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Edición al cuidado de Eugenia Huerta Portada de Anhelo Fernández Primera edición, 1977 Segunda edición, aumentada y corregida, 1978 Quinta edición, 1980 Edición digital, 2005 De la edición impresa: Siglo XXI Editores S.A.

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Edición al cuidado de Eugenia Huerta Portada de Anhelo Fernández Primera edición, 1977 Segunda edición, aumentada y corregida, 1978 Quinta edición, 1980 Edición digital, 2005 De la edición impresa: Siglo XXI Editores S.A.

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AL LECTOR

La idea del presente testimonio surgió de la presencia de Domitila Barrios de Chungara en la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, organi-zada por las Naciones Unidas y realizada en México, en 1975.

Allí conocí a esta mujer de los Andes bolivianos, esposa de un trabajador minero, madre de siete hijos, quien llegó a la Tribuna en representación del “Comité de Amas de Casa de Siglo XX”, organización que agrupa a las esposas de los trabajadores de aquel centro productor de estaño.

Sus años de lucha y el reconocimiento de la autenticidad de su compro-miso le valieron recibir una invitación oficial de Naciones Unidas para estar presente en aquel evento.

Única mujer de la clase trabajadora que participó activamente en la Tribuna en representación de Bolivia, sus intervenciones produjeron un profun-do impacto entre los presentes. Eso se debió, en gran parte, a que “Domitila vi-vió lo que otras hablaron”, según el comentario de una periodista sueca.

Este relato, que Domitila considera la “culminación” de su trabajo en la Tribuna, es el grito de un pueblo que sufre porque es explotado. Además, reve-la cómo la liberación de la mujer está fundamentalmente ligada a la liberación socioeconómica, política y cultural del pueblo y que su participación en el pro-ceso se sitúa en este nivel.

No es un monólogo de Domitila consigo misma lo que presento aquí. Es el resultado de numerosas entrevistas que tuve con ella en México y en Bolivia, de sus intervenciones en la Tribuna, así como también de exposiciones, charlas y diálogos que desarrolló con grupos de obreros, estudiantes y empleados uni-versitarios, habitantes de barrios populares, exiliados latinoamericanos residen-tes en México y representantes de la prensa, radio y televisión. Todo ese ma-terial grabado, como también alguna correspondencia escrita, fue ordenado y posteriormente revisado con Domitila, dando lugar al presente testimonio.

Domitila se adapta a las circunstancias concretas en que se encuentra y al público al cual se dirige. Su forma de expresarse en conversaciones personales es bastante distinta de aquella que utiliza en discursos e intervenciones en asambleas o en diálogos con pequeños grupos. Esto explica la diversidad de es-tilo existente en este texto, la cual puede sorprender a algunos lectores.

El lenguaje de Domitila es el de una mujer del pueblo, con sus expre-siones propias, sus localismos y sus construcciones gramaticales marcadas, a menudo, por el idioma quechua que aprendió desde su niñez. A propósito he mantenido este lenguaje que forma parte intrínseca de su testimonio y aporta a la literatura una muestra más de la riqueza contenida en la expresión popular.

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Es bastante escasa la documentación escrita a partir de experiencias vivi-das por gente del pueblo. En este sentido, este relato puede llenar un vacío y constituir un instrumento de reflexión y orientación, útil a otras mujeres y hom-bres entregados a la causa del pueblo en Bolivia y en otros países, particular-mente de América Latina.

Este libro es, por lo tanto, un instrumento de trabajo. Domitila aceptó de-jar su testimonio en la perspectiva de “aportar un granito de arena, con la espe-ranza de que sirva para la generación nueva”. “Porque —dice ella— es impor-tante tomar experiencias de nuestra misma historia” así como también de “la experiencia de otros pueblos”. Y para eso, “debe haber testimonio” que sirva para “reflexionar sobre nuestra acción y criticarla”.

La escuela donde se ha forjado Domitila es la vida del pueblo. En el monótono y duro trabajo cotidiano de ama de casa de las minas descubrió cómo el trabajador no es el único explotado, ya que, por efectos del sistema, lo son también ella y su familia. Esto la motivó a participar activamente en la lucha organizada de la clase trabajadora. Junto con sus compañeras, vive en carne propia las derrotas y triunfos de su pueblo. Y a partir de eso interpreta la rea-lidad. Todo lo que comenta es vida y proyección.

Domitila no pretende presentarnos un análisis histórico de Bolivia, tam-poco del movimiento sindical minero o del Comité de Amas de Casa de Siglo XX. Sencillamente narra lo que ha vivido, cómo lo ha vivido y lo que ha aprendido para continuar en la lucha que ha de llevar a la clase obrera y al movimiento popular a ser dueños de su destino. Sin embargo, son pocos los testimonios de un hombre o una mujer de la mina, de la fábrica, del barrio marginado o del campo, donde el protagonista no solamente narra la situación en que vive, sino que está consciente de las causas y mecanismos que crean y mantienen tal situación y está comprometido en la lucha por cambiarla.

En este sentido sí, el testimonio de Domitila contiene elementos para un análisis histórico profundamente innovador, porque expresa una interpretación de los hechos a partir de una visión popular.

Por eso es primordial, para no desvirtuar este relato, permitir hablar a una mujer del pueblo, escucharla y procurar entender cómo vive, siente e inter-preta los acontecimientos.

Nada de cuanto está aquí consignado es ajeno a la realidad de Bolivia. Porque el itinerario personal de Domitila se inscribe dentro de la gran trayec-toria de la clase trabajadora y del pueblo boliviano.

Éste fue el motivo que me llevó a dividir el libro en tres partes: la pri-mera, donde Domitila describe “su pueblo”, las condiciones de vida y de trabajo del hombre y de la mujer de las minas y su integración al movimiento

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obrero organizado. La segunda, donde narra “su vida” personal relacionada con los acontecimientos históricos de su pueblo. La tercera, que presenta el panorama de las minas en “1976”, especialmente después de la huelga sostenida por los mineros en los meses de junio-julio.

Quiero aquí expresar mi admiración y mi agradecimiento a las mujeres de las minas de Bolivia que, en la persona de Domitila, nos dan la oportunidad de conocer y comprender mejor el temple de la clase trabajadora boliviana y de las mujeres que, desde Bartolina Sisa, Juana Azurduy, María Barzola, no cesan de luchar por la verdadera libertad de su pueblo.

También quiero agradecer a todos los amigos, compañeras y compañeros que, de distintas formas, han colaborado para que este testimonio se vuelva una realidad.

Que hable Domitila.

M.V. 30 de diciembre de 1976

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La extraordinaria difusión que este libro ha tenido desde el momento en que apareció, provocó también la reacción de algunos grupos que intentaron deformar la orientación y el contenido del texto. Domitila Barrios de Chungara ha escrito a la Editorial pidiendo se incorpore una última conversación man-tenida en La Paz en marzo de 1978 con la autora del libro, Moema Viezzer:

“Así como está el libro es mi verdadero pensamiento actual y la expresión que yo quiero darle. Lo he leído y estoy conforme en cuanto al contenido y también al método de trabajo que hemos utilizado. Quiero decir que estoy de pleno acuerdo para que se siga, publicando el libro así como está y que sirva realmente este aporte que hemos querido dar”.

Domitila Barrios de Chungara

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RESULTADO DE LAS ENTREVISTAS MANTENIDAS ENTRE DOMITILA Y MOEMA EN MARZO DE 1978

M.—Domitila, has manifestado el deseo de hacer algunas aclaraciones con relación a ciertas interpretaciones de tu testimonio. ¿Qué te gustaría decir?

D.—Bueno, en primer lugar, lo que yo pienso es que el libro es un relato, y se lo debe leer en forma global. No sacar un párrafo suelto, y ponerlo de acuerdo a su pensamiento o a su forma de ser, sino que el libro está todo relacionado y uno tiene que leer el trabajo comprendiéndolo desde el principio hasta el fin. También pienso que este relato puede ser un texto para análisis y crítica, pero no se trata de buscar en él un lineamiento teórico en sí. Es un relato de mi experiencia.

Por ejemplo, respecto al partido, aun cuando en mi testimonio me he referido más al sindicato, yo pienso que en sí, la lucha por la liberación del pue-blo la debe manejar un partido que sea realmente de los oprimidos y explotados que son los trabajadores. O sea, que nosotros tenemos que tener nuestro propio partido y nosotros tenemos que encaminarlo, ¿no? Ahora, con mi poca visión que yo tengo de la realidad boliviana, no porque no quiero tenerla, sino porque los medios no están a mi alcance, yo creo que es necesario integrar a los intelec-tuales con nosotros. Porque nosotros no queremos hacer nuestra lucha aparta-da, los obreros y campesinos nomás, sino que tiene que estar la gente inte-lectual. Pero siempre tienen ellos que estar acomodados a nuestra realidad, aplicando correctamente la teoría marxista-leninista a la realidad del país. Y el partido tiene que estar hegemonizado por la clase obrera y los campesinos. Y también tienen que participar los otros sectores populares. Me hicieron notar que en mi testimonio yo no menciono, por ejemplo, a los barrios marginados. Es cierto que yo desconozco mucha realidad de nuestro país. Me imagino a veces, cuál debe ser la situación de los barrios marginados. Pero en sí, no, yo no he vivido con ellos. Sé que su situación es mucho más arruinada que la de noso-tros, los mineros y entonces pienso: si los mineros viven en tan bajas condicio-nes de vida... ¿qué será de la situación de los campesinos, de los barrios margi-nados y toda esa gente que no he llegado a conocer? Pero yo no quiero hablar de una manera puramente teórica de mi pueblo. Por eso es, quizás, que yo no haya mencionado a algunos grupos, porque yo no los conozco. ¿Qué podría yo decir de aquel barrio marginado, de aquella compañera campesina si no los conozco? Yo no quiero hablar sólo teóricamente. Quiero conocerlos.

M.—Algunas personas dicen que das a entender que con el socialismo se resuelven todos los problemas de la liberación de la mujer.

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D.—No. Lo que yo pienso es que el socialismo, en Bolivia como en cualquier país, será el mecanismo que creará las condiciones para que la mujer alcance su nivel. Y lo hará a través de su lucha, a través de su participación. Y será obra de ella misma también su liberación.

Pero yo pienso que en este momento es mucho más importante pelear por la liberación de nuestro pueblo junto con el varón. No es que yo acepte el machismo, no. Sino que yo considero que el machismo es también un arma del imperialismo, como lo es el feminismo. Por lo tanto, considero que la lucha fun-damental no es una lucha entre sexos; es una lucha de la pareja. Y al hablar de la pareja, hablo yo también de los hijos, de los nietos, que tienen que integrarse, desde su condición de clase, a la lucha por la liberación. Yo creo que esto es lo primordial ahora.

M.—¿Quieres decir algo sobre la metodología empleada en la elabora-ción y aplicación de Si me permiten hablar...?

D.—Sí. Yo quisiera recalcar eso, ¿no? Yo he sido entrevistada por cente-nares de periodistas, de historiadores, de mucha gente que ha venido con televi-siones, con películas, de diferentes partes del mundo a entrevistarme. Y en la misma forma sé que vienen antropólogos, sociólogos, economistas, a visitar el resto del país, a estudiar. Pero de todos esos materiales que se llevan, son muy pocos los que han regresado al seno mismo de la clase, al pueblo, ¿no? Entonces yo quisiera pedir a toda aquella gente que en sí piensa que quiere colaborar con nosotros, que todo aquel material que lo han llevado, lo hagan volver a nosotros, como tú lo has hecho con este problema de la metodología que tú utilizas, ¿no?, para que sirva al estudio de nuestra propia realidad. Si me permiten hablar... ha de servir al pueblo porque está regresando al seno mismo del pueblo. En la misma forma yo pienso que las películas, documentos, estudios que se hacen sobre la realidad del pueblo boliviano, deben regresar también al seno mismo del pueblo boliviano para ser analizadas, criticadas. Porque si no, seguimos igual y no hay un aporte que nos ayude a comprender mejor nuestra realidad y a solucionar nuestros problemas. Son muy pocos, son contados los trabajos que han servido a esto.

Por esto yo quiero decir que estoy conforme con el método de trabajo que hemos utilizado. Pienso que es correcto que Moema haya captado y no haya cambiado lo que yo quise decir y quise interpretar. Ojalá que en Bolivia y en otros países se recojan las experiencias del pueblo no solamente para elaborar teorías a nivel intelectual, para elaborar teorías foráneas, sino que sirva, como dice el título que le pusiste al libro, para que se le permita hablar al pueblo.

Y principalmente quiero referirme, en el método de trabajo empleado, a eso: que después de transcribir y ordenar las grabaciones, este testimonio vuel-

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ve ahora a la clase trabajadora para que en conjunto: obreros, campesinos, amas de casa, todos, incluso la juventud y los intelectuales que quieren estar con nosotros, recojamos las experiencias, analicemos y notemos también los errores que hemos cometido en el pasado, para que, corrigiendo estos errores, nosotros podamos hacer mejores cosas en el futuro, orientarnos mejor, encaminarnos mejor a ver la realidad de nuestro país y crear nosotros mismos los instru-mentos que hacen falta y mejorar nuestra lucha para liberarnos definitivamente del imperialismo e implantar el socialismo en Bolivia. Yo creo que éste es el principal objetivo de un trabajo como es este libro.

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TESTIMONIO

La historia que voy a relatar, no quiero en ningún momento que la inter-preten solamente como un problema personal. Porque pienso que mi vida está relacionada con mi pueblo. Lo que me pasó a mí, le puede haber pasado a cientos de personas en mi país. Esto quiero esclarecer, porque reconozco que ha habido seres que han hecho mucho más que yo por el pueblo, pero que han muerto o no han tenido la oportunidad de ser conocidos.

Por eso digo que no quiero hacer nomás una historia personal. Quiero hablar de mi pueblo. Quiero dejar testimonio de toda la experiencia que hemos adquirido a través de tantos años de lucha en Bolivia, y aportar un granito de arena con la esperanza de que nuestra experiencia sirva de alguna manera para la generación nueva, para la gente nueva.

Quiero decir también que considero este libro como la culminación de mi trabajo en la Tribuna del Año Internacional de la Mujer. Allí teníamos pocos momentos para hablar y comunicar lo mucho que hubiéramos deseado. Y tengo la oportunidad de hacerlo ahora.

Finalmente quiero esclarecer que este relato de mi experiencia personal y de la experiencia de mi pueblo, que está peleando por su liberación —y a la cual me debo yo—, quiero que llegue a la gente más pobre, a la gente que no puede tener dinero, pero que sí necesita de alguna orientación, de algún ejemplo que les pueda servir en su vida futura. Para ellos acepto que se escriba lo que voy a relatar. No importa con qué clase de papel pero sí quiero que sirva para la clase trabajadora y no solamente para gentes intelectuales o para personas que nomás negocian con estas cosas.

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I SU PUEBLO

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LA MINA

Empezaré por decir que Bolivia está situada en el cono sur, en el corazón de Sudamérica. Tiene unos cinco millones de habitantes nomás. Somos poquitos los bolivianos.

Al igual que casi todos los pueblos de Sudamérica, hablamos el cas-tellano. Pero nuestros antepasados tenían sus diferentes idiomas. Los dos prin-cipales eran el quechua y el aymara. Estos dos idiomas son bastante hablados en Bolivia también hoy día por una gran parte de los campesinos y muchos mineros. En la ciudad también se conserva algo de los mismos, especialmente en Cochabamba y Potosí, donde se habla bastante el quechua, y en La Paz, don-de se habla bastante el aymara. Además, muchas tradiciones de estas culturas se mantienen, como por ejemplo su arte de tejer, sus danzas y su música, que hoy día, incluso, llaman mucho la atención en el extranjero, ¿no?

Yo me siento orgullosa de llevar sangre india en mi corazón. Y también me siento orgullosa de ser esposa de un trabajador minero. ¡Cómo no quisiera yo que toda la gente del pueblo se sienta orgullosa de lo que es y de lo que tiene, de su cultura, su lengua, su música, su forma de ser y no acepte de andar extranjerizándose tanto y solamente tratando de imitar a otra gente que, finalmente, poco de bueno ha dado a nuestra sociedad!

Es muy rico nuestro país, sobre todo en los minerales: estaño, plata, oro, bismuto, zinc, hierro. El petróleo y el gas son también una fuente importante de explotación. Además tenemos, en la zona oriental, grandes campos donde se cría el ganado, tenemos maderas, frutas y muchos productos agrícolas.

Aparentemente, el pueblo boliviano es dueño de estas riquezas. Por ejemplo, las minas, sobre todo las grandes, non estatales. Han sido nacionaliza-das de sus dueños que eran Patiño, Hoschschild y Aramayo que nosotros llamá-bamos los “barones del estaño” y que se volvieron famosos en todas las partes por su inmensa fortuna. Incluso se dice que Patiño llegó a ser uno de los cinco hombres más millonarios del mundo, ¿no? Aquellos señores eran bolivianos, pero bolivianos con tan mal corazón que han traicionado al pueblo. Han ven-dido todo nuestro estaño a otros pueblos y nos han dejado en la miseria porque todo su capital lo han invertido en el extranjero, en bancos, industrias, hoteles y todo tipo de cosas. Y así, cuando se han nacionalizado aquellas minas que eran suyas, en realidad era poco lo que había en Bolivia. Y pese a esto, los indemni-zaron. Y, por mala suerte, se han creado nuevos ricos y el pueblo no ha dis-frutado ningún beneficio de esta nacionalización.

La mayoría de los habitantes de Bolivia son campesinos. Más o menos el 70 % de nuestra población vive en el campo. Y viven en una pobreza espantosa,

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más que nosotros los mineros, a pesar de que los mineros vivimos como gitanos en nuestra propia tierra, porque no tenemos casa, solamente una vivienda pres-tada por la empresa durante el tiempo en que el trabajador es activo.

Ahora, si es verdad que Bolivia es un país tan rico en materias primas, ¿por qué es un país de tanta gente pobre? ¿Y por qué su nivel de vida es tan bajo en comparación con otros países, incluso de América Latina?

Es que hay fugas de divisas, pues. Hay muchos que se han vuelto ricos, pero invierten toda su plata en el extranjero. Y nuestra riqueza se la entregan a la voracidad de los capitalistas, a precios ínfimamente bajos, a través de conve-nios que no son de provecho para nosotros. Bolivia es un país bien favorecido por la naturaleza y nosotros podríamos ser un país muy rico en el mundo; sin embargo, a pesar de que somos tan poquitos habitantes, esta riqueza no nos pertenece. Alguien dijo que “Bolivia es inmensamente rica, pero que sus habi-tantes son apenas unos mendigos”. Y en realidad así es, porque Bolivia se halla sometida a las empresas trasnacionales que controlan la economía de mi país. Y a esto también se presta mucha gente boliviana que se deja comprar por unos cuantos dólares y así hace la política con los gringos y les siguen en sus trampas. El problema, para ellos, es solamente cuánto más pueden ganar para sí mismos. Cuanto más pueden explotar a los trabajadores, más felices están. Aunque el obrero se caiga de desnutrición, de enfermedad, esto no les importa. Bueno, quizá podría contarles algunas experiencias que nosotros hemos tenido en Bolivia. Como vivo en un centro minero, yo, de lo que más conozco es de los mineros.

En Bolivia, más o menos el 60 % de las divisas que ingresan al país provienen de la minería. Las otras divisas que entran son del petróleo y de otras fuentes de explotación.

En las minas estatales, parece que se agrupan unos 35 000 trabajadores. Pero en las minas privadas, parece que se agrupan otros 35 000. Yo creo, entonces, que hay unos 70 000 trabajadores mineros en Bolivia.

Las minas nacionalizadas son administradas por la Corporación Minera de Bolivia, que nosotros decimos la COMIBOL. Hay una oficina central en La Paz y hay oficinas locales en cada centro minero del país. Aquí donde vivo, por ejemplo, hay un gerente que administra el centro minero de Siglo XX-Catavi-Socavón-Patiño-Miraflores. Éste es el centro minero más grande de Bolivia, con más experiencia revolucionaria y donde ha habido más masacres por parte de los gobiernos de turno.

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En el exterior-mina trabajan los técnicos y los empleados de la empresa en los almacenes, la fundición, el ingenio1, las pulperías2, el departamento de bienestar social de la empresa.

En el interior-mina trabajan los mineros. Cada mañana deben ellos entrar hasta un lugar muy malsano donde hay falta de aire, mucho gas y fetidez pro-ducida por la copagira3. Y en ahí tienen que quedarse durante ocho horas, sa-cando el mineral.

Antes, cuando la mina era nueva, se sacaba solamente lo bueno, siguien-do una veta. Pero desde hace unos veinte años, la cosa es diferente. Ya no hay tanto mineral. Entonces empezaron con el sistema del block-caving. Desde adentro le meten pura dinamita y eso hace explotar una parte del cerro. Los mineros sacan toda esa piedra, la mandan a la chancadora4 y después al ingenio para que se saque el mineral. De muchas toneladas de piedra, pocas toneladas se saca de puro mineral, pues. Es muy duro y peligroso este trabajo en el block, porque todo revienta, todo salta. Y tanto polvo hay, tanto, que uno no puede ver ni siquiera a un metro de distancia. Y también ocurren muchos accidentes, porque hay veces que los trabajadores tienen la impresión de que toda la di-namita reventó y entonces se van a seguir con su trabajo y, de repente, otra vez revienta... y la gente, allí mismo se queda en pedazos, ¿no? Por esto yo no quie-ro que mi marido trabaje en el block, a pesar de que los que allí trabajan ganan un poco más.

Hay también otros tipos de trabajadores. Por ejemplo, los “veneristas” son mineros que trabajan en forma particular y venden su mineral a la empresa. Hay unos dos mil veneristas que trabajan en grupos de tres o cuatro con un jefe de grupo. Hacen pozos de un metro o metro y medio de ancho por unos quince metros de profundidad, hasta llegar a la roca. Entonces bajan por una cuerda y allí adentro hacen pequeños túneles por donde se meten, arrastrándose. Y van a buscar el estaño que se posita en los hoyos de la roca. No hay ninguna pro-tección, ningún tipo de ventilación. Es de lo peor. Allí trabajan muchos mineros que fueron retirados de la empresa por tener la enfermedad profesional de mina que es la silicosis. Y como no tienen otra fuente de trabajo, tienen que buscar la manera de sobrevivir. Hay también campesinos que vienen a Lla-llagua y empiezan su vida de minero trabajando con los veneristas, pero viven

1 Planta de procesamiento de minerales. 2 Centro de abastecimiento —a base de un sistema racionado de venta de alimentos a cuenta del salario mensual del trabajador— administrado por la empresa minera. 3 De “copaquira” = agua mineralizada, de color amarillento o plomizo, proveniente de los relaves. 4 Del quechua chanqay = moler, machucar. Máquina moledora de piedras grandes.

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una situación terrible de explotación, porque los veneristas les pagan unos 10 pesos5 diarios, o sea la mitad de un dólar, ¿no?

Otros son los “locatarios”, que trabajan también por su cuenta y venden el mineral a la empresa. Pero la empresa no les pone ni palas, ni picotas, ni dinamita, nada. Todo ellos se lo compran, todo. La empresa les fija parajes que ya han estado en explotación anteriormente y, entonces, siempre hay mineral. Más o menos, pero siempre hay. La empresa paga a los locatarios de acuerdo a la alta o baja ley del mineral que encuentran. Pero se queda siempre con el 40 % por derecho al uso del terreno, creo yo.

Otros son los “lameros”, o sea personas que trabajan los deslaves del mineral. En la planta, la empresa concentra el mineral y de allí sale una agua, que en el recorrido va asentando restos de mineral y se vuelve así como un río de agua turbia, espesa. Esto lo recogen los lameros, lo lavan, lo concentran y lo entregan a la empresa. Piro en eso los lameros son menos favorecidos que los locatarios, porque los locatarios tienen lugares asignados, mientras que los la-meros buscan así, al azar. Y resulta que hay veces que trabajan bastante y no encuentran nada.

Así que son varios los grupos de personas que trabajan en los centros mineros.

DÓNDE VIVE EL MINERO

Siglo XX es un campamento minero y todas las viviendas aquí son de la empresa. Al ladito está el pueblo de Llallagua, donde también viven muchos mineros, al igual que en otras poblaciones civiles cercanas.

La vivienda que ocupa el trabajador en el campamento, y que desde todo punto de vista es prestada, la tiene él cuando ya ha cumplido algunos años de servicio. No es inmediatamente que la empresa nos presta la vivienda, por la escasez que hay. Muchos mineros trabajan hasta cinco, diez años sin tener su vivienda. Y entonces se van a alquilar cuartos en una de las poblaciones civiles.

Además, la vivienda es prestada solamente durante el tiempo en que el trabajador está en la empresa. Una vez que se muere o es retirado del trabajo por la enfermedad profesional, que es el mal de mina, la botan de la vivienda a la viuda o a la esposa del trabajador y ella tiene noventa días para desocupar la pieza.

Nuestra vivienda es muy reducida, o sea que es un cuartito de cuatro por cinco o seis metros. Ese cuartito tiene que sala, comedor, despensa, dormitorio.

5 E1 cambio actual es de 20 pesos bolivianos por 1 dólar estadounidense.

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En algunas viviendas hay dos cuartitos, y entonces uno sirve de cocina; y tienen también un corredorcito. En esto consiste la vivienda que nos presta la empresa, pero solamente las cuatro paredes, sin ningún servicio de agua o instalación sanitaria. Y así tenemos que vivir con más nuestros hijos, en una gran estrechez. En mi caso, armamos tres camas en el cuarto; es todo lo que entra. Aquí duermen mis siete hijos, aquí hacen los chicos sus tareas, aquí comemos, aquí juegan los chiquitos. En el cuartito de atrás tengo una mesa y una cama donde duermo con mi marido. Las cositas que tenemos, bueno, tienen que estar atau-cadas6 en el techo, ataucadas en el corredorcito, ataucadas unas sobre otras. Y las wawas7 tienen que dormir algunas en las camas y otras debajo de ellas. Así.

Hace mucho frío en el altiplano. Entonces ponemos en las camas pa-yasas8 de paja que hacen en la región. Un colchón cuesta de 800 a 1 000 pesos. A nosotros nos es difícil comprar eso. En su mayoría los mineros tienen esas payasas de paja. En mi hogar, por ejemplo, no tenemos un solo colchón. Y la pa-yasa dura poco porque es hecha de yute y es un poco incómoda, también. Pero, ¿qué vamos a hacer? La payasa se rompe por un lado, se rompe por el otro y tenemos que ver la manera de hacerla durar, remendando aquí y allí.

En el campamento tenemos luz eléctrica que nos da la empresa. Algunas horas durante el día y toda la noche.

También tenemos agua potable. Pero no en las viviendas. Son piletas co-munes que hay en los barrios. Hay que hacer cola para recibir agua.

Así que no gozamos de tantas comodidades. Por ejemplo, no tenemos un baño en la vivienda. Hay baños públicos, es cierto, pero son diez a doce duchas para toda la gente, tanta gente, tantísima gente, porque son para lodo un cam-pamento. Y entonces las duchas se abren un día por medio: un día para las mujeres y otro día para los varones. Funcionan las duchas cuando hay petróleo. Porque, para calentar el agua, solamente a petróleo trabajan.

También los servicios higiénicos, las letrinas, solamente las hay en las casas del personal técnico de la empresa. No existen en las viviendas de los trabajadores. Son públicas y también son así, en número de diez. Pero eso es para todo un barrio, ¿no? Para todo un barrio. Muy rápido se ensucian y no hay agua corriente. En la mañana hacen la limpieza los trabajadores de la empresa que están destinados para esto; pero después, todo el día tiene que estar así sucio. Y si falta el agua, durante varios días. Sobre esto, sobre esto, tenemos que ocupar las letrinas. Así.

6 Amontonadas unas sobre otras. 7 Palabra quechua = niños. 8 Colchón de paja brava.

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Hay bastantes problemas de agua, especialmente en la población civil. Allí sufren más que nosotros. Tienen que hacer unas colas enormes. De lejos, de lejos tienen que venir a buscar agua. Y en la población civil tampoco tienen luz eléctrica como nosotros. Es bien difícil la vida de ellos.

Pero a pesar de tanta falta de comodidad en las viviendas, no es fácil conseguirse una, por la escasez que hay. Para eso se hacen competencias de cosas. Por ejemplo, a un compañero que ha trabajado diez años, le anotan 10 puntos; si tiene siete hijos con más la esposa, anotan 8 puntos; si trabaja en el interior-mina, anotan otros puntos. Entonces que, para conseguir la vivienda, el trabajador tiene que ganar un determinado número de puntos: ser más antiguo en la empresa, tener mayor número de hijos, trabajar en el interior-mina. Hay compañeros que se enferman muy pronto con el mal de mina y mueren sin tener ni siquiera ese beneficio de una vivienda prestada.

Claro que se hacen reclamos. Siempre se ha tratado ese problema en las minas. Pero la empresa nos plantea de que está en quiebra, que no puede ocu-parse de hacer más viviendas. Y las viviendas del campamento en su mayoría son las mismas que se construyeron cuando la empresa era particular9. Después de la nacionalización, casi todo quedó en lo mismo y muy pocas viviendas fueron construidas. Recién están aumentando algunas. De tanto reclamar y hacer huelgas, conseguimos que arreglaran un poco las viviendas que estaban a punto de caerse. Han puesto algunos parches que las empresas constructoras han arreglado; pero en algunos casos, muy poco sirvieron. Un poco de aguacero y se están cayendo. Así.

Por esta escasez de vivienda que hay, otras personas se juntan para vivir con los que tienen derecho a ella. A éstos les llamamos “agregados”. En mi caso, por ejemplo, mis tres hermanas vinieron a vivir conmigo. Entonces yo puse una cama en la cocina y la convertí en cuarto para ellas. Y afuerita arreglé la cocina debajo de una calamina10. Y así vivimos durante varios años. Los agregados no son siempre familiares. Pueden ser amistades. Por ejemplo, cuando recién vine a Siglo XX, también me fui a agregar. Pero yo ni conocía las personas con quienes fuimos a vivir. Se conocieron mi marido con el señor en su trabajo. Aquel señor era antiguo y mi marido era nuevo en la empresa. Entonces le avisó al señor que la dueña de la casa donde estábamos era mala, nos cerraba las puertas y todo eso. Y el otro dijo a mi compañero: “vente a mi casa”. Y nos fuimos a vivir en ahí, yo y mi marido. Y estuvimos con ellos durante un año.

9 Antes de 1952. 10 Lámina acanalada de zinc, que se usa para techo.

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Éramos recién casados. Ellos tenían tres hijitos y sus hermanitas de él también vivían en ahí. Nos sobrellevábamos bien, nos turnábamos a cocinar. Y cocinábamos en una olla grande para todos. Así vive mucha gente, durante va-rios años.

Claro, hay leyes respecto a las empresas y que las empresas deben dar vi-vienda a los trabajadores. Pero de nada sirven esas leyes. Y los trabajadores mineros, que en gran parte sustentan la economía del país, al fin y al cabo ni su casita pueden tener.

COMO TRABAJA EL MINERO

En la mina hay dos sistemas de trabajo: uno que es del personal técnico y el otro que es el trabajo del minero. La mina no para. Trabaja día y noche. Y para esto han dividido a los tra-bajadores en tres turnos. Algunos cambian de turno mensualmente, otros quin-cenalmente y otros semanalmente. Mi compañero, por ejemplo, cambia de tur-no cada semana. Hay tres puntas11 cada día. Contando el tiempo necesario para entrar a la mina en el convoy y para salir del socavón, la primera punta ingresa a las 6 de la mañana y sale a las 3 de la tarde; la segunda entra a las 2 de la tarde y sale a las 11 de la noche y la tercera entra a las 10 de la noche y sale a las 6 de la mañana. Cuando el trabajador está en primera punta, las mujeres tenemos que levantarnos a las 4 de la mañana para preparar el desayuno al compañero. A las 3 de la tarde llega él de la mina y hasta esta hora no ha comido nada. Porque no hay modo de meter comida dentro de la mina. No se les permite. Y quema, ade-más, al pasar por tantos lugares dentro de la mina. Hay tanto polvo, tanta calor, aparte de las dinamitas que revientan, que, si llegaran a comer algo, comerían una cosa que les haría daño. Habría que organizar todo de otra manera. Y la empresa; dice que no es posible hacer esto. Si la empresa quisiera, podría establecer corredores limpios y sanos allí adentro. Pero no le interesa. La empresa otorga estos tratos preferencia les a los técnicos. Por ejemplo, los ingenieros trabajan menos tiempo. Y a las 10.30 les traen su vianda. Tienen derecho. A las 11.30 ya almuerzan allí adentro. Si la empresa quisiera que almuercen los trabajadores a su hora, podría darles lo mismo a ellos. Pero no. Con un desayuno están los trabajadores desde las 5 de la mañana hasta las 3 de la tarde, cuando llegan de vuelta a su casa. Y los que viven más lejos, como en

11 Turnos de trabajo.

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Uncía, tienen que levantarse a las 3 de la mañana e irse hasta Socavón, Patiño, Miraflores y otras bocaminas que quedan bien-bien lejos. ¿Cómo aguantan, entonces, en la mina? Mascando coca con lejía. La coca, son unas hojas que tienen un sabor así un tanto amargo, pero que sí, a uno le hace olvidar el hambre. La lejía es ceniza de los tallos de quinua12 mezclada con arroz y anís, que la gente mastica con la coca para sacarle su sabor demasiado amargo. Entonces, eso mascan los mineros para darse ánimo y para que resista su estómago. El trabajo en la mina es agotador. Mi compañero, por ejemplo, llega a la casa y así vestido se echa a dormir. Duerme hasta dos o tres horas y recién se le-vanta a almorzar. Lo peor, lo más duro es la punta de noche. El minero trabaja durante toda la noche y viene a dormir en el día. Pero como la vivienda es chica y las viviendas del campamento están así lado a lado, no hay un lugar donde vayan a jugar los chiquitos; allí mismo se quedan metiendo bulla. Y las paredes son tan delgadas que, cuando hablan los vecinos, parece que allí mismo estuvieran, al lado de nosotros. Entonces el trabajador no puede dormir y se sale aburrido. Ni siquiera puede descansar. Ésta es la punta que más odia mi marido y los traba-jadores en general. Pero son obligados a ir a esta punta. Tienen que someterse a las reglas de la empresa, si no, los retiran. Mi compañero trabaja en esta forma hace casi veinte años. Todos los mineros trabajan ocho horas completas dentro de la mina. Las puntas son iguales. Apenas 35 años es el promedio de vida de un trabajador minero. En-tonces ya está totalmente enfermo, con mal de mina. Como tanto hacen reventar explosivos para sacar el mineral, entonces estas partículas de polvo se introdu-cen a los pulmones, a través de la respiración, por la boca y la nariz. Y en los pulmones, esto llega a carcomer v llega a hacer pedazos el pulmón. Y los traba-jadores comienzan a vomitar sangre. Negra, morada se les hace la boca. Y al fi-nal botan pedazos de pulmón y ya se mueren. Ésta es la enfermedad profesio-nal de mina o silicosis. Y los mineros tienen, además, esta desgracia: a pesar de que mantienen la economía nacional con su sudor y su sangre, lo que logran a la larga es ser des-preciados por todos, porque nos tienen horror y piensan que les contagiarán nuestra enfermedad, a pesar de que esto no es verdad. Pero son creencias que existen tanto en el campo como en la ciudad. Y por eso muchos no quieren alquilarnos viviendas porque piensan que el mal de nuestros compañeros va a

12 Cereal del altiplano.

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traspasar las paredes y contagiar a los vecinos. Y también, porque los mineros mascan la coca para darse ánimo en el trabajo, entonces dicen que los mineros son adictos a la droga, son los “khoya locos”, los locos de la mina. Así que es serio nuestro problema. Los que viven en las minas, en su gran mayoría son campesinos que de-jaron sus tierras del altiplano porque no les alcanzan para vivir. Las tierras del altiplano producen una sola vez al año una sola cosa: la papa. Todo lo demás produce muy poco, Hay años en que el tiempo es favorable, que produce buena papa, pero hay años que no produce ni asicito, y los campesinos no llegan a re-coger ni la semilla que han plantado. Entonces toda la familia se va a la ciudad o se viene a la mina. Y aquí llegados, encuentran la situación que describí, pues. Claro que la propaganda del gobierno quiere hacer ver que nosotros tenemos una vida holgada y cuando hablan de los mineros, incluso son capaces de decir que tenemos vivienda gratuita, agua potable gratuita, energía eléctrica gratuita, educación gratuita, pulpería barata y otras cosas más. Pero que venga quien quiera a Siglo XX y por sí mismo podrá darse cuenta de nuestra realidad: la vivienda es pésima, además de que no es dada, sino prestada; el agua, sola-mente la tenemos de piletas públicas; los baños son colectivos; la energía eléctri-ca la tenemos en las horas que nos da la empresa; la educación nos sale muy ca-ra porque tenemos que comprar uniforme, material escolar y tantas otras cosas; la pulpería barata es parte del sueldo de nuestros compañeros, ¿no? Entonces, para mantenernos en este estado miserable, a los trabajadores les pagan una miseria. Por ejemplo, a mi marido, que trabaja en una sección especial del interior-mina, le pagan ahora 28 pesos diarios, o sea unos 740 pesos mensuales. El año pasado le pagaban 17 pesos por día, o sea que ni un dólar diario. Tenemos un subsidio familiar de 347 pesos y fracción, más una cuota que determinó el gobierno a raíz de la devaluación monetaria y que es de 135 pesos y fracción por mes. También hay aumento de sueldo por trabajos nocturnos. Sumando todo esto, mi compañero llega a ganarse unos 1 500 a 1 600 pesos mensuales. Pero, con todo lo que descuentan en la empresa para la caja del seguro social, la pulpería, edificios escolares y otras cosas, nunca ese dinero llega a nuestras manos, ¿no? A veces mi marido retira 700 pesos, 500 pesos, a veces nos quedamos debiendo a la empresa. Y de eso tiene que vivir mi familia de nueve personas. Pero hay trabajadores que están en una situación todavía peor. Un dirigente de nosotros, un gran hombre al cual mataron, una vez nos explicó, en forma muy sencilla, el porqué de esta situación. Y nos dijo: —”Los diez mil trabajadores de Siglo XX producimos, compañeros, 300 a 400 toneladas de estaño cada mes”. Y agarró una hoja de papel y continuó:

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“Esto representa nuestra ganancia, esta hoja en entero. Ésta es toda la ganancia que habíamos producido en un mes. ¿Cómo se reparte eso?” Entonces partió aquella hoja de papel en cinco partes iguales. “De estas cinco partes —dijo—, cuatro se las lleva el capitalista extranjero. Es su ganancia. Para Bolivia queda solamente una parte. “Ahora, esta quinta parte también está distribuida de acuerdo al sistema en que vivimos, ¿no? Entonces de eso el gobierno se lleva casi una mitad para gastos de transporte, aduanas y derecho de exportación del mineral, lo que es una forma más de hacer ganar al capitalista, ¿no? Porque nosotros, gastando nuestros propios camiones, acabando con ellos, tenemos que llevar nuestros minerales hasta Guaqui, en la frontera con Perú. En Perú tienen puerto. Entonces, de allí los minerales tienen que ir en barco hasta Inglaterra, a fundirse en la fundición de Williams Harvey. De allí tienen que ser transportados en barco hasta Estados Unidos para que allí se fabriquen las cosas que después los otros países, y Bolivia incluso, compran de Estados Unidos a precios tan altos. En todo eso el capitalista se llevó otra vez casi la mitad de este 1/5 de ganancia que nos correspondía a nosotros. “Luego, de esta mitad que sobró, agarra nuevamente el gobierno, para su beneficio y para el grupo que lo sigue: para las Fuerzas Armadas, para el sueldo de sus ministros y para cuando se van de giras por los países. Y ellos invierten ese dinero en capitales extranjeros, para que cuando caigan del poder, entonces puedan irse a otro país, ya como nuevos millonarios, con dinero ya asegurado. “Y otra parte de eso llega a ser para los órganos de represión, para el ejército, para el DIC13, para sus soplones, para beneficiar a todos ellos. “Y de estito que sobró, saca el gobierno otra parte para el servicio del seguro social, para la salud, para los hospitales, para pagar la luz eléctrica que consume el pueblo. Luego, otra partecita para la pulpería barata, para tener contentos y felices a los mineros. Y nos hacen creer que nosotros, por 'bondad del gobierno' tenemos cuatro artículos congelados que son el pan, la carne, el arroz y el azúcar y dicen que 'por su magnificencia' el gobierno nos regala eso. Pero él se lo agarra de aquí mismo, de lo que producimos nosotros, ¿no? “Y de esta otra partecita que sobró, también saca una parte para los ma-teriales de trabajo, palas y picas para los obreros. “Además, saca para su esposa y las esposas de los ministros, para que den regalitos en los días de la madre y de Navidad. “Y así sacan y siguen sacando. Y miren, que de toda esta plata que cuesta el estaño, después de emplearla en tantas cosas, sobra poquito, pero bien po-

13 Departamento de Investigaciones Criminales.

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quito para el salario de los diez mil trabajadores mineros que hemos sacado este estaño. Así que estamos casi en la nada, ¿no?” Así nos mostró la situación aquel dirigente. Una vez yo tuve la oportunidad de explicar eso en una conferencia a que estaba invitada. Eso fue en el 74, creo yo. En el Alto de La Paz se estaban dictan-do unos cursillos de capacitación para unas compañeras que se habían agrupa-do en una Federación de Madres de Familia. Allí estaban algunos jóvenes de la Universidad, que eran economistas. Y hubo, sí, un planteamiento muy importante. Y ellos agarraron un pizarrón y les hablaron a las mujeres del problema de la economía del país, cómo había fuga de divisas, cómo se repartían las riquezas en Bolivia. Pero había muchas señoras en ahí que no sabían leer y que no entendían el problema. Y una señora humilde, con su wawita cargada, se paró y dijo: “Joven, tantos números has hecho en ahí. Nosotras no los hemos entendido. Y no has hablado, pero, del Mutún...14 ¿Qué pasa con el Mutún? ¿Qué está ha-ciendo el gobierno con el Mutún? Mi hijo ha regresado del cuartel y me ha dicho que sí, que hay hierro en el Mutún y que con ese hierro se hacen camio-nes. ¿Por qué, entonces, el gobierno, en vez de estar regalando el Mutún a los extranjeros, no hace aquí algunas fábricas, y quizás allí nuestros hijos podrían encontrar trabajo?” Bueno, por la poca preparación que tengo, yo logré entender lo que ha-bían dicho aquellos compañeros de la Universidad. Yo quería simplificar lo que entendía de todo aquel bollo de números que nos escribió en el pizarrón aquel señor. Entonces yo les hablé a las compañeras Y les expliqué las cosas en nues-tro lenguaje, más o menos en la misma forma en que nos había instruido aquel dirigente. Había mucha rabia entre las señoras. Y decían que eso no sabían sus es-posos, pero que ellas les iban a avisar cómo se manejaba la economía de Bolivia. Y preguntaban: “¿Por qué hacen eso?” Entonces les dije: “Bueno, esto es lo que hay que preguntarles a los gobiernos: por qué hacen eso”. Ahora pienso: si nosotros cambiáramos este sistema de vida, si el pueblo llegara al poder, con las medidas que se adoptarían eso no ocurriría. Incluso, nuestra vida se alargaría. Porque lo primero que haríamos sería poner un atajo a la mina. Que se compren maquinarias nuevas, por ejemplo, para que rinda el trabajo. Que el sistema de alimentación sea más de acuerdo al desgaste físico que tienen que aguantar nuestros compañeros. Incluso yo pienso que nuestros compañeros no deben morirse así nomás en la mina. Allí uno entra y, hasta que 14 Yacimiento de hierro inexplotado, situado en el departamento de Santa Cruz, en la frontera con Brasil.

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no puede más alzar una pala, una picota, recién tiene el derecho de retirarse y recibir su pequeña indemnización. Antes no le dan ni un centavo. En cambio, si el Estado velara por el capital humano, lo primero que ha-ría —y cuando nosotros un día vamos a estar en el poder yo pienso que se ha de hacer— sería decretar que cada minero no debe trabajar más que cinco años en el interior-mina. Y al mismo tiempo que está trabajando en ahí, la misma em-presa le debe hacer aprender algún oficio para que, cuando salga de la mina después de cinco años, se pueda retirar y colocar en otro oficio, como un buen carpintero, un buen zapatero, por ejemplo. Pero que tenga alguna rama donde ganar su vida y no acabarse en la mina hasta lo último. Porque, finalmente, siguiendo como estamos... ¿Cuándo conseguiremos tener una sociedad sana? Y si al hombre lo vamos a seguir tratando solamente como una fuerza que tiene que producir, tiene que producir y que se muera; y cuando muere se lo cambia por otra fuerza que es otro hombre, también para arruinarlo... bueno, se está botando al capital humano, que es lo más importante para la sociedad, ¿no? UN DÍA DE LA MUJER MINERA Mi jornada empieza a las 4 de la mañana, especialmente cuando mi com-pañero está en la primera punta. Entonces le preparo su desayuno. Luego hay que preparar las salteñas15, porque yo hago unas cien salteñas cada día y las vendo en la calle. Hago este trabajo para completar lo que falta al salario de mi compañero para satisfacer a las necesidades del hogar. En la víspera ya prepa-ramos la masa y desde las 4 de la mañana hago las salteñas, mientras doy de co-mer a los chicos. Los chicos me ayudan: pelan papas, zanahorias, hacen la masa. Luego hay que alistar a los que van a la escuela por la mañana. Luego lavar la ropa que dejé enjuagada en la víspera. A las 8 salgo a vender. Los chicos que van a la escuela por la tarde me ayudan. Hay que ir a la pulpería y traer los artículos de primera necesidad. Y allí en la pulpería se hacen inmensas colas y hay que estar hasta a las 11 avián-dose16. Hay que hacer fila para la carne, para las verduras, para el aceite. Así que todo es hacer fila. Porque, como cada cosa está en un lugar distinto, así tie-ne que ser. Entonces, al mismo tiempo que voy vendiendo las salteñas, hago cola para aviarme en la pulpería. Corro a la ventanilla para buscar las cosas y venden los chicos. Después los chicos van a hacer cola y yo vendo. Así.

15 Empanada típica boliviana, rellena con carne, papas, ají y otras especias. 16 Aviarse = abastecerse de alimentos.

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De las cien salteñas que preparo, saco un promedio de 20 pesos diarios, ya que si las vendo todas hoy, me gano 50 pesos; pero si mañana vendo sola-mente 30 salteñas, entonces pierdo. Por eso digo que el promedio de mi ganan-cia es de 20 pesos por día. Y yo tengo suerte, porque la gente me conoce y com-pra de mí. Pero algunas de mis compañeras llegan a alcanzar solamente 5 a 10 pesos diarios. De lo que ganamos mi marido y yo, comemos y vestimos. La comida está bien cara: 28 pesos el kilo de carne; 4 pesos la zanahoria; 6 pesos la cebolla... Si pensamos que mi compañero gana 28 pesos por día, apenas da, ¿no? La ropa, esto cuesta más caro. Entonces, trato de coser todo lo que puedo. Prendas para abrigarnos, no las compramos hechas. Compramos lana y teje-mos. También, al principio de cada año, gasto unos 2 000 pesos comprando te-las y un par de zapatos para cada uno de nosotros. Y esto la empresa lo va des-contando mensualmente del salario de mi esposo. A eso llamamos “paquete” en las papeletas de pago. Y ocurre que, antes que terminemos de pagar el “paque-te”, ya se nos acabaron los zapatos. Así es, pues. Bueno, de las 8 hasta las 1 de la mañana yo vendo entonces las salteñas, hago las compras en la pulpería y también hago mi trabajo del Comité de Amas de Casa, conversando con las compañeras que también vienen a aviarse. Al mediodía tiene que estar listo el almuerzo, porque otros chicos tienen que ir a la escuela. En la tarde hay que lavar ropa. No tenemos lavaderos. Usamos bateas y hay que ir a agarrar agua de la pila. También hay que corregir las tareas de los chicos y preparar todo lo necesario para las salteñas del día siguiente. Hay veces que se presentan con urgencia cosas para resolver en el Comi-té por las tardes. Entonces hay que dejar de lavar para ir atender a esto. El trabajo del Comité es diario. Hay que darle siquiera dos horas por día. Es un trabajo totalmente voluntario. Las demás cosas, hay que hacerlas de noche. Los chicos traen bastante tarea de la escuela. Y la hacen por la noche, sobre una mesita, una silla o un ca-joncito. Y hay veces que todos tienen tarea y entonces a alguno le pongo Una batea sobre la cama y en ahí trabaja. Cuando mi marido va a trabajar en la mañana, duerme a las 10 de la noche y los chicos también. Cuando trabaja por la tarde, entonces está afuera durante la mayor parte de la noche, ¿no? Y cuando trabaja en la punta de noche, solamente el día siguiente vuelve. Así que yo tengo que adaptarme a estos horarios.

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Generalmente no podemos contar con la ayuda de otra persona para la casa. Lo que gana el compañero como salario es demasiado poco y más bien nosotras tenemos que ayudarnos, como yo que hago salteñas. Otras compañe-ras se ayudan tejiendo, otras cosiendo ropa, otras haciendo tapetes, otras ven-diendo en la calle. Otras no pueden ayudar y entonces la situación es realmente difícil. Es que no hay fuentes de trabajo, pues. No solamente para las mujeres, sino también para los jóvenes que se vuelven del cuartel. Y la desocupación vuelve a nuestros hijos irresponsables, porque se van acostumbrando a depen-der de sus padres, de su familia. Muchas veces se casan sin haber podido conse-guir trabajo, y con más su compañera se vienen a la casa a vivir. Entonces, así vivimos. Así es nuestra jornada. Yo me acuesto general-mente a las 12 de la noche. Duermo entonces cuatro a cinco horas. Ya estamos acostumbradas. Bueno, pienso que todo esto muestra bien claro cómo al minero doble-mente lo explotan, ¿no? Porque, dándole tan poco salario, la mujer tiene que ha-cer mucho más cosas en el hogar. Y es una obra gratuita que le estamos hacien-do al patrón, finalmente, ¿no? Y, explotando al minero, no solamente la explotan a su compañera, sino que hay veces que hasta los hijos. Porque los quehaceres en el hogar son tantos que hasta a las wawas las hacemos trabajar, por ejemplo recibir carne, recibir agua. Y hay veces que tienen que hacer colas grandes, hacerse apretar y maltra-tar. Cuando hay escasez de carne en las minas, se hacen esas colas tan largas que hay incluso niños que mueren aplastados por recibir carne. Hay una deses-peración terrible. Yo conocí a niños que así han muerto, sus costillitas frac-turadas, ¿y por qué? Porque las madres, tanto tenemos que hacer en el hogar, que entonces mandamos a nuestros hijos a hacer colas. Y a veces hay una apre-tadura tan terrible, que eso ocurre: que aplastan a los niños. En esos últimos años hemos visto varios casos así. Y también hay otra cosa que se debería tomar en cuenta y que es el perjuicio que se hace a los niños que no van a la escuela por hacer mandados. Cuando durante dos, tres días se espera la carne y no llega, se está haciendo cola todito el día. Y las wawas, dos, tres días faltan a la escuela. O sea que al trabajador tratan de no darle ninguna comodidad. Que se las arregle como pueda. Y listo. En mi caso, por ejemplo, trabaja mi marido, tra-bajo yo, hago trabajar a mis hijos, así que somos varios trabajando para man-tener el hogar. Y los patrones se van enriqueciendo más y más y la condición de los trabajadores sigue peor y peor.

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Pero, a pesar de todo lo que hacemos, todavía hay la idea de que las mujeres no realizan ningún trabajo, porque no aportan económicamente al ho-gar, que solamente trabaja el esposo porque él sí percibe un salario. Nosotras hemos tropezado bastante con esta dificultad. Un día se me ocurrió la idea de hacer un cuadro. Pusimos como ejemplo el precio del lavado de ropa por docena y averiguamos cuántas docenas de ropa lavábamos por mes. Luego el sueldo de cocinera, de niñera, de sirvienta. Todo lo que hacemos cada día las esposas de los trabajadores, averiguamos. Total, que el sueldo necesario para pagar lo que hacemos en el hogar, comparado con los sueldos de cocinera, lavandera, niñera, sirvienta, era mucho más elevado que lo que ganaba el compañero en la mina durante el mes. Entonces en esa for-ma nosotras hicimos comprender a nuestros compañeros que sí, trabajamos y hasta más que ellos, en cierto sentido. Y que incluso aportábamos más dentro del hogar con lo que ahorramos. Así que, a pesar de que el Estado no nos reco-nozca el trabajo que hacemos en el hogar, de él se beneficia el país y se bene-fician los gobiernos, porque de este trabajo no recibimos ningún sueldo. Y mientras seguimos en el sistema actual, siempre las cosas van a ser así. Por eso me parece tan importante que todos los revolucionarios ganemos la pri-mera batalla en nuestro hogar. Y la primera batalla a ganar es la de dejar par-ticipar a la compañera, al compañero, a los hijos, en la lucha de la clase traba-jadora, para que este hogar se convierta en una trinchera infranqueable para el enemigo. Porque si uno tiene el enemigo dentro de su propia casa, entonces es un arma más que puede utilizar nuestro enemigo común con un fin peligroso. Por esto es bien necesario que tengamos ideas claras de cómo es toda la situa-ción y desechar para siempre esta idea burguesa de que la mujer debe quedarse en el hogar y no meterse en otras cosas, en asuntos sindicales y políticos, por ejemplo. Porque, aunque esté solamente en la casa, de todos modos está metida en todo el sistema de explotación en que vive su compañero que trabaja en la mina o en la fábrica o en lo que sea, ¿no es cierto? ORGANIZACIÓN OBRERA La tradición de lucha del pueblo boliviano la debemos principalmente a la clase trabajadora, que no ha permitido que los sindicatos caigan en manos de los gobiernos. El sindicato siempre debe ser una organización independiente y debe seguir los lineamientos de la clase trabajadora. Esto no quiere decir que sea apolítico. Pero, bajo ningún pretexto puede ponerse el Sindicato al servicio del gobierno, porque si tomamos en cuenta que nuestros gobiernos de hechura

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capitalista representan a los patrones, defienden a los patrones, nunca el Sin-dicato tiene que estar al servicio de ellos. La clase trabajadora minera está organizada en sindicatos. Por ejemplo, aquí donde vivo, hay cinco sindicatos que son el de los mineros de “Siglo XX”, el de “Catavi”, el “20 de Octubre de los Locatarios”, el de los “Veneristas” y el de los “Lameros”. Los sindicatos están a su vez agrupados a nivel nacional en la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB). Pero existen también los sindicatos de constructores, fabriles, transportistas, campesinos, ferroviarios, etcétera. Y cada grupo de estos sindicatos también tiene su Federación. Todas estas federaciones están agrupadas en la Central Obrera Boliviana, la COB. A través de documentos y de congresos se organizaron todos los gru-pos sindicales, así, en forma general. Y si, por ejemplo, los mineros tienen un problema determinado, los fabriles de una fábrica tienen otro problema, todo eso se anota en un papel y en un congreso se dice: por los mineros vamos a hacer esto, por los fabriles esto y toditos nos vamos a poner hombro a hombro sobre estos problemas. Es así que trabaja la Central Obrera Boliviana. Cuando, por ejemplo, a los fabriles les están atacando duro, les están liquidando, la Central Obrera Boliviana llama a una manifestación de todos los sectores y entonces, campesinos, mineros, todos apoyan a estas fábricas. Y si a los mineros los golpean, entonces la Central Obrera Boliviana también llama a los otros sindicatos y todos colaboran. Yo pienso que el Sindicato, la Federación, la Central Obrera Boliviana son nuestras representaciones, son nuestra voz, y por esto debemos cuidarlas como a la niña de nuestros ojos. También pienso que en esta labor de organizarnos, hay que darle una atención primordial a la formación de los dirigentes. En el pasado, por nuestra poca preparación, por nuestra falta de vigilancia revolucionaria, por nuestra falta de solidaridad, muchos dirigentes se han vendido al gobierno. A veces, porque los escogíamos mal. Por ejemplo, teníamos el gran error de fijarnos en un tipo que hablaba bonito y ya decíamos: “¡Ucha!... ¡Qué bien habla este tipo! Ha de ser bueno para dirigente”. Y muchas veces no era sí. No todos los que hablan bonito saben actuar bien, ¿no? Otras veces hallábamos a un tipo real-mente sano, honesto, que quería estar al servicio de la clase trabajadora. Lo elegíamos y nos olvidábamos de él, lo dejábamos solito a enfrentarse con el gobierno, con la empresa. Y éstos le armaban muchos líos. Y finalmente, ¿qué pasaba? Que algunos se vendían al gobierno; otros eran muertos o los hacían desaparecer. Y así nunca teníamos a un buen dirigente. ¿Por qué? En gran parte por culpa de nosotros mismos.

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Pero, a través de los años, fuimos aprendiendo, y comprendiendo el va-lor de la solidaridad. Y también han surgido dirigentes revolucionarios bastante comprometidos con la clase trabajadora, que comenzaron a orientar bien al pueblo. Entonces, los gobiernos han utilizado la fuerza de las armas para doblegarnos. Y producto de esto fueron las masacres del 42, del 49, luego otras dos en el 65 y en el 67. Masacres bien feas, donde han perdido la vida cientos y cientos de personas. Y en vez de servir esto como una cosa que escarmienta y que da miedo al pueblo, más bien ha servido para fortalecerlo más y más. Y corrigiendo los erro-res del pasado, en los últimos veinte años se han formado varios dirigentes sa-nos y fuimos aprendiendo la importancia de bien escoger a los dirigentes y de tener para con ellos una gran solidaridad, controlándolos, apoyándolos y criti-cándolos cuando no actúan como deben. Aquí en las minas, los compañeros nos controlan bastante y si no les con-vence lo que hacemos, aun el obrero más humilde nos llama la atención y nos critica. A mí, por ejemplo, muchas veces me han hecho llorar. Yo, toda emo-cionada, dejando a los chicos en la casa, iba a plantear un problema en asamblea o por la radio. A mi regreso, viene un obrero y me dice: “¿Qué carajos han ido ustedes a hablar por la radio? ¡Qué mierdas! “... Así. Y a uno le duele, ¿no? Pero después recapacita y dice: “Sí, he metido la pata, debía haber pensado más, de-bía haber auscultado más”. Y así uno aprende. Y cuando un dirigente está preso, es bien importante que sienta nuestra solidaridad, no solamente para con su persona, sino también para con su fa-milia. Bueno, cualquier compañero que sea puesto en la cárcel debe poder con-tar con esta actitud por parte de nosotros, ¿no? Uno se olvida del sufrimiento personal que ha tenido en la cárcel, de las palizas que le han dado, de que su rostro ha sido desfigurado, cuando llega a la casa y los hijos le dicen: “Papá, mamá, el sindicato, los compañeros, nos han dado pancito”. Entonces sí, si uno es honrado y honesto, se compromete para siempre con su pueblo y no hay fuerza capaz de separarlo de su pueblo que le mostró esa confianza y esa so-lidaridad. Nosotros hemos tenido esta experiencia. Hemos tenido compañeros que han preferido morir a traicionarnos. Muchos dirigentes han sido deportados, torturados, muertos. Solamente para citar algunos, quisiera nombrar a Federico Escóbar Zapata, Rosendo García Maisman, César Lora, Isaac Camacho. En diferentes circunstancias los hicieron desaparecer. Maisman murió en la ma-sacre de San Juan, en el 67, defendiendo al Sindicato. A César Lora lo siguieron al campo y allí lo mataron. A Isaac Camacho lo apresaron y lo hicieron desa-parecer los agentes del DIC. A Federico Escóbar lo mataron, primeramente

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pagando al chofer de un camión para que lo vuelque; Federico quedó herido y lo llevaron a operar en una clínica de La Paz, y al empezar la operación se murió, y hasta hoy no nos aclaran las circunstancias de su muerte. Nosotros se-guimos pensando que lo mataron. Aquellos dirigentes han aprovechado los años en que estuvieron en la dirección para enseñar a la clase trabajadora a que se organizara bien y no se dejara engañar Y actualmente, aunque maten a unos cincuenta, apresen a unos cien o boten a unos quinientos, el gobierno no consigue hacer doblegar a la cla-se trabajadora. ¡Qué no han hecho para acabar con la fuerza de los sindicatos, con la uni-dad del pueblo! Primeramente ni reprimieron, muchas veces, brutalmente, has-ta masacrar nos en algunas oportunidades. Después mandaron a gente de la ORIT17 a dictar cursillos en las minas. La ORIT es una organización internacio-nal dirigida desde los Estados Unidos, que ha creado unos “sindicatos indepen-dientes” o afiliados a esta organización, pero que tienen eso, ¿no? que en vez de defender al trabajador, defienden a la empresa, al patrón. En Bolivia los identi-ficamos como “sindicatos amarillos”. Pero la ORIT no logró implantar esos sin-dicatos en las minas. Y actualmente, el gobierne llegó al punto de desconocer totalmente a nuestras organizaciones sindicales y quiso imponer los “coordina-dores de base” que él elige y dirige. Pero la clase trabajadora, como tal, no ha aceptado eso. Ya sea abiertamente o en la clandestinidad, los trabajadores saben lo que quieren y escogen a sus propios representantes para poder mantenerse “como un solo hombre” frente al explotador. Claro que hubo y hay desaciertos que cometen los dirigentes. Alguien me hizo notar cómo una y otra vez los trabajadores fueron un tanto manipula-dos por los dirigentes. Sí, efectivamente, eso ha ocurrido también. Hay algunos dirigentes políticos que se ponen un poco eufóricos y no ven más adelante, y piensan que la clase trabajadora tiene que estar al servicio de sus intereses y de! su partido. Pero yo pienso que un dirigente debe tener í el máximo respeto para con la gente. Y si nos han elegido dirigentes, nosotros debemos estar al servicio de la clase trabajadora y no al revés. Es posible que haya habido errores, que sin motivo o causa fundamental se les haya perjudicado a los trabajadores, como dicen algunos. Yo creo que en gran parte lo han hecho muchos por falta de experiencia. Porque uno que no ha vivido, no ha sabido y quiere encaminarse por un nuevo camino, siempre tiene que hacerlo cayéndose levantándose. Por eso es que necesitamos tomar expe-

17 Organización Regional Interamericana del Trabajo.

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riencias, ya sea de nuestra misma historia, de las luchas habidas anteriormente en Bolivia, o de la experiencia de otros pueblos. Y debe haber testimonio. Y eso fue lo malo, que nosotros no dejamos anotado todo lo que pasa. Muy poco se ha anotado. Y esto mismo que teníamos en el Sindicato, en las radios de los mineros, como por ejemplo cintas grabadas, fue llevado o destrozado por el ejército. Y todo eso nos hubiera servido tanto, incluso para reflexionar sobre nuestra acción y criticarla, ¿no? Entonces, eso es lo que digo, que para llevar adelante la organización de la clase trabajadora hay que tener mucho cuidado y escoger buenos dirigentes. También es deber de las bases, de las masas, controlar a aquellos líderes que se perfilan. Eso es muy importante para prepararnos para la toma de poder. Claro, hasta ahorita no sabemos quién ha de ser nuestro presidente cuan-o nosotros estemos en el poder. Pero tenemos esta confianza tan grande en la clase trabajadora, que lo vamos a encontrar. Nuestra pelea es tan grande, tan larga y tan importante. Hay miles de cabezas... No solamente entre los varones, sino entre las mujeres y entre los jóvenes, hay gente de mucho-mucho valor. Aquí y allí vemos surgir personas que nos asombran por su sabiduría. El pue-blo es una fuente inagotable de sabiduría, de fortaleza, y nunca debemos me-nospreciar al pueblo. En esa labor en que están los trabajadores les colaboramos nosotras, sus compañeras. Nosotras, las mujeres, fuimos criadas desde la cuna con la idea de que la mujer ha sido hecha solamente para la cocina y para cuidar de las wa-was, que es incapaz de llevar tareas importantes y que no hay que permitirle meterse en política. Pero la necesidad nos hizo cambiar de vida. Hace quince años, una época de muchos problemas para la clase trabajadora, un grupo de sesenta mujeres se organizaron para conseguir la libertad de sus compañeros, que eran dirigentes y que habían sido apresados por reclamar mejores condi-ciones de salario. Ellas consiguieron todo lo que pedían, después de someterse a una huelga de hambre durante diez días. Y a partir de esto decidieron organizarse en un frente que llamaron “Comité de Amas de Casa de Siglo XX”. Desde entonces, este Comité siempre estuvo a la par de los sindicatos y otras organizaciones de la clase trabajadora, luchando por las mismas causas. Y por estos motivos, también a las mujeres nos han atacado. Varias de nosotras hemos sido apresadas, interrogadas, encarceladas, y hasta perdimos a nuestros hijos por estar en la lucha con nuestros compañeros. Pero el Comité no ha muerto. Y en esos últimos años, a un llamado de sus dirigentes, hasta cuatro mil, cinco mil mujeres han salido en manifestación. El Comité de Amas de Casa está organizado al igual que el Sindicato y funciona a la par de él. También tenemos parte en la Federación de Trabajado-

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res Mineros y tenemos nuestro lugar en la Central Obrera Boliviana. Siempre hacemos escuchar nuestra voz y estamos atentas para ejecutar las tareas que se propone la clase trabajadora. Porque nuestra posición no es una posición como de las feministas. No-sotras consideramos que nuestra liberación consiste primeramente en llegar a que nuestro país sea liberado para siempre del yugo del imperialismo y que un obrero como nosotros esté en el poder y que las leyes, la educación, todo sea controlado por él. Entonces sí, vamos a tener más condiciones para llegar a una liberación completa, también en nuestra condición de mujer. Lo importante, para nosotras, es la participación del compañero y de la compañera en conjunto. Sólo así podremos lograr un tiempo mejor, gente mejor y más felicidad para todos. Porque si la mujer va a seguir ocupándose sola-mente del hogar y permaneciendo ignorante de las otras cosas de nuestra rea-lidad, nunca vamos a tener ciudadanos que puedan dirigir a nuestra patria. Porque la formación empieza desde la cuna. Y si pensamos en el papel primor-dial que juega la mujer como madre que tiene que forjar a los futuros ciudada-nos, entonces, si no está capacitada, ella va a forjar solamente ciudadanos mediocres, fáciles de ser manejados por el capitalista, por el patrón. Pero si ya está politizada, si ya tiene formación, desde la cuna forma a sus hijos con otras ideas y los hijos ya van a ser otra cosa. Es así, a grandes rasgos, como estamos trabajando nosotras. Y con sus actos, muchas de mis compañeras han demostrado que pueden asumir un pa-pel importante al lado de los trabajadores. Y nuestro Comité ha dado pruebas de que puede ser un aliado fuerte para los intereses le la clase trabajadora. Alguien dijo que “a las ideas y aspiraciones de un pueblo no se las mata con bala”. Creo que ésta es una gran verdad. Ya muchos han caído y muchos van a seguir cayendo, pero sabemos que nuestra liberación un día va a llegar y que el pueblo va a estar en el poder. Por supuesto que eso no nos va a ser regalado. Va a costar mucha sangre, mucha lucha como ha ocurrido con otros pueblos. Por eso también es tan im-portante que tengamos contacto con los pueblos que ya viven en el socialismo, tener conocimiento de las conquistas de los pueblos que ya se libertaron del im-perialismo. No para copiar sus experiencias, sino para comparar con la realidad en que vivimos y ver qué nos pueden aportar las experiencias que ellos tienen y que los han llevado al poder, ¿no? En Bolivia procuramos hacer esto y las ideas socialistas penetraron en la clase trabajadora de tal forma que en el último Congreso de la Central Obrera Boliviana, en el año de 1970, surgió la resolución de que “Bolivia solamente será libre cuando sea un país socialista”.

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Sabemos que nuestra lucha será larga hasta que lleguemos a realizar esto, pero en eso estamos. Y no estamos solos. ¡Cuántos pueblos están en la misma lucha! Y ¿por qué no decirlo? Cada pueblo necesita de la solidaridad de otros, porque nuestra pelea es muy grande. Entonces, nosotros tenemos que practicar aquel internacionalismo proletario que han cantado muchos hombres, muchos países. Porque, al igual que Bolivia, muchos otros países sufren persecuciones, atropellos, asesinatos, masacres. Y ¡qué hermoso es sentir que en otros pueblos tenemos hermanos que nos apoyan, se solidarizan con nosotros, nos hacen comprender que nuestras luchas no son aisladas! Esta solidaridad significa mucho. En Bolivia siempre procuramos manifestarla, actuando de alguna ma-nera. Por ejemplo, en los últimos años nos solidarizamos particularmente con Chile y Vietnam, Laos y Camboya. Mucho nos alegramos con el triunfo de Viet-nam, que logró asestar un golpe más al imperialismo. Y de varias maneras les hicimos saber que, aunque no fuimos con ellos a combatir, nosotros estábamos con los vietnamitas. Cuando fue derrocado Allende, protestamos por lo que el pueblo chileno sufría. Y mire que nosotros tenemos este problema de que los chilenos nos han quitado nuestra salida al mar18. Pero nosotros no tenemos este rencor en contra del pueblo chileno, como tratan de hacer aparecer los gobernantes. Porque también esto fue producto del sistema de opresión en que estamos hundidos nosotros. Y no fue la gente del pueblo que se robó el mar. Los gobernantes hicieron todo aquello, ellos lo planearon todo. Y ahora quieren utilizar aquella bandera cuando les conviene. Por ejemplo, cuando estaba en el poder Salvador Allende, por las calles de La Paz se desfilaba con armamento moderno y se decía: “Con estas armas arrebataremos a los chilenos nuestra salida al mar”. Pero cuando surgió el gobierno de Pinochet, que es el amigo más leal de mi gobierno actual, éste cambió inmediatamente su manera de hablar, y fue a hacer sus tratativas con Pinochet y juntos hicieron un acuerdo allí en Charaña19. Son armas que utiliza el enemigo muy certeramente para mantenernos constantemente peleando entre nosotros, para que así no podamos unirnos y hacer un frente común, ¿no? Siempre tratan de estar teniendo a nosotros así, ofendiéndonos, para dividirnos.

18 En la guerra con Chile en 1879, Bolivia perdió su salida al Pacífico. El pueblo boliviano siempre consideró este hecho como una usurpación y desea recuperar su costa marítima. 19 Poblado boliviano fronterizo con Chile, donde Bánzer y Pinochet restablecieron las relaciones diplomáticas suspendidas en 1963.

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Y esto pasa no solamente en el gobierno, sino también en las organiza-ciones. En aquellas organizaciones que están por surgir un poco más fuertes y unidas, el enemigo pisa muy sutilmente... se fija muy bien cuál es la persona que puede utilizar para hacerle el juego y la utiliza para hacer surgir resenti-mientos, desacuerdos y todo esto. Y la organización se hunde y quien se bene-ficia con esto es siempre el enemigo. Entonces nosotros debemos estar muy pre-parados para todo esto para no nos dejar engañar fácilmente. Así podremos mantener a nuestras organizaciones vigentes. Finalmente, yo pienso también que es primordial saber que todos somos importantes en la lucha revolucionaria, ¿no? Somos una maquinaria tan grande y cada uno de nosotros somos un engranaje. Y por falta de un engranaje, la maquinaria puede dejar de funcionar. Entonces, a cada uno hay que saber darle su papel, hay que saber valorar lo de cada uno. Algunos son buenos para hablar bonito. Otros para escribir, bueno. Otros servimos para hacer bulto, por lo menos, para estar allí presentes y ser uno más en la fila. Algunos tenemos que sufrir, hacer este papel de mártir, otros tienen que escribir aquella historia. Y así tenemos que colaborar todos. Y como nos dijo una vez un dirigente: “Nadie, nadie es inútil, todos tenemos nuestro papel a jugar en la historia. E incluso se va a necesitar de un hombre que sepa clavar bien un zapato, porque hasta por eso se puede perder una batalla, una revolución”. Entonces, nadie se debe creer inútil; de alguna forma o de otra podemos colaborar. Todos somos indispensa-bles para la revolución. Todos vamos a contribuir a nuestra manera. Lo impor-tante es que estemos bien encauzados en la lucha de la clase trabajadora y que cada uno haga lo que se le asigne según sus posibilidades.

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II SU VIDA

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PULACAYO Yo nací en Siglo XX el 7 de mayo de 1937. A los tres años, más o menos, llegué a Pulacayo y allá viví hasta los veinte. Por eso no me parece justo hablar de mi historia personal sin referirme a ese pueblo, al cual debo mucho. Lo considero parte de mi vida. Tanto Pulacayo como Sirio XX ocupan el primer sitio en mi corazón. Pulacayo, porque me cobijó desde la pequeñez; allí viví los años más felices. Porque en la niñez, cuando uno tiene un pedazo de pan con que llenar la barriga y un pedazo de trapo con que abrigarse del frío, se siente feliz. Muy poco se da cuenta de la realidad en que vive. Pulacayo se encuentra en el departamento de Potosí, en la provincia de Quijarro, a unos 4 000 metros de altura. Se trata de un distrito minero bastante combativo y aguerrido. Tuvo participación activa en la revolución del 9 de abril del 52, desarmando al regimiento LOA de Uyuni. Esa efervescencia revolucio-naria que tenía la clase trabajadora fue el motivo fundamental para que cerraran la mina. Sin embargo, por la voluntad de sus hijos, no ha muerto aquel pueblo. Lo han convertido en un pueblo industrial. Allí están las fábricas de lana, de clavos, de pernos y la fundición, que es muy importante, a pesar de que actualmente tiene sólo unos cuatrocientos trabajadores; antes tenía dos mil. Mi madre era una mujer de la ciudad de Oruro. Mi papá es indígena. No sé si quechua o aymara, porque habla muy bien los dos idiomas, correctamente. Pero sí, sé que ha nacido en el campo, en Toledo. Se quisieron mucho mis papás. Pero mi padre andaba metido en política, además era dirigente sindical y por esta causa sufrió mucho y nosotros con él. Desde soltero mi padre trabajó en política. Ya antes de casarse había sido apresado. Su formación la tuvo primero en el campo y después en la mina. Y en la guerra también aprendió mucho. En la guerra del Chaco20. En esa guerra él luchó y se dio cuenta de que era necesario tener en Bolivia un partido de iz-quierda. Y cuando surgió el MNR21, él depositó en ese partido su confianza y luchó bastante en él. Por ser político y dirigente sindical, primeramente lo deportaron a mi padre a la isla de Coati, que está en el lago Titicaca. Después a Curahuara de Carangas. Posteriormente regresó a Siglo XX y nuevamente lo apresaron. Lo botaron del trabajo y lo deportaron a Pulacayo. “Que se muera de frío”, dijeron. Porque Pulacayo es un lugar bastante frígido. 20 Entre Bolivia y Paraguay (1932-1935). La ausencia de demarcación territorial definida dio pie a una disputa por las reservas petrolíferas de la región entre los dos países, detrás de los cuales se encontraban los intereses petroleros norteamericanos (Standard Oil Co.) e ingleses-holande-ses (Royal Dutch Co.). 21 Movimiento Nacionalista Revolucionario.

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Llegando en ahí, mi padre no podía conseguir trabajo con nadie, ni en la mina ni en ningún lado, porque su nombre estaba en la “lista negra”. Eso fue en el año 40. Y así vivíamos mi papá, mi mamá, yo, que tenía dos años, y mi her-manita recién nacida. Felizmente mi padre tenía el oficio de sastre y comenzó a trabajar; pero tenía muy pocos ingresos y por eso le faltaba material para implantar una bue-na sastrería. Una vez fue a arreglar en su casa la ropa de un militar y ese señor lo hizo ingresar a la policía minera. Le dieron uniforme, pasaba lista, pero lo ocupaban sobre todo como sastre. Y a veces le daban un traje que tenía que entregar en tres días, y entonces mi papá tenía que trabajar día y noche para conseguir terminarlo en ese tiempo; pero por ello no le daban ninguna recom-pensa, solamente su sueldito de policía, que era muy poco. Y así pasábamos ne-cesidades. Y entonces mi madre también le ayudaba a mi papá y hacía algunos trajecitos, bordaba algunas cositas y siempre le estaba colaborando. Me recuer-do cómo nos queríamos mucho y yo vivía feliz. Pero no sé si mi papi seguía metiéndose en política después que estábamos en Pulacayo, el problema es que cuando nació una de mis hermani-tas, él desapareció. Esto fue en el 46, cuando mataron al presidente Villarroel. Lo supimos un día domingo, yo siempre me acuerdo. Mi madre estaba todavía en cama porque había dado a luz. Y entraron los del ejército de noche a mi casa y revisaron todo. E incluso, a mi madre la hicieron salir de la cama. To-do lo que teníamos, un poquito de arroz, de fideos, todo lo mezclaron y echaron al suelo. Y a mí me ofrecían darme golosinas, chocolates, para que yo les indica-ra si había visto armamento por la casa, ¿no? Yo tenía entonces cerca de diez años, y todavía no había ingresado a la escuela porque no teníamos dinero suficiente. Mi papi se quedó perdido por mucho tiempo y mi mamá lo andaba buscando por todas partes. Hasta que, después de varios meses, regresó mi papá. Parece que lo habían sacado a otro lugar unos compañeros. Entonces todo se normalizó, mi papá volvió a trabajar y recién pude yo ingresar a la escuela. Pero tuvimos tan mala suerte que mi madre se enfermó a causa de todas esas cosas que nos ocurrían. Y al mismo tiempo estaba dando a luz a otra chiquita. Y mi madre se murió dejando a cinco huerfanitas, siendo yo la primera. Entonces yo tuve que hacerme cargo de mis hermanitas. Tuve que ausen-tarme de la escuela y mi vida se volvió bastante difícil. Primero, porque por la muerte de mi mamá, mi papi se dedicó mucho a tomar. Él sabía tocar piano, tocar guitarra y entonces la gente lo invitaba a cualquier fiesta para tocar. De

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esa manera comenzó a beber mucho. Y cuando venía mareado, nos pegaba bastante. Vivíamos solitas, casi sin nada. No teníamos amigos, no teníamos jugue-tes. Una vez, en el basurero, encontré a un osito sin patitas, bien sucio, bien viejo. Lo llevé a la casa, lo lavé, lo arreglé. Ése fue el único juguete que tuvimos nosotras. Todas lo manejábamos, me acuerdo muy bien. Era un juguete horri-ble, pero era toda nuestra ilusión, todo nuestro juego. Los días de Navidad dejábamos nuestros zapatos en la ventana, esperan-do algún regalito. Pero nunca, nada. Entonces salíamos a la calle y veíamos que todas las niñas estaban manejando muñecas bonitas. Queríamos por lo menos tocarlas, pero las chicas decían: “No hay que jugar con esa imilla22“. Y se alejaban de nosotras. ¿Sería por nuestra forma de ser? ¿O porque no teníamos a nuestra madre? Yo misma no me explico, pero sí, había ese resentimiento por parte de los otros niños. De allí que vivíamos en un mundo aparte. Nosotras y nadie más, en la cocina jugábamos, nos contábamos cuentos, nos poníamos a cantar. Además, la noche en que se estaba muriendo, mi mamá le hizo llamar a mi papi y le hizo prometer que no se metería más en política, porque ella se iba a morir y mi papá tendría que ocuparse de nosotras. “Tenemos hijas, puras mu-jeres —le dijo—. Y si me pasa algo a mí, ¿quién va a cuidar de ellas? Ya no te metas en nada. Tanto hemos sufrido ya”. Y le hizo jurar a mi padre que no se iba a meter más en nada. Desde entonces, mi papá dejó de meterse como antes. Pero sí, sentía nostalgia de todo aquello. Por ejemplo, cuando triunfó la revolución del 52, él se sentía feliz. Y tenía mucho sentimiento de no estar con los que fueron a entre-vistarse con el presidente Paz Estenssoro. Yo me he dado cuenta de que noso-tras éramos un estorbo para él en su actividad. Claro, él no dejaba de participar, de seguir orientando a la gente. Reunía grupos en la casa, tenía células, militaba efectivamente, pero ya no tan arrojado como acostumbraba serlo antes. La revolución del 52 fue un gran acontecimiento en la historia de Bolivia. Fue realmente una conquista popular. Pero, ¿qué pasó? Que el pueblo, la clase obrera, los campesinos, no estábamos preparados para tomar el poder. Y enton-ces, como nosotros no sabíamos de leyes, no sabíamos nada de cómo se gobier-na un país, tuvimos que entregar el poder a la gente de la pequeña burguesía que decía ser amiga nuestra y estar en acuerdo con nuestras ideas. Tuvimos que entregar a un doctor, que era Víctor Paz Estenssoro, y a otros tipos, el gobierno de nuestro país. Pero ellos inmediatamente formaron una nueva burguesía, hi- 22 Palabra quechua = niña o adolescente indígena. Término frecuentemente utilizado en sentido despectivo.

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cieron enriquecer a nueva gente. Y aquella gente empezó a deshacer la revo-lución. Y nosotros, los obreros y campesinos, vivimos en condiciones peores que antes. Esto pasó porque siempre fuimos educados en esa idea de que solamente aquella persona que tiene estudios, que tiene comodidades y ha ido a la univer-sidad es la que puede gobernar a un país. Y por ese problema de que no nos educan y nos menosprecian a los del pueblo, no estábamos preparados para to-mar el poder nosotros, a pesar que la revolución, sí, la hicimos nosotros. Y esa gente pequeñoburguesa que le metimos al poder y en la cual depositamos nuestra confianza, traicionó todo lo que pensábamos hacer. Por ejemplo, se decía que las minas iban a ser del pueblo, que el campe-sino iba a tener la tierra. Se hizo la reforma agraria, es cierto; se nacionalizaron las minas, también es cierto. Pero, en realidad, hasta ahora, ni somos dueños no-sotros de las minas, ni los campesinos son dueños de la tierra. Todo ha sido trai-cionado, porque el poder lo dejamos en manos de gente codiciosa. Eso nos ha llevado a la conclusión de que es necesario: repararnos para llegar al poder, no-sotros del pueblo. Por qué vamos a permitir que unos cuantos se beneficien de todos los recursos que hay en Bolivia y nosotros nos quedemos eternamente trabajando como bestias, sin tener aspiraciones mayores, sin poder prever mejor futuro para nuestros hijos? ¿Cómo no vamos querer aspirar a mejores cosas si lo que enriquece a nuestro país es producto de nuestro sacrificio? Por eso yo pienso que si nosotros vamos a hacer una revolución en el futuro, nuestro gobierno tendrá que ser de nuestra extracción, tendrá que ser obrero, tendrá que ser campesino. Sólo así vamos a tener la garantía de estar en el poder nosotros. Porque sólo aquellos que han sabido lo que es perforar una peña, sólo aquellos que han sabido lo que es trabajar y ganar con el sudor de su frente el pan de cada día, van a poder hacer leyes para controlar y guardar la felicidad de toda esa gran mayoría que somos hoy los explotados. Con la experiencia y el conocimiento que he adquirido, ahora comprendo cómo el MNR no fue lo que mi papá siempre ha deseado. Yo recuerdo, por ejemplo, que cuando nacionalizaron las minas, él estaba feliz. Pero decía que no se debía indemnizar a los “barones del estaño”. Y protestaba fuerte e insistía con las personas que se reunían en nuestra vivienda: “¿Cómo les vamos a in-demnizar?” Y decía que no se debía hacer eso. Mi papá pensaba que dormíamos mientras él discutía con los compañeros, pero yo muchas veces me quedaba despierta y escuchaba lo que ellos hablaban, pero no comprendía de qué se tra-taba. Entonces, un día le pregunté: “Papá, ¿qué es eso de indemnizar? ¿Y por qué no estás vos de acuerdo en indemnizar?” Entonces, como yo era todavía

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una niña y no entendía de política, mi papi trató de explicarme la cosa a través de un cuento. “Supongamos —me dijo él— que yo te comprara una muñeca hermosa o uno de esos títeres que pueden hablar y andar. Con esa muñeca podrías hacer propaganda, ganarte la vida y esto y el otro. Pero, supongamos que tú le has prestado a un señor esa muñeca y él se la ha llevado en giras y la ha hecho tra-bajar bastante. Tú ya has pedido que te la devuelva porque la muñeca es tuya, has peleado con él, y nada. Más bien, ese señor te ha pegado y te ha ganado, porque él es grande y fuerte. Pero un día, después de tanto luchar, tú lo agarras y le pegas fuerte y le quitas a tu muñequita. Y tu muñequita otra vez es tuya. Pero, después de tantos años de trabajo, ya está totalmente rota, vieja. Ya no sirve tanto como cuando era nuevecita. Ahora, después que la quitaste al señor tu muñeca, ¿tú le has de pagar por lo que la ha envejecido? ¿No ves que no? Ahora bien: los 'barones del estaño' se han enriquecido con nuestra mina. Está volviendo al seno del pueblo, la mina. Pero, ¿qué está pasando? Que les van a pagar, que los van a indemnizar a esos señores por los daños y perjuicios que nos han dejado ellos. Y eso es lo que yo no quiero que ocurra”. Aquella vez yo comprendí más o menos lo que quería decir mi padre. Con la formación que tengo ahora, entiendo por qué estaba él tan apenado cuando salió el decreto para la indemnización, en el 53. La nacionalización de las minas, finalmente ha servido nomás para que pasen a otros dueños y otra gente se enriquezca. O sea que no ha cambiado nada. En el 42 y el 49, el gobierno hizo masacrar al pueblo de Siglo XX en apoyo a los “barones del estaño”, que eran los dueños de la mina. Después de haber costado tanto al pueblo la revolución del 52, en la misma forma, o quizá más cruel, el gobierno procedió también a dos masacres en Siglo XX, en el 65 y el 67. Además, cuando nacionalizaron las minas, la maquinaria ya estaba vieja, el go-bierno no tiene los repuestos, entonces que todo va de mal en peor y siempre los que pagan son los mineros. ¿Por qué se hizo así la nacionalización? Los que están en el gobierno y en la dirección de la empresa no son ignorantes, pues. No, ellos son gente estudia-da. Hay economistas, sociólogos, gente que sabe de leyes y todo. ¿Acaso no sa-ben ellos cómo se deben hacer las cosas para el progreso del pueblo? ¿Acaso no saben ellos cómo solucionar los problemas sin atropellar y masacrar al pueblo? Sí, ellos pueden saber. Pero la cosa es que de afuera les dan plata. Y así los han corrompido, los han comprado, pues. Bueno, en el 54 me fue difícil regresar a la escuela después de las vacacio-nes, porque nosotros teníamos una vivienda que consistía en una pieza peque-ñita donde no teníamos ni patio y no teníamos dónde ni con quiénes dejar a las

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wawas. Entonces consultamos al director de la escuela y él dio permiso para llevar a mis hermanitas conmigo. El estudio se hacía por las tardes y por las ma-ñanas. Y yo tenía que combinar todo: casa y escuela. Entonces yo llevaba a la más chiquita cargada y a la otra agarrada de la mano y Marina llevaba las ma-maderas y las mantillas y mi hermana la otrita llevaba los cuadernos. Y así to-das nos íbamos a la escuela. En un rincón teníamos un cajoncito donde dejá-bamos a la más chiquita mientras seguíamos estudiando. Cuando lloraba, le dá-bamos su mamadera. Y mis otras hermanitas allí andaban de banco en banco. Salía de la escuela, tenía que cargarme la niñita, nos íbamos a la casa y tenía yo que cocinar, lavar, planchar, atender a las wawas. Me parecía muy difícil todo eso. ¡Yo deseaba tanto jugar! Y tantas otras cosas deseaba, como cualquier niña. Dos años después, ya la profesora no me dejó llevar a mis hermanitas porque ya metían bulla. Mi padre no podía pagar a una sirvienta, pues no le al-canzaba su sueldo ni para la comida y la ropa de nosotros. En la casa, por ejemplo, yo andaba siempre descalza; usaba los zapatos solamente para ir a la escuela. Y eran tantas cosas que tenía que hacer y era tanto el frío que hacía en Pulacayo que se me reventaban las manos y me salía mucha sangre de las ma-nos y de los pies. La boca, igual, se me rajaban los labios. De la cara también sa-lía sangre. Es que no teníamos suficientes prendas de abrigo. Bueno, como la profesora me había dado aquella orden, entonces yo em-pecé a irme sola a la escuela. Echaba llave a la casa y tenían que quedarse las wawas en la calle, porque la vivienda era oscura, no tenía ventana y les daba mucho terror cuando se la cerraba. Era como una cárcel, solamente con una puerta. Y no había dónde dejar a las chicas, porque en ese entonces vivíamos en un barrio de solteros, donde no había familias, puros hombres vivían en ahí. Entonces mi padre me dijo que dejara la escuela, porque ya sabía leer y leyendo podía aprender otras cosas. Pero yo no acepté y me puse fuerte y seguí yendo a clases. Y resulta que un día la chiquita comió ceniza de carburo que había en el basurero, ese carburo que sirve para encender las lámparas. Sobre esa ceniza habían echado comida y mi hermanita, de hambre, creo yo, se fue a comer de allí. Le dio una terrible infección intestinal y luego se murió. Tenía tres años. Yo me sentí culpable de la muerte de mi hermanita y andaba muy-muy deprimida. Y mi padre mismo me decía que esto había ocurrido porque yo no había querido quedarme en casa con las wawas. Como yo había criado a esta mi hermanita desde que nació, eso me causó un sufrimiento muy grande. Y desde entonces comencé a preocuparme mucho más por mis hermani-tas. Mucho más. Cuando hacía mucho frío, y no teníamos con qué abrigarnos, yo agarraba los trapos viejos de mi padre y con eso las abrigaba, les envolvía

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sus pies, su barriga. Las cargaba, trataba de distraerlas. Me dediqué completa-mente a las niñas. Mi padre gestionó en la empresa minera de Pulacayo para que le dieran una vivienda con patiecito, porque era muy difícil vivir donde estábamos. Y el gerente, a quien mi papá le arreglaba sus trajes, ordenó que le dieran una vi-vienda más grande con un cuarto, una cocina y un corredorcito donde se podía dejar a las chicas. Y fuimos a vivir en un barrio que era campamento, donde la mayoría de las familias eran de obreros de las minas. Sufríamos hambre a veces y no nos satisfacían los alimentos porque era poco lo que podía comprar mi papá. Ha sido duro vivir con privaciones y toda clase de problemas cuando pequeñas. Pero eso desarrolló algo en nosotras: una gran sensibilidad, un gran deseo de ayudar a toda la gente. Nuestros juegos de niños siempre tenían algo relacionado con lo que vivíamos y con lo que de-seábamos vivir. Además, en el transcurso de nuestra infancia habíamos visto eso: mi madre y mi padre, a pesar de que teníamos tan poco, siempre estaban ayudando a algunas familias de Pulacayo. Entonces, cuando veíamos pobres por la calle mendigando, yo y mis hermanas nos poníamos a soñar. Y soñába-mos que un día íbamos a ser grandes, que íbamos a tener tierras, que íbamos a sembrar y que a aquellos pobres les íbamos a dar de comer. Y si alguna vez nos sobraba un poco de azúcar o de café o de alguna otra cosa y oíamos un ruido, decíamos: “De repente aquí está pasando un pobre. Mira, aquí hay un poquito de arroz, un poquito de azúcar”. Y lo amarrábamos a un trapo y... ¡pá!... lo echá-bamos a la calle para que algún pobre lo recoja. Una vez ocurrió que le tiramos a mi papá su café cuando volvía del tra-bajo. Y cuando entró a la casa nos regañó mucho y nos dijo: “¿Cómo pueden us-tedes estar desechando lo poco que tenemos? ¿Cómo van a despreciar lo que tanto me cuesta ganar para ustedes?” Y bien nos pegó. Pero eran cosas que se nos ocurrían, pensábamos que así podríamos ayudar a alguien, ¿no? Y bueno, así era nuestra vida. Yo tenía entonces 13 años. Mi padre siem-pre insistía en que no debía seguir en la escuela. Pero yo le iba rogando, rogan-do, y seguía yendo. Claro, siempre me faltaba material escolar. Entonces, algu-nos maestros me comprendían, otros no. Y por eso me pegaban, terriblemente me pegaban porque yo no era buena alumna. El problema es que habíamos hecho un trato mi papá y yo. Él me había explicado que no tenía dinero, que no me podía comprar material, que no me podía dar nada para la escuela. Y yo le prometí entonces que no le iba a pedir nada para la escuela. Y de ahí que me arreglaba como podía. Y por eso tenía yo problemas.

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En el sexto curso tuve como profesor a un gran maestro que me supo comprender. Era un profesor bastante estricto, y los primeros días que yo no llevé el material completo, me castigó bien severamente. Un día me jaló de los cabellos, me dio palmadas y, al final, me botó de la escuela. Tuve que irme a la casa, llorando. Pero al día siguiente, volví. Y de la ventana miraba lo que esta-ban haciendo los chicos. En uno de esos momentos, el profesor me llamó: —Seguramente no ha traído su material —me dijo. Yo no podía contestar y me puse a llorar. —Entre. Ya pase, tome su asiento. Y a la salida se ha de quedar usted. Para ese momento, una de las chicas ya le había avisado que yo no tenía mamá, que yo cocinaba para mis hermanitas y todo eso. A la salida me quedé y entonces él me dijo: —Mira, yo quiero ser tu amigo, pero necesito que me digas qué pasa con vos. ¿Es cierto que no tienes tu mamá? —Sí, profesor. —¿Cuándo se murió? —Cuando estaba todavía en el primer curso. —Y tu padre, ¿dónde trabaja? —En la policía minera, es sastre. —Bueno, ¿qué es lo que pasa? Mira, yo quiero ayudarte, pero tienes que ser sincera. ¿Qué es lo que pasa? Yo no quería hablar, porque pensé que iba a llamar a mi padre como al-gunos profesores lo hacían cuando estaban enojados. Y yo no quería que lo lla-mara, porque así había sido mi trato con él: de no molestarlo y no pedirle nada. Pero el profesor me hizo otras preguntas y entonces le conté todo. También le dije que podía hacer mis tareas, pero que no tenía mis cuadernos, porque éramos bien pobres y mi papá no podía comprar y que, años atrás, ya mi papá me había querido sacar de la escuela porque no podía hacer ese gasto más. Y que con mucho sacrificio y esfuerzo había yo podido llegar hasta el sexto curso. Pero no era porque mi papá no quisiera, sino porque no podía. Porque, incluso, a pesar de toda la creencia que había en Pulacayo de que a la mujer no se debía enseñar a leer, mi papá siempre quiso que supiésemos por lo menos eso. Sí, mi papá siempre se preocupó por nuestra formación. Cuando murió mi mamá, la gente nos miraba y decía: “Ay, pobrecitas, cinco mujeres, ningún varón... ¿para qué sirven?... Mejor si se mueren”. Pero mi papá muy orgulloso, decía: “No, déjenme a mis hijas, ellas van a vivir”. Y cuando la gente trataba de acomplejarnos porque éramos mujeres y no servíamos para gran cosa, él nos decía que todas las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres. Y de-

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cía que nosotras podíamos hacer las hazañas que hacen los hombres. Nos crió siempre con esas ideas. Sí, fue una disciplina muy especial. Y todo eso fue muy positivo para nuestro futuro. Y de ahí que nunca nos consideramos mujeres inútiles. El profesor comprendía todo esto, porque yo le contaba. E hicimos un trato de que yo le iba a pedir todo el material de que necesitaba. Y desde ese día nos llevábamos a las mil maravillas. Y el profesor nos daba todo el material que necesitábamos yo y mis hermanitas más. Y así pude terminar mi último año es-colar, en el 52. En la escuela aprendí a leer, a escribir, a defenderme. Pero no puedo de-cir que la escuela me formó realmente para comprender la vida. Y pienso que la educación en Bolivia, a pesar de varias reformas que ha habido, sigue sometida al sistema capitalista en que vivimos. Siempre siguen dando una educación enajenante. Por ejemplo, la patria, nos hacen verla como una cosa bien hermosa que está en el himno nacional, en los colores de la bandera, y todas esas cosas que dejan de tener sentido cuando la patria no está bien. La patria, para mí, está en todos los rincones, está también en los mineros, en los campesinos, en la pobreza, en la desnudez, en la desnutrición, en las penas y las alegrías de nues-tro pueblo. Esta es la patria, ¿no? Pero en la escuela nos enseñan a cantar el him-no nacional, a hacer desfiles y dicen que si nosotros nos rehusamos a desfilar no somos patriotas, y sin embargo nunca nos demuestran en la escuela el porqué de nuestra pobreza, el porqué de nuestra miseria, el porqué de la situación de nuestros padres, que tanto se sacrifican y no son bien pagados, el porqué de algunos pocos niños que tienen todo y otros muchos que no tienen nada. Nunca a mí me han explicado eso en la escuela. Por eso yo veo la obligación que tenemos todos de que nuestros niños aprendan en el hogar a ver la realidad. Porque si no, estamos preparando unos fracasados para la vida. Y cuando ya son más grandecitos, empiezan a resistirse y, al final, resulta que son unos desplazados, ya no quieren ni saludar a sus padres. Pero yo pienso que nosotros mismos tenemos culpa en eso, porque hacemos vivir a los niños en un mundo ficticio. Hay veces que los padres no tienen siquiera un bocado para llevar a la boca, pero siempre consiguen algo para los niños. Y no les hacen ver lo difícil de la vida que llevamos y los niños no se dan cuenta de la realidad. Y cuando se van a la universidad, no quieren decir que son hijos de mineros, que son hijos de campesinos. Y ya no saben hablar nuestro lenguaje, nuestro idioma. Quiero decir que todo lo analizan y todo lo explican en una forma tan complicada, que no logramos entenderlos. Y esto es una gran falla, porque los que van a la universidad aprenden tantas co-sas y deberíamos todos aprovechar de eso, ¿no es cierto? Pienso que tienen que

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poder hablar y escribir de una manera científica, sí, pero comprensible también para nosotros y no siempre en un lenguaje que solamente ellos comprenden, con dibujos y con números, ¿no? Porque de números se entienden también los militares. Y cuando vienen ellos a Siglo XX a discutir un problema con nosotros, lo primero que hacen es traerse un pizarrón tamaño gigante y nos reúnen y sale un tipo que comienza a escribir números y a comentar números y a hablar de divisas, así. Los trabajadores ya no los escuchan, les silban y les dicen que con sus números se salgan de allí. Y sí, les silban. Entonces yo pienso que las personas que han tenido esa facilidad de ir a la universidad, deben ponerse al mismo nivel de nuestro lenguaje, porque nosotros no hemos estado en la universidad, y de números no entendemos mu-cho, pero sí somos capaces de entender nuestra realidad nacional. Por eso digo que los que estudiaron, si realmente quieren que el pueblo sea feliz, deben quizás aprender un poco a hablar en nuestro lenguaje con toda la sabiduría que ellos tienen, para que también podamos entender muchas cosas que ellos apren-den. Eso sería, quizás, muy importante y sería una forma de contribuir, dire-mos, a la conquista de mejores condiciones de vida para nuestro país. Es verdad que, gracias a toda esa conciencia de la clase trabajadora en Bolivia, los estudiantes han cambiado mucho en esos últimos años. Yo veo que en Bolivia el movimiento estudiantil es muy fuerte, no solamente en las univer-sidades, sino también en los colegios. Y prueba de esto es que el gobierno recu-rre a la clausura del año escolar. Porque es la forma de acallar a los estudiantes que él no consiguió acallar ni con los tanques y aviones que ha metido para ametrallar a la universidad. Y cada vez que los estudiantes se alzan, comienza el gobierno a reprimir a los que han dirigido los movimientos. Y siempre los estudiantes nos están apoyando en nuestros reclamos y están presentes con su solidaridad cuando hacemos huelgas, manifestaciones, o cuando apresan a nuestros compañeros. Pero también me doy cuenta de que muchos jóvenes que nos apoyan y que parecen buenos revolucionarios, cuando salen de profesionales ya están desplazados. Ya no se escucha hablar de aquel estudiante que decía: “El fusil que han de dejar nuestros padres lo vamos a tomar nosotros, sus hijos, porque nosotros, que hemos estudiado política, economía, leyes, sabemos cómo enga-ñan al pueblo, sabemos cómo están los pulmones de nuestros padres... y esto y el otro. De la universidad sale doctor, sale abogado, se consigue una peguita23 y ya desapareció el revolucionario. Eso tenemos que cuidar que no ocurra, tene-

23 Diminutivo de pega = empleo.

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mos que ser consecuentes con nuestra clase, tenemos que ser consistentes, ¿no es cierto? Cuando terminé la escuela, me dieron un trabajo en la pulpería de Pu-lacayo. Eso fue en el 53. Al año siguiente mi segunda hermana también terminó la primaria y también consiguió que le dieran un trabajo en una pastelería. Fue entonces que mi papá sintió la necesidad de casarse otra vez. Pero ya con la segunda esposa, nuestra vida fue más insoportable. Yo traté de ganarme la simpatía de ella, porque necesitaba de una madre. Tan temprano había perdi-do la mía... Necesitaba de alguien que me comprenda, me anime, me acaricie, me agarre de la mano. Y mi papá, a pesar de que nos quería tanto, era bastante frío con nosotras. Entonces, cuando vino esa señora a casa —tenía dos hijos ella— a mí me pareció lo más hermoso tener a alguien que nos prepare la comi-da, tener a alguien que ha de estar allí a tratar de que no me pegue mi papá. Y bueno, me pareció bien. Y la recibimos bien. Yo me había acostumbrado duran-te todos aquellos años a levantarme temprano y entonces, por las mañanas la ayudaba, le ponía la olla, pelaba papas para que cocine, todo eso antes de irme al trabajo. Y los sábados y domingos le lavaba sus polleras24. Pero, no sé por qué... la madrastra no simpatizó con nosotras. Especial-mente con mis hermanas. Un día la pesqué pegándole a mi hermanita y empe-zamos a discutir. Y desde entonces ella comenzó a quitarnos la comida. Cocina-ba en una olla pequeña y de allí servía a mi papá, a ella y a sus hijos. Y de lo que sobraba nos servía a nosotras. Le echaba mote25 y nos hacía comer de eso. Nada más. Mi papá no se daba cuenta de la situación porque salía a trabajar y no-sotras no le decíamos nada para no crearles problemas a ellos dos. Un día la pesqué nuevamente pegándole a la chiquita porque no quería comer el resto de la comida con mote. Entonces yo le di un sopapo y le pre-gunté: —¿Por qué le pegas a mi hermana? Ella se paró también y, bueno, nos trenzamos. Y llegó mi papá del trabajo e igual, me pegó. Pero yo no la largué y no la largué. —¡Peor ha de ser, papito! —le decía—. Si me vas a seguir pegando, yo le voy a seguir pegando a tu mujer. No la voy a largar. Cuanto más me pegues, más ha de sufrir tu mujer. Mejor, ¡déjame explicarte, papá! Le estaba pegando a mi hermanita y a mí también... Al final tuve que ir a la policía, porque ya no aguantaba más. Y allí, de-lante de la policía, le dije a mi papi: 24 Faldas. 25 Maíz cocido en agua y sal.

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—Papá, o eliges a tu mujer o a nosotras. Yo me voy con mis hermanas. Yo trabajo, voy a poder mantener a mis hermanitas. Es preferible vivir en una casa aparte. No te preocupes por nosotras. Quédate tranquilo con tu mujer. No-sotras nos vamos. No podemos continuar así. Mi padre, pues, por el apego que nos tenía, tuvo que deshacerse de su mujer y quedarse con sus hijas. Pero desde ese día comenzó otro tormento. Yo no era digna de que nadie me salude. Mi madrastra le decía a mi papá que yo estaba haciendo escándalos en el pueblo, que yo no era hija digna de mi padre. Y él le creía. Y mucho más duro se volvió con nosotras, mucho más. Se dedicó a tomar y nos pegaba bastante. Hasta que yo tuve que decirle que volviera a vivir con su mujer. Y volvió ella a vivir con nosotros. Pero la situación era bien trá-gica. Una noche me pegaron fuerte, mi papá y ella. Habían vuelto a la casa borrachos, los dos. Entonces mis hermanas me defendieron, lo hicieron largar-me y me dijeron: “¡Escapate, Domi!” Yo me escapé y me quedé allí en la calle. Mi marido, en aquel entonces era policía civil, algo así, de los que caminan por las calles en la noche reco-giendo parejas, llevando gente a la cárcel o llamando la atención a los padres. Yo no lo conocía. Cuando me vio en la calle, me enfocó con una linterna y me preguntó: —¿Qué está haciendo aquí usted? Y quería llevarme presa. —¿Usted no es la hija de don Ezequiel? —Sí —le dije. —¿Y qué ha pasado? —Se ha emborrachado y me ha pegado mi papá. Ahora estoy esperando que se duerman y entonces me vuelvo a entrar. —Pero, ¿cómo puede estar usted así afuera, en la noche? Usted debe re-gresar a su casa. Venga conmigo. Yo entonces volví a casa con él. Cuando entramos, le dijo Rene a mi papá: —Don Ezequiel, aquí traigo a su hija... ¿Cómo le va a pegar así, cómo la va a botar así de noche, cómo la va usted a tratar así? —¡Allí está, allí está, allí está, pues, su amante! —gritó mi madrastra. Y mi papá, como estaba mareado, fue a sacar su arma que tenía en la casa, porque él también era policía. Y quiso agredirme. Entonces, fue una cosa muy especial: tuvimos que escapar de mi papá. Corrimos... Pero corrimos cuanto podíamos. Por allí había un campo. Mi padre corría detrás de nosotros y nosotros corríamos sin voltear la cabeza, sin parar.

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De tanto correr, caímos en una zanja. Allí en el suelo nos echamos, esperando hasta que amaneciera el día. Fue una situación bien especial... Y el día siguiente, René me llevó a la casa de su madre. Y ella procuraba ayudarme a vivir esa nueva situación. SIGLO XX Poco después que conocí a mi esposo, casi por casualidad me vine a vivir en Siglo XX, el pueblo que me vio nacer y después me enseñó a luchar, me dio su coraje. Por la sabiduría de este pueblo pude ver claro todas las injusticias y esto encendió en mi ser una hoguera que solamente la muerte apagará. Cuando yo vivía en Pulacayo, añoraba mucho regresar a Siglo XX, co-nocer el pueblo donde había nacido. En Pulacayo se hablaba bastante e incluso se cantaban algunas canciones de Siglo XX. Y cuando alguien me preguntaba dónde había nacido, yo decía que en Siglo XX-Llallagua. Y siempre tuve la cu-riosidad de conocer ese lugar. Después de haberme casado, fue lo primero que se me ocurrió: conocer el pueblo donde, por extraña casualidad, también mi esposo había nacido. Eso fue en el 57. En la primera oportunidad que tuvimos, cuando yo es-tuve de vacación, reunimos algún dinerito y nos vinimos a Siglo XX. Pero mi es-poso se encariñó tanto con el pueblo que decididamente no regresó más a Pu-lacayo y se quedó aquí a buscar trabajo. Yo volví a Pulacayo a trabajar en la pulpería durante algunos meses más. Llegando a Siglo XX, durante casi cinco años me dediqué a leer la Biblia a través de la religión que había adquirido de mi padre, de los Testigos de Jehová. Asistía a sus reuniones, practicaba mucho lo que ellos me decían. Pero después, ya me salí, especialmente cuando ingresé al Comité de Amas de Casa, porque descubrí otras cosas que para mí eran, pues, importantes y que ellos no querían aceptar. Al Comité yo ingresé por necesidad, para estar con las otras mujeres a la par de nuestros compañeros en su lucha por mejores condiciones de vida. En-tonces los Testigos de Jehová me dijeron que yo no debía meterme en eso, que en ahí estaba Satanás, que no se permitían en la religión esas cosas que son de pura política. Y bueno, yo seguía y seguía en el Comité. Posteriormente, me hicieron llamar y dijeron que me iban a castigar, me iban a someter a un año de refle-xión. Yo tenía que ir todos los días de asamblea a las reuniones de la secta y na-die debía hablarme nada durante un año. Y si en un año yo no dejaba de hacer lo que ellos me habían prohibido, entonces me iban a expulsar de su religión.

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Dijeron que yo estaba haciendo cosas malas por estar en el Comité. Yo les res-pondí: —En primero lugar, Dios ha dicho que no debemos juzgar a nadie. Y ¿quiénes son ustedes para juzgarme a mí en esta forma? Además, ustedes anali-zan las cosas por su lado, y su preocupación de ustedes es solamente el peque-ño grupo que frecuenta las asambleas. Por eso ustedes no se dan cuenta de la situación en que vive la mayor parte del pueblo. Eso no les interesa a ustedes, ¿no es cierto? Todo eso les dije. Y hablé más: —Supongamos, por ejemplo, una viuda que tiene hartos hijos y que, por mantener a sus hijos, alguien la ha dicho que mienta y que le va a dar un pan. Entonces ella miente y gana un pan para sus hijos. Posteriormente, digamos que ha tenido que robar porque no tenía qué darles a los chicos. Digamos que des-pués se ha enfermado uno de los niños y necesitaba tanto de dinero que, en su desesperación, incluso ha aceptado prostituirse para salvar la vida de su hijo. Entonces ahora, en la otra vida —según ellos las prostitutas, las mentirosas, tales y cuales no han de conocer el reino de Dios—, esa viuda en la otra vida no va a conocer la cara de Dios, no va a poder estar en el paraíso? Eso yo no lo acepto. Además, en Siglo XX-Llallagua, los Testigos de Jehová son más bien ri-cos, no sufren miserias como nosotros. No sé cómo será en otros países, pero aquí así es. Entonces yo dije: —El hermano Alba —que era el más rico en Llallagua en ese entonces—, él vive feliz en esta vida porque tampoco tiene necesidades. Y porque conoce la palabra de Dios no va a prostituir, no va a mentir, no va a hacer nada de estas cosas. Y entonces él va a entrar en el reino del cielo. Y esta viuda que está su-friendo tanto en esta vida, al final Dios le va a decir: “Bueno, yo les dije que no hicieran esas cosas. Ahora váyase al infierno”... ¿Así va a ocurrir? Y entonces, el que ha nacido pobre, ¿nunca va a alcanzar la gloria de Dios, y el hermano Alba sí?, ¿va a alcanzar la gloria de Dios porque conoce la Biblia? A mí no me parece justo. Y aunque a ustedes les parezca que la ayuda espiritual es la única importante, a mí me parece que hay que empezar con la ayuda material. Si, por ejemplo, yo le consigo trabajo a la viuda, le digo: “Mira, tú trabajas aquí, vienes a vivir aquí con tus hijos”, entonces después ya le puedo decir: “Mira que en la Biblia está dicho que no debes mentir, no debes robar, no debes prostituir”. Entonces, claro, como ella ya no tiene aquella necesidad desesperante, y ya tiene trabajo, puede cumplir con aquel mandato, ¿no es cierto?

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Ellos entonces me respondieron que yo ahora me había convertido totalmente en una obra de Satanás y que ellos no estaban de acuerdo con lo que yo decía. Yo les dije que me iba. Y me fui. Después, poco a poco me fui fijando cómo ese grupo era uno más al ser-vicio del imperialismo. Porque ellos decían que no debemos meternos en políti-ca y, sin embargo, allí en el templo se hacía política todo el tiempo, por la mane-ra como se trataban los asuntos. Además, nos pasaban unos folletos y en uno de ellos estaba escrito “Libertad de culto”, pero donde había unas botas pisando unas religiones y estaba escrito “Comunismo, marxismo”; y en otro folleto, por ejemplo, estaba pintado Marx —yo en ese tiempo no conocía a Marx, lo conocí después— como un pulpo que estaba abrazando al mundo y que era necesario matarlo. Así, ¿no? Entonces, yo tenía que escoger: o trabajaba en el Comité de Amas de Ca-sa para luchar a la par de los trabajadores, o me quedaba con los Testigos de Je-hová, asistiendo a sus cultos y sin meterme en nada de esas cosas a que ellos llamaban “obras de Satanás”. Para mí era importante, pues, tomar una decisión. Había otras religiones en Siglo XX, especialmente la católica. Pero yo no me metí tampoco con la gente de ese grupo, porque en aquel entonces los cris-tianos, y en particular los sacerdotes y monjas, estaban muy en contra de nosotros. Ellos tenían una misión que les había dado el papa Pío XII de comba-tir el comunismo, y por eso nos hacían muchos problemas y no nos compren-dían y muchas veces defendían a nuestros opresores. Eso ocurrió bastante en Bolivia: que la religión se puso al servicio de los poderosos, escuchando sus puntos de vista. Y los que dicen seguir las ense-ñanzas de Cristo, las cuales son en favor de los oprimidos, más bien velan por su seguridad, por estar cómodos de plata y de todo. Y por eso ponen nomás la religión al servicio de los capitalistas. Y hasta ahora son pocos los represen-tantes de la Iglesia que entienden lo que pasa realmente en Bolivia. Y aún cuan-do se dan cuenta de las injusticias, prefieren callarse por su propia seguridad personal. Por eso es que entre los mineros la Iglesia casi no cuenta, a pesar de que, en esos últimos años, varios sacerdotes, monjas e incluso obispos, han cambiado y están con los oprimidos y ha habido entre ellos algunos que fueron apaleados, deportados, encarcelados, interrogados a la par de nosotros. Todavía está muy viva la imagen de la Iglesia dominadora, de manos dadas con el capi-talismo opresor. Así que, desde mi pelea con los Testigos de Jehová, yo no ingresé a nin-gún otro grupo religioso, pese a que no perdí la fe en Dios. Y ésa es quizás una cosa que realmente no comparto con lo que he leído en los libros sobre el marxismo, donde siempre se niega la existencia de Dios al menos yo pude

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observar eso, ¿no?—, pero a mí me parece que negar la existencia de Dios sería negar la existencia de nosotros mismos. Bueno, desde que llegamos a Siglo XX, solamente durante dos años viví yo sola con mi esposo. Después, una por una mis hermanas vinieron a vivir conmigo y tuve nuevamente que hacerme cargo de ellas. Ninguna llegó a con-geniar con la segunda esposa de mi padre y no tenían dónde ir. Después de dos años tuve a mi primer hijo. Así que de golpe mi familia era numerosa y eso no le agradaba a mi esposo. Además, mi suegra se murió y mi marido andaba muy afligido. Había días que trabajaba, días en que no traba-jaba. Por todos esos problemas, a veces también se emborrachaba y, cuando ve-nía a la casa, me decía que no se había casado con mis hermanas, que no era su obligación mantenerlas. Así. Mis hermanas, durante mucho tiempo estuvieron buscando trabajo. Pero era bien difícil conseguir, sobre todo siendo mujeres. Y entonces, a tal punto de escasez vivíamos, que de un solo par de calzados teníamos que compartir entre todas. Lo poníamos cuando íbamos a la calle. Nuestra situación económica se volvía peor y peor. Cuando llegamos a Siglo XX, encontramos a los dirigentes Federico Escó-bar y Pimentel. Se contaba en Pulacayo que ellos eran buenos dirigentes. Y yo deseaba conocerlos. A Escóbar, lo conocí cuando me quitaron una vivienda. Mi esposo y yo vivíamos agregados con otra persona. Mi suegra se murió y él había viajado a Pulacayo a enterrarla. Yo esperaba familia de mi primer hijo. Y resulta que se había retirado el señor con quien vivíamos agregados y a mí me estaban sacan-do porque, decían, mi esposo no tenía derecho a aquella pieza. Me dijeron que yo debía salir inmediatamente. Yo les dije que esperaran que regresara mi com-pañero, porque yo estaba todavía delicada y ¿cómo podía yo trasladarme así? Además, era necesario buscar otra vivienda. Pero la empresa me dio plazo de aquella mañana y entonces vinieron los serenos y sacaron todas mis cosas de la vivienda. Los serenos son trabajadores que ya están cansados o son inhábiles porque han sufrido un accidente en la mina y han perdido un ojo, un brazo, una pierna o tienen el mal de mina. Entonces trabajan en la sección de la empresa minera que se llama bienestar social y tienen así un empleo que es más blando, no pide mucho esfuerzo físico. Vinieron entonces los serenos y me botaron co-mo un dueño bota una persona cuando no paga el alquiler. Yo me quedé llorando allí afuera y los vecinos me veían. A eso de las tres de la tarde, volvió de su trabajo un vecino mío, y sus familiares le contaron lo que había pasado. Él me dijo que yo debía buscar a los dirigentes.

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Con sumo recelo y con desconfianza, acepté, pues no los conocía. Y fuimos a la casa de Federico Escóbar. Su esposa me recibió con suma cordiali-dad. Le avisó el compañero de qué se trataba y la señora me dijo: “No se preo-cupe, mi esposo la va a ayudar y todo se va a resolver”. Y trataba de consolar-me. Todas mis cositas se habían quedado enfrente de mi vivienda. Las tapamos solamente con una carpa, y las vecinas aceptaron de cuidar todo. A las 7 de la noche, creo yo, llegó Escóbar de sus ocupaciones. Y bueno, era todo diferente del que yo había imaginado. Yo pensaba encontrar a un hom-bre prepotente, acostumbrado a mandar. Nunca había visto a un hombre así, tan sencillo, tan bueno. Era la primera i vez que yo lo veía y me tendió la mano como si me hubiera conocido desde mucho tiempo. Muy amable me recibió. Pero antes de hablar de nuestros problemas, Federico nos hizo servir una cena. Después mi vecino le dijo: “Mire, a esa señora la han botado de su vivienda. Ella vive desde un año agregada en una pieza. Su marido ha viajado y ahora a ella la han botado a la calle”. Federico se molestó mucho e inmediatamente pidió al Sindicato una movilidad26 y se fue a Cancañiri, donde estaba la oficina del bienestar social de la empresa. Hizo llamar a los serenos y les riñó bien harto porque habían come-tido aquella injusticia conmigo. Luego les hizo abrir la pieza y meter otra vez todas las cosas, riñéndoles y preguntándoles por qué habían hecho eso conmi-go, que si no era trabajador mi esposo. Y los obligó a meter todo en su lugar. Y les decía: —Miren, aquí vivía una señora, una dama vivía aquí y las damas no tie-nen así tiradas sus cosas. Háganme el favor de poner todo como estaba, porque la señora no va a estar acomodando todo ese despelote que han hecho ustedes... Yo estaba apenada y le decía: —Gracias, señor, ya está bien, yo lo voy a arreglar. —No, señora, usted póngase a descansar. Les hizo armar la cama y les dijo: —¿Y no se habían fijado que ni siquiera podía la señora estar buscando otra vivienda? Y a mí me dijo: —Ahora usted tiene nomás que descansar, pues está mal, está delicada. Realmente, yo estaba por dar a luz, porque eso ocurrió el 3 de noviembre y el 7 nacía mi hijo Rodolfo. Era por eso también que yo estaba en un estado de nervios, además de estar sola. Escóbar se había dado cuenta de toda la situación

26 Vehículo.

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y por eso obligó a los serenos a que pusieran en orden todas mis cositas. Después me alcanzó una nota y me dijo: —Mire, señora, ésta es la orden para que usted viva aquí. Nadie tiene el derecho de sacarla de esta vivienda. Su marido trabaja en la empresa y nadie la puede sacar. Ésa fue la primera vez que vi a Escóbar. Antes de retirarse, Fede-rico recomendó a mis vecinos que no me dejaran sola y que me acompañara al-guien por si acaso yo me ponía mal. Yo aprendí mucho de los dirigentes. A ellos debo parte de mi formación. SABIDURÍA DEL PUEBLO Por aquellos años gobernó Bolivia el MNR, primeramente con Paz Esten-ssoro, después Hernán Siles Zuazo y nuevamente Paz Estenssoro. Nosotros ha-bíamos colocado en el poder ese gobierno que se decía “nacionalista revolucio-nario”, pero él comenzó a no hacer caso de lo que decía y quería el pueblo. Por ejemplo, la nacionalización de las minas se hizo mal, la empresa se empobreció terriblemente con la indemnización y el pueblo fue engañado. También que-ríamos, por ejemplo, que en Bolivia hubiera fundición de los minerales, porque nosotros tenemos que trasladar el mineral desde las minas, pagar aduanas y transportes, llevar en barco el mineral hasta Inglaterra para hacerlo fundir y volverlo a traer en barco hasta Estados Unidos, para allí entregarlo en la puerta del patrón. Sí, somos nosotros que al fin y al cabo pagamos todo eso, porque la plata que se va sacando en todo ese trayecto podía ser reservada para hacer progresar más y más al país y para pagar mejor a los trabajadores. Por eso los mineros decían que una manera de cortar aquel problema sería de tener nuestros propios hornos de fundición y aquí mismo vender la barra del mi-neral. Y no regalarlo a Estados Unidos a cualquier precio, sino que debíamos decir: “A ver... ¿quién nos paga mejor?” Pero nuestros gobiernos del MNR no querían escucharnos sino que, a través de la embajada de Estados Unidos, hacían los planes e implantaban aquí sus políticas. Y decretaron la “estabilización monetaria”27, hicieron el “Plan Triangular”28, todo a su modelo y a su antojo. Y cuando se oponían a esto los

27 Dictada por el gobierno de Hernán Siles Zuazo en 1956, con base en un plan preparado por el asesor norteamericano Jackson Eder. 28 Plan de rehabilitación de la minería nacionalizada, en el cual participaban los gobiernos de Estados Unidos, de Alemania Occidental y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Implicaba, entre otras cosas, la disminución del número de trabajadores mineros, el congelamiento de salarios, el control total del proceso sindical y particularmente de las actividades de los dirigentes mineros y la supresión del Control Obrero con derecho a veto. Eran condiciones impuestas al gobierno boliviano por los financiadores.

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trabajadores, inmediatamente había represión en contra de ellos. Bastante se sufría en Siglo XX por la política que había en aquellos años. Realmente, la gente del MNR que había sido puesta en el poder después de la revolución del pueblo, en el 52, era pues, bastante codiciosa, ¿no? Y el im-perialismo aprovechó para corromper a esos que se decían “revolucionarios”. Y con el dinero de la nación se creó una nueva* burguesía corrupta. En todo estaba corrupta: en sus agentes y representantes laborales, dirigentes campesi-nos y autoridades. Además, el MNR llegó al punto de implantar en Bolivia cam-pos de concentración al estilo nazi. Todos conocen, por ejemplo, la triste historia de San Román y Menacho, que eran jefes del control político del MNR. En su propia casa tenía San Román una especie de cárcel para torturar bárbaramente a la gente. San Román era el terror de todos los presos políticos. Bueno, los trabajadores, y especialmente los de Siglo XX, criticaban esa situación en que vivíamos. Cuando había esas medidas en contra del pueblo, en las minas se peleaba, se reclamaba, se hacían manifestaciones. Y todo eso era reprimido: no mandaban pulpería, no mandaban salario, hasta las medicinas nos cortaban. Y a los dirigentes los apresaban. Me acuerdo que en el 63 los dirigentes se enfrentaron a una de esas medidas del gobierno. La COMIBOL decía que no tenía plata para mandar medicamentos al hospital. Y había entonces una epidemia terrible de gripe, de diarreas, de todo. No había medicina para los niños. Y resulta que la COMIBOL contrató en esos mismos días a un grupo de artistas internacionales29 donde había japoneses, norteamericanos, africanos, etcétera, que dieron espectáculos en las minas. Las personas que fueron a ver me contaron que eran actuaciones de tipo anticomunista, y que la COMIBOL les había pagado su viaje. Bueno, los dirigentes, y especialmente Escóbar, ya habían mandado tele-gramas a la COMIBOL, diciendo que los trabajadores de la empresa no iban a respetar a aquellos tipos y los iban a tomar como rehenes si la COMIBOL no mandaba las drogas de que necesitábamos nosotros. Al mismo tiempo, algunos trabajadores se fueron a sacar las líneas del tren para que los extranjeros no pu-dieran irse. Yo les vi cuando ellos estaban en la estación de Cancañiri, espe-rando partir. Por curiosidad habíamos subido a ver. Todo el día estuvieron es-perando aquellos extranjeros. Y preguntaban: “¿Qué ha pasado?” Y les decían que la lluvia se había llevado parte del camino y que estaba en reconstrucción... Así, ¿no? Pero el problema era ése de los rieles que habían sido sacados por los trabajadores.

29 Del “Rearme Moral”, cruzada integrada por intelectuales, deportistas y artistas de todas nacionalidades. En ciertas ocasiones, como en la que refiere aquí Domitila, fue utilizada por Estados Unidos en su campaña mundial anticomunista.

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Y resulta que la COMIBOL tuvo que hacer traer inmediatamente, incluso por avión, las drogas, para que así se les largara rápido a los extranjeros, para que no les pasara nada. Y a eso de las 10 de la noche, volvieron ellos a partir. En seguida se anunciaba por la radio que las personas que tenían medicinas pen-dientes las podían recoger con sus papeletas, porque las medicinas ya habían llegado. Que los hospitales estaban funcionando en la noche. Y que, en caso de emergencia, lleváramos a los niños. Yo también tenía a una hijita que estaba enferma con diarrea y necesitaba de una droga fuerte. Entonces fui a recoger la droga. Y vi una cola larga de gen-te y el hospital estaba realmente funcionando. Era la una de la madrugada. Así que la COMIBOL y los artistas, con su propaganda anticomunista, habían venido a engañarnos, a mentirnos, a hacer un daño al pueblo, pero el pastel se les volteó: nos hicieron un favor. Los trabajadores siempre analizan la situación. Pero no los escuchan, no los escuchan y por eso tienen que recurrir a otros medios. Por ejemplo, cuando criticaban el Plan Triangular, la estabilización monetaria, cuando hacían ver la necesidad de crear hornos de fundición, nadie les hacía caso. Y todas esas ideas salían del pueblo. Miren que últimamente hicieron aparecer como cosa del presidente Ovando la creación de los hornos de fundición. Pero la verdad es que no fue así. E incluso, por pedir esas cosas que eran necesarias para nosotros, han muerto varios dirigentes que tenían una visión bien clara de la situación y planteaban: eso es lo que hay que hacer y no eso. Desde que llegué a Siglo XX, siempre procuraba estar atenta a todo. Por la radio escuchaba las noticias. Asistía a las manifestaciones y procuraba saber cómo estaban los asuntos. Porque todo era nuevo para mí. No quiero decir con eso que en Pulacayo no se hacía esa labor. ¿Será porque en Pulacayo yo vivía en un mundo aparte y por eso no me daba cuenta de la situación? Pero en Siglo XX, sí, comencé a interesarme, a darme cuenta de la pelea y de los sufrimientos que tenía la gente. Y eso fue despertando en mí un gran respeto por mi padre y por la causa a la cual él se había entregado. Siglo XX me hizo comprender la sabiduría del pueblo. ¡Cuántos grandes hombres lucharon por lo nuestro, gentes así, de nuestro mismo pueblo! Y cuántas mujeres también, como, por ejemplo, Bartolina Sisa en la rebelión indígena, Juana Azurduy de Padilla en la guerra de Independencia, las heroínas de la Coronilla, también en la misma guerra. Tenemos también a grandes personajes intelectuales que han alcanzado un nivel bien alto, como María Jose-fa Mujía y Adela Zamudio, que fueron grandes poetas. Y, más cerca a nosotros, tenemos nuestra misma experiencia, ¿no?

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Yo, por ejemplo, he conocido a muchas mujeres que quizás no han apren-dido a hablar un poco más como yo, pero que son heroínas anónimas, calladas, que han defendido con bastante valor al pueblo y han muerto por su causa. ¡Y cuántas cosas el pueblo allí, en el trabajo mismo, soluciona! A diario vemos cosas que podemos aprender del pueblo. Y por eso yo pienso que, si a cada paso nos pusiéramos a observar, veríamos una gran inteligencia, una gran sabiduría en los pasos que da hasta el ciudadano más humilde, ¿no? Me parece tan importante resaltar y ver realmente en toda la extensión de la palabra qué es el pueblo y apreciar los valores que tiene. Todo lo que sé y soy se lo debo al pueblo. Y también el coraje que tengo brota de allí. COMITÉ DE AMAS DE CASA Fue en esa época tan difícil del gobierno de Paz Estenssoro que en Siglo XX las mujeres de los trabajadores mineros se organizaron en un Comité. Ellas no podían estar tranquilas, viendo todas las peleas que el pueblo estaba soste-niendo. A un principio, nosotras teníamos la mentalidad en que nos habían edu-cado, de que la mujer está hecha para la casa, para el hogar, para cuidar de los hijos y cocinar y no tiene capacidad de asimilar otras cosas de tipo social, sin-dical o político, por ejemplo. Pero la necesidad nos llevó a organizamos. Lo hici-mos a través de muchos sufrimientos y ahora sí, podemos decir que los mineros cuentan con un aliado más, un aliado que ha costado mucho sacrificio, pero que se volvió un aliado bastante fuerte y que es el Comité de Amas de Casa, la organización que ha surgido primeramente en Siglo XX y actualmente existe en otras minas nacionalizadas. Este Comité surgió en 1961. En aquel entonces pasábamos por una situa-ción económica bastante pesada: de tres meses adeudaba la empresa a nuestros compañeros, no llegaban víveres, no había medicamentos para la atención mé-dica. Entonces los mineros se organizaron para hacer una marcha que consis-tía en ir todos a pie, con sus esposas y sus hijos, hacia la ciudad de La Paz. Era una marcha muy larga, porque La Paz está bien lejos30. Pero los del gobierno se enteraron de nuestros planes y cortaron lo que habíamos preparado. Apresaron a los dirigentes y los llevaron encarcelados a La Paz.

30 335 kilómetros.

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Entonces, sus compañeras fueron, una por una, a reclamar por sus espo-sos. Pero en La Paz se portaron groseramente con ellas y más bien trataron de presionarlas, de apresarlas y de cometer abusos con ellas. Cada una regresaba totalmente desmoralizada. En el Sindicato se reunieron y comenzaron a que-jarse, contando lo que les había pasado. Y allí surgió la idea: “Si en vez de ir así, cada una por su lado, nos uniéramos toditas y en conjunto fuéramos a reclamar en La Paz, ¿qué pasaría? Quizás podríamos cuidarnos mutuamente y conseguir algo”. Y decidieron ir a La Paz. Pero no tenían idea ni dónde debían ir a recla-mar, ni cómo tenían que hacerlo. Parece que alguien les dijo que en aquellos días iba a haber una reunión de ministros y que un representante de los trabaja-dores iba a presentarse en ahí. Y que ellas debían aprovechar aquella oportu-nidad y apoyar al pedido del compañero, gritando: “¡Libertad, libertad para nuestros esposos!” Y así pasó. Pero entonces, las mal llamadas “barzolas” empezaron a gritar, a echarle tomates podridos con locotos31 al compañero. Y a las compañeras, las “barzolas” fueron a pegarlas e incluso quisieron quitarles a sus hijos, para intimidarlas. Hubo un enfrentamiento fuerte, hasta que llegaron los agentes y dispersaron el grupo. Las “barzolas” constituyen un capítulo triste en la historia de la mujer en Bolivia. Eran mujeres que los emenerristas32 organizaron y que tomaron el nombre de María Barzola, pero no jugaron el papel que ella jugó cuando pedía un trato justo para los obreros. Porque, según me contaron, María Barzola era una mujer del pueblo de Llallagua. En el 42, hubo una gran manifestación para pedir aumento de salarios a los antiguos dueños de las minas, y ella estuvo a la cabeza con una bandera. Cuando ya se acercaban a Catavi, donde está la geren-cia, llegó el ejército y masacró a un montón de gente. Y en esa masacre se murió ella. Ese lugar se llama ahora “la pampa de María Barzola”. Pero las “barzolas” del MNR se abocaron a servir a los intereses de su partido, que estaba en el gobierno y más bien ayudaron a reprimir al pueblo. Sirvieron como un instrumento de represión. De esa manera, en Bolivia se guar-da un sentimiento de rencor contra las “barzolas”. Por ejemplo, en La Paz, cuando había un sector de la clase trabajadora que reclamaba algo, las “barzo-las” les salían enfrente utilizando navajas, cortaplumas, látigos, y atacaban a la gente que se reunía en manifestación de protesta contra las malas medidas adoptadas por el gobierno. En el parlamento también se paraban y si alguien hablaba en contra del MNR, las “barzolas” allí estaban con tomates y otras co-sas para tirarles y hacerles callar. Entonces, en vez de servir para una pro- 31 Ají. 32 Militantes del MNR.

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moción de la mujer en Bolivia, ese movimiento sirvió solamente como un ins-trumento de represión. Por eso, cuando alguien se vende al gobierno o hay una mujer-agente, en el pueblo se dice: “No se meta con ella, es una barzola”. Es una lástima que ese personaje histórico de nuestro pueblo haya sido tan desfigu-rado. Después del enfrentamiento con las “barzolas”, las compañeras que esta-ban en La Paz volvieron a entrar en el mismo local de donde habían sido echa-das y se declararon en huelga de hambre. Esa noche vino San Román, el terrible San Román que nadie quería encontrar. Y allí ocurrió una anécdota. Una de las señoras se paró enfrente a él y le dijo: “San Román, usted sabe muy bien que no tenemos armas para defendernos de sus verdugos. Pero si algo pasa, juntos vo-lamos todos, en ese mismo instante. Nosotras y ustedes volamos, porque sola-mente de dinamita disponemos aquí”. Y sacó algo de su bolsillo y pidió un fós-foro. Pero, mientras las compañeras buscaban el fósforo, corrió San Román con todo su grupo. Felizmente, los fabriles se solidarizaron en seguida con ellas y las trasla-daron esa noche a un cuarto de la Federación de Fabriles. Y allí siguieron en la huelga de hambre. Y sacaron un documento en que pedían la libertad de sus compañeros, el pago de salarios para los trabajadores, el abarrotamiento de las pulperías y que dotaran de medicinas a los hospitales. La huelga de hambre consistía en que las compañeras no podían servirse de ningún alimento. Solamente algo de líquido podían tomar. Y lo hicieron du-rante diez días. Algunas estaban con sus hijos. A ellas se sumaron los universitarios, se sumaron los fabriles e, incluso, de otras minas comenzaron a llegar mujeres, solidarizándose con las compañe-ras. Y, cosa que no se haga más grande, el gobierno tuvo que aceptar sus peti-ciones, y aquella vez las amas de casa triunfaron. Volvieron con sus compañe-ros en libertad, la empresa pagó a los obreros y se llenó la pulpería. Fue un acto bastante bueno en favor de nosotros. Pero, pues, así como estábamos criadas como la gran mayoría, con esa mentalidad que la mujer no debe meterse, inmediatamente nos olvidamos del gran sacrificio que habían hecho ellas. Las que habían tenido la iniciativa de hacer aquello pensaron que era ne-cesario organizarse para seguir luchando a la par de los compañeros. Se reu-nieron toditas, haciendo un poquito de propaganda por la calle: “Nos vamos a reunir, nos vamos a organizar en un frente”. Y así lo hicieron. Se organizaron, nombraron un directorio y llamaron a la organización “Comité de Amas de Ca-sa de Siglo XX”. Eran unas sesenta mujeres. Pero... había que ver la carcajada

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que en ese entonces echaron los varones. Y decían: “¡Las mujeres se han organi-zado en un frente! ¡Déjenlas! Ese frente no va a durar ni 48 horas. Entre ellas se van a hacer el frente y allí mismo va a terminar todo”. La verdad es que no fue así. Más bien al contrario, la organización creció y ahora es muy importante, no solamente para las mujeres mismas, sino para toda la clase trabajadora. Claro, al principio no fue fácil la cosa. Por ejemplo, en la primera mani-festación que hubo en Siglo XX después que ellas volvieron de La Paz, las com-pañeras subieron al balcón del Sindicato para hablar. Los compañeros no esta-ban acostumbrados a escuchar a una mujer junto a ellos. Entonces gritaban: “¡Que se vayan a la casa...! ¡a cocinar!, ¡a lavar!, ¡a hacer sus quehaceres!”... Y les silbaban. Pero había tanta decisión de organizarse por parte de ellas y tanto deseo de colaborar, que no desistieron. Lloraron de rabia y de impotencia, eso sí, pero siguieron adelante. Y agarraron una máquina de escribir y empezaron a es-cribir. Lanzaban comunicados de apoyo a los trabajadores y los hacían leer por las emisoras de radio de los mineros, dando sus puntos de vista sobre la situación que en aquel entonces vivíamos. Decían, por ejemplo, que como es-posas de los trabajadores, ellas no estaban de acuerdo con aquel programa eco-nómico que implantaba el gobierno y más bien lo llamaban a la reflexión. Mandaban cartas al presidente y a sus ministros, haciéndoles conocer sus pun-tos de vista. Mandaban cartas a la COMIBOL, a la Federación de Mineros, a la COB. Iban a la pulpería a ver que nos despacharan bien, que en las escuelas se atendiera bien a los niños, que el desayuno escolar estuviera bien, que en el hospital se atendiera bien a los enfermos. Así, mucho trabajaron. Quien más actuó fue Norberta de Aguilar, esposa de un antiguo trabaja-dor de la empresa. Me contaron que al principio del Comité estuvo la esposa de un médico, que se llamaba Vilma de Garrett, para organizar el Comité. Pero Norberta fue quien impulsó realmente al Comité. Para mí es una gran mujer, porque ha sabido llevar a la organización a mantenerse dentro de sus princi-pios, lo que era tan difícil. Por lo menos fue así que yo la conocí, pese a que al-gunas personas hablen que actualmente tiene otras posiciones. Junto con Norberta trabajaron mucho Jeroma de Romero, Alicia de Escó-bar, Flora de Quiroga, María Careaga, Angélica Osorio, Cinda de Santiesteban, Simona de Lagrava. Son muchas, muchas, no puedo nombrar a todas. Y cada una, según sus posibilidades, aportaba a la labor del Comité. Por ejemplo, una de nuestras compañeras murió a causa de la segunda huelga de hambre, que fue en el 63. Era la compañera Manuela de Sejas, a quien se le secaron dema-siado los intestinos; tuvieron que hacerle una operación y se murió, dejando

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huérfanos a ocho hijos. Muchas compañeras abortaron en huelgas de hambre. De otras, sus hijos son muy anémicos por lo que padecieron sus mamás. Varias compañeras se hallan enfermas por lo que sufrieron. Así que fue una labor muy especial la que hicieron ellas, al lado de los compañeros haciendo guardias, haciendo huelgas, cuidando de los bienes sindicales, que son el local del Sindicato, nuestra radioemisora, nuestra biblioteca, así. Algunas veces tam-bién agarraban el micrófono de la radio del Sindicato y nos hacían escuchar su voz, nos orientaban. Bueno, todo eso llamó la atención. Y cuando entró al gobierno el general Barrientos en el 64, en seguida vio un peligro en la organización de las mujeres. Durante el año de 65 hubo una serie de problemas. Y apresaron al dirigente Le-chín Oquendo y lo deportaron al Paraguay. En seguida apresaron a un montón de gente de la radio, de la prensa y a varios dirigentes. Y atacaron también a la organización de las amas de casa: “A ver —dijeron— ¿cuál es ese directorio? ¿Por quiénes está compuesto? ¿Quiénes son sus esposos?” Y a ésos los deporta-ron a la Argentina. Y les decían: “A usted, señor, le estamos botando no por problema sindical ni político. Usted es un obrero honrado y trabajador y es-tamos conformes con su trabajo. Pero no estamos conformes con que usted haya permitido a su esposa a que se preste a intereses foráneos”. Y que tal y que cual y... “¡para fuera!” Y a la mujer la botaron de la vivienda. Y ahora... “¡A que man-tenga a su familia!” Esa fue la primera medida que tomaron en contra del Co-mité. En aquel entonces no tenían las mujeres toda la solidaridad que ahora re-cibimos nosotras. Por ejemplo, cuando me apresaron, los trabajadores estu-vieron días en huelga para que me liberten. Y eso era un gran alivio para mí. Pero las primeras compañeras contaban con muy poca solidaridad, porque los hombres no veían la importancia de que las mujeres se organicen, no querían entender, no les parecía bueno, les parecía fuera de lugar. También por parte de otras organizaciones de mujeres, el Comité tuvo problemas a un principio. Por ejemplo, con las cristianas siempre había cho-ques. Era un grupo de señoras del Movimiento Familiar Cristiano que nos odiaba, nos detestaba y nos llamaba de herejes y por todos modos procuraba desacreditar el Comité. Ahora más bien trabajamos juntas y cambió la cosa. Por-que, después que he estado presa, llegué a la conclusión de que no vale la pena estar peleándonos entre nosotras. Con todo lo que yo me preparé y con lo que sabía también de la Biblia y todas esas cosas, bueno, me fui a hablar con las cris-tianas y les pregunté si acaso cuando un gobierno masacraba al pueblo era o no era justo denunciar. Y si ellas estaban de acuerdo con aquellas medidas eco-nómicas que el gobierno había implantado. Al final les pregunté si a las cris-

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tianas el gobierno les decía: “Bueno, ésas son cristianas, hay que pagarles otro sueldo”... o si las medidas económicas nos afectaban a todos igualmente. Y si por amor al prójimo era justo o no era justo unirnos y reclamar por los derechos de los trabajadores. Entonces ellas dijeron que sí, que tenía yo razón en esos planteamientos. Y en una reunión conjunta que hicimos, reorganizamos el Comité, ya en coordinación con ellas; y hasta ahora trabajamos así. Pero todavía falta mucho para que las mujeres alcancen aquel grado de participación que pensamos sea importante. Incluso, hay mujeres que no entien-den la necesidad de su participación. A mí me parece un crimen y me da mucha rabia cuando algunas compañeras empiezan a decir: “¿Y para qué reclamar tan-to y meterse a manifestaciones y huelgas? ¡Si estamos bien, si estábamos peor antes!” ¿Cómo que estamos bien? Nuestros opresores sí que están bien. Y lo es-tán a costa de nosotros, del trabajo de nuestros compañeros. Nosotros no tene-mos siquiera un techo donde morirnos, porque la vivienda en el campamento es solamente prestada y a los noventa días después de la muerte del trabajador estamos en la calle... ¿Cómo que bien, si cuando hay masacres nos quedamos solas con nuestros seis o siete hijos, con toda esa responsabilidad? Nuestro trabajo no fue siempre fácil, incluso con los dirigentes. No todos nos comprendieron y ayudaron. Claro que a veces metimos la pata, por falta de experiencia. También ocurría a veces, que cuando empezaban a plantear un problema, nosotras ya habíamos planeado y adelantado algo, y eso a algunos no les agradaba nada. En cambio, con otros dirigentes, sobre todo en las épocas más difíciles, nos colaboramos bastante en conjunto. Escóbar particularmente nos ha ayudado bastante. Cuando venía a una reunión nos orientaba y decía: la situación es así, así tenemos que organizar la cosa, por esto tenemos que pelear y en esta forma. Entonces nosotras comprendíamos mejor toda la situación y esto era muy bueno para nosotras. Con otros dirigentes también tuvimos la oportunidad de trabajar bien y discutir en conjunto los problemas. Y esto es bien importante, ¿no? De los hombres, yo pienso que un 40% todavía se resisten a que sus com-pañeras se comprometan. Algunos, por temor de que se los retire de la empresa, por ejemplo, o por temor de recibir represalias como las que tuvo que aguantar mi marido por meterme yo. Otros tienen miedo que hablen mal de sus esposas. Porque siempre, a pesar de nuestra conducta, a pesar de que los compañeros que están en la dirección nos respetan, todavía hay gente que habla mal de no-sotras, especialmente la gente que o comprende, esos que son machistas, ¿no?, esa gente que dice que la mujer debe estar en la casa y vivir solamente para el hogar y no meterse en política. Esa gente anticuada siempre anda inventando

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historias. Por ejemplo, a nosotras nos decían que éramos amantes de los diri-gentes, que por hallarnos una aventura amorosa habíamos do al Sindicato. En-tonces, por temor a todos esos compañeros no dejan que sus mujeres participen ni en las manifestaciones, ni en el Comité ni en nada, mucho menos quieren ellos que estén yendo sus esposas al Sindicato. Pero, para nosotras, el Sindicato es el local de reunión de la clase trabaja-dora, es más que un templo, es sagrado. Ha costado bastante sangre edificar aquel edificio. Y nosotras en el Sindicato nos reunimos para tratar de los proble-mas de la clase trabajadora y a nosotras los compañeros tienen que tratarnos co-mo a sus compañeras, a sus aliadas y no en otro plan. Hay compañeras que participan cuando algo muy especial ocurre. Por ejemplo, cuando convocamos a la manifestación para reclamar el aumento de cupo en el 73, unas cinco mil mujeres participaron. Y cuando volvieron a sus casas, muchos trabajadores las pegaron y dijeron que ellas eran amas de casa y que no tenían nada que ver con política y que su obligación era de estar en la casa. Hasta que, finalmente, nosotras dijimos que íbamos a hacer una crítica por la radio. Y la hicimos y dijimos: “Aquellos compañeros que pegaron a sus esposas deben ser agentes del gobierno. Sólo así se justifica que ellos estén en contra de que sus compañeras hayan pedido lo que en justicia nos corresponde. Y ¿cómo es posible que se hayan molestado por una protesta que hicimos en forma general y donde todos se han beneficiado?” De todas maneras, sí, hemos progresado mucho. Y para que vean hasta qué punto, en el 73 a mí me han mandado a un Congreso de Trabajadores en Huanuni, donde estaban reunidos quinientos compañeros. Fuimos tres delega-das del Comité de Amas de Casa. Pero las otras dos no pudieron seguir, así que me quedé sola entre quinientos hombres. Estuvimos alojados varios en una sola habitación, porque nosotros no podemos contar con dinero para tener aloja-miento para cada uno. Nos han dado un local de escuela, nos han dado catres y bueno, “la compañera allicito”. Y yo me fui al rinconcito que me dieron. Mis compañeros todos, sin excepción, respetaron mi condición de mujer casada y con hijos. Allí estábamos doce o trece en un cuarto. Charlamos de los problemas de la clase trabajadora, nos contamos algunas anécdotas que nos habían pasado en Congresos anteriores. Y a nadie le ocurrió faltarme al respeto. Mi compañero sabía que yo iba a estar en esa situación, pero no desconfió de mí. Y así pude estar yo participando en el Congreso a nombre del Comité, y llevando allí nues-tra palabra. Felizmente esas nuevas ideas respecto a la mujer cuajaron muy bien y ad-quirimos nuestro lugar en la lucha. Y, por ejemplo, es un gran alivio para noso-tras cuando un compañero se acerca de nosotras y nos dice: “Estito se han olvi-

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dado de reclamar en el Sindicato, vean ustedes cómo resolver ese problema que afecta a toda la clase trabajadora”. Sí, eso es muy alentador. Es así, a grandes rasgos, como hemos logrado nuestra participación. Los capitalistas, los que tienen obligación de reprimir a los pueblos, ellos están organizados. Sus esposas también están organizadas en esos grupos de “Damas Rotarías y Leonas” que hay en Bolivia y que en otros países también los habrá, creo yo. Entonces, también nosotras, las esposas de los trabajadores, necesita-mos estar organizadas, ¿no? INGRESO AL COMITÉ Yo no estuve en el Comité de Amas de Casa desde su inicio. Tenía, sí, mucha simpatía por esa organización, me gustaba escuchar sus planteamientos de las compañeras, asistir a sus manifestaciones. Y también, cuando las com-pañeras consiguieron la libertad de sus esposos, en el 61, y con ellos volvieron de La Paz, yo fui a ver la llegada, porque en la radio se anunciaba que a tal hora iban a estar. Y vi cómo estaban ellas felices de llegar con los presos ya liber-tados. En el 63 comencé a participar. Ese año, otra vez apresaron a los dirigen-tes. ¡Los apresaban cada vez que querían, pues! Los metían a la cárcel, los tenían allí durante meses, a veces años. Escóbar y Pimentel se habían ido a un Congreso de trabajadores en Col-quiri, juntamente con el dirigente de Huanuni que era Jorge Saral. Y cuando volvían de ese Congreso les tendieron una emboscada y los apresaron. Los mineros de Siglo XX se enteraron de lo ocurrido y, al mismo tiempo, se enteraron de que había cuatro extranjeros en Catavi. Era un tal Tom Martin, agregado laboral de la embajada americana, que estaba con otros tres gringos en una reunión con la gerencia de la COMIBOL, un total de diecisiete personas, creo yo. Bueno, los mineros tuvieron la idea de apresar a ésos para que se nos de-vuelvan a los dirigentes. Los apresaron durante el banquete que les ofreció la gerencia, donde estaban aquellas personas representativas. Entraron sorpresi-vamente y a toditos se los llevaron. Exaltados estaban los ánimos, porque un compañero había llegado heri-do por una bala que le había pasado raspando la cabeza. Él contó cómo los ha-bían tomado en una emboscada y los habían puesto boca abajo con las manos amarradas. Y dijo que él trató de escapar por un paredón y rodó abajo y sola-mente una bala le había llegado y así había podido él estar allí para avisarles de lo ocurrido. Pero que, cuando pudo escapar, escuchó una ráfaga de ametralla-

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dora bien fuerte y por eso él se imaginaba que ya los habían matado a los dirigentes. Los trabajadores estaban indignados porque pensaban que sus dirigentes habían muerto. Y por eso los mineros querían colgar a los cuatro extranjeros, para vengarse. Todo el pueblo nos volcamos a la plaza y fuimos a ver qué pasa-ba. Y realmente, allí estaban los extranjeros y los mineros querían liquidarlos. Una medida muy acertada nos pareció, entonces, la actitud de la compa-ñera Norberta, presidente del Comité de Amas de Casa, quien, con todo su co-raje que ella tenía, se impuso frente a los trabajadores. Y les dijo que a estos extranjeros no se les debía matar todavía. Que más bien se los debía tomar co-mo rehenes para cambiarlos con los dirigentes, que ella tenía la esperanza de que estuvieran vivos. Y solamente en caso de que no fuera así entonces debía-mos pensar si los matábamos o no. “Vamos a hacer las cosas pensando en todo —dije—, porque puede ocu-rrir una masacre terrible aquí en el pueblo”. Los trabajadores no estaban seguros de que era buena esta medida y preguntaban: “¿Y quién se va a responsabilizar de que los gringos permanezcan como rehenes?” Porque sabían ellos que Tom Martin había ido a la guerra y que había sido entrenado con los “boinas verdes”, los “ases del crimen”, y que, en cualquier momento, podía escaparse. Nadie se animaba a una decisión. Fue entonces que las compañeras respondieron, con suma valentía, que ellas se iban a responsabilizar de esto. Estaban allí unas veinte mujeres. En seguida arreglaron la cosa, pusieron a los rehenes en la biblioteca del Sindicato e, inmediatamente, a través de la radio, la compañera Norberta llamó a todas las mujeres a cumplir con su obligación en aquel momento. ¡Compañeras! —dijo—. Como esposas de los trabajadores mineros, tene-mos la obligación de solidarizarnos con ellos. Han sido apresados los dirigen-tes. Y continuó explicando que, para conseguir su libertad, teníamos otros pre-sos que ellas guardaban como rehenes y que debíamos todas colaborar. Y que ella llamaba a todas las mujeres para asegurar la guardia. A nosotros nos pare-ció justo lo que ella pedía y nos pusimos a colaborar. Ya en la noche, se queda-ron algunas haciendo guardia. Mi compañero se había perdido aquella noche. Yo lo esperaba, esperaba que regresara de su trabajo... y nada. Entonces, como yo no estaba acostum-brada a aquello, regresé a mi casa y me quedé allí llorando y esperando y pen-sando qué le habría pasado a mi esposo. Al día siguiente, cuando amaneció, bueno, preparé un pequeño desayu-no y después me fui al trabajo de mi compañero, a preguntar por él. Allí me di-jeron que todos los trabajadores habían salido, que nadie estaba trabajando, que

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se había declarado la huelga. “Vaya usted al Sindicato a preguntar por su compañero, de repente estará él también haciendo guardia”, me dijeron. Entonces me fui al Sindicato. Me hicieron ingresar. Pero ya vi bastante preparación en las compañeras. Todita me revisaron. Yo pregunté si allí estaba mi esposo. Y él, sí, allí estaba y salió a verme. Había estado toda la noche haciendo guardia. Estaba feliz y me dijo: —Mira que han apresado a nuestros dirigentes en La Paz, pero nosotros hemos traído aquí a los gringos y aquí las compañeras los están teniendo, estamos haciendo guardia. Y me contaba, entusiasmado, lo que habían hecho. En un momento dado, me dijo: —Mira esa señora que aquí está... bien ancianita... Realmente la vi: pero ancianita, con su cabellera bien blanca. Estaba sentada cerca de la ventana, haciendo guardia. —Y vos, maricona, seguro que estabas feliz, durmiendo toda la noche —me dijo él. Esto me hirió mucho. Pero la compañera Norberta, que lo había escucha-do, le dijo: —No, no crea, no creo que estuvo bien tranquila. Posiblemente toda la noche no ha podido dormir, pensando en nuestra situación. A mí me agradó mucho que ella me apoyara. Y pensé: ella adivina que no dormí toda la noche porque tenía pena por todo lo que estaba ocurriendo y esperaba nomás la vuelta de mi compañero para saber lo que él pensaba. —Bueno —le dijo Norberta—, si la compañera no ha hecho nada hasta ahora, seguramente es porque no le han dado la oportunidad. Pero estoy segura que de ahora en adelante ella va a colaborar. Mi marido dijo: —¡Qué!... Esta maricona... ¡si apenas cuida de sus hijos!... —No —dijo Norberta—, es que no le han dado la oportunidad. Y a mí me dijo: —Mire, compañera, estamos aquí manteniendo la guardia, tenemos la obligación de impedir que alguno de estos presos escape. Es una tarea bastante difícil para nosotras, y necesitamos de gente que nos colabore. Entonces noso-tras quisiéramos, por favor, si usted puede que venga a colaborar haciendo guardia. Entonces yo le dije a Norberta que sí, que yo podía. —Y ¿en cuál turno quieres tú estar? —me preguntó ella. —¿Y cuántos turnos hay? —Tres.

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—Bueno, en los tres póngame —le dije yo. Me fui a la casa a buscar a mis niños y volví al Sindicato para quedarme. Norberta era una mujer bastante dinámica. Ella estaba con licencia del Comité durante aquellos días, porque su esposo estaba enfermo en el hospital. Pero ella se repartía el tiempo entre su esposo y la gente que estaba haciendo guardia, colaborando con ellos en todo. En esos días operaron a su compañero y él se murió. Esto me causó mucha impresión. ¡Imagínense qué valentía la de es-ta mujer, teniendo así enfermo a su esposo y al mismo tiempo asumiendo aque-lla responsabilidad de los rehenes! El compromiso que había asumido con el pueblo era admirable. Yo no la vi llorar ni una vez siquiera. La que estaba con Norberta y que entonces actuaba como secretaria inte-rina del Comité era Jeroma de Romero. Era una gran mujer también. Ella asu-mió la responsabilidad en aquellos momentos tan difíciles, especialmente cuan-do Norberta se iba por ratos al hospital para atender a su esposo. Allí también conocí a la esposa de Pimentel, y conocí más a la esposa de Escóbar, a su mamá, a sus hijos. La vida allí en el Sindicato fue muy especial. Compartíamos todo, todo. Si a alguien le traían algún alimento, lo compartíamos. Allí estaban nuestros hi-jos, en la sala grande. En los corredores también había otras personas, todos ha-ciendo guardia, atentos a que nadie se escapara, unos atendiendo a los rehenes, otras en contacto con los dirigentes. Todo estaba bien organizado. Norberta estaba siempre atenta a cualquier noticia, pero no se sabía todavía nada exacto. Nosotras solamente nos quedába-mos de guardia allí. Ellas, de la dirección, salían y venían, iban a hacer entrevis-tas, todas esas cosas. Pero aparte de eso, como hay una disciplina a guardar, hay cosas de las cuales no nos enteramos desde adentro del salón. Cualquier co-municado que había lo pasaban por la radio del Sindicato 1 y así nos enterába-mos. Una vez, cuando en la guardia me tocó el turno de la puerta, tocó un compañero. Creo que eran las 11 de la noche. Como era minero, le abrí. Él estaba mareadito y me dijo: —Ustedes se solidarizaron con los gringos, aquí los están tratando a cuerpo de rey, no les están molestando para nada, mientras a nuestros diri-gentes, ¿cómo los estarán tratando allá en las celdas del control político? Ya San Román estará matando a los dirigentes y ustedes se están solidarizando con los gringos. ¡Déjenme entrar! Entonces, de acuerdo con lo que habíamos organi-zado, yo le decía: —No, compañero, váyase usted a su casa, aquí no puede entrar nadie. Mañana, cuando vuelva usted sano, entonces vamos a discutir mejor ese asunto

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y va usted a ver mejor la situación. Es cierto que tratamos bien a los rehenes, pero los dirigentes no están mal. Así, como sabía, procuraba yo explicar. Pero el compañero no compren-día, me decía que yo era una vendida! a los gringos y que él quería matarnos a todos. Y me i mostró que tenía dinamita. Yo, por la falta de experiencia, me asusté, salí corriendo y me escapé adentro gritando: —¡Dinamita! ¡Dinamita! ¡Ahora volamos todos! ¡Volamos todos! Porque yo nunca había visto reventar la dinamita, pero sabía que es muy potente, pues hasta rocas tan duras puede destrozar. Salió Norberta y yo le grité: —¡Dinamita están tirando! Y me corrí hasta el rincón. Norberta bajó las gradas y allí estaba la mecha encendida. Ella, con toda la tranquilidad, sacó la cápsula de dinamita afuera. Ya no tenía más tiempo pa-ra otra cosa, y entonces, salió a la calle y la arrojó hacia arriba. En seguida re-ventó la cápsula, que era pequeña, no era con toda potencia. Y entonces nos sal-vó de cualquier daño. Claro, nos alborotamos un poco, pero nadie fue dañado. Y eso me hizo ver que ella era una mujer decidida, tenía mucha valentía en su actitud. Y me sirvió también de ejemplo. Otra cosa importante ocurrió en aquellos días. La gente de Paz Estensso-ro puso a los campesinos en contra de nosotros y hubo como un ejército que quería atacarnos en el Sindicato. El problema es que un día vinieron dos hombres a decirnos: “Miren que los campesinos de Ucureña han asaltado a un pueblito y allí han quemado los sembradíos, han robado ganado, han violado a las mujeres. Ustedes deben soli-darizarse con aquellas compañeras. Ustedes están organizadas, tienen el poder de las emisoras, entonces deben hacer escuchar su voz de protesta”. Bueno, nosotros creímos que aquello era verdad. E hicimos algunas de-nuncias por la radio “La Voz del Minero”. Y resulta que los mismos que nos habían venido a avisar, les avisaban entonces a los ucureños: “Los mineros los están insultando. Hay que ir a ven-garse”. Todo era una maniobra para ponernos los mineros en contra de los cam-pesinos y los campesinos en contra de nosotros. Recién después nos dimos cuenta de eso. Y pudimos ver con qué inteligencia y con qué sagacidad trabaja el enemigo para sembrar la discordia y hacernos pelear entre hermanos. En el sector de Ucureña, los campesinos estaban organizados en comandos que apoyaban al gobierno del MNR, porque allí estaba el pueblo donde se había fir-mado el decreto de reforma agraria. Cuando escucharon aquella noticia de que

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los habíamos insultado, decidieron venir a Siglo XX para “vengarse” y ayudar en la operación de salvar a los gringos. Nos informaron un día que ya se estaban acercando los ucureños para asaltarnos. Por otra parte, decían que iban a venir helicópteros, paracaidistas iban a venir para rescatar a los gringos. O sea que por tierra y por aire nos iban a atacar. Por la radio dijeron que querían saludar a Tom Martin y a sus compañe-ros. Y hablaron en inglés. Y les dijeron que debían aprovechar, que esta noche al amanecer iban a entrar estos comandos y actuar para ayudarlos. El hijo de una compañera, que sabía un poco de inglés, tradujo la conversación para nosotros. Sabíamos entonces, que los campesinos, ayudados por el ejército, deberían entrar allí en el Sindicato. Entonces nos juntamos y Jeroma nos habló. Y dijo que era muy grande la responsabilidad que habíamos contraído, pero que ella se sentía feliz y que no-sotras teníamos que cumplir hasta lo último la tarea que se nos había confiado. Pero no podíamos dejar a nuestros hijos para que sufran en las manos de esa gente. Y nuestra obligación era morir con nuestros hijos más. Entonces tomamos la resolución de trasladarnos todas con nuestros ni-ños y nuestros compañeros allí al Sindicato y disponer las dinamitas de tal for-ma que, si fuera necesario, desaparezcamos con más el edificio, pero cosa de que ninguno salga de allí con vida, ni nosotros ni ellos. Esa fue la determinación terminante de nosotras. Había allí unos cinco o seis cajones de dinamita. Entonces los repartimos entre nosotras. Pusimos dinamita en las mesas, en las puertas, en las ventanas y también en nuestros cuerpos, en los cuerpos de nuestros hijos, listos para pren-der en caso de ataque. La secretaria general se colocó en la puerta del Sindicato y dijo: “Que no se hagan ilusiones, porque no los vamos a dejar escapar”. Y dijo más, que en el momento en que cualquiera de los rehenes intentara escapar o que llegaran los campesinos, nosotras, con dinamita, podíamos hacer volar todo. Por tierra o por aire podían venir. Nosotras no teníamos armamento, pero sí, íbamos a prender las mechas y volar con todos y con todo. Así que la resolución que tomamos era bastante valiente y yo estoy segu-ra que si hubiera llegado aquel momento, la hubiéramos ejecutado. ¡Había una tal seguridad! Nos habíamos impuesto una tarea tan especial, que la respon-sabilidad la teníamos que tomar. Además, ¿qué nos importaba soltar a los rehe-nes y escapar, para sufrir después las peores desgracias en manos de los campe-sinos?

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Mi compañero estaba también allí y nos decíamos: “Si tú mueres, yo muero, los niños mueren, nadie se quedará para seguir sufriendo en las manos de éstos”. Pero estuvimos esperando toda la noche y no ocurrió nada. Juan Lechín, que en aquel tiempo era secretario general de la Federación de Mineros, también vino al Sindicato. Y vino a hablar primero con los presos. Después se dirigió a un grupo de nosotras. Y quería convencernos. Nos dijo que era necesario que los gringos vayan a Catavi para comunicarse por radio con La Paz. Que ellos no podían hablar desde allí del Sindicato por teléfono, sino que era necesario siempre ir a Catavi, pero que iban a regresar en seguida. Quería que confiáramos en él y nos decía: —Miren mis cabellos blancos de tanto sufrir y trabajar. Tengan confianza en mí. Los rehenes tienen que ir, pero van a volver. Ustedes saben que soy tam-bién un luchador incansable, infatigable, al igual que los dirigentes que están presos. Ustedes saben cuánto ya conocí en mi vida, tanto en triunfos como en fracasos. Compañeras, procuren comprender la situación. Yo estaba muy admirada por sus palabras y pensaba, al principio, que habría estado bien atenderlo y confiar en él. Pero entonces, tuve una sorpresa en la actitud de la compañera Jeroma de Romero, que fue muy valiente. Ella se dio cuenta de la situación y respondió: —Compañero Lechín, usted sabe muy bien endulzar la píldora antes de hacernos tragarla. Si usted quiere algo con los gringos, usted puede hacer lo que quiera, hasta hacerlos andar en sillones de oro, pero aquí dentro del Sindicato y en ningún otro lugar. Usted está encaneciendo, pero el pueblo también se está cansando y envejeciendo por todos los fracasos, apresamientos y luchas que tiene que enfrentar. Usted ya sabe que nosotras tenemos un compromiso y que no vamos a largar a los gringos para nada, mientras no tengamos aquí a nues-tros dirigentes. Es un trato que tenemos con los trabajadores. Usted sabe muy bien que los gringos aquí están para que podamos hacer un canje con los diri-gentes y que, bajo ningún punto, los vamos a soltar hasta que no se cumplan las condiciones impuestas. Lechín se puso furioso y dijo: —¿Cómo es posible que con diez mil trabajadores yo me hago entender y aquí, con diez mujeres, no consigo nada? Y se fue, muy enojado. A mí me pareció muy importante lo que había visto y escuchado y lo que había respondido aquella compañera con tanta va-lentía. Otra cosa que me llamó la atención fue que aquellos gringos nos querían comprar y nos invitaban chocolates, cigarrillos, dulces y, si estaban comiendo, nos invitaban su comida. Y nosotras, por la falta de experiencia, aceptábamos.

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Yo incluso, algunas veces acepté algunas cosas, cigarrillos, por ejemplo. Pero un día Jeroma nos llamó la atención: —¿Qué están ustedes recibiéndose? Aquí no venimos a compartir nada con ellos. Son nuestros enemigos. Y eso debe quedar bien claro en esa situación. Del enemigo no hay que recibirse nada —dijo ella. Y nos hizo devolver lo que habíamos aceptado. En aquellos días vino también un grupo de mujeres manejadas por la Iglesia. Y querían hablar con nosotras. Claro, como en aquel tiempo la Iglesia también era demasiado dirigida desde el extranjero, ellas se solidarizaron con los gringos. Decían que nosotras éramos herejes, comunistas. Lloraban, se desesperaban y decían que, por nuestra causa, todas ellas iban a sufrir en las manos de los campesinos. Nosotras les respondimos, bien furiosas. Entonces ellas se impresionaron y decían: “jQué barbaridad! ¡Qué tipo de mujeres hay por aquí!” También vino el obispo de La Paz a hablarnos. Se puso muy enojado con nosotras y nos dijo que debíamos largar a aquellos extranjeros, que qué nos habían hecho ellos y que nosotras éramos muy prepotentes. En aquel tiempo la Iglesia nos trataba mal. Incluso, en el 61, cuando las compañeras hicieron la huelga de hambre por proclamar la libertad de sus esposos y por otros asuntos, especialmente porque el gobierno nos hacía pasar hambre, él nos excomulgó, dijo que éramos herejes, que habíamos ido contra la ley de Dios y que Dios no perdonaba que, habiendo comida, nosotros voluntariamente nos sometiéramos a huelgas de hambre. Pero yo veo que él no comprendía que esto lo hacíamos como una última medida en esa desesperación en que vivíamos, Bueno, pero después de hablar con las compañeras, el obispo nos pro-metió que iba a hacer todo lo posible en La Paz para que nos devolvieran a nuestros dirigentes. La noticia de que iban a entrar los campesinos ucureños dejó asustada a la población. La gente llevaba sus cosas a Llallagua, se alquila-ban vivienda. Otros, de Llallagua se iban a Uncia, para estar más lejos y más seguros. Había un pánico bien especial. Y yo creo que también con eso nos que-rían confundir a nosotras, ¿no? Pero, felizmente, mucho hizo la decisión de las dirigentes. Ellas nos mantuvieron. Claro que por ratos también nosotras nos atemorizábamos, pero al final estábamos todas muy firmes en nuestra decisión. El compañero Lechín seguramente se fue a La Paz a explicar la situación, con-vencer a los dirigentes y obligarlos a escribirnos. Entonces los dirigentes nos escribieron una carta. Y nos llegó su carta con su firma bien conocida de noso-tras. En ella nos decían los compañeros que estaban con vida todavía y que no debíamos exponernos a la posibilidad de que hubiera una masacre en el pueblo.

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Entonces hubo una asamblea de los trabajadores y el Sindicato resolvió dar libertad a los gringos y a los otros que con ellos estaban. Nosotras nos ha-bíamos comprometido a devolver aquellos hombres cuando el Sindicato nos pi-diera. Entonces firmamos un documento donde decíamos que “sin que falte uno solo” devolvíamos a los rehenes, porque así el Sindicato lo pedía. Que ha-bíamos sabido cumplir con nuestra obligación y que nos desligábamos de nues-tra responsabilidad. Y que era en manos de los trabajadores que los rehenes eran puestos en libertad. Y salieron los rehenes. A la puerta del Sindicato vino ese grupo de seño-ras que nos había insultado a echarles mixturas y a aplaudir a los gringos. A no-sotras nos gritoneaban y nos querían pegar. Nosotras nos sentíamos con los ánimos por el suelo, como si hubiera sido una derrota nuestra, porque todo nuestro esfuerzo no había servido para cum-plir con el objetivo que nos habíamos fijado y que consistía en el canje de los rehenes por nuestros dirigentes. Nos contaron que los campesinos de Ucureña habían, efectivamente, lle-gado bastante cerca a Siglo XX, después de varios días de marcha. Y que fue bien difícil convencerlos de retornar a sus pueblos sin hacernos nada. Los dirigentes se quedaron en la cárcel por mucho tiempo más. Claro, nos permitieron organizar una comisión para ir inmediatamente a La Paz a ha-blar con ellos y ver que estaban vivos y sanos. Fuimos entonces y después, pe-riódicamente, teníamos entrada libre a la cárcel. Y conseguimos que los trasla-daran a la cárcel de San Pedro, que era más sana. Y cada semana una comisión de Siglo XX iba a La Paz a visitarlos y llevarles comida, literatura y otras cosas; porque, aun presos, siempre ellos eran considerados nuestros dirigentes. Los otros eran interinos nomás. Y cuando un trabajador salía de vacación, también, lo primero que hacía era ir a la cárcel a visitar a los dirigentes. Y siempre, siempre les daba Federico una orientación. Él tenía su radiecito y, con la litera-tura que le llevábamos, estaba enterado de lo que ocurría. Y siempre nos estaba charlando sobre los problemas, sobre lo que iba a ocurrir, qué debíamos hacer, cómo debíamos mantener la unidad. Más que todo, eso nos recomendaba. Y bueno, más o menos durante un año allí estuvieron los dirigentes. Cuando hubo el golpe del 64, los trabajadores aprovecharon para entrarse a la cárcel y sacar-los juntamente con otros. Lo que yo vi y viví en ese acontecimiento, en todos esos días que pasa-mos en el Sindicato con los rehenes, me sirvió para toda la vida. Y fue a partir de esa experiencia que empecé a participar regularmente en el Comité de Amas de Casa.

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POR LAS PAMPAS DE SORA-SORA En el 64 había muchos problemas, sobre todo en La Paz. Y hubo una medida muy fuerte tomada en contra de la ríase trabajadora. Y ocurrió que hubo una manifestación en Oruro, donde murieron varios estudiantes. La secretaria del Comité me dejó como secretaria interina y se fue a Oruro para el velorio, con algunos compañeros. Allí los apresaron, los patearon y encarcelaron. Y resulta que el gobierno quería tomar las emisoras de las minas para que no se haga una campaña de solidaridad. Nos dijeron que el ejército estaba por entrar a las minas. La radio de Huanuni estaba en cadena con Siglo XX y pi-dió auxilio. Los trabajadores de Siglo XX se movilizaron para ayudarlos, como de costumbre. Llegó la noticia de un enfrentamiento de los trabajadores con el ejército, que había varios heridos y que un camión lleno de gente había desaparecido. En el Sindicato estuvimos haciendo guardia, cuidando de los bienes sindicales. Las esposas de los que habían ido a colaborar estaban alrededor del Sindicato, tratando de averiguar algo respecto a lo ocurrido, quiénes eran los muertos, quiénes eran los heridos. Escuchamos por la radio un comunicado que decía que habían ubicado al camión con heridos que estaban en el camino. Y que el ejército no dejaba avan-zar a nadie, ni siquiera a la ambulancia. Y la gente pedía que nos movilizáramos. “Hay que ir, hay que ir”, nos decían. Pero no teníamos movilidad. Entonces, las amas de casa hicimos una campaña pidiendo solidaridad a la población civil de Llallagua, la cual respondió bastante bien. Y nombramos comisionadas para ir a recolectar ví-veres, drogas, dinero. Con todo eso preparado, logramos contratar un vehículo donde cabíamos diecisiete mujeres. Pero con suma precaución aceptó el chofer llevarnos. Y no quiso ir hasta el lugar de los acontecimientos, sino que nos dejó cerca a Huanuni. Pero nosotras nos conformamos y nos fuimos con él. Nombré a otra secretaria general interina para que se quedara en Siglo XX. Llegadas a Huanuni, nos enteramos de que los de Siglo XX ya no estaban en ahí, estaban mucho más adelante combatiendo por las pampas de Sora-Sora, porque en la noche habían avanzado y habían sorprendido al ejército. Era una cosa muy especial, porque los trabajadores no tenían armas, solamente dina-mitas. Me encontré con la secretaria general de las amas de casa de Huanuni. Ella estaba esperando familia de unos siete meses y yo de cuatro. Y me dijo:

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—Compañera, hay heridos que el ejército no deja recoger. Pero nosotras vamos a procurar hacerlo. Súbase a la ambulancia. En el camino, cuando ya nos acercábamos al local donde estaban los heridos, dispararon contra nosotros. Nos hicieron parar y dijeron: —No va más allá. La señora dijo a los camilleros que fueran a recoger los heridos, pero no quisieron. Entonces les ordenó: —Sáquense sus guardapolvos. Y a mí me dijo que me pusiera uno. —O es que usted tiene temor —me preguntó. Sinceramente, yo tenía temor, porque era la primera vez que me en-frentaba con una cosa grande y peligrosa. Me hice un poco fuerte y le respondí: —Muy bien, señora, vamos Me puse el guardapolvo. Bajamos las dos. —Que vean bien que somos mujeres —decía ella—, suéltese bien sus ca-bellos. Luego agarró un palo y una servilleta blanca. Y con eso como bandera comenzamos a caminar y caminar. Ella y yo en la pampa. Nos tiraron un dis-paro que pasó bien cerquita... casi me volvió sorda. —No hay que demostrar miedo, hay que seguir yendo v seguir yendo —decía ella. Y veíamos cómo nos observaban con sus lentes. Pero seguimos avanzan-do, avanzando, y ya no nos hicieron nada. Empezamos a rastrear el suelo por donde veíamos huelas de sangre y co-menzamos a levantar a los heridos. Pero era un esfuerzo de “titanes” que teníamos que hacer las dos. Porque, imagínese: ella embarazada, yo em-barazada, levantábamos los cuerpos y los llevábamos hasta cierto lugar. De allí hacíamos seña a la ambulancia y los camilleros venían con la camilla para recogerlos y llevarlos. Nosotras regresábamos nuevamente a buscar otro. El ejército no dejaba y no dejaba avanzar la ambulancia. Así que estuvimos totalmente agotadas, porque trabajamos gran parte del día. Al final ya los camilleros nos ayudaron, porque tampoco podíamos aguantar solas. Entonces íbamos, un hombre y una mujer, y el ejército ya no nos molestó. Cuando regresamos de aquello, nos dimos cuenta que las otras compa-ñeras habían preparado comida y la estaban sirviendo a los de Huanuni y no así a los de Siglo XX, que estaban en el cerro. Entonces yo les dije que aquella co-mida no debía ser servida allí. En camión volvimos a Sora-Sora, hasta donde

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pudo avanzar la movilidad. Después, a pie tuvimos que subir los cerros donde estaban los compañeros cuidando para que no avance el ejército. Sumamente agotadas bajamos del cerro y volvimos a Huanuni. Los com-pañeros nos habían dado la misión de pedir ayuda, de conseguir dinamita, porque ya se estaba acabando la que ellos tenían. Pero en Huanuni no nos hi-cieron caso y no fue nadie a reemplazarlos. Y como no podían ya defenderse, finalmente regresaron los trabajadores totalmente decepcionados a Huanuni. Y resulta que un camión había seguido y seguido al ejército y, de repente, cuando el ejército retrocedió, los compañeros se dieron cuenta de que estaban solos. Y dieron vuelta. Pero encontraron a muchos trabajadores en el camino, que les pedían por favor que los llevaran. Así que el chofer de aquel camión, tres veces volvió a la pampa y tres camionadas de trabajadores trajo a Huanuni. Los compañeros tenían sed, tenían hambre, y no había té, no había agua. Era más de media noche. Estábamos en el Sindicato de Huanuni. Entonces el dirigente de allí nos dijo: —Compañeras, puede ser que el ejército entre esta noche y tome medidas contra todos los que estuvieron en el cerro. Entonces yo quisiera que ustedes más bien se vayan al hospital. Hemos conseguido allí algunas camas. Vayan ustedes más bien a acostarse. No es posible que ustedes hayan trabajado tanto y ahora les ocurra algo. A nosotras nos pareció esto lo más correcto, lo más prudente, y nos fui-mos al hospital a dormir. Al día siguiente, bien temprano, pedimos su colaboración al director del hospital y preparamos un desayuno para todos los compañeros de Siglo XX que estaban en Huanuni. Nos prestamos jarras y jarras. Y claro, hubo desconfianza del personal en prestarnos aquello. Entonces dejamos como prenda a tres seño-ras de nuestro grupo; ellas debían quedarse allí hasta que nosotras regresemos con todos los utensilios. Y luego, como teníamos el dinero que nos habían rega-lado los de Llallagua, nos fuimos a la panadería y llenamos las mantas de pan. Compramos todo lo que podíamos. Tempranito nos fuimos, las catorce mujeres, a servirles el desayuno a los compañeros. Había que ver qué felices estaban en poder servirse de algo... Fuimos al hospital a ver los heridos, los que se podía trasladar a Siglo XX y los que no se podía trasladar. Y allí vimos a algunos que ya pensábamos muertos, pero que habíamos salvado, pese a que estaban bastante heridos. Y uno de ellos, incluso, fue dirigente hasta hace poco tiempo. El ejército no entró esa noche. Ya había muchos problemas en La Paz. Y algunas semanas después, hubo como un golpe de Estado y el presidente Paz Estenssoro tuvo que abandonar el país.

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“LOS TRABAJADORES SE VAN A SACRIFICAR” El 4 de noviembre del 64 tomó el poder el general Barrientos. Desde entonces, por la visión que tenían los dirigentes de la clase trabaja-dora, habían ellos empezado a decir que Barrientos era un hombre militar y que no había que tener confianza en él. En base a eso empezaron a orientar a la gen-te. O sea que ya manifestó el pueblo su desacuerdo con ese gobierno que no era popular, que no iba a salvar a Bolivia. Y advirtieron que iban a ocurrir cosas en contra del pueblo. O sea que la gente ya predice y se da cuenta si un gobierno es dirigido por el pueblo o si es impuesto desde arriba. Y si es impuesto desde arriba, no hay que tener confianza en ese gobierno. Y vino Barrientos con el ejército a Siglo XX. Tocaron la sirena del Sin-dicato y vinieron los soldados casi a sacarnos de nuestras casas y nos llevaron a la plaza. Y allí Barrientos se echó un discurso: “...¿Por qué me calumnian antes de conocer a mi gobierno?... Voy a hacer muchas cosas buenas... Pero sí, la COMIBOL está en quiebra y es necesario el sacrificio de todos los bolivianos... Yo me estoy quitando la mitad de mi sueldo y todos los del ejército están haciendo lo mismo... Y ¿para qué? Para ayudar a los mineros, porque la COMIBOL está en quiebra. Y no es culpa mía si estamos en esa situación... Es que Paz Estenssoro ha desfalcado... Y miren que por esta causa van a ir más de 35 000 trabajadores a la calle. ¿Y qué va a ser eso?... ¡Va a ser el caos de Bolivia!... ¿Cómo es posible?... Yo estoy seguro, estoy seguro de que los trabajadores se van a sacrificar... Por un año nomás les voy a quitar la mitad de sus salarios y luego de un año, cuando ha de estar bien capitalizada la COMIBOL, vamos a devolver. Y si ha de haber ganancias, van a ser repartidas entre ustedes”... Pero, en tal forma hablaba que daba la impresión de que realmente la COMIBOL estaba cayéndose. Decía él que tenían que pagar, y que si no pagaban la iban a embargar. Y así, un montón de cosas. Y algunas personas comentaban: “Si esto es así... ¿Cómo no vamos a salvar a nuestra empresa? De repente nosotros hemos juzgado apresuradamente... recién entró este gobierno”... Y salió el decreto de la rebaja salarial. Pero cuando se comunicó la no-ticia, todos estaban descontentos. El Comité de Amas de Casa también sacó su manifiesto: ¿Cómo podían quitar una parte tan importante del salario, que ya de por sí era tan escaso? Y vinieron varias medidas atentatorias a la economía. Eso fue en mayo del 65. Y empezaron las protestas, las manifestaciones. Entonces comenzaron los del gobierno a tomar medidas en contra de los dirigentes.

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Primeramente apresaron a Lechín, lo desterraron al Paraguay. Y bueno, la Federación de Mineros declaró una huelga general. Entonces llegó un ultimátum: “Todos los dirigentes deben salir”. Y decía más, que, si no salían, el ejército iba a sacarlos todos. E iba a correr mucha san-gre. Y que esto y que el otro, y que tal y que cual. Finalmente, entró el ejército a las minas y obligó a los dirigentes a salir. A Federico Escóbar lo sacamos nosotros a la fuerza. Él no quería irse. Nosotros fuimos a hablarle que querían matarlo, que él debía salir. Pero él no quería y nos decía: “Me voy a entrar a la mina, y si quieren, que de allí me saquen. Yo no me voy a ir”. Pero la gente sabía que si Escóbar entraba a la mina, lo iban a aga-rrar y lo iban a matar. Y bueno, nosotros no queríamos perder a un hombre así. Todo eso le hicimos ver. Y también le hicieron ver sus camaradas que más valía tener a un compañero libre que preso, y mucho más a un compañero vivo que muerto. Entonces pedimos ayuda a la parroquia y ayudaron para que Federico saliera a escondidas. Sacaron a los dirigentes del Sindicato, a los periodistas de la radio La Voz del Minero, a los esposos de las mujeres que eran dirigentes del Comité de Amas de Casa. Eran unas cien personas o más. Y a todos se los llevaron en avio-nes, deportados a la Argentina. ¡Fue un despelote de aquéllos! Y también empezaron a desarmar al pueblo. Por ejemplo, ofrecían al trabajador que iba a entregar su arma, una medalla o algo así. No que todos los trabajadores tuvieran arma. No, no. ¡Qué iban a tener! Las tenía esta facción del MNR, que era su milicia armada. Así que eran muy pocos los que tenían armas. Si no hubieran salido los dirigentes aquella vez, ¡hubiera realmente caído mu-cha gente, hubiera corrido cualquier cantidad de sangre! Nosotros no teníamos armas. ¿Con qué nos íbamos a defender? En todo eso pensaron los mineros. MASACRE DE SEPTIEMBRE Después que los dirigentes habían sido sacados y deportados a la Argen-tina, los obreros, y especialmente los trotskistas, se organizaron en una especie de sindicato clandestino. Y estaba a la cabeza Isaac Camacho, como secretario general. Desde el interior de la mina dirigía los movimientos sindicales. Los del gobierno lo andaban buscando, porque habían descubierto que él dirigía el sin-dicato clandestino. Un día, 18 de septiembre del 65, salió Camacho para reunirse con la gente en la puerta del Sindicato. Y allí lo apresaron. Y para agarrarlo, detu-vieron a muchos otros, y también mataron a estudiantes, a algunas señoras,

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varias personas, pues. Porque hubo un enfrentamiento por tratar de defenderlo la gente. Eso fue un sábado. Camacho desapareció. El domingo enterraron a los muertos y el lunes entraron los trabajadores a las minas. Los del sindicato clandestino dijeron a los mineros: “Miren lo que ha pasado... no podemos permitir que esto quede así”. Los trabajadores reaccionaron, porque no era justo que el ejército mate así a tanta gente. Y resolvieron salir en una manifestación de protesta. Y se ar-maron también: sacaron dinamita de los almacenes de la empresa. Pero el ejército, que se había enterado de todo, ya había “empaquetado” a los soldados con sus metralletas y armas pesadas en la bocamina. Y bien rodeada estaba la bocamina para que no salgan los mineros. Y toda comunicación se cortó. Estaban cortados los micrófonos, los teléfonos, todo. Así que nosotras, las mujeres, queríamos avisarles a los mineros sobre lo que pasaba, decirles que no salgan, que los soldados estaban esperando allí afuera para “limpiarlos” en la puerta de la bocamina, decirles que había armas por todas partes. Desesperadas queríamos comunicarnos con el interior-mina, pero no podíamos. Así que teníamos temor y pensábamos: Ahorita van a salir los trabaja-dores y los van a “barrer” con sus armas los del ejército. Pero, felizmente, los trabajadores se dieron cuenta de la situación. No sé por cuál medio se habrán enterado de todo. Y salieron por arriba, por la bo-camina del Cerro Azul, al lado opuesto de Siglo XX. Y desde arriba sorpren-dieron a los del ejército. Y bueno, hubo un enfrentamiento donde los trabajadores realmente se defendieron con mucho coraje, porque lo único que tenían era dinamita, mien-tras los soldados tenían armas bien modernas. Pero cuando pensábamos que ya habíamos dominado la situación y ya se calmaba eso, entonces empezó lo peor: con aviones nos vinieron a ametrallar. Allí por primera vez pudimos ver cómo sabía volar un avión, ponerse en picada y ponerse de frente, y cómo unas pequeñas rayas de luz partían de dentro del avión y eran las balas que caían: ¡pá!, ¡pá!, ¡pá!... Así han disparado hacia la Plaza del Minero, hacia Catavi, hacia el des-monte. Como rayas de luz salían las balas de todas las partes hasta abajo. Y han matado a mucha-mucha gente. Y no sólo eso, sino que han atacado a las ambu-lancias, cosa que en ninguna guerra, en ninguna pelea se puede hacer, es un delito internacional, ¿no? Había muchos muertos y tantos eran los heridos que ni cabían en el hospital de Catavi. Ese año yo recién estaba entrando como secretaria general del Comité de Amas de Casa y era una ciudadana corriente que no me daba bastante cuenta

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de la situación, no me orientaba mucho. Pero sí, yo había visto esa masacre. Y había visto cómo, por ejemplo, en las ambulancias se metían los agentes del Ministerio del Interior, disfrazados de camilleros, que iban a recoger a los he-ridos, pero allí estaban con sus cámaras sacando fotografías de la gente que estaba correteando atendiendo a los caídos. Y resulta que cuando pasó aquella masacre, comenzaron a reprimir mediante aquellas fotografías. Las mostraban a los agentes de Siglo XX y preguntaban: “¿Dónde vive este fulano?” Y comenza-ban a buscarlo. También en la cancha del colegio sacaban a los jóvenes de quie-nes tenían sus fotos. Y a toditos los llevaban presos. Fue un apresamiento terri-ble... ¡terrible! Fue una cosa atroz. Todo eso lo hizo Zacarías Plaza. Él estaba co-mandando la ocupación en los campamentos. Zacarías Plaza fue un militar que se ha ganado mucha, pero mucha plata y muchos galones por haber masacrado a tantos obreros en Siglo XX. Pero en el año 70, creo yo, después de haber sufrido varios atentados, Zacarías Plaza ha aparecido muerto. Un grupo, que decía llamarse “Ojo de Águila”, en un amanecer de la fiesta dé San Juan, por Oruro, lo hizo aparecer pero... ¡fatal-mente muerto! Le hicieron “trapo” al tipo. Por la prensa me enteré de eso. Y decían que todo lo que había ocurrido a Zacarías Plaza era una venganza de lo que había hecho él en Siglo XX. Y que ésta era la suerte que les esperaba a todos los que han masacrado al pueblo. Las dos masacres, tanto la de septiembre del 65, como la de San Juan en el 67, las debemos a Zacarías Plaza. Él comandaba todo. Y se burlaba de noso-tros: “¿Para qué quieren entrar al baile si no saben bailar? Ahora, ¡bailen pues!” Y mandaba masacrarnos. Bueno, entró el ejército triunfante a las minas, porque nosotros no tenía-mos ni armas ni nada para defendernos. Y comenzaron a revisar casa por casa y a sacar a todos los hombres. Vivían comunicándose a través de la radio: “Ya estamos por el norte, por el sur, ya estamos haciendo la limpieza general de estos rojos, estos cobardes, sinvergüenzas”... Y que tal y que cual. Sí, éramos todos “rojos” para ellos. Y comenzaron a ocurrir cosas muy tristes. En Catavi, por ejemplo, ocu-rrió esto: en una vivienda, el esposo había viajado porque estaba de vacaciones. Por toda esa bulla que había, todos esos tiroteos, esos combates, la esposa había escondido a sus hijos bajo la cama, así como se acostumbra aquí. Hay una creencia de que cuando hay esos tiros, siempre a las wawas hay que meterlas bajo la cama y con los colchones hay que rodearlas para que las balas no pasen. En la lana nomás se envuelve la bala y no pasa a las wawas y así no se hieren. Y bueno, así lo hicieron en ese hogar: metieron a las wawas bajo la cama y cuando los soldados tocaron la puerta, su mamá no quería abrir. Entonces empezaron

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ellos a dar golpes y entraron. Los chicos estaban llorando y los soldados dijeron: “Hay alguien bajo la cama. Que salga hasta contar tres”. Pero los chicos tuvie-ron miedo y no salieron. Y ellos contaron: “Uno, dos tres”. Y la mamá gritó: “¡Pero, si solamente están mis hijos! ¡Por favor! “... Cuando se hincaba la señora para pedir clemencia porque ya habían dado órdenes dé meter bala, el tipo pen-só que ella lo quería desarmar y... “¡tam! ¡tam!” sacó la pistola y mató a la seño-ra. Y los otros también dispararon. Nosotros fuimos a ver y eran niños los que estaban allí. Cuando llegó el esposo, resulta que ya no tenía hijos, no tenía espo-sa y la niña mayor estaba con las piernas amputadas. Todos los otros murieron al instante, pues. En otra casa, lo propio. Estaba cerrada y tocaron la puerta. La señora estaba yendo abrir y... ¡pá!, ¡pál, ¡pá!, le tiraron. Y allí mismo se murió. Un obrero estaba escapando por el desmonte y uno del ejército entró por la puerta de mi casa y se posicionó y de ahí empezó a disparar. Casi lo atraca. Entonces el obrero más bien se abrigó, ¿no? Se tiró y nosotros podíamos verlo rodando y rodando desmonte abajo. Y un otro obrero, por ejemplo, que nunca se metía en nada, ni a asam-bleas sabía ir, estaba allí a la puerta de su vivienda, pero no quería salir: “Señor, yo no he hecho nada”, decía. Y los soldados: “¡Ya, cobarde! ¡Salga usted!” Y fuerte lo pegaron. Han cometido toda suerte de abusos. Y se declaró zona militar todo Siglo XX. Se estableció el toque de queda, y solamente hasta las 8 de la noche teníamos derecho a salir. Por ejemplo, al baño, que es un lugar público porque no lo tenemos en nuestra pieza, teníamos que ir acompañados por los soldados. Y cuando iba yo con mis niños, lo mismo: con soldados. ¡Peor que en un campo de concentración estuvimos nosotros! Cada noche tenías un soldado en tu puerta. En todas las viviendas del campamento era así. Por eso digo: era zona militar. Pero de tal forma se ha llenado el campamento de militares que en cada puerta, a cualquier señal, gri-taban: “¿Qué pasa?” Entonces tenías que decir, por ejemplo: “Por favor, señor, quiero ir al baño. Hágame ese favor”. Entonces recién te dejaban abrir tu puerta. Junto con el soldado tenías que ir al baño, de allí regresar junto con él y cerrar tu puerta. La luz, igual: después de tal hora, todo debía quedarse oscuro. Y si no, disparaban al aire o te gritaba un soldado: “Ya debía estar apagada esta luz. ¿Por qué está prendida?” Por eso digo: peor que en un campo de concentración hemos estado en Siglo XX en ese tiempo.

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Algunos días después de la masacre llegó de Santa Cruz el Regimiento Manchego33. Como son gente del oriente de Bolivia y no conocen el altiplano, les habían dicho: “Vámonos a Cochabamba”. Los pobres, que nunca habían salido de Santa Cruz, cuando aterrizaron en Uncía, temblaban. Y dijeron: —¡Ay!... Cochabamba... es bastante frío, ¿no? Eso nos contaron algunos chicos que se hicieron después amigos de nosotros. Al llegar aquí les dijeron: —Bueno. Ustedes están en Siglo XX. Ustedes están en el pueblo rojo de Bolivia. Aquí viven puros comunistas. Aquí hay que desconfiar de todo el mundo. Ustedes no tienen que hablar con nadie, ni con los chicos. Porque estos chicos saben usar dinamita. Y si se les suelta, ustedes son los que van a volar, pero en tal forma que ni con cucharitas los podremos recoger. Así los atemorizaban. Y en esa misma mañana los trajeron para empezar la “operación limpieza”. Entraban en cada casa del campamento. Todo lo revisaban, todo lo rompían. Incluso las tablas del piso las levantaban y todito revisaban: —Armamento... ¿tienen? Dinamita... ¿tienen? ¿Propaganda comunista? ¿Propaganda política?... ¡Pero...! ¡Qué no hicieron y qué no preguntaron!Y así en esa “limpieza” estaban. Y nosotros no podíamos hacer nada, ni llevar un bulto sin que lo revisen. Porque, según ellos, estábamos “cargando armas”. Yo venía esa mañana de la pulpería y un soldado me detuvo: —A ver, señora, a ver... ¡alto! ¿Qué está llevando usted allí? Y todo lo revisó. Después de ver que todo era para la comida: —Ya, puede ir. Así era con todos. Bueno, resulta que a la hora del almuerzo, los grandes del ejército se fueron a comer. Y a los soldaditos los dejaron plantados en nuestras puertas, allí donde habían llegado con su “operación limpieza” hasta aquel momento. Y como no habían siquiera tomado su desayuno, los chicos estaban hambrientos.

33 Este capítulo del relato se sitúa antes de la guerrilla del Che, cuando el Regimiento Manchego sólo contaba con tropas regulares de conscriptos. Posteriormente se ha convertido en un regimiento de “rangers” (tropas especializadas en contrainsurgencia, entrenadas y equipadas por el Pentágono). El regimiento ranger mencionado en el relato es el de Challapata, población vecina a Siglo XX.

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A ver cómo es el pueblo, pues: a ratos los matan, les meten balas a todo dar... está chorreando sangre a su alrededor por todas partes. Pasa el tiroteo... y salen las mujeres con su pancito y les dan a los soldaditos. ¡Qué rabia y qué rencor me daba eso! Y yo les decía: —Pero... ¿Cómo?... ¿Cómo van ustedes casi a decir: gracias por haber ve-nido a matarnos como perros?... Y ellas me respondían: —¡Pero, no, señora! ¡Si éstos son nuestros hijos!... ¡Son nuestros mismos hijos!... Son, pues, los de arriba los que están mandando, señora. Éstos no tienen la culpa. Y pasado mañana, tal vez le va a ocurrir lo mismo a mi hijo, cuando sea conscripto: que lo manden a matar al pueblo. ¿Cómo no le van a dar un pe-dazo de pan? La gente toda reaccionaba así. Entonces yo les comprendí. ¡Qué corazón tan grande tiene mi pueblo! ¡Así es!... ¿Y por qué esta furia para matarlo? ¡Qué gente terrible!... ¡Qué gente tan mala!... ¿Cómo es posible que le hagan esto a mi pueblo? Y ocurrió que una señora reconoció a uno de los soldaditos, que era su sobrino. Y lo fue a abrazar y le ofreció comida. Pero el chico no quería servirse. Y le contó a su tía que les habían dicho que allí en Siglo XX los iban a envene-nar. Y estaba todo temeroso. Y así estaban los otros también. Era un miedo que les habían metido para que no se acercaran de nosotros. Pero poco a poco empezaron ellos a aceptar lo que les ofrecíamos. Y todos les daban algo para comer. Cuando volvieron a sus cuarteles, los “manchegos” comenzaron a pre-guntar a los “rangers”: “¿Cómo han tenido ustedes la sandez de matar a un pueblo tan hermoso, tan bueno? Todos están compartiendo con nosotros... To-dos nos tratan bien... ¿Acaso ustedes son unos salvajes? ¿Acaso no podían ver ustedes la verdad de lo que pasaba?” Estas conversaciones llegaron a los oídos de los jefes del ejército de ocu-pación. Y entonces, como castigo, llevaron a los “manchegos” hasta la cumbre del cerro. Los soldaditos estaban con sus ropas del oriente, donde hace tanto calor y no estaban tampoco acostumbrados al clima tan frígido del altiplano, y varios de ellos han muerto allí de frío. Y a los que sobrevivieron, se los llevaron. ¿Qué pasaría? Yo no lo sé. En mi casa, tres de los “manchegos” se habían hecho amigos de nosotros. Y durante los días en que aquí estuvieron, a veces tocaban la puerta: —Señora, ¿nos puede invitar un almuerzo, por favor? Hoy día estamos de franco y no tenemos dónde ir.

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Y blá, blá, blá... comenzábamos a charlar sobre la situación. Hasta llegamos a compartir con sus familias. Los soldaditos nos daban castañas que les mandaban sus padres y nosotros les mandábamos a sus familias cosas que teníamos, como, por ejemplo, enlatados, fideos. Toda la gente sabía distinguir entre los “manchegos” y los “rangers”. To-dos les tenían odio a esos “boinas verdes” de los “rangers”, gente entrenada pa-ra pelear contra las guerrillas con una preparación bien especial, de tipo bien fascista y que eran los autores de la masacre. En cambio, los “manchegos” no te-nían esa preparación, eran simples conscriptos. ¿Qué les pasaría cuando los lle-varon? Algún tiempo después, vino una comisión de afuera, compuesta de uni-versitarios, de la prensa y de la Iglesia, para saber “qué había pasado en sep-tiembre”. Porque, como siempre, el gobierno se hacía la víctima y nos hacía ver como los culpables de todo lo que había ocurrido. Llegó entonces esa comisión. Pero era tanta la represión, que nadie que-ría hablar. Nadie se animaba. Nadie. Me acuerdo muy bien que nos hicieron lla-mar por la radio, para denunciar. Pero ningún trabajador se animaba a hablar. Todos estaban callados, absolutamente todos. Yo allí estaba con mi compañero y él me dijo que tampoco hablara: —Mira que retiraron a mis compañeros de la empresa; me han de retirar a mí también y nosotros tenemos tanta familia (en aquel entonces todavía esta-ban conmigo mis hermanas), que tienes que pensar en todo eso. No vayas a hablar. Yo escuchaba, escuchaba a los de la comisión... y me desesperaba que la gente no pudiera hablar, no pudiera decir nada, a pesar de que se estaba aho-gando de dolor y de angustia. Pero no podía hablar por ese temor que había en todos, ¿no? A mí me daba pena, me angustiaba. ¡Que hablen, que hablen! —de-cía yo. Y me di vuelta, y vi a una señora que allí estaba con sus hijitos, llorando porque habían matado a su esposo. Entonces yo le dije: —Pero, señora, no llore usted. Párese y denuncie que a su esposo lo han matado. La señora me miró bien y me dijo: —Pero, señora... tú eres, pues, nuestra presidenta; vos, pues, hablá... Tú eres ama de casa... Hablá, pues. Bastó aquello y yo empecé a reflexionar en mi papel de dirigente: es cier-to, yo soy dirigente, yo también soy parte de eso... Y estoy exigiendo que otras hablen y yo no hablo nada... Las otras personas que habían escuchado a la señora también dijeron:

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—Que hable, que hable. Entonces me paré y comencé a hablar. Y denuncié todo lo que había ocu-rrido. Expliqué todo el problema que teníamos, que queríamos que nos de-vuelvan nuestros salarios y que eso habíamos pedido. Pero que la represión fue fatalmente brutal. Y hablé de todas las cosas que yo había visto, incluso cómo había visto atacar a las ambulancias. Y les dije que en todo el mundo debían ellos hacer conocer esa situación. Y cuando terminé de hablar, me senté. Y bueno, mi compañero ya no es-taba más a mi lado. Pero muchos trabajadores estaban a mi alrededor. Algunos, que habían visto otras cosas más, me pasaban la voz y me decían: “tal cosa más ha pasado. “... Y yo repetía lo que me decía el compañero. Y, al final, toditos los que estaban cerca de mí me abrazaban y me besaban y me decían: —¡Qué bien que tú no te hayas ido... que no nos hayas abandonado... Ahora sí —me dijo uno de ellos— comprendo que es necesario que la mujer participe en todo. Yo me sentí muy feliz en aquel momento, al ver la solidaridad que me mostraban los compañeros. Porque por ellos había hablado yo, y era para la prensa, para la radio, para muchas comisiones que habían venido de La Paz, de Cochabamba, de Oruro y del extranjero. Y esta vez, a pesar de todo lo que hablé, no me pasó nada, tampoco a mi marido. Y resulta que todas las poblaciones se solidarizaron y mandaron ayuda para las viudas. Y, como forma burlona, el mismo ejército trajo víveres y los repartió. Son de esas cosas que realmente duelen, duelen. Pero así pasó. Repartió víveres el ejército, después de masacrar. Y lo peor es que la gente vive tan miserable-mente, que muchos, sobre todo de la población civil, hicieron colas, pelearon para recibir aquellos víveres. Hasta era humillante y doloroso ver aquella cosa. Siempre me acuerdo. Han matado a tanta gente y ahora venían hacernos callar con un pedazo de pan, una lata de sardina. No era justo, ¿no? ¡Qué bonito hu-biera sido rechazar todo aquello y, aunque nos tengamos que morir de hambre, no recibir nada! Pero, infelizmente, no fue así. Era muy doloroso ver aquellas colas de gente apretándose, peleando para conseguir un poco de arroz, una la-tita de leche... En el 70 hubo un Congreso de Trabajadores Mineros en Siglo XX. Enton-ces ya estaba en el poder el general Ovando; Barrientos se había muerto en el 69, en un accidente de helicóptero. En aquel Congreso hemos planteado, entre otras cosas, que se dé una indemnización a las viudas, que a todos los huér-fanos de las masacres se les den becas para que estudien. Pero no se ha hecho nada. También mencionamos que el general Barrientos había dejado muchas ri-

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quezas, miles y miles de dólares. Eso, por ejemplo, yo les dije a los mineros que se debía expropiar, para que aquel dinero pudiera ser repartido entre la gente que había sido afectada por sus masacres y toda su represión de él, ¿no? Pero tampoco eso se ha podido hacer efectivo. LAS PALLIRIS DEL DESMONTE Por ese tiempo había muchas mujeres desocupadas, especialmente viu-das de los trabajadores que habían muerto en la mina o en las masacres. La de-socupación era tan terrible, que a diario estaban mujeres visitando el Sindicato, la gerencia, en busca de trabajo. Entre ésas estaban también dos de mis her-manas. A diario tenían que ir. Y a diario volvían sin respuesta. Entonces, se me ocurrió organizarlas en un “Comité de Desocupadas”, algo así. Y empezamos a hacer un censo. Y pudimos comprobar, por ejemplo, que había familias que no eran muy numerosas y donde trabajaban marido y mujer. Y había viudas con seis o siete hijos que no tenían ningún ingreso económico. No nos parecía justo aquello. Y bueno, pues, empezamos a tantear a las personas que estaban en esa situación y organizamos este Comité para que se investigara un poco. Y de todo lo que encontrábamos tomábamos nota. Y presentamos todo lo que habíamos anotado a la gerencia y le decíamos al ge-rente que no nos parecía correcto que mientras algunas mujeres se estaban mu-riendo por un pan, otras tenían trabajo al mismo tiempo que su marido también era trabajador de la empresa. Tanto discutimos que el gerente nos prestó atención. Y pasó sus cartas de despido a nueve personas que no necesitaban tanto de trabajo y tenían que en-trar nueve de las que estaban organizadas en el Comité de Desocupadas y ne-cesitaban trabajar. Eran jóvenes, en su mayoría, las que habían hecho todo el trabajo y sacado el documento para la gerencia. Pero, mire lo que hace la falta de fuentes de trabajo: inmediatamente después que supieron esto, las viudas se reunieron y pidieron apoyo en las secciones donde habían estado sus esposos y las secciones mandaron cartas al gerente, diciendo que las que más necesitaban eran las viudas. Y bueno, pues, tuvimos que hacer un arreglo y entraron nueve viudas a trabajar en la empresa. Las jóvenes se quedaron desmoralizadas, pero nosotras no podíamos ir en contra de la resolución de los trabajadores. Y al ver que entraron nueve viudas a trabajar, nuestra lista de cuarenta personas se elevó rápido a más de doscientas. Había cualquier cantidad de mu-jeres que a diario nos buscaban, que por una puerta y por otra no se cansaban de venir a mi casa y me decían: “Señora, yo también soy viuda”. Y llorando me contaban lo que vivían ellas y sus hijos. “Con todo lo que ha trabajado mi

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marido en la empresa, con todo lo que se ha sacrificado, así estamos nosotros”... y esto y el otro. ¡Era un hervidero terrible! ¡Cada problema que venían a con-tar... que daba la peor pena! Yo las anotaba a toditas y seguíamos así, buscando soluciones. Seguíamos yendo a la gerencia a preguntar en qué quedaba la situación. El gerente dijo que iba a tratar de solucionar la cosa en alguna forma, que quizás íbamos a crear algunas cooperativas. Un día, totalmente desesperadas, las chicas se pusieron a llorar y dijeron que estaban dispuestas a trabajar en cualquier cosa. ¡Tanto caminar y no con-seguir nada!... Ya no aguantaban más. Y bueno, entraron en la gerencia y le dije-ron al gerente: —Señor, si usted no resuelve nuestra situación, nosotras nos vamos a declarar en huelga de hambre, no importa si vamos a morir, porque de todas maneras, nuestra situación es insostenible. Entonces dijo él: —¿Ustedes están dispuestas a trabajar en lo que sea? —Sí, en lo que sea —respondieron. —Bueno, nosotros tenemos un plan. ¿Por qué no regresan mañana? Lo vamos a plantear con ustedes. Cuando regresamos el día siguiente, nos dijeron que en el desmonte podíamos ir a trabajar. Era el plan que tenían. El desmonte se llama un lugar que es como un cerro hecho de piedras que fueron sacadas de las minas, que han estado junto al mineral. Al principio, cuando empezaron a explotar la mina, la piedra salía negrita como carbón, era mineral de alta-alta ley. Entonces cogían el mineral sólo, y algunas piedras, que eran mitad mineral, mitad piedra, las botaban nomás. Y eso se volvía a formar como montaña. Por eso había buena veta en el desmonte. Y eso se tenía que es-coger. El trabajo que nos planteaban era éste: las chicas debían mover aquellas piedras, escoger las que tenían mineral, colocarlas en unas bolsitas, ir a la chan-cadora, hacer moler y entregar aquello a la empresa. Y las chicas serían pagadas por la empresa, de acuerdo con las bolsas que entregaban. En forma experi-mental tenía que ser así por tres meses. Y después de tres meses tenían que firmar un contrato de trabajo. El gerente me preguntó: —¿Cuántas personas quieren trabajar? —Doscientas —le dije. —Pues a las doscientas las podemos contratar. Que vengan y vamos a hablar.

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Yo las hice llamar a todititas. Todo les expliqué. Y entonces muchas, es-pecialmente las viudas, dijeron: —¡Ay!... En el desmonte no. No y no y no. Nosotras no queremos. Noso-tras no somos palliris34. Palliris son ésos, pues: los que recogen mineral. Las chicas con quienes habíamos empezado a buscar trabajo se que-daron. Ninguna abandonó el grupo. Y se pusieron a trabajar. Cada día venían molidas, deshechas las manos. Deshechas, porque todito lo tenían que hacer a mano: recolectar el mineral, escogerlo, ponerlo en las bolsas. Todo, todo a ma-no. Les sangraban las manos. Así trabajaron durante un mes y les pagaron 400 pesos de salario a cada una. ¡Uy!... ¡Fue la gloria para ellas! Había que ver cómo de felices estaban todas. En cuanto les pagaban, venían a mi casa corriendo y me decían: “¡Hemos sacado 400 pesos! ¡Nos han pagado, señora!” Y se sentían felices, porque era un cambio importante, a pesar de tanto sacrificio. Bueno, el resto de la gente se enteró que las trabajadoras del desmonte habían ganado 400 pesos en el primer mes de trabajo y entonces, las otras mu-jeres también quisieron trabajar. Y unas quinientas se fueron a Catavi a pedir a la gerencia su entrada al trabajo. La gerencia dijo que de golpe no podía aceptar a todas, pero que podía aumentar el grupo con cien personas al mes. Entonces sacamos una lista y, de cien en cien por mes, ingresaron a trabajar cuatrocientas mujeres más como pa-lliris. Pero les disminuyeron el sueldo a las primeras a medida que aumentaban las trabajadoras: el segundo mes les pagaron 300 pesos, después 200 y, al final, 180 pesos mensuales. Cuando ya se habían cumplido los tres meses de experimento y llegaba el momento de legalizar las cosas a través de un contrato, fuimos con el señor Ordóñez, que era el secretario general del Sindicato en ese entonces, a hablar con la gerencia. Habíamos hecho un plan para que se estableciera un contrato colectivo con la empresa, algo que estuviera con todos sus beneficios. Decíamos que, después de haberse cumplido los tres meses reglamentarios de trabajo ex-perimental en el desmonte, lo principal era que estas trabajadoras fueran ya contratadas como obreras de la empresa, con goce de haberes, beneficios so-ciales, pulpería barata, servicios médicos, todo. Y que, si no se cumplía eso, no-sotras íbamos a tomar medidas. Y éramos un grupo bastante fuerte. Queríamos plantear aquello, pero ocurrió que un agente que el gobierno había mandado de Oruro se ganó la confianza de las mujeres, a tal punto que se

34 Término aymara = el que recoge escogiendo.

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hizo nombrar asesor de las trabajadoras. Y, sin que nosotros nos enteremos, ha-bían mandado una carta, donde decía que el señor fulano de tal era asesor y res-ponsable de todos los planteamientos que querían hacer las trabajadoras del desmonte. En una palabra, nos desconocieron al Sindicato y al Comité de Amas de Casa. Y resulta que llegamos a la gerencia. Nos recibe el gerente en audiencia y nos pregunta: “¿Qué problemas les traen por aquí? ¿Qué cositas desean?” Ya no era el gerente anterior. Lo habían cambiado. Entonces le dijimos que ya era tiempo que se hiciera el convenio, tal como había prometido la em-presa tres meses atrás, con las trabajadoras del desmonte. Por falta de experiencia, nosotros habíamos aceptado la promesa verbal del gerente anterior, así que estábamos sin papeles para comprobar que esto se había planteado. —¡Ah!... A ver —dijo el gerente. Y llamó a la secretaria—: Trái-game el oficio que mandaron las trabajadoras del desmonte. A ver qué dice. Entonces nos leyó un oficio donde ellas decían que “por unanimidad” habían nombrado a tal y tal compañera de trabajo como a sus representantes y, como su asesor, habían nombrado a aquel tipo de Oruro. Y el gerente nos dijo: —Miren, señores, con esta carta, las trabajadoras del desmonte los han desconocido a ustedes, en forma abierta. Nosotros no sabíamos de esos cambios y nos preguntábamos: ¿Qué ha-brá pasado? ¡Qué raro! ¿Por qué? —Así que, señores, con ustedes no tengo que tratar nada, absolutamente nada de los problemas de las trabajadoras del desmonte. Solamente para otros asuntos pueden venir. Ya hemos tratado todo con su asesor y está todo bien arreglado. Aquello nos cayó, pues, como una bomba. Nos sentimos desmoralizados y nos preguntábamos: ¿Qué habrá pasado? Y el gerente nos dijo: —¿Por qué se admiran? Si así lo decidieron las trabajadoras, es que algo habrán hecho ustedes, pues. ¡No hay que jugarle malos juegos a la gente! Cuando vino mi hermana a la casa, pregunté: —¿Por qué lo hicieron todo sin hablar con nosotros? ¿Qué ocurrió? —Yo no sé de nada. A nosotras no nos dijeron nada —respondió mi hermana. Y se fue a avisar a las otras. Lo peor es que en ese acuerdo firmado por el grupo con el tal asesor, no había absolutamente nada en favor de las trabajadoras. Nada. Seguían trabajan-do en las mismas condiciones, que eran demasiado inhumanas. En aquel tiempo ya había sido liberado Federico Escóbar y había vuelta a Siglo XX. Pero no estaba ejerciendo su cargo, porque estaba desconocido el Con-

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trol Obrero. El Control Obrero había sido creado en el 53 por el MNR mismo, cuando se nacionalizaron las minas, para que controle el movimiento de la em-presa: cuánto de estaño se saca, cuánto de ganancia entra, cómo se reparten las ganancias, cómo se hacen los contratos de mercadería, de pulpería, de todo. Quería decir que las minas estaban en manos del pueblo, porque el Control Obrero se hacía a través de un representante que lo elegía la clase trabajadora. Pero los jefes de la empresa minera tuvieron muchos problemas con Federico Escóbar, que era un hombre íntegro y jamás se vendió. Entonces optaron por anular el decreto en donde existía el Control Obrero. Eso fue en el 65. Después conseguimos que nuevamente fuera reconocido. Pero durante varios años se peleó para que vuelva a funcionar el Control Obrero, porque éste había nacido con una ley. O sea que lo que hicieron con la mano, lo habían borrado con el co-do, ¿no? Bueno, entonces fui a hablar con Federico y le dije: —Mire, esas trabajadoras ya debían haber conseguido el convenio, fir-mado un documento, algo. ¿Qué se puede hacer? Realmente están sufriendo te-rriblemente y las engañan en la empresa. Ganan poco y se sacrifican demasiado. En un principio les pagaban bien, pero ahora es muy poco lo que ganan. Ade-más, no tienen pulpería, no tienen beneficios, no tienen nada. Sus hijos nece-sitan educarse y no los pueden recibir en la escuela de la empresa. Necesitan de atención médica también. En esos días, por ejemplo, hubo un accidente, una compañera se cayó porque habían cavado un hoyo, y se aplastó la cadera y no había atención médica para ella. Todo eso yo le planteé, y poco a poco fuimos presionando y presionando a la gente. Por parte de Escóbar se consiguieron algunas cosas, por ejemplo que tuvieran derecho a la pulpería, que sus hijos pudieran ingresar a la escuela de la empresa. Así pequeños paliativos conseguimos. Pero el tiempo iba pasando... y no era ésa la solución que habíamos plan-teado al principio. Si nos hubiéramos mantenido unidas, creo que hubiéramos conseguido mucho más, ¿no? Durante seis años trabajaron así las palliris. Además, entre ellas se divi-dieron y un grupo bastante grande empezó a ser dirigido por dos activistas, las cuales hicieron de las compañeras instrumentos para fines políticos. Y las lle-vaban en camiones cuando había manifestaciones, para que aparezcan como apoyando a Barrientos. Un pequeño grupo se quedó aparte. En el 70, cuando subió al poder el general Torres y se decía que era un gobierno democrático, pensamos: “Hay que aprovechar el momento de tirar la piedra”. Entonces le dije a mi hermana que trabajaba también en el desmonte: “Haz algo para que, después de seis

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años la cosa no se quede así”. De acuerdo con la ley, cualquier trabajador even-tual, después de tres meses tiene derecho a ser reconocido como trabajador re-gular. Entonces yo quería que eso se llevara como planteamiento. Mi hermana comenzó a hablar a unas y otras. También fueron a la iglesia a pe-dir que las ayudaran los padres. Y entonces la Iglesia sacó unos folletos donde se publicaba como una historia de ese grupo y se demostraba cómo trabajaban aquellas mujeres, en una situación bien humillante y difícil. Y las trabajadoras del desmonte se organizaron y pidieron que se les reconociera como traba-jadoras regulares de la empresa y que gozaran de todos los beneficios sociales. Pero una otra comisión de las mismas trabajadoras se reunió en la COMIBOL y, en una asamblea, los de la COMIBOL les hicieron aceptar de ser indemnizadas y retiradas del trabajo. Y mire que, en su mayoría, las señoras aprobaron aquello. Una minoría quedó firme para mantener su fuente de trabajo, me-jorando la situación. Pero lo que dice la mayoría, lo acata la minoría, y eso se tomó en cuenta. Aquella vez llegó Juan Lechín. Y hubo una asamblea de las trabajadoras. Entonces yo me paré y dije: —No es justo que a las compañeras del desmonte las retiren así. Y si hay una mayoría que quiere retirarse, que se retire, pero las que quieren seguir tra-bajando, que puedan seguir. Lo que se quiere aquí es que se mejoren sus con-diciones de vida y de trabajo, no que se las retire. Porque las compañeras... ¿dónde van a trabajar? No tienen otra fuente de trabajo. Aparte de eso, no tie-nen dinero ahorrado. Y la pequeña indemnización que les van a dar... ¿para qué va a servir? Muchas de ellas tienen deudas, muchas están enfermas. ¿Se van a quedar en la calle, enfermas y con deudas? Al final, no van a tener ni plata ni trabajo. ¿Cómo van a vivir? Eso no pueden ustedes permitir como trabajadores. Tenemos que solidarizarnos. Entonces, muchas de las trabajadoras del desmonte me preguntaron qué tenía yo que ver con todo aquello. Y me echaron en cara que ellas eran “trabaja-doras y no amas de casa”. Bueno, es que el Comité de Amas de Casa las había organizado. Y en esto estábamos en nuestros derechos. Porque tenemos nuestra declaración de principios donde se dice, por ejemplo, “que debemos velar por mejores condiciones para las viudas”. Entonces, como una obligación que te-níamos para con las viudas, surgió la idea de organizarlas para conseguir tra-bajo. En aquel tiempo yo era secretaria de organización en el Comité y por eso encomendaron a mí esa tarea y yo puse todo mi empeño para lograr aquello. Así fue la cosa, ¿no? El pequeño grupo que quería seguir trabajando me pidió que les cola-borara. Entonces fuimos con ellas a La Paz para discutir aquel problema en la

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COMIBOL. Y sí, conseguimos algo para aquel grupo. Aceptaron en la COMIBOL de abrir una cooperativa de costura para ellas. El gobierno les iba a dar máquinas. Pero, como ninguna sabía coser, acordamos que les darían tres meses de sueldo para que aprendan con profesores. Y también convenimos que después la empresa iba a ocupar a las chicas, dándoles trabajos para la misma empresa. Por lo menos se ha tratado de salvar eso, ¿no? Y sí, hasta hoy día sigue esta cooperativa. Pero es un grupo muy pequeño. Otra cosa que conseguimos para las trabajadoras del desmonte fue con respecto a la indemnización: a las que aceptaban de retirarse, les iban a dar unos 800 pesos en total. Pero, de acuerdo con la ley del trabajo, conseguimos, con la ayuda del Sindicato y del compañero Lechín, que se les dieran también los otros beneficios a que tienen derecho los que se retiran de la empresa. Y así ellas consiguieron sacarse unos 2 000 pesos, más o menos. En eso más pudimos ayudarlas. Porque, pensaba yo como dirigente, a pesar de todas las ofensas que yo recibía, yo no tenía por qué resentírme ni por qué decir: me han hecho eso, no me meto más. Sabía que por ignorancia actuaba así la gente, ¿no? Por ignorar las leyes del trabajo. Todo ese problema de las trabajadoras del desmonte me hizo pensar mucho en eso: que tanto hombres como mujeres debemos orientarnos sobre las leyes del trabajo, para que, según eso, podamos hacer nuestros reclamos. La gran mayoría ignoramos los derechos que tenemos, las leyes que nos amparan, los decretos que están a favor nuestro. Y por eso, incluso, tenemos temor de plantear cosas que son obligaciones que tiene el Estado, el patrón, en relación con nosotros. Por ejemplo, yo conozco varios casos de trabajadores mineros y de viudas de trabajadores que han perdido sus beneficios por no saber cómo y cuándo deben plantear las cosas; se descuidan, les falta conocimiento de la ley. Y por eso, incluso, a veces les i engañan en el servicio social. En el Comité de Amas de Casa nos falta todavía mucho saber todo eso. Pero no se puede exigir más de lo que dan las compañeras. Es todo tan especial aquí... y tenemos que trabajar tanto, solamente para sobrevivir, y tenemos tan-tos problemas para resolver, que todavía no llegamos a organizamos para estu-diar más todas esas cosas que son bien importantes. Yo tampoco he tenido la oportunidad de leer toda la legislación del tra-bajo. Pero cuando hay un problema para solucionar, alguna vez voy al Sin-dicato y me presto la legislación, le digo al secretario que quiero consultar sobre tal y tal problema y él me dice: “está en tal artículo, en. tal página”. Los diri-gentes conocen muy bien todo eso.

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Yo creo que en gran parte el problema de las trabajadoras del desmonte fue ése, ¿no?, que no tenían ideas claras respecto a las leyes que podían prote-gerlas. Y al mismo tiempo se dejaron llevar demasiado por aquellas dos líderes que las engañaron. Y por eso, cuando queríamos ayudarlas, fuimos rechazadas, rechazadas. Y al final, para acabar con aquella “vergüenza nacional”, como se decía, se ha preferido cerrar aquella fuente de trabajo para las mujeres. Cerrar y así acabar con aquella “vergüenza” de Bolivia. Pero la verdad es que han con-denado a morir de hambre a cuatrocientas mujeres, en vez de replantear la situación y ver qué otra manera había de solucionar aquel problema. Muchas de aquellas compañeras, hoy día dicen: “Nos hemos equivocado aquella vez, ahora podríamos estar trabajando”. Varias de ellas andan, día tras día, pidiendo trabajo aquí y allí. Muchas desean organizarse. Pero ahora no es posible. La situación de las palliris, las condiciones en que eran obligadas a traba-jar, constituían realmente una “vergüenza nacional”. Pero es también una vergüenza de Bolivia la falta de fuentes de trabajo para las mujeres, ¿no?... es-pecialmente para las esposas de los trabajadores muertos, deportados o retira-dos de la empresa, que viven en la miseria por no poder encontrar trabajo. ¿No es cierto? EL CHE EN BOLIVIA En el 67 ocurrió en Bolivia la guerrilla del comandante Che Guevara. Mire que las guerrillas llegaron en un momento bien especial que vivía el pueblo. Desde el 65, el gobierno nos adeudaba el 50 % que había rebajado de nuestros salarios. Barrientos había prometido reponerlo cuando se capitalizara la COMIBOL. Pero los años pasaron y, en vez de eso, se formó una nueva bur-guesía de los militares que empezaron a comprar casas grandes, coches Merce-des Benz y vivían muy bien, mientras nosotros nos moríamos de hambre. Ade-más, se creó un nuevo organismo de represión, el DIC. Así, ¿no? Por eso nosotros vivíamos en constantes reclamos, tratando de resolver nuestra situación. Pero el gobierno nos daba siempre la respuesta acostumbra-da: retiros de la empresa, apresamientos, cárceles. De repente, empezamos a tener noticias de que había guerrillas y que el gobierno iba a tomar medidas fuertes en contra de los guerrilleros y de los que los apoyaban. Al principio, no hicimos caso. Y decíamos: “Las guerrillas están sola-mente en la cabeza de los gobernantes”. Y realmente, nosotros pensábamos que, con ese pretexto, iban a masacrar a mucha gente, tanto con masacres de sangre

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como con masacres blancas. Nosotros llamamos masacres blancas al despido masivo de obreros, cuando los echan a la calle. Y desde que entró Barrientos al gobierno, había mucha masacre blanca: a todo trabajador que reclamaba, lo bo-taban de la empresa, lo retiraban. Y más de 500 trabajadores en Siglo XX no te-nían derecho a nada: se les había quitado el derecho a trabajar. Entonces pensá-bamos que, con eso de las guerrillas, el gobierno quería solamente tener un pre-texto para aumentar todavía más su represión. Pero, posteriormente apareció un comunicado del grupo guerrillero y estaba firmado por Moisés Guevara, Simón Cuba, Julio Velasco, Raúl Quispaya y no sé quienes más, pero todos bastante conocidos en la mina. En ese manifies-to decían que tal como el gobierno tenía a un ejército armado que lo defendía para mantenerse en el poder, en la misma forma la clase trabajadora necesitaba de un grupo armado que defienda a los trabajadores. Y bueno, que varios hijos del pueblo se habían ido a las montañas para acabar con toda esa dictadura, con todo ese fascismo que ensangrentaba al pueblo. Y que ellos habían ido a las montañas para comenzar la pelea desde allí. Y que ellos estaban conscientes de que había que cambiar este sistema de explotación y que era necesario darle el poder a la clase trabajadora. Y que una vez en el poder la clase trabajadora, sólo con el socialismo se iba a lograr un mundo más justo, más humano, sin hambre, sin miseria, sin desnutrición, sin injusticias, sin retiros de la empresa. Eran dos hojas escritas, haciendo un análisis bien profundo de la situa-ción que vivíamos y de las cosas de que necesitábamos. Y estaban firmadas por aquellos dirigentes. Y como nosotros teníamos con ellos bastante relación, pudi-mos identificar sus firmas. Y ya no dudamos de la veracidad de que existían guerrillas. Entonces eso se difundió bastante, hasta se leyó por la radio el comu-nicado, lo que fue, quizás, un error de parte nuestra. Y por aquellos días surgió la resolución que la Federación de Mineros de-bía inmediatamente convocar a un Ampliado de Secretarios Generales en Siglo XX para plantear al gobierno la devolución de los salarios que nos debía. Y bue-no, algunos mineros dijeron también que, en caso contrario, ellos iban a apoyar abiertamente a las guerrillas, porque, como había tanta masacre blanca, les pa-recía que era mejor morir en las montañas que morirse de hambre sin trabajo en las minas. E incluso se hicieron algunas manifestaciones de apoyo espontáneo a las guerrillas. El Ampliado de los Secretarios debía inaugurarse el día 25 de junio. Pero la víspera, al amanecer del 24, que es la fiesta tradicional de San Juan, donde se hacen fogatas y donde todos acostumbramos servirnos unas copas con los vecinos, cantar y bailar, entró el ejército y mató a mucha gente. Y a todas las personas que, según ellos, habíamos apoyado a las guerrillas, nos agarraron,

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nos apalearon, nos maltrataron y a varios les mataron. A mí, por ejemplo, a patadas me hicieron perder a mi hijito en la cárcel, porque decían que yo era en-lace guerrillero. Así que el Che se fue con muchos de nuestros compañeros e incluso con algunos de nuestros hijos, porque muchos de nosotros hemos perdi-do nuestros entes más queridos por el motivo de la guerrilla del Che en Bolivia, ¿no? Es cierto que el Che tenía esa idea de que lo habían engañado. Al menos él nota eso en su Diario, ¿no?, que le hicieron ver otro panorama de Bolivia, otras posibilidades. Pero yo creo que ha cometido algunos errores el Che. Por ejemplo, el de confiar mucho en un partido político y no contactarse con organi-zaciones realmente del pueblo, de la clase trabajadora, para que le den su opi-nión sincera. Y entonces, los que se habían comprometido con él, ya no le die-ron su apoyo. Esto está allí en el Diario del Che, ¿no? No es invención mía. Ni yo tengo mucho conocimiento de eso. Pero sí, cualquiera que quiera enterarse, puede leer su Diario, donde menciona eso y otras cosas más. Hasta el momento en que se murió el Che, nosotros en la mina no sabía-mos que él estaba en Bolivia. Había, sí, comentarios. Pero solamente cuando en la prensa salió la fotografía de su cadáver, recién supimos que el Che había esta-do en las guerrillas. O sea que solamente sabíamos con seguridad que había al-gunos mineros. Y por este apoyo que les dimos a ellos, muchos de nuestros compañeros sufrieron y murieron. Por eso a mí me dolió mucho cuando un día, después de una interven-ción mía en la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, en México, se me acercó un señor y me dijo: —¿Usted es boliviana? I —Sí —contesté. —¡Ah!... —me dijo él—, ustedes son los cobardes que dejaron morir im-punemente al gran comandante Che Guevara! Me dolió aquello. Porque, cuando uno no sabe bien una cosa, antes de opinar hay que asegurarse, hay que investigar para pronunciarse, ¿no? Y yo sé cuánta cosa pasó en Siglo XX en la masacre de San Juan y después de ella, por motivo de que había la guerrilla del Che. Y no me parece que es justo decir que el pueblo boliviano somos unos cobardes y que nosotros lo traicionamos. MASACRE DE SAN JUAN Fue en el amanecer del 24 de junio del 67 que ocurrió la otra gran ma-tanza que nosotros la llamamos la masacre de San Juan. Fue una cosa terrible, porque todo se nos llegó de sorpresa.

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En todo el campamento se escuchaban los cohetes, los cohetillos que acostumbramos reventar en esa fiesta y que son una manera de manifestar nuestra alegría. Y entró el ejército y empezó a disparar. Esto confundió mucho a la gente, ya que al principio, se creyó que todo aquel ruido era de los cohetes nomás. El ejército planificó todo. Entró gente como civiles, En vagones entraron por la estación de Cancañiri. Bajaron, metieron bala a todos los que encontraron en su camino. ¡Fue algo terrible, terrible!... En la madrugada tocó la sirena del Sindicato en forma alarmante. Esta si-rena suena una sola vez al día, a las 5 de la mañana, para despertarnos. Sola-mente suena en otra hora cuando hay alguna emergencia. Es bien-bien fuerte esa sirena. Dicen que era de un barco. Tocaba entonces la sirena y prendimos la radio. Y allí escuchamos que el ejército estaba atacando y que teníamos que ir a resguardar a nuestra emisora. Abrimos las puertas. Pero ni bien las abrimos que empezaron otra vez a disparar. Ya estaban parapetados. Contra todo y contra todos disparaban. ¿Y por qué? Bueno, pues, porque se había enterado el gobierno de que al día siguiente habría la asamblea, o sea el ampliado de los secretarios generales, para plantear otra vez nuestros problemas, ¿no? Y el gobierno no quería que eso ocurriera. En ese tren tuvimos que corretear las mujeres para recoger y salvar a los heridos y evitar que los compañeros, ya eufóricos, quisieran ir a enfrentar esa lluvia de balas. ¡Cuántas cosas vimos esa noche! Por ejemplo, vi a un trabajador, con su pierna macillada, salir con su vieja pistola a querer enfrentar al ejército. Pero nosotras pudimos quitarle el arma y esconderla. Y como lo vieron macillado, no le hicieron nada. En una ambulancia vi a una señora que andaba embarazada y a quien le habían tirado un tajo en el vientre. Su hijito se murió. Una otra señora me gritó: “¿Qué le ha pasado a mi hijo? ¡Auxílienmelo... auxílienmelo!”... Yo alcé al chico y lo saqué afuera de su casa. Y cuando estaba por meterlo a la ambulancia, lo hice sentar sobre mí... y vi todo su cráneo vacío. Bueno, escenas que nunca he de olvidar, que las vivo y que realmente fueron cosas desastrosas. Han habido familias íntegras muertas. ¡Ha corrido sangre a morir!... Ha muerto gente así, en la cama, porque disparaban a lo loco, a lo loco, contra todo.

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En una casa, por ejemplo, entró una bala y mató al señor, y, por extraña coincidencia, rebotó en la pared y mató a la esposa. El chico es huérfano y vive todavía en Siglo XX. El ejército rodeó la radioemisora y los soldados querían matar a todos los que la habían hecho funcionar. El dirigente Rosendo García Maisman salió de su casa a defender la emisora. Su compañera quiso detenerlo, pero él dijo que primero estaba su labor. Cuando llegó al local de la radio, ya habían herido al locutor en la pierna. Y un militar iba a blanquearlo. Y Rosendo mató al militar, salvando al herido. Pero hubo un tiroteo entre ellos y llegaron más militares, agarraron y mataron a Rosendo, metiéndole dos balazos en la nariz. Y así murió él, defendiendo un bien del pueblo. No se sabe cuánta gente murió. Y cuando, al día siguiente, en el cementerio se enterraban los muertos, cientos y cientos de muertos, yo me subí arriba de una pared. Y de allí hablé y denuncié: —No se puede aguantar esto. ¿Cómo es posible que a la clase trabajado-ra, a la gente que se sacrifica, que está trabajando, que está enriqueciendo al país, se le tenga que matar así? No es justo lo que han hecho con nosotros. Si el gobierno mismo nos ha quitado nuestro salario, y lo único que pedimos es lo que en justicia nos corresponde... Y que nos maten así, no es justo. ¡Cobardes! ¡Maricones! —les grité. Y como esa vez había guerrillas, les dije: —¿Por qué no van allí a las montañas? Allí hay hombres armados que los están esperando. ¿Por qué no van a pelear en ahí? ¿Por qué vienen a matar aquí a la gente sin defensa? ¿Y cómo se atreven a hacer eso, si gracias a los trabaja-dores ustedes pueden disfrutar de comodidades, de casas, de carros, de paseos? Así, hice una crítica de todo. Y pregunté también: —¿Y ustedes piensan que, por tener unas cuatro armas, pueden así hu-millarnos? Nosotros también tenemos pantalones, tenemos hombres valientes. Y solamente porque no tenemos armas no podemos defendernos de este asesi-nato. Bueno, eso pasó el 25 de junio. “¿DÓNDE ESTÁ LA MINERA?” Bastó eso para que, dos días después, vinieran a apresarme. Rompieron la ventana de mi casa en la noche y entraron como maleantes. Revisaron toda la casa y dijeron que yo había matado a un teniente en la noche de San Juan, en la puerta del Sindicato. Mentira, yo ni había aparecido en tal puerta.

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Un hombre apareció con un gorro jucu35 que es para el frío. Y dijo que yo era la jefa de las mujeres. —Ella es la que pide la cabeza del general —dijo otro. —¡Desgraciada! ¡Doble sueldo! ¡Comunista! —gritó otro. Entonces me dio rabia y empecé a sacar mis cositas que tenía en un cajon-cito. —¡Doble sueldo...! ¿De dónde doble sueldo? ¡Si no tengo ni para com-prarme un buen traje! —respondí. Me empujaron. Despertó mi hijita Alicia. La tiraron al aire y logré aga-rrarla al vuelo. Todo lo que yo tenía de valor: papeles, documentos del Comité, lo junta-ron en una sábana. Y a mi me sacaron. Y a mi compañero también lo llevaron, así como estaba, sin calzados. Lo amarraron a la camioneta del ejército con las manos atrás. Apenas me permitieron sacar un abrigo para mi hijita. Y subimos a la movilidad. Allí estaban algunos dirigentes de Siglo XX. Hasta este momento yo no había sentido temor. Cuando llegamos a la salida de Llallagua, allí había un camión caimán36 lleno de presos ataucados unos a otros, sus caras ensangrentadas. Alumbraron con la linterna para que subiera y vi la sangre chorreando. Pensé que allí mismo los habían fusilado. Y me dije: me van a matar. Pensé en mis hijos huérfanos... Recién sentí mucho miedo. No quise demostrar, pero sí, sentí miedo. Con un empujón que me dieron, subí con la wawa. Me caí, y entonces gritó alguien. Recién me di cuenta de que estaban vivos. Estaban por amarrar-me las manos como lo habían hecho con los hombres, pero mi hijita empezó a llorar fuerte. Vino el coronel Acero y preguntó de quién era esa wawa y quién era esa mujer. —Es la mujer que encabeza a las mujeres —dijo el engorrado. El coronel hizo parar el camión, me hizo poner mi poncho y me bajó de allí a la camioneta donde iban los jefes de los agentes. Esperamos bastante tiempo en Llallagua, hasta que el caimán se llenó con unos cuarenta o cincuenta detenidos y entonces nos llevaron al cuartel de Miraflores. Nos metieron en un cuarto vacío. Nos dijeron que desde ese mo-mento éramos presos políticos, que estábamos prohibidos de hacer cualquier cosa y que, si intentábamos escapar, nos iban a aplicar la ley de fuga. Y salieron.

35 Gorro de lana que cubre toda la cabeza, dejando al descubierto solamente los ojos. 36 Camión para transporte militar.

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Todos estaban amarrados. Yo puse a mi hijita sobre una mesa que estaba en ahí y empecé a desamarrarlos. No se podía, estaba muy fuerte, pero final-mente lo logré. Al día siguiente nos sacaron de allí para llevarnos hasta la pista de Uncía y luego llevarnos en avión a La Paz. Pero había mal tiempo y el avión no llega-ba. Estuvimos un largo rato esperando en la pista. Mientras tanto, las compañeras se habían movilizado y venían desde Si-glo XX a Uncía, en manifestación. Los agentes telefoneaban al cuartel diciendo que se acercaban aquí, que estaban allí. Cuando dijeron que habían pasado la tranca37 de Miraflores entonces in-mediatamente nos hicieron regresar. En el cuartel ya estaba lista otra movilidad para sacarnos por otro camino. A mí me pusieron en la cabina con mi hijita, como escudo. Y a mi lado estaba un agente apuntando contra mí. Nos sacaron por detrás del cuartel para llevarnos a Oruro, para entonces llevarnos a La Paz. Yo podía ver la gente que corría con banderas y se iban hacia el cuartel. Pero ellos no pudieron vernos a nosotros. En pleno camino a Oruro se embromó la movilidad. Entonces me hicie-ron bajar y sentar en el suelo. Parapetados con metralletas, pero bien cubiertos con frazadas estaban los soldados, cosa que no se notaba que estaban armados. Y a nosotros nos dijeron: “Mucho cuidado. Aquí estamos apuntando contra la niña y su madre. Y si cualquiera intenta hacer algo, pedir socorro o escapar, va-mos a disparar, empezando por la niña y luego su madre”. Así estuvimos durante varias horas, hasta que arreglaron la movilidad. Pasaron muchos camiones por la carretera. Pero muchos... Y no se dieron cuen-ta de nada, porque los hombres, en el camión, estaban cubiertos con toldo. Cuando llegamos a Oruro, encontré a Nabor, un compañero de escuela que allí estaba de agente y nos venía a recoger. Mi niña tenía mucha hambre y lloraba. Entonces uno de los agentes me dio 5 pesos para que le comprara algo. Yo me acerqué a Nabor y le pedí que me ayudara. Pero él me dijo: —¿Qué te has creído? ¿Cómo se te ocurre que te voy a ayudar? Y no me ayudó. Yo no lo quise creer, pero no me ayudó. Llegamos a La Paz. Mi hijita se moría de frío. Ella tenía dos años. Y todos decían: “¿Cómo? ¿A la wawa? Ella no tiene culpa”. Algunos, más sensibles, se ponían a llorar. Entonces yo trataba de calmarlos, diciéndoles que de todo eso mi hija no se olvidaría nunca. Y que era bueno para ella que se forje y que se dé cuenta de la injusticia desde su infancia.

37 Puesto de control policial.

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En La Paz nos metieron al lado del palacio del gobierno, donde está el DIC. Al piso de abajo metieron a los compañeros. Y allí fue la última vez que vi a mi esposo. A mí me dejaron afuera. Mi hijita empezó a llorar de hambre. Chillaba... ¡Chillaba! Un agente se acercó y me preguntó: —¿Por qué chilla este crío? —Tiene hambre —le dije. —Dale, pues, de mamar... —¿Cómo, pues? Ya no mama. Tiene dos años. Al ratito vino él con una botellita de café y un sandwiche. —Ten eso —me dijo—, y no digas que te lo he traído. Me puede costar mi pega. Dormimos. Hacía mucho frío. En la mañana me levanté y les pedí que me dejaran ir al baño. Quería ver a mis compañeros. Bajé al piso donde los habían metido y no vi a ninguno. Al pasar por el patio, vi un señor alto. Yo miraba por todos lados y, sin querer, lo empujé. Él me insultó. Casi me escupe en la cara. Pensé que era un agente. Después, cuando salía del baño, un señor morenito me reconoció. Enton-ces le pregunté por mis compañeros. Y él me dijo: —Los han llevado a las 4 de la mañana a Puerto Rico. Puerto Rico es una isla malsana y desierta que está en el departamento de Pando. Me empujaron y salí. Y tuve entonces una gran sorpresa: todos los que estaban allí eran presos. Y me dieron cosas para comer. Yo me las recibía en mi poncho. Y venían naranjas, venían manzanas, de todo. Y me decían: —Valor, compañera. No estás sola, nuestra causa es muy grande. Era un callejón de gente. Llegué a la puerta y me topé con el señor que me había insultado. Y me dijo: —Disculpe usted. No sabía que era presa. Disculpe. Buscó sus bolsillos y lo que tenía me lo dio: cigarrillos. Salí. Me revisaron toda y toditito me lo quitaron. Yo protesté, pero no me devolvieron, a pesar de que era para la niña. Volví a la celda. En el fondo había una señorita. Desconfiaba de ella, pen-sando que era agente. A las 3 de la tarde me llamaron a declarar. En el interrogatorio me grita-ban como para hacerme llorar: —¿Ayudando a guerrilleros, eh? ¡Ahora vas a ver!... Me insultaron horro-res. Yo no aguantaba más... Tenía miedo. Mi hijita lloraba, y trataba yo de cal-marla. Y le dije al militar, procurando demostrar calma: —¿De qué me está hablando? Yo no sé nada... Sí, pues, caballero, yo no sé nada... Él se enfureció y empezó a gritonear: —¡Ésta se está burlando!... ¡Llé-venla de aquí antes que la mate!...

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No probé nada durante ese día. La señorita que estaba en la celda le dio un sandwiche a mi hija. Me llevaron el día siguiente y me volvieron a preguntar todo. Me sacaron fotos. Me taparon los ojos y me llevaron a un edificio con ascensor. Me metieron a un cuarto y lo primero que vi, cuando me destaparon los ojos, fue la bandera norteamericana y al otro lado la de Bolivia y un cuadro con dos manos que decía: “Alianza para el Progreso”. La pieza era completa-mente azul. No se distinguía la puerta, nada. El escritorio estaba lleno de tim-bres. Me senté. Me mostraron una foto de mi padre y empezaron a decirme que yo era pobre y que seguramente por mi necesidad me había yo comprome-tido. Y dijo el teniente: —Estos extranjeros están abogando por vos, porque el gobierno bolivia-no quiere tomar medidas drásticas. Y ellos te van a ayudar si vos nos ayudas, así que vas a salvar a tus hijitos y a tu esposo y a ti también. Pero, como en Siglo XX ya se hablaba de la CIA y como en las películas yo había visto cómo actuaba el servicio de inteligencia, yo tenía una pequeña idea de lo que estaba pasando. Y bueno, después comenzaron: —Queremos ayudarte. Tus hijitos irán al extranjero a estudiar... Pregunté qué querían ellos. Me dijeron que querían saber quiénes eran “enlaces de la guerrilla”, dón-de había “armamento”, etc. etc. Y allí fue que les dije: —¿Quiénes son ustedes para preguntarme eso a mí? Si yo tengo proble-mas sindicales o políticos, eso es pues, con mi gobierno que debo resolver. Y más bien yo tendría que preguntarles: ¿Quiénes son ustedes? ¿Y qué hacen aquí? Yo soy ciudadana boliviana y no norteamericana. Comenzaron a hablar en inglés. Tocaron el timbre. Y trajeron un archivo. Entonces me dijeron: —Nos pones felices de que estés orgullosa de ser boliviana. Esto es posi-tivo. Y la gente extranjera con quien tú te metiste es mala. ¿Qué cosa, pues, hace esa gente que te ha enseñado tanto odio a los gringos? Los gringos hacemos to-do por ustedes. Mira la escuela de Siglo XX, de Uncía, escuelas para los hijos de los mineros. Y ahora, mira acá... mira allá... Todo por la “Alianza para el Progre-so”. Todo es obra nuestra. Y dime: ¿Qué ha hecho en Bolivia Cuba? ¿China?... ¿Una escuela siquiera? ¡Nada! Lo que ellos quieren es esclavizar a ustedes. —Yo no voy a responder nada —les dije. El teniente se reía, se reía y decía que yo agravaba la situación.

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Me sacaron de allí. Los agentes me trataban ya del brazo y no a empujo-nes. Me pusieron nuevamente la venda, me llevaron a la celda y allí me la qui-taron. A las dos horas vinieron los agentes con frazadas y comida, bien atentos. Y me hablaron: —El señor Quintanilla le manda saludos por su orgullo de ser boliviana. El señor Quintanilla era uno de los jefes del DIC y agente de la CIA. Yo desconfiaba de la comida. Y mi hijita se la comió toda. La extranjera del fondo se me acercó y me habló. Yo era más brusca, más arisca. Y le pedí que no me molestara. Ella se rió y comprendió mi desconfianza. Me dijo que era del Brasil y que en el Brasil estaba con pena de muerte y que sus compañeros la hicieron escapar al Uruguay. Y que entró a Bolivia clandesti-namente y la tomaron presa por ese problema de las guerrillas. Ya estaban para llevarla a la frontera, pero tenía su abogado. Yo no le contesté nada. Y vino la abogada de la señorita y trajo periódicos. Me miraba, me miraba... Y en uno de esos ratos se acercó y me dijo: —¡Qué bonita su niña! El agente estaba enfrente, y entonces ella, despacito, me dijo: —Usted no está sola. Los mineros están en huelga. Esté tranquila. Y siguió disimulando, hasta que se fue. Los agentes venían a asustarme. Entonces yo les decía que ya había escu-chado hablar que así siempre trataban a las mujeres, que incluso las violaban. —Y ahora estoy comprobando —hablé—. Pueden hacerme lo que quie-ran. Pero yo voy a contar todo en Siglo XX. Y si ustedes son del partido cristia-no, a su Dios responderán. El Movimiento Popular Cristiano era el partido oficial de Barrientos, pues. Por eso yo les hablaba así. Pero después, tenía miedo de agravar la situa-ción. Estuve incomunicada. No sabía nada de afuera. Nada. Sólo lo que me ha-blaba la señorita abogada cuando venía. Y vino un agente y me explicó que él no estaba de acuerdo con el gobier-no, pero “tengo cuatro hijitos y por ellos tengo que hacer”, me dijo. Me trajo un pantaloncito de su hijita. Lo recibí para mi niña. Después él me dijo: —Anoche, en el Ministerio, me tocó guardia. Hay allí un subterráneo donde meten a los criminales. Y allí escuché gritería de wawas. Les pregunté a mis colegas qué pasaba. Entonces uno de ellos, el más insensible, me dijo: “allí están los hijos de esa comunista de Siglo XX”. Yo fui a verlos.

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Y el agente me describió exactamente a cada uno de mis hijos. En exacto. Entonces yo le pregunté: —¿Y ahora? —Así es, pues, este gobierno. No les dan comida. Y por eso quiero ayu-darte. Para eso tiene que haber absoluto secreto entre nosotros. ¿Tu has oído ha-blar del Consejo del Menor? —Sí —le dije. —Yo, pues, les voy a hacer una carta a ellos para que se hagan cargo de tus hijitos hasta que tú salgas. —Sí —le dije—. Hágame este favor. Y le creí. —Tienes que salvar a tus hijos —me dijo. Y se fue. Yo me puse desesperada y le conté a la señorita mi conversación con el agente, y lloraba mucho. Pero ella me dijo, bien enojada: —Mira, te voy a decir una sola cosa: en Brasil, hemos escuchado hablar de ustedes, del Comité y pensé que eran mujeres valientes. Y ahora, cuando sal-ga y diga que estuve con una mujer de Siglo XX, se van a admirar. Y les voy a tener que decir que, al primer chisme que le han contado, se ha puesto a llorar como una María Magdalena. Yo me sentía desesperada por la situación de mis hijos. Era la primera vez en mi vida que pasaba por esto, y me horrorizaba al pensar que estaban presos y enfermos y en un subterráneo húmedo, sin tener con qué alimentarse y sin tener con qué cubrirse del frío. Me había dicho el agente que lloraban, gri-tando: “¡Papá! ¡Mamá!” Al pensar en todo ese problema, me dolía el corazón, ¿no? Entonces yo estaba deshecha y seguía llorando. Finalmente, la brasileña me dijo: —Bueno, señora, yo pienso que usted, sabiendo se ha metido en una ca-misa de once varas. Algo de bueno ha debido ver su gente en usted para darle el cargo que tiene, pues. Usted no debe pensar solamente como madre, usted tiene que pensar como dirigente, que es lo más importante en este momento. Usted no se debe solamente a sus hijos, usted se debe a una causa y esta causa es la causa de sus compañeros, de su pueblo. En eso tiene que pensar. Entonces yo le dije: —Bueno, sí... Pero, ¿si matan a mis hijos? ¿Y si mueren? —Si mueren, señora, viva usted, pues, para vengar la muerte de sus hi-jos. Así me contestó y nada más. Se fue a su lado y no me habló más.

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Todita la hora me la pasé llorando, desesperada. Hasta que serían las 3 de la tarde. Se abrieron las puertas de par en par, cosa que nunca-nunca se abrían así para nadie. Se abrió la puerta, y primeramente lo que percibí fue un perfume fuerte de gente con harto maquillaje. Entraron tres damas, ¡ay!. . . con sus carteras, bien elegantes. Venían con el agente ese que me había hablado del Consejo del Menor. El agente me dijo: —Ésta es la señora presidente del Consejo del Menor y la otra, su secretaria. —Tanto gusto— me dijeron ellas. Y comenzaron a hablarme del Consejo del Menor: que el Consejo del Menor pelea por los menores, no permite que se cometan injusticias contra ellos, no permite que sean explotados los menores... así. Y maravillas de los menores tenían para hablar, ¿no? Que el Consejo siem-pre vela por los menores... Y que esto y que el otro del menor. Bueno, y después me dijeron que habían visto a mis hijos. —¡Qué horror! ¡Qué salvajismo! ¡Qué barbaridad! —exclamaron—. ¿Có-mo es posible que se proceda así con unas criaturas? ¡Qué bárbaros! Ahora, se-ñora, el objeto de nuestra visita es saber si usted realmente quiere que el Con-sejo del Menor se haga cargo de sus hijos. Para eso, necesitamos de usted una carta poder. Usted tiene que darnos esta carta. Y esta carta tiene que estar firma-da, para que así nosotras nos hagamos cargo y los llevemos inmediatamente al hospital a los chicos, porque están ya bastante enfermos, y si tardamos, las wa-was pueden morirse. A mí me parecía magnífica la idea. —Bueno, sí —dije yo—, voy a hacer. —Muy bien. A ver, a ver, querida... hay que hacer el acta para la señora, para que nos dé este poder. La otra buscó y sacó y cuaderno. —Ahí tiene el acta. ¿Está bien así, señora? Y me la leyó. Allí decía que yo, Domitila Barrios de Chungara, natural de Siglo XX, mayor de edad, casada y en uso de mis atribuciones —algo así era, ¿no?— por mi propia voluntad, daba autorización al Consejo del Menor para que ellos se hagan cargo de mis hijos menores que se encuentran encarcelados, hasta que yo pueda salir en libertad o arreglar mi situación. —Firme usted —señora—, me dijo la “presidenta”. —Bueno —le dije—. Pero mire, señora, parece que para firmar un docu-mento como éste, hay que hacer esta clase de cartas poder con una autoridad competente, con un abogado y con un papel especial y su timbre.

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—Sí, sí —dijo—, sí. A ver, ¿dónde está el papel? Sácalo. La otra busca y busca. —¡Ay, que horror! En el apuro me he olvidado. Pero no hay problema, yo creo que puede firmar en cualquier papel. Y dijo la otra señora: —A ver, agente, un papelito consíganos, por favor. Y el agente corre, carrerita y trae un papel grande, membretado, pero con el membrete del DIC, ¿no? Entonces yo le dije: —¡No! Así no puedo firmar. Está membretado con el membrete del DIC... ¿Romperemos esta partecita de arriba? Pero el agente me dijo: ¿Cómo lo va a romper usted? Puede romperse chueco y quedarse arrui-nado. Entonces yo le dije: —Pero tampoco con el membrete del DIC yo no puedo firmar nada. Yo no puedo firmar nada así en blanco en una hoja de éstas. —Pero... si no tenemos más... Y si con tanta dificultad hemos estado en-trando aquí... ¿Cómo va usted a poner condiciones? Piense usted, se trata de sus hijos. Y esto y el otro. Y comenzaron a presionarme, ¿no? Entonces yo dije: —No. Bueno, ya que usted no lo quiere membretado, entonces que sea aquí, atrás, al final que firme. ¡En qué angustia me sentía! Yo miraba a la señorita brasileña encarcelada conmigo, para que por lo menos me hiciera una señal o me orientara, porque era un momento de indecisión terrible. Las otras me presionaban, me presiona-ban... Yo necesitaba alguien que me diga: “No hagas” o “Haz”... Yo miraba la otra y ella, con un periódico puesto en su cara no me miraba y no me miraba. ¡Era un momento desesperante! Y la señora decía: —Apúrese, señora, ya no nos queda tiempo. El agente, de afuera decía: —Ya es hora... ¡apúrese!... Yo, mentalmente, decía: “No... ¡Dios mío!... ¿Qué he hecho? ¿Qué he he-cho?” En ese entonces yo tenía ideas muy religiosas. Y analicé rapidito: “¿He matado a gente? No. Han matado y yo he de-nunciado, porque esto está reñido con la ley de Dios. Y bueno, si ellos ahora

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matan a mis hijos, ellos tienen que pagar con su conciencia. Porque, si yo firmo un papel en blanco... ¿a cuánta gente inocente puedo comprometer? Mejor, no firmo. —Mire, señora —le dije—, mis hijos son de mi propiedad, no son propie-dad del Estado. Y si ahora al Estado se le ha ocurrido asesinar a mis hijos en ese subterráneo donde dice usted que están, bueno, pues, que los asesinen. Yo creo que eso más va a cargar en su conciencia, porque yo no soy culpable de ese crimen. —¡Ay!... —gritó una de ellas—. Te dije, te dije. Si así son esas herejes, así son esas comunistas... ¡Oiga! —me decía—. ¡Mire! Las fieras, los leones, los ani-males feroces, con sus vidas defienden a sus cachorros... ¡Oiga, salvaje! —Y me agarraron de aquí, me jalaron, me pellizcaron, ¿no?—. ¿Qué clase de madre es usted que no quiere defender a sus hijos? ¡Ay!... ¡Qué barbaridad, qué horror, qué asco de mujer!... Y se salió. La otra me dijo: —De todas maneras, señora, yo comprendo que usted está en un estado de nervios muy especial. Pero si usted quiere cambiar de opinión, nada más tie-ne que hacer que llamarme. Y me dio su tarjeta. Y salió también. Entonces el agente me dijo: —¡Ay, señora!... ¿Cómo va usted a hacer eso?... ¡Ahora sí que me juego mi pega!... ¡Ay, qué barbaridad!... Yo tengo la culpa de meterme en cosas que no debo. Sí, realmente usted merece que se la charquee aquí adentro, y con más grillos. Pero acuérdese, acuérdese de esto: su marido va a saberlo, le vamos a mandar avisar que usted ha sentenciado a muerte a sus hijos. Ahora pues, es-pere usted volver a ver a sus hijos... ¡Los ha matado! ahorita mismo voy a parti-cipar esto a su marido. Y salió. Yo decía: ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?... ¿Matado a mis hijos? ¡No, Dios mío!... ¡No!... Y la brasileña allí estaba parada. Y me abrazó. Me abrazaba y me apreta-ba. Yo lloraba mucho. Y ella me dijo: —Ni yo, Domitila, hubiera hecho lo que tú has hecho. ¡Ni yo!... Has pasa-do la prueba de fuego. Yo me decía: ¿cómo es que un pueblo tan grande se va a equivocar en elegir a sus dirigentes? Y veo que ese pueblo ha tenido razón en elegirte, Domitila. Y lloraba ella también. Las dos lloramos mucho. Y me decía ella que se sentía feliz de estar conmigo en aquel momento y que yo debía vivir para ven-gar la muerte de mis hijos.

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Pero mis hijos ni siquiera habían sido apresados... Y desde aquel día, yo me declaré en huelga de hambre. Ya no comía, pa-ra vengar la muerte de mis hijos. Me traían platos y yo se los devolvía. —Si han matado a mis hijos... ¿para qué voy yo a vivir? Que me maten a mí también. Tráiganme veneno —decía—, tráiganme veneno. Ya mis hijos han muerto, yo más voy a morir... Hasta que un día, me acuerdo siempre que era un día jueves, yo estuve cerca de la puerta por donde salían los agentes. Y en la puerta escuché un ruido de risa de wawita allí afuera. Entonces me asomé a la portería. Y vi a una señora sentada en ahí. Y le hablé: —Señora, ¿está usted solita? ¡Qué linda su wawita! Yo también tengo aquí mi wawita. ¿A qué ha venido, pues? —Ah... —me dijo—, mi bicicleta, mis radios, todo me lo han robado de mi casa. Y ahora he venido a recoger aquí pero ya han cerrado la oficina. Así que estoy aquí esperando. Me han dicho que espere aquí hasta las 2 de la tarde. Y vos, ¿qué cosas has robado, pues? ¿Por qué estás presa? —No, yo no he robado, señora. Pero. . . ¿y tu marido, dónde trabaja? —Mi marido es fabril. —¡Ah!... —le dije—. Mire, compañera, soy de Siglo XX, me han traído presa aquí. Soy esposa de un trabajador minero. Tiene, pues, que haber solida-ridad entre trabajadores, ¿no? ¿Por qué no le llevas, pues, una notita a tu mari-do? Yo tenía ya una notita escrita en papel de cigarrillos. Porque mi hijita que estaba conmigo, a veces lloraba mucho, y entonces los agentes la sacaban al sol. Y mi hijita entraba de oficina en oficina. Y de una de las oficinas me había traído papelito de cigarros. Era un cigarrillo nuevo, que recién acababa de salir, LM me parece que era la marca. Y tenía dos forros, ¿no? uno blanco, otro plateado. Mi hijita lo había traído con más un lapicero viejo. Yo entonces, con una pajita de escoba, arreglé el lapicero. Y escribí una carta, diciendo que estaba pre-sa y que, posiblemente, había perdido a mis hijos, en un momento de desespe-ración. Y que el único delito que yo había cometido era éste, el de denunciar el crimen en contra de la clase trabajadora que había sido la masacre de San Juan, y con el cual yo no estaba de acuerdo. Que por esta causa mi marido se encon-traba encarcelado en Puerto Rico y que yo me encontraba en las celdas del DIC, en La Paz, donde en ese momento me sometía a huelga de hambre porque yo ya no tenía un motivo para vivir. Y decía: “Denuncio al pueblo boliviano este crimen más que están cometiendo conmigo y el que han cometido con mis cua-tros hijos”. Y la firmé al final.

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Le conté eso a la señora, para que por lo menos ella supiera. Le pedí que publicara esa carta. Pero ella me decía: —No, no, niña. Me vas a comprometer. No, no. —Mira, por tu hijita, hazlo. Yo también tengo aquí a mi hijita. Mira, lleva este papelito a tu esposo. Si tu esposo lo hace publicar, muy bien. Si no lo hace, pues no. Pero yo quiero que tu esposo lleve esta carta a la universidad y que en la universidad sepan que yo estoy presa. Es que nadie sabe. ¡Ay!... llorando le rogué a la señora. Hasta hoy no sé quién era esa com-pañera, ni su esposo. —¿Y si me cachan? ¿Y si me denuncian? —me preguntaba. —Pero no, no sé ni siquiera quién eres tu, ni te estoy viendo la cara, ni tú tampoco me estás viendo... ¿Quién va a saber que tú me lo has sacado? ¡Hazme ese favor, niñita!... Ya va a ser hora de la oficina. —Ya, pues, trae pues —me dijo ella. —Escóndelo bien. Es pequeñito —le dije. Así, de mala gana, lo agarró. Pero creo, pues, que esa compañera le ha dado el papel a su esposo y éste lo ha entregado a la universidad. El problema es que todos se enteraron de que yo estaba presa. El viernes, al primer momento de la mañana, entró el jefe del DIC y, a patadas, me dijo: —¿Quién ha sacado la carta? ¿Quién ha escrito esta carta? Y me agarró a sopapos. Yo le respondí: —Averigüe, investigue, pues. Es su misión de ustedes, ¿no? Su misión es averiguar, investigar. Yo no soy agente de usted... Entonces me agarró de los cabellos y me metió en otra celda, en un cuar-tito pequeño. Y me fui a aislar allá. Y la puerta se abría con un palo de hierro, pero por dentro, ¿no? Y con ese palo me atrancaron la puerta. Y yo no les abría para nada. Mi hijita lloraba de hambre, pero yo no les abría. “Ni de hambre, ni de sed, hija... Aquí vamos a morir”. Los agentes, afuera, me rogaban: —Señora, usted no sea tan cruel. A su hijita, por lo menos, dé de comer. No la haga llorar. —No —les dije—. ¿Acaso ustedes han tenido compasión con mis otros hijos? Yo tampoco voy a tener compasión de mi hija. Porque, en esta obra, les estoy ayudando a ustedes. Más bien, díganme gracias, les estoy ayudando a ter-minar su obra de ustedes.

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Así venían a tocarme la puerta. Decían que iban a abrirla a la fuerza. Pero no podían, porque era bastante sólida, era de hierro y era la única. Y yo la había trancado bien por dentro. Así estuve encerrada hasta el sábado. Sábado por la tarde, vinieron los agentes y me dijeron: —Mire, señora, hay orden de libertad para usted. —¡Ah!... Ya sé que es otra artimaña, no necesito ya de libertad. —En serio, señora, aquí está la libertad para usted y para su esposo. Ahí está. Entonces me pasaron, por debajo de la puerta, un papel. Y leí: “...por or-den del Ministerio del Interior se le da la libertad a Domitila de Chungara... “. así y así. Yo no podía creer. Al mismo tiempo, quería creer. Además, mi hijita esta-ba en estado agónico y yo me decía: Tu hija se va a morir. Tampoco me aclara-ban si la muerte de mis otros hijos era mentira o no... ¡en tantas cosas pensaba! Finalmente, dije: ¿Qué gano o qué pierdo? Por lo menos, hay posibilidad de salvar a mi hija. Pero, al mismo tiempo, con toda pena de mi corazón, pensé: puede ser que sea una trampa. Abrí. Los agentes me dijeron: —¡Ya, vístase! ¿Qué cosas lleva usted? —Qué cosas voy a arrastrar, si no llevo nada. —Bueno, entonces... ¡a la camioneta! Cuando abrieron la puerta... ¡vi cualquier cantidad de gente! Y un joven que estaba junto a la puerta, gritaba: —¿Dónde está la minera? ¿Dónde está, asesinos? ¡Los del DIC ya no pueden con los hombres, por eso se están metiendo con los niños y las mujeres! Y comenzaron a insultarles, che. —Aquí está, aquí está, está saliendo en libertad. Entonces el joven me vio y me dijo: —Señora, todo el pueblo está con usted, Tome, tome. Y papeles me alcanzaban, cualquier cantidad. Uno de esos papeles co-mencé a leer. Y decía que el gobierno de Barrientos estaba masacrando al pue-blo y estaba masacrando a las mujeres. “Y a continuación, transcribimos la carta que, desde la cárcel, ha escrito la compañera”. Y en ahí estaba mi carta polico-piada. No sé de cuánta gente recibí papeles, no sé de quiénes. Pero eran mu-chos, muchos que me alcanzaban. Algunos eran volantes del partido comunista, otros de la universidad. Y así, muchos otros. Todos habían copiado mi carta. Cuando yo estuve leyendo todo eso, me metieron al camión los del DIC. Y me quitaron toditos los papeles.

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Me sacaron de allí para darme libertad provisional. Pero yo no tenía cer-teza de que realmente me estaban poniendo en libertad. Porque salí del DIC, y no sabía dónde me llevaban. Me metieron en la movilidad y ésta comenzó a partir. Y la gente de la manifestación gritaba. Primero los agentes me preguntaron si yo tenía algún pariente o alguna persona conocida donde podía bajar. Yo les respondí que vivía en el distrito mi-nero de Siglo XX, que tenía que estar allá. Entonces me dijeron: —Puede irse. —¿Con qué me voy a ir? —pregunté. Yo no tenía plata. Entonces fueron a pedir dinero y luego me llevaron a comprar mi pasaje y me embarcaron a Siglo XX, acompañada de un agente. Pero antes que salga la movilidad, me dijeron que en sus investigaciones, habían comprobado que el “Lincoln-Murillo-Castro”38 era el culpable de la masacre de San Juan. Que ese grupo de jóvenes había matado a un montón de tenientes y de soldaditos y que todo estaba comprobado. También me dijeron que los trabajadores estaban con-vencidos de la situación y que habían pedido la cabeza de los principales cabe-cillas de aquello. Y que entre ellos estaba yo incluida. Que los trabajadores esta-ban esperándonos en Siglo XX para colgarnos, ¡Qué temor más espantoso!... Tántas cosas me dijeron. Llegamos a Oruro después de medianoche. Los pasajeros se bajaron. Ya no había movilidad para Siglo XX, así que allí mismo teníamos que dormir. Me preguntaron si yo tenía a alguien en Oruro. Yo les dije que a nadie. Y me quedé en el colectivo. El agente se fue atrás y en ahí tendió su frazada y se puso a dormir. Yo me quedé en mi asiento. Después que estuvimos así como una hora, una señora, que también se había quedado en la movilidad, se bajó. Entonces, al ver que el agente no se mo-vía, yo también me bajé. Como tenía solamente a la niña en mis brazos, me esca-pé a la casa de mi padre. Llegué a la casa, toqué la puerta. Yo lloraba, lloraba. Me alargaron la silla. Mi papá no estaba. Se había ido a Siglo XX, porque se había enterado por la prensa de que me habían encarcelado. Mi madrastra me dijo: “Ha salido tu nombre en la prensa, que te han apresado. No sé qué será. Qué bien que has llegado”. Ese día descansé allí. Ya por la tardecita, después que almorcé, mi ma-drastra me dijo: “mejor te vas”. Porque, de las wawas, ella tampoco no sabía na-da; creía que se habían perdido. Y lloramos, las dos. Le dije que los mineros

38 Organización juvenil de orientación marxista, para formación política. Funcionó en algunos centros mineros.

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pensaban colgarnos a nosotros, porque creían que tuvimos la culpa de la matan-za de San Juan. Y toda preocupada, me salí de Oruro. Claro, yo comencé a dudar de to-das las cosas que me habían dicho. Pero, con todo ese temor me embarqué hacia Llallagua-Siglo XX. Llegué a eso de las 5 de la tarde. Estaba nevando un poquito. Con temor, me bajé de la movilidad. Avancé unos pasos. Y vi el pueblo bien tranquilo, la gente charlando, como de costumbre. Una señora, que trabajaba en el desmonte, me reconoció: —¡Ay, Domitila! ¡Habías llegado! —y me dio un abrazo. ¡Cuánto me alivié! Yo que había esperado que me colgaran, que me riñe-ran... La gente a mi alrededor se dio cuenta que yo había llegado y, en un rati-to, el uno y el otro se me acercaron: “¿Cómo está? ¡Qué bien que está aquí nue-vamente en el seno de nosotros!... ¿Cómo le han hecho?... ¿Le han pegado? ¿Có-mo le han tratado?” ¡Uf!... ¡Qué tranquilidad sentí! Todos estaban felices y me decían: “Noso-tros estamos en huelga, no estamos trabajando hasta ahorita. Ya son tantos días que no trabajamos”. O sea que, desde que me habían apresado, no habían trabajado en apoyo a todos los que estábamos presos. ¡Imagínese! Entonces yo me sentía aliviada y me felicitaba a mí misma por no haber firmado aquel papel ¡Me sentía tan feliz! Y bueno, tan atarantada estaba, que ni siquiera se me ocurrió de pregun-tar por mis hijos, ni nada, sino que pensaba en las cosas que me habían pasado, de que no había firmado el papel, ni esto ni el otro. Subiendo a Siglo XX, pre-gunté: —¿Y mis hijos? —Bueno, el otro día los vi —me dijo una de mis compañeras. Y avanzábamos hacia mi casa. Era una caravana enorme que iba conmi-go. Ya más de cien personas me acompañaron. Y en la calle, cada persona que me veía se ponía detrás de mí. Cuando llegamos a la esquina de la casa, unos chiquillos corrieron a avi-sar a mi familia. Y vi la puerta de mi casa abriéndose y, uno por uno, comenza-ron mis hijos a salir. ¡Vieras qué alivio para mí! ¡Qué alivio!... Pensar que no los había perdi-do, que estaban allí... Me puse a llorar de alegría, a saltar y abrazarlos. ¿Te pue-des imaginar ese momento? ¡Una cosa grande!... Era como si hubiese resucita-do... Era una cosa tan hermosa aquel momento, que no existía más que mis hijos

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y gritar y besarlos y apretarlos y sentirlos junto a mí... ¡vivos! Era una cosa, che... ¡No había palabras!... Luego llegó mi papá. Y nos abrazamos. Llegaron los vecinos y comenzamos a charlar. Toda esa noche no tuve tiempo para descan-sar. Una por una venían las señoras de los que estaban presos y me pregun-taban por sus esposos. Me pasé la noche conversando. Nadie se movía. Y me contaban ellos de ellos y les contaba yo de mí. Y volvíamos a contarnos. Así, to-da la noche. Amaneció y la casa seguía llena de gente. Los trabajadores me dijeron que habían convocado a una asamblea del sindicato y que yo debía ir. Entonces yo informé a los trabajadores de todo lo que había pasado. No omití un solo detalle. Les dije también que tenía miedo y que el agente que me acompañó hasta Oruro me había dicho: —Mire. Usted, señora, no irá a decir que nosotros la hemos apresado. Us-ted, si quiere salvar a su esposo, tiene que decir que voluntariamente ha venido aquí al DIC porque quería conseguir la libertad de su esposo y, como no tenía dónde ir, la hemos alojado en las oficinas del DIC. Si quiere ver con vida a su marido, diga eso. Porque, si no, usted ya responderá por sus hijos. Yo dije a los trabajadores que me habían amenazado así, pero que eso no me importaba, porque era necesario avisar al pueblo y que no había por qué mentirle al pueblo, ¿no? Y resulta que los trabajadores protestaron, pues. Decidieron entrar a tra-bajar, pero sacaron también un manifiesto. Pedían la libertad de los demás pre-sos, porque solamente a mí me habían libertado. Y bueno, al día siguiente, apareció un memorándum en mi puerta, di-ciendo que yo debía abandonar el distrito en 24 horas. Terminante era el memo-rándum que me pasaron. Estaba firmado por el gerente de la empresa y dos mi-litares más. Y similar a lo que hicieron a mí, lo mismo lo hicieron a las demás compa-ñeras que tenían sus esposos presos: les pasaron un memorándum, donde les daban 24 horas para abandonar el distrito. Salió también un decreto interno de la empresa, ordenando que a los niños de esas compañeras que estaban en la escuela, se les dé su libreta y se los bote así, a medio año escolar, para que no haya un sólo pretexto para que noso-tras nos quedemos: ni por los hijos, ni por nada. Así que... todo estaba liquida-do. Y bueno, muy preocupadas y llorosas, las señoras vinieron a decirme: “¿Qué hacemos; ¿Qué hacemos?” Y se reunieron un buen número en la casa y discutimos el asunto. Y resulta que varias de esas compañeras fueron a la gerencia. Yo no fui. Y en la gerencia, los coroneles les hacían trizas, según me contaron. Les decían

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que debían salir, que esto y que el otro, que tal y que cual. Una jovencita, que había estado en la reunión en mi casa, decía a las señoras: —Díganles, pues, lo que ha dicho Domitila. Un agente la escuchó. —A ver —dijo—, esta señorita tiene algo que decir. Alguien le ha dicho algo. Alguien la ha enseñado. ¿Qué cosa ha dicho su jefa? Y presionaron a la chica. Ella se asustó mucho. Inmediatamente me hicieron llamar, diciéndome que querían hablarme del problema de mi esposo. Entonces fui a la gerencia. Allí estaban los militares. Y tuvimos un altercado y unas declaraciones bastante fuertes. —Ah... —me dijo el gerente— mire... ¡qué sorpresa! ¿Todavía no ha es-carmentado usted? ¿Busca otra clase de escarmientos? Me preguntaba qué cosas más necesitaba. Entonces yo le dije: —Mire, señor. Las señoras estuvieron en mi casa y yo he dicho mi opi-nión personal. Ustedes han agarrado preso a mi marido y me han dicho que de-socupe la vivienda. Yo no voy a poder desocupar porque, en primer lugar, yo soy una mujer casada y allí me ha dejado mi esposo y no puedo irme. Si me voy de esa casa y mi marido viene y no me encuentra, me demandará por abandono de hogar. Ahora, si mi marido quiere irse a Oruro y yo me voy a Cochabamba, o si mi marido quiere irse a Santa Cruz y yo me voy a La Paz, ¿qué pasa? Así que, sola, no puedo decidir. Otro: el problema de su trabajo y de su indemniza-ción. ¿Yo acaso sé cuánto tienen que indemnizarlo? ¿Y si mi marido está confor-me? Incluso, tal vez me dan poco y mi marido va a pensar que yo me lo he gas-tado. Entonces no puedo, desde este punto de vista también, resolver nada. Si ustedes quieren que yo desocupe la vivienda y quieren que me vaya, larguen a mi marido. Yo me voy a ir con él. Eso es lo que yo he hablado a las señoras. Entonces comenzaron a insultarme. Yo también les contesté con palabras bastante fuertes. Y en un momento de ésos, les dije: —Bueno, tanto que no quieren largar a mi marido, pues llévennos enton-ces presos a mí y a mis hijos más. Llévenme donde está mi marido ahora. Ade-más, mi esposo está enfermo, llévenme a mí y a mis hijos con él. Allí vamos a morir o a vivir juntos. O si no, ¿usted se va a hacer cargo de mis hijos, de su ali-mentación, de su educación...? Entonces, con palabras bien groseras me contestaron y me preguntaron que si yo había tenido mis hijos para ellos. Pero yo también les pregunté, en pa-labras más groseras, que si ellos se creían tan machos. Las señoras que allí esta-ban, se asustaron. Y me gritaron: —¡Ay, señora! ¿Cómo puede usar palabras tan groseras? ¡Usted está condenando a nuestros maridos, a su marido mismo!...

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—Ustedes, pues, ustedes, si quieren, humíllense, límpienle la bota al co-ronel... ¡Yo no y no!... ¿Por qué me va él a insultar? ¡No y no! —grité. Y me salí. Yo tenía la certeza de que me iban a pegar un tiro por la espalda o me iban a hacer regresar, ¿no?: —Ahorita me detienen, ahorita, ahorita... —me de-cía a mí misma. Pero avancé un buen trecho, me dí vuelta... y nada. No me pasó nada. Fue tan sorpresiva la cosa. Ese mismo día fueron a buscar a mi esposo. Como al séptimo día de mi regreso a Siglo XX lo trajeron a él. Y entonces, le dijo el jefe: —Mira. Te estamos retirando de la empresa por culpa de tu mujer, por-que tú eres un cornudo que no sabes amarrarte los pantalones. Ahora vas a aprender a dominar a tu mujer. Primero: tu mujer ha estado presa, y en vez de estar callada, ha vuelto peor: sigue agitando, sigue metiendo cizaña entre la gente. Por eso te estamos retirando de la empresa. No es por vos, es por culpa de tu mujer. Segundo: Mira, ¿Para qué vas a necesitar tú de una mujer política? Andá, pues, botala por ahí... y yo te voy a devolver tu trabajo. Una mujer así no sirve para nada. Digamos que mañana, con el sacrificio de tu trabajo vas a con-seguirte una casita —¿quién no sueña en hacerse una casita?—. Pues te compras una. Pero, como tu mujer es política, pasado mañana el gobierno la va a confis-car. Entonces, tu casita, para nadie la tienes, ni para ti. ¿Por qué eternamente vas a estar arruinado con esa mujer? Ahora que estás retirado, no tienes quien te mantenga. Pues, a ver si escarmienta esa mujer. ¡Es demasiado esa mujer! Ni parece una mujer. Y listo, le entregaron la indemnización a mi marido. Entonces yo le dije a mi esposo: —Yo no voy a salir. Y nos pusimos fuertes, los dos. Pero vinieron los agentes, por la noche, y a la fuerza entraron en la vi-vienda. Como demonios, entraron: “¡prum! ¡prum!” Y comenzaron a tirar todas nuestras cosas sobre el camión del ejército. Y nos hicieron subir al camión. Mis hijos no querían irse, se bajaban, ba-jaban una y otra cosa. Y los agentes los volvían a subir. ¡Era un despelote terri-ble! Los soldados habían estado bien apretados, parados en cada puerta, y no dejaban avanzar a la gente que lloraba detrás de ellos, sin poder hacer nada por nosotros. Y lloraban y gritaban los vecinos: “¿Por qué se están llevando a la se-ñora? Ella nunca ha hecho nada. Ha sido siempre buena vecina”. Los agentes seguían cargando nuestras cosas. Mi hija, la mayorcita, se agarró de la puerta. No quería largarse y decía: —¡No quiero irme, no quiero irme!

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Los agentes jalaban a mi hija y ella no se dejaba y les mordía las manos. Y a mi hijo lo hacían subir, en la oscuridad, y mi hijo se volvía a bajar, agarrando las cosas. Finalmente, hablé fuerte a mis hijos: —Nos están botando los dueños. Nosotros somos pobres y a los pobres los botan así. La casa no es nuestra. ¿Aca-so no se han dado cuenta que es la casa de la empresa y que la empresa la pres-ta mientras su padre puede trabajar? Ahora ya no necesitan los servicios de na-die y es así como los patrones nos botan, hija. Lastimosamente, pues el ejército les ayuda en esas cosas. Por eso, hijo, cuando tú estés en el cuartel, nunca vas a hacer eso en contra de tu pueblo. Nosotros somos gente que tenemos nuestra dignidad. Nos están botando, no tenemos por qué rogar ni por qué quedarnos ya. Y me senté en el camión. —Ya, María, ¡venga arriba! —llamé. Entonces recién, mis hijos subieron uno por uno al camión, llorando y llorando. Y el camión partió. Yo me hice fuerte y les dije a mis hijos: —¿Por qué lloran? Y todas mis lágrimas me las estuve tragando, al ver llorar a mis hijos. En nuestro propio país, expulsados de nuestro propio pueblo... ¿dónde íbamos a ir? Nosotros habíamos nacido allí, nos habíamos criado allí, habíamos vivido allí. Dicen que la tierra es para quien la trabaja. Aquella tierra de la mina que han trabajado nuestros padres era lo único que teníamos para vivir. Y sin em-bargo, nos tuvieron que arrojar de allí. Éramos extraños en nuestro propio país. Nos llevaron hasta Oruro. Allí, en una plaza, nos botaron con todas nues-tras cosas. Y regresaron. No teníamos un lugar nuestro dónde ir, una casa nues-tra dónde llevar las cosas. En la calle estuvimos botados, sin tener con qué pre-parar un alimento... Ni qué hacer. Fui a buscar a mi padre. Él también era bien pobre. Vivía en una casita de dos habitaciones. Y entonces desocupó una de ellas para noso-tros, para que yo deje mis cositas. Fabiola, mi segunda hijita, estaba en preparatoria y se había quedado en Siglo XX. Porque la maestra dijo que los padres podían “ser satanaces”, pero que a los niños no se les podía negar la educación que es lo más importante. Di-jo que ella había hecho su juramento de enseñar a todos los niños, sin discrimi-nación. Y que no iba a aceptar la imposición de la gerencia. —Señora —me dijo—, si usted no tiene con quien dejar a su hija, déjeme-la a mí. Se va a quedar en mi casa, va a terminar el año escolar. Avíseme dónde va a estar usted, para que, al fin del año, yo se la vaya a llevar.

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Y mi hijita se quedó con la maestra. Pero mis otros hijos no pudieron se-guir estudiando. Y lloraban día y noche, recordándose de Siglo XX, de la casa, de la comida, de esto y del otro. Entonces yo decidí volver a Siglo XX. Esto ocurrió a fines de julio. A las 7 de la noche embarqué con los chicos y me fui a la casa de mi hermana. Ella tra-bajaba en el desmonte y tenía una pequeña vivienda. Allí estuve, casi encerrada, con todos mis hijos. Le dejé casi todo el dinero a mi compañero que se quedó en Oruro, porque yo sabía que, si me pescaban, me lo quitaban todo. Me traje sola-mente 500 pesos, para gastar en alimentos. Así estuvimos durante casi dos me-ses. Yo estaba grande del estómago, esperando a otro hijo. Mi marido me dijo: —Voy a trabajar, voy a buscar trabajo. Pero, la mala suerte es que lo habían puesto en la “lista negra” y nadie le podía dar trabajo en ningún lugar. Era orden del Ministerio del Interior. Enton-ces comenzó a beber y a gastar todo el dinero de la indemnización. Y resulta que yo no sabía nada de eso. El 15 de septiembre llegó mi padre y me avisó: —Mi hija, tu esposo, a lo único que se dedica es a parrandear. ¿Por qué le diste todo el dinero? Está gastando a manos llenas. Yo le he llamado un poquito la atención, pero él me dice: “eso es mi trabajo ahora”. Dile a tu compañero que no gaste así, es necesario que ustedes piensen en el futuro de las wawas. A ver si se hacen un negocito y si ven la forma de salir de la mina. Ya que tuvieron la oportunidad de salir, sería bueno que traten de acostumbrarse a la vida que se hace en la ciudad, por el porvenir de las wawas. —Bueno, sí —le dije. Ya me estaba faltando dinero, ya no tenía más víveres, incluso para co-mer me faltaba. Entonces fui yo sola a Oruro, ese mismo 15 de septiembre. En Oruro, encontré a mi compañero realmente bebido. Cuando me vio, más bien se amargó contra mí y me dijo: —¿Por qué no has traído a tus hijos? —y que tal y que cual. Claro, él te-nía esa idea de que yo era culpable de que él no podía conseguir trabajo, ¿no? Entonces hubo una cuestión entre nosotros. Finalmente, yo esperé que se sanara y entonces le volví a hablar: —Mira, ya que hemos tenido la oportunidad de salir de Siglo XX, mejor nos quedaremos aquí en la ciudad hasta que yo tenga a mi hijo. Podemos tra-bajar aquí. Bueno, pues, recién mi marido me avisó que él había conseguido trabajo en dos oportunidades, pero que los del Ministerio del Interior no le dejaban

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trabajar y lo hacían botar y que él estaba en la “lista negra” y ¿dónde iba a tra-bajar él? Estaba muy decepcionado y la cosa no le parecía tan fácil. Entonces yo le dije: —Creo que va a ser más fácil cuando yo esté aquí. Yo también voy a trabajar en algo. Pero no bebas más así. Voy a regresar con los chicos. Agarré los 1 000 pesos, compré franela y otras cositas para mi niño que iba a nacer y tenía que darle ajuar. Compré otras cositas para las wawas; tenía que calzarles a todos. El poco dinero que sobró, le hice agarrar a mi padre. Y volví a Siglo XX. DE NUEVO EN LA CÁRCEL Llegamos tarde a Playa Verde. Y allí, en la plaza, me detuvieron. Salió un capitán y me dijo: —Mire, señora, yo no quiero tener problemas con usted. Mejor váyase. Para usted hay una orden de apremio. Usted le conocía a Norberta de Aguilar, ¿sí? Ella ha sido apresada porque dicen que es enlace guerrillero y la ha denun-ciado a usted... que, quién sabe porqué... para usted hay orden de apremio. Pe-ro, como está usted embarazada, váyase, regrese y piérdase. Porque mire, si voy a tener que apresarla, yo no quiero que con eso se cargue mi conciencia. Porque eso es cosa grave. Mejor, váyase. —Pero, señor, yo quiero irme donde están mis hijitos. Le prometo que no he de salir. —No, señora. Usted se va. Más bien, su marido que vaya a ver a sus hi-jos, si es tan urgente. Para él no hay orden de apremio; para usted, sí. Váyase, mejor. Y me hizo bajar mis cosas de ese colectivo y me embarcó a otro que me devolvió a Oruro. Allí en Oruro encontré a mi compañero tomando, con más ganas toman-do. Cuando le pregunté: —¿Por qué estás tomando? ¡Uf!... más bien me pegó. Y me decía que por culpa mía estaba sin trabajo, que por culpa mía estaba tomando así, y que no le importaba a él eso que yo le contaba. Bueno, se recuperó y al día siguiente hablamos: —Mire, no me dejan entrar a Siglo XX. Ahora las wawas se han quedado sin nadie, sin nada. —Yo no voy a ir —me dijo él— ¿para qué me voy a ir? Yo me desesperaba, me desesperaba.

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Entonces mi padre me dijo: —Pero, hijita, ¿para qué te vas a amargar? ¿Y para que vas a llorar, si eres tan tontita vos? ¿De qué te sirve que te he enseñado a leer, de qué te sirve que estés metida en problema sindical, político y todo, de qué te sirve que vas a to-do, pues, y no aprendes ciertas cosas? ¿Cómo te vas a ir con tu misma fachada, con tu misma traza? Hay que disfrazarse, chica, cuando uno quiere pasar en forma clandestina por algún lugar. Y esto y el otro me sugirió, ¿no? Y bueno, yo, ni lerda ni perezosa, pues el miedo y el tiempo apremiaba, me hice cortar el pelo, me hice pintar y hacer un peinado, me compré otra ropa. Pensaba que así iba a poder pasar. Pero todo fue inútil. Cuando llegamos a la tranca de Playa Verde, un tipo gritó: —Un momento, por favor. Y... “¡pá!” Entró a la caseta en ahí. Después volvió a la movilidad con dos agentes y dijo: —Detengan a esa mujer, por favor. De hecho, por primera vez tuve yo un terror. Mis rodillas me temblaban, rodilla con rodilla se me chocaban. Yo quería desaparecer en aquel momento. Y, sinceramente, parece que mi cuerpo adivinaba lo que me iba a pasar. Tem-blaba... y era como si mi corazón lo estuviera estrujando una mano de hierro. —Aquí se baja esta mujer —dijeron. —¡No, no! —les decía—. ¿Por qué me quieren bajar? Yo me siento mal... —Nada, nada. Y si no se baja esta mujer, no parte la movilidad. Y no la dejaban partir. La gente decía: —¿Por qué no solucionan rápido sus problemas? Nosotros tenemos que ir. ¡Rápido! ¡Bájense! —y que esto y que el otro. Entonces el chofer se acercó y me dijo: —Señora, ¿quiere usted que vayamos a avisar a sus parientes? Ni me dio tiempo para responderle, porque el agente que estaba detrás mío no me dejó hablar. Me empujó y me hizo bajar. Y bajaron todas mis cositas. Me revisaron toda, pulgada por pulgada. Había tres agentes y los tres me revisaron. Mi cabello también, lo dejaron todo despeinado. Esas cicatrices que tengo en mis piernas, querían ellos saber de qué eran, qué había hecho, y por qué lo había hecho. Así, todo, absolutamente todo preguntaron y revisaron, ¿no? Eso pasó el 20 de septiembre.

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Me pusieron en un lugar aislado y allí estuve yo. Por la tarde vino un sargento y me preguntó: —¿Qué se llama usted? —Usted debe saber quién soy yo —respondí—. ¿O es que sin saber me han apresado? —fue lo único que se me ocurrió decirle en aquel momento. Entonces él gritoneó: —¡Carajo! ¿Te vas a estar haciendo la burla? ¡Aquí el que interroga soy yo! Preguntó por mi nombre, el lugar de donde venía, dónde iba, cuántos hi-jos tenía, dónde estaba mi esposo, con qué misión estaba yendo a Siglo XX. En-tonces le dije todo. Me dejaron sola, encerrada, Lo único que escuchaba eran los pasos de al-guien que caminaba así: 1-2-3, 1-2-3... trataba de distraerme contando los pasos. Trataba de olvidarme de lo que estaba viviendo. Entonces, así fue. A ratos me sentaba, a ratos me levantaba. Tenía frío, me dolía el estómago, tenía sed, tenía miedo. Era un momento bien especial... Llegó un tipo en la celda. Después supe que era el hijo de un coronel. Yo no sé si sería de noche o sería de día, porque todo estaba siempre bien oscuro en la celda. Me dijo que venía a interrogarme y sentarme la mano. Y con toda prepo-tencia empezó a hacerme preguntas sobre las guerrillas, si yo conocía, si yo par-ticipaba. Pero su principal objetivo era burlarse de mí. Yo percibí eso desde un principio. Y como vio que yo estaba esperando familia, me preguntaba si no sa-bía para qué servían las mujeres. Y para qué nos metíamos a macanas, si la mu-jer estaba hecha solamente para dar placer al hombre. Y me insultaba, ¿no? Y llegó a decirme que seguramente mi esposo nunca me había satisfecho y por eso yo quería algo más grande, algo más... Y que ellos, sí, me iban a sentar la mano. Que si yo no quería que todas esas cosas ocurrieran, entonces que empezara a declarar todo. Que ellos sabían con evidencia que yo era un enlace guerrillero y que había recibido cantidades de dinero y que era dinero robado al pueblo por los guerrilleros. Yo me callaba, me callaba y no quería nada con él. Entonces él comenzó a ponerse más brusco, gritoneándome, poniéndome en la desolación. Y de ratos en ratos me jaloneaba, me daba sopapos y quería agarrarme a la fuerza. Pero yo no me dejaba y no me dejaba. Me escupió en la cara. Después me dio una pata-da. Yo no aguanté y le di un sopapo. Él me volvió a dar un puñete. Yo le rasqué la cara. Entonces comenzó a agarrarme a golpes. Yo, hasta donde pude, me de-fendí. Y él, pegándome, pegándome, decía:

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—¿Qué es de Norberta? Norberta de Aguilar ha declarado que usted ha recibido 120 millones por instrucciones del Inti Peredo39 y que usted es enlace guerrillero y se ha comprometido a dar gente para estos fines. Yo respondía: —¡Eso es mentira! Es cierto que conozco a Norberta. Pero yo no soy enla-ce. Es mentira, es mentira... —¡Es verdad! ¡Es verdad! Usted no lo puede negar. ¿Quiere la prueba? ¡A ver!... —llama al centinela—, traiga esas cartas que hay como pruebas contra esta desgraciada. Y trajeron una carta, escrita con una caligrafía hermosa, con una ortogra-fía hermosa... Pero, justamente porque Norberta era mi amiga, yo sabía cómo era la letra de ella y no era ésta que yo veía en la carta. Pero sí, en ahí decía que ella, Norberta de Aguilar, bajo la presión que había ejercido el gobierno en contra de sus hijos declaraba que, por instrucciones del Inti, ella me había dado 120 millones de pesos para que yo reclute gente en las minas y los mande a las guerrillas. Y que yo me había comprometido a mandar cincuenta tipos a las guerrillas hasta fines de año. Y que ella todo esto lo declaraba para salvar la vi-da de sus hijos. “Que la patria sepa comprender y que me perdonen”, decía. Y firmaba al final: “Norberta, viuda de Aguilar”. —¡Ahí está, ahí está! —me decía el militar—. ¡Tu propia amiga te está denunciando! —Pero, si justamente porque es mi amiga, conozco la letra y la firma de ella y veo que ésta no es ni su letra ni su firma —le dije. Él se enfureció. —¿Todavía te vas a negar? ¡Si aquí están las pruebas! ¿Quieres otras más? Entonces me hizo escuchar una grabación en la que una estudiante uni-versitaria decía que, por instrucciones de un tal Negrón, me había dado la suma de 150 millones. ¡A la cuenta mía me querían sacar 270 millones de pesos! —¿Dónde has puesto la plata? ¡Carajo! ¿Dónde has puesto? —gritaba el tipo. Y me pegaba, diciéndome que hable, que hable. Me pegaba sin compasión, a mí que estaba esperando familia de ocho meses... El soldadito que estaba a mi lado con su metralleta miraba todo asom-brado cómo este tipo me pegaba. Y el tipo le decía que no hay que tener compa-sión con estas herejes, con estas comunistas que no tienen moral, que son peores que las fieras... Y seguía pegándome sin ninguna compasión.

39 Jefe del Ejército de Liberación Nacional, compañero del Che, muerto en La Paz en 1969.

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Yo, hasta donde pude, me fui defendiendo. Y conforme me defendía, más el tipo se enfurecía, porque, además, estaba un poco bebido, ¿no?, y con más saña me golpeaba. En un dado momento, me puso su rodilla aquí sobre mi vientre. Me apretó mi cuello y estaba por ahorcarme. Yo gritaba, gritaba... Parecía que que-ría hacer reventar mi vientre... Noté que más y más me apretaba... ya me faltaba también la respiración. Entonces, con mis dos manos, con toda mi fuerza le bajé sus manos. Y no me acuerdo cómo, pero del puño lo había agarrado y lo había estado mordiendo, mordiendo... Tan enfurecida y tan nerviosa estaba, que no me di cuenta que había estado mordiendo su mano, ¿no?, realmente, no me di cuenta. ¡Estaba tan desesperada! Cuando, de repente, me llegó un líquido caliente y salado a mi boca... Lo largué... y vi: la carne estaba colgada de su mano, así, arrancada. Tuve un asco terrible al sentir en mi boca su sangre... Entonces, con toda mi rabia... “¡Tchá!”... en toda su cara le escupí su sangre. Bueno, pues. Eso fue mi fin. ¡Mi fin!... —¡Huah!... —gritó el tipo. Un alarido terrible empezó. Me agarraba a pa-tadas. . . gritaba. . . Llamó a los soldados y me hizo agarrar por unos cuatro. Él tenía uno de esos anillos cuadrados, largo. No sé qué hizo con la mano, pero sí, me apretó, me apretó y me hizo gritar bien fuerte. Y cuando estuve gritando, me dio un puñete en toda la cara. Y no me acuerdo de nada más... Lo único que sí recuerdo es que sentí como si algo en mi cabeza hubiese reventado... vi algo como fuego que caía a mi alrededor. Nada más. Cuando me desperté como de un sueño, había estado tragándome un pe-dazo de mi diente. Lo sentí aquí en la garganta. Entonces noté que el tipo me había roto seis dientes. La sangre estaba chorreándome y ni los ojos ni la nariz podía yo abrir. Los ojos estaban completamente tapados. Volví a perder la vista. Me desmayé. De repente, reaccioné... Es que me echaron agua. ¡Estaba yo mojadi-ta!...Ya estaban otros militares en ahí. Y me dijeron que esta vez sí... que yo había hecho mal a un hijo de un coronel... y que me iba a costar caro. —¡Llévenla adentro a esta mierda! —gritó uno. Y pateándome, arrastrán-dome, me llevaron a otra celda. Y en ahí me tiraron. Aquella celda era todavía más oscura que la primera. Mucho más oscura. No se podía distinguir casi na-da. Después de un largo rato, distinguí una sombra... una sombra que se acercaba de otro lado. ¡Ay!... ¡Qué temor me daba!... Sentí un pánico horrible. Me daba ganas de gritar. Me daba una gran desesperación, sólo el recordar al otro sinvergüenza

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que había tratado de agarrarme y hacer de mí lo que él quería. Y pensé que me había metido sola enfrente de una persona mucho más mala. Estaba en un esta-do de nervios terrible. Retrocedí... retrocedí... retrocedí. Al final, topé con la pa-red. Y la otra figura avanzaba, avanzaba... Dificultosamente, arrastrándose por el suelo, avanzaba hacia mí. —¿Quién será? ¿Quién será? — me preguntaba. Pensé que era otro más que me venía a molestar. Pero no... ha de haber sido un compañero que ha debido ser torturado también. Pienso eso por la dificultad que tenía para moverse. Cuando ya no pude retroceder más, él me puso la mano sobre mi brazo y me dijo: —Valor, compañero... nuestra lucha es grande... ¡tan grande!... No hay que desmayar. Hay que tener fe en nuestro futuro. Y bien bajito comenzó a cantar una canción revolucionaria que era muy conocida en Siglo XX. Yo, que ya me desmayaba de susto, no me animaba a hablar. Entonces, lo único que hice fue apretarle la mano. Un largo rato estuvimos así, apretándonos la mano. Y no me atreví nunca a decirle quién era yo, ni si era mujer, nada. Él seguía diciéndome: —Hay que tener valor, hay que tener fe... hay que darnos fuerza unos a otros. No estamos solos, compañero... lo que hacemos no es para nosotros... Ésa es una causa muy grande y no ha de morir... Y así me hablaba con palabras que para siempre se quedaron grabadas en mi memoria. Fue un gran alivio, en aquel momento de tanta desesperación... Hasta ahorita no sé quien fue esa persona. No sé cuantas horas serían, pero entonces entraron cuatro tipos con lin-ternas, me alumbraron de los pies y después me cogieron a mí y me llevaron. Y el que estaba conmigo en la celda solamente alcanzó decirme: —Valor... Valor... Entonces me llevaron otra vez a la celda donde estuve anteriormente. Allí estaba un hombre vestido de civil, bastante furioso. De entrada me dio un sopapo y me dijo: —¿Ésta es la perra que ha mordido a mi hijo? ¿Ésta es la perra que le ha marcado la cara a mi hijo? Y me tiró al suelo. Entonces comenzó a pisarme las manos, así, sus pies sobre mis dos ma-nos, y decía:

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—¡Esas dos manos, nunca más han de poner sus marcas en la cara de mi hijo! Ni su madre ni yo le hemos tocado jamás... Y esta perra hambrienta... ¿qué querías? ¿tragar a mi hijo? ¡Perra!... Y me pegaba con mucha rabia. Después me dijo: —Está bien. Felizmente, aquí mismo estás esperando familia. Y en tu hijo nos vamos a vengar. Y sacó un cuchillo y lo comenzó a afilar delante de mí... Y me decía que tenía bastante tiempo para esperar a que naciera mi hijo y que, con aquel cuchillo, le iba a hacer picadillo a mi hijo. Entonces me asusté de veras. Tenía un terror y un miedo muy grande. —¿Cómo es posible que a mi hijo le hagan eso?—, pensé. Y le dije al coronel: —Mire, señor. Usted, que es padre... ¡compréndame! Si su hijo, a mi hijo sin defensa lo estaba pisando... me lo estaba pateando y aplastando en mi vien-tre... Fue por esta causa que yo me defendí como pude, me atreví a defender a mi hijo como madre. ¡Compréndame, usted, señor! Me han calumniado de un montón de cosas que no hice. Yo no soy enlace, no soy nada de eso. Sí, he es-tado en el Comité de Amas de Casa. Pero, si usted me larga, señor, yo no me voy a meter ni en eso. Pero, por favor, señor, ¡largúeme usted! ¡largúeme!... Yo no he hecho nada que no sea justo. Una madre siempre tiene la obligación de defender a la criatura que lleva en sus entrañas... Y su hijo, con bastante saña me ha pateado en el vientre. Fue por eso que yo me defendí. Y estoy segura que cualquier madre haría lo mismo. Su misma madre hubiera hecho lo que yo hice, si hubiera estado en mi situación. Señor... ¡por favor!... El otro seguía afilando su cuchillo y se reía de mí: —¡Miren como las brujas piden clemencia!... Y me dijo que no tenía apuro. Y cuanto más durara mi agonía, mejor para él, mejor se iba a vengar él. Y salió de la celda, burlándose de mí. Y, como si la fatalidad del destino hiciera, comenzó el trabajo de parto. Empecé a sentir dolores, dolores y dolores. Y a ratos ya me vencía la cria-tura para nacer. Yo estaba tan nerviosa... escuchaba los pasos del soldadito... y me la sujetaba. ¡No quería que nazca! Y me decía a mí misma: “si nace, que naz-ca muerto... ¡no quiero que lo mate el coronel!... ¡Que no nazca vivo mi hijo!”. Realmente, pasé por una odisea terrible. Ya estaba la cabeza por salir y yo me lo volvía a meter. Fue desesperante ese momento... Finalmente, ya no pude aguantar. Y me fui a hincar en una esquina. Me apoyé y me cubrí la cara, porque no podía hacer ni un poquito de fuerza. La ca-ra me dolía como para reventarme. Y en uno de esos momentos, me venció. Yo

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no me acuerdo si mi hijo nació vivo... si nació muerto... no sé nada. De lo único que me acuerdo es que me hinqué allí y que me tapé la cara porque ya no podía más. Me vencía, me vencía... Noté que la cabeza ya estaba saliendo... y allí mis-mo me desvanecí. No sé después de cuánto tiempo, me pareció que despertaba de un sueño y que estaba en mi cama. Y buscaba taparme... quería sentir los pies, moverlos, pero no los sentía. Me parecía que no tenía pies... parecía que tenía un brazo no-más, porque el otro no lo sentía tampoco. Y buscaba taparme... y no había fraza-das. —¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy? Traté de reaccionar y escuché las pisadas del soldadito, “tac, tac, tac”. Entonces sí, me di cuenta: —ah, sí, estoy presa. ¿Qué ha pasado? ¿Qué hubo? Me acordé un poco de todo y pensé: —¿Dónde está la criatura? Y quise sentarme. Pero todo mi cuerpo estaba adormecido, o sea que yo me estaba congelando allí en el piso. Estaba toda mojada. Tanto la sangre como el líquido que uno bota durante el parto, me habían mojado toda. Hasta mis ca-bellos estaban mojados de agua y sangre. Entonces, hice un esfuerzo, y resulta que encontré el cordón de la wawa. Y a través del cordón, estirando el cordón... encontré a la wawita... totalmente fría, helada, allí sobre el piso. Ahora no sé. ¿Habrá muerto la criatura en mi vientre?... ¿Habrá muerto después de nacer, por falta de auxilio?... No sé. Es muy doloroso perder un hijo así. ¡Cuánto he sufrido por ese niño que he perdido!... ¡Cuánto he llorado, buscándolo!... ¡Pobre mi criatura que ha teni-do que pagar la furia de esa gente tan enfurecida en contra de mí!... Por fin, alcancé agarrar a la wawa e intenté darle calor con mi cuerpo. La agarré, y con mi mismo vestido la sujeté. La tenía sobre mi barriga, tapándole, tapándole para darle calor, aunque fuera poquito. Su cabecita era como un cos-talito de huesos que sonaba: “poc, poc, poc”. Yo toqué todo su cuerpo y me di cuenta que era varoncito. Y me desvanecí otra vez. Vino un soldadito a llamarme. Pero yo estaba soñando que mi hijo estaba riendo y estaba al mismo tiempo llorando. El soldadito me despertó: —Señora, señora... —Soldadito, por favor —le dije—, mi wawita está llorando. Alcánzame la wawita...

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El soldadito se asustó y salió corriendo: —¡Mi coronel! ¡Mi coronel! ¡Esta mujer ha parido! ¡Ha parido! —¡Que ha parido! —gritó el coronel. Y entró—. Levántese, mañuda!... —y me dio una patada. Yo no sentí mucho, porque estaba medio congelada. De mi cintura para abajo no sentía nada. Y como no había botado la placenta, la hemorragia me es-taba viniendo fuerte. Se me nublaba la vista. El coronel me alumbró con una linterna, y entonces pude ver a mi hijito. El coronel lo agarró de las manitas, lo alzó y me lo tiró con asco. Sobre mi barri-ga cayó la wawa. Y se ensució el coronel, porque la wawa todavía estaba sucia. —¡Asquerosa! ¡Cochina! —gritó. Después dijo: —¡traigan agua! Entonces trajeron agua fría en dos baldes y, “¡pá!, ;pá!”, me echaron esa agua. En ese momento, recién pude reaccionar, recién pude moverme y me di cuenta que tenía pies todavía. Porque me parecía que me habían cortado desde la cintura. Entonces entró un sargento que había sido de carabineros y habló: —Perdone usted, mi coronel. Esta mujer se va a morir ahora mismo. To-mó mi pulso y dijo: —Yo tengo un poco de experiencia. Esta mujer se va a morir y no vamos a poder interrogarla. Sería mejor que la ayudemos... ella parece te-ner retención de placenta. Me miró y me preguntó: —¿Ha usted botado la placenta? —No sé —le dije—, no sé. Me observó ese sargento y dijo que no la había botado. Dijo que él se iba a hacer cargo de mí un rato y que después el coronel podía ya interrogarme. Pero que así no podía seguir, porque me iba a morir. Molesto salió el coronel. Y el sargento ordenó: —¡Me van a traer agua tibia! ¡Agua caliente! Y a otro soldadito le mandó traer dos frazadas viejas. Entonces me habló: —Ahora le voy a ayudar. Procure ayudar usted también. A ver. Y trató de arrancarme la placenta, y me la sacó, pero la mitad nomás. Después me hizo sentar y me comenzó a reñir: —¿A qué te atienes, hija? Vos, siendo mujer, estando embarazada, ¿por qué no te callas? ¿Para qué has hecho eso al hijo del coronel? ¿A qué te atienes? Las mujeres, ¿por qué son así de rebeldes? Los soldaditos trajeron agua en dos baldes y el sargento me dijo que me lavara. Entonces sí, ya me pude sentar un poco. Me saqué la ropa, me lavé un

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poco el cabello. El sargento me fajó con una chalina que tenía, me puso una fra-zada vieja como vestido y con la otra frazada me tapó la cabeza. Ya no podía sujetarme en pie, ya no aguantaba más. Entonces, allí mismo me eché y dije: —Bueno, aquí ha muerto mi hijo, aquí también voy a morir... Mire usted, ¿para qué quiere usted ayudarme? ¡Yo quiero morirme! Porque, si no me mue-ro... si no me muero... tanto me han hecho sufrir ustedes que se van a arrepentir. Se van a arrepentir. Ustedes siguen diciendo que yo soy una comunista, que soy esto y el otro... Ahora sí, si salgo con vida, recién voy a serlo, ahora que les ten-go un odio mucho más grande y más profundo. ¿Por qué más bien no hacen el favor de matarme? —Bueno —me dijo el sargento—, hay que tener calma, hay que tener fe... rece más bien usted, usted se ha olvidado de Dios... Y se salió. Me quedé solita en la celda. Escuchaba los pasos del soldadito, escucha-ba... y ya no me acuerdo de lo que pasó entonces. No vi nada más. ...Caí en un sueño profundo... donde veía una cumbre bien alta. Me caía yo de un barranco muy alto, grande... Me veía yo misma caer en pedazos de carne, de sesos... Todo se me iba quedando en esos peñascos negros... todo se iba quedando... hasta que caía al fondo. Y caída... me levantaba. Yo tenía como un camisón blanco muy largo y agarrado de una punta, yo misma iba recogien-do mi carne, pedazo por pedazo, con mucha dificultad... Arañando... arañando los peñascos, subía, subía... y aún una gota de sangre iba encontrando, iba yo limpiando todo, con una punta de ese camisón. Y decía en mi sueño: es necesa-rio que yo llegue hasta la cumbre. Cuando llegue a la luz, me voy a salvar. Y así subía, subía y subía, recogiendo y recogiendo, limpiando y limpiando... Llegaba a la luz. Allí veía unas caras deformes, medio blancas, medio azules que venían en contra de mí, por encima de mí, y me miraban... Y volvía a caer. No sé cuan-to tiempo estuve así. No sé. Y resulta que recobré el conocimiento... y estaba en una clínica. Y estas caras deformes que veía, poco a poco se fueron aclarando, aclarando: eran el médico y las enfermeras, con sus gorros, sus barbijos, que me miraban y me cu-raban. Y la luz que veía en la cumbre, era la luz fuerte de la sala de operación. En mi sueño también escuchaba una risa burlona que se reía de mí. Eso yo escuchaba cada vez que caía al fondo. Escuchaba que se reían de mí: “¡quá, quá, quá!”... Esa risa, después me di cuenta, era de los agentes que me cuidaban y que jugaban dados y otras cosas, en un lugar cercano. Es que había agentes cuidando de mí, pues. Y jugando, se reían. Poco a poco fui recobrando... Y todo se me fue aclarando.

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Yo tenía un dolor de cabeza fuerte, un dolor de cuerpo horrible. Y los agentes estaban siempre a mi lado, al lado de mi cama. Entonces, cuando venía el doctor a curarme, yo en seguida veía otra vez esas caras que me miraban des-de los pies hasta la cabeza... y los veía riéndose... los veía con sus metralletas pa-rados junto a mí y bueno, yo sentía un terror, un miedo, una vergüenza... que no me animaba a dejarme observar. No quería y no quería. Me cubría y me cu-bría, me aseguraba fuerte en la cama... A ratos me parecía que me querían botar en ese barranco, así... y nuevamente perdía el conocimiento. No sé cuanto tiempo estuve yo así. No sé cuantos días pasaron. Me da-ban unos ataques de histeria y entonces, gritaba sin parar. Era por mi hijo, ¿no? Porque siempre tenía la idea de que me lo hacían caer y que yo lo buscaba y no lo encontraba. Y veía una especie de gorila, algo así que agarraba a mi hijo y que de sus piernitas se lo comía, destrozándolo. Y yo, gritando, sin poder alcan-zarlo. Todo eso tenía yo en mi mente, como si estuviera pasando en la vida real, ¿no? Y entonces, a ratos miraba el doctor en su traje blanco, me parecía que era un gorila que comía la piernita de mi hijo y empezaba a gritar: ¡Devuélvame a mi hijo! ¡Mi hijo! ¿Cómo me lo van a comer así? —eran una crisis terribles las que me pasaban. Y siempre tenían que hacerme dormir para curarme. Me colo-caban, a la fuerza, una inyección y así dormida, creo yo, podían curarme. No sé qué pasaría. El problema es que, cuando estaba consciente, no dejaba que nadie me toque. Finalmente, el médico tuvo mucha compasión de mí. Y dijo a los agentes de la policía que se fueran. Porque, cuando venía el médico y yo los veía a los agentes con sus caras burlonas, les decía: —¡Váyanse de aquí! ¡No quiero que me miren! ¡No quiero que se rían de mí! ¡No quiero!... —Y gritaba, gritaba... Porque, cuando los veía reírse, me parecía que sus bocas se ponían a crecer y se ponían así de grandes. Y me desesperaba oír sus carcajadas. Por eso el médico se molestó y les dijo a los agentes: —Miren, ustedes me han traído aquí sus platos rotos para que yo tenga que arreglarlos. Si no tenían confianza en mí, no debían de haberla traído aquí. Por favor, levántense y salgan cada vez que yo venga a curarla. Después me dijo que, como médico, había hecho un juramento para salvar las vidas y que si yo estaba en su clínica era solamente para salvar mi vida, para curarme, no para ser torturada. Que yo debía tener confianza en él. Y que si yo había perdido a un niño, debía acordarme de que tenía a otros hijos y que estos otros niños me esperaban... Que, como madre, yo debía tener coraje y valor para enfrentar todas esas cosas.

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Así, poco a poco, me fue convenciendo: Mejor me tomas como tu amigo, yo lo quiero ser —me decía. Y finalmente me dijo que él quería ayudarme, pero que los agentes no lo dejaban. Cuando terminaba la curación del médico, entonces volvían los agentes a entrar. Y siempre estaban allí, mirándome. No me dejaban sola. Pero ya era di-ferente, porque no estaban en el cuarto cuando me veía el médico. Y resulta que alguien en el hospital me reconoció y se puso en contacto con mis familiares. Mientras tanto, ¿qué había pasado con mi familia? Mi padre pensaba que yo estaba en Siglo XX desde el día que me había salido de su casa, o sea el 20. Mis hermanas y mis hijos pensaban que yo me en-contraba en Oruro. Así que a nadie se le había ocurrido buscarme. Pero el 30 de ese mes, mi papá había viajado a Siglo XX. Y llegando en ahí, mis hijos le pre-guntaron: —Papi, ¿y mi mamá, no ha llegado? —¡Cómo que no ha llegado! ¡Ya se vino el 20... ya son diez días que debiera estar aquí! Recién empezaron a buscarme. ¡Fue una cosa desesperante! Comenzaron a averiguar el vehículo donde yo estuve el 20 y les dijeron que sí, que ese día me habían detenido y que no sabían quién era yo, y que esto había sido en Pla-ya Verde. A Playa Verde fueron y dijeron que no estaba yo en ahí, que a todos los detenidos los habían pasado a La Paz, a Oruro, a Cochabamba. A La Paz se había ido mi esposo a preguntar y le habían dicho: ¿Quién es, pues, su mujer?... ¿esa comunista es?... ¡Ah!... Y seguro que se ha ido con toda la plata... Sí, seguro se ha ido con su amante, tu mujer. Y tú te has quedado con las wawas, sin plata. Si así son las comunistas... son unas in-morales... y esto y el otro. Y mi esposo, más bien con esa duda regresó. Pero cuando le habló a mi papi, él le aclaró: —A mí me ha dejado la plata. Yo aquí la tengo. Algo ha pasado con mi hija. Y en ese problema estaban cuando llegó un joven y dijo que alguien sabía algo de cierto. Y en una plaza de Oruro le avisaron a mi papá que yo estaba en una clínica, que yo estaba medio muerta, y que había que hacer lo imposible para sacarme. Porque de La Paz ya estaban reclamándome y ya había venido una comisión del DIC para recogerme y llevarme otra vez a La Paz para interro-garme.

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Entonces, al saber esto, mi padre y mi esposo comenzaron a reclamar. Fueron a la universidad, denunciaron que estaba yo así e hicieron un montón de líos. Fueron al DIC de Oruro a reclamar y dicen que mi padre empezó a gritar: —¿Cómo es posible? ¡Eso es injusto! Yo he ido a la guerra... he servido tantos años a la patria... soy excombatiente... ni siquiera a mis hijas les he po-dido hacer estudiar... No es justo que a mi hija la hagan esto... Mi hija es así porque yo la he criado así... Pues entonces, ¡a mí, fusílenme!... Porque las ideas que tiene, yo se las he dado. Y cuentan que gritando así, como loco, salió mi padre del DIC. Y en la puerta chocó con un señor que nos conocía en Pulacayo, cuando mi padre era sastre de la policía minera. En Pulacayo ese señor era comisario y en esta opor-tunidad, ya era coronel y estaba en la comisión que había venido a recogerme a mí. Bueno, mi padre chocó con ése y le miró. Y el otro también reconoció a mi padre: —¿Qué haces aquí, Barrios? —dijo él. Y se dieron un abrazo. Entonces le dijo mi padre: —No sé con quién le han confundido a mi hija... la calumniaron, dicen que es enlace guerrillero y que esto y que el otro... la confundieron con otra per-sona... Y este señor, que le tenía tanta estima a mi padre, trató de ayudarlo. La única forma de ayudarme, dijo él, era sacándome a Los Yungas, para que yo no hable. Los Yungas es una región tropical, cálida, donde se cultiva café, naranja, plátano, todo tipo de fruta. Es una región bastante distinta del altiplano, el cual es alto y frío, y donde hay sobre todo minerales. Vinieron los del DIC al hospital y me amenazaron de que si yo regresaba a la ciudad y denunciaba lo que había pasado, entonces sí, en ese caso sí, este coronel que me estaba dando la libertad iba a agarrar la pistola e iba a fregar de tres tiros a mi papi. El coronel me dijo primero que no estaba muy convencido de que yo no era culpable. Después me habló: —Por la estima que yo le tengo a tu padre, porque lo he visto sufrir tanto, ese pobre hombre, para criarlas a ustedes, huérfanas, por toda la amistad que le tengo, voy a hacer que te den tu libertad provisional. Pero, mira: yo estoy ju-gando mi pellejo, estoy jugando mi prestigio, estoy jugando mi posición al darte la libertad a vos. Pero si tú sales de aquel lugar donde te estamos destinando, vienes a la ciudad y denuncias, lo único que yo he de hacer es buscarlo a tu

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padre, agarrar a este mi revólver y vaciarlo en el cuerpo de tu padre. Tres tiros en la cabeza, y después dejarlo así, vaciadito. Sabrás vos... Entonces me agarraron y me hicieron subir a un camión. Mi papá y mi esposo lo habían contratado para llevarme. En ese camión estaba preparada una cama; me encamaron. El doctor me dio un cajoncito con medicinas y me dijo: —Mucha suerte... Tome estas tabletas, son para que no se maree. Mucha suerte. Y me dijo que en el cajoncito estaban todas las indicaciones para las me-dicinas. Hasta hoy no sé en qué hospital estuve. Sólo sé que fue en Oruro. Mi pa-dre me dijo: “¿Para qué saber? Confórmate hija, de que hubo una persona bue-na, entre tantas malas, que te ha querido ayudar”. EN LOS YUNGAS, “PARA QUE NO HABLE” Yo no sabía que estábamos yendo al exilio. Partió el camión y yo me dormí. Al amanecer desperté... Sentía mucho calor... y como un cantar de pa-jaritos oía, así: “chiu, chiu”. Miré hacia arriba y vi cualquier cantidad de árboles. —¿Dónde estamos? —grité. Entonces mi esposo habló: —Cálmate, hija. Estás bien... tranquila estás. Y comenzó a hablarme con buenas palabras. Lo miré y recién reconocí a mi esposo. Le pregunté: —¿Dónde estamos? ¿Qué estamos haciendo? —Estamos yendo a un lugar para que te sanes, para que recobres tu sa-lud. Cálmate. —¿Dónde me van a llevar? —y comencé a gritar. Entonces mi esposo hizo parar el camión. Bajó mi papá que estaba en-frente, en la cabina. Se acercó, me abrazó, lloró y dijo: —Lo importante es que salvemos tu vida, hija. Eso es lo importante. Y como él es religioso y todo lo ve así, de este punto de vista, como obra de Dios me decía: —Dios es tan grande que ha permitido que te conserves todavía con vida. Y él mismo ha de permitir que te salves, vos. Estamos yendo a un paraíso donde no ha de haber esos martirios que estás sufriendo. Vas a conocer Los Yungas, allí vas a vivir. Cuando ya estés fuerte, a Siglo XX vamos a volver juntos.

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Así me animaba. Y llegamos a Los Yungas. Con el poco dinero que nos quedaba, com-pramos una casita y un terrenito para sembrar. Luego, mi esposo viajó a Siglo XX para traer a los chicos. Entonces supe que a diario, a diario debía yo presentarme al DIC local, para firmar un libro de asistencia, donde justificaba que yo no salía de allí, o sea que yo estaba —como se puede decir— deportada, con toda mi familia. Yo no tenía derecho de salir de aquel lugar. Allí no había atención médica. No había una persona que me pudiera in-yectar los antibióticos que me había recetado el doctor. Y con aquel calor que yo nunca había conocido en el altiplano, con aquellos bichos que nunca había vis-to... con todo eso y con las heridas que tenía, comencé a podrirme. Las heridas comenzaron a infectarse terriblemente. Mi organismo tenía unos flujos de mal olor... Yo notaba que ya estaba por morirme. Tenía unos escalofríos muy fuer-tes. Y tan mal, tal mal me sentía que, en toda mi desesperación, incluso los in-yectables me los tomaba en el té, al final. Me bañaba en agua fría a cualquier ra-to. Me ponía trapos húmedos. Apenas, apenas me pude salvar. ¡Cuánto tiempo he sufrido con eso! Por otra parte, en mis ensueños no me dejaba la wawa. Y cuando mi es-poso volvió a la mina para buscar a mis otros hijos, en la noche me salía gritan-do de la casa. Yo veía a la wawa... Era una cosa espantosa... Tenía una cosa que me oprimía... veía la cara de mis verdugos... escuchaba sus carcajadas... veía que a la wawa se la comían... Era como para volverme loca... ¡loca! A ratos me daban ganas de tirarme de la peña más alta y acabar allí. Los bichos me picaban... Todo me desesperaba. Si no hubiera sido la idea tan fuerte de volver a ver a mis hijos... creo que me hubiera matado aquella vez, porque estaba deshecha, deshecha. Ya no quería sufrir más. Las heridas me dolían, no podía descansar. Y cuando me dormía, era para soñar cosas horribles. Era una cosa... ¡ay!... Después llegó mi esposo, llegaron las wawas y me sentí ya un poco ali-viada. Me trajo algunas medicinas, algunas vendas. Y con aquellas cosas logré curarme y sanar. Pero apenas... ¡apenas! ¡Cuanto me costó! Todo era diferente en Los Yungas. En el altiplano, comíamos carne, pan, azúcar. En Los Yungas, sólo se comía yuca, plátano, cosas a que no estábamos acostumbrados. Mi marido, a causa de tantos problemas, se sentía muy molesto. Y me decía que yo era la culpada de toda esa situación. Que en la mina podía servirse por lo menos un buen almuerzo con carne. Y cuando faltaba ropa para los

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chicos, me decía que fuera a pedir al Comité de Amas de Casa, que fuera a pe-dir al Sindicato. Sufría él también estaba inconforme, ¿no? Mis hijos, sin querer, colaboraban con su padre. Lloraban porque querían un pedazo de carne, porque querían un chocolate un día domingo, porque que-rían un tarro de leche un día domingo... Todo eso era un sufrimiento terrible para mí, porque, como no estaba tan consciente como ahora, a ratos yo dudaba de todo lo que había hecho. Casi lle-gaba a claudicar. Entonces yo me iba al campo a conseguirme algún trabajo. Y trabajaba hasta que sangren mis manos, para olvidarme de mis dramas, para embrute-cerme en el trabajo y también para ganarme algunos centavos. Al final del día volvía deshecha. Me sentía una criminal... En las celdas del DIC me habían llegado a con-vencer en tal forma de que yo era una gran culpable... que yo vivía con un enor-me sentimiento de culpa. Me arrepentía de haberme metido en todo lo del Co-mité. ¿Para qué he hablado? ¿Para qué he denunciado? ¿Para qué me he me-tido? —me preguntaba yo a mí misma. Y me desesperaba, me arrepentía. Y a veces añoraba tener un cartucho de dinamita para hacerme volar con mis hijos y acabar con todo. ¡Era tan doloroso!... Después de seis meses que estaba en Los Yungas, mi padre vino a visi-tarme. Estaba feliz por encontrarme ya sana, trabajando y haciendo amistades. La gente de Los Yungas era buena conmigo. Cuando me veían trabajan-do en el campo a la par de ellos, se admiraban. Sabían que nosotros, en el alti-plano, no trabajábamos en la misma forma que ellos en el campo. Y se asom-braban de que yo, siendo mujer, trabajara tanto. Me ayudaban y me daban de todo lo que tenían. Eran muy amables. Yo también trataba de ser buena con ellos. Trataba de ayudarles con los medicamentos que tenía. Trataba de curarles algunas heridas. Y comenzó a quererme mucho el pueblo. La visita de mi padre fue una gran cosa. Pude conversar. Cando me pre-guntó mi papá cómo era mi situación, cómo me llevaba con mi compañero y mis hijos, yo me puse a llorar. —Papá —le dije—, tú que tienes experiencia... tú que fuiste político... ¿por qué no me dijiste que todo aquello tenía sus consecuencias?, ¿por qué no me avisaste que era malo todo lo que yo estaba haciendo? —en toda mi an-gustia, le dije a mi padre todo lo que pensaba. Entonces mi padre me dijo que él, cuando era político y veía que so-lamente tenía hijas mujeres, él se desesperaba por no tener un hijo varón. Porque él deseaba tener un hijo varón justamente para que siguiera sus ideales de él y continuara su trabajo de él, peleando hasta liberar a su pueblo, hasta

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llevar al poder a la clase trabajadora. Y que, al ver que yo había seguido por el mismo camino, al ver que yo tenía ese carácter de mi padre, él se sentía feliz y orgulloso de mí. Y ¿cómo era posible que yo le dijera eso ahora? —¡No, hija!... ¡Si lo que tú has hecho es grande! —me decía él—. A ver, hijita ¿qué has hecho?... Si lo único fue protestar contra las injusticias que ha co-metido el gobierno contra el pueblo! ¡Eso no es un crimen, hija! Más bien, es una gran verdad... Y por el coraje que has tenido, el pueblo te quiere, el pueblo está preguntando por ti. Yo siempre estoy viajando a Siglo XX 7 toda la gente te está esperando. Un día va a caer este gobierno; no es eterno. Y entonces sí, vas a re-gresar vos con todo orgullo. Pero hay que prepararse para esto... no hay que re-gresar como estás ahora... hay que aprender más. Hay que responder a esa con-fianza que en ti deposita el pueblo. Ser dirigente no significa solamente aceptar un cargo, es algo de mucho responsabilidad. Tienes que prepararte, hija. —¡No, papá, ya no!... Con esto que me ha pasado, si yo salgo con vida, si cambia este régimen, si tengo esta oportunidad de regresar, nunca más me meto en nada. ¡Nunca más! ¿Cómo voy a poder hacerlo, después de todo lo que estoy sufriendo? —Bueno... Mi papá me dijo que a la semana regresaba. Estaba todo ape-nado. Mi padre se fue a la universidad de La Paz, se fue a la universidad de Oruro, se presentó ante los dirigentes. Les contó toda la historia y les dijo que yo necesitaba prepararme para el futuro. Y que, más que una ayuda material, yo necesitaba una ayuda moral, para encontrarme conmigo misma para com-prender que mi causa era justa. Y les pidió que me ayudaran a darme cuenta de la situación. Volvió mi papá y me dio unos cuantos libros para leer. Eran algunos libros sobre la historia de Bolivia y sobre el socialismo. Y una catedrática de la universidad de Oruro me había hecho algunos comentarios al margen de las páginas de esos libros. Esos comentarios sirvieron para orientarme en la lectura. Por ejemplo, si contaba la historia de otro pueblo, había una nota como ésta: “Domitila, ¿no te parece que este problema que pasó en este pueblo, pasa tam-bién en Bolivia? ¿Qué pasó con la reforma agraria? ¿No ves que cuando hay una revolución socialista el campesino tiene todas esas cosas que aquí se describen, pero en Bolivia, la reforma agraria fue traicionada?” Esas lecturas me sirvieron bastante. Al mismo tiempo yo podía com-probar una cosa con que había soñado desde chica: un mundo donde no iba a haber pobres y todos iban a tener qué comer y vestir. Vi que estas ideas que yo tenía estaban reflejadas en aquellos libros. Y se acababa la explotación del hom-bre por el hombre. Y todo el que trabajaba tenía derecho a comer y a vestir bien.

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Y el Estado debía velar por los ancianos, por los inválidos, por todo. Aquello me pareció muy hermoso. Era como si mi pensamiento de pequeña, alguien lo hu-biera recogido y escrito en un libro. O sea, que yo me identifiqué plenamente con lo que leí en el marxismo. Eso me alentó para seguir luchando. Porque, pensé yo, si he soñado con eso desde pequeña, ahora es necesario trabajar y empezar a valerme de esa doctrina, basarme en esa doctrina para seguir adelante, ¿no? Además, con todo lo que había sufrido en los apresamientos, en la cárcel y en Los Yungas, yo había adquirido conciencia política. O sea, ya fue un encuentro conmigo misma. Mucho me ha servido también la experiencia de estar entre los campesi-nos. Porque, aunque mis padres sean de extracción campesina, toda mi forma-ción la tuve entre los mineros. En Los Yungas, por primera vez me pude dar cuenta, personalmente, de otra realidad que se vive en mi país y que es la rea-lidad del campo. Allí me di cuenta de que los obreros, los mineros ya estaban muy organi-zados, mientras en el campo el gobierno todavía mantenía a la gente muy do-minada. Por ejemplo, pude ver cómo se hacen las escuelas en el campo. Allí hici-mos una. El plan lo pensó el pueblo. Nos juntamos todos los vecinos, discu-timos y decidimos: “Hay que hacer nuestra escuelita”. Nos pusimos todos a trabajar: adobe por adobe, hombres y mujeres a tra-bajar en faenas40. Y todo lo hicimos, hasta el edificio y la fachada. Pero resulta que faltaron las calaminas y la pintura. Entonces se enteró el gobierno de la situación. Vino un señor y dijo: —Caray... he hablado con un ministro de Asuntos Campesinos y él dijo que nos ha de ayudar, nos ha de dar las calaminas y nos ha de dar la pintura. —¡Qué bien! ¡Ya está! —dijo la gente. Llegaron las calaminas y la pintura. Nosotros mismos agarramos las cala-minas y “pá, pá”... las clavamos; la pintura, “tá, tá”... la brocheamos. Y la escue-la estuvo lista. Y resulta que el día de la inauguración vienen los ministros, vienen los periodistas, y con bombos y platillos se inaugura la escuela... “como una obra más del gobierno”. Y no faltan los discursos: “El gobierno está cumpliendo con el pueblo... ¡El gobierno de Barrientos piensa primeramente en el campesino y el campesino boliviano no ha de ser más el ignorante de antes. Aquí está la prueba: la escuela para el pueblo!”...

40 Trabajo colectivo.

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Y todo el mundo los recibió, che, con diez brazos, les dio el apretón, aceptó todo. Pero, ¡si la mayoría de todo lo hemos hecho nosotros! Incluso la calamina y la pintura que mandó el gobierno, eso era fruto del trabajo del pueblo mismo, ¿no? Porque, por todo producto que se saca de Los Yungas: un quintal de café, un tambor de coca, una bolsa de carbón, por todo hay que pagar impuesto. Y de los impuestos que pagamos sacan la plata para las obras públicas, ¿no es cierto? ¡Qué manera de engañar! Otro ejemplo de cómo explotan al campesino y que yo pude constatar es el de la “prestación vial”. Hay un decreto en Bolivia de que todos los ciudada-nos tienen que pagar una determinada suma anual para utilizar los caminos. En cambio de este pago, se les da un documento que se llama prestación vial. Como los campesinos a veces no tienen plata para sacar el documento, los sacan a faenas, ¿no? A veces las propias autoridades del lugar los mandan a trabajar en sus chacras, les mandan arreglar los caminos, gratuitamente, en días de fae-nas. Después que lo hacen, algunas veces les dan el documento, otras veces ni siquiera les dan. Cuando llegan los campesinos a la ciudad para vender sus productos, ya los de la oficina están esperando: —¿Prestación vial?... ¿No la tiene? Y si no tienen, les quitan sus cosas, hasta que paguen. Tienen que pagar, con multa más, todavía. Es una forma terrible de engañar a los campesinos. Pero hay muchas otras más. Todo eso que yo pude comprobar en Los Yungas, a mi me ha servido para aprender muchas cosas, y me abrió nuevos horizontes sobre la realidad de Bolivia. Ahora más me doy cuenta de que muchas personas, incluso entre los revolucionarios y hasta los que tuvieron que salir del país por problemas po-líticos, tienen la idea totalmente errada de que la liberación de nuestro país se va a hacer solamente a partir de la clase obrera. Pero ellos nunca salieron de la ciudad para vivir en el campo. Desde que viví en Los Yungas, ese problema de los campesinos se volvió para mí una cuestión fundamental. Y por eso, hasta me he peleado con algunos compañeros, a mi vuelta a las minas, por la falta de solidaridad que existe inclu-so entre nosotros con relación a los campesinos. Y me da rabia cuando veo que gritamos en contra de nuestra explotación, y sin embargo, nosotros también so-mos capaces de explotar a los campesinos. Yo he visto, por ejemplo, que en algunas casas de mineros, cuando llega un campesino, un indiecito, a vender su papa, no lo dejan dormir en su vivien-da, no le sirven en sus mismos platos, no le dan de la misma comida que

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preparan para la familia. Y cuando tienen a una campesina trabajando en el quehacer del hogar, no le pagan casi nada y no la tratan como debe ser. También pude ver cómo, cuando llega la época de la cosecha, se van de la mina al campo para intercambiar víveres, pero de una manera muy injusta y siempre en perjuicio del campesino, ¿no? Entonces yo dije muchas veces: ¿Có-mo queremos tener en el campesino un aliado si así sabemos tratarlo? Y si ocu-rre que los campesinos se liberen antes de nosotros, seguramente será en contra de nosotros, si así seguimos. Además, ¿no somos los trabajadores casi todos de extracción campesina? En Los Yungas también tuve tiempo para repensar todo lo que había es-cuchado y sufrido de los militares que me daban el calificativo de comunista, de subversiva, de enlace y tantas otras cosas. Y esto, más bien me llevó a tener una idea clara de que sí teníamos que hacer algo contra esos gobiernos que eran tan injustos con la clase trabajadora. Y si, a un principio, yo deseaba poder encon-trar un día a mis verdugos para eliminarlos, después vi que la mejor forma de pelear e incluso de vengarme, era organizamos mejor, concientizar a la gente y luchar para definitivamente libertar a nuestro país del yugo imperialista. Sólo así se solucionarían nuestros problemas. Entonces que, con la experiencia que he tenido en Los Yungas, revisando todo lo que había vivido anteriormente en Siglo XX y lo que había sufrido en la cárcel, de todas esas cosas me había dado cuenta. Había adquirido conciencia política. Así que tenía ya cierta preparación, que mucha gente dice que es sola-mente producto de un partido. Para mí, fue el fruto de la experiencia del pue-blo, de mis propias experiencias y de los pocos libros que he podido leer. Eso quiero recalcar, porque parece que hay gente que dice que soy hechura de ellos, de su partido. Y yo no debo más que a los gritos, a los sufrimientos y a las expe-riencias del pueblo esa conciencia y esa preparación que tengo. Eso quiero de-cir: que tenemos bastante qué aprender de los partidos, pero no debemos espe-rar todo de ellos, sino que nuestra formación tiene que ser de nuestro propio convencimiento. Con eso no quiero decir que soy antipartido ni apolítica, por supuesto. Pero, varias razones me han llevado a trabajar en la forma como lo hice hasta ahora, a pesar de que sí, hemos colaborado con dirigentes de distintos partidos. En primer lugar, yo pienso que el Comité de Amas de Casa está organi-zado a la par del sindicato y se constituyó para estar con los trabajadores en esa forma. Y no me parece bueno a mí, como dirigente, embarcar el Comité bajo las consignas de un partido. Porque así ha ocurrido incluso con los trabajadores:

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que una y otra vez los partidos los han puesto a su propio servicio. Y con esto yo no estoy de acuerdo. Además, para mí es un gran problema toda esa división de los partidos que hay en Bolivia. ¡Es un despelote! ¡Tantos partidos hay! Bueno, nosotros ya hemos tipificado a la gente, ¿no? Hay la izquierda y la derecha. Los de la derecha son la gente rica, influyente, la gente que explota y que masacra a los pobres. En la izquierda estamos los otros que queremos que el pueblo se liberte del sistema capitalista en que vivimos. Pero de los dos lados está la gente bastante dividida. Entonces que en la derecha está la Falange Socialista Boliviana, la FSB; está el MNR que es el Movimiento Nacionalista Revolucionario y que fue el partido que traicionó la revolución que hizo el pueblo en el 52; el gobierno de Barrientos tenía su propio partido que se llamaba Movimiento Popular Cristia-no, y que, a nombre de Cristo, mató cualquier cantidad de gente; está la Demo-cracia Cristiana que comprende un grupo de derecha y otro de izquierda; está el PRA o Partido Revolucionario Auténtico y que es un desprendimiento del MNR. Y hay otros más. En la izquierda, por ejemplo, está el PRIN, o Partido Revolucionario de Izquierda Nacionalista y que también se desprendió del MNR. Están los dos partidos comunistas, uno que sigue la línea de Moscú y el otro que sigue la línea de Pekín; están los trotskistas organizados en el POR, que es el Partido Obrero Revolucionario. Están los del MIR, que es el Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Está el Ejército de Liberación Nacional, o sea el ELN, y que son los que han ido a la guerrilla. Está el PS o Partido Socialista. Así que la izquier-da se ha dividido... pero, en muchos grupos, ¿no? Y lo peor es que hay veces que se ponen uno en contra del otro. Y yo pienso que esto es un gran daño que hacen los partidos al pueblo. Y eso el ene-migo lo trabaja bastante bien, ¿no? ¡Qué bueno sería que todo eso se uniera y bueno, pues, que lucháramos por lo que sabemos que es lo principal! Porque sabemos que los opresores tie-nen objetivos comunes muy claros. ¿Cuáles son? Ganar más, explotar más, enri-quecerse más y mantener ejércitos de represión para seguir explotándonos más y sacando más plata. En cambio nosotros, además del estado de dependencia en que estamos, seguimos divididos. Y, digamos, si hasta ahora no estamos en el poder la izquierda, en parte es también por eso, ¿no? Viví en Los Yungas durante un año y medio. En el 69, murió Barrientos y entonces volví a Oruro. El clima de Los Yungas no me sentaba bien y estaba es-perando familia. En Oruro tuve a mi hijita Rina. Cuando sané, empecé a tra-bajar. Hacía comida para vender en la calle. Fue difícil, a un principio, porque la

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gente no me conocía. Poco a poco fui haciendo algunas amistades y, después de algunos meses, ya podíamos sobrevivir mejor. Mi esposo se había vuelto a Los Yungas para trabajar. OTRA VEZ EN LA MINA Algunos meses después que yo estuve en Oruro, ya pudimos regresar otra vez a Siglo XX. Eso ocurrió así: después que murió Barrientos, Siles Salinas, que era su vicepresidente, gobernó Bolivia. Pero eso fue solamente durante algunos meses, porque, en aquel mismo año, el general Ovando lo sacó del gobierno a través de un golpe de Estado. Entonces los mineros que habían sido despedidos por Barrientos en el 65 pidieron a Ovando que se les devolviera su trabajo en las minas. Ovando no los escuchó. Y bueno, se declaró una importante huelga de hambre, en la cual par-ticiparon los retirados juntamente con sus familias. A raíz de esa huelga, mu-chos consiguieron volver. Nosotros también. En el periódico de Oruro leí el nombre de mi marido en la lista de los que podían retornar al trabajo y le hice avisar en Los Yungas. Y fue así como regresamos a Siglo XX. Fue un aconteci-miento bien especial e importante para nosotros. Ovando había colaborado con Barrientos en su gobierno. Incluso estuvo como copresidente, durante algún tiempo. Cuando subió al poder, se puso una careta de izquierdista y llamó a su gobierno “nacionalista revolucionario”. Y to-mó algunas medidas. Incluso decretó la nacionalización de la Gulf41. Pero se-guía siendo lo que fue anteriormente e, incluso, por eso algunos de sus minis-tros se retiraron de su gobierno. Bueno, de regreso a Siglo XX, mi compañero me dijo que yo no debía participar más en nada, que habíamos sufrido tanto y con tantos sacrificios re-gresábamos a la mina, que mi obligación era de estar con los chicos y atender al hogar. Pero yo ya tenía otra mentalidad. Más bien, quería organizar mejor, par-ticipar mejor con los trabajadores y estar en todo eso, ¿no? Y en cuanto llegué, al poco tiempo se realizó el Congreso Minero de Siglo XX, que había sido convocado por la Federación de Mineros. Ya mis compañeras del Comité de Amas de Casa habían elegido su direc-torio. Pero yo seguía como secretaria general. Me volvieron a posicionar. Enton-ces participé en el Congreso. Pero después de eso, mi compañero me dijo

41 Bolivian Gulf Oil Co., subsidiaria de la empresa norteamericana Gulf Oil Co., era la principal concesionaria del petróleo en Bolivia.

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terminantemente que no iba a permitir que yo siga participando. Y que, si no estaba de acuerdo, que me fuera. Así, ¿no? Entonces yo le dije que solamente participaba en el Comité para colabo-rar en el hogar, porque comprendía que todo su sacrificio en la mina no alcan-zaba para atender a nuestras necesidades; que incluso me privaba de muchas cosas por no molestarlo; que el trabajo que hacía yo en el Comité era para re-clamar con él por una mejor situación, para que haya un cambio y una vida más justa y más feliz para nosotros; y que, finalmente, yo me iba al Comité porque me gustaba estar conversando con la gente y orientando, así como a él le gus-taba servirse unas cuantas copas con sus compañeros, ir al cine y pasear. Y le dije que si él me daba todas las cosas que yo necesitaba para el hogar, listo, yo no me metía más. Y llegamos a un acuerdo: yo dejaba el Comité y él dejaba sus diversiones. Pero, como él tenía necesidad de salir con los compañeros a servirse una copa e ir al cine, el trato no duró. Y entonces, sin decirle nada, los días siguien-tes me fui también yo a la reunión del Comité. Y cuando me preguntó: —¿Qué pasó? —¿Y qué pasó contigo también? —le respondí. Y le dije que mi trato era con él, y como él había dejado de cumplir su parte, yo también podía dejar de cumplir lo que me había propuesto. Y, finalmente, mi compañero comprendió que yo debía seguir en lo que estaba haciendo. Y si en el pasado sus jefes lo cri-ticaban y le decían que su compañera era esto y el otro, y él, a un principio su-fría, no podía contestarles; ahora ya no los escucha sus comentarios y les dice: “Ésta es la vida de mi compañera y ustedes no tienen nada que meterse”. En-tonces, parece que con eso hemos avanzado mucho ¿no? En el 70 hubo en Bolivia otra guerrilla que fue la de Teoponte. Allí estuvieron muchos jóvenes universitarios, unos setenta, creo yo. Y fueron fatal-mente destrozados. En esa segunda guerrilla, nosotros no participamos. Nos enteramos por la prensa de que había guerrillas, pero ellos no participaron nada a nosotros. Claro, yo no les quito su valor. Gente que se va a la montaña a dar su vi-da en esa forma, sabiendo que eso puede ocurrir a cualquier momento, es gente digna de respeto y de admiración. Lo que muchos en palabra lo decimos, no tenemos el coraje de hacerlo. Por eso sí, yo les tengo mucho respeto. Pero también debemos tomar en cuenta que no vamos a conseguir nada, solamente yéndonos a la montaña, si no contamos con el apoyo del pueblo. Eso es lo primordial. En la misma primera guerrilla, había, sí, mineros. Pero yo no sé si real-mente habían organizado distritos o si nomás se fueron ellos. Yo no lo sé.

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A mí me parece que ése fue el error de estos guerrilleros: de no participar suficientemente al pueblo. Nadie consigue nada si no está alineado al pueblo. Esto es lo fundamental. No debemos jamás olvidar que la clase trabajadora, el campesino, somos los dos pilares fundamentales sobre los cuales se va a edifi-car el socialismo, ¿no es cierto? Yo no soy foquista, pienso que nada se debe improvisar. El ser humano, para caminar, primeramente aprende a gatear, luego a pararse en los pies, luego a dar los primeros pasos y poco a poco camina, hasta que, finalmente, puede competir en carreras de maratón. También un movimiento revolucionario no se hace de la noche a la mañana. De allí que los movimientos aislados no sirven para nada. Yo pienso que es el pueblo que tiene que liberarse. Y si hay un grupo que lleva adelante una acción más fuerte, lo más primordial es que tenga el apo-yo del pueblo. La guerrilla de Teoponte también sirvió para desenmascarar a Ovando que quería pasar por izquierdista y, sin embargo, mandó liquidar sin piedad a aquellos jóvenes, como lo había hecho anteriormente con los de Ñancahuazú, ¿no? EL PUEBLO Y EL EJÉRCITO En el año 70 hubo otro golpe de Estado. Y entonces, las fuerzas aérea, na-val y el ejército querían establecer un triunvirato para gobernar el país. Pero el pueblo no aceptó eso. Y se decretó una huelga nacional. Entonces, represen-tantes de la Central Obrera Boliviana fueron al Alto de La Paz, donde está la Fuerza Aérea, a apoyar al general Torres para que asumiera el gobierno. Y él aceptó. Torres quería hacer algo por el pueblo. E hizo algo, pese a que estuvo en el poder solamente por algunos meses. Por ejemplo, expulsó de Bolivia al Cuerpo de Paz También nacionalizó la mina Matilde42. Además, los obreros le plantearon a Torres la reposición de los salarios que nos quitó Barrientes en el 65, y él aceptó. Incluso, parece que él había hecho revisar los sueldos que ganaban los gerentes y personal técnico de la COMIBOL y Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos. Eran miles y miles de dólares, millones y millones de pesos que llegaban a ser mucho más que el sueldo del propio presidente. Entonces él lanzó un decreto y todos los sueldos de aquellas

42 Importante complejo minero (zinc, plata, plomo, cadmio y otros), explotado por Minerals and Chemicals Phillips Corporation, y United Steel Corporation. En 1972, Bánzer renegoció la indemnización, favoreciendo a las trasnacionales.

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personas fueron rebajados. Y también ese dinero sirvió para reponer parte del salario a los obreros. Entonces, ése es un mérito que él tuvo. El mismo general Torres vino a las minas para dar la noticia de la repo-sición del salario y para dialogar con el pueblo. Los mineros quisieron cargarlo en hombros, que es la máxima expresión de honor que puede dar la clase traba-jadora a un líder o a una persona que admira. Pero el general no quiso. Y decía: “¿Cómo voy a permitir que me carguen los trabajadores? Más bien yo a los trabajadores quisiera cargar en mis hombros”. Esa vez le ofrecieron un almuerzo en Catavi. Y también a nosotras, las compañeras del Comité de Amas de Casa, él mandó una tarjeta con una invita-ción personal. Yo no quería ir, porque guardaba un rencor a los militares, por todo lo que me habían hecho sufrir en la cárcel. Pero mis compañeras me obli-garon a ir con otras más. Y fuimos al banquete. Las compañeras habían preparado un ramito de flores con una rosa roja en el medio. Al llegar a la gerencia, vimos una cola enorme de gente, de damas con ramos de flores, que querían ver al general, y los militares no dejaban. “¡Qué nos van a dejar pasar!” —pensaba yo. Pero mos-tramos la tarjeta y en seguida nos hicieron entrar. Al llegar a la mesa, un dirigente nos presentó: “Aquí están las represen-tantes del Comité de Amas de Casa de Siglo XX”. El general nos saludó y nos hizo sentar frente a él. Entonces yo hablé para saludarlo. Le dije que le dábamos la bienvenida, que le agradecíamos por haber puesto tanto empeño por reponer nuestros sala-rios. —Usted ha demostrado con eso que quiere estar con nosotros —le dije—. Pero es muy probable que, así como hay gente buena, hay también gente mala en el ejército. Y si ahora usted es amigo nuestro, entonces pruebe esto armando a nuestro pueblo. Porque nosotras ya estamos cansadas de ver a nuestros com-pañeros morir impunemente en las calles, no por falta de valentía, sino porque no tienen un arma para defenderse. Usted dice que es amigo del pueblo, árme-nos entonces, para que con usted podamos defender al pueblo. Porque el ejér-cito siempre es, pues, el organismo de represión de los gorilas de turno. Y si ahora usted es nuestro amigo, el ejército puede estar con nosotros. Pero cuando usted ya no esté en el poder o usted ya no sea amigo nuestro, el ejército va, pues, a volcarse otra vez en contra de nosotros. Y para recordarle lo que le estoy diciendo, aquí le voy a depositar un ramo de flores, que en el centro tiene una flor roja que representa la sangre derramada por nuestra gente en todas las ma-sacres que ha hecho aquí el ejército.

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Y le di el ramo de flores. Entonces el general se paró y me dijo: —En las palabras de la compañera hay mucho dolor. Estamos seguros de que ella ha su-frido y sentido bastante. Pero yo quiero que acaben para siempre estas masacres entre bolivianos. Ya nunca más el ejército ha de apuntar sus armas contra ustedes. Ya nunca más el ejército ha de tener esa mentalidad que hasta ahora ha tenido. Vamos a cambiar completamente la mentalidad del ejército. Y ustedes nos van a ayudar. Incluso queremos que los militares vengan a vivir con uste-des, compartir siquiera dos o tres meses de su vida con ustedes, para que vean su verdadera situación y si ustedes tienen razón o no. Pero, pues, ése fue precisamente su error, ¿no? El de confiar en el ejército y no armar al pueblo. Nosotros sabemos que el ejército que tenemos se com-pone de gente mañuda, entrenada desde el Pentágono, con ideas burguesas, con ideas de dominación. Y pensar que esta gente, así educada y a veces ya vendida, va a cambiar de mentalidad, es una pura ilusión, ¿no? En aquel mismo año vinieron a Siglo XX un grupo de maestros de la uni-versidad para darnos unas charlas y pasar películas sobre sindicalismo y algo de economía. Entre ellos también vinieron periodistas y unos cineastas que for-maban el grupo “Ukhamau”. Nos mostraron las películas Ukhamau e Yawar-mallku. Después hubo como una mesa redonda donde se hablaba de las pelí-culas. Uno de ellos nos contó que eran películas hechas de la vida real, porque este grupo no se había creado con un fin comercial, sino que eran hombres de mucha conciencia revolucionaria y que su misión era ponerse al servicio del pueblo. Nos pidió que colaboráramos con el cine de ellos, solicitando al gobier-no que les disminuyera los impuestos por las películas que sacaran. Nosotros les dijimos que queríamos colaborar, siempre que sus películas no degeneraran. Porque, una vez que consiguieran la visa y todas las autoriza-ciones, ellos podían sacar las películas y organizarlas como otros, degenerando en películas de tipo puramente comercial, nuevaolero, como nosotros llamamos vulgarmente. Les gustó la manera como les hablamos. Y bueno, también les sugerimos hacer una película de Siglo XX. Entonces el director dijo que sí. Y no pasó mucho, unos cinco meses a lo máximo, y ellos volvieron a Siglo XX para filmar. E hicieron la película que se llama El coraje del pueblo. Ya habíamos convenido con ellos de hacer los estrenos el mismo día en cinco lugares diferentes. Pero llegó el golpe de Bánzer y nos perdimos de vista. Nadie pudo ver en Bolivia esta película hasta el momento. Yo la vi por primera vez en México y estoy conforme con ella, porque, por lo menos tenemos docu-mentadas algunas denuncias que es importante hacer. Y lo único que puedo desear es que este grupo de artistas siga adelante con el apoyo del pueblo.

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Durante el gobierno de Torres se realizó también la Asamblea Popular, la cual se hizo muy conocida, incluso en el extranjero. Se decía que la Asamblea Popular significaba que estaban en el poder los obreros. En ella participaban todas las federaciones afiliadas a la Central Obrera Boliviana, como sean los fabriles, mineros, constructores, campesinos, universi-tarios, así. También participaban los partidos políticos populares. Yo escuché comentarios sobre la Asamblea, pero el Comité de Amas de Casa no fue invitado a participar en ella. Así que yo no estuve presente. Yo creo que la Asamblea del Pueblo ha ayudado a plantear ciertos pro-blemas, como por ejemplo, los mineros hicieron sus planteamientos. Pero, se-gún me contaron, había demasiada diferencia entre los participantes. También había gente que quería hacer prevalecer su ideología y era grande la división, sobre todo entre los partidos allí presentes. Aunque yo no conozca mucho de la historia que llevó a organizar la Asamblea Popular, yo pienso que si nosotros hubiéramos estado en el poder, hubiéramos necesitado tener un aparato que sirva de respaldo a aquel poder popular. Tenemos varios ejemplos que nos prueban eso. Lo está demostrando Vietnam, lo ha demostrado el pueblo cubano que está armado hasta los dientes —hombres y mujeres— para hacerse respetar por ese “coloso” que está a un pa-so de él. Ya no podemos pecar por ingenuos. Sabemos que el enemigo que tene-mos es muy fuerte y tiene mucho poder, ¿no? Allí tenemos la amarga experien-cia del pueblo chileno. Por eso digo: si un pueblo está en el poder, tiene que garantizar aquel poder, ¿no es cierto? Al mismo tiempo, si nosotros hubiéramos estado en el poder, los minis-tros y los otros colaboradores del presidente debían haber sido obreros, campe-sinos. Pero no fue así, sino que sus ministros de Juan José Torres seguían siendo gente de la burguesía, quizá simpatizantes con la causa del pueblo. Pero el poder no estaba en nuestras manos. Y prueba de esto es que en seguida cayó Torres. El 21 de agosto del 71 el general Bánzer, con sus militares, agarra-ron el poder. LA FUERZA DE LOS TRABAJADORES El general Bánzer no ha llegado al gobierno por voluntad del pueblo, si-no que llegó por la fuerza, ametrallando las universidades, matando y apresan-do a un montón de gente. Y una vez consolidado en el poder, empezó a tomar muchas medidas atentatorias en contra de nosotros: primeramente, la deva-luación monetaria, luego el paquete económico, después el cierre de nuestras emisoras mineras... Así.

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Han deshecho los sindicatos, han lanzado un decreto donde dice que no deben existir sindicatos en Bolivia, ni la Federación de Trabajadores Mineros, ni la Central Obrera Boliviana, que son los organismos más importantes del movi-miento obrero boliviano. Todo aquello lo han anulado. Y piensan que, con eso, podrán hacer lo que quieren en Bolivia. Pero, en realidad, se han olvidado que los trabajadores están unidos y es-tán organizados y que la clase trabajadora es un frente muy grande, porque no solamente participan los hombres, sino también sus mujeres y sus hijos. Y no terminó, no murió el movimiento de la clase obrera. Claro, no podemos hacer las cosas así tan abiertamente. Pero sí, seguimos y seguimos adelante, a pesar de toda la represión. Por ejemplo, cuando salió el decreto de la devaluación monetaria, el dó-lar que costaba 12 pesos bolivianos, resulta que de la noche a la mañana apa-reció que costaba 20 pesos. Y por esa medida tan sensible, no se abrían las tien-das y no había qué comprar para que coman las wawas. Además, el gobierno decía que nos daba un bono de 150 pesos mensuales o de 5 pesos diarios, algo por el estilo, pero que era, pues, una miseria en comparación de lo que estaban subiendo los precios de las cosas. Entonces, viendo esto, nosotras del Comité planteamos primero el au-mento de cupo en la pulpería. Y en la pulpería no nos hacían caso. De allí que tuve que llamar a una manifestación a las compañeras. Llamé por radio y dije que íbamos a hacer una manifestación de protesta y que todas las compañeras que no estaban de acuerdo con esta medida del gobierno debían venir a la ma-nifestación. Para que no se haga caso a nuestro llamado y para atemorizarnos, el subprefecto de Uncía agarró la radio y nos insultó. —Solamente las prostitutas, las rameras, las ociosas, aquellas que nada tienen que hacer, van a participar en la manifestación —dijo él. Al escuchar esto, pensé: —Seguro que con lo que dijo el subprefecto, na-die va a venir. Salí de mi casa bastante triste. Y en la calle me encuentro con una vecina: —¿Ha escuchado la declaración del subprefecto anoche, señora? —Sí —le digo—, yo creo que esta vez vamos a fracasar. —¡Qué vamos a fracasar! ¡Vamos a la manifestación! Y con más entusiasmo vino la gente y, además, con ganas de colgar a aquel tipo que nos había insultado por la emisora.

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No se habló durante la manifestación. Pero cuando llegamos a la alcaldía de Llallagua, unas mañasas43 que vendían carne en la calle, afilaban sus cuchi-llos y decían a la gente que no querían vender, que no les iban a vender, que no había carne si no les pagaban 50 pesos por kilo. Porque, cuando se declaró la devaluación monetaria, las carniceras fueron las primeras que hicieron subir los precios de 9 a 50, 60 pesos el kilo de carne. Y entonces, la vendían solamente a sus caseros44 que por ese precio la compraban. O sea, que solamente el que tenía buena plata podía comer carne. La gente asaltó la carnicería. Llegaron los agentes del DIC. Cuando lle-gamos a la Plaza del Minero en Siglo XX, ya estaba totalmente concentrada la gente y estaban por entonar el himno nacional, como siempre acostumbramos. Subimos al balcón del Sindicato las que íbamos a hablar, pero los agentes nos echaron gases, y disolvieron la manifestación. —¡Ay! —dije yo—. ¡Hemos fracasado! Pero después de algunos minutos, cuando pude volver a ver, la gente ya estaba otra vez en ahí. Y era bien difícil calmar al grupo de manifestantes. Fue una manifestación bastante buena, porque conseguimos algo, por lo menos que se pusiera un límite a la alza desenfrenada de precios en ciertos ar-tículos. Otra manifestación importante que hicimos las amas de casa, fue para el aumento de cupo a raíz del “paquete económico”45. Habían subido tanto los precios de los artículos de primera necesidad, que ya no nos alcanzaba el dinero para comprar nada. Nosotros sabemos que de 300 a 400 toneladas de estaño salen cada mes de la mina de la empresa en Siglo XX. Es el centro de donde se saca más mine-ral. Entonces nosotros pensamos que deberíamos tener un cupo correspon-diente en la pulpería. En otras minas reciben más víveres e incluso, en otras em-presas, el cupo que se fija a cada familia es de acuerdo al número de personas que hay en la familia. Pero con nosotros en Siglo XX no es así. La pulpería es igual para todos. Bueno, nosotras del Comité escribimos una carta al gerente de la COMIBOL, diciendo que a nosotros debían nivelarnos al cupo más alto que existía en la empresa, porque nuestros compañeros eran los que sacaban más mineral. Y le dimos un plazo para que nos diera la respuesta. Pero no la tu-

43 Vendedoras de carne. 44 Proveedores o clientes asiduos. 45 Conjunto de medidas económicas entre las cuales se disponía la elevación de 100 % del precio de los artículos de primera necesidad (pan, arroz, azúcar, aceite, fideos).

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vimos. Fuimos a la gerencia y le dimos 48 horas más, pero resulta que el gerente ni siquiera nos respondió. Entonces reunimos a las mujeres. Y bueno, como en una asamblea ha-bíamos aprobado pedir el aumento de cupo, en asamblea les avisé que ni si-quiera el gerente se había dignado recibirme, ni siquiera quería darnos una res-puesta porque, según él, no tenía por qué charlar con nosotras. Y como el gerente no quería recibirme, entonces debíamos ir toditas a pedir la respuesta. Resolvimos ir a Catavi y nos fuimos en masa, a pie. Era una manifestación bas-tante grande. Cuando llegamos a Catavi, el gerente ya no estaba en ahí. Se había ido. Entonces pedimos a los dirigentes, a los secretarios generales de la empresa y de los sindicatos que estaban en La Paz, que nos comuniquen por radio con el ge-rente de la COMIBOL de La Paz, para charlar directamente con él. Ya hacía como un mes que a Siglo XX no llegaba la carne, que es el prin-cipal artículo que utilizamos para la alimentación de nuestros compañeros, para que aguanten el trabajo duro de la mina. Eso más queríamos nosotras plantear-le. Entonces la radio de Catavi entró en cadena con La Paz y, a través de eso, establecimos el diálogo con el gerente de la COMIBOL. Y con él hablamos, le hicimos ver nuestros puntos de vista. Y pedimos una respuesta rápida. El general nos dijo que eso era cosa que se debía hacer con calma y por vía legal. Y comenzó a tratar de disimular. Pero nosotras no estábamos confor-mes y, al final, nos enfurecimos y le dijimos: —Bueno, señor coronel, se ve que usted es un militar que no puede saber que existen problemas en las minas. Usted puede saber qué especie de discipli-na se impone en un cuartel, cómo se manda a un ejército, cómo se hace mar-char. De todas esas cosas sabe usted, ¿no? Pero lo que significa trabajar en la mi-na, explotar un mineral y estar en condiciones físicas totalmente arruinadas, de esto nada sabe usted. Y le dijimos que él debía procurar entender nuestra situación y mandar-nos rápido los alimentos para nuestros compañeros y nivelarnos el cupo. Más que todo, eso era lo que pedíamos, ¿no? Él nos cortó la comunicación. Pero nosotras no nos movimos. Entonces nos pusieron otra vez en contacto con ese señor. Pero él nos dijo: —No hay ley que me obligue a dialogar con las mujeres. Y yo no quiero hablar con ustedes. Nosotras tomamos eso como un chiste y le dijimos:

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—¡Qué lamentable, coronel, que usted tenga que tener una ley para dia-logar con su esposa!... Y nuestra charla ya se volvió un poco fuerte y otra vez se nos cortó la co-municación. Yo estaba bien renegada, y como no conozco bien todos esos gra-dos, todos esos títulos, me olvidaba el grado que tenía el gerente de la COMIBOL y a ratos lo llamaba general, a ratos lo llamaba coronel, luego señor. Los trabajadores gozaban de esa degradación progresiva. ¡Ah!... Y querían además, que fuéramos en una comisión a discutir el pro-blema en La Paz. Entonces nosotras dijimos que no teníamos ni dinero ni tiem-po para hacer tantos viajes. Y más bien que vinieran ellos a las minas a discutir con nosotros. Luego los dirigentes charlaron con él a través de la radio y entonces nos dijeron que sí, que aceptaban estudiar la cuestión y darnos una respuesta. No conseguimos el aumento de cupo que nos igualara a las otras minas; siempre hay esa discriminación. Pero sí, aumentaron el cupo. No todo lo que pedíamos nosotros, pero una buena parte. Nos aumentaron por mes 30 kilos de carne, 20 kilos de azúcar, 8 kilos de arroz, 80 panes. Al día siguiente, encontramos una manera de hacer un control de las que asistieron o no asistieron a la manifestación. Porque lo que planteamos era para todos, pero algunas mujeres se quedaron tranquilas en sus casas lavando, plan-chando... y se rieron de la noticia de que íbamos a hacer esa manifestación. —No van a conseguir nada —dijeron. E incluso hablaron que nosotras éramos ociosas para perder nuestro tiempo así y que ellas tenían obligaciones que atender en sus hogares. Y nosotras, toditas las que tuvimos que hacer la manifestación, hasta las 10 de la noche estuvimos esperando la respuesta posi-tiva, a pesar de que nos hicieron tanto problema, hasta cortar la comunicación, incluso, para que no habláramos más. Por lo menos 4 000 mujeres allí estuvimos. Bastantes, bastantes éramos. Le digo que la cabeza de la manifestación estaba ya en Catavi cerca a la gerencia y la cola estaba todavía en el cementerio de Siglo XX. Son como unos dos kiló-metros de distancia. Entonces decidimos sellar en el brazo a la gente que estuvo en la mani-festación. Dos sellos les pusimos: el del Sindicato y el del Comité. Y solamente a estas que estaban selladas se les apuntó para que tuvieran el aumento de cupo que conseguimos. Desde el 73, las del Comité intentamos también encontrarnos más con las mujeres campesinas. Porque nos damos cuenta de este problema de que no hay todavía aquella unión obrero-campesina que es necesaria para que seamos, en

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conjunto, una fuerza revolucionaria. Además, el “pacto obrero-campesino” fue firmado por los hombres, y las mujeres prácticamente no participaron en eso. Entonces hicimos algo, procurando aproximarnos a las campesinas y charlar en conjunto de nuestros problemas. No llegamos a una organización, porque todo está bien controlado y es difícil hacer algo, a pesar de que sí, es bien-bien importante. Si no fuera así, el gobierno actual no estaría trabajando tanto para copar todas las organizaciones campesinas y tenerlas a su lado, para sus propósitos, ¿no? Además, de una manera brutal se puso el gobierno en contra de los cam-pesinos en algunas oportunidades. Por ejemplo, en enero del 74, los del ejército han matado a cientos de campesinos en Tolata, en el valle de Cochabamba. Allí estuvieron centenares de campesinos cerrando los caminos. ¿Y por qué? Por el mismo motivo de reclamar contra las medidas económicas del gobierno, y en especial el “paquete económico”, que les afectaba terriblemente. Entonces los campesinos pedían una solución, porque ellos ya no aguantaban más el alza de precio de los artículos de primera necesidad. Pero el gobierno respondió man-dando el ejército a reprimirlos. Y cientos de campesinos murieron esa vez en la masacre del valle. En Bolivia, los campesinos no tienen todavía esta fuerza que ya tiene la clase trabajadora para hacer escuchar su voz. Sin embargo, tienen ya varias or-ganizaciones y dos frentes que están separados de la Confederación Nacional de Campesinos, que es controlada por el gobierno. Estos dos frentes son la Fe-deración de Campesinos Independientes y la Federación de Colonizadores. Los colonizadores son, en gran parte, ex mineros que aceptaron irse a lugares despoblados y allí comenzaron a colonizar esas regiones de la selva que quedan mayormente en los departamentos de Santa Cruz, Pando y Beni. La Fe-deración de Campesinos Independientes reúne a campesinos de todo el país. En el norte de Potosí, por ejemplo, están agrupados los campesinos de cinco pro-vincias. Fueron ellos los que? en 1970, en el congreso minero de Siglo XX, firmaron con nosotros el “pacto obrero-campesino” en contraposición al “pacto militar-campesino”. Muchos de sus dirigentes fueron apresados, apaleados, de-portados en compañía de dirigentes obreros, universitarios y otros. Otra cosa que yo quisiera esclarecer es lo siguiente: la clase trabajadora y los gobiernos de Bolivia se han hecho famosos por las luchas, represiones y masacres que han habido aquí. Entonces, una táctica que intentó emplear el go-bierno actual fue la de cambiar esta imagen. Y en realidad, por lo menos en los primeros años de su poder, el general Bánzer no tocó a los mineros en la misma

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forma como lo hicieron los gobiernos anteriores. Y más bien comenzó a tratar de ganarnos, ofreciendo oportunidades. Por ejemplo, los del gobierno saben —porque todo está en sus manos— que mi esposo apenas llega a ganarse unos 1 500 pesos mensuales, ya sumados los bonos y subsidios. O sea, unos 70 dólares por mes. Entonces me dijeron: “Señora, nosotros la admiramos como fiel defenso-ra de su clase y nosotros, los militares, queremos estar al lado de ustedes. Y mi-re, que sin ninguna condición, por esta admiración que le tenemos y porque consideramos que usted debe prepararse más, hemos pensado en ayudarle”. Y me explicaron que podían dar un trabajo a mi esposo, o sea que lo podían em-plear como almacenero en los almacenes de la COMIBOL en La Paz y darle un sueldo de 3 000 pesos. O sea que ya triplicaba el sueldo actual de mi marido, ¿no? A mis hijos les iban a dar becas, y a mi también, me iban a dar una beca para que yo me forme, para que yo pueda prepararme mejor. Este tipo de maniobra, lo han adoptado con muchos otros compañeros. Pero todo eso yo lo he rechazado. Mi compañero se puso bastante triste y me dijo: —Tú dices que nos quieres a nosotros, pero tú andas rechazando una y otra cosa, nunca piensas... Vos podías haberme salvado de la mina, que es tan terrible la mina. Además, tú solamente recibes golpes y golpes y te dicen esto y el otro y casi no reconocen lo que tú sinceramente haces. ¿Por qué no aceptaste? Entonces yo le respondí: —No, yo soy consecuente, yo no hago las cosas por personas ni por caer bien a nadie, sino porque tengo una convicción, una conciencia y porque me he trazado un camino. Y desde chica eso me ha enseñado a ser una cosa real, a es-tar convencida de algo y meterle el hombro a eso sin doblegar. Yo estoy conven-cida de que es necesario colaborar a la liberación del pueblo y que, para eso, hay que sufrir. Y ahora, ¿yo me he de aliar con esas personas que han masa-crado a nuestro pueblo, que lo han hecho sangrar por las calles, que a mí in-cluso, me deben un hijo? Solamente porque ahora me dicen que a ti te dan un trabajo, ¿yo me voy a aliar con ellos? No. Sería traicionar a mis principios, trai-cionar la sangre de nuestros antepasados que han muerto por todo eso. Yo no me hago cómplice de ellos, aunque tenga que arrastrarme, aunque me tenga que morir y que mi familia también tenga que arrastrarse y morirse. No po-demos nosotros actuar como ellos quieren. No podemos vendernos. Uno tiene que ser íntegro, ¿no? Porque para algo uno tiene ya un ideal. No por mejorar ahora mi situación voy a arruinar para siempre lo que he hecho con el pueblo, ¿no es cierto? Yo tengo responsabilidades como dirigente. Enton-ces, sería una cosa imperdonable, impensable colaborar con aquellos que

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trabajan en contra del pueblo. No lo podría hacer. Si cuando yo no tenía si-quiera un plato que comer, cuando tenía enfermos a mis hijos, no he aceptado... ¿ahora lo aceptaría? ¡No!... Hay veces que mucha gente tiene que morir para que el pueblo consiga algo de mayor provecho, ¿no? Porque yo no me contento ya con soluciones a corto plazo. Toda y cualquier solución así, de pequeños pa-liativos, de pequeñas reformas, todo eso a mí ya no me interesa. Yo no podría, además, aceptar tener una situación holgada, saber que yo y mis hijos estamos felices “por bondad de nuestro gobierno”, mientras el resto de la gente pasa necesidades. Esto yo no puedo hacerlo como verdadero líder. Todo eso estuve comentando con mi esposo y él estuvo de acuerdo que así tenía que ser. Hay gente que dice que si yo hubiera aceptado trabajar por el Ministerio del Interior, me habría dado cuenta mejor de cómo sabe actuar el gobierno y en eso mismo me hubiera podido empeñar para cambiar todo eso. Pero yo pienso que esto uno puede hacerlo cuando, digamos, lo mandan los trabajadores, cuando de uno es su papel. Pero en mi caso, ya es diferente. La gente ya conoce mi posición, hay mu-chos que confían en mí, y viéndome en el Ministerio del Interior, se decepcio-narían. Yo represento una línea; y que yo haga este papel, a mí ya no me corres-ponde. Eso puede hacerlo gente que no es conocida. Porque la gente es así: tiene un líder, confía en el líder. Y el día que éste mete la pata, la gente ya no confía más. Y no sólo desconfiarían de mí, sino del resto de las compañeras y del Co-mité. Y dirían: “Esta organización, que decía estar al servicio del pueblo, nos ha traicionado... Ya no hay confianza en las mujeres”. Si todavía dijeran: “No con-fíes en ella”... pero no, “no hay confianza en las mujeres, no hay confianza en el Comité. Allí está Domitila que ha sufrido tantas cosas y después ha traicionado. No vayas al Comité”. Así ocurre, ¿no? El año de 74 terminó de una manera muy especial. El 9 de noviembre de aquel año salió un decreto donde el gobierno de Bánzer se decretaba dictador, anulando todos los partidos políticos, todos los sindicatos, desconociendo a to-da institución gremial e incluso, declarando que no va a llamar a elecciones hasta el 1980. Así que, toda la ley nacional, la ha anulado él de un plumazo, ¿no? E, inmediatamente, similar a eso, ha establecido la ley del servicio civil obligatorio para todos los ciudadanos. En cuanto salieron estos decretos, los trabajadores inmediatamente em-pezaron a protestar. En Siglo XX hubo una manifestación y un paro de labores para repudiar aquellas medidas. En Huanuni hicieron lo mismo y pidieron la participación de los compañeros de Siglo XX. Y fueron nuestros dirigentes a

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Huanuni. Pero, al volver a Siglo XX, les apresaron a Coca, dirigente de la Fede-ración de Mineros, y a Bernal, dirigente del Sindicato de Siglo XX. Varios meses estuvo Bernal en la cárcel. Y a Coca, lo sacaron exiliado al Paraguay, a un lugar malsano, totalmente alejado. Y su familia se ha quedado en Siglo XX en la mi-seria, pues no hay quien le consiga el pan de cada día. Ésta es siempre la situación de todos los presos: los apresan a nuestros compañeros, sabiendo que son ellos el único sostén de vida que tienen las familias, y éstas se quedan arruinadas y condenadas a la miseria. O sea que la represión que el gobierno boliviano ejerce en contra de los varones afecta a toda la familia por el problema económico, de salud y todo, ¿no? Porque, desde el momento en que un minero es apresado, ya se lo considera retirado de la em-presa y los familiares ya no tienen atención médica, ningún derecho, nada. O sea que la represión no solamente le llega a él, sino también a todos sus familia-res. Luego, otro problema bien importante es el de los niños, ¿no? Están acos-tumbrados al papá, a la mamá. De la noche a la mañana les desaparece el padre, la madre. Eso es un sufrimiento moral terrible y a los niños les crea, incluso, traumas especiales que ayudan a formar un carácter huraño, resentido. La re-presión es, pues, bastante brutal. También en noviembre del 74, inmediatamente después que sacó esos decretos que anulaban la constitución, el gobierno eligió gente que le sirve a él. Y a ésos les puso el nombre de “coordinadores de base”. Esos coordinadores tie-nen el papel de ser intermediarios entre el patrón y el trabajador, pero con el si-guiente plan: el gobierno nombra a aquellas personas y ellas tienen que ver cuál trabajador está reclamando más, cuál es el que plantea más problemas, y en-tonces debe denunciarlo. Éste es el papel que tiene que hacer el coordinador de base. Inmediatamente que fue tomada esta medida, los trabajadores rechaza-ron enérgicamente a los coordinadores, y dijeron que no los iban a aceptar. Y decidieron elegir a sus representantes de base que decidieron llamar “comi-siones de base”. En Siglo XX eligieron a cuatro representantes. Al principio, no quiso reconocerlos el gobierno y no los aceptaron en la gerencia de la empresa minera COMIBOL. Cuando íbamos a plantear algo, respondían que reconocían a los coordinadores y no a nosotros. Entonces hubo una pelea bastante fuerte, hasta que, finalmente, con la presión que hubo por parte de los trabajadores, la empresa tuvo que reconocer a aquellos compañeros que funcionan con el nom-bre de “comisiones de base”, escogidos por nosotros. Pero sigue siempre la pe-lea.

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Los trabajadores tienen una gran fuerza que es su unidad. Y actualmente, la unidad de los trabajadores y la huelga son prácticamente las únicas armas que posee la clase trabajadora para responder a la represión. Claro, primero procuramos siempre hacer nuestros reclamos a través de manifestaciones, pro-testas. Si no nos escuchan, entonces recurrimos a la huelga. Yo sé que en algunos países esta medida está desgastada. Los obreros ha-cen huelgas y nadie les hace caso. Pero en Bolivia ocurre que el estaño es básico para la economía del país. Y el gobierno tiene convenios firmados con los capi-talistas extranjeros y tiene que entregarles un cupo determinado de estaño y de otros minerales. Entonces, si hay huelga, nosotros perdemos, porque no nos pagan el salario de estos días. Pero el gobierno también pierde, y mucho más, porque el estaño está siendo esperado en alguna industria extranjera y él tiene que responder por los convenios firmados. Así que la huelga es una forma de responder a tanta represalia y tanto latrocinio que existe en nuestro país. Claro, el gobierno tiene sus aliados bastante fuertes y tiene la posibilidad de tomar otras medidas en contra de los trabajadores en el futuro. Por ejemplo, como no tenemos fondos, puede ser que nos someta por el hambre. No sé, real-mente, hasta cuándo vamos a poder seguir así como estamos. Pero por ahora, sí, éstas son las armas que tienen los trabajadores: su unidad y la huelga. “¿QUIÉN DE USTEDES ME PUEDE RESPONDER?” Los trabajadores mineros tenemos tres emisoras que son totalmente nuestras: “La Voz del Minero” de Siglo XX, la “21 de Diciembre” de Catavi y la radio “Llallagua” de esa población. Nosotros las hemos adquirido con nuestros esfuerzos y sacrificios y nosotros las mantenemos. Nuestros son los locutores, que hablan en un lenguaje bien nuestro y nos hacen saber toda la situación que vive el país. Es la manera que tenemos de informarnos y comunicarnos. Por eso miramos a esas emisoras con tanto cuidado. Son bienes de la cla-se trabajadora minera. Y son muy importantes para saber a qué atenernos cada vez que ocurre algo. También nos distraen y nos educan. Por eso, cada vez que hay un problema, siempre procuramos defender nuestras radios, para que no se corte la comunicación entre nosotros. Y siempre que el ejército entra a las minas, lo primero que ataca son las emisoras y noso-tros luchamos hasta que nos las devuelvan. También hay la “Radio Pío XII” que es de los padres oblatos. En un prin-cipio, como estaba en manos de gente que tenía una “misión especial” y que eran los curas que tenían una formación especial, la Pío XII no cumplió con su papel. Como vivía el Papa Pío XII y el Vaticano había dado órdenes de combatir

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al comunismo en todo el mundo, entonces, todos aquellos sacerdotes que vi-nieron aquella vez, lo que hacían, pues, era una pelea abierta contra el co-munismo. Y como en Siglo XX teníamos dirigentes que declaraban abiertamente que eran comunistas, entonces era una pelea constante contra los dirigentes, contra los sindicatos. Ahora todo está diferente, desde hace algunos años, y la Radio Pío XII trabaja bastante en favor nuestro. Y si antes, a los sacerdotes no los molestaban, ahora, al igual que a nosotros los apalean, los mandan a la cárcel y los expulsan del país. Hasta el 74, nosotros en la mina conocíamos la radio, pero nunca había-mos tenido televisión, muchos ni siquiera sabíamos lo que era un televisor. Y resulta que “por obra y gracia” del gobierno de Bánzer, aparecieron 5 000 televisores en Siglo XX en ese año. Como pan caliente los repartieron en cada hogar. Hicieron sorteos, entregaron los aparatos dando facilidades, o sea que la empresa COMIBOL los compra y a los obreros les va descontando de su sueldo mensual hasta pagarlo completamente. Así, ¿no? Pero lo que pasa es que la televisión boliviana tiene canales donde sola-mente pasan programas controlados por el gobierno haciendo ver que el go-bierno actual “es muy bueno” y llevando programas de mucha penetración ex-tranjera, de penetración muy fuerte del imperialismo. Y bueno, mi hijo salió a la vecina y vio un televisor, un programa donde le mostraron un mundo maravilloso, donde había ratones que hablaban y don-de había parques hermosos y todo. Aquel había sido el mundo de Disneylandia. Y mi hijito vuelve a casa todo triste y me dice: —Mamita, me voy a portar biencito. ¿Por qué no me mandas a Disney-landia? Yo quiero jugar con el osito, con el ratoncito. Me vas a llevar a Disney-landia, ¿verdad? Yo quiero también aquel trencito, mamita. Y así, durante una semana, mi hijo ya no quería jugar con sus juguetes, sus latas de sardina o de leche. No quería ir a la calle, quería ir a Disneylandia. Y soñaba con Disneylan-dia, mi hijo. —Yo quiero ir al parque infantil —me decía él—, quiero los globos. Y así, quiero eso y quiero el otro... Y bueno, yo me molestaba y le decía: —No vas más a ver televisión. Aquí en la mina no hay nada de eso. Dos o tres días después, en la pulpería me encuentro con mis compañe-ras. —¿Ha visto la televisión, señora? —No, no tengo yo televisión.

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—¡Ay!... Anoche han dado un desfile de modas... ¡Qué hermoso... qué hermoso!... Y pensar que nosotras, que trabajamos desde las 4 de la mañana la-vando, planchando, cocinando, atendiendo a los chicos, viniendo a la pulpería... nunca, nunca vamos a poder alcanzar tener un traje, un peinado de aquellos, una joya de aquellas que se ven en la televisión... ¡Qué pena que nos hemos ca-sado con un minero! ¡Imagínense!... Yo pensé: ¡esta televisión está haciendo mal a mi pueblo! Nuestros hijos ya no quieren jugar con sus juguetitos. Las mujeres ya comien-zan a lamentarse de su situación. Pero... ¡No es de ese lado que deben lamen-tarse!... Eso es un daño que está haciendo la televisión. Es un daño. ¿Qué hace la televisión en favor de la clase trabajadora? Allí el gobierno pasa los programas que quiere. Además, al rato que quiere usa la televisión pa-ra insultarnos y nos llama de agitadores, dice que los de Siglo XX son unos ex-tremistas, unos tales, unos cuales. Él nos hace “trapos” por la televisión. Y no-sotros no podemos ni siquiera responder, porque no tenemos una televisión del pueblo. Tenemos, sí, nuestras radios. Y justamente para que no respondamos a lo que nos dice el gobierno, una mañana de enero del 75, entraron los del ejército y destruyeron nuestras emisoras. Astillas las hicieron. Pedazos. Sólo de ver, daba rabia. No dejaron un clavo en su puesto. Y todo se lo llevaron: radios, aparatos, discos, joyas de música folclórica, música antigua, música de ahora, grabaciones que teníamos de nuestros diri-gentes... todo se lo llevaron. También apresaron a un montón de gente: trabajadores de las radios, di-rigentes obreros y otros más. Y bueno, el ejército hizo todos esos estragos en aquella mañana y pensó que nosotros, porque ya no teníamos organización sindical oficialmente recono-cida y nuestro dirigente sindical estaba preso, nos íbamos a callar, no íbamos a decir nada. Pero ¿qué pasó? Los trabajadores se pararon como “un solo hombre” y dijeron: “Mientras no nos devuelvan las radios, no entramos a trabajar”. Y se declararon en huelga. Y como no había respuesta alguna del gobierno, se declaró la huelga indefinida. Y se formó un solo comité de huelga entre los cinco sindicatos más fuertes de la región. En toda forma se trató de romper aquella unidad. Por ejemplo, el sindi-cato “20 de Octubre”, que es de los locatarios, desde hacía un año solicitaba am-pliación de paraje, otras fuentes de trabajo, porque el lugar donde están actualmente ya no tiene mineral, ya se ha agotado.

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La ampliación consiste en que la empresa les indique otros lugares don-de hay mineral para que allí trabajen. Y la empresa se resistía a dar esta amplia-ción. Pero cuando todos los sindicatos empezaron la huelga, mandaron a un emisario a buscar a los compañeros del “20 de Octubre” y decirles que el go-bierno les iba a dar ampliación de trabajo para un año más, pero siempre y cuando ellos entraran a trabajar y rompieran la huelga. Entonces sí que hubo una cierta vacilación entre los compañeros. Y decían: “...si desde tanto tiempo estamos buscando esta solución... mejor volvemos a trabajar, ¿no?” Pero el criterio revolucionario y la unidad que tiene la clase trabajadora fue difícil de romper. Y, si al principio pedíamos que se nos devuelvan las emi-soras y liberten a los presos políticos, se aumentó este punto: “la ampliación de parajes para los trabajadores del '20 de Octubre' con el apoyo de los cinco sin-dicatos y siguiendo la huelga”. Eso fue bastante bueno. También buscaron comprar a la gente ofreciendo más sueldos y becas y otras cosas. Y consiguieron organizar unas cien personas que entraron a traba-jar. Pero entonces, se escribían sus nombres en un pizarrón, donde se decía: “el trabajador 'fulano de tal' es traidor de su clase, porque se está prestando a esta maniobra”. Y los trabajadores, furiosos, los buscaban. Y ellos desistían del trabajo, porque no querían arruinarse, ¿no? Son muy pocos los que están ven-didos al gobierno, que tienen “cartas blancas” para actuar en todo sentido. Frente a esa firmeza de los trabajadores, los del gobierno dijeron: “Muy bien. Que se mueran de hambre, entonces”. Y nos rodeó el ejército. No nos dejaban salir ni entrar. A nadie. Y pen-saron ahogar allí nomás la cosa, cercándonos. No dejaban entrar ni verdura, ni otros víveres. Nada. Tampoco nos permitían cualquier tipo de comunicación. Ellos tenían las radios, pues. Pero —y por eso digo que es importante la participación de la juven-tud— un chico al que mataron su padre en la masacre, hace años, vino a plan-tearme ese problema: —Señora, he estudiado bien la situación. Los soldados están parados a cada cinco metros, pero también se duermen a cierta hora de la noche. Los he visto. Yo podría salir, quizá, por allí, mientras duermen ellos. Yo podría arras-trarme y podría salir. —No hagas tonterías —le dije—. ¿Cómo vas a hacer? No me contestó el chico, pero supe después que había salido con otros tres muchachos. Se fueron a tomar contacto con otros lugares y dijeron: “En Si-glo XX pasa esto: nos han rodeado”...

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Entonces se enteró la opinión pública del resto del país. Y comenzaron a apoyarnos los universitarios, los fabriles, las otras minas. Y el paro ya estaba siendo nacional. Entonces el gobierno, que estaba declarando que, aunque le pongan la soga al cuello, no nos iba a devolver las emisoras, inmediatamente tuvo que mandar una comisión para “entablar el diálogo, porque hay que arreglar de al-guna forma la cosa”. Y se presentó la comisión. Los agentes del DIC les informaron que éra-mos solo unos cincuenta tipos que agitábamos en ahí. Entonces la comisión qui-so hablar con esos cincuenta tipos nomás. Los trabajadores que allí estuvieron dijeron muy claro lo que pensaban. Uno les dijo: —Ustedes han acallado a nuestras emisoras que son tan importantes pa-ra nosotros. Ustedes nos quieren hacer retroceder hacia siglos atrás, donde no se conocía ni la radio ni nada. Ustedes quieren sumirnos en la ignorancia. Entonces uno de la comisión le respondió: —Oh, compañero. Pero, ¡si ustedes tienen televisores! ¡Si les hemos dado el equipo más moderno! Pronto ya vamos a tener varios canales en Bolivia, y ustedes van a tener las facilidades de elegir el programa que quieran. Con el tiempo, todas esas cosas: radios, tocadiscos, van a desaparecer, porque están vi-niendo nuevos inventos. Y es importante que ustedes comprendan que los te-levisores llegaron para su adelanto. Y con eso querían que nos conformáramos, ¿no? También dijeron: —Hay que aceptar que ustedes exageran las cosas. Aquí hay una psicosis antimilitarista, hay una enfermedad antimilitarista. Es cierto que en el pasado el ejército ha tenido que tomar algunas medidas drásticas en contra de la clase tra-bajadora. Pero ahora nosotros queremos dialogar, queremos debatir, queremos llevar adelante el país. Y con su doctrina él nos salía allí. También nos pintaron un cuadro como si nosotros fuéramos los únicos culpables por el cierre de las emisoras, por ha-bernos atrevido a decir que nosotros no estábamos conformes con las medidas de entreguismo adoptadas por el gobierno de Bánzer, especialmente con la en-trega del petróleo y del hierro del Mutún al Brasil. El Comité de Amas de Casa también participó en esa asamblea. Yo tenía planteamientos concretos que hacer. Y resulta que se me ocurrió tomar la pala-bra. —Si me permiten hablar... —dije. —Sí, bueno, sí. En un momento como el que estamos, quizá las ideas de las mujeres puedan clarificar algo... —dijo uno riéndose un tanto.

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Como siempre acostumbran ellos, nos habían hecho primeramente unos números diciendo que el país está en quiebra, que tanto de entrada hay nomás y tanto de gasto tenemos, y que, si no vamos a cubrir esto, el país se va a ir a la bancarrota, y que si seguimos haciendo huelgas va a ocurrir esto y esto, y que con esta huelga tanto hemos perdido... y que tal y que cual. Entonces yo dije: —Yo vengo en representación del Comité de Amas de Casa de Siglo XX, donde están agrupadas la mayoría de las esposas de los trabajadores. Nosotras, al igual que los trabajadores, repudiamos este atentado en con-tra de la cultura que han hecho ustedes con nuestro pueblo. Porque ustedes han destrozado cuatro de nuestras emisoras. Atropelladamente, como delincuentes han entrado aquí ustedes y han destrozado todo esto que era nuestro. Nosotros no estamos de acuerdo con ese atropello. Repudiamos y exigimos que nos de-vuelvan inmediatamente lo que es nuestro y nos ha costado tanto. Ahora voy a empezar por lo que ustedes dijeron. Por ejemplo, ustedes nos dicen aquí, leyendo en su libro y en el pizarrón sus números, que el gobier-no de Bánzer está marchando maravillosamente y que nosotros somos los per-judiciales. Nosotros no vivimos de números; desde ya le vamos a decir, señor, que no vivimos de números. Nosotros vivimos de la realidad. Yo quisiera que ustedes, que han visto a este gobierno todo bueno, por favor me ayuden a comprender cuál de las medidas que ha adoptado el go-bierno es buena para nosotros. En primer lugar, el general Bánzer ha entrado a gobernar a un país don-de nadie lo ha elegido. Por la fuerza de las armas ha entrado, ha matado a un montón de gente y entre ellos a nuestros hijos y nuestros compañeros. Ha ame-trallado la universidad, ha reprimido y sigue reprimiendo a mucha gente. Nuestras riquezas, se las está entregando a los extranjeros, especialmente al Brasil. Ahora yo le pregunto: ¿cuál ha sido su medida en favor de la clase traba-jadora? Primero, ha decretado la devaluación monetaria. Después el “paquete económico”. Ha intervenido la universidad. Ha clausurado el año escolar. Ha masacrado a los campesinos en Tolata. Ha disuelto los sindicatos y los partidos políticos. Y ahora ha allanado las sedes sindicales para acallar las emisoras. To-do eso es cierto, ¿no? Yo quisiera entonces, que ustedes me respondan, por favor, ¿cuál de estas medidas que ha tomado el gobierno es en favor de la clase trabajadora? ¿Quién de ustedes me puede responder? Todos se callaban.

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—Ahora, avanzando más allá, ustedes han dicho que nosotros tenemos una psicosis antimilitarista, una enfermedad contra los militares. Eso también es falso. Ustedes no saben apreciar en toda la medida lo que vale el pueblo y lo que sabe el pueblo. Yo les voy a dar simplemente un ejemplo de que esa teoría de ustedes es falsa: un gobierno militar, de tipo fascista, ha quitado los salarios a la clase tra-bajadora y ése fue el de Barrientos. Otro gobierno, también militar, nos ha de-vuelto aquello y ése fue el de Juan José Torres. Y por ese gobierno, nuestros es-posos estaban dispuestos a dar su vida. Y lo han demostrado. Cada vez que había amenaza de golpe de Estado contra Torres, a los mineros no les impor-taba dejar a sus esposas, a sus hijos, y en masa se trasladaban a La Paz, en ca-miones. No tenían armas. Pero si tenían un cuchillo, con ese cuchillo se iban; si tenían un machete, con ese machete; si tenían dinamita, con esa dinamita se trasladaban a La Paz a defender el gobierno del general Torres, que también era militar, ¿no? Entonces ven ustedes que los trabajadores demostraron que no tie-nen esa enfermedad antimilitarista. Por una cosa que ha hecho Torres en favor de la clase trabajadora, los mineros estaban dispuestos a dar su vida por él. Hay que ser justos con el pueblo. Ahora ustedes han repartido 5 000 televisores. Nosotros no estamos en contra del adelanto. Queremos, sí, el adelanto para nuestro país. Pero, ¿qué pasa con la televisión? ¿De qué sirve a nosotros en ese momento? La televisión está manejada desde el Estado. Y desde allí el gobierno nos hace trizas a noso-tros por televisión. De los mineros dice: “estos locos, estos vagos, estos rojos”, estos tales y estos cuales. Y nosotros no tenemos un canal televisor donde le po-damos responder. Teníamos solamente nuestras radios. Y, para acabar con esa última voz, las hicieron astillas. Ahora, miren: ¿qué ha pasado con los que recibieron su televisor? ¿En que los ayuda la televisión? Nuestras radios, aunque en un lenguaje brusco —salvaje como dicen ustedes—, hablaban de nosotros, de nuestros problemas, de nuestra situación. Pero esa televisión que nos dan, donde nos hablan y nos muestran mundos que no son los nuestros, de mundos que nunca vamos a al-canzar... ¿para qué sirve esta televisión? Para hacernos más desgraciados e in-felices. Claro, es bonito tener televisión, ver otros países y todo eso. Pero... ¡qué desgracia, qué desgracia ver que otros países que no producen el estaño y con él se están enriqueciendo, esos tienen mundos fantasiosos para sus hijos y noso-tros no tenemos nada! ¡Qué doloroso es ver que nuestros compañeros están bo-tando sus pulmones en las minas solamente para dar riquezas al extranjero! ¡Y qué doloroso es para nosotras, las mujeres que tenemos que ser cocinera, la-

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vandera, niñera y todo, sin jamás poder tener ningún confort de aquellos que nos muestra la televisión. ¿Acaso no somos mujeres como ésas que vemos? ¿Acaso no trabajamos más que ellas? Y ellas pueden tener y lucir todo, mientras nosotros nos ahogamos en la miseria. Entonces, ¿qué pasa con la televisión? Que a nosotros, en vez de servir de educación, de distracción, nos sirve para hacernos más desgraciados. Sí, allí mismo en la televisión que trajeron ustedes nosotros vemos eso y nos damos cuenta de todo eso. No es que nosotros estemos en contra de la civilización. ¡Qué bonito sería tener un canal televisor para nosotros, que esté en nuestras manos! En ese caso sí, sería hermoso. Sí, quisiéramos tener un canal de tele-visión, pero que hable de nuestra situación, de nuestros problemas, que nos eduque. ¡Qué hermoso sería que los trabajadores mineros, en vez de nuestras radios, tuviéramos un canal televisor que trasmita por todo el país la realidad minera! Entonces toda la gente se daría cuenta de quiénes somos nosotros, por-que incluso mucha gente del país no nos comprende porque no nos conoce. Hay muchos bolivianos que dicen: ¿qué sabes tú del “khoya loco”? ¿No sabes que masca coca, que está drogado, que no hay que apoyarlo? Pero para no-sotras, él no es el '“khoya loco”, él no es el hombre que no sabe, él es más bien el hombre que está sustentando la economía del país. Todo eso les dije. Y les pedí que me contestaran. Pero ninguno quiso ha-cerlo. Y lo único que dijeron fue que nosotros éramos los agitadores y que ellos querían hablar con las masas. Por la tarde ellos se encontraron con las masas. Pero ¡fue una cosa terri-ble! Los trabajadores los trataron muy duramente. Les hicieron comprender que, antes que nada, ellos querían sus emisoras. Y que los del gobierno eran unos salvajes que destrozaron todo de una manera brutal. Los de la comisión se levantaron y se fueron. Estaban asustados. Y el pri-mero de mayo nos devolvieron nuestras emisoras. Pero la Pío XII quedó silen-ciada por varios meses más. Y siguieron distribuyendo televisores en las minas. “¡UN LAMENTABLE ACCIDENTE!...”

En Bolivia, todos los muchachos son obligados a ir al cuartel a los 18 años; algunos ya van a los 17. Y ¿por qué? Porque no les dan trabajo si no tienen la libreta del servicio militar obligatorio. Y si no van a servir en el cuartel, los hacen sufrir, los hacen padecer, hasta los matan.

Y los padres, cuando sus hijos van a] cuartel, no tienen ni por qué re-clamar de ellos. Y en el ejército los obligan a veces a matar a la gente de su pro-

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pio pueblo. Esto ya ocurrió más de una vez en Bolivia. Por ejemplo, en la masa-cre de San Juan en el 67, más dé diez jóvenes han muerto porque no quisieron disparar. Y no quisieron disparar porque aquí en Siglo XX tenían a su familia, estaban sus padres, sus hermanos, sus parientes. Y los comandantes les dijeron: “¡A ver! ¿Quienes son de Siglo XX, Catavi? ¡Adelante!” Y como los chicos no querían disparar, allí mismo los blanquearon. Pero ¿cómo iban ellos a disparar contra sus familias, en una situación tan terrible como era una masacre injusta?

En mayo del 75 ocurrió una cosa que hasta ahora no acabamos de com-prender. Fue la matanza de unos soldaditos conscriptos.

Al lado de Siglo XX, en Uncía, hay un balneario, donde nosotros íbamos todos los sábados y domingos a pasar unos momentos agradables, hacer un día de campo con los chicos, bañarnos. Ahora ya no tenemos ni eso, porque los mi-litares se han apropiado de ese lugar. Ahí está ahora el cuartel del ejército. Los militares vienen de noche a Siglo XX-Catavi, Llallagua y se van a las cantinas y si alguien les contradice en algo, lo agarran y le pegan. Vienen en días de plaza, por ejemplo, y con toda prepotencia caminan, empujando a la gente, así a codazos, bien armados con dos pistolas, tipo cowboy. Y se creen mucha cosa.

La referencia que tenemos nosotros es que a aquel cuartel llegó, en mayo del 75, un contingente de conscriptos. Se habían presentado en La Paz, y unos treinta o cuarenta arribaron a Uncía. Habían sido destinados allí.

Dicen que en cuanto llegaron, los sometieron a un “chocolate”46 que duró seis horas, antes de que los uniformaran, cuando apenas les raparon el cabello. Y que luego los habían metido a la piscina y allí les había dado un “calambre colectivo” y los pobres se habían ahogado. Según nos ha dicho el mayor Adolfo, que allí trabaja: “esos indios... si no saben ni bañarse... se asustaron los tontos y se ahogaron”.

¡Imagínese! ¿Cómo podría ser “calambre colectivo”?... ¿Cómo si una co-rriente eléctrica los hubiera pasado a toditos? Eso no es posible, porque tam-poco es tan alta la piscina y si uno se queda de pie, se puede salvar. Lo cierto es que murieron nueve soldaditos en los balnearios de Uncía.

Entonces nos llamó el Sindicato y nos dijo: —A ver, señoras, averigüen si realmente aquellos chicos se han ahogado.

Nosotras nos trasladamos al cuartel de Uncía y pedimos audiencia. Y el coronel Ramallo nos dijo:

—¡Caramba, señoras! Pasen ustedes. Miren que desgracia ha pasado. ¡Un lamentable accidente!... Les ha dado un calambre colectivo a esos jóvenes. Es que son indios y no pueden nadar, no saben bañarse y, bueno, se han asustado

46 Castigo militar: trote de más de tres horas seguidas.

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y han muerto estúpidamente allí. Pero esto ahora nos ha de crear problemas, los extremistas van a explotar este asunto.

Nosotras, más o menos queriendo creer un poco en eso, le dijimos: —Tal vez eso ha pasado... ¿No podríamos ver los cadáveres? —¡Qué lamentable, señoras! —dijo el coronel—. Ahora mismo acabamos

de mandarlos a Catavi, al hospital, para que les hagan la autopsia, para que no haya comentarios antojadizos.

—Bueno, entonces vamos allí —dijimos—. E inmediatamente fuimos a Catavi para ver si realmente se habían ahogado los chicos.

Llegamos a Catavi y preguntamos a los médicos si los cuerpos estaban allí.

—No, no han traído ningún muerto aquí. Sí, hay un herido que está aquí hace tres días. Está herido de bala, pero es un alto capo de ahí, le han dado san-gre y está custodiado por militares. Pero muertos ahogados no hay —nos dije-ron.

Inmediatamente nos trasladamos a Siglo XX e informamos al secretario general del Sindicato. El dirigente bajó al hospital de Catavi y pidió que tres médicos lo acompañen hasta el cuartel de Uncía para realizar la autopsia. Pero el jefe del hospital le dijo:

—Lo siento, compañero. Hemos recibido este memorándum de la Em-presa Minera Catavi donde se nos dice que nosotros no debemos meternos en este problema de la autopsia. Vayan ustedes a Llallagua y lleven al médico forense de allí. Pero el médico forense dijo, a su vez:

—¿Y quién me garantiza mi seguridad personal? Yo no puedo ir a hacer la autopsia.

Entonces ya teníamos seguridad de que algo había pasado y tenía que aclararse.

El secretario general del Sindicato decidió escribir cartas a La Paz, pi-diendo el viaje de una comisión especial de la Facultad de Medicina, de la Co-misión de Justicia y Paz y de la prensa, para averiguar.

Pasaban tres días desde que sabíamos del asunto. Los militares ya habían enterrado los cadáveres. Cuando supieron que venía esa comisión de La Paz, quisieron sacar a los cadáveres del cementerio de Uncía y hacerlos desaparecer. Era eso de las 11 de la noche y unos veinte soldados, bien armados, estaban po-niendo los cadáveres en dos camiones. En un camión habían puesto cuatro y en otro cinco.

Pero la población estaba atenta. Vieron que había luz en el cementerio. Se pasaron la voz. Y fueron unas mujeres y rodearon a los soldados. Pero en una

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manera tan sorpresiva obraron las compañeras que los soldados no tuvieron tiempo para nada. No pudieron siquiera disparar.

Entonces los soldados comenzaron a reñir a las señoras, a preguntarles qué estaban haciendo, que por qué estaban perturbando a los muertos... cosas así ¿no?

El camión donde estaban cuatro cajones, inmediatamente partió. Pero el otro, donde había cinco cajones, no pudo partir, porque el chofer no estaba en la cabina. Entonces, mientras un grupo de señoras discutía con los soldados y les reñía, otro grupo estaba descargando los cadáveres. Las compañeras extendie-ron sus mantas y sobre ellos pusieron los cajones. Y llevaron los cadáveres a la iglesia de Uncía.

Inmediatamente otra compañera nos telefoneó desde la tranca y dijo: —Pedimos auxilio a los compañeros de Siglo XX. A los cadáveres de los

soldaditos se los están llevando y hemos rescatado los cajones. Por favor, deben venir. Los mineros se movilizaron y fueron a la iglesia. Allí se quedaron con los pobladores, haciendo guardia toda la noche. Y todos pudieron ver que, cuando les apretábamos la barriga a los soldaditos muertos, no salía agua, salía cual-quier cantidad de sangre por la boca y la nariz. Tenían el viente totalmente amoratado. Había algunas fracturas en el cráneo, en el esternón. Se podía ver que habían sido muy ultrajados los chicos, no era problema de que se hubieran ahogado.

Además, estaban casi desnudos, con trajes bien miserables. Entonces el Sindicato compró unas ropas para esos jóvenes. A mí me entregaron la ropa y nos dieron la comisión de ir a Uncía a vestir a los compañeros conscriptos, por-que a tal punto llegaba la pobreza de sus ropas que tenían el pantalón total-mente roto, la chompa también. Incluso pudimos observar que uno de esos jó-venes tenía un calzoncillo totalmente sucio y viejo en la cabeza, como para una burla.

Pese a esto, el ejército hizo una declaración por radio de que ellos habían sido enterrados con todos los honores militares. Entonces pudimos ver en qué consistían los “honores militares” para el hijo de un obrero, de un campesino.

Todo aquello indignó mucho a la población. Ahora, ¿qué ha ganado la patria con la muerte de esos soldaditos en Uncía? ¿Por qué los han matado? Hasta ahora es una incógnita para nosotros. Pero eso sí, nosotros hemos visto sangrando por la boca a esos jóvenes conscriptos.

¡Y cuantas cosas no estamos viendo!... ¿Qué estará pasando en el resto del país? Porque la radio, la prensa, la televisión, todo está controlado por el go-bierno y las noticias no nos llegan en forma correcta. Pero sí, sabemos que

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actualmente, también en el ejército boliviana hay división, hay gente consciente que anda criticando al régimen militar que tenemos y demuestra su descon-tento en una y otra forma. Y bueno, a ésos el ejército los hace desaparecer clan-destinamente, los deporta a algún lugar, les dan de baja. Frecuentemente se sabe de militares dados de baja, apresados, deportados. Así.

EN LA TRIBUNA DEL ANO INTERNACIONAL DE LA MUJER

En el 74, vino a Bolivia una cineasta brasileña comisionada por las Naciones Unidas. Ella estaba recorriendo la América Latina, buscando líderes femeninas, viendo la opinión de las mujeres sobre su condición, en qué medida y en qué manera participan ellas en la promoción de la mujer.

En cuanto a Bolivia, le llamó mucho la atención el “frente de amas de casa” del cual había escuchado hablar en el extranjero y, además, había visto a las mujeres de Siglo XX actuando en la película El coraje del pueblo. Entonces, so-licitando permiso al gobierno, ingresó a las minas. Y vino a visitarme. Le gustó mi charla y me dijo que era necesario que todo lo que yo sabía lo participara al resto del mundo. Me preguntó si yo podía viajar. Yo le dije que no, que no tenía dinero ni para visitar mi propio país.

Entonces ella me preguntó si yo aceptaría participar en un congreso de la mujer que se iba a realizar en México, en el caso que consiguiera el dinero para mí. Recién supe que había un “Año Internacional de la Mujer”.

Aunque yo no lo creía mucho, le dije que sí, que entonces podría. Pero pensé que era una promesa como tantas otras y no lo tomé en cuenta.

Cuando recibí el telegrama de que yo estaba invitada por las Naciones Unidas, estuve un tanto sorprendida y desconcertada. Llamé a una reunión al Comité y todas aprobaron de que estaría bien que yo viaje, con otra compañera más. Pero la falta de dinero no permitió que fuéramos dos. Al día siguiente me presenté en una reunión de dirigentes del Sindicato y delegados de base y les di mi informe y todos aprobaron que yo participara en ese evento e incluso me ayudaron económicamente para que empezara los trámites.

Entonces me fui con otras compañeras a La Paz y allí averiguamos todo, procuramos garantías y me quedé sola a tramitar. En eso pasé varios días. Ya desistía del viaje, porque no querían darme la visa.

Y resulta que algunos dirigentes de Siglo XX llegaron a La Paz y se sor-prendieron de que yo no había salido. Entonces estuvieron conmigo en la se-cretaría del Ministerio del Interior. Y preguntaron:

—¿Qué pasa con la compañera? ¿Por qué no está ya en México? Hoy día se inaugura la Conferencia del Año Internacional de la Mujer. ¿Qué es lo que ha

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pasado aquí? ¿Es el Año Internacional de la Mujer o no? ¿Nuestras esposas tie-nen derecho a participar en esta Conferencia o solamente las esposas de ustedes pueden ir allá?

Y a mí me dijeron: —Bueno, compañera, ya que no la quieren dejar ir, vámonos. A pesar de

haber tenido usted una invitación de Naciones Unidas, no quieren dejarla ir a esta Conferencia. Entonces nosotros nos vamos a quejar a las Naciones Unidas. Y no solamente esto, sino que vamos hacer un paro de protesta. Vamos, compa-ñera.

Ya estaban por sacarme del Ministerio, cuando la gente de allí reaccionó: —Pero... ¡por allí debíamos haber empezado! Un momento, un momento, no hay que ponerse así tan acalorados. Si la señora tenía una invitación de las Na-ciones Unidas, por allí debíamos haber empezado. ¿Dónde está la invitación?

¡La invitación!... Durante todos esos días, a cada rato se perdía la copia que yo les entregaba. Y con la experiencia que tienen los compañeros mineros, me la habían hecho multicopiar. Entonces, claro, se perdía una copia, volvía yo a sacar otra y otra. Y así. Y la original, bueno, la tenían los mismos dirigentes, porque si las primeras copias se acababan, podían volver a empezar a sacar otras. Les entregué una copia más; y después de una hora, más o menos, me entregaron mis documentos. Todo bien, todo listo. El avión partía el día siguiente a las 9 de la mañana.

Cuando yo estaba por subir al avión, se me presentó una señorita del Mi-nisterio del Interior. Yo la había visto allí varias veces, agarrada de sus papeles. Se me acercó y me dijo:

—¡Ay, señora! Entonces, ¿consiguió su pase? ¡Cuánto me alegro! Usted se lo merece. ¡Cuánto la felicito! ¡Y cómo no quisiera ser yo la punta de sus zapatos para conocer México! La felicito.

Pero después, bien misteriosa, siguió hablando: —Ay, pero señora, depende mucho de lo que usted hable allá para que

pueda regresar al país. Entonces, no se trata de hablar de cualquier cosa... hay que pensarlo bien. Más que todo, tiene usted que pensar en sus hijos que están dejando aquí. Le estoy dando un consejo... Que le vaya bien.

Yo pensaba en mi responsabilidad de madre y de dirigente y entonces mi papel en México me parecía bastante difícil, al recordar lo que me había dicho aquella señorita. Yo me sentía entre la cruz y la espada, como decimos vulgar-mente. Pero yo estaba decidida de llevar a cabo la misión que me habían con-fiado los compañeros y compañeras.

De La Paz viajamos a Lima, luego a Bogotá y en fin a México.

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En el viaje pensaba... pensaba que nunca había pensado viajar en avión y menos todavía a un país tan lejano como México. Nunca, pues tan pobres éra-mos que a veces no teníamos casi que comer y ni nuestro país podíamos reco-rrer. Pensaba cómo yo siempre había querido conocer a mi patria de rincón a rincón... y ahora estaba yendo tan lejos. Esto me causaba una emoción al mismo tiempo agradable y de pena. ¡Cómo hubiera querido que tengan esa oportuni-dad otras compañeras y compañeros!

En el avión, todo el mundo hablaba otros idiomas, charlaban, reían, bebían, jugaban. Yo no podía charlar con nadie. Estaba como si no estuviera en ahí. Cuando hicimos trasbordo en Bogotá, encontré a una uruguaya que tam-bién iba a México para participar en la Tribuna y entonces tuve a alguien con quien hablar.

Al llegar a México, me impresionó que había un montón de jóvenes que hablaban todos los idiomas y nos estaban recibiendo a toda la gente que llegá-bamos. Y preguntaban quiénes estaban viniendo a la Conferencia del Año Inter-nacional de la Mujer. Nos facilitaron todo en la aduana. Después fui a un hotel que me indicaron.

En Bolivia yo había leído en los periódicos que para el Año Internacional de la Mujer habría dos lugares: uno que era la “Conferencia” para las represen-tantes oficiales de los gobiernos de todos los países. Otro que era la “Tribuna”, para las representantes de los organismos no gubernamentales.

El gobierno boliviano mandó sus delegadas para la Conferencia. Y ellas viajaron con bombos y platillos, diciendo que en Bolivia, como en ningún otro lugar, la mujer había alcanzado la igualdad con el varón. Y llegaron a la Confe-rencia para decir esto. Yo fui la única boliviana invitada para la Tribuna. Allí encontré otras compañeras bolivianas, pero que estaban radicadas en México.

Entonces, yo tenía esa idea de que habrían dos grupos: uno, a nivel gu-bernamental, donde estarían esas señoras de clase alta; y el otro, a nivel no gu-bernamental, donde estaría gente como yo, con problemas similares, gente así, humilde. Era toda una ilusión para mí: ¡Caramba! —me decía yo—, me he de encontrar con campesinas y obreras de todo el mundo. Todas allí van a ser co-mo nosotras, gente oprimida y perseguida.

Según decía el periódico, yo pensaba esto, ¿no? En el hotel me hice amiga de una ecuatoriana y con ella me fui al local de

la Tribuna. Pero solamente pude ir el lunes. Las sesiones ya habían empezado el viernes.

Entramos a un salón muy grande, donde había unas cuatrocientas o qui-nientas mujeres. La ecuatoriana me dijo:

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—Venga, venga, compañera. Aquí es donde se tratan los problemas más candentes de la mujer. Entonces, aquí es donde debemos hacer escuchar nuestra voz.

Ya no había asientos. Entonces, en el graderío nos sentamos. Estábamos bien entusiastas. Ya habíamos perdido un día de la Tribuna y queríamos recu-perar, poniéndonos a la par de los acontecimientos: a ver qué piensan tantas mujeres, qué dicen del Año Internacional de la Mujer, cuáles son los problemas que más las ocupan.

Era mi primera experiencia y yo me imaginaba escuchar un cierto núme-ro de cosas que me harían progresar en la vida, en la lucha, en mi trabajo ¿no?

Bueno, en ese momento se acercó al micrófono una gringa con su cabelle-ra bien rubia y con unas cosas por aquí por el cuello, las manos al bolsillo, y dijo a la asamblea:

—Simplemente he pedido el micrófono para decirles mi experiencia. Que a nosotras, los hombres nos deben dar mil y una medallas porque nosotras, las prostitutas, tenemos el coraje de acostarnos con tantos hombres.

—¡Bravo!... —gritaron muchas. Y palmas. Bueno, con mi compañera nos salimos de allí, porque allí estaban reuni-

das cientos de prostitutas para tratar de sus problemas. Y nos fuimos a un otro local. Allí estaban las lesbianas. Y allí también, su discusión era “que ellas se sienten felices y orgullosas de amar a otra mujer... que deben pelear por sus de-rechos”... Así.

No eran ésos mis intereses. Y para mí era una cosa incomprensible que se gastara tanta plata para discutir en la Tribuna esas cosas. Porque yo había deja-do a mi compañero con siete hijos y teniendo él que trabajar cada día en la mi-na. Había salido de mi país para hacer conocer lo que es mi patria, lo que sufre, que en Bolivia no se cumple con la carta magna de las Naciones Unidas. Yo quería hacer conocer todo esto y escuchar lo que me decían de los otros países explotados y los otros grupos que ya se han liberado. ¿Y toparme con esta otra suerte de problemas?... Me sentía un tanto perdida.

En otros salones, algunas se paraban y decían: el verdugo es el hombre... el hombre es el que crea guerras, el hombre es el que crea armas nucleares, el hombre es el que pega a la mujer... y entonces ¿cuál es la primera pelea a llevar adelante para conseguir la igualdad de derechos para la mujer? Primero hay que hacerle la guerra al varón. Si el varón tiene diez mujeres amantes, la mujer pues, que tenga diez hombres amantes también. Si el varón se gasta toda su pla-ta en la cantina farreándose, la mujer igual tiene que hacer. Y cuando hayamos alcanzado este nivel, entonces que se agarren del brazo hombre y mujer y se

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pongan a luchar por la liberación de su país, por mejorar las condiciones de vi-da de su país.

Esa era la mentalidad y la preocupación de varios grupos y para mí eso fue un choque bien fuerte. Hablábamos lenguajes muy distintos, ¿no? Y esto volvía difícil el trabajo en la Tribuna. Además, había mucho control de los mi-crófonos.

Entonces nos unimos un grupo de latinoamericanas y volcamos todo aquello. Y dimos a conocer nuestros problemas comunes, en qué consistía nues-tra promoción, cómo vive la mayor parte de las mujeres. También dijimos que, para nosotras, el trabajo primero y principal no consiste en pelearnos con nues-tros compañeros sino con ellos cambiar el sistema en que vivimos por un otro, donde hombres y mujeres tengamos derecho a la vida, al trabajo, a la organi-zación.

A un principio no se notaba tanto el control que había en la Tribuna. Pero, conforme iban saliendo las ponencias, los planteamientos, ya también co-menzó a cambiar la cosa. Por ejemplo, aquellas mujeres que defendían la pros-titución, el control de la natalidad y todas esas cosas, querían imponer aquello como problemas primordiales a ser discutidos en la Tribuna. Para nosotras eran problemas reales, pero no los fundamentales.

Por ejemplo, cuando hablaron del control de la natalidad, decían que no-sotras no podíamos tener tantos hijos viviendo en tanta miseria, puesto que no tenemos siquiera para alimentarnos. Y querían ver en el control de la natalidad una cosa que solucionaría todos los problemas del hambre y de te desnutrición.

Pero, en realidad, el control de la natalidad, como lo planteaban ellas, no puede aplicarse en mi país. Ya somos tan poquitos los bolivianos que, limitando más todavía la natalidad, Bolivia se va a quedar sin gente. Y entonces las rique-zas de nuestro país se van a quedar como regalo para los que nos quieren con-trolar completamente, ¿no? Tampoco se justifica que estemos viviendo así en la miseria. Todo podría ser diferente, porque Bolivia es un país muy privilegiado en riquezas naturales. Pero nuestro gobierno también prefiere ver así la cosa pa-ra justificar el bajo nivel de vida del pueblo boliviano y el bajísimo salario que da a los trabajadores. Y recurren, entonces, al control indiscriminado de la nata-lidad.

De una y otra forma han tratado de distraer la Tribuna con uno y otro problema que no eran los fundamentales. Así que nosotras tuvimos que dar a conocer a la gente cuál es lo primordial para nosotras, en todo eso. Yo, perso-nalmente, intervine varias veces. Pequeñas intervenciones, porque podíamos utilizar el micrófono solamente durante dos minutos.

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La película La doble jornada, filmada por la compañera brasileña que me invitó a la Tribuna, también sirvió para orientar a la gente que no tenía ni idea de lo que es la vida de la mujer campesina u obrera en América Latina. En La doble jornada se muestra el sistema de vida de la mujer, especialmente con rela-ción al trabajo. Allí se ve cómo vive la mujer en Estados Unidos, en México, en Argentina. Así, un gran contraste. Pero más, todavía, cuando se presenta lo de Bolivia, porque la compañera entrevistó a una trabajadora de las Lamas que es-taba esperando familia. En la entrevista le pregunta: “¿Por qué no guarda usted el correspondiente reposo, usted que ya va a tener a su hijo?” La trabajadora di-ce que no puede porque tiene que ganar el pan para sus hijos y su marido más, porque él es un rentista47 y su renta es muy poca. —”¿Y la indemnización?”— preguntaba la brasileña. Entonces la minera aclara que su esposo salió de la mi-na totalmente arruinado y que todo el dinero de la indemnización fue gastado para tratar de curarlo. Y por eso ella tiene ahora que trabajar, con sus hijos más, para sustentar también a su marido.

Bueno, era bastante fuerte y dramático, ¿no? Y las compañeras de la Tri-buna se dieron cuenta de que yo no había mentido cuando hablé de nuestra si-tuación en las minas.

Cuando acabó la proyección, como yo también había participado en la película, me hicieron hablar. Entonces yo dije que esta situación se debía a que ningún gobierno se había preocupado en crear fuentes de trabajo para las mu-jeres pobres. Que el único trabajo que se les reconoce a las mujeres son los que-haceres domésticos y éstos, incluso, son gratis. Porque a mí, por ejemplo, me dan 14 pesos mensuales, o sea 2/3 de dólar por mes que corresponden al sub-sidio familiar agregado al salario de mi marido. ¿Qué significan 14 pesos bo-livianos? Con ellos me puedo comprar dos tarros de leche o media bolsa de té... Por eso —les dije yo—, ustedes tienen que comprender que nosotras no vemos ninguna solución a nuestros problemas mientras no se cambie el sistema capi-talista en que vivimos.

Muchas de aquellas mujeres me dijeron que recién empezaban a com-prenderme. Varias de ellas lloraban.

El día en que hablaron las mujeres contra el imperialismo, yo también ha-blé. E hice ver cómo nosotros vivimos totalmente dependientes de los extranje-ros para todo, cómo nos imponen todo lo que quieren, tanto económicamente como también del punto de vista cultural.

En la Tribuna aprendí mucho también. Y en primer lugar, aprendí a valo-rizar más la sabiduría de mi pueblo. Allí, cada cual que se presentaba al 47 Jubilado por invalidez o enfermedad. En el caso de la mayoría de los mineros, esta invalidez es causada por la silicosis.

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micrófono decía: “Yo soy licenciada, represento a tal organización”... Y blá-blá-blá, echaba su intervención. “Yo soy maestra”, “Yo soy abogada”, “yo soy pe-riodista”, decía otra. Y blá-blá-blá, empezaba a dar su opinión. Entonces yo me decía: “Aquí hay licenciadas, abogadas, maestras, perio-distas que van a hablar. Y yo... ¿cómo me voy a meter?” Y me sentía un poco acomplejada, acobardada. E incluso no me animaba a hablar. Cuando por pri-mera vez me presenté al micrófono frente a tantos títulos, como cenicienta me presenté y dije: “Bueno, yo soy la esposa de un trabajador minero de Bolivia”. Con un temor, todavía, ¿no?

Y me animé a plantear los problemas que estaban siendo discutidos en ahí. Porque esa era mi obligación. Y los he planteado para que todo el mundo nos escuche a través de la Tribuna.

Esto me llevó a tener una discusión con la Betty Friedman, que es la gran líder feminista de Estados Unidos. Ella y su grupo habían propuesto algunos puntos de enmienda al “plan mundial de acción”. Pero eran planteamientos so-bre todo feministas y nosotras no concordamos con ellos porque no abordaban algunos problemas que son fundamentales para nosotras, las latinoamericanas. La Friedman nos invitó a seguirla. Pidió que nosotras dejáramos nuestra “acti-vidad belicista”, que estábamos siendo “manejadas por los hombres”, que “so-lamente en política” pensábamos e incluso ignorábamos por completo los asun-tos femeninos, “como hace la delegación boliviana, por ejemplo” —dijo ella.

Entonces yo pedí la palabra. Pero no me la dieron. Y bueno, yo me paré y dije:

—Perdonen ustedes que esta Tribuna yo la convierta en un mercado. Pe-ro fui mencionada y tengo que defenderme. Miren que he sido invitada a la Tri-buna para hablar sobre los derechos de la mujer y en la invitación que me man-daron estaba también el documento aprobado por las Naciones Unidas y que es su carta magna, donde se reconoce a la mujer el derecho a participar, a orga-nizarse. Y Bolivia firmó esta carta, pero en la realidad no la aplica sino a la bur-guesía.

Y así, seguía yo exponiendo. Y una señora, que era la presidente de una delegación mexicana, se acercó a mí.

Ella quería aplicarme a su manera el lema de la Tribuna del Año Interna-cional de la Mujer que era “Igualdad, desarrollo y paz”. Y me decía:

—Hablaremos de nosotras, señora... Nosotras somos mujeres. Mire, se-ñora, olvídese usted del sufrimiento de su pueblo. Por un momento, olvídese de las masacres. Ya hemos hablado bastante de esto. Ya la hemos escuchado bas-tante. Hablaremos de nosotras... de usted y de mí... de la mujer, pues.

Entonces le dije:

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—Muy bien, hablaremos de las dos. Pero, si me permite, voy a empezar. Señora, hace una semana que yo la co-nozco a usted. Cada mañana usted llega con un traje diferente; y sin embargo, yo no. Cada día llega usted pintada y pei-nada como quien tiene tiempo de pasar en una peluquería bien elegante y pue-de gastar buena plata en eso; y, sin embargo, yo no. Yo veo que usted tiene cada tarde un chofer en un carro esperándola a la puerta de este local para recogerla a su casa; y, sin embargo, yo no. Y para presentarse aquí como se presenta, estoy segura de que usted vive en una vivienda bien elegante, en un barrio tam-bién elegante, ¿no? Y, sin embargo, nosotras las mujeres de los mineros, tene-mos solamente una pequeña vivienda prestada y cuando se muere nuestro esposo o se enferma o lo retiran de la empresa, tenemos noventa días para abandonar la vivienda y estamos en la calle.

Ahora, señora, dígame: ¿tiene usted algo semejante a mi situación? ¿Ten-go yo algo semejante a su situación de usted? Entonces, ¿de qué igualdad va-mos a hablar entre nosotras? ¿Si usted y yo no nos parecemos, si usted y yo so-mos tan diferentes? Nosotras no podemos, en este momento, ser iguales, aun como mujeres, ¿no le parece?'

Pero en aquel momento, bajó otra mexicana y me dijo: —Oiga usted: ¿qué quiere usted? Ella aquí es la líder de una delegación de Mé-xico y tiene la preferencia. Además, nosotras aquí hemos sido muy benevolen-tes con usted, la hemos escuchado por la radio, por la televisión, por la prensa, en la Tribuna. Yo me he cansado de aplaudirle.

A mí me dio mucha rabia que me dijera esto, porque me pareció que los problemas que yo planteaba servían entonces simplemente para volverme un personaje de teatro al cual se debía aplaudir... Sentí como si me estuvieran tra-tando de payaso.

—Oiga, señora —le dije yo— ¿y quién le ha pedido sus aplausos a usted? Si con eso se resolvieran los problemas, manos no tuviera yo para aplaudir y no hubiera venido desde Bolivia a México, dejando a mis hijos, para hablar aquí de nuestros problemas. Guárdese sus aplausos para usted, porque yo he recibido los más hermosos de mi vida y ésos han sido los de las manos callosas de los mineros.

Y tuvimos un altercado fuerte de palabras. Al final, me dijeron: —Ya que tanto se cree usted, súbase entonces a la Tribuna. Me subí y hablé. Les hice ver que ellas no viven en el mundo que es el

nuestro. Les hice ver que en Bolivia no se respetan los derechos humanos y se aplica lo que nosotros llamamos “la ley del embudo”: ancho para algunos, an-gosto para otros. Que aquellas damas que se organizan para jugar canasta y

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aplauden al gobierno tienen toda su garantía, todo su respaldo. Pero a las mujeres como nosotras, amas de casa, que nos organizamos para alzar a nues-tros pueblos, nos apalean, nos persiguen. Todas esas cosas ellas no veían. No veían el sufrimiento de mi pueblo. . . no veían cómo nuestros compañeros están arrojando sus pulmones trozo más trozo, en charcos de sangre... No veían cómo nuestros hijos son desnutridos. Y claro, que ellas no sabían, como nosotras, lo que es levantarse a las 4 de la mañana y acostarse a las 11 ó 12 de la noche, so-lamente para dar cuenta del quehacer doméstico, debido a la falta de condi-ciones que tenemos nosotras.

—Ustedes —les dije— ¿qué van a saber de todo eso? Y entonces, para us-tedes, la solución está con que hay que pelearle al hombre. Y ya, listo. Pero para nosotras no, no está en eso la principal solución.

Cuando terminé de decir todo aquello, más bien impulsada por la rabia que tenía, me bajé. Y muchas mujeres vinieron tras de mí... y a la salida del sa-lón, muchas estaban felices y me dijeron que más bien yo debía retornar a la Tribuna y debía representar a las latinoamericanas en la Tribuna.

Yo me sentí avergonzada al pensar que no había sabido valorar suficien-temente la sabiduría del pueblo. Porque, mire: yo que no había cursado univer-sidad, ni al colegio siquiera había podido ir, yo que no era ni maestra, ni licen-ciada, ni abogada, ni catedrática... ¿Qué había hecho yo en la Tribuna? Lo que había hablado era solamente lo que había escuchado de mi pueblo desde la cu-na, podría yo decir, a través de mis padres, de mis compañeros, de los dirigen-tes, y veía que la experiencia del pueblo era la mejor escuela. Lo que aprendí de la vida del pueblo fue la mejor enseñanza. Y lloré al pensar: ¡Cómo es grande mi pueblo!

Las latinoamericanas hemos sacado un documento respecto a la manera como vemos el papel de la mujer en los países subdesarrollados y todo lo que nos parecía importante decir en aquella ocasión. Y la prensa lo publicó.

Otra cosa que me sirvió bastante en la Tribuna fue el encontrarme con compañeras de otros países, particularmente con bolivianas, argentinas, uru-guayas, chilenas que habían estado en situaciones similares a las que he pasado yo de apresamientos, cárceles y todos esos problemas. Aprendí mucho de ellas.

Yo pienso que he cumplido la misión que me confiaron las compañeras y compañeros de Siglo XX. En la Tribuna hemos estado con muchas otras mujeres del mundo, y hemos hecho que el mundo entero allí representado se ocupe de nuestro país.

Ha sido también una gran experiencia estar en compañía de tantas, tantí-simas mujeres y comprobar como son muchos los que están empeñados en la lucha por liberar a sus pueblos oprimidos.

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Creo que también fue importante para mí constatar otra vez —y en esa oportunidad en contacto con más de 5 000 mujeres de todos los países —cómo los intereses de la burguesía no son realmente nuestros intereses. ENCUENTROS CON EXILIADOS

Durante mi estadía en México, tuve la oportunidad de conocer a varios bolivianos y estar con ellos. Algunos eran exiliados que habían salido del país en el 71. Muchos habían sido apresados y después echados del país, otros ha-bían huido, otros se habían asilado en las embajadas. De los que allí encontré, solamente conocía a uno que había venido con algunos estudiantes a las minas. A mí me impresionó ver allí a todos los titulados. No encontré a obreros o cam-pesinos. Claro, yo sé que los hay exiliados en otros países, pero sí, es una ver-dad que los que salen del país son mayormente profesionales, ¿no?

Yo noté en los exiliados que tienen buena voluntad, hacen actos de soli-daridad con el pueblo de Bolivia, no se olvidan de su pueblo.

A mí, personalmente, me han tratado muy bien, me han dado toda su ayuda, me han dado todas las comodidades, me hicieron operar de la rodilla, incluso me ayudaron a tratar mis dientes que había tenido rotos desde la se-gunda vez que fui encarcelada. No hay ni un solo compañero que no me haya demostrado su solidaridad.

Los bolivianos me dieron también muchas facilidades para los contactos que tenía yo que hacer. Además, en México tenía todas las comodidades que no tengo aquí. Tenía cama con colchón, tenía baño a disposición, tenía agua co-rriente en la casa, tenía comida hecha. Así.

Pero, a pesar de todo el confort que había encontrado en México, en nin-gún momento tuve ganas de quedarme y tener todo esto, mientras el pueblo, en Bolivia, está sufriendo tanto. Más bien, en lugar de sentirme feliz, yo pensaba cómo en la mina la gente tiene que caminar, cómo las mujeres, incluso em-barazadas, tienen que cargar bultos bien pesados, recorriendo caminos tan lar-gos. Pensaba en los mineros de San Florencio que tienen que venir hasta Siglo XX para comprar sus cositas, pensaba en las mujeres que tienen que recorrer va-rios kilómetros para llegar a su casa después de haber vendido algo en el mer-cado y recién pueden prepararse un almuerzo. Todo eso me hacía sentirme in-cómoda, a mí que había llegado a México a título de dirigente invitada a la con-ferencia internacional de la mujer, para hablar como representante de las mu-jeres del pueblo.

Claro, yo sueño con el día en que tendré todas esas comodidades. Sí, me gusta la comodidad, pero la quiero para todos, para todo mi pueblo. No la quie-

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ro para mí sola. Me gustaría tener todo ese confort, pero no lo puedo aceptar mientras mi pueblo se está muriendo de hambre, viviendo en la miseria, tra-bajando tan duramente. No puedo. Cuando todos tengamos la comodidad, el confort, entonces sí, nos vamos a sentir felices, porque no vamos a tener que pensar que el vecino tal vez no está comiendo en ese día, o no puede curarse de una enfermedad. Ya no nos vamos a sentir avergonzadas de tener un traje bo-nito y nuevo mientras las demás no lo pueden tener.

Por eso en México extrañaba tanto mi pueblo, mi ambiente, y quería vol-ver pronto.

Nos dijo un señor que nosotros somos como peces que necesitan estar en el agua y que fuera del agua se mueren. Y el día que nosotros, los dirigentes, los que estamos encaminados, no estemos en el seno de las masas, ese día nos va-mos a morir. Y eso sí, creo yo que es fácil morirse allí afuera. Porque, si un di-rigente no está con su gente, no se siente feliz. Y yo creo que todos los que nos llamamos o tenemos la etiqueta de revolucionarios tenemos la obligación de regresar al pueblo y pelear junto al pueblo.

Y mientras están afuera, los revolucionarios que han luchado por su pa-tria no deben olvidar a los que siguen luchando en Bolivia en las minas, en el campo, en las fábricas, enfrentándose a la represión que continúa. Esto no de-ben olvidar y más bien deben tratar de prepararse al máximo para regresar y responder a todas las exigencias que tiene el pueblo con ellos.

Los que se quedan afuera tranquilamente, sin hacer nada, esperando que nosotros consigamos la victoria, ésos son más bien traidores del pueblo ¿no? Y siempre hay posibilidades de hacer algo mientras uno no puede volver a su país. Me refiero a que nosotros, los revolucionarios, no debemos tener fron-teras, y donde esté un revolucionario debe trasmitir la experiencia de nuestro pueblo a otra gente que se interesa por ella, especialmente a la clase trabajadora y a los campesinos.

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“LO QUE CLAMA MI PUEBLO”

Después de la Tribuna me quedé en México por más dos meses, debido a mi estado de salud. Escribí varias veces a mi familia, pero parece que se perdió la correspondencia. Y esto ocasionó muchos rumores sobre mi tardanza, incluso algunas compañeras se fueron a La Paz a reclamar, pensando que me hacía pro-blemas el Ministerio del Interior. Pero no fue así.

Al volver aquí, informé de mi actuación en México a los trabajadores y al Comité. Hablé también por la radio. No fue tanto como hubiera querido, pero sí, todo lo que me permitieron, yo informé.

Durante mi permanencia en México habían sido apresados varios diri-gentes de la Central Obrera Boliviana, unos veintinueve, creo que fueron. Los agarraron durante una reunión clandestina que estaban llevando a cabo en Oru-ro y los encarcelaron, los tuvieron incomunicados. Cuando volví, encontré que en Cochabamba los obreros de la Manaco habían decretado una huelga. La Ma-naco es una fábrica de calzados de la empresa Bata que es de Canadá. Es bas-tante grande esta fábrica, unos ochocientos obreros trabajan en ahí. Son de los fabriles que en Bolivia tienen más tradición de lucha revolucionaria.

Los dirigentes de Siglo XX apoyaron a los trabajadores de la Manaco con sus pronunciamientos. Los trabajadores se solidarizaron dando una “mita”48. Y fuimos una comisión a llevarles víveres. Fue una gran huelga, porque a ella se sumaron también otros grupos, especialmente los universitarios y varios sec-tores campesinos. Los trabajadores de la Manaco lograron alcanzar varios de sus objetivos.

En Siglo XX también encontré varias cosas cambiadas. Por ejemplo, el di-rigente Bernal, con quien el Comité había trabajado bastante bien, había presen-tado su renuncia al Sindicato; y hubo otras elecciones.

En enero de este año hubo una asamblea del Comité de Amas de Casa frente a la puerta de la pulpería para reclamar por el alza de precios de algunos artículos y también por la mala calidad de la leche lactancia.

En esa asamblea me reeligieron secretaria general del Comité y también me escogieron para representar al Comité en el Congreso Minero de Corocoro.

La clase trabajadora minera tenía muchos problemas que resolver. Te-níamos muchas cosas que plantear. Pero, como la empresa no quiere reconocer a nuestras “comisiones de base”, entonces había optado por discutir los asuntos con delegaciones de cada sección. Por ejemplo, los de la sección talleres, extrac-ción, planta, fueron, cada cual por su cuenta, a hacer sus planteamientos. Los de

48 Salario de un día.

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la empresa les prometieron varias cosas, a unos más, a otros menos. Y, al final, a todos los engañaron.

Entonces decidimos reunirnos en el Congreso de Coro-coro para plantear nuestros problemas de una buena vez, en forma general.

A un principio, el gobierno se opuso a la realización del Congreso. Se nos tildaba de que queríamos derrumbar el gobierno, que estábamos en un complot subversivo. Pero después, ya no dijeron nada.

El 1° de mayo de este año se dio inicio al Congreso de Corocoro, en don-de participaron representantes de todos los sindicatos mineros. Estuvimos tam-bién cuatro representantes del Comité de Amas de Casa: dos de Siglo XX y dos de Catavi.

Muchas cosas se plantearon en aquel Congreso. Por ejemplo, la vigencia de los sindicatos, rechazo a las medidas adoptadas por el gobierno en noviem-bre del 74, solidaridad con los presos políticos y exiliados... Así.

Pero la finalidad inmediata era el aumento de sueldos y salarios en pro-porción al costo de vida. Otro problema señalado fue el de la renta que es tan baja que no basta para vivir, y son miles los trabajadores que están enfermos con el mal de mina y que ahora sobreviven con la renta. También las viudas tie-nen un serio problema y es que perciben una pensión solamente hasta los cinco años después de la muerte del marido. Y si se han vuelto a casar, les retiran in-mediatamente esta pensión. Y así, muchos otros problemas que nos afectan fue-ron levantados en el congreso para que se busque una solución.

Había varias comisiones para abordar los distintos problemas. Nosotras, las amas de casa, insistimos sobre la cuestión económica. Para eso, habíamos analizado nuestra situación en esos seis últimos años, o sea desde que Bánzer entró al gobierno.

—“La situación económica en todo al país —decíamos nosotras—, se ha vuelto más y más difícil. Con las medidas adoptadas por el gobierno, tales co-mo la devaluación monetaria, el paquete económico, el estándar de vida ha su-bido terriblemente. Como si esto fuera poco, años atrás, nuestros hijos eran más pequeños y por lo tanto nuestras necesidades eran menores; con el correr de los años han crecido y aumentado en número, y los gastos de vestimenta y ali-mentación también subieron.

“Las fuerzas de nuestros esposos se van mermando día a día y ellos van envejeciendo más y más, porque el trabajo es duro y el bajo salario que ganan no les permite reponer todas las energías gastadas y nosotras estamos conde-nadas a quedar viudas en cualquier instante, ya sea por el mal de mina que les afecta o por cualquier accidente, porque la seguridad industrial es pésima; casi nada se hace por garantizar la seguridad y vida de nuestros compañeros.

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“Lo peor es que no tenemos ni siquiera un techo donde cobijarnos, por-que con el bajo salario que ganan nuestros compañeros, no podemos adquirir una pequeña vivienda. Ni siquiera de las 'cooperativas de vivienda' podemos ya conseguirnos una, porque en esos últimos años nos han presentado las casas a un costo hasta de 100 000 pesos. Y ¿cuándo la vamos a poder pagar? Así que todo el mundo quiere enriquecerse a costilla del trabajador.

“En ciertos aspectos, la situación del campesino es todavía envidiable en comparación con la del minero. Se dice que 'la tierra es para quien la trabaja' y si el campesino ha trabajado una hectárea de terreno y a su muerte los hijos la siguen trabajando, ellos siguen teniendo la tierra. En cambio los mineros, a pe-sar de haber trabajado y removido toneladas y toneladas de tierra y dado tantas riquezas al país, que gracias a sus sacrificios se han beneficiado 'moros y cris-tianos', resulta que a su muerte sus familiares tienen noventa días para deso-cupar la pequeña vivienda que le ha prestado la empresa mientras vivía el obre-ro: la viuda es echada a la calle, sin que tenga posibilidad de conseguir trabajo, ni ella ni sus hijos, so pretexto de que ellos van a gozar de la pequeña renta que no alcanza ni para pagar el alquiler de una habitación; y en otros casos ni si-quiera de esta pequeña renta se goza, porque el obrero ha muerto antes de cum-plir con sus cotizaciones a la caja de seguro social.

“La falta de creación de fuentes de trabajo hace también que nuestros hi-jos mayores no puedan emplearse en nada, a pesar de haber prestado ya su ser-vicio militar.

“¿Y qué decir de su educación? Muchos trabajadores tienen sus hijos es-tudiando en las diferentes casas de estudio del país, a los cuales tienen que mandar pensiones, alimentos, ropas, útiles, gastos de alquiler de vivienda, co-lectivos y demás necesidades. Y en la casa quedan los otros hijos a quienes hay que vestir, alimentar, educar; y pese a que se dice que la educación en las minas es gratuita, siempre tenemos que comprar uniformes, libros, plastoformos, di-ferentes clases de pinturas, labores y demás materiales que se necesitan. Lo peor del caso es cuando a los gobernantes se les ocurre clausurar el año escolar, sin importarles el daño que ocasionan a nuestros hijos”...

Así hicimos nuestro análisis. Y explicamos que por eso apoyábamos las demandas de los trabajadores por el aumento salarial.

En Corocoro nuestra participación fue bastante buena. En la primera in-tervención les dijimos a los trabajadores que nosotras nos sentíamos felices de que los obreros hayan podido culminar con aquel Congreso a pesar de tantas prohibiciones. Y que los hombres debían tomar en cuenta de que ellos no es-taban solos en esa lucha, porque en cada hogar todos somos explotados por el patrón, la COMIBOL, porque todo el trabajo que hacemos en la casa no es re-

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conocido y sería errado pensar que solamente el trabajador asalariado es ex-plotado; también lo es su familia. Y que debíamos en aquel Congreso sacar un documento bueno que pudiera servir para el movimiento de la clase trabaja-dora.

Nuestra intervención ha sido escuchada por la radio y entonces nos in-vitaron a dar una charla en el colegio, durante nuestra estadía en Corocoro. Y después de esa charla, los alumnos decidieron que yo debía hablar con sus ma-dres. Nosotras aceptamos, marcamos día y hora, y cuando llegamos allí, esta-ban ellos con sus mamás y sus papás. Fue una reunión bastante buena, donde fue organizado el Comité de Amas de Casa de Corocoro. Y ha sido posicionado en pleno Congreso ese Comité y la presidente fue una cholita49 que habló bas-tante bien sobre el interés que las mujeres tenían en luchar a la par de los tra-bajadores. Por la prensa me enteré que sí, que ellas habían empezado a trabajar. Pero ahora no sé lo que pasa, porque hubo mucha represión en Corocoro, los militares entraron en el interior-mina, hubo muchos apresamientos de hombres y mujeres y perdimos contacto con esas compañeras.

En el Congreso formulamos también esa moción: se deben organizar los Comités de Amas de Casa en todas las minas y que se llame a un congreso de mujeres a la brevedad posible para formar inmediatamente la Federación Na-cional de Amas de Casa, afiliada a la Central Obrera Boliviana, tal como esta-mos actualmente nosotras las de Siglo XX. Y fue aprobada esa moción. Pero, pues, por los acontecimientos que siguieron, no pudimos llevar a cabo aquello. Y ahora me he enterado que más bien las “mujeres nacionalistas”, o sea las que apoyan al gobierno actual, piensan en realizar un congreso nacional en las minas.

A pesar de las maniobras que hubo por parte de agentes del gobierno que estaban infiltrados en el Congreso, el pensamiento de los representantes de los obreros venció. Y se aprobó un documento para pedir el aumento salarial. Anteriormente a la discusión y aprobación del documento, nos hicieron ver un cuadro demostrativo de cuánto gana un general, cuánto gana un coronel, etc. etc. Había ingresos así de 20 000, 25 000 pesos mensuales50 mientras que el obre-ro aquí solamente gana hasta 2 000 pesos. Se hizo también un estudio de cuán-tas calorías necesita un obrero para vivir, cuánto necesita alimentarse para tener esas calorías y cuánto necesita ganar para cubrir todas las necesidades perso-nales y de su familia. Se agregaron algunas necesidades primordiales del hom- 49 Diminutivo de chola = mestiza. 50 En Bolivia, la alta jerarquía militar percibe, además del sueldo, otras sumas de instituciones paraestatales o de la administración pública, donde los militares tienen cargos importantes. Éstas se incrementan con bonos, gratificaciones, viáticos, víveres, comida, uniforme, artículos importados exentos de impuestos, etc., etcétera.

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bre, como por ejemplo ropa, calzado, diversiones —ni siquiera diversiones— Pero, por ejemplo, periódico para estar informado. Se sacó un promedio de 170 pesos diarios que tenía que ganar el trabajador para vivir normalmente. Bueno, pero como nos dan pulpería barata, sacamos de esos gastos un promedio de 40 pesos por día que aporta el obrero para tener los artículos congelados y redu-jeron a 130 pesos diarios el sueldo mínimo que debía ganar. La Federación de Mineros dijo que no, que ellos habían pedido 80 pesos diarios y que era mejor atenernos a esa realidad. Entonces aceptamos eso.

También planteamos que la jornada del trabajador del interior-mina sea reducida a seis horas, por las circunstancias en que vive, para que tenga, pues, tiempo para reponerse.

El problema es que planteamos todo eso y dimos al gobierno 30 días de plazo para que responda. Caso contrario, la clase trabajadora se declararía en huelga indefinida.

La respuesta del gobierno se adelantó a la fecha que habíamos fijado. Y entonces, primeramente procedió a la detención de miembros de la Federación de Mineros, luego la intervención militar en las minas, el allanamiento de nues-tras emisoras, de la Pío XII incluso, la declaración de zonas militares, el apresa-miento y persecución de todos los dirigentes y otros trabajadores.

El 9 de junio ingresó el ejército, sorpresivamente, cuando los obreros es-taban en el interior-mina y empezaron la persecución, especialmente a los que habían participado en el Congreso de Corocoro. A los que los agarraron, los apalearon terriblemente en el cuartel de Uncía y los sacaron a las celdas de La Paz. Y a muchos los deportaron a Chile, los entregaron a Pinochet. Un montón de calumnias nos echaron. Entre otras, que estábamos complo-tando. Y para eso se aprovecharon de que los mineros habíamos hecho una ma-nifestación de protesta por el asesinato del general Torres en Argentina y por-que el gobierno de Bánzer no aceptó la repatriación de los restos. Aquel día los trabajadores hicieron solamente una manifestación, porque querían guardar las fuerzas para la huelga, caso fuera necesario. De eso también se aprovechó el ejército para acallar nuestras emisoras, allanar nuestras casas y por todas las formas presionarnos y maltratarnos.

Era mediodía. Estuvimos almorzando, como de costumbre. Al final del almuerzo, mi pequeñito me dice: “Mamá, lléveme al baño”. Yo entonces lo llevo a la orilla del río51. De repente, noto un silencio especial en Llallagua, cosa que a las 12 del día no acostumbra ser así, siempre hay ruido de radios, música, etc. Y me pregunto: ¿por qué tal silencio en Llallagua? Me pongo a mirar... y me doy

51 Se refiere al Ch'aqui Mayo, el Río Seco, que separa Siglo XX de Llallagua.

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cuenta de que, por la calle principal, están avanzando los militares de puerta en puerta.

Entonces corrí y me fui gritando por las calles: —¡El ejército! ¡El ejército está entrando! Corrí hacia la radio y allí encontré a dos compañeros y les dije que el ejér-

cito estaba llegando. Pero justo allí en la esquina aparecieron los soldados. En-tonces me retiré.

Los militares ocuparon las emisoras y entonces nosotras nos pregón-tábamos: “¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? ¿Cómo podemos avisar a los trabaja-dores que están dentro de la mina?” Porque de nada sabían ellos.

Alguien consiguió informar a los compañeros de interior-mina que ha-bían sido intervenidas las minas, que habían tomado las emisoras.

Entonces, a la salida del trabajo, en la bocamina, los mineros tuvieron una asamblea y decretaron la huelga indefinida.

Esa noche nos hicieron llamar. A mi esposo le dijeron: “Los dirigentes tienen que entrar a la mina. Allí vamos a organizar el Comité de Huelga, desde adentro vamos a hacer la resistencia, porque allí van a estar más seguros. En las casas no hay escapatoria”.

En la mina sí, uno puede ocultarse, porque es, pues, como una ciudad. Tiene unos 800 kilómetros de corredores subterráneos y distintas bocaminas que solamente los que conocen muy bien son capaces de salir de allí, ¿no?

Entramos a la mina y allí organizamos el Comité de Huelga. Y salieron las primeras instrucciones: que debemos mantener la unidad entre trabajadores. Que debemos confiar solamente en los verdaderos dirigentes y no aceptar ins-trucciones de otros que pueden utilizar el sindicato para otros fines que no sean los de la clase trabajadora. Que debemos ahorrar víveres para aguantar la huel-ga. Que debemos compartir con los soldaditos lo que tenemos, porque debemos comprender que ellos son nuestros hijos y son obligados a ponerse contra no-sotros. Que las amas de casa deben organizarse y, si cierran las pulperías, deben hacer una manifestación de protesta. Así, las primeras consignas.

Estuvimos toda la noche haciendo guardias, turnos. El día siguiente, igual. Sin probar alimento. Tardecita ya, algunos trabajadores nos hicieron lle-gar comida y nos dijeron que la noche anterior el ejército había allanado casi todos los domicilios y habían llevado presos a muchos.

Y ocurrió que algunos agentes se infiltraron y estaban con nosotros en la mina. Cuando descubrimos esto, nos hicieron entrar mucho más adentro del so-cavón.

A mí, a mi marido y otro compañero, nos llevaron a un sitio que se llama San Miguel. Me consiguieron un cartón de alquitrán y lo tendieron en el suelo

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para que descanse, porque yo estaba esperando familia y ya estaba en el noveno mes. Era demasiado para mí aquella situación. Yo no podía aguantar la fetidez que hay en el interior-mina por el gas, por la falta de aire. Tenía sed, tenía ham-bre, estaba demasiado cansada.

Así estuvimos todo el día jueves. El viernes, al amanecer, ya no podía re-sistir. Me ahogaba. No podía respirar.

—Me siento mal —le dije a mi esposo—, ya no puedo más. —¿Qué hacemos? —me preguntó. —Saldremos —le respondí—. Aunque me agarren, no importa. Ya no

puedo aguantar. —Averiguaré si podemos salir por Cancañiri —me dijo. Se fue y vio que era posible. Entonces me sacó por la bocamina de Cancañiri. Allí, un compañero nos

ayudó a salir. Fuimos hasta la botica y me dieron medicina. Así pude yo aguan-tar para caminar hasta mi casa.

En el camino, con cientos de soldados nos cruzamos: —¡Alto! ¿Dónde van? —nos gritaban. —Estoy llevando a mi esposa. Está por dar a luz —respondía mi compa-

ñero. —Pase nomás —respondían. Y así, siempre yendo por lugares especiales, conseguimos llegar a mi ca-

sa. Temblaba de frío, pues eran las 6 ó 7 de la mañana. Mi hermana me ofreció algo caliente para beber y descansé un rato.

Pero enseguida vinieron a la casa unas señoras y me informaron que el ejército estaba interviniendo las pulperías. Me pidieran que fuera a dialogar con los del ejército para que, por lo menos un día más, les diera avío.

Cuando llegamos a la pulpería, allí estaban algunos militares de alto ran-go que nos insultaban con suma prepotencia, con ese odio enfermizo que tienen contra la clase trabajadora. Uno de ellos gritaba:

—¡Ya, pronto! ¡Cierre! Estos flojos, vagos, ¿ya estaban con su huelguita preparada, eh? Vagos, flojos, vamos a ver si no trabajan. Se van a morir de ham-bre. Que coman su mierda, ¡carajos! Hoy día les quitamos la pulpería, mañana les cortaremos el agua, pasado mañana les cortaremos la luz. Vamos a ver quién va a ganar. Si quieren palo, palo les vamos a dar; si quieren bala, bala les vamos a dar.

Al jefe de la pulpería le temblaban las manos y ni podía meter el canda-do. Yo me di vuelta para hablar con las compañeras para ver qué hacíamos, pe-ro ya no estaban en ahí. Se habían escapado por el susto.

Y llegó mi hijo, me agarró de la mano diciéndome:

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—¡Mami!... ¿Qué estás haciendo aquí? Ahorita están viniendo los agentes a agarrarte.

Mi hijo había visto a los agentes informando al coronel: —La Chungara ha subido con un grupo de mujeres bien armadas con pa-

los y con piedras para asaltar la pulpería... Entonces les dijo el comandante: —¿No han dicho que esa mujer está preñada? ¿Y eso está haciendo? —Sí pues, así ha subido ahorita. —¿Y qué esperan, pues? Vayan a agarrarla, Tráiganmela aquí, que a pa-

tadas la vamos a hacer parir. Así había dicho el militar. Por suerte mi hijo oyó eso y vino corriendo a

avisarme. Por minutitos me pude salvar. Las calles se llenaron en tal forma con los del ejército que era sumamente

difícil escaparse. En cada fila de casas había cuatro soldados que paseaban y se cruzaban: dos en cada esquina. Como yo sabía que me iban a apresar, hablé con mi familia: les dije que me iba a salir de la casa y no iba a regresar. Y que no me estuvieran buscando, porque ni yo misma sabía dónde iba a ir.

Me salí sin rumbo. Y bueno, así, al azar, toqué una puerta y pedí que me alojaran por una noche siquiera. Los obreros se mostraron bastante solidarios: “Cómo no, señora, descanse usted”. Durante diez días me estuve yo escondien-do así, en una casa, en otra casa.

En aquella misma noche, los agentes entraron a mi casa. Mis hijos se ha-bían asegurado bien. Tocaron la puerta y mis hijos no abrieron. Eso ocurrió tres o cuatro veces, hasta que los agentes, por la pared del patio entraron. Y con toda prepotencia empezaron a preguntar a los chicos:

—¿Dónde está su mamá? —No está aquí. —¿Dónde está? —Nosotros no sabemos. —¿Cómo no lo van a saber ustedes que son sus hijos? Ahora les vamos a

enseñar a responder. Ya levántense, ¡carajos! Entonces mi hijita de 11 años empezó a reírse. Y les dijo, riéndose: —¿Acaso creen ustedes que es tan zonza mi mamá? Sabiendo que han de

buscarla, ¿acaso a nosotros nos va a avisar? No es, pues, zonza mi mamá y no nos ha avisado adónde ha ido.

Una de los agentes se puso bien bravo. Pero el otro le dijo. —Sí, su mamá no es zonza para avisarles. Vámonos. Y ustedes, tránquen-

se. Ya ha volado el pájaro, pues.

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Pero antes de salirse, han revisado la casa, bajo las camas, por todas par-tes. Y al ver que no lloraban mis hijos, dijeron:

—Ya están bien entrenados, éstos. Según me contaron algunas familias, el ejército, cada día y cada noche

allanaba casas donde pensaba poder encontrarme. Por esos días vino a Catavi el presidente Bánzer. De sorpresa llegó, des-pués de aterrizar en Uncía. Pero no quiso dialogar con los auténticos dirigentes de los trabajadores. Negó terminantemente. Por el contrario, dijo que iba a de-signar otros coordinadores de base.

Y empezó la represión de los agentes del DOP, otro organismo de repre-sión, que es el Departamento de Orden Político. Entonces ocurrieron cosas bien tristes.

Por ejemplo, en la calle empezaron a agarrar a los chicos y a palos les ha-cían firmar documentos que los del DOP habían escrito. Después mostraban esos documentos firmados a los padres. Y, para libertar a los chicos, obligaban a los padres a firmar un documento de romper la huelga y reempezar el trabajo. Algunos padres, por recuperar a sus hijos, llorando lo hacían.

Aparte de eso, los agentes en la calle agarraban a los chicos y a sus pa-dres les decían: “Su hijo es subversivo. Ahora, si usted quiere que no se lo lle-ven a La Paz, tiene que pagar 500 pesos, 800 pesos”. Yo conozco a una señora que sus dos hijos no estaban metidos en nada, pero que tuvo que dar 2 000 pe-sos para sacarlos en libertad. Muchos padres estuvieron en esa situación, bus-cando plata, vendiendo sus cositas para libertar a sus hijos.

En toda forma presionaban. Por las radios, que ahora no eran más la Voz del Minero, sino la voz de los militares, se decía: “Ya ha entrado a trabajar el 50 %, el 80 % de los trabajadores”. E incitaban a los otros huelguistas a que hi-cieran lo mismo. Sin embargo, todo era mentira, nadie había entrado a trabajar.

Muchas represalias tomaron. A los últimos delegados de base que apre-saron, los apalearon fuerte, y bala en boca los hicieron denunciar a los dirigen-tes, diciendo: “Ellos son pagados del extranjero, ya no queremos dejarnos enga-ñar por ellos, y por el bien de la patria vamos empezar a trabajar”.

Ya en algunos hogares empezaban a padecer el hambre, ¿no? Y entonces las mujeres se pusieron a organizar las “ollas populares” para que nadie sufrie-ra. En los campamentos se recolectaban víveres. Cada quien daba lo que podía, pues: un poco de harina, de arroz, de fideos... Y eso era distribuido entre los que más necesitaban.

De La Paz y de Cochabamba también mandaron víveres y ropas, pero se quedaron en la tranca de Playa Verde. El ejército no los dejó pasar.

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Y ocurrió también que durante todo el tiempo de la huelga, que fue tan larga, siempre llegaban a los trabajadores la solidaridad de otros sectores del país. Se solidarizaron los universitarios, los fabriles, los campesinos, los obreros de las minas privadas. Pero la prensa y la radio no comunicaban nada de eso, porque todo estaba bien controlado por agentes del gobierno.

Llegó una mujer diciendo que era de la Cruz Roja y reunió a las mujeres en Catavi. Y una vez reunidas les habló:

—Hijas mías, digan a sus esposos que vuelvan a trabajar. ¿Acaso quieren ustedes que haya otra masacre en el pueblo? Hay que conseguir que se compro-metan y rompan la huelga. Que no se presten a los que son pagados del extran-jero.

Así, muy dramática, hecha un mar de lágrimas les hablaba. Entonces una señora le dijo:

—Pero si yo ni siquiera puedo pedir a mi marido que entre a trabajar, porque está preso... Y lo único que él hizo fue pedir un aumento de salario, porque no nos alcanza para vivir. Yo misma he vendido mis polleras, he vendido mis jo-yas, hasta mis anillos de matrimonio he vendido para comprar algo de comer. ¿Quién va a solucionar esa situación? ¿Para quién trabajamos, pues? ¿Para qué se matan nuestros esposos?

Y la mujer decía: —Con el diálogo se va a solucionar todo, hijita. Entonces empezaron a desconfiar y una dijo: —Usted se presentó aquí como funcionaría de la Cruz Roja. Muéstrenos,

pues, su credencial. La otra entonces respondió que no era funcionaría de la Cruz Roja, que

era del directorio de las mujeres nacionalistas. Se alteraron las señoras y le preguntaron:

—¿Cómo es que ustedes dicen que nos quieren y a nuestros dirigentes los maltratan tanto? —Y, según me contó una amiga, otra señora habló:

—A nuestra compañera Domitila de Chungara, que está esperando fami-lia, ustedes la están persiguiendo tan bárbaramente...

—¡Ay!... De esta mujer no hay siquiera que hablar. Esta mujer es pagada del extranjero, de Cuba, de Rusia, de China [ella ni siquiera sabe que hay pelea entre Rusia y China, ¿no?], y ahora está pagando 30 pesos diarios para que los trabajadores mantengan la huelga...

Dicen que las señoras se alteraron más y la mujer tuvo que salir. Bueno, como no podían romper la huelga ni diciendo a la gente: “Desde

mañana ustedes ya están despedidos”..., porque nadie entraba a trabajar, enton-ces quitaron la pulpería. Así nomás la quitaron, durante una semana.

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Después cambiaron de opinión: “Que se vuelva a darles la pulpería, por-que se van a endeudar con sus compras y van a entrar a trabajar”. Y resulta que, a la primera hora, las mujeres de los agentes locales se fueron a buscar avío. Pe-ro las otras señoras dijeron: “Ya que nos quitaron, que nos sigan quitando”. Ce-rraron la pulpería y apedrearon a las otras. Intervinieron los agentes, les me-tieron gases e incluso apresaron a algunas.

Como no conseguían romper la huelga ni con amenazas ni con castigos, entonces los agentes comenzaron a recolectar gente desocupada que entrara a trabajar. Incluso al campo fueron y repartieron víveres a los campesinos y les dijeron que les iban a dar su ingreso a la mina. A los mismos soldaditos los vis-tieron de civiles para que empezaran a trabajar.

Los campesinos recibieron los víveres, pero no vinieron. Porque saben que viven de lo que nosotros les compramos y además, los mineros somos en nuestra mayoría de origen campesino. Yo misma tuve la oportunidad de con-versar con algunos. Y decían: “¿Cómo podíamos entrar, si son nuestros hijos, nuestros ahijados que trabajan en la mina? Además, nosotros no sabemos traba-jar en la mina, nosotros le tenemos miedo a la dinamita”.

Entonces la cosa no se llevó a cabo, porque muy pora gente vino. Los desocupados que los agentes consiguieron convencer entraron a trabajar, pero resulta que, corno no sabían trabajar en la mina, varios de ellos murieron, acci-dentados o de otra forma.

Los agentes, a través de nuestras radios, propagaban que el 55 % había entrado a trabajar. Y se mostraba en los periódicos la gente trabajando. Pero la verdad es que no eran los trabajadores de la empresa, eran esos desocupados mandados para romper la huelga.

Las mujeres se organizaron también en grupos de choque contra ésos que entraban a trabajar. Un día, a eso de las 6 de la mañana, unas mujeres ape-drearon varias movilidades en el Campamento Salvadora, porque en esas movi-lidades se estaba transportando a esos rompe-huelga.

Como ya los hombres no podían hacer nada porque los agarraban y los apresaban, en forma espontánea se organizaron las mujeres con más sus hijos y se posicionaron en los frentes de trabajo.

Tempranito, en la mañana, estaban ellas en la bocamina. Echaron los ni-ños a los rieles, para que no entre el convoy. Y dijeron que si querían avanzar el tren, por encima de los niños tendría que pasar. Y a los que se presentaban a trabajar, las mujeres los trataban de una manera muy dura: “¡Cobardes! No-sotras tenemos siete, ocho hijos y estamos manteniendo la huelga y ¿cómo es posible que ustedes se vendan y entren a trabajar?” Los apedreaban y los sa-caban de allí.

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En vista de eso, mandaron al ejército a que vaya a desalojar a las mujeres. Cuando llegaron y vieron que eran puras mujeres y niños los que allí estaban, el ejército no se atrevió a hacer nada. Los comandantes querían obligar a los sol-dados y les gritaban: “¡Éstas son comunistas y hay que destrozarlas! ¡Para us-tedes aquí no hay mujeres, no hay niños, no hay nada!” Y les hicieron cantar una marcha y avanzar. Pero las madres con más sus niños empezaron a cantar “Viva mi patria Bolivia”. Y era tan impresionante la escena, me dijeron, que el ejército no fue capaz de hacer nada. Y en vista de que la cosa fracasaba, los comandantes llamaron a los agentes que metieron gases y dispersaron a todos.

Bueno, como entre el ejército y las mujeres y niños ya no podía haber en-frentamiento, hicieron llamar de La Paz a las mujeres-policías. Al día siguiente, a primera hora estaban ellas en la bocamina. Son mujeres fuertes, todas en-trenadas en karate. Y nuestras mujeres, cuando tuvieron la noticia de que las policías habían llegado, ya no fueron a la bocamina. Así que ellas se quedaron “con los crespos hechos”.

Pero empezaron a cumplir la misión que les fue confiada: allanar casas y desalojar a las familias de los que habían sido apresados.

A esas familias les dieron un memorándum —como en el 65— de que de-bían abandonar sus habitaciones en 24 horas. Pero, ¿cómo uno va a levantarse e irse en 24 horas, sobre todo si no tiene dónde ir? Así que las mujeres no hicieron caso del memorándum. Entonces el comandante del ejército y la gerencia man-daron a las mujeres-policías a embarcar a esas familias en un camión. Me contaron que, instante temprano, a las 7 de la mañana más o menos, llega-ron las policías a la vivienda del compañero Severo Torres que fue apresado y exiliado. Su esposa es bastante enfermiza y tienen una “escalera” de ocho niños. La escena más conmovedora fue cuando las policías hicieron levantar de la ca-ma a la señora y a los niños y comenzaron a cargar al camión todas las cosas y obligar a los niños a que subieran al camión. Sale un niño agarrado •de su ma-madera con té, porque muy poca leche se toma en la mina. El otrito sale con su mamadera también, conteniendo solamente agua con azúcar. El otro con un pe-dazo de pan y así, todo peladito, temblando de frío. De esta manera fueron sa-liendo, uno por uno, de la vivienda. Una de las mujeres-policías ya no se pudo contener. Se fue detrás de la vivienda y se puso a llorar. Estaba en un estado de nervios muy fuerte y lloraba a gritos.

Un obrero la vio y le dijo: —¿Por qué llora usted? ¿Por qué llora? ¿Sabe quién es el padre de esos

niños? Es un obrero que ha ido a plantear en el Congreso Minero que haya un

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aumento de sueldo para que pueda él traer un pedazo de pan más a su casa, para que pueda comprar leche y llenar estas mamaderas que usted ve con pura agua o té. Éste fue el crimen que cometió el padre de esos niños. Y por ese mo-tivo las están mandando ahora a ustedes a desalojar a toda su familia.

La mujer-policía lloraba y decía que ella no comprendía, que otra cosa era lo que le habían contado en La Paz y otra cosa era lo que ella veía en la mi-na. Y lloraba.

Entonces la vecina le dijo: —¿Para qué se va a amargar? Nosotros vamos a completar su obra. Y subieron los niños al camión. Toda la familia fue llevada a La Paz. Has-

ta el momento no sabemos qué ocurrió después con ellos. Tampoco sabemos el número exacto de los que están encarcelados, de los

que están prófugos, de los que fueron exiliados. Bueno, solamente en Siglo XX, eso sube a más de sesenta el número de familias que están en esa situación. Pero eso ocurrió en varias partes del país. Y muchos, muchos fueron retirados de la empresa.

Me dijeron que hay un plan del gobierno de llevar a esas familias desalo-jadas a San Julián. Algunas mujeres pensaban que San Julián era otra mina. Pe-ro no. Es un lugar tropical, que está en el departamento de Santa Cruz. Bueno, yo sé que el organismo humano tiene capacidad de adaptarse y desarrollar me-canismos para protegerse. Nosotros, por ejemplo, estamos acostumbrados a lu-gares frígidos del altiplano y tenemos nuestras reservas para defendernos del frío. Pero no ocurre lo mismo con la calor. Y como casi todos los trabajadores es-tán con el mal de mina, el clima tropical es, pues, fatal y les acelera la muerte. Además, como estas regiones son bastante nuevas en nuestro país, no fueron to-davía trabajadas. Hay que empezar todo, desde cortar los árboles y matar a los bichos. Los mineros que allí van no tienen el material necesario, no tienen condiciones para empezar en ahí, entonces acaban siendo peones de los otros que llegan con más plata y con más posibilidades, ¿no?

El 22 de junio —ya estábamos a 13 días de la huelga— me di cuenta de que estaba por dar a luz. Entonces hice llamar a mi esposo y le pedí que fuera a hablar con la Cruz Roja para pedir garantías, para que no me molestaran en el hospital.

Mi entrada al hospital fue una sorpresa, porque ya por la radio habían anunciado que yo había dado a luz mellizos y que los había tenido en el interior de la mina y que yo podía salir, que había para mí amplias garantías. Otro ru-mor que corrió fue que había venido la mujer de Bánzer y que se había con-movido al ver mi estado y que, llorando, me había llevado a La Paz con más mis hijitos y que me estaban atendiendo bien en una clínica. Decían a la gente

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que no se preocuparan más de mí, que el gobierno había sido benévolo conmigo y que la propia esposa del presidente se había encargado de atenderme.

No sé por qué propagaron tantas noticias falsas. ¿Sería, tal vez, un arma para que yo me presente tal cual estaba y pudieran agarrarme? ¿O sería para que los compañeros y compañeras crean que yo me he vendido al gobierno? No sé. Pero sí. fue una sorpresa para la gente cuando me vieron llegar en am-bulancia. Allí me enteré de todas las cosas que se habían dicho y propagado acerca de mi persona.

En el hospital todos me atendieron muy bien, tanto el director como la matrona y las enfermeras. Y di a luz a mis dos hijos. Mi hijita Paola nació bien. Pero el otro, que era varoncito, había muerto de asfixia, me dijo el doctor, y ya estaba empezando a descomponerse dentro de mí. La placenta también ya es-taba en descomposición. Por eso tuve tanto problema esa vez para recuperarme. Me quedé en el hospital hasta el 6 de agosto. Mi esposo, así que consiguió la ambulancia de la empresa y me dejó en el hospital, recurrió a la Cruz Roja.

Llegaron los de la Cruz Roja y dijeron que habían estado muy preocupa-dos por mí, que había corrido mucho rumor y que ellos habían intercedido al gobierno por mí, a causa de mi situación. Que desde ese momento yo estaba ba-jo el amparo de la Cruz Roja y que no debía temer y que descansara como le co-rresponde a una madre. Encargaron a la dirección del hospital que no se per-mita que nadie me ultraje.

Yo estaba en la sala que nos corresponde a las esposas de los obreros. En-tonces el director me mandó llevar a la sala de los empleados que es más chica y más segura.

En el hospital yo tenía noticias de los acontecimientos por la gente que me venía a ver. Allí la única participación que tuve fue en la huelga de hambre que hicimos un día todos los que estaban hospitalizados.

Llegó al hospital una compañera totalmente herida, con un hematoma grande; la habían golpeado fuerte los agentes y tuvieron que operarla. Unas se-ñoras llegaron y nos dijeron: “¿Cómo vamos aceptar de estar aquí bien aten-didas, comiendo varias veces al día, mientras sufren tanto nuestros compa-ñeros?” Ese día no probamos nada.

Yo no fui molestada ninguna vez por los agentes del gobierno. Ni antes ni después que tuve a mis hijitos. Primero, porque me estuve escondiendo antes de dar a luz y después, porque tuve la protección de la Cruz Roja. Pero sí que me buscaron terriblemente e incluso varias familias sufrieron por mi causa, por-que allanaban sus casas buscándome. Incluso, antes de que yo llegue al hospi-tal, un día entraron los agentes, revisaron cama por cama, hasta en la materni-

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dad. Algunos se quedaron a dormir en el hospital, porque sabían que yo debía dar a luz y querían estar seguros de agarrarme.

Aparte de eso, las mujeres nacionalistas sacaban documentos a nombre del Comité de Amas de Casa y los hacían leer por las radios. Todo era para con-fundir a la gente, ¿no?

Entonces elaboramos un manifiesto, explicando la verdadera posición de nuestro Comité. En ese manifiesto repetíamos nuestros planteamientos hechos en el Congreso de Corocoro y denunciábamos lo que estábamos viviendo en las minas en aquellos días. Y preguntábamos:

“¿Cuándo los obreros hemos allanado sus viviendas como lo hacen con nosotros ustedes, los militares? ¿Saben acaso ustedes, lo que es trabajar en las minas? ¿Saben acaso de las miserias y penas de la clase obrera? ¡No, señores! Ustedes sólo saben asesinar al pueblo y no saben contribuir económicamente al país. Mientras ustedes tienen buenas cosas, autos, viviendas, servidumbre, los obreros tienen sus miserias, su desnutrición, sus pulmones agujereados por la silicosis y ahora tienen un fusil apuntándoles por las espaldas. Ustedes no sa-ben lo que es entrar a trabajar sano y al poco rato salir muerto, hecho pedazos, dejando a su familia en la absoluta miseria”.

Decíamos más: “Los gobernantes se olvidan que ya no estamos en la época de la Colonia

española y que no podemos trabajar bala en boca; nosotros somos obreros y no esclavos y no vamos a permitir que los mercenarios hagan sus fechorías, mien-tras nosotros no podemos ni abrir la boca... Si el gobierno persiste en su acti-tud, nosotros nos veremos obligados a emigrar a otros países, donde nos traten como seres humanos y nosotros prometemos trabajar y hacer engrandecer a los países que nos abran sus puertas. Y que sean los militares quienes trabajen las minas”.

Al final nos pronunciamos apoyando a todo lo que había sido acordado por los sindicatos.

Era importante aclarar nuestra situación, ¿no? Porque aquí se ha orga-nizado otro “Comité de Amas de Casa”. Una mujer ha venido de La Paz a elegir nuevas dirigentes y ofrecer diecisiete becas para estudiar. Bueno, no han faltado mujeres que se han vendido, se han aliado con algunas trabajadoras de Las La-mas y en La Paz dijeron que son las esposas de los trabajadores mineros y son sus representantes. Incluso algunas de las secretarias de nuestro Comité han co-laborado con este grupo, según noticias que yo leí y escuché. Ahora nosotras no tenemos garantías para actuar. Por ejemplo, después de la huelga, quisimos hacer algunos planteamientos a la gerencia de la em-

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presa pero allí no respondieron: “El Comité de Amas de Casa ha sido descono-cido. Ya no existen amas de casa”.

En este momento yo pienso que si el Sindicato —que es la máxima auto-ridad de la clase trabajadora aquí— no tiene garantías para funcionar, nuestro Comité —que ha sido organizado para estar a la par del Sindicato— tampoco va a poder funcionar, ¿no? Hacer de nuestro Comité una organización nacionalista para colaborar con el gobierno sería traicionar a los ideales de la clase traba-jadora. Por eso yo considero que nosotras también estamos fuera de ley y que nosotras no podemos colaborar con este gobierno.

Yo no creo que la mayoría de las bases estén confundidas por la creación del nuevo comité. Cuando yo salí del hospital, vinieron varias señoras y me di-jeron: “Descanse usted por mientras, cuide su salud, porque en este momento no podemos hacer nada”. Yo pienso que serán las bases que, en momento opor-tuno, nos van a juzgar a nosotras.

Tantas cosas pasaron que uno ni sabe qué decir. Por ejemplo, frente a ese hecho que algunos dirigentes están apresados, otros están prófugos, otros se han vendido al gobierno y los trabajadores en ese momento están, más bien, ca-llados, hay personas que dicen que los dirigentes solamente manejamos las ma-sas, pero que no hay realmente una fuerza en la clase trabajadora.

Pero yo sí, recuerdo, que en el pasado hubo también períodos en que tu-vimos problemas y apresaron y hasta mataron a los dirigentes. Sin embargo, surgieron otros. Entonces yo pienso que ahora estamos otra vez en un período de receso. Son pocos meses aún que estamos viviendo así. Yo espero que esta si-tuación sea momentánea y que vamos a seguir como lo hicimos otras veces. Porque si no fuera así, el gobierno hubiera podido tranquilamente eliminar a los dirigentes, y listo, se hubiera acabado hace rato con la clase trabajadora de Boli-via, ¿no?

Claro, el problema que vivimos ahora es un poco grave. Porque desde el 4 de agosto, después de veintinueve días de huelga, los trabajadores reingresa-ron a sus puestos, pero sin conseguir lo que pedían. Ahora estamos viviendo en zona militar, casi en una esclavitud. Si bien el gobierno aceptó aumentar unos pesos al sueldo de los trabajadores, se compensa por otro lado.

Por ejemplo, suprimió los sobretiempos. Además, si el trabajador falta un día, no le pagan su “mita” como de costumbre, pero también le quitan la mitad de lo que le corresponde en la pulpería. En mi familia, por ejemplo, tenemos de-recho, día por medio, a dos kilos de carne y treinta panes para las nueve per-sonas que somos. Mi esposo faltó un día a su trabajo y nos dieron solamente un kilo de carne y quince panes. Así.

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En cuanto al aumento que hemos obtenido del gobierno, a un principio se decía que iba a ser de 35 %. Pero resulta que eso también fue un fraude. A ca-da trabajador le aumentaron solamente 5 pesos diarios. Mi marido ganaba, el año pasado, 17 pesos por día: cuando empezó a trabajar como lamero, le au-mentaron a 23 pesos y ahora, después de la huelga, está percibiendo 28 pesos diarios, o sea que ni un dólar y medio, a pesar de que su trabajo es más duro que antes. Así que ni en eso ha mejorado nuestra situación.

Yo quisiera decir algo también respecto?. nuestros partidos políticos. Lo que yo veo es que muchos de los que hablan bonito en tiempo de calma, llegado un momento difícil como éste, no saben estar con nosotros. Puedo notar que muchos de ellos están dando su vida “por su partido” y tal vez no “por su pue-blo”. Y por eso, creo yo, se dividen más y más. También veo que tienen cuadros, pero pocos llegan realmente a las masas. En esa última huelga también fue así.

Yo veo como una necesidad urgente que nos formemos y nos organice-mos de otra manera para defendernos de acuerdo a nuestra realidad. Porque nosotros tenemos una tradición de lucha muy fuerte, ¡Cuántos ya han dado sus vidas por nuestra causa! Pero las medidas que tomamos no son ya suficientes para hacer frente a nuestros opresores que llegan bien armados y nos aplastan cada vez. Necesitamos pensar en eso y encontrar el camino adecuado para re-solver esa situación.

Soluciones momentáneas ya no nos interesan. Nosotros ya hemos tenido gobiernos de todo corte, “nacionalista,” “revolucionario”, “cristiano”, así de to-da etiqueta. Desde el 52, cuando el gobierno del MNR empezó a traicionar la re-volución hecha por el pueblo... tantos gobiernos han pasado y ninguno ha llega-do a colmar las aspiraciones del pueblo. Ninguno ha hecho lo que realmente quiere el pueblo. El gobierno actual, por ejemplo, no está haciendo obras para nosotros, sino que los beneficiados son, en primer lugar, los extranjeros que continúan llevándose nuestras riquezas y después los empresarios privados, las empresas estatales, los militares y no así la clase obrera ni el campesino que se-guimos cada día más pobres. Y eso va a continuar igual mientras estemos en el sistema capitalista. Yo veo, por todo lo que he vivido y leído, que nosotros nos identificamos con el socialismo. Porque solamente en un sistema socialista ha de haber más justicia y todos aprovecharán de los beneficios que hoy día están en manos de unos pocos.

Y mira que en ese camino en que estamos, nos pusieron los mismos go-biernos que nos maltrataron. A mí, por ejemplo, cuando me apalearon en las celdas del DIC por ser “comunista”, “extremista” y todo, me despertaron una gran curiosidad: “¿Qué es comunismo? ¿Qué es socialismo?” Porque a diario me apaleaban con eso. Y empecé a preguntarme: “¿Qué es un país socialista?

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¿Cómo se solucionan allá los problemas? ¿Cómo vive allí la gente? ¿Los mine-ros son allí masacrados?” Y entonces, me ponía a analizar: “¿Qué he hecho yo? ¿Qué quiero yo? ¿Qué pienso yo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué he dicho? Yo sola-mente he pedido que se haga justicia al pueblo, yo solamente he pedido que to-dos tengan que comer, yo he pedido que la educación sea mejor, he pedido que no haya más masacres como esa terrible, de San Juan. ¿Será eso socialismo? ¿Se-rá eso comunismo?” Por otro lado, a través de los libros que he leído y de tantas personas con quienes pude conversar, sabemos que en tal y tal país socialista los habitantes alcanzaron mejores condiciones de vida, de salud, de vivienda, de educación. Los obreros son mejor tratados. Los campesinos no están marginados. La mujer tiene la oportunidad de entrar en el trabajo productivo, porque se encuentran nuevas fuentes de trabajo para que el pueblo pueda progresar en conjunto. Ya no tiene la mujer que sufrir tanto por su condición de mujer, como nosotras que nos arruinamos el organismo con tanto trabajo, nos arruinamos los nervios con tanta preocupación por el futuro de nuestros hijos, por la salud de nuestros es-posos trabajadores que ya, de antemano, sabemos que van a acabar con el mal de mina.

Y tantas otras cosas que nos acaban. Sabemos que en un régimen socialista esto cambia, porque debe haber

oportunidad para todos, que hay fuentes de trabajo para las mujeres y hay guarderías para que sus wawas puedan ser atendidas mientras ellas trabajan.

Y que el mismo gobierno tiene que vigilar por los ancianos, las viudas, todo eso.

Entonces, son aspiraciones que tenemos, queremos que esto ocurra con nosotros, ¿no? Además, según entiendo yo, en el sistema socialista, el pueblo tiene que participar para que no se caiga otra vez en la explotación del hombre por el hombre, ¿no?

Yo sé que en todos los países que llegaron al socialismo hay todavía mu-cho por conquistar. Pero me doy cuenta que ellos alcanzaron ya mucho de lo que nosotros planteamos.

Por eso yo pienso que nosotros, los bolivianos, debemos estar atentos a las experiencias de aquellos pueblos, a sus errores y a sus conquistas, pero uniéndonos para buscar una solución de acuerdo a lo que es Bolivia, nuestro pueblo, nuestra situación. Y no pasar el tiempo peleando entre nosotros a ver qué dice Rusia, China, o Cuba y distrayéndonos solamente en defender a uno más que al otro. El marxismo, según entiendo yo, se lo debe aplicar a la realidad de cada país.

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Mi pueblo no está luchando por una conquista pequeña, por un poquito de aumento de sueldo aquí, un pequeño paliativo allí. No. Mi pueblo se está preparando para expulsar para siempre del país al capitalismo y a sus sirvientes internos y externos. Mi pueblo está luchando para llegar al socialismo.

Esto lo digo y no es invento mío. Lo han proclamado en un Congreso de la Central Obrera Boliviana: “Solamente será libre Bolivia cuando sea un país socialista”.

Y cualquiera que dude de esto, alguna vez ha de tener la oportunidad de venir a Bolivia y aquí sí, se va a convencer de que esto es lo que clama mi pue-blo.