Relatos Taller 2009-2010

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1 Recopilación de cuentos del Taller de Narrativa Breve de la B.P. Latina Curso 2008-2009

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Recoge los cuentos elaborados por los parcipantes del Taller de escritura creativa de la BP Latina "Antonio Mingote"

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Recopilación de cuentos del Taller de Narrativa Breve

de la B.P. Latina

Curso 2008-2009

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Contenido

Contenido ................................................................................................................. 2

A modo de justificación ............................................................................................ 3

Visto para sentencia ................................................................................................. 4

Recuerdos de infancia ............................................................................................... 6

Monólogo ................................................................................................................ 8

El caminante ............................................................................................................ 9

Encuentro-desencuentro ......................................................................................... 10

La playa ................................................................................................................. 11

El banquete ............................................................................................................ 12

Corrían, corrían… solos. ......................................................................................... 13

Chema Junquito Duarte .......................................................................................... 15

Boy ........................................................................................................................ 19

El regalo ................................................................................................................. 20

La mejor terapia ..................................................................................................... 21

El astrolabio ........................................................................................................... 23

El pequeño Pipo ...................................................................................................... 24

Llorar por dentro .................................................................................................... 26

El secreto de Marilú ................................................................................................ 27

El sueño .................................................................................................................. 29

Luna ....................................................................................................................... 30

Manías ................................................................................................................... 32

El adivino ............................................................................................................... 33

Coeficiente ............................................................................................................. 34

Comunidad de vecinos ............................................................................................ 35

Camille y el rey ....................................................................................................... 36

La historia inexplicable ........................................................................................... 38

La mujer sándwich .................................................................................................. 41

Epílogo ................................................................................................................... 43

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A modo de justificación

Este cuadernillo no pretende ser otra cosa que una breve recopilación de los trabajos surgidos de las prácticas realizadas por los asistentes al Taller de Narrativa Breve, durante el curso 2008-2009. Los trabajos que aquí se muestran, bajo tan humilde apariencia, queremos que sirvan, por encima de cualquier otra apreciación, como un recuerdo de los vínculos de cordial amistad que se han establecido entre los participantes y, además, como ejemplo de afición por la escritura creativa y amor por la Literatura con letras mayúsculas. Cada texto ha sido seleccionado por el propio autor o autora según su personal y libérrimo criterio. De ello se deduce, como es fácil de comprobar, que el estilo, los recursos narrativos, el uso de la lengua, así como el contenido y el tratamiento de los temas, difieren de unos escritos a otros, como no podría ser de otra manera entre practicantes tan diferentes entre sí por condición, sexo, edad y todas las diversidades que se suelen dar entre los seres humanos. Y el resultado de esta heterogeneidad siempre será para un (aprendiz de) escritor sumamente provechoso. Nos sentiríamos satisfechos si, estimulados por esta muestra de expresión escrita, cada uno de nosotros persistiera en la tarea de perfeccionar y ahondar en la utilización de la lengua con intención literaria. Todo nuestro agradecimiento para Ana Rodrigo, nuestra bibliotecaria, que tanto nos ha facilitado la labor para que este Taller funcionara adecuadamente en cada momento. José Mora 15 de junio de 2009.

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Visto para sentencia

Ángel Carrasco llevaba un mes presidiendo juicios en el juzgado número 32 de la plaza de Castilla. Le había llevado tres años preparar las oposiciones a juez y ahora se sentía satisfecho de haberlo conseguido. Aquella frase ritual tenía un significado diferente el día 24 de abril de 1978. En el banquillo se sentaba Heliodoro Cadenas. El padre Heliodoro había sido su prefecto en los años del internado. Cuando Ángel se enteró que le había tocado juzgar al que había sido su profesor por un asunto de pederastia, en un primer momento intentó derivar el asunto a otro juzgado, pero al final no puedo ser y tuvo que afrontar la situación con toda la dureza del caso. El joven juez quería ser justo en sus funciones e intentaba olvidarse de lo mal que se llevó con aquel prefecto, que parecía que siempre estaba esperando sorprenderlo en alguna falta para cebarse de forma exagerada con los castigos más fuertes. La primera vez que Ángel recibió un duro castigo fue por culpa un compañero de clase, que a pesar de su corta edad, tenía una gran capacidad para ponerle en situación comprometida ante el prefecto que vigilaba los recreos. Le provocaba continuamente con insultos y disimulados golpes que le causaban bastante daño. Aguantaba y aguantaba hasta que cedía a la provocación. Entonces se lanzaba sobre él con intención de machacarle, era cuando el compañero provocador empezaba a gritar como un poseso, llamando la atención del prefecto, que percatándose de lo que estaba ocurriendo acudía presto para socorrerle. Ni que decir tiene que la historia terminaba con un fuerte pescozón del socorrista padre Heliodoro, un mes sin recreo y una siniestra sonrisa del supuesto agredido. El padre Heliodoro, que ahora se sentaba en el banquillo de un juzgado presidido por un antiguo alumno suyo, tenía una extraordinaria habilidad para someter a todo el internado a una presión psicológica y física más digna de otros tiempos. Desde una elevada tarima que le permitía ver hasta la última fila del salón de estudio, vigilaba de forma carcelaria a un grupo de unos doscientos adolescentes. Apoyando los codos sobre su mesa, sujetándose la cabeza en actitud simulada de concentración ante su libro y mirando por encima de las gafas, se fijaba en dos alumnos que estuvieran hablando y decía solemnemente sin mirar a nadie: - aquellos dos que están hablando que se pongan de pie -. Poco a poco se iban levantando aquellos que creían ser a los que se refería el prefecto. Pero él se limitaba a decir: - ¡ah! ustedes también estaban hablando, pues sigan, sigan de pie – Así hasta que salían hasta ocho o diez. Entonces les mandaba ponerse de rodillas alrededor de su mesa y comenzaba a repartir bofetadas con toda su fuerza. Ángel Carrasco, ahora juez, no podía olvidar una de aquellas bofetadas. En la última reunión que celebraron los antiguos alumnos, habían comentado la merecida fama de la que gozaba el padre Heliodoro que con frecuencia citaba a su despacho a los alumnos más guapos, rubios y acaramelados con el pretexto de enseñarles algún libro o un aparato nuevo que se había comprado como un transistor o una máquina eléctrica de afeitar; y que en las excursiones al campo solía alejarse del grupo con uno o dos de estos chicos mientras los demás jugaban al fútbol en las eras del pueblo cercano.

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Ahora el padre Heliodoro había sido denunciado por dos catequistas de la parroquia a quienes habían llegado quejas de los padres de los niños que asistían a la catequesis de ciertos abusos sexuales. Como quiera que las denuncias llegaron también a oídos del obispo, éste se había limitado a una entrevista recriminatoria con el sacerdote y una propuesta de cambio de parroquia. Sin embargo algunos padres, no conformes con la situación, denunciaron el caso en los juzgados. Y la casualidad había querido que tenga que dar cuentas de su nefasto comportamiento ante un juez al que tantas veces él mismo había castigado. Recién estrenada su carrera judicial, Ángel Carrasco tenía encima de su mesa un caso realmente difícil. Pero quería actuar de modo responsable olvidándose de su historia en el internado y su relación con aquel acusado tan especial que le había tocado. Heliodoro Cadenas había demostrado en sus relaciones con los alumnos un carácter fuerte y hasta una desmesurada soberbia en cada uno de los pequeños y grandes conflictos escolares. Ahora en la parroquia a la que él mismo había pedido incorporarse todo era diferente, pero sus formas y maneras en el trato con adolescentes seguían siendo las mismas. Aquel día de 1978 salía de la sala del juzgado abatido, con el peso de una cárcel segura y de tener que soportar el descrédito y la fama que su caso había significado en todo el barrio. Cuando al día siguiente, el sacerdote compañero de Heliodoro a primera hora de la mañana abrió las puertas de la Iglesia para celebrar la misa de ocho, se extrañó que las luces de la capilla del oratorio estuvieran encendidas. Todo le hacía pensar que las personas encargadas de la limpieza del templo se hubieran olvidado de apagarlas. Pero al acercarse pudo ver con horror el cuerpo del sacerdote compañero tendido en el suelo al lado del reclinatorio en el que tenía por costumbre arrodillarse en sus oraciones. A última hora de la tarde, un representante del obispado, una sobrina que vivía con él, y el sacerdote compañero, esperaban en el anatómico forense el informe de la autopsia que desvelara las verdaderas causas de la muerte de Heliodoro Cadenas. Marcelino G. Puente. Madrid, enero de 2009.

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Recuerdos de infancia

-Lucía, ¿tienes ya las notas de cuarto C? -Un momento, Pedro. Te las llevaré a tu despacho en cinco minutos- El trabajo de pasar notas no lo llevo muy bien. Lo mismo me pasa con la corrección de exámenes. Siempre lo dejo para última hora. Cuando aquel día bajé del despacho del coordinador, me sentí aliviada, y con la sensación de haberme quitado un peso de encima. Allí sentada en la sala de profesores, estuve un rato con la mirada fija en la nevada sierra de Madrid. Era mi segundo curso en el Gredos de Majadahonda y estaba muy segura de haber encontrado el trabajo de mi vida. Los niños me apreciaban, yo quería a mis niños. Los padres y madres me buscaban y todos querían hacer tutoría conmigo. Estaba feliz. Ensimismada con estos pensamientos veo pasar un niño de Infantil corriendo por el pasillo. Detrás iba la madre queriéndolo alcanzar. La escena me hizo recordar el día en que se perdió mi hermana en la catedral de León. ¡Qué angustia! Mi madre, histérica, llamándola desesperadamente. Mi padre, que parecía más tranquilo, no paraba de correr por el interior de la catedral. Yo estaba con las hijas de los amigos de mis padres y el hecho de ir en dos grupos nadie se había percatado de la ausencia de mi hermana hasta que coincidimos todos mirando una de las vidrieras. Ahí empezó el calvario. Después de recorrer varias veces todos los rincones y recovecos, convencí a mi amiga para que saliera conmigo a la plaza, y… allí estaba ella sollozando ya sin lágrimas sentada en un banco del jardín. Recuperados del susto, nos contó que se había quedado junto a la pila de agua que había a la entrada de la catedral. Le había llamado la atención que toda la gente mojaba sus dedos y se santiguaba, pero ella observó que cuando el agua se aquietaba reflejaba los colores de las vidrieras como si fuera un calidoscopio. Así estuvo esperando varias veces a que el agua se tranquilizara cada vez que alguien introducía sus dedos en aquel espejo mágico. Aquella divertida observación le costó después un buen rato de angustia y de sollozo. También recordé aquella tarde mis años de la EGB en el colegio de mi padre. No se me puede olvidar el día del atentado. El día de la bomba, como terminamos llamándole todos. He visto muchas veces aquellas fotos que publicó la prensa en las que salíamos grupos de niños en el patio pintando pancartas con frases en las que expresábamos nuestro sentimiento de rabia por lo sucedido: “No al terrorismo” “Nos habéis destrozado el colegio”. Yo misma escribí una que le gustó mucho a mi tutora, que decía “¿Qué os hemos hecho?” Luego nos enteramos que la bomba estaba destinada para un camión de policías y caballos que iban a vigilar un partido del Atlético de Madrid que jugaba aquel domingo de mayo de 1992. Afortunadamente no hubo víctimas mortales gracias a un error de cálculo en la velocidad del vehículo policial, pero los daños “colaterales” como se dice ahora, fueron desastrosos para nuestro colegio. Me contó mi padre, que fue uno de los primeros en llegar aquella tarde al lugar del atentado cuando el coche bomba todavía humeante estaba siendo objetivo de cámaras de televisión rodeado de varios cordones policiales. A duras

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penas pudo llegar a la recepción y entre cascotes oyó que sonaba el teléfono caído en el suelo y cubierto con los restos del techo derrumbado. La llamada era del director del Colegio que, en Tenerife, donde estaba con un viaje de estudios, se había enterado por la televisión. Al día siguiente, rueda de prensa en una de las clases. A mi me tocó colocar detrás de la mesa la pancarta que yo había pintado, mientras otros compañeros, limpiaban y disponían las pupitres, que habían quedado útiles, para los periodistas. Otro recuerdo muy vivo fue el traslado de las clases a los locales de la Ermita, un centro comercial próximo al Colegio, en donde a duras penas pudimos reanudar las clases, y terminar allí aquel curso 91 - 92. Como habíamos sido noticia para todos los medios, varios reporteros de Telemadrid entraron en las aulas improvisadas, y mi padre, que estaba dando lengua, tenía escrito en la pizarra: “Los terroristas nos han destrozado el colegio”. Sujeto: “los terroristas”, complemento directo, “el colegio”; complemento indirecto “nos”: Nunca había entendido tan bien el análisis gramatical como aquel día. Ahora, después de tantos años, con la experiencia vivida, mi paso por la universidad, y sobre todo mi trabajo con los niños, me permiten valorar y reciclar aquellos recuerdos. Marcelino García Puente Febrero de 2009

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Monólogo

¡Ya no se ni lo que hago, ni lo que digo, ni nada!. Entre lo del trabajo y pensar que al llegar a casa no voy a tener ni un momento de paz, le dan a uno ganas de tirarse a la vía en la siguiente estación. Luego se extrañan que lea en el metro. ¿Y dónde coño voy a leer si no?. Mientras que los niños están despiertos es imposible y después Marisa está tan cansada que se acuesta enseguida. ¡Cualquiera da la luz y la despierta diciendo que quiere terminar el capítulo que he dejado a medias.¡Ardería Troya! Y para colmo aparece el dichoso papelito de los cojones y se une al coro de los que quieren joderme. Pues que se ponga a la cola. No pienso dedicarle más tiempo a este absurdo asunto; Ya bastante tengo con lo que tengo. Ya llega mi parada. ¿Me bajo en esta o en la siguiente?. La otra me pilla más lejos pero un paseíto hasta casa. No me vendría mal estirar las piernas. ¡Si no llevara la mierda de libro encima! Y con papelito incluido. Juro que cuando llegue lo tire a la basura.¡A la mierda con todo! Pero eso será después de contarle a Marisa que me han despedido.¡A ver como se lo explico! ¡Va a arder Troya, seguro! Joder, joder, joder...... Laura Merino

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El caminante

El caminante detuvo su andar cadencioso frente a la primera taberna que encontró a las afueras del pueblo. Todos los parroquianos allí reunidos le vieron entrar y le escucharon pedir un chocolate caliente. Afuera la lluvia y el frío arreciaban. Tal vez fue su aspecto andrajoso o el marcado acento extranjero con que le escucharon pedir el chocolate o simplemente fue por el color oscuro de su piel, pero el caso es que el dueño de la tasca le negó lo que había pedido y le pidió nada amablemente que abandonara el local en ese mismo instante. Los demás, acataron la decisión de su paisano y clavaron sus miradas torvas en el recién llegado quien obedeció la orden también sin rechistar. No preguntó los motivos de la actitud despreciativa de los allí presentes. Tal vez porque ya los sabía o porque en realidad no le importaban demasiado. No volvieron a verle ni a saber de él. Nunca conocieron su nombre, ni su historia, y como ningún otro “extranjero” volvió a aparecer por el pueblo, vivieron tranquilos. Al menos hasta unos meses después, cuando les llegaron los ecos de la fabulosa herencia que como caída del cielo, había cambiado la vida de los vecinos del pueblo de al lado. Una herencia donada por un hombre de color, de aspecto andrajoso que había llegado al bar del pueblo un día infernal de lluvia pidiendo un chocolate y que había vivido alojado en la posada tres meses, hasta el mismo día de su muerte.... Laura Merino

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Encuentro-desencuentro

Nunca debí haber venido a esta fiesta. No pensaba hacerlo pero al final me llamaron, me liaron y ahora estoy aquí. Y encima tu has venido también. Eso si que no me lo esperaba. Me habían dicho que te iban las cosas bien, que estabas muy guapo, pero nunca imaginé que tanto. Cuando he entrado y te he visto casi no podía creer en mi mala suerte. Porque ahora estoy aquí, mirándote desde la distancia, desde demasiada distancia. Y tú estás allí, lejos , demasiado lejos, y de pie, charlando con tu mujer y con otras personas. No puedo apartar los ojos de ti, no puedo hacerlo aunque tu ni siquiera me mires, ni te hayas dado cuenta de que estoy aquí, de que he venido y de que existo. No te he olvidado en todo este tiempo. He fingido odiarte sin lograrlo, pese a que te lo merecías más que nadie. Me abandonaste, me arruinaste moral y económicamente. Y encima las pocas veces que nos hemos encontrado desde entonces, te has dedicado a ignorarme en el mejor de los casos, cuando no a agredirme verbalmente. Pero la verdadera traición, el verdadero daño me lo hiciste al unirte a ella para siempre. Eso sigue siendo inconcebible e imperdonable para mi. ¡No puedo evitar que me hierva la sangre cuando os veo juntos!. Me estoy conteniendo desde que os he visto entrar. No quiero cometer una locura ni hacer el ridículo. Voy a irme ahora que aun estoy a tiempo. No ha sido culpa mía sino de esa amiga lejana de los dos que me ha interceptado en las escaleras, para hablarme de ti. Me ha preguntado si te he visto y me ha animado a volver a la fiesta para martirizarte un poco más con mi presencia. Yo la he hecho caso. He vuelto y el juego comienza de nuevo. Fue una tontería pensar en huir. No pienso ir a ningún sitio sin ti. Nunca más. Tampoco tengo la culpa de que hayas decidido ir al baño sin tu sombra, ni de que hayas chocado conmigo haciéndote el encontradizo, ni de que me hayas agredido una vez más con tus palabras duras y desconsideradas, con tu lengua acerada, con tu frialdad. No se que ha pasado. Hay mucha sangre. Creo que me voy a desmayar. ¡Despierta, amor, despierta! ¿Por qué me haces esto?. Laura Merino

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La playa Por la tarde la playa estaba llena de sol color naranja y había nubes blancas y olía a tortilla de patata. Había cangrejos que se escondían entre las rocas y los niños éramos los encargados de enterrar los refrescos en la arena húmeda para que no se calentasen. Lo mejor era el baño por la tarde, cuando el sol bajaba y estaba grande, y el mar estaba primero verde y luego verde más oscuro y luego azul, y luego añil y luego casi negro. Y el agua estaba caliente, muy caliente, y había bandadas de peces muy pequeñitos nadando entre las algas rojizas. Y daba gusto bucear y pellizcar a las mujeres en las piernas para que gritasen. Luego papá y tío Antonio nos subían sobre sus hombros y nos tiraban desde allí al agua. Y era muy divertido ver las piernas de tía Josefa debajo del agua, que engordaban y adelgazaban y eran blancas y verdosas y daban asco como la panza de un sapo. Y había una chica ya mayor, recién llegada de Madrid, muy guapa, con los ojos muy grandes, muy tostada y oliendo a perfume que sentía uno no sé qué muy dentro. Y había un señor alemán, calvo, con un bañador blanco, que iba con dos perros y tenía la piel roja, de pasarse el día al sol pescando y leyendo el periódico. Y luego salíamos a merendar a la playa, y para los niños habían dejado bonito, tortilla y empanada de carne que sobraba del mediodía y de postre manzanas, peras, uvas y melocotones a escoger. Y los pedazos de tortilla estaban llenos de arena y las niñas tenían el pelo mojado pegado a la cara y gritaban saltando entre los perros. Los perros saltaban también y ladraban, y luego les echaban lo que quedaba de la merienda que era mucha y lamían las latas de sardinas en aceite que las dejaban como espejos. Y como las personas mayores decían que no había que dejar ni un papel, ni un desperdicio en la playa, amontonábamos las bandejas de cartón y los papeles con aceite y las mondas y les prendíamos fuego y después enterrábamos las cenizas y latas que no quemaban. Y después íbamos a vestirnos detrás de las rocas. Y allí la arena estaba muy fría y entraba un viento frío y los niños tiritábamos porque estaba oscureciendo. Y luego cada cual cogía un bulto –menos los señores- y volvíamos a casa. Íbamos cantando por el camino y cogiendo moras, que aún estaban calientes. Alejandro Riaza Rodríguez Mayo, 2009

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El banquete La mermelada de fresas brillaba rojísima entre las avispas amarillas y negras. Brillaban también las copas azules para el anís, y los cubiertos de postre. El mantel estaba todo lleno de manchas moradas de vino. Por la tarde había corrida de toros y los hombres tenían la cara y las narices brillantes. Y también brillaba el café tan negro, con cenizas de puro rodeando la taza… Y los hombres se reían de medio lado porque tenían tabaco en la boca, y se reían como los viejos sin dientes, sacando la punta de la lengua… Y era muy bonito ver como el color del humo iba cambiando según le diera el sol. Don Andrés, el cura (que no se dice cura, se dice sacerdote) nos apretaba los carrillos y nos preguntaba cómo nos llamábamos y si sabíamos qué día era nuestro santo. Los niños nos reíamos, pero con la cara tapada con la servilleta. Y después el padre Andrés se levantó a dar las gracias y todos rezamos para bendecir la mesa. A la abuela Consuelo se le salió la dentadura y cayó en el lavaplatos y llenó toda la mesa de agua, y todos nos reímos. Luego todos nos desperdigamos; las mujeres, a arreglarse para los toros, los niños al estanque, a seguir la gran batalla naval de Lepanto, y los hombres volvían a sentarse y tomaban más café y más licores, y de vez en cuando se reían porque debían estar contándose chistes verdes. Y de repente todos los hombres se arremolinaron porque la silla de dan Andrés se rompió y él cayó para atrás y se clavó en la garganta un hierro, con el que los chicos habíamos jugado antes. Y era una cosa horrible, ver a un sacerdote, todo sangrando, con todo el pescuezo lleno de sangre muy roja y cayendo sobre la sotana negra. Y era tan fea la cosa, que los niños teníamos miedo de verlo, porque creíamos que los curas no tenían sangre. Y cuando todos los mayores gritaban y traían medicinas y vendas y algodones, los niños fuimos a la cochera y nos escondimos en la tartana vieja que olía tan bien y estaba allí en lo oscuro, porque ya no se usaba y a los niños no nos dejaban subirnos a ella porque el último caballo que le engancharon había muerto de tétanos. Alejandro Riaza Rodríguez Noviembre, 2008

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Corrían, corrían… solos. -¡Ay! Era un peatón que se había golpeado contra un AUDI. -¡Ay! ¡huy! Estos eran dos conductores que se habían topado, arrastrándose bajo un camión de mudanzas. La gente estaba furiosa. -Ya está bien. -Habrá que hacer algo. -Y los políticos, ¿qué hacen? La ciudad estaba invadida por los automóviles y demás vehículos a motor. Ocupaban las aceras, las plazas. Había coches hasta dentro de los portales. De todo tipo: pequeños, largos, con remolque, con caravana, etc. Había tantos que les costaba trabajo moverse. Eso fue al principio. Luego se quedaron atascados. Hubo que sortearlos, por encima, por debajo… El Alcalde reunió a su Gabinete de Crisis, con todos los concejales. No encontraban solución al problema. Un día se presentó en la Alcaldía una extraña gitana, bastante viejita. Llevaba un chaleco de cuero y falda larga de seda negra hasta los pies. ¡Ah! Y atada con cinta rosa, una cabra joven. Cuando pidió ser recibida por el Alcalde, el policía le contestó secamente: -Déjale tranquilo, no tiene ganas de oír sandeces. -Dígale que sé cómo liberar a la ciudad de los coches. -Oye, lárgate. Aquí no se tragan ciertas bromas. -Le juro por mis muertos que no se arrepentirá. Insistió tanto, que el agente la acompañó ante el edil. -Yo sé la manera de libraros del problema. -¿Tú? ¿Quién te ha enseñado? ¿No será esa cabra? -No pierde nada por dejarme que lo intente. Y si me promete una cosa, no tendrá más quebraderos de cabeza. -¿Y es? -Que a partir de mañana los niños podrán jugar en las plazas y parques y que dispondrán de todo tipo de juegos y pasatiempos. -Prometido. ¿Cuándo empiezas? -Ya mismo, Sr. Alcalde. -Venga, no pierdas un minuto. La gitana se metió una mano en el bolsillo y sacó unas minúsculas castañuelas. Y para colmo, empezó a entrechocarlas y producir música. SIN DEJAR DE TOCAR, salió del Ayuntamiento, atravesó plazas, se dirigió a las afueras… Los ciudadanos comentaban: -¡Mirad! ¿Qué hace aquel coche? ¡Se ha puesto en marcha solo! -¡He! ¿Quién me está robando el auto? ¡Al ladrón! -¿Dónde irán? -¡Cogen velocidad… corren…!

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Los coches corrían desde todos los puntos de la ciudad, con gran estruendo de motores, tubos de escape, bocinas… Corrían, corrían solos. Pero si se prestaba atención, se oía el golpeteo rítmico de las castañuelas. Sí, los automóviles corrían… corrían todos. Llegó un momento en el que no quedó ni uno en toda la ciudad. ¿Dónde estaban? Aguzad el oído y comprenderéis. Ahora corren bajo tierra. Esa extraña vieja ha excavado con su instrumento mágico, calles subterráneas bajo las calles y bajo las plazas. Por allí corren los coches. Ahora hay sitio para todos. Bajo tierra para los autos. Arriba para las personas que quieren pasear hablando de la crisis económica, de la liga de fútbol, de los viajes turísticos a la luna. Las mujeres hacen la compra. Los niños juegan sin ningún temor. Alejandro Riaza Rodríguez Diciembre de 2008

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Chema Junquito Duarte Chema es hijo de un matrimonio de la provincia de Sevilla que emigró a Madrid en la década de los sesenta en busca de una vida mejor. Nació en Madrid, en el Hospital Doce de Octubre, cercano al barrio de Orcasitas que entonces estaba lleno de descampados, donde creció y estudió. Habían pasado más de veinte años, el barrio crecía y los problemas se multiplicaban. Chema sufrió el tema de las drogas perdiendo algunos amigos en el camino, esta circunstancia le condicionó a que en el futuro su objetivo se encaminara a la ayuda a los jóvenes. Trabaja en un Centro Educativo, es trabajador social y dedica su tiempo a los jóvenes. Vive con Mónica, su pareja en la C/. Fermín Donaire, muy cerca del Polideportivo. Aunque hace cuarenta años el nivel cultural y económico del barrio de Orcasitas era bajo, obrero y en muchos casos marginal, sin embargo en la actualidad ha evolucionado y está dotado de instalaciones deportivas, parques, y grandes avenidas con modernos edificios. Su nivel cultural y económico ha mejorado con notoriedad y Chema se siente orgulloso de su barrio y lucha promoviendo sistemas alternativos para la educación, integración y la erradicación de la droga entre los jóvenes, canalizando su energía a través de la música. Colabora en una emisora de radio, “Onda Orcasitas”. Esporádicamente ha trabajado de discjoky en la discoteca del Barrio, donde conoció a Mónica con quien comparte vida y gustos musicales, sobre todo blues y rock; entre sus referentes están Fredi Mercury, Santana, Springsteen, Vargas Blues Band o Robert Palmer y otros. Mónica García González, madrileña, hija de padre vago, parlanchín y alcohólico y madre bondadosa, derrotada y autocompasiva pero que se deja la salud para sacar adelante a su única hija, Mónica. El padre después de beber y vagar por España anhela la paz del hogar en el ocaso de su vida, regresa a Orcasitas que prospera y evoluciona. Ya no bebía, tenía destrozado el hígado, y murió en el hospital Doce de Octubre. Mónica se desarrolla sin referente ni autoridad. La madre sin ayuda y casi siempre con trabajo precario, y mal pagado. Mónica crecía desmandada, pasando mucho tiempo en la calle, metiéndose en líos con los colegas del barrio. Cuando ella termina la “ESO”, no quiere estudiar más y prueba suerte trabajando de canguro cuidando niños, pasando más tarde por diferentes trabajos sin ser capaz de cuajar en ninguno. Conoció a Chema en una fiesta que habían organizado en la discoteca donde él trabaja. A Chema le gustó Mónica y él le gustó a ella. Mónica tenía u n aspecto retraído y triste, resultado de los tres meses que acababa de pasar en un centro de Reinserción Social para jóvenes, en un programa de reeducación, sistemático, continuo e integral. Mónica quiere marcharse del barrio, cree que nunca prosperará en Orcasitas y pone todo su empeño en huir, en donde no la conozcan. Chema la tranquiliza, la escucha y hace que participe en su propio Centro Educacional, dando clases de español para

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extranjeros. A Mónica le sube la autoestima esta actividad, centrando su personalidad, aunque no tanto como para hacerle olvidar su objetivo de escapar del distrito, de la ciudad e incluso de país. Ella tratará de convencer a Chema con mucha persistencia de la necesidad de cambiar de aires. Mónica y Chema Hablan abierta y directamente con desenfado propio de colegas, con dominio e ingenio. Mónica lleva mucho tiempo tratando de convencer y preparar a Chema para cambiar sus vidas. Está cansada del barrio y su entorno, necesita hacer algo diferente, disfrutar de otras cosas, otras compañías, visitar otras ciudades o incluso salir al extranjero. No lo tiene fácil porque él se encuentra encantado en su barrio, con su gente. Mónica es ambiciosa e inconformista, le gustan los retos y se complace recordando que de adolescente le encantaba Ramoncín. Chema estaba preocupado por la obsesión que mostraba Mónica y empezó a sentir cierto desasosiego. Lo que había surgido como una broma en una tarde copas comenzaba a preocuparle por la insistencia en hablar sobre el plan para conseguir dinero. Siempre había admirado a su pareja por el ingenio y en el fondo envidiaba su valentía para encarar los desafíos de la vida, pero en este momento estaba pensando que “La quiero pero creo que se le va un poco la olla y no entiendo su empeño en asistir a manifestaciones con ropa de marca, tomarse cubatas con Coca Cola, fumar tabaco americano y en casa tumbada en el sofá de Ikea viendo la televisión en un Sony”. La verdad es que vivir fuera del sistema se está convirtiendo en una utopía. Hasta el más antisistema, acabará consumiendo algún producto de cualquier multinacional, aunque tan solo sea un medicamento.

- ¡Oye Chema! Tu eres una ruina de rockero decadente con un poco de educación y yo una caduca rockera sin educación, ¿Podríamos conseguir con nuestros sueldos cambiar y mejorar nuestras vidas?

- Lo dudo muchísimo, Mónica. - Entonces, ¿No sería más fácil entrar en una oficina bancaria y despojarla del

dinero? - No me lo puedo creer, ¿estás hablando en serio Mónica? - Seguro, ya te lo he descrito en otras ocasiones. Chema estuve más de un año trabajando en ello, pensando y organizando el atraco, la fecha, el horario más conveniente, el emplazamiento de la oficina para planificar la huida y el material necesario. He escogido esta oficina porque es la única que tiene una boca de metro a escasos veinte metros. ¿Y sabes cual? El Carmen, desde donde huiremos hasta La estación de Canillejas, donde recogeremos el coche que hemos dejado aparcado para tranquilamente salir por la Nacional dos, hacia Barcelona, ciudad que será la entrada a nuestra nueva vida. - No sé, tal como lo cuentas me parece demasiado fácil ¿Y sin más cautelas? - Mónica, ¿Quieres tomar una cerveza?, me imagino el atraco, y noto como el

pulso se me acelera. - Sí, una cerveza doble en jarra helada…, joder Chema, te lo he explicado

mogollón de veces. Con las llaves de la oficina que le quitaremos al director, cuando tengamos el dinero cerramos la puerta y nos marchamos con toda tranquilidad hacia la boca del metro con nuestras mochilas como si fuéramos de excursión a la sierra.

- Veo que lo tienes todo controlado, ¿Te acordarás donde está el coche aparcado?

- ¡Que sí coño!... Lo tendré anotado por si se me olvida. - No sé, imagínate que no arranca ¡Hostias Mónica! ¿Qué hacemos? - ¡De que vas imbecil! Estás acojonao y me empiezas a agobiar con tu

interrogatorio ¿Quieres o no cambiar de vida? ¿Te quieres rajar porque se te acelera el pulso? Creí que estamos aquí para repasar el plan.

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- Olvida lo que te he dicho, estoy muy nervioso. Nunca habría imaginado atracar un banco, entiéndelo, cariño, estoy seguro de ti, -dijo algo alicaído.

- Chema, ¿Te traigo otra cerveza? - Sí, pero ahora quien la quiere doble soy yo, y no te moleste la acercaré yo.

Mientras Chema va a la barra, Mónica repasa mentalmente la estrategia a utilizar para acabar de convencer a su pareja de la necesidad del atraco. Lo que no tienen tan claro es lo del atraco y como contarían, a posteriori, su desaparición a sus familias y amigos. ¿Cómo se lo tomarían? Es la una y media de la tarde, Mónica se asoma a la oficina bancaria, solo hay tres clientes y los empleados, le hace una señal a Chema, se ponen los pasamontañas y pasan empuñando sendas pistolas. - ¡Esto es un atraco! Colocaos en fila frente a la caja, ¡Tranquilos! Sólo queremos el dinero y enseguida nos vamos. ¡Ni se te ocurra tocar la alarma! ¿O es que quieres que se produzca una masacre? Si la policía aparece empezaríamos a matar rehenes. - No queremos que haya muertes, gritó con seguridad, Mónica. Chema con menos convicción le gritó al director:

– ¡Dame la caja de moneda extranjera y las llaves de la oficina! Date prisa pringao, le abroncó ¡No tenemos todo el día!

Mientras salta la apertura retardada de la caja entran otros dos clientes, que al sentir el frío y duro cañón de la pistola de Mónica apoyado en sus riñones ni rechistan, cuando amablemente les insta a ocupar su sitio en la fila frente a la ventanilla, uno de ellos, el más joven en vaqueros desgastados y camiseta sin mangas con tatuajes en ambos brazos, se tira al suelo y medio sollozando pide que le dejen salir, que está en libertad condicional y si la policía le encuentra allí pensarán que es cómplice del atraco y le meterán de nuevo en la cárcel. Chema se sorprendió a si mismo gritando:

- ¡Ponte en la fila y no nos cuentes tus penas; esto no es una consulta de psicoanálisis!

Por fin se abre la caja, Mónica recoge el dinero y lo guarda en las mochilas, mientras Chema ata con cinta de embalar las manos y los pies de los empleados y clientes del banco.

- Chema, estos están listos, ¿Te falta mucho? Cuando tu digas no piramos, tengo las llaves y la divisa extranjera.

Mónica y Chema se quitan los pasamontañas y salen del banco con tranquilidad.

- Recuerda cerrar bien la puerta - dijo Mónica. Con calma bajan hacia la estación de metro y, de camino, tiran la llaves de la oficina en una papelera. En el vagón se miraron y empezaron a reír a carcajadas, mientras poco a poco se les pasaba el miedo, que nunca más querían volver a padecer. Como tenían previsto, en Canillejas tomaron su coche y sin más contratiempos llegaron a Barcelona. Mónica se encontró con su contacto, quien previo pago de una importante cantidad de dinero les había conseguido pasaportes falsos. Chema no se lo podía creer, pero allí estaba…, con Mónica a punto de comenzar una vida nueva, con tan sólo traspasar el arco de embarque del aeropuerto de Barcelona, rumbo a Brasil,

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cuando una estridente alarma comienza a sonar. Asustado y sudoroso se echa las manos a la cabeza, nota que le duele, que se marea, mira para todos los lados hasta que reconoce la alarma encendida de sus despertador. Aliviado, al reconocer su cuarto, sonríe a pesar de su terrible resaca. Chema despertó. Por más tiempo que viviera y por más que Mónica insistiera en su quimera del atraco, él supo que nunca lo haría. “Sería como ir contra sus principios”. Bosteza mientras recupera la consciencia y recuerda con gran alivio que aún le quedan dos horas; con sensación de pánico, estira el brazo desconectando la alarma del reloj para no despertar a Mónica. El chorro de la ducha le resulta reconfortante y mientras se seca, pregunta al espejo “¿Y cómo se lo digo?” Angustiado, intenta encontrar la clave para convencerla de no cometer el atraco, sin causarle un daño frustrante e inconveniente. Chema tiene menos de dos horas y, horrorizado, no sabe por donde empezar. Durante el desayuno, mira a los ojos de Mónica buscando en su memoria los mejores recuerdos de su relación.

- Mónica, quiero pedirte que renuncies a tu peculiar atraco y huida. Recapacita, juntos podemos ser felices en nuestro barrio, ayudando a los vecinos y con nuestros amigos y familia.

- ¡Renunciar al plan, cuando todo está listo, la huida preparada y los pasaportes encargados!

- ¡Tranquilízate! No te desesperes. Ya veremos como pagamos los pasaportes falsos. Tienes que reflexionar, las malas acciones siempre terminan mal. Reconozco haber obrado mal contigo al no negarme con anterioridad. La cerveza, y el ímpetu de tu fantasía unido al miedo a perderte, me lo impidieron.

- ¿Bromeas como de costumbre? ¿O te has puesto algo en el café? Chema…, lo adivinaste, no abandonaré mi sueño ni tan rico botín. ¡Basta Chema! Ya veo cuáles son tus propósitos. ¡Joder…! ¡Me has mentido! Lo haré contigo o sin ti y no me quedaré en el barrio de Orcasitas el resto de mi vida. Mónica, huyó gimoteando con gran cabreo, escaleras abajo, pensando que todo se iba al carajo.

Meses más tarde, mientras Chema contemplaba la fotografía del día que se conocieron con nostalgia, escuchó en la radio la noticia de un atraco en una sucursal bancaria de Madrid, perpretado por una pareja, que al parecer huyeron en el Metro con toda tranquilidad sin dejar rastro alguno. Domingo Jiménez de la Calle Madrid, 13 de Mayo de 2009

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Boy Lucas Marín abrió la puerta de su vivienda, dio a la llave de la luz, pero la bombilla no se encendió. Al entrar sintió una oleada de aire caliente. Un aire caliente cargado de un olor tan desagradable como el de las flores marchitas y putrefactas de las lápidas de los cementerios, mezclado con el tufo que desprendería un filete de pollo en fase avanzada de descomposición. Llevaba tres meses fuera de casa y no recordaba haber dejado nada que pudiera producir aquella pestilencia. Por un instante se acordó de su gato. Su vecina Julia, muy amablemente, se había ofrecido a cuidarlo en su ausencia e insistió en llevárselo a su casa; si no ya lo tendría enroscado entre sus piernas. ¡Cómo lo había echado de menos durante esos meses! Boy era un precioso gato Siamés, muy cariñoso y realmente bueno. Se lo había regalado la última chica con la que había compartido piso. Lucas era informático y trabajaba para una gran empresa. Con cierta frecuencia lo mandaban a impartir cursos fuera de España. A él no le gustaba mucho viajar pero no podía rechazarlos: se los pagaban muy bien. Esta vez le había tocado trasladarse a China, para un curso de tres meses. En un principio, con su vecina Julia mantuvo comunicación telefónica, pero como era un poco complicado coordinar horarios, decidieron mantener contacto por correo. Ya le había mandado una carta avisando el día de su llegada. En cuanto encontrara el enigma de aquel olor, pasaría a ver a Julia para darle el regalo que le había traído de China, agradecerle todos los cuidados para con su gato y, por supuesto, traérselo a casa. ¡Ya tenía ganas¡ Avanzó a tientas por el largo pasillo hasta el salón; allí tampoco había luz. Se lamentó de no haber llamado a un electricista ante de irse de viaje, seguro que otra vez sería problema de los plomos. Encendió un mechero y fue hacia la cocina, allí estaba el registro de la luz. Según avanzaba, el olor se hacia mas insoportable. Al entrar en la cocina tropezó con algo y lo estrello contra los azulejos; por el sonido identifico que era e cacharro de la comida del gato. Pero si Julia se había llevado a Boy a su casa… entonces ¿qué hacía allí el comedero del gato? Bueno, posiblemente se lo había dejado olvidado. En la cocina el aire se hizo irrespirable, hasta el punto de levantarle el estómago, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo llevó a la nariz. Como el mechero había salido volando cuando tropezó, buscó a tientas una silla, se alzó en ella y subió la palanca de los plomos. Las luces de la cocina se encendieron. Se bajó de la silla pensando que lo primero que tenía que hacer era ventilar la estancia. Apenas había avanzado unos pasos hacia la ventana, cuando miró al suelo: ahí estaba el enigma de aquel olor. Se quedó horrorizado. Llevándose las manos a su rostro desencajado, pensó que ya no iba hacer falta ir a ver a su vecina Julia. Pero... ¿dónde demonios estaría Boy? Paloma López

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El regalo

Juanma tenía diez años y vivía en el barrio de Carabanchel. Estaba loco, como todos los chicos de su edad, por tener un chinito de la suerte, que era lo que esa temporada estaba de moda. En realidad quería dos, uno para él y otro para regalárselo a Sara, la chica más guapa del colegio. Con eso pretendía que le hiciera algún caso. No tenía dinero y sabía que su madre no se lo iba a dar, pero necesitaba hacerse con los chinitos de la manera que fuera. Todos sus compañeros de clase ya tenían uno o dos; bueno, todos no, su hermano mellizo tampoco los tenía, pero esas cosas poco le importaban a Luis, que en lo único que parecía estar interesado era en los libros. Juanma recordaba cuando el verano anterior pusieron un mercadillo en el barrio y en uno de los puestos vendían libros de segunda mano. Luis pidió dinero en casa para comprarse Moby Dick pero la madre le dijo que no había dinero para aquellos caprichos. Luis se puso tan triste que Juanma le propuso robarlo, le dijo que, entre los dos, sería fácil con tanta gente y jaleo como se formaba en esos mercados. Y así fue como Luis consiguió hacerse con un ejemplar de Moby Dick , pero tuvo que esconderlo muy bien porque su madre le hubiera matado, si lo llega a descubrir. Juanma pensó que este era el momento en que su hermano le devolviera el favor, después de todo se lo debía. Sabía de una tienda, al otro lado del barrio, donde vendían los chinitos que él quería. Con su ayuda podría conseguirlos. Lo harían al día siguiente, los viernes a esa hora no habría mucha gente, la señora estaría en el mostrador y el marido colocando género en la trastienda. Esa noche Juanma soñó que entraba a una tienda con idea de robarlos pero la dependienta se los regalaba y se sintió muy feliz después de recibir el beso de Sara, al darle el chinito. Al llegar el día se levantó muy contento. Después de salir del colegio, acudieron a la tienda. Al entrar sonó la campanilla que había en la puerta y Luis se sobresalto con el sonido; entre tanto, Juanma intentaba esconderse detrás de su hermano, que le sacaba casi una cabeza a pesar de haber nacido solamente quince minutos antes que él. –Hola muchachos –dijo la dependienta– en qué puedo ayudaros? A los dos les latía el corazón con tanta intensidad que parecía retumbar en todo el local. Luis, tembloroso, le indicó que quería un libro y le dijo el título de uno que estaba en una de las estanterías más altas. Con la cara de bueno que tenía Luisito, la dependienta no había sospechado nada y los dos rezaban para que no entrara nadie mientras ellos permanecieran allí. Juanma ya tenía localizados los chinitos, pero delante de estos habían colocado un pequeño expositor que iba a dificultar la tarea. Tenía que hacerlo rápido. La mujer se dio la vuelta y empezó a subir por escalera, mientras Juanma se empinó sobre el mostrador, pasó la mano por detrás del expositor con sumo cuidado y, sin hacer el menor ruido, acertó a coger los dos chinitos y se los metió rápidamente en un bolsillo del vaquero. En ese momento la dependienta se volvió hacia ellos. Empezó a descender por la escalera con el libro, La vuelta al mundo en 80 días, en la mano a la vez que decía dirigiéndose a Luis. –Chico, la edición de este libro es un poco cara –y le dijo el precio– espero que tengas dinero suficiente. Luis titubeando le contestó que no llevaba esa cantidad y, antes de que la mujer volviera a dejar el libro en la repisa, los dos habían salido por la puerta con la misión cumplida. Al doblar la esquina echaron a correr. Ya en casa, por la noche, Luis se metió en la cama con la extraña sensación de haber tenido un libro inalcanzable a su alcance. Juanma, nervioso, contaba las horas que le quedaban para volver al colegio. Paloma López

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La mejor terapia

Abrió la despensa, miró y no encontró nada sabroso para tomar después de la cena. Estaba pasando por una de esas rachas en que necesitaba comer algo después de comer, sin hambre, por necesidad de ingerir algo apetitoso para calmar esa sensación anómala que le invadía la mente y el estomago. Fue al dormitorio, se desvistió y se miro desnuda en el espejo. Pensó que todavía tenía buen tipo aunque con lo que había engordado últimamente le estaba empezando a desaparecer la cintura. Pero ya pensaría en eso más adelante, este no era el momento para plantearse ningún régimen. Se puso el pijama y fue a la cocina. Se había acordado de que en el congelador guardaba chocolate relleno de menta, (su favorito) para casos de emergencia. Tampoco unos kilos de más era una cosa tan grave, pensó mirando a su gato que estaba cebado. Esa ansiedad se había producido a raíz de la ruptura con aquél estupendo chico, al que había dejado. Todavía andaba preguntándose por que razón lo había hecho. Esmeralda llevaba una existencia muy desequilibrada, no lograba centrar su vida, ni compartirla con nadie durante mucho tiempo. Siempre hallaba algún motivo para cortar y buscarse rápidamente un sustituto. No imaginaba su existencia sin nadie a su lado, sobre todo al otro lado de la cama en las frías mañanas de invierno y deseaba, a ser posible, que fuera siempre con la misma persona. Aunque no hacía muchos méritos para merecerlo. A la mañana siguiente se levantó a las ocho. Tenía cita con su terapeuta a las nueve y media en la calle Arturo Soria. Llevaba varios meses de tratamiento, acudía cada dos semanas para someterse a unas terapias de regresión. Le habían hablado muy bien de ese método para cuando uno está perdido en ese túnel oscuro sin saber hacia dónde tirar y quería volver a encontrar la senda que fluye a medida que se avanza por la vida. A las diez ya estaba tumbada en el diván del despacho de Luz, la psicóloga que la trataba. –Esmeralda, continuamos donde lo dejamos el último día. Tú estás en un sitio que parece una ermita con bancos de madera. Después de disminuir su ritmo cardiaco con una delicada música de fondo y el susurro de unas palabras, la hizo entrar en situación. Durante la sesión, la paciente era totalmente consciente de dónde estaba y de lo que ocurría. –Ahora, busca un espejo. –No hay espejos. –Seguro que sí. Búscalo y mírate. –Ya lo veo. Me estoy mirando, pero solo se refleja la ropa de una niña. – ¿Eres tú la niña? –No sé, no veo a la niña -dijo angustiada- La niña llora –dijo sollozando. –¿Qué le pasa a la niña? –No sé lo que le pasa a la niña - dijo Esmeralda llorando desconsoladamente. El resto de la sesión no fue significativa, se limitó prácticamente a sacarla de ese sitio, tranquilizándola. Esmeralda se secó las lágrimas y se retocó el maquillaje. –¿Como te encuentras? –Ahora bien, pero lo he pasado fatal. –Sabes que todo esto es necesario para llegar a la base de tu problema.

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–Quedamos para dentro de tres semanas. Hay una puente y ese viernes no paso consulta, pero si me necesitas, me llamas a la hora que sea ¡de acuerdo!. Esmeralda bajó al aparcamiento, montó en su Honda Civic y a toda velocidad se dirigió al Centro Comercial, (llegaba un poco tarde) donde había quedado con las compañeras del trabajo para desayunar. No estaba segura si aquellas sesiones que tanto la alteraban servirían para algo, pero qué otra cosa podía hacer, quería poner en orden su vida y encontrar respuestas y ese era un método como otro cualquiera mientras diera buenos resultados. Cuando llegó a la cafetería estaban esperándola. – ¿Qué tal ha ido hoy? –le preguntaron las tres amigas, casi al unísono. –Bien, pero ya sabéis que prefiero no hablar del tema, vengo algo revuelta –dijo en tono lastimero. –Bueno, hija, no te pongas tan trágica –le dijo Ligia, una de las amigas que estaba interesada en esas terapias, incluso andaba pensado en someterse a ellas. Le parecía de lo más atrayente volver a revivir su pasado paso a paso, a pesar de que Esmeralda ya le había dicho que aquello no era ningún juego. Después de hablar un buen rato, sobre todo de temas de trabajo, se despidieron. Esmeralda tenía el resto del día libre y aprovechó para ir al Museo del Prado. Hacía tiempo que no lo visitaba y sabía que se exponían cuadros prestados de otros museos. Dentro del no había demasiada gente, lo que más se veía eran turistas japoneses cargados con cámaras de fotos. Observando los cuadros, pensó que era una maravilla poder admirar tanta belleza junta.

En una de las salas estaba expuesto uno de los cuadros prestados por el Museo Orsay de Paris, la Olimpia, magnifica y controvertida, de Manet: esta mujer desnuda, recostada en un diván, con un gato negro a los pies, a la que una sirvienta negra le trae un ramo de flores. Esmeralda se quedó fascinada mirándolo y un escalofrió le recorrió todo el cuerpo que todavía se hizo mas intenso cuando descubrió que un hombre, a su lado, miraba al cuadro con detenimiento y después a ella reiteradas veces. ¿Qué pasaba, por qué la miraba así ese hombre? Ella no tenía ningún parecido con la mujer del lienzo. El hombre le pareció un poco atrevido, pero le atraían más los hombres atrevidos que los remilgados. Intercambiaron varias miradas. Tenía unos penetrantes ojos negros y ella no se resistió mucho antes de perderse en ellos. Ya no existía Manet. En aquel momento no existía nada y se dejó arrastrar por la corriente de su apasionamiento. Esmeralda acercó discretamente su mano a la de él y la rozó con insistencia; él, con cautela le tocó los dedos; pasados unos minutos se cogieron de la mano. Ella, sin más, le dijo: – ¿En tu casa o en la mía?

El joven hizo un gesto de no comprender y le contestó con unas palabras que ella no entendió. Esto no le preocupaba en absoluto, nunca habían sido un impedimento los idiomas para comunicarse. Asidos de la mano salieron del museo. Subieron al coche y se perdieron en el tráfico de la ciudad. Paloma López

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El astrolabio

“El astrolabio” era el curioso nombre de un burdel en Galicia, cerca de la Costa

da Morte. Antiguamente se llamaba “La Tarasca”, pero Marusa, su dueña, se lo había cambiado porque le gustaba el sonido de esa palabra, aunque cuando se lo puso desconocía el significado. Un cliente le dijo que era un instrumento que antiguamente servía para situarse cuando se navegaba. El burdel era sobremanera lúgubre. La madre de Marusa se lo había dejado a su hija en testamento ológrafo cuando la muchacha tenía quince años y se había marchado, sin más, una tarde; siempre andaba diciendo que ella tenía un alma errabunda y bohemia y que necesitaba trocar su suerte y ver mundo. La gente del lugar, con mala fe, decía que más que dejárselo en herencia, se lo había endilgado.

Marusa se enteró que su madre se había ido la misma tarde que venía de que le sajaran una encía para que le sacaran el raigón de una muela y estaba dolorida y con cara de pocos amigos. Cruzó un terreno baldío que había cerca y se acercó con paso ligero hacia la casona de color plomizo, que tenía una extraña puerta de madera con unos dibujos grabados que parecían repujados.

Cuando entró, vio a las prostitutas que la esperaban, mirándola con expresión seria. La Maña, una de las más antiguas y de corazón tierno, la tomó de la mano y la llevó al cuartucho que hacía las veces de despacho y le explicó el panorama. Marusa se quedó tesa; sintió como si hubiera expoliado toda su esperanza. Su madre, su propia madre que la había prometido mil veces que la iba a enviar a un buen colegio, donde iban a hacer de ella una auténtica señorita, y que nadie sabría de su procedencia, se había largado sin más, sin dejar dirección alguna y sin intención de volver.

-No te preocupes, majica, ya sabes cuánto te queremos y que nos tienes a tu lado; con nosotras nada ha de faltarte.

Pero la chica no estaba para lisonjas. Se fue como una sonámbula a su habitación; se sentía tan damnificada que no podía llorar. Miró con ojos vacíos una litografía que había en la pared y que procedía del padre que nunca había conocido, en pago por un servicio. Ese recuerdo y “La Tarasca” era todo lo que tenía ahora. Y no sabe explicar por qué, en ese momento tan terrible de su vida, la palabra “astrolabio” le vino a la cabeza.

Olga

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El pequeño Pipo Ya lo decía su madre, que era algo premonitorio que su pequeño Pipo hubiera comenzado a respirar por su cuenta con un enorme chichón en la frente. Fue justo en el momento de nacer, que se le escurrió de las manos a la pobre Bermeja, que en paz descanse, y hubo de recogerlo de debajo de la cama. “Criatura…” Unos meses antes de nacer ya quiso abandonar el vientre de su madre, cuando aquella mañana negra de enero fue ésta a soltar el ganado y lo encontró todo, madres y crías, bajo los rescoldos de la propia majada. Después, cuando Pipo tenía un par de semanas, no se sabe si por envidia o qué, fue atacado por la gata, y gracias a la abuela Mariana, que estaba sentada a la lumbre cuidando del puchero y del propio pequeño, no le echó los ojos fuera. “Criatura…” Luego, cuando cumplió los cinco años ya había pasado por el trance, también, de haber sido coceado por la mula topina, de haberle caído una teja del alero en la cabeza cuando jugaba en la calle, y de haber pisado el cepo que le había sido tendido al mítico felino, ya que éste había tomado querencia por las ollas de los chorizos, y eso sí que era pecado hacerlo en la casa. Un día el pequeño Pipo acudió a su madre llorando, con un profundo corte en la ingle que otro niño, mayor que él, le había hecho con una laña mal remachada de sus propias albarcas. Antes de cumplir los siete años Pipo ya había perdido todo el encanto y la gracia de niño, por lo que comenzaron a llamarle desmirriado, mocoso y feo. Lo de esmirriado y feo… bueno, lo era; porque daba cosa verlo tan canijo, mellado y con aquella boina, parda de soles, calada hasta las orejas. Lo de mocoso, tal vez se lo decían porque cogió costumbre de limpiarse los mocos con el envés de la mano. Pocos días se pasaban que Pipo no se llevara algún mojicón de cualquiera de los suyos. La excepción era su madre, que rara vez le tocaba la cara. Que él recordara tan sólo en un par de ocasiones o tres. Una de esas veces fue cuando llegó a casa con toda la espalda cagada. El criejo todo era intentar decir a su madre, mientras ésta lo lavaba en una tina de agua fría, que había sido su hermano Siro desde lo alto del olivo. Pero doña Julia, su madre, no atendía a razones, y se hacía de cruces preguntándose a sí misma la difícil postura que había tenido que poner “aquel demonio suyo” para cagarse la espalda de aquella manera. Otra de las veces fue el día de la gran nevada, cuando Pipo dormitaba al calorcillo de la lumbre, sentado sobre un tronco de encina. Y fue su hermano Siro, que aprovechó su modorra para atarle una cuerda desde el pie hasta el asa del puchero que borbotaba en la lumbre, para a continuación salir a la calle y gritar: “¡Pipo, mira qué ratón ha cogido la gata!”

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Momentos después doña Julia quería morirse cuando vio el puchero de la comida atado al pie del demontre de su hijo pequeño y todos los frijoles desparramados por el portal. Pero el peor momento de todos fue cuando aquel domingo de marras, sentada toda la familia a la mesa, excepto el pastor, que la buena de doña Julia vació “su puchero”, como ella decía, sobre la única fuente de barro donde comían todos. No, no era mucha ni variada la pitanza de la que disponía para “alegrar” la legumbre. Como mucho un trozo de tocino y alguna miaja de carne curada. Pero aquel día, ¡oh, milagro! ¿Qué era aquello que deslumbraba en medio de la fuente de lentejas?, pues parecía un gran trozo de carrillada de cerdo, lo que llevó a más de uno a frotarse las manos. La menos contenta y a la vez más sorprendida era el ama de casa, que sabía lo que echaba y lo que no echaba a la olla. Después, cuando se descubrió que se trataba de un trozo de suela de albarca, el pequeño Pipo no aguantó las miradas inquisidoras de todos los allí presentes y antes de que le llegara ningún soplamocos rompió a llorar. En aquella ocasión tampoco le dejaron decir que él lo había hecho, sí, pero mandado y engañado por su hermano Siro, tres años mayor que él, asegurándole que aquel trozo de albarca, cociendo entre la comida se convertía en corteza de tocino. Pipo no se lo decía a nadie, pero por unas causas o por otras sentía ojeriza por su hermano Siro. Siro era para todos el rubito, el guapo, el bueno, el pulcro que no se manchaba nunca. Y todo venía desde el día de los títeres en la plaza, que al final de la función hubo concurso de rodillas limpias y rodillas sucias entre los chicos del pueblo, y, qué casualidad, los dos premios fueron a parar a miembros de la misma familia. Fue por aquellos días cuando Pipo asistió a la escuela por primera vez y, al parecer, de puro aburrimiento, ya que allí no había pájaros, ni mariposas, ni lagartijas, ni nada, se cagó, esta vez sí, en el asiento del pupitre sin decir este culo es mío. Con lo bien que se pasaba en el campo haciendo de ayudante de pastor. Lo malo de esto es cuando el pastor era su padre. Éste era ya algo mayor y andaba bastante delicado del estómago; de ahí que algunos días no se acordase de comer él ni darle al pequeño Pipo su mendrugo de pan y torrezno correspondiente. Cuando esto ocurría, el ayudante de pastor ni demandaba su ración a su padre, para qué si sabía la respuesta ya de antemano: “¡Papo, es verdá. Se nos ha olvidao comer la merienda! El caso que, la hora ques ya, mejor la dejamos pa la cena”. Pero Pipo no por eso desfallecía, pues en medio de sus quehaceres sabía encontrar bayas de enebro, bellotas, majuelas de espino y alguna que otra nuez bajo la hojarasca de los nogales. “Criatura…” Luego, cuatro o cinco años más tarde, aquello quedaría para el recuerdo, cuando cogió la manta y el morral ya como primer pastor de la casa. Pío Mª Yagüe

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Llorar por dentro

El tenue sol de Diciembre que se filtraba a través del ramaje, no irradiaba calor suficiente para hacer desaparecer, de una forma definitiva, la escarcha caída en la madrugada. A lo largo de la acera, los bancos se sucedían, a intervalos, a un lado y a otro de la misma hasta perderse de vista en la primera curva del Paseo orientada hacia el centro de la ciudad. A aquella hora de la mañana, (diez y media), todos los puntos donde sentarse se hallaban vacíos; todos excepto dos: los dos más cercanos a la boca de “metro”. Ésta no cesaba de echar gente a la calle, donde les esperaba un vientecillo helado que les obligaba a levantarse, con ambas manos, el cuello del sobretodo. Observando a unos y a otros, pronto se adivinaba la certeza que cada uno tenía del lugar. Había quien salía del túnel mirando su reloj y caminando con decisión. Y los había, también, que se quedaban parados rascándose la oreja, en tanto miraban, bobamente, a todo lo que se movía. Aquellos que tomaban la acera del Paseo, dirección norte, unos metros más adelante pasaban junto a los dos únicos bancos que se hallaban ocupados, siendo el de la derecha el que robaba la mayor parte de las miradas a los transeúntes. Se trataba de unas miradas fugaces y difíciles de clasificar, pero muy bien podrían asociarse a la forma en que se mira a una mierda en un camino. Porque allí había, sí, sobre las tablas, un amasijo de harapos malolientes que, observándolos detenidamente, podía apreciarse en los mismos un leve y espacioso movimiento de hibernación. En un instante apareció allí un hombre con claros rasgos de allende los mares, portando un vaso de leche en sus manos. No iba ni bien ni mal vestido. Tosió un par de veces, se inclinó sobre el banco ocupado de la derecha y escarbó, con la mano que le quedaba libre, entre los harapos y cartones: “¡Berta! ¡Berta!”, exclamó el desconocido con voz estropajosa. “¡Levanta, que he traído un vaso de leche calentita!”, e inmediatamente después de que “el retazo de vida” fuese compartido por ambos, el hombre sacó de su bolsillo algo que hacía las veces de pañuelo y lo pasó repetidas veces por el rostro de quien, al parecer, se llamaba Berta. Aquella parábola verdadera no pasó desapercibida para quien ocupaba el banco de enfrente, que acto seguido echó mano de su zurrón, sacó bolígrafo y papel y escribió: “Yo he visto, con mis propios ojos, cómo la bondad enjugaba, con su pañuelo, las lágrimas de la desdicha. A partir de ahora, sabré lo que es llorar por dentro”. Pío Mª Yagüe.

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El secreto de Marilú No es malo que algunos de nuestros secretos duerman, para siempre, dentro de nosotros. De no ser así, sería como mostrarse desnudo ante tus allegados. En cambio, hay otros que los llevas ahí y no cesan de retorcerse cual serpiente apresada en un zurrón, capaces, incluso, de provocar una llaga por la que poder escapar. Yo, Marilú, humildemente confieso ante este cuaderno amigo, el cual no se espanta ni murmura por nada, que en algún momento de mi vida he odiado por envidia. He llegado a sentir celos de mi compañera Celia cuando ésta era acosada sexualmente por nuestro jefe. Y lo más lamentable es que ella no le prestaba el menor interés; salvo en una ocasión, que lo sorprendió con un revés cruzado que lo hizo enrojecer. Pero en este caso Dios no pecó de ingenuo, y aquella acción de mi compañera fue un revulsivo para mí, que hizo que me despojara del pudor confuso que siempre me había acompañado y comencé a desplegar unas pobres dotes de seducción que iban desde coincidir con él,”casualmente”, en el “metro”, a dejar caer unos folios al suelo cuando nos cruzábamos en el pasillo de la oficina; es decir, esas cosas que se ven en las películas. Y él sí, muy amable se agachaba y ponía, de nuevo, los papeles en mis manos, pero jamás, que yo sepa, volvió la cabeza para mirar mi contoneo de caderas. No, yo nunca he sido acosada sexualmente. Por otra parte, es verdad que una, por aquel entonces, pesaba 117 kilos, lo que me llevó a la conclusión de que, los hombres, para unas cosas tienen ojos y para otras están ciegos. Me supo mal, de verdad, aquella especie de miopía en quien tú quieres que te vea, y si ya no por fuera; al menos por dentro. Así pues, a partir de entonces me hice el firme propósito de cambiar; de modelar mi cuerpo a costa de cualquier cosa. Lo primero que hice fue visitar a un brujo que me había recomendado una amiga, y, éste, pronto me envolvió en sus palabras y convenció con sus consejos. No, no voy a contar aquí nada de su quehacer conmigo, porque ese, precisamente, es uno de los secretos que no arañan ahí adentro. Me recomendó, eso sí, que hiciera vida normal, y que si, pasado algún tiempo, notaba yo que subía mi apetito y… -¡qué contradicción!- bajaba mi peso, que estaba en el buen camino; señal que el ser que llevaba dentro se estaba desarrollando adecuadamente. Ahora ha transcurrido aquél tiempo y un poquito más; lo suficiente para que mi figura haya sufrido una transformación que ni yo misma hubiera soñado. Hoy día, y lo digo muy alto, ya hay quien me mira en la oficina; ¡quien me mira y que me ve! Así mismo, debo decir, también, que no soy acosada sexualmente como en otro tiempo me hubiera gustado, pero no me importa, porque he sabido convertirme en una implacable asesina de mi propio odio, y soy feliz.

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Ahora mismo, lo único que me preocupa y entristece es pensar en el instante en que “mi niña” tenga que abandonar mi vientre. Será un momento duro, lo sé. Porque, tanto tiempo juntas las dos; durmiendo juntas; comiendo juntas; paseando juntas; hablando juntas, y ahora, al menor suspiro, ella por un lado y yo por otro, sin saber la suerte que correrá. No sé, no sé si podré soportarlo, y más pensando en todo el bien que me ha hecho. Tengo que estar preparada, sí, para ese trago amargo que me espera. Tengo que mentalizarme para cuando llegue la hora de la verdad tener fuerza suficiente para cerrar los ojos y no verla, pues, de lo contrario, ¡ay virgen de la pesadumbre, que no respondo de mí! Mucho me desgarra también, pensar que nunca faltará una mente vacía de sensibilidad y de amor que a la hora de comadrear este caso mío, a ella, a “mi niña”, la llamen Solitaria, así, como una cosa repugnante. Pero yo no. Para mí siempre será “mi niña del alma”, y si en alguna ocasión he de llamarla por su nombre, la llamaré Tenia. Pío Mª Yagüe.

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El sueño Supongo que todo fue por culpa de la cena. Nunca me han sentado bien las comidas pesadas y aquella cena desde luego que lo fue. Como entrantes tomé queso, embutidos, tartaletas de hojaldre rellenas de ensaladilla rusa, taquitos de tortilla de patatas, croquetas y canapés de salmón, paté y aceitunas rellenas de pimiento rojo. El primer plato consistió en una suculenta sopa de mariscos acompañada por un ligero cóctel de gambas; para el segundo me sirvieron un especiado estofado de ternera con patatas al gratén. Y para acabar, como postre, me permití el capricho de mezclar tres de mis debilidades: helado de chocolate, una suerte de tarta de manzana (algo agria, todo hay que decirlo), mousse de limón de elaboración casera y tarta de queso. Después de este banquete titánico, era normal que tuviera el estómago a punto de estallar y que un sopor comenzara a invadirme poco a poco. Esa placentera sensación de adormecimiento dio paso a la más terrible de las pesadillas que jamás había tenido en mi vida. Tan sólo dormí durante una media hora (no tenía mucho más tiempo), pero fue suficiente para que mi mente elaborara a traición aquel horrible sueño que jamás se me iría de la cabeza mientras viviese. Todo comenzaba como un sueño bucólico y pastoril en el que yo paseaba distraídamente por un prado mirando el paisaje a izquierda y derecha. Como suele pasar en los sueños, yo no me veía a mí mismo, tan sólo veía lo que mis oníricos ojos admiraban a lo largo de aquel bello paraje. De repente, mis pies notaron una humedad caliente y repulsiva producida por una viscosa sustancia que les empapaba por completo. Bajé mi mirada y con horror comprobé que había pisado un charco de sangre. Al volver a levantar la vista, la escena había cambiado: el prado verde era ahora un páramo rocoso y, al lado de una cueva, un matarife manipulaba sus cuchillos con pericia: estaba despedazando una vaca con una rapidez inaudita, como uno de esos cocineros de los restaurantes japoneses que preparan la comida en la propia mesa donde tú estás sentado. A su alrededor se disponían cientos de cuerpos de estos animales abiertos en canal y, tanto el suelo como el propio matarife y la enorme roca donde se abría la oquedad (de cuyo interior salían unos mugidos tan desesperados como los de un ser humano), estaban cubiertos por una espesa capa de sangre. Era repugnante, una sensación de asco y repulsión ascendió por todo mi cuerpo materializándose en un repentino vómito que no pude reprimir. Pero lo peor del sueño no fue eso. De repente, el matarife giró su cuerpo hacia donde yo estaba y, tras mirarme penetrantemente, se dirigió con determinación hacia mí. Entonces, mezclada con la sensación de asco, sentí una extraña sensación de miedo descontrolado que provenía de mi fuero más interno y que al principio no comprendía. Como instintivamente miré de nuevo a mis pies, y con pavor descubrí que mis pies no eran pies humanos sino pezuñas vacunas. Al levantar mis ojos vi al matarife a mi lado con el enorme cuchillo en alto y, un segundo después, noté el frío filo hundiéndose dolorosamente en mi piel blanquinegra. Noté, con un sufrimiento infinito e indescriptible, cada uno de los pasos del despiece que hizo con mi cuerpo...

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Desperté sobresaltado, con el corazón latiendo furiosamente y mi respiración agitada como un mar en tormenta. No tuve mucho tiempo para padecer la sensación de ahogo interior y el profundo malestar que había creado en mí aquel horrible sueño que nunca olvidaría, porque, tras unos quince minutos, dos agentes de la prisión me condujeron (no sin alguna absurda y desesperada resistencia por mi parte) a la sala donde me esperaba la silla eléctrica. MIGUEL ÁNGEL CASASOLA

Luna

Nunca me he sentido tan bien como con Alex. Creo que el año y medio que llevo viviendo en su casa ha sido la época más feliz de mi vida. Al principio de todo, estaba sola, perdida en el desconsuelo de esta ciudad que me venía grande, maltratada por todos, vagando por las calles sin rumbo fijo. Después fue peor, llegaron los días en que mi vida se convirtió en un negro abismo que casi me vuelve loca; fue cuando me metieron entre rejas, en aquel horrible lugar que me resulta doloroso recordar, donde incluso una vez me apalearon y del cual muchos no salieron vivos. Yo fui afortunada. Un día conocí a Sebastián; él fue quien me rescató del abismo y de aquel estrecho mundo de penurias y marginación en el que me hallaba inmersa. Siempre le estaré agradecida. Durante dos años conviví con él, fueron tiempos tranquilos, y sé que me quería mucho. Pero de repente murió, y volví a quedarme sola. Fue entonces cuando Alex entró en mi vida. La primera vez que le vi apenas me fijé en él. No me pareció nada especial, me pareció un hombre como cualquier otro de los que había conocido; pero me equivoqué. Alex sí se fijó en mí. Fue él quien se aproximó. Me habló y después, de improviso, acercó una mano a mi cuello y me acarició. Yo suelo ser algo arisca y mi reacción normal habría sido la de apartarme bruscamente y mostrarme enfadada, pero no lo hice. No lo hice porque, a pesar de que mucha gente me había acariciado antes –o al menos lo había intentado–, jamás nadie lo había hecho de una forma tan ensimismada, tan deslizante, tan sentida y penetrante como lo hizo Alex. Al momento quise quedarme con él para siempre. Y él quiso quedarse conmigo. Me encanta escuchar mi nombre, Luna, pronunciado por su voz. Cuando lo dice, parece que el sonido se ralentizase durante un instante en su paladar, como si lo estuviera saboreando, como si fuese miel fluyendo lentamente, para finalmente estallar en un alegre estruendo. Sí, sin duda mi nombre jamás ha sonado tan bien. Me gusta tanto oírlo en su boca que algunas veces, tan sólo por el placer de escucharlo, cuando estamos solos en casa y él está absorto viendo la tele o leyendo o haciendo cualquier otra cosa, me voy a una habitación y permanezco allí en silencio hasta que se percata de mi ausencia. Entonces me llama por mi nombre y me pregunta cariñosamente que dónde estoy; yo salgo de mi improvisado escondite y voy a su encuentro. Soy feliz a su lado y creo que realmente le quiero. A veces, sin embargo, dudo sobre si Alex sentirá lo mismo y tan intensamente como yo. Soy muy apasionada y me entrego

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sin concesiones por naturaleza, daría la vida por él si fuera necesario. Muchas veces me pregunto si esto es normal, si no es exagerado, si merece la pena; me pregunto si no estaré dando todo a cambio de casi nada. Es cierto que yo siempre me he conformado con poco, soy así; pero, a pesar de ello, me hago estas preguntas, sobre todo cuando pienso en las ocasiones en que me hace sentir mal. Como, por ejemplo, cuando está enfadado por algo que le ha pasado en el trabajo y al llegar a casa se muestra hosco y ceñudo conmigo –e incluso alguna vez me ha gritado–, sin tener yo la culpa de nada; o cuando necesito acuciantemente estar con él, pero no se da cuenta –o no quiere darse cuenta– y no me hace caso... Por esto y otras cosas, me enfado a veces, y en alguna ocasión hasta le he enseñado los dientes. Pero no soy capaz de estar mucho tiempo de morros con él, porque cuando le escucho decir suavemente “Luna”, con ese timbre de cariño en su voz recia pero dulce, me entran ganas de correr hacia él, saltarle encima, lamerle, sentir el tacto de sus manos en mi piel, ver sus ojos sonriéndome mientras me habla... Nunca he sido tan feliz como ahora. Sin embargo, hay algo, una esquirla de imperfección en este paraíso, que hace que mi felicidad no sea completa: no puedo confesarle mis inquietudes a Alex, no puedo decirle lo que pienso ni lo que siento. Y es que él no puede entenderme cuando le hablo, no comprende mi lenguaje. Eso hace que a veces me sienta como trasquilada por dentro. Sé que los gestos también pueden llegar a convertirse en un elocuente lenguaje y, de hecho, yo le hablo moviendo mi cola alegremente, posando con cariño mis patas delanteras sobre sus rodillas; intento transmitirle mi amor cada vez que acaricio con mi lengua sus labios o sus manos, cada vez que me acurruco pegada a sus piernas para que sienta el calor de mi cuerpo... pero aún así me falta algo. Nunca he sido tan feliz como ahora, es cierto. Pero mi alma se llena de rabia, tristeza y dolor al asumir que él jamás comprenderá el significado de mis ladridos cada vez que le digo: “te quiero”. MIGUEL ÁNGEL CASASOLA

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Manías

Nadie entendía aquella manía suya. Los enfermeros habían soportado estoicamente su excentricidad durante meses, pero él ya empezaba a advertir en sus ojos una cierta antipatía hacia esa costumbre de lo más incomprensible para ellos. Los enfermeros siempre con su forma de ver las cosas en blanco y negro. Aunque sopesándolo seriamente, era normal su irritación: durante tres meses habían hecho la vista gorda y lo inusual es que no se hubiesen hartado antes, pensaba Pelayo. Es cierto que en un lugar como éste las rarezas están permitidas, son en realidad como una marca de admisión en el “club”: quien no se sale de la norma, no entra. Le vino a la cabeza el interno de pelo rubio y cicatriz en la ceja derecha, cuyo nombre desconocía porque nunca había hablado con él: solía de vez en cuando subirse a una silla y, dirigiéndose al techo, recitar poemas. Y ese otro tipo que a Pelayo le caía bien, Alberto, tenía la costumbre de sentarse en el suelo y mirar fijamente a través de la ventana de la izquierda durante horas y horas (a veces más de siete), inmóvil, hierático, como si sus músculos, afectados de una inverosímil amnesia, hubieran olvidado su función; sólo sus ojos delataban que aún tenía vida. Pelayo se preguntaba qué demonios podía estar mirando tanto tiempo con tanta devoción, las vistas desde la ventana no eran precisamente muy emocionantes: a la derecha, las ramas más altas de la palmera canaria del pequeño jardín; a la izquierda, el techo del pabellón 3, donde habían colocado aquellos feos paneles solares, producto de una subvención del gobierno de la Comunidad, supuestamente para modernizar el centro (en opinión de Pelayo, tal vez con ello consiguieran meter al psiquiátrico de lleno en el siglo XXI, en el consumo energético ecológico y todas esas mandangas, pero no cabía duda de que afeaban el edificio). En resumidas cuentas, casi todos allí tenían sus maniáticas costumbres y sus rarezas. Pero hay rarezas y rarezas. Y el problema es que la suya, en propias palabras del psiquiatra, está empezando a costar dinero al centro, Pelayo, tenemos que empezar a comportarnos de forma lógica. Pero Pelayo pensaba que para costear eso están también las subvenciones y no sólo para hacer un poco más horroroso el ya de por sí feo paisaje que se veía desde la ventana de la izquierda de la sala común. Así que él tenía la firme convicción de continuar practicando el mismo ritual todos los lunes y jueves en el desayuno, que eran los días en que les servían tostadas, lo que más le gustaba para desayunar. Aquella mañana de lunes, Pelayo se sentó como siempre en una de las alargadas mesas del comedor junto a los demás internos del pabellón 2, no sin antes haber puesto a su lado la pequeña papelera que había acarreado desde su habitación; luego llenó su taza de café, solo y sin azúcar, hasta casi rebosar (le encantaba el café); acto seguido cogió con parsimonia una tostada, la untó con mantequilla con gran fruición y finalmente la tiró a la papelera. Repitió esta misma operación durante el tiempo que duró el desayuno, tomándose, eso sí, unos descansos para disfrutar de su café y rellenar la taza varias veces. Sabía que después, el psiquiatra volvería a amonestarle e intentar convencerle de que no hiciera aquello. También le preguntaría, como siempre, que por qué lo hacía. Y él le respondería lo mismo de siempre: no me gusta la mantequilla. MIGUEL ÁNGEL CASASOLA

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El adivino

La puerta estaba abierta y ninguna recepcionista le paró los pies. Se tumbó en el sofá imitando lo que él sabía, aunque ésta era su primera vez en el psicólogo. La habitación tenía frío. La habitación tenía el frío de toda la ciudad. Sus paredes eran delgadas como la epidermis de las mujeres que de tan mayores ya no pueden ni lavarse solas. Eran delgadas incluso de frente, y tenían láminas colgadas porque el peso de los cuadros podría partirlas. Había caminado hasta aquel polígono industrial para no encontrarse en la sala de espera con algún conocido que le preguntase. Tardó. En realidad sólo habían pasado treinta segundos desde que llegó, pero cuando uno tiene las palabras en la boca el tiempo es una larga cola para entrar al baño. Y más en su caso, que había pillado a su mujer con su mejor amigo, en su cama y con el que debía haber sido su gesto de placer. El psicólogo no le dejó hablar, Ella tenía un pañuelo rojo recogiendo su pelo. Las sábanas verdes en el suelo dejaban claro que no era un simple revolcón, que la pasión les hacía sudar, que guiaba sus manos haciendo círculos por el que, cuando llevaba ropa, era su escote o el acantilado que todos los suicidas buscan. Sus piernas temblaban y su boca no encontraba el beso ni la frase: - Te quiero aunque seas un estúpido y pienses que te engaño. Era exactamente lo que él había visto hacía unas horas. Pero aquella última frase no tenía sentido, era él el engañado. ¿Y cómo lo sabía aquel hombre? Lo miró buscando un parche en un ojo, un pañuelo en la cabeza, una bola de cristal y unas cartas. No encontró nada. -¿Es adivino? - No, por supuesto que no. Lo máximo que intuyo es que no volverá por aquí. - Entonces, ¿quién se lo contó? - Usted esta misma tarde me lo contó, que había traicionado a su mejor amigo. - ¿A mi mejor amigo? - Sí, usted es su mejor amigo. Francisco José Najarro Lanchazo

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Coeficiente Nací en una familia de tontos. Ocho tontos éramos, mi madre y sus siete hijos tontos. Ella tenía el pelo de una sirena secada al sol, los ojos de una sepia, la inteligencia de una estrella de mar. Yo era el tonto más pequeño, el único que aún podía salvarse de mirar a la vida sin miedo. Mi madre me compraba libros y esperaba que yo los leyera, pero a mí me gustaba tirarlos al bidón con fuego que calentaba la casa y pensar que las letras transformadas en humo nos cultivaban a todos los hermanos. No éramos pobres, sólo tontos, y por eso no usábamos la calefacción, porque no sabíamos, y por eso mi madre contrató a un profesor particular, en su ignorancia de que existían profesores no particulares. Aprendí que la Luna no caía porque un pescador la sujetaba, que los osos son osos, porque a un oso le gustaban los palíndromos, y que Miguel Hernández aprendió a ser pastor, pero no poeta. Mi madre era una mujer humilde, honesta, un bollo de pan sacado antes de tiempo del horno, una madre que disfrutaba viendo como su hijo tonto dejaba de serlo con la ayuda de un hombre loco, que a veces decía que dos y cuatro eran doce, y me lo demostraba señalando su reloj. Mis hermanos me odiaban, mis hermanos tontos no soportaban mis clases, no por celos ni por envidia, sino por aburrimiento, como los amantes que eligieron el cuerpo frente al alma. Ahora busco, igual que lo hizo Juan Preciado, a mi padre, el único que entiende lo que digo y no se asusta. Francisco José Najarro Lanchazo

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Comunidad de vecinos

Él amaba sus cuarenta años, no su cuerpo impoluto de tiempo. Él tartamudeaba al hablar con tal fuerza que se esperaba la caída de un árbol, como si un pájaro carpintero se empeñara en hablar. Él trabajaba en Correos y tenía el pelo graso y leía las cartas de chicos atractivos a sus novias atractivas, de melenas atractivas. Ella sabía que le encantaban sus cuarenta años, no su ombligo revivido. Ella se desnudaba con la luz contraída para que sus pechos se intuyeran al otro lado de la ventana pero sin mostrar la urgencia que tenían de una mano imberbe. Ella cocinaba guisantes de lata con jamón envasado al vacío y canturreaba lo que oyó y lloraba al imaginar una cebolla. Ellos vivían como calcetines sucios debajo de la cama. Ellos requerían lo que no les pertenecía, uno la experiencia, una la pasión. Ellos se tocaron hasta atravesar los poros y perdieron el frío de los pies y la sangre de la lengua. Yo veía sus cuarenta años usurpados. Yo sabía lo desconocido por los dos. Yo jugaba y apostaba y bebía. ¿Y tú dónde estabas? Tú me espiabas desde arriba, con la ventana abierta para combatir el calor y la curiosidad. Tú querías amar mis sesenta años y tirar mis zapatillas de estar por casa y que te exigiera tu ropa interior. Nosotros nos saludábamos en el ascensor. Nosotros llamábamos a la Presidenta carroñera en las reuniones de las nueve de la noche de los martes primeros de los meses de siempre. Nosotros no nos escribíamos cartas, cambiábamos nuestros nombres del buzón por los de parejas ya probadas: Juan Ramón y Zenobia, Antonio y Leonor, Gala y Dalí y Lorca. Vosotros pulsáis el botón de un portero automático. Vosotros tocáis el timbre de una puerta hasta que se abre. Vosotros estáis en la mirilla de todos los vecinos y del resto de lectores y del escritor que escribe esto. Francisco José Najarro Lanchazo

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Camille y el rey El rey de aquel reino se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha francesa, hermosa y gentil. Muhammad, llamado el Venerable, era un monarca de barba longa y canosa, cabello blanco y bien cuidado, su tez morena denotaba su naturaleza árabe, y a pesar de su edad su porte era erguido. Iba enfundado en su chilaba y caminaba presto en sus pantuflas bordadas y puntiagudas. Su boca y sus miradas daban sensación de serenidad. Camille vivía en la Rue Rivoli, en un palacete; su padre era el barón de Achy y su madre había fallecido de parto Su cara era muy bella, de boca pequeña, nariz perfecta, ojos verdes almendrados y cabello pelirrojo, de cuerpo y piernas bien formados por la práctica de la danza. Había recibido una educación exquisita: idiomas, ballet y música, literatura y filosofía. Su padre se había arruinado, dilapidando en juegos de casino las tierras y fortuna heredadas. Se conocieron en un concierto de piano, en el que interpretaba su mejor música Claude Debussy. Al monarca acompañaban cuatro personas de su séquito y un diplomático francés llamado Denis Florit; a Camille la llevaba del brazo su progenitor. El barón y el rey extranjero intimaron a través del diplomático. Tuvieron varios encuentros a los que ella siempre asistía por imperativo de su padre; visitaron los principales monumentos de Paris y el palacio y jardines de Versalles y acudieron a la Ópera a deleitarse con las mejores obras de Mozart. Por Denis fueron sabedores que el reino de Muhammad se llamaba Taquistán..que poseía tierras fértiles y un maravilloso palacio cercado de altas murallas, formado por edificios ornamentados con bellos azulejos y yeserías con caracteres cúficos, un magnífico jardín con fuentes cantarinas, una jaula con pájaros exóticos, un lago artificial con cisnes blancos y un recinto acotado con cincuenta elefantes. Tenía tres esposas y más de doscientas concubinas, además de cuarenta odaliscas en su serrallo, donde también residían treinta y dos hijos menores. El rey tomaba afrodisíacos y todavía tenía la capacidad de engendrar. De los 14 hijos mayores , unos eran gobernadores de ciudades limítrofes, otros estaban recibiendo educación militar y los adolescentes realizaban estudios profundos del Corán y de diversas materias con profesores especialmente elegidos. El rey quedó prendado de Camille y la pidió en matrimonio, regalándole un collar de esmeraldas, del que colgaba un dije con un diamante de varios kilates y múltiples facetas. A ella le agradaba su carácter amable, su trato delicado y, por qué no, su gran fortuna y las joyas y piedras preciosas que atesoraba. Sería la cuarta esposa y su favorita, se casarían en la mezquita principal del reino y tendría que convertirse al Islam. Entoces su nombre cambiaría al de Kalima. Llegó el día de la marcha: Un tren de lujo tenía que salir de la estación de Montparnasse a las diez de la mañana, llevando únicamente como viajeros al rey, a su séquito e invitados. Para Camille y su padre habían reservado un compartimento preferente, pero éstos no aparecieron. El tren demoró su partida más de tres horas. Aquella misma mañana, a las once, encontraron al barón en su casa con un tiro en la sien derecha y su hija había desaparecido Otros También el diplomático Florit se hallaba en paradero ignorado.

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Pasaron de este incidente dos años. En el Moulin Rouge, Toulouse Lautrec dibujaba a las bailarinas del Can Can, entre ellas estaba Camille. Fernando García Santacruz 2009

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La historia inexplicable

A las ocho de la mañana del día 6 de Abril de 1479 se apoderó de Ezequiel Ariza una gran desazón, se quedó inmóvil y expectante, presentía que un gran peligro le amenzaba. Escuchó una gran algarabía, un fuerte ruido de gente y de metal que llegaba hasta su puerta. Sonaron dos aldabonazos -¡Abran a la Inquisición! Un gran estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Tal fue el susto que sus cabellos se erizaron y un sudor frío perlaba toda su frente. Entonces se percató que había sido descubierto, que alguien le había delatado. Su única hija, Rebeca, al oír tanto ruido se puso una túnica y acudió presta a la parte baja, justamente a tiempo para oír las palabras fatídicas: -¡Ezequiel Ariza, daos preso por orden del Santo Oficio! El rabino fue detenido por el alguacil mayor, que iba al frente de doce familiares de la Inquisición, convenientemente armados con picas y espadas al cinto. Rebeca quedó anonadada, bruscamente le invadió una horrible crisis de desesperación, su cabeza le daba vueltas, no era capaz de gritar ni de hilvanar un solo pensamiento.. Sólo le acometían locos deseos de matarse, pero no tenía ni fuerza ni valor para ello, era como una agonía continua. En ese momento tuvo el presentimiento del amargo final de su padre. Se tendió en su lecho pero no conseguía aquietarse, se agitaba y revolvía continuamente, sólo cuando rompió a llorar quedó algo más tranquila, aunque dentro de su ser anidaba una cólera sorda que se mezclaba con un profundo sentimiento de odio. Ariza fue conducido al Castillo de San Jorge, a la cámara de audiencia, en donde esperaba fray Juan de San Martin, inquisidor de la causa. -¿Conoce la razón de su apresamiento? - le preguntó -No lo sé, fue su escueta respuesta Entonces le mandó decir el Padrenuestro, el Credo y la Salve. Ariza rezó estas oraciones sin titubear. Le conminó a que confesase y quedó en silencio. Ante su negativa a hablar dispuso le condujeran a una celda secreta que se hallaba en el sótano, en la que únicamente entraba el empleado que servía la comida y que había jurado guardar secreto. Se trataba de una celda estrecha y muy oscura, que olía a humedad y en cuyo extremo había un camastro. El rabino sintió una punzada en el pecho que le subía por la garganta a la cabeza. Las sienes le martilleaban, quería olvidar esta pesadilla, pero era real. El sudor salía lentamente por todos los poros de su piel, estaba lívido, y mientras su corazón latía demasiado aprisa un escalofrío de muerte recorría su espina dorsal. No tenía duda de que le habían delatado. Había perdido su libertad y además temía por su hacienda y por su vida. ¡Qué injusticia no poder elegir religión y forma de vivir en paz con todos los hombres! Nada sabía de su querida hija Rebeca ni ésta conocía donde se habían llevado a su padre ni la suerte que corría, sólo que estaba en manos de la Inquisición. Precisamente el secretismo y el aislamiento era el alma del sistema que seguían; imperaba el silencio, que mantenía una incomunicación total que anulaba voluntades y hacía callar sentimientos y ocultar

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emociones. A pesar de sus muchos años, Ariza fue llevado a la cámara del tormento y, en presencia de un inquisidor, del enviado del arzobispo y de un escribano, le enseñaron los instrumentos del tormento, lo que llamaban “territio”, para que el terror provocara su confesión. Entonces escuchó las siguientes palabras por boca del inquisidor. - Ábrase a la verdad o haremos que entre el verdugo. Descargue su conciencia”. El judío quedó silencioso, por lo que hicieron pasar al verdugo Vimes, que pertenecía a la cárcel real. Su aspecto producía terror por sí mismo.. A Ariza se le mandó desnudar y quedó con ropa suficiente para tapar sus vergüenzas. En ese momento el inquisidor se dirigió a él y le conminó: -Diga la verdad o irá al potro. Esta frase atronó en el recinto con tal gravedad que ensordecieron los oídos del converso y dejaron sus ojos llenos de temor. No podía articular palabra, por lo que lo amarraron a aquel artilugio infernal, ligándole los brazos, los pies y las pantorrillas. -Por amor de Dios Nuestro Señor, no levante falso testimonio y diga la verdad, no se quiera ver en tanto trabajo, le dijo el inquisidor mientras le daban una primera vuelta de mancuerda. -No lo sé. ¡Ay! ¡Ay! ¿Qué me hacen? ¿Qué es lo que he de decir? No tengo cosa alguna que manifestar. Le dieron una segunda vuelta de mancuerda. -¡Ay! ¡Ay! ¡Señor! ¿Por qué no me matan de una vez? Se le apagaron sus grandes ojos, castañearon su dientes blancos, sus brazos y tobillos quedaron retorcidos. Morillo volvió a repetirle las palabras fatídicas: -“Diga la verdad no se quiera ver en tanto trabajo. Declare que después de ser bautizado ha abandonado la religión de Cristo”. Ante el silencio del reo dispuso le fuera aplicada una tercera vuelta de tormento. -¡Dios mío! ¡Dios mío! Fueron las últimas palabras de Ariza antes de quedar desmayado, al no poder soportar tanto dolor. El inquisidor dio por terminada la sesión. El escribano había anotado minuciosamente todo, incluso los gritos y expresiones de dolor y desesperación y las de que le dieran muerte. Ariza fue llevado a su celda secreta y tendido en el camastro. Su cuerpo quedó magullado y sus brazos y tobillos con profundas heridas. Cuando despertó el dolor era intenso, las paredes le asfixiaban, el frío calaba sus huesos, presentía que se acercaba su final. Había sufrido las dentelladas del odio y del vil castigo, el abuso del hombre sediento de catástrofe en su prisión de soledad y exterminio, sintiendo el sufrimiento del martirio que se había hundido en lo profundo de su carne y su inútil huida a través del túnel de la vida. A los dos días, restañadas sus heridas y con una ligera cojera, fue conducido a la cámara de audiencia, en donde al no haber confesado en tormento se le dio por negativo, y al ser convicto con pruebas suficientes fue declarado relajado. Esto suponía que sería conducido en procesión y condenado en un Auto de Fe a morir en la hoguera, después de ser entregado al brazo secular. Vuelto a su celda, el silencio hacía más penosa la oscuridad. Su sueño fue breve y agitado y su despertar una interminable pesadilla. Por su mente pasaban escenas antiguas, se acordaba de su feliz niñez en la judería, de sus correrías en los mercados y plazas de Sevilla, de cómo se amasaba en su casa el pan del shabat en una mesa formada por una tabla y dos caballetes. Se acordaba de su aprendizaje de la Torah, que aunque dictada por Moisés, según el Deuteronomio lo escribió el dedo de Dios, y de su adolescencia con su profunda inmersión en los estudios de los libros bíblicos y

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de la Cábala y sobre todo del Talmud, que era el compendio del conocimiento del hombre judío. A su pensamiento acudía el día de su boda con Filomena, hija de su amigo el rabí de Saragossa Moisés Benevide, recordaba su hermosura y belleza, su dedicación y profundo amor, lo que sufrió con su muerte, cómo tuvo que criar y educar a su única hija Rebeca haciendo de padre y madre, a la que quería con todo su corazón, y revivió en su pensamiento las imágenes nítidas de los felices días del Seder. Al final el cansancio lo dejó dormido. Al día siguiente apenas podía abrir los ojos, sus miembros estaban doloridos y su cabeza le pesaba. Miró hacia una ventana por donde entraba el sol, cuyos rayos lastimaban sus pupilas entreabiertas. Entonces, entró una mujer con una bata blanca que le tomó el pulso y le auscultó con un estetoscopio... Fernando García Santacruz 2009

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La mujer sándwich Caminaba despacio por la Cuesta de San Vicente cuando en la misma acera izquierda vi un grupo de personas que se arremolinaban alrededor de algo o alguien que no vislumbraba. Me acució el gusanillo de la curiosidad y al acercarme observé a una mujer caída en el suelo con los ojos cerrados y cuya mano derecha asía un bolso negro grande. Pero cual no sería mi sorpresa al comprobar que todos la miraban y nadie le prestaba socorro. Rápidamente me agaché, toqué su pecho y comprobé que su corazón latía. Entonces abrió los ojos y le dije si podía hablar, me contestó afirmativamente con un movimiento de cabeza. Le pregunté qué le había sucedido y con voz temblorosa llegó a balbucir que llevaba dos días sin comer. La cogí en brazos y me dirigí hacia un bar situado a unos diez metros, la senté en un silla y pedí al camarero un bocadillo de jamón y un café doble con leche. Mientras comía con avidez la estuve contemplando. Era morena, de cabello castaño y ojos pardos, que a veces bizqueaban, pero lo que verdaderamente me sorprendió fue su pequeña estatura, los pies no le llegaban al suelo, sin embargo su cuerpo era proporcionado. Cuando terminó de comer y apuró la taza, me miró fijamente y me dijo: - Nací hija póstuma en Cuenca, con la rareza de poseer ya un diente. A mi madre le contaron que esto era premonitorio de que estaba destinada a realizar una notable hazaña en mi vida. En la pila bautismal me pusieron el nombre de Luz. Mi progenitora se dedicaba a lavar y planchar ropa. Apenas fui a la escuela, pues los perversos niños se mofaban de mi y me llamaban enana. Cumplí los doce años echando hilvanes en un taller de costura y a los veinte había aprendido el oficio de modista. Hace quince días tuvo lugar el enterramiento de mi madre, encontrándome sola con mis lágrimas en el cementerio, sin deudos ni allegados. Al caer la última paletada de tierra sobre el féretro sufrí un desmayo y únicamente recibí la ayuda de los dos sepultureros. Fue entonces cuando decidí venir a Madrid en busca de trabajo y de unos primos míos que migraron a esta capital y que se dedicaban a la albañilería en Vallecas, pero desconocía su domicilio. Actualmente estoy en el albergue de indigentes de San Isidro, aquí cercano, donde tengo cama y ducha, y a veces me dan ropa interior limpia de niña. He intentado conseguir trabajo de costurera o en el servicio doméstico, pero todo ha sido inútil, siempre me ponían inconvenientes y tuve que soportar más de una sonrisa irónica Tantas vejaciones y miradas han agriado mi carácter y me han hecho verter un sin fin de lágrimas. Cuando puedo y llego a tiempo me llevo a la boca un plato de cocido en los comedores de la calle Canarias, pero he pasado dos días enferma y no he podido desplazarme hasta allí. Después de reconfortarle con las palabras que creí oportunas, le entregué una tarjeta con mi teléfono y le pedí que no dejara de llamarme si no resolvía pronto su acuciante problema. También le entregué cien euros, que se negó a aceptar, pero cuando le dije que era a título de préstamo y que esperaba me lo devolviera, lo guardó en su bolso y me dio las gracias por la ayuda. Pasaron cuatro meses, era principio de otoño, no había sabido más de ella. Paseaba por la calle Preciados observando los músicos callejeros, las figuras inmóviles de los mimos y la mujer que tocaba el organillo. Me paré en el puesto de periódicos y leí en los titulares de la prensa diaria el robo de un millón cuatrocientos euros en la Banca Morgan, donde habían practicado un butrón desde el edificio colateral que estaba en obras. Seguí mi camino hacia Sol y allí pude ver los ojos de una mujer que bizqueaban por encima de un anuncio sándwich de compra y venta de oro, que portaba sobre sus hombros. Era Luz, se alegró mucho al verme. Introdujo la mano en su bolso y me entregó cien euros, diciendo:

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-El préstamo está saldado y le reitero mi agradecimiento. He encontrado a mis primos y los tres estamos viviendo en una chabola en la Cañada Real, aunque espero pronto dar un gran giro a mi vida. Un día más tarde hallaron abandonado en un rincón de la calle Arenal un anuncio sándwich de compra y venta de oro y, entre sus dos partes, estaba el cuerpo sin vida de Luz. Su mano derecha agarraba un gran bolso negro, y cuando lo abrieron contenía exactamente un millón trescientos euros. Fernando García Santacruz 2009

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Epílogo

Este es el cuento de la suma y del encuentro, del estímulo a la creatividad

de la tertulia en torno al texto del autor.

Es el cuento del taxista, el librero y el maestro

de Paloma, Olga y Laura, del banquero, y el sociólogo, de Paco, Pepe y Alejandro,

donde lo imaginado, vivido o leído se ha dibujado con palabras.

Este es el cuento

del taller de escritura compartida, del diálogo y la tolerancia,

armonizado por un ensayista del relato gran profesor y, sobre todo,

amigo de la tertulia y amante de la buena literatura.

Ana Mª Rodrigo Echalecu junio 2009