiado supresencia hasta que se casó y resultó tandrásticamente evidente que se habíamarchado. La casa se hundió de la nochea la mañana en un caos incontrolable. Lacolada se pasaba días pudriéndosedentro de la lavadora porque se nosolvidaba tenderla, así de simple;teníamos que sobrevivir a base decongelados porque ninguna de nosotrassabía cocinar, y nuestras respectivashabitaciones se cubrieron de capas depolvo y mugre porque durante añosninguna de nosotras había tenido quepasar una bayeta, así que ¿por qué senos iba a ocurrir que ahora nos tocaba

hacerlo?Ana se marchó y mis discusiones

con mi madre empezaron a hacerse cadavez más frecuentes, cada vez mássonadas. Mí madre se desesperaba entreaquel desorden que la rodeaba, queavanzaba lenta pero inexorablementecomo una enfermedad incurable, ycuando llegaba a casa de la farmacia,agotada y deprimida, y se encontrabacon aquella casa que se descomponíapor momentos, estallaba. Nos echaba laculpa a nosotras, claro, pero nosotras,¿qué podíamos hacer? Yo ni siquierasabía freír un huevo o aliñar unaensalada, y mucho menos planchar o

hacer las camas. Ana no me habíaenseñado. Rosa se pasaba el díaencerrada con sus libros y dejó siempremuy claro que su vocación para lastareas domésticas era nula. Hastaentonces los silencios gélidos de mimadre siempre me habían sacado dequicio. Pero cuando Ana se marchó, mimadre aprendió a gritar y a maldecir enalto, y de golpe afloró a la superficietodo el resentimiento que llevabaacumulado durante décadas, y entoncessí que de verdad perdí los estribos. Ellagritaba y yo gritaba más alto eintercambiábamos todos los insultos queconocíamos, más algunos que

inventábamos expresamente para laocasión. Ella decía que se arrepentía dehaberme traído al mundo. Yo respondíaque nadie se lo había pedido y que yo noestaba precisamente contenta del sitio adonde había ido a parar. Me largué decasa en cuanto pillé un trabajo y Rosahizo lo propio dos años después, aunquecon la carrera acabada, que es unaventaja.

No nos habíamos dado cuenta hastaentonces de que Ana era el pegamentoque nos mantenía unidas. Sin ella, lafamilia se hacía pedazos.

Por eso nos cuesta tanto asumir queAna la dulce, Ana la estable, Ana que

fuera el epítome de la cordura, se hadespeñado cuesta abajo. Es oficial.

La cosa fue más o menos así, segúnhe podido deducir de las conversacionesque he mantenido al respecto con mimadre y con mi hermana Rosa: unamañana mi hermana Ana se levantó de lacama a las siete, según su costumbre;preparó el desayuno, según sucostumbre; despertó al niño, según sucostumbre; le cambió el pañal, según sucostumbre, y acto seguido, con el niñotodavía en brazos, se sentó a la mesafrente a su marido, con los ojos muyabiertos y expresión solemne. Entoncesle anunció con voz clara que quería

divorciarse. No le dio razones. No habíaotro hombre, que era lo que Borjaesperaba, porque para un hombre comoBorja la única razón que puede tenerpara divorciarse una mujer que tienetodo lo que una mujer pueda desear (unniño sano y guapo, un marido amable yatento y una casa que vale cincuentamillones) es otro hombre (uno que puedaproporcionarle otro bebé sano y guapo yuna casa de cien millones). No habíaotro hombre, le aseguró ella, y Borja nodudó de su palabra porque siemprehabía mantenido, y aún mantiene, que sumujer es incapaz de serle infiel, élhabría puesto y pondría ahora la mano

en el fuego, pero ella, erre que erre, sólopodía repetir que quería divorciarse, sinmás explicaciones.

Entonces Borja llamó a mi madre ymi madre convino con él en que no eranormal que a una chica como Ana, quesiempre había sido tan responsable, lediese de la noche a la mañana por unabarbaridad como ésa, por mucho queúltimamente ya no fuese la misma. No,una chica como Ana no se divorcia asícomo así, de la noche a la mañana y sinrazón aparente. Así que llamaron almédico de cabecera, que cabeceó unrato delante de mi hermana y después seencerró en una habitación con ella, y que

cuando salió de la habitación les dio elnúmero del psiquiatra privado ycarísimo que al día siguientediagnosticaría una crisis nerviosa. Y esofue un alivio para Borja y para mimadre, porque una crisis nerviosa esalgo sobre lo que uno mismo no tienecontrol, así que a partir de dichodiagnóstico resultaba evidente que lapropia Ana no sabía lo que decía y quetodo volvería a la normalidad en breve,con la ayuda de Dios y de la medicinamoderna. Resultado: que Ana estabaingresada en lo que mi madre llamabauna casa de reposo, y Borja una clínicaprivada y Rosa una clínica psiquiátrica,

y que era, para entendernos, un loquero.Un loquero para ricos, eso sí.

Cuando Rosa me contó todo esto alteléfono al principio no podía creerlo,porque por muy mal que hubiese visto aAna la última vez que la vi, nuncasospeché que la cosa pudiera ser paratanto, y sólo se me ocurrió comentarle aRosa que el gremio de psiquiatras deMadrid iba a hacernos un monumento alas hermanas Gaena en agradecimiento atoda la pasta que habían hecho a nuestracosta. Y Rosa me explicó que noacababa ahí la cosa, que por lo vistoAna había pasado los últimos mesesmetiéndose tranquilizantes y minilips, o

sea, que la cosa, vosotros me entendéis,no iba de que Ana hubiese acabado en elloquero a cuenta de una mera depresión.Mi hermana la pija, la niña modelo, lasanta madre y esposa, en una cura dedesintoxicación. Ver para creer.

El caso es que Rosa quedó en pasara recogerme para que fuésemos juntas aver a Ana. Rosa especificó que iríamoslas dos solas, porque Ana había dejadobien claro que no quería ver a mi madre,y esto ya fue la guinda del pastel de lassorpresas, porque desde que tengo usode razón Anita siempre ha sido la niñade los ojos de mi madre y en la vida hadado un paso sin consultarla, y no me

cabía en la cabeza que la propia Anitahubiera dado instrucciones semejantes.

La mañana del día que habíamosfijado para la visita me la pasé casientera delante del armario estrujándomeel cerebro para encontrar algo queponerme, como me ocurre siempre quequedo con un miembro (¿debería decirmiembra?, ¿mi hembra?) de mi familia,porque sabido es por todo aquel quehaya tenido contacto alguna vez, pormínimo que sea, con la familia Gaeríaque ni a mi madre ni a mis hermanas leshacen mucha gracia mis pintas. Perodespués de estar veinte minutosrevolviendo en el armario en busca de

alguna falda azul plisada de aquellasque llevaba cuando trabajaba en unaoficina, me pareció un poco absurdo queen un momento en que el universo sedesmoronaba alrededor de nosotrasempezase yo a comerme el tarro a cuentade gustarles o no gustarles a mishermanas. Así que me puse los vaquerosde costumbre y la primera camiseta quepillé en el armario, que resultó ser la delNevermind de Nirvana. Pero luego,como me parecía que no iba a quedarmuy bien eso de ir a un loquero con laimagen de un suicida estampada sobrelas tetas, en el último momento me puseuna de Shampoo, por la simple razón de

que era color rosa chicle y yo pensé, enbuena lógica cromática, que la camisetaaportaría a mi imagen el optimismo quele faltaba a mi alma.

El loquero se encontraba a cuarentakilómetros de Madrid y estaba rodeadopor una enorme muralla blanca. En elinterior los muros de ladrillo blanco queprotegían la casa estaban adornados concelosías de madera intercalada. A lasombra de un gran cedro resaltaba elcolor de un arriate de petunias yalhelíes. Al fondo, formando líneasrectas entre los grandes árboles, crecíansetos de boj. Había cedros y encinas, yotros árboles cuyos nombres yo,

miserable urbanita, ni siquieraimaginaba. Un sendero de gravillacruzaba el jardín hasta la casa. La hierbacrecía entre las junturas de las piedras.

El BMW se deslizó silencioso,como sólo se deslizan los BMW en losanuncios de la tele, hacia la clínica, quea primera vista parecía cualquier cosamenos una clínica, ya que se trataba deuna mansión enorme con cierto airenostálgico y colonial, una estructura deotro tiempo que desentonaba con suemplazamiento y su función actuales.Una encina proporcionaba sombra alporche de la casa, donde se habíancolocado dos tumbonas enormes. Si no

hubiese sido por aquel detalle moderno,se habría dicho que la casa recordaba ala Tara de Lo que el viento se llevó.Casi esperaba ver aparecer en cualquiermomento a un criado negro vestido delibrea que viniera a ofrecerme ponche.

Entramos. Nos encontramos con unrecibidor enorme y vacío que olíadesagradablemente a lejía. A un lado,unos sillones azules y una mesillasembrada de revistas de moda ycotilleo. Al fondo, una especie depecera acristalada dentro de la cual unachica de aspecto aburrido, conectada aun ordenador y una centralita, nosmiraba con ojos interrogantes. Mi

hermana se acercó a la pecera con eseaire marcial suyo, y una vez delante dela chica le informó en voz alta y claraquiénes éramos y a quién buscábamos.La chica de la pecera nos rogó con vozamable que esperáramos un momento.

Yo me dejé caer desmadejada en elsillón azul, como una marioneta a la quele hubieran cortado los hilos. Mientrastanto, mi hermana caminaba arriba yabajo por el recibidor, las manos en losbolsillos de su abrigo de piel decamello, dejando salir los pulgaresdesafiantes. No reparaba en la miradade curiosidad que le dirigía la chica pez,fascinada ante la rubia arrogancia de mi

hermana, que en medio de aquelrecibidor se imponía con la verticalsolemnidad de su metro ochenta.Llevada por el cansancio cerré los ojosy la imagen de mi hermana se disolvióen fractales de colores. Escuchaba elacompasado repicar de sus taconessobre el suelo de mármol, aquel taconeorítmico, monótono, asertivo y... y me ibaadormeciendo.

Al cabo de unos minutos, cuando yoya empezaba a navegar en sueñosdifuminados e imprecisos, nos recibióuna treintañera de expresión amable quellevaba puesta la bata blanca de rigor.Mi hermana, nos explicó, reposaba de

momento en su habitación porque aún(no le habían concedido el régimenabierto, pensé yo) no se había elaboradoel diagnóstico adecuado y establecidolas entrevistas previas con los diferentesdoctores que todo recién llegado a lacasa (paciente, puntualicé yomentalmente) debía superar a fin de quelos doctores pudiesen evaluar su estado.

Como una Virgilla de bata blanca, ladoctora nos guió a través de un laberintode corredores. Algunos pacientesdeambulaban por los pasillos: chicosguapos con cara de perdidos a los quesupuse yonkis de buena familia, damasestiradas con collares de perlas y el

pelo recogido en un moño queprobablemente fueran borrachuzas dealcurnia o adictas al bingo y algún queotro vejete despistado que dirigía dereojo miradas pícaras a mi camisetarosa.

Recuerdo cuando iba a ver a Lineingresada. La cama de hierro, lasparedes de placas, la botella de suero,los tubos, los aparatos, el olor adesinfectante que impregnaba lasconversaciones. Media hora de visitaaséptica y deprimente. La palabra«hospitalarío» perdía su sentidooriginal. Pero la habitación de Ana notenía nada que ver con aquello. Era más

grande que mi apartamento, con eso lodigo todo. Las paredes estaban pintadasde un sedante color verde pálido.Alguien había bajado las persianas, perono lo suficiente como para que nopudiésemos entrever a través de laventana (sin rejas) un cuadrado dehierba reluciente del jardín. En unjarrón, sobre la mesilla de noche, unenorme ramo de rosas blancas,primorosamente arreglado, presidía lahabitación; la marca territorial de Borja,supuse. Ana reposaba en la cama yapoyaba su cabecita rubia, sus ricitos dequerubín, sobre un montón dealmohadas.

Rosa se sentó al lado de la cama, y,un tanto envaradamente le entregó a laenfermera el regalo que le habíallevado: un libro de Marina Mayoral.Ana lo depositó en la mesilla sinprestarle la menor atención y arrancó ahablar de inmediato, atropelladamente, ytengo que admitir que, pese a lascircunstancias, me pareció que nunca lehabía conocido tanto aplomo comoentonces. Primero nos explicó, con untono tranquilo y pausado, casipedagógico, lo de su historia con laspastillas, y nos dejó claro que no sehabía metido en aquello consciente de loque hacía, que empezó a tomar

anfetaminas para adelgazar ytranquilizantes para superar elnerviosismo de las anfetaminas y que alfinal, pues eso, la cosa se le había idode las manos. No parecía intentarjustificarse, daba la impresión de que,simplemente, nos aportaba los datosjustos y necesarios que nosotras, ennuestra condición de hermanas,debíamos conocer. Ni más ni menos.Nos dijo que desde su llegada alhospital había mantenidoconversaciones muy serias con variosmédicos, quienes le habían aseguradoque la cosa no era muy grave, o no tangrave como habría podido serlo si

hubiese continuado con semejante dietaunas semanas más. O sea, que demomento Ana pensaba quedarse en laclínica y arreglar su problema.

Después de suministrarnos estainformación, volvió la cabeza haciaRosa, le miró fijamente a los ojos y sepuso a hablar con ella como si yo noexistiera.

—Te he llamado —dijo— porquecreo que eres la mujer más inteligenteque conozco. Y la única que puedeayudarme en estas circunstancias, creo.Además, eres mi hermana, claro. Peroeso no tiene nada que ver. Llevopensando en esto varios días, en lo lista

que eres, quiero decir, y en que nunca telo he dicho. También he pensado en quea pesar de lo mucho que te admiro casino te conozco. No sé, en el fondo noestoy segura de que pueda contarcontigo. Quiero decir, que no sé quéestarás pensando de mí ahora...

—Claro que puedes contar conmigo—le interrumpió Rosa con el airecansado y deferente de una maestra—.No digas tonterías, por favor.

Yo no tenía muy claro si pintabaalgo en aquella escena, pero nadie mehabía dicho que me marchara, de modoque allí me quedé, escuchando cómoAna desgranaba quejas y argumentos con

su vocecita aguda. El caso es que Anaestaba decidida a divorciarse y queríasaber si existía alguna posibilidad deque su marido utilizase lo de susproblemas con las pastillas y lo de suinternamiento en la clínica comoargumento para reclamar la custodia delniño en un tribunal. Yo no entendía nada,porque a mis ojos, como a los de mimadre, no existía ninguna razón lógicapara que Anita decidiera divorciarse asícomo así, de la noche a la mañana. Poreso me sorprendió tanto que Rosapareciera tomarse la cosa en serio yempezara a hablarle de casos queconocía y de compañeras de trabajo que

se habían divorciado y habían mantenidola custodia de sus niños a pesar de susinfidelidades notorias o de sussobradamente conocidos problemas conel alcohol, e incluso se ofreciera ahablar con el bufete de abogados que legestionaba a ella sus asuntos legales, enel que seguro que había un buen abogadomatrimonialista. Yo no daba crédito amis oídos, porque no me parecía muycoherente que mi hermana Rosa, lasensatísima, la racionalísima, laestiradísima, la cuerdísima, se pusieraautomáticamente de parte de Ana sinpreguntarle siquiera lo que cualquiera lehabría preguntado, esto es, si su marido

le pegaba o si bebía, o si le habíapillado follando con otra, o qué puñeterarazón había podido encontrar Ana paradecidir, así, de la noche a la mañana,tirar su matrimonio por la borda.Entonces Ana me miró fijamente, losenormes ojos de agua abiertos en unaexpresión de ángel suplicante que medevolvía una imagen líquida de mímisma.

—Y tú, Cristina, ¿qué opinas? —preguntó.

Y como me pilló desprevenida y conla guardia baja sólo se me ocurriódecirle lo que en aquel momento mesalió del alma: que la vida es una pelea

de la que no se puede salir derrotado. Yla explicación pareció satisfacerle,porque ya no me preguntó nada más.

Nos explicó después que no pensabaquedarse en aquel sitio (este sitio, decía,evitando así definir el tipo deestablecimiento al que había ido aparar) más de un mes, el tiemposuficiente, añadió, para que seacostumbrase a funcionar sin pastillas.Y yo asentía quedamente y contemplabacon oidos atónitos la recién acaecidatransformación de mi hermana.

Al cabo de un rato apareció lamisma doctora de antes paracomunicarnos que nuestro tiempo de

visita había terminado. Así queplantamos en las mejillas de Ana losobligados besos fraternales,abandonamos la habitación ydesanduvimos todo el camino que noshabía conducido a aquella habitación.

Volvíamos a Madrid sin cruzarpalabra. Rosa conducía con la miradafija en la carretera. Contuve micuriosidad durante los primeros treintaminutos, pero al final no pude resistirmás y tuve que preguntarle a Rosa porqué le había hecho tanto caso a Ana yhabía tomado tan en serio lo que noparecía sino un arrebato de niña rica ymimosa, empastillada de puro

aburrimiento. Entonces aminoró lavelocidad del coche y desvió la miradadel parabrisas para dirigirla hacia mihumilde y desgarbada persona.

—¿Sabes cuántos años tengo,Cristina? —dijo—. Treinta. Y ¿sabesqué he hecho durante estos treinta añoscon mi vida? Nada. Nada de nada.

—Yo no diría eso, precisamente.Has hecho una carrera de la que pocasmujeres de tu edad pueden presumir.

—No me entiendes. Eso,precisamente, no es nada. Yo no hehecho nada. No me he emborrachadohasta caer redonda al suelo, no he tenidouna amiga con la que pelearme o a la

que envidiar, no he hecho el ridículollamando a un tío a su casa cuando eraevidente que él ya no me quería, no hedeseado en secreto a un compañero dela oficina... En fin, no he vivido ningunade esas pequeñas tragedias cotidianasque constituyen el pan de cada día delcomún de los mortales, las que les hacenapegarse al aire que respiran y al sueloque pisan, las que les permitenlevantarse cada mañana con la ilusiónde que el día que comienza va a serdistinto del anterior y del siguiente. Losúltimos años he sido una máquina. Esoes todo. He sido como una réplica de mímisma, pero que en el fondo no era yo,

porque yo no soy, no puedo ser, alguienque no siente absolutamente nada. Nada.

—Te entiendo —susurré. Y laentendía, porque estaba describiendoexactamente la situación que vivo yo enel bar todas las noches, recogiendovasos y esquivando cuerpos sudorosos,un androide cibernético que pasea mismismas facciones, mis curvas y misgestos, entre las sombras, con la menteen blanco, para conseguir aguantar lasseis horas del turno de cada noche sinpénsarlo.

—Y lo peor es que ni siquiera losabía —prosiguió Rosa—, ni siquieraera consciente de lo que estaba

sucediéndome. No empecé a serlo hastahace cosa así de un mes, cuandoempezaron las llamadas.

—¿Qué llamadas?—Verás, Cristina, alguien empezó a

llamarme todas las noches, todas, más omenos a la misma hora. No decía nada,nunca. Se limitaba a hacerme escucharuna canción. La hora fatal, de Purcell.No sé si la conoces.

—Creo que no. A mí, si me sacasdel techno...

—Te acuerdas de aquellas fiestas defin de curso horribles que hacíamos enel colegio?

—¿Aquellas en que tú siempre

salías a tocar el plano y yo a recitarpoesías?

—Sí, éramos como monos de feria.—Más bien. —Sonreí ante lo

acertado de la definición.—Pues bien, un año, yo debía de

tener once o doce años, me empeñé encantar esa canción en la fiesta de fin decurso, La hora fatal, O sea, la misma queel llamador anónimo me hacía escucharal teléfono. Entonces, cuando tenía onceaños, no creo que te acuerdes, yoestudiaba solfeo y plano, pero no canto.Y la profesora se empeñó en decir queno podía cantar a Purcell, que podríainterpretar la partitura pero que no

conseguiría aportarle los matices, quepara eso tendría que estudiar canto conun repertorista que me ayudase aentender qué quería decir Purcell conaquella canción. Y yo respondía que mebastaba con escuchar la canción parasaber qué quería decir Purcell, que nome hacía falta un repertorista, que sabíamuy bien lo que Purcell queríatransmitir. —Miraba hacia la carreteracon expresión soñadora y por unmomento temí que nos la pegáramos—.Tuvimos una bronca memorable a cuentadel asunto, ella venga a llamarme niñatozuda y yo empeñada en cantar lo quequería. Y el caso es que al final me salí

con la mía y canté a Purcell, ¿sabes? Fueun triunfo de mi voluntad.

—... que hubiese dicho Nietzsche.—Y lo curioso —prosiguió, ajena a

mi interrupción, el rostro pálido yrígido, los ojos brillantes a causa de laslágrimas que no derramaba— es quehabía olvidado esta historia porcompleto, llevaba años sin recordarlahasta que quienquiera que llamase mepuso esa canción. Y por eso sabía quequien me llamaba me conocía a fondo.Estuve dándole vueltas a quién podíaser, estuve haciendo todo tipo decálculos y análisis de probabilidadeshasta que me di cuenta que lo importante

no era el remitente sino el mensaje.—¿El mensaje?—Me di cuenta de que no importaba

quién me llamase, sino el mensaje queme había hecho llegar. Y es que me hizorecordar que hubo un momento en que yoera capaz de sentir pasión por las cosas,en que fui capaz de aprenderme nota anota una canción que ninguna alumna demi edad se habría atrevido a solfear ymucho menos a cantar. Que hubo untiempo en que luchaba por lo que deverdad quería. Que hubo un tiempo enque lloraba escuchando a Purcell. —Lasombra de una lágrima a punto de caercentelleaba en sus ojos—. Lloraba de

pura feliciad, de pura empatía con lasnotas. Y los últimos años he vivido tananestesiada, tan bloqueada, que nunca lohabría recordado de no haber sido poraquellas llamadas. ¿No te das cuenta?Quienquiera que llamase me estabahaciendo ver cómo me había negado amí misma, cómo he arruinado mi vida.Porque ¿qué hago yo encerrada en undespacho, acatando órdenes de inútiles alos que no respeto y sirviendo a unosintereses que en el fondo desconozco?No importaba quién llamase, eso era lode menos, en el fondo estaballamándome mi propia alma.

Yo bebía las palabras de la boca de

mi hermana con la sed del beduino,porque si una mañana me hubieselevantado y me hubiese encontrado conque el cielo resplandecía de un bonitocolor verde musgo y las hojas de losárboles ondeaban al viento teñidas deazul pitufo, estoy segura de que mehabría sorprendido menos que ver a mihermana la mayor hablando de cosastales como que su alma la llamaba porteléfono.

—Hace una semana tomé por fin unadecisión. Sabes que llevo quince mesestomando prozac, ¿no?

—Ya me lo habías contado —asentísolícita y rápida, deseosa de que

prosiguiera con la historia.—Bueno, me habían advertido de

que no podía dejarlo de la noche a lamañana. De que debía haber un períodode transición en que fuera reduciendo ladosis gradualmente. Pero yo sabía queme hacía falta un cambio brusco. Asíque un día decidí deshacerme de todasmis reservas de fluoxicetina. Cuatrocajas, Cristina, dos en el cajón de lamesilla de noche y dos en el de laoficina. Las cuatro fueron a parar a labasura. Y me dispuse a afrontar lo queviniera, la crisis o lo que se presentara,tranquila. Al principio no pasaba nada,¿sabes? Me habían dicho que es

peligrosísimo dejar el prozac de golpe,sobre todo si uno ha estado tomándoloaños, como es mi caso, y que podíasobrevenir una crisis seria, un episodiodepresivo, que podría aparecer un broteesquizoide, qué sé yo. Pero no pasabanada. Hasta que el otro día, haceexactamente dos noches, busqué entremis discos viejos aquella canción dePurcell, cantada por James Bowan,descolgué el teléfono, me sentétranquilamente en el sillón y me puse aescuchar la misma canción, una y otravez, recordando en cada nueva escuchalas notas una por una, las palabras, losacordes, los arpegios... —Devanaba

palabras y palabras en un murmulloritmico y constante—. Cada notagolpeaba como un puño en mi interior yesos golpes transmitían tal calor a micorazón que éste explotaba y sedisgregaba en fragmentos dispersos. Lamúsica bullía dentro de mí, galopabapor mis venas, contenía el mundo, ydentro del mundo a mí misma, a miverdadero yo que había permanecidodormido allí dentro tantos años yacababa de despertar furioso,emborrachado de entusiasmo. Cristina,¿puedes entender esto?

Asentí despacio, incapaz depronunciar palabra. Sí, había sentido

aquello muchas veces escuchandomúsica, pero no conseguía imaginar quemi hermana pudiera haberlo sentidotambién, y mucho menos que fuera capazde describirlo de aquella manera.

—Y me encontré llorando —continuó ella, con los ojos grises fijosen la carretera, repentinamenteempañados—, como no lloraba desdehacía años, con sollozos queamenazaban con partirme el pecho. Nopodía dejar de llorar, y lo másimportante, Cristina, lo más importanteera que caí en la cuenta de que era laprimera vez que lloraba en muchotiempo, en no sé cuántos años, la

primera vez que lloraba de esa maneradesde que papá se fue, creo. Y ahoraveo las cosas de una manera totalmentedistinta, Cristina, porque sé que loimportante en esta vida reside en elinterior de uno mismo, y se trata de loúnico que uno tiene y lo único que unova a llevarse a la tumba, y, qué quieresque te diga, si Ana ha decidido dejar asu marido, si ésta es la primera decisiónpropia que ha tomado en su vida, si es laprimera vez que se atreve a ser ellamisma, ajena a las imposiciones de losdemás, ten por seguro que no seré yoquien intente disuadirla, y que cuentacon todas mis bendiciones para lo que

quiera. ¿Me entiendes?—Claro —susurré con un hilillo de

voz. El asombro apenas me permitíahablar.

—Porque ahora también ha llegadomi momento, y creo que me toca admitircosas que he estado negándome, creoque debo hacer lo mismo que ha hechoAna, y recuperarme a mí misma.Reconocer ante el mundo que no megusta mi trabajo, que no me gustan loshombres, yo qué sé... lo que decida quedebo reconocer. Recuperar a la niñavaliente que era y que dejé de sercuando crecí.

Escuchaba a mi hermana decir estas

cosas, a mi hermana la cartesiana, laracionalista, la empirista,repentinamente transformada en mística,después de haber visto a mi hermana lasanta, el modelo de virtudes, la santaesposa y madre, decidida a liarse lamanta a la cabeza y largar al soso de sumarido, y se me vino a la cabeza depronto una especie de revelación. Desdeniña alguien (mi madre, o Gonzalo, o lasmonjas, o todos, o el mundo) habíadecidido que éramos distintas, que laniña moderna del anuncio de Kasnaranja no es el ama de casa que limpiala colada con lejía Neutrex, y no tienenada que ver con la ejecutiva que

invierte en letras del tesoro, y sinembargo mi hermana se había refugiadoen su despacho acristalado de la mismaforma que yo me había guarecido en mibar ciberchic, como Anita se habíaparapetado en su casa de Gastón yDamela, y Ana se había enganchado alos minilips como yo lo hice a loséxtasis y Rosa al prozac, y si pornuestras venas corre la misma sangre delmismo padre y la misma madre, ¿quiénasegura que somos tan distintas? ¿Quiénnos dice que en el fondo no somos lamisma persona?

La carretera serpenteaba a través decampos ocres y la tarde caía sobre el

polen dorado. Los trigales se agitabancon el viento en suaves oleadasamarillas. A lo lejos, Madrid selevantaba orgullosa, una estructuramonstruosa de cemento y hormigón quese alzaba amenazadora, enorme y gris,en el horizonte; y el coche, enfilandohacia aquella inquietante mole, parecíauna pequeña nave de reconocimientoque, tras de un vuelo tranquilo, regresaraa su nave nodriza. Madrid, de lejos,parecía la Estrella de la Muerte. DarthVader, pensé, aquí llegan tus guerreras,ábrenos la puerta.

No os lo he dicho todavía: mi madrese llama Eva. Pero espero que nosotras

seamos hijas de Lilith.