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JEAN-PIERRE RICHARD Francis Ponge (Onze études sur la poésie moderne, Paris, Du Seuil, 1961) La raíz de lo que nos asombra está en nuestros corazones. Le Grand Récueil, Pièces, p. 174 Imaginemos por un instante un encuentro: he aquí a Francis Ponge y, ante él, una de esas cosas de las que desde hace tanto tiempo y con tanta frecuencia, con tan feliz insolencia, nos ha anunciado el parti pris [decisión tomada, idea preconcebida, prejuicio]. Todo nos llevaría a suponer, entre este enamorado del “aspecto sensorial” del mundo y la materia elegida de su deseo, la dicha inmediata de una contemplación o de una absorción golosa. Sin embargo, esta suposición sería engañosa: el primer contacto de Ponge con el objeto, entendiendo por objeto el individualizado y aislado, aquél sobre el que cada uno de sus poemas dirige su proyector, la colada, el camarón, el vaso de agua, este contacto, entraña menos goce que inquietud. Para el espectador aparentemente satisfecho, la fulminante evidencia del afuera se distingue muy poco, en efecto, de un sentimiento íntimo de impotencia: incapaz de igualarse a una revelación tan violenta, la consciencia se abandona a una suerte de autodesvanecimiento estupefacto. Ponge mismo lo confiesa: “Puedo, escribe, vivir en la variedad de las cosas, porque esta variedad me construye, mientras que en relación a una de ellas solamente, en relación a cada una de ellas en particular, si no considero más que una, desaparezco, ella me aniquila” (GRM, 13*). Y, asimismo, confirma un poco más adelante, cada obra de arte que quiero admirar separadamente,

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JEAN-PIERRE RICHARDFrancis Ponge(Onze études sur la poésie moderne, Paris, Du Seuil, 1961)

La raíz de lo que nos asombra está en nuestros corazones. Le Grand Récueil, Pièces, p. 174

Imaginemos por un instante un encuentro: he aquí a Francis Ponge y, ante él, una de esas cosas de las que desde hace tanto tiempo y con tanta frecuencia, con tan feliz insolencia, nos ha anunciado el parti pris [decisión tomada, idea preconcebida, prejuicio]. Todo nos llevaría a suponer, entre este enamorado del “aspecto sensorial” del mundo y la materia elegida de su deseo, la dicha inmediata de una contemplación o de una absorción golosa. Sin embargo, esta suposición sería engañosa: el primer contacto de Ponge con el objeto, entendiendo por objeto el individualizado y aislado, aquél sobre el que cada uno de sus poemas dirige su proyector, la colada, el camarón, el vaso de agua, este contacto, entraña menos goce que inquietud. Para el espectador aparentemente satisfecho, la fulminante evidencia del afuera se distingue muy poco, en efecto, de un sentimiento íntimo de impotencia: incapaz de igualarse a una revelación tan violenta, la consciencia se abandona a una suerte de autodesvanecimiento estupefacto. Ponge mismo lo confiesa: “Puedo, escribe, vivir en la variedad de las cosas, porque esta variedad me construye, mientras que en relación a una de ellas solamente, en relación a cada una de ellas en particular, si no considero más que una, desaparezco, ella me aniquila” (GRM, 13*). Y, asimismo, confirma un poco más adelante, cada obra de arte que quiero admirar separadamente, arrancada de su paisaje cultural, “me excluye, me borra, me aniquila”. Frente al objeto denso y solitario, a la cosa extraña, inútil, que surge ante él como un puro fragmento de mundo, Ponge experimenta primero una fascinación, que se resuelve en una parálisis, en un mutismo. Este objeto que él contempla y admira, no tarda en borrar en él la consciencia –es decir el poder de admirar, el don de contemplar. Antes que de parti pris des choses, de tomar partido por las cosas, sería mejor entonces hablar aquí de emprise, de influencia de las cosas: especie de posesión por el afuera en la que el éxtasis equivaldría más bien a una abdicación. Pero este afuera mismo no experimenta aquí “sentimientos” menos divididos. Él también se calla, y con un silencio que puede comportar dos significados muy distintos. Más comúnmente, el objeto parece volverme la espalda, como para manifestarme, con toda su densa y radiante suficiencia, que no tiene necesidad de mí, que no necesita para existir ni mi ayuda ni mi presencia; frente a él me siento, en suma, inútil, incluso un intruso, y es precisamente esto lo que lo hace precioso para mí. “Los objetos, los paisajes, los acontecimientos, las personas del mundo me dan mucho placer… Se apoderan de mi convicción. Por el solo hecho de que no tienen ninguna necesidad de ella. Su presencia, su evidencia concretas, su espesor, sus tres dimensiones, su lado palpable, indudable, su

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existencia, de la que estoy mucho más cierto que de la mía propia , todo esto es mi única razón de ser, hablando propiamente, mi pretexto (GRM, 12). Entendamos, el texto previo a partir del cual Ponge podrá inaugurar el suyo. Pero si el objeto es comprendido así como mi “razón de ser”, un ser que no existe, lo comprobamos aquí, sino a partir de su ser, apoyándose en él y en su certeza exterior con una suerte de feliz alivio, otras veces le parece a Ponge –como ya a Baudelaire o a Proust, a todos los grandes artistas de la impresión– que el mutismo del afuera, lejos de disimular una indiferencia o una autosatisfacción de la materia, disimula por el contrario un dolor, casi un reproche. Si todos los objetos callan, ¿no será en realidad porque nosotros callamos a sus palabras, porque no sabemos mirarlos y por lo tanto decirlos? Quizá el sentimiento de inmediata alteridad que experimentamos frente a ellos obedece a que los hemos exiliado de nuestro mundo, cuando ellos reclamaban, como cualquier persona o cosa, ser investigados, explorados, interpelados por lo que el hombre posee de más preciosamente humano: su lenguaje. A través de su silencio, en suma, el objeto reclama, nos reclama la palabra, nos apremia a llevarlo al ser obligándolo a explicar su ser, explicación que nos obligaría también a movilizar en nosotros una consciencia muy precisa, y verbal, de este ser… Si, por ejemplo, Ponge no ha hablado toda su vida de la colada, tema sin embargo infinito, es, nos dice, porque “otros objetos me solicitaron enseguida, cuyas mudas instancias tampoco hubiese padecido sin remordimientos durante mucho tiempo” (GRP, 81). Mudas instancias: ¿el parti pris no se ha vuelto aquí prise à partie, imputación, silenciosa imploración del hombre por la cosa? Parti pris, emprise, prise à partie, estas tres actitudes mezcladas convergen en un desenlace común que es el ejercicio de un lenguaje y el nacimiento de una literatura. “La pasión de la expresión” no se separa, en Ponge, de la experiencia objetiva, u objetal, a la que aporta, por lo demás, su más feliz solución. Porque escribir sobre un objeto, describirlo, ¿no es prestarle una voz, cubrirlo de palabras, llevarlo incluso a transformarse completamente en palabra? Pero el escritor que realiza esta descripción se confiere, al mismo tiempo, a sí mismo la solidez, la certeza interior que le hacía falta en el momento del primer asalto de las cosas. Apoyado en esta secreción humana que es el texto, un texto que se propone reproducir y mimar la esencia del objeto descripto, evitará el estupor, el sentimiento de inutilidad y de vértigo provocados en él, desde luego, por el surgimiento de su frente a frente sensible. Nada sin duda más temible, cuando se los encuentra por primera vez al desnudo, que una colada o un camarón. Describirlos, oponerles un espesor de frases y de palabras igual, si es posible, a su realidad: he aquí, para Ponge, el único modo de recuperar frente a ellos su serenidad. Pero la literatura hace más aún, porque el texto en el que me apoyaré no tendrá por única utilidad sustituir mi debilidad por su plenitud. Plena y carnal, ya que para Ponge la palabra es un trozo de naturaleza, una cosa más, posee también el poder de ahuecamiento y de abstracción del que gozan todas las realidades significantes. Si pretende, por lo tanto, erigir en ella algún equivalente fiel de la solidez objetal, no podrá impedir sin embargo que ésta se encuentre ahí en cierto modo atropellada, corroída y como negada por el movimiento todopoderoso del sentido. La descripción deberá, por otra parte, desarrollar y estirar este

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sentido en una serie de frases; su recorrido, su discurso impediría al lenguaje reproducir la inmediata impresión de monolitismo, la sensación de impacto absoluto y sin matices que había provocado la aparición primera de lo real. Trabajar el estilo será también, para Ponge, trabajar sobre la cosa, trabajar directamente la cosa. Por este esfuerzo se encontrarán prises à partie, denunciadas y lentamente reducidas sus dos cualidades más exquisitamente aterradoras: su opacidad y su soledad. Así, socavado por la múltiple actividad del análisis, el espesor se vaciará, se volverá materia, luego textura, luego haz de nociones y finalmente pura relación interna de abstracciones. Pero, bajo la exploración minuciosa de la mirada, el objeto perderá también su lisura original, su clausura: se dará en detalles y en matices, estallará en partes distintas, será únicamente un paisaje. Entonces el espíritu ya no se situará ante él como un intruso aterrado; se instalará en él, en el corazón mismo de esta variedad que Ponge necesita, nos dice, para sentir que es. Porque la variedad de las cosas “lo construye”, “le permite existir en el silencio mismo, como el lugar en torno al cual ellas existen” (GRM, 13). Hacer así que el objeto deje de imponérseme en el cara a cara de una extrañeza y una unicidad irreductibles para convertirse en un espacio múltiple, modulado, que se dispondría felizmente en torno a mí y a mi consciencia; utilizar esta situación nueva, este juego íntimo de la cosa (entendiendo juego en el doble sentido de hiato, de looseness, y de diversión, de explotación lúdica de esta dehiscencia) para moverme mentalmente en ella, para desplazarme de un punto a otro de su extensión significante, para saltar de tal matiz a tal detalle, de tal intención a tal semejanza, y para construirme entonces a mí mismo, fundándome poco a poco, equilibrándome en mí y en el objeto con una gimnasia a la vez espiritual y sensual, tal es, me parece, el proyecto de la descripción pongiana. Al término de su ejercicio, el objeto se habrá vuelto, sin perder su peso de objeto, algo poroso a la sensibilidad y al espíritu: en realidad, menos un objet, un objeto que, según la palabra de Ponge, un objeu, un objuego.

¿Pero cómo transformar el objeto en objuego? ¿Según qué procedimientos mentales, por qué vías? Lo más prudente, sugiere Ponge, sería aquí elegir la movilidad. Frente a una realidad por definición inerte, nuestra propia inercia no implicaría sino letargo y mutismo. Para sacudirse este doble estupor, el espíritu deberá, por lo tanto, moverse, desplazarse en todos los sentidos alrededor de la cosa interrogada. Para él no hay ningún punto de vista privilegiado, todos serán igualmente válidos; lo esencial es multiplicarlos. Variaré, por lo tanto, mis prises, mis perspectivas, renovaré mis puntos de vista, de un modo tan ágil y cambiante que mi yo se vuelve entonces un nosotros, “ese nosotros, se entiende”, que “figura simplemente la colección de las frases y posiciones sucesivas del yo” (GRP, 153). Esas frases se sucederán rápidamente, de manera de poder abarcar en corto tiempo la totalidad de las facetas objetuales. Cada una de ellas dura poco, el espacio de un parágrafo, o incluso de una frase. Apenas acabada su interrogación, cumplida su revelación, sin ninguna transición, ella se borra ante otra “frase”, otra actitud inquisitiva. De allí una discontinuidad formal que, en su estudio clásico sobre Ponge, Sartre ha reconocido y comentado admirablemente. Es que el espíritu ha comenzado ahora, en torno a la cosa, una

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verdadera danza; no sólo la explora bajo todos sus aspectos sensibles, sino que se esfuerza por sorprenderla con la rapidez de sus interpretaciones imaginarias. Intenta una analogía, luego la retira, arriesga una imagen, ensaya una alegoría, todo ello muy rápido, sin reflexionar, de manera casi experimental, con el solo fin de extraer del objeto, de “distraer” de él, como hubiese dicho Mallarmé, tal o cual de sus cualidades constitutivas. Así, el lagarto se equipara, sucesivamente, a un dragón chino, a un puñal, a una pequeña locomotora, a una gama cromática, a una frase, todas metamorfosis que vienen a completar el análisis de la misma palabra lézard, lagarto, y que a la vez sugieren, por su zeta (zède), su zélo, la esencia del retorcimiento, y por su ard, la de la fuga lerda… “Varios rasgos característicos del objeto surgen” así (GRP, 94), resultado de un verdadero análisis intencional que se funda en la volubilidad imaginante del espíritu. Ponge no practica, por lo tanto, el hundimiento, o al menos no es ése, ante el objeto, su modo preferido de ataque. Inversamente, un Flaubert, por ejemplo, desconfía de las profundidades substanciales, se aparta de una masa interior de la que teme, se lo verá más adelante, la monotonía y lo informe. La superficie, por el contrario, lo solicita, porque le parece más fácil descubrir en ella principios de modulación, elementos de variedad y, por lo tanto, para la mirada ávida, algún punto al que vincularse, quizá en el que insertarse. Nosotros buscaremos ante todo el grano de la cosa, su detalle. Si éste se niega a aparecer solo, y en las condiciones normales de observación, Ponge tratará de provocar artificialmente su manifestación, ya sea aumentando de golpe la escala del objeto observado (y la corteza de pan se vuelve entonces un maravilloso relieve, “como si uno tuviera, a mano y a su disposición, los Alpes, el Tauro o la Cordillera de los Andes” (P, 23), milagro de una visión microscópica que transforma lo aparentemente homogéneo en una arquitectura o un tejido), ya sea, inversamente, empequeñeciendo el tamaño relativo del observador (“una concha es una cosa pequeña, pero yo puedo desmesurarla volviéndola a colocar donde la encuentro, posada sobre la extensión de la arena”, P, 55), ya sea haciendo jugar sobre la epidermis objetal tal fuerza viviente, variable, que provocará, casi táctilmente, su confesión. “Si alguna vez perdéis el gusto por los objetos, aconseja Ponge, observad entonces, no sin cierto parti pris, no sin cierta parcialidad, las insidiosas modificaciones aportadas en su superficie por los sensacionales acontecimientos de la luz o el viento…, estas continuas sacudidas de manteles, estas vibraciones, estos vahos, estos hálitos, estos juegos de soplos, de ligeros pedos…” (GRP, 8). Volatilidad, movilidad ya no pertenecen aquí sólo a la consciencia que examina, sino al clima que ella despliega y lo hace temblar todo en torno al objeto examinado; este estremecimiento le basta entonces para descubrir el matiz, la desigualdad concreta, el detalle insólito a los que ligar toda su búsqueda. Que una superficie tome la forma de otra superficie y nos hallaremos situados en la dicha tan reveladora de la tangencia. El inmediato encuentro de dos objetos o dos sustancias los obliga en efecto a declarar, mejor que cualquier otra operación sensible, su propiedad más singular: su testimonio nace en el plano mismo de su conjunción. Fronteras, franjas, límites constituyen así, para Ponge, zonas críticas de la cosa. Las realidades más profundas,

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escribe, no se abordan sin sufrir cierta disminución. Por eso el hombre, y también por rencor contra la inmensidad que lo hostiga, se precipita a los bordes o a la intersección de las grandes cosas para definirlas” (P, 36). Nada, en efecto, como una intersección, como un desgarramiento de una cosa por otra, para denunciar, como a través de un corte histológico, la textura propia de cada una de ellas. ¿Queremos, por ejemplo, aprehender la esencia concreta del mar? No iremos a buscarla afuera, donde la consciencia sin duda se perdería y naufragaría, sino allí donde la masa marina encuentra otros elementos que la limitan y la informan: el viento, que la “hojea” y “pliega” como un libro; los peñascos, que la atraviesan con su “ciego puñal”; el mismo sol, que “cae oblicuamente hasta su guardia rocosa de anchos cuchillos terrosos” (ibid.), especies de olas sólidas, cuyo duro hundimiento en el agua seguimos con la imaginación, y que entonces nos revelan, como por contraste, la glauca y ondulante musculatura. Para sugerir, igualmente, la desnudez mate de una roca, se podrá imaginar su superficie lentamente cubierta por una invasión de musgo y luego bruscamente desembarazada de él. Porque el contacto de dos objetos nos obliga, si verdaderamente queremos imaginarlo, a situarnos mentalmente entre ellos, en lo más agudo de su encuentro, y por lo tanto a adherir a toda la intimidad revelada de sus texturas. Encontrarse entre la corteza y el árbol: esta situación, generalmente incómoda, constituye quizá aquí el ideal del observador o del soñador de las cosas. Por otra parte, la contigüidad no tiene ninguna necesidad de ser concreta para poner en evidencia la particularidad de cada objeto: abstracta, mental, vuelta simple comparación, ella alcanza resultados no menos brillantes. Intelectual y fonéticamente ligada a la naranja (l’orange), la esponja (l’éponge), por ejemplo, manifestará, mucho mejor que si la hubiésemos examinado en sí misma, el matiz muy especial de su elasticidad (flexibilidad hueca, profundidad sin jugo ni oro (or)…); o bien incluso la fauna denunciará, por oposición, en la flora, una combinación de inmovilidad y de monótono despliegue. El viejo procedimiento del paralelismo encuentra así una virtud inesperada, que es subrayar en cada uno de sus términos la presencia de lo que Ponge llama, muy estructuralmente, su “cualidad diferencial” (GRM, 41-42), y permitir entonces una valoración de lo singular tan preciosa, si no más, como su iluminación analógica. Agrego que la búsqueda de esta “cualidad” puede ejercerse también, fuera de toda comparación externa, en una puesta en relación del objeto examinado con él mismo; bastará para ello imaginarlo ya no en un espacio rico de contigüidades, sino en la duración que le es propia, en la serie cronológica de sus actitudes (la gota de agua cae, rebota, resbala, gorgotea y se evapora), en la extensión de tiempo que ha debido atravesar modificándose sin cesar (así el peñasco) para aparecer ante nosotros tal como lo vemos. De la superposición imaginaria de sus diversos estados puede surgir entonces la evocación de su esencia. Este método, que no deja de recordar el procedimiento husserliano de las variaciones imaginarias, nos permite por ejemplo entender el musgo, el barro o el guijarro a través de la variedad iluminante de sus fases. El objeto se manifiesta cambiando ante nosotros, permaneciendo el mismo a través de todos sus cambios; él se fija a través de una historia.

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Decir que el objeto se fija, se manifiesta, es hablar con exactitud. Observando lo que se dice: “el cielo se embaldosa, se taracea, se pavimenta”, Ponge agrega que “la forma pronominal es aquí adecuada, porque esas formas se crean, en realidad, del interior” (GRM, 73). Desde el interior, el objeto va, por lo tanto, con todas sus fuerzas, con toda su oscura voluntad, a colaborar en la operación por la que trataré, por mi parte, de extraerle la declaración de lo que es, su sí, la afirmación de sus cualidades dominantes. Porque, como el autor de la Prose pour des Esseintes, Ponge busca transmutar el mundo en una serie de florecimientos felices e ideales; en cada objeto trata de extraer no la idea (esta palabra no pertenece a su vocabulario; Ponge se define, curiosamente, como materialista) sino la o las cualidades, la intención concreta, el proyecto que lo impulsa a ser. La extracción se produce, la cosa comienza a florecer, las esencias pasan del modo de lo implícito al de lo explícito, es entonces “el momento propicio, el momento feliz, y en consecuencia el momento de la verdad”, aquél “en el que la verdad goza…, en el que el objeto se regocija, si puedo decirlo así, saca de sí mismo sus cualidades, el momento en el que se produce una especie de copolación [floculation]” (GRM, 257), copolación que es a la vez despliegue, hinchazón, aireación, palabra. No hay duda de que este júbilo, esta alegre expansión responden aquí a una voluntad profunda de toda cosa. Porque lo inanimado, dice Ponge, no es ni masculino ni femenino, ni menos aún neutro, o al menos es un neutro activo. Está dotado de una “especie de vida, de facultad radiante, de un aspecto resplandeciente, brillante, centelleante, radiante”, que manifiesta su lado afirmativo, su voluntad de ser, su extrañeza fundamental (que hace de él la providencia del espíritu), su salvajismo” (GRM, 157-158). Pero este salvajismo aspira siempre –y sin volverse familiar, eso es lo difícil– a desplegarse ante el hombre y a decirse. Por lo tanto no parece que Sartre se engañe cuando cree descubrir en Ponge alguna original elección de la inmovilidad pétrea; todo el activismo declarado de Ponge denuncia como falso un juicio tal. La elección pongiana me parece más bien acercarse a una cualidad interna de expansión y abertura; es quizá primero, y simplemente, como bien lo dice Jean Tortel, la voluntad de la expresión. Las preferencias [parti pris] objetivas, los gustos de Ponge nos confirmarían esta elección. Porque si el objeto arde abstractamente con todas sus cualidades manifiestas, su forma misma, su esquema dinámico, su historia tomarán el camino de un florecimiento análogo. Vemos con qué frecuencia se nos aparece aquí como salido de una profundidad oscura de la que parece, literalmente, saltar o brotar: el lagarto sale del muro, el camarón surge de la viscosidad marina, el caracol se separa del barro, el vino viene del subsuelo, la pluma sabe de “la sombra y la frescura que están en el interior del espíritu”… Todo interior tiende así a desplegarse en un afuera; sólo el hombre parece ser la excepción a esta ley, el que apaga su mirada, deja estupefacto su rostro, bloquea en él toda intención interna de expresión. Pero este bloqueo del proyecto humano, que Sartre ha reprochado a Ponge, si sitúa en realidad al nivel de las significaciones voluntarias, conscientes, que interesan muy poco a nuestro poeta. Él autoriza, como contrapartida (véase por ejemplo el gimnasta o la joven madre) la liberación de las esencias que de lo contrario hubiesen pasado desapercibidas y que pueden surgir entonces de una simple iniciativa del cuerpo o de la

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carne. Si Ponge parece paralizar la significación humana, es, por el contrario, con el fin de liberarla, pero situándola más abajo, en un dominio hasta aquí privado de la libertad misma de tener sentido, y que él es el primero en volver a anexar al humanismo. Liberado así de su superestructura, el hombre compartirá plenamente desde entonces la ebriedad animal o vegetal. Es primero el movimiento de lo entreabierto: “los naranjos están bien despiertos; todos esos pequeños botones brillantes” (GRM, 60) dicen el estallido original, abren en ellos ese “ojo de la juventud” (P, 85) que brilla también en la compacidad cerrada del guijarro. Luego llega el instante de la explosión: exceso blando de la rosa, empuje acaramelado de la magnolia, o incluso declaración lujuriosa de lo más íntimo de la carne, de una carne eróticamente hinchada hacia el nacimiento extático de una boca. Citemos aquí la maravillosa celebración de Fautrier: “Palabras, reventad así como burbujas, dejando un orificio, un cráter en la cima de vuestra muda hinchazón, vuestro pezón. Oh, bocas, huesos, aberturas, oráculos, orificios: He aquí una metáfora para el cuerpo femenino en celo– …He aquí cómo se resuelve la crisis y se opera el acceso al trasfondo femenino. No se trata sino de burbujear y de estallar según un lenguaje” (GRL, 116). Solemnidad muy claudeliana, y claudeliano también, además, el tema cósmico de la boca. Pero la boca de Ponge no es la de Dios, ni siquiera la del poeta, es la de la carne, la del objeto a cuyo sentido una “crisis” profunda permite acceder amorosamente. Todo se desencadena así en una especie de erupción de formas, de palabras y de materias, en una abertura apasionada.

Esta pasión de lo manifiesto entraña como contrapartida en Ponge algunas repugnancias muy significativas. Así, lo elemental lo rechaza: reconociendo toda su grandeza, él se aparta a causa de su lado no liberado, de su naturaleza esencialmente involutiva. El elemento es para él lo que se repliega sobre la fatalidad de una especie de fusión original –fusión equiparada a una confusión– y vuelve por lo tanto la espalda a los proyectos de nuestra curiosidad. Fundamentalmente indiferenciado, apasionadamente homogéneo, pero de una homogeneidad que se identificaría sin embargo con un desorden, con un caos interno de la substancia, resiste a todo intento mental de disociación o de análisis. El agua, por ejemplo, ese líquido incoloro, inodoro, insípido, no posee otra cualidad que la de escapar obstinadamente a la cualidad, otra forma que su pasión por lo informe, otro propósito que el de resbalar, es su “idea fija”, su “escrúpulo enfermizo”, hacia el abajo absoluto donde la pesantez la aplastará. No hay duda de que Ponge admira, pero también condena en ella este sorprendente tropismo del derrumbamiento: “Ese vicio también actúa en el interior de sí misma: se derrumba sin cesar, renuncia a cada instante a toda forma, no tiende más que a humillarse, se acuesta boca abajo sobre el suelo, cuasi cadáver, como los monjes de ciertas órdenes. Siempre más abajo: tal parece ser su divisa: lo contrario de excelsior” (P, 40). Este decaimiento señala aquí una falta de compostura demasiado repugnante, y como una falta, a la vez sensible y moral, de dignidad. Lo elemental molesta

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a Ponge porque se le escurre entre los dedos, porque escapa a la imposición de toda categoría mental o verbal. Así el barro, esa agua terrosa, que “es la enemiga de la forma y se mantiene en las fronteras de lo no-plástico” (GRP, 70), lugar elegido para todas las ósmosis, se mezcla al universo orgánico más bajo, a la esencia informe del molusco, que pasa “–y es recíproco– a través de los caracoles, de los versos, de las limaduras como el cieno a través de ciertos peces: flemáticamente” (ibid.). Esta flema, que nos devuelve a la vez a la imagen de una lentitud cenagosa y a la viscosidad de alguna excreción vomitada, denuncia en Ponge un muy preciso disgusto. De allí la violencia final del rechazo: “Él quiere tentarnos con las formas y finalmente desalentarnos. ¡Así sea! Y como último recurso no sabré escribir para su gloria, para su vergüenza, más que una oda diligentemente inacabada” (ibid.). El inacabamiento del lenguaje se encargará entonces de decir el estado esencialmente inacabado del elemento. De modo negativo hará existir para nosotros los diversos aspectos de su negatividad: pereza, monotonía, falta de detalles y de límites, y sobre todo su inmensidad, detestada en razón de que “en el seno de lo informe peligrosamente se tambalea y se enrarece” (P, 36). Porque el vértigo de lo elemental –que es también, prestemos atención, el de la continuidad– parece a veces disimular una especie de rechazo fundamental que nos opondría a la materia. Mientras Ponge busca el objeto que diga sí, el elemento se cierra y se contrae, condescendiendo, cuanto más, a murmurarnos sólo un no. Esta mala voluntad se extiende a todos sus modos: a la huida viciosa del líquido, al deslizamiento infame de lo barroso responde la obtusa brutalidad de las rocas. En el tejido pétreo, la negación se vuelve, en efecto, estupor; la materia sucumbe en él a una parálisis, a una especie de desgarro interno que le prohíbe todo despliegue. “Así, el reino mineral no reina sino del modo en que se dice que reina la indiferencia o el decaimiento. Hay en las piedras un abandono pasivo y disgustado con respecto al resto del mundo, al que parecen volverle la espalda” (GRM, 301). Esta apatía se liga además a la dolorosa experiencia del desorden. Una maravillosa imaginación cosmogónica hace aquí de cada peñasco el producto caótico de una especie de estallido original, dispersión de un “abuelo enorme”, bloque rocoso tan positivo como radiante, que, explotando, deshaciéndose en los “mil saltos espesos” de “una agonía”, en “la artesa horrible de un lecho de muerte” (P, 74), ha engendrado el triste mundo de nuestras piedras. La solidez rocosa no debe, por tanto, ilusionar: ella también encubre un hundimiento y una desagregación; ella evoca el retorno desanimado de una substancia eterna y aparentemente incorruptible –el cuerpo del “abuelo enorme”– a un estado material de incertidumbre y de confusión. La piedra nos arrastra todavía hacia lo bajo, hacia la muerte, hacia ese grado cero de la materia en el que se apaga toda posibilidad de expresión. Y si descubrimos en ella algo así como un umbral negativo de la palabra, como un límite del espíritu, es que ya no posee ningún recurso interno, ninguna fuerza capaz de inventar o de formular para nosotros una respuesta. La roca realiza, en efecto, “el estado de la materia en el que la energía es la más baja” (GRM, 201). Con el anonadamiento de su fabuloso abuelo, ha perdido para siempre la “facultad de conmover”, y por lo tanto de significarse; “incapaces ya de toda reacción, ninguna de ellas

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vuelve a responder” (P, 77). Mutismo, insensibilidad, astenia, informidad, he aquí los grandes temas a través de los cuales se dibuja para Ponge algo así como una maldición de la Naturaleza. Frente al opaco desastre elemental, todo el esfuerzo humano se orientará hacia una reactivación de la substancia. Habrá que estimular el elemento, obligarlo material o imaginariamente a sacudir su inercia, a elevarse por encima, más allá de sí mismo, a manifestarse. El agua, por ejemplo, será imaginada en los tubos que la transportan e impulsan, en los grifos de los que brota: “Tú corres por las calles, trepas a todos los pisos, te desparramas por todos tus sumideros” (GRM, 133). Hela aquí, de golpe, metamorfoseada: ya no fugitiva ni disgustada, sino activa, concertada, “desbordante de generosidad, de ingenio, de alegría” (GRM, 155), tres atributos que nos devuelven, quizá etimológicamente, en todo caso ortográficamente, a la dicha reencontrada de una génesis. O bien la sorprendemos en una actividad todavía cadente, pero sin embargo alegre a causa de sus desigualdades internas, de sus sorpresas, de su lado surgente y puntual: la lluvia. El barro también será redimido por la imaginación de una agresividad subyacente a su molicie, porque él se apega y “te tiene apego”, y por lo tanto te tiene en cuenta. “Hay en él luchadores escondidos, tendidos por la tierra, agarrando vuestras piernas, como trampas elásticas, como lazos” (GRP, 68). Esta hostilidad significa al menos que existimos para él, lo que nos lo hace mucho más simpático en su asalto que todas las neutralidades elementales: “Prefiero caminar por el barro y no en medio de la indiferencia, y volver embarrado, pues para ese viaje no se precisan alforjas” (ibid.). Finalmente, hasta la piedra acepta a veces un milagroso movimiento: la letargia rocosa se disipa, la opacidad se vuelve transparencia, el espesor se entreabre y nos mira: es la alegría de los cristales: “Por fin, piedras vueltas hacia nosotros y que han abierto sus párpados, piedras que dicen ¡Sí! ¡Y qué signos de inteligencia, qué guiños! (GRM, 202). Esta dicha del cristal revela también otra causa, obedece al hecho de que este pequeño bloque pétreo ha sabido desprenderse de la inmensidad rocosa para existir en ella como una forma cerrada y suficiente. Los objetos felices son, en efecto, en Ponge, aquéllos que se “regocijan” con todas sus cualidades dilatadas, pero también aquéllos que surgen de una profundidad elemental, afirmando a partir de ella, contra ella, el resplandor discontinuo e insolente de lo que son. En ellos lo amorfo se individualiza, la capa profunda de la materia se crispa en algunos duros núcleos. La piedra se revela así como un cuerpo y un rostro en el guijarro, esa pequeña isla redonda (P, 81). La miga de pan, ese “flojo y frío subsuelo” (ibid., 23), al secarse se contrae, se disemina en migajas. El agua se convierte en gota, es decir, grano de agua, “agujeta brillante”, que suena con toda la agudeza de mil “minúsculos golpes de gong” (ibid., 8) –o mejor aún, vaso de agua, es decir, liquidez suspendida, efusión circunscripta, transparencia dibujada y contenida por una transparencia. Si este átomo de agua posee una vida, si podemos verlo subir, vítreo pero “salvaje”, como un “pequeño signo de interrogación”, desde el “fondo del caos líquido” (GRM, 14), si además va de acá para allá con bruscas detenciones, en zigzags que despistan cualquier previsión y afirma mejor todavía su independencia en relación al gran principio ambiental de la

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viscosidad marina, habremos asistido al nacimiento de este maravilloso bicho: un camarón. Incluso el barro conocerá un acontecimiento análogo: será, especie de limo detenido por una pared y redondeado en un cascarón, el caracol. Gota, migaja, caracol, guijarro, camarón, he aquí, me parece al menos, algunas de las cosas hacia las que Ponge dirige más decisivamente su preferencia [parti pris]: todos seres discontinuos, puntuales, insulares. Unidos unos a otros, convertidos en racimos, la lluvia, por ejemplo, o la plaza, o el pan sentado, extienden ante los ojos el espacio de una granulación en la que cada parte se separa absolutamente de sus vecinas, se aísla incluso de ellas mediante la aceptación de un vacío interpuesto. Se adivina que el espíritu no tardará en deslizarse en ese vacío, sin temer ya ninguna usurpación, ningún ahogo de parte del espesor sensible. El guijarro, por ejemplo, si se deja arrollar y corroer por la liquidez de la ola, jamás le permite insinuarse en él; el agua lo cubre sin recorrerlo, de manera que, incluso infinitesimal, vuelto grano de arena, permanece cerrado al contagio marino. Frente a esta arena, que es la antítesis exacta del barro, o ante otras realidades de estructura análoga como la mimosa o la lila (la lila, “esos ramilletes formados de gran cantidad de tiernos clavos malvas o azules”, GRP, 136), Ponge puede entonces gozar de una especie de ventilación interna de las substancias. Él identifica ese hueco siempre preservado de la materia con el juego que necesita, lo sabemos, para moverse en el interior de los paisajes y tender de un punto al otro de ese espacio su camino. La discontinuidad formal del objeto responde así a la discontinuidad más profunda de las esencias –por ejemplo para el agua, frescura, insipidez, limpidez, generosidad, etc.– que descubre en él nuestro análisis. Este doble estallido, al que hace eco la voluntad de variedad, de disimetría sensible, responde más profundamente a la necesidad que siente aquí la consciencia de existir en y por una multiplicidad de objetos de consciencia. Digamos, si se quiere, que Ponge divide para reinar: desequilibrando las cosas para poder equilibrarse en ellas, descomponiéndolas para recomponerse. ¿Se querrá esclarecer este recorrido aproximándolo a algún otro gran intento poético moderno? No debemos pensar en las aventuras de la joven poesía, en poetas como por ejemplo Bonnefoy o Du Bouchet, en quienes la cosa ciertamente existe, e incluso intensamente, pero primero como presencia o trascendencia, jamás como ramillete de cualidades. El maestro de Ponge, a quien nombra muchas veces con reverencia, aquél cuya frase, a la vez labrada y abrupta, solemne y rigurosa, parece haber influido en el estilo de su dicción, es evidentemente Mallarmé. Porque Mallarmé ya había utilizado la discontinuidad, él decía el azar de las cosas, y las fracturas, las “facetas” internas del lenguaje con el fin de suspender en su corazón el vacío iluminado de su consciencia. Simplemente, partía de esta discontinuidad, que constituía para él un doloroso dato sensible, mientras Ponge se dirige a ella, y para ello intenta desintegrar, formal o abstractamente, el objeto inmediato de su búsqueda. En uno y en otro, la posición espiritual deseada es, sin embargo, la misma, la de una especie de focalidad vibrante (“Compara, dice Ponge, la posición del sujeto en el mundo (¿y en la frase?) a la del foco en óptica”). Sus dos proyectos se dan objetivamente el mismo fin, que es una liberación de esencias a través del ejercicio de un lenguaje. Y si

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Ponge no quiere que el mundo concluya en un libro, se propone, no sin menos modestia, hacerlo desembocar en varios libros, todos contenidos en su propia colección de poesías: diccionario enciclopédico, diccionario etimológico, diccionario analógico, diccionario de rimas, etc. (GRM, 41), bello equivalente de los “atlas, herbarios o rituales” de Des Esseintes. Aquí y allá, una cosa concreta y fragmentada busca entonces resumirse en abstracciones (si bien es cierto que, para Ponge, la abstracción es también un poder de fragmentación); aquí y allá, incluso, el gusto del brillo, del brío transparente, dice la necesidad de una abertura esencial del objeto y de una iniciativa luminosa del espacio; para ambos, también, persiste el riesgo de preciosismo, esa ebriedad de la idea que descuida a veces el grito de la realidad sensible; pero en los dos el preciosismo elige un delicioso remedio: el humor. ¿No es esto lo que entendía Ponge evocando los libres prestigios del objuego? El objuego no sería sin embargo más que juego, juguete del espíritu, si se redujera a un simple cocktail de cualidades. Ahora que ha sido vaciado, conquistado en profundidad, y que su espesor, vuelto textura o haz de proyectos, ha sido victoriosamente reducido por la actividad mental, tendremos que reencontrar o reconstruir en él algún equivalente de su opacidad primera. Después de haber transformado el objeto en un objuego, nos vemos llevados a transformar este objuego en un nuevo objeto. Sin este esfuerzo, la descripción no sería más que virtuosismo o gratuidad. Disuelta en un abanico de cualidades a veces contradictorias, la cosa escaparía no sólo a la sensibilidad, que ya no encontraría en ella ni resistencia ni peso, sino al espíritu mismo, que ya no alcanzaría a pensarla como una cosa. De allí la necesidad de una reunificación, Ponge dice de una integración, que estará fundada en una actividad relacional: “El objeto de nuestra emoción, primero situado en abismo, el espesor vertiginoso y lo absurdo del lenguaje, considerados por separado, son manipulados de tal modo que, por la multiplicación interior de las conexiones, las relaciones formadas al nivel de las raíces y las significaciones cerradas con doble vuelta de llave, se cree este funcionamiento que sólo puede dar cuenta de la profundidad substancial, de la variedad y la rigurosa armonía del mundo” (GRP, 156). Por lo tanto serían las palabras las encargadas de afirmar y volver a unir las cosas, esas mismas cosas que primero habían vaciado, atomizado… Al ser “un peón, o una figura, una persona de tres dimensiones” (GRM, 33), cada una de ellas tendrá múltiples medios de solicitar y atraer a su vecina. La imaginación verbal de Ponge, apoyada en la riqueza siempre disponible del Littré, se despliega aquí con sorprendente eficacia. Luego se disuelve en el simple hallazgo de una yuxtaposición afortunada, lo que llamamos un poco a la ligera un “juego de palabras”: una cabra a la vez bella [belle] y obstinada [butée] se reencontrará sintéticamente en belcebutada [belzebuthée]…Luego es el descubrimiento de una pseudo-raíz común que autoriza la aproximación de dos cualidades aparentemente separadas: así la araña, animal acróbata y de mal agüero, será llamada, a partir de un caprichoso antepasado latino, una funámbula funesta… O bien el objeto despliega toda su lógica interna a partir de una asociación verbal original: la relación gui-glu [muérdago-liga (materia viscosa de esa planta)] permite, por ejemplo, imaginar a esta planta como una

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discontinuidad revestida y bañada por lo viscoso (tema de la tapioca hinchada, del alga, de la niebla nórdica y disolvente); o bien el matrimonio claudel-claudicante (enseguida asociado a caparazón) pinta ante nosotros el fresco de una marcha pesada, rústica, prontamente militar (tortuga, tanque), ligada a la defensa de los valores paganos y franceses (caporal, catalúnicos). En efecto, es por su lado más opaco que la palabra significa para Ponge, y esas significaciones, aproximadas de tal modo unas a otras, terminarán por formar algo así como un suelo común en el que el objeto podrá arraigar de nuevo. No hay parti pris des choses [ponerse de parte de las cosas] sin un “compte-tenu des mots” [“tener en cuenta las palabras”]. Sin embargo, para tener éxito, la “integración” deberá fundarse no sólo, de modo paronomástico, en la letra concreta del lenguaje, sino también, de manera más semántica, en la realidad de las cosas, sensibles o abstractas, que las palabras tienen por función designar. Ahora bien, esas realidades a menudo se presentan, en el interior de un único objeto, bajo el modo de la discreción, incluso del antagonismo. Por otra parte, parece que Ponge amase tales contradicciones; ve en ellas, sin duda, en el corazón de un edificio completamente abstracto, el signo de una tensión que le recuerda el ilógico color de la existencia. La cabra, por ejemplo, perfecta por su producto (la leche), sigue siendo imperfecta (andrajo defectuoso, harapo, azar…, hilacha) por el imaginado desarreglo de su apariencia; eso le basta para soportar toda una dialéctica: “Si bien la cabra, como todas las criaturas, es a la vez un error y la perfección absoluta de este error, y por lo tanto lamentable y admirable, alarmante y digna de entusiasmo al mismo tiempo” (GRP, 211). El caballo sustenta una distorsión parecida, porque ilustra a la vez, en el dominio del humor, la impaciencia de una vida habitada por el furor ventoso y la pasividad, la “estupefacción patética” de un gran cuerpo demasiado bien domesticado. El cristal es “la idea pura”, porque posee, “coordinadas, las cualidades de la piedra y las del fluido” (GRM, 201). La “coordinación” de los antagonismos esenciales, el a la vez constituye así para Ponge (como por otra parte para Mallarmé, y quizá para todos los especialistas de la abstracción, todos los obsesivos de la estructura) una de las categorías esenciales de la percepción y del saber. So pena de ver al objeto responderse a sí mismo en insoportables paradojas, será necesario que la imaginación devuelva la multiplicidad a la unidad. Podrá hacerlo, por ejemplo, descubriendo, detrás de la exposición de sus cualidades distintas, otra esencia, más secreta, que autorice concretamente la unión. Así el agua, que conoce la frescura y la limpidez, posee también una fluencia, una elasticidad interna de tejido, una facilidad de ósmosis y de caricia que permitirán una fusión sensible de todas sus otras virtudes: “Frescura y Limpidez, Dotadas de una Lascivia maravillosa, Inclinadas a enlazarse estrechamente, a trenzarse y, riendo, Rodar juntas al arroyo” (GRM, 136), encontrándose allí, en efecto, y a fin de cuentas, “disueltas la una en la otra”. Gracias a su lascivia, cualidad abstracta, pero que va en el sentido de una amorosa mezcla de los cuerpos o de las esencias, he aquí al agua reunida y como carnalmente casada de nuevo con ella misma. Otro ejemplo de “enlace” físico de las intenciones reconciliadas: el pez. A la vez viscoso y duro, se sueña como un alma aceitada, una “pieza de mecánica” que insinuaría

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operatoriamente el el agua de mar su perfecta acuidad lubrificada. O mirad aun la rosa, que Ponge os invita a imaginar a la vez como un deslumbrante y casi impúdico testimonio carnal (“Es excesivo llamar a una hija Rosa, ya que es quererla siempre desnuda, o bien en traje de noche, como cuando enrojece bajo las arañas de cristal, perfumada por muchos bailes, radiante, emocionada, húmeda, cubierta de gotitas y con las mejillas como fuego…”, GRP, 143), y como un repliegue, un púdico amontonamiento interno de envolturas (“adornos… enaguas… bragas…”, “superposición matizada por platillos”, “levantamiento de tiernos escudos”, ibid., 144). Este doble tropismo se resuelve entonces por un acto de identificación imaginaria: “Una carne mezclada con sus ropajes, como modelada toda ella de satén: he aquí la substancia de las flores. Cada una a la vez vestido y muslo (seno y blusa, además) que se puede tomar entre dos dedos –¡en una palabra! manosear como tal” (ibid.). Así, lo más carnalmente abierto de la flor no sólo se mezcla, sino que se acaricia en profundidad y se une, se “modela” en su cualidad involutiva; y ello muy simplemente, entre dos dedos que sueñan, en una simple dicha de la sensación. Esta felicidad deberá extenderse ahora al objeto entero, llevando sus diversas cualidades, sus diversas partes a establecer, unas con otras, una relación global. Los objetos pongianos, dice muy bien Sartre, son estatuas encantadas, discontinuidades materiales que atormentan una cierta idea de lo orgánico. Y Ponge mismo reconoce la necesidad de un “arreglo”. Las diversas fuerzas o intenciones disociadas en el objeto por el análisis deberán por lo tanto compensarse activamente unas con otras, reequilibrarse en un orden que será, la mayoría de las veces, más mecánico que vital. Así la lluvia, cuya figura inmediata parece depender sólo del azar, obedece en realidad a movimientos muy rigurosos que dirige una fuerza única: ella “vive con intensidad como un mecanismo complicado, tan preciso como azaroso, como una relojería cuyo resorte es la pesantez de una determinada masa de vapor en precipitación” (P, 8). La misma mitología del automatismo en la carne, cada uno de cuyos pedazos es “una especie fábrica”, “molinos y presas de sangre” […] tabladuras, altos hornos, ambas en vecindad con “los martillos pilones, los cojines de grasa” (P, 43). Fábrica, relojería, todo ello nos sugiere la presencia superior de una regla que transformaría cada detalle del objeto observado en una rueda o un resorte; la armonía así evocada es entonces del orden de la función. En los casos más favorables, este funcionamiento se cierra sobre sí, inaugurando en el objeto el proceso de una actividad circular, continua, que constituye verdaderamente su definición y su estructura. Así ocurre con la sorprendente colada, en la que los principios antagónicos de la suciedad, el levantamiento contra esta suciedad, la ebullición ascendente y el chorro descendente llegan a encadenarse en un circuito perfecto, en el que se realiza un doble cumplimiento, ético y esencial: “La colada está concebida de forma tal que su emoción interior se colma con un montón de tejidos innobles, mientras la hirviente indignación de la que se resiente, canalizada hacia la parte superior de su ser, cae en forma de lluvia sobre ese montón de tejidos innobles que le revuelven el estómago –y eso casi perpetuamente–, para acabar en una purificación” (GRP, 83). Pasaje ejemplar de una simple yuxtaposición a un equilibrio funcional, y de éste a una catarsis moral.

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He aquí, pues, el objeto verbal, sintética, funcionalmente recompuesto; existe de nuevo ante nosotros como una persona –dotada de un rostro, una forma, una vida propia. A diferencia de lo que ocurría durante el primer surgimiento sensible, en lo sucesivo podremos mirar todo esto de un modo transparente; conoceremos la estructura, la intención, sabremos lo que la cosa quiere decirnos, habremos encontrado en ella esa “raíz de lo que nos activa” y que en realidad se encuentra “en nuestros corazones” (GRP, 174). Pero atención: este último rostro del objeto, tan claro, tan expresivo como queríamos, deberá seguir apoyándose en un espesor irreductible. El desciframiento pongiano de las cualidades de ninguna manera tiende a anular las oscuras profundidades de la substancia; por el contrario, ésta debe seguir existiendo, bajo las arquitecturas develadas, como una especie de soporte fundamental. Podríamos así repetir, respecto del arte de Ponge, lo que él mismo escribe a propósito del de Rameau: él también “escapa a la sequedad…, escapa al preciosismo, porque todas sus articulaciones armónicas, por detalladas, brillantes y, a veces, nacaradas que sean, nacen a partir de la grave musicalidad de un bajo fundamental que expresa el espesor y el funcionamiento en profundidad del mundo” (GRM, 211). Este fundamento le es dado por la doble materialidad de su lenguaje –las palabras, lo sabemos, hacen aquí de humus– y de la masa elemental cuya opacidad, sin duda repulsiva pero necesaria, viene a sostener el despliegue arquitectónico de las esencias. Cuando este sostén falta, Ponge tendrá la impresión de ser traicionado por lo real; él detesta, por ejemplo, las formas vacías, como la esponja, cuya gimnasia innoble no encierra más que agua sucia y viento, o bien la ciudad, vasta concha desordenada y triste que no habita la evidencia global de ningún cuerpo. El objeto ideal será, muy por el contrario, aquél en el que se establezca un equilibrio interno de la materia, ese basamento profundo de la existencia y de la forma, esa expresión abierta del sentido. De una a otra deberemos sentir la existencia de la corriente de una complicidad, e incluso la interna adecuación de una medida: así como Ponge rechazaba las apariencias vacías, así le disgustan las formas destempladas –como la insípida profusión primaveral– o las significaciones demasiado expuestas –la de esos árboles, por ejemplo, “que no ocultan nada para ellos mismo”, que “no pueden guardar ninguna idea secreta” (P, 63). Por el contrario, plenamente satisfactorios, y merecedores de un “humanismo” nuevo, son los objetos o los seres en quienes la substancia, sin perder nada de su cualidad substantiva, parece producir de sí misma, y de su interior, la elegancia de un contorno: así el diamante, cuyo ímpetu dibuja el límite; el caracol, barro que segrega su corteza; la araña, suspendida en la celosía fija de su saliva; el hombre, en fin, definido por la concha, el explícito florecimiento de la palabra. Porque aquí todo se consuma por las palabras. Si el elemento sirve de base al objeto, de sostén a la forma, el objeto, por su parte, soporta la eclosión de un nuevo universo de formas, aquéllas que dibujan para nosotros las actas de una literatura. La cosa, entonces, se dice, pero ella dice también, en segundo grado, el gesto mismo de decirse; portadora de expresión, ella se convierte a menudo en alegoría de la expresión. Más de un poema pongiano se desarrolla como fábula, una fábula que tendría por moraleja la ilustración y la aparición final de un fenómeno de lenguaje. El lagarto, por ejemplo, sale del muro como

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una frase negra nacida sobre una página blanca; el mar es un libro poco hojeado; flores y hojas se equiparan a palabras; la golondrina inscribe una rúbrica en el cielo, la concha evoca el poema. Esta forma de imaginación conduce a Ponge a descubrimientos infinitos; le permite utilizar las cosas como un medio de redescubrir y fundar las palabras mismas que había utilizado para describirla. El sentido soporta así una verdadera mitología del sentido. O digamos que, poesía del objeto, esta poesía es quizá aún más, como tantas otras obras poéticas modernas, una poesía de la poesía, sorprendida a través del objeto. ¿Cómo asombrarse entonces de que éste tienda a veces a desvanecerse detrás del discurso, del que es a la vez el pretexto, el portador, la figura? ¿No habrá dado entonces Ponge la palabra a las cosas más que para reencontrar en ellas fenómenos de habla, no habrá adoptado el “parti pris des choses”, el “partido de las cosas” sino para resolver en él su muy antigua “pasión de la expresión”? Del objeto y de la palabra, ¿cuál es para él significante y cuál significado? Toda la eficacia expresiva del lenguaje depende quizá aquí de una especie de parpadeo interior del sentido –parpadeo a menudo subrayado por un guiño…–, en virtud del cual cosas y palabras cambiarían sin cesar sus roles, sus funciones semánticas, se harían, en suma, mutua y alternativamente signo, sin que ninguna de ellas consintiese jamás en existir para nosotros como término último de una intención. Así, “deceptiva”, como lo desea Roland Barthes, la significación no sería entonces otra cosa que su propia e íntima elisión; no, como en otros poetas de hoy, por una fuga hacia algo indecible, hacia el destructivo silencio de un más allá, sino al contrario, y paradójicamente, por una excesiva plenitud de sentido, por el exceso de ductilidad semántica del aquí abajo en el que se encierra el poema. Entre el mundo y el lenguaje, la literatura organiza así un juego a las escondidas, en el que el sentido del poema sería una persecución, esencialmente inacabada, del sentido a lo largo de la cadena siempre renovada, y siempre deliciosa, de esos significantes-significados: las palabras, las cosas… ¿Pero esta delicia misma, no irá finalmente aquí contra la operación del sentido? Ella nos compromete en efecto a detenernos –el tiempo, justamente, de degustar. Y uno no se resigna a saborear sólo signos, u objetos que se están transformando en signos. Quizá contra la intención del poeta, el lector elige entonces su jerarquía. Detiene su atención, y su intención de posesión, de goce, en uno de los polos de la relación semántica. Ponge no seduce, entonces, más como poeta del universo sensible (como enamorado, por ejemplo, de esta mesa a la que abraza al fin de una conferencia, porque nada le “permite creer que ella se confunda con un piano”, GRM, 262) que como poeta del lenguaje o fabulador indirecto de la nominación**. Sería una lástima, me parece, que la lila, la rosa o la magnolia fuesen para nosotros sólo flores de retórica. Pero las verdaderas flores, las cosas existentes, no abandonan tan fácilmente a quien una vez se dio a ellas; su inagotable e intraducible suculencia basta para mantener a Ponge prisionero, cautivado por aquello que es para nosotros lo más original de su genio: su glotonería. Al final del poema, el objeto es, en efecto, restituido, como en Mallarmé, a un silencio; y este blanco, si permite a veces la liberación de una alegoría, recubre más a menudo la paz de una degustación. Imaginariamente, el espíritu saborea el camarón, el caracol, la lluvia o el guijarro;

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realmente, parte el pan o bebe el vaso de agua. A la vez mental y sensual, el goce así alcanzado no evita ninguna cualidad, ninguna región del objeto degustado, que se encuentra atravesado y como agotado por ese goce. Por el poema, la suculencia se vuelve entonces transparencia. Estamos aquí devueltos, con las cosas, a través de las cosas, a la limpidez de un mundo verdadero. Extender sobre el hombre y sobre el objeto el claro barniz de una evidencia muy simple, obligarnos a constatar esta simplicidad, y al mismo tiempo a consumarla, a recorrerla, a establecernos familiarmente en ella como en nuestra verdad más antigua y más nueva, tal es, me parece, la profunda virtud de Francis Ponge: “Querría que se entrase al mismo nivel en lo que escribo. Que allí uno se sienta cómodo. Que lo encuentre todo muy simple. Que circule fácilmente; como en una revelación, sea, pero tan simple como el hábito. Que se beneficie con el clima de la evidencia, de su luz, temperatura, de su armonía. … Y sin embargo que todo sea nuevo, inaudito: lisa y llanamente iluminado, una nueva mañana. Muchas, simples palabras aún no fueron dichas. La más simple no ha sido dicha” (GRM, 65-66).

Marzo 1962

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* Adopto las siguientes abreviaturas: P: Le parti pris des choses; GRM: Le Grand Récueil, Méthodes; GRP: Le Grand Récueil, Pièces; GRL: Le Grand Récueil, Lyres. Estas cuatro obras han aparecido en Gallimard.** En su excelente presentación de Ponge (en Seghers), Philippe Sollers hace la elección inversa. ¿Por qué? En Ponge hay para todos los gustos, y de todas las maneras: la cosa es cosa, el lenguaje lenguaje, pero la cosa es lenguaje, y el lenguaje cosa…