Patricia D. Cornwell - El Cuerpo Del Delito Nº 2

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Dra Scarpetta 02 -

El cuerpo del delitoSobrecubierta

 NoneTags: General Interest

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Patricia D. Cornwell

El cuerpo del delito

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Prólogo

13 de agosto

Key WestM. de mi vida:Treinta días han transcurrido en

mesuradas sombras de soleado color y

cambios en la dirección del viento. Piensdemasiado y no sueño. Me paso casi todaas tardes en Louie's, escribiendo en el

porche y contemplando el mar. El agua esverde esmeralda sobre el mosaico de losbancos de arena y aguamarina en las zonamás profundas. El cielo parece infinito y

as nubes son unas blancas vaharadas enperenne movimiento como el humo. Unabrisa incesante borra los sonidos de losnadadores y de los veleros que amarran

usto al otro lado del arrecife. El porche

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está cubierto y, cuando se desencadenauna repentina tormenta, tal como sueleocurrir a última hora de la tarde, me

quedo sentada junto a mi mesa, aspirandoel perfume de la lluvia y viéndolaalborotar el agua como cuando se frota unabrigo de piel en sentido contrario a ladirección del pelo. A veces, diluvia yuce el sol al mismo tiempo.

 Nadie me molesta. Ahora ya formo

parte de la familia que regenta elrestaurante como Zulu, el negro labrador que chapotea en pos de los aros que learrojan, y los gatos callejeros que se

acercan en silencio y esperaneducadamente que les echen algunassobras. Los pupilos de cuatro patas de

Louie's comen mejor que cualquier ser 

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humano. Es un consuelo ver al mundoratar con amabilidad a sus criaturas. No

puedo quejarme de mis días.

Las noches son lo que más temo.Cuando mis pensamientos regresan

subrepticiamente a los oscuros recovecosy tejen sus temibles telarañas, empiezo avagar por las abarrotadas calles de laciudad vieja, atraída por los bares comouna mariposa por la luz. Walt y PJ han

refinado mis hábitos nocturnos hastaconvertirlos en un arte. Walt regresaprimero a la pensión porque su negocio doyas de plata en Mallory Square cierra

cuando oscurece. Destapamos botellas decerveza y esperamos a PJ. Después vamode bar en bar y solemos terminar enSloppy Joe's. Nos estamos convirtiendo

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en amigos inseparables. Confío en queellos dos sean siempre inseparables. Elamor entre ambos ya no me parece fuera

de lo corriente. Nada me lo parece,excepto la muerte que atisbo.

Hombres pálidos y demacrados, conojos como ventanas, a través de las cualeveo sus almas atormentadas. El sida es unholocausto que consume las ofrendas deesta pequeña isla. Es curioso que me

sienta a gusto con los exiliados y losmoribundos. Puede que todos ellos mesobrevivan. Cuando permanezco despiertpor la noche escuchando el zumbido del

ventilador de la ventana, me asaltanmágenes de cómo será.

Cada vez que oigo sonar el teléfono,o recuerdo. Cada vez que oigo caminar a

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alguien a mi espalda, me doy la vuelta.Por la noche, miro en el interior delarmario, detrás de la cortina y debajo de

a cama, y después coloco una silla detrásde la puerta.

Dios mío, no quiero regresar a casa.Beryl30 de septiembreKey WestM. de mi vida:

Ayer, en Louie's, Bret salió al porchey me dijo que llamaban al teléfono. Se meaceleraron los latidos del corazón cuandoentré y escuché los ruidos de las

nterferencias; después, la línea se quedómuda. ¡No sabes lo que sentí! Creo queme estoy volviendo excesivamenteparanoica. Él me hubiera dicho algo y se

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hubiera alegrado de mi temor. Esmposible que sepa dónde estoy,mposible que me pueda haber localizado

aquí. Uno de los camareros se llama Stu.Hace poco rompió sus relaciones con unamigo del norte de la isla y se vino a viviaquí. A lo mejor, llamó su amigo y laconexión era defectuosa. Me pareció quepreguntaba por «Straw» en lugar de «Stu»pero, cuando contesté, colgó.

Ojalá no le hubiera revelado a nadiemi sobrenombre. Soy Beryl. Soy Straw. Yengo miedo.

 No he terminado el libro. Pero estoy

casi sin dinero y el tiempo ha cambiado.Esta mañana amaneció con el cieloencapotado y sopla un viento muy fuerte.Me he quedado en mi habitación porque,

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si hubiera intentado trabajar en Louie's, eviento se me hubiera llevado las páginashacia el mar. Las farolas de la calle están

encendidas. Las palmeras luchan contra eviento y sus copas parecen paraguasvueltos del revés. El mundo gime al otroado de mi ventana como si estuviera

herido y, cuando la lluvia azota loscristales, suena como si un oscuro ejércitohubiera avanzado hasta aquí y Key West

se encontrara bajo asedio.Pronto tendré que irme. Echaré demenos la isla. Echaré de menos a PJ y aWalt. Me han hecho sentir protegida y

segura. No sé qué voy a hacer cuandoregrese a Richmond. Tal vez fueraconveniente que me trasladara en seguidaa otro sitio, pero no sé adonde.

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Beryl

1Guardando de nuevo las cartas de Key

West en su sobre de cartulina, saqué unpar de guantes quirúrgicos, los introdujeen mi negro maletín y bajé en el ascensor 

hasta el depósito de cadáveres.El suelo de mosaico del pasilloaparecía mojado porque lo acababan defregar y las salas de autopsias estaban

cerradas porque ya no era hora de trabajaen ellas. Al otro lado del ascensor, ensentido diagonal, estaba la cámarafrigorífica de acero inoxidable. Abriendosu enorme puerta, recibí en pleno rostro lhabitual ráfaga de frío aire viciado.Localicé la camilla sin molestarme en

consultar las etiquetas que figuraban en la

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parte inferior, pues ya había reconocido edelicado pie que asomaba por debajo dea blanca sábana. Conocía a Beryl

Madison centímetro a centímetro.Unos ojos azul humo me miraron

nexpresivamente a través de los párpadoentornados. El rostro tenía los músculosrelajados y estaba surcado por unospálidos cortes abiertos, la mayoría deellos en el lado izquierdo. El cuello

estaba abierto hasta la columna vertebraly los músculos de sujeción aparecíancortados. En la parte izquierda del pechose veían nueve puñaladas idénticas cual

rojos ojales casi perfectamente verticalesSe las habían infligido en rápida sucesiónuna detrás de otra y la fuerza había sidoan violenta que la piel mostraba las

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huellas de la empuñadura. La longitud deos cortes de los antebrazos y las manos

variaba entre el medio centímetro y los

diez centímetros. Contando las dos de laespalda y excluyendo las cuchilladas y elcorte de la garganta, había veintisieteheridas por objeto punzante, infligidasmientras ella trataba de protegerse de lasacometidas de una ancha hoja afilada.

 No necesitaba fotografías ni

diagramas corporales. Cuando cerraba loojos, veía el rostro de Beryl Madison.Veía con nauseabundo detalle la violenciaque habían descargado sobre su cuerpo.

El pulmón izquierdo había sido pinchadocuatro veces. Las arterias carótidasestaban casi seccionadas. El arco aórticoa arteria pulmonar, el corazón y el

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pericardio habían sufrido lesiones. Yaestaba prácticamente muerta cuando aqueoco la medio decapitó.

Estaba tratando de buscar algunaexplicación lógica. Alguien la habíaamenazado con asesinarla. Ella habíahuido a Key West. Estaba irracionalmenteaterrorizada. No quería morir. Pero lanoche en que regresó a Richmond ocurrióo que más temía.

«¿Por qué le dejaste entrar en tu casa?¿Por qué lo hiciste, por Dios bendito?»Alisando de nuevo la sábana, empujé

a camilla hacia la pared del fondo del

frigorífico al lado de las camillas de otrocuerpos. Mañana a aquella hora su cuerposería incinerado y sus cenizas se enviaríaa California. Beryl Madison hubiera

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cumplido treinta y cuatro años al messiguiente. No tenía familiares vivos; alparecer, no tenía a nadie en el mundo,

excepto una hermanastra en Fresno. Lapesada puerta se cerró.

El asfalto del parking situado en laparte de atrás del departamento deMedicina Legal resultaba cálidamenteranquilizador bajo mis pies. Aspiraba el

olor de la creosota del cercano viaducto

del tren asándose bajo un tórrido solmpropio de la estación.Era la víspera de Todos los Santos.La puerta vidriera estaba abierta de

par en par, y uno de los asistentes deldepósito de cadáveres estaba regando elsuelo de hormigón con una manguera.Arqueaba juguetonamente el chorro de

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agua y lo dejaba caer lo suficientementecerca de mí como para que yo notara lassalpicaduras en los tobillos.

 –Oiga, doctora Scarpetta, ¿es queahora hace usted horario de banco? – mepreguntó.

Eran algo más de las cuatro y media yyo raras veces abandonaba mi despachoantes de las seis.

 –¿Necesita que la lleve a algún sitio?

añadió el asistente. –Tengo quien me acompañe, gracias -contesté.

Yo había nacido en Miami y el rincón

del mundo en el que Beryl se habíaocultado durante el verano no me era enmodo alguno desconocido. Cuandocerraba los ojos, veía los colores de Key

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West. Los intensos verdes y azules yaquellas puestas de sol tan esplendorosasque sólo Dios las hubiera podido

nventar. Beryl Madison jamás hubieradebido regresar a casa.

Un LTD Crown Victoria reciénestrenado y tan brillante como un espejoentró muy despacio en el parking.Esperando ver el viejo y conocidoPlymouth, me quedé de una pieza al ver 

cómo bajaba automáticamente la luna delnuevo Ford. –¿Es que está esperando el autobús o

qué?

Unas gafas de sol reflectantes medevolvieron la imagen de mi sorprendidorostro. Pete Marino aparentó indiferenciamientras las cerraduras electrónicas se

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abrían con un firme clic. –Me he quedado de piedra -dije,

acomodándome en el lujoso interior.

 –Me lo han asignado coincidiendo conel ascenso -dijo Marino, acelerando lavelocidad-. No está mal, ¿eh?

Tras pasarse varios años condecrépitos caballos de tiro, Marino habíaconseguido finalmente un espléndidosemental.

Mientras sacaba la cajetilla decigarrillos, observé el hueco en el tablerode instrumentos.

 –¿Quería enchufar una lámpara o

simplemente su maquinilla eléctrica deafeitar?

 –No me lo recuerde -dijo Marino enono quejumbroso-. Algún sinvergüenza

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me robó el encendedor. En el túnel deavado. Era el primer día que lo utilizaba

¿se imagina? Me puse furioso porque los

cepillos me habían roto la antena y lesestaba echando una bronca a aquelloszánganos…

A veces, Marino me recordaba a mimadre.

 –… hasta al cabo de un buen rato nome di cuenta de que el maldito

encendedor había desaparecido.Hizo una pausa, rebuscando en subolsillo mientras yo buscaba las cerillasen mi bolso.

 –Oiga, jefa, yo creía que iba usted adejar de fumar -me dijo en tono un tantosarcástico mientras me arrojaba unencendedor Bic sobre las rodillas.

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 –Y pienso hacerlo -musité-. Mañana.La noche en que Beryl Madison fue

asesinada, yo había soportado una ópera

aburridísima seguida de unos tragos en unpub inglés de inmerecida fama encompañía de un juez retirado, cuyocomportamiento se fue haciendoprogresivamente menos correcto a medidaque avanzaba la noche. Como no llevabael buscapersonas, la policía no me pudo

ocalizar y había llamado al lugar de loshechos a mi adjunto Fielding. Por consiguiente, ésa iba a ser la primera vezque entraba en la casa de la escritora

asesinada.Windsor Farms no era el tipo de

barrio en el que uno pudiera imaginar alg

an horrible. Las casas eran grandes y se

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evantaban a cierta distancia de la calle,en medio de unas parcelasprimorosamente ajardinadas. Casi todas

enían instalados sistemas de alarmaantirrobo y todas disponían de ventilacióncentral, que evitaba la necesidad de tenerque abrir las ventanas. El dinero no puedecomprar la eternidad, aunque sí ciertogrado de seguridad. Nunca había tenidoentre manos un caso de homicidio en

Farms. –Está claro que había cobrado dinerode alguna parte -comenté mientras Marinose detenía ante un semáforo.

Una dama de cabello blanco como lanieve nos miró de soslayo mientraspaseaba a su blanco perrito maltés y ésteolfateaba unas hierbas antes de hacer lo

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que era inevitable. –Qué bola peluda tan inútil -dijo

Marino, mirando desdeñosamente a la

mujer y a su perro-. Aborrezco estosperruchos. Andan por ahí ladrando ymeándose por todas partes. Yo, si he deener un perro, quiero algo que tenga unos

buenos dientes. –Algunas personas quieren

simplemente compañía -dije.

 –Ya. – Marino hizo una pausa ydespués contestó a mi anterior comentario.– Beryl Madison tenía dinerocasi todo invertido en la casa. Al parecer

os ahorros que tenía se los gastó allíabajo, en la Isla de los Maricas. Aúnestamos examinando lo que escribió.

 –¿Alguna parte había sido revisada?

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 –No creo -contestó Marino-. Hemosdescubierto que no lo hacía del todo malcomo escritora… sabía ganar dólares. Al

parecer, utilizaba varios seudónimos.Adair Wilds, Emily Stratton, EdithMontague.

Las gafas reflectantes volvieron amirarme. Ninguno de los nombres me eraconocido, excepto el de Stratton.

 –Su segundo apellido es Stratton.

 –A lo mejor, de ahí le venía el apodode Straw.* –De ahí y de su cabello rubio -dije yoBeryl tenía el cabello rubio como la

miel y el sol le había añadido unosreflejos dorados. Era de baja estatura yenía unas facciones delicadas y regulares

Puede que llamara la atención en vida.

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Era difícil saberlo. La única fotografíaque yo había visto de ella era la quefiguraba en su permiso de conducir.

 –Cuando hablé con su hermanastra -me estaba explicando Marino-, ésta medijo que sus amigos más íntimos lalamaban Straw. La persona a quien ella

escribía desde los cayos debía de conocesu apodo. Ésa es la impresión que yoengo -ajustó el espejo retrovisor-. No

entiendo por qué fotocopió aquellascartas. Lo he estado pensando mucho.Vamos a ver, ¿cuántas personas conoceusted que hagan fotocopias de las cartas

personales que escriben? –Usted mismo ha dicho que era muy

aficionada a guardarlo todo -le recordé. –Exacto. Y eso también me llama la

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atención. Parece ser que el tío llevabavarios meses amenazándola. ¿Qué hacía?¿Qué decía? No tenemos ni idea, porque

ella no grababa las llamadas ni anotabanada. La señora hace fotocopias de lascartas personales, pero no lleva ningúnregistro de las llamadas de alguien queamenazaba con convertirla en picadillo.Ya me dirá usted si eso tiene sentido.

 –No todo el mundo piensa como

nosotros. –Bueno, algunas personas no piensanporque están metidas en algo de lo que noquieren que nadie se entere -replicó

Marino.Enfilando una calzada particular,

Marino aparcó delante de la puerta delgaraje. La hierba había crecido y estaba

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punteada por altos amargones mecidospor la brisa; había un letrero de en ventacolocado cerca del buzón de la

correspondencia. La puerta pintada degris aún estaba cruzada por la cintaamarilla que colocaba la policía en losescenarios de los delitos.

 –Su automóvil está en el garaje -dijoMarino mientras descendíamos delvehículo-. Un precioso Honda Accord EX

de color negro. Puede que algunosdetalles le parezcan interesantes.De pie en la calzada, miramos a

nuestro alrededor. Los oblicuos rayos del

sol me calentaban los hombros y la nuca.El aire era fresco y sólo se oía elncesante zumbido de los insectos

otoñales. Respiré hondo, muy despacio.

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De repente, me sentía muy cansada.Su casa era del llamado estilo

nternacional, muy moderna y

extremadamente simple, con una fachadahorizontal de grandes ventanales sostenidpor unos pilares que le conferían laapariencia de un barco con una cubiertanferior abierta. Era una casa de piedra y

madera como la que se hubiera podidoconstruir una joven pareja adinerada…

grandes habitaciones, altos techos ymucho espacio desperdiciado. WindhamDrive terminaba en su parcela, lo cualexplicaba por qué nadie oyó ni vio nada

hasta que ya fue demasiado tarde. La casaestaba flanqueada a ambos lados por unascortinas de robles y pinos que la aislabancon su follaje de los vecinos más

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próximos. En la parte de atrás, el patiodescendía bruscamente a una hondonadade rocas y matorrales, más allá de la cual

un bosque virgen se extendía hasta dondealcanzaba la vista.

 –Qué barbaridad. Apuesto a quencluso debe de haber ciervos por aquí -

dijo Marino mientras rodeábamos la casapor la parte de atrás-. Es fantástico,¿verdad? Te asomas a la ventana y crees

que el mundo es tuyo. La vista debe ser preciosa cuando nieva. Me encantaríavivir en una casa como ésta. Encenderíaa chimenea en invierno, me prepararía

una copa de bourbon y contemplaría elbosque. Debe de ser bonito tener dinero.

 –Sobre todo si uno está vivo paradisfrutarlo.

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 –Y no es así en este caso -dijoMarino.

Las hojas caídas crujían bajo nuestros

pies cuando rodeamos el ala oeste deledificio. La entrada principal seencontraba al mismo nivel que el patio; yoobservé la presencia de una mirillacontemplándome como un minúsculo ojovacío. Marino arrojó la colilla de sucigarrillo hacia la hierba y después

ntrodujo la mano en el bolsillo de lospantalones verdeazulados. Se habíaquitado la chaqueta y el voluminosovientre le sobresalía por encima del

cinturón; la camisa blanca de manga cortacon el cuello desabrochado mostraba unagrandes arrugas alrededor de la funda de

su revólver.

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Sacó una llave identificada con unaetiqueta amarilla de prueba y, mientrasabría la cerradura, me sorprendió por 

enésima vez el tamaño de sus morenas yfuertes manos. Parecían guantes debéisbol. Jamás hubiera podido ser músicoo dentista. De unos cincuenta y tantosaños, el ralo cabello entrecano y el rostroan deteriorado como sus trajes, su figura

seguía siendo lo bastante impresionante

como para infundir respeto a la gente. Lospolicías corpulentos como él raras vecesienen que utilizar los puños. La chusma

de la calle les echa un vistazo y se calma

de golpe. Nos pusimos los guantes bajo erectángulo de luz solar que iluminaba elvestíbulo. La casa olía a moho y a polvo,

al como huelen las casas que llevan algú

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iempo cerradas. Aunque la Unidad dedentificación, o ID, del departamento de

Policía de Richmond había registrado

minuciosamente el escenario de loshechos, nadie había tocado nada. Marinome había asegurado que la casa estaríaexactamente tal y como estaba cuando seencontró el cuerpo de Beryl, dos nochesatrás. Marino cerró la puerta y encendióa luz.

 –Como ve -resonó su voz-, tuvonecesariamente que abrirle la puerta alndividuo. No hay ninguna huella de que

alguien forzara la cerradura y, además, la

casa dispone de un sistema de alarmaantirrobo de máxima seguridad. – Marinome indicó un panel de botones junto a lapuerta y añadió-: Está desactivado en

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estos momentos. Pero se encontraba enfuncionamiento cuando llegamos aquí y lasirena silbaba que no vea usted; por eso l

encontramos tan rápido.Me recordó que un vecino de Beryl

había llamado al 911 de la policía pocodespués de las once de la noche,señalando que la alarma estaba sonandodesde hacía casi media hora. Acudió uncoche patrulla y el oficial encontró la

puerta principal abierta de par en par.Minutos después, el oficial solicitórefuerzos por radio.

El salón estaba totalmente revuelto. L

mesita de cristal estaba volcada; revistasun cenicero de cristal, varios cuencos art

déco y un jarrón de flores aparecíandiseminados sobre la alfombra dhurrie, y

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un sillón orejero de cuero azul pálidoestaba volcado junto a un almohadón deun sofá a juego. En la blanca pared, a la

zquierda de una puerta que daba alpasillo, había varias manchas oscuras desangre seca.

 –¿Sabe si tiene la alarma algúndispositivo de retardo? – pregunté.

 –Por supuesto. Usted abre la puerta ya alarma emite un zumbido durante unos

quince segundos, tiempo suficiente paraque usted pulse el botón del código y ladesactive.

 –Eso significa que ella abrió la

puerta, desactivó la alarma, hizo entrar aa persona y dejó la alarma conectada

mientras la persona se encontraba en lacasa. De lo contrario, no se hubiera

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disparado cuando el desconocido saliómás tarde. Interesante.

 –Sí -dijo Marino-, tan interesante

como la mierda. Nos encontrábamos en el salón junto a

a mesita volcada. Todo estabapolvoriento; las revistas esparcidas por esuelo eran publicaciones de informacióngeneral y de tipo literario, todas ellasatrasadas.

 –¿Encontraron algún periódico orevista recientes? – pregunté-. Si compróalgún periódico local, podría ser mportante. Convendría saber adonde fue

al bajar del avión.Observé que Marino tensaba los

músculos de la mandíbula. Se molestabacuando pensaba que yo le quería enseñar 

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cómo hacer su trabajo. –Había un par de cosas arriba, en su

dormitorio, junto con la cartera de

documentos y el equipaje -contestóMarino-. Un Herald de Miami y unapublicación llamada Keynoter 

especializada en anuncios inmobiliariosde los cayos. A lo mejor, tenía intenciónde irse a vivir allí. Las dos publicacionescorrespondían al lunes. Las debió de

comprar en el aeropuerto antes de tomar el avión de Richmond. –Me interesaría saber lo que dice su

corredor de fincas…

 –Nada, no dice nada -me interrumpióMarino-. No tiene ni idea de dónde estabaBeryl y sólo enseñó la casa una vez en suausencia. Una joven pareja. El precio les

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pareció demasiado alto. Beryl pedíarescientos mil dólares por la casa -miró

su alrededor con expresión impenetrable-

Supongo que alguien la podríacomprar ahora a precio de saldo.

 –Beryl tomó un taxi para regresar acasa desde el aeropuerto la noche de sulegada -dije yo, volviendo a los detalles

Marino sacó un cigarrillo y me apuntócon él.

 –Encontramos la factura sobre lamesita del vestíbulo junto a la puerta. Yahemos localizado al taxista, un talWoodrow Hunnel. Más tonto que yo qué

sé. Dijo que estaba esperando en laparada de taxis del aeropuerto. Ella tomósu taxi cerca de las ocho, cuando estabaloviendo a cántaros. Llegó a la casa unos

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cuarenta y cinco minutos más tarde, éldejó sus dos maletas en la puerta y seargó. La carrera costó veintiséis dólares

ncluyendo la propina. El taxista regresóal aeropuerto aproximadamente mediahora más tarde y recogió a otro cliente.

 –¿Está usted seguro o es lo que él ledijo?

 –Tan seguro como que ahora estoyaquí con usted. – Marino se golpeó los

nudillos con el cigarrillo y empezó aacariciar el filtro con el pulgar.– Hemoscomprobado los datos. Hunnel nos dijo laverdad. No tocó a la dama. No tuvo

iempo.Seguí la dirección de sus ojos hasta

as oscuras sombras de la pared. Elasesino se debió de manchar la ropa de

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sangre. No era probable que un taxista coa ropa manchada de sangre hubiera

recogido a otros clientes.

 –Llevaba muy poco rato en casa -dijoyo-. Llegó sobre las nueve y un vecinolamó a las once. La alarma sonaba desde

hacía media hora, lo cual significa que elasesino se fue hacia las diez y media.

 –Sí, y eso es lo más difícil deentender. Basándonos en las cartas,

parece ser que estaba muerta de miedo.Vuelve en secreto a la ciudad, se encierraen la casa, tenía incluso su tres ochentasobre el mostrador de la cocina… ya se l

enseñaré cuando lleguemos allí. ¿Y quéocurre? ¿Suena el timbre o qué? No losabemos, pero el caso es que ella le abrea puerta al asesino y deja puesta la

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alarma. Tenía que ser un conocido. –Yo no excluiría a un desconocido -

dije-. Si era una persona muy amable,

puede que le inspirara confianza y ladejara entrar.

 –¿A aquella hora? – los ojos deMarino se encendieron mientras recorríana estancia-. ¿Qué cree usted, que el sujet

vendía suscripciones a revistas de humor a las diez de la noche?

 No contesté. No lo sabía. Nos detuvimos junto a la puerta quedaba acceso al pasillo.

 –Ésta es la primera sangre -dijo

Marino, contemplando las manchasresecas de la pared-. El primer corte se lohicieron aquí mismo. Supongo que ellacorría como una loca y él la perseguía co

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el cuchillo.Me imaginé los cortes en la cara, los

brazos y las manos de Beryl.

 –Yo creo -añadió Marino- que aquí lehizo un corte en el brazo izquierdo, en laespalda o en la cara. La sangre de lapared procede de la hoja porque él ya lehaba causado por lo menos una herida y lhoja estaba ensangrentada. Cuando lablandió de nuevo, las gotas se escaparon

salpicaron la pared.Eran unas manchas elípticas de unosseis milímetros de diámetro, másalargadas cuanto más se alejaban del

marco de la puerta. Las salpicadurascubrían una distancia de unos tres metros.El asaltante debió de blandir el cuchillocon la fuerza propia de un jugador de

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squash. Sentí la emoción del crimen. Noera cólera. Era algo mucho peor. ¿Por quée dejó entrar?

 –Basándome en k situación de lassalpicaduras, creo que el tipo debía deencontrarse más o menos aquí -dijoMarino, situándose a varios metros de lapuerta y ligeramente a su izquierda-.Blande el cuchillo, la hiere de nuevo y,mientras la hoja se mueve, la sangre se

escapa y salpica la pared. Las manchasempiezan aquí, como puede ver -señalóas manchas más altas, que casi

alcanzaban el nivel de su cabeza-.

Después se agacha y se detiene a varioscentímetros del suelo -hizo una pausa yme miró con expresión desafiante-. Usteda ha examinado. ¿Qué cree? ¿Era zurdo o

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no?Los policías siempre querían saberlo.

Por mucho que yo les dijera que no se

podía establecer, ellos siempre lopreguntaban.

 –No es posible saberlo a través deestas manchas de sangre -contesté,notándome la boca seca y con sabor apolvo-. Depende totalmente del lugar queocupara con respecto a ella. En cuanto a

as heridas del pecho, le diré que estánigeramente inclinadas de izquierda aderecha. Eso podría indicar que es zurdo,pero ya le digo que todo depende del

ugar que ocupara en relación con ella. –Pues a mí me parece muy interesante

que casi todas las lesiones de defensaestén localizadas en la parte izquierda de

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su cuerpo. Ella corría y él se le acercapor la izquierda y no por la derecha. Esome induce a sospechar que es zurdo.

 –Todo depende de las respectivasposiciones del asaltante y de la víctima -repetí con impaciencia.

 –Ya -musitó Marino-. Todo dependede algo.

Cruzamos la puerta. El suelo era deparquet y en él se había trazado un camino

con tiza en el cual se encerraban lasmanchas de sangre que conducían haciauna escalera situada unos tres metros anuestra izquierda. Beryl había seguido

aquel camino para dirigirse a la escalera.Su angustia y terror debieron de ser másntensos que su dolor. En la pared de lazquierda se observaban varias tiznaduras

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de sangre hechas con los dedos heridos,que la víctima debió de extender ydeslizar por dicha pared para no perder e

equilibrio.Había manchas negras en el suelo, las

paredes y el techo. Beryl había corridohasta el final del pasillo del piso dearriba, donde su atacante la acorralómomentáneamente. Allí había muchasangre. La persecución se debió de

reanudar cuando ella consiguió huir delcallejón sin salida y corrió a sudormitorio, donde quizás escapó de suatacante subiendo a la cama de

matrimonio mientras él la rodeaba. Enaquel momento, ella le debió de arrojar lamaleta o quizá la maleta estaba encima dea cama y cayó al suelo. La policía la

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encontró abierta sobre la alfombra y bocaabajo, como una tienda de campaña, convarios papeles diseminados a su

alrededor, entre ellos las fotocopias deas cartas que había escrito desde Key

West. –¿Qué otros papeles encontraron

aquí? – pregunté. –Recibos, un par de guías turísticas,

un folleto con un plano -contestó Marino-

Le haré fotocopias si quiere. –Sí, por favor -dije yo. –También encontré un montón de

páginas mecanografiadas en aquella

cómoda de allí -añadió Marino,señalándola-. Probablemente era lo queestaba escribiendo en los cayos. Haymuchas notas al margen escritas a lápiz.

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o hay ninguna huella que merezca lapena. Unas cuantas tiznaduras y algunashuellas parciales de la propia víctima.

En la cama sólo quedaba el colchóndesnudo. La colcha y las sábanasensangrentadas habían sido enviadas alaboratorio. La víctima empezó a

debilitarse y a perder la capacidad demovimiento. Salió a trompicones alpasillo y allí cayó sobre un kilim oriental

que yo recordaba haber visto en lasfotografías. En el suelo se veían señalesde arrastre y huellas de manosensangrentadas. Beryl se desplazó a

rastras hasta el dormitorio de invitados alotro lado del cuarto de baño y allífinalmente murió.

 –Me parece -añadió Marino- que el

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ipo quiso divertirse persiguiéndola.Hubiera podido agarrarla y matarla allímismo, en el salón, pero eso le hubiera

quitado toda la gracia. Probablemente seo pasó en grande mientras ella sangraba,

gritaba y le suplicaba. Al llegar aquí, ellase derrumba y entonces se acaba ladiversión. La cosa ya no tiene gracia. Yentonces el tipo decide terminar.

La estancia tenía un aire invernal y

estaba decorada en tonos amarillos tanpálidos como el sol de enero. El suelo deparquet era casi de color negro en laproximidad de una de las dos camas, y se

veían algunas tiznaduras y manchas negraen la pared pintada de blanco. En lasfotografías tomadas en el escenario de loshechos, Beryl se encontraba de espaldas

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con las piernas separadas, los brazosalrededor de la cabeza y el rostro vueltohacia la ventana protegida por unas

cortinas. Estaba desnuda y la primera vezque estudié las fotografías no pudedistinguir cómo era ni de qué color tena ecabello. Todo lo que veía era de color rojo. La policía había encontrado unosensangrentados pantalones caqui junto asu cuerpo. Faltaban la blusa y la ropa

nterior. –Ese taxista que dice usted… Hunnelo como se llame… ¿recordaba lo quevestía Beryl cuando la recogió en el

aeropuerto? – pregunté. –Ya había oscurecido -contestó

Marino-. No estaba seguro, pero creía quvestía pantalones y chaqueta. Sabemos

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que llevaba unos pantalones cuando laatacaron, los caqui que encontramos aquíHabía una chaqueta a juego en una silla d

su dormitorio. No creo que se cambiarade ropa al llegar a casa, simplemente sedebió de quitar la chaqueta y dejarla en lasilla. Las demás prendas, la blusa y laropa interior, se las llevó el asesino.

 –Como recuerdo -dije en voz alta.Marino estaba contemplando el suelo

manchado de sangre donde se habíaencontrado el cuerpo. –Tal como yo lo veo -dijo-, el tipo la

nmoviliza aquí, le quita la ropa y la viola

o, por lo menos, lo intenta. Después, laapuñala y por poco la decapita. Lástimao del ERP -añadió, refiriéndose al

Equipo de Recogida de Pruebas, en cuyas

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orundas de muestras no se habíandescubierto restos de esperma-. Creo queya podemos despedirnos de las pruebas

del ADN. –A no ser que alguna muestra de la

sangre que estamos analizando sea suya -dije-. En caso contrario, adiós ADN.

 –Y no se ha encontrado ningún cabelldijo Marino.

 –Ninguno, a excepción de unos

cuantos pertenecientes a la propiavíctima.La casa estaba tan silenciosa que

nuestras voces sonaban inquietantemente

altas. Dondequiera que yo mirara, veía lahorribles manchas y las imágenes de mimente: las heridas por objeto punzante, lahuellas de la empuñadura, la espantosa

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herida del cuello, abierta como una bocaensangrentada. Salí al pasillo. El polvome estaba irritando los pulmones. Me

costaba respirar.Cuando la policía llegó al escenario

del crimen aquella noche, encontró lapistola automática del calibre 38 de Beryen el mostrador de la cocina, cerca delmicroondas. El arma estaba cargada yenía el seguro puesto. Las únicas huellas

parciales que había podido identificar elaboratorio correspondían a la víctima. –Guardaba la caja de municiones en e

cajón de una mesa junto a la cama -

explicó Marino-. Es probable que el armaambién la guardara allí. Debió de subir as maletas a la habitación del piso de

arriba, deshizo el equipaje, arrojó casi

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oda la ropa en el cesto de mimbre delcuarto de baño y guardó las maletas en elarmario del dormitorio. En determinado

momento, debió de sacar la pistola, señalnequívoca de que estaba muerta de

miedo. Apuesto a que debió de recorrer odas las estancias de la casa con la

pistola en las manos para estar másranquila.

 –Es lo que yo hubiera hecho -dije.

 –A lo mejor, bajó a prepararse unentempié -señaló Marino, mirando a sualrededor.

 –Bajó para preparárselo, pero no se

o comió -repliqué yo-. Su contenidogástrico eran cincuenta milímetros, o sea,menos de sesenta gramos de un líquidomarrón oscuro. Lo último que comió ya

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estaba casi totalmente digerido cuandomurió… o, mejor dicho, cuando laatacaron. La digestión se corta en

momentos de fuerte tensión o temor. Si sehubiera comido un tentempié cuando elasesino la atacó, la comida aún hubieraestado en el estómago.

 –De todos modos, no había gran cosadijo Marino como si ello tuvieramportancia, abriendo el frigorífico.

Dentro encontramos un limónarrugado, dos paquetes de mantequilla, unrozo de queso Havarti rancio, varios

condimentos y una botella de agua tónica.

el congelador resultaba un poco másprometedor, aunque no demasiado. Habíavarios paquetes de pechuga de pollo ycarne magra picada.

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Por lo visto, la cocina no era paraBeryl un placer, sino un ejercicioutilitario. Yo sabia cómo estaba mi propi

cocina. Aquélla resultabadesoladoramente estéril. Se veían motasde polvo suspendidas en la pálida luz quese filtraba a través de las persianas grisesde diseño que protegían la ventana situadpor encima del fregadero. El fregadero yel escurreplatos estaban vacíos y secos.

Los aparatos eran modernos y estabancasi por estrenar. –La otra posibilidad es que bajara a

prepararse un tragó -dijo Marino.

 –La prueba de alcohol fue negativa -dije.

 –Lo cual no significa que no tuviera

ntención de preparárselo.

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Marino abrió el armario que habíaencima del fregadero. No quedaba en losestantes ni un solo centímetro libre: Jack 

Daniel's, Chivas Regal, Tanqueray,diversos licores y una cosa que me llamóa atención. Delante de la botella de

coñac del estante superior había unabotella de ron haitiano Barbancourt dequince años y tan caro como un whiskyescocés de malta.

Tomándola con una mano enguantada,a deposité sobre el mostrador. No habíaningún sello arrancado y el precinto querodeaba el tapón dorado estaba intacto.

 –No creo que lo comprara aquí -ledije a Marino-. Deduzco que lo adquirióen Miami o en Key West.

 –¿Quiere decir que lo trajo de

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Florida? –Es posible. Es evidente que era una

experta en bebidas caras. El Barbancourt

es maravilloso. –Me parece que tendré que empezar a

lamarla Doctora Experta -dijo Marino.La botella de Barbancourt no estaba

cubierta de polvo como muchas de las qua rodeaban.

 –Puede que eso explique por qué bajó

a la cocina -dije-. Quizá bajó paraguardar la botella de ron. A lo mejor,pensaba tomarse una copita cuandoalguien llamó a la puerta.

 –Sí, pero eso no explica por qué dejóa pistola encima del mostrador cuando

fue a abrir la puerta. Suponemos queestaba asustada, ¿no? Sigo pensando que

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esperaba a alguien y que conocía al tipoque llamó a su puerta. Tiene todas estasbebidas tan caras. ¿Me va usted a decir 

que se las bebía sola? No tiene sentido.Es más lógico suponer que, de vez encuando, recibía a alguien. Qué demonios,a lo mejor es este «M» a quien escribíadesde los cayos. A lo mejor, es la persona la que estaba esperando la noche en quea liquidaron.

 –Cree que «M» podría ser el asesino dije yo. –¿Usted no?Se estaba poniendo agresivo y su

manera de juguetear con el cigarrillo sinencender ya empezaba a atacarme losnervios.

 –Yo lo creo todo -contesté-. Por 

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ejemplo, también creo que, a lo mejor, lavíctima no esperaba a nadie. Seencontraba en la cocina guardando la

botella de ron y quizá pensaba prepararseun trago. Estaba nerviosa, había dejado lapistola automática encima del mostrador.Se sobresaltó cuando sonó el timbre oalguien empezó a aporrear la puerta…

 –Muy bien -me interrumpió Marino-.Se sobresalta y está nerviosa. Pues

entonces, ¿por qué deja la pistola en lacocina cuando se dirige a abrir la malditapuerta?

 –¿Había hecho prácticas?

 –¿Prácticas? – preguntó Marino,mirándome a los ojos-. ¿Prácticas de qué

 –De tiro. –Pues, francamente… no sé…

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 –Si no las había hecho, el gesto deomar el arma no constituía para ella un

reflejo natural sino una reflexión

consciente. Algunas mujeres llevanaerosoles irritantes en sus bolsos. Lasatacan y no se acuerdan de usarlos hastadespués de que han sufrido el ataqueporque la idea de la defensa no constituyeun reflejo.

 –Pues no sé…

Yo sí lo sabía. Tenía un revólver Ruger del 38 cargado con Silvertips, lasmuniciones más mortíferas que existen enel mercado. La única razón por la que

omaba el arma eran las prácticas quehacía con ella varias veces al mes en lasala de tiro de mi departamento. Cuando

estaba sola en casa, me sentía más a gusto

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con el arma que sin ella.Y había otra cosa. Pensé en el salón y

en los atizadores colocados en su soporte

de latón junto a la chimenea. Beryl habíaforcejeado con su atacante en aquellaestancia y no se le había ocurrido laposibilidad de tomar el atizador o la palaLa defensa no era en ella un reflejo. Suúnico reflejo era huir corriendo, ya fueraescaleras arriba o bien a Key West.

 –Puede que no conociera bien el armaMarino -dije-. Suena el timbre. Ella estánerviosa y confusa. Se dirige al salón ydespués mira a través de la mirilla.

Quienquiera que sea, le inspira lasuficiente confianza como para inducirla aabrir la puerta. Se olvida del arma.

 –O, a lo mejor, esperaba la visita -

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repitió Marino. –Es muy posible. Siempre y cuando

alguien supiera que ella se encontraba de

regreso en la ciudad. –Puede que él lo supiera -dijo

Marino. –Y puede que sea «M».Le dije a Marino lo que éste deseaba

escuchar mientras volvía a colocar labotella de ron en el estante.

 –Justamente. Ahora la cosa ya tienemás sentido, ¿no le parece?Cerré la puerta del armario de la

cocina.

 –Llevaba ya varios meses amenazaday aterrorizada, Marino. Me cuesta creer que fuera un amigo íntimo y Beryl nosospechara en absoluto de él.

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Marino pareció ofenderse mientrasconsultaba su reloj y se sacaba otra llavedel bolsillo. Era totalmente absurdo

suponer que Beryl le hubiera abierto lapuerta a un desconocido. Pero másabsurdo todavía era suponer que alguienen quien ella confiaba le hubiera podidohacer semejante cosa. ¿Por qué le habíaabierto la puerta? No podía quitarme lapregunta de la cabeza.

Un pasadizo cubierto unía la casa conel garaje. El sol se había ocultado detrásde los árboles.

 –Le voy a decir una cosa -añadió

Marino, abriendo la puerta-, yo entré aquípoco antes de llamarla a usted. Hubierapodido derribar la puerta la noche en que

a asesinaron, pero no vi la necesidad. – 

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Se encogió de hombros y enderezó lasanchas espaldas como si quisieraasegurarse de que yo comprendía su

capacidad de derribar una puerta o unárbol o de volcar un camión si le vinieraen gana.– Ella no había vuelto a entrar enel garaje desde que se fue a Florida.Tardamos un buen rato en encontrar lamaldita llave.

Era el único garaje de paredes

revestidas con paneles de madera que yohabía visto en mi vida; el suelo era unapreciosa piel de dragón realizada concarísimos azulejos italianos en tonos

rojos. –¿Esto fue diseñado realmente para

ser un garaje? – pregunté. –Tiene una puerta de garaje, ¿no? – 

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Marino se estaba sacando varias llavesdel bolsillo-. Menudo refugio paraproteger el vehículo de la lluvia, ¿eh?

El garaje no estaba ventilado y olía apolvo, a pesar de que estabampecablemente limpio. Aparte un

rastrillo y una escoba apoyados contra lapared de un rincón, no se veían cortadorade césped ni las habituales herramientasque suele haber en un garaje. La estancia

más parecía la sala de exposiciones de unconcesionario de automóviles con elHonda negro colocado en el centro delsuelo de azulejos. El automóvil estaba tan

impio y reluciente que hubiera podidopasar por nuevo y sin estrenar.

Marino abrió la portezuela del ladodel conductor.

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 –Ahí tiene. La invito a que suba -dijoMarino.

Me acomodé en el asiento de suave

cuero color marfil y contemplé lospaneles de madera de la pared a travésdel parabrisas.

Apartándose un poco del vehículo,Marino añadió:

 –Quédese sentada donde está. Póngascómoda, examine el interior y dígame qué

e viene a la mente. –¿Quiere que lo ponga en marcha?Marino me entregó la llave.

 –Y ahora tenga la bondad de abrir la

puerta del garaje si no quiere que nosasfixiemos aquí dentro -añadí.

Marino miró a su alrededor 

frunciendo el ceño hasta que vio el botón

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adecuado y abrió la puerta.El vehículo no se puso en marcha a la

primera y el motor se caló varias veces

ronroneando por lo bajo. La radio y elacondicionador de aire estaban enmarcha. El depósito de gasolina sóloestaban lleno hasta un cuarto de sucapacidad y el cuentakilómetrosregistraba menos de ocho mil kilómetros;el techo de ventilación estaba

parcialmente abierto. En el tablero denstrumentos había un resguardo deimpieza en seco fechado el jueves once

de julio, en que Beryl llevó a la tintorería

una falda y una chaqueta que,evidentemente, no pudo recoger. En elasiento del pasajero había la cuenta deuna tienda de alimentación fechada el

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doce de julio a las diez cuarenta de lamañana, cuando la víctima habíacomprado una lechuga, tomates, pepinos,

carne picada de buey, queso, zumo denaranja y una cajita de pastillas de menta,odo lo cual le costó nueve dólares conrece centavos que pagó con un billete de

diez dólares entregado a la cajera.Al lado de la cuenta se veía un sobre

vacío de banco de color blanco y una

funda beige claro de gafas Ray Ban…ambién vacía.En el asiento de atrás había una

raqueta de tenis Wimbledon y una

arrugada toalla blanca. Alargué la manopor encima del respaldo del asiento paraalcanzarla. Grabado en pequeñas letrasazules en el borde de rizo figuraba el

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nombre del Westwood Racquet Club, elmismo que yo había visto en una bolsaroja de vinilo en el interior del armario d

Beryl.Marino se había guardado lo más

espectacular para el final. Yo sabía quehabía examinado minuciosamente todosaquellos objetos y quería que yo los vieran situ… No eran pruebas. El asesino no

había entrado en el garaje. Marino me

estaba aguijoneando desde que entramosen la casa. Era una costumbre suya que msacaba de quicio.

Apagando el motor, descendí del

vehículo y la portezuela se cerró a miespalda con un sólido sonidoamortiguado.

Marino me miró inquisitivamente.

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 –Un par de preguntas -dije. –Dispare. –Westwood es un club de lujo. ¿Era

socia?Inclinación afirmativa de la cabeza.

 –¿Ha comprobado usted cuándoreservó pista por última vez?

 –El viernes doce de julio a las nuevede la mañana. Tomó una lección con elprofesor. Tomaba una lección una vez a la

semana, á eso se limitaba su práctica deeste deporte. –Si no recuerdo mal, salió de

Richmond a primera hora de la mañana

del sábado trece de julio y llegó a Miamipoco después del mediodía.

Otra inclinación de cabeza.

 –O sea que dio la clase y se fue

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directamente a la tienda de alimentación.Después, puede que se dirigiera al bancoSea como fuere, después de hacer la

compra, en determinado momento debióde decidir abandonar repentinamente laciudad. Si hubiera tenido intención demarcharse al día siguiente, no se hubieramolestado en ir a comprar comida. Nohubiera tenido tiempo de comerse todo loque compró y no dejó la comida en el

frigorífico. Debió de tirarlo todo menos lcarne picada, el queso y, probablemente,as pastillas de menta.

 –Me parece bastante razonable -dijo

Marino con aire ausente. –Dejó la funda de las gafas y otros

objetos en el asiento -añadí yo-. Y,además, la radio y el acondicionador de

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aire estaban en marcha y dejó el techo deventilación parcialmente abierto. Alparecer, entró con el vehículo en el

garaje, apagó el motor y se dirigiócorriendo a la casa con las gafas puestas.Eso me induce a preguntarme si ocurrióalgo mientras regresaba a casa en suautomóvil desde el club de tenis y laienda de comestibles…

 –Estoy seguro de que sí. Rodee el

automóvil y eche un vistazo por el otroado… fíjese en concreto en la portezuelaLo hice.Lo que vi me desperdigó los

pensamientos cual si fueran canicas.Grabado en la reluciente pintura negra,usto por debajo del tirador de la

portezuela, vi el nombre beryl en el centro

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de un corazón. –Se le pone a uno la carne de gallina,

¿verdad?

 –Si el tipo lo hizo mientras elautomóvil estaba aparcado en el club o enas inmediaciones de la tienda -dije yo-,

me parece que alguien le hubiera visto. –Claro. Lo cual quiere decir que, a lo

mejor, lo hizo antes. – Marino hizo unapausa, contemplando el grabado con aire

pensativo.– ¿Cuándo examinó usted por última vez la portezuela del lado delpasajero de su automóvil?

Podían haber transcurrido varios días

O incluso una semana. –Se fue a comprar la comida -dijo

Marino, encendiendo finalmente eldichoso cigarrillo-. No compró muchas

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cosas -añadió, dando una fuerte chupada-Y seguramente todo le cupo en una solabolsa. Cuando mi mujer sólo lleva una o

dos bolsas, las coloca en el suelo de laparte delantera o en el mismo asiento. Porconsiguiente, es probable que Berylrodeara el automóvil para colocar labolsa de la compra en el asiento. Y fueentonces cuando vio lo que alguien habíagrabado en la pintura. A lo mejor, supo

que lo habían tenido que hacer necesariamente aquel día. A lo mejor, no.o importa. Inmediatamente se asusta y se

pone nerviosa. Regresa a casa o pasa

primero por el banco para sacar dinero.Reserva plaza en el primer vuelo y se va Florida para huir de Richmond.

Abandoné el garaje en compañía de

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Marino y ambos regresamos juntos a suautomóvil. Estaba oscureciendo con granrapidez y la temperatura había refrescado

Marino puso en marcha el vehículomientras yo contemplaba en silencio lacasa de Beryl a través de la ventanilla.Los ángulos agudos se estabandifuminando en la penumbra y lasventanas estaban a oscuras. De pronto, seencendieron las luces del porche y del

salón. –Vaya -musitó Marino-. ¿Son losniños de Todos los Santos?

 –Iluminación intermitente -dije.

 –No me diga.2

Brillaba la luna llena sobre Richmond

cuando emprendí el largo camino de

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regreso a casa. Sólo los más tenacesfantasmas de Todos los Santoscontinuaban la ronda mientras los faros

delanteros de mi automóvil iluminabansus espectrales máscaras y susamenazadoras siluetas de tamaño infantil.Me pregunté cuántos niños habríanlamado a mi puerta para solicitar lasradicionales golosinas sin que nadie les

contestara. Mi casa era una de las

preferidas por los niños que festejaban lavíspera de Todos los Santos, pues, al noener hijos propios a los que mimar, yo

solía mostrarme con ellos extremadament

generosa. Al día siguiente, no tendría másremedio que repartir las cuatro cajasenteras de chocolatinas entre miscolaboradores.

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El teléfono empezó a sonar mientrasyo subía la escalera. Lo tomé antes de quenterviniera el contestador automático. Al

principio, no identifiqué la voz, pero, alreconocerla, me dio un vuelco el corazón

 –¿Kay? Soy Mark. Menos mal que yaestás en casa…

Mark James me hablaba como desdeel fondo de un bidón de petróleo y se oíaen segundo plano el rumor del tráfico.

 –¿Dónde estás? – conseguípreguntarle, consciente de la irritación demi voz.

 –En la 95, a unos noventa kilómetros

al norte de Richmond.Me senté en el borde de la cama.

 –En una cabina telefónica -añadió-.

ecesito instrucciones para llegar a tu

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casa. – Otra ráfaga de tráfico.– Quieroverte, Kay. Llevo toda la semana en eldistrito de Columbia y estoy intentando

ocalizarte desde última hora de la tarde.Al final, he decidido correr el riesgo y healquilado un automóvil. ¿Te parece bien?

 No supe qué decirle. –He pensado que podríamos tomar un

rago juntos y ponernos al día sobrenuestras actividades respectivas -dijo

aquel hombre que antaño me rompiera elcorazón-. Tengo reservada habitación enel Radisson del centro de la ciudad.Mañana a primera hora hay un vuelo

desde Richmond a Chicago y pensé que…Bueno, en realidad, quiero discutir unasunto contigo…

 No acertaba a imaginar qué podamos

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discutir Mark y yo. –¿Te parece bien? – repitió.¡Pues no, no me parecía bien! Pero lo

que dije fue: –Por supuesto, Mark. Me encantará

verte.Tras facilitarle las correspondientes

nstrucciones, fui al cuarto de baño pararefrescarme un poco y aproveché parahacer inventario. Habían transcurrido más

de quince años desde nuestros días juntosen la facultad de Derecho. Mi cabello eramás ceniza, que rubio y mis ojos eran mábrumosos y menos azules que entonces. E

mparcial espejo me recordó con ciertafrialdad que ya no volvería a cumplir losreinta y nueve y que existían unos

métodos llamados liftings. En mi

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memoria, Mark seguía teniendo apenasveinticuatro años, la edad en que seconvirtió para mí en un objeto de pasión y

subordinación que más tarde me llevó a lamás abyecta desesperación. Cuando todoerminó, me entregué en cuerpo y alma alrabajo.

Conducía tan rápido como siempre yno había perdido la afición a los buenosautomóviles. Menos de cuarenta y cinco

minutos más tarde, abrí la puerta de micasa y le vi bajar de su Sterling dealquiler. Seguía siendo el Mark que yorecordaba, con el mismo cuerpo delgado

as largas piernas de confiados andares.Subió los peldaños en un abrir y cerrar deojos, con una leve sonrisa en los labios.Tras darnos un pequeño abrazo,

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permanecimos un momento de pie en elvestíbulo sin saber qué decirnos.

 –¿Sigues bebiendo whisky? – pregunt

yo finalmente. –Eso no ha cambiado -me contestó él,

acompañándome a la cocina.Sacando la botella de Glenfiddich del

bar, le preparé automáticamente el tragoal como solía hacerlo en otros tiempos:

dos dedos, hielo y un chorlito de agua de

Seltz. Sus ojos me siguieron mientras memovía por la cocina y posaba los vasossobre la mesa. Tomando un sorbo,contempló el vaso y empezó a agitar 

entamente el hielo tal como siemprehacía cuando estaba nervioso. Contempléargamente sus refinadas facciones, los

altos pómulos y los claros ojos grises. Su

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cabello oscuro era algo más ralo en lassienes.

Concentré mi atención en el hielo

girando lentamente en el interior de suvaso.

 –Supongo que estarás trabajando en ubufete de Chicago.

Reclinándose en su asiento, Mark evantó los ojos y contestó:

 –Me limito casi exclusivamente a los

recursos, sólo muy de tarde en tarde hagouicios. Veo de vez en cuando a Diesner.Así fue cómo supe que estabas enRichmond.

Diesner era el jefe del departamentode Medicina Legal de Chicago. Yo le veíen las reuniones y ambos formábamosparte de varios comités. Jamás me había

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comentado que conociera a Mark James yyo no sabía cómo había averiguado miantigua relación con él.

 –Cometí la equivocación de decirleque te había conocido en la facultad deDerecho y creo que de vez en cuando mehabla de ti para pincharme -me explicóMark, leyendo mis pensamientos.

 No hacía falta que me lo jurara.Diesner era tan áspero como un macho

cabrío y no les tenía demasiada simpatía os abogados defensores. Algunas de susbatallas y de sus teatrales actuaciones antos tribunales se habían convertido en

auténticas leyendas. –Como todos los patólogos forenses -

estaba diciendo Mark-, siempre se inclinapor los fiscales. Como yo represento a un

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asesino convicto, soy el malo. Diesner nopara hasta que me localiza y entonces mecomenta, como el que no quiere la cosa, e

último artículo que has publicado o algúncaso tremebundo en el que has trabajado.La doctora Scarpetta. La famosa jefaScarpetta -añadió riéndose aunque no conos ojos.

 –No me parece justo decir que nosnclinamos por los fiscales -contesté-. A

primera vista damos esta impresiónporque, si las pruebas son favorables a unacusado, el caso jamás pasa a losribunales.

 –Kay, ya sé lo que ocurre -dijo Mark con aquel tono de voz de «dejémoslo ya»que tan bien recordaba yo-. Yo sé lo queves y, en tu lugar, querría que todos los

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hijos de puta se pudrieran en una cárcel. –Sí, tú sabes lo que yo veo, Mark -

dije.

Era la misma discusión de siempre.o poda creerlo. Mark llevaba apenas

quince minutos allí y ambos estábamosrecogiendo el hilo de lo que habíamosnterrumpido años atrás. Algunas de

nuestras peores peleas habían sidoprecisamente a propósito de aquel tema.

Yo ya era médica y me había matriculadoen la facultad de Derecho de Georgetowncuando conocí a Mark. Había visto elado oscuro, la crueldad y las tragedias

nexplicables. Había apoyado mis manosenguantadas sobre los ensangrentadosdespojos del sufrimiento y de la muerte.Mark, en cambio, era un espléndido

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representante de la Ivy League cuya ideadel delito se identificaba con alguien quee hubiera rayado la pintura de su Jaguar.

Tenía que ser abogado porque su padre ysu abuelo lo eran. Yo era católica y Markprotestante. Yo italiana y él tan ingléscomo el príncipe Carlos. Yo haba crecidoen la pobreza y él se había criado en unosde los más lujosos barrios residencialesde Boston. Llegué a pensar en cierta

ocasión que nuestro matrimonio se habríafraguado en el cielo. –No has cambiado, Kay -dijo Mark-.

Como no sea tal vez en el hecho de que

rradias una cierta dureza ydeterminación. Apuesto a que debes deser temible en los juicios.

 –No me gustaría pensar que soy dura.

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 –No lo he dicho como una crítica. Loque digo es que pareces tremenda. – Markmiró a su alrededor.– Y has triunfado.

¿Eres feliz? –Me gusta Virginia -contesté,

apartando la mirada-. Sólo me quejo deos inviernos, aunque supongo que tus

quejas deben de ser más graves a esterespecto. ¿Cómo puedes resistir los seismeses de invierno de Chicago?

 –No he conseguido acostumbrarme, siquieres que te diga la verdad. Tú no losoportarías. Una flor de invernadero deMiami como tú no aguantaría allí ni un

mes. No estás casada -añadió, tomandootro sorbo de su bebida.

 –Lo estuve.

 –Mmmm -Mark frunció el ceño,

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ratando de recordar-. Tony no sé qué…recuerdo que empezaste a salir conTony… Beneditti, ¿verdad? Fue hacia

finales del tercer curso.Me sorprendió que Mark se hubiera

dado cuenta y más todavía que lorecordara.

 –Nos divorciamos hace tiempo -añadí.

 –Lo siento -dijo Mark en voz baja.

Alargué la mano hacia mi vaso. –¿Te has estado viendo con alguiensimpático? – preguntó Mark.

 –En estos momentos no me veo con

nadie ni simpático ni antipático.Mark no se reía tanto como antaño.

 –Estuve casi a punto de casarme haceun par de años, pero la cosa no dio

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resultado -me explicó sin emoción-. O talvez sería más honrado decir que, en elúltimo momento, me entró miedo.

Me costaba trabajo creer que no sehubiera casado. Debió de leer por segunda vez mis pensamientos.

 –Fue después de que muriera Janet -dijo tras dudar levemente-. Estuve casado

 –¿Janet?Mark agitó de nuevo el hielo de su

vaso. –La conocí en Pittsburgh, después deGeorgetown. Era una abogada del bufete,especializada en derecho tributario.

Le estudié con más detenimiento,perpleja ante lo que veían mis ojos. Markhabía cambiado. La vehemencia de antañoera ahora distinta. No lograba

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dentificarla, pero me parecía mássombría.

 –Un accidente de tráfico -explicó-. Un

sábado por la noche. Salió a comprar palomitas de maíz. Queramos ver unapelícula en la televisión. Un conductor borracho se cruzó en su camino. Nisiquiera llevaba los faros delanterosencendidos.

 –Dios bendito, Mark, cuánto lo siento

dije-. Debió de ser terrible. –Fue hace ocho años. –¿No tenéis hijos? – pregunté en un

susurro.

 Negó con la cabeza.Permanecimos unos instantes en

silencio. –Nuestro bufete va a abrir un

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despacho en el distrito de Columbia -medijo cuando nuestras miradas se cruzaron

 No hice ningún comentario.

 –Es posible que me trasladen aldistrito de Columbia. No te imaginas loque estamos creciendo; tenemos más decien abogados, y oficinas en Nueva York,Atlanta y Houston.

 –¿Cuándo harías el traslado? – pregunté muy serena.

 –Pues, en realidad, podría ser aprimeros de año. –¿Y estás totalmente decidido? –Estoy hasta la coronilla de Chicago,

Kay, necesito un cambio. Quería que losupieras… por eso he venido. O, por lomenos, éste es el motivo principal. Noquería trasladarme a vivir al D. C. y

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ropezarme contigo en determinadomomento. Viviré en el norte de Virginia.Tú tienes un despacho en el norte de

Virginia. Lo más probable es quecoincidiéramos en un restaurante o uneatro el día menos pensado. Y yo no

quería que las cosas ocurrieran de estamanera.

Me imaginé sentada en el CentroKennedy viendo a Mark tres filas más

adelante, susurrándole algo al oído a unabella acompañante. Recordé el antiguodolor, un dolor tan intenso que casi losentía físicamente. No podía compararle

con nadie. Todas mis emociones seconcentraban en él. Al principio, unaparte de mí intuyó que los sentimientos noeran recíprocos. Más tarde, lo supe con

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certeza. –Éste es el principal motivo -repitió

Mark en plan de abogado que da

comienzo a la exposición de su informe-.Pero hay algo más que, en realidad, noiene nada que ver con nosotros

personalmente.Guardé silencio.

 –Hace un par de noches una mujer fueasesinada aquí, en Richmond. Beryl

Madison…La expresión de asombro de mi rostroe obligó a hacer una breve pausa.

 –Berger, el socio gerente, me lo dijo

cuando me llamó a mi hotel del D. C.Quiero hablarte de ello…

 –¿Y eso qué tiene que ver contigo? – pregunté-. ¿Acaso la conocías?

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 –Vagamente. La conocí en NuevaYork el invierno pasado. Nuestro bufetede allí suele manejar asuntos relacionado

con el mundo del espectáculo y el ocio.Beryl tenía serios problemas depublicación, una disputa sobre uncontrato, y solicitó los servicios deOrndorff Berger para resolver el asunto.Yo estaba casualmente en Nueva York elmismo día en que ella se reunió con

Sparacino, el abogado que llevaba sucaso. Al final, Sparacino nos invitó a ellay a mí a almorzar en el Algonquin.

 –Si hay alguna posibilidad de que esta

disputa que has mencionado estérelacionada con su asesinato, tendrías quehablar con la policía y no conmigo -dije

en tono levemente molesto.

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 –Kay -replicó Mark-, mi bufete nisiquiera sabe que estoy aquí, hablandocontigo, ¿comprendes? Cuando ayer me

lamó Berger, fue por otra cosa. Mecomentó el asesinato de Beryl Madison enel curso de la conversación y me dijo queechara un vistazo a los periódicos de por aquí, a ver qué decían.

 –Ya. Hablando en plata, a ver quépodías averiguar a través de tu ex…

Sentí que el rubor me subía por lagarganta. ¿Ex qué? –No es eso -dijo Mark, apartando los

ojos-. Estaba pensando en ti, tenía

ntención de llamarte antes de que melamara Berger, antes incluso de

enterarme de lo de Beryl. Durante dos

malditas noches estuve a punto de

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lamarte, incluso había pedido tu númeroen Información. Pero no me atrevía. Ypuede que jamás lo hubiera hecho si

Berger no me hubiera contado lo ocurridoEs posible que Beryl me facilitara laexcusa, lo reconozco. Pero no es lo que túpiensas…

 No le escuchaba. Estaba deseandocreerle muy a pesar mío.

 –Si tu bufete tiene algún interés en

este asesinato, dime exactamente de quése trata.Mark reflexionó un instante.

 –La verdad es que no sé si tenemos un

nterés legítimo en el asesinato. Puede qusea algo de tipo personal, una sensaciónde horror y de sobresalto para aquellos dnosotros que tuvimos contacto con ella

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cuando estaba viva. Te diré, además, queBeryl estaba metida en una amarga disputsobre los derechos que le habían estafado

a causa de un contrato que firmó haceocho años. Es algo muy complicado yiene que ver con Cary Harper.

 –¿El novelista? – preguntédesconcertada-. ¿A ese Cary Harper terefieres?

 –Tal como seguramente sabes -dijo

Mark-, vive no demasiado lejos de aquí,en una plantación del siglo XVIII llamadaCutler Grove. A orillas del río James, enWilliamsburg.

Estaba tratando de recordar lo quehabía leído sobre Harper, el ganador deun premio Pulitzer de novela hacía veinteaños, legendariamente aislado del mundo

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en compañía de una hermana. ¿O acasoera una tía? Se habían hecho muchasconjeturas sobre la vida privada de

Harper; cuanto más huía de los reporterosy más se negaba a conceder entrevistas,anto más crecían los rumores y conjetura

sobre su persona.Encendí un cigarrillo.

 –Pensaba que ya lo habrías dejado -dijo Mark.

 –Para eso tendrán que extirparme elóbulo frontal. –Ahí va lo poco que yo sé. Beryl tuvo

una relación con Harper cuando contaba

unos veinte años. Durante algún tiempo,legó a vivir en la casa junto con él y su

hermana. Aspiraba a convertirse enescritora y era como la hija de talento que

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Harper nunca tuvo. Se convirtió en suprotegida y, gracias a sus amistades,consiguió publicar su primera novela

cuando apenas tenía veintidós años, unaespecie de novela rosa escrita bajo elapellido Stratton. Harper escribió inclusoun comentario para la cubierta del libroacerca de aquella joven e interesanteautora que él acababa de descubrir.Muchos se sorprendieron bastante. La

novela era una obra eminentementecomercial y carecía de calidad literaria.Por si fuera poco, Harper llevaba muchoiempo sin dar señales de vida.

 –¿Qué tiene eso que ver con la disputasobre el contrato?

 –Puede que Harper fuera un primo enmanos de una jovencita que fingía

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adorarle como a un héroe, pero es tambiéun hijo de puta de mucho cuidado. Antesde que la chica publicara la novela, la

obligó a firmar un contrato con el cual see prohibía escribir nada sobre él o sobre

cualquier cosa relacionada con su personmientras el y su hermana vivieran. Harperiene apenas cincuenta y tantos años y su

hermana unos pocos más. El contratoataba prácticamente a Beryl para toda la

vida y le impedía escribir sus memorias,pues, ¿cómo hubiera podido hacerlo sinmencionar a Harper?

 –Tal vez hubiera podido -repliqué-,

pero, sin Harper, el libro no se hubieravendido.

 –Exactamente. –¿Por qué utilizaba seudónimos?

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¿Formaba parte de su acuerdo conHarper?

 –Creo que sí. Probablemente él quería

que Beryl fuera su secreto. La ayudó aalcanzar el éxito literario, pero queríamantenerla alejada del mundo. El nombreBeryl Madison no es muy famoso quedigamos, a pesar del éxito económico quehan cosechado sus novelas.

 –¿Debo suponer que la chica estaba a

punto de incumplir el contrato y que por eso solicitó los servicios de Orndorff Berger?

Mark tomó un sorbo de whisky.

 –Permíteme recordarte que ella no erami cliente. Por consiguiente, no conozcoodos los detalles. Pero mi impresión es

que ya estaba quemada y quería escribir 

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algo de más fuste. Y ahora viene lo queseguramente tú ya sabes. Al parecer, teníaproblemas, alguien la amenazaba y la

perseguía… –¿Cuándo? –El invierno pasado, más o menos po

as fechas en que yo almorcé con ella.Creo que fue a finales de febrero.

 –Sigue -dije, intrigada. –No tenía ni idea de quién la

amenazaba. No sé si la cosa empezó antesde que decidiera escribir lo que enaquellos momentos tenía entre manos obien después, no puedo asegurarlo.

 –¿Y cómo se las hubiera arregladopara incumplir el contrato sin sufrir lasconsecuencias?

 –No estoy muy seguro de que hubiera

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podido hacerlo -contestó Mark-, pero laestrategia que pensaba seguir Sparacinoconsistiría en informar a Harper de que no

endría más remedio que colaborar siquería que el producto final resultara másbien inofensivo… en otras palabras, se leofrecerían a Harper poderes limitados decensura. En caso de que optara por comportarse como un hijo de puta,Sparacino le asestaría un golpe,

facilitando la debida información a losperiódicos. Harper estaba atrapado. Por supuesto que podía querellarse contraBeryl, pero ella no tenía tanto dinero

como para eso, era una simple gota deagua en el mar en comparación con lo quevale él. El pleito sólo hubiera servidopara que la gente corriera a comprar el

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ibro de Beryl. Harper no podía ganar. –¿Y no hubiera podido conseguir un

mandato judicial que impidiera la

publicación? – pregunté. –Eso hubiera significado más

publicidad. Detener la publicación lehubiera costado millones.

 –Ahora ella ha muerto -contemplé micigarrillo, apagándose en el cenicero-.Supongo que el libro no está terminado.

Harper ya no tiene por qué preocuparse.¿A eso querías llegar, Mark? ¿A laposibilidad de que Harper esténvolucrado en el asesinato?

 –Me he limitado a facilitarte los datosdijo Mark.

Los claros ojos se estaban clavandoen los míos. Recordé con inquietud lo

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ncreíblemente distantes que podían ser aveces.

 –Tú, ¿qué piensas? – me preguntó.

 No le dije lo que realmente pensaba, asaber, que me parecía muy raro queprecisamente él me hubiera reveladoodos aquellos detalles. No importaba que

Beryl no fuera su cliente. El conocía muybien los códigos de conducta legales,según los cuales los datos que obran en

poder de un socio de un bufete obliganpor igual a todos los demás socios. Seencontraba a un paso de quebrantar lasnormas éticas y ello me parecía tan

mpropio del escrupuloso Mark James quyo recordaba como el hecho de que sehubiera presentado en mi casa luciendo unatuaje.

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 –Creo que será mejor que hables conMarino, el jefe de la investigación -repliqué-. O tal vez será mejor que yo

misma le comunique lo que acabas dedecirme. En cualquier caso, él se pondráen contacto con tu bufete y hará laspreguntas que crea convenientes.

 –Me parece muy bien. No tengoninguna objeción.

Ambos permanecimos un instante en

silencio. –¿Cómo era? – pregunté,carraspeando.

 –Tal como te he dicho, sólo la vi una

vez. Pero era extraordinaria. Dinámica,ngeniosa, atractiva, vestida de blanco. U

fabuloso vestido blanco de invierno. Te l

podría describir también como levemente

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distante. Tenía muchos secretos. No creoque nadie hubiera alcanzado jamás elfondo de sus profundidades. Y bebía

mucho, o, por lo menos, bebió muchoaquel día durante el almuerzo… se tomóres cócteles, lo cual me pareció excesivo

a aquella hora del día. Aunque puede queno lo fuera tanto, teniendo en cuenta loensa y nerviosa que estaba. El problema

por el que había recurrido a Orndorff 

Berger no era precisamente un motivo dealegría. Estoy seguro de que todo esteasunto de Harper la tenía muypreocupada.

 –¿Qué bebió? –¿Cómo? –Los tres cócteles. ¿Qué eran? – 

pregunté.

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Mark frunció el ceño, mirando haciael otro extremo de la cocina.

 –Pues no lo sé bien, Kay. Pero, ¿qué

mportancia tiene eso? –No sé si tiene importancia -dije,

recordando el armario de las bebidas deBeryl-. ¿Comentó las amenazas que estabrecibiendo? En tu presencia, quiero decir

 –Sí. Y Sparacino también se refirió aellas. Lo único que yo sé es que empezó a

recibir unas llamadas telefónicas decarácter muy específico. Siempre lamisma voz, pero no era ningún conocidosuyo o, por lo menos, eso es lo que dijo.

Hubo otros acontecimientos extraños. Nopuedo recordar los detalles… ocurrióhace tiempo.

 –¿Sabes si llevaba un registro de esos

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acontecimientos? – pregunté. –No lo sé. –¿Y no tenía ni idea de quién lo hacía

ni por qué? –Ésa es la impresión que daba.Mark empujó su silla hacia atrás. Ya

era casi la medianoche.Mientras le acompañaba a la puerta,

se me ocurrió repentinamente una cosa. –Sparacino -dije-. ¿Cuál es su nombre

de pila? –Robert -contestó Mark. –No tendrá una M inicial, ¿verdad? –No -dijo Mark, mirándome con

curiosidad.Se produjo una tensa pausa.

 –Ten cuidado por la carretera. –Buenas noches, Kay -dijo Mark,

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vacilando.Puede que fueran figuraciones mías,

pero, por un instante, pensé que iba a

besarme. Después, bajó apresuradamenteos peldaños y yo ya había cerrado la

puerta cuando le oí alejarse en suautomóvil.

La mañana siguiente fue tan ajetreadacomo de costumbre. Fielding nos informódurante la reunión del equipo de que

eníamos cinco autopsias, entre ellas la deun «flotador», es decir, un cuerpo endescomposición rescatado del río,perspectiva que nunca dejaba de suscitar 

gruñidos de desagrado. El departamentode policía de Richmond nos habíaenviado las pruebas de sus dos tiroteosmás recientes y yo había conseguido

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enviar por correo los resultados de losanálisis de las primeras antes de salir corriendo hacia la sala de justicia John

Marshall para declarar en el juicio deotro tiroteo con resultado de muerte y,desde allí, hacia el Colegio de Médicospara almorzar con uno de los estudiantes os que asesoraba. Durante mi trabajo,raté por todos los medios de quitarme dea cabeza la visita de Mark. Pero, cuanto

más me esforzaba por no pensar en él,anto más pensaba. Era precavido. Eraobstinado. No era propio de él que sehubiera puesto en contacto conmigo al

cabo de más de una década de silencio.Resistí hasta primera hora de la tarde

en que no pude más y llamé a Marino. –Precisamente ahora iba a llamarla -

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me dijo Marino antes de que yo pudierapronunciar dos palabras-. Estaba a puntode salir. ¿Puede reunirse conmigo en el

despacho de Benton dentro de una hora uhora y media?

 –¿De qué se trata? Ni siquiera le había dicho por qué le

lamaba. –He conseguido los informes sobre

Beryl. Pensé que le interesará estar 

presente.Colgó como siempre hacía sin decir adiós.

A la hora convenida, enfilé la East

Grace Street y aparqué en el primer espacio del parquímetro que pudeencontrar a una distancia razonable de midestino. El moderno edificio de diez piso

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era como un faro en medio de unadeprimente zona de tiendas de baratijasque pretendían ser establecimientos de

antigüedades y de pequeños restaurantesípicos cuyos platos «especiales» no eranales. Los vagabundos caminaban sin

rumbo por las cuarteadas aceras.Tras identificarme en la garita de los

guardas del vestíbulo, tomé el ascensor hasta el quinto piso. Al final del pasillo

había un puerta de madera sin ningunandicación. La localización de la oficinade operaciones del FBI de Richmond erauno de los secretos más celosamente

guardados de la ciudad, y su presencia eran discreta como la de sus agentes de

paisano. Un joven sentado detrás de unmostrador que se extendía hasta la mitad

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de la pared del fondo me miró mientrashablaba por teléfono. Cubriendo eleléfono con la mano, arqueó las cejas

como preguntándome: «¿En qué puedoservirla?». Le expliqué el motivo de mivisita y me invitó a sentarme.

El vestíbulo era pequeño ydecididamente masculino, con elmobiliario tapizado en un sólido cueroazul oscuro y una mesita en la que se

amontonaban distintas revistas deportivasEn los paneles de madera de las paredesfiguraban una galería de retratos de losantiguos directores del FBI, varias

distinciones por servicios y una placa deatón con nombres de agentes muertos en

acto de servicio. De vez en cuando, seabría la puerta exterior y entraban unos

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hombres de elevada estatura vestidos deoscuro y con los ojos protegidos por gafaahumadas, los cuales no se molestaban en

dirigirme una sola mirada tan siquiera.Benton Wesley podía ser tan prusiano

como todos los demás, pero con el tiempohabía conseguido ganarse mi respeto.Debajo de su placa del FBI se ocultaba unser humano de esos que merece la penaconocer. Era rápido y enérgico incluso

cuando estaba sentado e iba típicamentevestido con pantalón oscuro y blancacamisa almidonada. Lucía una impecablecorbata estrecha a la última moda y en su

cinturón llevaba la negra funda para eldiez milímetros que casi nunca se poníacuando estaba en un ambiente cerrado. Noe había visto mucho últimamente, pero no

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había cambiado. Estaba en muy buenaforma y era guapo a su manera un tantodura, con un cabello prematuramente gris

plateado que nunca dejaba desorprenderme.

 –Siento que haya tenido que esperar,Kay -me dijo sonriendo.

Su apretón de manos fueranquilizadoramente firme y estuvo

exento de cualquier insinuación machista.

El apretón de manos de algunos policías yabogados que yo me sé son unas moles dequince kilos sobre un gatillo de un kilo ymedio que casi me rompen los dedos.

 –Está aquí Marino -añadió Wesley-.Tenía que repasar unas cuantas cosas conél antes de hablar con usted.

Sostuvo la puerta para que yo pasara

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ambos bajamos por un desierto pasillo.Haciéndome pasar a su pequeñodespacho, se retiró para ir por el café.

 –Anoche conseguimos finalmente quefuncionara el ordenador -dijo Marino.

Repantigado cómodamente en susillón, estaba examinando un revólver delcalibre 357 aparentemente por estrenar.

 –¿El ordenador? ¿Qué ordenador?¿Había olvidado mis cigarrillos? No.

Otra vez en el fondo del bolso. –El de jefatura. Se estropea a cadados por tres. Sea como fuere, al final heconseguido unas copias de los informes

del delito. Interesantes. Por lo menos, amí me lo parecen.

 –¿Son los de Beryl? –Ni más ni menos -Marino depositó e

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arma sobre el escritorio de Wesley yañadió-: Bonita pieza. El muy bastardo sea ganó como premio en la convención

nacional de jefes de policía que secelebró en Tampa la semana pasada. Yoni siquiera consigo ganar un par dedólares en la lotería.

Mi atención empezó a vagar. Elescritorio de Wesley estaba atestado demensajes telefónicos, informes, cintas de

vídeo y gruesos sobres de cartulina quedebían de contener detalles y fotografíasde los distintos crímenes que lasurisdicciones policiales sometían a su

consideración. Detrás de los paneles decristal de la librería adosada a la paredhabía varias armas macabras… unaespada, una llave inglesa, un fusil

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mprovisado, una lanza africana… trofeosde caza o regalos de protegidosagradecidos. Una anticuada fotografía

mostraba a William Webster estrechándole la mano a Wesley sobre elelón de fondo de un helicóptero de la

Marina en Quantico. No se veía la menor señal de que Wesley tuviera esposa y treshijos. Los agentes del FBI, como casiodos los policías, protegen celosamente

sus vidas privadas, especialmente cuandose han acercado lo suficiente al mal comopara haber sentido su horror. Wesley eraun experto en diseño de perfiles de

sospechosos. Sabía lo que era examinar fotografías de carnicerías inimaginables yvisitar las penitenciarías y ver cara a caraa los Charles Manson y los Ted Budy.

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Wesley regresó con dos vasos deStyrofoam de café, uno para Marino y otropara mí. Wesley siempre recordaba que

yo bebo el café solo y necesito uncenicero al alcance de la mano.

Marino tomó unas fotocopias denformes policiales que tenía sobre las

rodillas y empezó a repasarlas. –Para empezar -dijo-, sólo hay tres.

Tres informes que constan en archivo. El

primero de ellos está fechado el once demarzo a las nueve y media de un lunes pora mañana. La víspera, Beryl Madison

había marcado el 911 y había pedido la

presencia de un oficial en su casa paraformularle una denuncia. No es deextrañar que la llamada se considerara de

baja prioridad, pues la calle no era

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conflictiva. El agente uniformado no sepresentó hasta la mañana siguiente. Un talJim Reed, que lleva cinco años en el

departamento -añadió, mirándome.Sacudí la cabeza. No conocía a Reed.Marino examinó el informe.

 –Reed informó de que la denuncianteBeryl Madison estaba muy alterada yhabía afirmado que la víspera, undomingo por la noche, sobre las ocho y

cuarto, había recibido una amenazaelefónica. Una voz que ella identificócomo masculina y posiblemente de unapersona blanca le dijo lo siguiente:

«Apuesto a que me has echado de menos,Beryl. Pero yo siempre te vigilo aunque túno me veas. Yo te veo. Puedes correr,pero no puedes esconderte». La

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denunciante añadió que el comunicantedijo haberla visto aquella mañanacomprando un periódico delante de un

establecimiento Seven-Eleven. Eldesconocido le describió cómo ibavestida, con «un chándal de color rojo ysin sujetador». Beryl confirmó que sehabía dirigido en su automóvil al Seven-Eleven de la Avenida Rosemountaproximadamente a las diez de la mañana

del domingo vestida en la forma descrita.Aparcó delante del Seven-Eleven ycompró un Washington Post en lamáquina automática sin entrar en la tienda

y no vio a nadie por los alrededores. Sepreocupó al ver que el comunicanteconocía aquellos detalles y dijo que ladebía de haber seguido. A la pregunta de

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si había advertido que alguien la siguieracontestó que no.

Marino pasó a la segunda página, que

era la parte confidencial del informe, yañadió:

 –Reed informa de que la señoritaMadison se mostró reacia a revelar losdetalles concretos de la amenaza hechapor el comunicante. Al final, ante lansistencia del agente, contestó que el

comunicante había hecho unoscomentarios «obscenos» y había dichoque, cuando se la imaginaba desnuda,sentía deseos de «matarla». Al llegar a

este punto, la señorita Madison dijo habecolgado el teléfono.

Marino dejó la fotocopia en el bordedel escritorio de Wesley.

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 –¿Qué consejo le dio el oficial Reed?pregunté.

 –El de siempre -contestó Marino-. Le

aconsejó que llevara un registro y que,cada vez que recibiera una llamada,anotara la fecha, la hora y lo que habíaocurrido. Le aconsejó también mantener as puertas y las ventanas cerradas enstalar, a ser posible, un sistema de

alarma. Y le dijo que, si viera algún

vehículo extraño, anotara el número de lamatrícula y llamara a la policía.Recordé lo que Mark me había dicho

a propósito de su almuerzo con Beryl en

el mes de febrero. –¿Dijo que esta amenaza del once de

marzo había sido la primera?

Fue Wesley quien contestó mientras s

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nclinaba hacia adelante para tomar elnforme.

 –Parece ser que no -dijo, pasando la

página-. Reed escribió que la denuncianteafirmó haber estado recibiendo amenazasdesde primeros de año, aunque no lohabía notificado a la policía hastaentonces. Al parecer, las llamadasanteriores no eran frecuentes ni tanconcretas como la que recibió la noche

del domingo, diez de marzo. –¿Y estaba segura de que las llamadaanteriores las había hecho el mismohombre? – preguntó Marino.

 –Le dijo a Reed que la voz parecía lamisma -contestó Wesley-. Un varónblanco de suaves modales y con facilidadde palabra. No era la voz de ningún

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conocido… o, por lo menos, eso es lo queella dijo.

Marino añadió, tomando el segundo

nforme: –Beryl llamó al número de contacto

del oficial Reed un martes a las siete ydieciocho minutos de la tarde. Dijo quenecesitaba verle y el oficial se presentóen la casa menos de una hora más tarde,poco después de la ocho. Según el

nforme, estaba muy alterada y dijo haberrecibido otras amenazas poco antes demarcar el número de contacto de Reed.Era la misma voz, la misma persona que

a haba llamado otras veces. El mensajeera similar al de la llamada del diez demarzo -Marino empezó a leer el informe,palabra por palabra-: «Sé que me has

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echado de menos, Beryl. Pronto iré por tiSé dónde vives, lo sé todo de ti. Puedescorrer, pero no puedes esconderte».

Después añadió que sabía que tenía unnuevo automóvil, un Honda de color negro, y que él le había roto la antena lavíspera cuando ella lo dejó aparcado ena calzada particular. La denunciante

confirmó que la víspera su automóvilestaba aparcado en la calzada y que, al

salir aquel martes por la mañana, habíaobservado la rotura de la antena. Aúnestaba fijada al vehículo, pero tandoblada y estropeada, que no podía

funcionar. El oficial salió a ver elautomóvil y comprobó que la antena seencontraba en el estado descrito por eldenunciante.

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 –¿Qué determinación tomó el oficialReed? – pregunté.

Marino pasó a la segunda página y

contestó: –Le aconsejó que aparcara el vehículo

en el garaje. Ella le contestó que nuncautilizaba el garaje y que tenía la intenciónde convertirlo en despacho. Entonces eloficial le aconsejó que preguntara a susvecinos si habían visto algún automóvil

sospechoso por la zona o a alguna personen su jardín. Dice en el informe que ellae preguntó por la conveniencia de

adquirir un arma.

 –¿Eso es todo? – dije-. ¿Qué hay delregistro que Reed le había aconsejadolevar? ¿Se dice algo a este respecto?

 –No. El oficial anotó lo siguiente en l

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parte confidencial del informe; «Lareacción de la denunciante a los dañosproducidos en la antena parecía excesiva

Se mostró extremadamente alterada y, endeterminado momento, maltrató depalabra al oficial que suscribe». – Marinoevantó la vista.– Eso significa que Reed

no la creyó y dio a entender que, a lomejor, ella misma había roto la antena yse había inventado toda esta mierda de la

amenazas. –Dios bendito -musité asqueada. –Bueno, ¿tiene usted idea de la

cantidad de chalados que llaman

constantemente contando este tipo decosas? Las mujeres son muy aficionadas alamar y a denunciar cortes, arañazos y

violaciones. Y muchas se lo inventan.

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Tienen un tornillo suelto y necesitanlamar la atención…

Yo lo sabía todo sobre las falsas

enfermedades y lesiones, sobre losbarones de Münchhausen de pacotilla yas inadaptaciones y las manías quenducían a algunas personas a desear encluso provocarse terribles

enfermedades y violencias. No necesitabaque Marino me soltara un sermón.

 –Siga -dije-. ¿Qué ocurrió después?Marino dejó el segundo informe sobreel escritorio de Wesley y empezó a leer eercero.

 –Beryl volvió a llamar a Reed, estavez el sábado seis de julio a las once dea mañana. El oficial se presentó en su

domicilio a las cuatro de la tarde y la

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denunciante le recibió muy alterada y conhostilidad…

 –Me lo imagino -dije-. Se había

pasado cinco malditas horas esperándole –En esta ocasión… -Marino no me

hizo caso y leyó palabra por palabra…-,«la señorita Madison afirmó que el mismosujeto la había llamado a las once de lamañana y le había comunicado elsiguiente mensaje: "¿Me sigues echando

de menos? Pronto, Beryl, pronto. Anochevine por ti. No estabas en casa. ¿Tedecoloras el cabello? Espero que no". Allegar a este punto, la señorita Madison,

que es rubia, dijo haber intentadoconversar con él. Le suplicó que la dejaraen paz y le preguntó quién era y por qué lehacía eso. Dijo que él no contestó y colgó

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La señorita Madison confirmó haber salido la víspera en que el comunicantedijo haber pasado por su casa. Cuando el

oficial que esto suscribe le preguntóadonde había ido, contestó con evasivas yse limitó a decir que había estado fuera da ciudad».

 –¿Y qué hizo el oficial Reed esta vezpara ayudar a la dama en apuros? – pregunté.

Marino se quedó mirándome sinnmutarse. –Le aconsejó que se comprara un

perro y ella dijo que era alérgica a los

perros.Wesley abrió una carpeta.

 –Kay, usted lo está viendoretrospectivamente a la luz de un terrible

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crimen ya cometido. Pero Reed lo estabaviendo desde el otro extremo. Mírelo aravés de sus ojos. Una joven que vive

sola y se pone histérica. Reed hace todoo que puede por ella… le facilita incluso

su teléfono de contacto. La atienderápidamente, por lo menos al principio.Pero ella se muestra evasiva cuando él lehace preguntas significativas. No tienepruebas. Cualquier oficial se hubiera

mostrado escéptico. –Yo sé lo que hubiera pensado en suugar -terció Marino-. Hubiera

sospechado de esta chica que vivía sola y

necesitaba que le hicieran caso y sentir que alguien se preocupaba por ella. O, ao mejor, algún tipo le había hecho daño y

ella estaba preparando un escenario para

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vengarse. –Claro -dije yo sin poder contenerme

Y, si hubiera sido su marido o su novio

el que hubiera amenazado con matarla,usted hubiera pensado lo mismo. Y Berylhubiera acabado muerta de todas maneras

 –Tal vez -dijo Marino en tonorritado-. Pero, si hubiera sido su marido,

suponiendo que lo tuviera, yo hubieraenido por lo menos un maldito

sospechoso y hubiera podido conseguir unmaldito mandamiento y el juez hubierapodido cursar una orden de detención.

 –Las órdenes de detención son papel

mojado -repliqué yo enfurecida y a puntode perder los estribos.

Cada año, yo hacía la autopsia a por o menos media docena de mujeres

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brutalmente asesinadas contra cuyosmaridos o novios se habían cursadoórdenes de detención.

Tras un prolongado silencio lepregunté a Wesley:

 –¿No sugirió Reed en ningún momentoa conveniencia de intervenir el teléfono?

 –No hubiera servido de nada -mecontestó-. No es fácil conseguir unantervención. La compañía telefónica

necesita una larga lista de llamadas,pruebas evidentes de que se estáproduciendo un acoso.

 –¿Y ella no disponía de estas pruebas

evidentes?Wesley sacudió lentamente la cabeza.

 –Hubieran sido necesarias máslamadas que las que ella recibía, Kay. U

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montón de llamadas. Un esquema decuándo se producían. Un detalladoregistro. Sin todo eso, no se puede

ntervenir un teléfono. –Por lo visto -añadió Marino-, Beryl

sólo recibía una o dos llamadas al mes. Yno llevaba el registro que Reed le habíaaconsejado llevar. O, en caso de que lolevara, no lo hemos encontrado. Al

parecer, tampoco grababa las llamadas.

 –Santo cielo -murmuré-. Alguienamenaza tu vida y hace falta un malditodecreto del Congreso para que alguien seo tome en serio.

Wesley no contestó. –Ocurre lo mismo que en su profesión

doctora -dijo Marino, soltando un bufido-La medicina preventiva no existe. Somos

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simplemente el equipo de limpieza. Nopodemos hacer absolutamente nada hastaque se producen los hechos y existen

pruebas evidentes. Por ejemplo, uncadáver.

 –La conducta de Beryl hubiera tenidoque ser una prueba suficiente -contesté-.Fíjese en estos informes. Hizo todo lo quee aconsejaba el oficial Reed. Éste le dijo

que instalara un sistema de alarma, y lo

hizo. Le dijo que aparcara el automóvil enel garaje, y lo hizo a pesar de que teníantención de convertirlo en un despacho.

Le preguntó el oficial si le convenía

comprarse un arma de fuego y se lacompró. Y, siempre que llamaba a Reed,o hacía inmediatamente después de que e

asesino la hubiera llamado y amenazado.

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En otras palabras, no esperaba horas nidías para llamar a la policía.

Wesley empezó a extender sobre el

escritorio las fotocopias de las cartas deBeryl desde Key West, los dibujos y elnforme del escenario de los hechos yoda una serie de fotografías Polaroid de

su patio, del interior de la casa y,finalmente, del cuerpo en el dormitoriodel piso de arriba. Lo examinó todo en

silencio y con rostro impenetrable. Estabansinuando con toda claridad que ya erahora de que empezáramos a ponernos enmarcha y que ya nos habíamos quejado y

habíamos discutido bastante. Lo que habíahecho o dejado de hacer la policía noenía importancia. Lo importante ahora er

encontrar al asesino.

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 –Lo que más me preocupa -dijoWesley- es esta incongruencia en elmodas operandi. Las amenazas que

recibía son propias de una mentalidadpsicopática. Alguien que siguió y amenaza Beryl durante varios meses, alguien quea lo que parece, sólo la conocía de vista.Está claro que su mayor placer loconstituían las fantasías, la fasepreliminar que él prolongó. Es posible

que la atacara precisamente en aquelmomento debido a que ella lo irritóabandonando la ciudad. A lo mejor, temióque se marchara definitivamente y la

asesinó en cuanto regresó. –Al final, se enfadó con ella por lo

que había hecho -terció Marino.

 –Aquí veo mucha rabia -añadió

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Wesley, contemplando las fotografías- yeso es lo que me desconcierta. La rabiaparece dirigida personalmente contra ella

La desfiguración del rostro en particular -ocó una fotografía con el índice-. El

rostro es la persona. En un típicohomicidio cometido por un sádico sexualel rostro de la víctima no se toca. Estádespersonalizada, es un símbolo. Encierto sentido, carece de rostro para el

asesino porque no es nadie para él. Encaso de que haya mutilación, las zonaselegidas son el pecho, los órganosgenitales… -Wesley hizo una pausa y

miró a su alrededor con expresiónperpleja-. En el asesinato de Beryl hayelementos personales. Los cortes delrostro, el ensañamiento, sugieren que el

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asesino era alguien a quien ella conocía,al vez muy bien. Alguien que estaba

obsesionado por ella en secreto. Sin

embargo, el hecho de que la vigilara deejos y la siguiera no encaja con estamagen. Este comportamiento es más

propio de un asesino desconocido.Marino estaba jugueteando con el

revólver del 357 de Wesley. Haciendogirar con aire distraído el tambor, dijo:

 –¿Quieren mi opinión? A mi juicio,este individuo tiene complejo de Dios. Osea, mientras te sometas a sus normas, noe hace daño. Beryl quebrantó las normas

marchándose de la ciudad y poniendo unetrero de en venta en el patio. La cosa ya

no tenía gracia. Si quebrantas las normas,yo te castigo.

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 –¿Qué perfil le hace usted? – lepregunté a Wesley.

 –Blanco, de veintitantos a treinta y

antos años. Inteligente, hijo de unafamilia rota en la que faltaba la figura delpadre. Puede que haya recibido malosratos en su infancia, físicos o

psicológicos o ambas cosas a la vez. Esun solitario. Lo cual no significa, sinembargo, que viva solo. Podría estar 

casado, puesto que es muy hábil enpreservar su imagen pública. Lleva unadoble vida. Por una parte, está el hombreque ve el mundo y, por otra, esta faceta

más oscura. Es un obseso impulsivo y unvoyeur.

 –Ya -murmuró Marino con ironía-.

Más o menos como casi todos los tíos con

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quienes yo trabajo.Wesley se encogió de hombros.

 –Puede que esté dando palos de ciego

Pete. Aún no lo tengo bien estudiado.Podría ser un perdedor de esos que vivenen casa con su madre, podría tener antecedentes, haber estado recluido enalguna institución o alguna cárcel. Quédemonios, incluso podrá trabajar en unamportante compañía de seguros y no

ener ningún antecedente ni penal nipsiquiátrico. Al parecer, solía llamar aBeryl por la noche. La única llamada quehizo de día fue la de un sábado, que

nosotros sepamos. Ella trabajaba fuera decasa y se pasaba casi todo el día allí. Éla llamaba cuando le convenía o cuando

sabía que la iba a encontrar en casa. Me

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nclino a pensar que trabajaba de nueve acinco y tenía los sábados libres.

 –A no ser que la llamara desde su

ugar de trabajo -dijo Marino. –También cabe esta posibilidad -

reconoció Wesley. –¿Y qué me dice de la edad? – 

pregunté yo-. ¿No cree que podría ser mayor de lo que usted supone?

 –Sería muy insólito -contestó Wesley

Pero todo es posible.Tomando un sorbo del café que ya sehabía enfriado, conseguí revelarlesfinalmente lo que Mark me había dicho a

propósito de los conflictos contractualesde Beryl y de su enigmática relación conCary Harper. Cuando terminé, Wesley yMarino me miraron con curiosidad. En

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primer lugar, aquella repentina visita delabogado de Chicago a última hora de lanoche resultaba un tanto extraña. Y, en

segundo, yo acababa de lanzarles unansinuación. Ni a Marino ni a Wesley yanto menos a mí antes de la víspera, se

nos había ocurrido la posibilidad de queel asesinato de Beryl tuviera un móvil. Elmóvil más común de los homicidiossexuales era la inexistencia de un móvil.

Los autores del delito lo cometen porquedisfrutan haciéndolo y porque se lesofrece la ocasión.

 –Tengo un amigo policía en

Williamsburg -comentó Marino-. Mecuenta que Harper es un auténticoermitaño. Se desplaza en un viejo Rolls-Royce y nunca habla con nadie. Vive en

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una enorme mansión a la orilla del río ynunca recibe a nadie. Y, además, es unviejo, doctora.

 –En eso se equivoca -dije-. Tiene sólcincuenta y tantos años. Pero es cierto quee gusta la vida retirada. Creo que vive

con su hermana. –Es una posibilidad muy remota -dijo

Wesley, mirándonos con inquietud-. Peromira a ver qué puedes hacer, Pete. Si no

otra cosa, puede que Harper tenga algunadea sobre quién puede ser este «M» aquien Beryl escribía. Está claro que eraalguien a quien ella conocía muy bien, un

amigo, un amante. Alguien tiene que saberquién es. Si lo averiguamos, ya podremosempezar a hacer algo.

Deduje que a Marino no le gustaba la

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perspectiva. –Yo sé lo que me han contado -dijo-.

Harper no querrá hablar conmigo y yo no

dispongo de ninguna causa probable paraobligarle a que lo haga. Tampoco creoque sea el tipo que mató a Beryl aunquequizá tuviera un motivo. Creo que, dehaberlo querido hacer, lo hubiera hechoen seguida. ¿Por qué prolongar la cosadurante nueve o diez meses? Además, si

él la hubiera llamado, ella le hubierareconocido la voz. –Harper pudo contratar a alguien -dijo

Wesley.

 –Sin duda. Pero en tal caso lahubiéramos encontrado una semana másarde con un tiro en la nuca -dijo Marino-

Los asesinos a sueldo no tienen por 

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costumbre seguir a sus víctimas, llamarlapor teléfono, utilizar arma blanca yviolarlas.

 –La mayoría de ellos no hace tal cosaconvino Wesley-. Pero tampoco podemo

estar seguros de que hubo violación. Nose ha encontrado líquido seminal. – Wesley me miró y yo asentí con la cabezapara confirmarlo.– Puede que el tipopadeciera una disfunción. O puede que

colocara el cuerpo de tal forma quepareciera una agresión sexual cuando, enrealidad, no lo fue. Todo dependería de lapersona que se hubiera contratado y del

plan que tuviera. Por ejemplo, si Berylhubiera aparecido muerta en plena disputacon Harper, la policía hubiera colocado aéste en el primer lugar de la lista. En

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cambio, si el asesinato pareciera obra deun sádico sexual o un psicópata, a nadiese le ocurriría pensar en Harper.

Marino contempló la librería con elrostro arrebolado. Poco a poco, se volvióa mirarme con cierta inquietud y mepreguntó:

 –¿Qué otra cosa sabe sobre este libroque estaba escribiendo?

 –Sólo lo que ya he dicho, que era

autobiográfico y que posiblementeconstituía una amenaza para la reputaciónde Harper -contesté.

 –¿Eso es lo que estaba escribiendo

allí abajo en Key West? –Supongo, pero no estoy segura. –Bueno, pues -dijo Marino tras una

eve vacilación-, lamento tener que

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decírselo, pero no encontramos nada deodo eso en la casa.

Hasta Wesley puso cara de asombro.

 –¿Y el manuscrito que se encontró ensu dormitorio?

 –Ah, sí -Marino se sacó la cajetilla decigarrillos del bolsillo-, le he echado unvistazo. Una mierda de novela románticaambientada en la época de la guerra deSecesión. Desde luego, no parece eso que

a doctora está describiendo. –¿Tiene título o lleva alguna fecha? – pregunté.

 –No. En realidad, ni siquiera parece

que esté terminado. Es así de gordo -Marino indicó como unos dos centímetroscon los dedos-. Hay muchas notas almargen y unas diez páginas más escritas a

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mano. –Será mejor que volvamos a repasar 

odos los papeles y los disquetes del

ordenador para cerciorarnos de que estemanuscrito autobiográfico no se encuentraentre ellos -dijo Wesley-. Tambiénenemos que averiguar quién es su agenteiterario o su editor. A lo mejor, antes de

marcharse a Key West, le envió elmanuscrito por correo a alguien. Tenemos

que asegurarnos de que no regresó aRichmond con él. Si lo llevaba consigo yahora no está, sería muy significativo, porno decir otra cosa.

Consultando su reloj, Wesley empujósu sillón hacia atrás y anunció en tono dedisculpa:

 –Tengo otra cita dentro de cinco

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minutos.Después, salió con nosotros y nos

acompañó hasta el vestíbulo.

 No pude librarme de Marino, que seempeñó en acompañarme hasta miautomóvil.

 –Tiene que mantener los ojos muyabiertos. – Ya estaba otra vez con lomismo, echándome uno de sus sermonesde «sabiduría callejera» como los que en

antas otras ocasiones me había echado.– Muchas mujeres no piensan en eso. Lasveo constantemente caminando por ahí sinener las más remota idea de quién las

mira o tal vez las sigue. Y, cuando llegueal automóvil, saque las malditas llaves ymire debajo, ¿eh? Le sorprendería lacantidad de mujeres que tampoco piensan

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en eso. Si va usted al volante de suautomóvil y se da cuenta de que alguien lasigue, ¿qué hace?

 No le contesté. –Se dirige al cuartelillo de bomberos

más próximo, ¿de acuerdo? ¿Por qué?Pues porque allí siempre hay alguien.ncluso a las dos de la tarde del día deavidad. Es el primer lugar al que debe

dirigirse.

Mientras esperaba a que se abriera unhueco en el tráfico para poder cruzar,busqué las llaves en el bolso y, al mirar hacia el otro lado de la calle, vi un

siniestro rectángulo blanco bajo elimpiaparabrisas de mi automóvil oficial.

¿No habría puesto suficientes monedas?Maldita sea.

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 –Están por todas partes -añadióMarino-. Fíjese en ellos cuando regrese acasa o cuando ande por ahí haciendo la

compra.Le lancé una de mis miradas asesinas

y crucé a toda prisa la calle. –Oiga -me dijo Marino cuando

legamos a mi automóvil-, no sé por quése enfada tanto conmigo. Deberíaconsiderarse afortunada por el hecho de

que yo la proteja como un ángel de laguarda.Me había pasado quince minutos del

iempo. Arrancando la notificación del

parabrisas, la doblé y la introduje en elbolsillo de la camisa de Marino.

 –Cuando vuelva volando a jefatura -le

dije-, encárguese de resolver este asunto,

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si no le importa.Mientras me alejaba, le vi mirarme

con expresión ceñuda.

3Diez manzanas más allá, me adentré

en otra zona de aparcamiento e introduje

en la ranura las dos últimas monedas decuarto de dólar que me quedaban, dejandouna roja placa con la palabra médico biena la vista en el tablero de instrumentos de

mi vehículo oficial. Por lo visto, losagentes de tráfico nunca se fijaban ennada. Varios meses atrás, uno de elloshabía tenido la desfachatez de ponermeuna multa mientras yo estaba trabajandoen el escenario de un delito al que lapolicía me había llamado en mitad de la

ornada.

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Subiendo a toda prisa los peldaños decemento, empujé una puerta de cristal yentré en la sala principal de la biblioteca

pública donde la gente se movía ensilencio de un lado para otro y en cuyasmesas de madera se amontonaban enormecantidades de libros. La sosegadaatmósfera me seguía inspirando la mismareverencia que cuando era pequeña. Allegar a la hilera de máquinas de

microfichas que había en el centro de lasala, saqué un índice de los libros escritobajo los distintos seudónimos de BerylMadison y empecé a anotar los títulos. La

obra más reciente, una novela históricaambientada en la guerra de Secesión ypublicada bajo el seudónimo de Edith

Montague, se había publicado un año y

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medio atrás. Probablemente no valía grancosa y Mark tenía razón, pensé. A lo largode diez años, Beryl había publicado seis

novelas. Y yo jamás había oído hablar nide una sola de ellas.

A continuación, eché un vistazo a laspublicaciones periódicas. Nada. Beryl seimitaba a escribir libros. Al parecer, no

había publicado nada y tampoco le habíanhecho entrevistas en las revistas. Quizá

encontraría algo en los periódicos. ElTimes de Richmond había publicadoalgunas reseñas de libros en los últimosaños, pero no me servían de nada porque

se referían a la autora utilizando suseudónimo. El asesino de Beryl conocíasu verdadero nombre.

Las pantallas de un blanco brumoso

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ban pasando ante mis ojos. «Maberly»,«Macon» y, finalmente, «Madison». ElTimes había publicado una breve nota

sobre Beryl en el mes de noviembre:Conferencia de una

escritora

La novelista Beryl Stratton Madisonpronunciará el próximo miércoles unaconferencia organizada por las Hijas de lRevolución Americana en el hotelJefferson situado en la confluencia entreas calles Mayor y Adams. La señorita

Madison, descubierta por el premio

Pulitzer, Cary Harper, es especialmenteconocida por sus obras ambientadas en laguerra de Independencia y en la deSecesión. Su disertación versará sobre el

ema «Validez de la leyenda como

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vehículo de la verdad».Tras anotar la información que me

nteresaba, me entretuve en buscar varios

ibros de Beryl y en echarles un vistazo.Después regresé a mi despacho y,mientras intentaba enfrascarme en elrabajo, no pude evitar que mi atención se

desviara constantemente hacia el teléfono«No es asunto de tu incumbencia.»Conocía muy bien los límites de mi

urisdicción y los de la policía.Se abrió la puerta del ascensor delotro lado del vestíbulo y las cuidadorasempezaron a conversar animadamente

entre sí mientras se dirigían al armario dea conserjería situada varias puertas más

abajo. Siempre llegaban sobre las seis y

media. La señora J. R. McTigue, que,

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según el periódico, era la encargada deas reservas, no contestaría de todos

modos. El número que yo había copiado

correspondía probablemente a las oficinade Hijas de la Revolución Americana, quhabrían cerrado a las seis.

Contestaron al teléfono al segundoimbrazo.

Tras una pausa, pregunté: –¿La señora J. R. McTigue, por favor

 –Sí, soy yo.Ya era demasiado tarde. De nadahubiera servido andarme con evasivas.

 –Señora McTigue, soy la doctora

Scarpetta… –¿La doctora qué? –Scarpetta -repetí-. Soy la forense qu

nvestiga la muerte de Beryl Madison…

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 –¡Ah, sí! Lo leí. Qué pena tan grande,era una joven encantadora. Cuando meenteré, no podía creerlo…

 –Tengo entendido que pronunció unaconferencia en la reunión de noviembre dHRA -dije.

 –Estuvimos muy contentas cuandoaccedió a participar. No solía intervenir en esta clase de actos, ¿sabe usted?

La señora McTigue parecía bastante

mayor y pensé con profundo desalientoque me había equivocado. Pero, depronto, me dio una sorpresa.

 –Mire, Beryl lo hizo como un favor.

Sólo fue posible gracias a eso. Mi difuntomarido era amigo de Cary Harper, elescritor. Seguramente habrá oído hablar 

de él. En realidad, lo organizó Joe. Sabía

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que eso significaría mucho para mí.Siempre me han gustado los libros deBeryl.

 –¿Dónde vive usted, señora McTigue –En los Jardines.Jardines Chamberlayne era una

residencia geriátrica situada bastantecerca del centro de la ciudad, uno de losmuchos escenarios de mi vidaprofesional. En el curso de los últimos

años, me había encargado de varios casosde los Jardines y de prácticamente todasas residencias de ancianos u hospitales

de crónicos de la ciudad.

 –¿Le importaría que pasara unosminutos por aquí antes de volver a casa? –e pregunté-. ¿Sería posible?

 –Pues claro que sí. Supongo que no

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habrá inconveniente. ¿Es usted la doctoraqué?

Le repetí lentamente mi apellido.

 –Estoy en el apartamento tres sieteocho. Al entrar en el vestíbulo, tome elascensor hasta el tercer piso.

El solo hecho de saber dónde vivía,ya me indicaba muchas cosas sobre laseñora McTigue. Jardines Chamberlayneera una residencia destinada a personas

que no dependían de la Seguridad Socialpara vivir. Los depósitos que había queentregar para ocupar sus apartamentoseran muy elevados y el alquiler mensual

superaba con mucho los plazos de lashipotecas de la mayoría de la gente. Peroos Jardines, como otros establecimientos

de su clase, era una jaula dorada. Por muy

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bonita que fuera, a nadie le apetecíarealmente vivir allí.

Situado en el sector oeste de los

aledaños del centro de la ciudad, eledificio era un moderno rascacielos deadrillo que parecía una deprimente

mezcla de hotel y hospital. Aparqué en laparte reservada a las visitas y me dirigíhacia un porche iluminado que parecía sea entrada principal. El vestíbulo estaba

amueblado con piezas de estiloWilliamsburg muchas de las cualesostentaban arreglos florales de seda enpesados jarrones de cristal tallado. La

alfombra roja de pared a pared estabacubierta por alfombras orientales tejidas máquina y, en el techo, brillaba unaámpara de latón. Un anciano estaba

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sentado en el borde de un sofá con unbastón en la mano y la mirada perdidabajo la visera de una gorra inglesa de

weed. Una anciana decrépita avanzabapor la alfombra con la ayuda de unandador.

Un joven de expresión aburrida, casioculto detrás de una planta de interior enel mostrador de recepción, no me prestóa menor atención cuando me dirigí hacia

el ascensor. Las puertas se abrieron yardaron una eternidad en cerrarse talcomo suele ocurrir en los lugares donde lgente necesita mucho tiempo para

moverse. Mientras subía los tres pisossola, leí los boletines fijados a lospaneles del interior en los que anunciabanvisitas a museos y plantaciones de la

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zona, clubs de bridge, artes y oficios y elplazo de entrega de las prendas de puntoque necesitaba el Centro de la Comunidad

Judía. Muchos de los anuncios ya eranantiguos. Las residencias geriátricas, consus nombres de cementerio tales comoTierra del Sol, Refugio del Pinar oJardines de Chamberlayne, siempresuscitaban en mí una cierta desazón. Nosabía lo que iba a hacer cuando mi madre

ya no pudiera vivir sola. La última vezque la había llamado me había dicho que,a lo mejor, le tendrían que colocar unaprótesis de cadera.

El apartamento de la señora McTiguese encontraba hacia la mitad del pasillo aa izquierda, y mi llamada fuenmediatamente atendida por una

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acartonada mujer con el ralo cabellofuertemente rizado y teñido de amarillocomo el papel antiguo. Llevaba mucho

colorete en la cara e iba arrebujada en unersey blanco demasiado grande para ella

Se aspiraba el perfume de un agua decolonia con esencias florales y el aromade un pastel de queso.

 –Soy la doctora Scarpetta -dije. –Oh, cuánto me alegro de que haya

venido -exclamó, dándome unaspalmaditas en la mano que yo le tendía-.¿Tomará té o algo un poco más fuerte?Cualquier cosa que desee, la tengo. Yo

beberé una copita de oporto.Todo eso me lo dijo mientras me

acompañaba a un pequeño salón y mendicaba un sillón orejero. Apagó el

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elevisor y encendió otra lámpara. Elsalón era tan agobiante como el decoradode la ópera Aída. Sobre todos los

espacios disponibles de la gastadaalfombra persa había antiguos muebles decaoba: sillas, veladores, una mesita concachivaches, estanterías abarrotadas deibros y rinconeras con objetos de

porcelana translúcida y cristal tallado.Las paredes aparecían cubiertas de

sombríos cuadros, tiradores decampanillas y grabados de latón.Regresó portando en una fuente de

plata una botella Waterford de oporto, do

copas de cristal tallado a juego y unabandejita con galletas de queso deelaboración casera. Llenando las copitas,me ofreció las galletas y unas servilletas

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de lino y encaje recién planchadas. Elritual nos llevó un buen rato. Después sesentó en el borde de un sofá en el que yo

supuse que permanecía sentada casi todasas horas del día, leyendo o viendo laelevisión. Le encantaba tener compañía

aunque el motivo de mi visita no tuvieraen cierto modo carácter social. Mepregunté quién la visitaría, si es quealguien lo hacía.

 –Tal como le he dicho antes, soy laforense que trabaja en el caso de BerylMadison -dije-. En estos momentos, losque estamos investigando su muerte

apenas sabemos nada sobre ella o laspersonas que la conocían.

La señora McTigue tomó un sorbo deoporto con expresión impenetrable. Yo

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estaba tan acostumbrada a ir directamenteal grano cuando hablaba con la policía oos abogados, que a veces me olvidaba de

que el resto del mundo necesita un pocode lubrificación previa. La galleta eramantecosa y francamente buena. Así se lodije.

 –Muchas gracias -contestó sonriendoa señora McTigue-. Sírvase, por favor.

Hay muchas.

 –Señora McTigue -añadí-, ¿conocíausted a Beryl Madison antes de que lanvitara a hablar para su grupo en el otoñ

pasado?

 –Sí, por supuesto -contestó-. Por lomenos, en forma indirecta, pues llevomuchos años admirando su obra. Merefiero a sus libros, ¿sabe? Las novelas

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históricas son lo que más me gusta. –¿Cómo se enteró de que ella era la

autora? – pregunté-. Escribía con

seudónimos y su verdadero nombre nofiguraba ni en las cubiertas ni en la notasobre el autor.

Antes de salir de la biblioteca, yohabía examinado varios de los libros deBeryl.

 –Muy cierto. Creo que soy una de las

pocas personas que conocían sudentidad… gracias a Joe. –¿Su marido? –Él y el señor Harper eran amigos -

contestó-. Bueno, todo lo amigos quepodían ser, teniendo en cuenta lapersonalidad del señor Harper. Manteníaratos a través de los negocios de Joe. As

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empezó todo. –¿A qué se dedicaba su marido? – 

pregunté, llegando a la conclusión de que

mi anfitriona no estaba tan aleuda comoyo había pensado al principio.

 –A la construcción. Cuando el señor Harper compró Cutler Grove, la casanecesitaba muchas reformas. Joe se pasócasi dos años allí, supervisando las obras

Hubiera tenido que comprender 

nmediatamente la conexión.Construcciones McTigue y CompañíaMaderera McTigue eran las constructorasmás importantes de Richmond, con

delegaciones en toda la mancomunidad. –Eso fue hace más de quince años -

añadió la señora McTigue-. Cuandorabajaba en el Grove, Joe tuvo ocasión

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de conocer a Beryl. Ella solía acudir allícon el señor Harper varias veces por semana y muy pronto se instaló en la casa

Era muy joven -la anciana hizo una pausaRecuerdo que Joe me contó entonces que

el señor Harper había adoptado a unachica muy guapa que, además, era unaescritora de gran talento. Creo que erahuérfana. Una historia muy triste. Todoeso se mantuvo en secreto, por supuesto.

La señora McTigue posó la copa ycruzó lentamente la estancia para dirigirsea un secreter. Abriendo un cajón, sacó ungran sobre de color marfil.

 –Aquí tiene -dijo, ofreciéndomelo conrémulas manos-. Es la única fotografía

que tengo de ellos.En el interior del sobre había una hoja

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en blanco de grueso papel tela queprotegía una fotografía en blanco y negrocon exceso de exposición. A ambos lados

de una bonita y delicada adolescente rubiaparecían dos altos y bronceados hombrevestidos con ropa de faena. Las tresfiguras estaban muy juntas y mantenían loojos entornados bajo el ardiente sol.

 –Ése es Joe -dijo la señora McTigue,ndicándome al hombre situado a la

zquierda de la muchacha que sin dudadebía de ser la joven Beryl Madison.Llevaba las mangas de la camisa caquiremangadas hasta los codos y sus ojos

estaban protegidos por la visera de unagorra de la International Harvester. A laderecha de Beryl se encontraba uncorpulento individuo de blanco cabello

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que, según me dijo la señora McTigue,era Cary Harper.

 –La fotografía se tomó junto al río -

añadió la señora McTigue-. Joe estabarabajando en las reformas de la casa. Ya

entonces el señor Harper tenía el cabelloblanco. Supongo que ya debe de conocer as historias que se cuentan. Al parecer, e

cabello se le volvió blanco mientrasescribía La esquina mellada, cuando

apenas contaba treinta y tantos años. –¿La fotografía se tomó en Cutler Grove?

 –Sí, en Cutler Grove -contestó la

señora McTigue.El rostro de Beryl me llamaba

poderosamente la atención. Era un rostrodemasiado sabio y experto para alguien

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an joven, el melancólico rostro de anheloy tristeza que yo suelo asociar a los niñosque han sido maltratados y abandonados.

 –Beryl era casi una niña -añadió laseñora McTigue.

 –Debía de tener dieciséis o tal vezdiecisiete años, ¿verdad?

 –Pues sí, más o menos -contestó,observando cómo yo envolvía lafotografía en la hoja de papel y la

ntroducía de nuevo en el sobre-. Laencontré cuando murió Joe. Debió deomarla uno de sus empleados.

Guardó el sobre en el cajón y añadió,

sentándose en el sofá. –Creo que uno de los motivos por los

cuales Joe se llevaba tan bien con elseñor Harper es el hecho de que Joe fuera

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extremadamente discreto con los asuntosde otras personas. Hay muchas cosas queestoy segura de que jamás me contó ni

siquiera a mí -dijo con una leve sonrisa eos labios.

 –Cuando se empezaron a publicar losibros de Beryl, el señor Harper le debió

de comentar algo a su marido -dije.La señora McTigue me miró con

expresión sorprendida.

 –Pues verá, no estoy muy segura deque Joe me dijera alguna vez cómo sehabía enterado, doctora Scarpetta… Quéapellido tan encantador. ¿Español?

 –Italiano. –¡Ah! En tal caso, estoy segura de que

debe de ser usted una excelente cocinera. –Es algo que me encanta, en efecto -

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dije, tomando un sorbo de oporto-. O seaque seguramente el señor Harper le hablóa su marido de los libros de Beryl.

 –Vaya -la señora McTigue frunció elceño-. Es curioso que me lo pregunte. Esalgo que nunca se me había ocurrido. Peroel señor Harper le debió de hacer algúncomentario en determinado momento. Deotro modo, no sé cómo Joe se hubierapodido enterar, porque el caso es que se

enteró. Cuando se publicó Bandera dehonor, me regaló un ejemplar por 

avidad -volvió a levantarse y, trasbuscar en varias estanterías, sacó un

grueso volumen y me lo entregó-. Estádedicado -añadió con orgullo.

Lo abrí y contemplé la amplia firmade «Emily Stratton», estampada un mes de

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diciembre de diez años atrás. –Su primer libro -dije. –Posiblemente uno de los pocos que

dedicó -dijo la señora McTigue con unaradiante sonrisa en los labios-. Creo queJoe lo consiguió a través del señor Harper. Claro, no hubiera podidoconseguirlo de ninguna otra manera.

 –¿Tiene usted algún otro ejemplar dedicado?

 –De obras suyas, no, pero tengo todossus libros y alguno de ellos los he leídohasta dos y tres veces. – La señoraMcTigue hizo una pausa, mirándome con

os ojos muy abiertos.– ¿Ocurrió tal comoo describieron en los periódicos?

 –Sí. No le estaba diciendo toda la verdad.

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La muerte de Beryl había sido mucho másbrutal de lo que habían dicho losperiódicos.

La señora McTigue alargó la manopara tomar una galleta y, por un instante,emí que rompiera a llorar.

 –Hábleme del pasado mes denoviembre -le dije-. Hace casi un año queBeryl pronunció una conferencia para suasociación, señora McTigue. Fue para

Hijas de la Revolución Americana,¿verdad? –Fue en ocasión de nuestro banquete

anual. Es el máximo acontecimiento del

año, al que invitamos a un orador especial… normalmente, un personajefamoso. A mí me correspondió presidir ecomité, tomar todas las disposiciones

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necesarias y buscar al orador. Desde unprincipio me interesó Beryl, pero enseguida empecé a tropezar con obstáculos

o tenía ni idea de cómo localizarla. Sueléfono no figuraba en ninguna guía y yo

no sabía dónde vivía, ¡no tenía ni la másremota idea de que vivía aquí mismo, enRichmond! Al final, le pedí a Joe que meayudara -la señora McTigue vaciló y soltuna risita nerviosa-. Verá, es que yo

quería resolverlo todo por mi cuenta.Además, Joe estaba muy ocupado. Buenomi marido llamó una noche al señor Harper y, a la mañana siguiente, sonó mi

eléfono. Jamás podré olvidar la sorpresaque me llevé. Me quedé casi sin hablacuando ella se identificó.

Su teléfono. No se me había ocurrido

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a posibilidad de que el teléfono de Berylno figurara en la guía. El detalle no semencionaba en los informes del oficial

Reed. ¿Lo sabía Marino? –Aceptó la invitación para mi gran

alegría y después me hizo las habitualespreguntas -añadió la señora McTigue-.Cuánta gente habría. Le contesté que entredoscientas y trescientas personas. Lafecha, cuánto rato debería hablar y cosas

por el estilo. Estuvo amabilísima yencantadora, aunque no me pareció muyparlanchina, lo cual es bastante insólito.

o mostró ningún interés por llevar 

ibros. Los escritores siempre quierenlevar libros, ¿sabe usted? Así escriben

dedicatorias y los venden. Beryl dijo queno lo tenía por costumbre y, además, se

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negó a percibir ningún tipo de honorariosMe pareció deliciosa y muy modesta.

 –¿En el grupo sólo había mujeres? – 

pregunté.La señora McTigue trató de recordar.

 –Creo que algunas sodas llevaron asus maridos, pero la mayoría de asistenteeran mujeres. Como siempre.

Lo suponía. No era probable que elasesino de Beryl hubiera figurado entre

sus admiradores aquel día de noviembre. –¿Solía aceptar invitaciones como laque ustedes le hicieron? – pregunté.

 –Oh, no -se apresuró a contestar la

señora McTigue-. Me consta que no, por o menos, no por aquí. Yo me hubiera

enterado y hubiera sido una de lasprimeras personas en apuntarme. Me

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pareció una joven muy reservada queescribía por el puro placer de escribir yno pretendía llamar la atención. Lo cual

explica por qué utilizaba seudónimos. Loescritores que ocultan su identidad de estmanera raras veces se muestran enpúblico. Y estoy segura de que ella nohubiera hecho una excepción en mi casode no haber sido por la amistad de Joecon el señor Harper.

 –Eso quiere decir que estabadispuesta a hacer cualquier cosa por elseñor Harper -comenté.

 –Pues sí, supongo que sí.

 –¿Le vio usted alguna vez? –Sí. –¿Qué impresión le causó? –Supongo que debía de ser tímido -

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contestó la señora McTigue-, pero a veceme parecía un hombre muy desdichadoque tal vez se consideraba por encima de

os demás. Tenía una poderosapersonalidad. – Su mirada volvió aperderse en la distancia y la luz de susojos se apagó.– Mi marido le tenía ungran aprecio.

 –¿Cuándo vio usted por última vez alseñor Harper?

 –Mi marido murió la primaverapasada. –¿Y usted no ha vuelto a ver al señor 

Harper desde entonces?

La señora McTigue negó con lacabeza y se perdió en algún oculto yamargo lugar privado del que yo no sabíanada. Me pregunté qué habría ocurrido

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realmente entre Cary Harper y el señor McTigue. ¿Relaciones de negociosruinosos? ¿Una influencia sobre el señor 

McTigue que acabó convirtiendo a esteúltimo en un hombre distinto del que suesposa había amado? Tal vez todo seredujera a que Harper era un hombreegocéntrico y poco sociable.

 –Creo que tiene una hermana. ¿CaryHarper vive con su hermana? – pregunté.

La reacción de la señora McTigue ami pregunta me desconcertó, pues la viapretar fuertemente los labios mientras loojos se le llenaban de lágrimas.

Posando la copa en una mesita,alargué la mano hacia mi bolso.

La señora McTigue me acompañó a lapuerta.

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Insistí con delicadeza. –¿Les escribió Beryl alguna vez a

usted o a su marido?

Sacudió la cabeza. –¿Sabe si tenía otros amigos? ¿Le hizo

su marido algún comentario en estesentido?

Otro movimiento de negación con lacabeza.

 –¿Conoce a alguien a quien ella

pudiera llamar «M», es decir, con lanicial «M»?La señora McTigue contempló

ristemente el desierto pasillo con la mano

apoyada en la puerta. Cuando me miró,sus ojos estaban llorosos y desenfocados.

 –Hay un «P» y un «A» en dos de sus

novelas. Espías de la Unión, creo. Oh,

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Dios mío, creo que no he apagado elhorno -parpadeó varias veces comocuando a uno le molesta el sol-. ¿Vendrá

otra vez a verme, espero? –Me encantaría.Comprimiéndole afectuosamente el

brazo, le di las gracias y me alejé.Llamé a mi madre en cuanto regresé a

casa y, por una vez, lancé un suspiro dealivio al oír sus habituales sermones y

advertencias con aquella voz suya tanautoritaria con la cual me manifestaba sucariño a pesar de los reproches.

 –Aquí hemos estado toda la semana a

veintitantos grados, pero he visto en elelediario que en Richmond habéis bajado

a doce -dijo-. Eso quiere decir que hacemucho frío. ¿Todavía no ha nevado?

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 –No, mamá, no ha nevado. ¿Qué tal tucadera?

 –Todo lo bien que se puede esperar.

Te estoy haciendo una mamita para que tecubras las rodillas cuando estésrabajando en tu despacho. Lucy ha

preguntado por ti.Llevaba varias semanas sin hablar co

mi sobrina.* –Ahora mismo está trabajando en un

proyecto de ciencias en la escuela -añadimi madre-. Un robot parlante nada menosLo trajo a casa la otra noche y el pobreSinbad se llevó tal susto, que se escondió

debajo de la cama.Sinbad era un perverso y antipático

gato callejero a rayas grises y negras que

había empezado a seguir tenazmente a mi

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madre una mañana en que salió decompras por Miami Beach. Siempre queyo iba por allí, Sinbad me expresaba su

hospitalidad instalándose encima delfrigorífico como un buitre y mirándomecon muy malos ojos.

 –¿A que no sabes a quién vi el otrodía? – dije con una jovialidad un tantoforzada. Experimentaba el apremiantempulso de contárselo a alguien. Mi

madre conocía mi pasado o, por lo menosuna buena parte de él-. ¿Te acuerdas deMark James?

Silencio.

 –Estuvo en Washington y vino averme.

 –Pues claro que me acuerdo. –Vino para discutir un caso conmigo.

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Ya recuerdas que es abogado. Vive enChicago -añadí, tratando de hacer marchaatrás-. Tenía un asunto que resolver en el

D. C.Cuanto más hablaba, tanto más me

cercaba el silencioso reproche de mimadre.

 –Ya. Lo que yo recuerdo es queestuvo a punto de matarte, Katie.

Cuando me llamaba «Katie», yo

volvía a tener diez años.4

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La ventaja más evidente de tener losaboratorios forenses en el mismo edificio

consistía en que no tenía que esperar los

nformes por escrito. Lo mismo que yo,os científicos ya sabían a menudo mucha

cosas antes de sentarse a escribirlas. Yohabía entregado las pruebas de vestigiosde Beryl Madison exactamente unasemana antes y probablementeranscurrirían varias semanas antes de que

el informe se encontrara sobre miescritorio, pero Joni Hamm ya tendría susopiniones y sus interpretacionespersonales. Tras haber terminado los

casos de aquella mañana, me apetecíahacer conjeturas, por lo que, con una tazade café en la mano, decidí subir al cuarto

piso.

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El «despacho» de Joni no era más queun cuartito emparedado entre losaboratorios de análisis de vestigios y de

narcóticos al final del pasillo. Cuandoentré, la vi sentada junto a un negromostrador, examinando algo a través delocular de un microscopio estereoscópicoeniendo junto a su codo un cuaderno de

espiral lleno de notas pulcramenteescritas.

 –¿Vengo en mal momento? – pregunté –No peor que cualquier otro -mecontestó, levantando la vista con airedistraído.

Acerqué una silla.Joni era menuda y tenía una corta

melena negra y unos grandes ojos oscuros

Estaba haciendo el doctorado, daba clase

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nocturnas, era madre de dos hijospequeños y siempre parecía cansada yexcesivamente agobiada. Tal como les

ocurría a casi todos los científicos querabajaban en los laboratorios y también a

mí. –Quería saber qué tal van los

vestigios de Beryl Madison, – dije-. ¿Quése ha descubierto?

 –Más de lo que esperábamos, supongo

Joni se volvió de espaldas al cuaderno-.Los vestigios de Beryl Madison son unapesadilla.

 No me extrañaba. Yo había entregado

una enorme cantidad de sobres y decápsulas de pruebas. El cuerpo de Berylestaba tan ensangrentado que habíarecogido toda clase de restos cual si fuera

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un papel atrapamoscas. Las fibras, enparticular, serían difíciles de examinar porque habría que limpiarlas antes de que

Joni pudiera colocarlas bajo elmicroscopio. Para ello, se tendría quecolocar cada fibra individual en elnterior de un recipiente con soluciónabonosa, introducido a su vez en un baño

de ultrasonidos. Cuando la sangre y elpolvo se desprendían, la solución se

pasaba a través de un filtro estéril depapel y cada fibra se colocaba en unportaobjetos de vidrio.

Joni estaba estudiando sus notas.

 –Si no me constara que no fue así -añadió-, diría que Beryl Madison fueasesinada no en su casa, sino en otro sitio

 –Eso no es posible -dije-. Fue

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asesinada en el piso de arriba y llevabamuy poco tiempo muerta cuando llegó lapolicía.

 –Ya lo sé. Empezaremos por lasfibras de su casa. Eran tres, recogidas enas zonas ensangrentadas de las rodillas yas palmas de las manos. Son de lana. Do

de ellas rojo oscuro y una dorada. –¿Coinciden con el kilim del pasillo

del piso de arriba? – pregunté,

recordando las fotografías del escenariodel delito. –Sí -contestó Joni-. Coinciden

perfectamente con las muestras que

entregó la policía. Si Beryl Madisonhubiera estado a cuatro patas sobre esaalfombra, se explicaría la existencia deas fibras que usted recogió y su

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ocalización. Eso es lo más fácil.Joni tomó unas cuantas carpetas de

cartón que contenían varios portaobjetos

rebuscó entre ellas hasta encontrar la quee interesaba. Abriéndola, examinó varias

hileras de portaobjetos de vidrio y dijo: –Aparte de esas fibras, había varias

fibras de algodón blanco. No sirven paranada, pueden proceder de cualquier sitioprobablemente corresponden a la sábana

blanca con que cubrieron su cuerpo.Examiné también otras diez fibrasrecogidas en su cabello, en las zonasensangrentadas de su cuello y su pecho y

en las uñas. Sintéticas -Joni me miró-. Yno coinciden con ninguna de las muestrasque entregó la policía.

 –¿No coinciden ni con las prendas qu

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vestía ni con la ropa de la cama? – pregunté.

 –En absoluto -contestó Joni,

sacudiendo la cabeza-. Al parecer,corresponden a otro escenario y, comoestaban adheridas a la sangre o seencontraban bajo las uñas, es muyprobable que sean el resultado de unaransferencia pasiva desde el atacante

hasta la víctima.

Era un hallazgo inesperado. Cuando esubjefe Fielding consiguió finalmenteocalizarme la noche del asesinato de

Beryl, yo le pedí que me esperara en el

depósito de cadáveres. Llegue allí pocodespués de la una de la madrugada y nospasamos varias horas examinando elcuerpo de Beryl con rayos láser y

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recogiendo todas las partículas y fibrasque pudimos descubrir. Pensé que casiodo lo que habíamos encontrado serían

nservibles restos de la propia ropa deBeryl o de su casa. La idea de que sehubieran encontrado diez fibrasdepositadas por el atacante me parecíasorprendente. En casi todos los casos quepasaban por mis manos tenía suertecuando encontraba una fibra desconocida

y me llevaba una alegría cuandoencontraba dos o tres. Muchas veces noencontraba ninguna. Las fibras no se vencon facilidad ni siquiera con una lupa y el

menor movimiento del cuerpo o el máseve soplo de aire puede desplazarlas

mucho antes de que el forense llegue alugar de los hechos o de que el cuerpo sea

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rasladado al depósito de cadáveres. –¿Qué clase de fibras sintéticas? – 

pregunté.

 –Olefina, acrílica, nailon, polietilenoy Dynel, pero casi todas de nailon -contestó Joni-. Los colores varían: rojo,azul, verde, dorado, anaranjado. Bajo elmicroscopio tampoco coinciden entre sí.

Joni colocó los portaobjetos unodespués de otro en la platina del

microscopio y miró a través de la lente. –En sentido longitudinal -explicó-,algunas son estriadas y otras no. Casiodas contienen dióxido de titanio en

distintas proporciones, lo cual significaque algunas brillan un poco, otras nobrillan y algunas son brillantes. Losdiámetros son bastante ásperos, lo cual

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podría indicar que son fibras de alfombrapero en sentido transversal las formasvarían.

 –¿Diez orígenes distintos? – pregunté –Eso parece de momento -contestó

Joni-. Decididamente atípicas. Si lasfibras proceden del atacante, quiere decirque éste llevaba encima una insólitavariedad de fibras. Está claro que las másoscas no pertenecen a su ropa, pues son

fibras de tipo alfombra. Y no pertenecen aninguna de las alfombras de la casa. Elhecho de que el atacante llevara encimaantas fibras es curioso por otro motivo. A

o largo del día recogemos toda clase defibras, pero no las conservamos. Nossentamos en un sitio y recogemos fibras,pero éstas se desprenden cuando, al cabo

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de un rato, nos sentamos en otro. O el airese las lleva.

La cosa se complicaba. Joni pasó a

otra página del cuaderno de notas yañadió:

 –También he examinado las pruebasde la aspiradora, doctora Scarpetta.Concretamente, los restos que Marinorecogió con la aspiradora en la alfombrade oración son un auténtico batiburrillo -

echó un vistazo a la lista-. Ceniza deabaco, partículas de papel rosado quecoinciden con el sello de una cajetilla decigarrillos, cuentas de vidrio, dos restos

de vidrio roto correspondientes a unabotella de cerveza y a faros delanteros deautomóvil. Como de costumbre, hay restode insectos, de hortalizas y también una

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esfera metálica. Y mucha sal. –¿Sal de mesa? –Exactamente.

 –¿Todo eso en el kilim de oración? – pregunté.

 –Y también en la zona del suelo dondse encontró el cuerpo -contestó Joni-. Y lmismo se encontró en su cuerpo, en lasuñas y en el cabello.

Beryl no fumaba. No había razón para

que en la casa hubiera ceniza de tabaco opartículas procedentes del sello de unacajetilla de cigarrillos. La sal se asociacon la comida y era absurdo que hubiera

sal en el piso de arriba o en su cuerpo. –Marino entregó seis muestras

distintas de aspiradora, todas ellasrecogidas en alfombras y zonas del suelo

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donde se encontró sangre -dijo Joni-.Además, he examinado las muestras decontrol recogidas en zonas de la casa o en

alfombras donde no había sangre nievidencia de lucha… unas zonas en lasque el asesino no estuvo, según cree lapolicía. Las muestras sonsignificativamente distintas. Los restosque acabo de enumerar se encontraronexclusivamente en las zonas donde se cre

que estuvo el asesino, lo cual quiere decique casi todo este material se transfiriódesde su persona al escenario del delito yel cuerpo de la víctima. Puede que

estuviera adherido a sus zapatos, a suropa y a su cabello. Dondequiera quefuera, todo aquello que rozó recogió partede los vestigios.

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 –Debía de parecer una auténticapocilga -dije.

 –Todo eso resulta casi invisible a

simple vista -me recordó Joni con la caramuy seria-. Probablemente él no tenía nidea de que llevaba todos estos vestigios

encima.Estudié la lista escrita a mano. En mi

experiencia sólo había dos tipos de casosque podían explicar semejante abundancia

de vestigios. Uno de ellos se daba cuandoun cuerpo se arrojaba a un terraplén oalgún otro lugar polvoriento como, por ejemplo, una cuneta de carretera o un

parking de grava; el otro cuando uncuerpo se trasladaba de un lugar a otro enun sucio portamaletas o en el sucio suelo

de un automóvil. Ninguna de ambas cosas

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enía aplicación en el caso de Beryl. –Clasifíquemelas según el color -dije

¿Cuáles de estas fibras podrían

corresponder a alfombras y cuáles aprendas de vestir?

 –Las seis fibras de nylon son de colorrojo, rojo oscuro, azul, verde, amarilloverdoso y verde oscuro. Las verdespodrían ser negras en realidad -añadióJoni-. El negro no parece negro bajo el

microscopio. Todas estas fibras sonásperas como las de las alfombras ysospecho que algunas de ellas podríancorresponder a una alfombra de automóvi

y no a la de una casa. –¿Por qué? –Por los vestigios que he encontrado.

Por ejemplo, las cuentas de vidrio se

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asocian a menudo con la pinturareflectante que se utiliza en lasseñalizaciones viarias. En las muestras de

aspiradora de vehículos encuentro amenudo esferas metálicas. Son bolas desoldadura del montaje del chasis delvehículo. No se ven, pero están ahí.Fragmentos de vidrio roto… hayfragmentos de vidrio roto por todas partey, sobre todo, en las cunetas de las

carreteras y los parkings. Los recogemoscon las suelas y los introducimos ennuestro automóvil. Lo mismo ocurre conos restos de tabaco. Finalmente, nos

queda la sal y eso me induce a sospechar que el origen de los vestigios de Beryl esun automóvil. La gente entra en unMacDonald's y se come las patatas fritas

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en el interior de su automóvil.Probablemente todos los automóviles deesta ciudad tienen restos de sal.

 –Supongamos que tiene usted razón -dije-. Digamos que estas fibras procedende la alfombra de un automóvil. Esoodavía no explica por qué tendría que

haber seis fibras de nailon distintas. No eprobable que ese individuo tenga seisipos distintos de alfombra en su vehículo

 –No, no es probable -dijo Joni-. Peroas fibras se podrán haber transferido a suautomóvil. A lo mejor, su profesión loexpone a las alfombras. A lo mejor,

desempeña un trabajo que le obliga aentrar y salir de automóviles distintos a loargo de todo el día.

 –¿Un túnel de lavado? – pregunté,

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recordando el vehículo de Berylmpecablemente limpio por dentro y por 

fuera.

Joni reflexionó con expresiónreconcentrada.

 –Bien pudiera ser algo de eso. Sirabaja en uno de esos sitios donde los

empleados limpian los interiores y losportamaletas, se debe de pasar todo el díaexpuesto a una gran variedad de fibras de

alfombra. Y es inevitable que las recoja.Otra posibilidad es que sea un mecánicode automóviles.

Tomé mi taza de café.

 –Muy bien. Vamos con las otrascuatro fibras. ¿Qué puede decirme deellas?

Joni leyó sus notas.

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 –Una es acrílica, otra es olefina, laotra es polietileno y la última es Dynel.Las tres primeras son de tipo alfombra. L

fibra de Dynel es interesante porque no lasuelo ver muy a menudo. Se asocia engeneral con los abrigos de piel demitación y con las alfombras de pelo yas pelucas. Pero esta fibra de Dynel es

más fina y podría corresponder a unaprenda de vestir.

 –¿La única fibra de prenda de vestir que ha encontrado? –Creo que sí -contestó Joni. –Al parecer, Beryl vestía un traje

pantalón de color tostado… –No es Dynel -dijo Joni-. Por lo

menos, los pantalones y la chaqueta no lo

son. Son una mezcla de poliester y

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algodón. Puede que la blusa fuera deDynel, pero no podemos saberlo porqueno ha aparecido -Joni tomó otro

portaobjeto y lo colocó en la platina delmicroscopio-. En cuanto a la fibraanaranjada que he mencionado, la únicaacrílica que he encontrado, debo decir que su sección transversal tiene una formaque jamás había visto.

Trazó un diagrama para enseñármelo,

res círculos unidos en el centro como unrébol de tres hojas sin tallo. Las fibras sefabrican introduciendo un polímerofundido o disuelto a través de los

minúsculos orificios de una hilera.Cortados transversalmente, los filamentoso fibras resultantes tendrán la mismaforma que los orificios de la hilera, de la

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misma manera que una porción dedentífrico tendrá la misma secciónransversal que la forma de la abertura de

ubo a través del cual se introdujo. Yoampoco había visto jamás aquella forma

de hoja de trébol. Las seccionesransversales de casi todas las fibras

acrílicas tienen forma redonda, decacahuete, de tibia, de pesa de gimnasia ode hongo.

 –Observe.Joni se apartó a un lado para hacermesitio.

Miré a través del ocular. La fibra

parecía una moteada cinta retorcida cuyosvariados matices de anaranjado vivoaparecían punteados por negras partículasde dióxido de titanio.

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 –Como se puede ver, el color tambiénes un poco raro -añadió Joni-. Elanaranjado. Desigual y moderadamente

cubierto de partículas para atenuar elbrillo de la fibra. Aun así, el anaranjadoes muy llamativo, como el que lucen losniños la víspera de Todos los Santos, locual me parece un poco raro en una fibrade prenda de vestir o de alfombra. Eldiámetro es moderadamente áspero.

 –Y eso quiere decir que pertenece auna alfombra -apunté-. A pesar de lonsólito del color.

 –Posiblemente.

Empecé a pensar en los distintos tiposde telas de color anaranjado vivo con loscuales yo me había tropezado.

 –¿Y qué me dice de las prendas de

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ráfico? – pregunté-. Son de color anaranjado vivo y una fibra de este tipoencajaría con los vestidos que usted ha

dentificado. –No es probable -dijo Joni-. Casi

odas las prendas de tráfico que he vistoson de nailon y no acrílicas; la tramasuele ser muy áspera y no se deshilachafácilmente. Además, los blusones y laschaquetas de los obreros que trabajan en

as carreteras o de la policía de tráficoson muy lisas, no se deshilachan y suelenser de nailon. Tampoco creo que llevenmuchas partículas para eliminar el

brillo… un blusón de tráfico tiene quebrillar.

Me aparté del estereoscopio. –En cualquier caso, esta fibra es tan

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curiosa que debe de estar patentada.Seguramente alguien la podría identificar aunque nosotros no podamos compararla

con ningún tejido conocido. –Pues le deseo mucha suerte. –Ya lo sé. Derechos de propiedad. La

ndustria textil es tan celosa con suspatentes como lo es la gente con sus citasgalantes.

Joni se desperezó y se aplicó un

masaje en la nuca. –Siempre me ha parecido un milagroque los federales obtuvieran tantacolaboración en el caso de Wayne

Williams -dijo, refiriéndose al terribleperíodo de veintidós meses, en Adanta,durante el cual se cree que murieron nadamenos que treinta niños negros a manos

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del mismo asesino en serie. Los restosfibrosos encontrados en doce de loscuerpos de las víctimas estaban

relacionados con el domicilio y con losautomóviles utilizados por Williams.

 –Convendría que Hanowell echara unvistazo a estas fibras y, particularmente, aa anaranjada -dije.

Roy Hanowell era un agente especialdel FBI de la Unidad de Análisis

Microscópicos de Quantico. Habíaexaminado las fibras del caso Williams ydesde entonces, numerosos organismos denvestigación de todo el mundo le pedían

constantemente que examinara toda clasede cosas desde fibras de lana decachemira a telarañas.

 –Le deseo suerte -repitió Joni en tono

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burlón. –¿Le llamará? – le pregunté. –Dudo de que quiera examinar algo

que ya ha sido examinado -contestó-. Yasabe usted cómo son los federales. – Lelamaremos las dos -sentencié.

Cuando regresé a mi despacho, meencontré media docena de hojitas rosas demensajes telefónicos. Una me llamónmediatamente la atención. En ella

figuraba el número de una centralita deueva York y una nota que decía: «Mark.Por favor, devuelva la llamada cuantoantes». Sólo se me ocurría una razón que

explicara su presencia en Nueva York.Había ido a ver a Sparacino, el abogadode Beryl. ¿Por qué el bufete Orndorff Berger estaba tan profundamente

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nteresado en el asesinato de BerylMadison?

El número de teléfono era, al parecer,

a línea directa de Mark, pues éstecontestó al primer timbrazo.

 –¿Cuándo estuviste por última vez enueva York? – me preguntó como el que

no quiere la cosa. –¿Cómo dices? –Hay un vuelo que sale de Richmond

dentro de cuatro horas exactas. Es directo¿Podrías tomarlo? –¿De qué se trata? – pregunté en tono

pausado mientras se me aceleraba el

pulso sin que yo pudiera evitarlo. –No me parece oportuno discutir los

detalles por teléfono, Kay -me contestó. –Pues a mí no me parece oportuno ir a

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ueva York, Mark -repliqué. –Por favor. Es muy importante. Sabes

que no te lo pediría si no lo fuera.

 –No es posible… –Me he pasado toda la mañana con

Sparacino -dijo Mark, interrumpiéndomemientras unas emociones largo tiemporeprimidas luchaban contra mideterminación-. Han surgido un par decosas relacionadas con Beryl Madison y

u oficina. –¿Mi oficina? – pregunté, perdiendoa aparente calma-. ¿Qué tiene mi oficina

que ver con todo eso?

 –Por favor -repitió Mark-. Te pido,por favor, que vengas.

Vacilé. –Acudiré a recogerte a La Guardia. – 

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La urgencia de Mark cortó todos misntentos de retirada.– Buscaremos un lugaranquilo para hablar. La reserva ya está

hecha. Lo único que tienes que hacer esrecoger el billete en el mostrador. Ya tehe reservado habitación y me heencargado de todo.

Oh, Dios mío, pensé, colgando elaparato. Inmediatamente entré en eldespacho de Rose.

 –Tengo que ir a Nueva York esta tardle expliqué en un tono que no admitíapreguntas-. Es algo relacionado con elcaso de Beryl Madison y permaneceré

ausente del despacho por lo menosdurante todo el día de mañana -añadí,evitando su mirada.

Aunque mi secretaria no sabía nada d

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Mark, temía que mis motivos estuvieranan claros como puede serlo un tablón de

anuncios.

 –¿Hay algún teléfono donde yo puedaocalizarla? – preguntó Rose.

 –No.Abriendo la agenda, Rose empezó a

examinar las citas que tendrá que cancelamientras me decía:

 –Antes llamaron del Times, algo

relacionado con un artículo sobre usted. –Ni hablar -repliqué en tono irritado-Lo que quieren es acorralarme a propósitdel caso de Beryl Madison. No falla.

Siempre que se produce algún brutalasesinato cuyos detalles me niego adiscutir, aparece de pronto un reporteroque quiere saber en qué universidad

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estudié, si tengo perro o si abrigosentimientos contradictorios sobre la penade muerte, cuáles son mi color y mi plato

favoritos y la película o la modalidad demuerte que prefiero.

 –Les diré que no -musitó Rose,extendiendo la mano hacia el teléfono.

Abandoné mi despacho justo con eliempo suficiente para regresar a casa,

poner unas cuantas cosas en una maleta y

adelantarme al tráfico de la hora punta.Tal como Mark me había prometido, elbillete me esperaba en el aeropuerto. Mehabía hecho una reserva en primera clase

y, en cuestión de una hora, me vi instaladaen una fila para mí sola. Me pasé una horaomando Chivas con hielo y tratando deeer, mientras mis pensamientos vagaban

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como las nubes del encapotado cielo queveía a través de la ventanilla ovalada.

Quería ver a Mark. Me daba cuenta de

que no era una necesidad profesional sinouna debilidad que ya creía haber superadopor completo. Me sentía alternativamenteemocionada y asqueada. No me fiaba deél, pero deseaba desesperadamente poderhacerlo. «No es el Mark que conociste enotros tiempos y, aunque lo fuera, recuerda

o que te hizo.» Por muchas cosas quedijera mi mente, mis sentimientos noquerían escucharla.

Leí veinte páginas de una novela

escrita por Beryl Madison bajo elseudónimo de Adair Wilds sin tener ni lamás remota idea de lo que había leído.Las novelas históricas no son de mi

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agrado y la verdad es que aquélla nohubiera podido ganar ningún premio.Beryl escribía bien y su prosa era a veces

nspirada, pero el argumento era muy flojy más pesado que el plomo. Era una deesas novelas de segunda categoría queseguían un esquema estereotipado y yo mepreguntaba si Beryl hubiera conseguidocultivar la literatura a la que aspiraba sihubiera vivido más tiempo.

La voz del piloto anunció de repenteque tomaríamos tierra en cuestión de diezminutos. Abajo, la ciudad parecía undeslumbrante circuito con minúsculas

ucecitas que se movían por las autopistasy torres iluminadas que parpadeaban conrojos destellos en lo alto de losrascacielos. Minutos más tarde, saqué mi

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maleta del compartimento del equipaje ycrucé el puente de embarque paraadentrarme en la locura del aeropuerto de

La Guardia. Me volví sobresaltada alpercibir la presión de una mano en micodo. Mark se encontraba a mi espaldacon una sonrisa en los labios.

 –Gracias a Dios -exclamé con alivio. –¿Cómo? ¿Acaso pensabas que era un

adrón de bolsos? – replicó secamente

Mark. –De haberlo sido, no te hubierasquedado ahí de pie -dije.

 –Por supuesto. – Mark me guió para

cruzar la terminal.– ¿Sólo llevas estamaleta?

 –Sí. –Muy bien.

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A la salida, subimos a un taxiconducido por un barburdo sij conurbante marrón cuyo nombre era Munjar 

según el carnet de identidad fijado alespejo retrovisor. Él y Mark se hablaron gritos hasta que, al final, Munjar pareciócomprender nuestro destino.

 –No habrás comido, espero -me dijoMark.

 –Sólo unas almendras tostadas… -

contesté, cayendo contra su hombrocuando el taxi empezó a chirriar pasandode un carril a otro.

 –Hay un buen asador cerca del hotel -

dijo Mark levantando la voz-. Pensé quepodríamos comer allí, dado que no tengoni la más remota idea de cómo hay que

desplazarse en esta maldita ciudad.

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Bastaría con que consiguiéramoslegar al hotel, pensé mientras Munjar niciaba un monólogo que nadie le había

pedido acerca de su llegada al país,donde tenía intención de casarse en el mede diciembre a pesar de que, de momentono tenía ninguna esposa en perspectiva.Después nos informó de que sólo llevabares semanas trabajando como taxista y de

que había aprendido a conducir en el

Punjab, región en la cual había hecho susprimeros pinitos como tractorista a laedad de siete años.

El tráfico era muy intenso y los

amarillos taxis parecían dervichesgiróvagos en la oscuridad. Al llegar alcentro de la ciudad, nos cruzamos con una

nterminable corriente de personas

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vestidas de etiqueta que se ibanncorporando a la larga cola formada

delante del Carnegie Hall. Las rutilantes

uces, los abrigos de pieles y losesmóquines despertaron antiguosrecuerdos. A Mark y a mí nos encantaba ial teatro, los conciertos y la ópera.

El taxi se detuvo al llegar al OmniPark Central, una impresionante torreuminosa muy cerca de la zona de los

eatros en la confluencia entre las callesCincuenta y Cinco y Siete. Mark tomó mimaleta y yo le seguí al interior delelegante vestíbulo donde él me registró en

recepción y mandó que me subieran lamaleta a la habitación. Minutos después,ambos salimos al fresco aire nocturno. Malegré de haber llevado el abrigo, pues

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hacía el frío suficiente como para nevar.Tras recorrer tres manzanas, llegamos alGallargher's, pesadilla de todas las vacas

y de todas las arterias coronarias y sueñodorado de todos los amantes de la carneroja. El escaparate era una colección deoda suerte de cortes de carnenimaginables expuestos detrás del cristal

mientras que el interior parecía unsantuario de personajes famosos cuyas

fotografías dedicadas cubrían todas lasparedes.En medio del bullicio, el barman nos

mezcló unas bebidas muy fuertes mientras

yo encendía un cigarrillo y echaba unrápido vistazo a mi alrededor. Las mesasestaban colocadas muy juntas según lacostumbre de todos los restaurantes de

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ueva York. Dos hombres de negociosconversaban animadamente a nuestrazquierda, la mesa de la derecha estaba

vacía y en la de más allá había un jovenextremadamente apuesto dando buenacuenta de un vaso de cerveza mientras leíel New York Times. Miré a Mark, tratandode interpretar la expresión de su rostro.Miraba con inquietud y jugueteaba con elwhisky.

 –¿Por qué me has hecho venir aquírealmente, Mark? – le pregunté. –A lo mejor, porque me apetecía

nvitarte a cenar -contestó.

 –Hablo en serio. –Yo también. ¿Acaso no lo estás

pasando bien? –¿Cómo quieres que lo pase bien si

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estoy esperando que me caiga una bomba?repliqué.

Mark se desabrochó la chaqueta.

 –Primero pediremos los platos ydespués hablaremos.

Siempre hacía lo mismo. Me ponía enmarcha y después me hacía esperar. A lomejor, era un reflejo de su condición deabogado. En otros tiempos me atacaba losnervios. Y ahora me los seguía atacando.

 –Aquí nos recomiendan el chuletón -dijo, examinando los menús-. Es lo quevoy a pedir junto con una ensalada deespinacas. No es muy original, pero dicen

que la carne es de lo mejorcito que hay ena ciudad.

 –¿Nunca has estado aquí? – lepregunté.

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 –No, pero Sparacino sí -contestó. –¿Él te ha recomendado este

restaurante? Y supongo que también el

hotel, ¿verdad? – dije, presa de unacreciente paranoia.

 –Claro. – Mark empezó a estudiar connterés la lista de vinos.– Es inmejorable.

Los clientes vienen a la ciudad y se alojanen el Omni porque es cómodo para elbufete.

 –¿Y vuestros clientes también comenaquí? –Sparacino ha estado aquí otras

veces, normalmente a la salida del teatro.

Por eso lo conoce -dijo Mark. –¿Y qué más conoce Sparacino? – 

pregunté-. ¿Le has dicho que te ibas a

reunir conmigo?

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 –No -contestó Mark, mirándome a losojos.

 –¿Cómo es posible si tu bufete me est

pagando la estancia y Sparacino te harecomendado el hotel y el restaurante?

 –El hotel me lo ha recomendado a mí,Kay. En algún sitio tengo que hospedarmey en algún sitio tengo que comer.Sparacino me había invitado a salir estanoche con otros dos abogados. He

declinado la invitación, diciéndole queenía que revisar unos papeles y queprobablemente me buscaría un asador porahí. Y entonces él me recomendó este

ugar. Eso es todo.Estaba empezando a comprenderlo y

no sabía si me sentía turbada o bien

desconcertada. Probablemente ambas

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cosas a la vez. Orndorff Berger no mehabía pagado el viaje. De eso se habíaencargado Mark. Su bufete no sabía nada.

Regresó el camarero y Mark pidió losplatos aunque yo estaba perdiendorápidamente el apetito.

 –Llegué anoche -dijo Mark-.Sparacino se puso en contacto conmigoayer por la mañana en Chicago, dijo queenía que verme inmediatamente. Como ya

habrás adivinado, se trata de BerylMadison -añadió, mirándome con ciertancomodidad.

 –¿Y qué? – lo aguijoneé yo cada vez

más inquieta.Mark respiró hondo y se lanzó.

 –Sparacino conoce nuestra relación,o que hubo entre nosotros. Nuestro

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pasado.Lo traspasé con la mirada.

 –Kay…

 –Serás hijo de puta.Empujé mi silla hacia atrás y arrojé la

servilleta sobre la mesa. –¡Kay!Mark me asió por el brazo y me

obligó a volver a sentarme. Me libré de spresa y permanecí rígidamente sentada en

mi asiento, mirándole enfurecida. Añosatrás, en un restaurante de Georgetown,me había quitado la pesada pulsera de oroque él me había regalado y la había

arrojado a su sopa de almejas. Fue unachiquillada, uno de los pocos momentosde mi vida en que perdí por completo lacompostura e hice una escena.

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 –Mira -dijo Mark, bajando la voz-, noe reprocho lo que estás pensando. Pero

no es lo que tú crees. No me estoy

aprovechando de nuestro pasado. Te pidoque me escuches un momento, por favor.Es muy complicado y tiene que ver concosas de las que tú no sabes nada. Tengoen cuenta tus intereses, te lo juro. Nodeberá estar hablando contigo. SiSparacino o Berger se enteraran, lo

pagará muy caro. No dije nada. Estaba tan disgustadaque no podía pensar.

Mark se inclinó hacia adelante.

 –Vamos a empezar por lo siguiente.Berger se quiere cargar a Sparacino y,ahora mismo, Sparacino se te quiere

cargar a ti.

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 –¿A mí? – exclamé-. Pero si yo nisiquiera le conozco. ¿Por qué se mequiere cargar?

 –Ya te he dicho que todo estárelacionado con Beryl -me repitió Mark-.El caso es que él ha sido su abogadodesde los comienzos de su carrera comoescritora. Se incorporó al bufete cuandomontamos un despacho aquí, en NuevaYork. Antes trabajaba por su cuenta.

ecesitábamos a un abogadoespecializado en el mundo del ocio y elespectáculo. Sparacino lleva treinta yantos años en Nueva York. Tiene muchas

conexiones. Nos traspasó sus clientes ynos traspasó muchos casos. ¿Recuerdascuando te comenté mi encuentro con Bery

durante un almuerzo en el Algonquin?

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Asentí con la cabeza mientras poco apoco se desvanecía mi espíritu de lucha.

 –Todo estaba preparado, Kay. No fue

una casualidad. Berger me envió. –¿Por qué?Mirando a su alrededor, Mark 

contestó: –Porque Berger está preocupado. El

bufete está dando sus primeros pasos enueva York y tienes que comprender lo

difícil que resulta abrirse camino en estaciudad, crearse una sólida clientela y unabuena reputación. Lo que menos nosnteresa es que un hijo de mala madre

como Sparacino arrastre el nombre delbufete por el arroyo.

Mark se detuvo cuando apareció el

camarero con las ensaladas y descorchó

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ceremoniosamente una botella deCabernet Sauvignon. Tomó el primer sorbo de rigor y el camarero nos llenó las

copas. –Berger ya sabía, cuando contrató a

Sparacino, que era un tipo extravagante ymuy aficionado a jugar al tira y afloja -añadió Mark-. Podrás pensar que, bueno,es su manera de ser. Algunos abogadosson más bien discretos y a otros les gusta

lamar la atención. Lo malo es que, hastaal cabo de algún tiempo, Berger y algunosde nosotros no empezamos a comprender hasta qué extremos estaba dispuesto a

legar Sparacino. ¿Recuerdas a ChristieRiggs?

Tardé un momento en recordar elnombre. – ¿La actriz que se casó con

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aquel defensa de fútbol americano?Mark asintió con la cabeza diciendo:

Sparacino lo organizó todo de cabo a

rabo. Christie era una modelo que estabantentando ganarse la vida con los

anuncios para la televisión, aquí en laciudad. Eso fue hace un par de años,cuando Leon Jones aparecía en lasportadas de todas las revistas. Ambos seconocieron en una fiesta y un fotógrafo

captó su imagen cuando se marchabanuntos y subían al Maserati de Jones.nmediatamente después, Christie Riggs s

presentó en Orndorff Berger. Tenía una

cita con Sparacino. –¿Quieres decir que Sparacino estuvo

detrás de todo lo que ocurrió? – preguntésin poderlo creer.

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Christie Riggs y Leon Jones se habíancasado el año anterior y se habíandivorciado uno seis meses antes. Las

ormentosas relaciones y el sonadodivorcio fueron tema de comentario nocheras noche en todos los telediarios del

país. – Sí -contestó Mark, tomando unsorbo de vino. – Explícate.

 –Sparacino se fija en Christie -dijoMark-. Es guapa, inteligente y ambiciosa.

Pero lo que verdaderamente le interesa deella en aquel momento son sus relacionescon Jones. Sparacino le explica su plan:Ella aspira a la fama. Quiere ser rica. Lo

único que tiene que hacer es atraer aJones a sus redes y más tarde ponerse alorar ante las cámaras y contar detalles

de su vida privada. Le acusa de pegarla,

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dice que es un borracho y un psicópata,que tontea con la cocaína y que destrozael mobiliario. En un santiamén, le pide el

divorcio a Jones y firma un contrato de unmillón de dólares para contar su historiaen un libro.

 –Empiezo a sentir un poco más desimpatía por Jones -murmuré.

 –Y lo peor es que creo que él laquería de verdad y no supo comprender lo

que estaba ocurriendo. Empezó a jugar mal y acabó en la clínica de Betty Ford.Ahora ha desaparecido. Uno de losmejores defensas del fútbol americano ha

acabado destruido y arruinado, y de todoeso le puedes echar indirectamente laculpa a Sparacino. Todas estasmarrullerías y cochinadas no van con

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nosotros. Orndorff Berger es un bufetemuy antiguo y prestigioso, Kay. Cuando senteró de lo que estaba haciendo su

especialista en el mundo del espectáculo,Berger no estuvo muy contento quedigamos.

 –¿Y por qué vuestro bufete no se librade él sin más? – pregunté, tomando unpoco de ensalada.

 –Porque, de momento, no podemos

demostrar nada. Sparacino sabe actuar sindejar huella. Es poderoso, sobre todo enueva York. Es como agarrar una

serpiente. ¿Cómo la sueltas sin que te

muerda? Y la lista sigue -contestó Mark en tono enojado-. Si echas un vistazo a lahistoria profesional de Sparacino yexaminas algunos de los casos que llevó

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cuando ejercía por su cuenta, empiezas aener tus dudas.

 –¿Qué casos, por ejemplo? – pregunté

casi sin querer. –Muchos juicios. Un escritor de tres

al cuarto decide escribir una biografía noautorizada de Elvis, John Lennon oSinatra y, cuando llega el momento depublicarla, el personaje famoso o susparientes se querellan contra el biógrafo y

a noticia salta a la televisión y a larevista People. El libro se publica deodos modos en medio de una increíble

publicidad gratuita. Todo el mundo corre

a comprarlo, porque el hecho de que sehaya armado tanto revuelo significa que enteresante. Sospechamos que el método

de Sparacino consiste en representar al

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escritor y después, entre bastidores,ofrecer dinero a la «víctima» o las«víctimas» para, de este modo, organizar 

un escándalo. Todo está preparado yfunciona de maravilla.

 –No sabe una a quién creer -dije.En realidad, yo casi nunca lo sabía.Llegó el chuletón. Cuando se retiró el

camarero, pregunté: –¿Y cómo demonios estableció Beryl

Madison contacto con él? –A través de Cary Harper. Ahí está laronía. Sparacino fue durante algunos año

abogado de Harper. Cuando Beryl empez

a escribir, Harper la puso en contacto conél. Sparacino la ha guiado desde elprincipio y ha sido para ella unacombinación de agente, abogado y

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padrino. Creo que Beryl era muyvulnerable a los hombres poderosos y sucarrera había sido muy floja hasta que

decidió escribir su autobiografía.Supongo que Sparacino le debió desugerir inicialmente la idea. Sea comofuere, Harper no ha publicado nada desdeque escribió su gran novela americana. Yha pasado a la historia y sólo es valiosopara alguien como Sparacino siempre y

cuando éste crea que hay algunaposibilidad de sacarle partido a lasituación.

 –¿Es posible que Sparacino jugara

con los dos? – pregunté tras reflexionar unstante-. En otras palabras, ¿que Beryl

decidiera romper su silencio y su contratocon Harper, y que Sparacino jugara amba

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cartas? ¿Que actuara entre bastidores yaguijoneara a Harper para que surgieranproblemas?

Mark volvió a llenar las copas ycontestó:

 –Sí, creo que quería organizar unadisputa sin que Beryl ni Harper se dierancuenta. Ya te he dicho que ése es el estilode Sparacino.

Cominos en silencio unos momentos.

El Gallargher's tenía bien merecida lafama de que gozaba. Se hubiera podidocortar el chuletón con un tenedor.

 –Y lo peor, por lo menos para mí,

Kay… -dijo Mark finalmente mirándomecon dureza-, es el día en que almorzamosen el Algonquin y Beryl comentó quealguien estaba amenazando con matarla…

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Si quieres que te diga la verdad -añadióras dudar un instante-, sabiendo lo que

sabía de Sparacino…

 –No la creíste -dije yo, terminando lafrase por él.

 –No -reconoció-, no la creí.Francamente, me pareció un trucopublicitario. Pensé que Sparacino lahabría convencido de que montara aquelnúmero para contribuir con ello a

aumentar las ventas del libro. No sóloenía aquella disputa con Harper, sinoque, además, alguien estaba amenazandocon matarla. No di demasiado crédito a lo

que decía -añadió, haciendo una pausa-. Yme equivoqué.

 –Pero es posible que Sparacinoestuviera dispuesto a llegar tan lejos -me

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atreví yo a sugerir-. ¿No estarásnsinuando…?

 –Creo más bien que aguijoneó a

Harper y éste tuvo miedo o, a lo mejor, seenfureció tanto que decidió ir a verla yperdió los estribos. O quizá contrató aalguien para que lo hiciera.

 –En tal caso -dije en voz baja-, debede tener muchas cosas que ocultar apropósito de lo que ocurrió cuando Beryl

vivía con él. –Es posible -dijo Mark, centrandonuevamente su atención en la comida-.Pero, aunque no lo hiciera, conoce a

Sparacino y sabe cuál es su manera deactuar. No importa que una cosa seaverdad o mentira. Si Sparacino quierearmar jaleo, lo arma y nadie recuerda el

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resultado, sino tan sólo las acusaciones. –¿Y ahora se me quiere cargar a mí? –

pregunté en tono dubitativo-. No lo

entiendo. ¿Qué pinto yo en todo eso? –Muy sencillo. Sparacino quiere el

manuscrito de Beryl, Kay. El libro esahora más interesante que nunca a causade lo que le ha ocurrido a su autora -contestó Mark, mirándome fijamente-.Cree que el manuscrito fue entregado en t

despacho como prueba. Y ahora resultaque ha desaparecido.Alargué la mano hacia la crema agria

y pregunté con mucha calma:

 –¿Qué te induce a pensar que hadesaparecido?

 –Saparacino ha tenido acceso alnforme policial -contestó Mark-. Tú lo

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habrás visto, supongo. –Eran cosas puramente de rutina -

contesté.

Mark me refrescó la memoria. –En la última hoja hay una lista

pormenorizada de todas las pruebasrecogidas… Entre ellas figuran lospapeles encontrados en el suelo de sudormitorio y un manuscrito que había enun cajón.

Oh, Dios mío, pensé. Marino habíaencontrado efectivamente un manuscrito.Sólo que no era el que nosotrosesperábamos.

 –Sparacino ha hablado con elnvestigador esta mañana -añadió Mark-

Un teniente llamado Marino. Éste le hadicho que la policía no lo tiene, que todas

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as pruebas han sido entregadas a losaboratorios de tu departamento. Y le ha

sugerido a Sparacino que llame a la

forense… es decir, a ti. –Es lo que se hace siempre -dije-. Lo

de la policía me envían la gente a mí y yoa vuelvo a enviar a ellos.

 –Ya, pero intenta decirle eso aSparacino. Él dice que el manuscrito tefue entregado a ti junto con el cuerpo de

Beryl. Y ahora ha desaparecido. Y acusade ello a tu departamento. –¡Pero eso es ridículo! –¿De veras? – Mark me miró

nquisitivamente. Tuve la sensación deque me estaba sometiendo a unarepregunta cuando añadió-: ¿Acaso no escierto que algunas pruebas se entregan

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unto con el cuerpo de la víctima y tú lasenvías personalmente a los laboratorios oas guardas en tu sala de pruebas?

Por supuesto que era cierto. –¿Formas parte de la cadena de

pruebas en el caso de Beryl? – preguntóMark.

 –No por lo que se refiere a las cosasque se encontraron en el lugar de loshechos, como pueden ser los papeles y

documentos personales -contesté muyensa-. Todo eso fue enviado a losaboratorios por la policía, no por mí. De

hecho, casi todos los objetos de la casa

pasaron a la sala de objetos personalesdel departamento de policía.

 –Intenta decírselo a Sparacino -repitióMark.

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 –Jamás he visto el manuscrito -dijecategóricamente-. Mi oficina no lo tiene yamás lo tuvo. Y, que yo sepa, no ha

aparecido y punto. –¿Que no ha aparecido? ¿Quieres

decir que no estaba en la casa? ¿Lapolicía no lo encontró?

 –No. El manuscrito que encontraronno es ése al que tú te refieres. Es unmanuscrito posiblemente de un libro

publicado hace años y, además, estáncompleto, sólo tiene unas doscientaspáginas como mucho. Estaba en unacómoda de su dormitorio. Marino lo tomó

y pidió a la sección de huellas dactilaresque lo examinara por si el asesino lohubiera tocado.

Mark se reclinó en su asiento.

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 –Si no lo encontrasteis, ¿dónde está? –preguntó en un susurro.

 –No tengo ni idea -contesté-. Supongo

que podría estar en cualquier sitio. A lomejor, se lo envió por correo a alguien.

 –¿Tenía ordenador? –Sí. –¿Examinasteis el disco duro? –Su ordenador no tiene disco duro,

sólo dos floppy drives -contesté-. Marino

está examinando los floppys. No sé quécontienen. –Es absurdo -añadió Mark-. Aunque

hubiera enviado el manuscrito a alguien

por correo, es absurdo que no hicieraprimero una copia, que no hubiera unacopia en la casa.

 –Es absurdo que su padrino Sparacino

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no tuviera una copia -dije con intención-.o puedo creer que no haya visto el libro

Es más, no puedo creer que no tenga un

borrador en alguna parte, tal vez inclusoa última versión.

 –Él dice que no y tengo buenasrazones para creerle. Por lo que yo hepodido saber de Beryl, ésta era muyreservada en su trabajo y no permitía quenadie, ni siquiera Sparacino, viera lo que

estaba naciendo hasta que lo terminaba.Le mantenía informado de sus progresos aravés de conversaciones telefónicas y de

cartas. Según él, la última vez que tuvo

noticias suyas fue hace aproximadamenteun mes. Al parecer, Beryl le dijo queestaba ocupada en la revisión de la obra yque tendría el libro listo para su

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publicación hacia primeros de año. –¿Hace un mes? – pregunté

cautelosamente-. ¿Ella le escribió?

 –Le llamó. –¿Desde dónde? –Y yo qué sé. Desde Richmond,

supongo. –¿Eso es lo que él te dijo?Mark reflexionó un instante.

 –No, no me comentó desde dónde le

había llamado -hizo una pausa-. ¿Por qué? –Llevaba algún tiempo fuera de laciudad -contesté como si la cosa nouviera importancia-. Simplemente quería

saber si Sparacino sabía dónde estabaBeryl.

 –¿La policía no sabe dónde estaba? –Oh, hay un montón de cosas que la

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policía no sabe -contesté. –Eso no es una respuesta. –La mejor respuesta sería, en

realidad, la de que tú y yo no deberíamosestar comentando el caso, Mark. Ya hedicho demasiado y no sé muy bien por que interesa tanto todo eso.

 –Y no sabes muy bien si mis motivosson puros -dijo Mark-. No sabes muy biensi te he invitado a cenar y estoy tratando

de ganarme tu confianza porque quieroobtener información. –Si he de serte sincera, sí -contesté,

mirándole a los ojos.

 –Estoy preocupado, Kay.Adiviné que era cierto por la tensión

de su rostro… un rostro que todavíaejercía un considerable poder sobre mí.

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o conseguía quitarle los ojos de encima –Sparacino está tramando algo -dijo-.

Y no quiero que te estruje -añadió,

escanciando en nuestras copas el últimovino que quedaba.

 –¿Qué se propone hacer, Mark? – pregunté-. ¿Llamarme y exigirme unmanuscrito que no obra en mi poder?Bueno, ¿y qué?

 –Me da la impresión de que él sabe

que tú no lo tienes -dijo Mark-. Lo maloes que eso no importa. Sí, lo quiere. Y, alfinal, lo conseguirá a no ser que se hayaperdido. Es el albacea testamentario.

 –Pues qué bien -dije. –Sólo sé que está tramando algo -

añadió Mark como si hablara para suadentros.

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 –¿Otro de sus trucos publicitarios? – pregunté en tono excesivamente burlón.

Mark tomó un sorbo de vino.

 –No se me ocurre qué puede ser -continué-. No es posible que sea algorelacionado conmigo.

 –A mí sí se me ocurre -dijo Mark cona cara muy seria.

 –Pues, entonces, dímelo, por favor.Y me lo dijo.

 –Titular: «La jefa del departamento dMedicina Legal se niega a entregar unpolémico manuscrito».

 –¡Pero eso es ridículo! – exclamé,

echándome a reír.Mark no se rió.

 –Piénsalo bien. Una polémica

autobiografía escrita por una autora que

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ha sido brutalmente asesinada. Después emanuscrito desaparece y la forense esacusada de haberlo robado. Ten en cuenta

que la maldita cosa desapareció en eldepósito de cadáveres, mujer. Cuandofinalmente se publique el libro, será unbestseller sensacional y Hollywooduchará por asegurarse los derechos

cinematográficos. –No estoy preocupada -dije, aunque

sin demasiado convencimiento-. Todo esan descabellado que no acierto siquiera amaginarlo.

 –Sparacino es un mago para sacar 

cosas de la nada, Kay -me advirtió Mark-Lo que yo no quiero es que tú acabescomo Leon Jones. – Miró a su alrededor,buscando al camarero, y sus ojos se

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quedaron de pronto fijos observando laentrada. Luego, bajando rápidamente lamirada hacia su chuletón a medio cocer,

musitó-: Mierda.Tuve que hacer acopio de toda mi

fuerza de voluntad para no volverme. Noevanté los ojos ni di la menor muestra de

haberme dado cuenta de nada hasta que elhombretón se detuvo junto a nuestra mesa

 –Hola, Mark, ¿qué tal estás? Pensé

que te encontraría aquí. – Era un hombreamable de unos sesenta o sesenta y tantosaños con un mofletudo rostro endurecidopor la gélida mirada de unos ojillos

ntensamente azules. Estaba arrebolado yrespiraba afanosamente como si el simpleejercicio de acarrear su impresionantemole constituyera un esfuerzo para todas

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as células de su cuerpo.– Obedeciendo aun súbito impulso, he decidido acercarmepor aquí e invitarte a un trago, muchacho.

Desabrochándose su abrigo de lana decachemira, se volvió hacia mí y me tendióa mano con una sonrisa.– Creo que nos

conocemos. Robert Sparacino. –Kay Scarpetta -dije con sorprendente

aplomo.

5

Conseguimos en cierto modo pasarnouna hora bebiendo con Sparacino. Fuehorrible. Sparacino se comportó como siyo fuera una desconocida a pesar deconstarle quién era. Yo estaba segura deque el encuentro no había sido accidentalEn una ciudad del tamaño de Nueva York

¿cómo hubiera podido ser accidental?

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 –¿Estás seguro de que no hay ningunaposibilidad de que él supiera que yo iba avenir? – pregunté.

 –No veo cómo -contestó Mark.Percibí la urgencia de las yemas de

sus dedos cuando me acompañódirectamente a la calle Cincuenta y Cincoomándome del brazo. El Carnegie Hall

estaba vacío y algunas personascaminaban por la acera. Ya era casi la

una, mis pensamientos flotaban en alcohoy tenía los nervios a flor de piel.Sparacino se había ido mostrando

progresivamente más animado y cariñoso

a cada copita de Grana Marnier que seomaba hasta que, al final, empezó a

hablar con una voz pastosa.

 –No se le escapa ni una. Crees que

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está borracho como una cuba y que no seacordará de nada por la mañana, peroiene puesta la alerta roja incluso cuando

está durmiendo a pierna suelta. –Con eso no me consuelas -dije yo. Nos encaminamos directamente hacia

el ascensor y subimos en silencio,contemplando el parpadeo de la luz de lopisos al pasar de un número a otro.

uestros pies se hundieron en la mullida

alfombra del pasillo. Confiando en que mmaleta estuviera allí, lancé un suspiro dealivio cuando la vi encima de la cama alentrar en la habitación.

 –¿Tú estás cerca? – le pregunté aMark.

 –Un par de puertas más abajo -contestó, mirando rápidamente a su

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alrededor-. ¿No me vas a ofrecer unaúltima copita?

 –No he traído nada…

 –Hay un bar muy bien surtido, puedescreerme -dijo Mark.

Maldita la falta que nos hacía otracopita.

 –¿Qué va a hacer Sparacino? – pregunté.

El «bar» era un pequeño frigorífico

leno de cervezas, vino y botellinesvacíos. –Nos ha visto juntos -añadí-. ¿Qué va

a pasar?

 –Depende de lo que yo le diga -contestó Mark.

 –Te lo voy a preguntar de otra maneradije, ofreciéndole un vaso de plástico de

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whisky-. ¿Qué piensas decirle, Mark? –Una mentira.Me senté en el borde de la cama.

Mark acercó una silla y empezó aagitar lentamente el ambarino líquido.

uestras rodillas casi se rozaban. –Le diré que estaba intentando sacarte

o que pudiera para ayudarle a él -contestó Mark.

 –Dile que me estabas utilizando -dije

mientras mis pensamientos se dispersabancomo una mala transmisión radiofónica-.Y que lo has podido hacer gracias anuestro pasado.

 –Sí. –¿Y eso es una mentira? – pregunté.Cuando se rió, me di cuenta de que ya

casi había olvidado lo mucho que me

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gustaba el sonido de su risa. –No le veo la gracia -protesté. En la

habitación hacía calor y yo estaba

arrebolada a causa del whisky-. Si eso esuna mentira, Mark, ¿dónde está la verdad?

 –Kay -dijo Mark sin dejar de sonreír sin quitarme los ojos de encima-, ya te hedicho la verdad.

Guardó silencio un instante y despuésse inclinó hacia adelante para acariciarme

a mejilla. Tuve miedo al darme cuenta deo mucho que deseaba que me besara.Mark volvió a reclinarse en su

asiento.

 –¿Por qué no te quedas por lo menoshasta mañana por la tarde? Quizáconvendría que ambos habláramos conSparacino por la mañana.

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 –No -dije-. Eso es precisamente loque él querría que yo hiciera.

 –Como quieras.

Horas más tarde, después de que Marse retirara, permanecí despierta,contemplando la oscuridad y conscientede la vacía frialdad del otro lado de lacama. En otros tiempos, Mark nunca sequedaba conmigo toda la noche y, a lamañana siguiente, yo tenía que andar por 

el apartamento recogiendo prendas devestir, vasos sucios, platos y botellas devino, y vaciando los ceniceros. Por aquelentonces ambos fumábamos.

Permanecíamos despiertos hasta la una,as dos o las tres de la madrugada,

hablando, riéndonos, bebiendo y fumando

Y también discutiendo. Yo aborrecía las

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discusiones que muchas veces derivabanen amargas disputas en cuyo transcursonos heríamos el uno al otro y nos

devolvíamos golpe por golpe, artículo decódigo tal contra filosofía cual. Y yosiempre esperando que me dijera que mequería, cosa que él no hacía jamás. Por lamañana, experimentaba el mismo vacíoque en mi infancia cuando terminaba la

avidad y yo ayudaba a mi madre a

recoger los papeles de envoltura de losregalos diseminados alrededor del árbol. No sabía lo que quería. Tal vez nunca

o había sabido. La distancia emocional

nunca quedaba compensada por lacercanía física, pero yo no era capaz deaprender la lección. Nada habíacambiado. Si él me hubiera hecho alguna

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nsinuación, me hubiera olvidado de lacordura. El deseo no atiende a razones ya necesidad de intimidad no se había

extinguido.Llevaba años sin evocar ciertas

mágenes, sus labios sobre los míos, susmanos, la urgencia de nuestros anhelos.Ahora me atormentaban los recuerdos.

Había olvidado pedir que medespertaran y no me molesté en poner el

despertador que había en la mesilla. Puseel despertador mental a las seis y medesperté exactamente a dicha hora. Mencorporé en la cama, sintiéndome tan ma

como parecía. La ducha caliente y losminuciosos cuidados no pudieron ocultar as oscuras ojeras ni la palidez de mi tez.

La iluminación del cuarto de baño fue

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brutalmente sincera conmigo. Llamé a laUnited Airlines y, a las siete, llamé conos nudillos a la puerta de Mark.

 –Hola -me dijo Mark, más fresco yozano que una rosa-. ¿Has cambiado dedea?

 –Sí -contesté.El conocido perfume de su colonia me

reordenó los pensamientos cual si fueranos brillantes trozos de vidrio de un

calidoscopio. –Ya lo sabía -dijo. –¿Cómo lo sabías? –Jamás se ha visto que tú rehúyas una

pelea -contestó, mirándome a través delespejo de la cómoda mientras se hacía elnudo de la corbata.

Mark y yo habíamos acordado

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reunimos en el despacho de Orndorff Berger a primera hora de la tarde. Elvestíbulo del bufete era un vasto espacio

sin alma. Sobre la negra alfombra seevantaba una impresionante consola

negra bajo las brillantes guías de latón dea iluminación indirecta mientras que un

sólido bloque de latón hacía las veces demesa entre dos cercanas sillas acrílicasde color negro. No había ningún otro

mueble y tampoco plantas o cuadros, sólounas cuantas esculturas retorcidasdiseminadas aquí y allá como fragmentosde metralla para romper el inmenso vacío

de la estancia. –¿En qué puedo servirla? – me

preguntó la recepcionista, dedicándomeuna estereotipada sonrisa desde las

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profundidades de su puesto.Antes de que yo pudiera contestar, se

abrió en silencio una puerta invisible en

a negra pared y apareció Mark, el cualomó mi maleta y me acompañó por unargo y ancho pasillo. Pasamos por delate

de un sinfín de puertas de espaciososdespachos cuyos ventanales ofrecían ungris panorama de Manhattan. No se veíani un alma. Pensé que todo el mundo se

habría ido a almorzar. –¿Quién demonios diseñó vuestrovestíbulo? – pregunté en un susurro.

 –La persona a la que veremos ahora -

contestó Mark.El despacho de Sparacino era dos

veces más grande que los que yo habíavisto al pasar, y su escritorio era un

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hermoso bloque de ébano con grancantidad de pisapapeles realizados enpiedras duras, rodeado de paredes

cubiertas de libros. Aquel abogado deuminarias y literatos, tan intimidatorio

como la víspera, iba vestido con lo queme pareció un costoso traje John Gotti pocuyo bolsillo superior asomaba un vistosopañuelo rojo sangre. No se movió delsillón en el que estaba indolentemente

acomodado cuando nosotros entramos ynos sentamos. Durante un estremecedor momento, ni siquiera nos miró.

 –Tengo entendido que se van ustedes

almorzar dentro de un ratito -dijofinalmente, levantando sus fríos ojosazules mientras sus gruesos dedoscerraban una carpeta-. Le prometo que no

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a voy a entretener demasiado, doctoraScarpetta. Mark y yo hemos estadorevisando algunos detalles

correspondientes al caso de mi clienteBeryl Madison. En mi calidad de abogadoy albacea suyo, necesito unas cuantascosas y estoy seguro de que usted meayudará a cumplir sus deseos.

 No dije nada mientras buscabanfructuosamente un cenicero.

 –Robert necesita sus papeles -dijoMark sin inflexión alguna en la voz-.Concretamente, el manuscrito del libroque estaba escribiendo, Kay. Ya le he

explicado, antes de que tú vinieras, que laoficina del forense no es el lugar donde seguardan esos objetos personales, por lomenos, no en este caso.

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Habíamos ensayado la reunión durantel desayuno. Mark hubiera tenido que«manejar» a Sparacino antes de que yo

legara, pero me daba la impresión de queera a mí a quien estaba manejando.

Miré directamente a Sparacino y dije: –Los objetos recibidos en mi

despacho tienen carácter de prueba y noncluyen los papeles que usted necesita.

 –Me está usted diciendo que no tiene

el manuscrito -dijo Sparacino. –Exactamente. –Y tampoco sabe dónde está. –No tengo ni idea.

 –Bueno, pues, lo que usted me dice mplantea unos cuantos problemas. – Sparacino abrió una carpeta con rostro

mpasible y sacó una fotocopia en la que

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yo reconocí el informe policial sobreBeryl.– Según la policía, se encontró unmanuscrito en el lugar de los hechos -

añadió-. Y ahora me dicen que no hay talmanuscrito. ¿Puede usted aclararme estacuestión?

 –Se encontraron unas páginas de unmanuscrito -contesté-, pero no creo quecorrespondan a lo que a usted le interesa,señor Sparacino. No parecen

corresponder a un trabajo en curso y,sobre todo, nunca me fueron entregadas. –¿Cuántas páginas? – preguntó

Sparacino.

 –En realidad, no las he visto -contesté.

 –¿Quién las ha visto? –El teniente Marino. Es con él con

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quien usted debería hablar -dije. –Ya lo he hecho, pero él me dice que

e entregó este manuscrito directamente en

mano a usted.Estaba segura de que Marino no le

había dicho tal cosa. –Habrá sido un malentendido -

repliqué-. Marino habrá querido decir quentregó a los laboratorios forenses unmanuscrito parcial, algunas de cuyas

páginas podrían corresponder a una obraanterior. La oficina de Ciencias Forenseses una sección aparte que tiene su sede enmi edificio.

Miré a Mark. Estaba en tensión ysudaba.

El cuero crujió cuando Sparacino seremovió en su sillón.

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 –Se lo voy a decir sin rodeos, doctoraScarpetta -dijo Sparacino-. No la creo.

 –Yo no ejerzo ningún control sobre lo

que usted cree o deja de creer -repliquémuy tranquila.

 –He estado pensando mucho en esteasunto -añadió Sparacino también muyranquilo-. El caso es que el manuscrito,

que no es más que un montón de papelessin importancia, tiene mucho valor para

ciertas personas. Conozco por lo menosdos, sin incluir a los editores, que estaríadispuestos a pagar un elevado precio por el libro en el que ella estaba trabajando

cuando murió. –Todo eso a mí no me interesa -

contesté-. Mi departamento no tiene el

manuscrito a que usted se refiere. Y, lo

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que es más, nunca lo tuvo. –Alguien lo tiene -Sparacino miró

hacia la ventana-. Conocía a Beryl mejor 

que nadie, conocía muy bien suscostumbres, doctora Scarpetta. Habíapermanecido algún tiempo fuera de laciudad y sólo llevaba en casa unas cuantahoras cuando la asesinaron. No puedocreer que no tuviera el manuscrito a manoEn su despacho, en una cartera de

documentos, en una maleta -los ojillosazules se clavaron en mí-. No tieneninguna caja de seguridad en el banco, noexiste ningún otro lugar donde pudiera

haberlo guardado… aunque, de todosmodos, no lo hubiera hecho. Lo tuvoconsigo durante su ausencia de la ciudad,pues estaba trabajando en él. Es evidente

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que, al regresar a Richmond, debía deener el manuscrito.

 –Había permanecido algún tiempo

fuera de la ciudad -repetí yo-. ¿Está ustedseguro?

Mark, evidentemente nervioso, no seatrevía a mirarme.

Sparacino se reclinó en su sillón yentrelazó los dedos de las manos sobre suabultado vientre.

 –Yo sabía que Beryl no estaba encasa. Llevaba varias semanas intentandolamarla. Después, ella me llamó hace

aproximadamente un mes. No me quiso

decir dónde estaba, pero me dijo que seencontraba muy bien y me comentó losprogresos que estaba haciendo con suibro, añadiendo que trabajaba a muy bue

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ritmo. No quise fisgonear. Beryl estabamuy asustada por culpa de ese chaladoque la amenazaba. No me importó no

saber dónde estaba, me bastó con saber que se encontraba bien y que estabarabajando duro para cumplir el plazo.

Puede parecerle una muestra densensibilidad, pero yo tenía que ser 

pragmático. –Nosotros no sabemos dónde estuvo

Beryl -terció Mark-. Al parecer, Marinono nos lo quiso decir.El plural me llamó un poco la

atención. «Nosotros», es decir, él y

Sparacino. –Si me pide que responda a esta

pregunta… –Eso es precisamente lo que le pido.-

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dijo Sparacino, interrumpiéndome-. Alfinal, se tendrá que saber que pasó losúltimos meses en Carolina del Norte,

Washington, Texas… o el sitio que sea.Pero yo tengo que saberlo ahora. Ustedme dice que su departamento no tiene elmanuscrito. En la policía me dicen queellos tampoco lo tienen. El medio másseguro de llegar al fondo de esta cuestiónes averiguar dónde estuvo y empezar a

seguir la pista del manuscrito a partir deahí. A lo mejor, alguien la acompañó alaeropuerto. A lo mejor, hizo amistad conalguien en el lugar donde estuvo. A lo

mejor, alguien tiene alguna idea de lo queocurrió con el libro. Por ejemplo, ¿lolevaba consigo cuando subió al avión?

 –Tendrá que pedir esta información a

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eniente Marino -contesté-. Yo no estoyautorizada a comentar con usted losdetalles del caso.

 –No esperaba que lo hiciera -dijoSparacino-. Probablemente porque ustedsabe que Beryl llevaba consigo elmanuscrito cuando subió al avión pararegresar a Richmond. Probablementeporque el manuscrito llegó a sudepartamento junto con el cuerpo, y ahora

ha desaparecido. – Hizo una pausa yclavó sus fríos ojos en mí.– ¿Cuánto lepagó Cary Harper o su hermana o los dospara que les entregara el manuscrito?

Mark estaba totalmente apático ycontemplaba la escena con rostronexpresivo.

 –¿Cuánto? ¿Diez, veinte, cincuenta

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mil? –Me parece que aquí termina nuestra

conversación, señor Sparacino -dije,

alargando la mano hacia mi bolso. –No, no creo que haya terminado,

doctora Scarpetta -replicó Sparacino.Rebuscó con indiferencia en la

carpeta y sacó con la misma indiferenciavarias hojas de papel que empujó haciamí sobre el escritorio.

Sentí que la sangre huía de mi rostrocuando tomé las fotocopias de losartículos publicados más de un año atráspor los periódicos de Richmond. Los

itulares me eran dolorosamenteconocidos.

Forense acusado de robar

a un cadáver

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Cuando Timothy Smathers murió elpasado mes de un disparo delante de lapuerta de su casa, llevaba un reloj de

pulsera de oro, una sortija de oro y 83dólares en efectivo en los bolsillos delpantalón, según ha declarado su mujer, lacual fue testigo del asesinatopresuntamente cometido por un antiguoempleado despechado. La policía y losmiembros del servicio dé recogida que

acudieron al domicilio de los Smathersras cometerse el asesinato afirman quedichos objetos de valor acompañaban alcuerpo de Smathers cuando éste fue

enviado al departamento de MedicinaLegal para la práctica de la autopsia…

Había otras cosas, pero yo no

necesitaba leer más recortes para saber lo

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que allí se decía. El caso Smathersprovocó la mayor avalancha depublicidad negativa jamás recibida por m

departamento.Pasé las fotocopias a la mano

extendida de Mark. Sparacino me teníacolgada de un gancho, pero yo estabafirmemente decidida a no moverme.

 –Tal como usted observará si ha leídoos reportajes -dije-, se llevó a cabo una

exhaustiva investigación y midepartamento quedó exculpado decualquier irregularidad.

 –Sí, en erecto -dijo Sparacino-. Usted

envió personalmente los objetos de valor a la funeraria. Los objetos desaparecierondespués. Pero el problema esdemostrarlo. La señora Smathers sigue

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opinando que el departamento deMedicina Legal robó las joyas y el dinerode su marido. He hablado con ella.

 –El departamento fue exculpado,Robert -dijo Mark en tono apagadomientras echaba un vistazo a los artículos

Aun así, aquí dice que la señoraSmathers recibió un cheque por una sumaequivalente al valor de los objetos.

 –En efecto -dije yo fríamente.

 –Pero el valor sentimental no tieneprecio -comentó Sparacino-. Aunque lehubieran entregado un cheque por unasuma diez veces superior, ella no se

hubiera consolado.Aquello era una auténtica broma. La

señora Smathers, que, según sospechabaa policía, había sido la instigadora del

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asesinato de su marido, se había casadocon un acaudalado viudo antes de que lahierba empezara a crecer sobre la tumba

de su marido. –Y, tal como dicen los periódicos -

añadió Sparacino-, su departamento nopudo presentar el resguardo de la entregade los efectos personales del señor Smathers a la funeraria. Conozco losdetalles. Parece ser que el resguardo lo

raspapeló una administrativa que ahorarabaja en otro sitio. Tuvo que ser supalabra contra la de los representantes dea funeraria y, aunque la cuestión jamás se

resolvió, por lo menos no a mi enterasatisfacción, ahora ya nadie se acuerda nia nadie le importa.

 –¿Adónde quieres ir a parar? – 

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preguntó Mark en el mismo tono apagadode antes.

Sparacino miró a Mark y después me

miró de nuevo a mí. –El caso Smathers, por desgracia, no

ha sido el único. En julio pasado, sudepartamento recibió el cuerpo de unanciano llamado Henry Jackson, muertopor causas naturales. El cadáver llegó aldepartamento con cincuenta y dos dólares

en el bolsillo. Parece ser que este dineroambién desapareció y usted se vioobligada a extenderle un cheque al hijodel difunto. El hijo denunció los hechos e

el telediario de una televisión local.Tengo una cinta de vídeo de todo lo queallí se dijo, si le interesa verla.

 –Jackson entró con cincuenta y dos

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dólares en efectivo en el bolsillo -repliqué, a punto de perder los estribos-.Se encontraba en avanzado estado de

descomposición y los billetes estaban tanputrefactos que ni el más desesperado deos ladrones se hubiera atrevido aocarlos. No sé qué ocurrió con ellos,

pero lo más probable es que losncineraran inadvertidamente junto con la

ropas no menos putrefactas y llenas de

gusanos que llevaba el difunto Jackson. –Jesús -murmuró Mark por lo bajo. –Su departamento tiene un problema,

doctora Scarpetta -dijo Sparacino

sonriendo. –Sí, y todos los departamentos tienen

sus problemas -repliqué levantándome-.Si usted quiere los efectos personales de

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Beryl, hable con la policía. –Lo siento -dijo Mark mientras

bajábamos en el ascensor-. No tenía ni

dea de que el muy hijo de puta te iba aatacar con toda esta mierda. Me lohubieras podido decir, Kay…

 –Decirte, ¿qué? – pregunté, mirándolecon incredulidad-. Decirte, ¿qué?

 –Lo de la desaparición de esosobjetos y el revuelo que se armó. Es la

clase de basura en la que Sparacino semueve como pez en el agua. Yo no losabía y los dos hemos caído en unaemboscada. ¡Maldita sea mi estampa!

 –No te lo dije -repliqué levantando lavoz- porque no tenía nada que ver con elcaso de Beryl. Las situaciones que él hamencionado fueron tormentas en un vaso

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de agua, la clase de inevitables trastornosque se producen cuando los cuerposlegan en los más variados estados y los

empleados de las funerarias y los agentesde la policía entran y salen todo el díapara recoger los efectos personales de lodifuntos…

 –Por favor, no la tomes conmigo. –¡No la tomo contigo! –Mira, ya te comenté cómo era

Sparacino. Estoy tratando de protegerte dél. –A lo mejor, es que no estoy segura d

o que estás tratando de hacer, Mark.

Seguíamos hablando acaloradamentecuando Mark miró a su alrededor buscando un taxi. La circulación estabaprácticamente detenida, los claxons

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sonaban, los motores rugían y mis nerviosparecían a punto de estallar. Al final,apareció un taxi y Mark abrió la

portezuela posterior y colocó mi maletaen el suelo. Al ver que le entregaba un pade billetes al taxista tras habermeacomodado yo en el asiento, comprendí loque estaba pasando. Mark no me iba aacompañar. Me enviaba sola alaeropuerto y sin almorzar. Antes de que

pudiera bajar el cristal de la ventanillapara decirle algo, el taxi se puso enmarcha y volvió a adentrarse en el tráfico

Me trasladé en silencio al aeropuerto

de La Guardia, donde todavía me faltabanres horas para subir al avión. Me sentía

enojada, dolida y perpleja. No podíasoportar la idea de marcharme de aquella

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manera. Busqué un asiento vacío en elbar, pedí una consumición y encendí uncigarrillo. Observé cómo el humo azulado

ascendía en espiral y se disipaba en labrumosa atmósfera. Minutos más tarde,ntroduje un cuarto de dólar en la ranura

de un teléfono público. –Orndorff Berger -anunció una

profesional voz femenina.Evoqué la imagen de la negra consola

y dije: –Mark James, por favor.Tras una pausa, la mujer contestó:

 –Disculpe, se habrá equivocado de

número. –Trabaja en el despacho de Chicago.

Está aquí de visita. Precisamente hoy mehe reunido con él en este bufete -dije.

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 –Atienda un momento, por favor.Me pasé unos dos minutos escuchando

a través del hilo musical la versión de

«Baker Street» de Jerry Rafferty. –Lo siento -me dijo la recepcionista

poniéndose de nuevo al teléfono-, aquí nohay nadie que se llame así, señora.

 –Él y yo nos hemos reunido en elvestíbulo de este bufete hace menos dedos horas -exclamé, a punto de perder la

paciencia. –Lo he comprobado, señora. Losiento, nos habrá confundido usted conotro bufete.

Soltando una maldición por lo bajo,colgué violentamente el teléfono. Marquénformación, pedí el número del bufete de

Orndorff Berger de Chicago e introduje

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mi tarjeta de crédito. Dejaría un mensajepara Mark, diciéndole que me llamara encuanto pudiera.

Se me heló la sangre en las venascuando la recepcionista de Chicago mecontestó:

 –Lo siento mucho, señora. No hayningún Mark James en este bufete.

6Mark no figuraba en la guía telefónica

de Chicago. Había cinco Mark James yres M James. Al llegar a casa, probé alamar a cada uno de los números y me

contestó o bien una mujer o un hombredesconocido. Estaba tan desconcertadaque no pude conciliar el sueño. Hasta lamañana siguiente no se me ocurrió la idea

de llamar a Diesner, el jefe del

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departamento de Medicina Legal deChicago con quien Mark afirmaba haberseropezado varias veces.

Llegué a la conclusión de que lo mejosería ir directamente al grano y le dije aDiesner, tras los habituales comentariosntrascendentes:

 –Estoy tratando de localizar a Mark James, un abogado de Chicago a quien túconoces si no me equivoco.

 –James… -repitió Diesner en tonopensativo-. Me temo que no me suena,Kay. ¿Dices que trabaja como abogadoaquí en Chicago?

 –Sí -contesté desalentada-. EnOrndorff Berger.

 –Conozco Orndorff Berger, un bufetemuy prestigioso, pero no logro recordar a

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este Mark James… -Oí el rumor de uncajón al abrirse y el crujido de unas hojasde papel.– Pues no. Tampoco figura en la

páginas amarillas.Tras colgar el teléfono, me llené otra

aza de café cargado y contemplé a travésde la ventana de la cocina el comederovacío de los pájaros. La grisácea mañanaamenazaba lluvia. El escritorio de midespacho del departamento hubiera

necesitado una apisonadora. Era sábado yel lunes eran fiesta oficial. Eldepartamento estará desierto porque miscolaboradores ya estarían disfrutando de

aquel largo fin de semana de tres días.Hubiera podido aprovechar aquella paz yranquilidad. Pero no me apetecía. Sólo

podía pensar en Mark. Era como si no

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existiera, como si fuera un ser imaginarioun sueño. Cuanto más trataba decomprenderlo, tanto más se me enredaban

os pensamientos. ¿Qué demonios estabapasando?

Al borde de la desesperación, pedí elnúmero del domicilio particular de RoberSparacino y lancé un secreto suspiro dealivio al averiguar que no figuraba en laguía. Llamarle hubiera sido un suicidio.

Mark me había engañado. Me había dichoque trabajaba en Orndorff Berger, mehabía dicho que vivía en Chicago y queconocía a Diesner. ¡Nada de todo aquello

era cierto! Esperaba que sonara eleléfono y que Mark me llamara. Arregléa casa, hice la colada y planché, empecé

a preparar una salsa de tomate, hice unas

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albóndigas y revisé la correspondencia.El teléfono no sonó hasta las cinco de

a tarde.

 –¿Doctora? Aquí, Marino -me dijo laconocida voz-. No quería molestarla en ufin de semana, pero llevo dos malditosdías tratando de localizarla. Queríaasegurarme de que estaba bien -añadióMarino haciendo otra vez de ángel de laguarda-. Tengo una cinta de vídeo que me

nteresa que vea -me explicó-. Hepensado que, si no va a salir, yo podríapasar un momento por su casa. ¿Tienevídeo?

Sabía que sí. Otras veces había«pasado por mi casa» para enseñarmecintas.

 –¿Qué clase de cinta? – le pregunté.

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 –Sobre ese tipo con quien me hepasado toda la mañana. Interrogándolesobre Beryl Madison.

Marino hizo una pausa y yo adivinéque estaba contento.

Cuanto más conocía a Marino, tantomás se empeñaba éste en presumir antemí. Yo atribuía en parte el fenómeno alhecho de que él me hubiera salvado lavida, un temible acontecimiento que había

servido para crear entre nosotros uncurioso vínculo, dada la disparidad denuestras personalidades*.

 –¿Está de servicio?

 –Pero si yo siempre estoy de serviciocontestó Marino con un gruñido.

 –Hablo en serio.

 –No oficialmente, ¿de acuerdo?

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Terminé a las cuatro, pero mi mujer se hado a Jersey a visitar a su madre y yoenía, más cabos sueltos que un maldito

fabricante de alfombras.Su mujer no estaba. Sus hijos ya eran

mayores. Era un triste sábado y el cieloestaba encapotado. Marino no queríaregresar a una casa vacía. Yo tampocoestaba muy contenta que digamos en misolitaria casa vacía. Contemplé la cazuela

donde se estaba cociendo la salsa. –No tengo que salir -dije-. Pasecuando quiera con la cinta de vídeo y lamiraremos juntos. ¿Le gustan los

espaguetis?Marino vaciló un instante.

 –Bueno… –Con albóndigas. Ahora mismo voy a

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hacer la pasta. ¿Comerá conmigo? –Sí -contestó Marino-, creo que lo

podré arreglar.

Cuando Beryl Madison quería que leavaran el automóvil, tenía por costumbre

acudir al Masterwash de Southside.Marino lo había averiguado visitando

odos los establecimientos de lavado deautomóviles de lujo de la ciudad. Enrealidad, sólo había una docena de

establecimientos que pasaban elautomóvil sin conductor por una cadenade montaje de «aros» que giraban en unasolución espumosa mientras una especie

de duchas enviaban finos chorros de aguaTras ser sometido a un secador de aire, elautomóvil, conducido por un ser humano,era trasladado a una sala donde los

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empleados le pasaban la aspiradora, loenceraban, le sacaban brillo y leimpiaban los guardabarros y todo lo

demás. Un servicio «Super Deluxe» deMasterwash, me dijo Marino, costabaquince dólares.

 –Tuve mucha suerte -me explicóMarino mientras enrollaba los espaguetisen el tenedor con la ayuda de una cuchara

¿Cómo se localiza una cosa así? Los tíos

deben de hacer como unos setenta o cienservicios al día. ¿Cómo se van a fijar enun Honda de color negro? No puede ser.

Se sentía un cazador feliz. Había

cobrado una buena pieza. La semanaanterior, tan pronto como le entregué elnforme preliminar de las fibras,

comprendí que empezaría a recorrer todo

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os túneles de lavado de la ciudad. Habíaque reconocerle un mérito a Marino:aunque sólo hubiera habido un arbusto en

un desierto, él se hubiera empeñado encomprobar lo que había detrás.

 –Fue por pura chiripa -añadió-. Pasépor el Masterwash. Era casi el últimoestablecimiento de la Ésta, por el sitio enque está ubicado. Yo hubiera imaginadoque Beryl llevaba su Honda a algún túnel

de lavado del West End. Pero no, lolevaba al Southside y la única razón quese me ocurre es que el establecimientoiene una sección de embellecimiento de

carrocerías y limpieza de interiores.Resulta que llevó su automóvil allí elpasado mes de diciembre poco despuésde comprarlo y pagó cien dólares para

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que le sellaran la pintura. Después, abrióuna cuenta y se hizo socia para poder ahorrarse un par de dólares en cada

avado y aprovechar la oferta de laimpieza semanal gratuita.

 –¿Así fue cómo lo descubrió? – lepregunté-. ¿Porque se había hecho socia?

 –Pues sí -contestó Marino-. No tienenordenador. Tuve que revisar todas lasmalditas facturas. Pero encontré una copia

de lo que pagó para hacerse socia y,basándome en el estado de su automóvilcuando lo encontramos en el garaje, penséque lo habría lavado poco antes de huir a

Key West. He estado examinando tambiénsus papeles y buscando los comprobantesde los pagos con tarjeta de crédito. Sólohay un cargo de Masterwash y es el

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rabajo de cien dólares que le hemencionado. Al parecer, pagó en efectivocuando se hizo lavar el vehículo después.

 –Los empleados del túnel de lavado -dije-, ¿qué tipo de ropa llevan?

 –No hay nada de color anaranjado quecoincida con esa fibra tan rara queencontraron ustedes. Casi todos van convaqueros y zapatillas deportivas… todoslevan una camisa de color azul con el

nombre Masterwash bordado en blanco eel bolsillo. Lo examiné todo mientrasestuve allí. No hubo nada que me llamaraa atención. Sólo vi otro tipo de tejido, el

de las toallas blancas que utilizan parasecar los automóviles.

 –No parece muy prometedor -comenté, apartando a un lado mi plato.

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Menos mal que Marino tenía buenapetito. Yo aún tenía el estómagoencogido por lo de Nueva York y aún no

sabía si revelarle a Marino lo que habíapasado.

 –Puede que no -dijo Marino-, perohablé con un tipo que me llamó un poco laatención.

Esperé. –Se llama Al Hunt, veintiocho años,

raza blanca. Me fijé en él inmediatamenteLe vi supervisando la labor de loscurrantes y tuve como una corazonada. See veía fuera de lugar. Muy pulcro y

peripuesto, le hubiera sentado mejor unraje de calle y una cartera de

documentos. «¿Qué estará haciendo un

ipo como él en un callejón sin salida

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como éste?», pensé. – Marino hizo unapausa para rebañar el plato con un trozode pan de ajo-. Me acerco a él y empiezo

a pegar la hebra. Le pregunto por Beryl ye muestro la fotografía de su permiso de

conducir. Le pregunto si recuerda haberlavisto por allí y, ¡zas!, empieza a ponersenervioso.

 No pude evitar pensar que yo tambiénhubiera empezado a ponerme nerviosa si

Marino se hubiera «acercado» a mí.Probablemente se habría echado encimadel pobre chico como un toro desbocado.

 –Y entonces, ¿qué? – pregunté.

 –Pues entonces entramos, tomamoscafé y empezamos a hablar en serio -contestó Marino-. Este Al Hunt es un tipomuy curioso. Para empezar, estudió en un

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escuela superior y se graduó enpsicología, después se pasó un par deaños trabajando como enfermero en el

Metropolitan, imagínese. Y, al preguntarlyo por qué dejó el hospital por elMasterwash, resulta que su padre es eldueño del establecimiento. Tienentereses en toda la ciudad. El

Masterwash no es más que una de susnversiones. También es dueño de varios

parkings y de la mitad de los inmuebles dos barrios bajos del Northside. Cabríasuponer que el joven Al no ha sidoeducado para seguir los pasos de su papá

¿no le parece?La cosa se ponía interesante.

 –Pues bueno, resulta que Al no va aponerse un traje de calle aunque a primer

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vista parezca que es lo que lecorresponde. O sea, Al es un perdedor ysu padre no se fía de él ni lo ve vestido

con un milrayas y sentado detrás de unescritorio. El tipo se limita a estar allídiciéndoles a los currantes cómo hay queencerar los vehículos y limpiar losguardabarros. Eso me induce a pensar nmediatamente que aquí arriba le falla

algo -dijo Marino, señalándose la cabeza

con un pringoso dedo. – Quizá convendríaque hablara con su padre. – Claro. Y ésteme dirá que su gran esperanza blanca esun zoquete.

 –¿Qué se propone hacer? –Ya lo he hecho -contestó Marino-.

Vea usted la cinta de vídeo que traigo,doctora. Me he pasado toda la mañana

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con Al Hunt en jefatura. El tipo habla poros codos y siente una enorme curiosidad

por lo que le ocurrió a Beryl, dice que lo

eyó en los periódicos… –¿Cómo sabía quién era Beryl? – le

nterrumpí-. Los periódicos y las emisorade televisión no tenían ninguna fotografíasuya. ¿Acaso reconoció el nombre?

 –Dice que no, que no tenía ni idea dequién era la rubia que había visto en el

únel de lavado hasta que yo le mostré lafotografía del carnet de conducir.Entonces pareció llevarse una fuertempresión, estuvo pendiente de todas mis

palabras, quiso hablar de ella y se mostrómuy afectado para ser alguien que no laconocía. – Marino dejó la arrugadaservilleta sobre la mesa-. Lo mejor es que

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o vea usted misma.Puse la cafetera en el fuego, recogí lo

platos sucios y pasamos al salón para ver

a cinta. Conocía el decorado. Lo habíavisto muchas veces. La sala denterrogatorios del departamento de

policía era un pequeño cuarto de paredesrevestidas con paneles de madera cuyoúnico mobiliario era una mesa desnudacolocada en el centro del suelo

alfombrado. Cerca de la puerta había unnterruptor de la luz y sólo un experto oos iniciados se hubieran dado cuenta de

que faltaba el tornillo superior. Al otro

ado del diminuto orificio negro había unasala de vídeo equipada con unavideocámara especial de gran amplitud decampo.

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A primera vista, Al no ofrecía unaspecto demasiado temible. Tenía elcabello rubio claro con entradas y una tez

más bien pálida. No hubiera sido feo siuna barbilla casi inexistente no hubieraprovocado la fusión entre su rostro y sucuello. Vestía chaqueta de cuero de colormarrón y pantalones vaqueros, y susahusados dedos no paraban de juguetear con una lata de 7-Up mientras miraba a

Marino, sentado delante de él. –¿Qué fue exactamente lo de BerylMadison? – preguntó Marino-. ¿Por qué tefijaste en ella? Cada día pasan muchos

automóviles por el túnel de lavado.¿Recuerdas a todos los clientes?

 –Los recuerdo mucho más de lo que

usted se imagina -contestó Hunt-. Sobre

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odo a los habituales. Puede que norecuerde sus nombres, pero recuerdo suscaras, porque casi todos ellos se quedan

por allí mientras los empleados les lavanos vehículos. Muchos clientes supervisan

el trabajo, usted ya me entiende. Locomprueban todo y se aseguran de que noolvidemos nada. Algunos toman inclusoun trapo y echan una mano, sobre todo siienen prisa… o si son de esos que no

saben estarse quietos y siempre tienen quehacer algo. –¿Beryl era así? ¿Supervisaba el

rabajo?

 –No, señor. Tenemos un par debancos allí fuera. Ella tenía por costumbrsentarse en un banco. A veces, leía elperiódico o un libro. En realidad, no

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prestaba la menor atención a losempleados y no era muy simpática quedigamos. A lo mejor, fue por eso por lo

que me fijé en ella. –¿Qué quieres decir? – preguntó

Marino. –Quiero decir que enviaba señales. Y

yo las captaba. –¿Señales? –La gente envía toda clase de señales

explicó Hunt-. Yo tengo experiencia y lacapto. Puedo adivinar muchas cosas sobreuna persona a través de las señales queemite.

 –¿Yo también emito señales, Al? –Sí, señor. Todo el mundo las emite. –¿Qué clase de señales estoy

emitiendo?

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 –Rojo pálido -contestó Hunt con lacara muy seria.

 –¿Como? – preguntó Marino

desconcertado. –Capto las señales bajo la apariencia

de colores. Puede que a usted le parezcaextraño, pero no soy el único. Algunaspersonas percibimos los colores querradian las demás. Ésas son las señales a

que me refería. La señales que yo capto

de usted son de color rojo pálido. Encierto modo cordiales, pero tambiénevemente enfurecidas. Como una señal d

advertencia. Atrae, pero, al mismo

iempo, advierte de la existencia de ciertopeligro…

Marino detuvo la cinta y esbozó una

sonrisa burlona.

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 –Un tipo muy curioso, ¿verdad? –En realidad, creo que es bastante

isto -contesté-. Usted es cordial, pero

está enfurecido y es peligroso. –Maldita sea, doctora. El tío está

como un cencerro. Según él, la gente es unarco iris ambulante.

 –Lo que dice tiene cierta validezpsicológica -repliqué-. Las emociones seasocian con los colores. Y en eso se basa

a elección de los colores de lugarespúblicos, habitaciones de hotel enstituciones. El azul, por ejemplo, se

asocia con la depresión. No encontrará

usted muchas habitaciones de hospitalespsiquiátricos decoradas en tonos azules.El rojo es cólera, violencia, pasión. El

negro es morboso, siniestro, etc. Si no

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recuerdo mal, usted me ha dicho que Huntes graduado en psicología.

Marino me miró con escepticismo y

volvió a poner en marcha la cinta. –… supongo que eso tiene que ver co

el papel que usted desempeña -estabadiciendo Hunt-. Usted es un investigador en este momento necesita micolaboración, pero, al mismo tiempo, nose fía de mí y, si yo tuviera algo que

ocultar, podría ser peligroso para mí. Ésaes la parte de advertencia que yo perciboen el rojo pálido. La parte cordial es supersonalidad sociable. Usted quiere que

a gente se le acerque. A lo mejor, quiereacercarse a la gente. Actúa con dureza,pero quiere que la gente lo aprecie…

 –Muy bien -dijo Marino,

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nterrumpiéndole-. ¿Qué me dices deBeryl Madison? ¿También captabas suscolores?

 –Oh, sí. Eso fue lo quenmediatamente me llamó la atención en

ella. Era distinta, realmente distinta. –¿En qué sentido?La silla de Marino crujió

ruidosamente mientras éste se reclinabacontra el respaldo y cruzaba los brazos.

 –Muy reservada -contestó Hunt-.Emitía colores árticos. Gélido azul,amarillo pálido como el del sol cuandoapenas brilla y un blanco tan frío que

ardía como el hielo seco, como si fuera aquemarte si la tocaras. Lo que ladistinguía era el color blanco. Muchasmujeres emiten tonos pastel. Tonos

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femeninos como los colores que visten.Rosa, amarillo, azules y verdes claros.Las mujeres son pasivas, frías y frágiles.

A veces, veo a alguna mujer que emitecolores oscuros y fuertes como el azulmarino, el borgoña o el rojo. Eso significque tiene una acusada personalidad.

ormalmente agresiva. Podría ser unaabogada, una médica o una mujer denegocios y a menudo viste los colores que

acabo de describir. Son las quepermanecen de pie junto a susautomóviles con los brazos en jarras ysupervisan todo lo que hacen los

empleados. Y no vacilan en señalar lasiznaduras del parabrisas o algún punto en

el que no se ha quitado bien el polvo. –¿Y a ti te gusta este tipo de mujer? – 

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preguntó Marino.Hunt pareció dudar.

 –No, señor, si he de serle sincero.

Marino se rió y se inclinó haciaadelante, diciéndole:

 –Pues mira, a mí tampoco. Prefieroas nenas de color pastel.

Le dirigí a Marino una de mis miradasasesinas, pero él no me hizo caso mientraen la pantalla le decía a Hunt:

 –Háblame un poco más de Beryl, deo que captaste en ella.Hunt frunció el ceño como si

reflexionara.

 –Los tonos pastel que emitía no erandemasiado insólitos, lo que ocurre es queyo no los interpretaba precisamente comofrágiles. Aunque tampoco pasivos. Los

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matices eran fríos y de tipo ártico talcomo ya he dicho, no eran maticesflorales. Como si quisiera decirle al

mundo que se mantuviera apartado de ellay le dejara mucho espacio.

 –¿Como si fuera fría, tal vez?Hunt volvió a juguetear con la lata de

7-Up. –No, señor, no creo que sea eso. De

hecho, no creo que fuera eso lo que yo

captaba. Me venía a la mente la idea de ladistancia. La enorme distancia quehubiera tenido que recorrer para llegar hasta ella. Pero sabía que, en cuanto

legara, siempre y cuando ella me hubierapermitido acercarme, su vehemencia mehubiera quemado. Eso significaban lasncandescentes señales blancas que

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enviaba, lo que más me llamaba. laatención de ella. Era vehemente, muyvehemente. Y daba la impresión de ser 

una persona muy inteligente y complicadancluso cuando estaba allí sola sentada en

el banco sin prestarle la menor atención anadie, su mente no descansaba.

Captaba todo lo que la rodeaba. Eradistante y emitía un blanco fulgor como elde una estrella.

 –¿Observaste si era soltera? –No llevaba alianza -contestónmediatamente Hunt-. Supuse que era

soltera. No vi en su automóvil nada que

me hiciera suponer lo contrario. –No te entiendo -dijo Marino,

perplejo-, ¿Cómo hubieras podidoadivinarlo a través del vehículo?

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 –Creo que fue la segunda vez que lolevó al túnel de lavado. Mientras uno deos empleados limpiaba el interior no vi

nada de tipo masculino. El paraguas, por ejemplo… estaba en el suelo de la parteposterior y era uno de esos finos paraguasazules que suelen usar las mujeres y nouno de esos negros y con el mango demadera que llevan los hombres. Lasbolsas de la lavandería en seco que había

en la parte de atrás parecían contener prendas de mujer y no de hombre. Casiodas las mujeres casadas llevan la ropa

de su marido a la lavandería junto con la

suya. Y el maletero. No había niherramientas ni cables. Nada de tipomasculino. Es curioso, pero, cuando te

pasas todo el día viendo coches, empieza

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a fijarte en esos detalles y a hacer deducciones sobre los conductores sindarte cuenta siquiera.

 –Parece que hiciste muchasdeducciones en el caso de Beryl -dijoMarino-. ¿Se te ocurrió alguna vez laposibilidad de hacerle alguna pregunta,Al? ¿Estás seguro de que no conocías sunombre y no lo viste en el resguardo de laavandería o en algún sobre que tal vez

ella dejó en el interior del vehículo?Hunt sacudió la cabeza. –No conocía su nombre. Puede que no

quisiera conocerlo.

 –¿Por qué? –No sé…Hunt empezó a ponerse nervioso.

 –Vamos, Al. A mí me lo puedes decir

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Yo quizá se lo hubiera preguntado,¿sabes? Era guapa e interesante. Yo lohubiera pensado y seguramente hubiera

ntentado averiguar su nombre aescondidas e incluso hubiera tratado delamarla por teléfono.

 –Bueno, pues, yo no lo hice. – Hunt semiró las manos. – Ni intenté hacer nada dodo eso.

 –¿Y por qué no?

Silencio. –¿A lo mejor porque una vezconociste a una chica como ella y esachica te quemó? – preguntó Marino.

Silencio. –Mira, esas cosas nos ocurren a todos

Al. –Cuando estudiaba -contestó Hunt en

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un susurro casi inaudible-. Salía con unachica. Estuvimos juntos dos años.Después ella se fue con un chico que

estudiaba Medicina. Las mujeres sonasí… buscan a un cierto tipo de hombrescuando empiezan a pensar en casarse.

 –Buscan a los peces gordos -la voz deMarino estaba adquiriendo un filocortante-. Abogados, médicos, banqueros

o les interesan los tipos que trabajan en

un túnel de lavado de coches.Hunt levantó bruscamente la cabeza. –Yo entonces no trabajaba en un túnel

de lavado.

 –No importa, Al. Las nenas finascomo Beryl Madison no suelen perder eliempo con alguien como tú,

¿comprendes? Apuesto a que Beryl ni

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siquiera sabía que estabas vivo. Apuestoa que ni siquiera te hubiera reconocido sie hubieras cruzado con su automóvil en

alguna calle de por ahí… –No diga eso… –¿Es verdad o mentira?Hunt contempló fijamente sus manos

cerradas en un puño. –A lo mejor, te gustaba Beryl,

¿verdad? – añadió Marino en tono

mplacable-. A lo mejor, te pasabas todoel día pensando en esa chica de color blanco incandescente, soñando con ella ypreguntándote qué tal sería salir con ella

acostarte con ella. A lo mejor, no teatrevías a hablar directamente con ellaporque temías que te considerara unpalurdo, un ser por debajo de ella…

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 –¡Ya basta! ¡Me está usted pinchandoYa basta! – gritó Hunt con voz estridente¡Déjeme en paz!

 –Estoy diciendo lo mismo que te diceu padre, ¿no es cierto, Al? – Marino

encendió un cigarrillo y lo agitó mientrashablaba-. El señor Hunt cree que su únicohijo es un marica porque no es un cochinohijo de puta propietario de miserablescasas de vecindad que les saca los cuarto

a los pobres sin preocuparse por sussentimientos ni por su bienestar. – Marinoexhaló una bocanada de humo y añadió enono comprensivo-: Lo sé todo del

poderoso señor Hunt. También sé que lesdijo a todos sus amiguetes que eres unmariquita y que se avergonzó de que su

sangre corriera por tus venas cuando te

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fuiste a trabajar como enfermero. El casoes que empezaste a trabajar en el malditoúnel de lavado porque él te dijo que,

como no lo hicieras, te iba a desheredar. –¿Usted sabe todo eso? ¿Cómo se ha

enterado? – preguntó Hunt,artamudeando.

 –Yo sé muchas cosas. E incluso séque los del Metropolitan dijeron que erasestupendo y que tratabas de maravilla a

os pacientes. Sintieron mucho que tefueras. Imagínate que la palabra queutilizaron para describirte fue «sensible»al vez demasiado sensible, ¿no es cierto,

Al? Por eso no sales con chicas y noratas con mujeres. Tienes miedo. Beryl te

daba un miedo espantoso, ¿verdad?Hunt respiró hondo.

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 –¿Por eso no querías conocer sunombre? Porque entonces hubieras sentida tentación de llamarla o de intentar 

hacer algo, ¿verdad? –Simplemente me fijé en ella -

contestó nerviosamente Hunt-. De veras,eso fue todo lo que hubo. No pensaba enella en la forma que usted ha insinuado.Simplemente la miraba, pero no pasaba daquí. Jamás había hablado con ella hasta

a última vez que…Marino pulsó el botón de detención ydijo:

 –Ahora viene lo más importante… -

hizo una pausa y me miró detenidamente-.Oiga, ¿acaso no se encuentra bien?

 –¿Era realmente necesario ser tan

brutal? – repliqué enfurecida.

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 –Se ve que no me conoce demasiadosi eso le parece brutal -dijo Marino.

 –Perdón, había olvidado que estoy

sentada en el salón de mi casa con Atila,el rey de los hunos.

 –Todo es una comedia -dijo Marino,ofendido.

 –Recuérdeme que le presentecandidato para un Osear.

 –Vamos, doctora.

 –Lo ha desmoralizado por completo -dije. –Eso no es más que una herramienta,

¿comprende? Un medio de sacar cosas y

de hacerle decir a la gente cosas que, a lomejor, no se le ocurrirían de otra manera Marino se volvió de nuevo hacia el

aparato y pulsó el botón de puesta en

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marcha-. Toda la entrevista ha merecidoa pena sólo por lo que ahora me va a

decir.

 –¿Y eso cuándo fue? – le preguntóMarino a Hunt-. ¿Cuándo fue la última veque la viste?

 –No estoy seguro de la fecha exacta -contestó Hunt-. Hace un par de meses,pero recuerdo que era un viernes a últimahora de la mañana. Lo recuerdo porque

aquel día yo tenía que almorzar con mipadre. Siempre almuerzo con él losviernes para discutir los asuntos delnegocio. – Hunt alargó la mano hacia la

ata de 7-Up.– Los viernes siempre mevisto un poco mejor. Aquel día llevabacorbata.

 –Y entonces aparece Beryl, aquel

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viernes a última hora de la mañana, paraque le laven el automóvil -dijo Marino,aguijoneándolo-. ¿Y aquel día hablaste

con ella? –En realidad, fue ella quien primero

me dirigió la palabra a mí -contestó Huntcomo si eso tuviera importancia-. Leacababan de lavar el vehículo y entoncesella se me acercó y me dijo que se lehabía derramado algo en la alfombra del

maletero y quería saber si podíamosimpiarlo. Me acompañó al automóvil,abrió el maletero y vi que la alfombraestaba empapada. Al parecer, llevaba

unas bolsas de la compra y se había rotouna botella de dos litros de zumo denaranja. Creo que fue por eso por lo quequiso que le lavaran inmediatamente el

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vehículo. –¿Las bolsas de la compra estaban

odavía en el maletero cuando ella llevó

el coche al túnel de lavado? –No -contestó Hunt. –¿Recuerdas lo que vestía aquel día?Hunt vaciló.

 –Prendas de tenis, gafas ahumadas.Parecía que viniera de jugar un partido.Lo recuerdo porque nunca la había visto

vestida de aquella manera. Siempre veníacon ropa de calle. Recuerdo que en elmaletero había una raqueta de tenis y unascuantas cosas más porque ella las sacó

para que limpiáramos la alfombra.Recuerdo que las recogió y las colocó enel asiento de atrás del automóvil.

Marino se sacó una agenda del

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bolsillo de la chaqueta, la abrió, pasóunas páginas y preguntó:

 –¿Pudo ser la segunda semana de

ulio? ¿El viernes día doce? –Es posible. –¿Recuerdas algo más? ¿Dijo ella

alguna otra cosa? –Estuvo casi amable -contestó Hunt-.

Me acuerdo muy bien. Supongo que todose debió a que la ayudé y nos encargamos

de limpiarle el maletero, cosa que noeníamos ninguna obligación de hacer.Hubiera podido decirle que llevara elvehículo a la sección de servicios

especiales y pagara treinta dólares por elservicio. Pero yo quería ayudarla.Mientras los chicos trabajaban, observéuna cosa muy rara en la portezuela del

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ado del pasajero. Parecía que alguienhubiera tomado una llave y hubieragrabado un corazón y unas letras en la

portezuela, justo por debajo del tirador.Cuando le pregunté qué había pasado,rodeó el automóvil para examinar losdesperfectos y le juro que se quedópetrificada y más blanca que una sábana.Por lo visto, no se había dado cuenta hastque yo se lo dije. Traté de tranquilizarla y

e dije que no me extrañaba que sehubiera disgustado tanto. Era un Hondarecién estrenado, un automóvil de veintemil dólares sin el menor arañazo. Y va un

chalado y le hace una cosa así.Seguramente un chiquillo que no teníanada mejor que hacer.

 –¿Qué otra cosa dijo, Al? – preguntó

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Marino-. ¿Dio alguna explicación sobre locurrido?

 –No, señor. Casi no dijo nada. Me

pareció que estaba como asustada. Miró asu alrededor y me preguntó dónde habíaun teléfono público. Le contesté quedentro teníamos uno. Cuando volvió asalir, ya habíamos terminado de limpiarleel vehículo y se fue inmediatamente…

Marino pulsó el botón de detención y

sacó la cinta de la videocámara.Recordando el café, me fui a la cocina ypreparé dos tazas.

 –Parece que eso responde a una de

nuestras preguntas -dije al regresar. –Sí -Marino alargó la mano hacia la

crema de leche y el azúcar-. Tal, como yoo imagino, Beryl utilizó el teléfono

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público para llamar al banco o tal vezpara reservar un billete de avión. Aquelcorazoncito de San Valentín grabado en la

portezuela de su automóvil fue la gota quehizo derramar el vaso. Le entró miedo.Desde el túnel de lavado se fuedirectamente al banco. He comprobadodónde tenía la cuenta. El doce de julio aas doce y cincuenta minutos del mediodía

retiró casi diez mil dólares en efectivo y

dejó la cuenta sin fondos. Era una de lasmejores dientas y nadie puso reparos. –¿Compró cheques de viaje? –No, aunque parezca increíble -

contestó Marino-. Eso significa que elhecho de que alguien averiguara suparadero la aterrorizaba mucho más quea posibilidad de que la robaran. En los

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cayos lo pagaba todo en efectivo. Si noutilizaba tarjetas de crédito ni cheques deviaje, nadie tenía por qué enterarse de

cómo se llamaba. –Debía de estar muerta de miedo -dije

en un susurro-. No imagino que pudieralevar tanto dinero encima. Para hacer una

cosa así, yo tendría que estar loca o alborde de la desesperación.

Marino encendió un cigarrillo y yo

hice lo propio.Sacudiendo la cerilla para apagarla,pregunté:

 –¿Cree posible que le grabaran el

corazón en la portezuela mientras leavaban el automóvil?

 –Le hice a Hunt esta misma preguntapara ver cómo reaccionaba -contestó

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Marino-. Juró que nadie lo hubiera podidhacer en el túnel de lavado porque alguiehubiera visto a la persona que lo hacía.

Pero yo no estoy tan seguro. En esos sitiodejas cincuenta centavos en la caja decambios y han desaparecido cuando tedevuelven el vehículo. La gente roba quees un gusto. Monedas, paraguas, lo quesea, y nadie ha visto nada cuandopreguntas. Lo hubiera podido hacer 

ncluso el propio Hunt. –Es un tipo un poco raro -reconocí-.Me llama la atención que se hubierafijado tanto en Beryl. Ella no era más que

uno de los muchos clientes que pasabanpor aquel lugar cada día. ¿Con cuántafrecuencia acudía al túnel de lavado?¿Una vez al mes, quizá menos?

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Marino asintió con la cabeza. –Pero para él resplandecía como un

etrero de neón. Puede que sea

absolutamente inocente. Y puede que no.Recordé el comentario de Mark sobre

el «sensacional» aspecto de Beryl.Marino y yo tomamos nuestros cafés

en silencio mientras la oscuridad volvía aapoderarse de mis pensamientos. Mark.Tenía que haber un error, alguna

explicación lógica de por qué no figurabaen la lista de colaboradores de Orndorff Berger. A lo mejor, su nombre se habíaexcluido del directorio o la empresa se

había informatizado recientemente y élestaba erróneamente codificado, por loque su nombre no apareció cuando la

recepcionista lo introdujo en el

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ordenador. A lo mejor, ambasrecepcionistas eran nuevas y no conocíana todos los abogados. Pero, ¿por qué no

figuraba en la guía telefónica de Chicago? –La veo preocupada por algo -dijo

finalmente Marino-. Me he dado cuentanada más entrar.

 –Estoy simplemente cansada -dije. –A otro perro con ese hueso -replicó

Marino tomando un sorbo de café.

Y estuve a punto de atragantarme conel mío cuando añadió: –Rose me dijo que se había ausentado

de la ciudad. ¿Acaso ha mantenido una

pequeña e instructiva charla conSparacino en Nueva York?

 –¿Cuándo le ha dicho Rose todo esto? –No importa. Y no se enfade con su

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secretaria -añadió Marino-. Ella se limitóa decirme que se había ausentado de laciudad. No me dijo ni a dónde ni con

quién ni para qué. Lo demás lo averigüéyo por mi cuenta.

 –¿Cómo? –Me lo acaba usted de decir -contestó

Marino-. No lo ha negado, ¿verdad queno? Bueno, pues, ¿de qué estuvieronhablando usted y Sparacino?

 –Él me dijo que había hablado conusted. Quizá convendría que me hablarausted primero de esa conversación -contesté.

 –No tuvo la menor importancia -Marino tomó el cigarrillo que habíadejado en el cenicero-. La otra noche va yme llama a casa. No me pregunte cómo

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demonios averiguó mi nombre y mieléfono. Quiere los papeles de Beryl y yo

no estoy dispuesto a entregárselos. Tal

vez me hubiera mostrado más inclinado acolaborar con él si no hubiera sido tanhijo de puta. Empezó a darme órdenes y acomportarse como si fuera el gran jefe.Dijo que era el albacea testamentario yempezó a amenazarme.

 –Y entonces usted tuvo la delicadeza

de enviarme este tiburón a mi despacho -dije yo.Marino me miró fríamente.

 –No. Ni siquiera la mencioné.

 –¿Está seguro? –Pues claro que estoy seguro. La

conversación duró unos tres minutos. Esofue todo. Su nombre no se mencionó para

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nada. –¿Y qué me dice del manuscrito que

usted incluyó en el informe policial? ¿Le

hizo Sparacino alguna pregunta sobre él? –Sí -contestó Marino-. No le facilité

ningún detalle, le dije que todos lospapeles se presentarían como pruebas yañadí lo de siempre, que no estabaautorizado a hacer comentarios sobre elcaso.

 –¿Usted no le dijo que el manuscritoque encontró fue inicialmente entregadoen mi departamento?

 –Rotundamente no -contestó Marino,

mirándome con extrañeza-. ¿Por qué iba adecirle tal cosa? No es cierto. Le pedí aVander que lo examinara para ver sicontenía alguna huella y esperé mientras

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él trabajaba. Después me volví a llevar emanuscrito. Ahora mismo se encuentra ena sala de efectos personales con todas

sus restantes cosas -Marino hizo unapausa-. ¿Por qué? ¿Qué le dijo Sparacino

Me levanté para volver a llenar lasazas. Al regresar, se lo conté todo.

Cuando terminé, Marino me miró conncredulidad y vi en sus ojos algo que me

dejó totalmente hundida. Creo que fue la

primera vez que le vi asustado. –¿Qué va a hacer si llama? – mepreguntó.

 –¿Si llama Mark, quiere decir?

 –No. Si llaman los Siete Enanitos -contestó Marino en tono burlón.

 –Pedirle explicaciones. Preguntarlecómo es posible que trabaje para Orndorf

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Berger y cómo es posible que viva enChicago y no haya constancia de ello enninguna parte. – Mi desánimo crecía por 

momentos-. No sé, intentaré averiguar quédemonios está pasando.

Marino apartó la mirada de mí y tensóos músculos de la barbilla.

 –Usted se pregunta si Mark estámplicado en este asunto… si está en

connivencia con Sparacino y participa en

actividades ilegales y delictivas -dije sinapenas poder expresar con palabras miestremecedora sospecha.

 –¿Y qué otra cosa podría pensar? – 

me replicó Marino, encendiendoenfurecido otro cigarrillo-. Llevaba ustedmás de quince años sin ver a su exRomeo, sin hablar con él ni saber nada

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sobre su paradero. Como si se lo hubieraragado la tierra. Y, de pronto, aparece ena puerta de su casa. ¿Qué sabe usted de

o que realmente ha hecho durante todoese tiempo? No sabe nada. Sólo sabe loque él le ha dicho…

Ambos nos sobresaltamos al oír elimbre del teléfono. Consulténstintivamente mi reloj mientras me

dirigía a la cocina. Aún no eran las diez y

enía el corazón en un puño cuando toméel teléfono. –¿Kay? –¡Mark! – exclamé, tragando saliva-.

¿Dónde estás? –En casa. Acabo de regresar a

Chicago… –Traté de ponerme en contacto contig

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en Nueva York y Chicago, llamé aldespacho… -dije, tartamudeando-. Llamédesde el aeropuerto.

Se produjo una pausa cargada demalos presagios.

 –Mira, no dispongo de mucho tiempo.Te llamo simplemente para decirte quesiento lo ocurrido y para asegurarme deque estás bien. Me pondré en contactocontigo.

 –¿Dónde estás? – volví a preguntar-.¿Mark? ¡Mark!Me contestó el tono de marcar.

7Al día siguiente, domingo, me quedé

durmiendo cuando sonó el despertador.Me salté la misa, me salté el almuerzo y

me sentía inquieta y atontada cuando

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finalmente me levanté de la cama. Norecordaba mis sueños, pero sabía quehabían sido desagradables.

Sonó el teléfono, pasadas las siete dea tarde, cuando estaba picando cebollas

pimientos para una tortilla que el destinono me permitiría comer. Minutos despuésya estaba atravesando a gran velocidad unoscuro tramo de la 64 Este con un trozo dpapel en el tablero de instrumentos en el

que figuraban anotadas las instruccionespara llegar a Cutler Grove. Mi mente eracomo un programa informático atrapadoen un bucle en el que mis pensamientos

giraban sin parar, procesandoncesantemente la misma información.

Cary Harper había sido asesinado. Unahora antes, al regresar a casa en su

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automóvil desde una taberna deWilliamsburg, había sido atacado en elmomento de descender del vehículo. Todo

ocurrió con mucha rapidez. El crimen fuebrutal. Como a Beryl Madison, le habíancortado la garganta.

Estaba oscuro y los bancos de nieblame devolvían el reflejo de los farosdelanteros de mi automóvil. Lavisibilidad se había reducido casi a cero

y la autovía que tantas veces habíarecorrido en el pasado se me antojabarepentinamente extraña. No sabía muybien dónde estaba. Mientras encendía

nerviosamente un cigarrillo, me di cuentade que unos faros delanteros se meestaban acercando por detrás. Unautomóvil oscuro que no pude distinguir 

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pasó peligrosamente cerca y después sefue quedando poco a poco rezagado.Mantuvo la misma distancia kilómetro tra

kilómetro tanto si yo aceleraba como siaminoraba la marcha. Cuando finalmenteencontré la salida que buscaba me desviéhacia ella y lo mismo hizo el automóvilque circulaba a mi espalda.

La carretera sin asfaltar que enfilé acontinuación no estaba señalizada. Los

faros delanteros seguían fijos en miguardabarros. Me había dejado elrevólver del 38 en casa. No llevaba másque un pequeño aerosol irritante en el

maletín médico. Experimenté un alivio tanhondo que exclamé en voz alta: «¡Graciasa Dios!», cuando la enorme mansiónapareció ante mis ojos al salir de una

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curva. La calzada semicircular estabalena de vehículos y de luces de

emergencia. Aparqué y el automóvil que

me seguía se detuvo bruscamente a miespalda. Me quedé de una pieza cuando vbajar a Marino, subiéndose el cuello de lachaqueta.

 –Santo cielo -exclamé con una puntade irritación-. No puedo creerlo.

 –Lo mismo digo -rezongó Marino,

acercándose a mí a grandes zancadas-. Yoampoco puedo creerlo. – Contempló elbrillante círculo de luz que rodeaba unviejo Rolls-Royce de color blanco

aparcado cerca de la entrada posterior dea mansión.– Mierda. Es lo único que

puedo decir. ¡Mierda!Había agentes de la policía por todas

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partes. Sus rostros estaban espectralmentepálidos bajo el resplandor de la luzartificial. Los motores rugían

ruidosamente y en la húmeda y gélidaatmósfera resonaban las frasesfragmentadas y las interferencias de lasradios. Una cinta atada a la barandilla deos peldaños posteriores cerraba el

escenario del delito formando un siniestrorectángulo amarillo.

Un policía de paisano vestido con unavieja chaqueta de cuero se acercó anosotros.

 –¿Es la doctora Scarpetta? – dijo-.

Soy el investigador Poteat.Yo estaba abriendo mi maletín para

sacar un paquete de guantes quirúrgicos yuna linterna.

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 –Nadie ha tocado el cuerpo -menformó Poteat-. He seguido exactamenteas instrucciones del doctor Watts.

El doctor Watts era un médico queejercía la medicina general, uno de losquinientos forenses repartidos por elestado que me auxiliaban en mi labor yuno de los que más quebraderos de cabezme causaban. En cuanto la policía lelamó aquella tarde, él me llamó a mí. Lo

forenses auxiliares estaban obligados anformar al jefe del departamento deMedicina Legal siempre que se producíaa muerte sospechosa o inesperada de

algún personaje conocido. Pero Wattsambién se sentía obligado a evitar todosos casos que pudiera o a pasárselos a

otro pues le fastidiaba tener que acudir al

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ugar de los hechos o rellenar los papelesEra un especialista en no acudir a losescenarios de los delitos y, como era de

esperar, tampoco le vi el pelo en aquellaocasión.

 –Llegué aquí al mismo tiempo que elequipo de recogida -me estaba explicandoPoteat-. Me aseguré de que los chicos nohicieran más de lo necesario. No le dieroa vuelta ni le quitaron la ropa ni nada. H

muerto en el acto. –Gracias -contesté con aire distraído. –Al parecer, le golpearon en la cabez

y lo hirieron con un objeto cortante. Pued

que le dispararan. Hay perdigones por odas partes. Ahora mismo lo verá. No

hemos encontrado el arma. Por lo visto,legó sobre las siete menos cuarto y

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aparcó en el lugar donde ahora seencuentra su automóvil. Suponemos que leatacaron al bajar.

El policía contempló el Rolls-Roycede color blanco. Toda la zona estabaenvuelta en las sombras arrojadas por unos arbustos de boj más altos y másviejos que él.

 –¿Estaba abierta la portezuela delconductor cuando usted llegó? – pregunté

 –No, señora -contestó Poteat-. Laslaves del vehículo están en el suelo,como si él las tuviera en la mano en elmomento de bajar. Tal como ya le he

dicho, no hemos tocado nada, estábamosesperando que usted viniera o que eliempo nos obligara a tomar una

determinación. Va a llover -añadió,

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contemplando la capa de densas nubes-. Encluso podría nevar. No hay ninguna

señal de perturbación en el interior del

vehículo, ninguna señal de lucha.Suponemos que el atacante le esperabaoculto entre los arbustos. Lo único quepuedo decirle es que ocurrió con mucharapidez, doctora. Su hermana dice quedesde el interior de la casa no oyó ningúndisparo ni nada.

Le dejé conversando con Marino, meagaché para pasar por debajo de la cinta yme acerqué al Rolls-Royce mirandonstintivamente por donde pisaba. El

automóvil estaba aparcado en paralelo, amenos de tres metros de los peldaños dea entrada posterior, con la puerta delado del conductor mirando hacia la casa

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Rodeé el capó, con su característicoemblema, me detuve y saqué la cámara.

Cary Harper se encontraba tendido

boca arriba con la cabeza a pocoscentímetros del neumático delantero delautomóvil. El guardabarros blanco estabasucio y manchado de sangre y su jerseybeige de punto aparecía casi totalmenteeñido de rojo. No lejos de su cadera

había un llavero. Bajo el resplandor de

os focos, todo lo que se veía estabapegajoso y manchado de un rojo brillanteEl cabello blanco de la víctima estabaensangrentado, y tanto en el rostro como

en el cuero cabelludo se observabannumerosas heridas causadas por losfuertes golpes de un objeto contundenteque le había rasgado la piel. La garganta

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aparecía cortada de oreja a oreja ydondequiera que se posara el haz de lainterna se veían perdigones tan brillantes

como cuentas de peltre. Había centenaresde ellos sobre su cuerpo y a su alrededor e incluso había unos cuantos diseminadospor el capó del automóvil. Los perdigoneno se habían disparado con arma de fuego

Me desplacé para tomar fotografías ydespués me agaché y saqué el largo

ermómetro químico, que introduje concuidado bajo el jersey de la víctima yalojé en su axila izquierda. La temperaturcorporal era de treinta y dos grados y la

del ambiente de uno sobre cero. El cuerpose estaba enfriando a la rápida velocidadde tres grados por hora porque el frío eramuy intenso y Harper no estaba grueso ni

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ba fuertemente abrigado. El rigor mortis

ya se había instalado en los músculos máspequeños. Calculé que debía de llevar 

menos de dos horas muerto.A continuación, empecé a buscar 

algún posible vestigio que quizá nopudiera superar el traslado al depósito decadáveres. Las fibras, los cabellos ocualquier otro resto adherido a la sangrepodían esperar. Me preocupaban más bie

as cosas sueltas. Estaba examinandoentamente el cuerpo y la zona que lorodeaba cuando el estrecho haz luminosose detuvo en algo situado muy cerca del

cuello de la víctima. Me incliné sin tocar nada y me llamó la atención un pequeñobulto verdoso que parecía plastilina en elque se hallaban incrustados varios

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perdigones. Lo estaba guardando todo concuidado en un sobre de plástico cuando seabrió la puerta posterior de la casa y me

vi contemplando directamente losaterrorizados ojos de una mujer, de pie enel vestíbulo, al lado de un oficial de lapolicía que sostenía en su mano unaablilla metálica con un sujetapapeles. La

puerta se cerró suavemente.Las pisadas que se acercaban

pertenecían a Marino y Poteat. Ambos seagacharon para pasar por debajo de lacinta y en seguida se les unió el oficial dea tablilla. La puerta volvió a cerrarse

muy despacio. –¿Se quedará alguien con ella? – 

pregunté. –Por supuesto -contestó el oficial de

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a tablilla mientras el aliento se escapabade su boca como una nube de humo-. Laseñorita Harper tiene una amiga que viene

ahora mismo; dice que no nospreocupemos. Dejaremos un par deunidades en las cercanías paraasegurarnos de que el tipo no regresa yrepite el número.

 –¿Qué estamos buscando? – mepreguntó Poteat.

Se introdujo las manos en losbolsillos de la chaqueta y encorvó loshombros para protegerse del frío. Unoscopos de nieve tan grandes como moneda

de cuarto de dólar estaban empezando acaer en espiral.

 –Más de un arma -contesté-. Lasesiones de la cabeza y el rostro han sido

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provocadas por un objeto contundente -laseñalé con un ensangrentado dedoenguantado-. Está claro que la herida del

cuello se ha infligido con un objetocortante. En cuanto a los perdigones, hevisto que no están deformados y no parecque ninguno de ellos penetrara en elcuerpo.

Marino contempló perplejo losperdigones diseminados por todas partes.

 –Ésa fue mi impresión -dijo Poteatasintiendo con la cabeza-. No parecía quese hubiera efectuado un disparo, pero noestaba seguro. Por consiguiente, no

deberíamos buscar una escopeta. ¿Uncuchillo y tal vez algo así como unaherramienta para cambiar neumáticos?

 –Tal vez, pero no necesariamente -

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contesté-. Lo único que puedo decirleahora mismo con certeza es que el cuellofue cortado con algo afilado y que la

víctima fue golpeada con un objeto romoalargado.

 –Eso podrían ser muchas cosas,doctora -dijo Poteat, frunciendo el ceño.

 –Sí, podrían ser muchas cosas -convine.

Aunque tenía mis sospechas a

propósito de los perdigones, me abstuvede hacer conjeturas, porque la experiencime había dado muchas lecciones. Loscomentarios se interpretaban a menudo al

pie de la letra y una vez, en el escenariode un delito, los policías pasaron de largopor delante de una aguja de tapiceríaensangrentada que había en el salón del

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domicilio de la víctima porque yo habíadicho que el arma «podía ser» un punzónde picar hielo.

 –El equipo puede retirar el cuerpo -anuncié, quitándome los guantes.

Envolvieron a Harper en una limpiasábana blanca y lo introdujeron en unabolsa corporal de cierre por cremallera.Me acerqué a Marino y observé cómo laambulancia bajaba lentamente por la

oscura y desierta calzada. No llevabauces ni hacía sonar la sirena… No hacefalta darse prisa cuando se traslada a losmuertos. La nieve caía con más fuerza y

cuajaba en el suelo. –¿Se va usted? – preguntó Marino. –¿Qué va a hacer, volver a seguirme?

repliqué sin sonreír.

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Marino contempló el viejo Rolls-Royce en medio del círculo de lechosa lual borde de la calzada. Los copos de

nieve se derretían cuando caían en la zonade grava mojada por la sangre de Harper.

 –No la seguía -dijo con la cara muyseria-. Recibí el mensaje de la radiocuando ya casi estaba de vuelta enRichmond…

 –¿Casi de vuelta en Richmond? – 

pregunté, interrumpiéndole-. ¿Casi devuelta de dónde? –De aquí -contestó Marino,

rebuscando las llaves en su bolsillo-.

Descubrí que Harper visitabahabitualmente la Culpeper's Tavern ydecidí ir a charlar un rato con él. Estuve

con él una media hora, antes de que

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prácticamente me mandara al carajo y seargara. Me fui y, cuando me encontraba a

unos veinticinco kilómetros de Richmond

Poteat me envía un mensaje y mecomunica lo ocurrido. Doy media vuelta,reconozco su automóvil y me sitúo detráspara asegurarme de que no se perdiera.

 –¿Me está usted diciendo que estuvoefectivamente hablando con Harper estanoche en la taberna? – pregunté con

asombro. –Pues sí -contestó Marino-. Despuésme deja plantado y unos cinco minutosmás tarde lo hacen picadillo. Tendré que

reunirme con Poteat -añadió inquieto ynervioso mientras se dirigía a suautomóvil-, a ver qué consigo averiguar.Y vendré mañana por la mañana para

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echar un vistazo al lugar, si usted no tienenconveniente.

Se alejó, sacudiéndose la nieve del

cabello. Ya había desaparecido cuandogiré la llave de encendido del Plymouth.

Los limpiaparabrisas eliminaron unafina capa de nieve y se detuvieron en elcentro del parabrisas. El motor de miautomóvil oficial hizo un último y débilntento antes de convertirse en el segundo

cadáver de la noche.La biblioteca de los Harper era unaacogedora y vibrante estancia decoradacon alfombras persas y muebles antiguos

abrados en maderas preciosas. Estabacasi segura de que el sofá era de estiloChippendale; yo jamás había acariciado,anto menos me había sentado en una

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auténtica pieza Chippendale. El alto techoestaba adornado con complicadasmolduras rococó y las paredes estaban

enteramente cubiertas de libros, casiodos ellos encuadernados en cuero.

Directamente delante de mí, había unachimenea muy bien provista de troncospartidos.

Inclinándome hacia adelante, extendías manos hacia el fuego y seguí

estudiando el retrato al óleo que colgabaencima de la repisa. La retratada era unaencantadora jovencita de largo cabellomuy rubio vestida de blanco y sentada en

un pequeño banco, que sujetaba entre lasmanos, sobre su regazo, un cepillo deplata para el cabello. Irradiaba un tenuebrillo en medio del creciente calor y

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mantenía los pesados párpadosentornados y los húmedos labiosentreabiertos, en tanto que el profundo

escote de su vestido dejaba entrever undelicado busto apenas desarrollado y tanblanco como la porcelana. Me estabapreguntando por qué razón se exhibíaaquel retrato en lugar tan destacadocuando la hermana de Cary Harper entró ycerró la puerta tan sigilosamente como la

había abierto. –He pensado que eso la ayudará aentrar en calor -me dijo, ofreciéndomeuna copa de vino.

Dejó la bandeja en una mesita auxiliay se sentó en el rojo almohadón deerciopelo de un sillón barroco,

colocando los pies a un lado tal como se

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es enseña a hacer a las señoritas bieneducadas en presencia de un caballero.

 –Gracias -dije, volviendo a

disculparme.La batería de mi automóvil oficial ya

no pertenecía a este mundo y los cables dempalme no la iban a resucitar. La policíahabía solicitado por cable el envío de unagrúa y me habían prometido llevarme aRichmond en cuanto terminara su trabajo

en el lugar de los hechos. No tenía másalternativa que permanecer de pie bajo lanieve o quedarme una hora sentada en elnterior de un coche patrulla. Por 

consiguiente, llamé a la puerta de atrás dea señorita Harper.

La señorita Harper tomó un sorbo devino y contempló el fuego con aire

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ausente. Como los costosos objetos que larodeaban, su apariencia era muy bella; yopensé que era una de las mujeres más

elegantes que en mi vida hubiera visto. Elcabello le enmarcaba suavemente elaristocrático rostro y su esbelta y bienformada figura vestía un jersey beige decuello cisne y una falda de pana.Contemplando a Sterling Harper, lapalabra «solterona» ni siquiera se me

pasó por la imaginación.Permaneció en silencio mientras lanieve besaba las frías ventanas y el vientogemía alrededor de los aleros. Yo no

acertaba a comprender que alguienpudiera vivir solo en aquella casa.

 –¿Tiene algún pariente? – pregunté. –Todos han muerto -contestó.

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 –Lo siento, señorita Harper… –Mire, le ruego que no vuelva a decir

eso, doctora Scarpetta.

La enorme esmeralda de su sortijabrilló bajo la luz de las llamas mientrasevantaba la copa. Sus ojos se clavaron e

mí. Recordé el horror de aquellos ojoscuando ella abrió la puerta mientras yoexaminaba el cuerpo de su hermano.Ahora se había serenado

considerablemente. –Cary lo sabía -comentó súbitamente-Supongo que lo que más me sorprende esa forma en que ha ocurrido. No pensaba

que alguien tuviera el atrevimiento deesperarle cerca de la casa.

 –¿Y usted no oyó nada? – pregunté.

 –Oí el rumor del automóvil de mi

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hermano. Y después ya no oí nada más. Aver que no entraba en la casa, abrí lapuerta por si le hubiera ocurrido algo.

nmediatamente llamé al 911. –¿Sabe si visitaba algún otro local

aparte del Culpeper's? – pregunté. –No, ninguno. Pero iba al Culpeper's

odas las noches -contestó la señoritaHarper, apartando la mirada-. Yo siempree decía que no fuera, le advertía de los

peligros de hoy en día. Porque él siemprelevaba dinero encima y ofendía conmucha facilidad a la gente. Nuncapermanecía mucho rato en la taberna. Una

o dos horas todo lo más. Me decía que erpara inspirarse, para mezclarse con elhombre corriente. Cary ya no tenía nadamás que decir después de La esquina

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mellada.

Yo había leído el libro en launiversidad de Cornell y recordaba tan

sólo las impresiones: un despiadado Sur rebosante de violencia, incestos yracismo, visto a través de los ojos de unoven escritor criado en una granja de

Virginia. Recordaba que me habíadeprimido.

 –Mi hermano era uno de esos

desdichados talentos que sólo puedencrear un libro -añadió la señorita Harper. –Ha habido otros excelentes

escritores como él -dije.

 –Sólo vivió lo que se vio obligado avivir cuando era más joven -prosiguiódiciendo en el mismo tono apagado-.Después se convirtió en un hombre vacío

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que llevaba una existencia apaciblementedesesperada. Intentaba escribir y hacíasalidas en falso que posteriormente

arrojaba al fuego, contemplandoenfurecido cómo ardían las páginas.Después vagaba por la casa como un toroenfurecido hasta que volvía a intentarlo dnuevo. Eso es lo que ha ocurrido duranteantos años, que ya ni me acuerdo.

 –Me parece usted tremendamente dura

con su hermano -comenté en voz baja. –Soy tremendamente dura conmigomisma, doctora Scarpetta -replicó ella,mirándome a los ojos-. Cary y yo estamos

cortados por el mismo patrón. Ladiferencia es que yo no me sientoobligada a analizar lo que no se puedecambiar. Él se pasaba el rato ahondando

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en su naturaleza, su pasado y las fuerzasque lo habían configurado. Eso lepermitió ganar un Pulitzer. En cuanto a mí

he optado por no luchar contra lo quesiempre ha estado muy claro.

 –¿Y qué es? –La familia Harper, estéril tras

haberse reproducido en exceso, halegado al final de su linaje. Ya no habrá

nadie más después de nosotros -dijo.

El vino era un barato borgoña defabricación casera, seco y con un ligeroregusto metálico. ¿Cuánto tardaría lapolicía en terminar? Me parecía haber 

oído el rumor de un camión hacía un rato.La grúa que venía a retirar mi vehículo.

 –Acepté el destino que me habíaocado en suerte de cuidar de mi hermano

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y de ayudar a la familia en su caminohacia la extinción -dijo la señoritaHarper-. Echaré de menos a Cary sólo

porque era mi hermano. No mentirédiciendo que era maravilloso. – Volvió aomar un sorbo de vino.– Estoy segura de

que le debo de parecer muy fría.«Fría» no era la palabra más

adecuada. –Le agradezco que sea sincera -dije.

 –Cary tenía una imaginación y unossentimientos muy volubles. Yo carezcocasi por entero de lo uno y de lo otro. Deno haber sido así, no hubiera podido

resistirlo. Y ciertamente no hubieravivido aquí.

 –Viviendo en esta casa se debe desentir uno muy aislado -dije, suponiendo

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que a eso se refería la señorita Harper. –No me refería al aislamiento. –¿A qué se refería entonces, señorita

Harper? – inquirí alargando la mano hacimi cajetilla de cigarrillos.

 –¿Le apetece un poco más de vino? – preguntó mientras uno de los lados de surostro quedaba oscurecido por la sombradel fuego.

 –No, gracias.

 –Ojalá no nos hubiéramos mudado avivir aquí. Nada bueno ocurre en estacasa -añadió.

 –¿Qué va usted a hacer? – El vacío de

sus ojos me daba miedo.– ¿Se quedaráaquí?

 –No tengo ningún otro sitio adonde ir,doctora Scarpetta.

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 –No creo que le fuera muy difícilvender Cutler Grove -dije mientras misojos se posaban de nuevo en el retrato qu

colgaba sobre la repisa de la chimenea.La joven vestida de blanco sonreía

misteriosamente como si conociera unossecretos que jamás iba a revelar.

 –Cuesta mucho abandonar un pulmónde acero, doctora Scarpetta.

 –¿Cómo dice?

 –Soy demasiado mayor para cambiar me explicó-. Soy demasiado mayor parabuscar la salud y hacer nuevas amistades.El pasado respira por mí. Es mi vida.

Usted es muy joven, doctora Scarpetta.Algún día sabrá lo que es mirar haciaatrás. Verá que no se puede evitar. Y

descubrirá que su historia personal la

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atrae hacia las conocidas estancias en lasque, curiosamente, tuvieron lugar loshechos que provocaron su alejamiento de

a vida. Con el tiempo verá que los durosmuebles del sufrimiento son más cómodoy que las personas que le fallaron son máamables. Correrá de nuevo a echarse enbrazos del dolor del que antaño escapó.Es más fácil. No puedo decirle otra cosa.Es más fácil.

 –¿Tiene usted alguna idea de quién leha hecho eso a su hermano? – preguntédirectamente en un afán de cambiar deema.

La señorita Harper contempló el fuegode la chimenea en silencio.

 –¿Qué me dice de Beryl? – insistí. –Sé que la estuvieron acosando vario

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meses antes de que ocurriera. –¿Varios meses antes de su muerte? –

pregunté.

 –Beryl y yo éramos muy amigas. –¿Usted sabía que la estaban

acosando? –Sí. Yo conocía las amenazas que le

estaban haciendo -contestó. –¿Ella le dijo a usted que la estaban

amenazando, señorita Harper?

 –Por supuesto -contestó.Marino había examinado las facturasdel teléfono de Beryl y no habíaencontrado ninguna conferencia a

Williamsburg. Tampoco habíadescubierto ninguna carta escrita por laseñorita Harper o su hermano.

 –¿Entonces mantuvo usted estrecho

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contacto con ella a lo largo de los años? –pregunté.

 –Sí, un contacto muy estrecho -

contestó la señorita Harper-. En toda lamedida de lo posible, por lo menos.Debido a ese libro que estaba escribiendoy a la clara ruptura del acuerdo que habíasuscrito con mi hermano. Bueno, lasituación se puso muy fea. Cary estabafurioso.

 –¿Cómo sabía él lo que estabahaciendo Beryl? ¿Acaso le dijo ella loque estaba escribiendo?

 –Se lo dijo el abogado de Beryl.

 –¿Sparacino? –No conozco los detalles de lo que le

dijo a Cary -contestó la señorita Harper endureciendo las facciones-. Pero el caso

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es que mi hermano tenía conocimiento deese libro de Beryl. El suficiente comopara estar absolutamente desquiciado. El

abogado fue el que lo enredó todo bajomano. Iba de Beryl a Cary, actuando comosi fuera aliado del uno o del otro, segúncon cuál de ellos estuviera hablando.

 –¿Conoce usted la actual situación deibro? – pregunté cautelosamente-. ¿Loiene Sparacino? ¿Va a publicarse

próximamente? –Hace unos días el abogado llamó aCary. Oí unos retazos de la conversacióny deduje que el manuscrito había

desaparecido. Oí que Cary comentabaalgo sobre el forense. Supongo que serefería a usted. En determinado momentose enfadó y llegué a la conclusión de que

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el señor Sparacino pretendía averiguar siel manuscrito se encontraba en poder demi hermano.

 –¿Podría ser? – pregunté. –Beryl jamás se lo hubiera entregado

a Cary -contestó las señorita Harper emocionada-. Hubiera sido absurdo que lentregara su obra. Cary era abiertamentecontrario a lo que ella estaba haciendo.

Guardamos silencio unos instantes.

Después pregunté: –Dígame, señorita Harper, ¿de quéenía tanto miedo su hermano?

 –De la vida.

Esperé, estudiándola detenidamente. –Y cuanto más la temía, tanto más se

apartaba de ella -afirmó con un extrañoono de voz, contemplando de nuevo el

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fuego-. El aislamiento provoca unosefectos muy raros en la mente. La vuelvedel revés, hace girar los pensamientos y

as ideas hasta que empiezan a brincar y apegar extraños saltos. Creo que Beryl fuea única persona a quien mi hermano amó

Se aferraba a ella. Experimentaba larreprimible necesidad de dominarla y de

mantenerla unida a sí. Cuando pensó queella le estaba traicionando, que ya no

ejercía poder sobre ella, su locura sentensificó. Estoy segura de que empezó amaginar que ella divulgaría toda suerte

de barbaridades sobre él. Y sobre nuestra

situación aquí.Cuando volvió a alargar la mano haci

a copa de vino, observé que le temblabaHablaba de su hermano como si éste

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levara muerto muchos años. No seadvertía la menor emoción en su vozcuando se refería a él. El pozo del amor 

hacia su hermano tenía las paredesnternas recubiertas con los durosadrillos de la cólera y el dolor.

 –A Cary y a mí no nos quedaba nadiecuando apareció Beryl -añadió-. Nuestrospadres habían muerto. Sólo nos teníamosel uno al otro. Cary tenía un carácter 

difícil. Era un demonio que escribía comoun ángel. Necesitaba que alguien lecuidara. Yo estaba dispuesta a ayudarle acumplir su deseo de dejar una huella en e

mundo. –Tales sacrificios suelen ir 

acompañados por el resentimiento -señalé.

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Silencio. La luz del fuego parpadeó enas facciones de un rostro exquisitamente

cincelado.

 –¿Cómo encontraron a Beryl? – pregunté.

 –Ella nos encontró a nosotros. Por aquel entonces vivía en Fresno con supadre y su madrastra. Escribía, estabaobsesionada con la idea de convertirse enescritora -prosiguió diciendo la señorita

Harper sin apartar los ojos del fuego-. Undía Cary recibió una carta suya a travésde su editor. Llevaba adjunta unanarración corta escrita a mano. La

recuerdo muy bien. La autora parecíaprometedora, era una imaginación engermen que simplemente necesitaba a

alguien que la guiara. Así se inició la

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correspondencia. Meses más tarde, Carya invitó a visitarnos y le envió un billete

Poco después, compró esta casa y empezó

a restaurarla. Lo hizo todo por ella. Unamuchacha encantadora que había traído lamagia a su mundo.

 –¿Y usted? No contestó al principio.La leña se movió en la chimenea y

saltaron unas chispas.

 –La vida fue un poco complicadacuando ella se mudó a vivir con nosotros,doctora Scarpetta -dijo-. Yo observaba loque había entre ellos.

 –Entre Beryl y su hermano. –Yo no quería tenerla prisionera tal

como hacía él -añadió-. En su implacableafán de retener a Beryl y de conservarla

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sólo para él, Cary la perdió. –Usted quería mucho a Beryl -dije. –Es imposible explicarlo. – Se le

quebró un poco la voz.– Y muy difícilentenderlo.

Traté de sonsacarle algo más. –Su hermano no quería que usted

mantuviera contacto con ella. –Sobre todo en los últimos meses, a

causa del libro. Cary la demandó y la

repudió. Su nombre no se podíamencionar en esta casa. Me prohibiómantener cualquier tipo de relación conella.

 –Pero usted la mantuvo -dije. –De una forma muy limitada -contestó

con cierta dificultad. –Debió de ser muy doloroso para

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usted. Mantenerse alejada de una personaa la que tanto quería.

Apartó la mirada y volvió a fijarla en

as llamas de la chimenea. –Señorita Harper, ¿cuándo se enteró

usted de la muerte de Beryl? No contestó. –¿Alguien la llamó? –Me enteré por la radio a la mañana

siguiente -musitó.

Dios mío, pensé. Qué horror. No dijo nada más. Sus heridas estabanfuera de mi alcance y, por mucho quequisiera consolarla, no podía decirle

nada. Permanecimos sentadas en silencioargo rato. Cuando, finalmente, consulté

disimuladamente mi reloj, vi que ya eracasi la medianoche.

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La casa estaba muy tranquila…demasiado tranquila, pensé súbitamentesobresaltada.

En comparación con la calidez de labiblioteca, el vestíbulo estaba tan fríocomo una catedral. Abrí la puertaposterior y me quedé asombrada. Bajo loechosos remolinos de la nieve, la calzad

se había convertido en una blanca sábanaen la que apenas se percibían las huellas

de los neumáticos dejadas por losmalditos policías que se habían largadosin mí. Se habían llevado mi automóviloficial, olvidándose de que yo estaba

odavía en la casa. ¡Maldita fuera suestampa!

Cuando regresé a la biblioteca, la

señorita Harper estaba poniendo otro

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ronco en la chimenea. –Parece que se han ido sin mí -dije si

ocultar mi disgusto-. Tendré que usar su

eléfono. –Me temo que no va a ser posible -me

contestó en tono apagado-. Los teléfonosse averiaron poco después de que se fueraa policía. Ocurre bastante a menudo

cuando hace mal tiempo.La vi atizar los troncos ardientes.

Observé las cintas de humo que seescapaban de ellos mientras unas chispassubían como un enjambre hacia el cañón.

Lo había olvidado.

 No se me había ocurrido hasta aquelmomento.

 –Su amiga… -dije.La señorita Harper volvió a atizar el

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fuego. –La policía dijo que una amiga suya

estaba en camino y se quedaría esta noche

con usted…La señorita Harper se incorporó

pausadamente y se volvió a mirarme conel rostro arrebolado por el calor de laslamas.

 –Sí, doctora Scarpetta -me contestó-.Ha sido usted muy amable al venir.

8La señorita Harper regresó con más

vino mientras el alto reloj de péndulo quehabía en el rellano junto a la puerta de labiblioteca daba las doce.

 –El reloj -se sintió obligada aexplicarme-. Atrasa diez minutos.

Siempre le ha ocurrido.

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Los teléfonos de la mansión estabanrealmente averiados. Lo habíacomprobado. Para ir a la ciudad se tenían

que recorrer varios kilómetros a través deuna capa de nieve que ahora debía deener un grosor de por lo menos quince

centímetros. No podía hacer nada.El hermano había muerto. Beryl había

muerto. La señorita Harper era la únicaque quedaba. Confié en que fuera una

coincidencia. Encendí un cigarrillo y tomun sorbo de vino.La señorita Harper no tenía la fuerza

física necesaria para haber matado a su

hermano y a Beryl. ¿Y si el asesinoambién quisiera eliminarla a ella? ¿Y si

volviera?

Mi revólver del 38 estaba en casa.

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La policía estaría delimitando la zona¿Con qué? ¡Con vehículos especiales

para la nieve!

Me di cuenta de que la señoritaHarper me estaba diciendo otra cosa.

 –Perdón -dije, esbozando una sonrisaforzada.

 –Tiene cara de frío -repitió.Se sentó plácidamente en el sillón

barroco y clavó la mirada en el fuego. La

altas llamas emitían un rumor semejante ade una bandera agitada por el viento y lasráfagas empujaban de vez en cuando laceniza fuera de la chimenea. Pero mi

presencia parecía tranquilizar a laseñorita Harper. Yo, en su lugar, tampocohubiera querido quedarme sola.

 –Estoy bien -mentí.

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Pero tenía frío. –Con mucho gusto le iré a buscar un

ersey.

 –Por favor, no se moleste. Estoy muya gusto… de veras.

 –Es completamente imposible calentaesta casa -añadió la señorita Harper-. Coestos techos tan altos… Y, además, carecde aislamiento térmico. Pero una seacostumbra.

Pensé en mi moderna casa deRichmond con calefacción a gas. Pensé enmi enorme cama con su sólido colchón ysu manta eléctrica. Pensé en el cartón de

cigarrillos que tenía en una alacena juntoal frigorífico y en el excelente whiskyescocés de mi bar. Y luego pensé en el

polvoriento y oscuro piso superior de la

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mansión de Cutler Grove azotado por lascorrientes de aire.

 –Estoy bien aquí abajo. En el sofá -

dije. –Tonterías. El fuego se apagará en

seguida.La señorita Harper estaba jugueteando

con un botón de su jersey sin apartar losojos del fuego.

 –Señorita Harper -dije, haciendo un

ultimo intento-, ¿tiene usted alguna idea dquién puede haber hecho eso? A Beryl y asu hermano. ¿O por qué?

 –Usted cree que es el mismo hombre.

Lo dijo como una afirmación, no comouna pregunta.

 –Tengo que considerar estaposibilidad.

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 –Ojalá pudiera decirle algo útil -contestó-. Pero tal vez no importe.Quienquiera que sea, lo hecho hecho está

 –¿No quiere que lo castiguen? –Ya ha habido suficientes castigos.

Eso no deshará lo que se ha hecho -dijo. –¿No cree que Beryl querría que lo

atraparan?La señorita Harper se volvió a

mirarme con los ojos muy abiertos.

 –Ojalá la hubiera conocido. –Creo que ya la conozco en ciertomodo -dije con dulzura.

 –No puedo explicarle…

 –No es necesario, señorita Harper. –Hubiera sido tan bonito…Por un instante, vi el dolor reflejado

en su rostro, pero en seguida se dominó.

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o era necesario que terminara la frase.Hubiera sido tan bonito ahora, que ya nohabía nadie que pudiera separar a Beryl

de la señorita Harper. Compañeras.Amigas. La vida es tan vacía cuando unoestá solo, cuando no tiene a nadie a quienamar…

 –Lo siento -dije con la profundaemoción-. Lo siento muchísimo, señoritaHarper.

 –Estamos a mediados de noviembre -replicó apartando de nuevo la mirada-.Demasiado pronto para que nieve. Enseguida se producirá el deshielo, doctora

Scarpetta. A última hora de la mañanapodrá salir de aquí. Los que se hanolvidado de usted ya se habrán acordadopara entonces. Ha sido usted muy amable

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al venir.Era como si ya supiera que yo la

visitaría. Tuve la extraña impresión de

que lo había organizado todo. Pero esoera imposible, naturalmente.

 –Una cosa quisiera pedirle -dijo. –¿De qué se trata, señorita Harper? –Vuelva en primavera. Vuelva en

abril -añadió, contemplando las llamas. –Me encantará.

 –Los nomeolvides ya habránflorecido. Hay tantos que el céspedparece de color azul pálido. Es unapreciosidad, mi estación del año

preferida. Beryl y yo solíamos recogerlos¿Los ha examinado alguna vez de cerca?¿O acaso es como la mayoría de la genteque no les da ninguna importancia ni se

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fija en ellos por ser tan pequeños? Sonuna maravilla si los mira de cerca. Sonbellísimos, como hechos de porcelana y

pintados por la mano perfecta de Dios.os los poníamos en el cabello y en

cuencos de agua por toda la casa, Beryl yyo. Tiene que prometerme que volverá enabril. Me lo promete, ¿verdad?

Se volvió a mirarme y me conmovióel sentimiento que reflejaban sus ojos.

 –Sí, sí, por supuesto que sí -contestécon toda sinceridad. –¿Tiene alguna preferencia especial

para el desayuno? – me preguntó al

evantarse. –Cualquier cosa que prepare me irá

bien. –Hay de todo en el frigorífico -

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añadió-. Tome su copa de vino y leenseñaré su habitación.

Su mano se deslizó por el barandal

mientras me acompañaba por la soberbiaescalera de madera labrada que conducíaal piso de arriba. No había luces en elecho sino simplemente lámparas de pie.

La mohosa atmósfera era tan fría como lade una bodega.

 –Yo estoy al otro lado del pasillo, tre

puertas más abajo, si necesita algo -medijo, acompañándome a un pequeñodormitorio.

Los muebles eran de caoba con

ncrustaciones de satín; de las paredesempapeladas de azul pálido colgabanvarios lienzos al óleo de arreglos floralesy una vista del río. La cama de dosel ya

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estaba preparada y tenía varias mantas.Una puerta abierta daba acceso a uncuarto de baño de mosaico. Se aspiraba

olor a polvo y a moho, como si jamás seabrieran las ventanas y no hubiera másque recuerdos. Estaba segura de que nadihabía dormido en aquella habitacióndesde hacía muchos años.

 –En el primer cajón de la cómoda hayun camisón de franela, y en el baño

encontrará toallas limpias y otrosartículos de aseo -dijo la señorita HarperYa lo tiene todo, ¿verdad?

 –Sí, y muchas gracias -le contesté

sonriendo-. Buenas noches.Cerré la puerta y corrí el endeble

pestillo. El camisón era la única prendaque había en la cómoda, junto con un

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saquito que ya había perdido el aroma.Todos los demás cajones estaban vacíos.En el cuarto de baño había un cepillo de

dientes envuelto todavía en celofán, unubito de dentífrico, una pastilla no usada

de jabón con perfume a espliego y muchasoallas, tal como me había prometido la

señorita Harper. La pila estaba tan secacomo la tiza y, cuando abrí los grifosdorados, el agua salió de color herrumbre

Tardó una eternidad en salir limpia y lobastante caliente como para que yo meatreviera a lavarme.

Me pareció que el camisón, viejo,

pero limpio, era del mismo color azulpálido que el de los nomeolvides. Meacosté y me subí las mantas que olían amoho hasta la barbilla antes de apagar la

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ámpara. La almohada estaba muy llena ynoté las plumas de su interior mientras laahuecaba para darle una forma más

cómoda. Totalmente despierta y con lanariz helada, me incorporé en laoscuridad de una habitación que sin dudahabría sido ocupada por Beryl en otrosiempos y me terminé el vino. La casa

estaba tan silenciosa que me pareció oír a profunda quietud de la nieve cayendo a

otro lado de la ventana. No me di cuenta de que me quedabadormida, pero, cuando abrí los párpados,el corazón me latía violentamente y temía

moverme. No podía recordar la pesadillaAl principio, no sabía dónde estaba ni siel ruido que oía era de verdad. El grifodel cuarto de baño goteaba lentamente. El

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entarimado del otro lado de la puertacerrada de mi dormitorio volvió a crujir.

Mi mente corrió a través de una

carrera de obstáculos de posibilidades: Edescenso de la temperatura estabaprovocando el crujido de la madera.Ratones. Alguien avanzaba muy despaciopor el pasillo. Agucé el oído, conteniendoa respiración mientras unos pies calzado

con zapatillas pasaban por delante de mi

puerta cerrada. La señorita Harper, penséMe pareció que bajaba a la planta baja.Me debí de pasar una hora dando vueltasen la cama. Al final, encendí la lámpara y

me levanté. Eran las tres y media de lamadrugada y no había ninguna esperanzade que pudiera volver a dormirme.Temblando de frío bajo mi camisón

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prestado, me eché sobre los hombros elabrigo, descorrí el pestillo de la puerta yavancé por el pasillo tan negro como la

pez hasta que distinguí la oscura forma decurvado barandal en lo alto de laescalera.

El gélido vestíbulo de la entradaestaba iluminado por la luz de la luna quepenetraba a través de dos ventanitassituadas una a cada lado de la puerta

principal. Había cesado de nevar y habíansalido las estrellas; tres ramas y unarbusto sin forma aparecían totalmenteblancos de escarcha. Entré sigilosamente

en la biblioteca, atraída por la promesadel calor del fuego de la chimenea.

La señorita Harper estaba sentada enel sofá con una manta a su alrededor.

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Contemplaba las llamas y tenía lasmejillas mojadas de lágrimas que no sehabía molestado en enjugarse. Carraspeé

y la llamé suavemente para nosobresaltarla.

 No se movió. –¿Señorita Harper? – repetí,

evantando un poco más la voz-. La heoído bajar…

Estaba reclinada contra el curvado

respaldo del sofá, contemplando laslamas sin parpadear. La cabeza le cayóhacia un lado cuando me senté en el sofá ye comprimí el cuello con los dedos.

Estaba muy caliente, pero no tenía pulso.Tendiéndola sobre la alfombra, empecé apracticarle el boca a boca y a aplicarlemasajes en el esternón, tratando de

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nfundir nueva vida a sus pulmones y deograr que su corazón volviera a latir. No

sé cuánto tiempo transcurrió. Cuando al

final me di por vencida, tenía los labiosentumecidos, me temblaban los músculosde la espalda y los brazos y todo micuerpo se estremecían de pies a cabeza.

Los teléfonos aún estaban averiados.o podía llamar a nadie. No podía hacer 

nada. Me acerqué a la ventana de la

biblioteca, separé las cortinas ycontemplé a través de las lágrimas lancreíble blancura iluminada por la luna.

Más allá, el río era de color negro y no se

veía nada al otro lado. Conseguí colocar el cuerpo nuevamente en el sofá y lo cubrcuidadosamente con la manta mientras elfuego de la chimenea se iba apagando y la

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niña del cuadro se perdía en las sombras.La muerte de Sterling Harper me habíapillado por sorpresa, dejándome

otalmente aturdida. Me senté en laalfombra delante del sofá y contemplécómo se moría el fuego.

Tampoco podía devolverle la vida. Erealidad, ni siquiera lo intenté.

Yo no lloré cuando mi padre murió.Llevaba enfermo tantos años que me habí

convertido en una experta en lacauterización de las emociones. Lo vi ena cama durante casi toda mi infancia.

Cuando al final murió en casa una tarde,

el terrible dolor de mi madre me condujoa un grado todavía más alto dedistanciamiento y, desde aquella posiciónde ventaja aparentemente más segura,

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ogré perfeccionar el arte de contemplar el hundimiento de mi familia.

Con aquellas reservas aparentemente

nagotables, fui testigo de la anarquía quese produjo entre mi madre y mi hermanamenor Dorothy, la cual había sido unaconsumada narcisista y una irresponsabledesde el día en que nació.

Me aparté en silencio de los gritos,as discusiones y las peleas mientras

rataba de sobrevivir en mi fuero interno.Lejos de las guerras domésticas, mepasaba el rato bajo la protección de lasmonjas franciscanas después de las clases

o bien en la biblioteca, donde empecé apercatarme de la precocidad de mi mentey de las recompensas que ello me podíareportar. Destacaba en ciencias y me

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ntrigaba la biología humana. A los quincaños, estudiaba por mi cuenta la Anatomí

de Gray, la cual se convirtió en un

elemento imprescindible de miautodidactismo y en el receptáculo de miepifanía. Abandonaría Miami para ir a launiversidad. En una época en que lasmujeres eran maestras, secretarias y amasde casa, yo iba a ser médica.

En el instituto sacaba sobresalientes,

ugaba al tenis y leía durante lasvacaciones y los veranos mientras mifamilia seguía luchando cual unosveteranos de la Confederación sureña en

un mundo ya ganado definitivamente por el Norte. No me interesaba salir conchicos y tenía muy pocos amigos. Fui laprimera de la promoción y me matriculé

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en la universidad de Cornell con unabeca, después pasé a la facultad deMedicina de la Johns Hopkins y a la de

Derecho en Georgetown, desde donderegresé a la Hopkins para hacer minternado en la especialidad de patologíao acababa de darme cuenta de lo que

hacía. La carrera en la que me habíaembarcado me devolvería constantementeal escenario del terrible delito de la

muerte de mi padre. Desarmará la muertey la volverá a armar miles de veces.Dominará sus claves y las llevará a losribunales. Desentrañará todos sus

entresijos. Pero nada de todo ellodevolverá la vida a mi padre y la niña qulevaba dentro jamás deberá llorar su

muerte.

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Los rescoldos se movieron en lachimenea y yo me adormilé a ratos.

Horas más tarde los detalles de mi

prisión empezaron a perfilarse en la fría yazulada atmósfera del amanecer. Sentí unapunzada de dolor en la espalda y laspiernas cuando me levanté rígidamente yme acerqué a la ventana. El sol era unpálido huevo sobre el río gris pizarra yos negros troncos de los árboles se

recortaban contra la blancura de la nieve.El fuego se había apagado y dos preguntapulsaban en lo más hondo de mi febrilcerebro. ¿Hubiera muerto la señorita

Harper de no haber estado yo allí? Quécómodo morir estando yo en la casa. ¿Porqué bajó a la biblioteca? Me la imaginé

bajando la escalera, poniendo un tronco

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en la chimenea y acomodándose en elsofá. Mientras contemplaba las llamas, see había parado el corazón. ¿O fue tal vez

el retrato lo que contempló por últimavez?

Encendí todas las lámparas.Acercando una silla a la chimenea, mesubí a ella y descolgué el cuadro,sacándolo de los ganchos que losostenían. De cerca no resultaba tan

nquietante y el efecto total se disgregabaen sutiles matices de color y suavespinceladas de espesa pintura al óleo. Elpolvo se desprendió del lienzo mientras

yo lo bajaba y lo depositaba en el suelo. No había firma ni fecha y no era tan

antiguo como yo había supuesto. Loscolores se habían oscurecido

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deliberadamente para que parecieraantiguo y no se veía la menor grieta.

Le di la vuelta y examiné el papel

marrón de la parte posterior. En su centrohabía un sello dorado con el nombre deuna tienda de marcos y molduras deWilliamsburg. Tomé nota de él y volví acolgar el cuadro. Después, me agachédelante de la chimenea y removí losrescoldos con un lápiz que había sacado

de mi bolso. Los carbonizados trozos deeña estaban cubiertos por una fina capade blanca ceniza que se desintegró comouna telaraña. Debajo vi una especie de

bulto que parecía plástico fundido. –No se ofenda, doctora -dijo Marino,

haciendo marcha atrás para salir delparking-, pero tiene usted una pinta

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espantosa. –Muchas gracias -musité. –Ya le he dicho que no se ofenda.

Supongo que no habrá dormido muchoesta noche.

Al ver que no aparecía por la mañanapara la práctica de la autopsia de CaryHarper, Marino llamó inmediatamente a lpolicía de Williamsburg. A media mañandos tímidos oficiales se presentaron en la

mansión, hundiendo las cadenas de suvehículo en la suave y espesa nieve. Trasuna deprimente serie de preguntas sobreas circunstancias de la muerte de Sterling

Harper, el cuerpo fue colocado en unaambulancia para su traslado a Richmond yos oficiales me acompañaron a la jefatur

de Williamsburg donde me atiborraron de

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café y donuts hasta que Marino acudió arecogerme.

 –Yo no hubiera podido quedarme tod

a noche en aquella casa -añadió Marino-o me hubiera importado soportar una

emperatura de cinco bajo cero. Hubierapreferido que se me congelara el traseroantes que pasar la noche con un fiambre…

 –¿Sabe dónde está Princess Street? – pregunté, interrumpiéndole.

 –¿Qué tiene de particular?Sus gafas reflectantes se volvieron amirarme.

La nieve era como fuego blanco bajo

el sol y las calles se estaban convirtiendorápidamente en un lodazal.

 –Me interesa un establecimiento delcinco cero siete -contesté, dándole a

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entender que esperaba que meacompañara hasta allí.

El edificio se encontraba casi en el

centro histórico entre otros edificioscomerciales de Merchants Square. En unparking recién inaugurado había apenasunos doce automóviles con la capotascubiertas de nieve. Lancé un suspiro dealivio al ver que la Galería y Taller deMarcos The Village estaba abierta.

Marino no hizo preguntas cuando bajéProbablemente intuyó que no estaba dehumor para contestar en aquel momento.Sólo había un cliente en la galería, un

oven vestido con un abrigo negro queestaba examinando con aire distraído unaitografías mientras una mujer de largo

cabello rubio trabajaba con una

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calculadora detrás de un mostrador. –¿La puedo ayudar en algo? – 

preguntó la rubia mirándome con

ndiferencia.La fría expresión dubitativa con la

cual me miró me hizo comprender que mipinta debía de ser efectivamenteespantosa. Me había quedado dormidacon el abrigo puesto. Tenía el cabellootalmente desgreñado. Levantando la

mano con gesto cohibido para alisarme unmechón, me di cuenta de que habíaperdido un pendiente. Me identifiqué antea mujer, mostrándole la carterita negra

que contenía mi placa de forense. –Eso depende del tiempo que lleve

rabajando aquí -contesté. –Llevo dos años -me dijo.

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 –Me interesa un cuadro que este tallerenmarcó probablemente antes de queusted empezara a trabajar aquí -le dije-.

Un retrato que debió de traer CaryHarper.

 –Oh, Dios mío. Me he enterado por laradio esta mañana. Sé lo que le ha pasadoOh, Dios mío, qué horrible -añadiógimoteando-. Tendrá que hablar con elseñor Hilgeman.

Se retiró para ir en su busca y enseguida apareció el señor Hilgeman, undistinguido caballero vestido con un trajede tweed, el cual me dijo en términos

nequívocos: –Cary Harper lleva años sin visitar 

esta casa y aquí nadie le conocía muy

bien, por lo menos que yo sepa.

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 –Señor Hilgeman -dije-, sobre larepisa de la chimenea de la biblioteca deCary Harper hay un retrato de una

ovencita rubia. Lo enmarcaron en suienda, probablemente hace muchos años.

¿Lo recuerda usted? No observé el menor brillo de

reconocimiento en los grises ojos que memiraron por encima de las gafas deectura.

 –Parece muy antiguo -añadí-. Unabuena imitación, pero un tratamiento unanto insólito del tema. La niña tiene unos

nueve, diez o todo lo más doce años, pero

viste más bien como una joven, toda deblanco, sentada en un banco y sosteniendoun cepillo de plata para el cabello.

Me hubiera dado de bofetadas por no

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haber tomado una fotografía Polaroid delienzo. Guardaba la cámara en mi maletín

médico, pero estaba tan alterada que la

dea ni siquiera me había pasado por lacabeza.

 –Mire -dijo el señor Hilgemanmientras se encendía en sus ojos un levefulgor-, creo recordar eso de que usted mhabla. El retrato de una niña muy bonita,pero un poco insólito, como usted dice.

Sí. Recuerdo que era muy sugerente.Decidí no espolearle. –Debe de hacer por lo menos quince

años… Déjeme pensar -se acercó el

ndice a los labios-. No -añadió,sacudiendo la cabeza-. No fui yo.

 –¿No fue usted? ¿Qué quiere decir? –e pregunté.

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 –Yo no enmarqué el lienzo. Debió dehacerlo Clara. Una ayudante que entoncesrabajaba aquí. Creo… mejor dicho, estoy

seguro, de que lo enmarcó Clara. Unrabajo bastante caro y que, en realidad,

no merecía la pena, si he de serle sinceroEl cuadro no era demasiado bueno. Enrealidad, fue uno de sus trabajos menosogrados…

 –¿Se refiere usted a Clara? – pregunté

nterrumpiéndole. –Me refiero a Sterling Harper. – Elseñor Hilgeman me mirónquisitivamente.– Ella es la artista.

Debió de ser hace quince años, cuando sededicaba mucho a pintar. Tengo entendidoque había un estudio en la casa. Yo nunca

estuve allí, claro. Pero ella solía traernos

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algunos de sus trabajos, en generalnaturalezas muertas o paisajes. El cuadroque a usted le interesa es el único retrato

que yo recuerde. –¿Cuánto tiempo hace que lo pintó? –Por lo menos quince años, tal como

ya le he dicho. –¿Alguien posó para ella? – pregunté. –Pudo hacerlo a través de una

fotografía… -El señor Hilgeman frunció

el ceño-. Pero, en realidad, no puedocontestar a su pregunta. Si alguien posó,no sé quién pudo ser.

Disimulé mi sorpresa. Beryl debía de

ener entonces dieciséis o diecisiete añosy vivía en Cutler Grove. ¿Acaso el señor Hilgeman y la gente de la ciudad no losabían?

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 –Es una pena -añadió en tonopensativo-. Unas personas tan dotadas enteligentes. No tenían hijos ni parientes.

 –¿Amigos tampoco? – pregunté. –La verdad es que no conozco

personalmente a ninguno de los dos -contestó.

 Ni los conocerá, pensé morbosamenteMarino estaba limpiando el parabrisa

con un paño de gamuza cuando regresé al

parking. La nieve fundida y la sal arrojadpor los equipos de limpieza habíanensuciado su precioso automóvil negro yno estaba muy contento que se diga. En el

suelo junto a la portezuela del conductor había toda una colección de colillas decigarrillo procedentes del cenicero que

Marino había vaciado allí sin

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contemplaciones. –Dos cosas -dije mientras ambos nos

abrochábamos los cinturones de

seguridad-. En la biblioteca de la mansiónhay un cuadro de una niña rubia que, alparecer, la señorita Harper hizo enmarcaren esta tienda hace unos quince años.

 –¿Beryl Madison? – dijo Marino,sacando el encendedor.

 –Podría ser un retrato suyo -contesté-

Pero, en tal caso, la representa con unaedad inferior a la que ella tenía cuandoos Harper la conocieron. El tratamiento

del tema es un poco curioso. Parece algo

así como una Lolita… –¿Cómo? –Sexualmente atractiva -dije sin

andarme por las ramas-. Una niña pintada

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con rasgos sensuales. –Ya. Ahora me va usted a decir que

Cary Harper era un pederasta en secreto.

 –En primer lugar, el cuadro lo pintó shermana -dije.

 –Mierda -exclamó Marino. –En segundo lugar -añadí-, me da la

sensación de que el dueño de la tienda noiene ni idea de que Beryl vivió con los

Harper. Eso me induce a preguntarme si

otras personas lo sabían. En casocontrario, no sé cómo pudo ser. La chicavivió varios años en la mansión, Marino.Eso está a tres kilómetros de la ciudad. Y

a ciudad es muy pequeña.Marino miró hacia adelante y siguió

conduciendo sin decir nada. –Bueno -añadí-, puede que eso no

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sean más que vanas conjeturas. Vivíanmuy aislados. A lo mejor, Cary Harper hizo todo lo posible por ocultar a Beryl

de los ojos del mundo. Sea como fuere, lasituación no me parece muy normal quedigamos. Pero, a lo mejor, no tiene nadaque ver con sus muertes.

 –Qué carajo -exclamó bruscamenteMarino-, «normal» no es la palabra másapropiada. Tanto si vivían aislados como

si no, es absurdo que nadie supiera que lachica vivía allí. A no ser que lamantuvieran encerrada o encadenada a lapata de una cama. Condenados

pervertidos. Odio a los pervertidos.Aborrezco a la gente que se encapricha deos niños, ¿sabe? – Marino se volvió a

mirarme-. La aborrezco con toda mi alma

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Sigo con la misma impresión que alprincipio.

 –¿Qué impresión?

 –La de que el señor premio Pulitzer scargó a Beryl -contestó Marino-. Sabe quella se irá de la lengua en su libro, seasusta y va a verla armado con uncuchillo.

 –En tal caso, ¿quién lo mató a él? –Puede que la chiflada de su hermana

Quienquiera que hubiera asesinado aCary Harper tenía que haber sido alguieno bastante fuerte como para dejarle casinmediatamente sin sentido con los golpes

y, por otra parte, el hecho de cortarle aalguien la garganta no encajaba con lafigura de un agresor de sexo femenino. Dehecho, yo jamás había visto ningún caso

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en el que una mujer hubiera hecho algosemejante.

Tras un prolongado silencio, Marino

preguntó: –¿Tuvo usted la impresión de que la

hermana de Harper chocheaba? –Me pareció un tanto excéntrica, pero

no chocheaba -contesté. –¿Una loca? –No.

 –Basándome en la descripción queusted me ha hecho, no me parece que sureacción ante el asesinato de su hermanofuera precisamente la más adecuada -dijo

Marino. –Estaba bajo los efectos de un shock,

Marino. Las personas que sufren un shock

no reaccionan de manera adecuada a nada

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 –¿Cree usted que se suicidó? –Es posible, por supuesto -contesté. –¿Encontró alguna sustancia en el

ugar de los hechos? –Sólo medicamentos que se venden

sin receta, ninguno de ellos mortal -contesté.

 –¿Ninguna lesión? –No he visto ninguna. –Entonces, ¿sabe usted qué demonios

a ha matado? – me preguntó Marino,mirándome con dureza. –No -contesté-. En este momento, no

engo absolutamente la menor idea.

 –Supongo que ahora regresará aCutler Grove -le dije a Marino mientraséste aparcaba en la parte de atrás del

edificio de mi departamento.

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 –La perspectiva me entusiasma -masculló-. Vaya a casa y procure dormir.

 –No olvide la máquina de escribir de

Harper.Marino se sacó el encendedor del

bolsillo. –La marca y el modelo y todas las

cintas usadas -le recordé.Encendió un cigarrillo.

 –Y cualquier papel de cartas o de

máquina de escribir que haya en la casa.Le sugiero que recoja usted mismo laceniza de la chimenea. Va a ser extremadamente difícil conservarla…

 –No se ofenda, doctora, pero me estáusted empezando a parecer mi madre oalgo por el estilo.

 –Marino -repliqué-, hablo en serio.

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 –Sí, muy en serio… y yo le digo muyen serio que tiene que irse a dormir.

Marino estaba tan desanimado como

yo y probablemente también andaba faltode sueño.

La entrada posterior estaba cerrada yel suelo de cemento aparecía totalmenteleno de manchas de gasolina. En el

depósito de cadáveres percibí el molestozumbido de la electricidad y los

generadores que apenas notaba durante laornada laboral. La vaharada de aireviciado me pareció insólitamente intensacuando entré en la cámara frigorífica.

Los cuerpos habían sido colocadosuntos contra la pared de la izquierda. Tal

vez fue porque estaba muy cansada, pero,

cuando aparté la sábana que cubría a

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Sterling Harper, noté una sensación dedebilidad en las rodillas y se me cayó elmaletín médico al suelo. Recordé la

delicada belleza de su rostro y el terror dsus ojos cuando se abrió la puertaposterior de la mansión y ella me vioatendiendo a su hermano muerto con lasmanos enguantadas totalmente manchadasde sangre. El hermano y la hermanaestaban presentes y podíamos dar razón

de su paradero. Era lo único quenecesitaba saber. La volví a tapar suavemente, cubriendo un rostro ahora tanvacío como una máscara de goma. A mi

alrededor asomaban varios pies desnudoscon sus correspondientes tarjetas dedentificación.

Había observado vagamente la caja

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amarilla de película fotográfica debajo dea camilla de Sterling Harper al entrar en

el frigorífico. Pero sólo cuando me agach

para recoger el maletín y la vi más decerca, caí en la cuenta de su significado.Kodak de treinta y cinco milímetros,exposición veinticuatro. La película queutilizábamos en mi departamento por contrato del estado era Fuji y siemprepedíamos exposición treinta y seis. Los

miembros del personal sanitario quehabían trasladado el cuerpo de la señoritaHarper ya se habrían marchado muchashoras antes y, además, no habrían tomado

ninguna fotografía.Salí nuevamente al pasillo. Me llamó

a atención la luz del ascensor, detenidoen el segundo piso. ¡Alguien más se

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encontraba en el edificio! Probablementeel guarda de seguridad que estaríahaciendo la ronda. De pronto, tuve un

presentimiento y volví a pensar en la cajade película. Asiendo con fuerza la correadel maletín, decidí utilizar la escalera. Allegar al rellano del segundo piso, abrí

sigilosamente la puerta y presté atenciónantes de entrar. Los despachos del ala estestaban vacíos y las luces apagadas. Giré

a la derecha hacia el pasillo principal ypasé por delante de un aula vacía, labiblioteca y el despacho de Helding. Nooí ni vi a nadie. Para mi tranquilidad,

decidí llamar al servicio de seguridad alentrar en mi despacho.

Se me cortó la respiración cuando levi. Por un terrible instante, se me quedó la

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mente en blanco. Estaba examinandohábilmente un archivador abierto. Llevabel cuello de la chaqueta de la Marina

subido hasta las orejas, mantenía los ojosocultos tras unas gafas oscuras de pilotode aviación y se protegía las manos conunos guantes quirúrgicos. De uno de suspoderosos hombros colgaba la correa decuero de una cámara fotográfica. Parecíaan sólido y duro como el mármol y yo no

pude retirarme con la suficiente rapidez.De repente, las manos enguantadas sedetuvieron.

Cuando se abalanzó sobre mí, le

arrojé en un reflejo instintivo el maletínmédico cual si fuera un martillo olímpicoEl impulso que le imprimí lo propulsó coal fuerza entre sus piernas que el impacto

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e arrancó las gafas que le ocultaban elrostro. Se dobló hacia adelanteretorciéndose de dolor y perdiendo en

parte el equilibrio, cosa que yo aprovechépara propinarle un puntapié en los tobilloy dejarle tendido en el suelo. No debió desentirse muy a gusto cuando el duroobjetivo metálico de su cámara fue elúnico cojín entre sus costillas y el suelo.

El material médico se esparció por el

suelo cuando yo busqué rápidamente en emaletín el aerosol irritante que siemprelevaba conmigo. Lanzó un rugido en el

momento en que el fuerte chorro le

alcanzó de lleno la cara. Se frotó los ojosy empezó a rodar por el suelo gritando dedolor mientras yo tomaba el teléfono parapedir socorro. Lo volví a rociar por si

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acaso justo en el momento en que entrabael guarda. Inmediatamente aparecieronunos oficiales de policía. Mi histérico

rehén suplicó que lo llevaran al hospitalmientras un oficial le sujetaba las manos aa espalda sin contemplaciones, le

colocaba unas esposas y se lo llevaba.Según su permiso de conducir, el

ntruso se llamaba Jeb Price, tenía treintay cuatro años y vivía en la ciudad de

Washington. En la parte posterior de suspantalones de pana llevaba una automáticSmith Wesson de nueve milímetros concatorce cartuchos en el cargador y uno en

a cámara. No recordaba haber entrado en el

despacho del depósito de cadáveres yhaber tomado las llaves del otro vehículo

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oficial asignado a mi departamento. Perodebí de hacerlo porque al anochecer aparqué la «rubia» de color azul oscuro

en la calzada particular de mi casa. Elvehículo, utilizado para el transporte decadáveres, era muy grande, llevaba laventanilla posterior discretamenteprotegida por una cortina y en la parte deatrás tenía un suelo de maderacontrachapada que se limpiaba con una

manguera varias veces a la semana. Elvehículo era una mezcla de automóvilfamiliar y coche mortuorio, casi tan difícide aparcar, a mi juicio, como un camión

de gran tonelaje.Como una muerta viviente, subí

directamente al piso de arriba sinmolestarme en examinar los mensajes

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elefónicos ni en desconectar elcontestador automático. Me dolían elcodo y el hombro derechos. Me dolían lo

huesecillos de la mano. Dejando la ropaen una silla, me tomé un baño caliente ycaí rendida en la cama. Profundo,profundo, profundo. Un sueño tanprofundo como la muerte. La oscuridadera absoluta y yo trataba de nadar a travéde ella como si mi cuerpo fuera de plomo

mientras el sonido del teléfono de mimesilla de noche quedaba bruscamententerrumpido por el contestador 

automático.

 –… no sé cuándo podré volverte alamar, por consiguiente, presta mucha

atención. Escúchame bien, Kay. Me heenterado de lo de Cary Harper…

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El corazón me latía violentamentecuando abrí los ojos y la apremiante vozde Mark me arrancó de mi sopor.

 –… Por favor, no te metas en eso. Noe mezcles en este asunto. Te lo pido por 

favor. Volveré a hablar contigo en cuantopueda…

Cuando conseguí descolgar eleléfono, sólo escuché el tono de marcar.

Mientras pasaba el mensaje, me recliné

contra las almohadas y rompí en sollozos9

A la mañana siguiente Marino llegó adepósito de cadáveres mientras yopracticaba una incisión en forma de Y enel cuerpo de Cary Harper.

Levanté las costillas y saqué el bloqu

de órganos de la cavidad torácica

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mientras Marino lo observaba todo ensilencio. El agua de los grifos caía en laspilas, los instrumentos quirúrgicos

resonaban y tintineaban y, al fondo de lasala, la larga hoja de un cuchillo chirriabacontra una piedra de afilar que estabautilizando uno de los auxiliares deldepósito de cadáveres. Teníamos cuatrocasos aquella mañana y todas las mesasde autopsia de acero inoxidable estaban

ocupadas.Como Marino no parecía muynclinado a decir nada por su cuenta, yo

misma planteé el tema.

 –¿Qué ha averiguado sobre Jeb Price?le pregunté.

 –En su historial no se encontró nada -contestó, desviando la mirada con

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expresión inquieta-. Ni antecedentes niórdenes judiciales ni nada. Además, noquiere cantar. Si lo hiciera,

probablemente parecería una sopranodespués del numerito que usted le hahecho. He pasado por el departamento dedentificación antes de venir. Están

desarrollando la película de su cámara.Le traeré las copias cuando estén listas.

 –¿Ha echado un vistazo?

 –A los negativos -contestó. –¿Y qué? –Fotografías que tomó en el interior 

de la cámara frigorífica. De los cuerpos

de los Harper. –No creo que sea un reportero de

algún periódico sensacionalista -dije enono de chanza.

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 –Ya. Siga adivinando.Levanté la vista de lo que estaba

haciendo. Marino no parecía de muy buen

humor. Más desgreñado que decostumbre, se había cortado dos veces lamandíbula al afeitarse y tenía los ojosnyectados en sangre.

 –Casi ninguno de los reporteros queyo conozco utiliza nueve milímetroscargadas con Glasers -dijo-. Y suelen

protestar cuando los vapulean y piden unamoneda de un cuarto de dólar para llamaral abogado del periódico. Este tío norechista, es un auténtico profesional.

Habrá usado una ganzúa para entrar. Eligeun lunes por la tarde, cuando es fiestaoficial y sabe que no es probable que hay

nadie por allí. Encontramos su automóvil

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aparcado a unas tres manzanas dedistancia, en el parking delestablecimiento Farm Fresh, un vehículo

de alquiler con teléfono. En el maleteroguardaba cartuchos de municiones ycargadores suficientes como para detenerun pequeño ejército, más una pistolaametralladora Mac Ten y un chalecoantibalas Kevlar. Ese no es un reportero.

 –Pues no estoy yo tan segura de que

sea un profesional -comenté, colocandouna nueva hoja en mi bisturí-. Cometió unremendo fallo al dejar una caja vacía de

película en el frigorífico. Y, si hubiera

querido actuar con seguridad, hubieraentrado a las dos o las tres de lamadrugada y no en pleno día.

 –Tiene razón. Lo de la caja de

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película fue un fallo -convino Marino-.Pero comprendo que entrara a esa hora.Una funeraria o un equipo de recogida

podría entrar en el frigorífico en elmomento en que Price estuviera dentro.En pleno día, podría hacerse pasar por alguien que trabaja allí y tiene un motivoustificado para estar allí dentro. En

cambio, si le sorprendieran a las dos de lmadrugada, no tendría ninguna excusa

para explicar su presencia a aquella horaSea como fuere, pensé, el tal Jeb Pricno se andaba con chiquitas. Lasmuniciones de seguridad Glaser son una

cosa tremenda, unos cartuchos llenos deperdigones que se dispersan al producirseel impacto y desgarran la carne y losórganos como si fueran una granizada de

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plomo. Las Mac Ten eran una de lasherramientas preferidas de los terroristasy los señores de la droga, unas pistolas

ametralladoras que se compraban por cuatro perras la docena en CentroaméricaOriente Medio y mi ciudad natal deMiami.

 –Convendría que pusiera usted unacerradura en la cámara frigorífica -añadióMarino.

 –Ya he avisado al servicio demantenimiento -dije.Era una medida de precaución que

levaba varios años aplazando. Las

funerarias y los equipos de recogidaenían que entrar a veces en el frigorífico

fuera del horario laboral. Se tendría queentregar llaves a los guardas de seguridad

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y a los forenses locales que estuvieran deguardia. Habría protestas. Surgiríanproblemas. ¡Y yo ya estaba hasta la

coronilla de los problemas, maldita sea!Marino estaba contemplando el

cuerpo de Harper. No era necesaria unaautopsia ni hacía falta ser un genio paraestablecer la causa de la muerte.

 –Tiene fracturas múltiples en elcráneo y laceraciones en el cerebro -le

expliqué. –¿La garganta se la cortaron al final,como a Beryl?

 –Las venas yugulares y las arterias

carótidas están seccionadas y, sinembargo, los órganos no estánexcesivamente pálidos -contesté-. Hubiermuerto desangrado en cuestión de minutos

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si hubiera tenido presión sanguínea alta.En otras palabras, la hemorragia nohubiera sido suficiente para explicar su

muerte. Estaba muerto o moribundo acausa de las lesiones en la cabeza cuandoe cortaron la garganta.

 –¿Hay alguna lesión de defensa? – preguntó Marino.

 –Ninguna -dejé el bisturí paramostrárselo, estirando uno a uno los

agarrotados dedos de Harper-. No hayuñas rotas, cortes ni contusiones. Nontentó defenderse de los golpes del arma

 –No se enteró del origen de los golpe

comentó Marino-. Regresa cuando yaestá oscuro. El tío le esperaprobablemente oculto entre los arbustos.Harper aparca, baja de su Rolls. Está

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cerrando la portezuela cuando el tíoaparece por detrás y le golpea la parteposterior de la cabeza…

 –Tiene un veinte por ciento deestenosis de la artería pulmonar -dije parmis adentros, buscando mi lápiz.

 –Harper se desploma como un saco dpatatas y el tío le sigue golpeando -añadióMarino.

 –El treinta por ciento de la arteria

coronaria -dije, garabateando las notas enun paquete vacío de guantes-. No haycicatrices de antiguos infartos. El corazónestá sano aunque ligeramente engrosado,

iene calcificación de la aorta y unamoderada arterioesclerosis.

 –Después le corta la garganta.Probablemente para asegurarse de que

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esté bien muerto.Levanté la vista.

 –Quienquiera que lo haya hecho quiso

asegurarse de que Harper estuvieramuerto -repitió Marino.

 –No sé si yo le atribuiría todos estosrazonamientos tan lógicos al atacante -contesté.– Fíjese en él, Marino. – Habíaretirado el cuero cabelludo del cráneo, elcual estaba tan agrietado como la cáscara

de un huevo duro. Señalando las líneas defractura, expliqué-: Le golpearon por lomenos siete veces, con tal fuerza que nohubiera podido sobrevivir a ninguna de

as lesiones. Y después le cortaron lagarganta. Un acto superfluo. Como lo fueen el caso de Beryl.

 –De acuerdo. Un acto superfluo, y no

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se lo discuto -replicó Marino-. Digosimplemente que el asesino quisoasegurarse de que Beryl y Harper 

estuvieran bien muertos. Si le cortasprácticamente la cabeza a alguien, puedesargarte con la absoluta certeza de que tu

víctima no podrá ser reanimada y contar a historia.

Marino hizo una mueca mientras yovaciaba el contenido del estómago en un

recipiente de cartón. –No se moleste. Yo mismo le diré loque comió, estuve sentado con él. Unoscacahuetes. Y un par de martinis -dijo.

Los cacahuetes ya estaban empezandoa abandonar el estómago de Harper cuando éste murió. Sólo quedaba uníquido parduzco y se aspiraba el olor del

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alcohol. –¿Qué averiguó a través de él? – le

pregunté a Marino.

 –Absolutamente nada.Le miré mientras aplicaba una etiquet

al recipiente. –Estoy en la taberna bebiendo una

ima con tónica -dijo-. Debían ser menoscuarto. Harper entra a las cinco en punto.

 –¿Cómo supo que era él?

Los riñones eran finamentegranulosos. Los coloqué en la balanza yanoté el peso.

 –No podía equivocarme con esta

melena de cabello blanco -contestóMarino-. Encajaba con la descripción queme había hecho Poteat. Lo reconocí encuanto entró. Se sienta solo a una mesa si

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decirle nada a nadie, pide «lo desiempre» y empieza a comer cacahuetesmientras espera. Le observo un rato y

después me acerco, tomo una silla y mepresento. Dice que no puede darmeninguna indicación útil y que no quierehablar de ello. Insisto, le digo que Beryllevaba varios meses recibiendo

amenazas y le pregunto si él lo sabía. Memira con cara de asco y me contesta que

no. –¿Cree que le dijo la verdad?Me estaba preguntando también cuál

sería la verdad sobre los hábitos

alcohólicos de Harper. Tenía un hígadomuy graso.

 –Cualquiera sabe -contestó Marinosacudiendo la ceniza de su cigarrillo en e

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suelo-. Le pregunto dónde estaba la nocheen que asesinaron a Beryl y me dice queen la taberna a la hora de costumbre y

después en casa. Le pregunto si suhermana puede confirmarlo y dice queella no estaba en casa.

Le miré con el bisturí en suspenso enel aire.

 –¿Dónde estaba? –Fuera de la ciudad -contestó Marino

 –¿Y no le dijo dónde? –No. Dijo (le cito sus palabrasextuales): «Eso es asunto suyo. A mí no

me pregunte».

Los ojos de Marino contemplarondesdeñosamente las secciones de hígadoque yo estaba cortando.

 –Antes mi plato preferido era el

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hígado con cebollas. ¿Se imagina? Noconozco a ningún policía que hayapresenciado una autopsia y siga comiendo

hígado…La sierra Stryker ahogó su voz

mientras yo empezaba a aserrar el cráneoMarino no pudo más y se apartó en cuantoel polvo del hueso se esparció por el aireAunque los cuerpos estén sanos, despidenun olor desagradable cuando se abren. El

espectáculo visual tampoco esexactamente una película de MaryPoppins. Tenía que reconocerle el méritoa Marino. Por horrible que fuera un caso,

él siempre acudía al depósito decadáveres.

El cerebro de Harper estaba blando ypresentaba numerosas laceraciones

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rregulares. La hemorragia era muyescasa, lo cual demostraba que no habíavivido mucho tras sufrir las lesiones. Por 

o menos su muerte había sidomisericordiosamente rápida. A diferenciade Beryl, Harper no había tenido tiempode experimentar terror o dolor ni desuplicar que le perdonaran la vicia. Suasesinato difería también del de Beryl pootras cosas. Él no había recibido

amenazas… por lo menos, que nosotrossupiéramos. La agresión no había tenidoconnotaciones sexuales. Le habíangolpeado en lugar de apuñalarlo como a

Beryl y no le habían quitado ningunaprenda de vestir.

 –He contado ciento sesenta y ochodólares en su billetero -le dije a Marino-.

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Y tanto el reloj de pulsera como el anillode sello están presentes yconvenientemente guardados.

 –¿Y qué me dice del collar? – mepreguntó Marino.

 No tenía ni idea de lo que me estabadiciendo.

 –Llevaba una gruesa cadena de orocon una medalla, un escudo, una especiede cota de malla -me explicó-. Me fijé en

a taberna. –Pues eso no lo trajeron con él y norecuerdo haberlo visto en el escenario dedelito…

Iba a decir «anoche». Pero no habíasido la víspera. Harper había muerto eldomingo a primera hora de la noche. Yestábamos a martes. Había perdido la

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noción del tiempo. Los últimos dos díasme parecían irreales y, si no hubieravuelto a pasar el mensaje de Mark por la

mañana, también me hubiera preguntado sa llamada había sido real.

 –O sea que, a lo mejor, el tío se lalevó. Otro recuerdo -dijo Marino.

 –Eso es absurdo -repliqué-.Comprendo que se llevaran un recuerdoen el caso de Beryl si su asesinato fue

obra de un perturbado que estabaobsesionado con ella. Pero, ¿por quélevarse un objeto de Harper?

 –Trofeos, tal vez -apuntó Marino-.

Pellejos de caza. Podría ser un asesino asueldo que quiere conservar pequeñosrecuerdos de sus trabajos.

 –Supongo que un asesino a sueldo

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sería demasiado cauteloso como parahacer algo semejante -repliqué.

 –Sí, yo también. De la misma manera

que cabría suponer que Jeb Price hubierasido demasiado cauteloso como paradejar una caja de película en la cámarafrigorífica -dijo Marino con ironía.

Quitándome los guantes, terminé depegar las etiquetas a los tubos de ensayo yotras muestras que había recogido.

Tomé los papeles y subí a midespacho con Marino.Rose me había dejado el periódico de

a tarde sobre el papel secante. El

asesinato de Harper y la repentina muertede su hermana eran el tema del titular dea primera plana. Lo que me amargó el dí

fue la columna lateral que lo acompañaba

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Forense acusada de

«perder» un

polémico manuscritoLa noticia de la Associated Press

estaba fechada en Nueva York e ibaseguida de un comentario sobre la«detención» de un hombre llamado JebPrice a quien yo había sorprendido«saqueando» mi despacho la víspera. Las

alusiones al manuscrito tenían queproceder de Sparacino, pensé enfurecida.Y lo de Jeb Price lo habría sacado delnforme policial. Mientras estudiaba las

notas de las llamadas, observé que casiodas ellas eran de reporteros.

 –¿Examinó usted sus disquetes? – pregunté, arrojándole el periódico a

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Marino. –Desde luego -contestó Marino-. Los

he examinado todos.

 –¿Y ha encontrado este libro por elcual todo el mundo está armando tantorevuelo?

 No -musitó Marino, echando unvistazo a la primera plana.

 –¿No está en ellos? – preguntédesanimada-. ¿No está en los disquetes?

Y eso, ¿cómo es posible, si lo estabaescribiendo en su ordenador? –A mí no me pregunte -contestó

Marino-. Yo lo que le digo es que he

examinado unos disquetes. No hay nadareciente en ellos. Parecen cosas antiguas,ya sabe, sus novelas. No hay nada que serefiera a ella misma o a Harper. Encontré

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algunas cartas antiguas, entre ellas doscartas comerciales a Sparacino. No meentusiasmaron demasiado.

 –A lo mejor, guardó los disquetes enalgún lugar seguro antes de marcharse aKey West -dije.

 –Puede que lo hiciera. Pero no loshemos encontrado.

Justo en aquel momento entró Fieldingcon sus brazos de orangután asomando po

as cortas mangas del mono quirúrgico decolor verde y las musculosas manosodavía ligeramente cubiertas por la capa

de talco de los guantes de látex que

levaba en la sala de autopsias. Fieldingera su propia obra de arte. Sólo Diossabía las horas que debía de pasarse cadasemana esculpiéndose el cuerpo en

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cualquiera sabía qué gimnasio de lacadena Nautilus. Mi teoría era que suobsesión por el culturismo era

nversamente proporcional a su obsesiónpor el trabajo. Era un adjunto muycompetente, llevaba algo más de un añoen el puesto y ya empezaba a dar señalesde estar quemado. Cuanto más sedesilusionaba, tanto más se ledesarrollaba el cuerpo. Yo le calculaba

un par de años más antes de que pasara almás pulcro y lucrativo ambiente de lapatología hospitalaria o se convirtiera enel heredero forzoso del Increíble Hulk.

 –Voy a tener que dejar en suspenso elcaso de Sterling Harper -dijo,permaneciendo nerviosamente de pieunto al borde de mi escritorio-. Su índice

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de alcoholemia es sólo de coma cero tresy su contenido gástrico no me dice apenasnada. No hay hemorragia ni olores

nsólitos. El corazón está sano, no hayevidencia de antiguos infartos y lascoronarias se encuentran en buen estado.El cerebro es normal. Pero algo lepasaba. El hígado está engrosado, sobreos dos kilos y medio, y el bazo pesa un

kilo aproximadamente y tiene la cápsula

muy espesa. También hay una ciertaafectación de los nódulos linfáticos. –¿Alguna metástasis? – pregunté. –Ninguna a primera vista.

 –Dígales a los del laboratorio deanálisis microscópicos que se den prisa -e dije.

Fielding asintió con la cabeza y se

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retiró de inmediato.Marino me miró inquisitivamente.

 –Podrían ser muchas cosas -dije-.

Leucemia, linfoma o cualquier enfermedad colagénica… algunas de ellason benignas y otras no. El bazo y losnódulos linfáticos reaccionan como uncomponente del sistema inmunológico…en otras palabras, el bazo resulta casisiempre afectado en cualquier enfermedad

de la sangre. En cuanto al engrasamientodel hígado, eso no nos sirve de muchopara el diagnóstico. No sabré nada hastaque examine los cambios histológicos

bajo el microscopio. –¿Sería tan amable de hablar en

cristiano para variar? – dijo Marino,encendiendo un cigarrillo-. Explíqueme e

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palabras sencillas qué es lo que hadescubierto el doctor Schwarzenegger.

 –Que el sistema inmunológico está

reaccionando a algo -contesté-. La víctimestaba enferma.

 –¿Lo bastante enferma como parapalmarla en el sofá?

 –¿Así, de repente? – dije-. Lo dudo. –¿Y qué me dice de algún

medicamento? – apuntó Marino-. Podría

haberse tomado unas pastillas y haber arrojado después el frasco al fuego, locual explicaría tal vez la presencia delplástico fundido que usted descubrió en la

chimenea y el hecho de que noencontráramos frascos de pastillas nininguna otra cosa. Medicamentos de esosque se expenden sin receta.

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Una sobredosis de medicamentoocupaba uno de los primeros lugares enmi lista de posibilidades, pero era

absurdo que me preocupara en aquelmomento por ello. A pesar de minsistencia y a pesar de las promesas de

que el caso sería tratado con la máximaurgencia, los resultados de toxicologíaardarían varios días y tal vez varias

semanas en estar disponibles.

En cuanto al hermano, yo tenía mieoría. –Creo que a Cary Harper lo golpearo

con una porra de fabricación casera hecha

con un trozo de tubo metálico lleno deperdigones y con los extremos tapadoscon plastilina para que no se escaparan

os perdigones. Al cabo de varios golpes

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a tapa de plastilina se pudo desprender yentonces los perdigones se esparcieronpor todas partes.

Marino sacudió la ceniza delcigarrillo con aire pensativo.

 –Eso no encaja demasiado con toda lamierda de soldado mercenario que hemosencontrado en el automóvil de Price. Nicon nada que se le hubiera podido ocurrira la señorita Harper.

 –Supongo que no habrá ustedencontrado en la casa ni plastilina niperdigones ni nada de todo eso.

Marino sacudió la cabeza diciendo:

 –No, qué va.Mi teléfono no dejó de sonar en todo

el resto del día. Las noticias sobre misupuesto papel en la desaparición de un

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«misterioso y valioso manuscrito» y lasexageradas descripciones de cómo yohabía conseguido «reducir a un atacante»

que había penetrado en mi despacho yahabían llegado a las agencias. Otrosreporteros estaban deseando dar laprimicia y merodeaban por el parking deldepartamento o se presentaban en elvestíbulo con sus micrófonos y cámarasen ristre. Un pinchadiscos local

especialmente irreverente estabacomentando a través de las ondas que yoera la única jefa del país que usaba«guantes de oro en lugar de guantes de

goma». La situación se me estabaescapando rápidamente de las manos y yoya empezaba a tomarme un poco más enserio las advertencias de Mark. Sparacino

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era perfectamente capaz de amargarme lavida.

Siempre que a Thomas Ethridge IV se

e ocurría alguna idea, me llamaba aravés de la línea directa en lugar de pasa

por Rose. No me sorprendió que melamara. Creo incluso que lancé un

suspiro de alivio. Era la última hora de laarde y ambos nos encontrábamos

sentados en su despacho. Tenía la edad

suficiente como para ser mi padre y erauno de esos hombres cuya personalidadanodina en la juventud se transforma conel paso de los años en todo un monumento

de carácter. Ethridge tenía una cara deWinston Churchill, muy propia de unparlamento o de un salón lleno de humode cigarros. Siempre nos habíamos

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levado extremadamente bien. –¿Un número publicitario? ¿Y te

parece probable que alguien se lo crea,

Kay? – me preguntó el fiscal general,acariciando con aire ausente la cadena dereloj de oro prendida en su chaleco.

 –Tengo la impresión de que no mecrees -dije.

Su respuesta fue tomar una gruesaestilográfica Mont Blanc de color negro y

desenroscarle lentamente el capuchón. –Supongo que nadie tendrá laoportunidad de creerme o dejar decreerme -añadí en tono dubitativo-. Mis

sospechas no tienen ningún fundamentoconcreto, Tom. Si hago una acusación deesta naturaleza para contraatacar aSparacino, lo que conseguiré es que éste

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se divierta de lo lindo. –Te sientes muy aislada, ¿verdad,

Kay?

 –Sí, porque lo estoy, Tom. –Las situaciones como ésta suelen

adquirir vida propia -dijo Tom en tonopensativo-. Hay que cortar por lo sano sinlamar la atención.

Frotándose los cansados ojos por detrás de sus gafas de montura de concha,

pasó a una página en blanco de uncuaderno de apuntes y empezó a hacer unade sus acostumbradas listas nixonianas,razando una línea en el centro de la

página amarilla para separar las ventajasa un lado de los inconvenientes al otro…sin que yo tuviera ni idea de lo que seproponía. Tras llenar media página en la

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que una de las columnas erasensiblemente más larga que la otra, sereclinó en su sillón y levantó la vista,

frunciendo el ceño. –Kay -me dijo-, ¿nunca te has parado

a pensar en la posibilidad de que te estésdejando llevar por los casos en mayor medida que tus antecesores en el cargo?

 –No he conocido a ninguno de ellos -contesté.

Ethridge esbozó una leve sonrisa. –Ésa no es una respuesta a mipregunta, señora letrada.

 –Sinceramente, jamás lo había

pensado. –Ni yo esperaba que lo hicieras -dijo

él, sorprendiéndome con su comentario-.o lo esperaba en absoluto porque eres

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una persona que se entrega hasta el fondoLo cual es precisamente uno de los variosmotivos por los que apoyé sin reservas tu

nombramiento. El lado bueno es que no see escapa ni una, que eres una patóloga

forense de primera, aparte tus excelentesdotes como administradora. El lado maloes que a veces tiendes a colocarte ensituaciones peligrosas. Aquellos casos deestrangulamiento de hace

aproximadamente un año,* por ejemplo.Puede que jamás se hubieran resuelto yque muchas otras mujeres hubieran muertode no haber sido por ti. Pero por poco te

cuestan la vida.«Volviendo al incidente de ayer -

Ethridge hizo una pausa, sacudió lacabeza y soltó una carcajada-, tengo que

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reconocer que estoy impresionado. Creohaber oído por la radio esta mañana queo dejaste K.O. ¿Es cierto eso?

 –No exactamente -contesté un tantocohibida.

 –¿Sabes quién es y qué buscaba? –No estamos seguros -dije-, pero

entró en la cámara frigorífica del depósitode cadáveres y tomó unas fotografías. Deos cuerpos de Cary y Sterling Harper.

Las fichas que estaba examinando cuandoyo entré no me revelaron nada. –¿Estaban por orden alfabético? –Estaban en el fichero de la M a la N

dije. –¿M de Madison? –Podría ser -contesté-. Pero este caso

se encuentra en el despacho principal. No

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hay nada en los archivadores.Tras un prolongado silencio, el fiscal

general tamborileó con el índice sobre el

cuaderno de notas y dijo: –He anotado todo lo que sé sobre

estas muertes recientes. Beryl Madison,Cary Harper, Sterling Harper. Tienenodos los ingredientes propios de una

novela de misterio, ¿verdad? Y ahora saleoda esta historia del manuscrito perdido

en la cual está presuntamente implicado edespacho de la jefa del departamento deMedicina Legal. Te voy a decir un par decosas, Kay. Primero, si te llama alguien

más a propósito del manuscrito, creo quee será más cómodo enviar a losnteresados a mi despacho. Estoy

preparado para afrontar una querella

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fraudulenta. Pondré a trabajar a miequipo, a ver si podemos adelantarnos ycortarles el paso. En segundo lugar, y eso

o he estado meditando con muchocuidado, quiero que te conviertas en unceberg.

 –¿Y eso qué significa exactamente? – pregunté con una cierta inquietud.

 –Lo que aflora a la superficie no esmás que una mínima parte de lo que hay

realmente debajo -me contestó-. No loconfundas con la discreción, aunque aodos los efectos prácticos tengas que

mostrarte discreta. Declaraciones a la

prensa reducidas a su mínima expresión yprocurar pasar lo más inadvertida posibleempezó a acariciar de nuevo la cadena

del reloj-. Inversamente proporcional a tu

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nvisibilidad será tu nivel de actividad ode participación, si prefieres.

 –¿De participación? – dije en tono de

protesta-. ¿Ésa es tu manera de decirmeque me dedique exclusivamente a mirabajo procurando al mismo tiempo que

mi despacho no llame la atención? –Sí y no. Sí en cuanto al trabajo. Por 

o que respecta a tu despacho, me temoque eso no estará en tu mano controlarlo -

Ethridge hizo una pausa, cruzando lasmanos sobre su escritorio-. Conozcobastante bien a Robert Sparacino.

 –¿Has tenido tratos con él? – pregunté

 –Tuve la desgracia de conocerle en lafacultad de Derecho -contestó.

Le miré con incredulidad. –Universidad de Columbia,

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promoción del cincuenta y uno -añadióEthridge-. Un joven obeso y arrogante conun defecto de carácter muy grave. Por si

fuera poco, era muy inteligente y hubierapodido ser el primero de la promoción yentrar a trabajar como colaborador en eldespacho del presidente del TribunalSupremo si yo no hubiera forzado lamáquina. – Tras una breve pausa, Ethridgerminó diciendo-: Yo fui a Washington y

disfruté del privilegio de trabajar paraHugo Black. Y Robert se quedó en NuevaYork.

 –¿Y crees que te ha perdonado? – 

pregunté mientras en mi mente empezaba formarse una nube de sospecha-. Supongoque debió de haber mucha rivalidad entrevosotros. ¿Te ha perdonado alguna vez

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que le vencieras en la carrera y fueras elprimero de la promoción?

 –Nunca deja de enviarme una postal

de felicitación por Navidad -contestósecamente Ethridge-. A partir de una listade ordenador, con su firma impresa y minombre erróneamente escrito. Lo bastantempersonal como para resultar ofensivo.

Estaba empezando a comprender por qué razón Ethridge quería que todas las

batallas con Sparacino pasaran por eldespacho del fiscal general. –No estarás pensando que la ha

omado conmigo para fastidiarte a ti,

¿verdad? – le pregunté en tono dubitativo –¿Cómo? ¿Que la pérdida del

manuscrito sea un engaño y él lo sepa?¿Que esté armando todo este alboroto en

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a Mancomunidad para dejarmendirectamente un ojo a la funerala y

causarme quebraderos de cabeza? – 

Ethridge esbozó una triste sonrisa-. Nocreo que éste sea su único motivo.

 –Pero podría ser un alicienteadicional -dije-. Él sabe que cualquier aleo legal, cualquier litigio relacionado

con mi departamento tendría que pasar por el fiscal general. Lo que tú me estás

diciendo es que se trata de un hombrevengativo.Ethridge juntó las yemas de los dedos

de ambas manos y empezó a tamborilear 

entamente con ellas mientras me decíacon la mirada perdida en la distancia:

 –Te voy a contar una cosa que merevelaron sobre Robert Sparacino cuando

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ambos estudiábamos en la universidad deColumbia. Procede de un hogar roto yvivía con su madre mientras su padre se

dedicaba a ganar un montón de dinero enWall Street. Al parecer, el chico visitabaa su padre en Nueva York varias veces alaño y era un ávido y precoz lector que sesentía profundamente atraído por elmundo literario. Durante una de susvisitas, convenció a su padre de que lo

levara a almorzar al Algonquin un día enque Dorothy Parker y los miembros de suMesa Redonda tenían que reunirse allí.Robert, que no tendría más de nueve o

diez años, lo tenía todo planeado segúnmás tarde les contó a sus amiguetes deColumbia. Se acercaría a DorothyParker,* le tendería la mano y se

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presentaría diciendo: «Señorita Parker,mucho gusto en conocerla», y todas estascosas que suelen decirse. Pero, cuando se

acercó a la mesa, lo que le dijo fue:«Señorita Parker, mucho gusto encomplacerla». A lo cual Dorothy contestóriéndose como sólo ella sabía hacerlo:«Muchos hombres me han dicho lo mismoaunque ninguno tan joven como tú». Lasrisas que se produjeron mortificaron y

humillaron a Sparacino, el cual jamás lasolvidó.La imagen del pequeño gordinflón

endiendo una sudorosa mano y diciendo

aquella patochada resultaba tan patéticaque ni siquiera me reí. Si un héroe de minfancia me hubiera humillado, yoampoco lo hubiera olvidado jamás.

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 –Te lo cuento -dijo Ethridge- parademostrarte una cosa que a estas alturasya ha sido confirmada con creces, Kay.

Cuando Sparacino contó esta anécdota enColumbia estaba un poco bebido yamargado y prometió que se vengará y leenseñaría a Dorothy Parker y al resto desu refinado y elitista ambiente que de élno se reía nadie. ¿Y qué ha ocurrido? – Ethridge me miró plácidamente-. Pues que

es uno de los abogados más poderosos desector editorial y se codea con loseditores, los agentes y los escritores, loscuales puede que le odien en privado,

pero no consideran prudente incurrir en suenojo. A lo mejor, almuerza habitualmenten el Algonquin e insiste en concertar 

odos los contratos cinematográficos y

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editoriales que allí se forjan mientras ensu fuero interno contempla con una sonrisrelamida el fantasma de Dorothy Parker.

¿Te parece muy descabellado? – preguntóras una pausa.

 –No. No hace falta ser un psicólogopara comprenderlo -contesté.

 –He aquí lo que quiero sugerirte -dijoEthridge clavando los ojos en los míos-.Deja que yo me encargue de Sparacino.

Quiero que evites cualquier contacto conél en la medida de lo posible. No debessubestimarle, Kay. Aunque creas queapenas le has dicho nada, él lee entre

íneas y es un maestro en hacer deducciones que pueden dar asombrosamente en el blanco. No sé muybien cuáles eran sus relaciones con Beryl

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Madison y los Harper ni qué se proponeen realidad. A lo mejor, toda una serie decosas desagradables.

Pero no quiero que averigüe másdetalles sobre estas muertes que los queya conoce.

 –Ya conoce muchas cosas -dije-. Elnforme policial sobre Beryl Madison,

por ejemplo. No me preguntes cómo… –Es un personaje muy ingenioso -me

nterrumpió Ethridge-. Te aconsejo quemantengas todos los informes fuera de lacirculación y sólo los envíes adondeengas que hacerlo. Refuerza las medidas

de seguridad, mantén todos los archivosbajo llave. Asegúrate de que tuscolaboradores no faciliten información anadie sobre estos casos a no ser que estés

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absolutamente segura de que la personaque llama para solicitarla es realmentequien dice ser. Sparacino utilizará todas

as migajas en su propio beneficio. Paraél es un juego. Muchas personas podríansufrir las consecuencias… tú incluida. Pono hablar de lo que podrá ocurrir con loscasos cuando llegara el momento deluicio. Tras uno de sus típicos revuelos

publicitarios, tendríamos que irnos a la

maldita Antártida. –Puede que él ya se haya adelantado ao que piensas hacer -dije en voz baja.

 –¿Al hecho de que yo me convierta en

pararrayos y suba al ring en lugar de dejaque lo haga alguno de mis colaboradores?

Asentí con la cabeza. –Bueno, es posible.

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Yo estaba segura de no ser la presaque Sparacino perseguía. Él queríacargarse a su antigua pesadilla. Sparacino

no podía atacar directamente al fiscalgeneral. No hubiera podido superar labarrera de los perros guardianes, losayudantes y las secretarias. Por eso mehabía elegido a mí y, por suerte para él,estaba obteniendo el resultado apetecido.La idea de que me utilizaran de semejante

guisa sólo sirvió para intensificar mienojo. De pronto, me vino a la menteMark. ¿Cuál sería su papel en todoaquello?

 –Estás disgustada y no te lo reprocho dijo Ethridge-. Y vas a tenerte que tragar u orgullo y tus emociones, Kay. Necesito

u ayuda.

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Le escuché sin decir nada, pendientede sus palabras.

 –Tengo la fundada sospecha de que la

entrada que nos facilitará el acceso alparque de atracciones de Sparacino es esmanuscrito por el que todo el mundomuestra tanto interés. ¿Hay algunaposibilidad de que lo puedas localizar?

Sentí que me ardía la cara. –Eso no ha pasado en ningún momento

por mi despacho, Tom… –Kay -dijo Ethridge con firmeza-, noes eso lo que yo te he preguntado. Haymuchas cosas que nunca pasan por tu

despacho y que, sin embargo, el forenseconsigue averiguar. Existencia demedicamentos, un comentario sobre un

dolor torácico que alguien oyó en

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determinado momento poco antes de queel sujeto cayera repentinamente muerto,detalles sobre unas intenciones de

suicidio que logras averiguar a través deun familiar. Tú no tienes poder paraobligar a nadie, pero puedes investigar. Ya veces descubres cosas que nadie le diría la policía.

 –Yo no quiero ser un simple testigo,Tom.

 –Tú eres un testigo experto. Por supuesto que no serás un simple testigo.Sería una lástima -dijo Ethridge.

 –La policía suele hacer los

nterrogatorios mejor que yo -añadí-. Noespera que la gente diga la verdad.

 –¿Lo esperas tú? – me preguntó elfiscal general.

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 –El amable médico de cabecera sueleesperarlo, espera que la gente le diga laverdad tal y como la percibe. Hace todo

o que puede. Casi ningún médico esperaque el paciente lo engañe.

 –Kay, estás generalizando. –No quiero colocarme en la

situación… –Kay, el código dice que el forense

nvestigará la causa y modalidad de las

muertes y pondrá por escrito susresultados. Todo eso es muy vago y teconfiere plenos poderes para investigar.Lo único que en realidad no puedes hacer

es detener a una persona, lo sabes muybien. La policía jamás encontrará estemanuscrito. Tú eres la única persona que

puede encontrarlo. – Ethridge me miró

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directamente a la cara.– Es másmportante para ti y para tu reputación que

para ellos.

 No podía hacer nada. Ethridge lehabía declarado la guerra a Sparacino yyo había sido reclutada.

 –Busca este manuscrito, Kay. – Elfiscal general consultó su reloj.– Teconozco. Si te lo propones, lo encontraráso, por lo menos, descubrirás qué ha sido

de él. Tres personas han muerto. Una deellas es un premio Pulitzer cuyo libro escasualmente uno de mis preferidos.Además, me tendrás informado de

cualquier cosa que surja relacionada conSparacino. Lo intentarás, ¿verdad?

 –Sí, señor -contesté-. Por supuestoque lo intentaré.

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Empecé dando la lata a los científicosEl examen de los documentos es uno

de los pocos procedimientos científicos

que pueden ofrecer respuestas visibles. Ean concreto como el papel y tan tangible

como la tinta. El miércoles a última horade la tarde el jefe de la sección llamadoWill, Marino y yo ya llevábamos variashoras en ello. Lo que estábamosdescubriendo era un claro recordatorio de

que nadie puede decir que un día no caeráen el hábito de la bebida. No sabía muy bien lo que esperaba.

La mejor solución hubiera sido establecer

de buenas a primeras que lo que habíaquemado la señorita Harper en lachimenea era el manuscrito perdido de

Beryl. Entonces hubiéramos llegado a la

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conclusión de que Beryl lo habíaencomendado a la custodia de su amiga. Yhubiéramos supuesto que la obra contenía

unas indiscreciones que la señoritaHarper había optado por no compartir conel mundo. Y, sobre todo, hubiéramospodido llegar a la conclusión de que elmanuscrito no había desaparecido delescenario del delito.

Sin embargo, la cantidad y el tipo de

papel que estábamos examinando noencajaban con aquellas posibilidades.Quedaban muy pocos fragmentos sinquemar y ninguno de ellos superaba el

amaño de una pequeña moneda, por loque no merecía la pena colocarlo bajo laente con nitro de rayos infrarrojos del

videocomparador. Ningún medio técnico

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o ninguna prueba química nos permitiríaexaminar aquellos tenues y blancos buclede ceniza. Eran tan frágiles que no nos

atrevíamos a sacarlos de la caja de cartónen la que Marino los había recogido.Habíamos cerrado la puerta y las ventanadel laboratorio de documentos para queen la estancia no corriera el menor soplode aire. Estábamos entregados a ladesesperante y minuciosa tarea de sujetar

con unas pinzas unas etéreas cenizas enbusca de alguna palabra. De momento,sabíamos que la señorita Harper habíaquemado unas hojas de un papel tela muy

caro en el que figuraban impresos unoscaracteres mecanografiados con cinta decarbón. Estábamos seguros de ello por varias razones. El papel fabricado con

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pulpa de madera se vuelve de color negrocuando se quema mientras que elfabricado a partir de algodón es

ncreíblemente limpio y sus cenizas sonan finas y blancas como las que habíamo

encontrado en la chimenea de la señoritaHarper. Los pocos fragmentos noquemados que estábamos contemplandocoincidían con esa variedad. Finalmente,el carbón no se quema. El calor había

encogido los caracteres mecanografiadosdejándolos reducidos a algo comparable a letra menuda de imprenta de unos

veinte espacios aproximadamente.

Algunas palabras estaban enteras ydestacaban en la fina película blanca de lceniza. Lo demás estabarremediablemente fragmentado y tan

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sucio como los pringosos restos de lospapemos que contenían las galletitaschinas de la fortuna.

 –arrib -deletreó Will.Tenía los ojos enrojecidos detrás de

sus anticuadas gafas de montura negra, suuvenil rostro estaba visiblemente

cansado y le costaba un enorme esfuerzoener paciencia.

Añadí la palabra parcial a la lista de

a página de mi cuaderno de apuntes. –Arriba, arribar -añadió con unsuspiro-. No se me ocurre qué otra cosapodría ser.

 –Arribista -dije yo pensando en vozalta.

 –¿Arribista? – preguntó asombradoMarino con cara de asco-. Y eso, ¿qué

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demonios es? –Un trepador social -contesté. –Demasiado esotérico para mí -dijo

Will sin ánimo de hacerse el gracioso. –Probablemente demasiado esotérico

para la mayoría de la gente -reconocí,pensando que ojalá tuviera a mano elfrasco de Advir que guardaba en mi bolsopara poder aliviar el persistente dolor decabeza que yo atribuía al forzamiento de

a vista. –Jesús -exclamó Marino-. Palabras,palabras, palabras. Jamás había vistoantas palabras en mi puñetera vida. La

mitad de ellas no las había oído jamás,cosa, por otra parte, que no lamento enabsoluto.

Se encontraba acomodado en una silla

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giratoria, con los pies apoyados en unescritorio, y estaba leyendo laranscripción de los escritos que Will

había descifrado en la cinta sacada de lamáquina de escribir de Cary Harper. Lacinta no era de carbón, lo cual significabaque las páginas que había quemado laseñorita Harper no podían proceder de lamáquina de escribir de su hermano. Alparecer, el novelista estaba trabajando a

rachas en otro esbozo de libro. Buenaparte de lo que Marino estaba examinandono tenía demasiado sentido. Cuando antesyo le había echado un vistazo, me había

preguntado si la inspiración de Harper nohabría sido un frasco de esencias queraras veces se destapaba.

 –No sé si esta mierda se podría

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vender -comentó Marino.Will había pescado otro fragmento de

frase en medio del revoltijo de hollín y

ahora lo estaba examinandodetenidamente.

 –Es que, cuando muere un famosoescritor, siempre sacan cosas -añadióMarino-. En general, son tonterías que elpobre hombre jamás tuvo la menor ntención de publicar.

 –Sí. Las podrían llamar Migajas deun banquete literario -musité.

 –¿Cómo dice? –No importa. Aquí no hay ni diez

páginas, Marino -dije-. Sería difícil hacerun libro con todo eso.

 –Bueno pues, en lugar de hacer unibro, se publica en el Esquive o el

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layboy. Probablemente valdría susbuenos dólares -dijo Marino.

 –Esta palabra indica con toda clarida

el nombre de un lugar o una empresa -dijoWill sin prestar atención a lo que íbamosdiciendo-. «Co» está con inicialmayúscula.

 –Interesante -dije-. Muy interesante.Marino se levantó para echar un

vistazo.

 –Cuidado, no respiren encima -nosadvirtió Will sosteniendo las pinzas en lamano cual si fueran un bisturí mientrassujetaba con delicadeza el retazo de

blanca ceniza en el que unas letras negrasdecían «bor Co.»

 –Colegio, condado, compañía -sugeríyo.

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Me estaba volviendo a circular lasangre y me había despertado de mimodorra.

 –Ya, pero, ¿qué significaría «bor» -preguntó Marino.

 –¿Ann Arbor? – apuntó Will. –¿Y si fuera un condado de Virginia?

dijo Marino. No pudimos encontrar ningún condado

de Virginia que terminara en «bor».

 –Harbor -dije yo. –De acuerdo. Pero, entonces, ¿quésignificaría el «Co» -replicó Will en tonodubitativo.

 –Podría ser algo así como «Harbor Company» -dijo Marino.

Busqué en la guía telefónica. Había

cinco empresas cuyos nombres empezaba

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con Harbor: Harbor East, Harbor South,Harbor Village, Harbor Imports y HarborSquare.

 –Me parece que no vamos por buencamino -dijo Marino.

 No tuvimos demasiada suerte cuandolamé a Información, preguntando por los

nombres de las empresas del área deWilliamsburg llamadas Harbor tal oHarbor cual. Aparte un complejo de

apartamentos, no había nada. Despuéslamé al investigador Poteat de la policíade Williamsburg, el cual sólo me pudofacilitar el nombre del complejo de

apartamentos que ya conocíamos. –Quizá no merece la pena que

perdamos el tiempo con eso -dijo Marinorritado.

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Will se había enfrascado de nuevo enel examen de la caja de cenizas.

Marino contempló por encima de mi

hombro la lista de palabras que habíamosencontrado hasta entonces.

Tu, tus, mi, nosotros y bien eran muyfrecuentes. Otras palabras completaspertenecían a la argamasa de laconstrucción gramatical de las frases máscorrientes… y, es, era, eso, este, lo, un,

que y una. Otras palabras eran algo másconcretas, como, por ejemplo, ciudad,

casa, saber, por favor, miedo, trabajo,

creo y echo de menos. En cuanto a las

palabras incompletas, sólo podíamoshacer conjeturas acerca de lo que habránsido en su anterior existencia. Una

derivación de tremendo se utilizaba al

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parecer muy a menudo, pues no se nosocurría ninguna palabra que pudieraempezar con tremen o tremend Como es

natural, los matices ni siquiera nospasaban por la imaginación. ¿Habríautilizado la persona el término«tremendo» como en la frase «Eso esremendo»? ¿La habría usado para decir 

«Estoy tremendamente disgustado» o «Teecho tremendamente de menos»? ¿O acaso

habría escrito algo tan inocente como «Hasido tremendamente amable de su parte»?Curiosamente, encontramos varios

restos del nombre Sterling y otros tantos

del nombre Cary. –Estoy casi segura de que lo que

quemó fueron cartas personales -dije-. Elipo de papel y las palabras utilizadas me

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nducen a pensarlo.Will se mostró completamente de

acuerdo con mi opinión.

 –¿Recuerda si encontró algún papel dcartas en la casa de Beryl Madison? – lepregunté a Marino.

 –Papel de impresora de ordenador ypapel de escribir a máquina. Eso es todo.

ada de este papel tan caro de que ustedhabla -contestó.

 –Su impresora utiliza cintas de tinta -nos recordó Will mientras inmovilizabaun fragmento de ceniza con las pinzas yañadía-: Creo que tenemos otra.

Eché un vistazo.Esta vez sólo quedaba «or C».

 –Beryl tenía un ordenador y unampresora de la marca Lanier -le dije a

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Marino-. Creo que no sería mala ideaaveriguar si eso fue lo único que siempreuvo.

 –Repasé todas sus facturas -dijoMarino.

 –¿De cuántos años? – le pregunté. –Todos los que había. Cinco, seis -

contestó. –¿Siempre tuvo el mismo ordenador? –No -contestó-, pero sí la misma

mpresora, doctora. Una cosa llamada milseiscientos, con margarita. Y siempreutilizaba el mismo tipo de cinta. No tengoni idea de lo que utilizaba antes para

escribir. –Comprendo. –Pues la felicito -dijo Marino en tono

quejumbroso, aplicándose masaje a la

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nuca-. Yo no comprendo ni torta.

10La Academia Nacional del FBI en

Quantico, Virginia, es un oasis de ladrilloy cristal en medio de una guerra artificialJamás olvidaría mi primer día de estancia

allí años atrás. Me acostaba y meevantaba en medio del rumor de losdisparos de las semiautomáticas, y unaarde en que me equivoqué de camino

durante la prueba de aptitud por elbosque, poco faltó para que meatropellara un tanque.

Era un viernes por la mañana. BentonWesley había organizado una reunión yMarino se animó visiblemente cuandoaparecieron ante nuestros ojos la fuente y

as banderas de la Academia. Tuve que

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dar dos pasos por cada uno de los que éldaba para no quedarme rezagada mientrasentrábamos en el espacioso y soleado

vestíbulo de un edificio de recienteconstrucción que más parecía un hotel deujo, hasta el punto de que todo el mundoo llamaba el Quantico Hilton. Entregando

su revólver en el mostrador de la entrada,Marino firmó por los dos y nos prendimoos pases de visitante mientras un

recepcionista avisaba a Wesley paraconfirmar nuestro privilegiado derecho deadmisión.

Un laberinto de pasillos de cristal

unen los despachos, las aulas y losaboratorios, y uno puede trasladarse de

un edificio a otro sin necesidad de salir fuera. Por muy a menudo que visitara

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aquel lugar, yo siempre me perdía.Marino parecía saber por dónde iba, asíque yo le seguí confiadamente mientras

contemplaba el desfile de los alumnoscodificados según distintos colores. Loscamisas rojas y pantalones caqui eranoficiales de policía. Los camisas grises ypantalones negros de faena remetidos enrelucientes botas eran los nuevos agentesde la DEA, la Drug Enforcement Agency,

encargada de la lucha contra la droga,cuyos veteranos vestían siniestramente denegro. Los nuevos agentes del FBI vestíande azul y caqui mientras que los miembro

del grupo especial de los Equipos deRehenes vestían de un blanco inmaculadoTanto hombres como mujeres ibanmpecablemente aseados y parecían

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disfrutar de una extraordinaria buenaforma. Mostraban un comedimientoípicamente militar, tan tangible como el

olor del disolvente para limpiar armas defuego que dejaban a su paso.

Tomamos un ascensor y Marino pulsóun botón marcado con las letras HHHondo Hondo, según el chiste de la

casa). El refugio antiatómico secretomandado construir por Hoover, el antiguo

director del FBI, se encuentra a veintemetros bajo tierra y a mí siempre me haparecido muy acertado que la Academiadecidiera localizar su Unidad de Ciencias

Conductistas más cerca del infierno quedel cielo. Las denominaciones cambian.Según mis últimas noticias, el FBIlamaba ahora a los expertos en diseños

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de perfiles Criminal Investigative AgentsAgentes de Investigación Criminal) o

CIA (una sigla destinada a sembrar la

confusión). Pero el trabajo no cambia.Siempre habrá psicópatas, sociópatas,asesinos por placer… o como quiera unolamar a los seres malvados que disfrutan

causando un dolor inimaginable a sussemejantes.

Salimos del ascensor y avanzamos po

un desangelado pasillo hasta llegar a undesangelado despacho exterior.nmediatamente apareció Wesley, el cual

nos acompañó a una pequeña sala de

untas donde Roy Hanowell se hallabasentado junto a una reluciente mesaalargada. El experto en fibras nuncaparecía reconocerme a primera vista de

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una reunión a otra. Por eso yo siempre mepresentaba cuando me tendía la mano.

 –Por supuesto, por supuesto, doctora

Scarpetta. ¿Qué tal está usted? – mepreguntó, tal como solía hacer siempre.

Wesley cerró la puerta y Marino miróa su alrededor, frunciendo el ceño,enfurecido al no ver ningún cenicero.Tendría que utilizar una lata vacía deCoke dietético. Reprimí el impulso de

sacar mi cajetilla. La Academia estaba taexenta de humo de tabaco como unaunidad de cuidados intensivos.

La espalda de la blanca camisa de

Wesley estaba arrugada y sus ojosmostraban una expresión muy cansada ypreocupada cuando empezó a examinar os papeles de una carpeta. Fue

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nmediatamente al grano. –¿Alguna novedad sobre Sterling

Harper? – preguntó.

Yo había estudiado los resultados deos exámenes histológicos sin

sorprenderme en exceso y sin que ello mepermitiera establecer la causa de surepentina muerte.

 –Padecía leucemia mielocíticacrónica -contesté.

Wesley levantó la vista. –¿Fue la causa de su muerte? –No. En realidad, ni siquiera estoy

segura de que ella lo supiera -dije.

 –Interesante -comentó Hanowell-.¿Puede uno estar enfermo de leucemia sinsaberlo?

 –El inicio de la leucemia crónica es

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nsidioso -expliqué-. Puede que lossíntomas fueran simplemente sudoresnocturnos, cansancio o pérdida de peso.

Por otra parte, es posible que le fueradiagnosticado hace algún tiempo y seencontrara en fase de remisión. No estabasufriendo una crisis. No se registrabannfiltraciones leucémicas progresivas y no

padecía ninguna infección significativa.Hanowell me miró perplejo.

 –Pues entonces, ¿por qué se murió? –No lo sé -reconocí. –¿Algún medicamento? – preguntó

Wesley, tomando apuntes.

 –En toxicología han iniciado lasegunda fase de análisis -contesté-. Elnforme preliminar indica una

alcoholemia de coma cero tres. Además,

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se han encontrado rastros dedextromethorphan, un antitusígeno quefigura en la fórmula de numerosos jarabes

que se venden sin receta. En el lugar deos hechos encontramos un frasco de

Robitussin en el lavabo de su cuarto debaño del piso de arriba. Estaba llenohasta más de la mitad de su contenido.

 –O sea que eso no pudo ser la causa -musitó Wesley para sus adentros.

 –Aunque se hubiera tomado todo elfrasco, no hubiera ocurrido nada -le dije-Reconozco que es un poco desconcertanteañadí.

 –¿Me tendrá al corriente?Comuníqueme las novedades que seproduzcan -dijo Wesley, pasando unaspáginas y llegando al segundo tema de su

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agenda-. Roy examinó las fibras del casode Beryl Madison. Queremos hablar deello. Y después, Pete, Kay… -levantó la

vista para mirarnos-, hay otro asunto quequisiera discutir con ustedes dos.

Wesley no parecía muy contento y yoenía la impresión de que la razón de que

nos hubiera convocado allí tampoco iba aser un motivo de alegría para mí.Hanowell, en cambio, se mostraba tan

mperturbable como siempre. Su cabello,sus cejas y sus ojos eran de color gris.Siempre que yo le veía, me parecía un sermedio adormilado y gris, tan incoloro y

apagado que a veces estaba tentada depreguntarme si tenía presión sanguínea.

 –Con una sola excepción -empezódiciendo lacónicamente Hanowell-, las

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fibras que me pidieron que examinara,doctora Scarpetta, revelan muy pocassorpresas… en las secciones

ransversales no se observan tintes niformas insólitas. He llegado a laconclusión de que las seis fibras de nailoproceden muy probablemente de seisorígenes distintos, tal como yasuponíamos el experto de Richmond y yo.Cuatro de ellas coinciden con las de los

ejidos utilizados en la fabricación de lasalfombras de automóviles. –Y eso, ¿cómo lo ha averiguado? – 

preguntó Marino.

 –La tapicería y las alfombras denailon se degradan muy rápidamente por efecto de la luz solar y el calor, tal comousted puede imaginar -dijo Hanowell-. Si

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as fibras no se someten a un proceso deinte premetalizado, que les añade

estabilizadores de temperatura y de rayos

ultravioleta, las alfombras de losautomóviles se decoloran o se pudren enun santiamén. Utilizando fluorescencia derayos X he podido detectar residuosmetálicos en cuatro de las fibras denailon. Aunque no puedo asegurar concerteza que el origen de esas fibras sean

unas alfombras de automóvil, digo quecoinciden con éstas. –¿Hay alguna posibilidad de que se

pueda establecer la marca y el modelo? –

preguntó Marino. –Me temo que no -contestó Hanowell

A no ser que se trate de una fibra muynsólita con una modificación patentada,

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descubrir al fabricante no servirá demucho, sobre todo si los vehículos encuestión se hubieran fabricado en el

Japón. Le voy a dar un ejemplo. Elprecursor de la alfombra de un Toyota sounos aglomerados de plástico que seenvían desde nuestro país al Japón. Allíse transforman en fibras y el hilo se envíade nuevo aquí para la fabricación de lasalfombras. La alfombra se envía al Japón

y allí se coloca en los automóviles quesalen de la cadena de montaje.Sus monótonas explicaciones me

estaban hundiendo cada vez más en la

desesperanza. –También tenemos quebraderos de

cabeza con los automóviles fabricados enos Estados Unidos. La Chrysler 

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Corporation, por ejemplo, puede obtener un cierto color de sus alfombras a travésde tres proveedores distintos. En pleno

proceso de fabricación de un modelo delaño, la Chrysler puede decidir cambiar dproveedores. Supongamos, teniente, por ejemplo, que usted y yo tenemos sendosLe Barons negros del ochenta y siete conapicería interior de color borgoña. Bueno

pues, los proveedores de la alfombra de

color borgoña del mío pueden ser distintos de los proveedores de la suya.Lo cual quiere decir que lo únicosignificativo en las fibras de nailon que h

examinado es su variedad. Dos podríanproceder de una alfombra doméstica.Cuatro podrían pertenecer a alfombras deautomóvil. Los colores y las secciones

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ransversales varían. A todo ello añádaleel hallazgo de la olefina, el Dynel y lasfibras acrílicas y el resultado será un

batiburrillo de lo más curioso. –Está claro -terció Wesley- que el

asesino ejerce una profesión o tiene unaactividad que le pone en contacto conmuchos tipos de alfombras. Y, cuandoasesinó a Beryl Madison, llevaba unaprenda a la que se adherían con facilidad

numerosas fibras.Pudo ser una prenda de lana, pana ofranela, pensé, a pesar de que no se habíaencontrado ninguna fibra de lana o de

algodón teñido que pudiera proceder delasesino.

 – ¿Y qué puede decirnos del Dynel? – pregunté.

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 –Suele utilizarse en prendas de mujerPelucas, abrigos de piel sintética y cosasasí -contestó Hanowell.

 –Sí, pero no exclusivamente -dije yo-Una camisa o unos pantalones fabricadoscon Dynel crean electricidad estáticacomo el poliéster, dando lugar a que sees adhieran toda clase de cosas. Eso

podría explicar por qué llevaba encimaantos vestigios.

 –Es posible -dijo Hanowell. –O sea que a lo mejor el tío llevabauna peluca -apuntó Marino-. Sabemos queBeryl le franqueó la entrada, es decir, que

no se sintió amenazada por su presencia.Las mujeres no suelen sentirseamenazadas cuando aparece en su puerta

otra mujer.

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 –¿Un travestí? – dijo Wesley. –Podría ser -contestó Marino-.

Algunos de ellos son unas chicas

preciosas. Es tremendo. Son capaces deengañarme incluso a mí a menos que lesexamine detenidamente la cara.

 –Si el atacante hubiera ido disfrazadodije yo-, ¿cómo se explicaría la

presencia de las fibras que llevabaadheridas? Si el origen de las fibras fuera

su lugar de trabajo, está claro que allí nose hubiera presentado disfrazado. –A no ser que trabaje disfrazado en la

calle -dijo Marino-. Y se pase la noche

entrando y saliendo de los automóviles deos clientes o tal vez entrando y saliendo

de habitaciones de motel con suelos

alfombrados.

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 –En tal caso, la elección de la víctimano tendría ningún sentido -comenté yo.

 –No, pero la ausencia de líquido

seminal sí la podría tener -replicóMarino-. Los travestis masculinos, losputones, no suelen andar por ahí violandoa las mujeres.

 –Tampoco suelen andar por ahíasesinándolas -dije yo.

 –He mencionado una excepción -

añadió Hanowell, consultando su reloj-.Se trata de la fibra acrílica de color anaranjado por la que usted sentía tantacuriosidad -dijo clavando sus grises e

mperturbables ojos en mí. –La fibra en forma de trébol de tres

hojas -recordé.

 –Sí -dijo Hanowell asintiendo-. La

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forma es muy insólita y el propósito,como en todas las trilobuladas, esdisimular la suciedad y dispersar la luz.

El único lugar que yo conozco donde sepodrían encontrar fibras de esta forma sonos Plymouth fabricados a finales de la

década de los setenta… Son fibraspertenecientes a la alfombra de nailon ysu sección transversal tiene la mismaforma de trébol de tres hojas que la

sección transversal de la fibra anaranjadadescubierta en el caso de Beryl Madison. –Pero la fibra anaranjada es acrílica -

e recordé yo-. No es de nailon.

 –Muy cierto, doctora Scarpetta -dijoHanowell-. Le estoy facilitando todosestos datos para subrayarle las singularespropiedades de la fibra en cuestión. El

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hecho de que sea acrílica y no de nailon yel hecho de que los colores tan vivoscomo el anaranjado casi nunca se usen en

as alfombras de los automóviles nosayuda a descartar numerosos orígenes…ncluyendo los Plymouth fabricados a

finales de la década de los setenta. Ocualquier otro automóvil que se le puedaocurrir.

 –¿O sea que usted nunca ha visto nada

semejante a esta fibra anaranjada? – preguntó Marino. –A eso iba -contestó Hanowell en

ono vacilante.

 –El año pasado -terció Wesley-recibimos una fibra idéntica a estaanaranjada cuando a Roy le pidieron queexaminara los rastros recuperados en un

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Boeing 747 secuestrado en Atenas. Estoyseguro de que recordarán el incidente.

Silencio.

Hasta Marino se había quedadomomentáneamente sin habla.

Wesley siguió adelante, mirándonoscon expresión sombría…

 –Los secuestradores asesinaron a dossoldados norteamericanos que seencontraban a bordo y arrojaron sus

cuerpos a la pista. Chet Ramsey era unnfante de Marina de veinticuatro años, elprimero en ser arrojado desde el aparato.La fibra anaranjada estaba adherida a la

sangre de su oreja izquierda. –¿Y si la fibra hubiera procedido del

nterior del avión? – pregunté yo. –Parece ser que no -contestó

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Hanowell-. La comparé con muestras dea alfombra, de la tapicería de los

asientos, y de las sábanas guardadas en

os compartimentos superiores y noencontré nada igual o que tan siquiera see pareciera. O Ramsey recogió la fibra

en otro lugar, cosa no muy probablepuesto que la fibra estaba adherida asangre reciente, o fue el resultado de unaransferencia pasiva desde uno de los

erroristas a él. La única alternativa quese me ocurre es que la fibra procediera dotro pasajero, pero, en tal caso, estapersona hubiera tenido que tocarle

después de que le causaran la lesión.Según el relato de un testigo presencial deos hechos, ninguno de los demás

pasajeros se le acercó. Ramsey fue

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conducido a la parte anterior del aparato,ejos de los restantes pasajeros, y

golpeado; después le pegaron un tiro,

envolvieron su cuerpo en una de lasmantas del avión y lo arrojaron a la pista.Por cierto, la manta era de color tostado.

Marino fue el primero que lo dijo ysin el menor tinte humorístico, por cierto:

 –¿Le importa explicar qué coño tieneque ver un secuestro en Grecia con el

asesinato de dos escritores en Virginia? –La fibra establece una relación entrepor lo menos dos de los incidentes -contestó Hanowell-. El secuestro y la

muerte de Beryl Madison. Eso nosignifica que ambos delitos esténrelacionados, teniente, pero esta fibraanaranjada es tan insólita que conviene

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ener en cuenta la posibilidad de queexista algún común denominador entre loque ocurrió en Atenas y lo que ahora está

ocurriendo aquí.Era una certeza más que una

posibilidad. Había un comúndenominador. Persona, lugar u objeto,pensé. Tenía que ser una de las tres cosasLos detalles estaban surgiendo muydespacio en mi mente.

 –No pudieron interrogar a loserroristas -dije-. Dos de ellos acabaronmuertos. Otros dos consiguieron escapar no han sido atrapados.

Wesley asintió con la cabeza. –¿Estamos seguros de que eran

erroristas, Benton? – pregunté. –Jamás conseguimos relacionarlos

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con ningún grupo terrorista -contestóWesley tras una pausa-. Pero se suponeque pretendían montar un número

antinorteamericano. El aparato eranorteamericano, al igual que un tercio delpasaje.

 –¿Qué prendas vestían lossecuestradores? – pregunté.

 –Ropa de paisano. Pantalón, camisacon el cuello desabrochado, nada fuera de

o corriente -contestó Wesley. –¿Y no se encontró ninguna fibraanaranjada en los cuerpos de los dossecuestradores muertos? – inquirí.

 –No lo sabemos -contestó Hanowell-Los abatieron a tiros en la pista y nosotrono actuamos con la suficiente rapidezcomo para reclamar los cuerpos y

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rasladarlos aquí para su examen junto coos de los dos soldados norteamericanos

asesinados. Por desgracia, el informe

sobre la fibra anaranjada lo recibí de laautoridades griegas. Yo no examiné ni laropa ni los vestigios de lossecuestradores. Es evidente que pudieronpasarse por alto muchos detalles. Pero,aunque se hubieran recuperado una o dosfibras en el cuerpo de uno de los

secuestradores, eso no nos hubierandicado necesariamente el origen. –Pero bueno, ¿qué me está usted

diciendo? – preguntó Marino-. ¿Debo

suponer que estamos buscando a unsecuestrador fugado que ahora se dedica amatar a gente en Virginia?

 –No podemos excluir por completo

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esta posibilidad, Pete -dijo Wesley-. Por estrambótica que pueda parecer.

 –Los cuatro hombres que secuestraron

aquel avión jamás se han asociado conningún grupo -recordé yo-. Y no sabemosrealmente cuál era su verdadero propósitoni quiénes eran, sólo sabemos que dos deellos eran libaneses, si la memoria no mefalla, y que los otros dos que huyeronposiblemente fueran griegos. Creo que se

hicieron en aquel momento algunasconjeturas sobre la posibilidad de que elverdadero objetivo fuera un embajador norteamericano que estaba de vacaciones

y que hubiera tenido que tomar aquelvuelo junto con su familia.

 –Cierto -dijo Wesley un tantonquieto-. La embajada norteamericana en

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París había sufrido un atentado con unabomba varios días antes, lo cual dio lugara que los planes de viaje del embajador 

se modificaran en secreto aunque no asías reservas. – Su mirada pareció

perderse en la distancia mientras se dabaunos golpecitos con una pluma en elnudillo de su pulgar izquierdo.– No hemoexcluido la posibilidad de que lossecuestradores fueran un escuadrón de

ataque, unos pistoleros profesionalescontratados por alguien. –Muy bien, muy bien -dijo Marino co

mpaciencia-. Y nadie ha excluido

ampoco la posibilidad de que BerylMadison y Cary Harper fueran asesinadospor un pistolero profesional. De hecho,os delitos se escenificaron de tal forma

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que parecieran la obra de un chiflado. –Creo que un punto de partida podrá

ser intentar averiguar algo más sobre esta

fibra anaranjada y su posible origen.Fue entonces cuando yo me atreví a

decirlo: –Y tal vez alguien debería examinar 

con un poco más de detenimiento aSparacino y asegurarse de que no tuvoninguna relación con el embajador que

quizá era el verdadero objetivo delsecuestro.Wesley no contestó.Marino experimentó el impulso de

cortarse la uña de un pulgar con uncortaplumas.

Hanowell miró a su alrededor y,cuando le pareció que ya no teníamos más

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preguntas para él, se excusó y se retiró.Marino encendió otro cigarrillo.

 –Si quieren que les dé mi opinión -

dijo, exhalando una nube de humo-, eso seestá convirtiendo en un malditogalimatías. Quiero decir que no tiene nipies ni cabeza. ¿Por qué contratar a unasesino a sueldo internacional paraiquidar a una escritora de novelas

románticas y a un escritor en decadencia

que lleva años sin publicar nada? –No lo sé -contestó Wesley-. Tododepende de la clase de conexiones quehubiera. Depende de un montón de cosas,

Pete. Como todo. Lo único que podemoshacer es seguir las pruebas lo mejor quepodamos. Y eso me lleva al segundo temade la agenda. Jeb Price.

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 –Ya está en la calle -dijoautomáticamente Marino.

Le miré sin poderlo creer.

 –¿Desde cuándo? – preguntó Wesley. –Desde ayer -contestó Marino-.

Depositó la fianza. Cincuenta de losgrandes para ser más exactos.

 –Entonces, ¿le importa explicarmecómo lo consiguió? – pregunté, indignadaante el hecho de que Marino no me lo

hubiera dicho antes. –No me importa en absoluto, doctora.Yo sabía que había tres maneras de

depositar una fianza. La primera por 

medio de un aval personal, la segunda pomedio de una entrega en efectivo o enbienes y la tercera a través de un fiador 

que facilitaba la suma con un diez por 

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ciento de recargo y exigía la firma de unercero como garantía de que no se

quedará sin nada si el acusado decidiera

argarse. Jeb Price, dijo Marino, habíaoptado por la tercera posibilidad.

 –Quiero saber cómo lo consiguió -dije, sacando mi cajetilla de cigarrillos yacercándome a la lata de Coke para podecompartirla con Marino.

 –Sólo conozco una manera. Llamó a

su abogado, el cual abrió una cuentabancaria a su nombre y envió una libretade depósito a Lucky -contestó Marino.

 –¿Lucky? – pregunté.

 –Sí. La Compañía de Finanzas Luckyde la calle Diecisiete, oportunamenteubicada a una manzana de la cárcel de laciudad -contestó Marino-. La tienda de

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empeños que ha montado Charlie Luck para los presos. Conocida también como«El precio de la libertad». Charlie y yo

nos conocemos desde hace mucho tiempopegamos la hebra a menudo, nos contamochistes y cosas así. A veces, larga un pocy otras se cierra en banda. Por desgracia,esta vez ha ocurrido esto último y no hepodido sacarle el nombre del abogado dePrice, aunque sospecho que no debe de

ser de aquí. –Está claro que Price tiene muybuenas conexiones -dije.

 –Está claro -convino Wesley con

expresión ceñuda. –¿Y no ha hablado? – pregunté. –Tiene derecho a guardar silencio y

vaya si lo ha ejercido -contestó Marino.

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 –¿Qué se ha averiguado sobre suarsenal? – preguntó Wesley, tomandoapuntes-. ¿Se han hecho comprobaciones

en el registro? –Todo está registrado a su nombre -

contestó Marino- y tiene licencia paralevar un arma oculta concedida hace seis

años por un juez medio lelo del norte deVirginia que ya está jubilado y se harasladado a vivir al sur. Según los datos

ncluidos en el registro del juzgado a losque he tenido acceso, Price era soltero y,en el momento en que le fue concedida laicencia, trabajaba en una empresa de

compraventa de oro y plata llamadaFinklestein's, en el distrito de Columbia.¿Y a que no saben una cosa? Finklestein's

ya no existe.

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 –¿Y qué dice su historial comoconductor? – inquirió Wesley sin dejar deescribir.

 –No tiene multas. Tiene un BMW delochenta y nueve a su nombre, vive en unapartamento del distrito de Columbiacerca de Dupont Circle, adonde se mudóel invierno pasado. En el contrato dealquiler que me han mostrado en la oficindel administrador consta que trabaja por 

cuenta propia. Tengo que ir a Haciendapara que me muestren los datos de susdeclaraciones de renta correspondientes aos últimos cinco años.

 –¿Y si fuera un investigador privado?dije yo.

 –En el distrito de Columbia, no -

contestó Marino.

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Wesley levantó la vista y me dijo: –Alguien le contrató. Aún no sabemos

con qué propósito. Es evidente que

fracasó en su misión. Quienquiera queesté detrás de todo ello podría volver antentarlo. No quisiera que se tropezara

usted con el próximo, Kay. –¿Sería una perogrullada decir que yo

ampoco? –Lo que quiero decirle -añadió

Wesley en tono de progenitor que no seanda con pamplinas- es que debe ustedevitar colocarse en situaciones en las quepueda ser vulnerable. Por ejemplo, no me

parece muy buena idea que esté usted ensu despacho cuando no hay nadie más enel edificio. Y no me refiero

exclusivamente a los fines de semana. Si

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usted trabaja hasta las seis o las siete dea tarde cuando todo el mundo ya se hado a casa, no conviene que se dirija a un

parking a oscuras para recoger suautomóvil. ¿No podría marcharse a lascinco, cuando hay muchos ojos y oídos asu alrededor?

 –Lo tendré en cuenta -dije. –En caso de que tenga que marcharse

más tarde, Kay, avise al guarda de

seguridad y dígale que la acompañe hastasu automóvil -añadió Wesley. –Qué demonios, llámeme a mí si

quiere -se ofreció amablemente Marino-.

Tiene usted el número de mibuscapersonas. Si yo no estoy disponibledígale al operador de comunicaciones quee envíe un vehículo.

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«Muy bien», pensé. «Y, a lo mejor,con un poco de suerte, volveré a casa aas doce de la noche».

 –Tenga muchísimo cuidado -dijoWesley, mirándome con dureza-. Dejandoaparte las teorías, dos personas han sidoasesinadas. El asesino todavía andasuelto. La naturaleza de las víctimas y losmóviles son lo suficientemente extrañoscomo para que cualquier cosa se

considere posible.Sus palabras afloraron varias veces emi mente mientras regresaba a casa.Cuando cualquier cosa es posible, nada e

mposible. Uno más uno no es igual a tres¿O sí? La muerte de Sterling Harper noparecía pertenecer a la misma ecuación

que las muertes de su hermano y de Beryl

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pero, ¿y si también perteneciera a ella? –Me dijo usted que la señorita Harper

no estaba en la ciudad la noche en que

asesinaron a Beryl -le dije a Marino-. ¿Haveriguado algo más a este respecto?

 –No. –Dondequiera que fuera, ¿cree que

utilizó un automóvil? –No. Los Harper sólo tenían el Rolls

blanco y la noche en que asesinaron a

Beryl lo usó el hermano. –¿Lo sabe usted con certeza? –He hecho indagaciones en la

Culpeper's Tavern -contestó Marino-.

Harper se presentó aquella tarde a la horade costumbre. Llegó en su automóvil,como hacía siempre, y se fue sobre lasseis y media.

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A la luz de los recientesacontecimientos, dudo que alguien seextrañara lo más mínimo cuando, en el

ranscurso de la reunión con mi equipo decolaboradores el lunes por la mañana,anuncié que había decidido tomarme misvacaciones anuales.

Todo el mundo imaginó que miencuentro con Jeb Price me habíaprovocado tal tensión que necesitaba

alejarme y hundir la cabeza en la arenadurante algún tiempo para recuperar lacalma. No le dije a nadie adónde ibaporque no lo sabía. Me limité a

marcharme, dejando a mi espalda unescritorio atestado de papeles y a unasecretaria que lanzó en secreto un suspiro

de alivio.

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Regresé a casa y me pasé toda lamañana al teléfono, llamando a todas lasíneas aéreas que prestaban servicio en el

aeropuerto Byrd de Richmond, el máscómodo para Sterling Harper.

 –Sí, ya sé que hay una penalización deun veinte por ciento -le dije al agente dereservas de la USAir-. Usted no me haentendido. No pretendo cambiar el billeteEso ocurrió hace varias semanas. Lo que

yo quiero saber es si ella usó este vuelo. –¿El billete no era para usted? –No -contesté por tercera vez-. Estab

a su nombre.

 –En tal caso, es ella la que tiene queponerse en contacto con nosotros.

 –Sterling Harper ha muerto -dije-. No

puede ponerse en contacto con ustedes.

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Una pausa de sorpresa. –Murió repentinamente en torno a la

fecha en que hubiera tenido que efectuar 

un viaje -expliqué-. Si fuera usted tanamable de comprobarlo en elordenador…

La cosa se repitió hasta el extremo deque yo hubiera podido pronunciar lasmismas frases sin pensar. En USAir noenían nada y los ordenadores de Delta,

United, American e Eastern tampocoencontraron nada. De los datos queobraban en poder de los agentes, sededucía que la señorita Harper no había

omado ningún vuelo desde Richmonddurante la última semana de octubre enque Beryl Madison había sido asesinada.

La señorita Harper tampoco había

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utilizado un automóvil. Yo dudaba de quehubiera tomado un autobús. Quedaba elren.

Un agente del Amtrak llamado Johnme dijo que tenía el ordenador estropeadoy me preguntó si me podía llamar él.Colgué el teléfono al oír que llamaban aa puerta.

Aún no era mediodía. La mañana eraan dulce y suave como una manzana

otoñal. La luz del sol pintaba unosblancos rectángulos en mi salón yparpadeaba en el parabrisas de undesconocido sedán Mazda de color 

plateado estacionado en mi calzadaparticular. El pálido y rubio joven que yoobservé a través de la mirilla permanecíade pie con la cabeza inclinada y el cuello

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de una chaqueta de cuero subido hasta lasorejas. El Ruger me pesaba en la mano,por lo que me lo guardé en el bolsillo de

a chaqueta mientras descorría el pestillode seguridad. No le reconocí hasta que levi cara a cara.

 –¿Doctora Scarpetta? – preguntónerviosamente.

 No hice ademán de franquearle elpaso. Mantuve la mano derecha en el

bolsillo, sujetando fuertemente la culatadel revólver. –Le ruego que me perdone por 

presentarme de esta manera en su casa -

dijo-. Llamé a su despacho y me dijeronque se había ido de vacaciones. Encontrésu número en la guía, pero el teléfonocomunicaba constantemente. Deduje que

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estaba en casa y, la verdad, tenía quehablar con usted. ¿Me permite pasar?

Parecía más inofensivo en persona

que en la cinta de vídeo que Marino mehabía mostrado.

 –¿De qué se trata? – pregunté confirmeza.

 –De Beryl Madison, quiero hablarlede ella -contestó-. Ah, bueno, me llamoAlt Hunt. No la entretendré mucho rato, se

o prometo.Me aparté a un lado para que entrara.Su rostro palideció como el alabastrocuando se sentó en el sofá de mi salón y

clavó fugazmente los ojos en la culata delrevólver que asomó por mi bolsillo en elmomento de sentarme en un sillón orejeroa una distancia prudencial.

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 –¿Va usted armada? – preguntó. –Sí -contesté. –No me gustan las armas.

 –No son muy agradables -convine. –No, señora -dijo-. Mi padre me llevó

a la caza del venado una vez. Cuando erapequeño. Alcanzó a una cierva. Lloraba.La cierva lloraba tumbada de lado,loraba. Yo jamás podría pegarle un tiro a

nada.

 –¿Conocía usted a Beryl Madison? – e pregunté. –La policía… la policía me ha

hablado de ella -contestó tartamudeando-

Un teniente. Marino, el teniente Marino.Se presentó en el túnel de lavado decoches donde yo trabajo, habló conmigo y

después me pidió que lo acompañara a

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efatura. Estuvimos hablando mucho rato.Ella solía llevar su automóvil a nuestroestablecimiento. Así la conocí.

Mientras el chico hablaba, no pudeevitar preguntarme qué colores debía«irradiar» yo. ¿Azul acero? ¿Algo de rojoporque estaba alarmada y procurabadisimularlo? Estuve tentada de ordenarleque se largara. Consideré la posibilidadde llamar a la policía. No podía creer que

estuviera sentado en mi casa y puede quesu audacia por una parte y mi perplejidadpor la otra me impidieran tomar unadeterminación -Señor Hunt… -le

nterrumpí. –Por favor, llámeme Al. –Muy bien pues, Al -dije.– ¿Por qué

quería usted verme? Si tiene alguna

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nformación, ¿por qué no habla con eleniente Marino?

El rubor le subió a las mejillas

mientras se miraba tímidamente lasmanos.

 –Lo que tengo que decir no se incluyeen la categoría de información policial -contestó-. Pensé que usted locomprendería.

 –¿Y por qué lo pensó? Usted no me

conoce -dije. –Usted se encargó del caso de Beryl.Por regla general, las mujeres son másntuitivas y compasivas que los hombres -

contestó.Puede que la cosa fuera así de

sencilla. Puede que Hunt hubiera acudidoa mí porque creía que yo no le humillaría

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Me miró con una expresión dolida ydesconsolada lindando casi con el pánico

 –¿Alguna vez ha sabido usted una cos

con toda certeza aunque no existieraninguna prueba que pudiera confirmar sucreencia, doctora Scarpetta?

 –Yo no soy adivina, si es lo que mepregunta -repliqué.

 –Habla como una científica. –Es que soy una científica.

 –Pero ha tenido esta sensación -nsistió, mirándome con desesperación-.Usted sabe muy bien a qué me refiero,¿verdad?

 –Sí -contesté-. Sé a qué se refiere, AlMe pareció que lanzaba un suspiro de

alivio. Después respiró hondo y añadió:

 –Yo sé cosas, doctora Scarpetta. Sé

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quién asesinó a Beryl. No reaccioné en absoluto. –Le conozco, sé lo que piensa y siente

y por qué lo hizo -dijo sin la menor emoción en la voz-. Si se lo digo, tieneque prometerme que tratará lo que yo lediga con sumo cuidado, lo analizará muyen serio y no… bueno, no quiero quecorra a comunicárselo a la policía. Ellosno lo comprenderían. Usted lo entiende,

¿verdad? –Analizaré con mucho cuidado lo queusted me diga -contesté.

Se inclinó hacia adelante y se

encendió un fulgor en los ojos de aquelpálido rostro de figura de El Greco.Acerqué instintivamente la mano derechaal bolsillo. Noté la pieza de goma de la

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culata del revólver contra la palma de mimano.

 –La policía no lo comprende -dijo el

oven-. No es capaz de comprenderme. Elmotivo de que dejara la psicología, por ejemplo. Eso la policía no lo entiende.Tengo el título, ¿sabe? ¿Y qué? Trabajécomo enfermero y ahora trabajo en unúnel de lavado de automóviles. Usted no

cree que la policía lo pueda comprender,

¿verdad? No dije nada. –Cuando era pequeño, soñaba con ser

psicólogo o asistente social, tal vez

ncluso psiquiatra -añadió-. Me parecía lomás natural. Era lo que hubiera tenido queser, mis inclinaciones me llevaban por este camino.

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 –Pero no lo es -dije-. ¿Por qué? –Porque me hubiera destruido -

contestó, apartando los ojos-. No puedo

controlar lo que me ocurre. Me identificoanto con los problemas e idiosincrasias

de los demás que la persona que hay en mse pierde y se ahoga. No me di cuenta deo dramático que es eso hasta que trabajé

algún tiempo en una unidad penitenciaria.De delincuentes con deficiencias

mentales. Formaba parte de minvestigación con vistas a la tesis. – Eloven se estaba alterando por momentos.–

Jamás lo olvidaré. Frankie. Frankie era un

esquizofrénico paranoico. Golpeó a sumadre con un tronco hasta matarla. Hiceamistad con Frankie. Conseguí con mucho

iento que me relatara su vida hasta llegar

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a aquella tarde de invierno.»-Frankie, Frankie -le dije-, ¿qué fue

o que ocurrió? ¿Qué fue lo que pulsó ese

botón? ¿Recuerdas lo que pasó por tumente y por tus nervios?

»Dijo que estaba sentado comosiempre en su sillón delante de lachimenea contemplando las llamas cuando"ellos" empezaron a hablarle en susurros.Unos tremendos comentarios burlones.

Entró su madre y le miró como siempre,pero esa vez él lo vio en sus ojos. Lasvoces gritaban tanto que ni siquiera lepermitían pensar. De pronto, se vio todo

mojado y pegajoso y observó que sumadre ya ni siquiera tenía cara. Se detuvocuando las voces se callaron. Me pasémuchas noches sin poder dormir. Cada

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vez que cerraba los ojos, veía a Frankielorando y cubierto con la sangre de su

madre. Yo le comprendía. Comprendía lo

que había hecho. Siempre que hablaba coalguien, siempre que me contaban algo,me ocurría lo mismo.

Permanecí sentada sin moverme,aparté a un lado mis poderes demaginación y me revestí con los ropajes

de la científica y de la médica.

 –¿Ha experimentado usted alguna vezel impulso de matar a alguien, Al? – lepregunté.

 –Todo el mundo lo ha experimentado

en determinado momento -contestó,mirándome a los ojos.

 –¿Todo el mundo? ¿De veras lo creeusted así?

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 –Sí. Todas las personas tienen esacapacidad. Absolutamente todas.

 –¿A quién ha sentido usted deseos de

matar? – pregunté. –No tengo ningún arma de fuego ni

ninguna otra cosa… digamos peligrosa -contestó-. Porque no quiero ceder jamás aun impulso. En cuanto te imaginas a timismo haciendo una cosa, en cuantoestableces una relación con el mecanismo

que se oculta detrás de una acción, seentreabre la puerta y puede ocurrir.Prácticamente todos los acontecimientoshorripilantes que ocurren en este mundo

se concibieron primero en la mente. Nosomos ni buenos ni malos -añadió conrémula voz-. Incluso las personas

catalogadas como locas tienen sus razone

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para hacer lo que hacen. –¿Cuál fue la razón que se ocultaba

detrás de lo que le ocurrió a Beryl? – 

pregunté.Mis pensamientos eran precisos y

habían sido claramente expresados y, sinembargo, experimenté un mareo por dentro mientras trataba de bloquear lasmágenes: las negras manchas de las

paredes, las cuchilladas que se

concentraban en la zona del pecho, losibros cuidadosamente ordenados en losestantes de la biblioteca a la espera deque alguien los leyera.

 –La persona que lo hizo la queríamucho -dijo.

 –Fue una manera un tanto brutal dedemostrárselo, ¿no le parece?

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 –El amor puede ser brutal. –¿Usted la amaba? –Nos parecíamos mucho.

 –¿En qué sentido? –No estábamos sincronizados con el

mundo que nos rodeaba -contestó Al,estudiándose de nuevo las manos-.

Solos, sensibles e incomprendidos. Yeso hacía que Beryl pareciera una persondistante, muy recelosa e inaccesible. No

sé nada de ella… quiero decir que nadieme ha contado jamás nada sobre ella.Pero yo intuía el ser que se ocultaba en sunterior. Intuía que sabía quién era y lo

que valía. Pero estaba furiosa por elprecio que tenía que pagar a cambio delhecho de ser distinta. Estaba herida. No s

por qué. Algo le había hecho daño. Eso

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me inducía a desear cuidar de ella. Queríayudarla porque sabía que lacomprendería.

 –¿Y por qué no la ayudó? – pregunté. –Las circunstancias no eran idóneas.

Tal vez si la hubiera conocido en otrougar… -contestó.

 –Hábleme de la persona que le hizoeso, Al -dije-. ¿Cree usted que él lahubiera podido ayudar si las

circunstancias hubieran sido idóneas? –No. –¿No? –Las circunstancias jamás hubieran

sido idóneas porque él es un inepto y losabe -contestó Hunt.

Su repentina transformación medesconcertó. Ahora era un psicólogo. Su

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voz sonaba más tranquila. Estaba tratandode concentrarse y mantenía las manosfuertemente entrelazadas sobre las

rodillas. –Él tiene muy mala opinión de sí

mismo -estaba diciendo- y no puedeexpresar sus sentimientos de una maneraconstructiva. La atracción se convierte enobsesión y el amor se convierte en algopatológico. Cuando ama, tiene que poseer

porque se siente inseguro e indigno y sesiente fácilmente amenazado. Cuando suamor secreto no es correspondido, seobsesiona cada vez más. Y eso limita su

capacidad de reacción y de actuación. Escomo Frankie cuando oía las voces. Algoe empuja sin que él pueda evitarlo.

Pierde el control.

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 –¿Es inteligente? – pregunté. –Bastante. –¿Qué nivel de instrucción tiene?

 –Sus problemas son tan graves que nopuede actuar en la medida en que supreparación intelectural le permitiríahacerlo.

 –¿Por qué ella? – pregunté-. ¿Por quéeligió a Beryl Madison?

 –Tiene la libertad y la fama de que él

carece -contestó Hunt con los ojosempañados-. Cree que se siente atraídopor ella, pero hay algo más. Quiereposeer las cualidades de las que él

carece. Quiere poseerla en el sentido deque quiere ser ella.

 –Entonces, ¿me está usted diciendo

que conocía a Beryl como escritora? – 

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pregunté. –Pocas cosas se le escapan. De la

manera que fuese, descubrió que ella era

escritora. Sabía tantas cosas sobre ellaque, en cuanto hubiera comenzado ahablar con él, Beryl se hubiera sentidoerriblemente mancillada y profundamente

asustada. –Hábleme de aquella noche -dije-.

¿Qué ocurrió la noche en que ella murió,

Al? –Yo sólo sé lo que he leído en losperiódicos.

 –¿Y qué ha deducido a través de lo

que han publicado los periódicos? – pregunté.

 –Ella estaba en casa -contestó con lamirada perdida en el espacio-. Y ya era

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bastante tarde cuando él se presentó en supuerta. Lo más probable es que ella lefranqueara la entrada. En determinado

momento poco antes de la medianoche élabandonó la casa y la alarma se disparó.La mataron a puñaladas. Se insinuó quehabía sido una agresión de tipo sexual.Eso es todo lo que leí.

 –¿Tiene usted alguna teoría sobre loque pudo ocurrir? – pregunté en un

susurro-. ¿Alguna conjetura que vaya másallá de lo que ha leído?Al se inclinó hacia adelante en su

asiento y su actitud volvió a experimentar

un cambio espectacular. Se le llenaron loojos de emoción y le empezaron a temblaos labios.

 –Veo escenas en mi mente -dijo.

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 –¿Como cuáles? –Cosas que no quisiera decirle a la

policía.

 –Yo no soy la policía -dije. –Ellos no lo comprenderían -añadió-.

Son cosas que veo y siento sin tener ningún motivo para saberlas. Es como lode Frankie. – Parpadeó para reprimir laságrimas.– Como lo de los otros. Yo veía

y comprendía lo que había ocurrido

aunque no siempre me facilitaran todosos detalles. Sin embargo, los detalles nosiempre son necesarios. En la mayoría deos casos no se conocen. Y usted sabe por

qué, ¿verdad? –No estoy segura… –¡Porque los Frankies de este mundo

ampoco conocen los detalles! Es como u

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grave accidente que uno no puederecordar. La conciencia se recupera comosi uno despertara de una pesadilla y

contemplara los destrozos. La madre quese ha quedado sin cara. O una Berylmuerta y ensangrentada. Los Frankies sedespiertan cuando echan a correr ocuando un agente de policía a quien norecuerdan haber llamado se presenta en lacasa.

 –¿Me está usted diciendo que elasesino de Beryl no recuerda exactamenteo que hizo? – pregunté cautelosamente.

El joven asintió con la cabeza.

 –¿Está usted seguro? –El más experto psiquiatra se podría

pasar un millón de años interrogándole yamás conseguiría obtener un relato

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preciso de lo que ocurrió -contestó Hunt-La verdad jamás se sabrá. Tiene querecrearse y, en cierta medida, deducirse.

 –Que es lo que usted ha hecho.Recrear y deducir -dije.

Respiraba afanosamente y le temblabael húmedo labio inferior…

 –¿Quiere que le diga lo que veo? –Sí -contesté. –Había transcurrido mucho tiempo

desde su primer contacto con ella. Peroella no había reparado en él como personaunque quizá le hubiera visto alguna vezen alguna parte… le había visto sin tener 

ni idea. La frustración y la obsesión lolevaron hasta su puerta. Algo se disparó

en su interior y le hizo experimentar laapremiante necesidad de enfrentarse a

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ella. –¿Qué fue? – pregunté-. ¿Qué es lo

que se disparó?

 –No lo sé. –¿Qué sintió cuando decidió ir a

verla? –Rabia -contestó Hunt, cerrando los

ojos-. Rabia porque no conseguía que lascosas le salieran como él quería.

 –¿Rabia porque no podía mantener 

una relación con Beryl? – pregunté.Con los ojos todavía cerrados, Huntsacudió lentamente la cabeza de uno aotro lado y contestó:

 –No. Puede que pareciera eso aprimera vista. Pero la raíz era mucho másprofunda. Rabia porque nada salió comoél quería al principio.

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 –¿Cuando era pequeño? – pregunté. –Sí. –¿Sufrió malos tratos?

 –Emocionalmente, sí -contestó Hunt. –¿Por parte de quién?Sin abrir los ojos, Hunt contestó:

 –De su madre. Al matar a Beryl, matóa su madre.

 –¿Estudia usted libros de psiquiatríaforense, Al? ¿Lee cosas de este tipo? – 

pregunté.Abrió los ojos como si no hubieraoído mi pregunta.

 –Tiene usted que comprender la

cantidad de veces que había imaginadoaquel momento -añadió con vehemencia-.

o fue una cosa impulsiva en el sentido

de que corrió a la casa de Beryl sin

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premeditación. La elección del momentopuede que obedeciera a un impulso, peroel método había sido planeado

meticulosamente hasta el mínimo detalle.De ninguna manera podía permitirsecorrer el riesgo de que ella se alarmara ye negara la entrada en su casa. En tal

caso, ella hubiera llamado a la policía yhubiera facilitado una descripción.Aunque no lo hubieran atrapado, le

hubieran arrancado la máscara y ya jamáshubiera podido acercarse a ella. Habíaurdido un plan que no podía fallar y queno despertaría ningún recelo en Beryl.

Cuando se presentó aquella noche en supuerta, inspiraba confianza. Y ella lefranqueó la entrada.

Yo veía mentalmente al hombre en el

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vestíbulo de Beryl, pero no podía ver surostro ni el color de su cabello, sólo unaborrosa figura y el brillo de la larga hoja

de acero mientras entraba con el arma queposteriormente utilizaría para matarla.

 –Aquí es cuando la cosa empezó aorcerse -prosiguió diciendo Hunt-. No

recuerda lo que ocurrió a continuación. Epánico y el terror de Beryl no sonagradables para él. No había pensado

demasiado en aquella parte del ritual.Cuando ella corrió y trató de huir y él vioel pánico reflejado en sus ojos,comprendió plenamente que ella le

rechazaba. Se dio cuenta de que estabahaciendo una cosa horrible, y el desprecioque sentía por sí mismo lo tradujo endesprecio hacia ella. Cólera.

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Rápidamente perdió el control que ejercíasobre ella mientras él quedaba reducido ao más bajo que se puede llegar. Un

asesino. Un destructor. Un insensatosalvaje que desgarraba, cortaba e infligíadolor. Los gritos y la sangre de Berylfueron horribles para él. Cuanto más heríay desfiguraba aquel templo que él habíaadorado durante tanto tiempo, tanto menopodía soportar la contemplación de lo que

estaba haciendo. – Me miró, pero yo no vnada en sus ojos. En su rostro no sereflejaba la menor emoción cuando mepreguntó-: ¿Entiende todo esto que le

estoy contando, doctora Scarpetta? –Le escucho -me limité a responder. –Él está en todos nosotros -dijo. –¿Siente remordimiento, Al?

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 –Está por encima de eso -contestó-.o creo que se sienta a gusto con lo que

hizo o que tan siquiera se dé cuenta de lo

que hizo. Le quedaron unos sentimientosconfusos. En su mente, no quería dejarlamorir. Se hace preguntas sobre ello,rememora sus contactos con ella y en susfantasías cree que su relación con ella fuea más profunda que puede haber, puesto

que ella pensó en él cuando exhaló el

último suspiro y ésta es la máximantimidad que puede darse con otro ser humano. Sueña que ella sigue pensando enél más allá de la muerte. Pero la parte

racional de su personalidad se sientensatisfecha y frustrada. Nadie puede

pertenecer por completo a otra persona y

eso es lo que ahora está empezando a

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descubrir. –¿Qué quiere usted decir? – pregunté. –Su acto no podía producir de ninguna

manera el efecto deseado -contestó Hunt-o está seguro de la intimidad… de la

misma manera que nunca estuvo seguro dea intimidad con su madre. Otra vez la

desconfianza. Y, además, ahora hay otraspersonas que tienen una razón másustificada que él para mantener una

relación con Beryl. –¿Como quiénes? –La policía -sus ojos se clavaron en

mí-. Y usted.

 –¿Porque estamos investigando suasesinato? – pregunté mientras unestremecimiento me recorría la columnavertebral.

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 –Sí. –¿Porque ella se ha convertido en

objeto de preocupación para nosotros y

nuestra relación con ella es más públicaque la del asesino?

 –Sí. –Y eso, ¿adonde nos lleva? – 

pregunté. –Cary Harper ha muerto. –¿Él ha matado a Harper?

 –Sí. –¿Por qué? – inquirí, encendiendonerviosamente un cigarrillo.

 –Lo que le hizo a Beryl fue un acto de

amor -contestó Hunt-. Lo que le hizo aHarper fue un acto de odio. Ahora estáhundido en el odio. Cualquiera que esté

relacionado con Beryl corre peligro. Eso

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es lo que yo quería decirle al tenienteMarino, el policía. Pero comprendí queno serviría de nada. Él… ellos pensarían

que me faltaba un tornillo. –¿Quién es? – pregunté-. ¿Quién mató

a Beryl?Al Hunt se desplazó hacia el borde

del sofá y se frotó el rostro con las manosCuando levantó la vista, tenía las mejillasenrojecidas.

 –Jim Jim -contestó en un susurro. –¿Jim Jim? – pregunté, perpleja. –No lo sé -contestó él, con la voz

quebrada por la emoción-. Oigo

constantemente este nombre en mi cabezao oigo una y otra vez…

Permanecí sentada sin moverme. –Hace mucho tiempo, cuando estaba

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en el hospital Valhalla -dijo. –¿En la unidad forense? – pregunté,

nterrumpiéndole-. ¿Acaso este Jim Jim

era un paciente cuando usted estuvo allí? –No estoy seguro. – Las emociones se

estaban condensando en sus ojos comouna tormenta.– Oigo su nombre y veoaquel lugar. Mis pensamientos regresan aos recuerdos más oscuros. Y tengo la

sensación de que me deslizo por un

desagüe. Hace mucho tiempo. Muchascosas se han borrado. Jim. Jim. Jim. Jim.Como el traqueteo de un tren. El sonidono cesa. Me duele la cabeza de tanto

oírlo. –¿Cuándo fue? – pregunté. –Hace diez años -gritó.Comprendí que Hunt no hubiera

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podido estar preparando una tesis deicenciatura por aquel entonces. Aún no

habría cumplido los veinte años.

 –Al -dije-, usted no estaba haciendonvestigación en la unidad forense.

Entonces, era un paciente, ¿verdad?Hunt se cubrió el rostro con las manos

y rompió a llorar. Guando finalmenteogró sobreponerse, se negó a seguir 

hablando. Estaba visiblemente

rastornado, musitó que se le hacía tardepara una cita y prácticamente saliócorriendo. El corazón me galopaba en elpecho y no quería detenerse. Me preparé

una taza de café y empecé a pasear por lacocina sin saber qué hacer. Me sobresaltéal oír sonar el teléfono.

 –Kay Scarpetta, por favor.

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 –Al habla. –Soy John, de Amtrack. Al final he

obtenido la información que me había

pedido, señora. Vamos a ver… SterlingHarper tenía un billete de ida y vuelta enEl Virginiano para el veintisiete deoctubre con regreso el treinta y uno. Segúmis datos, subió a aquel tren o, por lomenos, subió alguien que tenía su billete.¿Quiere que le diga las horas?

 –Sí, por favor -contesté, dispuesta aanotarlas-. ¿Qué estaciones? –Origen Fredericksburg, destino

Baltimore -contestó el empleado.

Intenté llamar a Marino. Estaba en lacalle. Ya era de noche cuando devolviómi llamada y me comunicó al mismo

iempo una noticia.

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 –¿Quiere que vaya? – preguntéanonadada.

 –No veo la necesidad -contestó

Marino-. Lo que hizo está muy claro. Dejóuna nota escrita y se la prendió en loscalzoncillos. Decía que lo sentía mucho,pero que ya no podía resistirlo por másiempo. Eso es todo, más o menos. No hay

nada sospechoso en el escenario de loshechos. Ya nos vamos. El doctor Coleman

está aquí -añadió, refiriéndose a uno demis forenses locales.Poco después de abandonar mi casa,

Al Hunt se había dirigido en su automóvil

a la suya, un edificio de ladrillo de estilocolonial en Ginter Park, donde vivía encompañía de sus padres. En el estudio de

su padre tomó un bloc de notas y una

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pluma. Bajó al sótano y se quitó elestrecho cinturón de cuero negro quelevaba. Dejó los zapatos y los pantalones

en el suelo. Cuando su madre bajó másarde para colocar una carga de ropa en laavadora, encontró a su único hijo

colgando de una tubería en el lavadero.

11

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Una gélida lluvia empezó a caer pasada la medianoche. A la mañanasiguiente, el mundo parecía de cristal. El

sábado me quedé en casa y miconversación con Al Hunt irrumpiórepentinamente en la sociedad de mispensamientos privados como el hielo quecrujía sobre la tierra más allá de miventana. Me sentía culpable. Como todosos mortales que alguna vez han estado en

contacto con un suicidio, sustentaba laengañosa creencia de que hubiera podidohacer algo para impedirlo.

Añadí tristemente su nombre a la lista

Cuatro personas habían muerto. Dos deas muertes eran unos homicidios

evidentes, dos no lo eran y, sin embargo,

os cuatro casos estaban en cierto modo

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relacionados. Relacionados tal vez por unbrillante hilo de color anaranjado. Elsábado y el domingo trabajé en el

despacho de mi casa porque mi despachooficial me hubiera hecho recordar que yano me sentía al frente del departamento…y, de hecho, ya no me sentía necesaria.Las tareas seguían adelante sin mí. Lagente se ponía en contacto conmigo paradecirme algo y después se moría.

Respetados colegas como el fiscal generame pedían respuestas y yo no tenía nadaque ofrecerles.

Traté de luchar de la única y débil

manera que sabía. Me senté delante de miordenador doméstico, tecleando notassobre los casos y consultando textos dereferencia. Y efectué numerosas llamadas

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elefónicas. No volví a ver a Marino hasta que

ambos nos reunimos en la estación de

ferrocarril de Staples Mill Road el lunespor la mañana. Pasamos entre dos trenes apunto de salir cuyas locomotoras enmarcha calentaban la gélida atmósferanvernal y despedían un fuerte olor a

combustible. Encontramos asiento en laparte de atrás de nuestro tren y

reanudamos la conversación iniciada en lestación. –El doctor Masterson no estuvo muy

ocuaz que digamos -dije, refiriéndome al

psiquiatra de Hunt, mientras depositabacuidadosamente en el suelo la bolsa decompra que llevaba-. Pero tengo lasospecha de que recuerda a Hunt con

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mucha más claridad de lo que quiere dar entender.

¿Por qué sería que siempre me tocaba

un asiento cuyo reposapiés no funcionabaMarino bostezó sin disimulo mientras

bajaba el suyo, que, como era de esperar,funcionaba de maravilla. No se ofreció acambiar de asiento conmigo. De haberlohecho, yo hubiera aceptado.

 –O sea que Hunt debía de tener unos

dieciocho o diecinueve años cuandoestuvo en el manicomio -comentó. –Sí, estuvo en tratamiento por una

severa depresión -contesté.

 –Ya me lo imagino. –¿Qué quiere usted decir? – pregunté. –Pues que esta clase de personas

siempre están deprimidas.

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 –¿Y qué clase sería según usted,Marino?

 –Digamos que la palabra «marica» m

pasó por la mente más de una vez mientrahablaba con él -contestó.

La palabra «marica» pasaba por lamente de Marino más de una vez siempreque hablaba con alguien que fueradistinto.

El tren se deslizó en silencio hacia

adelante como un barco que se alejara demuelle. –Ojalá hubiera usted grabado la

conversación -añadió Marino volviendo a

bostezar. –¿Con el doctor Masterson? –No, con Hunt. Cuando estuvo en su

casa.

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 –No serviría de nada y ya no tienemportancia -repliqué con cierta desazón.

 –No sé. Me da la impresión de que el

ío sabía muchísimo más. Ojalá se hubieraquedado entre nosotros un poco más deiempo, como suele decirse.

Lo que Hunt había dicho en el salónde mi casa hubiera sido significativo si eloven hubiera estado vivo y no hubieraenido tantas coartadas. La policía había

registrado minuciosamente la casa de suspadres. No se había encontrado nada quepudiera relacionar a Hunt con losasesinatos de Beryl Madison y Cary

Harper. Y, más concretamente, Huntestuvo cenando con sus padres en su clubde campo la noche de la muerte de Beryl

estaba en la ópera con sus padres cuando

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asesinaron a Harper. Se habían llevado acabo las necesarias comprobaciones. Lospadres de Hunt habían dicho la verdad.

El tren traqueteó, osciló y rugiómientras su silbido sonaba tristementerumbo al norte.

 –Lo de Beryl lo llevó al borde delprecipicio -estaba diciendo Marino-. Siquiere que le diga mi opinión, sedentificó tanto con el asesino que, al

final, le entró miedo y prefirió despedirsey desaparecer antes de venirse abajo. –Yo creo más bien que Beryl le

volvió a abrir una antigua herida -

repliqué-. Le recordó su incapacidad paraestablecer relaciones.

 –Al parecer, él y el asesino estabancortados por el mismo patrón. Ambos

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eran incapaces de establecer una relacióncon las mujeres. Ambos eran perdedores.

 –Hunt no era violento.

 –A lo mejor, tenía esta tendencia y nopodía soportarlo -dijo Marino.

 –No sabemos quién mató a Beryl y aHarper -le recordé-. No sabemos si fuealguien como Hunt. No lo sabemos enabsoluto y aún no tenemos ni idea de cualfue el móvil del delito. El asesino hubiera

podido ser fácilmente alguien como JebPrice. O alguien llamado Jim Jim. –Jim Jim, un cuerno -dijo Marino en

ono sarcástico.

 –Creo que no debiéramos descartar nada de momento, Marino.

 –Por supuesto que no. Si tropiezausted con un Jim Jim que se graduó en el

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hospital Valhalla y ahora es un terrorista ratos perdidos que anda por el mundo confibras acrílicas de color anaranjado sobre

su cuerpo, ya me avisará. – Repantigándose en su asiento y cerrandoos ojos, Marino añadió-: Necesito unas

vacaciones. –Yo también -dije-. Necesito unas

vacaciones para alejarme de usted.La víspera Benton Wesley me había

lamado para hablar de Hunt y yo le habíadicho adonde pensaba ir y por qué. Semostró totalmente en contra de que fuerasola por considerarlo una imprudencia,

maginándose toda suerte de terroristas,Uzis y Glasers. Quiso que me acompañaraMarino y puede que no me hubieramportado demasiado si la experiencia no

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hubiera constituido para mí un suplicionaguantable. En el tren de las seis treinta

y cinco de la mañana no había más

asientos disponibles, por cuyo motivoMarino reservó plaza para los dos en unoque salía a las cuatro cuarenta y ocho dea madrugada. A las tres de la madrugada

bajé a mi despacho del departamento pararecoger la caja de styrofoam que ahoraguardaba en la bolsa de compra. Me

sentía físicamente castigada y la falta desueño estaba alcanzando proporcionesgigantescas. No sería necesario que losJeb Price que pudieran andar sueltos por 

el mundo me liquidaran. Mi ángelguardián Marino les ahorraría la molestiaOtros pasajeros estaban durmiendo trashaber apagado las lámparas del techo.

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Cuando, poco después, atravesamosentamente el centro de Ashland, me

pregunté qué tal vivirían las personas que

ocupaban las pulcras casitas blancas demadera de cara a las vías. Las ventanasestaban oscuras y unos desnudos mástilesde bandera nos saludaban desde losporches. Pasamos por delante de lassoñolientas vidrieras de una barbería, unapapelería y un banco y después el tren

aceleró al rodear la curva del campus delRandolph-Macon Collage con susedificios de estilo georgiano y sus heladapistas de atletismo ocupadas a aquella

emprana hora de la mañana por una hilerde multicolores trineos. Más allá de laciudad se extendían los bosques y losyacimientos de arcilla roja. Me recliné en

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el respaldo del asiento, adormecida por eritmo del tren. Cuanto más nos alejábamode Richmond, tanto más me relajaba a

pesar de no tener la menor intención dequedarme dormida.

 No soñé, pero estuve inconscientedurante una hora. Cuando abrí los ojos, elalba ya había roto con sus tonos azuladosy estábamos cruzando el arroyo QuanticoEl agua era como de peltre bruñido y la

uz se reflejaba en sus escarceos mientrasalgunas embarcaciones surcaban el agua.Pensé en Mark, en nuestra noche en NuevYork y en los tiempos pasados. No había

enido la menor noticia suya desde aquelúltimo y críptico mensaje que me habíadejado en el contestador. Me pregunté quéestaría haciendo y, sin embargo, temía

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saberlo.Marino se incorporó y me miró con

os ojos entornados y con cara de sueño.

Ya era la hora del desayuno y de loscigarrillos, no necesariamente en aquelmismo orden.

El vagón restaurante estaba casi llenode una clientela semicomatosa como laque solía haber en cualquier terminal deautobuses de Norteamérica, la cual

parecía encontrarse allí perfectamente asus anchas. Un joven dormitaba al compáde lo que le soltaban los auriculares quelevaba puestos. Una mujer de aire

cansado sostenía en sus brazos a un niñode pecho. Una pareja de ancianos jugaba as cartas. Encontramos una mesa en un

rincón y yo encendí un cigarrillo mientras

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Marino iba por el desayuno. Lo únicopositivo que podía decirse del bocadillopre-envasado de huevo con jamón es que

estaba calentito. El café tampoco estabadel todo mal.

Marino arrancó el celofán con losdientes y contempló la bolsa de compraque yo había colocado a mi lado en elasiento. Dentro estaba la caja destyrofoam con muestras del hígado de

Sterling Harper y tubos que contenían lasangre y el contenido gástrico envueltosen hielo seco.

 –¿Cuánto tardará en fundirse? – 

preguntó Marino. –Llegaremos con tiempo suficiente,

siempre y cuando no nos entretengamos -contesté.

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 –Hablando de tiempo, eso esprecisamente lo que ahora nos sobra. ¿Lemporta repetirme de nuevo toda esta

mierda del jarabe contra la tos? Anoche,cuando me le contó, yo estaba mediodormido.

 –Sí, tan medio dormido como estamañana.

 –¿Es que usted nunca se cansa? –Estoy tan cansada, Marino, que ni

siquiera estoy segura de si voy a vivir. –Bueno, pues será mejor que viva.Porque, lo que es yo, no pienso entregar personalmente estas piezas y fragmentos -

dijo Marino, alargando la mano hacia suaza de café.

Se lo expliqué con la deliberada

entitud de una conferencia grabada en un

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cinta. –La sustancia activa del antitusígeno

que encontramos en el cuarto de baño de

a señorita Harper es eldextromethorphan, un análogo de lacodeína. El dextromethorphan esnofensivo a no ser que se ingiera una

dosis masiva. Es el d-isómero de uncompuesto cuyo nombre no significaríanada para usted…

 –Ah, ¿no? ¿Y cómo sabe usted que nosignificará nada para mí? –Tres-methoxi-N-metilmorphinano. –Tenía usted razón. No significa nada

para mí. –Hay otra sustancia que es el 1-

sómero del mismo compuesto del cual eldextromethorphan es el d-isómero -

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proseguí diciendo-. El 1-isómero es el 1-methorphan, un potente narcótico cincoveces más fuerte que la morfina. La única

diferencia entre ambas sustancias desde epunto de vista de su detección es que,examinadas a través de un aparato ópticogiratorio llamado polarímetro, eldextromethorphan hace virar la luz a laderecha mientras que el levomethorphana hace virar a la izquierda.

 –En otras palabras, sin este aparato nose puede establecer la diferencia entreambas sustancias -dijo Marino.

 –En los análisis toxicológicos de

rutina, no -contesté-. El levomethorphanse presenta como dextromethorphanporque los componentes son los mismos.La única diferencia discernible es la de

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que hacen virar la luz en direccionescontrarias, de la misma manera que la d-sacarosa y la 1-sacarosa hacen virar la lu

en direcciones contrarias, a pesar de queambas sean estructuralmente el mismodisacárido. La d-sacarosa es el azúcar demesa. La 1-sacarosa no tiene ningún valornutritivo para los seres humanos.

 –Me parece que no acabo deentenderlo -dijo Marino, frotándose los

ojos-. ¿Cómo pueden ser unas sustanciasguales, pero distintas? –Imagine que el dextromethorphan y e

evomethorphan son hermanos gemelos -

dije-. No son una misma persona por asídecirlo, pero parecen iguales, sólo queuno usa la mano derecha y el otro eszurdo. Uno es inofensivo y el otro es lo

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bastante fuerte como para matar. ¿Le valeesta explicación?

 –Sí, creo que sí. Bueno pues, ¿qué

cantidad de este levomethorphan hubieranecesitado la señorita Harper parasuicidarse?

 –Probablemente treinta miligramoshubieran sido suficientes. En otraspalabras, quince comprimidos de dosmiligramos -contesté.

 –¿Y entonces qué, suponiendo que loshubiera tomado? –Se hubiera sumido rápidamente en

una narcosis profunda y hubiera muerto.

 –¿Y usted cree que ella hubierasabido eso de los isómeros?

 –Podría ser -contesté-. Sabemos quepadecía cáncer y sospechamos también

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que quiso ocultar su suicidio, lo cualexplica tal vez la presencia de un plásticofundido en la chimenea y las cenizas de lo

que quemó poco antes de morir. Esposible que dejara deliberadamente a lavista el frasco de jarabe para la tos paradespistarnos. Tras haber visto el frasco,no me extrañó la presencia dedextromethorphan en su análisisoxicológico.

La señorita Harper no tenía parientesvivos, sus amistades eran muy escasas, sies que tenía alguna, y no daba lampresión de ser una persona que viajara

con frecuencia. Tras descubrir que habíaviajado recientemente a Baltimore, loprimero que se me ocurrió fue launiversidad Johns Hopkins, en la cual est

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encuadrada una de las mejores clínicasoncológicas del mundo. Dos rápidaslamadas me confirmaron que la señorita

Harper había visitado periódicamente laHopkins para que le efectuaran análisis dsangre y médula, cosas ambasrelacionadas con una enfermedad que,evidentemente, ella había mantenido ensecreto. Cuando me comunicaron lamedicación que tomaba, las piezas del

rompecabezas empezaron a encajar denmediato en mi mente. Los laboratoriosde mi departamento no disponían deningún polarímetro ni de ningún otro

medio para detectar la presencia delevomethorphan. El doctor Ismail de la

Hopkins había prometido ayudarme,siempre y cuando yo le facilitara las

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necesarias muestras.Todavía no eran las siete de la

mañana y ya nos estábamos acercando a

os límites exteriores del Distrito FederalLos bosques y los pantanos se sucedieronen el paisaje hasta que, de pronto,apareció la ciudad y vimos el blancomonumento a Jefferson a través de unabrecha entre los árboles. Los altosedificios comerciales estaban tan cerca

que yo pude ver incluso plantas denterior y pantallas de lámparas a travésde sus ventanas impecablemente limpiasantes de que el tren se escondiera bajo

ierra como un topo y prosiguieraciegamente su avance por debajo delMall.

Encontramos al doctor Ismail en el

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aboratorio de farmacología de la clínicaoncológica. Abriendo la bolsa de compradeposité la pequeña caja de styrofoam

encima de su escritorio. –¿Son las muestras de que hablamos?

me preguntó con una sonrisa. –Sí -contesté-. Supongo que estarán

odavía congeladas. Hemos venidodirectamente aquí desde la estación.

 –Si las concentraciones son buenas,

podré tener una respuesta para usteddentro de uno o dos días -me dijo. –¿Qué va usted a hacer exactamente?

preguntó Marino, contemplando el

aboratorio, cuyo aspecto era como el deodos los laboratorios que yo había visto.

 –En realidad, es muy sencillo -contestó pacientemente el doctor Ismail-.

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Primero haré un extracto de la muestragástrica. Ésa será la parte más larga yaboriosa del análisis. Una vez hecho

esto, colocaré el extracto en elpolarímetro que, por cierto, se parecemucho a un telescopio. Lo que ocurre esque tiene unas lentes giratorias. Miraré aravés del ocular y haré girar la lente a lazquierda y a la derecha. Si la sustancia e

cuestión es el dextromethorphan, hará

virar la luz hacia la derecha, lo cualquiere decir que la luz de mi campoadquirirá una mayor intensidad cuando yohaga girar la lente hacia la derecha. En

caso de que sea levomethorphan, ocurriráo contrario.

El doctor Ismail añadió que elevomethorphan era un analgésico muy

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eficaz que prácticamente sólo se recetabaen los casos de enfermos terminales decáncer. Puesto que la sustancia había sido

desarrollada allí, el médico tenía una listade todos los pacientes de la Hopkins quea estaban tomando. Su propósito era

establecer su eficacia terapéutica. Por suerte para nosotros, tenía un registro deos tratamientos seguidos por la señorita

Harper.

 –Venía cada dos meses para losanálisis de sangre y médula y, en cadavisita, se le facilitaban unos doscientoscincuenta comprimidos de dos miligramo

dijo el doctor Ismail, alisando laspáginas de un voluminoso registro-.Vamos a ver… Su última visita fue elveintiocho de octubre. Le hubieran tenido

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que quedar por lo menos de setenta ycinco a cien comprimidos.

 –No los encontramos -dijo Marino.

 –Lástima. – Los negros ojos deldoctor Ismail nos miraron con expresiónentristecida.– El tratamiento iba muy bienUna mujer encantadora. Siempre era unplacer para mí verlas a ella y a su hija.

Tras un instante de sorprendidosilencio, pregunté:

 –¿Su hija? –Supongo que era su hija. Una jovenrubia…

Marino interrumpió sus palabras.

 –¿Acompañaba a la señorita Harper lúltima vez, el último fin de semana deoctubre?

El doctor Ismail frunció el ceño

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diciendo: –No, no recuerdo haberla visto

entonces. La señorita Harper vino sola.

 –¿Cuántos años llevaba la señoritaHarper viniendo a esta clínica? – pregunté.

 –Tendré que sacar su historia. Pero séque eran varios. Por lo menos, dos.

 –Ya. Y su hija, la joven rubia, ¿laacompañaba siempre? – pregunté.

 –No tan a menudo como al principio -contestó el doctor Ismail-. Pero a lo largode este año acompañó a la señoritaHarper en todas sus visitas menos el

último fin de semana de octubre y quizása visita anterior. Me causaba unampresión muy favorable. Cuando uno est

gravemente enfermo, no sé, es bonito

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contar con el apoyo de la familia. –¿Dónde se alojaba la señorita Harpe

durante sus estancias aquí? – preguntó

Marino, volviendo a contraer losmúsculos de la mandíbula.

 –Casi todos los pacientes se hospedanen hoteles de la zona. Pero a la señoritaHarper le gustaba el puerto -contestó eldoctor Ismail.

La tensión y la falta de sueño me

mpedían reaccionar con rapidez. –¿No sabe en qué hotel? – insistióMarino.

 –No, no tengo ni idea…

De pronto, empecé a ver las imágenesde los fragmentos de palabrasmecanografiadas en la fina película deblanca ceniza.

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 –¿Me permite consultar su guíaelefónica, por favor? – dije,nterrumpiendo al doctor Ismail y a

Marino.Quince minutos más tarde, Marino y

yo estábamos en la calle, buscando unaxi. Lucía el sol, pero hacía frío.

 –Maldita sea -repitió Marino-, esperoque tenga usted razón.

 –En seguida lo averiguaremos -dije en

ono muy tenso.En las páginas comerciales de la guíaelefónica figuraba un hotel llamado

Harbor Court. bor Co, Bor Co. Las

pequeñas letras negras de los restos depapel quemado bailaban incesantementeen mi mente. El hotel era uno de los más

ujosos de la ciudad y se encontraba

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directamente enfrente de Harbor Place. –Le voy a decir lo que no entiendo -

añadió Marino mientras otro taxi pasaba

por delante de nosotros sin detenerse-.¿Por qué tomarse tantas molestias? Laseñorita Harper se suicidó, ¿no? ¿Por quése tomó la molestia de hacerlo de unamanera tan misteriosa? ¿No le parece queeso no tiene sentido?

 –Era una mujer orgullosa.

Probablemente para ella el suicidio era uacto vergonzoso. Quizá no quería quenadie lo supiera y, a lo mejor, decidióquitarse la vida mientras yo estaba en su

casa. –¿Por qué? –Quizá porque no quería que

encontraran su cuerpo una semana más

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arde.El tráfico era tremendo y yo estaba

empezando a preguntarme si tendríamos

que ir andando hasta el puerto. –¿Y de veras cree usted que ella sabía

odo este lío de los isómeros? –Creo que sí -contesté. –¿Cómo es posible? –Porque ella quería morir con

dignidad, Marino. Puede que llevara

algún tiempo planeando el suicidio encaso de que la leucemia se agudizara yella no quería sufrir ni hacer sufrir a losdemás. El levomethorphan era una

elección perfecta. En circunstanciasnormales jamás se hubiera detectado…siempre que en la casa hubiera un frascocon dextromethorphan.

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 –¿Será verdad lo que están viendo miojos? – dijo Marino al ver que un taxi seapartaba del tráfico y se dirigía hacia

nosotros-. Desde luego, es algo quempresiona. Lo digo en serio.

 –Más bien trágico. –Pues no sé qué decirle. – Marino

desenvolvió un chicle y empezó amascarlo con entusiasmo-. Yo no querríaestar en una cama del hospital con tubos

por todas partes. A lo mejor, yo hubierapensado lo mismo que ella. – No sesuicidó por el cáncer.

 –Lo sé -dijo Marino mientras

bajábamos del bordillo-. Pero guardarelación. Tiene que ser eso. Ella no iba apermanecer mucho tiempo en este mundo

de todos modos. Primero matan a Beryl y

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después despachan a su hermano -Marinose encogió de hombros-. ¿Para qué seguirviviendo?

Subimos al taxi y le facilitamos ladirección al conductor. Durante unos diezminutos permanecimos en silencio.Después, el taxi aminoró la marcha y pasópor debajo de una estrecha arcada quedaba acceso a un patio de ladrillorebosante de parterres de coles

ornamentales y arbustos. Un porterovestido de frac y chistera se situónmediatamente junto a mi codo y me

escoltó hasta un espléndido vestíbulo

brillantemente iluminado y decorado enonos rosa y crema. Todo estabanmaculadamente limpio y reluciente, con

flores naturales por todas partes, lujoso

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mobiliario y un personal impecablementeuniformado que prestaba ayuda si ésta leera solicitada, pero no dejaba sentir su

presencia. Nos acompañaron a un lujoso

despacho donde un director elegantementevestido estaba hablando por teléfono. T.M. Bland, según el nombre que figurabaen la placa de su escritorio, nos miró ydio rápidamente por concluida su

conversación telefónica. Marino fuedirectamente al grano. –La lista de nuestros clientes es

confidencial -contestó el señor Bland,

esbozando una amable sonrisa.Marino se acomodó en un sillón de

cuero y encendió un cigarrillo a pesar deletrero gracias por no fumar claramente

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visible en la pared, y después se sacó elbilletero del bolsillo y mostró su placa.

 –Me llamo Pete Marino -dijo

acónicamente-. Departamento de Policíade Richmond, Brigada de Homicidios. Lepresento a la doctora Scarpetta, jefa deldepartamento de Medicina Legal deVirginia. Comprendemos su insistencia enel carácter confidencial de los datos yrespetamos la discreción del hotel, señor 

Bland. Pero, verá usted, ocurre queSterling Harper ha muerto. Su hermanoCary Harper también ha muerto y BerylMadison también. Cary Harper y Beryl

han sido asesinados. Y todavía noestamos seguros de lo que le ocurrió a laseñorita Harper. Por eso hemos venidoaquí.

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 –Leo los periódicos, investigador Marino -dijo el señor Bland empezando aperder un poco la compostura-. Tenga la

certeza de que el hotel colaborará con lasautoridades en toda la medida de loposible.

 –Entonces me está usted diciendo queestas personas se habían hospedado eneste hotel -dijo Marino.

 –Cary Harper nunca fue huésped de

este hotel. –Pero su hermana y Beryl Madison sí –En efecto -dijo el señor Bland. –¿Con cuánta frecuencia y cuándo fue

a última vez? –Tendré que buscar la cuenta de la

señorita Harper -contestó el señor Bland-

¿Me disculpan un momento?

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Estuvo ausente de su despacho no másde quince minutos y, al regresar, nosentregó una hoja impresa de ordenador.

 –Como pueden ver -dijo, volviendo asentarse-, la señorita Harper y BerylMadison se alojaron en nuestro hotel seisveces en el transcurso del último año ymedio.

 –Aproximadamente cada dos meses -dije yo, pensando en voz alta mientras

echaba un vistazo a las fechas de la hoja-excepto la última semana de agosto y losúltimos días de octubre. Entonces pareceque la señorita Harper vino sola.

El director asintió con la cabeza. –¿Cuál era el propósito de sus visitas

preguntó Marino.

 –Probablemente negocios. Compras.

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Simple deseo de descansar. La verdad esque no lo sé. El hotel no tiene por costumbre controlar a sus clientes.

 –Y yo tampoco tengo por costumbrenteresarme por lo que hacen sus clientes

a menos que aparezcan muertos -dijoMarino-. Dígame qué observaba ustedcuando las dos damas se alojaban aquí.

La sonrisa del señor Bland se esfumóde su rostro mientras sus manos sacaban

nerviosamente un bolígrafo de oro de laarandela que lo mantenía sujeto a un blocde notas. Después, como si no supieramuy bien el propósito de aquella acción,

se guardó el bolígrafo en el bolsillo de sucamisa rosa almidonada y carraspeó.

 –Sólo puedo decirle lo que me llamóa atención -dijo.

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 –Se lo ruego -dijo Marino. –Las dos señoras viajaban por 

separado. Por regla general, la señorita

Harper se registraba en el hotel un díaantes que la señorita Madison y confrecuencia no se iban al mismo tiempo.

 –¿Qué quiere usted decir con eso deque no se iban al mismo tiempo?

 –Quiero decir que, a lo mejor, semarchaban el mismo día, pero no

necesariamente a la misma hora y noelegían necesariamente el mismo mediode transporte. No utilizaban el mismo taxipor ejemplo.

 –¿Pero las dos se dirigían a laestación ferroviaria? – inquirí yo.

 –Me parece que la señorita Madison

se dirigía muchas veces al aeropuerto en

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imusina -contestó el señor Bland-. Perocreo que la señorita Harper solía viajar en tren.

 –¿Cómo se alojaban? – pregunté yo,estudiando la hoja impresa.

 –Sí -terció Marino-. Aquí no dicenada de la habitación -añadió, dando unosgolpecitos a la hoja con el índice-. ¿Lahabitación era doble o individual? Ustedya me entiende, ¿una cama o dos camas?

Ruborizándose levemente ante lansinuación, el señor Bland contestó: –Siempre se alojaban en una

habitación con dos camas de cara al mar.

Eran invitadas del hotel, investigador Marino, si de veras necesita ustedconocer este detalle que, por supuesto, esconfidencial.

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 –Pero, bueno, ¿acaso tengo yo pinta dreportero? – ¿Quiere decir que sealojaban gratis en este hotel? – pregunté,

confusa. – Sí, señora. –¿Le importa explicárnoslo? – dijo

Marino. – Por deseo de Joseph McTigue contestó el señor Bland.

 –¿Cómo dice? – Me incliné haciaadelante y le miré fijamente.– ¿Elcontratista de obras de Richmond? ¿Se

refiere usted al famoso Joseph McTigue? –El difunto señor McTigue fue uno deos promotores de buena parte de las

obras del puerto. Entre sus propiedades s

ncluye un considerable paquete deacciones de este hotel -explicó el señor Bland-. Quiso que siempre ofreciéramos

el mejor alojamiento posible a la señorita

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Harper y nosotros seguimos cumpliendosu deseo después de su muerte.

Minutos más tarde, deslicé un billete

de dólar hacia la mano del portero yMarino y yo subimos a un taxi.

 –¿Le importa decir quién demonios esJoseph McTigue? – preguntó Marinomientras nos adentrábamos en el tráfico-.Tengo la impresión de que lo sabe.

 –Visité a su mujer en Richmond. En

ardines Chamberlayne. Ya se lo dije. – Qué extraño. –Sí, a mí también me ha dejado

bastante perpleja -convine yo.

 –¿Quiere explicarme qué demoniosdeduce usted de todo eso?

 No lo sabía, pero estaba empezando asospechar algo.

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 –Me parece todo muy raro -añadióMarino-. Para empezar, este numerito deque la señorita Harper tomara el tren y

Beryl viajara en avión a pesar de queambas se dirigían al mismo sitio.

 –No es tan raro -dije yo-. No podíanviajar juntas de ninguna de la maneras,Marino. Ni la señora Harper ni Berylpodían correr este riesgo. Oficialmente nomantenían ningún trato, ¿recuerda? Si

Cary Harper tenía por costumbre ir arecoger a su hermana a la estación yambas hubieran viajado juntas, Beryl nohubiera podido desaparecer de repente. –

Hice una pausa porque, de pronto, se mehabía ocurrido otra posibilidad.– Quizá laseñorita Harper estaba ayudando a Beryl

en la redacción de su libro y le

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proporcionaba datos sobre losantecedentes de la familia Harper.

Marino miró a través de su ventanilla

 –Si quiere que le diga mi opinión -dijo-, para mí que esas dos eranesbianas.

Vi la mirada de curiosidad del taxistaa través del espejo retrovisor.

 –Creo que se querían -me limité adecir.

 –Y quizá mantenían un pequeño idilioy se reunían cada dos meses aquí, enBaltimore, donde nadie las conocía ni lesprestaba la menor atención. Mire -añadió

Marino-, tal vez por eso Beryl decidióhuir a Key West. Era una lesbiana y allí sdebía de sentir como en casa.

 –Su homofobia es furibunda, Marino,

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por no decir aburrida. Tenga cuidado. Lagente podría empezar a sospechar deusted.

 –Sí, es verdad -dijo él.Mi comentario no le había hecho

demasiada gracia. Guardé silencio. –El caso es que, a lo mejor, Beryl se

buscó alguna amiguita allí abajo -prosiguió diciendo Marino.

 –Quizá convendría que lo investigara

 –Ni hablar. A mí no me pica ningúnmosquito en la capital del sida deorteamérica. Conversar con un puñado

de maricones no es la idea que yo tengo

de la diversión. –¿Ha pedido a la policía de Florida

que investigue los contactos de Beryl allíabajo? – pregunté, sin querer dármelas de

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graciosa. –Un par de investigadores me dijeron

que habían echado un vistazo. Comentaro

que era una misión desagradable. Teníanmiedo de la comida y de la bebida. Unode los maricas del restaurante del que ellahabla en sus cartas se está muriendo desida ahora mismo. Los investigadoresuvieron que llevar guantes.

 –¿Durante las entrevistas?

 –Por supuesto. E incluso mascarillasquirúrgicas… por lo menos, cuandohablaron con el moribundo. Noaveriguaron nada que nos pueda ayudar, l

nformación que obtuvieron no sirve paranada.

 –Es natural -comenté-. Si tratas a laspersonas como si fueran leprosas, no es

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probable que te ganes su confianza y quee cuenten detalles.

 –Si alguien me pidiera mi opinión, yo

creo que tendrían que cortar esa parte deHonda y dejarla a la deriva en alta mar.

 –Bueno, por suerte nadie se la hapedido -dije yo.

Cuando regresé a casa al anochecer,encontré varios mensajes en micontestador automático.

Esperaba que uno de ellos fuera deMark. Me senté en el borde de la camabebiendo un vaso de vino mientrasescuchaba con desgana las voces que iban

surgiendo del aparato.Bertha, mi asistenta, decía que había

pillado la gripe y anunciaba que no podrívenir al día siguiente. El fiscal general

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quería que desayunara con él a la mañanasiguiente y me informaba de que elalbacea de Beryl Madison había

nterpuesto una querella por ladesaparición del manuscrito. Tresperiodistas me pedían comentarios y mimadre quería saber si prefería pavo oamón por Navidad… una sutil manera de

averiguar si podría contar conmigo por lomenos en esa fiesta.

 No reconocí la ronca voz que escuchéa continuación. –… Tienes un cabello rubio precioso

¿Es natural o te lo decoloras, Kay?

Rebobiné rápidamente la cinta y abríel cajón de mi mesilla de noche.

 –… ¿Es natural o te lo decoloras,Kay? Te he dejado un regalito en el

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porche trasero.Trastornada y sin soltar el Ruger,

volví a pasar la cinta una vez más. La voz

era casi un susurro, muy tranquila ypausada. Una voz masculina. No teníaningún acento especial y el tono no dejabaraslucir la menor emoción. El sonido de

mis pisadas en la escalera me atacaba losnervios. Encendí las luces de todas lashabitaciones por las que pasé. El porche

rasero estaba junto a la cocina. Elcorazón me latía violentamente cuando mesitué a un lado de la ventana panorámicaque daba al comedero de los pájaros y

separé ligeramente los visillos,sosteniendo el revólver en alto apuntandohacia el techo.

La lámpara del porche disipaba la

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oscuridad del césped y perfilaba lassiluetas de los árboles de la negra zonaboscosa lindante con mi parcela. En el

porche de ladrillo no había nada.Tampoco se veía nada en los peldaños.Me dirigí a la puerta, curvé los dedosalrededor del tirador y permanecí inmóvicon el corazón martilleando en mi pechomientras descorría el pestillo deseguridad.

Al abrir, advertí un rumor apenasperceptible contra la madera exterior dea puerta. En cuanto vi lo que colgaba delirador exterior, cerré la puerta con tal

fuerza que las ventanas se estremecieron.Marino hablaba como si le hubiera

sacado de la cama. –¡Venga aquí inmediatamente! – dije,

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hablando una octava más alto de lohabitual.

 –Tranquilícese -me dijo él con

firmeza-. No le abra la puerta a nadiehasta que yo llegue, ¿entendido? Voy paraacá.

Cuatro coches patrullas se hallabanestacionados en la calle delante de micasa y los oficiales recorrían en laoscuridad las zonas de bosque y los

arbustos con unos largos dedos de luz. –La unidad k-nueve ya está en caminodijo Marino, dejando su radiotransmisor

portátil sobre la mesa de mi cocina-.

Dudo mucho de que este zángano estéodavía por aquí, pero lo comprobaremos

exhaustivamente antes de irnos.Era la primera vez que veía a Marino

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en pantalones vaqueros y pensé que lehubieran sentado bastante bien de nohaber sido por los calcetines blancos de

gimnasia, los mocasines baratos y lacamiseta gris una talla demasiado chica.El aroma del café recién hecho seesparció por la cocina mientras yo locolaba a un recipiente lo bastante grandecomo para que pudiera beber mediobarrio. Mis ojos miraban de uno a otro

ado como si buscaran algo. –Vuélvamelo a contar muy despacio -dijo Marino, encendiendo un cigarrillo.

 –Estaba pasando los mensajes de mi

contestador -repetí-. Cuando llegué alúltimo, oí esta voz de varón blanco jovenSerá mejor que lo escuche usted mismo.Dijo algo sobre mi cabello y me preguntó

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si me lo decoloraba. – Los ojos deMarino me estudiaron las raíces delcabello.– Después dijo que me había

dejado un regalo en el porche trasero.Bajé aquí, miré por la ventana y no vinada. No sé lo que imaginaba.Sinceramente no lo sé. Algo horrible en enterior de una caja envuelta con papel de

regalo. Al abrir la puerta, oí que algorascaba la madera. Lo habían colgado del

irador.En el interior de un sobre de plásticode pruebas colocado en el centro de lamesa había un insólito medallón de oro

prendido a una gruesa cadena de oro. –¿Está seguro de que eso es lo que

Harper llevaba en la taberna? – volví apreguntar.

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 –Por supuesto que sí -contestó Marinocon el rostro muy tenso-. No me cabe lamenor duda. Tampoco me cabe ninguna

sobre el lugar donde el objeto habráestado durante todo este tiempo. El tipo so quitó a Harper tras haberlo liquidado y

ahora se lo ofrece a usted como regaloanticipado de Navidad. Parece quenuestro amigo se ha encaprichado deusted.

 –Por favor -dije con impaciencia. –Estoy hablando en serio. – Marinoacercó el sobre y examinó el collar aravés del plástico.– Observe que el

cierre está doblado, lo mismo que laanillita del extremo. A lo mejor, serompió cuando lo arrancó del cuello de

Harper. Y quizá después lo arregló con

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unas tenacillas. Probablemente se lo hapuesto. Mierda -Marino sacudió la cenizadel cigarrillo-. ¿Encontró en el cuello de

Harper alguna lesión provocada por lacadena?

 –En su cuello no quedaba casi nadaentero -contesté en tono apagado.

 –¿Había visto usted alguna vez unmedallón como éste?

 –No.

Parecía un escudo de armas en oro dedieciocho quilates, pero no tenía nadagrabado, excepto la fecha de 1909 en elreverso.

 –Basándome en las cuatro marcas deoyero grabadas en el reverso, creo que su

origen es inglés -dije-. Las marcas son deun código universal e indican cuándo se

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fabricó el medallón, dónde y por quién.Un joyero las podría interpretar. Sé queno es italiano…

 –Doctora… –Hubiera tenido grabado un siete

cincuenta en el reverso para indicar el orode dieciocho quilates porque el quinientoequivale a catorce quilates…

 –Doctora… –Conozco a un experto de la joyería

Schwarzschild's… –Oiga -dijo Marino, levantando lavoz-, eso no tiene importancia, ¿vale?

Estaba parloteando como una vieja

histérica. –El maldito árbol genealógico de

odas las personas que han sidopropietarias de este collar no nos va a

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revelar lo más importante… el nombredel tipo que lo ha colgado en su puerta. – Los ojos de Marino se suavizaron un poco

mientras me preguntaba en voz baja-:¿Qué se bebe en esta casa? Brandy.¿Tiene un poco de brandy?

 –Está usted de servicio. –No es para mí -dijo Marino

riéndose-. Es para usted. Póngase unpoquito así. – Tocándose con el pulgar el

nudillo central del índice derecho, mendicó unos cinco centímetros-. Luegohablaremos.

Me dirigí al bar y regresé con una

copita. El brandy me quemó la garganta yel calor se difundió rápidamente a travésde mi sangre. Dejé de estremecerme por dentro y de temblar por fuera. Marino me

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estudió con curiosidad. Su interés me hizodarme cuenta de muchas cosas. Ibavestida con lo mismo que llevaba durante

el viaje de vuelta desde Baltimore. Lospantys me apretaban en la cintura y mehacían bolsas alrededor de las rodillas.Experimentaba la apremiante necesidadde lavarme la cara y cepillarme losdientes. Me picaba el cuero cabelludo.Estaba segura de que debía de tener una

pinta espantosa. –Está claro que este tipo no haceamenazas gratuitas -dijo Marino en vozbaja mientras yo tomaba otro sorbo de

brandy. –Probablemente se mete conmigo

porque intervengo en el caso. Quiereburlarse de mí. No es nada insólito que

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as psicópatas se burlen de losnvestigadores e incluso les envíen

recuerdos -dije sin creérmelo demasiado.

Marino, por supuesto, no lo creía. –Voy a dejar una o dos unidades por 

aquí. Vigilaremos su casa -dijo-. Tengoque imponerle un par de normas. Sígalasal pie de la letra. Hablo en serio -añadió,mirándome a los ojos-.

En primer lugar, cualesquiera que

sean sus costumbres, quiero que las altereodo lo que pueda. Si usted va a la tiendade comestibles el viernes por la tarde, lapróxima vez vaya el miércoles y acuda a

otra tienda. No salga de su casa ni de suautomóvil sin mirar a su alrededor. Si vealgo que le llama la atención, como, por ejemplo, un vehículo sospechoso

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aparcado en la calle o pruebas visibles deque alguien ha estado en su casa, se larganmediatamente de aquí o se queda

encerrada en la casa y llama a la policía.Si al entrar en la casa nota algo raro,aunque sólo experimente una sensación denquietud, aléjese, busque un teléfono ylame a la policía y pida que la acompañe

un oficial para cerciorarse de que todo vabien.

 –Tengo instalada una alarma antirrobodije. –También la tenía Beryl. –Pero ella le abrió la puerta al hijo de

puta. –No deje entrar a nadie de quien no

esté absolutamente segura. –¿Qué puede hacer, saltarse mi alarm

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antirrobo? – pregunté. –Cualquier cosa es posible.Recordé que Wesley había dicho lo

mismo. –No salga de su despacho de noche o

cuando no haya nadie en el edificio. Lomismo vale para la entrada. Si suele ir cuando todavía está bastante oscuro y elparking se encuentra vacío, empiece ahacerlo un poco más tarde. Tenga puesto

el contestador automático. Grábelo todo.Si recibe otra llamada, póngasenmediatamente en contacto conmigo. Si llama dos veces más, interceptaremos la

ínea… –¿Como hicieron con Beryl? – 

repliqué, empezando a enfadarme. No contestó.

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 –Dígame, Marino, ¿se defenderán misderechos cuando ya se haya quebrantadoa ley? ¿Cuando ya sea demasiado tarde

para que me sirva de algo? –¿Quiere que duerma en un sofá esta

noche? – me preguntó sin perder la calmaEl solo hecho de imaginármelo se me

hacía muy duro. Veía a Marino encalzoncillos y con una ajustada camisetasobre el voluminoso vientre dirigiéndose

descalzo hacia el cuarto de baño.Probablemente, todavía dejaba la tapaevantada.

 –No se preocupe -dije.

 –Tiene licencia de armas, ¿verdad? –¿Para llevar un arma oculta? – 

pregunté-. Pues no.

Marino empujó la silla hacia atrás

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diciendo: –Mañana mantendré una pequeña

conversación con el juez Reinhard. Le

facilitaremos una.Eso fue todo. Ya era casi la

medianoche.Momentos después me quedé sola y

sin poder dormir. Me tomé otro trago debrandy y más tarde un tercero, ypermanecí tendida en la cama mirando

hacia el oscuro techo. Cuando le ocurrenmuchas desgracias en la vida, la genteempieza a preguntarse en su fuero internosi no será un imán que atrae el infortunio,

el peligro o los trastornos. Yo también meo estaba empezando a preguntar. A lo

mejor, Ethridge tenía razón, me dejabaarrastrar demasiado por los casos y me

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colocaba en situaciones peligrosas. Otrasveces había recibido llamadas que mehubieran podido enviar volando a la

eternidad.Cuando finalmente conseguí

dormirme, tuve unos sueñoscompletamente absurdos. Ethridge sequemaba el chaleco con la ceniza delcigarro. Fielding trabajaba en un cuerpoque estaba empezando a parecer un

acerico porque no conseguía encontrar ninguna arteria en la que hubiera sangre.Marino subía por la empinada ladera deuna colina con unos zancos y yo sabía que

se iba a caer.12

A primera hora de la mañana en el

salón a oscuras de mi casa, contemplé a

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ravés de la ventana las sombras y siluetadel jardín. El garaje del estado aún no mehabía devuelto el Plymouth. Mientras mis

ojos se posaban en la enorme «rubia» queme habían facilitado, me pregunté si seríamuy difícil que un hombre adultopermaneciera oculto debajo de ella y meagarrara el pie en el momento en que yome acercara para abrir la portezuela delado del conductor. Ni siquiera tendría

que matarme. Yo me moriría primero deun ataque al corazón. La calle estabadesierta y las farolas apenas alumbraban.Miré a través de los visillos apenas

descorridos, pero no vi nada. No oí nada.o se veía nada extraño. Probablemente

ampoco se veía nada extraño cuandoCary Harper regresó a su casa desde la

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aberna.Estaba citada para desayunar con el

fiscal general para antes de una hora.

Como no me armara de valor y cubrieraos nueve metros que me separaban del

vehículo, llegaría tarde. Estudié losarbustos y los pequeños cornejos quebordeaban el césped de mi jardín. Susserenas siluetas se recortaban contra uncielo que se iba aclarando poco a poco.

La luna era un globo iridiscente semejantea una flor de dondiego de noche y lahierba aparecía cubierta de plateadaescarcha.

¿Cómo habría llegado el asesino hastaas casas de las ¿víctimas, hasta mi casa?

Debía de disponer de algún medio deransporte. Apenas se habían hecho

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conjeturas sobre la capacidad dedesplazamiento del asesino. El tipo devehículo es tan importante en el perfil de

un criminal como su edad y su raza y, sinembargo, nadie había hecho el menor comentario, ni siquiera Wesley. Mepregunté por qué mientras contemplaba ladesierta calle. La severa actitud deWesley en Quantico me seguíapreocupando.

Manifesté mis inquietudes mientrasdesayunaba con Ethridge. –A lo mejor, todo se debe a que

Wesley no ha querido revelarle ciertas

cosas -apuntó Ethridge. – Siempre ha sidomuy sincero conmigo. – El FBI tiende amantener la boca cerrada, Kay. – Wesleyes un experto en diseño de perfiles -

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repliqué-. Siempre ha compartidogenerosamente conmigo sus teorías yopiniones. Pero, en este caso, apenas dice

nada. Prácticamente no ha hecho ningúnperfil del posible autor de los hechos. Hacambiado de personalidad. Ya no bromeay apenas me mira a los ojos. Es muy raroe increíblemente desconcertante -añadí,respirando hondo.

 –Todavía te sientes aislada, ¿verdad,

Kay? – me preguntó Ethridge. – Sí, Tom. –Y estás un poquito paranoica. – También -contesté.

 –¿Confías en mí, Kay? ¿Crees que

estoy de tu parte y tengo en cuenta tusntereses? – preguntó el fiscal general.

Asentí con la cabeza y volví a respirar hondo. Estábamos conversando en voz

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baja en el comedor del hotel Capítol, unocal muy frecuentado por los políticos yos plutócratas. Tres mesas más allá, el

senador Partin, con la cara mucho másarrugada de lo que yo recordaba, estabahablando muy serio con un joven cuyorostro yo había visto en alguna parte.

 –En los períodos de tensión, casiodos nos sentimos aislados y paranoicosos sentimos solos en el desierto -dijo

Ethridge mirándome con expresiónurbada. –Yo estoy sola en el desierto -

repliqué-. Y tengo esta sensación porque

es verdad. –Se comprende que Wesley esté

preocupado. –Por supuesto.

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 –Lo que me preocupa en tu caso, Kayes que basas tus teorías en la intuición y tguías por el instinto. Lo cual a veces

puede ser muy peligroso. –A veces lo puede ser, en efecto. Pero

ambién puede ser peligroso que la genteempiece a complicar demasiado lascosas. El asesinato suele ser una cosadeprimentemente sencilla.

 –Pero no siempre.

 –Casi siempre, Tom. –No pensarás que las maquinacionesde Sparacino guardan relación con estasmuertes, ¿verdad? – preguntó el fiscal

general. –Creo que sería demasiado fácil

centrarse en sus maquinaciones. Lo que

hace él y lo que está haciendo el asesino

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podrían ser trenes que circulan por víasparalelas. Ambos son mortalmentepeligrosos. Pero no son lo mismo. No

están relacionados. No obedecen a losmismos impulsos.

 –¿Tampoco crees que la desaparicióndel manuscrito tenga algo que ver conello?

 –No lo sé. –¿No estás un poco más cerca de la

verdad?El interrogatorio me hacía sentir comouna niña que no hubiera hecho susdeberes. Pensé que ojalá no me lo hubiera

preguntado. –No, Tom -reconocí-. No tengo ni

dea de dónde está. –¿Y si Sterling Harper lo hubiera

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quemado en la chimenea poco antes demorir?

 –No creo. El experto en documentos

examinó los restos carbonizados de papely los identificó como pertenecientes ahojas de papel tela de alta calidad. Comoel que suelen utilizar los abogados en losdocumentos legales. No es probable quealguien escribiera el borrador de un libroen papel de este tipo. Lo más probable es

que la señorita Harper quemara cartas ypapeles personales. –¿Cartas de Beryl Madison? –No podemos excluirlo -contesté a

pesar de que yo prácticamente lo habíaexcluido.

 –¿O tal vez cartas de Cary Harper? –En la casa se encontró una

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considerable cantidad de papelespersonales de Cary Harper -contesté-. Nohay pruebas de que alguien los hubiera

ocado o revisado recientemente. –Si las cartas hubieran sido de Beryl

Madison, ¿qué razón hubiera tenido laseñorita Harper para quemarlas?

 –No lo sé -contesté, intuyendo queEthridge seguía pensando en su pesadilla,el abogado Sparacino.

Sparacino había actuado con mucharapidez. Yo había visto las treinta y trespáginas de la querella. Sparacino habíanterpuesto una querella contra mí y contr

a policía y el gobernador del estado. Laúltima vez que me había puesto encontacto con Rose, ésta me había dichoque habían llamado de la revista People y

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que el otro día uno de sus fotógrafosestaba fotografiando el edificio tras serledenegada la entrada más allá del

vestíbulo. Me estaba empezando a hacer famosa. Y también estaba empezando aconvertirme en una experta en no hacer comentarios y en no dar la cara.

 –Crees que estamos en presencia deun psicópata, ¿verdad? – me preguntóEthridge a bocajarro.

Tanto si la fibra acrílica anaranjadaguardaba relación con unossecuestradores como si no, eso era lo queyo pensaba y así se lo dije al fiscal

general.Éste contempló la comida casi intacta

de su plato y, cuando levantó los ojos, mequedé desconcertada por lo que vi en

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ellos. Tristeza y decepción. Y una terribledesgana.

 –Kay -dijo-, no me resulta fácil

decírtelo.Tomé una galleta.

 –Pero tienes que saberlo.ndependientemente de lo que esté

sucediendo y de por qué sucede,cualesquiera que sean tus creencias yopiniones personales, es necesario que lo

sepas.Llegué a la conclusión de que meapetecía fumar en lugar de comer, por locual saqué mi cajetilla.

 –Tengo un contacto. Sólo puedodecirte que está al corriente de todas lasactividades del departamento deJusticia…

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 –Se trata de Sparacino -dijenterrumpiéndole.

 –Se trata de Mark James.

Si el fiscal general me hubiera soltadouna palabrota, mi asombro no hubierasido mayor.

 –¿Qué ocurre con Mark? – pregunté. –Quizá esta pregunta te la tendrá que

hacer yo a ti, Kay. –¿Qué quieres decir exactamente?

 –Los dos fuisteis vistos juntos enueva York hace varias semanas. En elGallagher's -el fiscal general hizo unapausa, carraspeó y añadió sin que viniera

a cuento-: Los años que hace que no voypor allí.

Contemplé el humo que se escapaba

de mi cigarrillo.

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 –Si no recuerdo mal, los bistecs deallí son excelentes…

 –Ya basta, Tom -dije, exasperada.

 –Suele haber muchos irlandeses debuen corazón muy aficionados a la bebiday a las bromas…

 –Ya basta, maldita sea -dije,evantando excesivamente la voz.

El senador Partin miró directamentehacia nuestra mesa y sus ojos se posaron

con leve curiosidad primero en Ethridge ydespués en mí. El camarero se acercósolícito para volvernos a llenar las tazasde café y preguntar si necesitábamos algo

Me sentía desagradablemente acalorada. –No me vengas con todas estas

onterías, Tom -dije-. ¿Quién me vio?

El fiscal general hizo un gesto con la

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mano. –Lo que importa aquí es saber de qué

o conoces.

 –Le conozco desde hace muchoiempo.

 –Eso no es una respuesta. –Desde la facultad de Derecho. –¿Erais íntimos amigos? –Sí. –¿Amantes?

 –Por Dios, Tom. –Lo siento, Kay. Es muy importante. –Acercándose la servilleta a los labios,Ethridge tomó su taza de café y miró

nerviosamente a su alrededor. Al parecera situación le resultaba extremadamente

embarazosa.– Digamos que los dospermanecisteis buena parte de la noche en

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ueva York. En el Omni. Noté que me ardían las mejillas. –A mí me importa un bledo tu vida

personal, Kay. Y dudo que a alguien lemporte. Excepto en este caso. Te aseguro

que lo siento en el alma. – Ethridgecarraspeó y finalmente volvió a mirarme.–Maldita sea. El compinche de Mark estásiendo investigado por el departamento dJusticia…

 –¿Su compinche? –Eso es muy serio, Kay -añadióEthridge-. Yo no sé cómo era Mark Jamescuando tú le conociste en la facultad de

Derecho, pero sé lo que ha hecho desdeentonces. Conozco su historial. Tras habesido informado de que le habían vistocontigo, llevé a cabo algunas

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nvestigaciones. Tuvo graves problemasen Tallahassee hace siete años. ExtorsiónEstafa. Delitos por los cuales fue juzgado

y cumplió condena en la cárcel. Másarde, acabó asociándose con Sparacino,

el cual es sospechoso de estar relacionado con el mundo del hampa.

Tuve la sensación de que una tuercame estaba estrujando la sangre delcorazón y debí de palidecer 

considerablemente porque Ethridge seapresuró a ofrecerme mi vaso de agua yesperó pacientemente a que mesobrepusiera. Sin embargo, cuando volvió

a mirarme a los ojos, reanudó susdevastadoras revelaciones desde elmismo punto en que las habíanterrumpido.

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 –Mark jamás trabajó en Orndorff Berger, Kay. En ese bufete jamás han oídohablar de él. Lo cual no me sorprende en

absoluto. Mark James no podía ejercer laabogacía porque el colegio le habíaretirado la licencia. Al parecer, essimplemente el ayudante personal deSparacino.

 –Pero ¿trabaja Sparacino paraOrndorff Berger? – conseguí preguntar.

 –Es su abogado especializado en elmundo del espectáculo. Eso sí es cierto -contestó el fiscal general.

 No dije nada porque estaba a punto de

echarme a llorar. –Mantente alejada de él, Kay -dijo

Ethridge con una voz que fue como una

ruda caricia en un intento de mostrarse

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afectuoso-. Rompe con él por lo que másquieras. Rompe cualquier relación quemantengas con él.

 –No mantengo ninguna relación con éldije con trémula voz.

 –¿Cuándo tuviste contacto con él por última vez?

 –Hace varias semanas. Llamó. Yhablamos no más de treinta segundos.

Edhndge asintió con la cabeza como s

no esperara otra cosa. –La vida paranoica. Uno de los frutosmás venenosos de la actividad delictiva.Dudo de que Mark James sea aficionado a

as largas conversaciones telefónicas ydudo de que se ponga en contacto contigoa menos que quiera algo. Dime ahora por qué estuviste con él en Nueva York.

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 –Quería verme. Quería advertirmecontra Sparacino. O eso me dijo -añadícon un hilillo de voz.

 –¿Y te advirtió en su contra? –Sí. –¿Qué te dijo? –Todas las cosas que tú acabas de

mencionar sobre Sparacino. –¿Y por qué te dijo Mark todo eso? –Dijo que quería protegerme.

 –¿Y tú lo crees? –Ya no sé qué demonios creer -contesté.

 –¿Estás enamorada de este hombre?

Le miré en silencio con ojos depiedra.

 –Tengo que saber hasta qué extremo

eres vulnerable -dijo Ethridge en voz

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baja-. No pienses ni por un instante quedisfruto con eso, Kay, te lo ruego.

 –Y yo te ruego a ti que no pienses

ampoco que yo disfruto, Tom -dije convoz cortante.

Ethridge tomó la servilleta que lecubría las rodillas y la dobló despacio ycon mucho cuidado antes de colocarlabajo el borde de su plato.

 –Tengo razones para temer que Mark 

James pueda hacerte un daño terrible, Kadijo en voz tan baja que tuve quenclinarme hacia adelante para poder 

oírle-. Tenemos motivos para sospechar 

que se encuentra detrás del allanamientode tu despacho…

 –¿Qué motivos? – le corté, levantandoa voz-. ¿De qué estás hablando? ¿Qué

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prueba…?.Las palabras se me quedaron

atascadas en la garganta cuando el

senador Partin y su joven acompañante sesituaron súbitamente junto a nuestra mesa

o me había dado cuenta de que se habíaevantado para acercarse a nosotros.

Adiviné por la expresión de sus rostrosque eran conscientes de haber nterrumpido una tensa conversación.

 –John, cuánto me alegro de verte -exclamó Ethridge, empujando su sillahacia atrás para levantarse-. Ya conoces aa jefa del departamento de Medicina

Legal, la doctora Scarpetta, ¿verdad? –Por supuesto, por supuesto. Sí, ¿qué

al está usted, doctora Scarpetta? – Elsenador me estrechó la mano sonriendo,

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pero sus ojos estaban muy lejos.– Lepresento a mi hijo Scott.

Observé que Scott no había heredado

os toscos y ásperos rasgos de su padre niampoco su rechoncha figura. El joven era

alto, delgado e increíblemente apuesto,con un bello rostro enmarcado por unacorona de espléndido cabello negro.Tenía unos veintitantos años y ardía ensus ojos una insolencia que me molestó.

La cordial conversación no disipó minquietud y tampoco me sentí mejor cuando padre e hijo finalmente seretiraron.

 –Le he visto en alguna parte -lecomenté a Ethridge cuando el camarerovolvió a llenarnos las tazas.

 –¿A quién? ¿A John?

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 –No, no… por supuesto que he vistoantes al senador. Me refiero al hijo, ScottSu rostro me es conocido.

 –Probablemente le habrás visto en laelevisión -dijo Ethridge, consultando

furtivamente su reloj-. Es actor o, por lomenos, intenta serlo. Creo que hanterpretado un par de papeles

secundarios en unos seriales. –Oh, Dios mío -musité.

 –Puede que haya tenido también algúnpapelito en alguna película. Estuvo enCalifornia, pero ahora vive en NuevaYork.

 –No -dije yo, anonadada.Ethridge posó su taza de café y clavó

sus serenos ojos en mí.

 –¿Cómo sabía él que íbamos a

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desayunar aquí esta mañana, Tom? – pregunté, procurando que no me temblaraa voz mientras evocaba las imágenes.

El Gallagher's. El joven solitario quebebía cerveza unas mesas más allá delugar donde Mark y yo estábamos

sentados. –No sé cómo lo ha sabido -contestó

Ethridge mientras se encendía en sus ojosel brillo de una secreta satisfacción-. Me

imitaré a decirte que no me sorprende,Kay. El joven Partin lleva varios díassiguiéndome.

 –No será tu contacto en el

departamento de Justicia… –No, por Dios -contestó escuetamente

Ethridge. –¿De Sparacino?

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 –Más bien sí. Sería lo más lógico, ¿noe parece, Kay?

 –¿Por qué?

Ethridge estudió la cuenta y despuéscontestó:

 –Para asegurarse de que sabe lo queocurre. Para espiar. Para intimidar. Eligeo que prefieras -añadió, levantando la

vista.Scott Partin me había llamado la

atención por ser uno de aquellos jóvenescircunspectos que a menudo constituyenuna memorable muestra de melancólicoesplendor. Recordé que estaba leyendo el

ew York Times mientras bebía unacerveza con expresión enfurruñada. Mefijé en él porque las personas

extremadamente hermosas, como los

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artísticos arreglos florales, difícilmentepasan inadvertidas.

Más tarde experimenté el impulso de

contárselo todo a Marino mientras ambosbajábamos en ascensor a la primera plantde mi departamento aquella mañana.

 –Estoy segura -repetí-. Estaba sentadodos mesas más allá en el Gallagher's.

 –¿Y no le acompañaba nadie? –Exacto. Estaba leyendo el periódico

y bebiendo cerveza. No creo que comieranada, pero la verdad es que no meacuerdo -contesté mientras amboscruzábamos un gran almacén que olía a

polvo y cartón.Mi mente y mi corazón corrían en un

nuevo intento de adelantarme a otra de lasmentiras de Mark. Me habían dicho que

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Sparacino ignoraba mi presencia enueva York y que su aparición en el

restaurante había sido una pura

casualidad. Lo cual no podía ser cierto. Eoven Partin había sido enviado para

espiarme aquella noche y ello sólohubiera sido posible en el caso de queSparacino supiera que yo estaba allí conMark.

 –Bueno, hay otra posibilidad -dijo

Marino mientras recorríamos laspolvorientas entrañas de midepartamento-. Supongamos que el chicose gana la vida en la Gran Manzana,

espiando a ratos perdidos por cuenta deSparacino. A lo mejor, Partin fue enviadopara espiar a Mark y no a usted. Recuerdeque Sparacino le recomendó el restaurant

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a Mark… o, por lo menos, eso es lo queMark le dijo a usted.

Por consiguiente, Sparacino tenía

razones para saber que Mark cenaría allíaquella noche. Sparacino le dice a Partinque acuda al restaurante y observe lo quehace Mark. Partin lo hace y está tomandouna cerveza cuando ustedes dos entran enel local. Puede que, en determinadomomento, se levantara para llamar a

Sparacino y facilitarle la noticia.nmediatamente aparece Sparacino.Hubiera querido creerlo.

 –No es más que una teoría -añadió

Marino.Sabía que no podía creerlo. La

verdad, recordé con dureza, era que Markme había traicionado y, tal como Ethridge

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me lo había descrito, era un delincuente. –Pero usted debe tener en cuenta toda

estas posibilidades -terminó diciendo

Marino. –Claro -musité.Bajamos por otro angosto pasillo y

nos detuvimos ante una pesada puertametálica. Busqué la llave y entramos en lasala de tiro, donde los probadores dearmas de fuego ensayaban prácticamente

odas las armas conocidas por el hombre.Era una siniestra sala de hormigóncontaminada por plomo, una de cuyasparedes estaba enteramente cubierta por 

un tablero perforado en el cual sealineaban los revólveres y las pistolasametralladoras que los tribunalesconfiscaban y posteriormente entregaban

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al laboratorio. En unos armeros se veíanoda clase de escopetas y rifles. La pared

del fondo era de acero reforzado en el

centro y estaba marcada por miles dedisparos efectuados a lo largo de muchosaños. Marino se dirigió a un rincón dondeunos desnudos troncos, caderas, cabezas ypiernas de maniquí se mezclaban en unrevoltijo que hacía evocar las horriblesfosas comunes de Auschwitz.

 –Usted prefiere la carne tierna,¿verdad? – preguntó Marino, eligiendo unpálido tronco masculino de color carne.

 No hice caso de su comentario

mientras abría la funda y sacaba mi Rugerde acero inoxidable. El plástico resonómientras Marino rebuscaba hasta elegir finalmente una cabeza de hombre blanco

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con cabello y ojos oscuros. Encajó lacabeza en el tronco y colocó ambas cosassobre una caja de cartón contra la pared

de acero a unos treinta pasos de distancia –Hay que vaciar el cargador para

mandarle al infierno -dijo Marino.Mientras limpiaba mi revólver con

una varilla, levanté la vista y observé queMarino sacaba una pistola de 9milímetros del bolsillo posterior de sus

pantalones. Extrajo el cargador y lovolvió a colocar en su sitio. –Felices Navidades -me dijo,

ofreciéndome el arma con el seguro

puesto y la culata de cara a mí. –No gracias -contesté con la mayor 

cortesía posible. –Cinco disparos con su trasto y está

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perdida. –Eso, si fallo. –Mierda, doctora. Todo el mundo

falla unos cuantos disparos. Lo malo esque, con este Ruger que usted tiene,dispone de muy pocos.

 –Prefiero efectuar pocos disparos,pero certeros, con el mío. Eso, lo únicoque hace es esparcir el plomo por todaspartes.

 –Su potencia de fuego es mucho mayodijo Marino. –Lo sé. Unos cuarenta y cinco kilos

por centímetro cuadrado más que la mía a

quince metros, si uso municionesSilvertips Plus.

 –Y el triple de disparos, que no espoco -añadió Marino.

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Yo había utilizado pistolas de 9milímetros otras veces y no me gustaban.

o eran tan precisas como mi revólver 

especial del 38. Tampoco tan seguras y,además, se podían encasquillar. Yo nuncahabía sido partidaria de sustituir lacalidad por la cantidad y nada podíasustituir los conocimientos y la práctica.

 –Basta un disparo -dije, colocándomeunos protectores auditivos sobre las

orejas. –Sí, siempre y cuando le alcance entreos malditos ojos.

Sosteniendo el revólver con la mano

zquierda, apreté repetidamente el gatilloy alcancé al maniquí una vez en la cabezay tres veces en el pecho mientras que la

quinta bala le rozó el hombro izquierdo…

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odo lo cual ocurrió en cuestión desegundos mientras la cabeza y el tronco seevantaban de la caja y golpeaban con un

sordo rumor contra la pared de acero.Sin una palabra, Marino depositó la

pistola de 9 milímetros encima de unamesa y se sacó su 357 de la funda delhombro. Comprendí que había herido sussentimientos. Estaba segura de que sehabía tomado muchas molestias para

buscarme aquella pistola automática en lacerteza de que yo se lo agradecería. –Gracias, Marino -dije.Colocando el tambor en su sitio,

Marino levantó lentamente el revólver.Iba a añadir que le agradecía la

molestia, pero comprendí que no podría ono querría escucharme.

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Retrocedí mientras Marino efectuabaseis descargas y la cabeza del maniquícaía brincando al suelo. Después, se

concentró en el tronco. Cuando terminó,se aspiraba en el aire el acre olor de lapólvora y yo comprendí que por nada delmundo hubiera querido incurrir en sucólera asesina.

 –No hay nada como disparar contra unhombre que ya está en el suelo -dije.

 –Tiene usted razón. – Marino se quitóos tapones de los oídos.– No hay nadaque se le pueda comparar.

Colocamos un listón de madera a lo

argo de un riel superior y le prendimosun blanco de papel Score Keeper. Cuandose me terminaron las municiones y yo

hube comprobado que aún no había

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perdido la puntería, disparé un par deSilvertips para limpiar el alma del cañónantes de utilizar un trozo de tela Hoppe's

n. 9. El olor del disolvente siempre mehacía recordar Quantico.

 –¿Quiere conocer mi opinión? – dijoMarino mientras limpiaba su arma-. Loque usted necesita en su casa es un fusil.

Me guardé el Ruger en la funda sindecir nada.

 –Mire, algo así como un Remingtonsemiautomático, magnum, de tres pulgaday doble potencia. Sería como disparar quince balas del calibre treinta y dos… e

riple de lo que dispararía con tresdescargas. Estamos hablando nada menosque de cuarenta y cinco malditos pedazosde plomo. Con eso basta y sobra.

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 –Marino -dije en tono pausado-. No spreocupe, ¿de acuerdo? No necesito paranada un arsenal.

Marino me miró con dureza. –¿Tiene usted alguna idea de lo que

significa disparar contra un tipo y que éstse siga acercando?

 –No, no la tengo -contesté. –Bueno pues, yo sí. Allá en Nueva

York disparé contra una bestia que tenía

atemorizado a medio barrio. Le alcancécuatro veces en el tronco y el tío como sinada. Parecía una escena sacada de unanovela de Stephen King; el tipo seguía

avanzando hacia mí como un malditomuerto viviente.

Encontré en el bolsillo de mi bata de

aboratorio unos pañuelos de celulosa y

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empecé a secarme las manos con ellospara eliminar el aceite y el disolvente.

 –El tipo que persiguió a Beryl por la

casa, doctora, era así, como ese lunáticode quien le hablo. Cualquier cosa que seproponga, no se va a detener en cuanto sehaya puesto en marcha.

 –El hombre de Nueva York… -pregunté-, ¿murió?

 –Por supuesto. En la sala de urgencia

del hospital. Los dos nos desplazamos allen la misma ambulancia. Menudoviajecito.

 –¿Resultó usted gravemente herido?

 –No -contestó Marino con rostrompenetrable-. Setenta y ocho puntos.

Heridas por objeto punzante. Usted no meha visto jamás sin camisa. El tipo llevaba

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una navaja. –Qué horror -murmuré. –No me gustan las navajas, doctora.

 –Ni a mi tampoco -convine yo.Salimos. El aceite del arma y los

residuos de los disparos me hacían sentir pringosa. El uso de armas de fuego esmucho más sucio de lo que la mayoría dea gente puede imaginar.

Mientras avanzábamos por el pasillo,

Marino se introdujo la mano en el bolsilloposterior de los pantalones y extrajo elbilletero. Después, me entregó unaarjetita blanca.

 –No rellené ninguna instancia -dije,contemplando un tanto aturdida la licenciaque me autorizaba a llevar un arma oculta

 –Bueno, es que el juez Reinhard me

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debía un favor. –Gracias, Marino -dije.Me miró con una sonrisa mientras

sostenía la puerta para que yo pasara.A pesar de las recomendaciones de

Wesley y de Marino, y de mi propiosentido común, me quedé en el edificiohasta que ya había anochecido y elparking estaba vacío. Tenía muyabandonado el despacho y una mirada a

mi agenda me dejó asombrada.Rose había estado reorganizandosistemáticamente mi vida. Las citas sehabían aplazado varias semanas o bien

cancelado, las conferencias y lasdemostraciones de autopsias se habíandesviado hacia Fielding. Mi superior nmediato, el comisionado de Sanidad,

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había intentado tres veces ponerse encontacto conmigo y, al final, habíapreguntado si estaba enferma.

Fielding estaba cumpliendo muy bienel papel de sustituto. Rose pasaba amáquina sus informes de autopsia y susdictados. Hacía el trabajo de Fielding enugar del mío. El sol seguía saliendo y

poniéndose y el despacho funcionabacomo la seda porque yo había elegido y

adiestrado muy bien a los miembros de mequipo. Me preguntaba qué debió desentir Dios después de haber creado unmundo que no croa necesitarle.

 No me fui directamente a casa, sinoque decidí pasar primero por JardinesChamberlayne. En las paredes delascensor figuraban todavía los mismos

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anuncios ya caducados. Subí con unademacrada mujercita que no apartó ni unnstante sus solitarios ojos de mí mientras

se aferraba a su andador cual un pájaroposado en una rama.

 No había llamado a la señoraMcTigue para avisarla. Cuando la puertadel 378 se abrió finalmente tras repetidasy fuertes llamadas con los nudillos, ellame miró inquisitivamente desde su

madriguera atestada de muebles y deruidos procedentes del televisor. –¿Señora McTigue?Volví a presentarme temiendo que no

me recordara.La puerta se abrió un poco más y su

rostro se iluminó. –Sí. ¡Pues claro que sí! ¡Cuánto me

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alegro de que venga a verme! Pase, por favor.

Llevaba una bata rosa acolchada y

unas zapatillas a juego. Cuando entramosen el salón, apagó el televisor y apartóuna manta de viaje del sofá donde debíade estar sentada viendo el telediario de lanoche mientras tomaba unas rebanadas depan de nueces con zumo de fruta.

 –Por favor, le ruego que me perdone -

dije-. He interrumpido su cena. –Oh, no. Estaba simplemente picandounas cositas. ¿Qué le apetece tomar? – seapresuró a preguntarme.

Decliné amablemente el ofrecimientoy me senté mientras ella se movía de unado para otro ordenando el salón. Me

conmoví al recordar a mi abuela, que no

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perdió jamás el sentido del humor, nisiquiera cuando la carne se le caíaprácticamente a pedazos. Jamás podría

olvidar su visita a Miami el veranoanterior a su muerte, cuando la llevé decompras y, de pronto, se soltó unmperdible de sus improvisados

«panales» hechos con unos calzoncillosde hombre y unos salvaeslips Kotex, loscuales acabaron alrededor de sus rodillas

en pleno centro de los almacenesWoolworth's. Conservó el aplomomientras corríamos a buscar un lavabo deseñoras riéndonos con tal fuerza que hasta

yo estuve a punto también de perder elcontrol de la vejiga.

 –Dicen que esta noche podría nevar -comentó la señora McTigue, sentándose.

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 –Fuera hay mucha humedad -contestécon aire distraído-. Y, desde luego, haceel frío suficiente como para que nieve.

 –De todos modos, no creo que hayagrandes nevadas.

 –No me gusta conducir con nieve -dije, pensando en cosas mucho más seriasy desagradables.

 –Puede que este año tengamos unasavidades blancas. ¿A que sería bonito?

 –Muy bonito, sin duda.Estaba buscando en vano algunaprueba de la existencia de una máquina deescribir en el apartamento.

 –No recuerdo cuándo fue la última veque tuvimos unas Navidades blancas.

Su nerviosa conversación tenía por 

objeto disimular la inquietud que la

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embargaba. Intuía que yo había acudido avisitarla por alguna razón no precisamentplacentera.

 –¿Seguro que no le apetece tomar algo? ¿Una copita de oporto?

 –No, gracias -contesté.Silencio.

 –Señora McTigue -dije en tonovacilante. Sus ojos eran como los de unachiquilla vulnerable e insegura-, ¿tendría

usted la bondad de volver a enseñarmeaquella fotografía? La que me mostró laúltima vez que estuve aquí.

Parpadeó varias veces, esbozando una

eve y pálida sonrisa semejante a unacicatriz.

 –La de Beryl Madison -añadí. –Faltaría más, por supuesto -dijo

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evantándose lentamente y dirigiéndosecon aire resignado al secreter donde laguardaba. Su rostro parecía asustado o tal

vez simplemente perplejo cuando me laentregó y yo pedí ver también el sobre ya hoja doblada de papel crema.

Comprendí inmediatamente por elacto que era papel tela de alta calidad.

Lo coloqué contra la lámpara y vi lamarca Crane al trasluz. Estudié

brevemente la fotografía mientras laseñora McTigue me miraba totalmentedesconcertada.

 –Perdón -dije-. Debe de estar 

preguntándose qué demonios estoyhaciendo.

 No supo qué decir. –Me llama un poco la atención. La

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fotografía parece mucho más antigua queeste papel de cartas.

 –Y lo es -replicó ella sin apartar de

mí sus atemorizados ojos-. Encontré lafotógrafo entre los papeles de Joe y laguardé en el sobre para que no seestropeara.

 –¿Es el papel de cartas que usted usa?pregunté con toda la delicadeza que

pude.

 –Oh, no. – La señora McTigue alargóa mano hacia el vaso de zumo y tomócuidadosamente un sorbo. – Era el de mimarido, pero se lo compraba yo. Un pape

de cartas muy bonito con el membretegrabado para su correspondencia denegocios. Cuando él murió, conservé lassegundas hojas en blanco y los sobres.

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Tengo tantos, que jamás los terminaré. No podía hacerle la pregunta de otra

forma que no fuera yendo directamente al

grano. –Señora McTigue, ¿tenía su marido

alguna máquina de escribir? –Pues claro. Se la di a mi hija que

vive en Falls Church. Yo siempre escriboas cartas a mano. Ahora escribo menos

por culpa de la artritis.

 –¿Qué tipo de máquina de escribir? –Ay, Dios mío. Sólo recuerdo que eseléctrica y bastante nueva -balbuceó-. Joecambiaba la máquina cada pocos años.

Mire, incluso cuando salieron losordenadores, él insistió en llevar lacorrespondencia tal como siempre lahabía llevado; Burt, el gerente de su

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oficina, se pasó mucho tiempo tratando deconvencer a Joe de que usara unordenador, pero Joe siempre quería tener 

una máquina de escribir. –¿En casa o en el despacho? – 

pregunté. –En los dos sitios. A menudo

permanecía levantado hasta muy tarde,rabajando en el despacho de nuestra casa

 –¿Mantenía correspondencia con los

Harper, señora McTigue?La señora McTigue se había sacadoun pañuelo de celulosa del bolsillo y loestaba estrujando con las manos.

 –Siento hacerle tantas preguntas -dijeratando de disculparme.

Se miró la fina piel de las nudosasmanos sin decir nada.

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 –Por favor -insistí en voz baja-. Esmuy importante, de otro modo no se lopreguntaría.

 –Es por ella, ¿verdad?El pañuelo se estaba rompiendo y la

señora McTigue seguía sin levantar losojos.

 –Sterling Harper. –Sí. –Dígamelo, señora McTigue, se lo

ruego. –Era encantadora. Y muy simpática.Una dama deliciosa -dijo la señoraMcTigue.

 –¿Mantenía su maridocorrespondencia con la señorita Harper?

pregunté.

 –Estoy segura de que sí.

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 –¿Qué le induce a pensarlo? –Una o dos veces le sorprendí

escribiendo una carta. Siempre decía que

eran asuntos de negocios. No hice ningún comentario. –Sí. Mi Joe. – La señora McTigue

esbozó una sonrisa, pero sus ojos memiraron inexpresivamente. – Tan galante.Mire, siempre le besaba la mano a unamujer y la hacía sentirse una reina.

 –¿La señorita Harper también leescribía a él? – pregunté con ciertavacilación; no me gustaba hurgar en lasviejas heridas.

 –Que yo sepa, no. –¿El le escribía y ella jamás le

contestaba?

 –Joe era muy aficionado a escribir 

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cartas. Siempre decía que algún díaescribiría un libro y siempre estabaeyendo algo, ¿sabe?

 –Ahora comprendo por qué apreciabaanto la amistad de Cary Harper -comenté

 –Muchas veces, cuando estabadisgustado por algo, el señor Harper lamaba. Una amistad literaria podríamos

decir. Llamaba a Joe y ambos se pasabanun buen rato conversando sobre literatura

y qué sé yo cuántas cosas. – El pañuelo sehabía convertido en unos minúsculosfragmentos sobre su regazo. – El escritor preferido de Joe era Faulkner, figúrese

usted. También le gustaban muchoHemingway y Dostoievski. Cuandoéramos novios, yo vivía en Arlington y élaquí. Me escribía las cartas más bonitas

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que pueda usted imaginarse.Cartas como las que empezó a escribi

años más tarde, pensé. Cartas como las

que le empezó a escribir a la hermosa ysoltera Sterling Harper. Cartas que ellauvo la gentileza de quemar antes de

suicidarse porque no quiso destrozar elcorazón y los recuerdos de su viuda.

 –Entonces las ha encontrado -se limitóa decir la señora McTigue.

 –¿Cartas dirigidas a ella? –Sí. Las cartas de mi marido. –No -fue posiblemente la media

verdad más misericordiosa que yo jamás

hubiera dicho-. No, no encontramosexactamente nada de todo eso, señoraMcTigue. La policía no encontró ningunacarta de su marido entre los efectos

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personales de los hermanos Harper yampoco ningún papel de cartas con el

membrete de la empresa de su marido, ni

nada de carácter íntimo dirigido a SterlinHarper.

Su rostro se relajó al oír mis palabras –¿Trató usted alguna vez a los

Harper? ¿En acontecimientos sociales,por ejemplo? – pregunté.

 –Pues sí. Un par de veces que yo

recuerde. Una vez el señor Harper vino auna cena. Y, en otra ocasión, los Harper yBeryl Madison pasaron la noche ennuestra casa.

El comentario despertó mi interés. –¿Cuándo pasaron la noche en su

casa? –Muy pocos meses antes de que

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muriera Joe. Calculo que debía de ser aprincipios de año, uno o dos mesesdespués de que Beryl pronunciara una

conferencia para nuestra asociación. Esmás, estoy segura de que fue entoncesporque aún teníamos el árbol de NavidadLo recuerdo muy bien. Me encantó tenerlaen casa.

 –¿Se refiere usted a Beryl? –¡Claro! Estuve muy contenta. Al

parecer, ellos tres habían estado en NuevYork por un asunto de negocios. Creo quehabían ido a ver al agente de Beryl.Volaron a Richmond al volver a casa y

uvieron la generosidad de pasar la nochecon nosotros. O, mejor dicho, los que lapasaron fueron los hermanos Harper porque Beryl vivía aquí. Más tarde, Joe l

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acompañó a casa en su automóvil. A lamañana siguiente, acompañó a los Harpera Williamsburg.

 –¿Qué recuerda usted de aquellanoche? – pregunté.

 –Vamos a ver… recuerdo que preparéuna pierna de cordero y que tardaronbastante en llegar del aeropuerto porqueas líneas aéreas habían perdido el

equipaje del señor Harper.

Un año atrás, pensé. Debió de ser antes de que Beryl empezara a recibir lasamenazas… deduje, basándome en lanformación que habíamos obtenido.

 –Estaban bastante cansados del viaje añadió la señora McTigue-. Pero Joeestuvo muy amable con ellos. Fue elanfitrión más encantador que pueda usted

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maginarse.¿Pudo adivinarlo la señora McTigue?

¿Comprendió, por su forma de mirar a la

señorita Harper, que su marido estabaenamorado de ella?

Recordé la distante mirada de los ojode Mark durante los últimos días queestuvimos juntos años atrás. Cuando yo loadiviné instintivamente. Comprendí queya no pensaba en mí y, sin embargo, no

creía que se hubiera enamorado de otrahasta que él finalmente me lo dijo. –Kay, lo siento -me dijo mientras nos

omábamos por última vez un café

rlandés en nuestro bar preferido deGeorgetown, contemplando cómo unosminúsculos copos de nieve caían enespiral desde el encapotado cielo gris y

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as parejas caminaban por la calleenvueltas en gruesos abrigos invernales ybufandas de punto de vivos colores-. Tú

sabes que te quiero, Kay. –Pero no de la misma manera que yo

e quiero a ti -dije, experimentando eldolor más profundo que jamás hubierasentido mi corazón.

 –No quería hacerte daño -añadió,clavando los ojos en la mesa.

 –Por supuesto que no. –Lo siento, lo siento muchísimo.Comprendí que era verdad. Lo sentía

de veras. Pero la situación no cambiaba

por eso. Nunca supe cómo se llamaba la otra

porque no quise saberlo, pero no era lamujer con quien él dijo más tarde haberse

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casado. Janet, la que había muerto.Aunque igual también era mentira.

 –… tenía muy mal genio.

 –¿Quién? – pregunté, centrandonuevamente mi atención en la señoraMcTigue.

 –El señor Harper -contestó la señoraMcTigue dando visibles muestras decansancio-. Estaba furioso por lo delequipaje. Por suerte, las maletas llegaron

en el siguiente vuelo. Dios mío -añadióras una pausa-. Parece que hayaranscurrido mucho tiempo, pero, en

realidad, fue como quien dice ayer.

 –¿Qué me puede decir de Beryl? – pregunté-. ¿Qué recuerda de ella deaquella noche?

 –Todos han desaparecido ahora.

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Con las manos inmóviles sobre elregazo, su mente parecía contemplar unoscuro espejo vado. Todos habían muerto

menos ella; los huéspedes de aquellarecordada y terrible cena eran unosfantasmas.

 –Estamos hablando de ellos, señoraMcTigue. Están todavía con nosotros.

 –Así lo espero… -dijo con los ojoshúmedos de lágrimas.

 –Necesitamos su ayuda y ellosnecesitan la nuestra.La señora McTigue asintió en

silencio.

 –Hábleme de aquella noche -repetí-.Sobre Beryl.

 –Estuvo muy callada. La recuerdo

contemplando el fuego de la chimenea.

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 –¿Qué más? –Ocurrió algo. –¿Qué? ¿Qué ocurrió, señora

McTigue? –Ella y el señor Harper parecían

disgustados -contestó. –¿Por qué? ¿Acaso discutieron? –Fue después de que el chico

entregara el equipaje. El señor Harper abrió una maleta y sacó un sobre que

contenía unos papeles. La verdad es queno sé qué pasó, pero él bebió demasiado. –¿Qué ocurrió a continuación? –Tuvo un intercambio de palabras

bastante fuerte con Beryl y su hermana.Después, sacó los papeles y los arrojó alfuego.

»-Eso es lo que pienso de esto.

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Basura, simple basura! – dijo. O algo poel estilo.

 –¿Sabe usted qué quemó? ¿Un contrat

al vez? –No creo -contestó la señora McTigu

apartando la mirada-. Más bien tuve lampresión de que era algo que Beryl habí

escrito. Parecían páginas mecanografiaday su irritación parecía dirigirse contraBeryl.

La autobiografía que ella estabaescribiendo, pensé yo. O tal vez unesquema de libro que la señorita Harper,Beryl y Sparacino habían discutido en

ueva York, con un Cary Harper cada vemás enojado y fuera de sí.

 –Entonces intervino Joe -dijo laseñora McTigue, entrelazando los

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deformados dedos como si quisieracontener su dolor.

 –¿Qué hizo?

 –La acompañó a casa. Acompañó aBeryl Madison a casa. – De pronto, laseñora McTigue se detuvo y me miró conprofundo temor.– Por eso ocurrió. Lo sé.

 –¿Por eso ocurrió qué? – pregunté. –Por eso están todos muertos -

contestó-. Lo sé. Entonces tuve el

presentimiento. Fue una cosa tremenda. –Le ruego que me la describa. ¿Me lapuede usted describir?

 –Por eso están todos muertos -repitió

Hubo mucho odio aquella noche enaquella habitación.

13

El hospital Valhalla se levantaba en lo

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alto de una colina, en medio del dulcepaisaje del condado de Albemarle, queos vínculos de mi facultad con la

universidad de Virginia me obligaban avisitar periódicamente a lo largo del año.Aunque había contemplando a menudo elmpresionante edificio de ladrillo en lo

alto de la distante colina visible desde lacarretera interestatal, jamás había visitadel hospital ni por motivos personales ni

por razones profesionales.Era un antiguo hotel de lujofrecuentado por famosos y acaudaladospersonajes que, durante la Depresión, se

declaró en quiebra, siendo posteriormenteadquirido por tres hermanos psiquiatrasque decidieron convertir el Valhalla enuna institución freudiana de máxima

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categoría en la que las familiasadineradas pudieran almacenar susestorbos y vergüenzas genéticas, sus

ancianos aquejados de demencia senil ysus vástagos mal programados.

 No me sorprendió demasiado que AlHunt hubiera sido recluido allí en suadolescencia. Lo que me sorprendió fueque su psiquiatra se mostrara tan reticentea hablar de él. Bajo la profesional

cordialidad del doctor Warner Mastersonse ocultaba un lecho rocoso de reserva losuficientemente duro como para romper epedazos el taladro de los más tenaces

nquisidores. Me constaba que no deseabahablar conmigo. Pero él sabía que no tenímás remedio que hacerlo.

Tras aparcar en la zona reservada a

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as visitas, entré en el vestíbulo decoradocon muebles Victorianos, alfombrasorientales y pesados cortinajes, cuyas

barrocas sobrepuertas aparecían un tantodeterioradas. Estaba a punto deanunciarme a la recepcionista cuando oíque alguien pronunciaba mi nombre a miespalda. – ¿Doctora Scarpetta?

Al volverme, vi a un negro alto ydelgado vestido con un traje azul marino

de corte europeo. Tenía el cabelloentrecano, unos pronunciados pómulos yuna frente aristocráticamente despejada.

 –Soy Warner Masterson -me dijo,

esbozando una ancha sonrisa mientras meendía la mano.

Estaba preguntándome si le habríaconocido en alguna otra parte cuando él

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me explicó que me había identificado aravés de las fotografías de la prensa y lamágenes de la televisión, cosas ambas de

as cuales gustosamente yo hubieraprescindido.

 –Vamos a mi despacho -dijoamablemente-. Espero que no esté muycansada del viaje. ¿Puedo ofrecerle algode beber? ¿Café? ¿Un refresco?

Todo ello me lo dijo sin dejar de

caminar mientras yo procuraba seguir elritmo de sus grandes zancadas. Unasignificativa porción de la raza humana noiene ni idea de lo que es estar pegado a

unas piernas cortas, cosa que a mí meobliga a caminar constantemente como unpobre carretilla en un mundo dominadopor los trenes expresos. El doctor 

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Masterson ya se encontraba en el otroextremo de un largo pasillo alfombradocuando, al final, se le ocurrió mirar a su

alrededor. Deteniéndose junto a unapuerta, esperó hasta que yo le dieraalcance y entonces me hizo pasar. Meacomodé en un sillón mientras él sesentaba detrás de su escritorio yempezaba a llenar de tabaco una costosapipa de raíz de brezo.

 –Huelga decir, doctora Scarpetta -dijoel doctor Masterson con su pausada yculta forma de hablar mientras abría unagruesa carpeta-, que estoy desolado por la

muerte de Al Hunt. –¿Le sorprende? – le pregunté. –No del todo. –Me gustaría revisar el caso mientras

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hablamos -dije.Vaciló lo suficiente cómo para que yo

estuviera a punto de recordarle mis

derechos legales a examinar los archivos –Por supuesto -dijo, esbozando una

sonrisa al tiempo que me entregaba lacarpeta.

Abrí un sobre de cartulina y empecé aexaminar su contenido mientras el azuladohumo de la pipa llegaba hasta mí en

aromáticas vaharadas. El informe delngreso y el examen físico de Al Hunt erade pura rutina. El joven gozaba deexcelente salud cuando ingresó en el

centro un diez de abril por la mañana oncaños atrás. Los detalles del examenmental ya eran otra cosa.

 –¿Se encontraba en estado catatónico

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cuando ingresó? – pregunté. –Profundamente deprimido y apático

contestó el doctor Masterson-. No nos

pudo decir por qué estaba aquí. No nospudo decir nada. Le faltaba la energíaemocional necesaria para responder a laspreguntas. Observará usted en el historialque no pudimos someterle ni al StandfordBinet ni al IMPM y que tuvimos querepetir los tests en una fecha posterior.

Los resultados constaban en la ficha.La puntuación de Al Hunt en el test denteligencia Standford-Binet había sido de

130 más o menos, lo cual demostraba que

su problema no era de carácter ntelectivo. En cuanto al Inventario

Multifásico de Personalidad deMinnesota, el joven no cumplía los

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requisitos para encuadrarle en laesquizofrenia ni en una perturbaciónmental de carácter orgánico. Según el

dictamen del doctor Masterson, Al Huntpadecía «un trastorno de tipo esquizoidecon rasgos de personalidad semianormalque se manifestó a través de una brevepsicosis reactiva cuando se cortó lasmuñecas con un cuchillo de mesa trasencerrarse en el cuarto de baño». Fue un

gesto suicida y las superficiales heridasconstituyeron una llamada de socorrocontra un serio intento de quitarse la vidaSu madre lo llevó a toda prisa a la sala de

urgencias de un cercano hospital donde lecosieron las heridas y le dieron de alta. Aa mañana siguiente, ingresó en el

Valhalla. Una entrevista con la señora

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Hunt reveló que el incidente había sidoprovocado por la actitud de su marido, elcual «había perdido los estribos» con Al

durante la cena. – Al principio -prosiguiódiciendo el doctor Masterson-, Al senegaba a participar en las sesiones deerapia ocupacional de grupo y en las

fruiciones sociales a las que los pacientesdeben asistir. Su respuesta a lamedicación antidepresiva fue muy escasa

y, durante nuestras sesiones, apenasconseguía sacarle una palabra.Al ver que no se registraba ninguna

mejora al cabo de la primera semana,

explicó el doctor Masterson, se consideróa posibilidad de someterle a unratamiento electroconvulsivo, algo

equivalente a reprogramar un ordenador 

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en lugar de establecer la causa de loserrores. Aunque el resultado final puedeser una saludable reconexión de los

senderos cerebrales, una especie dereordenación, por así decirlo, los«microbios» de formateo que han causadoel problema se olvidarán inevitablementey, en muchos casos, se perderán parasiempre. Por regla general, el TEC no esel tratamiento idóneo en los jóvenes.

 –¿Lo sometieron al TEC? – preguntéras comprobar que en la ficha no semencionaba nada al respecto.

 –No. Cuando ya estaba llegando a la

conclusión de que no habría más remedioque hacerlo, una mañana ocurrió unpequeño milagro durante una sesión depsicodrama.

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El psiquiatra hizo una pausa paravolver a encender la pipa.

 –Explíqueme el psicodrama tal y

como se desarrolló en aquel caso -dije. –Algunos procedimientos se hacen de

memoria y son como ejercicios deprecalentamiento, por así decirlo. Duranteaquella sesión, colocamos a los pacientesen fila y les pedimos que imitaran a lasflores. Tulipanes, narcisos, margaritas,

cualquier cosa que se les ocurriera, quecada uno se doblara a su gusto paraevocar la flor que hubiera elegido. Estáclaro que la elección del paciente revela

muchas cosas. Fue la primera vez que AlHunt participaba en una sesión. Entrelazóos brazos e inclinó la cabeza -el doctor 

Masteron repitió los gestos y yo pensé

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que, más que una flor, parecía un elefanteCuándo el terapeuta le preguntó qué flor

era aquélla, contestó:

»-Un pensamiento. No dije nada mientras experimentaba

una oleada de creciente compasión por aquel joven desaparecido al queestábamos evocando en aquellosmomentos.

 –Como es lógico, nuestra primera

reacción fue suponer que se trataba de unareferencia a la opinión que su padre teníade él -explicó el doctor Masterson,impiándose las gafas con un pañuelo-.

Burlonas alusiones a los rasgosafeminados del joven y a su fragilidad.Pero era algo más que eso. – Volviéndosea poner las gafas, Masterson me miró

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fijamente.– ¿Tiene usted alguna idea deas asociaciones cromáticas de Al?

 –Muy vaga.

 –El pensamiento es también un color. –Sí. Un morado o violeta muy intenso

convine yo. –Es lo que se obtiene si se mezcla el

azul de la depresión con el rojo de la ira.El color de las magulladuras y del dolor.El color de Al. Es el color que, según él,

rradiaba su alma. –Un color apasionado -dije yo-. Muyprofundo.

 –Al Hunt era un joven muy profundo,

doctora Scarpetta. ¿Sabe usted que seconsideraba vidente?

 –No muy bien -contesté con inquietud –En su pensamiento mágico se

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ncluían la clarividencia, la telepatía y lasuperstición. Huelga decir que todas estascaracterísticas se intensificaban en los

momentos de extrema tensión, durante loscuales él creía poder leer lospensamientos de las personas.

 –¿Y podía hacerlo realmente? –Era un joven muy intuitivo. – El

doctor Masterson volvió a sacar elencendedor.– Tengo que decir que sus

ntuiciones eran a menudo acertadas, y ésera uno de sus problemas. Intuía lo queos demás pensaban o sentían, y a veces

parecía poseer un inexplicable

conocimiento a priori de lo que éstosharían o ya habían hecho. La dificultadestribaba en el hecho de que, tal como yoe mencioné brevemente durante nuestra

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conversación telefónica, Al proyectabasus percepciones y las llevaba demasiadoejos. Se perdía en los demás, se alteraba

y se volvía paranoico porque supersonalidad era muy frágil. Como elagua, tendía a adquirir la forma de aquellque lo contenía. Para utilizar un lugar común, se identificaba con el universo.

 –Una cosa muy peligrosa -observé yoPor no decir algo mucho peor. Al ha

muerto. – ¿Está usted diciendo que sentíaempatia? – Sin duda. –Eso no concuerda demasiado con el

diagnóstico -dije-. Los individuos con

rastornos de la personalidad de tiposemianormal no suelen sentir nada por losdemás.

 –Claro, pero eso formaba parte de su

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pensamiento mágico, doctora Scarpetta.Al atribuía sus trastornos sociales yocupacionales a lo que él consideraba una

rreprimible empatía con los demás. Creísinceramente sentir e incluso experimentael dolor de los demás y conocer susmentes, tal como ya le he dicho. De hechoAl Hunt estaba socialmente aislado.

 –El personal del hospital Metropolitaha señalado que solía mostrarse muy

amable con los pacientes durante elperíodo en que estuvo allí comoenfermero -dije.

 –Y no me extraña -replicó el doctor 

Masterson-. Trabajaba como enfermero ea sala de urgencias. Jamás hubiera

soportado una unidad de cuidadosntensivos. Al era capaz de ser muy

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amable siempre y cuando no tuviera quentimar con nadie y no se viera obligado a

estrechar lazos con nadie.

 –Lo cual explica por qué consiguió undiploma, pero después no pudodesenvolverse en un ambiente de terapiapsicoterapéutica -apunté.

 –Exactamente. –¿Qué me puede decir de las

relaciones con su padre?

 –Fueron unas relacionesdesequilibradas y despóticas -contestó elpsiquiatra-. El señor Hunt era un nombreduro e inflexible. La idea que él tenía de

a educación de un hijo consistía engolpearle y maltratarle para convertirlo eun hombre. Y Al carecía de la resistenciaemocional necesaria para soportar las

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ntimidaciones, los malos tratos y eladiestramiento mental que, según supadre, le servirían de preparación para

poder enfrentarse con la vida. Todo elloobligó al chico a pasarse al bando de sumadre, donde la imagen de sí mismo sefue confundiendo progresivamente.Seguramente no se sorprenderá, doctoraScarpetta, si le digo que muchos varoneshomosexuales son hijos de unos bestias

que andan por ahí con armeros en lasfurgonetas y pegatinas con banderas delejército confederado.

Me vino a la mente Marino. Sabía que

enía un hijo ya crecido. Hasta aquelmomento, jamás se me había ocurridopensar que Marino nunca hablara de suúnico hijo, el cual vivía en no sé qué sitio

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del Oeste. –¿Está usted insinuando que Al era

homosexual?

 –Estoy insinuando que era una persondemasiado insegura y que su complejo denferioridad era demasiado hondo como

para que pudiera reaccionar ante unapersona o establecer cualquier tipo derelación íntima con alguien. Que yo sepa,amás tuvo un encuentro homosexual.

El doctor Masterson miró conexpresión impenetrable por encima de micabeza mientras daba una chupada a lapipa.

 –¿Qué ocurrió en el psicodrama deaquel día, doctor Masterson? ¿Cuál fue elpequeño milagro que usted hamencionado? ¿La imitación de un

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pensamiento? ¿Fue eso? –Empezó a destaparse -me contestó-.

Pero el milagro, si usted quiere, fue un

explosivo y acalorado diálogo con supadre, al cual imaginó sentado en una sillen el centro de la estancia. A medida queel diálogo se intensificaba, el terapeuta sedio cuenta de lo que estaba pasando, seacomodó en la silla y empezó a interpretael papel del padre de Al. En determinado

momento, el joven se dejó arrastrar hastaal punto por la situación, que alcanzó casun estado hipnótico, no pudo separar loreal de lo imaginario y, al final, toda su

cólera estalló de repente. –¿Cómo se manifestó? ¿Adoptó una

actitud violenta? – Se echó a llorar -contestó el doctor Masterson. – ¿Qué le

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estaba diciendo su «padre»? – Le estabaatacando con sus habituales insultos, lecriticaba y le decía que no valía nada

como hombre ni como ser humano. Al erahipersensible a las críticas, doctoraScarpetta. Ésa era en parte la raíz de suconfusión. Creía ser sensible a los demáscuando, en realidad, sólo era sensible a supropia persona.

 –¿Le asignaron un asistente social? – 

pregunté mientras seguía pasando laspáginas sin encontrar ninguna anotaciónhecha por algún terapeuta.

 –Por supuesto.

 –¿Quién era?Me pareció que en la historia faltaban

algunas páginas. –El terapeuta que le acabo de

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mencionar -contestó el doctor Masterson. –¿El terapeuta que actuó en el

psicodrama?

El psiquiatra asintió con la cabeza. –¿Trabaja todavía en este hospital? –No -contestó el doctor Masterson-.

Jim ya no está con nosotros… –¿Jim? – pregunté, interrumpiéndole.El doctor Masterson empezó a vaciar 

el tabaco quemado de la pipa.

 –¿Cuál es su apellido y dónde estáahora? – pregunté. –Lamento decirle que Jim Barres

murió en un accidente de tráfico hace

varios años. –¿Cuántos años?El doctor Masterson volvió a

impiarse las gafas con el pañuelo.

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 –Supongo que unos ocho o nueveaños.

 –¿Cómo ocurrió y dónde?

 –No recuerdo los detalles. –Qué pena -dije como si hubiera

perdido cualquier interés por el asunto. –¿Debo suponer que considera usted a

Al Hunt sospechoso en este caso? – preguntó el doctor Masterson.

 –Hay dos casos. Dos homicidios -

contesté. –Muy bien pues. Dos casos. –Respondiendo a su pregunta, doctor 

Masterson, no me corresponde a mí

considerar a nadie sospechoso de nada.Eso corresponde a la policía. A mí menteresa obtener información sobre Al

Hunt para poder establecer que éste tenía

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un historial de tendencias suicidas. –¿Acaso cabe alguna duda a este

respecto, doctora Scarpetta? Se ahorcó,

¿no es cierto? ¿Qué otra cosa podría ser sino un suicidio?

 –Iba vestido de una manera muy rara.Una camisa y unos calzoncillos -contesté-Tales cosas suelen dar lugar a conjeturas.

 –¿Está usted insinuando la posibilidadde una asfixia onanista? – preguntó el

psiquiatra, arqueando las cejas conexpresión de asombro-. ¿Una muerteaccidental que ocurrió mientras se estabamasturbando?

 –Estoy haciendo todo lo posible por contrarrestar esta pregunta, en caso de quse planteara.

 –Comprendo. Por la cuestión de la

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póliza del seguro. Por si la familia seopone a lo que usted diga en el certificadode defunción.

 –Por distintas razones -contesté. –¿De veras alberga usted alguna duda

acerca de lo que ocurrió? – preguntó eldoctor Masterson frunciendo el ceño.

 –No -contesté-. Creo que Al se quitóa vida, doctor Mastérson. Creo que ésa

fue su intención cuando bajó al sótano y

que, a lo mejor, se quitó los pantalones alquitarse el cinturón. El cinturón queutilizó para ahorcarse.

 –Muy bien. Quizá yo pueda aclararle

otra cuestión, doctora Scarpetta. Al nuncapuso de manifiesto tendencias violentas.La única persona a quien causó algúndaño, que yo sepa, fue a él mismo.

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Le creía y también creía que habíamuchas cosas que no me había dicho y qusus fallos de memoria y sus vaguedades

eran evidentemente deliberados. JimBarnes, pensé. Jim Jim. – ¿Cuánto tiempopermaneció Al Hunt ingresado aquí? – pregunté, cambiando de tema. – Cuatromeses, creo. – ¿Estuvo alguna vez en launidad forense? – El Valhalla no disponede ninguna unidad forense propiamente

dicha. Tenemos una sala llamada el«cuarto trasero» para los pacientespsicópatas, los que padecen delirium

remens y los que constituyen un peligro

para su propia integridad física. Noalmacenamos enfermos mentales quehayan cometido delitos.

 –¿Estuvo Al alguna vez en esa sala? –

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pregunté. –Nunca fue necesario. –Muchas gracias por haberme

dedicado su tiempo -dije, levantándome-.Envíeme por correo una fotocopia de estahistoria, si es tan amable.

 –Lo haré con mucho gusto. – El doctoMasterson esbozó de nuevo una cordialsonrisa, pero sin mirarme a la cara.– Nodude en llamar si yo puedo hacer alguna

otra cosa.Experimenté una extraña y molestasensación mientras recorría el largo ydesierto pasillo que conducía al vestíbulo

pero mi instinto me aconsejaba nopreguntar por Frankie o tan siquieramencionar su nombre. El «cuarto trasero»Pacientes psicóticos o que padecen

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delirium tremens. Al Hunt me habíacomentado sus entrevistas con pacientesconfinados en una unidad forense. ¿Fuero

acaso figuraciones suyas o una confusiónpor su parte? No había ninguna unidadforense en el Valhalla. Y, sin embargo,pudo haber alguien que se llamara Frankiencerrado en el «cuarto trasero». ¿Y siFrankie hubiera mejorado y más tarde lohubieran trasladado a otra sala durante la

permanencia de Al en el Valhalla? ¿Y siFrankie hubiera imaginado que habíaasesinado a su madre o hubiera deseadopoder hacerlo?

«Frankie golpeó a su madre con unronco hasta matarla.» El asesino había

golpeado a Cary Harper con un trozo deubería metálica hasta matarlo.

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Cuando llegué a mi despacho ya habíaanochecido y los guardas ya no estaban.

Sentándome detrás de mi escritorio,

giré el sillón de cara al terminal deordenadores. Tras pulsar varioscomandos, apareció ante mis ojos lapantalla ámbar y, momentos después,recuperé el caso de Jim Barnes. Un veintede abril de nueve años atrás, sufrió unaccidente de tráfico en el condado de

Albemarle; la causa de la muerte habíansido unas «lesiones cerebrales cerradas»Su índice de alcoholemia era de 18, casiel doble de lo legalmente permitido, y se

e habían encontrado restos denortriptilina y amitriptilina. Estaba claroque Jim Barnes tenía un problema.

En el despacho del analista de

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nformática situado unas puertas másabajo, la arcaica y cuadrada máquina demicro-filmes se hallaba sólidamente

asentada sobre una mesa del fondo cual sifuera un Buda. Mis habilidadesaudiovisuales nunca habían sidoextraordinarias. Tras una impacientebúsqueda en la filmoteca, encontré elrollo que me interesaba y conseguícolocarlo debidamente en la máquina.

Con las luces apagadas, vi pasar unanterminable corriente de borrosasmágenes en blanco y negro. Ya me

estaban empezando a doler los ojos

cuando encontré el caso. La películacrujió levemente cuando pulsé un botón ycentré en la pantalla el informe policialescrito a mano. Aproximadamente a las

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diez cuarenta y cinco de un viernes por lanoche, el BMW 1973 de Barnes estabacirculando a alta velocidad en dirección

este por la I-64. Cuando la rueda derechase separó del asfalto, Jim efectuó unamaniobra de corrección excesiva, segolpeó contra la divisoria y saltó por losaires. Hice avanzar la película y encontréel informe inicial de investigación delforense. En la sección de comentarios, un

al doctor Brown había escrito que elfallecido había sido despedido aquellamisma tarde del hospital Valhalla donderabajaba como asistente social. Cuando

abandonó el Valhalla a las cinco de laarde de aquel día, lo vieron

extremadamente alterado y enfurecido.Barnes era soltero y sólo tenía treinta y un

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años.En el informe del forense se

mencionaban dos testigos a quienes el

doctor Brown debía de haber entrevistado. Uno era el doctor Mastersony el otro una empleada del hospitallamada señorita Jeannie Sample.

A veces, trabajar en un caso dehomicidio es como extraviarse. Siguescualquier calle que te parece prometedora

confiando en que, con un poco de suerte,una callejuela te conducirá finalmente a lacalle principal. ¿Cómo era posible que unerapeuta fallecido nueve años atrás

uviera algo que ver con los recientesasesinatos de Beryl Madison y CaryHarper? Y, sin embargo, yo presentía quehabía un eslabón.

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 No me apetecía demasiado interrogar a los colaboradores del doctor Mastersony apostaba a que éste ya habría

aleccionado a los de mayor rango paraque, si yo los llamara, se mostrarancorteses… y mudos. A la mañanasiguiente, sábado, dejé que misubconsciente trabajara en aquelproblema y llamé al Johns Hopkins en laesperanza de que el doctor Ismail

estuviera allí. Estaba y confirmó mieoría. Las muestras del contenidogástrico y de la sangre de Sterling Harperndicaban que ésta había ingerido

evomethorphan poco antes de morir, ochmiligramos por litro de sangre, demasiadopara que pudiera sobrevivir o para que

hubiera sido accidental. Se había quitado

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a vida y lo había hecho de una forma queen circunstancias normales, no se hubieradetectado.

 –¿Sabía ella que el dextromethorphany el levomethorphan se presentan comodextromethorphan en los análisisoxicológicos de rutina? – le pregunté al

doctor Ismail. –No recuerdo haber comentado con

ella nada de todo eso -me contestó-. Pero

ella siempre mostraba un gran interés poros detalles de sus tratamientos ymedicaciones, doctora Scarpetta. Cabe laposibilidad de que investigara el tema en

nuestra biblioteca médica. Recuerdo queme hizo muchas preguntas cuando lereceté por primera vez el levomethorphanEso fue hace varios años. Como era un

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ratamiento de tipo experimental, sentíacuriosidad y puede que estuviera un pocopreocupada…

Apenas le escuché mientras me seguíadando explicaciones. Jamás podríademostrar que la señorita Harper habíadejado deliberadamente el frasco dearabe para la tos bien a la vista para que

yo lo encontrara. Pero yo estabarazonablemente segura de que eso era lo

que había hecho. Quiso morir condignidad y sin reproches, pero no lo quisohacer en soledad.

Tras colgar el teléfono, me preparé un

buen té caliente y empecé a pasear por lacocina, deteniéndome de vez en cuandopara contemplar el claro día dediciembre. Sammy, una de las pocas

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ardillas albinas de Richmond, estabasaqueando de nuevo mi comedero parapájaros. Por un instante, nos miramos a

os ojos mientras sus peludas mejillas semovían a ritmo frenético, las semillas seescapaban volando de sus patitas y lapequeña cola blanca se movía cual unrémulo punto interrogativo recortándose

contra el azul del cielo. Nos habíamoshecho amigas el invierno anterior cuando

contemplé desde mi ventana sus repetidosntentos de saltar desde una rama paraalcanzar la cónica parte superior delcomedero de pájaros. Tras un

considerable número de revolcones por esuelo, Sammy consiguió finalmentecogerle el tranquillo a la cosa. De vez encuando, yo salía y le arrojaba un puñado

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de cacahuetes. La situación había llegadohasta el extremo de que, cuando tardabaun poco en verla, experimentaba una

punzada de inquietud seguida de ungozoso suspiro de alivio cuando la ardillaaparecía de nuevo para aprovecharse demi bondad.

Sentada junto a la mesa de la cocinacon un cuaderno de apuntes y un bolígrafoen la mano, marqué el número del

Valhalla. –Jeannie Sample, por favor -dije sindentificarme.

 –¿Es una paciente, señora? – me

preguntó la recepcionista. –No. Es una empleada… -Me hice un

poco la tonta. – Por lo menos, eso creo.Llevo años sin ver a Jeannie.

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 –Un momento, por favor.La recepcionista volvió a ponerse al

eléfono.

 –Aquí no hay nadie que se llame así.Maldita sea. ¿Cómo era posible? El

número de teléfono que figuraba junto a snombre en el informe del forense era eldel Valhalla. ¿Se habría equivocado eldoctor Brown? Nueve años atrás, pensé.En nueve años podían haber ocurrido

muchas cosas. La señorita Sample podíahaberse ido a otro sido. Se podía haber casado.

 –Perdón -dije-. Sample es su apellido

de soltera. –¿Conoce usted su apellido de

casada?

 –Qué estúpida soy, tendría que

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saberlo… –¿No será Jean Wilson?Hice una pausa como si no estuviera

segura. –Aquí tenemos a una Jean Wilson -

añadió la voz-. Una de nuestras terapeutasocupacionales. No se retire, por favor. – La recepcionista volvió en seguida.– Sí,su primer apellido es Sample, señora.Pero no trabaja los fines de semana.

Estará aquí el lunes a las ocho de lamañana. ¿Quiere dejarle algún recado? –¿Hay algún medio de que pueda

ponerme en contacto con ella?

 –No estamos autorizados a facilitar os números de los teléfonos particularescontestó la recepcionista, poniéndose un

poco en guardia-. Si me deja usted su

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nombre y su teléfono, intentaré localizarlay le diré que la llame.

 –Qué lástima, no voy a estar aquí

mucho tiempo -reflexioné un instante yañadí en tono de fingida resignación-. Lontentaré de nuevo… la próxima vez que

vuelva por esta zona. Supongo queambién puedo escribirle al Valhalla.

 –Sí, señora, por supuesto. –La dirección, ¿cuál es?

Me la facilitó. –¿Y el nombre del marido?Una pausa.

 –Skip, creo.

A veces, era un diminutivo de Leslie,pensé.

 –Señora de Skip o de Leslie Wilson -murmuré como si lo estuviera anotando-.

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Bueno pues, muchas gracias.El servicio de información de la

elefónica me dijo que en Charlottesville

había un Leslie Wilson, un L. P. Wilson yun L. T. Wilson. Empecé a marcar. Elhombre que se puso al teléfono cuandomarqué el número de L. T. Wilson me dijque «Jeannie» había salido a hacer unosrecados y regresaría a casa antes de unahora.

Comprendí que una voz desconocidaque hiciera preguntas por teléfono nolegaría a ninguna parte. Jeannie Wilsonnsistiría en hablar primero con el doctor 

Masterson y entonces todo estaríaperdido. Sin embargo, sería un poco másdifícil rechazar a alguien que sepresentara inesperadamente en la puerta

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de la casa, sobre todo si este alguien sedentificara como la jefa del departamento

de Medicina Legal y llevara una placa qu

así lo confirmara.Jeannie Sample Wilson no aparentaba

más de treinta años y vestía vaqueros y unersey de color rojo. Era una vivaracha

morena de ojos risueños, nariz pecosa yargo cabello recogido hacia atrás en una

cola de caballo. En el salón que se veía

desde la puerta, dos chiquillos estabansentados sobre la alfombra del suelo,contemplando los dibujos animados de laelevisión.

 –¿Cuánto tiempo lleva trabajando enel Valhalla? – le pregunté.

 –Unos doce años -contestó tras dudar un poco.

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Me alegré tanto que casi estuve apunto de lanzar un suspiro de alivio.Jeannie Wilson debía de estar allí no sólo

cuando despidieron a Jim Barnes, sinoambién cuando Al Hunt ingresó en el

centro como paciente dos años antes.Estaba sólidamente plantada en la

puerta. En la calzada particular había unautomóvil, aparte el mío. Su marido debíade haber salido. Estupendo.

 –Estoy investigando los homicidios dBeryl Madison y Cary Harper -dije.Jeannie me miró con los ojos muy

abiertos.

 –¿Qué quiere usted de mí? Yo no lesconocía…

 –¿Me permite pasar?

 –Por supuesto. Perdón. Por favor.

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 Nos sentamos en la pequeña cocina deinóleo, formica blanca y armarios de

madera de pino. Todo estaba

mpecablemente limpio, con las cajas decereales pulcramente alineadas sobre elfrigorífico y grandes tarros de vidrio congalletas, arroz y pasta en los mostradoresEl lavavajillas estaba en marcha y seaspiraba el aroma de un pastel cociéndosen el horno.

Decidí vencer cualquier resistenciapor medio de la dureza. –Señora Wilson, Al Hunt estuvo

ngresado como paciente en el Valhalla

hace once años, y durante algún tiempofue sospechoso en los casos que nosocupan. Él conoció a Beryl Madison. – 

¿Al Hunt?

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Jeannie me miró, desconcertada. – ¿Lrecuerda? Sacudió la cabeza.

 –¿Y dice usted que lleva doce años

rabajando en el Valhalla? –Once y medio para ser más exacta. –

Al Hunt estuvo ingresado allí comopaciente hace once años tal como ya le hedicho…

 –El nombre no me suena… –Se suicidó la semana pasada -dije.

Su perplejidad se intensificó. –Hablé con él poco antes de sumuerte, señora Wilson. Su asistente sociamurió hace nueve años en un accidente de

ráfico. Jim Barnes. Necesito hacerlealgunas preguntas sobre él.

Un rubor le empezó a subir por el

cuello.

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 –¿Cree usted que su suicidio estárelacionado o tuvo algo que ver con Jim?

Era imposible responder a la

pregunta. –Al parecer, Jim Barnes había sido

despedido del Valhalla unas cuantas horaantes de su muerte -añadí-. Su apellido o,por lo menos, su apellido de soltera,figuraba en el informe del forense, señoraWilson.

 –Hubo… Bueno, ciertas dudas -balbució-. Sobre si había sido un suicidioo un accidente. Me interrogaron. Unmédico o un forense, no recuerdo. Pero

me llamó un hombre. –¿El doctor Brown? –No recuerdo su nombre -contestó.

 –¿Por qué quería hablar con usted,

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señora Wilson? –Supongo que porque fui una de las

últimas personas que vieron con vida a

Jim. El médico debió de llamar arecepción y Betty me debió de pasar lalamada a mí.

 –¿Betty? –Era la recepcionista que teníamos

entonces. –Necesito que me diga todo lo que

pueda recordar sobre las circunstanciasdel despido de Jim Barnes -dije mientrasella se levantaba para echar un vistazo alpastel del horno.

Cuando regresó, parecía un poco mássosegada. Ya no estaba acobardada, sinoenfurecida.

 –Puede que no sea muy correcto

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hablar mal de los muertos, doctoraScarpetta -dijo-, pero Jim no era unabuena persona. Había provocado un

problema muy grave en el Valhalla yhubieran tenido que despedirle muchoantes.

 –¿Qué clase de problemaexactamente?

 –Los pacientes dicen muchas cosas y menudo no se les puede dar mucho

crédito. Es difícil establecer lo que esverdad y lo que no lo es. El doctor Masterson y los terapeutas recibían quejade vez en cuando, pero no se pudo

demostrar nada hasta que una mañana, lamañana de aquel día, alguien fue testigode unos hechos. Aquel día Jim fuedespedido y sufrió el accidente.

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 –¿Fue usted el testigo de los hechos? pregunté.

 –Sí -contestó con la mirada perdida e

a lejanía y los labios firmementeapretados.

 –¿Qué ocurrió? –Yo estaba cruzando el vestíbulo para

r a ver al doctor Masterson por algo queahora no recuerdo, cuando Betty melamó. Trabajaba en la centralita del

mostrador de recepción tal como ya le hedicho… ¡Tommy, Clay, a ver si os estáisquietos!

Los gritos de la otra estancia se

ntensificaron mientras los niños ibancambiando vertiginosamente los canales.

La señora Wilson se levantó con aire

cansado para restablecer el orden entre

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sus hijos. Oí los rumores amortiguados deunas palmas sobre unas posaderas, tras locual el canal se quedó quieto. Al parecer,

os personajes de los dibujos animados seestaban atacando con ametralladoras.

 –¿Dónde estaba? – preguntó la señoraWilson al volver a la cocina.

 –Me estaba hablando de Betty -lerecordé.

 –Ah, sí. Me hizo señas de que me

acercara y dijo que la madre de Jimlamaba por conferencia y parecía que serataba de algo importante. Nunca supe el

propósito de la llamada. Pero Betty me

pidió que fuera a avisar a Jim. Estaba enel psicodrama que se suele hacer en elsalón de baile. El Valhalla tiene un salónde baile que utilizamos para muchas

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cosas, ¿sabe usted? El sábado por lanoche, para bailes y fiestas. Hay tambiénun escenario con un estrado para la

orquesta. Procede de la época en que elValhalla era un hotel. Entré por la partede atrás y, cuando vi lo que estabaocurriendo, me quedé de una pieza. – Losojos de Jeannie se encendieron de furia ysus dedos empezaron a juguetear con elborde de un mantelito individual. – 

Permanecí inmóvil, observando la escenaJim se encontraba de espaldas a mí concinco o seis pacientes en el escenario. Lasillas estaban colocadas de tal forma que

os demás no podían ver lo que él hacíacon una paciente, una niña llamada Rita.Rita debía de tener unos trece años yhabía sido violada por su padrastro. No

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hablaba jamás y se había quedadofuncionalmente muda. Jim la estabaobligando a escenificar de nuevo lo

ocurrido. –¿La violación? – pregunté sin perder

a calma. –El muy hijo de puta. Perdone, pero e

que todavía me altero. –Se comprende. –Más tarde dijo que no había

cometido ninguna incorrección. Era unembustero y lo negó todo. Pero yo lohabía visto. Comprendí exactamente loque estaba haciendo. Interpretaba el pape

del padrastro y Rita estaba tan asustadaque no podía ni moverse. Estabapetrificada en la silla y él, inclinado sobrsu rostro, le hablaba en voz baja. El salón

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de baile tiene muy buena acústica y lo oíodo muy bien. Rita estaba muy

desarrollada para ser una niña de trece

años.»-¿Es eso lo que te hizo? – le

preguntaba Jim mientras la tocaba.«Supongo que la manoseó tal como

había hecho su padrastro. Me retiré sinque él se diera cuenta de mi presencia y,minutos más tarde, el doctor Masterson y

yo nos enfrentamos con él.Empecé a comprender por qué eldoctor Masterson se había negado ahablar conmigo de Jim Barners y adiviné

por qué faltaban algunas páginas en elhistorial de Al Hunt. Si se hubierandivulgado ¿les hechos, a pesar de haber ocurrido varios años atrás, la reputación

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del hospital hubiera sufrido un duro golpe –¿Y usted sospecha que Jim Barners

había hecho lo mismo otras veces? – 

pregunté. –Algunas quejas que habíamos

recibido así parecían indicarlo -contestóJeannie Wilson con los ojos encendidosde cólera.

 –¿Siempre mujeres? – No siempre. –¿Recibieron quejas de algún pacient

varón? – De un chico, sí. Pero nadie lehizo caso. Tenía problemas sexualesporque, al parecer, lo habían sometido aabusos deshonestos o algo por el estilo.

El tipo de paciente del que alguien comoJim se podía aprovechar porque nadie sehubiera creído lo que decía el pobrecillo

¿Recuerda el nombre de aquel paciente

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A ver -Jeannie frunció el ceño-. Haceanto tiempo -añadió-. Frank… Frankie.

Eso es. Recuerdo que algunos pacientes l

lamaban Frankie. Pero no recuerdo suapellido. – ¿Cuántos años tenía? – pregunté, consciente de los violentosatidos de mi corazón.

 –Pues no sé. Unos diecisiete odieciocho. – ¿Qué recuerda usted deFrankie? – pregunté-. Es importante. Muy

mportante.Sonó un cronómetro y Jeannie empujósu silla hacia atrás y se levantó para sacael pastel del horno. Después fue a ver qué

estaban naciendo sus hijos. Regresófrunciendo el ceño. – Recuerdo vagamentque estuvo algún tiempo en el «cuartorasero», inmediatamente después de su

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ngreso. Después lo trasladaron a la salade hombres del segundo piso. Yo lorataba en terapia ocupacional -añadió

Jeannie acercándose el índice a labarbilla con gesto pensativo-. Recuerdoque era muy ingenioso. Hacía muchoscinturones de cuero y grabados en latón ye gustaba hacer calceta, lo cual era un

poco insólito. Los varones se niegan ahacer calceta. Prefieren los trabajos en

cuero, los ceniceros y todas estas cosas.Él era muy creativo y extremadamentehabilidoso. Y recuerdo también otra cosaSu pulcritud. Era un maniático de la

impieza y siempre limpiaba y ordenabasu espacio, recogiendo cualquier cosa quehubiera caído al suelo. Como si nopudiera soportar el desorden.

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Jeannie hizo una pausa para mirarme. –¿Cuando formuló su queja contra Jim

Barnes? – pregunté.

 –Poco después de que yo empezara arabajar en el Valhalla. – Jeannie trató de

recordar.– Creo que Frankie sólo llevabacosa de un mes en el Valhalla cuando dijoalgo sobre Jim. Me parece que se locomentó a otro paciente. Es más… -laoven hizo una pausa y juntó sus bien

perfiladas cejas, frunciendo el entrecejo-fue el otro paciente el que se quejó ante edoctor Masterson.

 –¿Recuerda quién era el paciente? ¿E

paciente a quien Frankie le hizo elcomentario?

 –No.

 –¿Pudo ser alguien llamado Al Hunt?

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Me ha dicho que llevaba poco tiemporabajando en el Valhalla. Hunt estuvongresado allí como paciente hace once

años, durante la primavera y el verano. –No recuerdo a Al Hunt… –Eran más o menos de la misma edad

añadí. –Qué curioso. – Los ojos de Jeannie

se clavaron en los míos con expresión denocente asombro.– Frankie tenía un

amigo, otro adolescente como él. Rubio.El chico era muy rubio y parecía muyímido. No recuerdo su nombre.

 –Alt Hunt era rubio -dije.

Silencio. –Oh, Dios mío.Seguí aguijoneándola.

 –Callado, tímido…

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 –Oh, Dios mío -repitió Jeannie-.Entonces apuesto a que fue él! ¿Y dice

usted que se suicidó la semana pasada?

 –Sí. –¿Y no le había hablado de Jim? –Me mencionó a alguien llamado Jim

Jim. –Jim Jim -repitió la joven-. Pues no

sé… -¿Qué le ocurrió a Frankie? –No estuvo allí mucho tiempo, unos

dos o tres meses. – ¿Regresó a su casa? –pregunté. – Supongo que sí -contestóJeannie-. No sé qué pasó con su madre.Creo que vivía con el padre. La madre de

Frankie le abandonó cuando erapequeño… o algo por el estilo. Lo únicoque recuerdo es que su situación familiar 

era muy lamentable. Aunque eso se podría

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decir de casi todos los pacientes delValhalla -Jeannie lanzó un suspiro-.Madre mía, la de tiempo que llevaba yo

sin pensar en esas cosas. Frankie -sacudióa cabeza-. No sé qué habrá sido de él. – 

¿No tiene ni idea? –Absolutamente ninguna. – Me miró

argo rato y vi el temor reflejado en susojos.– Dos personas asesinadas. ¿Nopensará usted que Frankie…? No dije

nada. –Nunca fue violento cuando yorabajaba con él. Era más bien cariñoso. –

Jeannie esperó. Al ver que yo no hacía

ningún comentario, añadió-: Quiero decirque era muy amable y educado conmigo,me observaba detenidamente y hacía todoo que yo le decía.

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 –Eso quiere decir que la apreciaba -dije. – Incluso me hizo una bufanda.Ahora me acuerdo. Roja, blanca y azul.

Lo había olvidado por completo. No séqué fue de ella -su voz se perdió-. Debíde dársela a los del Ejército de Salvacióno algo así. No sé. Frankie, bueno, creoque se había enamorado un poco de mí -dijo, soltando una risita nerviosa.

 –Señora Wilson, ¿qué aspecto tenía

Frankie? – Alto, delgado y moreno. – Jeannie cerró brevemente los ojos.– Haceanto tiempo -añadió volviendo a

mirarme-. No destacaba por nada y no

recuerdo que fuera especialmente guapo.Porque, si hubiera sido muy guapo o muyfeo, tal vez le recordaría mejor. Por 

consiguiente, creo que debía de ser del

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montón. –¿Es posible que haya alguna

fotografía suya en los archivos del

hospital? –No. Nuevamente el silencio. De pronto,

Jeannie me miró con asombro. –Tartamudeaba -dijo, primero como

dudando y después con más convicción. –¿Cómo dice?

 –Digo que a veces tartamudeaba.Ahora me acuerdo. Cuando se excitaba oestaba muy nervioso, Frankieartamudeaba.

Jim Jim.Al Hunt había querido decir 

exactamente lo que dijo. Cuando Frankiee contó a Hunt lo que Barnes había

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ntentado hacer, Frankie debía de estar rastornado y agitado. Y seguramenteartamudeaba. Debía de tartamudear 

siempre que le hablaba a Hunt de JimBarnes. ¡Jim Jim!

Tras salir de la casa de JeannieWilson, entré en la primera cabinaelefónica que encontré. El muy tonto de

Marino se había ido a jugar a los bolos.

14

El lunes amaneció con una oleada denubes jaspeadas y siniestramente grisesque envolvían las estribaciones del BlueRidge y ocultaban de la vista el Valhalla.El viento azotaba el automóvil de Marinoy, cuando éste aparcó en el hospital, unosdiminutos copos de nieve ya se estaban

pegando al parabrisas.

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 –Mierda -exclamó Marino al bajar-.Lo único que nos faltaba.

 –Dicen que no será nada -le

ranquilicé, haciendo una mueca cuandoos helados copos me rozaron las

mejillas.Inclinamos las cabezas para

protegernos del viento y corrimos enmedio del gélido silencio hacia la entradaprincipal.

El doctor Masterson nos esperaba enel vestíbulo con un rostro más duro que lapiedra a pesar de su forzada sonrisa.Ambos hombres se estrecharon la mano,

mirándose como gatos enemigos, y yo nohice nada por suavizar la tensión porqueya estaba hasta la coronilla de los juegos

que se llevaba entre manos el psiquiatra.

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l tenía una información que nosotrosnecesitábamos y nos la tendría quefacilitar en su totalidad ya fuera

voluntariamente o bien a través de unmandamiento judicial. A su elección. Leseguimos sin demora a su despacho y estavez cerró la puerta.

 –Bien, ten qué puedo servirles? – preguntó nada más sentarse.

 –Más información -contesté yo.

 –Por supuesto. Pero debo confesarle,doctora Scarpetta -añadió Mastersoncomo si Marino no estuviera presente ena estancia-, que no veo qué otra cosa

podría decirle sobre Al Hunt paraayudarle en sus casos. Ya examinó ustedsu historial y yo le he dicho todo lo querecuerdo…

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 –Sí, bueno -le interrumpió Marino-,nosotros hemos venido para refrescarle upoco más la memoria. – Sacó la cajetilla

de cigarrillos.– Y no es Al Hunt quien nonteresa.

 –No lo entiendo. –Nos interesa más bien su compañero

explicó Marino.¿Qué compañero? – preguntó

Masterson, mirándole fríamente.

 –¿El nombre de Frankie le suena dealgo?El doctor Masterson empezó a

impiarse las gafas y yo pensé que ésa

debía de ser una de sus estratagemaspreferidas para ganar tiempo.

 –Cuando Al estuvo ingresado aquí

había un paciente, un muchacho llamado

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Frankie -añadió Marino. –Me temo que no lo recuerdo. –Pues haga memoria, doctor, y

díganos quién es Frankie. –En el Valhalla tenemos en todo

momento trescientos pacientes ingresadoseniente -contestó el psiquiatra-. No me es

posible recordar a todos los que pasanpor aquí y tanto menos a aquellos cuyaestancia es de corta duración.

 –¿O sea que este tal Frankie no estuvoaquí mucho tiempo? – preguntó Marino.El doctor Masterson alargó la mano

hacia la pipa. Había cometido un fallo y

a cólera se reflejaba en sus ojos. –Yo no he dicho nada de todo eso,

eniente -empezó a llenar la pipa muydespacio con picadura de tabaco-. Pero,

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si fuera usted tan amable de facilitarmealgunos datos sobre este paciente, eloven a quien usted llama Frankie, tal vez

se me ocurriría algo. ¿Puede usteddecirme algo más sobre él, aparte elhecho de que era un «muchacho»?

 –Al parecer -intervine yo-, Al Huntenía un amigo cuando estaba aquí, alguie

a quien él llamaba Frankie. Al me locomentó cuando habló conmigo. Creemos

que este joven pudo estar inicialmenteconfinado en el «cuarto trasero» y quedespués quizá fue trasladado a otro pisodonde probablemente hizo amistad con

Al. Frank nos ha sido descrito como unoven alto, delgado y moreno. Además,

era aficionado a hacer calceta, lo cual esbastante atípico entre los varones según

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me han dicho. –¿Eso es lo que le dijo Al Hunt? – 

preguntó el doctor Masterson.

 –Frank era también un maniático de laimpieza -añadí, esquivando la pregunta.

 –Lamento decirle que el personal nome suele comentar el hecho de que a unpaciente le guste hacer calceta -dijo eldoctor Masterson, volviendo a encender a pipa.

 –Cabe la posibilidad de que tuvierauna cierta tendencia a tartamudear cuandose ponía nervioso -añadí, reprimiendo mimpaciencia.

 –Mmm. Tal vez fuera alguien condisfonía espástica en su diagnósticodiferencial. Podríamos empezar por aquí…

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 –Podríamos empezar por dejarnos demierdas -dijo bruscamente Marino.

 –La verdad, teniente -el doctor 

Masterson le dirigió una mirada desuperioridad-, su hostilidad estáotalmente injustificada.

 –Ya, ya, ahora mismo no hay ningúnmandamiento judicial, pero yo podríacambiar de idea en un santiamén, enviarleun mandamiento y encerrarle en chirona

por complicidad en un asesinato. ¿Qué leparece? – dijo Marino, mirándoleenfurecido.

 –Me parece que ya estoy harto de sus

mpertinencias -contestó Masterson conexasperante calma-. No respondo muybien a las amenazas, teniente.

 –Y yo no respondo muy bien a alguien

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que me está tomando el pelo -replicóMarino.

 –¿Quién es Frankie? – volví a

preguntar yo. –Le aseguro que no lo sé así de

repente -contestó el doctor Masterson-.Pero, si son ustedes tan amables deesperar unos minutos, iré a ver qué datospodemos sacar de nuestro ordenador.

 –Gracias -dije-. Esperaremos.

En cuanto el psiquiatra se retiró,Marino empezó a despotricar. –Menudo cara dura. –Marino -dije en tono cansado.

 –No es que haya muchos jóvenes eneste sitio. Apuesto a que el setenta y cincopor ciento de los pacientes debe desuperar los sesenta años. Por eso es más

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fácil recordar a los jóvenes, ¿no cree? Elío sabe muy bien quién es Frankie y

probablemente nos podría decir incluso

qué número de zapatos calza. –Tal vez. –Nada de tal vez. Le digo que el tío

nos está tomando el pelo. –Y lo seguirá haciendo mientras usted

siga adoptando esta actitud tan hostil,Marino.

 –Mierda. – Marino se levantó y seacercó a la ventana que había detrás delescritorio del doctor Masterson-. Nosoporto que alguien me venga con

mentiras. Le juro que lo mandaré detener en caso necesario. Eso es lo que más mefastidia de los psiquiatras. Les da igualener por paciente a Jack el Destapador.

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Te mienten, arropan al animal en la camay le dan cucharaditas de caldo de gallinacomo si fuera un angelito. Menos mal que

ha dejado de nevar -musitó conncongruencia tras hacer una pausa.

Esperé a que volviera a sentarse y ledije:

 –Creo que la amenaza de acusación dcomplicidad en asesinato ha sidodemasiado fuerte.

 –Pero le ha hecho efecto, ¿verdad? –Déle la oportunidad de salvar lasapariencias, Marino.

Marino contempló enfurruñado los

visillos de la ventana, mientras daba unachupada al cigarrillo.

 –Creo que ahora ya ha comprendidoque le conviene colaborar -dije.

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 –Sí, bueno, pero a mí no me convieneperder el tiempo jugando al gato y al ratócon él. En estos momentos, Frankie el

Chalado está en la calle pensando cosasraras y es como una maldita bomba derelojera a punto de estallar.

Pensé en mi tranquila casa de miranquilo barrio, en la cadena de Cary

Harper colgada del tirador de la puerta deatrás y en los murmullos de la voz en mi

contestador automático: «¿Tienes elcabello rubio natural o te lo decoloras?»Qué extraño. La pregunta medesconcertaba. ¿Qué más le daba eso a

él? –Si Frankie es el asesino -dije

respirando hondo-, no acierto a

comprender qué relación puede haber 

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entre Sparacino; y los homicidios. –Ya veremos -musitó Marino,

encendiendo otro cigarrillo y clavando

sombríamente la mirada en la puerta. –¿Qué quiere decir con eso de «ya

veremos»? –Nunca deja de asombrarme la

facilidad con la cual una cosa conduce aotra -contestó enigmáticamente.

 –¿Cómo? ¿Qué cosas conducen a

otras, Marino?Marino consultó su reloj y soltó unapalabrota.

 –Pero, ¿dónde demonios se ha metido

ése? ¿Se habrá ido a almorzar? –Esperemos que esté buscando el

historial de Frankie. –Sí, esperemos.

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 –¿Qué cosas conducen a otras? – volví a preguntar-. ¿En qué estápensando? ¿Le importará concretar un

poco más? –Digamos que tengo el presentimiento

de que, de no haber sido por el malditoibro que Beryl estaba escribiendo, losres aún estarían vivos. Y probablemente

Hunt también lo estará. –Yo no estará tan segura.

 –Por supuesto. Usted siempre es muyobjetiva. Yo, lo que digo es que tengo estpresentimiento. – Marino me miró y sefrotó los cansados ojos. Tenía el rostro

arrebolado. – Presiento que Sparacino yel libro guardan relación. Es lo quenicialmente relacionó al asesino con

Beryl, y después una cosa condujo a la

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otra. A continuación, va el tipo y se cargaa Harper. Y la señorita Harper se tragauna cantidad de pastillas suficiente para

matar a un caballo antes que quedarsesola en aquella maldita casa mientras elcáncer se la come viva. Y, finalmente,Hunt se cuelga de una viga encalzoncillos.

La fibra anaranjada con su curiosasección de trébol pasó fugazmente por mi

mente junto con el manuscrito de Beryl,Sparacino, Jeb Price, el hijocinematográfico del senador Partin, laseñora McTigue y Mark. Todos ellos eran

miembros y ligamentos de un cuerpo queyo no lograba recomponer. De unanexplicable manera, eran la alquimia

mediante la cual unas personas y unos

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acontecimientos aparentemente norelacionados entre sí se habían convertidoen Frankie. Marino tenía razón. Una cosa

siempre conduce a otra. El asesinatonunca emerge del vacío en toda suplenitud. Ninguna maldad surge aislada.

 –¿Tiene usted alguna teoría sobre cuápueda ser exactamente este eslabón? – lepregunté a Marino.

 –No, ninguna en absoluto -me contestó

con un bostezo justo en el momento en queentraba el doctor Masterson, cerrando lapuerta a su espalda.

Observé con satisfacción que éste

levaba un montón de carpetas en la mano –Bueno pues -dijo fríamente el doctor

Masterson sin mirarnos a ninguno de losdos-, no he encontrado a nadie llamado

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Frankie, por cuyo motivo deduzco quepodría ser un diminutivo. Por consiguiente, he sacado los casos

coincidentes con la fecha de tratamiento,a edad y la raza. Aquí tengo los

historiales de seis pacientes varones deraza blanca, excluido Al Hunt, queestuvieron ingresados como pacientes enel Valhalla durante el período de tiempoque a ustedes les interesa. Todos ellos

están comprendidos entre las edades derece y veinticuatro años. –¿Qué le parece si nos deja revisarlo

mientras usted se queda aquí sentado

fumando su pipa?Marino estaba un poco menos

combativo, pero no mucho. –Preferiría darles sólo sus historias

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por razones confidenciales, teniente. Sialguno de ellos parece más interesante,revisaremos detalladamente su historial.

¿Les parece bien? –Nos parece bien -contesté yo antes

de que Marino pudiera protestar. –El primer caso -dijo el doctor 

Masterson, abriendo la primera carpeta-es un joven de diecinueve años deHighland Park, Illinois, ingresado en

diciembre de 1978 con unos antecedentesde consumo de estupefacientes…concretamente heroína -pasó una página-.Metro setenta de estatura, setenta y cinco

kilos de peso, ojos y cabello castaños.Estuvo tres meses en tratamiento.

 –Al Hunt no ingresó hasta el mes deabril siguiente -le recordé al psiquiatra-.

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o coincidieron como pacientes. –Sí, tiene usted razón. No me había

dado cuenta. A éste lo podemos descartar

Mientras el psiquiatra dejaba lacarpeta sobre el papel secante de suescritorio, yo le dirigí a Marino unamirada de advertencia. Tenía la cara tancolorada como un tomate y yo sabía queestaba a punto de estallar.

Abriendo una segunda carpeta, el

doctor Masterson añadió: –El siguiente es un varón de catorceaños, rubio y de ojos azules, metro setentade estatura y cincuenta y cinco kilos de

peso. Ingresó en febrero de 1979 y fuedado de alta seis meses más tarde. Teníaunos antecedentes de personalidadretraída y alucinaciones fragmentarias.

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Fue diagnosticado como esquizofrénicode tipo desorganizado y hebefrénico.

 –¿Le importa explicarnos qué

demonios significa todo esto? – preguntóMarino.

 –Presentaba incoherencia, actitudesextrañas, extremo retraimiento social yotras anomalías de comportamiento. Por ejemplo… -el psiquiatra se detuvo paraexaminar una página-, salía por la mañana

para dirigirse a la parada del autobús,pero no acudía a la escuela, y una mañanao encontramos sentado bajo un árbol

dibujando cosas raras y sin sentido en su

cuaderno de apuntes. –Ya. Y ahora debe de ser un reputado

artista que vive en Nueva York -musitósarcásticamente Marino-. ¿Se llama

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Frank, Frankie o algo que empiece por F? –No. Nada que se le parezca. –¿Quién tenemos a continuación?

 –A continuación tenemos a un varónde veintidós años de Delaware. Pelirrojoojos grises… mmm… metro sesenta ycinco de estatura, setenta kilos. Ingresó enmarzo de 1979 y fue dado de alta en junioEl diagnóstico fue síndrome alucinatorioorgánico. Los factores coadyuvantes

fueron una epilepsia transitoria y unosantecedentes de consumo de marihuana.Entre las complicaciones se incluíanestado de ánimo disfórico y un intento de

autocastración en respuesta a unaalucinación.

 –¿Qué significa disfórico? – preguntóMarino.

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 –Ansioso, inquieto, deprimido. –¿Eso fue antes o después de que

ntentara convertirse en una soprano?

El doctor Masterson estabaempezando a perder la paciencia, y yo nose lo reprochaba.

 –El siguiente -dijo Marino cual sifuera un sargento de instrucción.

 –El cuarto caso es un varón dedieciocho años, cabello negro, ojos

castaños, metro setenta y cinco y sesenta yocho kilos. Ingresó en mayo de 1979 y eldiagnóstico fue esquizofrenia de tipoparanoico. Su historia… -el psiquiatra

pasó una página y alargó la mano hacia lapipa-, incluye cólera y ansiedad difusascon dudas sobre la propia identidad

sexual y un acusado temor a ser 

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catalogado como homosexual. La psicosisse desencadenó al parecer al ser abordado por un homosexual en unos

avabos públicos… –Un momento -si Marino no le hubier

nterrumpido, lo hubiera hecho yo-.Tenemos que hablar de éste. ¿Cuántoiempo estuvo ingresado en el Valhalla?

El doctor Masterson encendió su pipaTomándoselo con mucha calma y

examinando el historial, contestó: –Diez semanas. –Coincidiendo con la estancia de Hun

dijo Marino.

 –Exactamente. –¿O sea que lo abordó un homosexual

en un lavabo y se pegó un susto? ¿Quépasó? ¿Qué tipo de psicosis? – preguntó

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Marino.El doctor Masterson pasó unas

páginas. Quitándose las gafas, contestó:

 –Un episodio de delirios de grandezaCreía que Dios le ordenaba hacer cosas.

 –¿Qué cosas? – preguntó Marino,nclinándose hacia adelante en su sillón.

 –Aquí no se especifica nada enconcreto; sólo se dice que se expresaba eérminos extraños.

 –¿Y era un esquizofrénico paranoico?le preguntó Marino. –Sí. –¿Nos lo quiere definir? ¿Qué otros

síntomas característicos se dan en estoscasos?

 –Lo más típico -contestó el doctor Masterson- son los rasgos asociados entre

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os cuales se incluyen los delirios degrandeza o las alucinaciones de contenidograndioso. Pueden registrarse celos

njustificados, una extrema vehemencia enas interacciones interpersonales,nclinación a las discusiones y, en alguno

casos, violencia. –¿De dónde era? – pregunté. –Maryland. –Mierda -musitó Marino-. ¿Vivía con

sus dos progenitores? –Vivía con su padre. –¿Está usted seguro de que era

paranoico y no indiferenciado? – 

pregunté.La distinción era importante. Los

esquizofrénicos de tipo indiferenciadosuelen observar una conducta

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ampliamente desorganizada.Generalmente no tienen capacidad parapremeditar crímenes y escapar con éxito a

a captura. La persona que buscábamosestaba lo suficientemente organizadacomo para planear y ejecutar con éxito sucrímenes y evitar que la atraparan.

 –Estoy completamente seguro -contestó el doctor Masterson. Tras unapausa, añadió, como el que no quiere la

cosa-: Curiosamente, el nombre de pila déste es Frank.Después me entregó la carpeta y

Marino y yo echamos un breve vistazo al

contenido.Frank Ethan Aims, o Frank E., y, por 

consiguiente, «Frankie», deduje yo, habíasido dado de alta en el Valhalla a finales

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de julio de 1979 y, poco después, según lanotación hecha posteriormente por eldoctor Masterson, se había fugado de su

casa en Maryland. –¿Cómo sabe usted que se fugó de su

casa? – preguntó Marino, mirando alpsiquiatra-. ¿Cómo sabe lo que fue de élras haber abandonado este hospital?

 –Me llamó su padre. Estaba muydisgustado -contestó el doctor Masterson.

 –¿Y entonces qué? –Por desgracia, ni yo ni nadiepodíamos hacer nada. Frank era mayor deedad, teniente.

 –¿Recuerda si alguien se refería a éllamándole Frankie? – pregunté.

Masterson sacudió la cabeza. –¿Y Jim Barnes? ¿Fue el asistente

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social de Frank Aims? –Sí -contestó el doctor Masterson a

regañadientes.

 –¿Tuvo Frank Aims algún encuentrodesagradable con Jim Barnes? – pregunté

 –Parece ser que sí -contestó elpsiquiatra tras dudar un poco.

 –¿De qué naturaleza? –Parece ser que de naturaleza sexual,

doctora Scarpetta. Les ruego, por lo que

más quieran, que tengan en cuenta mintención de colaborar. –Lo tenemos en cuenta, no se

preocupe. Quiero decir que no es nuestro

propósito repartir comunicados de prensa –O sea que Frank conoció a Al Hunt -

dije yo.El doctor Masterson volvió a vacilar.

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 –Sí -dijo con la cara muy tensa-. FueAl Hunt quien formuló las acusaciones.

 –Eso ya está mejor -dijo Marino por 

o bajo. –¿Qué quiere decir con eso de que fue

Al Hunt quien formuló las acusaciones? –pregunté.

 –Quiero decir que se quejó a una denuestras terapeutas -contestó el doctor Masterson un poco a la defensiva-.

Durante una de nuestras sesiones tambiénme dijo algo a mí. Interrogamos a Frank yéste se negó a decir nada. Era un jovenmuy colérico y retraído. Yo no podía

omar medidas basándome en lo que Alhabía dicho. Sin la confirmación de Frankas acusaciones sólo podían considerarse

rumores.

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Marino y yo guardamos silencio. –Lo siento -cajo el doctor Masterson

con aire profundamente abatido-. No

puedo ayudarles a descubrir el paraderode Frank. Ya no sé nada más. La últimavez que hablé con su padre fue hace sieteu ocho años.

 –¿Cuál fue el motivo de laconversación? – pregunté.

 –El señor Aims me llamó.

 –¿Por qué razón? –Quería saber si yo había tenidoalguna noticia de Frank.

 –¿Y la había tenido? – preguntó

Marino. –No -contestó el doctor Masterson-.

Lamento decir que nunca supe nada más

de Frank.

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 –¿Y por qué quería saber el señor Aims si usted había tenido alguna noticiade Frank? – pregunté yo.

 –Su padre quería localizarle ypensaba que, a lo mejor, yo podrá saber algo sobre su paradero. Porque su madrehabía muerto. Quiero decir, la madre deFrank.

 –¿Dónde murió y cómo? – pregunté. –En Freeport, Maine. No estoy muy al

corriente de las circunstancias. –¿De muerte natural? – pregunté. –No -contestó el doctor Masterson sin

mirarnos a la cara-. Estoy casi seguro de

que no.Marino no tardó mucho en

averiguarlo. Llamó al departamento de

Policía de Freeport, Maine. Según los

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archivos, a última hora de la tarde del 15de enero de 1983, un «ladrón» que, alparecer, se encontraba en el interior de su

casa mató a golpes a la señora WilmaAims cuando ésta regresó de la tienda decomestibles. Tenía cuarenta y dos años almorir y era una mujer de baja estatura,ojos azules y cabello rubio decolorado. Ecaso no se aclaró.

Yo no tenía ninguna duda sobre quién

era el presunto ladrón. Marino tampocoenía ninguna. –Puede que Hunt fuera realmente un

vidente, oiga -dijo Marino-. Sabía que

Frankie había matado a su madre. Y esoocurrió mucho después de que los doschalados hubieran estado juntos en elmanicomio.

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Ambos estábamos contemplando laspiruetas de la ardilla Sammy alrededor del comedero de los pájaros. Marino me

había acompañado en su automóvil a casadesde el hospital y yo le había invitado aomar café.

 –¿Está seguro de que Frankie norabajó en algún momento en el túnel deavado de coches de Hunt en los últimos

años? – pregunté.

 –No recuerdo haber visto ningúnFrank o Frankie Aims en los registros -contestó Marino.

 –Es posible que se cambiara el

nombre -dije. –Probablemente lo hizo tras haber 

iquidado a su mamá, sabiendo que la

policía podría buscarle. – Marino alargó

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a mano hacia su taza de café.– Lo malo eque no tenemos ninguna descripciónreciente y los túneles de lavado como el

Masterwash son como una maldita puertagiratoria. La gente entra y saleconstantemente. Los tipos trabajan un par de días, una semana, un mes. ¿Tiene ustedalguna idea de la cantidad de hombresblancos altos, delgados y morenos queandan sueltos por ahí? Estoy buscando

nombres y me desvío de la pista.Estábamos muy cerca y, sin embargo,muy lejos. Era como para volverse locos.

 –Las fibras podrían confirmar la

hipótesis de un túnel de lavado deautomóviles -dije exasperada-. Hunt sabíaque Frankie había matado a su madreporque, a lo mejor, Hunt y Frankie

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mantuvieron contacto tras ser dados dealta en el Valhalla. A lo mejor, Frankierabajó en el túnel de lavado de Hunt,

ncluso puede que trabajara allí hasta hacmuy poco. Es posible que Frankie sefijara en Beryl cuando ésta llevó suautomóvil allí para que se lo lavaran.

 –Tienen treinta y seis empleados.Todos menos once son negros, doctora, yde los once blancos, seis son mujeres. Po

consiguiente, nos quedan cinco. Tres deellos tienen menos de veinte años, lo cualsignifica que tenían ocho o nueve cuandoFrankie estaba en el Valhalla. Por 

consiguiente, no nos sirven. Y los otrosres tampoco encajan por distintas

razones. –¿Qué razones? – pregunté.

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 –Fueron contratados hace un par demeses o ni siquiera trabajaban allí cuandoBeryl llevaba su automóvil al túnel de

avado. Aparte el hecho de que suscaracterísticas físicas no coinciden con ladescripción ni de lejos. Uno es pelirrojo,otro es casi tan bajito como usted.

 –Muchas gracias, hombre. –Seguiré investigando -dijo Marino

apartando la vista del comedero de los

pájaros mientras la ardilla Sammy nosobservaba atentamente con sus ojosribeteados de rosa- Y usted, ¿qué?

 –¿Yo qué?

 –¿Saben en su despacho que siguerabajando allí? – preguntó Marino,

mirándome de una manera muy rara.

 –Todo está bajo control -contesté.

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 –No estoy muy seguro, doctora. –Pues yo sí. –Me parece -añadió Marino,

nsistiendo en el tema- que las cosas novan tan bien como dice.

 –Tardaré un par de días más enregresar al despacho -le expliqué confirmeza-. Tengo que localizar elmanuscrito de Beryl. Ethridge tambiénestá trabajando en el asunto. Tenemos que

ver lo que contiene. Puede queencontremos el eslabón de que ustedhablaba antes.

 –Siempre y cuando recuerde mis

normas -dijo Marino, apartándose de lamesa.

 –Tengo mucho cuidado -le aseguré.

 –No ha sabido nada más de él,

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¿verdad? –Exacto -contesté-. Ninguna llamada.

i rastro de él. Nada.

 –Permítame recordarle que tampocoenía por costumbre llamar a Beryl todosos días.

 No hacía falta que me lo recordara.o quería que empezara de nuevo a

soltarme un sermón. –Si llama, me limitaré a decirle:

«Hola, Frankie. ¿Qué hay?». –Oiga, que eso no es para tomarlo aguasa -Marino se detuvo en el recibidor yse volvió a mirarme.– Era una broma,

¿verdad? –Pues claro -contesté con una sonrisa

dándole una palmadita en la espalda. –Hablo en serio, doctora. No se le

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ocurra hacer nada de eso. Si oye su voz eel contestador, no tome el malditoeléfono…

Cuando abrí la puerta, Marino sequedó petrificado.

 –La puta madre…Salió al porche, extrajo estúpidamente

el revólver y miró a su alrededor como unoco.

El asombro me dejó sin habla

mientras miraba hacia el exterior, dondeos chisporroteos y el rugido del fuegolenaban el aire invernal.

El LTD de Marino era un infierno

recortándose contra la negra noche y suslamas danzaban y se elevaban hacia launa en cuarto menguante. Asiendo a

Marino por la manga, tiré de él hacia el

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nterior de la casa justo en el momento enque se empezaba a escuchar el silbido deuna sirena en la distancia y estallaba el

depósito de la gasolina. Las ventanas delsalón se iluminaron cuando una bola defuego se elevó hacia el cielo y las llamasprendieron en los pequeños cornejos delfondo de mi patio.

 –¡Dios mío! – exclamé al ver que secortaba la luz.

La enorme sombra de Marino paseabapor la alfombra en la oscuridad como unoro enfurecido a punto de embestir 

mientras manipulaba su radiotransmisor 

portátil, soltando maldiciones. –¡Maldito hijo de puta! ¡Maldito hijo

de la gran puta!Despedí a Marino poco después de

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que el montón calcio nado en que se habíaconvertido su amado automóvil nuevofuera retirado por medio de un camión co

remolque. Había insistido en quedarseoda la noche y yo le había contestado queos numerosos coches patrulla que

vigilaban mi casa serían suficientes.Después insistió en que me fuera a unhotel, pero yo me negué a hacerlo. Él teníque ocuparse de su desastre y yo del mío.

Mi casa y mi patio parecían un negropantano y la planta baja estaba llena depestilente humo. El buzón del final de lacalzada parecía una cerilla ennegrecida y

yo había perdido por lo menos mediadocena de arbustos de boj y otros tantosárboles. Pero, por encima de todo, aunquee agradecía a Marino su preocupación,

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prefería estar sola. Ya era bien pasada lamedianoche y me estaba desnudando a lauz de una vela cuando sonó el teléfono.

La voz de Frankie se filtró como un vapormalsano en mi dormitorio, envenenando eaire que yo respiraba y mancillando elprivilegiado refugio de mi hogar.

Sentada en el borde de la cama,contemplé el contestador mientras la bilisme subía por la garganta y el corazón me

golpeaba con fuerza las costillas. –… me hubiera gustado estar ahí paraverlo. ¿Ha sido impre-presionante, Kay?¿A que ha sido bonito? No me gusta que

haya otros hom-hombres en tu casa. Ahoraya lo sabes. Ahora ya lo sabes.

El contestador se detuvo. La lucecitaempezó a parpadear. Cerré los ojos y

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respiré hondo. El corazón me latíaviolentamente y las sombras de la llamade la vela oscilaban en silencio en las

paredes. ¿Cómo era posible que meestuviera ocurriendo a mí semejante cosa

Sabía lo que tena que hacer. Lo mismoque Beryl Madison había hecho. Mepregunté si estaría experimentando elmismo temor que ella habría sentido alhuir a toda prisa del túnel de lavado tras

haber visto el corazón grabado en laportezuela de su automóvil. Me temblabanas manos sin poderlo evitar cuando abrí

el cajón de la mesita de noche y saqué las

páginas amarillas. Tras haber hecho lasreservas, llamé a Benton Wesley.

 –Yo no se lo aconsejo, Kay -me dijo,despertándose de golpe-. No. Bajo ningún

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pretexto. Escúcheme, Kay… –No tengo más remedio, Benton.

Quería simplemente que alguien lo

supiera. Puedo informar a Marino si lodesea. Pero no se entrometa. Por favor. Emanuscrito…

 –Kay… –Tengo que encontrarlo. Creo que es

allí donde está. –¡Kay! ¡No discurre con lógica!

 –Oiga -dije, levantando la voz-, ¿quéquiere usted que haga? ¿Esperar hasta queeste mal nacido decida pegar un puntapiéa mi puerta y hacer saltar por los aires mi

automóvil? Si me quedo aquí, me mata.¿Es que no lo comprende?

 –Tiene instalado un sistema dealarma. Tiene un arma. No puede volar su

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automóvil estando usted dentro. Ah, me halamado Marino. Me ha contado lo

ocurrido. Están casi seguros de que

alguien empapó un trapo con gasolina y lontrodujo en el depósito. Han descubierto

huellas de apalancamiento. Forzó con unapalanca el…

 –Por Dios, Benton. Es que ni siquierame escucha.

 –Usted es la que tiene que escucharme

a mí. Por favor, le ruego que me escuche,Kay. Le conseguiré protección, le enviaréa alguien que se instale en la casa conusted, ¿de acuerdo? Una de nuestras

agentes… –Buenas noches, Benton. –¡Kay!Colgué y no contesté cuando Wesley

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me volvió a llamar de inmediato. Escuchéen silencio sus protestas a través delcontestador automático mientras la sangre

me latía en el cuello y yo evocaba lasmágenes del automóvil de Marino

silbando y rugiendo al recibir losarqueados chorros de agua de lasmangueras de los bomberos desde el otroado de la calle. Cuando descubrí el

cuerpecillo carbonizado al final de mi

calzada particular, algo se rompió dentrode mí. El depósito de gasolina delvehículo de Marino debía de haber estallado justo en el momento en que la

ardilla Sammy corría frenéticamente por el cable del tendido eléctrico paraescapar. Durante una décima de segundosus patitas habían establecido

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simultáneamente contacto con elransformador del suelo y el cable de la

corriente primaria. Veinte mil voltios de

electricidad habían atravesado suminúsculo cuerpo quemándola en unnstante y provocando la fusión de los

plomos.La coloqué en una caja de zapatos y la

enterré en mi rosaleda porque no podíasoportar la idea de ver su figura

ennegrecida a la luz de la mañana.Aún no tenía electricidad cuandoerminé de hacer la maleta. Bajé a la

planta baja, me tomé un brandy y me fumé

un cigarrillo hasta que dejé de temblar mientras el Ruger que había dejado sobreel mostrador del bar brillaba bajo la luzde los reflectores. No me acosté. No

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contemplé los destrozos de mi jardíncuando cerré con llave la puerta. Lamaleta me golpeó la pierna y el agua suci

me salpicó en los tobillos mientras corríahacia mi automóvil. No vi ni un solocoche patrulla cuando bajé a granvelocidad por mi desierta calle. Al llegaral aeropuerto poco después de las cincode la madrugada, me encaminédirectamente a los lavabos de señoras y

saqué el arma que llevaba en el bolso. Ladescargué y la guardé en la maleta.

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15Cruzando el puente de embarque,

legué al mediodía al soleado vestíbulo,al aire libre del aeropuerto internacionalde Miami.

Me detuve para comprar el Herald de

Miami y tomarme un café. Encontré unamesa medio oculta detrás de la maceta deuna palmera, me quité el blazer invernal yme remangué las mangas. Estaba

empapada y el sudor me bajaba enriachuelos por los costados y la espalda.Me escocían los ojos por falta de sueño yme dolía la cabeza. Lo que vi aldesdoblar el periódico no contribuyóprecisamente a mejorar mi estado.

En el ángulo inferior izquierdo de la

primera plana había una espectacular 

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fotografía de los bomberos apagando consus mangueras las llamas del automóvil dMarino. El pie de la fotografía que

acompañaba la dramática escena de arcosde agua, denso humo y árboles ardiendo afondo de mi patio, decía:

Estalla un vehículo de lapolicíaLos bomberos de Richmond extinguen

as llamas del vehículo de un investigadode la policía en una tranquila calle de unbarrio residencial. El Ford LTD no estabaocupado cuando estalló anoche. No hubo

heridos. Se sospecha que el incendio fueprovocado.Menos mal que, gracias a Dios, no se

mencionaba a quién pertenecía la casa

frente a la cual se encontraba aparcado el

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automóvil de Marino ni el porqué. Aunasí, mi madre vería la fotografía ententaría llamar. «Me gustaría que

volvieras a Miami, Kay. Richmond meparece un lugar horrible. Además, elnuevo departamento de Medicina Legal daquí es una monada, Kay… parece depelícula», me diría. Curiosamente, a mimadre nunca se le ocurriría pensar que enmi ciudad natal de habla española se

registraban cada año más homicidios,iroteos, detenciones relacionadas con ladroga, disturbios raciales, violaciones yrobos que en Virginia y toda la

Commonwealth británica combinadas.Llamaría a mi madre más tarde.

Perdóname, Señor, pero ahora no estoy de

humor para hablar con ella.

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Recogiendo mis cosas, aplasté elcigarrillo para apagarlo y me sumergí ena marea de atuendos tropicales, bolsas d

compra de las tiendas duty-free y lenguasextranjeras que se dirigían hacia la zonade equipajes, apretando fuertemente elbolso contra mi costado en gestoprotector.

 No empecé a relajarme hasta variashoras más tarde, cuando crucé el puente

Seven Mile en mi automóvil de alquiler.Más adelante, con el golfo de México a unado y el Atlántico al otro, traté de

recordar la última vez que había visto

Key West. Con la de veces que Tony y yohabíamos visitado a mi familia en Miami,amás se nos había ocurrido hacer aquella

excursión. Estaba casi segura de que la

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última vez que había hecho aquel trayectohabía sido con Mark. Su pasión por lasplayas, el agua y el sol era un amor 

correspondido. Si es posible que lanaturaleza tenga predilección por unacriatura más que por otra, por Mark sentíauna especial predilección. Apenasrecordaba el año y mucho menos el lugar adonde fuimos aquella vez que él pasóuna semana con mi familia. Recordaba, en

cambio, con toda claridad sus holgadoscalzones blancos de baño y el calor de sumano en la mía durante nuestros paseospor la fresca y mojada arena de la playa.

Recordaba la deslumbradora blancura desus dientes contrastando con el cobrizocolor de su piel y la saludable erreprimible expresión de alegría de sus

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ojos mientras buscaba dientes de tiburón conchas y yo le miraba con una sonrisadesde la sombra de la ancha ala de mi

sombrero. Pero, por encima de todo, loque no podía olvidar era el hecho dehaber amado a un joven llamado Mark James más de lo que yo creyera posibleamar algo en este mundo.

¿Por qué había cambiado? Noacertaba a imaginar que se hubiera pasado

al bando enemigo, tal como Ethridge creíay yo no tenía más remedio que aceptar.Mark siempre había sido un niño mimadoSu conducta posesiva era la propia del

guapo hijo de unas personas guapas. Secreía con derecho a disfrutar de los bienedel mundo, aunque jamás había faltado aa honradez ni se había comportado con

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crueldad. Ni siquiera se podía decir quehubiera adoptado jamás una actitud desuperioridad con las personas menos

afortunadas que él, o que hubiera tratadode manipular a su antojo a las quesucumbían a su encanto. Su único yverdadero pecado era el de no habermeamado lo bastante. Desde la perspectivade la distancia y del tiempo, se lo podíaperdonar. Lo que no le podía perdonar er

a falta de honradez. No podía perdonarleque se hubiera convertido en un hombrenferior al ser que yo antaño había

respetado y adorado. No podía perdonarl

que hubiera dejado de ser Mark.Pasando por delante del Hospital

aval de los Estados Unidos al borde dea Nacional 1, seguí la suave curva del

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orth Roosevelt Boulevard que bordeabaa playa. En seguida me adentré en elaberinto de callejuelas de Key West en

busca de Duval. El sol pintaba de blancoas callejas mientras las sombras del

follaje tropical agitado por la brisadanzaban en el suelo. Bajo el interminablcielo azul, las gigantescas palmeras y loscaobos envolvían con sus verdes brazosextendidos las casas y las tiendas en tanto

que las buganvillas y las rosas de Chinaengalanaban las aceras y los porches consus púrpuras y sus rojos. Pasabanentamente por mi lado personas con

sandalias y calzones en un interminabledesfile.

Había muy pocos niños y un númerodesproporcionado de hombres.

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El La Concha, un hotel de la cadenaHoliday Inn, era un alto edificio de color de rosa con vastos espacios abiertos y

lamativas plantas tropicales. No habíaenido ningún problema para reservar 

habitación, oficialmente porque laemporada turística no empezaba hasta laercera semana de diciembre. Sin

embargo, mientras dejaba el automóvil enel parking semivacío y me dirigía al

vestíbulo prácticamente desierto, no pudemenos que pensar en lo que me habíadicho Marino. Jamás en mi vida habíavisto tantas parejas formadas por 

personas del mismo sexo, y estabaclarísimo que, bajo la vigorosa salud deaquella diminuta isla frente a la costa, se

ocultaba un inmenso yacimiento de

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enfermedad. Dondequiera que mirara,veía a hombres moribundos. No temíacontagiarme de la hepatitis o el sida, pues

había aprendido hacía muchos años aenfrentarme con el peligro teórico de loscontagios inherente a mi profesión.Tampoco me molestaban loshomosexuales. Con el paso del tiempo,cada vez me reafirmaba más en la opiniónde que el amor puede sentirse de muchas

maneras. No hay una manera buena o malade amar; lo importante es la forma en queuno la exprese.

Mientras el recepcionista me devolvía

a tarjeta de crédito, le pedí que mendicara en qué dirección se encontraban

más o menos los ascensores y subí medioatontada a mi habitación del quinto piso.

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Me desnudé y, sin quitarme la ropanterior, me tendí en la cama y me pasé

catorce horas durmiendo.

El día siguiente fue tan espléndidocomo el anterior. Me vestí como unaurista cualquiera, exceptuando el Ruger 

cargado que llevaba en el bolso. Me habímpuesto la misión de buscar, entre lasreinta y tantas mil personas que habitaban

en la isla, a dos hombres a quienes sólo

conocía como PJ y Walt. Sabía por lascartas que Beryl había escrito a finales deagosto que eran amigos suyos y vivían ena misma pensión donde ella se alojaba.

o tenía la menor idea de cuál era elnombre o la dirección de la mencionadapensión y rezaba para que alguien delLouie's me lo pudiera indicar.

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Caminaba con un mapa en la mano,comprado en la tienda de regalos delhotel. Entrando en Duval, pasé por delant

de numerosas tiendas y restaurantes congalerías que me traían a la mente el BarriFrancés de Nueva Orleans. Pasé por delante de exposiciones callejeras deobjetos artísticos y de establecimientosque vendían plantas exóticas, sedas ybombones de la marca Perugina, y

después me detuve en un cruce,contemplando el lento avance de losvagones amarillo rabioso del tren turísticCoch Tour. Estaba empezando a

comprender por qué razón Beryl Madisonno quería marcharse de Key West. A cadapaso que daba, la amenazadora presencia

de Frankie se iba borrando

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progresivamente de mi mente. Cuandogiré a la izquierda para entrar en la SouthStreet, Frankie ya era algo tan lejano

como el crudo tiempo de diciembre deRichmond.

El Louie's era un restaurante ubicadoen un edificio de. madera pintado deblanco que antaño había sido una casa, ena esquina entre las calles Vernon y

Waddell. El pavimento de madera estaba

nmaculadamente limpio y las mesas,cubiertas con manteles de hilo de color melocotón pálido, estabanmpecablemente puestas y adornadas con

exquisitas flores naturales. Cruzando elcomedor con aire acondicionado, meacompañaron al porche, donde mesorprendió la variedad de azules del mar 

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que se juntaba con el cielo y las palmerasy cestos colgantes de plantas floridasagitadas por la perfumada brisa marina.

El océano Atlántico se extendía casi a mipies y numerosas embarcaciones de velase hallaban ancladas a un tiro de piedra.Pedí un ron con tónica y, pensando en lascartas de Beryl, me pregunté si estaríasentada en el mismo lugar donde ella lashabía escrito.

Casi todas las mesas estabanocupadas. Me sentía aislada de la gente emi mesa situada en un rincón junto a labaranda. A mi izquierda, cuatro peldaños

conducían a una amplia terraza donde unreducido grupo de jóvenes de ambossexos estaban sentados en traje de bañounto a una pequeña barra. Vi que un

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musculoso joven de apariencia latinavestido con un traje de baño de color amarillo arrojaba una colilla al agua y

después se levantaba para desperezarseánguidamente. Se acercó a la barra para

pedirle otra ronda de cervezas al barbudobarman, el cual se movía con losndolentes gestos propios de alguien que

estuviera cansado de su trabajo y ya nouviera edad para ciertos trotes.

Mucho después de que yo me hubieraerminado la ensalada y la sopa demariscos, los jóvenes bajaron lospeldaños y se zambulleron ruidosamente

en el agua, dirigiéndose a nado hacia lasembarcaciones ancladas a escasadistancia. Pagué la cuenta y me acerqué abarman. Estaba sentado en una silla

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eyendo una novela bajo la techumbre depaja.

 –¿Qué va a ser? – me preguntó,

evantándose sin demasiado entusiasmopara guardar el libro bajo la barra.

 –No sé si vende usted cigarrillos. Nohe visto ninguna máquina expendedoradentro.

 –Ahí tiene -dijo, mostrándome elimitado surtido que tenía a su espalda.

Elegí la marca que me interesaba.Depositó la cajetilla sobre la barra,me cobró la escandalosa suma de dosdólares y no se mostró demasiado

agradecido cuando le dejé cincuentacentavos de propina. Sus ojos verdesmiraban con expresión extremadamentehostil, su rostro estaba curtido por mucho

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años de sol y en su espesa barba morenase observaban algunas hebras grises. Noparecía muy servicial y yo tenía la

sospecha de que llevaba mucho tiempoviviendo en Key West.

 –¿Le importa que le haga unapregunta? – dije.

 –No importa puesto que ya me la hahecho, señora -contestó.

 –Tiene razón -dije sonriendo-. Y

ahora le voy a hacer otra. ¿Cuánto tiempoleva trabajando en el Louie's? –Va para cinco años -contestó,

omando un trapo para limpiar la barra.

 –Entonces seguramente habráconocido a una joven a quien llamabanStraw -dije, recordando por las cartas deBeryl que ella no había utilizado su

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verdadero nombre durante su estancia ena isla.

 –¿Straw? – repitió el barman

frunciendo el ceño sin dejar de frotar. –Un apodo. Era rubia, esbelta y muy

guapa, y el verano pasado solía venir casodas las tardes al Louie's. Se sentabaunto a una mesa y escribía.

El barman dejó de limpiar y clavó susduros ojos en mí.

 –¿Qué tiene usted que ver con ella?¿Acaso es amiga suya? –Es una paciente mía.Fue lo único que se me ocurrió para

no esquivar la pregunta y no decir unadescarada mentira.

 –¿Cómo dice? – El barman arqueó unpoblada ceja. – ¿Paciente, dice usted?

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¿Acaso es usted una doctora? –Pues sí. –Bueno pues, lamento decirle que

ahora ya no le podrá hacer ningún bien,doctora.

El barman se dejó caer en la silla y sereclinó contra el respaldo, esperando.

 –Lo sé -dije-. Sé que ha muerto. –Sí, me quedé de piedra cuando me

enteré. Los de la policía se presentaron

hace un par de semanas con sus malosmodales y sus intimidaciones. Le voy adecir a usted lo que mis compañeros lesdijeron a ellos. Aquí nadie sabe una

mierda de lo que le ocurrió a Straw. Erauna chica muy discreta y educada -añadióel barman indicándome una mesa vacía ados pasos de donde yo me encontraba-.

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Solía sentarse allí sin decir nada. –¿Alguno de ustedes consiguió trabar 

amistad con ella? – pregunté esperanzada

 –Pues claro. Solíamos tomar juntosunos copas. A ella le gustaban mucho lasCoronas y la lima. Pero no creo quealguien la conociera lo que se dicepersonalmente. Quiero decir que no estoymuy seguro de que alguien supiera dedónde era, aparte el hecho de que

procedía de la tierra de los pinzones deas nieves. –De Richmond, Virginia -dije yo. –Verá usted -prosiguió diciendo el

barman-. Aquí van y vienen muchaspersonas. Key West es un lugar donde sevive y se deja vivir. Por aquí hay unmontón de artistas muertos de hambre.

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Straw no se diferenciaba mucho de lamayoría de personas a las que yo trato…aparte el hecho de que la mayoría de

personas a las que yo trato no acabanasesinadas. Maldita sea -añadió,sacudiendo lentamente la cabeza-. Mecuesta imaginarlo. Una cosa así te dejahecho polvo.

 –Hay muchas preguntas sin respuesta dije yo, encendiendo un cigarrillo.

 –Sí, por ejemplo, ¿por qué demoniosfuma usted? Yo creía que los médicossabían que eso no es bueno.

 –Es una cochina costumbre muy poco

saludable. Y sé perfectamente que no esbueno. Y me parece que ya podría ustedempezar a servirme un ron con tónicaporque, además, me gusta beber.

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Barbancourt con una pizquita de tónica. –¿Cuatro, ocho, cuál prefiere? – me

preguntó, poniendo a prueba mis

conocimientos alcohólicos. –Veinticinco, si tiene. –No. En las islas sólo lo encontrará

de veinte años. Tan suavecito que le daráganas de llorar.

 –Pues el mejor que tenga entonces.Me mostró con el dedo una botella a

su espalda con la conocida etiqueta delvaso color ámbar y cinco estrellas.Barbancourt Rhum, envejecido en tonelesdurante quince años, exactamente igual

que la botella que yo había descubierto enel armario de la cocina de Beryl.

 –Estupendo -dije.Esbozando una sonrisa, el barman se

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evantó con súbita energía de la silla y sumanos se movieron con la habilidad de unprestidigitador, midiendo un largo chorro

de dorado líquido haitiano sin la ayudadel correspondiente vasito y añadiendo acontinuación unas centelleantes rociadasde tónica. Como broche final, cortóhábilmente una impecable raja de lima deos cayos que parecía recién arrancada

del árbol, la exprimió en mi copa y pasó

una corteza de limón por el borde.Después, se secó las manos con la toallaque llevaba remetida en el cinturón de susdesteñidos pantalones Levi's, deslizó una

servilleta de papel por la barra y meofreció el resultado de su arte. Era sinugar a dudas el mejor ron con tónica queamás me hubiera acercado a los labios, y

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así se lo dije. –Invita la casa -dijo, rechazando con

un gesto de la mano el billete de diez

dólares que yo le estaba dando-. Unamédica que fuma y sabe apreciar un buenron me parece muy bien. – Alargó la manobajo el mostrador para sacar su propiacajetilla-. Mire -añadió, agitando lacerilla para apagarla-, ya estoy harto deoír toda esta mierda santurrona sobre el

abaco y todo lo demás. Usted meentiende, ¿verdad? La gente te hace sentircasi un criminal. Yo digo vive y dejavivir. Ése es mi lema.

 –Sí, entiendo muy bien lo que quieredecir -contesté mientras ambos dábamosunas prolongadas y hambrientas chupadasa nuestros respectivos cigarrillos.

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 –Siempre están juzgándote por algo.Lo que comes, lo que bebes, con quiénsales, ya sabe. – Hay personas muy

criticonas y antipáticas -dije. –Estoy totalmente de acuerdo.Volvió a sentarse a la sombra de su

cobertizo repleto de botellas mientras yopermanecía bajo un sol de justicia que meestaba asando la tapa de los sesos.

 –O sea que era usted la doctora de

Straw -dijo-. ¿Y qué pretende averiguar,si no le importa que se lo pregunte? –Hay varias circunstancias un tanto

confusas que se produjeron antes de su

muerte -contesté-. He venido en laconfianza de que sus amigos me puedanaclarar algunos detalles…

 –Un momento. – El barman me

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nterrumpió y se incorporó un poco másen su asiento.– Me ha dicho que esmédica, pero, ¿qué clase de médica?

 –Yo la examiné… –¿Cuándo? –Después de su muerte. –Mierda. ¿Me está diciendo que es de

a funeraria? – preguntó en tono dencredulidad.

 –Ejerzo la medicina legal.

 –¿Una forense? –Más o menos. –Maldita sea mi estampa. – Me miró

de arriba abajo. – En mi vida lo hubiera

adivinado. No supe si me acababa de hacer un

cumplido o todo lo contrario. –¿Es costumbre enviar por ahí a…

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cómo ha dicho que se llamaba eso… unamédica legal como usted para que obtenganformación tal como usted lo está

haciendo? –Nadie me ha enviado. He venido por

mi cuenta. –¿Por qué? – preguntó mientras sus

negros ojos volvían a mirarme con receloPues menudo viajecito se ha pegado.

 –Me interesa lo que le sucedió. Me

nteresa muchísimo. –¿Quiere decir que no la ha enviado lpolicía?

 –La policía no tiene autoridad para

enviarme a ninguna parte. –Menos mal. – El barman se rió.– Eso

ya me gusta más.Alargué la mano hacia mi copa.

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 –Son una cuadrilla de matones. Secreen unos Rambos de vía estrecha.Vinieron con unos malditos guantes de

goma. Jesús. ¿Qué debieron de pensar losclientes? Fueron a ver a Brent… uno denuestros camareros. Es un moribundo y, ¿que no sabe lo que hicieron? Los muymbéciles se pusieron unas mascarillas

quirúrgicas y permanecieron de pie a unores metros de él como si tuviera el tifus,

preguntándole yo qué sé cuántas mierdas.Le juro por Dios que, aunque yo hubierasabido algo sobre lo que le ocurrió aBeryl, no les hubiera dicho ni tanto así.

El nombre me golpeó como unpuñetazo. Cuando nuestras miradas secruzaron, adiviné que él había

comprendido el significado de lo que

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acababa de decir. –¿Beryl? – pregunté.Se reclinó en silencio contra el

respaldo de su silla. –¿Sabía usted que se llamaba Beryl? –

nsistí. –Tal como ya le he dicho, los policía

vinieron para hacer preguntas y hablar sobre ella.

Con creciente nerviosismo, encendió

otro cigarrillo sin mirarme a los ojos. Ami amigo el barman no se le daban muybien las mentiras.

 –¿Hablaron con usted?

 –No. Yo me largué en cuanto vi lo queocurría.

 –¿Por qué? –Ya se lo he dicho. No me gustan los

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policías. Yo tengo un Barracuda, unamierda de cacharro que me compré deovencito. Por alguna u otra razón,

siempre tienen que meterse conmigo.Siempre me están poniendo multas por esto o por aquello, avasallándome con suenormes pistolas y sus gafas Ray Bancomo si se creyeran los astros de unaserie de televisión o yo qué sé.

 –Usted conocía su nombre cuando ella

estaba aquí -dije en tono pausado-. Ustedsabía que se llamaba Beryl Madisonmucho antes de que viniera la policía.

 –¿Y qué? ¿Qué tiene eso de malo?

 –Ella tenía especial empeño enocultarlo -contesté con emoción-. Noquería que la gente de aquí supiera quiénera. Lo pagaba todo en efectivo para no

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utilizar tarjetas de crédito, cheques ocualquier otra cosa que pudieradentificarla. Estaba asustada. Huía de

algo. No quería morir.El barman me miró con los ojos muy

abiertos. –Por favor, dígame todo lo que sabe.

Se lo ruego. Tengo la sensación de queusted era su amigo.

El barman se levantó sin decir nada y

salió de detrás de la barra. De espaldas amí, empezó a recoger las botellas vacías otros desperdicios que los jóvenes habíandejado diseminados por la terraza.

Tomé mi consumición en silencio ycontemplé el agua. En la distancia, unbronceado joven estaba desplegando unavela de color azul para hacerse a la mar.

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Las frondas de las palmeras susurrabanmovidas por la brisa y un negro labrador brincaba en la orilla, entrando y saliendo

del olejale.-Zulu -musité, contemplando con

asombro el perro.El barman interrumpió su tarea y me

miró. –¿Cómo ha dicho?- Zulu -repetí-. Beryl mencionaba a

Zulu y a los gatos de aquí en una de suscartas. Decía que los animales que teníanrecogidos en el Louie's comen mejor quemuchos seres humanos.

 –¿Qué cartas? –Escribió varias cartas mientras

estuvo aquí. Las encontramos en sudormitorio después de su asesinato. Decía

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que la gente de aquí se había convertidoen su familia y creía que éste era el lugar más bello de la tierra. Ojalá no hubiera

regresado jamás a Richmond. Ojalá sehubiera quedado aquí para siempre.

La voz que surgía de mí me sonabacomo procedente de otra persona y se meestaba borrando la visión. La falta desueño, la tensión acumulada y el ron seestaban cobrando su tributo. El sol

parecía sacar la poca sangre quecirculaba por mi cerebro.Cuando regresó finalmente de su

choza de paja, el barman me dijo con

serena emoción: –No sé qué decirle, pero sí, yo era

amigo de Beryl. –Gracias -dije, volviéndome a

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mirarle-. Quisiera pensar que yo tambiénera su amiga. Que soy su amiga.

Bajó la vista turbado, pero no sin que

antes yo observara la suavización de lasfacciones de su rostro.

 –Nunca puedes estar seguro de quiénviene con honradez y de quién no -comentó-. Hoy en día es muy difícilsaberlo, desde luego.

El significado de sus palabras penetró

poco a poco en mi mente a pesar delcansancio. –¿Han venido personas a preguntar 

por Beryl? ¿Otras personas aparte de la

policía? ¿Otras personas aparte yo?Se echó un Coke en un vaso.

 –¿Ha venido alguien más? ¿Quién? – repetí, súbitamente alarmada.

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 –No sé cómo se llama. – El barmanomó un buen trago de su bebida.– Un tipo

muy guapo. De unos veintitantos años.

Moreno. Muy bien vestido, con gafas dediseño. Parecía recién salido de unarevista de moda. Creo que estuvo aquíhace un par de semanas. Dijo que eranvestigador privado o una mierda por el

estilo.«El hijo del senador Partin.»

 –Quería saber dónde vivía Berylcuando estaba aquí -añadió el barman. –¿Y usted se lo dijo? –Qué va, ni siquiera hablé con él.

 –¿Alguien se lo dijo? – insistí. –No es probable. –¿Por qué no es probable? ¿Y cuándo

me va usted a decir su nombre?

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 –No es probable, porque eso sólo losabíamos yo y un amigo mío -contestó-. Ye diré mi nombre si usted me dice el

suyo. –Kay Scarpetta. –Encantado de conocerla. Yo me

lamo Peter Jones. Mis amigos me llamanPJ.

PJ vivía a dos manzanas de distanciadel Louie's en una casita casi

completamente oculta por la selvaropical. El follaje era tan denso que estosegura de que no hubiera adivinado que lacasita de madera despintada estaba allí

dentro de no haber sido por el Barracudaaparcado delante. Una sola mirada alautomóvil me bastó para comprender 

exactamente por qué la policía hostigaba

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constantemente a su propietario. Era algoasí como el dibujo de una pintada deestación de metro sobre unas ruedas

descomunales, embellecido con toda clasde adornos, la parte posterior muyevantada y las delirantes formas, dibujos

y colores psicodélicos de los añossesenta.

 –Aquí tiene a mi nene -dijo PJ dandouna cariñosa palmada a la cubierta del

motor. –Desde luego, es impresionante -comenté.

 –Lo tengo desde los dieciséis años.

 –Y lo tendría que conservar siempre -dije con toda sinceridad mientras meagachaba para pasar por debajo de lasramas y le seguía a una fresca y oscura

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zona de sombra. –Es muy poca cosa -dijo PJ

disculpándose mientras abría la puerta-.

Sólo un dormitorio de más y un retrete enel piso de arriba, que es el que ocupabaBeryl. Cualquier día de éstos creo que lovoy a volver a alquilar. Pero yo soy muymaniático con los inquilinos.

El salón era un batiburrillo de trastosviejos: un sofá y un sillón tapizado en

chillones tonos rosas y verdes, variasámparas hechas con cosas raras comoconchas y corales y una mesa de centroque en su vida anterior debió de ser una

puerta de roble. Se veían por doquier cocos pintados, estrellas de mar,periódicos, zapatos y latas de cerveza, yse aspiraba en el húmedo aire el acre olo

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de la podredumbre. –¿Cómo se enteró Beryl de que usted

alquilaba una habitación? – pregunté,

sentándome en el sofá. –En el Louie's -contestó el barman,

encendiendo varias lámparas-. Losprimeros días se alojó en el Ocean Key,un hotel bastante bonito de Duval. Si teníaprevisto quedarse aquí una temporada,debió de calcular que le saldría muy caro

PJ se sentó en el sillón tapizado.– Creoque fue la tercera vez que almorzó en elLouie's. Comía simplemente una ensaladay se quedaba allí, contemplando el mar.

Entonces no estaba trabajando ennada. Permanecía simplemente sentada yeso era un poco raro. Porque se pasabahoras, prácticamente toda la tarde. Al

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final, creo que fue al tercer día, se acercóa la barra y se apoyó en la baranda,contemplando el panorama. Me dio

ástima de ella. –¿Por qué?El barman se encogió de hombros.

 –No sé, se la veía muy desvalida.Comprendí que estaba deprimida o algopor el estilo. Empecé a conversar conella. Y no fue nada fácil, se lo aseguro.

 –Era difícil trabar amistad con ella -convine yo. –No había forma de entablar una

conversación amistosa. Le hacía pregunta

como: «¿Es la primera vez que vieneaquí?» o «¿De dónde viene usted?».Cosas de este tipo. Y a veces ni siquierame contestaba. Pero era curioso. Algo me

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dijo que tenía que insistir. Le pregunté que apetecía beber y empezamos a hablar 

de las distintas clases de bebidas. Eso le

soltó un poco la lengua y despertó sunterés. Primero una Corona con un

chorrito de lima, eso la volvió loca.Después un Barbancourt como el que le hpreparado a usted. Le pareció una cosaexquisita.

 –No me extraña que se le soltara la

engua -comenté. –Sí, usted ya me entiende -el barmanesbozó una sonrisa-. Se lo preparébastante fuerte. Empezamos a hablar de

otras cosas y, de pronto, va y me preguntasi hay algún sitio donde pueda alojarsepor esta zona. Fue entonces cuando le dijeque yo tenía una habitación y la invité a

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venir a verla y a pasar más tarde por aquísi quería. Era domingo y los domingossiempre salgo muy temprano.

 –¿Y vino aquella noche? –Me sorprendió muchísimo. Pensé qu

no aparecería. Pero vino y encontró elsitio sin ninguna dificultad. Para entoncesWalt ya había regresado a casa. Sequedaba en la plaza vendiendo susmierdas hasta el anochecer. Acababa de

legar. Los tres empezamos a conversar ydespués decidimos salir a dar una vuelta acabamos en el Sloppy Joe's. Como ellaera escritora, todo eso la encantó y se

pasó un rato hablándonos de Hemingway.Era una chica estupenda, se lo digo yo.

 –Walt vendía joyas de plata -dije-. EnMallory Square.

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 –¿Y usted cómo lo sabe? – preguntóPJ, sorprendido.

 –Por las cartas que escribía Beryl -le

recordé.Por un instante, la triste mirada de PJ

pareció perderse en la lejanía. –También hablaba del Sloppy Joe's.

Tengo la impresión de que los apreciabamucho tanto a usted como a Walt.

 –Es que Beryl tenía algo -dijo PJ,

mirándome-. Vaya si tenía algo. Jamáshabía conocido a una persona como ella yprobablemente no la volveré a conocer.Una vez superabas la barrera, era una

chica estupenda. Y muy inteligente -añadió, apoyando la cabeza en el respalddel sillón mientras contemplaba el

desconchado techo-. Me encantaba oírla

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hablar. Decía cosas preciosas sinnecesidad de pensarlas, así por lasbuenas. – PJ chasqueó los dedos.– Yo no

hubiera podido hacerlo aunque me hubierpasado diez años pensando. Mi hermanase le parece. Es profesora en un colegiode Denver. Lengua y literatura inglesa. Amí lo de hablar se me da muy mal. Antesde ponerme a trabajar de barman, yo mededicaba a trabajos manuales.

Construcción, albañilería, carpintería.También me dediqué un poco a lacerámica, pero con eso me moría dehambre. Vine aquí gracias a Walt. Le

conocí nada menos que en Mississippi. Euna terminal de autobuses, imagínese.Empezamos a charlar y viajamos juntoshasta Luisiana. Al cabo de dos meses, los

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dos nos vinimos aquí. Es curioso -dijo PJmirándome-. Quiero decir que eso fuehace casi diez años. Y ahora lo único que

me queda es este tugurio. –Su vida dista mucho de estar 

acabada, PJ -le dije amablemente. –Sí.Levantó el rostro hacia el techo y

cerró los ojos. –¿Dónde está Walt ahora?

 –Según mis últimas noticias, enLauderdale. –Lo siento mucho -dije. –Son cosas que ocurren, ¿qué le

vamos a hacer?Se produjo una pausa de silencio y

decidí lanzarme. –Beryl estaba escribiendo un libro.

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 –Exacto. Cuando no salía por ahí connosotros dos, trabajaba en aquel malditoibro.

 –Ha desaparecido.PJ no dijo nada.

 –El presunto investigador privado queusted ha mencionado y otras variaspersonas están muy interesadas en él. Yyo creo que usted lo sabe.

Con los ojos cerrados, PJ permaneció

en silencio. –No tiene usted ningún motivo parafiarse de mí, PJ, pero espero que meescuche -añadí en voz baja-. Tengo que

encontrar el manuscrito en el que Berylestaba trabajando durante su estanciaaquí. Creo que no se lo llevó consigo a

Richmond cuando se fue de Key West.

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¿Puede ayudarme?PJ me miró con los ojos entornados.

 –Con el debido respeto, doctora

Searpetta, suponiendo que lo supiera, ¿poqué se lo tendrá que decir? ¿Por quéendría que quebrantar una promesa?

 –¿Le prometió a Beryl no decir jamásdónde estaba el manuscrito? – pregunté.

 –Eso no importa y yo le he hechoprimero una pregunta -contestó PJ.

Respirando hondo, contemplé la suciaalfombra de pelo de color dorado quehabía bajo mis pies mientras me inclinabahacia adelante en el sillón.

 –No se me ocurre ninguna razónustificada para que rompa usted la

promesa que le hizo a una amiga, PJ -dije –Eso son tonterías. Usted no me

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hubiera hecho la pregunta si no supieraque hay una razón justificada.

 –¿Le habló Beryl de él? – pregunté.

 –¿Se refiere al hijo de puta que laestaba acosando?

 –Sí. –Pues sí, algo me dijo. – De pronto,

PJ se levantó.– No sé a usted, pero a míme apetece una cerveza.

 –Gracias -contesté, considerando que

era importante aceptar su hospitalidad encontra de mi sentido común, pues aúnestaba un poco achispada a causa del ron

Regresó de la cocina y me ofreció una

sudorosa botella de Corona muy fría conuna raja de lima flotando en su largocuello. Sabía a gloria.

PJ se sentó y empezó a hablar de

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nuevo. –Straw, quiero decir Beryl, creo que

ya puedo llamarla Beryl, estaba muerta de

miedo. Y, a decir verdad, cuando supe loocurrido, no me sorprendió demasiado.Bueno, me llevé un disgusto enorme, peroa verdad es que no me sorprendió. Le

dije que se quedara aquí. Le dije que nose preocupara por el alquiler y sequedara. Walt y yo, bueno, la cosa tiene

gracia, pero, al final, ella era algo asícomo nuestra hermana. El muy cerdoambién me fastidió a mí.

 –¿Cómo dice? – pregunté,

sobresaltada por su repentino acceso decólera.

 –Fue entonces cuando Walt se marchóAl enterarnos de lo que había pasado. No

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sé, Walt experimentó un cambio, aunqueno puedo decir que el único motivo fuerao que le ocurrió a ella. Teníamos

nuestros problemas, pero aquello le afectprofundamente. Empezó a mostrarsedistante y ya ni ¿quiera quería hablar. Depronto, una mañana se fue. Así, sin más.

 –¿Y eso cuándo fue? ¿Hace variassemanas, cuando ustedes se enteraron deo ocurrido a través de la policía, cuando

os de la policía se presentaron en elLouie's?PJ asintió con la cabeza.

 –Eso también me ha fastidiado a mí,

PJ -dije-. A mí también me ha fastidiadopor completo.

 –¿Qué quiere decir? ¿Cómo es posiblque eso la haya fastidiado, dejando aparte

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as molestias que le está ocasionando? –Estoy viviendo la pesadilla de Beryl

me atreví a contestar.

PJ tomó un sorbo de cerveza y memiró fijamente.

 –En estos momentos -añadí-, creo queestoy huyendo… por las mismas razonesque ella.

 –No entiendo nada -dijo PJ,sacudiendo la cabeza-. ¿De qué está usted

hablando? –¿Ha visto usted la fotografía de laprimera plana del Herald de esta mañana

pregunté-. La fotografía de un vehículo

de la policía incendiado en Richmond. –Sí -contestó, desconcertado-. Creo

que la recuerdo. –Eso ha ocurrido delante de mi casa,

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PJ. El investigador estaba en el salón demi casa hablando conmigo cuandoncendiaron su automóvil. Y eso no es lo

primero que ha ocurrido. Como ve, élambién me persigue a mí.

 –Pero, ¿quién es, por el amor deDios? – preguntó.

Sin embargo, yo adiviné que ya losabía.

 –El hombre que asesinó a Beryl -

contesté, haciendo un esfuerzo-. Elhombre que después mató al mentor deBeryl, Cary Harper, de quien ellaposiblemente le habló.. – Muchas veces.

Mierda. No puedo creerlo. –Por favor, ayúdeme, PJ. –No sé si puedo. – Estaba tan

rastornado que se levantó del sillón y

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empezó a pasear arriba y abajo.– Pero,¿por qué iba este cerdo a perseguirla austed?

 –Siente celos injustificados. Sufre unaobsesión. Es un esquizofrénico paranoicoOdia a cualquier persona que estérelacionada con Beryl. No sé por qué, PJPero tengo que averiguar quién es. Tengoque encontrarle -dije.

 –No sé quién demonios es ni dónde

demonios está. Si lo supiera, ¡iría por él ye arrancaría la maldita cabeza! – estalló,verdaderamente enfurecido.

 –Necesito el manuscrito, PJ -añadí.

 –¿Qué demonios tiene que ver elmanuscrito con todo eso? – protestó.

Se lo dije. Le hablé de Cary Harper ydel collar. Le hablé de las llamadas

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elefónicas, de las fibras y de laautobiografía que Beryl estabaescribiendo y de que yo había sido

acusada de robar. Le revelé todo lo que sme ocurrió acerca de los casos mientrasel alma se me encogía de miedo. Jamás enmi vida, ni una sola vez, había comentadoos detalles de un caso con nadie que no

fueran los investigadores o los fiscalesque estuvieran trabajando en él. Cuando

erminé, PJ abandonó la estancia ensilencio. Al regresar, llevaba un macutodel ejército que depositó sobre misrodillas.

 –Ahí tiene -dijo-. Juré por Dios nohacerlo jamás. Perdóname, Beryl -musitó

Perdóname.Levantando la solapa de la lona, saqu

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cerca de unas mil páginasmecanografiadas con notas escritas amano y cuatro disquetes de ordenador,

odo ello atado con resistentes cintaselásticas.

 –Nos dijo que no se lo entregáramos anadie en caso de que le ocurriera algo. Yprometí no hacerlo.

 –Gracias, Peter. Dios le bendiga -ledije. Después, le hice una última

pregunta-: ¿Le mencionó Beryl alguna veza alguien a quien ella llamaba «M»?PJ permaneció inmóvil, contemplando

su cerveza.

 –¿Sabe usted quién es esta persona? –pregunté.

 –Yo misma -contestó. –No entiendo qué quiere decir.

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 –«M» de «misma». Se escribía cartasa sí misma -contestó.

 –Las dos cartas que encontramos -le

dije-. Las que encontramos en el suelo desu dormitorio después del asesinato,aquellas en las que se les mencionaba austed y a Walt, estaban dirigidas a «M».

 –Lo sé -dijo PJ, cerrando los ojos. –¿Cómo lo sabe? –Lo supe cuando mencionó usted a

Zulu y a los gatos. Comprendí que habíaeído aquellas cartas. Fue entoncescuando comprendí que era usted de fiar yera quien decía ser.

 –¿O sea que también leyó las cartas? pregunté, sorprendida.

PJ asintió con la cabeza.

 –No encontramos los originales -

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musité-. Sólo encontramos fotocopias. –Porque ella lo quemó todo -explicó

PJ respirando hondo para tranquilizarse.

 –Pero el libro no lo quemó. –No. Me dijo que no sabía adónde irí

ni qué haría en caso de que él la siguierapersiguiendo. Que me llamaría más tardey me diría dónde tendría que enviarle elibro. En caso de que no tuviera noticias

suyas, me dijo que lo guardara y no se lo

entregara jamás a nadie. Pero no llamó,¿sabe? Ya no llamó. – PJ se enjugó losojos y apartó el rostro.– El libro era suesperanza, ¿comprende? Su esperanza

para poder seguir viviendo -se le quebróa voz al añadir-: Jamás perdió la

esperanza de que todo se arreglara. –¿Qué es lo que quemó exactamente,

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PJ? –Su diario -contestó-. Creo que así lo

podríamos llamar. Cartas que se escribía

a sí misma. Decía que eran su terapia yque no quería que nadie las viera. Eranmuy personales, en ellas expresaba susmás íntimos sentimientos. La víspera desu partida, quemó todas las cartas menosdos.

 –Las dos que yo vi -dije en un

susurro-. ¿Por qué? ¿Por qué no quemóaquellas dos cartas? –Porque quería que yo y Walt las

conserváramos.

 –¿Como recuerdo? –Sí. – PJ alargó la mano hacia la

cerveza y se enjugó torpemente laságrimas de los ojos-. Un pedazo de sí

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misma, un registro de lo que pensabadurante su estancia aquí. La víspera de supartida, el día en que lo quemó todo, salió

y fotocopió sólo esas dos. Se quedó lascopias y nos entregó los originales,diciendo que eso era como una especie decontrato de vinculación entre nosotros…ésa fue la palabra que empleó. Los tresestaríamos siempre espiritualmente unidomientras tuviéramos las cartas.

Cuando me acompañó a la puerta, mevolví y lo abracé en gesto de gratitud.Al regresar a mi hotel, ya se estaba

poniendo el sol y las palmeras se

recortaban contra una franja de fuego cadvez más ancha. Grupos de personas sedirigían ruidosamente a los bares deDuval y el aire encantado vibraba con la

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música, las risas y las luces. Yo caminabacon paso decidido y con el macuto delejército colgado del hombro. Por primera

vez en varias semanas me sentía feliz ycasi eufórica. No estaba en absolutopreparada para lo que me esperaba en mihabitación.

16 No recordaba haber dejado las

ámparas encendidas y pensé que el

personal habría olvidado apagarlas trascambiar la ropa de la cama y vaciar losceniceros. Ya había cerrado la puerta yestaba tarareando para mis adentros alpasar por delante del cuarto de bañocuando me percaté de que no estaba sola.

Mark se hallaba sentado junto a la

ventana con una cartera de documentos

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abierta sobre la alfombra a su lado. En elnstante de duda en que mis pies no

supieron hacia dónde moverse, sus ojos s

cruzaron con los míos en silenciosacomunicación, llenándome el corazón deerror.

Pálido y vestido con un traje denvierno de color gris, parecía que

acabara de llegar del aeropuerto. Su bolsde viaje estaba apoyada contra la cama.

Si él hubiera tenido un contador Geiger mental, yo estaba segura de que mi macutoo hubiera puesto en marcha de inmediato

Lo enviaba Sparacino. Pensé en el Ruger 

que guardaba en mi bolso, perocomprendí que jamás podría apuntar conun arma a Mark James y apretar el gatillolegado el caso.

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 –¿Cómo has entrado? – le pregunté sinmoverme.

 –Soy tu marido -contestó, sacándose

del bolsillo la llave de hotel de mihabitación.

 –Serás hijo de puta -musité mientrasel corazón me martilleaba en el pecho.

Mark palideció y apartó la mirada. –Kay… –Oh, Dios mío. ¡Hijo de la gran puta!

 –Kay, estoy aquí porque BentonWesley me ha enviado. Por favor -añadióevantándose de la silla.

Le observé en anonadado silencio

mientras sacaba un botellón de whisky desu bolsa de viaje. Se dirigió al bar ycolocó hielo en los vasos. Sus

movimientos eran lentos y pausados,

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como si estuviera haciendo todo loposible por no alterarme más de lo que yaestaba. Se le veía muy cansado.

 –¿Has comido? – me preguntó,ofreciéndome un vaso.

Pasando por su lado, dejé el macuto yel bolso sobre la cómoda.

 –Yo estoy muerto de hambre -dijo,desabrochándose el botón del cuello de lacamisa y aflojándose la corbata-. Debo de

haber cambiado cuatro veces de avión.Creo que no he comido más que unoscacahuetes desde el desayuno.

 No contesté.

 –Ya he pedido la cena para los dos -añadió-. Estará lista para comer cuandonos la suban.

Acercándome a la ventana, contemplé

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as nubes grises veteadas de púrpurasobre las luces de las calles de la CiudadVieja de Key West. Mark acercó una silla

se quitó los zapatos y apoyó los pies en eborde de la cama.

 –Cuando estés preparada para que teo explique, ya me lo dirás -dijo, agitando

el hielo de su vaso. –No me podría creer nada de lo que tú

me dijeras, Mark -contesté fríamente.

 –Muy bien. Me pagan para que vivauna mentira. Y lo he hechoestupendamente bien.

 –Sí -repetí yo-, lo has hecho

estupendamente bien. ¿Cómo meencontraste? No creo que Benton te lohaya dicho. Él no sabe dónde estoy y enesta isla debe de haber cincuenta hoteles

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otras tantas pensiones. –Tienes razón. Estoy seguro de que sí

pero me bastó una sola llamada telefónica

para encontrarte -dijo Mark.Me senté con aire abatido en la cama.Rebuscando en un bolsillo de su

chaqueta, Mark se sacó un folleto dobladoy me lo entregó.

 –¿Lo reconoces?Era la misma guía de información

urística que Marino había encontrado enel dormitorio de Beryl Madison, unafotocopia de la cual se había incluido ensu ficha. La misma guía que yo había

estudiado incontables veces y de la queme acordé dos noches antes de mi partidacuando decidí huir a Key West. Conteníauna lista de restaurantes, tiendas y lugares

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de interés y un plano rodeado de anunciosuno de los cuales era el del hotel dondenos encontrábamos; por eso se me había

ocurrido la idea de alojarme allí. –Tras repetidos e infructuosos

ntentos, Benton consiguió finalmenteocalizarme -añadió Mark-. Estaba muy

alterado. Dijo que te habías ido para veniaquí y entonces intentamos seguirte lapista. Al parecer, en a ficha que él tiene

hay una fotocopia del folleto de Beryl.Supuso que tú también la habrías visto yque probablemente habrías sacado unafotocopia para tu propio archivo. Y

pensamos que, a lo mejor, se te ocurriríaa idea de usarlo como guía.

 –¿De dónde lo has sacado? – pregunté.

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 –En el aeropuerto. Resulta que estehotel es el único que figura en losanuncios. Fue el primer sitio al que llamé

Tenía una reserva a tu nombre. –Muy bien. Eso demuestra que no soy

una buena fugitiva. –Bastante mala. –De aquí saqué la idea, si te interesa

saberlo -reconocí, enojada-. He revisadoantas veces los papeles de Beryl que

recordaba perfectamente el folleto y elanuncio de un hotel de la cadena Holidaynn en Duval. Me debió de llamar la

atención porque debí de preguntarme si

ella se alojó aquí cuando vino a KeyWest.

 –¿Se alojó aquí? – preguntó Mark,

omando un sorbo de whisky.

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 –No.Mientras se levantaba para ir por más

hielo, llamaron a la puerta y el corazón

me dio un vuelco en el pecho al ver queMark extendía la mano hacia atrás y sesacaba una pistola de 9 milímetros dedebajo de la chaqueta. Sosteniéndola enalto, aplicó el ojo a la mirilla de lapuerta, se guardó el arma en el bolsilloposterior de los pantalones y abrió. Había

legado la cena. Cuando Mark le pagó a lacamarera en efectivo, ésta esbozó unaancha sonrisa diciendo:

 –Muchas gracias, señor Scarpetta.

Espero que los bistecs estén a su gusto. –¿Por qué te has registrado como si

fueras mi marido? – pregunté.

 –Dormiré en el suelo. Pero tú no te

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vas a quedar sola en esta habitación -contestó, colocando los platos tapadossobre la mesa que había junto a una

ventana y descorchando la botella devino.

Quitándose la chaqueta y arrojándolasobre la cama, colocó la pistola alalcance de su mano encima de la cómodano lejos de mi macuto.

Esperé a que se sentara antes de

preguntarle por qué iba armado. –Un pequeño monstruo, pero puedeque sea mi único amigo -contestó,cortando el bistec-. Pero supongo que tú

ambién llevas tu treinta y ocho,probablemente en este macuto -añadiócontemplando el macuto de la cómoda.

 –Para tu información, te diré que lo

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levo en el bolso -confesé estúpidamente-¿Y cómo demonios sabes tú que yo tengoun treinta y ocho?

 –Benton me lo dijo. También me dijoque te han concedido recientemente laicencia para llevar un arma oculta y que

seguramente la llevarás contigo a todaspartes. No está mal -añadió, tomando unsorbo de vino.

 –¿También te ha dicho Benton qué

alla de ropa uso? – pregunté, tratando decomer, a pesar de que mi estómago mesuplicaba que no lo hiciera.

 –Bueno, eso no hace falta que me lo

diga. Sigues usando la cuarenta y cuatro yestás tan guapa como cuando vivíamos enGeorgetown. Mejor dicho, todavía más.

 –Te agradecería mucho que dejaras d

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comportarte como un caballeroso hijo deputa y me dijeras cómo demonios conocesan siquiera de nombre a Benton Wesley,

por no decir cómo has conseguidomerecer el privilegio de reunirte tantasveces a solas con él para hablar de mí.

 –Kay -Mark posó el tenedor y memiró a los ojos-, conozco a Benton desdehace mucho más tiempo que tú. ¿Acaso noo has comprendido todavía? ¿Tengo que

escribírtelo con luces de neón? –Sí, escríbelo en letras mayúsculas enel cielo, Mark, porque ya no sé lo quepensar. Ya no tengo ni idea de quién eres

o me fío de ti. Es más, en este momentoe tengo un miedo atroz.

Reclinándose en su asiento yponiéndose más serio de lo que yo jamás

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e hubiera visto, Mark me dijo: –Kay, lamento mucho que me tengas

miedo y lamento que no te fíes de mí. Lo

cual es perfectamente lógico porque muypocas personas en este mundo tienen ideade quién soy y hay veces en que ni yomismo lo sé. No te lo podía decir antes,pero ya todo ha terminado -hizo unapausa-. Benton fue profesor mío en laAcademia mucho antes de que tú le

conocieras. –¿Eres un agente? – le pregunté conncredulidad.

 –Sí.

 –No -dije mientras la cabeza meempezaba a dar rápidas vueltas.

«¡No! ¡Esta vez no te voy a creer,maldita sea!»

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Levantándose sin una palabra, Mark se acercó al teléfono de la mesita denoche y marcó.

 –Ven aquí -dijo volviéndose.Después me pasó el teléfono.

 –¿Diga?Reconocí inmediatamente la voz.

 –¿Benton? – dije. –¿Kay? ¿Se encuentra usted bien? –Mark está ahí -dije-. Me ha

encontrado. Sí, Benton, estoy bien. –Gracias a Dios. Está en buenasmanos. Estoy seguro de que él se loexplicará.

 –Yo también lo estoy. Gracias,Benton. Adiós.

Mark tomó el teléfono y lo colgó.

Cuando regresamos a la mesa, me miró

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argo rato antes de hablar. –Dejé el ejercicio de la abogacía

cuando murió Janet. Aún no sé muy bien

por qué, Kay, pero no importa. Trabajécomo agente de calle en Detroit durantealgún tiempo y después me convertí enagente secreto. Lo de Orndorff Berger fueuna estratagema.

 –No me irás a decir que Sparacinoambién trabaja para los federales -dije

sin dejar de temblar. –No, por Dios -contestó Mark,apartando la mirada.

 –¿Qué se proponía, Mark?

 –Entre sus delitos de carácter leve sencluían estafas a Beryl Madison y

alteración de las declaraciones dederechos de autor como tantas veces ha

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hecho con otros muchos clientes suyos. Ye conté que la estaba manipulando en unntento de enemistarla con Cary Harper 

para poder organizar un escándalopublicitario… tal como ha hecho muchasotras veces.

 –Entonces, lo que me dijiste en NuevaYork es cierto.

 –Sí, pero no todo. No te lo podíadecir todo.

 –¿Sabía Sparacino que yo viajaría aueva York?Era una pregunta que me atormentaba

desde hacía varias semanas.

 –Sí. Yo lo organicé todo, diciéndoleque, de esta manera, podría arrancartemás información y conseguir que hablarascon él. Sparacino estaba seguro de que tú

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amás accederías a tratar con él. Por esoyo me ofrecí a conducirte hasta él.

 –Jesús -musité por lo bajo.

 –Pensé que lo tenía todo controlado.Pensé que él no sospechaba de mí hastaque llegamos al restaurante. Entoncescomprendí que todo se había estropeado.

 –¿Por qué? –Porque él me tenía vigilado. Sé

desde hace tiempo que el hijo de Partin e

uno de sus confidentes. Así se gana lavida mientras espera que le den algúnpapel en los seriales, los anuncios de laelevisión y la publicidad de calzoncillos

Está claro que Sparacino no se fiaba demí.

 –¿Por qué envió a Partin? ¿Nocomprendió que tú le reconocerías?

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 –Sparacino no sabe que conozco aPartin -contestó Mark-. Cuando vi a Partien el restaurante, comprendí que

Sparacino lo había enviado paracerciorarse de que yo me reuníaefectivamente contigo y ver qué melevaba entre manos, de la misma manera

que envió al llamado Jeb Price a revolveru despacho.

 –¿Me vas a decir que Jeb Price

ambién es un actor muerto de hambre? –No. Lo detuvimos en Nueva Jersey lsemana pasada. Se pasará una buenaemporada sin molestar a nadie.

 –Supongo que lo de que conocías aDiesner en Chicago también fue una troladije.

 –Es un personaje de leyenda. Pero yo

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amás le he conocido. –Y tu visita a Richmond para verme

ambién fue un montaje, ¿verdad? – 

pregunté, tratando de reprimir laságrimas.

 –No venía por carretera desde eldistrito de Columbia -contestó Mark mientras volvía a llenar los vasos devino-. Acababa de llegar en avión desde

ueva York. Sparacino me había enviado

para sonsacarte y tratar de averiguar todoo que pudiera sobre el asesinato de BeryMadison.

Tomé un sorbo de vino y permanecí e

silencio un instante, tratando de recuperara compostura.

Después pregunté: –¿Ha tenido él algo que ver con su

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asesinato, Mark? –Pues, al principio, me preocupaba

esta posibilidad -contestó-. Temí que los

uegos de Sparacino con Harper hubieranlegado demasiado lejos y que éste

hubiera perdido la cabeza y hubieraasesinado a Beryl. Pero, cuando mataron Harper, no conseguí encontrar nada queme indujera a pensar que Sparacinoestaba relacionado con las muertes. Creo

que Sparacino quería que yo averiguaraodo lo que pudiera sobre el asesinato deBeryl porque estaba un poco paranoico.

 –¿Temía que la policía registrara el

despacho de Beryl y descubriera que lasdeclaraciones de derechos de autor que ée había hecho eran fraudulentas? – 

pregunté.

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 –Tal vez. Sé que anda tras elmanuscrito porque le consta su valor.Pero, aparte eso, no sé nada más.

 –¿Y qué me dices de su querella, desu venganza contra el fiscal general?

 –Se ha armado un gran escándalo -contestó Mark-. Sparacino desprecia aEthridge y le encantaría poder humillarlee incluso obligarle a abandonar el cargoque ocupa.

 –Scott Partin ha estado aquí -le dije-.Estuvo aquí no hace mucho, haciendopreguntas sobre Beryl.

 –Interesante -se limitó a decir Mark 

mientras tomaba otro trozo de bistec. –¿Cuánto tiempo llevas con

Sparacino?

 –Más de dos años.

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 –¡Dios mío! – dije. –El FBI lo organizó todo con mucho

cuidado. Me enviaron bajo el disfraz de

un abogado llamado Paul Baker quebuscaba trabajo y quería hacerse ricorápidamente. Hice todo lo necesario paraque se tragara el anzuelo. Como es lógicome mandó investigar y, al descubrir algunos detalles que no concordaban, meexigió explicaciones. Le confesé que

utilizaba una identidad falsa y queformaba parte del Programa de Proteccióde Testigos. Es muy complicado y difícilde explicar, pero Sparacino creía que yo

me había dedicado a actividades ilegalesen Tallahassee, que me habían detenido yque los federales me habían

recompensado la colaboración dándome

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una identidad y un pasado falsos. –¿Y es cierto que habías desarrollado

actividades ilegales? – pregunté.

 –No. –Ethridge cree que sí -dije-. Y cree

que estuviste en la cárcel. –No me sorprende, Kay. Los

directores de prisiones suelen colaborar estrechadamente con el FBI. Sobre elpapel, el Mark James que conociste en

otros tiempos tiene muy mala pinta. Unabogado que delinquió y se pasó dos añosen chirona tras habérsele retirado laicencia.

 –¿Debo suponer que la relación entreSparacino y Orndorff Berger es unaapadera? – pregunté.

 –Sí.

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 –¿Tapadera de qué, Mark? Aquí tieneque haber algo más que los escándalospublicitarios.

 –Tenemos el convencimiento de queSparacino ha estado blanqueando dineroprocedente del mundo del hampa, Kay.Dinero procedente del tráfico de droga.También creemos que está relacionadocon el crimen organizado en los casinos.Hay políticos, jueces y otros abogados

mplicados. La red es increíble. Losabemos desde hace tiempo, pero es muypeligroso que una parte del sistemaudicial ataque a otra. Tiene que haber 

pruebas admisibles de culpabilidad Por eso me enviaron a mí Cuantas más cosasdescubría, tantas más quedaban por 

descubrir. Los tres meses se convirtieron

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en seis y después en años. –No lo entiendo. Su bufete es legal,

Mark.

 –Nueva York es el coto privado deSparacino. Tiene poder. En Orndorff Berger apenas tienen idea de lo que nace.Yo jamás trabajé en ese bufete. Nisiquiera saben cómo me llamo.

 –Pero Sparacino sí -dije yo-. Le oíreferirse a ti como a Mark.

 –Sí, él conoce mi verdadero nombre.Tal como ya te he dicho, el FBI tienemucho cuidado. Hicieron un buen trabajoal inventarse de nuevo mi vida y crear un

reguero de documentos que convierten alMark James que antaño conociste enalguien que no reconocerías y que tegustaría muy poco. – Mark hizo una pausa

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con el rostro muy serio.– Sparacino y yoacordamos que él se referiría a mílamándome Mark en tu presencia. Aparte

eso, yo era siempre Paul y trabajaba paraél. Durante algún tiempo, viví con sufamilia. Era su fiel hijo o, por lo menos,eso era lo que él pensaba.

 –Sé que en Orndorff Berger jamás hanoído hablar de ti -confesé-. Intentélamarte a Nueva York y Chicago y no

sabían de quién les hablaba. Llamé aDiesner y tampoco sabía quién eras.Puede que no sea una buena fugitiva, peroú tampoco eres muy buen espía que

digamos.Mark guardó silencio un instante y

después dijo: –El FBI no tuvo más remedio que

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ntroducirme en el caso, Kay. Aparecisteen escena y yo corrí muchos riesgos. Mesentía emocionalmente implicado porque

ú estabas implicada. Fui un estúpido. –No sé qué contestar a eso. –Bébete el vino y contempla cómo

sale la luna sobre Key West. Es la mejor manera de contestar.

 –Pero, Mark -dije, inevitablementeatrapada en sus redes-, hay un punto muy

mportante que no comprendo. –Estoy seguro de que hay muchospuntos importantes que no comprendes yque tal vez jamás comprenderás, Kay. No

separa una brecha muy grande; no sepuede cerrar en una noche.

 –Dices que Sparacino te envió paraque me sonsacaras. ¿Cómo sabía que me

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conocías? ¿Acaso tú se lo habías dicho? –Hizo una referencia a ti poco

después de enterarnos del asesinato de

Beryl. Dijo que eras la jefa deldepartamento de Medicina Legal deVirginia. Me asusté. No quería que trataradirectamente contigo. Decidí hacerlo yoen su lugar.

 –Te agradezco el detalle -dije conronía.

 –Bien me lo puedes agradecer. – Marclavó los ojos en los míos.– Le dije quehabíamos salido juntos en otros tiempos.Quería que me encomendara la misión a

mí. Y así lo hizo. –¿Y eso es todo? – pregunté. –Ojalá, aunque me temo que mis

motivos son un tanto confusos.

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 –¿Confusos? –Creo que me atraía la posibilidad de

volver a verte.

 –Eso me dijiste. –Y no mentí. –¿Me estás mintiendo ahora? –Te juro por Dios que no -contestó.De pronto me di cuenta de que todavía

ba vestida con un polo y unos calzonescortos y tenía la piel pegajosa y el cabello

hecho un desastre. Me excuséevantándome de la mesa y me fui alcuarto de baño. Media hora más tarde,salí envuelta en mi albornoz de rizo

preferido y Mark se había quedadoprofundamente dormido en mi cama.

Gruñó y abrió los ojos cuando me

senté a su lado.

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 –Sparacino es un hombre peligroso -dije, pasándole lentamente los dedos por el cabello.

 –De eso no cabe la menor duda -mecontestó con voz adormilada.

 –Envió a Partin. No entiendo muy biecómo sabía que Beryl estaba aquí abajo.

 –Porque ella le llamó desde aquí,Kay. Él lo sabía desde el principio.

Asentí con la cabeza sin sorprenderm

demasiado. Aunque Beryl hubieradependido de Sparacino hasta su amargofinal, debió de empezar a desconfiar de éen determinado momento. De otro modo,

e hubiera confiado el manuscrito a él y na un barman llamado PJ.

 –¿Qué haría si supiera que estás aquí?

preguntó en un susurro-. ¿Qué haría

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Sparacino si supiera que tú y yo estamosconversando en esta habitación?

 –Le daría, un ataque de celos.

 –Hablo en serio. –Probablemente nos mataría si

pensara que podía hacerlo impunemente. –¿Y podría hacerlo impunemente,

Mark? Atrayéndome hacia sí, Mark contestó contra mi cuello: -Mierda, no.

El sol nos despertó a la mañana

siguiente. Tras hacer nuevamente el amornos dormimos abrazados el uno al otrohasta las diez.

Mientras Mark se duchaba y se

afeitaba, contemplé el día y me parecióque jamás había visto unos colores másbrillantes ni un sol tan resplandeciente ena pequeña isla costera de Key West.

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Compraría una casa en una urbanizacióndonde Mark y yo pudiéramos hacer elamor el resto de nuestras vidas. Montaría

en bicicleta por primera vez desde minfancia, volvería a jugar al tenis y dejarí

de fumar. Pondría más empeño enlevarme bien con mi familia y Lucy nos

visitaría a menudo. Acudiría al Louie'scon frecuencia y adoptaríamos a PJ comoamigo. Contemplaría la luz del sol

danzando sobre el mar y rezará por unamujer llamada Beryl Madison cuyaerrible muerte había conferido un nuevo

significado a mi vida y me había enseñad

a volver a amar. Después de un buendesayuno que tomamos en la habitación,saqué el manuscrito de Beryl del macutomientras Mark me miraba con

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ncredulidad. –¿Es eso lo que yo creo que es? – 

preguntó.

 –Sí, es exactamente lo que crees quees -contesté.

Mark se levantó de la mesa. –Pero, ¿dónde demonios lo has

encontrado, Kay? –Se lo dejó a un amigo. Nos colocamos unos almohadones

detrás de la espalda y dejamos elmanuscrito entre nuestros cuerpos en lacama mientras yo le contaba a Mark todosos pormenores de mis conversaciones

con PJ.La mañana se convirtió en tarde, pero

no salimos de la habitación más que paradejar los platos sucios en el pasillo y

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sustituirlos por los bocadillos yentempiés que fuimos pidiendo cada vez

que nos apetecía tomar algo.

Transcurrieron varias horas sin queapenas nos habláramos mientraspasábamos las páginas de la vida deBeryl Madison. El libro era increíble ymás de una vez me hizo asomar lágrimas aos ojos.

Beryl era un pájaro cantor nacido en

una tormenta, un minúsculo ser de belloscolores aferrado a las ramas de una vidaespantosa. Su madre había muerto y supadre la había sustituido por una mujer 

que la trataba con desprecio. Incapaz desoportar el mundo en el que vivía,aprendió el arte de crearse otro más de sugusto. La escritura era su manera de

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resistir y se había convertido en ella en unrefinado talento, como ocurre con lahabilidad artística en el caso de los

sordos y la música en el de los ciegos.Era capaz de crear con las palabras unmundo que yo podía saborear, oler ysentir.

Su relación con los Harper había sidoan intensa como desquiciada. Eran tres

elementos explosivos que se

ransformaron en una tormenta dencreíble potencia destructora cuandofinalmente vivieron juntos en aquellamansión de cuento de hadas a la orilla de

un río de sueños infinitos. Cary Harper compró y restauró la casa por Beryl, y unnoche, en aquella habitación del piso dearriba donde yo había dormido, le había

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robado su virginidad cuando ella teníaapenas dieciséis años.

Sorprendida de que Beryl no bajara a

a mañana siguiente a la hora deldesayuno, Sterling Harper subió a ver quéocurría y la encontró llorando en posiciónfetal. Sin poder enfrentarse con el hechode que su famoso hermano hubieraviolado a la que hacía las veces de suhija, la señorita Harper decidió luchar 

contra los demonios de su casa con unejército de negativas. Jamás le dijo ni unasola palabra a Beryl ni intentó intervenir.Se limitó a cerrar suavemente la puerta de

su dormitorio por las noches paraentregarse a sus agitados sueños.

Los acosos contra Beryl se sucedieronsemana tras semana, cada vez menos

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frecuentes a medida que ella crecía hastaque, al final, cesaron por completo,coincidiendo con la obtención del premio

Pulitzer… La impotencia del ganador había sido provocada por las largasveladas de borrachera y otros excesos,ncluidas las drogas. Cuando los intereses

acumulados de las ganancias del libro y lherencia familiar ya no pudieron costear sus vicios, el escritor recurrió a su amigo

Joseph McTigue, el cual se encargóamablemente de rentabilizar su precariaeconomía, logrando que el autor «no sólorecuperara su solvencia, sino también que

se hiciera lo bastante rico como paracomprarse cajas enteras del mejor whiskyy pudiera entregarse al vicio de la cocaínsiempre que le apetecía».

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Según Beryl, cuando ella abandonó lacasa, la señorita Harper pintó el retratoque colgaba sobre la repisa de la

chimenea de la biblioteca, el retrato deuna niña revestida de inocencia, en unntento, tal vez inconsciente o tal vez no,

de atormentar a Harper para siempre. Élse entregó cada vez más a la bebida,apenas escribía y empezó a sufrir nsomnio. Poco a poco adquirió la

costumbre de frecuentar la Culpeper'sTavern, alentado por su hermana, la cualaprovechaba las horas de su ausencia parconspirar contra él con Beryl por 

eléfono. El golpe definitivo se produjo aravés de un dramático desafío cuando

Beryl, animada por Sparacino, quebrantó

el contrato.

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Fue su manera de recuperar su vida y,en sus propias palabras, «preservar labelleza de mi amiga Sterling, prensando

sus recuerdos entre estas páginas cual sifueran flores silvestres». Beryl inició elibro poco después de que a la señorita

Harper le fuera diagnosticado un cáncer.El vínculo entre ambas era inquebrantabley tan profundo como el amor que seprofesaban.

Como es natural, la biografía conteníaargas digresiones sobre los libros queBeryl había escrito y las fuentes de susdeas. Se incluían fragmentos de sus

primeras obras y yo pensé que aquello talvez hubiera podido explicar la presenciadel manuscrito parcial que encontramos

en su dormitorio después del asesinato.

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Aunque no era fácil establecerlo. No erafácil averiguar qué pensamientos habíancruzado por la mente de Beryl. Sin

embargo, comprendí que la obra eraextraordinaria y lo bastante escandalosacomo para haber provocado el temor deCary Harper y la codicia de Sparacino.

Pero, a lo largo de toda la tarde, noogré encontrar nada capaz de hacerme

evocar el espectro de Frankie. En el

manuscrito no se mencionaba la pesadillaque al final acabó con la vida de Beryl.Pensé que, a lo mejor, era algo demasiadoerrible como para que pudiera

describirlo. Tal vez esperaba que todopasara con el tiempo.

Me estaba acercando al final del librode Beryl cuando Mark apoyó súbitamente

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a mano en mi brazo. –¿Qué hay? – pregunté sin apenas

poder apartar la vista de las páginas.

 –Kay, fíjate en eso -dijo Mark colocando cuidadosamente una páginaencima de la que yo estaba leyendo. Erael comienzo del capítulo Veinticinco, unapágina que yo ya había leído. Se tratabade una fotocopia muy clara y no de unapágina original mecanografiada como

odas las demás. –Pensé que me habías dicho que éseera el único ejemplar -dijo Mark en tononquisitivo.

 –Tenía la impresión de que así era -repliqué, perpleja.

 –A lo mejor, hizo una copia y cambióas páginas.

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 –Eso parece -dije en tono pensativo-.Pero, en tal caso, ¿dónde está la copia?

o ha aparecido.

 –No tengo ni idea. –¿Estás seguro de que no la tiene

Sparacino? –Estoy completamente seguro de que

o sabría si la tuviera. He revuelto sudespacho de arriba abajo durante susausencias y he hecho lo mismo en su casa

Además, creo que me lo hubiera dicho,por lo menos cuando pensaba que éramoscompinches.

 –Será mejor que vayamos a ver a PJ.

Descubrimos que era el día libre dePJ. No estaba en el Louie's ni en su casa.Caía la noche en la isla cuando finalmente

nos tropezamos con él en el Sloppy Joe's

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y comprobamos que llevaba una trompafenomenal. Le tomé del brazo en la barray, asiendo su mano, le acompañé a una

mesa.Hice rápidamente las presentaciones.

 –Mark James, un amigo mío.PJ asintió con la cabeza y levantó una

botella de cerveza de largo cuello en unborracho gesto de brindis. Despuésparpadeó varias veces como si quisiera

aclararse la vista mientras admiraba sindisimulo a mi atractivo acompañante.Mark pareció no darse cuenta.

Levantando la voz por encima del

barullo que estaba armando la gente y laorquesta, le dije a PJ:

 –El manuscrito de Beryl. ¿Hizo algunacopia de él durante su estancia aquí?

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Tomando un sorbo de cerveza ybalanceándose al ritmo de la música, PJcontestó:

 –No lo sé. Si lo hizo, a mí no me dijonada.

 –Pero, ¿cómo es posible? – insistí-.¿Pudo hacerlo quizá cuando fue a hacer as fotografías de las cartas que le entregó

a usted?PJ se encogió de hombros mientras la

gotas de sudor le bajaban por las sienes ypor las arreboladas mejillas. PJ no estabasimplemente achispado sino borrachocomo una cuba.

Mientras Mark contemplaba la escenacon rostro impasible, volví a intentarlo.

 –Bueno pues, dígame si se llevó el

manuscrito cuando fue a fotocopiar las

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cartas. –… como Bogie y Bacall… -entonó

PJ con áspera voz de barítono, dando

rítmicas palmadas contra el borde de lamesa mientras seguía el compás junto cona gente.

 –¡PJ! – grité. –Pero bueno -protestó el hombre sin

apartar los ojos del escenario-, es micanción preferida.

Me hundí en mi asiento y dejé que PJsiguiera cantando su canción preferida.Durante una breve pausa del espectáculo,repetí la pregunta. PJ apuró la botella de

cerveza y contestó con sorprendenteclaridad:

 –Lo único que recuerdo es que aqueldía Beryl llevaba el macuto, ¿vale? Se lo

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regalé yo, ¿saben? Para que pudieraacarrear sus mierdas por ahí. Se dirigió aCopy Cat o algún sitio así y estoy seguro

de que llevaba el macuto. – Sacó lacajetilla de cigarrillos. – A lo mejor,levaba el libro en el macuto. Y puede quo mandara fotocopiar cuando hizo las

fotocopias de las cartas. Yo sólo sé queme dejó lo que yo le entregué a usted norecuerdo cuándo.

 –Ayer -dije yo. –Eso es, ayer.Cerrando los ojos, PJ empezó a

aporrear de nuevo el borde de la mesa.

 –Gracias, PJ -le dije. No nos prestó la menor atención

cuando nos fuimos, abriéndonos pasoentre la gente para salir al fresco aire

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nocturno. –Eso es lo que yo llamo un ejercicio

vano -dijo Mark mientras regresábamos

caminando al hotel. –No sé -repliqué-. Pero me parece

ógico que Beryl hiciera una fotocopia demanuscrito cuando fotocopió las cartas.

o puedo creer que le dejara el libro a PJa no ser que ella tuviera una copia.

 –Tras haberle conocido, yo tampoco

puedo creerlo. PJ no es precisamente loque llamaría un guardián muy de fiar. –Pues lo es, Mark. Lo que ocurre es

que esta noche está un poco bebido.

 –Más bien totalmente trompa. –A lo mejor, se ha emborrachado por 

culpa de mi visita. –Si Beryl fotocopió el manuscrito y se

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levó la copia a Richmond -añadió Mark-quienquiera que la matara lo debió derobar.

 –Frankie -dije yo. –Lo cual tal vez explique por qué

decidió cargarse después a Cary Harper.uestro amigo Frankie se puso celoso y l

sola idea de imaginarse a Harper en eldormitorio de Beryl lo volvió loco… másoco de lo que ya estaba. En el libro de

Beryl se menciona la costumbre deHarper de ir todas las tardes a laCulpeper's.

 –Lo sé.

 –Quizá Frankie lo leyó, averiguódónde podría encontrarle y pensó que lamejor manera de atraparle sería actuandopor sorpresa.

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 –¿Qué mejor momento que cuandoestás medio borracho y bajas de tuautomóvil en una calzada oscura y

desierta? – dije yo. –Lo que me extraña es que no se

cargara también a Sterling Harper. –Puede que lo hubiera hecho. –Tienes razón. No se le ofreció la

oportunidad -dijo Mark-. Ella le ahorró lamolestia.

Tomándonos de la mano, guardamossilencio mientras nuestros zapatosavanzaban despacio por la acera y labrisa agitaba las ramas de los árboles.

Hubiera deseado que aquel momento seprolongara indefinidamente. Temía lasverdades con las que tendríamos que

enfrentarnos. Sólo cuando ya estábamos

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en nuestra habitación bebiendo vinountos, hice la pregunta.

 –¿Y ahora qué, Mark?

 –Washington -contestó él, volviendoel rostro para mirar a través de laventana-. Mañana mismo. Me someterán aun interrogatorio y me reprogramarán -respiró hondo-. Y después no sé qué voy hacer.

 –Tú, ¿qué quieres hacer? – le

pregunté. –No lo sé, Kay. ¿Quién sabe adondeme enviarán? – añadió, contemplando lanoche-. Sé que tú no vas a dejar 

Richmond. –No, no puedo dejar Richmond.

Ahora, no. Mi trabajo es mi vida, Mark. –Siempre ha sido tu vida -dijo él-. Mi

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rabajo también es mi vida. Lo cualsignifica que queda muy poco espaciopara la diplomacia.

Sus palabras y su rostro me estabanpartiendo el corazón. Sabía que Mark enía razón. Cuando intenté decir algo, laságrimas asomaron a mis ojos.

 Nos estrechamos con fuerza hasta queél se quedó dormido en mis brazos.Soltándome suavemente, me levanté y

regresé junto a la ventana, donde me sentéa fumar mientras mi mente repasabaobsesivamente multitud de detalles hastaque el alba empezó a teñir el cielo de

rosa.Me tomé una buena ducha. El agua

caliente me calmó y fortaleció mideterminación. Refrescada y envuelta en

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el albornoz, salí del cuarto de baño y vique Mark ya se había despertado y estabapidiendo el desayuno.

 –Vuelvo a Richmond -anuncié confirmeza, sentándome a su lado en la cama

Mark frunció el ceño. –No es una buena idea, Kay. –He encontrado el manuscrito, tú te

vas y yo no quiero quedarme aquí sola,esperando que aparezcan Frankie, Scott

Partin o el mismísimo Sparacino enpersona -expliqué. –No han encontrado a Frankie. Es

demasiado peligroso. Mandaré que te

envíen protección aquí -objetó Mark-. Oen Miami. Tal vez sea mejor. Podrásquedarte una temporada con tu familia.

 –No.

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 –Kay… –Mark, es posible que Frankie ya hay

abandonado Richmond. Puede que tarden

varias semanas en encontrarle. O que noo encuentren jamás. ¿Qué tengo que

hacer, permanecer para siempreescondida en Florida?

Mark se recostó contra la almohadasin contestar.

 –No consentiré que me destrocen la

vida y la carrera -añadí, tomando sumano- y me niego a dejarme intimidar pormás tiempo. Llamaré a Marino y le pediréque acuda a recibirme al aeropuerto.

Mark tomó mis manos y dijo,mirándome a los ojos:

 –Regresa conmigo al distrito de

Columbia. También podrías quedarte

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algún tiempo en Quantico.Sacudí la cabeza.

 –No me va a ocurrir nada, Mark.

 –No puedo quitarme de la cabeza loque le ocurrió a Beryl -dijo,estrechándome en sus brazos.

Yo tampoco podía. Nos despedimos en el aeropuerto de

Miami y yo me alejé rápidamente sinvolver la mirada hacia atrás. Sólo estuve

despierta durante el intervalo en quecambié de avión en Atlanta. El resto deliempo me lo pasé durmiendo, pues me

sentía física y emocionalmente agotada.

Marino me recibió en la puerta delegada. Por una vez, pareció intuir mi

estado de ánimo y me siguió en pacientesilencio mientras cruzábamos la terminal.

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Los adornos navideños y los objetos quese exhibían en los escaparates de lasiendas del aeropuerto sólo sirvieron para

ntensificar mi depresión. No esperabacon ansia la llegada de las fiestas. Noestaba muy segura de cómo o cuándovolvería a ver a Mark. Para agravar lascosas, cuando llegamos a la zona derecogida de equipajes, Marino y youvimos que esperar una hora mientras los

equipajes giraban lentamente como en uniovivo. Ello ofreció a Marino la ocasiónde interrogarme mientras yo perdía lapaciencia por momentos. Al final, no tuve

más remedio que notificar la pérdida de lmaleta. Tras rellenar un detallado imprescon múltiples apartados, recogí miautomóvil y me dirigí a casa, seguida de

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cerca por Marino.La oscura y lluviosa noche borró

misericordiosamente los daños que había

sufrido el patio mientras aparcábamos enmi calzada. Marino me había recordadopreviamente que no habían tenido suerteen la localización de Frankie en miausencia, por cuyo motivo no queríacorrer ningún nesgo. Tras iluminar con lainterna todos los rincones del exterior de

mi casa, en busca de ventanas rotas ocualquier otra señal de la presencia de unntruso, recorrió toda la casa conmigo,

encendiendo las luces de todas las

habitaciones, abriendo Tos armarios encluso mirando debajo de las camas.

 Nos estábamos dirigiendo a la cocinacon la intención de prepararnos un café

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cuando ambos reconocimos la clave de suradiotransmisor portátil.

 –Dos-quince, diez-treinta y tres…

 –¡Mierda! – exclamó Marino,sacándose el radiotransmisor del bolsillode la chaqueta.

Diez-treinta y tres era la clave de«Socorro». Las transmisionesradiofónicas rebotaban como balas por elaire y los coches patrulla estaban

respondiendo cual aviones quedespegaran. Un oficial se encontraba enuna tienda no muy lejos de mi casa. Alparecer, le habían herido de un disparo.

 –Siete-cero-siete, diez-treinta y tres -e ladró Marino al oficial de

comunicaciones mientras corría hacia lapuerta-. ¡Maldita sea! ¡Walters! ¡No es

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más que un condenado chiquillo! – Saliócorriendo bajo la lluvia-. Cierre bien,doctora -me dijo, volviéndose-. ¡En

seguida le mando a un par de agentes!Empecé a pasear por la cocina y, al

final, me senté junto a la mesa con un vasode whisky mientras la lluvia tamborileabacon fuerza sobre el tejado y azotaba loscristales de las ventanas. Había perdidoa maleta y el 38 estaba dentro. Había

olvidado mencionarle aquel detalle aMarino porque estaba atontada por elcansancio. Demasiado nerviosa comopara irme a la cama, empecé a repasar el

manuscrito de Beryl que había tenido laprudencia de guardar en el equipaje demano mientras esperaba la llegada de lapolicía.

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Poco antes de la medianoche, mesobresalté en mi sillón al oír el timbre dea puerta.

Apliqué el ojo a la mirilla de lapuerta, esperando ver a los oficiales queMarino me había prometido, pero, en suugar, vi a un pálido joven vestido con unmpermeable oscuro y tocado con una

especie de gorra de uniforme. Se le veíamojado y muerto de frío, con la espalda

encorvada para protegerse de la lluvia yuna tablilla sujetapapeles apretada contrael pecho.

 –¿Quién es? – pregunté.

 –Servicio de Mensajería Omega delaeropuerto Byrd -contestó-. Traigo sumaleta, señora.

 –Gracias a Dios -dije con alivio

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mientras desactivaba la alarma y abría lapuerta.

El terror me dejó paralizada cuando e

oven puso la maleta en el suelo delrecibidor y súbitamente lo recordé. ¡En elmpreso de reclamación que había

rellenado en el aeropuerto había escrito ldirección de mi despacho, no la de midomicilio particular!

17

Un flequillo de cabello oscuro leasomaba por debajo de la gorra y no memiró a los ojos cuando me dijo:

 –Si es usted tan amable de firmar,señora.

Me entregó la tablilla sujetapapelesmientras unas voces resonaban

umultuosamente en mi mente.

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«Tardaron en venir desde elaeropuerto porque las líneas aéreashabían perdido el equipaje del señor 

Harper.»«¿Tienes el cabello rubio natural,

Kay, o te lo decoloras?»«Fue después de que el chico

entregara el equipaje…»«Todos han desaparecido ahora.»«El año pasado recibimos una fibra

déntica a esta anaranjada cuando a Roy lpidieron que examinara unos restosrecuperados en un Boeing siete cuarenta ysiete…»

«¡Fue después de que el chicoentregara el equipaje!»

Lentamente tomé el bolígrafo y la

ablilla sujetapapeles que me ofrecía una

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mano enfundada en un guante de cueromarrón.

Con una voz que apenas reconocí,

dije: –¿Sería usted tan amable de abrir la

maleta? No puedo firmar nada hasta queme haya cerciorado de que no faltaninguno de mis efectos personales.

Por un instante, el pálido rostropareció desconcertarse. Abrió levemente

os ojos con expresión de asombromientras los bajaba para contemplar lamaleta. Le ataqué con tal rapidez que nouvo tiempo de levantar las manos para

esquivar el golpe. El canto de la tablillae alcanzó en la garganta, tras lo cual yo

me volví y pegué un salto de animalsalvaje.

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Cuando llegué al comedor, oí suspisadas persiguiéndome. Sentí los fuertesatidos de mi corazón contra las costillas

mientras corría a la cocina, donde estuvea punto de resbalar sobre el suave linóleoen el momento de rodear el tajo decarnicero y arrancar el extintor dencendios que había en la pared junto al

frigorífico. En cuanto entró en la cocina,e arrojé a la cara una asfixiante tormenta

de espuma seca. Un cuchillo de larga hojacayó ruidosamente al suelo mientras él seacercaba ambas manos al rostro jadeandoafanosamente. Tomando una sartén de

hierro fundido, la blandí cual si fuera unaraqueta de tenis y le golpeé el vientre conodas mis fuerzas. Sin poder respirar, el

oven dobló el tronco y yo le volví a

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golpear, esta vez en la cabeza. Me falló upoco la puntería. Oí un crujido decartílagos bajo el plano fondo de hierro.

Comprendí que le había roto la nariz yprobablemente varios dientes. Pero ellono bastó para dejarle fuera de combate.Cayendo de rodillas, tosiendo yparcialmente cegado por la espuma delextintor, me agarró los tobillos con unamano mientras con la otra buscaba a

ientas el cuchillo. Descargándole unnuevo golpe con la sartén, aparté elcuchillo de un puntapié y huí de la cocinagolpeándome la cadera contra el afilado

canto de la mesa y el hombro contra elmarco de la puerta.

Desorientada y entre sollozos,conseguí sacar el Ruger de la maleta y

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colocar dos cartuchos en el tambor. Paraentonces ya casi le tenía encima. Oía elrumor de la lluvia y su afanosa

respiración. El cuchillo se encontraba aescasos centímetros de mi gargantacuando, al apretar por tercera vez elgatillo, conseguí finalmente que elpercusor tocara el fulminante. En mediode una ensordecedora explosión de llamay gas, un Silvertip le desgarró el vientre

arrojándolo hacia atrás y provocando sucaída al suelo. Trató de incorporarsemientras me miraba con los ojosempañados desde la ensangrentada masa

de su rostro. Intentó decir algo al tiempoque se esforzaba por levantar el cuchillo.Me silbaban los oídos. Sujetando el armacon trémulas manos, le alojé una segunda

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bala en el pecho. El acre olor de lapólvora se mezclaba con el dulzón olor da sangre cuando vi apagarse la luz en los

ojos de Frankie Aims.Después, me vine abajo y empecé a

sollozar mientras el viento y la lluviagolpeaban con fuerza mi casa y la sangrede Frankie se iba extendiendo por elreluciente suelo de madera de roble.Temblé y lloré sin poder moverme hasta

que el timbre del teléfono sonó por quintavez. –Marino -sólo pude decir-. ¡Oh, Dios

mío, Marino!

 No regresé a mi despacho hasta quesacaron el cuerpo de Frankie Aims deldepósito de cadáveres tras haberloimpiado de sangre sobre la mesa de

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acero inoxidable, una sangre que bajó poros desagües y se mezcló con las fétidas

aguas de las cloacas de la ciudad. No

amentaba haberle matado. Lamentaba quehubiera nacido.

 –Por lo que parece -dijo Marinomirándome por encima del deprimentemontón de papeles que llenaban lasuperficie de mi escritorio-, Frankie llegóa Richmond hace un año, en octubre. Por 

o menos, tenía un piso alquilado en ReddStreet desde entonces. Un par de semanasdespués encontró trabajo como repartidorde equipajes perdidos. Omega trabaja por

cuenta del aeropuerto. No dije nada mientras mi abrecartas

rasgaba otro sobre destinado a lapapelera.

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 –Los tipos que trabajan en Omegautilizan su propio automóvil. En el mes deenero pasado Frankie tropezó con un

problema. Se rompió la correa deransmisión de su Mercury Lynx del

ochenta y uno y no tenía dinero para pagaa reparación. Sin automóvil, no podíarabajar. Fue entonces cuando yo creo quee debió de pedir un favor a Al Hunt.

 –¿Habían mantenido contacto los dos

con anterioridad? – pregunté, sintiéndomeotalmente exhausta y trastornada ysabiendo que se me notaba en la voz.

 –Desde luego -contestó Marino-. A m

no me cabe la menor duda y a Bentonampoco.

 –¿En qué basan sus suposiciones?

 –Para empezar -contestó Marino-,

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resulta que Frankie vivía hace un año ymedio en Butler, Pennsylvania. Hemosrepasado las facturas telefónicas del

padre de Al Hunt de los últimos cincoaños… porque lo guarda todo por siuvieran que hacerle una auditoría, ¿sabe?

Durante el tiempo que Frankie vivió enPennsylvania, los Hunt recibieron cincolamadas con cobro revertido desde

Butler. El año anterior, habían recibido

lamadas con cobro revertido desdeDover, Delaware, y el otro año huboaproximadamente media docena desdeHagerstown, Maryland.

 –¿Las llamadas eran de Frankie? – pregunté.

 –Aún lo estamos investigando, peroyo sospecho que Frankie llamaba a Al

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Hunt de vez en cuando y probablemente lecontó lo que había hecho a su madre. Por eso Al sabía tantas cosas cuando habló

con usted. No es que leyera elpensamiento de la gente ni nada de eso.Contó lo que había averiguado a través desus conversaciones con su compañero demanicomio. Cuanto más enloquecíaFrankie, tanto más se aproximaba aRichmond. De pronto, hace un año,

aparece en nuestra encantadora ciudad. Eresto ya es historia. –¿Y qué me dice usted del túnel de

avado de Hunt? pregunté-. ¿Frankie lo

visitaba a menudo? –Según un par de tipos que trabajan

allí -contestó Marino-, alguien cuyoaspecto coincide con la descripción de

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Frankie iba por allí de vez en cuando, alparecer desde el pasado mes de enero. Laprimera semana de febrero, basándonos

en las facturas que hemos encontrado ensu casa, hizo revisar el motor de suMercury por quinientos dólares, queprobablemente le proporcionó Al Hunt.

 –¿Sabe si Frankie se encontraba por casualidad en el túnel de lavado el día enque Beryl llevó su automóvil allí?

 –Supongo que sí. Mire, la debió dever por primera vez cuando entregó lasmaletas de Harper en casa de losMcTigue en enero pasado. Después, la

debió de volver a ver un par de semanasmás tarde, cuando estaba en el túnel deavado para pedirle un préstamo a su

amigo. Eso le debió de parecer algo así

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como un mensaje. Puede que la viera denuevo en el aeropuerto… puesto queentraba y salía constantemente de allí

recogiendo maletas extraviadas yhaciendo yo qué sé otras cosas. A lomejor, la vio por tercera vez cuando ellaestaba en el aeropuerto a punto de tomar un avión para Baltimore, donde se iba areunir con la señorita Harper.

 –¿Cree que Frankie le comentó

ambién a Hunt algo sobre Beryl? –Cualquiera sabe. Pero no mesorprendería que lo hubiera hecho. Esoexplicaría sin duda por qué se ahorcó

Hunt. Seguramente vio venir lo que suamigo le hizo a Beryl. Después, cuandomataron a Harper, se debió de sentir remendamente culpable.

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Me moví dolorosamente en mi asientomientras revolvía los papeles en buscadel sello de la fecha que tenía en la mano

hacía justo un momento. Me dolía todo elcuerpo y estaba considerando seriamentea posibilidad de que me hicieran una

radiografía del hombro. En cuanto a miestado de ánimo, no estaba muy segura deque alguien pudiera ayudarme. No mesentía yo misma. No sabía muy bien lo

que me pasaba, pero no podía estarmequieta. Me era imposible relajarme. –En su delirio, Frankie debía de

personalizar sus encuentros con Beryl y

atribuirles un profundo significado. Ve aBeryl en casa de los McTigue. La ve en eúnel de lavado de automóviles. La ve en

el aeropuerto. Eso fue seguramente lo que

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e indujo a actuar. –Sí. El esquizofrénico debió de

pensar que Dios le hablaba y le decía que

enía una relación especial con aquellabonita rubia.

Justo en aquel momento entró Rose.Tomando la hoja de color de rosa delrecado telefónico que ella me ofrecía, laañadí al montón.

 –¿De qué color era su automóvil? – 

pregunté.El automóvil de Frankie estabaaparcado en mi calzada. Lo había vistocuando llegó la policía y los reflectores

luminaron mi casa por todas partes. Perono me había fijado en nada. Recordabamuy pocos detalles.

 –Azul oscuro.

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 –¿Y nadie recuerda haber visto unMercury Lynx azul en el barrio de Beryl?

Marino sacudió la cabeza.

 –De noche, con los faros delanterosapagados, el vehículo no debía de llamar demasiado la atención.

 –Es verdad. –Después, cuando fue por Harper,

debió de dejar el automóvil en algún lugaapartado de la carretera y debió de hacer 

el resto del camino a pie -Marino hizo unpausa-. La tapicería del asiento delconductor estaba muy estropeada.

 –¿Cómo? – dije, levantando la vista

de lo que hacía. –La había cubierto con una manta que

debió de birlar de algún avión.

 –¿El origen de la fibra anaranjada? – 

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nquirí. –Tienen que hacer algunos análisis,

pero creemos que sí. La manta es a rayas

anaranjado-rojizas y Frankie debió desentarse encima de ella cuando se dirigióa casa de Beryl. Probablemente esoexplica toda esa historia de loserroristas. Algún pasajero debió de usar 

una manta como la de Frankie durante unvuelo transatlántico. Después, el tipo

cambia de aparato y la fibra anaranjadaacaba casualmente en el avión queposteriormente secuestraron en Grecia. Ya un pobre marino le queda adherida la

fibra en la sangre reseca tras ser asesinado. ¿Tiene usted idea de lacantidad de fibras que se deben deransferir de un avión a otro?

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 –Imposible saberlo- convine mientrasme preguntaba por qué razón yo habríamerecido el honor de figurar en todas las

istas de publicidad por correo de losEstados Unidos-. Eso explicaprobablemente por qué razón Frankielevaba tantas fibras adheridas a su ropa.

Trabajaba en la zona de equipajes. Iba deun lado para otro en el aeropuerto y puedeser que incluso subiera a los aparatos.

¿Quién sabe qué hacía o qué restosquedaban adheridos a su ropa? –Los empleados de Omega llevan

unas camisas de uniforme -señaló Marino

De color tostado. Confeccionadas enDynel.

 –Interesante.

 –Usted ya debiera saberlo, doctora -

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dijo Marino, mirándome fijamente-.Llevaba una de estas camisas cuandousted disparó contra él.

 No me acordaba. Sólo recordaba sumpermeable oscuro y su rostro

ensangrentado y cubierto con la blancaespuma del extintor de incendios.

 –Muy bien -dije-. Hasta ahora le sigoMarino. Pero lo que no entiendo es cómoconsiguió averiguar Frankie el número de

eléfono de Beryl. No figuraba en la guía.¿Y cómo se enteró de que ella regresaríade Key West la noche del veintinueve deoctubre en que efectivamente Beryl

regresó a Richmond? ¿Y cómo demoniosse enteró de la fecha de mi regreso?

 –Los ordenadores -contestó Marino-.Toda la información sobre los pasajeros,

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ncluyendo los horarios de vuelo, númeroelefónicos y domicilios particulares, está

almacenada en los ordenadores.

Suponemos que Frankie jugaba a vecescon los ordenadores aprovechando algúnmomento en que no hubiera nadie en algúnmostrador, tal vez por la noche o aprimera hora de la mañana. El aeropuertoera como su casa. Cualquiera sabe lo quehacía sin que nadie le prestara la menor 

atención. Hablaba poco y era un tipo másbien discreto que pasaba inadvertido y semovía con el sigilo de un gato.

 –Según el test Standford-Binet -dije

aplicando el sello de la fecha a la resecaalmohadilla de tinta-, su inteligenciaestaba por encima de lo normal.

Marino no dijo nada.

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 –Su cociente intelectual rondaba elnivel del uno veinte.

 –Sí, sí -dijo Marino con cierta

mpaciencia. –Era simplemente un comentario. –Mierda, pero ¿es que usted se toma

realmente en serio estos tests? –Son un buen indicador. –Pero no son el evangelio. –No, yo no digo que los tests del

cociente intelectual sean el evangelio -convine. –Me alegro de no conocer el mío. –Se podría someter a ellos, Marino.

unca es demasiado tarde. –Espero que mi cociente intelectual

sea más alto que mi puntuación en los

bolos. Es lo único que puedo decir.

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 –No es probable. A menos que seausted un jugador de bolos muy malo.

 –La última vez lo fui.

Me quité las gafas y me frotécuidadosamente los ojos. Temía que eldolor de cabeza no me desaparecieraamás.

 –Lo único que Benton y yo podemossuponer es que Frankie obtuvo el númerode teléfono de Beryl a través del

ordenador y, al cabo de algún tiempo,empezó a controlar sus vuelos. Estoyseguro de que averiguó a través delordenador que ella había viajado a Miam

en julio, cuando huyó tras descubrir elcorazón grabado en la portezuela de suautomóvil…

 –¿Tienen alguna teoría sobre cuándo

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pudo hacerlo? – pregunté,nterrumpiéndole mientras me acercaba un

poco más la papelera.

 –Cuando volaba a Baltámore, Beryldebía de dejar el automóvil en elaeropuerto, y la última vez que se reunióallí arriba con la señorita Harper fue aprincipios de julio, menos de una semanaantes de que descubriera el corazóngrabado en la portezuela -contestó

Marino. –O sea que pudo hacerlo cuando elautomóvil estaba aparcado en elaeropuerto.

 –Usted, ¿qué piensa? –Me parece muy posible. –A mí también. –Después Beryl huye a Key West -dij

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sin dejar de examinar micorrespondencia-. Y Frankie sigueconsultando los datos del ordenador para

averiguar la fecha de la reserva del billetde regreso. De esta manera, supoexactamente cuándo iba a volver.

 –La noche del veintinueve de octubredijo Marino-. Frankie ya lo tenía todo

previsto. Era muy fácil. Tenía legalmenteacceso a la zona de equipajes y supongo

que debió de revisar los equipajes delvuelo de Beryl a medida que los ibancolocando en la cinta transmisora. Al ver una etiqueta con el nombre de Beryl,

debió de apoderarse de la bolsa. Másarde, Beryl debió de notificar la pérdida

de su bolsa de viaje de cuero de color marrón.

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Marino no añadió que aquélla eraexactamente la misma estratagema queFrankie había utilizado conmigo. Frankie

averiguó a través del ordenador la fechade mi regreso de Florida. Me quitó lamaleta y después llamó a mi puerta y yo labrí.

El gobernador del estado me habíanvitado a una recepción celebrada una

semana antes. Suponía que Fielding habrí

asistido en mi lugar. Arrojé la invitación a papelera.Marino me facilitó más detalles

acerca de lo que la policía había

descubierto en el apartamento de FrankieAims en Northside.

En su dormitorio estaba la bolsa de

viaje de Beryl en la que guardaba la blusa

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y la ropa interior ensangrentada de suvíctima. En un baúl que le servía de mesaal lado de su cama había una colección de

revistas pornográficas y una bolsa deperdigones como los que usó para llenar el trozo de cañería con el cual golpeó lacabeza de Cary Harper. En el mismo baúlse encontró un sobre que contenía unsegundo paquete de disquetes deordenador de Beryl colocados entre dos

rígidos cuadrados de cartón y la fotocopiadel manuscrito de Beryl, incluyendo laprimera página del capítulo Veinticincoque ella había cambiado inadvertidamente

con la página del original que Mark y yohabíamos leído. La teoría de BentonWesley era que Frankie tenía,  por costumbre leer en la cama el libro de

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Beryl mientras acariciaba las prendas queella llevaba cuando él la asesinó. Puedeque sí. Sin embargo, lo que yo sabía sin

asomo de duda era que Beryl no habíaenido la menor oportunidad de salvarse.

Cuando Frankie llamó a su puerta, llevabasu bolsa de viaje de cuero y se identificócomo mensajero. Aunque ella le hubierarecordado de la noche en que le vioentregando el equipaje de Cary Harper en

casa de los McTigue, no había razón paraque sospechara nada… de la mismamanera que yo no sospeché nada hasta quya había abierto la puerta.

 –Si no le hubiera franqueado laentrada… -musité.

Mi abrecartas había desaparecido.¿Dónde demonios lo había puesto?

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 –Era lógico que lo hiciera -dijoMarino-. Frankie se presentó sonriente yamable, luciendo la camisa de uniforme y

a gorra de Omega. Llevaba la bolsa deviaje, lo cual significaba que también lelevaba el manuscrito. Beryl debió deanzar un suspiro de alivio. Estaba

agradecida. Abrió la puerta. Desactivó laalarma y le invitó a pasar…

 –Pero, ¿por qué volvió a poner la

alarma, Marino? Yo también tengo unsistema de alarma antirrobo. Y, de vez encuando, vienen repartidores a casa. Siengo la alarma puesta cuando llega algún

mensajero, la desactivo y abro la puerta.Si me fio lo bastante como para franqueara entrada a una persona, no vuelvo a

poner la alarma para tener que

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desactivarla de nuevo y volverla a poner un minuto después, cuando la persona seva.

 –¿Se ha dejado usted alguna vez laslaves dentro del automóvil cerrado? – m

preguntó Marino, mirándome con airepensativo.

 –Y eso, ¿qué tiene que ver? –Responda a mi pregunta. –Por supuesto que sí.

Había encontrado el abrecartas. Loenía sobre las rodillas. –¿Y eso cómo ocurre? En los

automóviles nuevos hay toda clase de

dispositivos de seguridad que lo impidendoctora.

 –Claro. Y yo, que me los conozco dememoria, hago las cosas sin pensar, cierr

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as portezuelas y me dejo las llavescolgando del encendido.

 –Tengo la impresión de que eso fue

exactamente lo que hizo Beryl -añadióMarino-. Debía de estar obsesionada conel maldito sistema de alarma que habíanstalado tras empezar a recibir las

amenazas. Creo que lo tenía puestoconstantemente y que pulsaba los botonesautomáticamente en cuanto cerraba la

puerta. – Marino pareció vacilar,contemplando mi biblioteca con expresióensimismada.– Qué curioso. Deja lamaldita arma de fuego en la cocina y

después pone la alarma tras haber permitido la entrada del tipo en su casa.Eso demuestra lo nerviosa que estaba yhasta qué extremo la había alterado toda

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aquella situación.Ordené un montón de informes de

oxicología y lo aparté a un lado junto con

oda una serie de certificados dedefunción. Contemplando la torre decintas magnetofónicas que había junto ami microscopio, volví a sentirmenmediatamente deprimida.

 –Dios bendito -se quejó finalmenteMarino-. ¿Quiere usted hacer el favor de

estarse quieta un momento, por lo menoshasta que yo me vaya? Me está atacandoos nervios.

 –Es mi primer día de vuelta al trabajo

le recordé-. No puedo evitarlo. Fíjese enodo este jaleo -dije, señalando con un

gesto de la mano mi escritorio-.Cualquiera diría que he estado un año

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ausente. Tardaré un mes en ponerme aldía.

 –Le doy a usted hasta las ocho de esta

noche. Para entonces, todo habráregresado a la normalidad, exactamenteal y como estaba antes.

 –Muchas gracias -dije con ciertaaspereza.

 –Tiene usted un buen equipo decolaboradores. Ellos saben mantenerlo

odo en marcha cuando usted no está.¿Qué tiene eso de malo? –Nada.Encendí un cigarrillo y empujé unos

papeles a un lado, buscando el cenicero.Marino lo vio en una esquina del

escritorio y me lo acercó. –Mire, no he querido decir que no sea

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usted necesaria -dijo. –Nadie es indispensable. –Sí. Ya sabía que era eso lo que

pensaba. –Yo no pienso nada. Estoy

simplemente aturdida -dije alargando lamano hacia la estantería que tenía a mizquierda para tomar mi agenda.

Rose había anulado todas las citashasta finales de la semana siguiente.

Después ya sería Navidad. Estaba a puntode echarme a llorar y no sabía por qué.Inclinándose hacia adelante para

sacudir la ceniza de su cigarrillo, Marino

me preguntó en voz baja: –¿Cómo era el libro de Beryl,

doctora? –Le partirá el corazón y lo llenará de

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alegría -contesté al borde de las lágrimasEs algo increíble.

 –Bueno pues, espero que lo publiquen

Será una manera de mantenerla viva encierto modo, usted ya me entiende.

 –Entiendo muy bien lo que quieredecir -respiré hondo-. Mark verá lo quese puede hacer. Supongo que se tendránque adoptar nuevas disposiciones.Sparacino ya no seguirá encargado de los

asuntos de Beryl, eso por supuesto. –A menos que lo haga entre rejas.Supongo que Mark ya le habrá comentadoo de la carta.

 –Sí -dije-. Me lo comentó.Una de las cartas de Sparacino a

Beryl que Marino había encontrado en lacasa después del asesinato, había

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adquirido un nuevo significado cuandoMark la examinó tras haber leído elmanuscrito:

Es muy interesante que Joe ayudara aCary a salir del atolladero… Ahora mealegro todavía más de haberlos puesto encontacto cuando Cary compró aquellasoberbia mansión. No, no me extraña enabsoluto. Joe era uno de los hombres másgenerosos que jamás haya tenido el place

de conocer. Espero con ansia nuevasnoticias.Aquel simple párrafo sugería muchas

cosas, aunque no era probable que Beryl

o supiera. No era probable que éstauviera alguna idea de que, al mencionar a

Joseph McTigue, se había aproximadopeligrosamente al terreno prohibido de la

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actividades ilegales de Sparacino, entreas cuales se incluían numerosas empresa

fantasmas que él se había sacado de la

manga para facilitar sus operaciones deblanqueo de dinero. Mark creía queMcTigue, con su impresionante potencialeconómico y sus vastas propiedadesnmobiliarias, estaba relacionado con las

actividades ilegales de Sparacino y que laayuda que McTigue le ofreció finalmente

a un Harper en situación económicadesesperada no había sido precisamentedesinteresada. Puesto que jamás habíavisto el manuscrito de Beryl, Sparacino

emía lo que ésta hubiera podido revelar nadvertidamente. Al desaparecer el

manuscrito, su afán por recuperarlo fuealgo más que simple coincidencia.

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 –Probablemente pensó que haba sidouna suerte que Beryl muriera -añadióMarino-. Porque ella ya no podrá decir 

nada cuando él revise el libro y eliminecualquier referencia a lo que él se llevarealmente entre manos. Después, buscaráun poco por ahí, lo venderá y la obraalcanzará un éxito sensacional. Todo elmundo tendrá interés por leerla despuésde lo que ha pasado y de lo mucho que se

ha hablado y escrito. Cualquiera sabecómo acabará la cosa… probablementeas fotografías de los cadáveres de los

hermanos Harper se publicarán en algún

periódico sensacionalista… –La fotografías que tomó Jeb Price

amás llegaron a las manos de Sparacino