PAISAJE MURCIANO

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PAISAJE MURCIANO JUAN ESTREMERA GOMEZ Q e puede afirmar, sin riesgo a que se nos formulen fundamentados reparos, que el sentimiento del paisaje nace, en toda su plenitud, con los hombres del 98. Los clichés fijos, intem- porales e inespaciales de la literatura clásica, bu- cólica o pastoril, del Renacimiento, nada tienen que ver con la visión personal, subjetiva e idea- lista, que adoptaron los escritores del 98. Sin embargo, no hay que olvidar que el gus- to por la naturaleza, por la descripción del paisa- je rústico, es uno de los más definitivos logros del Romanticismo. En la valoración que hace Rousseau de la naturaleza y de lo natural se ha- lla el punto de partida para el abandono de los tópicos del bucolismo clásico: se ha dado el defi- nitivo adiós al verde prado, a la recia haya, a la deleitosa umbría donde sestean las apacibles ovejas. La descripción que hace Bécquer, en la carta tercera, de un humilde camposanto de al- dea, merecería figurar en todas las antologías sobre el sentimiento del paisaje. Se ha dicho muchas veces que la visión del paisaje está en función de un determinado esta- 6

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PAISAJE MURCIANOJUAN ESTREMERA GOMEZ

Qe puede afirmar, sin riesgo a que se

nos fo rm u len fundam entados reparos, que el sentim iento del paisaje nace, en toda su plenitud, con los hombres del 98. Los clichés fijos, intem­porales e inespaciales de la literatura clásica, bu­cólica o pastoril, del Renacim iento, nada tienen que ver con la visión personal, subjetiva e idea­lista, que adoptaron los escritores del 98.

Sin embargo, no hay que olvidar que el gus­to por la naturaleza, por la descripción del paisa­

je rústico, es uno de los más defin itivos logros del R om antic ism o. En la va lo rac ión que hace Rousseau de la naturaleza y de lo natural se ha­lla el punto de partida para el abandono de los tópicos del bucolismo clásico: se ha dado el defi­nitivo adiós al verde prado, a la recia haya, a la de le itosa um bría donde sestean las apacib les ovejas. La descripción que hace Bécquer, en la carta tercera, de un humilde camposanto de al­dea, m erecería figurar en todas las antologías sobre el sentim iento del paisaje.

Se ha dicho muchas veces que la visión del paisaje está en función de un determinado esta-

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do de ánimo. “El paisaje es un estado del alma”, dicen los impresionistas. Un espíritu equilibrado, sereno, clásico — Garcilaso— describirá un pai­saje riente, arcádico, literaturizado, de agua in­móvil, claro río y amena sombra.

Un alma atormentada, enfermiza, hipersensi- ble, obsesionada con la idea de la muerte — Béc- quer— enmarcará su relato con esos elementos rom ánticos, tam bién lite ra turizados, de ruinas, claustros derru idos, restos del torreón desm o­chado o del mínimo cementerio de aldea sobre el que la naturaleza triunfa cubriéndolo de ortigas y jaramagos.

Siguiendo la pauta marcada por los novelis­tas del XIX, el 98 va a descubrir y valorar el so­brio paisaje castellano. Quizá no se haya puesto de manifiesto cuánto debe la generación a aque­llos narradores respecto a su gusto por el paisaje.

La fina sensibilidad de Azorín escogió, muy significativamente, para el capítulo “Castilla” , del libro “El paisaje de España visto por los españo­les” , un texto de Galdós, que figura como prólogo al libro de José M .a S alaverría “V ie ja España” (1907). Es la narración de un viaje por tierras de Valladolid. Va cam inando hacia Madrigal de las Altas Torres y escribe: “Entre la Mota y Madrigal, caminando hacia la cuna de doña Isabel, sentí la llanura con im presión hondísim a”. Subrayemos “impresión hondísima” : parece un texto salido de la pluma de Unamuno o de Ortega.

La novedad reside no tanto en el tipo de pai­saje escogido como en la manera de verlo. Azo­rín nos ha dado la clave de la nueva sensibilidad paisajística en el prólogo a las obras completas de Baraja. Habla del “cambio de valores” que se le presenta como una revelación, al leer un día un cuento firmado por un autor que él descono­cía: Baraja. “Por un cielo azul, un cielo de Casti­lla, un cielo alto y reverberante, caminaban unas nubes blancas. Y había en todo el cuento una le­janía, una vaguedad,vaguedad de ensueño, una ¡limitación, que me dejaron absorto” .

Frente a lo circunscrito de los escritores rea­listas, estaba lo indeterminado, “lo indeterminado

con el m isterio y con el profundo sentido de la v i­da que lo indeterminado impone” . Pues bien, en el caso de Baraja, para expresar esa sensación grata, mejor, agridulce, del sentim iento estético del paisaje, se ha recurrido a la indeterminación.

El ansia de posesión, de goce espiritual, de emoción estética que sobre el hombre ejerce to ­do lo que agrada, tiene, ante el paisaje, una ex­cepción. No podemos apoderarnos del paisaje, de sus elementos: el paisaje nos arrebata a no­sotros, nos transporta, nos deja inmersos en él.Y este éxtasis, esta inmersión en el paisaje, esta fusión en él, trae consigo el sentim iento emotivo de la naturaleza.

nentro del com ple jo aspecto de las culturas mediterráneas se han desarrollado tres tipos de sociedad que, esquemáticamente, pue­den observarse tam bién en nuestra región: el puerto o ciudad m arítim a, que orig inó el esta ­mento social del marinero o del comerciante; el valle o la huerta, que formó el tipo del agricultor, y la montaña, que produjo el elemento militar o guerrero.

La ciudad m arítim a, el va lle y la m ontaña dieron lugar a tres formas de vida, de sociedad y de cultura distintas. Es ésta la primera diversidad que hallamos en nuestra región que, como nin­guna otra de la geografía española, es tierra de insospechados contrastes y v io lentas oposicio­nes: desde las orillas del mar a las crestas m ilita­res de M o ra ta lla e x is te una d ife re n c ia c ió n específica climática, paisajística y socio-econó- mica perfectamente visible.

Las ciudades del Mediterráneo, — San Pedro del Pinatar, San Javier, Cartagena, Mazarrón y A gu ilas, y los pueb los ribereños del M ar M e­nor,— que nacieron del fecundo maridaje de la tierra con el mar, tienen un algo armónico, equili­

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brado y perfecto. Son ciudades que parecen ani­madas de espíritu aventurero, que echan a volar su fantasía por esos cam inos universales que son los mares. Y todo retorno supone siempre enriquecim ientos y conquistas espirituales. Así se nos muestra Cartagena, que aparece ceñida por sus fuertes, rodeada de baluartes y defensas naturales, “cerrada a todos vientos y encubierta” , para decirlo con las certeras palabras de Cervan­tes. Cartagena, so litaria y lim itada ante el mar por la estrecha bocana de su puerto, se agranda y camina a espaldas del mar, incapaz de conte­ner entre murallas su alma milenaria.

Estas ciudades poseen la belleza de la pro­porción y de la medida. Cuando se miran desde el mar, las ed ificac iones, los objetos, parecen brotar de las aguas, bajo un cielo azul, limpio y transparente. Sobre la serena quietud las ondas, sin pulsación ni latido apenas, se destacan las playas doradas, las dunas, los montes volcáni­cos, abruptos y escarpados, los conos de es­combreras de las minas. Los pueblos murcianos del litoral representan la belleza sosegada, toda paz y armonía, del arte clásico y, estéticamente, nos hacen evocar la grave melancolía del ano­checer.

Baraja ha dicho que en cualquier pueblo me­diterráneo “el pensador más mísero, el ser más humilde, lleva en el cerebro, por la misma lim ita­ción del mar interior, una idea del mundo. El ha­bitante oscuro del Atlántico mira al mar como un final ilimitado. El habitante oscuro del Mediterrá­neo mira al mar como un cam ino”. Para los hom­bres que habitan nuestros pueblos del litoral, “las orillas del mar guardan siem pre una sorpresa que, a veces, toma aspecto de lección”. En estas aguas del Mar Latino “el hombre vive una vida li­gera y elástica; aquí la marea no amenaza cons­tantemente al hombre como en el océano, y la vida humana se desarrolla en el contacto plácido de la tierra...”

YI nos aproximamos al valle atravesan­do las tierras de los campos de Cartagena y Lor- ca en los que ya es una realidad el milagro del agua, en donde afincan sus raíces la higuera, el a lgarrobo y la pitera, florece el almendro y agoni­za el molino de viento.

La huerta significa la eclosión de la vitalidad, el culto a la fuerza fecundadora de la naturaleza. El río vió nacer en sus orillas, diseminados en la vega o apretados en el valle, villas y pueblos al amparo umbroso de arboledas y frescos de huer­tos. La vida aquí puede hacer al hombre más in­dolente o abúlico en contacto con el favorable medio que le rodea. Para comprobarlo basta con ascender a la Cresta del Gallo y dirigir la mirada al sur, hacia el paisaje desolado, lunar, de impre­sionante topografía que simula conos de volca­nes e x tin to s y con te m p la r luego, al norte, la capita l, las ed ificac iones, el esparcido caserío sobre el mar de verdor de la vega, partida en mil fragmentos de bancales y huertos.

Desde el Mojón de los Reinos, en Beniel, hasta Calasparra, una veintena de pueblos se esca lonan en las m árgenes del Segura, en el que se vertebran las ramificaciones que forman, al este, las ramblas de los campos de Fortuna, Abanilla y Santomera, al norte las que recogen las aguas del altiplano de Jumilla y Yecla, mien­tras que por el oeste se articulan los valles del Guadalentín, Muía, Quípar y Argos.

Sobre los pueblos de la vega flo ta una at­mósfera de aroma denso y vario. La fuerte eva­poración produce en el valle retazos de niebla que permanecen aprisionados, retenidos, en las hondonadas que forman los taludes montañosos. Al a ta rdecer los tonos de azul intenso se van convirtiendo en suaves grises. Cuando a esa luz filtrada del crepúsculo contemplamos cualquiera de estos pueblos, nos sorprende el bellísimo es­pec tácu lo del con jun to urbano cuya b lancura destaca sobre el trasfondo ocre de los cerros y se enmarca, en la parte inferior, por las ceñidas curvas del río y la fuerte tonalidad verde de los

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huertos. No puedo por menos de recordar, al otro lado de la vega, esas azo rin ia n a s m ontañas — sierras de la Espada y de la Pila, campos del Boquerón y Casablanca, sierras del Ascoy y Be- nís, pico del A lmorchón, sierras del Oro y de Ri- cote y la Copa de Bullas y la llanada de Cagitán, con su soledad im presionante— , m ontañas le­van tinas , azu les en la le jan ía , transparen tes, cristalinas, con sus pinos aromáticos, sus secos espartizales, sus sedientos ramblizos, sus rome­ros, mejoranas, salvias, cantuesos y tom illos flo­r id o s . E s ta s t ie r ra s t rá g ic a s , t r is te s , pe ro solemnemente hermosas, componen una moda­lidad paisajística muy semejante a la de Castilla, cuya valoración estética, en plena vigencia, por otra parte, es una conquista de la sensibilidad de los hombres del “98”.

Y más allá el espolón de Espuña, con sus pi­nadas proceres vigilando hasta el mar, y a sus pies, el valle del Guadaientín, tierras de Librilla, saladares de Alhama y Totana, con la sierra de Carrascoy al fondo, y los campos de Lorca, que ya fueron descritos, en el bellísimo castellano del siglo XIV, por el infante don Juan Manuel:

“Et el río Sangunera viene de Lorca e entra en la huerta de Murgia e do entra en la huerta ay muchas gargas e bitores

mas non ha pasos sinon muy pocos e muy fuertes. Et todo el río es armajal. Et fasta L ibrie lla ha más gargas et dende arriba quanto más sube contra A lhama e contra Tutana e contra el Sorrajo e fasta la huerta de Lorca, tanto es peor ribera, e ay más caga e más grave de cagar.”

Desde el aire la huerta es un ancho camino de verdura intensa. A ambos lados quedan los linderos del Campus Spartarius, las estremece- doras tierras que impresionan en la antigüedad a Plinio y que tom aron nombre — Carthaginenses S partaria— , de la propia planta que cubre los montes. En este un paisaje de violentos contras­tes, de fuertes tonalidades ocres y plomizas, de insospechados juegos de luz y de sombra, aptos para la paleta de un pintor impresionista, con sie­rras puras y limpias, de una desnudez casi agre­siva.

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I v ia je ro que desde los va lle c illo s quebrados y huertas de las márgenes del Muía — con la sorpresa vegetal de Campos del Río, A lbudeite y Muía— asciende hacia los hombros de gigante de la meseta noroccidental que son Caravaca y Moratalla, pasa, sin transición ape­nas, de la estepa calcinada del Sureste a los ver­des boscajes pinariegos de Bullas y Cehegín y a la oscura som bra de los encinares, sabinas y enebros de su linde más septentrional. Los ram­blizos salinos discurren entre margas blancuzcas y amarillentas. En el propio cauce se levanta la mancha verdosa de las espadañas, tarays, tam a­rindos, lentiscos y ba ladres rojos de púrpura. Cuando la linfa no es salobre, al pie de las que­bradas gredosas, surge el oasis umbrío que ha creado el prodigioso milagro del agua: el huerto de naranjos y limoneros, vigilado por el grave ci­prés, el almendro de nata, la palmera erguida, el perfumado laurel y el poético mirto. Las ascéti­cas tierras del campo murciano, esteparias, de­sérticas, casi saharianas, tienen su contrapunto en la lujuriosa vegetación de estos remansos de verdor y de intenso y vario aroma. A llí cerca, jun ­to a los tapiales terrosos de las casas de labor, se levanta el seto natural, espinoso, de la chum- brera de mil dardos y el agave de agujas pene­trantes.

Los más literarios pueblos m urcianos flan ­quean la ruta azorin iana de “La vo luntad” , que arranca en Blanca y concluye en el Pulpillo ye- clano, pasando por Jumilla y el convento de San­ta A na. C am ino del a lt ip la n o y s ig u ie n d o la carretera al pie del puerto de la Losilla, una nue­va modalidad paisajística se abre ante nuestros ojos. Pasados los últimos parrales abaraneros y las exp lo tac iones agríco las de Casablanca, el Boquerón y el Aljunzarejo, entramos, por las Ca­sas del Puerto, en un mundo geográfico, paisa­jístico y urbano, ya plenamente manchego.

Lentamente el horizonte se ensancha en ex­tensos viñedos, en geométricos olivares. El pai­saje se ha tornado en lite ra tu ra gracias a las páginas inolvidables de Azorín, Baraja y Castillo

Puche. Yecla, Yécora, Hécula es “el pueblo capi­tán” , según frase acertada de Gómez de la Ser­na, que llega a constitu ir en novelas como “La v o lu n ta d ” , “C am ino de p e rfe c c ió n ” y “Con la muerte al hombro”, la más típica encarnación de la España negra del 98.

No todo es actitud crítica, visión pesimista y trágica de la realidad. En las novelas citadas hay, indudablemente, amor a las cosas y compenetra­ción esp iritua l con el paisaje: la cam pana que desgrana sus notas a la luz incierta de la albora­da llamando a la oración; los labriegos que, muy de mañana, caminan hacia el haza lejana; los in­fin itos campos de Yecla, melancólicos y tristes, cuando en la o toñada, y al caer la tarde, los pámpanos se tornan violáceos y rojizos, en un paisaje transparente de sierras perfiladas y pára­mos amarillos, “al filo de los vientos flagelantes” . Desde las Atalayas, la absorta pupila del viajero con tem plará s iem pre el cam po de Pulpillo, de esenciales, amplios, indeterm inados horizontes, abierto hacia los manchones rojizos de las lomas de las Moratillas y de Marisparza. Estas tierras graves, profundamente serias, son aptas para la meditación. El cam ino que conduce a Yecla en las dos prim eras novelas c itadas, de Azorín y Baraja, respectivamente es, a la vez, una ruta in­telectual, de severa reflexión en los destinos de España, que se imponen los dos protagonistas: Antonio Azorín y Fernando Ossorio. (S ignificati­vamente A. Azorín leyó en el convento de Santa Ana un libro de Catalina Emmerich, “La Pasión”, que le impresionó tanto como “La educación sen­tim ental” , de Flaubert, y las “Poesías” de Leopar- di).

Los cam pos murcianos del interior dotan a los espíritus de sus habitantes de unas muy pe­culiares actitudes rígidas y austeras. Los pueblos tienen algo de castillo y de fortaleza: parece que se les ve preparados para la defensa. La ciudad española medieval, em plazada sobre una em i­nencia, es una creación urbanística acabada y perfecta. Muchos siglos de historia han presidido su perfil bélico, su silueta inconfundible. Aledo, Alhama, Bullas, Calasparra, Caravaca, Cehegín, Moratalla, Muía y Lorca y Yecla y Jumilla y tantos otros, son pueblos alerta, arriscados en la altura

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o edificados ai pie de foríaiezas y castillos, como vigías perpetuos de vastos e ilim itados horizon­tes, Ciudades roqueras, místicas y alerta, con su talante de grandes atalayas para otear ¡a altura.

Todas comparten una peculiar topografía, en algún caso intrincada y laberíntica, de estrechas calles y angostos, zigzagueantes, empinados ca­llejones. Son los restos de las vie jas ciudades medievales que, al aire de su vuelo, baten las alas, como alcotán que se lanza desde un risco... Aún quedan en eiias casonas solariegas en cu­yos frontis campean blasones y escudos nobilia­rios. En las fachadas, los enrejados ventanales se abren a amplios zaguanes y espaciosas es­tancias. Nobles edificios aún resisten y aguantan como pueden, los embates del coiosalismo urba­nístico moderno.

Hacia esos rincones de nuestra geografía ur­bana se proyecta hoy nuestra visión iirica y ele­g iaca de un pasado sobre el que ha perdurado lo eterno e inm utable: el sonido del carillón de la pequeña iglesia que tañe al alba; el recogido ja r­dincillo de toscos bancos semiocultos entre fron­das; las altas tapias de la finca privada sobre la que asoman unos chopos aprisionados... Y como techo, e! c ie lo e te rnam en te azul y las nubes blancas, siempre cambiantes y siempre las mis­mas.

Esta posición nostá lg ica, ensoñadora, nos impulsa a adm irar aquellos elementos paisajísti­cos supratemporales, eternos, con el pensamien­to puesto en el tránsito irreparable del tiempo. Visión dolorida, llena de emoción cordial, de de­sazonada melancolía por un ayer fugaz que ha pasado vertiginosamente. “Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa — ha escrito Azorín— , siempre habrá un hombre con la cabeza, medita- dora y triste, reclinada en la mano. No te la po­drán quitar el dolorido sentir” ...

otra vez hemos vuelto a !a vega, tras un breve recorrido por la Murcia del interior. A la Huerta. Al jardín literario levantino, frutal, miro- niano, recargado y barroco. A la tierra blanda de los huertos, al seno húmedo y fecundo de toda fertilidad, allí donde el poeta siente una sed Insa­ciable de ser naranjal o limonar. O simplemente, tierra...

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