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ORDEN SOCIAL Y ECONOMIA POLITICA. UN REPLANTEAMIENTO A PARTIR DE LA HISTORIA INDUSTRIAL MEXICANA. I gnasi T erradas C1S1NAH / El Colegio de Michoacán Universidad de Barcelona. Economía política y orden social en el desarrollo del libe- ralismo y el capitalismo industrial. En México, como en otros países, ocurre durante el siglo XIX un forcejeo entre una economía política mer- cantilista (centrada en la producción de mercancías per se) y una economía política nacionalista (centrada en desa- rrollar el poder de producir bienes). Este forcejeo corres- ponde al balance de fuerzas internacionales en un contex- to donde el neocolonialismo tiene como contrapartida la formación de nuevos estados independientes. La tensión producida por ambas tendencias es fuerte, y no parece re- solverse en México. Alemania, por el contrario, puede representar una consolidación destacada de una economía nacionalista. Por otra parte, tanto el planteamiento mercantilista como el nacionalista presuponen relaciones diversas (y po- cas veces explícitas) entre la economía política y el orden social. O si se prefiere entre lo económico (restringido por lo general a actividades empresariales, privadas) y lo político (reducido frecuentemente a las actividades más institucionales del Estado). De hecho, la separación de ambos conceptos es un resultado de las representaciones concomitantes al desarrollo histórico del liberalismo y el capitalismo industrial. Conviene explorar el significado

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ORDEN SOCIAL Y ECONOMIA POLITICA. U N REPLANTEAMIENTO A PARTIR DE LA HISTORIA INDUSTRIAL MEXICANA.

Ig n a s i T er ra das

C1S1NAH / El Colegio de Michoacán Universidad de Barcelona.

Economía política y orden social en el desarrollo del libe­ralismo y el capitalismo industrial.

En México, como en otros países, ocurre durante el siglo XIX un forcejeo entre una economía política mer­cantilista (centrada en la producción de mercancías per se) y una economía política nacionalista (centrada en desa­rrollar el poder de producir bienes). Este forcejeo corres­ponde al balance de fuerzas internacionales en un contex­to donde el neocolonialismo tiene como contrapartida la formación de nuevos estados independientes. La tensión producida por ambas tendencias es fuerte, y no parece re­solverse en México. Alemania, por el contrario, puede representar una consolidación destacada de una economía nacionalista.

Por otra parte, tanto el planteamiento mercantilista como el nacionalista presuponen relaciones diversas (y po­cas veces explícitas) entre la economía política y el orden social. O si se prefiere entre lo económico (restringido por lo general a actividades empresariales, privadas) y lo político (reducido frecuentemente a las actividades más institucionales del Estado). De hecho, la separación de ambos conceptos es un resultado de las representaciones concomitantes al desarrollo histórico del liberalismo y el capitalismo industrial. Conviene explorar el significado

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de estas representaciones, antes de tratar de entender el caso de México.Inglaterra y la ficción liberal. Después de las guerras co­loniales de fines del siglo XVIII y de las napoleónicas de comienzos del XIX, Inglaterra, habiendo sufrido una trans­formación nacional considerable, emergió con renovada fuerza en el orden internacional. Al culminar su revolu­ción industrial, Inglaterra había ya acumulado diversas ‘revoluciones”: financieras, políticas, comerciales, militares, ideológicas. Este marco implicó un nuevo orden social, que se caracterizó por el despliegue de una política de “reformas” practicadas por gobiernos de distinto signo doc­trinario, aunque fuesen atribuidas más al impulso de unos que de otros.

Las reformas (sociales, en su mayoría) activadas por el Estado inglés vinieron a dar una nueva relación social al capital, coincidente con la importancia de su fracción in­dustrial. Esta nueva relación consistió en permitir operar al capital como magnitud —la racionalidad contable desta­cada por Weber—, aislando su aspecto de relación político- social. Este aspecto se externalizaba y se "pasaba” al Es­tado. Así, el capital aparecía en la sociedad como una magnitud positiva y neutra en sí misma. Operaba en un mercado de reglamentos contractuales y obligaciones recí­procas susceptibles de contabilización. El Estado ejercía el monopolio del condicionamiento de esta ficción neutra y positiva del capital a través de cualquier medio. Force, fraud and good will fue el slogan preferido de Gladstone.

Aparte de sus contribuciones en términos de derechos individuales, tolerancia, representatividad y democracia, el liberalismo fue esencialmente la actitud y la estrategia de despolitizar la economía capitalista: el capital se presenta­ba como una magnitud económica y positiva, desglosada de su significado político, excepto en lo referente al dere­cho de propiedad. Sin embargo, éste era de pura incum­bencia estatal, a la vez que el mismo Estado garantizaba la apariencia economicista del capital.

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Esto es, las reformas liberales inglesas permitieron una representación separada de actividades económicas (privadas) y políticas (estatales). Los años cruciales pa­ra el fomento de esta nueva actitud e ideología se sitúan alrededor de Peterloo (1819),1 y el proceso cristalizará con carácter definitivo a mediados de siglo, al consolidarse In­glaterra en su posición mundial hegemónica. Esta posición se caracterizó por diversos rasgos económicos y sociales: ex­portación de capitales y bienes de equipo, nuevo salto en la productividad al mecanizarse totalmente el tejido y ob­tenerse nuevas aleaciones, la emergencia de una clase obre­ra con nuevas características como la “aristocracia del tra­bajo” etc. (Foster, 1974).2

Podemos hablar de una “ficción liberal” en el sentido de una creencia en la posibilidad de mantener un orden social y económico, sin contar con una presencia concomi­tante —interventora— del Estado. Es decir, separar una sociedad contractual, civil, competitiva, empresarial, de otra estatal, pública y política. A partir de este contexto, la relación que se explicitaba entre el Estado y el mundo empresarial debía tomar la forma de un contrato libre en­tre dos esferas autónomas. La base de este contrato era la protección a la propiedad privada, a cambio de algunos derechos fiscales a favor del Estado.

Este énfasis en garantizar la propiedad privada, como base de la sociedad fue precisamente resaltado en el desa­rrollo más autónomo —despolitizado— y pragmático de la economía, de ahí la afirmación norteamericana de finales de siglo: “El dato fundamental de la economía moderna es el derecho de propiedad. Este es también el punto de partida de la mayor parte de nuestro razonamiento jurídi­co. El economista estudia el precedente mediante el cual el derecho de propiedad se estableció, y deduce las conse­cuencias que se derivan de dicho establecimiento” (Had- ley, 1899).

Esta ideología o ficción liberal consistía, pues, por una

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parte, en una despolitización de la economía empresarial ( laissez-faire) y, por otra, en una relación contractual, pe­ro autónoma, entre el Estado y la empresa, en tomo de la protección de la propiedad privada de capital, trabajo, tie­rra, etc. Es importante tener en cuenta que esta ideolo­gía, que tras generarse en Inglaterra se extendió por Eu­ropa a mediados del siglo XIX, está en la base del pro­greso entendido como componente social y moral de la civilización capitalista. Se trataba de dar una imagen de la vida social descontaminada de factores —sobre todo vio­lentos— que contradijeran su legitimidad, fundada en la libertad contractual.

A este propósito resulta esclarecedor un artículo pu­blicado en 1855, en el que se afirma que “una de las im­presiones más vivas del viajero que llega a Inglaterra es la que le hace sentir que, casi por todas partes, hay una au­sencia completa de policía aparente”. (Nótese el último adjetivo). A continuación, se habla de la tremenda acti­vidad económica del país, su enorme población, y la regu­lación admirable en que todo ello se encuentra: “pero na­da manifiesta, o casi nada, que esta regulación, en medio de tanto movimiento, sea la obra de una autoridad presen­te. El gobierno, si es que está presente, parece aplicarse en disimular su acción, y, como la Providencia, gobierna por leyes apenas visibles, y cuya potencia no se percibe más que en los maravillosos resultados que la ponen de manifiesto” (Journal des Economistes, 1855).3 Más sobre la misma ideología. E. B. Pashukanis ha enfo­cado la representación liberal del orden social desde la perspectiva del derecho político. Según él, el Estado mo­derno garantiza las relaciones privadas de tipo económico en forma impersonal, difusa: “el principio de competencia que prevalece en el mundo burgués-capitalista no permite ninguna posibilidad de conectar el poder político a la em­presa económica individual. . . la coerción debe emanar de una personalidad abstracta colectiva, ejercida no en inte­rés del individuo del cual emana. . . sino en interés de to­

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das las partes implicadas en las transacciones legales. . . Así, el poder de una- persona sobre otra se representa en la realidad como la fuerza de la ley; es decir, la fuerza de una norma objetiva, impartía!” (Pashukanis, 1978). Esto es, coincidiendo con una teoría del orden liberal de re­presentaciones separadas, Pashukanis hace hincapié en que a partir de la contradicción entre el orden contractual (competición individual económica, empresarial, de inter­cambio de mercancías) capitalista y el orden social nece­sario para garantizarlo (gobierno coercitivo, persuasivo, corporativo), el Estado toma una forma abstracta, imper­sonal y “pública”. Se separa, asimismo, lo político, garan­tizado^ de lo económico, para permitir la ficción liberal del desarrollo de una “sociedad de mercado” sin el con­dicionamiento violento que su orden requiere.

El exponente más profundo de la representación se­parada (y subordinada) de la sociedad civil y la política es seguramente Hegel. Este caracteriza a la sociedad civil por el conjunto de “interés absolutamente universal del poder estatal” (Hegel, 1952: 189). Su acercamiento al condicionamiento estatal de la sociedad civil es abstracto e impersonal (en este aspecto Hegel asume la ficción li­beral), tal como dice Pashukanis. Sin embargo, Hegei también caracteriza subjetivamente el nexo entre el indi­viduo y el Estado (patriotismo) y, finalmente, concede al Estado el poder y el conocimiento más absolutos, la ver­sión típica del idealismo hegeliano: “el Estado es la subs­tancia social que ha alcanzado la conciencia de sí misma: reúne en sí el principio de la familia y el principio de la sociedad civil” (Hegel, 1869: 344 y 379).

Para Adam Smith la sociedad civil no estaba despo­litizada, ni tampoco las relaciones contractuales.4 Sostenía que la sociedad civil estaba constituida por los principios de autoridad (en base a edad, capacidades físicas y menta­les, parentesco, riqueza) y utilidad. En donde prevalecía más el primero que el segundo, se generaba una monar­quía, y si ocurría al revés, una democracia. Ahora bien,

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el contrato incluía ambos principios, según él, y no exclu­sivamente el “demócrata”. Pero parece que en la difusión de las ideas smithianas, el Adam Smith de la “mano invi­sible” y de cierto laissez-faire, se antepuso al que contem­pla la totalidad social sin concesiones a la ficción liberal.

Dentro de una corriente liberal, Max Weber reaccio­nó frente a esa representación liberal: al presenciar un crecimiento corporativista del Estado, deshizo la ficción li­beral del orden social capitalista, como haría más tarde Keynes, dentro precisamente de una teoría económica.5 Weber consideraba que el Estado debe tenerse como una “organización económicamente activa”, ya que sus activi­dades primordiales, enfocadas hacia su propio orden, inclu­yen a la acción económica. Reconoce en el Estado una actividad “primaria no económica”, cuyo fin primordial es el de preservar la economía de toda la sociedad (W e­ber, 1968: I, 74). Sin embargo, continúa pensando que el Estado promueve acciones “irracionales” que contradi­cen la sociedad e ideología empresariales. Según él, la dis­yuntiva que ofrece la tendencia privada versus la tenden­cia estatal en el capitalismo, se traduce en dos racionali­dades: “el capitalismo irracional y el racional se enfrentan en un conflicto, esto es, el capitalismo en el campo de los privilegios fiscales, coloniales y monopolios públicos, y el capitalismo orientado a las oportunidades de mercado. . . ” (1927: 350).

Aquí conviene señalar que Marx, a pesar del peso y profundidad de su enfoque de “totalidad social”, también admite autonomías (que varios marxistas consolidarán más tarde como relativas) entre lo económico y lo político. Ello se debe a la conservación que Marx hace de la teoría clásica del valor, considerando actividades productivas e improductivas y, asimismo, separando entre condiciones de reproducción (aquí interviene el concepto de lo extraeco- nómico) y relaciones de producción. La teoría unificada del desarrollo económico y político aparecerá no precisa­mente en el campo marxista sino del lado burgués, con

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List, que en Alemania tuvo tanto impacto como Cobden y Gladstone en Inglaterra. Este autor integrará en su ex­plicación nacionalista la dicotomía establecida por la fic­ción liberal, sin menoscabo de la legitimidad del capital, que se verá compensada por la razón nacionalista. Más de un siglo después, Joan Robinson (1962) ha declarado en forma conclusiva que “la naturaleza de la economía está fundamentada en el nacionalismo”.

Probablemente el esfuerzo británico en mantener una teoría de la ficción liberal se debe en buena medida a la fidelidad mantenida a la teoría del contrato social, según Locke. Para él, el principio de propiedad y el de liber­tad eran inseparables. A partir de este postulado se de­bía desarrollar una idea del orden social en que ambos principios estuvieran hermanados. Ante la contradicción histórica que representaron, no hubo más remedio que mantenerlos aislados. Sólo la razón nacionalista será su­ficientemente fuerte, más tarde, para disolver la contradic­ción en una dialéctica legitimizada por esta misma razón. O, desde otra perspectiva, una razón revolucionada debe­rá considerar una teoría integrada de la política y la eco­nomía, al intentar transformar la totalidad social.

Sin embargo, la ficción liberal ha poseído una fuerza histórica considerable. Así, su ideologismo extremado le llevó a cierto “anarquismo liberal”, es decir, a una oposi­ción, a veces de apariencia radical, contra el Estado, que el individuo hacía en nombre de la iniciativa privada. En este sentido, Gramsci hace notar que “toda la literatura liberal es una polémica contra el Estado. La historia polí­tica del capitalismo se caracteriza por una lucha continua y furiosa entre el ciudadano y el Estado” (Gramsci, 1955).6

A mayor centralización política efectiva, mayores po­sibilidades para la representación liberal del orden social: “Con la centralización. . . ocurren varias cosas.. . las for­mas primarias de poder, 'político y económico, se desarro­llan cada vez más por separado, y el dominio sobre la vi­da del individuo pasa a manos de un grupo que controla

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el Estado, con el resultado de que la posibilidad de resis­tir a este grupo (y por ende la protección que realiza a las actividades individuales) se ve muy debilitada, si no des­truida” (Spengler, 1947).7

Arthur Taylor (1972) pone de relieve, precisamen­te, la coincidencia histórica y la confusión ideológica entre el desarrollo de la centralización política británica y la apariencia de un mayor laissez-faire. Porque, como ya se­ñalaba Marx, el individualismo económico, el aparente laissez-faire, no tiene explicación histórica, si no es por la crecida importancia de una centralización estatal, garan­tizados del orden social de apariencia concurrencial (es­trictamente económico).

Cuando más economicista se vuelve la explicación de las actividades industriales y comerciales, más desarrollado se encuentra el Estado que políticamente las garantiza. El individualismo económico se desarrolla en la medida en que se independiza de corporaciones, estamentos y soda- lidades, en general, que lo politizaban específicamente. Ahora bien, su “despolitización” y autonomía sólo son po­sibles dentro de un orden social tutelado por una mayor concentración y especialización del poder político, consti­tuidas por el Estado capitalista.¿Hubo liberalismo en México? El caso de México va a permitir ahondar considerablemente la crítica de la ficción liberal y las relaciones entre orden social y economía po­lítica en general. El fracaso o la ausencia de una xepre- sentación separada de la sociedad política y de la sociedad civil, de las iniciativas estatales y de las privadas, no revela sólo el fracaso o la ausencia de la ficción liberal, sino de cada uno de los proyectos (civiles y políticos) en sí mis­mos. Así, la ausencia de una representación contractual entre los intereses estatales y los privados crea un clima de incertidumbre y desconfianza entre las posibles proyec­ciones de ambas tendencias. Es decir, por una parte, el Estado no se decide a establecer vínculos contractuales li­berales (con ficción autónoma) con la iniciativa privada;

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y, por otra, esta última tampoco lo hace con el Estado. Existe, o bien una confusión, o una marginación de am­bas tendencias. Resulta un enorme vacío, que inhibe —a veces incluso accidentalmente— la definición del orden social: “todo podía esperarse en una Nación donde el caos reinaba; donde no existía la seguridad política ni social; en la que el gobierno, atribulado por un sinnúmero de problemas —no podía confiar en nadie— se encontraba engañado y no sabía por parte de quiénes surgían los pro­blemas” (Morales de León, 1975).

Un aspecto revelador que un liberal conspicuo como Manuel Payno (1869) observó, aunque no explicó sufi­cientemente, es que la reforma eclesiástica mediante la de­samortización no estuvo acompañada, ni en España ni en México, de una lucha ideológica con la Iglesia sino que únicamente atacó algunos privilegios económicos de ésta. La existencia de una lucha ideológica contra la Iglesia ca­tólica hubiera supuesto —como en Inglaterra y otros paí­ses de Europa— un enfrentamiento con sus ideales corpo- rativistas. El antecedente histórico de la dialéctica liberal está en la Reforma protestante, no por sus planteamiento? éticos —como querían Weber y Sombart— sino por la des­trucción que llevó a cabo el protestantismo del corporati- vismo católico monolítico. Tanto México como España, países que, de católicos, pasaron a una reforma anticleri­cal considerable en el siglo pasado, no desplazaron a la re­ligión católica por haber conservado precisamente estruc­turas corporativistas. Sólo en la medida en que éstas van desapareciendo (o siendo sustituidas), deja de tener inte­rés el Estado en contar con la religión católica como ins­titución políticamente integrada.

Liberalismo mexicano, neocólonialismo y etapas industriales

La ficción de la ficción. En México, el liberalismo se pre­sentó como un régimen de nuevas o mayores libertades, no como una separación efectiva entre las actividades ci­

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viles, económicas, y las actividades políticas, estatales. Se presentó más como tolerancia que como autonomía con­tractual de distintas esferas. Las tendencias corporativis- tas y omnicomprensivas del Estado mexicano —desarrolla­das-por su actuación como productor y comerciante mo- nopólico en el mercado mundial— no permitían el desa­rrollo de la ficción liberal, ni en ideas ni en actitudes. Por este motivo, el estudio de países como México arroja mucha luz sobre el carácter ficticio de la representación liberal tal como se dio en Inglaterra.

El liberalismo de Mora —por ejemplo— es un libe­ralismo de “tolerancias” y “liberaciones”, no de autonomías explícitamente separadas. Se trata de liberarse de un sis­tema más o menos “feudal” atacando sus corporaciones, pi­diendo libertades en el comercio, en la religión, la impren­ta. Pero no define un nuevo régimen contractual basado en esferas que se representan como autónomas.8

Esto comienza por la misma economía. En México no llega a asumirse la Economía Política Clásica como ex­plicación contundente y totalizadora de la sociedad, ya que se carece de experiencia en una esfera económica, em­presarial, representada como autónoma. También al no existir esta separación, no se representan las clases sociales al estilo inglés. El corporativismo impide la representa­ción contractual pareja a una sociedad de clases.9

En conjunto, la Reforma impulsó más la tolerancia, en general, que el liberalismo en el sentido histórico in­glés. En esta perspectiva, la tríada Alamán-Mora (Juá rez)-Porfirio Díaz es la verdadera continuidad del liberalis­mo mexicano. Esta continuidad trata, más bien, del de­sarrollo de un bloque histórico moderado que, sin alterar el mismo orden social, lo lima y matiza, permitiendo la integración de México en una parte del concierto mun­dial (a un precio nacional muy alto), y su representación interna como proyecto de convivencia nacional. En este sentido se parece mucho a España: su inserción interna­

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cional exige la opresión de sus nacionalidades o etnias y, paradójicamente, la representación interna de su orden social se hace en nombre de una “nación mexicana” o de una “nación española”.

Con todo, Mora y otros (Hale, 1968: 93 ss) se com­prometen, en su propuesta liberal, con la separación —que en el caso mexicano no va más allá del nivel filosófico— de los tres poderes que cimentan una democracia (según la representación de Montesquieu del régimen inglés): el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Sin embargo, es­ta separación ha sido menos importante para el liberalis­mo que la existente entre el régimen contractual estricto ( “empresarial”, “económico”, “civil”) y el protector —y na­da más— de este régimen, mediante otro contrato que se quiere bilateral y exclusivo como el que contraerían dos países independientes. Ahora bien, en México la separa' ción de los tres poderes no sólo iba contra los ideales con­servadores sino que la misma eficiencia que esperaban los liberales exigía una incrustación y control único (Juárez) de todas las actividades del Estado. En este sentido, para 1834 en México “vemos una contradicción aparente den­tro del liberalismo entre, por una parte, el énfasis político sobre un Estado fuerte y el énfasis socioeconómico sobre la propiedad privada, el individualismo y la libre acumu­lación de riqueza”. Se descubre, además, dentro del li­beralismo temprano, una “dicotomía entre un Estado po­lítico fuerte de inspiración borbónica y un despierto lais­sez-faire —una dicotomía que existe hasta el presente” (Hale, 1968: 182). Si este Estado “fuerte” hubiera sido garantía de actividades civiles que se le representaban ex­ternas, el orden social podría haberse aproximado a la fic­ción liberal. En Inglaterra, la centralización política muy temprana había facilitado la ficción liberal despolitizado- ra. En México, la misma “mano invisible” de Adam Smith era extremadamente visible ya que la combinación monopolio-contrabando que ocupaba la mayor parte del comercio, no dejaba lugar a dudas de que todo lo que no

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ordenaba el mismo Estado se mantenía en desorden para las expectativas de una sociedad civil. Es decir, el papel asumido por el Estado mexicano en el orden internacio­nal no le permitía su aparición de puro árbitro ni en el mismo comercio, una de las actividades económicas re­presentadas como menos politizadas, según la ficción libe­ral.

Ante el contexto proporcionado en México por un Estado que, antes de garantizar la infraestructura de las relaciones contractuales civiles, se dedica a velar por su propio crecimiento, como si se tratara de una entidad pri­vada, la acción cívica aparece investida de puros móviles personalistas. ínfimamente socializados. Por ello sólo se reconoce a “la pasión” como la motivación de las acciones políticas. Gente como Pavno no vislumbra la reforma li­beral en sentido dialéctico, histórico, sino en modificacio­nes del mismo sistema. En este sentido, Pavno apoya rl desarrollo de la educación —como un pre-feórico de la mo­dernización— de cara a implantar un orden social estable en México.10

Ausencia de proyectos socioeconómicos. Los liberales de la Reforma no se plantearon la necesidad de desarrollar el mercado nacional sobre la base de una demanda mayor y de estabilidad considerable por narte de la población campesina v!/o indígena a través de reformas agrarias v sociales, así como en base a una importancia mucho ma­yor de la oferta aqraria. Además, tampoco relacionaron el desarrollo popular del mercado nacional con una esta­bilidad política mayor. En este sentido, la política liberal mexicana aplicó siempre un criterio de mareinalidad pa­ra con la población indígena (Powell, 1972: 673). Es curioso que la presencia personal del mismo Tuárez, un indígena totalmente “aculturado”, contradijera la ideolo­gía de los liberales mexicanos con respecto a las posibili­dades de la población indígena, a pesar de algunas actitu­des superficiales al respecto.

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En 1856, la Ley Lerdo empezó su tarea privatizado- ra de tierras comunales, ampliadora del latifundio y el peonaje, y “desmoralizadora de toda una clase social: la del campesinado indígena” (Powell, 1972: 674). Eviden­temente esta ley trajo consigo movimientos campesinos vio­lentos y represiones brutales gubernamentales. Como se­ñala el mismo Powell acertadamente, este enorme descui­do liberal de una reforma social del campesinado no sólo agotaría la resistencia del gobierno liberal sino también la estabilidad impresionante del Porfiriato. Sólo la incorpo­ración política del campesinado y de la población indígena practicada después de 1910 permitiría ya, mucho más tar­de, la estabilización relativa de la cuestión indígena-cam- pesina.

La preocupación efectiva por el problema indígena estuvo ausente desde la independencia hasta la Revolución de 1910 en las políticas más influyentes y significativas. Ni la política neocolonial inmediata a la independencia, ni la alamanista, ni la liberal alrededor de la Reforma (Ler­do de Tejada, Melchor Ocampo), ni la porfiriana se die­ron cuenta de la trascendencia de la problemática indíge­na. No pensaron que mercado nacional, reforma estatal, independencia, desarrollo variado y considerablemente au­tónomo, pasaran indefectiblemente por integrar activamen­te a la población indígena y campesina. Es decir, no po­día formularse un proyecto de convivencia nacional ni de orden social sin tomar en cuenta la misma base de la so­ciedad mexicana, aunque su presencia en el capital, en el mercado v en la política fuese intermitente. Pero esa in­termitencia era más una necesidad del Estado y del capi tal 11 que una impotencia de la población en cues­tión.12 Su aporte era fundamental en la minería, la agri­cultura, el comercio, la pequeña industria v el naciente nroletariado. Por otra parto, hay algunos casos —como en Michoacán— donde la sociedad indígena posee un nivel v variedad de consumo considerable por sí misma. El des­cuidar una definición precisa de la población indígena en

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el orden social mexicano fue mortal para México en tanto que nación y como Estado.

La ausencia de reformas sociales básicas en el progra­ma liberal mexicano fue percibida por varios observadores. Uno de ellos, Víctor Considérant, declaró que este progra­ma le parecía insuficiente: el reto social básico con que Juárez debió enfrentarse fue la abolición del peonaje (Za- vala, 1958).13 En opinión de Margarita Urías (1979) los liberales mexicanos basaron su actitud en la aceptación de la división internacional del trabajo y la producción. En este sentido, comerciantes, agiotistas y terratenientes rechazaban los proyectos alamanistas. Unicamente gran parte de los mineros y hacendados aceptaban el proteccio­nismo industrial, y ésto, únicamente, porque el textil po­día actuar —como las haciendas— de producción de sub­sidio a la minería, abaratando los precios de los tejidos. Aunque este punto podía no ser tan válido entonces como en la situación colonial que analiza Palerm (1980).

El epílogo del esfuerzo alamanista lo escribe, de acuerdo con Margarita Urías, la lucha liberal de 1856-57, que subordina con carácter más definitivo el Estado al ca­pitalismo comercial de exportación-importación, y a la es­peculación y monopolio resultante de la desamortización. Concluye que “pocos capitalistas invirtieron en la indus­tria, que se consideró inversión suicida hasta bien entra­do el Porfiriato” (Urías, 1979). Parece ser pues que el México de Sartorius —a pesar de su inmovilismo y flaque­za— se hacía fuerte frente al de Alamán.El México neocólonial y la industria. El liberalismo en México también se ha concebido como un ataque dirigido específicamente contra el orden social —“despótico”— co­lonial (López Cámara, 1954). En este sentido, como parte de la independencia, se vincula en continuidad con la insurgencia de 1810. López Cámara ve el proceso de independencia en la substitución del conflicto criollo-ga­chupín por el de liberal-servil. Sin embargo* no toma en

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consideración que la independencia de hecho contaba pre­cisamente con fuerzas reaccionarias que querían indepen­dizarse del liberalismo español del trienio. Se trata de un hecho conocido desde Lucas Alamán a Octavio Paz. El ataque contra el antiguo régimen en España y contra el orden colonial en México parecen dos caras de la misma moneda. Era lógico esperar la alianza de ambos movi­mientos si se trataba realmente de instaurar un orden nue­vo. Pero en ambos países se formaba un bloque histórico con mayores concesiones al pasado. La independencia aseguraba a México algo que precisamente lo alejaba más del orden liberal de nuestra referencia. En España, esa misma independencia colonial obligaba a un replegamien- to hacia el interior que pretendía, contradictoriamente también, aferrarse en nombre de nuevas libertades a la consolidación de antiguas necesidades privilegiadas e im­populares.

Romeo Flores (1968) destaca que después de la in­dependencia “la alianza de la iglesia, el ejército y el capi­tal español permanecía indisoluble”. Uno de los efectos contrarrevolucionarios de la ofensiva trigarante (unión, re­ligión, independencia) había sido el de mantener una es­tructura del poder que contradecía las expectativas de la independencia. La expulsión de los españoles —más o menos efectiva— sirvió para paliar parte de la irritación mexicana frente a la remodelación neocolonial del país.

El régimen neocolonial en México estuvo apoyado persistentemente por una ofensiva diplomática —y final­mente militar— europea, que insistía en la incapacidad del país para autogobernarse. El caos político mexicano fue considerablemente exagerado para justificar los propósitos intervencionistas que terminarían en el Segundo Imperio. Ambos imperios mexicanos coinciden con la neocoloniza- ción pujante de México. El recomendar un régimen mo­nárquico equivalía en parte a una propuesta neo-virreinal.

Sin embargo, aparte de los intereses imperialistas de los diplomáticos, algunas de sus observaciones parecen co­

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rrectas. Así, el ministro español en México, entre 1845 y 1847, señalaba la tendencia a la independencia por par­te de varios estados mexicanos como una de las más graves amenazas al orden social del país. Afirmaba que “la ca­rencia de un centro común y las pretensiones locales” eran una de las principales causas que apresuran la disolución y aumentan la confusión (Sanders, 1974). Esta opinión concordaba con las de Alamán. Por otra parte, “Euro­pa no podía permitir que México fuese absorbido: necesi­taba mantener el balance de poder en el Nuevo M un­do. . . Debía intervenir en el problema, en cuanto que el fin confesado del republicanismo, esto es, de la demago­gia universal, era la caída de todos los gobiernos ordena­dos y regulares del Viejo Mundo. . . Los Estados Unidos no se extenderían, ni crecerían, ni dominarían en Améri­ca, a menos que estuvieran circundados por pequeñas re­públicas en constante estado de anarquía” (Sanders, 1971: 399).

El necolonialismo, especialmente el francés, desarro­lló una ideología excesivamente barbarizante de México. Juan Antonio de la Fuente, ministro plenipotenciario de México en Francia, exclamó, frente a las justificaciones de la intervención francesa: “fue necesario suprimir la histo­ria, desatender pruebas innumerables, y desmentir las dia­rias relaciones, para arribar a la conclusión de que el go­bierno de México es un gobierno inescrupuloso, y el país, un país bárbaro, y esto es lo que se ha hecho, no obstante, en algunos de vuestros documentos oficiales', justificán­dose la * abierta violación del gran principio de no inter­vención' (Sanders, 1971: 410).

El neocolonialismo se hace presente ya en 1823 con la negociación de un préstamo de ocho millones de pesos con Inglaterra. A pesar de la oposición que se levantó en el Congreso, citando la situación española,14 no sólo se tra­tó el préstamo como tal, sino que, además, éste habría de hacerse con los ingresos obtenidos por Inglaterra de sus mercancías vendidas en México. Se trataba de un neo-

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colonialismo puro: no sólo el Estado dependía financiera­mente de Inglaterra sino que encima esta dependencia fi­nanciera determinaba otra, tanto productiva (al competir con la industria nacional) como comercial (al dar prefe­rencia a productos ingleses). Covarrubias destacaba la esclavitud que comportaba tal préstamo. Sin embargo, Iturbide lo veía probablemente como una garantía de su poder ya que la Constitución ofrecía otra muy débil. Por otra parte, “la dependencia del erario público del comercio exterior era casi absoluta, debido a la inexistencia de ren­tas interiores constantes”; de hecho, toda la política protec­cionista estaba determinada por la naturaleza casi exclusi­vamente aduanera de los recursos fiscales (Herrera, 1976). En 1827 parece cristalizar la política arancelaria neocolo- nial al propugnarse la reforma del arancel de 1824, en el sentido de contar con unos impuestos suficientemente al­tos para aumentar los recursos fiscales, y suficientemente bajos, a la vez, para evitar el contrabando. Durante la década que siguió a la independencia, la política arancela­ria no estuvo nunca en manos de una economía naciona­lista, sino en las de un Estado con una excesiva especiali- zación económica (en torno a la minería), y una depen­dencia comercial típicamente neocolonial. El arancel de 1827, a la vez que aumentaba el número de artículos prohibidos, reducía el pago de los impuestos de interna­ción, avería e importación, que juntos excedían el 48%, a un solo impuesto ad valorem del 40%. Este arancel per­mitió la entrada de algodón en rama e hilo fino para el textil mexicano (Flores Caballero, 1970).

En su contexto neocolonial, México continuaba im­portando productos manufacturados y exportando princi­palmente oro y plata, aunque las exportaciones de metales preciosos decaen en 1827 y 1828. En 1829, los intereses fiscales y monoexportadores del Estado alcanzan un punto crítico. La caída de las exportaciones coincide con una prolongación de la inactividad artesanal. Vicente Gue­rrero asume el poder entonces con el apoyo de los secto­

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res de la población afectados negativamente por la políti­ca anterior. Fue necesaria la nueva política alamanista para integrar al crecimiento estatal un sector industrial más fuerte, aunque sin romper con la cimentación previa de la economía mexicana. Sin embargo, existían varios obstáculos: la suspensión del pago de la deuda contraída con Inglaterra, el incremento inevitable del presupuesto militar y el temor de una reconquista española.

Para adquirir fondos rápidos, el gobierno empeñó por algún tiempo la percepción imponible de las aduanas. Al mismo tiempo, una nueva ley arancelaria restringía, aún más, la importación de manufacturas. Se esperaba el de­sarrollo de la nación valiéndose de la contradicción neo- colonial: el Estado debía crecer para proteger la mono- economía minera y exportadora. Sus recursos fiscales no podían ser otros que los que gravaban el comercio. En­tonces, en la medida en que la protección se hiciera más efectiva, se adquirirían mayores derechos fiscales sobre el comercio. En esta misma medida se dejaba un margen cada vez más amplio entre el nuevo incremento arancela­rio y el fortalecimiento del Estado, que producía un ma­yor vacío al poder de penetración comercial extranjero. Fue ese margen o vacío el que aprovechó Alamán para in­dustrializar el país, contando con unos recursos fiscales ex­tra-industriales considerables, y un Estado cada vez más fuerte. Este contexto, sin embargo, lo habían generado unos intereses neocoloniales totalmente ajenos al resulta­do industrializador de Alamán. Es decir, el fortaleci­miento del Estado fue un resultado inevitable de los in­tereses neocoloniales y fue aprovechado para liberarse, re­lativamente, de las imposiciones neocoloniales, mediante una política de industrialización nacional.

El arancel del 22 de mayo de 1829 marca el comien­zo de la era alamanista.15 Desde el inicio, el viraje que dio la política arancelaria hay que tomarlo muy en cuen­ta. De una situación estrictamente neocolonial se pasó

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—aprovechando la contradicción creada por el comercio neocolonial que fortalecía al Estado y especializaba su base para este fortalecimiento en los mismos ingresos aduaneros— a una situación con mayor poder de autosos- tenimiento mediante el impulso dado a la industrializa­ción. Desde entonces el proteccionismo pasaba a benefi­ciar no sólo a la hacienda pública sino también a la misma industria, aunque fuera casi de “sector público”.El contexto de la industria mexicana desde 1870. Como destaca Keremitsis (1973: 77) alrededor de los años 1870 se produce un cambio definitivo en el orden económico internacional que se había venido gestando desde tiempo atrás por Inglaterra. Este cambio dará más posibilidades al mercado interior mexicano, afectando especialmente a la industria textil. Ello coincide con la transformación del imperialismo británico bajo la hegemonía del capital industrial. En esta época, se consolida en Inglaterra el orden liberal con las siguientes características: sustitución de la exportación de manufacturas por la de capitales y bienes de equipo diversos, en cuanto a renglón de mayor importancia; revalorización de la explotación minera ante la nueva siderurgia y metalurgia; emergencia de la aristo­cracia del trabajo junto con formas de representatividad obrera, consolidadas cada vez más a diversos niveles po­líticos (Terradas, 1979 a). Hay que buscar ahora la dependencia de un país como México, de otro como In­glaterra, en términos de finanzas públicas, bienes de equipo (ferrocarriles), carteras de valores, etc., más que en los términos neocoloniales precedentes de cambio de manufacturas por materias primas y plata.16

Desde el punto de vista de la metrópoli neocolonial —Inglaterra—, las reformas liberales de mediados del si­glo XIX, en países como España o México, son apreciadas por lo que al orden neocolonial se refiere, desechando lo que podrían significar estas reformas para el desarrollo de los poderes productivos de los países en cuestión. Así, la desamortización, la centralización política, el desarrollo de

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obras públicas y ferrocarriles, la reforma aduanera; todo se aprecia en términos del fortalecimiento comercial neoco- lonial.17 Y, sin embargo, el carácter histórico de estas re­formas no resulta tan estrictamente neocolonial como de­sea Inglaterra.

En México, el desarrollo más definitivo de los aspec­tos mencionados tiene lugar durante el Porfiriato. En esa época, a la mayor capacidad expansiva del textil mexi­cano por razones de la economía mundial, hay que aña­dirle la estabilidad social del Porfiriato. El cambio en la economía política mundial y en el orden estatal darán mayores posibilidades al textil mexicano. Sin embargo, el mercado interior era todavía muy deficiente, fluctuan- te y en gran parte aún desarticulado. La inversión fija en el textil, por este motivo, se limitaba a un margen pru­dente, dejando el resto en manos de maquiladoras o com­plementos generados por el capital comercial, más o me­nos tácitos.

Con Porfirio Díaz el auge de la industrialización em­pieza ya a cobrar características de una lucha de clases industriales. El Estado resuelve directamente estos pro­blemas, pues “los industriales esperaban del gobierno que implantara el orden cuando había disturbios debidos al desplazamiento de obreros por maquinaria, a los bajos sa­larios, etc”. (Keremitsis, 1973: 88).18

En resumen, la conformación económica y política de México durante toda esta época está dominada neo-colo- nialmente. Sin embargo, tal dominación se ha ido ha­ciendo, en términos relativos, cada vez menos fuerte de­bido a los embates de las políticas alamanista primero y juarista después. Con todo, conviene señalar la persis­tencia de un peso neocolonial importante (en tomo de la plata) para explicar los fracasos de los Méxicos econó­mica y políticamente nacionales.

Más que la lucha entre un México liberal y conser­vador, estatal y popular, etc., habría que hablar para el si­glo XIX del conflicto entre un México neocolonial y otro

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nacionalista (encarnados a menudo en las mismas gen­tes). Pero teniendo en cuenta que ni uno ni otro eran patrimonio exclusivo de una burguesía definida de ante­mano. Es precisamente el conflicto permanente entre es­tos dos Méxicos lo que dará ambigüedad a las clases so­ciales. Más que clases deberán entenderse como fraccio­nes coyunturales de tendencia neocolonial o nacionalista.

El Estado y el orden social en México en el siglo X IX .

La visión de Alamán. La necesidad de una centralización política efectiva para garantizar un orden social generali­zado, no fragmentado, era parte esencial de la política ala- manista. La amenaza a la estabilización de un poder cen­tral efectivo fue constante y cristalizó en diversas suble­vaciones que repercutieron en todo el país: Tulancingo (1827), México y Veracruz (1828), Campeche, Jalapa y México (1829), Veracruz (1832), Morelia (1833), Cuer­navaca (1834). El 4 caos” político mexicano de la época era obvio pues muchos de los ministros, que se contaron por docenas, pasaron a convertirse en rebeldes activos cuando les convino y todos ellos participaron en las cons­piraciones e intrigas de las facciones.. . “había surgido una desconcertante colección de partidos: iturbidistas, bor- bonistas, republicanos centralistas, republicanos federales, yorkinos, escoceses, novenarios, imparciales, aristócratas, hombres de bien, liberales y numerosas facciones de me­nor importancia” (Costeloe, 1975: 437).

Pareja a la falta de centralización efectiva, discurría la no representatividad efectiva de instituciones políticas locales y regionales o estatales. La participación popular no se tomó sino como “adhesión1\ nunca como presión, a políticas establecidas de antemano.19 Por otra parte, el gobierno federal carecía de los medios militares suficien­tes para hacer frente a cualquier rebelión. No podía sos­tener una política central fuerte y a la vez tener que deri­varla de equilibrios entre las fuerzas e intereses de diver­sos estados. El “principio de autoridad” era más un prin­

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cipio de acuerdos que de derechos. De ahí que la consti­tución tuviese poca fuerza política y de garantía de un orden social.20

Ante el fracaso centralizador del gobierno, Alamán (como Prat de la Riba haría en Cataluña mucho más tar­de pero reconociendo una situación de hecho ya tradicio­nal) propugnaba la 'privatización pues “se dio cuenta de que. . . no importaba que la Constitución fuera centralis­ta o federalista, ya que ninguna de ellas podía imponerse plenamente. A su juicio, el orden público y la estabilidad política podrían alcanzarse mejor valiéndose de los intere­ses personales de los propietarios. Apremió a éstos a que organizásen sus propias milicias para proteger sus dere­chos y defender sus propiedades. . .” (Costeloe, 1975: 445). Es decir, el mismo gobierno apela a que se ejer­cite el despotismo privado como garantía del orden, al verse impotente para garantizarlo el Estado. Asimismo, Alamán esperaba que una Iglesia fuerte e influyente pu­diera suplir en parte la desprovisión estatal. Quizá lo pen­saba en términos parecidos a los que en la Edad Media eu­ropea se apelaba a la generalización del poder católico, pa­ra compensar la fragmentación política en feudos y prin­cipados, que impedían el mantenimiento de un orden so­cial generalizado.

La privatización era, sin embargo, una tendencia contraria a la institucionalización pública de la política. El desarrollo del poder privado enfatizaba aún más las fórmulas políticas personalistas, no institucionales. Por este motivo, el poder constitucional y judicial del Estado era ineficaz ante las necesidades hechas al poder privado. La privatización había personalizado la política como la centralización efectiva la hubiera institucionalizado. En la primera tendencia se sitúan España y México, en la se­gunda, Inglaterra.

En este contexto el Estado central se especializó en una fuerza de choque. Es precisamente la especialización más militar que política de Santa Anna lo que explica su

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cipio de acuerdos que de derechos. De ahí que la consti­tución tuviese poca fuerza política y de garantía de un orden social.20

Ante el fracaso centralizador del gobierno, Alamán (como Prat de la Riba haría en Cataluña mucho más tar­de pero reconociendo una situación de hecho ya tradicio­nal) propugnaba la 'privatización pues “se dio cuenta de que. . . no importaba que la Constitución fuera centralis­ta o federalista, ya que ninguna de ellas podía imponerse plenamente. A su juicio, el orden público y la estabilidad política podrían alcanzarse mejor valiéndose de los intere­ses personales de los propietarios. Apremió a éstos a que organizásen sus propias milicias para proteger sus dere­chos y defender sus propiedades. . .” (Costeloe, 1975: 445). Es decir, el mismo gobierno apela a que se ejer­cite el despotismo privado como garantía del orden, al verse impotente para garantizarlo el Estado. Asimismo, Alamán esperaba que una Iglesia fuerte e influyente pu­diera suplir en parte la desprovisión estatal. Quizá lo pen­saba en términos parecidos a los que en la Edad Media eu­ropea se apelaba a la generalización del poder católico, pa­ra compensar la fragmentación política en feudos y prin­cipados, que impedían el mantenimiento de un orden so­cial generalizado.

La privatización era, sin embargo, una tendencia contraria a la institucionalización pública de la política. El desarrollo del poder privado enfatizaba aún más las fórmulas políticas personalistas, no institucionales. Por este motivo, el poder constitucional y judicial del Estado era ineficaz ante las necesidades hechas al poder privado. La privatización había personalizado la política como la centralización efectiva la hubiera institucionalizado. En la primera tendencia se sitúan España y México, en la se­gunda, Inglaterra.

En este contexto el Estado central se especializó en una fuerza de choque. Es precisamente la especialización más militar que política de Santa Anna lo que explica su

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durabilidad. Esta especialización era más acorde con la privatización considerable, aunque parcial, del poder.

Toda esta definición mexicana del orden social (en gran medida común con la española) perduró durante buena parte del siglo XIX. “La República centralista creada en 1836 no logró mantener la estabilidad política, siquiera en apariencia, mejor que su predecesora federar'. En cuanto a Juárez, “no deja de ser significativo que sus motivaciones y su política siguiesen casi exactamente las experiencias de sus antecesores liberales de la República'' (Costeloe, 1975: 447 y 449). Quizá más que hablar de “continuidad del liberalismo mexicano" habría que hablar de continuidad de la crisis política mexicana que subyace al tipo de liberalismo mexicano.

Alamán, en su mandato como Secretario de Estado y del despacho de Relaciones Interiores y Exteriores, te­nía un objetivo claro sobre qué orden social había que establecer en México y cómo había que desarrollarlo. En sus memorias de despacho insiste razonadamente sobre el tema de la “tranquilidad pública". Propone un encauza- miento hábil del plan de Jalapa para favorecer su políti­ca; “no podía contrariarse, pero era menester dirigirlo”. El carácter definitivo que debía tomar la instauración de un orden social y político en México era asimismo entre­visto por Alamán: “es menester afirmar esta paz de una manera tan sólida, que no vuelva fácilmente a turbarse”. El orden social de una sociedad capitalista avanzada de­bía estar garantizado en forma permanente y generaliza­da. No podía irrumpir discontinuamente como era el es­tilo del antiguo régimen. Para conseguir esta estabili­dad y generalización, el orden social debía imbuirse cada vez más a través de complejos burocráticos e ideológicos, a medio camino entre un aparato coercitivo estricto, y una razón de estado convincente para una buena parte de la población. Pero la diversidad y desigualdad del país en­cauzó el crecimiento estatal más en forma concentrada que generalizada. Entonces; la* macrocefalia política;- más

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que el Estado representativo, constituyó la forma en que empezó a garantizarse el orden social. Esta macrocefalia o concentración política transformaría posibles sistemas de representatividad en diversas formas de co-opción o neu­tralización política mayormente absorbidas por el Estado central.

En 1832 Alamán continuaba frente a frente con los problemas secesionistas, aunque parecían en buena parte mitigados. A propósito de esta problemática expone que algunos desórdenes y rebeliones estallaban como conse­cuencia de la desaparición de las misiones religiosas que procuraban recursos de subsistencia a la población indí­gena. Al venderse las tierras a colonos extranjeros mu­chos indios intentaban re-ocuparlas o saquerías al encon­trarse en total desprovisión. Parece ser que Alamán, aparte de reprimir violentamente este movimiento, restau­ró la posesión indígena de algunas tierras misionales. Pa­ra él, además, gran parte de los desórdenes locales se de­bían a los hábitos adquiridos durante la revolución de in­dependencia: “hav cierto número de hombres que forma­dos en la revolución, no pueden vivir sin ella”. Esto le lle­vó a acentuar el carácter contrarrevolucionario de la inde­pendencia con Iturbide. Sin embargo, Alamán, hombre de un gran realismo a largo plazo, se dio cuenta rápida­mente del carácter superficial y trasnochado del orden que Iturbide implantaba. Por este motivo, prefería un go­bierno de doctrina semi-liberal que sin mostrar un autori­tarismo pomposo y efímero, tampoco se lanzara a refor­mas revolucionarias, antes bien, estuviera preocupado por conseguir una estabilidad y moderación de largo alcance. En este sentido, Alamán percibió el estilo político mode­rado que se instauraría con el Porfiriato.21

Parece excelentemente bien pagado el tributo que hace el moderno capitalismo al viejo orden, como obser­vará Rathenau. Incluso la estadística de las memorias de Alamán es rtiás político-corporativista que económica. Efl

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ella se refleja más la cantidad y los nombres de incorpo­rados a la política alamanista que los rendimientos y pro­ductividad específicos de las fábricas.

Romeo Flores (1970) caracteriza la ruptura total y significativa que hubo entre la insurrección independen- tista encabezada por Hidalgo y la contrarrevolución de in­dependencia que culmina con Iturbide. Considera que en los años 1820 la insurgencia que estalló diez años antes se hallaba reducida al mínimo y no suponía ninguna amena­za grave para el gobierno. Sin embargo, el triunfo libe­ral en España ponía en jaque los intereses de los mismos españoles, los criollos, el ejército y la Iglesia en México. No se sabía por entonces que el liberalismo español, a pesar de sus avanzadillas doctrinarias, terminaría, en su moderantismo, similar al mexicano. Hubo tanta solución de continuidad en México de la Reforma al Porfiriato, co­mo en España del bienio liberal y la república federal a la restauración.22

Los liberales (o soi-disant) mexicanos se enfrentaron primero con el dilema de escoger entre Hidalgo e Iturbi- de. La solución fue la de mezclar, limando muchas par­tes, lo que representaban ambos personajes (Hale, 1968). Mora, muy cercano a la interpretación de Alamán, consi­dera la revuelta de Hidalgo como un mal necesario. Se trata de ese tipo de interpretaciones que aprovechan la incuestionable heroicidad de una acción pero la vacían de su contenido por considerarlo peligroso para el orden social que se propugna. En este sentido resulta esclare- cedor destacar la interpretación grabada en la Plaza de las Tres Culturas *“no fue victoria ni derrota sino el do­loroso nacimiento de la nación mexicana”— donde ni se menosprecia la heroicidad azteca ni se ataca la agresión española, con el fin de propugnar un orden social fruto de esta agresión, pero que se quiere también heroico en sus connotaciones originales, con el propósito de adquirir mayor legitimidad.

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Luis González (1976) pone de relieve el vacío de autoridad dejado por el cese de Alamán en el gobierno de Santa Anna. De 1846 a 1867, la crisis política que afec­ta al orden social se agudiza extraordinariamente. Empie­za en 1846 con la invasión de los Estados Unidos, que acarrea la pérdida de más de la mitad del territorio nacio­nal. Sobreviene una época de sublevaciones indígenas y el gobierno liberal que se erige en 1857 es derrocado por una guerra civil. Finalmente, el Segundo Imperio, a pe­sar del signo conservador (mexicano) con que se inicia trata de re-instaurar un régimen neocolonial que suscita una reacción pronta.

La Reforma se planteó de nuevo la necesidad de una centralización política efectiva. Esta debería afectar tan­to el orden social como el fiscal. El intento de generali­zar el orden social mediante una centralización política efectiva fue considerable, aunque ‘por lo general ha sido pasado por alto el hecho de que la inauguración de la Re­forma marca el comienzo de la intervención federal en los asuntos de seguridad pública en México” (Baum, 1977).23

Por otra parte, se propugnaron medidas para supri­mir las alcabalas o portazgos. Sin embargo, hasta la épo­ca de Porfirio Díaz, no se suprimirían definitivamente di­chos impuestos. Durante la Reforma se nacionalizó para el presupuesto estatal el ingreso aduanero que se destinaba al pago de la deuda exterior. Este fue un cambio sustan­cioso habida cuenta de que los ingresos aduanales eran los más importantes en la hacienda pública (Florescano y Lanzagorta, 1976). Toda esta política vendría a indicar que, a pesar de las concesiones neocoloniales presentes en la misma Constitución de 1857, los mismos liberales es­taban dispuestos a generar un Estado director de las ini­ciativas económicas internas. En esta perspectiva con­fluían hacia un mismo bloque moderado tanto el corpo- rativismo conservador como este liberalismo nacionalista. Ambas conceptualizaciones integraban la fórmula política

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del México moderantista que cuajó en el Porfiriato. En el Manifiesto del gobierno a la nación con motivo de la Constitución de 1857 24 se decía en la sección de Fomen­to que: “La época que hemos venido atravesando de agi­tación y de disturbios ha sido, sin duda, la menos a pro­pósito para el desarrollo de ramos, que sólo pueden flore­cer a la sombra de la paz. . . para que la industria nacional crezca y se ponga en estado de rivalizar con la de otros pueblos. . . la condición sitie qua non, es el restableci­miento y la consolidación de la tranquilidad pública”.

La interpretación política general de la Reforma es, pues, en el sentido de una emancipación de las formas institucionales de política interior heredadas del colonia­lismo y supervivientes en el contexto de la independencia (Hale, 1968).25

En 1861, se fundaron los primeros cuerpos de Rura­les que incluían 800 hombres.26 Estos tipifican lo que se­rá el Porfiriato: “desde sus procedimientos administrati­vos extremadamente detallados en la capital de la Repú­blica, hasta su ineficaz y corrupta aplicación” (Vander- wood, 1972). Nos encontramos cada vez más con la ma­crocefalia estatal, contrastando con la debilidad de la so­ciedad civil para obtener una garantía estable de orden so­cial. Y detrás de esto continúa el México de una econo­mía preponderante que desarticula los intereses del país y no permite integrar un mercado interno variado y estable. Lo contrario daría una razón de ser “económica” al orden social civil, que si se tratara de una demanda fuerte y ge­neralizada, podría generar un Estado mucho más absorbi­do y recreado por clases sociales burguesas.

Lucas Alamán destaca para los años 1850 la excesiva magnitud que ha ido adquiriendo el aparato estatal me­xicano. Alude a la impresión de que hay más gobernan­tes que gobernados.27 Insiste en que a pesar de la monu- mentalidad de ese Estado mexicano, la centralización fe­deral se muestra ineficaz ante los estados. También cree que . durante el virreinato los mecanismos de control para

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el ingreso público se encontraban mucho menos deteriora­dos que durante el período después de la independencia. La crisis de 1848-1850 hacía culminar la trayectoria, que lamentaba Alamán, en pérdidas territoriales inmensas y préstamos forzosos, que erosionaban la confianza política de una potencial sociedad civil. Concluía declarando “costosa e inútil la máquina del sistema representativo” (Alamán, 1852: IV, 880, 891).

Incluso Eric Wolf (1953), a pesar del título de su ensayo —La formación de la nación—, pone de relieve la desarticulación entre corporaciones v otras formas de au­toridad local o regional, que impide la cristalización defi­nitiva de un orden nacional, y que requiere una presen­cia implacable a veces, otras respetuosa con la dominación local, del crden estatal. En México, la misma formula­ción de un orden estatal se debe a los fracasos persisten­tes de un “orden nacional”. Es decir, de un orden formu­lado por la propia sociedad civil y basado en relaciones, más o menos contractuales, que puedan fructificar sin la gestión violenta y concomitante de poderes políticos.

En México, a medida que el Estado iba creciendo y penetrando el país, se ensanchaba el común denominador que justificaba este crecimiento y unía a conservadores, li­berales y otras facciones: la garantía de la propiedad. El Porfiriato es la cristalización de este proceso. Y no era necesario —aunque se hacía— adjetivar esta propiedad co­mo “privada”. El capitalismo mexicano, tan amparado por el Estado, y lo que es más importante, generado por su iniciativa, podía difícilmente adjetivarse como “privado”. Este común denominador que hizo crecer, al retroalimen- tarlo, el poder del Estado aumentó su capacidad de tole­rancia. Así, paradójicamente —más por crecimiento que por política— el Estado del Porfiriato podía, y pudo de hecho, dar más concesiones liberales que el juarista. Ca­da vez más, el bloque histórico del moderantismo mexi­cano pudo incorporar con mayor facilidad las presiones li­

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berales referentes al desarrollo de asociaciones políticas, prensa libre, laicización, etc.

El amamantamiento estatal de la industria en México tiene continuidad en la situación actual: “Un individua­lismo económico vibrante, de inspiración utilitarista, con­tinúa en concierto con privilegios mercantilistas, bajo la guía, crecientemente tecnocrática, del Estado” (Hale, 1968: 304).28

El agiotaje formó parte importante en este contexto. El agio se desarrolló casi institucionalmente. Un grupo de agiotistas llegó a concebir la idea de establecer un ban­co de crédito al gobierno. Se comprometían a prestarle nueve millones de pesos anuales al seis por ciento. Y, ade­más, cubrirían los gastos de la administración pública, si se les concedía en exclusiva la percepción de las rentas de aduanas, impuestos directos y derechos de estancos y pla­ta (Flores Caballero, 1976). La proposición da a enten­der la correlación entre privatización de la base financiera del Estado y estatalización de las bases productivas de la nación. Es decir, que, si por una parte, muchas iniciati­vas productivas —industriales— aparecían directamente li­gadas al Estado, por otra, ese mismo Estado dependía enor­memente de una financiación privada. Esto muestra que en México la distinción entre privado y público, empresa y Estado no tenía mucho sentido. Al menos, en compa­ración con la separación liberal de estas esferas sociales, tal como aconteció en Inglaterra.

Cosío Villegas es uno de los primeros en resaltar la continuidad entre la Reforma y el Pbrfiriato. Aunque quizá su interpretación deba más a un intento de dar una visión más liberalizante del Porfiriato que otra más reac­cionaria de la Reforma. Sin embargo, el moderantismo carecía de una legitimidad, de una fórmula política, que significase una evolución política positiva y cumulativa. Cosío Villegas concluía: “¿de qué diablos servía que hu­biera una ley procesal, y que, inclusive, se respetara y ve­

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nerara celosamente, si desconocíanse la Constitución y el Derecho Político todo1?” (Cosío Villegas, 1963: 87).

Conviene detenerse un poco en la formación del blo­que histórico moderado en México (en España siguió una pauta similar). Por esto entiendo el proceso mediante el cual se incorporan, primero, al orden social neocolonial los intereses del crecimiento estatal mexicano. Después, se incorpora a esta nueva integración el interés reformista liberal, sobre todo, en relación con la Iglesia. Y final­mente, en el Porfiriato, el liberalismo se restringe a un positivismo político al servicio de los intereses desarrolla­dos por el crecimiento estatal y el margen productivo ge­nerado por la ruptura parcial con el necolonialismo. En otra perspectiva también puede decirse, en términos gene­rales, que la absorción que la Reforma hace de la “clases medias” para instalarlas inmediatamente en el orden social del Porfiriato, es precedente de la absorción que la Revo­lución de 1910 hará de las “clases populares” para insta­larlas en el orden social institucionalizado por el partido de la Revolución.

El moderantismo es un régimen de “tolerancia repre­siva”, ambigüedad y resistencia, más que de separación dialéctica entre sociedad civil y política, según el libera­lismo histórico inglés. Pero una crítica liberal radical fa­lla al enjuiciar el moderantismo. Por ejemplo, Hale se­ñala acerca del programa social de Alamán —el primer moderantista mexicano— que “era paradójico: intentaba fomentar el moderno progreso industrial, manteniendo al mismo tiempo el mayor obtsáculo a ese progreso” (la Igle­sia) (Hale, 1961). Este tipo de crítica se basa en la posibilidad de una especie de providencia smithiana que asiste a la sociedad liberal. Sin embargo, para ese “pro­greso” (o nueva economía política), tan importante es el desarrollo de capitales concurrenciales, como el manteni­miento de un orden social que proteja su crecimiento y mercadeo. Y para este fin, el México de Alamán no1 ofre­cía otras garantías de orden social seguro que las de insti-

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tildones como la Iglesia y el Estado central, que, en razón de su propio orden interno, eran agentes de un orden so­cial generalizado, extendido encima de divergencias socia­les y políticas locales o regionales.

Toda esa continuidad de la historia política mexica­na, que desde Alamán llegará a consolidar el moderantis- mo en el Porfiriato —después de haber pasado por la fase de amplia incorporación de nuevos sectores económicos de la Reforma—, indica que debe descartarse una interpreta­ción pendular de la historia mexicana. (El mismo proce­so ocurre con la historia española). El descrédito que de­be concederse a la manifestación doctrinaria o ideológica estricta ha sido puesto de relieve, entre otros, por Dale Baum (1977). Sin embargo, su interpretación no me pa­rece exacta. El liberalismo ideológico sí ha sido importan­te en México, aunque se trató —como en España— de un liberalismo superficial en comparación con el orden social liberal británico.29

Tampoco puede hacerse una tipología social de libe­rales y conservadores en México. Precisamente esta tipo­logía estaría en contradicción con el aspecto más estricta­mente ideológico (de movimiento de masas por ideas co- yunturales) que reviste el liberalismo mexicano. Así, no puede admitirse como lo hace Dale Baum (1977: 85) —siguiendo a Chevalier— un bloque liberal constituido por artesanos mestizos, pequeños comerciantes y emplea­dos frente a otro conservador formado por fabricantes es­pañoles de textiles, caciques indígenas que reaccionaban contra los ataques liberales a la propiedad comunitaria, y la clase militar de los oficiales, de origen criollo por lo ge­neral. Esta tipología da fuerza orgánica —de clases socia­les— a aspectos puramente coyunturales. Y “los ideales conservadores o liberales se confundían fatalmente y era la importancia de otros factores lo que determinaba las alianzas entre la mayoría de los participantes en los dra­mas políticos. . . Los términos liberal y conservador no pueden ser utilizados eficazmente para distinguir entre

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conceptos de desarrollo económico en el México del siglo XIX” (Baum, 1977: 87). Baum señala, por otra parte, varias coincidencias en las ideas de liberales y conservado­res: mejoramiento de transportes, de productividad agrí­cola y minera, fomento de la inversión extranjera, elimi­nación de los sectarismos políticos de índole personal, sa­neamiento de la burocracia, presupuestos económicos pa­ra el gobierno y liberación de los préstamos usureros. Se trata precisamente del establecimiento de las bases econó­micas del moderantismo: el resultado de una disolución considerable del régimen necolonial (a partir de la crisis de la plata) y el replanteamiento de un orden social con­tando con un peso mayor de las actividades productivas. Este proceso hacia el moderantismo explica las similitu­des entre la Reforma de Juárez y el régimen de Díaz (in ­cluso entre sus caracteres personales) y, en España, entre la República Federal y la Restauración.30

Al tratar del orden social y la economía política en México, no pueden pasarse por alto las observaciones in­cisivas de Octavio Paz.31 Sus observaciones y juicios cua­dran exactamente con la definición no liberal del orden social mexicano. Con la presentación no separada de la economía y de la política, de lo privado y de lo público, de lo individual y de lo estatal. Se trata de un contexto en que no es posible ocultar ni mistificar la violencia, el orden necesario para las relaciones que en una ideología liberal pueden aparecer como “contractuales”, “libres”. En México, no ha podido desarrollarse una sociedad civil des­representada de la barbarie estatal que le es condicional.32

El fracaso de una centralización liberal en México, garantizadora de la apariencia contractual de la sociedad civil, implica que el mexicano debe asumir con mayor fre­cuencia los presupuestos (i. e. violencia, incuestionabili- dad) que en un régimen liberal más exitoso recaen exclu­sivamente en el Estado. Es el choque cotidiano con las bases de la razón de Estado no externalizadas y monopoli­zadas por el propio Estado lo que estremece más al mexi­

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cano que a un ciudadano de otro país, que se enfrenta con normativa social más ligera. Y muchos escritores han reaccionado ante esta clarificación absoluta del orden so­cial humano de una forma absurda: han creído que Mé­xico es un país violento, bárbaro y provisional por sí mis­mo, cuando en realidad se han encontrado con un orden social que no solamente es esclarecedor para México sino también para Europa y otros países. Y, entonces, como liberales idealistas —que creen en la posibilidad de socie­dades contractuales libres y modernas sin una razón de Estado bárbara que las asista— se han refugiado en lo irracional y fantasioso con el fin de sobrevivir México.33

Paz destaca: ‘‘los liberales creían que, gracias al des­arrollo de la libre empresa, florecería la sociedad civil y, simultáneamente, la función del Estado se reduciría a la de simple supervisor de la evolución espontánea de la hu­manidad". Pero, y precisamente por ser mexicano, criti­ca profundamente la ficción liberal (quizá a pesar suyo) y en su ‘ogro filantrópico" aparece el orden social como una totalidad sin representaciones separadas: “el Estado del siglo XX invierte la proposición (el mal como excep­ción): el mal conquista al fin la universalidad y se pre­senta con la máscara del ser (el Estado moderno)". Y aplica el proceso a México: “Los liberales querían una so­ciedad fuerte y un Estado débil (una contradicción). Ten­tativa ejemplar" —(¿Se trata este adjetivo de una conce­sión liberal de Paz?)— “que pronto fracasó: Porfirio Díaz invirtió los términos", —(de hecho se habían invertido desde siempre)— “e hizo de México una sociedad débil dominada por un Estado fuerte" (Paz, 1979: 85 y 87).

México presenta pues un orden social no extrañado de la totalidad social. Lo contrario de lo que ocurre en la representación liberal. Si de lo que se trata es de estu­diar la sociedad en su totalidad —sin atender a ideologías que separan y extrañan partes— puede decirse que la '‘bar­barie" de México es la “razón" de Europa. La aparición simultánea y confusa en México de política y economía,

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violencia y trabajo, que se considera “bárbara” en Europa, constituye precisamente la razón de Estado válida para ambas partes: toda ideología de consentimiento en el ca­pitalismo presupone una violación. México no oculta en su historia esa realidad.

Orden Social y Proteccionismo Nacionalista

Si se comparan sumariamente los tres estados —in­glés, español y mexicano— en su relación con la emergen­cia de una nueva clase de fabricantes —capitalistas indus­triales— puede establecerse lo siguiente. El Estado in­glés desempeña una política —oscilante al principio, va resultando cada vez más decidida— de soporte definitivo a los capitalistas industriales representados esencialmente por los fabricantes de Lancashire. El Estado español sos­tiene una política fluctuante y ambigua, en la que la for­mación de una clase de capitalistas industriales no resulta en una reorientación del Estado (como en Inglaterra) ni se debe (como en México), sobre todo, a una iniciativa del mismo. En México, el Estado es quien pretende crear esa clase de capitalismo industrial. Por lo tanto, al contrario de Inglaterra, el Estado mexicano no podrá interpretarse como instrumento de clase, sino que preci­samente la clase es desarrollada por el mismo Estado. De aquí que el análisis marxista restringido de clase y Estado se avenga más al caso inglés, menos al español y mucho menos al mexicano.

El orden y la paz ciudadanas son relacionadas con la- industria por los fabricantes mexicanos, a mediados del siglo XIX, cuando en Inglaterra por esa misma época re­sulta evidente que, si se mantiene el orden social, no es por las cualidades de la industria sino por las de un Es­tado que mantiene este orden, a pesar de las tensiones y conflictos que genera aquélla. Resulta interesante el que las demandas proteccionistas mexicanas no se aduzcan en términos estrictamente económicos, como reducción de costos que contribuye a una mayor formación de capital

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y por ende a dar “mayor riqueza" al país. Generalmente, suelen expresarse en términos de las promesas de estabili­dad social creadas por el mismo orden industrial.34 Las ideas de Antuñano. Algunos autores se fijaron en la apariencia extraordinariamente pacífica del orden social británico en la época de la Revolución Industrial. Así, junto a argumentos más o menos mercantilistas o protec­cionistas, se asociaba la demanda industrializados al des­arrollo de una mayor estabilidad política, acarreada princi-. pálmente por la oferta de trabajo y la urbanización de la población laboral, creyendo que este contexto era acreedor de* un orden social más estable.35 Esta percepción hacía en México —en contraposición paradójica con Inglaterra— que pudieran ser conservadores, especialmente, los que dieran una aprobación entusiasta a la industrialización mexicana.

Antuñano30 se aferraba a esta idea del orden social generado por la misma industria (mientras que simultá­neamente se creía en otros sectores que se trataba de todo lo contrario): “no habrá paz en México, mientras no ha­ya una industria ilustrada y honesta, generalizada y en progresión”. Añadía que sin industria la gente iba des­ganada y desprovista, contribuyendo al desorden público (Antuñano, 1846). La conclusión de sus abundantes (y redundantes) panfletos es que sin trabajo y sin produc­ción de bienes no es posible conseguir la paz, el orden. Para ello debe fomentarse la industria, no sólo como fuen­te de riqueza, sino de civilización política.37

Antuñano hablaba de “Insurrección Industrial” ya qúe, como la insurrección de independencia, la industria representaba un “embrión político de regeneración social”. Para esta regeneración, Antuñano —a diferencia de Ala- mán, entonces— proponía un régimen republicano fede­ral, laico y desamortizador de los bienes eclesiásticos. La formación de bancos de avío para la industria tuvo en Antuñano una nueva propuesta: establecerlos en cada es­tado con el capital amortizado de la Iglesia. El firmó fre­

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cuentemente como “el primer insurgente de la indepen­dencia fabril de México”. Esta asociación de la industria­lización con la promoción nacionalista de México se ha­cía patente ya en los mismos nombres que se daban a las fábricas: “La Constancia Mexicana’/ “El Patriotismo” “La Independencia”, etc.

La divergencia de Antuñano con Alamán (alrededor de 1846), respecto a las alianzas políticas que precisaba la industria, indican una mayor ingenuidad de Antuñano en relación al conocimiento del orden social preciso para la industrialización, y viceversa. Este aspecto, que había sido profundizado histórica y orgánicamente por Alamán, fue considerado, al parecer, más coyuntural y oportunista por Antuñano. Debería interpretarse en este sentido, el hecho de que Antuñano '‘apoyaba cualquier régimen con tal de que impulsara la industria” (Hale, 1968). Todo indica que se fijaba más en la aureola liberal que adorna­ba la industrialización en Europa que en las circunstan­cias históricas específicas del orden social mexicano y su problemática.38

Antuñano muestra en algunas ocasiones que su “in- dependentismo industrial” no puede reducirse a un mer­cantilismo estricto, inconsciente de la importancia de pon­derar todo lo que hay detrás de la pura acumulación de mercancías. Tanto él como muchos otros, al pedir la en­trada libre de algodón extranjero, no solamente se dedican a proteger su industria sino (aunque lamentablemente lo discuten poco) que entienden que la fuerza de un país estriba en desarrollar especialmente aquellas actividades que la economía política entendía como productivas. Es decir, las que incluían mayor inversión de trabajo, mayor creación de valor, mayor formación de capital.

Creo que la polémica mexicana en torno de la intro­ducción de algodón extranjero para potenciar la actividad más productiva del momento puede y debe compararse a la polémica inglesa sobre la entrada de trigo extranjero destinado también, a su vez, a abaratar los costos de pro­

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ducción de la actividad formadora de capitai por excelen­cia durante la Revolución Industrial, la industria textil.

En el caso inglés, la entrada libre de trigo favorecía el abaratamiento de la producción textil de una forma in­directa, reduciendo los jornales. En el caso mexicano, la entrada libre de algodón lo hacía de una forma más di­recta reduciendo el costo de un factor de producción (no de la reproducción o mantenimiento de un factor de pro­ducción). En esa diferencia, se produce una revolución importante en la economía política británica alrededor de 1815 cuando West, Malthus, Ricardo y Torrens publican sus panfletos sobre las leyes del trigo. El caso inglés lle­va a considerar la formación de precios de productos in­dustriales a partir del nivel de rentas agrarias. De aquí que la Economía Política Clásica precipitada por Ricardo base toda la explicación económica en una teoría de la renta (Tribe, 1978), y a partir de esto se establezca una relación, entre dialéctica y dicotomica, entre la renta agra­ria y el beneficio industrial. Todo ello porque ambas se encuentran mediatizadas por el trabajo, base del valor. Por el contrario, en el caso mexicano al no existir esta mediación —ya que el algodón entra directamente como factor de producción y no como reproductor del trabajo, o de su fuerza si se quiere— resulta que no aparece como corolario la posible contradicción entre renta agraria y be­neficio industrial. Si esta hubiera aparecido, personas co­mo Antuñano hubieran podido construir su liberalismo en motivos “estrictamente económicos" contra los rentistas de la tierra, y no en términos de ideologías políticas y mora­les de carácter “extra-económico”.

Ahora bien, con todo, Antuñano afirmaba la impor­tancia de una actividad productiva generadora de capital por encima de otra de tendencia más rentista, al sacrificar la producción de algodón nacional a una mayor producti­vidad del textil con algodón extranjero. En esto, Antu­ñano se pone decididamente al lado del progreso capita­lista de México. Por otra parte, Antuñano (1842) reco­

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noce que sería mejor que México no precisara importar algodón extranjero. Que eso sólo se explica por la im­portancia de la industrialización. Si Antuñano lo hubie­ra además discutido a nivel de la Economía Política Clá­sica hubiera defendido a la industria textil como la más 'productiva (no productora) en capital. También, en su ataque al monopolio ejercido por los plantadores mexica­nos, hubiera podido esgrimir un argumento estrictamente ‘económico” si hubiese atendido al par renta-beneficio. Pero únicamente se limita a decir que esta acción mono- pólica es la responsable del contrabando de tejidos extran­jeros. Con todo, alude a la cuestión de una renta dife­rencial en el cultivo del algodón en México y en los Es­tados Unidos. Antuñano y otros eran de la opinión que las plantaciones algodoneras de los Estados Unidos que utilizaban esclavos producían más barato que las planta­ciones mexicanas (la esclavitud estaba derogada en Méxi­co por la Constitución). Sin embargo, podía ocurrir to­do lo contrario. La esperanza de que el algodón mexica­no pudiera ser producido a buen precio lo llevó a propo­ner el cultivo de algodón en las costas de Veracruz. Es preciso recordar que Antuñano tuvo que cerrar su propia fábrica por falta de algodón.39

El argumento industrial de Antuñano es economicis- ta, y sólo habla de otros aspectos sociales importantes en el desarrollo global de una nación como consecuencias del implemento de una base productiva fabril. Así dice que “el medio más cierto para crear amor a la patria es gene­ralizar la riqueza individual por las ocupaciones produc­tivas y nobles” (Antuñano, 1837). Sostiene además que el enriquecimiento material de la nación acarreará el des­arrollo cultural.

Es importante señalar que tanto Antuñano como Jau- mandreu, en Cataluña, desarrollan ideas de industrializa­ción y proteccionismo muy economicistas que nada tienen que ver, o poco, por lo general, con la teoría de los pode­res productivos de List (1885), quien por las mismas fe­

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chas se fijaba más en cómo desarrollar el poder producti­vo de una nación que en simplemente aumentar su vo­lumen de mercancías.40 En este aspecto, List es un teó­rico nacionalista de la economía: supedita la riqueza a la formación de una personalidad nacional variada y poten­te en los órdenes sociales e ideológicos. Para List, lo im­portante no era la producción de valores de cambio sino de poderes productivos. Esta era la verdadera actividad productiva que en un contexto nacional podía desempeñar tan bien un fabricante como un burócrata. Ni México, ni España (Cataluña) en su industrialización desarrolla­ron una teoría nacional de economía política. Por el con­trario, sólo modificaron una teoría —“cosmopolita” según List— cuyas consecuencias lógicas negaban el nacionalis­mo. No es pura coincidencia que los ideólogos proteccio­nistas de dos Estados, España y México, que fracasaron como naciones únicas, integradas y estables, no desarro­llaran una teoría económica nacionalista a la manera de List, mucho más adecuada —como Alemania hizo— para defenderse del orden internacional impuesto por el impe­rialismo británico.41

Anotemos, a manera de digresión, que la superficial lidad, reformismo y tolerantismo del liberalismo mexicano resultan asimismo similares al caso español. Tanto en un caso como en el otro, el liberalismo 110 se presenta como separación de clases sociales, de economía privada y polí­tica estatal. Se presenta únicamente en su aspecto miti­gante de los abusos y errores del antiguo régimen. Un trabajo de José Miranda (1956) resulta significativo al respecto: relaciona el liberalismo con la tolerancia del des­potismo ilustrado y con antecedentes medievales colectivo- paternalista. Este tipo de liberalismo se muestra más en sus aspectos doctrinarios o estrictamente ideológicos ya que no transforma excesivamente la sociedad. Su núcleo, tan evitado como poderoso, lo constituye la Revolución Fran­cesa-y las fórmulas democráticas que entonces cristaliza­ron.. Sin embargo* José.,Miranda da cuenta «de.qúe este

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liberalismo es compatible con el caciquismo, revelándose entonces su naturaleza más mitigante que transformado­ra: “el liberalismo español falló en el intento de erigir un edificio político sobre cimientos democráticos. Lo que en realidad forjó. . . fue un aparato oligárquico de suje­ción, que aseguraba el disfrute del mando a las varias par­cialidades de aquella tendencia política”. Sin caer en la cuenta del fundamento de la apariencia liberal, Miranda concluye: “Tampoco el liberalismo español logró urdir una sociedad liberal. Implantó, eso sí, las garantías de los de­rechos individuales, la libertad de prensa y la libertad de conciencia; pero no supo o no pudo infundir al pueblo español el espíritu del liberalismo, que es el del respeto y la comprensión mutuas, o de la tolerancia; ni insuflarle su ética” (Miranda: 1956: 196 y 197). Ni el contexto español ni el mexicano —debido a su situación internacio­nalizada— podían desarrollar un orden social liberal com­pleto y estable. Su especialización en el mercado mun­dial no permitía una variedad social productiva amplia, ni tampoco un crecimiento estatal basado en la fiscalidad sobre esta variedad.

La centralización generalizada no fue posible sin un mercado nacional integrado y con poder considerable de autosostenimiento. Así, tanto el comercio exterior como la producción orientada hacia este comercio determinaron una estructura estatal tan monolítica como geográficamen­te discontinua. Esa estructura no podía ser liberal. No constituía una premisa de una sociedad civil ni de un mun­do empresarial. Todo lo que era lo integraba práctica­mente en sí misma, y fuera de ella no había garantías mí­nimas de estabilidad social. Por esto, la apariencia libe­ral en México, que no el fundamento, sólo se representó precisamente en donde menos se quería en la Inglaterra liberal (fundamentada en las separaciones antedichas): allí donde el Estado se patentizaba con más fuerza.

Volvamos a Antuñano. Uno de sus blrmcos es Ro­ben Crichton Willie (1835) quien cristaliza en sus es­

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critos el librecambismo británico que exige la no indus­trialización de México y su mantenimiento como expor­tador agrario a favor del Reino Unido. Las proposiciones de Willie se inscriben en la victoria librecambista de Peel al abolir las leyes restrictivas de la importación de trigo en el Reino Unido. Antuñano critica a Willie en su "‘Insurrección Industriar' destacando las pretensiones de és­te de que México no sea fabril, antes bien, como conviene a Inglaterra, minero y agricultor. Antuñano subraya el interés contrario, estableciendo una agricultura cerealista, juntas directoras de industria, fomento técnico, caminos, canales, artes mecánicas. Es su ideario escrito ya desde 1834. I

Miguel Quintana42 pone sin embargo en evidencia el hecho de que las ideas de Willie estaban de acuerdo “con las de la mayoría del pueblo de México que deseaba vestirse con telas de mejor calidad, más baratas. . . y con las de los tejedores manuales (indios y mestizos) que querían hilaza suficiente”. Si hubo, de algún modo, cier­ta alineación étnica en torno del debate librecambio-pro* teccionismo puede decirse que los indios y los mestizos estaban a favor del librecambio (y en este sentido su re­presentación de independencia no pasaría por el Estado mexicano), mientras que los españoles y criollos no co­merciantes eran proteccionistas.

Aunque considero conceptualmente inexacto decir que “Antuñano era un mercantilista convencido puesto que perseguía la propiedad económica por medio de la industria de transformación" (Quintana, 1957) hay que señalar en él un mercantilismo de tipo más ideológico que un proteccionismo nacionalista. Es, en este sentido, re­velador que Antuñano no llegue nunca a hablar de la po­sibilidad de que México pueda llegar a exportar un exce­dente industrial.

Atamán: nueva economía, vieja política. Las memorias que Lucas Alamán presentó a las cámaras de diputados

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y senadores en su calidad de Secretario de Relaciones in­sisten en el carácter fundamental de la consecución de un orden social estable para el levantamiento económico del país. En la memoria presentada el 12 de febrero de 1830, refiriéndose a la “tranquilidad pública”, declara: “De todas las materias que deben ser objeto de esta memo­ria, ésta es, sin duda, la de mayor trascendencia, ya se atienda a la situación actual de las cosas, ya a los diversos e importantes puntos que con ella tienen relación”. A continuación se queja de la desunión existente entre los estados mexicanos, abogando por el fortalecimiento de un poder central implacable para con los desórdenes y las amenazas regionales. Para Alamán, la razón nacional de México se confunde con su razón de Estado: “La Repú­blica, pues, está amenazada de una combustión general que la conduzca hasta el punto de perder la unidad na­cional” (Alamán, 1945).

La obsesión de Alamán por “restaurar” un viejo or­den social para proteger actividades económicas nuevas le lleva a centrar su ataque en todo aquello que parezca opo­nerse a sus ideas corporativistas. Así, arremete contra las “sociedades secretas”, radicalizando los objetivos de aque­llas asociaciones que no sean susceptibles de integrarse a un orden corporativista. También se enfrenta al sistema de elecciones, a lo que llama “el abuso” del derecho de petición, a la libertad de imprenta. En el terreno prag­mático del control político propone una reorganización de la milicia local. Las milicias locales eran propensas a ex­tralimitarse operando en luchas y conflictos de carácter más amplio del que se les asignaba. Militarizaban zonas amplias perjudicando el normal desarrollo de actividades económicas, y, más que un apoyo, representaban muchas veces un estorbo o conflicto con el gobierno central.

La justificación de Alamán para mantener enfática­mente la “tranquilidad pública” a; profunda y difusa: se trata •de*‘no'desmoralizar la acción de Tas propiedades'-pri­vadas a cualquier nivel,.. ; * . *

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Con gran acierto, se ha dicho que “lo que a Alamán le interesa del pasado es la tranquilidad pública” (López Aparicio, 1956). El apego de Alamán al pasado colonial se debe a la estabilidad del orden social que entonces se consiguió en relación con el México independiente. Ala­mán era claro y tajante respecto a la imposibilidad de desa­rrollar la economía sin un orden social considerablemen te estable y definitivo: “La tranquilidad y el orden son los elementos más necesarios para la prosperidad de las na­ciones; sin ellos las instituciones políticas no pueden con­solidarse, ni florecer las artes, el comercio y la industria” (López Aparicio, 1959).43

Alamán visitó Europa entre 1814 y 1819 (volvería después de 1820), años cruciales en los que se transfor­maba la balanza del poder a favor de Inglaterra, y las na­ciones se remodelaban a la vez que el Estado de los paí­ses europeos sufría nuevas transformaciones relativas a la eficacia de su centralización política, dirigida al desarro­llo de dos recientes clases sociales: la burguesía industrial y su proletariado. Es probable que el énfasis de Alamán en la centralización política y la afirmación nacional es­tuviera influenciado por los acontecimientos que, en este sentido, pudo testimoniar en Inglaterra y Francia.44

Si la ideología alamanista creía que el desarrollo cor- porativista de la industria acrecentaría el orden social, la opinión contrapuesta —fruto de la experiencia europea— no tardó en aparecer. El Seminario de la Industria Mexi­cana criticaba la política de la Dirección General de la In­dustria Nacional en los siguientes términos: “la creación de industrias ocasiona una fuente perenne de agitación de donde nacerán nuevas conmociones políticas. . . grandes industrias... contra pequeñas... la reunión de trabaja­dores en un solo lugar ocasiona no sólo la natural agita­ción social, sino el aumento de los precios y de las ren­tas. . . degradación social, moral, familiar” (en Flores Ca­ballero, 1976: 114). Ahora bien, hasta el Porfiriato la concentración industrial no ^carrearía conflictos típicos de

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una sociedad industrial. Y, aún así, la presencia fuerte del Estado en los núcleos urbanos, más que en los rura­les, reprimirá con mayor eficacia los conflictos.

La gestión de Alamán ha recibido diversos juicios, entre los extremos del simple reaccionarismo y del aprecio como “hombre de orden” o pacificador. Dentro de estos extremos hay quien lo asocia con Burke, con el despotis­mo ilustrado de la época de Carlos III, o con un pre-por- firismo caracterizado quizá por un mayor despotismo,45 pero también con mayor iniciativa e impulso si se toman en consideración las circunstancias de las dos épocas.

Alrededor de 1844, Alamán propone la creación de cajas de ahorro populares para evitar las tensiones socia­les derivadas de la masa laboral: “Las cajas de ahorros disminuyen el número de indigentes y hacen gustar a las personas de poca fortuna la satisfacción agradable que na­ce de la propiedad”. Quizá deba también relacionarse es­ta cuestión con su estancia en Francia, donde la política co-optadora de la clase trabajadora a través de cajas de ahorro populares estaba recibiendo un estímulo conside­rable. Esta política cuadraba perfectamente con su visión corpora ti vista del orden social. Respecto a las cajas de ahorro populares dice que “son el origen de las virtudes morales y del espíritu de orden”. Habla de “la influen­cia que tienen las cajas de ahorro en el mantenimiento del orden público”. Cita a Candolle en la afirmación de que las cajas de ahorro populares “hacen aumentar el nú­mero de ciudadanos interesados en la conservación del or­den”.46 Alamán llega a proponer un reglamento para es­tas cajas de ahorro que supone unos privilegios conside­rables a las mismas. !

Lucas Alamán, con orgullo, en el México que se de­batía desventajosamente en el orden internacional de principios del XIX, y Walther Rathenau, con amargura, en la Alemania que se imponía en el cambio de siglo, eran conscientes de que el orden social a que se aspiraba en sus países —donde el .liberalismo penetraba más como

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ideología que como orden— se caracterizaba por un fenó­meno aparentemente contradictorio. En palabras de Ra- thenau: “Será difícil para los futuros historiadores alema­nes comprender cómo, en nuestro tiempo, dos clases so­ciales pudieron penetrarse mutuamente; la primera es una sobrevivencia del sistema feudal, la segunda es el sistema de la clase capitalista, un fenómeno producido por la mis­ma mecanización. Pero lo que les sorprenderá como más extraño es que lo primero que tuvo que hacer la clase ca­pitalista recién emergida, fue contribuir al fortalecimien­to del orden feudal” (en Joll, 1976: 146).Economía política y nacionalismo. Un personaje antité­tico a Alamán en México, y simultáneamente a List en Alemania, es Sartorius. Según el acertado comentario de Marcos Kaplan al trabajo de Scharrer (1979) sobre el em­presario alemán, Sartorius “tiene que reconocer que Ale­mania es un país atrasado que no le da oportunidad. . . pero viene con información de un país que ya está cam-- biando. . . mientras él está en México, Alemania está en otro proceso. . . Un alemán del XIX que cree que la li­bre Alemania se va a fundar sobre la base de una hacien­da, todavía no descubre (o no quiere descubrir) la ijn- dustrialización, está viviendo la era preindustrial. El he­cho de plantear el liberalismo como solución para todo el mundo y mantener relaciones semifeudales en el traba­jo. . . (refleja) las contradicciones que se presentan en Alemania en la primera mitad del siglo XIX”.47 Sartorius apoya su librecambismo (que lo arruinará precisamente a él mismo) en una Alemania librecambista idealizada. En realidad, Alemania, después de consolidar su unión aduanera, está siendo penetrada por un nacionalismo pro­teccionista que tiene en List su principal inspirador.

Quien más se acerca en México a una economía na­cionalista es Francisco García. Este,48 en un paralelismo extraordinario (y simultáneo) con el catalán Jaumandreu (Lluch, 1968), utiliza a Say en lo que de correctivo a una economía política estrictamente librecambista posee.

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En un principio, ambos sostienen que, para evitar la de saparición de capitales y trabajo, debe practicarse una po­lítica proteccionista muy seria. García cae en la cuenta de la estructura interdependiente de la economía capita­lista en su reproducción, aunque no da un paso más, dis­tinguiendo las relaciones entre los dos departamentos de la economía capitalista. Habla de que el crecimiento eco­nómico debe tomar en cuenta la doble vertiente que co­mo consumidores y productores poseen los diversos secto­res sociales. Sostiene que comerciantes, fabricantes v agricultores deben preservar y multiplicar —en estímulo recíproco— la cantidad de utilidades del país. A partir de esta consideración defiende más sólidamente (coinci­diendo en este punto con List) la economía política na­cionalista: la riqueza de un país depende en gran parte de la variedad —no sólo cantidad— de las utilidades que produce. Esta variedad permite establecer más estrate­gias para el cambio. La variedad de utilidades supone mayores alternativas para la adquisición. Por lo tanto, “de nada sirve proporcionarnos más baratos (por el libre- cambismo) los efectos que necesitamos si en la misma pro­porción se nos quitan los medios de adquirirlos” (ya que disminuye la variedad nacional de utilidades producidas).

Hasta después de 1870, las ideas sobre el poder pro­ductivo de List no serían atendidas en la cuna de la teo­ría del valor, Inglaterra. Alfred Marshall incorporó en su teoría neoclásica, reformada por diversas consideracio­nes sociales y políticas, algunas ideas sobre los fundamen­tos “no económicos” del poder productivo. Incluso, seña­ló específicamente los peligros del retraso educativo que observaba en Inglaterra en relación con Alemania (H ut­chinson, 1969).

El contexto financiero, fiscal y comercial del textil me­xicano

¿Fiscalismo o proteccionismo? La política comercial del México independiente resultó ambivalente, . Si bien, por

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una parte, la ruptura con España suponía mayores posibi­lidades para el desarrollo productivo del país, otras poten­cias, Inglaterra sobre todo, estaban ya listas para sustituir con mayor eficacia a España en un comercio neo-colonial. El prohibicionismo y proteccionismo iniciales del México independiente no pueden juzgarse mucho más eficientes que los del México hispano, tal como aprecia Alamán. De todas formas, el prohibicionismo fue interpretado co­mo medida idónea al proceso independiente: la prohibi­ción se enlaza con el proceso de México y va dirigida a obtener una mayor independencia del país.

Por otra parte, el proteccionismo redundaría princi­palmente en favor de las iniciativas empresariales del Es­tado mismo, más que de empresas de iniciativa estricta­mente privada.

Algunos proteccionistas son, sin embargo, reacios a la interpretación comercialista del desarrollo productivo. Así, Ortiz de la Torre sostiene que Inglaterra no es prós­pera por su proteccionismo sino por “la abolición de tra­bas a los artesanos y labradores; la libre elección de tra­bajos que tienen todos los ciudadanos; la protección de la propiedad personal y real, y la gran economía en la ad­ministración pública” (en Reyes Heroles, 1957: 177). Frases como estas se encuentran rozando el edificio teó­rico de List, pero nada más. También cabe resaltar la actitud de buena parte del liberalismo mexicano que no lo confunde con librecambismo. Sin embargo, histórica­mente, el impulso productivo no vino precisamente de un liberalismo proteccionista, sino del conservadurismo de Lucas Alamán. La influencia liberal anti-librecambista, aunque en mucha la estima Reyes Heroles, sólo se desa­rrolló a remolque de la poderosa influencia reaccionaria, como en el caso Antuñano-Alamán.

A partir del primer arancel establecido en el México independiente, se aprecia claramente la intención, más fiscal que de estímulo a la producción nacional, que re­viste la política aduanera. Así, el arancel del 15 de di­

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ciembre de 1821 representa un proteccionismo excesiva­mente moderado. Se pensaba proteger la industria arte­sanal cobrando un 25% de derechos sobre manufacturas de importación, más un 8% de alcabala interior. Aún así, (y omitiendo el contrabando) el costo de las telas impor­tadas era inferior y su calidad superior a las manufacturas mexicanas. El arancel, pues, no aseguraba el mercado interior a los textiles mexicanos, “de lo que se dedude que, si consideramos las necesidades del erario, los derechos co­brados por la importación, especialmente sobre textiles de algodón, se habían calculado para ayudar a resolver el problema financiero del gobierno” (Flores Caballero, 1970). Más adelante el arancel irá aumentando, en con­sonancia con la mayor consolidación del Estado mexicano, especialmente en el orden internacional. En 1823, Ha­cienda declaraba que el objeto de los aranceles tenía que ver más con el desarrollo de la producción nacional. Sin embargo, la abrumadora competencia extranjera —valién­dose de canales ilegales— había afectado no sólo la pro­ducción interior sino también los ingresos aduanales: de 17244 569 pesos recaudados en 1821 se había pasado a 6259 209 en 1823.

En 1824, se incrementaron aún más las prohibicio­nes a la importación. El mismo año se disolvían los con­sulados de comercio instaurados por España. Con todo, el crecimiento simultáneo del proteccionismo y la libera- lización del comercio de los monopolios novohispanos, de­be interpretarse como una política de intereses primordial­mente fiscales, y de subordinación de otras actividades económicas a la minería.49

El costo político de la independencia mexicana in­cluía el reconocimiento del nuevo gobierno por parte de las principales potencias extranjeras. A este fin, México tuvo que ofrecer tratos comerciales favorables a Inglate­rra, Estados Unidos y Francia. De hecho, con ello se re­conoció oficialmente un contexto que factualmente ya se había impuesto.

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La estructura de la industria textil de la Nueva Es­paña, aunque sujeta a variadas modificaciones del merca­do y las fuerzas productivas, estuvo primordialmente do­minada en su financiación por capitales comerciales de tipo monopólico. Debido a las dificultades de transporte y control de la distribución, la financiación de origen co­mercial persistió por encima de otra de tipo industrial. En un principio, el sistema de flotas y otras formas adiciona­les posteriores exigían un costo de protección elevado. Aquél especializaba a la exportación metropolitana en ar­tículos de calidad y a la producción colonial en artículos llanos. Como el contrabando abastecía primordialmente a ios grandes intersticios dejados por el comercio español, los obrajes pudieron desarrollarse especializándose en el abastecimiento de mercados locales. Ahora bien, la pro­ducción novohispana estaba sujeta a la demanda de un mercado dependiente directamente del éxito de las cose­chas por productos y regiones. Esto —y la carencia de un mercado interior estable de cereales— dio lugar a una financiación en forma de maquila. El capital comercial prefería disponer de una inversión fija reducida (o no disponer de ella) y comprar la producción a diversos obra­jes, dejando también un margen de distribución directa equivalente al riesgo de perder la demanda efectiva.

La financiación encabezada por la política alamanis- ta supone una ruptura considerable, aunque conviene ma­tizarla. Si bien hay industriales, como Antuñano, que fi­nancian (con enormes dificultades y estrepitosos fracasos) el textil sin ningún compromiso aparente con otros capi­tales comerciales, hay otros (y estos son los más) que úni­camente aprovechan el Banco de Avío para obtener un margen de inversión fija, pero continúan comprometidos con un capital mucho más amplio —financiero y comer­cial— que dicta órdenes de capitalización y des-capitaliza­ción entre los diversos sectores en que actúa. Así, frente a la inversión tipo Antuñano, tenemos las del tipo Caye­tano Rubio (Querétaro) en las que la inversión fija en

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el textil es una parte relativamente reducida en relación con otras inversiones: minería, comercio, agio. Por esto, puede decirse que la política alamanista establece más una ruptura, en términos de productividad de un nuevo tipo de inversiones fijas, que a nivel del control político del capital: éste continúa en un proceso monopólico que dicta capitalizaciones y descapitalizaciones de sectores, de acuerdo a diversas coyunturas.50

De acuerdo con esta perspectiva puede aparecer aún con más claridad el carácter “artificial” de la política in­dustrial alamanista. No se cambian en absoluto ni las condiciones del mercado (no hay reformas que transfor­men el nivel y la elasticidad del consumo) ni la estructu­ra financiera a largo plazo; únicamente —aunque es im­portante— se amplía la base inversionista fija, dando lu­gar a una mayor productividad. Dicho de otro modo, la política alamanista —a través del Banco de Avío— permite al poder financiero, diversificado y monopólico a la vez, aprovecharse de los beneficios del gran aumento de pro­ductividad acarreado con el sistema de fábrica, sin arries­gar la estructura original de dicho poder. Así, excepto en casos como el de Antuñano, la política alamanista no impulsa la formación de una nueva clase de fabricantes, industriales exclusivos, sino que permite asumir este pa­pel a los ya consolidados en el poder financiero. Con to­do, convendría estudiar con más detalle el peso político relativo de industriales, tipo Antuñano, en comparación con industriales tipo Rubio.

En este sentido, pues, la política alamanista no supo­ne ni mucho menos la creación de un nuevo orden social, sino la adaptación de la industria a un orden social ya definido, aunque no estable, en México. De aquí el ca­rácter conservador del impulso industrializador de Ala­mán. En términos de la economía política mexicana, pue­de decirse que Alamán intentó asimilar una auténtica revolución industrial sin alterar el poder del capital comer­cial ni el orden social que fundamentaba el mercado. Pe­

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ro sin una reforma financiera ni otra social-agraria, no po­día consolidarse políticamente ni una clase de fabricantes industriales ni un consumo popular mínimamente estable.

La administración Alamán apoyó, e hizo efectiva, la introducción de algodón en rama de importación, después que la Junta General de la Industria Nacional acordó que el sector fabril que más había progresado era el de hila­dos y tejidos de algodón.51 Pero hacía la salvedad que apoyaba la importación de algodón extranjero, siempre y cuando escaseara el mexicano. La operación se sometía a tres años de observación. Por otra parte, la mitad de los derechos que pagaba el algodón extranjero se destina­ría a la formación de otro banco de avío (sobre las bases del creado en 1830).

La cuestión de la importación de algodón en rama o manufacturado para ayudar o competir con la manufactu­ra mexicana, se planteó bien pronto en términos neocolo- niales. En la “Exposición dirigida al Congreso de la Na­ción por los fabricantes y cultivadores de algodón, con mo­tivo de los permisos dados por el general Don Mariano Arista, para la introducción por el puerto de Matamoros de efectos prohibidos en la República” se manifestaba, des­pués de una poética de la industria, al pedir la deroga­ción de esta franquicia, que: “se sabe cuál ha sido la tác­tica de los ingleses sobre este punto en España y en otras partes, donde se ha presentado para ellos un principio pe­ligroso de competencia; inundar el mercado de aquellos mismos géneros, echando mano de cualquier arbitrio pa­ra conseguirlo. . . arruinando al competidor.. . El senti­miento que os pretendemos inspirar es de muy noble ori­gen; redimir a la patria de la dependencia extranjera”.52

A partir de 1838 un grupo de industriales bajo el li- derzago de Antuñano iniciaron una campaña opuesta a los impedimentos para importar algodón de Nueva Or- leans. Ello sin perjuicio del prohibicionismo que afecta­ba a la importación de textiles extranjeros. Los fabrican­

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tes acabaron por imponerse a los “monopolistas” o algodo­neros veracruzanos.

Antuñano alababa la política de Lucas Alamán cali­ficándolo de “genio creador de la industria”. Su prohibi­cionismo —incompatible con el ordenamiento fiscal mexi­cano— se justifica sólo como medida inicial y efímera. Es por este motivo que no pone en entredicho el condicio­namiento básico del textil mexicano. Este se va a des­arrollar bajo el impulso y la protección del Estado, siem­pre y cuando no perjudique a los ingresos fiscales, basados primordialmente en aranceles sobre manufacturas extran­jeras. Cuando los opositores a este prohibicionismo argü­yeron que con ello se privaría a las aduanas de más de un millón de pesos de ingresos, Antuñano replicó proponien­do la reducción del gasto público. Una sugerencia impo­sible de aceptar por el aparato estatal mexicano, caracteri­zado precisamente por sus debilidades políticas y financie­ras.

La trascendencia de la iniciativa estatal en la indus­trialización mexicana es patentizada por Antuñano, al afir­mar que sin el Banco de Avío “tal vez hubiera pasado un siglo sin que hubiéramos tenido una máquina de algo­dón”. En lo que se refiere a la industrialización, la ini­ciativa estatal es plenamente aceptada sin que se plantee Antuñano el criterio negativo de la Economía Política Clá­sica (sobre todo en su divulgación) al respecto. Así, in­cluso critica a Condorcet por su énfasis en la iniciativa privada. En esta línea coincide plenamente con Alamán al considerar que la Nueva España bajo régimen protec­cionista aparecía más próspera que el México independien­te con concesiones liberalizadoras al comercio. Antuña­no cita a Humboldt al señalar que el prohibicionismo de principios del XIX era muy prometedor (pasa por alto la expansión del comercio ilícito, descontrolado por esa mis­ma época).

Hale señala, acertadamente, —y ello se relaciona con el desarrollo del moderantismo corporativista— que “lo que

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ha sido continuo en la historia de México es la activa par­ticipación del Estado en los asuntos del país. . . podría parecer entonces que también la política borbónica para modernizar la industria minera, el Banco de Avío y la Nacional Financiera forman parte de una tradición co­mún” (Hale, 1968: 241).

Chávez Orozco (1938) cree que Alamán no era consciente de que el clero y el agiotaje, en su absorción de capitales, dañaban a la industria. De hecho, Alamán se propuso crear un “mercado" de capitales industriales por su propia cuenta con la fundación del Banco de Avío en 1830. Aunque el fin del banco tuvo que ver con la exigencia por parte del gobierno de un préstamo forzoso que lo disolvió. Es decir, aún la iniciativa estatal quedó absorbida por el proceso que acusa Chávez Orozco.

Florescano (1965) pone de relieve la iniciativa ex­clusiva del Estado central en la industrialización de Ve- racruz, a partir de 1830. En su opinión, esta industria­lización, impulsada principalmente por Alamán, no tuvo un apoyo generalizado en México. Y además, la califica como resultado de una “política nacional, a veces contra­dictoria y titubeante". En ello se evidencia —como en otras características y circunstancias que estamos viendo— que la iniciativa industrial estatal no era orgánica, nece­saria, para los principios políticos del Estado mexicano. Más bien era cuestión neutra en sí misma, pero que, en compatibilidad con una política fiscal mas arancelaria que de rentas nacionales, podía fortalecer el poder econó­mico de unos individuos que, después de todo, eran en su mayoría parte directamente integrante del Estado.

Así, en un caso como el de Veracruz, destaca el ca­rácter exclusivamente estatal (central por supuesto) de la iniciativa industrial. Dicho estado carecía casi “por com­pleto” de tradición manufacturera. Y, entre 1835 y 1845, pasó a ocupar el tercer lugar como centro textil del país, después de la ciudad de México y Puebla.

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Antes de la iniciativa en torno a la gestión de Ala­mán, parecía que la industria textil novohispana había quedado seriamente cercenada. De las guerras coloniales a las de independencia se habían destruido muchas de las bases de esta industria. Especialmente las barreras pro­teccionistas y el capital comercial español se apreciaban insustituibles (Florescano, 1965).El Banco de Avío y la industria. A partir de la iniciativa gubernamental de Guerrero (1829) de apoyar el desarro­llo industrial del país, Alamán crea el primer fondo para el fomento de la industria mexicana. El 6 de octubre de 1830, se funda el Banco de Avío con un capital proyec­tado en un millón de pesos y recaudado en base a los aranceles que gravaban las importaciones textiles algodo­neras. Durante doce años difíciles el banco fomentó unas veintinueve empresas.

El primer ejercicio del banco resultó en una recau­dación de 459 393 pesos en concepto del quinto de los derechos arancelarios que gravaban la importación de te­jidos de algodón. A esto se le sumaron 5 210 pesos de premios de libranzas, réditos y partes de comisos, totali- zando 464 603 pesos. Había invertido 253 563 pesos des­tinados principalmente a la adquisición de maquinaria francesa, inglesa y norteamericana. El saldo quedaba pues en 211 040 pesos. Las aduanas que cotizaron más en con­cepto de derechos de importación de textiles fueron: Ve- racruz (200000 pesos), Tampico (98 859), San Blas (95 195) y Matamoros (86 311).

A fines de 1843, en México había 59 fábricas de al­godón totalizando 106 708 husos (18 654 en instalación) y 2609 telares. La industria se polarizaba en México, Puebla, Veracruz y Guadalajara.

La fábrica Hércules de Cayetano Rubio tenía, en 1843, 4200 husos (con una cifra igual en instalación) y 112 telares. En ella se trabajaban IW 2 horas al día. En general, la jornada en el textil era de unas 12 horas, con

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excepción de algunas fábricas que trabajan 10 horas; otras 15 ó 16 y otras en Puebla y Veracruz que tenían dos turnos diarios de 11 y l l lá horas. En ese año, la mayoría de las fábricas estaban provistas de energía hi­dráulica, dos contaban únicamente con vapor (Veracruz y México) y algunas estaban accionadas por tracción ani­mal únicamente, o complementando la fuerza hidráulica.

La producción de mantas pasó de 44929 piezas, en 1837, a 217 851 piezas, en 1842. En 1843, alcanzó 279 739 piezas. La fábrica de Antuñano producía ese año 14 101 piezas de manta. En 1845, se alcanzaba la ci­fra de 641 183 piezas (Alamán, 1945).

Conviene advertir que la iniciativa industrializados del Estado mexicano (i. e. política alamanista) no fue en modo alguno orgánica. Insisto: la integración de la in­dustria mexicana al Estado se hizo en virtud de la coin cidencia entre la expansión fiscal y el proteccionismo fa­bril. El prohibicionismo estricto estaba en contradicción con una estructura fiscal en la que los ingresos aduana­les constituían la mayor parte Así, el Estado deseaba que cuantas más mercancías entrasen mejor, siempre y cuando las gravase algún arancel. En ese contexto, hubo algunos momentos en que, o bien los fabricantes llegaron a pedir una política prohibicionista, o bien ésta se inició por razones políticas y financieras excepcionales para el Estado mexicano, como sucedió con el algodón en rama. Así, en 1848, José Palomar y otros industriales tapatíos se manifestaban en sentido prohibicionista, en un corto panfleto interesante por otro aspecto. Se trata de uno de los primeros alegatos de fabricantes dónde estos ya no aparecen integrados y amparados por el Estado a la Ala­mán sino qúe, incipientemente, se colocan como “clase” autogenerada frente al Estado. Hablan de que bajo un régimen prohibicionista “la República tuvo conciencia de su poder creador, y se. atrevió a discurrir sobre su desarro­llo”.53

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El período que va de 1821 a 1867 es de “crisis po­lítica y desarticulación económica” . . . “en contraposición con el período anterior, se caracterizó por la ausencia de un poder político central que se impusiera sobre el inte­rés de los grupos y facciones, y por la pugna entre éstos para conquistarlo, lo cual dio lugar a múltiples crisis po­líticas” . . . Fue, precisamente, la consecución de este po­der político central el principal objetivo de la política ala­manista (Florescano y Lanzagorta, 1976). Sin centrali­zación política efectiva no es posible el desarrollo de ac­tividades económicas individuales con garantías contrac- tuales. Sin embargo, Alamán perseguía más una centra­lización corporativista que liberal. No creía en la posi­bilidad de esta última para México, y, además, apreciaba sobremanera el orden social de los regímenes corporativis- tas tradicionales.

El fracaso centralizado!* frente a los poderes locales tuvo repercusiones fiscales importantes. Los estados esta­blecieron impuestos locales, que sumados a los federales resultaban muy cuantiosos, va que doblaban por lo gene­ral a estos últimos. “Esta libertad de los estados para establecer impuestos no podía darse sin la debilidad polí­tica del centro y el incremento correlativo de fuerzas po­líticas locales. El período que va de 1821 a 1867, no hay que olvidarlo, asiste al nacimiento v consolidación de po­deres locales y regionales cuya expresión es el caciquis­mo” (Florescano y Lanzagorta, 1976: 84). El contraban­do, evidentemente, fue importante en relación con esta situación.54

La industria textil mexicana durante la Reforma y el Segundo Imperio se desgaja ya en gran parte de la políti­ca corporativista de Alamán y pasa a nuevas, manos. Sin embargo, en todo lo relativo al orden social continúa pre­cisando de la intervención y presencia directa del Estado.55

Keremitsis sostiene que existe una fuerza inherente en la industria textil mexicana para sobrevivir a diversos factores adversos (contrabando, encarecimiento de mate­

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rias, desorden social, impuestos excesivos). Esta fuerza inherente la cifra en la “capacidad de la industria para sa­tisfacer la demanda y para adaptarse a las presiones de su tiempo” (Keremitsis, 1973). En mi opinión, esta fuerza inherente es pura ilusión. Primero, bajo el corporativis- mo alamanista, la industria textil recibe un apoyo, a veces incluso incondicional, del mismo Estado. Después, la in­dustria textil pasa a manos de capitalistas que diversifican sus inversiones bajo el imperativo de la acumulación fi­nanciera. Sus fábricas textiles no se desarrollan inheren­temente sino que se hallan en una encrucijada de trasva­ses financieros y subsidios entre actividades diversas co­mo la minería, la agricultura, el comercio y el agio.

Cayetano Rubio personifica la continuidad (excep­cional en muchos casos) del mismo individuo en las dos situaciones. Primero en la época alamanista y después en la liberal. Se dedicaba al comercio especulativo del algo­dón; tenía contactos directos con la minería y precisamen­te para abastecer Guanajuato construyó su fábrica textil de Querétaro.56

Keremitsis no estudia los procesos de financiación y descapitalización a plazo medio, ni la maquila, que pueden explicar si el textil se desarrolla por sí mismo o en trasvase con otras producciones para las que puede actuar de sub­sidio o también recibirlo. La estabilidad de las ganancias que, según Keremitsis, no se aprecia en las cifras específi­cas de las fábricas, se debe a que el textil operaba muchas veces en mercados bilaterales de “trueque”, donde el valor de los cambios era fijado a menudo por el mismo capitalo por capitales dependientes. En este sentido, el comer­cio de los tejidos de Rubio con Guanajuato podría resultar un caso significativo, si se pudiera estudiar. La contabili­dad textil específica (Keremitsis, 1973: 719-721) puede aportar bien poco sobre la capacidad financiera del textil si lo consideramos inserto en una estructura de diversifi­cation financiera.57

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El comercio fuerte en México era de exportación-im­portación. Probablemente por este motivo el capital co­mercial se dedicó poco a invertir en maquila para abaste­cer el mercado interior. Este capital comercial se opuso, especialmente en 1845, a la industrialización masiva que se desprendía de la política alamanista.

Por otra parte, Keremitsis, aunque atribuye un poder prometèico inmanente al textil, reconoce también que: “los problemas originales del desarrollo económico de México fueron, en consecuencia, aumentados por la ausencia de orden interno” (Keremitsis, 1973: 40). Keremitsis, Flores- cano, Flores y otros coinciden en señalar que las necesida­des fiscales del gobierno —en base a exacciones aduana­les— fueron responsables de la política proteccionista. En México, no se dio el caso de una burguesía industrial que forma un Estado con arreglo a sus intereses, ni un Estado que sirve a esta burguesía. No hubo relaciones entre cla­ses y Estado en el México del XIX, en sentido marxista. Antes bien, se fue desarrollando una bi-tipología política —neocolonialismo y nacionalismo— que agrupó y desagru­pó intereses que no pueden considerarse bajo la acepción revolucionaria y consciente de clase social, tal como la con­cibió Marx.

Romeo Flores (1976) en algún momento no parece entender el carácter específico —corporativista con tensio­nes necoloniales— de la industrialización mexicana, cuan­do dice, por ejemplo: “México no contaba con la infraes­tructura indispensable para imitar la revolución indus­trial inglesa que le servía de modelo”. Este modelo era en todo caso tecnológico pero no financiero, ni mercan­til, ni político. La base financiera de la industria textil británica no fue corporativista, directamente intervenida por el Estado, o parte de una diversificación financiera combinada de un capital. En Inglaterra, por el contra­rio, la financiación estuvo mucho más alejada del Estado, y la reproducción de la industria textil no dependía de trasvases entre inversiones de unos mismas capitalistas

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(Terradas, 1979). El mercado, obviamente, fue todo lo contrario, México nunca llegó a plantearse la posibilidad de exportar un excedente textil. Y otro componente, a mi entender tan interesante como descuidado, fue que los órdenes sociales eran equidistantes. El inglés desarrolla la ficción liberal que separaba distintas actividades, sobre todo las del Estado y la empresa. El mexicano no logra aislar las condiciones políticas que garantizaban las activi­dades económicas, sino que se presentaban incrustadas y, por ese mismo motivo, en relación explícita.

El sistema de fabrica en México.

En México, a la inversa de casos como el español (especialmente en Cataluña), los motivos de localización industrial fueron más económicos que políticos, ya que, precisamente, el orden político resultaba más positivo allí donde estaban los mercados. Es decir, en México, la ga­rantía del orden social la establecía más la aglomeración urbana; allí donde el Estado podía ejercer más control. Por el contrario, en Cataluña, fue precisamente el fracaso político de la industrialización urbana —debido a la poca presencia del Estado español en ciudades como Barcelo­na— lo que la llevó a su ruralización. En México, la lo­calización prefiere las ciudades mismas, como la ciudad de México, Puebla, Guadalajara, etc. Y, al mismo tiem­po, al estar cerca de núcleos urbanos, podía utilizar tam­bién fuerzas hidráulicas, oportunidad ausente en la indus­trialización catalana (Terradas, 1979).

La industria mexicana se adaptó positivamente a un tipo de orden social ofrecido en islotes urbanos donde al mismo tiempo se gozaban otras ventajas económicas: pro­ximidad de una parte considerable del mercado y aprove­chamiento hidráulico. Resulta paradójico considerar que, a pesar del “caos” político general del país, el fortaleci­miento dél Estado mexicano en algunas ciudades consi­guió dar estabilidad a un orden social laboral que no se vio perturbado hasta finales de siglo. Esta “especializa-

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ción urbana” del Estado mexicano favoreció el orden la­boral de la industria, aunque descuidó el aspecto rural creando serios problemas de mercado.

Esta presencia urbana del Estado en México permite, por una parte, el énfasis mayormente económico de la lo­calización y, por otra, la persistencia de un despotismo privado en el orden laboral interno de las fábricas. Por­que, aunque el Estado pudiera controlar el orden social del medio industrial, al carecer de política liberal, los con­flictos o tensiones potenciales del orden laboral no se ex- tra-empresarializaban en leyes v disposiciones públicas estatales sino que quedaban sujetas a actuaciones políti­cas intra-empresariales. Es decir, al no representarse se­paradamente el orden social necesario para el sistema de fábrica y la empresa “económica privada”, quitando a la incumbencia estatal la problemática política surgida en el mismo proceso del trabajo, se priva tizaba esta última. En­tonces; como en las colonias industriales catalanas o in ­glesas previas a la transformación liberal del XIX, el em­presario se convertía en legislador, juez, filántropo, de su propia fábrica.

La conformación política de estas fábricas, según un régimen de despotismo privado, le daba ciertas caracterís­ticas. Así, la misma construcción era suntuaria y osten- tosa, contrastando con la austeridad de las plantas indus­triales inglesas (aunque pasaba todo lo contrario con las oficinas comerciales). El continuum que se observa a va­rios niveles entre hacienda y fábrica me parece suficiente­mente obvio.

Potash pone de relieve las consideraciones más bien económicas de la localización industrial mexicana, que de­ben entenderse a continuación de estas premisas políticas constituidas por la presencia urbana del Estado en com­patibilidad con un régimen empresarial de despotismo pri­vado. Así. habla de la importancia de los núcleos urba­nos como fuente de capital, de concentración de materia prima, de mano de obra, de clientes, y de fuerza hidráu^

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lica. Arguye, ecuánimemente, que cada empresario daba prioridad a distintos componentes. Por ejemplo, la dis­ponibilidad de la fuerza hidráulica parece haber sido im­portante en los casos de Orizaba y Jalapa (Potash, 1959: 222-224). De hecho, el aprovechamiento hidráulico fue muy importante en todo el país: de las 47 fábricas que existían en 1843, 33 eran movidas por agua. El uso de la tracción animal y del carbón vegetal fue prolongado en México. En los casos de Puebla y la ciudad de México, la proximidad del mercado jugó un papel fundamental. Estas dos ciudades alojaban el 54% de las fábricas exis­tentes en el país.

Si bien el aprovechamiento hidráulico para la indus­tria textil facilitó considerables ahorros en los costos de producción, los costos de instalación de presas, canales y turbinas parece haber sido cuantioso.58 Aunque en el ca­so de las colonias industriales catalanas (Terradas, 1979 b) se descartaba la hipótesis hidráulica como determinante de la localización de las fábricas, en el caso mexicano el componente hidráulico me parece mucho más importan­te; aunque convendría examinarlo más detenidamente. Pero, al no contar con una contabilidad comparativa de costos de las mismas fábricas, con o sin fuerza hidráulica, poco se puede decir. Sin embargo, a diferencia del caso catalán, la mayor protección que gozaba la industria tex­til mexicana ñor parte del Estado hace pensar en un pe­so más considerable de los cálculos económicos sobre los políticos en las decisiones empresariales en sentido restrin­gido. Así, si en Cataluña las colonias industriales obede­cieron a un fenómeno de privatización derivado de un distanciamiento para con el Estado central (Terradas, 1979 b), en México la privatización es el mismo estilo po­lítico del Estado y, por lo tanto, más que distanciamiento, implica compatibilidad más o menos respetuosa o interfe- rente. Es decir, la política parece más uniforme y homo­génea en México, a pesar de la formación de islotes o fragmentos de dominio político exclusivo, que en España,

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donde existen, más que simples vacíos, contradicciones entre el orden social propugnado por el Estado central y el requerido por burguesía periféricas.

La asimilación del salto productivo proporcionado por el sistema de fábrica al orden financiero y social persisten­te dio buenos resultados económicos. En 1846, la Direc­ción de Colonización e Industria declaraba que la produc­ción del textil había igualado en valor a la acuñación anual normal de metales preciosos, “hazaña de no poca impor­tancia en un país cuyas minas se consideraban universal­mente como la principal fuente de riqueza nacional” (Po- tash, 1959: 230).

Poco se puede decir sobre la disciplina laboral de los primeros veinte años del sistema de fábrica, salvo diversos tópicos relativos al despotismo privado. López Rosado (1969) opina que “poco se hizo en este período (después de la independencia) para proteger al trabajador y mucho tiempo después de consumada la independencia, subsis­tían las mismas formas de explotación que durante la Nue­va España estaban en práctica”. Obviamente, el estilo alamanista comportaba una licencia considerable para los detentadores de la propiedad privada, únicamente se trata­ba de ordenar su conjunto, y, digamos, sus “sub-conjuntos” que quedaban integrados corporativamente. “Los dueños de las fábricas tenían una actitud paternalista, como la de los hacendados; conducta que incluía la administración de justicia y el uso de calabozos y torturas para mantener el orden” (Keremitsis, 1972: 715).59

Chávez Orozco (1938) proporciona una descripción prototípica de colonia industrial en la fábrica “Hércules” de Querétaro. Sus propietarios la habían convertido en una especie de república privada fungiendo ellos —y no el gobierno— como legisladores, abarroteros, caseros, poli­cía, jueces, carceleros, prestamistas, etc. Keremitsis. por su parte, califica la fábrica “Hércules” de Cayetano Rubio como la más notoria “por sus arbitrariedades y sus severos

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castigos”. En ella había control de impresos y libros. A pesar de la Constitución de 1857, en ésta y muchas otras fábricas-colonia había capillas. Keremitsis agrega signifi­cativamente: ‘las quejas de los trabajadores eran sobre to­do por la falta de vida privada y las restricciones que les imponían respecto a cómo hacían uso de ellas. . . la rela­ción paternalista entre patronos y trabajadores en Méxi­co se ha dicho que fue una de las causas de que el mo­vimiento sindical tardara tanto en organizarse” (Keremit­sis, 1973).

Así pues, el corporativismo a nivel de las relaciones entre Estado y fabricantes estaba correspondido también a nivel de fabricantes y obreros. Esto daba lugar, la ma­yoría de las veces, a la constitución de fábricas del tipo colonia industrial que venimos refiriendo. Pero, por otra parte, debe señalarse que, sobre todo a nivel de activida­des industriales de pequeña escala dominadas en su ma­yoría por capitales comerciales, se dio un continuum en­tre un orden social corporativista indígena-colonial y el nuevo orden social corporativista neocolonial-nacionalista.

El Cholula estudiado por Guillermo Bonfil (1973) ilustra este contexto. En Cholula se aprecia claramente, según Bonfil, el hecho de que el corporativismo ritual de origen indígena-colonial canaliza precisamente una serie de excedentes en beneficio de capitales comerciales, sin amenazarlos de suplantación. Este corporativismo indíge na-colonial socializa unas “pérdidas” que, de otra manera, serían absorbidas comercialmente, pero a título individual. En este sentido, y como señala Bonfil, en una situación límite, el corporativismo indígena-colonial procura socia-

i lizar una relación que el capitalismo plantea individual­mente. Al mismo tiempo, esta socialización corporativis­ta es una explotación colectiva que realiza un capital que en México posee a su vez otro anclaje también corpora­tivista.

Se trata de un replanteamiento de economía “dual” “articulada” o “dependiente” en términos de un orden so-

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cial. El corporativismo indígena-colonial estabiliza un orden social a nivel popular que se articula, sin interpre­tación disolvente, con el corporativismo neocolonial-nacio- nalista, definiendo así la coexistencia de un México sub- desarrollado”, “indígena-indigente”, y otro en “desarrollo difícil” nacionalista y neocolonial a un tiempo.

NOTAS

1 Un desarrollo más extenso de estas ideas se encuentran en Te- rradas (1979 a).

2 “The basis of our wealth, intelligence and culture is broadening; the pauper cotton hand of the thirties and forties is rapidly be­coming the respetable middle class citizen of to-day, whose inte­llectual and moral elevation are the greatest safeguards against anarchism, outrage and violence. The patience and fortitude, the orderliness of the cotton operatives and coal miners under the recent lockouts were the admiration of the civilised world and deservedly enlisted the sympathy of their fellowmen. A com­plete change has come over public opinion and the press; the despised Trade Unionist of 40 years ago is a recognised power in the State to-day. The organizations of Labour in England says Professor von Schulze Gaevernitz, have become veritable peace societies, and indeed the number of labour struggles has steadily diminished in the last 50 years.. . The wisdom and moderation

shown so far by Trade Unionists encourage the hope that they will not push their demands beyond reason and the best inte­rests of the country” (Merttens, 1894). Véase también Thomp­son (1968).

3 Gramsci (1958) apunta que “para Inglaterra, la idea motriz de las fuerzas internas, paralelas, puede resumirse en la palabra li­beralismo”

4 Esta posición de Adam Smith tiene que ver sobre todo con la obra previa a La riqueza de las naciones, suis Lectures on Justice, Police, Revenue and Arms (1763/1869).

5 Véase el incisivo e histórico artículo de Keynes “The End of Laissez-Faire" (1972).

6 En Spencer se encuentra uno de los exponentes mas divulgados y representativos de esta ideología liberal radical en relación con el Estado.

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7 Parece obvio que esta visión de extracción liberal encaja per* fectamente con los juicios de Pashukanis.

8 Véase especialmente el capítulo II de Charles A. Hale, Mexi- can Liberalism in the Age of Mora, 1821-1853, (1968).

9 Para un estudio de caso que muestra privatización y fragmen­tación política, véanse dos trabajos de Guillermo de la Peña so­bre el sur de Jalisco (1979 a y b).

10 Manuel Payno (1862) es un prototipo de liberalismo confuso'en lo que se refiere a la relación entre los acontecimientos de 1810 y los de una década después. Así, luego de haber destacado las simpatías y ayuda financiera inglesa a la independencia mexi­cana, sostiene que hubo una guerra de independencia en Méxi­co, continua desde 1810 a 1821, cuando “el general Iturbide consumó la obra empezada por el cura Hidalgo”. Sin embargo, por otra parte, Manuel Payno nos ofrece una descripción con­siderablemente lúcida de México en sus novelas. Jesús Morales de León (1975) hace hincapié en la caracterización “caótica” de México que ya subrayaba Payno, especialmente entre los años 1825-1848, como asevera también Justo Sierra. Para Morales de León el interés esencial de la obra de Payno radica en el “na­cimiento, desarrollo y subsistencia de este caos político de 1a nación”. “Lo que pudiera parecer una exageración o un sim­ple entretenimiento de la novela se convierte en una justa rea­lidad, en un reflejo de la historia social y política de un país”. En este sentido, Payno ilustra considerablemente el hecho de que « i el México de la primera mitad del siglo XIX no existe un orden social estable. La autoridad del Estado sólo está pre­sente cuando se ejerce específicamente.

11 Léase como articulación, dependencia, penetración, etc. Sin em­bargo, el carácter intermitente de las relaciones Estado-capital con la población indígena no es accidental ni coincidente se­gún factores externos a la relación. Se trata de unas relaciones considerablemente formalizadas y conexas.

12 Jan Bazant (1976) pone de relieve el carácter común que tuvo la política de desamortización eclesiástica en México y España (su extensión a otros países me parece menos sólida). La desamorti­zación se hizo de cara a saldar cuentas con la deuda pública y el presupuesto militar, en gran parte. Entonces, la venta se rea­lizó a los que poseían más medios efectivos de pago, consolidán­dose así los latifundios y el acceso burgués a la propiedad agra­ria. Nada tuvo que ver con una “reforma agraria” o incremento de la propiedad horizontal del suelo.

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13 La superficialidad del liberalismo latinoamericano ha sido glo­sada por Claudio Véliz al decir que “cuando las clases altas adoptaron la práctica de varias formas de liberalismo, radicalis­mo y positivismo, lo hicieron con el mismo espíritu con que adop­taron estilos arquitectónicos del Segundo Imperio” (citado por Dale Baum, 1977).

14 Para entender el contexto del endeudamiento español de esta época, véase J. Fontana, 1972.

15 “Esta ley fue la consecuencia natural de los deseos de un go­bierno decidido a promover el desarrollo industrial del pa ís ... Hasta esta fecha, la República se había concretado a la exporta­ción de metales preciosos” (Flores Caballero, 1972). Al mismo tiempo, Flores Caballero justifica la iniciativa estatal de la in­dustrialización por la escasez de capitales privados dispuestos a invertir, especialmente debido a la “intranquilidad política”. Antes, la presión artesanal se había hecho sentir a propósito del proyecto Godoy de 1828. Este proponía la importación de pre­parados de lana y algodón que el arancel de 1827 prohibía. Godoy y sus socios ingleses planeaban el establecimiento de mil telares y pronosticaban un incremento de dos millones de pesos en la recaudación aduanera. Unos portavoces artesanales se opusieron al proyecto arguyendo que se trataba de una ma­quinación inglesa que crearía desempleo, tanto en los talleres urbanos como en los campos algodoneros. También el artesa­no presentaba las consecuentes tensiones sociales y políticas que podían derivarse de un proyecto de mecanización masiva que, a a la vez, afectaba a los productores de materia prima (Flores Caballero (1970).

16 Según los estudios de Herrera (1976) existe una continuidad con­siderable en las características del comercio exterior mexicano desde 1821 a 1872. Su opinión es clara: “México es ante todo,

un exportador de materias primas y un importador de artículos manufacturados. La plata acuñada constituye el principal pro­ducto de exportación, que hace dependiente a la economía mexi­cana: las fluctuaciones en las exportaciones son decisivas en sus consecuencias sobre las finanzas internas del país”.

17 Para mayor información, véase Journal of the Statistical Society,

“Sección Miscellanea”, Londres, 1875: 532 ss.18 Repitamos que la industrialización mexicana no se hizo con­

tando con un orden social liberal semejante al que Inglaterra desarrolló a partir de 1815-1819 y consolidó en 1850-1870 (Te- rradas, 1979 a). El moderantismo porfirista constituía un orden social donde aun la estabilidad la garantizaba la presencia di ­

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recta del Estado sin permitirse otra clase de crédito a la fuerza del mismo.

19 Aprovechando este vacío los yorkinos se lanzaron a una cam­paña de demagogia popular en favor del “poder del pueblo”.

20 Dentro de este sistema de equilibrios y acuerdos frágiles hubo estados que se marginaron considerablemente del poder central como Yucatán, Sinaloa, Texas (éste, definitivamente). Como dice Costeloe (1975) “pocos estados cumplían sus obligaciones finan­cieras con el tesoro nacional, los gobernadores y las legislaturas aprobaban leyes anticonstitucionales o decidían no aplicar la le­gislación federal. En suma, el poder efectivo del gobierno na­cional era casi totalmente ilusorio”.

21 En la larga y maciza defensa que elabora Lucas Alamán de su ministerio en Exteriores, cabe destacar la identificación sin titu­beos que él mismo hace de su persona, en términos de un re­calcitrante antiguo régimen. Habla de que sus contrincantes “empezaron a afectar llamarse el partido del pueblo, distinguién­dose con este nombre de todos aquellos a quienes dieron el de aristócratas, voz que en nuestra revolución, como en la francesa, significa hombres religiosos, de honor, de propiedad, de edu­cación y de virtudes” (Alamán, 1945). Resulta cuando menos curioso comprobar la confianza que tenía Alamán en los resul­tados de una ideología reaccionaria consolidada en no importa qué población. Así, pidió la instalación de un grupo de carlis­tas españoles en la fron térra de México, después de la primera guerra carlista. Creía en la conveniencia de poblar la frontera con gente declaradamente católica y de orden. El embajador español, Marqués de Calderón de la Barca, le replicó que no había motivos para exiliar a los carlistas, que, aunque hubie­sen perdido la guerra, eran considerados bien españoles (Mala- gón, 1972).

22 Alamán, en su estudio histórico de México, es claro en señalar la insurrección de Hidalgo en 1810 como una revolución con­tra “la civilización”, y la independencia finalmente acaudillada por Iturbide diez años después, como una contrarrevolución di­rigida a dos movimientos Por una parta al desencadenado por los insurgentes, y, por otra, contra la nueva política derivada de la Constitución española de 1812 y restaurada durante el trienio liberal a partir de 1820. Por esos motivos, Alamán aduce que Iturbide actuó correctamente al desentenderse de la revuelta ini­ciada en Dolores. Para Alamán el orden social que emergía en México en 1821 era aún un producto de la conquista española, con su régimen de “autoridad”, “religión” y “propiedad”.

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23 En 1857, se crea la Guardia de Seguridad y, en 1861, los Rura­les.

24 Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, Guadala- jara, 1857.

25 En la Reforma se replantea la cuestión del orden social sin cam­bios significativos a los de la época alamanista: “los burgue­ses de la llamada Reforma, que para 1860 habían alcanzado ün control muy limitado del gobierno, sabían que para que Mé­xico se aproximara a las naciones más avanzadas del mundo pri­mero tendría —y esto era lo más importante— que instaurar el orden social interno” (Vanderwood, 1972: 34). Según Vander- wood, este proceso sigue aoondie con la necesidad de aumentar efi­cazmente la centralización del poder político. El objetivo era, explícitamente, el refuerzo del orden interno del país.

26 La institución de los Rurailes tuvo su origen en la co-optadón de bandidos y similares, que de esta forma obtuvieron empleo y al mismo tiempo se convirtieron en una fuerza de orden. Esta fue una iniciativa de la Reforma, en 1861. En ello puede apre­ciarse una política más maquivélica que la alamanista: se trata de incorporar todo lo posible al orden social propugnado por el Estado, desechando criterios ideológico-politicos restringidos. Es­ta “liberalización” co-optiva será una premisa importante para encauzar a México hacía un moderantismo tan estable como des­concertante. La misma Revolución de 1910 tendrá en una de sus secuelas una práctica similar a la de la formación de los Rurales. Madero dará empleo militar a revolucionarios en si­tuación ambigua o delictiva.

27 Igual tópico se atribuiría a la misma organización interna de las instituciones estatales. Así, también se diría que en el ejér­cito habita más mandos que soldados.

28 Más de un autor ha hecho notar las similitudes entre las polí­ticas agrarias y laborales del colonialismo borbónico del siglo XVIII y la formulación reciente de políticas ejidatarias y sin­dicales.

29 En este sentido, el empleo que Dale Baum hace de Fanny Cal­derón de la Barca, afirmando que en México apenas había senti­mientos liberales, me parece falso.

30 Para México, véase Dale Baum (1977); para España, Josep Fon­tana (1973).

31 “La tangibilidad de la violencia, el hermetismo desconfiado, el sentido patrimonialista atribuido al Estado, el temor y oculta­ción de la tensión y la agresión, mediante excesos de cortesía o de distanciamiento, etc.; el mexicano. . . máscara el rostro y más­

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cara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cor­tés a un tiemipo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, ila ironía y la resignación" (Paz, 1959:26).

32 El mexicano, en sus representaciones civiles, se ha visto en ma­yores apuros (de aquí el exceso de actitudes corteses y hermé­ticas) al encontrarse plenamente imbuido de sus condicionantes políticos, “bárbaros”, que ofenden al trato social liberal. Por una parte, esto ha supuesto una apariencia “caótica” o “bárbara” para el orden social mexicano frente a Europa, por ejemplo; pero por otra, lai sociedad mexicana desmitifica con gran profun­didad la ficción liberal. La formación de una sociedad civil que necesitando del Estado se cree incontaminada de él, es pura fic­ción.

33 Así, D. H. Lawrence después de chocar con la "barbarie” mexi­cana —precisamente el conocimiento profundo de un orden so­cial más universal de lo que pueda aparentar— escapa de su clarificación mediante una apoteosis mística y vulgar improceden­te. Y muchos otros, tanto extranjeros como mexicanos, esco­gen sendas irracionales para sobrevivir México, desconociendo así no sólo el poder desmitificador de la realidad mexicana, sino además la utilidad de este mismo poder para las socieda­des europeas sujetas a la ficción liberal.

34 Así se expresaban los fabricantes de Puebla en 1841 al respecto: “El Departamento de Puebla ha probado por algunos años las dulzuras de la paz, debido principalmente a que todos sus habi­tantes están siempre honestamente ocupados... las autoridades se complacen con ese estado floreciente y progresivo, temen con mayor justicia que la transgresión de las leyes destruya en Un momento esa halagüeña perspectiva, adquirida con grandes sa­crificios, y exigen con derecho que no se convierta un país vir­tuoso y subordinado, en teatro de crímenes y desorden”. (Inicia. tiva que para impedir la importación de hilaza extranjera y de- más efectos prohibidos hace al Congreso General la Exma. Junta Departamental de Puebla. Puebla, 1841.)

35 Estas consideraciones se insinúan con mayor o menor explicitud en un opúsculo de Juan López Cancelada (1811).

36 Para una descripción de las actividades industriales de Antuña­no, véase Quintana (1957, vol. II).

37 Esta presentación de la industria como generadora de paz po­lítica contrasta con la reacción que tuvo aproximadamente una década después (aunque por entonces Antuñano mantenía aún sus principios sobre la industria y el orden social, había ob­

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servado un giro liberal que lo distanció de Alamán) el Estado español al discutir seriamente en las Cortes, en 1854, la posibi­lidad de prohibir la industria, como consecuencia de la revolución que estalló en los núcleos urbano-industriales catalanes. Véase J. Maluquer (1973).

38 La caracterización de Antuñano como “liberal” y de Alamán como “conservador” me parece equivocada. Se trata más bien de que Alamán relacionó más estrechamente la industrialización con la problemática del orden social en México. De hecho, él mismo tuvo que generar una política en esta dirección.

39 Antuñano tiene una idea exacta del papel de la industria en la economía política, aunque no desarrolla —ni es ése su propósito- una teoría. Lo que hace es más bién adaptar al contexto me­xicano, lo que se conoce, en divulgación, de la Economía Política Clásica. Así, su base la constituye la diferencia entre activida­des productivas e improductivas (Antuñano, 1838). Destaca el exceso de actividad improductiva en México diciendo que “en Inglaterra seis producen y ocho consumen, y en México seis pro­ducen y doce consumen”. Esto le lleva a criticar lo que deno­mina “empleomanía” mexicana. Sus proposiciones se resuelven a estimular las actividades productivas y reducir las improductivas. Para generar la producción industrial habla de su “base mo­ral”, la prohibición de importaciones de manufacturados en com­petencia .

40 List sostenía que el desarrollo de toda la nación había que ba­sarlo en sus poderes productivos, y estos no dependían de cir­cunstancias estrictamente económicas sino morales, políticas e ideológicas. Hacía hincapié en el crecimiento armónico de los poderes productivos de una nación. Y esla armonía dependía de circunstancias de orden social e ideológico de la misma. En este sentido, invalidaba la división entre actividades productivas e improductivas. Antes bien, veía en la educación, la adminis­tración de justicia, la defensa militar, la promoción de la libertad de pensamiento y conciencia, los elementos esenciales para desa­rrollar el poder productivo de la nación.

41 Con todo, Antuñano (1835) relaciona significativamente aspectos ideológicos del orden social con la industrialización. Así habla de los tres males principales de México: ignorancia, pobreza y revolución. También critica los precedentes novohispanos del orden ideológico resumidos en la frase: “ignore el pueblo con tal que tema”. Relaciona este contexto con la inhibición industrial. Sin embargo, no propone todo un orden social estructurado a favor de la industria. Unicamente propugna reformas de miti­gación, tolerancia y ruina parcial del antiguo orden. Reyes He-

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roles subraya la posición desvinculada de Antuñano en relación con el poder político y financiero tradicional. Y, en este sentido,lo rescata (sin tomar demasiado en cuenta su servidumbre para con el Estado mexicano) para la causa liberal: “Reiteramos que Antuñano no tiene compromisos con las clases privilegiadas tra­dicionales. Aspira al poder para el tercer estado, que se forma­ría con la industria. Pero, inmediatamente, no puede escapar ai la manipulación alamanista, que Reyes Heroles intenta disi­mular al revés, haciendo creer que es la industria la que se sirve del Estado y no que el Estado consiente la industria en tanto que fortalecimiento suyo directo: “Su pensamiento (el de Antuñano) se centra en la creación de industrias y en la defensa de la clase (sic!) que con ella emanaría, sin que le interese que la industria sea creada por un gobierno de las clases privilegiadas o por el impulso liberal. La congruencia de su .pensamiento económico lo conduce, sin embargo, a pro­pugnar medidas (destinar los bienes de la Iglesia al fomento in­dustrial, etc.) inconciliables con el pensamiento conservador” (Re­yes Heroles, 1961: 259). En estas últimas frases de Reyes He- roles se condensa la superficialidad del liberalismo mexicano. Un impulso para crear una clase social de burgueses industriales, al que poco le importa si el Estado estará al servicio o no, primor­dialmente, de esta clase, y que, sólo por motivos económicos, se resuelve como clase, es un impulso fallido en la historia, de la industrialización bajo inspiración liberal.

42 Miguel Angel Quintana, Estevan de Antuñano. Los primeros 25 años de la Historia Económica de México, México, 1957. Es re­velador el subtítulo de este libro. Parece que la “industriola- tría” hace empezar la historia económica, para algunos, en la in­dustria, así como la “proletariolatría” hace empezar la histo­ria social en la formación de las primeras asociaciones obre­ras y sindicales. Así, mucha historia social mexicana no se da por empezada hasta después de 1850.

43 Para. López Aparicio como para Miguel A. Quintana, la “econo­mía” y su historia empieza en México con la política alamanista.

44 Según Charles Hale (1968) también “en 1839 Antuñano expresó su preferencia por el centralismo sobre el federalismo, como un antídoto a la anarquía resultante del excesivo número de poderes locales”.

45 “Alamán ejerce un despotismo ilimitado” (Quintana 1957: 169).

46 Véase “Memoria robre el estado de la agricultura e industria de la República”, 2 de. diciembre de 1842 en Documentos Diversos, 1945, vol, II.

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47 Es interesante resaltar la versión que Sartorius da de México. No ¡aiparece prácticamente nada sobre el empuje industrial. Sarto­rius da por sentado el peso absoluto de una agricultura depen­diente de la exportación que influencia toda la conformación social mexicana. Refiriéndose a las posibilidades del suelo y sub­suelo mexicanos sostiene que México no debe soñar en manu­facturas sino promover la agricultura y principalmente culti­var “las materias primas que deben intercambiar los países que han sido obligados a recurrir a la manufactura”. (De hecho la obligación podía haberse referido a la inversa). Luego, viene la caricatura del argumento librecambista: “el pobre, el indio, debe pagar un 300% más por su manta que si la comprara de im­portación”. Sartorius sostiene entonces la preponderancia social y cultural de los capitanes de la agricultura mexicana. Dice: “la flor de la población mexicana. .. debe buscarse entre los agricul­tores. Sería incorrecto llamarles campesinos, ya que no lo son en sentido europeo; la clase de plantadores y agricultores de México es mucho más independiente” Sin embargo, afirma ambiguamen­te: “El agricultor mexicano es conservador.. . ejercita poco con­trol sobre sus pasiones”. Alaba por otra parte las cualidades fér­tiles del suelo mexicano, que fructifica sin activos fertilizantes de­bido a la descomposición de materiales volcánicos (Sartorius, 1858).

La posición de Sartorius revela desfases considerables. La impresión general que se saca de su libro sobre México, en los años 1850. es la de una recurrencia a lo pintoresco, cultura1!mente exótico y/o inferior, que justifica una ideología económica que tiene poca inserción, por no decir rechazo, a proyectos de integra­ción nacional mexicana.

48 Sigo las informaciones que sobre él da Jesús Reyes Heroles (1957).

49 En 1825, Lucas Alamán creía que la minería constituía la cimen­tación económica de México. La, agricultura, el comercio y la industria seguían y debían seguir los avatares de la minería. Se trata de la orientación subsidiaria de toda la economía en tomo de la producción principal de exportación, definiéndose así un régimen económico neocolonial. Véase Palem (1980).

50 Robert A. Potash (1959), discute parte de estas premisas.51 Véase “Memorias sobre el estado de la agricultura” 1844, en D o ­

cumentos Diversos, 1945, vol. II.52 En 1841. En Documentos Diversos, 1945, vol. IT.53' Véase Los industriales del estado de Jalisco octubre de 1848. Co­

lección Lafragua, Banco de México.54 Cabe destacar que la iniciativa de Alamán tuvo Cambien sus ecos

en cent)os urbanos aparentemente alejados de mercados jrnpor-

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tantes. Así, por 1844, (Alamán, 1945), varios vecinos de Zamora (Mich.) habían establecido una Junta de Fomento de Artesanos

que publicaba un Semanario Artístico. Esta asociación tenía por finalidad el cultivo y la manufactura del lino. Desafortunada­mente, esta agrupación de cultivadores y manufactureros del lino tuvo escasa duración (1843-45) . La razón estribaba en lo ele­vado de los costos. Se habían distribuido acciones a 50 pesos cada una y se habían repartido para trabajar a domicilio unas cien ruecas y telares. Pero pronto se dieron cuenta que los jornales de las trabajadoras manuales a domicilio suponían un costo no competitivo con la producción industrial de lino. En­tonces decidieron mecanizar el proceso, estableciéndose en un sistema de fábrica. Con este motivo escribieron a la Junta Ge­neral de la Industria Nacional, acordando ampliar el fondo de la sociedad para comprar maquinaria. Para ello se contaba con el auxilio del Banco de Avío. Simultáneamente, paraba tam­bién el tejido manual en el hospicio de Zamora. Sin embargo, la caída de Alamán y la disolución del banco frustró el intento zamcrano. Este fenómeno es sintomático de las rupturas que se­ñala Luis González (1978) en diferentes períodos de la historia de la ciudad.

55 I>e 'los desórdene;; agudizados en 1862 . y 1867 por los cambios de gobierno hasta la huelga de Río Blanco (Orizaba) durante el Porfiriato, la intervención estatal se caracterizó por su espe­cificidad y discontinuidad en el tratamiento del orden social.

56 En contra de su propia afirmación, Keremitsis, en “La industria textil algodonera durante la Reforma”, Historia Mexicana, 84 (1972: 710-713), da cuenta de la diversificación financiera de los

dueños de fábricas textiles.

57 El estudio de Keremitsis adolece a mi modo de ver, de un en­foque excesivamente economicista y autocentrado en la indus­tria textil. Estudia los costos inmediatos de la producción tex­til pero, aunque describe un poco, no analiza la estructura fi­nanciera bajo la cual se movía e insertaba al textil dentro de un conjunto que le permitía bien poca autonomía, en comtra de la que Keremitsis le atribuye.

58 Así lo juzga Miguel A. Quintana (1957: 104) al hablair del apro­vechamiento del Atoyac en Puebla.

59 Sobre el estilo “colonial industriar’ de las fábricas textiles me­xicanas, Keremitsis confirma muchas facetas. Afirma que “las primeras industrias textiles incluso se parecían a las haciendas coloniales y adoptaron su mismo sistema de organización y las mismas actitudes”, Cada fabrica tenía su tienija de raya, donde

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se proporcionaba a los trabajadores “todo lo necesario y se ra­yaban después las deudas del comprador”. La justicia era ad­ministrada por los dueños de la fábrica, quienes tenían cárceles y cuerpos de policía. Prácticamente en cada fábrica había una capilla, viviendas supervisadas y, frecuentemente, escuela. La supervisión de la moral de los trabajadores .se consideraba respon­sabilidad del dueño de la fábrica (Keremitsis, 1972: 197 y 212).

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