Noche de difuntos

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Lacrimosa - Mozart

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“Yo no sé qué tienen, madre,

Las flores del campo santo,

Que cuando las mueve el viento

Parece que están llorando.”

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Cuando el frío viento de finales de Octubre comenzaba a desnudar las ramas de los árboles, saltaban las castañas en los anafes de las castañeras apostadas en las esquinas de las calles, y los días mortecinos daban paso al mes de Noviembre, el pueblo esperaba la llegada del día 1, Día de Todos los Santos, para esa noche emprender el sendero que conducía al cementerio.

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El pueblo acudía al él en cualquier día del año, cuando acompañaban a algún cortejo fúnebre, y cruzaban sus senderos siendo conscientes de que la luz que se filtraba entre los cipreses disponía el ánimo a renegar de la muerte cuando ya se ha desbordado el vaso de la vida. En estas ocasiones sus visitas eran de despedida.

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Pero acudían a él de distinta forma la tarde del Día de Todos los santos, sintiendo solamente la soledad que allí reinaba y lo que verdaderamente significaba. Ese día acudían para acompañar a los seres que habían perdido.

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Era costumbre pasar la tarde y la noche del día 1 de Noviembre (día de Todos los Santos), al 2 de Noviembre (día de Los Fieles Difuntos), en el cementerio, velando la tumba o nicho del ser más querido y visitando a las familias que velaban igualmente a los suyos.

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La sepulturas de segundo orden, con sus nichos en fila, eran encaladas y adornadas con flores, rosarios, e incluso alguna fotografía del difunto.Las de primer orden, sepulturas de ladrillo cuadrado, mausoleos de mármol de carrara y panteones familiares, se limpiaban e igualmente se adornaban con flores.

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Era conocimiento popular que las noches de veladas fúnebres estuvieran llenas de extraños ruidos que los veladores aseguraban venir de las tumbas, mezclados con el monótono soniquete del rezo de Santo Rosario y las Letanías. Las palmatorias, lamparillas de aceite y las antorchas alumbraban pobremente el corro de piadosos que se asentaban en torno a la sepultura de que las que también aseguraban ellos mismos ver salir los fuegos fatuos, volando como mariposas fosfóricas que les hacían cerrar los ojos.

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Eran noches de espesa bruma e intenso frío. Los veladores encendían hogueras en torno a la cual se asentaban para protegerse del rocío de la noche si estaba raso, o del chirimiri del agua si llovía, cubiertos con capotes.El olor del incienso se mezclaba con el de la podredumbre que rezumaba de las tumbas más recientes, y los familiares, piadosos, no cesaban en sus rezos dando de tanto en tanto un trago de aguardiente para entrar en calor y aliviar las penas.

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Grupos de mujeres oraban pidiendo indulgencia por el alma del que ya tan solo quedaban huesos, depositaban su ofrenda de flores en el hueco del nicho y rezaban fervorosamente el rosario a la luz de la luna; otros, los de más posibles económicos, enviaban a los mayordomos con librea a permanecer velando de pie, las plañideras piedras de los mausoleos, engalanados con flores de trapo y colosales blandones.

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Llegada cierta hora de la madrugada, los que allí velaban comenzaban a recorrer la ciudad de los muertos, suspirando tristemente cuando al ver a una madre arrodillarse ante la tumba de su hijo, o a la esposa ante su difunto marido, o la del hijo ante la de la madre.Y sale desgarrada de sus gargantas una coplilla, posiblemente entre sollozos.

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“¡Mira cuanta cruz de pino

¡Mira cuanta piedra blanca!

¡Mira cuanta florecita!

¡Mira cuanta luminaria!”

“Las lucecitas, que brillan

De noche en el cementerio,

Están diciendo a los vivos

Que se acuerden de los muertos.”

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Todo esto derivó en que en lugar de un lugar de recogimiento y oración se fuera convirtiendo poco a poco en cuna de borrachos y trasnochadores, pareciendo más un bacanal que un lugar de reposo eterno, por lo que las autoridades prohibieron estas veladas a finales del siglo XVIII.

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En estos días actuales que vivimos, prevalece la perspectiva festiva de un ritual manipulado y generador de olvido de lo que significaba esta noche…, todos celebran Halloween…

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Por mi parte y como cada noche de difuntos, encenderé lamparillas por mis seres queridos que se ausentaron. Su recuerdo se hará patente…, casi palpable. Unas lágrimas de ausencia brotarán desde un lugar donde siempre están conmigo.

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Sólo quedará silencio, mudo testigo introspectivo. Tal vez quizás el rumor de una coplilla rasgue tímidamente el momento…

“Las lucecitas, que brillan

De noche en el cementerio,

Están diciendo a los vivos

Que se acuerden de los muertos.”

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