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SAMUEL DE KANDASLA TABLA DE LA LEY Y EL CORAZÓN ESCARLATA

DE LA SABIDURÍA INFINITA

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la fotocopia y el tratamiento informático.

© 2013, Carolina Inés Valencia Donat© 2013, Deauno.com (de Elaleph.com S.R.L.)© 2013, Julio César Rivera e Isolina Rivera Valencia Donat Ilustraciones de tapa e interior.

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Primera edición

ISBN 978-987-680-066-2

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en el mes de septiembre de 2013 enBibliográfi ka, de Voros S.A.Bucarelli 1160. Buenos Aires, Argentina.

Valencia Donat, Carolina Inés Samuel de Kandas: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infi nita - 1a ed. Buenos Aires: Deauno.com, 2013. 196 p.; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-680-066-2

1. Narrativa. 2 Novela. I Título

CDD A863

CAROLINA INÉS VALENCIA DONAT

SAMUEL DE KANDAS

LA TABLA DE LA LEY Y EL CORAZÓN ESCARLATA

DE LA SABIDURÍA INFINITA

deauno.com

A mi esposo “Hacha” y amis hijos, Isolina y Maximiliano,

por su constante amor y apoyo.

KANDÁS

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CORRÍA LA ÉPOCA de Hilarión1, rey de Kandás. Un reino que prosperaba bajo el abrasador sol del desierto, en un tiempo cercano a la visita de los dioses.

Los ancianos del pueblo contaban que sus bisabuelos y tatarabue-los los habían conocido, ellos habían llegado desde el cielo en carros silenciosos, adornados con extraños fuegos fríos que no quemaban y cambiaban de colores alumbrando la noche con una luz más potente que el mismo sol.

Los dioses les habían enseñado a sacar agua de la tierra y a sembrar los campos. A medir el tiempo, a predecir la cosecha y a guardar ali-mento para subsistir cuando los cultivos escasearan. Les habían dado la escritura para poder transmitir esos conocimientos y la matemática para hacer los cálculos.

A los sabios del pueblo les habían dado conocimientos de medicina para curar las enfermedades y ellos debían encargarse de transmitirlos a las próximas generaciones.

Los dioses les habían enseñado a los hombres a construir, a apro-vechar las escasas lluvias del desierto y a almacenar agua para vivir.

En Kandás las casas eran de tierra o de ladrillo y algunas se alzaban hasta los dos pisos de altura. Por lo general se construían alrededor de un pequeño patio central donde estaba el aljibe. Todas las casas, hasta las más humildes, contaban con un pozo para almacenar el agua limpia y otro para descartar las aguas servidas. Las viviendas también tenían un espacio donde se podía criar algunos animales pequeños para alimentarse.

1 Alegre

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Todo denotaba la gran riqueza de la ciudad que comerciaba con sus vecinos y era paso obligado de las caravanas que recorrían esas tierras de Norte a Sur y Sur a Norte intercambiando mercaderías.

Los dioses les regalaron la Tabla de la Ley donde ordenaban, entre otras, el respeto al prójimo y el aprecio a la vida. Los que seguían sus mandatos no podían hacer daño a sus semejantes ni hacérselo a sí mis-mos. Aquellos que no acataban las leyes eran juzgados por un concilio de ancianos y expulsados de la ciudad si se los encontraba culpables.

El destierro era el peor castigo. Obligaba al culpable a abandonar todo lo que poseía y debía retirarse de la protección de los muros y ejércitos del reino, quedaba a merced del clima implacable del desierto y de las caravanas de mercaderes esclavistas.

Las calles trazadas en damero eran herencia del tiempo en que los dioses estaban en la tierra. La ciudad era prolija y poseía espacios abiertos destinados al esparcimiento de sus pobladores. En su centro, en medio del espacio abierto más grande, se alzaba un monumento que recordaba el lugar de llegada de sus deidades, donde se guardaba la Tabla de la Ley. Allí se hacían los actos y se leían los comunicados importantes. Los pobladores se reunían en esa plaza una vez a la sha-vua2 en el iom3 de descanso para escuchar a los sabios las enseñanzas de los dioses.

Contiguo a la gran plaza estaba construido el palacio del rey Hila-rión, una edifi cación imponente, con habitaciones ricamente decoradas. Varios artistas habían dejado plasmados sus talentos en las paredes de sus aposentos.

El agua, una de las grandes riquezas del reino, estaba presente en varias fuentes que refrescaban el aire reseco del desierto. En el palacio no sólo vivían los reyes sino también las familias de los consejeros, los generales y el personal de servicio. Era una estructura muy grande y lujosa que los albergaba a todos.

Hilarión era un rey afable y justo. Había subido al trono a los veinte shana4 a la muerte de su madre. Estaba casado hacía casi veinticinco

2 Semana/s. Lapso de tiempo de siete iom.3 Día/s. Lapso de tiempo desde la salida del sol a la próxima salida de sol.4 Año/s. Lapso de tiempo desde el comienzo de la temporada ventosa hasta el próxi-mo comienzo de la misma temporada. Dura 13 jodesh y 1 iom o 13 jodesh y 2 iom cada 4 shana.

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shana con la reina Iri5, una mujer de la nobleza de Kandás que había conquistado su corazón cuando era joven, con ella tenía un hijo. Ambos reinaban en paz y hacían progresar a los habitantes de la ciudad.

Tanta riqueza y prosperidad había desatado muchas veces la codicia de algunos reinos vecinos del Sur, pero todas sus incursiones con vistas de conquista habían sido rechazadas de lleno.

El pueblo entero se había encargado de fortifi car la ciudad con una muralla infranqueable, ésta tenía sólo dos grandes puertas de acceso que podían cerrarse ante un eventual ataque.

El ejército de Kandás era extraordinario, gente muy bien entrenada y habilidosa en todas las artes: espada, arco, mazo y hacha.

La instrucción militar era obligatoria para todos sus habitantes varones, comenzaba a la edad de diez shana y terminaba a los quince. A esa edad aquellos jóvenes que deseaban seguir la carrera militar de-bían escoger un arma por especialidad. A las mujeres del reino se las entrenaba para tareas en curaciones de heridas, en arte y música.

El tipo de lucha practicado en Kandás hacía de sus soldados armas letales capaces de enfrentarse a diez contrincantes a la vez. Sin embar-go, debido a las enseñanzas de sus dioses, estas habilidades se usaban exclusivamente para la defensa.

Los soldados tenían terminantemente prohibido el uso de armas en las calles de la ciudad.

Entre los soldados se destacaba Samuel6, el hijo del rey Hilarión, un joven apuesto de veintidós shana de edad con toda la vida por delante y único heredero del reino. Su especialidad era el arco, pero en la lucha cuerpo a cuerpo y el manejo de la espada no se quedaba atrás.

Samuel ya estaba en edad de elegir esposa y muchas mujeres nobles de su reino lo pretendían, incluso también algunas del reino vecino de Samás, otro pueblo visitado por sus dioses y aliado de Kandás.

Los pobladores de Samás tenían los mismos orígenes que los de Kandás, hablaban la misma lengua y adoraban a las mismas deidades.

Contaba su historia que hacía mucho tiempo, cuando los dioses aún habitaban la tierra, habían sido un solo pueblo pero su rey Yoram7 5 Luz.6 El Escuchado por los Dioses.7 Dios es Grande.

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había tenido dos hijos: Sariel8 y Suri9. El rey Yoram dividió el reino entre ellos. La ciudad de Kandás había quedado para el príncipe Sariel y a la princesa Suri le había dado Samás. Desde ese entonces todos sus descendientes tenían prohibido tener más de un hijo.

Los dioses le habían regalado a su rey la Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infi nita. Cuando ellos se encastraban, en el reverso de la Tabla, se podían leer todas las respuestas a las pregun-tas de los hombres y acceder a la sabiduría infi nita almacenada en el Corazón Escarlata.

Los dos herederos querían poseer esos regalos y se produjo una disputa entre ellos. Su padre, para evitar problemas, también dividió los Obsequios: la Tabla de la Ley se la entregó a Sariel y el Corazón Escarlata a Suri y para que ninguno de los dos, o sus descendientes, codiciase el Objeto del otro le sacó la magia que los hacía funcionar y la escondió en algún lugar del desierto. Desde entonces, aunque los juntaran, ninguno tendría la Sabiduría Infi nita.

Decía la profecía que cuando lo separado volviera a unirse, los dioses devolverían la magia al descendiente legítimo de Yoram, larga-mente buscado por la heredera de Suri y volverían a tener acceso a la Sabiduría Infi nita cuando juntaran los Objetos Sagrados.

Muchos sabios habían conjeturado sobre la profecía, la mayoría estaba de acuerdo que sólo una princesa de Samás podría cumplir la parte de “tener un legítimo descendiente de Yoram” a quien esperara o “buscara largamente”. La unión de los reinos podría hacerse por sus nupcias con un príncipe de Kandás o por la conquista militar por ese reino. En el último caso no necesitarían de un descendiente de Sariel para cumplir la profecía. Sin embargo una conquista era un hecho que podría estar muy lejos de la realidad vivida por Samás. El reino tenía un ejército muy pequeño y Kandás era militarmente mucho más fuerte. Igualmente la reina Iri trataría de evitar esa opción casando a su hijo con la heredera de Samás.

8 Príncipe de Dios.9 Princesa.

SAMUEL

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SAMUEL ERA UN joven apuesto y vivaz, de carácter alegre pero rebelde. Tenía una mente brillante y sumamente inquisidora que cuestionaba todo lo preestablecido y por lo general solía hacer su voluntad. Cuan-do cumplió sus quince shana debió optar por el arma en la que se especializaría. En ese momento estuvo indeciso, tenía habilidades para cualquiera de ellas pero le entusiasmaban la lucha y la espada.

Su padre, Hilarión, además de afable y justo era un rey sabio, que hablaba a menudo con su hijo, transmitiéndole sus conocimientos.

—El arco es el arma más apropiada para un rey —le aconsejó.—¿Por qué padre? —le preguntó Samuel.—Un rey no puede estar en el campo recogiendo el grano, ni en las

calles vendiéndolo, ni en la panadería haciéndolo, pero sí en el palacio, decidiendo cuándo será mejor recoger el grano, a qué precio deberá comercializarse y con qué medidas de higiene debe hacerse el pan. De igual manera cuando hay guerra un rey no puede estar en el campo de batalla luchando cuerpo a cuerpo, pero sí desde lo alto de las murallas protegiendo a sus soldados con la puntería de sus fl echas.

Hilarión sabía muy bien que la restricción real de engendrar sólo un hijo era un riesgo muy grande para su pueblo si perdían al único heredero, por ello se esforzó en convencer a Samuel para que el arma que eligiera fuera la menos peligrosa para su vida.

Fue así que Samuel siguió arquería aunque no dejó de practicar lucha ya que eso era lo que más le gustaba.

Samuel, como buen rebelde, no era afecto a seguir los protocolos de la monarquía y detestaba las distinciones especiales por el sólo hecho de ser el hijo del rey. Usualmente se confundía con sus amigos

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de tal modo que quien no lo conociera podía ignorar que el príncipe se encontraba en el grupo.

Al joven le encantaba pasar los iom de descanso junto a Kaleb10, Eitan11, Duma12, Jalib13, Zoar14 y Gerezim15, sus amigos de entrena-miento, recorriendo las calles de Kandás en busca de jovencitas a quienes presumir.

Samuel solía discutir seguido con sus padres por ese tema, él aún no quería formalizar ninguna relación. Sabía que su madre intentaría casarlo con alguna princesa desconocida de la cual, seguramente, él no estaría enamorado. Los matrimonios arreglados por conveniencia eran muy comunes entre los nobles. Él prefería divertirse con sus amigos y cortejar a varias mujeres hasta encontrar a la dama de sus sueños con la misma libertad que tenían los ciudadanos más humildes.

La reina frecuentemente le insistía que dentro de poco debería contraer un matrimonio convenientemente elegido para fortalecer las relaciones de Kandás y brindarle un heredero al reino. Su padre apoyaba todas las decisiones de su madre en ese tema.

Samuel, mientras tanto, albergaba otros planes. Entre sus preten-didas se encontraba Estela16, la bella hija del Comandante General Gum, el jefe de todo el ejército y fi el súbdito de su padre, ella era sólo tres shana menor que él. El Comandante y su familia vivían dentro de los muros del palacio por lo que las reuniones clandestinas de los jóvenes eran asiduas.

La reina no veía con buenos ojos esos encuentros. Ella pretendía que su hijo se casara con la heredera de Samás y cumpliera con la profecía y así lo pedía en silencio a los dioses.

Hacía seis shana atrás los reyes de Samás los habían visitado con su hija a fi n de tratar algunos temas de estado y formalizar una alianza estratégica. Con los shana el resentimiento surgido por la pelea entre los hijos de Yoram se había diluido y era la primera vez que los reyes de ambos reinos se habían juntado. En esa ocasión la reina Iri había 10 Tenaz Como Can.11 Impetuoso.12 Silencioso.13 Luchador.14 Pequeño.15 Hacha.16 Estrella.

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conversado con su par al respecto de la boda entre sus hijos y ella también estaba de acuerdo, pero la muchacha era aún una niña.

La reina sabía que en breve la joven cumpliría los dieciséis shana y planeaba invitar nuevamente a la familia real de Samás a visitarlos para poder presentársela a su hijo como candidata al matrimonio. Por ahora guardaba sus intenciones en secreto para que su hijo no se rebelara antes de tiempo. Cada vez que ella intentaba abordar el tema con Samuel, lo encontraba a la defensiva y la conversación antes de comenzar ya estaba terminando con una discusión.

—¡Nunca me casaré con alguien que no ame! —Le había dicho Samuel en una ocasión casi gritando, ya ofuscado por la insistencia de su madre con el tema del casamiento.

La reina frecuentemente rogaba a los dioses que hicieran entrar en razón a su hijo. Samuel, en cambio, rogaba a sus dioses casarse con la mujer que amara.

Para el joven la candidata más apropiada era la bella Estela. ¿Qué le gustaba de ella? Probablemente su hermosura, pero había muchas mujeres hermosas que lo pretendían en el reino, esa no era la característica determinante. Estela era muy inteligente, graciosa y simpática. Con ella podía conversar de cualquier tema. Era osada en sus decisiones y eso le encantaba a Samuel. En una ocasión se fugaron juntos del palacio disfrazados de campesinos para disfrutar de una fi esta en la plaza principal. Además era perseverante y un poco terca... a pesar de cortejarla hacía tiempo, aún no había podido gozar de sus favores íntimos. Ninguna mujer le había sido tan difícil como Estela, la mayoría lo complacía fácilmente. Decían las buenas y malas lenguas del reino que Samuel era un buen amante. Esos comentarios no dejaron de llegar a oídos de su madre quien en una ocasión se lo reclamó.

—Samuel, debes dejar esas aventuras —le increpó Iri—, son pe-ligrosas para el reino.

—Por favor, madre, no te metas en mi vida privada —le respondió Samuel.

—¿Privada? —Le reprochó la reina—. ¡Nada de tu vida es “pri-vada”! Eres el príncipe heredero, todas tus acciones son públicas y repercuten en tu pueblo.

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—Soy cuidadoso madre, no te preocupes, ya estoy mayorcito para que necesites enseñarme cómo hacerlo —trató de calmarla.

—Termina con tus aventuras, no quiero tener un bastardo en la familia —insistió Iri—. Si alguna de tus “aventuras” queda embarazada deberás casarte con ella. Ese es un riesgo que no deberías correr.

—Si madre, haré lo que tú digas —le mintió Samuel, con tal de dejar tranquila a su madre y no pelear más con ella.

—¡No me mientas! —Le reclamó la reina—. Comienza a obedecer a tu madre. Recuerda que los Guardianes miran todo lo que hacemos y lo escriben en el Libro Sagrado, luego te lo reclamarán los dioses.

—¡Ufff! —bufó Samuel —si escriben todo...Según sus dogmas cada persona tenía un Guardián que la cuidaba,

escribía sus malas y buenas acciones en el Libro Sagrado, antes de morir los dioses le exigirían que ambas estuvieran parejas.

—Acerca de Estela... —insistió la reina.—Con Estela no pasa nada madre, no te preocupes, somos sólo

buenos amigos —la interrumpió Samuel, volviendo a mentir.En realidad no sucedía nada no porque él no quisiera sino porque

Estela no dejaba que sucediera.

LA INVASIÓN

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DESDE HACÍA UN tiempo atrás el ambiente político estaba convul-sionado, de vez en cuando llegaban noticias de algunos reinos en el Sur que eran invadidos y saqueados, algunos sobrevivientes traían angustiantes noticias de guerreros despiadados actuando como las aves de rapiña.

Una tarde llegó uno de los vigías asignados a la frontera Sur, su cara estaba desfi gurada por el esfuerzo. Había corrido lo más rápido que le habían dado las piernas para llegar a comunicar lo que sus ojos no podían dar crédito: ¡estaban por enfrentar una invasión!

Desde el Sur miles de hombres se estaban desplazando hacia la ciudad, armados y dispuestos a matar. No sería fácil rechazarlos, su número superaba fácilmente cinco a uno a los casi cinco mil habitantes de la ciudad. Ni qué decir a los soldados del ejército de Hilarión.

Los invasores eran un pueblo bárbaro que venían de tierras lejanas, respetaban solamente la ley de la espada. Sus dioses sólo les habían enseñado a conquistar y saquear, por lo tanto su vida era depredar todo a su paso.

El rey escuchó las noticias y llamó al concejo de ancianos del pueblo, no tenía mucho tiempo para tomar una decisión, rendirse sin pelear o resistir.

El consejo deliberó en el salón del trono, todos habían oído rumores de algunos sobrevivientes de otros pueblos quienes habían logrado escapar en medio de las batallas, algunos de sus reyes habían intentado rendirse para salvar a su gente pero esto no les había resultado útil, las ciudades igual habían sido arrasadas y sus habitantes vendidos como esclavos a las caravanas de mercaderes del Norte.

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Después de una corta deliberación se decidió hacer frente al ene-migo. Hilarión dio órdenes para organizar la resistencia, no les sería tan fácil acabar con la ciudad, ésta le daría batalla.

Kandás era el penúltimo bastión de los pueblos civilizados. La ciudad de Samás dependía del resultado de su lucha, si Kandás caía no habría ninguna otra oposición en el camino y le sería fácil al enemigo conquistar la ciudad vecina. El ejército de Samás era muy pequeño, casi reducido a la guardia real.

Hilarión confi aba en las fortifi caciones levantadas alrededor de la ciudad.

“Serán infranqueables —pensaba—, están hechas para ser eter-nas. Es imposible que las traspasen, no importa el número de los atacantes”.

Hilarión no podía imaginar semejantes murallas cayendo por el ataque enemigo, el muro que rodeaba a la ciudadela era de ocho brazos de ancho y veinte brazos de alto, construida de piedra sólida traída de los pueblos del Norte a través del desierto.

Hilarión ordenó entrar en la ciudad todos los comestibles que pudieran, la cosecha se realizó temprano y se guardó en las casas. Se introdujeron todos los animales que encontraron... debían estar bien provistos para resistir el asedio.

El enemigo llegó a las proximidades de los muros en menos de una shavua, acamparon afuera y sitiaron la ciudad. Todos los iom atacaban e intentaban entrar derribando las defensas y las puertas. Las lluvias de fl echas eran constantes sobre los pobladores de Kandás. De a poco, en sus ataques, iban horadando las murallas.

Dentro de la fortaleza el optimismo de sus habitantes se iba dilu-yendo, la angustia comenzaba a invadir sus almas. Si el asedio seguía constante de esa manera las murallas no durarían mucho. Afuera el enemigo estaba muy bien pertrechado, contaba con alimentos, agua y esclavos producto de sus saqueos anteriores.

Los soldados de Kandás defendían las murallas constantemente. Los pobladores rescataban las fl echas del enemigo que caían en la ciudad y los arqueros las usaban en su contra. Samuel y Gerezim eran los más destacados tiradores en las fi las de defensa, cada fl echa que disparaban era algún enemigo más muerto.

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El asedio era persistente, los atacantes eran tantos que podían hacer turnos y mantener la ciudad bajo asalto tanto de día17 como de noche18. Las bajas en las fi las del reino empezaban a notarse.

Los cálculos del rey estuvieron errados, luego de casi tres jodesh19 de acoso, justo al comienzo de la temporada ventosa, las murallas cayeron y el enemigo entró enardecido por las calles, matando y saqueando lo que se encontraba en su camino.

Los pocos soldados que aún quedaban, combatieron contra el inva-sor son valentía, pero eran demasiados y aplastaron a los que resistían y castigaron con la muerte a los que quedaban vivos.

A medida que los guerreros avanzaban por las calles los soldados se iban replegando hacia el palacio. Samuel, Kaleb, Duma, Zoar y Gerezim estaban entre ellos. Con tristeza habían visto caer a Eitan y Jarib peleando valientemente.

En medio de ese caos lo único que pensaba Samuel era en matar a todos los invasores posibles y en defender a sus padres.

Samuel logró entrar en el palacio, pero en combate el enemigo lo dejó inconsciente con un certero golpe en la nuca.

En muy poco tiempo los bárbaros quemaron la ciudad y toma-ron por esclavos a todos los habitantes sobrevivientes a su feroz arremetida.

Reunieron a todos en la gran plaza central, a medida que los traían ataban sus manos. Sólo se veían caras de afl icción y desamparo, algunas mujeres lloraban amargamente por la muerte de sus seres queridos, otros lloraban por la suerte que tendrían: iban a ser vendidos.

El rey Hilarión y su esposa Iri fueron decapitados por los invasores.

Cuando Samuel recobró su conciencia tenía sus manos atadas a la espalda y estaba junto a los demás prisioneros en la plaza, una mujer lo ayudó a incorporarse. Lo primero que vieron sus ojos fueron las cabezas de sus padres exhibidas sobre unas picas en el centro de la gran plaza central. Su tristeza fue tan grande que no atinó más que a agacharse y llorar con amargura... Todos sus esfuerzos habían sido en vano, su ciudad había caído, sus padres habían sido asesinados y 17 Período de claridad del iom.18 Período de oscuridad del iom.19 Mes/es. Lapso de tiempo de cuatro shavua.

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tampoco había podido defender a Estela. Esos fracasos le pesaban como una montaña sobre sus espaldas y lo llenaban de bronca e ira hacia sus captores.

Esa noche la mayoría de las mujeres fueron separadas y violadas por los invasores que estaban festejando su triunfo.

LA ESCLAVITUD

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LOS GRUPOS DE comerciantes del Norte, quienes vivían como hienas aprovechándose de los saqueos del sanguinario ejército, llegaron a partir del iom siguiente y comenzaron a comprar todos los esclavos posibles.

Eran una excelente mercancía, especialmente porque los esclavos eran la única fuerza laboral y de tracción conocida para las minas.

Sus dioses les habían enseñado a extraer los metales del suelo, ellos exigían ofrendas de oro y para ello les inculcaron que esclavizar a sus semejantes era la mejor manera de obtenerlo en cantidad.

Esos pueblos necesitaban un continuo fl ujo de mano de obra para reponer a los pobres infelices que morían en las minas. Sus dioses eran sanguinarios y les habían dejado algunos elementos sagrados e instruc-ciones que servían para torturar a los esclavos rebeldes y convertirlos en sumisos trabajadores.

Su sociedad estaba formada por los hombres libres, ricos y pobres, y por los desdichados esclavos. Un esclavo era objeto de propiedad del dueño, éste podía disponer de su cuerpo como mejor le placiese, incluso tenía la libertad de matarlo. Un esclavo no tenía otro fi n que el de trabajar constantemente. La única razón para liberar a un esclavo era deberle la vida, pero por lo general los sometidos querían matar a sus captores más que salvarlos. Lo único prohibido por sus dioses era el robo a otros hombres libres, delito que se juzgaba y castigaba con la esclavitud.

Samuel fue vendido a uno de esos comerciantes y encadenado a su caravana.

A los esclavos les pusieron grilletes en sus cuellos y las cadenas los unían en fi las, además todos llevaban los brazos atados delante, excepto

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Samuel quien los llevaba atados a la espalda. Había algo en su mirada que atemorizaba a sus compradores, fuego en sus ojos y altanería en sus actos. Eso no era bueno para pasar inadvertido siendo esclavo, pero los comerciantes sabían que le podían sacar muy buen provecho a esa actitud y a la complexión atlética del joven.

La caminata comenzó hacia el Norte, hacia el pueblo de Samás, último baluarte de los pueblos que rechazaban la esclavitud como modo de vida, luego venía el desierto y tierras que Samuel nunca ha-bía incursionado. Los sabios de la corte enseñaban que allí vivían los pueblos esclavistas, gente con quienes se comerciaba pero nunca se los dejaba ingresar a la ciudad porque sus costumbres eran contrarias a las enseñanzas de los dioses.

Durante una shavua sus iom tenían una rutina agobiante: se des-pertaban al alba, les entregaban una ración de comida y un cuenco con agua, les ataban las manos y partían en caminata por los caminos arenosos y las dunas del desierto, el sol pegaba fuerte en sus pieles desnudas y el grillete del cuello raspaba a medida que la arena y el su-dor se mezclaban. Cuando el sol alcanzaba su cenit la caravana paraba, los esclavos intentaban tomar aliento y los comerciantes descansaban un rato, comían y bebían. Al cabo de una o dos horas se retomaba la marcha hasta el anochecer cuando paraban para descansar, los comer-ciantes hacían armar sus carpas y liberaban las manos de los esclavos quienes recibían nuevamente una escasa ración como la de la mañana, los grilletes del cuello nunca se los quitaban. Alguno que otro no lograba despertar porque las picaduras ponzoñosas de los animales nocturnos se cobraban siempre alguna vida.

Mientras Samuel avanzaba por las arenas del desierto se prometía a sí mismo nunca aceptar la esclavitud, podrían apresar su cuerpo pero jamás su espíritu.

“¿Por qué sigo vivo? ¿Por qué los dioses desprotegieron mi ciu-dad? —Pensaba—. ¿Qué hice mal? ¿Cuál fue mi pecado para recibir el castigo del destierro?”

El anciano delante de él comenzó a mostrar síntomas de enferme-dad, desde entonces los comerciantes no lo alimentaron más ¿deberían invertir esfuerzos en una mercancía defectuosa?

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Samuel, en secreto, compartía su ración con el hombre. Quizás él podría salvarlo y con ello salvar su alma. El joven estaba acostumbrado a las privaciones de la vida militar: largos ejercicios de práctica y poco alimento.

El anciano cada vez tenía peor semblante a pesar de los cuidados que le daba Samuel. Era probable que no durara mucho, la marcha en el desierto, aunque lenta, era sacrifi cada para cualquiera que no estuviera acostumbrado a caminar tantas horas de día.

La cara de Samuel estaba quemada por el sol y su barba ya estaba bastante crecida. Entre la defensa de su ciudad, la invasión y ahora el cautiverio llevaba casi tres shavua sin rasurarse. Sólo podía imaginar cómo se veía, no había nada en el desierto que pudiera devolverle el refl ejo de su cara.

SAMÁS

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LA CAÍDA DE Kandás fue el preludio del desplome inexorable de Samás ubicado a sólo tres iom de distancia a paso normal. Los habitantes de ese reino habían cultivado las ciencias y las artes en vez de la lucha y el ejército. Su defensa se basaba en la estratégica alianza con Kandás al Sur y la confi anza de que los límites naturales de su reino eran una barrera disuasiva para cualquier invasor. Por el Oeste limitaba con el alto cordón montañoso de Katán que se extendía desde los lejanos mares del Sur hasta los confi nes de los reinos del Norte, al Este limi-taba con otro cordón montañoso que se hundía al Norte en el desierto interminable. Sus vecinos esclavistas de los reinos del Norte debían cruzar casi un jodesh de desierto para llegar, una misión improbable que realizaran por la cantidad de agua que necesitaría un ejército. Los oasis existentes no podrían aprovisionar a tanta gente. Y los pobladores del desierto eran tribus nómades que constantemente estaban peleando entre sí por lo tanto no representaban peligro alguno.

Samás era una de las más bellas ciudades de la época. Estaba com-pletamente adornada por bajorrelieves y murales, fruto del arte de sus pobladores. Las plazas eran amplias y el palacio real majestuoso, en él se guardaba el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infi nita. A diferencia de su par no poseía fortifi caciones que pudieran parar al enemigo, era una ciudad totalmente abierta y expuesta.

Luego de una marcha lenta y penosa, al cabo de una shavua la caravana de los mercaderes esclavistas estaba frente a la ciudadela sa-queada, sólo quedaban casas humeantes y despojos en las calles. De la otrora hermosa ciudad ya no quedaba piedra sobre piedra. Los nuevos esclavos estaban reunidos en la que fuera la plaza mayor de Samás, a la venta para los comerciantes.

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El jefe de la caravana dio la orden de parar y se adelantó hacia la ciudad. Como a media tarde regresó con un nuevo grupo de es-clavos, varios hombres y mujeres se unirían al lúgubre desfi le por el desierto.

Cuando los hicieron poner de pie, el esclavo ubicado delante de Samuel ya estaba muerto, quizás por el cansancio, quizás por la inanición o la deshidratación. Los comerciantes no se hicieron ningún problema, necesitaban esclavos fuertes para poder vender en sus pueblos por lo que un debilucho no era una buena mercancía. Liberaron el grillete del muerto y lo dejaron a un costado, uno de ellos sacó su espada y lo decapitó de un solo golpe. Ahora ya estaban todos advertidos de lo que pasaría si caían en el camino.

La reacción de Samuel fue instintiva, saltó en un solo movimiento y trató de detener la espada asesina, pero los grilletes del cuello no le permitieron llegar tan lejos, sin embargo aquella actitud le valió como castigo que ya no le desataran las manos ni siquiera en los momentos de descanso.

El comerciante, aún asustado por la rápida reacción el esclavo, dijo unas palabas en un idioma ininteligible para Samuel, al instante dos de sus compañeros tomaron unas fustas20 y castigaron al joven con ellas. Él no se movió ni pestañó ante esos azotes que le marcaban su piel, se mantuvo erguido y silencioso. Cuando los comerciantes terminaron Samuel quedó de pie mirándolos a la cara con odio.

En el grillete que acababa de desocuparse pusieron a una jovencita, una bella muchacha de cabellos morenos rizados, de hermosa fi gura. Sus ojos, color miel, aún estaban hinchados de tanto llorar y su cara era la más triste que Samuel haya visto hasta entonces. La desprotec-ción y el abatimiento de la mujer le causaron mucha lástima, era el mismo sentimiento que él había tenido casi dos shavua atrás cuando, con gran impotencia, vio a sus padres ejecutados y a él convertido en prisionero.

Los pensamientos del joven volaron hacia sus iom pasados, cuando gozaba de una cómoda cama y comida sufi ciente, recordaba que más de una vez había rechazado algún alimento por no considerarlo sabroso. ¡Es increíble cómo se extrañan cosas tan sencillas cuando ya no se las tiene y qué poco se las aprecia cuando se las goza!20 Varilla de un brazo de largo con un cuadrado de cuero en la punta.

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La voz del jefe de la caravana y el golpe del lati21 en la espalda para que avance lo devolvió amargamente a su realidad. La caravana seguiría viajando hacia el Norte.

Dio una última hojeada al cuerpo inerte del anciano decapitado, sus esfuerzos por mantenerlo con vida no habían dado el resultado deseado, sin embargo pudo aliviar en algo el sufrimiento de ese hombre en sus últimos momentos de su existencia. Rogó a sus dioses para que recibiesen en su seno la energía del difunto.

21 Látigo corto con una cuerda de cuero retorcido de no más de un brazo de largo.

EL DESIERTO

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LOS IOM SE sucedieron tan tediosos como los de la primera shavua. Para los esclavos las condiciones empeoraban paulatinamente, la ración era insufi ciente para mantener a una persona caminando todo el iom en el desierto por lo que comenzaban a perder peso y energía.

Como a Samuel no le soltaban sus manos ni aún en los descansos, le era imposible recoger la ración de alimentos. Esa situación lo obli-garía a comer del piso y beber del cuenco como lo hacían los animales pero el espíritu del joven seguía altivo a pesar de sus desgracias y los primeros iom simplemente no probó bocado. Se mantenía sentado, tranquilo, como si estuviera ajeno a todo.

“No me doblegarán —pensaba Samuel—. ¡Oh, dioses! ¿Cuál es el destino que tienen para mí? ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Qué debo aprender de todo esto? ¿No me enviarán acaso un Guardián para que me ayude?” —Samuel no era muy apegado a las Leyes de los dioses, pero trataba de encontrar el sentido de todo lo que vivía sin poder hallarlo. Los dioses tenían designios que aún le eran inescrutables.

El prisionero que estaba detrás de él en la fi la era quien aprovechaba la situación de Samuel, cuando pasaba un tiempo y el joven no hacía el menor intento de comer, con un gesto amable le pedía permiso para tomar la ración y se la comía.

La joven que se encontraba atada delante comenzó a notar el des-mejoramiento de Samuel por su orgullo, al cuarto iom de marcha ella se adelantó al prisionero de atrás y levantó primero la ración.

“Ella tiene más hambre que él —pensó el joven—, en fi n, me da igual, al fi nal puede tomarlo cualquiera de los dos, yo no comeré del piso...”

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La muchacha extendió el cuenco y se lo puso en sus labios, con tantos iom sin beber él los tenía resecos, su contacto con el líquido fue un gran alivio, le costó abrirlos para ingerir el agua. En su cara se refl ejó su asombro ante la actitud de su compañera, por fi n los dioses le enviaban una ayuda.

Ella también le asistió dándole la comida en la boca. Desde ese momento empezó a ocuparse de alimentarlo. Ese fue el regalo que recibía Samuel ya que cumplía veintitrés shana ese iom.

La comida y el agua lo mejoraron, su garganta no estaba tan reseca y se sentía con posibilidades de emitir palabra. Necesitaba saber el nombre de la joven.

—¿Cómo te... — no pudo terminar la frase, un látigo se estrelló en su espalda haciéndole escapar un sonido de dolor, no lo esperaba. Rápidamente otro comerciante se le acercó y con su fusta comenzó a castigarlo sin importarle en dónde lo golpeaba. Ella se apartó de él lo máximo que le permitía la cadena que los unía.

Cuando terminaron él tenía marcas de azotes por todos lados. Miró a la joven, ella se agarraba su brazo, también había recibido algunos gol-pes. Se sentía culpable por esa situación pero no podía disculparse.

Entre ellos se estableció un vínculo silencioso pues por disposición de sus captores no podían hablar. El más mínimo sonido era castigado duramente por los comerciantes. Como no podía averiguar su nombre internamente la llamó “mi Guardiana” porque parecía enviada por los dioses para socorrerlo.

De a poco fueron inventando un idioma de señas muy disimulado para comunicarse entre ellos.

El hambre y la deshidratación empezaban a notarse entre las fi las de desgraciados, de vez en cuando caía algún esclavo presa del cansancio sin poder seguir adelante. Los comerciantes siempre optaban por la misma solución, lo desenganchaban del grupo y lo decapitaban.

Samuel miraba con angustia la situación, ellos habían sido sus súb-ditos o quizás pobladores de Samás, gente que él había jurado proteger y ahora no podía hacer nada por ellos.

“¿Qué pecados han pagando con tanto sufrimiento? —Pensaba—. ¿Qué pecados estaré pagando yo? ¿Qué hice para tener que soportar esto?”

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Según las creencias de los habitantes de Kandás, cuando una perso-na justa moría su energía se juntaba con la de los dioses y la del universo pasando a formar parte de ellos. Los pecadores pagaban en ésta vida sus faltas con sufrimientos hasta estar limpios de culpas para partir.

Cerca de la tercera shavua de caminata ya sólo quedaban un poco más de la mitad de los esclavos que habían partido.

La cuarta shavua de marcha fue la peor, a los comerciantes se les habían acabado las raciones para los esclavos y todos marchaban sin comida ni bebida, los infelices caían cada vez más frecuentemente y cuando alcanzaron el oasis sólo quedaba un tercio de ellos.

Distinguir el verde de las palmeras y de los pastos, ver el refl ejo del lago en el desierto, fue una experiencia maravillosa. Todos sacaron fuerzas de donde no la tenían y casi corrieron al encuentro del agua.

Cuando llegaron a la orilla los esclavos se peleaban por beber un poco. Samuel seguía con sus manos atadas a sus espaldas por lo que su joven compañera de desgracias fue quien lo ayudó con esa tarea. Tomó el líquido con sus manos y antes de beber se la ofreció a él. A pesar de su sed ella le dio prioridad a Samuel. Luego de beber se lavó el rostro y mojó sus rizados cabellos, sumergió una punta de su manto en el espejo de agua y con ella refrescó el rostro y cuerpo del joven.

El contacto de esas pequeñas y suaves manos sobre él y las caricias de ella mientras mojaba su pecho le hicieron estremecer. Las últimas caricias las había recibido de Estela poco antes de la invasión.

Esa noche los comerciantes comieron y bebieron, pasaron una shavua viviendo en el oasis reponiéndose y juntando víveres para encarar nuevamente el desierto.

En esa shavua los prisioneros también pudieron reponer un poco sus fuerzas perdidas. Para ellos era un pequeño regalo de los dioses dormir sobre el verde pasto del oasis en vez de la arena del desierto.

Entre los dos jóvenes se estrechaba cada vez más el vínculo. Ella se ocupaba de hacerle la vida un poco más fácil pues los comerciantes no le levantaban el castigo. Le daba de beber, de comer y lo refresca-ba cuantas veces podía. Por las noches dormían cerca y él trataba de resguardarla lo máximo posible del frío.

Samuel observaba cómo su joven compañera por las noches miraba el cielo estrellado y hacía complicados cálculos sobre la tierra, esto no

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le sorprendía de una habitante de Samás, pero sí de una muchacha que su más próximo destino era la esclavitud ¿de qué le valdría tanta ciencia? Él, como buen nativo de Kandás, apreciaba más la lucha que las artes, le parecía mucho más útil. Aunque justo en esos momentos, encadenado y prisionero como estaba, no podía ponerla en práctica.

Al fi nal de la shavua la caravana emprendió la marcha de nuevo dejando dos esclavos a los moradores del oasis en pago por sus servicios.

Samuel se distinguía entre el puñado de esclavos que llevan pues su actitud arrogante aún no se había perdido. Él era el único que, a pesar de su mala alimentación, aún marchaba con la cabeza erguida y era capaz de cruzar la mirada con sus captores lo que, por cierto, le hacía ganar unos cuantos azotes de parte de ellos. A pesar de eso hasta ese momento no le habían escuchado quejarse ni pedir piedad o misericordia.

Todos hablan un idioma desconocido para Samuel, pero a fuerza de estar escuchándolo durante tantos iom empezaba a comprender palabras como “arriba” o “en marcha”.

Estaba ya muy lejos de su tierra natal. De vez en cuando su mente divagaba, quizás fruto del cansancio, y lo lleva a las frescas habitaciones del palacio recorridas por fi eles servidores listos a satisfacer cualquier capricho de su príncipe, recordaba la comodidad de su cama con sába-nas blancas perfumadas que su madre había bordado con su nombre... o su ira lo transportaba a las clases de lucha en las que era tan bueno, ya se veía matando a todos sus captores y librándose de esas cadenas. De pronto volvía a la realidad, los comerciantes le daban muy poca oportunidad de poder actuar, siempre estaba encadenado y se encon-traba muy débil después de casi una shavua sin comer. Los mercaderes le habían quitado la ración sólo para asegurarse que ese esclavo altivo con mirada de fuego no tuviera fuerzas para rebelarse.

Su compañera de desgracias había querido compartir con él su comida, pero la ración era muy escasa y no le parecía bien dejarle sin ella, la joven también estaba muy débil y demacrada, caminaba pesadamente delante de él. A veces la veía zigzaguear en el camino o trastabillar con la arena.

SALVANDO A UNA MUCHACHA

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DE PRONTO SAMUEl sintió que la joven tropezaba y caía. Llegó uno de los comerciantes y le dio la orden para incorporarse, ella no respondía. El comerciante se inclinó y le sacó el grillete del cuello, estaba a punto de desenvainar su espada. Samuel ya había visto muchas veces lo que sucedía en esos casos, ahora estaba dispuesto a que no pasara, no con ella que era su amiga, no sabía siquiera su nombre pero la desgracia une más que mil palabras. De repente, sin siquiera darse cuenta, casi por instinto, arremetió contra ese hombre quien quería arrebatarle lo único bello que le había pasado en las últimas shavua. Lo volteó antes que desenvainara su espada y se tiró sobre ella para cubrirla con su cuerpo. Sus brazos, prisioneros aún en su espalda, no le permitían abrazarla. Era la primera vez que emitía una súplica, en su idioma suplicaba por esa mujer, se ofreció a cargarla. No sabía si sus captores entenderían sus palabras.

Se hizo un silencio profundo, sus compañeros de infortunio miraban la escena con terror. De pronto pareció que sus actos surtieron el efecto deseado, el jefe de la caravana se acercó, desató sus manos y le permitió levantar a la joven, ahora debería cargarla por el resto del viaje... ¿qué importaba? ¡Al menos la había salvado!

Desde ese momento el camino se volvió aún más duro para Samuel, a sus fuerzas escasas se le sumaba cargar a su compañera. Sus captores le restituyeron su ración con lo que se mantenía al límite de sus fuerzas. Samuel se encargaba de alimentarla y darle de beber al igual que la joven lo había hecho con él hasta ese momento.

Ella estaba exhausta, a pesar de los cuidados de Samuel no reco-braba su conciencia, de vez en cuando deliraba, decía algunas palabras

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ininteligibles que Samuel debía ahogar para que no las escucharan los comerciantes y los lati estuvieran sobre ellos.

En esos momentos de delirio Samuel le susurraba al oído:—Todo cambia... todo cambia... mañana no será como hoy... Todo

cambia...Trataba de consolarla y consolarse con éstas palabras. Recordaba

a su madre quien con amor se las decía cuando lo encontraba triste o acongojado por algún problema.

¡Cómo extrañaba a su madre! Siempre con una palabra alentado-ra... Ahora estaba arrepentido de no haberle dado antes el gusto de casarse con quien ella hubiera querido. Con arrogancia había pensado que tenía todo el tiempo del mundo para darle un nieto ¡cuán errado había estado!

Mientras caminaba miraba el dulce rostro de la joven que llevaba en sus brazos, quizás con alguien como ella podría haberse casado. En un momento de debilidad acercó su boca a la de la muchacha y con delicadeza humedeció los resecos labios de ella con su lengua robán-dole un ansiado beso. Ella estaba inconsciente pero un suave estertor sacudió su delgado cuerpo.

El resto de la marcha fue muy difi cultosa. La caravana tuvo que enfrentar una tormenta de arena y allí se perdieron víveres y bebidas, las raciones se achicaron y los muertos aumentaron pero Samuel es-taba decidido a mantener viva a su amiga y redoblaba sus esfuerzos para salvarla.

EL PUESTO DE ESCLAVOS

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AL CABO DE una shavua llegaron a un poblado grande, un caserío ubicado en las afueras de una ciudad. Allí los comerciantes mandaron armar sus carpas y liberaron la ristra de grilletes de atrás del carro de provisiones. El grupo había llegado a su destino. Estaban en las afueras de Quer, un reino en el límite más austral del imperio del Norte. La ciudad duplicaba en tamaño a Kandás.

Anduvieron un rato entre casas pequeñas hasta que aparecie-ron las murallas de esa ciudad, entonces entraron por sus puertas imponentes.

Daba pena ver ese desfi le de esclavos, cansados, mugrientos, fl acos, con la piel tostada o quemada por el sol calcinador del desierto.

Caminaron por las callejuelas atestadas de gente hasta llegar a lo que parecía una gran feria, había un puesto grande dedicado a la compra y venta de esclavos, allí por unas cuantas monedas los intercambiaron.

Samuel vio el pago dado a los comerciantes y se sintió ofendido: él, príncipe de Kandás, ¡vendido por unas pocas monedas! Había pagado aún más por uno de sus arcos y ahora era parte de un grupo de esclavos que costaban esa miseria.

No tenía muchas fuerzas para expresar su furia. Sólo logró levan-tarse antes que sus grilletes le recordaran otra vez que estaba unido a los otros prisioneros en la misma suerte. El dueño del puesto vio su actitud y diligentemente mandó a uno de sus sirvientes encadenar a ese esclavo al poste más cercano. El resto de los infelices no podían siquiera incorporarse del cansancio que tenían.

El puestero miró a la joven cargada en brazos hasta allí, pidió a un sirviente que la revisara y luego de algunas palabras en su idioma toma-

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ron a la chica y la llevaron arrastrando hacia lo que parecía un corral. Al cerrarse la puerta se escucharon los rugidos y el gruñir enfurecido de las bestias que se pelean por el alimento.

Samuel entendió todo en ese momento. Imaginó el diálogo entre el sirviente y su patrón, le habría dicho que la esclava no sobreviviría o que ella estaba muy enferma, entonces éste decidió darla como alimento para sus fi eras y allí estaban los animales peleándose por un pedazo de su cuerpo. Él se fi guraba en su mente la macabra escena, la piel y la carne desgarrada por las zarpas y colmillos de los animales encerrados en ese corral, sus bocas llenas de la sangre de la joven, disfrutando de su festín. Era probable que a esos animales los hubieran traído sin comida como a ellos.

Al fi nal nunca pudo averiguar su nombre. Primero por estar atado a su espalda, no pudo escribirle la pregunta en la arena y probablemente ella había pensado que él no sabía escribir. Luego porque ella estuvo inconsciente y ahora porque ya estaba muerta.

No pudo llorar, no había lágrimas en sus ojos para poder derramar-las por quien él cariñosamente había nombrado “mi Guardiana”. Ya no podría defenderla, había perdido lo más cercano a un ser querido que había tenido desde su captura.

Hubo un intercambio de palabras entre el comerciante de la cara-vana y el puestero, entonces éste último tomó el rostro de Samuel y miró sus ojos llenos de rabia, ira y desprecio, dijo unas cuantas palabras y ambos rieron descaradamente.

El negocio del puestero era una construcción grande en compa-ración con los otros comercios que rodeaban la plaza, Samuel y los otros esclavos estaban en una galería amplia que daba a un espacio descubierto donde había una tarima, en uno de los costados estaban los corrales de animales y en el otro las celdas para los prisioneros. Hacia la galería daban varias habitaciones.

Esa noche todos los esclavos nuevos fueron encerrados en una celda donde se les dio comida y agua. A la mañana siguiente, además de ser alimentados, se les proporcionó acceso a una tina con agua para asearse y ropas nuevas... si podría llamarse ropa a una simple falda corta para los hombres y una túnica semitransparente para las pocas mujeres que habían sobrevivido a la travesía.

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Samuel, a pesar de su bronca, no desperdiciaría lo que se le brindaba, si quería pelear debía tener fuerzas para lograrlo. Después de tantos iom podía ver su rostro nuevamente en un espejo, no se reconocía. El joven blanco, de cabellos castaño claro rizados había desaparecido para dar lugar a un hombre tostado, con el cabello enmarañado y barba abundante.

Ese iom empezó el desfi le de esclavos por el salón donde se los acicalaba. Los sentaban en una silla para afeitarlos, les cortaban el pelo a los hombres y a las mujeres se los desenredaban, no sin grandes gritos de dolor de las desdichadas que caían en manos de esos sirvientes.

Samuel no fue la excepción, lo llevaron también al salón, pero fue al único que ataron a la silla e inmovilizaron sus brazos. Parecían sospechar la furia que podría desatarse si le daban la más mínima cabida.

En todo momento que Samuel estaba fuera de la jaula de los es-clavos, permanecía con sus pies y manos encadenados y el grillete del cuello fi jado a una cadena atada a alguna pared o pilar.

El collar, las pulseras y tobilleras eran unas argollas gruesas de hierro que serían un regalo para todos los prisioneros, un recordatorio perenne de su condición de esclavos. Una vez puestos no podían quitarse sin una máquina especial para ello.

Por fi n llegó el iom de la exhibición de la nueva mercadería, era el iom de feria y todos los infelices que habían llegado en la caravana la shavua anterior estaban en mejores condiciones, menos fl acos, limpios y vestidos, los exhibían sobre la tarima a los compradores quienes pujaban por el precio de cada uno, estaban siendo rematados.

Ese iom Samuel no fue puesto en la tarima, a él le esperaba otra suerte. Lo dejaron en la galería encadenado colgado por las pulseras a un gancho de la pared, sus tobilleras también tenían cadenas que, de caminar, le dejarían dar sólo pasos muy cortos, el puestero se había asegurado impedirle huir.

Samuel soñó con fugarse incontables veces en esos iom, pero no sólo no le daban oportunidad, sino ¿a dónde? Se encontraba en un pueblo desconocido, con gente que no hablaba su idioma, rodeado de desierto. Si huía sería fácil individualizarlo entre la multitud, todos tenían mucha ropa y él sólo una faldilla. Y si lograba, por esas casua-lidades, burlar a los guardias de la ciudad, aún le quedaba el desierto

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para enfrentar. Ya sabía, por haber caminado por la arena tantos iom, que sin comida y agua no duraría mucho. Al fi nal su ansiada libertad quedaría reducida a un cadáver más en el desierto, siempre y cuando no lo atraparan y lo usaran como escarmiento público para aleccionar a otros esclavos que intentaran lo mismo. Ya había visto en esos iom uno de esos casos en el pueblo.

Desde la ventana de su celda se podía observar la plaza pública y allí estaba un pobre infeliz capturado después de una fuga corta, lo habían puesto en un cepo durante tres iom bajo el sol radiante de los días y el frío helado de las noches, luego le habían cortado su lengua y manos, habían quemado los muñones para que no sangraran, pero sólo para estirar su agonía porque al iom siguiente lo habían quemado con hierros calientes. Una vez muerto fue dejado otro iom más a la vista de todos y para regocijo de los animales callejeros que se dieron un festín con su carne. Con el tiempo Samuel se enteraría que ese pobre infeliz había sido un esclavo comunal.

Si de esclavos se hablaba era la clase más baja y más sufrida. Los dueños los entregaban al emperador como pago de impuestos y por lo general era el castigo que les imponían a sus esclavos rebeldes. Un esclavo comunal hacía trabajos para la ciudad y para el emperador, podía ser enviado a las minas imperiales o asignado a trabajos dentro de la ciudad como recolección de residuos, reparación de calles, obras comunitarias. Pero si tenía algún tiempo libre cualquier poblador podía hacer uso de sus servicios por lo que el trabajo del esclavo era continuo. Pocas veces se lo alimentaba, el esclavo se proveía su alimento de los residuos que recogía y por las noches se lo encadenaba a alguna de las tantas argo-llas que estaban empotradas en las paredes de las casas y plazas por lo que sufían las penurias de la intemperie. Si escapaba su castigo era una muerte lenta y horrorosa como la que había presenciado Samuel. Había un régimen de terror para disuadir cualquier insurrección. El número de esclavos que el joven había visto superaba ampliamente la cantidad de hombres libres. Para Samuel huir seguía siendo un sueño inalcanzable... por ahora.

Estaba imbuido en sus pensamientos cuando llegó una mujer ma-dura bastante corpulenta, sus cabellos ya mostraban algunas canas que intentaba esconder debajo de un tocado ostentoso. Estaba ricamente

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ataviada, su túnica tenía bordados muy complicados elaborados con hilos de oro. Poseía un abanico muy adornado en su mano derecha y un raro bastón en la mano izquierda. Lo que realmente llamó la atención a Samuel fue el bastón, su mango tenía una piedra azul que brillaba con luz propia. Él jamás había visto semejante cosa.

El puestero la llevó hacia donde estaba Samuel, con la punta de su látigo le señalaba los hombros y pechos del esclavo, sus brazos y piernas musculosas. Obligó a Samuel a darse vuelta para que le mos-trara a la mujer su amplia espalda. Él no entendía las palabras pero sí la actitud del puestero, estaba promocionando su mercancía y con voz empalagosa adulaba a la clienta.

Luego empezó el regateo, se notaba que discutían el precio, al fi nal llegaron a un acuerdo, la clienta pagó una suma mucho mayor que la abonada por el puestero por el grupo de esclavos algunos iom atrás. El dueño del local había hecho un muy buen negocio.

Una vez fi nalizado el trato y entregado el dinero, tanto la mujer como el puestero sacaron sus anillos y los entrelazaron por un pequeño garfi o que tenían en un costado.

Con los anillos así unidos el puestero tomó de los cabellos a Samuel y lo obligó a inclinar la cabeza hacia la derecha, dejando expuesta la parte izquierda de su cuello. Asentó los anillos sobre su piel y Samuel sintió un calor indecible, le estaban quemando la piel como si hubieran puesto los anillos al fuego. Luego de unos segundos el puestero los retiró y en el cuello de Samuel aparecieron los dibujos de los sellos estampados, como tatuados. Era la marca de la transacción, Samuel ahora era un esclavo legalmente comprado a un comerciante habilitado para adquirir prisioneros a las caravanas. Siendo un pueblo esclavista ésta actividad estaba muy bien reglamentada, incluso los impuestos se pagaban en base a la cantidad de esclavos que se poseían.

Samuel fue liberado del gancho de la pared por los sirvientes del puestero y le prendieron una cadena al collar, la otra punta de la cadena fue entregada a uno de los sirvientes de la mujer.

Salieron del puesto y Samuel vio que la mujer se subía a un carrua-je tirado por un esclavo con sus manos encadenadas a los maderos laterales del transporte de tal manera que no podía deshacerse de su carga, llevaba en su boca un pedazo de madera con unas riendas, era

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realmente denigrante ver ese espectáculo. El carruaje comenzó su mar-cha y Samuel tardó en dar sus primeros pasos, dentro de él su espíritu aún se resistía a la esclavitud. Un latigazo de uno de los sirvientes lo devolvió a la realidad, no sólo debía seguir al carruaje sino también mover ridículamente rápido los pies para mantener el ritmo del grupo. Las cadenas le permitían dar sólo pequeños pasos. En su mente se imaginaba lo grotesco que se veía para el resto de la gente.

Después de unas cuantas cuadras, el paisaje de la ciudad cambió de las pequeñas casas de barro y la efervescencia de la feria a las casas más grandes y calles mejor acomodadas de las residencias de los nobles.

La comitiva entró a una gran construcción por la puerta principal que daba a un patio interior grande y soleado, hacia la izquierda estaba la casa de los amos, con su fachada lujosa y hermosos jardines, allí se bajó la mujer y se dirigió a la puerta, antes de llegar le dijo algo a uno de sus sirvientes y el resto del grupo siguió por el camino cruzando otro pórtico hacia lo que sería el patio de los esclavos y animales, allí se veían corrales con cabras y cerdos, una galería enmarcaba las celdas de esclavos, las habitaciones de los sirvientes y la puerta trasera de la casa principal. En el medio del gran patio, erguido como para recordar a todos su lugar en el mundo, había un palo donde los insurrectos eran castigados. Sin embargo, con una mejor recorrida de sus ojos, Samuel notó que no era el único recordatorio de su nueva condición de es-clavo, distribuidos en todo el perímetro del patio se veían diferentes elementos para la tortura, al fi nal de su vistazo logró contar diecisiete, incluso uno de ellos estaba en uso en ese momento.

El sirviente que caminaba a su lado se percató de la cara inquisidora de Samuel y le dirigió algunas palabras. Él no entendía lo que le decían, pero sí pudo ver al sirviente mostrándole su mano con tres dedos le-vantados y luego señalándole al torturado. Por la cara del pobre infeliz puedo inferir que llevaba en esa posición tres iom. Estaba recostado sobre su espalda en un tronco mediano, como a un brazo del piso, con sus manos y pies atados con sogas a unos anillos fi jados al piso a ambos lados del tronco. La posición no parecía tan mala a no ser que se llevara mucho tiempo en ella, los miembros se entumecían, el sol calcinaba y la fría noche atormentaban el cuerpo y los desechos orgánicos propios de las necesidades de cada individuo empeoraban la situación.

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Samuel no podía entender todo eso, en su pueblo la esclavitud no existía. Lo que estaba viviendo hacía ya casi tres jodesh y medio era una pesadilla ¿hasta cuándo duraría? ¿Cambiaría todo en algún momento?

Pronto cruzaron el patio y se detuvieron cerca de unas celdas. El sirviente desenganchó al esclavo del carruaje y le sacó la brida de la boca, encadenó sus pulseras y lo metió en uno de los calabozos, los barrotes dejaban ver todo el interior de los mismos, no había intimidad en ellos, ni siquiera en el espacio destinado al aseo personal.

Luego se volvió hacia Samuel y comenzó a hablarle mientras desenganchaba su cadena del carruaje. De todo lo que el sirviente le dijo no entendió nada, pero el látigo era un excelente traductor y al segundo golpe comprendió que debía caminar. Lo llevó hasta una de las celdas y le cerró la puerta.

Samuel le dio una ojeada al lugar, estaba limpio, tenía un catre en cada costado y una mesa fi ja en el centro, unos bancos clavados al piso le permitirían sentarse a la mesa. En una esquina había un sanitario y un lavabo. Todo estaba fi rmemente amurado, nada podía moverse de su lugar, supuso que eso era una medida de seguridad para que los esclavos no usaran los muebles como armas.

Samuel se recostó en el catre, hacía ya mucho tiempo que el piso era su único lugar de descanso, disfrutó esa pequeña comodidad por un instante y le agradeció a sus dioses por ese exiguo regalo. Se durmió profundamente.

CARRERAS DE CARROS

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NO SUPO CUÁNTO tiempo estuvo dormido, pero cuando lo despertaron ya el día se había ido. Una luz mortecina iluminaba la celda y una mujer joven le hablaba.

Se incorporó y ella le señaló la mesa, allí estaba un plato con comi-da, un vaso y una jarra con agua. Caminó hacia la mesa y le agradeció en su idioma.

La joven por lo visto no hablaba su lengua, le dijo unas cuantas palabras y le sonrió. Samuel se sentó a la mesa, comió y bebió tan rápido que despertó la risa en la muchacha, ella levantó los trastos y salió de la celda cerrando tras de sí la puerta. Samuel corroboró que él no podía abrirla, no entendía cómo estaba tan fi rmemente trabada si la mujer no le había puesto tranca ni se veía obstáculo alguno. Aún estaba cansado y su curiosidad no era tan grande como para desper-diciar esos momentos de descanso en una investigación, se recostó de nuevo y retomó su sueño.

Esa noche, quizás por estar gozando de una cama, soñó con su Kandás natal, estaba en el salón de los banquetes jugando con jóve-nes de la corte con quienes practicaba lucha y arquería, de pronto se presentaba Estela, ¡oh, la bella Estela! pretendida por Samuel y varios más, ella empezaba a bailar y a seducirlo. De pronto su sueño se volvió pesadilla, entraba el enemigo y arrasaba con todo, ¡estaban invadiendo el palacio! Él mataba a uno y otro y otro pero seguían llegando más, de pronto sus manos no podían levantar la espada, pesaba tanto que no se movía, sus pies estaban clavados en la tierra y le era imposible caminar, los enemigos reían y rían, súbitamente uno de ellos levantaba la cabeza decapitada de Estela...

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Despertó agitado, bañado en sudor y gritando el nombre de ella, tardó un poco en volver a la realidad, sus ojos recorrieron el lugar y redescubrieron su celda. En su mente revivió la lucha encarnizada con el enemigo, el asedio y su invasión. Recordó nuevamente como Estela era asesinada ante sus ojos. A pesar de su lucha y de todos los enemigos muertos por sus manos, él no pudo evitarlo... ¡eran tantos! El número de invasores era aplastante, recordaba estar luchando con siete de sus guerreros cuando un golpe en la cabeza lo había dejado inconsciente para luego despertar con el lúgubre espectáculo de las cabezas decapitadas de sus padres. Quizás el enemigo nunca supo que él era el príncipe, no acostumbraba a llevar vestimentas llamati-vas ni diferentes a las de sus compañeros del ejército, posiblemente su modestia le había salvado la vida. Revivió su captura, su viaje, su supervivencia a la marcha en el desierto, su esfuerzo por salvar a esa muchacha cargándola tanto tiempo y fi nalmente su pena, bronca e ira cuando la entregaron para ser alimento de las bestias. Recordó lo que él le susurraba al oído de vez en cuando:

—Todo cambia... todo cambia... mañana no será como hoy... Todo cambia.

Esa frase ahora le parecía muy lejana, pero real. Para él, en pocos jodesh, todo había cambiado y por qué no, todo podría seguir cam-biando y así sería, porque la poca comodidad de la que gozaba en su celda le duraría poco.

Por la mañana uno de los sirvientes de la casa se acercó y abrió la puerta, le dijo algo y le hizo señas para que saliese. Samuel comenzaba a traducir algunas palabras del idioma de esa gente.

La mujer corpulenta que lo había adquirido en el puesto de esclavos se le acercó, por lo visto era el ama del lugar, lo examinó como quien aprecia un adorno nuevo, le hizo levantar los brazos, mostrar sus dientes y su espalda. Luego le indicó algo al sirviente y él dio unas cuantas órdenes a unos jóvenes que estaban por allí barriendo. Ellos salieron disparados a buscar el pedido. Samuel empezaba a entender la posición ocupada por las distintas personas. No sabía si quien había dado las órdenes era guardia o sirviente, pero él mandaba al resto y obedecía al ama. Estaba seguro que era un hombre libre porque no tenía puesta ninguna argolla como las que le habían colocado a él en el puesto de esclavos.

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Al poco rato llegaron con un carruaje. Éste era distinto al que había visto el iom anterior, los palos de adelante de los cuales se agarraba el esclavo que lo tiraba, estaba cruzado por un madero transversal. El sirviente tomó unas cadenas que le alcanzaron y con ellas le ató las pulseras por delante, luego desmontó el palo transversal y lo puso entre los codos y la espalda de Samuel. Así sus brazos quedaban trabados sin posibilidad de movimientos.

Hizo que Samuel se pusiera en posición cerca del carruaje y acomo-dó el madero en el cual estaba atado nuevamente en su lugar. Samuel ahora entendía, querían usarlo para tirar del carruaje.

La idea no le causó ninguna gracia, comenzó a percibirse el disgusto en su rostro. Samuel recordaba cuán denigrante había visto esa tarea el iom anterior.

Cuando el sirviente intentó ponerle la brida se desató la pelea. Samuel se retorcía y tiraba patadas contra el sirviente, otro se le acercó para ayudarlo pero Samuel logró engancharlo con una llave que casi lo asfi xia, se salvó pues otros sirvientes más intervinieron en su ayuda. El intento no les salió barato, había dos esclavos con el brazo quebrado, cinco golpeados y magullados y el jefe de los sirvientes casi asfi xiado. Todo terminó cuando la mujer sacó su bastón y con él tocó el pecho de Samuel.

El joven nunca había experimentado nada igual, cuando la punta del bastón tocó su piel sintió ardor y un dolor terrible recorriéndole todo el cuerpo, sus músculos se tensaron y dejaron de responder a su voluntad. Cayó al piso y comenzó a temblar incontrolablemente. El sufrimiento era espantoso. Él conocía el dolor, sus prácticas militares se lo habían enseñado durante muchos shana, pero esto no tenía comparación alguna.

El ama dio unas órdenes y los sirvientes alzaron a Samuel del piso tomándolo por los brazos y lo arrastraron para atarlo a dos postes ubi-cados en un costado del patio, sus brazos y pies fueron encadenados a cada poste formando una “X” con su cuerpo. Samuel estaba aún muy entumecido para poder resistirse, le habían entrado nauseas de tanto dolor que sentía.

Una vez inmovilizado el prisionero, el jefe de esclavos tomó el látigo con el que cruzó la espalda de Samuel cerca de veinte veces,

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a comparación de lo anterior esos golpes parecían una caricia. Allí quedaría el joven todo ese iom.

Samuel comenzó a recobrarse con el frío de la noche, su cuerpo seguía dolorido pero ahora ya podía pararse, eso aliviaba el dolor de sus muñecas. El haber estado colgado todas esas horas le había aca-lambrado los brazos. Esa noche recordó la comodidad de su celda, ahora la había perdido, cada vez estaba peor, pero su espíritu aún se sentía libre ¡no se dejaría poner esas riendas!

La noche pasó y amaneció de nuevo. El jefe de sirvientes se acer-có a Samuel, le dijo algunas palabras con sonrisa socarrona y tomó el látigo para castigarlo nuevamente. Samuel contuvo la respiración y se preparó para los golpes, de su boca no saldría ni un gemido. Esta vez sintió el dolor de los latigazos y agradeció a los dioses que fueran sólo veinte, si hubieran sido más probablemente algún grito de dolor hubiera salido de su garganta.

Samuel descubrió que a ese hombre le gustaba torturar antes de los alimentos de la mañana. No podía observar qué sucedía en el patio de los esclavos pues estaba atado dándole la espalda, pero podía escuchar risas y charlas, ruido de ollas y de enseres, sonidos familiares de gente realizando trabajos caseros y de granja. El sol del medio día y la siesta castigaban la espalda magullada de Samuel. Por sus conocimientos de-dujo que él estaba atado mirando hacia el Sur, imaginó que si agudizaba la vista podía ver su ciudad natal, ¡cuánto extrañaba Kandás!

El día transcurrió sin que nadie más se le acercara, cayó la noche y con ella el frío propio del clima desértico, era su segundo iom de castigo.

El tercer iom fue como el segundo, a la mañana temprano recibió los latigazos de parte del jefe de esclavos quien volvió a hablarle sin que pudiera entenderle. Samuel tenía mucho tiempo para pensar e imaginar. Nadie le hablaba. Sentía que pasaban cerca de él pero ninguno osaba dirigirle la palabra.

El cuarto iom ya se sentía débil, las pocas fuerzas recuperadas en su celda se estaban desvaneciendo por el cansancio, hambre y des-hidratación. Más que un castigo, pensaba Samuel, quizás el sirviente quería matarlo lentamente utilizándolo de ejemplo para todos los esclavos que se negaran a hacer algo y además golpearan a otros. El

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iom transcurrió sin cambios, el jefe de esclavos se acercó, le dio veinte latigazos y se fue.

“¿Por qué me está pasando esto? —Pensaba Samuel—. ¿Qué pre-tenden de mí los dioses? —Se preguntaba—. ¡No lograrán doblegarme! —Se repetía, para darse fuerzas—. ¡No lograrán doblegarme!”

Al caer la noche, una vez que todos estaban en sus celdas o habita-ciones, Samuel descubrió una sombra deslizándose por la galería frente a él. Al principio no distinguía bien pero luego pudo ver la silueta de una persona aproximándose.

Con mucho sigilo una esclava llegó hasta donde él estaba y le acercó un cuenco con agua a la boca. Los labios de Samuel estaban rajados y resecos, el contacto con el agua fue un gran alivio. Le dio de beber lentamente para que Samuel no se atragantara, llevaba ya cuatro iom sin ingerir agua y hacerlo de repente podría serle perjudicial.

Con delicadeza la esclava tomó un paño húmedo y limpió el rostro, el cuello y el pecho, un pecho amplio que refl ejaba muchos shana de ejercicios. Luego le extendió un poco de comida y agua nuevamente. De repente se escuchó un ruido, la esclava quedó inmovilizada del pánico, el temor se leía claramente en su rostro, levantó los enseres que había traído y desapareció entre las sombras.

Samuel creyó que un Guardián había acudido a ayudarle. Por fi n los dioses atendían sus súplicas y venían a socorrerlo en tan aciaga hora.

El amanecer del quinto iom Samuel estaba mejor, el agua y la comida le habían dado un poco de fuerzas y su cuerpo ahora no caía fl ácidamente colgando de los brazos sino que se mantenía en pie.

Cuando el jefe de esclavos llegó, tomó su látigo y cumplió con su trabajo matutino. Ver a Samuel de pie le disgustó de sobremanera, él pretendía domar a ese esclavo a fuerza de hambre y sed. Comenzó a gritar y dar órdenes a distintos esclavos, ellos con cara de miedo respondían negando con sus cabezas. Ahora Samuel sonreía internamente por su pequeño logro, le había borrado a ese hombre la sonrisa del rostro.

La noche del quinto iom tuvo la visita de la esclava quien regresó llevándole nuevamente agua y comida. Como en un ritual se la dio lentamente para que no tuviera complicaciones al tragarla.

Samuel la miró detenidamente, era muy parecida a su amiga de desdichas, a “mi Guardiana”... pero no podía ser, ella estaba muerta.

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—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó Samuel en su idioma, sin muchas esperanzas de respuesta. Apenas podía emitir sonidos con su garganta reseca.

—María22 —respondió ella con una sonrisa—, súbdita suya, majestad.

Samuel no podía dar crédito a lo que oía, ¡María era de Kandás!, lo había reconocido a pesar de su estado deplorable actual y estaba ayudándolo porque había sido su príncipe.

—Gracias María —le dijo—, pero te arriesgas demasiado... estoy destinado a morir aquí —su voz era ronca y entrecortada.

—Shhhh —le dijo María, poniendo su dedo índice sobre los labios de él—. No se esfuerce en hablar, está muy débil majestad —acotó ella—. Yo le debo mucho mi señor... —un ruido interrumpió lo que parecía sería un relato interesante. María juntó los enseres y desapare-ció en la oscuridad dejándolo solo con la intriga de saber a qué deuda se refería.

El encuentro de la noche anterior había llenado el espíritu de Samuel, ya no se sentía tan abatido, un nuevo aire fl otaba alrededor de él, se sentía mucho más fuerte que cualquiera de sus iom anteriores después de su captura.

El jefe de esclavos se acercó, tomó su látigo y lo castigó como lo venía haciendo. Samuel no sólo resistió de pie el castigo y sin un solo gemido sino que, además, le devolvió una sonrisa.

Al sirviente eso no le gustó. Tomó a Samuel de los pelos y comenzó a increparlo. Su idioma aún era ininteligible pero la bronca refl ejada en sus ojos era un lenguaje universal, el jefe de los sirvientes estaba muy disgustado.

Ese iom comenzó como los anteriores, todo cambiaría hacia el medio día. Al llegar el horario de los alimentos Samuel escuchó mucho revuelo en el patio de esclavos, de pronto el jefe se presentó frente a él con María tomada del brazo, la arrastraba en forma brusca y la sujetaba con fuerza. María se veía aterrorizada, Samuel la miró y una expresión de pánico cruzó por su rostro. Sólo fueron unos segundos, lo hallaron desprevenido, su expresión le corroboró al jefe de esclavos su suposición de que María había estado alimentando al prisionero.22 La Elegida.

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Con dos gritos varios sirvientes llegaron a donde se encontraban y desataron a Samuel, en su lugar ataron a María, pero a ella la pusieron mirando hacia el patio.

Samuel, aprisionado por cuatro esclavos sujetándole sus brazos y con la debilidad que tenía no podía hacer nada. De pronto, ante otra orden del jefe acostaron a Samuel boca arriba en el piso frente a María y estaquearon sus manos y pies, ahora ella podía verlo todo el tiempo y él a ella también.

El jefe de esclavos tomó un kurtiz23 y con él le pegó a María. Su intención era castigarla sin dejar marcado su cuerpo para que la esclava no perdiera su precio.

Samuel no tuvo esa suerte, con él usaron el látigo y le propinaron al menos diez azotes en el pecho. Eso sí le dejaría marcas permanentes.

Toda la tarde estuvieron así, el sol daba de lleno en la cara de María y en todo el cuerpo de Samuel. Cuando comenzó a atardecer llegó el alivio del calor, pero él ya sabía cuánto frío pasarían. A pesar de su largo tiempo de cautiverio aún no se acostumbraba al clima nocturno a la intemperie y sin abrigo.

Esa noche, una vez que todos se retiraron del patio, Samuel co-menzó la conversación a pesar del permanente temblor de su cuerpo por el frío. Sus intenciones eran que la joven pusiera su mente en otro lado y se olvidara de la baja temperatura que los hacía temblar constantemente.

—¿Hija de quién eres, María? —le preguntó, apretando los dientes para que no castañearan y tratando de aclarar su seca garganta.

—De Yain24, el copero real, y Noemí25 mi Señor —le respondió ella—. Una vez su majestad salvó a mi padre del enojo de su excelen-tísimo padre. Asumió la culpa en el tema de los vinos intercambiados ¿recuerda ese suceso, majestad? su excelentísimo padre iba a despedir al mío y eso nos hubiera dejado en la calle a mi madre, mi hermano y a mí.

Samuel recordó el incidente, nunca creyó que habría sido tan importante para alguien, él siempre lo vio como un juego. Su padre 23 Látigo de mango muy corto y muchas colas, generalmente más de veinte, de mate-rial liviano. Sirve para golpear sin dejar marcas permanentes.24 Vino.25 Mi Dulzura.

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estaba muy disgustado porque había ordenado enviar un tipo de vino como regalo de bodas a un rey amigo y al fi nal el copero envió otro por error, igual de bueno pero distinto. Como era una tontería él le dijo a su padre que la idea de cambiar el tipo de vino había sido suya, pidiéndole excusar al copero por no seguir sus órdenes. Ahora com-prendía a qué deuda se refería María la noche anterior.

—Además —prosiguió—, el iom de la invasión, su majestad salvó mi vida. Quizás sin quererlo, pero lo hizo —sus dientes castañeaban. Esa noche estaba más fría de lo habitual.

—¿Podrías ser un poco más específi ca, por favor, María? —pre-guntó él. Su voz salía penosamente de su garganta pero necesitaba hablar con ella, escucharla hablar de Kandás y de su vida anterior le regocijaba el alma.

—Sí, su majestad... —iba a continuar, pero en ese momento Samuel la interrumpió.

—Por favor María, no me llames así. En la posición en que estoy considero ridículo el uso del protocolo real —le dijo Samuel—, además, cada vez más cuenta me doy que puede acarrearme más complicaciones que benefi cios.

—Lo siento su majestad, perdón, mi señor... perdón... ¿cómo debo llamarlo? —dijo María, confundida.

—Samuel, ese es mi nombre.—Como ordene, Samuel —le respondió ella, con reverencia.Samuel sonrió. Hacía rato que nada le causaba gracia, pero sentir a

María tratarlo con tanta formalidad y él verse estaqueado y golpeado como estaba era una situación totalmente irrisoria.

—Bueno María, aclárame lo último, ¿cómo es que salvé tu vida? —le dijo, intentando aliviar la situación engorrosa en que se encon-traba ella.

—El enemigo había invadido el palacio, todos corríamos sin saber dónde poder escondernos, estaban por todas partes, era imposible perderlos y huir. Al cruzar la puerta del gran salón uno de esos bárbaros pudo agarrarme del cabello, empezó a divertirse conmigo revoleándome como le venía en ganas. A los pocos minutos se cansó del juego y de mis gritos entonces empuñó su espada para matarme pues yo seguía resistiéndome. De repente lo llamaron y se dio vuelta,

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había una revuelta en el pasillo que daba al gran salón, necesitaban su ayuda para someter a uno de los soldados que peleaba con bra-vura y ya había matado a varios. Entonces perdió interés en mí, me soltó y fue con sus compañeros a abatir al rebelde. Tomó una de las estatuas que estaban en la estancia y con ella le pegó en la cabeza al soldado. Yo aproveché para huir y esconderme bajo la gran mesa central. Desde allí vi el cadáver de la señorita Estela muy cerca de mí y distinguí al soldado abatido, era usted mi señor, digo... Samuel. ¿Lo entiende? Si no hubiera sido por su lucha el bárbaro me hubiera matado —prosiguió con tristeza—. Esconderme no valió de mucho, cuando se aplacaron un poco las peleas algunos guerreros comen-zaron a juntar a los sobrevivientes para venderlos como esclavos. El que se resistía moría en el acto. Así fue como terminé en la plaza mayor junto a varios más, a mí me vendieron al iom siguiente a una caravana que se dirigió directamente para aquí, el viaje fue sacrifi cado, murieron muchos en el camino, algunos eran conocidos míos. No supe nada de mi padre, mi madre o de mi hermano, seguramente están muertos... —una lágrima rodó por sus mejillas y la angustia se apoderó de su rostro.

—Lo lamento... Y te pido perdón —le dijo Samuel.—¿Perdón? ¿Por qué? —preguntó María, asombrada.—Por no haber defendido mejor el reino, por dejar que te hi-

cieran prisionera, por la muerte de tu familia —esos fracasos aún le pesaban.

—No le culpo, majestad, eran demasiados. No teníamos oportuni-dad de ganar, pero al menos les dimos batalla, no sacaron gratis nuestra conquista. Además usted mató un gran número de enemigos y con ello también salvó a muchos de nosotros —le animó María.

Samuel quedó mudo ante tanta generosidad de espíritu, él sí se culpaba. Debería haber peleado mejor, matado más hombres, defen-dido a las mujeres, quizás morir con sus padres. La perspectiva que le exponía María le quitó algo de esa culpa.

En esos momentos un guardia pasó cerca y ambos callaron. Des-pués de esa conversación la noche transcurrió en silencio, de vez en cuando pasaba el sirviente asegurándose que todos estuvieran en sus celdas.

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Samuel vio que empezaba a amanecer, en poco tiempo se levan-taría el jefe de sirvientes y lo azotaría, sólo esperaba que a María no la golpearan.

El susodicho se presentó más tarde de lo normal, venía acompaña-do del ama. Dos esclavos traían el carro y otros dos sirvientes venían para servir de apoyo.

Primero le soltaron las manos a Samuel, el par de esclavos le suje-taban un brazo y al otro lo sujetaban el par de sirvientes, lo incorpo-raron hasta ponerlo de rodillas, le ataron sus manos por delante y le cruzaron el palo del carro entre los codos y la espalda. Recién después le desataron sus pies. Lo incorporaron y pusieron en posición en el carruaje. Samuel aún estaba débil para resistirse.

El jefe le hizo señas a uno de los sirvientes y éste se ubicó detrás de María con el kurtiz en la mano. Samuel ya interpretaba sus in-tenciones, cualquier problema que causara seguramente María sería castigada.

El otro sirviente acercó la rienda, el jefe sonrió maliciosamente y se adelantó para colocársela a Samuel. El prisionero se revolvió un poco, su corazón se aceleró sabiéndose impotente ante esa situación.

Samuel se quedó quieto al ver al sirviente apostado detrás de María levantar su kurtiz. El jefe le puso la rienda, aún tuvo que hacer algo de presión para lograr que Samuel abriera la boca y dejara entrar el ma-dero entre sus dientes. Esta brida era diferente a las que había visto, le estaban colocando una que se ataba atrás de la cabeza para asegurarse que quien la usara no la escupiera.

Samuel tenía los ojos encendidos de furia, si no estuviera la vida de María en juego la suya no le importaría, pelearía como lo había hecho antes con las pocas fuerzas que le quedaban. Se sentía denigrado e impotente ante la situación, una lágrima de bronca se deslizó por su mejilla.

María lo miró con ternura y agradecimiento, sabía el sacrifi cio que estaba haciendo su príncipe porque lo conocía bastante bien. A pesar que ella había sido invisible a los ojos de Samuel durante su vida en el palacio, él no había sido invisible a los ojos de ella. Había visto a ese joven crecer, sabía cuán orgulloso era y ahora se estaba tragando ese orgullo para protegerla.

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El jefe de los sirvientes lo miró con satisfacción, había doblegando el espíritu libre de ese esclavo.

El ama, quien a poca distancia seguía la escena, dio algunas órdenes y uno de los sirvientes subió al carro, tomó las riendas de la brida y fustigó al esclavo para que comenzara a caminar.

Samuel obedeció, de reojo veía a María y al sirviente detrás de ella, sus opciones eran pocas, más le valía ser un esclavo dócil.

Luego de hacer caminando una vuelta al patio de los esclavos el ama ordenó que lo hiciera más rápido. La fusta tradujo las palabras de la mujer al cuerpo de Samuel quien comenzó a trotar y luego a correr arrastrando el carruaje.

El ama se mostró satisfecha y dio algunas instrucciones. Ese día Samuel debió dar casi treinta vueltas al patio arrastrando el carruaje cargado con bolsas de granos para que tuviera más peso.

Al anochecer soltaron a María de los postes y la dejaron ir, a él lo encerraron en su celda encadenado por el collar a una de las argollas de la pared. Le trajeron agua y comida. Samuel calmó su apetito y su sed acumulada de varios iom. Se acostó a dormir pues estaba exhausto.

Temprano lo despertaron con los alimentos de la mañana, un poco de comida y una infusión caliente. Uno de los esclavos acercó el carruaje a la puerta de la celda.

Con un poco de fuerzas como tenía después de haber dormido y comido, Samuel se resistió nuevamente a ser enganchado. Las manos ágiles del joven comenzaron a eliminar sirvientes que se acercaban para ayudar al maltrecho infeliz quien había tenido la mala suerte de ser asignado para esa tarea. Luego de varios minutos de pelea y casi diez sirvientes neutralizados apareció el jefe arrastrando a María de los pelos. Tomó su cuello con una de las manos y con la otra levantó el kurtiz para pegarle. Samuel con gusto habría eliminado también al jefe de los sirvientes, pero aún se encontraba con el collar atado y su cadena no llegaba hasta donde ese hombre estaba con María.

Verla de nuevo en peligro lo obligó a abandonar la lucha, comenzó a entender las intenciones del jefe: ante su rebelión María sería casti-gada. Así nunca tendría éxito pues no quería que la joven sufriera por su culpa.

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Bien Samuel se quedó quieto los empleados que aún quedaban en pie le cayeron encima propinándole varios golpes para vengarse de los que él les había dado. Ahora estaba en el piso, tendido y doblado del dolor por las patadas y puñetazos recibidos.

Lo obligaron a levantarse jalándolo por la cadena sujeta a la argolla del cuello, lo ataron nuevamente al carruaje y le colocaron la brida en la boca. Ahora cualquier resistencia sería inútil, María estaba en manos del jefe y pagaría por cualquier indisciplina.

El día fue muy duro, lo hicieron correr la mayor parte del tiempo, el conductor del carruaje vengó con la fusta la paliza que esa mañana había recibido. Los conductores fueron rotando durante el día, pero todos los que subían habían sido golpeados y disfrutaban su pequeña venganza.

Cerca del atardecer Samuel estaba extenuado, cayó de rodillas en la arena ardiente del patio de esclavos, correr todo el día sin comida ni agua lo tenía sin fuerzas. El conductor le hizo sentir su látigo en la espalda, pero Samuel no se levantó, le tiraba fuertemente de la brida y se la agitaba hiriéndole las mejillas y orejas del joven, pero su cansancio es mayúsculo. Al fi nal, haciendo un gran sacrifi cio se puso nuevamente de pie, sólo esperaba que el conductor dejara de golpearlo. En esos momentos se acercaron unos esclavos, lo desengancharon del carruaje y lo ayudaron a llegar a su celda. Samuel ya no podía caminar y colgando de los dos esclavos por sus brazos, arrastraba sus pies en la arena. Al llegar lo encadenaron por el cuello como el iom anterior, sin soltarle sus muñecas atadas por delante y lo dejaron. El cansancio de Samuel hizo que quedara echado en el suelo. Fue grande su sorpresa al ver a María acercarse con un cuenco con agua para darle de beber. Ella lo ayudó a arrastrarse hasta el camastro para quedar tendido boca abajo, con cariño le limpió las heridas de la espalda fruto de la furia del látigo de los conductores del carruaje.

María había sido llevada a la celda de Samuel y encadenada por el pie a una de las argollas de la pared, tanto su cadena como la de Samuel les permitían moverse por todo el recinto pero no eran tan largas como para traspasar la puerta.

Esa noche Samuel deliró entre sueños, en un momento estaba en su ciudad natal, gozando de los favores de Estela y en otros revivía la

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larga caminata por el desierto con el peso de las cadenas, los grilletes raspándole el cuello y las muñecas y los látigos de los comerciantes golpeándolo.

Al iom siguiente María no lo despertó temprano, cuando abrió sus ojos el sol ya estaba alto, se escuchaba el clásico ruido de las rutinas del patio de esclavos.

Samuel se incorporó, se sintió algo mareado pero logró sentarse. María se acercó y le dio de beber un poco de agua, sus ojos estaban llenos de ternura, cariño y agradecimiento.

—No te va a pasar nada mientras eso dependa de mí, María —le aseguró Samuel.

—Gracias mi señor, pero creo que ahora eso no depende solamente de usted —le respondió María.

En ese momento el jefe de esclavos se acercó a las rejas de la celda, lo acompañaban otros dos sirvientes corpulentos. Samuel comenzaba a entender la lengua de ese pueblo, el látigo era un excelente traductor y maestro de idiomas.

El jefe hizo un gesto y los acompañantes abrieron la celda, apartaron a María del lado de Samuel y lo tomaron por la cadena que unía las argollas de sus muñecas. El jefe soltó la cadena del cuello y llevaron a Samuel afuera de su celda.

Dos sirvientes le acercaron el carruaje para que Samuel fuera engan-chado. El jefe tomó la brida y se la colocó en la boca, aún tuvo un atisbo de resistencia de parte de Samuel para abrir sus dientes que disuadió con un fuerte golpe en el estómago que lo hizo caer de rodillas.

—Revélate y ella pagará —dijo el jefe, señalándole a María. Samuel empezaba a comprender su lengua.

Ya no opondría resistencia nuevamente. María era lo único que le quedaba de su amada Kandás, él había sido criado para defender y gobernar a su gente y ahora ella era toda “su gente”. La defendería aunque para eso tuviera que tragarse todo su orgullo y sufrir lo que debiera sufrir, aún lo sentía su deber por haber sido su príncipe.

El jefe de sirvientes, quien se llamaba Bahuan26, sintió que acababa de quebrar totalmente su espíritu libre para hacerlo el más sumiso de los esclavos, una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro.

26 Memorioso.

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Los iom subsiguientes tomaron una rutina, con la salida del sol levantaban a Samuel, le daban sus alimentos de la mañana, lo engan-chaban al carruaje y lo hacían correr tirando de él todo el día hasta la puesta de sol. Los conductores, con la fusta, se encargaban que sus piernas no perdieran velocidad. Cuando lo llevaban de regreso a su celda le entregaban los alimentos de la noche y María se encargaba de curarle sus heridas y atenderlo.

A Samuel el ama lo nombró “Veloz” y a María “La-del-esclavo”, por lo menos de parte de sus dueños Samuel nunca más volvería a escuchar el que fuera su verdadero nombre.

El lazo entre María y Samuel fue creciendo con los iom, ella se daba cuenta del sacrifi cio de él y se lo recompensaba con cuidados y caricias. Él veía que mientras obedeciera nadie la molestaba y la man-tenían dentro de su celda.

Con el paso de los iom ese cariño se fue convirtiendo en amor y derivando en deseo. Samuel hacía tiempo que no compartía intimi-dad con una mujer. Su última aventura había sido Estela dos noches antes de la invasión, cuando ella por fi n se lo había permitido, quizás previendo el resultado del asedio. Posiblemente por eso había sufrido tanto cuando la mataron delante de sus ojos y él no pudo impedirlo a pesar de su gran esfuerzo.

Samuel estaba dispuesto a hacer sentir a María lo más libre posible. Se daba cuenta que se la habían entregado a cambio de su obediencia to-tal pero no quería hacerla sentir obligada a satisfacerlo sexualmente.

Samuel de vez en cuando se excitaba con sólo mirar a María, quien usaba únicamente una túnica corta traslúcida atada en la cintura. El abultamiento de su faldilla delataba su condición. Ella se sonrojaba cuando lo veía así.

Una de esas noches María se acostó al lado de Samuel poniéndose de costado y pegó su cuerpo al de él dándole la espalda. Samuel, con cautela, puso su mano sobre el hombro de María y comenzó a bajarla acariciando su torso hasta llegar a sus muslos, los apretó con un poco de fuerza y suavemente la llevó contra su cuerpo. María comenzó a moverse lentamente refregando sus nalgas contra los genitales de Samuel.

Esa noche, a pesar de sus cadenas, él hizo gala de la fama de buen amante que gozaba entre las mujeres del palacio. Amó a María suave y dulcemente, la hizo sentir mujer.

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Las celdas no tenían ninguna intimidad, todo se podía ver a través de las rejas. Por las noches un guardia pasaba regularmente frente a ellas corroborando que todos estuvieran en sus lugares. Cuando el guardia de ronda pasó frente a la celda los vio durmiendo juntos en la misma cama, sólo se sonrió imaginándose la escena anterior, había llegado tarde para ver el espectáculo.

A los pocos iom a Samuel le cambiaron el carro que debía tirar, el nuevo no tenía el palo cruzado donde enganchaban sus brazos, por lo tanto después de dos jodesh y una shavua el jefe le soltó las cadenas de las pulseras para atar cada una de ellas a los maderos del costado.

Ahora Samuel debía asir los palos del carruaje con las manos. A la brida no se la cambiaron, seguiría con la que se ataba en la parte posterior de su cabeza.

Con el nuevo carruaje estuvo practicando cerca de otros dos jodesh y una shavua. Sus piernas, brazos, pecho y espalda fueron tornándose más fuertes. Tomaba gran velocidad cuando tiraba del carruaje llevando sólo al conductor, aunque la mayoría de las veces le hacían tirarlo con varias bolsas de granos encima para aumentarle el peso a su carga.

Las noches con María también fueron haciéndose frecuentes, él trataba que se sintiera protegida y propietaria aunque sea sólo de esa celda... él la convertía en un mundo libre para ella.

Una mañana, cuando fue despertado para cumplir con su rutina diaria, Bahuan le comunicó su próximo debut en las grandes pistas ofi ciales de carreras.

—Veloz, mañana en la feria competirás en la pista del estadio mayor —le dijo.

Las carreras de carros tirados por esclavos eran, por excelencia, las actividades más populares para esa gente. Por lo general se hacían los iom de feria —una vez cada siete iom—, se corría en grandes pistas y las apuestas eran muy altas. El ganador siempre se llevaba una buena cantidad del dinero de las entradas del espectáculo, los premios eran realmente cuantiosos.

Tener esclavos exclusivos para esa actividad era oneroso, razón por la cual sólo los ricos podían aspirar a ser dueños de corredores.

Ahora Samuel entendía por qué su ama lo había elegido esa mañana cuando lo compró, su complexión era envidiable entre los esclavos a pesar que, cuando llegó al puesto de ventas, estaba fl aco y muy de-

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macrado. Generalmente quienes caían prisioneros eran ciudadanos, nobles, artesanos y campesinos, pocas veces un soldado sobrevivía a las batallas. Además su ama había logrado su obediencia y sumisión gracias a su protección a María. Si él ganaba la carrera su dueña mul-tiplicaría la inversión realizada al comprarlo.

El día de la carrera Bahuan puso a Samuel dentro de una jaula sobre una carreta, ataron sus manos y pies a los barrotes para asegurarse que no tuviera forma de escapar. Dos esclavos la tiraban, ellos caminaron por un buen rato atravesando el pueblo hasta su destino. El jefe de sirvientes iba observándolo constantemente.

Samuel vio que se detenían frente a una enorme construcción. Era una gran pista de arena en forma oval con muchas gradas fl anqueándola, todas estaban rebosantes de espectadores.

Desataron sus manos de la jaula y se las ataron en la espalda, luego desamarraron sus pies, lo hicieron bajar de la carreta y lo guiaron por una puerta ubicada en la pared de las gradas a unos cuartos ubicados debajo de ellas. Allí vio a María atada por sus muñecas a un poste.

—Si no ganas “La-del-esclavo” lo pagará —fueron las palabras de Bahuan señalando a María.

Ahora Samuel tenía un gran incentivo para correr. El joven siempre había sido muy bueno en esa tarea. En sus prácticas militares era usual esa competencia entre los soldados y Samuel era el primero en llegar la mayoría de las veces.

Le pusieron una protección de cuero sobre el pecho y en los brazos y le advirtieron que los conductores de los otros carruajes le pegarían para sacarlo de la competencia. Él debería resistir esos golpes además de correr como el viento.

Una vez vestido lo llevaron a la arena para engancharlo al carruaje de competencia, le desataron las manos y se las encadenaron al carro, le pusieron la brida y lo condujeron a la marca de largada.

Se escuchó un estampido y empezó la carrera.Samuel corría velozmente recibiendo muchos golpes y latigazos

tanto de su conductor como de los otros.En la tercera vuelta estaba en primer lugar pero pisó una piedra

escondida en la fi na arena que lo hizo trastabillar, ese error le costó momentáneamente el primer puesto. El oponente le sacó una pequeña

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ventaja. Samuel tuvo que esforzarse nuevamente para alcanzar al con-trincante y con unos certeros azotes de su conductor al otro corredor pudo pasarlo nuevamente cuando fi nalizaba la cuarta vuelta. La quinta y última vuelta fue la más sacrifi cada pues ya tenía poco aire y estaba muy cansado.

“Ya termina —se repetía en su mente—, un poco más... ya termina” —se daba aliento solo. Pensaba en María y sacaba fuerzas de donde no las tenía.

Por fi n cruzó la meta. Cayó de rodillas del cansancio pero el con-ductor le hizo saber con su fusta que no podía quedarse allí, debía levantarse y dar una vuelta caminando así él podría saludar a su público que lo vitoreaba.

Una vez concluida la vuelta el conductor se bajó del carruaje para ir al podio a recibir el premio y a Samuel lo llevaron a los cuartos bajo las gradas, allí lo desengancharon del carruaje y le permitieron sentarse. Le encadenaron las pulseras y se las ataron al poste donde estaba María, a ella la soltaron para que pudiera atenderlo. Tanto los sirvientes como los esclavos no le daban ni la más mínima oportunidad para que pudiera utilizar su fuerza o habilidad para luchar, lo vigilan muy de cerca y en todo momento estaba encadenado a algo.

Luego de ese primer triunfo vinieron otros, los iom de carrera se aseguraban de llevarlo y traerlo encadenado a su jaula. Samuel ob-servaba el camino e intentaba memorizarlo, quizás algún iom tendría oportunidad de usar esos conocimientos en su fuga. Bahuan, quien era un hombre precavido y desconfi ado, nunca le permitió estar fuera de la casa sin cadenas, era un esclavo demasiado valioso para que huyera. El sirviente se cercioraba de llevar previamente a María y traerla antes que a Samuel. Sabía que ella no se fugaría y que Samuel no se escaparía dejando sola a su esclava.

EL NUEVO AMO

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UN IOM SU ama se presentó con un hombre muy bien ataviado, cruzaron algunas palabras y él realizó un generoso pago, acababa de realizar una compra, pronto Samuel se enteraría que la mercancía era él.

Se acercaron al esclavo, engancharon sus anillos y los marcaron en el cuello de Samuel, los tatuajes quedaron a continuación de los que ya le habían hecho en la primera compra. El ama le recomendó al hombre que le comprara a “La-del-esclavo”, que le sería de mucha utilidad la esclava que lo hacía manso a su corredor, pero el hombre no quiso pagar más y desestimó la idea, su látigo haría que el prisionero obedeciera.

La mujer se sonrió y le hizo su último ofrecimiento.—Si lleva ahora a la esclava pagará sólo cien dracs27, si la viene a

buscar después le costará el triple —le advirtió.—No se preocupe, sé tratar a los esclavos —le dijo con rispidez

a la mujer.Él no lo sabía, pero más que un corredor de carruajes acababa de

adquirir un gran problema.Su nuevo amo se llamaba Hooman28 Majeed29, vivía de las minas de

metales y tenía gran número de esclavos que trabajaban y morían en ellas, las jornadas eran agotadoras y el alimento escaso. En ésa época era más barato comprar un esclavo que alimentarlo y mantenerlo. Las hordas de bárbaros que arrasaban las ciudades les tenían muy bien provistos con mucha mano de obra.

Para el amo el nuevo esclavo era un lujo pues era un corredor de carruajes ganador, con él no sólo tendría entretenimiento sino también 27 Moneda del imperio del Norte.28 Benevolente.29 Superior.

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ganaría fama. Las carreras de carruajes, tan populares como eran, hacían de los dueños de los ganadores personajes muy bien vistos, incluso escalaban posiciones sociales gracias a esas carreras.

Su nuevo dueño había hecho su fortuna por un golpe de suerte al encontrar una veta de minerales en sus terrenos, y había aprovechado el trabajo esclavo para tener una gran cantidad de dinero gracias a la explotación de los pobres infelices que trabajaban en sus minas. Sin embargo el dinero no le había hecho ascender en posición social, aún no era invitado a los banquetes del emperador o de los reyes ni a las fi estas que ellos realizaban. Había enviado a su joven hijo a la capital para que estableciera esas relaciones sociales pero todavía su inversión no le había dado resultado, esperaba que con la nueva compra pudiera acceder a ese círculo social.

El traslado de Samuel a su nuevo hogar lo realizó encadenado de pies y manos con la argolla del cuello enganchada a la parte trasera del carro del nuevo amo. Los pensamientos de Samuel estaban puestos en María, ¿qué haría sin ella? Mientras su pena y angustia crecían también lo hacían su rabia y resentimiento.

Atravesó calles hermosas bien adoquinadas y otras no tan lindas, la casa de su nuevo amo estaba a las afueras de los muros de la ciudadela, su morada era imponente, estaba rodeada por un alto murallón de pie-dra con una puerta muy bien vigilada, una vez atravesada se accedía a unos hermosos jardines que enmarcaban una casa amplia y espléndida, el estilo de la construcción le hacía recordar a Kandás.

Pasando los jardines, por un portón en el costado izquierdo de la casa, se accedía a los fondos, allí estaban el patio de esclavos, las celdas, las habitaciones de los sirvientes y guardias libres, más atrás los corrales para los animales de granja y al fi nal una puerta de rejas anchas que daba a las minas del dueño de casa. Todo lo que entrara o saliera de ellas debía pasar por la puerta principal de la morada.

Cuando llegaron al patio de esclavos desengancharon a Samuel del carro, le sacaron la cadena del collar y cometieron el error de quitar también las que ataban sus tobilleras y sus pulseras.

Por fi n Samuel se vio libre después de tanto tiempo. Uno de los guardias se acercó a él y le azotó para que caminara... ese fue el deto-nante que desató la bronca gestada dentro de él por estar lejos de María.

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Con un ágil movimiento de sus manos Samuel tomó la punta del látigo y se lo quitó de un solo tirón, con esa arma en su poder comenzó a luchar con todos los guardias que se le presentaban, ninguno salió ileso. Samuel estaba haciendo todo lo que hubiera querido realizar pero el amor por María no lo dejaba, descargaba sobre sus adversarios toda la bronca, ira, rabia, furia y cólera juntada en esos jodesh de cautiverio. Sus ojos habían visto un lugar privilegiado desde donde resistir y lo estaba aprovechando. Desde ese rincón podía rechazar a cualquier guardia que se le presentara, no podían entrar más que de a uno y no necesitaba cuidarse las espaldas. La lucha comenzaba a prolongarse, pasaban las horas y los guardias no podían someterlo. Samuel estaba enardecido, sólo pensaba en vengarse de todas las humillaciones reci-bidas. A pesar de sus sentimientos su lucha era disciplinada y prolija... estaba poniendo en práctica todas las enseñanzas de sus maestros. Él sabía que de allí no saldría vivo y tenía todas las intenciones que su muerte le costara caro a sus captores.

De pronto todo quedó tranquilo, nadie se acercó a pelear, se escu-chó la voz del amo de la casa quien lo llamaba hacia el patio y luego escuchó la voz de una mujer quien le suplicaba que saliera ¡Era la voz de María!

Hooman, después de tres horas de contienda, viendo que la situa-ción se le alargaba y que el esclavo era demasiado hábil para la pelea, corrió a la casa de la vieja dueña y compró a María por trescientos dracs. Según la mujer era la única manera de someter a ese esclavo y lograr que corriera para ganar. Matar a Samuel no estaba entre sus opciones, acababa de comprarlo por una pequeña fortuna y ese esclavo lo debía llevar a la cúspide social. No tenía que estropearlo, sólo hacer que obedeciera.

Samuel respiró profundo, soltó el látigo y la fusta adquirida durante la pelea y bajó su cabeza abatido... no tendría oportunidad de morir luchando.

Salió de su posición segura y comenzó a caminar hacia María y el amo quienes estaban en el medio del patio de esclavos. Los guardias golpeados y los esclavos curiosos que habían acudido a ver el espec-táculo iban dejando un pasillo por donde Samuel caminaba hacia su amada.

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Con una seña del amo, quien sujetaba a María fuertemente de la cadena del cuello, dos guardias agarraron los brazos de Samuel, no sin mostrar en sus rostros el temor a ser vapuleados de nuevo por cumplir esa orden. Esta vez el esclavo se dejó tomar sin oponer resistencia.

—Si no obedeces, ésta esclava pagará por tus faltas —le dijo el amo.

—Si se te ocurre tocarla, ni tú ni tus guardias podrán detenerme y los mataré a todos —le dijo Samuel, apretando sus dientes. Tenía fuego en la mirada y su odio se adivinaba en la cara. Ese esclavo no estaba bromeando, era muy capaz de hacer lo que decía.

—Será sólo tuya, pero correrás y ganarás para mí —le respondió el amo.

—Es un trato, ella no trabajará para ninguno de ustedes, vivirá conmigo y yo correré y ganaré siempre que pueda. Pero si algo le pasa o alguien la toca lo mataré —le replicó Samuel.

El amo alzó la voz y se dirigió a todos los que estaban allí.—¡Nadie toque a “La-del-esclavo” ni le mande a hacer nada, desde

hoy ella le pertenece al corredor de carruajes! ¡Quien me desobedezca pagará con su vida! —gritó, para que todos le oyeran.

Dirigiéndose a Samuel le dijo:—Ya está, pero si pierdes será ella quien reciba el castigo, acos-

tumbro aplicar treinta azotes a quien me desobedece. Estás advertido —diciendo eso le entregó la cadena que sujetaba a María—. Llévenlos a su celda —ordenó.

Samuel fue conducido a una celda y encerrado allí con María. Una vez que los guardias se retiraron ellos se abrazaron y María comenzó a acariciar y curar las heridas que Samuel había recibido.

—Parece que mi destino es vivir curando tus heridas —bromeó María.

—Mi vida es tuya —le respondió él.Se abrazaron y besaron largamente.Al iom siguiente empezaron las prácticas con el nuevo carruaje.

Samuel no ofrecía la más mínima resistencia y ejercitaba durante mu-chas horas. Sabía que debía ganar las competencias para que su trato fuera respetado.

Llegó el iom de su primera carrera para el nuevo amo, fue llevado a la pista en una jaula sobre un carro, esa era la costumbre... el esclavo

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corredor era tratado como una bestia, el conductor era generalmente un sirviente libre que se llevaba los honores y el dueño del corredor ganaba fama, fortuna y estatus social.

Ese iom corrió como el viento, le sacó una amplia ventaja al segundo carruaje. Así comenzó una afortunada sucesión de carreras ganadas para el nuevo amo.

Parecía que su vida se había estabilizado, no era libre pero gracias a su trabajo era bien tratado y tenía a María por compañera, entrenaba todo el día y nadie los molestaba mientras él ganara las carreras.

Samuel recordaba que en alguna ocasión, después de discutir con su padre quien le exigía pasar largas horas analizando las decisiones de estado, había rogado a los dioses poder vivir sin hacer otra cosa que ejercicios físicos, sus dioses se lo estaban concediendo...

Hooman Majeed estaba feliz. No sólo su fortuna se había incre-mentado, lo cual no era muy signifi cativo para un hombre rico, sino que habían empezado a invitarlo a las fi estas del emperador, ahora se codeaba con todos los nobles del imperio.

Algunas veces llevaba a Samuel a esas fi estas para exhibirlo como trofeo, en esas ocasiones Samuel debía bañarse y aceitarse para que su cuerpo luciera brilloso a la luz de las antorchas, le daban para vestirse una túnica adornada bastante corta que dejaba ver sus piernas muscu-losas y bien torneadas. Por lo general lo encadenaban a alguna de las columnas más visibles del salón para que todos pudieran admirarlo. Más de una dama intentaba que Hooman le prestara al esclavo por algunas horas para satisfacer algunos de sus más íntimos deseos, pero su dueño prefería no arriesgarse.

Una de esas ocasiones, cuando el vino ya había estado corriendo por algunas horas, una prima del emperador perdió todo su pudor y tomó a Samuel por su cuenta. El esclavo hacía lo que le permitían sus cadenas para librarse de la mujer pero ella lo hostigaba. De pronto el insistente rechazo hirió su orgullo y pidió a Hooman que castigara a su esclavo. Estando el emperador de por medio no tuvo más remedio que azotar públicamente a Samuel. Desde entonces cada vez que lo llevaba le pedía al jefe de guardias que lo retirase antes que los invitados estuvieran borrachos.

Ese incidente podría haber pasado desapercibido pero instauró un debate entre los nobles y libres del reino. ¿Podía cualquier persona libre

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hacer uso y dar órdenes a un esclavo ajeno? ¿Debía el esclavo obedecer o satisfacer los deseos de cualquier libre? Unos planteaban que los esclavos debían obedecer dependiendo de la orden dada, otros decían que usar un esclavo ajeno era robar a su amo la posibilidad del uso de ese esclavo por estar obedeciendo a otro, y el robo se castigaba con la esclavitud. Para terminar los debates el emperador promulgó una ley en la que prohibía a toda persona, fuera del amo y sus sirvientes libres, usar o tocar a un esclavo ajeno. Así el tema quedó resuelto y cambió la vida de muchos esclavos, especialmente de los esclavos comunales que comenzaron a gozar de algún tiempo de descanso.

Un iom Samuel volvió triunfante de una carrera, como ya era su costumbre, y vio a María acurrucada en una esquina de la celda, cuando se acercó pudo distinguir sus moretones y su ropa rasgada, había sido golpeada y violada. No necesitó preguntar quién había sido, sabía que uno de los guardias hacía rato la miraba con deseo.

—Golnar30 — susurró él entre dientes y con bronca. María asintió calladamente.

Golnar era guardia en la casa de Hooman Majeed desde antes de la llegada de Samuel, había sido uno de los tantos golpeados en la revuelta que el esclavo había protagonizado el iom de su llegada, desde hacía rato comentaba a sus compañeros que consideraba muy bondadoso a su amo con el esclavo. Que él le hubiera dado un castigo ejemplar después que el esclavo se entregó. Aseguraba que darle la mujer al esclavo había sido una señal de debilidad. Ella, como todas las esclavas, debería ser usada para satisfacer los deseos de los guardias y sirvientes libres.

Samuel, antes que lo encerraran, partió como un rayo hacia el cuartel de los guardias. Encontró a Golnar junto a otros conversando y riendo, seguramente comentando su pequeña aventura, lo tomó del hombro y lo obligó a darse vuelta de un solo tirón.

—¡Ah, tu perra ya te contó! —dijo Golnar al verlo—. Gozó mucho conmigo, hora ya estuvo con un hombre y quedó satisfecha —esas palabras desataron la furia de Samuel.

Los otros guardias no tuvieron ni la más mínima oportunidad de defenderlo, con un solo movimiento le enganchó el cuello con su brazo

30 Fuego.

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y se lo quebró. En menos de dos segundos Golnar yacía muerto en el piso del cuartel.

Los guardias agarraron a Samuel, pero ahora él no se resistía, había vengado a María y no quería romper el trato que tenía con su amo.

Lo encadenaron y lo llevaron al salón de torturas. Allí lo colgaron por sus pulseras del poste. Samuel no emitió ni un sonido.

Al poco tiempo el amo se presentó en el salón—¿Es verdad que mataste a Golnar? —preguntó.—Sí —le respondió Samuel—, él golpeó y violó a María. Te ad-

vertí que si alguien la tocaba lo mataría. Acostumbro a cumplir con mi palabra.

—En mi casa yo tomo las decisiones de vida o muerte, “esclavo” —la última palabra la dijo con énfasis y lentamente, como para que Samuel tomara conciencia de su posición—. Deberías habérmelo dicho, hubiera mandado a matarlo. Yo también cumplo con mi pa-labra. —Continuó, con tono de resignación—: No puedo permitir que un esclavo tome esas determinaciones por sí mismo por lo que deberé castigarte. La próxima vez debes decírmelo y yo tomaré las medidas pertinentes.

—Espero que no haya una “próxima vez” —ahora, quien puso énfasis en la última frase fue Samuel.

Hooman dirigiéndose a los guardias ordenó:—Dos iom en el cepo sin agua ni comida y treinta azotes cada

iom.Se dio media vuelta y se fue. Samuel fue desenganchado del poste

y puesto en el cepo con la cara hacia el muro. Luego tomaron el látigo y le castigaron según se les habían ordenado, Samuel lo soportó sin quejarse.

Los dos iom transcurrieron lentamente, parecieron interminables, lo único que esperaba Samuel era poder volver a su celda al encuentro de María.

Por fi n lo liberaron y llevaron a su prisión. María lo esperaba para cuidarlo y curarlo. Su espalda ya estaba cruzada por muchas cicatrices. Su cuerpo entero estaba marcado por todas sus peleas y castigos.

Samuel pasó un shana honrando su palabra, corría en las carreras y ganaba.

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Un iom María le comunicó que estaba embarazada, que tendrían un hijo. La declaración dejó sin palabras a Samuel, no sabía cómo reaccionar.

Un hijo es un regalo que cualquier hombre podría desear, pero él hacía rato que no era un hombre, ¡era un esclavo! Traer otro esclavo al mundo... ¿qué vida le podría ofrecer?

Samuel sólo sonrió y abrazó a María con ternura... trataría de darle lo mejor, se había hecho la promesa de defenderla y hacerla sentir lo más libre que pudiera. Ella merecía ser madre.

En una sencilla ceremonia dijeron las palabras sagradas que los unirían en matrimonio, sus únicos testigos eran el hijo que María llevaba en su vientre y los dioses que los bendecirían. Su vástago nacería en el seno de una familia como su madre, la reina, hubiera querido.

Esa noche Samuel no pegó un ojo, le había pedido a María no con-társelo a nadie más hasta poder conseguir que su hijo pudiera nacer libre o protegido de alguna manera. Ahora debía pensar cómo lograrlo.

Le acongojaba saber el destino de los niños que nacían en escla-vitud. A temprana edad los separaban de sus madres para venderlos. Eran muy apreciados por los taberneros quienes los prostituían o, en el mejor de los casos, por las ricas damas de la corte quienes los usaban como mascotas hasta que tuvieran edad sufi ciente para hacer trabajos pesados.

CONOCIENDO A NOURI

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EN ESOS IOM llegó el hijo del amo. Un joven malcriado y detestable quien había vivido dilapidando la fortuna de su padre en Rapal, la ciudad capital del imperio.

Hooman, cansado de enviarle dinero, le había ordenado regresar a su casa con la esperanza de que comenzara a involucrarse en los ne-gocios. Sin embargo el joven distaba mucho de querer sentar cabeza y era un excelente anfi trión de orgías que organizaba el iom de feria en su residencia a costa de la fortuna de su padre.

Nouri31 era altanero y cruel, le gustaba molestar a los esclavos y gol-pearlos. El látigo, el lati o la fusta eran veloces en sus manos. Era adicto al sexo y deseaba satisfacerlo con todas las esclavas de su padre.

Las jóvenes que pasaban por sus aposentos necesitaban uno o dos iom para recuperarse de los golpes y las vejaciones recibidas, le gustaba el sexo violento.

El carácter iracundo de Nouri se exteriorizaba a diario. En una ocasión una de las esclavas había estado en el cepo dos iom por haberle servido el almuerzo frío y su esclavo personal vivía marcado por el látigo. De vez en cuando se encerraba horas en la sala de torturas con algún pobre infeliz y desde afuera se oían interminables gritos de dolor, a veces ahogados por la mordaza que le ponía en su boca.

Samuel comenzó a mirarlo con desconfi anza ya que de vez en cuando se acercaba a su celda y señalaba a María. Por supuesto, esa actitud no estaba en contra del trato hecho con su padre, a María no debían “tocarla”. Sin embargo Samuel habló con Hooman del tema para que mantuviera a su hijo alejado de ella.

31 Príncipe de la Luz.

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Hooman a su vez conversó con Nouri y le advirtió que no mo-lestara a “La-del-esclavo”. Esa era una de las pocas reglas impuestas al joven ya que su padre prefería consentirlo en vez de discutir con él para corregirlo.

LA CARRERA EN RAPAL

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SAMUEL ERA EL líder indiscutido de las carreras de esa ciudad y Hooman Majeed decidió ampliar sus horizontes, ya había arreglado una carrera en la capital del imperio y una fuerte suma de dinero estaba apostada, en dos shavua se correría en Rapal.

Cuando Samuel regresó de su última carrera encontró a María boca abajo sobre la mesa de la celda, su cuerpo dibujaba una ele invertida. Sus brazos y piernas estaban atados a las patas del mueble. Su rostro, hacia un costado, estaba golpeado y ensangrentado. Sus ojos, abiertos aún, tenían una expresión de terror. María estaba muerta, había sido violada y asesinada por alguien y Samuel ya adivinaba por quién.

Salió corriendo y encontró a Nouri en los jardines de su casa junto a dos guardias. No les dio tiempo a reaccionar... volteó a Nouri y le pegó. Los guardias que acompañaban al joven amo quedaron sor-prendidos con la velocidad de Samuel. De un solo golpe había dejado inconsciente y tendido en el suelo a su patrón y había salido corriendo hacia la casa principal.

Parado en la puerta pidió ver a su amo. Cuando fue atendido por Hooman en el gran salón, Samuel le reclamó las acciones de su hijo:

—He pasado más de un shana honrando nuestro pacto, he ganado todas las carreras para tu gloria, ahora deseo que honres tu parte, tu hijo desobedeció tus órdenes —le increpó.

Hooman ya estaba enterado de los hechos y sabía que Samuel le de-mandaría la cabeza del perpetrador, pero era SU hijo, no podía mandar a asesinarlo por matar a una esclava ni podía hacerlo para honrar el pacto con un esclavo. Hooman sabía también que Samuel nunca más ganaría para él, ahora no tenía incentivo. Debía conseguirle uno rápidamente

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ya que la carrera en Rapal le era muy importante. Ganarla abriría las puertas comerciales con los nobles más destacados del imperio y no estaba dispuesto a perder esa oportunidad.

Hooman, adelantándose a Samuel, había dispuesto muchos guardias escondidos en el salón. Una vez que Samuel terminó su reclamo hizo un gesto y quince hombres se le fueron encima. Samuel no estaba pre-parado para ello. A pesar de golpear a varios igual pudieron atraparlo e inmovilizarlo.

—Veloz —le dijo Hooman—, no puedo matar a mi hijo por lo que hizo, es el amo de la casa y puede hacer con sus esclavos lo que le plazca... y eso incluye a “La-del-esclavo”. Sin embargo desobedeció mis órdenes de dejarla en paz por lo cual será castigado.

—¡La mató! —Gritó Samuel, removiéndose en sus ataduras. —¡Y con ella mató a mi hijo! —ya no tenía miedo de decirlo, incluso ya se arrepentía de haberlo callado y de haber dudado si era bueno tenerlo. Ahora que lo había perdido se daba cuenta de lo valioso que había sido, las lágrimas salían de sus ojos incontrolablemente.

Hooman hizo señas a los guardias y ellos llevaron a Samuel hasta una jaula mediana puesta en un costado del patio de esclavos. Lo me-tieron atado y esperaron que la furia de Samuel se calmara antes de cortarle las ataduras desde fuera de la jaula. No estaban dispuestos a que ese esclavo los golpeara.

Ese iom Samuel lloró su pérdida y gritó tanto su dolor hasta quedar mudo.

“¿Cuánto más debo sufrir? ¿Es tan grande mi falta? —Pensaba—. ¿Por qué los dioses se ensañan en quitarme todo lo que amé en esta vida? Primero a Estela, a mis padres, a mis amigos, a mis súbditos, a ‘mi Guardiana’ en el desierto y ahora a María y mi hijo... estoy maldito, no encuentro otra respuesta.”

Pasaron las horas y Samuel no dejaba de hacerse preguntas y la-mentarse. Lloraba y gritaba desde lo más profundo de su ser.

“Quizás si no me hubiera casado María no se hubiera resistido a Nouri... aún podría estar viva —razonaba—, quizás igual la hubiera matado.”

Su rabia y cólera iban de culparse por sus nupcias, a culpar a Nouri por matarla, a culpar a Hooman por no cumplir con su palabra, a culpar

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a los mercaderes que lo habían comprado, a culpar al bárbaro que le había dejado inconsciente en vez de matarlo, a culpar la invasión, a culpar al mundo entero y renegar de sus propios dioses.

Su espíritu estaba destrozado ¿para qué vivir? Decidió suicidarse, aunque le llevara muchos iom morir de hambre y sed ya no quería seguir viviendo.

—¡Qué gran regalo es esta vida! ¡Ya no la quiero! —hablaba inter-namente a sus dioses—, no me importa si termino formando parte de la energía oscura del universo.

Según sus creencias aquellas personas que se quitaban la vida no terminaban de purgar sus faltas en ésta tierra y quedaban con pecados que les impedían formar parte de la energía divina. Samuel quedaría eternamente apartado de sus padres, de Estela, María, su hijo o cual-quiera que no se hubiera suicidado.

Su madre siempre le decía que los dioses tenían marcado un destino para cada ser humano, que formaban parte del gran mecanismo del universo y debían aceptar la función para la que fueron creados.

Recordaba que cuando era niño se había revelado ante las obliga-ciones protocolares de un príncipe y ella le había explicado con un claro ejemplo el proceder de los dioses.

—Los dioses son como el viento y los hombres como los granos de arena del desierto —le explicó su madre—. El viento sopla y los lleva a un lugar determinado para formar una estructura más grande que el grano de arena mismo —le hablaba, con voz calma—, mira esas enormes dunas, están hechas con miles de granos de arena que el viento fue llevando —le dijo, señalando el desierto por la ventana.

—Yo seré piedra y el viento no me moverá, haré lo que yo quiera —le había respondido de niño, encaprichado.

—Aunque seas piedra, si el viento no te mueve vendrá una tormenta y lo hará, pero te llevará igual —le había explicado su madre.

—Entonces seré roca y la tormenta no me moverá, haré lo que yo quiera —había replicado.

—Mira esas montañas Samuel, ellas parecen que no se mueven, pero el viento sopla sobre ellas y las va convirtiendo en arena y de a poco las arrastra donde quiere, quizás tarde mucho más pero el viento terminará haciendo que la montaña se traslade según sus designios.

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Así son nuestros dioses, te llevarán a donde ellos te necesiten y si eres duro como la montaña tardarán más, sufrirás más, como esa montaña sufre la erosión durante mucho tiempo, pero irás a donde ellos quieran —había dicho, con dulzura—. Ahora cumple con tus obligaciones y sigue el protocolo sino te quedarás sin jugar con tus amigos el próximo iom de descanso —había terminado, con voz fi rme e imperativa. Esa última advertencia, más que la explicación, le había hecho cambiar su postura cuando era niño.

En esos momentos Samuel se sentía como una estúpida montaña a la que están haciendo sufrir y sufrir la erosión ¿a dónde pretendían llevarlo sus dioses?

“Poco me interesa ahora el destino que tienen para mí, ya no lo quiero —les desafi ó en su pensamiento—, tomé mi decisión y nada hará que la cambie” —se empecinó.

Al iom siguiente trajeron a una de las esclavas y la introdujeron en la celda

—El amo te la envía para reemplazar la otra —le dijo el guardia.Samuel ya no quería establecer nuevos lazos, el amor lo hacía débil,

vulnerable, quería sentirse libre para matar a sus captores o morir en el intento. Todo lo que en esos momentos deseaba hacer iba en contra de las Leyes Sagradas.

Miró a la esclava y la golpeó, hizo que ella gritara fuertemente du-rante horas amenazándola con darle una paliza si no lo hacía. Estaba fuera de sí. No quería matarla, sólo que la sacaran de allí.

Por fi n llegaron unos guardias a rescatar a la pobre mujer. Samuel no tuvo oportunidad de golpear a ninguno porque se aseguraron de enlazarlo e inmovilizarlo antes de abrir la puerta. Esa noche Samuel durmió atado a su jaula.

Durante dos iom más se repitió la misma escena. Le llevaron es-clavas para reemplazar a María pero no consiguieron más que gritos desgarradores de parte de ellas. En las dos ocasiones debieron sacarlas de la jaula.

Hooman comenzaba a inquietarse, en shavua y media sería la gran carrera y Samuel no sólo no estaba ejercitando sino que estaba desme-jorando, sin querer comer ni beber se estaba dejando morir solo.

Hooman había castigado a su hijo cortándole el dinero y los per-misos para salir. Estaba confi nado a sus aposentos por una shavua.

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Nouri comenzó a entender el problema que le había causado a su padre e intentó darle algunas ideas para remediarlo. Una de ellas era reemplazar a María con alguna otra esclava de la casa pero no estaba teniendo éxito.

—Padre, debes intentar encontrar una esclava parecida a la que tenía, quizás así se conforme —insistió.

—¿Adónde voy a encontrar una esclava que sea de su tierra natal? ¿Que esté embarazada de su hijo? ¿Que haya sido su compañera durante un largo tiempo? —le reclamó Hooman, desesperado.

—Al menos que tenga su fi sonomía, que se le parezca en la cara, en el pelo. Recuerdo haber visto una esclava así en la taberna de Parviz32 hace un jodesh atrás, podría intentar comprarla... si me dejas salir de mis habitaciones.

—¿Hace un jodesh? Seguramente ya no está. Las esclavas de taberna duran poco, su vida es corta porque los clientes las usan y abusan a su placer —renegó Hooman.

—Podría intentarlo. Déjame ir a buscarla, te aseguro que era muy parecida —insistió Nouri.

—Está bien, a ver si logras arreglar el lío que te mandaste —le replicó su padre.

Nouri no perdió el tiempo y se dirigió a la taberna, allí por unas cuantas monedas compró a la esclava que recordaba, estaba muy des-mejorada pero un buen baño y descanso podrían arreglarla un poco.

Cruzaron los anillos con el dueño de la taberna y marcaron el cuello de la esclava para sellar la venta. Subió a la mujer al carruaje y volvió a su casa.

Hooman inspeccionó la compra realizada por su hijo, frunció el seño y mandó a dos de las esclavas que la limpiaran y arreglaran, deberían ponerle una túnica igual a la que usaba “La-del-esclavo” y peinarla como ella.

Cuando la prisionera estuvo lista fue presentada nuevamente al amo, realmente era muy parecida a la esclava muerta, sólo que los ojos de ésta esclava eran más claros, eran casi color miel. La joven estaba delgada pero a través de la túnica traslúcida se veía un cuerpo bien proporcionado. Hooman notó que en su cuello no tenía la marca del puestero de esclavos... ¡era una esclava “ilegal”! podía representar 32 Recomendable.

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un gran problema si los inspectores cobradores de impuestos del rey descubrían eso, sin embargo la compra ya estaba hecha, y quizás ella fuera la solución a sus problemas.

Hooman apareció en el patio de esclavos llevando del brazo a la mujer y la condujo hasta la jaula donde estaba Samuel.

—¿Qué nombre te dio tu amo anterior? —le preguntó.—“Ilegal” —le respondió ella.Hooman la miró, no era un buen nombre para tenerla en su casa,

si se quedaba debería cambiárselo.—Si no le agradas volverás a la taberna —le susurró Hooman al

oído.Una expresión de miedo cruzó el rostro de la joven. La puerta se

abrió y la empujaron dentro de la jaula.Ella miró al prisionero en su interior, se encontraba en una esquina,

con una mano atada a los barrotes de un lado de la jaula y la otra mano atada a los barrotes del lado contiguo. Su cuello estaba encadenado por el collar al barrote de la esquina detrás de su espalda. Los únicos libres eran sus pies, pero sus rodillas estaban dobladas haciendo que el esclavo pareciera más pequeño, casi como indefenso.

Los sirvientes miraron las piernas desatadas de Samuel y temieron por la esclava que acababa de ingresar a la jaula, se miraron pero no dijeron nada, quizás tuvieran suerte y ésta pobre infeliz no saliera golpeada como las otras.

Ella se dio vuelta hacia los empleados apostados afuera y pidió que le acercaran agua y un paño limpio para curar al prisionero. Uno de ellos fue a buscar el pedido y regresó al poco tiempo con las cosas, se las entregó y quedó haciendo guardia.

Ella se acercó a Samuel con desconfi anza y comenzó a limpiarle las rodillas que estaban muy raspadas, él ni la miró, siguió con su ca-beza gacha. Se limitó a corrérselas para un costado a fi n que lo dejara tranquilo.

Ella volvió a hacer el intento ahora con las heridas del pecho, Samuel no tenía oportunidad de moverse porque estaba encadenado. Le de-mostró su desprecio dando vuelta su cabeza gacha hacia la izquierda.

—¡Más vale que comiences a aceptarme! —le dijo, en tono fuerte e imperativo—. ¡No pienso volver a esa taberna! —La joven no sabía

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si el esclavo la entendería o no, había dicho esas palabras en su idioma natal. La desesperación le estaba ganando el espíritu. ¡La taberna era lo peor que le había pasado hasta ese momento!

Samuel se sorprendió, entendía el idioma de la esclava y le causó desconcierto su tono de voz. El amo le daba órdenes, los guardias le daban órdenes, incluso los sirvientes le daban órdenes, pero no un esclavo y ¡menos una mujer!

Su asombro lo llevó a mirarla, aún quedó más sorprendido al verla ¡Era tan parecida a María!

—María... —susurró Samuel, con un hilo de voz.La joven lo escuchó y al ver que la miraba comenzó a hablarle.—Déjame que te ayude, si lo hago terminarás ayudándome también.

Si no me aceptas, me devolverán a la taberna y no quiero volver a ese infi erno. Además no importa qué te haya pasado, todo cambia... mañana no será como hoy —le dijo hablando en el idioma de los amos.

La cara de asombro de Samuel fue interpretada como inquisidora por ella.

—Sí, todo cambia... —le insistió—. Así me decía un joven pri-sionero —le explicó ella, mientras limpiaba suavemente el cuerpo de Samuel con el paño húmedo.

—Cuéntame —le pidió él. Su voz era muy débil y apenas salía de su garganta lastimada de tanto gritar.

—Oh, fue hace mucho, cuando me capturaron —ella notó su interés y comenzó a hablarle suavemente, para no perder su atención—. Las hordas de bárbaros llegaron al palacio y mataron a todos, los que no luchaban fueron tomados prisioneros para venderlos como esclavos, así fue que llegué a la plaza mayor junto con muchos de mi pueblo. Unos comerciantes eligieron unos cuantos y nos llevaron hacia la caravana. Ellos venían de comprar esclavos en el cercano reino de Kandás. ¿Sabes? Kandás era aliado nuestro, pero con horror oímos la noticia que su ciudad había caído, los bárbaros tardaron sólo cuatro iom en llegar y someternos —continuó, mientras seguía curando y limpiando a Samuel—. La caravana había comprado esclavos allá y los tenía encadenados. Como uno de los grilletes de la fi la estaba libre me pusieron a mí en ese lugar, quedé delante de quien pienso era un soldado de Kandás, un joven orgulloso quien se hacía pegar de gusto,

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lo peor es que por pegarle a él, generalmente, me tocaba ser golpeada también. Los comerciantes, a veces, no eran muy selectivos con sus látigos —suspiró.

Con mucha sorpresa Samuel entendió que estaba hablando de él y esa declaración le molestó un poco pues recién se daba cuenta cómo lo veían los otros.

Ella continuó su relato.—Al poco tiempo descubrí que a los esclavos que caían los mataban

rápidamente, el fi lo de la espada atravesaba sus cuellos como si fueran de mantequilla. Empecé a desear esa muerte, rápida y sin dolor. Los días bajo el sol radiante que me quemaba, sentir el grillete que raspaba mi cuello cada vez se ponía más insoportable, la arena caliente bajo los pies ampollados por las caminatas... Lo mejor era morir —tomó aliento, con gesto de resignación y sus ojos perdidos en el recuerdo—. Envidiaba a esos prisioneros que caían y eran decapitados ya que mis dioses prohíben el suicidio. La vida es un regalo que no se puede re-chazar, por más amarga que sea —suspiró—. Entre mis posibilidades no estaba quitarme la vida. Un iom se cumplió mi deseo: caí exhausta, deliraba y no podía levantarme, todo daba vueltas. Sentí las dulces manos de la muerte calentando mi cuerpo —cambiando de voz pro-siguió—, bueno, en realidad era la arena abrasadora del suelo donde había caído, en fi n, no importa, estaba a punto de llegar el tan ansiado momento de mi muerte. Desengancharon mi grillete del cuello y me preparé a partir. Sentía paz en mi alma. No entendí bien qué pasó después porque estaba delirando. Pero al parecer mi compañero, el soldado, se tiró arriba mío para que no me mataran y me cargó durante varios iom cuidándome. Él era quien me repetía al oído “todo cambia, mañana no será como hoy”.

Samuel se quedó asombrado que ella fuera la esclava que había compartido con él la larga caminata en el desierto, de quien estuvo casi enamorado y que fuera llevada para comida de las fi eras... ¡estaba viva! Sin cicatrices deformantes. ¡Él había oído a esos animales pelearse por su carne!

—Ese soldado te salvó la vida —atinó a decir.—¿Vida? ¿Qué vida? —Exclamó ella—. Después de ese viaje agota-

dor, donde perdí la oportunidad de morir, me vendieron a una taberna.

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¡No sabes lo que es ser esclava de taberna! Aún tu amo se sorprendió que durara viva allí tanto tiempo. Parece que la muerte me rehúye y no tengo permitido matarme. Y ahora estoy dispuesta a no regresar a ese lugar —lo miró a los ojos y continuó con voz imperativa—: Por eso ¡te ordeno aceptarme!

Samuel había escuchado ese tono únicamente de su madre cuando era niño, cuando ella lo reprendía por alguna travesura. Le sorprendió recibir esa orden.

—Tú ganas —le dijo Samuel, y se quedó quieto para que terminara de limpiarlo rememorando sus días en el oasis.

Los dioses le devolvían las ganas de vivir, ¡qué poco le había durado su intento de suicidio! ahora se sentía como un grano de arena al viento ¿qué más le depararía la vida?

Ella no esperaba que su misión fuera tan fácil, le sonrió y atendió sus heridas.

De repente a Samuel lo asaltó la duda... si ella lo reconocía ¿lo odiaría? Él había sentido algo por la joven por eso la había salvado pero al hacerlo le había quitado su única oportunidad, hasta ahora, de tener una muerte indolora. Recordó que cuando la muchacha se unió a la caravana de esclavos él llevaba varias shavua sin rasurarse y su barba estaba crecida. Decidió cortársela seguido para que no lo reconociera, por lo menos hasta saber qué sentía ella por él.

Samuel hizo señas a uno de los sirvientes de guardia y le pidió que lo llevara ante el amo. El guardia no se arriesgó a sacarlo de la jaula, en su lugar fue a pedirle al amo que se llegara a ver a Samuel.

Cuando Hooman llegó, Samuel estaba muy tranquilo dejando a la esclava curarlo.

—Correré de nuevo para ti —le dijo Samuel—, pero respetarán a ésta esclava como lo hacían con “La-del-esclavo”. Y trata que tu hijo no se acerque a mi celda, generalmente cumplo con mi palabra.

Hooman recordaba perfectamente que Nouri estaba amenazado de muerte. Estaba contento porque correría la carrera en Rapal, pero debía deshacerse de Samuel, no podía permitir que a su hijo le pasara algo.

—Y si me vendes lo harás con ella incluida —terminó Samuel, como si le hubiera leído la mente a su amo.

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—De acuerdo Veloz, pero tendrás que ganar —le respondió Hooman.

—Permíteme unas horas para descansar y recuperarme, empezaré a entrenar de nuevo —le dijo Samuel, resignado.

Hooman hizo un gesto y los guardias lo liberaron de la jaula escol-tándolos a él y su nueva compañera hasta su celda.

Cuando Samuel entró vio las manchas de sangre que aún estaban en la mesa, cerró sus ojos y contuvo su pena, se dio vuelta hacia la joven.

—Limpia el lugar —le pidió, mientras le prendían la cadena de su cuello. Fue escueto y duro en su pedido quizás para evitar que su voz se quebrara por la tristeza.

Ella fue encadenada por el pie... todo parecía igual, sólo que ahora María se había ido, ella estaría junto a los dioses sin las penurias de esta vida.

Samuel se recostó y se durmió. Aún trataba de asimilar el hecho que la joven del desierto estuviera viva y en su misma celda. Los dioses se reían de él.

La joven tomó un trapo y comenzó a limpiar la sangre seca que estaba sobre la mesa y el piso. No quiso imaginarse la escena para no sufrir, ya había visto muchas veces eso en la taberna. Ocasionalmente las esclavas aparecían muertas en las habitaciones donde las llevaban los clientes. Muchos de ellos gozaban con pegarles y lastimarlas, a veces exageraban y las jóvenes terminaban muriendo. Todo lo que debían hacer era pagar una suma de dinero al dueño de la taberna para reponer la “mercadería”.

—Todo cambia —susurró, y mirando la sangre que debía limpiar continuó—, pero hay cosas que siguen igual...

Ella vio la cama en la otra pared de la habitación y se tendió en ella, era suave y mullida en comparación a los camastros de la taberna, pero no igualaba a su lecho de cuando era libre. Con nostalgia recordó su tierra natal y lo feliz que era en esa época aunque ella no se hubiera dado cuenta de eso hasta ahora.

Al iom siguiente Samuel se levantó temprano y comenzó a ejercitar. Debía ganar la carrera pero su ánimo no lo acompañaba, sin embargo el cuerpo de un esclavo sólo le pertenece a su dueño y Hooman quería el primer puesto.

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Al atardecer cuando volvió a su celda la esclava estaba sentada en la mesa esperando.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Samuel, mientras le ponían la cadena en el cuello. Por fi n se enteraría de su nombre, aún recordaba los azotes de los comerciantes cuando quiso hacerle esa pregunta mucho tiempo atrás.

—Epifanía33 —respondió ella.—Así que vienes de Samás —le dijo él.—Sí, ¿y tú de dónde eres? —dijo ella.Samuel quedó mudo. ¿Debería mentirle? ¿Se daría cuenta que fue

él quien le salvó la vida? Al no obtener una rápida respuesta ella lo miró interrogante.

—¿Es un secreto? —le preguntó.—No —dijo él, midiendo sus palabras—, soy de Kandás, el reino

vecino al tuyo.—¡Ah! Entonces entiendes mi idioma... —Ella se acordó haber

dicho algunas palabras en su lengua, pero ahora no recordaba cuáles.Samuel se sentó en la mesa y comió los alimentos de la noche, se

aseó y sin mediar más palabras se acostó a dormir. Él tenía mil preguntas para hacer pero aún no sabía cómo encararlas, además ella no lo había reconocido y prefería dejar las cosas así por el momento.

Epifanía levantó los trastos de la mesa y limpió el lugar.Al poco rato llegó Hooman para ver a su corredor estrella. Samuel

se levantó al escuchar la voz de su amo.—Esclava, debo darte otro nombre —dijo el amo.—Amo ¿Podrías nombrarla “Manifestación”? —le pidió Samuel.A Hooman le daba lo mismo cualquier nombre mientras no fuera

“Ilegal”.—Será como tú quieras —se dio vuelta hacia Epifanía y pro-

siguió—: Tu nombre desde ahora será “Manifestación” —ahora, dirigiéndose nuevamente a Samuel, le preguntó—: ¿Crees que estarás listo para la carrera?

—Sí, amo —le respondió Samuel.—Muy bien, sigue descansando Veloz —dicho esto, se retiró.Epifanía quedó mirando a Samuel.—¿”Manifestación”? ¿Por qué ese nombre? —le preguntó.

33 Manifestación.

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—Porque es la traducción de Epifanía al idioma de ellos —le respondió—, traté que no perdieras tu nombre como me pasó a mí. Desde que estoy cautivo me llaman Veloz —mientras decía esto se acostaba dándole la espalda, su intención era que ella no le preguntara nada más.

—Gracias —dijo Epifanía.Samuel quedó dormido casi de inmediato. La rutina de entrena-

miento del joven era muy dura y ahora la sentía más aún porque su espíritu estaba nuevamente cautivo.

El primer iom de retomar el entrenamiento llegó a la tarde con la espalda marcada por los azotes. Después que lo encadenaron se sentó en la mesa justo en el momento que traían la comida, se la entregaron a Epifanía para que se la sirviera.

Ella le acercó los alimentos, comieron juntos y luego juntó los trastos. Se puso a limpiar lo que había quedado sucio.

—Si no precisas nada más... —le dijo ella.—No, nada más, gracias —le respondió él, por cortesía. En realidad

necesitaba que le curaran la espalda como lo hacía María, pero aún no estaba listo para que otra mujer lo tocara, aunque ella fuera “mi Guardiana”. Estaba haciendo su duelo.

Cuando Samuel llegaba de entrenar extrañaba el buen trato que su antigua compañera le daba, sus mimos y caricias. Epifanía hacía las cosas que él pedía pero no lo hacía con ganas ni lo trataba con demasiada cortesía. Sentía que Epifanía pensaba que era su obligación defenderla y sacrifi carse por ella.

Samuel había sido un “esclavo dócil” para salvar a María y ahora lo era por Epifanía. Se sentía obligado por la culpa de haberle quitado su “dulce muerte”.

Por fi n llegó el iom de la carrera en Rapal, salieron temprano para llegar antes del medio día. Samuel iba en una jaula y Epifanía lo acom-pañaba a pie. Hooman, Nouri y algunos guardias iban en carruaje. La caravana era de casi treinta personas entre libres y esclavos.

El camino arenoso difi cultaba los pasos, sin embargo ninguno de quienes iban sobre los carros se bajaron para hacerle más fácil el arrastre a los esclavos que los llevaban, por el contrario los castigaron duramente para que se esforzaran más.

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Cuando llegaron a Rapal parte de la caravana fue directo a la pista de carreras, algunos esclavos y guardias fueron a comprar provisiones y los dueños fueron a refrescarse y divertirse en las tabernas.

El estadio era imponente, mucho más adornado y majestuoso que el de Quer, el reino del que venían. Sus columnas se alzaban hacia el cielo, cubiertas de bajorrelieves o pinturas. Y las gradas podían albergar al doble de espectadores.

Aún era temprano y el público no había llegado, el sitio en silencio era sobrecogedor.

La comitiva se dirigió a los cuartos destinados a los corredores y esclavos, allí lo bajaron a Samuel del carro, lo sentaron en un banco cerca de una columna y lo encadenaron a ella.

Epifanía fue encadenada por su collar a una argolla de la pared.Al poco tiempo se empezó a sentir la bulla del gentío que ocupaba

las gradas, los vendedores ambulantes destacaban su voz contra el murmullo de fondo. En esas carreras se podía vender de todo, desde comida y baratijas hasta propiedades y esclavos. Las apuestas eran legales y elevadas. Las carreras de carruajes eran un acontecimiento social, todos se daban cita en el estadio, desde los más pobres que trabajaban de sirvientes y guardias hasta el emperador, los reyes, sus familias y los nobles.

Llegó el momento de presentar a los corredores. Desataron a Samuel de la columna, lo pertrecharon con los protectores de cuerpo y lo encadenaron al carruaje. Los sirvientes de Hooman tenían expresa orden de no darle oportunidad de escapar o luchar.

Fue conducido a la línea de largada por uno de los sirvientes y allí se subió el conductor de la carrera.

Sonó la campana, las fustas cayeron contra las espaldas de los corredores quienes emprendieron la marcha como una fl echa, todos querían la gloria para sus amos.

Samuel iba en la punta en la primera vuelta, pero un golpe del conductor del carruaje contiguo lo hizo trastabillar perdiendo unos preciosos segundos. En la segunda y tercera vuelta corrió tratando de acortar distancia y lo logró en la cuarta vuelta, aún le quedaba la última vuelta para sacarle ventaja al adversario. Eran los dos corredores más veloces. De los cinco que largaron dos de ellos ya habían abandonado

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por problemas en los carruajes y el tercero estaba a media vuelta de distancia de los punteros.

Llegando a la meta no se podía defi nir quién ganaría. Por la mente de Samuel sólo le cruzaba que debía ganar o Epifanía pagaría su derrota. Haciendo un esfuerzo titánico en los últimos brazos de distancia le sacó una pequeña ventaja a su adversario. Así ganaba la última carrera que haría para Hooman. Samuel estaba seguro que lo vendería, su hijo Nouri era más importante que un esclavo.

NASIM

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COMO ERA DE esperar, durante la carrera Hooman estuvo haciendo negocios para vender al esclavo y su compañera. Además de ganar una fuerte suma de dinero en las apuestas y entrar en el mercado comercial del metal en Rapal acababa de estipular la venta de su esclavo ganador en una suma cinco veces mayor a la pequeña fortuna que había pagado por él. Para Hooman ese iom fue muy satisfactorio.

Después de la vuelta triunfal Samuel fue llevado al cuarto de los esclavos, allí lo encadenaron con los brazos separados a dos anillas fi jadas en la pared. Le dieron de beber y algo para comer. Epifanía se encargó de suministrarle los alimentos.

Al poco tiempo llegó Hooman con el comprador, entrelazaron los anillos y marcaron a Samuel en el cuello sellando la venta. Epifanía fue entregada sin marca ya que sería una esclava no vendida, sino regalada a un esclavo. Cualquier problema que hubiera volvería a ser propiedad de Hooman. El amo había cumplido su palabra, los había entregado juntos.

El nuevo dueño se llamaba Nasim34, un hombre de baja estatura, un poco regordete y de edad mediana. Era de un reino integrante del imperio, ubicado más al Norte. Se dedicaba a la minería como Hooman y necesitaba un esclavo ganador para entrenar a otros. Las minas de Nasim estaban en el desierto contra las montañas. Partirían al iom siguiente para allí.

Los sirvientes de Nasim soltaron a Samuel y lo inmovilizaron con varias cadenas. Era una mercancía muy valiosa para perderla. Toma-ron a Epifanía de la cadena atada al cuello y partieron a la casa donde

34 Brisa.

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paraba Nasim en esa ciudad. Samuel apenas podía caminar de tan encadenado que iba.

A Samuel y Epifanía los pusieron en la misma celda, a pesar de estar encerrado a Samuel no le liberaron las cadenas de las manos, el único benefi cio brindado fue que no se las ataron a la espalda. Contigua a su prisión había varias celdas más llenas de esclavos. Nasim aprovechando su estancia en Rapal había comprado muchos trabajadores para sus minas. Los prisioneros de las guerras de los bárbaros seguían siendo una mercancía económica.

Con el alba se preparó la comitiva para salir en caravana, eran cerca de cien personas las que se trasladarían juntas.

Cerca de la mitad de la caravana eran nuevos esclavos, iban en pro-cesión con sus manos atadas adelante y una cadena entre las argollas del cuello los unía entre sí. Cada grupo era de diez por lo tanto iban cinco fi las de infelices, la mayoría hombres para el trabajo pesado y alguna que otra mujer para el servicio y uso sexual de los esclavos y de los empleados libres.

A Samuel y Epifanía los metieron en una jaula sobre un carro arrastrado por esclavos. Ellos se librarían de la caminata.

La mina estaba a tres shavua de distancia de Rapal, el viaje fue monótono y agotador. El sol quemaba sobre las cabezas y los barrotes de la jaula se ponían intocables. Samuel veía cómo los esclavos caían por el cansancio, la solución dada por los guardias ya le era conocida, los liberaban de las cadenas y los decapitaban. Sus cuerpos eran aban-donados para alimentar los animales salvajes del desierto.

La caravana avanzó dejando un rastro de muertos, cuando llegaron a los terrenos de Nasim sólo quedaban treinta y cinco prisioneros.

La mina era un gran hueco en el desierto, tenía como cien brazos de diámetro y casi veinte brazos de profundidad, estaba rodeada de una alta muralla que encerraba, además, la casa principal, las barracas y viviendas de los guardias y sirvientes, algunas celdas para esclavos y demás dependencias de uso general. Una plataforma colgante bajaba y subía del pozo con los productos y los suministros. Era una práctica manera de tener los esclavos que trabajaban en ella sin poder escapar. Todo lo que subía o bajaba era revisado por los guardias.

El dispositivo era izado por una rueda grande traccionada por esclavos. En cada uno de sus dieciséis brazos había un hombre enca-

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denado de una manera curiosa. Llevaban una pechera de cuero que los ataba al palo posterior, gracias a ella podían tirar de la rueda sin usar las manos, pero además estaban encadenados por las muñecas al madero delante de ellos para que pudieran empujarlo también. A cada esclavo así encadenado le sería imposible huir.

Samuel sintió sonar una trompeta, era la canción de bienvenida para su amo. Bien llegaron, los esclavos sobrevivientes fueron arrastrados hacia la plataforma y bajados a la mina. Los sirvientes fueron recibidos por sus familias y los esclavos se ocuparon de guardar lo que había para guardar y acomodar lo que se debía acomodar.

Por un instante nadie les prestaba atención, parecían invisibles, pero fue sólo por un instante.

Luego de asearse Nasim se acercó a su adquisición, lo miró con orgullo como quien ve un premio recién obtenido. Con voz calma y hablando el idioma del dueño anterior lo miró a Samuel y le dijo.

—Hooman Majeed insistió en venderte con esa esclava, ella es el rega-lo que él te dio por haberle hecho ganar en las carreras y me recomendó dejártela —empezó—. A mi me pareció un poco exagerado el regalo, pero lo voy a respetar, le di mi palabra... y en éstos rincones la palabra de un hombre vale más que mil sellos —continuó—, te asignarán una celda y mañana comenzará tu labor, espero que puedas amaestrar a otros corredores y seguir siendo un campeón también —hizo una seña y dos sirvientes se encargaron de desencadenar a Samuel del carro y llevarlo junto a Epifanía a una celda a un costado de la mina.

El nuevo amo era tan despiadado con sus prisioneros como los anteriores, únicamente le interesaban sus ganancias. Las vidas de los pobres infelices eran más baratas que su alimentación. Solamente le impedía hacerlos trabajar sin comer hasta morir el hecho que reponerlos le obligaba a realizar largos viajes y ellos le resultaban “incómodos”. Lo único que distanciaba a los esclavos de la muerte era la ración de la mañana: un plato de comida y un cuenco de agua.

Durante su jornada las pocas mujeres existentes en la mina distri-buían agua a los trabajadores, por las noches ellas eran la diversión de los esclavos si aún tenían algo de fuerzas, sin derecho a negarse pues para eso estaban. Cada esclava atendía sexualmente a cinco o seis hombres por día. Había cientos trabajando en la mina. Quienes mayor uso hacían de ellas eran los guardias y sirvientes libres.

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La celda de Samuel era mucho más pequeña que la anterior. Su mundo se había reducido a la mitad. Cuando lo introdujeron lo des-ataron por completo, no lo encadenaron del cuello ni de las manos, eso lo hizo sentir libre en ese reducido espacio.

—¿No tienes miedo de que me escape? —le preguntó Samuel al sirviente.

—Por eso cerraré la puerta —le respondió el hombre.—Mi amo anterior me mantenía encadenado a algo todo el tiempo...

tenía miedo que huyera —le comentó Samuel.El comentario arrancó una franca carcajada al sirviente.—¡Huir! ¿Adónde? —le respondió, con risa en la voz—. Mira a

tu alrededor esclavo: te rodea el desierto, y a tu espalda las montañas escarpadas con las cumbres nevadas, no tendrías dónde esconderte —le miró con más seriedad y continuó—, y si por casualidad lograras abrir la traba de tu celda, burlar a los guardias de la mina y caminar por el desierto o las montañas... nuestros animales te encontrarían por tu olor y una vez capturado tu vida ya no valdría nada, sólo lo que vale un objeto para el placer de la venganza —Se rió. Cerró la puerta de la celda y se retiró de allí.

Samuel y Epifanía se quedaron solos, no había camas en la celda, sólo un poco de paja sobre el piso arenoso y dos mantas para cubrirse del frío de la noche. La paja era escasa, alguno de los dos dormiría sobre el piso. Samuel decidió ser él. Tomó una manta, la extendió en el piso duro y se acostó en ella, el frío de la noche ya no lo molestaba. Epifanía acomodó la paja y la cubrió con la manta antes de acostarse. Así dormirían durante muchos iom.

A la mañana siguiente una esclava llevó la ración de los alimentos de la mañana a la celda, y un rato después apareció un guardia que abrió la puerta y dejó salir a Samuel. Epifanía quedaría siempre encerrada.

Samuel fue llevado a un gran espacio abierto en un costado del hueco de la mina, diametralmente opuesto a la casa del amo. Allí lo es-peraban dos guardias y tres esclavos, ellos deberían ser entrenados como corredores de carruaje. Los guardias engancharon a los esclavos a los carruajes de entrenamiento y dejaron que Samuel hiciese su labor.

Al principio no sabía por dónde empezar, pero recordó cómo su primera ama lo había entrenado. Hizo cargar los carros con peso y los

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obligó a caminar, luego a trotar y a correr. Les exigió bastante, como quien se venga de un ultraje recibido. Sentía el poder de la fusta en sus manos con la que golpeaba a sus discípulos. Ese poder lo cegó, cuando uno de los corredores cayó, él comenzó a golpearlo con tanta fuerza que los guardias intervinieron sacándolo de encima del pobre infeliz. Sus ojos estaban llenos de ira. Cuando fue separado por los guardias comenzó a tomar conciencia de lo que había hecho, vio al esclavo tendido en el suelo lleno de marcas en el cuerpo. Se indignó mucho consigo mismo, él nunca había tenido una actitud tan ruin, tiró la fusta, se dio media vuelta y se sentó en el borde del carruaje con la cara entre las manos.

Los guardias ayudaron al esclavo caído y lo llevaron a su celda para que se recuperara de los azotes recibidos. Las lecciones habían fi nalizado por ese iom.

Llevaron a todos a sus celdas, Samuel se sentó en posición fetal sobre su manta apoyando su espalda contra la pared, hundió su cabeza entre las piernas y se la cubrió con las manos. No quería ni mirar a Epifanía, se sentía muy avergonzado de sí mismo.

Esa tarde, tuvo la visita del amo a su celda. El hombre regordete venia con un pedazo de comida en la mano.

—Veloz, mis guardias me contaron de tu ataque de furia —le dijo.

Samuel sólo lo miró.—Es lógico, un hombre en tu posición: eras libre y te esclavizaron,

las cicatrices de tu cuerpo cuentan de varias peleas luchadas... y perdi-das, por lo visto. También de muchos castigos recibidos —continuó, sarcástico—. Debe ser la primera vez en mucho tiempo que puedes ejercer tu poder sobre alguien, y te ensañaste. No te apenes, tengo más esclavos para que corran pero preferiría no perder los que te di.

—No volverá a suceder —le respondió Samuel.Un guardia abrió la celda, tomó a Samuel de los cabellos y lo tiró

de cara al piso, quedó arrodillado delante de su dueño.—“No volverá a suceder, amo” —le corrigió el guardia—. Repite,

esclavo y ten cuidado cómo hablas a tu dueño —lo increpó.Samuel no tenía humor para pelear, estaba muy compungido por

su actitud con uno de los tan infelices como él.

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—No volverá a suceder, amo —repitió, tragándose su orgullo, sus palabras tenían un sabor muy amargo, especialmente porque debía decirlas con la cabeza gacha y su mirada clavada en el piso.

—Muy bien, muy bien —dijo Nasim—. Mañana espero que el entrenamiento continúe sin problemas.

—No se preocupe, amo —le respondió Samuel, masticando bronca por la última palabra.

El trato que tenía con Hooman era más de igual a igual, ahora le estaban refregando su esclavitud.

El guardia le dejó levantarse y lo encerró de nuevo en su celda.Epifanía lo miró con desinterés, se acostó en su manta y dejó a

Samuel limpiarse solo las rodillas. Luego él se recostó también.De pronto la voz de Samuel rompió el silencio.—Epifanía, ¿A qué se dedicaba tu familia en Samás? —le preguntó,

echado sobre sus espaldas en la arena, mirando por entre las rejas las primeras estrellas que aparecían en el rojizo cielo del atardecer.

Epifanía se incorporó un poco y miró hacia Samuel.—¿Por qué me lo preguntas? —respondió ella, recelosa.—¿Por qué no? —Le dijo él—. Vamos, cuéntame, ¿acaso no ex-

trañas esos iom? —insistió.—A cada instante —le dijo ella, emitió un largo suspiro y se puso en

una posición como para narrar una larga historia—. Mi padre era gran consejero real en Samás, cuando yo nací mi madre murió en el parto. La reina era muy cercana a mi familia por el trabajo de mi padre, por supuesto —continuó—, al ver que había quedado huérfana me adoptó como su hija, tomó la muerte de mi madre como una manifestación de los dioses por eso me puso de nombre “Epifanía”. La reina no tenía ningún hijo propio y parece que tampoco podía quedar embarazada. A mi padre no le pareció mala idea ya que él se declaraba inútil en cuestión de bebés. La reina y sus sirvientes me criaron, el rey y mi padre siempre estaban ocupados, resolviendo temas de estado. Crecí en el palacio, como una princesa. Me educaron los mejores sabios del reino, me enseñaron medicina, historia, geografía, astronomía, letras, arte, música, danzas... en fi n, muchas ciencias —prosiguió—. Cuan-do cumplí los quince shana muchos nobles del reino comenzaron a pretender mi mano, incluso personas de reinos lejanos que pensaban

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era hija del rey y con mi matrimonio tendrían acceso a las riquezas de Samás. El rey nunca corrigió el error de los extranjeros, pero tampoco lo respaldó. Era un muy buen hombre, no quería herir mis sentimientos —suspiró, mirando las estrellas que ya habían aparecido en el cielo—. ¿Si extraño Samás? En cada momento, en cada segundo de mi tiempo añoro lo que perdí, deseo con toda mi energía regresar...

¡Epifanía era la princesa de Samás! ¡La heredera de Suri! Y acababa de confesarle no ser hija de sangre de la reina. Samuel siempre pensó que la hija de Ximena podría cumplir la profecía por ella misma. Ahora entendía: ella nunca podría tener un “descendiente legítimo de Yoram”, la línea sanguínea de Suri se había truncado con la muerte de su madre adoptiva, ¡sólo él podría tener un “descendiente legítimo de Yoram”!

—¿Así que eras una princesa? —le preguntó Samuel sin mirarla, para disimular su mayúscula sorpresa.

—Casi... no era hija de los reyes pero era su heredera por edicto real. Tenía a mi servicio muchas personas, Hadassa35 se encargaba de peinarme y mantener mi cabello limpio y sedoso —dijo, pasando sus manos por el pelo—, Séfora36 se encargaba de mi atuendo, mis joyas y calzado. También estaba Suemy37 para los juegos, Chaimae38 y Chiba39 se ocupaban del aseo de mis aposentos... los maestros. Pensar que a veces me sentía infeliz por tener tanto para estudiar, especialmente odiaba matemáticas, astronomía y geografía ¿para qué necesitaría esos conocimientos? ¡Mi destino era ser una reina! Tendría consejeros y sabios que supieran de esas cosas. Además detestaba respetar ciertos protocolos del palacio. A veces sufría porque la ropa no era la que deseaba o porque se había quebrado una uña justo antes del banquete —Suspiró—- Y ahora, heme aquí. Mira mi ropa —se señaló la túnica corta, gastada y sucia que vestía—, y mis manos —le dijo, mostrán-doselas a Samuel. —Están arruinadas, las uñas cortas y sucias sin un cuenco donde lavarlas...además ahora soy esclava de un esclavo. ¡No podría caer más bajo!

35 Árbol que Florece.36 Ave.37 Lirio.38 Vida.39 Amor.

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Samuel se había incorporado para ver lo que Epifanía le mostraba, se rió de la última frase. Samuel comprendió por qué ella tenía ese tono tan imperativo al tratarlo, tan distante al tono de María. Epifanía siem-pre había estado por arriba de todos, lo trataba como a un súbdito. En cambio María había sido su vasalla. Siempre lo trató con formalidad y sumisión, como al príncipe que había sido.

Ahora estaba sentado de espaldas a la luz de la luna y se veía sólo su silueta. Ella lo miró extrañada, como quien intenta recordar de dónde le resultaba familiar ese contorno, como si lo hubiera soñado.

—Ahora, ¿cuál es tu historia? —le preguntó ella.—Fui vendido como esclavo —le dijo él, evasivo.—No, no. Tú historia antes de la venta. Tú me hiciste contar la

mía, es justo que ahora cuentes la tuya —le reprochó.En ese momento pasó el guardia frente a la celda y golpeó los barro-

tes con el mango de su látigo. Era la señal para hacer silencio. Samuel se salvó por el momento de contar su vida, aún no había averiguado si Epifanía lo odiaría cuando descubriese quién era él.

En los iom siguientes no se volvió a dar una conversación de ese tipo entre ellos. Samuel volvía cansado y el guardia pasaba temprano callando a todos en sus celdas. Epifanía estaba siempre encerrada en esa habitación dándole mucho tiempo para pensar y por lo general Samuel la veía muy abstraída mirando el cielo y realizando cálculos inentendibles para él. A veces Epifanía compartía con Samuel sus alocados sueños de fuga pero él se los echaba por tierra al aclararle algunos errores en sus planes.

Los esclavos que él entrenaba eran cada vez mejores en su trabajo, a pesar de la gran cantidad de arena en el suelo de la pista de entrena-miento, ellos eran bastante veloces y sólo llevaban cerca de tres jodesh de ejercitación.

Un iom Nasim le comunicó que sus aprendices correrían en una competencia organizada en Suam, el reino más cercano, al que perte-necía la mina. Sería en cinco iom y debía prepararlos bien.

Ese tiempo Samuel lo utilizó para darles consejos sobre la carrera, cómo tirar al contrincante o cómo adelantarse cuando se está segundo. También lo destinó para entrenarlos en recibir golpes, era generalizado que los conductores de los otros carruajes los azotaran en plena corri-

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da. Con una vara les pegaba en los abdominales y brazos para que se acostumbraran y no se desconcentraran por ello durante la carrera.

Por fi n llegó el gran iom del debut, pero sólo llevaron a los corre-dores, Samuel se quedó encerrado en su celda esperando su regreso.

Epifanía aprovechó la presencia de Samuel tanto tiempo para plantearle otro de sus planes para escapar, gracias a sus conocimien-tos de astronomía había calculado la posición en la que estaban y la posición de Samás, había logrado deducir la distancia entre ambos lugares, además se había encargado de calcular la posición de todos los lugares importantes por los que ya había pasado (Rapal, Quer y el oasis en el desierto).

—Calculo que a buen ritmo deberemos caminar cerca de dos jo-desh por el desierto. Tenemos que ver únicamente cómo salimos de aquí —le dijo.

—¿Únicamente? —Se sorprendió Samuel—. ¡Éste lugar es una fortaleza! Nadie ni nada entra o sale por la única puerta que tiene sin ser revisado por los guardias —le explicó.

Como Epifanía estaba encerrada todo el tiempo en su prisión no sabía cómo era la arquitectura del lugar.

—¿No hay otra puerta? Por lo general todas las casas tienen puertas traseras —insistió.

—La casa tiene puerta trasera y delantera, pero la propiedad está rodeada por una muralla que sólo tiene una única puerta principal fl anqueada constantemente por guardias, el iom que llegamos pudiste verla —estaba empezando a molestarse.

—Quizás si vamos de noche puedas reducirlos... —No pudo terminar la frase porque Samuel perdió la paciencia de escuchar tan descabellado plan.

—¿Reducirlos? —Le susurró, conteniendo un grito, porque nadie debía escucharlos hablar de ese tipo de cosas—. Primero deberíamos abrir ésta celda, cruzar el patio sin que nos vea el guardia nocturno y llegar a la entrada donde están las barracas de los guardias solteros ¿Crees que podré combatir a los casi veinte hombres que están apos-tados allí? ¡Y luego salir campante por la puerta para enfrentar dos jodesh de desierto! —le explicó—. ¿Crees que no nos seguirán, que cruzaremos el desierto sin agua y comida, que pasaremos por ciudades

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esclavistas con éstas argollas puestas sin llamar la atención? —le dijo, mostrando su collar y pulseras.

En esos momentos a Epifanía también le parecía una locura su plan. No dijo nada más y se resignó a comenzar a idear uno nuevo.

Samuel, un poco disgustado por la conversación, se dio media vuelta y se recostó en su manta. Ese iom era especial porque podía descansar. Desde sus últimos iom en Kandás no había tenido reposo. Los esclavos servían para trabajar continuamente.

Por fi n regresaron sus discípulos. Dos de ellos habían triunfado, estaban en primer y segundo puesto. El tercero no tuvo suerte, en la segunda vuelta lo tiraron y la rueda de uno de los carros pasó sobre su cabeza, matándolo a él y haciendo caer al conductor adversario. Al cadáver no lo habían traído.

—¿Para qué? —Dijo un guardia—. Era cargar “peso muerto” —y se rió.

Con él rieron todos los guardias y sirvientes de la vuelta festejando su humor negro.

Samuel se molestó con el comentario. Tenía ganas de golpearlos a todos por incompasivos pero no iba a arruinar lo logrado en esos jodesh armando una pelea, además la suerte de Epifanía dependía de su obediencia. ¡Ahora tenía una princesa para cuidar! Se tragó su bronca y no hizo acotación alguna.

Nasim se acercó a Samuel y le dijo con satisfacción.—Estás haciendo un buen trabajo Veloz, mañana bajarás a las

minas y buscarás a otro corredor entre los trabajadores que están allí —ordenó a sus sirvientes que le trajeran comida y bebida a Samuel, para que festejara su triunfo.

Samuel compartió los alimentos con Epifanía, después de tanto tiempo comiendo guiso y agua volvieron a probar comida real, pero para Samuel tenía un sabor amargo por la muerte de su discípulo. Él había llegado a confraternizar con los corredores y éste, en particular, había sido muy de su agrado. El pensar que su cuerpo había sido tirado a las bestias como un vulgar alimento le hizo sentir rabia.

“El ser humano puede ser muy cruel con sus semejantes...” —pensó.

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En su pueblo los cuerpos de los muertos eran enterrados para que volviesen a formar parte de la tierra y contribuyeran con el eterno ciclo de la vida, la energía del difunto volvía a ser parte de la energía de los dioses y el universo.

Al iom siguiente dos guardias lo acompañaron a la plataforma y bajaron a la mina en busca de un nuevo corredor. Los esclavos de la rueda daban vuelta todo el día, la plataforma bajaba y subía constan-temente. Un ingenioso mecanismo hacía el cambio de dirección sin necesidad de hacer girar la rueda al revés. Samuel los miró, el esfuerzo diario les había proporcionado muy buenas piernas y espaldas.

Subió a la plataforma y fue bajado los veinte brazos que separaban la superfi cie con el fondo del hueco. Las paredes eran verticales, casi sin imperfecciones, el huir de allí escalando sería imposible.

Cuando llegaron abajo se apearon de la plataforma que pronto fue llenada por los productos a ser izados.

Samuel recorrió los laberintos de la mina escoltado por los guardias, en su camino veía sólo esqueletos trabajando. Los hombres estaban tan delgados que se les podía contar las costillas, sus pómulos sobre-salían en esos rostros enjutos. Los esclavos más nuevos, que aún no habían perdido toda su masa corporal, no tenían la complexión física necesaria. A cada rato se escuchaba el ruido del látigo contra la piel de algún trabajador.

Luego de casi dos horas recorriendo los vericuetos de la mina Samuel salía de allí con las manos vacías.

Cuando llegó arriba el amo lo estaba esperando.—¡No puedes decirme que ningún esclavo es apto! —gritó,

malhumorado.—Los de abajo no lo son, pero he visto a los que hacen girar la

rueda, alguno de ellos puede servir —el guardia adelantó un paso con toda la intención de castigar nuevamente a Samuel por su impertinen-cia—, amo —dijo, completando la frase y haciendo que el guardia se detuviera.

—Muy bien Veloz, dime cuál —le respondió.Samuel miró a los dieciséis y eligió el más alto.—Ese que está allí, amo —dijo, señalando a uno de los jóvenes.

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El esclavo elegido era más alto que el resto, casi de la estatura de Samuel. Tenía las espaldas y piernas fornidas, fruto de su trabajo en la rueda. Tendría cerca de diecinueve shana y sus ojos castaño verdoso lo distinguían del resto, su cabello era castaño claro rizado y tenía la barba larga haciendo presumir que llevaba muchos iom de esclavitud.

Los guardias lo desengancharon de la rueda y lo llevaron ante el amo y Samuel.

El joven se paró delante de ellos con la cabeza erguida, poco usual entre los esclavos. Su actitud le costó un azote y un garrotazo en la parte posterior de la rodilla que lo hizo caer postrado. Samuel se acordó de sus viejos tiempos de rebeldía.

—Amo —intercedió Samuel—, que no lo lastimen antes de poder adiestrarlo —trataba de salvarlo de los golpes.

Nasim hizo un gesto y el guardia retrocedió dos pasos.—Te lo doy por dos iom, si no es bueno lo devolveremos a la rueda

—dijo Nasim a Samuel—. Este esclavo es de los revoltosos y no estoy muy contento de tenerlo suelto por ahí.

Sí, efectivamente, era como verse a sí mismo antes de los tiempos de María.

Cuando se retiraba Nasim se dio media vuelta, miró al guardia y señalando al esclavo le dijo.

—Ponle bozal, no me gusta que ladre —y añadió—: ¡Ah! Córtale la barba.

—Sí, señor —le respondió.Tomó al esclavo del brazo y lo llevó al cuarto de las cadenas. Allí

se encontraban todas las cadenas y grilletes que se pudieran imaginar, algunos de confecciones tan inusuales que sólo el jefe de torturas sabía cómo colocarlos. El guardia encadenó las pulseras del esclavo y tomó una brida para su boca. Luego lo llevó a cortarle la barba y de allí al campo de entrenamiento.

Samuel ya estaba allí con los otros corredores y los guardias de turno para vigilarlos.

El esclavo nuevo se unió al grupo, lo encadenaron al carro de entre-namiento con la brida puesta y la fusta de Samuel le indicó que debía empezar a caminar. El primer golpe no causó la reacción deseada, el esclavo se mantuvo fi rme. Samuel miró de reojo al guardia, estaba a una

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corta distancia y probablemente pudiera oír cualquier cosa que dijera. Tenía prohibido expresar las órdenes oralmente. Intentó de nuevo y le dio un segundo golpe sin resultado.

El guardia tomó su látigo y, con mucha más fuerza que Samuel, asestó su golpe. Ahora, al menos, el esclavo se retorcía del dolor.

—Camina —fue la orden del guardia, y le dio otro azote, con tanta fuerza que el cuero desgarró la piel de la espalda.

El esclavo se retorció nuevamente, sus piernas fl aquearon y antes del tercer golpe, empezó a tirar del carruaje.

—Eso es, esclavo, obedece o sentirás el ardor de mi látigo.Samuel no podía verlo, pero una lágrima de rabia surcó la mejilla

del prisionero.Ese iom el entrenamiento terminó temprano. Samuel intervino

ante el guardia por el nuevo corredor.—Necesita descanso y comida, debe reponer las fuerzas si ha de

servir para correr.El guardia no dijo nada, desenganchó al esclavo y lo llevó a su

celda.Epifanía desde su encierro podía ver el patio donde practicaban y

le había llamado la atención el nuevo corredor. Como para llevarlo a la celda donde lo encerraron debían pasar por delante de la suya pudo verlo un poco mejor.

Ella esperaba a Samuel un poco más ansiosa que lo usual, bien los guardias los dejaron solos ella comenzó la conversación

—Tienes un nuevo esclavo para los carruajes —le dijo—. ¿Sabes cómo se llama?

Samuel la miró con extrañeza, por lo general Epifanía era distante, quizás hasta un poco altanera. Le sorprendía que ella comenzara a hablar, él siempre lo hacía primero. Ella lo trataba como a un vasallo, quizás como a uno de sus soldados que debía defenderla.

—¿Por qué te interesa? —le respondió, evadiendo darle una respuesta.

Ella se acercó y casi en susurro le dijo:—Creo que lo reconozco, si no me equivoco es tu príncipe, el hijo

de los reyes de Kandás.—Ah... no, no lo es —le respondió él, con desinterés.

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—¿Cómo puedes estar tan seguro? —insistió—. Cuando era niña fui con mi padre al reino de Kandás en una misión diplomática y vi al joven... creo que es él.

—Soy de Kandás, y si tuviera a mi príncipe delante lo reconocería. ¿No crees? —él recordaba vagamente la visita de los reyes de Samás a su reino, pero no la recordaba a ella. En ésa época no le prestaba mucha atención a los asuntos de estado.

—No lo sé —insistió—, aún no me dijiste qué hacías antes de tu captura en Kandás. Si eras un campesino lo más probable es que nunca hubieras visto a tus reyes de cerca —le replicó ella, con intenciones de herirlo, pues se daba cuenta, por la complexión física de Samuel, que podría haber sido un soldado o guardia.

—No era un campesino —le respondió él, secamente—, y sí conocí a los reyes de cerca —le aseguró.

—¿Ah, sí? —Insistió la joven—. ¿Qué tan cerca?—Demasiado cerca, diría yo —Samuel se dio media vuelta y le dio

la espalda. Aún no sabía si debía contarle sus orígenes. Prefería terminar la conversación en ese punto.

—¿Eras uno de sus sirvientes?, ¿acaso un guardia? —le insistió.—No —hizo un pequeño silencio, se dio vuelta y la miró—. Era

su hijo, el príncipe de Kandás, soy Samuel —le confesó.Hizo un corto silencio y prosiguió.—Yo fui quien durante el duro viaje por el desierto salvó tu vida

y te robó tu tan ansiada muerte.¡Al fi n se sentía libre! Ser sincero le había sacado un peso de

encima.Ella quedó pasmada ante lo que escuchaba. Permaneció muda por

unos instantes. ¡Todo el tiempo había tratado a ese joven como a un súbdito!, creía que era sólo un soldado más del ejército de Kandás. Estaba avergonzada.

—¿Sorprendida? —Dijo él—. Yo también. Nunca imaginé que hubiera sido tan malo salvar a alguien, menos que la rescatada fuera casi una princesa y como remate que me odiara por haberla cuidado, además de tratarme como a un sirviente todo el tiempo cuya única obligación es protegerla.

—Yo... no... —comenzó a balbucear y se sonrojó.

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—No te preocupes... al fi n me siento aliviado diciéndote la verdad —se sentó en su manta y miró para afuera, su vista se perdió en el cielo estrellado—. No me animaba a confesártelo porque aún desco-nozco si me odias por no haberte dejado morir... lamento mucho que después de haber realizado tanto esfuerzo hayas pasado las penurias que soportaste en la taberna... nunca fue mi intención salvarte para que sufrieras tanto.

—Lamento si te ofendí —no sabía qué más decir...Él la miró y volvió a sus estrellas, intentaba adivinar de cuál habían

venido sus dioses para dirigirle sus súplicas.—Cuéntame tu historia, por favor, Samuel —prosiguió.Su tono había cambiado, su forma de dirigirse a él había cambiado...

las palabras “por favor” se habían incorporado a su vocabulario.Samuel suspiró, perdió su vista en el cielo y comenzó su relato con

tono de resignación. Ahora sí se animaba a contar su historia.—Los bárbaros llegaron del Sur, eran miles. Ya teníamos noticias

que arrasaban todos los pueblos y ciudades, sólo les interesaba el botín. A los invasores les daba lo mismo si los pueblos se rendían o no, igual los destruían y vendían a sus habitantes como esclavos —suspiró—. El consejo de ancianos y mi padre decidieron que si debíamos sucumbir no les saldría gratis. Pelearíamos. —Continuó, perdiéndose en el mar de sus recuerdos—: Cuando invadieron matamos a todos los que pudimos, pero no terminaban de llegar. En la pelea me golpearon en la cabeza y perdí el conocimiento. Lo próximo que recuerdo es despertar atado junto a otros en la plaza mayor y descubrir las cabezas decapitadas de mis padres exhibidas en lo alto de unas lanzas —sus ojos se humedecieron con el recuerdo—. Fui vendido como esclavo a unos comerciantes junto a otros habitantes de mi pueblo, ellos emprendieron el viaje hacia Samás donde los bárbaros acababan de pasar, el anciano que estaba delante de mí no soportó el viaje y cayó sin vida. Los comerciantes lo desengancharon e igual lo decapitaron, por si hubiera estado fi ngiendo...

Hizo un pequeño silencio, recordó la pena, bronca y rabia sentida cuando lo habían decapitado.

—En Samás te uniste a nuestras fi las, te encadenaron delante de mí en el grillete que había quedado vacío. De allí en más ya sabes mi historia —terminó Samuel.

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—¿Por qué me salvaste? —le preguntó ella.—Quizás por el mismo motivo por el que me ayudaste dándome de

comer durante el viaje, sentí compasión...y agradecimiento por lo que habías hecho —le respondió, cambiando el tono de voz prosiguió—. Sobre lo del orgullo... Tienes razón, era un joven tonto que se dejaba golpear. Y por eso, para mí fue muy importante tu ayuda para no tener que comer del piso como un animal.

Luego le preguntó algo que desde hacía tiempo lo intrigaba ¡El había escuchado a esas fi eras pelearse por su carne!

—¿Cómo te salvaste de las bestias del puestero de esclavos?—Cuando me tiraron en el corral, el cuidador de los animales vio

que aún estaba viva y les tiró unos trozos de carne, me sacó de allí y me cuidó hasta que me recuperé como para venderme —le contó—. Mien-tras me recuperaba él me mantenía escondida para que el puestero no me descubriese. Yo era “mercadería” robada. Quien me compró fue el dueño de una taberna, pero como no tenía el sello del puesto de esclavos era “ilegal” por lo que también me tuvo escondida, mi labor era limpiar las habitaciones donde los clientes llevaban a las esclavas para servirse a su placer, a veces me tocaba desatarlas y cuidarlas cuando quedaban malheridas... a veces, incluso, me tocaba sacar sus cadáveres.

—¿Cómo te encontró Nouri?Ella tardó en contestar, bajó la vista. Esa era una historia que no

quería recordar. De esas historias que dejan profundas heridas y se tratan de tapar en lo más profundo del alma. Se notaba su incomodidad ante la pregunta.

—¿Cómo te encontró Nouri? —insistió, intrigado.Ella lo miró, sus ojos se llenaron de lágrimas y, con la mirada fi ja

en el piso, comenzó a relatar su triste historia llena de vergüenza.—Cerca de un jodesh antes que Nouri me comprara, el dueño de

la taberna decidió que yo también atendiera a los clientes. Me palpó y descubrió que aún era virgen... Como era costumbre decidieron su-bastarme a los clientes más selectos de la taberna, ningún guardia por supuesto para que no descubriera el sello faltante. El iom fi jado me subió a la tarima ubicada al fondo del salón, en la zona reservada para clientes ilustres. Me subastó como a un animal: el tabernero me desnudó y me mostraba a sus clientes, luego me hizo sentar en un banco y abrir

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las piernas para que vieran mi vagina virgen... Nouri ganó la subasta, fui su juguete toda la noche —quedó callada, sin levantar la vista.

—Nouri era un pervertido, las esclavas que pasaban por su alcoba necesitaban varios iom para reponerse —le relató Samuel.

—Yo necesité casi una shavua para volver a pararme... luego em-pecé a atender a los clientes, ninguno como Nouri —comentó ella aún con su cabeza gacha, estaba avergonzada como si hubiera sido culpable de su desgracia—. Sin embargo tanto sufrimiento me llevó a ti nuevamente. Salvaste mi vida por segunda vez cuando hiciste el trato con Hooman —dijo, llorando.

Él se acercó, tomó suavemente su cara por el mentón y en un gesto paternal levantó su rostro para que pudiera mirarlo.

—Nada fue tu culpa. Lo que nos pasa es sólo el designio de los dioses... todo cambia... mañana no será como hoy —le dijo, mientras secaba sus lágrimas.

Ella lo miró nuevamente y le preguntó.—¿Quién es María?Ahora fue Samuel el que apartó la vista. Se sentía incómodo con la

pregunta. Pero era época de confesiones y ella había hecho una muy fuerte. Epifanía merecía conocer la verdad.

—Era mi compañera, mi esposa, me casé con ella. Una joven de mi reino que me ayudó cuando tuve mi primera ama. Igual que tú, yo no quería vivir, sin embargo yo sólo pensaba en luchar, no podía co-merme mi orgullo. Era demasiado grande —le dijo—. Ella me ayudó mucho. Cuando llegué a la casa de mi primer dueña me revelé contra mi suerte, contra los dioses, contra todo... y golpeé a varios guardias y sirvientes. Bahuan, el jefe de los guardias, me ató y privó de alimento por varios iom. Estaba matándome lentamente. Ella se arriesgó, y por dos noches fue a darme agua y comida. La descubrieron y la castigaron. Como le estaba agradecido y era una de mis súbditas, para que ella no sufriera cambié mi obediencia por su comodidad. Al fi nal no me sirvió de mucho, Nouri la mató... Fui un esclavo dócil para protegerla al igual que ahora a cambio de tu tranquilidad. —Cambiando de tono de voz, le dijo—: Es hora de dormir, mañana tengo que trabajar.

—Nunca te lo agradecí, pero realmente aprecio lo que haces por mí. Gracias Samuel —se acercó y le dio un beso en la mejilla.

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Era la primera vez que Epifanía le demostraba afecto. Siempre había sido distante e imperativa en sus pedidos. Su nueva actitud le reconfortó el alma. Él ya llevaba mucho tiempo aceptando su sumisión por el peso de la culpa.

“¡Bueno! ¡Por fi n algo de agradecimiento!” —pensó para sus adentros.

Desde esa conversación la relación con Epifanía se volvió más amena, Samuel descubrió que tenía una plática agradable y una gran cultura general, se podía hablar de casi cualquier tema con ella; ade-más era simpática y graciosa, a menudo reía de sus ocurrencias aun-que volviera exhausto de las prácticas; también era fácil discutir con Epifanía, siempre creía tener la razón, a veces era así, pero aún no se acostumbraba a disculparse con ella por sus errores. Esporádicamente reñían, especialmente cuando ella le planteaba algún nuevo alocado plan de escape, el cual se complicaba en el momento que el joven debía enfrentarse con veinte o treinta guardias para poder llevarlo a cabo.

Epifanía a veces se acercaba a Samuel y lo mimaba, pero bien él intentaba acariciarla ella huía. Él comprendía y se resignaba, ella había tenido experiencias muy traumáticas con los hombres. En ocasiones, incluso, tomaba actitudes muy agresivas cuando Samuel deseaba inti-mar, se tendía bruscamente sobre la manta y abría sus piernas.

—¿Quieres tomarme? —le gritaba—. ¡Hazlo! Al fi n y al cabo no soy más que tu esclava...

Samuel nunca quiso tomarla por la fuerza. Desistía y se acostaba en su manta, desde allí sentía los sollozos de ella. Su paso por la taberna la había afectado mucho y aún no se recuperaba emocionalmente. Él tampoco quiso acostarse con alguna otra esclava para satisfacer sus deseos. Había descubierto que la amaba y pacientemente esperaría el momento oportuno para intimar con ella.

LA CARRERA EN EL DESIERTO

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LOS IOM PASARON y Samuel cumplía exitosamente con su tarea, el últi-mo esclavo había sido un problema al principio pero ahora ya estaba alineado al resto y era muy buen corredor. El látigo del guardia había sido sumamente efectivo en ese aspecto. Ese joven tuvo que aceptar su esclavitud a fuerza de castigos, fue un aprendizaje muy duro, quizás tanto como el de él.

Terminando la temporada ventosa Nasim le comunicó a Samuel que al día siguiente competiría en una carrera informal en el desierto. Le advirtió que debía ganar porque la apuesta era esclavo por esclavo. Una vez dada la noticia se dio media vuelta y se retiró.

Samuel quedó un poco perturbado, desde hacía bastante tiempo entrenaba a otros corredores, pero él no ejercitaba, no estaba en condi-ciones físicas para ganar una carrera. Ya no había tiempo para ponerse en forma, pensó que lo más prudente sería hablar con su amo para hacerlo cambiar de idea.

—Lo más prudente es que hable con Nasim para que posponga la carrera, o que haga correr a alguno de mis alumnos, ellos están muy bien preparados —dijo, pensando en voz alta.

Se dirigió a la casa principal y pidió hablar con Nasim, una vez planteado el asunto éste le respondió que no podía dar marcha atrás con la apuesta, era una cuestión de palabra empeñada.

Nasim había sido retado por Saddam40, un comerciante de minas como él, quien tenía sus territorios más al Norte. Saddam era cuñado del emperador. El hombre estaba muy bien posicionado y aunque no era del agrado de Nasim por considerarlo cruel con sus sirvientes y esclavos, no podía contrariarlo. La comitiva estaba acampando en el 40 Aplastante.

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desierto cerca de la casa principal. Saddam y su hija eran huéspedes en la casa de Nasim. Ellos hacía mucho tiempo que realizaban negocios juntos, de vez en cuando se reunían para fi jar los precios del metal que extraían, ésta era una de esas ocasiones.

Sin muchas esperanzas Samuel realizó ejercicios de práctica esa tarde, al iom siguiente se despertó temprano y quedó sentado mirando a Estefanía que aún dormía.

“¡Qué hermosa es! —Pensaba—. Debe haber sido aún más bella en sus iom de libertad... ¿Qué le pasará si no puedo ganar? ¿Cómo podré protegerla? Tantos iom como entrenador sin mayores problemas me hicieron pensar que mi vida estaba resuelta ¡Qué ilusión! ¡Despierta Samuel! ¡Eres sólo un triste y mugroso esclavo que no puede decidir nada por sí mismo! Lo único que puedes hacer es obedecer te guste o no la orden dada... ¡Oh, dioses! ¿Qué le pasará si no estoy para resguardarla?”

Cuando ella abrió los ojos vio que él estaba mirándola fi jamente.—Haré todo lo posible. Pero no sé si podré seguir cuidándote,

probablemente pierda ésta carrera... no creo estar en forma —le dijo Samuel, sintiéndose culpable y preocupado.

—Lo lograrás, no te preocupes. Recuerda que eres el mejor corre-dor del imperio y la experiencia puede más que cualquier práctica —lo consoló ella. Sin embargo también se notaba su afl icción.

Samuel le dio un tierno beso en su mejilla y otro en la frente y salió de la celda. Ya era hora de ir a la competencia.

Epifanía quedó parada, asiendo los barrotes y mirando a Samuel alejarse. Tenía muchas esperanzas de volver a verlo pero de repente la duda la asaltó, ahora tenía la imperiosa necesidad que Samuel supiera de sus sentimientos, ella lo amaba... Pero Samuel ya estaba lejos.

Mientras el joven era conducido al circuito se arrepintió por no haberle confesado su amor a Epifanía. Si regresaba se lo diría sin falta. Pero, ¿regresaría? No se tenía mucha fe.

La carrera se llevaría a cabo en el desierto, sobre suelo lleno de arena blanda que le haría más difícil correr a los participantes, sobre el carruaje ya estaba el conductor. Samuel se puso los protectores y le engancharon al carro. Ambos contrincantes ocuparon la línea de parti-da. Cuando dieron la señal partieron velozmente. El otro corredor era

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muy bueno y el conductor de su carruaje tenía experiencia en pegar al corredor contrario. Samuel hizo uso de toda su experiencia para evitar los golpes y desestabilizar al oponente.

A poca distancia de la meta Samuel iba en primer lugar, parecía que sería una victoria más. De repente sintió un ardor enorme en la pantorrilla, el dolor se apoderó de su pierna y pronto lo invadía hasta su cintura.

—¡Sólo un poco más —pensaba—, un poco más...!”Comenzó a aturdirse, sus oídos escuchaban el griterío de los espec-

tadores quienes les daban ánimo a los conductores de los carruajes.De pronto le faltó el aire y a menos de dos pasos de distancia a la

meta cayó al piso sin poder recuperarse. El oponente cruzó la línea primero, el público ovacionaba a uno y reclamaba por el otro. En la cabeza de Samuel todo era un caos. El aire no entraba a sus pulmones, sentía todo el cuerpo dolorido, comenzó a temblar profusamente.

Los hombres de Nasim y el conductor se acercaron, intentaron levantarlo y le descubrieron la picadura en la pierna, una serpiente venenosa lo había mordido. Seguramente había estado escondida en la arena blanda de la pista improvisada y Samuel la debió haber pisado. Hicieron las primeras maniobras para extraer el veneno pero, por el esfuerzo hecho por Samuel, la ponzoña ya había ingresado en todo su cuerpo. Era muy probable que muriera pronto.

A Samuel la vida le pasó por frente a sus ojos, lo peor es que moriría allí y dejarían su cuerpo tirado para alimentar a los animales salvajes. Se pudriría bajo el sol. Nunca tendría un entierro digno de un príncipe. Epifanía también llenó sus pensamientos: ya no podría protegerla, estaba enamorado de ella y nunca se lo había dicho.

“¡Oh, dioses! —rogó en su delirio antes de perder el conocimien-to—, que alguna vez, de alguna manera, ella se entere del amor que le tengo...”

Nasim protestó, le pidió a Saddam que invalidara la carrera, su corredor había perdido por un accidente. Se notaba que si no lo hu-biera picado la serpiente hubiera ganado la carrera, le llevaba bastante ventaja a su oponente. Saddam no quiso entender razones, la carrera había terminado con un resultado muy claro, su corredor había cruzado primero la meta. Ante la negativa de Saddam terminó felicitándolo y le

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entregó el cuerpo agonizante de Samuel, cruzaron los anillos y marca-ron el cuello del esclavo, Saddam lo hizo cargar en uno de sus carros y se lo encargó a una esclava curandera que tenía proveniente de las tierras lejanas del Este. Aún su nuevo amo no sabía si se desharía o no del moribundo pero estaba feliz de haber ganado la apuesta.

Ordenó a uno de los guardias castigar a su corredor, lo pondría en el cepo hasta su partida, era una vergüenza que hubiera ganado por accidente ¡Él le había dado tantos privilegios para que entrenara y fuera el mejor! Ese esclavo lo había defraudado.

LAS MINAS DE SADDAM

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SAMUEL PASÓ VARIOS iom delirando. Mientras su cuerpo se debatía entre la vida y la muerte la caravana se había puesto en marcha y cruzaba lo que quedaba del desierto hacia el Norte, en busca de la espesa selva lindante con el árido paisaje arenoso, en los confi nes del reino.

El esclavo pasaba de fuertes fi ebres a escalofríos producto del veneno de la serpiente, que aún no le daba respiro. La curandera que lo cuidaba limpiaba asiduamente la herida y le obligaba a tomar unos brebajes amargos.

La mente de Samuel lo llevaba a su cálida y hermosa Kandás, a sus iom de gloria y comodidad, a sus noches templadas acompañado de sus compañeros de armas presumiendo y pretendiendo a alguna jovencita, a su noche con Estela... y de allí a la furia y amargura de ver a María tendida en la mesa, con sus miembros atados y la cara con la expresión de horror y dolor que refl ejaba su espantosa manera de morir, la impotencia de no poder vengarla, la cólera de haber tenido tan cerca al perpetrador de ese crimen y no haberlo matado por confi ar en las palabras de Hooman. De pronto Epifanía llenaba su alma. Esa joven terca, obstinada, altanera, simpática y ocurrente, que había sido tan generosa con él cuando lo necesitó, había ganado su corazón.

Una shavua más tarde de la llegada a los dominios de su nuevo amo, aún luchaba por su vida.

Saddam, el nuevo dueño de Samuel, era un hombre delgado, de rostro enjuto y ojos hundidos. Su piel tenía un tinte amarillento que daba al interlocutor la sensación de hablar con un muerto. Se había casado por conveniencia con la hermana del emperador pero su esposa había fallecido hacía dos shana dejándole por compañía a la hija de su

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primer marido, un general del reino quien había muerto en batalla. La muchacha tenía doce shana y el aspecto agraciado de su madre, pero tenía pésimo carácter y era una malcriada, a quien su padrastro consentía en todo, agravando sus caprichos. Los esclavos a su servicio personal sufrían iom tras iom su mal humor, que la llevaba a desquitarse con los pobres desdichados.

Saddam estaba muy bien posicionado socialmente como cuñado del emperador. Sus riquezas eran enormes, las tierras que poseía tenían gran cantidad de metales. Gracias a su alianza con Nasim su negocio era casi un monopolio. Entre ambos poseían las minas más grandes de la región, ellos fi jaban el precio del metal y eran los primeros proveedores de oro de su reino y del imperio. Él había heredado de su familia esos grandes terrenos en el límite del desierto.

Sus minas estaban cercadas por una empalizada en la que cada tanto se levantaban altas torres de vigilancia, desde donde los guardias se cercioraban que los esclavos no escapasen.

Samuel comenzó a recuperarse de la fi ebre y bien desapareció su amo ordenó a los guardias ponerlo a trabajar.

—Todo esclavo debe ganarse la comida que consume —había dicho su nuevo dueño.

Los guardias lo ubicaron en la rueda del molino de rocas, allí estaba encadenado con otros nueve esclavos más que empujaban una amplia rueda de piedra, ésta aplastaba los pedruscos convirtiéndolos en arena para poder separar los minerales.

Samuel aún estaba débil y su pantorrilla tenía una gran cicatriz en el lugar donde había perdido tejido muscular después de la picadura de la serpiente. Su andar era irregular por eso los guardias lo renom-braron “Rengo”.

Encadenaron a Samuel en la rueda junto a un esclavo alto y fornido, éste lo miró e hizo una mueca de desprecio:

—El corredor estrella se recuperó al fi n —dijo.El comentario le valió un azote del guardia quien les tenía prohibido

hablar a los esclavos a su cargo.Samuel, aún débil y aturdido por la fi ebre que recién se retiraba,

ni lo miró. Se limitó a empezar a empujar cuando el guardia dio la orden.

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Su primer iom en la molienda fue muy doloroso, la pierna lastimada le dolía mucho y estaba bastante mareado de tanto dar vueltas. Cerca del mediodía los guardias le permitieron un descanso, repartieron agua y comida y los dejaron sentarse. Todos los esclavos comían encadenados a la rueda que hacían girar. El receso fue corto, enseguida debieron seguir con su monótona tarea. Cuando se estaba perdiendo la luz del sol los desengancharon a todos y los llevaron a una celda. Samuel compartiría esa mazmorra con los otros nueve esclavos.

El compañero alto y fornido se acercó a Samuel y lo empujó, tirándolo al piso.

—Me arruinaste la vida y yo haré lo mismo contigo —lo increpó.

Samuel, aún mareado y exhausto sólo lo miró, ya que no tenía fuerzas para pelear. La suerte que estaba viviendo lo tenía abatido. Lo único en que podía pensar era en el destino de Epifanía en las minas de Nasim ¿Cómo podría volver a buscarla?

—¿No me reconoces, infeliz? —le preguntó. Samuel sólo lo miraba. No sabía quién era.

—Corriste conmigo en tu última carrera y aunque gané mi amo no quedó conforme, porque si no te picaba la serpiente yo hubiera perdi-do... ¡Por tu culpa estuve castigado en el cepo hasta que emprendimos el regreso! Y luego me enviaron al molino sacándome mis privilegios. Te voy a hacer la vida imposible, “corredor”, comenzando desde ahora —y sin previo aviso comenzó a patear a Samuel, quien aún se encontraba en el piso.

Los guardias vinieron pronto y lo rescataron, tomaron al esclavo que lo golpeaba y se lo llevaron de la celda.

Samuel quedó en el piso doblado de dolor, ninguno de los ocho compañeros se acercó a ayudarlo.

Como pudo se sentó y apoyó su espalda contra la fría pared de piedra de su celda. Quedó allí en esa posición el resto de la noche. Cualquier movimiento que hacía le causaba dolor, aún estaba débil por su enfermedad reciente, estaba mal alimentado y ahora magullado.

A la mañana siguiente, ni bien despuntó el alba, los guardias bus-caron a los esclavos de su celda y los encadenaron al molino. Samuel pudo distinguir al esclavo que lo había golpeado en el cepo ubicado

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en el medio del patio de los esclavos. Seguramente se vengaría de eso también más tarde.

El iom transcurrió monótono como el anterior. Ninguno de los prisioneros decía palabra alguna y Samuel tampoco tenía ganas de hablar. Sus pensamientos estaban con Epifanía.

“¿Qué será de ella ahora? —se preguntaba—. Tantas noches juntos y nunca le dije que la amaba —pensaba—. ¿Por qué fui tan orgulloso? ¿Por qué creí que debía ser ella quien me lo dijera primero? ¿Cómo pude ser tan engreído en pensar que tenía todo el tiempo del mundo? ¡Soy sólo un esclavo!”

Recordó que cuando estaba libre también había perdido muchas oportunidades de hacer algo por el solo hecho de pensar que después tendría tiempo. “¡Qué imbécil!” —se califi caba solo.

Al atardecer los desengancharon y los llevaron a la celda. Al poco tiempo trajeron también al esclavo castigado. Lo llamaban “Raudo” y estaba más disgustado que el iom anterior. Al entrar en la celda miró a Samuel con odio y desprecio pero no dijo ni hizo nada hasta que los guardias se marcharon. Recién allí se acercó a Samuel y lo tomó del cuello con una sola mano levantándolo por los aires contra la pared. Samuel estaba débil pero no iba a dejar de defenderse, los shana de práctica en lucha le ayudaron para golpear a su oponente y reducirlo pisando su cara contra el piso y trabando su mano en la espalda. La maniobra fue rápida y silenciosa.

—No estoy para peleas —le dijo Samuel, susurrándole al oído—, pero tampoco dejaré que me golpees. Estás advertido.

—Algún día seré yo quien tenga mi pie sobre tu cabeza —le res-pondió Raudo, tragando polvo.

—Ni lo sueñes —diciendo esto, tiró de su brazo para que le do-liera un poco más y luego lo soltó, apartándose hacia un costado de la celda.

El grandote se levantó, sacudió de su cuerpo la tierra del piso y se sentó en el extremo opuesto. Después de esto Samuel no tuvo más problemas con ninguno de sus compañeros.

Uno de los esclavos jóvenes se le acercó y le convidó un trozo de pan que había escondido entre sus ropas. Saddam alimentaba a sus esclavos sólo una vez al iom.

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—¿Eras soldado? —le preguntó.Samuel lo miró, tomó el pan y con un gesto afi rmativo se lo

confi rmó.—¿De qué reino? —le insistió.—De Kandás —contestó Samuel.—Yo era pescador en el reino de Nur —comentó el esclavo.—Estás muy lejos de tu hogar —le dijo Samuel. Él sabía que Nur

se encontraba muy al Sur de Kandás, junto al mar.—Sí, demasiado lejos. Fui capturado hace dos shana más o menos...

creo, he perdido la noción del tiempo —le respondió—. ¿Y tú?—Dos shana, doce jodesh y un iom. Yo lo tengo muy en cuenta —le

explicó. Samuel era muy bueno con las fechas y aunque había pasado inconsciente unos iom, se había enterado cuánto había estado así, de tal suerte que podía seguir contabilizando el tiempo de sus desgracias.

En esos momentos un guardia pasó y los llamó al silencio.El trabajo en el molino era tedioso, pero el ejercicio iom tras iom

le hizo muy bien a Samuel. Al cabo de un poco más de un jodesh, su renguera ya casi había desaparecido pero él igual la fi ngía sacando algún provecho a su estado de discapacidad.

Recordó que alguna vez había renegado de tener tanto para estu-diar y había rogado a sus dioses poder vivir trabajando en algo para lo que no necesitara pensar... ahora se lo habían concedido. ¿Qué otra tontera más habría pedido? No recordaba, pero los dioses le estaban demostrando que lo habían escuchado y cumplían con sus ruegos.

A pesar de la obligación de silencio que los guardias les imponían a los prisioneros, las noticias y los rumores corrían rápidamente. Era improbable que cualquier novedad tardara más de dos iom en llegar a oídos del último esclavo de la mina.

Uno de los rumores más esperanzadores escuchados por Samuel era que en la selva había una comunidad de esclavos fugados. Todos soñaban con traspasar la empalizada, cruzar el tramo de desierto que los separaba del precipicio y bajar por el paredón empinado hasta la selva. Una vez allí todo sería distinto, había lugares donde esconderse, el espeso follaje los salvaría de las certeras fl echas de los guardias y podrían ser libres, quizás buscar a los otros y vivir en comunidad.

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El sueño era hermoso: llegar a un lugar sin cadenas ni guardias ni amos ni castigos. Pero el camino era difícil y en el sentido opuesto a la mina donde estaba Epifanía. ¡Cuánto deseaba volver a verla! Pero no tenía posibilidad alguna de regresar.

Samuel tenía mucho tiempo para pensar, el trabajo en el molino era tan monótono que no había otra cosa para hacer, secretamente empezó a evaluar las posibilidades de hacerse a la fuga. De vez en cuando recordaba los alocados planes de huida de Epifanía... ¡Cómo la extrañaba!

Sabía por comentarios de algunos esclavos que desde la empalizada hasta el acantilado había al menos unos mil pasos, aunque no sabía si estaba bien evaluada la distancia porque su llegada la hizo con mucha fi ebre. La empalizada era muy alta y estaba bien vigilada, con las torres bastante cerca unas con otras y los guardias estaban alertas casi todo el tiempo. Según los rumores el acantilado era profundo, con muy pocos riscos de donde asirse si lo querían bajar escalando, pero entre los esclavos no se ponían de acuerdo sobre su altura, unos decían que era como de cinco personas de alto y otros como de quinientas. Samuel trataba de promediar en una altura de unas cincuenta personas. Igual era muy alto, necesitaría una cuerda larga. Debía fi jarse si tendría algún lugar donde engancharla o la cuerda sería inútil.

Los iom pasaban, su amo no le prestaba atención, los guardias tampoco y él trataba de fi ngir su renguera como la del primer iom de su llegada. Siendo el “Rengo” casi ni se fi jaban en él, como si fuese inofensivo o invisible.

La idea de la huida comenzó a tomar forma en su cabeza, tenía que solucionar muchos problemas e intentó atacarlos de a uno. Probó ponerlos en orden. Primero: la empalizada, segundo: el desierto, tercero: el acantilado, cuarto: la selva.

El primer paso sería sortear la empalizada, tendría que escalarla. La otra opción era salir por la puerta, la única puerta que había para todo el predio. ¡No! Sólo pensarlo ya era una locura. Los guardias de las torres vigías cambiaban su posición en la mañana, luego del descanso del mediodía, al atardecer y a media noche, pero no todas lo hacían al mismo tiempo por lo tanto saber exactamente cuál cambiaría era un gran problema. El cambio de guardia dejaba al sector de la empalizada

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que le tocaba sin atención durante un corto lapso de tiempo, quizás insufi ciente para intentar escalarla y pasar al otro lado sin ser visto. También quedaba encontrar la solución para poder descender de la cima de la empalizada. Una vez arriba, si no era noche sin luna y se pasaba velozmente hacia el otro lado, cualquiera se convertiría en un blanco fácil para las fl echas de los guardias.

Segundo paso escabullirse por el desierto hasta el acantilado, llevando consigo lo que hiciera falta para poder sortearlo. La fuga debería hacerse a la noche para no ser visto. De día el sol delataba cualquier movimiento sobre la arena. De noche existía otro peligro: de los animales del desierto —serpientes y escorpiones—, que eran en su mayoría nocturnos.

El tercer paso consistía en bajar el acantilado. Para ello debería llevar cuerda porque la pared era muy empinada y tener dónde atarla para poder descender. Además, tenía que calcular la longitud de la cuerda... además de construirla ¿Con qué? Ese era otro problema a solucionar, puesto que a los esclavos no se les daba ropa y los andrajos que llevaba puestos se los había proporcionado su amo anterior. Ni hablar de tener sábanas o cualquier otra tela para poder hacer la soga. Pensó en los pastos del desierto, pero eran cortos y duros, además de muy escasos y no se encontraban en los caminos de paso permitidos a los esclavos.

Por último, si lograba sortear todos los demás desafíos, estaba la selva: una inmensidad verde que él nunca había visto siquiera a la que sólo podía imaginar. Los esclavos hablaban de árboles enormes, más altos que dos casas juntas, pastos tan grandes como hombres y raíces interminables colgando de las ramas. Las descripciones de los animales eran aún más aterradoras. Debería llevar una lanza, cuchillo o algún arma para defenderse.

Pensar en todo eso e intentar solucionar los problemas que po-drían presentarse lo mantenían con la mente ocupada y los iom iban pasando.

En algún momento se enteró, por un rumor, que los guerreros invasores de su reino estaban peleados entre sí, parecía haberse produ-cido una disputa entre varios generales a causa de los objetos místicos encontrados en Kandás y Samás. Todos pretendían ser los dueños y

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ahora estaban divididos. Eso hacía escasear la mano de obra y elevaba el precio de los esclavos. Lo único favorable de esa noticia fue que las raciones de alimento mejoraron para los prisioneros, ahora ya no podían reemplazarlos. Lo perjudicial era que los vigilaban más porque no querían arriesgarse a perder trabajadores.

La escasez de mano de obra barata perjudicó económicamente al imperio del Norte, ya que le era más difícil mantener sus ejércitos y la frontera Este padecía asiduas invasiones de los pueblos bárbaros del límite del desierto.

LA FUGA

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UN IOM TODO el lugar se alzó en revuelo, en la revisión matutina se dieron cuenta que faltaba un esclavo. Había escapado esa noche. Los guardias, muy bien organizados, dejaron a los prisioneros en sus celdas o jaulas, sólo soltaron a los necesarios para el funcionamiento de la casa y una guarnición se preparó para ir en busca del fugitivo.

Samuel estaba ansioso, alguien se había adelantado a sus planes y eso era peligroso, lo dejaba sin la ventaja de la sorpresa. Sin embargo era también una prueba, si este esclavo lo lograba él también podría hacerlo cuando llegase su turno.

Arsham41, el jefe de guardias, reunió al grupo de búsqueda. Según sus cálculos el esclavo no debía de estar lejos. Los primeros indicios del fugitivo fueron unas pisadas dirigiéndose hacia el acantilado. Rau-damente fueron en la misma dirección y en menos de medio iom ya tenían al pobre infeliz encadenado nuevamente y siendo arrastrado a la mina. Según los comentarios de los iom subsiguientes el pobre no pudo enfrentar el acantilado por ser sumamente empinado y no tener de dónde asirse para bajarlo y lo hallaron recorriéndolo a lo largo tratando de encontrar una bajada natural, una saliente o un escondite. No encontró nada de eso, sólo el inmenso acantilado, el verde suelo de la selva a sus pies y ni un mísero escondite.

Una vez que llegó la guarnición con el prisionero, desde donde estaba Samuel distinguió al esclavo atrapado: era el pescador de Nur. Sintió lástima por él. Lo matarían.

El amo tomó el látigo y obligó al jefe de guardias a tomar posición de castigo. Sus compañeros lo ataron al poste y el amo le propinó veinte fuertes latigazos en la espalda.41 Muy Fuerte.

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—Él es el responsable —dijo Saddam, dirigiéndose a los guardias—. El que me falle será severamente castigado.

Dirigiéndose al Arsham, quien acababa de ser desatado le dijo:—Ahora puedes castigar al esclavo como más te plazca, sólo te

pido que no lo mates, debe servir para trabajar en algo o al menos para pagar con él los impuestos.

El jefe volvió a su compostura natural, su cara trataba de decir que no había pasado nada, pero sus ojos ardían de rabia contra el esclavo fugitivo.

Una vez retirado el amo, el jefe de guardias ordenó inmovilizar al esclavo. Le ataron las piernas con las rodillas dobladas, y con los co-dos doblados cada brazo con su antebrazo y las manos sujetas sobre la nuca. El esclavo quedaba en una posición de banco sumamente incómoda. Fijaron las ataduras a unas argollas ubicadas en el piso de tal suerte que el pescador no podía moverse. El jefe tomó una vara y le castigó los pies hasta hacérselos sangrar. Allí quedaría el infeliz en esa incómoda posición por cuatro iom, cada uno de los cuales recibía azotes en la espalda y en sus pies. Al fi nal del castigo, cuando por fi n lo desataron de su cepo, el esclavo estaba totalmente entumecido, dolorido y ensangrentado, pero el quinto iom ya estaba nuevamente en un puesto de trabajo. Durante casi un jodesh no pudo asentar sus pies en el suelo por lo que trabajaba arrodillado o gateando.

El resultado de aquella fuga fue muy frustrante para Samuel, se dio cuenta que los desafíos eran casi imposibles. Sin embargo algunos de los esclavos más viejos insistían que algunos fugitivos lo habían logrado.

La vigilancia se hizo más estricta a partir de ese momento. Si antes parecía difi cultoso ahora era irrealizable. Hacían revisión de esclavos cuatro o cinco veces en el día y a veces incluso en la noche, despertaban a los esclavos para corroborar que aún estaban en sus celdas.

Como él era rengo, hasta el episodio de la huída a veces lo enca-denaban y otras no. Pero desde la fuga era encadenado siempre a la rueda y aún corroboraban que la cadena no pudiera soltarse y estuviera bien enganchada.

Todos estos acontecimientos echaban por tierra cualquier ilusión de escapar de su cautiverio. La frustración se volvió rabia y resentimiento.

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Aún era joven y no quería envejecer atado por una cadena a la rueda de la molienda.

Sus sentimientos lo llevaron al mal humor constante. Cada iom que pasaba soportaba menos las burlas y comentarios de los otros esclavos y de los guardias. Comenzó a no importarle fi ngir su cojera.

REGRESO A LAS MINAS DE NASIM

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UN IOM SE cruzó el mal humor de Samuel con el mal humor de Arsham. Estaba siendo llevado a su puesto de trabajo, aún faltaban unos pasos para llegar a la rueda, cuando el jefe le hizo un comentario hiriente sobre su fi ngida deformidad.

Samuel montó en cólera. Con un diestro movimiento redujo al guardia que lo llevaba y lo dejó inconsciente. Al resto no les dio tiem-po para reaccionar cuando ya estaba sobre Arsham, golpeándolo. Los compañeros intervinieron a tiempo para que no matara al jefe, quien estaba tirado en el suelo. Estuvieron varios minutos recibiendo golpes sin poder reducir al esclavo.

La trifulca llamó la atención de todos y pronto Samuel se vio ro-deado de guardias armados. Sus habilidades no lograrían sacarlo del aprieto contra esos hombres apuntándole con sus fl echas. De pronto, Samuel sintió la necesidad de morir en batalla. Estaba muy cansado de esa vida miserable que llevaba y sentía que era mejor caer peleando por su libertad.

En ese momento intervino el amo quien ordenó dejar con vida al esclavo. Esto cambiaba las cosas. No podría morir en combate, en cambio vengaría con sus puños las frustraciones que llevaba dentro y podría desquitarse de las humillaciones recibidas.

La pelea duró aún otros largos minutos hasta que lograron inmo-vilizarlo, una vez atado y tendido boca abajo en el suelo uno de los guardias le lanzó un punta pié en la cara haciéndole un tajo en la ceja izquierda. La herida comenzó a sangrar profusamente tiñendo de rojo la arena bajo su rostro.

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Saddam se acercó, Samuel sólo alcanzaba a ver sus sandalias ador-nadas, no podía levantar la cabeza. Con bronca escupió un insulto en su lengua natal.

Al escucharlo el amo ordenó a los guardias incorporar de rodillas al esclavo, lo obligó a mostrar las marcas de su cuello y con un acento extraño, pero en el idioma de Samuel, le preguntó:

—¿Eres de Samás?—¿Por qué? —le replicó Samuel. —Necesito encontrar a una mujer de tu tierra —le respondió el

amo, asumiendo que la pregunta de Samuel era una respuesta positiva. Toda la conversación se desarrollaría en su idioma.

—Los que no murieron, terminaron siendo esclavos —le contestó.—Lo sé. Y sé que ella se salvó... pasó como esclava por una de las

casas donde estuviste tú, pero desde la casa de Hooman, el minero, le perdí el rastro. Se llama Epifanía.

Samuel no cambió su expresión, no quería que sus sentimientos lo delataran, pero el amo acababa de sorprenderlo ¿Qué querría con ella?

—¿Por qué la busca? —le preguntó.—No es de tu incumbencia, esclavo. Sólo dime si la viste.—La conozco... de la casa de Hooman. Puedo ayudar a rastrearla si

me liberas —quizás podría ganar algo con el interés de Saddam.El amo rió con ganas, como quien escucha una broma. Hizo una

seña a uno de los guardias y éste pateó el estómago de Samuel, provo-cando que se doblara de dolor.

—Sólo dime dónde puedo encontrarla o te lo sacaré a fuerza de golpes —insistió.

La perspectiva no era buena, mejor ganar tiempo y tratar de ave-riguar lo máximo posible.

—No hace falta la violencia. La última vez que la vi fue en casa de Nasim, mi amo anterior.

Saddam estaba sorprendido que la muchacha que buscaba había estado tan cerca de él. Por su relación económica con Nasim ya tenía planeado el viaje a sus tierras, pero ahora quería adelantarlo.

—Partiré mañana a buscarla y tú me acompañarás, si mientes ya no me interesará tu valor en el mercado —lo amenazó.

Los guardias lo llevaron y lo encadenaron en su celda, esa noche la pasaría muy incómodo de tantas cadenas que le pusieron.

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Samuel intentaba deducir por qué su amo quería a Epifanía. Claro, le había perdido el rastro en casa de Hooman porque él se la había regalado y como ofi cialmente no se puede regalar esclavos a otros esclavos, era casi seguro que no fi gurara en sus transacciones. Samuel suponía que Epifanía seguiría en casa de Nasim ¿Por qué la vendería?¿Y cómo? La tenía sin el sello de transacción de Hooman, legalmente aún le pertenecía a éste. Nasim no podría venderla sin notarse esa irregu-laridad. Mientras más lo pensaba más se convencía que Epifanía no podría estar en otro lugar.

La noche fue larga y lo que más le intrigaba a Samuel, era qué motivo tenía su amo para buscarla. No había podido sacarle ninguna información, pero el viaje era de casi una shavua y debería hallar la oportunidad para enterarse. Estaba ansioso por volver a ver a Epifanía, ¿Qué habría sido de ella? ¿Estaría viva aún? Acababa de recobrar el interés por la vida, si los dioses le eran favorables volvería a encontrarse con la mujer que amaba.

El camino de regreso a las tierras de Nasim comenzó temprano. Antes del amanecer, uno de los guardias buscó a Samuel y le colocó un cepo de madera con tres agujeros que aprisionaban sus muñecas y cuello y ni bien despuntó el alba, la caravana se puso en marcha. Samuel iba encadenado por el collar al carro de Saddam y además tenía una cadena corta uniendo las tobilleras. Cada tanto alguno de los guardias golpeados en la trifulca se vengaba azotando su espalda con la excusa de que no perdiera el paso.

El corte en el rostro de Samuel sangraba de vez en cuando y la san-gre que le corría por la cara se secaba por el sol abrasador del desierto. El cepo le impedía tocarse el rostro para presionar la herida y el párpado se hinchaba cada vez más, difi cultando la visión de su ojo.

Uno de los esclavos más jóvenes intentó ayudar a Samuel, pero lo único que consiguió fueron dos azotes en la espalda. Nadie más se le volvió a acercar.

Por la noche no le quitaban el cepo, obligando a Samuel a descansar sentado apoyando su espalda en alguno de los carros. Por venganza y para no aburrirse, los sirvientes que hacían guardia se dedicaban a molestarlo usándolo como blanco para sus juegos.

La caminata, la falta de agua, comida y sueño estaban socavando la integridad de Samuel. Sus manos ya estaban entumecidas por la posi-

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ción en la que se encontraban sus brazos y su herida seguía sangrando de vez en cuando.

Al tercer iom de marcha el amo les recordó a los guardias que el esclavo debería llegar vivo a destino. Fue entonces cuando ellos le pusieron un recipiente con agua y comida en el piso para que se alimentara. El cepo no le dejaba llevarse el alimento o el cuenco a la boca, para comer debía agacharse y hacerlo como los animales. Ahora el deseo de volver a ver a Epifanía lo movía y esa humillación era un precio que estaba dispuesto a pagar con tal de seguir vivo.

Como Samuel iba encadenado al carro de su amo a veces podía oír lo que decía. En una de esas ocasiones pudo escuchar un fragmento de la conversación del amo con uno de sus empleados.

—... Cuando encuentre a Epifanía me vengaré, se arrepentirá de haberme humillado... —fue lo único que entendió.

La frase lo dejó pensando, ¿Cómo pudo haberle humillado? Era un poco inquietante saber que la joven estaría en problemas si la encon-traba. Debería pensar cómo hacer para que su amo no la reconociera entre las esclavas de Nasim. Un gran problema serían los sellos del cuello, que la delatarían como una esclava “ilegal”.

Al quinto iom de marcha Saddam les recordó nuevamente a sus guardias que Samuel no debía morir en el camino. Gracias a eso empe-zaron a quitarle el cepo por las noches y lo dejaban descansar tranquilo. Samuel pudo tocarse su rostro y limpiar su herida, así fue cicatrizando en los iom posteriores.

En casi una shavua llegaron a las propiedades de Nasim. Éste no se mostró muy contento de volver a ver al adversario que le había arrebatado a su mejor corredor. Nasim seguía pensando que se lo había ganado con trampa. Había sido una descortesía total de parte de Saddam no invalidar la carrera.

Menos le gustó cuando pudo reconocer a Samuel y lo vio vivo en esas condiciones tan deplorables. Él había pagado una pequeña fortuna por ese esclavo que ahora se encontraba con la cara ensangrentada, el párpado hinchado por la herida que apenas le dejaba abrir el ojo izquierdo, todo el cuerpo marcado por azotes recientes y llevando un cepo.

Cuando el amo de Samuel le confesó el motivo de su visita, Nasim se impacientó mucho más. No confi aba en una persona tan poco ho-

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nesta —aunque él tampoco lo fuera—, y temía que pudiera delatarlo a las autoridades por poseer una esclava no declarada. Su rey era muy tirano en ese sentido, se cobraban los impuestos dependiendo de la cantidad de esclavos que se tenía y consideraría como un robo a sus arcas que alguien tuviera una esclava así.

—Sé que esa esclava en particular está aquí —le aseguró Saddam—. Puedo ser muy generoso si me la vendes.

—¿Por qué es tan importante? Tal vez tenga muchas esclavas me-jores para ofrecerte —le respondió Nasim.

—Era amigo de su padre... me enteré tarde que Samás había sido saqueado por los guerreros del Sur y desde entonces vengo siguiendo su rastro —le replicó.

Nasim no creyó la explicación, pero Saddam tenía muchas co-nexiones importantes en la corte y no podía correr el riesgo de contrariarlo.

—Puede que esté muerta... lo siento. Desde que Veloz se fue, en-terramos a varias esclavas —mintió Nasim.

—¡Oh, mi viejo amigo! —Exclamó Saddam—. Tus libros no de-claran eso... Supongo que no le habrás mentido a tu rey.

Nasim tragó saliva. Hacía poco que había pasado el inspector co-brador de impuestos, revisando sus declaraciones de compra y venta de esclavos.

Caminando al lado de Saddam hacia las celdas le respondió:—Puedo mostrarte las que tengo, elije tú la que quieras com-

prarme.—Eso está mejor... que me las traigan.Con un gesto Nasim indicó a sus sirvientes que trajeran a las es-

clavas. Saddam le dijo a dos de sus guardias que acompañaran a los hombres de Nasim, quería asegurarse que ninguna esclava quedaría sin ser llevada a su presencia.

Al cabo de unos minutos diecisiete esclavas andrajosas, fl acas y muy desmejoradas estaban formadas en fi la, hombro con hombro, en presencia de los dos hombres. Samuel veía y escuchaba todo desde una corta distancia.

El amo posó su mirada en cada una. No reconocía en ellas a Epi-fanía. Comenzó a caminar hacia el grupo y Nasim lo paró.

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—No puedes tocar la esclava que no comprarás, elígela primero —replicó Nasim, haciendo valer la ley que prohibía tocar esclavos ajenos.

—Muy bien... trae a Rengo —le pidió al sirviente.Samuel estaba cerca y pronto se encontraba al lado de su amo.—¿Cuál de ellas es? —le increpó.Samuel estaba indeciso, no entendía para qué ese hombre quería

tanto a Epifanía. De repente vio a una de las esclavas hacer la señal de peligro que él y ella habían pactado mucho tiempo atrás. Tuvo que mirarla dos veces para poder reconocer en esa mujer a la joven prote-gida por él en otros tiempos. Ella volvió a hacer la señal, ahora Samuel estaba convencido que ella tampoco quería ir con el nuevo amo.

—Creo que es ella —dijo Samuel, señalando a otra esclava bastante parecida a Epifanía.

—Si estás equivocado conocerás mi furia... —le advirtió su amo.—No estoy seguro —se cubrió Samuel—, están muy desmejora-

das. Quizás es esa otra... —señaló a una esclava que no era Epifanía. ¡Debía resguardarla!

Samuel sabía que una vez comprada la esclava se fi jaría en los sellos del cuello, en ese momento descubriría el engaño y su vida no valdría nada. El amo era brutal con sus castigos. Sin embargo, prefería que Saddam se desquitara con él y no con Epifanía. La amaba y quería protegerla. Los dioses le habían concedido la gracia de, al menos, volver a verla. Ya no le importaba morir.

Saddam las miró de nuevo y decidió comprar las dos que de-cía Samuel y a dos esclavas elegidas por él, justo una de ellas era Epifanía.

—No puedo venderte cuatro esclavas. Me quedaría sin poder sa-tisfacer las necesidades de mis esclavos y sirvientes... Elije sólo a tres —le pidió Nasim.

Saddam las miró y eligió a las dos primeras señaladas por Samuel y a una que él había elegido. Epifanía se unía al grupo.

Cuando Nasim fue a entregárselas, vio que la tercera esclava era Manifestación, la esclava regalada a Veloz... Estaba asustado por la irregularidad de tener una esclava no declarada. ¿Cómo cubrir ese problema? ¡A Manifestación le faltaban dos sellos!

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—Crucemos anillos y sellemos la venta, así podrás revisarlas a tu antojo —le propuso, tramando su estrategia.

Saddam le entregó su anillo a Nasim para que lo marcara en el cuello de sus nuevas esclavas. Cuando Nasim estaba por sellarlas se hizo el torpe y distraído marcando los anillos sobre los sellos anteriores. Ahora no se distinguía bien por dónde habían pasado. A Epifanía la marcó doble y con ello disimuló su condición de ilegal.

Esta pequeña treta de Nasim hacía muy difícil rastrear quienes habían sido los amos anteriores de esas esclavas. Sin saberlo, había puesto a salvo a Epifanía y a Samuel.

Saddam se quedó como huésped de Nasim durante una shavua, muy a pesar de su anfi trión. En ese tiempo Saddam mandó a lavar y vestir a sus esclavas y aunque las revisó no pudo distinguir cuál era la que tanto buscaba. La maniobra de Nasim había resultado muy buena.

Hizo llamar a Samuel. El esclavo aún usaba el cepo. Los guardias le hicieron arrodillarse ante su amo.

—No he podido discernir cuál es Epifanía. Revísalas y dime cuál de ellas es —le ordenó el amo.

—Todas son parecidas. Están maltrechas, no puedo individualizarla, amo —se excusó Samuel.

—Cuando se recuperen ¿la distinguirías? —le preguntó Saddam.—No estoy seguro, no la conocía muy bien —mintió el joven.La respuesta provocó la ira de Saddam. Con la fusta le golpeó la

cabeza, justo en la sien, abriéndole nuevamente la herida que había empezado a cicatrizar.

—¡Si no la distingues, no me sirves! —lo amenazó.—¡Piedad, amo! —le dijo. Era la primera vez que solicitaba piedad

y se sorprendió a sí mismo, pero valía la pena la humillación si podía seguir viviendo para defender a Epifanía—. Deme la oportunidad de verlas cuando mejoren —le pidió Samuel.

Saddam hizo un gesto y los guardias sacaron a Samuel de la pre-sencia del amo. Viviría al menos un iom más.

El regreso de Saddam a sus tierras fue largo y penoso, casi igual que el camino de ida. Las esclavas viajaban sobre un carro y eran bien ali-mentadas y atendidas. Samuel no tenía esa suerte. Saddam no se atrevía a deshacerse de él porque lo necesitaría más adelante, pero tampoco

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tenía intenciones de cuidarlo. Había demostrado ser un esclavo revoltoso por lo que a Samuel le escaseaba la comida y el agua. Al cepo sólo se lo quitaban por la noche cuando le ataban sus manos a la espalda.

Una vez en sus dominios, Saddam se encargó de poner a las tres esclavas bajo vigilancia y a mejorarlas en su aspecto. Estaba convencido que lograría reconocer a Epifanía cuando estuviera mejor.

Samuel estaba ansioso por contactarse con la joven pero los pri-meros iom de su llegada fueron terribles. Los guardias lo tenían muy vigilado. Lo sacaron de la celda que compartía con los otros esclavos y lo pusieron solo, al fi nal de la galería, donde lo encadenaban por el collar a una argolla en la pared. No le soltaban las cadenas de sus manos ni de sus pies en ningún momento. Lo trataban igual que a un animal rabioso. Preferían que el revoltoso no tuviera contacto con los otros esclavos.

Si quería llegar a Epifanía debería ganarse otra vez la confi anza de ellos. Debería se obediente y sumiso para que no lo encadenaran siempre. Comenzó a fi ngir nuevamente su renguera, iniciando en for-ma sutil, para que lo consideraran discapacitado. Adoptó una actitud corporal de total mansedumbre: cuando lo llevaban o traían a su puesto de trabajo no levantaba la cabeza ni miraba a los guardias a sus ojos, llevaba la espalda algo encorvada y los hombros hacia adelante; si le levantaban el látigo para pegarle comenzaba a rogar por su vida, se hincaba en el piso y ponía sus manos a la defensiva de la manera más cobarde que conocía. Por las noches dormía en lugares diferentes de la galería para que, cuando revisaran, no supieran exactamente dónde estaba. Siempre obedecía diligentemente cualquier orden dada por más humillante que fuera.

El jefe de guardias era quien más disfrutaba de la sumisión de ese esclavo, pensaba que había quebrado su espíritu revoltoso a fuerza de castigos. Para ufanarse de su logro obligaba a Samuel a realizar tareas denigrantes. Un medio día se le ocurrió que necesitaba un banco humano para sentarse, hizo desenganchar a Samuel de la rueda y lo obligó a poner sus rodillas y manos en el suelo para sentarse en su es-palda. Samuel obedeció sin siquiera levantar la cabeza ni protestar. Las piedritas del piso se le clavaban en las palmas y rodillas como agujas, pero él soportó todo el tiempo que quiso su captor.

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Una mañana, cuando el guardia lo fue a buscar para llevarlo a su puesto de trabajo lo encontró hincado en el suelo suplicando a los dioses.

Contra toda rutina y orden de silencio el guardia comenzó a con-versar con él.

—¿Cumplen tus dioses lo que le pides? —le preguntó.—A veces... —respondió escuetamente Samuel, desconfi ando ser

castigado por hablar.—Debe ser bastante malo tener dioses que no te escuchen —le

dijo, desenganchando la cadena del cuello.Parecía que el guardia tenía ganas de conversar y no lo sancionaría

si le contestaba.—Ellos escuchan, pero a veces el pedido es incorrecto. Por eso

no lo satisfacen.—¿Entonces no te dan lo que deseas porque no les gusta lo que

pides? —se sonrió el guardia.—Cuando el pedido va en contra de sus designios... —trató de

explicarle Samuel, en pocas palabras.El guardia rió.—¿Cuántos dioses tienes? —siguió interrogándolo.—Muchos... Está El Supremo, La Madre, El Hijo, El Mensajero,

El Vigilante y los Guardianes, que son ayudantes de los dioses. Ellos se encargan de cuidar a los hombres y registrar sus acciones en el Libro Sagrado.

—¿A cuál de ellos le ruegas? —le preguntó el guardia, que parecía divertirse con su plática.

—Cuando era niño le rogaba a El Hijo, ahora a El Supremo. Pero no importa a cuál le ruegue, al fi nal, todos son el mismo.

—¿Eh?— El guardia lo miró con extrañeza, sin comprender.Samuel intentó explicarle.—Cada uno de ellos tiene una función, pero todos son energía,

todos forman parte de la misma energía del universo, que es única. Por eso al fi nal todos son sólo uno. Si conoces a alguno, conoces a todos. Nosotros tenemos parte de esa energía desde nuestro nacimiento. Por lo tanto nuestros dioses habitan nuestro cuerpo y cuando morimos esa energía vuelve a ellos. Por ello debemos cuidar nuestra vida.

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—¡Qué bueno! Nos favorece que tus dioses no te permitan matarte, de lo contrario tendríamos menos esclavos —le acotó jocoso.

—Sí. Nuestros sufrimientos y sacrifi cios limpian la energía man-chada por desobedecer a las Leyes Sagradas. Es por eso que debemos aceptar nuestra vida, aunque nos parezca injusta e insoportable. Cuando cumplimos con nuestro designio en la tierra y estamos limpios, mori-mos en paz. Si nos matamos nuestra energía estará sucia y no podrá juntarse con la de los dioses.

—Entonces te alegras cuando los tuyos mueren, porque irán a formar parte de tus dioses —se rió.

—Yo aún no acepto bien esas pérdidas —dijo Samuel con des-agrado, comprendiendo que ese infi el había entendido mejor que él el misterio de la muerte.

—A cambio de mis ofrendas de oro mis dioses cumplen con lo que pido —le explicó el guardia—. Tengo techo, comida, trabajo, mujer e hijos.

—Si tienes todo lo que les pides, ¿por qué el amo Saddam tiene más? —le replicó Samuel.

—Es simple: él ofrenda más —fue el razonamiento del guardia.—¿Pueden tus dioses darte cosas que no compre el oro? —le

preguntó.—Todo se puede comprar con oro —respondió el guardia.—Hay cosas que no se pueden, como el sexo de tu próximo hijo...

—intentó darle un ejemplo.El guardia rió con ganas.—En cualquier momento eso también podrá comprarse con oro.—Cuando mueras, ¿también te darán vida eterna? —le preguntó.—No hay nada después de la muerte. Allí termina todo —le con-

testó el guardia, muy seguro de lo que decía.Samuel sintió lástima por el sirviente al escuchar su respuesta.

Habían llegado al puesto de trabajo y Samuel fue enganchado a la rueda.

—Lo que debes rogar a tus dioses, es que el jefe no se acuerde de tu batahola y siga castigándote por ello —le recomendó.

Samuel se quedó pensando en la conversación: haber golpeado a los guardias en esa oportunidad iba en contra de sus leyes, entendía

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que sus dioses lo estaban sancionando por haber manchado su energía con ese acto. Pero si no hubiera sido por ello, Saddam nunca hubiera comprado a Epifanía. ¿A dónde querían llevarlo sus designios?

Como al jodesh de ese episodio al jefe de guardias caminaba por el patio alardeando de su habilidad para “domesticar” esclavos con dos de sus asistentes. Pasando cerca de Samuel les dijo:

—Ese esclavo, por ejemplo, tuvo un arranque de libertad hace poco y ahora, fruto de los acertados castigos que le impuse, es el trabajador más sumiso de todos —diciendo esto, le hizo señas al guardia de la rueda para que desenganchase a Samuel y lo pusiera ante él.

Samuel caminó hacia el grupo con la espalda encorvada, los hom-bros hacia adelante y la cabeza gacha. Sus ojos miraban al piso y todo su cuerpo hablaba de humildad.

—Límpiame las sandalias con tu lengua, esclavo —le ordenó Arsham.

—Sí, mi señor —contestó Samuel, sumiso.El joven se postró ante el guardia y comenzó a lamer sus sandalias

para quitarle el polvo.El espíritu de Samuel se revolvía por dentro. En su mente podía

imaginar mil maneras de matar a ese infeliz, sólo lo detenía el amor a Epifanía y su fi rme objetivo de hacer todo lo que estuviera a su alcance para volver a verla. En éstos momentos lo que debía hacer era obedecer ciegamente al guardia y soportar todas las humillaciones que le impusieran.

—Bueno, pero usted es el jefe —acotó uno de los ayudantes.Arsham rió. Entendía bien a qué se refería su subalterno, ¿pasaría

el esclavo la prueba máxima de humillarse ante otro esclavo? Recordó que cuando trajeron a Rengo había tenido algún problema con Rau-do, el corredor estrella de su amo, quien lo había apaleado su primera noche de trabajo.

—Vengan conmigo —les dijo a los guardias—. Y tú, sígueme sin levantarte —le ordenó a Samuel.

—Sí, mi señor —le respondió el joven.Cruzaron el patio hasta el lugar de prácticas para los corredores de

carreras. El esclavo los seguía avanzando a cuatro patas, sin levantar su vista del piso.

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—Raudo, ven aquí —le ordenó al corredor.—Sí, mi señor —contestó Raudo a corta distancia.El joven se acercó al grupo e hizo el saludo correspondiente ante

sus señores.—Rengo, límpiale con tu lengua los pies a Raudo —le ordenó al

esclavo, con una sonrisa maléfi ca en su rostro.—Sí, mi señor —esa respuesta, que debía ser mecánica para cual-

quier orden que le dieran, fue una puñalada en su garganta.Samuel se acercó hasta los pies del corredor y lentamente empezó

a lamerle el pie izquierdo. No quería ni mirarlo.Raudo puso su pie derecho sobre la cabeza de Samuel, acortándole

la distancia de la cara del joven con su pie. Esa ocurrencia del corredor fue festejada con risas por el grupo.

Samuel recordó sus palabras hacia Raudo: “Ni lo sueñes”. Ahora se las estaba tragando y tenían un gusto sumamente amargo.

El grupo estaba tan entretenido en su jugarreta que no se percató de la llegada de Saddam por detrás de ellos.

—Te recuerdo, Arsham —le dijo, en tono suave pero fi rme al jefe de guardias— que los esclavos están para trabajar en las minas, no para que te diviertas con ellos.

—Sí, mi Señor, no volverá a ocurrir —le contestó el Jefe, incorpo-rando a Samuel del collar.

Desde ese iom, Arsham comenzó a no prestarle atención a Samuel y terminó por dejarlo en paz.

Samuel demostraba tanta obediencia y sumisión que comenzaron a elegirlo para llevar y traer recados. Al principio, cada vez que debía hacer un mandado le desenganchaban las cadenas de la rueda, y al con-cluir lo volvían a encadenar. Pero como la tarea se hizo más frecuente a veces no lo encadenaban al molino.

Las esclavas compradas por Saddam a Nasim comenzaron a ganar peso y mejorar su apariencia. Samuel no tenía oportunidad de verlas porque ellas estaban siempre supervisadas por algún sirviente libre. A ellas las habían puesto a trabajar en la cocina dentro de la casa principal.

Pasaron cerca de cinco jodesh desde su llegada cuando Samuel recién tuvo ocasión de acercarse a Epifanía. Una noche, el guardia

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no lo encadenó a la argolla de la pared pues estaba confi ado en la mansedumbre del esclavo y el joven aprovechó esa oportunidad para escabullirse en la oscuridad hasta la celda de las mujeres. Allí pudo cruzar unas pocas palabras con ella.

—No tenemos mucho tiempo —le dijo—, pronto el guardia pasará por la celda para revisar. ¿Cuál es el peligro con Saddam?

—Te extrañé mucho, creí que habías muerto... —Le respondió ella, besando sus manos y su rostro—. Saddam era uno de los pre-tendientes que rechacé cuando aún era una princesa. Es demasiado orgulloso y me dijo que se vengaría. Es un hombre malo y perverso, no confíes en él.

—Haré correr el rumor que Epifanía es la esclava de túnica verde.

—No, mejor Comyna42, ella viste túnica rosa. Es una mujer des-preciable y muy ambiciosa, la he visto hacer maldades a otras esclavas con tal de sacar provecho de la situación...

—Como quieras. Me voy antes que me extrañen en mi lugar. Cuídate ya que ahora estoy lejos —el “me voy” era más fácil decirlo que hacerlo. Había extrañado tanto a esa mujer que no tenía ganas de separarse de ella.

—Estoy feliz de verte vivo... sufrí mucho sin ti —volvió a besarlo y con mucho pesar Samuel se separó de ella. Los minutos pasaban y si descubrían que se había marchado de su sitio echaría por tierra todo el trabajo y humillaciones que le habían costado ganarse nuevamente la confi anza de sus captores.

El guardia pasó por la galería y vio a Samuel dormido en el piso, continuó con su ronda sin sospechar nada.

El rumor que Epifanía era la esclava de la túnica rosa se empezó a esparcir rápidamente a pesar de la prohibición de los esclavos de hablar entre ellos. Se suponía que ella había elegido usar el nombre de Comyna porque no sabía las intenciones de su nuevo amo.

Los comentarios no tardaron en llegar a oídos de Saddam quien hizo llamar a la esclava.

Luego de una corta charla en privado con ella, Comyna salió de la casa principal más altanera que nunca, la vistieron como una reina y empezaron a tratarla con esa deferencia.42 Astuta.

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Ella era tan engreída en su nuevo papel, que incluso mandaba castigar a los esclavos quienes no la servían a su agrado.

Samuel no comprendía cuál era la venganza de la que había hablado Saddam en su viaje a las tierras de Nasim, pero todo le hacía parecer que había entendido mal. Al fi n y al cabo él sólo había escuchado una pequeña parte de la conversación de su amo y tal vez Epifanía también estuviera confundida.

Al poco tiempo a Samuel le liberaron por fi n de las cadenas de sus manos y gracias a la confi anza ganada con mucho esfuerzo, tuvo nuevamente la oportunidad de ver a Epifanía al amparo de la oscuridad de la noche.

—¿Por qué dejas que ella ocupe tu lugar? Saddam la colma de aten-ciones y regalos. ¿No deberías ser tú quien los merezca? —le preguntó, intrigado con la decisión de Epifanía.

—Paciencia Samuel, yo conozco la negrura de su alma... algo está tramando. La gente mala no cambia y Saddam es muy, pero muy des-preciable —le respondió ella.

—¿Por qué crees que lo conoces tanto? Se está portando muy bien con ella porque cree que eres tú —le explicó.

—Cuando lo rechacé juró vengarse. No es un hombre que olvide una afrenta. No lo acepté porque vivía en un reino con esclavitud y presencié, sin que él lo supiera, el castigo que imponía a uno de sus esclavos por haber derramado agua en la alfombra de su carro. Fue sumamente cruel y perverso con ese muchacho —le confesó—. No me interesa estar al lado de una persona como esa aunque me ofrezca ser la reina del mundo. —dijo y, casi en un susurro, agregó: —Necesito estar a tu lado, te amo.

Samuel la abrazó por entre los barrotes tiernamente contra su pecho en un gesto ancestral de protección. Él compartía ese sentimiento y estaba feliz de escucharlo de sus labios. La besó tierna y apasionada-mente. Epifanía sintió en ese momento que estaba segura con él.

—Yo también te amo —le respondió él. Estaba feliz de escuchar que ella lo amaba, pero estaba enojado consigo mismo porque no lo había dicho primero.

El buen rato duró poco pues Samuel debía regresar antes de la ronda del vigía. Separarse de Epifanía le costó muchísimo.

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Los iom transcurrieron sin muchas modifi caciones en la rutina: Epifanía se hacía llamar Naara43 y trabajaba en la cocina junto a otras esclavas, trataba de no hacerse ver por Saddam, por miedo a ser reco-nocida ahora que estaba recuperada. Samuel seguía en la rueda y hacía los mandados. Las pocas veces que el guardia nocturno lo dejaba sin encadenar él aprovechaba para visitar a Epifanía en su celda y disfrutar de sus caricias.

Una mañana amaneció como todos los iom y parecía ser uno más que los desdichados esclavos pasarían trabajando, pero a media mañana Saddam apareció en el patio de esclavos trayendo a la supuesta Epifanía sujeta de los pelos y arrastrada por dos guardias. Ella mostraba en su rostro las lágrimas y la afl icción por lo que le estaba sucediendo.

—Átenla en el cepo —ordenó Saddam a sus guardias—, en posi-ción receptiva —aclaró.

Los guardias trajeron dos cepos de madera. El que tenía tres agujeros lo cerraron alrededor de las muñecas y cuello. El otro tenía dos agujeros y lo cerraron alrededor de sus tobillos, la obligaron a arrodillarse y fi jaron los dos cepos al piso, de tal suerte que Comyna quedaba arrodillada con las nalgas hacia arriba y su torso inclinado hacia abajo.

Rompieron sus ricas vestimentas y dejaron su espalda al desnudo.Entre gritos y llantos de súplica pedía ser disculpada si había cometido

alguna falta. Por lo visto no entendía qué había desencadenado seme-jante actitud en Saddam. Él, sin escuchar siquiera, mandó amordazarla y ordenó pelarla. Símbolo de haber perdido toda posición social.

Una vez despojada de su cabellera mandó a todos los guardias violarla como quisieran. Una vez cumplida su orden y cuando todos ya habían gozado de ella, ordenó azotarla hasta que su espalda quedó tajeada por completo bañada en sangre.

Todos los esclavos veían ese espectáculo y estaban atónitos de tanto salvajismo con alguien que había sido protegida durante varias shavua. Algunos se regocijaron porque habían sufrido castigos por orden de ella.

Los azotes duraron casi una hora. Luego Saddam mandó dejarla en el cepo sin que nadie se le acercara para atender sus heridas. Quedó un guardia vigilándola.43 Mujer Joven.

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Por la tarde Saddam mandó a cicatrizar la espalda con hierros can-dentes. Los gritos de ella se escuchaban a pesar de su mordaza. En un momento dado se desmayó de dolor y el amo hizo despertarla para que siguiera sintiendo cómo le quemaban la piel.

Comyna pasó ese iom por la humillación de verse despojada de sus privilegios, violada, azotada y quemada. Aún le tocaba seguir sufriendo.

Al iom siguiente le castigaron la planta de los pies con varillas espinosas. Le desgarraron toda la piel.

Comyna estuvo en el cepo casi una shavua. Todos los iom la azota-ban salvajemente. Pocos habrían durado tanto con semejante castigo. Nunca le sacaron la mordaza, y puesto que no le dieron comida ni bebida, su muerte fue agónica. Todos los esclavos estaban consterna-dos. Hasta aquellos que se habían alegrado al principio, ya la miraban con lástima. Cuando murió, Saddam dejó su cuerpo en el cepo para ser devorado por las aves de rapiña. Sólo cuando el olor de los restos fue insoportable y ni las aves se acercaban, Saddam permitió que los retiraran y los enterraran.

Samuel entonces comprendió muy bien el miedo que sentía Epifanía y la insondable negrura del alma de Saddam.

RUTINA

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LOS IOM PASABAN largos y tediosos... pocas veces Samuel podía esca-parse a ver a Epifanía. Ella continuaba sirviendo en la cocina y seguía ocultándose de Saddam. Trataba que no le asignaran la tarea de servir los alimentos en la mesa del amo o la limpieza de las habitaciones. Incluso era capaz de hacer trabajos más duros con tal de no realizar esas labores.

Ksathra44 era el guardia que cuidaba las mujeres, un hombre joven con mujer y dos niños. Él y su familia vivían en los dominios de Sa-ddam. El guardia comenzó a fi jarse en Epifanía y empezó a elegirla para satisfacer sus deseos, lo que no encontraba en su lecho lo bus-caba en lecho ajeno. Su matrimonio no marchaba muy bien y de vez en cuando su mujer aparecía moreteada mintiendo haberse caído. Él era un hombre golpeador y pretendía que su esposa fuera como una esclava. Sin embargo ella era una mujer libre y se rebelaba a su suerte. Podría haberse ido, podría haberlo abandonado hacía rato, pero ella seguramente lo amaba y en lo más profundo de su alma tenía esperanzas que él cambiaría. ¡Qué ilusa era!

Epifanía aprovechó esa predilección y los conocimientos adquiri-dos en sus iom de tabernera para obtener algunos privilegios. Al poco tiempo fue trasladada a una celda propia y luego también empezaron a dejarle la puerta sin traba facilitándole a Samuel sus encuentros con ella.

Entre ellos habían convenido un código, si encontraba el pañuelo con el que Epifanía cubría sus cabellos tirado cerca de la reja él debería desistir de la visita.

44 Jefe.

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—No es un momento oportuno, signifi ca que estoy siendo vigilada de cerca —le había aclarado ella.

Samuel intuía que Ksathra usaba a Epifanía, pero no se atrevía a preguntarle. “Ojos que no ven, corazón que no siente” le había dicho alguna vez su madre...

Epifanía amaba a Samuel, ya no se sentía molesta ni mal cuando él la acariciaba. De a poco, en medio de esos breves y aislados encuen-tros, comenzaron a intimar. Ahora los besos de Samuel eran un elixir ansiado y muy esperado por ella.

Una noche pudieron pasar juntos un largo rato y entre mimos y caricias, Samuel pudo conocer a Epifanía íntimamente. Haciendo gala de su fama de buen amante exploró cada parte de su cuerpo con la de-licadeza que ella se merecía. Era su primera vez con una mujer después de la muerte de María. Esa noche Samuel descubrió que nunca antes había amado. Era la primera vez que se sentía tan pleno y completo. Disfrutó cada instante de su proximidad con Epifanía. A su vez para ella era la primera vez que podía estar con un hombre por su propio deseo. Esa noche Epifanía descubrió la plenitud de la intimidad con la persona amada.

Él ya no se sentía obligado por la culpa, en esos momentos era el amor hacia ella y sus ansias de protegerla lo que movían sus actos.

Samuel era ahora un esclavo muy obediente. Su sometimiento lo entregaba a cambio de inspirar confi anza a los guardias para que se “olvidaran” de encadenarlo. Mientras su comportamiento fuera manso, las noches de “libertad” eran más seguidas. Samuel aprovechaba esas noches para visitar a Epifanía en su celda.

Ella contribuía con la situación complaciendo a Ksathra para con-servar sus favores y gracias a ello Epifanía y Samuel podían tener unos minutos de felicidad juntos.

De tanta mansedumbre el orgullo de Samuel se fue convirtiendo en humildad. Comenzó a entender que sus captores desempeñaban su función en el universo, ellos también estaban cumpliendo sus designios. Aunque no fuera de su agrado él debía cumplir con los suyos y en ese momento era servir a sus dueños. Haciéndolo cada vez estaba más libre y podía gozar de lo que más amaba, de Epifanía. Los dioses le estaban dejando disfrutar de una pequeña felicidad en su vida.

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En el último shana se veían al menos dos o tres veces cada jodesh.Durante esas ocasiones se fueron anoticiando de lo ocurrido en

sus vidas desde su separación.Epifanía le relató sus penurias desde que él fue entregado a Saddam.

Ese medio día Nasim se había acercado a su celda y le había dicho que ya no tenía protector, la había hecho llevar con un guardia al pozo de la mina y la habían dejado allí.

Esos primeros iom fueron terribles, además de cargar con su tris-teza, todos los guardias y sirvientes hicieron uso y abuso de ella. Su ex condición de “esclava prohibida” había desatado la lujuria de todos los hombres libres de la mina.

—Casi todas las noches me usaban entre cinco o seis hombres —le relató, con lágrimas en sus ojos—, cuando pasaron todos los guardias y sirvientes de la mina me tocó satisfacer a los esclavos... ¡fue terrible! Casi como mis iom en la taberna.

Le contó que ya había perdido las esperanzas de verlo con vida, más aún, que ya había perdido cualquier ilusión que pudiera abrigar su alma. Estaba totalmente derrotada y entregada a la lenta y agónica muerte en ese pozo.

—El iom que me sacaron junto a las otras esclavas y logré recono-certe, mi corazón parecía que iba a estallarme en el pecho, los dioses me habían devuelto el gusto por vivir —le confesó—, pero me aterré al ver a Saddam junto a ti. Con el tiempo aprendí que los sentimientos no deben ser demostrados por los esclavos, sólo traen problemas y castigos —siguió—. Traté de no mirarte, de que pasara inadvertida toda mi emoción. Estaba confundida, no lograba entender qué hacía Saddam allí. Los dioses intervinieron y al fi nal me alegré de haber sido elegida... no sabía cuál iba a ser mi suerte en las manos de ese hombre tan despiadado, pero era mejor que cualquier otra lejos de ti. No importaba lo que pasara, por fi n volveríamos a estar juntos aunque fuera por un instante.

Samuel también le contó sobre sus vivencias, los iom que había pasado sumido en la tristeza, sus esperanzas de fuga y cómo se habían frustrado.

—Mientras hacía mis cálculos y preparativos me acordaba de ti —le explicó—, y comprendí el por qué tu obsesión por escapar. Como tú,

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en tu encierro, yo tenía muchas horas para pensar mientras empujaba el molino. Esa monotonía sin satisfacción ni preocupación alguna. ¡Cuán insensible fui contigo cuando no entendía que buscabas una ocupación para tu mente, algo productivo que la llenara! Yo en esos momentos tenía una ocupación, una preocupación y satisfacciones con los logros de mis alumnos. En cambio tú...

Epifanía se alegró que Samuel por fi n la entendiera.Le contó de su iom de rebelión. De cómo, por insultar a Saddam

en su lengua natal, logró recuperar sus ganas de vivir para poder verla de nuevo. Le confesó sus dudas sobre si ella seguía viva o no y de lo que podría pasarle si Saddam la reconocía.

Ambos convinieron que la estratagema de Nasim les había salvado la vida y agradecieron a los dioses por ese incidente.

LA INVASIÓN

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DESDE EL COMIENZO de la escasez de esclavos, la frontera Este estaba menos protegida. Había tramos que no contaban con guarniciones para cuidarla y eran frecuentes los rumores de invasiones o ataques a latifundios vecinos.

Uno de esos iom, cuando todo parecía ser igual, de pronto se pro-vocó un revuelo en el lugar.

Los guardias comenzaron a encerrar de prisa a los esclavos o a encadenarlos en sus puestos de trabajo. A las esclavas las encerraron en sus mazmorras.

Cada uno se puso su armadura y tomó sus armas dirigiéndose a la pared Este. Trabaron las grandes puertas de entrada y se dispusieron en estado de alerta, a la defensiva.

Samuel estaba como de costumbre en su puesto de la rueda del molino. Con el apuro provocado por el alboroto, el guardia que debía revisar las cadenas, no se las aseguró. Samuel se las había ingeniado para hacerle creer que estaba bien encadenado, con el fi n de que lo salteara. Suelto como estaba, esperó a ver qué sucedería.

De repente una lluvia de fl echas cubrió el cielo para luego comen-zar a caer en el patio. ¡Estaban siendo atacados! Samuel pensó que podían ser los ejércitos de los pueblos del Este, que aprovechaban la debilidad del reino.

Algunos de sus compañeros de rueda fueron heridos o muertos por las fl echas. Samuel se soltó del tronco y fue a refugiarse junto a la pared. Empezó el caos de la batalla.

De pronto los invasores estaban escalando las empalizadas y derri-bando las grandes puertas de la casa. La cerca que estaba construida

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para que los esclavos no se fugaran, no estaba pensada para resistir un ataque de combatientes profesionales.

Samuel tomó el arma de uno de los guardias muertos y con ella soltó a los compañeros de molino que aún seguían vivos y que empe-zaron a correr sin rumbo. El combate se desarrollaba en el patio de los esclavos.

Gracias a su destreza para la lucha, Samuel peleó y se abrió paso hasta llegar a las celdas de las mujeres. Una vez allí, rompió las trabas y las hizo salir. Buscó a Epifanía, pero no estaba en su mazmorra. Preguntó por ella y una de las esclavas le indicó que poco antes que comenzara el ataque, la habían llevado para la casa.

Samuel corrió a buscarla. Entró en el caserón y pudo ver que los invasores también habían llegado ahí, y peleaban con ferocidad con los guardias en casi todas las habitaciones. Tomó un arco y un carcaj con fl echas de uno de los cadáveres de los atacantes, porque el uso del arco era su especialidad y tenía muy buena puntería. Hacía mucho que no practicaba, pero eso no sería un impedimento. Tensó el arco para probarlo y aunque no era de los mejores, serviría.

Empezó a buscar a Epifanía, matando a todos los invasores o guar-dias que se le cruzaron en el camino, hasta que por fi n entró en una habitación donde la encontró. Uno de los atacantes la aferraba por el cabello y estaba a punto de decapitarla. Un guardia yacía a los pies del guerrero, en un charco de sangre junto al cuerpo de otra muchacha a un costado. Con un fl echazo certero mató al hombre que intentaba asesinarla.

Epifanía empezó a asistir a la otra mujer que yacía en el piso.—¡Samuel! ¡Ayúdame! La hirieron pero aún respira…—¡Déjala, vamos, tenemos que huir! —le dijo, tironeándola de la

mano. Con semejante caos, ella quería socorrer a una moribunda.—No puedo, ella me ayudó —dijo Epifanía, soltándose—. Los

dioses nunca me perdonarían si no le retribuyo lo que hizo por mí.—Está bien. Yo la llevo, tú sígueme le indicó Samuel, que cargó

a la muchacha —quien era casi una niña—, en su hombro y salió del lugar. Aunque le pareciera absurdo, no podía negarle nada a Epifanía. ¿Para qué discutir? Ella saldría ganando como siempre y ahora no había tiempo para una disputa que seguramente perdería.

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Mató a otros tres hombres antes de escabullirse por las habitacio-nes, buscando la salida. Pero el caserón era enorme y ninguno de los dos lo conocía por dentro. Cuando llegaron a la puerta principal se dieron cuenta que salir no era una opción, porque afuera la batalla se estaba transformando en una matanza y no tendrían oportunidad de sobrevivir.

Samuel dio la vuelta y volvieron a entrar a la casa.—Tendremos que escondernos... —miró a su alrededor y un pe-

queño pasillo con una escalera que bajaba llamó su atención—. ¡Por allá! —dijo, señalando el camino. Su astucia lo guiaba y le decía que probablemente encontrarían un escondite.

Bajaron los escalones y llegaron a una puerta de madera. La abrie-ron y encontraron el lugar muy oscuro pero vacío. Era la cava donde Saddam guardaba las ánforas con vino. La habitación estaba excavada en la tierra y tenía apenas un pequeño ventanuco por el que se colaba la luz diurna, ahora ennegrecida por el humo de los incendios provo-cados por los atacantes.

Entraron y trabaron la puerta. Quizás allí no llegaría la pelea. Samuel colocó a la esclava en el piso y Epifanía empezó a revisar sus heridas.

Deberían esperar allí hasta que se calmara todo. Quizás ese ataque les restituyera la libertad, quizás los invasores los liberarían.

—¿Qué será de nosotros? —preguntó Epifanía, angustiada.—Sólo los dioses conocen nuestro destino. Tendremos que esperar

y sacar partido de cada situación que se nos presente —le respondió Samuel—. Fui a buscarte a tu celda pero no estabas... —agregó.

Epifanía comprendió que no era una afi rmación sino más bien una pregunta: “¿Por qué no estabas en tu celda?”

—Ksathra me sacó de ella minutos antes de la batalla y me introdujo en la casa, en la habitación donde estaba esta esclava. Tal vez pensó que podría defenderme mejor si estaba en la casa principal —le dijo ella, mientras curaba las heridas de la muchacha y le restaba importancia al comentario.

Samuel no quedó muy contento con la respuesta. Sabía que Ksathra le había hecho muchos favores a Epifanía y aunque en su interior cono-cía bien el porqué, no quería darse por enterado. Si no estaba dispuesto

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a escuchar la verdad, más le valía ni siquiera preguntar. Además ¿de qué le hubiera valido una confesión de Epifanía de su relación con el guardia? Sabía perfectamente que el cuerpo de un esclavo sólo le pertenece a su amo y a sus sirvientes. Debía contentarse con ser el único dueño de su corazón.

Pasó el tiempo y los sonidos de batalla se fueron extinguiendo.—Samuel ¿puedes ver qué está pasando afuera? —le preguntó

Epifanía.—El hueco está muy alto, no llego —respondió él—. Si me subo a

éstas ánforas pueden romperse y si alguien escucha ruidos, atraeremos la atención. Esperaremos. ¿Cómo sigue la muchacha?

—Igual, no despierta. Tiene un fuerte golpe en la cabeza. Cuando el bárbaro entró, Ksathra luchó contra él pero terminó matándolo. Luego empuñó su espada contra mí y esta muchacha le arrojó un jarrón. El bárbaro trastabilló pero se recuperó rápidamente y la arrojó contra la pared. Luego me agarró de los pelos y en ese momento entraste en la habitación —le relató Epifanía.

Samuel, debido a sus celos, se alegró por la muerte de Ksathra, pero a la vez le estaba agradecido que hubiera dado su vida por defender a la mujer que él amaba. En esos momentos de caos su corazón tenía sentimientos muy antagónicos.

El corazón de Epifanía también pasaba por un remolino de emocio-nes. Estaba feliz de estar con Samuel, triste por la muerte de Ksathra. Contenta por su viuda, que se había librado de un golpeador, apenada por los huérfanos y angustiada por su futuro incierto.

La noche llegó y el lugar se puso tan oscuro que no podían ver nada. Samuel abrazaba a Epifanía y ella dormitaba entre sus brazos. La muchacha, aún recostada en el piso, seguía inconsciente.

Cuando amaneció, la luz comenzó a fi ltrarse nuevamente en la ha-bitación y los ojos de Samuel y Epifanía, acostumbrados a la oscuridad pudieron distinguir claramente todo lo que los rodeaba.

Samuel descubrió una pequeña silla en una esquina, bajo dos jarro-nes. La sacó y con ella pudo subirse a ver por el ventanuco.

—¿Qué ves? —preguntó Epifanía.—Los hombres de Saddam ganaron la batalla. Algunos esclavos

están reuniendo a los muertos de ambos bandos en el centro del pa-

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tio. Parece que el jefe de guardias está pasando revista a las tropas y haciendo un recuento de los caídos —le informó—, no sé si es bueno o malo. Sólo los dioses nos podrán asistir.

¿Qué podrían hacer ahora? Si salían serían descubiertos y esclavi-zados nuevamente, pero quedarse eternamente en ese lugar también era imposible.

En esos momentos la muchacha comenzó a despertarse. Epifanía la ayudó a incorporarse un poco y le ofreció un trago de vino.

Ahora los sonidos del salón principal se escuchaban claramente, los guardias estaban buscando sobrevivientes. No tardarían en revisar la cava. Samuel y Epifanía se miraron con lágrimas en los ojos y se abrazaron con fuerza. El peso de su destino los abrumaba otra vez.

—No quiero seguir sin ti. Prefi ero morir —le dijo Epifanía, lloran-do—. Por favor, mátame.

—Shhhh —le dijo Samuel, poniendo el dedo índice sobre los labios de ella—. No digas eso, no me pidas eso justo a mí, que lo único que trato es de salvarte. Enojarás a los dioses —le respondió, tratando de disuadirla. Acababa de entender que los dioses le habían puesto a esa joven en el camino para amarla y protegerla siempre. Era demasiada coincidencia que la salvara en el desierto, en la casa de Hooman, en la casa de Nasim cuando había perdido su gusto por la vida y ahora cuando iba a ser decapitada.

—No quiero seguir sufriendo... ¿para qué quieren los dioses que siga viva?

—Si seguimos vivos, es porque ellos tienen un mejor destino para nosotros —dijo Samuel, intentando consolarla. Se sorprendía a sí mismo con esa afi rmación, era la primera vez que asumía sus designios sin cuestionar a sus dioses.

La muchacha se levantó y los miró con compasión. Ella acababa de comprender que esos enamorados serían nuevamente separados para seguir con su vida de esclavitud. Se dirigió a la puerta y la abrió. Samuel y Epifanía siguieron abrazándose y besándose, aprovechando esos últimos momentos juntos.

Pronto llegaron los guardias y los separaron, ataron las manos de Samuel a su espalda y agarraron a Epifanía del brazo. Los jóvenes comenzaron a subir las escaleras con resignación.

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Cuando llegaron arriba estaba Saddam junto a la esclava rescatada.—¡Han rescatado a mi hija! —dijo Saddam, alborozado—. Cumplo

con el mandato de mis dioses, agradeciéndoles por ello —se dio vuelta y haciendo señas a sus hombres, gritó—: ¡Guardias! ¡Liberen a esos esclavos y que les entreguen un baúl lleno de oro!

La sorpresa de los enamorados era tan grande que no les salía ni una palabra. Por fi n, Samuel reaccionó y le dijo:

—Señor, antes del baúl lleno de oro, desearía que me regalaras a los esclavos provenientes de las ciudades de Kandás y Samás.

Debía aprovechar la oferta para conseguir la libertad de los suyos, tenía algo de temor por la reacción de Saddam, pero confi aba que los dioses lo protegerían.

—Muy bien, te lo concedo. Mis guardias se asegurarán que los esclavos de esas ciudades te sean dados.

La muchacha susurró algo al oído de Saddam y él agregó:—Mi hija le regala a la esclava el baúl con oro.Luego Saddam se retiró con su hija y Samuel y Epifanía fueron

conducidos por los guardias al patio de esclavos.Samuel estaba totalmente sorprendido. ¡Pensar que estuvo a punto

de abandonar a la niña! Si no hubiera sido por la generosidad de Epifa-nía y su deseo de cumplir con los mandatos de los dioses empeñándose en cuidarla, no hubieran conseguido la libertad.

Por su lado, Epifanía nunca hubiera adivinado que la muchacha fuera el ama de la casa. Su atuendo era simple y común como los de cualquier esclava. Infi rió que la habían disfrazado para protegerla y juntarla con ella había sido una estrategia de Ksathra para que su ama pasara inadvertida. Fue una suerte la aparición de Samuel a tiempo para salvarlas.

Samuel y Epifanía esperaron dos iom hasta que el campo de batalla tomó nuevamente forma de residencia y su ritmo habitual. Recién entonces los guardias empezaron con la selección de los esclavos regalados por Saddam. Mientras tanto los habían puesto juntos en la celda ocupada por ella. Ahora ningún guardia les daba órdenes y comían junto con los sirvientes libres, aunque a algunos no les parecía agradable compartir su mesa con dos ex esclavos no iban a discutir las órdenes del patrón.

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La clasifi cación de los otrora pobladores de Kandás y Samás fue lenta, los guardias traían un grupo de esclavos y en el idioma de esas ciudades preguntaban su procedencia. Aquellos que reconocían la pregunta eran separados para ser entregados a Samuel.

Luego de la selección el joven era dueño de al menos cincuenta esclavos, un capital considerable teniendo en cuenta el precio en alza de los prisioneros en los puestos de venta.

EL REGRESO

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AL FIN LLEGÓ el momento de la partida, les retiraron las argollas a Samuel y Epifanía con una máquina especial. Les dieron un carro con un baúl lleno de oro, los cincuenta esclavos seleccionados, algunos ví-veres y agua para el camino. Todos partieron rumbo al Sur a encontrar sus ciudades natales.

Epifanía guiaba a la caravana gracias a sus conocimientos de astro-nomía. Nadie más en el grupo tenía idea de cómo regresar. Ella era la única que había calculado la posición de cada una de las localidades por las que habían pasado y podía marcar el camino en medio de esas interminables dunas del desierto. Ahora agradecía a la reina su insis-tencia para que aprendiese esas ciencias que tanto detestaba cuando era niña: astronomía, matemática y geografía.

Samuel le agradecía a los dioses que Epifanía supiera tanto, ¡sin sus conocimientos hubieran estado perdidos! Lo más probable es que se hubieran extraviado en el desierto para morir de hambre, sed y cansancio. Estaba descubriendo que esos conocimientos eran tan importantes como la lucha.

A medida que avanzaban por el duro camino y llegaban a las distin-tas ciudades esclavistas, Samuel y Epifanía compraban a quienes habían sido pobladores de Kandás y Samás, además de proveerse de los víveres necesarios para poder seguir adelante con toda la comitiva.

Dentro del grupo había personas que Samuel y Epifanía conocían. Lograron adquirir a Suemy, íntima amiga de ella, a Zoar y Gerezim, viejos amigos de entrenamiento de él. Les daba una alegría enorme cada vez que encontraban a alguien con quien habían compartido su vieja vida y podían rescatarlo de la esclavitud.

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La última ciudad visitada fue Quer. Allí les hicieron sacar las argollas a todos los esclavos, que a esa altura del viaje sumaban cerca de cien.

El puestero encargado de la tarea estaba asombrado ¿Por qué se querían deshacer de mercadería tan valiosa? Samuel le explicó que viaja-rían hacia el Sur, donde los pobladores son recelosos de los esclavistas y concluyó tratando de ser convincente:

—Ellos saben que con o sin argollas, soy su dueño y puedo casti-garlos duramente si se revelan.

Samuel no podía asegurar si el puestero le había creído o no, pero le dio un abultado pago para realizar la tarea que el hombre terminó haciendo sin más cuestionamientos.

En medio del camino de regreso estaba el oasis en el que anterior-mente Samuel y Epifanía habían pasado una shavua. Ahora algunos de sus rescatados querían quedarse a vivir allí. Respetuosamente les pidieron permiso a sus benefactores. Samuel les dio su bendición y les proveyó de algunos víveres y semillas para que pudieran comenzar su nueva vida.

—Siempre será conveniente tener aliados en lugares tan estratégicos como el oasis en el medio de la ruta del desierto —le dijo a Epifanía.

Cuando llegaron a las ruinas de Samás la caravana marchaba con casi noventa personas. De la ciudad no quedaba nada en pie. Todo había sido destruido y saqueado.

Epifanía se separó del grupo y comenzó a caminar por lo que habrían sido las calles de Samás. Samuel la siguió de cerca. El resto esperaría en el borde de las ruinas de la ciudad.

Mientras Epifanía caminaba lloraba inconsolablemente, se dirigió a los restos del palacio real. Allí se agachó para recoger algo del piso, Samuel la abrazó y distinguió un sujetador de cabellos entre sus manos.

—¡Era la horquilla de mi madre…! —exclamó, con los ojos llenos de lágrimas—. Es lo único que me queda de mi juventud, además de los recuerdos. Mira mi ciudad: nada, no tengo nada... —sollozó.

Samuel la abrazó con fuerza contra su pecho. Quería protegerla de la pena, pero era un enemigo contra el cual no tenía armas.

Podría decirle que no se afl igiera, que armarían nuevamente la ciudad. Le podría brindar alguna solución para que no se sintiera tan mal pero no era eso lo que ella necesitaba en ese momento. Ella

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precisaba descargar su angustia. Se limitó a respetar y acompañar su dolor en silencio.

Unas horas más tarde, cuando ella se tranquilizó, siguieron la marcha hacia Kandás. Samuel tenía la interna esperanza que su ciudad estuviera en mejores condiciones.

Seis shana, cinco jodesh, dos sahvua y dos iom más tarde de la caída de su reino Samuel llegaba nuevamente a los muros de su ciudad. Los invasores, el fuego y el tiempo también habían dejado su huella, pero el lugar aún podía ofrecer algunas casas en pie.

Samuel recorrió las maltrechas calles de Kandás, la pena se apo-deró de su espíritu, pero estaba anocheciendo y había que disponer el campamento.

Volvió a la caravana y comenzó a organizar la recuperación de la ciudad. Debían hacer un recuento de casas y objetos que podrían uti-lizarse con ese fi n. Hizo los arreglos necesarios para que comenzaran con esa tarea la mañana siguiente.

Samuel y Epifanía le dieron libertad de elegir sus destinos a quienes habían rescatado. Muy pocos decidieron abandonarlos, casi todos se quedaron con ellos como sus súbditos libres.

La ciudad, con el tiempo, comenzó a fl orecer de nuevo. Con el esfuerzo de todos sus pobladores fueron reconstruyendo los edifi cios principales, especialmente el monumento de la plaza central.

No pudieron encontrar la Tabla de la Ley ni el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infi nita. Sin embargo, gracias a la memoria colectiva de los pobladores, pudieron reconstruir los mandatos de los dioses.

A su regreso, Samuel contaba con veintinueve shana y Epifanía con veintidós. Formalizaron su casamiento ante el monumento de la plaza principal con todos los pobladores de testigos. El acontecimiento fue una fi esta que duró una shavua. Sin saberlo, Samuel estaba complacien-do los secretos deseos de su madre, aquello por lo que tanto la reina Iri había rogado a sus dioses: que Samuel se casara con la princesa de Samás y que su unión lograra formar un solo reino, como en la época de sus ancestros.

En los iom de descanso, la reina Epifanía y su amiga Suemy se encargaban de transmitir en la plaza principal los conocimientos de ciencias que ellas habían aprendido de sus maestros.

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El rey Samuel y sus amigos Zoar y Gerezim formaban en el arte de la lucha a todos los varones interesados en aprender, para defenderse a ellos mismos y a su prójimo. La mayoría de los hombres tomaban sus clases, todos los pobladores tenían una dura historia a sus espaldas y ninguno quería volver a caer en la esclavitud nuevamente.

A pesar de su juventud, por las situaciones vividas en sus iom de esclavitud, les fue imposible tener más que un solo hijo después de muchos intentos, cuando ella ya contaba con treinta y un shana.

Al nuevo príncipe le pusieron el nombre de Haim45 y se encargarían de educarlo siempre en el respeto, la bondad y la solidaridad hacia el prójimo.

Su padre lo formaría en las artes de la lucha y su madre le transmi-tiría sus conocimientos de ciencia.

Según la profecía a él le sería entregada la magia que haría funcionar la Tabla de la Ley al juntarse con el Corazón Escarlata.

45 Vida.

LA PROFECÍA

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“CUANDO LO SEPARADO vuelva a unirse, los dioses devolverán la magia al descendiente legítimo de Yoram, largamente buscado por la heredera de Suri y se volverá a tener acceso a la Sabiduría Infi nita cuando se junten los Obsequios Sagrados”.

La profecía había empezado a cumplirse: los reinos se habían unido. Samuel —príncipe de Kandás—, se había casado con Epifanía —princesa de Samás— y ambos pueblos estaban más unidos que nunca después de su desgracia en común.

Haim, hijo de Samuel, era el legítimo descendiente de Yoram por línea sanguínea de su padre.

Su madre, Epifanía era la heredera de Suri, legalmente nombrada por voluntad de su última descendiente de sangre, la reina Ximena.

El niño había sido largamente buscado, sus padres ya eran grandes cuando el pequeño nació.

Ahora deberían encontrar y recuperar la Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata, pero confi aban en que los dioses se encargarían de guiar al heredero hasta los Objetos Sagrados y nuevamente el pueblo tendría acceso a la Sabiduría Infi nita.

Sólo era cuestión de tiempo...

Fin

ÍNDICE

KANDÁS ........................................................................................................9

SAMUEL .......................................................................................................15

LA INVASIÓN ...............................................................................................21

LA ESCLAVITUD ...........................................................................................27

SAMÁS ..........................................................................................................33

EL DESIERTO ...............................................................................................39

SALVANDO A UNA MUCHACHA ....................................................................45

EL PUESTO DE ESCLAVOS ............................................................................49

CARRERAS DE CARROS .................................................................................59

EL NUEVO AMO ...........................................................................................79

CONOCIENDO A NOURI ..............................................................................89

LA CARRERA EN RAPAL ...............................................................................93

NASIM....................................................................................................... 109

LA CARRERA EN EL DESIERTO ................................................................. 129

LAS MINAS DE SADDAM ........................................................................... 135

LA FUGA ................................................................................................... 145

REGRESO A LAS MINAS DE NASIM ........................................................... 151

RUTINA ..................................................................................................... 169

LA INVASIÓN ............................................................................................ 175

EL REGRESO ............................................................................................. 185

LA PROFECÍA ........................................................................................... 191