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Natalia Arias Zuluaga RESILIENCIA EN MIS RAÍCES

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Natalia Arias ZuluagaCali, 2015

Ilustraciones de Juan Camilo Castillo Perea

RESILIENCIAEN MIS RAÍCES

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Resiliencia en mis raíces©Natalia Arias Zuluaga

Primera edición, septiembre de 2015

ISBN:

Corrección de estilo:Adriana María Ríos Díaz

Ilustraciones:Juan Camilo Castillo Pereawww.manonegra.co

Coordinación editorial, diseño y diagramación:Burricornio Taller EditorialFabiangris Adriana María Ríos Díazwww.burricornio.co

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor.

Impreso en Colombia

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Prólogo 10

Introducción 13

Díganme dónde está 15

No estés triste 25

Entre algodones 33

Reconciliarme con mis raíces 43

Tu única obligación en esta vida es ser feliz 47

Poner los recuerdos en papel 53

Respétale la decisión a tu mamá 59

¿Cómo ocultar lo evidente? 69

A querer cada vez más bonito 81

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Querida Natalia, hermana mía: Saber que desde el 2011 iniciaste este proceso de escritura tan sincero y sano para tu espíritu, me hace sentir muy orgullosa de ti. Cada vez que has retomado este ejercicio, has vivido una batalla ganada con tu revisión interior, con tus propios balances, con el ánimo de fortalecer esa inmensa virtud de ser resiliente, esa que te ha marcado la vida junto a los tuyos.

Sé que has ido y has vuelto para reconstruir-te, como un pajarito que ha hecho su nido en muchas partes y construye su hogar en fami-lia, con sus amigos y sus amores a lo largo de la vida. Además te entregaste a un o!cio que levantaste a pulso, creyendo siempre en dar y recibir desinteresadamente, como la devoción del que ama con total sinceridad. Tu imprimes esa devoción en todo lo que tocas, por esa ra-zón cumples este sueño, publicar Resiliencia en mis raíces. Esa resiliencia que alude a la capacidad de afrontar con "exibilidad los pro-

blemas de la vida y salir airosos de ellos, como levantarse y recuperarse sin pensarlo mucho, "uyendo. Pienso que lo aprendiste del ejemplo de los tuyos: de tu madre, siempre valiente a pesar de las adversidades y del optimismo eter-no de tu padre.

Conozco tu historia desde niña, por estas lí-neas hemos pasado muchos que te amamos. Imagínate ¿cómo puede sentirse un lector desprevenido al que le compartes tu historia de vida?. Créeme que se sentirá afortunado, porque desnudarse con la escritura nunca será fácil. Este es un acto sincero de reconciliación y valentía, que tu revelas con generosidad, in-cluso para mi y mi proyecto editorial, que te toma de la mano para dar este salto. Gracias por ayudarme a saltar a mi también y compar-tirme esa inmensa valentía. Me siento afortu-nada por ayudarte a darle forma a este sueño y que la vida me haya regalado una hermana del alma.

Que el ejercicio de la escritura te acompañe siempre y que este esfuerzo sea un inmenso homenaje al valor de la amistad.

Adriana María Ríos DíazEditora, Burricornio Taller Editorial

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Maximiliano y yo. Miami, 2014

Mis padres, Edgar e Iliana, el día de la gradua-ción de mi papá como abogado. Cali, 1984

Introducción Dicen que escribir es curativo, que produce catarsis. Y hoy, desde lo que he experimenta-do, puedo asegurar que es así. Cada vez que empiezo a escribir, siento al principio resisten-cia y hasta miedo de exponerme y remover el dolor, pero cuando cojo coraje y adelanto unas líneas, siento que valió la pena. He parado este libro varias veces, por eso lo encontrarán con varias fechas. Al principio lo empecé como te-rapia y luego se convirtió en un reto personal. El sólo hecho de desnudarme con lo que na-rro, hace que el ejercicio sea genuino y valio-so para mí. Ojalá quienes hayan sufrido algo parecido a mi perdida se sientan identi!cados. La idea de estas líneas es compartir re"exiones resilientes desde la historia que me ocurrió.

Este libro está dedicado a Edgar e Iliana, mis padres y ángeles guardianes quienes me die-ron tanto y todo, y a Maximiliano, mi sobrino y mi sol.

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“Díganme dónde está”

Julio 10 de 2011

Han transcurrido 11 años y 8 meses y todavía me pregunto, cómo he hecho para levantarme todos estos días, teniéndome que resignar.

Tenía 21 años, era un 9 de noviembre de 1999, en ese entonces estaba en octavo semestre estudian-do periodismo en Cali, y se acababan de ir de mi casa unas amigas de la universidad que estuvieron reunidas conmigo haciendo un trabajo. Ese día ellas almorzaron ajiaco en mi casa y mi papá estu-vo presente. Él fue simpático y cálido en la mesa con todas, como siempre. En cuanto las despedí, sonó el teléfono a eso de las seis de la tarde. Era mi tío Francisco con voz entrecortada, diciéndo-me: “Natalita a su papá le hicieron un atentado saliendo de la o!cina, esta en la clínica de los Re-medios, para que por favor le avises a tu mamá”. Lo primero que le pregunté fue, ¿está vivo?, él me mintió diciéndome que sí, pero siempre tuve una

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conexión muy fuerte con mi papá, lo sentí desde muy niña, y cuando colgué el teléfono tenía la cer-teza que había muerto.

Llamé a mi novio de ese entonces, le conté rápi-damente lo ocurrido y le pedí el favor que me re-cogiera. Mi mamá estaba en la Librería Nacional tomándose un café con unas amigas y no recuerdo bien como llegó por su lado a la clínica. Yo me sen-tía incapaz de manejar. En el carro !nalmente nos fuimos, mi novio, Isabella, mi hermana menor, y yo. Alejandro, mi hermano mayor, estaba radicado en Miami en ese tiempo. Isabella siempre supo acerca de la conexión que yo tenía con mi papá, entonces mientras llegábamos a la clínica, a cada rato me preguntaba, “hermana, ¿mi papá está bien? ¿tu qué sientes?”. Yo sólo lloraba sin poder responderle nada.

Cuando llegué a la clínica sentí que todo ocurría en cámara lenta. Mi recorrido por el corredor has-ta llegar a urgencias se me hizo eterno, como si mis pasos no avanzaran. Cuando logré entrar vi a mi abuela Estela, la mamá de mi papá y algu-nos familiares llorando, “¿díganme donde está?”, fue lo primero que dije, “¿él está muerto?”, volví a preguntar. La respuesta fue la que intuí desde el mismo segundo que colgué el teléfono en mi casa cuando me avisó mi tío.

Me tiré al piso y me senté a llorar desconsolada, destrozada, absolutamente muerta de dolor. Ese día, por primera vez, supe lo que es que le duela a uno el alma. Cuando logré calmarme, pues no recuerdo cuanto duré acurrucada llorando, pedí ver su cuerpo. En el fondo guardaba la esperanza que fuera una confusión, incluso decía varias ve-ces: “yo creo que es una equivocación, de pronto es otra persona que se llama igual a él y lo están confundiendo”. Sin embargo, cogí fuerzas y lo fui a ver. Esa imagen de él acostado en una camilla y con ocho tiros por todo su cuerpo se me quedó grabada, creo que es imborrable. Nunca pregunté cuál de todos esos disparos fue el que terminó con su vida. Sólo supe la versión de Héctor, un amigo de mi tía Piedad, quien fue mi madrina y hermana de mi mamá.

Considero importante hablar de Piedad, la her-mana menor de mi mamá, del primer matrimonio que tuvo mi abuelo Mario con mi abuela Jose!na, y del que mi mamá era la hija mayor. Piedad era una mujer realmente divina, era de esas bellezas que se pueden dar el lujo de andar con la cara lavada, que sus facciones son tan !nas que no ne-cesitan maquillaje, tenía un carácter relajado pero débil. A veces siento, y hasta me dicen, que tengo mucho de ella en mis gestos, también porque ten-go un cuerpo muy delgado y frágil como el de ella.

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Piedad estudió Preescolar y vivió muchos años por fuera de Colombia, en Miami. Se fue para hacer-le duelo a un noviazgo que tuvo de muchísimos años. Cuando decidió regresar, se reencontró con un primo lejano de ella y tuvo su romance con él, que terminó en embarazo y luego en un matrimo-nio a escondidas de mi mamá. Finalmente nunca se supo si ella se casó o no con él, o si sólo con-vivieron. A mi mamá nunca le gustó esa relación, sentía que le hacía daño a Piedad, ya que el señor tenía fama de mujeriego e inestable. Cuando se encontró con mi tía ya tenía varios matrimonios e hijos de diferentes señoras. La intuición de mi mamá no falló. Mi tía fue maltratada física y psi-cológicamente por este hombre y cuando el hijo que tuvieron tenía cinco años, ella ingresó a la clí-nica por una gastritis aguda y resultó que lo que tenía era peor que un cáncer. Su intestino se había podrido literalmente y en ese entonces no existía ni trasplante ni cura. El hecho es que mi tía murió a los 37 años, a los dos meses de haber ingresado a la clínica. Mi mamá fue a verla todos los días, para ella fue mortal haber enterrado a su hermana menor en esas condiciones. También se le sumó el dolor de la falta de autoestima de su hermana, que no fue capaz de dejar a un hombre a tiempo y evitar este !nal. En ese entonces yo tenía diecio-cho años y fue una tristeza familiar que me tocó vivenciar. Yo tenía una relación estrecha con mi

tía Piedad, cuando se fue a vivir por fuera no me faltaban sus cartas escritas a mano y cuando nos veíamos me encantaba compartir con ella, me gus-taba como se vestía, la música que oía, sentía que éramos amigas, que podíamos hablar "uido y rico.

Volviendo a Héctor, el amigo de mi tía, recuerdo que en ese entonces trabajaba para mi papá e iba con él en el carro cuando ocurrió el atentado. Él contó que de repente oyeron unos tiros, que sona-ban como piedritas pequeñas que le pegaban a los vidrios del carro, de los cuales la mayoría cayeron sobre mi papá y dos a él. Héctor alcanzó a entrar a cirugía y se salvó; en cambio mi papá llegó muerto a la clínica.

Al velorio por !n llegó mi hermano mayor, Alejan-dro, que estaba radicado en Miami. Mi tío Guiller-mo, otro de los hermanos de mi papá le avisó por teléfono y él se vino en el primer vuelo que pudo a Cali. Al llegar, su cara era la de un hombre verda-deramente a"igido y triste. En cuanto lo vi me tiré en sus brazos. Nos quedamos un rato abrazados los dos, fueron inevitables nuestras lágrimas. El velorio y el entierro estuvieron repletos de gente y de ofrendas "orales. Mi papá era un hombre muy admirado y apreciado. Muchos murmuraban que fue una muerte injusta, otros sólo se dedicaban a mirar nuestras caras de dolor.

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No se cómo logré terminar el semestre en la uni-versidad, o si se como. Opté por encuevarme un tiempo, permanecía muchas horas sola en mi cuarto, me refugié mucho en los libros, era mi es-capismo para no pensar, para quitarme la amargu-ra que me producía pensar en lo ocurrido.

Tuve muchos meses de intolerancia y estaba furio-sa. Consideraba que la gente era estúpida, odiaba que me hablaran de cosas super!ciales, que se quejaran por bobadas cuando yo acababa de ente-rrar a mi papá asesinado, al que me habían arreba-tado, diría yo en ese momento. Sin embargo, hubo varios amigos que llegaban con cartas o libros, tra-tándome de hacer agradable el rato que pasaban conmigo. Creo que me demoré mucho tiempo en volver a reírme con ganas.

Las primeras noches después de su muerte, opta-mos por dormir todos juntos en el cuarto de mis papás. En el dormimos mi mamá, mis hermanos Alejandro e Isabella, y Renata, la novia de mi her-mano en ese entonces y mi mejor amiga hasta ahora. Más adelante hablaré de ella. Para mi papá ella era una hija más. Renata y yo oímos ruidos muy raros en el baño del cuarto de mis papás la primera noche, también vimos una luz muy fuerte que venía de allí. Todavía seguimos pensando que era mi papá despidiéndose de ambas.

Recuerdo una anécdota de ese entonces que me marcó. Estaba presentando una práctica en una clase de radio. Faltaban pocas semanas para ter-minar octavo semestre de Periodismo. Como ejer-cicio, teníamos que contar o narrar una historia de manera improvisada, acerca de qué habíamos hecho el mes pasado. Mis compañeros hablaban acerca de una !esta, una reunión familiar o cual-quier anécdota alegre, pero cuando me tocó mi turno, lloré como una niña. Fue duro, pues mi recuerdo más cercano era haber enterrado a mi papá hacía poco. En ese momento, una compañe-ra del curso se me acercó y me dijo: “Natalia, yo te aseguro que después de lo que te pasó, te vas a convertir en una persona mucho más interesante. Vas a tener valor para muchos, porque ellos van a ver en ti a una persona que va salir adelante, a pesar de todo”. He tratado que esas palabras se conviertan en realidad todos estos años. A veces las personas no dimensionan lo que unas simples palabras de aliento pueden bene!ciar a alguien que se siente derrumbado.

A los pocos meses, mi mamá me pidió que dejara la carrera un tiempo, que me fuera del país para ella estar más tranquila. Esa fue una de las épocas más violenta en Cali, mataron y secuestraron a mucha gente conocida. Eso hice, me fui a vivir Londres. A veces pienso que escogí Londres, porque la noche

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anterior a la tragedia, tuve una conversación con mi papá en la cocina del apartamento en el que vi-víamos. Él siempre quiso que me fuera a estudiar por fuera del país, pero la verdad era que yo vivía contenta en mi casa y lo último que quería era irme. Esa noche le comenté que había decidido que cuando terminara la carrera de Periodismo, quería irme a vivir a Londres. A él le parecieron perfectos mis planes. Creo que tomé ese rumbo porque él ya me lo había aprobado, así en el fondo él apoyara siempre todos los sueños de sus hijos.

Todavía hago muchas cosas en mi vida pensan-do siempre en su aprobación. Su palabra para mí tenía mucho peso, lo admiraba profundamente. Cuando él vivía, sentía que se me podía caer el mundo encima y a mí nada me importaba, pues él estaba a mi lado para ayudarme a levantar las veces que fuera necesario. Edgar, así se llamaba mi papá, era un hombre protector, de una calidez in!nita, generoso como pocos, optimista, alegre y además creía en los sueños, los cuales veía súper posibles de alcanzar. Mi papá amaba la vida, ama-ba a su familia y amaba su país.

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“No estés triste”

Al igual que mi tía Piedad, cuando he vivido un duelo o una tristeza, me gusta viajar y desapare-cerme del mapa hasta reencontrarme.

Llegué sola a vivir a Londres con una africana que se llamaba Yotunde. Ella vivía con su hija de unos nueve años, no recuerdo el nombre de la niña, sólo que tenía unas gafas con lentes bastante gruesos. También me acuerdo que le daban unas gripas muy fuertes y se le pegaban sus ojos. Cuando eso le pasaba, tenían que lavarle la cara con agua tibia hasta que se le despegaran las pestañas.

Yotunde era una negra muy linda, alta, fuerte, ma-dre soltera; y su hija era muy tierna. Yotunde me enseñó a comer huevos a lo africano. Los hacia con una masa especial y con cierto hogao picante, no se podían comer con tenedor porque la masa con la que los hacia se quedaba pegada como una piedra al cubierto. Entonces había que comérse-los con la mano, eran ricos, a mi me gustaban, siempre me ha gustado probar comidas raras, so-

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bretodo las que tienen picante. A los pocos meses decidí cambiarme de casa, porque pase más de un susto con pandillas que habían en el barrio. Tenía que caminar mucho para llegar a la estación del metro, y como llegué en pleno invierno anochecía muy temprano. Cuando llegaba de estudiar inglés era de noche y me demoraba unos 20 minutos hasta llegar a la casa caminando. En ese trans-curso se me atravesaban unos tipos rarísimos, y yo con la paranoia que venía de Colombia, preferí vivir en un lugar más seguro. Lo extraño era que esos hombres con pintas de pandilleros, la mayo-ría de las veces eran los que me guiaban casi has-ta la puerta de mi casa en esa oscuridad. Aprendí que muchas veces las apariencias engañan, pues los que aparentemente me producían miedo eran quienes terminaban cuidándome.

A los meses me mudé con una inglesa, negra tam-bién, casada con un inglés mono, blanco y de ojos azules, tenían dos hijos que nacieron mezclados, con pelo crespo y ojos claros. Viví unos 6 meses con ella. La verdad, dejamos de ser compatibles en la convivencia cuando descubrí que ella te-nía un amante que iba a verla. Ella se veía con él cuando el marido viajaba. Creo que le estresaba que yo supiera, entonces era odiosa y repelente conmigo, así yo me hiciera la loca y actuara como si no supiera. En todo caso, opté por irme.

Me fui a vivir con una rusa, un francés y un mexi-cano. Podría decir que mi apartamento era uno de los más feos que tenía Londres, el baño era terriblemente desteñido. Además lo teníamos que compartir entre cuatro personas. Pero el edi!cio quedaba bien ubicado, al lado del barrio Notting Hill y eso para mi era un muy buen punto, era una de mis zonas preferidas en la ciudad. Recuer-do mucho a la rusa y al mexicano. A ella, porque compartíamos el cuarto. Yo le alquilé la mitad del mío para ganarme una plata extra, aparte de la que me ganaba como mesera en un restaurante en Co-vent Garden. Me divertía mi trabajo y a mis ami-gas más, les encantaba verme de mesera, incluso me iban a tomar fotos mientras trabajaba, para quedarse con la prueba madre de lo “hacendosa que se volvió Natalia”.

La rusa y yo nos hicimos muy amigas, era como una hermanita, ella estudiaba Ciencias Políticas, le encantaba mirarme mientras me maquillaba o cuando me lavaba los dientes, y cuando conseguí novio, le daban hasta celos que yo no llegara a dormir. Al mexicano lo recuerdo porque estudiaba cine y le gustaba hacer parte de las escenas de sus películas en el apartamento. Prefería que sus protagonistas fueran gente fea, a mí eso me daba risa. Además, le gustaba salir a rumbear ponién-dose pelucas, tenía los ojos color aguamarina, era

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blanco y velludo. Físicamente parecía más turco que mexicano y era muy agradable su compañía, era de muy buen genio.

Nunca olvidaré un detalle que tuvo el mexicano conmigo, cuando yo atravesaba una tusa de amor por un novio que vivía en San Francisco y me dejó por una gringa que era muy deportista, igual a él. Isidoro, el mexicano, sabía que mi chocolatina preferida era la Snickers. Cuando llegué de estu-diar, encontré en varias partes del apartamento, en mi almohada, mi closet y la cocina, postales de la familia real inglesa como Lady Di, el prínci-pe William, Carlos de Inglaterra, con letreros que salían de su boca escritos por Isidoro, que decían: “No estés triste, ánimo, eres genial”, y al lado de cada postal, una chocolatina Snickers. Ese recuer-do se quedó en mí.

En esa época no sólo trabajaba de mesera, tam-bién estudiaba inglés, pintura y fotografía. Entré a estudiar fotografía a San Martin Collage. En ese entonces los cursos eran con cámara de rollo, yo lo hice con una cámara marca Pentax que me ha-bía regalado mi papá cuando empecé la carrera. Recuerdo que nos ponían ejercicios muy lúdicos. Por ejemplo, nos decían los profesores: “escoge un tema y ve a la calle a explorar y vuelve con lo mejor que observes”. Yo escogí fotogra!ar a niños. Hice

fotos en blanco y negro que luego revelé y que-daron muy femeninas, tenían mucha sensibilidad. Con una de ellas me gané un concurso que hicie-ron en el salón de clases. A las clases de pintura llegaban mujeres esbeltas con pinta de modelo eu-ropea y en levantadora; de repente se desnudaban en frente de los alumnos y se quedaban sentadas por un par de horas para que las pintáramos. Les pagaban por eso y parecían disfrutarlo.

En Londres conocí muchas personas especiales, creo que fueron perfectas en su momento. Entre esas personas se encontraba Guilherme, un bra-silero que conocí en una !esta de integración del instituto de inglés donde estudiaba. La !esta era latina y se celebró en un barco. El se me acercó preguntándome si yo era brasilera, así cortamos el hielo y nos sentamos en una mesa a conversar. Siempre he sido una fanática de Brasil y de sus novelas. En ese entonces presentaban una muy fa-mosa en Colombia que se llamaba el Rey del Ga-nado. Yo le conté, él se reía y me decía que él era el dueño de las tierras del Rey del Ganado, yo no lo creí, pero comprobé que era cierto. Un año des-pués fui a Brasil a visitarlo y recorrimos parte de esas tierras juntos. Hoy en día, él es un diputado muy reconocido en su país.

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Otra persona especial fue Olguita, una manizali-ta que era como una mamá contempladora. Ella vivía con Angelita, una buena amiga mía de Cali. Ambas vivían en el mismo edi!cio que yo vivía en Londres. Llegar al apartamento de ellas, era para mí un refugio en medio del helaje y de tantas per-sonas desconocidas. Con ellas siempre me sentí en casa, intercambiábamos libros, música y nos desahogábamos de todos los cambios bruscos que representaba para nosotras la ciudad, pues uno siempre se sentirá como un sudaca en Europa, a mi modo de ver. Pensé que no llegaría adaptarme a Londres por el frío, siempre he adorado el calor, pero me acoplé, me sané un poco y conocí otra parte de mí.

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“Entre algodones”

Mi papa nació en Tuluá Valle, fue el segundo de once hermanos, fueron ocho hombres y tres muje-res. Mi abuelo Olmedo, su papá, estudió odonto-logía pero tenía como obsesión ser minero. Ejerció muy poco su profesión de odontólogo, se la pasaba yéndose para las minas por temporadas largas. Se puede decir que los primeros años de matrimonio, sólo regresaba para dejar embarazada a mi abuela Estella y volverse a ir. No eran ricos, todo lo con-trario, pasaban trabajos, y mi abuela no era mucho lo que podía aportar económicamente, ya que sólo le quedaba tiempo para dedicarse a su numerosa familia. A pesar de todo, con los años, mis abue-los lograron tener un matrimonio unido que duró hasta que mi abuelo murió. Fue una muerte boni-ta, falleció dormido.

Recuerdo dos historias que me contaba mi papá de su infancia. La primera, una vez que estaba ju-gando con una vela quemó el toldillo de la cuna de uno de sus hermanos, creo que era la cuna de

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Orlando, y por ese jueguito, casi incendia la casa. Me contaba que mi abuelo, para castigarlo le daba correazos y palmadas y le metía la cabeza al lava-dero de la casa lleno de agua. Él hasta se reía mu-cho contándomelo; en cambio, a mi me parecía un cuento cruel, y sólo me provocaba ahorcar a mi abuelo por haberle hecho daño a mi papá. Pero en medio de mi rabia, me gustaba que me lo contara, porque a mi me encantaba el sonido de la risa de mi papá, él se reía a carcajadas y eran contagiosas. El segundo cuento, es que una vez jugando se cayó de un árbol directo a una piedra. Él decía que perdió el conocimiento y que había alcanzado a ver el túnel de la muerte. Dijo haber visto una luz muy blanca, y que alcanzó a medio irse pero regresó. Contaba que no sintió miedo y que no era su momento.

Desde pequeño siempre fue ambicioso, le gustaba la plata y lo bueno, además era bello. De joven lo contrataban para modelar blue jeans y salía en a!ches. Mi mamá conservó uno de los a!ches en los que él era el protagonista, junto a una modelo que sale sentada a su lado, cogiéndole una pierna.

El conoció a mi mamá en una feria en Sevilla, Valle. Iliana, mi mamá, nació “entre algodones” como dicen popularmente. Como mencioné an-

teriormente, fue la primera hija de tres hermanos del primer matrimonio de mi abuelo Mario con Jose!na, mi abuela materna. Ella era una mujer muy bonita y distinguida de Popayán. Mi abue-lo Mario era un niño mimado y popular de Cali. Mientras estuvieron casados, cuentan que nunca fueron felices.

Mi abuela Jose!na Ayerbe, el día de su matrimonio Cali, 1953

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Mi mamá y mi papá si lo fueron; mucho más de lo que las personas que los conocían se llegaron a imaginar. Al principio, creían que no funcionaría porque mi mamá era una niña mimada y mi papá, como el mismo contaba, tenía tres mil pesos en la billetera cuando la conoció. Cuando la vio por primera vez, ella estaba bailando en una de las ca-setas de la feria con el pelao que estaba de moda en el pueblo, por decirlo así, y él la vio por una rendija y apostó con unos amigos que iba sacar a bailar a esa “mona”. Los amigos se le burlaron, porque no pensaron que fuera capaz de quitársela a la persona con la que estaba bailando, pero si fue así. Se metió en medio de la pista de baile, se le acercó a mi mamá y le dijo que si quería bailar con él, pero el señor con el que ella bailaba, le dijo medio bravo: “No se da cuenta que esta bailando conmigo?, y mi papá le respondió, “es que yo no le estoy preguntando a usted, le estoy preguntando a ella”. Ella le dijo que si aceptaba y hubo cambio de pareja de baile al instante.

Así empezó todo entre ellos. El noviazgo les duró siete meses y a los siete meses se casaron. Mi mamá quedó embarazada de mi hermano Alejan-dro, lo tuvo cuando tenía 19 y a los cuatro años y medio nací yo, y a los nueve años Isabella. Mi mamá me repetía mucho que todos fuimos hijos deseados, pero que el día más feliz de su vida fue

el día que yo nací. También me decía que era muy chillona de chiquita y que era feita, pero que con el tiempo me desenrosqué. Me contaba que cuan-do me llevaron al mar por primera vez todo me picaba, me molestaba y por todo lloraba. Pensar que hoy en día uno de los planes que más disfruto es ir al mar.

Mi hermano Alejandro y yo. Cali, 1980

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Cuando yo tenía cuatro años nos mudamos de un apartamento que quedaba en Santa Mónica, que era de mi mamá por herencia familiar, a una casa que compró mi papá en el barrio Prados del Norte en Cali. Todavía esa casa esta en mis sueños, pues transcurrió gran parte de mi infancia en ella.

Mi mamá e Isabella. Apartamento Normandía. Cali, 1994

Mi mamá siempre tuvo muy buen gusto y la deco-ró muy bonito, tenía patios internos con varios he-lechos grandes y afuera en la fachada tenía sem-bradas Araucarias. La entrada de la casa era una puerta blanca con vitrales de colores a los lados. Allí celebré varias !estas infantiles con mis mu-ñecas cabbage, mini tks y navidades. Siempre fui amiguera, eso se lo heredé a mi mamá, cultivé el valor de la amistad y también aprendí a cultivarla como lo hacia ella con los años. Desde niña me inventaba !estas para convocar a mis amigos. Una vez hice una que se llamaba la !esta azul. La idea era que todos los invitados fueran vestidos de azul y toda la decoración era de ese color. Esa !esta no tuvo éxito, la hicimos en el apartamento de mi amiga Diana y nos fueron tres gatos.

A los once años mi mejor amiga se llamaba Re-nata, ella era diferente a todo, irreverente y con la voz ronca, nos veíamos mucho y había mucha química entre las dos. Un día me di cuenta que se había enamorado de mi hermano Alejandro. Al principio no me gustó, me dieron celos, yo quería que ella fuera a mi casa sólo por mí y no para verlo a él, pero así es el amor, inevitable cuando pelliz-ca. Renata y Alejandro duraron diez años de no-vios, tenían una relación muy chévere; ella siguió siendo mi amiga y hermana. Nunca me olvido que cuando era adolescente tuve complejos por ser "a-

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ca. Las mujeres en ese momento eran más lindas cuando eran rellenitas, entonces yo me ponía saco en ese calor de Cali hasta para ir al colegio, por-que me daba pena mostrar mis brazos delgados. Pero Renata se encargó de quitarme el complejo, me enseñó a vestirme, a mostrar mis pecas y a co-nectarme con mi sensualidad. Actualmente Rena-ta es una de las mejores diseñadoras de modas de Colombia.

En la casa de Prados del Norte viví hasta mis 12 años. Hasta que mi papá la vendió y nos mudamos a un apartamento en Normandía. Ese apartamen-to mi papá se lo regaló a mi mamá con mucha ilu-sión. Planearon cada detalle desde que fue com-prado en planos. La decoración de los cuartos, los pisos, los acabados fueron escogidos entre todos, disfrutamos mucho en familia planeando cada de-talle. En el vivimos hasta que él murió. Luego mi mamá decidió alquilarlo y sólo después de muchos años cogió fuerzas y volvió.

Mi papá, mi mamá, Alejandro y yo. Apartamento Santa Mónica. Cali, 1979

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“Reconciliarme con mis raíces”

Abril 29 de 2012

Ha trascurrido casi un año desde que empecé a escribir las primeras páginas de este libro, y ape-nas hoy lo retomo, no se por cuanto tiempo. Deci-dí volver a intentarlo, porque a veces he creído en todos estos años que ya le hice el duelo a la muer-te de mi papá, y de alguna forma tengo el tema de su muerte superado, pero que va, es evidente que no, porque cada vez que leo una página de las que he escrito, no paro de llorar. Por eso decidí volver a escribir, porque sé que el ejercicio de poner los recuerdos en papel es algo que necesito para sanar del todo esta tristeza que se me quedó en el alma.

Yo no he logrado ser feliz en el amor desde que él partió. He tenido varias relaciones y un matrimo-nio fallido. En gran parte por eso, he sentido la necesidad de escribir para sanarme del todo; pues ya el cuerpo con la madurez me va pidiendo esta-bilidad y construir de la mano con alguien.

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Cuando él vivía eran mucho más estables mis rela-ciones que ahora. A pesar de todo, no he dejado de trabajar en ser una mejor mujer. No ha sido fácil el proceso, he hecho lo que he podido para poner mi vida en orden. Primero, retomando y terminando mi carrera de periodista, luego regresando a mi país después de vivir en Londres, Miami y Barce-lona, para intentar reconciliarme con mis raíces. Esa parte la logré, pues me considero hoy en día una amante de mi país, como lo era mi papá. Amo mi tierra a pesar de haber vivido en carne propia el dolor que surge de la violencia, la desigualdad y la injusticia.

Al terminar Periodismo, ejercí mi carrera en Bogo-tá cubriendo una de las fuentes más interesantes y apasionantes, la política. Trabajé como editora política durante unos años, y de esa manera logré entender más el sistema, nuestra sociedad, idio-sincrasia y las desigualdades tan marcadas.

Tampoco he parado de viajar, de leer, buscándole una salida a mi sanación total. Aprendí a medi-tar, a estar sola, a volverme a levantar varias veces después dejar un trabajo, un fracaso sentimental o tener cambios bruscos de vida, como cambiar de país y empezar en otro desde cero.

Hoy en día estoy convencida que es imposible ser feliz si antes no te reconcilias con tus padres, que

son !nalmente tus raíces. Todos estos años he tenido que hacer un proceso de perdón, no sólo referente a los asesinos de mi papá, que me lo qui-taron de manera abrupta; también con mi ciudad, con mi papá y lo que pudo haber hecho para no tener ese triste !nal.

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“Tu única obligación en esta vida es ser feliz”

Enero 14 del 2013

A veces me pregunto por qué retomo la escritura de este libro otra vez y llego a la misma conclu-sión: es necesario para mi crecimiento. Y realmen-te quiero recordar sólo lo bueno que viví junto a mi papá. Casualmente mucha gente conocida y cercana se ha muerto en estas fechas. Un amigo de 38 años debido a un cáncer de estómago, el suegro de una buena amiga por una aneurisma y me pongo a pensar en todos los años que yo ya llevo sin él. Suman 13. Cuando alguien cercano muere, es imposible no recordarlo.

Debo admitir que he tenido mejores años que otros, pero en ninguno he alcanzado la plenitud. Todavía sigo en esa búsqueda de sentirme plena con mi vida. Lo más triste es que cuando mi papá vivía era cuando estaba menos enamorada de mi vida, pues aunque tuve una infancia privilegiada,

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porque crecí con un par de papás que se amaban de manera genuina, un hermano mayor generoso y amoroso, luego una hermana menor muy espe-cial y vivíamos llenos de salud y abundancia, no era del todo plena.

Recuerdo que en mi adolescencia lloraba mucho, era como si viviera peleada con la vida. También recuerdo que con mi papá se podía hablar de todo. Era un hombre abierto de mente, espiritual y buen conversador. Durante estas semanas se me han venido a la mente algunas de sus frases preferidas. Entre esas estaban: “tu única obligación en esta vida es ser feliz”, la otra era: “tiene más el que menos necesita”, y tenía otras cuando hablábamos de amor y eran: “el amor no tiene edad” y “al que te quiso quérelo y al que no, no le hagas tanta fuerza”.

A parte de trabajar le gustaba leer, estar bien in-formado, no se perdía los noticieros y cuando no estaba de acuerdo en algo con el Presidente de la República, le escribía cartas y me las leía en voz alta antes de mandárselas por correo. En esa épo-ca a mí no me interesaba nada que tuviera que ver con la política.

Si algo extraño es no tener su consejo, no po-der contarle de mis trabajos, mis investigaciones

cuando ejercí el Periodismo, poderle presentar a mis parejas, a la persona con la que me casé. Hu-biera dado lo que fuera por oír su opinión. El vacío de su ausencia sigue siendo inmenso.

No hace mucho le escribí una carta en la que le expresé lo que me dolía su ausencia. También in-venté una carta escrita por él, en la que él me res-pondía lo que yo necesitaba oír en ese momento para sentirme un poquito más en paz.

Mis papás, Alejo y yo. Club Farallones. Cali, 1978

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Cartas de perdón

Papi, me da rabia a veces contigo porque siento que no supiste prevenir el peligro y por eso re-sultaste de repente asesinado dejándonos a mis hermanos y a mi, huérfanos de manera prema-tura. No te imaginas el desequilibrio y el vacío que tu ausencia ha provocado en nuestras vidas. Quiero que sepas que me he sentido desprotegi-da en los últimos 13 años, que mi relación con los hombres desde tu partida es pésima, ya que busco la manera de no aferrarme del todo a ellos, por miedo a perder nuevamente y de repente, al hombre que sería mi protector otra vez. Te con!e-so que te busco constantemente en mis parejas, pues busco a un ser que me haga sentir respe-tada y bien amada como lo hacías tu. Te extra-ño mucho y quiero que sepas que me has de-jado un vacío irremplazable y doloroso.

Respuesta

Perdóname mi amor por no haber medido las consecuencias de mis actos. Presentí mi muerte, pero pensé que no me ocurriría en últimas. Sien-to mucho haberte abandonado antes de tiempo y no estar allí cuando me has necesitado a lo largo de tu adolescencia y ahora en tu adultez. Quiero que sepas que he visto tu avance y me siento muy orgulloso de ti y de tu valentía ante la vida. Real-mente me ha sorprendido tu carácter. No quiero que me busques más, no busques a ese papá que ya tuviste y que además sigues teniendo desde otro plano, así no me veas. Busca una verdadera pare-ja. De ahora en adelante déjate querer y aprende a querer soltándote. Da sin miedos, siendo genui-na, transparente en tus actos. Ese hombre que necesitas esta muy cerca y vas a ser una mujer inmensamente feliz. Te amo  y te cuido desde el cielo. No te preocupes que todo es perfecto, todo se acomoda.

Desde que la escribí, cada vez que leo esta res-puesta me hace llorar… pero me da fe.

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“Poner los recuerdos en papel”

Febrero 6 de 2013

Recuerdos de mi infancia junto a mi papá.

Me marcó mucho que cuando tenía unos 6 años, me regaló una bicicleta amarilla y me enseñaba a manejarla en un parque cercano a la casa de Pra-dos del Norte. Un día que salimos a practicar por el barrio amanecí de malas pulgas y estaba me-dio grosera con él. Recuerdo que él no me decía nada, me dejó de un momento a otro, metiéndose por una de las calles sin que yo me diera cuenta. Se me perdió unos 5 o 10 minutos, que para mí fueron una eternidad. Yo empecé a llamarlo, lue-go gritaba buscándolo, después entré en llanto ya desesperada. Al rato volvió aparecer sin decir una palabra. Yo estaba enojada, no peleamos, pero ese día me dio una lección de lo que podría llegar a ser mi vida sin contar con él. Quien iba a decir que años después esa experiencia ocurrió de repente y de verdad.

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También recuerdo mucho las navidades en fami-lia. Mi mamá adornaba la casa muy linda para esas fechas, el árbol de navidad era grande y se po-nían varios regalos en la parte de abajo. Yo no me aguantaba y cuando mi mamá no se daba cuenta, los abría por los laditos para ver que era lo que ha-bía adentro. Sobre todo los que tenían empaques

Mi papá y yo. Casa Prados del Norte. Cali, 1985

de Hello Kitty, que sabía que eran para mí. Esos los curioseaba más. Una de esas navidades llegó una señora a la casa a vender perros French Pood-le. A mi me fascinó una perrita de la camada, color negro. Mi papá me la regaló y la bauticé Negra. Ella duro conmigo unos 5 años.

A mi papá le encantaba viajar, igual que a mí. Una vez se fue para los Llanos Orientales con mi abue-lo Mario, el papá de mi mamá a ver unas tierras. El viaje duró como una semana. Durante esos días yo dormí con mi mamá. Una de las noches que pa-samos juntas tuve una pesadilla muy fuerte con él. Me levanté llorando y le conté a mi mamá que ha-bía visto en el sueño que mataban a mi papá. Ella me decía que le explicara exactamente que había visto. Yo le describí, que eran unos señores que lo tenían en una !la apuntándole con una pistola y le disparaban. Esa misma mañana mi papá llamó a la casa y le contó a mi mamá que él y mi abuelo habían estado a punto de ser asesinados por unos guerrilleros que se encontraron en la carretera. Mi mamá aterrada le contó el sueño premonitorio que yo había tenido la noche anterior.

Cuando tenía unos 7 años fuimos a una !nca a pasar el día con mi abuelo Mario. En la tarde de-cidimos hacer una cabalgata y yo me monté en una yegua blanca un poco grande para mi tamaño.

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Cuando estábamos en plena cabalgata, la yegua se me desbocó, yo me caí y me tronché un pie. Mi papá venía detrás y vio como lloré por el dolor, pero decidí volverme a montar en la misma yegua y regresar a la !nca. Esa anécdota a él le encanta-ba contársela a los amigos. Decía que su hija era valiente. De esa experiencia aprendí mucho, me quedó la enseñanza que la valentía y el coraje con-sisten en levantarse una y otra vez a pesar de las di!cultades, perdidas de trabajo, penas de amor y muertes.

A los 18 años empecé a estudiar Periodismo. Siem-pre quise estudiarlo. En ese momento era lo único que me interesaba, pero contradictoriamente no me gustaba leer, sobre todo el periódico, odiaba su textura y que me dejara las manos negras de tin-ta. Mi papá tenía un detalle que nunca olvidaré. En vez de darme cantaleta por no leer al estar es-tudiando Periodismo, recortaba todos los días las noticias más importantes del periódico y me las dejaba en mi mesa de noche para que yo las leyera y me mantuviera enterada. Pensar que después de su muerte, los libros se convirtieron en mi mejor compañía. No concibo mi rutina sin leer.

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“Respétale la decisión a tu mamá”

Diciembre 30 de 2013

Estuve sin escribir seis meses. Ha sido un año duro. Y se puede decir que lo que más me ha cos-tado este año, es no tener una relación "uida y buena con mi mamá. Hace aproximadamente 14 años no vivo en mi casa materna, ya que después de la muerte de mi papá decidí radicarme, como lo conté al principio, un tiempo en Europa y hace diez años en Bogotá.

Mis choques con mi mamá se debían a que en los últimos tiempos, aproximadamente cuatro años atrás, ella venía muy desmotivada con su vida, no se si se debía a un acumulado de varias cosas. Entre esas razones podría ser el haber perdido a sus seres queridos siendo muy joven. Su mamá, Jose!na Ayerbe, murió cuando mi mamá tenía 19 años. Mi mamá ya estaba casada con mi papá y estaba esperando a mi hermano mayor, Alejandro. Mi abuela murió en sus brazos estando embaraza-

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da de él. A los años murió su papá, mi abuelo Ma-rio. Y luego mi tía Piedad. A parte, a sus 45 años, quedó viuda al partir mi papá. Todos estos duelos acumulados, más la sumatoria de mi divorcio con mi esposo, luego el divorcio de mi hermana me-nor, además del matrimonio de mi hermano, que la contrarió mucho al principio, podría ser el cú-mulo de motivos por los cuales ella se sentía triste y desdichada.

Mis discusiones con ella se debían a que yo la sentía morti!cándose por cosas pequeñas. Cuan-do hablábamos empezaba a acordarse de asuntos del pasado que la habían herido, del desplante de una amiga o la metida de pata de algún familiar y todo esto lo seguía recordando como si hubiera ocurrido ayer, así hubiesen pasado hace 10 años. Yo le insistía mucho a ella que soltara el pasado, que dejara cualquier sensación que la envenenara, pero todo terminaba en discusiones muy fuertes entre ella y yo. Me sentía atacada por ella, juzga-da, ya la relación no "uía y había tomado la deci-sión de tratar el tema con un psicólogo.

El 22 de diciembre llegué a Cali, dispuesta a dar lo mejor de mi, pues este año había sido muy ago-biante la mala relación con ella y sentía que el tema se nos estaba saliendo de las manos. Llegué hasta al punto de dejarle de hablar tres semanas seguidas, pensando que de pronto poniendo lími-

tes a las subidas de tono, ella caería en cuenta de que lo que estaba logrando con su tristeza era alejarme.

Cuando entré a la casa, Isabel, la empleada que nos había acompañado por más de 20 años, me tenía la noticia que mi mamá estaba en la clíni-ca. Había salido con mi hermana menor Isabella porque se sentía indispuesta. Inmediatamente me puse en contacto con mi hermana, y muy angus-tiada me dijo que le estaban haciendo una serie de exámenes, para poder determinar exactamente que era lo que tenía.

Ese mismo día decidieron internarla en la clínica Valle del Lili y el 24 de diciembre, el médico he-matólogo y oncólogo que le asignaron, nos dio a las tres, a mi mamá, a mi hermana y a mí la noti-cia. Mi mamá tenía leucemia aguda.

En ese instante sentí lo mismo que cuando me dieron la noticia del atentado de mi papá. La sen-sación es que se te derrumba el mundo, que no es a ti a la que le está ocurriendo eso. Tienes la sensación de estar viviendo una completa pesadi-lla. Lo primero que le preguntó el médico fue si ella estaba dispuesta a iniciar un tratamiento con quimioterapia o si no quería dar la batalla. Ella ese mismo día decidió iniciarlo. Nunca olvidaré su valor.

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Ese mismo día tomé la determinación de entre-gar el apartamento que tenía rentado en Bogotá y mudarme a Cali. Era incapaz de dejarla sola en el proceso. Mi hermana ya vivía en Cali con ella. Mi hermano llegó al otro día de la impactante y triste noticia. La idea era hacernos relevos en la clínica entre Isabella, Alejandro y yo. Así logramos ajustar las agendas entre los tres, si yo me queda-ba una noche, al otro día Isabella, y si Alejandro tenía que regresar a Miami, cuando el volvía nos cubría los días a Isabella y a mí. En esas fechas me resultaba mucho trabajo como coach personal y empresarial, que es la profesión a la que decidí dedicarme después de dejar el Periodismo. Enton-ces me quedaba en casa de amigas en Bogotá. Mi carro fue lo único que dejé para tenerlo a la mano en mis viajes relámpago y lo convertí en un closet para no tener que llevar maletas grandes cada vez que viajaba. Mi vida era a mil, en la clínica, ha-ciendo viajes de 4 a 5 días para cumplir con mi trabajo, y al mismo tiempo no descuidar mi salud haciendo yoga, meditando y leyendo libros que me aportaran y mantuvieran fuerte. Hice lo posible por no dejar de tener un balance en la rutina a pe-sar de la adversidad, y la verdad me sirvió para no desequilibrarme con la pensadera, que es la que !nalmente termina enfermándote.

Otro aspecto que fue un verdadero salvavidas fue meterme en la práctica del yoga, lo descubrí real-mente ese año. Lograba exorcizar todo lo que no me servía. Mi cómplice y amiga del alma Adriana, mi amiga desde los 3 años en el jardín infantil, siempre estuvo allí para mí, no sólo me acompaña-ba a las clases, sino que estuvo a mi lado durante todo el proceso, al igual que el círculo de mis ami-gas en Bogotá y Cali; las amigas de mi mamá y mis familiares se convirtieron en una verdadera red de apoyo y de soporte emocional.

Mi hermana Isabella, que en ese momento esta-ba de lleno dedicada a hacer terapias espirituales, utilizó todas las herramientas que estuvieron a su alcance para que mi mamá no soportara quimiote-rapias tan agresivas y se rehabilitara pronto cuan-do salía de ellas, para no perder su estado físico. Mi hermana acompañaba todos los tratamientos que le hicieron con la oración, dándole una dieta 100% alcalina y no dejando que se descompensara ni un sólo segundo. Fue un verdadero ejemplo de entrega, sacri!cio y amor incondicional. Además, fui testigo que si no fortaleces tu parte espiritual y le metes fe a las enfermedades, éstas se vuelven mucho más dolorosas y los procedimientos son casi irresistibles.

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Después de diez días de la triste noticia, terminó la primera etapa de la quimio. Esperamos tres sema-nas para saber a ciencia cierta como reaccionaría su organismo. Si era necesario más quimioterapia o si se debía empezar con la búsqueda de la mé-dula para hacerle el trasplante. Fue exactamente a eso a lo que se debía apostar para que se curara de raíz.

Cuando se decidió la búsqueda de un donante de médula, el médico que trataba a mi mamá le dijo que en este caso, lo ideal sería que si tenía un hermano hombre vivo este fuera el elegido, pues sus hijos no iban a ser tan compatibles como su hermano de sangre. Esta parte de esta triste histo-ria es muy bella. Mi mamá sólo tenía un hermano de sangre vivo que se llama Alejandro, que era su hermano del medio y con el que tenía una relación muy tirante. Cuando le dimos la noticia a él, no dudo un minuto en ponerse a disposición, esta-ba ansioso por ayudarla, por salvarla y hubo un acercamiento entre ellos muy especial. Ese her-mano, con el que nunca tuvo una buena relación, de pronto se convirtió en la persona que le podría llegar a devolver la vida. Y así fue, Alejandro, mi tío, fue examinado y era el candidato ideal para donarle la médula. El procedimiento fue un éxito total.

Los meses que transcurrí en la clínica fueron de mucha re"exión. Entendí que si tu no amas tu vida, ella tiene sus estrategias para ponerte cam-panazos. Mi mamá hacía rato venía desmotivada con su existir y el efecto fue una leucemia, para ver si ella luchaba apasionadamente por su vida o simplemente iba dejarla ir. Mis hermanos y yo investigamos el signi!cado emocional de la leu-cemia y es falta de amor por la vida, así que tenía todo el sentido del mundo que esta enfermedad se hubiera desarrollado en ella.

Comprendí, que casi siempre pensamos que las tragedias sólo le ocurren al vecino de al lado y es-tán ajenas a nosotros. Sólo cuando tenemos las penas encima caemos en cuenta que no estamos exentos de absolutamente nada, todo nos puede llegar a ocurrir. También rea!rmé que la existen-cia debe ser valorada, debes desarrollar tus talen-tos, comprometerte en ser feliz, hacer lo que te hace vibrar, gozarte el hoy, no vivir anclada al pa-sado ni vivir resentido o enojado por desplantes o desavenencias con diferentes personas. Se debe aprender a ser una persona del presente, disfrutar el momento sabroso, tener fe, nunca dejar de lu-char por lo que quieres, pues si eres ingrato con lo que ya eres y tienes, el universo mismo se encarga de quitártelo a cuenta gotas.

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Discerní que el positivismo es la clave para afron-tar cualquier circunstancia en tu vida, pues cuan-do estas atravesando momentos difíciles y permi-tes que a tu mente entre el negativismo, los malos pensamientos, la angustia pensando en el futuro, en lo que dejaste de hacer, te arrasa un sentimien-to de agonía que es exactamente igual a sentirte en un in!erno. Pero si en cambio, sólo permites que a tu mente entren pensamientos bonitos, de armonía, optimismo y alegría, no existe proble-mática alguna que te robe tu paz interior. Yo he experimentado ambas sensaciones en diferentes etapas de mi vida y cada vez me permito menos dejarme avasallar por la primera opción.

Durante esa etapa sentí mucho a mi papá. Incluso en un sueño revelador que tuve con él, me miraba !jamente a los ojos y me decía “respétale la deci-sión a tu mamá”. Los primeros días estuve muy contrariada, luego más tranquila y a veces con ra-bia y desespero. Me asustaba todo, que no logra-ra salvarse, el quedar huérfana de ambos padres siendo aun muy joven, el dejar la vida que tenía en suspenso, no sabía durante cuanto tiempo.

Sin embargo, cuando permití que el mensaje de mi papá me permeara, supe que no tenía otra sa-lida que aceptar. Si mi mamá decidía batallar sin rendirse, estaría yo a su lado apoyándola, y si de-

cidía renunciar a ella, también se lo respetaría. Lo que si tenía claro, es que si tomaba la determina-ción de continuar luchando, quería desde lo más profundo de mi ser que se diera una verdadera oportunidad de ser realmente feliz.

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“¿Cómo ocultar lo evidente?”

Mayo 7 de 2015

El 26 de enero de este año murió mi mamá y lo escribo hecha un mar de lágrimas, han pasado casi cuatro meses y el duelo es latente. Por salud mental y psicológica decidí continuar con este li-bro. Después del diagnóstico del médico, batalló como una guerrera un año y un mes. Lidió con quimioterapias muy agresivas, con estadías en la clínica de meses a temperaturas muy bajas en los cuartos. Eran las exigencias de los médicos que atendían a los enfermos de leucemia. Las drogas que le daban eran venenos. Tenía momentos en que estaba como una rosa radiante, era como si hubiera vuelto a nacer, sin pelo se veía como un bebe recién nacido.

El día que decidió tusarse quiso que fuera todo un ritual familiar. Le pidió a los médicos y enfermeras que por favor no la interrumpieran durante una media hora. Yo fui la encargada de hacer el video,

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Alejandro compró una maquinita especial para el proceso del corte de pelo e Isabella lo apoyaba. Ella quiso que pusiéramos su música preferida, Il Divo y boleros. Fue un momento inolvidable, hubo más llanto por parte nuestra que por parte de ella, pues lo asumió con mucho temple y dig-nidad. Mi mamá nunca quiso ocultar que estaba calva, ni con pelucas o pañoletas. Tenía una frase que decía: “cómo ocultar lo evidente”. Yo se lo ala-baba mucho, me parecía que esa debía ser la acti-tud. Yo la veía divina, con una conciencia distinta a la de antes.

Yo, Isabella, mi mamá y Alejo. Miami, 2009

El año en el que estuvo lidiando con su enferme-dad fue muy sano para ambas. Aproveché todos los momentos que teníamos a solas para reconci-liarnos y tener conversaciones de mujer a mujer. Me fui muy joven de mi casa a raíz de la muerte de mi papá. A los 21 y desde ese entonces, inclu-so creo que antes, había perdido mucha intimidad con ella. Al no vivir juntas nos fuimos distancian-do, aunque hablábamos todos los días por teléfo-no, tenía momentos en que sentía que veíamos la vida de maneras muy distintas.

Yo era aventurera, aguerrida, apasionada con todo y a veces me sentía muy juzgada por ella. Por mo-mentos sentí que le dio muy duro mi divorcio. Te-nía miedo de mi inestabilidad emocional. Ahora la entiendo, pero en ese momento era mi proceso y era yo quien dormía con mi esposo y la que sabía de verdad si era feliz o no a su lado.

Hoy en día, a pesar de mi inmenso dolor de haberla perdido físicamente, también me siento muy agra-decida con la vida, porque me regaló un tiempo de reconciliación a su lado, aunque tuvimos dis-cusiones muy fuertes y no todos nuestros diálogos fueron color de rosa, también hubo encuentros en donde nos manifestamos mucho amor, admiración y respeto. Oíamos música, le cantaba, cantábamos juntas, le leía, oraba, meditada a su lado, veíamos

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novelas, películas, charlábamos y nos besábamos. Dios bendiga cada momento que compartí a su lado, ya que si eso no hubiera ocurrido entre las dos, mi duelo hubiera sido imposible de llevar.

La perdida de una madre es indescriptible. Ellas son nuestro cordón umbilical, nuestras raíces más profundas y yo necesitaba estar en paz con ella para poder estar en paz yo. Todo el año lo acompa-ñé con una terapia psicológica, quería realmente sanar mi relación con ella y mis duelos, el de mi padre, mi ex esposo y el de tener la posibilidad de perderla a ella.

De mi mamá tengo recuerdos muy marcados. Era una mujer divina, con mucha clase, simpá-tica, muy sensible, generosa, amorosa, orgullosa y de buen corazón. Ella venía de una familia muy inestable emocionalmente y tenía recuerdos muy tristes de su infancia que la marcaron mucho. Le costó mucho perdonar a su papá por el trato que le daba a su mamá, porque le era in!el e indife-rente, pero mi mamá con los años entendió que uno en la vida permite todo lo que le ocurre; y mi abuela permitió eso, sin poner límites.

Lo bueno fue que mi mamá no repitió la historia de su familia, ni sus hermanos y padres fueron es-tables en el amor, pero ella si lo logró. Conoció

a un buen hombre que la valoraba, la respetaba, la admiraba y con el que logró hacer equipo. No todo su matrimonio con mi papá fue fácil. Ella me contaba que los primeros diez años fueron fatales, de acople, pues venían de mundos distintos. Ella, una niña rica, caprichosa, y él, un hombre supera-do y sencillo. Pero tenían los ingredientes mágicos entre los dos: amor, admiración y atracción, por eso la unión terminó acoplándose y funcionó.

Mis papás. Ciudad de Panamá, 1978

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Recuerdo que cuando yo era niña tenían peleas muy fuertes. Mi mamá tenía muy mal genio y a ve-ces se desquitaba conmigo. Yo tampoco era suave, siempre tuve un temperamento rebelde y conmigo nada a las malas tenía un buen !nal. Peleábamos mucho, yo lloraba mucho y mi papá era mi refu-gio. Con él siempre me conecté muy bien.

De adulta no me lo tomé personal, entendí que mi mamá no pasaba por su mejor momento en esos años y simplemente se desahogaba conmigo. Al !-nal lo hablábamos ella y yo. Yo le preguntaba mu-cho como había sido su vida con mi papá cuando quedó embarazada de mí y ella me confesaba que fueron sus años más difíciles de matrimonio. No la juzgué, la entendí cuando lo hablamos. A pesar de que no he tenido hijos, puedo entender que muchas veces nuestras inseguridades o amarguras se las trasmitimos a ellos sin intención.

Cuando me convertí en adolescente tuve una bue-na época con mi mamá. Su mejor amiga era psi-cóloga, ella también partió muy joven, en una pe-queña cirugía de vejiga murió desangrada. Leonor, así se llamaba la amiga de mi mamá, la aconsejaba mucho, además nos cuidaba a mi hermano y a mí cuando mi mamá se iba de viaje con mi papá, en-tonces nos conocía muy bien. Isabella no había nacido aun. Desde mis 14 o 15 años mi mamá

cambio conmigo y decidió dejar de ser mamá y volverse más mi amiga y la cosa funcionó. Se con-virtió en mi con!dente y yo le contaba mi vida con tranquilidad. Esa época fue importante para mi, nos recuperamos.

Luego ocurrió lo de mi papá y a los 21 años me fui y no volví a Cali hasta los 24. Esto fue por unos cuantos meses para terminar la carrera y luego radicarme en Bogotá. A mis 35 años, le diagnos-ticaron la enfermedad. Sin embargo, aunque no viviera en Cali desde hacía mucho tiempo, viajaba seguido invitada por ella. Prefería que yo fuera a mi ciudad a disfrutar del calor, de la comida y de mis amigas de infancia, que ella viajar a donde yo viviera. Tal vez allí volvimos a perder intimidad, pues eran muy escasos nuestros momentos real-mente a solas, y de eso me arrepiento, de no ha-berme impuesto para que nos fuéramos de viaje juntas, solitas, para hablar de la vida o de lo que necesitáramos conversar.

Mi mamá era muy mamá, y de pronto eso con los años no fue tan bueno para ella. Es importante que las mujeres tengamos nuestros mundos pro-pios, a parte de los hijos o el esposo. Tener hob-bies, una profesión, viajes, pasiones, pero ella le fue perdiendo interés a la vida. Cuando era joven se inscribía en cursos, salía más, disfrutaba, pero

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con los años se fue apagando. Una vez le pregunté si ella era consiente que había llamado a la enfer-medad y me respondió que si.

Es un hecho que cuando uno en el fondo se quie-re ir, se va. Y hoy en día lo digo sin resentimiento. Lo digo desde la aceptación. No voy a decir que no tuve días de rabia y de impotencia viéndola como ella se iba desprendiendo de su vida sin más. Pero ¿quién soy yo para juzgarla?. Cada cual escoge su ritmo, sus vivencias y a veces su !nal.

Ese año que la vida nos regaló fue muy hermoso para ella también, pues quiso verse con personas que incluso había perdido contacto, con las que de pronto guardaba alguna rabia y se reconcilió. Mi mamá se despidió de todo el mundo y sólo cuando murió caímos en cuenta de su desprendimiento. Estoy segura que se fue en paz.

El día que murió fue prácticamente en mis bra-zos. A los seis meses de haberla diagnosticado, me regresé a vivir a Bogotá. Le habían hecho el tras-plante de médula donado por su hermano, y los médicos nos decían a mis hermanos y a mí que podíamos estar tranquilos, que ya lo que seguía era que siguiera juiciosa con los medicamentos y hacerle seguimiento a la evolución del tratamien-to. Me regresé con la esperanza que de esta batalla salíamos airosos.

Después empezó a tener recaídas debido a un her-pes y luego comenzó a perder la visión rápidamen-te. Por este último motivo, los médicos decidieron ingresarla para aplicarle un medicamento fuerte por la vena, esta droga le ocasionó una infección urinaria y decidieron ingresarla a cuidados inten-sivos. El mismo día que tomaron esa decisión, via-jé a Cali.

Cuando llegué a la clínica muchas de sus amigas estaban en la sala de espera. Llegué hacerle rele-vo a mi hermana que estaba cuidándola. Cuando entré y la miré, lo supe. Ella me estaba esperan-do para despedirse de!nitivamente. Lo presentí incluso cuando me dieron la noticia de pasarla a cuidados intensivos, algo en mi corazón me avisó, tuve una intuición profunda de que iba a morir. Incluso antes de salir de mi apartamento de Bogo-tá, metí lo necesario para estar en la clínica y en el último minuto, antes de salir para el aeropuerto, me devolví por un vestido negro de luto. Me dio muy duro pensar así de negativo, pero algún im-pulso me llevó hacerlo.

Fue muy doloroso verle su mirada. Ella con sólo verme me lo dijo, pues estaba entubada y no podía hablar. Yo de inmediato lloré manifestándole a mi hermana que la veía muy mal, pero mi hermana nunca creyó que ese día fuera su !nal. Cuando

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mi hermana se fue, me dediqué a orarle en el oído e hice mi meditación de siempre, pero esta vez la compartí con ella. A los pocos minutos entró en paro respiratorio. Los médicos me hicieron salir de la habitación. Llamé de inmediato a mis her-manos para que se vinieran a la clínica. A los po-cos minutos murió.

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“A querer cada vez más bonito”

Julio 8 de 2015

Hoy en día, y a pesar de todo lo que he vivido, quiero creer en los !nales felices, quiero disfrutar de mi cotidianidad, quiero aprender a querer cada vez más bonito, quiero seguir trabajando en ser mejor persona, quiero que el sosiego sea el senti-miento que más me embargue y sobre todo, quiero vivir en honor a ellos, por ese par de seres mara-villosos que me permitieron estar en este plano y que de alguna manera me hicieron la mujer en la que me he convertido.

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El dinero fruto de la venta de este libro se donará a la Fun-dación Niños por un nuevo planeta, ubicada en

Sopó – Cundinamarca.

Resiliencia en mis RaícesEs una edición de 100 ejemplares.

Para su diseño se utilizó Fair!eld una tipografía serifada diseñada por Rudolf Ruzicka en 1940.Se termino de imprimir en los talleres de Smart Ideas (Cali, Colombia) en septiembre de 2015.

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