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I NAPOLEÓN III SOBRE MÉXICO Jean-Baptíste Boussingault 3e dijo en aquel entonces que la inter- vención francesa en México era "la grande pensée du regne", la gran idea del reinado. En este caso, como en muchos otros, el emperador tuvo una influencia personal decisiva, acompañada de incoherencias y contradicciones; en Oriente defendía la in- tegridad del imperio otomano y las aspira- ciones de las naciones cristianas; en Italia puso el ejército al servicio de los patriotas liberales, derrotó al austríaco y luego prote- gió militarmente a los Estados Pontificia- les contra sus queridos italianos; su apoyo a la unidad alemana provocó el triunfo de Prusia y la derrota de Francia. El texto que presentamos ilustra esa in- conciencia característica de un emperador a quien le sobraba inteligencia e imaginación; el lector verá al testigo sorprenderse de la ignorancia de Napoleón III sobre México; pero el emperador había confiado al emba- jador británico que ignoraba cómo iban las cosas en los ducados italianos, justo cuan- do firmaba los Preliminares de Villafranca que sellaban la suerte de dichos Estados. Jean Baptiste Boussingault (1802-1887), antes de ser un famoso químico y agrónomo, había vivido años de aventuras en América, como minero en Nueva Granada y luego en el estado mayor de Bolívar cuando la guerra de independencia. Desde 1837 ocu- la cátedra de Química en la Sorbona. Su fama de "americano" le valió ser llamado desde Londres por Achule Fould, el mi- nistro de Hacienda, donde se encontraba organizando como "chairman" la Exposi- ción Internacional, Fould (1800-1867), hijo de banquero y banquero él mismo, funda- dor con los hermanos Pereire del Crédit Mobilier, senador y miembro del consejo privado del emperador, se desesperaba de ver a Francia embarcada en la aventura mexicana que él consideraba como una lo- cura condenada al fracaso;* compartía con Michel Chevalier, uno de los inspiradores de dicha empresa, y con el emperador, las ideas de Saint Simón, y era un partidario decidido del liberalismo económico. El 26 de mayo de 1862 había escrito a Boussin- gault para que fuera a hablar con él de la expedición mexicana. Boussingault, repu- blicano convencido, acababa de tener un No había llegada aún la noticia de la derrota su- frida por los franceses el 5 de mayo en Puebla. 96

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I

NAPOLEÓN III SOBRE MÉXICO

Jean-Baptíste Boussingault

3e dijo en aquel entonces que la inter- vención francesa en México era "la grande pensée du regne", la gran idea del reinado. En este caso, como en muchos otros, el emperador tuvo una influencia personal decisiva, acompañada de incoherencias y contradicciones; en Oriente defendía la in- tegridad del imperio otomano y las aspira- ciones de las naciones cristianas; en Italia puso el ejército al servicio de los patriotas liberales, derrotó al austríaco y luego prote- gió militarmente a los Estados Pontificia- les contra sus queridos italianos; su apoyo a la unidad alemana provocó el triunfo de Prusia y la derrota de Francia.

El texto que presentamos ilustra esa in- conciencia característica de un emperador a quien le sobraba inteligencia e imaginación; el lector verá al testigo sorprenderse de la ignorancia de Napoleón III sobre México; pero el emperador había confiado al emba- jador británico que ignoraba cómo iban las cosas en los ducados italianos, justo cuan- do firmaba los Preliminares de Villafranca que sellaban la suerte de dichos Estados.

Jean Baptiste Boussingault (1802-1887), antes de ser un famoso químico y agrónomo, había vivido años de aventuras en América,

como minero en Nueva Granada y luego en el estado mayor de Bolívar cuando la guerra de independencia. Desde 1837 ocu- pó la cátedra de Química en la Sorbona. Su fama de "americano" le valió ser llamado desde Londres por Achule Fould, el mi- nistro de Hacienda, donde se encontraba organizando como "chairman" la Exposi- ción Internacional, Fould (1800-1867), hijo de banquero y banquero él mismo, funda- dor con los hermanos Pereire del Crédit Mobilier, senador y miembro del consejo privado del emperador, se desesperaba de ver a Francia embarcada en la aventura mexicana que él consideraba como una lo- cura condenada al fracaso;* compartía con Michel Chevalier, uno de los inspiradores de dicha empresa, y con el emperador, las ideas de Saint Simón, y era un partidario decidido del liberalismo económico. El 26 de mayo de 1862 había escrito a Boussin- gault para que fuera a hablar con él de la expedición mexicana. Boussingault, repu- blicano convencido, acababa de tener un

• No había llegada aún la noticia de la derrota su- frida por los franceses el 5 de mayo en Puebla.

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recobrados

serio roce con las autoridades universita- rias imperiales, pero como patriota accedió inmediatamente a la invitación de Fould,

de modo que el 5 de junio a las 10 de la

mañana empezaba a conversar con el mi-

nistro en la rué du Faubourg Saint Honoré. No publicamos las siete primeras páginas

del documento dedicadas a esa conversa- ción, basta con decir que Achule Fould le

hace varias preguntas sobre México y le da su opinión personal en cuanto a las posibili- dades de éxito; los dos hombres coinciden en que son nulas; Fould le pide a Boussin- gault convencer al emperador de que la in- tervención es ima locura. Al día siguiente,

Boussingault fue recibido por Napoleón

III y, al salir de la entrevista, anotó en se- guida lo que se había dicho. En 1927 fue

publicado en Antibes, (imp. F. Genre et C°), un folleto de dieciséis páginas intitu-

lado: Docunient sur l'Rxpédition du Mexique.

Conversation deJ. B. Boussingault avec l'Ern-

pereur Napoleón III. óJuin 1862. Note rédigée

aussitot apres l'entretien et complétée par la

suite. Existe un ejemplar en la Bibliothe-

que Nationale de Paris, y otro en los Archi-

ves de rinstitut de France. El texto menciona a Francois Arago,

astrónomo, físico, ministro de la II Repú- blica (abolió la esclavitud en las colonias) y cuyo hermano Jean fue general mexicano; a Michael Faraday (1791-1867), químico y físico británico conocido por sus trabajos sobre la electricidad (la jaula de Faraday); a Antoine Becquerel (1788-1878), físico fa-

moso por sus trabajos sobre la electricidad;

su hijo Edmond (1820-1891) le sucedió en la cátedra de física. Haussmann es el "ba-

rón Haussmann", prefecto de París, famoso por sus gigantescas obras de urbanismo. (^

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JEAN-BAPTISTE BOUSSINGAULT DOCUMENTO SOBRE LA EXPEDICIÓN DE MÉXICO

CONVERSACIÓN DE J.B. BOUSSINGAULT CON EL

EMPERADOR NAPOLEÓN III EL 6 DE JUNIO DE 1862

(Nota redactada justo después de la conversación

y completada después)

[...] Al día siguiente, el 6 de junio, a las 14:30 horas, el señor Fould me envió una carta del chambelán en la que me informaba que el emperador rae recibi- ría a las 15 horas. Me fui de inmediato a las Tullerías. Fui recibido por un ede- cán de servicio que me pidió que esperara durante unos minutos, dado que el señor Haussmann se encontraba en ese momento con el emperador.

Conversé con el edecán, un artillero; me mostró un encantador modelo de cañón, una e.spec¡e de juguete que le habían regalado al príncipe imperial.

El prefecto del Sena pasó a la antecámara; ese hombre tenía el aspecto de un mayordomo de iglesia. Intercambiamos un saludo.

El emperador llegó frente a mí y, tomándome de la mano, me hizo entrar en su despacho; se sentó al escritorio y me señaló una silla junto a él.

El despacho donde me encontraba estaba (porque se quemó durante los sucesos de la Comuna) en la planta baja, en la parte del palacio que iba de la

puerta de entrada que abría sobre el Carrusel al ala que daba a la calle Rivoli; desde las ventanas se veía, creo, la parte reservada del Jardín Inglés.

Traducción del francés: Mónica Mansour. Las palabras en cursivas aparecen en espailol en el original. [N del t.]

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El emperador fumaba un papelito; su acogida fue, como de costumbre, de

las más agraciadas. Entonces se inició la conversación: —¿Usted fue agregado del estado mayor del general Bolívar? —Sí, Majestad, en calidad de ingeniero, pero hace muchos años. A los ojos

del gobierno francés y de los monarquistas yo era un filibustero; además, su majestad no ignora que, en política, de jóvenes todos hemos sido más o menos

filibusteros. —Sin duda —dijo el Emperador—, haciendo una señal de asentimiento;

luego añadió que deseaba consultarme sobre lo que yo pensaba de México y de la importancia de las minas.

Repetí, casi en los mismos términos, lo que había respondido al señor Fould cuando éste me había hablado de los mismos asuntos. Mientras habla- ba, el emperador mordisqueaba las extremidades de su largo mostacho; parecía muy cansado, sus ojos se veían más apagados que de costumbre. Por lo demás, no era la primera vez que yo advertía la diferencia que había entre su fisono- mía cuando estaba con ropa de casa y su fisonomía oficial los días en que se mostraba en público durante las recepciones en las Tullerías o cuando pasaba revista. Me informó que nuestras tropas estaban en Puebla, que estaban sitian-

do el lugar. "¡Puebla, un lugar sin importancia -añadió-, unas mil almas!" —Majestad, Puebla es una de las grandes ciudades de México —le dije—.

Y acudiendo a mis recuerdos le aseguré que su población debía aproximarse a los 80 000 habitantes. Para mis adentros, me sorprendí de ver al emperador tan

ignorante de la geografía del país que mandaba invadir. —Tomaremos Puebla —continuó—, pero ¿cree usted que lleguemos a la

ciudad de México.'' —Llegará usted a la ciudad de México, Majestad; estoy convencido de ello.

Sus tropas la ocuparán, ¿por cuánto tiempo.'' No lo sé. Los norteamericanos to- maron esa región y no la conservaron. Es que no entraba en su política de

anexarla a la Unión; se conformaron con apropiarse de las minas de plata más ricas de la región. Puede decirse que, en lo que a eso se refiere, se llevaron la

crema de México.

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Le dije al emperador que no conocía de la Nueva España más que una par-

ce del litoral; que bajo las órdenes de! corone! José María Lanz me habían en- cargado explorar para buscar allí un punto de desembarco. Esta fue la ocasión. Iturbide acababa de ser proclamado emperador de México por su ejército. Fue, creo, en 1824. Bolívar se proponía derrociu a la nueva monarquía. Mediante los

emisarios que mantenía en Cuba se debía llevar a cabo una revolución en esa isla, después de lo cual una flotilla de corsarios, bajo las órdenes de un francés,

el comandante Courtois, conduciría a las tropas colombianas a Tampico, de donde debían marchar hasta la ciudad de México y ocuparla. Todo estaba dis- puesto con esta intención cuando se enteraron de que el desafortunado Iturbi- de había sido fusilado por los mismos que lo habían puesto en el trono. La ex-

pedición cubana ya no tenía objeto, la flotilla del comandante Courtois fue desarmada, y Bolívar acogió al hijo de Iturbide. Yo lo conocí como teniente en

el ejército colombiano. Un día, cuando recibía su sueldo mensual de cuarenta piastras, me lo mostró diciendo: "Es muy poco para un príncipe imperial".

El emperador dijo: —No cabe duda de que México es una de las regiones más hermosas que

uno pueda imaginar, y que, bien administrada, daría ingresos considerables. Después, al abordar la cuestión de las minas, repetí las razones que había

presentado al señor Fould para establecer que se hacían, al respecto, muchas ilusiones, si no en lo que se refiere a la importancia real de los yacimientos de

plata, por lo menos sobre los beneficios que el Estado obtendría al mandarlas explotar a su propia costa.

—Las finanzas han sido despilfarradas constantemente —dijo el empera- dor—. ¿No cree usted que una vez que el país esté en nuestra posesión se les

podrá mandar organizar por uno de nuestros inspectores de finanzas.'' Confieso que esta pregunta me desconcertó. Imaginar que un empleado del

ministerio creara un sistema financiero me pareció increíble. Guardé silencio. El emperador se dio cuenta de mi asombro. Entonces, mirándome a la cara, lo que no hacía con frecuencia, repitió lentamente la pregunta, con aire serio:

—Le he preguntado si no piensa que uno de mis inspectores de finanzas podría sacar a flote y organizar las finanzas mexicanas.

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Me vi obligado a responder. Dije entonces que no existían finanzas en la América española en el sentido que en Europa se vincula con esa parte de la ad- ministración; que la percepción de impuestos difería notablemente de la que

se practica en una gran parte de nuestro continente; que los indios pagaban la capitación, un impuesto anual por cabeza; todo el mundo pagaba el alcavalo \síc. la alcabala], un derecho sobre las transacciones comerciales realizadas en un mercado público; el clero cobraba el diezmo, una renta en especie, a los

campesinos {los labradores); los mineros pagaban el quinto, un derecho del cin- co por ciento sobre el oro y la plata que mandaban acuñar; mientras yo estuve en América no existían impuestos sobre la propiedad inmobiliaria; el Estado mantenía, por lo general, el monopolio de la producción del tabaco y de la ven- ta de bebidas alcohólicas. Terminé esta enumeración afirmando que, a pesar de lo que sostenían algunos economistas, los elevados derechos percibidos so-

bre la mercancía extranjera, la aduana, conformaba el ingreso más productivo. El emperador me escuchó con atención; no obstante, regresó una vez más

a su inspector de finanzas. Yo cedí y la conversación tomó otro curso. —¿Cree usted —me dijo— que sea posible establecer una monarquía en

México.'' —No, Majestad.

—¿Por qué.' —Por la razón de que la monarquía nunca ha existido en la América espa-

ñola; que en todas las épocas el poder monárquico ha sido delegado en virreyes o en capitanes generales; que los pueblos, así administrados por agentes que los explotaban por su propia cuenta, nunca habían conocido más que el lado malo de la monarquía; que a esa circunstancia atribuía el general Bolívar la fa- cilidad con que las instituciones monárquicas habían sido derrocadas en todas las posesiones de América española, en Chile y en Perú por San Martín, en Ve- nezuela y en Nueva Granada por el mismo Bolívar, en México por Mina \sic\.

El emperador me dijo, con una vivacidad que no era habitual en él: —Es cierto; sin embargo, no puede negar que Brasil sea una monarquía. —Majestad —respondí—, la monarquía brasileña explica por qué esta for-

ma de gobierno no existe en las otras partes de América. Es porque los príncipes de la Casa de Braganza, al establecerse en Brasil, estuvieron en contacto conti-

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nuo con el pueblo. Mientras que después de la conquista no entró en la cabeza

de ningún rey de España enviar a un hermano o a un sobrino a sus posesiones de ultramar.

Enseguida me preguntó el emperador: —¿Cuál fue la duración de los poderes extraordinarios con que fue investi-

do el libertador Bolívar.'' —Quince años, Majestad. —¿Tanto así.'' —Sí, Majestad, con altibajos, es decir, con insurrecciones y represiones

enérgicas. Bajo la dictadura, la república fue próspera: inspiró suficiente con- fianza para ser reconocida como Estado independiente por Inglaterra, Francia y, al fin, por España; pudo contratar en el extranjero préstamos importantes, garantizados por los ingresos de la aduana.

Hice notar también que sucedió lo mismo con las repúblicas de Perú y de México bajo las dictaduras de San Martín y de Santa Anna.

Habiéndome preguntado el emperador sobre el ejército colombiano, sobre los lanceros, los llaneros de Venezuela, sobre la bravura de las tropas, respondí

que los ejércitos de América española no se parecían en nada a los ejércitos eu- ropeos; que las clases inferiores: indios, mestizos, mulatos, negros, servían por obligación; que, con muy pocas excepciones, sólo había patriotismo en las cla- ses altas pero que, una vez en las fíla.s, dirigidos por jefes audaces, los hombres de las clases inferiores luchaban bien. Formaban excelentes tropas ligeras en las cordilleras, asombrosos jinetes en las estepas, soportando privaciones, fati-

gas, apenas vestidos, marchando descalzos. Los lanceros del general Páez, cuando embestían a los brillantes húsares de Fernando, desnudos, agachados

sobre sus caballos, parecían centauros; a corta distancia, el hombre se confun- día con el animal que lo llevaba. Si los militares extranjeros se budaron del gran

número de oficiales en los ejércitos sudamericanos, fue porque ignoraban que esos oficiales en realidad eran simples .soldados; constituían una reserva que ro-

deaba a su comandante. El general Flores decidió la victoria de Tarqui en una batalla librada contra el ejército peruano, cargando a la cabeza de su estado ma-

yor. Estas promociones a grados superiores se explicaban por el hecho de que sólo había una recompensa para los actos de valor: la charretera.

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Después de haberme hablado de la exposición internacional de Londres, el

emperador se informó de la situación de las cosechas en Inglaterra; era un tema que siempre le preocupaba mucho. Me tomé entonces la libertad de pregun- tarle lo que pensaba del desenlace de la Guerra de Secesión iniciada en Esta- dos Unidos.

—Esa guerra se prolongará aún por mucho tiempo —respondió el empera- dor—. ¡Los estados esclavistas están decididos a llevar la resistencia hasta sus

últimos límites! Por la manera en que hablaba el emperador era fácil comprender que sus

simpatías estaban con el Sur, que había contado con el éxito de esos estados cuando se había comprometido con la malhadada expedición contra México, comprendiendo perfectamente que los Estados Unidos, si lograban hacer que los sureños volvieran a incorporarse a la Unión, serían hostiles a la ocupación

de México por los franceses, y más hostiles todavía si se establecía allí una mo- narquía.

El programa que el señor Fould me había trazado estaba cumplido. Había dicho lo que yo pensaba de la guerra emprendida en la Nueva España. El em-

perador me despidió con su benevolencia acostumbrada, me acompañó hasta la antecámara de su despacho exigiendo que yo pasase frente a él. Obedecí, re- cordando que la invitación de un soberano es una orden.

Una vez en el coche para regresar a la calle de Vosges, no pude evitar hacer algunas reflexiones sobre el carácter de Napoleón III.

Era un soñador que procedía más por intuición que por reflexión, sin cono-

cer lo suficiente los temas de los que tenía que ocuparse. Así, por ejemplo, había decidido que mandaría -y mandó, desafortunada-

mente para él- un ejército a México, sin tener ningún dato sobre la geografía ni las costumbres del país que mandaba invadir. Ignoraba que Puebla era una ciudad muy poblada y tenía fe en la intervención de un agente del tesoro fran- cés para organizar las finanzas, es decir, para hacer nacer la probidad en un país donde ésta nunca había existido.

No tenía la menor idea de las dificultades que asaltarían a nuestros valien-

tes soldados al penetrar con la artillería y los pertrechos en el centro de una re- gión donde las vías de comunicación eran casi impracticables, no había víveres

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asegurados, la población se retira y se disimula trente al invasor sin sufrir un

perjuicio notable. México era para él, el país con grandes riquezas minerales, con metales pre-

ciosos, que mandaría explotar por un ingeniero del Estado; el oro que se extra- jera de la tierra permitiría amortizar nuestra deuda pública, cerrar el gran libro

[de la deuda pública]. ¡Un ingeniero de minas había comprobado en un infor- me que el hecho era posible!

El emperador fingía creer en las cosas más inverosímiles; parecía no querer admitir que la piedra filosofal era una quimera. Si se le comunicaba el secreto de la transmutación de los metales, enseguida mandaba realizar experimentos para verificarlo. "Hay que intentarlo todo" era su lema.

Un día que entré al laboratorio del comité de artillería vi a un eclesiástico con la sotana arremangada y haciendo experimentos. También había otra per-

sona, un tal Campana, el anterior propietario del Museo Campana [en Aviñón]. Charpentier, el guardia de artillería, auxiliar de laboratorio, me sopló al oído que este cura estaba transmutando la plata en oro. Mi amigo, el comandante Carón, encargado del servicio de análisis, me hizo una señal y me retiré.

Esto fue lo que sucedió: el emperador había mandado llamar al comandan- te para anunciarle que el señor Campana le había presentado a un sacerdote italiano que conocía un procedimiento para convertir la plata en oro, que no se podía dudar del resultado, que por consiguiente él deseaba que los experimen-

tos se ensayaran en el laboratorio del comité, por más que Carón le explicara que no era raro encontrar oro mezclado con la plata en los países donde la refi-

nación no era común. El emperador insistió. Carón respondió que entonces se debería poner un lingote de plata pura a su disposición y se retiró. Recibió de

la Moneda un kilogramo de plata acendrada, y sobre este metal trabajaba el cura. La plata fue atormentada por todos los medios posibles, pero no se le

sacó ni la menor partícula de oro. No acabaría uno nunca de contar todas las obse.siones que sufría el empe-

rador por parte de los inventores. El coronel Favé era el intermediario entre su majestad y los inoportunos. Durante algunos años formé parte de una ccjmisión

permanente instituida en la panadería comunal Scipion para examinar los pro- cedimientos de panificación que provenían de todos los cerebros enfermos.

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Tuvimos que tratar con altas personalidades, esperando obtener una prerroga-

tiva para confeccionar el pan con salvado, con papas. Vi a grandes damas, de porte elegante, meter la mano en la masa para confeccionar frente a nosotros

recetas que nunca se lograban cuando uno observaba a los singulares operado- res que las ejecutaban; se intentaba engañar la buena fe de la comisión Scipion

por medios poco delicados. Fui perseguido, durante mucho tiempo, por un senador que pertenecía a la

vieja nobleza, esperando obtener la prerrogativa de fabricar abono con chan- clas viejas, del cual siempre traía una muestra en el bolsillo.

Cuando hubo malas cosechas de los viñedos, el emperador fue asediado por los inventores de vinos artificiales; eran bebidas imposibles: se hacían con ase-

rrín de madera de caoba, con maíz; sin embargo, hubo una que tuvo el auge de un momento; salía del laboratorio de la e.scuela normal y era patrocinada por el señor Dumas (no el novelista). Tenía verdaderamente sabor a medicamento.

Cuando el emperador la probó, la rechazó diciendo: —¡Uj! ¡Si el señor Dumas bebe este vino, entiendo por qué tiene tan mal

aspecto!

Se ve con cuánta facilidad el emperador acogía los proyectos que se le pre- sentaban. Procedía, como he dicho, por intuición, sin examinar a fondo; le bas-

taba que las ideas presentasen una oportunidad de aplicación lucrativa. Sin embargo, había hecho estudios científicos sólidos. Arago apreciaba su

obra .sobre la artillería y no cabe duda de que fue por su firme voluntad que se procedió a estriar los cañones, a pesar de la opinión desfavorable emitida por

la comisión de oficiales generales. Durante una velada en las Tullerías, el emperador, en medio de un grupo

donde yo me encontraba con Becquerel y otros físicos, nos informó que era suya la idea de hacer llevar sobre postes de madera encima del suelo los cables

del telégrafo eléctrico que se ocultaban bajo la tierra, y que esta idea le había llegado al asistir a una cla,se de Faraday sobre ese tema.

Desafortunadamente, el emperador llevó esta ligereza a la apreciación de los proyectos cuando se trató de la expedición a México.

Rechazaba toda objeción cuando ésta no acariciaba su sueño, porque así era su carácter; todos sus escritos dan fe de ello. Sólo vislumbraba en esta expedi-

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ción las riquezas metálicas. Para él, las dificultades de su realización desapa-

recían. No obstante, no era avaro, lejos de ello, era generoso y con gusto daba estímulos a los estudiosos, a los artistas, se dejaba explotar fácilmente por los charlatanes; podría relatar muchos ejemplos. No se podría explicar de otra ma- nera, sino por una tendencia a la ensoñación, la naturaleza de su carácter, el en- tusiasmo con el cual concibió la conquista de la Nueva España; escuchaba con atención, con paciencia -pero sin tomadas en cuenta-, las objeciones hechas por los hombres competentes que podían iluminarlo sobre los peligros de tal empresa.

Veamos ahora cuáles fueron los acontecimientos algunos años después de la conversación que tuve con el emperador el 6 de junio de 1862.

Sea lo que fuere que haya dicho el ministro de Finanzas, el señor Fould, el archiduque Maximiliano aceptó el trono de México. A su paso por París, en el momento en que dejaría Europa para ir a tomar posesión de su imperio, fui in- vitado a un concierto en las Tullerías: la Patti cantaba con la compañía italiana. Esa fue la primera y la última vez que vi a Maximiliano, alto, delgado, que recordaba las perchas de nuestros lúpulos; no vi a su mujer, que había perma-

necido sentada, conversando con el emperador Napoleón III en el parque re- servado, donde los reyes, los príncipes y las altezas estaban separados de la multitud de cortesanos.

El tiempo pasó. Maximiliano hizo su entrada a la capital de México. Es re- cibido con el entusiasmo de los inicios. El pueblo lo aclama, le echa polvo de oro; llueve la devcx:ión; la gente se inclina, ;qué digo.^ se postra frente a él; el clero lo incieasa, los oficiales y generales mexicanos le juran fidelidad. A unos me- ses de esto, el Tesoro estaba vacío, los fondos franceses ya no afluían, Maximi-

liano ,se encontraba aislado y su valiente compañera venía a solicitar un auxilio que Napoleón III tuvo que rehusar después de haber oído duras verdades.

A cada instante las noticias de México se volvían más desastrosas: las tropas francesas habían comenzado su movimiento de retirada hacia Veracruz; tenía-

mos una viva inquietud. Un día que cenaba en las Tullerías, estaba sentado a la izquierda de la em-

peratriz, que me preguntó, en español, lo que pensaba de la .situación de Ma- ximiliano. Le respondí, en la misma lengua y en voz baja:

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I teyitos

recobrados

—¡La situación es desesperada: ya lo fusilaron, o lo van a fusilar!

La emperatriz aparentó no haberme oído.

Mi lúgubre predicción se cumpliría. Se sabe cómo terminó Maximiliano en

los llanos de Querétaro (1867). Abandonado por sus tropas, apresado, fue fusi- lado junto a Almonte, su ministro de Guerra \úc\. Q

P.CC. (certifico que la copia es de conformidad) Edmond Boussingault

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