MISOGÍNIA, RELIGIÓ I PENSAMENT A LA LITERATURA DEL MÓN … · 2014-06-03 · MISOGÍNIA,...

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CLASSICAL AND BYZANTINE MONOGRAPHS Edited by G. GIANGRANDE and H. WHITE VOL. J.J. POMER, J. REDONDO & R. TORNÉ (Edd.) MISOGÍNIA, RELIGIÓ I PENSAMENT A LA LITERATURA DEL MÓN ANTIC I LA SEUA RECEPCIÓ ADOLF M. HAKKERT PUBLISHER AMSTERDAM 2013

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  • CLASSICAL

    AND

    BYZANTINE MONOGRAPHS

    Edited by

    G. GIANGRANDE and H. WHITE

    VOL.

    J.J. POMER, J. REDONDO & R. TORNÉ (Edd.)

    MISOGÍNIA, RELIGIÓ I PENSAMENT

    A LA LITERATURA DEL MÓN ANTIC

    I LA SEUA RECEPCIÓ

    ADOLF M. HAKKERT – PUBLISHER – AMSTERDAM

    2013

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    Misoginia en la literatura patrística: Hacia una sistematización

    tipológica del ideal femenino*

    Juana Torres

    Universidad de Cantabria

    RESUMEN: No existe en la Patrística una uniformidad del discurso sobre la

    mujer, donde en realidad se alternan aspectos encomiásticos con otros de carácter

    despreciativo. Sí tenemos, en cambio, un deliberado intento por crear los arquetipos a

    los que las mujeres cristianas habían de acomodar su formación y su comportamiento.

    Paradigmas de cada uno de ellos son, además de la diaconisa Olimpia, los que

    personifican a la mujer cristiana en sus tres estados, Macrina el de la doncellez, Mónica

    el de la maternidad, Melania el de la viudedad.

    PALABRAS CLAVE: Mujer cristiana, Patrística, arquetipo, edades de la vida

    humana.

    ABSTRACT: Patristics does not afford an unvarying discourse on woman,

    since it actually moves from praise to blame. There exists, however, a deliberate attempt

    to create the archetypes to which Christian women should adapt their formation and

    behaviour. Besides that of the deaconess Olympia, paradigmatic characters are those

    that personify the Christian woman along her three main stages: Macrina as a maid,

    Monica as a mother, and Melania as a widow.

    KEY WORDS: Christian woman, Patristics, archetype, stages in human life.

    En el pensamiento de los Padres de la Iglesia subyace una doble consideración

    de la mujer, positiva y negativa. Por una parte se sitúa la vertiente virtuosa, casta y

    valiente y, por otra, la maldad, la sensualidad y la falta de pudor. Los exempla que

    sirven de paradigma para esta clara distinción se encuentran en la Biblia, punto de

    referencia obligado para todos los escritores cristianos. El modelo del ideal femenino

    aparece representado por María, madre y virgen, reflejado en el Proto-evangelio de

    Santiago y en los Evangelios sinópticos, sobre todo en el de Lucas; el prototipo de la

    maldad lo encarna Eva, la primera mujer, que acarreó la perdición de toda la humanidad

    con su pecado, tal como se recoge en el capítulo 3 del Génesis (Giannarelli 1980, 12-13;

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    Giannarelli 1991, 233-246; Pagels 1988). Un autor cristiano del siglo III, Tertuliano, se

    hace eco de esa valoración negativa de la mujer con palabras extremadamente duras:

    Tú mujer, eres la puerta del diablo; tú eres quien asaltó el árbol prohibido; tú

    fuiste la primera transgresora de la Ley divina; tú fuiste quien persuadió a aquel a quien

    el diablo no tuvo coraje suficiente para acercarse; tú estropeaste la imagen de Dios, el

    hombre Adán; por tu castigo, esto es, la muerte, incluso el hijo de Dios hubo de morir 1.

    Como contrapeso de esa figura negativa, María consigue a través de su

    concepción y parto virginal superar la maldición divina y salvar a la humanidad. Así lo

    afirma explícitamente Jerónimo, escritor cristiano del siglo IV 2, a través de cuyas obras,

    especialmente de las cartas, se produjo la sistematización definitiva de esa dicotomía

    entre la mulier instrumentum diaboli y la mulier sancta ac venerabilis (Marcos 1987,

    235-244).

    En tales consideraciones subyace un tópico, el lugar común más consolidado

    de toda la civilización clásica, presente además en la mentalidad de los Padres de la

    Iglesia, es decir, la debilidad natural de la mujer, que afecta al plano físico, intelectual y

    moral. La diferenciación de los sexos y la identificación de cada uno de ellos con los

    conceptos del bien y la virtud en el caso del hombre, y del mal y el vicio en la mujer, es

    una tendencia que estaba presente ya en la literatura clásica 3, en el Antiguo Testamento

    4 y en las epístolas de San Pablo

    5 y que heredaron los autores cristianos.

    *Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación del MICINN: FFI2009-

    12006. 1 Tert., De cultu feminarum I, 1-2: Tu es diaboli ianua, tu es arboris illius resignatrix, tu es

    divinae legis prima desertrix; tu es quae eum suasisti, quem diabolus aggredi non valuit; tu imaginem

    dei, hominem Adam, facile elisisti; propter tuum meritum, id est mortem, etiam filius Dei mori habuit. 2 Ep. 22, 21: Mors per Evam, vita per Mariam.

    3 Resulta significativa la mentalidad del filósofo Filón de Alejandría por la gran influencia que

    ejerció sobre el cristianismo. Para él el hombre simboliza la mente, lo racional (nóos), y la mujer el

    sentido, la sensualidad (aísthesis). Sobre la terminología de Filón cf. Baer, 1970; Laporte, 1982: 133-157;

    y Mazzanti, 1985: 541-560. 4 Sobre todo en los Proverbios se recogen las dos imágenes, positiva y negativa, de la mujer. A

    cerca de ese tema cf. Bird, 1974: 41-88. 5 Mientras que en Gal. 3, 28; I Cor. 7, 3-5 y en I Tim. 2, 15 Pablo habla a favor de la igualdad

    de los sexos y de los esposos, en cambio en I Cor. 11, 3-5 y en I Tim., 2, 11-14 obliga a la mujer a velar

    su cabeza para orar y le prohíbe enseñar. Esta doble valoración de la mujer por parte de Pablo ha

    generado una abundante producción bibliográfica, resultado de las discusiones entre los historiadores que

    consideran al apóstol un feminista y los que están en contra. Así mismo, algunos estudiosos toman como

    espurias las cartas a Tito, Timoteo y a los Efesios, por ser las que recogen consideraciones más contrarias

    a la mujer. Entre los numerosos títulos, cf. Scroggs 1972, 283-303; Pagels 1974, 547; Walker 1975, 94-

    110; y Smith 1976, 11-18.

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    Como contrapunto al modelo femenino pagano encarnado por la matrona

    romana, que acata las reglas del mos maiorum o tradición, tan valorada por los paganos,

    los cristianos sintieron la necesidad de elaborar otro ideal de mujer apropiado a sus

    valores morales, y diferente del anterior. A pesar de esa intención, lo cierto es que

    ambos prototipos femeninos contaron con bastantes puntos en común. Basta echar una

    ojeada al epitafio fúnebre de una matrona romana del siglo I, llamada Turia, para

    constatar esa coincidencia entre las cualidades atribuidas a la mujer ideal pagana y

    cristiana. En ese texto el marido refiere los rasgos que adornaban a su esposa y que,

    como él mismo reconoce, eran comunes a todas las mujeres preocupadas por su buena

    reputación: Tus virtudes domésticas: honestidad, docilidad, carácter amable y alegre,

    dedicación a los trabajos de la lana, piedad sin superstición, recato en el vestir y

    sencillez en los aderezos… castidad, integridad de costumbres y fidelidad 6. Cualquier

    mujer cristiana que reuniera en su persona ese ramillete de virtudes constituiría

    igualmente el ideal femenino para los moralistas cristianos, como iré poniendo de

    relieve a lo largo de este estudio. En ese proceso de configuración del ideal de mujer

    cristiana llegamos al siglo IV, época dorada de la literatura cristiana, debido a la

    consolidación definitiva de la nueva religión, primero como lícita y finalmente como la

    oficial, y, por otra parte, debido también a la difusión en Occidente del monacato,

    fenómeno de enorme trascendencia para el futuro de muchas mujeres cristianas. Los

    Padres de la Iglesia culminaron la formulación definitiva del nuevo prototipo femenino,

    que deseaban que fuera opuesto al pagano. Pero un modelo único podría resultar

    demasiado genérico; era preciso, por tanto, adaptar el ideal de mujer a las diferentes

    exigencias culturales y sociales de la época. Autores tan destacados como Jerónimo,

    Paulino de Nola, Gregorio de Nisa, Gregorio de Nacianzo, Juan Crisóstomo y Agustín,

    entre otros, proponen como exempla de la realización práctica de ese ideal femenino,

    elaborado a nivel teórico, a mujeres reales con quienes les unían lazos de parentesco o

    de amistad. Todos ellos partían de la idea preconcebida de la inferioridad femenina

    respecto al hombre, pero esa condición podía ser superada a través de la ascesis, que

    equiparaba a la mujer, convirtiéndola en una mulier virilis (Anson 1974, 1-32;

    Giannarelli 1980, 86-88; Giannarelli 1988, 30-41; Mattioli 1983; Mazzucco 1989;

    6 Laud. Tur., Domestica bona pudicitiae, opsequi, comitatis, facilitatis, lanificiis tuis

    adsiduitatis, religionis sine superstitione, ornatus non conspiciendi, cultus modici… (I, 30-32); custodia

    pudicitiae (I, 10); morum probitas (I, 1); fidissuma (II, 43). Un estudio sobre este epitafio y su traducción

    al castellano se ha publicado en Robles & Torres 2002, 15-27. Resulta muy interesante también el

    reciente trabajo de Riess 2012, 491-501.

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    Aspegren 1990; Clark 1995, 33-48). Algunos consideraban que la revalorización de la

    mujer estaba en consonancia con el carácter liberador del propio mensaje evangélico,

    gracias al cual se produciría la equiparación de todos los hombres, con independencia de

    la raza, la condición social o el género 7.

    En esa adecuación del modelo femenino a la realidad social, el ideal místico de

    mujer cristiana se desdobla en varios tipos, configurados por las diferentes

    circunstancias de vida. Se constituyen así cuatro status en los que encajarían las

    distintas categorías femeninas, cuatro prototipos que agrupan a todas las mujeres

    cristianas susceptibles de una valoración positiva: la virgo, la vidua, la mater y la

    diacona (Schade 2003) 8. No pretendo realizar aquí una enumeración detallada de los

    rasgos característicos de cada uno de los status, tanto los comunes a todos ellos como

    los específicos, por tratarse de argumentos expuestos y desarrollados con profusión en

    la abundante bibliografía sobre los ministerios femeninos (Daniélou 1960, 70-96;

    Gryson 1972; Martimort 1973, 103-108; Ruether 1979, 71-98; Martimort 1982; y

    Madigan & Osiek 2005). Mi objetivo consiste en poner de manifiesto la especificidad

    de cada tipo mediante la constatación de esa escala de valores en mujeres reales, que

    concitaron en su persona todos los rasgos propios de la categoría femenina que

    representaban, o al menos así se los atribuyeron sus familiares y amigos, en un claro

    proceso de idealización. Para ello contamos con el testimonio que los Padres de la

    Iglesia nos han legado a propósito de las mujeres más emblemáticas y más cercanas a su

    persona (Mattioli 1987, 223-242). Trazaré una breve semblanza de cuatro figuras

    femeninas que constituyen el paradigma de los distintos prototipos: Macrina, hermana

    de Gregorio de Nisa y de Basilio el Grande, representa el modelo de la virgen; Melania

    Iunior, nieta de Melania Senior, constituye la figura ideal de la viuda; Olimpia, gran

    amiga de Juan Crisóstomo, es considerada el paradigma del diaconado femenino; y

    Mónica, la madre de Agustín, reúne todas las virtudes de la madre ideal.

    7 Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo

    Jesús (Gál. 3, 28). Pero en este pasaje Pablo habla en clave soteriológica, refiriéndose a la igualdad de

    todos los cristianos ante la salvación. 8 A propósito de la tipología femenina en el género biográfico, contamos con el trabajo

    ejemplar de Giannarelli 1980. Un estudio parcial sobre las categorías femeninas en la correspondencia de

    los Padres griegos se encuentra en Torres 1986-87, 227-234; y también en Torres 1990.

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    1. Olimpia la diaconisa.

    En la cosmopolita ciudad de Constantinopla, a mediados del siglo IV, y en una

    familia noble y extraordinariamente rica nació Olimpia. Las fuentes que nos

    proporcionan información sobre esta mujer son las 17 epístolas de Juan Crisóstomo a

    Olimpia, durante el exilio del obispo, el Diálogo sobre la vida de Juan Crisóstomo y la

    Historia Lausiaca de Paladio de Helenópolis, autor contemporáneo de los hechos, la

    Vida anónima de Olimpia, datable en la segunda mitad del s. V, y las Historias

    eclesiásticas de Sócrates y Sozomeno de mediados del s. V. La fecha exacta de su

    nacimiento así como el nombre de sus padres resultan inciertos, pero sí conocemos la

    identidad de su abuelo, Flavio Ablabio, prefecto del Pretorio de Oriente y cónsul bajo

    Constantino, que profesaba la religión cristiana (Jones et alii, PLRE. 1971, s.v. Fl.

    Ablabius 4, 3-4). Tampoco poseemos datos sobre el ambiente en que fue educada, pero

    las fuentes hablan de una temprana vocación ascética. Se quedó huérfana muy joven y

    el senador Procopio fue encargado de administrar la herencia de Olimpia, en calidad de

    tutor, tal como la ley establecía en caso de orfandad de una muchacha menor de 30

    años. A partir de ese momento su educación fue encomendada a una mujer

    profundamente cristiana: Teodosia, hermana del obispo Anfiloquio de Iconio y prima de

    Gregorio de Nacianzo. La orientación nicena de esa mujer fue decisiva para el futuro de

    la iglesia de Constantinopla, pues fue ella quien acogió en su casa y apoyó en el 378 al

    futuro obispo de la capital, Gregorio de Nacianzo, el primero de fe nicena tras cuarenta

    años de predominio arriano. Bajo la orientación de Teodosia y del nuevo obispo se fue

    forjando la personalidad de Olimpia, heredera de una inmensa fortuna tras fallecer su

    hermano mayor.

    Como ya he señalado, su inclinación desde temprana edad fue dedicarse al

    ascetismo. Así lo expresaba Juan Crisóstomo en una de las cartas dirigidas a su amiga:

    Esta ascesis era practicada desde la más tierna infancia, sin tener maestros para

    enseñártela, escandalizabas a un gran número de gente y, desde el punto de vista

    espiritual, pasaste de un medio impío a la verdad, tratándose además de un cuerpo

    femenino y delicado a causa de la situación y del lujo de tus padres (Ep. ad Olimp., 8,

    5c) 9. Pero las expectativas de Procopio, su tutor, eran otras. A instancias del emperador

    9 La edición más reciente de las Epístolas de Juan Crisóstomo a Olimpia es la de Malingrey

    1968; y la traducción al italiano de Forlin-Patrucco 1996.

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    Teodosio el Grande, eligieron un esposo para la noble y rica heredera, que fue Nebridio

    (PLRE, s.v. Nebridius 2, 620), prefecto de la ciudad de Constantinopla en el 386, y

    pariente de la emperatriz Aelia Flacilla. Poco podía hacer la joven para oponerse a esa

    decisión, debido al escaso margen de maniobra que las mujeres tenían en el mundo

    greco-romano, por tanto, se sometió a los deseos del emperador y de su tutor. Con

    ocasión de la boda, su maestro Gregorio de Nacianzo compuso para ella un epitalamio,

    según la costumbre de la época, pero a diferencia de los obscenos poemas nupciales

    paganos, el autor le proporcionó instrucciones de carácter cristiano. Aparte de esos

    contenidos, el resto del poema lo dedica al aspecto exterior de la joven esposa, que no

    debe adornar con joyas ni con afeites, a su actitud ante el marido, al que debe amar,

    respetar y ayudar, y a su vida de moderación dentro del hogar, evitando fiestas y

    celebraciones indecorosas (P.G. 37, 1542-1551) 10

    . Básicamente las normas de conducta

    coinciden con las virtudes ensalzadas en las esposas paganas, como acabamos de ver en

    el caso de Turia, y han prevalecido en la civilización occidental hasta fechas muy

    recientes. El matrimonio de Olimpia y Nebridio duró muy poco, unos meses según las

    fuentes, debido al fallecimiento del esposo. De esa forma la joven y rica heredera se

    quedó viuda y constituyó el objeto de deseo de muchos pretendientes. La casa imperial,

    que vio frustradas sus aspiraciones, no renunció a la idea de concertar un nuevo

    matrimonio y que otro pariente disfrutara de la inmensa dote de Olimpia, pero se

    encontró de frente con otra poderosa institución, la Iglesia, que pretendía incorporar a la

    joven a sus filas y la herencia a sus arcas. En vista del rechazo de Olimpia a aceptar

    como segundo esposo a Elpidio, también pariente del emperador, Teodosio le nombró

    un nuevo tutor, Clementino, que debería administrar sus bienes hasta que ella cumpliera

    la treintena, tal como establecía la ley. A pesar de las presiones de unos y otros para que

    la joven renunciara a sus aspiraciones ascéticas y consintiera en volver a casarse, se

    mantuvo firme en su postura. Paladio de Helenópolis y el autor de la Biografía de esa

    mujer representan un diálogo ficticio entre el emperador y Olimpia, en esa lucha por

    hacer prevalecer cada uno sus ideales, y ponen en boca de la mujer las siguientes

    palabras:

    Si mi rey, el Señor Jesucristo, quisiera que yo viviera con un hombre, no me habría

    arrebatado a mi primer esposo. Pero, al haber reconocido que yo no estaba hecha para

    la vida en matrimonio, incapaz como era de agradar a mi marido, le ha liberado a él de

    10

    Existe una traducción al italiano de Acerbi, S. en Teja, 1997: 147-151.

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    esta cadena y a mí del yugo tan pesado y de la esclavitud del matrimonio, y ha impuesto

    a mi corazón el misericordioso yugo de la continencia (Dial. Vit. Johan. XVII, 151-158;

    y Vit. Olimp. III).

    Al final, la Iglesia resultó vencedora en esta lid, pues la mujer se entregó a la

    ascesis, tal como anhelaba desde pequeña. El obispo de Constantinopla Nectario la

    consagró como diaconisa en torno a los 30 años, en contra de la normativa eclesiástica

    que establecía una edad no inferior a los 60 (Cod. Theod. XVI, 2, 27) 11

    (Torres 2010,

    625-638). La institución del diaconado femenino debió surgir en la primera mitad del

    siglo III en la zona oriental del Imperio, puesto que el primer texto 12

    que la presenta en

    una posición paralela al diaconado masculino es la Didascalia de los Apóstoles, obra de

    carácter normativo escrita en griego por esa época. En el siglo IV las Constituciones

    Apostólicas, que refundieron la Didascalia en los 6 primeros libros, añadieron ciertas

    precisiones y ampliaron las tareas atribuidas a las diaconisas. Éstas debían ser elegidas

    entre las vírgenes o las viudas casadas una sola vez (univirae). Sus tareas incluían una

    doble misión: pastoral y litúrgica; la primera consistía en la asistencia y los cuidados a

    domicilio de las mujeres enfermas o incapacitadas, para evitar las críticas de los

    paganos. Podían desempeñar también el papel de intermediarias entre las mujeres y los

    hombres de la jerarquía eclesiástica, siendo testigos de sus conversaciones para asegurar

    así la decencia (Const. Ap. 2, 26, 6; 3,19,1; 6, 17,4). La misión litúrgica tenía lugar

    durante la ceremonia del bautismo, en la que ungían el cuerpo de las mujeres antes de

    sumergirse en el agua y las recogían para secarlas al salir, por la inconveniencia de que

    su desnudez fuera contemplada por los hombres. También debían recibir a las mujeres

    en las asambleas litúrgicas, cuidando de que encontraran un lugar en la iglesia y de que

    las más jóvenes cedieran su sitio a las de más edad. Esas eran sus funciones, estando

    excluidas de las propias de los diáconos como asistir al obispo y al sacerdote en el altar,

    y distribuir la comunión. La institución de las diaconisas formaba parte del clero y,

    como los restantes miembros, recibían la ordenación conferida por la imposición de

    manos (cheirotonía) y la oración del obispo. En cambio las viudas y las vírgenes, los

    otros ordines femeninos, no eran ordenadas (Const. Ap. 2, 58, 4-6; 3, 16, 4; 8,19, 2;

    11

    El canon 15 del Concilio de Calcedonia (451) rebaja esa edad hasta los 40. 12

    El pasaje I Tim., 3, 11, dedicado a los diáconos, menciona también a las mujeres,

    exigiéndoles sobriedad, dignidad y fidelidad al igual que a los hombres. Pese a la interpretación de

    algunos Padres de la Iglesia como Juan Crisóstomo, (In Ep. I ad Tim. 3, Homilia 11,1, PG 62, 553) y

    Teodoreto de Ciro (Interp. Ep. I ad Tim. 3, 11, PG 82, 809), en el sentido de que se refiere a las

    diaconisas, lo más razonable es pensar en la alusión a las esposas de los diáconos.

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    24,2; 25, 2. Didasc. Ap. 3, 12, 3) (Gryson 1972, 75-79 y 104-109; Martimort 1982).

    Frente a las regiones de lengua griega, la institución de las diaconisas en las iglesias de

    lengua latina no apareció hasta el siglo V, y Roma la aceptó a finales del siglo VIII.

    Además, se trataba de una función honorífica más que de un ministerio, puesto que es

    una creación oriental fundamentalmente (Ferrari 1974, 28-50; Vagaggini 1974, 146-

    189; y Martimort 1973, 103-108).

    Cuando Nectario contravino la normativa civil ordenando a Olimpia diaconisa

    con 30 años, adujo la excelencia de sus méritos y la vida ejemplar y virtuosa de esa

    mujer, pero indudablemente su inmensa fortuna debió resultar decisiva para el obispo,

    que vería la posibilidad de disfrutar cuanto antes de la caridad cristiana (Clark 1979,

    112; y Consolino 2001, 175-199). Efectivamente, tan pronto como pudo disponer de

    sus bienes, Olimpia realizó donaciones extraordinariamente generosas a la Iglesia, al

    clero, a distintas instituciones y a personas privadas de Constantinopla y de diversos

    lugares de Oriente, en un paroxismo caritativo que la llevó a dilapidar casi totalmente su

    fortuna. Su entrañable amigo Juan Crisóstomo la amonestaba después y recordaba su

    falta de criterio en el reparto de las riquezas, efectuado de manera indiscriminada (Ep.

    ad Olimp. 8, 10a). Se convirtió así en la benefactora de los pobres y necesitados, pero,

    sobre todo, de la Iglesia de Constantinopla, ya que los monjes y obispos fueron sus

    principales beneficiarios. A partir del nombramiento de Juan Crisóstomo como sucesor

    de Nectario en el episcopado (397) y del encuentro y la amistad con Olimpia, los

    acontecimientos adquirieron otro cariz, pues el obispo puso fin al descontrol de la

    actividad caritativa de la diaconisa y las personas directamente perjudicadas intentaron

    oponerse sin conseguirlo. Así lo manifiesta el historiador Sozomeno:

    Cuando Juan vio a Olimpia dilapidar su riqueza, dando a cualquier persona

    que fuera a pedírselo, sin preocuparse de nada más, tan ocupada como estaba en los

    asuntos divinos, le dijo: ‘Ciertamente alabo tu elección. Pero quien desea llegar a la

    cima de la virtud en armonía con Dios, debe también administrar correctamente sus

    bienes. En cambio tú, aumentando la riqueza de los ricos es como si arrojases tus bienes

    al mar. ¿No comprendes que has destinado tu riqueza a los pobres y quieres continuar

    administrando los bienes que ya no son de tu propiedad y de los que debes rendir

    cuentas? Si quieres escucharme, en beneficio de los que te seguirán pidiendo, deberás

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    moderar tu generosidad. Así, serán más los que se beneficiarán de ella y tú recibirás de

    Dios la recompensa por la misericordia y la bondad’ (Hist. Eccles. VIII, 9).

    El resto de la fortuna fue puesto a disposición de la Iglesia constantinopolitana

    y de su obispo: dinero y bienes inmuebles de carácter privado y público, con los que se

    fundaron hospitales, hospicios, asilos, así como el monasterio femenino que Olimpia

    ordenó construir junto a la Iglesia de Santa Sofía y a la casa episcopal (Vit. Olimp. V,

    21-33). A esta fundación monástica, la primera de la que tenemos noticia en

    Constantinopla, incorporó a sus 50 criadas y se sumaron igualmente parientes y amigas

    aristócratas que llevarían consigo también a su servidumbre femenina, llegando a

    alcanzar el número de 250 miembros. Conocemos el nombre de tres de esas mujeres,

    Elisantia, Martiria y Paladia, a las que la fundadora y directora de la comunidad hizo

    ordenar diaconisas para que estuviera asegurado sin interrupción el servicio por las 4

    mujeres consagradas en el santo monasterio fundado por ella (Vit. Olimp. VII, 6-9)

    (Mayer 1999, 265-288). Ignoramos el funcionamiento de la comunidad, pues los

    escasos datos que nos proporciona su biografía se limitan a la práctica de la ascesis, la

    abstinencia, los cantos y oraciones, el ejercicio de la caridad y el retiro, sin relacionarse

    con hombres o mujeres, a excepción de su director espiritual, Juan Crisóstomo (Vit.

    Olimp. VIII, 1-9). Este tipo de monacato femenino aristocrático nos evoca el que surgió

    en Roma unos años antes en torno a Marcela y otras mujeres de su clase, cuyo director

    fue Jerónimo, y que tuvo su continuación en el que Paula fundó en Belén 13

    . Además, el

    paralelismo entre las relaciones de Juan con Olimpia y las de Jerónimo con Paula resulta

    evidente, como se ha señalado en la bibliografía sobre ese tema (Clark, 1979).

    Los días transcurrían para Olimpia en medio de las renuncias y mortificaciones

    físicas, que incluían la frugalidad en las comidas, la escasez de horas de sueño y la

    ausencia de higiene excepto por exigencia de la enfermedad, en cuyo caso se bañaba

    vestida por pudor (Dial. XVII, 181-183; Vit. Olimp. XII, 19-22). Pero todas esas

    incomodidades apenas constituían un sacrificio para ella, apoyada y alentada

    cotidianamente por su gran amigo Juan. La situación cambió radicalmente cuando el

    obispo cayó en desgracia, víctima de la confabulación de ciertos individuos como

    13

    Sobre el ascetismo de las mujeres del círculo del Aventino nos proporciona toda la

    información Jerónimo en su correspondencia, con gran número de cartas dirigidas a sus amigas y

    seguidoras. Esos textos han sido objeto de estudio por parte de diversos historiadores, como Mathews

    1975; Consolino 1986, 273-306 y 684-699; y Marcos 1990.

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    252

    Teófilo de Alejandría con la casa imperial, sobre todo con la emperatriz Eudoxia, y que

    desembocó en la deposición y exilio de Juan Crisóstomo en el 404 14

    . A partir de ese

    momento Olimpia desplegó su capacidad de influencia ante las autoridades civiles y

    eclesiásticas para intentar conseguir, sin éxito, la vuelta de su amigo; fue víctima de

    persecuciones por parte de los enemigos de Juan, que la obligaron a comparecer en

    juicio ante el prefecto y posteriormente a exiliarse a Nicomedia hasta su muerte (Vit.

    Olimp. IX, 16-23) 15

    . Pero lo más doloroso para ella resultó, sin ninguna duda, la

    ausencia de Juan. Si bien es cierto que la comunicación entre ambos fue fluida e incluso

    abundante, teniendo en cuenta las dificultades del transporte en esa época, el desánimo

    y el abandono fueron haciendo mella en el cuerpo y en el ánimo de la diaconisa hasta

    que terminaron con su vida. En efecto, se nos han conservado 17 epístolas entre la

    correspondencia del obispo que están dirigidas a su amiga durante el exilio (404-407).

    Aunque no disponemos del testimonio directo de Olimpia sobre sus sentimientos, a

    través de las respuestas de Juan podemos intuirlos. Estas cartas constituyen un

    testimonio emotivo y conmovedor de las relaciones personales entre dos amigos, dos

    seres que sufren por no poder disfrutar de la presencia del otro, pero que intentan

    consolarse mediante la correspondencia (Marcos 1996, 113-146; y Torres 1990). Al

    final ambos murieron en el exilio sin conseguir volver a encontrarse.

    2. Macrina la virgen.

    En recuerdo de su ilustre abuela, Macrina Senior, recibió la niña ese nombre a

    pesar de que la divinidad le tenía asignado el de Tecla 16

    , tal como se lo hizo saber a la

    madre cuando aún la tenía en su vientre:

    14

    Paladio proporciona información detallada sobre los acontecimientos que provocaron la

    caída de Juan Crisóstomo en el Diálogo, además de Sócrates y Sozomeno en los respectivos capítulos (VI

    y VIII) de sus Historias Eclesiásticas. Han suscitado el interés de varios investigadores, entre otros

    Ommeslaeghe 1979, 131-159; Teja 1996, 75 ss.; y Torres (en prensa): passim. 15

    Acerca de los dos bandos que se formaron entre los partidarios de Juan y sus enemigos cf.

    Liebeschuetz 1984, 85-111. 16

    Se refiere a la compañera de Pablo, cuya actividad se nos describe en los Hechos de Pablo y

    Tecla, incluídos entre los textos apócrifos. Se trataba de una muchacha prometida en matrimonio que, al

    oír a Pablo por casualidad, quedó prendada de su mensaje y renunció al matrimonio, a su vida cómoda y

    al cariño de su madre para seguir al apóstol en su actividad misionera. Fue víctima del martirio por dos

    veces, arrojada a las fieras en el circo y expuesta al fuego, pero salió ilesa de ambas pruebas. Finalmente

    se dedicó a predicar la doctrina de Jesús también ella, por encargo de Pablo, y murió virgen, realizando un

    último milagro para salvar su integridad física.

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    253

    Cuando llegó el momento en que los dolores debían terminar con el parto se

    durmió y le parecía tener entre los brazos el bebé que aún se encontraba en su seno. Se

    le apareció una figura de aspecto y forma superior a la dimensión humana que llamaba

    a la pequeña que ella tenía en brazos con el nombre de Tecla, de aquella Tecla cuya

    fama es grande entre las vírgenes (Vit. Macrin. 2; Maraval 1971).

    Esto tenía lugar en la región de Capadocia, en el centro de Asia Menor, y la

    madre se llamaba Emmelia, casada con Basilio Senior e hijos ambos de familias

    cristianas víctimas de la persecución de Maximino Daia. En el caso de los padres de

    Emmelia sus riquezas fueron confiscadas y el padre condenado a muerte; los

    progenitores de Basilio, Macrina Senior y su esposo, fueron privados de sus bienes y

    vivieron ocultos durante años. Esa niña que estaba predestinada desde antes de nacer a

    una vida consagrada a la virginidad era la mayor de un importante número de hermanos,

    nueve o diez, entre los que conocemos a Basilio de Cesarea, Naucracio, Pedro de

    Sebaste y Gregorio de Nisa, el autor de la biografía de Macrina (Maraval 1980, 161-

    166). Se trataba de una familia aristocrática, rica y orientada en los principios cristianos,

    algunos de cuyos miembros recibieron una formación retórica completa, estudiando en

    las mejores escuelas de Cesarea de Capadocia, Constantinopla y Atenas. Nos referimos

    a Basilio y a Naucracio que llegaron a ser grandes rétores, pero que abandonaron el

    brillo de los éxitos mundanos para dedicarse a la vida contemplativa y a la ascesis,

    influidos por las recomendaciones de su hermana mayor (Vit. Macr. 6 y 8).

    Desde niña fue educada por su madre y criada entre sus brazos, a pesar de tener

    nodriza, como correspondía a su nivel social. La educación versaba sobre los textos de

    la Biblia y no sobre la cultura profana, poesía, tragedia o comedia, totalmente

    inconveniente para la muchacha (Vit. Macr. 3). Cuando cumplió los 12 años, edad

    idónea para casarse una vez alcanzada la madurez física, su padre eligió como futuro

    esposo a un joven digno de ella de entre los muchos pretendientes. Pero la muerte le

    sorprendió antes de celebrarse el matrimonio y, a partir de ese momento, Macrina

    decidió orientarse hacia la vida monástica y no separarse de su madre. Los años

    posteriores transcurrieron en el ámbito del hogar, alternando la oración con el trabajo

    manual, procurándole el alimento y los cuidados físicos necesarios a su madre, además

    de compartir con ella las preocupaciones relativas a sus otros hijos (Vit. Macr. 4 y 5).

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    254

    Ese período de la vida de la joven coincide con las primeras manifestaciones en

    Oriente del ascetismo femenino, que se circunscribían al ámbito familiar. Diversas

    fuentes atestiguan que durante los primeros siglos del cristianismo la vida de las

    vírgenes transcurría en un ambiente familiar, y así continuó hasta bien avanzado el siglo

    IV (Metz 1954; Elm 1994; Cooper 1996) 17

    . En realidad fue en ese siglo cuando se

    inició la reglamentación del ordo virginum, estableciendo unos requisitos y creando una

    gradación para entrar a formar parte de él. A diferencia de las tradiciones anteriores,

    pagana y judía, que otorgaban una valoración negativa a la virginidad, pues suponía la

    renuncia a perpetuar la especie, el cristianismo le concede una enorme consideración y

    un papel preeminente frente a los restantes estados, viudez, diaconado o matrimonio. En

    un principio la preeminencia de la virginidad en el mundo cristiano estuvo motivada por

    la perspectiva escatológica dominante, que creía próximo el fin del mundo, pero

    posteriormente prevalecieron otros principios platónicos y estoicos que encontraron su

    justificación en los dos ejemplos paradigmáticos de Cristo y María y en la interpretación

    restrictiva de algunos pasajes bíblicos (Pablo, I Cor. 7; y Mateo 19, 12). Casi todos los

    Padres de la Iglesia compusieron tratados de virginitate destinados a exhortar a las

    muchachas en la elección de ese estado. Una vez que se produjo la sistematización en el

    siglo IV, se establecieron unas pautas generales para formar parte de ese ministerio

    femenino. La elección debía ser voluntaria y libre, sin ningún tipo de presión; se exigía

    la integridad física pero también la del alma, la santidad espiritual, sin la cual la primera

    carece de valor; tenían que formular la promesa solemne de renunciar al matrimonio

    humano y reunir una serie de cualidades como la caridad, misericordia, bondad,

    humildad… etc. Tras hacer voto de permanecer vírgenes y de renunciar al mundo, las

    jóvenes eran consagradas en una ceremonia solemne presidida por el obispo, pero no

    recibían la ordenación o imposición de manos (cheirotonía), exclusiva de los miembros

    del clero. Las vírgenes poseían un puesto privilegiado sobre las viudas y los laicos, pero

    no eran consideradas miembros del clero, a diferencia de las diaconisas, como antes

    hemos visto 18

    .

    17

    Metz, 1954: 46 ss. recuerda que en los primeros siglos las vírgenes vivían en familia, sin que

    ningún signo exterior las distinguiera de los demás fieles. 18

    Las Constituciones Apostólicas (III, 15, 5) hablan de los clérigos, las vírgenes, las viudas y

    los laicos, por orden de prelación. Sobre todas esas cuestiones relacionadas con el ordo virginum cf. entre

    otros Camelot 1944; Metz 1954; Torres 1990, 172-193; Hunter 1999: 139-152; Madigan & Osiek 2005.

    Una visión de conjunto de los fundamentos de la virginidad en los distintos autores cristianos en Sfameni

    Gasparro, Roma 1984.

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    255

    En la siguiente fase de la vida monástica de Macrina se incorporó también su

    madre, tras convencerla de que abandonara el lujo y el bienestar propios de su clase,

    incluidas las atenciones de los esclavos, y se adaptó a la forma de vida de las otras

    vírgenes que convivían con ellas. La casa se transformó en un monasterio en el que

    fueron eliminadas las diferencias de clase, convirtiéndose todas, esclavas y señoras, en

    hermanas que compartían mesa, lecho y medios de subsistencia (Vit. Macr. 7) 19

    . En

    ellas no se veía ni cólera, ni envidia, ni odio, ni soberbia; ausentes estaban los deseos de

    gloria, ambición u orgullo, pues su único placer era la continencia. Su existencia

    transcurría en medio de las oraciones y la entonación de himnos, día y noche (Vit.

    Macr. 10). A su lado, en un monasterio masculino, vivía Pedro, el hermano más

    pequeño de Macrina, al que ella educó y orientó en el camino de la ascesis. Así pasó un

    largo período de tiempo hasta que, por las mismas fechas, se produjeron

    acontecimientos de extraordinaria importancia para la virgen, como el fallecimiento de

    la madre, la consagración de su hermano Basilio el Grande como obispo de Cesarea y la

    ordenación de Pedro como sacerdote 20

    . Sólo 8 años más tarde murió Basilio,

    provocando en Gregorio de Nisa y en Macrina un tremendo dolor, con el que ya estaban

    familiarizados por haber sufrido la pérdida de su hermano Naucracio y de su madre.

    Poco tiempo después, un año según el autor de la biografía, noticias inquietantes sobre

    la salud de su hermana le impulsan a realizar una visita a Annisi, donde se encontraban

    los dos monasterios, femenino y masculino, dirigidos por Macrina y Pedro (Vit. Macr.,

    15) 21

    . Tras un último encuentro con Macrina, que intenta darle ánimos y desterrar su

    tristeza, ella murió plácidamente, con una actitud de inmenso alivio por sus ansias de

    encontrarse con el esposo, en clara alusión al matrimonio místico entre Cristo y la

    virgen.

    19

    Jerónimo, (ep. 127, 5) nos describe un caso similar en Roma, hacia el 350. Marcela, una

    viuda rica y aristócrata, transformó su casa del Aventino en un monasterio. Con respecto a la relativa

    supresión de las clases sociales dentro de los conventos, cf. Momigliano 1983, 331-344; y Marcos 2004ª,

    537-544. 20

    En el 370 fue elegido obispo Basilio, al año siguiente murió Emmelia y entre el 370 y el 375

    fue ordenado Pedro, llegando a ser obispo de Sebaste. 21

    Sobre la cronología de esos acontecimientos cf. Giannarelli 1988, 108-110.

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    256

    3. Melania la viuda.

    Otra mujer noble, de origen senatorial y familia inmensamente rica afincada en

    Roma, destacó por la perfección de su vida ascética, tras renunciar a todos sus bienes y

    comodidades, en constante búsqueda de Dios. El nombre le vino heredado de otra

    mujer, Melania Senior, conocida por la historia debido a su renuncia al mundo, a su

    fortuna y a su familia, cuando enviudó a muy temprana edad. Se trasladó a vivir a

    Egipto y Palestina en medio de la pobreza, la oración y las obras de caridad. Se trataba

    de su abuela paterna, cuya figura encaja igualmente en este prototipo femenino de la

    viudez, pero de la que conocemos escasos datos, a diferencia de Melania (Iunior) la

    Joven. En este caso disponemos de una biografía compuesta por Geroncio, sacerdote,

    confidente y amigo de la asceta a partir de su estancia en Jerusalén, y de referencias

    varias en las fuentes patrísticas de la época como la Historia Lausiaca de Paladio de

    Helenópolis y las epístolas de Paulino de Nola, Jerónimo y Agustín (Clark 1989, 167-

    183) 22

    .

    A pesar de su temprana inclinación por la virginidad, sus padres la casaron para

    asegurar la transmisión de un inmenso patrimonio, con Piniano, hijo de un ex-Prefecto

    de Roma. Con 14 años ella y 17 él, Melania intenta persuadir a su esposo de que

    convivan en castidad, guardando la continencia, pero él le pide como condición previa

    esperar a tener dos hijos que hereden sus bienes; le promete que después accederá a sus

    deseos. Tuvieron dos hijos que murieron siendo muy pequeños, el niño al nacer y la

    niña con pocos años. Las desgraciadas circunstancias de esas dos pérdidas y la mala

    salud de su esposa impulsaron a Piniano a comprometerse definitivamente en la castidad

    (Vit. Melan. 1-6). Pero a Melania no le bastaba esta medida, pues aspiraba a renunciar al

    mundo, con todas sus comodidades, a deshacerse absolutamente de cualquier lazo con la

    vida material, arrastrando con ella a su esposo, convertido ya en su “hermano”

    espiritual. Esa ruptura con el mundo supuso un desafío para la clase senatorial, casi una

    amenaza debido a la incipiente dilapidación de una fortuna. Su familia se opuso, los

    esclavos se sublevaron y la piadosa emperatriz Serena los recibió en palacio y les

    prometió protección para que llevaran a cabo sus deseos (Vit. Melan. 8-13). A

    continuación, se inició la venta de sus propiedades, dispersas por las provincias del

    Imperio, a cargo de los gobernadores y magistrados que se comprometieron a

    22 Utilizaremos fundamentalmente la Vida de Melania, siguiendo la edición de Gorce 1962.

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    257

    entregarles las sumas obtenidas. Los jóvenes ascetas apenas necesitaban el dinero, pues

    vestían de forma mísera y ruda y realizaban ayunos prolongados, así que lo repartían

    entre los pobres, enfermos y necesitados que visitaban asiduamente (Giardina 1988,

    127-142; Consolino 1989, 969-991; Consolino 2001, 179-184). En los alrededores de

    Roma transcurrieron un tiempo hasta que en el 410, tras la toma de la ciudad por

    Alarico, se encaminaron a África Piniano, Melania y Albina, su madre.

    Se establecieron en Tagaste junto al obispo Alipio, que era amigo de Agustín, y

    allí pasaron los siete años siguientes, en los que la asceta vivió entregada al estudio de la

    Biblia y de la literatura monástica, y también a su trascripción, como nos dice su

    biógrafo:

    Escribía con mucho talento y sin faltas sobre pequeños cuadernos; se había

    fijado ella misma la cantidad que debía escribir cada día así como la cantidad que debía

    leer tanto de los libros canónicos como de las homilías… La bienaventurada leía el

    Antiguo y el Nuevo Testamento tres o cuatro veces al año; caligrafiaba textos para

    satisfacer sus necesidades vitales y vendía los ejemplares escritos con su propia mano a

    los santos monjes… Leía con tal asiduidad los tratados de los santos que ningún libro

    que ella pudiera encontrar le resultaba desconocido (Vit. Melan. 23 y 26).

    Cometía excesos rigoristas con su cuerpo y ejercía el proselitismo con sus

    esclavas, convertidas en “hermanas”. Una vez que ya habían distribuido las ganancias

    de la venta de sus propiedades en limosnas y en beneficios para la diócesis de Tagaste y

    para los monasterios, a continuación decidieron ir en peregrinación a los Santos

    Lugares, objetivo común de todos los ascetas de la época, y llegaron a Jerusalén

    pasando por Alejandría (Vit. Melan. 34-37). Deseaban que este destino se convirtiera en

    su meta final, pero antes se desplazaron a Egipto para visitar a los eremitas del desierto

    (Vit. Melan. 38). A su vuelta se instalaron definitivamente en Jerusalén, y Melania se

    encerró en una celda ubicada en el Monte de los Olivos, de donde salió sólo a la muerte

    de su madre, que fue enterrada en ese lugar, y donde hizo construir a continuación un

    monasterio femenino del que se convirtió en preceptora y directora espiritual (Vit.

    Melan. 40-48) 23

    .

    23

    Sería una especie de abadesa, al igual que otras santas mujeres fundadoras de monasterios.

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    258

    Piniano por su parte vivía en compañía de otros hombres que, al igual que él,

    habían abrazado la vida monástica, y así transcurrió su existencia, cercana en todo a su

    esposa pero en calidad de “hermano”, hasta que le llegó la hora de abandonar este

    mundo hacia el año 432, en fechas próximas a la muerte de Albina. Fue enterrado en la

    capilla que a tal efecto había hecho construir Melania y que estaba dedicada a los

    apóstoles (Vit. Melan. 41 y 49). A partir de ese momento se convirtió en viuda de pleno

    derecho, pero en realidad llevaba mucho tiempo comportándose como tal y

    desarrollando actividades propias de esa institución. Me refiero al ordo viduarum,

    categoría femenina favorecida siempre por la Iglesia como principal beneficiaria de la

    caridad cristiana, debido a la situación de necesidad e indefensión en que quedaban

    frecuentemente las mujeres que perdían a sus maridos; en los primeros siglos del

    cristianismo, sobre todo a partir del IV, se convirtió en una institución eclesiástica, con

    unas funciones claramente definidas. En realidad las viudas no pertenecían al clero, al

    igual que las vírgenes, y cuando manifestaban su voto de continencia no eran ordenadas;

    sus obligaciones eran de carácter asistencial, debiendo fundamentalmente practicar

    obras de caridad y consagrarse a la vida contemplativa y a la oración 24

    . Por tanto, las

    tareas encajaban a la perfección con las llevadas a cabo por Melania en calidad de

    “viuda voluntaria”, a partir del momento en que su esposo y ella decidieron renunciar a

    la procreación y al sexo.

    En el 436 viajó a Constantinopla a instancias de su tío Volusiano, pagano aún

    pero que se convirtió en el lecho de muerte gracias a su influencia, y desplegó su acción

    en favor de la ortodoxia y del ascetismo en la capital y en la Corte, en estrecha relación

    con la emperatriz Eudocia 25

    , la mujer de Teodosio II, y con su hija Eudoxia, futura

    esposa del emperador Valentiniano III (Vit. Melan. 50-56). Volvió a Jerusalén donde

    completó sus fundaciones monásticas, al menos 2 femeninas y una masculina, e hizo

    construir un martyrion, o santuario en honor de los mártires (Vit. Melan. 57). Continuó

    al lado de las vírgenes llevando una vida de oración y humildad y realizando diversas

    acciones milagrosas, entre otras salvar de la muerte a una mujer embarazada cuyo feto

    había muerto en su seno y que no lograba expulsar. Gracias a la oración y a la

    24

    Sobre la institución de las viudas en la Antigüedad contamos sobre todo con la información

    proporcionada por la Didascalia Apostolorum y las Constitutiones Apostolicae. Entre los numerosos

    estudios modernos cf. Danielou 1960, 70-96; Davies 1963, 1-15; Nazzaro 1983-84, 127-130; Nazzaro

    1988; Bruno Siola 1990, 367-426; Bremmer 1995, 31-57; y Barcellona 2006, 181-199. 25

    Melania acogió a Eudocia cuando ésta fue en peregrinación a Jerusalén, recibiéndola en

    Sidón como su huésped y acompañándola después hasta Cesarea (Vit. Melan. 58-60).

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    259

    imposición del cinturón de la asceta sobre la enferma, ésta logró deshacerse del feto y

    recuperar su salud (Vit. Melan. 60-62). A finales del 439 falleció Melania, ocho años

    después que su esposo, recibiendo las honras fúnebres dignas de su persona, envuelta en

    las prendas santificadas de otros anacoretas: la túnica de un santo, el velo de otra sierva

    de Dios, el cinturón de otro, el capuchón de otro, etc. (Vit. Melan. 69 y 70).

    4. Mónica la madre.

    A diferencia de las otras instituciones femeninas, la mulier maritata supone

    una mayor continuidad con respecto a la tradición anterior, adaptándose simplemente a

    los aspectos específicamente cristianos. Si la virgen, la diaconisa y la viuda fueron

    prototipos en gran medida originales del cristianismo, la esposa y madre encuentra su

    modelo en la tradición pagana y en el Antiguo Testamento, y se perpetúa con la nueva

    religión. La mujer casada se realiza plenamente en el ámbito del núcleo familiar, en esa

    doble vertiente de esposa y madre, pero en contacto con el mundo, como una variante

    de los otros status que fundamentalmente desarrollaban su actividad en el interior de un

    monasterio 26

    . En realidad la función de la maternidad justifica el matrimonio, pues

    tradicionalmente se concibió la procreación como su razón de ser y fue considerada por

    los Padres de la Iglesia como su fin primordial. Todos los moralistas cristianos

    aceptaron el matrimonio en calidad de mal menor, por tratarse de una institución

    establecida por Dios, pero lo consideraron un obstáculo para la entrega y dedicación

    completa al culto divino 27

    . Debido a la escasa valoración que el matrimonio poseía

    entre los escritores cristianos, frente a la alta estima otorgada a la virginidad, se

    desarrolló en muchas de sus obras un argumento, ya utilizado por los filósofos paganos

    y especialmente por los estoicos, que llegará a constituir el lugar común de las molestiae

    26

    Un estudio sobre la dicotomía entre la esposa ideal y su opuesta a través de las epístolas de

    los Padres griegos se puede ver en Torres 1995b, 59-68. 27

    La base argumental de esas manifestaciones la encontraban en el Nuevo Testamento, sobre

    todo en San Pablo, I Corintios 7, 8-9: A los célibes y a las viudas les digo que es bueno para ellos

    permanecer como yo; pero si no saben contenerse que se casen, pues es mejor casarse que abrasarse; y

    32-35: Yo quisiera veros libres de preocupaciones: quien no está casado se preocupa de las cosas del

    Señor, de cómo agradar al Señor; en cambio el casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo

    gustar a su mujer. También la mujer soltera y la virgen se preocupan de las cosas del Señor, para ser

    santas de cuerpo y de espíritu; la casada en cambio se preocupa de las cosas del mundo, de cómo gustar

    a su marido. Entre la ingente bibliografía que existe sobre el matrimonio cristiano de los primeros siglos

    cf. Crouzel 1973, 87-91; Sargenti 1985, 367-391; y la interesante colección de artículos en Cantalemassa

    (ed.) 1976.

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    260

    nuptiarum. Este tópico consistía en poner de manifiesto las múltiples desventajas e

    inconvenientes que acarreaba la vida conyugal, frente a los escasos beneficios,

    resaltando en cambio los innumerables méritos y recompensas de los célibes (Torres

    1995ª, 101-115). Un caso extremo en ese desprestigio del matrimonio lo constituye

    Jerónimo, en su tratado polémico Contra Joviniano, dedicando a las matronas romanas

    duros reproches, equiparables a los de las sátiras del autor pagano Juvenal 28

    .

    Concretamente hay un parágrafo que traza un retrato demoledor de las matronas, debido

    a sus exigencias, sus envidias y los problemas que ocasionan a sus maridos. En realidad

    lo pone en boca de Teofrasto, un filósofo griego del siglo III a. C., que supuestamente

    habría compuesto un libro De nuptiis, del que no tenemos ninguna otra noticia, pero, en

    cualquier caso, Jerónimo lo cita para ilustrar su propio pensamiento:

    El hombre sabio no debe casarse. En primer lugar porque se le impide el estudio de la

    filosofía, y ninguno puede atender a la vez a los libros y a su esposa. Las matronas necesitan

    muchas cosas: ropas caras, oro y piedras preciosas, lujos, esclavas, abundante ajuar, literas y

    carros dorados. Después por la noche llegan las quejas en voz baja: ‘aquella va más elegante;

    ésta es respetada por todos, en cambio yo, pobrecita, soy despreciada en las reuniones

    femeninas. ¿Por qué mirabas a la vecina? ¿Qué hablabas con esa esclava? ¿Qué has traído al

    llegar del mercado?’ No podemos tener un amigo ni compañero. Sospecha que el amor a otro

    significa el odio hacia ella […] Alimentar a una esposa pobre es difícil, soportar a una rica un

    tormento. Añádele el hecho de que no se puede elegir a la esposa, sino que debes aceptarla tal

    como la hayas encontrado. Si es iracunda, insensata, deforme, soberbia, sucia, o con cualquier

    defecto, lo sabemos después del matrimonio. Un caballo, un asno, un buey, un perro, los más

    insignificantes esclavos, también los vestidos, las ollas, un banco de madera, una copa e

    incluso un pequeño cántaro de barro primero se prueban y luego se compran; una esposa es lo

    único que no se muestra antes de casarse por miedo a que no agrade. Hay que fijarse siempre

    en su cara y alabar su belleza; si miras a otra piensa que ella no te gusta. Debes llamarla

    señora, celebrar su cumpleaños, jurar por su salud, desear que ella nos sobreviva, respetar a su

    nodriza, sus mensajeros, al esclavo del padre, a su alumno, su hermoso acólito, al

    administrador de pelo ensortijado, y al eunuco castrado para un placer duradero y sin riesgos

    […]; bajo estos nombres se esconden los adulterios. Cualquiera a quien ella ame debe

    corresponderla incluso contra su voluntad. Si le encomiendas el gobierno de la casa entera,

    debes ser su esclavo, si reservas algo a tu arbitrio, pensará que no te fías de ella; pero se

    inclinará hacia el odio y las disputas y, a no ser que rápidamente tomes precaución, preparará

    28

    El párrafo que recoge todas esas críticas se encuentra traducido al castellano en Torres 2009,

    49-75. Sobre el tópico de las molestiae nuptiarum cf. Laurence 2010, 209-223.

  • MISOGÍNIA, RELIGIÓ I PENSAMENT A LA LITERATURA DEL MÓN ANTIC I LA SEUA RECEPCIÓ

    261

    el veneno. Si introduces viejas hechiceras, arúspices, adivinos, vendedores de piedras preciosas

    y de vestidos de seda, representan un peligro para su pudor; si los prohíbes, significa la injuria

    de la sospecha. ¿De qué sirve un vigilante eficaz cuando una esposa impúdica no puede ser

    vigilada y una púdica no debe serlo? La custodia desconfiada de la castidad es una necesidad,

    pero hay que llamar verdaderamente púdica a aquella mujer que puede pecar si quiere. Una

    mujer hermosa rápidamente es amada por muchos, una fea se hace libertina con facilidad. Es

    difícil custodiar lo que muchos desean. Es molesto poseer lo que nadie considera digno tener.

    Pero tener una esposa fea es menor desgracia que conservar a una hermosa. No es seguro nada

    por lo que suspiran los deseos de todo el pueblo. Uno la pretende con su figura, otro con su

    talento, otro con sus bromas, otro con su generosidad. Lo que es atacado por todas partes, de

    algún modo o en algún momento es conquistado. Si los hombres se casan a causa de la

    administración de la casa, por aliviar el cansancio y por escapar de la soledad, mucho mejor

    administra un esclavo fiel, obediente a la autoridad del amo y a su disposición, que una esposa

    que se considera la dueña si hace, en contra de la voluntad del marido, lo que le apetece a ella

    y no lo que se le ha ordenado. En cambio los amigos y los jóvenes esclavos, obligados por los

    beneficios recibidos, pueden asistirte cuando estás enfermo mejor que aquélla que nos imputa

    sus lágrimas y que, haciendo alarde de su preocupación, altera los ánimos de su débil esposo

    con su falta de esperanza. Y si ella misma se pone enferma, hay que enfermar con ella y no

    apartarse en ningún momento de su lecho. Si es buena y agradable (mujer que es una rara avis)

    gemimos con ella cuando trae los hijos al mundo y sufrimos cuando está en peligro […] Un

    hombre sabio nunca estará menos solo que cuando esté solo. (Adv. Iov. I, 47) 29

    .

    Si la realización plena de la mujer casada abarcaba una doble función, la de

    esposa y madre, su continuidad dentro del cristianismo implicó una tercera faceta

    relacionada con Dios. Así, la tipología de la mulier maritata se configuró a través de

    una triple dimensión que afecta a su relación con Dios, como famula Dei, con su esposo

    en el papel de uxor y con sus hijos en calidad de mater (Reynolds 1994; Aubin 2000,

    1-13). En el cumplimiento de estas tareas surge la figura emblemática de Mónica, madre

    del ilustre Agustín de Hipona. Las noticias que poseemos sobre ella aparecen

    básicamente recogidas por su hijo en “Las Confesiones”. Nació en el seno de una

    familia piadosa y fue educada en los dogmas del cristianismo (Confesiones IX, 8;

    Custodio Vega 1963), pero su esposo Patricio era pagano. Ella intentó convertirle a

    través del ejemplo de sus sobrias y púdicas costumbres y manifestándole en todo

    29 La misoginia que Jerónimo pone de manifiesto en ese capítulo nos retrotrae de forma casi

    automática a Juvenal, y más concretamente a la Sátira II, 6, donde igualmente se traza un tremendo

    retrato de las matronas romanas. Corsaro 2002, 457 realiza una comparación pormenorizada de algunas

    de las sentencias recogidas en ambas obras.

  • MISOGÍNIA, RELIGIÓ I PENSAMENT A LA LITERATURA DEL MÓN ANTIC I LA SEUA RECEPCIÓ

    262

    momento respeto y sumisión, y logró su objetivo al final de su vida, que tuvo lugar

    siendo muy joven (Confess. IX, 9, 22). De esa forma Mónica se encontró libre para

    entregarse a la oración y para educar en la fe a su hijo Agustín, como verdaderamente

    anhelaba. Pero durante la vida de Patricio adoptó una actitud de sumisión, prudencia y

    tolerancia que despertaba sorpresa y admiración entre las otras matronas, debido al

    carácter colérico del hombre. El texto que recoge esta información constituye un

    documento de excepción como testimonio de los malos tratos infligidos por los maridos

    a sus esposas ya en esa época de finales del siglo IV (Dossey 2008, 2-40):

    De tal modo toleró las injurias de sus infidelidades que jamás tuvo con él

    ninguna riña al respecto, pues esperaba que tu misericordia caería sobre él y que, al

    creer en ti, se haría casto. Además, era por una parte sumamente cariñoso y por otra

    extremadamente colérico. Mas ella tenía cuidado de no oponerse a su marido enfadado,

    ni con los hechos ni con las palabras; y sólo cuando le veía ya tranquilo y sosegado y lo

    consideraba oportuno, le hacía ver lo que había hecho, si por casualidad se había

    excedido en el enfado. Cuando muchas matronas, que tenían maridos más mansos que

    ella, traían los rostros marcados por las señales de los golpes y comenzaban a murmurar

    sobre la conducta de ellos en sus charlas de amigas, ésta, imputándolo a sus lenguas, les

    advertía entre bromas que desde el momento en que habían oído leer las llamadas tablas

    matrimoniales debían haberlas considerado como un documento que las convertía en

    esclavas de éstos; y recordando esta condición suya no debían ser soberbias contra sus

    señores. Ellas se admiraban de que, conociendo lo feroz que era Patricio, no se hubiera

    sabido ni traslucido nunca que maltratase a su mujer; las que imitaban su ejemplo

    experimentaban dichos efectos y le daban las gracias; las que no la seguían eran

    esclavizadas y maltratadas (Confess. IX, 9, 19).

    Con respecto al papel desempeñado por Mónica como ejemplo para su marido

    y a la influencia ejercida por ella para convertirlo al cristianismo, es un tema que se

    inserta dentro de una tradición ampliamente arraigada en la literatura cristiana, y

    constituye uno de los motivos básicos de la apologética, pero que se volvió también en

    contra por ser utilizado por los paganos como acusación contra las mujeres, causantes

    de la discordia en los hogares. Como consecuencia del gran éxito que el cristianismo

    experimentó entre las mujeres, el proselitismo ejercido por ellas afectó sobre todo al

    ámbito familiar y, en muchos casos, al marido, aún pagano (Brown 1961, 1-11; Brown

  • MISOGÍNIA, RELIGIÓ I PENSAMENT A LA LITERATURA DEL MÓN ANTIC I LA SEUA RECEPCIÓ

    263

    1974, 151-166; Yarbrough 1976, 149-165; Fiorenza 1979, 29-70; Laporte 1982);

    Kraemer & D’Angelo 1998).

    Resume Agustín las virtudes de su madre en pocas líneas cuando afirma: Había

    sido mujer de un solo varón [unius viri uxor], había cumplido con sus padres, había

    gobernado su casa piadosamente y tenía el testimonio de las buenas obras, y había

    nutrido a sus hijos, pariéndolos tantas veces cuantas los veía apartarse de Dios

    (Confess. IX, 9,22). Efectivamente, una de las mayores preocupaciones en la vida de

    Mónica fue convertir al cristianismo a su hijo Agustín, objetivo que le ocasionó terribles

    disgustos, sobre todo cuando éste se adhirió al maniqueísmo, llegando incluso a

    prohibirle la entrada a su casa. Pero todos sus esfuerzos se vieron al final compensados

    abundantemente, cuando por fin Agustín se bautizó y despreció la felicidad terrena,

    como le hizo saber a su madre en el lecho de muerte (Confess. IX, 10,26). Por tanto, esa

    mujer cumplió a la perfección con las tres funciones que comportaba su status: amor y

    devoción a Dios y a los asuntos sagrados, representados en la cualidad de la pietas;

    sumisión y respeto al marido como primera autoridad, para que reinara la paz y la

    armonía en la familia, llevando una vida marcada por la castidad o pudicitia; y en tercer

    lugar el cuidado y educación cristiana de sus hijos, anteponiendo el alimento espiritual

    al material, como optima mater. Todas esas cualidades las recoge con precisión Agustín

    al afirmar Nos acompañaba mi madre con hábito de mujer, fe de varón, seguridad de

    anciana, amor de madre y piedad cristiana 30

    . Murió en Ostia, camino de su tierra, a los

    56 años, en medio de la tristeza, a duras penas contenida, de sus hijos y de su nieto

    Adeodato, nacido de una relación de Agustín anterior a su conversión al cristianismo.

    Sus restos mortales fueron depositados junto a los de su marido, tal como era su deseo

    (Confess. IX, 11,28 y 37).

    En esta síntesis biográfica de cuatro mujeres paradigmáticas: Olimpia,

    Macrina, Melania y Mónica, en sus respectivos papeles de diaconisa, virgen, viuda y

    madre, hemos podido constatar que no existe una separación clara entre los diferentes

    tipos, sino que comparten muchos de sus rasgos, aun conservando los matices

    específicos de cada uno de ellos. Si las diaconisas poseen un carácter marcadamente

    litúrgico, como parte de la organización eclesiástica y con unas tareas asignadas, la

    30

    Confess. IX, 4,8: Matre adhaerente nobis muliebri habitu, virili fide, anili securitate,

    materna caritate, cristiana pietate.

  • MISOGÍNIA, RELIGIÓ I PENSAMENT A LA LITERATURA DEL MÓN ANTIC I LA SEUA RECEPCIÓ

    264

    virgen representa el lado más espiritual y místico, la viuda asume las actividades

    caritativas, en un plano más material, y la madre se desdobla en un ámbito material y

    espiritual, cuidando a sus hijos en ambos sentidos. En cualquier caso, lo más interesante

    de esa configuración tipológica femenina radica en la constatación de que transmite una

    visión sobre la mujer cristiana que se ha mantenido sustancialmente a lo largo de los

    siglos, y supone el punto de partida en la conformación de la escala de valores

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