Una bolsa de sal y una sonrisa - Alef Guimel

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12 Cuentos - 5 Prosas, 1ra.Edición: 1981

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Una bolsa de sal y una sonrisa

Álef Guímel

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ÍNDICE 1. La sal prometida y la sonrisa anhelada 2. Una vendimia en el Paraíso 3. La restauración de todas las cosas 4. La Felicidad 5. Una cita con el Tiempo 6. De espaldas al poniente 7. Evangelina 8. El Mayordomo del Tiempo 9. El rostro de la Esperanza 10. Una tarde en la Escuela de Música 11. Los cuatro embajadores del Amor 12. Tan sólo una canción 13. Los Coyuyos 14. Tenacita 15. Fugacidad 16. Diálogo nocturno 17. Páginas de un diario

Una bolsa de sal y una sonrisa

Álef Guímel

2006 Publicado por:

Cuentos Teocráticos Ediciones www.cuentosteocraticos.net

Primera edición: 1981

Clasificación: Cuentos y prosas Contenido: 12 cuentos y 5 prosas.

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LA SAL PROMETIDA Y LA SONRISA ANHELADA

En un tiempo la sal fue muy escasa en algunas regiones de la tierra. No era algo que se podía plantar y cultivar en el huerto. Había que ir lejos a buscarla. ¡Qué artículo precioso llegó a ser!

En algunos países, la gente tenía de todo menos sal. Su poder para hacer resaltar el gusto natural de las cosas, sus cualidades preservativas y sus efectos curativos, la hacían muy deseable. En la antigua China fue cotizada como el más caro bien después del oro.

Se desataron guerras para conseguirla y acapararla. Cuando se le daba a un soldado una bolsita de sal junto con el sueldo, ¡cómo la apreciaba y la guardaba! A ese codiciado pago le llamaron salario y se hizo costumbre llamarle así a cualquier forma de pago.

El salario que Dios nos ofrece no es un pago insulso. El don de la vida hará que el valor natural de todo resalte; será un seguro de preservación. Los poderes curativos de nuestro salario traerán descanso y restauración a la carne cansada que transpondrá los umbrales del Nuevo Orden llevando algunos lastres del mundo que abandonamos.

¡Con qué gozo apretaremos en nuestros brazos la bolsita de sal con que Jehová nos pagará nuestra fidelidad como testigos de su causa! Levantaremos un rostro radiante, porque allá arriba resplandecerá su sonrisa de aprobación.

En todos los tiempos, ¡cuántos han corrido con esfuerzo por una bolsa de sal y una sonrisa! Este libro sólo pretende ser un estímulo, un refrigerio mental, a los que en esta hora tardía cuentan con su porción de sal, seguros de la bendición y la sonrisa.

Álef Guímel

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UNA VENDIMIA EN EL PARAÍSO

Narración de algo que podría acontecer un día cualquiera,

de una década cualquiera, dentro del próximo milenio.

El sabio rey Salomón dijo aquellas palabras inspiradas que nunca dejarán de ser una verdad práctica: “La mejor cosa que yo he visto, la cual es bella, es que uno coma y beba y vea el bien por todo su duro trabajo...” (Eclesiastés 5: 18).

La vendimia cada año es una confirmación de esas palabras; es el triunfo de nuestro duro trabajo; es un estallido de alegría compartida; una ocasión para comer y beber juntos expresándole al Creador de la tierra nuestro gozo por lo que hemos logrado. Es verdad, cada uno tenemos nuestra porción de tierra asignada nuestro hogar y nuestra familia, pero el trabajo y el fruto es de todos. Hemos conservado el espíritu de comunidad que tenían las congregaciones antes del Armagedón y no sólo nos reunimos para estudiar sino también para compartir todas las cosas que requieren pluralidad de brazos.

En nuestra pequeña comunidad, cuando llega el tiempo de la cosecha, vamos de viñedo en viñedo hasta que el total del trabajo en la región se termina y luego gozamos de una fiesta en el último campo vendimiado. Este año le tocó a la casa de José Fernández convertirse en un avispero de actividad para celebrar la culminación de nuestra labor de vendimia. Hemos decidido armar las mesas formando un gran semicírculo en el jardín del frente, bajo los árboles. La casa, acogedora y señorial, rodeada de una balaustrada de mármol blanco, tiene una amplia escalinata de entrada que ha de servir de plataforma. Todos tendrán a la vista el grupo de músicos que alegrará la fiesta y el acto artístico que se llevará a cabo después de la cena. El verano está declinando. Sus tardes largas y serenas regalan nuestros ojos con deslumbrantes cuadros agrestes. La mirada se pierde entre los exuberantes viñedos y los huertos cargados de fruta. Tenemos muchas dalias con qué adornar las mesas, de todas las variedades y colores, y como símbolo de nuestra prosperidad, las veinte clases de uvas que se cultivan en la región. Las mesas deben proveer lugar para más de doscientas personas porque desde muy temprano han estado llegando noticias de varios recién resucitados en la comunidad que vendrán con sus familiares a la fiesta. ¡Qué día especial para el comienzo de una nueva vida! Un clima de expectativa nos pone alas en los pies. ¡Cuánta belleza tiene nuestra sección del Paraíso restaurado! Sentimos la responsabilidad de cuidarla como antes sentíamos la de predicar el Reino. El viraje de la historia que borró todo rastro del mundo anterior convirtió el cultivo de la tierra en un deber conectado con la adoración del Creador. Por el camino que bordea las fincas están llegando los alegres grupos. Traen sus instrumentos musicales y manjares para la mesa. El jardín de los Fernández se va llenando de voces y risas, de

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rostros alegres y presencias cálidas. Hay momentos en que el gozo es tan profundo que humedece los ojos. Al hacer la oración de gracias antes de la cena, el dueño de casa expresó el aprecio de todos por las buenas cosechas, evidencia de la bendición de Jehová. Agradeció a Dios que ningún trabajador se hubiera lastimado y nada lamentable causado por la imperfección humana, aún no dominada del todo, hubiera empañado nuestra alegría. Al oírlo decir eso nos sorprendimos, pues hacía tantos años que no sucedía algo así que ya estábamos dándolo por sentado, como si no pudiera suceder. También dio gracias a Dios por la felicidad de las familias que acababan de recibir a sus amados mediante el milagro de la resurrección. Al tiempo de los postres se empezó a oír el rasguear de las guitarras y un anticipo de violines que se templaban. Luego, todos cantamos a coro fragmentos del Salmo 104 y, en ese marco, sus palabras tenían un realismo conmovedor. Como es ya tradicional en estas fiestas, se presentó como primicia una canción que los jóvenes compusieron a propósito para la ocasión. Sin duda se va a convertir en un éxito porque tiene una melodía que se pega al oído; con seguridad que mañana vamos a estar todos tarareándola durante nuestros quehaceres. Se titula “Vendimia Feliz”. Después de un rato de entretenimiento musical, José Fernández pidió que subieran de a uno a la escalinata los nuevos miembros de la comunidad que acababan de llegar del Sheol, que se presentaran por nombre y nos contaran algo de su vida en el viejo orden de cosas. Algunos de ellos no tenían mucho qué decir; habían vivido vidas comunes y habían muerto en una cama, víctimas de alguna enfermedad. Todos sin excepción expresaron su enorme gratitud a Jehová por la oportunidad de volver a vivir en un ambiente tan hermoso. El relato de un joven nos dejó mucho en qué pensar. — Quiero pedirle algo a los músicos. Por favor, cuando yo termine de hablar, toquen alguna melodía muy alegre y déjenme bailar un poco. — ¡Por ahí se deduce que fuiste buen bailarín! —gritó alguien desde la mesa. — ¡Qué bueno si hubiera podido serlo! Pero es muy distinta mi historia. Empezaré desde el principio: Yo era un niño de diez años cuando un día los maestros de mi escuela anunciaron que nos llevarían a una excursión. Fuimos a un parque en una localidad distante para jugar al aire libre y recibir algunas nociones sobre la flora del país. Fue un día hermoso con un saldo triste. Cuando veníamos de vuelta, cantando mientras mirábamos la puesta del sol desde las ventanillas del tren, pasó algo de lo cual tengo sólo una vaga impresión. Mis recuerdos más precisos parten desde un momento en que me recobré de un desmayo oyendo voces, gritos y quejidos. No podía incorporarme. Sentía mucho peso sobre mí; mis manos palpaban hierros y maderas en la densa oscuridad. Veía rayos de luz, como provenientes de linternas atravesando la confusa escena. De pronto, la luz dio directamente sobre mi cara obligándome a parpadear. Una voz de hombre gritó: —aquí hay uno que está con vida—. Varios acudieron y empezaron a mover hierros. Por sus cascos reconocí que eran bomberos; sentí que dos brazos me alzaban. De la cintura para abajo mi cuerpo estaba sumido en un dolor indescriptible. Después de esto, otra vez no recuerdo nada. Recobré el sentido en la cama de un hospital. Un médico bondadoso trató de ver cuánto recordaba del accidente y me hizo muchas preguntas. Me explicó que aquel tren había chocado con otro y que podía considerarme feliz de haber sido hallado con vida. Me di cuenta de que estaba atado a la cama por medio de una correa alrededor de mi cintura. El médico me dijo que me habían hecho una operación muy delicada en las piernas y que me habían atado porque ni en sueños debía tratar de bajarme de la cama, ya que podía arruinar los resultados. Frecuentemente me quejaba de fuertes dolores en las piernas, y especialmente en los dedos de los pies. Cuando yo decía esto, los que estaban conmigo se miraban con una expresión difícil de definir, entre dolorida y asombrada.

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Al fin llegó el día en que me anunciaron que esa tarde mi padre me llevaría a casa. A la hora indicada, papá y el médico estaban junto a mi cama. Yo me sentía muy feliz, lleno de expectativa. El médico me dijo tomándome una mano: —Luisito, antes de que te levantes para irte, tu padre tiene que decirte algo. Ahora nos vas a demostrar que eres un hombrecito y que sabes hacer frente a las cosas más difíciles de aceptar. Yo los miré azorado, sin saber qué esperar. Mi padre transpiraba y estaba pálido. Le costó empezar a hablar; dijo unas pocas palabras, después miró al médico y le rogó: —Siga usted, doctor. Recién entonces supe que ya no tenía mis piernas. No podía creerlo porque estaba seguro de que las sentía y me dolían. El médico aflojó la correa alrededor de mi cintura para que pudiera incorporarme. Eché a un lado las frazadas y vi que mi cuerpo terminaba en dos muñones. El doctor me explicó que, como el cuerpo está hecho para tener piernas, los nervios, gobernados desde el cerebro, envían mensajes a las piernas como si existieran; por eso yo tenía la sensación de tenerlas y sentirlas. Naturalmente, todo cambió en mi vida. Tuve que aprender a jugar con juegos de armar, a entretenerme con libros y a manejar un sillón de ruedas. Tuve que resignarme a la idea de que muchas cosas que los chicos emprendían y gozaban me estaban vedadas. Algo que me trajo un gran consuelo fue el mensaje del Reino. Cuando mi madre empezó a estudiar la Biblia supe que había esperanza para mí. El Salón del Reino estaba a unas diez cuadras de mi casa y mi mamá iba conmigo, ayudándome con la silla de ruedas. Cuando veía a los jóvenes emprendiendo el precursorado, cuántas veces me dije: — ¡Si yo tuviera mis piernas! Esta mañana, cuando por la bondad inmerecida de Jehová, me hallé vivo de nuevo, cuando vi que tenía piernas, ustedes no pueden imaginar lo que sentí. No sé bailar, es algo que jamás hice. A lo más podré saltar como un perro cuando está contento, pero déjenme hacerlo para expresar mi alegría. Porque tengo la impresión de que todo el gozo de mi corazón se me ha ido a las piernas y casi no puedo tenerlas quietas. Los músicos empezaron a desgranar las notas de un vals muy alegre. Luis saltó y brincó, y aplaudimos como si hubiera hecho el mejor número de ballet. Después de él, otro joven subió a la improvisada plataforma y dijo: —Hay un enorme contraste entre lo que estoy viendo y el último cuadro que guardaron mis ojos antes de cerrarse en la muerte. Como Luis, quiero contarles la historia desde el principio. Yo fui un niño feliz, que jamás se vio privado de nada. Mi padre era militar; admiraba su uniforme y deseaba ser como él. Insistía en que sólo quería juguetes bélicos, y papá me regalaba revólveres y ametralladoras pequeñas. Iba al dormitorio de mis padres y me extasiaba mirando el retrato de bodas de ellos. Mi madre, vestida de largo traje blanco, envuelta en tules, y mi padre, un joven teniente con uniforme de gala, aparecían bajo las espadas relucientes que levantaban a ambos lados sus compañeros, también uniformados. Yo soñaba delante de aquel retrato con el día en que, ya hombre, caminaría con una novia hermosa tomada de mi brazo, disfrutando de los mismos honores. Convencido de mi vocación, mi padre me inscribió en el colegio militar y fui un alumno distinguido. No cabía dentro de mí cuando orgullosamente vestí mi primer uniforme de cadete. Pero, antes de que hubiera llegado el día en que pudiera llevar a mi novia del brazo, bajo las espadas alzadas en feliz augurio, sucedió lo que nunca creí que iba a suceder: la guerra estalló de veras. Un sentimiento terrible se despertó en mí. Comprendí que allí terminaba el juego y empezaba la realidad. Y lo peor era que, a pesar de todo lo que había estudiado sobre la guerra en teoría, no deseaba estar en ella. ¿Cobardía? ¡No! ¿Miedo a la muerte? ¡Tampoco! Era algo distinto, algo que me dolía en el fondo de la conciencia. Me preguntaba: ¿Tiene sentido la guerra? ¿Hay ganadores o solamente perdedores?

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A medida que se acercaba el día de partir para el frente, la inquietud y el desorden aumentaban en mi mente. No sabiendo dónde hallar alivio fui a la iglesia y confesé al sacerdote mi verdadero estado mental. Él trató de consolarme con la antigua respuesta religiosa: “Morir por la patria es servir a Dios”. —Bien —le dije—, pero... ¿no murió Jesucristo para que todos seamos hermanos? — ¡Claro! Pero no podemos ser todos hermanos aquí, sobre la tierra. Eso sucede cuando ya estamos en el cielo, porque allá no existen fronteras y para Dios somos todos iguales. Aquí en la tierra, los gobiernos y los límites existen, y eso también es por la voluntad de Dios. Él sabía, al disponer las cosas así en el mundo, que de vez en cuando los hombres tendrían que resolver sus problemas con la guerra y, más que nada, el gran problema que llega el momento en que sobra gente en la tierra. Entonces, la guerra es una forma de alivio que evita males mayores. Sus palabras calmaron momentáneamente el volcán interior que estaba estallando en mí, pero estuvieron lejos de resolver mis dudas. El día en que debíamos salir para el frente un pastor protestante pidió permiso para repartir ejemplares de una edición de bolsillo de los cuatro Evangelios entre los soldados. El coronel anunció que, aunque la mayoría de nosotros éramos católicos, los que creyeran que les sería útil podían pasar adelante y solicitar un ejemplar. Yo acepté uno, siempre buscando con qué calmar aquella sed espiritual que era nueva en mí. El pastor me deseó bendiciones en mi abnegado sacrificio por la patria y me aseguró que la lectura de los Evangelios me iba a dar fuerzas. Cuando estábamos en las trincheras varias veces abrí aquel pequeño libro al azar, en cualquier página. Pero ni las palabras ni los hechos de Jesús armonizaban con lo que estaba sucediendo a mi alrededor y yo tenía la sensación de entender las cosas cada vez menos. Un día, un proyectil me alcanzó y estuve no sé cuánto tiempo tendido en el campo de batalla, sangrando de un costado. Cuando era niño, tenía una caja de zapatos llena de soldaditos de plomo para jugar a la guerra con los otros chicos. Colocábamos tantos de cada lado; luego cada uno daba un golpe al ejército contrario con el filo de la mano y contábamos las bajas. El que volteaba más soldados ganaba la batalla, y el que ganaba más batallas ganaba la guerra. En la guerra real es exactamente así. Ahora, mirando todo alrededor el campo sembrado de soldados muertos, los veía igual que mis soldaditos de plomo, muertos y fríos, aún aferrados a sus armas. Igual que los otros, habían caído también de un solo golpe, bajo el filo de la mano de la fatalidad. Mi herida sangraba mucho y yo sentía que se me iba la vida. No pude menos que pensar en todo el engaño de mi vida vacía. Si ése era mi fin, ¿qué tenía a mi favor? ¿Qué había hecho de valor sobre la tierra? ¿Qué había hecho mi religión para enseñarme a servir a Dios? Recuerdo que, con mis últimas fuerzas, y llorando con tremenda amargura, le pedí a Dios perdón por la vanidad de mi vida, por no haberlo tenido a él en cuenta para nada y por haberme prestado a hacer un papel en la gran farsa del mundo. Aquella oración me tajo un poco de paz. Allí terminan mis recuerdos. Esta mañana, cuando tuve la felicidad de volver a ver el rostro de mi madre, supe que aquella oración no había caído en el vacío. Ella me contó que el mensaje del Reino fue lo único que la consoló después de mi muerte y que, por haber llegado a ser parte del pueblo de Dios, estaba allí para recibirme. Al comprender que estaba de vuelta por el milagro de la resurrección, una de las primeras cosas que expresé fue mi deseo de no volver jamás a vestir un uniforme militar. La respuesta de mi madre fue muy reconfortante: — Jorge, los soldados y los ejércitos ya no existen. Después de que terminó la gran guerra de Dios, todos los habitantes de la atierra nos dedicamos a limpiarla, juntando en montones las armas

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que habían quedado de las guerras humanas. En grandes fogatas se quemaron todos los vestigios del mundo que nos había oprimido. El viejo sistema que conociste se ha borrado sin dejar marcas ni huellas. — Por eso al comenzar les dije que lo que tenía delante de mis ojos era tan diferente de mis últimos recuerdos. Al verlos a ustedes ante esta mesa, la paz tiene un sabor maravilloso para mí, como jamás lo tuvo cosa alguna sobre la tierra; y ahora, ruego a Dios que me enseñe a ser digno de ella y me permita disfrutarla junto a ustedes en el futuro eterno. Los ojos de todos lo siguieron cuando descendió y fue a ocupar su lugar en la mesa junto a su madre. Quedaba una sola persona en el grupo de los resucitados que aún no había subido a la plataforma. Era una hermosa muchacha. Dijo su nombre y parecía que no sabía cómo continuar. Desde la mesa gritaban: “¡Que baile, que cante María Elena!” — No sé bailar y no recuerdo ninguna canción que valga la pena cantar. Esta noche sólo quisiera quedarme en un rinconcito, mirando lo que ustedes hacen. — No te apoques, muchacha —le decía José Fernández bondadosamente. Todos somos una gran familia y estamos muy contentos de tenerte entre nosotros. ¿Por qué te sientes cohibida? — No me siento cohibida; es algo diferente. Sin duda van a comprender mejor cuando les diga que en mi vida anterior nunca tuve la felicidad de ver. Oía hablar de cielo azul y campos verdes, pero eso eran palabras nada más. Me enseñaron a sonreírle a la gente y me decían que el rostro humano es mucho más hermoso cuando sonríe. Palpando mi propia cara comprobaba que la sonrisa estira los labios, marca dos líneas a cada lado de la boca y redondea las mejillas, pero no podía entender por qué eso era hermoso. Hoy al verlos sonreír a ustedes, advierto que cada sonrisa tiene una belleza particular. Jamás imaginé que podía haber una variedad tan grande de gestos y expresiones. Yo nunca hacía gestos, pues al no verlos no sabía imitarlos. Es un idioma nuevo que tengo que aprender, y he estado todo el día fascinada, observando cómo el gesto acompaña a la palabra. Hoy por fin entiendo lo que significan, cabalmente, distancia, profundidad y altura. Antes, esas cosas abarcaban sólo lo que alcanzaban mis brazos, o lo que alcanzaba mi bastón. Tengo la impresión de que mi vida anterior fue un túnel cerrado al cual no llegaba ninguna luz del exterior. Hoy estoy en el otro extremo; veo el milagro de la luz y el color y sé que estos nuevos ojos que Dios tuvo la bondad de darme, nunca se saciarán de ellos. La música y las canciones continuaron hasta que los gallos de Fernández empezaron a intercambiar mensajes con los de las fincas vecinas. Pronto el gran semicírculo de la mesa estuvo desarmado. Los grupos se alejaron cantando y riendo, llevándose los últimos ecos de la fiesta. Había terminado otra vendimia. Al repasarla mentalmente nos dábamos cuenta de que Luis nos había hecho más conscientes de la felicidad de movernos libremente sobre dos piernas sanas. Jorge nos había ayudado a reconocer mejor la bendición inefable de vivir en una paz sin amenazas. Verdaderamente, desde que el arcángel Miguel echó llave al abismo en que yace nuestro principal enemigo, no hemos tenido desgracias, ni epidemias, ni males irreparables, ni cataclismos, ni problemas sin solución; ni siquiera una cosecha perdida. Y esta noche, parecía que todos estábamos mirando la belleza del nuevo Paraíso con deslumbramiento, como la muchachita que recién estrenaba la luz de sus ojos.

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¡Qué maravilloso es comprobar que ya no oímos los pasos siniestros de la muerte, que antes nos seguía de cerca! Ahora estamos oyendo los pasos firmes de la vida recorriendo la tierra, despertándolo todo, vigorizándolo todo. Esta noche límpida y serena de un verano que se desvanece, nos separamos pensando que, por la bondad de Jehová, el tiempo que se extiende hacia la eternidad será una sucesión interminable de vendimias felices, como lo expresa la canción que los muchachos compusieron especialmente para esta ocasión:

Vendimias felices, benditas vendimias que no cesarán...

Jehová lo promete: La siembra y la siega por siempre serán.

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LA RESTAURACIÓN DE TODAS LAS COSAS

Cuando los príncipes anunciaron la próxima inauguración del programa mundial de ayuda al resucitado, toda la tierra habitada se regocijó. ¡Qué maravillosa iniciativa! Grupos de resucitados recorrerían la tierra hospedándose de a dos o de a tres en distintos hogares y permaneciendo un tiempo en cada región para conocer el paisaje, la fauna y la flora del lugar y los trabajos que se desempeñan allí. La hospitalidad siempre fue un rasgo distintivo del pueblo de Dios; y desde que pasó el Armagedón nos hemos empeñado en cultivarla más que nunca porque es algo que une a la gente y añade colorido a la vida. Además, sentimos a conciencia la responsabilidad de hacer que los que han vuelto de Sheol, llamado “la tierra del enemigo” por el profeta Ezequiel, encuentren en todo lo que les rodea un estímulo constante que les despierte el deseo de vivir para siempre. Hemos estado gozando inmensamente del privilegio de hospedar a estos pequeños grupos que han pasado por nuestra comunidad, hermosa y tranquila, a orillas del mar. Todos nos han traído una variedad de personalidades muy interesantes, pero el último grupo nos trajo dos nuevos amigos que nos dejaron una profunda impresión. Cuando llegaron las cartas del Comité de Bienvenida al Resucitado, nuestros vecinos, los Rodríguez y los Robles, vinieron a nuestra casa, llenos de expectativa, para ver quiénes serían nuestros próximos visitantes. Pocos días más tarde, las tres familias recibimos cartas personales de los futuros huéspedes. A casa de los Rodríguez vendrían dos hombres, Ernesto Smith y Roberto Jackson, y supimos por la carta que enviaron que habían sido amigos en su vida anterior y habían muerto al mismo tiempo. Un párrafo decía: “La vida y la muerte nos unieron antes y ahora tenemos el gozo de recorrer la tierra juntos renovando nuestra vieja amistad”. A casa de los Robles venía un grupo de tres, Margarita y José Luis Jones, madre e hijo, de raza negra, que habían vivido como esclavos en el sur de los Estados Unidos, y Magdalena Ledoux que decía en su carta haber estado encargada del guardarropa en el palacio imperial de Napoleón Bonaparte. A nuestro hogar vendrían dos representantes de la antigua Rusia zarista, Carlos Rojtropov y Valerio Fedorenko. Recibimos una carta impecablemente redactada por el primero, expresando gran aprecio por la hospitalidad que les brindaríamos, pero sin mencionar nada en cuanto a los antecedentes de ambos. Como el grupo llegaba a la media tarde y estábamos en verano, decidimos con nuestros vecinos preparar una cena fría y servirla en nuestro jardín, bajo los pinos, a fin de reunirlos a todos y conocerlos. Nuestra casa está edificada sobre una loma, y es delicioso contemplar el mar desde ella, especialmente al sumergirse el sol en las aguas y cuando la luna platea al mar con sus reflejos. Fue una velada inolvidable, porque la conversación de aquella noche puso el cimiento para una amistad entrañable con Carlos y Valerio. Desde el momento en que llegaron notamos una gran afinidad entre ellos, un cariño mutuo, a pesar de ciertas diferencias marcadas. Carlos era un hombre que daba señales de haber vivido muchos años. Su serenidad y aplomo lo representaban como alguien que había sacado gran provecho de su experiencia. Valerio, en cambio, daba la impresión de

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haber sido un muchacho humilde y de pocos conocimientos mundanos. Escuchaba a Carlos con admiración y respeto. Cuando entraron en nuestra finca, Carlos se detuvo ante el lago artificial con cisnes y garzas y comentó: “El cisne es un ave que siempre me fascinó por su porte tan gallardo”. Referente a la música que los altoparlantes difundían suavemente en el jardín, dijo: “En mis tiempos, oír música selecta era un lujo. Uno tenía que ir al teatro o a algún salón aristocrático a escucharla. ¡Cuántos viajes hice a la capital sólo para escuchar música! Desde que estoy de vuelta en la tierra no termino de maravillarme de estos aparatos que ustedes tienen, que llevan la música a cualquier parte”. Cuando íbamos a sentarnos a la mesa les dijimos que podían escoger cada uno su lugar. Margarita dijo: “Yo prefiero sentarme aquí, mirando el mar. No me canso de disfrutar de esa sensación de grandeza que da mirarlo. En mi vida anterior no lo había visto nunca. Nací como hija de esclavos en una finca y allí me llegó la muerte, sin haber visto otra cosa que aquellos campos de algodón que teníamos que cosechar. Esa espuma blanca de las olas al llegar a la orilla me hace recordar el algodón en flor”. — ¿Nunca habías visto el mar? ¿Y tú, José Luis? — Yo vi el mar siendo ya hombre, después de que me separaron de mi madre. Nuestro amo me entregó a un amigo de él en pago de una deuda. Era un hombre de buen corazón y quiso que mi nuevo dueño se llevara también a mi madre; se la daba muy barata para no separarnos, porque sabía cuánto íbamos a sufrir, pero él no aceptó el trato. Dijo que para lo único que podía usarla era para cocinar, y nadie lo conformaría como la cocinera que tenía. Así, tuve que despedirme de mi madre, pensando que el buen Dios un día nos iba a volver a unir, sin imaginarme que nuestro próximo encuentro iba a ser por el milagro de la resurrección. La cena se fue desarrollando en medio de una conversación llena de colorido. Margarita nos contó cómo aquella separación forzosa acabó de ensombrecer su dura vida. Sentía, después de la partida de José Luis, que ya no tenía las fuerzas de antes para el trabajo, a veces un dolor agudo en el corazón la obligaba a detenerse. Al final de un día agobiante a pleno sol, llegó a la cama tan cansada que ni se desvistió para acotarse. Eso era lo último que podía recordar. José Luis lo supo mucho tiempo más tarde. Cuando la esclavitud fue abolida en los Estados Unidos ella ya no existía. Entonces, José Luis se unió a la tripulación de un barco mercante. — ¡Qué hermosa coincidencia! —dijo Ernesto Smith—. ¿Sabes que Roberto y yo también fuimos marinos? Justamente, mientras ustedes nos contaban su historia, yo miraba el mar desde aquí y recordaba los momentos más difíciles de mi vida, cuando era capitán de un velero y me hundí con él, luchando contra la más fiera tormenta que han visto mis ojos. Las miradas de todos se volvieron hacia él indicando que esperaban el resto del relato. — Yo fui un marino incurable. Sentía la tierra como algo que no me pertenecía, un lugar al que era lindo llegar de vez en cuando, pero sólo para volver a partir. El que ama el mar de veras nunca se resigna a abandonarlo, y le parece que no respira si no siente el viento en la cara y la sal en la boca. Cuando llegó aquella lucha definitiva con el mar, me quedé hasta el último momento en el barco, como todo capitán que conocía su lugar. Vi salir a toda la tripulación en botes salvavidas, con muchas dudas sobre su suerte. Uno de mis marineros, que había estado siempre conmigo en las buenas y en las malas, no quiso dejarme solo. Le rogué que lo hiciera, pues su madre lo esperaba en tierra, mientras que a mí nadie me echaría de menos, pero no pude convencerlo. Aún quedaba un bote salvavidas que podríamos usar y él arguyó que sería para los dos, o para ninguno. Éste fue mi amigo

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en la vida y en la muerte —dijo rodeando los hombros de Roberto con su brazo—. Enormes olas barrían el barco y empezó a hundirse rápidamente. Nos fue imposible llegar hasta el bote y desatarlo. Nos aferramos a un mástil, pero pronto caímos al agua y empezamos a luchar a brazo partido con las olas. Roberto desapareció rápidamente de la vista. Yo había estado ya dos días y una noche en pie ante el timón sin dormir, comiendo apenas, y pronto me rendí, sin rebeldías, como quien paga un tributo debido. Si al mar le había entregado mi vida, podía también entregarle el último aliento. Magdalena, la francesa, que tenía un temperamento muy alegre y subrayaba muchas de sus observaciones con una risa cascabelera, comentó: — ¡Qué diferencia entre la vida de ustedes y la mía! Me moría de aburrimiento, cepillando, planchando y cosiendo en el palacio de Napoleón Bonaparte. Si no hubiera sido por los chimentos de los criados, muchos días no habrían tenido la menor variación. Hubo algunos chistes ingeniosos sobre la frustrada invasión de los ejércitos napoleónicos a Rusia. Carlos comentó: —Sin duda, mientras nosotros en Rusia rogábamos que Napoleón levantara campamento y se volviera a casa derrotado, tú, en Francia, estarías rogando que él izara la bandera francesa en el palacio del zar, ¿eh? — Pues... no estás tan desacertado, Carlos. Y no era sólo por ese poquito de patriotismo que solíamos tener en ese tiempo, sino más que nada porque, cuando Napoleón volvía al palacio después de haberle ido mal en la guerra, no lo aguantaba nadie. Al volver de Rusia derrotado estaba furioso, porque él parecía convencido de que había nacido para conquistar el mundo. — Sí, ése era su programa, Magdalena, pero no se sacó las cuentas de que Rusia tenía un soldado invencible, que nunca fallaba en tomar su puesto cada año: el invierno. Cualquier invasor podía tener éxito sólo hasta que el invierno se ponía en pie para defender a Rusia. Parece mentira que ahora podamos hablar de aquellos rigores en tiempo pasado. Siempre se dijo, y con razón, que al invierno ruso únicamente los rusos lo aguantaban. Valerio interpuso una observación: —¡Y no todos los rusos tampoco! Yo era un ruso de ley, y sin embargo el invierno me mandó a la tumba antes de tiempo. — ¡Cuéntanos qué pasó. —Yo vivía con mi madre y mi hermana Irene en una chocita en las tierras de un conde, a cuyos padres y abuelos los míos habían servido desde hacía mucho tiempo. Cerca del caserío en que vivíamos los peones, se levantaba la magnífica vivienda que los dueños ocupaban desde tres generaciones atrás. Nos chocaba un poco nuestra pobreza y el estar sirviendo a un hombre cuyas posesiones parecían inagotables, pero en ese sistema habíamos nacido y nadie podía cambiar las cosas. Mi padre murió siendo yo un muchacho de dieciséis años; Irene tenía sólo trece. En su lecho de muerte él me hizo prometer que cuidaría de mi madre y de mi hermana, y me hizo sentir responsable ante Dios por esa promesa. El conde tenía un mayordomo, Nicolás, que puso los ojos en mi hermana. Yo no creía en sus buenas intenciones, porque no habló de sus sentimientos conmigo o con mi madre, como era costumbre entre nosotros. Por eso le pedí a Irene que no se entrevistara a solas con él. Ella siempre me obedecía y empezó a evitar su compañía. Cuando Nicolás le pidió una explicación, mencionó algo de lo que yo le había dicho. Aunque él hubiera procedido correctamente pidiéndola por esposa, mi madre y yo no lo hubiéramos visto con buenos ojos porque Nicolás era un hombre de carácter violento. Muchas veces se envolvía en discusiones con los trabajadores y yo no podía soportar la idea de que un día tratara a mi hermana como nos trataba a nosotros. Era visible que Nicolás me odiaba cada día más. Yo sabía que el conde le ordenaba repartir los productos de la tierra que no iban a venderse, para favorecer a los trabajadores. Él nos daba algo, pero vendía la

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mayor parte para su propio provecho, porque nadie lo controlaba. El conde era un hombre de muy buen corazón, pero vivía ajeno a nuestros problemas y estaba poco tiempo en casa. Disfrutaba de los halagos del dinero y viajaba a San Petersburgo por cualquier acontecimiento social, dejando todo en manos de Nicolás. Así transcurrieron algunos años. Yo trabajaba mucho y me alimentaba mal. Muchas veces le hacía creer a mi madre que había comido en la taberna, o que alguien me había invitado, para que ella no tuviera que hacer tres porciones de lo poco que había. Un día, cuando estaba con Pedro Simonov, mi único amigo verdadero, hachando leña en el bosque, tuve un vómito de sangre. Ahora sabía que algo andaba mal. Pedro quería comunicárselo al conde, pues él estaba seguro de que se me proporcionaría ayuda médica, pero lo obligué a prometerme que guardaría el secreto. Temía que no me dejaran estar más en la finca. Me internarían en un hospital para tuberculosos, ¿y quién cuidaría de mi madre y de Irene? Debía cuidarme y alimentarme. Pero... ¿con qué? No pude pensar más que en una solución: robar alimento. Me levantaba antes del alba y entraba en el establo. Había una vaca que le llamábamos la Celosa, porque había que hacerse conocer de ella para poder ordeñarla, pero conmigo era muy complaciente porque yo la ordeñaba regularmente y la llevaba a pastar. La Celosa me daba leche fresca todos los días, y yo la bebía a oscuras en el establo. Era casi lo único que podía conseguir como alimento especial, además de alguna fruta que arrancaba de los bosques al pasar. Pedro conseguía, no sé cómo, algunos huevos y me los traía en sus bolsillos para que los comiera crudos en cualquier lugar en que nos encontrábamos. Aquél, que fue mi último invierno, lo sentí cruel como ninguno. Se me hacía muy pesado levantarme al alba para tomar la leche de la Celosa, pero no dejaba de hacerlo. Algo que no tuve en cuenta fue que Nicolás alcanzaba a ver la entrada del establo desde la ventana de su cuarto en las noches claras. Parece que algunas veces se despertaba muy temprano y empezó a espiarme. Una mañana me sorprendió apareciéndose con otros dos peones adictos a él, que llevaba por testigos. Aunque no tenía ningún recipiente, sino sólo un jarro de lata para beber, me acusó de estar robando leche para venderla. Tenía en su rostro la expresión del gato, cuando por fin tiene a la laucha entre sus garras. Un par de horas más tarde, los tres me fueron a buscar al bosque donde estaba hachando leña, y Nicolás me comunicó que, porque el conde era demasiado blando de corazón, en vez de enviarme a la cárcel lo había autorizado a darme quince azotes frente a la puerta del establo. Aparentemente, la mayor parte de la población ya estaba enterada. Las mujeres salían a las puertas de las chozas y observaban con ojos tristes. Varios hombres empezaron a formar un círculo a cierta distancia en el lugar en que nos detuvimos. Me mandaron quitarme la ropa que cubría mi torso. Mientras lo hacía, eché una mirada alrededor de mí a aquel círculo de rostros ensombrecidos que me observaban en un silencio cargado de presagios. El aire helado me hacía tiritar. Pedro, mi amigo de todos los momentos, se abrió paso entre los que me rodeaban y con voz ahogada le rogó a Nicolás que no empezara hasta que él volviera porque había algo que el conde debía saber antes de que me castigaran. Lo vi correr hacia las habitaciones del conde. Pero Nicolás no esperó y enseguida el látigo empezó a restallar sobre mi espalda desnuda. No pude aguantar todos los latigazos de pie. Empecé a sentir una sensación de ahogo en el pecho; me temblaban las piernas y me dejé caer al suelo. Oí la voz enardecida de Nicolás, llena de desprecio: —Ahora se hace el desmayado—. Cuando el que contaba, por fin, dijo “quince”, brotaba sangre de mi boca. Al fin Pedro llegó con el conde, pero yo me sentía morir. Casi sin fuerzas para hablar le pedí que hiciera algo por mi madre y por mi hermana. — Me imagino que no habrá hecho nada —dijo uno de los chicos de Rodríguez—. Esos aristócratas eran insensibles. — No; el conde no era insensible. Tenía un gran corazón. No hubiera consentido en el castigo si hubiera sabido algo de mi enfermedad. — ¡Con qué ahínco lo defiendes después de que te sentenció a morir! —comentó Magdalena.

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—Desde su punto de vista tenía razón, yo estaba obrando mal, y quince azotes no matan a nadie en circunstancias normales. Después de estar de vuelta entre los vivientes comprobé que no me había equivocado en cuanto a su bondad y que mi muerte no fue un hecho sin importancia para él. Carlos intervino: —Déjame que les cuente el resto de la historia, Valerio. El conde que era dueño de aquellas tierras, el que puso el látigo trenzado en manos del mayordomo, era yo. Cuando Pedro Simonov, sollozando, me refirió la verdadera condición de Valerio y corrí junto a él la considerable distancia que separaba mi casa del establo, ya era demasiado tarde. Hice que llevaran a Valerio, casi inconsciente, a una de las habitaciones para huéspedes y envié a un peón en busca del médico. Luego fui personalmente a decirle a Paula, su madre, lo sucedido y le di mi palabra de que, pasara lo que pasara con su hijo, yo la protegería, lo mismo que a Irene. La pobre mujer comprendió mi dolor y mi confusión y tomando mi mano la besó en señal de agradecimiento. Paula e Irene volvieron conmigo a la casa y estuvieron junto a Valerio hasta el amanecer, cuando murió. Aquél fue uno de los días más tristes de mi vida, porque en las tierras de los Rojtropov nunca se había producido una muerte en tales circunstancias. Años después, cuando tenía que pasar junto al establo aún me parecía ver a Valerio tendido en el suelo, rogándome con un hilo de voz por su madre y por su hermana. Después de lo ocurrido, varios se animaron a hablar sobre la altanería de Nicolás. Recién entonces me enteré de que odiaba a Valerio porque lo consideraba el obstáculo que lo separaba de Irene. Me di cuenta de que su insistencia en convencerme de que Valerio debía ser enviado a la cárcel no era celo por la disciplina de los trabajadores, sino revanchismo. Despedí a Nicolás inmediatamente y se marchó con rumbo desconocido. Paula y su hija se instalaron en una de las habitaciones de mi casa y yo me ocupé del bienestar de ellas. Aquella amarga experiencia me sacó de mi cómoda posición respecto a los trabajadores. De allí en adelante, fui de vez en cuando a sus chozas, hablé con ellos respecto a sus problemas y contemplé sus necesidades. Evidentemente, los que nacíamos en cuna de oro teníamos la falsa impresión de que, si Dios había dispuesto las cosas así, era su voluntad que unos estuviéramos en posición superior a otros. Dábamos por sentado todo, con una indolencia que nos iba impermeabilizando el corazón. Algún tiempo más tarde, Irene se casó con Pedro Simonov y él llegó a ser mi mayordomo. Sus hijos crecieron sanos y alegres en mi casa, y cuando los veía correr y jugar en los jardines, pensaba en cuánto los hubiera amado Valerio si hubiera estado allí. Paula murió casi a los ochenta años, atendida por mi médico personal. Todo cuanto yo pudiera hacer por uno de los suyos era una retribución a aquel joven tan noble a quien yo le había causado un daño irreparable sin saberlo. Por eso me sentí emocionado y complacido cuando el Departamento Resurrección me notificó que Valerio Fedorenco me buscaba y enviaban una carta adjunta de él. Ahora que ya no existen diferencias de clases me siento muy feliz de poder cultivar su amistad. Fue una gran alegría cuando accedieron a nuestra solicitud de asignarnos juntos a la gira mundial. — ¡Qué interesante! ¿De modo que fue Valerio quien tomó la iniciativa? — Sí, yo fui quien dio los primeros pasos para el encuentro, aunque Carlos también pensó en hacer lo mismo. Él era la persona a quien más deseaba ver después de haber hallado a los miembros de nuestra propia familia. Pensé inmediatamente en Carlos cuando tuve que llenar el formulario para el Departamento Resurrección. A propósito, ¡qué bien pensado que está ese formulario! Las preguntas que uno tiene que contestar acerca de la época, nombres de sus padres y abuelos, conocimientos adquiridos sobre artes y oficios, países y ciudades donde vivió en el viejo sistema de cosas y otros datos personales son muy acertados. Por ejemplo, uno de mis bisabuelos y uno de mis abuelos tenían el mismo nombre que yo. Considerando que la muerte iba a llegar algún día, era común que la gente deseara tener un descendiente con su mismo nombre, o con el nombre de las personas amadas de la familia; les daba la sensación de que no morían del todo. De modo que, si uno está buscando a un resucitado hoy, se puede encontrar con varios que responden al mismo nombre, pero el

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Departamento Resurrección identifica inmediatamente a quien se refiere. Lo mismo sucede en el caso de personas que hayan cambiado su nombre porque el que tenían hacía referencia a la religión falsa o evocaba a un personaje histórico en conflicto con Dios. Ése fue el caso de una señora que conocimos hace poco, que había nacido en España a principios del siglo quince. Sus padres le habían puesto por nombre Trinidad, y para no verse conectada con una doctrina blasfema, cambió su nombre por el de Miriam. Cuando quise localizar a Carlos escribí con todos los datos que conocía acerca de él, adjuntando una carta personal para que se la enviaran. Sabía que iba a hacerlo feliz asegurándole que no sentía ningún rencor hacia él, ni había dudado nunca de su bondad. — ¿Y no le pediste cuenta de los quince azotes? —preguntó Magdalena. — ¡No! ¡Así él no tendrá derecho a cobrarme la leche que aún le debo! Jael Robles, que se había quedado pensativa analizando los pormenores del relato, formuló una pregunta interesante: — ¿Podía un patrón entonces tomarse la justicia en sus manos y azotar a sus servidores? Carlos tomó nuevamente la palabra: —En aquel tiempo los ricos eran en cierta medida dueños de los pobres. El trabajador, si se le daba a elegir, prefería recibir unos azotes y seguir en casa del amo y cerca de su familia, antes que ser puesto en manos de la policía y pasar quién sabe cuánto tiempo en un miserable calabozo. Las condiciones en que vivían los presos en Rusia eran inhumanas, y si no había alguien con dinero e influencia que se ocupara del caso, el acusado podía languidecer interminablemente en el encierro hasta que llegara su turno para ser juzgado. A esto siguió un silencio cargado de meditación. Lejos, se oía la eterna canción del mar. La luna ya había ascendido sobre las copas de los pinos y lucía radiante en el cenit. El jardín aparecía lleno de sugestión y belleza, iluminado por los tenues focos de luz que habíamos colocado entre el follaje de los árboles. Manchita, el leopardo, el amigo inseparable de los niños, se acercó mimosamente, esperando recibir algunos restos de la cena. Los pavos reales se colocaron a prudente distancia, como siempre que nos ven comiendo al aire libre, esperando que nos retiráramos para disfrutar de las migajas. Roberto Jackson trajo a la atención de todos un nuevo aspecto de la historia que había absorbido nuestra atención durante la mayor parte de la velada. — ¿Han visto a Nicolás desde que están de vuelta? Valerio respondió: —Sí, lo hemos visto y hemos pasado algunos buenos ratos los tres juntos. Fue emocionante volver a encontrarnos en circunstancia tan diferentes. Al pobre Nicolás no le fue nada bien después de dejar la casa de los Rojtropov, siempre por la misma causa. Él reconoce ahora que su temperamento arrebatado y su falta de dominio propio fueron su desgracia. Después de estar trabajando un tiempo para su nuevo amo, éste lo envió un día con un carro a llevarle una carga de productos de granja a su madre, que vivía en una ciudad cercana. Tenía que cruzar un río que durante el estiaje estaba casi seco. Pero algunas lluvias torrenciales, que vinieron fuera de estación, causaron que Nicolás hallara, al volver, que el río se había convertido en un caudal de aguas turbulentas. Varios campesinos le aconsejaron que volviera a la aldea más cercana y aguardara allí unos pocos días. Él se empeñó en cruzar de todos modos, pero el caballo, movido por su instinto de preservación, se resistía y viraba forcejeando por volver a la orilla. Nicolás empezó a azotarlo

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furiosamente para obligarlo a cruzar, mientras el pobre animal corcoveaba buscando desprenderse del carro para huir. En esta lucha, el caballo perdió el equilibrio resbalando en el lodo del río. Al volcarse el carro, Nicolás cayó al agua y tuvo que nadar con gran esfuerzo para alcanzar la orilla. Carro y caballo, arrastrados por la corriente, se perdieron río abajo. Su primer pensamiento fue huir y no volver nunca a la casa de su amo. Luego comprendió que de nada le serviría, porque la policía lo apresaría pronto, pues no podía llegar muy lejos con el poco dinero que tenía. Algunos días más tarde, agotado y hambriento, llegó a pie a la finca. Dice que se acordó mucho de mí cuando él también recibió una tanda de azotes y estuvo dos años cobrando una pequeña porción de su sueldo hasta que terminó de pagar lo que le impusieron por el carro y el caballo. ¡Cómo se adhieren a nosotros nuestras imperfecciones y nos esclavizan! Ahora mismo, aunque está viviendo una nueva vida, se ve que todavía tendrá que luchar mucho para vencer ese temperamento impulsivo, inclinado a la ira. A veces discute con los demás por cosas insignificantes y a menudo acusa a otros de parcialidad. Carlos y yo hemos decidido hacer todo esfuerzo posible por ayudarlo. Notamos que nuestra amistad tienen buena influencia en él, no porque estemos atizando sus remordimientos, sino porque es bueno tener en cuenta el pasado al tratar de superarnos. Yo estoy muy contento de haber vencido aquella aversión que sentía por él. Ahora me doy cuenta de que fue un hombre emocionalmente frustrado. Además, muchos de esos rasgos son hereditarios y cuesta extirparlos. Vamos a estimularlo para todo lo bueno, a fin de que se esfuerce por vivir para siempre. Sería doloroso que la bondad de Dios al resucitar a estas personas se desperdicie. El hecho de que Nicolás esté entre nosotros, prueba que Jehová espera lo mejor de él. Le hemos mencionado esto algunas veces y se ve que ese pensamiento lo conmueve íntimamente. Ustedes recuerdan lo que se dijo en una de las conferencias de la última asamblea: “Toda persona que camina por la tierra ahora, no importa quién haya sido en el pasado, ya no es su enemigo, sino alguien a quien Jehová desea aplicarle los beneficios del rescate tanto como a usted”. Van a conocer a Nicolás el año próximo, pues está asignado para empezar la gira mundial dentro de tres meses. Puedo decirles que una de las más hermosas emociones humanas es hallar un amigo en alguien que fue un enemigo y ver brillar una chispa de amor en unos ojos que antes nos miraron con odio. La charla se extendió por algún tiempo más. Cuando el grupo se dispersó, flotaban en el ambiente muchas evocaciones y pensamientos. La conversación ha llegado a ser, desde que estamos en el Nuevo Orden, el más exquisito de los pasatiempos, una fuente de placer inagotable, ya que cada persona representa una época con su historia y su particular colorido. Durante el mes que Carlos y Valerio permanecieron con nosotros, participaron en los trabajos de la huerta y en todas nuestras actividades. Estaban muy entusiasmados con las máquinas agrícolas y los métodos de trabajo tan distintos a los de su tiempo. Valerio les enseñó a los jovencitos de la comunidad a hacer balalaicas, y muchas noches nos deleitaron tocando antiguas baladas de los campesinos rusos. Ambos se interesaban en las materias que los niños tenían que preparar para la escuela, especialmente las lecciones del libro de historia sobre los últimos días del viejo sistema de cosas. El otoño ya comenzaba a insinuarse y las hojas de los árboles se estaban tornando rojizas en unos, doradas en otros, cuando llegó el día en que tenían que partir hacia una nueva etapa de su gira. Esta parte del viaje sería por mar, y una hermosa mañana, resplandeciente de sol, nos encontramos en el puerto con los Rodríguez y los Robles, todos despidiendo a los gratos huéspedes. Margarita comentó cuán reconfortante era saber que el porvenir de ellos ya no dependía de algún amo que les pusiera precio, sino del único dueño que nos compró para siempre: Jesucristo.

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Magdalena expresó su alegría de estar participando en trabajos variados y viendo caras nuevas, lo cual era tanto más interesante que cepillar los trajes de Napoleón y planchar los vestidos de la emperatriz. Mirando el gran barco de elegantes líneas que tenían que abordar, Ernesto suspiró: —Otra vez el mar, mi viejo amigo el mar... ¿Cuándo tendré el privilegio de manejar un buque como ése? ¡Las cosas han ido muy lejos desde los días de mi velero! — ¡Y qué bueno es saber que los que hoy salen mar adentro siempre vuelven vivos a la orilla! —añadió Roberto. Los niños abrazaron fuertemente a Valerio al despedirse. Carlos nos aseguró que nuestro hogar siempre tendría un lugar querido en sus recuerdos. Desde la cubierta del barco, que se iba empequeñeciendo al alejarse, las manos y los pañuelos que se agitaban eran mensajes de afecto que correspondían a los nuestros en la ribera. ¡Qué dulce es comprobar que ahora, el adiós no es una palabra cortante y definitiva sino una forma de bendición al enfrentar una ausencia temporaria! Al principio, cuando Carlos y Valerio se marcharon, la casa parecía vacía sin ellos. Hasta Manchita, el leopardo, que tantas veces correteaba tras ellos en el campo, los extrañaba. Rondaba la casa fijando en ella sus brillantes ojos verdes, como si esperara verlos salir en cualquier momento. Desde cada lugar en que se han detenido nos han escrito, a veces una carta, a veces una postal. Es tan natural ver sus nombres juntos en la firma, porque así, juntos, quedaron en nuestros recuerdos. ¡Qué extraordinario mundo tenemos! Los extremos que nunca se encontraban, hoy se juntan. Los que fueron amos y los que fueron esclavos caminan como amigos en el único nivel que existe: el nivel humano. Los que en el lejano pasado fueron enemigos descubren que las barreras que antes los separaban se han esfumado. Lo mejor de lo que hubo en todas las épocas está aquí, todo junto y a un tiempo. El presente y el pasado, tomados de la mano, marchan juntos hacia el futuro. Antes del Armagedón, cuando considerábamos las palabras de Hechos 3: 21 acerca de “los tiempos de la restauración de todas las cosas”, no podíamos medir lo que abarcaba esa promesa. Hoy, mientras Dios restaura lo suyo, el hombre también restaura lo que le corresponde. Todo lo que una vez quedó registrado en el cerebro de los que tienen otra oportunidad de vivir, se está restituyendo gracias a la capacidad natural de la mente de recobrar todas sus impresiones y recuerdos. Cada viviente está ocupado en restaurar algo. Los grandes pintores de todas las épocas están reproduciendo sus obras y adaptando sus temas al Nuevo Orden. Los músicos, que nos dejaron un legado tan maravilloso al morir, se sintieron grandemente reconfortados al enterarse de la gratitud de millones que vivieron después de ellos y encontraron serenidad y esparcimiento en las melodías que escribieron. Aunque muchas maravillosas partituras se habían perdido, ellos las están restaurando porque las hallaron de nuevo, registradas en su mente. Nadie puede olvidar del todo algo que nació en su fuero interno, como no podría una madre olvidar a un hijo. Y para gozo de todos, están liberando su música de los tonos sombríos que reflejaban el sentimiento de la humanidad cuando se veía acorralada por la muerte y el dolor. Ya no hay vocaciones frustradas ni talentos desperdiciados. Las personas, como las piedras preciosas, necesitan el pulido y el engarce apropiados para lucir en todo su esplendor. En el viejo orden había muchas gemas humanas oscurecidas por no estar engarzadas como les correspondía.

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Ya no somos un mundo de desconocidos, aislados cada uno por la indiferencia de los demás. Vamos avanzando hacia la meta propuesta de que cada miembro de la familia humana se familiarice con todo lo creado por Jehová, conozca toda la tierra y sea amigo de todos sus habitantes. ¡Nunca antes del Armagedón pensamos que nuestro archivo mental podía contener tantos nombres, tantos rostros, tanta información y tantos recuerdos! Vivir es ahora una experiencia inagotable y exquisita, porque jamás podemos predecir o anticipar las sorprendentes satisfacciones que nos trae cada día que amanece. Y así siguen pasando los años de este primer milenio del Reino, mientras miramos con ojos maravillados la restauración de todas las cosas.

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LA FELICIDAD

Cuando el hombre fue creado, la Felicidad recibió su asignación de territorio y las instrucciones correspondientes. Debía recorrer permanentemente la tierra con una antorcha incandescente. No se ausentaría jamás, y mantendría la antorcha en alto para que las tinieblas no se apoderaran de la vida del hombre. Cuando los primeros humanos se rebelaron contra Dios, la Felicidad tuvo que cambiar su antorcha inextinguible por una lámpara intermitente. Ahora su trabajo sería distinto. Estaría entrando y saliendo de la vida de la gente y ausentándose por largas temporadas. Los hijos de Adán empezaron a tejer una red alrededor del mundo que a la Felicidad se le hacía difícil traspasar. Cuando la atravesaba, encontraba obstáculos que le impedían permanecer. Sin mucho entusiasmo comenzó a adaptarse a las circunstancias y a idear maneras de entrar y salir por breves lapsos, usando la lámpara intermitente. Julia la vio estacionada en su hogar durante los días despreocupados de la niñez. Ella mima parecía la imagen de la Felicidad con su cabello rubio, largo y suelto, y su rostro plácido. Cualquiera hubiera estado de acuerdo con esto hasta aquel 27 de septiembre cuando volvían del campo a la caída de la tarde. Nadie recordaba muy bien los detalles del choque ni el súbito incendio del auto. Lo que sí recordaban nítidamente era la lucha de los otros tres ocupantes apenas magullados, por sacar a Julia, rodeada por las llamas en el asiento trasero. Ya no parecería la imagen de la Felicidad. El cabello volvió a crecer hermoso y sano. Pero el lado izquierdo de la cara quedó hundido y deforme. Sus padres empezaron a preocuparse por ella. Le pusieron una casa a su nombre y trataron de iniciarla en varias cosas que le mantenían la mente y las manos ocupadas, pero no le traían verdadera alegría. Nada en verdad llenó su vida, hasta que apareció Roberto. Él estudiaba medicina y aborrecía la idea de trabajar para pagar sus estudios, pero ése había sido el caso hasta el momento. Hablaba de especializarse en cirugía plástica y reconstruir la mejilla deshecha de Julia. Esa operación sería su hazaña, su carta de recomendación. Ella le decía: —Pero mira aquí, debajo del pómulo, este hueco. La carne que se chamuscó nunca volverá a su lugar. Él contestaba: —La ciencia tiene grandes recursos. Haremos un injerto. Después de eso nadie va a creer que eres la misma persona. Eros había entrado en su vida vestido de benefactor y exaltado de abnegación. Cuando se casaron, los padres de Julia estaban convencidos de que era mejor que él empleara todo su tiempo y esfuerzos en el estudio y se librara de la carga del trabajo. Ellos mantenían el nuevo hogar para ayudarlo a llegar triunfalmente a la meta. Cuando nació Claudio todavía le faltaba un año para recibirse. Los suegros pagaron la instalación del moderno consultorio en la zona céntrica. Pero poco a poco, Roberto se olvidó de su promesa. Ya no demostraba tanto interés en la mejilla malograda de Julia. Salía poco con ella y ni siquiera se sentía muy atraído por el pequeño Claudio. Pasaba todas sus horas libres con una ex compañera de estudios que lucía muy bien a su lado en los lugares de diversión que frecuentaban.

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Un día, Roberto abandonó definitivamente la casa. La Felicidad volvió el rostro hacia la pared y cubrió la lámpara intermitente con una punta de su mano. Luego se estacionó en el rincón de la pieza donde Julia puso la camita de Claudio. Toda la débil luz de su dicha irradiaba desde ese punto. Pasaron algunos años en que toda la razón de existir de Julia se centraba en el niño. Entonces la Felicidad tenía el rostro de Claudio y hablaba con su voz. Ella pensaba: —Aunque él se haya ido, me dejó algo que vale más que todo lo que la vida me ha deparado: un hijo—. Todo lo anterior quedaba compensado y no dolía, como sucede con las deudas saldadas. Pero otra vez lo imprevisto se alzó como una guadaña filosa, con un golpe certero. La poliomielitis cerró dos manos férreas alrededor de la garganta del niño. La traqueotomía no solucionó nada. El llanto de la madre y los abuelos no encontró más respuesta que el silencio. Cuando volvieron del cementerio, Julia corrió al rincón donde estaba la cama de Claudio. La Felicidad, con una mano se cubría los ojos y con la otra sostenía la lámpara apagada. Confundida y avergonzada, se disponía a partir. Julia se prendió de su manto y la obligó a escuchar sus reproches. — Nunca te pedí nada. No esperaba el amor y lo trajiste. Me diste un hijo y nada pudo impedir que lo perdiera. Ya no me queda nada: ¿Por qué? ¿Por qué...? La Felicidad sólo pudo responder a manera de consuelo: —Dios sabe todos los porqués. Pienso que él me enviará de vuelta. Poco tiempo después una muchacha llamó a su puerta con la Biblia en la mano. La visitante escuchó su historia y vio correr sus lágrimas. Le aseguró que su hijo volvería al tiempo señalado. Le explicó el desafío que Satanás le había hecho a Dios. Le aseguró que el plazo en que Dios se propuso no intervenir ya estaba terminado. Julia al fin comprendió por qué la Felicidad sólo podía estar entrando y saliendo en la vida de la gente. La semilla de la verdad quedó implantada en su mente y empezó a crecer bajo la vigilancia amorosa de la predicadora y el estímulo de la congregación local. Una noche, cuando su corazón se sentía definitivamente inclinado a la dedicación, Julia meditaba acostada, con los ojos abiertos en la oscuridad. Una suave claridad invadió su cuarto. Parecía el resplandor azul de la lámpara intermitente... ¡Sí, la Felicidad estaba otra vez allí! Con la familiaridad de una hermana mayor, se sentó al borde de su cama y le habló larga y dulcemente: — ¿Recuerdas que te dije que Dios me iba a enviar de vuelta? Antes de entrar examiné tu fe y comprobé que las raíces son fuertes. Me fijé bien en los brotes y vi que crecen sanos. Busqué en los tallos los gusanos roedores de la duda y comprobé que están muriendo. Quiero aclararte muchas cosas, ya que no vuelvo como me esperabas. Nunca más entraré vestida de colores brillantes, como lo hice en tu niñez, ni cantando a voz en cuello, como cuando vine con Roberto. Tal vez nunca volveré a hacer palpitar tus entrañas como cuando te traje un hijo. Ahora me difundiré plácidamente en tu vida; ya no dependeré de lo perecedero y lo variable. Te hablaré al oído cuando te venza el cansancio después de un día de predicación. Me sentaré a tu lado cuando enseñes la Biblia a los que tienen sed de oír. Enfatizaré las promesas de Dios cuando las lea o las escuches. Enjugaré tu frente en los días ardientes del verano cuando estés llamando a las puertas para dar el mensaje del Reino. Irradiaré calor en tu corazón en las tardes heladas del invierno, cuando camines meditando sobre tu siembra espiritual. Te ayudaré a perfeccionar los nueve estados de gozo de los que habló Jesús en el Sermón del Monte: Serás feliz porque reconociste tu necesidad espiritual y aprendiste a satisfacerla. Porque te lamentaste y recibiste consuelo. Porque aceptaste tu porción con apacibilidad. Porque sabes que tu hambre y tu sed de justicia serán saciadas en el futuro cercano. Serás feliz porque estás aprendiendo a ejercer misericordia y tienes derecho a esperarla para ti. Porque puedes elevar a Dios un corazón

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puro. Porque irradiando paz tendrás el derecho de llamar padre a Dios. Porque si sufres por la justicia, el Reino de los Cielos te contará entre sus súbditos. Y porque aunque mientan en tu contra y te cubran de vituperios, nadie podrá quitarte tu galardón. Eso significa que, ni el dolor, ni la injusticia, ni el desprecio, ni la amenaza, podrán interferir la luz de mi lámpara sobre tu vida. No tengo tu nombre en la lista de los que deben reír a carcajadas, sino en la de los que sentirán crecer calladamente el gozo desde una fuente tan honda, que las lágrimas no podrán ahogarlo, pues resplandecerá aún a través de ellas. Estaré en la serenidad de tus días, en la paz de tu conciencia, en tu tesoro de recuerdos teocráticos, en el amor de tus hermanos y en la sonrisa de aprobación de Jehová. Y ahora que lo has entendido todo, te diré que no me apartaré de ti. Tu rostro recobrará la belleza de la juventud. Tu hijo correrá y reirá en tu huerto en el Paraíso restaurado. A él lo iluminaré con la antorcha inextinguible que tenía al principio. Te aseguro que no tendré que volver a mirarte avergonzada. Cuando Dios me envía como porción asignada a uno de sus siervos, jamás abandono mi lugar a menos que él mismo me arroje de su vida haciendo entrar en ella el pecado o la apostasía. Julia y la Felicidad siguieron lado a lado caminando mientras los años transcurrían. A veces la Felicidad iba muy callada y pisaba tan levemente que ni se percibía el sonido de sus pasos. Pero Julia sabía que siempre estaba allí, sobre sus huellas. Aun en los días en que su salud se resentía, o cuando la fatiga le causaba depresión, la Felicidad se inclinaba y le murmuraba algunas palabras reconfortantes. Cantó en su oído el día en que se bautizaron sus padres y estuvo cerca de ella aun en aquellos dos días sombríos en que fue necesario volver a abrir la tumba de la familia para dejarlos descansar allí, uno cinco años después del otro. En ambas ocasiones la Felicidad le recordó que volverían a estar juntos. Así continuaron hasta que los cabellos rubios se tornaron grises y la sola mejilla sana y tersa se tornó ajada y flácida. Llegaron juntas a la frontera de la definición, y están allí entre la expectante multitud, en el campo donde la batalla final está por comenzar. Sin cuestionar fechas, ni preguntar por el día o la hora, tienen los ojos fijos en la victoria cercana de Dios, cuando la Felicidad dejará caer la lámpara intermitente y retomará la antorcha inextinguible.

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UNA CITA CON EL TIEMPO

Me enteré, casi sobre la hora, de que aquel día el Tiempo concedía audiencia en su casa a un cierto número de personas, entre ellas Eduardo, el precursor. Aunque no estaba entre los invitados, intenté mezclarme con el grupo y entrar. Hacía años que contemplaba por fuera la casa del Tiempo y sentía una acuciante curiosidad por entrar, verlo a él y oír algunas de sus famosas sentencias. El Tiempo es un personaje que me inspira mucho respeto. Sus doce hijos, algunos tan distintos de los otros, presentándose delante de él siempre en el mismo orden desde Enero hasta Diciembre, excitan mi imaginación. A medida que mi propia vida fue alcanzando el cenit, mi admiración por el Tiempo fue creciendo, tal vez porque lo fui comprendiendo mejor. Aún recuerdo la profunda impresión que me causó el haber aprendido que Jehová, por ser eterno, es el único que existe desde que el Tiempo tiene identidad. La cita era a las nueve de la mañana, pero, impacientemente, estaba paseándose frente a la verja enrejada desde las ocho y treinta y cinco. Eduardo llegó a las nueve menos diez, cuando éramos seis los que esperábamos afuera. Se acercó con su habitual sonrisa. Viéndolo venir por la ancha avenida hice algunas apreciaciones acerca de mi amigo. Indudablemente, su paso no era tan rápido como años atrás, cuando los dos empezamos nuestro servicio de predicación, pero tenía el mismo aire de seguridad de antes. Sus cincuenta y cuatro años lucían muy bien. Las arrugas alrededor de sus ojos y el pelo entrecano le conferían cierta dignidad. El mundo no lo consideraba un triunfador, ya que los años no le habían dejado un saldo de posesiones materiales; pero nadie podía honestamente incluirlo en la lista de los vencidos. Sabiendo que en la casa del Tiempo todo se hace con impecable puntualidad, sólo nos quedaban nueve minutos para intercambiar comentarios antes de que el portero viniera a abrir el gran portón de rejas. — ¿Crees que podré entrar? — Lo intentaremos. Tal vez el portero no tenga el número exacto de los que han sido citados. A las nueve menos un minuto la llave giraba dentro del gran candado de bronce y Eduardo y yo pasábamos conversando animadamente. Al entrar en la sala de audiencias se oyeron nueve campanadas en un antiguo reloj. El techo abovedado del recinto era sostenido por ocho columnas de mármol blanco. Al fondo, ocupando un gran sillón tapizado en azul, estaba la figura patriarcal del Tiempo, con su larga barba blanca y sus profundos ojos oscuros, escrutadores, llenos de sabiduría. Sus doce hijos ocupaban seis sillas a su izquierda y seis a su derecha. Era muy interesante observarlos. Enero estaba muy tostado por el sol. Febrero coloreaba unos racimos de uvas. Marzo hacía una lista de los cereales que había que sembrar. Abril estaba sumido en serias meditaciones. Tuve la sensación de que evocaba la muerte de Jesús y todas las cosas significativas que contenía su efemérides. Mayo separaba algunas semillas, evidentemente planeando la alimentación para el invierno. Junio y Julio diluían pomos de gris para pintar nubarrones en el cielo y preparaban escarcha para esparcirla sobre los campos. Agosto tenía una caja en la mano que contenía el mecanismo para desatar los vientos. Septiembre exhibía su doble personalidad, dividiendo sus atenciones entre la salida del invierno y la entrada de la deslumbrante primavera. Octubre estaba entusiasmado con los brotes nuevos que Septiembre le ponía en las manos. Noviembre se jactaba de sus flores. Diciembre extendía la vitalidad renovada de su sol para colorear los duraznos. A sus pies se veía un montón de espigas recién cortadas.

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Sonó un gong indicando el comienzo de la audiencia. Un respetuoso silencio aplacó el murmullo de la conversación. Ya estábamos ocupando el grupo de sillas que correspondía a los que habían solicitado una consulta. El Tiempo recorrió a los presentes con la mirada y se fijó en un hombre envejecido, agobiado, y dijo: — Juan Pabloskky, te escucho. ¿Qué te ha traído a mi casa? — Mis remordimientos, señor. Fui un soldado en la segunda guerra mundial. Me persigue el recuerdo de los que maté. Contra mi voluntad, muchas veces me encuentro imaginando las familias en las que dejé un lugar vacío. Pienso que algunos hijos nunca conocieron a sus padres por mi causa. Pienso en las madres que no volvieron a ver a sus hijos. Tal vez hubiera sucedido lo mismo si yo no hubiera estado allí. Habrían caído bajo las balas disparadas por otras manos. ¿Por qué tuve que ser yo? Si pudiera volver atrás y reconstruir la historia empezaría pidiendo que me mataran a mí antes de forzarme a matar a otros. Cuando no puedo aguantar más mis pensamientos, bebo hasta embriagarme para romper el ciclo mental que me lleva siempre a un foso de depresión. Me siento en deuda con Dios, el Autor de la vida, y contigo, Tiempo, por haber acortado el lapso que algunos tenían concedido. — Comprendo que te sientas así, Juan. No hay nada que pueda hacer para aliviarte, ya que jamás vuelvo atrás para dar a la gente la oportunidad de desandar sus caminos y regrabar los registros de su pasado. Me alegro de que no vinieras con la disposición de culparme por lo irremediable. Empezaste incriminándote y pidiendo perdón. Es una buena señal. Algunos justifican confesiones como la tuya diciendo que cumplían órdenes. Otros reclaman crédito por su ignorancia y falta de experiencia. Sólo puedo darte un consuelo, Juan Pablosky: Mientras hay vida, hay oportunidad de hacer obras buenas, positivas. No pienses que el remordimiento es un mérito de por sí. Procura usar el plazo que te queda para hacerte un buen nombre ante Dios. Hubo un breve silencio. El Tiempo dirigió sus penetrantes ojos a una mujer que estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Se veía que había sido hermosa. Sus ropas, aunque gastadas y pasadas de moda, hablaban de una vida ostentosa, años atrás. — Lilí Beltrán, ¿Qué te trae por aquí? ¿Te cansaste de la vida alegre o el mundo te hizo a un lado porque se cansó de ti? La mujer no pudo contener las lágrimas y respondió con amargura: —La vida es muy ingrata. Los hombres me trataron siempre como un juguete. El dinero con que pagaron mis favores fue un halago del momento. Ahora no tengo juventud ni protección, ni fuerzas para luchar. Y lo más triste: estoy sola. ¡Tus sentencias son implacables, oh Tiempo! Me has marchitado por dentro y por fuera. Sé que no me debes nada; no vengo a hacer reclamos. Sólo quiero preguntar: ¿Qué debo hacer con mi vida? Nunca me gustó el invierno. ¡Me daba tanta pena cuando tenía que guardar mis vestidos transparentes y arroparme con lanas y pieles! Lamento decirlo, pero no puedo felicitarte ni llamarte misericordioso. Lo bueno es demasiado breve, en el año y en la vida. — Es un error planear la vida como si el invierno no fuera a llegar nunca, Lilí. El invierno es la época de disfrutar lo que sabiamente hemos almacenado durante el verano. Te olvidaste de hacerlo y tu despensa de méritos está vacía. Tuve que tachar como inservibles la mayor parte de los años de tu vida, porque fueron usados solamente para reír y gozar. Siéntate y escucha, tal vez obtengas algunas buenas ideas de lo que voy a hablar con los demás.

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Mientras Lilí enjugaba sus lágrimas con un pequeño pañuelo adornado con encajes, el Tiempo se puso a interrogar a un hombre bien vestido que representaba unos cuarenta años y se llamaba Alberto Contreras. — ¿Qué es lo que te preocupa, Alberto? — Me gustaría saber porqué la vida no alcanza para nada. Me siento, no como una persona sino como una calculadora. Los mejores años los he perdido sumando y restando. Tenía pensado tener una sólida fortuna a esta altura y fundar una familia a la cual pudiera darle un buen pasar, pero aún no logré nada. La inflación y los sucesos imprevistos en el mundo de los negocios han ido reduciendo mi caudal. No te alabo, Tiempo. Si a mí me hubieran concedido tu posición sería más generoso con los pobres mortales que no pueden defenderse de tus designios. En este momento, con gusto me cambiaría por cualquiera de mis empleados. Ellos cumplen su horario cada día y no piensan en nada hasta el día siguiente. Cobran su sueldo a fin de mes y lo disfrutan. Yo tengo que pensar en mí y en ellos. Debo mantener mi fortuna a flote porque perjudico a mucha gente si me fundo. Soy esclavo de los intereses. La vida se nos va de las manos y tú, Tiempo impasible, no te detienes jamás para ayudarnos a hacer las cosas que nos urgen. — Alberto, hay una sentencia de Dios que no puedo cambiar. La vida del hombre está sujeta a futilidad desde que se rebeló contra su Creador. Dentro del perímetro de libertad relativa que el hombre tiene, hay muchas cosas que puede hacer y no es culpa mía si las dispone mal y salen en su contra. Cuando me extiendo sobre los cielos dorados del verano, estás demasiado ocupado con tu caja registradora para salir a contemplar la tarde. De noche no tienes un minuto para levantar los ojos a las estrellas porque es necesario contar las monedas. Tus exigentes negocios no te permitieron cultivar amistades. Las cosas en que pusiste tu corazón, hoy se encogen delante de tus ojos y llegarán a ser un puñado miserable. Pero no es demasiado tarde para volverte a las cosas de valor duradero. Mira a tu alrededor, interésate en el género humano. Tus semejantes no son computadoras. Encontrarás la verdadera riqueza en el amor de tu prójimo si sabes cultivarlo y más aún, en tu Creador. Él puede perdonarte el haberlo olvidado hasta ahora para dedicarte a lo constante y lo sonante. Pero vuélvete rápido; es un asunto de vida o muerte. Inmediatamente el Tiempo dirigió la palabra a un niño que se llamaba Diego. Tenía unos doce años. Su rostro era pálido, sin vivacidad. — Pocas veces tengo el privilegio de ser consultado por un niño, y tengo muchos deseos de oírte. Los niños se preocupan poco por mí, excepto para reprocharme que soy demasiado lento en llevarlos donde quieren ir. Los niños no saben esperar; no quieren oír hablar de plazos. Su impaciencia por vivir puede llevarlos a cometer errores lamentables. Pero tú, Diego, no tienes el aspecto de un adolescente frívolo. ¿Qué te gustaría preguntar? (La voz del anciano tenía una inflexión tierna, induciendo al niño a abrir su corazón). — Señor, no sé qué debo hacer con mi vida. Hace un año que me lo pregunto y se lo pregunto a otros, pero nadie tiene interés en responderme. Fui el único sobreviviente de mi familia en el gran terremoto que azotó la zona en que vivíamos. Los soldados que buscaban gente con vida me sacaron de entre los escombros apenas herido y me llevaron a un edificio del ejército. “Estás a salvo”, me dijeron, pero no podía dejar de pensar en el silencio que había en el lugar donde antes estaba mi casa. ¡Si tan siquiera hubiera oído quejidos como los que salían de otras ruinas! Bueno, eso quería decir que nadie pensaba en eso. No me daba cuenta de que un día las cosas podían ser diferentes. Ahora siento que necesito un padre y una madre; necesito alguien que me diga qué debo hacer. — Siéntate Diego. Alguna solución va a surgir; no tendrás que esperar mucho.

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El Tiempo dirigió su atención ahora a una muchacha tímida de aspecto modesto, con poco maquillaje. — Lucía Puentes, es tu turno, te escuchamos. — Gracias, señor. No sé expresar muy bien lo que siento. He tenido poco roce social y me cuesta hablar en ocasiones como ésta. Fui la única hija de una pareja que no se casó joven. Apenas hice la escuela primaria. Mi madre a menudo decía que yo no necesitaba estudiar, pues nada me iba a faltar, como heredera de todos sus bienes. Ella murió cuando yo tenía quince años. Mi padre era un hombre enfermo y lo cuidé hasta la muerte. Hoy estoy sola y el mundo me asusta. Tengo miedo de todo y también a ti te temo, Tiempo, porque hubo dos momentos en mi vida en que te pedí misericordia y no me escuchaste. Cuando mi madre agonizaba me negaste una tregua. Cuando mi padre estaba en sus últimos días te rogué que demoraras tu sentencia porque era lo único que me quedaba, y no lo hiciste. ¿Qué me queda ahora? Contemplaré tu actividad y mi días serán largos, descoloridos. Todo sucederá muy lentamente, en una insoportable monotonía. — Lucía, te hace falta entender una cantidad de cosas. La gente pide de mí lo imposible; lo que sólo podré concederles cuando haya sido levantada la condenación hereditaria que les viene de Adán. Tienes treinta años. No te consideres una desahuciada de la felicidad. Los méritos de tu vida austera te hacen resaltar con un brillo que otras mujeres no tienen. Espera y confía. Quedaban en el grupo dos personas que no habían sido invitadas a hablar todavía: Eduardo, mi amigo y un hombre de apariencia rústica que evidentemente era un campesino. Quizá con intención, el Tiempo dispuso que Eduardo fuera el último en presentar su consulta. — Rosendo Martínez, considero que tu presencia entre nosotros es un honor. A los de la ciudad les hace bien escuchar a la gente del campo. Ellos están aquí fabricando objetos materiales y trabajando en las cosas que la civilización les ha proporcionado, pero se olvidan de los que, con duro esfuerzo, les dan de comer. La agricultura fue la primera ocupación del hombre y es insustituible. Huyendo de ella crearon muchas complicaciones. — No vengo como enemigo, Tiempo, pero tú puedes ser para mí amigo o enemigo. Mi vida es muy dura e incierta. Espero de continuo la visita de tus hijos aunque a veces me producen dolor y me defraudan. Mis campos pueden estar calcinados en el verano o inundados en el invierno. Junio y Julio llenan de corderitos mis apriscos y eso me hace perdonarles su gesto adusto y sus cielos grises. Septiembre, con su humor variable puede desatar tormentas y lluvias que tal vez arruinen el trigo y el girasol que espero cosechar. Nunca sé qué esperar. No sé hablar de otra cosa que da la siembra y la cosecha porque no tengo tiempo para enterarme de nada más. Vivo inclinado sobre el polvo y cualquier día caeré en él para no volver a levantarme. — Rosendo, te has quedado en el lugar donde el hombre empezó su historia y estás sintiendo todas las desventajas de la relación deteriorada entre Dios y la humanidad. Ellos huyen a las ciudades y llenan sus vidas de cosas artificiales que disimulan esas desventajas. Pero la guadaña los alcanza igual. Un día, el campo reflejará la sonrisa de aprobación de Jehová. Mis hijos cumplirán su misión sin estorbos y los campesinos no hablarán más de incertidumbre ni me llamarán enemigo. Miré mi reloj. A Eduardo le quedaban quince minutos solamente para su consulta. La audiencia era de tres horas, de modo que a las doce en punto el grupo debía abandonar la sala. Me gustó la manera en que el Tiempo se dirigió a Eduardo. — Mi apreciado amigo, ha llegado tu turno.

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— Gracias, Tiempo eterno. Tú eres un siervo de Dios como yo. Ambos sentimos la responsabilidad de emplear bien nuestros recursos. Mi consulta será breve. Muchas veces al pasar frente a tu casa en mi diario servicio de predicación, me he preguntado si estoy usando de la mejor manera mis oportunidades. Al fin me decidí a solicitar audiencia. No quiero consumir los minutos que quedan con lo que yo tengo que decir; prefiero oír y aprender. — Eduardo, dispuse que fueras el último en hablar para que todos conserven como impresión final lo que voy a decirte. Te he llamado amigo. Sé que nos honramos mutuamente. Te he escuchado complacido cuando le hablas a la gente de “redimir el tiempo” y les citas las palabras de un apóstol acerca de “comprar el tiempo oportuno que queda”. Me asignas un valor; comprar quiere decir desprenderse de algo que tiene precio a favor de la adquisición de otra cosa. La gente mal ubicada de este sistema habla neciamente de “matar el tiempo”. Se deshacen de mí en los bares, en los espectáculos deportivos, en las charlas callejeras. ¡Qué tonta ilusión! Ellos son los que se van y yo quien se queda. A cualquier entretenimiento frívolo le llaman un pasatiempo, como si tuvieran mucho problema para hacerme a un lado. Tú y yo nunca hemos hablado de matarnos el uno al otro. Dentro del lapso de tu vida tú me salvas de la futilidad mientras te tomo de la mano y te llevo a la vida eterna. Todavía vendrán tribulaciones y persecuciones. Posiblemente algunos se propongan acortar tus días sobre la tierra, ya que eres un objetivo codiciado para el enemigo de Dios. Si tal cosa sucede, tus oportunidades serán pospuestas y tus esperanzas aplazadas. Estaré atento a la hora de tus recompensas para marcar el comienzo de tu nuevo camino en la perpetuidad del Paraíso recobrado. Eran las once y cincuenta y nueve en el gran reloj de la sala de audiencias. ¿Qué haría el Tiempo con ese minuto final? Sus ojos se dirigieron otra vez hacia Lilí Beltrán y le dijo: — Cuando Eduardo pase por tu casa escúchalo. Él te puede indicar cómo empezar una vida nueva, libre de vanidad. El anciano se puso de pie indicando el fin de la audiencia y pronunció una breve despedida: — Espero que esta visita nos haya ayudado a todos a conocernos mejor, y que ya no me vean tan duro e insensible como algunos de ustedes me consideraban hasta hoy. Ha sido un placer recibirlos en mi casa. Al pronunciar la última palabra, empezaron a sonar las doce campanadas y todos nos levantamos para irnos. Cerca de la puerta había un gran espejo. Lilí Beltrán se detuvo brevemente, contempló su rostro ajado y sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Se alejó apresuradamente calle abajo. Eduardo y yo nos miramos con rostros resplandecientes al ver que Juan Pablosky le daba la mano al niño Diego y se lo llevaba consigo. Ya en la calle, pasamos junto a Alberto Contreras, el comerciante, que se había recostado en la reja y conversaba con Lucía Puentes. Se miraban a los ojos y los envolvía un aire de felicidad. Eran dos interrogantes que habían acertado a responderse entre sí. — Eduardo, me gustaría acompañarte cuando vayas a la casa de Lilí Beltrán. Será interesante ver qué beneficio saca de tu visita. — Me parece muy bien. Poco a poco voy a encontrarlos a todos en el territorio y haré lo que pueda por ayudarlos. También quiero salir al campo y hablar con Rosendo. No debe quedar aislado y sin oportunidad de decidir sobre su vida eterna.

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El sol del mediodía daba de lleno sobre la casa del Tiempo. Quiero recordarla siempre así. Al alejarme, lo imaginaba sentado a la cabecera de una mesa grande, rodeado por su doce hijos, comentando la audiencia del día.

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DE ESPALDAS AL PONIENTE

Habían vuelto tres veces los días largos y los soles ardientes desde que la tribu se había detenido en ese lugar, cerca del Paraná Guazú, río grande como mar, como los indios le llamaban. Aquel tramo de la costa estaba lleno de encanto. Allí el río se acercaba tanto al océano que adquiría muchas de sus características. Sus ondas no eran tan suaves como en el otro extremo, donde desembocaba el Uruguay, el “río de los pájaros”. Aquí sus aguas eran más saladas. La tierra de los alrededores ondulaba formando cerros de poca altura; un horizonte sinuoso que contrastaba con la línea azul en que terminaba la visión del mar. Urú y Caicobé tenían su cerro predilecto y disfrutaban escalándolo frecuentemente. Les gustaba estar allí en los atardeceres, cuando el sol descendía y se diluía en las aguas del Paraná Guazú. Tan pronto jugaban de este lado del cerro, frente al río como mar, o del otro lado, frente a las serranías. En su dulce idioma guaraní pasaban largos ratos conversando sobre el acontecer del momento, la vida de la tribu y la continua amenaza que constituían los hombres blancos, que habían fondeado sus extrañas naves no muy lejos, y habían edificado sus caseríos cerca de la costa. Poco a poco se iban apoderando de toda la tierra. El futuro era incierto. A veces parecía que el Dios malo controlaba la situación, pero siempre sucedía algo que les hacía pensar que el Dios bueno estaba al tanto de las cosas y listo para intervenir. Urú tenía entonces doce años. Su padre, el cacique Ibipué, le había puesto ese nombre, que significaba pájaro, porque deseaba que su hijo fuera libre y lleno de alegría de vivir. La niña tenía nueve años. Su madre le había puesto el nombre de esa plantita silvestre que llamamos Sensitiva, que cierra sus hojas al contacto humano, como estremecida por una intensa timidez. En guaraní, Caicobé significa “planta que vive”. Esa tarde, de espaldas al poniente, sentados en la ladera del cerro, mirando cómo se prolongaban las sombras mientras descendía el sol, Urú y Caicobé tenían cosas muy serias en qué pensar. Los charrúas estaban viviendo un momento muy crítico. Sus tribus, formadas por doce o quince familias habían tenido varios choques sangrientos con los españoles. Ellos se habían acercado a los charrúas ofreciéndoles vistosas chucherías con la intención de ganarlos en paz. A diferencia de los chanás y los guaraníes, los charrúas no estaban dispuestos a rendirse pacíficamente y convertirse en esclavos sedentarios, labrando la tierra y cosechando sus productos en un lugar fijo. Eran vagabundos incurables, siempre sedientos de nuevos paisajes, buscando mejor pesca en distintos ríos y mejor caza en distintos bosques, lo cual constituía su alimento, junto con algunas frutas silvestres. Sus casuales encuentros con los guaraníes les habían hecho comparar sus formas de vida. Entre ellos existían marcadas diferencias de clases. El indio común de las tribus guaraníes labraba la tierra para sus jefes, recogía cosechas y edificaba casas para ellos. Estas eran de paja y barro, alrededor de un espacio vacío que servía como plaza. Habían aprendido a cultivar la batata, la mandioca, el maní, el zapallo y la yerba mate. Plantaban algodón y hacían un tejido rústico que llamaban tipoy, con el cual se vestían sus mujeres. Eran hábiles alfareros y producían grandes vasijas para fermentar el vino y también para usarlas como ataúdes. Los charrúas tenían algunas cosas en común con los otros indios de la región. Al igual que los demás descendientes de Noé, habían conservado rasgos de la sociedad patriarcal postdiluviana. Los ancianos eran respetados y se les consultaba. Consejos de ancianos trataban los problemas serios de la tribu. Creían en un dios del bien y en un dios del mal. Las mujeres se ocupaban de las viviendas, enterrando sus cuatro postes y entoldándolas con pieles cuando se establecían en un lugar, o

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desarmándolas para mudarse a otra parte. Ellas asaban los peces y la carne para alimentar a la familia. Los hombres fabricaban canoas con largos troncos de árboles para transportarse sobre los ríos y usaban el caballo para cubrir distancias en tierra. Pero había algo en que se diferenciaban de los otros habitantes de la banda oriental: la idea del sometimiento les resultaba inaceptable. La civilización blanca era una claudicación, una amenaza de encadenar dentro de un sistema la libertad de andar por aquellas tierras donde muchas generaciones se habían desenvuelto sin ninguna amenaza ni restricción. Los blancos querían cercarlos, sofocarlos, cambiar su manera de vivir. Eso quería decir dejar de ser charrúas; quería decir que la vida ya no sería vida. Urú y Caicobé estaban tomando conciencia de la incertidumbre del futuro y sus amenazas. El panorama había cambiado totalmente para ellos desde hacía pocos días, cuando Ibipué, su padre, el amado cacique, había muerto en un encuentro con los españoles. Iban quedando pocos indios jóvenes y fuertes para la guerra. La tribu estaba reduciéndose a un grupo de viejos, mujeres y niños al mando de Yací en lo que tenía que ver con la guerra, guiados por el consejo de los ancianos y confiados en los poderes mágicos de Guaycurú, el hechicero. La ausencia de Abaroré, el padre de Ibipué, también entristecía a los niños. El anciano abuelo había ido con su hijo a la batalla. Los que habían podido escapar con vida contaron que los blancos lo habían llevado prisionero. Al mirar su cuerpo tembloroso, inclinándose hacia la tierra, uno no diría que él fuera un enemigo al que valía la pena restringir. Pero los blancos sabían que el consejo de un viejo cacique era de valor para su tribu y pensaban que podía ser un medio de persuadirlos a rendirse, si lo convencían de aconsejarles tal cosa. Esa tarde, subidos al pequeño cerro que tantas veces habían escalado juntos, Urú y Caicobé se sumieron en los recuerdos de la primera infancia. Tenían muchas cosas que echar de menos en cuanto a Ibipué. Había sido un hombre de pocas palabras, como era característico de los charrúas, que hablaba en voz baja y calma y rara vez reía. Pero eso no quería decir que había sido un hombre frío y sin sentimientos. Urú y Caicobé sabían reconocer la ternura en sus ojos cuando se sentaban a comer en rueda, cerca de una fogata, y la mirada del padre se detenía largamente sobre ellos mientras rumiaba sus pensamientos, quizá preguntándose sobre le futuro de su raza. No era posible que hombres que hablaban un lenguaje tan dulce, rico en íes y en úes, que elegían nombres tan significativos para sus hijos y disfrutaban de la hermosura salvaje de la tierra, fueran fríos e insensibles. Recordaban la paciencia de Ibipué para enseñarles a montar y a dirigir el caballo, que una vez muerto su amo había huido de los españoles volviendo al campamento, donde vagaba solo, como si no se convenciera de que Ibipué no iba a volver. Recordaban cómo les enseñaba a remar y a pescar desde la canoa. Había habido también momentos jocosos en la vida de familia. Urú quería acompañar a su padre a cazar en el bosque desde que tenía seis años, pero Ibipué se despertaba con las primeras luces del alba y se iba dejándolo dormido. A los ruegos del niño siempre contestaba que cuando tuviera suficiente edad para despertarse solo, al tiempo en que el sol aparecía, entonces iría con él. Un día, Ibipué tomó el arco y las flechas y salió en silencio como siempre. No había caminado más de veinte metros cuando notó que algo tiraba del arco. Eran cabos de enredaderas añadidos formando un largo cordón. Urú venía tras él, desatando la otra punta del cordón de una de sus muñecas. Había ideado una manera en que su padre podía despertarlo sin llamarlo. Desde ese día, Ibipué lo sacudía al despuntar el alba cuando salía a cazar y lo llevaba consigo. Todavía no habían pasado tantos días como los dedos de las dos manos desde que habían traído a Ibipué después de la batalla, con una flecha clavada muy cerca del corazón. Los indios habían encendido varias hogueras alrededor de su cuerpo inmóvil. Habían danzado con quejidos y lamentos mientras brotaba sangre de las cortaduras que se hacían en las manos para experimentar dolor. Las

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mujeres también se quejaban amargamente; tenían las yemas de los dedos rebanadas en señal de duelo. Al otro día pusieron a Ibipué en el hoyo que habían cavado y después de cubrirlo con tierra depositaron su arco, sus flechas y sus boleadoras. Guaycurú explicó a los niños que siempre hacían eso con los hombres que morían porque debían tener sus armas a mano para cualquier combate que se les presentara después. Les aseguró que el cacique seguiría ayudando a su tribu. La india anciana, alta y delgada, que tantas veces les había hecho un cocimiento de hierbas cuando estaban enfermos, también les había dicho cosas parecidas. La tribu había olvidado el nombre hermoso que ella tenía desde su nacimiento y ahora la llamaban Cuñapirú, que en guaraní significa “mujer flaca”. Cuñapirú era muy amiga de la madre de los niños. Desde jovencita la llevaba con ella a las barrancas a juntar hierbas para sus remedios. Era una gran ayuda ahora, cuando sus piernas temblaban a causa de la edad avanzada y sus ojos sólo distinguían lo que estaba muy cerca, porque la joven india había llegado a ser una buena conocedora de las plantas silvestres. La conversación de los niños saltaba del pasado al presente y serpenteaba entre las interrogantes del futuro. — Le oí decir a Yací que los blancos van a venir a atacarnos porque saben que la tribu cuenta con muy pocos hombres jóvenes para la guerra. Ya no somos fuertes. — No entiendo, Urú. Si ellos se fueron, pero están; si cerraron los ojos, pero ven; si tienen las flechas y el arco sobre sus cuerpos y los pueden usar, ¿por qué no somos fuertes? — No lo sé, Caicobé. Guaycurú dice que están con nosotros. Preparó jugo de curupí para envenenar la punta de las flechas y lo puso en vasijas de barro al lado de cada hoyo donde hay un charrúa durmiendo el sueño largo. Pero a pesar de eso Yací dice que somos muy pocos. — No entiendo mucho lo que habla Guaycurú, pero todos dicen que el Dios bueno le ha dado sabiduría. Yací es joven y tal vez no sepa tanto como Guaycurú. ¡Cómo quisiera hablar con el abuelo Abaroré y preguntarle que debería hacer la tribu! — Hace días que estoy pensando en lo mismo, Caicobé. A Ibipué nuestro padre no podemos preguntarle nada. Guaycurú dijo que los muertos están obligados a callar lo que saben. Tengo una idea que es la primera en presentarse cuando me despierto y la última en irse cuando me duermo. Si cruzo el bosque de noche y voy al campamento de los blancos donde está Abaroré, podría preguntarle estas cosas. Él va a contestar en cuanto lo llame, como siempre lo hizo. Tú te quedarás con nuestra madre, Caicobé, así ella no estará tan sola. Y no debes decirle adónde fui para que no se angustie. Caicobé contestó: —No, no quiero quedarme, Urú. El Dios malo mató a nuestro padre del otro lado del bosque y debe estar allí todavía. Es mejor que no te vea solo. Tal vez no te dejaría volver. Yo iré contigo. Saldremos después que mamá y Cuñapirú se vayan a las barrancas mañana temprano. Urú frunció el ceño y pensó un poco antes de contestar. Se sentía muy hombrecito y capaz de realizar solo su misión, pero no dejaba de agradarle la idea de tener alguien a su lado al cruzar el bosque. Era la primera vez en su breve vida que iba a emprender algo por sí mismo. Ya no estaba Ibipué para apartar la maleza y abrir paso. Para matar víboras y reconocer entre los ruidos del bosque las pisadas del tigre, el temible jaguareté “cuerpo de perro”, como los indios le llamaban. No necesitó muchos ruegos para dejarse convencer.

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Al día siguiente, poco después de declinar el día, Urú y Caicobé montaron el caballo de su padre y se dirigieron hacia el caserío de los españoles. Caicobé se había echado a la espalda la piel de un tigre. El verano iba llegando a su fin y las noches eran frescas. Dejaron el caballo a la entrada del bosque y se internaron en él a pie. Ya había caído la noche y los pájaros entonaban sus últimos cantos mientras volaban a sus nidos. Todo lo que había creado el Dios bueno se aquietaba y dormía. La luna filtraba una suave claridad a través de las ramas de los árboles. Los niños caminaban en silencio, sigilosamente, tratando de interpretar cada sonido. Cuando ya despuntaba el alba se encontraron frente a la aldea. Ahora, ¿cómo encontrar a Abaroré? Empezaron a llamarlo suavemente. De pronto, varios guardias les salieron al paso con sus lanzas prontas para el ataque. Gritaron palabras que ellos no entendían y toda la aldea se conmocionó. Esperaban uno de los sorpresivos ataques en que grandes cantidades de indios caían sobre ellos. Los dos pequeños intrusos indefensos, rodeados de soldados y de armas, estaban asustados y confusos ante el tumulto que habían provocado. La población quedó en estado de alerta mientras los niños eran conducidos a la presencia de un jefe militar, varios oficiales y un sacerdote católico. Ellos entendían el idioma de los indios; lo habían aprendido en sus tratos con los guaraníes. Pero los charrúas, siempre reacios a cualquier contacto con los blancos, no entendían casi nada del idioma español. Cuando interrogaron a los pequeños espías se enteraron de que eran los hijos del cacique muerto, que querían hablar con el anciano Abaroré. Los militares se consultaron entre ellos y luego decidieron hablar con Abaroré acerca de la conveniencia de enviar un mensaje a la tribu por medio de los niños, exhortándolos a rendirse sin lucha. Abaroré , con su habitual parquedad, se limitó a decir que estaba dispuesto a hablar con los niños. El jefe, los soldados y el cura, entraron con Urú y Caicobé a un edificio militar y los condujeron a una habitación que servía de celda. Allí estaba el anciano, más viejo y tembloroso que nunca. Urú tomó la palabra: —Ibipué, nuestro padre, está callado y quieto debajo de la tierra. Quedan muy pocos hombres jóvenes en la tribu. Hablan de hacer diferentes cosas pero no están seguros de nada. El Dios malo se ha acercado al campamento. El abuelo bajó la cabeza y meditó. Después de unos minutos dijo así: — Vayan a la tribu y llévenle las palabras del viejo Abaroré: Deja atrás las arenas del Paraná Guazú. Los que sacan comida de la tierra no amenazan tu paz. El charrúa no es planta que se arrastra. El charrúa es ombú. El cura había tomado un pedazo de lienzo y mojando en tinta una pluma de ganso escribió el mensaje. Los soldados se miraban entre ellos esperando la interpretación. El sacerdote, complacido, lo explicó de esta manera: —Les está diciendo que dejen su vida nómada a lo largo del río. Nosotros comemos los productos de la tierra, pero ellos comen casi solamente carne y pescado. Les está asegurando que no los ponemos en peligro. — Está claro —dijo el jefe—. Pero... ¿y lo otro? ¿Lo de la planta que se arrastra y el ombú? — Sin duda les dice que dejen de ir de acá para allá sin echar raíces, que sean como el ombú que tiene lugar fijo. El mensaje les pareció muy bueno y decidieron dejar ir a los niños en paz. Cuando salieron del fuerte ya promediaba la mañana. La aldea, convencida de que todo era un falsa alarma, seguía su vida normal.

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Urú y Caicobé vieron muchas cosas nuevas. Algunas mujeres sacaban algo blanco de lo que parecía ser un gran nido de esos pájaros que trabajaban el barro con el pico. Uno de los soldados les dijo: —Eso se llama pan. — Pan —repitieron los niños, tratando de aprender la palabra. Les trajeron un poco para que lo probaran. Tenían hambre y lo aceptaron complacidos. Notaron que el sabor del pan era completamente distinto a todos los que conocían. No se parecía a la carne ni al pescado, ni tampoco a las frutas silvestres. Era algo que cualquiera desearía volver a comer. El cura buscaba la manera de congraciarse con los niños y manejando el idioma guaraní lo mejor que podía, les aseguró que su padre estaba vivo en un lugar más arriba y los había guiado hasta allí para buscar la paz. — ¡Qué coincidencia —pensó Urú—, habla igual que Cuñapirú la curandera y Guaycurú el hechicero. Como símbolo de amistad, los blancos les mostraron el trigo y la harina y les regalaron un gran pan redondo para que lo llevaran a los ancianos de la tribu y les dijeran que los españoles también querían enseñarles a ellos a sacar comida de la tierra. La esposa de un soldado le dio a Caicobé un collar largo de cuentas de colores que era lo más precioso que la niña india había visto en su vida, y un pedazo largo de tela de algodón azul, como el tipoy que hacían los guaraníes. Los acompañaron hasta la entrada del bosque y los despidieron con saludos amigables. Los niños repitieron varias veces el mensaje de Abaroré para no olvidarlo mientras caminaban de vuelta hacia la toldería. Cuando llegaron al otro lado del bosque, el caballo de Ibipué, como si hubiera entendido su deber, pastaba tranquilamente esperándolos. Caicobé estaba rendida. El sol empezaba a descender hacia el río. Después de poner la piel de tigre como montura, se acomodaron en el caballo, Caicobé adelante y Urú a sus espaldas. La niña sostenía el pan y la tela entre sus brazos y de vez en cuando tocaba el collar alrededor de su cuello para asegurarse de que el regalo no había sido un sueño. Apoyada en el pecho de su hermano, Caicobé quedó dormida. Urú se sentía muy bien en su papel de hermano mayor, protegiéndola. Cuando andaba a caballo entre los cerros le gustaba ensayar entonaciones de su voz y escuchar los ecos. Había compuesto una tonadita que muchas veces la usaba con distintas palabras, la cual ahora volvió a su mente dándole fondo musical a lo que sentía:

No temas al Dios malo que se esconde. No temas al feroz jaguareté.

El Dios bueno vigila nuestro viaje, y yo también te cuido, Caicobé.

Ya era de noche cuando llegaron de vuelta al campamento que se veía de lejos con sus hogueras encendidas. Los niños se dirigieron sin pérdida de tiempo a Yací, el nuevo cacique, y le contaron la arriesgada aventura. Le entregaron el pan redondo y le repitieron fielmente el mensaje de Abaroré. Como de costumbre, cuando había cosas importantes que tratar, fueron convocados los ancianos de la tribu para una reunión especial a fin de que estudiaran juntos el mensaje de Abaroré. Sabían que un charrúa jamás le iba a aconsejar a su tribu que se rindiera. Sin vacilación, todos lo entendieron de la misma manera: — “Deja atrás las arenas del Paraná Guazú”. —Tenemos que irnos de aquí.

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— “Los que sacan comida de la tierra no amenazan tu paz”. —Que marchemos hacia donde viven los chanás, del otro lado del río de los pájaros; ellos están en paz con los blancos y han aprendido a sacar comida de la tierra, pero no nos tratarán como enemigos. — “El charrúa no es planta que se arrastra. El charrúa es ombú”. —El charrúa nunca se rinde, arrastrándose como las plantas que tienen que abrazarse a un árbol para subir. El charrúa es como el ombú que siempre está solo porque ningún otro árbol puede vivir a su sombra. La palabra de los ancianos pronto trascendió a toda la tribu. El siguiente fue un día de actividad febril en todo el campamento. Caicobé apenas tuvo tiempo de ir tres veces hasta el arroyo para disfrutar de ver cómo le quedaba el tipoy con el collar de cuentas de colores. Las mujeres desarmaron las tolderías y todos cooperaron cargando las canoas con las pieles, las armas y las vasijas de barro. Luego, la tribu diezmada empezó a remar hacia el río de los pájaros, que en un punto se unía al Paraná Guazú. Los españoles esperaron algunos días. Estaban seguros de que los principales de la tribu vendrían pacíficamente a rendirse en obediencia al mensaje de Abaroré. Viendo que nada sucedía, decidieron cruzar el bosque a caballo y aparecerse sorpresivamente en el lugar donde estaba acampada la tribu. Llevaban consigo a Abaroré, confiando en su capacidad para persuadirlos si hacía falta. El anciano estaba tan débil y delgado que no podía mantenerse erguido sobre el caballo, de modo que un soldado montó a sus espaldas para sostenerlo. Cuando llegaron al lugar, se asombraron de verlo completamente desolado. Los hoyos en la tierra donde habían estado enterrados los postes de sus viviendas y las cenizas de las hogueras, eran las únicas señales de que allí había habido una tribu. Abaroré se sintió poseído de una intensa alegría. Su mensaje había sido entendido y obedecido. Lo interrogaron y no respondió. Se dejó caer en tierra y no trató de levantarse. Simplemente dejó de respirar. Los soldados hicieron un pozo y lo enterraron. El sacerdote, que también era de la partida porque quería ser el primero en colgar una cruz sobre el pecho de los indios que se sometieran, comentó: —No vale la pena llevar indios a nuestro cementerio. No son cristianos y es casi una exageración llamarlos humanos. La tribu desembarcó lejos, al oeste del río de los pájaros. Un viento caliente de tormenta los envolvió en nubes de polvo. Nuestros ojos ya no pueden seguirlos. Los siglos pasaron diluyendo los rostros y los nombres en el olvido. Cuando vuelvan encontrarán sus tierras convertidas en un paraíso deleitable y podrán gozarlo sin amenazas. Se regocijarán al enterarse de la victoria total del Dios bueno y del abatimiento del Dios malo, que yacerá en el abismo en absoluta impotencia. Aquél fue el fin de un sistema. Casas de diversos estilos se levantaron en ambas márgenes del Paraná Guazú, y también en las faldas de aquel cerro donde Urú y Caicobé contemplaban sus sombras desmedidamente alargadas. La civilización que los desalojó también espera su fin. Su sombra se alarga como un mal presagio. A espaldas de su gloria se está poniendo el sol.

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EVANGELINA

Era el tercer día de la asamblea anual de las artes. El enorme teatro desbordaba de gente jubilosa que comentaba los cuadros y las esculturas que se exponían en el subsuelo, las nuevas obras literarias presentadas y las canciones y partituras estrenadas. Esta era la muy esperada noche del día final en que subiría a escena “La Sulamita”, una exquisita obra musical que combinaba ballet y canto. De las comunidades circunvecinas que ya habían tenido la asamblea de las artes, llegaban cartas entusiastas comentando el exitoso evento. La expectativa había alcanzado su punto culminante. Desde hacía ya varios meses, los que habían sido los primeros componentes de la congregación Villa Serena, fundada veinte años antes del Armagedón, habían estado cruzando mensajes para citarse en el sector G del teatro, a fin de ocupar unas cuantas filas de asientos y verse nuevamente juntos, como cuando se encontraban semanalmente en su pequeño Salón del Reino, en aquellos días emocionantes de la época pre-Paraíso. Allí estaban todos, conversando en pequeños grupos y disfrutando enormemente del encuentro. Por supuesto, entre ellos estaba Zulema, la amada precursora que había estado con la congregación desde su fundación. Junto con las melodías que llenaban el tiempo de espera, se oía el claveteo de los que, detrás del telón, daban los últimos retoques al escenario. Zulema se había apoyado sobre la baranda que separaba el sector G de la platea y miraba la gozosa multitud que venía a colmar las instalaciones. — ¡Quiero ir con papá! ¿Por qué no podemos encontrar a papá? La voz de una niñita vivaz, de cabello oscuro, atrajo la atención de Zulema. Su madre la llevaba de la mano. Recorrieron la sección G y pasaron a la H buscando al padre que la niña reclamaba. Esa simple escena fue el envión que puso en marcha una larga cadena de recuerdos. A esa edad, y por muchos años más, ella había hecho con insistencia la misma pregunta: — ¿Dónde está mi papá? —. Su madre había ido a la capital a trabajar y la había dejado con los abuelos, que ya no tenían ganas de criar niños. Una vez le había hecho esa pregunta a su madre en una de sus espaciadas visitas y había recibido una respuesta malhumorada. Los abuelos contestaban con evasivas o con expresiones incomprensibles: —Tu padre anda corriendo la tuna por el mundo. Si no se acordó hasta ahora de que tiene una hija, tal vez nunca se acuerde—. O, cuando tenían pocas ganas de hablar, apenas le decían: —Déjate de fastidiar con tus preguntas y ocúpate en tus cosas. ¿Por qué consideraban que su padre, si lo tenía, no era alguien de quien ella debía ocuparse? ¿No era natural para los demás niños tener un padre y hablar de él? Cuando esperaba su turno para llenar los baldes de agua en el grifo, que estaba a tres cuadras de su casa, preguntó a algunas vecinas si conocían a su padre. Las respuestas eran vagas nuevamente: — Cuando seas grande a lo mejor tu mamá te va ha contar. — Cuando tu papá sea viejo y se canse de andar de farra tal vez va a venir a conocerte. El único que se compadeció del conflicto que había en su mente fue don Justino, el amable viejito que en las horas de sol estaba siempre en la vereda con su silla de ruedas. Tenía una paciencia interminable con los niños. Se complacía en escudriñar los corazones pequeños con preguntas; trataba de satisfacer la necesidad natural de inquirir que hay en los niños y nunca faltaban en la conversación las citas y los relatos de un libro que él respetaba y nombraba frecuentemente: el Evangelio. Cuando Zulema tenía doce años él le explicó que a veces las muchachas jóvenes creen en

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los hombres aventureros y sacrifican su honor. Cuando el resultado es un hijo, el aventurero huye para eludir la responsabilidad. Ahora el cuadro era más claro para ella. Su madre era una mujer soltera que había manchado su honor; su padre era un aventurero que había eludido su responsabilidad. Aquel barrio pobre y descolorido la vio crecer yendo a la escuela en zapatillas, haciendo las tareas de la casa porque la abuela estaba casi tullida por el reuma, y acarreando pesados baldes de agua desde el grifo, hasta el día en que por fin el agua corriente fue instalada en todas las casas de Pago Gaucho. Su carita era graciosa, su sonrisa era franca. Su cabello oscuro, ni largo ni corto, no recibía más atención de la peluquería que una poda de vez en cuando. Nadie le enseñó nada de estilos ni de elegancia. Su espalda medio encorvada, llevaba la evidencia de los pesados baldes de agua que había cargado por largos años. No le tenía miedo al trabajo. Limpiaba las oficinas de la fábrica de conservas y la casa del dueño. Una vecina de su edad le había prestado una novela, la única que había leído en su vida, que se llamaba “La llama sagrada”. Glorificaba el amor romántico como el único sentimiento que le da sentido a la vida; la llama purificadora que consume nuestras imperfecciones para hacernos más buenos a los ojos de la persona amada. El destino, artífice de nuestra vida, se encarga de poner ese amor en nuestro camino, una vez, quizás dos veces. Es necesario esforzarse por reconocerlo y albergarlo; es una dádiva invalorable. Zulema esperó ese amor con toda la candidez de su corazón, como se espera un milagro. Cuando Juan José apareció en el simple marco de su vida, lo aceptó como un regalo del destino y tuvo miedo de perderlo, porque tal vez el destino no tendría una segunda dádiva de amor para ella. Con muy poquitas cosas formaron su nido. Doña Rosa, la buena vecina que la conocía desde niña, les alquiló un altillo. Trabajarían duro y algún día se comprarían una casita. Las cosas no sucedieron en la realidad como en la novela. Juan José pasaba la mayor parte del tiempo sin trabajo. Por razones difíciles de comprender, aunque él las explicaba en muchos detalles, cualquier trabajo que encontraba no le duraba más de un mes o dos. Zulema se alegraba de que su sueldo bastara para poner sobre la mesa el pan de cada día, pero la casita de sus sueños estaba cada vez más lejos. Pago Gaucho siguió creciendo alrededor de ella. La calle principal se llenó de negocios. Aparecieron algunas academias; se edificó un cine; se fundó una biblioteca; se abrieron dos nuevas fábricas, una textil y otra de mosaicos. El pueblo, que cincuenta años antes había sido sólo un conjunto de ranchos, se encaminaba a ser una linda ciudad. El milagro del amor tuvo para ella una feliz derivación: ¡Iba a tener un hijo! Doña Rosa se alegró porque todos sus nietos estaban lejos; lástima que el altillo sería demasiado chico para tres. Cuando el médico le dijo: —Es una niña, morochita como tú. ¿Qué nombre le vas a poner?—. Zulema empezó a recordar nombres, pero ninguno parecía todo lo dulce y hermoso que la niña merecía. Una de las más grandes impresiones de su vida volvió a su mente: Aquel viejito que buscaba el sol de la vereda con su silla de ruedas y que un día había cerrado los ojos definitivamente. Él hablaba siempre de un libro que debía ser el más importante del mundo... Por eso la llamó Evangelina. Zulema siguió llevando la carga del hogar con su trabajo de limpieza. Cuando Evangelina tenía dos años Juan José se fue a la capital en busca de empleo y no volvió. Doña Rosa cuidaba de la nena mientras ella trabajaba. Los vecinos se divertían observándola cuando se oía música. Sus piecitos se movían rítmicamente. Inventaba poses. Imitaba los espectáculos de ballet que aparecían en la televisión. Zulema la anotó en una escuela de bailes clásicos. Era evidente que aquella inclinación innata era algo imperativo en la vida de Evangelina. Cuando cumplió quince años la escuela la eligió para bailar “La muerte del cisne” en un festival que reuniría a los más meritorios bailarines aficionados

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de varias academias y que se presentaría tanto en la capital como en algunas de las más importantes ciudades del interior. Toda la reserva de dinero de Zulema se fue en la malla blanca de raso con su breve pollerita de tul, las zapatillas de baile y un cuadro grande en el que Evangelina aparecía deslumbrante con su atuendo y los largos rizos negros cayendo sobre el hombro izquierdo. Poco después de aquel feliz acontecimiento se desmayó varias veces en los ensayos. Parecía estar perdiendo las fuerzas. Pasaron mañanas enteras en el hospital en análisis y consultas. El día que le dieron el diagnóstico bastó una palabra para acribillar el corazón de Zulema: —Lamentamos decirle, señora, que su hija está en las primeras etapas de la leucemia. Pondremos en juego todos los recursos de la ciencia para ayudarla. No es un caso desesperado; tenga confianza. La niña necesita mucho reposo para que el tratamiento sea eficaz. Como primera medida, debe dejar de bailar. Lucharon todo el invierno con la incertidumbre y la amenaza, y un día de primavera, ocho meses después del diagnóstico, la acostaron en una caja de madera oscura. Parecía una muñeca con su bello rostro pálido y frío de cera, hermosa como si durmiera, con los rizos negros sobre el hombro izquierdo, igual que en el cuadro. Los dos milagros de la llama sagrada se habían esfumado para Zulema. El barrio la veía pasar con su ropa de luto, mirando al suelo, como si todo lo que esperara estuviera escrito en el polvo. Ir y venir a la fábrica cada día, ése era su único camino, el mismo que había hecho desde hacía veintitrés años, siempre por la misma calle. El dueño de la fábrica había salido de garantía para abonar el entierro en cuotas. Esa deuda la ataba a su trabajo y era casi lo único que la ataba a la vida. Una tarde de abril, al volver a su casa, sin saber por qué, Zulema tomó por una calle diferente. Frente a una puerta había un grupo conversando. Al acercarse, una melodía suave como un bálsamo la envolvió. Casi inconscientemente aminoró el paso para escuchar. Una señora de edad se separó de los demás y la invitó a entrar. —Hoy recordamos la muerte de Jesús. Aunque no es viernes, ésta es la verdadera fecha, y nosotros lo hacemos tal como manda el Evangelio. ¡Otra vez aquella palabra que la había fascinado en su niñez! Aquella palabra que le recordaba la ternura de don Justino; aquella palabra con perfume de sabiduría. Entró con la anciana al pequeño Salón donde varios la saludaron y la hicieron sentir bienvenida. No entendió casi nada de lo que se dijo; no entendió por qué el pan y el vino pasaban de mano en mano y ni siquiera el orador se servía de ellos. Pero a pesar de que todo era nuevo y extraño, tuvo una reconfortante sensación de confianza. Una muchacha se ofreció para ir a su casa semanalmente a explicarle la Biblia. Doña Rosa notó un cambio en ella desde que aquella joven amable y sonriente venía cada jueves a las cinco de la tarde y luego Zulema la acompañaba al saloncito donde tenían las reuniones. Ahora Zulema miraba más al cielo que al polvo. La verdad, profundamente arraigada en su corazón la impulsó al bautismo algunos meses después y su progreso espiritual nunca se detuvo. Dos años más tarde, un hermano cargó su camión con todas las pertenencias de Zulema para llevarla a su primera asignación de precursora especial: Villa Serena. Allá se instaló con sus sencillos muebles. Allá colgó lo que representaba su más querido vínculo con el pasado: el retrato de Evangelina con la malla de raso blanco que había usado para bailar “La muerte del cisne”. Todas las luces del teatro se apagaron y los ecos se aquietaron en un silencio completo. Los recuerdos de Zulema se replegaron al pasado. El drama musical “La Sulamita” iba a comenzar. Aquel tema, fuente de inspiración de tantos poetas, recibiría esta noche el realce que merecía. Era el triunfo del amor sobre el materialismo; el ensalzamiento de la lealtad sobre la vanidad. Una simple campesina había rechazado los halagos de un rey en la plenitud de su poderío y gloria, para ser fiel a un pastor a quien amaba. Un rey, a quien nadie le había negado nada jamás, tenía que

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contemplar impotente la partida de la más hermosa flor humana que hubiera querido exaltar sobre todas las mujeres que se gloriaba en poseer. Varios compositores habían producido exquisitas melodías para expresar toda la gama de los sentimientos románticos de la humanidad. Coreógrafos y escenógrafos habían diseñado cuidadosamente los detalles de la presentación. Juegos de luces, manejados con maestría darían gran lucimiento a las escenas. Los tres primeros cuadros estaban relacionados con los cuatro primeros capítulos del Cantar de los Cantares. La brillante obertura preparó al auditorio para las escenas de gran colorido y belleza que seguían. El primer cuadro transcurre en un viñedo. La sulamita aparece bailando entre las viñas. De vez en cuando espanta a las zorras que hacen daño a las vides, cavando sus madrigueras cerca de las raíces. Su piel se ve quemada por el sol. Después de esta danza la bailarina queda inmóvil, sentada entre las vides y se oye la voz de la soprano interpretando sus pensamientos:

Morena estoy porque el sol me ha mirado; mi rostro está encendido, el astro me ha besado.

Mis hermanos exigen que yo cuide la viña. Quieren que olvide a mi pastor amado; me dicen que él no sabe lo que quiere

y que yo soy muy niña. Él me invitó a seguirlo a la pradera

para mirar las flores que trajo la radiante primavera.

La higuera tiene brevas, las vides han brotado.

Mi corazón también ha florecido con la voz de mi amado.

(Cantares 1: 5, 6 y 2: 10-13) Cuando iba a empezar el segundo cuadro los parlantes difundieron la voz de un narrador que preparó la mente del público para la siguiente escena: — “Un día, la sulamita salió a caminar cerca de la viña que cuidaba, sin saber que el rey Salomón había venido a los alrededores de Sulem con su imponente campamento. De pronto se encontró ante las lujosas tiendas, guardadas por setenta hombres armados y atendidas por las damas de la corte. La acción comienza en el momento en que ellas descubren la presencia de la sulamita y alaban su belleza a coro”. Después del coro, Salomón aparece atraído por lo que oye y se acerca a la campesina. Sus hombres armados y las mujeres de la corte bailan alrededor de ellos. Al terminar la danza, la inmovilidad de los bailarines crea expectativa. Una profunda voz de barítono interpreta los sentimientos del rey, prendado de la muchacha:

La gloria de mi reino y mis riquezas se rinden a tus pies.

Quiero hacerte mi esposa, mi más preciado bien. No vuelvas a tu viña;

mi litera está lista para llevarte en triunfo hasta Jerusalén.

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El rey, humillado, recibe la negativa de la sulamita. Ella le hace saber que nadie puede sustituir al pastor en sus sentimientos. Mientras la sulamita permanece inmóvil con su brazo extendido en actitud de rechazo, la voz de la soprano canta una melodía sentimental y dramática:

Amo a un pastor que sólo puede darme un diván de follaje

y por techo las ramas de los cedros. Si pierdo a mi pastor vestiré luto

y me verán llorar sus compañeros. (Cantares 1: 7, 16)

El orgulloso rey da una orden y varios de sus hombres de guerra rodean a la sulamita para no dejarla ir. Contra su voluntad la hacen subir a la lujosa litera del rey que en ese momento es introducida en el escenario, transportada por cuatro caballos blancos al frente y cuatro caballos negros detrás. La presencia de caballos vivos en el enorme escenario despierta un murmullo de admiración en el auditorio. La litera parte con la sulamita prisionera y los siervos de Salomón empiezan a levantar las estacas de las tiendas para desarmar el campamento. La voz del narrador introduce el tercer cuadro: — “La acción se traslada a uno de los jardines del palacio de Salomón, en Jerusalén. El pastor, enterado del cautiverio de su amada, la ha seguido y se acerca a la ventana de su habitación”. El telón se levanta descubriendo un maravilloso jardín. El bailarín danza con aspecto fatigado, como llegando de una larga caminata. Se apoya contra la ventana. El tenor empieza a cantar una romanza conmovedora; el pastor está alentando a su novia en la difícil prueba de integridad que está sobrellevando:

Que los leones sigan guardando sus albergues; que los leopardos sigan rondando las montañas,

en el lejano Líbano; en el distante Hermón.

Yo busco a la intachable paloma de mis valles, la única que ha hecho vibrar mi corazón.

Mía es toda la leche que fluye en tus palabras; tú eres jardín cercado.

Guarda la miel secreta que tus labios gotean; has de ser para otros un manantial sellado.

(Cantares 4: 7-12)

La voz de soprano se oye desde el interior del palacio respondiendo:

Mientras respire el día, o cuando huyan las sombras,

no he de temer a nada; tú estás cerca y me nombras.

Un intervalo de media hora siguió al tercer cuadro. La gente se dispersó hacia los pequeños bares que estaban en los jardines en busca de golosinas y refrescos. Zulema, con profundo placer, se internó de nuevo en el pasado recuperando el hilo de sus recuerdos. ¡Cuántas hermosas experiencias le habían brindado sus años de precursora especial en Villa Serena! ¡Cuántas cartas vivientes de

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recomendación, en los frutos de su ministerio, que ahora hablaban por sí mismos en el Nuevo Mundo! La palabra felicidad, que antes había tenido un sentido impreciso, empezó a resplandecer, pulida como una gema. El significar algo para tanta gente, el que tantas puertas y tantos corazones se abrieran a su presencia y, más que nada, la seguridad de estar regocijando el corazón de Dios, eran logros que colmaban en pleno su capacidad para sentir el don de la vida. En esos años de precursorado especial, sólo tres veces había vuelto a Pago Gaucho. Las dos primeras veces había parado en casa de Doña Rosa. No podía olvidar el cariño y las bondades que había recibido en ese hogar. La anciana, reblandecida por la edad, no podía aceptar muchas ideas nuevas, pero siempre escuchaba con gusto las explicaciones de Zulema sobre el Reino y la resurrección. La última vez que fue, Doña Rosa ya no estaba. Después de la gran desolación que había dejado enormes extensiones de la tierra despoblada, ella, acostumbrada a vivir sola y sin familia, había recibido cantidad de invitaciones para integrar las familias de los que habían sido sus estudios. Se había decidido a vivir con los Campos porque sus niños eran pequeños y podía serles útil. En su corazón había quedado la nostalgia de no tener hijos, pero muchas cosas nobles habían compensado el vacío. Le gustaba verse incluida en los acontecimientos trascendentes en la vida de los que la rodeaban. Jamás olvidaría la noche en que había nacido el último niño de Sara López. Dos de los muchachos mayores habían venido a la tarde temprano a buscarla, porque era evidente que el nacimiento se acercaba. El vehículo cubrió rápidamente los tres kilómetros que separaban la finca de los Campos de la de los López. Zulema estuvo junto a Sara hasta la medianoche, cuando dio a luz. Luego, el jefe de la familia los reunió a todos en el comedor para dar gracias a Jehová por el feliz acontecimiento y lo festejaron con sidra añeja y golosinas. Quizá eran cerca de las dos de la mañana cuando la algarabía se calmó. Zulema dijo que quería volver a casa. Quisieron llevarla, pero no aceptó. Era una hermosísima noche de luna llena. Insistió en que prefería caminar, porque se sentía desvelada y el paseo le ayudaría a dormir mejor. Siempre le atraía la idea de hacer una larga caminata; los días del precursorado revivirían en su mente, y desde que se sentía cada día mejor, no tenía razón para privarse de ellas. Anduvo sin prisa a lo largo de la carretera entre las chacras. La humedad de la noche intensificaba el perfume de los árboles y las frutas. La plateada claridad del plenilunio esmaltaba el paisaje. Se sentó en uno de los bancos de mármol blanco que se hallaban de tanto en tanto en el camino. No tenía prisa por llegar. El haber tenido entre sus manos aquel bultito de carne tibia, el niño de Sara, había despertado evocaciones muy vivas en su corazón. Como si hubiera estado hojeando un álbum fotográfico, los ojos de su mente se iban deteniendo en los momentos más sentidos del pasado: el nacimiento de Evangelina, su niñez; Evangelina bailando “La muerte del cisne”; la muñeca dormida en su caja de madera oscura, con los rizos negros sobre el hombro. Se levantó y continuó la marcha. Había perdido la noción del tiempo. Tal vez estaba cerca el amanecer. Al entrar en la casa trató de no hacer ruido; todos dormían todavía. Su habitación estaba al fondo; ella la había escogido porque tenía un gran ventanal que daba al huerto, desde donde contemplaba continuamente el milagro cambiante de la vida vegetal. Hojas, flores, frutos, en un estallido de color que atraía a los pájaros y las mariposas, eran un mensaje que sus ojos descifraban con deleite al comenzar el día. El ventanal estaba abierto y las primeras luces del alba comenzaban a inundar el cielo. Al entrar en su pieza contuvo el aliento. Su cama estaba ocupada... El corazón saltó en su pecho cuando reconoció sobre la almohada una mata de rizos negros y aquel perfil que llevaba grabado en la carne de su corazón. El oscurecimiento del teatro la trajo nuevamente a la realidad. Los últimos tres cuadros de La Sulamita iban a subir a escena representando los acontecimientos de los cuatro capítulos finales del

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Cantar de los Cantares. El orador explicó el marco de circunstancias del siguiente cuadro, basado en el capítulo quinto: — “La acción transcurre en el palacio de Salomón. A la izquierda, el dormitorio de la sulamita; a la derecha se representa lo que ella está soñando. Vemos una calle de Jerusalén; el pastor está afuera llamándola. Al levantarse el telón, la voz del tenor interpreta lo que la sulamita oye en sueños. La escena está sumida en tinieblas; una leve claridad deja percibir el contorno de las cosas. El pastor canta:

Abre la puerta amada; estoy solo en la calle y tengo frío.

El alba se ha acercado. Mi cabello está lleno de rocío.

(Cantares 5: 2) La muchacha se agita en su lecho y se levanta. Sonámbula, danza descalza en la oscuridad. Busca su manto y sus sandalias. Cuando al fin los encuentra se calza y se abriga. Sale a la calle pero no ve a nadie. La música melancólica representa bien la frustrada ilusión. La orquesta va alcanzando un crescendo doloroso, agitado, que sugiere la terrible pesadilla que sigue al primer sueño. Los guardias de la ciudad irrumpen en la escena y la amenazan, la rodean, la empujan, la maltratan y quieren arrebatarle su manto. Cuando desaparecen, la sulamita vuelve a su lecho, temblorosa y vacilante. Una melodía dramática expresa su desolación. El quinto cuadro muestra una de las suntuosas salas del palacio de Salomón. Las damas de la corte rodean a la sulamita tratando de persuadirla para que acepte al rey por esposo. Ella piensa solamente en el pastor y rechaza toda idea de serle infiel. El propio rey se presenta con un ruego que la voz del barítono expone enfáticamente. La sulamita reitera su negativa y Salomón, dándose por vencido, la deja partir. En el último cuadro se ve a los hermanos de la sulamita mirando a la distancia. Ella y el pastor aparecen minutos después en el escenario, entrando por el foro izquierdo. La danza de los dos rodeados por los hermanos de ella, expresa el triunfo del amor. Ya no la consideran una niña mal preparada para el matrimonio. Tres pastores, compañeros del novio, entran por el foro derecho seguidos por tres corderitos vivos, que luego toman en sus brazos mientras contemplan el grupo de bailarines. La danza termina y el grupo posa estáticamente a la vez que se oye un coro de cuatro voces masculinas expresando la bendición de los hermanos:

Amada hermana nuestra sea tu dicha cierta,

por cuanto no cediste ante cualquier presión, como un puerta.

Tu corazón es firme, tu amor estable y puro. ¡Has logrado la espléndida belleza

de un inviolable muro! Luego, la soprano y el tenor cantan en un exquisito dúo las inolvidables palabras del capítulo final de Cantares, que resumen el mensaje del antiguo poema:

El amor es tan fuerte como la misma muerte.

Aguas inundadoras no pueden extinguirlo.

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Ríos que se desbordan no pueden arrollarlo. Su devoción intensa al sheol desafiará.

Su fuego tiene un ímpetu que ante nada claudica. ¡Es la llama de Jah!

La ovación final de un público satisfecho que reconoció los méritos de la obra y de sus intérpretes, fue una merecida recompensa. Zulema tenía el corazón colmado de gozo; porque aquella muchacha que se había movido de escena en escena expresando exquisitamente los sentimientos de la campesina bíblica, aquella sulamita casi etérea, ¡era Evangelina! La feliz multitud se dispersó comentando el drama. La escena nocturna, especialmente, había impresionado al público por su gran belleza y contenido. Aunque el valor profético no se había tratado en la obra, la pesadilla de la sulamita le trajo a la mente a muchos, los sufrimientos de la novia espiritual de Cristo durante la primera guerra mundial. El triunfo del amor sobre el materialismo, el ensalzamiento de la lealtad sobre la vanidad, eran incienso y mirra flotando en el ambiente.

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EL MAYORDOMO DEL TIEMPO

Los mayores solían decirle a Jaime: —El tiempo te enseñará muchas cosas. Cuando seas grande entenderás. Con cierta impaciencia él preguntaba: — ¿Falta mucho? Tenía nueve años ahora y ya se estaba cansando de esperar la mayoría de edad. Era un niño de mente inquisitiva, ávido de respuestas concretas. Decidió abreviar la espera yendo personalmente a la casa del Tiempo para consultarlo. Tenía una pregunta importante que hacer: “¿Cómo puede darse cuenta uno mismo si es un sabio o es un tonto? La casa del Tiempo era una mansión antigua, señorial, impecablemente cuidada, que imponía respeto. A la izquierda, serpenteando en medio de una preciosa pradera verde, pasaba una amplia carretera por donde los jóvenes se dirigían a la vida. A la derecha pasaba el camino por donde los mayores volvían de la vida. Varias sendas partían desde este camino hacia una hondonada donde estaba el cementerio. Detrás de la casa se veía el mar, inmenso, azul y sereno. Jaime se apartó con un poco de timidez de su camino ascendente hacia la vida y se dirigió a la casa. Tuvo que ponerse en puntas de pie para alcanzar el llamador de bronce. Lo levantó y lo dejó caer dos veces. Un anciano de rostro bondadoso abrió la puerta mostrándose muy sorprendido de que el visitante fuera un niño. Jaime le explicó la razón de su visita. — Veré si puedo ayudarte. Yo no soy el Tiempo, sino simplemente su mayordomo. Es algo muy fuera de lo común que un niño venga aquí para hacer una consulta de esa naturaleza; además hoy no es día de audiencias. El Tiempo rara vez anda de este lado de la casa; está muy ocupado del otro lado, esperando a los que vuelven, para pedirles cuentas de sus actos. Algunos ni siquiera intentan detenerse para hablar con él, pero es necesario enfrentarlos con la realidad. No te irás defraudado, Jaime; esta visita será un recuerdo imborrable. Ven conmigo al muelle, te mostraré la nave del Tiempo. La nave era muy atractiva; Jaime jamás había visto nada igual. Estaba construida totalmente de vidrio y era sumergible. Se veían todas sus reparticiones desde el muelle. Había plantas adornando las salas. En las máquinas se destacaba el bronce lustrado. El mayordomo era tan paternal, tan amable, que Jaime se animó a preguntarle su nombre. — Mi verdadero nombre es difícil de pronunciar, porque es un nombre extranjero; pero, como hace tanto que trabajo aquí, la gente empezó a llamarme Leal. Recuerda esto niño: el apodo que le inspiramos a la gente dice más acerca de nosotros que el nombre que nos dieron en la cuna, y es algo de lo cual no podemos librarnos aunque no nos guste. Tengo algunas horas libres esta tarde y quiero invitarte a hacer un viaje. Jaime estaba maravillado; no podía creer que a él le iba a suceder algo tan extraordinario. ¡Viajar en un barco transparente y poder observar el fondo del mar! Leal puso en funcionamiento la nave. Junto al timón estaba la brújula en la bitácora. — La brújula es en el barco lo mismo que la conciencia de la gente, Jaime. Es muy importante que esté colocada como es debido y marque el norte donde pertenece. Si la conciencia no funciona apropiadamente la gente no sabe adónde va. Ya estamos en marcha; podemos pasar a la sala.

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La sala principal estaba alfombrada en tono verde musgo. Grupos de sillones y mesitas la llenaban. Se veían helechos y begonias en macetas colgantes. En una jaula de metal dorado había un pájaro grande de hermoso colorido. — Se llama Euritmio. Con seguridad lo oirás cantar durante el viaje. — Euritmio.... ¿Por qué le pusieron un nombre tan difícil? — Es un nombre muy significativo. Mira este cuadro: los niños a la orilla del mar, las rocas, las gaviotas.... ¿No te parece que la combinación de proporciones y colores es perfecta? Este cuadro tiene euritmia. Pondré en marcha el grabador para que oigas una melodía donde la armonía parece insuperable. Eso es lo que se llama euritmia en la música. La euritmia en la personalidad humana es la combinación de cualidades que producen el equilibrio espiritual; es el perfecto acuerdo entre el corazón, la mente y la conciencia. Cuando la persona interior reconoce y acata las leyes de Dios que rigen el universo, el corazón es un pájaro que vive feliz en su jaula. Ya nos hemos alejado bastante de la costa; ahora podemos sumergirnos para ver el mar por dentro. Caminaron por todas las dependencias mirando a través de las paredes. Peces de todo tipo fijaban en ellos sus ojos redondos llenos de vida. Tiburones y ballenas se deslizaban plácidamente junto al barco. — ¡Qué sorpresa, Leal, el fondo del mar no es llano! ¡Veo colinas, valles y desfiladeros, y están llenos de algas! —Existen también verdaderos abismos, Jaime. A las zonas más profundas del mar se les llama zonas abismales; allí la vida vegetal no existe; el agua es una masa gris y la vida submarina se desarrolla en densas tinieblas. Los peces luminosos abundan, adornando la oscuridad con asombroso colorido. Hoy no llegaremos a ellos porque no quiero alejarte tanto de tu casa. Nos limitaremos a explorar la zona pelágica. Los ojos asombrados de Jaime contemplaban las enormes medusas, albergando centenares de peces bajo sus paraguas protectores; los gigantescos cangrejos, los pulpos de grandes tentáculos, peces luminosos, pejesapos, esponjas y gorgonias o abanicos de mar, luciendo sus tonos de azul y púrpura. —El mar es muy rico, Jaime. Las naciones que no tienen mar territorial están en desventaja—. Jaime tenía sed y Leal le brindó un vaso de agua. — ¿Te das cuenta de qué diversidad de apariencias y usos puede tener el agua? En el mar y en un río es hermosa y útil porque está organizada; en un aluvión es peligrosa porque está fuera de control; en un vaso es inofensiva y apetecible, porque está a nuestro servicio. La gente se parece mucho al agua; si olvida el lugar que le corresponde puede convertirse en una amenaza; si observa la ley y el orden es muy valiosa. Voy a atracar un poco más allá del muelle para que puedas observar a los que vuelven. — ¡Qué bueno s estar en una nave de vidrio viendo lo que pasa afuera! — Los de afuera también nos ven a nosotros Jaime, y nos juzgan por nuestros actos. En un buque transparente, igual que en la vida, nada se puede ocultar indefinidamente.

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Cuando la nave se detuvo, Euritmio los deleitó con su canto exquisito. Leal hizo comentarios muy interesantes sobre los que volvían del lado derecho. Muchos se apartaban tomando las sendas que abreviaban la llegada al cementerio. Algunos, porque su principal interés había sido comer y tenían las arterias recargadas de colesterol. Otros, porque tenían la corriente sanguínea llena de alcohol. Pasó un hombre con marcas de severas quemaduras en la cara y en las manos. Leal explicó: —Fue un terrorista. Estaba colocando una bomba en un aeropuerto, la cual estalló antes de que pudiera huir. Cuando los medios empleados para promover nuestras causas no tienen la aprobación de Dios, las armas que usamos se vuelven contra nosotros mismos. Una mujer muy pálida se acercó tambaleándose, como si no reconociera el camino por donde andaba. —Ésta le pidió a las drogas la llave de la felicidad y recibió las llaves de un laberinto subterráneo de donde no sabe salir. ¡Cuántos de éstos pensaron que eran sabios por la manera en que disfrutaban su vida y tarde o nunca se dieron cuenta de que eran tontos! Fue un descanso para los ojos ver venir a una anciana de expresión dulce y serena: —Fíjate, Jaime, trae la Biblia en la mano y la palabra muerte no la asusta; por eso conversa animadamente con el Tiempo. — Tal vez nunca le han sucedido cosas tristes. — La observo desde hace años. Quedó viuda aún joven y uno de sus hijos murió trágicamente. Vio fracasar proyectos anhelados y recibió decepciones, pero ha alcanzado la euritmia porque le preocupó más dar que recibir. Verás la misma serenidad en los que han vivido vidas útiles y han amado el trabajo. Muchos de éstos fueron tenidos por tontos. Pero Dios les demostró por sus bendiciones que habían sido sabios. Pronto se pondrá el sol, Jaime, debes retomar tu camino. Cuida la brújula de tu conciencia para que siempre marque el norte. Alimenta bien al pájaro que tienes en tu corazón para que llene tu vida de armonía. Compórtate de una manera honrosa en la nave de vidrio de la vida. No dejes que las aguas turbias del terrorismo te arrastren y te conviertan en un instrumento destructivo. Que la paz y el orden que viste en el mar sean siempre un recuerdo inspirador para ti. Estaré atento cuando pases por el camino de vuelta. Es mi mayor deseo que, cuando tengas tu encuentro con el Tiempo, él pueda decirte: —Fuiste un buen hijo, un honorable ciudadano y un digno habitante de la tierra. El Tiempo, ese personaje de ojos profundos que existe paralelamente con Dios y siempre dejó atrás a todos los vivientes de la tierra, atento a su trabajo de repartir oportunidades y de abrir caminos nuevos en la vida de los humanos, no había perdido de vista a Jaime. Poco después de aquella intrépida visita del niño a su casa y de la improvisada entrevista con su mayordomo, causó un afortunado encuentro en que los padres de Jaime, Ramón y Cristina Castaño, recibieron el mensaje de Dios de labios de un amigo de la adolescencia. En el estudio bíblico que se condujo con la familia, muchas de las interrogantes que Jaime tenía en su mente se fueron poniendo en claro y las cosas oídas y vistas en aquella tarde singular, adquirieron un nuevo sentido. La viejecita que había pasado junto a él con la Biblia en la mano, ahora tenía el valor de un símbolo. Jaime llegó a entender que la euritmia del corazón se puede lograr por medio del equilibrio espiritual, a pesar de los fracasos, decepciones y golpes dolorosos. Su fe creció fuerte y sana. Dios lo usó como una valiosa herramienta para introducir la luz y la fuerza dinámica de la verdad en otras vidas. Su adolescencia fue plácida y fructífera en buenas obras. Evitó las sendas tortuosas de la agitación social que varias veces quiso incluirlo en sus movimientos. Rechazó enérgicamente el paraíso de las drogas y no se esclavizó a la alegría sin raíces que produce el alcohol. Terminó la escuela secundaria, hizo un curso en idoneidad comercial, y al cumplir los veintitrés años tenía un buen empleo y un futuro promisorio. Ese año conoció a Sandra, cuando ella

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entró a trabajar para la misma firma. Los serios problemas de la muchacha eran el tema central de los momentos de descanso y las pausas para tomar café. — ¿Alguna novedad en cuanto a la situación de tu esposo? — No. El domingo lo encontré igual que siempre, un poco más tranquilo. Tal vez le estén dando drogas más fuertes. Me hizo una cantidad de preguntas ilógicas, pero no dijo nada de volver a casa. Parece que ni recuerda que tiene un hogar. El médico me recomendó que no trate de forzarlo a recordar cosas y que no me preocupe si llora, porque hay más esperanza para los que lloran que para los que ríen. Yo no veo ningún progreso aunque hace un año que está internado. — ¿Nunca sospechaste que había un problema mental antes de casarte? — No. El noviazgo duró sólo seis meses y él estaba pasando por uno de esos períodos de calma en que hubiera sido imposible imaginar lo que venía en camino. Nadie de su familia tuvo la honestidad de ponerme al tanto acerca de las crisis nerviosas que Carlos sufrió en su niñez, después de la meningitis, que de vez en cuando reaparecían. Supe hace poco que el médico lo había preparado con un tratamiento especial para que el cambio de vida al casarse no lo afectara, y que había expresado grandes esperanzas de que el matrimonio lo ayudaría. Por eso su familia, llena de expectativa, se cuidó de decir algo que me alertara. Todo anduvo bien hasta que se produjo la quiebra de la firma en que trabajaba. Luego vino la búsqueda de trabajo, la incertidumbre, los interrogatorios a los empleados hasta que se aclararon las maniobras dolosas, y todo eso fue demasiado para él. Sandra disfrutaba de la compañía de Jaime. Hallaba consuelo en su conocimiento de las Escrituras y en sus respuestas profundas que surgían sin demora en el momento oportuno. Pronto aceptó un estudio bíblico que él conducía en la pieza donde estaban los departamentos de literatura y revistas junto al Salón del Reino, una hora y media antes de la reunión de los domingos. De vez en cuando, al salir de la oficina, se detenían en la pequeña confitería que había en la otra cuadra y conversaban largamente. Ese grato compañerismo se arraigó fuertemente en el corazón de Jaime. Ante la insistencia de Sandra por conocer la verdadera situación de Carlos, el médico finalmente admitió que era un caso de demencia incurable. Sandra y Jaime estaban ante un callejón sin salida. El Tiempo, desde su torre de vigilancia los observaba, preguntándose si tendrían la disposición abnegada y la integridad moral necesarias para condenar aquel amor recién nacido a una espera por tiempo indefinido. Sandra necesitaba una salida, se sentía sola y desvalida. Su madre había muerto; su padre anciano, introvertido y amargado, no le brindaba ningún apoyo moral. Su único hermano había emigrado a Canadá en busca de mejor porvenir. — Entiendo que tu situación es triste y difícil, Sandra. Pero estoy seguro de que cuando te sientas completamente integrada a la familia de la fe, esa impresión de soledad se irá borrando. Además, nunca te faltará mi apoyo, y cuando menos lo esperes, Jehová abrirá alguna puerta y todo cambiará para bien. Quiero animarte a participar en la obra del Reino tanto como te sea posible. Te sentirás útil y te llenarás de satisfacciones espirituales que nunca has experimentado antes. No hay más remedio que esperar. La ley de Dios no te da libertad para sustituir a tu esposo. Estás ligada a él mientras viva, como tú misma lo has leído en la Biblia. Aunque él no esté en condiciones de convivir contigo ni de proveer tu sustento, el lazo que los une no ha sido roto. Debes serle fiel y esperar el desenlace.

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Él necesitaba convencerse a sí mismo con tales declaraciones. Necesitaba repetirse que esa muchacha desolada pertenecía a alguien que no había renunciado conscientemente a sus derechos de esposo ni estaba en condición de hacerlos valer. Aquella pasajera de la nave de vidrio, de cabello claro, rostro suave y voz cálida, estaba grabando su imagen con trazos profundos en el corazón de Jaime. — Quiero que me comprendas, por favor. ¿No te parece terriblemente duro el que una persona joven, sana y con ansias de vivir como soy yo, siga por años atada a otra que no vive, simplemente existe; que no sirve como apoyo ni como compañía; que es sólo una rémora? Esto es algo parecido a la inhumana tortura que algunos en la antigüedad aplicaban a sus prisioneros, atando a sus espaldas el cuerpo de un muerto y obligándolos a caminar con él hasta que se contaminaban y a su vez morían. — Sandra, te lo ruego, no recargues los tonos sombríos en el cuadro. Cuídate de la auto compasión. Es un sentimiento que perjudica mucho si pasa de los límites de lo razonable. No hay que olvidar que Dios está atento a obrar a favor de los que se apoyan en él. Si tomamos decisiones imprudentes, o tratamos de precipitar las cosas, nos estamos poniendo de por medio para impedirle a Dios que realice lo que está en su mente. Ramón Castaño, conociendo la situación de la muchacha, estaba preocupado por aquel compañerismo que se hacía cada vez más estrecho. Se veían en el trabajo cada día, estudiaban y predicaban juntos. Una larga conversación con su hijo le reveló que el conflicto no sería fácil de resolver. No encontró palabras que tuvieran la fuerza suficiente para poner las cosas en su lugar. Lejos de eso, Jaime lo alarmó expresando el deseo de mudarse de su casa para librar a sus padres de toda responsabilidad respecto a su conducta futura. Sandra estaba tramitando el divorcio. Jaime empezaba a justificarla. ¿Era lógico que se secara en vida esperando una solución que no se producía? Estaba atrapada en una situación a la cual había sido conducida a ciegas. Siendo tan nueva en la verdad, ¿podrían exigirse de ella sacrificios extremos y la integridad necesaria para soportarlos? Aún si ambos se cansaban de esperar y decidían casarse sin derecho bíblico, ¿se le podría atribuir tanta malignidad como para pensar que se ponían fuera de la misericordia de Dios? ¿No había perdonado Jehová transgresiones mucho mayores, como la de David y Bat-Seba? — La Biblia promete el perdón a los arrepentidos, Jaime, pero no habla de consolar a los especuladores. Estás haciendo cálculos en cuanto a lo lejos que alguien puede ir poniendo a Dios a prueba. ¿No te parece muy arriesgado contar con un perdón calculado de antemano? ¿Podemos los humanos crearle un compromiso a Dios? Él podría disgustarse con tu presunción y dejarte atrapado en las redes que el mundo tenderá a tu paso cuando te alejes de la organización protectora. Tu conciencia es en este momento una brújula que no marca el norte. Tu flojedad, si cedes en perjuicio de los principios bíblicos, no será inspiradora para Sandra. — ¿Y si yo fuera la persona señalada por Dios para compensarla por tanto sufrimiento? — En tal caso, trata de no actuar antes de tiempo. A todo hombre le gusta el papel de redentor, pero un actor tiene que hablar en el momento que le corresponde. Si está muy apurado por hacer su parte, echa a perder todo. Te ruego que ores mucho, Jaime. ¡La impaciencia del corazón arruina tantas cosas! A pesar de que tenía en vista un hotel familiar cerca de la oficina, el joven no se apresuró a salir del hogar paterno. Era visible que le costaba mucho dar ese paso. El Tiempo, con sus insustituibles recursos, intervino sabiamente haciendo acontecer varias cosas que demoraron la decisión de Jaime y le dieron la oportunidad de pesar y medir cuidadosamente algunos detalles.

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Mientras tanto, Sandra comentó con algunas muchachas de su edad los planes confidenciales que tenían ella y Jaime. Se jactaba de que iban a unir sus vidas y que estaban dispuestos a todo, “pese a quien pese”. Desde allí hasta el desenlace, fueron tema de muchas de las conversaciones que se hacían en voz baja. La lentitud de Jaime en salir de su casa empezó a impacientarla. Percibió que los sentimientos van perdiendo fuerza en su carrera arrolladora, igual que los huracanes, cuando la conciencia no cede terreno. Con el fin de precipitar la definición empezó a presionarlo. Si estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo para probarle su amor, ¿por qué esperar al fin del divorcio? ¿Qué diferencia había en formar un hogar ahora y legalizar su unión después? ¿Acaso el resultado no iba a ser el mismo si los componentes del pecado se ponían en distinto orden en la suma? Ahora, la mujer idealizada, frágil y sufrida, que necesitaba tanto un redentor, puso en descubierto ciertos músculos que no había usado antes, y con violencia mal disimulada estaba empujando al héroe de la historia hacia un despeñadero. El Tiempo sabio estaba poniendo a prueba el temple de cada uno. Sandra, despechada porque los planes confidenciales que había estado divulgando no recibían la confirmación deseada, enfrentó a Jaime decididamente. — ¿Y para esto esperas que yo también me bautice? ¿Para anularme como persona y convertirme en un títere que actúa según la voluntad de los que tienen los hilos en su poder? Voy a vivir mi vida, no pienso enterrarla bajo un montaña de convencionalismos y prejuicios como tú. Una profunda desilusión se apoderó de Jaime cuando Sandra abandonó la congregación. Las convicciones bien arraigadas que habían sido el fundamento de sus actos hasta entonces, eran como esos arbustos entre las rocas de las montañas, que aguantan nuestro paso y nos detienen en la caída. No pensó en seguirla, pero se estancó en una enfermiza desmoralización. Empezó a perder reuniones y la distancia entre él y la organización teocrática se fue haciendo más grande; el hueco se fue llenando de frío. No encontraba fuerzas para volver a ocupar su lugar en la congregación. La confusión mental que se apoderó de él le hacía ver a sus hermanos como un cuerpo de jueces acusadores, un Sanedrín sin misericordia. Suponía que todos habían llegado a conocer sus planes anteriores de alejarse por un tiempo calculado, como en un acto teatral, y volver a un plazo reglamentario, reclamando el perdón y dándolo por sentado. Cambió de empleo para no encontrarse más con Sandra. Completó su carrera en ciencias económicas; compró un auto nuevo y recorrió los países limítrofes en sus vacaciones. Se aturdió con muchas cosas sin llenar el vacío. Así pasaron varios años. Euritmio estaba acurrucado en su jaula, silencioso, insatisfecho y mal alimentado. El Tiempo, que abarca tantas cosas con su mirada escudriñadora, ve también las heridas y derrama sobre ellas un ungüento curativo y cicatrizante. Paso a paso, como un convaleciente que aprende a caminar de nuevo, Jaime recobró su lugar en el pueblo de Dios. Poco después conoció a Sonia y se apoyó confiado en su corazón estable y maduro. La nave de vidrio estaba deslizándose sobre aguas tranquilas y Euritmio frecuentemente ensayaba nuevos trinos. De allí en adelante su vida fue un huerto pulcro y bien cultivado, abundante en frutos excelentes. Llegó a ser miembro del cuerpo de ancianos de la congregación y las palabras de Isaías, capítulo 32, se convirtieron en una realidad relevante en él. Tuvo el privilegio de ser, en momentos oportunos, un refugio en la tempestad, un manantial en un paisaje árido; la sombra de una gran roca en un desierto que se transita fatigosamente. Tres veces se cruzó con Sandra a lo largo de los años y la vio siempre del brazo de distintos hombres. Supo que Carlos había muerto de un paro cardíaco poco después de que ella se había

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alejado de la congregación. El desenlace no estaba tan lejos entonces, si los dos hubieran sabido esperar y si hubiera valido la pena hacerlo. El siglo veinte llegaba a su fin cuando Jaime, con las sienes nevadas, a los sesenta y un años, estaba caminando a la derecha de la casa del Tiempo. La tierra se veía anegada por las aguas turbias del terrorismo. Los que guardaban su pacto con Dios eran agua mansa, canalizada dentro de su organización terrenal, destacándose en vivo contraste con la violencia circundante. Una voz que no había oído desde hacía más de medio siglo lo saludó familiarmente: — ¡Jaime! ¡Celebro el encuentro! ¿Recuerdas que te dije que iba a estar atento para verte pasar de este lado? Felizmente estás disfrutando de la medida de vida que te corresponde y no has tomado ninguna de las sendas que cortan camino al cementerio. — ¡Leal! ¡No has envejecido un día desde aquella tarde! Yo también deseaba volver a verte. ¿Cuál será el resultado de mi entrevista con el Tiempo? — Favorable, sin duda. El Tiempo se siente feliz por haberte llevado en su curso. — Tengo algo que recriminarme. Perdí algunos de los mejores años de mi vida disfrutando de cosas vanas y vacías. No he usado bien mis oportunidades. — Todo ha sido superado y compensado por la calidad y la intensidad de lo que hiciste después, Jaime. Hay ocasiones en que los sabios obran como tontos y hay circunstancias en que los tontos son iluminados por un rayo de sabiduría. Dios no se apresura a juzgar a unos ni a otros en ese momento pasajero. Es necesario esperar el balance final. El balance de tu vida es positivo. Tu recuerdo está en un marco brillante en la mente de los que gozaron de tu amistad. Tus padres murieron reconfortados con la esperanza de encontrarte al volver. Tus hijos están ahora en el camino de ida. Santiago y Gabriel son nobles y trabajadores. Claudia emprendió el precursorado, que es la carrera más valiosa. Todo eso no es mérito de ellos solamente. Tú y Sonia han hecho su parte. Pasaste por el mundo sin que se te adhiriera ninguna mancha que el agua de la verdad no pudiera borrar. Ningún mote denigrante le hace sombra a tu nombre. No eres un árbol estéril. Haces honor a tu apellido, Jaime Castaño, árbol de buena sombra y fruto agradable. Tu salario final te será entregado con una amplia sonrisa de aprobación.

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EL ROSTRO DE LA ESPERANZA

Chilcas, 2 de Agosto Querida Judit, mi inolvidable amiga: Esta es la respuesta a una carta que me escribiste hace veintidós años. El tiempo pasó, borrando y arrastrando muchas cosas, pero el recuerdo de aquella compañerita de juegos de mi niñez, sigue latente en mí. Por una razón especial que trataré de explicarte, he pensado mucho en ti en los últimos tres años. Me enteré de que te habías mudado a Valle Claro pero no sabía cómo conseguir tu dirección, hasta que alguien mencionó que tu tío Salomón tiene una casa de compra y venta de muebles en el otro extremo de la ciudad, cerca del molino. Resuelta a restablecer la comunicación contigo, fui a verlo. Lo hallé envejecido, como es de esperar, pero con la misma disposición amable de aquellos días. No se acordaba de mí. Tuve que mencionarle una cantidad de detalles para que me reconociera. Se ve que mi interés por ti le resultó simpático. Me contó que estás felizmente casada con un hombre trabajador y bueno y que tienen tres hijos. ¡Qué hermosa noticia! Le hice recordar que fue él quien me esperó a la salida de la escuela para entregarme la carta tuya que hoy me propongo contestar. ¿Me creerás si te digo que aún la conservo junto con otros recuerdos? Me llamó la atención que al despedirse, Salomón me dijo: —Ahora te vas a entender mejor que nunca con Judit—. Cuando le pregunté por qué, sonrió sin responderme. En aquel tiempo, teníamos ambas doce años, no pude ni supe hacerte saber lo que sentía, pero el día en que papá decidió ponerle fin a nuestra preciada amistad, fue uno de los más tristes de mi vida. ¿Recuerdas cómo me apuraba cada tarde con los deberes de la escuela para tener un ratito para ir a jugar a tu casa? A veces tú venías a la mía. Me fascinaban el ambiente religioso de tu hogar, las tradiciones judías de tu familia y las lecturas bíblicas de tu abuelo. Lo recuerdo traduciendo pasajes de su Biblia hebrea y parafraseando relatos. Los viernes a la caída de la tarde, tu madre encendía varios candelabros porque estaba comenzando el sábado y ningún trabajo servil se haría, ni siquiera encender las luces, hasta la puesta del sol de la siguiente tarde, cuando el sábado terminaba. En mi familia, sólo las mujeres creían en Dios y hablaban entre ellas de su fe. Los hombres, incluso mi padre, se jactaban de su ateísmo como si hubiera sido una señal de inteligencia y cultura. Mamá me había advertido que no hiciera comentarios en casa sobre lo que ustedes me enseñaban de la historia judía, porque veía el peligro de que papá me separara de ti. Entonces vino aquella terrible experiencia que lo puso contra todos los judíos: Su socio de muchos años, un israelí que no hizo honor a su nombre, lo defraudó en una suma tan grande, que todos los proyectos de ensanchar y modernizar la fábrica quedaron definitivamente frustrados. Hacía tres días que él no me dejaba ir a tu casa y no había posibilidad de encontrarnos, ya que no íbamos a la misma escuela. Tu madre vino contigo para saber la razón de mi ausencia. Las vimos llegar desde el ventanal. Él le ordenó a mamá permanecer adentro conmigo y salió al jardín. Su voz llena de ira llegaba claramente hasta nosotras. Dijo que nunca más quería ver un judío en su casa ni permitiría que su hija visitara un hogar judío, después de la estafa con que uno de ellos había ensombrecido su vida.

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Yo lloraba tanto y con tal angustia, que mamá me abrazó tratando de calmarme. Dos o tres días más tarde, tu tío Salomón me alcanzó la pequeña carta que todavía se puede leer, aunque amarilla y borrosa. “Elisa: quiero que sepas que a pesar de todo lo que pasó te quiero mucho. Mamá y abuelo dicen lo mismo. Algún día tu papá se dará cuenta de que no todos los judíos somos estafadores. Me gustaría que volviéramos a ser amigas cuando seamos grandes. Te dibujé ese pájaro para que lo guardes de recuerdo. Que Dios te cuide. Un beso. Judit”. No podía pasar este invierno sin escribirte, porque en Octubre estaré en Roble Añoso, a sólo veinte kilómetros de tu casa, por causa de una asamblea religiosa. Ahora que tengo tu dirección no podré resistir la tentación de ir a verte. Ya te explicaré personalmente el propósito de estas asambleas. Papá siempre decía que él no permitiría que nadie me inculcara una religión a fin de que yo estuviera libre para aceptar cualquiera cuando fuera mayor, si ese era mi deseo, sin influencia ajena. Cuando estábamos solas, mamá satisfacía mis ansias de saber con migajas espirituales, hablándome de Dios en la forma indefinida y vaga, llena de dogmas inexplicables, que le había legado su religión católica. Hoy comprendo que aquella inseguridad, aquel descontento que prevalecía en mí, eran producto del instinto de adoración insatisfecho. En el corazón humano hay un altar innato para Dios y cuando este lugar está vacante, cuando nos sentimos huérfanos de ese supremo amor, no podemos aceptar con éxito ningún sustituto. La vida nos aturde con lo que nos da, nos distrae para que no midamos la profundidad de ese vacío, pero jamás lo llena. La inestabilidad que uno siente cuando el ateísmo lo envuelve en su atmósfera sin esperanza, se puede comparar a la sensación de navegar en un mar embravecido por la tempestad, a la deriva, con pocas posibilidades de llegar a un puerto en calma. La desorientación a que me empujaron las ideas de mi padre y la infelicidad que surgió de mi instinto de adoración insatisfecho, produjo un conflicto interno que me dejó sin defensas emocionales. Esto me hizo campo fértil para una experiencia lamentable. Algunos meses después de la muerte de mamá, un hombre se cruzó en mi camino, justamente cuando necesitaba alguien en quien refugiar mi desolación. Hablaba de Dios y llevaba una medalla que había sido de su madre en la malla de su reloj pulsera. Algunas veces, cuando mencionaba su niñez, los ojos se le llenaban de lágrimas. Solía apretar aquella imagen religiosa contra su corazón atribuyéndole protección y guía en los momentos difíciles. Era la antítesis de mi padre y creí en él ciegamente. Esta carta se está haciendo muy larga. Espero que tengas suficiente paciencia para leerla. Ahorrando detalles tristes, te diré lo que todo el mundo sabe de mí: soy una madre soltera con un hijo de diez años. Hace ocho años que no tengo noticias del padre de mi hijo. Su proceder me causó tanto desconcierto que solamente pude entenderlo cuando aprendí la diferencia entre la religión falsa y la verdadera. Mi hijo se llama David. Ese nombre me suena dulce y hermoso desde que tu abuelo nos hablaba del autor de la mayoría de los Salmos. Deploro aquel error, pero eso no me hace mirar con disgusto a mi hijo. La vida es de Dios. Aunque este privilegio no me correspondía, el amarlo y cuidarlo como quien tiene que dar cuenta a Dios, me ha acercado más a él. Para mi gozo, su mente es tierra fértil para la fe verdadera. Te decía antes que llegué a sentirme como un barco a la deriva cuando no conocía la verdad sobre Dios. Me faltaba el ancla firme, que es la esperanza. Esta ilustración no es original mía, la usa un israelita de la antigüedad, Pablo, el apóstol de Jesús, en una carta a sus connacionales, los hebreos, en el capítulo 6. (Esta es la parte de la Biblia que los judíos no usan).

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Hay un cuento en uno de los libros escolares que aún conservo. Quizá tú también lo recuerdes. Empieza diciendo: “El Tiempo, ese respetable anciano que conoce palmo a palmo el espacio infinito, pues lo ha medido junto con Dios, atravesando las épocas sin demorar ni acelerar su ritmo; sereno, sabio, inmutable ante cualquier desafío; ese personaje de mirada escrutadora y profunda, tiene una gran despensa donde guarda bienes de valor inalterable, reliquias históricas y objetos de valor documental. El Tiempo necesitaba un ama de llaves para su despensa y estuvo muy complacido en darle ese trabajo a la Esperanza. Personificada como una hermosa mujer, desempeñaba sus tareas fielmente”. La narración decía que cuando la gente acudía en busca de cosas celosamente guardadas, encontraba a la Esperanza de espaldas, ordenando los estantes. Absorta en su trabajo, respondía en pocas palabras, aunque en tono amable. Raras veces interrumpía sus quehaceres y se daba vuelta para enfrentar a su interlocutor con su rostro resplandeciente. De modo que multitudes pasaban por la despensa del Tiempo sin ver el rostro de la Esperanza. A los más persistentes e investigadores les alcanzaba algún objeto muy preciado que buscaban afanosamente. Podía ser un manuscrito antiguo, una reliquia arqueológica, una fórmula medicinal que no se había usado por siglos o un secreto de belleza. Un hombre le preguntaba si existía Dios y ella le contestaba de espaldas: —“Si Dios no existiera ni tú ni yo estaríamos sobre la tierra”. Judit: yo fui a la despensa del Tiempo mendigando pan espiritual para la miseria interior que me afligía. La Esperanza se conmovió y sacó de uno de los estantes el mayor tesoro que el Tiempo había depositado allí: la Biblia. Me la alcanzó por encima de su hombro, sin volverse hacia mí. ¡Y estaba en nuestro idioma! ¡Pude leerla yo misma! Unos meses más tarde, volví con una decisión tomada respecto a mi futuro. Ahora existía una relación personal entre Dios y yo. La Esperanza reconoció mi voz y volvió su rostro hacia mí. Irradiaba luz, como el rostro de Moisés cuando descendía del Sinaí, después de hablar con Jehová cara a cara. Te decía al principio que desde hace tres años siento el deseo de volver a comunicarme contigo. Tu madre y tu abuelo frecuentemente decían que algún día Israel recibiría al Mesías prometido. Hoy yo sé todo lo que es necesario saber para identificar al Mesías. Por favor, no lo tomes a mal. Entiendo que para un israelí es profanación aceptar explicaciones sobre el Mesías de parte de un cristiano; pero no seré yo quien te lo aclare. Si tenemos la felicidad de volver a vernos dejaré que las palabras de Moisés y los profetas te den la respuesta. Quiero contarte algo más sobre mi padre. Hace cuatro años que falleció. Cuando se acercaba su muerte sentí una profunda compasión por él. A pesar de sus buenas cualidades y su integridad moral, no tenía reservas espirituales para hacerle frente a la terrible idea de volver a la nada. ¡Qué doloroso es sentir, como él lo afirmaba, que uno existe por un accidente biológico y que los cobardes inventaron a Dios porque necesitaban alguien que los cuidara desde lo alto! El ateísmo de mi padre no resultó ser una prueba de fortaleza como él suponía. En su juventud se preciaba de creer solamente en los hombres. Cuando los hombres lo defraudaron cambió su refrán. En los últimos años decía: “Sólo creo en mí mismo”. Nunca encontró con qué reemplazar a Dios. Muchas veces le oí decir que no entendía más a la gente y que la gente no parecía entenderle a él. Mamá pagó un precio por la paz doméstica, jamás le discutía nada; había aprendido a escuchar cualquier cosa de sus labios sin contradecirlo. Pero papá no volvió a encontrar a otra persona en el mundo que diera tanto por su amistad. Esa fue la revancha involuntaria de mi madre: sin saberlo, se hizo insustituible; sin proponérselo se hizo añorar a lo largo de esos años tan vacíos que mi padre tuvo que vivir in ella.

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Algo que contribuyó a cerrar la brecha que nos separaba fue que mostró gran preocupación en cuanto al bienestar mío y de mi hijo. Me instó sensatamente a no abandonar mi hogar para seguir a un aventurero y tomó varias precauciones para nuestra seguridad cuando él faltara. A pesar de que en el primer momento fue un choque para él aceptar mi maternidad, más tarde se alegró de que no lo hubiéramos dejado solo, y le tomó mucho cariño a David. Mi hijo trajo una corriente de vida nueva a nuestro hogar, demasiado callado y quieto, ya que casi nadie nos visitaba. Gracias a Dios, tu Dios que es el mío, hoy tengo esperanza. Los rasgos de su rostro son inconfundibles para mí y jamás iría a buscarla donde no está. ¡Cuánto me gustaría ayudarte a identificarla! Por favor, contéstame y cuéntame algo más sobre tu vida. Con gran cariño te abraza:

Elisa

Valle Claro, 19 de Septiembre Mi querida Elisa: ¡Tu carta fue una caja de hermosas sorpresas! ¿Quién iba a pensar que me escribirías después de tantos años? A través del tiempo muchas veces te recordé con cariño, pero pensé que tal vez nunca volveríamos a encontrarnos. El que el tío Salomón te haya dado mi dirección, y más aún, que te haya hablado bien de mi esposo, me da la pauta de algo que deseaba saber: ¡No está enojado conmigo, ni me va a recibir fríamente si voy a verlo! Quiero que conozca a mis hijos; el mayor se parece mucho a él. ¿Por qué te dijo que ahora nos vamos a entender mejor que nunca? Considera que las circunstancias nos acercan, ya que mi esposo no es judío, es de familia católica. Eso causó una conmoción en mi familia y me casé contra la voluntad de todos los que estaban allegados a mí por amistad o lazos de sangre. Mi abuelo, el que nos leía la Biblia, murió cuando yo tenía quince años. Mamá, viuda desde muy joven, como recordarás, pensaba que yo estaba obrando caprichosamente porque no estaba mi padre para imponer disciplina. Tío Salomón, el hermano mayor de papá, habló muy seriamente conmigo sobre la insensatez de hacerme impopular entre la comunidad israelita y disgustar a nuestros amigos, que no estarían bien dispuestos para recibirme de vuelta y tenderme una mano si mi casamiento resultara un fracaso. Pero yo tenía veintidós años y estaba muy enamorada de Norberto; lo estoy todavía, después de tantos años de feliz vida en común. Su comprensión y paciencia me ayudaron en la difícil tarea de superar las diferencias de educación y formación entre nosotros. Los primeros años no fueron fáciles. Me sentía muy triste cuando llegaban las tradicionales fiestas judías y no tenía con quién celebrarlas. Conseguía el pan ácimo para nuestra Pascua, pero tenía que comerlo sola. En los Años Nuevos, Norberto trabajaba y pasaban como días comunes. Cuando llegaban los Años Nuevos y Navidades de la Cristiandad, lo acompañaba para celebrarlos con su familia, pero me sentía fuera de lugar. Estábamos divididos en cuanto a qué enseñarles a nuestros hijos; los confundíamos con versiones opuestas de lo que debían creer. Pero Dios tuvo misericordia de nosotros y un día, Norberto empezó a estudiar la Biblia. Al principio resistí sus intenciones de inculcarme sus nuevos puntos de vista. El progresó y yo me quedé estancada en la idea de que solamente los judíos tenían derecho a hablar de la Biblia. Al fin, las cosas maravillosas que Norberto compartía conmigo fueron venciendo mi terquedad. No tendrás necesidad de explicarme el propósito de la asamblea en Roble Añoso. Estaré allí, no como simple concurrente, sino simbolizando mi dedicación a Jehová. Tomaré mi lugar en las

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filas de Su pueblo junto a mi esposo, bautizado desde hace dos años. ¡Y qué regalo del cielo el que mi querida amiga de la infancia esté presente en esa ocasión! Mamá fue cambiando paulatinamente al ver que mi felicidad era sólida y al fin se decidió a vivir con nosotros después de rechazar la idea por varios años. Quiere mucho a sus nietos y es una gran ayuda para mí. Ella está deseando verte, tanto como Norberto y yo. No dejes de traer a David; todos queremos conocerlo. Tenemos un auto grande y podemos viajar juntos de vuelta a Valle Claro. Te ruego que hagas planes para pasar algunos días con nosotros. Te va a gustar mi casa. Tenemos un pequeño jardín al frente, que mamá cuida y siempre tiene flores y una huerta al fondo donde todos trabajamos un poquito. Hay algunos árboles frutales y mucho lugar para que los niños jueguen. En la adolescencia seguí cultivando mi afición por el dibujo y la pintura. Cuando vengas verás en el comedor mi cuadro predilecto. Está muy lejos de ser una obra maestra, tiene muchos defectos, pero me encanta mirarlo porque es un testimonio de lo que creo y espero. Representa el pasaje de Isaías 11: 6 al 9. Un niñito conduce a un león, seguido por varias bestias salvajes. A la derecha, un lobo y un cordero juegan recostados sobre el pasto. Antes de conocer la verdad, muchas veces pregunté cuándo llegaría el momento en que el lobo y el cordero pudieran estar lado a lado pacíficamente. Nadie supo contestarme. Hasta hoy los judíos no tienen la respuesta, porque el Mesías que no aceptaron ni reconocieron es el único que puede lograrlo. Para mí también, Elisa, el rostro de la Esperanza ha resplandecido. No recordaba el deseo formulado en aquella carta, de que volviéramos a ser amigas cuando fuéramos mayores. Me alegra que Jehová lo haya recordado por más tiempo que yo y nos dé la oportunidad de ser más amigas que nunca, mejor aún, hermanas, ahora que la niñez quedó tan lejos. Ansiando verte en Octubre:

Judit

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UNA TARDE EN LA ESCUELA DE MÚSICA

Esdras capítulos 1 al 6 La nueva sociedad terrestre, unida por un idioma mundial y estimulada por una cultura uniforme, está alcanzando el cenit en todas las manifestaciones del arte. El Reino de los cielos le está dando a cada uno de sus súbditos el privilegio de desarrollar sus talentos y usar sus oportunidades. La pintoresca población del mundo se compone de tres grupos: los sobrevivientes del Armagedón, los nacidos en el Paraíso y los resucitados, abarcando todas las épocas de la historia humana. No existe ninguna brecha entre estos grupos; se amalgaman fácilmente, se complementan entre sí y cooperan para llegar juntos a la ansiada madurez como pueblo de Dios. ¡Feliz presente que nunca se convertirá en nostalgia! ¡Insuperable realidad que nunca será cenizas! La escuela de música estaba más concurrida que nunca aquella tarde. Varios alumnos traían acompañantes. El tema anunciado había despertado interés y curiosidad. Los instructores que organizaron la serie de conferencias sobre la historia de la música, habían prometido la presentación de instrumentos musicales primitivos, fabricados en el mismo taller de la escuela bajo la dirección experimentada de músicos de las primeras etapas de la historia. La conferencia de ese día sería ilustrada por breves obras musicales antiguas interpretadas en tales instrumentos. Dámaris, la exitosa soprano que tiene el papel de Miriam, la hermana de Moisés, en la ópera "El Éxodo" que se estrenará el próximo invierno, y Timoteo, el robusto barítono que se desempeñará como el Faraón en la misma obra, llegaron a último momento, cuando la sala estaba en silencio esperando la disertación Una muchacha alta, de cabello oscuro y apariencia muy atractiva los acompañaba. El auditorio, profundamente abstraído en el tema, empezó a tomar notas sobre las diferentes partes del simposio. Luego entraron algunos alumnos exhibiendo los instrumentos antiguos: flautas, cuernos, gaitas, arpas, cítaras, címbalos, timbales, trompetas, y otras arpas más pequeñas que se pulsaban con los dedos, sin necesidad de plectros; ésas que los griegos llamaban salterios. Dámaris pidió la palabra: "Esta es una ocasión muy especial para que conozcan a mi compañera. Se llama Milca y hace sólo tres días que ha vuelto del Sheol para unirse a la población del Nuevo Orden. Ella conoce bien todos esos instrumentos porque solía cantar acompañada por ellos de los días emocionantes en que un resto de Israel volvió del cautiverio babilónico para reconstruir Jerusalén bajo la jefatura de Zorobabel." Tanto los profesores como el alumnado pidieron que Milca les contara sus más sobresalientes recuerdos de aquellos días repletos de acontecimientos que tuvieron tanta gravitación en el futuro del pueblo hebreo. Nadie tenía prisa por marcharse. Su relato lleno de colorido y sentimiento puso un toque distinto en la rutina y convirtió aquella tarde en un recuerdo imborrable. - "Gracias por hacerme sentir tan bienvenida y por el interés que muestran en lo que yo les pueda contar. Mis padres eran hijos del destierro, nacidos en Babilonia. Mis abuelos paternos y maternos habían sido llevados allí en su temprana juventud, cuando Nabucodonosor, enfurecido por la traición de Sedequías dejó casi despoblada la provincia de Judá. Recordaban el penoso viaje a pie por el desierto, que había durado casi cinco meses, sometido a la vigilancia de inflexibles soldados babilónicos.

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Mis padres crecieron oyendo hablar de la ciudad santa, Jerusalén que mis abuelos habían dejado atrás desolada y parcialmente quemada. Cuando nombraban a Jerusalén, los ojos de los ancianos se llenaban de lágrimas. Sabían por los profetas que vivían entre los sojuzgados que el cautiverio sería muy largo. De modo que se les hizo natural la idea de criar a sus hijos en Babilonia, edificar, plantar, vivir y posiblemente morir en tierra extraña. Algunos pocos habían sido llevados allí en la niñez y vivieron hasta el tiempo emocionante en que se organizó el primer contingente de judíos para ir a reedificar Jerusalén, cuando por providencia divina, Babilonia, el orgulloso imperio que se proclamaba invencible y jamás soltaba a sus prisioneros, cayó ante el avance unido de los medos y los persas. Ciro el persa, el compasivo rey conquistador, mostró gran interés en el pueblo hebreo sometido. ¡Habían pasado setenta y ocho años desde la caída de Jerusalén! El profeta Daniel, muy anciano ya pero siempre atento al desenvolvimiento de las profecías, hizo comentarios muy significativos sobre las palabras de Jeremías acerca de los setenta años decretados para la desolación de Jerusalén. Ahora sabíamos que en los próximos dos años se presentarían acontecimientos de enorme importancia. Las reacciones eran diferentes en unos y en otros. Muchos habían llegado a tener prosperidad material, se habían casado con caldeos y se habían hecho parte de la sociedad pagana que los rodeaba. El yugo que nos habían puesto no era tan asfixiante. Gozábamos de una buena medida de libertad para movernos dentro del país, para tener negocios, aprender oficios y practicar nuestra fe. Sin templo ni sacerdocio organizado, nuestra forma de adoración se había reducido a escuchar a los profetas, observar los sábados y privarnos de comer algunos alimentos prohibidos por la ley. A muchos les costaba aceptar la idea de abandonar una ciudad rica, llena de comodidades, y caminar por fe hacia una ciudad desolada por setenta años, para remover ruinas, reparar edificios, ahuyentar animales salvajes y vivir sin ninguna de las ventajas que la elegante Babilonia les ofrecía. A Babilonia la estaban viendo, a Jerusalén nunca la habían visto. Sólo con absoluta convicción y confianza en las promesas de Jehová se podía pensar en tal cambio. Algunos hablaban de ayudar con dinero y provisiones; estaban dispuestos a compartir lo que tenían con los que se iban con tal de que se les eximiera de la obligación de darse a si mismos. Gidel fue uno de ellos. Habíamos hecho planes para casarnos. Cuando yo me sentí impelida a unirme al grupo de los cantores que marcharían a la tierra de nuestros antepasados, él se puso muy triste. Usó fuertes argumentos para disuadirme, con la promesa de que iríamos más tarde, una vez casados. Pero yo no deseaba llegar a Jerusalén cuando la mayor parte del trabajo estuviera hecho. Quería tener la experiencia impactante de encontrarla en ruinas, en estado salvaje, y verla resurgir. Quería verla alzarse del polvo, vestirse de hermosura y lucir como una princesa a quien se le restituye su sitial de honor. Los más ancianos entre el pueblo, que dudaban de tener salud y fuerzas para resistir el viaje, animaban a los más jóvenes a ir. Hablaban de las glorias pasadas de Jerusalén y de la seguridad de que Jehová se mostraría fuerte a favor de ella. El decreto de Ciro autorizándonos a volver y asegurándonos el apoyo material de su gobierno para la reconstrucción, fue una evidencia de que Jehová estaba obrando a favor de su pueblo. Los preparativos avanzaron. A mí siempre me había gustado cantar. Oí muchos cumplidos acerca de mi voz agradable y melodiosa. Cuando organizaban coros me animaban a participar. Por eso tuve el privilegio de que me invitaran a integrar el grupo de cantores y cantoras que iban a acompañar la primera caravana que marcharía hacia Jerusalén. Nuestros corazones vibraban de entusiasmo cuando nos enteramos de que Ciro iba a entregar a los sacerdotes los vasos sagrados y los utensilios que los hombres de Nabucodonosor habían saqueado del templo de Jehová, trayéndolos a Babilonia como despojo. Esos días antes de la partida fueron inolvidables. Hubo despedidas conmovedoras, ya que no se trataba de un viaje de placer del cual volveríamos. Intentábamos hacer de Jerusalén nuestra morada definitiva. Los ancianos hablaban de los peligros del viaje, de los salteadores de camiones; de las bestias salvajes agazapadas en la maleza; de las largas extensiones sin agua al alcance del viajero.

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Pero, la confianza en nuestro Dios nos renovaba las fuerzas de continuo. Cuando el total de los viajeros se reunió fuera de las murallas de Babilonia para la partida, el espectáculo era extraordinario. Cientos de caballos, asnos y camellos; los bultos del equipaje; los instrumentos musicales; las bolsas conteniendo los metales preciosos y los cinco mil cuatrocientos objetos sagrados que debían ser restituidos al templo de Jehová; las carpas desarmadas y la provisión de agua y alimento. Entre la multitud de adoradores que se repatriaban se destacaban los sacerdotes y los levitas bajo la jefatura del sumo sacerdote Jesúa. Los rayos del sol arrancaban reflejos de sus trompetas de plata. Los cantores y cantoras éramos doscientos. Un buen número de esclavos viajaban con sus amos. Nos acompañaba un grupo grande de netineos; éstos eran extranjeros que voluntariamente se habían dedicado al servicio de Dios y serían usados como aguateros y leñadores del templo. Cuando se hizo el recuento final se elevó un grito de triunfo. Si trece personas más se hubieran decidido, hubiéramos completado los cincuenta mil. Aunque el número en sí era bastante respetable, en relación al total del pueblo en el destierro era un simple resto. Mis padres y mis hermanitos no podían unirse a la caravana porque mamá esperaba un bebé que hubiera nacido en el camino, pero se proponían llegar a Jerusalén en una próxima oportunidad. Al despedirnos, me besaron llorando repetidas veces. Mi madre decía: -” hija, sólo tienes veinte años. Eres joven para separarte de nosotros." - "Madre, Rebeca también tenía veinte años cuando dejó su hogar para ir al encuentro de Isaac." Gidel apretó mis manos; los dos sollozábamos. Me aseguró que arreglaría sus asuntos y marcharía a mi encuentro tras pronto como fuera posible. Zorobabel, el gobernador nombrado, pasó revista al pueblo y dio la orden de partida. Los cantores íbamos todos juntos montados en asnos. Al emprender la marcha entonamos fragmentos de los salmos a coro mientras la caravana avanzaba hacia el desierto. Atrás quedaba Babilonia, la enemiga de Jerusalén; la que había humillado y despojado. Ella tenía una condenación de muerte decretada por Jehová; ella también llegaría a estar en ruinas y no sería reedificada jamás. El viaje, que duró cuatro meses y algunos días no estuvo exento de penalidades. Todo lo que nos habían advertido resultó cierto. Los hombres jóvenes tomaban turnos, para vigilar el campamento durante la noche cuando armábamos las carpas o simplemente dormíamos bajo las estrellas, ya que era verano. Si veíamos un grupo a la distancia nos encomendábamos a Jehová. Podían ser maleantes peligrosos o comerciantes inofensivos que llevaban productos de un país a otro. En las horas de descanso, después de la caída del sol, cocinábamos tortas a las brasas y potajes con los granos que llevábamos, o degollábamos animales y los asábamos. Nuestras comidas no tenían mucha variación. De vez en cuando podíamos comprar vegetales y frutas en las pequeñas aldeas que encontrábamos muy de tanto en tanto. En esas horas de descanso, y también cuando interrumpíamos la marcha para guardar el sábado, escuchábamos las alentadoras pláticas de Jesúa, el sumo sacerdote, y de otros sacerdotes que nos acompañaban. Zorobabel, el gobernador, era un hombre de muy arraigada fe y nos animaba con sus palabras. Frecuentemente caminaba entre los acampados y se interesaban por cualquier problema que pudiera surgir. Después de la cena nos agrupábamos alrededor de las fogatas y cantábamos acompañándonos con nuestros instrumentos musicales. Yo tenía mi propio salterio y me encantaba pulsarlo. Aquel salmo que expresaba los sentimientos de Israel en el cautiverio estaba adquiriendo nuevo significado para nosotros: _"¿Cómo podemos cantar la canción de Jehová sobre suelo extranjero? Si te olvidara, oh Jerusalén, sea olvidadiza mi diestra. Que mi lengua se pegue a mi paladar, si no me acordare de ti" (Salmo 137). Ahora libres del yugo de Babilonia, en camino a

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Jerusalén, ¡qué fuerza tenían esas palabras! Nuestro regocijo desbordante fue vertido en un cántico que compusimos durante el viaje, basado en la introducción del libro de Lamentaciones de Jeremías, donde comparaba a Jerusalén con una viuda que se sienta solitaria llorando por los hijos que ya no están, una princesa humillada realizando trabajos forzados. Si me prestan el salterio les haré oir aquella canción. (Un torrente de notas cristalinas brotó al conjuro de su mano y tras ellas su expresiva voz:)

Oye Jerusalén, madre angustiada, que en ruinas, bajo el polvo estás durmiendo.

Se encaminan a ti los repatriados; del largo cautiverio están volviendo.

Nos esperas, herida y silenciosa, sin lámparas ardiendo, sin niños en tus calles,

sin agua en tus estanques sin pastores ni ovejas en tus valles.

Repondremos las puertas de tu templo, sellaremos las grietas de tu muro;

habrá grano de nuevo en los molinos; el pueblo santo habitará seguro.

Ya has llorado bastante, ríe ahora. Jehová te da la mano y te levanta.

Queremos ver reverdecer tus campos mientras tus hijos oran,

mientras tus hijas cantan. El agobiante verano se esfumó durante aquel largo viaje. En otoño llegamos por fin a Jerusalén. Mi corazón latió apresuradamente cuando la divisamos por fin, encamarada entre los montes. No se veían señales de vida en aquellas ruinas silenciosas encuadradas en un muro derruido. Verdaderamente parecía una viuda desolada, una princesa venida a manos que añoraba su perdido esplendor. Los más ancianos que habían conocido su desvanecida gloria, no podían contener las lágrimas. Los sacerdotes y el gobernador se ocuparon en primer lugar de edificar de nuevo el altar del templo a fin de ofrecer sacrificios quemados a Jehová. Pronto el humo de las ofrendas se veía ascender a la mañana y a la tarde como una oración sin palabras, dándole gracia a Dios porque Jerusalén era nuevamente el centro de la adoración verdadera. Hubo mucho trabajo duro que hacer para convertir las casas en lugares habitables y darles calor de hogar antes del invierno. Nuestras comidas seguían siendo simples y repetidas. Tendríamos que esperar hasta que los huertos produjeran vegetales y los árboles tuvieran buenos frutos. Al año siguiente fue colocado el fundamento para la reedificación del templo en una emotiva ceremonia. Los sacerdotes vestidos de ropas oficiales, con las trompetas, y los levitas con los címbalos, guiaron al cuerpo de cantores dividido en dos grupos. Un grupo cantaba las declaraciones sagradas de un salmo y otro respondía con el estribillo: "Porque su bondad amorosa es hasta tiempo indefinido." El efecto era tan emocionante que el pueblo no podía contenerse. Los más ancianos, que habían visto el templo anterior, sollozaban audiblemente. La felicidad de cantar en esta ocasión compensaba todo el esfuerzo de haber viajado a través del desierto, y todas las inconveniencias y peligros afrontados.

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Cada vez que llegaba una caravana de repatriados mi corazón se agitaba ante la idea de que Gidel pudiera estar entre ellos, pero la expectativa terminaba en desilusión. Tres años después del arribo del primer contingente llegaron mis padres. ¡Qué felicidad volver a verlos y conocer a la preciosa hermanita que había nacido después de mi partida! Y una vez más Gidel, no estaba en el grupo. Mi madre me contó que él acababa de casarse con una muchacha que yo conocí desde la niñez. Evidentemente, él había elegido a Babilonia como porción suya. ¡Pero yo tenía a Jerusalén y estaba entre las filas de los adoradores que querían verla resurgir! Dos años después de la llegada de mis padres, me casé con uno de los jóvenes que se habían repatriado al mismo tiempo que yo y fui madre de cuatro niños que me acompañaban al templo en todas las ocasiones festivas en que tenía que cantar. Jerusalén se veía cada vez más atractiva mediante nuestro esfuerzo por tener mejores casas, mejores huertos y jardines. Por alguna razón que no entendíamos a pesar de todos los afanes, la prosperidad material del pueblo dejaba mucho que desear. Las bendiciones de Jehová parecían detenidas y un sentimiento de insatisfacción, muy diferente del entusiasmo con que habíamos arribado, prevalecía entre los habitantes del campo y la ciudad. La reconstrucción del templo marchaba muy lentamente. Hubo toda clase de inconvenientes y trastornos hasta que los adversarios lograron detener la obra cuestionando nuestros derechos, y fue necesario enviar mensajeros de vuelta a Babilonia a buscar una copia oficialmente sellada del decreto de Ciro. Muy oportunamente, Jehová envió al profeta Ageo con un mensaje que de veras puso el dedo en la llaga. Nos dijo que aunque sembrábamos mucho, íbamos a cosechar muy poco; aunque nos abrigáramos, la ropa no nos daría calor; aunque trabajáramos fuerte, estaríamos echando nuestro salario en una bolsa llena de agujeros, porque le estábamos dando más importancia a nuestras casas y a nuestro bienestar que a la restauración del templo y de la adoración verdadera. ¡Habíamos perdido de vista la principal razón de estar en Jerusalén! Las cosas que no andaban bien fueron corregidas; nuestras manos fueron fortalecidas para la acción, la oposición y los ataques de los enemigos fueron vencidos y al fin, cuando hacía veinte años que se había colocado el fundamento del templo, llegó el momento feliz de dedicarlo en la primavera, cerca del tiempo de la Pascua. Hubo cientos de toros, carneros y corderos traídos como ofrendas; se sirvió alimento abundante en los comedores del templo; hubo regocijo, expresiones de gratitud y cánticos llenos de sentimiento. Algunos decían que ese templo no tenía el esplendor del anterior, edificado por Salomón. El arca sagrada, desaparecida misteriosamente un poco antes de la invasión babilónica que causó la destrucción de Jerusalén, jamás había sido hallada y su lugar estaba vacío. Había ahora un solo candelabro en vez de diez. Todo era más sencillo, menos lujoso que en el otro templo. Pero su propósito era igualmente grandioso, servía cono vínculo de unión en Israel; era el centro de la adoración, el lugar que nos atraía y congregaba en las fiestas solemnes. Los años pasaron. Llegó el tiempo en que mi voz se arrugó tanto como mi piel y mi canto era sólo un débil reflejo de lo que había sido. Apoyada en el brazo de alguno de mis hijos o de mis nietos seguí concurriendo a las celebraciones del templo. Recuerdo que cada vez me costaba más caminar y al fin veía las siluetas y los rostros borrosamente. Tenían que acercarme las flores a la cara para que pudiera distinguirlas y disfrutar de sus colores. La vida se estaba apagando dentro de mí y a mi alrededor. Así, opacos, imprecisos, son mis últimos recuerdos. En cambio, aquel histórico viaje de vuelta del cautiverio nunca se destiñó en mi memoria. En mis últimos días, cuando vivía más en el pasado que en el presente, repasaba mentalmente esa parte de mi vida y de la historia de Israel, convencida de haber hecho lo mejor que podía hacer, al dejar atrás Babilonia para brindar mi

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juventud y mis esfuerzos a la ciudad amada de Dios, cuando era el tiempo señalado en que debía levantarse del polvo y resplandecer." Un aplauso cálido expresó el aprecio de todos cuando Milca terminó su relato. El instructor de canto la invitó a volver para cantar algunas canciones de su época ante la clase. Los compositores que produjeron la música para la obra "El Éxodo" comentaron que su narración era sin duda un hermoso tema para un drama musical de mucha acción y colorido, que podría exhibirse en el nuevo teatro en construcción. Su gigantesco escenario de trescientos metros de embocadura permite planear escenas con cientos de participantes y hacer desfilar animales y carros. Sugirieron que, si la idea se materializaba, Milca misma podría interpretar su propio papel como cantora israelita. Algunos hicieron alusión a la esperada visita de Zorobabel y su conferencia con diapositivas gigantes, intercalando cuadros que representan los lugares que la antigua caravana recorrió de regreso a Jerusalén y fotos de esos mismos lugares en la actualidad. Uno de los instructores de la escuela comentó: -"Cuando escuchemos a Zorobabel el mes próximo será como hacer el viaje de nuevo junto a ustedes, Milca. Tu relato fue un anticipo que nos ayudará a apreciarlo mejor." Cuando el grupo se dispersó, cada uno llevaba en su mente la vívida impresión de un trozo de historia envuelto en aquella melodía que había dormido más de veinticinco siglos en las cuerdas del salterio.

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LOS CUATRO EMBAJADORES DEL AMOR

Los griegos eran muy observadores y sagaces. Tenían una imaginación fecunda que creó para cada cosa un dios que la representara y para cada dios una leyenda que lo identificara. Todas las pasiones, intrigas y complejos humanos les fueron imputados a tales dioses. La maraña de sus filosofías y el laberinto de su mitología no resistieron el pesado rodar del tiempo que los redujo a cenizas, a simple material de referencia. Pero algo de valor nos llegó de ellos: la minuciosidad del idioma, rico en matices, abundante en palabras que son instrumentos de precisión para capturar pensamientos que son difíciles de describir; herramientas sutiles que pueden entrar en las sinuosidades del sentimiento y sacarlo a la luz definido, perfilado, exhibiendo una cédula de identidad. La palabra Amor es profunda, hermosa, abarcadora. Sin duda, sólo la palabra de Dios puede encerrar en cuatro letras más de lo que encierra la palabra Amor. Por eso, difícilmente podríamos hallar una frase que fuera más significativa que ésta y que se pueda escribir con sólo diez letras: Dios es Amor. Pero los griegos no estuvieron conformes con una sola palabra. Catalogaron los diferentes aspectos del amor con cuatro vocablos:

ÁGAPE: el amor basado en principios. STORGE: el amor entre miembros de una misma familia.

PHILEO: el amor nacido de la amistad. EROS: el amor romántico

(W 1961 Pág. 318) El Amor existió siempre en Dios, pero desde que el hombre está en la tierra ha obrado por medio de esos cuatro embajadores, enviándolos en misiones específicas. Frecuentemente se entrecruzan y se confunden en la vida de los humanos. A menudo cooperan unos con otros, pero a veces se estorban entre sí. En ocasiones especiales quizá actúen todos juntos en plena armonía y logren un buen propósito. En unas pocas vidas se han realizado plenamente; en las mayorías de las vidas alguno de los cuatro, o más de uno, halló en la imperfección humana obstáculos insuperables para cumplir su misión. Los cuatro embajadores del Amor recorren libremente la tierra; les gusta medir sus fuerzas, ejercer influencia, jactarse de lo que han ganado, superarse unos a otros...todos menos Ágape, el más aplomado, abnegado y maduro de los cuatro; el que más se identifica con Dios. Él hace las veces de pacificador; es el hermano mayor sobrio, imparcial, que aplaca los ánimos impulsivos de los otros. El Soberano Amor está muy satisfecho con este fidedigno representante. Hubo una ocasión en que se empeñaron en ver qué podían realizar en la vida de una persona y eligieron a un hombre que desde lo más hondo de su corazón podía responder al amor en todas sus manifestaciones. Decidieron no perderlo de vista y encontrarse de vez en cuando cerca de el para comparar sus logros. Alberto Goldstein llegó al Paraguay con Peggy y Tony en la primavera de 1954. Habían sido hasta ese momento una familia ejemplar, teocrática y feliz. Habían vendido su casa en Detroit y sus posesiones para radicarse en Asunción con el fin de sumar sus esfuerzos a la obra del Reino. Alberto aún no sabía en qué clase de negocio iba a invertir su dinero; quería instalarse con algo que le

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permitiera llevar una vida desahogada y a la vez le dejara suficiente tiempo libre para predicar y atender actividades de congregación. Después de deliberar varios días ante una lista de seis países que tenían gran necesidad de ayuda en la obra de predicación al fin se habían decido por el Paraguay. Peggy no mostraba un entusiasmo desbordante en cuanto al drástico cambio de vida que le esperaba. Se había dejado influir por el celo de su esposo y por las palabras de estímulo y encomio que recibieron de los que trataban de fortalecerlos en su decisión. Alberto solía decir que si hubiera encontrado la verdad algunos años antes, cuando no tenía obligaciones de familia, su mayor felicidad hubiera sido ser misionero en cualquier país. Peggy, sin confesarlo, lamentaba que las conferencias de las asambleas instando a responder a la llamada donde había mayor necesidad, hubieran hallado en su esposo una conciencia tanto más sensitiva que la suya. Su mente estaba llena de ideas negativas y temores. Le habían dicho que el verano paraguayo era muy difícil de soportar y que era un país atrasado donde muchas comodidades eran privativas. ¿Qué porvenir había allí para Tony? Tenía 12 años. ¿En qué carrera lo iniciarían al terminar la escuela secundaria cuando los mismos paraguayos iban a la Argentina o al Brasil en busca de educación universitaria? Antes de partir para la aventura Alberto hablaba de frutas tropicales, orquídeas y pájaros desconocidos; Peggy pensaba en caminos sin pavimentar, zapatos embarrados y mosquitos. Desde su arribo, Alberto aceptó su misión como aceptaba todas las cosas de valor en su vida: abriendo su corazón y dejándolas posesionarse de su cariño. La tierra roja y la exuberante vegetación, la variedad de plantas y flores y la amigabilidad de la gente lo complacían plenamente. Había aprendido bastante español en sus días de estudiante; sólo tendría que “cepillarlo” bien como decían en inglés, y estaría en condiciones de usarlo nuevamente. Mientras tanto, la gente escuchaba con paciencia esperando que el encontrara las palabras que necesitaba y reían con el si lo que salía de su boca no reflejaban sus pensamientos. Se sentía colmado como si le hubieran dado un anticipo del paraíso, con trabajo, con responsabilidades y con una medida desbordante de gozo. Tenía 38 años. Estaba dispuesto a dar lo mejor de sí hasta el Armagedón o hasta la muerte, si esta llegaba primero. Peggy, en cambio, desde su arribo supo que si permanecía en el Paraguay sería por principios, por ética, no por demanda de su corazón. Día por día surgían más comparaciones desfavorables. Lo que había quedado atrás, ciudades modernas, comodidades, refinamientos, espectáculos caros, restaurantes de lujo, amigos obsequios con quienes se podía disfrutar de tales cosas porque usaban el dinero liberalmente; todo brillaba cada vez más en sus recuerdos porque cada día, infaltablemente, volvía a barnizarlo con un matiz de nostalgia. Llegó el momento en que no podía tomar ninguna contrariedad con sentido de humor. Era una tragedia que no existiera una peluquería que le cortara el pelo como a ella le gustaba y que no pudiera ir a ningún lado sin encontrarse envuelta de pronto en una nube de ese casi impalpable polvillo rojo que dejaba su sello en todas las cosas. Las cartas que ambos escribían a sus familiares y amigos tenían un tono diferente y mostraban muy dispares estados de ánimo. Esther, la madre de Peggy, sentía una profunda compasión por su hija y estaba convencida de que su permanencia en el Paraguay era un sacrificio cristiano de tanto valor como el de los mártires arrojados a las fieras en el circo romano. Las tres hermanas de Alberto y su padre estaban desilusionados por el entusiasmo que él mostraba en sus cartas. Todavía resentidos porque había abandonado el judaísmo para convertirse al cristianismo, y para completar la ofensa se había casado con una muchacha que no era israelita, les hubiera gustado verlo volver defraudado y descapitalizado, teniendo que empezar de nuevo desde cero como se lo habían pronosticado, y necesitando el apoyo de la comunidad judía que por supuesto lo recibiría con total frialdad. Pero por ahora no había señales de que se podrían dar ese gusto.

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Para Alberto el amor de la familia tenía sentido. Quería conservar el contacto con ellos tan cálidamente como fuera posible por si algún día se decidían a escudriñar su fe. Raquel, la mayor de las tres, la que más se había preocupado por él después de la muerte de su madre, era la única que contestaba sus cartas y lo mantenía al tanto con las noticias de la familia, pero no más de tres veces al año. Cuando se casó Miriam, la menor, le había enviado por avión una caja con media docena de orquídeas. Reunía datos sobre los pájaros típicos para Dora, que estudiaba ornitología y se dedicaba a criar y coleccionar pájaros. Las pintorescas supersticiones, la dulzura de las canciones autóctonas, los bailes folklóricos con botellas sobre la cabeza, las curiosidades culinarias, todos eran temas que trataba constructivamente en sus cartas. Les contó que los paraguayos son hábiles fabricantes de arpas y guitarras y las mujeres producen el maravilloso ñandutí y las telas bordadas en telar que los turistas compran con gusto. Ensalzó el espíritu de trabajo de las paraguayas que caminan cargando sobre la cabeza grandes canastos de fruta, o de la masa con queso llamada chipá, que venden en las calles y plazas. Es común también ver a una muchacha llevando sobre su cabeza el asiento de una silla invertida sobre la que van entrelazadas otras cinco sillas que viajan así del fabricante al vendedor. En su predicación en las zonas rurales había visto espigas cruzadas en los lugares donde se empalmaban dos sendas dentro de los campos cultivados, como medio de asegurarse una buena cosecha. Las mujeres nunca barren la entrada de la casa al caer el sol porque causarían la muerte de su madre. Nadie se atreve a saltar la cerca del cementerio para acortar camino, aunque la entrada esté muy lejos, porque eso significa sellar su propia sentencia de muerte para los próximos siete días. En su libreta de apuntes nunca faltaban notas sobre cualquier cosa singular que pudiera ser mencionada en una carta. Muchas veces tenía que volver a escribir después de dos o tres meses para recibir al fin una respuesta de Raquel. Esta indiferencia le hacía sentir que, aparte de la gran familia espiritual, lo único que realmente tenía en el mundo eran Peggy y Tony. ¡Cuánto apreciaba la felicidad de haber conocido a Peggy! Ella había llenado hasta ahora todos los huecos. Pero... era extraño cómo su alegre personalidad estaba cambiando desde que se habían mudado al Paraguay. Sin duda estaba pasando por un mal momento. El prefería creer que era un cambio pasajero. Alberto no alcanzaba a dilucidar que el corazón de Peggy se estaba ensombreciendo. Espesas nubes se cernían sobre su mundo interior. Lo que él consideraba un poco de "home sickness", nostalgia del hogar, se estaba convirtiendo en una condición de corazón que afectaba la relación de ella con Dios. Sus oraciones habían llegado a ser mecánicas y vacías, no reflejaban la confianza de una hija que se apoya en un Padre amoroso con la seguridad de no ser defraudada. Fue perdiendo el interés en el estudio del idioma español, que no le era totalmente desconocido ya que lo oía en la niñez en boca de su abuela mejicana. Dejó morir el gozo de predicar las verdades bíblicas y salía unos días antes de fin de mes para tener algo que poner en su informe. Alberto y Tony la encontraban muchas veces enfrascada en la lectura de los últimos "best sellers", y por la cantidad que se veían en la casa se podía deducir cómo usaba las horas de la tarde después de sus quehaceres. Alberto había invertido su dinero en la compra de una gasolinera con vivienda. La casa en los altos era cómoda y agradable sin ser de las mejores. Empleó a dos jóvenes de la congregación y se turnaba con ellos en atenderla de modo que los tres tenían el tiempo libre necesario para las reuniones y la predicación. Una vez que dominó el español se dedicó afanosamente al estudio del guaraní. Este era un detalle importante, porque el guaraní es para el paraguayo el idioma de la familia y los amigos; el idioma apropiado para expresar sentimientos y cosas hermosas. El español es el idioma del comercio; el que se emplea con el extranjero; el que se usa para hablar de las cosas que

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están más lejos del corazón. El paraguayo está escuchando algo en español y mentalmente lo está traduciendo al guaraní para apreciarlo mejor. ¡Qué idioma fascinante y complicado! Una idea puede expresarse en todos los matices si uno conoce la palabra adecuada. Hay una variedad de vocablos para mencionar la lluvia, según su intensidad, si las gotas son finas o gruesas, tupidas o espaciadas y así por el estilo. Los paraguayos valoran mucho el interés del extranjero en ese idioma íntimo que es un sello distintivo de ellos en América del Sur y responden al que lo usa brindándole abiertamente su amistad. Alberto estaba cosechando excelentes frutos en su ministerio. Cuando contaba sus experiencias Peggy hacía comentarios como éste: - "Me alegro de que acepten la verdad, pero la hubieran aceptado lo mismo aunque nosotros no hubiéramos viajado tantos miles de kilómetros para hablar con ellos porque está escrito que ninguna oveja del Señor se perderá." En otra ocasión quizá dijera: - "Parece que las buenas experiencias estaban reservadas sólo para ti. Cuando encuentro alguien que muestra interés siempre sucede algo para que todo quede en nada. Se ve que yo vine acá para encontrar lo que no vale la pena. " Los dos primeros años pasaron muy rápidamente para Alberto y muy lentamente para Peggy. Ella mencionó varias veces el deseo de hacer una breve visita a Detroit para pasar un tiempo con su madre. Alberto estaba dispuesto a hacerlo por causa de ella, ya que por su parte podría haber dejado pasar muchos años sin volver a su país. Una carta de Esther lo ayudó a decidirse más pronto: "¿Cuándo me van a dar la buena noticia de que vienen? Me gustaría ver a Peggy descansando un poco del Paraguay y recuperando el roce social. Está muy bien tu interés en los asuntos teocráticos, Alberto, y celebro tu celo, pero no es necesario que te quedes allí toda la vida sin volver a asomarte al mundo que dejaste atrás. Si el problema es que los ahorros no alcanzan para que los tres viajen, yo estoy dispuesta a contribuir lo que les falte". Una tarde de agosto el avión partió desde el pequeño aeropuerto de Asunción con ellos a bordo. La tierra paraguaya se veía hermosa desde el aire con su espesa vegetación, cruzada por las cintas rojas de los caminos sin pavimento. Como una pupila que se dilataba para mirar el cielo, el lago de Ipacarí representaba bien el significado de su nombre: agua turbia y quieta. Pasaron dos meses y era tiempo de volver. Evidentemente, Peggy luchaba con sentimientos contradictorios. Esther, visiblemente afectada por los estados de ánimo de su hija, tuvo una crisis de nervios que la condujo a un recrudecimiento de su problema cardíaco. El médico ordenó descanso y tranquilidad. Peggy insistió en que debían quedarse un tiempo más. - No puedo demorar mi vuelta, Peggy. Antes de salir de Asunción les aseguré que podían contar conmigo para la convención anual. Este año también estoy a cargo de las compras de comida y bebida. Además tengo que preparar una conferencia con varias demostraciones. No puedo llegar sólo unos días antes. Otra razón más: Juan Pedro y Atilio quedaron a cargo de la mayor parte del trabajo en la gasolinera y pueden presentarse problemas que requieran mi presencia. - Entonces, ¿qué te parece si nos quedamos Tony y yo? Tony protestó enérgicamente:

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- Quiero ayudarle a papá en todo lo que tiene que hacer para la asamblea. Además me prometió que la parte del predicador joven en las demostraciones la reserva para mí. Al fin de cuentas, tú vas a quedarte aquí a lo más de un mes, ¿verdad, mamá? Hubo una batalla verbal para decidir si Tony volvía con su padre o se quedaba, pero finalmente el compañero inseparable de Alberto viajó con él. Pasaron dos meses. Los intensos calores de diciembre se estaban haciendo sentir. Asunción lucía el brillante colorido de sus plantas y flores. Las cartas de Peggy no eran muy puntuales ni muy extensas. Decían siempre lo mismo en distintas palabras: el estado de salud de Esther dejaba mucho que desear y estaba muy ocupada cuidándola. Nevaba y hacía frío. Estaban gastando mucho con la enfermedad de su madre. La única novedad importante en una de las últimas era que había conseguido un trabajo de cuatro horas diarias, recibiendo y atendiendo a los pacientes en el consultorio de un dentista alemán para ayudar a sufragar los gastos médicos. Nunca hablaba de volver. La ausencia se estaba haciendo difícil de sobrellevar para Alberto. Aquellas cartas breves, sin vida, y el hecho de que ninguna decía "te extraño", le producían malestar interno. Menos mal que estaba Tony, el pequeño camarada pelirrojo, que siempre tenía algo que comentar con su insustituible "daddy". Pero era imposible en ese momento dejar todo para ir a ver qué sucedía. Faltaban pocos días para el comienzo de la asamblea cuando recibió una carta desconcertante de Peggy. Estaba decidida a divorciarse de él acusándolo de crueldad al obligarla a separarse de su madre para vivir en un país subdesarrollado. Exigía la tenencia de Tony para completar su educación y velar por su porvenir. Pensando que quizá se tratara de un ardid para hacerlo volver a los Estados Unidos, o de un arranque emocional que podía disiparse, Alberto solicitó una llamada de larga distancia esa misma noche. Intentaría disuadirla o por lo menos saber cuánto había de cierto en el asunto. Peggy no estaba en casa, aunque eran casi las doce de la noche en Detroit cuando por fin logró la comunicación. Esther, apesadumbrada, le confirmó sus temores. Peggy estaba decidida a quedarse y no quería ningún trato de transigencia con él. Sólo quería el divorcio. "Hay otras cosas que debí haberte comunicado antes, Alberto, pero no sabía qué decir ni cómo decírtelo. Tenía la esperanza de que todo fuera una falsa alarma. Jim Taylor ya te ha escrito una carta sobre Peggy que te llegará en estos días". Al día siguiente Tony recibió una larga carta de su madre tratando de seducirlo con las oportunidades que se abrirían ante él en los Estados Unidos. Le prometía ir personalmente a buscarlo si decidía vivir con ella, y que tendría su propio automóvil y todas las diversiones y deportes que correspondían a su edad. Le aseguraba que viajarían juntos a Europa al año siguiente. - No voy a decirte lo que debes contestarle, hijo. Quiero que sean tus sentimientos los que reflejen en la respuesta. Solamente quiero recordarte que, si tu madre quiere divorciarse de mí sin motivo bíblico, eso indica que la salud espiritual de ella está en un nivel muy bajo. Me duele tremendamente decirlo, Tony, pero lo que saco en consecuencia es que tu madre está dejando la verdad. Tony no necesitaba muchas razones para decidirse. La idea de abandonar a su padre le era intolerable. La carta de Jim Taylor llegó dos días después: "Esther, tu suegra, ha recurrido a la congregación en busca de ayuda. Ella se dio cuenta hace tiempo de que Peggy no quería volver al Paraguay pero deseaba hacerla recapacitar y pensó que la palabra de los que la conocemos por años

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podría tener un peso decisivo en su ánimo. Hace un mes que ella empezó a trabajar en el consultorio de un dentista. Distintos hermanos la hemos visto entrando con él a restaurantes muy exclusivos y lugares de diversión nocturna. No te escribimos antes porque esperábamos poder hacer algo por detenerla pero no ha aceptado ningún consejo. Tendremos que encarar el asunto de otra manera. No te reproches a ti mismo por lo que sucede. Sería bueno que nos enviaras sus últimas cartas a fin de que quede en claro que estuvo engañándote en cuanto a los motivos de su demora en volver y que no estabas informado del giro que han tomado los acontecimientos". Alberto salió a deambular por las calles de Asunción, tratando e poner en orden la confusión que surgía de la profunda herida que acababa de recibir. La idea de perder a Peggy se abría paso violentamente en su cerebro, derribando todo lo que le hacía frente, alterando el arreglo, la belleza y la estética de una mente pulcra y ordenada. La conmoción se parecía a la entrada de una bestia salvaje en un bazar, derribando cosas frágiles y de elevado precio. Enajenado, sin ver ni oír nada, caminó entre la gente sin orientación ni propósito. De tanto en tanto sacaba del bolsillo la carta de Jim Taylor y sus ojos se detenían en alguno de los párrafos que en pulcro inglés le aclaraban la situación. El corazón y la mente consideraban diferentes ángulos de la situación: - ¿Cómo podrás vivir sin Peggy? Esto es peor que si te cortaran el brazo derecho o las dos piernas. - Bueno, la gente aprende a vivir sin brazos y sin piernas. Además, todavía tienes a Tony. Los cuatro embajadores del Amor, convocados por Ágape, se reunieron para hablar de Alberto Goldstein en este momento crítico de su vida. Ágape, siempre equilibrado, sereno y dueño de sí mismo, abrió el diálogo: - Los he llamado para pedirles colaboración. Necesito de ustedes tanto como ustedes de mí. Los cuatro tenemos un propósito común: ayudar a los humanos a cumplir su misión en la vida; añadir algo a su gozo; dignificar su razón de existir. No me siento todo suficiente. El hecho de que esté escrito en la Biblia que el Amor es mayor que la fe y la esperanza, no debe envanecernos. Tenemos el privilegio de abrirle al hombre el camino más excelente y embellecerlo con nuestros dones, pero hay casos en que uno de nosotros falla y los demás tienen que aportar generosamente lo que puedan para compensar la falta. Eros, siempre impulsivo, exclamó: - Intuyo que te refieres a mí. Hice lo que estuvo a mi alcance para hacer feliz a Alberto Goldstein. Peggy es una mujer hermosa, con una personalidad muy atractiva. Cuando la puse en el camino de Alberto estaba muy seguro de hacerle un bien; no había motivo para temer lo que sucedió más tarde. En el momento de conocerse eran dos personas con la misma actitud hacia la vida, edades paralelas e idéntico nivel social. No fui yo quien los llevó al Paraguay para abrir la brecha que desde allí empezó a separarlos. Quizá me culpen también porque ese alemán apareció en escena para complicar las cosas, pero no olviden que la gente tiene libre albedrío y se mete en problemas por no medir de antemano las consecuencias. - No estoy acusándote, Eros. Sé que los humanos tienen grandes fallas y una de ellas es la inconstancia. El tedio es uno de los enemigos mortales del amor de la pareja. Un día se acaba la novedad y los caminos idealizados desembocan en una pradera llamada Rutina, y no hay más remedio que cruzarla. Entonces, la imaginación y el sentimiento deben proveer lo que le falta al panorama. Cada uno debe avivar en sí el sentido del deber, la responsabilidad de rendirle cuentas al autor del matrimonio, Dios, de cuanto hizo por salvarlo o arruinarlo. Es cierto, Eros, esa mudanza fue

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la piedra de toque para el comienzo de las dificultades, pero el motivo es más profundo. Si Peggy no le asignara un valor tan elevado a las cosas materiales y a los placeres que el dinero puede brindar, le habría tomado cariño al Paraguay y a su gente sencilla y amigable, que necesita tanto el mensaje de Dios como cualquier otro pueblo. Cometió una serie de errores, culminando en un proceder inmoral que constituyó un desafío abierto a Dios. No abrió su corazón para que su esposo viera lo que la perturbaba, a pesar de que a través de los años se habían prometido reiteradamente el uno al otro no ocultarse ningún problema personal que pudiera separarlos. Realizó un vaciamiento gradual de su mente purgándola con literatura mundana que fue diluyendo el esquema de la verdad, mientras dejaba a un lado el alimento espiritual que mantiene viva la fe. La observé con gran preocupación cuando dejó de orar. Una actitud rencorosa se aposentó en sus pensamientos, la cual equivalía a decirle a Dios: "-Si estoy aquí por disposición tuya y tengo que aceptarlo, no me queda nada que hablar contigo". No hubo un solo momento de humildad, de cordura, en que pidiera ayuda de Dios, de su esposo o de la congregación. Se dejó ir por la pendiente sin buscar algo en que sostenerse. Su corazón, que fue dócil y tranquilo en las épocas buenas, se volvió traicionero al encontrarse por primera vez ante circunstancias que exigían devaluar lo material y cotizar elevadamente lo espiritual. Era una prueba de integridad, y Peggy la enfrentó con una preparación deficiente. Alberto estaba ajeno a todo eso porque daba por sentado que ella apreciaba el privilegio de cumplir una misión teocrática en el Paraguay tanto como él. - Alberto está libre para formar un nuevo hogar si Peggy no vuelve a él ni busca su perdón. Puedo encargarme de algún encuentro que lo compense y le haga olvidar este sufrimiento. - No actúes apresuradamente, Eros. Él no es la clase de persona que puede adaptar su corazón a nuevos sentimientos y desarraigar los viejos de un día para otro. No le impongas algo que lo acepte como un lenitivo del momento y luego lo rechace. En estos momentos el amor de la familia sería un gran apoyo para él. ¿Qué piensas tú, Storgé? - Estoy de acuerdo, Ágape. Siempre fue mi propósito hacer que los de la misma sangre se adhieran, luchen juntos, se defiendan y se consuelen entre sí. En la vida de Alberto me encontré con un obstáculo difícil de vencer: la intransigencia religiosa de los judíos. Él es completamente distinto de su familia; aceptó el cristianismo porque vio la verdad. Estuvo dispuesto a sufrir la indiferencia y el desapego de los que más quería antes que renunciar a la fe verdadera. No puedo hacer nada en este momento para que recobre esos vínculos, pero he estado pensando en fortalecer el cariño entre él y su hijo. - Excelente, Storgé. Tony y los amigos que le rodean serán su mejor apoyo. Por eso, habrá mucho que hacer para ti también, Phileo. Estás en mejor posición que yo para ayudarlo en este momento crítico. Tú creas esos lazos exclusivos, basados en afinidad y aprecio personal. Sin embargo, te mantienes a distancia cuando hay diferencias irreconciliables y choques de personalidades. Rara vez consigues acercar de nuevo a personas que se han endurecido una contra otra ofendiéndose y despreciándose. La amistad es espontánea, nace de los sentimientos. Se inspira, no se exige. - Es verdad, Ágape. Mi campo de acción es más selectivo que el tuyo; menos general, diríamos. Pero tú me facilitas mucho el trabajo. La gente a quien tú le enseñas a amar por principios es la que mejor me responde cuando me toca enseñarle a brindar esa amistad sincera que resiste los embates del tiempo. Pienso que somos interdependientes. El amor romántico no dura si el amor basado en principios no lo sustenta. El amor de la familia se desploma si está basado únicamente en lazos de sangre. Los miembros de una familia deben ser amigos allegados para que un día el círculo familiar no se desintegre como una sociedad comercial cuando cada uno retira su capital y lo coloca en otra empresa.

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Ágape se quedó pensando: - Es cierto lo que dices, Phileo. Dios ama paternalmente a todos los humanos. Los deja permanecer en la tierra y usar sus provisiones aunque no le sirvan ni lo reconozcan en su posición suprema. Pero, ¡Cuán pocos son aquellos a quienes Él los ha llamado amigos! Ese es un privilegio muy exclusivo. No es algo automático, reglamentado, como el amor que se brinda por principios, aunque uno no lo sienta por inclinación natural. Por ejemplo: una persona puede detener su automóvil para socorrer a un herido en la calle y llevarlo al hospital. Este es un acto de solidaridad humana que se puede realizar sin que exista el deseo de volver a ver a esa persona o de convertirse en su amigo una vez pasada la emergencia. Su deber no llegaba a tanto. Estaremos atentos a lo que podamos hacer por Alberto Goldstein, cada uno en su radio de acción. Trataremos de ser oportunos, generosos y comprensivos hasta que él complete su curso terrestre. Espero que la próxima vez que nos veamos tengamos la satisfacción de comprobar que nuestra misión estuvo bien cumplida. La vida tiene que seguir su curso como el río que nunca se detiene ni vuelve atrás. Aunque encuentre abismos a su paso, aunque tenga que dividirse y extender brazos para rodear las islas, aunque tenga que despeñarse sobre los declives, el río, como la vida, sigue fiel a su razón de ser hasta que su cauce aminorado va perdiendo el ímpetu y llega a ser apenas un murmullo, un hilo de agua que se escurre entre las piedras. Las riberas que lo vieron pasar en plenitud exhiben su vegetación frondosa que es un himno de alabanza, un testimonio irrefutable de que el río no ha vivido en vano. Mientras Alberto Goldstein recobraba trabajosamente el equilibrio entre los despeñaderos y quebradas que estaba hallando a su paso, a lo lejos, el Iguazú seguía precipitándose a cada accidente geográfico que encontraba. Las escarpas lo obligaban a abalanzarse en golpes de agua pulverizada, bocanadas gigantescas que al estrellarse contra los peñascos desplegaban extensos velos de bruma para envolver el paisaje circundante. De vez en cuando, levantaba en sus brazos algún islote pétreo, o se amansaba, reprimiendo sus bríos al encontrar un escalón enorme que se convertía en una isla. La vehemencia con que el Iguazú se lanza por las rupturas de las pendientes y la clama que recobra al volver a su lecho llano, todo tiene su particular belleza, contribuyendo a enriquecer su personalidad. Su cuidado amoroso de la tierra que lo hospeda y su generosidad al esparcir humedad por medio de sus saltos, quedan bien documentados en la vegetación selvática y en las diez clases de orquídeas que florecen en sus márgenes, las lianas, los helechos y los philodendros. El suelo, rico en óxido de hierro e hidróxido de aluminio, extendiendo sus rojizas alfombras de laterita, destaca el verdor de la vegetación salvaje, densa, pródiga, casi indescriptible. Enjambres de mariposas como flores aladas revolotean entre la maleza, felices porque el río existe, agradecidas porque lo identifican con la vida. El Iguazú fecunda las tierras que le dan paso y las riberas retribuyen su bondad adornándolo con visiones hermosas para que las refleje y las registre en su diario de viaje. Alberto y Tony hacían cada tanto una breve excursión desde Asunción hasta la ciudad fronteriza brasileña de Foz do Iguazú, cinco horas por automóvil para contemplar las cataratas desde el lado que pertenece al Brasil. Luego abordaban la pequeña lancha que transporta los turistas al lado argentino donde las cataratas presentan otra sucesión de vistas magnificentes. Les gustaba contemplarlas en las distintas estaciones del año, cuando el marco natural que las rodea cambia de aspecto y el caudal del río, variando en intensidad, produce nuevas versiones del paisaje. Esa inefable expresión de grandeza hace pensar en la mano de Dios derramando belleza a puñados, pródigamente, ante los ojos deslumbrados que se desorbitan tratando de abarcarla. El parque Iguazú, muestra exquisita de la belleza de Misiones, evoca a los indios guaraníes que conocieron esa cuenca casi tal como está ahora. El nombre que le dieron al río, I Guazú, refleja la impresión que causa: Agua Grande.

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A medida que Tony fue llegando a ser hombre comprendió claramente que su cariño y su compañerismo no podían llenar todos los huecos. Más de una vez dijo: - Papá, ¿por qué no te casas? Necesitas alguien que te cuide. Algún día yo formaré mi hogar y ya no podré estar tanto tiempo contigo y te sentirás muy solo. - Nunca estaré totalmente solo, hijo. El tiempo apenas me alcanza para atender el ministerio interno y la predicación. Siempre hay enfermos y viejitos para visitar. Siempre hay gente con problemas que necesita aliento. Además, espero tener nietos que me entretengan. Eros se mantuvo a prudente distancia. Phileo fue llenando su vida de rostros nuevos. Aquellos a quienes inició en la adoración verdadera recibieron el apoyo de su genuina amistad. Cualquiera que tuviera un problema de trabajo o de dinero sabía que podía recurrir a él y recibir algo más que palabras reconfortantes. Storgé fue generoso brindándole el apoyo inquebrantable de Tony, el apego y respeto de su nuera paraguaya y el cariño deleitable de tres nietos. Ágape se sintió honrosamente representado por él en sus tratos humanitarios para con los que lo rodeaban. La gasolinera ya llevaba más de veinte años en la misma esquina, luciendo su letrero luminoso: "No cerramos nunca". Camioneros argentinos y brasileños se detenían allí, cargaban los tanques de sus vehículos, pedían agua caliente para llenar el termo, charlaban del acontecer mundial mientras el mate cambiaba varias veces de mano, y frecuentemente aceptaban literatura bíblica para entretenerse en las pausas de sus largos viajes. Sólo tres veces en ese tiempo había viajado Alberto a los Estados Unidos para visitar a su familia y a Esther, su suegra, que lo distinguía con un genuino aprecio. Pero en ninguno de esos viajes había vuelto a encontrarse con Peggy. Ella se había casado con el dentista alemán y tenían una hija. Estaba disfrutando de la vida en el sentido más mundano de la palabra. Tony la había visitado en su hogar en Pensilvania cuando llevó a Amancay a conocer los Estados Unidos en su viaje de luna de miel. Los dos días que habían estado en su casa no fueron suficientes para deducir si era feliz o no. Había escuchado con interés el relato de Tony sobre el aumento de la obra en el Paraguay y había hecho algunos comentarios que dejaban entrever que su interés en el Reino de Dios no estaba completamente muerto. Alberto, con más de sesenta años cumplidos, seguía muy activo, pero su salud se estaba resistiendo. Hubo un período de adelgazamiento rápido, pérdida de fuerzas y desarreglos intestinales; luego, un desalentador informe médico. La enfermedad entró en un lapso crítico que lo llevo a la postración. Meses de forzosa quietud hicieron resurgir en su mente las impresiones más profundas de su vida y los momentos atesorados. Conocía de memoria la ubicación de cada marca de clavo y de cada imperfección en el revoque de las paredes. Sus ojos las recorrían centímetro a centímetro, proyectando sus amados recuerdos sobre ellas como sobre una pantalla de cine. Así, todas las horas valiosas del pasado llegaron a ser material reutilizable. Su vida era ahora un hilo de agua entre las piedras; solamente le quedaban visiones y reflejos de los mejores días de su curso terrestre, láminas temblorosas de paisajes que había dejado atrás, como los que registra el río cuando escribe su diario de viaje. Los ruidos provenientes de la gasolinera le hablaban en su inconfundible código. Entró un camión; están inflando neumáticos; están lavando un auto. Las frecuentes visitas de los hermanos

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introducían retazos de vida en su pieza mientras las fuerzas se le iban apagando y los frecuentes accesos de fiebre lo desconectaban de la realidad. A veces le costaba discernir si era de tarde o de mañana, si había cenado o había desayunado. Esther seguía escribiéndole dos o tres veces por año. Una de sus últimas cartas mencionaba que Peggy estaba pasando ahora por una situación parecida a la que había desencadenado en su propio hogar. Su esposo la había abandonado para seguir a una mujer muchos años menor. Cerca de un mes después le trajeron una carta de Peggy. Se había presentado a una congregación de Pensilvania pidiendo su reinstalación y había recibido una respuesta favorable. Entre otras cosas decía: "Por mi madre he sabido regularmente de ti. Lamento los problemas de salud que te afligen ahora. Tu integridad de tantos años ha aumentado mi respeto y admiración. Debí haber vuelto a la organización mucho antes pero me sentía indigna hasta de pedir perdón. Espero que, por la misericordia de Jehová, no sea demasiado tarde para mí y que Él me permita encaminar a mi hija en la verdad. ¡Feliz de ti que nunca conociste el dolor de fallar! ¿Puedes siquiera imaginarte la desolación que se apodera de uno cuando se da cuenta de que la brecha que se abrió en su relación con Dios se va ensanchando cada día más y uno se siente impotente para cerrarla? Puede, si, haber una hora de locura y deslumbramiento. Tal vez uno se deje envolver en la engañosa impresión de que la verdad es una carga pesada que nos quita libertad de movimientos y disfrutar del falso alivio de abandonarla. Pero después... ¡Qué sensación de orfandad! ¡Qué desasosiego interior al comprobar que las líneas de comunicación con el cielo están cortadas! ¡Qué incertidumbre al sentirnos tan endebles, sin más apoyo ni estímulo que los que se encuentran en el nivel humanos, inseguro, variable, plagado de indiferencia! Los he hecho sufrir mucho a los dos y no tengo derecho a esperar nada, pero sería inmensamente feliz con algo que valoraría más que todo el oro: que tú y mi hijo me dijeran que se alegran de mi regreso al pueblo de Dios y que me perdonan todo el mal que les hice." Tony, sentado junto a su padre, redactó la respuesta. Era una carta cordial y llena de encomio. Le aseguró que los dos se alegraban profundamente su recobro. La invitó a venir alguna vez al Paraguay con Moira, ya que para una jovencita es educativo conocer otros niveles de vida tan distintos del de su país. Alberto se sintió muy complacido por la carta de Peggy. A pesar del dolor que ella le había producido no podía odiarla. La idea de que pudieran volver a ser buenos amigos en el Nuevo Orden lo reconfortaba. En realidad, él no sabía odiar a la gente, ése era un sentimiento que sólo lo provocaban en su corazón los hechos aborrecibles y las situaciones que afectaban a la humanidad, pero no las personas. Mucho menos aún alguien que había habitado por tantos años los rincones recónditos de su mente; alguien con quien tantos recuerdos queridos se asociaban. ¡y cuántas de estas memorias habían resurgido últimamente, como la escritura anterior de un palimpsesto! Tal como los expertos en manuscritos antiguos raspan el cuero grabado para borrar la escritura nueva y recobrar la anterior, así la mente, va anulando la capa estéril con que los años amortiguan las reminiscencias y recupera todo lo que tiene valor documental, igual que en los palimpsestos. Ante la insistencia de Alberto, el médico por fin le había dicho francamente que podía vivir tres o cuatro meses antes del desenlace. El doctor Palmero, su abogado, tenía todo en limpio para que Tony no tuviera ningún problema como único heredero. Ahora podía esperar tranquilo el tiempo que faltara. En sus horas de lucidez entablaba largas pláticas con Dios repasando su vida, dando gracias por todo lo hermoso y significativo que había recibido al seguir el curso indicado por su organización terrestre. Cuando la fiebre volvía, la mente barajaba de nuevo los recuerdos intercalándolos como

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naipes, en cualquier orden. Podía estar instalando una gasolinera en algún camino o hablándole de la Biblia a una vendedora de chipá. Volvió a ver en sueños el día en que, con Tony y varios jóvenes de la congregación, se habían internado en un bosque para conocer la vegetación selvática y habían oído muy de cerca el canto del che sy juasy, ese pájaro singular cuyo nombre significa "mi mamá está enferma", tan parecido al lamento lloroso de un niño. La leyenda cuenta que un niño empezó a cruzar el bosque pidiendo ayuda para su madre enferma. No pudiendo hallar la salida, se convirtió en un pájaro que sigue emitiendo su doliente ruego. La impresión de haber oído de nuevo el canto del che sy juasy era tan nítida que persistió en él varios días. Peggy también aparecía frecuentemente en sus visiones después de la llegada de la carta. Una vez la vio cerca de una catarata con la casaca blanca del dentista en la mano. Alberto iba a pasar sin detenerse, pero ella lo llamó: - "¿Ves cómo es cierto que se fue? Ni siquiera su ropa se llevó." Aquel domingo no había tenido fiebre. Se sentía descansado y sin ningún dolor. Cuando Tony entró a la tarde después de la siesta, le preguntó qué día de la semana era. - Si quieren ir todos a la reunión pueden. No es necesario que alguien me acompañe. Hace mucho que no me sentía tan bien. Al momento de salir entró toda la familia y lo vieron tranquilo, con una expresión de bienestar. - Papá no olvides que te pusimos un timbre a la cabecera que se oye muy bien abajo. Atilio y su hijo quedan en el escritorio y subirán en el acto si necesitas algo. No tardaremos más de dos horas. Amancay y los niños lo besaron al despedirse. Era una tarde apacible y tranquila; no había mucho movimiento en la gasolinera. La paz y el silencio del ambiente, además de la calma que había en su propio corazón, lo ayudaron a dormir. Así pasó del sueño común al que necesita resurrección. Los cuatro embajadores del Amor entraron sigilosamente en la pieza. Ágape fue el primero en acercarse al lecho. Pasó la mano suavemente sobre la frente de Alberto y alisó sus cabellos grises. Con voz calma y llena de sentimiento comentó: - El libro de los libros dice en el Salmo 116: "Preciosa a los ojos de Jehová es la muerte de sus leales". El cielo ya le ha extendido crédito por una bolsa de sal y una sonrisa. Gracias por la parte que todos ustedes han tenido, enriqueciendo su registro de integridad.

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TAN SÓLO UNA CANCIÓN

Hoy salí de casa canturreando. El sol cordial y generoso del otoño me envolvió en su manto. Como todos los días, con toda seguridad, tenía que encontrarme con la viejecita. Es sorprendente la amistad que hemos forjado. La busco ansiosamente para contarle cualquier novedad. No existe nadie sobre la tierra con quien yo haya conversado más extensamente ni sobre mayor variedad de temas que con ella. A veces tengo la impresión de que ella misma está sorprendida porque la tomo tan en serio. No importa cuán malo esté el tiempo, siempre vale la pena salir de la cama para ese encuentro diario con la viejecita. Me hace feliz contarle con lujo de detalles las pequeñas cosas intrascendentes que otros no tendrían la paciencia de escuchar. La viejecita comprende y sonríe cuando se las cuento, y eso es todo lo que necesito. ¿Acaso no fue emocionante detenerla un día ya lejano para decirle que acababa de aprender que el nombre de Dios es Jehová? Ella respondió: "yo lo sabía desde el principio". No mucho después corrí a contarle que me había bautizado. Ella subrayó: "sería excelente que muchos más lo hicieran." Esta mañana estaba en un estado de ánimo especial cuando me encontré con la viejecita. Podía haber hablado sin descanso hasta el amanecer del día siguiente, porque de pronto me di cuenta de que había llegado a ser lo que siempre quise: una canción que resbala sobre el corazón de otros; que se derrama como un bálsamo sobre cualquier herida sin que la carne doliente la rechace; que suaviza la comisura de los labios que la entonan. Algunos no creerán hasta allí llega mi ambición; pero la viejecita no lo pone en duda, y eso me basta. Felizmente, hoy la encontré como más me gusta verla: pacífica y despreocupada. Los pájaros bajaban a comer en su mano. Deploro hallarla rodeada de perros vagabundos que buscan algo con qué aplacar su hambre; o esos días en que los derramadores de sangre le salen al paso en la calle con insultos y amenazas. Me deprime ver a algún niño mogólico que se detiene y la mira sin entender. Recuerdo tres o cuatro ocasiones en que la encontré muy seria. Yo acababa de descubrir las aplicaciones más cortantes de la palabra muerte y ella trataba de consolarme. Me señaló la música grave contenida en la palabra angustia y pude incluirla en algunos poemas. Esta entrañable amistad no depende de que estemos siempre de acuerdo. Un par de veces me hirieron sus ironías. Ocasionalmente hasta se mostró mordaz. Pero, mutuamente nos aceptamos como somos. Yo nunca la miré con desprecio. Trato de entender sus deficiencias, justificar sus fallas y creer sus promesas. Sin duda, por eso me sonríe de una manera tan genuina: amo la Vida y ella responde a mi cariño. - "¿Sabes? ¡Es hermoso ser sólo una canción!" Se quedó pensando y luego respondió: "Las canciones se pierden en la corriente del tiempo y se olvidan; ni siquiera hacen sombra sobre la tierra. ¿No te gustaría ser algo sólido, como una montaña que no puede ser movida ni dejar de ser notada; algo tangible como un río que se desliza cambiando la fisonomía del paisaje? Me defendí diciéndole: "Elegí lo mejor. Una canción puede hacer olvidar el hambre y la sed; puede transformar el dolor; puede embellecer la muerte."

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- "¡Qué indomable fantasía! Te gusta adornar y barnizar las cosas. Hasta la chimenea ahumada de una fábrica puede provocar tu inspiración. Te las ingenias para convertir en elementos poéticos las cosas más prosaicas. El silbato de un tren te estremece, y antes de que te percates, estás forjando la historia de sus pasajeros. Un foco de luz en la calle, encerrado en un marco de niebla, se convierte en un extraverso narrador relatando las andanzas de los que se han detenido a conversar junto a él. Una calzada solitaria, mojada por la lluvia, reviene sus viejas huellas que ya nadie ve, para que te representes mentalmente a los que la transitaron en pasadas generaciones. A veces te observo cuando pasas y sé el momento exacto en que la belleza cae inadvertidamente sobre ti, cerrando sus manos firmes alrededor de tu garganta y no te suelta hasta que has hallado palabras con qué expresarla. Entiendo que si todo eso no hubiera llegado a volatizarse en una canción, habría ido aumentando gradualmente su peso hasta aplastarte. Pero quiero advertirte algo, mente soñadora: cuídate de no adornar a la gente como adornas las chimeneas ahumadas y las paredes viejas, porque la gente te va a defraudar muchas veces." - "Necesito ver lo mejor en los demás. Me hace bien estimarlos y enaltecerlos, y pienso que les hago más justicia así." - "¿No será egoísmo? Es una manera de librar de ansiedad tu mundo personal." - "En conexión con eso he hecho un pequeño descubrimiento, viejecita. Cuando uno le demuestra a la gente que espera lo mejor de ella, le está dando una meta; le proporciona una imagen con qué revestirse que luego no la quieren abandonar. Es el caso del que se prueba ropa fina. No pudiendo olvidar esa visión dignificada de sí mismo, no descansa hasta que la compra y la usa. Y hablando de ropa... ¡Cuánto me gustaría verte vestida de una manera que le hiciera más honor a tu persona!" - "Está muy cerca el tiempo en que me vestiré con ropas de reina para caminar entre los vivientes." Cuando ella decía esto, el ateo que iba pasando se detuvo, la miró con sarcasmo divertido, como se mira a los locos, y preguntó: - ¿"Quién te crees que eres para decir que dejarás tus harapos y te vestirás como una reina?" - “Sé muy bien quién soy y cuánto significa lo que estoy diciendo. Lástima que no estarás aquí para ver mi transformación" -respondió la Vida. Yo no me burlé de su declaración ni dudé siquiera. La busco cada día aunque sea para dolerme de su aspecto y lamentarme de lo que le falta. La he defendido del desprecio ante los que tienen vocación suicida. He protestado contra los que la condenan a la vacuidad. Edifico y adorno su imagen a los ojos de los niños. La amo con sus ropas de esclava y por eso me será más fácil respetarla cuando luzca sus galas oficiales. Escucho sus maravillosas refutaciones cuando los escépticos la tratan con escarnio. No quiero perderme de sus palabras cuando suba al estrado entre los huéspedes más honrados del Soberano Universal. Sé que sus ropas regias no cambiarán su disposición de ánimo. Seguirá deteniéndose ante mi puerta cada día y escuchando mis confidencias. Me saldrá al encuentro en cualquier parte para comentar el acontecer cotidiano. Nuestro diálogo será interminable en los caminos del Paraíso restaurado, cuando la Vida vuelva a ocupar el sitial encumbrado que tenía en el Paraíso primitivo.

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El ateo ya había andado una considerable distancia. No escuchó lo que ella añadió con una de sus sonrisas rebosantes de misterio: - "Pronto, el hombre y los animales habrán encontrado su verdadero lugar. No habrá perros hambrientos vagando en la calle. Ya no existirán derramadores de sangre que me insulten y el problema de los niños mogólicos habrá hallado solución. Entonces no tendrás necesidad de buscar palabras que rimen con angustia. No tomes en serio mis contradicciones. No quise decirte que fue un error tratar de ser tan sólo una canción. Porfiaba contigo para poner a prueba tus convicciones. Yo también me siento lograda y bendita cuando descubro que he sido música en algunos de los tantos corazones que laten sobre la tierra".

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LOS COYUYOS

La conocí un atardecer y desde entonces la he tenido en mi mente. Sentí que algo en mí se identificaba con sus anchas paredes de adobe, tal vez porque el barro tiene más calor humano que el cemento y es el origen de los casi cien elementos químicos que se encuentran en nuestro cuerpo. Los que la elevaron quizá no entendían mucho de estilos, pero tenían sentido de lo que es un hogar, y allí está el talento. Está pensada para una familia numerosa; para hijos cariñosos que se reúnen en la gran cocina junto a los padres, en el comedor espacioso, o en la sala alrededor de los leños. No se la puede acusar de mezquindad. Todo lo brinda con gusto amplio y sin alardes. Sus paredes frontales no tienen el sello de un arquitecto, como sucede con las casas que suelen ser un crédito a quien las hizo; pero hay en ella la belleza de un poema de autor anónimo. Si tuviéramos que hacerle una ficha de identidad podríamos redactarla así: "Los Coyuyos", Bermejo, Mendoza. Hija de la madre tierra y padre desconocido. Fecha de nacimiento: no hay registro. Datos personales: Rostro anguloso, blanco; ojos pequeños que miran por la órbita de sus ventanas. Estatura mediana; cuerpo musculoso; brazos siempre listos para el abrazo; corazón siempre abierto para el que llega." Como sucede con la gente, uno podría mirarla desde afuera y pasar de largo sin dedicarle un segundo pensamiento, pero cuando la ve por dentro se da cuenta de que no podrá echarla al olvido fácilmente. Su ilegitimidad paterna, su falta de apellido ilustre por parte del autor de sus días, y su condición de campesina sin abolengo, no la disminuyen. Igual que la gente, ella pudo superar estas faltas haciéndose su propia historia. Nadie llegó a conocerla por antecedentes de herencia, pero muchos la conocen ahora por lo que llegó a ser tarde en su vida. Con el agua del riacho que la atraviesa se escribió el pasaporte de ciudadanos del Nuevo Orden para muchos que sellaron allí su bautismo. Los ángeles han debido tenerla en cuenta cuando vinieron a tomar nota de esos pactos y esas fechas. Y si los ángeles la conocen, es muy probable que su nombre haya sido mencionado más allá de la tierra. Su humilde barro se conmueve ante esa idea. Las parras y los nobles árboles frutales que la rodean se sienten honrados por el privilegio de dispensar su sombra a tantos aspirantes al nuevo Paraíso. Los troncos que sostienen el techo están de acuerdo en que no fue en vano que tantos árboles sacrificaron el gozo de extender sus ramas bajo la luz del cielo. Cuando los lugares de adoración fueron cerrados, ella se excedió en hospitalidad para consolar a los que fueron dispersados por los opositores del Reino. Tal como los coyuyos encienden y apagan sus pequeñas lámparas intra construidas, esta casa titila en mis recuerdos constantemente.

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TENACITA

Mi imaginación no encuentra nada mejor para adornarte que el guardapolvo blanco con que vas a la escuela. Vestido así, simple y limpiamente, estás representando un papel conmovedor en el drama de los últimos días. El viejo sistema es un ogro que tiene un apetito voraz por los niños. Quiere engullirlos, digerirlos y hacerlos parte de su pesada estructura. Quiere dejar a Jehová sin adoradores pequeños que le ofrezcan la intachable lealtad que pueda caber dentro de un guardapolvo blanco. Porque bastan los dedos de las manos para contar tus años, hay palabras que te quedan grandes. Llamarte héroe equivaldría a ponerte un traje cortado para tu padre; te moverías sin naturalidad dentro de él. Aunque el mundo gruña porque no puede tragarte como un bocado suave, no te consideres una víctima. Él que está forjando un porvenir eterno y venturoso está derrotando a los que lo maltratan. No te podemos comparar a un arma; Dios no te usa para herir ni para provocar; pero podemos asemejarte a una herramienta. Eres una pequeña tenaza que Dios maneja con eficacia. Cuando estas delante de los símbolos que la gente grande quiere hacerte reverenciar en contra de tus sentimientos y convicciones, te cierras con firmeza. ¿Sabes tenacita, que cada vez que te cierras en tu integridad te quedas con un bocado que tus opositores no pueden rescatar? Un jirón de la conciencia de ellos queda preso en tu agarro, tenacita. Tartamudean cuando te ven tan firme, porque aunque se sientan tan fuertes, no tendrían la valentía de desafiar el sistema en que viven para sostener un principio. ¡Claro! Están del otro lado y no ven lo que tú ves. Uno no puede contemplar lo que tiene a sus espaldas, ¿verdad? Ellos le dieron la espalda al Reino de Dios y a su soberanía. Tú, en cambio, lo estás viendo en tu poder y en gloria con los ojos de la mente. Por eso tu determinación no es simplemente devoción a una idea. Es el reconocimiento de la única realidad que no se va a desvanecer ahora ni en el futuro eterno. No pierdas tu firmeza, tenacita. No seas una herramienta floja que no puede detener el bocado que agarró. En este momento se me ocurre que tenaza es una palabra relacionada con tenacidad. ¿de qué serviría una tenaza que no fuera tenaz? Un día no lejano, usarás ropa seria como la de tus padres y el guardapolvo blanco será un recuerdo sin mancha. En tu corazón maduro y crecido, subsistirá el fundamento firme de devoción que estás amasando con valentía, a veces con lágrimas. Que Jehová te bendiga, tenacita, y que sigas siendo un instrumento útil en sus manos nadie podría privarte de tu bolsita de sal ni eclipsar la sonrisa de aprobación que provoca en el cielo la mención de tu nombre, a pesar de estar conectado con una historia tan breve. El corazón de Dios se regocija al contemplarte. Lo comprenderás cabalmente cuando un hijo, una copia tuya pruebe la devoción que le hayas inculcado.

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Aquellos a quienes les molesta la mordedura de tu integridad en la conciencia tendrán que quedarse con la cicatriz. O ¡quién sabe si algunos no se podrán a pensar en serio y se colocarán a tu lado, mirando al Reino de Dios de frente, conmovidos por la tenacidad de una minúscula herramienta!

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FUGACIDAD

Nos pusimos el guardapolvo blanco y fuimos unas cuantas veces a la escuela. La ingenua primavera estaba embelesada adornando los árboles con hojas y flores, perfeccionando la forma y el gusto de las frutas. Los días podían correr porque llevaban una carga liviana. Distraídamente contemplábamos su colorida fuga, casi sin darnos cuenta de que el radiante verano ya estaba adueñándose de nuestra energía, mientras los frutos de la vida alcanzaban su madurez. Era necesario trabajar mucho. Sólo de vez en cuando levantábamos los ojos al cielo para reflejar en ellos un puñado de estrellas. Los vientos del otoño llegaron puntualmente para arrancar las hojas secas. Bríos, entusiasmos, planes que nunca maduraron, bosquejos que se diluyeron en la frontera de la realidad, sueños que se desintegraron esperando... Todo formó un gran remolino, el dorado preludio del invierno. A su tiempo fijo el invierno llegó con expresiones lacónicas, con miradas retrospectivas. Hubo recordatorios y conclusiones cuidadosamente rumiadas. Sería insoportable verlo llegar y entregarle todo, para que lo enfríe para que lo aquiete, si el ventanal de la fe no nos mostrara el umbral lleno de sol de un Paraíso en potencia, real como las palabras incontrovertibles de su Hacedor, cálido y lleno de vida como la sangre invalorable con que fue comprado. La satisfacción más duradera que nos ha dejado esta fugacidad, ha sido la de ayudar a otros a vestir un guardapolvo blanco para ir a la escuela; advertirles que las flores que les da la primavera se desvanecen pronto; instarlos en las pausas del fatigoso verano a alzar los ojos de vez en cuando al cielo para reflejar en ellos un puñado de estrellas; animarlos a permanecer serenos mientras los vientos del otoño se llevan las hojas secas de sus sueños, y mirar junto con ellos a través del ventanal de la fe, ese umbral radiante del nuevo Paraíso en potencia, cada día más real, cada noche más próximo.

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DIÁLOGO NOCTURNO

- Mamá, tejiste un pedazo grande esta noche. - Tengo que apurarme porque el hermanito llegará antes del invierno. - El ovillo quedó chiquito. Yo sé escribir lana pero no sé escribir ovillo. - ¡Claro! Hace muy poquito que vas a la escuela. El año que viene vas a aprender a escribir palabras difíciles. - Cuando nos encontremos con papá en el Paraíso, ¿será mi papá todavía aunque yo sea grande? - Por supuesto, Gabriel. La muerte no borra los lazos de familia. - ¿Sabía papá que venía el hermanito? - Sí. Justamente, la noche del accidente volvíamos del médico. El nos acababa de asegurar que íbamos a ser padres otra vez. Papá me dejó en casa y siguió solo porque tenía algo que controlar en la fábrica y, no volvió. Iba muy feliz. Sin duda será una de las primeras cosas que preguntará a su regreso. - Un niño en la escuela me dijo que el alma de mi padre me mira desde el cielo. Me dijo que el alma es un pájaro en una jaula; que la jaula es el cuerpo y cuando la jaula se rompe el pájaro se va. - La Biblia enseña algo muy diferente del alma. ¿Te acuerdas de aquel día en que fuimos con papá a una oficina donde había un señor canoso sentado detrás de un escritorio? Papá después te explicó que los papeles que él le dio eran el título de propiedad de nuestra casa. Si algún extraño forzara la entrada y quisiera vivir en ella, podríamos desalojarlo legalmente probando por medio de esos papeles que somos los verdaderos propietarios. Si fuera destruida por un incendio o de otra manera, a nadie le estría permitido edificar sobre el terreno. Aunque ni los cimientos existieran, el derecho de tener una casa allí es solamente nuestro. Lo mismo sucede con la vida, hijito. Si la perdemos, el título de propiedad es una masa enorme de continuo cambio y movimiento; unos vienen y otros se van. Este año se fue papá y viene el hermanito. Lo mismo se está repitiendo todos los días en todas partes. Pero aún así Dios no nos ve como gotas de agua en un mar. Los miles de millones de habitantes de la tierra podríamos estar orando al mismo tiempo, pero Jehová no confundiría las oraciones de unos y otros. Tampoco puede confundir nuestro lugar en el mundo de la humanidad, ni dárselo a quien no le pertenece. No existe otra persona que pudiera ocupar el sitio de papá en nuestra casa. Si por casualidad alguien tuviera el mismo nombre y apellido no podría probar que tiene derecho a vivir con nosotros, porque el lugar de cada uno en la vida es exclusivo. Eso es lo que se llama alma. Aparte de ser almas vivientes nosotros mismos, el alma es nuestra existencia, nuestro puesto designado por Jehová en el inmenso rebaño humano. Imagínate cuán feliz vas a sentirte cuando seas un hombre fuerte y puedas rendirle cuentas a tu padre de haber cuidado bien nuestro hogar como hijo mayor. Recorreremos con él nuestros campos cultivados y le dirás: "todos esos maizales los plantamos nosotros. Nuestra finca llega hasta aquel bosquecito por el este y hasta el río por el oeste. Un poco más allá tenemos trigo. Los árboles que rodean la casa producen toda clase de fruta. Hemos preparado una linda pieza para ti que no queremos que nadie más la ocupe. Cuando gustes puedes ensillar cualquiera de los caballos para recorrer los alrededores" Y él se sentirá feliz al

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comprobar que el hijito que dejó y el que no llegó a conocer, son buenos y trabajadores y cuidaron muy bien de su mamá, tanto durante el viejo sistema de cosas como más tarde en el nuevo Paraíso. - Mami, tú me dijiste que los que matan a otros no estarán en el nuevo Orden. Entonces, el hombre que lo chocó a papá no va a estar, ¿verdad? - No sabemos, Gabriel; el único que puede juzgar estas cosas es Jehová. Planear la muerte de una persona no es lo mismo que matar por accidente. Llovía mucho y parece que le falló la dirección. De una cosa podemos estar seguros: él no salió a la calle con la idea de matar a alguien ni con el propósito de dejarnos a nosotros sin papá. Ese señor tiene conciencia y está sufriendo por lo sucedido. - ¿Qué es la conciencia, mamá? - La conciencia es algo maravilloso que Dios nos dio para guiarnos. Días pasados, cuando mirábamos aquella revista con fotos de barcos te expliqué qué es el radar. ¿Te acuerdas todavía? - ¡Sí! Le avisa al barco que puede chocar con alguna cosa que no se ve. - Exactamente. Hay cosas que la niebla o la oscuridad de la noche no permiten ver a tiempo para evitar un desastre. La conciencia es nuestro radar. Nos da señales de advertencia cuando estamos por cometer un error, pero también analiza los errores que ya se cometieron para que los evitemos en el futuro. Es algo así como un radar con memoria. El hombre que provocó el accidente se convirtió en nuestro enemigo sin pensarlo. Jesús dijo que debemos continuar amando a nuestros enemigos. Él tiene un hijito chico como tú que sin duda llora porque su papá está todavía preso. - ¿Y ese nene también tiene el libro "Gran Maestro" para que su mamá se lo lea cuando extraña mucho a su papá? - Es muy probable que no lo tenga. ¿Te gustaría regalárselo? - ¿Cómo si no lo conozco? - Haremos un paquete y se lo enviaremos a su mamá con una carta. Será muy bueno que ella sepa que no estamos desesperados pensando que nunca volveremos a ver a papá. Voy a hacer el borrador ahora mismo: Estimada señora de López: Aunque no nos conocemos, hay circunstancias dolorosas que nos acercan. Usted está sufriendo como yo en estos momentos; su hijo y mi hijo están privados de la presencia de su padre; el mío por un tiempo mucho más largo que el suyo. Le he hablado a Gabriel de ese niño que sin duda llora como él porque echa de menos el compañerismo diario de su papá. He querido que él entienda que la persona que provocó su orfandad es otra víctima del ingrato suceso. No quiero que el corazón de mi hijito sea corroído por el resentimiento. El dolor es una carga suficientemente pesada, no es necesario añadirle el veneno del rencor. Tengo una maravillosa convicción que comparto con Gabriel y que inculcaré con igual ahínco en el hijo que está por nacer. Dios promete en la Biblia la resurrección de los muertos que Él guarda

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en su memoria. Mi esposo fue un testigo fiel de Dios que al debido tiempo volverá a vivir para ver cumplido lo que predicó. Este pequeño libro es un obsequio que mi hijo le envía al suyo. Su padre solía leerle y explicarle sus lecciones. Era la base de largas conversaciones entre los dos y yo continúo con la misma práctica. ¡Con qué sinceridad deseo, señora, que usted y los suyos sean consolados por la misma esperanza que nos sostiene en este momento de prueba! Reciba mis respetuosos saludos. - ¡Oh! ¡Qué bostezo grande! El hombrecito de la casa tiene mucho sueño! Será mejor que hagas tu oración. Me quedo para oírla y darte el beso de las buenas noches.

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PÁGINAS DE UN DIARIO

Hoy cumplimos quince años de casados y estoy sola. Quizá ni te acuerdes de la fecha. Sé que no elegiste estos días para irte, la compañía organizó la exposición y te mandó a supervisarla. Podía haber salido con los niños a visitar a alguien o a dar un paseo para que el día fuera menos nostálgico. Pero no hice nada distinto de los demás días y aquí estoy, conversando con el único amigo que no se cansa de mis confidencias y nunca me contradice: mi diario. ¡Qué bueno hubiera sido preparar tus empanadas predilectas, adornar la mesa con flores y pasar unas horas en familia esta noche! Después que los chicos se hubieran ido a dormir, podríamos haber seguido conversando los dos largamente. En una ocasión así, con el ánimo bien dispuesto por los recuerdos de otros días felices, me hubiera atrevido a hacer un esfuerzo más por romper el bloque de hielo que nos divide desde que yo, contra tu voluntad, cambié de religión. Me reprochaste varias veces el haberte defraudado. Me aseguraste que si yo hubiera tenido las ideas que tengo ahora cuando me conociste, nunca te hubieras casado conmigo. Llegaste a decirme que no te ibas de casa por Viviana y Julito, porque ellos no tienen la culpa. Y que estabas seguro de que yo no tomaba la iniciativa para la separación sólo porque “mi Jehová” no aprueba el divorcio. Ha sido muy duro oír todo esto durante diez años sin encontrar palabras adecuadas para hacerte entender que mi cariño por ti es el mismo del principio y que no estoy sobrellevando el matrimonio como una rutina pesada, sólo por el sentido del deber, o para no privar a mis hijos del compañerismo de su padre. ¡Cuánto desearía ayudarte a discernir que “mi Jehová”, como tú le llamas, no es un rival tuyo sino el amigo más altruista y mejor intencionado que los dos tenemos! Él no te ha desplazado en tu posición de esposo y cabeza de familia, porque Dios nunca le quita a otros el lugar que legítimamente ocupan y que Él mismo les asignó en su arreglo. Por eso, es justo que el insustituible Soberano del universo esté también en su lugar en el corazón de los que le deben el ser, ¿verdad? Tampoco te ha desbancado en mis sentimientos. Simplemente ha venido a ocupar el altar que le corresponde y para ocuparlo lo ha limpiado primero, destronando a los ídolos que yo ignorantemente había puesto allí, porque el natural instinto de adoración demanda que ese lugar sea ocupado con algo, cuando no conocemos al Dios verdadero. Los ateos le dedican ese altar vacante en su corazón al dinero, a algún ideal político o a la ciencia, pero lo tienen que llenar también porque el verlo vacío produce una sensación insoportable de orfandad. ¿Entiendes, entonces? Todo el cambio ocurrió en el plano de la adoración, que es el más alto. Pero aquí, en el nivel de nuestro amor, en ese lugar que te pertenece a ti y que ninguna otra persona sobre la tierra podría ocupar de la misma manera, allí no hubo cambios. Jehová no se aposentó en mi vida y en mi mente para sustituirte. Él no te quitó tu honroso asiento ni te obligó a sentarte en el suelo. ¿Por qué estás resentido con Él? El hecho de que yo tenga que rendir cuentas de mis actos a un Reino establecido en los cielos, con un Rey vivo y real, Jesucristo, hace aún más sólida nuestra unión. Jamás quisiera traicionarte ni mancillar el nombre que me diste porque eso me pondría en conflicto con el más elevado poder del universo. El Dios confuso, borroso y sin nombre que adoraba antes, nunca me hizo sentir tan responsable. Mi evaluación del hogar, el vínculo matrimonial y los hijos, se ha fortalecido

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enormemente desde que hallé la verdad en la Biblia. ¿No te das cuenta de que todo eso es ganancia para ti también? Hoy, por ser la fecha que es, mi mente ha vuelto de continuo a los días de nuestro noviazgo. ¿Te acuerdas cómo nos gustaba jugar con la imaginación? Una vez estábamos mirando una lámina que representaba un paisaje nevado en los Alpes suizos. Huellas de pasos en la nieve terminaban en una casita de troncos con una chimenea humeante que sugería el calor del hogar adentro. Un grupo de pinos junto a la casa se destacaba en la blancura circundante. Te dije: —Yo estoy dentro de la casa preparando tu cena. Voy a poner un disco de melodías para darte la bienvenida—. Y tú me respondiste: —Yo ya entré sin que me vieras y voy a presentarme de sorpresa en la cocina. ¿No ves las huellas de mis botas en la nieve? Te llevo un nuevo libro de poemas y lo leeremos juntos. Una foto, un disco, una lectura. Todo lo vivíamos intensamente y lo disfrutábamos en tercera dimensión. Nuestra imaginación le daba altura, profundidad y anchura a todas las cosas. ¡Era un mundo nuestro, tan rico, tan próspero, tan exclusivo! La rutina diaria y tu enfriamiento de los últimos diez años me han privado de esos momentos que significaban mucho. ¡Cómo los extraño! Las cosas que forjábamos juntos valían tanto para mí como si hubieran sido reales. ¿Recuerdas que un día inventamos una ciudad para nuestra vejez? Era la clase de ciudad en la que uno descansaría feliz y sin preocupaciones después de haber trabajado mucho, después de haber ayudado a los hijos a edificar sus casas y fundar sus propias familias. Tú tomaste una cartulina y empezaste a dibujar el plano y los detalles. Casas con jardines y huertos; una hermosa plaza con bancos de mármol; un palco para la orquesta, flores y árboles (yo te pedí que le pusieras cedros azules y pinos dorados). En el centro, una gran biblioteca y sala de conferencias; un teatro y sala de conciertos; parques y viñedos alrededor y un río caudaloso que pasaba cerca. Las calles amplias estaban bordeadas de árboles. Una era la calle de los tilos; otra la de los castaños; otra la de las acacias. Le pusiste un equipo electrónico inagotable; no existía otro igual en el mundo, para que nunca se quedara a oscuras. Fuera de la ciudad dibujaste el cementerio lleno de cipreses, donde los pájaros cantaban cuando se recogían para dormir. A esa ciudad nos íbamos a vivir los dos, ya ancianos, y nos entreteníamos largas horas en una sala de nuestra casa donde había estanterías cubriendo las cuatro paredes, en las cuales colocábamos nuestra maravillosa colección de recuerdos. Yo insistí en que tú fueras el rey de esa comarca. Te coroné, te entregué el mando y nunca te depuse. Hace años que no jugamos a ese juego. ¡Cómo quisiera comunicarte la seguridad que siento de que habrá lugares así en el futuro! El rey de mi ciudad debe estar allí para disfrutarla conmigo, porque no puedo ni pensar en coronar a otro. Ya ves, el boceto que entonces hiciste todavía sirve. Sólo habría que borrar el cementerio, porque en ese tiempo no va a existir la muerte. Le ruego a Jehová que abra tu corazón para que podamos llegar juntos a esa realidad, compartiendo el salario de los bendecidos y su sonrisa de aprobación. Yo no puedo renunciar a mi fe ni anularme como súbdito de la soberanía universal. Cuando llegamos al entendimiento cabal de todo lo que la verdad encierra, la luz que viene de Dios hace una impresión tan profunda en la mente que jamás volvemos a sentirnos bien si regresamos a las tinieblas. Por estar en juego el lazo más obligatorio para un humano: mi relación personal con el Autor de la vida, no puedo dejar que alguien sobre la tierra fije las condiciones para mi felicidad excluyéndolo e él. ¿Qué significaría para mí la palabra lealtad en el futuro si abandono al Dios verdadero? ¿Qué garantías tendrías de mi amor por ti si para complacerte me vuelvo contra la Fuente

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del amor? ¿Qué seguridad te ofrecerían mis palabras y mis hechos si a instancias tuyas le doy la espalda al Manantial de la verdad absoluta? No puedo salvar la brecha que se abrió entre nosotros a ese costo. En cambio, ¡cuánto bien te haría a ti borrar el vacío que nos separa, si caminas en dirección a la luz! ¡Ésta sí es inagotable! Nuestra ciudad del futuro jamás estará a oscuras. Si encuentras este diario abierto como al descuido sobre tu escritorio y por curiosidad lo lees, quizá comprendas cuán profundamente siento lo que aquí escribo. Nuestros hijos duermen. Ha pasado otro aniversario de nuestra boda. Me alegro de que falte un día menos para que vuelvas. Son las tres de la madrugada. Buenas noches, mi rey.

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