Libro Miguel

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Naturaleza y Conducta Humana J. Miguel Esteban Naturaleza y Conducta Humana J. Miguel Esteban Conceptos, Valores y Prácticas para la Educación Ambiental Además de conquistar la luna y desintegrar el átomo, la especie humana también es responsable de otra proeza que nadie podrá celebrar. En sólo doce de las sesenta mil generaciones de seres humanos que han vivido sobre el planeta, hemos mulplicado entre mil y diez mil veces la tasa media de exnción de especies vigente durante sesenta millones de años. Según el autor, una vez visto hasta dónde hemos llegado, estamos obligados a reeducarnos ambientalmente entre todos y revisar los elementos fallidos de nuestra conducta que hacen peligrar el legado ambiental de las futuras generaciones. La crisis ecológica exige cambios adaptavos en nuestra capacidad de juzgar qué es correcto o incorrecto, válido o inválido, y de obrar en consecuencia. En este libro se ponderan algunos de estos cambios mediante criterios de interdependencia y correlación entre la validez ecológica y la validez social de nuestras práccas ambientales. Empleando como recursos conceptos, valores y métodos de una pragmáca de la educación y del conocimiento, el autor explora algunas posibilidades para abordar problemas y conictos ambientales. El libro está escrito desde el convencimiento de que, además de la explotación despiadada y acelerada de los recursos de todos los seres vivos, el conocimiento humano es capaz de cobrar una presencia ambiental mucho más humilde y sensata, gracias a práccas para tratar mejor y ser mejor tratados por la naturaleza, para adaptar el entorno natural de manera que podamos seguir adaptándonos a él. Las hipótesis sobre el conocimiento y la educación ambiental expuestas en este libro remiten a algunas de estas práccas, concretándose en un conjunto de propuestas facbles y revisables, formuladas de manera que su validez pueda someterse a críca y debate público. J. Miguel Esteban (Valencia, 1962) es doctor en Filosoa y Ciencias de la Educación (Universitat de València, 1990), profesor de Lógica, Éca y Educación Ambiental en la Universidad de Quintana Roo, e invesgador S.N.I. 2 en el Sistema Nacional de Invesgadores de la República Mexicana. Es autor de “La Racionalidad Ecológica en la Teoría Pragmasta del Conocimiento” (2004), Normas y Práccas en la Ciencia (2008) (coeditado junto a Sergio Marnez), “Educación, Humanidades y Cultura Ambiental” (2010) y “La Tragedia de los Comunes y sus Repercusiones para la Educación Ambiental” (2011) y “La Éca Ambiental en la Nueva Cultura del Agua” (2012), entre otras obras. Tras publicar este libro, prepara un volumen sobre nuestras relaciones con los animales no-humanos, previsto para 2014.

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Naturaleza y C

onducta Humana

J. Miguel E

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Naturaleza y Conducta Humana

J. Miguel Esteban

Conceptos, Valores y Prácticas para la Educación Ambiental

Además de conquistar la luna y desintegrar el átomo, la especie humana también es responsable de otra proeza que nadie podrá celebrar. En sólo doce de las sesenta mil generaciones de seres humanos que han vivido sobre el planeta, hemos multi plicado entre mil y diez mil veces la tasa media de exti nción de especies vigente durante sesenta millones de años. Según el autor, una vez visto hasta dónde hemos llegado, estamos obligados a reeducarnos ambientalmente entre todos y revisar los elementos fallidos de nuestra conducta que hacen peligrar el legado ambiental de las futuras generaciones. La crisis ecológica exige cambios adaptati vos en nuestra capacidad de juzgar qué es correcto o incorrecto, válido o inválido, y de obrar en consecuencia.

En este libro se ponderan algunos de estos cambios mediante criterios de interdependencia y correlación entre la validez ecológica y la validez social de nuestras prácti cas ambientales. Empleando como recursos conceptos, valores y métodos de una pragmáti ca de la educación y del conocimiento, el autor explora algunas posibilidades para abordar problemas y confl ictos ambientales. El libro está escrito desde el convencimiento de que, además de la explotación despiadada y acelerada de los recursos de todos los seres vivos, el conocimiento humano es capaz de cobrar una presencia ambiental mucho más humilde y sensata, gracias a prácti cas para tratar mejor y ser mejor tratados por la naturaleza, para adaptar el entorno natural de manera que podamos seguir adaptándonos a él. Las hipótesis sobre el conocimiento y la educación ambiental expuestas en este libro remiten a algunas de estas prácti cas, concretándose en un conjunto de propuestas facti bles y revisables, formuladas de manera que su validez pueda someterse a críti ca y debate público.

J. Miguel Esteban (Valencia, 1962) es doctor en Filosofí a y Ciencias de la Educación (Universitat de València, 1990), profesor de Lógica, Éti ca y Educación Ambiental en la Universidad de Quintana Roo, e investi gador S.N.I. 2 en el Sistema Nacional de Investi gadores de la República Mexicana. Es autor de “La Racionalidad Ecológica en la Teoría Pragmati sta del Conocimiento” (2004), Normas y Prácti cas en la Ciencia (2008) (coeditado junto a Sergio Martí nez), “Educación, Humanidades y Cultura Ambiental” (2010) y “La Tragedia de los Comunes y sus

Repercusiones para la Educación Ambiental” (2011) y “La Éti ca Ambiental en la Nueva Cultura del Agua” (2012), entre otras obras. Tras publicar este libro, prepara un volumen sobre nuestras relaciones con los animales no-humanos, previsto para 2014.

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Copyright © 2013 por J. Miguel Esteban.

Este libro ha sido financiado con fondos del proyecto Conacyt de Ciencia Básica 82866

Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2012923433ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-4557-0

Tapa Blanda 978-1-4633-4559-4Libro Electrónico 978-1-4633-4558-7

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Este libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

Fecha de revisión: 28/09/2013

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A Zaira, por su cercanía y su luz.

A mi hermano Pablo, por subirse conmigo a los árboles.

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Í N D I C E

Prólogo ................................................................................11

Agradecimientos..................................................................23

PARTE PRIMERAAmbiente, Educación y Conocimiento

Introducción La presencia ambiental del conocimiento ...........................29

Nuestra perplejidad ante el mal ecológico .........................................29Consecuencias del pragmatismo para la educación ambiental ........ 35Diversidad de valores y diversidad biológica .....................................41Validez ambiental y diversidad cultural .............................................44Dilemas sociales y democracia participativa .....................................46Sobre cómo ser un buen evolucionista ...............................................54

Uno Recursos conceptuales para nuevas prácticas en educación ambiental ......................................................67

Un poco de epistemología e historia de la educación ambiental ..... 67Conocer y actuar ante problemas ambientales ..................................72La sustentabilidad, concepto en disputa .............................................83La economía hipertrofiada ...................................................................88Miopía intertemporal e inequidad intergeneracional ....................... 93Resiliencia y desarrollo adaptativo ......................................................97Elementos para una definición operacional de educación ambiental .....................................................................106Educación sobre el ambiente, para el ambiente y en el ambiente ....110Basura y ocio en el Boulevard Bahía de Chetumal ..........................112

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Basura y obsolescencia programada .................................................115Sequía en Africa y asma en el Caribe ...............................................121De los conceptos a las máximas para las prácticas ambientales ....123

Dos Las prácticas de la racionalidad ambiental .......................129

Cognición y finitud ecológica ............................................................129Retroalimentación y propiedades emergentes en los sistemas ecológicos ..................................................................132Las prácticas de los puntos de inflexión ecológica ..........................137Condiciones de validez para una nueva tecnología ........................141Retroalimentaciones positivas para la conservación de un arrecife ....144Las prácticas de la biomímesis ..........................................................151Las prácticas de la ecología industrial ..............................................157Sucesión ecológica y ecología industrial ..........................................160Prácticas de andar por casa ...............................................................170

INTERLUDIOEcosistemas en Crisis

Estudios de Caso

Tres Crisis ambientales en el Golfo de México, la Costa de Galicia y la Mixteca de Oaxaca ......................177

Petróleo y biodiversidad en el Golfo de México ...............................177Intereses corporativos y políticos de un naufragio en la costa de Galicia ..........................................................................185Combatiendo la desertificación en la Mixteca de Oaxaca ..............202

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PARTE SEGUNDAAmbiente y Cultura

Cuatro La interdependencia de los valores ambientales ..............219

Repercusiones ambientales de la dicotomía entre hechos y valores ....219Ciencia pura y valores ........................................................................225Ciencia pura y extinción de especies ................................................227La idea de un valor económico total de la biodiversidad ................229Valores de utilidad ..............................................................................238Valores científicos-ecológicos ...........................................................242Valores de control, dominio y resistencia ........................................248Valores lúdicos ....................................................................................249Valores simbólicos y cognitivos .........................................................250Valores estéticos ..................................................................................255Valores afectivos .................................................................................264Valores morales ...................................................................................267Valores globales ..................................................................................278

Cinco Capacidad de carga y bien común ....................................285

La tragedia de los comunes ................................................................285Hobbes, Malthus y Hardin .................................................................291La racionalidad de los dilemas sociales ............................................298Condiciones de sustentabilidad en el uso de recursos comunes ....306Autoridad, impunidad y bien común ...............................................321Compromiso, reciprocidad y honestidad .........................................324Atmósfera y agua como bienes comunes ..........................................333

Seis Ambiente, comunidad y democracia .................................339

Ambiente, comunidad e identidad personal ....................................342Ciencia y democracia participativa ..................................................351Todos somos investigadores ambientales ..........................................355Investigación participativa en Sian Ka’an .........................................362Todos somos aprendices ambientales ...............................................369La distribución asimétrica del riesgo ambiental ..............................376

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Modos de participación y virtudes deliberativas .............................384Educación ambiental y educación para la ciudadanía ....................388

Anexo I La Carta de la Tierra .........................................................391

Anexo II Educación Ambiental para jóvenes en Quintana Roo .......417

Anexo III El naufragio del Prestige ...................................................435

Bibliografía ........................................................................449

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Prólogo

Alejandro Herrera Ibáñez

La preocupación por el estado del medio ambiente es uno de los rasgos que caracterizan mejor el siglo XX y lo que va del XXI. A principios de la segunda mitad del siglo pasado empezaron a oírse voces de alerta. Contra lo que pudieran pensar algunos, no fueron los filósofos los primeros en ser escuchados, o por lo menos no fueron los filósofos típicos, aquellos de los que dice Rorty que figuran en la lista canónica de las historias de la filosofía. Hablaré aquí de tres figuras señeras: una bióloga marina, un naturalista, y un oncólogo.

La primera que mencionaré –considerada por muchos como la madre del ecologismo- fue la bióloga marina Rachel Carson (1907-1964), quien fue catalogada por la revista Time como una de las cien personas más influyentes del siglo veinte, junto con Freud, Gödel, Wittgenstein y Einstein. La obra que le dio fama mundial, La primavera silenciosa, fue publicada en 1962, y un panel de distinguidos norteamericanos la catalogó como uno de los cincuenta libros más influyentes del siglo. En realidad, escribir esta obra le tomó a Carson cerca de cuatro años, a partir de que en 1958 se decidió a escribirla.

El libro comienza con un cuadro idílico en un pequeño pueblo que empieza a sufrir un repentino y acelerado deterioro debido a los productos químicos utilizados en el campo. En este breve relato las aves que solían cantar en primavera enmudecen, y por ello es que Carson pone a la humanidad frente a la posibilidad de una eterna primavera silenciosa.

Antes de convertirse en una reputada bióloga marina, su madre, Maria McLean, le inculcó desde sus primeros años en su natal Springdale, en Pennsylvania, un acendrado amor a la naturaleza y a los seres vivos. Fue así que estudió en el Laboratorio de Biología Marina Woods Hole y que luego obtuvo la maestría en zoología en la Universidad Johns Hopkins en 1932 (donde impartió clases durante

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siete veranos) después de lo cual fue contratada por el Servicio de Pesquerías y Vida Silvestre de su país con la tarea de hacer guiones para la radio durante la Depresión. Para completar sus ingresos escribía artículos sobre historia natural para un periódico de Baltimore, y en 1936 inició una carrera de quince años de servicios en la federación como científica y editora, convirtiéndose con el tiempo en directora de las publicaciones de la dependencia gubernamental en que laboraba.

A la vez que escribía folletos sobre conservación de los recursos naturales y que editaba artículos científicos, empezó a trabajar en una serie de artículos para la revista Atlantic Monthly, que se convertirían en 1941 en su primer libro, Under the Sea-Wind (Bajo el viento marino); y en 1952 publicó The Sea Around Us (El mar que nos circunda), estudio del océano que fue un bestseller, traducido a 30 idiomas, que llegó a ser premiado. Tres años después, en 1955, publicaría The Edge of the Sea (La orilla del mar). Con esa trilogía Carson logró su fama como naturalista y como divulgadora científica. Teniendo ya una posición más holgada económicamente, renunció a su trabajo en el gobierno para dedicarse de lleno a escribir. En esta etapa de mayor tranquilidad escribió artículos encaminados a lograr la recuperación del sentido de asombro en los niños al contemplar la naturaleza, entre otros temas (póstumamente, en 1965, se publicó esta serie de artículos en el libro The Sense of Wonder, El sentido del asombro); pero lo que más la ocupó fue su preocupación por la proliferación de plaguicidas químicos sintéticos después de la Segunda Guerra Mundial -muy en particular el DDT (diclorodifeniltricloroetano)- y que empezaron a sustituir a los plaguicidas naturales que hasta entonces se utilizaban. Esto la llevó a la publicación, en 1962, de La primavera silenciosa, en donde cuestionaba las prácticas que empezaban a ser comunes en las agrociencias y también por parte del gobierno. El libro se vendió exitosamente, precedido de fama aun antes de su publicación. Uno de los factores que llevó a Carson a escribirlo fue una carta de sus viejos amigos Stuart y Olga Huckings, quienes le relataban la destrucción causada por las fumigaciones aéreas de su santuario privado, de dos hectáreas de extensión, en Powder Point, en Duxbury, Massachusetts.

Tratándose de un golpe directo a la industria química de la época, la respuesta no se hizo esperar. Fue tildada de histérica e

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ignorante, pero ella conservó siempre la calma manteniéndose al mismo tiempo firme en sus convicciones. Entre sus atacantes se encontraba la empresa Monsanto, que, sin mencionarla, trató de parodiar su posición con la publicación de un artículo titulado “El año de la desolación” (“The Desolate Year”), que comenzaba así: “Quietamente, entonces, comenzó el año de la desolación…”, desolación que no era causada por los plaguicidas, sino por los insectos. Carson había afirmado que los insecticidas deberían más bien llamarse biocidas, y lo sostuvo con datos a lo largo de su libro. Desde entonces, la industria química se ha ocupado de sembrar dudas sobre las investigaciones de Carson, de la misma manera que la industria petrolera lo ha hecho respecto al problema del calentamiento global, como lo ha demostrado elocuentemente Al Gore en su conferencia filmada, en La verdad incómoda. El caso es que la respuesta de Carson a estos ataques fue que ella no estaba en contra de su uso, sino de su abuso, y de que no se diera información al público. Ella insistía en que los plaguicidas deberían usarse teniendo en mente la calidad de la salud y de los alimentos, y siempre advirtió contra su uso indiscriminado.

Después de la publicación de su libro, y debido a la polémica que desató, Carson fue llamada a testificar ante el Congreso en 1963, durante el gobierno del presidente Kennedy. El ministro de la Suprema Corte, William O. Douglas, apoyó a Carson, y el New York Times dijo en una editorial que Carson era acreedora al Premio Nobel de la misma manera que lo había sido Paul Müller, el químico suizo que en 1939 había identificado las propiedades insecticidas del DDT. En mayo de 1963 el Comité Científico Asesor del presidente Kennedy emitió su reporte, poniendo énfasis en que los plaguicidas deben usarse para mantener la calidad de los alimentos y de la salud de la nación, pero advirtiendo a la vez contra su uso indiscriminado. El Comité hacía un llamado a hacer más investigación sobre los posibles daños para la salud, y recomendaba un uso más cuidadoso de los plaguicidas en los hogares y en el campo. Un año después, en abril de 1964 –dos años después de la publicación de su influyente libro- Carson murió en Silver Spring, Maryland, afectada por un cáncer de mama –enfermedad que sigue cobrando víctimas entre las mujeres de hoy día- a los 56 años de edad, después de varios años de padecer este mal.

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La lucha y las ideas de Carson siguen más vigentes que nunca. La gente se inclina cada vez más al consumo de alimentos no químicamente tratados (llamados actualmente alimentos orgánicos), más en Europa que en nuestro continente. El llamado de Carson al uso racional y moderado de los apoyos biotecnológicos sigue resonando y sigue siendo escuchado en amplios sectores, a la vez que es vilipendiado y menospreciado en otros. Uno se pregunta cuándo escucharemos con atención y reflexión las siguientes palabras de Carson en una entrevista a la CBS en 1963: “Seguimos hablando en términos de conquista. Aún no hemos madurado lo suficiente para pensar en nosotros mismos como sólo una pequeña parte de un vasto e increíble universo”. Y añadía: “Tenemos el reto, como nunca antes lo ha tenido la humanidad, de probar nuestra madurez y de probar nuestro dominio, no de la naturaleza, sino de nosotros mismos”. Con estas palabras Carson tocó, sin ser una filósofa profesional, una idea que poco después sería expuesta crítica y ampliamente por los filósofos australianos John Passmore y luego Peter Singer: la llamada “teoría del dominio”, según la cual nos sentimos autorizados para someter nuestro entorno a los caprichos de nuestro exclusivo beneficio, en virtud de una supuesta superioridad sobre el resto de los seres, superioridad que pretende fundamentarse tanto en el hecho de que estamos dotados de razón como en el de que somos creaturas hechas “a imagen y semejanza” del Dios bíblico.

Las preocupaciones pedagógicas de Carson, manifiestas en los libros que escribió para niños, se vislumbran en su lectura del escritor y ensayista E. B. White (1899-1985), contemporáneo suyo, quien escribió exitosamente algunos cuentos para niños desde el momento en que se convirtió en tío. Uno de estos cuentos, La telaraña de Charlotte (llevada en dos ocasiones a la pantalla grande), crea en los pequeños lectores una gran simpatía hacia los animales a través de un mamífero (un cerdo de nombre Wilburn que va a ser preparado para una cena), y un arácnido (una araña de nombre Charlotte que ayuda a Wilburn a escapar de los planes de sus amos, con la ayuda de un niño de la granja, que se llama Fern). Esta preocupación pedagógica de Carson es la que igualmente corre a lo largo del presente libro, que está expresamente dedicado al tema de la educación ambiental y a sus fundamentos, y así como Carson, por un lado, y E. B. White, por el otro, escribieron para un público infantil intentando sensibilizarlo hacia la naturaleza

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y sus pobladores no humanos, J.Miguel Esteban se coloca en esta misma vena ofreciéndonos en uno de los apéndices de este libro dos textos en que se dirige a los jóvenes y niños de nuestras latitudes, -concretamente a los niños y jóvenes mayas- para sensibilizarlos estéticamente sobre el entorno en que viven -el Caribe mexicano-, y para explicarles también didácticamente –tarea nada fácil, y exitosamente realizada por Esteban- el problema de la tragedia de los comunes, problema que por lo demás aborda en el cuerpo del libro –sobre todo en el cap. 5- analizando exhaustiva y críticamente todas sus aristas teóricas. Ambos textos muestran la profunda compenetración de J.Miguel Esteban con el entorno en que actualmente vive, y sus textos transmiten vívidamente sus emociones a sus jóvenes y a sus pequeños lectores. Los textos son fáciles de entender, pero en momentos transitan a una mayor complejidad que supone tener jóvenes o pequeños lectores con un grado de alfabetización no incipiente. Sin embargo, apoyados en materiales audiovisuales podrán ser de gran ayuda para el educador ambiental, quien también encontrará los textos didácticos de Esteban sumamente útiles para su propia comprensión del problema de la tragedia de los comunes, expuesto con gran sencillez y claridad.

Carson, en su libro sobre los plaguicidas, cita en un epígrafe a E. B. White: “Soy pesimista acerca de la raza humana porque es demasiado ingeniosa para buscar su propio bien. Nos acercamos a la naturaleza para golpearla hasta someterla. Tendríamos una mejor oportunidad de sobrevivir si nos acomodásemos a este planeta y lo viésemos con aprecio en vez de verlo con escepticismo y dictatorialmente”. La cita es una muestra de que en aquellos años había ya una serie de ideas flotando en el ambiente, que con el paso del tiempo se desarrollarían con mayor amplitud. Carson no desconocía lo que ya algunos filósofos habían dicho sobre nuestra relación con los seres vivos. Su libro está dedicado precisamente al médico, músico, filósofo y teólogo luterano franco-alemán Albert Schweitzer (1875-1965), quien en los años veinte del siglo pasado desarrolló su teoría de la reverencia por la vida, con la cual se convirtió en precursor de posteriores éticas biocéntricas. En la dedicatoria de su libro, Carson reproduce las siguientes sombrías palabras de Schweitzer: “El hombre ha perdido la capacidad de prever y prevenir. Terminará destruyendo la tierra”. El tremendo pesimismo de estas palabras de Schweitzer –y el de las de E. B. White- sigue vigente y constituye

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una severa advertencia de que si no cambiamos nuestra mentalidad mediante la educación -incluyendo la autoeducación- la naturaleza destructora y egoísta del ser humano prevalecerá sobre su naturaleza constructiva y altruista.

He descrito a Schweitzer como un precursor de una serie de éticas del medio ambiente, las biocéntricas. En realidad, si buscamos precursores tenemos que remontarnos –y ya se ha hecho- tan lejos como hasta la Grecia antigua con sus primeros pensadores, fundadores de la filosofía occidental; y si somos intelectualmente honestos, hasta las filosofías surgidas en la India y la China antiguas. La deuda de Occidente con el pensamiento desarrollado en Oriente es inmensa y no se suele mencionar tanto como debería hacerse (aunque, en realidad, deberíamos abandonar, entre otras, la dicotomía pensamiento occidental-pensamiento oriental, aun más en el mundo globalizado en que actualmente vivimos). Ahora bien, el presente libro tiene la virtud de llamar nuestra atención sobre otro importante precursor, el pedagogo, psicólogo, teórico de la educación y filósofo, fundador (además de Charles S. Peirce y William James) del pragmatismo, John Dewey (1859-1952), quien desarrolla sus ideas desde finales del s. XIX hasta la primera mitad del veinte. J.Miguel Esteban nos hace ver la importancia que el medio ambiente tenía para Dewey y la gran relevancia de su concepción de la educación y la democracia para el tema de la educación ambiental. De hecho, lo que hace Esteban –y lo hace muy bien- es propugnar el pragmatismo –tan vilipendiado en algunos medios- como una solución a nuestras discusiones sobre cómo debemos acercarnos al problema de nuestra relación con el medio ambiente.

Después de Carson, la otra figura señera de quien hablaré es Aldo Leopold (1887-1948), silvicultor, biólogo ecólogo y conservacionista norteamericano, creador del concepto de “ética de la tierra”, quien es ampliamente reconocido como el padre de la conservación de la vida silvestre en su país, y puede considerarse precursor de las actuales éticas ecocéntricas. Estudió en la Escuela Forestal de la Universidad de Yale, históricamente la primera en su género en los Estados Unidos. Después de obtener ahí su maestría trabajó en el Servicio Forestal de los Estados Unidos durante 19 años. Una de sus labores fue la de supervisor del Bosque Nacional Carson, en Nuevo México. Después fue trasladado a Madison, Wisconsin, donde fue director asociado del Laboratorio de Productos Forestales

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de Estados Unidos. Después de abandonar el Servicio Forestal en 1928, hizo trabajos independientes. En 1935 fundó la Sociedad de la Vida Silvestre, y contribuyó notablemente a la creación del Bosque Nacional Gila, en Nuevo México. En ese año compró una granja deteriorada y abandonada, de 120 hectáreas, junto al río Wisconsin, en la que pasó largas temporadas en compañía de su esposa Estella. Es de sus caminatas y observaciones cotidianas ahí, de donde proviene en su mayor parte el libro que le dio fama y que fue publicado un año después de su muerte, titulado Almanaque del Condado Arenoso y Esbozos de Aquí y de Allá, cuya lectura constituye una delicia para cualquier amante de la naturaleza.

En la Parte III de dicho libro hay un breve capítulo titulado “La ética de la tierra” (“The Land Ethic”), en el que enuncia lo que muchos han llamado “la regla de oro de la ecología”: “Algo es correcto cuando tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica. Es incorrecto cuando su tendencia es de otra manera”. Leopold pensaba que la causa del deterioro ambiental se debía a que vemos la tierra (land) como un objeto que se puede poseer privadamente, cuyo valor es exclusivamente económico y con la que, en consecuencia, su propietario puede hacer lo que le venga en gana. Ello constituye, dice en el prefacio a su obra, un “concepto abrahámico de la tierra” incompatible con la conservación. Para él, “que la tierra es una comunidad es el concepto básico de la ecología”. En el presente libro, el lector se enterará de que un zoólogo, microbiólogo y ecólogo norteamericano, Garrett Hardin, adquirió fama mundial por pensar precisamente lo contrario de lo sostenido por Leopold. Esteban, en el cap. 5 del presente libro, discute a fondo y con gran amplitud los argumentos de Hardin para mostrar sus fallas. Este capítulo constituye el meollo sobre el que gira el resto del libro, y sobre el que se fundamenta su propuesta pedagógica. Esteban anuncia, desde el inicio de su libro, que toma diversas ideas en préstamo. La originalidad de su obra radica principalmente en la brillante exposición, ordenamiento, conexión y explicación de esas diversas ideas. Una de sus aportaciones originales, sin embargo, es su propuesta de una definición operacional de educación ambiental. Dicho esto, hay que mencionar las ideas que Esteban expone de quien hizo la mayor crítica de la obra de Hardin, las de la premio Nobel de Economía 2009 (la primera mujer en haber recibido dicho premio en tal disciplina), la politóloga norteamericana Elinor Ostrom

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(1933-2012), experta en acción colectiva, quien recibió la presea de Estocolmo “por su análisis de la gobernanza, especialmente de los recursos compartidos”, o sea, de los bienes comunes. La exposición de Esteban muestra cómo la investigación de campo de Ostrom en diversas comunidades del mundo –incluido México- echa por tierra el apriorístico experimento mental de Hardin. La cooperación en las comunidades, y su reglamentación, se encuentra presente en un grado mucho mayor de lo que se puede imaginar un académico de escritorio. Basta, desde luego, darse una vuelta por comunidades rurales de México –por citar sólo un caso- para comprobarlo.

La tercera figura que deseo mencionar es la del bioquímico y oncólogo norteamericano Van Rensselaer Potter (1911-2001), quien generalizó el uso del concepto de bioética (bioethics, en inglés), aunque el primero que usó la palabra que se refiere a este concepto, “Bio-Ethik”, en un artículo de 1927 (de hecho, en una serie de artículos entre 1927 y 1934, en los que desarrolla la innovadora idea de un “imperativo bioético”) fue el filósofo, educador, teólogo y pastor protestante alemán Fritz Jahr. Potter la utilizó por primera vez en un artículo de 1970 y confirmó su uso en su libro de 1971, Bioética, puente hacia el futuro. Aunque con el paso del tiempo la bioética se fue concentrando en problemas de la relación entre la ética y las tecnologías de las ciencias de la vida, la idea de Potter (y la de Jahr) era más amplia, y algunos hemos insistido en ser fieles al sentido original, etimológico, de la palabra, de manera que la ética ambiental y la ética hacia los animales no humanos vienen a ser una de las ramas de la bioética. De hecho, actualmente muchos planes de estudio de la especialización, o de diplomados, en bioética en diversas universidades incluyen el tema de la ética ambiental y animal.

Leopold enfatizaba en su libro que la educación debe incluir tanto valores humanísticos como valores científicos. Potter retoma esta idea y dedica su libro a Leopold, “quien anticipó” –dice en la dedicatoria- “la extensión de la ética a la bioética”. La idea metafórica del puente, presente en el título de su libro, sugiere que los eticistas y los científicos no pueden, no deben, trabajar aisladamente, ignorándose los unos a los otros; más específicamente, los ecólogos y los eticistas ambientales deben unir esfuerzos. De ahí el carácter multidisciplinario de la bioética, la cual reúne las aportaciones no sólo de ecólogos y eticistas, sino de una multitud de

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disciplinas (psicología, sociología, derecho, medicina, ciencias de la vida en general, ciencias cognitivas en general, y ética tanto teórica como aplicada). Potter piensa en una especie de nueva mezcla entre biología básica, ciencias sociales y las humanidades. No podemos, piensa, darnos el lujo de dejar nuestro destino en manos de científicos, ingenieros, tecnólogos y políticos. Se necesitan biólogos que respeten el frágil entramado de la vida, no de biólogos ocupados en el mero estudio de la supervivencia del más fuerte, sino en la supervivencia del ecosistema en su totalidad. Conocimiento biológico y valores humanos unidos llevarán a una nueva sabiduría para la que propone adoptar el término “bioética”, e insiste en que la ética no debe desligarse de la comprensión de la ecología. Potter confiesa en el prefacio que su libro es un resultado de treinta años de investigación sobre el cáncer, lo cual lo lleva a otra feliz metáfora: sus años dedicados al estudio del desorden lo llevaron a la búsqueda de un “desorden ordenado” a nivel cósmico para explicar el “desorden” visto en los aspectos prácticos del problema del cáncer. Y la única forma de sanar al planeta del cáncer que lo aqueja es unir las ciencias de la vida –particularmente la ecología- con las disciplinas humanísticas –particularmente la ética- en la multidisciplina que es la bioética. A este respecto -y pienso que como ejemplo de la colaboración posible entre científicos y humanistas-, otro de los autores de cuyas ideas recurre Esteban –autor que desgraciadamente me era desconocido hasta la lectura del presente libro- es Gerald Marten, doctor en zoología que con el paso del tiempo se fue concentrando en la ecología humana, en la que actualmente es una autoridad. Marten ha desarrollado una serie de “conceptos básicos para el desarrollo sustentable” que son expuestos y aprovechados por Esteban, y se ha concentrado en problemas ecológicos prácticos con la finalidad de ayudar a comunidades en el mundo a resolverlos haciendo buen uso de los recursos de la ciencia, auxiliando así a la gente para que lleve una vida sustentable. Creó el proyecto Ecotipping Points, destinado a aprovechar historias de éxito ambiental para lograr un mundo mejor para sus cinco nietos (generaciones futuras) y el resto del mundo. Ha prestado su valiosísima ayuda en diversos países, entre ellos el nuestro cuando de 1976 a 1979 fue Investigador Senior en el Instituto de Investigaciones sobre Recursos Bióticos, en Xalapa, Veracruz, y consultor, en 1976, del Programa de las Naciones Unidas

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para el Medio Ambiente (PNUMA) en México, para la planeación del uso ecológico de la tierra.

Esteban se ha identificado con el trabajo de Marten –con cuyas valiosas opiniones ha contado en particular para el desarrollo del cap. 2 sobre las prácticas de la racionalidad ambiental. Como buen pragmatista, Esteban no se ha quedado solamente en la teoría, sino que ha bajado ésta al nivel de los problemas prácticos y locales. Así, por ejemplo, sus frecuentes caminatas y observaciones en el Boulevard Bahía de Chetumal –la ciudad donde este libro ha sido escrito- lo han llevado a hacer en el cap. 1 valiosas sugerencias a las autoridades –un ayuntamiento cuyo esfuerzo, aunque insuficiente, es reconocido por el autor- para la educación ambiental de la población. Recurriendo a lo que Marten llama “puntos de inflexión ecológica” –puntos neurálgicos para la restauración o para el deterioro de un ecosistema dado-, de los que el propio Marten da algunos ejemplos expuestos por Esteban, quien se vale de ellos y los propone para la praxis del cuidado del ambiente. Además, nos narra el ejemplar caso de la cooperativa Pescadores de Vigía Chico, en la reserva de la biósfera de Sian Ka´an, Quintana Roo, en la que vemos materializados el buen uso de los puntos de inflexión de Marten, la cooperación comunitaria defendida por Ostrom, y las prácticas dialógicas y deliberativas propuestas por Dewey. Otro caso ejemplar –narrado por Esteban con los permisos de Marten y su colaborador el ecólogo David Núñez- es el de los campesinos reunidos en el Centro de Desarrollo Integral Campesino, en la Mixteca oaxaqueña con el propósito de reforestar la región. En contraposición a estos casos ejemplares, Esteban narra y analiza lo que sucede cuando se busca el beneficio económico por el beneficio económico, ignorando la cooperación, dando origen a tragedias ecológicas como la ocurrida en 2002 con el hundimiento del buque petrolero Prestige en la costa de Galicia (tragedia a la que además dedica uno de los apéndices del libro), o la ocurrida en 2010 cuando en el norte del Golfo de México se incendió y se hundió la plataforma petrolera Deepwater Horizon, de la empresa British Petroleum, con el consiguiente y desastroso derrame petrolero.

He proporcionado un breve marco conceptual -que convertiría a este prólogo en un libro si rastrearan las ideas detrás de las ideas- para que el lector encuentre más comprensible la tarea que J.Miguel Esteban emprende en este libro al mostrar las ideas de John Dewey

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como precursoras también de la preocupación por el medio ambiente, y cuya vigencia subraya en relación a la educación ambiental. Y al hacerlo, Esteban muestra la gran aportación del pragmatismo –en el mejor de sus sentidos- a la solución de la problemática ambiental. Particularmente interesante es su desarrollo de la teoría democrática de la investigación propuesta por Dewey, y basada en una concepción participativa de la democracia frente a los problemas ambientales, inspirada en la idea de la comunidad de investigación –llamada actualmente por muchos comunidad de indagación-, propuesta por Peirce y por Dewey. Esta comunidad, recalca Esteban, requiere de prácticas comunicativas de concientización mediante el diálogo y la deliberación, así como de prácticas de sensibilización estética y desarrollo de actitudes afectivas de pertenencia y cuidado. Todo un programa enmarcado bajo el concepto operacional de educación ambiental propuesto por Esteban en términos de transmisión intergeneracional de prácticas y valores amigables con el ambiente.

La idea deweyana de la educación ha tenido un gran impacto en el desarrollo de las teorías pedagógicas contemporáneas, particularmente el enfoque constructivista según el cual el educando es el artífice o constructor de su propio conocimiento, sin prescindir, desde luego, de la guía amigablemente acompañante, y no avasallante, del educador, convertido más bien en un sabio facilitador. En un apéndice reproduce Esteban una propuesta pedagógica concreta, plasmada en la Carta de la Tierra, documento de inspiración pragmatista propuesto por el connotado estudioso de Dewey, Steven C. Rockefeller, y ejemplo palpable del modelo pragmatista de investigación participativa en la que intervinieron varias personas de diferentes países, convocadas por Rockefeller. Este documento será de gran ayuda para todo aquel que desee aplicar el modelo propuesto.

Puede decirse que como trasfondo de la propuesta educativa de Esteban, su libro constituye un minucioso y amplio alegato contra la ética antialtruista de Hardin, basada en una concepción hegemónica de la racionalidad económica e instrumentalista que tiene como trasfondo un darwinismo social al que Esteban opone la idea kropotkiana y deweyana de cooperación, que ciertamente es cada vez más aceptada y defendida por varios biólogos. El libro abre un panorama muy amplio de la discusión del problema ambiental y lo ilustra con varios estudios de caso. Esteban conecta

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P R Ó LO G O

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fructíferamente ideas en circulación con ideas menos tratadas por los autores que también escriben sobre el tema. No se ahorra explicaciones e ilumina desde diversos ángulos los problemas valiéndose de su amplísimo caudal de lecturas. Varias de las ideas de este libro se han ido madurando en sucesivas publicaciones de Esteban en los años recientes desde su incorporación a la Universidad de Quintana Roo. Un enamorado de la naturaleza, ha contado con la comprensión ecológica y el apoyo que ha recibido por parte de autoridades y colegas de la División de Ciencias e Ingeniería (DCI) y de la División de Ciencias Políticas y Humanidades (DCPH) de la Unidad Académica Chetumal, con cuyo auxilio le ha sido posible organizar diversos talleres y seminarios –a algunos de los cuales he sido honrosamente invitado, lo que me ha permitido continuar mi diálogo ecofilosófico con él.

Ciertamente estamos frente a un libro que será de gran ayuda para los estudiantes y que iluminará a los estudiosos y les ayudará en la práctica de la transmisión de los valores ambientales, que tanta falta hace seguir inculcando en la lucha que entablamos todos aquellos que amamos este planeta tan poco respetado por los buscadores del beneficio exclusivamente personal.

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Agradecimientos

Este libro es resultado del proyecto de investigación en Ciencia Básica CONACYT 82866, “Pragmatismo Cognitivo, Pragmatismo Consecuente: Las Exigencias de Intervención Social y Participación Democrática tras el Giro Hacia la Prácticas en la Filosofía de la Ciencia y las Ciencias de la Conducta Contemporáneas”. La primera parte del proyecto, Pragmatismo Cognitivo, se realizó en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, en Cuernavaca. En 2009, la violencia y la contaminación habían transformado ya la antes tranquila Cuernavaca en una ciudad particularmente invivible. No sin algunas dudas e incertidumbres, concursé e ingresé en la Universidad de Quintana Roo (UQROO) a finales de ese mismo año. El traslado acabó afectando al proyecto de investigación original, claro, y no solo por las inevitables complicaciones administrativas.

La UQROO es una joven universidad con una sede central ubicada a escasos metros de la bahía de Chetumal y con una resuelta vocación ambientalista. Esa inequívoca orientación me llevó a concentrar las últimas etapas del proyecto en la educación ambiental, habida cuenta de que el pragmatismo ambiental estaba ya programado en la segunda parte del proyecto originalmente aprobado. Tal decisión suponía elegir la educación ambiental como uno de los modos contemporáneos de intervención social y participación democrática más consecuentes con la teoría pragmatista de la cognición, situando además la investigación en un dominio empírico constituido por el mestizaje cultural y la diversidad biológica del Caribe mexicano. El libro emerge pues como resultado de esta hipótesis de trabajo, desarrollada y robustecida por mi quehacer en la UQROO durante los tres últimos años, y refleja mi interés en participar en el impulso de una deseable cultura ambiental entre los estudiantes universitarios del estado de Quintana Roo. Para su redacción tuve además la suerte de poder colaborar en la aprobación y la apertura de la primera generación de la Maestría en Educación Ambiental de la UQROO, escribiendo, dando clase y organizando eventos.

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En el libro se insiste una y otra vez en el carácter necesariamente multidisciplinar de la educación ambiental. Y, ciertamente, la colaboración entre la División de Ciencias e Ingeniería y la División de Ciencias Políticas y Humanidades de la UQROO ha sido fundamental para el desarrollo del proyecto. Agradezco a José Hernández y Alfredo Marín, actuales directores de una y otra división, su valiente apoyo. Fue la inspiración del anterior director de la DCI, Roberto Acosta, la que posibilitó mi estancia en esta división. Roberto tuvo la genial ocurrencia de nombrarme “profesor bisagra”, distinción que me gustaría haber merecido y, en tal caso, seguir mereciendo. Con su apoyo, pude organizar en 2010 y 2011 sendos talleres de ética ambiental, impartidos por Alejandro Herrera, el primero y el más jovial de mis amigos en México, quien además accedió a escribir el prólogo de este libro. En junio de 2012 coordiné con la secretaría técnica de docencia de la DCPH un evento en conmemoración del Día Mundial del Medio Ambiente, “Hacia una Nueva Cultura Ambiental”. Además de a Alejandro, agradezco a Julio Campo, del Instituto de Ecología de la UNAM, y a Leonora Esquivel, fundadora de Anima Naturalis, su desinteresada participación en este evento.

Poco después de mi llegada a Chetumal, un grupo de profesores y amigos de Quintana Roo fundamos el grupo multidisciplinar IIDEAS (Integración de Instituciones y Disciplinas para la Educación Ambiental y la Sustentabilidad). Agradezco mucho el apoyo que Zaira Rascón, Ana Laura Borges, Roberta Castillo, Gladys Tuz, Pilar Blanco, Roberto Acosta y Carlos Niño me prestaron a la hora de organizar las numerosas actividades del grupo durante estos años. Agradezco con afecto a Carlos Niño y a Roberto Acosta su colaboración en los tres ciclos de cine debate ambiental, con sesiones dedicadas al calentamiento global, los transgénicos, la obsolescencia programada, la crueldad hacia los animales, la geoingeniería o la conservación de los mares, problemas ambientales cuyo análisis resulta imprescindible para estudiantes y profesores de cualquier universidad realmente interesada en vincularse con su entorno social y ecológico. También agradezco a Roberta Castillo el taller “Aprende a Hacer Composta”, impartido por ella en el campus Chetumal de la UQROO en noviembre de 2010.

A Alberto Pereira, presidente de la Academia Nacional de Ciencias Ambientales (ANCA), y a Benito Prezas, jefe del departamento de ciencias de la DCI, he de agradecerles el apoyo prestado en

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seminarios y congresos de la ANCA en estos años, incluyendo un viaje inolvidable en autobús desde Chetumal a Querétaro.

El título del libro, Naturaleza y Conducta Humana refleja mi deuda con la obra de John Dewey, y muy particularmente con el tratamiento que el autor de Naturaleza Humana y Conducta realiza de los hábitos y las prácticas de nuestra especie. La redistribución del adjetivo (“humana”) pretende expresar nuestra responsabilidad en la evolución del resto de la naturaleza, de las especies no-humanas.

Junto con la obra de John Dewey, la lectura de los trabajos de Gerald Marten y de Elinor Ostrom ha sido decisiva para formular las tesis que defiendo en este libro. Agradezco a Gerald Marten, de la universidad de Hawaii y a David Núñez, de www.mexiconservacion.org, todas las facilidades para incluir textos, gráficos y fotografías del proyecto Puntos de Inflexión Ecológica (www.ecotippingpoints.org). David ha tenido además la amabilidad de cederme el uso de otras buenas fotos. También le agradezco a Mirian Vilela, directora de Carta de la Tierra Internacional, su autorización para reproducir este documento en el primero de los anexos del libro.

Figura 1. De izquierda a derecha, Pilar Blanco, Carlos Niño, J. Miguel Esteban, Ana Laura Borges, Roberta Castillo y Zaira Rascón, del grupo IIDEAS, en EXPONATURA 2010, Universidad de Quintana Roo 2010; separadores con el logo del grupo.

Mención aparte merece toda la ayuda de mi mujer y compañera, Zaira, desde la imagen del logo del grupo IIDEAS, no pocas sugerencias felices y muchas de las fotografías del libro, innumerables viajes por

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los pueblos mayas de la península de Yucatán, y tantos paseos en bici por las selvas cercanas … Sin la cercanía, la luz, el cuidado y la alegría de Zaira no habría siquiera empezado a escribir este libro. Es a ella a quien se lo dedico.

Agradezco el respeto, la amabilidad y la paciencia de mi familia mexicana en Cuernavaca, los Rascón Loyola. Nunca olvidaré la hospitalidad de Nora y Andrés, quienes después de dos años construyendo su nueva casa en los silenciosos bosques de Montecassino, y todavía estando el cemento fresco, tuvieron la generosidad de prepararla y cedérnosla antes de llegar siquiera a ocuparla. Zaira y yo disfrutamos así del placer de habitarla por vez primera durante un par de semanas insólitas. Las primeras páginas del libro fueron redactadas en la serenidad de esa asombrosa casa, junto a la chimenea. Las páginas finales, en nuestra sencilla casa de Xul-Ha, junto a los árboles. En ambos casos pude contar con las oportunas interrupciones de nuestra sobrina, la pequeña Ale. A Eloisa (“Lochis”) le agradezco sus dibujos, tan sugerentes y expresivos.

Por último, este libro ha sido posible pese al empeño de los fantasmas de siempre. Dejarlos atrás ha sido parte de mi motivación. Merecen pues ese crédito, aunque resulta casi imposible que lleguen a saberlo: los fantasmas gustan de arrastrar toda suerte de cadenas, pero rara vez se atreven a acercarse a un libro.

Xul-Ha, otoño de 2012.

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PA RT E P R I M E R A

Ambiente, Educación y Conocimiento

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Pieter Bruegel el Viejo, Paisaje con caída de Icaro (1558), Musées Royaux des Beaux-Arts, Bruselas, Bélgica

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Introducción

La presencia ambiental del conocimiento

Nuestra perplejidad ante el mal ecológico

Una gran ovación silencia las demás conversaciones de la mesa. El augurio no podía ser mejor. La homenajeada ha extraído de su sopa un largo fideo, de consistencia cartilaginosa. Como ella, millones de personas eligen aletas de tiburón como manjar para celebraciones de bodas, bautizos y aniversarios, siguiendo un rito según el cual la longitud del cartílago pescado en la sopa presagia una larga vida para el comensal.

Independientemente del crédito que nos merezca este pronóstico de longevidad, lo que indudablemente consigue esa curiosa creencia es acortar la vida de muchos otros organismos, poblaciones y especies. Además de los 2 millones de tiburones que perecen por la pesca ilegal, cada año mueren 73 millones de tiburones por culpa de tener aletas cartilaginosas con las que hacer un caldo. La elevada posición del tiburón en la pirámide trófica hace que su desaparición altere notablemente muchos ecosistemas marinos. En el mar Caribe, menos tiburones implica más meros, menos peces loro y muchas más algas, con lo que se acaba degradando el hábitat de todas las especies del ecosistema. Por encima del tiburón, quienes tiran del hilo del mal ecológico son poblaciones de la especie humana con hábitos, creencias, valores y actitudes cuando menos discutibles. Lo mismo ocurre con el cuerno del rinoceronte o del ciervo, las pestañas del elefante, los huesos del tigre o el pene de foca, víctimas de la inseguridad sexual de una parte significativa de la población masculina del planeta.

No se trata de casos aislados. Todos podemos realizar el mismo ejercicio con otros ejemplos menos exóticos de explotación de recursos naturales. La infatigable demanda de carne y combustible

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convierte los bosques en pastos o monocultivos, poniendo a miles de especies en peligro de extinción. Ya es posible cuantificar cómo incide cada bistec de ternera o cada kilómetro recorrido en avión, barco o automóvil en la emisión de CO

2, en el cambio climático y,

en consecuencia, en los servicios ambientales que la atmósfera y la hidrosfera nos proporcionan gratis. Cada botella de coca-cola requiere más de 100 litros de agua para regar la caña de azúcar que endulzará nuestro paladar cuando la tomemos. El algodón también es una planta increíblemente sedienta. Cualquier artículo de ropa interior ha consumido al menos 5,000 litros de agua.

La desecación del Mar de Aral es un testimonio vergonzante de nuestra forma de vestir. En las tierras colindantes, cada batería eléctrica arrojada torpemente a la basura aumenta varios centigramos la lixiviación de metales y termina intoxicando la poca agua que aún queda. En cualquier otra parte del mundo, cada metro cuadrado sometido al sobrepastoreo disminuye la capacidad del suelo para retener líquidos, aumenta la erosión y el flujo superficial de agua tras las lluvias y, entre otras cosas, acaba degradando la calidad de nuestros cultivos. El desarrollo urbano en los países desarrollados del norte no sólo se come las huertas aledañas de las ciudades modernas, sino también las selvas de las colinas tropicales, deforestadas ahora para producir coles de Bruselas.

Por si fuera poco, sabiéndolo o no, buena parte de la población mundial compra ya alimentos cuya estructura genética hemos alterado para hacerla resistente a pesticidas que, claro está, también hemos creado nosotros. Los cultivos transgénicos reducen la biodiversidad y disminuyen la variabilidad genética (el sistema inmunitario de las poblaciones y de las especies), con lo que se menoscaba aún más la calidad de los servicios ambientales que los seres vivos recibimos de los ecosistemas.

Aún así, nos comportamos como si creyéramos que la basura que generamos diariamente fuera a desaparecer de nuestras vidas así nomás o que los alimentos nacieran con sus envases y sus etiquetas de marca en los anaqueles de los supermercados. Gracias a éstos y a unos medios de comunicación cada vez más invasivos, el imaginario de un niño de nueve o diez años puede albergar más de 1,000 logotipos de distintas compañías comerciales, pero apenas sabe distinguir un par de plantas de su localidad. La proporción apenas cambia para la mayoría de los adultos de las grandes concentraciones urbanas.

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Figura 2. Representación de la matanza de tiburones en el Pacífico Oriental. Ilustración de Eloisa Rascón.

Figura 3. Dos décadas de desecación en el Mar de Aral. Fotografía: NASA

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Esa desnaturalización de nuestra vida mental se manifiesta en una percepción ilusoria y peligrosa de nuestra situación. Vivimos la ilusión de la absoluta disponibilidad. Nuestro yo digital puede acceder a los más variados servicios sin salir de la cama o levantarnos de la silla: bancos, ayuntamientos, universidades, supermercados, agencias jurídicas, librerías. La calidad de las búsquedas de información se calcula en décimas de segundo. Resulta más cómodo buscar un texto en línea que ubicarlo en nuestra vieja biblioteca personal. Pero algo debe andar mal cuando el tiempo que nos ahorra la tecnología lo invertimos en correr aventuras en selvas virtuales en vez de recorrer senderos de bosque, cuando preferimos regar el jardín digital de nuestros smart phones a plantar un árbol, o cuando elegimos fisgonear majaderías ajenas en YouTube en vez de observar la conducta de las aves o la variedad de las especies botánicas locales. Sólo las sequías, los incendios, las heladas, las inundaciones y los huracanes nos traen de vuelta, perplejos, a una naturaleza de la que en realidad jamás nos fuimos.

No le falta razón a Enrique Leff cuando diagnostica que es el conocimiento el que ha deteriorado nuestra casa. “La crisis ambiental es un efecto del conocimiento –verdadero o falso- sobre lo real, sobre la materia, sobre el mundo. Es una crisis de las formas de comprensión del mundo, desde que el hombre aparece como un animal habitado por el lenguaje, que hace que la historia humana se separe de la historia natural. El conocimiento ha desestructurado a los ecosistemas, degradado al ambiente, desnaturalizado a la naturaleza” (Leff 2003: 24)1. Y, al menos en las sociedades occidentales, se diría que sufrimos una suerte de autismo cognitivo, como si el mundo natural no fuese suficientemente bueno para nosotros y hubiéramos decidido crear un mundo aparte, en los cielos o en nuestro interior, que además legitima nuestros atropellos ambientales. Como en las fantasías de superhéroes, nos hemos autoproclamado seres transmundanos, cuya esencia y cuya sapiencia

1 Las ideas desarrolladas en este libro dependen en buena medida de las elaboradas por otros autores. Cuando ha sido posible, se ha adjudicado la autoría específica de las ideas en préstamo. Pedimos disculpas de antemano por las posibles omisiones que, dada la extensión y el marco general del trabajo, hubiéramos podido cometer. Sobre Enrique Leff, véase infra, capítulos 1 y 4.

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no son de este mundo – un mundo que no es para nosotros más que una colonia pasajera, que podemos explotar a nuestro antojo y de cuyas molestas ataduras biológicas finalmente nos libraremos, regresando a nuestra verdadera morada espiritual, sin materia, carne ni huesos. Menuda locura.

Como el cemento, la electricidad y los plásticos, el descuido y la despreocupación con respecto a todos los servicios ambientales que la naturaleza nos proporciona han sido exhibidos hasta hace poco como síntomas de bienestar y progreso. Como afirma la escritora Janine Benyus, “los productos desechables y hambrientos de energía que colman nuestras casas trompetean estruendosamente nuestro desinterés por el resto de los seres vivos” (2012:345). Se diría que, finalmente, hemos interiorizado en nuestros hábitos la idea de Hegel según la cual, propiamente hablando, el ser humano no tiene naturaleza, ni historia natural, sino cultura e historia cultural. En unos cuantos siglos, la existencia urbana, primero, y la sociedad digital, después, han reducido la naturaleza no-humana a la condición de pura mercancía, de curiosidad de museo o de reportaje televisivo. Como ya advertía el ensayista, filósofo y biólogo Ernst Jünger en 1932, “el triunfo del mundo burgués ha encontrado su expresión en el empeño de crear parques naturales en los cuales se conservan cual curiosidades los últimos restos de lo peligroso o lo extraordinario” ( Jünger, 1993: 57).

Sin embargo, la evolución cultural ha puesto en peligro la evolución biológica de otras especies ya muy tarde, apenas en los últimos segundos del calendario evolutivo de la especie humana. Por mucho que nos abrume el dato, lo cierto es que han bastado 12 de las 60,000 generaciones de seres humanos que han existido sobre el planeta para empujar a los ecosistemas fuera de sus dominios de estabilidad (Marten, 2001:43), elevando la tasa de extinción de especies entre 1,000 y 10,000 veces más que la tasa media de extinción durante los 60 millones de años anteriores a la revolución industrial.

Esta temprana “hazaña” humana es uno más de los efectos antropogénicos que, aunque tarde, estamos aprendiendo a interpretar. La aceleración del proceso de calentamiento global, por ejemplo, puede entenderse ahora en términos puramente geológicos y bioquímicos. Al consumir masivamente hidrocarburos, las poblaciones actuales de seres humanos aún estamos haciendo

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uso de una vieja luz solar convertida en biomasa y atrapada en cuerpos de animales y plantas del periodo Carbonífero, cuya materia orgánica, comprimida en un medio sin oxígeno, jamás acabó de descomponerse del todo (Benyus, 2012). Lo que comenzó la revolución industrial fue el proceso de combustión sistemática de esos depósitos de carbono. En términos de tiempo geológico, viene siendo como librar de golpe a la atmósfera el calor lentamente acumulado por la naturaleza durante cientos de millones de años. Es esa súbita combustión la que aún impulsa nuestro crecimiento industrial y económico.

Este hecho parece desmentir por sí solo la desmaterialización y el reverdecimiento de la producción que algunos poderes económicos insisten en celebrar. Tras la cara amable de una economía supuestamente “verde” se oculta la realidad mucho menos grata de unos procesos de degradación serial que fenómenos como la contaminación, el cambio climático y la extinción acelerada de especies ponen ya ante nuestros incrédulos ojos. Entre quienes se preguntan cómo demonios hemos llegado hasta aquí, muchos también sentencian que tales los procesos son definitivamente irreversibles. Para quienes piensan así, el cometido del pensamiento ambiental parece reducirse en la práctica a expresar su indignación, a trazar críticamente una genealogía de la catástrofe o a discutir en seminarios académicos de-construcciones de los sistemas de conocimiento que están provocándola. Otros, siguiendo a Gerald Marten y a otros ecólogos, nos preguntamos además si todavía es posible conocer mejor nuestros ecosistemas e identificar puntos de inflexión ecológica que informen conductas para redirigir al menos algunos de estos procesos, ayudando a que sea la propia naturaleza la que regrese a sus dominios de estabilidad. Quienes pensamos así exploramos la viabilidad de una educación ambiental que formule propuestas social y ecológicamente factibles para lograr una mejor sintonía entre los procesos ecológicos y los procesos sociales contemporáneos.

Este libro explora algunas nuevas posibilidades para abordar los problemas de la educación ambiental a partir de los conceptos, los principios y los métodos de la teoría pragmatista del conocimiento y la educación como acción. Presenta a los lectores una panorámica de opciones que surgen de una concepción crítica de la educación ambiental como uno de los agentes del cambio social, que no

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equipara el proceso educativo con la perpetuación del statu quo, y de una concepción de la racionalidad que, a diferencia de la usualmente defendida por la economía ortodoxa, no reduce instrumentalmente la racionalidad de la conducta humana al afán de lucro y a la maximización de beneficios. Está escrito desde el convencimiento de que, además de la explotación despiadada y acelerada de los recursos de todos los seres vivos, el conocimiento humano es capaz de cobrar una presencia ambiental mucho más humilde y sensata. Y tampoco hay que reinventar la rueda. La especie humana ya ha conocido algunas de esas prácticas para tratar mejor y ser mejor tratados por la naturaleza, para adaptar el entorno natural de manera que podamos seguir adaptándonos a él. Además de cálculos de interés, la racionalidad humana ha producido otros conocimientos más sustentables social y ecológicamente. En vez de contentarnos con seguir buscando razones que justifiquen nuestra indignación ante el mal ecológico, podríamos inspirarnos en esas alternativas exitosas para alentar una nueva cultura ambiental e intentar al menos convertirnos en mejores antepasados de quienes vengan después. Una vez visto hasta dónde hemos llegado, no parece restar otra opción que intentar reeducarnos entre todos y revisar los elementos ambientalmente fallidos de nuestra actual racionalidad que ponen en duda el legado ambiental de las futuras generaciones. La crisis ecológica exige cambios adaptativos en nuestra capacidad de juzgar qué es correcto o incorrecto, válido o inválido, y de obrar en consecuencia. Los conceptos, los valores y las prácticas para la educación y la racionalidad ambiental que se dan cita en este libro exploran algunos de estos cambios, concretándose en un conjunto de propuestas factibles y revisables cuya validez ambiental sea en principio susceptible de debate público.

Consecuencias del pragmatismo para la educación ambiental

Como en otras muchas áreas, la apropiación indebida del término “pragmatismo” ha hecho que la expresión “pragmatismo ambiental” levante dudas y suspicacias entre los ecologistas de siempre. ¿Pragmatismo y ecologismo juntos? ¿Se nos colará otro zorro en el gallinero? Anthony Weston, un célebre defensor de la

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filosofía ambiental del pragmatismo, admitió con tristeza años atrás que “la palabra ‘pragmatismo’ parece asociarse precisamente con todo aquello que la ética ambiental combate, esto es, con una visión del instrumentalismo limitada y esencialmente antropocéntrica, centrada en el ser humano” (Weston 1996: 285). Desgraciadamente, los últimos quince años no han mejorado mucho la reputación de la palabra. Aún hoy es posible suscitar la incredulidad de los asistentes a un coloquio sobre valores ambientales al incluir una ponencia sobre pragmatismo ambiental. Este libro quiere sumarse a estudios que contravienen la acusación que Weston señala, mostrando que asociar el pragmatismo ambiental con el antropocentrismo y el desarrollo económico basado en la maximización del consumo, es tan erróneo como asociar el materialismo marxista con la pasión desenfrenada por los productos y las mercancías propia de las sociedades contemporáneas. Además de ser un atrevido disparate, producto sin duda de la ignorancia, dicha asociación representa un prejuicio que bloquea a priori la investigación y limita innecesariamente la comunicación y la cooperación en problemas ambientales.

Más que hacer de la inteligencia algo puramente práctico, el pragmatismo ambiental trata de hacer de nuestras prácticas algo más inteligente, tanto ecológica como socialmente. Los conceptos y los principios desarrollados en este libro se desprenden de esta interpretación ambiental de la teoría general de la valoración del pragmatismo. La aceleración de los procesos de degradación ecológica y de conflictividad social asociados con la crisis económica global iniciada en 2008 ha hecho imprescindible actualizar dicha teoría general de la valoración, hasta incluir también los valores ambientales, en su doble componente social y ecológica. Contrariamente a lo que se adjudica por error al pragmatismo, pensamos que una concepción pragmática de la valoración ambiental debía incluir, además de los valores económicos -la valoración económica del impacto ambiental a la que, normalmente, se limitan las instituciones de gestión ambiental– otra amplia gama de valores situados en la conjunción entre la validez ecológica y la validez social. El capítulo cuarto del libro ensaya una tipología provisional de valores ambientales a partir de algunos precedentes, pero siempre haciendo énfasis en sus relaciones de interdependencia

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y, consecuentemente, en el necesario proceso de valoración como ponderación y ajuste.

Para el pragmatismo, los valores cognitivos son parte imprescindible de los valores ambientales. El pragmatismo cognitivo prioriza los hábitos individuales y sociales como unidades de análisis del conocimiento, concibiéndolo como lo hacen las ciencias cognitivas: como un conjunto de capacidades y procesos evolutivamente adquiridos que se concretan en un ambiente que es al mismo tiempo social y ecológico, mediante prácticas destinadas a la resolución de problemas en nuestras múltiples relaciones con este ambiente. El pragmatismo cognitivo trata de buscar y ofrecer instrumentos y criterios para la valoración y la validez ecológica de nuestras prácticas en un ambiente siempre cambiante, por lo que sitúa los valores cognitivos dentro de un marco de racionalidad evolutiva. Como veremos, el elemento característico de esta racionalidad cognitiva, instrumental y ecológica son sus prácticas acotadas o restringidas a las condiciones finitas de los ecosistemas. Inspiradas en las pautas de la metodología de la investigación de John Dewey, las prácticas de la racionalidad ambiental han sido propuestas como pautas para la formación y revisión de hábitos de interacción ambiental. El capítulo segundo, “Las prácticas de la racionalidad ambiental”, propone y ejemplifica el desarrollo de prácticas que estén ecológicamente acotadas, que validen ambientalmente nuestros hábitos teniendo en cuenta la finitud de nuestros recursos, sean materiales o conceptuales. La racionalidad ecológica verifica la sustentabilidad mediante valores cognitivos. El éxito objetivo de las prácticas ambientales no puede prescindir de valores cognitivos como la eficiencia, el rigor, la simplicidad, la precisión, la capacidad predictiva, la fecundidad o la aplicabilidad (o el ajuste o pertinencia con respecto a distintos ambientes locales), pero tampoco es independiente de algunas virtudes asociadas con la cooperación, como la confianza, la reciprocidad, la honestidad y la credibilidad o la veracidad de quienes participan en su construcción. Ciertamente, la racionalidad ecológica es instrumental en cuanto que procesa información del ambiente y elabora inferencias para articular prácticas deseablemente sobrias o frugales para resolver situaciones ambientales problemáticas. En la construcción de prácticas ambientales intervienen tanto las inferencias “ordinarias” del conocimiento común y cotidiano como las inferencias “teóricas”

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de la ciencia básica y las inferencias “tecnológicas” de las ingenierías. Su objetividad depende de su carácter instrumental, pues se trata de inferencias hipotéticas, experimentales o condicionales. Son pues la expresión de un saber en condiciones (Broncano, 2003). Pero que algo sea instrumental no significa que sea simplemente estratégico, ni neutral, ni que esté –como piensan muchos- científicamente libre de valores, en la medida en que la cooperación social, intrínseca a la práctica misma del conocimiento ordinario y científico, posibilita y potencia la articulación colectiva de las prácticas de investigación.

Siguiendo la tradición pragmatista del socialismo lógico de Ch.S. Peirce y John Dewey, el hecho de que la racionalidad (como la inteligencia) cognitiva sea instrumental tampoco significa que sea una posesión individual o un cálculo personal. En el capítulo final, el conocimiento, la función cognitiva, emerge como un recurso socialmente distribuido. Las prácticas cognitivas son procesos sociales. Además de su situación ecológica, la situación social y cultural del conocimiento condiciona desde un principio la pertinencia de sus problemas y de sus propuestas para solucionarlos. Con los problemas ambientales que enfrentamos, un pragmatismo consecuente está obligado a proponer algunos criterios para la validez social de nuestras prácticas ambientales. Además de adoptar valores instrumentales o de eficiencia ecológica, el pragmatismo atiende a la validez social adoptando parámetros comunicativos de valoración. La racionalidad ambiental de la conducta ha de ser producto de un proceso comunicativo y dialógico, cosa que exige pulir ambientalmente las nociones de comunidad, cooperación y reciprocidad que el pragmatismo encuentra en la propia práctica de la ciencia y la investigación. En el capítulo final examinaremos cómo Peirce y Dewey convirtieron la noción de comunidad de investigación en horizonte normativo de la valoración, como un proceso de comunicación inserto en una comunidad democrática y participativa. Suene como suene, la noción de racionalidad ambiental que resulta de este planteamiento pragmatista, idealista y práctico a un tiempo, representa inequívocamente una apuesta por la democracia participativa, la autogestión, la reciprocidad y la ausencia de coacción. En esta misma introducción, a lo largo del libro, y, sobre todo, en su capítulo final, desarrollaremos una concepción participativa de la democracia ante los presentes problemas ambientales. La mejor concreción de esta idea se halla en

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la Carta de la Tierra, abordada parcialmente en el capítulo cuarto, “La interdependencia de los valores ambientales”, y reproducida íntegramente en el anexo I.

Esta idea de democracia participativa se aleja de la ideología utilitarista y de la maximización de utilidades subjetivas propias de las democracias de consumo, injustamente atribuida al pragmatismo. La búsqueda de la mayor felicidad para el mayor número no es la única guía legítima para la acción, ni en el caso de los individuos ni el de las sociedades, y puede de hecho llevar a su ruina (Rescher, 1993: 41). Entronizar la maximización económica de los recursos como único criterio para las relaciones de individuos y sociedades con sus ecosistemas puede conducir igualmente al colapso de los ecosistemas y de los sistemas sociales que de ellos dependen. El valor económico no puede servir como común denominador o mecanismo compensatorio de todos los valores ambientales. Como dice Rescher, “los componentes de una buena jornada no son intercambiables entre sí: hacer más espectacular la decoración no puede compensar una mala comida” (Rescher, 1993: 43). Siendo como es imprescindible, la cuantificación en términos económicos o de utilidades no puede ser el único criterio de la valoración ambiental, como si se tratase de buscar un máximo común denominador con el que hacer conmensurable todos los servicios ambientales. Hay propiedades ambientales que no tienen precio posible. Por altas que sean las compensaciones económicas a los afectados y por muchas que sean las zonas verdes creadas en los pueblos damnificados, nada puede compensar la pérdida de biodiversidad ocasionada por un vertido de petróleo o las enfermedades producidas por un potente producto químico.

En Costa Rica, por ejemplo, el uso que una conocida compañía frutera estadounidense hace del nematicida DBCP ha producido miles de casos de esterilidad masculina entre los trabajadores de la agricultura industrial del plátano (Martínez Alier y Roca 2000: 445). Pero ¿cuánto valen mil casos de esterilidad masculina?¿Es más caro o más barato que la pérdida de biodiversidad ocasionada en la selva por la alteración de la cadena trófica? ¿Ha de pagarse en dólares norteamericanos o en colones costarricenses? Como veremos en el capítulo cuarto, nada justifica el salto de la necesidad de establecer mecanismos de valoración económica de las catástrofes ecológicas a la suficiencia de éstos para resolver problemas derivados de la

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degradación de los servicios ambientales. Sobre todo cuando la reducción de toda la pluralidad de valores al valor económico parece ser un elemento nada despreciable a la hora de explicar el origen de la crisis ecológica. Para un pragmatista o un idealista práctico, reducir los valores ambientales exclusivamente a los valores económicos es como querer interpretar al piano El Arte de la Fuga de Bach con un solo dedo. Por mucho que insista en cada nota, esa interpretación jamás podrá reproducir la cualidad de los acordes, y la obra será difícilmente reconocible. De igual modo, los valores ambientales proceden de la articulación armónica de muchos integrantes, no del énfasis en uno solo.

La doble dimensión de la racionalidad ambiental, preocupada tanto por la validez ecológica como por la validez social, inicia su articulación conceptual en el primer capítulo, “Recursos conceptuales para nuevas prácticas en educación ambiental”. En él ensayamos una definición operacional de la educación ambiental que la orienta hacia la transmisión cultural de un ambiente biodiverso a las generaciones venideras. En la práctica, la única diferencia verdaderamente significativa entre naturaleza y cultura reside en los modos de trasmitir información, conductas y ambientes o entornos. Para la especie humana, la transferencia o transmisión de los ambientes naturales depende de prácticas culturales. La educación ambiental es para nosotros educación para la cultura ambiental. En cierto sentido, el libro resulta de una investigación que busca integrar los conceptos, los valores y las prácticas ambientales en esa deseable cultura ambiental. Para ello recurriremos a situaciones ambientales problemáticas cuya resolución exige, además de inteligencia ecológica, valores culturalmente compartidos.

La educación ambiental necesita de prácticas comunicativas dentro de comunidades que tratan de resolver cooperativamente los conflictos ambientales. Pueden ser prácticas de concientización ambiental, mediante el diálogo y la deliberación, y en este sentido tienen un componente instrumental o inferencial y precisan del razonamiento, en la medida en que trata de argumentar o inferir razones para revisar nuestros hábitos de interacción con el ambiente (para hacer o dejar de hacer tales o cuales acciones, como utilizar papel reciclado, ir más en bicicleta y menos en coche, no dejar prendidas las luces o no arrojar las baterías en la basura diaria). Estas razones están basadas en conceptos que estudiaremos en algunos

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capítulos de este libro, como nuestra vulnerabilidad, la fragilidad del entorno o nuestras relaciones de interdependencia con otros seres humanos y otras especies biológicas. Pero la educación también puede contribuir a la cultura ambiental mediante la sensibilización estética, una forma de comunicación menos discursiva o inferencial, como la propia de las artes plásticas y musicales (e incluso, por qué no, de artes más sensuales, como la gastronomía). Resulta indispensable que la educación ambiental fortalezca nuestros vínculos emocionales con nuestro entorno, procurando el desarrollo de actitudes afectivas de pertenencia y cuidado del ambiente mediante la familiarización y la apropiada valoración de sus cualidades estéticas2: la admiración al contemplar la complejidad de los procesos milenarios de la evolución de organismos y ecosistemas; el disfrute de la belleza escénica, de la cualidad de los sonidos, colores, aromas, tactos, sabores; la serenidad y la paz, la armonía y la quietud que hallamos en la naturaleza o el empequeñecimiento ante árboles centenarios como el pich o la ceiba, o el respeto ante la magnitud de la fuerza de los elementos y los meteoros atmosféricos … El ecólogo Gerald Marten parece compartir esta opinión: “Puede ser que ninguna cantidad de tratados internacionales, reglamentos y planes gubernamentales, o incluso clases formales en escuelas, sean suficientes si en el fondo la gente carece del amor y respeto por la naturaleza que los motive a realizar sus actividades cotidianas en maneras que no destruyan su sistema ambiental de sustento … la inquietud por el medio ambiente que proviene exclusivamente de la escuela, carecerá la profundidad y solidez necesaria para que una sociedad sea ecológicamente sustentable” (Marten, 2001:202).

Diversidad de valores y diversidad biológica

La educación ambiental ha de mantener de entrada un claro pluralismo de valores en varios sentidos más. En primer lugar, (1) la educación ambiental ha de ser lo suficientemente sensible con respecto a la pluralidad o diversidad de los valores ambientales como para responder a las nuevas exigencias multidisciplinares impuestas

2 Ver infra capítulo 4, en la sección “valores estéticos”.

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por la sustentabilidad; en segundo lugar, (2) la educación ambiental ha de ser lo suficientemente sensible a la diferencia cultural como para adaptar con fluidez sus propuestas a una fructífera diversidad de culturas.

La transmisión cultural a las generaciones venideras de un ambiente biodiverso exige la satisfacción de una serie de condiciones integradas reticularmente, en interdependencia o dependencia mutua. Esta red de condiciones para la sustentabilidad supone valores y competencias técnicas de muy diversa índole: productivas, administrativas, políticas, económicas, penales, jurídicas, tecnológicas, comunicativas, éticas, etc. En los capítulos quinto y sexto exploraremos ciertas posibilidades psicológicas, comunitarias y educativas para empezar a satisfacer algunas de estas condiciones en una deseable cultura ambiental. Todas ellas tratan de evitar cualquier reductivismo disciplinar. Sin intentar desarrollar multidisciplinarmente competencias ambientales en toda la pluralidad de nuestras prácticas culturales, “sustentabilidad” seguirá siendo una etiqueta hueca, una especie de mantra o una excusa ideológica. La investigación democrática y participativa, las comunidades de aprendizaje ambiental, la investigación de acción y la gestión comunitaria del riesgo ambiental son algunos de los recursos multidisciplinarios que el capítulo sexto explora para el posible tránsito hacia una deseable cultura ambiental.

Las éticas pragmatistas siempre han concedido especial valor a la defensa de la diversidad o pluralidad de los valores. Como decía John Dewey, valoramos sólo cuando hay conflicto de valores, con lo cual la diversidad de los valores funciona como una especie de prerrequisito de la propia actividad cognitiva de valorar. Weston ha caracterizado con una metáfora inmejorable el pluralismo de valores ambientales, como una suerte de “ecología de los valores”. Según Weston, el pragmatismo siempre ha hecho particular hincapié en la interrelación de nuestros valores, reemplazando la tarea de fundamentar valores absolutos, últimos y eternos por la de explicar la interdependencia dinámica que los valores mantienen con otros valores, creencias, actitudes y decisiones. Concebidos de esta manera, los valores resultan “flexibles ante la presión”, porque en caso de que se ponga un valor en tela de juicio, siempre cabe

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la posibilidad de recurrir a otros valores y otras creencias, que preservan el valor en el sistema una vez reestructurado. Pero, al mismo tiempo, todo valor está expuesto a la crítica, a la revisión y al cambio, precisamente porque todo valor puede entrar en la revisión cada vez que sujetemos a discusión los demás valores de los que depende recíprocamente. Lo que nos queda es, según Weston, una pluralidad de valores concretos que exige un proceso de valoración público. El capítulo cuarto atiende a las condiciones de ese proceso desde el reconocimiento de la interdependencia de los valores ambientales.

Nuestra hipótesis adscribe el lugar más central en la red de valores ambientales a la propia biodiversidad. Contamos con muchísimas razones para seguir creyendo que el respeto de la biodiversidad por su valor ha de ocupar un lugar central o nuclear en nuestro sistema de valores. Pero reconocer el valor de la biodiversidad no supone atribuir a la ética ambiental la tarea de ofrecer una fundamentación biológica de este sistema de valores. Lo que la crisis ecológica exige no es ni siquiera fundamentar estos valores, sino, más bien, ubicarlos y reubicarlos en distintas situaciones y problemas y, sobre todo, reconsiderarlos y reevaluarlos a partir del análisis de los conflictos con otros valores que los problemas ambientales tienden a ocasionar.

Educarnos entre todos en el valor de la biodiversidad reclama de nuestras prácticas discursivas algo más que el legítimo lamento por su pérdida. Proteger la biodiversidad significa en la práctica dialogar, deliberar y reequilibrar los distintos intereses y valores que los problemas ambientales hacen entrar en conflicto, sean humanos o no. Que la especie humana sea la única que delibera y valora no significa que los seres humanos seamos la única especie que tiene valor, y que por lo tanto debamos ser antropocéntricos, destinatarios últimos y únicos de nuestra valoración. Empleando de nuevo una analogía auditiva, podríamos decir que una valoración adecuada de la biodiversidad debe procurar que, lejos de amplificar nuestros sonidos en el bosque, podamos oír los sonidos de las demás especies.

Cuando de proteger la biodiversidad se trata, cualquier otro valor debe quedar subordinado a los resultados provisionales de la investigación inteligente y cooperativa, a la valoración en caso de conflicto, a la revisión y al consecuente reacomodo del sistema de valores característico de una racionalidad práctica y crítica. Tras el último siglo de serios destrozos en la biosfera, quizá no quepa

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aspirar a otra cosa que a ser mejores predecesores y evitar que las generaciones futuras nos reprochen que la cortedad de nuestros intereses y de nuestras lealtades haya sido más fuerte que nuestra obligación de cuidar la biodiversidad y procurar su continuidad. Un ambiente con facebook, twitter y skype, pero sin ranas, sin manatíes o sin monos araña es decididamente un ambiente de valor menguante.

Validez ambiental y diversidad cultural

La viabilidad de los procedimientos heurísticos y valorativos propuestos queda ilustrada a lo largo del libro con numerosos ejemplos procedentes de diversas culturas. En el estricto orden en el que han sido tratados, los capítulos contienen los siguientes ejemplos y estudios de caso.

El capítulo primero incluye dos estudios de caso sobre la intersección de la educación sobre el ambiente, en el ambiente y para el ambiente en el Caribe: la acumulación de basura en el Boulevard Bahía de Chetumal y el asma infantil aparecida en la isla de Trinidad como consecuencia del cambio climático. También explora varios ejemplos y posibles opciones para enfrentarnos a la obsolescencia programada en las ciudades occidentales, a modo de prácticas de consumo. En el capítulo segundo se ejemplifican varias de las prácticas de la racionalidad ambiental. La práctica de los puntos de inflexión ecológica de Gerald Marten recibe dos extensos estudios de caso: las condiciones de validez ecológica y social para la introducción de la tecnología del biogás en la India y el caso de la protección comunitaria del arrecife de una isla de las Filipinas. Posteriormente, el capítulo ofrece ejemplos de la práctica general de la biomímesis, un parque tecnológico en Dinamarca basado en los principios de la ecología industrial, y numerosos ejemplos domésticos de las prácticas ambientales de las tres R: reducir, reutilizar y reciclar. El capítulo tercero está íntegramente dedicado a tres estudios de caso relacionados con la presencia y la ausencia de valores ambientales. Los dos primeros atañen a verdaderas catástrofes ecológicas: los vertidos de petróleo de la plataforma Deepwater Horizon de British Petroleum en el Golfo de México en 2010 y del petrolero Prestige, hundido en aguas españolas en 2002. El tercer estudio aborda un

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caso de éxito de reforestación en la Mixteca de Oaxaca por parte de una comunidad local con fuertes vínculos interpersonales y valores comunitarios. Agradezco a Gerald Marten y a David Núñez su autorización para reproducirlo aquí. El capítulo cuarto ofrece varios ejemplos de la función de los valores ambientales: la participación de un biólogo marino en la explotación comercial de tortuga en el Pacífico mexicano es un ejemplo de valoración disfuncional que, por desgracia, es mucho más habitual de lo que la gente cree. El siguiente caso de valoración disfuncional remite al papel de los científicos japoneses a la hora de refutar la correlación entre la enfermedad de Minamata y los vertidos de mercurio de la empresa que financiaba sus investigaciones. En ese capítulo, el proceso de valoración queda también ilustrado con algún ejemplo relativo la interdependencia de los valores ambientales, por muy breve que sea su descripción (la tensión esencial entre los valores estéticos y ecológicos del pez león, pongamos por caso, o la interdependencia de los valores cognitivos, estéticos, simbólicos y de utilidad de las ballenas beluga para algunas comunidades esquimales groenlandesas). El capítulo quinto ofrece varios casos de éxito en la resolución de la Tragedia de los Comunes: las comunidades de regantes de la huerta de Valencia, las comunidades pesqueras de Alanya, en el oeste de Turquía, o la gestión del agua en algunas localidades de Nepal. También ilustra el Dilema del Gorrón o Aprovechado (free-rider) en el caso de recursos compartidos como la atmósfera y el agua. Este dilema se ejemplifica ad usum delphini en la segunda parte del anexo II con un relato sobre la tragedia de los comunes, contada y explicada a los jóvenes de la zona maya de Quintana Roo. El capítulo sexto proporciona varios ejemplos de prácticas democráticas para una deseable nueva cultura ambiental: la investigación de acción (action research) entre pescadores y expertos en el parque de Sian Ka’an, Quintana Roo, y entre profesores y estudiantes en la iniciativa internacional de educación ambiental Escuela y Ambiente, en algunas comunidades europeas. El capítulo también describe otros ejemplos de mecanismos de participación social en una distribución más equitativa del riesgo ambiental. Por último, la primera parte del Anexo II es un ejemplo para la sensibilización estética y ambiental en las escuelas de Quintana Roo.

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Dilemas sociales y democracia participativa

Como ya hemos dicho, los procesos comunitarios de valoración ambiental propuestos en este libro admiten ser descritos de acuerdo con la concepción pragmatista de la valoración, teniendo particularmente presentes los factores cognitivos de lo que algunos intérpretes de John Dewey denominamos democracia como investigación cooperativa. El conocimiento interviene en respuesta a los problemas y, como afirma Hickman, “los públicos tienden a constituirse en respuesta al reconocimiento público de los problemas que comparten” (Hickman, 2007: 46). Así entendido, cada público puede articularse como una comunidad democrática de aprendizaje e investigación ambiental constituida en la práctica en torno a un problema o a un conjunto de problemas ambientales que, de un modo u otro, afectan a los miembros que en ella participan. Se trata de una comunidad de investigación y deliberación, pues se necesitan juicios prácticos para la elección entre los cursos alternativos de acción que pueden tomarse para solucionar un problema o un conjunto de problemas ambientales.

Nuestra interpretación de la democracia ambiental como investigación cooperativa gira en torno a una idea operativa de participación inspirada en conceptos, valores y prácticas presentes en la obra de John Dewey, analizada principalmente en la segunda parte del libro, Ambiente y Cultura. A modo de breve introducción, seguidamente presentaremos algunos de esos elementos recurriendo a tres textos que permiten reivindicar a Dewey como figura precursora del pensamiento y la educación ambiental.

El primer texto pertenece a Naturaleza Humana y Conducta (1922). “La cuestión moral atañe al futuro […] el problema moral es el problema de modificar los factores que hoy influyen en los resultados futuros […] Lo mejor que podemos hacer para la posteridad es trasmitirle, conservando sin mermas e incrementando su significado, el ambiente que hace posible mantener los hábitos de una vida digna y prolija. Nuestros hábitos individuales son eslabones que forman la interminable cadena de la humanidad. Su valor depende del ambiente que hemos heredado de nuestros antecesores y se incrementa a medida que anticipamos las consecuencias de nuestras acciones sobre el mundo en que vivirán nuestros sucesores

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[…] los hábitos perduran porque incorporan en sí mismos las condiciones objetivas del ambiente” (Dewey, 1922: 19).

El segundo es un fragmento de un artículo publicado en 1937, titulado “Libertad” “[la libertad económica individual…] también ha alentado un desaforado espíritu de especulación que supone un considerable lastre para las generaciones presentes y futuras. Ha impulsado una explotación temeraria y extravagante de los recursos naturales, como si fueran literalmente inagotables […] conservar el suelo, restaurar, hacer nuevamente fértiles tierras ya exhaustas, combatir los vertidos y la erosión, que han convertido grandes zonas de nuestro patrimonio natural en algo parecido a un desierto […] ése es el precio que hemos de pagar por habernos embarcado en una orgía de supuesta libertad económica. Sin suficientes recursos naturales, no es posible una libertad que sea igual para todos. Sólo disfrutarán de libertad quienes ya los posean. Para lograr una genuina igualdad de oportunidades, no basta con retocar nuestras políticas tradicionales de derroche y destrucción. Es necesario revertirlas” (Dewey, 1937.251).

En el primer texto, mucho antes que Hans Jonas, Dewey establece que la acción moral y la reflexión ética tienen necesariamente que ver con las consecuencias futuras de nuestras prácticas, estableciendo de manera muy general nuestra mayor obligación con las generaciones venideras, a saber, transmitirles un ambiente social y ecológicamente valioso, mejorando los hábitos y prácticas que recibimos de nuestros predecesores y desarrollando mejores métodos para anticipar las consecuencias de nuestras prácticas sobre el ambiente que esas generaciones necesariamente van a heredar. Si los hábitos perduran porque llevan en sí mismos las condiciones objetivas del ambiente, bien podríamos decir que transmitir una cultura y transmitir un medio ambiente son dos descripciones de un mismo proceso.

En el segundo texto, Dewey cuestiona la calidad de los procesos de transmisión cultural existentes (entonces y ahora), llamando la atención sobre algunas de las consecuencias (ecológicas y sociales) de las prácticas económicas individualistas sobre un ambiente que, pese a las advertencias de Dewey y de otros muchos, no ha hecho más que empeorar.

Considerando conjuntamente ambos textos, podríamos decir que, según Dewey, lo primero que las generaciones presentes tendríamos que hacer para mejorar la transmisión cultural de un ambiente

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biodiverso a las generaciones futuras es investigar seriamente las consecuencias ecológicas de nuestros hábitos y nuestras prácticas, la huella ecológica de nuestra actual forma de vida. Conocidas estas consecuencias, un demócrata deweyano tendrá que asumir la responsabilidad de participar como pueda en la transformación de nuestras democracias de consumo, esto es, de nuestras prácticas masivas de extracción, producción, consumo y desecho de recursos naturales, ya que, según Dewey, concebida como igualdad de oportunidades, no hay democracia genuina sin esa transformación, sin un uso sustentable de estos recursos.

El siguiente texto de Dewey pertenece a “Filosofía y Democracia” (1919). “Si nuestro objetivo es construir instituciones democráticas, ¿cómo hemos de construir e interpretar el ambiente natural y nuestra historia natural para que nuestros esfuerzos tengan un respaldo intelectual, para estar razonablemente convencidos de que nuestro empeño no contradice lo que la ciencia nos autoriza a afirmar sobre la estructura del mundo?” (Dewey, 1919: 48).

En este texto Dewey, aunque con una retórica de otro siglo, podría estar preguntándose por algo parecido a lo que hoy llamaríamos las condiciones ecológicas para la democracia. Muchos recordarán en este punto la tesis de Heidegger, quien vaticinaba que la democracia y el humanismo eran la peor manera de habérnoslas con las consecuencias planetarias de la tecnología, o de Heilbroner, quien exigía la mano de hierro de una dictadura militar para resolver los problemas ecológicos.

Para Dewey, nuestras prácticas no pueden ser social e intergeneracionalmente justas si no son ecológicamente válidas. Pero otros han interpretado nuestro entorno natural y la historia natural de la humanidad de tal manera que niegan que conservación ecológica y justicia social sean siquiera compatibles. ¿Cómo responder a estos retos desde una democracia entendida como investigación cooperativa?

Como veremos en el capítulo quinto, no han faltado ecologistas y economistas conservadores que, al igual que Garrett Hardin, han defendido abiertamente políticas socialmente injustas para evitar la ruina ecológica de todos. Algunos autores de la teoría contemporánea de la elección racional identifican una misma estructura en muchos de los problemas asociados al empobrecimiento de los servicios ambientales. Se trata de los denominados dilemas sociales (Ostrom,

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1990). Basándose en modelos económicos muy idealizados, algunos autores de esta corriente han empleado los dilemas sociales para predecir precisamente las trágicas consecuencias de las políticas sociales que privilegian la justicia distributiva sobre la eficiencia ecológica y económica (Hardin, 1968). La teoría económica de la elección racional ha encontrado en la Tragedia de los Comunes y el Dilema del Free-Rider (del Gorrón o del Aprovechado) una forma didáctica de explicar cómo las acciones y las decisiones que el individuo toma racionalmente pueden conducir a la irracionalidad colectiva y al desastre ecológico y económico.

Como veremos más adelante3, en “La tragedia de los comunes”(1968) Garrett Hardin nos habla de un pastizal (un bien “común”) sobre el que todos los individuos de una comunidad tienen igual derecho a poner libremente a pastar su ganado. Hardin plantea que, ante la posibilidad de aumentar o no una cabeza de ganado al rebaño que pasta en esa zona común, la única elección racional que cada pastor puede tomar individualmente es de hecho añadir un animal más. La razón que aduce es que el beneficio que le reporta al pastor la venta de los productos de esa cabeza adicional (1) será íntegramente para él, mientras que el coste que produce el sobrepastoreo del pastizal será compartido por los n pastores de la comunidad. Siendo para él el coste n veces menor que el beneficio, ese pastor no puede sino tomar la decisión racional de añadir otro animal a su rebaño (Hardin, 1968:1244). Pero, lamentablemente, todos los pastores racionales (sic) que comparten el recurso llegan a la misma conclusión. De ahí que el bien común finalmente desaparezca, como consecuencia de elecciones racionales individualmente impecables, pero colectivamente desastrosas. En realidad, lo que Hardin había elaborado es sólo un experimento mental en el que cada agente individual es prisionero de una racionalidad que lo impulsa a incrementar infinitamente su beneficio explotando un bien común que es ecológicamente finito (Hardin, 1968:1244). Con ello logra evocar la imagen de las crisis ecológicas como situaciones desesperadas en las que, lo quieran o no, los individuos se ven atrapados mientras asisten indefensos a un proceso inexorable de destrucción del bien común.

3 El artículo de Hardin recibe un análisis mucho más pormenorizado en el capítulo 5.

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Muchos científicos contemporáneos de Hardin generalizaron como conclusión de La Tragedia de los Comunes que las comunidades locales no saben gobernarse a sí mismas y que la autogestión conduce al colapso ecológico.

Elinor Ostrom ha demostrado convincentemente que la Tragedia de los Comunes, el Dilema del Prisionero y el Dilema del Gorrón o Free-Rider son dilemas sociales, problemas a los que cualquier comunidad genuinamente participativa debe hacer frente. Podríamos decir que los dilemas sociales plantean un reto fundamental a ciertos aspectos de la confianza en la naturaleza humana que Dewey vinculaba con la democracia: la confianza en que los seres humanos como individuos puedan cooperar para alcanzar resultados colectivamente racionales. Sumando el análisis socio-ecológico de Ostrom a esta tesis de Dewey, trataremos de mostrar que la defensa de comunidades democráticas y participativas exige desactivar los dilemas sociales para recuperar la confianza en que la racionalidad humana sea capaz de mejorar sus condiciones ambientales (esto es, sociales y ecológicas) siempre y cuando los individuos participen en actividades conjuntas de cara a la generación y la conservación de sus bienes comunes. De hecho, adoptando nuestro enfoque de la democracia como investigación cooperativa, podríamos decir que los dilemas sociales pueden quebrar la confianza en la democracia como capacidad participativa de los grupos humanos para emprender autónomamente procesos de investigación que resuelvan cooperativamente sus problemas. A lo largo del libro veremos varias propuestas para enfrentarlos.

Baste por ahora recordar que las investigaciones empíricas de Elinor Ostrom y Gerald Marten han hecho mucho para que recuperemos la confianza de Dewey en la democracia participativa, al menos en el aspecto cognitivo que ya destacábamos. Pues, según Dewey, la verdadera prueba de una genuina democracia es su carácter experimental y falibilista, esto es, su capacidad para “llevar a cabo una revisión crítica a fondo de todas nuestras prácticas; ésta es también la única manera de descubrir y poner en marcha medidas que corrijan los defectos” (Dewey, 1951: 405). En vez de apelar a experimentos puramente mentales y supuestos a priori como Hardin, Ostrom y Marten han adoptado un procedimiento experimental y empírico característicamente deweyano, por cuanto estudian casos en los que de hecho ha habido participación inteligente para la

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consecución del bien común, identifican las características o rasgos deseables en esas formas de participación realmente existentes y los emplean para revisar otros rasgos ciertamente indeseables y sugerir experimentalmente su reemplazo o su mejora, pero también para desarrollar procedimientos adecuados a nuevas circunstancias y nuevos problemas. Tratando de explicar la conservación del bien común en estos casos, Ostrom y Marten han logrado mostrar que tales comunidades de investigación cooperativa no tienen por objetivo la maximización económica ilimitada –lo que invalida el argumento de Hardin con respecto a la legitimidad a priori de la búsqueda irrestricta de beneficios individuales. Por lo general, las comunidades que investigan cooperativamente para resolver problemas con respecto a sus bienes comunes mantienen criterios de éxito individual muy distintos de éste. En cierto sentido, podríamos decir que Ostrom y Marten muestran que en tales comunidades, como decía Dewey: “no hay actividad tan satisfactoria e incentivadora como la acción concertada y consensuada. Este tipo de acción trae consigo el sentido de compartir y de confluir en un todo común” (Dewey, 1929:145). Para explicar la relación entre este incentivo y los bienes comunes, Dewey emplea un término que, como solidaridad, hace tiempo que desapareció del vocabulario de la democracia puramente política: “la fraternidad es otro nombre para referirse a los bienes conscientemente apreciados que se derivan de una asociación en la que todos participan y que da sentido a la conducta de cada uno” (Dewey, 1927:139).

Las comunidades de investigación cooperativa analizadas en el capítulo quinto han logrado acoplar sus sistemas sociales y sus sistemas ecológicos en un único sistema que preserva el bien común, al menos provisionalmente. Su investigación ha tenido que atender sin duda a las condiciones fácticas del bien común, para lo cual han contado con su conocimiento local y con la colaboración de investigadores y participantes externos. En este sentido, podemos decir que tales comunidades han seguido los principios de la Investigación de Acción o Action Research, una nueva modalidad de investigación social que a su vez declara explícitamente seguir los principios de la democracia como investigación cooperativa de John Dewey. Varias secciones del capítulo sexto están dedicadas a la investigación de acción.

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Cabe destacar que, como en el Dilema del Prisionero, en el experimento mental de Hardin los pastores racionales ni siquiera se comunican. Resulta llamativo que la racionalidad de la teoría de la elección racional sea una racionalidad silente. Todo lo contrario ocurre con las comunidades que han logrado acoplar sistemas sociales y sistemas ecológicos y preservar el bien común. Ostrom ha demostrado que las comunidades de investigación cooperativa han tenido en alguna medida que cuidar la calidad de los procesos comunicativos que desarrollan en las instituciones que ellas mismas han logrado constituir de forma autónoma. Además de subscribir acuerdos normativos por consenso explícito, Ostrom demuestra que, en tales comunidades, esa calidad depende de contratos implícitos regidos por la confianza, el compromiso, la reciprocidad y el reconocimiento público.

Ostrom y otros han emprendido investigaciones multidisciplinares que sitúan el mutuo refuerzo entre la confianza y la reciprocidad en el origen de la cooperación. En The Evolution of Cooperation (1984) Robert Axelrod había probado que la expectativa de reciprocidad y por lo tanto de un futuro compartido estaba presente en los experimentos con grupos que habían establecido relaciones de confianza para evitar el dilema del prisionero. Ostrom da un paso más, demostrando el papel de una comunicación de calidad, sin distorsiones, para la adquisición de confianza, definida como la disposición a asumir cierto riesgo en la acción con respecto a otros sujetos, con la expectativa de que éstos actuarán recíprocamente. Las comunidades de investigación cooperativa destacadas por Ostrom no han abaratado el valor de la palabra (cheap-talking), con lo que también han logrado fortalecer la credibilidad o la dignidad de confianza entre sus miembros, dando un valor mayor a los compromisos, a la cooperación, y en consecuencia, a sus bienes comunes. En el capítulo sexto veremos cómo tales comunidades encarnan hasta cierto punto algunas de las características comunicativas que Dewey adscribe a las comunidades genuinamente democráticas. Para Dewey, la cooperación dentro de una comunidad de investigación depende también del cultivo de las actitudes y hábitos de reflexión, razonamiento, diálogo y juicio que de hecho valoramos en muchas fases de la experiencia comunicativa y comunitariamente provechosa.

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Sintetizando las tesis de Dewey con las de Nicholas Rescher y otros autores de inspiración pragmatista, podríamos afirmar que el cuidado de la comunicación dentro de una comunidad de investigación formada en torno a un problema o conjunto de problemas ambientales, depende también del cultivo de al menos algunas virtudes. Robert Talisse (2007) por ejemplo, enumera las siguientes virtudes deliberativas:

Honestidad: la disposición a admitir que las tesis defendidas podrían ser finalmente erróneas y son susceptibles de revisión, y a examinar por tanto toda la evidencia relevante antes de tomar una decisión. La honestidad también debe afectar un juicio práctico o prudencial relativo a la suficiencia de la evidencia (una “regla de alto” o “stopping-rule”).

Modestia: disposición a admitir que las propias propuestas jamás son definitivas, y además pueden tropezar con problemas de aplicación. Moderación de la ambición.

Caridad: disposición a escuchar a los demás, sin prejuicios ni etiquetas sobre las tesis defendidas por otros.

Integridad: por muchas que sean las diferencias entre la tesis y las propuestas de los distintos miembros de la comunidad, les une siempre el compromiso con la autonomía y la autogestión de la comunidad a través del libre intercambio de ideas.

En la actualidad, además, existen algunos mecanismos viables y corregibles para extender la participación en comunidades o públicos mucho más extensos en los que se superponen o solapan distintos problemas, distintos bienes comunes correlacionados y distintas comunidades de investigación cooperativa: iniciativas o referendos, audiencias y encuestas públicas, comités de elaboración de propuestas de ley y foros o paneles de revisión ciudadana, entre

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otras4. El Convenio europeo sobre el acceso a la información, la participación del público en la toma de decisiones y el acceso a la justicia en materia ambiental (1998) incluye varias directrices generales para proponer experimentalmente mecanismos con el propósito de descentralizar la deliberación sobre temas ambientales y construir grandes comunidades policéntricas. Ninguno de estos mecanismos es perfecto, claro. La transferencia y la transversalización de la toma de decisiones implica serios problemas operativos y también, cómo no, la posibilidad de serios dilemas éticos. Pero nadie nos dice que como consecuencia de la propia investigación, no podamos revisar esos mecanismos y dar con otros mejores.

Sobre cómo ser un buen evolucionista

Esta manera característicamente social, cooperativista y pragmática de abordar los problemas ambientales no es, por supuesto, la única posible. La Tragedia de los Comunes también le servía a Hardin para justificar una ética inspirada en Malthus, contraria al altruismo y a todo tipo de protección social y comunitaria. Según Hardin, hasta su llegada, los biólogos llevaban más de un siglo incumpliendo su deber ético y cívico de acercar al público en general la significación humana, individual y colectiva, de la tesis de Darwin sobre la evolución de las especies por selección natural: “La biología abunda en tesis que reclaman una reestructuración masiva de las creencias populares […] los biólogos deben aceptar la responsabilidad de acercar sus tesis al público […] 150 años de ausencia de Darwin es más que suficiente” (Hardin, 1986). Hardin se considera el baluarte de una cruzada que, lo quiera o no, comparte bastantes de los presupuestos del darwinismo social y eugenésico del último tercio del siglo XIX, una ideología presuntamente científica que buscaba legitimar políticas favorables a las clases dominantes sobre la supuesta base biológica de la superioridad del más apto en la lucha por el poder económico y político, y que, de paso, justificaba la exclusión política y profesional de las mujeres y la desprotección de los trabajadores inmigrantes. Casi un siglo después, Hardin

4 Ver infra, capítulo 6 en la sección “Mecanismos de participación y virtudes deliberativas”.

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recurría a la Tragedia de los Comunes para señalar las implicaciones éticas de la finitud de la naturaleza concebida como conjunto de ambientes o nichos ecológicos en los que se desarrolla la lucha intra e inter-específica por los recursos naturales. Como veremos, una de las implicaciones éticas que Hardin extrae es que, dada esa finitud y dada la legitimidad del deseo humano de maximizar nuestras ganancias, la eugenesia y las políticas conservadoras que tratan de perpetuar el statu quo de nuestro propio grupo social, nacional o étnico están perfectamente legitimadas.

Este libro se propone contribuir a desmentir este tipo de implicaciones éticas, o al menos a mostrar la miopía de esta visión unilateral del darwinismo, tan divulgada, que cree ver en el proceso evolutivo una marcha triunfal de los gladiadores más despiadados sobre los cadáveres amontonados de los débiles y los pusilánimes, los no emprendedores. En el capítulo quinto intentaremos mostrar que, lejos de ser una consecuencia, es la visión individualista, contraria a la protección de los sectores sociales y económicos más desfavorecidos, la que le permite a Hardin formular la tragedia de los comunes. Acabaremos esta introducción con una breve reconstrucción de algunas de las respuestas más convincentes contra esta brutalización social de las tesis de Darwin. Lo que comparten las interpretaciones de John Dewey, Piotr Kropotkin, Lynn Margulis y Franz de Waal es la introducción del factor cooperación en la denominada “lucha por la existencia”.

Nacido el mismo año en que se publicara El Origen de las Especies, John Dewey fue uno de los primeros pensadores que debatió las consecuencias públicas del evolucionismo de Darwin, más allá de la nueva batalla en una guerra recurrente entre ciencia y religión que, innegablemente, produjo su publicación. No podemos abordar aquí ni siquiera una parte significativa del extenso tratamiento que Dewey realizara de las consecuencias intelectuales y sociales del darwinismo5. Nos limitaremos a la respuesta crítica que Dewey ofreció a las tesis de Thomas Huxley, autoproclamado “el bull-dog de Darwin”, quien desde el marco conceptual del darwinismo defendía la incompatibilidad entre los conceptos de la teoría de la evolución y los principios éticos del altruismo recíproco. Como veremos, no

5 Hemos tratado este aspecto de la filosofía de Dewey en Esteban, 2001, 2006 y 2008.

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es casual que el pensador libertario Piotr Kropotkin escribiera su obra más célebre, Mutual Aid. A Factor in Evolution en respuesta al texto de Huxley “Struggle for Existence. A Programme” (1888), una especie de manifiesto muy difundido en los círculos académicos de la época. Dewey escribió una crítica bastante elogiosa de la obra cooperativista y libertaria del príncipe ruso6.

6 Reproducimos su interpretación de la obra de Kropotkin: “En su libro La Ayuda Mutua, el príncipe Kropotkin se ha propuesto mostrar que la asistencia reciproca es el factor fundamental de las formas superiores de la vida animal. Poniendo énfasis en este factor, descubrió las bases no humanas de la moral, no en la lucha antagónica de los organismos y las especies entre sí, sino en los instintos de sociabilidad desarrollados a través de la cooperación […] los hombres primitivos, viviendo como vivían en intimo contacto con los animales, diestros en la observación de sus hábitos, les atribuían un saber superior. Les llamaba la atención la unidad de la conducta grupal que los animales exhibían. Una de las primeras generalizaciones que se hicieron con respecto a la naturaleza fue que el estudio de un ser vivo no podía separarse de su clan o de su tribu; después, el instinto de sociabilidad que heredamos de otros animales se convirtió en un sentimiento y en una idea consciente. La sociabilidad y la mutua ayuda eran hechos tan generales y habituales que los hombres no podían imaginar la vida sin ellos. Las condiciones de su propia existencia eran tales que diluían el “yo” en el clan o la tribu. La autoafirmación de la “personalidad” llegó mucho después. El origen de toda ética se halla en la identificación constante y ubicua del individuo con el todo. A partir de esa identificación se desarrolló la idea de igualdad de todos los miembros del conjunto de la tribu, que es la raíz de la idea de justicia y equidad. Kropotkin se propone entonces demostrar que los hombres primitivos no tenían simplemente algunas líneas de conducta que celebraban y otras líneas opuestas que ridiculizaban y avergonzaban, sino también algunos modos de conducta que eran obligatorios en principio y que de hecho rara vez se violaban en la práctica. Basándose en tribus del norte de Alaska, halló tres categorías principales de regulación tribal obligatoria. La primera atañe a los usos establecidos para asegurar los medios de vida del individuo y de la tribu; tras estos se encuentran las reglas relativas al estatus de los miembros dentro de la tribu, tales como las reglas para el matrimonio, para el trato de los niños, los adolescentes y los ancianos, la regulación de la educación, y las reglas para prevenir y solucionar conflictos interpersonales agudos. Finalmente estaban las reglas relativas a asuntos religiosos. La conclusión general de Kropotkin es que no hay ninguna tribu que no tenga un código moral definido y complejo, y existe una noción definida de equidad o juego limpio y ciertos medios para restablecer la equidad cuando ésta se ha roto. También establecía que hay una consideración universal con respecto a la vida y una condena del asesinato dentro de la tribu (esto es, una condena de fratricidio); la gran limitación de

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La crítica de John Dewey remite a “Evolution and Ethics” (1893), un texto que Huxley escribiera clarificando la oposición que mantenía en el manifiesto del año 1888. En él Huxley establece un dualismo insalvable entre los procesos evolutivos (“cósmicos”) y los procesos éticos. Según Huxley, mientras que en los procesos éticos

las morales en ese periodo era su restricción en la mayoría de los casos a los miembros dentro de un grupo, aunque también había ciertas reglas para las relaciones inter-tribales” (Dewey, 1927: 12-16). Con respecto a la tesis de Darwin sobre esa limitación grupal de la ética en las primeras etapas de la especie humana, ver infra capítulo 4.

En su introducción a La Ayuda Mutua, Angel Cappelletti da cuenta de algunas notables interpretaciones de las tesis de Kropotkin realizadas por biólogos del siglo XX: “Es verdad que Kropotkin, como dice el ilustre zoólogo Dobzhansky, fue poco critico en algunas de las pruebas que adujo en apoyo de sus opiniones. Pero de acuerdo con el mismo autor, una versión modernizada de su tesis, tal como la presentada por Ashley Montagu, resulta más bien compatible que contradictoria con la moderna teoría de la selección natural. Para Dobzhansky, uno de los autores de la teoría sintética de la evolución, elaborada entre 1936 y 1947 como fruto de las observaciones experimentales sobre la variabilidad de las poblaciones y la teoría cromosómica de la herencia, la aseveración de que en la naturaleza cada individuo no tiene más opción que la de comer o ser comido resulta tan poco fundada como la idea de que en ella todo es dulzura y paz. Hace notar que los ecólogos atribuyen cada vez mayor importancia a las comunidades de la misma especie y que la especie no podría sobrevivir sin cierto grado de cooperación y ayuda mutua. Los trabajos de C.H. Waddington, como Ciencia y ética, por ejemplo, van todavía más allá en su aproximación a las ideas de Kropotkin sobre el apoyo mutuo. Un etólogo de la escuela de Lorenz, Irenaeus Eibl-Eibesfeldt, sin adherirse por completo a las conclusiones de La Ayuda Mutua, reconoce que, en lo referente al altruismo y la agresividad, ellas están más próximas a la verdad científica que las de sus adversarios. Para Eibl-Eibesfeld, los impulsos agresivos están compensados, en el hombre, por tendencias no menos arraigadas a la ayuda mutua. Pese a los años transcurridos, que no son pocos si se tiene en cuenta la aceleración creciente de los descubrimientos de la ciencia, la obra con que Kropotkin intentó brindar una base biológica al comunismo libertario, no carece hoy de valor científico. Además de ser un magnífico exponente de la soñada alianza entre ciencia y revolución, constituye una interpretación equilibrada y básicamente aceptable de la evolución biológica y social. El ya citado Ashley Montagu escribe: “Hoy en, día La Ayuda Mutua es la más famosa de las muchas obras escritas por Kropotkin; en rigor, es ya un clásico. El punto de vista que representa se ha ido abriendo camino lenta pero firmemente, y seguramente pronto entrará a formar parte de los cánones aceptados de la biología evolutiva”. (Cappelletti, 1996: 7-8).

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rige la empatía y la cooperación, en los procesos evolutivos rige el antagonismo y el conflicto entre presas y predadores. Si los segundos resultan en la supervivencia exclusiva de los mejor adaptados, los primeros han de resultar en la adaptación para sobrevivir del máximo posible de individuos. Bajo esta óptica, el progreso ético y social va en contra del proceso evolutivo, como la agricultura o la jardinería van en contra de la naturaleza. A lo largo del proceso evolutivo, argumenta Huxley, ciertas plantas han tomado posesión de ciertas partes del suelo por estar muy bien adaptadas a éste. El agricultor las selecciona, arrancando las malas hierbas, nocivas o inútiles para su propósito. Siembra, fertiliza, riega, protege… de un modo u otro lucha contra el libre proceso co-evolutivo de las especies no-humanas. Los procesos éticos, como el resto de los procesos culturales, interfieren con la naturaleza, siempre según Huxley.

La respuesta de Dewey a Huxley ejemplifica muchas de las críticas evolucionistas que realizaremos a lo largo de este libro. El dualismo entre ética y evolución no se sigue de los hechos que las tesis de Darwin nos permiten explicar, sino de la decisión previa de dar por sentada la tesis de la excepcionalidad de la especie humana. La cultura no sitúa al hombre frente a todo el proceso evolutivo. “El verdadero problema es ubicar esa oposición o esa interferencia, interpretarla a la luz de nuestra concepción del proceso evolutivo considerado en su conjunto. En realidad, no encontramos en el ejemplo de Huxley un conflicto entre el ser humano en cuanto tal y todo su ambiente natural. Lo que hallamos es más bien la modificación que el ser humano hace de una parte de su ambiente en relación con otra. El hombre no se coloca a sí mismo contra el estado de la naturaleza. Emplea una de las partes de este estado de naturaleza para controlar otra […] bien puede ser que las plantas introducidas por el jardinero, los cereales y la frutas que desea cosechar, procedan de fuera de ese ambiente particular; pero no están fuera del ambiente del ser humano, considerado como un todo. Lo que hace el agricultor es introducir y mantener por medio de sus artes las condiciones de luz solar y humedad a las que este terreno particular no está habituado; pero estas condiciones caen dentro de las regularidades y del uso de la naturaleza considerada como un todo” (Dewey, 1898: 37). Dicho sea con otras palabras, no se trata de un conflicto entre el agricultor y el campo, ni de un

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enfrentamiento entre los procesos co-evolutivos naturales y los procesos culturales de los que depende el trabajo humano. Lo que hace la agricultura es interpretar operativamente las posibilidades de un ambiente parcial según sus relaciones de interdependencia con otro ambiente mucho más amplio.

Dewey nos está diciendo que la clave de la validez ambiental de nuestras prácticas depende de que esa conexión funcional entre las posibilidades de una parte y las condiciones generales del sistema al que pertenece sea co-operativa, esto es, realice las posibilidades de una parte sin dañar el funcionamiento del sistema en su conjunto. Como los sistemas sociales son parte de los ecosistemas, la sustentabilidad depende de que los primeros encajen o se acoplen en los segundos, no de que las innovaciones prácticas y tecnológicas se enfrenten, se opongan, luchen y se impongan sobre los ecosistemas. La imagen de la lucha como confrontación absoluta distorsiona la relación entre cultura y naturaleza. Más que derrotar las condiciones ecológicas, la cultura coopera con ellas dentro de ellas. O al menos debería cooperar, si pretendemos que nuestras prácticas culturales sean ambientalmente válidas.

En última instancia, podemos decir que Huxley encuentra ética y evolución mutuamente incompatibles porque parte ya de la radical oposición entre procesos naturales y procesos culturales. Tiene razón al afirmar que en los procesos biológicos el ajuste o la adaptación siempre depende de unas condiciones. Un sobrecalentamiento global podría hacer que no sobrevivan ciertas especies cuya fisiología no opere a partir de ciertas temperaturas, claro está. Pero ¿acaso son tan distintos los procesos culturales, sociales y éticos? Dewey lo niega: “las condiciones de ajuste o adaptación en tales procesos deben incluir la estructura social y todos los hábitos, exigencias e ideales que en ella encontramos… el único criterio que tenemos para determinar lo mejor adaptado es el descubrimiento de lo que mantiene las condiciones en su totalidad. Lo inadaptado es lo antisocial” (Dewey, 1898:39).

A partir de estas consideraciones, Dewey construye una sólida línea de argumentación contraria a la identificación del evolucionismo y las políticas malthusianas de exclusión de asistencia a los más débiles, esto es, a las clases más desfavorecidas en términos de riqueza, salud, formación y competencias sociales. Como la adaptación de los mamíferos, “la cultura es el producto de una

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prolongación del periodo de la infancia; la necesidad de proteger a los hijos cuando éstos son incapaces de valerse por sí mismos, durante periodos cada vez mayores, estimula el afecto y el cuidado, de donde germina moralmente la vida social, y exige la capacidad de previsión y provisión de donde nacen las artes prácticas que hacen posible la sociedad… ¿Qué tan lejos llegaremos en la destrucción de los desamparados y los dependientes para asegurarnos que sólo los más aptos sobrevivan? Pues resulta claro que el niño es uno de los más aptos, no sólo en términos éticos, sino también en términos del desarrollo de todo el proceso evolutivo. ¿Hay alguna razón para suponer que las clases menos favorecidas en la actualidad no son “aptas” en el mismo sentido, cuando el criterio de aptitud se determina por el ajuste a las condiciones en su conjunto?” (Dewey, 1898: 40). Para Dewey, los hábitos que fortalecen nuestro sentido de lealtad, pertenencia y solidaridad no sólo son moralmente recomendables, sino también biológica o evolutivamente adaptativos. Dicho en términos del actual debate ambiental, la lucha contra la pobreza y la desigualdad, fomentando la asistencia y la solidaridad, puede tener obvias ventajas adaptativas cuando consideramos la resiliencia de los sistemas7, esto es, la capacidad de éstos de experimentar cambios adaptativos al enfrentarse a las condiciones que los perturbarán en un futuro, sea a corto, medio o largo plazo. Basta mirar a la historia de la medicina para darse cuenta de este extremo. La lucha contra el SIDA ha proporcionado recursos para anticipar y al menos mitigar el impacto de otros retrovirus, por ejemplo. “La preocupación por enfermos y los más débiles tiene un efecto indirecto, fortaleciendo la solidaridad social y promoviendo aquellos lazos e intereses recíprocos básicos para la construcción de caracteres personales definidos y de grupos sociales cohesionados. La preocupación por los desamparados, los débiles, los enfermos, los menos capaces, los ciegos, los sordos, y los mentalmente insanos ha estimulado la investigación científica y tecnológica. La investigación científica fría y objetiva ha obtenido beneficios a través del incremento de la compasión social y de la protección de los menos favorecidos a un costo mucho menor que por cualquier otro medio imaginable” (Dewey, 1908:335). La protección social de los más vulnerables

7 Sobre la propiedad sistémica de la resiliencia, ver infra, capítulo 1, en la “Resiliencia y desarrollo adaptativo”.

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exige una investigación cuyos resultados pueden fortalecer la resiliencia del propio sistema social ante futuras amenazas.

Pese a las apariencias, las éticas preconizadas por Malthus o Hardin pecan por defecto. No son suficientemente adaptativas8. Hardin no es un buen evolucionista. No considera la resiliencia como factor adaptativo o condición de aptitud evolutiva. Tiende a considerar las condiciones del ambiente como algo estático, fijo de una vez por todas. Dewey piensa lo contrario: “Es más, el ambiente en el que ahora vivimos es un ambiente cambiante y en evolución. El ajuste de cada parte, incluyendo la anticipación del cambio, debe ser juzgado por el todo; no sólo en referencia a las condiciones de hoy, pues éstas pueden haberse esfumado mañana. Si uno simplemente está adaptado al presente, no será apto para sobrevivir. Lo más seguro es que perezca. El ajuste también lo propicia la propia flexibilidad de adaptarse sin demasiadas pérdidas a cambios súbitos e inesperados en el ambiente” (Dewey, 1898: 41). En este último texto, ocurre con otros muchos, Dewey anticipa lúcidamente un concepto tan contemporáneo como la resiliencia. La resiliencia como objetivo malogra la oposición entre procesos éticos y procesos evolutivos. Ambos procesos remiten a condiciones. Son éstas las que cambian, no la naturaleza evolutiva de los procesos. La lucha por la existencia no desaparece de los procesos éticos de los que habla Huxley. No hay razón alguna para llamarla “inmoral”. Son las condiciones del entorno las que caracterizan la lucha en cuestión. Lo que es lucha adaptativa en un ambiente puede ser puro suicido en otro. Y esto vale tanto para la historia natural del hombre como para las del resto de las especies biológicas.

Huxley erraba al pensar que con la especie humana la lucha cesa y se impone un proceso separado y absolutamente distinto que él califica como “ético”. Lo que ocurre es que, al igual que las demás especies, la especie humana está sometida a unas condiciones cambiantes que alteran la lucha. No hay por qué excluir las

8 Esto no significa, claro está, que toda política destinada a la protección de los más desfavorecidos sea por sí misma adaptativa. El control de la natalidad puede y debe formar parte de estas políticas. Y a veces se apela torticeramente a esa protección para legitimar tecnologías ecológicamente dañinas. Los cultivos transgénicos, supuestamente destinados a aliviar el hambre en el mundo, son un buen ejemplo.

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condiciones sociales y éticas de esos cambios en la lucha, por cuanto “lo que era apto entre los animales deja de serlo entre los seres humanos, y no porque los animales sean no-morales y el ser humano sea moral, sino porque las condiciones de la vida han cambiado, y porque el término “apto” sólo puede ser definido en relación a estas condiciones. El ambiente es ahora inconfundiblemente social, y el contenido del término “apto” ha de definirse con referencia a la adaptación social” (Dewey, 1898:42).

Siendo esto así, las interpretaciones anti-altruistas de la lucha por la supervivencia -la lucha individualista de todos contra todos- representan un añadido ideológico a las tesis evolutivas. Despojada de este añadido y equiparada al esfuerzo por vencer obstáculos y abrirse paso, la lucha por la existencia bien puede incluir políticas sociales de asistencia y solidaridad. La lucha por el cambio social es tan lucha como la que más. La teoría de la existencia como combate de gladiadores “es más retórica que filosofía o ciencia. Heredamos de nuestros ancestros animales impulsos y tendencias. Estos impulsos y estas tendencias necesitan ser modificadas, restringidas y moldeadas. Lo que importa aquí es la naturaleza de la modificación; la naturaleza de la restricción y su relación con los impulsos originarios de auto-subsistencia. Está claro que no deseamos suprimir nuestra herencia animal, ni queremos restringirla por el mero hecho de restringirla. Esta herencia no es enemiga de la vida moral, simplemente porque sin herencia biológica no hay vida en absoluto. Bien podemos suponer que lo que es necesario para la vida tiene relevancia para la vida moral. La auto-afirmación, el impulso de auto-subsistencia también es un factor necesario en el proceso ético. ¿Qué son el coraje, la perseverancia, la paciencia, el empeño y la iniciativa sino formas de autoafirmación de los impulsos que constituyen los procesos vitales? ¿Acaso no se autoafirman los hombres que persiguen alguna reforma socialmente necesaria y, para conseguir este fin, sacrifican todas las comodidades y lujos de la vida, e incluso renuncian provisionalmente a la aprobación y a su reputación?” (Dewey, 1898: 42-43).

Si de algo careció la posición de Dewey fue de la suficiente radicalidad. Atribuyó una conducta cooperativa sólo a lo que en su tiempo se llamaban “formas superiores de vida”, si bien incluye en éstas las especies superiores de insectos, como hormigas y abejas. Hoy sabemos que la cooperación ha desempeñado un papel mucho más

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decisivo en la aparición de las primeras formas de vida. La bióloga Lynn Margulis irrumpió en el paradigma neodarwinista con su teoría de la simbiogénesis, que equilibraba el factor “competencia” con el factor “cooperación” incluso en el mundo microbiano. Según Margulis, las células eucariotas (con núcleo) son producto evolutivo de la integración de procariotas en sus orgánulos. Fritjoff Capra ha resumido brillantemente la tesis de Margulis y sus consecuencias filosóficas: “Durante millones de años la relaciones de cooperación fueron cada vez más coordinadas y entretejidas; los orgánulos tuvieron descendencia bien adaptada a la vida en el interior de las células mayores y éstas fueron cada vez más dependientes de sus inquilinos. Con el tiempo estas comunidades de bacterias se hicieron tan interdependientes que funcionaban como un solo organismo integrado: la vida había avanzado otro paso, más allá de la red de libre intercambio genético, a la sinergia de la simbiosis. Organismos separados se convirtieron en uno, creando totalidades que eran mayores que la suma de las partes. El reconocimiento de la simbiosis como fuerza evolutiva tiene implicaciones filosóficas profundas. Todos los organismos mayores, incluyéndonos a nosotros mismos, son testimonios de que las prácticas destructivas no funcionan a la larga. Al final los agresores acaban por destruirse a sí mismos, dando paso a otros que saben cómo cooperar y llevarse bien. La vida es mucho menos una lucha competitiva por la supervivencia que el triunfo de la cooperación y la creatividad. Efectivamente, desde la aparición de las primeras células nucleadas, la creación ha ido procediendo por disposiciones cada vez más intricadas de cooperación y evolución”. (Capra, 1994: 216).

Muchos de los autores citados en este libro defienden estas tesis cooperativistas y reivindican su vigencia para enfrentarnos a los actuales problemas ambientales. Jorge Riechmann y Janine Benyus defienden la biomímesis, prácticas que emulen los procesos cooperativos de la vida, como veremos en la sección del capítulo segundo dedicada a esta propuesta. Steven Rockefeller, uno de los inspiradores de la Carta de la Tierra, apela a estos procesos cooperativos para la construcción de una ética global en tiempos de profunda crisis ecológica y social. En su opinión, admitir las tendencias competitivas, egoístas y despiadadas en la naturaleza humana significa admitir la necesidad de utilizar la fuerza como último recurso para resolver conflictos, y no desestimar que la humanidad

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también tiene la capacidad de empatía, compasión, sentido común y justicia para intentar resolver esos mismos conflictos. Quien predica esta última negativa en nombre del “realismo” no hace más que delatar “qué tipo de persona ha elegido ser” (Rockefeller, 2004:3). Algo parecido parece opinar el primatólogo y educador ambiental Franz de Waal, con cuya apuesta en The Age of Empathy, damos paso ya al primer capítulo del libro: “En todos los debates públicos sobre sociedad y gobierno se dan por supuestas muchas cosas sobre la naturaleza humana, que se presentan como implicaciones directas de la biología. Casi nunca lo son. Los amantes de la competición y la lucha abierta, por ejemplo, a menudo invocan a la evolución. Tal palabra incluso se deslizó en el tristemente célebre “discurso sobre la codicia” de Gordon Gekko, el despiadado empresario interpretado por Michael Douglas en Wall Street (1987): “Lo importante es que la “codicia” es buena. Es bueno ser codicioso. La codicia funciona. La codicia atraviesa y captura la esencia del espíritu evolutivo” ¿Qué espíritu evolutivo? ¿Por qué los supuestos biológicos siempre están del lado negativo? En las ciencias sociales, la naturaleza humana queda tipificada por el viejo proverbio de Hobbes. “Homo homini lupus” (“el hombre es un lobo para el hombre”), una sentencia cuestionable sobre nuestra propia especie basada en supuestos falsos sobre otra… en realidad, la respuesta breve que puede derivarse de la antropología, la psicología, la biología o la neurociencia es que somos animales grupales, altamente cooperativos, sensibles ante la injusticia, a veces belicosos, pero muchas más veces pacíficos. Una sociedad que ignore estas tendencias no puede ser una sociedad óptima. Es cierto, también somos animales que nos movemos por incentivos, estatus o rango, territorio o comida, y tampoco puede ser óptima una sociedad que ignore estas últimas tendencias. En nuestra especie hay un lado egoísta y un lado social. Pero como en Occidente nos dedicamos a fomentar el primero, deberíamos centrarnos más en el segundo: en el papel jugado por la empatía y la interdependencia social” (De Waal, 2009: 4-5).

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Pieter Bruegel el Viejo, Día obscuro (detalle) (1565), Kunsthistorisches Museum, Viena, Austria

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uno

Recursos conceptuales para nuevas prácticas en educación ambiental

La cuestión moral atañe al futuro… el problema moral es el problema de modificar los factores que hoy influyen en los resultados futuros […] Lo mejor que podemos hacer para la posteridad es trasmitirle, conservando sin mermas e incrementando su significado, el ambiente que hace posible mantener los hábitos de una vida digna y prolija. Nuestros hábitos individuales son eslabones que forman la interminable cadena de la humanidad. Su valor depende del ambiente que hemos heredado de nuestros antecesores y se incrementa a medida que anticipamos las consecuencias de nuestras acciones sobre el mundo en que vivirán nuestros sucesores […] los hábitos perduran porque incorporan en sí mismos las condiciones objetivas del ambiente.

John Dewey, Naturaleza Humana y Conducta.

Un poco de epistemología e historia de la educación ambiental

El historiador de la ciencia Thomas S. Kuhn nos ha dejado una de las narrativas que mejor ejemplifican el proceso de constitución de una disciplina científica. La Estructura de las Revoluciones Científicas documenta este proceso constituyente como la emergencia de un primer paradigma a partir de una miscelánea de opciones en disputa evolutiva (Kuhn, 2006). La constitución de ese paradigma abre un periodo de normalización disciplinar, en el que primeramente se

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asientan una serie de conceptos y principios teóricos, normas y prácticas, estándares y valores que encuadran las líneas de trabajo y los proyectos de investigación que posteriormente será lícito desarrollar – los ejes de ordenadas y abscisas del crucigrama o de las celdas de la tabla, por así decirlo. Los ejemplos predilectos con los que se ilustra ese proceso remiten a nombres como Nicolás Copérnico en astronomía, Isaac Newton en física, Charles Darwin en biología o George Mendel en genética, disciplinas progresivamente emancipadas de la philosophia naturalis, pero resulta habitual sumar otros ejemplos, como Adam Smith en economía, Max Weber en sociología o Ferdinand de Saussure en lingüística.

Hay que admitir que un pronóstico análogo podría resultar bastante alentador para la educación ambiental. En el entorno académico de habla hispana, no faltan quienes, hayan leído o no Kuhn, adscriben explícitamente a la educación ambiental las características de un paradigma emergente. Pero tampoco faltan los escépticos que descartan de entrada esa atribución como una ilusión más, o incluso como un espejismo (Calvo y Gutiérrez, 2007). El contenido disciplinar del concepto de educación ambiental ha sido objeto de una acalorada discusión desde sus primeras apariciones en el mundo académico. Y resulta comprensible, dada la presencia pública y conspicua de los problemas ambientales en todas las civilizaciones contemporáneas. Ya en 1971, Helgeson y sus colaboradores advertían que, dado ese creciente interés, existía el riesgo de que muchos intentaran “subirse al carro” (bandwagon effect, en inglés) con tesis ambientales de todo tipo, para posicionar sus propios intereses y programas particulares en el eje mismo de la educación ambiental. Desafortunadamente, los años no han hecho sino confirmar esta sospecha.

Con todo y eso, comenzar este capítulo señalando estos conflictos históricos, epistemológicos a la vez que políticos, no nos compromete a “depurar” el concepto de educación ambiental hasta obtener “contenidos teóricos puros” que, superando los anteriores, determinen de una vez por todas su verdadero significado. Nuestro propósito al explorar la historia y la epistemología de la educación ambiental es hallar en estas disciplinas recursos conceptuales (falibles) para proponer nuevas prácticas (falibles) en educación ambiental, sometiendo su factibilidad al juicio crítico y al debate público. Así pues, la validez de los conceptos y las definiciones para

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la educación ambiental que ensayemos a partir de su reconstrucción histórica y epistemológica estará exclusivamente en función de las hipotéticas consecuencias prácticas que sus elementos definicionales y conceptuales implican para el quehacer diario de educandos y educadores dedicados al proceso de enseñanza y aprendizaje de competencias ambientales, de una serie de hábitos y prácticas sustentables de interacción en el ambiente, sobre el ambiente y para el ambiente.

Sería contraproducente ignorar de entrada que el objetivo de la educación ambiental es algo tan urgente y necesario como disputado. Educarnos ambientalmente significa necesariamente educarnos entre todos. Puede que el hecho de que el concepto de educación ambiental competa a todos (esto es, a todas las personas capaces de aprender y de transmitir prácticas ambientales) explique que sea por derecho propio lo que Gallie llamaba un concepto esencialmente en disputa (Gallie, 1955).

La historia de la educación ambiental antes de la segunda mitad del siglo XX está aún por escribir. En ella probablemente habrían de figurar Rosseau, Comenius, Pestalozzi, Fröbel, Thoreau y Bailey, pero también Heidegger y Dewey. Salvo de este último, no podremos ocuparnos de los demás en este capítulo. El enfoque deliberadamente conceptual de este capítulo permite que nos limitemos a los intentos explícitos de formular una definición de educación ambiental. En lo que algunos historiadores9 creen que fue el primero de esos intentos, Brennan define el objeto de educación ambiental como “el reconocimiento por parte del hombre de su interdependencia mutua con todo su ambiente y toda la vida en su conjunto, y de la responsabilidad que tiene de mantener su ambiente de una manera que resulte apropiada para vivir y para los seres vivientes”. (Brennan, 1967:17; el subrayado es nuestro). Esta definición tiene una segunda parte, cuyo tratamiento pospondremos algunas páginas, hasta desarrollar algunos de los elementos que contribuyan a su elucidación. El doble reconocimiento (cognitivo y ético) presente en este texto ya nos hace temer que la educación ambiental pueda parecerse demasiado a disciplinas filosóficas como

9 Las líneas generales de esta reconstrucción definicional desarrollan algunos temas ya presentes en Disinger (1983), Swan (1975), Kirk (1977) y Roth (1978).

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la ética. Brennan parece decirnos que la educación ambiental aspira primero a (1) comprender “cómo y por qué todo está relacionado con todo”, para después, gracias a esa comprensión, (2) prescribir maneras ambientalmente apropiadas de conducirnos responsable y moralmente en nuestra vida.

Como en el caso de la ética, la educación ambiental puede pagar el precio de una aspiración tan elevada y ambiciosa quedándose meramente en esa aspiración, sin dar un paso más, reduciendo su actividad simplemente a la defensa de su necesidad y de su legitimidad como disciplina. La educación ambiental correría así el riesgo de agotar su actividad en esa búsqueda por definirse a sí misma en relación a un objetivo cuyo alcance, tal y como es formulado en la definición de Brennan, resulta (1) tan amplio como evasivo e impreciso, y (2) tan deseable como con tantos pretendientes10 que lo ambicionan.

El informe anual de una instancia gubernamental de educación describía estos hechos con claro desánimo: “El propio término educación ambiental se define con excesiva imprecisión y laxitud. En varios congresos recientes de educación ambiental, fueron utilizados como sinónimos los siguientes términos: educación ambiental, educación ecológica, educación ambiental y ecológica, educación para la conservación, educación para el campismo, educación al aire libre o fuera del aula, educación en las ciencias ambientales …” (Educational Report, 1971:5).

Por otra parte, nunca faltan personas que, gozando de una mentalidad netamente práctica y observando la urgencia de abordar determinados problemas ambientales, suelen impacientarse por la “injustificable demora” que supone cualquier intento de regulación de ese caos de nombres y títulos. Uno de los fundadores de la educación para la conservación, Wilson Clark, nos cuenta su manera de enfrentarse a esta situación caótica: “Para mí, los términos educación para la conservación y educación ambiental son y siempre serán sinónimos. El último término se ha puesto ahora de

10 Aristóteles nos proporciona un ejemplo magnífico en el libro A de su Metafísica: tras describir la disputa entre distintas escuelas presocráticas por el principio último de toda la naturaleza (physis), y proponer a su vez una ciencia de todo el ser en cuanto ser, acaba por definir a esa ciencia como la ciencia buscada (Aubenque, 1970).

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moda. Por mí está bien. Me importa bien poco con qué asa agarremos el concepto. Lo que sí me importa es la manera en que abordemos nuestro trabajo, pues el término educación ambiental es tan amorfo, y está tan sujeto a tantas interpretaciones, como el término educación para la conservación” (Clark, 1969: 8).

Hay que admitir que esta manera de resolver la situación resulta sumamente convincente y atractiva. Tal vez ésta sea la razón por la cual, según Disinger, la mayoría de los practicantes de la educación ambiental hayan optado implícitamente por ella. Pero, a pesar de la simpatía que sintamos hacia la actitud práctica de Clark, sí es importante detenernos en el análisis de su propia solución, aparentemente nominalista (y, en consecuencia, “eliminacionista”, pues su objetivo final es eliminar el problema definicional de la educación ambiental). Clark parece decirnos en un principio que, en resumidas cuentas, el problema definicional se reduce a una disputa por palabras. Ahora bien, al justificar por qué no vale la pena participar en la disputa, admite implícitamente que un mismo concepto, como una misma persona, puede tener distintos nombres, indiferentes con respecto a su contenido: da igual un nombre que otro. Lo importante para Clark es el contenido del concepto, y éste en su opinión reside en su funcionamiento, en la manera en que abordemos el trabajo. Dicho en los términos que emplearemos a lo largo de este libro, lo importante para Clark son las prácticas de la educación ambiental.

Clark no parecer haber reparado en que, con dicha explicación, no hace sino traer de vuelta el problema definicional de la educación ambiental. Pues si bien pueden ser nombradas o rebautizadas indistintamente con unos sonidos u otros, o con unas letras u otras, sin que cambien ni sus fines ni sus medios, las prácticas no pueden ser descritas indistintamente por una u otra definición. Las definiciones no son nombres, no ponen etiquetas sobre esencias inmutables, sino que describen contenidos, establecen compromisos y prescriben acciones u operaciones para resolver problemas. Como todo lo demás, estas operaciones pueden y deben ser revisadas y redescritas, pero no arbitrariamente, sino en función de que sean o no evolutivamente adaptativas con respecto a unos problemas de naturaleza tan cambiante como los problemas ambientales. Así

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pues, el propio Clark podría admitir implícitamente la relevancia pragmática de una definición operacional11 de educación ambiental.

Dos años después de la crítica de Clark, Helgeson y otros autores anticipaban una postura que guarda un gran parecido de familia con la que defendemos en este libro: “Resulta claro que necesitamos un marco para pensar los problemas de la educación ambiental. En vista del creciente interés de todo el mundo en los problemas ambientales, muchas personas y agrupaciones quieren subirse al carro con declaraciones que sitúan sus intereses y programas particulares en el mismo núcleo de los problemas ambientales. Es cierto que todo está relacionado con todo, como también es cierto que una de las grandes lecciones que debemos aprender de los problemas ambientales es que las acciones y las decisiones humanas tienen consecuencias que, aunque indirectas y remotas, pueden acumularse y ser catastróficas para el propio bienestar humano. Sin embargo, para un tratamiento debidamente serio de los problemas de cualquier área resulta estrictamente necesario que delimitemos su alcance” (Helgeson et al, 1971:59, el subrayado es nuestro).

Las páginas que siguen son una propuesta para delimitar el alcance práctico de la educación ambiental mediante una definición operacional que se ajuste a los problemas ambientales del presente y a la viabilidad de nuestras posibles acciones para enfrentarlos. En nuestro camino hacia esa definición, intentaremos integrar elementos contenidos en definiciones previas que ya intentan articular conocimiento y acción y que resultan significativas para nuestra propuesta operacional, si tenemos en cuenta los contextos en los que se formularon.

Conocer y actuar ante problemas ambientales

En 1969, William Stapp propuso una definición de educación ambiental que aún hoy es ampliamente reconocida y citada. Stapp

11 Esta visión operacional de las definiciones tiene su origen en la máxima pragmática de Ch.S.Peirce: “Consideremos qué efectos, que puedan tener concebiblemente repercusiones prácticas, concebimos que tenga el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de esos efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto” (Peirce 1878:293)

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sugiere con acierto conocimiento y acción como elementos que han de ser involucrados en la educación ambiental: “El objetivo de la educación ambiental es producir una ciudadanía que tenga conocimientos del ambiente biofísico y de los problemas asociados con éste, que se dé cuenta de cómo puede ayudar a resolverlos y que esté motivado para trabajar en pos de su solución” (Stapp, 1969: 8). Además de vincular educación ambiental y educación para la ciudadanía12, la definición de Stapp tiene la virtud de conjuntar los elementos cognitivos (tener conocimientos de los problemas ambientales y de sus posibles soluciones) y volitivos (estar motivado para resolver esos problemas, estar dispuesto a aplicar esas posibles soluciones).

Es en este punto donde resulta útil retomar la definición de educación ambiental que dejamos interrumpida páginas atrás. Recordemos que Brennan definía la educación ambiental como

(1) “El reconocimiento por parte del hombre de su interdependencia mutua con todo su ambiente y toda la vida en su conjunto, y de la responsabilidad que tiene de mantener su ambiente de una manera que resulte apropiada para vivir y para los seres vivientes”.

Acto seguido ofrece una descripción característica de los valores de ese ambiente:

(2) “[se trata de] un ambiente de gran abundancia y belleza, en el cual el ser humano puede vivir en armonía”.

Finalmente, concluye anticipando los dos elementos de la definición de Stapp:

(3) “La primera parte de la educación ambiental implica el desarrollo del conocimiento, mientras que la segunda implica el desarrollo de actitudes – una ética de la conservación” (Brennan 1967:17, subrayado nuestro).

12 Véase, infra capítulo 6, en la sección “Educación ambiental y educación para la ciudadanía”.

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Resulta notable que en ambas definiciones, tanto en la definición de Brennan como en la posterior definición de Stapp, los elementos cognitivos y aptitudinales y los elementos motivacionales y actitudinales (las partes científicas y las partes éticas de la educación ambiental, en términos de Brennan) estén simplemente yuxtapuestos: ninguna de las dos definiciones nos dice de qué manera hemos de integrar el necesario conocimiento de los hechos que describen los problemas ambientales con la disposición necesaria para pasar a la acción, para acometer en la práctica acciones ambientales con las que contribuir a su resolución.

Formulada en esos términos generales o ejemplificada en casos concretos, podríamos decir que una de las principales preocupaciones de este libro es precisamente cómo lograr operativamente esa integración. Su subtítulo, Conceptos, valores y prácticas para la Educación Ambiental, remite a uno de los temas de la tradición filosófica del pragmatismo y quiere sugerir desde el principio una concepción pragmática de la racionalidad ambiental que articule las prácticas ambientales a partir de los conceptos y de los valores ambientales. Defenderemos que la racionalidad ambiental puede ser conceptual, cognitiva e instrumental sin dejar de ser axiológica o valorativa. Esta concepción de la racionalidad ambiental es pragmática por cuanto:

(1) concede la importancia debida a la función de los hechos científicos y las capacidades tecnológicas para emprender acciones encaminadas a resolver problemas ambientales, pero

(2) no por ello olvida la función de los valores culturales y sociales a la hora de determinar la relevancia de los hechos científicos para esas mismas acciones ambientales.

Como podremos ver, validez ecológica y validez social son parte indispensable de los valores ambientales, esto es, de los valores propios de la racionalidad ambiental. Reformulando un poco la metáfora de Herbert Simon, podríamos decir que la tijera de racionalidad ambiental dispone de un filo conceptual, instrumental y ecológico y de un filo social, axiológico o valorativo para enfrentar los problemas que presenta un mismo tejido ambiental. El siguiente

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esquema conceptual representa el primer mapa de un posible itinerario cognitivo para la educación ambiental.

Varias de las definiciones de educación ambiental propuestas durante la década de 1970 parecen converger aproximadamente hacia este esquema operacional. Por ejemplo, aunque sin llamarlas así, otro informe de una institución educativa nos advierte contra la reducción de la racionalidad ambiental a la racionalidad exclusivamente instrumental: “Es importante entender que la educación ambiental es mucho más que enseñar en las aulas cómo detener la degradación de los ambientes en que los humanos desarrollan sus actividades, y cómo luchar también contra la contaminación y el agotamiento de los recursos naturales. La educación ambiental no puede limitarse a proporcionar a la gente habilidades técnicas para enfrentarse a tales problemas ni para resolverlos; tampoco es meramente el nombre de un curso para la clase o el aula, ni un curriculum que combine elementos de las ciencias naturales y las físicas, dando lugar a un nuevo departamento especializado. Ni siquiera es otro nombre para la educación fuera del aula, el manejo de recursos o la conservación ambiental. La educación ambiental ha de dotarnos de (una síntesis de) modos alternativos de pensar que provoquen cambios que traspasen las humanidades, las lenguas, las ciencias sociales, la historia, la economía y la religión, tan dramáticamente como afectan a las ciencias naturales. La educación ambiental deberá proporcionar una perspectiva ecológica para todos y cada uno de los aspectos del proceso de aprendizaje” (US Office, 1970: 10-11, subrayado nuestro). En esta declaración encontramos in nuce el objetivo programático de multidisciplinariedad que defenderemos a lo largo del libro.

En 1973 Walter Bogan propuso dos definiciones interdependientes que parecen acotar con bastante precisión la intersección multidisciplinar donde, según el mapa cognitivo de nuestra hipótesis de trabajo, se inscribe la racionalidad ambiental. En su primera definición, Bogan destaca los aspectos procedimentales y teóricos propios de la racionalidad instrumental dentro del proceso de la educación ambiental: “El proceso de la educación ambiental ayuda al educando a percibir y a entender principios y problemas ambientales, y lo capacita para identificar y evaluar posibles soluciones alternativas, anticipando beneficios y riesgos. Implica pues el desarrollo de hipótesis y técnicas necesarias

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para comprender la estructura, los requisitos y el impacto de las interacciones entre diversos sistemas y subsistemas ambientales”. La segunda definición establece un primer modo de vincular el contenido y los propósitos, los elementos cognitivos y motivacionales en la educación ambiental: “La educación ambiental es el proceso de investigación en las implicaciones ambientales específicas y generales de las actividades humanas, vistas desde la perspectiva de las necesidades y valores sociales” (Bogan 1973: 1-2, subrayado nuestro). Son varios los elementos de la provechosa definición de Walter Bogan que merecen nuestra atención. La definición establece que:

(1) La educación ambiental es un proceso de investigación. Para la pedagogía pragmatista, la educación no se reduce a la pura enseñanza de conocimientos teóricos que el educando recibe pasivamente, luego acumula, y que después, eventualmente, podrá refrescar y en su caso aplicar. Antes bien, la educación es un proceso de aprendizaje de modos, hábitos y prácticas para resolver problemas. Requiere la colaboración activa del sujeto educativo, que realiza inferencias (anticipa y pronostica) e integra operacionalmente los contenidos cognitivos en su experiencia, en el continuo de situaciones problemáticas en que se desarrolla su vida, incluyendo situaciones por resolver y situaciones previamente resueltas, por provisionalmente que sea.

(2) En el caso de la educación ambiental, Bogan concibe esas inferencias como un proceso de investigación en las implicaciones ambientales de las actividades humanas. Nosotros añadiríamos que la investigación en educación ambiental ha de centrarse principalmente (pero no exclusivamente) en las implicaciones ambientales de las acciones del propio educando. En la obra de John Dewey, esos conocimientos operacionales u operatividades cognitivas del proceso de aprendizaje reciben también el nombre pautas de investigación. Hoy es más común llamarlos

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competencias. Son capacidades o disposiciones a la acción que, para entrar en funcionamiento, necesitan del concurso global del ambiente, tanto en su dimensión ecológica como sociocultural. En consecuencia, optaremos por llamarlas aptitudes, aprovechando la simetría terminológica con el término actitudes, propio del elemento motivacional que hace que determinada situación problemática o problema ambiental despierte el interés del educando.

(3) En la educación ambiental, el conocimiento operacional ecológicamente valido y el interés se aprenden conjuntamente. No se enseñan por separado, primero el conocimiento o la técnica, para después inculcar o adoctrinar en intereses y, finalmente, enseñar ostensivamente la relación entre conocimiento, interés y situación propicia. De ahí que la definición de Bogan resulte tan atinada, pues el proceso de investigación inferencial, la anticipación de las implicaciones ambientales de nuestras acciones, ya se hace teniendo en cuenta las necesidades y valores sociales. Validez ecológica y validez social han de ser las dos caras de una misma noción integral de validez que proponemos llamar validez ambiental.

En el segundo capítulo elaboraremos con más detalle la articulación de prácticas ambientalmente válidas, recurriendo a las nociones de investigación propias de la epistemología evolutiva, las ciencias cognitivas y la teoría general de sistemas. En este capítulo hemos preferido familiarizarnos primero con esas nociones mediante ejemplos más sencillos. En el esquema de la Fig. 4 tales prácticas aparecen en la zona de intersección, y podrían ser resumidas en las tres erres (RRR) que muchos grupos ecologistas invitan a poner en práctica: Reducir, Reciclar y Reutilizar13.

13 Ver infra capítulo 2, en la sección “Prácticas de andar por casa”.

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Figura 4. Mapa Conceptual de la Racionalidad ambiental. Fuente: elaboración propia.

Las necesidades forman ya parte de la propia noción de sustentabilidad que en las últimas décadas ha dominado los intentos de delimitación del campo de la educación ambiental14. Pero necesidad y valor, elementos meramente yuxtapuestos en la última parte de la definición de Bogan (3), son dos conceptos interdependientes, como veremos más adelante en el capítulo. La afición por las dicotomías fáciles hace a algunos pensar que las necesidades pueden establecerse objetivamente, en términos puramente biológicos, y que por consiguiente también es posible determinar correspondientemente la huella ecológica que imprimen las actividades destinadas a satisfacerlas. Esa misma afición por las dicotomías fáciles quiere hacernos ver en los valores precisamente lo opuesto a las necesidades, pensándolos como elementos puramente subjetivos u opcionales sobre los que resulta a priori imposible

14 El concepto de sustentabilidad será crucial para nuestra definición operacional de educación ambiental, por lo que será objeto de análisis en el siguiente epígrafe. Baste por ahora transcribir la siguiente definición de Brundtland, ampliamente citada como una de las primeras, en la que la centralidad de concepto de necesidad resulta bastante evidente: “Desarrollo sustentable es aquel que cubre las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para cubrir las suyas” (1987).

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alcanzar un acuerdo racional. De ahí que, en muchas discusiones sobre la racionalidad ambiental, algunos tiendan a dar por sentado que el único valor sobre el que cabe llegar a un consenso racional, el único valor que sirve como parámetro objetivo de la capacidad ecológica de carga, es el valor económico. A lo largo del libro trataremos de mostrar que esa reducción no es inevitable y que acometerla da pie a muchos de nuestros problemas ambientales. Vimos en la introducción que la Tragedia de los Comunes apunta a las teorías maximizadoras de la racionalidad como estructura básica y común de muchos de estos problemas. Aunque deseable para ciertos tecnófilos recalcitrantes, acometer cualquier definición de educación ambiental para la sustentabilidad partiendo de la disponibilidad de esas fáciles dicotomías, reduciendo así los conflictos ambientales a problemas puramente técnicos, ha demostrado ser ya empíricamente inviable. Los trabajos de la economista y premio Nobel Elinor Ostrom y sus colegas prueban sobradamente este punto15.

Afortunadamente, la comunidad científica internacional ha ido aceptando progresivamente las consecuencias de la carga cultural presente en el concepto de necesidad, de manera que la correlación de éste con la noción ecológica de capacidad de carga no remita solo a la carga física, química y biológica. Admitida la interdependencia entre ambas capacidades de carga, cultural y ecológica, la Conferencia sobre el Entorno Humano celebrada en Estocolmo en 1972, el Taller Internacional Educación Ambiental de Belgrado en 1975, y la Conferencia Internacional Educación ambiental Tbilisi en 1977 fueron marcando una tendencia a inferir llamamientos urgentes por parte de todos los gobiernos a la participación de toda la ciudadanía, individual y colectivamente, en los procesos de la educación ambiental.

Joseph Barry resume así la definición de educación ambiental resultante del Taller de Belgrado: “El objetivo de la educación ambiental es que la población mundial sea consciente del ambiente, se preocupe por el ambiente y por los problemas asociados con éste y que además tenga el conocimiento, las capacidades,

15 Ver supra, Introducción, en la sección “Dilemas sociales y democracia participativa” e infra, capítulo 5, en la sección “La racionalidad de los dilemas sociales”.

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las aptitudes, las motivaciones y el compromiso para trabajar individual y colectivamente en la resolución de los problemas ambientales actuales y en la prevención de los futuros” (Barry, 1976: 2). El elemento más distintivo de esta definición es la manera en que enfatiza el compromiso ciudadano en un esfuerzo colectivo por prevenir problemas ambientales futuros. Esta remisión a la prevención para la posteridad anticipa sin duda uno de los pocos referentes indiscutibles del actual concepto de sustentabilidad: el concepto de “generaciones futuras”.

Los ponentes de la Conferencia de Tbilisi, por su parte, insistieron más si cabe en la importancia colectiva de la educación ambiental, introduciendo otro de los conceptos básicos de nuestra concepción pragmática de la educación ambiental, la participación. William Stapp resume elocuentemente sus conclusiones: “La educación ambiental trata de hacer que los individuos y las comunidades entiendan la complejidad de los ambientes (tanto naturales como artificiales), resultantes de la interacción de sus elementos biológicos, sociales, económicos y culturales. También ha de procurar que adquieran el conocimiento, los valores, las actitudes y las habilidades prácticas para participar de manera responsable y efectiva en la anticipación y en la resolución de los problemas ambientales, así como en la gestión de la calidad del ambiente” (Stapp, 1979: 92).

Fijémonos cómo, en esta redefinición, Stapp ha introducido un nuevo concepto de ambiente. Recordaremos que, en la primera definición, Stapp reducía ambiente a ambiente biofísico, yuxtaponiendo a éste un conjunto indefinido de problemas relacionados de los que la ciudadanía había de ser consciente. Tras la conferencia de Tiblisi, Stapp introduce la complejidad en el mismo concepto de ambiente, equiparándola con la emergencia de nuevas propiedades resultantes de la interacción entre propiedades físicas, propiedades biológicas y propiedades culturales: las propiedades ambientales resultan, proceden o emergen de estas propiedades, pero no pueden reducirse a ninguna de ellas. Tampoco pueden serlo los valores ambientales, propiedades emergentes de un ambiente complejo y con una gran complejidad de intereses involucrados que, de un modo u otro, habrá que estimar y tener en cuenta al enfrentarnos con situaciones ambientales problemáticas.

Esa misma complejidad del ambiente dificulta la anticipación (o la “predicción”) de los problemas ambientales. Hoy sabemos

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que la complejidad es fuente de incertidumbre y, por lo tanto, de riesgo y que, además, la distribución del riesgo ambiental depende decisivamente de factores sociales y culturales (entre ellos, como señala Stapp, los valores y las actitudes) de los que nadie puede sustraerse y que, en consecuencia, reclaman la participación de la ciudadanía.

En un célebre estudio sobre conceptos y estructuras substantivas de la educación ambiental, Gary Harvey explica por qué todo problema ambiental supone un conflicto de valores, haciendo más urgente si cabe el llamamiento a la participación ciudadana. “La educación ambiental es un proceso multidisciplinar e integrado, cuya ocupación es la resolución de conflictos de valores anejos a la relación entre el hombre y el ambiente, gracias al desarrollo de una ciudadanía que sea consciente y capaz de entender el ambiente, sea natural o alterado por obra humana. Esta ciudadanía habrá de poder y de querer ejercer competencias o habilidades que conduzcan a estrategias para alcanzar y mantener la homeostasis entre la calidad de vida y la calidad del ambiente” (1976:158). Esta caracterización de Harvey anticipa elementos centrales en nuestra propia definición operacional de educación ambiental, por lo que trataremos de analizarla con mayor detenimiento que las anteriores.

Al establecer como primer objetivo de la educación ambiental la resolución de conflictos de valores, Harvey extiende la relación entre problemas ambientales y conflictos de valores más allá de lo meramente coyuntural. El hecho de que en ocasiones tengamos que ser nosotros quienes acudamos en defensa de organismos o ecosistemas que, careciendo de comunicación verbal, no pueden expresar y hacer valer sus intereses, no significa que no exista tal conflicto entre éstos y algún subgrupo de la especie humana. ¿Negaría el lector el conflicto entre los valores eugenésicos del nazismo y el derecho a la vida de los deficientes mentales sólo por el hecho de que los deficientes mentales no pudieron defender por sí mismos ese derecho?

En segundo lugar, tras admitir la irreductible relación entre problemas ambientales y conflictos de valores, Harvey parece admitir que estos conflictos jamás podrán ser absolutamente resueltos por determinados grupos aislados de expertos con determinadas pericias técnicas. Los objetivos particulares de la educación ambiental incluyen la creación de una ciudadanía instrumental y

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valorativamente apta (o racional). Cualquier mecanismo propuesto para la creación de esa ciudadanía requiere la participación colectiva y ésta, a su vez, involucra procesos de comunicación. Por muy científicamente apto que sea, nadie puede prescindir en sus prácticas de educación ambiental de los procesos de comunicación, sea dialógica (o deliberativa) o no lo sea. Como ya anticipamos, Dewey primero, y Habermas después, formularon exitosamente las condiciones de comunicación democráticas, no coercitivas y suficientemente equidistributivas que posibilitan la propia práctica de la investigación científica. La Investigación de Acción, practicada por muchos educadores formados en la escuela constructivista, ha extendido con éxito esas condiciones comunicativas a la educación ambiental gracias a una concepción participativa de la investigación ambiental. Hoy ya nadie puede dejar de admitir la decisiva contribución de los trabajos de pragmatistas como John Dewey y Ch.S. Peirce a esa concepción comunicativa de la democracia participativa.

Querámoslo o no, los problemas ambientales se traducen en conflictos humanos, por lo que la integración de actitudes, valores, conocimientos y habilidades prácticas para enfrentarnos a los problemas ambientales ha de ser necesariamente sensible a las situaciones y a los contextos sociales. La democracia participativa resulta ser el único modo de aspirar dialógica y comunicativamente a una distribución más equitativa de riesgos, derechos y deberes ambientales. El concepto pragmático de comunidades de aprendizaje ambiental resulta operativo aquí, en la medida en que relativiza las funciones propias de ciudadano y experto a cada situación ambiental problemática. Según nuestra propuesta, la investigación participativa y la comunicación democrática es y debe ser parte imprescindible de la educación ambiental, figure o no explícitamente en su formulación.

Pero regresemos finalmente a la definición de Harvey. El tercer y último objetivo de la educación ambiental es, según su definición, (3) “alcanzar competencias o habilidades para lograr la homeostasisentre una nuestra calidad de vida y la calidad del ambiente”. Pero para aspirar a ese equilibrio entre la calidad de vida y la calidad del ambiente, la educación ambiental ha de remitir no sólo a las habilidades técnicas para apropiarnos instrumentalmente de los servicios ambientales, sino también a los valores del ambiente.

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La atención a los valores ambientales en la transmisión cultural a las generaciones venideras de un ambiente biodiverso ayuda a (1) integrar socialmente la calidad de vida como una variable dependiente de la calidad del ambiente, implicando que (2) la calidad del ambiente está a su vez en función de una diversidad de valores e intereses que, sean o no humanos, hemos de armonizar o equilibrar (siguiendo a Cannon, Harvey denomina a ese balance o equilibrio “homeostasis”); (3) en nuestra descripción de los procesos de aprendizaje propios de la educación ambiental, las competencias o habilidades prácticas para lograr esa homeostasis en el ambiente caen bajo el concepto de prácticas de la racionalidad ambiental, cuyo tratamiento corresponde al capítulo segundo y que, páginas atrás, ya ejemplificábamos con las 3R: procedimientos simples para reducir, reciclar y reutilizar. Por poner un ejemplo de prácticas a las que los profesores universitarios deberíamos de acostumbrarnos, podríamos hablar de prácticas para la impresión de textos: reducir el número de veces que imprimimos, aprendiendo a leer en pantalla textos largos, hacer impresiones en calidad de borrador, reducir el número de páginas a imprimir, editándolas disminuyendo el espaciado y el interlineado, utilizar ambas caras de la hoja o comprar siempre papel reciclado.

Aunque el concepto no fue acuñado sino varios años después, hemos podido comprobar que las últimas definiciones de educación ambiental han ido añadiendo dos componentes necesarios de lo que solemos llamar sustentabilidad: (1) la función de las necesidades futuras en la prevención de problemas ambientales futuros, y (2) el desarrollo equilibrado entre las actividades productivas y el ambiente. En el siguiente epígrafe examinaremos la gestación y el desarrollo del concepto de sustentabilidad y de qué manera este concepto está involucrado en una posible definición operacional de la educación ambiental.

La sustentabilidad, concepto en disputa

De un modo u otro, todas las definiciones de educación ambiental que hemos visto hasta el momento participan de una percepción de la gravedad y las causas de la crisis ambiental que, en líneas generales, formaba parte de la sensibilidad ecológica y el ansia de

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alternativas propias de los años sesenta y setenta del siglo pasado. En la esfera del pensamiento económico, esa sensibilidad se agudiza y adquiere su mejor expresión conceptual en la obra de Nicolas Georgescu-Roegen La Ley de la Entropía y el Proceso Económico(1971). Según Georgescu-Roegen, los procesos económicos están regidos por las mismas leyes de la termodinámica que gobiernan la entropía energética presente en cualesquiera procesos de producción y de consumo. Por eficiente que sea, un sistema económico no es más que un subsistema dentro de un ecosistema mucho más amplio, y por consiguiente está sujeto a las condiciones biofísicas que inevitablemente impone su pertenencia a éste. Las tesis bioeconómicas de Georgescu-Roegen convierten la supuesta autonomía de las leyes económicas de la oferta y la demanda en un postulado teórico que, de seguir siendo irrestrictamente obedecido, traerá graves consecuencias ecológicas para todos.

Ningún proceso cultural humano puede tener continuidad independientemente del sistema ecológico que le da sustentoo soporte y que lo mantiene y le da continuidad. En su sentido originario, sustentar es aproximadamente equiparable a nutrir: lo que sustenta es lo que permite subsistir.

Enrique Leff ha situado los orígenes conceptuales del principio de sustentabilidad ecológica en el viraje cultural hacia una racionalidad productiva ecológicamente acotada propio de los años sesenta y setenta del siglo XX: “El principio de sustentabilidad emerge como la marca de un límite y el signo que reorienta el proceso civilizatorio de la humanidad. La crisis ambiental vino a cuestionar la racionalidad y los paradigmas teóricos que han impulsado y legitimado el crecimiento económico, negando la naturaleza. La sustentabilidad ecológica aparece así como un criterio normativo para la construcción del orden económico, como una condición para la supervivencia humana y un soporte para lograr un desarrollo durable, problematizando las bases mismas de la producción” (Leff, 2002: 17). Al igual que en nuestros días, los graves procesos de endeudamiento, inflación y recesión económica de los años ochenta del pasado siglo relegaron este principio de sustentabilidad productiva a un segundo plano, desplazando de nuevo las prioridades culturales hacia la recuperación económica. Con ello se restituía el concepto de crecimiento económico indefinido como una especie de fin a priori irrevisable y universalizable. Como buen marxista, Leff

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ve en ese desplazamiento la mano oculta del capital y de la ideología neoliberal. Y no le falta razón, aunque conviene tener presente que en los países del socialismo real la misma ideología productivista había generado ya catástrofes ambientales in crescendo hasta el grave accidente nuclear en Chernóbil, en la Ucrania entonces soviética (1987).

Podría decirse que Hans Jonas anticipó estas catástrofes como destino inexorable de las utopías marxistas, que jamás cuestionaron la sobreexplotación tecnológica de la naturaleza como medio que libera a la humanidad de la opresión del hombre por el hombre y la conduce de la necesidad natural hacia la libertad cultural. Uno de los culpables que elige Jonas es Ernst Bloch, precisamente uno de los héroes de Leff: “Este aspecto de la utopía, el de una doble inagotabilidad –la inagotabilidad de la técnica humana y la inagotabilidad de la naturaleza que responde a ella- aparece, por ejemplo, en estas palabras de Ernst Bloch: ‘Se hallan ya en camino o podrían hallarse, abonos artificiales, radiaciones artifíciales, que podrían animar al suelo a producir cosechas inmensas, en una hybris, en un movimiento anti-demeter sin par con el concepto límite sintético de un campo de cereales creciendo en la palma de la mano. En definitiva, la técnica en sí estaría llamada a (y sería ya casi capaz de) independizarnos del trabajo lento y regionalmente limitado de la naturaleza con respecto a las materias primas… habría llegado la hora de una sobrenaturalización de la naturaleza dada….’ (Bloch, 1959: 1055)” ( Jonas 1974: 374-375)16.

Individualista o de estado – como en el actual modelo chino- la racionalidad capitalista es exclusivamente productivista y maximizadora. Si equiparamos capitalismo con productivismo, Leff tendría razón al insistir en que la ideología neoliberal ha intentado relegitimar “ambientalmente” ciertos modos aberrantes de apropiación humana de la naturaleza, adueñándose a su vez del discurso de la sustentabilidad. Lo sustentable pasó a ser un adjetivo ideológico que califica a algo que, en substancia, se presentó como

16 El socialismo libertario, por el contrario, siempre estuvo atento a las condiciones ecológicas locales de producción y pugnó por la descentralización económica y política en pequeñas comunidades cooperativistas. Incluso hubo pensadores como Paul Robin, quien difundió una especie de neomaltusianismo anarquista, adoptado sobre todo en Italia y la España mediterránea. Ver Masjuán, 1994.

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un dogma irrevisable: el desarrollo entendido como crecimiento económico. Sólo hace falta abrir los oídos frente a los discursos políticos mayoritarios para percibir que lo que normalmente se asocia con la palabra “desarrollo sostenible” no deja de ser ni siquiera el mantenimiento del PIB, sino su incremento porcentual una vez integrados los costos o los daños ambientales. Leff ve en esa “ambientalización” de la economía del desarrollo una estrategia con la que los poderes dominantes han ido supeditando el potencial crítico del ecologismo a los dictados de la racionalidad económica y la globalización, presentando una noción ideológica de “ambiente” que presuntamente supera la contradicción entre el crecimiento económico y la conservación de la naturaleza. El discurso ecológico de la sustentabilidad pasa a ser el discurso económico de la sostenibilidad, que pretende sancionar la validez ecológica y social del neoliberalismo económico para legitimar con ligeros retoques la continuidad de las mismas prácticas de apropiación de la naturaleza que sabemos que condujeron a la crisis. Para Leff, se trata de un discurso ideológico por la manera en que oculta lo que no es, lo que no hace y lo que necesita explicación, como si el propio sistema económico dispusiera en sí mismo de la capacidad de experimentar indefinidamente un proceso de crecimiento sostenido y a la vez de la capacidad de internalizar o integrar las condiciones de sustentabilidad ecológica y equidad social que garanticen la validez ecológica y la validez social de tal proceso.

La propia pluralidad semántica del término inglés “sustainability” abona el terreno para esta estrategia de ocultación. Según Leff, “la ambivalencia del discurso de la sustentabilidad surge de la polisemia del término sustainability, que integra dos significados: uno, traducible como sustentable, que implica la internalización de las condiciones ecológicas del soporte del proceso económico; otro que aduce a la durabilidad del proceso económico mismo […] el discurso de la sostenibilidad ha llegado a afirmar el propósito y la posibilidad de lograr un crecimiento económico sostenible a través de los mecanismos de mercado, sin justificar su capacidad de internalizar las condiciones de sustentabilidad ecológicas ni de resolver la traducción de los diversos procesos que constituyen el ambiente (tiempos ecológicos de productividad y regeneración de la naturaleza, valores culturales y humanos, criterios cualitativos que definen la calidad de vida) en valores y mediciones del mercado”.

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“De la igualdad de los derechos individuales del ahorro y del trabajo, del lucro y de la acumulación, del progreso y de la eficiencia, se ha construido un orden internacional que ha llevado a la concentración del poder económico y político, a la homogeneización de los modelos productivos, los patrones de consumo y los estilos de vida. Eso ha conducido a desestabilizar los equilibrios ecológicos, a desarraigar los sistemas culturales y disipar los sentidos de la vida humana. La búsqueda de status, de ganancias, de prestigio, de poder, han sustituido los valores tradicionales: el sentido de arraigo, equilibrio, estabilidad, pertenencia, cohesión social, cooperación, convivencia y solidaridad” (Leff, 1998: 21,218). En estos admirables párrafos Leff compendia nuestra defensa del pluralismo de valores para la racionalidad ambiental, frente a la tendencia a excluir del ámbito del valor ambiental todo aquello que no sea reducible en términos económicos a los valores de mercado regidos por la ley de la oferta y la demanda17. Lo que el mercantilismo siempre nos deberá es una explicación verosímil, y no un programa basado en mitologías, idealizaciones o sublimaciones libidinosas, de cómo reducir la validez

17 Leff expresa este punto con una retórica inconfundiblemente marxista: “El discurso oficial ha penetrado en las políticas ambientales y en sus estrategias de participación social. Desde allí se convoca a diferentes grupos ciudadanos a conjuntar esfuerzos para construir un futuro común. Esta operación de concertación busca integrar los diferentes actores del desarrollo sustentable, pero enmascara sus intereses diversos en una mirada especular que converge en la representatividad universal de todo lo ente en el reflejo del argénteo capital” (Leff, 1998: 28). Recordemos lo que decía Marx sobre el dinero: “La capacidad para confundir e invertir todas las cualidades humanas y naturales, por fomentar la fraternización de las incompatibilidades, el poder divino del dinero reside en su carácter como ser genérico enajenado, vendido, del hombre. Es el poder enajenado de la humanidad […] lo que yo como hombre soy incapaz de hacer y, por tanto, lo que todas mis facultades individuales son incapaces de hacer, es hecho posible por el dinero. El dinero, pues, convierte cada una de estas facultades en algo que no es, en su opuesto […] el dinero, aparece, pues, como un poder desintegrador para el individuo y los lazos sociales, que pretenden ser entidades para sí. Transforma la fidelidad en infidelidad, el amor en odio, el odio en amor, la virtud en vicio, el vicio en virtud … como el dinero, concepto existente y activo del valor, confunde y transforma todo, es la confusión y trasposición universal de todas las cosas, el mundo invertido, la confusión y el cambio de todas las cualidades naturales y humanas.” (Karl Marx, Manuscritos Económico-Filosóficos, III, en Fromm, E: 1990: 173-174).

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ecológica a la validez económica. Las mismas consideraciones sirven para la validez social: el discurso productivista parte ya de la premisa de que la única fuente de validez intersubjetivamente participable y comunicable ha de ser un valor de cambio cuantificable como el dinero. Por el contrario, nuestra concepción de la educación ambiental remite también a otros valores ambientales, como los valores estéticos, éticos, comunicativos, simbólicos y afectivos 18, indisolublemente ligados a la validez ecológica y a la validez social en cuanto ámbitos normativos interdependientes y no reductibles a las leyes de la economía clásica.

Vemos así que el concepto de sustentabilidad presentaba ya de entrada un conflicto difícilmente reconciliable. Mientras que para los ecólogos el término “sustentabilidad” significa la preservación del estatus y la función de los ecosistemas, para muchos economistas significa el mantenimiento y la mejora de los estándares o niveles de vida humanos, normalmente asociados al incremento del poder adquisitivo, entendido a su vez como la capacidad de comprar mercancías mediante rentas o salarios. En el discurso oficial, un país está en crisis o entra en recesión cuando no experimenta determinado porcentaje de crecimiento económico, cuando los individuos o las familias no pueden seguir consumiendo al mismo ritmo. Este parece ser el valor último e irrenunciable, de manera que (presuntamente) todo aquello que genere actividad y derrama económica parece quedar ecológica y socialmente justificado. En los dos epígrafes siguientes examinaremos ambas pretensiones.

La economía hipertrofiada

La subordinación de los imperativos ecológicos a los imperativos económicos recibe su mejor expresión en el optimismo tecnófilo del economista estadounidense Julian Simon (1932-1998). Simon no cree que la idea de límites de crecimiento merezca ser debatida y mucho menos establecida como desiderátum. Bajo su mirada complaciente, la humanidad siempre se las ha arreglado para zafarse del fantasma de Malthus, la sobrepoblación y la consiguiente

18 Ver infra, capítulo 4 “La interdependencia de los valores ambientales”.

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escasez, simplemente reemplazando unos recursos por otros y dando rienda suelta a su creatividad tecnológica. En su libro El Recurso Perpetuo (1981) (¡vaya título!) Simon sostiene abiertamente que el libre mercado es el instrumento de mayor eficacia para preservar los ecosistemas, mientras que en El Estado de la Humanidad (1995), en línea con el individualismo del liberalismo clásico, hace del individuo humano libre, creativo y con empuje emprendedor o vocación empresarial el único recurso para mejorar la calidad de vida de los pueblos. Para escándalo de los malthusianos, Simon proclamaba que el crecimiento demográfico no era la causa, sino la solución a todos nuestros problemas ambientales, incluyendo los problemas derivados de la escasez de recursos. El propio índice de El Recurso Perpetuo tiene toda la apariencia de una broma demasiado pesada y de muy dudoso gusto. El siguiente texto refleja algunos de los momentos estelares de su optimismo tecnófilo: “El método más fiable para pronosticar la escasez de energía y su costo futuro es extrapolar a partir de las tendencias históricas en los costos de la energía […] la historia de la economía energética muestra que, pese a todos los miedos a quedarse sin fuente de energía, fuera la que fuera, experimentados en todas las épocas, la energía siempre se ha hecho cada vez menos escasa, como demuestra la caída de los precios a largo plazo. A muy largo plazo, no tiene sentido decir que la ‘finitud’ hará que la energía, y en particular el petróleo, sea cada vez más escaso y más costoso […] la causa de la abundancia creciente en el suministro de energía ha sido la mejora de nuestros procesos de extracción y el descubrimiento de nuevos tipos y nuevas fuentes de energía. Estos desarrollos no son fortuitos, sino que han sido inducidos por la creciente demanda ocasionada por el aumento de la población” (Simon, 1981: 35).

Llamaremos efecto Simon a este tipo particular de fenómeno basado en la propiedad sistémica de la retroalimentación positiva, propiedad sistémica que será analizada en el siguiente capítulo. La introducción de una tecnología conduce al incremento de la población, el incremento de la población implica mayores exigencias tecnológicas que a su vez mejoran el nivel de vida y hacen que crezca de nuevo la población… Para la sensibilidad ecologista, el efecto Simon no es precisamente un motivo de optimismo. Simms ha expresado perfectamente otro aspecto de la espiral del crecimiento del efecto Simon: “debemos continuar creciendo para generar la

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riqueza que nos permitirá pagar el daño creado por el crecimiento” (Simms, 2005: 119).

Años atrás, Georgescu-Roegen había diagnosticado una enfermedad donde Simon veía salud: la adicción humana a la tecnología. En su opinión, la evolución de la especie humana también depende de la evolución de sus propios instrumentos exosomáticos y por lo tanto del ajuste adaptativo entre los ecosistemas de la biosfera y los sistemas económicos de su tecnosfera. Esa dependencia entraña otras dependencias más que exceden los límites de las necesidades puramente biológicas. Entre éstas, Georgescu-Roegen enfatiza particularmente lo que denomina la adicción del hombre a los instrumentos exosomáticos, “un fenómeno análogo al del pez volador que se hizo adicto a la atmósfera y se transformó en ave para siempre”19. En otras partes, Goergescu-Roegen había caracterizado más plásticamente esa enfermedad adictiva como el círculo vicioso de la maquinilla de afeitar: el absurdo de afeitarnos más rápido cada mañana para así tener tiempo de trabajar en una máquina de afeitar que afeite todavía más rápidamente y utilizar el tiempo sobrante para trabajar en una máquina que afeita todavía más rápido, con lo que ahorraríamos tiempo de afeitado que destinaríamos a trabajar en otra máquina… En principio, este mecanismo podría funcionar indefinidamente si los recursos que sustentan el proceso, incluyendo el tiempo, no fueran finitos.

Y esa finitud es precisamente lo que el efecto Simon de huída tecnológica hacia adelante lamentablemente olvida. Sin esa finitud, el efecto Simon da pie a una lectura optimista del determinismo tecnológico. Una lectura que comparte con Marx y su idea de un sometimiento total de la naturaleza a la tecnología para lograr una cultura verdaderamente libre, una sociedad en la que todos tienen cubiertas sus necesidades y por lo tanto sin clases, sin ricos ni necesitados. También el filósofo español José Ortega y Gasset hablaba de la tecnología como una ruptura de la cadena de las necesidades, un esfuerzo para ahorrar esfuerzo que el hombre destina ontogenética y filogenéticamente a sus proyectos y deseos culturales (Ortega, 1939). Según Ortega, la rebelión de las masas

19 Imaginamos que se trata de una licencia literaria, pero es fácil encontrar un ejemplo más verosímil: el mamífero que se hizo adicto al mar, se convirtió en cetáceo y perdió para siempre sus extremidades.

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había conducido a una profunda devaluación en la estimación de los deseos de las sociedades de su época, evidenciando una profunda crisis en los proyectos culturales de Occidente. Y quizá también habría diagnosticado la crisis ecológica de nuestros tiempos de disponibilidad y consumo masificado como una consecuencia de abandonar el cultivo de la estimativa, del buen desear, por una carrera en espiral de deseos inconsumables, que el propio consumo hace obsolescentes incluso antes de haber sido satisfechos. El consumo engancha, lo sabemos todos.

Aunque con conclusiones diametralmente opuestas a las nuestras, el ecólogo Garrett Hardin identificaba la Tragedia de los Comunes con una adicción parecida a la que Georgescu-Roegen señalaba, la carrera de armamentos en la guerra fría. Las tesis de Simon interpretan ese tipo de fenómenos con un sesgo positivo. La tecnología mejora nuestras condiciones de vida para que crezca la población. Este crecimiento a su vez genera nuevas necesidades a satisfacer con nuevas tecnologías, que permiten más crecimiento demográfico … el mecanismo sería perfecto, sino fuera porque depende de una idealización matemática y porque, al fin y al cabo, nada es para siempre. Es cierto que el efecto Simon está basado en la retroalimentación positiva o morfogénesis como fuerza de cambio de los sistemas, diferente de la retroalimentación negativa o morfostasis como fuente de estabilidad. Pero como demuestra Marten, una vez superados los dominios de estabilidad de los ecosistemas, la retroalimentación positiva no sólo está presente en los fenómenos de crecimiento, sino también en los procesos degenerativos que conducen a la extinción. Sin llamarlo así, Collin Tudge, del Center for Philosophy de la London School of Economics, ha encontrado ese mecanismo de retroalimentación positiva en el origen y el desarrollo de la agricultura. Su hipótesis resulta ambientalmente inquietante: “Los granjeros se encuentran, desde el principio, dando vueltas en un círculo vicioso. Cuanto más actividad agrícola y ganadera realicen, más aumenta su población, con lo que se ven obligados a realizar una mayor actividad, porque sólo incrementando las tareas agropecuarias pueden alimentarse esas bocas suplementarias [Frente a la caza y a la recolección …] la agricultura y la ganadería cambian las reglas del juego. Son actividades que manipulan el entorno natural con el propósito expreso de superar las restricciones de dicho entorno. Cuanto más se manipula, más alimentos se pueden

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conseguir. Evidentemente, no se fomenta la vagancia. Un cazador que trabaja el doble, puede conseguir, como promedio, a corto plazo, el doble de alimento, pero pronto se le vendrá abajo su plan, cuando su presa desaparezca. Sin embargo, el granjero que trabaja diez veces más que su vecino producirá desde luego diez veces de lo que produzca el otro, y en circunstancias favorables puede mantener el incremento indefinidamente. Diez veces más alimento significa una oportunidad aún mayor para el crecimiento de la población. Independientemente de lo dura que pueda resultar la actividad agrícola, una vez que llega a realizarse a gran escala no hay marcha atrás […] una vez que comienza, la actividad agropecuaria obliga a los seres humanos a realizarla todavía a mayor escala, mientras las poblaciones crecen y los animales sufren hasta reducirse finalmente, llegando a un nuevo nivel de agotamiento de la especie. Los granjeros no incrementan sus esfuerzos porque esto les divierta, ni porque sea necesariamente más fácil que cazar y recolectar. Son sencillamente las víctimas de su propio éxito” (Tudge, 1998: 61-63). En el próximo capítulo examinaremos más de un proceso ambiental en cuya raíz se encuentra el mecanismo morfogenético de la retroalimentación positiva, fuente de degradación de los ecosistemas, pero también de puntos de inflexión para su posible restauración funcional.

Simon niega que la especie humana vaya a ser víctima de su propio éxito porque infiere inductivamente o extrapola a partir de una acumulación creciente de tendencias histórico-económicas que debemos seguir confiando en la capacidad humana para llevar a cabo innovaciones tecnológicas impulsoras e impulsadas por mecanismos exclusivamente demográficos y mercantiles, sin tener en cuenta que el funcionamiento de estos mecanismos también depende de los procesos de retroalimentación negativa y positiva de ecosistemas finitos.

Como era de esperar, el optimismo tecnófilo de Simon recibió fuertes críticas desde el momento de su formulación. Durante varias décadas, autores como Georgescu-Roegen acopiaron una cantidad ingente de datos que falsaban las hipótesis de Simon, probando que la presión humana había hecho que muchos ecosistemas sobrepasaran con creces las condiciones mínimas para su viabilidad ecológica. Ya entonces muchos predecían que, antes de estabilizarse, la población humana del planeta llegaría a duplicarse y que, para que la mayoría de ésta tuviese un nivel de vida digno – y no digamos para que tuviese

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el nivel de vida soñado por Simon – la actividad económica mundial tendría que multiplicarse por diez o por quince. Georgescu-Roegen simplemente no encontraba razones para sostener que hubiera un modo tecnológicamente viable de que unos ecosistemas ya tan mermados pudieran soportar el enorme flujo de materia, energía y desechos que supondría ese crecimiento. Pese a las críticas, Julian Simon jamás ofreció buenas razones para justificar su creencia, más allá del “hecho” de que hasta el presente la humanidad siempre había encontrado el modo de hacerlo. Las crisis económicas y ecológicas del siglo XXI se han encargado de invalidar esa inferencia, tan arriesgada para las generaciones venideras.

Miopía intertemporal e inequidad intergeneracional

Pero incluso una economía ambiental que supuestamente acata los límites del crecimiento justifica prácticas cuya justicia ambiental es más que dudosa. Partamos, por ejemplo, de la aclamada definición de desarrollo sustentable formulada en Los Límites del Crecimiento (Brundtland, 1987): “Desarrollo sustentable es aquel que cubre las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para cubrir las suyas”. Todos interpretamos que la referencia a las necesidades de la posteridad pone obligatoriamente el crecimiento económico en función de la equidad intergeneracional. Pero la economía ambiental no puede ni siquiera aspirar a esa equidad intergeneracional si sigue atada a los mecanismos económicos de siempre. En un célebre trabajo sobre las dificultades implícitas en la definición de sustentabilidad, Michael Toman explicaba que, para la teoría económica clásica, el tratamiento las relaciones económicas intergeneracionales suponía dos mecanismos: (1) la asignación de beneficios y costes de acuerdo con algún conjunto representativo de preferencias individuales; y lo que usualmente se denomina (2) el descuento del valor futuro: el “descuento” de los costos y los beneficios para las futuras generaciones, un mecanismo que funciona análogamente a cómo los miembros de la generación presente “descuentan el valor” de sus ingresos y sus gastos en sus previsiones de futuro (Toman, 1992:3-4).

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Descontar el futuro no significa otra cosa que valorar o preferir menos los costes y beneficios futuros que los actuales. En el análisis coste-beneficio de un proyecto o una inversión, suele adoptarse habitualmente como criterio la aplicación de una tasa de descuento que crece exponencialmente en cada etapa de su desarrollo. Desde el punto de vista ambiental, el problema reside en la identificación entre el tipo de interés de esa tasa de descuento y el tipo de interés de mercado en los proyectos públicos. Muchos ecólogos y ambientalistas discuten la necesidad de aplicar en estos proyectos una tasa de descuento socialmente elegida, menor al tipo de interés del mercado, para que nuestras actuales elecciones no perjudiquen las de las generaciones futuras. Para algunos, por ejemplo, “en la toma social de decisiones no hay razón para tratar a las generaciones futuras de forma desigual, y el horizonte de tiempo es, o debería ser, muy amplio. Reunidos en cónclave solemne, por decirlo así, debemos actuar como si la tasa de preferencia temporal social fuese igual a cero” (Martínez Alier y Roca: 210).

El criterio de eficiencia de la racionalidad maximizadora también resulta éticamente muy discutible en casos de gran importancia ecológica, como la contaminación acumulada. Para identificar estos casos, Martínez Alier y Roca (2000: 198) establecen la siguiente comparación. Cada generación puede decantarse por un bien o preferir eliminar un mal teniendo en cuenta los costes de reducirlo, sin que ello afecte a la disposición de ese bien para una generación venidera, pero sólo en aquellos casos en los que los impactos ambientales sean reversibles, como la contaminación acústica. Si nuestra generación decide tolerar un cierto nivel de ruido y en el futuro otra generación decide reducir ese nivel, nada parece poder evitarlo. Pero hay otros problemas ambientales que sí generan impactos a largo plazo, e incluso impactos que son irreversibles. “Hay substancias, como los metales pesados o los residuos radioactivos para las cuales la naturaleza no tiene capacidad de asimilación y que se acumulan generando daños que, en cada periodo, no dependen sólo del flujo de contaminación sino también del stock de substancia acumulada” (Martínez Alier y Roca, 2000: 198).

Algunos autores han llamado externalidades negativas dinámicas a este tipo de impactos ambientales. Según Pearce, esos casos demuestran que el análisis costo-beneficio de la racionalidad como maximización no es más que un mecanismo injusto para

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trasladar los costes de la contaminación hacia las generaciones futuras. Idéntica consideración merecía esta racionalidad para Harrod, quien creía que el descuento no era sino “una expresión educada para indicar la rapacidad y la conquista de la razón por la pasión” (Martínez Alier y Roca: 210). Si tenemos en cuenta que, en una definición típica del instrumentalismo estrecho o miope, Hume establecía que la racionalidad es la esclava de las pasiones –se limita a la elección de medios para la consecución de fines o preferencias subjetivamente determinadas- rechazar la validez social de los argumentos favorables al descuento del futuro equivale a declarar la insuficiencia de la racionalidad económica puramente instrumental para abordar las relaciones de equidad intergeneracional, supuesta piedra de toque del desarrollo sostenible.

Dos son las justificaciones que suelen aducirse para la práctica de descontar valor por el tiempo (o en función del tiempo) a transcurrir: (1) La gente prefiere los beneficios presentes a los futuros (y da mayor peso a los costos presentes que a los futuros); y por otra parte, (2) los ingresos futuros tienen menor valor que los presentes para los presentes tomadores de decisiones. Los psicólogos ambientales denominan “descuento hiperbólico” a la conjunción de estas dos tesis. El descuento hiperbólico atribuye a los agentes económicos la tendencia a impacientarse cuando deben escoger entre ganancias menores disponibles de forma inminente y ganancias mayores que estarán disponibles en el futuro (“más vale pájaro en mano …”, podría ser el lema del descuento); el fenómeno del descuento hiperbólico también se denomina falta de imaginación (Ramsey, 1928: 143) o fenómeno de miopía intertemporal, por el cual la nitidez de nuestra anticipación de un evento futuro es inversamente proporcional al módulo temporal de anticipación.

Como veremos en el caso de los agentes económicos racionales y maximizadores que desatan la Tragedia de los Comunes, la reducción del valor de los flujos económicos anticipados sobre las generaciones futuras descansa en una especie de justificación antropológica de la impaciencia y de la codicia. Michael Toman se suma a los críticos de este enfoque, cuestionando la validez ética de aplicar una tasa de descuento irrestricta en costes y beneficios para las generaciones futuras. Para justificar la impaciencia de los agentes sociales del presente, la tesis del descuento hiperbólico supone injustificadamente que toda generación presente ejercerá

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negativamente su influencia en las generaciones futuras sacrificando siempre los valores éticos implícitos de una comunidad extendida en el tiempo, como la reciprocidad, la confianza, el respeto y el reconocimiento, los cuales, independientemente de lo que piensen los defensores de la impaciencia, son tan transmisibles o intransmisibles como otros bienes, incluyendo los bienes económicos. Otra cosa es que, alimentados por la carnaza publicitaria, adoptemos prácticas que simplemente omiten cualquier orientación ética hacia el futuro20.

Muchas veces, por ejemplo, para justificar la aplicación de esa tasa de descuento hiperbólico simplemente se asume o se da sin más por sentado que, pese a los dientes de sierra de algunas crisis “menores”, siempre habrá indefectiblemente un crecimiento económico entendido como un incremento continuo del capital. Se asume a priori que las generaciones venideras serán mucho más ricas que las actuales, de manera que no es injusto aplicarles el descuento hiperbólico. Pero la tesis de la mayor riqueza comparativa de las generaciones futuras no resulta menos sospechosa que la de la universalidad del consumo impaciente, del “más vale pájaro en mano …”. Aún en el caso de que pudiéramos reducir todos los servicios ambientales a valores monetarios ¿cómo podríamos insistir en el crecimiento indefinido de unos recursos que, como la propia biodiversidad, son por su propia naturaleza radicalmente finitos? Y no se trata de un problema meramente especulativo. En el caso del cambio climático, la aplicación del descuento hiperbólico “lleva puesta” la tesis de que la capacidad de la atmósfera para absorber CO2

es ilimitada, tesis falsa pero con graves consecuencias éticas. Cuando los recursos son finitos, la tesis de la mayor riqueza comparativa de las generaciones futuras resulta ser, además de falsa, perversa.

Por lo demás, hay también muy buenas razones para dudar seriamente que las preferencias de un miembro promedio de la actual

20 Hans Jonas establece una diferencia entre ética orientada hacia el futuro y ética en el futuro: “Una ética orientada al futuro no quiera decir una ética en el futuro –una ética futura imaginada por nosotros para quienes algún día- nos sucedan-, sino una ética actual que se cuida del futuro que pretende proteger a nuestros descendientes de las consecuencias de nuestras acciones presentes” ( Jonas 1974: 373).

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generación deban ser exclusiva o principalmente el único valor que guíe las compensaciones envueltas en la equidad intergeneracional. Deberíamos poder abordar otros valores en conflicto, aunque no dispongamos de patrones monetarios para establecer comparaciones o conmensurarlos (Martínez Alier y Roca 2000: 208-209). Por ejemplo, en su definición de sustentabilidad, Robert Gillman propone adoptar la regla de oro de la moral como forma deseable de abordar este conflicto para al menos aproximarnos a la equidad intergeneracional: “La sustentabilidad tiene que ver con un concepto muy antiguo y muy simple … No hagas a las generaciones futuras lo que no querrías que éstas hicieran a tu generación” (Gillman, 1990:10)

La equidad intergeneracional constituye un concepto normativo indisolublemente unido a la sustentabilidad como validez social y ecológica de nuestras prácticas ambientales y, por consiguiente, a toda posible definición operacional del objetivo de la educación ambiental. En la siguiente sección expondremos otra herramienta conceptual imprescindible para especificar ese objetivo como la transmisión a las futuras generaciones de un ambiente biodiverso que, además de la sustentabilidad, exija de nuestras prácticas ambientales la propiedad de resiliencia.

Resiliencia y desarrollo adaptativo

Las principales dificultades del concepto de desarrollo sustentable tienen su origen en la incompatibilidad entre el concepto de sustentabilidad y el concepto de desarrollo cuando éste no significa simplemente “continuidad” (cuando la sustentabilidad no es simplemente la propiedad sistémica que puede procurar la continuidad temporal de nuestras prácticas ambientales) sino además “crecimiento”, en el sentido de incremento económico indefinido. Hemos visto que, en un mundo ecológicamente finito y no matemáticamente idealizado, este tipo aumentativo de desarrollo no resulta compatible con la definición de sustentabilidad en términos del equilibrio entre necesidades actuales y necesidades futuras. Hemos podido ver también que ese equilibrio queda en la práctica roto por la habitual aplicación de una tasa de descuento del valor futuro, posibilitado a su vez por la tesis de que las generaciones

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futuras serán más ricas que las anteriores - tesis que a su propia vez depende de la misma equiparación entre desarrollo y crecimiento económico.

Pero incluso descartando esa equiparación, sustituyéndola por un concepto de desarrollo como continuidad o estabilidad en nuestras prácticas de producción o consumo, el concepto de sustentabilidad se enfrenta a otra grave dificultad, claramente formulada por Gerald Marten: “[…] el desarrollo sustentable no es tan solo un equilibrio estático con el medio ambiente. El desarrollo sustentable implica más que hacer que el mundo funcione sin dificultades. Las fluctuaciones y desastres naturales son hechos inevitables de la vida. Por ello el diseño resiliente es parte esencial del desarrollo sustentable. La clave de la resiliencia es la capacidad de reorganizarse cuando las cosas fallan, de manera que la disolución sea lo más breve e inocua posible” (Marten, 2001: 234). La resiliencia es la capacidad de un sistema para cambiar y adaptarse con éxito a futuros cambios o transformaciones. Cuando se dan cambios que obstaculizan su funcionamiento, los ecosistemas pueden a su vez reaccionar con cambios súbitos y prácticamente irreversibles. Para Marten, la sustentabilidad de nuestras prácticas en el ecosistema debe contemplar también el fortalecimiento de su resiliencia, de manera que el ecosistema se adapte a las fluctuaciones con respuestas moderadas que eviten el abandono irreversible de su dominio de estabilidad, descendiendo la pendiente hacia otro dominio de estabilidad. Marten acuña el concepto de desarrollo adaptativo para un conjunto de estrategias (entre éstas, las prácticas de los cambios de inflexión ecológica, abordadas en el capítulo 2) que aseguren futuras respuestas adaptativas frente a previsibles fluctuaciones en el domino de estabilidad de los ecosistemas.

Como veremos, las prácticas sustentables se inscriben en un sistema social cuya interacción con un sistema ecológico produce un todo único y coevolutivo del que surgen propiedades emergentes e irreductibles. Nuestras prácticas ambientales pueden procurar tanto la estabilidad como la resiliencia del ecosistema con el que interactúan. Muchos de los procesos de degradación ecológica se deben a que en muchas de nuestras prácticas ambientales entramos en un conflicto entre la estabilidad del ecosistema y su resiliencia. Muchas veces queremos mantener constantes o seguir obteniendo establemente los mismos servicios ambientales de los ecosistemas,

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con lo que dañamos su resiliencia, su capacidad para enfrentar los cambios importantes mediante pequeños cambios que impiden que los ecosistemas abandonen su dominio de estabilidad y dejen de procurarnos tales servicios. La resiliencia y la estabilidad de los ecosistemas son propiedades inversamente proporcionales.

Por desgracia, desde la aparición de la agricultura la mayoría de nuestras prácticas ambientales buscan la estabilidad a expensas de la resiliencia. Buscando la estabilidad, nos empeñamos en anticipar y eliminar pequeños cambios que hacen que los ecosistemas puedan resistir razonablemente bien cambios de mayor escala, con lo que ponemos en peligro la continuidad de los mismos ecosistemas. Y lo mismo ocurre con los sistemas sociales: “Los sistemas sociales que rara vez sufren cambios fácilmente entran en otro dominio de estabilidad al aplicarse fuerzas externas que les obligan a incorporar cambios mayores a su capacidad para absorberlos” (Marten, 2001: 166).

Por poner un ejemplo clásico de la ecología humana. Creemos estar protegiendo la estabilidad de los bosques luchando contra cualquier tipo de fuego. No obstante, Marten advierte que tratar de apagar cuanto antes los pequeños incendios puede ser la mejor manera de que se produzcan incendios mayores que acaben con los bosques. Los pequeños incendios provocados por rayos que caen regularmente en los bosques queman la poca hojarasca acumulada, con lo que se genera poco calor y apenas mueren árboles. Además, son perturbaciones que propician la biodiversidad gracias a la sucesión ecológica21. Al apagarlos, facilitamos la acumulación de hojarasca, la alta generación de calor y la vulnerabilidad del propio bosque que queríamos proteger22.

21 Ver infra, capítulo 2, en la sección “Sucesión ecológica y ecología industrial”.22 El Gobierno Federal de México, a través de la Secretaria de Medio Ambiente

y Recursos Naturales (SEMARNAT) ha implementado un programa basado en estas tesis, “De la supresión de incendios al manejo de fuegos”, capacitando a las comunidades ejidales a distinguir y tratar diferenciadamente los ecosistemas, según sean dependientes, sensibles o independientes del juego. A diferencia de la selva húmeda, los ecosistemas dependientes del fuego ha desarrollado evolutivamente adaptaciones que responden positivamente al fuego y facilitan su propagación. Los bosques de coníferas son dependientes del fuego y exigen el manejo, no la supresión de incendios.

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Por otra parte, la resiliencia se fortalece con la redundancia, con los respaldos que la duplicación de estructuras y la diversificación de funciones proporcionan. Ahora bien, la presencia de diversas especies con nichos y papeles redundantes aporta resiliencia a los ecosistemas, pero no incrementa su producción de insumos antropogénicos (productos agrícolas, por ejemplo). Redundancia y maximización eficiente del recurso para uso humano son propiedades opuestas.

El ejemplo que pone Marten aclara muy bien el conflicto entre estabilidad y resiliencia: “El agricultor moderno busca menos daños debidos a insectos y mayor estabilidad, y para ello utiliza insecticidas químicos para matar a todos los insectos posibles. Lamentablemente los insecticidas matan tanto a insectos depredadores como insectos plaga, por lo que se pierde el control natural de plagas. Esto causa que el agricultor sea altamente dependiente de insecticidas. Sin control natural, las poblaciones de insectos dañinos pueden incrementarse en niveles devastadores si se dejan de usar insecticidas. La situación empeora aún más cuando las plagas evolucionan resistencia fisiológica a los insecticidas. Los agricultores entonces son forzados a usar cantidades cada vez mayores de pesticidas en un circuito de retroalimentación positiva – la trampa de los pesticidas – entre más plagas y más insecticidas. Mientras que los insecticidas aumentan la estabilidad de la producción agrícola en la ausencia de resistencia a los pesticidas, la resiliencia es reducida porque el daño sufrido al desarrollarse la resistencia en los ecosistemas agrícolas que carecen de control natural, puede ser devastador. Con algunos cultivos, como el algodón, la espiral que aumenta el uso de insecticidas puede crecer hasta que el costo de los insecticidas sea tan alto que la cosecha deja de ser rentable para el agricultor” (Marten, 2001: 234).

Advirtiendo primero que no hay una especie de algoritmo para manejar el conflicto entre la búsqueda de estabilidad y la búsqueda de resiliencia, Marten describe una serie de pautas que pueden ser útiles para que el sistema social estructure sus prácticas en el ecosistema procurando el equilibrio entre su estabilidad y su resiliencia. Su concepto de desarrollo adaptativo remite así a la capacidad de las comunidades para regular sus prácticas de manera que el acoplamiento ambiental entre el sistema social y el sistema ecológico sea resiliente y pueda enfrentar perturbaciones graves gracias a estrategias destinadas a lograr un nivel aceptable de estabilidad.

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Para lograr ese nivel de estabilidad puede incluso que haya que sacrificar parte de los servicios ambientales que el ecosistema nos brinda para salvar funcionalmente el resto. En los párrafos siguientes articularemos las principales características y propiedades del desarrollo adaptativo en cuanto capacidad o cometido de un sistema institucional, sirviéndonos en parte del tratamiento de Marten. Una vez reestructurado y ampliado, este tratamiento nos ofrece una serie de recursos conceptuales que remiten a condiciones ecológicas y sociales para perseguir la validez ambiental de nuestras prácticas. El desarrollo adaptativo y la resiliencia son propiedades esenciales para la sustentabilidad y, por lo tanto, para la consecución de un ambiente biodiverso, cuya transmisión intergeneracional constituye el objetivo de la educación ambiental, tal y como la definiremos en la siguiente sección. Todos estos recursos conceptuales recibirán un uso específico en los siguientes capítulos de este libro.

(1) Resiliencia, anticipación y corrección. Dada la finitud de los ecosistemas y de los sistemas sociales, el tiempo es quizá el principal recurso que debemos atender para lograr la resiliencia de su interacción. El desarrollo adaptativo está temporalmente limitado o acotado 23. De modo que para fomentar la resiliencia de sus interacciones con el ecosistema, las instituciones de un sistema social han de ser diseñadas de manera que, más que limitarse a reaccionar ante los problemas ambientales, sean capaces de identificarlos y anticiparlos con suficiente antelación, disponiendo así de un margen temporal de maniobra para llevar a cabo revisiones y modificaciones de sus prácticas ambientales antes de que los problemas se agudicen. Las instituciones sociales deben contar con mecanismos de predicción y previsión. Marten señala los dos elementos básicos del desarrollo adaptativo: (a) una monitorización o evaluación regular de los sucesos del ecosistema y (b) emprender medidas correctivas (Marten, 2001). Podríamos decir, no obstante, que ambos elementos pertenecen a su vez a un plan de contingencias cuyo éxito

23 Ver infra capítulo 2, en la sección “Cognición y finitud ecológica”.

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depende de que la comunidad que participa en su elaboración y aplicación sea netamente funcional.

(2) Funcionalidad comunitaria y racionalidad ambiental.La funcionalidad de una comunidad es proporcional a su

racionalidad, es decir, a la capacidad social de evaluar sus percepciones, actitudes, valores, hábitos, aptitudes, prácticas, tecnologías e instituciones y de revisarlas o modificarlas según lo exija la situación ambiental a la que se esté enfrentando en cada caso, contando con la experiencia de situaciones anteriores.

(3) Mecanismos de priorización.El desarrollo adaptativo exige la priorización y armonización

de necesidades, valores e intereses. En las actuales circunstancias ambientales, la sustentabilidad requiere repensar socialmente nuestras ideas de éxito y de calidad de vida. Es crucial que todos nos preguntemos con Marten: “¿Qué valores son importantes para el desarrollo ecológicamente adaptativo? Un ejemplo es la importancia que damos al consumo material en cuanto a nuestra calidad de vida. Todos necesitamos alimento, vestimenta y cobijo, ¿pero qué tanto más necesitamos? La escala de nuestro consumo material tiene un impacto crítico sobre el desarrollo sustentable debido a las exigencias del consumo sobre los ecosistemas. Cuando pensamos profundamente sobre lo más importante para nosotros, normalmente identificamos necesidades sociales y emotivas que tienen que ver con la familia, los amigos y la ausencia de estrés” (Marten, 2001:236). Las democracias de consumo contemporáneas magnifican el papel del consumo material en la satisfacción de esas necesidades emocionales. Además de la degradación ecológica ocasionada por esa espiral de consumo de productos y servicios, el alto grado de insatisfacción de las sociedades urbanas contemporáneas debería ser ya motivo para repensar la ecuación entre éxito, consumo material y calidad de vida. Para repensar esta ecuación y volver a priorizar sus necesidades, intereses y valores, una comunidad funcional ha de contar con instituciones que favorezcan la transparencia y la deliberación entre sus miembros.

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(3) Comunicación y debate público.“La relación del crecimiento económico con el desarrollo

sustentable es uno de los temas de mayor trascendencia en nuestros tiempos porque la continua expansión del consumo material es ecológicamente imposible. ¿Qué tipo de crecimiento económico es sustentable? ¿Cómo podemos mantener una economía saludable y satisfacer nuestras necesidades humanas sin exigir demasiado de los ecosistemas? El desarrollo adaptativo mantiene un diálogo público en temas claves como éstos y pide a los líderes políticos que rindan cuentas al respecto” (Marten, 2001:236). En los capítulos finales podremos ver una serie de condiciones y mecanismos institucionales de participación en un debate público que priorice los valores y las prácticas necesarias para el desarrollo adaptativo.

(4) Justicia social. “El desarrollo adaptativo para una sociedad sustentable

implica velar por el prójimo – cuidar la comunidad, custodiar a las generaciones futuras, y atender a los habitantes no-humanos del planeta. Requiere verdadera democracia y justicia social ya que las decisiones y acciones que valoran el futuro requieren de plena participación comunitaria. Cuando un pequeño número de individuos ricos o políticamente influyentes controlan el uso de los recursos naturales, frecuentemente lo hacen buscando el provecho propio a corto plazo. Las sociedades se ven limitadas en su capacidad de responder de manera adaptativa siempre que unos cuantos privilegiados tienen la autoridad para obstruir el cambio cuando dicho cambio amenaza sus privilegios” (Marten 2001:237). No hay validez ecológica sin validez social. La reciprocidad, la confianza, la equidad y la cooperación son condiciones para una sistema social equitativo que al menos no obstaculice el desarrollo adaptativo de una comunidad democrática, como veremos en el capítulo 5. A su vez, el carácter local de la comunidad también facilita los procesos democráticos para el desarrollo adaptativo.

(5) Democracia local, autogestión y cooperativismo. “Las comunidades locales fuertes y dinámicas son el núcleo del

desarrollo adaptativo. La democracia tiene mayor participación,

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y funciona mejor, a nivel local. Toda interacción con el medio ambiente es, en última instancia, local. Considérese la explotación de los bosques. Aunque la deforestación la mueven procesos sociales de gran escala como la expansión urbana y agrícola, los mercados internacionales de madera, y la organización del comercio por corporaciones multinacionales, los árboles son talados, ya sea con hachas o excavadoras, por individuos. Cuando los lugareños controlan sus propios recursos ningún árbol puede ser talado a menos que los habitantes locales lo permitan. Lo mismo sucede con ciudades que son transformadas en “junglas de concreto”. Los ciudadanos pueden permanecer pasivos, consintiendo que los inversionistas transformen el paisaje urbano siempre de manera más redituable. O bien pueden tomar el control de sus ciudades y permitir únicamente el desarrollo que cuadre con su visión de una ciudad más humana y llevadera – una visión que normalmente incluye paisajes diversos y amenos, con áreas naturales, parques y demás espacios para actividades comunitarias” (Marten, 2001:237). La comunidad local para el desarrollo adaptativo debe articular comunicativamente su visión identitaria- qué tipo de vida es comunitariamente deseable, qué tipo de protección brindará a los sectores más vulnerables, qué tipo de instituciones de cooperación favorecen el abasto local y la soberanía alimentaria, abriendo mercados para los productos locales. Para Marten, este tipo de debates no requieren que se adopte previamente un enfoque ambientalista, pero sí una visión comunitaria, un compromiso participativo y democrático en la prosecución del bien común de la comunidad local. “No es indispensable que la organización comunitaria tenga un enfoque ambientalista para que contribuya al desarrollo ecológicamente sustentable. La organización comunitaria para cualquier meta creará la capacidad para identificar y responder a inquietudes ambientales” (Marten, 2001: 238).

(6) Experimentalismo, creatividad e inteligencia cooperativa. “El actuar con una visión comunitaria requiere de

experimentación. Son esenciales las capacidades de percibir claramente y de articular alternativas, así como la creatividad e imaginación para crear nuevas posibilidades. El desarrollo adaptativo significa experimentar con las posibilidades de manera que permita expandirlas si son útiles o descartarlas

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en caso contrario. En nuestra actualidad de comunicaciones globales, el desarrollo adaptativo significa crear redes de apoyo para compartir experiencias. Implica estimular y apoyar a comunidades vecinas, y lejanas, a que también se hagan más sustentables” (Marten, 2001). Como en la ecología humana de Marten, nuestro pragmatismo ambiental requiere de un tipo práctico de idealismo, que ensaye experimentalmente distintas posibilidades de prácticas y hábitos empíricamente verificables para enfrentar problemas ambientales. Más que un ejercicio teórico, nuestras propuestas ambientales han de ser ensayos posibles e iniciativas prácticas cuya validez ambiental sea susceptible de acuerdo intersubjetivo. Aunque local en su origen, este acuerdo debe al menos intentar extenderse dialógicamente hacia otras comunidades locales interdependientes. La estructura crítica y experimental de las comunidades de investigadores puede servirnos como modelo de interacción cooperativa para lo que posteriormente denominaremos “comunidades de aprendizaje ambiental”. En el capítulo seis podremos comprobar cómo la investigación de acción promueve el aprendizaje y la investigación participativa en las comunidades locales que se enfrentan a problemas ambientales.

(7) Educación para la ciudadanía e inteligencia ecológica. “La educación moderna nos obliga a dedicar miles de horas a adquirir habilidades para nuestro éxito profesional, pero nuestras habilidades ecológicas y comunitarias son limitadas. La educación ambiental y comunitaria es aprender a forjar visiones comunitarias y a pensar claramente en políticas alternativas. Es la capacidad de pensar estratégicamente en ecosistemas locales respecto a su totalidad y sus partes – y las conexiones entre sistemas sociales y ecosistemas” (Marten, 2001:239). Venimos insistiendo en qué la crisis ecológica exige cambios adaptativos en la capacidad de las comunidades para juzgar qué es correcto o incorrecto, válido o inválido, y de obrar en consecuencia. Cualquiera que sea su modalidad, la educación ciudadana o comunitaria es la institución social que mejor puede enfrentar el desafío que representa el cambio social hacia

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la sustentabilidad, forjando ciudadanos y comunidades críticas que decidan inteligente y autónomamente qué tipo de acciones considera deseables para asegurar su continuidad, qué tipo de prácticas debemos elegir para favorecer la transmisión cultural de un ambiente biodiverso a las futuras generaciones.

Elementos para una definición operacional de educación ambiental

La extensión de los apartados anteriores hace conveniente resumir sinópticamente nuestro itinerario en este primer capítulo. Su principal objetivo viene siendo establecer los recursos conceptuales que articulan la filosofía de la educación ambiental presente a lo largo de todo el libro. Para ello emprendimos un ejercicio de reconstrucción de la epistemología y la historia de los esfuerzos por definir la educación ambiental, seleccionando algunos de los recursos conceptuales básicos para lograr una definición pragmática u operacional de este ámbito multidisciplinar. Pusimos la validez de esta definición operacional exclusivamente en función de las hipotéticas consecuencias prácticas que sus elementos conceptuales implican para el quehacer diario de educandos y educadores ambientales. La primacía concedida a las prácticas de educación ambiental nos llevó a buscar en su historia algunas de las definiciones que mejor articulaban la relación entre conocimiento y acción. La secuencia de definiciones seleccionadas debería permitirnos apreciar la importancia que tiene para las prácticas ambientales identificar y fortalecer en la educación ambiental tanto los elementos cognitivos e instrumentales como los elementos motivacionales y axiológicos o valorativos. El mapa cognitivo bosquejado en la figura 4 integra la racionalidad ambientalcomo un ámbito de intersección entre los elementos aptitudinales de la racionalidad instrumental (la alfabetización ecológica y las inferencias científicas y técnicas) y los elementos actitudinales de la racionalidad valorativa o axiológica (los valores sociales24). Ese

24 Véase infra capítulo 4, “La interdependencia de los valores ambientales”.

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mismo mapa cognitivo pretende articular la doble dimensión de la validez ambiental: la validez ecológica y la validez social.

Todas las definiciones seleccionadas subrayan con mayor o menor énfasis esa doble dimensión de la validez ambiental, señalando la imbricación mutua entre los conceptos de necesidad, intereses y valores. La fuerza normativa de la racionalidad ambiental reside en su operatividad para abordar los conflictos generados por los problemas ambientales y debe legitimarse tanto en términos ecológicos como sociales. Las prácticas de la racionalidad ambiental están orientadas hacia ese equilibrio o armonización de los hábitos humanos de interacción con el ambiente. Seleccionamos algunas definiciones de educación ambiental como un proceso de investigación que anticipaban nuestra orientación pragmatista, tanto por señalar el carácter homeostático de sus prácticas como por poner su validez social en función de los procesos de comunicación en el seno de comunidades de aprendizaje ambiental. La noción de participación democrática resultó ser básica para el funcionamiento de esas comunidades constituidas para resolver problemas y conflictos ambientales.

Seguidamente hemos tratado de rescatar la validez ecológica y social de algunas aproximaciones contemporáneas a un concepto tan polémico como el de sustentabilidad, estableciendo las condiciones de posibilidad para integrar alguno de sus elementos en nuestra redefinición pragmática de la educación ambiental. Para ello hemos tenido que descartar la concepción del desarrollo sustentable como puro crecimiento económico y, en particular, su lectura de las relaciones intergeneracionales, basada en el descuento hiperbólico del valor futuro y, en última instancia, en la impaciencia adquisitiva de la presente generación de consumidores. Como la equidad interespecífica, la equidad intergeneracional es un recurso conceptual que refleja una exigencia para la validez ecológica y social de nuestras prácticas ambientales y que remite directamente a la trasmisión cultural de un ambiente biodiverso a las generaciones venideras, tal y como veremos en nuestra definición operacional de educación ambiental.

En la última sección examinamos por qué, una vez sometida a examen la viabilidad ecológica del crecimiento económico, el desarrollo sustentable tampoco puede limitarse a la búsqueda de prácticas ambientales que deparen relaciones estables entre los

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sistemas sociales y los ecosistemas. El desarrollo adaptativo de Gerald Marten incorpora el concepto de resiliencia como recurso con el que analizar esas interrelaciones: la capacidad para adaptarse con éxito a fluctuaciones o perturbaciones graves que inevitablemente sobrevendrán en los ecosistemas. Resiliencia y desarrollo adaptativo son propiedades de las instituciones comunitarias que exigen ciertas estrategias preventivas y medidas de corrección de sus prácticas, tal y como analizamos en los puntos (1) al (7) de la sección anterior. En nuestra opinión, el debate público en torno a las prioridades, la democracia local, la investigación participativa y el aprendizaje comunitario son las mejores herramientas con las que cuentan las comunidades para enfrentar con éxito los retos del desarrollo adaptativo, por lo que deben contarse entre los recursos conceptuales de la educación ambiental.

A partir de este preámbulo proponemos la siguiente definición operacional del objetivo de la educación ambiental.

El objetivo de la educación ambiental es contribuir a la formación de una cultura ambiental, en la que individuos y comunidades lleven a cabo prácticas ambientales sustentables y adaptativas, facilitando la transmisión de un ambiente biodiverso a las generaciones venideras.

A su vez, esta definición se complementa con las siguientes tesis:

(1) Proteger la biodiversidad implica atender en nuestras prácticas a una amplia pluralidad de intereses y valores. De ahí que, con excepción de su biodiversidad, la determinación del valor del ambiente no pueda hacerse a priori, sino que depende de la armonización de los valores e intereses de las especies y los individuos implicados, puedan o no defenderlos por sí mismos.

(2) Las prácticas ambientales sustentables y adaptativas resultan de la coordinación de hábitos de interacción con el entorno cuya sustentabilidad puede revisarse según ciertas pautas, en las que hay tantos elementos cognitivos y aptitudinales como elementos motivacionales y actitudinales. Las prácticas sustentables y adaptativas pueden aprenderse en

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situaciones ambientales en comunidades de aprendizaje ambiental25, cuya extensión y duración está en función de la situación problemática de que se trate.

Tal y como la entendemos, la formulación de la sustentabilidad, en términos de prácticas y valores ambientales resulta preferible a la clásica formulación en términos de necesidades de las generaciones futuras, debido a otro principio que adoptamos como hipótesis de trabajo en este libro. Las necesidades, supuestamente determinables como hechos biológicos o ecológicos, están profundamente empapadas de valores de índole inevitablemente social y cultural, y viceversa. Las necesidades genéticas de nutrirse o de reproducirse se activan o expresan de diferentes modos según los valores culturales del ambiente social y ecológico del que se trate. Esto no significa que todos esos valores y las prácticas ambientales que engendran sean justificables por el mero hecho de ser culturales. Comer sopa de aleta de tiburón es una práctica injustificable en términos ambientales, por muy arraigada que esté en la cultura oriental. Lo mismo podría decirse de la tenencia y cría de algunos animales como mascotas en la cultura occidental o de la quema de bosques para usos agrícolas en Madagascar. Lo que debemos transmitir a las generaciones venideras no es solo el ambiente concebido como un conjunto de recursos naturales o entidades y procesos ecológicos, físicos, químicos y biológicos que satisfacen necesidades, sino también un conjunto de prácticas y hábitos revisados y seleccionados precisamente por proteger el valor de la biodiversidad.

Por su composición, el valor del ambiente es inevitablemente situacional y relativo a los ecosistemas implicados, por lo que la determinación del valor requiere también de investigación y valoración. Pero hay una condición necesaria que todo valor debe satisfacer para ser ambiental: la conservación de la biodiversidad. El valor de la biodiversidad implica prácticas ambientales que atiendan a las condiciones sociales y ecológicas para armonizar la pluralidad de valores e intereses de las distintas especies en sus respectivos nichos ecológicos. El ambiente que transmitamos a las generaciones futuras depende pues de las prácticas culturales respetuosas con la

25 Ver infra capítulo 6, en la sección “Todos somos aprendices”.

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biodiversidad que seamos capaces de diseñar, emprender y transmitir. Como ya señalábamos, transmitir un ambiente y transmitir una cultura son descripciones analíticas de un proceso único. Con Tyler Bonner y otros muchos etólogos contemporáneos, consideramos que la única diferencia pragmáticamente significativa entre naturaleza y cultura depende del modo de transmisión, genético o no. La idea de transmitir culturalmente un ambiente biodiverso sugiere ya que la sustentabilidad sea la propiedad de aquellas prácticas y recursos culturales regulativamente orientados a minimizar la interferencia humana en el derrotero evolutivo de las especies naturales y, por consiguiente, a preservar la diversidad de la vida. El principal valor de todo ambiente reside en su biodiversidad.

Educación sobre el ambiente, para el ambiente y en el ambiente

En la educación ambiental de los países anglosajones ya es habitual partir de una distinción tripartita, que se halla implícita en nuestra definición operacional de educación ambiental y que sería útil intentar aplicar en el contexto latinoamericano. Se trata de la distinción entre

1) Educación SOBRE el AMBIENTE (conocimientos científicos y tecnológicos del ambiente).

2) Educación PARA el AMBIENTE (valores y actitudes a mantener hacia el ambiente, para su conservación).

3) Educación EN el AMBIENTE (uso del ambiente como recurso educativo haciendo hincapié en la investigación “in situ” y en las propias experiencias del educando).

Es fácil reconocer en los dos primeros elementos la doble dimensión de la racionalidad ambiental, instrumental y valorativa, aptitudinal y actitudinal, de la que venimos hablando ya desde el comienzo de este libro y que quedó reflejada en la figura 4 de este capítulo. Siguiendo ese mapa cognitivo, el tercer elemento resulta de la intersección de ambas en la dinámica real o en el funcionamiento efectivo de la racionalidad ambiental al enfrentarse a situaciones ambientales problemáticas concretas. La radicación local de las situaciones

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ambientales problemáticas y la misma situacionalidad de las prácticas ambientales hacen que el ambiente no sea un objeto en abstracto sobre el que tenemos conocimientos, sino el medio mismo en cuyo seno surgen las situaciones problemáticas para cuya resolución necesitamos de la educación ambiental. La información y las aptitudes o habilidades en el manejo de nuestros recursos naturales y los valores para su conservación deben integrarse para enfrentar situaciones problemáticas que siempre traspasarán el recinto o el aula. La educación “in situ” trasmite los valores y los instrumentos de la educación ambiental de una forma mucho más eficaz que la reproducción virtual en el aula. La encarnación material de los conceptos transmite la urgencia de los problemas, haciendo ver al educando que las habilidades conceptuales son también capacidades psicomotrices. Las experiencias de la Educación Fuera del Aula (“outdoors”) o la Escuela Laboratorio de John Dewey resultan más que pertinentes en este punto.

Figura 5. Educación en el ambiente, sobre el ambiente y para el ambiente. Fuente: elaboración propia a partir de Palmer y Neal, 1994

Tres casos concretos servirán para ilustrar la interacción entre estas tres facetas de la educación ambiental con algunos de los recursos conceptuales ya apuntados en este capítulo. Los dos

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primeros remiten a casos relativamente simples de aprendizaje en el ambiente de las consecuencias ecológicas de varias malas prácticas culturales. En el tercer caso, sólo puede lograrse esa conexión operativa por medio de la investigación y la educación sobre el ambiente. Pero para encarar las tres situaciones y conjuntos de situaciones ambientales problemáticas el factor motivacional y emocional de la educación para el ambiente es tan decisivo como los factores experienciales y cognitivos.

Basura y ocio en el Boulevard Bahía de Chetumal

El Boulevard Bahía, que se extiende seis o siete kilómetros por la costa de la Bahía de Chetumal, Quintana Roo, ha recibido el dudoso honor de ser calificado como la barra del bar más largo de México. Cientos de grupos de jóvenes acuden a las orillas de la Bahía de Chetumal los fines de semana para reunirse y convivir, escuchar música, tomar y botanear. Una corta caminata por el Boulevard Bahía tras el fin de semana es una experiencia tan desoladora que constituye por sí misma una situación ambientalmente problemática (educación en el ambiente). Es fácil comprobar que la concentración de envases de cristal y de plástico responde tanto a factores físicos como a factores sociales y culturales, empezando por las propiedades no bio-degradables de los envases de cristal, plástico y poliestireno y acabando, por ejemplo, con la costumbre compartida de asociar alcohol y convivencia (educación sobre el ambiente). Habría varias acciones posibles que podrían llevarse a cabo, como promover que los jóvenes lleven o compren bolsas para recoger sus desechos, exigir al ayuntamiento26más botes de basura o más papeleras u organizar maratones de recogida de basura (educación para el ambiente). Las intersecciones entre las tres dimensiones educativas del ambiente son también notables. La apreciación “in situ” de escenas sensorialmente repulsivas, visual y olfativamente, es educación en el ambiente sobre el ambiente. Una prolongación de nuestro paseo hasta Calderitas o

26 Hay que reconocer aquí los esfuerzos de la Marina de México y del Ayuntamiento de Othon P. Blanco, quienes cada cierto tiempo llevan a cabo tareas de limpieza. Lamentablemente, nuestro caso demuestra que no son suficientes y se hace necesario involucrar a la población.

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hasta Corozal, en Belice, nos permite comprobar que los problemas ambientales traspasan las barreras municipales, regionales y hasta nacionales, constatación que es educación sobre el ambiente para el ambiente, pues muestra la necesidad de coordinar acciones en distintos niveles para la conservación de la bahía de Chetumal, también llamada santuario del manatí. La deliberación “in situ” de posibles modos de coordinar estas acciones y dividir el trabajo es educación para el ambiente en el ambiente. Por último, para que se realice efectivamente una de las posibles acciones ante esa situación problemática hemos de integrar las tres dimensiones: tenemos que saber qué hacer, cuándo hacerlo y también, por supuesto, por qué hacerlo. Forjar la actitud adecuada puede requerir, por ejemplo, explicar y aplicar la reciprocidad ciudadana: a nadie le agrada llegar a un sitio con el propósito de disfrutar y encontrarlo lleno de basura.

Figura 6. Basura en el Boulevard Bahía de Chetumal. Fotografía: Zaira Rascón.

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Figura 7. Pirograbado de J.Miguel Esteban para la sensibilización ambiental en Quintana Roo, 2012. Fotografía: Zaira Rascón.

Figura 8. Villa Manatí, en el extremo sur del Boulevard Bahía de Chetumal. Al fondo de la bahía, Belice. Foto: Zaira Rascón

La consecuencia debería ser obvia, pero no es así: hemos de insistir en que, cuando nos vayamos de un sitio, lo dejemos limpio para los demás. Y hay que prevenir, por ejemplo, actitudes del tipo “aprovechado” o “free-rider” (nunca faltará quien piense que, de todos modos, “el que venga detrás de mí se llevará al marcharse también la basura que yo deje”). Podemos llevar a cabo también alguna inferencia y, previniendo que quizá nadie de nuestro grupo

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vaya a llevar bolsas para recoger basura, agarrar nosotros unas cuantas más. También puede ser necesario emplear algunos saberes simplemente técnicos, por ejemplo, si organizamos un maratón de recogida habremos de saber qué hacer con toda la basura una vez recogida, o redactar alguna instancia para elevarla a las autoridades correspondientes, por ejemplo, en demanda de más servicios de recogida o de que se coloquen más botes de basura. Bajo una pauta análoga podrían caer otros casos conocidos: la posible lixiviación de elementos químicos peligrosos en la bahía de Chetumal, reducible gracias a una adecuada deposición de las pilas y baterías eléctricas, la reducción en el consumo de aerosoles con cloro-fluor-carbono y la reducción de enfermedades cutáneas ocasionadas por el aumento de la radiación ultravioleta, debidas a su vez a por la disminución de la capa de ozono, o la relación entre las muertes masivas de pájaros, la perenne nube de smog de la ciudad de México y programas como hoy no circula o agarre usted el transporte público.

Basura y obsolescencia programada

La revisión de las prácticas implicadas en las situaciones ambientalmente problemáticas conocidas técnicamente como la obsolescencia programada también señala la deseable integración de la racionalidad instrumental y la racionalidad axiológica o valorativa en esas tres dimensiones de la educación en, sobre y para el ambiente. La cineasta Cosima Dannoritzer dirigió en 2010 un documental que constituye un excelente punto de partida para investigar las consecuencias ambientales de la obsolescencia programada y que sirve para explorar nuevas prácticas de educación ambiental.

Dannoritzer narra cómo la bombilla eléctrica o el foco incandescente fue unos de los primeros artículos sobre los que se impuso la obsolescencia programada. Un cártel de fabricantes autodenominado Phoebus sancionaba con duras multas a los fabricantes de focos cuya vida útil superase las 1,000 hrs., cuando era técnicamente posible hacerlas con una durabilidad al menos diez veces mayor. El 10 de mayo de 1928, la revista para publicistas Printer´s Ink hacía pública y expresa el axioma básico de la obsolescencia programada: un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios. Era cuestión de tiempo desarrollar

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algunos de los teoremas. En su libro The New Prosperity: Permanent employment, wise taxation and equitable distribution of wealth (1932) el intelectual e inversor inmobiliario Bernard London propuso la obsolescencia programada como receta para salir de la depresión económica que siguió al crack de 1929, tras los felices años veinte. London creía que con la imposición de la obsolescencia programada obligatoria para los consumidores, quienes debían dejar de usar el producto tras cierto periodo predeterminado, las fábricas siempre seguirían produciendo, el público siempre seguiría consumiendo y ya nunca más faltaría trabajo.

Aunque las tesis de London jamás llegaron a aplicarse, la idea de la obsolescencia programada como principio rector de la economía reemergió de la mano del diseñador industrial Brooks Stevens en la década de los 50. Brooks transformó la idea de acuerdo con los tiempos: el medio no era ya obligar al consumidor, sino más bien seducirlo, por utilizar el término que el pensador francés Jean-Francois Lyotard puso de moda entre los círculos de la posmodernidad. Para ello era necesario introducir la propia percepción de la obsolescencia del producto como variable en la programación de su caducidad. Dicha percepción debería provocar el deseo de poseer siempre algo mejor, algo más nuevo y siempre antes de lo física y estrictamente necesario. Por su propia naturaleza, ese deseo se vuelve radicalmente insatisfacible, con lo que se convierte en el valor motriz para la incesante actividad de los agentes económicos. El valor evanescente del objeto del deseo va a ser fundamental en la determinación de las necesidades. Frente al viejo postulado de la economía como medio para la satisfacción de las necesidades, la economía de la obsolescencia programada trata precisamente de todo lo contrario: provocar la perpetua insatisfacción de los sujetos y con ello aumentar la frecuencia de compras que básicamente, son actividades de substitución reiterables indefinidamente. Freud nos dejó brillantes páginas sobre la naturaleza mecánica, pendular e iterativa de las pulsiones. En nuestra vida diaria ya es habitual emplear el término “compulsión”. Ese mecanismo explica en parte que nuestros bienes de consumo nos seduzcan tan insaciablemente. En El hombre unidimensional Herbert Marcuse iba a hablar abiertamente de “relaciones libidinosas del hombre contemporáneo con las mercancías”. El descubrimiento de la regularidad de esas relaciones es determinante en la programación de la obsolescencia

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de un producto. Frente a la obligatoriedad del concepto de London, la obsolescencia programada de Brooks ofrece al mismo tiempo la libertad (de compra), la felicidad (al comprar) y la accesibilidad universal gracias a la publicidad y a las leyes de la oferta y la demanda que gobiernan los mercados.

Dicho sea con otras palabras: junto al crédito y a la publicidad, la obsolescencia programada es la premisa básica de todas las economías basadas en el consumo a gran escala. En el fondo, la obsolescencia programada está basada en una alteración compulsiva y patológica de nuestros hábitos de interacción ambiental. Sepámoslo o no, cada vez que compramos un nuevo cepillo de dientes, una nueva computadora o una nueva camisa somos víctimas de un sistema diseñado intencionalmente para producir la merma y el eventual cese de la vida útil de todos nuestros bienes de consumo. Nuestra economía se alimenta y se impulsa por el consumo incesante de unos artículos hechos premeditadamente para no durar y ser prontamente reemplazados por otros. Todos hemos podido aprender en nuestra vida diaria que nuestro automóvil, por ejemplo, empieza a dar problemas aproximadamente al mismo tiempo que acabamos de pagar su importe a plazos o que la vida útil de nuestras impresoras no está en función de los límites tecnológicos (esta última depende de un chip que va contando el número de impresiones y bloquea el funcionamiento de la impresora al alcanzar determinado número). La base de la economía del crecimiento indefinido no está tanto en la creatividad tecnológica como en la percepción subjetiva de la finitud temporal de los artículos que consumimos.

Lejos de ser una cultura ambiental, nuestra actual cultura es la cultura de la despreocupación y del descuido. El consejo comercial de no reparar, tirar y volver a comprar27 es cada vez más habitual y condensa en un lema toda una cultura que ensalza el valor de lo efímero, de lo desechable y del uso despreocupado frente a lo

27 La idea de tirar un producto simplemente porque se ha estropeado todavía es impensable en algunos de los países del hemisferio sur. En la India tienen una palabra “jugaad”, para describiré esa tradición de reparar las cosas independientemente de lo complicado que puede ser; a miles de kilómetros de distancia, en Quintana Roo todavía se puedes encontrar casos de una tradición semejante, ciertamente recuperable para nuestra concepción de la racionalidad ambiental.

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que podríamos denominar las prácticas del cuidado: la dedicación, el mantenimiento, el buen trato, la conservación, la atención o el cariño. Las consecuencias ambientales de esta cultura de lo efímero y la reemplazabilidad o sustitutividad ilimitada pueden verificarse en nuestros estercoleros municipales, en los depósitos de llantas usadas o en la deforestación producida para satisfacer la demanda de algodón para nuestras ropas. Nos hemos especializado además en procurar la invisibilidad de los efectos ambientales de la obsolescencia programada. Preferimos la comodidad de la ignorancia, pero cada vez que renovamos innecesariamente nuestros teléfonos celulares contribuimos a convertir un país del llamado tercer mundo en nuestro particular estercolero tecnológico28.

Una simple visita al basurero municipal del municipio quintanarroense de Othon P. Blanco constituye toda una experiencia educativa en el ambiente. También es fácil educarse sobre los efectos ambientales de la obsolescencia programada. De hecho, hoy en día, la obsolescencia programada se enseña en las escuelas de economía y de diseño (bajo un conveniente eufemismo, “ciclo de vida del producto”) de las mismas universidades que enseñan educación ambiental o turismo sustentable. Las inferencias ambientales que el ciudadano tiene que hacer son a veces tan fáciles como sentir el olor de la basura que quema el vecino o comprobar la acumulación de nuestras bolsas de basura tras una huelga en los servicios de recogida29. Resta analizar si la educación ambiental puede hacer algo para reducir los efectos ambientales de la obsolescencia programada.

Uno de los lemas que el pensamiento ambientalista suele enarbolar para combatir los efectos ambientales de la obsolescencia programada reza: “la basura no es más que material reutilizable puesto en un mal sitio”. El pensador español Jorge Riechmann

28 El ecologista Mike Anane ha documentado cómo la basura informática procedente del mundo desarrollado ha transformado en un auténtico vertedero tecnológico Agbogbloshie, ciudad de Ghana atravesada por el ya extinto río Odaw.

29 Una huelga de esta naturaleza también nos permite observar curiosas prácticas “cívicas” que un observador extraterrestre podría describir como “un movimiento incesante mediante el que un número n de personas intercambian de sitio sus m bolsas de basura”.

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ha decidido llevar a cabo este dicho mediante la biomímesis, otro conjunto abierto de prácticas de la racionalidad ambiental que habremos de abordar con detalle en el próximo capítulo. Aludimos a ella aquí con un propósito exclusivamente ilustrativo y en el contexto de la obsolescencia programada. La biomímesis consiste en imitar o copiar la manera en que la naturaleza “resuelve” situaciones ambientales problemáticas análogas a las que los seres humanos nos enfrentamos. ¿Pero cómo podría la biomímesis ayudarnos a resolver otros problemas relacionados con la obsolescencia programada? Ivan Illich ha recurrido al caracol como modelo natural de decrecimiento. “El caracol construye la delicada arquitectura de su concha añadiendo una tras otra las espiras cada vez más amplias; después cesa bruscamente y comienza a enroscarse esta vez en decrecimiento, ya que una sola espira más daría a la concha una dimensión 16 veces más grande, lo que en lugar de contribuir al bienestar del animal, lo sobrecargaría. Y desde entonces, cualquier aumento de su productividad serviría sólo para paliar las dificultades creadas por esta ampliación de la concha, fuera de los límites fijados por su finalidad. Pasado el punto límite de la ampliación de las espiras, los problemas del sobrecrecimiento se multiplican en progresión geométrica, mientras que la capacidad biológica del caracol solo puede en el mejor de los casos seguir una progresión aritmética”30.

Frente a esta opción radical, William McDonough y Michael Braungart (2002) lanzaron una idea provocadora: para luchar contra la obsolescencia programada sin aumentar el desempleo debemos olvidar la lógica de la reducción y centrarnos más en la reutilización y, sobre todo, en el reciclaje. Los ecosistemas naturales ni reducen ni recortan, pero no producen residuos, sino nutrientes. Las hojas y las flores secas, los propios árboles caídos e incluso los cuerpos sin vida de ballenas o ciervos no son propiamente residuos externos de un proceso, sino nutrientes para otros organismos dentro de ese proceso. McDonough y Braungart creen haber logrado imitar el círculo virtuoso de la naturaleza en su fábrica textil, reduciendo a unos cuantos elementos químicos biodegradables los cientos y cientos de elementos químicos altamente tóxicos que utilizaba para

30 Citado por Olmedo, 2009.

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estampar los tejidos de sus productos. Su tesis es que la obsolescencia programada puede convertirse en un fenómeno positivo para una economía sustentable que produzca nutrientes y no residuos31.

No faltan críticos de la sociedad del crecimiento que, además de cuestionar su viabilidad tecnológica, encuentren esta propuesta demasiado tibia. Otros empresarios, como los descendientes de productos electrónicos de la célebre firma Phillips, han decidido optar por la durabilidad de sus productos, fabricando una bombilla LED con una duración de 25 años. Para un número creciente de personas, el debate actual de los científicos y tecnólogos sobre la obsolescencia programada debe arrojar un resultado distinto al que mantuvieron hace medio siglo ingenieros partidarios de seguir intentando producir bienes duraderos y los partidarios de acortar la vida de los productos -un debate que, lamentablemente para todos, ganaron los segundos.

A veces, las prácticas sustentables son relativamente fáciles de encontrar para el ciudadano medio, sea o no experto o ingeniero. Es posible resucitar impresoras. En internet ya es posible encontrar un sencillo programa que “pone a cero” el chip-contador EEPROM-93C y que desbloquea la impresora. Un buen mantenimiento hace que la vida útil de nuestro automóvil o de nuestro aire climatizado se prolongue. Los ejemplos podrían multiplicarse. Pero las implicaciones que todos y cada uno ellos pueden tener sobre nuestra vida diaria (sobre nuestra distribución del tiempo y sobre nuestros valores y prioridades) son tan amplias que, por pura economía, en la mayoría de los casos sacrificamos la sustentabilidad. El viraje hacia la sustentabilidad exige cambiar de prioridades, y no va a ser nada fácil. De nada sirve idealizarlo como una idílica vuelta a la naturaleza. Pero, como ya ha ocurrido con la crisis económica, cabe esperar que la agudización de la crisis ecológica nos enseñe por lo menos a compartir bienes que, como los trajes para ceremonias de boda o bailes de graduación, las taladradoras o algunos medicamentos, utilizamos solo tres o cuatro veces tras su compra. Los jóvenes “indignados” de Europa y Estados Unidos ya han empezado a hacerlo. En algunos casos, estas muestras de solidaridad y cooperación han llegado más lejos: tras comprobar

31 Ver infra Capítulo 2, sección “Las prácticas de la biomímesis” y siguientes.

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que sus IPOD recientemente comprados tenían el mismo período de vida útil que la programada para sus efímeras baterías, un grupo de ciudadanos se solidarizó, cooperó, entabló y ganó una demanda contra la empresa Apple, siempre jactanciosa sobre el carácter sustentable de sus productos.

Sequía en Africa y asma en el Caribe

Aparentemente, tanto en el caso de los efectos ambientales de las costumbres juveniles en la bahía de Chetumal como en el de la obsolescencia programada, gran parte de la ciudadanía puede establecer una conexión operativa entre los problemas en (o del) ambiente, la investigación científica sobre el ambiente, los procedimientos instrumentales para tratar de solventarlos y los valores con los que apreciarlos como nuestros problemas y participar en su solución. Por desgracia, muchos otros casos no son así. Las situaciones problemáticas generadas por la degradación ambiental asociada al cambio climático, por ejemplo, son mucho más complejas. En ellas intervienen muchos más factores, tanto fácticos como valorativos, por lo que exigen una profunda y costosa coordinación de conocimientos, técnicas, intereses y valores. Además, lamentablemente, son muchas las ocasiones en los que simplemente carecemos de soluciones tecnológicas a corto plazo, por lo que además tenemos que luchar contra lo que páginas atrás llamábamos el descuento del futuro. La situación resultante es harto complicada, porque la misma racionalidad instrumental cuyos avances permiten apreciar la visibilidad de los problemas ambientales, incrementa también la alarma social y la urgencia ante problemas que, por su gran complejidad, no admiten soluciones a corto y medio plazo que no entrañen gran incertidumbre y riesgo. La situación que seguidamente narramos ilustra perfectamente el carácter complejo y emergente de los problemas que el cambio climático genera, la necesidad de abordarlos multidisciplinariamente para generar conocimiento sobre ellos y, lamentablemente, la ausencia de soluciones puramente técnicas para solventarlos a corto y medio plazo.

En 2010 la National Geographic Society dio a conocer un caso que toca muy de cerca al Caribe mexicano. El calentamiento

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global ha tenido consecuencias sorprendentes en la isla caribeña de Trinidad. Todo empezó con la percepción científica de la simultaneidad correlativa de dos enfermedades en la isla, la alergia asmática y la degradación progresiva de su arrecife de coral. Hasta hace algunos años, no había ni un solo caso registrado de alergia asmática en Trinidad. Pero el número de niños para quienes el mero acto de respirar en su medio ambiente constituye todo un reto ha ido aumentando en proporción geométrica. No existía literatura sobre enfermedades alérgicas de Trinidad, así que la doctora Michell Montiel tuvo que abrir su propia línea de investigación. Aproximadamente al mismo tiempo, la bióloga marina Ginger Garrison abrió otra línea de investigación sobre la muerte progresiva del arrecife coralino de Trinidad. Garrison ha documentado cómo los abanicos de mar, quizá la especie de coral más representativa del mar Caribe, han ido reblandeciéndose, tornándose blancuzcos y raquíticos. Garrison conjeturó que, dada la gran extensión de arrecife afectada, debía haber un agente patógeno. Confirmó en los abanicos de mar la existencia de un hongo terrestre llamado aspergilus, presente también en las muestras del polvo atmosférico durante una de las frecuentes tormentas que azotan la isla con polvo traído del otro lado del Atlántico. Paralelamente la doctora Michell Montiel había logrado correlacionar con éxito el número y la intensidad de las crisis asmáticas con la presencia de polvo procedente de África.

El fenómeno de las tormentas de polvo siempre había existido en Trinidad sin provocar enfermedades como la señalada, pero su intensidad y su frecuencia se habían multiplicado en las dos últimas décadas. Nuestros conocimientos sobre el medioambiente africano nos permiten determinar que el origen último de este polvo es la desecación del lago Chad, un fenómeno que ya de por sí resulta trágico para todos los seres vivos de África, humanos o no, como ocurrió con la desecación del Mar de Aral, en Asia. Sabemos ya que la causa de esta última fue la sobreexplotación derivada de la irrigación de los campos de algodón. Sabemos también que desde siempre ha habido sequías en el Chad, pero en las dos últimas décadas se han recrudecido hasta alcanzar drásticas consecuencias, incluso demográficas. Todas las inferencias validadas hasta ahora apuntan al calentamiento global provocado por el efecto invernadero como causa de este incremento. Lamentablemente, toda la batería

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de inferencias de nuestra racionalidad instrumental, científica y tecnológica, han sido hasta ahora insuficientes para proteger a la isla las tormentas de polvo de África. Lo que hoy es un hongo como el aspergilus en Trinidad, mañana puede ser el H1N1 en cualquier otra zona del planeta: el ambiente no tiene filtros fronterizos como los estados-nación. Lo único que podemos hacer es cooperar, inferir predicciones precisas, tomar precauciones en nuestros respectivos ambientes para proteger los seres vivos más vulnerables y educarnos entre todos para preservar la biodiversidad, valor rector de las prácticas de la racionalidad ambiental.

De los conceptos a las máximas para las prácticas ambientales

En los siguientes capítulos pondremos a trabajar muchos de los recursos conceptuales para la educación ambiental que hemos ido introduciendo hasta estas páginas32. Con todo, a partir de estos conceptos, de nuestra definición operacional y de los casos expuestos, podemos ya anticipar un primer conjunto provisional de consejos o máximas generales a seguir en nuestras prácticas para la racionalidad ambiental. Para cerrar este primer capítulo ensayaremos una primera aproximación a una lista abierta y revisable de máximas implícitas en mayor o menor medida en las prácticas y los valores ambientales presentes en los capítulos que siguen.

(1) Desplazar nuestra atención de los individuos a las relaciones. Como afirma Alejandro Herrera, para

32 Por recordar algunos de estos recursos conceptuales, aunque no necesariamente por este orden: equidad social, equidad interespecífica e intergeneracional, validez ambiental (ecológica y social), condiciones de sustentabilidad de los bienes comunes, propiedades emergentes de los ecosistemas, resiliencia y adaptación, investigación cooperativa, valores ambientales y valoración comunitaria, democracia participativa, investigación de acción, comunidad de aprendizaje, virtudes deliberativas, sinergia y simbiosis, hábitos y prácticas ambientales, racionalidad ambiental, interdependencia, pertenencia y cuidado del ambiente, capacidad de carga, huella ecológica, educación para la ciudadanía, democracia local, educación en, para y sobre el ambiente.

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cualesquiera dos organismos del universo, existe siempre una relación entre ellos. Las condiciones de identidad dependen necesariamente de las relaciones y las condiciones ambientales. La educación ambiental debe hacernos conscientes de que la continuidad de la comunidad de la vida depende de la calidad y la robustez de las relaciones entre sus miembros (Capítulos 2 y 6).

(2) Ampliar el círculo de la empatía a cualquier forma de vida. Este imperativo se sigue directamente de la prioridad que hemos adscrito al valor de la biodiversidad en la educación ambiental. Aunque, como se afirma a menudo, la biofilia esté en nuestro genoma, la educación ambiental puede y debe activar esta disposición biológica cultivando nuestra sensibilidad y nuestra compasión ante todas las especies biológicas. El resto de seres vivos goza y sufre como nosotros. Podemos y debemos ponernos en su lugar (Capítulo 4).

(3) Aprender a identificar ecosistemas, a reconocer sus propiedades emergentes y a evaluar la huella ecológica de las acciones humanas. Una vez identificados los ecosistemas y sus propiedades, es posible analizar el impacto de nuestras acciones sobre éstos y evaluar la relación entre su capacidad de carga y nuestra huella ecológica. Las prácticas de los puntos de inflexión ecológica, las prácticas de la biomímesis y de la ecología industrial articulan acciones ambientales que generan menor impacto y pueden ayudar a que sea la propia naturaleza la que haga el trabajo, de manera que los ecosistemas desestabilizados regresen a sus antiguos dominios de estabilidad (Capítulos 2 y 5).

(4) Fortalecer nuestra pertenencia a los ecosistemas, reconociendo cómo dependemos de ellos. Busquemos situaciones que propicien la consciencia de que el ambiente no es algo externo y ajeno para nosotros, sino la condición de posibilidad gracias a la cual tenemos tanto una vida corporal como una vida mental. Nuestra identidad personal se forja gracias al ambiente, no en contra del ambiente ni anulando las fuerzas naturales. (Capítulos 4 y 6).

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(5) Aprender y enseñar a anticipar consecuencias ecológicas y sociales no previstas. Es importante predecir, pronosticar o prever cadenas causales ( relaciones de causa y efecto) e imaginar escenarios futuros también a medio y a largo plazo, de manera que sea posible prevenir o al menos atenuar el impacto ambiental (Capítulos 3 y 6).

(6) Aprender a valorar y a reconocer las relaciones de interdependencia entre los distintos valores en cada situación ambiental. Los valores ambientales vienen en haces o racimos, por lo que es necesario aprender a valorar las situaciones heurística y comunicativamente, junto a los miembros de las distintas comunidades a las que pertenecemos. Procuremos integrar comunidades de valoración y aprendizaje ambiental ante situaciones ambientales problemáticas (Capítulos 6 y anexos I y II).

(7) Dejar siempre un lugar tal y como nos gustaría haberlo encontrado. Este es un aspecto básico de la educación en el ambiente, sobre el ambiente y para el ambiente que se desprende directamente de nuestro análisis del concepto de reciprocidad (Capítulo 5).

(8) Evitar involucrarnos en juegos de suma cero y buscar cómo resolver cooperativamente dilemas sociales. Los bienes ambientales son bienes comunes que exigen prácticas cuidadosas por parte de todos. Las externalidades negativas se producen cuando el beneficio particular que entraña su sobreexplotación es incomparablemente menor que el costo o el daño público, por lo que en la medida de lo posible debemos descartar implicarnos en juegos de suma cero (en los que para que uno gane otro tiene que perder) y buscar estrategias mediante las que todos los participantes ganen (ganar-ganar). También resulta aconsejable no maximizar siempre en el análisis de costos y beneficios y no comportarse como un gorrón o aprovechado (free-rider). Mantengamos de entrada la actitud de confianza y la expectativa de reciprocidad (Capítulo 5 y anexo II).

(9) Pensar en las generaciones futuras antes de actuar. El medio ambiente no nos pertenece. Más bien pensemos que nos lo han dejado en préstamo las generaciones futuras. La obsolescencia programada no es un mal inevitable. Hay que

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pensar antes de comprar, tirar y reemplazar. Optimizar el uso implica ser creativo, no caer en prácticas impacientes de consumo y, sobre todo, compartir los bienes y sus usos. (Capítulo 1 y 5).

(10) Identificar las estructuras y las funciones de nuestras comunidades locales, buscando siempre una distribución más simétrica o equitativa del riesgo ambiental (Capítulo 6 y anexos I y III).

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Pieter Bruegel el Viejo, Cosecha de heno (1565), Kunsthistorisches Museum, Viena, Austria.

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dos

Las prácticas de la racionalidad ambiental

Cognición y finitud ecológica

La cognición, experta o no, es siempre una función o un conjunto de funciones para resolver problemas. El conocimiento científico especializado y el conocimiento que habitualmente empleamos en nuestra vida cotidiana comparten este rasgo. Uno y otro son, en términos pragmáticos, investigación para la resolución de problemas, para la transformación de situaciones problemáticas en situaciones funcionalmente estables. Conocimiento científico y sentido común son diferentes en su grado de complejidad, pero no en su naturaleza instrumental ni en sus propósitos de transformación. Siguiendo postulados pragmáticos para restaurar la continuidad de los procesos del conocimiento ordinario y el conocimiento científico, el pensador naturalista de Harvard W.V. Quine señalaba con acierto que la ciencia era sentido común autoconsciente. Adoptar este postulado tiene deseables consecuencias para una educación para la cultura ambiental como la apenas bosquejada en los capítulos anteriores. La crisis ecológica que dificulta la transmisión cultural de un ambiente biodiverso a las futuras generaciones es la suma de un sinfín de situaciones ambientales problemáticas, con distintos grados de concatenación, complejidad e incidencia. Pero el elemento clave para empezar a abordarlas es la conciencia de nuestros hábitos, las pautas iterativas con las que “rutinizamos” nuestras interacciones con el ambiente.

Una práctica ambiental es un anidamiento de hábitos coordinados. La práctica de alimentarse, por ejemplo, incluye la coordinación de hábitos genéticamente heredados, como masticar, salivar y deglutir, y de hábitos culturalmente adquiridos, como

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cocinar alimentos, utilizar cubiertos o abstenerse de hablar con la boca llena. Lo mismo ocurre con las diferentes prácticas para obtener y cocinar alimentos conectadas con las prácticas de alimentación, hechas de hábitos biológicamente heredados, como coordinar músculos, producir sonidos, retirar el cuerpo cuando algo quema o seguir objetos en movimiento, y de hábitos culturales como hacer fuego, domesticar animales, elaborar recetas de cocina o manejar tractores. Todas las prácticas pueden difundirse y transmitirse socialmente, por un proceso de aprendizaje, imitativo o discursivo. De ahí que la educación ambiental haya de atender a la transformación de los hábitos culturalmente adquiridos y, por consiguiente, a la construcción de pautas para la detección, identificación, categorización, evaluación de la huella ecológica y revisión (eliminación, modificación o reemplazo) de nuestros hábitos y prácticas de interacción ambiental.

Las propiedades de los ambientes en relación con los organismos de las especies que actúan en ellos emergen de su nivel de organización sistémica, y son los indicios o pistas que pueden aprovechar eficientemente las prácticas ambientales. Como las affordances de Gibson, las pistas o indicios representan propiedades del ambiente absorbidas o filtradas selectivamente como información o datos para determinado organismo de determinada especie. La respirabilidad es una propiedad de la interacción entre los peces y el agua: el aire brinda esa propiedad a los seres humanos, y a las aves también otra propiedad distinta, la posibilidad de desplazarse. Como información especializada, esas propiedades equivalen a indicios de la emergencia ambiental de las funciones cognitivas. El buen observador de animales no “escanea toda la escena” con sus binoculares, pues ha aprendido a reconocer indicios de su presencia. Tampoco el halcón calcula todas las condiciones atmosféricas y todas las posibles trayectorias del vuelo de su presa para elegir la adecuada y lanzarse en picado. Es más razonable suponer que ha elegido una práctica cognitiva mucho más simple, como ajustar sobre la marcha su ángulo de visión al volumen en movimiento de su presa. Antes de soltar su lengua como un resorte, el camaleón no procesa la información de los niveles moleculares o celulares del insecto, sino que responde precisamente a las propiedades distintivas del nivel sistémico o nicho ecológico que el predador comparte con su presa.

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Al menos desde Darwin, numerosos autores se han esforzado en explicar cómo las funciones biológicas anticipan ya las prácticas de transformación de situaciones problemáticas: “La actividad vital supone una modificación tanto de las energías del organismo como de las del ambiente. Este hecho orgánico anticipa los procesos de aprendizaje y descubrimiento a partir de la emergencia consecuente de nuevas necesidades y de nuevas situaciones problemáticas. La investigación, al restablecer la perturbada relación entre organismo y ambiente […] establece nuevas condiciones ambientales que originan problemas nuevos. Lo que el organismo aprende durante este proceso produce nuevas capacidades que plantean nuevas exigencias al ambiente. Cuando se resuelven problemas particulares, tienden a surgir problemas nuevos. No hay nada parecido a una solución final” (Dewey 1938: 42). Siguiendo a John Dewey, podríamos decir que una práctica ambiental no es más que un particular modo de comportamiento orgánico en el que el organismo es objeto y a su vez sujeto del cambio. La transformación del organismo es provocada por cambios en las estructuras finitas del entorno; esta transformación orgánica se concreta en nuevas capacidades y hábitos; unas y otros crean a su vez nuevas necesidades orgánicas que conllevan nuevos cambios o transformaciones en las condiciones finitas de su ambiente.

La teoría general de sistemas denomina procesos de auto-causación a estos procedimientos circulares por el que un sistema orgánico opera transformaciones en un sistema más amplio o ambiente, que a su vez ocasiona transformaciones en ese sistema orgánico. La retroalimentación es el proceso que permite que los resultados de las operaciones transformacionales de un sistema sobre otro ingresen dentro de ese mismo primer sistema y lo transformen.

De hecho, aunque no utilice la terminología de la teoría general de sistemas, el ambiente resulta ser finalmente para Dewey el conjunto de condiciones o factores que hacen posible esa transformación. Los hábitos conductuales son consecuencia de la interdependencia funcional entre la actividad orgánica de los individuos y las condiciones ambientales. En el caso de los seres humanos, los hábitos son una integración primaria del ser humano y de su ambiente, una unificación de elementos físicos, biológicos, psicológicos y sociales. Como los hábitos coevolucionan junto con las estructuras ambientales, la sustentabilidad de las prácticas de

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interacción ambiental dependerá de ciertas propiedades adaptativas, como su eficiencia instrumental y, sobre todo, su acotación: su restricción a nuestras limitaciones biológicas y cognitivas como organismos y a la finitud de las estructuras y procesos sistémicos del ambiente. Las prácticas ambientales son subprocesos sistémicos cuya sustentabilidad depende de su ajuste en un sistema más amplio cuya continuidad persiguen preservar. La clave de la validez ecológica de ese ajuste sistémico y su posible revisión se halla en los mecanismos de retroalimentación de los que disponen los organismos como sistemas abiertos, esto es, como sistemas capaces de cambiar su curso como consecuencia de sus interacciones con sus respectivos ambientes. Para explorar esa clave seguiremos muy de cerca la Ecología Humana (2001) de Gerald Marten.

Retroalimentación y propiedades emergentes en los sistemas ecológicos

Según la teoría general de sistemas, los organismos vivos son un tipo especial de sistemas, cuya continuidad depende del establecimiento de un flujo de relaciones o procesos de frontera entre el organismo y su ambiente, llamados también circuitos de retroalimentación. En su Ecología Humana (2001) Gerald Marten ha descrito de un modo admirablemente didáctico cómo hacer que las propiedades y los procesos sistémicos trabajen como aliados nuestros para lograr la sustentabilidad de nuestras prácticas. Intentaremos exponer sucintamente su propuesta.

Los sistemas vivos se organizan mediante una jerarquía de niveles de interacción de elementos, empezando por átomos, moléculas y células hasta llegar a unidades como los organismos individuales, las poblaciones y los ecosistemas. Un organismo individual es un ensamblaje de células, en una población se conglomeran organismos individuales de la misma especie, y un ecosistema acopla poblaciones de diferentes especies.

Células, organismos, poblaciones y ecosistemas exhiben diferentes tipos de comportamientos distintivos correspondientes a las características de su nivel de organización. A estas características propias y exclusivas de cada nivel Marten las llama propiedades emergentes, por no estar presentes en los elementos o partes aisladas

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del sistema del que surgen y ser sólo posibles en el contexto global de ese sistema. Dichas propiedades emergen de la sinergia, del conjunto de interacciones entre las partes o elementos componentes del nivel sistémico. Marten explica esa sinergia de una manera muy esclarecedora: “Los componentes de un nivel de organización interactúan principalmente con otros componentes del mismo nivel. Lo hacen respondiendo a la información que surge de esos componentes. Las moléculas de proteína de la célula interactúan con otras moléculas en maneras que responden a la estructura y comportamiento de las moléculas, no a los átomos que las constituyen. Las moléculas tienen una intrincada estructura tridimensional que emerge al nivel de la molécula y le proporciona las bases para interactuar con otras moléculas. Cuando los gatos cazan ratones no procesan la información de todas las partes del ratón para detectarlo. En lugar de ello, responden a características clave que emergen al nivel del ratón integral: tamaño del cuerpo; orejas grandes; cola larga y delgada, etcétera. No procesan información acerca de la estructura celular de estas características. Los ratones responden a los gatos de una manera similar33” (Marten, 2001:67).

Los indicios que el ambiente proporciona para la elaboración de las prácticas de la racionalidad ambiental deben proceder también del nivel apropiado, lo cual a veces resulta una verdadera complicación para la búsqueda de la sustentabilidad. “A veces, los

33 “La coadaptación y la coevolución son propiedades emergentes de los ecosistemas. La coadaptación (encajar unos con otros) es una consecuencia de la coevolución (cambiar juntos). Mientras que la adaptación puede tomar cualquier forma que intensifique la supervivencia, las formas más conspicuas de la coadaptación están asociadas con las maneras en que los animales y los microorganismos se nutren de otros organismos vivos en la red alimenticia. Por una parte, los animales están adaptados para encontrar y comer las plantas o animales particulares que utilizan como alimento. Por otra, tienen la habilidad para esconderse o huir de los animales que se alimentan de ellos, y pueden desarrollar inmunidad ante parásitos y patógenos que los utilizan como hospederos. La coadaptación entre depredador y presa es un juego evolutivo que nunca termina. Los depredadores evolucionan formas más efectivas para capturar sus presas, y las presas responden evolucionando formas para evitar ser capturadas. Los gatos evolucionan un oído sensible para detectar ratones en la oscuridad, y los ratones evolucionan la habilidad de moverse silenciosamente para que los gatos no los oigan” (Marten, 2001:288).

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ecosistemas y los sistemas sociales resultan contraintuitivos porque no son fácilmente comprendidos por personas cuya existencia principal se encuentra en otro nivel de organización – el nivel de un individuo dentro del ecosistema y del sistema social. Esta diferencia es una razón importante por la que a las personas se les dificulta predecir las consecuencias últimas de sus acciones sobre los ecosistemas. Las propiedades emergentes de nuestro propio nivel individual de organización – nuestros cuerpos, nuestra conciencia y nuestras interacciones directas con otras personas y otras partes del ecosistema – son obvias para nosotros, pero las propiedades emergentes de los niveles más altos de organización ya no lo son tanto” (Marten, 2001:267).

Todo sistema es sinérgico en la medida en que el comportamiento de sus partes en forma aislada no puede explicar o predecir el comportamiento del sistema. El comportamiento del sistema es holístico, por cuanto la conectividad de sus partes o elementos hace posible que se active una red de circuitos de retroalimentación que alcanza a todo el sistema en su conjunto.

Todos los sistemas complejos, sean ecológicos, sociales o tecnológicos, disponen básicamente de dos tipos de mecanismos de retroalimentación. La homeostasis es propia de la retroalimentación negativa. Los procesos homeostáticos responden a las variaciones ambientales mediante compensaciones o contrapesos internos al sistema que preservan su forma (morfostasis), manteniendo constante su estructura sistémica. Marten pone como ejemplo clásico de retroalimentación negativa el aumento o la disminución de la temperatura corporal, que efectúa en el organismo las correspondientes reacciones inversas de (1) aumento (sudor) o disminución en la pérdida de calor y de (2) disminución o aumento (temblor) en la generación metabólica de calor corporal. El termostato de cualquier sistema tecnológico de calefacción o refrigeración imita una práctica tan simple como ésta: compara el estado del sistema con una temperatura óptima para su funcionamiento y, si detecta una diferencia, lo retroalimenta con acciones características para compensarla. La retroalimentación negativa es fuente de homeostasis y por lo tanto de estabilidad.

Lo contrario ocurre con la retroalimentación positiva, que propicia la morfogénesis, el cambio mediante un círculo de efectos concatenados. Se trata de una cadena causal cerrada que permite la

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propagación de la variación de un elemento del sistema hacia otros componentes, ocasionando un comportamiento sistémico que va reforzando las variaciones. Hay retroalimentación positiva cuando, como consecuencia del aumento o la disminución de una parte del sistema, otra parte cambia de manera que la primera aumenta o disminuye aún más. Marten emplea el crecimiento exponencial de la población como ejemplo clásico de retroalimentación positiva: una mayor población incrementa la posibilidad de encontrar pareja sexual, encuentros que a su vez aumentarán el número de nacimientos y la población… y así sucesivamente.

La retroalimentación positiva se halla vinculada con los procesos de crecimiento y diferenciación, pero también con los procesos de extinción: la disminución de los índices de natalidad conduce a una disminución de las posibilidades para encontrar pareja y al consiguiente decrecimiento de la población (Marten 2001:28). La retroalimentación positiva puede hacer también que una magnitud aumente y otra disminuya: el aumento de la población puede significar una disminución de la capacidad de carga que aumente el índice de mortalidad y, cuando éste es mayor que el de natalidad de la población, conducir a la extinción. La caza de una especie exótica puede hacer descender su población y ocasionar a su vez una escasez que aumente su estima o valor como trofeo, provocando todavía más su caza.

Las situaciones problemáticas que actualmente caracterizan nuestra crisis ecológica presentan evidentes signos de retroalimentaciones positivas. La sequía en la cuenca amazónica, por ejemplo, propicia notables incendios en sus selvas. La intercepción del agua de lluvia en las copas de los árboles propicia su condensación en nubes, ocasionando casi la mitad de toda la lluvia de la selva. La quema de árboles invierte esta retroalimentación beneficiosa, provocando más sequía que traerá consigo más incendios y menos árboles.

Es fácil ver el significado ecológico y social que Marten atribuye a las retroalimentaciones de los ecosistemas: “Todos los ecosistemas y los sistemas sociales humanos tienen numerosos circuitos de retroalimentación positiva y negativa. Los dos tipos de retroalimentación resultan esenciales para la supervivencia. La retroalimentación negativa aporta estabilidad; mantiene partes importantes del sistema dentro de los límites requeridos para

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su funcionamiento apropiado. La retroalimentación positiva proporciona la capacidad para cambiar radicalmente cuando se requiere. El desarrollo y crecimiento de los sistemas de todos los sistemas biológicos – desde las células y los organismos individuales y los ecosistemas y los sistemas sociales – se basa en el juego entre las retroalimentaciones positivas y negativas. Los ecosistemas y los sistemas sociales pueden permanecer aproximadamente sin variación durante largos períodos, pero a veces cambian muy rápidamente y de forma dramática. Funcionan mejor cuando presentan un balance apropiado entre las fuerzas que promueven el cambio y las que promueven la estabilidad. Las personas interactúan constantemente con estas fuerzas del cambio y la estabilidad. Las personas dependen de la retroalimentación negativa ‘para hacerse cargo de las cosas’ y mantener todo funcionando de manera fluida la mayor parte del tiempo. Cuando las personas tratan de mejorar su situación (‘desarrollo’ o ‘resolución de problemas’), utilizan la retroalimentación positiva para provocar los cambios que desean. Sin embargo, además de trabajar para las personas, la retroalimentación positiva o negativa también puede trabajar en su contra. A veces las personas tratan de mejorar las cosas o resolver un problema, pero sin importar lo que hagan, no hay mejoras porque están trabajando en contra de la retroalimentación negativa que evita que se lleven a cabo los cambios que desean. Otras veces, las personas preferirían que las cosas se quedaran como están, pero la retroalimentación positiva amplifica las acciones aparentemente inocuas, y las transforma en cambios no deseados. Si prestamos atención a las retroalimentaciones positivas y negativas en nuestros sistemas sociales y en los ecosistemas, podemos utilizarlas en nuestro beneficio en lugar de luchar contra ellas. En el caso de los ecosistemas, esto significa ajustar nuestras actividades a los ecosistemas para hacer las cosas ‘a la manera de la naturaleza’, de modo que la naturaleza haga la mayor parte del trabajo y mantenga las cosas funcionando” (Marten 2001: 41). Los procedimientos para llevar a cabo ese tipo de ajustes para que la naturaleza haga el trabajo recibirán el nombre de prácticas de la biomímesis, como veremos dentro de un par de secciones. Antes examinaremos con mayor detenimiento las prácticas cognitivas basadas en los puntos de inflexión ecológica que propone Gerald Marten.

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Las prácticas de los puntos de inflexión ecológica

Como vimos en el capítulo anterior, Marten nos previene contra la reducción de la sustentabilidad a una “vuelta al equilibrio” con la naturaleza. Los ecosistemas y los sistemas sociales siempre han sufrido y siempre sufrirán el empuje de fuerzas que ocasionan continuas transformaciones. Nuestro autor sitúa las claves de la sustentabilidad en (1) una correcta explicación de las propiedades emergentes de los sistemas sociales y de los ecosistemas con que interactúan y (2) una correcta inferencia predictiva de los mecanismos de retroalimentación positiva y negativa del sistema coadaptativo y coevolutivo ensamblado o acoplado entre ambos. Los puntos de inflexión ecológica son como interruptores situados estratégicamente entre las fuerzas de estabilidad (retroalimentación negativa) y las fuerzas de cambio (retroalimentación positiva) en ese ensamblaje.

La resiliencia es la capacidad de un sistema para enfrentar exitosamente futuras transformaciones y mantener su funcionamiento con normalidad. Cuando los cambios obstaculizan ese funcionamiento, los ecosistemas responden adaptativamente con cambios súbitos y prácticamente irreversibles. De ahí la importancia que Marten concede a la elaboración de prácticas cognitivas que detecten los puntos de inflexión ecológica, antes de que el ecosistema abandone su dominio de estabilidad y descienda la pendiente hacia otro dominio de estabilidad menos deseable. Los puntos de inflexión no operan solo sobre los ecosistemas o sistemas ecológicos, sino sobre el sistema de ensamble entre los ecosistemas y los sistemas sociales. De ahí que la validez ambiental de un punto de inflexión deba incluir tanto la validez ecológica como la validez social. Los puntos de inflexión ecológica son prácticas que, a modo de interruptores o palancas, reconducen el ecosistema revirtiendo el deterioro ambiental hacia la restauración y la sustentabilidad.

Tras numerosos estudios de caso, Marten y su grupo han establecido las siguientes once condiciones de validez ambiental para las prácticas de los puntos de inflexión ecológica:

(1) Estímulo exterior.Las prácticas de los puntos de inflexión responden bastante

bien al fenómeno de la fertilización cruzada de ideas innovadoras.

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Los circuitos de retroalimentación viciosos o no deseables imponen a las comunidades una dinámica difícil de romper sin el concurso del exterior. Lo más habitual es que la inflexión arranque con la llegada de participantes externos a la comunidad que permiten a ésta ver la situación ambiental problemática de otra manera, entendiendo qué es lo que está cambiando y por qué. Los participantes externos también incentivan nuevas ideas para enfrentar la situación. Parece razonable que las instituciones y las autoridades políticas destinen recursos para favorecer la fertilización cruzada, estimulando así el cambio en las comunidades locales.

2) Democracia participativa y compromiso. Los casos exitosos de puntos de inflexión casi nunca reflejan

un cambio impuesto “desde arriba”, por un plan de desarrollo elaborado y dirigido desde los despachos de las secretarías estatales. Se dan siempre como resultado de una genuina participación comunitaria y de la “apropiación” democrática del cambio. La comunidad avanza sobre sus propias decisiones, con su trabajo y sus propios recursos financieros.

3) Coadaptación entre el sistema social y el ecosistema.El acoplamiento o ensamble entre el sistema social y el

ecosistema posibilita su funcionamiento conjunto. Cuando un punto de inflexión inicia un proceso ambientalmente exitoso, las percepciones, los valores, los conocimientos, las tecnologías, la organización y las instituciones de una sociedad van evolucionando hacia la sustentabilidad de los recursos sociales y ecológicos, con lo que los logros sociales y logros ecológicos acaban yendo de la mano: “se desarrollan recursos sociales comunes para aprovechar los recursos ambientales comunes, entre estos la propiedad y sus límites, el acuerdo sobre reglamentos y la vigilancia” (Marten, 2012).

(4) “Permitir que la naturaleza haga el trabajo”. Las prácticas de los puntos de inflexión ecológica permiten

que la naturaleza misma emplee sus propiedades emergentes para auto-organizarse y poner en marcha la restauración.

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(5) La transformación de desechos en recursos. Lo que aparenta ser “desecho”- como la tierra infértil,

edificios abandonados, la basura, o incluso gente marginada- puede ser transformado en valioso recurso social o material.

(6) Atención también al corto plazo.El compromiso comunitario se afianza cuando la práctica de

los puntos de inflexión conduce a un resultado visible a corto plazo.

(7) Potencial simbólico. Es habitual que un elemento llamativo de la naturaleza

local u otro rasgo notable del caso de inflexión represente todo el proceso de cambio y afiance también el compromiso comunitario.

(8) Superación de la resistencia al cambio.La situación socioeconómica de la comunidad local puede

obstaculizar el éxito del proceso de inflexión de los siguientes modos:

(a) Impone otras demandas que restan atención, energía y tiempo a las prácticas de los puntos de inflexión. “Las personas están tan ocupadas que no tienen tiempo de aportar al bien común” (Marten 2012).

(b) La innovación o el cambio representado por el punto de inflexión puede representar una amenaza para algunas personas, que pueden tomar medidas para frenar el cambio.

(c) Puede haber foráneos que intenten apoderarse del recurso una vez restaurado.

(d) El status quo puede impedir que la gente haga los cambios requeridos para aplicar el punto de inflexión.

(9) Diversidad social y ecológica. En términos generales, incrementar la diversidad

significa también incrementar las acciones y por lo tanto las posibilidades de éxito. La diversidad de especies de un ecosistema fortalece su capacidad para autorrestaurarse “La diversidad de percepciones, valores, conocimientos, tecnologías,

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organizaciones e instituciones brinda oportunidades para tomar mejores decisiones” (Marten 2012).

(10) Memoria social y ecológica.Hay instituciones sociales, conocimientos y tecnologías

del pasado que de algún modo han sobrevivido y que pueden realizar aportaciones para solventar problemas ambientales del presente; del mismo modo la memoria de la naturaleza se plasma en la resiliencia de los seres vivos y sus relaciones en el ecosistema, producto de su evolución.

(11) Construcción de resiliencia.La resiliencia permite al sistema seguir operando

adaptativamente pese a perturbaciones ocasionales pero severas. Las prácticas de los puntos de inflexión ecológica resultan más eficientes cuando, junto con el giro hacia la sustentabilidad, se incrementa la resiliencia del ecosistema frente a posibles amenazas a su sustentabilidad. El desarrollo de los procesos de cambio a partir de los puntos de inflexión crea nuevos circuitos de retroalimentación que refuerzan y consolidan los logros alcanzados. La resiliencia de una comunidad representa su capacidad adaptativa, “su apertura a cambios basados en una conciencia compartida, la experimentación prudente, el aprendizaje tanto de éxitos como de fracasos y la capacidad para replicar los éxitos” (Marten, 2012)

Como es lógico, muchas de estas condiciones de validez ambiental son compartidas por otras prácticas ecológicas y sociales que presentamos en este libro, como las prácticas participativas de una democracia ambiental descritas en el capítulo sexto. En ese capítulo también abordaremos la función de los participantes externos en la investigación de acción en comunidades locales. La superación de obstáculos sociales y la diversidad biológica, sociocultural e institucional serán analizadas en el capítulo quinto, dedicado a la tragedia de los comunes. Pero previamente a tales desarrollos, resultará útil ilustrar la práctica de los puntos de inflexión ecológica con algunos ejemplos, presentados por el propio Marten como esfuerzos por conseguir la sustentabilidad, cuyo éxito depende

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de que, además de las condiciones ecológicas, analicemos también las condiciones sociales que acompañan a la aplicación de cualquier práctica ambientalmente válida.

Condiciones de validez para una nueva tecnología

El problema ambiental provocado por la deforestación para obtención de combustible en la India vuelve a ejemplificar cómo todas las actividades humanas impulsan una serie de retroalimentaciones concatenadas entre el ecosistema y el sistema social. De hecho, el caso corrobora nuestra tesis, mostrando cómo la validez ecológica (la introducción de una nueva tecnología como los generadores de biogás) no puede ser independiente de la validez social (de una redistribución más igualitaria de la riqueza).

En la India, la obtención de combustible para cocinar los alimentos mediante la recolección de leña procedente de las ramas de árboles y arbustos es una práctica con siglos de tradición. Con el incremento de la densidad poblacional en la India durante los últimos 50 años, la práctica se ha vuelto insostenible, haciendo desaparecer muchos bosques bajo la presión demográfica. Hoy día no quedan ya suficientes árboles y arbustos para suministrar combustible a cientos de millones de personas. En consecuencia, la escasez energética ha retroalimentado “positivamente” el sistema social. Las familias han puesto a sus hijos a recoger todo aquello que pueda arder, desde ramitas, piñas, raíces y tallos secos hasta estiércol de ganado, principalmente de vaca. La recolección de combustible concede un mayor valor agregado a los niños para las familias, de forma que hay más embarazos y nacimientos, con lo que el incremento resultante en la población conduce finalmente a una mayor demanda de combustible.

Marten señala los graves efectos ambientales que la recolección intensiva de combustible causa sobre el ecosistema, empobreciendo los servicios ambientales de los que depende el sistema social. (1) Al utilizar estiércol de vaca como combustible se reduce la cantidad de estiércol disponible para abonar los cultivos, con lo que decrece la producción de alimentos. (2) La deforestación disminuye también el flujo de agua por las laderas de montañas y colinas, necesaria para irrigar los cultivos, lo cual disminuye también su productividad.

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(3) La deforestación también disminuye la protección del suelo contra la erosión provocada por las lluvias monzónicas, sumando grandes cantidades de sedimento al agua de riego; este sedimento se acumula en los canales de riego, obturándolos. (4) La disminución de la cantidad y calidad del agua de riego reduce la producción de alimentos, empeorando la alimentación y la salud de la población.

La introducción de una nueva tecnología de generadores de biogás puede revertir esta cadena causal y mejorar la situación. Un generador de biogás es una especie de depósito para acumular y descomponer los desechos orgánicos humanos, los excrementos de los animales y los residuos vegetales, liberando grandes cantidades de gas metano utilizable como combustible. Finalizado el proceso de la descomposición, los residuos orgánicos que restan en el depósito pueden reutilizarse a modo de composta o fertilizante natural.

Figura 9. Inflexión perniciosa y círculos viciosos provocados por la sobreexplotación de la madera para combustible en la India. Fuente: Marten 2001, traducción de David Núñez.

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Figura 10. Inflexión positiva y círculos virtuosos generados por la introducción de la tecnología del biogás en la India. Las flechas discontinuas muestran efectos drásticamente reducidos gracias a la introducción de generadores de biogás Fuente: Marten 2001, traducción de David Núñez.

Según Marten, la recolección de madera disminuiría notablemente si las autoridades de la India introdujeran generadores de biogás para las estufas de las comunidades rurales. La regeneración de los bosques generaría agua para riego limpia y abundante. “Una vez utilizados en los generadores de biogás, los desechos animales y vegetales podrán usarse para fertilizar los campos, la producción de alimentos incrementará, las personas estarán mejor nutridas y más saludables, y no necesitarán un gran número de niños para recolectar los escasos combustibles para cocinar” (Marten 2001: 15).

Marten muestra acertadamente cómo la validez social y la validez ecológica son igualmente necesarias para determinar si las tecnologías de biogás son ambientalmente deseables. Los mecanismos de apropiación y distribución social de esta tecnología condicionan sus efectos ambientales. Las comunidades de la India presentan enormes brechas entre una minoría de agricultores ricos dueños de la mayoría de la tierra y una gran mayoría de agricultores

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pobres que escasamente disponen de algún terreno. Como ha sido el caso de la nueva generación de electrodomésticos ecoeficientes en México, las instituciones estatales de la India deberían subvencionar la adquisición de generadores de biogás. Si se fija un alto precio para los generadores de biogás, sólo las familias ricas podrán comprarlos. No disponiendo de esos generadores, los pobres atenderán la demanda de estiércol de los ricos, quienes lo comprarán como combustible para sus generadores de biogás. No es de recibo apelar aquí a la conciencia ecológica de los pobres. Es normal que a ellos no les importen demasiado los beneficios ecológicos de los generadores de biogás: un mejor suministro de agua para riego aporta beneficios incomparablemente mayores a los agricultores ricos, que disponen de más tierras. Así que probablemente los agricultores pobres seguirían deforestando los bosques, con lo que los beneficios ecológicos que podrían obtenerse con la nueva tecnología serían prácticamente insignificantes. “Para mejorar esta situación, es importante asegurarse de que todos puedan obtener generadores de biogás. De esta manera todos gozarán de sus beneficios, y se romperá el círculo vicioso de la escasez de combustible y la deforestación” (Marten 2001: 17-18).

Retroalimentaciones positivas para la conservación de un arrecife

La creación de un santuario marino en la isla filipina de Apo es el caso que Gerald Marten recomienda como paradigma para ejemplificar su práctica de los puntos de inflexión ecológica. El caso resulta particularmente útil para el estado de Quintana Roo, pues involucra la conservación de uno de los arrecifes más grandes del mundo, junto con la Gran Barrera Australiana y el Sistema Arrecifal Mesoamericano.

Tras la Segunda Guerra Mundial proliferaron en todas las Islas Filipinas una serie de prácticas de pesca sumamente destructivas: la pesca con dinamita, la práctica japonesa del Muro-ami, en el que el ruido producido al golpear con piedras el coral precipita a los peces hacia las redes, el cianuro y las redes de malla estrecha. Tales métodos propician la sobreexplotación, la pesca de alevines y el deterioro del coral, el hábitat de los peces. Marten muestra cómo

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estas prácticas de pesca activaron dos circuitos de retroalimentación positiva no deseables, dos círculos viciosos que además se reforzaban uno al otro. Por un lado, la reducción de las reservas de peces obligó a ampliar el alcance de estos métodos, con lo que se degradaba más el hábitat y se reducían aún más las reservas. Por otro lado, el deterioro de las condiciones locales para la pesca obligó a los pescadores a desplazarse hacia otros lugares muy lejanos, por los que no sentían ningún vínculo o apego emocional, lo cual condujo a una escalada sin freno en el uso de esas destructivas artes de pesca. Y al desplazarse la pesca a una distancia cada vez mayor de la isla, la propia sustentabilidad de la pesca local perdió importancia. “La espiral descendente de pesca destructiva, degradación del hábitat, reservas de peces cada vez menores y pesca cada vez más lejana continuó hasta que en muchos lugares la pesca se volvió prácticamente despreciable” (Marten, 2012a).

La creación de un santuario marino introdujo en la isla de Apo un punto de inflexión ecológica positiva, activando una serie de circuitos de retroalimentación deseables, una cadena de cambios que revertía los efectos de la inflexión negativa que las prácticas destructivas de pesca habían facilitado. En primer lugar, claro está, el santuario hizo las veces de criadero, recuperando directamente las reservas de peces en torno a la isla de Apo. En segundo lugar, el éxito temprano en la recuperación incentivó a los pescadores a extender la gestión sustentable a todas sus plazas de pesca. Se activó así un doble círculo virtuoso: (1) a mayor recuperación, mayor orgullo comunitario por el trabajo realizado, mayor compromiso con la gestión sustentable y, por consiguiente, mayor recuperación de la pesquería; (2) a mayor recuperación de las reservas, menor necesidad de desplazarse para pescar, mayor consciencia de las consecuencias locales de sus prácticas pesqueras, mayor compromiso con la pesca sustentable y, por lo tanto, mayor recuperación de la pesquería.

Además, señala Marten, se aseguró (“se amarró”) la sustentabilidad de la pesca en la isla de Apo con la formación de círculos virtuosos adicionales: la recuperación del ecosistema arrecifal sirvió para incentivar el turismo. La experiencia adquirida en la gestión sustentable de su pesca sirvió además para prevenir los previsibles efectos ambientales del turismo. La recuperación también logró impulsar un programa fuerte de ecología marina en la escuela primaria, de manera que las nuevas generaciones valorasen

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debidamente el ecosistema del arrecife y supiesen cómo mantenerlo con buena salud. Esa educación ambiental primaria, junto con los ingresos del turismo, ha permitido que los isleños envíen a sus hijos a estudiar licenciaturas y posgrados en las universidades fuera de la isla, algunos en ciencias marinas. Ese nivel educativo aumentará la resiliencia de la comunidad isleña para afrontar futuras amenazas no previstas a sus pesquerías y a su ecosistema marino.

Figura 11. Inflexión perniciosa y círculos viciosos en el arrecife de Apo, Filipinas. Fuente: Marten 2001, traducción de David Núñez.

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Figura 12. Inflexión ecológica y círculos virtuosos en el arrecife de Apo, Filipinas. En blanco: círculos viciosos convertidos en virtuosos por la inflexión ecológica. En negro: Nuevos círculos virtuosos directamente relacionados con la inflexión ecológica. En gris: Nuevos círculos virtuosos derivados de los anteriores círculos virtuosos. Fuente: Marten 2001, traducción de David Núñez

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Según Gerald Marten, la validez ambiental de la práctica de los puntos de inflexión en la isla de Apo procede precisamente de la satisfacción de las condiciones bosquejadas páginas atrás. A continuación transcribimos literalmente su explicación:

(1) El papel central de acciones catalíticas y circuitos de retroalimentación positiva mutuamente reforzadores. Los puntos de inflexión ecológica generan una reacción en cadena a través del sistema social y el ecosistema. Un pequeño cambio en cualquiera de éstos genera un cambio mayor en ambos. La inflexión positiva genera mejoras en los sistemas social y ecológico que se refuerzan uno a otro y redirigen a ambos del deterioro a la salud. La acción catalítica para la Isla Apo fue el establecimiento del santuario marino, el cual puso en marcha numerosos cambios ambientales y sociales. Lo más importante fue el hecho de que el éxito del santuario inspiró a los pescadores a desarrollar y dar fuerza a reglamentos de pesca en toda su zona pesquera. Cada éxito subsiguiente inspiró a los pescadores a mejorar aún más su esquema de gestión. El incremento en el número de peces fomentó el turismo, lo cual a su vez reforzó la necesidad de un próspero ecosistema marino que continuara atrayendo turistas. El turismo, la experiencia positiva de ejercer control sobre su propio destino, y su reconocimiento como comunidad modelo en la gestión pesquera motivaron numerosos cambios en la sociedad isleña, y pusieron en marcha circuitos de retroalimentaciones positivas adicionales en cuanto la infraestructura, educación y planificación familiar en la isla.

(2) Los puntos de inflexión ecológica son eficientes porque movilizan a la naturaleza y a procesos sociales naturales a hacer el trabajo. El poco trabajo físico requerido para vigilar un santuario de 450 metros permitió a la naturaleza restaurar el santuario y subsiguientemente permitió a la naturaleza sanar el ecosistema marino entero de la zona pesquera de la isla. La historia de la Isla Apo no trata de un elaborado plan de desarrollo que depende de grandes cantidades de dinero y metas inalcanzables para ser exitoso. El punto de inflexión - el establecimiento del santuario - puso en marcha circuitos de retroalimentación a corto plazo en que

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la gente pronto pudo ver las consecuencias de sus acciones. De lo demás se encargaron los procesos económicos, sociales y gubernamentales usuales.

(3) El papel central de la comunidad local. El santuario marino fue un punto de inflexión efectivo porque pertenecía a la comunidad. La mayoría de las cosas importantes que sucedieron tras el establecimiento del santuario, surgieron de acción comunitaria. El éxito habilitó a la comunidad al motivarla a buscar más puntos de inflexión para obtener mejores servicios de sus sistemas social y ambiental. Una vez en marcha a escala local, el proceso se extendió más allá de la isla para incluir tours de buceo provenientes de tierra firme, y para enviar a sus hijos a escuelas secundarias y universidades en tierra firme. Eventualmente llegó al gobierno nacional, el cual catalizó la difusión de la misma fórmula a otras comunidades pesqueras. Un fuerte liderazgo local en apoyo del santuario fue crítico para su éxito. La Isla Apo ha tenido la dicha de contar con el apoyo de fuertes capitanes barangay. En otras situaciones el liderazgo podría venir del sector civil.

(4) El papel del estímulo y facilitación externos. Mientras que la acción a nivel local es un componente fundamental de los puntos de inflexión ecológica, la estimulación y facilitación proactiva desde fuera muchas veces es esencial para poner en marcha la acción comunitaria y detonar la cadena de efectos que redirige los cambios hacia mejor rumbo. Tres años de diálogo y motivación por parte de la Universidad Silliman fueron necesarios antes de que los pescadores locales decidieran probar la idea del santuario en 1982. La facilitación de una ONG Filipina también jugó un papel clave en el desarrollo de un programa de gestión para toda la zona pesquera de la isla en 1985. Estando los isleños muy motivados a planificar sus familias, una ONG Filipina con financiamiento internacional, les ayudó a hacerlo.

(5) Los puntos de inflexión ecológica generan símbolos que refuerzan la inflexión. Crean espacios comunales, historias compartidas, u otros medios que simbolizan la “inflexión” e impulsan a la acción comunitaria a seguir adelante. El santuario es un sitio sagrado para los isleños de Apo. Forma

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el centro de una historia compartida de orgullo y éxito. Es impensable violar el santuario, o lo que representa.

(6) Importancia del efecto ejemplo piloto. La ejemplificación, sustenta y expande el proceso. Las catorce familias que comenzaron el santuario en la Isla Apo, no lo hubieran hecho sin ver el santuario en Isla Sumilon. No habrían persistido en vigilar el santuario, y no se les habrían unido el resto de las familias de la isla en gestionar toda la zona pesquera, si el santuario no hubiera dado resultados inmediatos. El éxito en Apo motivó a otras comunidades a intentar lo mismo.

(7) Los puntos de inflexión son coadaptativos. Ayudan al sistema social y al ecosistema a encajar el uno con el otro, y a funcionar sustentablemente en conjunto. Al progresar la experiencia de la Isla Apo, las percepciones, valores, conocimientos, tecnología, organización social e instituciones sociales cambiaron en maneras que fortalecían la sustentabilidad del ecosistema marino en cuanto a la pesca y el turismo. Simultáneamente el ecosistema marino cambió gracias a la acción humana y a los procesos ecológicos naturales que encajaron con el nuevo carácter del sistema social de la isla. Los cambios además mejoraron la coadaptación e integración de distintas partes del ecosistema marino. El santuario contribuyó a la salud ambiental de zonas pesqueras adyacentes, y la implementación de artes pesqueras sustentables en la zona pesquera mejoró la calidad del santuario. En conjunto el santuario y la zona pesquera funcionan de manera coadaptada y sustentable.

(8) Los puntos de inflexión ecológica efectivos fortalecen la resiliencia. Podemos considerar la “resiliencia” como la habilidad para continuar funcionando dentro del mismo dominio de estabilidad, con los mismos procesos y estructuras mutuamente reforzadores, a pesar de disturbios intermitentes y a veces severos. Los puntos de inflexión ecológica contribuyen efectivamente a la sustentabilidad cuando mueven al sistema social-ecológico hacia un dominio de estabilidad que no solo es sustentable, sino también resiliente. Derivados del santuario, como son ingresos alternos, clases de ecología marina en la escuela, acceso a la educación superior, la formación de agrupaciones de mujeres,

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y el fortalecimiento general de la organización y solidaridad comunitaria, refuerzan la habilidad de la comunidad isleña de mantener una pesquería y un ecosistema marino sano y sustentable frente a futuros retos aún desconocidos.

(9) Los puntos de inflexión ecológica utilizan la diversidad social y ambiental como un recurso. Los pescadores de Apo no hubieran pensado en un santuario si el personal de la Universidad Silliman no se los hubiera propuesto. La universidad fue fuente de una diversidad social que ayudó a los pescadores a considerar una mayor variedad de estrategias para enfrentar el deterioro de su pesquería. La diversidad ecológica del santuario marino sirvió para aumentar las reservas de peces en las zonas pesqueras, ayudando a mantener su salud ambiental y valor comercial. En la ausencia de un santuario las especies de peces, o de otros animales como las almejas gigantes que son más explotadas, pronto desaparecen de zonas pesqueras.

(10) Los puntos de inflexión ecológica utilizan la memoria social y ecológica como un recurso. La Isla Apo pudo regresar a sus métodos tradicionales de pesca, como el anzuelo, la trampa y las redes de malla grande porque la memoria social dijo a los pescadores que estos métodos eran sustentables y los pescadores sabían utilizarlos efectivamente. La memoria ecológica fue responsable de la rapidez con la cual el ecosistema marino y las poblaciones de peces dentro del santuario respondieron a su protección. La fuerte adaptación entre las plantas y animales marinos regionales, y de ambas al ambiente local, les permitió ensamblar un ecosistema funcional y sustentable con rapidez (Marten, 2012a)

Las prácticas de la biomímesis

Una de las condiciones de validez ambiental de las prácticas de los puntos de inflexión era “dejar a la naturaleza hacer todo el trabajo”. En cierto sentido, la biomímesis respeta esa misma condición desde el principio, al recurrir a la naturaleza para el diseño mismo de sus prácticas.

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Las tecnologías contemporáneas de la biomímesis tienen su precedente histórico en la práctica que antiguamente se denominaba imitatio naturae: observar y copiar los modos en que la naturaleza biótica y abiótica resuelve problemas ambientales análogos a los que los seres humanos nos enfrentamos. No obstante, la locución imitación de la naturaleza no siempre se empleaba con propósitos de alabanza. Para Platón, por ejemplo, copiar la naturaleza es copiar una copia, pues los entes físicos copian o imitan (mimesis, en griego) sus esencias o ideas, y de manera necesariamente imperfecta, por lo que imitando la naturaleza solo podemos magnificar sus errores. Casi dos mil años más tarde, Hegel condenaba las artes que meramente imitaban a la naturaleza: para él, el principio de todas las artes de la razón humana era el espíritu, cuyo despliegue histórico en forma de trabajo e instrumentos se adueña de los procesos naturales y los pone a su servicio, como el amo al esclavo. Ahora bien, pese al tópico, no toda la tradición occidental ha sido tan metafísica y antinaturalista: también ha habido pensadores heterodoxos, como Hugo de San Víctor o Roberto Kildwarby, para quienes, por ejemplo, el albañil y el constructor harán bien en levantar su casa imitando en las vertientes de su tejado la falda de las montañas, que permite que el agua se escurra.

El científico y poeta español Jorge Riechmann ha recurrido frecuentemente a la noción de biomímesis para establecer los conceptos y principios básicos de nuevas prácticas ambientales sustentables. Riechmann insiste en que lo que debemos emular no son exclusivamente las estructuras y las funciones biológicas de los organismos aislados (la tracción de la oruga o la resistencia de la telaraña, según algunas de la versiones más populares de la biomímesis) sino de los ecosistemas completos34.

34 Sin llamarla así, el antropólogo Arthur Demarest apela a la biomímesis del ecosistema de la selva húmeda para explicar la adaptatividad de las prácticas agrícolas de los antiguos mayas: “El verdadero secreto de la civilización maya residía en sus adaptaciones exitosas y sustentables a la selva húmeda, logro éste que no hemos podido emular en nuestros días. En términos generales, el secreto de la estrategia adaptativa de los mayas era sencillamente estructurar sus regímenes agrícolas de manera que imitasen la naturaleza misma de la selva húmeda. Las dos características centrales de la selva húmeda son su biodiversidad y la gran dispersión de los individuos de sus especies sobre una extensa área. En su adaptación gradual a los regímenes ecológicos de la

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No es pues casual que también recurra a la bioeconomía de Nicolas Georgescu-Roegen, mencionada ya en el capítulo anterior. El economista rumano diferenciaba décadas atrás entre (1) la economía ambiental, que tasa los ecosistemas en términos del sistema económico, preguntándose por la capacidad de carga de un ecosistema para sostener determinada población con determinado sistema de producción, transporte y consumo, y (2) la economía ecológica, que se pregunta por la huella ecológica que esa población y ese sistema económico produce sobre un determinado ecosistema. Con ello, Georgescu-Roegen invierte los términos de la relación de pertenencia o inclusión (Olmedo, 2009: 119): el sistema económico solo es un subconjunto más del ecosistema al que debe adaptarse. Así que en vez de “tasar” los “servicios ambientales” del ecosistema en términos monetarios, Georgescu-Roegen optó por cuantificar las necesidades de materia y energía en términos de las unidades de las leyes físicas que gobiernan nuestra biosfera, y en particular de las leyes de la termodinámica. Una vez realizada, esa cuantificación corroboraba que nuestro sistema económico está hipertrofiado, entorpece la subsistencia de otros subsistemas y colapsa la propia biosfera. La lección económica a extraer es que no podemos vigilar exclusivamente el incremento de la oferta, sino sobre todo el incremento de la demanda. Y en esa vigilancia interviene necesariamente lo que podríamos llamar una ética de la finitud y de la auto-contención. Es en el marco de esa ética donde Riechmann busca situar los principios básicos de una práctica general de la biomímesis.

Riechmann apela a las tesis de Georgescu-Roegen para enumerar las leyes de la ecología que deben gobernar tal práctica

(1) Hiperconectividad. Todo está relacionado con todo lo demás. La biosfera es una compleja red, en la cual cada una de las partes que la componen se halla vinculada con las otras por una densa malla de interrelaciones reticulares.

(2) Entropía. Todas las cosas han de ir a parar a alguna parte. Todo ecosistema puede concebirse como la superposición

selva húmeda, las poblaciones crecientes de la civilización maya aprendieron a adaptar sus sistemas agrícolas de manera que imitasen la diversidad y la dispersión de la selva húmeda” (Demarest, 2004: 128).

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de dos ciclos, el de la materia y el de la energía. El primero es más o menos cerrado; el segundo tiene características diferentes porque la energía se degrada y no es recuperable (principio de entropía).

(3) Superioridad del saber de la naturaleza. La naturaleza es la más sabia (o “la naturaleza sabe lo que hace”). Su configuración actual refleja unos cinco mil millones de años de evolución por ensayo y error: por ello los seres vivos y la composición química de la biosfera reflejan restricciones que limitan severamente su rango de variación.

(4) Pérdida. En todos los procesos dentro de la biosfera, al final tendremos un déficit en términos de materia-energía (Riechmann, 2004: 10-11). A partir de estas leyes, Riechmann establece los siguientes principios para una práctica general de la biomímesis:

(1) Vivir del sol como fuente energética.(2) Cerrar los ciclos de materiales.(3) No transportar demasiado lejos los materiales.(4) Evitar xenobióticos, contaminantes orgánicos

persistentes.(5) Respetar la diversidad.

A éstos Riechmann añade dos principios más, que en su opinión no proceden de la emulación de la naturaleza:

(6) Autocontención (procedente de la equidad interespecífica).

(7) Aumentar sistemáticamente la ecoeficiencia (hacer más con menos), obteniendo mayor bienestar humano con menores insumos de energía y materiales.

Algunos principios de este listado han aparecido ya en prácticas previamente descritas, pero los dos últimos añaden consideraciones que son relevantes para nuestra noción pragmática de racionalidad ambiental y de sus prácticas

(1) Aunque Riechmann no incluye entre estos principios derivados de la biomímesis el principio general de la

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auto-contención o autolimitación en la producción y el consumo (6), creemos que puede derivarse de éstos de una forma indirecta. Es cierto que la auto-contención entraña un principio ético como la equidad interespecífica (dejar espacio a los demás o no llenarlo todo, como afirma Riechmann) cuyas pretensiones normativas no pueden deducirse sin más de la observación de la conducta de organismos, poblaciones y especies. Pero recordemos que, para el pragmatismo, que un principio sea ético no significa que sus fuentes de validez sean extrínsecas a su relación con el resto. Aunque con las debidas matizaciones, la equidad interespecífica parece ser una consecuencia lógica de la priorización y la centralidad del valor de la biodiversidad, último de los principios de la biomímesis de Riechmann. “No hará falta insistir en la enorme, estupefaciente diversidad que caracteriza a la vida sobre nuestro planeta: esa diversidad a todos los niveles –genes, organismos, poblaciones, ecosistemas— es una garantía de seguridad en un mundo cambiante. Por eso, también aquí la biomímesis es un buen principio orientador: la economía humana ha de construirse respetando las singularidades regionales, culturales, materiales y ecológicas de los lugares. La flexibilidad de los sistemas humanos ha de permitir hacer frente a los imprevistos, y proporcionar los bienes y servicios necesarios para las personas y comunidades que en sí mismas son entes cambiantes” (Riechmann, 2004:17). De este modo, la auto-contención sería el corolario de las leyes ecológicas de Georgescu-Roegen, sumadas a ese quinto principio de respeto a la biodiversidad. En otras palabras: el respeto no antropocéntrico al valor de la biodiversidad nos permite valorar apropiadamente el desajuste estructural (cuantificable termodinámicamente) de nuestro sistema económico dentro de la biosfera. Nuestro sistema económico invade el espacio del resto de especies con quienes compartimos nichos ecológicos y amenaza su continuidad evolutiva, acelerando el ritmo de extinción de especies. La autolimitación que propugna Jorge Riechmann resulta de la interacción entre un hecho verificable según

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las leyes de la bioeconomía y del carácter central del valor de la biodiversidad.

(2) Al situar la ecoeficiencia fuera de los principios biomiméticos, Riechmann señala un hecho con el que tiene que enfrentarse las ciencias ambientales, analizando pormenorizadamente sus causas y sus posibles soluciones. En numerosas situaciones, la eficiencia en la explotación de los ecosistemas y la biodiversidad son valores antagónicos. Marten señalaba algo parecido al comparar la eficiencia, la producción basada en la estabilidad del ecosistema, y su resiliencia, que exige además la redundancia y cambios ocasionales que prevenga cambios catastróficos. En este caso, la oposición entre eficiencia y biodiversidad se explica a partir del hecho ecológico de que la eficiencia o economía de medios (“hacer más con menos”) en nuestro uso de recursos naturales se opone al proceso de la sucesión ecológica: la evolución en complejidad y biodiversidad de los ecosistemas. El ejemplo clásico de sucesión es la formación de suelo y selva a partir de una roca desnuda, “colonizada” sucesivamente por poblaciones de bacterias, líquenes, musgos, hierbas, arbustos y finalmente árboles. El problema es que la producción y la madurez, la complejidad y la biodiversidad son inversamente proporcionales. Los ecosistemas que han alcanzado su clímax gozan de gran estabilidad, pero producen muy poca biomasa como resultado de sus procesos de fotosíntesis. El problema al que se enfrenta el uso eficiente de recursos naturales es la oposición intrínseca entre explotación y sucesión: en su explotación de la biomasa, la especie humana se vuelca sobre los ecosistemas jóvenes, inestables, escasamente biodiversos y muy productivos o ecoeficientes. De ahí que la economía de escala35 de los recursos naturales tienda a detener la sucesión de los ecosistemas en sus etapas iniciales o a producir regresiones de los ecosistemas a etapas de menor complejidad y biodiversidad, pero de mayor productividad. “Los ecosistemas viejos, completamente

35 Economía de escala es la reducción en el precio unitario como consecuencia del aumento en la escala de producción (Marten, 2001:288).

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estructurados y ricos en biodiversidad –como los arrecifes de coral o los bosques tropicales- son por todo ello inadecuados para la explotación humana y muy frágiles ante ésta” (Riechmann 2004:21). Resulta notable que teóricos de la biomímesis como Janine Benyus (2012) empleen ejemplos de ecosistemas maduros como modelos para el desarrollo sustentable. Para abordar esta tensión se hace necesario recurrir a una disciplina emergente como la denominada ecología industrial.

Las prácticas de la ecología industrial

Según Riechmann, la única manera de que la ecoeficiencia figure entre las prácticas de la biomímesis es estableciendo como objetivo la desaparición de los daños ambientales del sistema de producción económico. Para visualizar como sería ese modelo, Riechmann adopta abiertamente el sistema económico en condiciones ideales, regido por el concepto de ecoefectividad, que propusieron William McDonough y Michael Braungart en “The Next Industrial Revolution” (1998), uno de los artículos pioneros de una disciplina emergente y en debate, la ecología industrial.

McDonough y Braungart empiezan desafiando la tibieza del concepto de ecoeficiencia recogido entre los acuerdos de la Cumbre de Río en 1992. Según esos estándares, señalan, hasta un empresario como Henry Ford habría sido ecoeficiente “¿Qué es la ecoeficiencia? El término significa en primer lugar ´hacer más con menos´, un precepto que tiene sus orígenes en los inicios de la industrialización. Henry Ford fue un adalid de las políticas de operación limpias; ahorró dinero en su empresa reciclando y reutilizando materiales, reduciendo el uso de recursos naturales, minimizando el empaquetado, y sentó nuevos estándares para líneas de montaje economizadoras de tiempo. Escribía Ford en 1926, ‘Debes aprovechar al máximo la energía, los materiales, el tiempo’. Este credo podría colgar hoy en los muros de cualquier fábrica ecoeficiente” (1998).

Con esta provocación McDonough y Braungart quieren llamar la atención sobre el hecho de que, aunque puede frenar o desacelerar la crisis ambiental, una economía ecoeficiente es

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insuficientemente radical para lograr un cambio a largo plazo, ya que el propio concepto de ecoeficiencia pertenece de entrada al mismo sistema económico que la originó. Apelar a la ecoeficiencia incluso puede ser contraproducente, al fijar estándares de calidad de cuyo cumplimiento las empresas pueden presumir mientras que van acabando silenciosamente con todo, amortiguando así el eco público del impacto ambiental de sus actividades industriales. “‘Producir más con menos’, ‘minimizar los desechos’, ‘reducir’ y dictados afines sugieren la noción de un mundo con límites, un mundo cuya capacidad de carga queda restringida por la explosión de la población, de la producción y del consumo. La ecoeficiencia nos dice que recortemos la actividad y los productos industriales, que intentemos limitar la creatividad y la productividad de la especie humana. Pero la idea de que la industria humana siempre destruirá la naturaleza o que un exceso en la demanda de bienes y servicios siempre provocará daños ambientales no es más que una simplificación. La misma naturaleza es notablemente industriosa, sorprendentemente productiva y creativa, no es eficiente sino efectiva. Pensemos en el cerezo. Produce miles de flores para que pueda germinar, enraizarse y crecer otro cerezo. En primavera, al ver los montones de flores apiladas en el suelo del cerezo, ¿alguien diría que es ineficiente y derrochador? La abundancia del árbol es útil y sana. Tras caer, las hojas nutren el suelo del ambiente circundante. Hasta la última partícula contribuye a la salud y la pujanza del ecosistema. ´El desecho es comida”´, primer principio de la Próxima Revolución Industrial’ (McDonough y Braungart, 1998) En el resto de su artículo, McDonough y Braungart derivan de este principio una serie de conceptos y enunciados, de los que Riechmann se sirve para construir la siguiente tabla comparativa entre sistemas ecológicamente ineficientes, sistemas ecológicamente eficientes y sistemas ecológicamente efectivos.

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SITUACIÓN ACTUAL(SISTEMAS.

INSOSTENIBLES)

ESTRATEGIA DEECOEFICIENCIA

ESTRATEGIA DEECOEFECTIVIDAD

Se lanzan anualmente millones de toneladas de material tóxico al medio ambiente.

Se lanzan anualmente millones de toneladas de material tóxico al medio ambiente.

No se introducen materiales peligrosos en el medio ambiente.

La prosperidad se mide por la actividad, no por el resultado.

La prosperidad se mide por una menor actividad.

Se mide la prosperidad por cuánto capital natural podemos acrecentar de forma productiva; se mide el progreso por el número de edificios que no emiten contaminación a los aires o las aguas.

Se producen materiales tan peligrosos que requerirán vigilancia constante por parte de las generaciones futuras.

Se producen menos materiales peligrosos que requerirán vigilancia constante por parte de las generaciones futuras.

No se produce nada que requiera vigilancia por parte de las generaciones futuras.

Se producen gigantescas montañas de desperdicios.

Se producen montañas de desperdicios más pequeñas.

No se producen desperdicios.

Se entierran materiales valiosos por todo el planeta, en agujeros de donde después no pueden recuperarse.

Se entierran menos materiales valiosos por todo el planeta, en agujeros de donde después no pueden recuperarse.

Todos los materiales valiosos se reutilizan.

Se erosiona gravemente la diversidad de las especies biológicas y las prácticas culturales.

Se estandariza y homogeneiza la diversidad de las especies biológicas y las prácticas culturales.

Se celebra la abundancia de diversidad biológica y cultural y de “renta solar”.

Tabla Comparativa de Sistemas Ineficientes, Eficientes y Efectivos. Fuente: Riechmann, 2004.

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McDonough y Braungart creen haber logrado imitar el círculo virtuoso de la naturaleza en una fábrica textil de su propiedad, reduciendo a unos cuantos elementos químicos biodegradables los cientos y cientos de elementos químicos altamente tóxicos que utilizaban para estampar los tejidos de sus productos. Su tesis es que la obsolescencia programada36 puede convertirse en un fenómeno positivo para una economía sustentable que produzca nutrientes y no residuos. Es lógico que las tesis de McDonough y Braungart hayan provocado la incredulidad de la mayoría. Al fin y al cabo, los intereses de los empresarios industriales nunca han coincidido con los de los ecólogos y ecologistas. ¿Es posible una economía de 0 desechos no reciclables? ¿Cómo podría abordarse el tránsito hacia esa economía desde la propia ecología?

Sucesión ecológica y ecología industrial

Para abordar estos problemas debemos extendernos algo más en el fenómeno de la sucesión ecológica y en los ciclos de los sistemas complejos. Como sistemas complejos, los ecosistemas sufren una combinación de cambios progresivos, debidos a procesos basados en la composición interna o ensamblaje de las comunidades biológicas, y de cambios repentinos en sus dominios ocasionados por súbitas perturbaciones externas. La siguiente tabla incluye las etapas del ciclo y los fenómenos sistémicos que las caracterizan

CRECIMIENTO (ECOSISTEMAS INMADUROS)

Retroalimentación positiva Alta producción de biomasa Baja complejidad/diversidad

EQUILIBRIO CLIMAX (ECOSISTEMAS MADUROS)

Retroalimentación negativa Baja Producción de Biomasa Alta complejidad/diversidad

DISOLUCIÓN Retroalimentación positiva Perturbación externa Desplazamiento del dominio de estabilidad

REORGANIZACIÓN Procesos diversos de recuperación Elementos aleatorios Apertura de distintos dominios de estabilidad

Tabla 2. Ciclos de Sistemas Complejos. Fuente: Elaboración propia, a partir de Marten, 2001.

36 Ver supra, capítulo 1, en la sección “El diseño de la obsolescencia programada”.

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Algunos factores del proceso de ensamblaje de los ecosistemas (como el tamaño relativo y la tasa de crecimiento de las especies ‘colonizadoras’, por ejemplo, o las particularidades de las relaciones presa-predador de las especies que lo componen) propician cambios progresivos de una comunidad biológica a otra. Una misma localización física puede tener distintas comunidades biológicas en distintos momentos. Ese proceso cíclico de cambio de una comunidad biológica a otra se denomina sucesión ecológica. La sucesión ecológica es la progresión de comunidades biológicas hasta la madurez y al estado clímax. Las comunidades biológicas de la etapa de crecimiento de la sucesión ecológica son ‘inmaduras’, menos complejas, con menor diversidad de especies de plantas y animales. Conforme se consolida el ensamblaje, la comunidad biológica gana en complejidad. Aparecen nuevas especies “especializadas” en su alimentación y sus interacciones con otras especies de plantas y animales. La última etapa de la sucesión es la comunidad clímax o madura. Las comunidades clímax no cambian por sí mismas a una nueva etapa. Para reorganizarse necesitan de una perturbación externa.

Teniendo en cuenta estas particularidades del fenómeno de la sucesión ecológica, el biólogo William Cooper seleccionó varios sistemas ecológicos maduros (los arrecifes de coral, bosques viejos de abetos y secuoyas) como modelo de efectividad ecológica. Basándose en Cooper, Benyus distingue entre tres tipos de especies

1) Especies de tipo I, oportunistas, con comunidades concentradas en el crecimiento y la productividad, entendida puramente como velocidad de conversión de materias primas a productos, independientemente de la eficiencia o la tasa de ahorro de energía y del porcentaje de residuos irreciclables que genera cada unidad de producto. La abundancia de recursos propicia la prosperidad de estas comunidades de especies, convirtiendo velozmente los recursos en descendencia numerosa, huevos o semillas. Maximizada la producción, cuando la población se incrementa por encima de los recursos, éstos se agotan, las comunidades abandonan el sitio en busca de otro, y así sucesivamente. Son comunidades que parecen estar de paso. En vez de ajustarse a su ambiente haciéndose más

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eficientes, prefieren aprovechar nuevas oportunidades y colonizar nuevos lugares (Benyus, 2012: 306).

2) Las especies de tipo II se ensamblan en comunidades menos maximizadoras. Son especies como los arbustos perennes productores de bayas, cuya producción de semillas es menor, ahorrando el resto de su energía para dedicarla a producir raíces y tallos fuertes para hacerse resistentes a los embates del clima. Cuando llega la primavera, sus raíces rebrotan y crecen con rapidez buscando la luz del sol, adelantando a las comunidades de plantas anuales tipo I (Benyus, 2012: 306).

3) Las especies de tipo III se ensamblan en comunidades maduras con estrategias evolutivas más lentas y pacientes, diseñadas para permanecer leales a la tierra en un estado de conservación o equilibrio, tomando no más de lo que devuelven. De ahí que no necesiten tan perentoriamente tomar la luz del sol. La descendencia tolera la sombra de sus padres, de manera que varias generaciones pueden crecer en el mismo sitio. Prefieren tener menos hijos, más longevos y con vidas más complejas, y desarrollan relaciones sinérgicas de interdependencia con otras especies de la comunidad. Invierten su energía en la optimización de esas relaciones sinérgicas. Todos los elementos nutrientes de la red sistémica van pasándose “de mano en mano”, intercambiando los materiales incesantemente. Además no generan desechos, pues no absorben más que la energía solar. Cuando un bosque maduro alcanza su equilibrio o su estado de clímax, las especies colonizadoras hace mucho que se fueron, en busca de mejores oportunidades (un claro en el bosque tras un incendio, un rayo o un huracán). Solo la perturbación externa rompe el equilibrio de los ecosistemas con comunidades de especies de tipo III, llevándolo a las etapas de disolución y de reorganización (Benyus, 2012: 308).

Cooper se sirve de estos tres tipos de especies para ejemplificar tres tipos distintos de sistemas económicos. Como los ecosistemas basados en ensamblajes comunitarios de especies tipo I, los sistemas económicos basados en cadenas productivas de la primera revolución industrial son lineales, “no cierran sus ciclos de materiales”. Cooper

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ofrece una analogía aleccionadora. La revolución industrial significó algo parecido a arrojar un puñado de escarabajos en un recipiente de ricos nutrientes. Cuando tienen descendencia y acaban con los nutrientes, los escarabajos pueden buscar otros sitios e ir haciendo sucesivas mudanzas y colonizaciones. La tecnología puso al alcance de los seres humanos recursos presuntamente ilimitados. Hemos descubierto que no lo son cuando ya casi nos los hemos acabado. Los seres humanos, fuera de este recipiente llamado Tierra, no tenemos otro sitio donde ir. Es casi como si tapásemos el recipiente con los escarabajos dentro: tras acabar con los nutrientes, aparecen las primeras escaramuzas y duelos de antenas, las crías ajenas van siendo devoradas, las parejas que copulan son interrumpidas por otros pretendientes antes de que se produzca la fecundación … “En nuestros días, cuando ya hemos ido a todos los sitios donde podíamos ir, tenemos que encontrar otra clase de abundancia, no saltando a otro planeta, sino cerrando los bucles de éste” (Benyus, 2012: 308). Para la ecología industrial, renovar nuestros sistemas productivos es como cambiar nuestro nicho ecológico, cambiar nuestra profesión en el ecosistema, adoptando estrategias de las comunidades de especies tipo III, como las secuoyas. Diez son las estrategias ganadoras de lo que Benyus llama “el clan de las secuoyas”.

(1) Emplear los desechos como recurso (2) Diversificarse y cooperar para aprovechar plenamente el

hábitat(3) Obtener y utilizar energía eficientemente(4) Optimizar en vez de maximizar(5) Emplear los materiales con moderación (6) No ensuciar los nidos(7) No agotar los recursos (8) Mantenerse en equilibrio con la biosfera(9) Regirse por la información(10) Comprar localmente

La práctica de la biomímesis de Cooper y Benyus integra esas diez estrategias para imaginar una deseable sucesión en el sistema productivo, de manera que las industrias se asemejen más a un bosque de secuoyas que a un pastizal:

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1) Convertir los desechos en recurso. Dentro del proceso de sucesión ecológica, la producción de biomasa es directamente proporcional a la necesidad de reciclaje: si toda la biomasa se dedicara a extraer nutrientes del entorno físico, éste colapsaría muy pronto. Las comunidades biológicas maduras no incrementan la tasa de extracción de nutrientes del entorno físico, sino que disponen de una estrategia mucho más adaptativa. Hacen circular entre sus componentes orgánicos la energía requerida para su funcionamiento, en ciclos en que la materia orgánica crece, muere y se descompone, y finalmente se reintegra o reasimila, impidiendo la pérdida de recursos. “Todo desecho es alimento y todo el mundo se reencarna en el cuerpo del otro” (Benyus, 2012: 308).

Figura 13. Parque industrial de Kalundborg. Fuente: Elaboración propia.

La figura 13 es un mapa del parque industrial de Kalundborg, Dinamarca, diseñado con arreglo a la práctica de la biomímesis de los sistemas de tipo III. Al generar electricidad, la compañía

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eléctrica produce lo que en economía ambiental se denominan “externalidades”. Uno de esos residuos, el vapor, puede “internalizarse” en forma de calor para (1.1) la calefacción de los hogares, para (1.2) la refinería de productos petroquímicos, para (1.3) la fermentación química de insulina y enzimas, y para (1.4) elevar las temperatura del agua de la piscifactoría y optimizar la reproducción de peces. El gas que anteriormente salía de la chimenea de la refinería y polucionaba la atmósfera se purifica ahora y sirve de combustible para (1.2.1) la propia refinería, (1.2.2) la compañía eléctrica y (1.2.3) una compañía que fabrica yeso. El proceso de purificación también produce como residuo azufre, que acaba siendo empleado por una (1.2.4) una compañía química que produce ácido sulfúrico. Por su parte, en el proceso de fabricación de insulina y enzimas, la farmacéutica ha producido una cantidad de nitrógeno que anteriormente iba directamente a las aguas del fiordo danés, y que ahora (1.3.1) los agricultores emplean como fertilizante. En resumen, el parque ecológico emula a la naturaleza y transforma lo que antes eran “residuos indeseables” en “desechos deliberados o deseados”.

Benyus señala la tendencia de un creciente número normativas europeas y estadounidenses destinadas a la recuperación de bienes durables como los automóviles al final de su vida útil. Esas normativas están obligando a pasar del diseño de productos efímeros al diseño de productos que o bien duren mucho más tiempo o bien puedan ser fácilmente desarmados para su reciclaje o reutilización. Una conocida compañía de perfumería y cosmética ha sabido cómo conectar con el “consumidor verde”, rellenando con sus productos los envases que antes se desechaban. En el caso de los envases de cristal, la empresa retoma la vieja tradición italiana de jamás tirar el vidrio, sino reutilizarlo o reciclarlo, refundiéndolo.

(2) Diversificarse y cooperar. “La vida, por naturaleza, es interdependiente. Tratar de conseguir la máxima efectividad por medio de la independencia es como tratar de jugar al tenis con un palo de golf” (Covey, 2012: 27). Otro aspecto de la biomímesis que resulta relevante para nuestra concepción de la racionalidad ambiental es nuevamente la importancia adaptativa de las prácticas de cooperación. “La

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vida depende de la diversidad, funciona con la diversidad, realmente. La vida recompensa la cooperación. Así es como los sistemas aprovechan al máximo sus lugares y crean más y más oportunidades de vida conectándose en mutualismos y simbiosis. Con simbiosis” (Benyus, 2011: 311). En los ecosistemas maduros, la cooperación parece ser tan importante como la competencia. Los organismos se distribuyen diversificándose en nichos ecológicos no competitivos. Y cuando los organismos comparten nichos, se distribuyen los territorios o incluso los horarios. La gran estudiosa de la simbiosis es la bióloga Lynn Margulis, cuyos trabajos pioneros sobre simbiogénesis o endosimbiosis establecen precisamente la cooperación mediante mutualismo y simbiosis como principal mecanismo evolutivo, presente incluso en el origen de la vida como vida37. “Si la hipótesis endosimbiótica es válida, cada célula de nuestro organismo es un ente simbiótico. Cuando los simbiontes se agrupan en un gran número, constituyen órganos y organismos. De hecho, la teoría dice que nuestro cuerpo es en realidad un agregado de criaturas unicelulares que han formado un organismo pluricelular gigante. En pocas palabras, somos una colonia, un organismo compuesto de otros muchos, y una prueba viva del poder de la cooperación” (Benyus 2012: 318). Un ejemplo de prácticas de cooperación en economía ambiental es el retraso de la competencia hasta la fase de comercialización en algunas industrias de Japón y Estados, de manera que se establece un periodo de cooperación precompetitiva, por ejemplo, para objetivos comunes como “diseñar para desarmar”, un proceso que supone el mutuo ajuste entre los productos de las diversas compañías.

(3) Obtener y utilizar eficientemente la energía. Los ecosistemas también respetan la segunda ley de la termodinámica. Cuando cada elemento del ecosistema realiza un trabajo, una parte de la energía se pierde

37 Ver supra, Introducción, en la sección “Cómo ser un buen evolucionista”.

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en forma de calor. De ahí la necesidad de importar incesantemente energía. Los gusanos tubícolas del lecho oceánico son la única especie que no depende de la luz solar. Sus bacterias oxidan el azufre y fijan el carbono de las sustancias hidrotermales. El resto de poblaciones y ecosistemas depende primariamente de los organismos fotosintetizadores que aprovechan solo una porción ínfima de la luz que llega a la Tierra tras recorrer 150 millones de kilómetros. Tales organismos, situados en la base de la pirámide, convierten óptimamente el 95 % de la energía solar, pero por cada escalón (herbívoros, carnívoros, etc.), se pierde el 90% de la energía, transmitiéndose sólo el 10% restante. En tales condiciones de consumo, la evolución gratifica a los organismos economizadores y penaliza los grandes flujos de energía. Como ya vimos en la Introducción, la aceleración del proceso del calentamiento global tiene una explicación simple: al viajar en avión o en automóvil, liberamos casi de aún la antigua luz solar pacientemente acumulada por la naturaleza en los fósiles de animales y plantas durante millones de años. Utilizamos además los procesos de combustión hiperveloz para generar intensivamente alta energía que nos permite transformar ad libitum los materiales. Los científicos de la biomímesis trabajan sobre prácticas para producir procesos de combustión lenta, como hacen las células, las arañas o lo mejillones. Mientras tanto, lo más racional sería emular a la naturaleza a la hora de decidir qué usos darle a la energía. “Los sistemas naturales invierten su energía en maximizar la diversidad para hacerse más eficientes en cuanto al reciclaje de nutrientes orgánicos y minerales. Quizá deberíamos reconsiderar lo que estamos maximizando (la producción) y fijarnos más en la optimización” (Benyus 2012: 322)

(4) Optimizar en vez de maximizar. Los sistemas de tipo I maximizan la producción de biomasa y semillas. Un campo de las plantas de ciclo anual multiplica velozmente su volumen y produce numerosas semillas, para finalmente devolver las plantas al sistema y, el año

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siguiente, comenzar desde cero. Un sistema maduro conserva nutrientes y no los deja escapar cada año en forma de semillas. En principio crece rápidamente, pero conforme más especies de vegetación van ensamblándose al ecosistema, el crecimiento se retarda y la producción de biomasa desciende. En vez de maximizar, optimiza todos los ciclos de nutrientes, cerrando sus bucles, asegura la calidad y no la cantidad de semillas, para que al menos uno o dos descendientes sobrevivan: “En el modo maduro, la selección natural premia a los organismos eficientes que aprenden a hacer más con menos. Los que sobreviven son los que viven dentro de sus posibilidades” (Benyus 2012: 323). La lentitud de los flujos aumenta la adaptabilidad del sistema, ya que es más fácil su equilibrio en ausencia de grandes fluctuaciones. Nosotros hacemos precisamente lo contrario: optamos por tasas elevadas de productividad y de crecimiento. Lejos de cerrar los bucles, convertimos en basura el 85 % de los productos manufacturados. Lo aconsejable sería retardar la tasa de conversión de materias primas en productos y tratar de poner énfasis en la calidad, no en la cantidad. En la actualidad, el éxito se mide por la rapidez del crecimiento: si uno crece más deprisa que sus competidores, gana. El sistema está diseñado para la producción en cadena a gran escala de productos de corta vida. Con ello se abarataron los precios, pero fuimos acumulando basura. La optimización implicaría cambiar el énfasis de la venta de muchos productos de dudosa y corta calidad y hacia productos de calidad, duraderos y aptos para el cuidado y el mantenimiento.

Las prácticas de la biomímesis (5), (6) y (7) que Benyus señala están íntimamente relacionadas y se basan también el retardamiento de los procesos en sistemas maduros, complejos y biodiversos. La moderación en el consumo ayuda a mantener limpio nuestro propio nido, en la medida en que no produzcamos contaminantes a un ritmo mayor de lo que el planeta puede asimilar. La práctica (7) se desdobla en (7.1) no consumir

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recursos no renovables más deprisa que el desarrollo de sustitutos y (7.2) no consumir recursos más deprisa de lo que pueden reponerse. La práctica (8) se justifica por la emulación de la propia biosfera como sistema cerrado y en equilibrio dinámico, en el que los bloques de construcción bioquímica, y en particular el carbono, el nitrógeno, el azufre y el fósforo se mantienen prácticamente constantes, aunque los organismos de sus ecosistemas los intercambien constantemente. (9) Regirse por la información también es una práctica que la ecología industrial emularía de las comunidades maduras ricas en canales de comunicación que establecen retroalimentaciones entre todos sus miembros. Los diseños morfológicos y las pautas conductuales deben tener un contenido informativo elevado. La última práctica, (10) consumir localmente, también puede derivarse de la estrategias de los ecosistemas maduros, en los cuales los elementos desarrollan fuertes vínculos de proximidad en el espacio y en el tiempo: “En otras palabras, con excepción de algunas especies migratorias que vuelan alto, la naturaleza no viaja para ir al trabajo” (Benyus 2012, 338).

Prácticas de andar por casa

Las prácticas de los puntos de inflexión y de la biomímesis suponen a veces la aplicación de conocimientos científicos cuya complejidad implica a su vez un lento aprendizaje social, prácticamente incompatible con la urgencia de nuestros problemas ambientales. Además de incertidumbre, el cambio climático que comporta el calentamiento global antropogénico acarrea consigo un amplio conjunto de previsibles situaciones problemáticas que involucran la finitud de las estructuras ambientales – la fusión del hielo, la elevación del nivel de los mares y la salinización de las aguas de los manglares, por ejemplo – pero también la finitud de los recursos cognitivos, científicos y tecnológicos para hacer frente a la emisión de gases de efecto invernadero. Nuestras prácticas industriales y de la vida cotidiana todavía dependen demasiado del petróleo, y aún no invertimos lo suficiente en investigación para la ecología industrial como para esperar que futuras

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tecnologías sustentables vayan a frenar el calentamiento en un futuro razonablemente próximo. A nivel personal y local, lo mejor que podemos hacer es cooperar en la construcción de recursos cognitivos inferenciales, tanto explicativos como predictivos, para forjar hábitos más acordes con los valores ambientales. Como ya anticipamos, tales recursos son pautas de (1) detección, (2) categorización, (3) evaluación de la huella ecológica y (4) revisión de hábitos no sustentables de interacción ambiental, esto es, de procedimientos para identificar hábitos ambientalmente ineficientes, revisarlos y reemplazarlos por otros. Pondremos algunos ejemplos: no dejar prendidos los electrodomésticos o el motor del automóvil y apagarlos siempre que no los estemos usando; abrir con menor frecuencia la llave del agua en nuestra higiene diaria y disminuir la cantidad de agua que arrojamos al inodoro, sea disminuyendo la capacidad del depósito o cisterna o estrechando la vía de desagüe; aislar debidamente nuestra vivienda para gastar menos en calefacción y refrigeración; comprar refrigeradores que permitan ver los alimentos, disminuir los tiempos de elección y apertura, y reducir así el consumo de energía; utilizar menos bolsas de plástico; emplear siempre papel reciclado, consumir menos carne y demás alimentos cuya producción suponga una profunda huella ecológica, no emplear el automóvil para distancias que puedan pasearse y bajar el consumo de gasolina moderando la velocidad en nuestros desplazamientos; utilizar más el transporte público o compartir el coche, no ensuciar las aguas de ríos, lagos y cenotes con protectores solares; reemplazar focos o lámparas incandescentes por halógenas; lavar siempre con detergentes biodegradables, no arrojar residuos tóxicos en nuestros ríos, lagos y bahías, detener el consumo de productos de belleza contaminantes, separar la basura, reutilizar los envases cuantas veces podamos, beber café en vasos que no contengan poliestireno, … Algunas de estas prácticas se han normalizado ya con éxito. La más conocida, creo, ha implicado transformaciones significativas incluso en nuestros biorritmos: adelantar o atrasar nuestros relojes según el horario de verano o invierno, para aprovechar las condiciones de la luz solar y reducir nuestro consumo de energía. Pero también ha involucrado esfuerzos de cooperación internacional importantes para la coordinación de esos cambios de horario, necesaria dada

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la interdependencia de las actividades productivas de los distintos estados y territorios. Significativamente, en ciudades como Carrillo Puerto, en la zona maya de Quintana Roo, han optado por afirmar su identidad local negándose a operar esos cambios, claro ejemplo de que en este proceso también entran en juego otros valores que resulta razonable no perder de vista.

Si no todas, la mayoría de las acciones que involucran la regla de la ecología de las tres erres (Reducir, Reutilizar y Reciclar) pueden describirse perfectamente en términos de las prácticas frugales de la racionalidad ambiental. Las prácticas de la reducción implican la identificación de hábitos y su revisión por otros que aminoran o reduzcan el uso de bienes o energía. Pondremos un ejemplo bien simple, una práctica que reza como sigue: “Nunca pongas en funcionamiento la lavadora a menos que su tambor de carga de ropa esté lleno”. Parece una práctica fácil de seguir, pero típicamente puede implicar una priorización de valores o preferencias, y, como ya veíamos, nuestras priorizaciones o preferencias no son siempre consistentes: es posible que quiera ponerme una prenda para cierta ocasión y que para hacerlo tenga que poner en funcionamiento la lavadora aunque su tambor no esté ni siquiera medio lleno. En este caso, la opción por la primera R de la regla implica pues una renuncia en favor de la sustentabilidad, es decir, renunciar a un valor (nuestros gustos estéticos, el grado de higiene personal, el respeto de conveniencias sociales, nuestra comodidad o la protección frente al clima) para priorizar el valor de la eficiencia ecológica. Por lo demás, ni siquiera ese valor es final: es instrumental, es decir, representa un medio con respecto al fin de la sustentabilidad, un valor que contribuye o coopera en la transmisión cultural de un ambiente biodiverso para las generaciones venideras

Incluso en un caso tan doméstico como el señalado es posible detectar, entre las variables que intervienen, la presencia de racimos o cadenas de valores a sopesar y evaluar. Con todo, no es posible dudar de la corrección instrumental de la práctica. Su mayor validez ecológica puede determinarse fácticamente, es decir, mediante hechos cuantificables como la eficiencia comparativa en el consumo de energía de uno u otro hábito. Pero en la decisión de seguirla o no intervienen valores no estrictamente cuantitativos.

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Dicho sea en otros términos: la primera R de la regla supone la imbricación entre hechos y valores y por tanto la interdependencia entre la racionalidad ambiental instrumental (la racionalidad ecológica) y nuestra racionalidad ambiental axiológica o evaluativa. Es muy fácil practicar el mismo ejercicio con las prácticas de la segunda R (reutilizar, por ejemplo, la misma hoja de papel para imprimir por ambas caras); también con la tercera (reciclar, por ejemplo, la basura orgánica en composta para las plantas) y con la mayoría de prácticas presentes a lo largo del libro.

La interdependencia de lo fáctico y lo normativo también queda reflejada en la frugalidad de la mayoría de las prácticas de la racionalidad ambiental que podemos emplear cotidianamente: son simples y rápidas, sobre todo porque no necesitan procesar demasiada información cuantitativa; por ejemplo, no necesitamos saber las cantidades exactas de CO2

que producen las impresiones en papel “normal” y papel “reciclado”, compararlas con la presunta “utilidad” del empleo que le daremos a una u otra, para luego tomar una decisión. Tales prácticas aprovechan la información socialmente disponible para tomar decisiones en tiempo real, y en esa información se mezclan siempre hechos y valores. Estos valores implican muchas veces vínculos más afectivos o emocionales que discursivos. Nuestro ejemplo favorito es el siguiente: lo que inhibe a un ciudadano o ciudadana de arrojar residuos tóxicos en la bahía de Chetumal no es la determinación cuantitativa de un valor resultante de (1) una estimación del impacto físico-químico de la huella ecológica de su conducta en cadenas tróficas y nichos ecológicos de las especies de la bahía, y de (2) la correlación entre esa estimación y la cuantificación del flujo demográfico debido al turismo, correlativa a su vez con el aumento en su propio nivel de vida gracias a la derrama económica de la actividad turística. Es fácil ver que al tomar esa decisión el ciudadano sigue una práctica mucho más simple en la que el elemento motivacional juega un papel importante. La conformación de este hábito ambientalmente sustentable incluye cierto apego, cierta cualidad emotiva en las relaciones del ciudadano con el entorno, cierto sentido de dependencia y pertenencia al ambiente. Sin olvidar, claro, que en la conformación de ese hábito también juegan un papel los valores vinculantes de una ética ambiental basada en nuestra

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interdependencia como seres sociales y organismos naturales que disponen de bienes comunes. Los casos de estudio elegidos para el capítulo siguiente muestran cómo la presencia o ausencia de valores vinculantes e intereses particulares puede explicar el desenlace de ciertos problemas ambientales, al tiempo que ilustran la tesis de la interdependencia entre la validez ecológica y la validez social de nuestras prácticas ambientales

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I N T E R LU D I O

Ecosistemas en Crisis Estudios de Caso

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Pieter Bruegel el Viejo, Tormenta en el mar (1569), Kunsthistorisches Museum, Viena, Austria.

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tres

Crisis ambientales en el Golfo de México, la Costa de Galicia

y la Mixteca de Oaxaca

Petróleo y biodiversidad en el Golfo de México 38

El 21 de abril de 2010, el incendio y posterior hundimiento de la plataforma Deepwater Horizon de la multinacional British Petroleum, que extraía crudo a unos 1,500 metros y a unos 70 kilómetros de la costa norte del Golfo de México, produjo uno de los mayores vertidos de crudo sobre los mares de toda la historia humana. Con todo, Se estima que mientras que casi un cuarto de millón de aves perecieron en el derrame de Alaska de 1989, en 2010, en el Golfo de México, no llegaron a seis mil. Muchos factores influyeron en ese descenso, empezando por las estructuras geológicas del ambiente y sus condiciones climáticas. Las altas temperaturas de la zona ayudaron a la disolución del petróleo, claro. Pero hay que reconocer cierto avance en nuestras técnicas para minimizar el impacto de los vertidos. Con todo, por mucho que avance el conocimiento tecnocientífico, la validez ecológica de nuestras prácticas ambientales siempre dependerá de la presencia activa de factores y valores sociales distintos a la eficiencia instrumental.

Resulta hasta cierto punto explicable la urgencia de las autoridades y la presión hacia la compañía propietaria de la plataforma siniestrada para minimizar los daños en las costas del

38 Esta sección ha sido redactada a partir de Achenbach (2011), Cavnar (2010), Graham et al. (2011) y Steffy (2011).

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sur de los Estados Unidos. La mayoría de la población justificó que las prioridades siempre estuvieran centradas en la especie humana y en animales bien visibles, como aves, tortugas, delfines, tiburones tigre y peces de especies de las que dependían las comunidades pesqueras de los litorales de Louisiana, Texas y Florida. Las fotos del petróleo sobre el plumaje de garzas y pelícanos, por ejemplo, nos encogieron el corazón a todos. El peor efecto del petróleo, sin embargo, era menos visible. Perforaba la capa impermeabilizante del plumaje de las aves. La más pequeña mancha provocaba una apertura y, por difusión, la penetración provocaba la hipotermia. Sin saberlo, los pelícanos se zambullían a pescar en lo que resultaban ser manchas de petróleo, inhabilitando su plumaje y las bolsas de sus picos, con las que atrapan y almacenan peces antes de deglutirlos. Muy pronto corrió la alarma entre los biólogos y los pescadores de la región. La empresa BP contrató a los pescadores para las tareas de limpieza, intentando limpiar a su vez su dañada imagen pública y frenar la caída de sus acciones en bolsa. Se pusieron en marcha varios centros de rescate y estabilización de aves que consiguieron limpiar y rehabilitar sus plumajes y devolverlas a ecosistemas cercanos menos dañados. Con los delfines la cosa fue mucho más difícil, pues pueden llegar a pesar casi 250 kilogramos y pueden almacenar casi diez kilos de pescado contaminado al día. Cinco de las siete especies de tortugas marinas existentes pasan algún tiempo en el Golfo de México. Las tortugas caguamas y carey confundieron las manchas de petróleo con los sargazos en los que se alimentan, inhalando vapores tóxicos que ensuciaron sus sistemas respiratorios, pero la especie no corrió peligro: sus huevos pudieron ser reubicados en otras costas cercanas. A los huevos de las tortugas golfinas no se les pudo aplicar la misma técnica y ser “trasplantados” a otras playas, pues anidan solo en determinadas partes del litoral, por lo que las pequeñas tortugas que salieron de huevos salvados tuvieron que ser soltadas en mar abierto y limpio de petróleo antes de tiempo, medida que augura una tasa de supervivencia notablemente baja. Esta especie ya estaba en peligro de extinción antes del derrame. Se estima que quedaban menos de 5,000 hembras. También se vieron afectadas las larvas y alevines del atún de aleta azul, una especie depredadora ya muy escasa, y los huevos de langosta, que flotan hasta Florida desde cientos de kilómetros.

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Pero las costas y marismas de Lousiana, que sirven de “paradero” de aves entre el Caribe y el corredor migratorio del Mississippi, hacia el continente norte, fueron razonablemente protegidas. La resistencia de las costas ante el derrame también salió beneficiada de la coevolución de sus especies, habituadas desde milenios al filtrado natural del petróleo. Otros ecosistemas no han corrido la misma suerte. No eran propiedad de nadie: ni federal, estatal, comunitaria o empresarial39.

En el afán por salvar las costas, nuestra especie demostró una vez más limitaciones cognitivas que tendremos que esforzarnos en superar. Cabría preguntarse si nuestro antropocentrismo nos sesgó tanto como mantener un enfoque demasiado “micro”, inadecuado para la protección de los ecosistemas oceánicos. Durante las primeras semanas del desastre, se dispersaron en éstos casi siete millones de litros de disolventes para el petróleo, medida que demostró ser verdaderamente contraproducente. Aparentemente el petróleo se esfuma de la superficie, pero no es así. El petróleo no se elimina, sino que se quiebra, se disgrega y se hunde en el lecho oceánico, afectando así a la base de la pirámide alimenticia, a las bacterias, al plancton y a organismos que realizan funciones tan básicas como la fotosíntesis.

Como no podía ser de otra manera, la mala práctica de utilizar dispersantes acabó afectando a la economía humana en la recolección de “cultivos” de ostras, cangrejos y langostas. No estamos preparados ni siquiera para inferir con un grado de incertidumbre razonablemente bajo las consecuencias ecológicas del desastre. ¿Puede alguien pensar seriamente que la hipótesis de que el régimen de propiedad y los valores antropocéntricos fueron factores concurrentes para la catástrofe es la típica exageración de los radicales ecologistas? ¿Qué razones puede haber tras la negativa a considerar esta conjetura como una hipótesis digna de discusión científica?

Pensemos ahora en algunos factores fácticos cruciales para explicar la enorme presión ejercida por las restricciones de tiempo y de recursos disponibles, y en los varios intentos fallidos para cerrar la brecha y detener el vertido, en las limitaciones propias de las

39 Ver infra, capítulo 5, en la sección “La tragedia de los comunes”.

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tecnologías ensayadas, en la dificultad de transportar éstas al lugar (la famosa campana que llegó de Europa), en la profundidad en la que se produjo la brecha, en la falta de iluminación natural y la enorme presión atmosférica. Tras la aplicación del dispersante y las barreras absorbentes de vinilo, la compañía intentó frenar el vertido con una práctica anidada, complicada y pionera: la instalación de una enorme campana de acero y cemento que iba a cubrir el área de fugas del oleoducto, unos 800,000 litros diarios de petróleo. Se trataba de una enorme estructura rectangular blanca, de algo más de 12 metros de altura, que se pretendía instalar a 1,500 metros de profundidad con la ayuda de una grúa y un robot submarino dirigido mediante control remoto. La campana disponía de una tubería en la parte superior a través de la que se pretendía bombear el petróleo hacia un barco en la superficie, con capacidad para acumular hasta 128,000 barriles de crudo (20,4 millones de litros). De haber funcionado la técnica, la caja podría haber recolectado hasta un 85 por ciento del vertido tóxico, según British Petroleum. Pero no funcionó. No aguanto la presión.

Tampoco funcionó la siguiente práctica: una operación bautizada en inglés como top kill para sellar el pozo mediante la inyección de un fluido compuesto por una mezcla de agua, arcilla y químicos, a la que se sumarían después varias capas de cemento. La operación se tuvo que detener debido a que las sustancias inyectadas no estaban siendo absorbidas por el pozo, sino que estaban dirigiéndose a la superficie mezcladas con crudo. La compañía petrolera barajó también otras técnicas, como el denominado junk shot, que consiste en introducir una variedad de materiales a alta temperatura, como piezas de goma, que harían circular por el tubo para bloquear el vertido. Pero no llegó a aplicarla. Incluso contempló la posibilidad de detener la fuga con una explosión nuclear. Afortunadamente, hoy toda la opinión pública, no solo los ecologistas, habría despedazado a los responsables.

El siguiente intento consistió en utilizar robots submarinos para cortar la tubería desde donde fluía el petróleo y taponarla con una nueva válvula de retención, distinta a la que no se activó y ocasionó el desastre. Tras los problemas registrados con una sierra de diamante remota que se utilizó durante la operación, unas tijeras gigantes lograban por fin cortar la tubería. Pero el corte no había sido todo lo limpio que se esperaba, lo que dificultó las tareas para

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colocar un embudo gigante. Pero además, hubo consecuencias no deseadas y, según algunos científicos, no previstas: todo indicaba que podría brotar aún más crudo debido a que la superficie de la fuga se había hecho mayor. El peor de los escenarios finalmente se cumplió: el pozo siguió expulsando petróleo casi hasta septiembre de 2010, cuando pudo completarse la perforación de un nuevo pozo por el que desviar el crudo y se instaló con éxito una nueva válvula de obturación que garantizaba una mayor resistencia ante los cambios de presión.

Es triste recordarlo, pero hicieron falta cuatro meses para detener el venenoso vertido. Cuatro largos meses en los que mucha gente tuvo que trabajar con la enorme presión que supone la urgencia de detener el vertido antes de que llegase a las costas de Estados Unidos y México. Con las limitaciones impuestas por las estructuras finitas del ambiente y por nuestras propias limitaciones cognitivas. Como hemos visto, el tiempo suele ser la mayor de nuestras limitaciones. No hemos adquirido la velocidad necesaria para anticipar consecuencias no deseadas, para evaluar con rapidez y eficiencia ventajas y riesgos a largo, medio y corto plazo, etc., etc.

Y eso que por ahora solo hemos enumerado limitaciones presuntamente instrumentales y técnicas, dejando de lado otras cuestiones como las dificultades de comunicación dentro de un equipo necesariamente multidisciplinar y también de comunicación con las autoridades, las dificultades humanas para orientar y coordinar todas las acciones del equipo mediante los valores de honestidad y de reciprocidad necesarios para la cooperación, o la necesidad de superar valores e intereses puramente locales, nacionales, públicos o privados, en pro de un bien común de mayor alcance, sin desatender al mismo tiempo esos valores e intereses. Muchos pensaron que fue demasiado tiempo, que se podría haber hecho mejor, que habría que revisar donde se cometieron los errores y por qué … En cualquier caso, todas las limitaciones señaladas formaban parte de la situación problemática. La validez ecológica de las técnicas ensayadas y sus posibles revisiones ex post facto siempre estará en función de esas limitaciones o condiciones finitas del conjunto de situaciones ambientalmente problemáticas desencadenadas por el fatal accidente, incluyendo a los seres humanos que investigamos para hallarles solución.

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Todo señalaba además que la empresa British Petroleum se apresuró a sellar el pozo con técnicas de dudosa seguridad. Tampoco cabe dudar de la existencia de errores humanos de interpretación tecnológica: los supervisores de la plataforma no supieron leer las señales de alarma que ésta había emitido horas antes de la explosión que provocó el desastre. Pero éste no fue el mayor de nuestros errores. “El mundo es suficientemente grande para dar cabida a las necesidades de todos”, decía Marx, “pero es demasiado pequeño para satisfacer la codicia de algunos”.

Y así fue. Como en casi todos los desastres ecológicos, es el factor codicia humana el que mejor explica lo sucedido. La comisión de investigación nombrada por el presidente Barak Obama no deja dudas al respecto: “el accidente no fue el resultado de una serie de decisiones anómalas tomadas por funcionarios o directivos deshonestos, que eran imposibles de predecir o de las que no se espera que vuelvan a ocurrir”. Por el contrario, “las causas fundamentales fueron sistemáticas y, sin una considerable reforma en las prácticas empresariales y las políticas gubernamentales, podrían volver a ocurrir. El accidente provino de errores sistemáticos de los directivos de esa industria y de fallos del Gobierno a la hora de garantizar que se cumplan las normas sobre perforaciones petrolíferas en alta mar” (Graham, 2011). Según ese informe, la culpa no fue sólo de BP, sino también de malas decisiones tomadas por la empresa Transocean, dueña de la plataforma, y por la empresa Haliburton, que vertió intencionalmente cemento de mala calidad para sellar el pozo. Y todo, según aseguraba la comisión, para ahorrar tiempo y dinero: “Queriendo en unos casos y sin querer en otros, muchas acciones claramente incrementaron el riesgo de una explosión en el pozo y les ahorraron a las empresas tiempo y dinero”. Así que, en última instancia, el desastre ecológico de la plataforma de la British Petroleum podría explicarse como un caso más de las funestas consecuencias de una racionalidad regida exclusivamente por nuestro hábito adictivo de procurar siempre maximizar beneficios, sirviéndonos de malas prácticas, incorrectas y corruptas. ¿Estamos exagerando?

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Figura 14. Extensión del derrame de la plataforma petrolífera Deepwater Horizon en el Golfo de México, 2010. Ilustración de Eloisa Rascón y J.Miguel Esteban. Se calcula que el 2 de mayo de 2010, la mancha de petróleo que el accidente de la Deepwater Horizon produjo en el Golfo de México se había extendido hasta los 9,000 kilómetros cuadrados, una extensión equivalente al territorio de la isla de Puerto Rico. Cálculos más pesimistas indican que el derrame podría llenar tantos envases de galón (3.7 litros) como para extenderse por más de 18,184 kilómetros, poco menos que la mitad de la longitud de la circunferencia de la Tierra en el Ecuador. La cantidad derramada fue apenas menor a los 492 millones de litros.

Obama había nombrado una comisión para que le presentara una propuesta para modificar leyes y sistemas de control a las perforaciones petrolíferas (Graham, 2011). Simultáneamente, ordenó una moratoria a nuevas perforaciones, que sigue en pie y que se prolongará cinco años más. Además, Obama fulminó la Agencia de Gestión Minera, que concedía los permisos de explotación comercial de los yacimientos en alta mar. Un informe de 2008 había revelado lo que siempre sospechamos: en la Agencia imperaba la corrupción. Sus empleados usaban dinero público ad libitum. Alternaban con contratistas y empresarios y, a menudo, pasaban

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del sector público al privado con una facilidad pasmosa, como en el caso de los transgénicos. No es casualidad que este fenómeno, conocido con el nombre de “puertas giratorias”, se agudizase durante las administraciones republicanas de la familia Bush, con claros intereses en compañías petroleras.

Según la comisión de Obama, esa cultura de corrupción era el caldo de cultivo de los fallos de supervisión que permitieron que ocurriera el accidente. “El Gobierno no asumió el control necesario para prevenir los errores de juicio y de gestión del sector privado”, asegura. “Muchos de los aspectos cruciales de las operaciones de perforación se dejaron al criterio de la industria sin que ninguna agencia del Gobierno los revisara. Por ejemplo, en este caso, no se exigía una prueba de lo que se llama presión negativa, algo cuya malinterpretación fue un factor decisivo en la explosión”. La Deepwater Horizon estaba pasando de la fase de exploración a la de perforación comercial, pero no contaba con un plan de actuación en caso de emergencia. No porque sus gestores hubieran quebrantado la ley, sino porque el Gobierno de EE UU no se lo exigió. En 2008, la Administración de George W. Bush había decidido pedírselo solo a plataformas que considerara de alto riesgo, y en esa categoría solo entraban las que ubicaba en las costas de Florida o las que tuvieran más de una perforación en el lecho marino frente a Louisiana o Texas, entre otras condiciones. ¿Cabe alguna duda de que se eligieron malas técnicas debido a una elección equivocada de valores?

Como ya hemos visto, pese al uso frecuentemente eulogístico del término “valor”, no todos los valores son siempre ecológicamente o ambientalmente válidos o correctos. Muchos de ellos no lo son. La lealtad a un grupo puede servir para salvar un bosque de un incendio, pero también para corregir el curso y aumentar la escala de un vertido petrolero, como seguidamente veremos. Las estructuras y procesos de la situación problemática condicionan en buena parte su validez ambiental. Los valores suelen venir en racimos o constelaciones, y a menudo, entran en conflicto. De nuevo, valoramos cuando detectamos estos conflictos en ciertas situaciones, cuando alguno de nuestros valores se ha hecho problemático.

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Intereses corporativos y políticos de un naufragio en la costa de Galicia 40

Ejemplificaremos de nuevo esos procedimientos inferenciales y valorativos de la racionalidad ambiental con el análisis de otro caso tristemente célebre de vertido de petróleo en nuestros mares y océanos. El naufragio del buque petrolero Prestige en noviembre de 2002 junto a las costas españolas y el colosal derrame que vino después sirve de ejemplo de una cadena de decisiones erróneas que (1) desoyó prácticas razonables y aconsejadas por la mayoría de investigadores, expertos y ciudadanos, y (2) permitió que entraran inadvertidamente en juego una amplia gama de prejuicios, intereses y valores que jamás fueron sometidos a investigación y a discusión crítica, esto es, que jamás estuvieron sujetos a la acción participativa y a la deliberación racional. Las decisiones de las autoridades políticas españolas y europeas obligaron a remolcar el petrolero, un navío liberiano bajo el pabellón de las Bahamas, lo más lejos posible de las aguas jurisdiccionales de todos los estados implicados, demostrando fehacientemente que la organización política del mundo en estados-nación, vigente desde hace siglos, se ha quedado obsoleta para abordar las crisis ambientales de nuestro tiempo. Para minimizar el impacto territorial del vertido, lo más lógico era remolcar el Prestige hasta la cercana ensenada de Corcubión o hacia puertos de refugio como El Ferrol, Vigo o A Coruña, donde además contaban con depósitos para efectuar el transvase del petróleo. Las lealtades e intereses políticos regionales y nacionales, y finalmente la codicia y la corrupción de casi todos se sumaron para ir variando irracionalmente el derrotero del barco y transportarlo a un lugar de hundimiento tan alejado tan alejado de la costa española que la marea negra acabo afectando no sólo a todo el norte de la península ibérica, sino también a Portugal y al suroeste de Francia.

Por otra parte, la reacción de la ciudadanía española ante el crudo en sus costas fue contundente, con más de 230,000 voluntarios arriesgando su salud y cediendo gratuitamente su tiempo y su

40 Tanto el ANEXO III como esta sección ha sido elaborada a partir de las crónicas de Xosé Hermida, Xosé M. Pereiro, Primitivo Carbajo, Joaquín Prieto, Gabriela Cañas, Peru Egurbide y Manuel Rivas (2002-2012) disponible en los archivos digitales del periódico EL PAIS.

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esfuerzo durante meses. Tan contundente que muchos vimos en ella más racionalidad ambiental que la de muchos tecnócratas y gestores titulares de ministerios de medio ambiente españoles y europeos.

Figura 15. La deriva del Prestige. Fuente: elaboración de Zaira Rascón y J.Miguel Esteban, a partir del gráfico de Mariano Zafra y Antonio Medina (El País, 15 de octubre de 2012).

0. El Prestige había zarpado desde Letonia con 77,000 tm. de fuel muy tóxico. 1. (Miércoles 13, en la tarde). A las 15.15, el petrolero emite un S.O.S. Inmerso en un fuerte temporal, el Prestige sufre una grieta en su casco, probablemente provocado por un contenedor que flotaba a la deriva. Una parte de su tripulación ha de ser evacuada. El buque queda a la deriva. 2. ( Jueves 14, en la mañana) Los remolcadores logran enganchar al petrolero a 3 km. de Muxía, en la Costa da Morte gallega. 3. ( Jueves 14, en la tarde) Se encienden los motores del barco, que sigue perdiendo fuel. 4. (Viernes 15, de madrugada) Se apagan los motores. Las vibraciones aumentan la grieta lateral. 5. (Viernes 15, en la tarde) El Prestige es arrastrado por los remolcadores “lo más lejos posible”, mientras que la grieta de su casco sigue abriéndose, hasta alcanzar los 35 mts. 6. (Sábado 16) Los remolcadores tratan de alejar el barco a 120 millas de la costa de Galicia. Sigue perdiendo fuel. 7. (Domingo 17). Se aproxima a la zona de salvamento (SAR) de Portugal. 8. (Lunes 18) Arrastrado por un remolcador chino. Junto al barco navegan dos remolcadores y una fragata del ejército

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español. 9. (Martes, 19). El petrolero Prestige se fractura en dos y naufraga a 250 km de la costa de Galicia.

En el Anexo III de este libro el lector podrá leer una narración algo más detallada del suceso. En este epígrafe trazaremos 10 líneas básicas para lo que Anthony Weston llamaría una ecología de los valores del caso, analizando su interrelación y su intervención en los juicios y en las decisiones que tuvieron lugar a lo largo de la situación problemática (una situación problemática cuyo módulo temporal de una forma u otra, se prolonga hasta nuestros días).

(1) Amenazas a la biodiversidad. La sociedad gallega de ornitología ofreció unos datos alarmantes del impacto del vertido del Prestige sobre la biodiversidad ornitológica (Sociedad Gallega de Ornitología, 2005). Recopilando estudios de distintos países, los ornitólogos calculaban que habrían muerto de forma directa entre 115.000 y 300.000 aves. Eran las estimas más altas jamás tomadas en Europa para una mortandad de aves ocasionada por una marea negra. De hecho, sólo el vertido provocado por el naufragio del Erika frente a Francia en 1999 ha dado lugar a cifras semejantes. Más del 80% de las aves directamente afectadas por la marea negra pertenecían a tres especies de la familia de los álcidos: el Arao común, el Alca y el Frailecillo atlántico, originarios de las cercanas islas británicas. De los dos primeros se recuperaron hembras jóvenes, no así del Frailecillo atlántico. Un estudio desarrollado durante la primavera inmediatamente posterior al desastre ha desvelado que en las colonias de Cormorán moñudo situadas en áreas gravemente afectadas por el vertido, el éxito de cría (el número medio de polluelos que sacó adelante cada pareja) fue un 50% menor que en colonias emplazadas en zonas de costa no afectada, cuando hasta el derrame este éxito había sido parejo en ambas. Las causas que señala este estudio son o bien efectos subletales debidos a la exposición al hidrocarburo, o bien la escasez de recursos en sus áreas de alimentación, empobrecidas debido al fuel. El vertido afectó incluso a especies de aves no marinas tan emblemáticas como el Halcón peregrino. Estudios desarrollados en el litoral del mar Cantábrico indican una

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disminución del éxito reproductor de esta especie debido a la acumulación en su organismo de hidrocarburos policíclicos aromáticos, extremadamente persistentes, por culpa del consumo de presas petroleadas. La acumulación pudo detectarse hasta en los huevos de estas aves rapaces, en cantidades suficientes para producir la muerte de los embriones. Los ornitólogos aceptan críticamente un hecho fatal: la falta de coordinación entre los equipos que salieron al rescate de las aves petroleadas por el fuel de Prestige provocó que muchas de ellas llegasen al centro de atención demasiado tarde para salvar la vida, cosa que no ocurrió en el desastre de la plataforma Deepwater Horizon en el Golfo de México durante abril de 2010. Además de las especies de aves, otros animales sufrieron significativamente el impacto del vertido. Solo en los dos meses posteriores, el número de delfines, ballenas, tortugas, focas y nutrias hallados en las playas de Galicia, varados y sin fuerza muscular fue cinco veces superior que en el mismo periodo del año anterior. Los que pudieron salvar la vida sufrieron las consecuencias del vertido sobre los sistemas inmunitario y reproductor, y por consiguiente, vieron disminuida la tasa de supervivencia de sus especies. Otros animales marinos también padecieron malformaciones en sus estructuras celulares, como una especie de mejillones, e incluso se detectó la aparición de un nuevo tipo de gusano, con sistema digestivo completo. La lista de los impactos sobre la biodiversidad del derrame del Prestige podría extenderse cientos de páginas. La de sus posibles responsables es extensa, pero no tanto.

(2) Cuando minimizar costos significa maximizar catástrofes. El petrolero jamás debió estar navegando en esas condiciones. Lo que posibilitó su navegación fue la prevalencia de los intereses y valores económicos de unos pocos sobre los intereses y valores ambientales de todos los habitantes, humanos o no. La sociedad estadounidense encargada de clasificar y supervisar el estado del barco jamás debió dar el certificado de navegabilidad. Un año antes del accidente, el armador había llevado a reparar el Prestige a unos astilleros chinos para hacer algunas reparaciones en

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la zona de estribor su casco, precisamente la que sufrió la vía de agua frente al litoral gallego. Los astilleros chinos son notablemente más económicos que los del resto del mundo, y por un “buen” motivo: la estructura metálica del barco fue parcheada con planchas de acero de grosor mucho menor a las originales. Además el informe técnico exigía 1,000 toneladas de acero más para reforzar el casco, pero los dueños del Prestige “regatearon” hasta las 600 toneladas y acabaron colocando solo 362 toneladas de acero de muy baja calidad. Un tercio de lo recomendable para un petrolero de 25 años de antigüedad, que padecía hipercorrosión en su casco y que debería haber estado ya en el desguace. Durante la tormenta, tres barcos que navegaban por la zona perdieron parte de su carga, lo que ocasionó la colisión en esas planchas, la apertura del boquete y la consecuente fuga de petróleo. Se da la circunstancia que la zona del impacto y de la avería (cuadernas 61 y 71, tanque de lastre 3) era la misma que había provocado que, después de ejecutar sobre ellos una prueba de fatiga “casco seguro” (“safe hull”), la misma empresa clasificadora tomara la decisión de enviar a desguace por “fatiga de materiales” al Alexander y al Centaur, dos de los tres barcos gemelos, absolutamente idénticos al Prestige, salidos de los mismos astilleros japoneses. Ante el temor de situarse en desventaja competitiva respecto de otras sociedades de clasificación, la empresa en cuestión aplicó pruebas y estándares de navegabilidad menos estrictos e hizo posible que el viejo petrolero fuese fletado para transportar más de 70,000 toneladas de fuel a través de mares y océanos del mundo entero. La ejecutiva de la empresa, responsable de los balances de ésta ante sus accionistas, hizo prevalecer los valores económicos y la maximización de beneficios sobre la biodiversidad y los valores ambientales de todo el mundo, pues el Prestige, además del océano Atlántico, navegaba también por el Indico y por el Pacífico, además de por el Golfo Pérsico y el Canal de Suez, el Mar Mediterráneo, el Mar del Norte y el Mar Báltico.

(3) Previsión cero. Las señales de alarma que el buque petrolero en apuros emitió el 13 de noviembre de 2002

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deberían haber activado inmediatamente un sistema de estructuras, instrumentos físicos y de procedimientos operativos o heurísticas para la protección ecológica y civil. Resulta doblemente significativo que no fuera así, por cuanto diez años antes la marea negra destilada por el petrolero Mar Egeo ya había asolado las costas gallegas. Se produjo así un caso claro de irracionalidad ambiental: por uno u otro motivo, los funcionarios encargados de los sistemas de protección ecológica y civil fueron incapaces de aprender de sus errores: no se revisó la anterior toma de decisiones para construir un plan de emergencia, tampoco se establecieron nuevas medidas de prevención, incluyendo la realización de simulacros que permitiesen evaluar de forma periódica la respuesta de estas heurísticas ante posibles mareas negras y corregir los defectos que pudieran producirse en su puesta en marcha, e incluso, muy tristemente, y por increíble que parezca, nadie fue capaz de ordenar la elaboración de un mapa geográfico oficial de las costas gallegas ante una previsión de posibles catástrofes ecológicas futuras. Tampoco existía un registro de buques y armadores que navegaban por las costas cercanas con sustancias peligrosas, ni un inventario de recursos humanos y técnicos para luchar contra el vertido. Pueden ensayarse varias explicaciones, desde la falta de continuidad en el diseño de los sistemas de protección ecológica por el distinto color político de los gobiernos respectivos, la naturaleza política y no profesional de los altos cargos (“de confianza”) o la simple incompetencia y la corrupción de todo un sistema funcionarial. Pero el hecho es que los dispositivos no se activaron y, cuando lo hicieron, ya fue demasiado tarde. Como en los otros casos, el suceso del Prestige muestra que el factor tiempo es primordial para las prácticas de la racionalidad ambiental: de los diez camiones llegados de Europa con material anticontaminante para frenar el vertido en las aguas del mar, ninguno pudo ser descargado a tiempo por falta de funcionarios que diesen la orden. De nada sirvió el darla mucho después, con la densa marea negra empapando ya las playas de arena, las rocas de los acantilados, los puertos y los caladeros.

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(4) El botín de la catástrofe. Desde la óptica de la racionalidad instrumental resulta difícilmente explicable que el Prestige estuviese varado con los motores parados casi quince horas a escasas millas del litoral gallego y vertiendo petróleo, mientras uno de los tres remolcadores que rodeaban al buque petrolero trataba de amarrarlo. La inmovilidad no fue producto de causas técnicas o factores climatológicos, sino de valores e intereses incompatibles con los ambientales. Lo que la alarma del Prestige sí activó fue un dispositivo bien distinto, en el que, por su propia naturaleza, la cooperación de todos los implicados para hacer frente a la emergencia ambiental solo podía jugar un papel marginal. Se trata de un circuito mercantil que obedece a las leyes marítimas internacionales y a las leyes de la oferta y la demanda. Un petrolero en alta mar con casi 80,000 toneladas de carga a bordo tiene un valor económico de más de 250 millones de dólares, si agregamos el costo económico del buque y el de su cargamento. El derecho marítimo establece que la empresa que lo rescate fuera de puerto tiene derecho a una compensación económica de un tercio de su valor. Así que de inmediato se abrió una guerra comercial y se puso en marcha un circuito de negociación de intereses: bufetes de abogados, empresas intermediarias, transitarias, corresponsales y aseguradoras que fueron fijando los términos de cada oferta por remolcar el petrolero siniestrado. El armador del Prestige quería que el barco fuese llevado a un puerto cercano, con lo que el estado español se haría cargo gratuitamente del salvamento. La presencia de una amenaza de vertido constante podía hacer que las autoridades locales tomaran esa decisión. Pensaban tener el tiempo a su favor para minimizar el costo del rescate, negociándolo con otras compañías, y no solo con la del remolcador al que, con criterios inciertos, las autoridades portuarias gallegas habían asignado el rescate. Por su parte, esa compañía impidió la intervención de otras para acelerar el rescate, así que también favoreció la situación estacionaria del Prestige y, con ello, empeoró los efectos del vertido. Pues lo que ninguna de las partes del negocio tuvo suficientemente presente es que el temporal seguía haciendo mella en un barco que necesitaba urgentemente reparación. En la delicada situación ambiental problemática en la que estaban, cuyas

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características mismas deberían haber establecido como prioridad absoluta detener cuanto antes el vertido, se llevó a cabo una negociación económica que, en nuestra opinión, jamás debió haberse producido.

(5) Vigilar e Incentivar. Lamentablemente, los expertos de los mercados de productos energéticos, de las estrategias de las petroleras para reducir los costes de los fletes y de los seguros, de la eficiencia con la que maximizan las posibilidades de las distintas legislaciones ambientales, también pudieron aconsejar a las empresas del sector que, según qué travesías, qué rutas y qué costas, puede serles rentable minimizar los gastos en seguridad, tiempo y condiciones de navegación, aunque cada cierto tiempo se tenga que producir necesariamente un vertido de catastróficas proporciones como el del Prestige. No sería realista ni razonable ignorar normativamente el impulso de maximizar beneficios. Afortunadamente, la legislación internacional ha podido prohibir ya la navegación de petroleros sin doble casco, como el Prestige, y los acuerdos internacionales para estandarizar montos que paguen los que contaminen, estén donde estén, parecen llevar un buen rumbo. Pero, como ya señalaba Ignacio Arroyo, presidente del Instituto Europeo de Estudios Marítimos, seguimos careciendo de la coordinación necesaria para establecer una política que incentive a los navieros que no contaminan. No basta con vigilar y con castigar. Hacen falta recursos internacionales para incentivos económicos destinados a quienes sí invierten en medidas de seguridad complementarias.

(6) Cálculo de beneficios políticos. Por increíble que parezca, el errático curso que siguió el Prestige en el Océano Atlántico después de estacionarse frente a las costa de Muxía tampoco fue resultado de procedimientos operacionales que respondiesen a factores técnicos (los propios de la operación de salvamento y de los daños del barco) o a factores ambientales (el clima, la presencia de mareas y su dirección en relación con el vertido, o la distancia de un posible puerto de refugio). Hay sobradas pruebas de que la decisión de alejar el barco “cuanto más lejos mejor” fue tomada por

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las autoridades políticas sin consultar a ningún experto, sea ingeniero naval, ambiental o civil, sin ningún criterio técnico y 17 horas antes de conocer el resultado de “la valoración de la situación estructural de barco”. La lógica de la situación problemática señalaba precisamente lo opuesto: cuanto más se alejaba el Prestige de la costa más se incrementaba el riesgo de marea negra, pues más empeoraban los daños del barco y, además, más aumentaba la posible área de litoral afectado. Y no sólo eso. Tampoco hace falta saber mucho de plataformas continentales y del declive del lecho oceánico del Atlántico para, una vez conocido el estado del Prestige, inferir que, cuanto más lejos se produjese el hundimiento, a mayor profundidad quedaría el barco y mucho más difícil iba a ser extraer el petróleo de sus depósitos. La inferencia ambientalmente correcta era la urgencia de llevar al petrolero a un puerto de refugio. Hubo otros factores que obnubilaron el juicio de las autoridades políticas, entre los cuales habría que contar la reactividad emocional, el clientelismo y la conveniencia política. Prueba de ello es la manera en que, equivocadamente, dieron por concluida la situación problemática con el alejamiento. También lo es el producto final de su pseudo-investigación: un ascenso para el capitán militar que finalmente abordó el buque y mandó detener al capitán del Prestige, el anuncio mediático de una querella internacional contra las naciones con puertos en su itinerario y, finalmente, la promesa masiva de buenas compensaciones a los afectados directos, mucho más cuantiosas y mucho más rápidas de las que tan mal resultado electoral dieran al gobierno anterior. Pese a la inminente catástrofe ecológica, los intereses y valores económicos primero y los intereses y los valores políticos después, relegaron injustificablemente los valores ambientales y la protección civil a un tercer o cuarto plano. La defensa de intereses y valores nacionales, sin embargo, también prevaleció. Bajo la presión de las autoridades francesas, el Prestige se vio obligado a virar hacia el suroeste primero y después, ante la amenaza de hundirlo por parte de las autoridades portuguesas, más hacia el oeste aún. Pero en esa dirección no hay puertos hasta América. Y antes el Prestige se iba a hundir, claro, como

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no podía ser de otra manera, desmantelado como estaba. Luchando para que la marea negra no llegara a sus propias costas nacionales, lo que entre unos y otros lograron fue que afectara a la biodiversidad de las de todos. Sea como fuere, la consecuencia que podemos extraer para nuestra concepción de la racionalidad ambiental no se hace esperar: en la valoración y en la priorización, ningún otro valor debería anteponerse al valor de la biodiversidad. El caso también aquí puede enseñarnos por qué la validez ecológica y la validez social son tan interdependientes: cualquier estrategia para obtener la validez social desatendiendo la validez ecológica acaba produciendo pronto o tarde funestas consecuencias sociales, las cuales a su vez terminan por negar la legitimidad social que así se pretendía alcanzar.

(7) Afectados directos e indirectos: la economía y el derecho ambiental. La catástrofe ambiental del Prestige obligó a impulsar la investigación en economía y derecho ambiental, si bien aún no se han producido demasiados resultados concretos. Los economistas ambientales Albino Prada, Manuel Varela y María Vázquez41 distinguían entonces tres grupos de afectados: (a) los que viven directamente de los recursos naturales; en el caso del vertido del Prestige: pesca, marisqueo, acuicultura, pero también turismo, hostelería y restauración; (b) los que dependen indirectamente de los mismos recursos, de su crédito e imagen de marca – en nuestro caso: distribuidores, exportadores, transportes, operadores y sector naval; y, finalmente, (c) la sociedad en su conjunto, a la que se le ocasiona un daño o menoscabo en su patrimonio natural -espacios protegidos, biodiversidad de ecosistemas, paisajes …. La tragedia del Prestige fue lo que los economistas llaman una externalidad negativa. Muchos investigadores ambientales afirmaron que, de hecho, tras el Prestige todos fuimos más pobres. El problema, por supuesto, reside en la cuantificación de esa pérdida general y, para ello, habría que determinar primero quiénes somos todos. Las aseguradoras normalmente aducen problemas de esta índole

41 Albino Prada, Manuel Varela y María Vázquez (2002)

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para justificar que no cubren el daño en el bienestar social o en la calidad de la biodiversidad. El equipo de economistas ambientales de Albino Prada denunciaba en su momento que en la Unión Europea, España y Galicia la responsabilidad estaba limitada a los 190 millones de euros procedentes de un fondo colectivo y no del armador, disponibles exclusivamente si hay “parte amistoso” y únicamente para los que dependen directamente del recurso: “Sin duda, unos necesitan que los Gobiernos les garanticen desde el primer momento de la catástrofe sus rentas; otros, que se combata el descrédito en los mercados; todos, que se limpie concienzudamente y se controle la evolución de los impactos, pero además -todos también- que el contaminador pague todos esos gastos y el daño causado al patrimonio natural”. El siguiente texto de Ignacio Arroyo recoge las perplejidades que el caso Prestige aún arroja sobre nuestro derecho ambiental: “Las víctimas deben ser indemnizadas. Y reparación significa, siguiendo la tradición iniciada en el derecho romano, colocar al perjudicado en la situación anterior al daño. La indemnización debe ser tal que la víctima, tras la indemnización, se encuentre como si el daño no se hubiera producido. No se trata de quitar importancia a esas conductas penalmente punibles (el delito ecológico, el delito de daños, etcétera), pero más importante que el castigo de los posibles delincuentes es la satisfacción de las víctimas: siempre hay dudas sobre los sujetos penalmente responsables, pero en cambio son públicas y notorias las víctimas de la contaminación. Pero ¿es posible determinar la cuantía de la pérdida en biodiversidad una vez producida la catástrofe?”(Prada et al, 2002). Aunque la cuantificación sea difícil, ¿por qué no situar jurídicamente a las especies de las zonas afectadas como sujeto de derechos y por tanto de indemnización? Abogados ambientalistas como Thomas Linzey, director ejecutivo del Community Environmental Legal Defense Fund, en los Estados Unidos, han insistido en las penosas consecuencias ambientales de la desprotección jurídica de los ecosistemas en el actual sistema legal, cuyo origen queda ligado de un modo u otro al derecho romano. Bajo esta estructural legal, se es propiedad o se es persona, y los ecosistemas hasta ahora siguen siendo propiedades, lo cual significa que pueden ser vendidos, destruidos, intercambiados y divididos. La

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protección de la biodiversidad parece exigir que esa concepción antropocéntrica sea revisada también en el ámbito del derecho ambiental42.

(8) Nuevas prácticas de la racionalidad ambiental. Sólo la colaboración multidisciplinar ha permitido que dispongamos ya de mejores heurísticas con las que hacer frente a emergencias ambientales como la del Prestige. Nueve años después, tres investigadores del CSIC, del Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (Ciemat) y de la Universitat Politècnica de Catalunya diseñaron una heurística que calcula la decisión ambiental óptima, con mayor validez ecológica y social. Su aplicación a los parámetros del Prestige arroja un resultado unívoco: ordenar el alejamiento del petrolero fue un error que a partir de su modelo podría evitarse. El procedimiento diseñado por los investigadores indica a los técnicos los datos objetivos que tienen que recabar (meteorológicos, oceanográficos y químicos, entre otros) y las ecuaciones con las que debe procesarse esa información. La información procesada ayudaría a los autoridades responsables a tomar la decisión menos mala en una situación ambientalmente problemática que involucre a un buque en peligro, en función de datos que pueden recabarse prontamente de esa situación: (1) las características del litoral amenazado, (2) la posición del barco, (3) el tipo de carga y (4) las corrientes marinas, la fuerza y dirección del viento. Aunque podrían haberse añadido muchas más clases de datos, la heurística necesita ser lo suficiente rápida y frugal como para atender a las limitantes objetivas que la situación ambientalmente problemática establece para su solución, y muy significativamente, al factor tiempo. La heurística elaborada por el equipo multidisciplinar se basa pues exclusivamente en una estimación de datos que se puede

42 En “Should trees have a standing?”, Christopher Stone lanzó un serio ataque a esta filosofía del derecho ambiental. Stone aboga por atribuye derechos a objetos naturales como los árboles, los océanos, los animales y el ambiente en su conjunto, de forma que la biodiversidad sea protegida para las generaciones futuras (Stone, 1972).

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esperar estarán disponibles en los primeros instantes de una crisis ambiental por vertido. La idea es que los responsables dispongan cuanto antes de una evaluación fiable de la magnitud de las consecuencias ecológicas y socioeconómicas de una serie de decisiones posibles, para actuar racionalmente según esa evaluación. Los cálculos sobre la persistencia en las aguas del fuel que cargaba el Prestige y la dirección del vertido en las primeras horas pronosticaban ya un área de impacto ambiental sobre el litoral de cientos de kilómetros. Y las ecuaciones matemáticas que comparan los costos económicos de limpiar esa área con los del confinamiento del buque en un puerto de refugio arrojan también un resultado favorable a esta última decisión. La heurística permite evaluar también cuál de los puertos de refugio de la zona con calado suficiente para albergar al Prestige podría haberse escogido. Se trata del puerto de El Ferrol, ciudad con menor población y mayor distancia de reservas de la biodiversidad que los puertos Vigo y A Coruña. Una de las conclusiones más inmediatas del estudio multidisciplinar es la necesidad de realizar un mapa geográfico de puertos de refugio de las costas gallegas. La inexistencia de ese mapa sin duda fue determinante para tomar la desacertada decisión de alejar al Prestige. Por otra parte, las crisis ecológicas han obligado a la racionalidad ambiental a dedicar muchos esfuerzos no sólo en heurísticas preventivas, sino también paliativas. La catástrofe del Prestige ha permitido comprobar la viabilidad ecológica y socioeconómica de la investigación sobre el reciclaje del fuel vertido. El Prestige dejó 80,000 toneladas métricas de una amalgama de fuel (8%), agua (20%), arena y sólidos (60%) y plásticos (12%), arrancada casi siempre a mano de las playas y rocas, de la cual se han podido extraer cinco productos depurados con nuevos usos. Las arenas limpias -entre 10,000 y 15,000 toneladas según los técnicos- se emplearon en obra civil para construir nuevas instalaciones de reciclaje, mientras que las arcillas sirvieron como materia prima para productos elaborados en las cementeras. Los restos plásticos de alta calidad se reciclaron para fabricar nuevas tuberías y los de baja calidad alimentaron las calderas industriales como combustible sólido. El agua, una vez depurada, retroalimenta

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los circuitos internos de la planta de reciclaje, mientras que el fuel recupera su estado original como combustible de escasa calidad.

(9) Otros valores ambientales: mareas negras, mareas blancas43. Además del daño ambiental, una de las lecciones más amargas que tuvimos que aprender del caso Prestige es la absoluta incapacidad de los responsables políticos de las estados-nación para solidarizarse y enfrentarse cooperativamente a la catástrofe ecológica. Por mucho que lo intentemos, el mar es un medio cuyas acciones no respetan fronteras. Como afirma Ignacio Arroyo, “en el mar, las fronteras son -y no es un juego de palabras- papel mojado. El mar nació globalizado, y sin solidaridad es imposible comprenderlo, y mucho menos dominarlo. En el mar, todos, absolutamente todos -políticos y ciudadanos, nacionales y extranjeros-, estamos en el mismo barco, para bien y para mal”. Frente a las mareas negras del vertido, las mareas de voluntarios con trajes protectores blancos mostraron con creces cooperación, solidaridad y empatía, virtudes ambientales de los que carecieron los responsables institucionales de los países implicados. Poco podemos añadir al artículo que el escritor gallego Suso de Toro escribió en El País más de cinco años después, el 9 de diciembre de 2007, en recuerdo de esos 230,000 voluntarios. “La catástrofe que provocó en nuestra costa el hundimiento del petrolero Prestige desencadenó una reacción social ejemplar. Al pueblo debe llenarle de orgullo la capacidad de reacción y autoorganización de que hizo gala obligadamente para suplir la falta de Estado. Creamos estructuras paralelas para hacer frente a la marea negra y obligamos al Gobierno a dejar de lado las mentiras y a enviar ayuda. Demostramos energía y una cultura social moderna, ecológica y democrática. No estuvimos solos, vinieron 230.000 personas de toda España. De la comunidad autónoma madrileña, de Cataluña, de Valencia, La Rioja, País Vasco, Navarra, de las dos Castillas,

43 Mareas blancas, mareas negras es el título del libro sobre la catástrofe del Prestige escrito por del voluntario de 21 años Josep Figueras (Figueras, 2007)

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Extremadura, Andalucía, Aragón, Baleares, Canarias […] de todas partes. Y de Portugal, de Francia y otros países […] los soldados profesionales, que, aunque no vinieron de forma voluntaria, limpiaron igual o más que los demás. Sin ellos quizá no hubiésemos sido capaces de romper el muro de mentiras levantado por el Gobierno de entonces. Ellos acudieron desde los primeros días sin ser llamados. Vinieron como vienen los pájaros en su estación, sin que se note mucho, pero ahí andan por el cielo. Voluntariado desplegado por playas y acantilados negros, figuras pequeñas como muñequitos vestidos de blanco en la costa grande. Llamaban a sus casas y hablaban con sus padres, sus novias, novios, amigos, hijos, desmentían lo que contaban los telediarios […] También ellos tuvieron bajas, también ellos se dejaron parte de su salud de modo desinteresado. Y no cobraron ni un duro”. Pese a que a algunos les haga enrojecer y avergonzarse, pues las rechazan como si fueran debilidades, la empatía, la generosidad y la solidaridad fueron y siguen siendo valores indispensables para hacer frente a cualquier catástrofe ambiental.

(10) Estética Ambiental. Tampoco deberíamos olvidar el cultivo de los valores estéticos del paisaje costero. Con toda seguridad, la presencia de éstos entre la ciudadanía fue determinante para propiciar la respuesta de cientos de miles de ciudadanos ante el vertido del Prestige. El grado de contaminación visual de las arenas y acantilados manchados de negro, del manto de petróleo sobre las plumas de aves, la desolación que produce ver ballenas y otros cetáceos varados en las playas entre el viscoso petróleo… solamente una ciudadanía ya habituada a una estética de la desolación, la basura y desiertos de biodiversidad puede resultar insensible ante esta exposición. Como creadores y como receptores, las artes deben forjar valores estéticos que impidan ese endurecimiento de nuestra sensibilidad. En nuestra opinión, ningún movimiento ambientalista puede permitirse el lujo de prescindir de estos valores, por imposible que resulte cuantificarlos e introducirlos como parámetros en ecuaciones. La presencia de estos valores se desprende inmediatamente del factor tiempo: sabemos que los ciclos naturales pueden acabar

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restaurando por sí mismos los daños de la catástrofe, pero tardaría muchísimo más en hacerlo sin nuestra cooperación. Y los seres humanos funcionamos a una escala temporal diferente: necesitamos la cercanía de la belleza. El Secretario General de Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, señala este hecho en el prólogo al tercer informe mundial sobre la biodiversidad (publicado en mayo de 2010), “el funcionamiento de los ecosistemas de los que dependemos para obtener alimentos y agua dulce, para disfrutar de buena salud y de espacios de esparcimiento y para estar protegidos frente a catástrofes naturales está basado en la diversidad biológica”. “Pero, la pérdida de biodiversidad” continúa Ki-Moon, “también nos afecta cultural y espiritualmente. Puede que eso sea más difícil de cuantificar, pero en cualquier caso es esencial para nuestro bienestar”. Pero que la propia biodiversidad tenga un valor estético para nosotros no justifica el antropocentrismo. Del hecho de que la belleza sea producto exclusivo de valoraciones humanas –y no está claro que la conducta de otros animales no busque la belleza- no se sigue que solo las obras de los seres humanos puedan ser consideradas bellas, al igual que del hecho de que el ser humano sea el único organismo capaz de valorar no se sigue que sea el único ser que tiene valor.

(11) Participación Ciudadana. La marea blanca de voluntarios que despertó el Prestige también dio prueba de la viabilidad de la formación autónoma de comunidades de aprendizaje y acción ambiental, que operaron en las costas gallegas duraron largos meses. Estas comunidades, articuladas bajo la plataforma Nunca Mais, liderada por el escritor Manuel Rivas, han servido de inspiración para nuestra concepción pragmática de la educación ambiental, concretándola en el ejercicio de propuestas ambientalmente eficientes para atajar el vertido. Se trata de comunidades que, con todos los fallos de las empresas humanas, procuraron siempre tener un carácter democrático y participativo, cooperativo, comunicativo, recíproco, honesto y abierto. Nunca Mais impulsó a partir de entonces un proceso de participación y deliberación ciudadana sobre bienes ambientales como la biodiversidad,

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tan amenazada en el vertido. Como resultado, la ciudadanía gallega y española cobró conciencia de que la naturaleza global de las amenazas ambientales contemporáneas exigía a su vez una noción de ciudadanía allende intereses valores y hábitos meramente locales, tanto espacial y como temporalmente: más allá de nuestra propia persona, nuestra familia, nuestra generación, nuestra ciudad, nuestra región, nuestro país, nuestra especie … Las consecuencias para la educación ambiental también deberían ser bastante explícitas: educarnos ambientalmente entre todos también implica intentar sentar las bases para la comunicación y la cooperación dialógica que nos permitan superar el ámbito local de nuestras lealtades y expandir el círculo de nuestras solidaridades y responsabilidades, de nuestros derechos y nuestros deberes, ampliando diacrónica y sincrónicamente la referencia del pronombre “nosotros” (Esteban, 1996). Y en el caso del Prestige, nadie duda ya de que Nunca Mais sentó esas bases, compartiendo con todos información puntual, contrastada y multidisciplinar, abarcando aspectos de la construcción naval y la navegación, por ejemplo, junto a aspectos biológicos, económicos, jurídicos, sociales y políticos. A ello debemos añadir el valor que la información compartida por la plataforma tiene para la concientización ambiental, la denuncia pública de las deficiencias, de la necesidad de incrementar la formación ambiental de los ciudadanos, de la petición de más medios técnicos y de la exigencia de coordinación para disminuir el daño y sus consecuencias. Nunca Mais puso de manifiesto la importancia que en una situación ambiental problemáticas tiene compartir toda la información y compartirla cuanto antes, pues la situación afecta a todos sin excepción.

Otras muchas experiencias como las de Nunca Mais demostraron las potencialidades educativas de la participación ciudadana y catalizaron la eclosión de muchas organizaciones ambientalistas no gubernamentales en el mundo de habla hispana. Fue tal su impulso en la primera década del siglo XXI que finalmente, las instituciones oficiales tuvieron que admitir la eficiencia de la libre participación ciudadana a la hora de hacer frente a los problemas ambientales. El

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Primer Encuentro “Educación Ambiental y Desarrollo Sustentable en América Latina”, celebrado del 31 de octubre al 2 de noviembre de 2006, en San José de Costa Rica, incluía entre sus resultados el fomento de esa participación plural en la creación de heurísticas de la Educación para la Cultura Ambiental: “La Educación para el Desarrollo Sustentable tiene la posibilidad de reinventar heurísticamente los procesos educativos vigentes para la formación de sujetos acordes con la sustentabilidad, y de reconocer el valor de la vivencia de las poblaciones nativas y sus múltiples contribuciones al modo de vida sustentable” (VV.AA, 2007) Hemos incorporado en este capítulo un estudio de caso en México que, a diferencia de los dos casos anteriores, ilustra perfectamente el impacto ambiental de los valores comunitarios que la educación ambiental debería perseguir. La vivencia de los campesinos mixtecos de Oaxaca ha pasado a representar un ejemplo de giro hacia la sustentabilidad internacionalmente reconocido, gracias a las prácticas del proyecto puntos de inflexión del ecólogo estadounidense Gerald Marten. El análisis de los procesos de recuperación de los bosques en la Mixteca de Oaxaca, nos ayuda a entender cómo es posible aunar la validez ecológica y social mediante la participación comunitaria de los campesinos locales en la resolución de una crisis ambiental. En el siguiente epígrafe reproducimos casi íntegramente el texto de Gerald Marten y David Núñez, con algunas omisiones y ligeras variaciones tipográficas. Después de una narración detallada de la acción comunitaria ante un ecosistema en crisis, las últimas páginas de la sección siguiente enumeran los ingredientes del éxito social y ecológico de las prácticas introducidas por los campesinos mixtecos.

Combatiendo la desertificación en la Mixteca de Oaxaca 44

La región conocida como La Mixteca, al noreste de la Ciudad de Oaxaca, parece un desierto, aunque en el pasado estuvo cubierta de bosques. El paisaje desolado y el proceso de desertificación son el resultado del mal uso que se le ha dado al suelo durante generaciones. Las causas que transformaron bosques en páramos son muchas y

44 Texto de David A. Núñez y Gerald Marten (Núñez y Marten, 2012). Agradezco la autorización de ambos para reproducirlo en este capítulo.

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complejas. Algunos alegan que la sobre-explotación de los recursos naturales de la región se remonta a tiempos de los Aztecas, quienes exigían grandes tributos de la población Mixteca. Durante los siglos de colonización española, la construcción de enormes misiones requirió de cantidades masivas de madera. Además se introdujo la ganadería caprina a este paisaje ya degradado. La zona se convirtió en un corredor para llevar cabras al mercado, y el pastoreo excesivo impidió la recuperación de los bosques talados para producir durmientes, para la expansión agrícola y para la producción de carbón vegetal (particularmente de encinos), que continúa siendo el principal combustible en las cocinas de las comunidades rurales de la región. La deforestación y erosión crean la impresión de que la Mixteca Alta es un desierto.

La degradación de siglos fue exacerbada durante la segunda mitad del siglo XX por las políticas agrarias del Gobierno Mexicano y las tecnologías de la Revolución Verde. La política gubernamental de únicamente ofrecer créditos para monocultivos casi terminó con la ancestral y sustentable milpa. Los monocultivos acabaron con la fertilidad de la tierra y la expusieron a la erosión. Con la Revolución Verde llegaron los fertilizantes químicos, los cuales mejoraron rendimientos, pero solo a corto plazo. La erosión y la degradación continuaron, obligando a los agricultores a utilizar cada vez más fertilizantes. El agotamiento de las tierras junto con los altos costos de los fertilizantes obligaron a agricultores a abandonar sus campos, expandiendo la agricultura a terrenos recién talados. La deforestación y la erosión se vieron aceleradas y actualmente la región sufre de uno de los índices de erosión más altos del planeta. Es también una de las regiones más pobres de México, incapaz de producir sus propios alimentos, y muestra una de las tasas de emigración más altas del país.

Pero recientemente esta región ha recibido atención internacional por hacer las cosas bien. En el 2008 Jesús León Santos y su Centro de Desarrollo Integral Campesino (CEDICAM) recibieron el premio Goldman por sus labores de reforestación, conservación de suelos y agricultura sustentable. Su historia comienza a principios de los 1980s, cuando un grupo de refugiados guatemaltecos que huían de la guerra civil en su país, llegaron a la Mixteca asistidos por la ONG Norteamericana Vecinos Mundiales. Preocupados por la erosión y desertificación, los guatemaltecos compartieron sus prácticas de

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conservación de suelos y agricultura sustentable con la población local, con apoyo de la asociación civil Mexicana Centro para Tecnologías Apropiadas de México (CETAMEX).

Alfonso López López, campesino y actual presidente del CEDICAM, recuerda cómo su padre lo regañaba por “perder el tiempo con esos guatemaltecos” y cómo tenía que escaparse en su motocicleta para asistir a sus talleres. Pero fueron precisamente estos extranjeros quienes pusieron en marcha el proceso de restauración de suelos y bosques al compartir sus experiencias, aunque al principio no fue fácil convencer a los lugareños.

Uno de los primeros éxitos fue el persuadir a algunos campesinos de sembrar el frijol en surcos, en vez de arrojarlo al azar. Con rendimientos hasta 5 veces mayor a los de sus vecinos, pronto convencieron a sus comunidades que lo que ofrecían los guatemaltecos no era perder el tiempo.

En 1988 la parroquia de Nochixtlán apoyó estos esfuerzos brindando oficinas. Sus catequistas ofrecieron educación de salud y nutrición junto al personal de CETAMEX en las comunidades rurales. Años después dos de estas mujeres se convirtieron en el primer personal femenino del CEDICAM. Años después, al surgir problemas entre el personal y el liderazgo de CETAMEX, Vecinos Mundiales patrocinó la formación de una nueva organización campesina. Bajo el liderazgo de Jesús León Santos, estos campesinos juntaron sus ahorros para establecer su sede en un lote a las afueras de Nochixtlán, permitiéndoles evacuar las oficinas de la parroquia y así trabajar con mayor autonomía. Para el 1997 los campesinos habían formado una organización propia, el CEDICAM, completando así la transición.

El CEDICAM expandió sus labores sobre tres ejes:

(1) reforestación y conservación de suelos(2) agricultura sustentable(3) nutrición y salud

La autosuficiencia alimentaria ha sido una preocupación central del CEDICAM. La Mixteca importa muchos de sus alimentos, pero las comunidades en las que trabaja el CEDICAM han mejorado el rendimiento de sus cosechas al grado que ahora no solo producen para la subsistencia, sino que venden el excedente en el mercado.

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Esto se ha logrado aplicando diversas técnicas: (1) rescatando la agricultura tradicional de milpa; (2) utilizando composta y abonos verdes como fertilizantes orgánicos; (3) reduciendo la dependencia de los pesticidas químicos; (3) seleccionando semillas para mejorar variedades de maíz; (3) vendiendo sus productos como “orgánicos”.

La milpa es un sistema agrícola tradicional de policultivos complementarios. El arreglo más básico es el de calabaza, maíz y frijol. El maíz comienza a crecer cuando la calabaza comienza a morir. El frijol se enreda en los tallos del maíz y comienza a dar fruto cuando comienza a morir el maíz. Pueden incluirse muchos otros cultivos, por ejemplo, chiles, camotes, tomatillo y chayote. Esta combinación de cultivos ayuda a mantener la fertilidad de la tierra; es menos vulnerable a las plagas que azotan los monocultivos; y brinda una dieta más balanceada para la familia agrícola. Además de rescatar la milpa, se han construido invernaderos para cultivar verduras, permitiendo a las familias vender su excedente en el mercado. El arado en esta empobrecida región aún se hace con bueyes. El CEDICAM promueve lo que llaman “arado Egipcio” que consiste en abrir la tierra sin voltearla. Esta técnica es de gran utilidad en paisajes semi-áridos, pues ayuda a reducir la erosión y conservar la humedad de la tierra al minimizar la evaporación de ésta.

Además se ha desarrollado un programa de manejo integral de residuos para producir abonos orgánicos. Antes el estiércol era mal aprovechado, pues simplemente se ataba al ganado en distintas parcelas para que cayera allí el estiércol. Al mantener al ganado en corrales de piso duro, el estiércol puede ser concentrado y composteado para producir fertilizantes de mayor calidad.

El método bokashi, importado del Japón, ha sido adaptado a las condiciones locales y produce composta de alta calidad en tan solo 2 ó 3 semanas. La clave del bokashi es la adición de levaduras que fermentan los desechos, y de azúcares que aceleran el proceso, generando altas temperaturas que maximizan la conversión.

La vermicomposta también ha sido introducida exitosamente, particularmente entre las mujeres que la utilizan en sus huertos e invernaderos. Además de usar la composta, el “jugo” de la vermicomposta es recolectado en botellas de plástico y así aplicado de manera individual a cada planta. Los agricultores evitan el gasto

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de la inversión en gusanos pidiendo prestado un kilogramo de gusanos del CEDICAM que pueden regresar hasta un año después.

Recientemente el CEDICAM ha empezado a promover el uso de “abonos verdes”, es decir de gramíneas y leguminosas que se incorporan a la tierra como fertilizante natural. Estos cultivos incluyen chícharos y habas, mostaza, trigo y centeno. Una mata conocida localmente como “trébol blanco” crece hasta en las tierras más pobres, pues mantiene una simbiosis con una bacteria que fija el nitrógeno atmosférico. Los “abonos verdes” cosechados en terrenos no aptos para la agricultura, pueden ser incorporados a las tierras agrícolas. Al principio tuvieron dificultad en incorporar los abonos verdes a la tierra, pues carecen de maquinaria de labranza y los bueyes no son aptos para la tarea. Pero ahora se utilizan podadoras para cortar las plantas, y se permite que se descompongan sobre el suelo. Esta cobertura además ayuda a mantener la humedad de la tierra. Todos estas mejoras han permitido a los agricultores reducir y hasta eliminar su uso de fertilizantes químicos. Han logrado éxitos similares con los pesticidas, usando extractos de zempasúchil, ruda, chile y ajo, así como soluciones de jabón para repeler plagas. Un hongo edáfico (Beauveria bassiana) y patógeno para insectos también ha sido reclutado como agente biológico para combatir plagas de insectos. Las esporas pueden ser aplicadas a los cultivos ya sea en solución o en polvo, aunque debe tenerse cuidado de no tratar las flores para evitar infectar a insectos polinizadores. Estos métodos naturales han permitido a los agricultores reducir y hasta eliminar el uso de pesticidas químicos, permitiéndoles vender sus cosechas como “orgánicas”.

Otro importante aspecto de la agricultura sustentable es la selección de semillas, particularmente con respecto al maíz, y en esto las comunidades servidas por el CEDICAM han sido muy exitosas. México es la cuna del maíz y en Oaxaca encontramos decenas de variedades locales de distintos colores, tamaños, y usos. El CEDICAM ha sido instrumental en enseñar a los campesinos como lograr mejores rendimientos a través de la selección de las mejores semillas. Las plantas se escogen del centro de la parcela, para evitar contaminación genética de parcelas vecinas. Los criterios de selección incluyen:

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(1) resistencia a sequías, heladas, plagas, enfermedades y al encamado;

(2) productividad (número de mazorcas y granos, tamaño de mazorcas y granos);

(3) uso final (para comer fresco, para molienda o para alimentar ganado).

Las semillas seleccionadas son plantadas aparte, y se hace una segunda ronda de selección, buscando las mazorcas más grandes y saludable (es decir, sin daños causados por insectos o enfermedades) que tengan por lo menos 12 hileras rectas de granos. De esta manera cada granja es un laboratorio viviente en que las variedades son adaptadas al clima, la tierra y las preferencias culturales, logrando mejoras continuas. Con la selección y cuidado adecuados, las variedades locales son tan productivas como las semillas híbridas importadas. Se utilizan botellas de plástico recicladas para almacenar estas semillas, permitiendo a cada agricultor tener su propio banco de semillas y protegerlo de plagas. Estas variedades son compartidas e intercambiadas en una red informal de mercados y ferias. Todos estos logros se han logrado a través de un programa íntegro de capacitación llamado “Campesino a Campesino” en el cual se demuestra con el ejemplo y convence con resultados.

Trabajando de manera horizontal y compartiendo el trabajo, se convence a los campesinos de dedicar una sección de sus tierras a las nuevas técnicas, para poder realizar comparaciones de “antes y después”. Inspirados por los mejores rendimientos, los ahorros y una vida mejor, los agricultores más exitosos son reclutados para que compartan sus experiencias con sus vecinos. Esta labor la realizan dos tipos de trabajadores: los promotores y los facilitadores. Los promotores tienen su propia parcela modelo y participan en reuniones, talleres y sesiones de capacitación. Los facilitadores identifican a posibles promotores, ofrecen apoyo logístico para reuniones y talleres, y buscan y generan materiales educativos. De esta manera el CEDICAM guía con el ejemplo, a través de su constante presencia en las comunidades, compartiendo las dificultades tanto como las dichas. Tiene presencia permanente en 12 comunidades agrícolas y acuerdos más informales con otras 30.

Por impresionantes que sean estos logros, lo que ha merecido atención internacional han sido los esfuerzos del CEDICAM para

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combatir la erosión. Esta batalla se ha librado sobre dos frentes: la conservación de suelos y la reforestación. La construcción de zanjas trincheras en laderas es uno de sus proyectos más visibles y eficaces. Las zanjas cumplen una doble función: retener aguas pluviales y prevenir la erosión. Capturan las lluvias que fluyen hacía valles, filtrando el agua hacia el manto acuífero, permitiendo que riegue cultivos cuenca abajo. Las zanjas también evitan la erosión del mantillo, porque reducen el flujo de las aguas y porque capturan la tierra deslavada en la trinchera. La construcción de estas zanjas es una labor enorme, requiriendo de muchísima mano de obra. Cada sección de un metro de trinchera que mide 60 cm de ancho y tiene 60 cm de profundidad puede captar hasta 360 litros cuando llueve. Cada año se construyen decenas de kilómetros de zanjas, y hasta la fecha se han construido cientos. Las zanjas se trazan utilizando un dispositivo llamado “aparato A”, introducido por los Guatemaltecos. Consta de dos largas varas unidas en sus extremos formando una “A” con la que se marcan los niveles en la ladera. En un principio las zanjas fueron hechas a mano, dependiendo de la tradición indígena de trabajo comunitario, o tequio, en que todos los miembros de la comunidad participan. El éxito de las zanjas se hizo evidente pronto en la recuperación de manantiales y arroyos previamente secos, y en el nacimiento de nuevas aguas. Ahora el gobierno federal, a través de la Comisión Nacional Forestal (CONAFOR), ha adoptado esta práctica y construye las zanjas con maquinaria pesada. El éxito logrado con este proyecto inspiró al CEDICAM a implementar otros proyectos de conservación de agua, como son la construcción de cisternas para agua pluvial que riegan sus invernaderos.

Aún más impresionante ha sido su proyecto de reforestación. Mientras que los demás proyectos del CEDICAM tuvieron beneficios obvios e inmediatos, la reforestación es un proyecto a largo plazo que requiere de más fe. Cuando comenzaron hubo mucha resistencia, debido a que los árboles tardan muchos años en crecer. No fue fácil convencer a la gente de invertir su tiempo y esfuerzo en un proyecto que quizá jamás les beneficie directamente. Algunos estaban dispuestos a plantar árboles frutales, pero nada más. Al principio los pocos que participaron plantaron uno o dos árboles, quizá hasta cinco. Pero con el tiempo la disponibilidad de leña, de las ramas, fue clave para convencer a la población que valía la pena sembrar árboles que no son frutales. Careciendo de experiencia previa

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cultivando árboles, el CEDICAM procedió de manera empírica, y hubo tropiezos en el camino. Al principio se sembraron eucaliptos y casuarinas, árboles mal adaptados a los suelos y clima de la Mixteca, por ser estas las especies ofrecidas por los viveros de la CONAFOR. Siguiendo el consejo de Angel Roldán, fundador del CETAMEX, buscaron especies nativas a la región y se decidieron por un pino (Pinus oaxacana) y un aliso llamado elite (Alnus acuminata). Se visitaron viveros para aprender de ellos antes de establecer su propio vivero, que actualmente produce más de 30,000 arbolitos cada año. El CEDICAM calcula que hasta la fecha han sembrado más de 4 millones de árboles. Este pino y aliso nativos crecen rápido. El elite es impresionante porque fija nitrógeno atmosférico y crece hasta en las tierras más pobres. Es un excelente mejorador de suelos, pues su hojarasca regresa mucha materia orgánica rica en nitrógeno al suelo. En una arboleda de elites de 20 años de edad pudimos escarbar hasta 20-30 cm de profundidad en tierra negra y húmeda, mientras que a unos pocos metros no había más que piedra.

Debido a que crecen tan rápido estos árboles, sus ramas pueden ser cortadas para leña sin dañar al árbol. Este fue quizá el aspecto más convincente del proyecto de reforestación para los lugareños, ya que anteriormente tenían que viajar largas distancias en busca de leña cada vez más escasa. Ahora estas comunidades cuentan con una fuente de leña sustentable cercana a sus casas, haciendo innecesaria la labor de seguir talando los escasos bosques de la región. Para reducir la demanda de leña, el CEDICAM además promueve el uso de hornos ahorradores de leña, que además han mejorado la salud familiar al reducir la inhalación de humo en las cocinas). Para que la reforestación fuera exitosa, fue necesario excluir a las cabras de las zonas reforestadas, cosa que no agradó a los dueños de ganado caprino. Pero basándose en sus experiencias y éxitos previos, lograron llegar a acuerdos, y poco a poco se han sustituido las cabras por ovejas, cuyo pastoreo es más selectivo y menos destructivo.

Un inconveniente de estos árboles de crecimiento rápido es que por lo mismo tienen vidas cortas. Los primeros árboles, plantados a mediados de los 1980s, comienzan a morir. Esto sugiere la necesidad de diversificar la reforestación con otras especies de crecimiento más lento. Lo bueno es que también ya pueden apreciarse árboles donde nunca se plantaron, lo cual implica que la naturaleza

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comienza a hacerse cargo de la propagación de semillas. Aunque la reforestación será un proceso largo, los primeros pasos han sido suficientemente exitosos para inspirar esfuerzos continuos de expansión del proyecto.

Los proyectos del CEDICAM han mejorado la condición de las mujeres de la región. Al principio ni siquiera se les permitía participar en los talleres, pero ahora realizan un papel importante en todas las actividades del CEDICAM, incluso en la organización comunitaria y en la asistencia técnica a los campesinos. El cambio se dio en parte debido a presión por parte de donantes internacionales interesados en la equidad de género, pero más bien fue una respuesta a la realidad en estas comunidades, donde los altos niveles de emigración de hombres han obligado a las mujeres a una participación más activa en las actividades económicas. Estas comunidades también han experimentado un cambio en la manera en que se ordena el uso de suelos. Las tierras comunes (o ejidos) en México comúnmente están divididas en parcelas de uso familiar. Las áreas comunes no aptas para la agricultura se utilizan para el pastoreo, recolección de leña y producción de carbón vegetal. Estas zonas comunes son particularmente vulnerables a la “tragedia de los bienes comunes”, y como consecuencia de la labor del CEDICAM han surgido planes de ordenamiento y reglamentos de uso de suelo en comunidades donde antes no existían este tipo de reglas. Las reglas se deciden en asambleas comunitarias, y algunos ejemplos son la prohibición de la producción de carbón vegetal a partir de encinos, la prohibición del pastoreo en zonas reforestadas, y la imposición de multas a los infractores.

Un aspecto evidente de la transición de la degradación hacia la restauración ha sido la conversión de círculos viciosos en círculos virtuosos. Aunque las causas del deterioro ambiental en la Mixteca son complejas, podemos identificar la introducción del ganado caprino a un ecosistema ya frágil como el “punto de inflexión negativa” que puso en marcha el deterioro. Fue el sobrepastoreo por parte de cabras que interrumpió los poderes regeneradores de la naturaleza, poniendo en marcha un círculo vicioso en que la tierra era degradada hasta ser incapaz de soportar otra actividad, por lo que se expandió el pastoreo, causando mayor degradación. Las políticas agrícolas del gobierno y el uso de fertilizantes químicos

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fueron respuestas a la crisis de erosión, degradación y deforestación, que resultaron ser contraproducentes a largo plazo.

Podemos identificar a los refugiados guatemaltecos- particularmente sus consejos con respecto a la agricultura y la conservación de suelos, y el apoyo de Vecinos Mundiales y el CETAMEX- como el punto de inflexión positiva que puso en marcha el proceso gradual de restauración ambiental y recuperación agrícola. La demostración de rendimientos mayores al plantar el frijol en surcos fue el primer paso hacia la autosuficiencia alimentaria. Esto inspiró a los campesinos a implementar proyectos de conservación de suelos (las zanjas trincheras) y a plantar árboles, revirtiendo el círculo vicioso de degradación de tierras. El círculo vicioso fue transformado en círculo virtuoso, y las fuerzas sociales y ambientales que impulsaban el deterioro se convirtieron en el motor de la restauración. Los éxitos logrados dieron a la población la experiencia y confianza para iniciar otros proyectos para mejorar el manejo de sus residuos, la fertilidad de sus tierras, la integridad de su paisaje, su dieta, y su calidad de vida. ¿Cómo fue que el CEDICAM logró hacer esto? ¿Cuáles fueron los ingredientes de su éxito? Su historia demuestra los mismos ingredientes clave tan evidentes en otras historias exitosas.

(1) Estímulo y Facilitación Externa. Las historias exitosas típicamente comienzan cuando gente foránea a una comunidad impulsan una actividad o conciencia comunitaria con respecto a su problemática, analizando el porqué de su situación y brindando nuevas ideas y acciones posibles. Los refugiados guatemaltecos mostraron a los campesinos mixtecos una manera distinta de hacer las cosas, inspirándolos a enfrentar sus problemas. Mientras que los logros del CEDICAM se deben en gran parte a la gente y recursos de los lugareños, también ha sido importante la asistencia financiera y técnica de organizaciones ajenas a la región, como son las ONGs (organizaciones no gubernamentales) internacionales Pan para el Mundo, Catholic Relief Services, Maryknoll y el Club Rotario.

(2) Fuertes instituciones democráticas y liderazgo comprometido. Las experiencias en la Mixteca de Oaxaca demuestran como los cambios duraderos pueden surgir

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desde las bases de la sociedad. No han sido implementadas por políticas gubernamentales, sino logradas a través de la auto-evaluación, la creatividad, el consenso y la mano de obra de una comunidad independiente haciendo el mejor uso posible de sus recursos. La fortaleza de las instituciones democráticas en las comunidades indígenas de la Mixteca les ha permitido emprender proyectos concebidos y apoyados por la misma gente que debe implementarlos. El tradicional sistema de servicio comunitario conocido como tequio es una expresión notable de esta democracia comunitaria. Fundamentados en esta pujante participación comunitaria, los éxitos del CEDICAM son fruto del compromiso y trabajo continuo de Jesús León Santos y sus colegas.

(3) Coadaptación entre el sistema social y el ecosistema. El éxito depende de tecnologías adecuadas al ambiente local y de la organización social correspondiente necesaria para su aplicación efectiva. Los logros ambientales y sociales van de la mano. Además del tequio, que se adaptó tan fácilmente al rescate del paisaje y de la agricultura tradicional, en las comunidades donde labora el CEDICAM encontramos otras instituciones sociales que evolucionaron con el proyecto. Una es la metodología “Campesino a Campesino” que busca capacitar a vecinos tratándolos como iguales. Este enfoque contrasta con estrategias gubernamentales que frecuentemente buscan imponer soluciones desde arriba, soluciones que no solo fracasan, sino que frecuentemente son contraproducentes. Otra importante adaptación social ha sido el cambio en la condición de las mujeres y en la valoración del trabajo de la mujer. Con respecto a la adaptación del ecosistema, la tierra ha respondido de manera positiva a la reforestación y a los cambios en las prácticas agrícolas. Los rendimientos mayores son la respuesta más obvia del ecosistema, pero la fertilidad de la tierra también es mejorada donde los cultivos se mezclan y rotan.

(4) “Permitir que la Naturaleza haga el trabajo”. La fiscalización del medioambiente está más allá de la capacidad humana. La resolución de problemas ambientales depende necesariamente de la capacidad regeneradora de la naturaleza. En la Mixteca, comienzan a crecer árboles donde

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nunca se plantaron. Han resucitado arroyos y manantiales previamente secos. La producción de abonos naturales redujo la necesidad de fertilizantes químicos, y la naturaleza misma es la que mantiene la fertilidad de las tierras. El sistema agrícola de la milpa es sustentable porque el policultivo imita la naturaleza

(5) La transformación de desechos en recursos. Lo que aparenta ser “desecho”- como la tierra infértil, edificios abandonados, la basura, o incluso gente marginada- puede ser transformada en valioso recurso social o material. Dado que la Mixteca es una región tan pobre, el CEDICAM no tuvo otra opción que hacer el mejor uso de cualquier recurso disponible. Han reciclado desechos orgánicos, convirtiéndolos en fertilizantes naturales. Por definición los refugiados son gente no apreciada en su tierra natal, son de cierta forma “gente desechada” que en este caso fueron valorados y apreciados por su tierra adoptiva.

(6) Resultados rápidos. Cuando los esfuerzos de una comunidad logran resultados rápidos, se amarra el compromiso al proyecto. Una vez que los resultados positivos se difunden por la comunidad y el medio ambiente, los procesos cotidianos sociales, económicos y políticos se encargan de reforzar estos beneficios. Para los agricultores de la Mixteca el mayor rendimiento logrado al sembrar el frijol en surcos dio resultados tangibles en pocos meses, sugiriendo que con la experimentación prudente podrían mejorar su vida. La construcción de zanjas trincheras también tuvo efectos dramáticos en poco tiempo, al resucitarse manantiales secos. Los beneficios de la reforestación se dan más lentamente, pero el entusiasmo por el proyecto creció al darse cuenta que ya no tenían que viajar largas distancias en busca de leña.

(7) Un símbolo poderoso. Los símbolos pueden consolidar la acción comunitaria. En el caso de la experiencia Mixteca, la autosuficiencia alimentaria puede considerarse un símbolo poderoso porque resume de manera precia el porqué de todos estos cambios. Los mayores rendimientos agrícolas no solo han mejorado la dieta familiar, sino la economía regional.

La autosuficiencia alimentaria es motivo de orgullo, y el renacimiento agrícola comienza a ofrecer oportunidades a

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los jóvenes que antaño no tenían otra más que emigrar en busca de empleo. Quizá los símbolos más importantes de transformación cultural son los que dan esperanza y orgullo a comunidades que antes no conocían más que la desesperación. En una tierra que “no daba ni espinas”, Jesús León Santos llamó nuestra atención al cantar de los pájaros, comentando que en su juventud jamás se escuchaban. Para nosotros este es el símbolo perfecto de la renovación de la Mixteca.

(8) La superación de obstáculos sociales. La complejidad social actual puede presentar obstáculos al cambio positivos. La experiencia de la Mixteca nos brinda ejemplos de cómo se superaron esos obstáculos.

(1) El sistema tradicional de trabajo comunitario, o tequio, resuelve un problema que encontramos en todos lados- el hecho de que la gente “no tiene tiempo” de apoyar causas sociales o ambientales.

(2) El CEDICAM también superó obstáculos que surgen cuando un grupo de gente se siente amenazada por el cambio. Por ejemplo, al comienzo de la reforestación fue necesario satisfacer las inquietudes de los dueños de cabras quienes objetaron a que se les prohibiera el pastoreo en ciertas zonas para proteger arbolitos.

(3) El CEDICAM ha evitado involucrarse en los conflictos políticos y religiosos tan comunes en Oaxaca gracias a una política neutra. La autonomía de las comunidades indígenas de la región les ha permitido proceder a su manera, independientemente de las disfunciones predominantes en la sociedad moderna en general.

(4) La autosuficiencia va de la mano de la autonomía. Aunque el apoyo financiero externo ha sido significativo, el CEDICAM sigue una agrupación campesina que está transformando sus comunidades y dando ejemplo a su país, y al mundo, de cómo hacer las cosas sin depender de recursos externos.

(9) Diversidad Social y Ambiental. A mayor diversidad, mayores opciones, y mayor probabilidad de que algunas de esas opciones sean buenas.

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(1) Aceptando a los guatemaltecos y siguiendo su ejemplo, las comunidades Mixtecas incrementaron su diversidad social.

(2) El CEDICAM trabaja con dependencias de gobierno y colabora con universidades Mexicanas e internacionales.

(3) Las mujeres en estas comunidades desarrollaron mayor diversidad de responsabilidades

Todas estas experiencias han expandido el universo social y la diversidad de opciones en la Mixteca.

(10) Memoria Social y Ambiental. El pasado puede ser una importante fuente de diversidad. Aunque algunas técnicas utilizadas por el CEDICAM fueron introducidas, no todas son nuevas. Son prácticas tradicionales que han demostrado su validez y valor a través de los siglos. Fueron olvidadas y ahora se están recuperando. Aunque la Mixteca parece ser un páramo, es capaz de producir alimentos y crecer bosques con el cuidado indicado. Esta capacidad productiva no se había perdido, sino olvidado y también está siendo recordada con el cuidado debido. Al revivir la tradicional milpa de policultivos se recuperó la diversidad de cultivos que se había perdido con los monocultivos. Con respecto a la reforestación, los árboles nativos reflejan una memoria evolutiva que brindó las especies apropiadas a las condiciones locales, tras haber fracasado los esfuerzos con especies exóticas.

(11) Construyendo Resiliencia. La resiliencia es la habilidad de aguantar sorpresas inesperadas y amenazantes. Es fundamental para asegurar los logros de la restauración social y ambiental. La clave de la resiliencia es la capacidad adaptativa. Los fundadores del CEDICAM comenzaron a construir una cultura resiliente cuando respondieron a la salida del CETAMEX formando su propia organización. Desde entonces han desarrollado una estrategia que fomenta resiliencia a cada paso. La diversidad de cultivos incremente la seguridad alimentaria, mismo que hace la conservación de suelos. Los altos índices de emigración, particularmente de hombres jóvenes, pudo haber trabado los esfuerzos de cambio, pero las mujeres llenaron el vacío, aportando su mano de

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obra. El éxito genera éxito. La organización, experiencia y orgullo de estas comunidades han fortalecido su capacidad de adaptación e innovación para responder a amenazas futuras. Con su dedicación, inteligencia y generosidad, la gente de la Mixteca nos seguirá inspirando durante mucho tiempo.

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Ambiente y Cultura

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Pieter Bruegel el Viejo, Prudencia (1559), Musées Royaux des Beaux-Arts, Bruselas, Bélgica.

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cuatro

La interdependencia de los valores ambientales

La lección final que debemos aprender de la pasada guerra atañe a la división de la naturaleza humana en cierto número de compartimentos estancos. Uno de esos compartimentos supuestamente contendría la razón y todos los factores y capacidades para obtener conocimiento e ideas válidas. El otro consistiría en actitudes, impulsos, deseos, necesidades, en todo lo que se ha colocado bajo el amplio rótulo de vida emocional. La aceptación de las filosofías del pasado que erigieron esta división ha dado como resultado la formación del principal problema del pensamiento en el presente: la relación entre los hechos y los valores”

John Dewey, “Lecciones de la Guerra para la Filosofía”

Repercusiones ambientales de la dicotomía entre hechos y valores

La cita con la que empieza este tercer capítulo pertenece a un texto que John Dewey redactó tras la Segunda Guerra Mundial con el propósito de recordar entre los académicos una de las lecciones que, en su opinión, la especie humana ya debería haber aprendido tras tantos siglos de conflictos bélicos. Sentarnos a resolver racionalmente sólo aquellas situaciones problemáticas que admiten una solución unívoca, puramente técnica, renunciando desde el principio a la posibilidad de resolver racional y dialógicamente aquellas otras que admiten soluciones, decisiones e interpretaciones incompatibles

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entre sí, pero compatibles con las evidencias disponibles, puede traernos consecuencias no deseadas en otras situaciones socialmente relevantes. En el ámbito de la ética o la filosofía moral, la idea de que sobre gustos, sentimientos, emociones, actitudes, valores o fines no hay diálogo racional y conclusivo, sino debates interminables y exasperantes, se encarna teóricamente en la división o contraposición absoluta entre los hechos y los valores. Un pensador de la misma tradición que John Dewey, Hilary Putnam, lleva décadas insistiendo en las indeseables consecuencias de aceptar la dicotomía entre hechos y valores, sobre todo en el derecho, la economía y otras ciencias sociales. En las primeras páginas de este capítulo estudiaremos por qué la dicotomía entre hechos y valores resulta dañina también para la educación ambiental. Este estudio podría ayudarnos a abandonar la dicotomía entre hechos y valores sin tener que renunciar al estudio de los valores ambientales, como parte de la investigación multidisciplinar en educación para la cultura ambiental. Pero la parte más extensa de este capítulo está dedicada al análisis crítico de las propuestas de estudio de valores ambientales que mayor influencia han tenido para la educación ambiental y para el manejo de recursos naturales. Las propuestas analizadas comparten el serio defecto de omitir el estudio de las relaciones de interdependencia entre los distintos valores ambientales. Nuestra propuesta incorpora en el análisis de cada valor ambiental las consecuencias que sus relaciones de interdependencia con otros valores tienen para la educación ambiental.

La interdependencia entre los hechos ambientales y los valores ambientales viene ocupando un lugar central en nuestra concepción pragmática de racionalidad ambiental, basada en la implicación mutua entre la validez ecológica y la validez social. Pero para seguir desarrollando otros aspectos de esa interdependencia hay que explicar primero qué hacemos exactamente cuando apelamos a la dicotomía entre hechos y valores para justificar nuestras acciones como agentes racionales, esto es, como seres que pueden interpretar y revisar sus propias tomas de decisión.

Las situaciones ambientales problemáticas tienen su origen en propiedades ambientales complejas que emergen de las interacciones sistémicas entre poblaciones humanas y ecosistemas. La interacción de los individuos de la especie humana con sus ambientes no se produce por dos canales distintos, uno por el que circulan hechos

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puros, con relaciones causales y problemas técnicamente resolubles, y otro por el que circulan otra serie de cosas, que solemos llamar valores subjetivos (valores éticos, valores simbólicos, valores estéticos, entre otros), cuyas interacciones ambientales no son verificables y que producen problemas en cuya resolución jamás podremos ponernos de acuerdo. Tanto los valores como los hechos ambientales problemáticos obedecen a propiedades que emergen de las interacciones entre sistemas sociales y ecosistemas, por lo que no parece sensato separarlos tajantemente antes de analizar las relaciones implicadas en esas interacciones. En la práctica, institucionalizar la división entre hechos y valores implica dotar a cualquier agente racional, ante cualquier información o dato que se le presente, e independientemente de la situación problemática de que se trate, de la capacidad de decidir si corresponde a un hecho puro y duro o más bien corresponde a un valor científicamente indetectable. Pero, dado su común origen, las condiciones de identidad de los hechos y los valores no son como las condiciones de identidad de las peras y las manzanas. A menudo están inextricablemente ligadas entre sí y con otros factores, principios e hipótesis, de manera que se precisa investigación racional para distinguirlos funcionalmente en cada situación problemática específica.

Dicho sea con otras palabra: al considerar incondicionalmente válida la contraposición hechos vs. valores, lo que hacemos es distinguir ya de entrada en cualquier situación problemática entre problemas fácticos o cuestiones solubles, y otros que son pseudoproblemas irresolubles, factores arbitrarios, o problemas que por su propia naturaleza jamás podremos resolver mediante la deliberación o el diálogo racional. Hay algunos casos sobre los que, ciertamente, no merece la pena perder el tiempo. Pero no es lo mismo discutir si la botella está medio vacía o medio llena, por ejemplo, que discutir la legitimidad de comprar un coche extra para sortear el programa ambiental “hoy no circula” en la ciudad de México. O que decidir qué es preferible, prohibir la siembra y la comercialización de organismos modificados genéticamente o permitir que multinacionales como Monsanto sigan comprando tierras a campesinos indígenas para sustituir policultivos sustentables, pero casi de subsistencia, por monocultivos transgénicos. Algo que supone a corto plazo cierto beneficio económico para muchas familias campesinas de América

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Latina, puede finalmente forzar su éxodo hacia cinturones urbanos económicamente deprimidos. ¿Es o no legítimo el deseo de lucro de científicos ya muy bien pagados gracias a nuestros impuestos, contratados además por Monsanto para investigar y desarrollar organismos genéticamente modificados que amenazan la biodiversidad futura de México, Brasil o Argentina?

En el primer caso, da igual decidir que la botella está medio llena o que está medio vacía: ninguna opción entraña consecuencias públicas diferenciables. Se trata de una cuestión arbitraria. No ocurre lo mismo en el caso del programa ambiental del distrito federal o en los ejemplos relativos a los transgénicos, en los que podemos constatar la presencia de distintos valores y prevalencias que entran en conflicto y que también forman parte del problema a resolver. Resulta imposible abordar con rigor la problemática de los transgénicos o los programas ambientales destinados a paliar la contaminación urbana sin considerar también problemas como los señalados, y no existe ningún conjunto cerrado de hechos empíricos y reglas lógicas que permita su resolución.

En la década de los cincuenta, investigadores japoneses cobraron altas sumas a cambio de “probar” la inexistencia de una correlación entre los síntomas de la llamada enfermedad de Minamata (ataxia, pérdida sensorial en tacto, vista y oídos, descoordinación motora, parálisis, y en muchos casos, muerte, tanto en los seres humanos como en sus mascotas) y el consumo de pescado y mariscos contaminados por el mercurio que la petroquímica Chissu vertía en el mar de Yatshusiro desde 1932. Tales investigaciones obstaculizaron durante quince años (desde la aparición de los primeros casos en 1953) el cese del vertido y son también responsables de los 111 decesos y los 400 afectados que la enfermedad de Minamata provocara hasta 1968, año en que cesaron los vertidos de mercurio. Fueran negligentes o dolosas, en esas pruebas científicas hubo factores humanos que produjeron una valoración sesgada hacia cierto tipo de intereses compartidos entre los técnicos y los ejecutivos de la empresa que los contrató para negar una evidencia que, desde el principio, era suficiente para aconsejar prudencia, aplicar el principio de precaución y detener el vertido. ¿Pueden los beneficios económicos que la empresa Chissu derramó sobre la población de Minamata compensar los

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2,955 casos diagnosticados de la enfermedad hasta el año 2001? Responder esta pregunta supone reevaluar otros valores ecológica, social y éticamente implicados, puedan medirse o no. Aplicando la conocida cita de Einstein a problemas ambientales45, podría decirse que no todo lo que puede ser contado cuenta ambientalmente, ni todo lo que cuenta ambientalmente puede ser contado.

Estos casos nos sumergen de nuevo en el problema del bien, el mal y la razón, como diría León Olivé. Y aún es posible oír algunas respuestas académicas que combinan el realismo con el cinismo o el sarcasmo. Antes que criticar la racionalidad de esos trabajadores de la ciencia, no es infrecuente encontrar a quienes prefieren decir que, siempre que sea legal, la elección racional de oficio depende de los interesas y los valores de cada cual, mientras encogen sus hombros y parecen resignarse a que eso tenga que ser tan subjetivo o tan arbitrario como preferir el té al café o relojes con números arábigos a relojes con números romanos. Pero algo parece andar mal en nuestras ideas de racionalidad cuando la declaramos de entrada incompatible con la naturaleza humana o incompetente para juzgar intereses y valores como los presentes en los ejemplos señalados. Esa idea de racionalidad es infinitamente más pobre en términos ecológicos y sociales que la racionalidad ambiental que venimos defendiendo en este libro.

Dejar la valoración, la cuestión de la validez de nuestros valores, fuera del alcance de la investigación y del diálogo, parece ser la mejor manera de que los intereses de unos pocos se impongan sobre los de todos los demás. Cuando declaramos que algo es un mero juicio de valor y no una cuestión de hecho dejamos una parte muy significativa de las decisiones humanas en manos del azar, la costumbre, la autoridad, la conveniencia económica y política o el mero capricho.

El alto grado de aceptación de la dicotomía hecho vs. valor parece proceder del aplastante éxito predictivo e instrumental de la ciencia de los últimos siglos. Podríamos decir que aquí también hemos sido víctimas de nuestro propio éxito. Aplicar la matemática para explicar cómo cambian las cosas mediante la comparación de magnitudes y la cuantificación de los valores de

45 Debo a Alejandro Herrera el conocimiento de esa cita de Einstein.

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variables y funciones nos ha permitido controlar y provocar muchos procesos físicos, químicos y biológicos. Ese éxito instrumental ha ido retroalimentando positivamente el prestigio de la racionalidad científica y tecnológica al tiempo que mermaba progresivamente el prestigio de investigaciones sobre problemas que incluían valores que se resistían a la cuantificación. Pero al convertir la matemática en la única garante del éxito del juego limpio en las cuestiones científicas, también se favorecía que juegos no tan limpios tuvieran éxito en otras muchas cuestiones no menos importantes, como aplicar publicitariamente las ciencias cognitivas para maximizar el consumo de productos que sabemos dañinos, destruir todos los valores estéticos, éticos, culturales, religiosos y ecológicos de la mayor selva del mundo permitiendo la explotación y la apropiación privada de su valor económico, o exportar al hemisferio sur las externalidades negativas que comporta el crecimiento económico y el bienestar del hemisferio norte.

La justificación que aún puede oírse es que la exclusión de los valores no cuantificables suprime o minimiza los efectos de factores subjetivos y arbitrarios en el desarrollo de la investigación: al no incluirlos entre sus variables, parece que neutralizamos su peso en las decisiones científicas. Pero esa neutralización es más un deseo que una realidad. Lo que hacemos es sencillamente omitirlos, encerrándolos en una especie de conjunto difuso de condiciones de fondo que, como el signo del horóscopo, el perihelio de Mercurio, el color de los calcetines, el nombre de pila o las preferencias gastronómicas de los investigadores, en nada parecen afectar al desarrollo del proceso de resolución de problemas. Pero al hacerlo corremos el riesgo de tirar al bebé con el agua sucia, apartando fuera de los márgenes de la investigación controlada muchos valores que de hecho sí son operativos. Al no ser estrictamente cuantificables, los valores sociales, éticos, simbólicos, estéticos o políticos no parecen entrar como variables en nuestras hipótesis. Pero eso no significa que sus efectos queden neutralizados, claro. Renunciar a todo control intersubjetivo sobre estos efectos y aún así creer en la validez de los resultados públicos del proceso de investigación, implica renunciar a la detección y corrección de errores de una parte significativa de los procesos sociales de los que la propia investigación forma parte (como qué proyectos científicos se financian prioritariamente, por

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ejemplo, o cómo lograr una distribución equitativa de los riesgos ambientales46).

Los dos primeros casos del capítulo anterior son un buen ejemplo de catástrofes ambientales cuya gravedad se explica por la omisión del análisis de muchos valores en los procesos de investigación que las ocasionaron y que, una vez desatadas, les siguieron. Los procesos de valoración ambiental de las catástrofes de la Deepwater Horizon (2010) y del Prestige (2002), son respuestas incorrectas a graves problemas ambientales en los que los valores ambientales contaban, y mucho, precisamente por haber quedado implícitos y no haber sido sometidos a una discusión abierta. El juicio valorativo ha de resultar necesariamente de una deliberación crítica y cooperativa en la que todas las partes implicadas tengan siempre voz y voto, esto es, en donde todas las partes tengan oportunidades simétricas de comunicar y defender sus valoraciones (Esteban, 2001) (incluyendo aquellas partes que, como muchas organizaciones no gubernamentales, hablan por los derechos e intereses de la naturaleza no-humana).

Ciencia pura y valores

Muchos educadores ambientales hemos tenido experiencias de algunas prácticas profesionales entre las ciencias del ambiente que, se sepa o no, reflejan la dicotomía entre los hechos y los valores. Afortunadamente, en los últimos años los congresos nacionales e internacionales de ciencias ambientales incluyen una sección sobre ambiente y valores. Sin embargo, y aunque cada vez menos, aún restan actitudes que equiparan la educación ambiental exclusivamente con la biología, la química, la geología o la física, como si el conocimiento riguroso de los hechos científicos de un ecosistema fuera suficiente para asegurar los valores correctos para practicar su protección. Según eso, no habría por qué preocuparse: no necesitaríamos nada más que seguir las reglas de un manual de ecología. En realidad, tales profesionales dan por hecho los valores del cuidado, como si éstos no mereciesen mayor investigación. Tiene toda la razón Kellert cuando afirma que “es probable que el

46 Ver infra Capítulo 6, en la sección “La distribución asimétrica del riesgo ambiental”.

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hecho de adentrarse en las funciones y estructuras de la naturaleza despierte en una persona prudente mayor inclinación a cuidar que se mantengan los sistemas naturales y a negarse a sobreexplotar las especies y su hábitat” (Kellert, 2003: 66, subrayado nuestro). Pero está claro que se equivocaría si diese por sentado que probablementetodos quienes nos adentramos en la ecología somos prudentes.

Es posible comprobar con muchos niños que el conocimiento de la ecología y la etología de las especies, y mejor por familiaridad que por descripción, promueve su protección. Y no cabe duda de que, como veíamos en el capítulo primero, la educación para la cultura ambiental debe insistir en el aprendizaje sobre y en el ambiente. Pero de ahí a decir que ésas son las únicas prácticas que deben ocupar a la educación ambiental para el ambiente hay un largo trecho. Un trecho que se da por recorrido al no admitir ninguna investigación científica, fáctica o conceptual sobre valores ambientales no cuantitativos, ni sobre la creación y el desarrollo de actitudes propias de las prácticas del cuidado. Hay sin duda cierta arrogancia al presuponer que esas actitudes se adquieren automáticamente simplemente con aprender los conocimientos técnicos de biología, química, geología o zoología. “Todos sabemos que tenemos que cuidar el ambiente”, no es precisamente la mejor manera de explicar por qué muchos no lo hacen, y no sólo gente ecológicamente analfabeta, sino también científicos muy bien pagados por sus conocimientos.

Por poner un ejemplo que viene al caso: no todo se reduce a saber que tenemos que separar la basura, dejando de lado toda posible razón y toda posible motivación para que, sabiendo que hacerlo es bueno para el ambiente, separemos de hecho la basura en nuestros ambientes locales. Y para que eso ocurra es tan necesario saber sobre hechos ecológicos, saber qué es orgánico y qué inorgánico, como saber valorar apropiadamente la situación y conducirse como un buen ciudadano, separando la basura a pesar de que la alternativa de no hacerlo nos resulte mucho más cómoda, nos ahorre dinero y, por increíble que parezca, satisfaga las tendencias transgresoras que, lamentablemente, siguen adueñándose a veces de la conducta humana.

El caso expuesto en la sección siguiente ha servido para convencer a estudiantes de ciencias e ingenierías ambientales de la necesidad de una ética ambiental para la educación en el cuidado. Se trata

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de un claro ejemplo de las repercusiones ambientales de aceptar la dicotomía entre hechos y valores, reduciendo la racionalidad humana a la racionalidad instrumental, tecnológica y científica.

Ciencia pura y extinción de especies

En la década de los 70, un presidente de México concedió a un conocido empresario los derechos exclusivos sobre la pesca y explotación de tortugas marinas en buena parte de la costa sur del Pacífico mexicano. Ni corto ni perezoso, el empresario decidió pagar un elevado sueldo por los servicios técnicos de un biólogo marino, conocedor de todos los hechos ecológicamente relevantes de las tortugas marinas del Pacífico: sus fases de desarrollo, sus hábitos de nutrición y reproducción, sus biorritmos y sus desplazamientos diarios, sus épocas de desove, sus rutas migratorias, la ubicación de arterias y venas (para desangrarlas), las propiedades nutricionales de cada parte de su cuerpo, … etc. El resultado fue algo que todos podríamos haber anticipado. Decenas de miles de tortugas fueron masacradas cada semana, dejando especies casi extintas. Todavía hoy pueden verse los canales que vertían al mar la sangre y las vísceras de los animales en Mazunte, Oaxaca, como restos un tanto siniestros de una industria que maximizaba científicamente su producción. Hoy, muy cerca, se ha levantado un magnífico museo y un centro de educación ambiental para la protección de las tortugas, con información muy completa sobre su biología y su función en los ecosistemas. El centro emplea a algunos de los que anteriormente las descuartizaban, pero no evita que sigan pescándose ilegalmente. El “gourmet” que quiere comer tortuga puede seguir haciéndolo, siempre que esté dispuesto a asumir su valor económico y despreciar el resto de valores por la satisfacción de su paladar.

Como en el caso del empresario, el único valor que regía la actividad científica del biólogo marino era el valor económico, por encima del valor científico y ecológico de la especie, y de su valor estético, simbólico y afectivo, por ejemplo. Utilizó su conocimiento instrumental de los hechos para facilitar al empresario la captura a gran escala, el ecocidio y sus jugosos beneficios económicos. No es difícil imaginar su defensa. Que para eso le pagaban y no por proteger a los quelonios. Que él se limitaba a proporcionar la

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información y la metodología, que no era de su incumbencia o su responsabilidad lo que hiciera el empresario con esos datos y con esos procedimientos. Que no era su problema. Que la ciencia y la tecnología son moralmente neutrales …, etc.

El ejemplo señala un problema real al que se enfrenta la investigación en educación para la cultura ambiental, y de nada sirve encogerse de hombros y seguir mirando hacia otra parte como si no tuviera que ver con la ciencia o la academia. Que la presencia ambiental del cuidado, de la belleza, de la deshonestidad o la codicia no se pueda verificar cuantitativamente o medir como el calor o el CO2

, no significa que no intervengan en los procesos del calentamiento global. Que una dificultad no tenga una solución meramente técnica no hace menor la dificultad ni menor la urgencia por abordarla. Decidir de buenas a primeras que no es ahí donde reside el problema es como decidir que hemos debido perder las llaves donde hay luz para buscarlas, esto es, donde la solución es técnicamente posible: ¿qué debemos inferir si, una vez terminada la búsqueda exhaustiva en la zona iluminada, no las encontramos?

Fue el mismo autor de la Tragedia de los Comunes quien apuntaba que la sustentabilidad no era un problema meramente técnico. Cuando la maximización y la eficiencia instrumental son los únicos valores admitidos para procesar los “hechos duros” de una situación ambiental, el resultado bien puede ser la ruina de todos, humanos o no. Los efectos ambientales de los valores desmienten su supuesta blandura, frente a la dureza de los hechos. Son precisamente los valores los que se nos resisten. Y la respuesta de la especie humana ante esa resistencia ha sido determinante en la gestación de la crisis ambiental. Decidimos dejar de preocuparnos por el problema y dedicarnos a otras cosas, incluso cuando éstas lo agravan. Un ecólogo de indudable formación técnica y matemática como Gerald Marten incluye esta negación como uno de los mecanismos psicológicos más comunes en las sociedades desarrolladas frente al deterioro de los ecosistemas.

Afortunadamente, cada vez son más los científicos que emulan a Marten. Pero no es menos cierto que restan abundantes casos de científicos y técnicos profesionales que se escudan en la doctrina de la neutralidad axiológica de la ciencia y la tecnología pero que toman decisiones con consecuencias para todos, deseadas o no. La presencia de biólogos marinos en sus barcos factoría permite a los

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empresarios japoneses seguir arponeando ballenas con el pretexto de hacerlo con fines científicos, aunque todos tengamos la certeza práctica de que el motivo es más bien satisfacer los extravagantes gustos culinarios de los habitantes del Japón y, de paso, ganar mucho dinero. Otros biólogos se juegan la vida para evitarlo, gratis, sin importarle que muchos les juzguen como dementes radicales y no como científicos serios. La presencia o realización ambiental de los valores es bien distinta en uno y otro caso. Pero, querámoslo o no, en ambos casos se da. Le pese a quien le pese, tras cada especie que se extingue en nuestros días también hay valores.

La idea de un valor económico total de la biodiversidad

Resulta imposible realizar aquí ni siquiera una clasificación provisional de las distintas tipologías de valores ambientales que han aparecido en la literatura especializada sobre el tema. Tendremos que limitarnos a abordar un par de propuestas, con diferentes fortalezas y deficiencias, cuyo análisis resulte pertinente para la defensa de una concepción pluralista y participativa de los procesos de valoración y de los valores ambientales resultantes.

En 1947 Ralph T. King propuso una tipología de valores asociados a la conservación de la diversidad zoológica ampliamente seguida en el área del manejo de recursos naturales. El propósito explícito de la tipología de King era promover la investigación para la valoración económica total de los recursos de la fauna silvestre de Estados Unidos (King, 1948:283). Su tesis es que “el valor económico total de estos recursos resulta de la suma de sus diferentes valores más el valor de los distintos servicios que realiza”, agrupando unos y otros bajo los siguientes rubros generales: (1) valores comerciales, (2) valores recreativos o de esparcimiento, (3) valores biológicos, (4) valores sociales, (5) valores estéticos y (6) valores científicos.

(1) Valores comerciales son los ingresos derivados de la venta de animales salvajes, de sus productos o del uso regulado de animales salvajes y de sus crías.

(2) Valores recreativos son los costos de actividades deportivas y hobbies que, como la caza, involucren la búsqueda o persecución de fauna silvestre.

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(3) Valores biológicos son los costos de los servicios que la fauna silvestre brinda a los seres humanos, por ejemplo, el control de plagas de insectos o roedores, fertilización, etc. Son valores de servicios que el ser humano podría realizar por sí mismo, sin el concurso de los animales silvestres, pero incrementando los costos operativos o valores de servicios para los que depende enteramente de la fauna silvestre.

(4) Valores sociales son aquellos que la comunidad recibe como consecuencia de la presencia de animales salvajes (King, 1948:283).

(5) Valores estéticos del ambiente son aquellos que inspiran las artes, y tienen una significación histórica y patriótica, como el águila calva o el río Mississippi de Mark Twain.

(6) Valores científicos son costos que los animales salvajes pueden tener para la investigación de fenómenos naturales que puedan afectar al ser humano directa o indirectamente.

Lo primero que llama la atención de la clasificación de King es su propia concepción del valor. Los valores pueden orientar la acción humana en muy distintas direcciones, no siempre positivas. Como dice Stephen Covey, hasta los gángsters tienen valores. Cualquier axiología que se pretenda empírica ha de incluir los valores negativos. Un “dis-valor” o valor negativo como el miedo a los lugares boscosos, la aversión ante los insectos, el horror a los reptiles o a los cuerpos sin pelo puede materializarse en una conducta contraria a la conservación, al igual que pueden favorecerla la empatía o la identificación con la maternidad de los mamíferos, la elegancia del vuelo de un ave o la eficiencia y la reciprocidad de las relaciones simbióticas. John Locke, el padre del liberalismo clásico, decía sentir verdadero malestar ante la vista de un paisaje agreste, invadido por las hierbas, por la maleza, desaprovechado para el cultivo. Una travesía en barco por la densa jungla africana, como en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, puede empujar al colono aprensivo a una vasta deforestación.

Por otra parte resulta notable que, tratándose de un ecólogo, King no incluya el valor científico que la biodiversidad puede tener como modelo productivo o tecnológico, tal y como vimos con las prácticas de la biomímesis. Y todavía es más llamativa la ausencia de

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los valores morales asociados a la conservación de la biodiversidad. El sentido de justicia y equidad interespecífica, la empatía o los sentimientos humanitarios juegan de hecho un gran papel en las motivaciones de muchos conservacionistas. Siendo esto así, cabe sospechar que esta ausencia obedezca a la resistencia de los valores morales a la cuantificación. Recordemos que el objetivo explícito de King es la valoración económica total de la biodiversidad animal.

También sorprende la absoluta indeterminación en la que King deja a los valores sociales de la diversidad zoológica. Tal como los define, parecerían valores económicos asociados, por ejemplo, con la afluencia del turismo para la observación de la vida silvestre. Nada nos dice de cómo las actividades de conservación de la biodiversidad afectan positivamente a las dinámicas de participación social, a la cooperación, la solidaridad, el arraigo o el sentido de orgullo comunitario y pertenencia o a la participación en las instituciones, tal y como demuestran las prácticas de los puntos de inflexión ecológica de Gerald Marten47. En la tipología de King, el valor comunitario de la conservación de la biodiversidad queda relegado al valor simbólico anejo según él al valor estético - ya de por sí depauperado en la tipología de King, reducido casi al valor patriótico de la conservación de especies emblemáticas o parajes naturales de significación histórica para cierto país, como el cañón del Colorado, el río Támesis, el Mar Muerto, el volcán Popocatépetl o las cumbres himalayas del Tibet.

Estas deficiencias son sin duda atribuibles al monismo o reduccionismo axiológico de King, a la busca del valor económico en tanto que común denominador al que reducir todos los valores. La siguiente cita de su texto es muy significativa. “Como afirmaba Taylor ‘teóricamente, todo el mundo está de acuerdo en que la administración de los recursos naturales debe obedecer al principio del ‘máximo uso’. Pero ‘máximo uso’ es un frase vacía, si no se especifica en términos económicos’” (King 1947:284). Es casi imposible no ver aquí un nítido reductivismo económico, radicalizado en una racionalidad exclusivamente instrumental o maximizadora de las utilidades.

47 Ver supra, capítulo 2.

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Consecuentemente, la tipología de valores ambientales de King es resultado de una concepción exclusivamente instrumental de la racionalidad ambiental. La indefinición de los valores sociales se traduce de hecho en el rechazo de King a la participación democrática en los procesos de gestión y toma de decisiones en cuestiones ambientales. King asume un punto de vista aún común entre algunos científicos, declarándose abiertamente partidario de una tecnocracia de expertos que no sólo desempeñe un papel como órgano informativo y consultivo, sino que también tutele todos los planes locales para la conservación de los recursos ambientales: “La conservación de la vida silvestre es el único tema de gran interés, él único de los principales asuntos públicos en el que los problemas complejos y técnicos se deciden o resuelven por votación popular … el público busca la ayuda de los profesionales de la medicina, de la ingeniería, etc., como líderes a los que seguir en sus respectivas áreas. Las personas no sólo esperan de estos profesionales que les mantengan informados, sino que les impongan las cosas que más convienen al interés de todos. Pese a las quejas y las críticas, las personas y las organizaciones aceptan y obedecen los programas elaborados por los expertos, y casi nunca piensan que son ellos mismos y no los expertos los que deben hacerlo … la pregunta es si los expertos en biodiversidad están dispuestos a asumir ese liderazgo “(King,1948: 289).

Las cosas han cambiado mucho desde el llamamiento de King. La percepción pública de la aceleración de los procesos de degradación ambiental, incluyendo verdaderas catástrofes como la del petrolero Exxon Valdez en Alaska, el accidente nuclear de Chernóbil, la tragedia de la química Union Carbide en Bophal, India y la enfermedad de Minamata provocada por el vertido de mercurio en el mar de Yatshusiro, ha extendido también la idea de que no es seguro dejar la gestión ambiental exclusivamente en manos de expertos, científicos y tecnólogos, cuya alianza con empresas, gobiernos e industrias ha sido en buena medida responsable de la crisis. Los movimientos ecologistas de finales del siglo XX generalizaron la opinión de que la ciencia era tanto parte del problema como de su solución, por lo que era necesario establecer mecanismos de presión y de control público en la toma de decisiones en cuestiones ambientales con repercusiones para todos.

La clasificación de valores ambientales de King resulta un claro precedente de posteriores proyectos públicos para la racionalización

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económica de los procesos ambientales. Su hipótesis principal, basada en el concepto de valor económico total de la biodiversidad, es ciertamente notable: “Ya que mucha gente no es consciente del valor económico total de los recursos, nada para ellos justifica el gasto de dinero, tiempo y energía que hay que dedicar a la conservación de la vida silvestre” (King, 1947:286). Hay algunas objeciones inmediatas a esta tesis. En primer lugar, no es cierto que la conducta humana obedezca siempre a motivaciones económicas. La insistencia en la figura histórica del homo oeconomicus como modelo universal y atemporal de la racionalidad de la conducta humana resulta a veces más prescriptiva que descriptiva. ¿De dónde saca King la idea de que para tomar decisiones ambientalmente correctas tenemos necesariamente que hacer un cálculo total del valor económico de los recursos naturales implicados en cada situación? ¿Desde cuándo nuestra decisión de no usar bloqueador solar antes de sumergirnos en un río o un cenote depende de la valoración económica del total de servicios ambientales que se verían afectados con nuestra perturbación del ecosistema? Hoy sabemos que el valor económico total de los servicios ambientales que la biodiversidad provee gratis a todos los habitantes del planeta sería superior a la suma de los productos internos brutos de todas las economías nacionales del mundo. Sinceramente, siendo importante, no parece que este dato baste para impulsar por sí mismo las prácticas conservacionistas de muchos de los habitantes del planeta. El error consiste en asumir que el valor económico percibido es el único móvil de la conducta y desatender otras muchas motivaciones que también impulsan la conducta y que se resisten a la cuantificación en unidades monetarias.

Para los economistas ambientales, la urgencia de establecer algún método de valoración económica total responde a su vez a la necesidad de establecer mecanismos institucionales para compensar lo que ellos llaman “fallas estructurales del mercado”, a las que responsabilizan del deterioro ambiental y la alta tasa de extinción de especies. La falla estructural tiene su origen en la divergencia entre el valor (económico) individual o privado y el valor (económico) público o social. En casos de falla estructural los servicios ambientales tienen un valor económico distinto para el agente económico individual que para la sociedad en su conjunto. Cuando el valor social de una acción individual es mayor que el privado, ese costo añadido a la acción es una externalidad positiva. La ocupación campesina de un latifundio

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improductivo o infrautilizado obedecería a este tipo de externalidad, pues la tenencia improductiva de la tierra reporta al latifundista un beneficio menor que todos lo que reportaría a los campesinos la explotación del latifundio. De hecho, no es infrecuente que el uso que el propietario le da al latifundio no llegue a cubrir los gastos del mantenimiento. Cuando el costo privado de la acción individual es menor que el social, cuando la sociedad pierde más de lo que el individuo gana, tenemos una externalidad negativa. Como veremos, la Tragedia de los Comunes es un claro ejemplo de este último tipo de externalidad. “Cuando los costos privados son menores que los costos sociales, esa actividad se llevará a cabo en mayor proporción de lo deseable. Esa es la razón por la cual se afecta a la biodiversidad, agotando o utilizando de manera ineficiente estos recursos. De aquí se desprende la necesidad de contar con una evaluación económica del medio ambiente y los recursos naturales, ya que la solución que proponemos los economistas consiste en lograr que los costos privados y los costos sociales se igualen… podríamos definir el Valor Económico Total como la suma del valor de uso, el valor de opción y el valor de existencia” (Belausteguigoitia, 2003: 27). Los economistas ambientales han establecido varios métodos de evaluación basados en principios como el que contamina paga, al que conserva se le paga, los derechos de propiedad y la disminución de los costos de transacción.

MÉTODO de EVALUACIÓN

EFECTO MEDIDO

Valoración Contingente

Mide la disposición de las personas a pagar por un cambio en el medio ambiente a través de encuestas y/o cuestionarios

Costos de Viaje Utiliza como medida aproximada de valor el tiempo y el costo incurrido en visitar y disfrutar de un sitio natural

Comportamiento Evasivo y Gasto Defensivo

Mide el gasto que realizan las personas al comprar bienes y servicios que les permitan compensar el deterioro del medio ambiente

Precios Hedónicos Infiere el valor que la gente paga por bienes y servicios que incorporan atributos ambientales

Tabla 3. Métodos de evaluación económica ambiental. Fuente: elaboración propia a partir de Belausteguigoitia (1999).

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Un análisis técnico de estos principios está obviamente fuera del alcance de este libro. Probablemente, la aplicación de estos principios y la instauración de mecanismos de control estatal de la actividad económica sea ambientalmente beneficiosa y ayude a satisfacer un tipo de condiciones que las sociedades deben cumplir para orientarse hacia la sustentabilidad. Pero quizá habría que recordar a los economistas ambientales que no son las únicas condiciones que hay que atender. De hecho es fácil comprobar que, en muchos casos, el beneficio de las grandes corporaciones obtienen con actividades contaminantes permite un margen muy holgado para reajustar sus presupuestos a las posibles sanciones. Los derrames de petróleo y mercurio anteriormente descritos señalan la presencia de otras muchas fallas, además de las fallas de mercado.

El pensador mexicano Enrique Leff ha ido bastante más lejos en su crítica de la economía ambiental, hasta sospechar de las propias motivaciones sociales y ecológicas de la economía ambiental al establecer como proyecto la valoración económica total de la biodiversidad. Este proyecto, en su opinión, no hace otra cosa que intentar incluir o internalizar el ambiente entre las variables del sistema económico. “El concepto de ‘valor económico total’ –la suma del valor real directo, del valor de uso indirecto, del valor de opción y del valor intrínseco- expresa la voluntad omnívora de la economía ambiental para recodificar al mundo- a todas las cosas y todos los valores- en términos de capital (capital natural, capital humano, capital científico y tecnológico). El concepto de “valor económico total” es una estrategia totalitaria para la apropiación económica del mundo, desde el valor económico actual de los bienes naturales y los servicios ambientales, hasta los valores contingentes asignados a esa naturaleza humana que se expresan en la “voluntad de pagar’ de individuos ecologizados y empresarios conservacionistas” (Leff, 2004: 1) 48.

48 Esta crítica de Leff guarda cierta semejanza con la de McDonough y Braungart, para quienes este tipo de medidas de la economía ambiental pueden ser incluso contraproducentes, al cuantificar sanciones e incentivos para satisfacer estándares de calidad, de cuyo cumplimiento los agentes económicos pueden presumir para amortiguar así el eco público del impacto ambiental de sus actividades industriales. (ver supra, capítulo 2, en la sección “Las prácticas de la ecología industrial”.)

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Leff no es el único en ofrecer análisis tan críticos y severos de la economía ambiental. Oscar Carpintero, autor de La bioeconomía de Georgescu-Roegen, también caracteriza la economía ambiental de una manera extremadamente negativa: “la economía ambiental o la economía del medio ambiente es un intento más por extender la vara de medir del dinero hacia los problemas relacionados con la contaminación y el uso de recursos naturales sin ninguna modificación teórica sustancial. Implícitamente, se asume la idea de que el ambiente es una variable más dentro del sistema económico (como lo puede ser el factor trabajo o el capital), y que lo único que hay que hacer es aplicar el instrumental adecuado para llevarlo al redil de lo mercantil. Pero esto no es tarea fácil. ¿Cuál es, por ejemplo, el valor monetario de la absorción de dióxido de carbono por las plantas? ¿Cuál es el valor monetario de la digestión de residuos que realizan los microorganismos descomponedores o los ríos? ¿Se pueden compensar esas funciones en términos monetarios?” (Olmedo, 2009: 126). Según Carpintero, sucede precisamente lo contrario. No es el ambiente el que es una variable dependiente del sistema económico, sino al revés. El funcionamiento de la biosfera está regido por leyes físicas y ecológicas que imponen restricciones a los distintos subsistemas que contiene, incluyendo el económico. “Por lo tanto, la economía ecológica cuestiona que la simple monetarización de los costes y beneficios ambientales vaya a mejorar la sustentabilidad de las economías industriales, sugiriendo que ésta es sobre todo una cuestión del tamaño o escala que ocupa el sistema económico dentro de la biosfera” (2009: 126). En cualquier caso, la diversidad de la vida en la biosfera tiene otros muchos valores ambientales que no pueden reducirse a su monetarización y que conviene no perder de vista.

Afortunadamente, la literatura especializada recoge ya otras taxonomías de valores ambientales que corrigen el reduccionismo de la propuesta por Ralph King. En los siguientes epígrafes desplegaremos una reconstrucción tipológica de los valores ambientales a partir del análisis crítico de varias propuestas, entre ellas las del ecólogo social Stephen Kellert y la de pensador Holmes Rolston III49.

49 En términos conceptuales, quizá las taxonomías de valores ambientales más seguidas en el ámbito de la filosofía y la ética ambiental hayan sido las que

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La clasificación de valores ambientales de Kellert ha sido la que mayor repercusión ha tenido para la investigación en educación ambiental (Farnham, 2007). Reforzando educativamente todos los valores ambientales, según Kellert, podríamos intentar romper el círculo vicioso o el circuito de retroalimentación positiva que ha llevado a nuestra crítica situación. “El hecho de que la sociedad niegue la importancia de una relación rica y compleja con la naturaleza contribuye a la crisis de extinción, lo cual aleja aún más a la gente del mundo natural” (Kellert 2003: 61). Kellert enumera ocho valores de la biodiversidad que deberían impulsarnos hacia su conservación: (1) valor utilitario, (2) valor naturalista, (3) valor científico-ecológico, (4) valor estético, (5) valor simbólico, (6) valor humanístico, (7) valor moral y (8) valor de dominio o resistencia

La propuesta de Kellert fue sin duda un gran paso adelante, pero resulta insuficiente para una ecología de los valores: no ofrece indicación alguna sobre cómo se interrelacionan los valores ni, por lo tanto, sobre el propio proceso de evaluación o valoración. De hecho, se diría que para Kellert todos los valores ambientales concurren en una misma dirección positiva o empática, como si la conservación o la sustentabilidad pudieran alcanzarse con la sumatoria de esos valores una vez maximizados. Prueba de ello es que contrapone a ese conjunto de valores un noveno tipo de valores a los que denomina negativos (una extraña mezcla de aversión o repugnancia física a ciertos seres vivos, fobias a lugares abiertos o cerrados, miedos ancestrales y terror a la soledad). Este tipo de reacciones negativas existen de hecho y constituyen a veces serias fuerzas opuestas a la conservación de le biodiversidad. Pero, desde el punto de vista de la educación ambiental, nuestro análisis se enriquece si consideramos sus relaciones de interdependencia con el resto de valores ambientales. Todos los valores ambientales tienen su lado oscuro, y muchas veces éste puede abordarse más fácilmente cuando atendemos a las relaciones de interdependencia entre unos y otros. El análisis de la interdependencia de los valores ambientales es más urgente si cabe cuando comprendemos que no todos los valores

Holmes Rolston III ha ido proponiendo desde 1981. Pero existen muchas otras que implican distinciones y conceptos epistemológicos, ontológicos y morales cuya sutileza filosófica escapa a los objetivos de este libro y que serán objeto de posteriores estudios en el ámbito más especializado de la ética ambiental.

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operan sinérgicamente. Los procesos de valoración son también procesos de selección y decisión entre valores en conflicto. Como afirmaba Weston, esos procesos muestran una particular ecología de los valores ambientales.

Por eso mismo analizar cada uno de los valores propuestos por Kellert, mostrando sus interrelaciones con los demás, puede resultar verdaderamente útil para una ecología de los valores. Para ello contaremos también con la clasificación de Rolston, quien modifica y añade algunos valores ambientales a la lista de Kellert que resultan complementarios y que refuerzan la interdependencia de todos ellos. Sobra decir que, además, contaremos con las tesis de otros autores, si bien debidamente interpretadas bajo los supuestos pragmáticos que venimos defendiendo en este libro.

Valores de utilidad

Stephen Kellert engloba los valores económicos dentro de conjunto más amplio que denomina “valores de utilidad”. El resto de valores que Kellert postula no pueden reducirse a ese común denominador, aunque según Kellert todos son “útiles” o beneficiosos para la especie humana (Kellert, 2003: 61).

“El valor de utilidad destaca las muchas formas en que los seres humanos obtienen provecho material de la diversidad de la vida. El término ‘utilidad’ es equívoco, sin embargo, pues todos los valores poseen una utilidad en la medida en que reflejan algún beneficio para las personas. La idea convencional de utilidad que aquí se utiliza recupera la noción tradicional de provecho material obtenido al explotar la naturaleza para satisfacer los diversos deseos y necesidades humanos” (Kellert, 2003: 61). Kellert parte ya de un supuesto falso que su propia clasificación se encarga de desmentir: no todos los valores son beneficiosos para las personas que los abrazan. Pensemos, por ejemplo, en un testigo de Jehová que muere religiosamente por negarse a recibir una transfusión sanguínea. A no ser que la “vida eterna” en el paraíso cuente como recompensa y sea un “beneficio” o utilidad, claro. Por supuesto, esto haría del valor y del proceso de valoración algo puramente subjetivo. No parece un punto de partida muy prometedor, al menos si tenemos en cuenta las consecuencias que tienen sobre los demás las acciones prescritas

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por los valores y principios que uno adopta. Aunque el testigo de Jehová tenga derecho constitucional a no recibir transfusiones, estamos convencidos de que la vida en la Tierra, la única vida que conocemos, tiene un valor preferible al valor de la pureza sanguínea. Tampoco tiene un valor último: uno puede morir por otros, claro está. Pero en ese caso estamos comparando el valor de la propia vida con otros valores y en unas circunstancias absolutamente distintas. El mismo proceso de valoración supone que, con bastante frecuencia, uno abrace valores que acaben siendo perjudiciales y que los someta a revisión. Nuestra idea de razonabilidad implica al menos eso. Creo que Kellert aceptaría esta concepción minimalista, por cuanto el cultivo de valores ambientales debe también corregir su “expresión disfuncional” (Kellert, 2003: 61).

La definición de Kellert del valor de utilidad como beneficio o provecho material parece remitir a lo que a Adam Smith llamaba valor de uso, en contraposición al valor de cambio: “Hay que destacar que la palabra VALOR tiene dos significados distintos. A veces expresa la utilidad de algún objeto particular, y a veces el poder de compra de otros bienes que confiere la propiedad de dicho objeto. Se puede llamar al primero ‘valor de uso’ y al segundo ‘valor de cambio’. Las cosas que tienen un gran valor de uso con frecuencia poseen poco o ningún valor de cambio. No hay nada más útil que el agua, pero con ella no se puede comprar nada; casi nada se obtendrá a cambio de agua. Un diamante, por el contrario, tampoco tiene valor de uso, pero a cambio de él pueden obtenerse una gran cantidad de otros bienes” (Smith, 1789: 62). Resulta algo sorprendente que Kellert ni siquiera mencione una distinción cuyos avatares teóricos han sido tan importantes dentro de las ciencias económicas, desde la teoría del valor-trabajo o la crítica de Marx al fetichismo de la mercancía y a la sobrevaloración del proceso de intercambio (las leyes de la oferta y la demanda) con respecto a los modos de producción, basados en las fuerzas de la naturaleza o la potencia física del trabajador (Leff, 2004: 1), hasta la economía neoclásica, que declara difunta la teoría objetiva del valor y la sustituye por la teoría subjetiva de la utilidad marginal, haciendo depender el valor de un bien de su posición como medio en una escala subjetiva de preferencias50, dependiendo de su

50 Según la economía neoclásica, los bienes económicos son un género de medios o recursos que cada agente económico cree subjetivamente imprescindibles

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disponibilidad y de la situación. Esta teoría pretende así explicar por qué un litro de agua puede valer infinitamente más que un kilo de diamantes en condiciones extremas, por ejemplo, en una travesía desesperada en el desierto.

Pero más allá de la alusión a la dependencia de los recursos naturales que tenían los usos y las prácticas de las economías preindustriales, Kellert no parece establecer ninguna diferencia entre los distintos valores de utilidad que la biodiversidad ha ido teniendo a lo largo de la historia. En su afán de hacer de la utilidad una razón universal para amar a la naturaleza, Kellert olvida precisamente cómo el valor de utilidad de los recursos naturales está en función de unos contextos culturales, simbólicos y productivos que provocan impactos ambientales muy distintos. De hecho, resulta igualmente significativo que Kellert tampoco tenga en cuenta lo que los economistas denominan “externalidades negativas”, como la contaminación o el agotamiento de los recursos, que las actividades productivas privadas tienen sobre los recursos ambientales de todos. Como hemos visto, las externalidades negativas se traducen en los impactos ambientales que producen sobre la atmósfera, el suelo o el agua lo que Kellert llama actividades útiles, como la pesca, la elaboración de medicamentos a partir de la biodiversidad, y sobre todo, la mejora de la producción agrícola mediante los organismos transgénicos, defendida varias veces en el texto de Kellert (Kellert 2003: 62). El caso de los productos transgénicos pone de manifiesto que, para valorar la utilidad global de un recurso natural, lo que importa no es sólo la utilidad final de un producto para satisfacer deseos y necesidades humanas. Tan importante como el producto obtenido a partir de la naturaleza es el mismo proceso de producción, el sistema productivo y la condiciones de trabajo, la retribución salarial y el beneficio empresarial, el contexto sociocultural de la producción, las relaciones de competencia, las estructuras de control y de propiedad de los medios de producción, la distribución de los ‘bienes’ (“utilidades”) y los males (costes externos, ‘externalidades’, es decir, daños a terceros, incluyendo las generaciones futuras), además de los efectos de la producción, la distribución y el consumo sobre el ecosistema (Riechmann, 2011: 19). Los modernos Análisis

para alcanzar algún fin.

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del Ciclo de Vida de un producto muestran que los efectos ecológicos y sociales más dañinos del monocultivo masivo del maíz, el algodón o la soya transgénica no se producen donde se consume el producto final, sino en otros tiempos y en otros lugares mucho más lejanos. Ya hemos reiterado que, según Hans Jonas (1974), el incremento del radio de alcance causal de nuestras tecnologías en el espacio y en el tiempo debería traducirse en una ética orientada al futuro y en la aceptación de la responsabilidad moral por los efectos causados, previstos y no previstos, y sobre todo, en la aplicación de un principio precautorio o de prudencia. En el caso de los organismos genéticamente modificados, decir que no sabemos de efectos dañinos (cosa harto difícil de seguir manteniendo) no equivale a afirmar que sabemos que no los tienen. De ahí la importancia de la moratorias, basadas en los consejos de la más elemental prudencia. Ninguno de estos aspectos éticos ligados a los valores de utilidad queda recogido en la explicación de Kellert.

Kellert idealiza algunas actividades que involucran “experiencias personales utilitarias con la naturaleza y la diversidad viviente. Hay un provecho evidente en recolectar bayas, cortar leña para el fuego, domesticar perros salvajes, entrenar perros, etc.” (Kellert, 2003: 63). Cabe suponer que otras actividades mucho más duras, y en condiciones más inclementes, como la pesca en alta mar o la minería, estarían asociadas con los valores ambientales de resistencia y de dominio de la naturaleza. Pero Kellert no aborda nunca las interrelaciones entre el valor de utilidad y los demás valores que postula. En ningún caso analiza cómo el valor de utilidad de la diversidad refuerza o entorpece a otros valores. No obstante, los valores ambientales no residen en compartimentos estancos, por así decirlo, sino en vasos comunicantes. La utilidad de la biodiversidad está íntimamente ligada con los valores científicos y de control o dominio, por ejemplo. Además, en las sociedades de consumo muchas veces la utilidad económica per se puede resultar incompatible con los valores sociales, estéticos, recreativos, simbólicos, humanitarios o morales. La pura maximización de utilidades subjetivas en la construcción de ciertas facilidades, como un campo de golf, puede arruinar una selva con un alto valor estético, simbólico y cultural, comunitario e incluso moral para poblaciones a la que ningún beneficio le reporta esa actividad deportiva, como los descendientes mayas del estado de Quintana Roo, por ejemplo.

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Valores científicos-ecológicos

La caracterización kellertiana del valor que el ambiente tiene para la ciencia prioriza las prácticas que reflejan una satisfacción intelectual desinteresada, ajena a toda actividad práctica inmediata (Kellert, 2003: 66). Pero el análisis que Holmes Rolston III realiza del valor científico de la naturaleza, basándose en las mismas prácticas naturalistas de observación y muestreo, es mucho más completo y significativo. Su descripción de la fuerza magnética con la que los organismos biológicos y los procesos ecológicos atraen la curiosidad del científico y del niño es ciertamente notable. Muchos niños curiosos se han convertido después en brillantes naturalistas, sin duda. Según Rolston, el olvido de la alianza entre la ciencia pura y el placer de conocer la naturaleza por el puro placer que depara su conocimiento es índice de hasta qué punto “la ciencia reciente ha vendido su alma a la economía” (Rolston, 1988:9). Su mejor ejemplo del valor intrínseco de la naturaleza es el fósil archaeopterix, valioso por cuanto muestra el linaje evolutivo de las aves, carente según Rolston de cualquier valor económico. Pero sería falsear la realidad decir que ningún científico puede en ningún caso pensar en la rentabilidad económica de la ubicación de ese fósil en un museo, como la del hombre elefante o la mujer barbuda en un circo.

De hecho, como venimos viendo a lo largo del libro, los vínculos del valor científico con el valor económico nutren buena parte del debate ético y político con respecto a los buenos usos del conocimiento en, sobre y para el ambiente. El rubro de Kellert explica en parte este hecho. Pero su texto no acaba de aclarar si se trata de un valor o de dos. La cuestión es de vital importancia para la educación ambiental, como hemos dicho. En un principio, Kellert parece distinguir entre la perspectiva científica y la perspectiva ecológica por el nivel sistémico de su objeto de estudio. Pero en el mismo texto da las razones para englobar una y otra: “Las dos perspectivas convergen en la premisa de que se puede comprender y en ocasiones controlar la biodiversidad de lo viviente por medio de la exploración sistemática de los elementos biofísicos de la naturaleza” (Kellert 2001: 65, subrayado nuestro). El matiz destacado es muy relevante, pues significa admitir la responsabilidad de las ciencias y las tecnologías en la gestación de consecuencias no deseadas. Pero Kellert tampoco desarrolla más este punto. Para John Dewey, Martin

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Heidegger, Herbert Marcuse, Ian Hacking y otros filósofos de la ciencia y la tecnología, el vínculo entre una y otra, entre entender y controlar, no es contingente y se da en las dos direcciones. Por un lado, para controlar los procesos naturales es evidente que hay que entenderlos. Según una formulación que ya aparece en algunos de nuestros libros, controlar es convertir las causas en medios y los efectos en fines o consecuencias (Esteban, 2001, 2006). El otro sentido de la coimplicación ha sido reconocida al menos desde Francis Bacon, quien identificaba saber con poder (hay que torturar a la naturaleza para sacarle sus secretos) (Esteban, 2000) o Friedrich Nietzsche, el pensador de la sospecha, que identifica a su vez voluntad de verdad y voluntad de poder (Esteban, 1991). John Dewey encuentra una explicación algo más amable. Para él, la ciencia es un modo de la tecnología. Entender los procesos naturales no es otra cosa que controlarlos, establecer variables dependientes e independientes y medir cómo cambian las cosas cuando se las someten a determinadas condiciones. Tras la actitud del saber por el saber, el saber teórico y desinteresado, hay ya actitudes y motivaciones derivadas de lo que Kellert llama “valor de dominio”, el valor que la naturaleza tiene para el hombre como algo a conquistar, a dominar o a someter para el beneficio humano. Y ciertamente, la historia de la especie humana registra muchos episodios, mitos y realidades en los que el control y el dominio sobre la naturaleza son fuente de valor para el hombre, desde Prometeo hasta Frankenstein, desde la domesticación del ganado a la oveja Dolly, pasando por túneles y puentes inverosímiles, vehículos espaciales y bombas nucleares. Y claro, la cuestión de los hechos y los valores reaparece también aquí. La jugada tradicional del positivista a ultranza (la filosofía de algunos científicos, no de todos) suele consistir en presentar una imagen del desarrollo científico como un proceso que sólo obedece a factores internos, un crecimiento alimentado por el conocimiento de los hechos. No obstante, el valor científico o cognitivo está íntimamente ligado con valores asociados con el poder y el dominio, comoquiera que se les llame. La ecología tampoco está libre de esos valores, razón de más para que la educación ambiental se ocupe de ellos.

Martin Heidegger ofreció una explicación de las relaciones entre el valor científico, el valor de dominio y el valor de utilidad de la naturaleza biodiversa que ha llevado a pensadores como Arne

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Naess51 o Enrique Leff a adoptar una actitud severamente crítica ante la ciencia ecológica funcional al capital, denunciando el maridaje entre la ciencia moderna y la sociedad mercantilista como origen de los procesos de sobre-economización del mundo y de degradación serial de la biodiversidad. Intentaremos exponer la posición de Heidegger en unos cuantos párrafos, simplificando su complicado vocabulario para hacerla algo más digerible.

Heidegger vincula convincentemente el éxito predictivo y el poder tecnológico (valores de dominio) de la ciencia moderna con una imagen matemática del mundo (valor científico), y ésta a su vez con la representación antropocéntrica de la naturaleza como disponibilidad absoluta (valor de utilidad). La matematización de la vida social, científica y mercantil en la era renacentista y barroca, en la era que Heidegger llama la Época de la Imagen del Mundo, brinda la posibilidad de un acceso uniforme a toda la naturaleza por parte de todos quienes cultiven este lenguaje cartesiano, instrumento específico de la razón humana. Para entonces, pensar era, más que nunca, calcular sobre un mundo previamente matematizado. Aunque con excesivo celo, y en un tono excesivamente reprobatorio, Heidegger acertó al denunciar la tendencia del humanismo cartesiano a tratar la naturaleza como un mecanismo material construido según principios matemáticos y puesto a disposición de la especie humana.

Para el cartesianismo, los individuos de la especie humana son los únicos organismos que, además de cuerpo, poseen una sustancia pensante que les hace merecer una consideración como sujetos de sus propias vidas. Objeto es todo el resto de la naturaleza, objetivo de su voluntad de dominio o control. Sabido es que, según esa visión dualista del mundo, al igual que el espíritu controla al cuerpo, la razón humana puede someter toda naturaleza al objetivizarla mediante su análisis matemático. De este modo, la idea de una naturaleza inagotable creada para el hombre por el Dios cristiano recibe aún mayor respaldo gracias a la ciencia moderna. Concebida como conjunto de recursos, la naturaleza cartesiana

51 Naess es el fundador del movimiento de la ecología profunda, basada en valores ecocéntricos, opuesta al ambientalismo táctico o ecología superficial, que hace de la ética de la conservación “sólo un instrumento táctico para la supervivencia de la especie humana” (Naess, 1998, 22).

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adquiere las propiedades matemáticas de la res extensa, infinita y mecánicamente prolongable y divisible como una línea recta. El sujeto cartesiano piensa y trata la naturaleza como res extensa, un continuo homogéneo des-diferenciado, como los puntos de la recta, sin distinciones cualitativas ni valor intrínseco. Según la visión que Heidegger atribuye al humanismo de Occidente, la naturaleza pasó a tener valor, algo que para Heidegger significa peyorativamente objeto del querer humano y que hoy en día la ética ambiental, nada reacia a hablar de valores ambientales, denomina valor extrínseco (para otros usos y usuarios). En cualquier caso, la naturaleza adquirió valor para el hombre como materia prima, material de trabajo o almacén de existencias.

Según esta interpretación ambientalista de Heidegger, resulta bastante plausible concluir que la escasez de recursos naturales y la sobrepoblación, la lluvia ácida, la contaminación química de ríos, lagos y mares, el efecto invernadero, el calentamiento global o el cambio climático, la deforestación y la erosión de los suelos, la desertificación, la extinción masiva de especies, la disminución de la capa de ozono y otros muchos problemas ambientales son ante todo consecuencias de tratar la naturaleza como un recurso infinitamente disponible para la especie humana gracias a las representaciones algebraicas y mecánicas de la ciencia y la tecnología modernas, que le permiten rediseñarla. Desde este punto de vista, cuando la ecología científica se aplica como paliativo para estos procesos de degradación ambiental parecería compartir esta visión antropocéntrica y altanera de la ciencia humana sobre la naturaleza no humana y de ésta como recurso exclusivamente para la especie humana, en la medida en que solo cabe explicar que alguna parte de la naturaleza no humana tenga valor para otra parte de la naturaleza no humana por el hecho de que interviene o es parte de procesos cuyo destinatario último son los individuos y poblaciones de la especie humana. Según esto, un incendio provocado no daña intrínsecamente al bosque, sino a las comunidades humanas que no podrán hacer algún uso de él. Según Cicerón, por seguir un ejemplo más clásico, el cuello de los bueyes estaba hecho para el yugo. Esto implicaba que la hierba que comía el buey, el agua y los minerales que nutrían la hierba, la atmósfera, el sol y la clorofila de sus fotosíntesis eran meras piezas de un proceso unificado, hecho para el ser humano. La crítica radical a la ecología científica (Leff, 2004) viene a

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decirnos que la teoría de sistemas, al identificar ciclos de materiales, circuitos de retroalimentación, propiedades emergentes, puntos de inflexión ecológica, etc. comporta una visión homogeneizadora de la biosfera y de los procesos ecosistémicos unificados para beneficio de la especie humana o para algunas poblaciones de ésta. Algunos autores llegan a afirmar que la ciencia y la tecnología unificadora ya han domesticado todo el globo terráqueo, acabando así con la independencia de la naturaleza, lo que ha supuesto la conversión del planeta en un artefacto. La radicalización hiperbólica de este valor de dominación o control se expresa en propuestas como la de Fuller, quien en Manual de Instrucciones para la Nave Tierra (Fuller, 1969) expone la aspiración a un control cibernético para el gobierno (del griego kibernétiké “gobernar una nave”) del artefacto planetario, o en lo que Mitcham (1994: 176) llama la ideología del “pragmatismo verde”52 para una “tecnocracia verde”.

La crítica a la ecología sistémica ha de entenderse como una crítica a la hybris de la especie humana, a la arrogancia o altanería que los griegos identificaban con la desmesura o el endiosamiento, personificado en la ambigua figura de Prometeo, benefactor de los seres humanos y al mismo tiempo motor de su perdición. La idea es que la ciencia occidental quita con una mano lo que había dado con la otra. Propuestas como la de Fuller expresan la voluntad desmedida de poder o control instrumentada a través de la teoría de sistemas: la ecología como una tecnología a escala planetaria53. Es imposible negar el lado oscuro o peligroso de la ecología considerada como tecnociencia para la restauración, por ejemplo. Pero, además de ser una medida estéril, resulta igualmente injusto juzgar a todas las manzanas sólo por unas cuantas podridas. Muchos ecólogos

52 Sobre decir que, como tantos otros, Mitcham tergiversa el término pragmatismo, equiparando su filosofía política con la tecnocracia de expertos e ignorando que la concepción participativa de la democracia tiene su origen en Peirce, Dewey y Mead. Ver infra, capítulo 6.

53 Si no nos equivocamos, estas consecuencias totalitarias forman parte de las razones que Enrique Leff esgrime contra la teoría de sistemas: “La epistemología ambiental hace su aparición en el escenario del conocimiento cuestionando la aspiración de las teorías de sistemas y del pensamiento holístico a la unidad, a la totalidad y la integración del conocimiento – a través de sus homologías estructurales o de sus interrelaciones ecológico-cibernéticas – así como del carácter técnico y pragmático del proyecto interdisciplinario” (Leff 2006: 80).

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aceptan su tarea con humildad. El uruguayo Julio Campo, experto en ecología de suelos, reconocía con entereza que la ecología aún ignora la mayoría de las funciones y relaciones ecosistémicas de los microorganismos de la fauna edáfica, por ejemplo. Como él, la mayoría de los ecólogos razonables considerarían quimérica y peligrosa la idea de una restauración o una gestión global del planeta. Sin duda, la idea cartesiana de un mundo-máquina manejable o controlable pervive en las mentes de algunos, pero la conciencia de que las limitaciones cognitivas de la especie humana implican necesariamente un principio de precaución va ganando terreno. No es razonable pensar que todos los ecólogos obedezcan el imperativo tecnológico “si puede hacerse, debe hacerse”. La heurística de los puntos de inflexión ecológica de Gerald Marten, basada en la teoría de sistemas, es un perfecto ejemplo de cómo la sobriedad puede conducir a la validez ecológica y a la validez social. Pero la razón de sus “casos de éxito” no está sólo en el buen manejo de la teoría de sistemas, sino en el maridaje que los puntos de inflexión establecen entre los valores ecológicos y los valores sociales. Sin ese maridaje, el valor ambiental de cualquier geo-ingeniería resultante de algunas aplicaciones de la teoría general de sistemas es más que dudoso. El documental “Jugando a ser dios con el planeta tierra” expresa de forma bastante gráfica las dudas y las cautelas que inspiran algunos de los proyectos ecológicos de geo-ingeniería propuestos para frenar el calentamiento global: “Imagínese un futuro no tan lejano en donde científicos busquen emular los efectos de una erupción volcánica intentando desesperadamente revertir el calentamiento global. Imagínese una emergencia climática tan severa que ingenieros propongan crear una sombrilla sulfúrica con el propósito de detener el deshielo de las capas de hielo polares, esperando disminuir los altos niveles del mar y evitar la formación de tormentas devastadoras que dejarían a refugiados medioambientales aun más en riesgo. Si nos atrevemos a bajar la temperatura artificialmente ¿estamos preparados para enfrentarnos a sequias masivas y a la posible inanición de millones de personas? ¿Se podrá pronosticar los resultados de eventuales proyectos de manipulación del clima, si éstos reciben la luz verde? Solo imagínese la diseminación de ácido sulfúrico por los cielos para bloquear el calor o tal vez la fertilización de océanos con la incorporación de hielo buscando provocar la floración masiva de plancton. No se

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trata de ciencia-ficción, esto se llama geo-ingeniería, y los planes de implementación se encuentran sobre la mesa en estos momentos. El ingenio humano podría revertir los efectos del calentamiento global, pero a la vez podría causar daños catastróficos e instigar conflictos políticos sangrientos” (Thompson y Thompson, 2010).

Valores de control, dominio y resistencia

Como en el caso de los otros valores, Kellert sólo destaca los aspectos positivos de este valor. Su descripción de los desafíos de la naturaleza como dignos rivales para probar el temple del ser humano tiene algo de la épica titánica del pionero en la conquista del Oeste. Según Kellert, “sería un error negar legitimidad o rechazar el deseo persistente de prevalecer sobre la naturaleza” (Kellert 2003: 73). Tal como lo formula Kellert, quizá la mejor manera de denominarlo sea valor de resistencia, una especie de rasero histórico del que la especie humana se ha servido para medir sus fuerzas. Pero esta caracterización supone cierta continuidad entre la práctica de cazar mamuts en la Edad de Hielo, ponerle diques al mar en los Países Bajos (así llamados por su altura comparativa con las aguas), construir edificios que resistan los terremotos, vencer la gravedad con aviones y separar las partículas atómicas. Y por supuesto que hay continuidad en esas prácticas, pero sólo en la medida en que todas se gestan y se desarrollan en cooperación con otros valores ambientales, sean económicos, científicos, morales, lúdicos o simbólicos. Es el mal ensamblaje o la mala optimización de éstos en las prácticas ambientales lo que procura lo que Kellert denomina “expresiones disfuncionales” de los valores. El aparatoso diseño de un portaaviones requiere mucha cooperación para que tanto metal obedezca la ley de Arquímedes, pero choca frontalmente con la eficiencia de su consumo y la disrupción que provoca en el paisaje; su construcción moviliza muchos sectores económicos pero con ello deteriora muchos ecosistemas. Además de atentar contra la biodiversidad marina por las toneladas de residuos nocivos que vierte en los océanos. Su valor simbólico e histórico será distinto según sus consecuencias para cada uno de los implicados en su uso. Y, aunque no hace falta ser un pacifista para cuestionar el valor de un portaaviones, el valor moral de construir una superbase flotante

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de operaciones bélicas que desafía las leyes de la hidrosfera también puede ser cuestionable. Aunque parezca mentira, gentes muy serias como Malthus han justificado las guerras como un modo de aliviar la presión demográfica sobre los recursos del planeta. Rechazando ese supuesto valor ecológico, podemos decir que el portaaviones expresa disfuncionalmente muchos valores.

Valores lúdicos

El valor lúdico (lo que Kellert denomina “valor naturalista” y King y Rolston “valor recreativo”) es análogo al valor que tiene el entorno natural en las experiencias de la educación en el ambiente o fuera del aula que ya abordamos en el capítulo primero de este libro. “El valor lúdico naturalista pone de relieve las múltiples satisfacciones que la gente obtiene en su experiencia directa con la naturaleza y la vida silvestre. Este valor refleja el placer que nos proporciona la exploración y el descubrimiento de la complejidad y variedad de la naturaleza” (Kellert, 2003: 63). Esta inclinación hacia la curiosidad y el descubrimiento es innegable. La vemos en muchos niños, cierto, pero cada vez en menos adultos. Puede ser un valor favorable para la conservación de la biodiversidad o no, dependiendo nuevamente de su relación con otros valores. No es infrecuente ver la curiosidad disociada del cuidado. Los niños pueden destruir muchas cosas, o incluso torturar, por curiosidad. El coleccionismo es otra actividad asociada al valor lúdico que también tiene severas repercusiones ambientales. Rolston ya señalaba cómo este valor se hallaba implícito en los valores científicos del conocimiento de organismos, especies, poblaciones y los ecosistemas. Pero también lo está con los valores estéticos, la belleza de la naturaleza imperturbada, y con valores asociados a la ética ambiental, como la justicia, el cuidado y el respeto a las demás personas y especies. Nuevamente, Kellert sólo enfoca los aspectos positivos de los valores. La curiosidad, ligada al valor de dominio o las pruebas de resistencia, pueden tener consecuencias ambientales catastróficas. La obtención de records en ambientes extremos como los cenotes es un lamentable ejemplo. En este caso, los valores lúdicos, de dominio, reto, curiosidad o conocimiento deberían atemperarse con la prudencia y el respeto por los hábitats de otras especies. Por lo demás, Kellert ni siquiera

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menciona el aspecto utilitario del valor lúdico de la naturaleza en los casos que señala, como el turismo, la caza y la pesca. En muchos de estos casos, el valor lúdico de la caza o de la pesca es inseparable de una voluntad de intervenir que desmiente lo que Kellert llama “sentido de permanencia” (Kellert, 2003: 64), y es irreconciliable con la conservación de la biodiversidad (Rolston, 1988: 8).

Es cierto que la experiencia directa de la naturaleza en muchos casos proporciona efectos sobre el carácter como los que Kellert menciona, como la paz mental, la creatividad artística o la sensibilidad visual, táctil o auditiva, pero siempre que vaya unida a otras consideraciones de valor. Asumir que la curiosidad o la tendencia al descubrimiento y al contacto con lo vivo están incorporadas genéticamente en los organismos de la especie humana (como piensan Kellert y Wilson al postular su hipótesis de la biofilia) no significa excluir de entrada las condiciones sociales y ecológicas que favorecen su activación, como nos enseña la epigenética. Es tarea de la educación ambiental cultivar esas condiciones con hábitos que, como comportarse con respeto hacia la naturaleza y hacia los demás, suponen al menos restaurar una implicación emocional con el ambiente y un sentido de pertenencia a los ecosistemas. Los valores simbólicos y estéticos de la naturaleza son imprescindibles para reforzar ese sentido de pertenencia y cuidado.

Valores simbólicos y cognitivos

Bajo el rubro de “valores simbólicos” Kellert coloca una serie de valores ambientales muy distintos de los que King también llamaba así. King reducía las virtudes simbólicas de la naturaleza a su capacidad para encarnar o representar a una nación, una sociedad o una cultura, tal y como los tulipanes representan a la nación holandesa, los nopales a la mexicana, el cañón del colorado a la estadounidense o el Himalaya al Nepal. El valor simbólico de la naturaleza es para Kellert más amplio, y casi podría ser equiparado con su valor cognitivo: “El valor simbólico refleja la tendencia humana a servirse de la naturaleza para la comunicación y el pensamiento” (Kellert, 2003: 70). El descuido conceptual de Kellert en el tratamiento de estos valores es evidente. Lejos de abordar las distintas funciones semióticas que la naturaleza ha

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cumplido y cumple para el ser humano, Kellert engloba bajo un único rubro procesos tan dispares como narrar, fantasear, soñar, diferenciar, clasificar, ordenar y nombrar. Este descuido se traduce en una caracterización excesivamente dualista del valor simbólico de la naturaleza en el lenguaje y el pensamiento humano, en una conceptualización que parece poco propicia para vincular el valor simbólico con el resto de valores ambientales. “Este empleo de la naturaleza representa la transformación simbólica que hacemos de ella en nuestro propio interior, más que internarnos nosotros y crear vínculos con el mundo natural en su propio terreno” (Kellert, 2003: 70). Como vimos al abordar el valor científico de la naturaleza, al subjetivizar su valor simbólico, relegándolo a un recinto interior, la especie humana refleja cierta voluntad de distinguirse radicalmente de los procesos naturales, de disponer de poder sobre ellos, más que integrarse funcionalmente en ellos y cooperar para su mantenimiento.

La descripción de Kellert expresa una especie de autismo cognitivo que aísla el valor simbólico frente al resto de valores tratados y no augura nada bueno en términos ambientales. La función del ambiente en los procesos de identidad personal54, en la conformación de los hábitos cognitivos, lingüísticos y sociales no puede reducirse a un decorado que nos representamos subjetivamente, a nuestro antojo, de acuerdo con nuestros propios intereses. La naturaleza participa mucho más activamente en lo que Kellert denomina “vida mental”.

El pensador pragmatista Charles Sanders Peirce diferenciaba en su semiótica entre “signos naturales”, aquellos que no son producto humano, y “signos artificiales”, aquellos que sí lo son. No necesariamente ha de haber seres humanos para que haya signos naturales. La biosemiótica (Sebeok, 1986) generaliza el uso de estos signos naturales en el conjunto de los seres vivos. Sea o no adecuada la caracterización de la biología como semiótica natural, lo cierto es que al menos ciertas especies son capaces de interpretar signos naturales y de hacer inferencias. Las relaciones predador-presa están saturadas de signos naturales. La teoría de la evolución ha

54 Ver infra Capítulo 6, en la sección “Ambiente, comunidad e identidad personal”. Para el ser humano, como afirmaba Heidegger, existir es ser en el mundo, ser en un entorno o ambiente (umwelt, en alemán, “mundo circundante”).

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aportado numerosas pruebas de que la especie humana empleaba signos naturales mucho antes de desarrollar un lenguaje gramatical.

La mediación del ambiente natural en todos los procesos cognitivos, lingüísticos y sociales está fuera de toda duda. La inteligencia humana es un producto de la adaptación de la especie a los cambios del ambiente o entorno natural. Los procesos cognitivos como la conceptualización, la categorización, la pluralización, la identificación o el reconocimiento no se vuelcan sobre sí mismos: no son auto-referenciales, no remiten a unas misteriosas entidades llamadas ideas o representaciones, elementos de un proceso interno que corre supuestamente en paralelo al devenir de los procesos naturales. La cognición, como vimos, cumple una función adaptativa en las interacciones del organismo humano y su entorno natural.

Restan pocas dudas de que el lenguaje y el conocimiento humano evolucionaron a partir de esos signos naturales. La filosofía del lenguaje y de la ciencia de W.V. Quine concede máxima relevancia adaptativa a los llamados “géneros naturales”, categorías de cosas tal y como las hallamos en la naturaleza, como los colibríes o las piedras, en oposición a los artefactos, como las flautas o los plásticos. Los géneros naturales son imprescindibles para el aprendizaje de inferencias inductivas. También participan activamente en la memoria y en la imaginación, sea científica o artística. La naturaleza tiene un valor cognitivo y simbólico mucho más alto de lo que Kellert parece sugerir al señalar la presencia de animales y objetos naturales en los cuentos para niños y en sus ejercicios de aritmética55.

No obstante, algunas de las observaciones de Kellert sobre el valor simbólico de los animales no humanos tienen verdadero interés. Kellert señala el antropomorfismo, la tendencia a encarnar o simbolizar en animales no humanos toda suerte sentimientos, actitudes y valores de la conducta humana, como prueba evidente de nuestra biofilia cognitiva. En su contribución a La hipótesis de la biofilia (Kellert y Wilson, 1984) Elizabeth Lawrence señala acertadamente que la voluntad humana de expresión metafórica se manifiesta de manera prácticamente universal en la referencia

55 “Aparentemente, una jirafa, dos osos y tres elefantes representan un conjunto más irresistiblemente instructivo que un pelota, dos cajas y tres sillas” (Kellert, 2003: 70).

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al reino animal56. Muy pocas categorías pueden igualar la preeminencia y la constancia de los animales no humanos como patrones de referencia. Sólo hay que pensar en el calendario chino o en el zodíaco occidental. El mismo nombre de “zodíaco” deriva del griego kyklos zoidion, círculo de animales. La cosmología indígena maya, por ejemplo, integra magistralmente este valor simbólico de los animales no humanos con casi todos los valores ambientales. El valor simbólico de los animales en la cultura maya empapa su valor religioso y científico, estético y lúdico, afectivo y moral, como la serpiente Kukulkán, cuya sombra desciende del castillo de Chichén Itzá en ciertas fechas del calendario astronómico.

El antropomorfismo pudo tener un importante valor de utilidad en la evolución de la especie humana. El antropólogo danés Andreas Roepstorff ha acumulado material etnográfico que demuestra que los habitantes de Groenlandia aún consideran los animales como “personas no humanas”, conocedores de su ambiente y autores de inferencias conductualmente válidas sobre ciertas regularidades de éste. Los groenlandeses adscriben competencia semiótica a los animales no humanos, en la medida en que creen que éstos usan ciertas cosas como signos o representaciones naturales de otras. Lo más sorprendente es que esa adscripción de competencia semiótica permite que los cazadores y los pescadores más hábiles consideren fiables las inferencias e interpretaciones que algunos animales hacen de su entorno y las empleen en sus propias prácticas. “La conducta de peces, focas y animales terrestres, junto con la competencia semiótica que se les adscribe, puede ser interpretada como fuente de signos con respecto a la conducta de las ballenas o el curso de los icebergs, por ejemplo” (Roepstorff, 2001:13). La presencia de focas es para los esquimales la mejor señal de que las aguas son seguras, pues los sistemas sensoriales de estos mamíferos detectan los ruidos que preceden al desprendimiento del frente de un glaciar o de un iceberg y los utilizan como señales de huída. El comportamiento de los meros les anticipa la llegada de las ballenas beluga, predadoras de los meros y presas de los esquimales. Muchas otras culturas han observado el comportamiento animal para pronosticar el clima. La agitación de los caballos es señal de la inminencia de un tornado.

56 Este conjunto de temas son abordados en nuestro siguiente libro, Animales que nos hicieron pensar (en preparación, previsto para 2014).

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En China y Japón se emplean reptiles y anfibios para predecir terremotos. En Europa del Norte, la acumulación de semillas por parte de las ardillas anticipa proporcionalmente la intensidad del frío del invierno. En el México rural, el canto de las chicharras y la ubicación de los nidos de las calandrias anuncian la llegada de la temporada de lluvias. Las fábulas de Esopo o Lafontaine muestran hasta qué punto los animales no humanos han tenido valor simbólico en la historia de la especie humana.

La pregunta final que lanza Kellert es muy probablemente el punto más significativo de su tratamiento del valor simbólico o cognitivo de la naturaleza: “En vista de la enorme capacidad del ser humano para fabricar cosas artificiales, ¿qué tanto depende la humanidad hoy día del mundo natural para comunicarse y pensar simbólicamente?” (Kellert, 2003: 74). La hipótesis de la biofilia le permite a Kellert abrigar la esperanza de que unos cuantos siglos de producción de manufacturas industriales no hayan podido borrar conductas adaptativas seleccionadas evolutivamente durante cientos de miles de años, en los que la naturaleza era el único medio para la maduración cognitiva de la especie humana. Parece razonable pensar así, siempre que no nos dispensemos por eso de los esfuerzos de conservación. Kellert piensa que sólo la biodiversidad puede satisfacer la necesidad emocional e intelectual que tienen los humanos de hacer distinciones. Desgraciadamente, hay muchos indicios para pensar que Kellert, más que describir la realidad, está expresando un deseo. Como señalábamos páginas atrás, un niño urbano de nuestros días puede distinguir entre más de un millar logotipos de empresas y productos, pero apenas sabe reconocer por su nombre un par de plantas de su entorno inmediato. Siguiendo a Kellert y Lawrence, el resultado de una completa sustitución de los seres naturales por los productos artificiales como objetos de simbolización lingüística podría ser una merma en nuestra capacidad de pensar. Pueden tener razón, al menos si para nosotros pensar significa algo más que calcular. Pero eso a su vez significa que los valores cognitivos y simbólicos de la naturaleza son también indisociables de sus valores estéticos, afectivos y éticos.

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Valores estéticos

Aunque la palabra “estética” procede etimológicamente del término griego aisthesis, sensación, sensibilidad o percepción, históricamente ha sido empleada para remitir a la facultad humana de receptividad ante la belleza y apreciación del arte y los objetos artísticos. Esto ha hecho que, aunque la valoración estética de la naturaleza haya sido objeto de reflexión sistemática durante la historia entera de la humanidad, sus resultados no siempre hayan sido positivos en términos de las actuales necesidades de conservación. Hasta un naturalista como Buffon (1707-1788) denostaba la “maleza”, las ramas caídas y los residuos naturales en los bosques, las cáscaras de huevo, la piel ya mudada de las serpientes o la fetidez de los pantanos. Como comenta Eugene Hargrove, “embellecer a la naturaleza era otra denominación para la lucha por vencer hasta destruir el mundo silvestre” (Hargrove, 2003: 42). Las culturas occidentales, levantadas expresamente sobre la dicotomía naturaleza vs. cultura, siempre prefirieron lo pintoresco. Paisajes ordenados, tierras labradas y fértiles, jardines geométricos o animales domesticados. Sólo los escritores románticos parecieron devolver su valor estético a la naturaleza indómita.

Sin embargo, en los últimos treinta o cuarenta años, han surgido varios enfoques que muestran la existencia del complejo abanico de actitudes, valores y disposiciones estéticas que los seres humanos despliegan ante la naturaleza, muchos de los cuales son sin duda propicios para la conservación. El fundador de la ética de la tierra, Aldo Leopold, fue quizá el primero en conectar los valores estéticos de la naturaleza con la conservación ambiental, al incluir la preservación de la belleza entre las consecuencias de las acciones éticamente correctas: para Leopold “una acción es correcta cuando tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica, y es incorrecta en cualquier otro caso” (Leopold, 2001: 76).

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Figura 16. Muelle en la Laguna Bacalar (Quintana Roo). Fotografía: David Núñez.

La apreciación de la belleza de la naturaleza y la creación o la recreación artística de sus cualidades estéticas fortalece incuestionablemente los vínculos afectivos con los ecosistemas57. Según David Summers, la exposición a la belleza de la biodiversidad favorece la creación de una especie de juicio natural o juicio de la sensibilidad. Se trata de una suerte de juicio distinto del cálculo lógico y abstracto, no sujeto a leyes, conceptos y principios generales, sino más bien abierto a inferencias menos rígidas sobre aspectos gratos, concretos y particulares de las cosas naturales, propiciado por las facultades humanas de sensación, imaginación y memoria (Summers, 1993). John Dewey incluyó en el significado de ese juicio estético de la sensibilidad una amplia gama de contenidos indisociables del carácter orgánico de la experiencia en los seres vivos: “La ‘sensibilidad’ cubre un amplio grupo de contenidos: el sensorial, el sensacional, el sensitivo, el sensible y el sentimental, junto con el sensual. Incluye casi todo, desde el mero choque emocional y físico hasta la sensación misma presente en la experiencia inmediata. Cada término se refiere a alguna fase y aspecto real de la vida de

57 El lector podrá hallar una suerte de estética ambiental aplicada a la educación ambiental para niños en el Caribe mexicano en la primera parte del Anexo II de este libro.

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una criatura organizada, en tanto que la vida se produce a través de los órganos de los sentidos. Pero la sensación, en el sentido de estar tan directamente incorporada a la experiencia que ilumina el significado de ésta, es el único que expresa la función de los órganos de los sentidos cuando se conduce a plena realización. Los sentidos son los órganos a través de los cuales la criatura viviente participa directamente en los sucesos del mundo que lo rodea. En esta participación la maravilla y el esplendor variados de este mundo se hacen reales para él, en las cualidades que experimenta” (Dewey, 1949: 21-22).

En lugar de situar el valor estético de la naturaleza en sus potencialidades como objeto artístico, Dewey devuelve la belleza a la misma participación de la criatura viviente en los procesos biológicos y ecológicos del ambiente. El arte es sólo un producto de una actividad estética mucho más generalizada, que abarca muchas prácticas de nuestra experiencia biológica y social. Dewey quería sacar el arte de los museos elitistas y reincorporarlo a los procesos de una vida social sana y feliz. Siguiendo a Dewey, una estética ambiental de lo cotidiano tendría que perseguir de hecho una democratización de la experiencia estética de la naturaleza. Como veremos, esta reintegración del valor estético a la experiencia directa con la naturaleza no está exenta de dificultades. Pero también parece difícilmente negable que, en muchas ocasiones, el cultivo de la apreciación estética de organismos y hábitats mediante el desarrollo de la sensibilidad y de los vínculos afectivos y emocionales con el ambiente podría robustecer nuestro sentido de pertenencia a éste.

Gozar de la belleza de la naturaleza debería motivar su cuidado. Pero basta con pasear por el Boulevard Bahía de Chetumal para lamentarnos de que no sea así58. Si queremos robustecer los vínculos entre belleza natural y cuidado será de nuevo necesario reforzar las relaciones de interdependencia entre el valor estético de la naturaleza y el resto de los valores ambientales. Esta labor es más urgente si cabe teniendo en cuenta las actuales tendencias migratorias asociadas con la globalización, que catalizan conductas evolutivamente heredadas. De ahí que, en términos de conservación, tan importante como abstenernos de ensuciar la belleza de nuestro nido sea cuidar

58 Ver supra, capítulo 1, sección “Basura y ocio en el Boulevard Bahía”.

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la belleza del nido ajeno. En un planeta finito y para la especie humana, que ha evolucionado migratoriamente desde que salió de Olduvai, el cultivo del valor estético de cualesquiera ambientes de la biosfera requiere de otros muchos valores ambientales.

Una concepción pragmática de la belleza ambiental ha de ser particularmente sensible a la relación entre el valor estético de la naturaleza y sus valores de utilidad. La dicotomía entre las bellas artes y las artesanías no es más que una manifestación de una oposición mucho más antigua entre lo bello y lo útil. En este punto las tesis de John Dewey son bastante iluminadoras. La distinción se produce dentro de la evolución cultural de Occidente hacia las actuales democracias de disponibilidad y de consumo, cuyos valores estéticos supremos se expresan todavía en hobbies o pasatiempos para los días de asueto, sea en los museos, en las salas de conciertos o en los parques naturales. A diferencia de la cultura maya y de otras culturas indígenas, en las democracias de consumo no vivimos cotidianamente nuestro goce estético de la naturaleza. En nuestro trato cotidiano hemos despojado a los objetos y procesos naturales de sus cualidades estéticas, a favor de propiedades mecánicas que favorecen la producción, el almacenamiento y el consumo. Esa reducción, patente por ejemplo en buena parte de los productos que se venden en los supermercados, nos enajena de la naturaleza. En la bolsa del pan de molde poco resta ya del valor estético del trigo y el goce anejo a algunas fases de su cultivo. Todo el placer estético del agua en condiciones naturales queda reducido con el agua embotellada a la satisfacción de la necesidad de hidratación. Las ventajas de las tecnologías occidentales se reflejan indudablemente en el crecimiento demográfico y en el aumento de la esperanza de vida. Pero los procesos de degradación ambiental arrojan dudas sobre la calidad de nuestras prácticas de vida. Por mucho que se esfuercen los diseñadores, una cultura basada en la obsolescencia programada, que usa, descarta, acumula y no sabe qué hacer con los residuos, reduce el valor estético de los objetos a una especie de capa superficial, que se gasta muy pronto. Ese desgaste nos deja insatisfechos, por lo que buscamos placeres estéticos extraordinarios, presentes sólo en algunas de nuestras prácticas.

Las culturas occidentales vivimos casi siempre el valor estético de la naturaleza en nuestras prácticas de ocio. Es difícil cultivar el cuidado de la diversidad biológica cuando las relaciones entre su

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valor estético y el resto de valores ambientales (sus valores de utilidad, su valor simbólico y científico, su valor ético o su valor afectivo) quedan eclipsadas por la exclusividad de su vínculo con los valores lúdicos. Pero un pescador puede alimentarse de su pesca sin por eso perder la significación estética que experimentó al actuar. Como afirma Dewey, “ese grado de completitud al vivir la experiencia de hacer y percibir es lo que constituye la diferencia entre lo que es bello o estético y lo que no lo es. Si lo producido se pone en uso como tazas, capas, adornos, armas, este hecho resulta, hablando intrínsecamente, una cuestión indiferente. Desgraciadamente es cierto que no son estéticos la mayor parte de los artículos y utensilios, hechos para servir, pero lo es por razones extrañas a la relación de “hermoso” y “útil” como tales. Siempre que las condiciones sean tales que impidan al acto de la producción ser una experiencia que hace vivir a toda la creatura y poseer su vida por medio del goce, el producto carecerá de algo estético. Aun cuando sea útil para fines especiales y limitados, no lo será en último grado, en donde puede contribuir directa y liberalmente a la expansión y enriquecimiento de la vida. La historia de la separación y de la aguda oposición final entre lo útil y lo bello es la historia del desarrollo industrial por el que mucha producción se ha convertido en una especie de vida diferida, y el consumo en un goce impuesto de los frutos de la labor de otros.” (Dewey, 1949: 26).

La renuencia a asociar valor estético de la naturaleza y su cuidado en los procesos cotidianos de la vida sólo puede explicarse por el actual empobrecimiento de nuestra sensibilidad y de nuestros modos de vida. En cierto sentido, la sustentabilidad y el desarrollo de actitudes de cuidado de la biodiversidad pasan también por la reeducación estética de nuestros sentidos y la búsqueda de mejores condiciones sociales para mejorar nuestro trabajo y gozar de él. Esta observación puede parecer quimérica en las actuales condiciones de crisis económica y desempleo, pero en ningún momento estamos diciendo que el placer estético sea la única vía para la conservación de la biodiversidad, sino que es necesario cultivar el valor estético en conjunción con el resto de valores ambientales, empezando por los valores de utilidad. La reabsorción del valor estético en la naturaleza no es posible sin la reabsorción de otros valores ambientales o culturales. Y la propia intervención de la naturaleza en la génesis y desarrollo de la cultura posibilita a su vez esa reabsorción. “Como

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el crecimiento de un individuo desde el estado embrionario hasta la madurez es el resultado de una interacción del organismo con su alrededor, la cultura es el producto, no de los esfuerzos del hombre colocado en el vacío o sobre él mismo, sino de una interacción prolongada y acumulativa con el ambiente” (Dewey, 1949: 27).

La estética ambiental de Kellert podría resultar complementaria con la de Dewey en la medida en que enfatiza los valores estéticos asociados a la conservación, gracias a sucesos y conocimientos ecológicos de los que el pensador norteamericano no pudo disponer. Kellert documenta empíricamente cómo la intensidad y la complejidad de la respuestas estéticas ante la naturaleza no humana quedan reflejadas precisamente por la increíble variedad de sus expresiones, que irían desde la admiración por la sublimidad fractal de una gota de agua o la efímera luminosidad de una luciérnaga a la estruendosa respiración de una ballena. No obstante, el tratamiento de Kellert sigue careciendo de una descripción de las relaciones de los valores estéticos del ambiente con el resto de valores ambientales. Es cierto que “el carácter universal de la mayor parte de nuestras respuestas estéticas a la naturaleza” desdice hasta cierto punto la subjetividad de los valores estéticos. Pero las variaciones también son importantes, y pueden llevar a hábitos de interacción funestos. La sensibilidad occidental ante las serpientes es bien distinta a las de los pueblos mesoamericanos. Su cuerpo cilíndrico y sin extremidades, su carácter fálico, despierta apreciaciones estéticas y respuestas diferentes dependiendo además de valores simbólicos, culturales y religiosos. Pero, en general, la concepción estética de la naturaleza que Kellert defiende es compartida por muchos conservacionistas. “Poca gente pone en duda la belleza de la rosa en floración, la majestad de una montaña de cúspide sobresaliente, la gracia de una bandada de aves acuáticas en pleno vuelo; y tampoco discrepan sobre la repulsión estética que les causa una rata desollada, una cueva húmeda y fría o un pantano fétido. Más aún, parece que determinados aspectos de la naturaleza constituyen elementos clave de la respuesta estética: la perspectiva, el panorama, el color, la luz, el contraste, la textura, el movimiento y otros. Aparentemente, estos elementos estéticos se hallan asociados con sentimientos de armonía, orden y de un auténtico acercamiento a lo ideal” (Kellert 2003: 67; Rolston, 1987). Esta última descripción bien podría haberla realizado León Batista Alberti, un pintor renacentista neoplatónico

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que idealizaba la perfección de los aspectos matemáticos de la belleza natural. Refleja una concepción de la belleza netamente occidental, claramente sesgada hacia el sentido de la vista. Aunque desde Pitágoras también se ha dado una caracterización matemática de la belleza de los sonidos, pocas veces se estudió matemáticamente la belleza de los sonidos no artificiales (la armonía de los sonidos que, según Pitágoras, las esferas o cuerpos celestes producían en sus movimientos de rotación y traslación era más una metáfora matemática que una hipótesis empírica). La reflexión intelectual sobre las propiedades estéticas de la naturaleza se ha centrado casi exclusivamente en aquellas percibidas visualmente.

La primacía de la vista sobre el resto de los sentidos resulta innegable, pero una concepción exclusivamente visual y contemplativa de la belleza puede resultar claramente insuficiente en términos ambientales. Centrarnos exclusivamente en la belleza escénica, paisajística, y en lo que Kellert y Rolston llaman “vertebrados carismáticos”, puede llevarnos a una cosificación peligrosa de la evaluación estética que desprecie muchas propiedades ambientales de niveles sistémicos distintos y que requieren prácticas más complejas, incluso en términos ópticos. Emily Brady (2003) ha insistido en que, para los fines de la conservación ambiental, parece pertinente abrir la estética también a los demás sentidos59 (Brady, 2003). Allen Carlson también ha insistido en una apreciación más activa y corporal del placer estético que nos depara la naturaleza, incluyendo prácticas como la gastronomía y la jardinería, que involucran sentidos como el gusto, el tacto y el olfato, además de la contemplación visual (Carlson, 2010; Brady, 2003).

La respuesta inmediata de placer o desagrado que algunas propiedades de los organismos y sus hábitats despiertan en nosotros tiene un innegable poder sobre nuestras emociones, sentimientos y conductas, para bien o para mal del resto de las especies y los ecosistemas. Pero considerar que, debido a esa inmediatez de las respuestas, nuestra sensibilidad o nuestro sentido de la belleza deparan juicios incorregibles, dados de una vez por todas, puede tener serias consecuencias ambientales. Sabemos que es posible cultivar la sensibilidad ante las propiedades del ambiente natural,

59 En el español de México, por ejemplo, es ciertamente posible hablar de la fealdad de un sabor, una sensación táctil o de un olor.

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aunque para ello necesitamos nuevamente adquirir conciencia de la interdependencia entre los valores estéticos y el resto de los valores ambientales. Aunque la materia en descomposición siga oliendo feo, es posible aprender a tolerar su fetidez cuando comprendemos su función y su valor ecológico (lo que Rolston denomina su “valor de sostén vital”). Con todo, no es fácil convencer a algunos seres humanos de abstenerse de dañar a algunos animales, como los sapos, las serpientes y las arañas, simplemente por tener un aspecto que a ellos les repugna. No obstante, la educación ambiental en el ambiente nos muestra que para muchos niños el aspecto estético de los insectos es fuente de fascinación y respeto por la otredad. En todo caso, el entrelazamiento de los valores estéticos de la biodiversidad con los valores ecológicos, utilitarios, científicos, lúdicos o éticos hace posible la reeducación de nuestro sentido de la belleza.

Siguiendo esta línea de argumentación, autores como Allen Carlson defienden incluso que nada en la naturaleza puede llamarse “feo” (Brady, 2004: 287). Carlson adopta un enfoque cognitivista, según el cual la percepción estética adecuada de la belleza de los entornos naturales depende del conocimiento de lo que es, de cómo es y de por qué es (Carlson, 2010: 4). La clave de este enfoque reside en el término “adecuada”, pues implica la capacidad de revisión de nuestros juicios estéticos, una vez estimada su inadecuación. Aunque en estos temas existen siempre excepciones, normalmente cuanto más conocemos un objeto o un proceso perteneciente al entorno natural, más suele gustarnos y más dispuestos estamos a su conservación. El parto de un mamífero puede llegar a ser algo bello, al menos para algunos. Mucho más problemático es el otro lado de la implicación. A veces juzgamos bellas especies que son invasoras, como el pez león (Pterois antennata) en las costas del Caribe. Parece mucho más difícil dejar de percibir la belleza del pez león que conseguir apreciar la belleza de un pepino de mar (Parastichopus parvimensis), aunque indudablemente veamos de otra manera al pez león tras conocer su impacto ambiental. La valoración estética de la naturaleza, por sí misma y sin relación con otros valores, puede llevarnos a algunos callejones sin salida. Pero lo mismo ocurre con la valoración utilitaria, científica o lúdica, claro está.

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Figura 17. Pirograbado de J. Miguel Esteban para la sensibilización ambiental en Quintana Roo, 2012. Foto: Zaira Rascón.

Figura 18. Pirograbado de J. Miguel Esteban para la sensibilización ambiental en Quintana Roo, 2012. Foto: Zaira Rascón.

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Emily Brady (2006) ha llevado a cabo un interesante análisis de los valores estéticos y de sus relaciones con otros valores explícitamente basado en El Arte como Experiencia (1934) de John Dewey. Como hemos visto, la concepción pragmática de la experiencia estética la sitúa más allá de elitismo de los objetos artísticos o de museo, extendiéndola hacia todo tipo de prácticas de los seres humanos, incluyendo las cualidades estéticas de la naturaleza en las situaciones ambientales en las que se requiere un tipo de valoración y de juicio ético. Brady descarta desde el principio una conexión necesaria entre una valoración estética positiva de la naturaleza y un tratamiento ético favorable a la conservación. Casos como la belleza del pez león o el coleccionismo de especímenes lo desmienten. Pero de la existencia de contraejemplos no se sigue la esterilidad de la valoración estética para la educación ambiental: “Aunque no todas las relaciones íntimas se dirigen hacia el cuidado, vale la pena alentar experiencias directas con la naturaleza, estéticas o no, en un esfuerzo para desarrollar sentimientos de cuidado hacia los ambientes, aunque ello sólo signifique dejar atrás el prejuicio y la ignorancia. Bien cabe ver aquí una de los supuestos que subyacen a la educación ambiental” (Brady, 2006: 282).

Valores afectivos

En este rubro agrupamos los valores ambientales que Kellert llama “humanos” o “humanitarios”, unos valores que habitualmente asociamos con los buenos sentimientos, sea la compasión, la simpatía, el cariño y el amor, obviamente ligados con los valores morales, como veremos. “La vida silvestre y la naturaleza también le proporcionan a la gente una vía para expresar y desarrollar capacidades emocionales como las de sentir cariño, crear lazos afectivos, intimar y mostrar compañerismo” (Kellert, 2003: 74). El tratamiento de Kellert vuelve a omitir los afectos negativos, como el odio, la crueldad o la indiferencia, y tampoco explica las relaciones de los valores afectivos con otros tipos de valores ambientales. Su análisis también está claramente sesgado hacia el fenómeno social de la domesticación de animales y de su valor cultural como mascotas. De ahí que hable de valores “humanos”, pues estos afectos suelen “humanizar” a las mascotas, haciéndolas indistinguibles

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de las personas. Pero no todos los afectos desarrollados hacia los organismos en cuanto individuos se dirigen hacia los animales. Muchas personas sienten verdadero afecto por sus plantas y árboles, aunque sea más difícil proyectar sobre ellas rasgos antropomórficos. Otras no pueden soportar la presencia de determinadas flores, como los gladiolos o los narcisos, en un grado al menos igual que otras personas odian a los gatos o a las lagartijas.

Las asociaciones de defensa de los animales suelen decir que no es obligatorio quererlos, pero sí respetarlos. Aún así, resta algún campo de acción para una pedagogía del amor a los animales y a las plantas. Como otras muchas cosas, las filias y las fobias se adquieren en la niñez, y no son independientes del proceso de adquisición de otros valores ambientales. Si los padres educan al niño en los valores lúdicos, valores estéticos, valores económicos o valores de dominio o resistencia vinculados con la lucha de perros y gallos, el palenque, las pamplonadas o las corridas de toros, donde además se destripan caballos y humanos, no es de extrañar que como adulto adopte actitudes poco compasivas con la mayoría de los animales. Muchos estudios han demostrado que adultos tan violentos como los asesinos en serie, han tenido un pasado de maltrato hacia los animales no-humanos. La interdependencia de los valores afectivos con otros valores también es manifiesta. Si empezamos a enseñar a los niños a mirar con cuidado a las especies de animales y de plantas muy probablemente podremos esperar encontrar adultos que las quieran y la respeten.

El “mascotismo” tiene también algunos aspectos negativos que lo vinculan con otros valores, pero que Kellert ni siquiera menciona. Es fácil desarrollar afecto hacia los animales cuando están en su infancia, y muchos padres sucumben ante la insistencia de sus hijos. Pero el afecto también puede perderse cuando crecen, sobre todo porque entra en conflicto con otros valores de utilidad, como el alimento que comen, el tiempo que hay que dedicarles o el espacio que ocupan ya grandes. Incluso el valor lúdico que tienen cuando son pequeños puede perderse cuando pasearlos se convierte en una obligación. Cuando se pierde el afecto, muchos animales son abandonados a su suerte, a veces creando conflictos y problemas ambientales graves. Especies invasoras como la pitón asiática ya amenaza la biodiversidad de los pantanos del sureste de los Estados Unidos gracias a dueños cansados de tenerlas. En otros casos, su

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mera adquisición ya provoca una catástrofe para la biodiversidad. El tráfico de especies en peligro de extinción es una dolorosa realidad. Como mínimo, debemos cultivar los valores afectivos junto con valores ambientales científicos (educando en las funciones ecológicas de los animales exóticos) y éticos (ni los niños ni los animales son juguetes o muñecas).

Otro aspecto del mascotismo verdaderamente preocupante es la selección artificial de rasgos fenotípicos de las mascotas, particularmente de los perros. En estos casos se ligan indisolublemente los valores afectivos, los valores estéticos, los valores científicos y técnicos, e incluso de dominio y resistencia. El Rhodesian Ridgeback, por ejemplo, es un perro de origen sudafricano en cuya cría se han ido seleccionando rasgos genéticos que propician perros con características que, por alguna razón, han despertado el afecto o la querencia de los seres humanos, como una columna vertebral defectuosa con aspecto de cresta. Pero la “cresta” viene con las enfermedades genéticas de la mielopatía degenerativa de la espina dorsal y el hipotiroidismo. Hay varios institutos y academias científicas dedicadas a desentrañar las condiciones que favorecen o impiden la herencia de esa mutación, de gran valor económico para los criadores. Más pronto que tarde, los perros de esta raza acaban padeciendo insufribles dolores. Y además, son sordos. Imaginemos cuál sería nuestra reacción si supiéramos de personas o clubs que seleccionan rasgos genéticos asociados con el enanismo o la hidrocefalia de los seres humanos. Por sí solo, el valor afectivo o estético de las mascotas puede ser pernicioso, sin el concurso de los valores de tipo ético.

Algunos otros aspectos del mascotismo son ciertamente favorables. Como afirma Kellert, muchos animales tienen un valor terapéutico en los procesos de socialización difíciles, particularmente con individuos autistas y disminuidos físicos y psíquicos, pero también en el caso de niños muy introvertidos o particularmente hiperactivos. Pero quizá se excede al concluir que “con la experiencia humana de la naturaleza se desarrolla la capacidad de interesarse por los demás, de vincularse y sentir afecto” (Kellert 2003: 75). Pese a ser una broma, la idea de que cuando “más conozco a las personas, más quiero a mi perro”, encierra alguna parte de verdad, al menos en algunos casos; para algunas personas, la experiencia con la naturaleza es un refugio de

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seguridad, tranquilidad e independencia frente a unas relaciones afectivas (sean laborales, familiares o de vecindad) demasiado utilitarias, masificadas e intrusivas. La naturaleza también es un sitio donde encontrar la paz afectiva incluso con uno mismo. No hace falta ser un niño de la selva, un anacoreta o un marino solitario para experimentar ese tipo de paz. Pero Kellert tiene razón al decir que, la mayoría de las veces, las relaciones afectivas forjadas en la naturaleza tienen una cualidad distinta, más profunda y duradera. Esta observación es más cierta si cabe en el caso de las catástrofes naturales. Los sentimientos de afecto, compañerismo y solidaridad atemperan un poco el sentimiento de pérdida que nos embarga tras el incendio de un bosque o el paso de un huracán por un manglar. Los valores de la confianza y la reciprocidad juegan un innegable papel en situaciones así.

Valores morales

En buena parte de este libro y de sus estudios de caso intervienen precisamente los valores morales para respetar, proteger o preservar la biodiversidad. Ya en la introducción expusimos las acusaciones de antropocentrismo e inconsistencia vertidas contra el pragmatismo en cuanto ética para procurar esa protección. Nuestra respuesta admitía que proteger la biodiversidad era efectivamente una práctica o conjunto de prácticas exclusivamente humanas, que implican acciones exclusivamente humanas como dialogar, valorar y armonizar los distintos intereses y valores de los individuos y las comunidades que los problemas ambientales hacen entrar en conflicto, sean humanos o no. Esta última matización es extremadamente decisiva. Repitámoslo: el hecho de que los humanos seamos los únicos que valoramos no implica que la especie humana sea la única especie que tiene valor intrínseco, un valor distinto al de la utilidad, y que en consecuencia debamos ser los destinatarios últimos y únicos de nuestras valoraciones. Dicho sea en otros términos: del hecho de que la especie humana sea la única especie que es capaz de formular sus intereses y defenderlos lingüísticamente no se sigue que los intereses humanos sean los únicos que cuentan intrínsecamente en la valoración. A las especies no-humanas se les debe aplicar al menos los mismos principios de consideración

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moral que rigen la concesión de derechos, sin la recíproca exigencia de deberes, a los segmentos sociales más indefensos, como los niños pequeños o los discapacitados mentales. No poder exigirles responsabilidades no significa poder infligirles daño. Del mismo modo, la gran mayoría de las especies no tienen valores que resulten de su propio proceso dialógico de valoración. Pero eso no significa que no sean valiosas. De hecho, tanto es el valor de la biodiversidad que su conservación es central para la integración de un ambiente que transmitir culturalmente a las generaciones venideras, objetivo de la educación ambiental según nuestra definición operacional, propuesta en el capítulo primero.

Figura19. Tortuga blanca respirando. Fotografía: David Núñez.

En la literatura filosófica sobre ética ambiental, la defensa del valor central de la biodiversidad parece casi siempre depender de que podamos fundamentar el valor moral intrínseco de la naturaleza. Este sesgo fundacionalista conduce a la ética ambiental a discusiones bastante infructuosas sobre si es la naturaleza la que tiene valores o si somos los seres humanos quienes se los “ponemos”. Perseverar más de lo necesario en esas discusiones acerca de quién

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fundamenta mejor el valor intrínseco de la naturaleza aísla a los filósofos ambientales de los verdaderos problemas ambientales y de la cuestión de los valores morales del ambiente tal y como se dan en nuestras prácticas cotidianas, bien distintas de sus habituales debates académicos. Como en el resto de los valores ambientales estudiados, parece muchísimo más sensato mostrar y ponderar la interrelación e interdependencia del valor moral de la biodiversidad con esos otros valores, o al menos con algunos.

De hecho, la propia distinción filosófica entre valor intrínseco y valor extrínseco procede de una tradición tan radicalmente antropocéntrica como el idealismo kantiano. Kant distinguía entre dos tipos de mandatos o imperativos. Los imperativos hipotéticos establecían una relación condicional entre la ejecución de determinadas acciones y la obtención de determinadas cosas, el logro de determinadas metas o de determinados fines, independientemente de cualquier evaluación de la bondad de ese fin. Los imperativos hipotéticos son para Kant instrumentales y se rigen exclusivamente por los valores de utilidad. Bajo su punto de pista, cualquier ser que tenga que intervenir en la acción humana como medio o recurso para el logro de cierto propósito tiene exclusivamente valor extrínseco (valor como medio para algo y para alguien). Los imperativos categóricos, por el contrario, establecen la obligatoriedad de una acción, no en función del objetivo perseguido, sino por deber, esto es, incondicionalmente, por respeto a la ley moral. En una de las formulaciones más célebres de este imperativo, Kant establece que tratar a alguien como digno de consideración moral significa no tratarlo simplemente como medio, sino también como fin en sí mismo, es decir, respetar su valor en sí o intrínseco. Fatalmente, esta distinción kantiana ya venía inspirada por la concepción antropocéntrica que algunos defensores a ultranza del concepto filosófico de valor intrínseco pretenden combatir. Toda la estrategia argumentativa de Kant parece estar dirigida a salvar la dignidad de la especie humana, impidiendo la posibilidad de instrumentalizar como puros medios a sus individuos y a sus poblaciones, por más que Kant sitúe a todos los seres humanos en un “reino de los fines” empíricamente inaccesible. Para Kant, el ser humano es el único que puede ser considerado (por la especie humana) como fin en sí mismo, el único cuyo valor no puede reducirse a los valores de utilidad. “En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad.

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Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad. La moralidad es aquella condición bajo la cual un ser racional puede ser un fin en sí mismo, puesto que sólo por ella es posible ser miembro legislador en un reino de los fines. Así pues, la moralidad, y la humanidad en cuanto que es capaz de moralidad, son lo único que posee dignidad” (Kant, 1923: 48). Si la especie humana es la única que tiene dignidad o valor intrínseco, se infiere que el resto de especies animales y plantas sólo tienen precio y poseen valores extrínsecos. Las especies no humanas pertenecen según Kant al reino de la necesidad ciega, a la causalidad determinista, opuesto al reino de la libertad y de los fines, el reino de seres autónomos que se dan a sí mismos sus propias leyes. Para Kant, ésa es la razón por la que la especie humana debe ser respetada y dignificada. Los seres humanos son personas. No tienen precio, no son mercancías. No son utilidades. El resto de seres, según Kant, sí lo son.

Tener valor extrínseco o intrínseco, en cualquier caso, no parece para Kant independiente de ser objeto de evaluación por medio de imperativos. Y los únicos seres capaces de ser también sujetos de la evaluación son los organismos de la especie humana. Y lo son, según Kant, porque son los únicos que son capaces de liberarse de la ciega causalidad de la naturaleza (de lo que aún suele denominarse “instinto”) y de actuar según un proceso autónomo de decisión. Esa doble condición parece ser, para Kant, el fundamento último de su valor intrínseco, frente al valor puramente instrumental de las especies no-humanas. Pero la tesis del valor intrínseco de la humanidad y el valor extrínseco del resto de especies descansa a su vez en la tesis de la excepcionalidad del ser humano, de su ruptura y absoluta independencia del resto de la naturaleza, cuyo análisis realizaremos inmediatamente después de la siguiente consideración sobre la estrategia argumentativa de Kant60.

60 Recordemos que en la introducción de este libro ya considerábamos la crisis ecológica como resultado de nuestra creencia en la excepcionalidad del ser humano, equiparando ésta con una suerte de sesgo cognitivo derivado de nuestra fragilidad y vulnerabilidad ante la naturaleza, como si ante nuestra finitud y mortalidad juzgáramos que el mundo natural no es lo bastante bueno para los hombres, y hubiéramos decidido crear un mundo separado,

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Toda la complicada fundamentación metafísica de la moral quizá podría resumirse en que, para la ética kantiana, los intereses humanos son los únicos que cuentan en la valoración. Ni que decir tiene que esta tesis contradice la idea de valor moral intrínseco de la naturaleza. Desde nuestro punto de vista, la tesis del valor, o del valor no (exclusivamente) extrínseco de la biodiversidad es en la práctica equivalente a nuestra tesis de que los valores ambientales son producto de una valoración en la que los intereses, los deseos y las necesidades del resto de especies involucradas también han de tenerse en cuenta. Y ya sabemos que para defender esta tesis no es necesario seguir buscando un fundamento último del valor intrínseco de la vida animal y vegetal (por ejemplo, buscando su correspondencia con una esfera de la realidad mejor o más privilegiada que la propia biodiversidad) sino más bien mostrar la interdependencia de la consideración moral de las especies no humanas con otros valores ambientales. Empezaremos esta tarea, como en las anteriores secciones de este capítulo, sirviéndonos del tratamiento de Stephen Kellert. Veamos pues qué entiende Kellert por valor moral de la naturaleza.

Sorprendentemente, la argumentación de Kellert inicia de un modo peligrosamente cercano a la tesis de la excepcionalidad de la especie humana. Tras la variedad y complejidad aparentemente infinita de las especies subyace una estructura biomolecular y un material genético que avalan la hipótesis de que todas ellas tienen un origen común. Seguidamente, Kellert lanza una observación que resulta muy arriesgada: “Esta estructura unificadora ha hecho que muchos piensen que hay una simetría, un diseño y un propósito básicos subyaciendo en el mundo natural” (Kellert, 2003: 76). Desde luego, esta creencia teleológica en el valor moral de la naturaleza tiene un origen ciertamente religioso. Aunque hay algunas excepciones históricas, el argumento teleológico que liga diseño con designio o propósito ha sido casi siempre empleado a favor de la excepcionalidad moral de la especie humana, para la cual todo está diseñado o para la cual todo tiene valor de utilidad. Siguiendo un ejemplo anterior, la madera está hecha para ser yugo, el cuello del buey para sostenerlo, el buey con el yugo para arar la tierra, y la tierra para ser sembrada

en los cielos o en nuestro interior, que justifica nuestra colonización del resto de las especies de la naturaleza.

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y darle alimentos al ser humano, quien finalmente está hecho para mayor gloria de Dios. “Es digno de admiración”, afirma Kant, “que en los fríos desiertos junto al océano glacial crezca todavía el musgo que, bajo la nieve, busca el reno para ser, a su vez, vehículo o incluso alimento de los samoyedos y ostiakos; es digno de admiración que los desiertos de arena cuenten con el camello, que parece haber sido creado para viajar a través de ellos con la finalidad de no dejarlos inutilizados. Pero más claro aún brilla la finalidad de la naturaleza cuando se tiene en cuenta que, en las orillas del océano glacial, además de los animales cubiertos de pieles, las focas, los caballos marinos y las ballenas proporcionan a sus habitantes alimento con su carne y fuego con su grasa. No obstante, donde mayor admiración despierta la previsión de la naturaleza es en las maderas que llegan flotando a esas regiones sin flora (sin que se sepa a ciencia cierta de dónde vienen), sin las que no podrían construir sus vehículos, ni sus armas ni sus caballos, así tienen ya bastante con la lucha contra los animales para vivir en paz” (Kant 1984: 34). Kant llama El Gran Artífice o La Providencia a esta Naturaleza que en su conjunto hace las cosas para “el fin último objetivo del género humano” y que predetermina el devenir del mundo.

No es difícil ver aquí una doble distinción que apuntala la tesis de la excepcionalidad de la especie humana dentro de la naturaleza. Primero, Kant distingue entre dos naturalezas: una naturaleza coincidente con las cosas hechas o creadas y una Naturaleza distinta de éstas y que opera según un principio que ordena el diseño de las cosas para el ser humano. En este sentido, la naturaleza tiene exclusivamente para el hombre “valores de utilidad”, tal y como los denominaba Kellert, y sólo el hombre tiene “valor moral”. En segundo lugar, Kant opera una división de los propios seres naturales en dos: la especie humana y el resto de las “cosas” de los reinos animal, vegetal y mineral que la Providencia o Naturaleza pone a disposición de nuestra especie. La tesis de la ausencia de valor moral de la naturaleza se sustenta pues en la tesis de la excepcionalidad del hombre y ésta a su vez hunde sus raíces en la tesis judeocristiana de la separación de la especie humana frente al resto de la naturaleza por elección de Dios.

En la tradición judeocristiana, Dios elige separar al ser humano del resto de la Creación, pues es la única especie que hace a su imagen y semejanza. Los seres humanos sólo reconocerán como semejantes a

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los seres humanos y no por sus propiedades fenotípicas o genotípicas específicas –el lenguaje, el bipedismo, el uso independiente de ambas manos- sino por compartir una esencia que lo asemeja sólo a Dios, único ser que, además de sus semejantes, puede ser objeto de amor y consideración moral. El historiador ambiental Lynn White ha vinculado convincentemente la crisis ecológica con la tesis judeocristiana del valor amoral (o extrínseco) de la naturaleza, tesis que a su vez está ligada valor científico y valor como objeto a dominar, ya abordado en secciones anteriores de este capítulo. La filosofía de Francis Bacon, héroe de la Royal Society británica, es el epítome de la justificación de la dominación científica y tecnológica de la naturaleza por el expreso deseo divino, por la elección que Dios realizara de la especie humana como dueña y señora del resto de la naturaleza.

Pero la tesis de la excepcionalidad humana no sólo levanta una barrera entre la especie humana y el resto de especies, sino que opera una tercera distinción, una ruptura aún más profunda dentro del propio ser humano (Schaeffer, 2009). Una vez aceptada la dicotomía humanidad/naturaleza, se siguen en cascada una serie de dicotomías dentro de la propia esfera de las prácticas humanas: espíritu/materia, libertad/necesidad o causalidad, esencia/accidente, cultura/naturaleza, ideas/sensaciones, conocimiento/sensibilidad, alma/cuerpo, moralidad/instinto, racionalidad/afectividad, consciencia/apetitos … Hay que dejar claro desde el principio que atacar la oposición no significa despreciar la presencia en las prácticas humanas de los rasgos opuestos tomados individualmente. Podemos decir, por ejemplo, que las prácticas humanas son culturales en el sentido de que, a diferencia de la respiración o de la visión, hay estructuras conductuales que no se transmiten somática o genéticamente, sino de forma social. Y podemos decir que las prácticas humanas son naturales porque forman parte de las actividades del ser humano como organismo biológico. Incluso podemos decir que la cultura es natural, porque no podría darse sin la coevolución entre la especie humana y otras especies, y que una gran parte de la naturaleza es cultural porque muchas prácticas humanas han conformado selectivamente el curso evolutivo de otras especies. Lo pernicioso no es ni la naturaleza ni la cultura, ni la racionalidad ni la afectividad, ni la mente ni el cuerpo, sino su oposición en dicotomías de elementos excluyentes. Las dicotomías jerarquizan, establecen una relación de superioridad de un elemento de la dicotomía sobre el otro, legitimando prácticas

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humanas de explotación, dominio o instrumentalización. A lo largo de la historia humana, muchas sociedades esclavistas justificaron la posesión y el maltrato de las mujeres, los bárbaros extranjeros, los negros y los indios por su mayor cercanía a la naturalidad, a lo salvaje o la animalidad, esto es, a las propiedades “de segunda”, como la afectividad, la sensibilidad, el instinto y la corporalidad. Resulta innegable el poder normativo que ejercen sobre nuestras prácticas estas consecuencias de la tesis de la excepcionalidad humana, determinando muchos de sus valores y sus normas de validez, trazando la demarcación entre lo que está permitido y lo que no está permitido hacer y, por consiguiente, dándonos una pauta de una “vida buena” o de cómo debemos vivir (Schaeffer, 2009: 13). Pero, pese a lo que suele creerse, ni tales dicotomías ni la tesis de la excepcionalidad humana son universales, propias de todas las culturas. Pertenecen casi exclusivamente a la cultura occidental, a quienes muchos convenimos en responsabilizar de la actual crisis ecológica.

La biología evolucionista supuso el principio del fin de la tesis de la excepcionalidad humana, pese a la explicable resistencia que encuentra en nuestra propia cultura. La evolución de las especies por selección natural resta toda credibilidad a la idea de que la vida no-humana sea simplemente una suerte de decorado en el que se desarrolla el drama de nuestra especie. La idea de naturaleza no-humana como ambiente o entorno de la especie humana no debería confundirnos, pues toda especie transforma su ambiente al tiempo que es transformada por éste. Y el ambiente no es estático, fijo o inmutable, sino que tiene una historia. Nuestra propia historia sólo es una parte de esta larguísima historia coevolutiva, una historia natural que forma parte constitutiva de lo que somos y de lo que podemos ser. “Si el espíritu humano y la cultura tienen una historia es en la misma medida en que son de principio a fin aspectos y funciones de organismos biológicos mortales que se reproducen por vía sexual” (Schaeffer, 2009: 178). La naturaleza no-humana no es una especie de cáscara de la que el ser humano puede desprenderse sin perder su esencia. Ni el cuerpo es la cárcel pitagórica del alma ni el ambiente es la cárcel de la especie humana, sino su condición de posibilidad. No es posible defender el valor intrínseco del hombre sin reconocer al mismo tiempo al resto de especies como una parte integrante de ese valor.

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Esta tesis con respecto al valor moral de la naturaleza es mucho más afín a la que Kellert pretende defender. Su idea es pues que el parentesco común entre todas las especies le confiere a todas ellas idéntico valor moral, de donde “surge una ética que impele a los humanos a reducir al mínimo el daño infligido a las demás criaturas –que se presentan a nuestros ojos como iguales a nosotros en lo fundamental” 61(Kellert, 2003: 76). Pero a veces olvidamos que si algo tenemos en común todos los seres vivos es que nos morimos. Lo fundamental en términos biológicos es sobre todo la mortalidad, la dependencia de todos los seres vivos de sus ambientes y la consiguiente interdependencia evolutiva entre el organismo y el resto de organismos, particularmente entre grupos o poblaciones de su especie.

En su libro Animales racionales y dependientes, Alasdair MacIntyre ha insistido en el valor moral de estos rasgos biológicos en especies evolutivamente cercanas. Como la especie humana, otras muchas especies animales son extremadamente vulnerables ante las presiones selectivas de su ambiente natural. Sin ir más lejos, pensemos en los mamíferos. Muchas de las especies de esta clase taxonómica, incluido el homo sapiens sapiens, equilibran socialmente esa vulnerabilidad con relaciones de dependencia y, en muchos casos, de reciprocidad. Como los organismos humanos, los primates adquieren su madurez sexual de forma tardía, prolongan su periodo de infancia, vulnerabilidad y dependencia, disponiendo así de mucho más tiempo para desarrollar importantes capacidades cognitivas envueltas en la exploración de su entorno natural y social mediante el juego. Como el hombre y el chimpancé, los mamíferos marinos también son “capaces de distinguir individuos de su especie o de otras, de reconocerlos, se percatan de su ausencia, celebran su regreso y responden a ellos en cuanto alimento, en cuanto a compañero u objeto de juego, en cuanto acreedores de obediencia o proveedores de protección, etc.” (MacIntyre, 2001: 66). No le falta razón a MacIntyre. Los comportamientos que la especie humana desarrolla en el ambiente son originariamente conductas

61 “De manera particular a aquellas especies que aparentemente son capaces de sentir, razonar y dirigir sus acciones por ellas mimas. Tal valor moral se ha visto asociado con la preocupación por dispensar un trato ético a los animales y a la naturaleza. Este valor puede comportar un intenso afecto por los animales, pero su punto más importante es la conducta correcta e incorrecta con el mundo no humano” (Kellert, 2003:76).

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animales. El lenguaje y la cultura sólo reestructuran esas conductas socialmente, pero no independientemente de la herencia animal. Comer alimentos previamente cocinados con cuchillo y tenedor y no con las manos puede ser una expresión cultural, pero no deja de ser introducir nutrientes en el aparato digestivo. “En parte, esto se refiere a aquellos aspectos de la condición corporal del ser humano que simplemente no cambian, aquello que se mantiene constante incluso después de la programación y ordenación social y cultural de las funciones corporales: el entrenamiento para hacer del baño, el desarrollo de lo que culturalmente se consideran hábitos regulares para dormir y comer, y el aprendizaje de lo que se considera educado y maleducado al estornudar, escupir, eructar, ventosear, etc. También se refiere a la capacidad de reflexión que tienen los seres humanos sobre su comportamiento general y su orientación hacia los bienes de su naturaleza animal; es de fundamental importancia el hecho de que, al transformarse de ese modo, el ser humano se convierte en un animal reencauzado y derecho, no en ninguna otra cosa” (MacIntyre 2001: 67-68).

En el siglo XVIII, el pensador Jeremy Bentham ya había considerado a los animales como miembros de la misma comunidad moral que la especie humana. En su opinión, el criterio de semejanza o de pertenencia a esa comunidad moral no era la capacidad de hablar o de razonar, ni la vergüenza ante la desnudez, sino la capacidad de sufrir. La comunidad moral es la comunidad de los dolientes. Siguiendo la tradición moral británica de los sentimientos de compasión y empatía o simpatía con el dolor de los demás, Peter Singer ha retomado esta idea de Bentham, combinándola con el principio darwiniano del círculo en expansión. Se lamentaba Darwin que los fueguinos, habitantes de la Patagonia, sentían compasión por el dolor y se solidarizaban con el sufrimiento de sus compañeros de tribu, pero no por el de miembros de otras tribus o pueblos, por cercanas que fueran. A partir de ahí concibió la idea de una creciente comunidad moral como un círculo en continua expansión, de manera que los fueguinos, finalmente, no sólo sentirían solidaridad y compasión por miembros de las tribus de los alrededores, sino también de otras naciones y otras razas. Lo deseable para Darwin es que ese círculo o comunidad moral creciese hasta abarcar a todas las criaturas capaces de sufrir. El concepto de

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círculo en expansión vincula directamente los valores morales de la naturaleza con sus valores afectivos, como veremos después62.

Probablemente el primer ecólogo que empleara el concepto de comunidad moral de los seres vivos en el campo de la conservación ambiental fue el ecólogo Aldo Leopold. La ética de la tierra de Leopold apela al concepto de comunidad biótica por razones muy parecidas a las de Darwin. Leopold se quejaba de que, aunque la sociedad de su tiempo había conseguido dejar atrás la esclavitud, uno aún podía ser considerado como un buen ciudadano aun cuando maltratase o dispensase un trato moralmente incorrecto a los animales, las plantas, las aguas o el suelo. “¿Pero qué amamos? Ciertamente no al suelo al que en forma atropellada mandamos río abajo. No por cierto a las aguas, a las que no atribuimos otra función que la de hacer girar turbinas, poner barcazas a flote y llevarse aguas negras. Por cierto que no a las plantas, de las que exterminamos comunidades enteras sin pestañear. Ciertamente no a los animales, de los cuales ya hemos exterminado muchas de las más grandes y más bellas especies. Una ética de la tierra no puede, por supuesto, impedir la alteración, el manejo de esos recursos, pero sí afirma su derecho a una existencia continua y, por lo menos en ciertos lugares, a su existencia continua en un estado natural” (Leopold 2001: 63). Para Leopold, la extensión o expansión de la ética es un proceso en la evolución ecológica que nos lleva de la comunidad humana a la comunidad biótica. Y el principal impedimento para ese proceso evolutivo hacia el valor moral de la naturaleza es precisamente el “imperialismo” de sus valores económicos: “El obstáculo que debe eliminarse para

62 Ya en la Crítica Pragmatista de la Cultura (2001) recurrimos a Richard Rorty, autor de la tradición pragmatista, para concebir la idea regulativa de una comunidad humana en continua extensión que disfrute de una mayor permeabilidad axiológica y de un ethnos más abigarrado, ampliando diacrónicamente la referencia del pronombre “nosotros”. En opinión de Rorty, para tener la empatía o compasión con otros humanos no es necesario saberse en posesión de exactamente la misma naturaleza, la humanitas, sino tener la capacidad de percibir “con mayor claridad que las diferencias tradicionales (de tribu, de religión, de raza, de costumbres… ) carecen de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la humillación” (Rorty, 1996: 210). En esta sección hemos intentado dar un paso más en la misma dirección, un paso que Rorty, convencido antropocentrista, jamás se hubiera atrevido a dar.

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liberar el proceso evolutivo hacia una ética es simplemente éste: dejemos de pensar en el uso decente de la tierra tan sólo como un problema económico; examínese cada interrogante en términos de lo que es ética y estéticamente correcto además de económicamente conveniente” (Leopold 2001: 76). La referencia a la ética de la tierra, de la comunidad de la vida, como uno de los posibles pasos abiertos en el proceso evolutivo sitúa también a Leopold en la estela de John Dewey, quien ya apuntara el ajuste adaptativo de una nueva ética democrática y participativa en “Evolution and Ethics”63.

Valores globales

Steven C. Rockefeller, autor de un reconocido libro sobre la democracia en Dewey, puso en marcha un largo proceso intercultural y participativo para integrar una ética global y evolutiva que culminó en la Carta de la Tierra (2000), un documento fundacional con el propósito explícito de servir de ayuda a educadores ambientales independientemente de los contextos culturales en los que desarrollen sus actividades. Pasados ya más de doce años desde su

63 Ver supra, Introducción, en la sección “Cómo ser un buen evolucionista”. En su prefacio a la edición española de Consequences of Pragmatism, Richard Rorty adscribe a Darwin, James y Dewey una visión parecida de la evolución cultural: “Darwin nos enseño a vernos como una especie biológica entre otras muchas, sin que ello nos hiciese peores. Nos hizo ver cómo la evolución cultural –y, en particular, la evolución hacia sociedades tolerantes, igualitarias y democráticas-- podía entenderse como un desarrollo de la evolución biológica. Desde el punto de vista darwiniano en el que James y Dewey concurrían, el paso de una cultura que cifra el objetivo de la investigación en aprehender cómo son las cosas en sí mismas a otra que lo hace en la consecución de mayores cotas de felicidad humana, constituye en ascenso evolutivo -al igual que el paso de una cultura esclavista a otra que aborrezca la esclavitud. En la utopía pragmática que se encuentra al final de esta secuencia evolutiva, nadie cree que la realidad tenga una naturaleza intrínseca –un ser en sí- ni tampoco que ciertas razas o ciertas naciones sean intrínsecamente superiores a otras. En semejante civilización utópica, la investigación, sea en física o en ética, se entendería en términos de proyectos participativos encaminados a desarrollar concepciones que fomenten la felicidad general (por medio de mejoras tecnológicas o de costumbres sociales más tolerantes y magnánimas).”(Rorty, 1996: 12-13).

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puesta en marcha, podemos ciertamente afirmar que la Carta de la Tierra ha sido el proyecto de ética ambiental basada en el concepto de comunidad de la vida que mayor atención social ha recibido. Reproducimos la Carta de la Tierra íntegra en el primer anexo de este libro, junto con la guía para su utilización en el campo educativo. De ahí que, para concluir este capítulo, limitemos nuestro tratamiento de la Carta de la Tierra a un par de comentarios sobre su proceso de elaboración, su legitimidad y su inspiración pragmatista.

Comparada habitualmente con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU, la Carta de la Tierra resulta de un proceso deliberativo de más de una década en torno a valores ambientales comunes a toda la especie humana, en el que participaron destacadas instituciones internacionales, gobiernos nacionales y sus agencias, asociaciones universitarias, organizaciones no gubernamentales y grupos comunitarios, gobiernos locales, grupos ecuménicos, escuelas y negocios, así como miles de personas a nivel individual. El carácter participativo, deliberativo y democrático de su proceso de redacción es la gran fuente de legitimidad de la ética ambiental contenida en la Carta de la Tierra, a la que se han adherido ya más de 4,500 organizaciones, entre éstas los gobiernos de 57 países.

La idea de una ética común, universal o global no es nueva. En la historia de la filosofía no faltan propuestas éticas con pretensiones de validez universal. También en el campo de la ética ambiental se han hecho aportaciones en esa dirección, con grados distintos de acierto y aceptación. Por regla general, la crítica pragmatista a la ética ambiental suele insistir en la reducida eficacia social y ecológica de los debates conceptuales sobre el mérito respectivo de los sistemas filosóficos para fundamentar una serie de principios y valores que deben regir la conducta humana en, sobre y para el ambiente. El análisis filosófico puede ser una herramienta sumamente útil para la precisión conceptual de las propuestas en educación ambiental. Pero la precisión conceptual no es un fin o un valor en sí mismo. Las victorias dialécticas en la academia suelen dejar los problemas ambientales tal como están. Sin duda uno puede salir “purificado” o enaltecido de uno de esos debates, pero es más que dudoso que esa purificación se traduzca en acciones beneficiosas para el ambiente, sea en términos de hábitos y prácticas cotidianas o en términos de propuestas, planes y programas educativos. Como vimos en el primer capítulo, la precisión conceptual es sólo un medio para la

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definición operacional de hipótesis y propuestas ambientales que especifiquen al menos algunas de las condiciones empíricas y conductuales que ejemplificarían, verificarían o serían consecuencia de la presencia ambiental de las heurísticas, de las hipótesis o de los valores propuestos. Lo que caracteriza una propuesta pragmática es precisamente el carácter público, democrático y participativo de los procesos implicados en su elaboración y en su verificación.

Ésa es, en efecto la fuente de validez o legitimidad de la Carta de la Tierra: el proceso participativo, dialógico y democrático de construcción pública que condujo al documento y la especificación de algunas de las condiciones para su empleo en educación ambiental. La Carta de la Tierra se ajusta con elegancia a un modelo pragmatista de investigación participativa. Algo que no resultan tan sorprendente cuando averiguamos que uno de sus promotores y responsables del proceso de elaboración es Steven C. Rockefeller, destacado estudioso de la obra de John Dewey, autor del libro John Dewey: Religious Faith and Democratic Humanism (1998), libro escrito precisamente en las mismas fechas que se estaba redactando la Carta de la Tierra.

Figura 20. Acción comunitaria en Xul-Ha (Quintana Roo). Fotografía: Zaira Rascón

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Rockefeller explica que la Carta de la Tierra fue escrita desde la comprensión compartida de que proteger a las personas y los pueblos y proteger al planeta son dos dimensiones interrelacionadas de un mismo objetivo común. En este sentido, la Carta la Tierra coincide plenamente con el principio de interdependencia entre validez ecológica y validez social de los conceptos, las prácticas y los valores de la educación ambiental. Es imposible conseguir mejoras sociales en un mundo cuyos ecosistemas se desploman y colapsan, pero también es imposible alcanzar la sustentabilidad en un mundo con los actuales niveles de pobreza, injusticia y violencia. La escala planetaria de la interdependencia ecológica, económica y tecnológica exige, insiste Rockefeller, que logremos cierto tipo de acuerdo intercultural sobre los valores éticos básicos que deben regir la vida humana sobre el planeta. Como era de esperar, el valor moral interculturalmente básico que la Carta de la Tierra defiende es la regla de oro de la moral. Tres son las formulaciones elegidas en su texto: “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”, “Trata a los demás como te gustaría que te tratasen” y “Ayuda a los demás, y si no puedes ayudarlos, al menos no les hagas daño” (esta última formulación es la del Dalai Lama, coincidente con la de algunos autores pragmatistas).

Rockefeller admite que resulta comprensible que el proyecto de una ética ambiental global despierte el escepticismo e incluso la sospecha de imperialismo cultural. Pero lo mismo se dijo de la declaración universal de los derechos humanos, y en la actualidad sabemos que, aunque muchos estados la incumplan, ha sentado jurisprudencia en el derecho internacional. Lo importante para Rockefeller es al menos que nos pongamos de acuerdo sobre su posibilidad. En este sentido, creo que a Rockefeller no le falta razón al ver en las respectivas posturas sobre esa posibilidad un indicio con respecto a su deseabilidad, y en este último indicio una muestra sobre el carácter moral de cada cual. “También están los llamados ‘realistas’ con respecto a los asuntos internacionales, que arguyen que los valores éticos son irrelevantes en la esfera de las relaciones internacionales. Los realistas sostienen que las relaciones internacionales están gobernadas por el interés egoísta de los estados soberanos y por el poder puro y duro, es decir, por el poderío económico y militar. Esta perspectiva supone una concepción de la naturaleza humana cínica y abiertamente pesimista, que fácilmente se convierte una justificación para dominar y controlar a los demás y no sentirnos obligados por las leyes internacionales.

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También desalienta a las distintas naciones y religiones a emprender cualquier esfuerzo que lleve a la humanidad a la siguiente fase de su evolución espiritual, ética y política. Reconocer la tendencia al mal en la naturaleza humana y la necesidad de utilizar la fuerza para combatirlo en determinadas circunstancias y como último recurso es sin duda sensato. Dejar de reconocer que la humanidad también tiene la capacidad de empatía, compasión, sentido común y justicia significa estrechar innecesariamente nuestra idea de lo que es posible. Es más, en un mundo interdependiente, el interés propio de todas las naciones depende cada vez más del bien común ecológico y social. Reconocer esto no equivale a defender un idealismo irresponsable, sino un sentido práctico y prudente. La cualidad ética de nuestras relaciones internacionales y domésticas refleja qué tipo de personas hemos elegido ser” (Rockefeller, 2004:3).

Los dos capítulos siguientes desarrollan buena parte de los conceptos y los principios contenidos en la Carta de la Tierra. En el capítulo quinto, “Capacidad de carga y bien común”, la regla de oro de la moral quedará reflejada en los valores de la reciprocidad y la confianza como elementos básicos para una ética ciudadana capaz de hacer frente a los dilemas sociales envueltos en procesos de degradación ecológica como la Tragedia de los Comunes. En el sexto y último, Ambiente, comunidad y democracia, los procesos dialógicos de reconocimiento mutuo, el experimentalismo y la acción participativa que Rockefeller consiguió incorporar en el proceso de redacción de la Carta de la Tierra serán el punto de partida para la conformación de comunidades cooperativas de investigación y aprendizaje ambiental. En uno y otro, la democracia emerge como una forma de vida en sinergia con las prácticas ambientales para la sustentabilidad.

Figura 21. Logo de la Carta de la Tierra. Fuente: Earth Charter International.

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Pieter Bruegel el Viejo, Retorno del ganado (1565), Kunsthistorisches Museum, Viena, Austria

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cinco

Capacidad de carga y bien común

Para alcanzar íntegramente su individualidad, cada uno de nosotros debe cultivar su propio jardín. Pero no hay cerca alguna que rodee este jardín. No es una parcela claramente deslindada de otras. Nuestro jardín es el mundo, en el ángulo que toca nuestra propia forma de ser. Al aceptar el mundo empresarial e industrial en el que vivimos, cumplimos una pre-condición para interactuar con éste; como parte también de ese presente en movimiento, nos creamos a nosotros mismos conforme vamos creando un futuro desconocido.

John Dewey, Viejo y Nuevo Individualismo

Los dilemas sociales son algo más que un rompecabezas académico. Una parte substancial de las políticas públicas está basada en la presunta incapacidad de los individuos de librarse de las trampas que ellos mismos han creado. Muy particularmente, esto es lo que ha ocurrido en relación con las políticas ambientales desde la publicación del artículo de Garrett Hardin (1968).

Elinor Ostrom, “Toward a Behavioral Theory Linking Trust, Reciprocity and Reputation”

La tragedia de los comunes

Desde que en 1968 Hardin publicara el artículo “The Tragedy of the Commons”, la noción de tragedia de los comunes (en adelante, TC) ha sido objeto de numerosas discusiones multidisciplinares, la mayoría centradas en la función del concepto de capacidad de

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carga en el diseño de políticas públicas para la sustentabilidad. Lamentablemente, muchas de las conclusiones éticas y políticas que biólogos, economistas, sociólogos y politólogos siguen deduciendo de TC en esas discusiones han vuelto a popularizar políticas ambientales paternalistas y autoritarias radicalmente incompatibles con la concepción participativa y democrática de la racionalidad ambiental que defendemos en este libro. En este quinto capítulo analizaremos esas supuestas conclusiones éticas y políticas a partir del examen de los presupuestos conceptuales y teóricos de TC. Seguidamente, identificaremos la concepción hegemónica de la racionalidad económica de la acción humana como responsable del colapso de la capacidad de carga en los bienes comunes, inevitable consecuencia de TC según la formulación de Hardin. Seguidamente nos serviremos del agudo análisis de TC como dilema social realizado por Elinor Ostrom64, para demostrar la incompletitud y la inadecuación empírica de los modelos idealizados de elección racional como maximización de beneficios o utilidades subjetivas. Los trabajos de Ostrom prueban que, aun a riesgo de aumentar la complejidad y la incertidumbre, el análisis de la racionalidad humana exige ir más allá de la simplicidad metafórica de esos modelos predictivos, añadiendo conceptos, principios y variables empíricas que acoten o especifiquen la predicción de las acciones humanas. El rango de estas variables empíricas para la acción racional abarca necesariamente las situaciones finitas en recursos, situaciones a las que realmente obedece la toma individual de decisiones. Contrariamente a lo que ocurre en los experimentos mentales de los modelos idealizados, la elección racional en tales situaciones tiene lugar mediante procesos de valoración de carácter comunicativo y compromisos públicamente asumidos. Como veremos, la propia formulación que Hardin hace de TC como experimento mental depende de la decisión de desatender esas restricciones empíricas para mantener intacta la teoría económica e instrumental de la racionalidad. Al excluir variables relativas a los procesos de comunicación entre quienes participan en las acciones, esta teoría excluye también toda información sobre valores no-económicos en la explicación y la predicción de la acción racional. Con ello se impide ya de entrada el

64 Dicho análisis le valió el premio Nobel de economía en 2009.

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tipo de acción intersubjetiva que los participantes en TC necesitan para hacer frente a la catástrofe ambiental que Hardin predice con tanta determinación. La interpretación de Ostrom de la invalidez ecológica y social de esta teoría hegemónica de la acción racional proporciona además razones decisivas para descartar la inferencia desde el concepto ecológico de capacidad de carga hasta la ética anti-altruista de la supervivencia que Hardin propugna con tanto celo. Finalmente, veremos cómo los estudios de Ostrom sobre casos exitosos de resolución de TC resultan en conceptos como bien común, confianza, compromiso, reciprocidad y reconocimiento o prestigio (o reputación), pertinentes para integrar una ética de la ciudadanía que ayude a resolver los dilemas sociales que dificultan la cooperación comunitaria, necesaria a su vez para hacer frente a problemas ambientales como el cambio climático y el manejo sustentable de los recursos hídricos.

Garrett Hardin formula TC a modo de experimento mental, no como una situación históricamente acontecida. Ello le permite simplificar su modelo, anulando o manteniendo como constantes variables situacionalmente relevantes para posibilitar su siniestra predicción. Hardin nos pide que imaginemos un pastizal en el que puede pastar el ganado de todos los miembros de cierta comunidad de pastores. En este escenario, según Hardin, cada pastor intentará mantener en los recursos comunes tantas cabezas de ganado como le sea posible. “Como un ser racional, cada pastor busca maximizar su ganancia” (Hardin, 1968: 1244). El incremento de una cabeza de ganado trae al pastor los beneficios íntegros derivados de su venta (1), mientras que los costos externos debidos al sobrepastoreo producidos por ese incremento son compartidos por toda la comunidad: estos costes marginales resultan del cociente entre el total n de pastores (1/n), por lo que serán necesariamente menores a 1. Siendo pues el beneficio (1) n veces el costo (1/n), “el pastor racional concluye que la única decisión sensata para él es añadir otro animal a su rebaño” (Hardin, 1968:1244). Pero ésta es la conclusión a la que llegan todos y cada uno de los pastores racionales (sic) que comparten el recurso común. De ahí que el pastizal finalmente se agote. Y esa es precisamente la tragedia. Cada agente individual es prisionero de una racionalidad que lo impulsa a incrementar su ganado ilimitadamente en un pastizal que resulta finito como recurso (Hardin, 1968:1244). Hardin consigue representar una

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imaginaria trampa en la que los individuos se sienten atrapados mientras ven como se acaban sus propios recursos (Ostrom, 2011: 45).

Conviene recordar que TC cuenta con importantes precedentes históricos que no tienen que ver directamente con la destrucción de recursos naturales comunes. Thomas Hobbes establecía que era necesario contar con una autoridad externa coercitiva como el estado (o Leviatán) con vistas a poner freno a las acciones para satisfacer los intereses egoístas que gobiernan la conducta de los individuos, de manera que la suma de las acciones individuales así restringidas pudiese producir el bien común y no la mutua ruina. Adam Smith escribía acerca de una mano invisible como mecanismo que armonizaba misteriosamente las trayectorias egoístas de los agentes económicos individuales, y postulaba el libre mercado como garantía del bien común de todos los involucrados, productores, intermediarios y consumidores. No es pues casualidad que estado y mercado sean las únicas alternativas posibles que finalmente Hardin va a contemplar para evitar TC. De ahí que uno pueda preguntarse si es TC la que conduce a la necesidad de tales mecanismos o si es la defensa a ultranza del dualismo estado/mercado la que conduce a la formulación de Hardin.

En términos económicos, la formulación que Hardin hace de TC obedece de cerca uno de los principios de la elección racional ortodoxa, el principio de coste marginal. Según este principio económico, el coste marginal es el aumento del coste total necesario para producir una unidad adicional (el sobrepastoreo que implica introducir una vaca, en el ejemplo de Hardin). Producir y vender una unidad extra incrementa tanto los costos como los ingresos del productor. La predicción subsiguiente es que se producirán y venderán unidades adicionales del bien hasta que el coste adicional de producción (coste marginal) sea igual al ingreso adicional que proporciona esa unidad extra. Como buena parte del coste marginal no corre a cuenta del pastor maximizador de Hardin, es fácil ver que en su caso ese “hasta cuando” se extiende “hasta que se acaben los recursos comunes”. Hasta entonces, bajo estos supuestos de maximización, la decisión del pastor de Hardin de añadir una vaca más en el pastizal comunitario habría sido racional en el sentido de que el coste marginal (el sobrepastoreo) es compartido por todos los

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pastores y el beneficio marginal (el producto de la venta de la vaca) queda íntegro en sus manos.

Tal como Hardin plantea el problema, es la exclusividad a priori de ese tipo racionalidad maximizadora la que determina la situación que constituye la tragedia. En su experimento mental, el pastor racional no puede hacer otra cosa que maximizar la relación entre costes y beneficios. Algunos defensores del modelo económico del laissez faire han llegado a defender que la empresa corporativa, su unidad funcional, no puede ser otra cosa que una máquina de producir externalidades negativas, esto es, de asignar a los demás buena parte de los costos sociales y ecológicos de la apropiación de recursos comunes para la producción de beneficios o utilidades empresariales. Tampoco Hardin concibe otro tipo de agentes racionales que los maximizadores o productores de externalidades, positivas y negativas.

Hardin ni siquiera contempla la posibilidad de que esa racionalidad maximizadora no sea tan completa, irrevisable y absoluta como pretende.

De hecho, Hardin insistía en proclamar la absoluta legitimidad del deseo humano de maximizar beneficios en cualquier situación. Aceptada esa legitimidad, Hardin optó más bien por deducir de TC una advertencia sobre las trágicas consecuencias ecológicas de los regímenes de propiedad comunitaria que privilegian la justicia distributiva sobre la eficiencia ecológica. Como los pastores de su ejemplo no son capaces de establecer racional y comunitariamente las condiciones que todos deben cumplir para evitar el colapso de los recursos comunes, es el buen juicio de una autoridad externa el que debe imponérselas. Las autoridades externas que Hardin contempla coinciden con los bandos de la guerra fría. TC conduce finalmente a la dicotomía entre el estado y el mercado.

En realidad, la formulación originaria de Hardin parecía sugerir algo muy distinto. El inicio de su artículo parecía apuntar a la insuficiencia de la racionalidad exclusivamente instrumental para hacer frente a problemas ambientales como los que plantea la libertad en el uso de los recursos comunes. De hecho, en los primeros párrafos de su trabajo, Hardin presenta TC como una instancia más de lo que denomina “problemas sin solución puramente técnica”: “Una suposición implícita y casi universal de los análisis publicados en revistas científicas profesionales y de divulgación es que todos los

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problemas discutidos tienen una solución técnica. Una solución de este tipo puede definirse como aquella que sólo requiere un cambio en las técnicas de las ciencias naturales, demandando pocos o casi nulos cambios en relación con los valores humanos o en las ideas de moralidad” (Hardin, 1968: 1243).

Pero sería un error concluir que Hardin desestima la búsqueda de soluciones técnicas para TC. Hardin ha repetido insistentemente que su formulación describe el trágico resultado como algo exclusivamente propio de los recursos naturales comunes no administrados, es decir, no manejados o gestionados técnicamente, sea de manera estatal o privada, sea por el estado o por el mercado. Lo que asume es que cualquier posible solución exige cambios impuestos externamente y desde arriba (top-down). Pero la disyuntiva entre estado/mercado o inevitable colapso en el manejo de los recursos comunes, además de ser empíricamente falsa, se deriva de supuestos externalistas acerca de la incompetencia de los individuos de la especie humana para concertar autónomamente acciones individuales socialmente adaptativas. No es difícil ver que esos supuestos externalistas proceden a su vez de una concepción de la racionalidad humana y de una psicología de la motivación individual típicamente hobbesiana, sobre cuya base se justifica la desconfianza en la conciencia moral autónoma y los procesos comunicativos en el seno de las asociaciones humanas. Esa especie de antropología desconfiada inspira una ética de la supervivencia que, según Hardin, debe ser impuesta a las comunidades por coerción externa. De acuerdo con Hardin, la búsqueda de soluciones técnicas para TC es inoperante si no hay un cambio externamente inducido en nuestra ética humanitarista y altruista. Hardin llega al extremo de rematar su argumentación con el corolario: “la injusticia es preferible a la ruina de todos” (Hardin, 1968: 1244). Más de cuarenta años después, oímos la misma cantinela ultraliberal en la justificación de los recortes en gasto social para lograr la disciplina fiscal que garantice el crecimiento del PIB, supuestamente bueno para todos.

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Hobbes, Malthus y Hardin

Parte de los presupuestos externalistas de Hardin se aclaran al reparar en la descripción que, años más tarde, él mismo haría sobre sus intenciones al llamar la atención de la comunidad científica sobre TC. Se trata de una convicción con la que ya nos hemos topado en otras partes de este libro y que responde a lo que es exclusivamente una de las posibles lecturas de la obra de Charles Darwin. Al formular TC, Hardin creía estar cumpliendo una obligación moral y cívica que la biología hasta aquel momento había incumplido: divulgar entre científicos y ciudadanos una ética de la supervivencia como consecuencia de la evolución de las especies por selección natural (Hardin, 1986). Pero, repitámoslo, pese al tono de necesidad que Hardin le confiere, esa inferencia de la biología a la ética no es más que una entre las muchas inferencias científicamente informadas que uno puede hacer. Y aquí también podemos decir sin exagerar que el tipo de inferencia que uno haga depende igualmente del tipo de persona que uno es o quiere ser. Hay inferencias alternativas a la de Hardin y muchas no proceden precisamente de concepciones religiosas o teológicas del mundo natural. Pero contrariamente, tras “descubrir” TC, Hardin dice haberse sentido obligado a difundir las implicaciones éticas de la finitud de la naturaleza concebida como conjunto de nichos ecológicos en los que se desarrolla la lucha inter e intraespecífica por los recursos. Hardin se empeñó en demostrar que la fragilidad de ese escenario de escasez ecológica es incompatible con la libertad, la igualdad y la justicia, residuos en su opinión de una equivocada moral judeocristiana.

Según Hardin, cuando la supervivencia de su especie está en juego, a las autoridades humanas no les queda sino regular administrativamente las interacciones individuales en el ambiente o entorno natural mediante nociones científicas netamente descriptivas, como el concepto de capacidad de carga. Hardin define la capacidad de carga como el máximo número de individuos de una especie dada que, teniendo en cuenta cambios de estación y factores como su capacidad de regeneración, un ambiente puede soportar sin comprometer su equilibrio a largo plazo (Hardin, 1986). Es cierto que la dimensión temporal del concepto de capacidad de carga lo convierte en un posible principio rector de lo que venimos denominando prácticas de la racionalidad ambiental, incluso si

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aceptamos una definición minimalista de sustentabilidad al modo de la del informe Brundtland, como aquellas actividades ambientales destinadas a satisfacer las necesidades de la actual generación sin perjudicar la capacidad de las futuras generaciones de satisfacer sus propias necesidades. De ahí que TC admita perfectamente ser descrita como una parábola sobre los riesgos que para dichas generaciones de las tendencias al crecimiento acumulativo e indefinido propio del desarrollismo económico y de su uso creciente de materia y energía.

Como ya hemos visto, la propia dinámica acumulativa del crecimiento económico indefinido acerca progresivamente a los ecosistemas a los umbrales de su capacidad de regeneración, y por lo tanto a los umbrales de su capacidad de carga para soportar, sostener o sustentar las necesidades futuras. Hardin coincide con Hans Jonas cuando señala que, frente a la ceguera para la posteridad propia de la tradición ética occidental, una genuina ética ecológica se caracteriza por estar por vez primera orientada hacia el futuro. De ahí que la capacidad de carga haya de figurar irrenunciablemente entre los conceptos de esa ética (Hardin, 2001). Tras la advertencia de la Tragedia de los Comunes, indica Hardin, “el primer mandamiento del nuevo decálogo moral es ‘No excederás jamás la capacidad de carga de ningún ambiente’” (Hardin, 2001: 53). Es decir, no se debe dejar que viva demasiada gente simultáneamente si no se quiere destruir la capacidad de carga y por lo tanto reducir cuantitativa o cualitativamente las vidas humanas posibles en periodos de tiempo subsiguientes. Para obedecer este precepto, el concepto de capacidad de carga tendría que administrar las actividades humanas relativas a la reproducción y, por implicación, a la alimentación. Como no se puede maximizar a la vez el incremento de la población y de la calidad de vida (Hardin, 1968:1244), y apelar a la autocontención reproductiva resulta inútil, la solución de Hardin es la exención del derecho a procrear libremente. Según Hardin, la capacidad de carga es una noción con mayor capacidad normativa que la santidad de la vida, precepto que atribuye a la tradición de las éticas judeocristianas, pero que puede extenderse incluso hasta el budismo.

Como muchos otros autores, tampoco Hardin vacila en apostar por la prevalencia de la capacidad de carga sobre los derechos humanos. Ni se preocupa en esconder que dicha apuesta depende a su vez de dar por sentada “la legitimidad del deseo humano de maximizar ganancias” (Hardin, 1977). Dicho sea con otras palabras:

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para evitar la tragedia, el deseo humano de maximizar ganancias se convierte en un derecho (o en un deseo legítimo) que no puede distribuirse entre el total de una población humana. O lo que es lo mismo, se transforma en un privilegio. La justicia derivada del concepto ético de capacidad de carga no es distributiva, no alcanza para todos.

Repasemos como llega Hardin a esta conclusión. La capacidad de carga del planeta es la que es. La racionalidad maximizadora de nuestras acciones sobre el planeta también es la que es, y además se basa en un deseo legítimo, por lo que para Hardin también es la que debe ser. Pero si generalizamos la conducta maximizadora, sobrepasamos la capacidad de carga. Por lo tanto, hay que restringir técnicamente el número de individuos que pueden llevar a cabo esa conducta. Cualquiera que sea la naturaleza de esa restricción, para Hardin el resultado no puede obedecer a criterios distributivos. Claro, también podría haberse preguntado por la huella ecológica que determinada población del planeta, con determinado modo de vida y con determinadas acciones que siguen determinada racionalidad económica, produce en toda la biosfera. En ese caso, como vimos en el capítulo 2, la inferencia bien pudo haber sido recomendar una ética de la autocontención en esa población, como la propuesta por Riechmann. Hardin ni siquiera parece tener presente esa opción. Su horizonte explicativo se halla saturado tanto por el externalismo autoritario de Thomas Hobbes como por el determinismo demográfico de Robert Malthus.

De hecho, ninguna de las inferencias de Hardin resulta particularmente novedosa, y muchas de ellas quedaban ya anticipadas en el Primer Ensayo sobre Población de Malthus, quien veía la tragedia como consecuencia de la asimetría entre el crecimiento demográfico, de orden geométrico, y el incremento de la capacidad productiva de la tierra, de orden aritmético (Malthus, 2000): “Equilibrar el concepto de libertad de procreación con la creencia de que todo el que nace tiene igual derecho sobre los recursos comunes supone encaminar al mundo hacia un trágico destino” (Hardin, 1968:1246). Pero, si no todo el mundo puede tener igual derecho ¿qué ética determina quiénes entre los nacidos y los no nacidos sí tienen derecho, por ejemplo, a recursos ambientales como una atmósfera respirable?.

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La capacidad de carga como concepto ético nos aboca según Hardin a una ética de la supervivencia, según la cual la bondad de una acción no está en función de un imperativo categórico, de un concepto de deber universal, sino del estado del sistema en que dicha acción se efectúa. En realidad, Hardin está estableciendo aquí la clásica distinción filosófica entre éticas deontológicas y éticas consecuencialistas. La caracterización que Amartya Sen hace del consecuencialismo es sumamente parecida a la que Hardin ofrece de la ética de la supervivencia: “el consecuencialismo requiere que cada elección, ya sea de acciones, instituciones, motivaciones, normas, etc., se determine finalmente por la bondad del estado [social] consiguiente” (Sen 1989: 57). Nuestra sospecha es que, al sumar cierta visión del darwinismo a la ética consecuencialista, Hardin ya está llevando a cabo una problemática inferencia. Que la bondad de una acción dependa de sus efectos sobre el sistema no implica que el estado del sistema justifique moralmente el “sálvese quien pueda”. Conviene rastrear pues las causas de ese sesgo en la inferencia.

En la actualidad, la capacidad de carga de un sistema ecológico, junto con la densidad demográfica de una población de una especie animal no-humana dentro de ese ecosistema en una situación temporal determinada, pueden hacer aconsejable disminuir o aumentar esa población eliminando una parte de sus individuos o introduciendo nuevos. Esas prácticas son comunes en el manejo sustentable de recursos naturales y, aunque le duela, ningún ecólogo razonable aboga por su erradicación en pro de la santidad de la vida. En términos técnicos, la escasa plasticidad conductual de la mayoría de las especies no-humanas facilita la determinación del conjunto de sus necesidades, de manera que es posible considerar la calidad de vida como constante y el tamaño de la población como variable dependiente en función de la capacidad de carga del ecosistema para esa población. Pero con las poblaciones de la especie humana las cosas cambian, y mucho. Sin negar su origen biológico, el concepto de necesidad humana es ineludiblemente cultural. Hemos ido viendo cómo la cultura nos “libera” de las necesidades del instinto, ampliando nuestro abanico de respuestas a los estímulos que depara el ambiente, pero al hacerlo la cultura también nuevas necesidades y conductas que producen inevitablemente nuevas huellas ecológicas. Cultura, calidad de vida y huella ecológica son

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nociones entrelazadas. Si todos los habitantes humanos de la Tierra tuviésemos la misma calidad de vida que los habitantes de las culturas europea y estadounidense, la especie humana necesitaría varios planetas donde imprimir su huella ecológica. Pero ya sabemos que, entre el conflicto y la redistribución de la huella ecológica, Hardin va a elegir el conflicto. Según él, la injusticia es preferible al desastre de TC. Pero cabría responder que también lo es la redistribución, aunque ello implique una seria redefinición de la calidad de vida. Así que, aunque necesarios, la capacidad de carga y la huella ecológica (en cuanto conceptos éticos rectores de toda conducta humana) no parecen ser suficientes para evitar en todo caso TC.

Aunque aparentemente a regañadientes, Hardin admite la exigencia de un concepto de capacidad cultural de carga, recordándonos que “no sólo de pan vive el hombre” (Hardin, 1986). Aún así, y pese a todos sus pronunciamientos éticos, Hardin evita cuidadosamente adentrarse en una ética de las necesidades y de la calidad de vida (en una discusión abierta sobre qué tipo de vida cubre qué necesidades y qué fines de qué generaciones futuras de qué seres humanos). Pero sus constantes apelaciones a Malthus dejan claro no solamente su antropocentrismo, sino también su radical etnocentrismo: “Malthus entendió perfectamente que la densidad de población debe ser tal que la gente pudiera disfrutar de un filete de carne y una copa de vino para cenar. El concepto malthusiano de capacidad de carga conlleva implícitamente factores culturales. La buena vida, por tanto, debe incluir cierta cantidad razonable (aunque indefinida) de buenos alimentos (verduras frescas, cortes de carne, refrescos y otras bebidas), ropas bonitas y que no se limiten a conservar el calor corporal, hogares cómodos, transporte adecuado, calefacción y aire acondicionado, aparatos electrónicos para el ocio, vacaciones, etc., etc.” (Hardin, 1986).

Pero démonos cuenta de que, en ese caso, la bondad del modo de vida occidental, (del mismo estilo de vida consumista que muchos consideramos responsable de gran parte de la degradación ambiental), no estaría en función del buen estado del sistema, sino del buen estado de un subsistema privilegiado cuya huella ecológica es tal que amenaza la capacidad de carga de todo el planeta. En esa situación, Hardin tiene claro de quién es la calidad de vida que quiere preservar.

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De ahí surge el grito de “sálvese quien pueda” que parece lanzar Hardin al defender la Ética del Bote Salvavidas, metáfora con la que intenta contrarrestar la metáfora de la Nave Tierra, dibujada en su opinión por una ética de la compasión, tan bien pensante como obsoleta, propia de intelectuales sin coraje que “están menos comprometidos con la verdad que con la estabilidad social, por lo que prefieren el tabú a la confrontación” (Hardin, 1986). Hardin desafía el precepto de Marx “a cada cual según sus necesidades”. Como pudo verse, la justicia para todos equivale para él a la catástrofe de todos, por lo que en el bote salvavidas… no cabemos todos: “Cada nación poderosa puede verse como un bote salvavidas con tripulantes y pasajeros comparativamente ricos. En el mar abierto, nadando entre los botes salvavidas, se hallan los pobres del mundo (unos 2/3 de la población mundial) quienes luchan por un lugar, por modesto que sea, en algún bote salvavidas … Nuestra supervivencia es entonces posible dentro del bote sólo si montamos guardia constantemente contra abordajes inoportunos” (Hardin, 1974). A los intelectuales del “primer mundo” con mala conciencia, a aquellos que en su opinión son simplemente incapaces de soportar con entereza el sufrimiento ajeno, admitiendo que éste es condición necesaria de su propia felicidad, Hardin les aconseja intercambiar su lugar por el de algún náufrago, saltando del bote salvavidas. La búsqueda de la felicidad en la vida es para Hardin siempre una especie de juego de suma cero: para que uno esté bien alguien tiene que estar mal. Hardin nos presenta como ley de vida algo que no deja de ser una manera de describir uno de los posibles juegos de la teoría económica.

Los pasos siguientes de la argumentación de Hardin son predecibles. De hecho, también los había dado ya Malthus en su Primer Ensayo Sobre Población al atacar las leyes de asistencia a los pobres, las “Poor Laws” promulgadas por utilitaristas y reformistas, los proto-laboristas británicos del siglo XIX. Como es sabido, Malthus sostenía que las leyes sociales inglesas destinadas a combatir la pobreza en realidad la fomentan. La asistencia filantrópica a las clases desfavorecidas en términos monetarios causa más miseria de la que socorre, al producir un incremento demográfico sin producir el correspondiente incremento en las existencias disponibles. Malthus llegó a afirmar que estas leyes acaban por crear los pobres que luego mantienen: “como las provisiones del país deben, como consecuencia

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del aumento de población, distribuirse en partes más pequeñas para cada uno, resulta evidente que el trabajo de quienes no reciben la ayuda de la beneficencia pública tendrá un poder adquisitivo menor que antes, con lo cual crecerá el número de personas obligadas a recurrir a esta asistencia” (Malthus, 2000: 108). Para Malthus, la filantropía no sirve para luchar contra el dolor ajeno. Los vicios y la guerra son, según él, males necesarios para aliviar la infelicidad, puesto que controlan el crecimiento demográfico.

Que sepamos, Hardin no llegó a esta conclusión públicamente, pero sí que sugirió que, para evitar estos males, lo mejor que puede hacerse no es otra cosa que ¡apostar contra la cooperación internacional! El proyecto de un Banco Mundial de Alimentos (World Food Bank), representaba en su opinión un nuevo común disfrazado que conduciría de nuevo al desastre ecológico resultante de TC. Siguiendo la misma opinión, autores como Smith (Smith, 1981) sostienen que la libre empresa privadamente administrada en competición en un mercado libre es el mejor antídoto contra TC65. Y según otros de los actuales seguidores de Hardin, males como el calentamiento global que las políticas ambientales demócratas (como las propuestas por Al Gore66) intentan combatir son precisamenteproducto de políticas humanitaristas de administraciones demócratas

65 Según Ostrom, la solución privatizadora de Smith pasa por alto “que en un escenario dinámico la decisión de administrar el pastizal de manera sustentable o ‘explotarlo’ rápidamente dependerá de manera considerable de la tasa de descuento utilizada por el propietario privado. Si la tasa de descuento es alta, el propietario privado ‘abusará’ del bien común tanto como lo harán los propietarios desorganizados” (Ostrom, 2011: 52). Este hecho, según Marten, señala el conflicto fundamental entre el afán de lucro y el uso sustentable de los recursos naturales: “Si las decisiones sobre el uso de los recursos naturales renovables se basan exclusivamente en las utilidades, aún utilidades a largo plazo, los recursos naturales renovables serán cosechados de manera sustentable únicamente si su tasa de crecimiento biológico es mayor a la tasa de crecimiento de inversiones alternativas. Dado que el crecimiento de la economía mundial hoy en día es mayor a la tasa de crecimiento de la mayoría de los recursos renovables, existen fuertes incentivos para utilizar los recursos de manera insostenible” (Marten, 2001:295).

66 Miembro del partido demócrata estadounidense y vicepresidente de los Estados Unidos bajo el mandato presidencial de Bill Clinton. En 2006 realizó y protagonizó el documental An Inconvenient Truth (Una verdad Incómoda), acerca del calentamiento global o cambio climático. El documental ganó

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anteriores. Se trata del bien conocido discurso del individualismo neoliberal que, apelando exclusivamente al bienestar de los individuos en cuanto que puros agentes, productores, consumidores y maximizadores de beneficios, desecha indebidamente algunas de las motivaciones intrínsecas de los individuos para actuar como miembros de comunidades de ciudadanos.

La racionalidad de los dilemas sociales

Esta concepción estrecha de la racionalidad humana permite a Hardin predecir TC, sus fatales conclusiones y sus remedios expeditivos. Pero visto el camino recorrido, podemos ver que Hardin bien pudo extraer una conclusión absolutamente distinta, simplemente con atender a situaciones que empíricamente no han precipitado a numerosas comunidades al agotamiento de los recursos comunes. La conclusión bien pudo haber sido que, por sí sola, la racionalidad instrumental ortodoxa o completa -entendida como maximización de las relaciones de eficiencia entre medios y fines que reflejan el propio interés - conduce inexorablemente al agotamiento de los recursos comunes. Pero el que ésta sea la única elección racional de los pastores es un supuesto a priori. Resulta crucial insistir sobre este hecho: ante el resultado de TC, Hardin siempre pudo poner en cuestión la suficiencia y la completitud de la teoría clásica de la racionalidad de la conducta humana.

Al postular que la única estrategia de su pastor racional es la maximización de beneficios, Hardin lo hace abstenerse de cooperar en el mantenimiento del pastizal gracias a una inferencia de externalización, esto es, contando con que los otros sí cooperarán (no introducirán una cabeza de ganado más). Así podrá el pastor aprovecharse en su propio beneficio de un bien común procurado por la supuesta cooperación juiciosa que él sí adscribe a los demás pastores.

Resulta comprensible que Amartya Sen llamara “tarados racionales” (Sen, 1977: 336) a los agentes que “identifican la racionalidad con la maximización del propio interés” (Sen, 1989: 8),

en 2007 dos premios Óscar de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood en la categoría de mejor documental.

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olvidando toda restricción procedente de su libre compromiso con personas y proyectos. Combinando los análisis de Sen y de Ostrom (2003), podemos resumir este modelo engañosamente predictivo de la racionalidad ortodoxa o “completa” en los siguientes puntos.

(1) Cada agente dispone de un conjunto de preferencias fijo, completo y lógicamente consistente, no contradictorio, que emplea en cualquier situación y para cualquier propósito.

(2) Existe una correspondencia o una correlación perfecta entre estas preferencias y determinadas contrapartidas o recompensas monetarias, de manera que, por ejemplo, todos los agentes preferirán siempre, cualquiera que sea la situación real, recibir dinero a no recibirlo, independientemente del origen de ese dinero y de las consecuencias que ese devengo puedan tener sobre su comunidad y/o sobre su propia reputación.

(3) Cada agente dispone de toda la información y todo el conocimiento posible para realizar un perfecto cálculo analítico de los costos y los beneficios relevantes implicados en cada una de las estrategias o cursos de acción a seguir.

(4) De acuerdo con este cálculo, todo agente maximizará las utilidades o los beneficios subjetivamente esperados sin que su conducta atienda a ninguna restricción normativa, propia o comunitaria.

(5) Cada agente dispone pues de recursos ilimitados de tiempo y capacidades cognitivas ilimitadas para procesar información procedente de su ambiente, pero no dispone de la capacidad de empatía, reflexión moral y compromiso con el resto de los agentes.

(6) Es muy significativo que en TC los agentes sean prisioneros de una situación en la que no pueden comunicarse. La racionalidad ortodoxa o completa prescinde del habla; es una racionalidad silente, no comunicativa.

Como veremos, todos los dilemas sociales formulados por la teoría no-cooperativa de juegos comparten este modelo de racionalidad silente. La ausencia de comunicación entre los participantes posibilita la paradoja de que estrategias individualmente racionales conduzcan a resultados colectivamente irracionales (Ostrom, 2011:

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41). Como los pastores racionales de TC, los agentes económicos envueltos en dilemas sociales son prisioneros de una situación y una racionalidad que les impide comunicarse intersubjetivamente para cambiar o mejorar sus condiciones comunitarias de manera que eviten que sus acciones, beneficiosas para cada individuo por separado, conduzcan a la ruina del colectivo al que pertenecen. De ahí que, para Ostrom, los dilemas sociales parezcan plantear un reto fundamental a la fe en que los seres humanos racionales puedan cooperar para alcanzar resultados racionales. Si coincidimos con John Dewey en que la democracia participativa depende precisamente de la confianza en que la racionalidad humana sea capaz de mejorar las condiciones sociales y ecológicas, siempre y cuando los individuos participen en la gobernanza pública de sus actividades conjuntas y de los bienes comunes, los dilemas sociales quiebran la fe en la democracia como capacidad participativa de los grupos humanos para emprender autónomamente procesos de investigación que resuelvan cooperativamente sus problemas. Los dilemas sociales han sido muchas veces instrumentalizados para quebrar esa fe democrática en la autogestión local y promover la inevitable aceptación de una autoridad central.

Algunos economistas han llegado incluso a formalizar el reto autoritario que los dilemas sociales plantean a esa fe democrática, traduciendo la estructura formal de TC como un caso del famoso dilema del prisionero. En nuestra propia versión de este dilema social, dos sospechosos de un crimen son arrestados y encerrados en calabozos incomunicados. El fiscal interroga a cada uno por separado y les ofrece el siguiente trato. (1) Si uno confiesa y acusa al otro, pero el otro se mantiene en silencio, el prisionero acusador queda libre y el prisionero acusado recibe la máxima condena. (2) Si ambos son leales y ninguno acusa al otro, ambos pagarán en prisión una condena equivalente a la mitad del tiempo impuesto por la ley para su crimen. Pero (3) si cada uno de los dos confiesa y acusa al otro, ambos cumplirán la máxima condena. Como cada uno de los dos ignora lo que va a hacer el otro, la estrategia destinada a la maximización del beneficio individual, unida a la falta de comunicación para acordar un resultado que satisfaga a ambos, hace que los dos presos sean sentenciados con la máxima condena.

Elinor Ostrom ha rastreado los dilemas sociales en la teoría clásica de la racionalidad hasta la lógica de la acción colectiva de

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Mancus Olson (1965). Según esta lógica, “a menos que el número de individuos sea muy pequeño, o a menos que exista coerción o algún tipo de dispositivo especial para hacer que los individuos actúen a favor de su interés común, individuos racionales con intereses propios no actuarán para lograr sus intereses comunes o de grupo” (Olson, 1965:267). Ostrom señala correctamente que el argumento de Olson depende del supuesto de que un individuo que no puede ser excluido de la obtención de un bien una vez el bien se ha producido, contará con muy pocos incentivos para cooperar en la consecución de ese bien. “Cuando una persona no puede ser excluida de los beneficios que otros procuran, está motivada a no contribuir en el esfuerzo común y a “gorronear” de los esfuerzos de los otros. Si todos los participantes eligieran “gorronear”, no se produciría el beneficio común. La tentación de beneficiarse del trabajo ajeno puede dominar el proceso de decisión, y así todos terminarán en el sitio donde nadie quería estar” (Ostrom 2001: 43). En este sentido, los tres dilemas sociales hasta ahora expuestos (TC, dilema del prisionero, lógica de la acción colectiva) comparten la estructura del problema del gorrón o aprovechado (free-rider).

Según Ostrom y otros autores, la coordinación de cualquier acción colectiva se enfrenta siempre con el problema del gorrón (o el aprovechado, o el parásito) y por consiguiente con el problema de construir procedimientos para establecer y respetar compromisos sobre bases éticas, supervisar mutuamente el grado de cumplimiento de las reglas y revisar, modificar y generar nuevas reglas y modos de observarlas. Al finalizar este capítulo veremos cómo la obtención de un bien común como la estabilidad climática o la conservación de los recursos hídricos se enfrenta también al problema del gorrón o el aprovechado.

Pero el verdadero peligro que para la acción cooperativa representan los dilemas sociales planteados por los modelos ortodoxos es que, según Ostrom, las restricciones –la incomunicación de los agentes, por ejemplo- “que se asumen como inmutables para los fines del análisis se consideran como realmente fijas en ámbitos empíricos, a menos que autoridades externas los modifiquen” (Ostrom, 2011:43). Tanto TC como el dilema del prisionero reproducen

67 Citado por Ostrom, 2011, p. 42

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modelos idealizados o simplificados en los que los participantes son actores exclusivamente maximizadores y solipsistas, impermeables a cualquier otra consideración salvo la puramente monetaria. Estos modelos pueden presentar variaciones en la manera de formalizar el problema, pero no cambian ninguno de los supuestos teóricos básicos acerca de la oferta finita y predecible de unidades del recurso, de la información completa, de la homogeneidad de los usuarios, de su maximización de ganancias esperadas y de su falta de interacción con otros o de su incapacidad para cambiar sus instituciones.

Contrariamente a lo esperado, afirma Ostrom, “la maximización de las ganancias es una herramienta teóricamente útil para predecir el comportamiento en situaciones de mercado estático; no permite a un teórico predecir qué empresas tienen mayor probabilidad de sobrevivir ni tampoco los cambios tecnológicos o institucionales innovadores” (Ostrom, 2011: 345). Dicho de otro modo, la concepción maximizadora de la racionalidad niega implícitamente la capacidad adaptativa de los ciudadanos para incrementar la resiliencia de los sistemas sociales. Ostrom demuestra también que tampoco existe una variable única, como el precio de mercado, que pueda servir de fundamento para tomar decisiones racionales en una situación de recursos comunes y que, por lo demás, existen relaciones no monetarias que pueden ser importantes para esa decisión. En consecuencia, “no es una estrategia teórica sensata suponer que las elecciones de las reglas se toman para maximizar una única variable observable” (Ostrom, 2011: 346).

Los “modelos analíticos compactos” como el de Hardin o el dilema del prisionero pueden producir predicciones claras de dilemas sociales precisamente porque omiten este tipo de variables empíricamente relevantes. “Para lograr que un modelo sea manejable, los teóricos deben partir de supuestos simplificadores. Muchos de éstos equivalen a establecer un parámetro (por ejemplo, la cantidad de información disponible para los participantes o el grado de comunicación) que sea igual a una constante (información completa o ninguna comunicación)” (Ostrom, 2011: 322). Pero si el analista parte del supuesto de que hay información completa en torno a la conducta de los participantes, descarta también desde un principio investigar de qué procedimientos de comunicación se sirven los participantes para obtener información en la situación real, quién tiene esa información y si esta información está sesgada

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o no. Y suponer acciones independientes es asumir lo que se trata de probar sin ninguna evidencia empírica, esto es, que los individuos jamás toman en cuenta los efectos recíprocos de sus acciones y elecciones sobre las elecciones y acciones de los demás. Es esa insensibilidad la que impide la acción colectiva, posibilita la trágica predicción y exige la intervención de una autoridad externa. Así se explica que “los modelos que manejan supuestos como la presencia de información completa, acciones independientes, simetría perfecta, cero errores humanos, ninguna norma de comportamiento aceptable, sin costos por monitoreo y ejecución y sin capacidad para cambiar la estructura de la situación misma, ayudan al analista a generar predicciones precisas” (Ostrom, 2011: 312). La simplicidad del modelo resultante, válido sólo en situaciones específicas y bajo tales supuestos idealizados, ha permitido que muchos economistas pasen a considerarlo como el modelo general de elección racional. “Sin embargo, la aparente simplicidad y generalidad no son equivalentes. Hacer equivalente una variable a una constante generalmente reduce el rango de aplicabilidad de un modelo en lugar de ampliarlo” (Ostrom, 2011: 312).

Acudiendo a la evidencia empírica, Ostrom demuestra que el modelo simplificado que predice TC sólo se cumple en situaciones y comunidades con factores internos característicos y no como consecuencia de una racionalidad impotente o defectuosa. “Puede ser que los participantes simplemente carezcan de la capacidad de comunicarse entre sí, que no sepan cómo tenerse confianza y que ignoren que deben compartir un futuro común. También puede pasar que individuos con mayor poder que buscan sacar provecho de la situación actual (mientras que otros pierden) pueden bloquear los esfuerzos de los menos fuertes por cambiar las reglas del juego68”

68 Ver también el análisis de Marten, “Superación de la resistencia al cambio”, supra punto (8) de la sección “Las prácticas de los puntos de inflexión ecológica”, en el capítulo 2 de este mismo libro. La crisis del euro como moneda única de la Unión Europea ha tenido esos efectos, provocando una crisis de la deuda pública en los países de la Europa mediterránea, Portugal e Irlanda, y empobreciendo a sus poblaciones, mientras los países de Centro Europa se beneficiaban de la desconfianza de los inversores en los primeros, atrayendo hacia sus deudas públicas la mayoría de capital financiero. Alemania y Austria han llegado financiarse con tasa negativas de interés (es decir: los inversores han pagado por comprar su deuda pública). No es de

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(Ostrom, 2011: 65). En vez de asumir que los usuarios de un bien común jamás podrán escapar de la trampa en la que su racionalidad les atrapa, la investigación de Ostrom sobre los casos de éxito que evitan TC muestra que la capacidad de los individuos para evadirse de varios tipos de dilemas sociales varía empíricamente de situación en situación. Los resultados del análisis de dichas variaciones en los casos de éxito que evitan TC son realmente pertinentes para nuestra concepción pragmática de la racionalidad ambiental:

(1) Los individuos tratan generalmente de resolver sus problemas comunes de la manera más efectiva posible, no de obstaculizar todas las iniciativas que entorpezcan la maximización de beneficios individuales.

(2) En lugar de suponer que la mayoría de los individuos son incompetentes, malos e irracionales y que sólo unos pocos son omniscientes (entre ellos el observador o analista económico de la situación) es más razonable suponer que todos tenemos capacidades finitas más o menos similares para comprender la estructura de ambientes complejos e intentar transformar sus condiciones.

(3) En lugar de considerar las decisiones de los individuos en torno a las reglas y los cambios de reglas para resolver problemas como resultado de procesos mecánicos de cálculo, es más razonable concebir esas elecciones como resultado de procesos falibles para sustentar mejores juicios sobre beneficios y costes inciertos.

extrañar que estos países fueran los primeros en obstaculizar cambios en las políticas y procedimientos (las reglas del juego) del Banco Central Europeo. El estallido de la burbuja inmobiliaria en España ha llevado a la ruina y al desahucio a muchos compradores incautos, que contrajeron hipotecas animados por los bancos, y, por su percepción de la oportunidad a partir de la “buena situación económica” en esos años, pero también ha producido un notable abaratamiento de los precios de la vivienda. Quienes disponen de capital para comprarlos pueden enriquecerse aún más a costa de la ruina de casi todos los demás, siendo pues los primeros interesados en obstaculizar reformas financieras, económicas y políticas que palien los efectos de la crisis sobre la mayoría de la población. Este tipo de situaciones ejemplifican también los juegos de suma cero.

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(4) Cuando las situaciones ambientales problemáticas implican complejidad, falta de predictibilidad, de información, de confianza y de comunicación, es más razonable asumir esos problemas e investigar qué factores apoyan o entorpecen los esfuerzos de los participantes, que desechar su tratamiento a favor de la simplicidad predictiva, condenando a los participantes a que sea una autoridad externa la que resuelva sus problemas69.

Tales conclusiones pueden ayudarnos a apreciar mejor la racionalidad ambiental en cuanto capacidad humana para formar y reformar situaciones ambientales en las que los individuos deben tomar decisiones y asumir responsablemente sus consecuencias día con día (Ostrom, 2011: 313). De hecho, como ya anticipábamos en la Introducción, las investigaciones de Ostrom han servido para mejorar la confianza de las instituciones internacionales en la capacidad de las comunidades locales para investigar y resolver participativa y democráticamente sus problemas ambientales,

69 Ostrom invierte así el enfoque hegemónico sobre el lugar de los modelos formalmente idealizados en la evolución de nuestro concepto de racionalidad. Su función no es prescribir políticas gubernamentales basadas en metáforas como TC, sino señalar el rango de las variables empíricamente relevantes de las interacciones de los individuos que tales modelos no capturan y que una teoría crítica de la acción racional debe investigar. En The Evolution of Cooperation (1984), Robert Axelrod ya había anticipado el verdadero papel heurístico de los modelos idealizados: “La formulación abstracta del problema de la cooperación en forma del Dilema del Prisionero deja fuera muchos rasgos específicos de las interacciones entre los individuos. La abstracción formal deja fuera, por ejemplo, la posibilidad de comunicación verbal, la influencia directa de terceros, los problemas de llevar a cabo realmente una decisión y la incertidumbre sobre cuál ha sido realmente la jugada que el otro jugador ha llevado a cabo […] Ciertamente, ninguna persona inteligente realizaría ninguna elección de importancia sin tener en cuenta estos factores de complicación. El valor de un análisis que prescinda de estos factores es que puede ayudar a clarificar algunos de los rasgos sutiles de la interacción – rasgos que de otra manera permanecerían perdidos en el laberinto de complejidades de las circunstancias extremadamente particulares en las que se realizan verdaderamente las elecciones. Es la misma complejidad de la realidad la que hace de la interacción abstracta una herramienta tan útil para la comprensión” (Axelrod, 1984: 19).

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pero también para prevenir a los científicos sociales de la trampa intelectual que puede suponer una aceptación acrítica de ciertos supuestos abstractos de los dilemas sociales.

“La trampa intelectual cuando uno se apoya enteramente en modelos como base del análisis de políticas es que los académicos suponen que son observadores omniscientes, capaces de abarcar la esencia del funcionamiento de sistemas complejos y dinámicos, y elaboran descripciones estilizadas de algunos aspectos de esos sistemas. Con la falsa confianza que deriva de una falsa omnisciencia, los académicos plantean propuestas a los gobiernos en el marco de sus modelos como poderes omnicompetentes, capaces de rectificar las imperfecciones en todos los campos. En las concepciones contemporáneas del orden social, el gobierno a menudo es considerado como un agente externo cuya conducta es exógena a la situación modelada. Los analistas que adoptan esta posición se ven a sí mismos como analistas de los comportamientos de los individuos privados y luego como asesores de lo que el gobierno debe hacer” (Ostrom, 2011: 357).

La economía crítica de Ostrom desenmascara así las pretensiones de autoridad de la concepción hegemónica de la elección racional que rige el diseño de modelos teóricos e idealizados de maximización forzosa, optando a su vez por situar la racionalidad en sus circunstancias humanas locales y por investigar empíricamente las condiciones de cooperación en las comunidades que sí han resuelto TC. Más tarde, en el capítulo final del libro, expondremos la concepción participativa de la investigación de acción como alternativa democrática a la trampa tecnocrática que Ostrom desenmascara y denuncia. Esa alternativa deberá tener necesariamente en cuenta los valores de reciprocidad, confianza, honestidad y prestigio que resultan de los análisis de los casos positivos de cooperación social realizados por Ostrom, expuestos en la siguiente sección.

Condiciones de sustentabilidad en el uso de recursos comunes

Además de Ostrom, muchos críticos de Hardin han seguido esta línea, negando que sean las acciones locales informadas por

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conocimientos locales las que típicamente ocasionan ecocidioscomo TC. “Las destrucciones ecológicas del pasado suelen haber sido causadas por las élites dirigidas por no-locales – el caso clásico es la deforestación del litoral del Mediterráneo, producto de siglos de sobreexplotación por la Roma Imperial” (Boal, 2007). Otros estudios apelan a la autoridad de Engels para defender la existencia de regímenes comunitarios del campesinado en la Europa pre-capitalista, o al registro antropológico de comunidades indígenas de todo el mundo que vienen regulando durante siglos el uso de sus recursos comunes para impedir TC. De ahí que algunos autores concluyan que “de hecho, no se ha dado una ‘tragedia de los comunes’ sino un triunfo: durante cientos de años -y quizá durante miles, aunque carecemos de registros escritos- la tierra fue manejada exitosamente por las comunidades” (Cox, 1985: 60).

Ostrom también ha analizado numerosos ejemplos empíricos, pasados y presentes, que desafían las conclusiones externalistas de Hardin. A partir de sus estudios es posible desmentir que la mera posibilidad de TC aboque necesariamente a la dicotomía estado o mercado. En su opinión, ni el estado ni el mercado han logrado un éxito uniforme en la sustentabilidad de recursos de uso común. Sus estudios de caso abarcan el manejo que numerosas comunidades locales hacen de bosques, minerales, cultivos agrícolas, zonas turísticas, bancos de peces, pastos comunales, ríos, lagos y aguas subterráneas en los que el trágico pronóstico de Hardin no se ha cumplido. Con todo, su análisis nos previene contra todo triunfalismo comunitarista. En muchos otros casos, el manejo comunitario de los recursos naturales sí ha conducido a la catástrofe. De ahí que Ostrom concluya que TC puede producirse o no con independencia del sistema de administración o la estructura de la propiedad del recurso: “la investigación no ha encontrado ‘curas’ seguras para solucionar los problemas complejos de gobernanza de un bien común. El fracaso aparece en relación con la propiedad privada, la gubernamental y la comunitaria” (Ostrom, 2000). Algo más debe ser tenido en cuenta a la hora de explicar, predecir y prevenir TC.

De ahí que Ostrom decida emprender una estrategia opuesta a la de Hardin. Como hemos visto, sus investigaciones no parten de experimentos mentales a partir de modelos idealizados y simplificados de racionalidad económica completa, sino de estudios de caso que señalan las variables y condiciones necesarias para

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una autogestión comunitaria, eficiente y sustentable de los bienes comunes. Los casos de Ostrom son ejemplos paradigmáticos de lo que en el capítulo segundo hemos denominado “prácticas de la racionalidad ambiental”.

A modo de ilustración, comenzaremos por el caso que Ostrom elige para el prólogo de la segunda edición en español de El Gobierno de los Recursos Comunes (2011): “Juan Camilo Cárdenas ha reproducido nuestros descubrimientos con experimentos de campo en múltiples pueblos de diferentes regiones de Colombia, donde los participantes se han enfrentado a problemas de gestión de bosques y recursos pesqueros (Cárdenas, 2000;2003); todos los hallazgos mencionados se cumplieron cuando estos experimentos se condujeron con sujetos profundamente familiarizados con los problemas del gobierno de los bienes comunes. Además, Cárdenas encontró que la imposición de reglas por parte de autoridades externas, imperfectamente monitoreadas (como sucede en la realidad) tenía un impacto negativo en el nivel de cooperación obtenido cuando se comparaba con la cooperación lograda mediante la discusión y el acuerdo endógeno (Cárdenas, Stanlund y Willis, 2000)” (Ostrom, 2011: 12). Tal hallazgo es muy relevante para las políticas ambientales de Latinoamérica, y particularmente en México, donde buena parte de los recursos forestales son de titularidad comunitaria70. 1.Desde el último tercio del siglo XIX hasta la guerra civil española, muchas organizaciones sindicales, obreras y campesinas de la cuenca del mediterráneo pusieron en marcha comunidades locales, cooperativas y libertarias para una gestión comunitaria autónoma de los recursos comunes (Masjuán, 1994). No es pues casual que esas prácticas autogestionarias encontraran precedentes en las comunidades medievales de regantes del levante español, elegidas

70 Este hecho es advertido por la propia Ostrom: “En México, por ejemplo, cerca de 30,000 ejidos y comunidades que sirven a alrededor de tres millones de familias, gestionan el 59 por ciento de la tierra en México y dos tercios de las unidades de producción rural. Dentro de estas estructuras institucionales, “las comunidades aplican una increíble gama de sistemas de manejo de recursos naturales que son innovadores, sostenibles y adaptados al entorno local, en una amplia variedad de ecosistemas que incluye desde desiertos hasta bosques tropicales (Alcorn y Toledo 1998: 224)” (Ostrom, 2002)

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por Ostrom en su libro como casos de éxito en el manejo de recursos hídricos comunes. Las comunidades de regantes de Valencia, Castellón, Alicante, Orihuela y Murcia tienen su origen en tecnologías e instituciones comunitarias de las sociedades musulmanas de la península ibérica en la edad media, cuya cultura del agua procuraba su aprovechamiento sustentable y justo. Las comunidades de regantes operan con distintos sistemas de participación y reparto de recursos hídricos basados en turnos rotatorios por regante y estación climática, dimensión del regadío y beneficio social, entre otras variables. La regla de oro era no desperdiciar jamás el agua. El resto de normas eran generadas y modificadas endógenamente, vigiladas por un tribunal democráticamente elegido por la comunidad de regantes de cada acequia, con audiencias públicas, sin abogados ni representantes externos, que recompensaba con incentivos e imponía sanciones graduadas. “En virtud de las multas relativamente bajas, los enfrentamientos entre los guardias y los agricultores no eran graves, además de que los agricultores generalmente se apegaban a las reglas. Un agricultor que fuera descubierto infringiéndolas sufría una humillación, pero la multa económica para los agricultores cooperativos era muy baja. Imponer penas muy severas a quien por lo general sigue las reglas, pero que en una ocasión se desvía frente a una situación desesperada, puede engendrar un antagonismo y un resentimiento considerable” (Ostrom, 2011: 145).

La sanciones graduadas, por el contrario, aseguraban la cohesión social. Su cuantía dependía de la gravedad de la infracción, de la situación económica de la comunidad y de la capacidad del individuo para hacerles frente. El sistema de sanciones graduadas aseguraba significativamente el cumplimiento de las reglas. El agricultor se comprometía con un reglamento que le permitía que, si en alguna ocasión aislada las cosas se ponían difíciles, podía transgredir la regla sin más consecuencia que una pérdida leve de reputación y una multa moderada. La reincidencia, claro, podía acarrear la exclusión social. El Tribunal de las Aguas todavía se celebra los jueves en la puerta de los apóstoles de la Catedral de Valencia, antigua mezquita y ágora de la ciudad desde su fundación romana. Europa debe al Islam su institución jurídica de mayor antigüedad. En la huerta de Murcia existe una institución parecida, denominada Consejo de Hombres Buenos.

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Figura 22. El tribunal de las aguas de Valencia. Ilustración de Tomás Rocafort, en Borrull y Vilanova (1831). Tratado de distribución de las aguas del Río Turia y del Tribunal de los Acequieros de la Huerta de Valencia (Valencia, Benito Monfort).

2. Ostrom ha estudiado además otros casos de éxito que involucran sistemas sustentables de irrigación en las comunidades locales del Nepal. La investigación reciente sobre los sistemas de irrigación de tamaño pequeño a mediano de Nepal ha encontrado una diferencia de desempeño muy sustancial entre los sistemas de irrigación cuya propiedad y gobierno corresponden a los propios agricultores y aquellos otros que son administrados por el gobierno. La mayoría de los agricultores de ese país montañoso poseen parcelas con una extensión menor a 1 hectárea. La clase agrícola es relativamente homogénea, lo cual según Ostrom permite adscribir a los agricultores preferencias parecidas con respecto a la obtención de agua para producir arroz durante en invierno y en época de mozones, reservando la primavera para otros cultivos. Tradicionalmente, los agricultores nepaleses han podido instituir sus propias asociaciones de riego, tanto para construir y mantener sus propios sistemas como para monitorear y vigilar que las reglas se cumplan. Estos sistemas

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de riego sólo exigen procedimientos de baja tecnología, como tomas de agua de materiales como el barro, la madera y la piedra.

Ostrom da cuenta de un detallado análisis comparativo de sistemas de riego gestionados por agricultores y por el gobierno de Nepal, en el que W. F. Lam (1998) señala tres medidas de desempeño: (1) la condición física de los sistemas de riego, (2) la cantidad de agua disponible para los agricultores en diferentes estaciones del año y (3) la productividad agrícola de los sistemas. El análisis de Lam logra encontrar algunas variables directamente ligadas con estas medidas. La de mayor alcance explicativo (por encima de variables como la extensión de los terrenos irrigados, sus propiedades físicas y el número de usuarios) es la forma de gestión del sistema: los sistemas de riego gestionados por los propios agricultores obtienen mejores medidas de desempeño. “De esta forma, los agricultores con demandas de propiedad de largo plazo, que pueden comunicarse, desarrollan sus propios arreglos, establecen posiciones para monitores y sancionan a aquellos que no se ajustan a sus propias reglas, probablemente producirán más arroz, distribuirán el agua más equitativamente y mantendrán sus sistemas en mejor estado que bajo sistemas gubernamentales. Aunque hay variaciones en el desempeño de estos sistemas nepaleses, y también entre los 47 sistemas bajo gestión de agricultores en las Filipinas descritos por de los Reyes (1980), pocos se desempeñan tan pobremente como los sistemas gubernamentales que mantienen constantes otras variables relevantes. Puesto que muchos de los sistemas gubernamentales dependen de una ingeniería de alta tecnología, la capacidad de los agricultores para incrementar la producción agrícola en sus ‘sistemas primitivos’, al mismo tiempo que proporcionan también fuerza de trabajo para mantener y operar los sistemas, es particularmente digno de atención” (Ostrom, 2012:48-50).

3. Las comunidades pesqueras de Alanya, al oeste de Turquía, han hecho frente a TC mediante un mecanismo de regulación que tampoco puede caracterizarse como regulación central estatal ni como privatización. Los pescadores de Alanya elaboraron autónomamente un sistema de reglas que resultaron operativas por estar adaptadas a las condiciones locales. No todas las zonas de pesca de Alanya tienen la misma productividad y, además, ésta depende de las rutas migratorias de los cardúmenes de peces a lo largo del año.

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Los pescadores emplean un mapa para dividir la zona de pesca en un número de plazas equivalente al número de pescadores de la comunidad. Al iniciar la temporada de pesca se sortean las zonas numeradas Zn a las que cada pescador debe limitar su captura en el primer día de la temporada. Al día siguiente sólo puede pescar en la siguiente la plaza numerada Zn+1, y así sucesivamente. Pero el sentido de la rotación depende de la dirección migratoria de los cardúmenes. “De septiembre a enero, cada pescador se mueve diariamente hacia el este de su zona correspondiente. Después de enero, los pescadores se mueven hacia el oeste. Esto proporciona a todos iguales oportunidades sobre las reservas de peces que emigran de este a oeste entre septiembre y enero, e invierten su rotación a través del área de enero a mayo” (Ostrom, 2011: 62-63). Además del carácter endógeno del reglamento y de sus virtudes técnicas, la clave del éxito de las comunidades pesqueras de Alanya reside en que no necesitan de vigilancia por parte de una autoridad externa. El sistema ideado permite que sean los propios pescadores quienes monitoreen el cumplimiento de las reglas mutuamente acordadas. Para que un pescador infrinja las reglas tiene que pescar en una zona distinta a la que le quedó asignada para ese día. Salvo en caso de avería, los pescadores siempre acuden a las zonas más productivas cuando les corresponde por asignación, por lo que es fácil detectar al infractor. “En consecuencia, el esfuerzo de hacer trampa viajando a un buen sitio cuando en realidad se le asignó uno malo tiene pocas posibilidades de pasar inadvertido. Las trampas serán detectadas por los propios pescadores que están en los mejores lugares, que están dispuestos a defender sus derechos a cualquier costo. Los usuarios legítimos, además, serán apoyados por cualquier otro pescador del sistema. El resto buscará asegurar que no se usurpen sus propios derechos en los días en el que se les asignen buenos sitios. Las escasas infracciones que han ocurrido han sido fácilmente manejadas por los pescadores en el café local. A pesar de que éste no es un sistema de propiedad privada, los derechos para utilizar las áreas de pesca y las obligaciones para respetarlos están bien definidos. A pesar de que no se trata de un sistema centralizado, los funcionarios locales aplican la legislación nacional, que otorga a dichas cooperativas jurisdicción sobre arreglos locales para legitimar el papel que desempeñan apoyando la creación de un conjunto de reglas viables. El hecho de que los funcionarios locales acepten cada año los acuerdos

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firmados incrementa su legitimidad” (Ostrom, 2011: 63-64). Pero la participación activa de los pescadores comunitarios en el proceso es imprescindible. La supervisión de las reglas y las acciones para hacerlas cumplir se dejan en manos de los pescadores. Y lo que es más importante, la elaboración de mapas de pesca en consonancia con las migraciones hubiera sido imposible sin el conocimiento local de los pescadores y sin su compromiso de experimentar durante una década con varios mapas y sistemas. “Alanya brinda un ejemplo de arreglo de autogestión de la propiedad en común, en el que las reglas fueron creadas y modificadas por los propios participantes y ellos mismos las supervisan y las hacen cumplir” (Ostrom, 2011: 63-64).

En el capítulo seis analizaremos otro ejemplo de pesquería local, participativa, auto-gestionada y sustentable en Punta Allen, Quintana Roo, basada en las prácticas comunitarias de la cultura maya y en nuevas prácticas de cooperación con investigadores de campo. Otros casos de éxito analizados por Ostrom incluyen la tenencia comunal de los bosques montañosos en Törbel (Suiza), Hirano, Nagaike y Yamanoka ( Japón), y las zanjeras, comunidades de irrigación en Filipinas.

En un primer trabajo inédito, Ostrom sintetiza los resultados de otros muchos estudios sobre TC, estableciendo las siguientes propiedades características de los recursos y de los usuarios para la formación de asociaciones auto-gestionadas que eviten el colapso de sus recursos comunes.

A. Propiedades características del recurso: A1. Mejoramiento factible: las condiciones del recurso no

están en un punto de deterioro tal que la organización es inútil o están tan subutilizados que poca ventaja resulta de organizarse.

A2. Indicadores: hay indicadores confiables y válidos de la condición del sistema de recursos y están frecuentemente disponibles a un costo relativamente bajo.

A3. Predictibilidad: el flujo de unidades del recurso es relativamente predecible.

A4. Extensión espacial: el sistema de recursos es suficientemente pequeño, dada la tecnología de transporte y comunicación en uso, que los usuarios pueden desarrollar un conocimiento

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preciso de los límites externos y de los microambientes internos.

B. Propiedades características de los usuarios B1. Importancia: los usuarios dependen del sistema de recursos

para una parte importante de su sustento u otra actividad relevante.

B2. Entendimiento común: los usuarios comparten una imagen de cómo opera el sistema de recursos (atributos A1, 2, 3 y 4 descritos arriba) y de cómo sus acciones afectan a cada uno y al sistema de recursos.

B3. Baja tasa de descuento: los usuarios usan una tasa de descuento suficientemente baja en relación a futuros beneficios a ser obtenidos del recurso.

B4. Confianza y reciprocidad: los usuarios confían entre sí para cumplir las promesas y relacionarse unos con otros a través de la reciprocidad.

B5. Autonomía: los usuarios son capaces de determinar reglas de acceso y extracción sin autoridades externas que las revoquen.

B6. Experiencia organizativa previa y liderazgo local: “Los usuarios han aprendido por lo menos mínimas habilidades de organización y liderazgo a través de su participación en otras asociaciones o de su aprendizaje de otras formas en que los grupos vecinos se han organizado” (Ostrom, 2012: 50-51)

El Gobierno de los Bienes Comunes (2011) resulta en buena medida de una afinación conceptual y empírica de esta búsqueda de semejanzas en los casos de éxito en el uso sustentable de los bienes comunes. En todos los casos de gestión sustentable de los recursos comunes analizados por Ostrom, las reglas elaboradas por cada una de las comunidades difieren tanto entre sí que la autora descarta de entrada que la clave de la sustentabilidad resida en ellas mismas. Además, por sí misma, una regla o un sistema de reglas que conduce la sustentabilidad del recurso común en un caso puede llevar al fracaso en otro. El que las reglas difieran explica precisamente su éxito en aprovechar su ambiente local, ecológico y social. De hecho cuando las reglas son impuestas por una autoridad externa, ajena a ese doble

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ambiente local, la probabilidad de éxito disminuye drásticamente. De ahí que para Ostrom los factores clave sean las reglas de segundo orden o principios que subyacen a las reglas particulares y que rigen los procesos y los procedimientos para (1) obtener el consenso de la comunidad sobre la naturaleza del problema ambiental al que todos se enfrentan y (2) el compromiso de cada uno de sus miembros en cumplir un sistema de reglas que defina qué significa comportarse correctamente en relación al recurso común. Combinando de nuevo los análisis de Ostrom (2011) y Marten (2001), podemos obtener los siguientes principios generales para el uso sustentable de recursos comunes generación tras generación.

(1) Los límites geográficos y sociales han de estar claramente definidos.

El acceso cerrado a la propiedad colectiva de un área claramente delineada permite el control necesario para evitar la sobreexplotación. La territorialidad es una institución social común utilizada para definir propiedades y sus límites. Además, los individuos o las familias con derechos para extraer unidades del sistema de recursos comunes deben ser claramente identificables. Sin la capacidad de exclusión de apropiadores piratas se devalúa pronto el recurso y no tarda en producirse TC.

(2) Los usuarios deben elaborar o elegir colectivamente un buen reglamento.

El acuerdo explícito sobre las reglas de utilización del recurso ha demostrado ser crucial en el manejo sustentable de los recursos comunes. Todos los implicados deben conocer suficientemente el recurso común como para inferir las consecuencias de su uso indebido, pero también deben saber qué esperar, qué expectativas pueden abrazar con respecto a la conducta del resto de usuarios. En los recursos comunes, los beneficios de un buen reglamento han de ser siempre mayores al costo de la cooperación; “esto incluye los gastos generales de la organización necesarios para que funcione el conjunto. Un buen reglamento no hace perder el tiempo ni desperdicia recursos” (Marten, 2001:218).

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(3) Las reglas de apropiación y provisión han de ser coherentes con las condiciones locales.

Las reglas de apropiación que restringen el tiempo, el lugar, la tecnología y la cantidad de unidades del recurso han de remitir a las condiciones ecológicas y sociales locales y a las reglas de provisión que requieren trabajo, materiales y/o dinero.

(4) Las reglas operacionales han de poder revisarse.

Las reglas operacionales de las instituciones comunitarias son enunciados prescriptivos que emplean uno de estos tres operadores deónticos: prohibir (im-posibilidad), exigir (necesidad) y permitir (posibilidad). Las reglas operacionales que establezcan qué está prohibido y qué es obligatorio delimitan aquello que es permisible en el manejo de los bienes comunes. En concordancia con nuestra concepción experimental de la racionalidad ambiental, estas reglas no son sacrosantas. Pueden y deben ser revisadas en función de los resultados obtenidos. Un factor crucial para el compromiso con el sistema de reglas es que el usuario se vea en posición de influir en el proceso de revisión según estos resultados, por lo que será importante que la mayoría de los individuos afectados por las reglas operacionales puedan participar activamente en su posible modificación. El reglamento será tanto más operativo cuanto menores sean los costos de futuras modificaciones.

En consecuencia, los mecanismos de adaptación de las reglas deben de ser simples y deben propiciar cambios graduales para evitar giros súbitos de consecuencias imprevisibles. Es importante observar cuidadosamente los cambios debidos al nuevo reglamento para que el grupo pueda decidir si deben hacerse aún más cambios.

La evolución de sus reglas por ensayo y error es un rasgo de un sistema social auto-organizado que fortalece con el tiempo el compromiso de los miembros de la comunidad con el reglamento cuando ellos mismos las han consensuado. Pero cuando el sistema de reglas pasa de generación en generación, cabe preguntarse qué facilita el cumplimiento por parte de futuros miembros de la comunidad que no participaron directa o indirectamente en el compromiso inicial. El monitoreo y las sanciones graduadas

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cumplen un evidente papel en los casos de éxito que Ostrom analiza (Ostrom, 2011: 173).

(5) El monitoreo deber ser moderado y las sanciones graduadas.

La sustentabilidad del sistema de apropiación exige que quienes monitorean o vigilan activamente el estado de los recursos comunes y el comportamiento de sus apropiadores sean los propios apropiadores o personas que éstos contratan y que, por consiguiente, tienen que rendirles cuentas. Según Ostrom, su análisis de los fracasos institucionales indica que cuando la vigilancia corre a cargo de una autoridad coercitiva externa, no sujeta al control vigilante de la propia comunidad, TC vuelve a reproducirse de nuevo. Los casos de éxito, por el contrario, muestran que los propios miembros de la comunidad pueden monitorearse recíprocamente para comprobar el nivel de cumplimiento. También pueden institucionalizar una figura como el guarda, cuyo pago está en función de la transparencia en las cuentas que rinda a la comunidad.

Así pues, las sanciones pueden ser impuestas por otros apropiadores, por funcionarios que rindan cuentas a los apropiadores, o por parte de ambos (Ostrom, 2011: 173).

Cuando se imponen sanciones costosas y uniformes, independientemente de factores atenuantes como la ausencia de antecedentes, la magnitud de la infracción y la capacidad económica del infractor, este mal usuario queda en una situación económica difícil de remontar, lo que provoca un resentimiento que dificulta el restablecimiento de la cooperación. Es preferible que los apropiadores que violan las reglas operacionales reciban sanciones graduadas, dependiendo de la gravedad de la infracción y del contexto en que se produjo.

Como veremos, la institucionalización de la autoridad y la vigilancia es una fase crucial en el proceso de diseño de instituciones para el manejo sustentable de bienes comunes. En este momento del proceso, las comunidades corren el riesgo de intentar evitar el nivel de TC que Hardin pronostica mediante un sistema de monitoreo que reproduzca TC en un nuevo nivel. Ostrom denomina genéricamente a estos problemas dilemas de segundo orden. La estructura de este dilema es análoga a la del dilema del gorrón, equiparada páginas atrás

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como estructura común de todos los dilemas sociales. El monitoreo y la denuncia de los infractores implican altos costos personales para quien las lleva a cabo, mientras que sus beneficios se distribuyen colectivamente, por lo que siempre habrá oportunidades significativas de desertar e incumplir el deber de vigilar (Elster, 1989:41). Cuando quienes vigilan en cierto momento son vigilados en otro, siempre es posible que individuos gorrones o menos comprometidos lleguen a acuerdos corruptos para burlar sanciones. Esa posibilidad se cumple invariablemente para autores externalistas como Hardin, quien asume sin más que las comunidades son sencillamente incapaces de jugar limpio cuando se vigilan a sí mismos, por lo que necesitan siempre de la mano dura del estado o de una jerarquía externa. Pero los resultados de Ostrom indican que algunas comunidades sí han logrado hacerlo, por lo que deben haber encontrado una manera de evitar el dilema de segundo orden.

Entre los mecanismos que aduce Ostrom para explicar este éxito se encuentran los bajos costos del sistema de monitoreo. En algunos casos, por ejemplo, las reglas operacionales pueden estar diseñadas de manera que no haya gastos adicionales por monitoreo, como en las comunidades de riego rotatorio o por turnos de la huerta valenciana. El irrigador que concluye su turno debe cerrar su esclusa al tiempo que el que comienza a regar abre la suya, lo cual pone a los irrigadores frente a frente y limita las posibilidades de ampliar ilegítimamente el tiempo de riego que les corresponde. Así pues, una manera de superar el dilema de segundo orden es pues incorporar el monitoreo como un subproducto del propio uso de los recursos comunes. El otro mecanismo que apunta Ostrom es la percepción de beneficios por parte de quien monitorea, sea en términos de información instrumentalmente valiosa o en términos de confianza, reputación y prestigio. Sea cual sea el mecanismo para asegurar la vigilancia limpia, el carácter gradual de multas y sanciones contribuye a retribuir la labor del monitor. Una baja sanción no causa graves perjuicios al infractor primerizo, con lo que evita resentimientos contra el vigilante. Como vimos, una sanción gradual proporciona al usuario una especie de “colchón de seguridad”, pues sabe que en caso de urgencia podrá incumplir el reglamento sin graves consecuencias, con lo que se refuerza su compromiso. La reincidencia agrava la sanción e incrementa el

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prestigio comunitario del monitor que denuncia a quien traiciona reiteradamente la confianza de la comunidad.

El monitoreo y la vigilancia son necesarias porque las personas habitualmente cumplen con las reglas siempre y cuando perciban que el resto de la comunidad también lo hace y que quien no lo hace lo paga. “La mejor manera de evitar que se rompa el reglamento es con vigilancia interna en que los usuarios se observan unos a otros, complementado con vigilancia externa, como son guardias. Cada quien debe saber que todos los demás se enterarán de cualquier infracción. Si es probable que se detecte la infracción, no hacen falta penas severas. La presión social y la vergüenza pueden tener suficiente fuerza disuasoria. Los castigos deberán ser mínimos para evitar perjudicar el espíritu cooperativo” (Marten, 2011: 218).

Pero el monitoreo tiene también un aspecto oscuro. Bruno Frey ha demostrado que en aquellos casos en que existe cierto tipo de compromiso inicial o contrato psicológico (Frey, 1993: 663) entre los agentes involucrados, una vigilancia excesiva tiene efectos contraproducentes para la cooperación leal. En esos casos, el agente demasiado vigilado interpreta que se ha producido una quiebra injustificada de la confianza que en un primer momento se depositó en él. Psicológicamente, el agente puede sentirse excluido del contrato. Un monitoreo excesivo produce una retroalimentación de (1) pérdida de confianza, (2) quiebra del contrato implícito, (3) desmotivación del agente y (4)disminución de su esfuerzo por cooperar al bien común mutuamente acordado (Frey, 1988). El monitoreo intensivo produce un aumento del rendimiento sólo bajo condiciones muy específicas. Según Frey, la rigidez disciplinaria incrementa el rendimiento o la cooperación sólo cuando las relaciones entre los agentes son notablemente abstractas, como ocurre en el caso de las relaciones en un mercado altamente competitivo. Cuando existen relaciones personales y contratos psicológicos, llega un momento en que el incremento de la vigilancia no sólo no aumenta, sino que disminuye la cooperación. Este último tipo de relaciones prevalecen en muchos de los casos locales de éxito al evitar TC, por lo que cabe suponer que las comunidades implicadas han encontrado mecanismos para moderar la vigilancia, aclarar malentendidos e impedir interpretaciones de quiebra unilateral de confianza que, con el tiempo, pueden llevar al cese de la cooperación y al colapso del bien común.

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(6) Deben existir mecanismos accesibles para la resolución de conflictos en la interpretación de las reglas.

Los modelos puramente teóricos de dilemas sociales responsabilizan del fracaso colectivo a la naturaleza sustancialmente perversa de los agentes humanos. En estos modelos, los funcionarios públicos externos que tras el fracaso tendrán que hacerse cargo del sistema de recursos comunes sólo han de vigilar el cumplimiento de unas reglas inequívocas por parte de personas que siempre han demostrado ser intrínsecamente desertores, infractores o gorrones. Cuando el remedio externalista también fracasa, los modelos teóricos prefieren explicar ese fracaso adscribiendo aún mayor perversidad a los usuarios, pero jamás cuestionan la precisión de las reglas. Sin embargo, los modelos experimentales y de campo como el de Ostrom demuestran que la aplicación de las reglas nunca es tan unívoca o inequívoca. Como demostró Wittgenstein, saber cuándo se sigue una regla no es tan sencillo como parece. Siempre quedan agujeros o ambigüedades para “transar” o subvertir las reglas con conductas individualmente provechosas pero socialmente suicidas. Es justamente esa imprecisión la que permite que aquí también entre en juego el dilema del gorrón o del aprovechado. Si no hay mecanismos fáciles para resolver conflictos en torno a la aplicación de las reglas, los cooperadores verán que otros han tenido mejores resultados interpretando las reglas para su propio beneficio, dejando de cooperar sin ser amonestados, con lo que finalmente, puede darse una deserción y dejarán de cooperar. Estos mecanismos para resolver conflictos de interpretación de las reglas son también necesarios para compensar y corregir desviaciones mínimas en su seguimiento, debidas más a errores en el desempeño que a la mala fe del infractor. El tribunal de las aguas de la huerta valenciana es un ejemplo de mecanismo judicial muy longevo para la regulación de un recurso común muy escaso y con un alto potencial de conflicto en la interpretación de las reglas.

(7) Las comunidades deben poder funcionar autónomamente con respecto a las autoridades centrales, quienes tendrán que reconocer sus derechos de organización.

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Resulta imprescindible que los derechos de los apropiadores para construir sus propias instituciones no sean cuestionados por autoridades gubernamentales externas (Ostrom, 2011: 183). Como hemos visto, una de las causas más frecuentes en el uso insostenible de recursos comunes es la interferencia de autoridades gubernamentales o de fuerzas económicas ajenas (Marten, 2001). Si las autoridades externas no son leales y no reconocen la legitimidad de las reglas que los propios usuarios del bien común elaboran, vigilan y sancionan, las conductas desviadas siempre pueden incentivarse cuando la autoridad externa anula ciertas reglas que ciertos usuarios consideran perjudiciales para sus intereses, con lo que se desencadena igualmente el dilema social del gorrón.

Autoridad, impunidad y bien común

La inspiración democrática y descentralizada de Ostrom contradice abiertamente soluciones autoritarias frente a TC que Hardin no fue el primero en dictaminar. Hardin admite que los procesos públicos de valoración que llevan al compromiso mutuo y la motivación para la acción cooperativa jamás pueden ser reducidos a problemas técnicos que puedan resolverse mediante mecanismos de cálculo. Pero esta dificultad, sumada a la dificultad misma de entender el juicio de valoración como un proceso de resolución de conflictos entre una pluralidad de valores e intereses, siempre ha despertado en ciertas élites poderosas la tentación totalitaria de adscribir perversidad intrínseca al pueblo llano y aplicar coercitivamente medidas que anulen por la fuerza las conductas individuales desviadas que conducen a TC.

Ninguna historia honesta del pensamiento ambiental puede dejar de recordar que probablemente fuera el régimen nacional-socialista, durante los años treinta del pasado siglo, el que promulgó las primeras legislaciones ambientales sistemáticas y de gran alcance para evitar TC. Independientemente de los valores “patrióticos” de suelo, sangre, raza y naturaleza aria, empleados como propaganda para la justificación popular de sus leyes ecológicas de 1933, 1934 y 1935 (Ferry, 1992), el autoritarismo ecológico fue legitimado por pensadores como Martin Heidegger, quien vaticinaba que la democracia pluralista y el humanismo eran

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la peor manera para hacer frente a las consecuencias globales o planetarias de la tecnología de occidente (Heidegger, 1966). Mucho más a la izquierda, Heilbroner (1974) defendía la necesidad de la mano de hierro de una dictadura militar para resolver los problemas ecológicos. La destrucción ambiental en los regímenes militares del bloque del este desmiente rotundamente las tesis de Heilbroner.

Medio siglo más tarde, James Lovelock, coautor de la hipótesis de la Tierra (o “Gaia”) como organismo único y autónomo, reclamaba una suspensión autoritaria de las libertades civiles democráticas ante las inminentes situaciones de emergencia ocasionadas por el cambio climático (Lovelock, 2010). No podemos olvidar que, además de la presunta “solución” de la privatización y el libre mercado, la alternativa de una fuerte autoridad central para evitar TC también ha contado con distinguidos adeptos a la derecha y a la izquierda.

La idea de un gobierno de expertos, legitimados por su presunto conocimiento de la verdad para imponer autoritariamente soluciones técnicas para el logro del bien común, ha hechizado a los seres humanos por lo menos desde Platón (y ha despertado su suspicacia al menos desde el ejemplo de Esparta). Pero, por muchos problemas que pretenda resolver, la administración por parte de una autoridad tecnocrática encuentra otras dificultades que, como ya hemos visto, reintroducen TC a otros niveles. Hardin reconoce implícitamente este extremo al admitir el problema ‘Quis custodiet ipsos custodes’ como algo propio de toda ética consecuencialista, en la medida que intente hacer frente a TC.

Según Hardin, cuando la bondad o la moralidad de una acción se concibe correctamente como una consecuencia de los estados temporales del ecosistema, las leyes que norman las interacciones humanas en ese sistema dejan de ser universalmente obligatorias, pues es imposible establecer de antemano cuáles serán los futuros estados del ecosistema. En su opinión, la incertidumbre objetiva de la predicción exige la existencia de decretos-ley que doten al administrador, por estatuto, del poder para llevar a cabo decisiones instantáneas y específicas dentro de un marco jurídico general, teniendo en cuenta interpretaciones expertas del estado del ecosistema en un momento dado. Pero expertos y administradores son humanos, y por lo tanto falibles, lo cual entraña riesgos de error y arbitrariedad. Por desgracia, no es infrecuente que sus decisiones obedezcan a su propio interés. ¿Pero quién juzga sus juicios?

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¿Quién vigila al vigilante? “Puesto que resulta prácticamente imposible mencionar todas las condiciones bajo las cuales es seguro quemar basura en el patio trasero o manejar un coche sin control anticontaminante, con las leyes delegamos los detalles a las oficinas. El resultado es el decreto-ley, el cual es lógicamente temido por la vieja razón — ¿Quién ha de vigilar a los propios vigilantes?—. Los administradores, al tratar de evaluar la moralidad de los actos en la totalidad del sistema, están singularmente expuestos a la corrupción, generando un gobierno de hombres y no de leyes. La prohibición es fácil de legislar (pero no necesariamente fácil de imponer); pero ¿cómo legislar la moderación? La experiencia indica que ésta puede ser alcanzada mejor a través de la acción del decreto-ley. Limitamos innecesariamente las posibilidades si suponemos que los sentimientos de Quis custodiet nos niegan el uso del decreto-ley. Deberíamos mejor tener la frase como un perpetuo recordatorio de grandes peligros que no podemos evitar” (Hardin, 1968: 1245).

Hardin admite así la imposibilidad de eliminar el problema de la corrupción administrativa de los propios administradores de los recursos ambientales comunes, pero parece aconsejar que se inviertan los términos y se tolere la corrupción como un mal menor frente a TC. Se diría que, como la injusticia, la corrupción es según Hardin preferible a la ruina de todos. “La necesidad ecológica puede presionarnos a abandonar el ideal de un gobierno de leyes y no de hombres” (Hardin, 1977). Los casos de éxito en la resolución de TC invalidan la tesis de la imposibilidad de la autogestión de los bienes comunes y evitan en muchos casos ese supuesto “mal menor”.

Qué tan menor sea ese mal en regímenes centralistas, o qué tanto se haya generalizado la corrupción en éstos hasta el punto de provocar precisamente la ruina de todos, es algo al menos sujeto a discusión. La experiencia de las últimas décadas (incluyendo como síntoma la proliferación de códigos éticos entre funcionarios públicos de todos los países) no permite hacer un balance tan condescendiente como el de Hardin. La corrupción administrativa ha demostrado fehacientemente ser origen y consecuencia de catástrofes ambientales. La concentración del poder en los regímenes autoritarios propicia el clientelismo y la falta de transparencia, facilitando aún más casos de TC como dilema social de segundo orden. Cuando quienes vigilan la observancia de un reglamento que impide TC no mantienen ningún lazo con la comunidad de

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usuarios, son más proclives a maximizar sus beneficios eximiendo selectivamente de su cumplimiento a individuos bien conectados que intenten actuar como gorrones.

Desde luego, intentar evitar TC implica también intentar romper la ecuación entre autoridad e impunidad con leyes adecuadas, pero toda administración ambiental centralizada desde una autoridad externa implica cierto grado de discrecionalidad que ninguna regla técnica o mecanismo de cálculo puede eliminar por completo. Más allá de nuestras simpatías o antipatías por la fórmula de vigilar y castigar, la propia naturaleza de la mayoría de los bienes ambientales comunes desaconseja el incremento indefinido de leyes y vigilantes si se desatienden procesos no estratégicos de deliberación y comunicación que refuercen el compromiso recíproco en derechos y deberes en las comunidades locales. Como afirma Ostrom, la sustentabilidad de los recursos comunes no puede ser absolutamente garantizada por reglas, principios y condiciones. Exige estar dispuesto a construir o levantar instituciones comunes: “ningún conjunto de condiciones lógicas es suficiente para asegurar que todos los conjuntos de individuos estarán dispuestos y serán capaces de hacer que funcione una institución caracterizada por tales condiciones” (Ostrom, 2011: 168). Como estamos viendo, para Ostrom esto no significa que haya que descartar la investigación científica sobre las condiciones de la sustentabilidad de los bienes comunes, sino que hay que ampliarla de manera que incluyamos también factores que propician la buena disposición y el compromiso de los usuarios del recurso común. Diga lo que diga Hardin, la autoridad impuesta externamente nunca será tan efectiva como el libre compromiso asumido por el ciudadano en un empeño comunitario.

Compromiso, reciprocidad y honestidad

El compromiso creíble de los copropietarios con el uso sustentable del recurso común aparece pues como una condición sine qua non de cualquier institución local verdaderamente creada para evitar TC. Para contraer ese compromiso deben primero articular dialógicamente un triple acuerdo intersubjetivo. Deben coincidir en que:

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(1) el uso individual está dañando el bien común, (2) el uso cooperativo del recurso disminuirá el riesgo de estos

daños y(3) el futuro tiene importancia (es decir, que las oportunidades

para sus hijos y nietos son igual de importantes que sus propias ganancias a corto plazo) (Marten, 2001).

Aunque lo ideal es que los copropietarios tengan un largo pasado en común, suele bastar con que las personas estén ya involucradas en algunas actividades y prácticas conjuntas, se tengan un mínimo de confianza, compartan expectativas futuras y valoren su reputación o reconocimiento dentro de la comunidad como un incentivo suficientemente atractivo para la acción cooperativa. En muchas comunidades tradicionales, el reconocimiento social de una valiosa aportación personal al bien común funciona como un criterio de éxito alternativo a la maximización de beneficios. Bruno Frey ha realizado numerosos estudios econométricos que muestran que, cuando se trata de acciones cooperativas intrínsecamente valiosas para la comunidad, la incentivación económica no siempre es eficaz. La motivación intrínseca es una fuente de la conducta individual humana que no cuadra muy bien con la racionalidad del homo oeconomicus, o más bien que supone una economía distinta de la valoración exclusivamente monetaria. Los economistas clásicos y neoclásicos han defendido una teoría de la elección racional en la que los incentivos económicos son el motor último de la conducta humana Los estudios de Frey71 nos permiten incluir la motivación

71 En Not just for the money (1997), Bruno Frey argumenta que hasta el homo oeconomicus es inviable si las únicas motivaciones que cuentan son los incentivos externos. Como Amartya Sen hacía con el compromiso, Frey concede gran importancia a la motivación interna para la acción. Como ocurría con un monitoreo excesivo, los incentivos económicos o la coerción externa pueden anular, desplazar o excluir la motivación interna cuando las relaciones entre los agentes son personales y no abstractas. Como Ostrom, Fry desafía la dicotomía mercado o estado. “La política económica debería estar tan alejada del mercantilismo ingenuo como del intervencionismo ingenuo […] Debemos confiar en los seres humanos y en sus motivaciones intrínsecas. Dejemos de “embridar” a la gente en cualquier lugar y en cualquier circunstancia; demos entrada al homo oeconomicus maturus.” (Frey, 1997: x-xi).

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intrínseca (esto es, la satisfacción moral, el disfrute o el sentido de cumplir un deber que nos produce una tarea) en la racionalidad de la conducta humana. No es descabellado suponer, siguiendo a Ostrom, Sen y Frey, que la motivación intrínseca para realizar una función socialmente útil, como cooperar en la protección de los bienes comunes, proceda de la identificación personal con una comunidad y un futuro común, y que dicha motivación sirva también de freno a la producción de externalidades social y ecológicamente negativas.

En The Evolution of Cooperation (1984) Robert Axelrod ha investigado las condiciones para que se dé esta conducta cooperativa bajo los modelos del dilema del prisionero. En un mundo donde cada cual puede perseguir su propio interés y sin la intervención de una autoridad externa punitiva, se pregunta Axelrod, ¿bajo qué condiciones puede emerger la cooperación beneficiosa para los individuos en lugar de ciegas estrategias egoístas que comporten la ruina de todos? Sus investigaciones le han llevado a plantear el dilema del prisionero como un juego reiterativo, con más de una jugada, en el que la expectativa de reciprocidad por parte del otro jugador en ocasiones o jugadas futuras desempeña un papel determinante en la conducta cooperativa. La estrategia dominante en los participantes de los modelos formales de Axelrod ha sido la máxima de reciprocidad “coopera en principio y luego haz lo que hace el otro”, bajo la forma del imperativo hipotético o condicional “si él coopera, tú cooperas y si no, no lo hagas”.

Cuando el juego se practica un número finito n de veces, cada jugador carece de un verdadero incentivo para cooperar después de la penúltima jugada n-1, pues cada uno supone que la última jugada n permitirá al otro jugador traicionar la confianza y no cooperar, pues no existirá una jugada n+1 que penalice su conducta (Axelrod, 1984: 10). “Pero en un escenario más realista, los jugadores no pueden estar seguros de cuándo tendrá lugar la última interacción entre ambos […] la cooperación puede emerger con un número indefinido de interacciones” (Axelrod, 1984: 11). Dicho sea de otra manera: la cooperación puede emerger cuando hay un futuro compartido en el cual cada jugador puede tener expectativas de comportamiento recíproco, es decir, de que los otros le traten tal y como él los ha tratado. “Lo que hace posible la emergencia de la cooperación es el hecho de que los jugadores puedan volver a interactuar. Esta posibilidad significa que las elecciones que

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hacemos hoy no sólo determinan el resultado de una particular jugada, sino que pueden tener influencia sobre las elecciones que los jugadores hagan después. El futuro puede proyectar una sombra sobre el presente y afectar así la situación estratégica del momento” (Axelrod, 1984: 12). En el siguiente capítulo desarrollaremos la tesis de que el horizonte normativo de una comunidad ambientalmente racional radica precisamente en su orientación al futuro. Las acciones de sus miembros han de presuponer como objetivo la continuidad o desenvolvimiento de la comunidad en el tiempo72. De ahí la importancia ambiental del concepto de “generaciones futuras” que venimos defendiendo desde el inicio de este libro.

Más explícitamente que Axelrod, Ostrom construye su noción de cooperación a partir de la reciprocidad y la expectativa de un futuro compartido. Sus resultados muestran que las comunidades

72 En este punto resulta obligado remitirnos al tipo de futuro común como horizonte normativo compartido por algunas las comunidades indígenas del estado de Oaxaca y, en particular, al estudio de Mario Fernando Ramos Morales “La propiedad comunal y el acceso a los recursos naturales: el caso de los zapotecos de la Sierra Juárez de Oaxaca, México”, manuscrito inédito presentado como reporte de investigación el seminario institucional de la Universidad de la Sierra Juárez, Ixtlán de Juárez (Oaxaca) el día 31 de Mayo del 2008. Ramos identifica la comunalidad, la forma típica de organización social indígena, como factor clave para la sustentabilidad de los usos que las comunidades indígenas de Sierra Juárez dan a sus recursos naturales. Las normas morales generadas por la estructura social comunitaria, la comunalidad, subordinan al bien común (“la supervivencia futura de la comunidad”) los intereses del individuo, de manera que quien abusa de los recursos naturales “también es castigado con una sanción ética por parte del resto de los habitantes de la comunidad, que ven al transgresor con malos ojos y el que cometió el error sabe que debe resarcir el daño causado”. Merece la pena destacar que, en la organización social comunitaria, el cumplimiento de las obligaciones comunitarias es requisito para la obtención de derechos individuales, y “el derecho común y las obligaciones redistributivas originan una identidad, un reconocimiento entre quienes integran la comunidad”. El proyecto de vida que comparten los comuneros se basa en la sustentabilidad, es decir, “ese proyecto de vida es la supervivencia y reproducción de la comunalidad, el de mantenerse, permanecer a través de los años”. Según el interesante trabajo de Ramos, la descentralización de poder y la máxima “mandar obedeciendo” son igualmente claves para el aprovechamiento sustentable de los recursos naturales de las comunidades indígenas del estado de Oaxaca.

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en las que hay condiciones de comunicación, reconocimiento y complementariedad de expectativas de comportamiento futuro (de manera que el agente, “si se la situación se repite, puede usar la reciprocidad para ganarse la reputación de ser confiable”) son más robustas para cooperar y evitar TC. La cooperación depende de la confianza y ésta, a su vez, depende en buena medida de la reciprocidad. La confianza es la disposición a asumir cierto riesgo en relación con otros sujetos o agentes con la expectativa de que éstos actuarán después en reciprocidad (Ostrom y Walker, 2003: 382). La reciprocidad puede también ser concebida como un compromiso con una acción o un curso de acciones voluntarias que supere la miopía de los intereses personales a corto plazo. La verificación gradual del compromiso robustece la confianza y la credibilidad mutua y, en consecuencia, la disposición a cooperar.

Pero no siempre basta la reciprocidad para la cooperación en el cumplimiento de un compromiso que proteja el bien común. La corrupción instiga una fragmentación del bien común, para cuya apropiación fraudulenta también se requiere cierto grado de reciprocidad. Como hemos visto, en sistemas de autogestión y autovigilancia los infractores siempre pueden seguir la mordidacomo principio de acción recíproca “Tú no me denuncias a mí y yo no te denuncio a ti (o yo te pago a ti)”. La reciprocidad estratégica no parece ser suficiente para explicar el compromiso duradero con el bien común. La investigación debe atender también otros factores que pueden facilitar la estabilidad del compromiso más allá de la racionalidad estratégica a corto plazo. Ostrom ha acumulado evidencias empíricas suficientes para probar que la posibilidad de construir un sólido prestigio, reconocimiento o reputación dentro de una comunidad es otra de las claves de la cooperación duradera. El reconocimiento de los demás, la obtención de un valor como agente digno de respeto y confianza por su aportación a una comunidad de individuos interdependientes, opera de hecho como un factor que sirve de contrapeso a la expectativa de maximizar beneficios individuales ocurra lo que ocurra. La viabilidad de la cooperación parece depender también de una distribución equitativa de las oportunidades de construir sólidas reputaciones, independientemente de factores como el género, la edad, la clase

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social o el estatus económico. En este sentido, la democracia social también facilita la cooperación73.

Además de la confianza y la reciprocidad, según Ostrom, la comunicación sincera de intenciones y expectativas es el factor que contribuye a la priorización del bien común sobre las estrategias individuales para la maximización de beneficios. “Los valores individuales no son suficientes para solucionar los problemas de esta índole. Sin instituciones que faciliten la construcción de reciprocidad, confianza y honestidad, los ciudadanos enfrentan un reto real” (Ostrom, 2000, subrayado nuestro). Gusten o no, los análisis de Ostrom indican que, si bien por sí mismos no son suficientes, algunos valores éticos como la honestidad y la rectitud son también factores cruciales para enfrentase a todos los dilemas sociales. Ostrom contrapone la actuación sincera u honesta a la acción puramente estratégica, y establece como condición de la sustentabilidad del bien común que “los individuos no se comporten de manera oportunista a fin de obtener beneficios mayores que los que se logran mediante un comportamiento recto. Esta condición implica que los individuos revelen sus evaluaciones de manera honesta, que contribuyan a los beneficios colectivos cuando existen fórmulas para que los costos se asignen equitativamente, y que están dispuestos a invertir tiempo y recursos para encontrar soluciones a problemas conjuntos. Si se satisficiera esta condición, desaparecerían

73 En el siguiente capítulo profundizaremos en las condiciones de apertura comunicativa y democracia que pueden hacer que un grupo social sea verdaderamente una comunidad y no una asociación delictiva. Baste por ahora decir con Dewey que “hay un honor entre los ladrones, y una partida de bandidos tiene interés respecto a sus miembros. Las bandas se caracterizan por un sentimiento fraternal y los grupos sociales restringidos por una intensa lealtad a sus propios códigos […] en un grupo social cualquiera, aun en una partida de ladrones, encontramos algún interés mantenido en común, y cierta interacción e intercambio cooperativo con otros grupos. De estos dos rasgos derivamos nuestras normas ¿Son muy numerosos y variados los intereses conscientemente compartidos? ¿Es pleno y libre el juego con las otras formas de sociedad? Si aplicamos estas consideraciones, por ejemplo, a una banda criminal, encontraremos que los lazos que mantienen conscientemente unidos a sus miembros son pocos en número, reducibles casi a un interés común por el saqueo, y que son de tal naturaleza que aíslan al grupo de los demás grupos respecto al dar y tomar de los valores de la vida.” (Dewey, 1916: 88-89).

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algunos de los comportamientos estratégicos planteados en todos los dilemas sociales” (Ostrom, 2011: 326).

Desde luego, Ostrom no ha sido la primera autora que contrapone la acción estratégica a la acción éticamente correcta, ni tampoco que vincula la corrección de la acción con la honestidad o la transparencia en la revelación de intenciones por parte del agente. Alasdair MacIntyre expone magistralmente cómo la primacía de la racionalidad estratégica emplaza al homo oeconomicus, al agente o sujeto individual que emerge con el mercantilismo y la revolución industrial, a descartar toda relación con los demás que no sea estratégica, en el sentido de ocultadora o manipuladora. “La experiencia moral contemporánea tiene, por tanto, un carácter paradójico. Cada uno de nosotros está acostumbrado a verse a sí mismo como un agente moral autónomo; pero cada uno de nosotros se somete a modos prácticos que nos envuelven en relaciones manipuladoras con los demás. Intentando proteger la autonomía, cuyo precio tenemos bien presente, aspiramos a no ser manipulados por los demás; buscando encarnar nuestros principios y posturas en el mundo práctico, no hallamos manera de hacerlo excepto dirigiendo a los demás con los modos de relación fuertemente manipuladores a los que cada uno de nosotros aspira a resistirse en el propio caso” (MacIntyre, 1987: 94).

La paradoja que señala MacIntyre puede exponerse como uno de los dilemas sociales de la teoría de juegos. Maximizar mis beneficios implica tanto tratar de tornar transparentes las intenciones de los otros jugadores de manera que pueda anticiparlas, como tratar de tornar opacas mis verdaderas intenciones, de ocultarlas de manera que los demás jugadores no puedan anticiparlas. A ese peculiar comportamiento de procurar ser impredecible y a la vez procurar la predecibilidad ajena MacIntyre lo llama “relación manipuladora”.

Ostrom tiene razón cuando acusa la presencia de este tipo de comportamientos estratégicos en todos los dilemas sociales, incluyendo TC o el problema de la capacidad ecológica de carga como bien común. Este sesgo estratégico de la conducta individualmente beneficiosa obstaculiza el acuerdo intersubjetivo sobre el que debe erigirse la conducta social y ecológicamente sustentable. Las investigaciones de Ostrom refuerzan empíricamente las tesis de Dewey (y, en menor medida, de Habermas) sobre la importancia de los procesos de comunicación suficientemente honesta o

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transparente como contrapeso comunitario a las modalidades estratégicas de la acción individual, sin duda presentes en todos los dilemas de la acción social.

En el sexto y último capítulo analizaremos las condiciones comunicativas que facilitan la emergencia de comunidades de investigación y aprendizaje que puedan hacer frente a TC sobre la base del triple acuerdo antes señalado: (1) el uso individual está dañando el bien común, (2) el uso cooperativo del recurso disminuirá el riesgo de estos daños y (3) el futuro tiene importancia (esto es, las oportunidades para sus hijos y nietos son tan importantes como sus propias ganancias a corto plazo). Como veremos, la orientación hacia el futuro del acuerdo intersubjetivo es crucial para la construcción dialógica de una comunidad que siga las prácticas de la racionalidad ambiental. Para ser verdaderamente una comunidad, un grupo social debe seguir procesos comunicativos suficientemente transparentes para permitir el reconocimiento intersubjetivo del fin común de todos sus miembros. Ese tipo de comunicación honesta o no distorsionada es también imprescindible para coordinar y concertar sus conductas con vistas a ese fin y establecer compromisos que, al menos implícitamente, suponen ciertas expectativas recíprocas sobre sus acciones futuras, (sobre qué espera uno de los demás y qué esperan los demás de uno). Con palabras de John Dewey, “los individuos no constituyen una comunidad porque trabajen todos para un mismo fin. Las partes de una máquina trabajan con un máximo de cooperación por un resultado común, pero no constituyen una comunidad. Si, no obstante, todas reconocieran el fin común y se interesasen por él de modo que regularan su actividad específica en vista de él, entonces formarían una comunidad. Pero esto supondría comunicación. Cada una habría de conocer lo que conocían las demás y habría de poseer algún medio de tener informadas a las demás respecto de sus propios propósitos y progresos. El consentimiento exige comunicación” (Dewey 1916: 8). Por así decirlo, los procesos transparentes de comunicación propician la suspensión recíproca de acciones estratégicas realizadas entre los miembros de una comunidad, destinadas a instrumentalizar, manipular, subyugar y asentar relaciones asimétricas de poder que impiden una distribución justa de las condiciones de acceso y apropiación de los recursos comunes. “Nos vemos obligados a reconocer así”, continúa Dewey, “que aun dentro de un sistema social

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existen muchas relaciones que aún no son sociales… los individuos se utilizan unos a otros para obtener los resultados apetecidos sin tener en cuenta las disposiciones emocionales e intelectuales y el consentimiento de los que son utilizados. Tales usos expresan una superioridad física o una superioridad de posición, destreza, habilidad técnica y dominio de instrumentos, mecánicos o fiscales. En tanto que las relaciones entre padres e hijos, maestros y alumnos, patronos y empleados, gobernantes y gobernados, subsistan sólo en ese plano, no constituirán una verdadera comunidad, por muy íntimamente que sus actividades respectivas se conecten unas con otras. El dar y tomar órdenes modifica la acción y los resultados, pero esto no efectúa por sí mismo una participación de propósitos ni una comunicación de intereses” (Dewey: 1916: 16). Como veremos en el último capítulo, una comunidad comprometida con su futuro, democrática y participativa, por el contrario, concertará más fácilmente una suspensión temporal de la acción estratégica. Si la mayoría de sus miembros respetan esa concertación y penalizan a quienes la incumplan, la suspensión concertada podrá dar entrada a una acción comunicativa suficientemente transparente para establecer acuerdos que reequilibren en la medida de lo posible74las

74 En mi opinión, las descripciones empíricas que hacen Ostrom y Marten de estos procesos comunitarios encarnan hasta cierto punto algunas de las condiciones comunicativas que Dewey y Habermas adscriben a las comunidades genuinamente democráticas. No todas, claro. Ni Ostrom ni Marten describen acciones comunicativas en comunidades celestiales. No son filosóficamente perfectas, ni simétricas. En cualquier caso, y en mi opinión mucho antes que Habermas, Dewey ya había admitió la idealidad de esas condiciones de simetría comunicativa. Sin duda el tratamiento de Habermas es mucho más sistemático y enciclopédico, y también ha sido empleado en propuestas de democracia deliberativa para el manejo sustentable de los recursos naturales, pero al tratamiento de Dewey tampoco le faltan aciertos. Leemos en La Opinión Pública y sus Problemas “La democracia, contemplada como una idea, no es una alternativa a otros principios de la vida asociada. Es la idea misma de vida comunitaria. Es un ideal en el único sentido inteligible de la palabra: es decir, la tendencia y el movimiento de algo que existe llevado hasta su límite […] dado que las cosas no cumplen esta condición sino que en realidad están sometidas a trastornos e interferencias, la democracia no es un hecho ni nunca lo será. Pero en este sentido tampoco existe ni ha existido nada que sea una comunidad en su completa medida, una comunidad no distorsionada por elementos extraños. Con todo, la idea o el ideal de una

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asimetrías y las relaciones coercitivas dentro del grupo. Con el tiempo, el grado y la continuidad del respeto a esos compromisos fortalecen la confianza, la reciprocidad y la cooperación necesarias para revertir procesos de degradación ecológica como TC.

Los procesos comunicativos suficientemente transparentes u honestos para establecer compromisos éticos verificables son también un buen punto de partida para forjar una ética de la ciudadanía ambiental. Y uno de los principales cometidos de esa ética sería identificar y revisar actitudes, valores y hábitos culturales que, como los envueltos en el dilema del gorrón, aún están presentes en muchos de los problemas sociales en torno a bienes ambientales comunes.

Atmósfera y agua como bienes comunes

Por último, podemos seguir las sendas abiertas por Ostrom y equiparar dilemas sociales como TC con los problemas contemporáneos derivados de la huella ecológica y la sustentabilidad de nuestros modos de vida, considerando la atmósfera o los mares

comunidad se corresponde con fases reales de la vida asociada cuando se hallan libres de elementos restrictivos y perturbadores, […] donde quiera que exista una actividad conjunta cuyas consecuencias se juzguen buenas por todas las personas particulares que intervienen en ella, y donde la consecución de ese bien produzca un deseo firme y un esfuerzo decidido por conservarlo justamente como lo que es, como un bien compartido por todos, donde quiera que ocurra esto habrá una comunidad. La clara conciencia de una vida comunitaria con todas sus implicaciones constituye la idea de democracia. Sólo cuando partimos de una comunidad como un hecho, sólo cuando sometemos este hecho a reflexión para esclarecer y mejorar sus elementos constituyentes, sólo entonces podremos alcanzar una idea de democracia que no sea utópica” (Dewey, 1927: 138). Para Dewey, la cooperación dentro de una comunidad de investigación depende también del cultivo de las actitudes y hábitos de reflexión, razonamiento, diálogo y juicio que de hecho valoramos en muchas fases de la experiencia comunicativa y comunitariamente provechosa. Lejos de ser lo que Daniel Dennett denominaba un gancho celeste, el carácter ideal de las condiciones de comunicación para la democracia como investigación cooperativa pasa a ser un simple recordatorio de nuestra falibilidad, de nuestras limitaciones a la hora de cultivar hábitos y actitudes para la buena deliberación.

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como bienes globales comunes. La estabilidad climática, por ejemplo, depende en parte de un bien común como la atmósfera, la cual a su vez facilita una serie de servicios ambientales como el aire puro, el régimen pluvial adecuado para nuestros cultivos, condiciones generales de salubridad, trabajo y ocio, entre otras. En este sentido, la estabilidad climática y los servicios que depara, al igual que el sistema de salud, las caminos y los puentes, la iluminación pública o la red de agua potable, son bienes comunes, esto es, servicios que están al acceso de todos los miembros de determinado grupo social, independientemente de que hayan contribuido o no a su producción o su conservación. En nuestro caso, independientemente de que una persona haya frenado o no su emisión de gases de efecto invernadero, podrá disfrutar, por ejemplo, de los beneficios de un clima estable. No podemos hacer que quienes contaminan de más respiren menos aire puro, por ejemplo, ni que dejen de gozar de temperaturas moderadas, ni que sean más perjudicados por los huracanes. Además, aunque para que exista el bien común no es necesario que todos y cada uno de los miembros de un grupo social realicen su aportación, no menos cierto es que sí ha de haber un número suficiente de individuos que contribuyan (ahorrando más energía eléctrica, usando menos vasos de plástico, comiendo menos carne o separando su basura, por ejemplo). En términos puramente estratégicos, al individuo que contribuye su aportación le reporta a corto plazo más costos que beneficios: puede tener que privarse de alguna comodidad ahorrando luz o usando menos bolsas de plástico, o puede tener que invertir tiempo y dinero separando su basura o reparando su impresora en vez de comprar una nueva. Pero, como en el caso de los impuestos para bienes comunes como la seguridad pública o el mismo alumbrado, el individuo que contribuye prefiere el servicio que obtendrá finalmente a cambio de su contribución al bien público a cualquier otro servicio que obtendría ahorrándose su cooperación (prefiere el aire puro o la ausencia de inundaciones a cualquier otra cosa que pudiera obtener con los costos que acarrea separar su basura o lavar su taza en vez de utilizar un recipiente desechable para su café). Todos estos rasgos del bien común sitúan a la racionalidad estratégica o puramente económica del individuo o contribuyente en la siguiente coyuntura: “Si ya hay masa crítica para obtener el bien, puedo ahorrarme el costo de la cooperación; si no la hay, me perjudica cooperar. Así que mejor no coopero”. Pero si

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todo el mundo se comporta como gorrón o aprovechado (free-rider) y se abstiene de cooperar, algo muy parecido al resultado de TC es inevitable, y luchar contra el calentamiento global, por ejemplo, sería un esfuerzo desesperadamente inútil.

Pero, de nuevo, la tragedia del cambio climático demuestra ser inevitable si y sólo si la racionalidad estratégica y racionalidad ambiental son coextensivas. Los casos de éxito de Ostrom demuestran que esa equiparación es un supuesto de los modelos teóricos idealizados de racionalidad económica que resulta empíricamente inválido en las investigaciones de campo.

En los contextos sociales de los casos empíricamente exitosos, la retribución que la cooperación comporta en términos de prestigio o reconocimiento público parece ser motivo suficiente para la acción cooperativa. Pero no hay que olvidar que en muchos otros contextos, esa retribución no resulta suficientemente atractiva. Todo lo contrario. Todos conocemos muchos contextos y situaciones culturales (como el pago de impuestos, la facturación o la contratación legal de trabajadores) en los cuales lo único que nos garantiza nuestra cooperación es la reputación de estúpidos o tontos. En el caso de que finalmente se obtenga el bien común, por haber contribuido cuando pudimos haberlo obtenido gratis. En el caso de que no se obtenga, pueden considerarnos doblemente estúpidos o losers: perdemos tanto por haber contribuido como por no haberlo conseguido. No puede ser casual que en la mayoría de esos contextos de no-cooperación coincidan la opacidad comunicativa, el doble discurso, las prácticas autoritarias y la corrupción generalizada. En estos contextos, una de las estrategias factibles para enfrentarse con éxito al cambio climático que debe contemplar la educación ambiental es cultivar y transmitir ciertas prácticas de detección y revisión de valores y actitudes culturales opuestos a la acción cooperativa75.

75 Se trata, por poner un ejemplo popular entre nosotros, de los valores asociados al difundido refrán “El que no transa no avanza”, al que en tantas ocasiones recurrimos en México. Esta clase de valores y actitudes obstaculizan la cooperación y menguan el prestigio o el reconocimiento público de conductas cooperativas y socialmente responsables, como la denuncia del delito, el ahorro energético o el pago puntual de los recibos.

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Hardin y Ostrom podrían coincidir en que, por tener la estructura básica de un dilema social, el problema del cambio climático antropogénico tampoco puede considerarse un problema exclusivamente técnico, pues supone el problema del gorrón o del aprovechado. Pero, como hemos visto, disentirían completamente con respecto a la fuente legítima de la autoridad moral para resolver dilemas a los que no pueden aplicarse procedimientos puramente técnicos. Para Hardin, dada la legitimidad del deseo de maximizar beneficios, el calentamiento global sólo puede contrarrestarse mediante una dictadura tecnocrática. Para Ostrom, enfrentarnos al cambio climático exigiría valores comunitarios que aseguren que la retribución que la conducta cooperativa (la elección de prácticas sustentables a otras que, prima facie, satisfagan mejor las preferencias subjetivas del actor o agente) comporta en términos de reconocimiento público, prestigio o reputación constituya un incentivo. Los estudios de Ostrom han demostrado empíricamente que este incentivo es más eficiente que la coacción por parte de una autoridad externa.

Idénticas consideraciones valdrían para el problema de la escasez y el buen uso de un bien común como el agua. En América Latina, la mayoría de las campañas institucionales para hacer frente al problema del uso sustentable del agua apelan exclusivamente a la racionalidad estratégica de los ciudadanos. Dar valor al agua significa así ponerle precio, estimarla como un recurso cuyo derroche, impago o pago impuntual resulta económicamente muy costoso. Sin embargo, estimar el valor económico del agua ha demostrado ser condición necesaria pero no suficiente para su debida valoración. Dar valor al agua también implica incluirla adecuadamente en una serie de hábitos individuales, prácticas, normas y valores a los que a la que podemos denominar cultura ambiental. Los casos de éxito analizados por Ostrom nos demuestran que esa cultura ambiental no es una quimera académica, pero también que su articulación exige el cultivo de una reciprocidad no estratégica que incentive en la ciudadanía hábitos, prácticas y conductas cooperativas y ambientalmente válidas. Ostrom nos ha demostrado que la libre cooperación y el reconocimiento comunitario incentiva los usos sustentables de los ciudadanos en un grado mucho mayor que la imposición y la coacción por parte de una autoritaria y exógena.

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Pieter Bruegel el Viejo, Preparación de un lecho de flores(fecha desconocida), National Museum of Art, Bucarest, Rumania

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seis

Ambiente, comunidad y democracia

La necesidad esencial, en otras palabras, es la mejora de los métodos y condiciones de debate, discusión y persuasión. Éste es el problema del público. Esta mejora depende esencialmente de que se liberen y perfeccionen los procesos de investigación y de divulgación de sus conclusiones […] No es necesario que la mayoría tenga los conocimientos y la destreza para realizar las investigaciones necesarias; lo que se requiere es que tenga capacidad para juzgar la importancia de los conocimientos que otros proporcionen sobre los intereses comunes.

John Dewey, La Opinión Pública y sus Problemas

La objetividad con respecto a la valoración y al juicio exige una crítica abierta e irrestricta, exige el razonamiento público, el debate y el desafío. Si hay algo que hayamos aprendido del progreso de la Ética y de la Filosofía Política durante la última mitad del siglo XX es que la objetividad en ambas disciplinas se haya esencialmente vinculada a la necesidad de someter creencias y propuestas al escrutinio de los debates y las discusiones públicas.

Amartya Sen, “El desarrollo como libertad”

Las tesis de Hardin sobre la Tragedia de los Comunes analizadas en el capítulo anterior siguieron prevaleciendo en el debate ambiental hasta la última década del siglo pasado. La mayoría de las políticas ambientales establecidas por organismos internacionales para la conservación de los recursos naturales de los países en vías de desarrollo, por ejemplo, se inspiraron en esta especie de

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credo convencional, responsabilizando a las comunidades locales de estos países de la sobre-explotación y el agotamiento de estos recursos. Los supuestos asumidos por los analistas de la época decretaban la incompatibilidad a priori entre la sustentabilidad de los recursos comunes y los intereses y los valores de los usuarios que hasta entonces los habían compartido. Sumadas a su pobreza ancestral, las predicciones de crecimiento demográfico para estos países agravaban más esta percepción e inspiraban políticas que supuestamente aliviarían la presión sobre sus recursos naturales comunes siempre y cuando se limitase el acceso y se excluyese de su gobierno a las comunidades locales. La concesión de créditos y subvenciones internacionales estaba habitualmente supeditada a la exclusión de las comunidades y a la imposición de una autoridad externa que garantizase la gestión económicamente racional de los recursos naturales (Agrawal, 1996).

Como vimos en el capítulo anterior, trabajos como los de Elinor Ostrom y Gerald Marten han dado un vuelco a nuestra manera de entender la función que desempeñan las comunidades en la sustentabilidad de los recursos naturales comunes. Ostrom proporcionó contundente evidencia empírica del fracaso de las medidas de coerción ejercidas sobre las comunidades por parte de las autoridades externas para impedir el colapso ecológico de recursos forestales, hídricos o pesqueros. En muchos casos, la concesión de derechos de propiedad (la “privatización”) y la inserción de los recursos en un sistema de precios de mercado había incluso acelerado ese colapso. Marten, Ostrom y otros analistas críticos pensaron que había llegado la hora de volver a evaluar el verdadero papel de las comunidades en el desarrollo de prácticas ambientales sustentables. En un estudio ya clásico sobre la sustentabilidad de los recursos naturales, Ascher aseveraba contundentemente: “La supervivencia y la propia calidad de los bosques de los países en vías de desarrollo depende de la fortaleza de las comunidades forestales organizadas por las gentes que han estado tradicionalmente implicadas en su uso” (Ascher, 1995: 1). Las asignaturas de “desarrollo comunitario” que pueblan los programas universitarios de educación ambiental y de manejo de recursos naturales son buena prueba de la revalorización de las comunidades en el paradigma científico, político y ético de la sustentabilidad.

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Otros factores explican también la emergencia del concepto de comunidad en el análisis crítico de la sustentabilidad. La crisis ambiental ha agravado nuestro escepticismo con respecto a la ideología del progreso. Este desencanto ha inspirado en buena medida cierta idealización nostálgica de formas de vida compartida a partir de la identificación de comunidades tradicionales que han sobrevivido a los procesos de modernización y racionalización iniciados con la revolución industrial. Tal idealización no es necesariamente un elemento negativo, en la medida en que contrarresta retóricas tecnocráticas y autoritarias destinadas a justificar procesos de homogeneización cultural, o procesos de des-diferenciación que, como hemos visto, reducen en buena medida la resiliencia de los sistemas ecológicos y sociales. Pero tras la idealización de lo comunitario también podemos hallar una mezcla incuestionada de supuestos descriptivos y normativos que la educación ambiental está obligada a analizar críticamente. El objetivo transformacional de la educación ambiental exige articular sus valores comunitarios sobre la base de una adecuada descripción de los procesos de génesis y desarrollo de las comunidades.

Como en el caso de la educación ambiental o la sustentabilidad76, la noción de comunidad es también un concepto en disputa. Los análisis que habitualmente se ofrecen del concepto de comunidad circunscriben su estudio al ámbito de comunidades humanas a lo largo de tres ejes no siempre diferenciados (Agrawal y Gibson, 1996): (1) la comunidad como unidad espacial o geográfica, (2) la comunidad como estructura social y (3) la comunidad como norma ideal u horizonte normativo compartido. En la primera parte de este último capítulo reelaboraremos este tercer eje a partir de una descripción naturalista de los procesos de génesis y desarrollo de los valores en los individuos y las comunidades. A partir de esta reelaboración, ensayaremos un bosquejo de pragmática normativa del concepto de comunidad basado en la investigación de acción (action research). El concepto normativo de comunidad de investigación y aprendizaje puede elucidar y potenciar el alcance que el sentido de pertenencia deliberada a una comunidad puede tener en la corrección de los hábitos ambientales de los individuos. En

76 Ver supra, capítulo 1, sección “La sustentabilidad, concepto en disputa”.

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la siguiente sección examinaremos la posibilidad de salvar la brecha entre hábitos naturales y hábitos culturales desde un principio, integrando normativamente el concepto de comunidad en el origen de la identidad personal y en el desarrollo y la revisión de los hábitos de interacción ambiental de los individuos. En las siguientes secciones reconstruiremos ciertas simetrías entre las prácticas de la ciencia y las de la democracia participativa como analogía normativa para las comunidades de investigación y aprendizaje ambiental, a cuyo análisis dedicaremos el resto del capítulo.

Ambiente, comunidad e identidad personal

El tránsito hacia una nueva cultura ambiental parece exigir un giro comunitario en la manera en que nos identificamos y pensamos nuestra identidad como personas. La tradición pragmatista fue una de las primeras en la historia del pensamiento occidental que dejó de concebir los procesos mentales de los individuos de la especie humana en términos de eventos privados de una conciencia subjetiva, incomunicada y separada de su ambiente natural y social. Según esta tradición, la propia identidad personal depende de procesos públicos comunicativos acontecidos en las comunidades y en los ecosistemas en los que el individuo se desarrolla durante las distintas etapas de su vida. El psicólogo ecológico Ulrich Neisser ha defendido una tesis sobre el desarrollo secuencial del yo que resulta pertinente como punto de partida para la construcción de una concepción ambiental y pública de la identidad personal, basada en la adquisición de hábitos mediante la participación del individuo en comunidades ecológicas y culturales.

Según Neisser (1992), la primera etapa en la formación de la identidad personal corresponde al yo ecológico, la segunda al yo extendido y la tercera al yo evaluativo. En la primera etapa, conforme percibe, responde, interactúa y manipula los diferentes objetos materiales que encuentra a su alcance, el niño va cobrando conciencia de sus propias respuestas fisiológicas en presencia de un ambiente o entorno inmediato. Se forma así su yo ecológico, resultado de la integración perceptiva de sus hábitos fisiológicos en procesos físicos y biológicos inmediatamente presentes. Más tarde, cuando madura su capacidad cognitiva para recordar conductas o

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hechos ya acaecidos, imaginar objetos que no están inmediatamente presentes y anticipar acciones futuras, el niño desarrolla un yo extendido. El yo extendido es resultado de la constatación de una presencia instrumental relativamente permanente, capaz de intervenir y alterar el curso de los procesos ambientales. Finalmente, según Neisser, cuando el niño se percibe a sí mismo como un agente comunitario (como un agente entre otros agentes que, además de responder conductualmente al ambiente, también responden a las propias intervenciones del niño en los procesos ambientales) el niño desarrolla su yo evaluativo y, con él, el horizonte normativo de su conducta - qué puede, qué debe y qué no debe hacer.

Una concepción pragmática y ambiental de la identidad personal entrelaza las tres etapas (ecológica, instrumental y valorativa) como si fueran las tres hebras de una misma cuerda, de una única secuencia evolutiva en la que tanto la identidad personal del individuo como su horizonte normativo van desarrollándose a la vez con los hábitos que el individuo adquiere al intervenir y participar en los procesos de un ambiente ecológico y social. Esta concepción pragmática descarta desde un principio la existencia un yo pre-constituido, que se conoce privadamente a sí mismo antes de realizar sus acciones en el ambiente, de adquirir sus hábitos y de aprender a evaluarlos comunicativamente en el horizonte normativo de los demás, de su comunidad. La concepción pragmática de la identidad personal no traza una periodización estricta entre la intervención en el ambiente, la participación social y la evaluación de una y de otra. Aprender hábitos significa intervenir, participar, evaluar y corregir. En la especie humana, y en condiciones normales de nacimiento, crianza y desarrollo, la adquisición y corrección de hábitos responde e incorpora funcionalmente un ambiente al que pertenecen asociaciones o sociedades de organismos denominadas comunidades bióticas, humanas y no-humanas. Si el objetivo de la educación ambiental es, como hemos postulado desde el primer capítulo, la transmisión cultural a las futuras generaciones de un ambiente biodiverso, será necesario repensar el proceso de aprendizaje y revisión de hábitos atendiendo al origen y al desarrollo conjunto de la validez ecológica y la validez social de nuestros posibles comportamientos, de las respuestas al ambiente que constituyen la conducta cultural de los seres humanos.

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Como vimos páginas atrás, la coevolución de los organismos y de su ambiente llevó a los ecólogos a concebir un único sujeto evolutivo, la mutualidad organismo-ambiente (Odum, 1965). La coevolución entre los organismos de la especie humana y sus respectivos ambientes nos permite entender por qué, dentro del proceso de transmitir hábitos, transmitir un ambiente y trasmitir una cultura son dos descripciones analíticas de un mismo proceso. Los hábitos son modos específicos de comportamiento orgánico. Y lo más característico de todo comportamiento orgánico es su carácter sistémico, su desarrollo en situaciones ambientales en las que el organismo es el sujeto y también el objeto de cambio o transformación77. Los organismos transforman sus ambientes con sus acciones y son transformados por la retroalimentación negativa y positiva de sus ambientes. Así pues, el ambiente participa y está dentro de los hábitos. No es algo puramente externo, como si se tratase de un marco inerte o un decorado.

Cuando hablamos de hábitos, sin embargo, tendemos a acentuar el control sobre el cuerpo a expensas del control sobre el ambiente. Creemos que caminar, nadar, escribir o hablar son simplemente destrezas o habilidades logradas controlando nuestro cuerpos. Lo son, pero ese control no es un proceso que el propio cuerpo desarrolle con absoluta autonomía, pues la validez ecológica de sus acciones depende precisamente de la efectividad de sus inferencias y anticipaciones para controlar el ambiente. Por mucho que una persona repita los movimientos correctos de brazos y piernas, no aprenderá a nadar en el ambiente seco de su gimnasio. Como diría Dewey, adquirir el hábito de caminar o de nadar es precisamente aprender a disponer de ciertas propiedades físicas del ambiente para desplazarnos. Lo que vale para el ave o para el pez puede no valer para el ser humano, al menos sin el concurso de instrumentos exosomáticos.

Pensemos por ejemplo en funciones fisiológicas como respirar o digerir, que también requieren la cooperación entre organismo y ambiente. El pez no vive meramente en el agua, sino gracias al agua, esto es, gracias a las disponibilidades (affordances) o propiedades que es capaz de suministrarse del agua: gracias a los modos en que

77 Ver supra capítulo 2, en la sección “Cognición y finitud ecológica”.

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el ambiente interviene activamente en sus funciones fisiológicas. La respiración de un mamífero es una función que requiere tanto de los pulmones como del aire; su digestión requiere tanto del alimento proporcionado por el ambiente como de los tejidos, de los movimientos y las secreciones del aparato digestivo; la visión depende tanto de las condiciones lumínicas del medio como de la estructura del aparato óptico del organismo, sea éste un homo sapiens, un babuino, un halcón o un calamar de Humboldt. La validez de nuestros hábitos biológicos y fisiológicos depende de su adaptación al ambiente, entendiendo esta adaptación como satisfacción del conjunto disponibilidades o condiciones naturales que define lo que es su ambiente. Del mismo modo, la validez de nuestros hábitos culturales depende también de que satisfagan condiciones de validez impuestas por un ambiente cuya evolución depende a su vez de las elecciones y las acciones de las poblaciones de la especie humana.

Los etólogos nos han enseñado a considerar la diferencia entre hábitos naturales y hábitos culturales como la distinción entre dos maneras de transmitir propiedades de las conductas, innatas (o genéticas) y adquiridas. Pero cada uno de estos dos modos de transmisión de hábitos afecta al otro, en la medida en que es un único ambiente el que interviene tanto en la selección evolutiva de la conducta adquirida como en la selección evolutiva de la conducta innata. La moderna epigenética (el estudio de los factores ambientales que condicionan la expresión fenotípica del genotipo) ha demostrado que la activación de la herencia genética depende en buena medida de condiciones ambientales, tanto naturales (la temperatura, la humedad, la presencia de depredadores y con-específicos) como culturales (la nutrición y la dieta, la contaminación, el estilo de vida). En el caso de la especie humana, el ambiente natural del ser humano no puede ser disociado de su ambiente cultural: el epigenoma representa la huella que nuestra cultura, nuestros hábitos de vida, tiene sobre nuestra biología, sobre nuestra herencia genética.

Análogamente, la validez social y la validez ecológica de nuestros hábitos no pueden divorciarse tan fácilmente. Nos dice Dewey: “El ambiente particular en que vive el individuo le lleva a percibir y a sentir unas cosas y no otras; le lleva a tener ciertos planes para que pueda actuar con éxito con los demás; fortalece

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algunas creencias y debilita otras como condición para merecer la aprobación de los otros. Así se produce gradualmente en él cierto sistema de conducta, ciertas disposiciones para la acción. La palabra ‘ambiente’ designa algo más que los lugares próximos al hombre. Designa la continuidad específica de esos lugares con sus propias tendencias activas … un ser cuyas actividades están asociadas con las de otros tiene un ambiente social. Lo que hace y lo que puede hacer depende de las expectativas, exigencias, aprobaciones y condenas de los demás. Un ser conectado con otros no puede realizar sus propias actividades sin tener en cuenta las actividades de ellos. Pues éstas son las condiciones indispensables para la realización de sus tendencias. Cuando se mueve las atrae, y recíprocamente. Pensar y sentir lo que han de ser sus acciones en relación con los demás es un modo de conducta tan social como lo es el acto más definidamente cooperativo u hostil” (Dewey, 1916: 19).

Bajo una óptica pragmática, la posible validez ecológica y social de las interacciones entre individuo y ecosistema (la corrección de su conducta para el ambiente en el que habita y para la comunidad en la que vive) condiciona desde un principio la gestación de la identidad personal en el horizonte normativo de una comunidad. Dicho sea en términos más simples: lo que uno cree ser no es independiente de cómo actúa en su entorno natural ni de la sanción evaluativa que sus acciones reciben de los demás. El yo solipsista, ecológica y socialmente aislado es una ficción de la filosofía moderna con consecuencias ambientalmente desastrosas.

George Herbert Mead, pragmatista y fundador de la corriente sociológica del interaccionismo simbólico, criticó duramente la concepción “separatista” de la mente individual, mostrando convincentemente que hasta nuestro propio “yo” introspectivo emerge a partir de las relaciones sociales con otro “yos”, de modo que el “yo” de la introspección es el mismo “yo” que es objeto de la conducta social de los demás (Esteban, 2001:46). También John Dewey insistía en la intervención de la intersubjetividad en nuestra propia identidad en cuanto sujetos agentes: “La comunidad exterior se convierte en un foro y un tribunal interno en que se juzgan cargos, acusaciones y exculpaciones. Nuestros pensamientos acerca de nuestras propias acciones están saturados por las cosas que los demás piensan de ellas, expresadas explícitamente o plasmadas de manera mucho más efectiva en cómo reaccionan a nuestros actos”

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(Dewey, 1922: 216). Es más, según Dewey, “no deberíamos sentir aversión a la soledad si, cuando estuviéramos solos, gozáramos de la compañía de un pensamiento comunal bien anclado en nuestros hábitos mentales. A falta de esa comunión en la esfera del pensamiento, surge la necesidad de refuerzo a través del contacto externo. Nuestra sociabilidad tiene mucho de esfuerzo por encontrar sustitutos de esa conciencia de conexión y unión normal cuando uno se sabe miembro de un todo social que lo sostiene y, a su vez, es sostenido por él” (Dewey, 1929:83).

Esta concepción social y normativa de los procesos del pensamiento resulta particularmente relevante para enfrentarse a problemas como los ambientales, en los que nuestras acciones tienen consecuencias sobre las acciones de los demás y que por eso mismo exigen una autocrítica antes y después de nuestras tomas de decisión. Para otro autor pragmatista, Ch. S. Peirce, la propia deliberación mental es más dialógica que monológica. “Los pensamientos de alguien son algo que él se está diciendo a sí mismo, esto es, algo que él está diciendo a ese otro yo que acaba de cobrar vida en el flujo del tiempo. Cuando uno razona es a ese yo crítico al que uno trata de convencer […] El círculo social del hombre es una persona de límites difusos, pero en algunos aspectos de rango superior a la persona de un organismo individual” (Peirce, 1958: 191). En la tradición pragmatista, ese otro yo superior es la comunidad.

G.H. Mead ilustró la función que ese yo evaluativo, crítico y comunitario juega a la hora de establecer la propia identidad de la persona o el individuo, siguiendo la tesis pragmatista de que el individuo solo puede reflexionar o concebirse como sujeto a partir del reconocimiento recíproco de otros sujetos o individuos: “Sólo cuando el individuo se descubre a sí mismo actuando con referencia a él mismo como actúa para con los demás, sólo entonces se convierte a sí mismo en un sujeto y no en un mero objeto” (Mead, 1982: 352). John Dewey llega a una conclusión casi idéntica: “Para seres que observan y piensan, y cuyas ideas son absorbidas por impulsos y se transforman en sentimientos e intereses, el “nosotros” es tan inevitable como el “yo”. Pero el “nosotros” y “lo nuestro” sólo existen cuando se perciben las consecuencias de la acción combinada y se convierten en objetos de deseo y de esfuerzo, del mismo modo que “yo” y “mío” aparecen en escena sólo cuando se afirma o se establece conscientemente una participación distintiva

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en la acción mutua […] participar en las actividades y compartir sus resultados exige como prerrequisito una comunicación” (Dewey, 1927: 330). El filósofo alemán Jürgen Habermas aplaudió las consecuencias éticas de esta ideas de Mead y Dewey, según las cuales “la identidad del yo solo puede constituirse a partir de la ejercitación de roles sociales, es decir en la complementariedad de expectativas de comportamiento sobre la base del reconocimiento reciproco” (Habermas, 1974: 22). A partir de las expectativas mutuas de reconocimiento y comportamiento recíproco se va gestando la red de creencias, valores y actitudes características de los miembros de una comunidad. Obtenemos así otro corolario de las conclusiones de nuestro análisis de las comunidades que habían logrado enfrentar exitosamente la tragedia de los comunes78: el reconocimiento y la reciprocidad forman parte desde un inicio de la gestación comunicativa de la identidad personal dentro de determinada comunidad y en determinado ambiente o entorno natural.

Ya hemos argumentado en capítulos anteriores que es el desarrollo hipertrófico de un yo individual y la reducción de sus funciones al cálculo racional (a la maximización de los beneficios individuales) lo que sepulta y distorsiona gravemente el carácter social tanto de la acción como de la revisión racional de las propias acciones sobre el ambiente. El cálculo racional de beneficios o maximización suele plantearse como un juego de suma cero en el que para que yo gane (+1) otro tiene que perder (-1). En el capítulo anterior, la tragedia de los comunes nos enseñaba que, cuando el recurso es común y finito, el resultado de los juegos de suma cero es el agotamiento del recurso y la consiguiente ruina de todos. Para evitar este dilema social necesitamos la cooperación de cada individuo, y ésta sólo puede producirse bajo los supuestos de confianza, reciprocidad, veracidad y honestidad. Los procesos dialógicos de una comunicación veraz, lo más libre posible de distorsiones y coacciones pueden ayudar a establecer o restablecer esos supuestos y con ellos la propia idea de comunidad como horizonte normativo de nuestras acciones sobre los recursos comunes. “Decir la verdad, decir cómo son las cosas, significa describirlas en términos que respeten las convenciones de

78 Sobre reconocimiento y reciprocidad, ver supra, capítulo 5, en la sección “Compromiso, reconocimiento y reciprocidad”.

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una interacción social adecuada […] decir la verdad siempre es una cuestión de adaptación a una audiencia social […] representar las cosas como son es representar las reformas que tienden a mantener la comprensión común; distorsionarlas es atentar (voluntariamente o no) contra las condiciones de la comprensión común. Una comprensión es un acuerdo; una mala comprensión, un desacuerdo, y la comprensión es una necesidad social porque constituye un prerrequisito de toda comunidad de acción. No es casual que los términos “comunicación” y “comunidad” sean tan próximos; o que el trato social signifique participación equitativa […] en su sentido más primitivo y humano verdad significa convencimiento, veracidad o literalmente: una acción comunicativa abierta y veraz […] la verdad, la veracidad, la difusión, la transparencia eficaz de las relaciones mutuas […] la verdad es tener cosas en común” (Dewey, 1911: 15-16).

Los problemas ambientales son dilemas sociales que se producen como resultado de las estrategias de maximización entre agentes que no interactúan comunicativamente, como vimos en el capítulo anterior. De ahí que sea deseable desarrollar ambientalmente la concepción pragmática, comunicativa y normativa de la comunidad que Dewey sugiere en el texto anterior. Dado que todas nuestras acciones dejan una huella ecológica, el restablecimiento de la confianza, la reciprocidad, la veracidad y la honestidad es un requisito básico para la validez social de las acciones y, por consiguiente, para la detección, identificación y revisión de hábitos, valores, creencias y actitudes con consecuencias ecológicamente inválidas. Para conseguir ese restablecimiento no queda más remedio que reequilibrar reflexiva y dialógicamente la balanza entre intereses y valores exclusivamente privados e intereses y valores verdaderamente comunitarios mediante un proceso de deliberación colectiva.

Para la teoría clásica o instrumental de la racionalidad económica, el reequilibrio entre interés privado y bien público es silente y automático. La mano invisible del mercado armoniza las trayectorias maximizadoras de los agentes económicos. Pero los últimos 20 años de crisis ambiental bajo un sistema económico de capitalismo irrestricto nos enseñan que, en la segunda década del siglo XXI, el libre mercado por sí mismo no va a producir una armonización de las trayectorias maximizadoras individuales, ni

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entre sí ni con el medio ambiente que las sustenta y que posibilita su continuidad. Nuestras modernas democracias de consumo han reducido la democracia a un agregado de preferencias, reduciendo las comunidades sociales a grupos de interés incomunicados y la participación a la manifestación de preferencias mediante la elección de representantes de sus intereses. Despojado de todo elemento comunitario ideal y normativo , el llamado “juego democrático” ya ni siquiera aspira a ser heurístico y deliberativo en la búsqueda del bien común, sino a ser una suerte de erística de mercado, una lucha estratégica por conseguir preferencias de consumo con jugadas que casi siempre rozan la mera legalidad (gamesmanship) y se despreocupan abierta y cínicamente de la moralidad. Tal y como preconizaba Joseph Schumpeter, la democracia se ha convertido en una práctica más del mercado, un arreglo administrativo para tomar decisiones políticas que permite a los individuos obtener poder de decisión mediante una lucha competitiva y periódica por el voto de la gente. La democracia se convierte así en una especie de chequeo del poder de las élites mediante el consumo o la compra de su voto. Con este procedimiento para alcanzar la validez social se entiende que los imperativos ecológicos se hallen siempre subordinados a los intereses mercantiles y administrativos.

Las democracias liberales y de consumo han demostrado ser la fuente principal de la invalidez ecológica y social de nuestras acciones, como ya afirmara John Dewey hace casi ochenta años79. La equiparación entre los bienes sociales y las mercancías compradas y vendidas con las leyes del mercado convierte el aplazamiento de la gratificación o la satisfacción de los consumidores en el único futuro común compartido por los individuos y los grupos sociales.

Frente a este concepto empobrecido, la inclusión del concepto de generaciones venideras trata de restablecer la relevancia normativa del sentido de pertenencia a una comunidad extendida en el tiempo. La estructura normativa de esa comunidad descansa precisamente en su orientación hacia el futuro. El concepto de generaciones venideras puede operar como horizonte compartido para la crítica y la deliberación pública de las prácticas culturales que amenazan la transmisión de un ambiente biodiverso a nuestros descendientes.

79 Sobre este punto ver supra, Introducción, en la sección “Dilemas sociales y democracia participativa”.

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En términos educativos, transmitir ese ambiente valioso implica también transmitir las prácticas deliberativas de una cultura crítica y participativa.

Ciencia y democracia participativa

La concepción comunitaria de la identidad personal y de los hábitos nos permite extender ambientalmente la crítica al individualismo y a las democracias de consumo sobre la base del principio de la verificabilidad de sus consecuencias ecológicas y del horizonte normativo de la pertenencia de los individuos a una comunidad a cuyas futuras generaciones debemos transmitir un ambiente valioso y biodiverso. Esta interpretación pragmática de la noción de comunidad combina desde un principio elementos descriptivos y elementos normativos en una única concepción experimental. Se trata sin duda de una noción ideal de comunidad: la comunidad como debería ser si nos educáramos en cierto tipo de conceptos, prácticas y valores que pueden fortalecer aspectos ambientalmente deseables de nuestra vida comunitaria y debilitar aquellos otros que resultan comunitaria y ambientalmente dañinos.

La democracia participativa encarna experimentalmente el tipo ideal de vida comunitaria: “La democracia, contemplada como una idea, no es una alternativa a otros principios de la vida asociada. Es la idea misma de vida comunitaria. Es un ideal en el único sentido inteligible de la palabra: es decir, la tendencia y el movimiento de algo que existe llevado hasta su límite […] dado que las cosas no cumplen esta condición sino que en realidad están sometidas a trastornos e interferencias, la democracia no es un hecho ni nunca lo será. Pero en este sentido tampoco existe ni ha existido nada que sea una comunidad en su completa medida, una comunidad no distorsionada por elementos extraños. Con todo, la idea o el ideal de una comunidad se corresponde con fases reales de la vida asociada cuando se hallan libres de elementos restrictivos y perturbadores […] donde quiera que exista una actividad conjunta cuyas consecuencias se juzguen buenas por todas las personas particulares que intervienen en ella, y donde la consecución de ese bien produzca un deseo firme y un esfuerzo decidido por conservarlo justamente como lo que es, como un bien compartido por todos, donde quiera

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que ocurra esto habrá una comunidad […] La clara conciencia de una vida comunitaria con todas sus implicaciones constituye la idea de democracia solo cuando partimos de una comunidad como un hecho” (Dewey, 1927: 138). Participar genuina y democráticamente en una comunidad significa “extraer los rasgos deseables de formas de vida en comunidad que realmente existen y emplearlos para criticar los rasgos indeseables y sugerir su mejora” (Dewey, 1916: 89).

Siguiendo la tradición de Dewey, seleccionaremos de la forma de vida comunitaria involucrada en la investigación o indagación científica algunos rasgos deseables de una comunidad idealmente democrática: reciprocidad, intereses y valores compartidos por sus miembros y, más importante aún, apertura crítica e interacción comunicativa con otros grupos. Ni qué decir tiene que esta selección normativa implica la exclusión de otros rasgos ciertamente indeseables, presentes también en la actividad científica, como la voluntad de poder y la endogamia. La noción pragmática de comunidad de investigadores aúna los rasgos deseables de la actividad científica en su horizonte normativo (o, dicho sea con otras palabras, en su ethos democrático). Las prácticas de la ciencia son actividades irrevocablemente públicas, que deberían ser regidas por la más absoluta libertad de opinión y comunicación, en las que todo debe estar siempre abierto a crítica y a debate. El ethos democrático de la ciencia es análogo al compromiso que nos involucra en la participación en proyectos comunes, que nos exige procurar la simetría en la distribución de oportunidades entre todos los participantes para comunicar aportaciones y críticas. El ethos democrático de la ciencia también prescribe que los logros alcanzados argumentativamente en dicha participación en proyectos comunes sean vinculantes y perduren con cierta continuidad en los proyectos venideros, de manera que, por compromiso con una comunidad de investigadores en el tiempo, ciertas partes de la investigación gocen de inmunidad provisional, hasta que se justifique lo contrario. El éxito en la investigación colectiva requiere de muchas prácticas de la democracia participativa: reconocimiento de interlocutores en el diálogo o la deliberación, resultados que se entiendan siempre como resultado de la indagación y la deliberación colectiva entre estos interlocutores, verificación pública, crítica organizada, división del

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trabajo, cooperación y comunicación reciproca de conocimientos, datos, métodos y resultados.

La concepción cooperativista y democrática de la ciencia como una práctica social, basada en una comunidad de investigadores continua en el tiempo, alcanza su mejor expresión en la filosofía pragmática de la ciencia de Charles Sanders Peirce, habitualmente conocida como socialismo lógico. Para Peirce, “el progreso de la ciencia no puede darse salvo por colaboración; o, para hablar más apropiadamente, ninguna mente puede dar un solo paso sin la ayuda de otras mentes. Además, la salud de la comunidad científica requiere de la más absoluta libertad mental”. “No llamo ciencia a los estudios solitarios de un hombre aislado. Sólo cuando un grupo de hombres, más o menos en intercomunicación, se ayudan y estimulan unos a otros al comprender un conjunto particular de estudios como ningún extraño podría comprenderlos, [sólo entonces] llamo a su vida ciencia” (Peirce, 1931:220).

La acción social de las comunidades para enfrentar problemas ambientales ha de emular las propiedades de la participación en investigaciones científicas, en la medida en que, en ambos casos, la génesis y la continuidad del proceso depende de un compromiso conjunto en la construcción deliberada de mejores procedimientos para adquirir y mejorar conocimientos y hábitos. Como el progreso de la investigación, el tránsito hacia la sustentabilidad depende inicialmente de que seamos capaces de crear un clima de debate y deliberación en el que nuestras creencias, valores, hábitos y actitudes puedan someterse libremente a prueba. Las condiciones para la práctica conjunta de la investigación en problemas ambientales como la contaminación o el cambio climático son en principio análogas a las condiciones de una democracia participativa, comunicativa y deliberativa que logre impulsar una nueva cultura ambiental.

Como las prácticas de la investigación participativa, las prácticas de una democracia ambiental pueden favorecer (1) la detección y la quiebra de actitudes, valores y hábitos que han demostrado ser ambientalmente perjudiciales y (2) la creación y el desarrollo de nuevos hábitos, más adaptativos y deseables a la luz de las situaciones de crisis ambiental. Para esa doble tarea, una comunidad de investigación o aprendizaje ambiental (3) debe estar orientada al futuro, pues toda investigación colectiva presupone como objetivo la continuidad o desenvolvimiento de la comunidad en el tiempo

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y (4) debe practicar la libre comunicación de supuestos, métodos y resultados con otras comunidades.

Pero es fácil entender que la cooperación dentro de esa comunidad de investigación o aprendizaje ambiental dependerá también del cultivo personal de hábitos de reflexión, razonamiento y juicio que normalmente atribuimos a la investigación rigurosa y objetiva. Entre tales hábitos han de contarse80

(1) la confianza, la consideración, la reciprocidad y el reconocimiento de los demás participantes;

(2) la capacidad de distanciarse de los propios compromisos, intereses y emociones personales;

(3) la capacidad de identificarse contrafáctica y empáticamente, o de ponerse en el lugar de los demás;

(4) una fuerte disposición a escuchar a los otros, buscando primero comprender y después ser comprendidos;

(5) ser flexible mentalmente y admitir el error como fuente de conocimiento;

(6) ser capaz de pensar con los demás para la revisión del propio proceso de pensamiento;

(7) adecuar la densidad de nuestras explicaciones a los conocimientos de los participantes, empleando abundantes ejemplos;

(8) ser capaz de hacerse preguntas significativas para todos los participantes;

(9) aplicar el conocimiento pasado a nuevas situaciones significativas para la comunidad en relación con la situación problemática;

(10) articular con los otros la selección y recogida de datos; (11) no tomar riesgos innecesarios que comprometan la

participación de los demás, teniendo siempre en cuenta las relaciones de interdependencia dentro de un grupo o comunidad y en definitiva:

80 Como todas las que hemos enumerado en este libro, esta lista es abierta y puede ser complementada. En este caso, convendría recordar las virtudes deliberativas de Talisse (2007), supra Introducción, en la sección “Dilemas sociales y democracia participativa”.

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(12) la disposición a sinergizar, cultivando la capacidad y la actitud de valorar la diversidad, movilizando ideas y opiniones distintas, que siempre producirán resultados mejores y más innovadores que los puramente individuales.

La democracia consiste más en el cultivo de la deliberación y de esos hábitos mentales de cooperación que en una regla de mayoría para la representación política o la elección de cargos. Fue John Dewey quien extendió por vez primera estos hábitos o disposiciones mentales para la cooperación como normas para una comunidad de ciudadanos regida por los principios de libre comunicación sin coacciones. Además de mantener fuertes lazos afectivos y éticos de interdependencia, los miembros de una auténtica comunidad han de poder ilustrarse, educarse mutuamente. El significado de la democracia es más educativo que político: “Sólo existe plena educación cuando hay participación responsable por parte de cada persona, en proporción a su capacidad en la tarea de dar forma a los fines y los medios de los grupos sociales a los que el individuo pertenece. Este hecho fija el significado de la democracia […] Democracia es tan sólo un nombre que se da al hecho de que la naturaleza humana únicamente se desarrolla cuando sus elementos participan en la dirección de las cosas que son comunes, de las cosas por las que los hombres y las mujeres forman grupos, es decir equipos deportivos, compañías industriales, gobierno, iglesias, asociaciones científicas”. “En el fondo del sentido moderno de la democracia, radica un convencimiento cada vez mayor de que los bienes existen y permanecen únicamente mediante su comunicación y que la asociación es el medio de compartirlos conjuntamente” (Dewey, 1920: 200).

Todos somos investigadores ambientales

Desde finales del siglo pasado, la denominada investigación de acción viene demostrando ser una de las formas óptimas para aplicar el socialismo lógico de Peirce y la teoría de la investigación participativa y democrática de Dewey a la resolución de problemas ambientales que involucran específicamente comunidades de afectados. De hecho, los propios defensores de esta corriente

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reclaman a la teoría democrática de la investigación de Dewey como precedente conceptual de sus prácticas de campo. La investigación de acción es un tipo de investigación socialmente orientada, practicada por un grupo, equipo o una comunidad extendida, integrada tanto por investigadores científicos o expertos como por miembros pertenecientes a una comunidad o comunidades locales, cuyos integrantes buscan solventar un problema para mejorar una situación local o la situación de comunidades afines (Greenwood y Levin, 1998). La investigación de acción promueve una participación social amplia en los procesos heurísticos para producir acciones que conduzcan a los implicados en el problema a una situación mejor, más justa o satisfactoria. Juntos, los investigadores externos o expertos y los interesados o participantes internos (1) definen los problemas a abordar, (2) generan conocimientos relevantes acerca de estos problemas, (3) aprenden y ejecutan procedimientos de investigación natural y social, (4) emprenden acciones e (5) interpretan los resultados de las acciones basándose en lo que han aprendido conjuntamente. La investigación se concibe como un tipo de acción participativa que sale de los recintos habituales de las instituciones científicas, involucrando activamente a las personas en la generación de conocimientos acerca de su propia condición y de cómo ésta puede ser transformada. Según Falls-Borda y Rahman (1991), la investigación de acción requiere un profundo compromiso por parte de los investigadores participantes de desprofesionalizar su conocimiento experto y compartirlo con la gente, reconociendo a las comunidades directamente implicadas el derecho a mantener su propia voz crítica a la hora de determinar la dirección y los objetivos del proceso de investigación en condición de sujetos y no de meros objetos. En este sentido, la investigación de acción democratizala relación entre los investigadores expertos y las partes locales interesadas. La figura siguiente ilustra lo que Greenwood y Levin llaman modelo co-generativo de investigación.

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Figura 23. Modelo Co-Generativo de investigación de acción. Fuente: Greenwood y Levin (1998).

Como veremos, algunos aspectos del proceso co-generativo de investigación de acción resultan pertinentes para la práctica de la educación ambiental. En la investigación de acción todo proceso de resolución de problemas ha de generarse a partir de demandas sociales hechas desde fuera de las instituciones académicas. Los expertos académicos deben ser ante todo sensibles y empáticos con respecto a las situaciones locales ambientalmente problemáticas a

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las que se enfrentan las comunidades de ciudadanos, quienes en las investigaciones científicas más al uso quedan marginados de la definición o formulación del problema.

Pero que los ciudadanos intervengan no significa que los conocimientos y los valores locales determinen por sí solos la formulación del problema. La comunicación dialógica entre participantes internos y participantes externos o expertos debe iniciarse ya desde la misma definición de la situación problemática, pues la formulación del problema implica ya procesos de selección de los hechos del caso que conformarán decisivamente las características de su particular resolución. Por poner un ejemplo ya analizado: la exclusión de las comunidades locales en la formulación del problema ambiental que la avería del Prestige planteaba posibilitó que se pusieran en marcha unos circuitos comerciales y políticos que empeoraron seriamente la situación problemática. A su vez, los conocimientos de los pescadores locales, habituados ya a los derrames de crudo, fueron cruciales para definir las amenazas concretas que el vertido suponía en los diferentes puntos de la costa, y proceder después a un proceso de enseñanza y aprendizaje entre los voluntarios de distintas prácticas para las tareas conjuntas de limpieza. Como este caso demuestra, “la definición del problema es el primer paso en un proceso de aprendizaje mutuo entre participantes internos y externos. Para facilitar un proceso en el que el conocimiento interno o local resulte clarificado en relación con el conocimiento externo o profesional, las prácticas comunicativas deben permitir que se establezca por común acuerdo cuál es el eje del problema. Estas prácticas incluyen las normas del diálogo o la deliberación democrática que implican apertura y apoyo mutuo” (Greenwood y Levin: 1998: 117).

Las normas democráticas de libertad de opinión, veracidad, honestidad, respeto, colaboración y reciprocidad orientan la formación de los espacios de diálogo en la investigación de acción. Los espacios de diálogo o foros instituyen o establecen conceptos y supuestos compartidos que deben resultar confiables para los participantes implicados durante el desarrollo del proceso de investigación. Son espacios de encuentro para ejercer la acción comunicativa. Como en todo proceso comunicativo, la retroalimentación es el factor crucial en el proceso de investigación de acción, pues, por equitativa que sea en principio la distribución

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de oportunidades para ejercer la comunicación, siempre existe una clara asimetría en la distribución de conocimientos y capacidades entre los expertos externos y los participantes internos de la comunidad o comunidades afectadas.

No hay por qué ver en esa asimetría un factor necesariamente negativo. Puede ser una fuente que genere nuevas hipótesis relevantes para la resolución del problema, en la medida en que intentemos reequilibrar esa asimetría mediante acciones educativas que (1) transfieran competencias científicas y técnicas desde los expertos hacia los participantes internos y correspondientemente (2) transfieran información y saberes locales desde estos últimos hasta los participantes externos, quienes así pueden situar significativamente sus competencias en un contexto de aplicación relevante. Unos y otros podrán revisar la calidad de esas transferencias en función del feedback recibido y de su utilidad para impulsar el proceso de resolución del problema o conflicto ambiental en cuestión.

Resulta inevitable que, al inicio del proceso de investigación, el experto o participante externo asuma y ejerza cierta autoridad y tome ciertas decisiones, pues ha de enseñar y capacitar a los participantes locales sobre datos, teorías, instrumentos y prácticas que considera importantes para resolver el problema que previamente han definido. Durante la emergencia nuclear de Fukushima en febrero de 2012, los expertos tuvieron sin duda que adiestrar a buena parte de la población en el uso de contadores Geiger y en ciertas técnicas para detectar la presencia de radioactividad y protegerse de ella. O, por poner un ejemplo algo más tosco, no es infrecuente encontrar poblaciones que no separan la basura simplemente porque no saben distinguir lo orgánico de lo inorgánico, y necesitan ser adiestradas en un tipo práctico de conocimiento que a veces muchos damos equivocadamente por sentado.

Tras las fases iniciales, el carácter local de la situación problemática obliga a que, al finalizar provisionalmente el proceso de investigación para resolverla, los participantes internos adquieran como resultado una capacidad para desempeñarse en situaciones similares que podrán darse en el ambiente local de la comunidad.

En las teorías modernas del proceso de enseñanza-aprendizaje, la capacidad adquirida como resultado de ese proceso recibe el nombre de competencia. En la adquisición de competencias, la democracia no es un simple aditamento externo del proceso de

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investigación, una especie de certificado de corrección política, sino un elemento necesariamente constitutivo. Los expertos han de aprender a ir desprendiéndose de su autoridad inicial, alentando en los participantes su capacidad para ir tomando las riendas del proceso de adquisición de competencias por sí mismos, autónomamente, de acuerdo a los propios intereses de la comunidad. Finalmente, la evaluación autocrítica de la investigación de acción remite a la capacidad de los participantes internos para tomar el control de todo el proceso de desarrollo de heurísticas y adquisición de competencias. “La investigación de acción no puede satisfacer sus principios democráticos a menos que sus procesos se dirijan al incremento del control de los participantes sobre la generación de conocimiento y sobre sus acciones” (Greenwood y Lewin, 1998: 119).

Por ser participativa, la investigación de acción presupone normas y valores democráticos. Es la normatividad de la democracia participativa la que prescribe un proceso en el que el investigador externo comparta gradualmente el poder y con el tiempo lo pierda, de manera que los participantes internos vayan aprendiendo cuándo pueden controlar ese proceso de investigación y con qué heurísticas abordar la situación problemática.

Una de los criterios que validan los procesos de investigación de acción es que, como consecuencia de éste, los miembros locales de la comunidad también aprendan a aprender, para poder así no solo seguir sino también a generar sus procesos de adquisición de competencias y, además, poder transmitirlos. Bajo esta óptica, el cometido más importante de los valores democráticos es propiciar la extensión espaciotemporal de la comunidad de investigadores, fomentando en los participantes internos sus competencias comunicativas para crear foros o espacios de diálogo de mayor complejidad y con una mayor diversidad de participantes. Para aprender a aprender, una comunidad de investigadores de acción ha de ser necesariamente abierta y permeable o porosa. En eso se diferencia precisamente de una banda de infractores o delincuentes,

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por mucha reciprocidad y cooperación que haya entre los miembros de la banda.81

Podría parecer que esta descripción de la investigación de acción supone tantas condiciones ideales que su aplicación a la educación ambiental resulta poco menos que ilusoria. Pero no es así. No hace falta que nos convirtamos en ángeles. Afortunadamente, en capítulos anteriores ya hemos ofrecido algunos casos cercanos que, con todos sus problemas, convergen progresivamente hacia la validez ecológica y social, al menos por ahora82.

En el caso de México, la interacción entre las instituciones de expertos y las comunidades locales ha producido con frecuencia resultados ecológica y socialmente indeseables. En la zona maya de Quintana Roo, ingenieros pagados por el gobierno instruyeron a las comunidades locales a deforestar y vender toda su madera a una corporación paraestatal que monopolizaba la compra de las extracciones forestales y fijaba los precios. Por increíble que

81 Basándose también en John Dewey, Ramón del Castillo ha formulado esta diferencia de manera elocuente: “Desde el punto de vista de la vida del grupo, en cambio, la vida en comunidad requiere la liberación de las capacidades de los individuos en armonía con los bienes comunes. Pero dado que todo individuo es miembro de varios grupos, estas condiciones no pueden cumplirse a menos que los grupos interaccionen flexiblemente entre sí. Los miembros de los grupos cerrados como las bandas criminales, en efecto, no pueden expresar sus capacidades más que en consonancia con los intereses del grupo al que pertenecen, es decir al coste de la represión de aquellas capacidades que quizá expresarían por su relación con otros colectivos, grupos o esferas de acción social. Los grupos cerrados impiden una vida comunal precisamente por eso, porque necesitan evitar o reprimir aquellos intereses que rompan su aislamiento” (del Castillo, 2004: 43).

82 Leticia Merino y Gerardo Segura han documentado extensamente cómo, con el apoyo de instituciones científicas, las tradiciones de la silvicultura comunitaria en México se han convertido en un modelo internacional de desarrollo rural comunitario y conservación de la biodiversidad: “estas experiencias revelan el potencial de la gestión comunitaria de los bosques, no solo para la conservación de los recursos, sino también en su aportación a la gobernabilidad de regiones caracterizadas por su marginalidad y aislamiento[…] El modelo forestal comunitario de México puede convertirse en una alternativa para promover el desarrollo comunal en el que puede confluir valores de equidad, conservación ambiental y rentabilidad económica, contribuyendo a enfrentar el problema de la pobreza de las zonas rurales del mundo” (Merino y Segura, 2003: 253).

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parezca, los ingenieros aconsejaron no reforestar, sino utilizar los pastos deforestados para la práctica de la agricultura trashumante, una forma de cultivo que empobrecía todavía más el suelo de la selva húmeda e impulsaba a seguir talando y deforestando. El punto de inflexión se produjo con la creación en la zona maya de nuevas formas de organización comunitaria basadas en sus tradiciones democráticas locales. Estas organizaciones canalizaron la demanda colectiva de colaboración de instituciones y expertos que capacitasen a las comunidades en la gestión forestal. La cooperación entre participantes externos e internos ha logrado desarrollar en la zona notablemente prácticas más sustentables de agrosilvicultura83, con árboles frutales, plantaciones madereras, extracción de chicle y producción de miel de la abeja melipona. La zona maya de Quintana Roo recibe la atención de investigadores de acción de todo el mundo.

En algunos ejidos de Quintana Roo, por ejemplo, biólogos y ecólogos de universidades latinoamericanas han conseguido impulsar tradiciones de capacitación en el manejo sustentable de recursos naturales entre las poblaciones mayas, denominadas UMAS (unidades de manejo ambiental), que incluyen además modelos sencillos y viables de eco-turismo. El éxito de las acciones de conservación ambiental de la cooperativa pesquera Vigía Chico de la reserva de Sian Ka’an proporciona nuestros mejores ejemplos de la viabilidad de la investigación de acción para la gestión ambiental participativa y la conservación de la biodiversidad.

Investigación participativa en Sian Ka’an

La acción conjunta de expertos externos y participantes locales en las poblaciones de la reserva de la biosfera en Sian Ka’an, Quintana Roo, ha dado lugar a una forma única de luchar contra la tragedia de los comunes en las actividades de pesca de langosta: la “tenencia” del mar. Como los pescadores de Alanya, Turquía, los pescadores de la cooperativa Vigía Chico han aprendido a dividir artificialmente el lecho de la Bahía de

83 Combinando el cultivo de árboles y arbustos con los cultivos alimentarios más tradicionales, la agrosilvicultura crea un sistema agrícola que emula un ecosistema forestal natural (Marten 2001: 119). Sobre esta emulación o biomímesis, ver supra, capítulo 2.

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la Ascensión, en el Caribe mexicano, en parcelas o campos, de manera que cada pescador goza de determinados derechos de apropiación de recursos pesqueros. La parcelación del lecho marino evita que los pescadores capturen langostas en refugios o jaulas distintas a las que el propio pescador ha colocado. Las parcelas se distribuyen de manera estrictamente equitativa entre los miembros de la cooperativa y pueden ser renegociadas antes de cada temporada. Los efectos ambientales de esta heurística aprendida hace un par de décadas han sido notables. (1) Se responsabilizó a cada miembro de la cooperativa de su “parcela” de fondo marino, y (2) se limitó la competencia y el saqueo, más propio de otras agrupaciones de pescadores en las que la pesca es del primero que llega y la encuentra. En consecuencia, la parcelación (3) evitó la sobreexplotación y protegió la biodiversidad. De esta manera, la validez social de la práctica aseguró su validez ecológica. La suma de ambas, como veremos, aseguró la validez ambiental de sus prácticas de pesca.

Muy probablemente, esa práctica no podría haberse dado sin unas condiciones sociales de confianza y reciprocidad y unos espacios característicos de diálogo o deliberación pública. En el extremo sur de la costa de Quintana Roo, ya fuera de la zona maya, los pobladores no comparten tradiciones de democracia local ni disponen de espacios abiertos de diálogo. En Xcalak, la pesca legal convive abiertamente con actividades ilícitas como el contrabando o la extracción de caracol rosado, una especie en riesgo de extinción. Con cierto cinismo, algunos pescadores se jactan de carecer de jornada de trabajo u horario, e ir a recoger caracol rosado al arrecife de Banco Chinchorro en cuanto necesitan dinero, como si fuera “el banco donde tienen sus ahorros” (sic). Como consecuencia de prácticas individualistas como ésta, una especie emblemática como el caracol rosado ha debido recibir una fuerte protección legal en el estado de Quintana Roo.

Los pobladores mayas de Sian Ka’an, por el contrario, han sido capaces de emprender procesos participativos para proveerse de instituciones y formar grupos organizados y solidarios que saben observar las normas que ellos se han dictado. Para algunos autores, la clave del éxito en el manejo sustentable de la reserva reside en buena medida en la autogestión de los recursos naturales de cooperativas como Vigía Chico (López Ornat, 1993: 700).

Los pescadores de la cooperativa de Vigía Chico han aprendido a absorber selectivamente conocimientos biológicos de los expertos, adquiriendo en la práctica una serie de competencias ecológica y

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socialmente válidas, hasta el punto de que, autónomamente, los miembros de la cooperativa han sido capaces de dotarse de una importante serie de normas ambientales que regulan su actividad. En la zona de la reserva, la cooperativa ha prohibido las siguientes actividades: la pesca en las zonas núcleo; la pesca comercial que no sea a través de las cooperativas; el omitir las vedas; el uso de redes en zonas de cría; utilizar para la pesca cualquier clase de veneno, producto químico, descarga eléctrica y explosivos; reducir, desviar o secar en forma deliberada con fines de pesca cayos o lagunas; destruir refugios de cría o vegetación acuática; cortar los manglares; verter hidrocarburos, basura o contaminantes; la pesca comercial de tortugas; cazar o molestar a los manatíes; excavar el fondo o extraer minerales; arrancar o dañar corales (López Ornat, 1993 700). Con la creación de la reserva de la biosfera de Sian Ka’an, la prohibición de pescar con equipo de buceo limitó drásticamente las posibles capturas. Así mismo, acabó por prohibirse toda red de pesca, lo cual también aumentó la tasa de supervivencia de delfines, rayas, tortugas y otras especies. Los ganchos que lastiman o matan a la langosta antes de que pueda ser inspeccionada para comprobar su tamaño o su estado, también han sido remplazados por bolsas, lo cual permite a los pescadores descartar y regresar intactas las hembras con huevos o las langostas que no cumplen la talla mínima (Núñez, 2012).

La participación comunitaria en la elaboración de una normativa ambiental para la sustentabilidad de los recursos pesqueros se extendió incluso a otros sectores productivos de Sian Ka’an. El conocimiento de los ecosistemas de la reserva que los pescadores locales compartían facilitó su colaboración para proteger la biodiversidad en recursos naturales indirectamente involucrados en la actividad pesquera. Los primeros pescadores de la zona, procedentes de la isla de Cozumel, habían aprendido de los pescadores cubanos con los que ocasionalmente comerciaban a utilizar refugios o jaulas para las langostas, que llamaron “sombras” o “casitas cubanas”. En un principio, las jaulas para las langostas estaban confeccionadas con chit (Thrinax radiata), una bella especie de palmera radial que los mayas también utilizaban para la construcción de sus casas.

Cuando los biólogos que desarrollaban sus proyectos de investigación en Sian Ka’an informaron a los pobladores mayas que el chit era una especie al borde de la extinción, los pescadores mayas de la reserva fueron capaces de emprender un proceso participativo

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de evaluación que les llevó finalmente a suspender la práctica de elaborar jaulas con las hojas de la palma. Aunque el plan de manejo sólo establecía límites anuales, los cooperativistas “en una acción sin precedentes” (López Ornat, 1993: 696), decretaron la veda total a la extracción de chit dentro de la reserva, una especie de moratoria que se extendía hasta que concluyesen los estudios biológicos sobre el ritmo natural de regeneración de la palma que decidieron encargar a algunos expertos. No se detuvieron ahí. Buscaron además la colaboración de otros expertos, en un proceso casi paradigmático de investigación de acción, ensayando primero la construcción de jaulas con tambos de plástico y asbesto en sustitución del chit, para después, con el concurso de tecnólogos, decidirse por hacerlas de un nuevo material llamado “ferrocemento”.

El proceso de investigación de acción emprendido por la cooperativa de pescadores tuvo un efecto educativo evidente en otras comunidades de pobladores de Sian Ka’an. De hecho, gracias a su impulso inicial, los usos agrícolas del suelo en la reserva fueron finalmente regulados mediante procesos participativos que también encajan nítidamente en los conceptos de la investigación de acción. Una vez asentado el consenso sobre la priorización de la biodiversidad como bien común, los agricultores mayas de la reserva han sabido reclamar su capacitación mediante expertos en distintas áreas de estudio. La capacitación les ha permitido proteger su biodiversidad mediante la revisión de algunas de sus prácticas agrícolas más tradicionales. El desmonte (roza, tumba y quema) que históricamente practicaban los mayas antes de la siembra implica serios riesgos de incendio y se cobra cientos de hectáreas de selvas húmedas cada año. A diferencia de otras comunidades de la zona maya de Quintana Roo, los agricultores de Sian Ka’an han aprendido a regular las actividades de desmonte con ayuda de agrónomos, quienes recomendaron prohibir el desmonte en pendientes superiores al 10%, espaciar las quemas y controlar estrictamente y muy de cerca el fuego. También han recurrido a la biología y a la química para evitar la contaminación por el uso de fertilizantes y pesticidas, a veces recurriendo a sus propias prácticas tradicionales. Para el control de la maleza, los agricultores prescriben tareas manuales –arrancar las hierbas a mano- y el uso de cucurbitáceas. La lista de productos químicos permitidos se ajusta a los autorizados por la FAO, y son en buena medida naturales, específicos y de rápida

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biodegradación. En vez de fertilizantes, los agricultores de Sian Ka’an emplean la composta. En otras partes del estado de Quintana Roo, el uso de fertilizantes y pesticidas es tan generalizado que constituye una seria amenaza para la biodiversidad (por ejemplo, en los monocultivos de caña de azúcar en ambos lados de la ribera del Río Hondo, cuyos vertidos contaminan un recurso común que comparten muchas comunidades de Belice y de México).

Dada la extensión de la reserva y la baja densidad de población, muchas de estas normas para la agricultura y la pesca podrían ser fácilmente transgredidas. Pero las relaciones de confianza, reciprocidad, reconocimiento o prestigio y mutuo respeto incentivan la cooperación y hacen prácticamente innecesaria la aplicación de las políticas de vigilar y castigar de las que disponen. El respeto y la confianza inspiran una distribución equitativa de derechos y deberes entre los pescadores (hace que todos “jalen parejo”) y, finalmente, refuerzan sus alianzas, es decir, su compromiso con la institución que ellos mismos han creado y con las prácticas de democracia local que han elegido para el autogobierno de su propia comunidad. El lema presente en el escudo de la cooperativa de Vigía Chico refleja perfectamente este compromiso.

Figura 24. Escudo de la Cooperativa de Vigía Chico, Punta Allen (Quintana Roo, México) Fotografía: Zaira Rascón

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Aunque no es un sistema absolutamente perfecto, las infracciones y transgresiones son bastante infrecuentes. Tras visitar la cooperativa, el conservacionista David Núñez se hizo las siguientes preguntas: “Este respeto por las reglas, ya sean internas o impuestas por la reserva, el estado o la federación es quizá el más grande misterio de Punta Allen. En una nación que a veces parece jactarse de aquellos que tuercen la ley, ¿porque este pueblito en medio de la nada toma en serio la ley? “¡Todos nos lo preguntan!” contesta riéndose Emilio Mendoza, langostero de tercera generación. Un carácter más autosuficiente permitió madurar a la comunidad sin la influencia externa de funcionarios corruptos. O quizá la pregunta que debamos hacernos es ¿si esta aldea puede hacer las cosas bien, por qué no el resto del país?” (Núñez, 2012).

Desde el enfoque pragmático de la racionalidad ambiental que hemos defendido en este libro, la clave para explicar la sustentabilidad de las prácticas comunitarias de los habitantes de Sian Ka’an es la interdependencia entre su validez ecológica y su validez social. (1) La redistribución del lecho marino no solo fue un medio para evitar la sobreexplotación, sino que propició la simetría en la distribución de oportunidades e hizo finalmente que la riqueza que la pesca generaba no se concentrase en manos de unos cuantos, sino que se distribuyese equitativamente entre los pescadores, muchos de los cuales han comprado un rancho en la reserva o tienen una segunda vivienda fuera de ella. La validez ecológica, el ajuste adaptativo de las prácticas sustentables de pesca de langosta permite la estabilidad social y la consecuente continuidad de esas mismas prácticas. (2) La propia naturaleza cooperativa de las actividades de pesca y venta de la langosta refuerza los lazos de solidaridad entre los pescadores. La “cosecha” de langosta exige equipos de dos, uno para levantar la jaula, y el otro para capturar e introducir la langosta en una bolsa llamada “jamo” (Núñez, 2012). La eliminación de intermediarios en su venta reduce las externalidades negativas y la posibilidad de corrupción, fortaleciendo así las relaciones de reciprocidad entre los cooperativistas. (3) En 1988, el Huracán Gilberto acabó con la pesquería de langosta en Sian Ka’an. Las condiciones ambientales que depara la ubicación geográfica de la reserva de Sian Ka’an son para los pobladores un permanente recordatorio de su vulnerabilidad y, por consiguiente, un motivo poderoso para que reflexionen colectivamente sobre su bienestar a largo plazo. Como

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afirma Núñez, bajo el lema de “pocos hijos para darles mucho”, la tasa de natalidad de los habitantes es de las más bajas del país. Si a ello le sumamos normas que limitan la transmisión del derecho de pertenencia a la cooperativa a los hijos de los actuales cooperativistas, la consecuencia es el tamaño estable de la cooperativa y, con ello, la limitación del daño a la biodiversidad que sus actividades pesqueras pudieran producir (Núñez, 2012). (4) Las prácticas administrativas y las estructuras políticas con las que los cooperativistas han aprendido a dotarse favorecen la creación de foros de diálogo o espacios públicos para una deliberación destinada a la resolución de problemas ambientales comunes. López Ornat ilustra prolijamente cómo la participación social ha sido quizá el factor de mayor peso para el éxito de Sian Ka’an. Dejaremos que sea él quien explique cómo el carácter democrático de esa participación pudo generar de hecho las relaciones de interdependencia entre la validez ecológica y la validez social de las prácticas ambientales de Sian Ka’an.

“En Sian Ka’an los pobladores han participado, en mayor o menor grado en la planeación, vigilancia, investigación e incluso en el financiamiento. En las juntas de trabajo se priorizaban las acciones a tomar, repartiéndose responsabilidades; su compromiso para ejecutar las decisiones tomadas fue el elemento fundamental en la participación. El paternalismo de los administradores y técnicos en estos casos sólo lleva a la desmotivación. Las medidas de mayor éxito, como las concesiones de lotes agrícolas, los permisos de pesca y la implantación de vedas especiales fueron decididas por los representantes. Los pobladores colaboran con la protección de la reserva a través de los servicios de vigilancia de las cooperativas pesqueras, y también como vigilantes voluntarios o contratados […] Sin embargo, al principio las cosas fueron diferentes. ¿Por qué iban ellos a participar? La palabra “reserva” sonaba a prohibición. El apellido “de la Biosfera” no ayudaba en lo más mínimo. Fue necesario explicar los objetivos del proyecto con ayuda de presentaciones ante los grupos y con la realización de audiovisuales, folletos y exposiciones sobre el tema” (López Ornat, 710-711). De hecho, como hemos visto, fue necesaria desde un principio un tipo de investigación de acción que involucraba a participantes internos y a participante externos o expertos en áreas de investigación como la biología, la economía y otras ciencias sociales.

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La reciprocidad en la relación entre expertos y participantes externos explica también el éxito y la estabilidad de su cooperación: “Las mejores temporadas de protección de tortuga marina han sido aquellas en las que bajo la dirección de un biólogo los pescadores y sus hijos han formado patrullas nocturnas de protección. Destacamos también la capacidad de muestreo de una cooperativa que tiene 100 pescadores laborando diariamente en el mar. Sus trampas han sido utilizadas por los oceanólogos de la UNAM y su colaboración ha permitido que los proyectos de marcaje de langostas hayan tenido los índices de recaptura más elevados en este tipo de estudio. En otro ejemplo, los botánicos han tenido siempre la ayuda invaluable de campesinos mayas para realizar sus colectas e identificaciones […] A través de la asociación de los amigo de Sian Ka´an, algunos propietarios han financiado la realización de estudios sobre las enfermedades de la palma de coco y la elaboración de materiales de difusión. El primer folleto sobre la langosta ha sido financiado por los pescadores y existen planes para que sean las cooperativas las que cubran los gastos del módulo agrícola” (López-Hornat: 711-712).

La última reflexión que extrae López Ornat de la experiencia cooperativista de Sian Ka’an condensa en pocas líneas la inspiración democrática de la investigación de acción y la necesidad de que se redefinan dialógica y deliberativamente las relaciones entre participantes externos e internos: “La función ideal de los técnicos especialistas debe ser de asesoría en la elección de prioridades y en el desarrollo de las iniciativas que surjan de la misma población. Los administradores deben ver la forma de obtener apoyo necesario para el desarrollo de esas iniciativas, adaptando sus esquemas de trabajo a las necesidades a la dinámica impuesta por la población, y no al revés, como la mayor parte de las veces sucede, en donde se pretende modificar la realidad para adaptarla a la estructura teórica de un organigrama o de un programa preconcebido hasta el detalle desde la oficina” (López Ornat, 1993: 712).

Todos somos aprendices ambientales

Las prácticas de gestión participativa de los recursos naturales comunes estudiadas en estos dos últimos capítulos son precedentes importantes para el estudio de la colaboración deliberativa entre

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científicos expertos y ciudadanos en una deseable cultura ambiental. Como ya afirmara Dewey, la investigación participativa no exige que la mayoría del público implicado tenga los conocimientos y la pericia para realizar investigaciones o construir sistemas tecnológicos. Lo que la educación ambiental debe al menos promover es más bien la capacidad para juzgar la importancia de los conocimientos y las competencias que otros proporcionen sobre asuntos de interés común. En este sentido, como veremos, la educación ambiental es también educación para la ciudadanía, educación para las cosas públicas.

Algunas de las prácticas de la educación ambiental han demostrado ser particularmente aptas para recibir las pautas de una investigación de acción. El proyecto internacional de la Iniciativa Escuela y Ambiente (ENSI84, por sus siglas en inglés) ha llevado a la práctica un modelo educativo mixto, con aspectos formales y no formales, que pretende conjugar en un mismo proceso de investigación de acción los tres aspectos de la educación ambiental en los que hacíamos énfasis ya en el capítulo primero de este libro: la educación sobre el ambiente, en el ambiente y para el ambiente. El proyecto ENSI involucra a educadores y educandos en un proceso que facilita que tengan experiencias en el ambiente, investigándolo y co-generando un conocimiento sobre el ambiente que finalmente incentiva las acciones para su conservación. En ese proceso, los estudiantes (1) participan activamente en la definición de un problema ambiental (que podría ser el que abordábamos en el capítulo 1, por ejemplo, con respecto a la relación ocio y basura en el Boulevard Bahía, por ejemplo), (2) colaboran en el diseño de los procedimientos que su investigación debe seguir para resolver las situaciones problemáticas, (3) proponen prácticas para tratar resolver éstas y (4) reflexionan críticamente sobre sus propios resultados para poder mejorarlos.

El proyecto tiene como rasgo sobresaliente la ruptura de la dicotomía entre la autocontención propia de la conciencia ambiental y el dinamismo creativo de la iniciativa individual.

84 El proyecto de Iniciativas Escuela y Ambiente (ENSI) es una red internacional de educación ambiental que integran a escuelas de casi 20 países. El proyecto se coordina desde el Centro de Investigación Educativa e Innovación de la OCDE.

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Peter Posch, uno de los promotores del proyecto, defiende que “el ambiente proporciona un contexto especialmente apto para el desarrollo de la creatividad, de la iniciativa y de las capacidades de organización. Por otra parte, uno de los pre-requisitos de una sociedad sustentable es lograr una distribución generalizada de esas capacidades” (Posch, 1993). Para ello, el estudiante del proyecto debe implicarse en problemas ambientales a tres niveles: (1) el nivel de la experiencia y el compromiso emocional, (2) el nivel del aprendizaje y la investigación multidisciplinar, de manera que se generen conocimientos locales y (3) el nivel de la acción socialmente relevante. A su vez, la implicación del estudiante debe evaluarse teniendo en cuenta dos criterios: (1) su capacidad para formular problemas, tomar decisiones y “monitorear” todo el proceso y (2) su capacidad para participar en una reflexión colectiva sobre sus propias acciones.

En algunos de los casos que Posch describe, puede constatarse una retroalimentación mediante una reflexión colectiva en un espacio deliberativo que resulta de sumo interés para la tarea de la educación ambiental. (1) En un proyecto sobre la huella ecológica de las prácticas cotidianas de cierta población, profesor, estudiantes y padres reflexionaron colectivamente sobre el impacto de las iniciativas ambientales de los estudiantes sobre la conducta de sus padres. El resultado fue que la presión que los niños ejercían sobre sus padres fue suficiente para iniciar algunos cambios sobre ciertas prácticas diarias, como modificar algunos hábitos de consumo, separar la basura o usar detergentes biodegradables. También se dieron cuenta de que dicha presión mejoraba incluso la capacidad de aprendizaje y las competencias argumentativas de los estudiantes. Ambos resultados del proceso de retroalimentación propiciaron la continuidad con posteriores investigaciones de acción que los tuvieron por objeto (Posch, 1993). (2) En otro proyecto de investigación de acción, destinado a detectar acumulaciones ilegales de basura en una localidad rural europea y a proponer prácticas para deshacerse de éstas, los participantes, estudiantes y profesores, acabaron debatiendo colectivamente sobre las causas de que, al final del proyecto, casi todos los participantes fuesen chicas, mujeres estudiantes. Tras sugerir y descartar algunas hipótesis, como el sexo del profesor o la naturaleza de la tarea, los participantes llegaron a la conclusión de que el factor clave para explicar la distribución asimétrica de la

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participación de ambos géneros en el proyecto ambiental eran las oportunidades de emancipación que proporcionaba el proyecto. Los procesos de comunicación emprendidos en ese espacio deliberativo permitieron inferir que la participación en el proyecto tenía más atractivo para las chicas debido a que en la zona rural en que se desarrollaba, el proyecto ambiental les daba una oportunidad socialmente aceptable de emanciparse de un contexto familiar rural y muy restrictivo. Las chicas participantes se dieron cuenta de que podían tomar iniciativas y ejercer influencia social de maneras que sus padres encontraban socialmente válidas. Esta retroalimentación condujo a ulteriores proyectos de investigación de acción sobre el papel emancipatorio que para las mujeres tenían los proyectos comunitarios de educación ambiental.

Al menos en los casos examinados, la investigación de acción condujo a un tipo de acción comunicativa reflexiva, horizontal, democrática y participativa que posibilitó resultados con mayor validez ecológica y social que la investigación habitualmente confinada en recintos académicos o solitarios trabajos de campo.

La investigación de acción comparte con la teoría crítica su apuesta por el potencial emancipatorio de la acción comunicativa, aunque su referentes más cercanos al respecto son la educación participativa de John Dewey, la pedagogía del oprimido del pensador brasileño Paolo Freire (1970), y, sobre todo, la síntesis que depara el concepto de las comunidades de aprendizaje reflexivo que debemos a Donald Schon (1994). A su vez, la noción de comunidad de aprendizaje presupone cierta idea de comunidad formada en torno a una práctica. Los seres humanos siempre han formado comunidades que acumulan su aprendizaje colectivo en prácticas con normas sociales que pueden trasmitirse de generación en generación. Este tipo de comunidades redefinen de hecho todo aprendizaje como un acto de participación. En este sentido, la noción de comunidad de aprendizaje encuentra también su precedente en el concepto de comunidades que realizan actividades conjuntas (Dewey, 1916). Son actividades o tareas realizadas conjuntamente por seres humanos que se agrupan en comunidades en torno a determinados problemas, prácticas, normas y valores. Como hemos visto, la investigación de acción ha incorporado toda esta gama de nociones como recursos conceptuales que impulsan la construcción social de conocimientos operativos, mediante un proceso de investigación abierto a la

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ciudadanía, participativo y crítico, que supere la desconexión entre las instituciones educativas y el resto de la cultura.

La comunidad de aprendizaje integra los principales elementos educativos que hemos venido introduciendo a lo largo de este libro: el conocimiento como resolución de problemas socialmente relevantes, la investigación pragmática o de acción, la noción de comunidad de investigadores, el aprendizaje mediante la participación y la cooperación, la multidisciplinariedad, la orientación democrática y la construcción de espacios de diálogo o deliberación. La comunidad de aprendizaje concreta en la práctica el principio regulativo de educarnos entre todos. Resulta pues bastante natural que desde muy pronto se intentara aplicar el concepto de comunidad de aprendizaje a la educación ambiental.

Tomando la formulación de Isabel Orellana (2001) como punto de partida, podemos definir los cometidos de una comunidad de aprendizaje ambiental como sigue: se trata de comunidades humanas que se agrupan en torno a unas situaciones ambientales problemáticas concretas (y que, como éstas, tienen una extensión y una duración variables), en las que sus miembros adquieren participativamente competencias ambientales y ejercitan colectivamente la crítica racional para la solución dialógica de los problemas y conflictos ambientales. Las comunidades de aprendizaje ambiental se agrupan en torno a intereses comunes, compartiendo saberes de todo tipo (tradicionales, cotidianos, científicos, técnicos, artesanales y artísticos, administrativos, éticos …), así como experiencias, recursos, valores y prácticas, en una investigación de acción concertada y para una situación ambiental problemática concreta.

Entre la literatura sobre comunidades de aprendizaje hemos de destacar dos aportaciones mexicanas. Para Díaz y Morfín, las comunidades de acción “son grupos de personas que se encuentran en un mismo entorno, ya sea virtual o presencial, y que tienen un interés común de aprendizaje con diferentes objetivos e intereses particulares. Se basan en la confianza y en el reconocimiento de la diversidad y la disposición para compartir experiencias y conocimientos. A través de éstas se busca establecer procesos de aprendizaje a largo plazo que apuntan a la innovación, el desarrollo de capacidades, el mejoramiento de la práctica y el fortalecimiento

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de los vínculos entre miembros, las sinergias” (Díaz & Morfín, 2003).

Para la también mexicana Rosa María Torres una comunidad de aprendizaje “es una comunidad humana organizada que construye y se involucra en un proyecto educativo y cultural propio, para educarse a sí misma, a sus niños, jóvenes y adultos, en un marco de esfuerzo endógeno, cooperativo y solidario, basado en un diagnóstico no sólo de sus carencias sino, sobre todo, de sus fortalezas para superar tales debilidades” (Torres, 2001).

Entre el equipamiento con el que han de enfrentarse a los problemas ambientales, las comunidades de aprendizaje podrían contar con los conceptos, los valores y las prácticas de la racionalidad ambiental que hemos ido proponiendo a lo largo de este libro. La duración y la extensión de cada comunidad de aprendizaje ambiental dependerá de la situación problemática que la genere, al igual que la división funcional del trabajo en roles de expertos y no-expertos. Normalmente, quien es experto en cierta situación, no lo será en otra. Mediante la actividad comunicativa, la transferencia y generación de competencias ambientales y la acción conjunta, las comunidades de aprendizaje ambiental han de ir revisando, construyendo y transmitiendo una serie de hábitos y prácticas para tratamientos de problemas y conflictos ambientales que prioricen al mismo tiempo la validez ecológica y la validez social.

En este punto puede ser útil recapitular brevemente el camino recorrido en este último capítulo, pues cada una de sus etapas ha ido aportando progresivamente elementos para la construcción de la idea de comunidad de aprendizaje ambiental como configuración social básica de la educación para la cultura ambiental. La psicología ecológica y social del pragmatismo nos ha permitido explicar por qué el ambiente no es un complemento meramente circunstancial o coyuntural de la acción, sino que se halla funcionalmente incorporado en los hábitos y condiciona decisivamente la identidad, el desarrollo y la actividad del individuo. Los hábitos de los seres sociales integran o unifican funcionalmente en un mismo ambiente el entorno ecológico y el entorno social. En esa condición funcional, el ambiente se incorpora normativamente en la propia identidad personal de los individuos a partir del reconocimiento social, la reciprocidad y la complementariedad de expectativas de comportamiento dentro de una comunidad en interacción con determinados ecosistemas. La

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huella ecológica de todas nuestras acciones sobre los ecosistemas tiene consecuencias sobre las acciones de los demás, humanos o no, y por eso mismo exigen una crítica antes y después de nuestras tomas de decisión, sobre la base de la anticipación y la corroboración de sus consecuencias ambientales. La filosofía pragmatista de la ciencia de Mead, Peirce y Dewey nos ha permitido modelar esos procesos de revisión crítica a partir de las normas y prácticas de comunicación y diálogo de las comunidades de investigadores en la ciencia. La actividad de una comunidad de investigadores está orientada hacia su continuidad en generaciones futuras, y por esos mismo presupone (1) el carácter públicamente verificable de las explicaciones y predicciones avanzadas por sus miembros y (2) la regulación mediante un ethos democrático y participativo. El concepto contemporáneo de investigación de acción permite extender este ethos democrático de la comunidad para incluir en la resolución de problemas ambientales tanto a participantes internos o locales y participantes externos o expertos, así como a otras comunidades. Las teorías contemporáneas de la educación permiten a su vez identificar a las comunidades que practican la investigación de acción como comunidades de aprendizaje ambiental que perfilan sus prácticas también democrática y participativamente. Finalmente, podremos decir que una sociedad dispone de una adecuada cultura ambiental si se rearticula sucesiva y permanentemente en comunidades de aprendizaje ante problemas y conflictos ambientales concretos cuya resolución exige satisfacer una serie de condiciones de validez ecológica y social.

Hemos ido construyendo abiertamente la noción de comunidad de aprendizaje ambiental a partir de los valores cognitivos, comunicativos y éticos de la investigación como actividad conjunta en el seno de una comunidad. Pero la necesidad de la participación democrática de la comunidad en la resolución de problemas ambientales es también consecuencia de las propias limitaciones de la investigación como empresa de transformación ambiental, ecológica y social. Lamentablemente, durante el último medio siglo hemos tenido que aprender que las limitaciones inherentes a la propia de la actividad científica originan endógenamente riesgos ambientales, ecológicos y sociales, cuya gestión racional resulta inviable sin procurar una distribución social más equitativa de los

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posibles riesgos, la cual sólo es posible mediante la participación democrática de comunidades de potenciales afectados.

La distribución asimétrica del riesgo ambiental

Resulta innegable que la investigación científica y la innovación tecnológica son factores prioritarios para cualquier tránsito viable hacia una nueva cultura ambiental. Pero eso no significa que la investigación sea todopoderosa o que por sí misma la tecnología vaya a conducirnos a un pacífico paraíso ambiental. Existen indeterminaciones e incertidumbres objetivas que limitan seriamente las capacidades de control de la investigación científica. En otros escritos hemos tratado de explicar cómo la física cuántica ha permitido generalizar el principio de incertidumbre (la imposibilidad de determinar simultáneamente la posición y el momento o la velocidad de una partícula) en un principio genérico de infradeterminación de las teorías científicas por los datos empíricos (Esteban, 1990), y también cómo el teorema de Gödel demuestra que la realidad excede los mecanismos explicativos de nuestros sistemas simbólicos: pese a la gran potencia de nuestros sistemas formales, las propiedades recursivas y enumerables de éstos son insuficientes para llegar alguna vez a una explicación de la realidad que sea a la vez consistente (no contradictoria) y completa. Pero las limitaciones de las que nos ocuparemos ahora proceden de algunos de los procesos implicados en la investigación científica en tanto que actividad sistémica. Nuestra descripción de esas limitaciones sistémicas en el caso específico del sistema científico y tecnológico se apoya en parte en explicación genérica de las actividades sistémicas que ofrecimos en el capítulo dos.

La acción de la investigación científica y tecnológica sobre los ecosistemas y los sistemas sociales crea sistemas de retroalimentación positiva que, indefectiblemente, incrementan la complejidad del sistema y son fuente sistemática de incertidumbre, impredictibilidad y riesgo. La complejidad científica y tecnológica puede convertir la retroalimentación positiva en un verdadero efecto hidra de incalculables consecuencias ambientales. Veamos por qué.

Nuestro imaginario colectivo suele albergar una visión de la tecnología que la equipara con la simplificación del esfuerzo. La

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gente tiende a pensar que el progreso tecnológico hace la vida más fácil, pero también a olvidar su otra cara: como resultado de la tecnología, las acciones individuales quedan simplificadas o facilitadas, pero solo a costa de incrementar la complejidad de los procesos más amplios e incluyentes. En cierto sentido, el progreso tecnológico nos complica la vida al ampliar la gama de opciones y de decisiones, incrementando así la complejidad operativa de los procesos que rodean nuestras acciones en los sistemas en los que participamos. La tecnología multiplica las relaciones de interdependencia entre nuestros medios para satisfacer necesidades, creando a su vez nuevas y mayores necesidades. Por poner un ejemplo: la virtualización digital del proceso de enseñanza puede ahorrarnos tiempo de aprendizaje presencial, pero también nos exige más tiempo para capacitarnos en el uso del hardware y el software necesarios.

El fenómeno de la complejidad creciente se manifiesta tanto en los intentos de control científico de los procesos ecológicos como en los intentos de control científico de los procesos sociales. El incremento constante de la complejidad dificulta la predictibilidad de las consecuencias ambientales, ecológicas y sociales de los cambios tecnológicos, y por lo tanto incrementa inevitablemente el riesgo ambiental de nuestras acciones sobre los ecosistemas. Además, los sistemas socio-tecnológicos del siglo XXI presentan graves problemas de desorden o disonancia social, política y económica que aumentan aún más la complejidad del proceso, dificultan más la predicción y hacen virtualmente imposible un control efectivo a través de interacciones deliberadas y científicamente informadas.

Nicholas Rescher ha vinculado este efecto hidra de la retroalimentación positiva entre los problemas ambientales y soluciones puramente técnicas con el principio kantiano de propagación de preguntas o cuestiones dentro del propio proceso de investigación empírica: “Kant escribió que la solución dada a cualquier cuestión empírica suscita ulteriores cuestiones que han de ser resueltas […] Los cambios en el conocimiento acarrean cambios en los problemas que pueden ser formulados. El incremento del conocimiento puede acarrear nuevas presuposiciones que posibiliten la formulación de otros problemas distintos a los que estaban a nuestra disposición anteriormente” (Rescher, 1999:117). Tres son las posibilidad abiertas en cualquier proceso de investigación:

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(1) podemos encontrar nuevas respuestas a problemas antiguos, (2) podemos descubrir nuevos problemas y (3) podemos declarar ilegítimos viejos problemas por basarse en presupuestos que la investigación ha refutado (Rescher 2001: 67). Por poner un ejemplo: nadie en sus cabales puede reprocharle a Dalton no haberse planteado si una combinación de cloro, fluor y carbono podía deteriorar la capa de ozono o si el plutonio era un elemento radioactivo. Por otra parte, el experimento de Michelson-Morley refutó la existencia del éter luminiscente y declaró ilegítimos muchos problemas que estaban ligados al éter como supuesto vehículo de la radiación electromagnética.

Las consecuencias de esa propagación de problemas no se limitan a la ciencia teórica. “Hay una simbiosis de retroalimentación entre problemas y soluciones que opera de tal modo que el crecimiento de los primeros deja atrás sistemáticamente a las segundas […] la información sofisticada y la tecnología de control no resuelven tanto los problemas de complejidad cuanto aumentan su dominio. Los recursos tecnológicos que amplían nuestros poderes en el plano de la resolución de problemas no solo no se las arreglan para reducir el tamaño global del ámbito de problemas que afrontamos, sino que, por el contrario, lo que hacen es ampliarlo […] la complejidad es autopotenciadora […] tanto nuestros problemas como nuestras soluciones se hacen más complicados al hilo del progreso tecnológico, pero la cruz del asunto descansa en el peso comparativamente más grande del incremento en el lado de la complejidad de los problemas. Hay un gigantismo en la maquinaria diseñada para controlar mejor los cada vez más complejos problemas. La maquinaria administrativa queda siempre bastante por debajo del punto de eficacia en la actuación” (Rescher 1999: 119).

Rescher nos aboca a una conclusión parecida a la que llegábamos en los capítulos anteriores de este libro: la racionalidad instrumental es insuficiente para abordar viablemente nuestros problemas ambientales. La complejidad que genera, unida a las propias limitaciones de su capacidad anticipadora o predictiva, impone el concurso de una racionalidad valorativa que dote de un horizonte normativo y comunitario a sus acciones sobre los ecosistemas.

De ahí la doble dependencia de nuestro concepto de comunidad de aprendizaje ambiental: éste depende positivamente (1) del ethos democrático, crítico y participativo de la comunidad de

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investigadores, como hemos visto en los epígrafes anteriores; y, además, depende negativamente de (2) la creciente complejidad que la acción tecnológica del hombre introduce en los ecosistemas y los consiguientes riesgos ambientales para las sociedades. La naturaleza del riesgo ambiental contemporáneo hace aún más necesaria la interdependencia entre la validez ecológica y la validez social de nuestras prácticas ambientales, exigiendo así la participación comunitaria en su gestión. El análisis del riesgo ambiental extiende y clarifica pormenorizadamente las premisas para llegar a esta conclusión, al tiempo que puede servirnos para sugerir algunas modalidades de participación ciudadana para corregir la distribución asimétrica del riesgo ambiental en las sociedades contemporáneas, así como algunos valores y buenos hábitos que rigen un comportamiento ciudadano debidamente dialógico o deliberativo.

En comparación con los modos de intervención anteriores, la tecnología contemporánea ha supuesto una diferencia cualitativa y cuantitativa en las posibilidades de transformar nuestros entornos físicos. Cada vez aumenta más la percepción de que las acciones humanas realizadas en determinada localidad del planeta pueden alcanzar cualquier otra localidad. En el capítulo primero ya vimos que las acciones que provocan la sequía en África pueden repercutir en casos de asma en el Caribe. Esa misma percepción motivó las medidas precautorias tomadas en la costa norte del Pacífico americano tras el tsumani en el oeste de Japón y el accidente de la central nuclear de Fukushima en febrero de 2012. La naturaleza concebida como disponibilidad generalizada o “globalizada”, lo que Ernst Jünger denominaba la tecnología como fenómeno planetario, supone una considerable extensión del alcance de los tecnosistemas sobre los ecosistemas. Pero, además de espacial, esa ampliación es notoriamente temporal. Nuestras acciones sobre el planeta hoy condicionan la vida en el planeta de las generaciones futuras, humanas y no humanas. Consecuentemente, como afirmaba Hans Jonas, la ética de la era tecnológica debe de estar orientada hacia el futuro y regida por principios precautorios, de responsabilidad y, cabría añadir, de justicia y simetría en la distribución de riesgos.

Reparemos en que, así introducido, el riesgo es una propiedad emergente que sobreviene de las propiedades físicas de las interacciones ambientales. En la actualidad no hablamos tanto del

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riesgo de un terremoto sino de los riesgos que entrañan las acciones humanas antes, durante o tras la catástrofe, sea ésta larvada (como el calentamiento global) o repentina (como el accidente de Fukushima) (Luján y López Cerezo: 2010).

El riesgo ambiental depende de las acciones humanas, o dicho de otro modo, de la calidad del acoplamiento o ajuste entre los sistemas sociales y los sistemas ecológicos. En la actualidad concebimos el riesgo ambiental como producto de un mal ajuste o desajuste que cabe imputar a la acción humana y, por lo tanto, sobre el que cabe adscribir responsabilidades. En la sociedad del riesgo, todos los peligros que nos acechan son, por acción u omisión, responsabilidad de alguien. Los efectos de un huracán ya no se achacan tanto a los elementos, al agua y al viento, como a la defectuosa predicción de su curso y a la falta de medidas preventivas.

En tanto que propiedad emergente, podríamos decir que el riesgo está sujeto a la retroalimentación positiva de los tecnosistemas sobre los ecosistemas. Los avances tecnológicos aumentan la visibilidad y la percepción de los riesgos, lo que a su vez ocasiona más acción tecnológica para prevenirlos y paliarlos, lo que en consecuencia aumenta la visibilidad de otros riesgos … El incremento del conocimiento científico y los medios tecnológicos repercute en la cantidad de peligros identificables como riesgos y, sobre todo, en la gravedad de las atribuciones de responsabilidad por el daño causado. Resulta comprensible que, durante las últimas décadas, la alarma social que genera la visibilidad pública de los riesgos antrópicos haya movilizado ciudadanos, ecologistas o consumidores contra las actividades científicas e industriales que amenazan a la población. Pese a la opinión de algunos, estas protestas no son tanto una moda intelectual como expresión de la indignación que la ciudadanía siente ante el festín de recursos con los que unos pocos satisfacen su codicia a costa del bienestar de todos.

Sin embargo, además de injusto, resulta contraproducente extender este rechazo al conjunto de la actividad científica y tecnológica. El control social de la ciencia y la tecnología no significa su erradicación. Pero sí supone la deliberación pública de sus proyectos mediante la participación ciudadana. Como muestra la introducción progresiva de alimentos transgénicos, la protesta ciudadana es de nuevo un índice de la interdependencia de la validez ecológica y la validez social. Las protestas contra los riesgos

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ambientales no se dirigen exclusivamente contra la destrucción del ambiente o la salud pública, sino también contra la credibilidad de las instituciones públicas, la equidad social, las amenazas a la libertad individual o a la estabilidad económica de la población (Luján y López Cerezo, 2010). Por seguir con nuestro ejemplo: las protestas por la liberalización del cultivo de transgénicos en México, además de protestas por la posibilidad de enfermedades, son sobre todo un cuestionamiento de los mecanismos sociales de toma de decisiones y de distribución de costes y beneficios indefectiblemente asociados al uso de la genética molecular en la producción de alimentos. Dicho sea con otras palabras: la protesta significa un cuestionamiento de los mecanismos que producen una distribución asimétrica del riesgo ambiental. Bajo el debate sobre el riesgo ambiental subyace la protesta contra la injusticia social.

Como hemos visto en el caso del petrolero Prestige o de la plataforma Deepwater horizon, nuestras instituciones públicas no resultan adaptativas para la gestión de los riesgos contemporáneos, producto tanto de la complejidad de los sistemas productivos como de la diversidad de los actores sociales que en ellos intervienen. Además de los efectos que causan la incertidumbre y la impotencia predictiva, la retroalimentación positiva produce un fenómeno llamado intercambio de riesgos (López Cerezo, 2010): cuando se minimiza o elimina un riesgo, se corre el peligro de hacer que otro aumente o aparezca, sea del mismo tipo o de otros, sea para la misma población o para otra, sea para la actual generación o para las venideras. Por otra parte, la complejidad de los propios sistemas sociales dificulta a las instituciones establecer mecanismos paliativos de compensación, dada la dificultad inherente a la individuación de responsabilidades: como los afectados, las decisiones fatales a veces están lejos en el espacio y en el tiempo, en otro país y en otra generación, por ejemplo. Si a todo esto añadimos el problema de “vigilar al vigilante”, podemos entender la inadecuación de las actuales instituciones estatales y la necesidad de incentivar la participación ciudadana mediante la deliberación pública. Como venimos defendiendo, para este fin pueden resultar útiles la investigación de acción y las comunidades de aprendizaje.

Pero han de ser las instituciones públicas existentes, pagadas con los impuestos de todos, las que propicien las condiciones para integrar comunidades de aprendizaje en las que los expertos o participantes

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externos, además de competencias ambientales adecuadas a cada situación de riesgo, demuestren fehacientemente su capacidad de distanciarse de los compromisos emocionales de cada uno de los portadores o depositarios de intereses en conflicto, procurando la apertura de un espacio de diálogo para la transferencia de competencias ecológicas y conocimientos locales, así como para la posterior toma negociada de decisiones.

El siguiente esquema conceptual es un intento de sistematizar los elementos y las condiciones que integran funcionalmente los procesos relativos a los riesgos ambientales.

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Figura 25. Propuesta de redistribución más simétrica del riesgo ambiental. Fuente. Elaboración propia.

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Modos de participación y virtudes deliberativas

Algunos investigadores de la agencia estadounidense de protección ambiental han podido comprobar que las prácticas existentes para definir y evaluar el riesgo ambiental tienden a reflejar valores tecnocráticos y no democráticos. Tales prácticas suelen priorizar los enfoques puramente estadísticos del riesgo y la búsqueda de soluciones exclusivamente técnicas, dejando fuera de los márgenes de la discusión racional cualquier análisis de los mecanismos institucionales para lograr la participación de la ciudadanía en la toma de decisiones (Fiorino, 1990). Con ello se ignora nuevamente la necesaria interdependencia entre la validez ecológica y la validez social de cualquier decisión ambientalmente válida ante una situación de riesgo. Fiorino examinó cinco mecanismos institucionales que permiten la participación de los “legos” o no expertos en la toma de decisiones ante riesgos ambientales: audiencias públicas, iniciativas o referendos, encuestas públicas, comités de elaboración de propuestas de ley y foros o paneles de revisión ciudadana. Cada uno de estos mecanismos tiene sus ventajas e inconvenientes, como podremos ver.

(1) Las audiencias públicas suelen cobrar la forma de un foro totalmente abierto al público en el que una institución ambiental del gobierno presenta a los miembros de una comunidad una decisión previamente tomada, empleando su retroalimentación para identificar futuros obstáculos a su realización y, fundamentalmente, para deshacer temores iniciales y legitimar socialmente la decisión. El uso de jerga técnica en la presentación y la habitual ausencia de mecanismos de control hacen que el foro sea susceptible de manipulación por parte de los partidos políticos y las empresas, las cuales a menudo financian los eventos. La estructura abierta del espacio de diálogo y la escasa dispersión de las virtudes deliberativas puede además convertir el foro en un ajuste de cuentas pasadas entre algunos miembros de la comunidad. Fiorino documenta la inefectividad de estos foros en algunos casos célebres en los Estados Unidos, como el intento de involucrar a la comunidad en la elaboración de normas y estándares para

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la emisión de arsénico de la empresa ASARCO en Tacoma, Washington (Fiorino, 1990).

(2) Las iniciativas o referendos son un mecanismo mucho más participativo y más democrático, aunque al presentarse en términos dicotómicos (de sí o no) no permiten detectar la intensidad de la respuesta, tienden a debilitar las capacidades inferenciales de los ciudadanos para llegar a decisiones consensuadas y abren brechas sociales entre ganadores y perdedores, con lo que se desestabilizan futuros espacios de diálogo.

(3) Las encuestas públicas reflejan mejor el estado de la opinión pública ante determinado riesgo ambiental e incorporan los puntos de vista de miembros de la comunidad que, pese a no tener intereses directos, sí son posibles afectados. El problema reside en que, a menudo, el encuestado suelen exagerar en sus escritos, por lo que se intensifica artificialmente el grado de conflicto y no se logra identificar y aportar una dirección clara para el proceso institucional de toma de decisiones. La educación de la ciudadanía en prácticas deliberativas y hábitos de argumentación podría paliar este riesgo inherente a las encuestas públicas. Los mismos hábitos cognitivos deberían regir el diseño de las encuestas, que a menudo sesgan el proceso.

(4) En los comités de elaboración de propuestas de ley ambientales las instituciones públicas son una más entre las partes interesadas, y se comprometen a promulgar como ley el resultado alcanzado por consenso. Una vez constituido mediante procesos formalmente representativos, el comité controla sustantivamente sus modos de operación, el uso de sus recursos humanos y financieros, su calendario y sus periodos de vigencia y resolución. La gran virtud de este modo de participación reside en la legitimidad de sus resultados, y en la oportunidad que cada miembro del comité tiene para educar y tratar de persuadir a los demás, sean empresarios, autoridades políticas, cámaras de comercio, organizaciones no gubernamentales, etc. Se trata básicamente de un proceso de negociación entre representantes portadores de distintos intereses, por lo que su principal desventaja es que impide la participación

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directa de miembros de la comunidad no expertos en el tema.

(5) Los paneles de revisión ciudadana tratan de resolver este problema mediante la selección aleatoria de una especie de jurado que oye testimonios, informes de expertos y, finalmente, se retira a deliberar hasta alcanzar una opinión no-vinculante para la agencia institucional. Este hecho puede frustrar las expectativas de influencia del público y ser contraproducente de cara a fomentar la confianza en el mecanismo de participación.

Del análisis de Fiorino pueden inferirse algunas conclusiones pertinentes para las tesis sobre la educación ambiental que hemos defendido en este libro. Por una parte, ningún mecanismo de participación social de los hasta ahora ensayados carece ni de fortalezas ni de debilidades, por lo que resulta aconsejable seguir investigando y proponiendo otros mecanismos y, mientras tanto, complementar y compensar las debilidades de un mecanismo de participación con las fortalezas del otro. Pero esa misma investigación ha de ser participativa o autogestionada. Son las propias comunidades las que deben establecer los vínculos entre cada uno de estos mecanismos y las especificidades de cada situación ambiental problemática, de manera que cada comunidad afectada pudiera deliberar y decidir por sí misma el mecanismo o la modalidad apropiada para cada situación. Podemos suponer que el desarrollo de nuevas tecnologías de comunicación introducirá nuevas modalidades de participación ciudadana en asuntos ambientales. En cualquier caso, estos mecanismos de participación en la educación para la cultura ambiental están destinados al fracaso sin el cultivo de valores de confianza, reciprocidad y honestidad y de hábitos de participación y deliberación. Como ya vimos, se trata de hábitos que de uno u otro modo involucran la consideración, la reciprocidad y el reconocimiento de los demás. Cabría añadir algunos otros particularmente relevantes, sobre todo cuando la situación ambiental problemática involucra expertos y comunidades de distintas etnias y culturas indígenas, cuya presencia e importancia para el manejo de recursos naturales es indudable en el caso de México. Se trata de hábitos que en buena medida implican el desarrollo de cierta cultura política de respeto a la diferencia.

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Uno de los efectos de adoptar un enfoque exclusivamente técnico y cuantitativo en materias de riesgo ambiental es la exclusión de entrada de las pretensiones de validez y autoridad epistémica de los miembros y las instituciones indígenas locales, pese a sus notables éxitos a la hora de atenuar los riesgos ambientales gracias a sus tradiciones de respeto hacia la naturaleza. La historia de estas marginaciones es larga, y su memoria ha generado una actitud de desconfianza por parte de los nativos hacia los expertos ambientales de las instituciones de la democracia occidental. Una buena manera de intentar superar esta desconfianza es el cultivo entre los expertos de buenos hábitos o virtudes como la humildad deliberativa o el falibilismo, es decir, el reconocimiento de que la verdad ambiental no es patrimonio de nadie y que el único límite para las pretensiones de validez de unos y otros debe ser la consistencia lógica y la verificabilidad de sus hipótesis y propuestas para vincular validez ecológica y validez social. Los buenos hábitos o virtudes dialógicos son la forma operacional de los valores democráticos.

En otros casos, los hábitos para la buena deliberación pública implican virtudes éticas como el esfuerzo y el compromiso. Muchas veces, para participar hay que prepararse y leer. El debate informado o documentado es necesario, y los educadores ambientales deberíamos dar ejemplo y prepararnos, cosa que en innumerables ocasiones no se hace. La desidia, la falta de planificación, la improvisación y la sustitución de la exposición informada por la vehemencia y el tono paternalista y admonitorio por parte de supuestos expertos son sumamente dañinas para la causa de la educación para una ciudadanía ambiental participativa.

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Figura 26. Propuesta de Mapa Conceptual para la cultura ambiental defendida a lo largo del libro. Fuente: elaboración propia.

Educación ambiental y educación para la ciudadanía

Edgar González Gaudiano, uno de los pioneros de la educación ambiental en México, ha encontrado un paralelismo entre la educación ambiental y la educación para la ciudadanía que parece propicio para ir cerrando nuestras líneas de investigación y argumentación hasta próximos trabajos. Se recordará que nuestra aproximación a la educación ambiental en el capítulo primero establecía una íntima correlación entre educación en el ambiente, educación sobre el ambiente y educación para el ambiente. González ve un interesante análogo entre esa correlación y la que existe entre educación en o a través de la ciudadanía, educación sobre la ciudadanía y educación para la ciudadanía. “Así, se entiende a la educación sobre la ciudadanía a lo que hay que saber sobre los derechos, deberes, etc., educación a través de la ciudadanía como

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aquello que podemos aprender haciendo de una determinada manera y educación para la ciudadanía como el conjunto de conocimientos, habilidades, actitudes, valores y disposiciones que ayudarán a los individuos a asumir los roles que le depare la vida, participando en una sensibilidad y responsabilidad solidarias” (González 2003: 614). González Gaudiano llega a apelar a la misma definición de educación ambiental de Stapp, que empleábamos en el capítulo primero para (1) vincular educación ambiental y educación para la ciudadanía y, sobre todo (2) conjuntar en la educación ambiental los elementos cognitivos (tener conocimientos de los problemas ambientales y de sus posibles soluciones) y volitivos (estar motivado para resolver esos problemas, estar dispuesto para aplicar esas posibles soluciones). Como el vínculo entre conocimiento y acción, la conjunción de elementos instrumentales y aptitudinales con elementos axiológicos y actitudinales han sido el principio que ha orientado a lo largo del libro el desarrollo de nuestra concepción pragmática de la racionalidad, de la sociedad educativa y de la cultura ambiental, plasmada algo esquemáticamente en la figura 26. En última instancia, una ciudadanía global y ambientalmente culta constituye el horizonte normativo último de la conducta humana en una naturaleza que compartimos con otras muchas comunidades, humanas o no. En vista del incremento en la globalización de los riesgos ambientales, resulta indispensable que, independientemente de la disciplina que profesemos, empecemos a deliberar abierta y pragmáticamente sobre los conceptos, los valores y las prácticas ambientales en las que los ciudadanos del mundo, como habitantes de un planeta más interdependiente que nunca, deberíamos entre todos educarnos. La Carta de la Tierra, en el primero de los tres anexos que siguen, es sin duda un excelente primer paso.

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Anexo I

La Carta de la Tierra

PREÁMBULO

Estamos en un momento crítico de la historia de la Tierra, en el cual la humanidad debe elegir su futuro. A medida que el mundo se vuelve cada vez más interdependiente y frágil, el futuro depara, a la vez, grandes riesgos y grandes promesas. Para seguir adelante, debemos reconocer que en medio de la magnífica diversidad de culturas y formas de vida, somos una sola familia humana y una sola comunidad terrestre con un destino común. Debemos unirnos para crear una sociedad global sostenible fundada en el respeto hacia la naturaleza, los derechos humanos universales, la justicia económica y una cultura de paz. En torno a este fin, es imperativo que nosotros, los pueblos de la Tierra, declaremos nuestra responsabilidad unos hacia otros, hacia la gran comunidad de la vida y hacia las generaciones futuras.

La Tierra, nuestro hogar

La humanidad es parte de un vasto universo evolutivo. La Tierra, nuestro hogar, está viva con una comunidad singular de vida. Las fuerzas de la naturaleza promueven que la existencia sea una aventura exigente e incierta, pero la Tierra ha brindado las condiciones esenciales para la evolución de la vida. La capacidad de recuperación de la comunidad de vida y el bienestar de la humanidad dependen de la preservación de una biosfera saludable, con todos sus sistemas ecológicos, una rica variedad de plantas y animales, tierras fértiles, aguas puras y aire limpio. El medio ambiente global, con sus recursos finitos, es una preocupación común para todos los

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pueblos. La protección de la vitalidad, la diversidad y la belleza de la Tierra es un deber sagrado.

La situación global

Los patrones dominantes de producción y consumo están causando devastación ambiental, agotamiento de recursos y una extinción masiva de especies. Las comunidades están siendo destruidas. Los beneficios del desarrollo no se comparten equitativamente y la brecha entre ricos y pobres se está ensanchando. La injusticia, la pobreza, la ignorancia y los conflictos violentos se manifiestan por doquier y son la causa de grandes sufrimientos. Un aumento sin precedentes de la población humana ha sobrecargado los sistemas ecológicos y sociales. Los fundamentos de la seguridad global están siendo amenazados. Estas tendencias son peligrosas, pero no inevitables.

Los retos venideros

La elección es nuestra: formar una sociedad global para cuidar la Tierra y cuidarnos unos a otros o arriesgarnos a la destrucción de nosotros mismos y de la diversidad de la vida. Se necesitan cambios fundamentales en nuestros valores, instituciones y formas de vida. Debemos darnos cuenta de que, una vez satisfechas las necesidades básicas, el desarrollo humano se refiere primordialmente a ser más, no a tener más. Poseemos el conocimiento y la tecnología necesarios para proveer a todos y para reducir nuestros impactos sobre el medio ambiente. El surgimiento de una sociedad civil global, está creando nuevas oportunidades para construir un mundo democrático y humanitario. Nuestros retos ambientales, económicos, políticos, sociales y espirituales, están interrelacionados y juntos podemos proponer y concretar soluciones comprensivas.

Responsabilidad Universal

Para llevar a cabo estas aspiraciones, debemos tomar la decisión de vivir de acuerdo con un sentido de responsabilidad universal, identificándonos con toda la comunidad terrestre, al igual que con nuestras comunidades locales. Somos ciudadanos de diferentes

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naciones y de un solo mundo al mismo tiempo, en donde los ámbitos local y global, se encuentran estrechamente vinculados. Todos compartimos una responsabilidad hacia el bienestar presente y futuro de la familia humana y del mundo viviente en su amplitud. El espíritu de solidaridad humana y de afinidad con toda la vida se fortalece cuando vivimos con reverencia ante el misterio del ser, con gratitud por el regalo de la vida y con humildad con respecto al lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza.

Necesitamos urgentemente una visión compartida sobre los valores básicos que brinden un fundamento ético para la comunidad mundial emergente. Por lo tanto, juntos y con una gran esperanza, afirmamos los siguientes principios interdependientes, para una forma de vida sostenible, como un fundamento común mediante el cual se deberá guiar y valorar la conducta de las personas, organizaciones, empresas, gobiernos e instituciones transnacionales.

PRINCIPIOS

I. RESPETO Y CUIDADO DE LA COMUNIDAD DE LA VIDA

1. Respetar la Tierra y la vida en toda su diversidad.a. Reconocer que todos los seres son interdependientes y que

toda forma de vida independientemente de su utilidad, tiene valor para los seres humanos.

b. Afirmar la fe en la dignidad inherente a todos los seres humanos y en el potencial intelectual, artístico, ético y espiritual de la humanidad.

2. Cuidar la comunidad de la vida con entendimiento, compasión y amor.

a. Aceptar que el derecho a poseer, administrar y utilizar los recursos naturales conduce hacia el deber de prevenir daños ambientales y proteger los derechos de las personas.

b. Afirmar, que a mayor libertad, conocimiento y poder, se presenta una correspondiente responsabilidad por promover el bien común.

3. Construir sociedades democráticas que sean justas, participativas, sostenibles y pacíficas.

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a. Asegurar que las comunidades, a todo nivel, garanticen los derechos humanos y las libertades fundamentales y brinden a todos la oportunidad de desarrollar su pleno potencial.

b. Promover la justicia social y económica, posibilitando que todos alcancen un modo de vida seguro y digno, pero ecológicamente responsable.

4. Asegurar que los frutos y la belleza de la Tierra se preserven para las generaciones presentes y futuras.

a. Reconocer que la libertad de acción de cada generación se encuentra condicionada por las necesidades de las generaciones futuras.

b. Transmitir a las futuras generaciones valores, tradiciones e instituciones, que apoyen la prosperidad a largo plazo, de las comunidades humanas y ecológicas de la Tierra.

Para poder realizar estos cuatro compromisos generales, es necesario:

II. INTEGRIDAD ECOLÓGICA

5. Proteger y restaurar la integridad de los sistemas ecológicos de la Tierra, con especial preocupación por la diversidad biológica y los procesos naturales que sustentan la vida.

a. Adoptar, a todo nivel, planes de desarrollo sostenible y regulaciones que permitan incluir la conservación y la rehabilitación ambientales, como parte integral de todas las iniciativas de desarrollo.

b. Establecer y salvaguardar reservas viables para la naturaleza y la biosfera, incluyendo tierras silvestres y áreas marinas, de modo que tiendan a proteger los sistemas de soporte a la vida de la Tierra, para mantener la biodiversidad y preservar nuestra herencia natural.

c. Promover la recuperación de especies y ecosistemas en peligro.

d. Controlar y erradicar los organismos exógenos o genéticamente modificados, que sean dañinos para las

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especies autóctonas y el medio ambiente; y además, prevenir la introducción de tales organismos dañinos.

e. Manejar el uso de recursos renovables como el agua, la tierra, los productos forestales y la vida marina, de manera que no se excedan las posibilidades de regeneración y se proteja la salud de los ecosistemas.

f. Manejar la extracción y el uso de los recursos no renovables, tales como minerales y combustibles fósiles, de forma que se minimice su agotamiento y no se causen serios daños ambientales.

6. Evitar dañar como el mejor método de protección ambiental y cuando el conocimiento sea limitado, proceder con precaución.

a. Tomar medidas para evitar la posibilidad de daños ambientales graves o irreversibles, aun cuando el conocimiento científico sea incompleto o inconcluso.

b. Imponer las pruebas respectivas y hacer que las partes responsables asuman las consecuencias de reparar el daño ambiental, principalmente para quienes argumenten que una actividad propuesta no causará ningún daño significativo.

c. Asegurar que la toma de decisiones contemple las consecuencias acumulativas, a largo término, indirectas, de larga distancia y globales de las actividades humanas.

d. Prevenir la contaminación de cualquier parte del medio ambiente y no permitir la acumulación de sustancias radioactivas, tóxicas u otras sustancias peligrosas.

e. Evitar actividades militares que dañen el medio ambiente.

7. Adoptar patrones de producción, consumo y reproducción que salvaguarden las capacidades regenerativas de la Tierra, los derechos humanos y el bienestar comunitario.

a. Reducir, reutilizar y reciclar los materiales usados en los sistemas de producción y consumo y asegurar que los desechos residuales puedan ser asimilados por los sistemas ecológicos.

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b. Actuar con moderación y eficiencia al utilizar energía y tratar de depender cada vez más de los recursos de energía renovables, tales como la solar y eólica.

c. Promover el desarrollo, la adopción y la transferencia equitativa de tecnologías ambientalmente sanas.

d. Internalizar los costos ambientales y sociales totales de bienes y servicios en su precio de venta y posibilitar que los consumidores puedan identificar productos que cumplan con las más altas normas sociales y ambientales.

e. Asegurar el acceso universal al cuidado de la salud que fomente la salud reproductiva y la reproducción responsable.

f. Adoptar formas de vida que pongan énfasis en la calidad de vida y en la suficiencia material en un mundo finito.

8. Impulsar el estudio de la sostenibilidad ecológica y promover el intercambio abierto y la extensa aplicación del conocimiento adquirido.

a. Apoyar la cooperación internacional científica y técnica sobre sostenibilidad, con especial atención a las necesidades de las naciones en desarrollo.

b. Reconocer y preservar el conocimiento tradicional y la sabiduría espiritual en todas las culturas que contribuyen a la protección ambiental y al bienestar humano.

c. Asegurar que la información de vital importancia para la salud humana y la protección ambiental, incluyendo la información genética, esté disponible en el dominio público.

III. JUSTICIA SOCIAL Y ECONÓMICA

9. Erradicar la pobreza como un imperativo ético, social y ambiental.

a. Garantizar el derecho al agua potable, al aire limpio, a la seguridad alimenticia, a la tierra no contaminada, a una vivienda y a un saneamiento seguro, asignando los recursos nacionales e internacionales requeridos.

b. Habilitar a todos los seres humanos con la educación y con los recursos requeridos para que alcancen un modo de

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vida sostenible y proveer la seguridad social y las redes de apoyo requeridos para quienes no puedan mantenerse por sí mismos.

c. Reconocer a los ignorados, proteger a los vulnerables, servir a aquellos que sufren y posibilitar el desarrollo de sus capacidades y perseguir sus aspiraciones.

10. Asegurar que las actividades e instituciones económicas, a todo nivel, promuevan el desarrollo humano de forma equitativa y sostenible.

a. Promover la distribución equitativa de la riqueza dentro de las naciones y entre ellas.

b. Intensificar los recursos intelectuales, financieros, técnicos y sociales de las naciones en desarrollo y liberarlas de onerosas deudas internacionales.

c. Asegurar que todo comercio apoye el uso sostenible de los recursos, la protección ambiental y las normas laborales progresivas.

d. Involucrar e informar a las corporaciones multinacionales y a los organismos financieros internacionales para que actúen transparentemente por el bien público y exigirles responsabilidad por las consecuencias de sus actividades.

11. Afirmar la igualdad y equidad de género como prerrequisitos para el desarrollo sostenible y asegurar el acceso universal a la educación, el cuidado de la salud y la oportunidad económica.

a. Asegurar los derechos humanos de las mujeres y las niñas y terminar con toda la violencia contra ellas.

b. Promover la participación activa de las mujeres en todos los aspectos de la vida económica, política, cívica, social y cultural, como socias plenas e iguales en la toma de decisiones, como líderes y como beneficiarias.

c. Fortalecer las familias y garantizar la seguridad y la crianza amorosa de todos sus miembros.

12. Defender el derecho de todos, sin discriminación, a un entorno natural y social que apoye la dignidad humana, la salud física y el bienestar espiritual, con especial

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atención a los derechos de los pueblos indígenas y las minorías.

a. Eliminar la discriminación en todas sus formas, tales como aquellas basadas en la raza, el color, el género, la orientación sexual, la religión, el idioma y el origen nacional, étnico o social.

b. Afirmar el derecho de los pueblos indígenas a su espiritualidad, conocimientos, tierras y recursos y a sus prácticas vinculadas a un modo de vida sostenible.

c. Honrar y apoyar a los jóvenes de nuestras comunidades, habilitándolos para que ejerzan su papel esencial en la creación de sociedades sostenibles.

d. Proteger y restaurar lugares de importancia que tengan un significado cultural y espiritual.

IV. DEMOCRACIA, NO VIOLENCIA Y PAZ

13. Fortalecer las instituciones democráticas en todos los niveles y brindar transparencia y rendimiento de cuentas en la gobernabilidad, participación inclusiva en la toma de decisiones y acceso a la justicia.

a. Sostener el derecho de todos a recibir información clara y oportuna sobre asuntos ambientales, al igual que sobre todos los planes y actividades de desarrollo que los pueda afectar o en los que tengan interés.

b. Apoyar la sociedad civil local, regional y global y promover la participación significativa de todos los individuos y organizaciones interesados en la toma de decisiones.

c. Proteger los derechos a la libertad de opinión, expresión, reunión pacífica, asociación y disensión.

d. Instituir el acceso efectivo y eficiente de procedimientos administrativos y judiciales independientes, incluyendo las soluciones y compensaciones por daños ambientales y por la amenaza de tales daños.

e. Eliminar la corrupción en todas las instituciones públicas y privadas.

f. Fortalecer las comunidades locales, habilitándolas para que puedan cuidar sus propios ambientes y asignar la

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responsabilidad ambiental en aquellos niveles de gobierno en donde puedan llevarse a cabo de manera más efectiva.

14. Integrar en la educación formal y en el aprendizaje a lo largo de la vida, las habilidades, el conocimiento y los valores necesarios para un modo de vida sostenible.

a. Brindar a todos, especialmente a los niños y los jóvenes, oportunidades educativas que les capaciten para contribuir activamente al desarrollo sostenible.

b. Promover la contribución de las artes y de las humanidades, al igual que de las ciencias, para la educación sobre la sostenibilidad.

c. Intensificar el papel de los medios masivos de comunicación en la toma de conciencia sobre los retos ecológicos y sociales.

d. Reconocer la importancia de la educación moral y espiritual para una vida sostenible.

15. Tratar a todos los seres vivientes con respeto y consideración.

a. Prevenir la crueldad contra los animales que se mantengan en las sociedades humanas y protegerlos del sufrimiento.

b. Proteger a los animales salvajes de métodos de caza, trampa y pesca, que les causen un sufrimiento extremo, prolongado o evitable.

c. Evitar o eliminar, hasta donde sea posible, la toma o destrucción de especies por simple diversión, negligencia o desconocimiento.

16. Promover una cultura de tolerancia, no violencia y paz.a. Alentar y apoyar la comprensión mutua, la solidaridad y

la cooperación entre todos los pueblos tanto dentro como entre las naciones.

b. Implementar estrategias amplias y comprensivas para prevenir los conflictos violentos y utilizar la colaboración en la resolución de problemas para gestionar y resolver conflictos ambientales y otras disputas.

c. Desmilitarizar los sistemas nacionales de seguridad al nivel de una postura de defensa no provocativa y emplear

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los recursos militares para fines pacíficos, incluyendo la restauración ecológica.

d. Eliminar las armas nucleares, biológicas y tóxicas y otras armas de destrucción masiva.

e. Asegurar que el uso del espacio orbital y exterior apoye y se comprometa con la protección ambiental y la paz.

f. Reconocer que la paz es la integridad creada por relaciones correctas con uno mismo, otras personas, otras culturas, otras formas de vida, la Tierra y con el todo más grande, del cual somos parte.

EL CAMINO HACIA ADELANTE

Como nunca antes en la historia, el destino común nos hace un llamado a buscar un nuevo comienzo. Tal renovación es la promesa de estos principios de la Carta de la Tierra. Para cumplir esta promesa, debemos comprometernos a adoptar y promover los valores y objetivos en ella expuestos.

El proceso requerirá un cambio de mentalidad y de corazón; requiere también de un nuevo sentido de interdependencia global y responsabilidad universal. Debemos desarrollar y aplicar imaginativamente la visión de un modo de vida sostenible a nivel local, nacional, regional y global. Nuestra diversidad cultural es una herencia preciosa y las diferentes culturas encontrarán sus propias formas para concretar lo establecido. Debemos profundizar y ampliar el diálogo global que generó la Carta de la Tierra, puesto que tenemos mucho que aprender en la búsqueda colaboradora de la verdad y la sabiduría. La vida a menudo conduce a tensiones entre valores importantes. Ello puede implicar decisiones difíciles; sin embargo, se debe buscar la manera de armonizar la diversidad con la unidad; el ejercicio de la libertad con el bien común; los objetivos de corto plazo con las metas a largo plazo. Todo individuo, familia, organización y comunidad, tiene un papel vital que cumplir. Las artes, las ciencias, las religiones, las instituciones educativas, los medios de comunicación, las empresas, las organizaciones no gubernamentales y los gobiernos, están llamados a ofrecer un liderazgo creativo. La alianza entre gobiernos, sociedad civil y empresas, es esencial para la gobernabilidad efectiva.

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Con el objeto de construir una comunidad global sostenible, las naciones del mundo deben renovar su compromiso con las Naciones Unidas, cumplir con sus obligaciones bajo los acuerdos internacionales existentes y apoyar la implementación de los principios de la Carta de la Tierra, por medio de un instrumento internacional legalmente vinculante sobre medio ambiente y desarrollo. Que el nuestro sea un tiempo que se recuerde por el despertar de una nueva reverencia ante la vida; por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad; por el aceleramiento en la lucha por la justicia y la paz y por la alegre celebración de la vida.

GUíA PARA EL USO EDUCATIVO DE LA CARTA DE LA TIERRA.

I. INTRODUCCIÓN

La Carta de la Tierra es el producto de un diálogo intercultural en torno a objetivos en común y valores compartidos que se llevó a cabo durante una década a nivel mundial. El documento, el cual fue lanzado en el año 2000, fue redactado a partir de una iniciativa de la sociedad civil. La misión de la Iniciativa de la Carta de la Tierra es promover la transición hacia formas de vida sostenibles y una sociedad global cimentada en un marco ético compartido que incluye el respeto y el cuidado de la comunidad de vida, la integridad ecológica, los derechos humanos universales, el respeto a la diversidad, la justicia económica, la democracia y una cultura de paz.

Esta guía va dirigida a todos los educadores interesados en el desarrollo de sistemas y programas educativos que preparen a los jóvenes y los adultos a vivir de forma sostenible y a transformarse en ciudadanos locales y globales responsables en el Siglo XXI. La guía ofrece información básica sobre la forma de utilizar la Carta de la Tierra en distintos entornos educativos. El documento será especialmente útil para aquellos educadores que trabajan en los campos de educación ambiental, educación para el desarrollo sostenible, educación en derechos humanos, educación sobre la ecología humana, educación para la paz, educación humanística, educación social y otras áreas afines. También se puede utilizar la Carta de la Tierra para evaluar y reconstruir el plan de estudios y

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las prácticas de gestión de una institución educativa, en un esfuerzo por velar por que tal institución esté haciendo todo lo que esté a su alcance para preparar a sus estudiantes para superar los grandes retos de nuestros tiempos.

La segunda sección de la guía describe brevemente la historia de la educación para estilos de vida sostenibles y el significado de la Carta de la Tierra como un recurso de enseñanza y aprendizaje. En la tercera sección se hace referencia al sentido de la ética y se explica el lugar tan importante que ocupan los valores éticos en la Carta. En la cuarta sección se identifican los temas principales que la Carta de la Tierra puede ayudar a abordar en diversos entornos educativos. La quinta sección enumera diversos objetivos educativos que los docentes pueden tomar en consideración cuando utilicen la Carta. Finalmente, la sexta sección incluye lineamientos para el desarrollo de materiales y programas educativos en torno a la Carta de la Tierra.

El Principio 14 de la Carta hace énfasis en la necesidad de “integrar en la educación formal y en el aprendizaje a lo largo de la vida, las habilidades, el conocimiento y los valores necesarios para un modo de vida sostenible”. Desde el inicio, la educación ha sido un aspecto central del propósito de la Carta y uno de los ejes principales de los programas de la Iniciativa de la Carta de la Tierra.

Se ha desarrollado un conjunto de conocimientos sobre el uso de la Carta de la Tierra en los procesos de enseñanza y aprendizaje. Educadores de todas las regiones del mundo han contribuido a estos conocimientos, con base en sus experiencias prácticas en la aplicación de la Carta en una diversidad de entornos educativos.

II. EDUCACIÓN PARA ESTILOS DE VIDA SOSTENIBLES Y LA CARTA DE LA TIERRA

Se está utilizando la Carta de la Tierra en la educación de personas de todas las edades y en contextos tanto formales como no formales. La Carta ha demostrado que es un instrumento de enseñanza especialmente valioso en el campo evolutivo de la educación ambiental y sus principios están de conformidad con las definiciones iniciales de la UNESCO sobre la educación ambiental, las cuales están plasmadas en la Carta de Belgrado (1975) y la Declaración de Tiblisi (1977). Asimismo, se ha utilizado la Carta

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en el campo de la educación para la paz y sobre los derechos humanos y se le ha incluido en nuevas tareas educativas dirigidas a lograr la sostenibilidad, denominadas de diversas formas tales como educación para el desarrollo sostenible, educación para la sostenibilidad y hasta educación ambiental para el desarrollo sostenible. En estos campos, la Carta de la Tierra está contribuyendo a la continua conceptualización de los procesos educativos que buscan desarrollar una mayor comprensión sobre la justicia, la sostenibilidad y la paz, al igual que contribuir a su promoción.

La Naciones Unidas declaró el período 2005-2014 como la Década de la Educación para el Desarrollo Sostenible (DEDS) y la noción de la ONU sobre la EDS incluye estos temas más amplios y generales de justicia, sostenibilidad y paz. Según el plan de implementación de la UNESCO para la DEDS, el objetivo general de la Década es “integrar los valores inherentes al desarrollo sostenible en todos los aspectos del aprendizaje para motivar cambios de comportamiento que permitan una sociedad más sostenible y justa para todos”. Una pregunta fundamental para la DEDS es ¿cuáles son los valores inherentes al desarrollo sostenible y los principios éticos que puedan guiar las formas de vida sostenibles?

La Carta de la Tierra refleja el consenso que se materializa en la sociedad civil global emergente acerca de los valores universales para el desarrollo sostenible y por consiguiente se puede aseverar con gran validez que representa un conjunto esencial de principios éticos compartidos los cuales cuentan con un amplio apoyo desde distintas culturas a nivel mundial. En el sentido holístico que promueve la Carta de la Tierra, el desarrollo sostenible o las formas de vida sostenibles requieren de cambios tanto en los corazones como en las mentes de las personas, junto con la reorientación de las políticas y las prácticas públicas. La educación es esencial para fomentar la transición hacia formas de vida más sostenibles y la misma puede reavivar el desarrollo de relaciones más compasivas y afables entre los seres humanos, entre éstos y el mundo natural. La Carta puede facilitar la exploración creativa de formas de desarrollo que sean más ambiental y socialmente responsables. Para lograrlo, es esencial promover una educación que ayude a la gente a comprender los cambios fundamentales necesarios para materializar el desarrollo sostenible.

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La primera oración en el preámbulo de la Carta de la Tierra señala que “estamos en un momento crítico de la historia de la Tierra, en el cual la humanidad debe elegir su futuro”. Ante todo, esto supone la posibilidad de escoger una serie de valores éticos rectores. Al respecto, la Carta de la Tierra hace un llamado a un nuevo sentido de responsabilidad universal que refleje un espíritu de solidaridad con toda la familia humana, incluyendo a las futuras generaciones, y el compromiso de proteger el bienestar de la comunidad de vida en su conjunto, de la cual la humanidad es una parte interdependiente. La educación debe desempeñar un papel fundamental para despertar este sentido de responsabilidad universal.

La educación en valores es un campo controvertido debido a las preocupaciones existentes entorno a “qué” valores se están promoviendo y “de quién(es)” son. Pero estas preocupaciones no tienen tanta importancia cuando los valores que se están analizando representan valores esenciales que respetan la dignidad humana, exaltan la vida y son congruentes con los de muchas culturas en todo el mundo. No obstante, se requiere de un razonamiento crítico para determinar los valores que deben guiar nuestras decisiones y acciones.

La Carta de la Tierra ofrece un marco integral y coherente para el desarrollo de programas y planes educativos dirigidos a la enseñanza y al aprendizaje para lograr un mundo más justo, sostenible y pacífico. El enfoque integrado que promueve la Carta hace énfasis en las relaciones existentes entre los diferentes retos que enfrenta la humanidad, desde la erradicación de la pobreza y la protección de los sistemas ecológicos de la Tierra hasta la eliminación de todas las formas de discriminación. Además, la Carta de la Tierra se puede utilizar como un recurso para emprender procesos de enseñanza y de aprendizaje en muchos campos, y la misma puede ayudar a explorar los vínculos y las interrelaciones que existen entre las diversas dimensiones de la sostenibilidad.

La Carta de la Tierra puede ayudar a mejorar la calidad de la educación al servir de medio para integrar la ética en los planes educativos. La “educación de calidad” se basa en los cuatro pilares del movimiento de Educación para Todos: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a convivir, y aprender a ser (Delors et al., 1996). En este contexto, el Principio 2 de la Carta de la Tierra reviste especial importancia, ya que éste hace un llamado a la ética

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y la denominada pedagogía del cuidado: “Cuidar de la comunidad de vida con entendimiento, compasión y amor”. Asimismo, el Preámbulo de la Carta señala que “debemos darnos cuenta que, una vez satisfechas las necesidades básicas, el desarrollo humano se refiere primordialmente a ser más, no a tener más”, mientras que el Principio 1b de la Carta afirma la fe en el potencial intelectual, artístico, ético y espiritual de la humanidad. Mediante el uso de la Carta de la Tierra como herramienta para la reflexión crítica y para la acción responsable, los procesos educativos pueden contribuir al desarrollo de un tipo de orientación hacia la vida con base en el concepto de cuidado, y puede ayudar a los estudiantes a transformarse en las personas que tienen el potencial de ser.

Muchos otros principios de la Carta también tienen implicaciones educativas. Por ejemplo, el Principio 8 hace un llamado a la necesidad de “impulsar el estudio de la sostenibilidad ecológica y promover el intercambio abierto y la extensa aplicación del conocimiento adquirido”. Por su parte, el Principio 11 reafirma la necesidad de reconocer “la igualdad y equidad de género como prerrequisitos para el desarrollo sostenible y asegurar el acceso universal a la educación, el cuidado de la salud y las oportunidades económicas”. Este principio se relaciona con los esfuerzos realizados en el marco de los Objetivos de Desarrollo del Milenio y del movimiento de Educación para Todos, dirigidos a promover la educación básica para todos, la equidad de género dentro de la educación y una mejor calidad de la misma.

III. LA ÉTICA Y LA CARTA DE LA TIERRA

La Carta de la Tierra establece principios éticos y lineamientos generales para lograr formas de vida sostenibles y construir una comunidad global. La Carta invita a la gente a pensar en los valores éticos y a ampliar su conciencia ética. Como disciplina filosófica, la ética se interesa en la búsqueda de lo que es correcto e incorrecto, o lo que es bueno y malo dentro de la conducta humana. Los valores éticos de una sociedad son la guía de lo que se considera como correcto o incorrecto en las relaciones entre las personas y entre éstas y el mundo viviente en general. Los valores éticos compartidos representan la base de la comunidad y del estado de derecho. Los valores éticos de alguien reflejan el tipo de persona que él o ella

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escogen ser y qué calidad de vida comunitaria deciden respaldar y mantener.

La gente hereda valores éticos de su familia y su cultura. A medida que la persona va madurando intelectualmente y aprende a pensar de forma independiente, él o ella deben aprender el arte de la toma de decisiones éticas. El proceso de escoger las opciones más acertadas en situaciones concretas requiere de un pensamiento imaginativo tanto con la mente como con el corazón. La razón y el conocimiento científico pueden contribuir a que la gente comprenda las consecuencias de las distintas líneas de acción, las cuales deben tomarse en consideración al momento de emitir juicios o criterios de índole ética. Sin embargo, la información científica por sí misma no puede determinar lo que es correcto o incorrecto. La compasión y el compromiso, al igual que la razón, también forman parte de las decisiones con dimensiones éticas.

Es importante reconocer que la Carta de la Tierra contiene principios éticos generales, en lugar de reglas, ya que éstas le dictan a uno(a) exactamente lo que se debe hacer en una situación específica. Los principios generales, por su parte, nos dicen en qué debemos pensar cuando tomemos una decisión sobre lo que debemos hacer. También resulta útil tener presente que vivimos en un mundo complejo y que en ciertos momentos surgirán conflictos entre los diferentes principios éticos. Por ejemplo, con frecuencia existe tensión entre las libertades individuales y la búsqueda de justicia para todos. Asimismo, puede haber tensión entre las necesidades de las generaciones presentes y las futuras, al igual que entre los intereses de la gente a corto plazo y la salud de los ecosistemas a largo plazo.

La Carta de la Tierra está diseñada como una visión de la ética global, la cual puede utilizarse para promover la reflexión y el diálogo continuo entre las diferentes perspectivas culturales. En el marco del Siglo XXI, se necesita con urgencia una ética global. Todos los pueblos viven en un mundo cada vez más interdependiente, por lo que ninguna nación o grupo puede resolver los principales problemas que enfrentan si actúan por cuenta propia. Es esencial contar con la colaboración internacional e intercultural. Una colaboración eficaz requiere de la consecución de objetivos en común y de valores compartidos, y todo ello supone una ética global.

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IV. TEMAS DE LA CARTA DE LA TIERRA

Los siguientes son algunos de los principales temas incluidos en la Carta de la Tierra y que se pueden enfatizar en los programas educativos:

1. Las opciones y los retos críticos a nivel mundial. El Preámbulo de la Carta de la Tierra señala los retos críticos ambientales, sociales y económicos que enfrenta la humanidad en el Siglo XXI y destaca las opciones que debemos escoger para construir un mundo más justo, sostenible y pacífico.

2. La interdependencia de las preocupaciones sociales, económicas y ambientales. Los principios de la Carta de la Tierra están organizados en cuatro secciones principales e interdependientes: “Respeto y Cuidado de la Comunidad de Vida”, “Integridad Ecológica”, “Justicia Social y Económica” y “Democracia, No Violencia y Paz”. Estos temas definen los principales ámbitos de responsabilidad que deben considerarse en conjunto cuando se evalúen problemas críticos y se busquen soluciones. Por ejemplo, la pobreza es tanto una causa como una consecuencia de la degradación ambiental y para resolver cualquiera de estos problemas se deben abordar los dos al igual que muchos otros temas.

3. Una definición del desarrollo sostenible y una guía para una vida sostenible. La Carta de la Tierra—que se desarrolló a través de un amplio proceso de consulta global y se basó en una exhaustiva revisión de documentos ambientales y de desarrollo— representa una definición socialmente validada de la “sostenibilidad”, dentro de lo que es un controvertido campo de investigación.

4. Los derechos y las responsabilidades universales. La Carta de la Tierra aclara la relación entre los derechos humanos universales y las responsabilidades humanas universales. En las propias palabras de la Declaración Universal de Derechos Humanos, “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Pero también, todos los seres humanos tienen responsabilidades sociales y ecológicas. Estas responsabilidades en común deben diferenciarse según las capacidades y las circunstancias de cada persona. Además,

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es importante reconocer que las responsabilidades sociales y ecológicas también establecen límites en el ejercicio de los derechos y las libertades.

5. La gran comunidad de vida. La Carta de la Tierra hace énfasis en que todas las personas son miembros de una sola familia humana y que ésta es parte interdependiente de la gran comunidad de vida de la Tierra. Como miembros de esta comunidad de vida, estamos integrados en la historia del universo y estamos llamados a apoyar a las futuras generaciones. A la afiliación comunitaria la acompaña la responsabilidad de respetar a todos los miembros de la comunidad y de vivir de forma tal que se apoye el bien común. ¿Cuáles son nuestras responsabilidades con la gente de otras naciones, culturas y religiones? ¿Con las futuras generaciones? ¿Con las especies no humanas, con los animales en un plano individual y con los ecosistemas? La Carta de la Tierra puede utilizarse para hacer partícipes tanto a los maestros como a los estudiantes en un diálogo en torno a estas importantes preguntas.

6. Una ética global. La Declaración Universal de Derechos Humanos y la Carta de las Naciones Unidas, la cual se elaboró hace 60 años después de la Segunda Guerra Mundial, establecieron las bases para una ética global. En 1987, la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo hizo un llamado a la elaboración de una nueva carta para guiar la transición hacia un futuro sostenible. Esta recomendación condujo a los esfuerzos iniciales para crear una Carta de la Tierra con una nueva visión sobre las relaciones entre los seres humanos y el planeta. El proceso de redacción de la Carta de la Tierra incluyó un diálogo con miles de personas de todo el mundo y representa un ejemplo sobre la forma en que se pueden encontrar valores y principios éticos compartidos en medio de nuestra diversidad cultural.

7. La integridad ecológica. La segunda sección de los principios de la Carta de la Tierra establece lineamientos para proteger y restaurar la integridad ecológica del planeta. La integridad ecológica hace referencia a la salud de los sistemas de apoyo de la Tierra, lo que incluye la capacidad de los ecosistemas de ofrecer aire limpio, agua fresca y alimentos, al igual que

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de reciclar los desperdicios (servicios de los ecosistemas) y de mantener la salud de la diversidad biológica del planeta. Los principios de la Carta de la Tierra ofrecen un marco propicio para abordar problemas ecológicos, tales como la protección de especies en peligro de extinción, la reducción de la contaminación y aspectos relativos al cambio climático.

8. Una justicia social, económica y ambiental. La tercera sección de los principios de la Carta de la Tierra se centra en la justicia social y económica, lo que incluye la erradicación de la pobreza, un desarrollo socioeconómico equitativo, la igualdad de género y el acceso universal a la educación, a los servicios de salud y a las oportunidades económicas. Además, la Carta de la Tierra amplía el concepto de justicia social para incluir la justicia ambiental y el derecho humano a un medioambiente seguro y saludable.

9. La democracia, la no violencia y la paz. La Carta de la Tierra destaca la importancia de las instituciones democráticas y de la activa participación de los ciudadanos en la promoción de la protección ambiental y el desarrollo sostenible. La definición de paz en la Carta de la Tierra incluye las relaciones correctas con uno(a) mismo(a), con otras personas, con otras culturas y con el mundo viviente en general. Se hace énfasis en que el desafío radica en poder crear una cultura de paz que promueva estas relaciones correctas. Además, el principio que se refiere a la paz en la Carta de la Tierra es también el principio concluyente, puesto que la aplicación de todos los principios que le anteceden es un prerrequisito para lograr la paz. La Carta de la Tierra constituye un mapa sobre una serie de temas interrelacionados para promover la no violencia y la paz.

10. Las alianzas, la colaboración y la gobernabilidad global. La conclusión de la Carta de la Tierra (“El Camino hacia Adelante”) hace énfasis en que “todo individuo, familia, organización y comunidad, tiene un papel vital que cumplir” en la construcción de un futuro más seguro y sostenible. Esta sección concluyente también destaca que la formación de alianzas entre los gobiernos, la sociedad civil y el sector comercial es un elemento esencial para lograr una gobernabilidad eficaz y que, además de los

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acuerdos informales, la construcción de una comunidad global sostenible requiere del fomento de medios formales de gobernabilidad, lo que incluye procesos e instrumentos jurídicos negociados a través de las Naciones Unidas.

V. LOS OBJETIVOS EDUCATIVOS Y LA CARTA DE LA TIERRA

Se puede utilizar la Carta de la Tierra para respaldar una amplia variedad de objetivos educativos, entre los que se incluyen los siguientes:

1. La sensibilización y la comprensión de los problemas globales más críticos. Se puede utilizarla Carta de la Tierra para desarrollar el razonamiento crítico e incrementar el grado de conciencia y de entendimiento de los maestros y alumnos sobre los problemas ambientales, sociales y económicos que enfrenta el mundo, la naturaleza interdependiente de estos problemas y la necesidad de vivir con un sentido de responsabilidad global, especialmente en un momento en que enfrentamos crisis de una magnitud sin precedentes.

2. La promoción del diálogo sobre los valores y los principios para una forma de vida sostenible. Los objetivos en común y los valores compartidos son la base de una comunidad sólida y saludable. La Carta de la Tierra es un valioso recurso para promover el diálogo sobre los objetivos en común y los valores compartidos que se necesitan para construir comunidades justas, sostenibles y pacíficas, tanto en el ámbito local como en el global. El diálogo requiere del respeto a la diversidad cultural y a la opinión de los demás, al igual que de una escucha cuidadosa y atenta, así como la búsqueda de aspectos en común, manteniendo una mente y una actitud abiertas.

3. La promoción del desarrollo ético de las personas. Al utilizar la Carta de la Tierra para incrementar el grado de conciencia, desarrollar una mayor comprensión sobre los problemas críticos globales y promover el diálogo sobre los objetivos en común y los valores compartidos, el documento también puede ser un instrumento para ampliar la conciencia y los compromisos éticos de una persona. La Carta también puede

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ayudar a las personas a tomar decisiones éticas acertadas que supongan un pensamiento imaginativo, tanto con la mente como con el corazón.

4. El estímulo de un espíritu de colaboración, cooperación y acción. La Carta de la Tierra concluye con un llamado a la acción a través, entre otras cosas, del establecimiento de nuevas alianzas entre la sociedad civil, los negocios y el gobierno a todo nivel. Los retos de la sostenibilidad son tan grandes y complejos que sólo pueden abordarse de forma significativa mediante la cooperación. El reto en el campo educativo es ofrecer a los estudiantes las destrezas y las oportunidades para que tomen acciones colaborativas que expresen sus ideas para lograr formas de vida más sostenibles.

5. El fomento de una perspectiva bio-sensible. Muchos de los principios de la Carta de la Tierra se pueden utilizar para ayudar a los docentes y alumnos a ser más sensibles y comprender mejor la importancia de la diversidad biológica, los procesos naturales y los servicios que ofrecen los ecosistemas a todos los seres vivos, las necesidades de otras especies y animales de forma individual, y las condiciones ambientales necesarias para una vida saludable.

6. La aplicación de los valores y los principios. El cuerpo principal de la Carta de la Tierra se orienta a la acción y funciona como guía para lograr formas de vida más sostenibles. La Carta puede servir como marco para que la gente y las organizaciones comparen de manera crítica su realidad con sus ideas. Este tipo de análisis, a su vez, sienta las bases para identificar estrategias que generen un cambio constructivo.

7. La facilitación y la comprensión de la relación entre la Carta de la Tierra, las políticas públicas y el derecho internacional. Si bien la Carta de la Tierra es una “carta de los pueblos”, también se le puede considerar como un documento de “ley blanda”. La ley blanda también es importante ya que ofrece los valores y principios que respaldan y dirigen el desarrollo de las normas jurídicas y el derecho, que reviste la forma de acuerdos jurídicamente vinculantes, tales como los tratados internacionales. La Carta de la Tierra puede utilizarse para

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explorar la situación de las políticas públicas y las leyes con respecto a los problemas del medio ambiente y del desarrollo.

8. Asistencia a las instituciones y a los sistemas educativos para reorientar su enseñanza y sus funciones hacia formas de vida más sostenibles. La Carta de la Tierra ha sido una fuente de inspiración para la elaboración de muchos recursos educativos de enseñanza y aprendizaje entorno a un futuro sostenible, al igual que para la evaluación de las prácticas de las instituciones educativas sobre la sostenibilidad. Se pueden utilizar estos recursos basados en la Carta de la Tierra para profundizar nuestra comprensión y las prácticas sobre la justicia, la sostenibilidad y la paz en entornos educativos.

En resumen, la educación para la sostenibilidad, tal como se documenta en la Carta, deberá ayudar a los estudiantes a:

- Entender las opciones y los retos críticos que enfrenta la humanidad y a reconocer las interconexiones entre estos retos y opciones;

- Comprender el significado de una forma sostenible de vida y del desarrollo sostenible, y establecer objetivos y valores personales que conduzcan a una forma de vida sostenible; y

- Evaluar de forma crítica una situación determinada e identificar objetivos para tomar acciones que generen un cambio positivo.

VI. LINEAMIENTOS PARA ELABORAR PROGRAMAS, ACTIVIDADES Y MATERIALES EDUCATIVOS SOBRE LA CARTA DE LA TIERRA

Existen muchas formas en que se puede utilizar la Carta de la Tierra en la educación, dependiendo del contexto y de los intereses de los educadores y los estudiantes. Los entornos educativos formales y no formales ofrecen diferentes oportunidades para utilizar la Carta de la Tierra y el grado de idoneidad y relevancia de un enfoque variará según los diferentes entornos culturales. No existe una “mejor forma” de utilizar la Carta de la Tierra en el campo de la educación. Sin embargo, con base en la experiencia de

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diversos educadores en diferentes entornos, se ofrecen los siguientes lineamientos generales:

1. Sea congruente con los valores y los principios de la Carta de la Tierra. El proceso por el cual se desarrollan y utilizan los materiales y los programas educativos sobre la Carta de la Tierra debe ser congruente con el espíritu del documento, lo que supone el respeto a la diversidad, un énfasis en la participación, y el aprendizaje del conocimiento y de las actividades locales. Estos procesos incluyen un aprendizaje a través del diálogo y del intercambio de las diferentes perspectivas. Esta práctica enriquecerá el razonamiento crítico.

2. Utilice la Carta de la Tierra dentro de los programas educativos y los libros de texto ya existentes. Dentro de la educación formal, podría ser muy difícil abrir un espacio para incluir un nuevo contenido curricular. Se deben explorar oportunidades para utilizar la Carta de la Tierra dentro de los programas educativos ya existentes. Se pueden examinar los sistemas educativos, los planes de estudio y los materiales didácticos, a fin de identificar oportunidades para utilizar la Carta de la Tierra, para reorganizar el material existente y para documentar el desarrollo curricular a la luz de la Carta de la Tierra.

3. Evite los sermones o el proselitismo. La educación sobre los valores requiere de que tanto los maestros como los alumnos tengan presente la necesidad de evitar el proselitismo, respetar el derecho individual de los estudiantes de asumir o rechazar un valor, y comprender que dentro de la búsqueda de los aspectos en común, el respeto a la diversidad cultural es un valor fundamental.

4. Utilice la visión integral e interdisciplinaria de la Carta de la Tierra. Las actividades y los programas educativos que utilicen la Carta de la Tierra deben tratar y considerar todas las partes y los temas principales del documento y, por consiguiente, promover un enfoque integral y holístico. A menudo, una de las partes o alguno de los temas de la Carta podría servir como introducción para reflexionar sobre un asunto específico y analizarlo. Sin embargo, la actividad o el

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programa debe buscar, en la medida de lo posible, la forma de trabajar con la visión integral de la Carta. Para ello, será necesario pensar en los efectos y las implicaciones de una parte en otra, tal como sucede con los vínculos existentes entre los retos sociales, ambientales, políticos, éticos y económicos de la humanidad. Los materiales y los programas educativos basados en la Carta de la Tierra deberán reflejar su naturaleza multidisciplinaria, integrando así las ciencias, las humanidades y las artes creativas. La Carta de la Tierra ofrece un punto de enlace entre la ciencia y las humanidades, lo cual puede ayudar a fortalecer el papel de los estudios interdisciplinarios en nuestros sistemas educativos.

5. Ofrezca oportunidades para “aprender haciendo”. Los programas educativos basados en la Carta de la Tierra deben utilizar actividades para un aprendizaje adquirido a través de la experiencia. Ello supone un tipo de aprendizaje en función de la acción o de “aprender haciendo”, tales como actividades de extensión comunitaria, una visita de campo para experimentar una situación o contexto específico que se ha abordado en la clase, actividades de aprendizaje que recreen situaciones de la vida real (como dramatizaciones) y experiencias educativas prácticas que incluyan actividades dirigidas a la investigación. Los alumnos de secundaria y los estudiantes universitarios podrían considerar la posibilidad de crear un grupo juvenil y llevar a cabo proyectos relativos a la sostenibilidad y al establecimiento de la paz. El aprendizaje basado en la experiencia es esencial para salvar la brecha existente entre los valores adoptados y las acciones en la vida real. Este tipo de aprendizaje también ofrece oportunidades para vivir y sentir lo que significa la implementación de un principio ético en su propia comunidad y vida personal. El aprendizaje con base en la experiencia reviste especial importancia para la educación sobre la ética, ya que es al participar en la toma de acciones cuando aplicamos y sometemos a prueba nuestros propios valores.

6. Utilizar procesos educativos flexibles y contextualizados. Cuando ello sea posible, los programas educativos sobre la Carta de la Tierra deberán ofrecer experiencias y reflexiones que se relacionen estrechamente con la realidad contextual

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de los estudiantes y que se encuentren arraigadas en ésta. Estos procesos deben hacer partícipes a los estudiantes de forma directa y abordar lo más posible sus prioridades según su contexto específico.

7. Promueva las redes sociales y profesionales para establecer nexos entre los estudiantes y los educadores mediante el establecimiento de sistemas de interacción y de relaciones que logren desarrollar un conocimiento en común y apoyo profesional. Estas redes pueden establecerse en base a medios virtuales o electrónicos, al igual que a través de un contacto frente a frente.

VII. CONCLUSIÓN

Este documento ofrece lineamientos para las personas y los grupos interesados en utilizar la Carta de la Tierra en sus prácticas educativas. Esperamos que la guía estimule aún más el uso de la Carta en escuelas, universidades y en diversos talleres y entornos educativos.

Distintos grupos ya han desarrollado herramientas y recursos sobre la Carta de la Tierra y los mismos están disponibles en la página de Internet de la Carta: www.earthcharter.org o www.cartadelatierra.org. Entre los materiales se incluye una recopilación de experiencias sobre la forma en que se ha utilizado la Carta de la Tierra en diferentes entornos educativos, lo cual muestra las distintas maneras en que los grupos están utilizando el documento como marco ético para reorientar los planes de estudio, a fin de superar los retos que impone la sostenibilidad. Éstos pueden servir como recursos educativos para comprender mejor las opciones y los retos críticos que enfrenta la humanidad, al igual que la urgente necesidad de fomentar un compromiso hacia una forma de vida más sostenible.

Para obtener mayor información, por favor envíe un mensaje a: [email protected]

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Nota:

Este documento se redactó a partir del resultado de un Foro en línea llevado a cabo en el 2001.En abril del 2007 se formó un grupo pequeño de personas para trabajar en la redacción de este documento y desarrollar un primer borrador. En febrero del 2009 un subgrupo se reunió para trabajar en un borrador final. La redacción de este documento se concluyó el 2 de abril del 2009.

Las personas involucradas en este trabajo incluyeron: Abelardo Brenes, Kiran Chhokar, Rickv Clugston, Peter Corcoran, Moacir Gadotti, Edgar González Gaudiano, Brendan Mackey, Steven Rockefeller, Kartikeya Sarabbhai, Michael Slaby, Shafia Succar, Mary Evelyn Tucker, Mirian Vilela y Razeena Wagiet.

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Anexo I I

Educación Ambiental para jóvenes en Quintana Roo

1.-Sensibilización estética y cuidado ambiental en el Caribe mexicano

Quienes vivimos en Quintana Roo podemos enorgullecernos de nuestro hogar. Vivimos en un entorno natural inmensamente valioso, y no únicamente por los beneficios económicos que nuestros abundantes recursos naturales nos proporcionan. Nuestra casa también guarda riquezas que resultan mucho más difíciles de calcular y que, en realidad, no tienen precio. A pesar de eso, esas riquezas resultan ser precisamente las más valiosas por la clase de experiencias que despiertan en nosotros, por el bienestar que nos regalan simplemente con hallarnos en su presencia, contemplándolas o sintiéndolas. La generosa naturaleza de Quintana Roo es también rica en plantas, animales y paisajes bellos.

Nuestra casa es bella, hermosa: bien podemos sentirnos orgullosos de habitar en ella. Como lo estamos del arte que los mayas elaboraron inspirados por sus entornos naturales, sitios tan bellos como las selvas húmedas y sus redes de aguas subterráneas y cenotes, lagunas, ríos y mares, costas y bahías, arrecifes e islas, paisajes con muchos tonos verdes y azules, poblados por criaturas legendarias y magníficas como el jaguar, el tucán o el manatí.

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Figura 27. Construcción maya en Juan Sarabia, a orillas del río Hondo. Fotografía: Zaira Rascón.

Figura 28. Mar Abierto en la isla de Cozumel. Fotografía: Zaira Rascón.

Con todo, ese orgullo hay que ganárselo. Hemos de merecérnoslo. No tiene mucho mérito quien presume de la belleza de un lugar si

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no aporta algo, por poco que sea, para conservarla y continuarla. Al heredar una casa tan grande, variada y hermosa, no sólo adquirimos el derecho de disfrutarla para nuestro bienestar, sino que además contraemos la obligación de cuidarla con esmero, procurando el bienestar del resto de sus habitantes, de manera que nuestros herederos la reciban y la transmitan como un valioso regalo. Nos convertiríamos así en los orgullosos guardianes de la belleza de Quintana Roo, nuestra casa grande, siempre y cuando cuidásemos de todos su parajes naturales, previniendo su maltrato.

Pero para poder cuidar y conservar la naturaleza es necesario saber apreciar su hermosura y, desgraciadamente, en muchos casos hemos perdido familiaridad con muchos lugares, animales y plantas que alguna vez despertaron nuestro asombro, admiración y respeto simplemente por como son, y no por los beneficios que obtenemos al utilizarlos. Las personas exageramos tanto la importancia que concedemos a nuestros asuntos, negocios y aparatos que acabamos por considerar bellos solamente los productos que son obra de los seres humanos. Quizá tengamos que volver a familiarizarnos con la naturaleza y aprender de nuevo a apreciar la belleza de cosas tan simples como un cielo estrellado, la variación en el canto de un ave, el olor de la tierra mojada por la lluvia, las ondas que ésta produce en la superficie de un lago, las tonalidades de los verdes en las selvas y los azules en los mares, el silencio en los cenotes, lejos del estruendo de máquinas y motores, la gigantesca sombra de un árbol centenario, las espirales de los caracoles de innumerables tamaños, el ordenado vuelo de una bandada de pelícanos o el resplandor secreto de cientos de ojos de arañas que en la noche delimitan los senderos en el campo.

Todas estas cosas, tan abundantes en Quintana Roo, nos proporcionan sensaciones de un tipo muy especial. Por eso decimos que son bellas: porque nos encantan, porque gozamos de las sensaciones que nos producen. Aunque ahora la empleamos para nombrar sitios donde cortan el cabello, aplican cosméticos o arreglan las uñas, la palabra estética hacía referencia al tipo de sensaciones que nos producen las cosas bellas o los lugares bonitos. Por eso podemos decir que cosas tan hermosas como las plumas de los flamencos o el pico de los tucanes tienen valor estético. Siempre es difícil expresar el valor estético con palabras, y menos aún con números, pero eso no significa que ese valor no exista. Tener gusto

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o sensibilidad significa saber sentir o apreciar la belleza, no sólo de cuadros e imágenes, sino también de seres y paisajes naturales como los que podemos encontrar en todo nuestro estado.

Para convencernos de la belleza de nuestra casa sólo tenemos que visitar algunas de sus habitaciones. Espero que, en el curso de esa breve visita, logremos aprender algo juntos para apreciar y conservar la belleza de nuestro entorno natural y de sus paisajes, al tiempo que descubrimos algo sobre nuestra sensibilidad y nuestros gustos.

No hay que ir muy lejos para empezar. Cerca de Chetumal se encuentra el Cenote Azul. Se trata de un cenote muy profundo, rodeado de vegetación verdosa y sombría. En sus aguas oscuras se dejan ver los troncos pálidos de enormes árboles, entre cuyas ramas ya sin vida se alimentan y reproducen numerosos peces. Una estrecha franja de tierra separa el Cenote Azul de la laguna de Bacalar, también llamada de los Siete Colores. Desde allí pronto divisamos una escena hecha de franjas azules, resultado de una combinación irrepetible de tierra caliza, agua dulce que brota del fondo (son los llamados ojos de agua), luz solar y cielos trasparentes. Esa particular unión de factores nos atrapa hasta el punto de que es difícil separar nuestra mirada de la superficie del agua y su increíble variedad de tonos azulados. Hemos oído decir a más de un experto viajero que esa laguna es uno de los lugares más bellos del mundo. Y lo es, en realidad. Es como un gran regalo azul que podemos disfrutar pero que debemos esmerarnos en cuidar para que también puedan aprovecharlo los demás, incluyendo quienes todavía no han nacido.

Los colores azules han atraído a las gentes hacia las aguas del Caribe desde tiempos muy remotos. El mejor ejemplo es Tulum. Los mayas gustaban de construir edificios junto al mar, en acantilados desde donde podían ver salir el sol u ocultarse la luna, personificada en la diosa Ixchel. En Punta Estrella, al extremo norte de Isla Mujeres, los mayas celebraban la fertilidad en un templo dedicado a esta diosa y situado junto a un acantilado, en un cabo con enormes rocas donde rompen las aguas de corrientes opuestas del mar Caribe. Desde el estrecho camino que recorre la base de Punta Estrella podemos ver elevarse ante nosotros olas inmensas. Al estrellarse, esas enormes masas de agua producen millones de gotas que filtran los colores de la luz del sol con un sonido ensordecedor. Justo allí, cada día, caen los primeros rayos del sol sobre las costas de México.

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Figura 29. Representación contemporánea de la diosa maya Ixchel dando a luz y paseo del acantilado en Punta Estrella, Isla mujeres, Quintana Roo. Fotografías: Zaira Rascón y J. Miguel Esteban.

Un poco más al norte, en Isla Contoy, podemos incluso oír amanecer. También llamada Isla de Pájaros, se trata de un auténtico paraíso para las aves, cormoranes y pelícanos, garzas y fragatas. En ciertas épocas del año, las fragatas macho golpetean sus picos contra sus tensos buches, unas bolsas rojas que estas aves hinchan en sus cuellos, produciendo un sonido como el redoble de un tambor, algo parecido al martilleo del pájaro carpintero. También hay aves que simplemente cantan, como solistas o en dúos. Juntos, parecen componer una gran sinfonía que saluda a la mañana y que escuchamos con placer. Resulta innecesario traer nuestra música.

También en el mar, pero en el extremo sur de Quintana Roo, encontramos Banco Chinchorro, un conjunto de islotes que, como la isla Cozumel, palabra maya que significa lugar de golondrinas, pertenece al segundo arrecife de coral más grande del mundo, el Sistema Arrecifal Mesoamericano. Es un gran conjunto de verdaderos jardines de coral de colores negros, rojos, naranjas y morados, con formas de globos, abanicos o laberintos. Mantarrayas y delfines nariz de botella tienen su residencia allí. Pulpos, caballitos y estrellas de mar acompañan al pez ángel reina o al pez loro o guacamaya,

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animales tropicales que lucen sus colores entre las cabelleras de las anémonas y los látigos de mar. Y había tantos caracoles rosados bajo el Caribe que parecían alfombras extendidas sobre el fondo del mar. Hoy quedan tan pocos que su captura está prohibida buena parte del año. Los caracoles eran instrumentos musicales para los antiguos mayas, y en su arte eran representados mediante diversas espirales. De hecho, aún podemos verlos en monumentos, símbolos y escudos de Quintana Roo. A los animales de especies como los caracoles, los tucanes, los tiburones ballena, los pelícanos, los jaguares o los manatíes los llamamos animales emblemáticos, ya que son considerados emblemas o símbolos representativos de sus ecosistemas. Su valor estético procede en parte de ahí.

Figura 30. Casa de la boca de la serpiente en Chicaná (Campeche, México). Fotografía: J. Miguel Esteban.

Uno de los animales más emblemáticos de la naturaleza de Quintana Roo quizá sea la serpiente de cascabel, adorada por los mayas como una divinidad sagrada, Ajau Can. Resulta sorprendente que, mientras que el arte europeo siempre ha considerado la serpiente como símbolo del pecado o instrumento del mal, los artistas mayas la consideraran un animal sagrado que encarnaba el misterio de la vida y la regeneración. Estas diferencias muestran

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la sensibilidad estética característica de cada pueblo. Muchas de las puertas por donde se entraba en los templos mayas representaban la boca abierta de la serpiente de cascabel. También utilizaban el canamayté, el dibujo geométrico del dorso de esta serpiente, para levantar algunos de sus edificios. Así pues, los mayas no necesitaban museos. Vivían la belleza cotidianamente, todos los días. Y en su arte, como estamos viendo, la protagonista era la naturaleza.

Otros de los símbolos más representativos de la belleza natural de Quintana Roo son sus selvas húmedas. Las características propias del clima tropical producen estos pulmones verdes hechos de vegetación y árboles que absorben y liberan agua, principal componente de la vida. Por esta razón, a pesar de ser relativamente pequeñas, en las selvas de Quintana Roo podemos encontrar una gran variedad de especies vivas. Llamamos biodiversidad a esa propiedad. Para quienes saben mirar con cuidado, la biodiversidad de las selvas las hace bellas. Los mayas sabían contemplarla, admirarla, e incluso imitarla en los complejos diseños de sus bellas esculturas, estelas y pinturas.

En lo alto de algunas de sus construcciones, los mayas pusieron estructuras cuadradas con huecos por los que, al pasar, el viento producía sonidos musicales que imitaban todo el universo de sonidos que podían oírse en las selvas. Como podemos ver, los mayas sabían extraer toda la belleza de la naturaleza, produciendo a su vez toda una serie de sensaciones inolvidables.

Figura 31. Vivienda maya contemporánea y canamayté, la estructura romboide basada en la piel de la serpiente o víbora de cascabel. Fotografía e Ilustración: Zaira Rascón y J. Miguel Esteban.

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Figura 32. Representación maya de mono araña y mono araña saltando a un guarumbo en Punta Laguna, Yucatán. Fotografías: Zaira Rascón.

Las selvas húmedas de Quintana Roo hospedan más de 1,500 especies de plantas y árboles. En las copas de muchos árboles se hospedan las orquídeas, plantas con flores que son célebres por su hermosura y delicadeza. Uno de estos árboles ha merecido que los gobernantes del estado lo distinguieran como “árbol monumento”: se trata de un inmenso pich, de edad incalculable, nutrido en parte por las aguas de la laguna Bacalar. De considerable altura, su anchura parece casi imposible. Dudo que, en su grandeza, su tronco pueda ser abrazado por menos de cinco o seis seres humanos. Pero son sus ramas las que resultan increíbles, pues cuentan con un grosor apenas inferior al del tronco del que parten, extendiéndose metros y más metros en paralelo al suelo, desafiando tanto la gravedad como nuestra comprensión. La belleza del pich es inseparable de sus proporciones. Pero al admirarla admiramos algo más que la suma de sus características presentes: admiramos también el proceso de la evolución que ha producido tanta grandeza. Admiramos su adaptación centenaria, su duración, su continuidad en el tiempo. Como el pich de Polyuc, en el municipio de Carrillo Puerto, ha sido mudo testigo del paso de las generaciones. El pich nos devuelve a nuestra verdadera dimensión en el espacio y en el tiempo. Con su inmensa belleza, este árbol disminuye nuestra arrogancia: nos hace

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reconocer nuestros límites, con gratitud, serenidad y humildad. Tenemos la sensación de ser nosotros quienes pertenecemos al árbol, y no al revés. En ocasiones, como vemos, la belleza de los paisajes o de los seres vivos también produce esa clase de sensaciones.

La última habitación que visitaremos de nuestra casa, Sian Ka’an, es también la más grande y variada. Es una reserva de la biosfera y su valor es tan alto que la UNESCO la declaró Patrimonio Mundial de la Humanidad, aunque ya con una breve visita nos convenceremos de que también es patrimonio de otros muchos seres vivos del planeta. Cada año, tras recorrer los océanos, a las costas de Sian Ka’an llegan las tortugas a poner sus huevos. Como las espirales de los caracoles, los detallados caparazones de las tortugas, hechos de placas o escudos con diseños concéntricos – una especie de cuadrados dentro de cuadrados- han sido imitados en muchas formas artísticas.

Las condiciones de las selvas de Sian Ka’an son inmejorables para hospedar a muchos mamíferos, parientes nuestros. De entre los habitantes de Sian Ka´an, uno bien cercano a nosotros es el mono araña, llamado así por su sorprendente capacidad para trepar y sostenerse de las ramas como un arácnido, gracias a la prodigiosa adaptación de su cola, prensil como un dedo gigante. Es fácil detectar la presencia de los monos aulladores, llamados así por el estruendo que producen gracias a un hueso dentro de sus gargantas. Más difícil es llegar a ver a los felinos, escurridizos y silenciosos: tigrillos, ocelotes, pumas y jaguares. Las manchas en la piel de los lomos de los jaguares son motivo de muchas representaciones en el arte maya y, en realidad, en todo el arte prehispánico. Para algunos, las elegantes manchas del jaguar representaban un enigma: la escritura de un dios o un laberinto de sueños. Cuando tenemos la suerte de poder percibirlas, la belleza y la elegancia de este secreto habitante de nuestra casa nos hechizan.

La noche nos muestra por qué pudieron los mayas llamar a este lugar Sian Ka’an o las puertas del cielo. Los vientos limpian tanto sus cielos que las noches parecen multiplicar y acercarnos las estrellas. Pero cuando esos vientos se convierten en huracanes, dejan a su paso un desolado paisaje de árboles arrancados. Así ocurrió en los manglares de Mahahual, arrasados por el huracán Dean. La tristeza que nos produce esa pérdida nos enseña cuán importante es para nosotros la belleza natural. Los huracanes son inevitables: lo único

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que podemos hacer es volver a plantar árboles y esperar a que todo vuelva a lucir verde otra vez y regresen las aves y otros animales.

Lo que sí podemos hacer para conservar la belleza natural de Quintana Roo es prevenir o al menos atenuar la contaminación y otros abusos humanos. Pocas cosas nos producen una sensación tan intensa de tristeza como llegar a un lugar donde la naturaleza es bella y descubrir basura arrojada por otros seres humanos. Quizá sea la hora de que los niños y jóvenes eduquen con su ejemplo y su sensibilidad a los habitantes adultos de nuestra casa. Debemos impedir que tanta belleza se degrade y acabe convirtiéndose en un depósito de desperdicio que produzca sensaciones repulsivas y desagradables. Gustar de la naturaleza, saber disfrutar su belleza, significa siempre saber conservarla, no alterarla, ensuciarla o destruirla.

A muchas de las familias de Quintana Roo nos gusta que nuestros hogares luzcan bonitos. Pintamos nuestras casas y las decoramos con luces en Navidad. El hecho de que la naturaleza de Quintana Roo, sus selvas y bosques, ríos y mares, lagunas y cenotes, sea patrimonio de muchas otras familias además de la nuestra, no debería impedir que tratáramos de conservar su belleza, y no sólo para atraer más visitantes, sino por nosotros mismos. Al fin y al cabo, se trata de nuestra casa.

2. La Tragedia de los Comunes contada a jóvenes de Quintana Roo

Hasta no hace mucho, en algunos pueblos de la península, podían escucharse relatos parecidos al que sigue:

Tizoc y Gonzalo eran dos primos que querían ser pastores. Cuando cumplió 80 años, su abuela Ixchel les regaló a los dos un prado grandísimo, con muchos pastos, rodeado de selvas con grandes árboles, aves y otros animales. También les dio diez vaquitas a cada uno, aconsejándoles que entre los dos cuidaran de todo el prado y lo conservaran siempre en buen estado, sano, fresco y verde, de manera que ni su vegetación ni sus animales desapareciesen para siempre. Pero tan pronto como los primos vieron el prado, tan grande como un ejido, olvidaron el consejo: no había por qué preocuparse, pensaron; aquella extensión de hierba nunca podría

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agotarse. Así que cada uno introdujo sus diez vaquitas y las dejó pastar libremente en el prado. Tan fértil era el prado que, al poco tiempo, las vacas crecieron, engordaron y produjeron leche. Tras venderla, Tizoc, uno de los primos, pensó: “¿Por qué no comprar otra vaca y ponerla a pastar en el prado? Ganaría el dinero que produjese toda su leche. Por otra parte, por mucho que coma, esa vaca no consumirá solamente mi pasto, sino también el de Gonzalo, pues el prado es de los dos. Así que los dos compartiremos el gasto de hierba, mientras que yo no tendré que compartir con él el dinero que obtenga con la venta de su leche. Así que salgo ganando. Además, hay tanta hierba que nadie se daría cuenta.” Y eso hizo.

Figura 33. Las calles como recursos comunes. Ilustración de Eloisa Rascón.

Lo que no sabía Tizoc es que su primo Gonzalo también había vendido la leche de sus diez vacas y había pensado lo mismo. De modo que muy pronto no había veinte vacas, sino veintidós, consumiendo la hierba común del prado. Y si algún primo se dio cuenta, decidió callarse: no podía acusar al otro de una acción que él mismo estaba realizando. Los dos siguieron llevando sus vacas al prado como si nada hubiera ocurrido, aunque cada uno sabía lo que él y el otro estaban haciendo. Y así, en silencio, cada primo introdujo en el prado una vaca tras otra, consumiendo más y más

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hierba. Tan grande era el prado que, al principio, su agotamiento casi no se notaba. Mas con el tiempo, la creciente población de vacas fue necesitando más espacio y más alimento dentro del prado, por lo que los primos fueron tumbando las selvas que lo rodeaban, un árbol tras otro…

Pasaron los años, y Tizoc y Gonzalo tuvieron hijos y éstos tuvieron hijos, y con el tiempo hubo muchísimos hermanos, primos y nietos compartiendo el prado, y cada vez más vacas, consumiendo más y más hierba, y cada vez menos árboles …. Y nadie decía nada, aunque todos ellos se daban cuenta de que el prado se iba secando poco a poco. Amarilleaba. Cada vez quedaba menos pasto. Pero lo que cada cual pensaba para sí era: “Cada día que pasa queda menos hierba. Pronto se agotará, así que antes de que eso ocurra introduciré más vacas, no sea que los demás se adelanten y sus vacas se coman la hierba que queda”. De este modo, finalmente, el prado se agotó. Y como los pastores de las demás familias habían actuado igualmente, pronto se agotaron los prados que existían en la región. Así que fueron tumbando árboles y más árboles, convirtiendo las selvas de la región en nuevos prados, para más vacas, etc., etc. Pronto la región se quedó sin selvas y sin prados, y también sin vacas, y sin leche. Pero con los árboles y las plantas también desaparecieron muchos insectos, y casi todas l0s reptiles, y las aves, y muchos mamíferos…

Cuando pasaron los años, los descendientes más jóvenes de Tizoc y Gonzalo se lamentaron: “¿Por qué nuestros padres, tíos y abuelos no supieron seguir el consejo de la abuela Ixchel? ¿Cómo pudieron entre todos dejar que se agotaran los prados y las selvas, las vacas y demás animales? ¿Por qué no pensaron en nosotros, y en nuestros hijos y en nuestros nietos? ¿En qué ha fallado nuestra familia? ¿Qué le faltó a su educación?”

Bien, hasta aquí el relato ¿Nos sugiere algo? ¿Nos recuerda algún problema ya conocido? Bueno, al menos el relato da que hablar, ¿no? Podemos comentarlo, señalando sus problemas e indicando algunas sugerencias que nos ayuden a entender (1) las dificultades para saber usar los recursos naturales compartidos (como el prado) y (2) cómo la educación ambiental puede hacer que comencemos a pensar en maneras de resolverlos.

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En un sentido bien simple, podríamos decir que la educación ambiental trata de ofrecer respuestas y soluciones a las preguntas que se hacen los descendientes de la abuela Ixchel. Pues tras escuchar el relato, sentimos que ni Tizoc, ni Gonzalo ni ninguno de sus sucesores supieron poner en práctica el consejo de la abuela Ixchel: dejar a las generaciones posteriores un prado valioso, rico en muchas cosas, de manera que pudieran disfrutarlo (es decir, usarlo para alimentar a su ganado, pero también para jugar, celebrar almuerzos, pasear, observar pájaros, descansar, hacer fotografías, ver las estrellas …) y a su vez transmitirlo a las generaciones siguientes en condiciones suficientemente buenas para que lo disfrutasen y también lo transmitiesen.

Démonos cuenta de que lo que hay que transmitir a nuestros descendientes no es únicamente el prado, sino también unas prácticas o maneras de usar ese recurso natural común o compartido, sea por una familia o por una comunidad más grande. Normalmente, llamamos educación a la manera en que las comunidades humanas transmitimos, esto es, aprendemos y enseñamos, esas prácticas o usos. Cuando los usos garantizan que el prado, o cualquier otro recurso natural, puede ser usado por otras generaciones para satisfacer sus necesidades, decimos que son usos sustentables. El uso que Tizoc, Gonzalo y sus descendientes dieron al prado no fue sustentable, pues acabaron haciéndolo desaparecer. Podemos decir que esa familia, como el resto de las que habla el relato, careció de una buena educación: no supo aprender ni enseñar a través de las generaciones cómo usar sustentablemente el prado, esto es, como hacer uso de él conservándolo para que, con el tiempo, los más jóvenes también pudieran usarlo. En resumen, no tuvieron una educación ambiental adecuada. Como la cultura es la información que se transmite y se aprende, aunque sea por imitación, podemos decir que no disponían de recursos culturales para un buen manejo de recursos naturales, como su prado.

¿En qué consiste esa educación y esa cultura? La respuesta es complicada, pues el asunto de transmitir o dejar como legado un ambiente o entorno natural es un problema complejo. No depende de una sola cosa, sino de muchos factores. Pues el prado, como las selvas y el resto de recursos naturales de Quintana Roo, es muchas cosas a la vez, no una sola. Veamos por qué.

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Todos los seres vivos nos caracterizamos por la necesidad de obtener energía para nuestro funcionamiento. Cualquier elemento de la naturaleza de la que un organismo obtiene su energía para vivir es un recurso natural para ese organismo. Así entendido, el prado no es simplemente una extensión de hierba, sino algo mucho más complejo, pues son muchos los organismos que en él habitan: el prado es un recurso natural para muchos seres vivos. Aparentemente, el prado está ahí para que pasten las vacas y éstas para producir leche para los seres humanos, pero hay muchas otros aspectos también importantes. Las vacas, por ejemplo, son un recurso natural para las garcetas, unas aves blancas que es fácil ver junto a ellas, de cuyos parásitos se alimentan. Además, en la hierba habitan insectos y otros muchos otros animalitos que cumplen diversas funciones en el prado. Polinizan las plantas y son alimento de muchas aves y reptiles. Las lombrices dejan desechos que sirven para fertilizar el suelo del prado, donde habitan. La hierba es el alimento básico de las vacas, pero para crecer las plantas emplean recursos como la luz del sol y los nutrientes minerales del suelo. Como todos los recursos, estos nutrientes son limitados y se agotan con el tiempo. Por eso el suelo necesita descansar y renovarse, y más en el estado de Quintana Roo, donde la capa de suelo fértil es muy delgada y se agota muy pronto.

Y todavía no hemos hablado de un elemento de la naturaleza que es un recurso para todos los organismos del prado: el agua. Todos sabemos que sin agua no habría hierba, ni vacas, ni leche. En Quintana Roo, como en todas las zonas de selva tropical, los árboles desempeñan una función imprescindible en el ciclo de la lluvia: absorben agua y la desprenden en forma de vapor. Y para mantener ese ciclo no ayuda mucho tumbar cada vez más selvas, como ocurría en el relato.

Vemos así que algo aparentemente tan simple como un prado es en realidad un sistema más complejo, pues en él habitan muchos seres vivos de distintas especies animales y vegetales que mantienen complejas relaciones entre sí y con los elementos no-vivos de la naturaleza, como el agua, la luz del sol o los minerales del suelo. La ecología nos dice que esas relaciones son como una pirámide o una cadena de recursos naturales, donde cada ser vivo emplea recursos y al mismo tiempo sirve como recurso para otros. Así que por ahora podemos decir que donde fallaron Tizoc, Gonzalo y el resto de sus

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descendientes, lo que le faltó a su educación, es precisamente saber cómo funcionan todas esas cadenas de recursos naturales y del tiempo que tardan en renovarse, es decir, conocer aquellas relaciones que nos enseña la ecología y que también venían junto con el prado que les dejó la abuela Ixchel. Pues es fácil ver que una población de vacas como la que iniciaron Tizoc y Gonzalo, que crece de manera aparentemente ilimitada, alimentándose de recursos naturales que se renuevan mucho más lentamente, ha de agotar finalmente esos recursos. En términos ecológicos, tumbar cada vez más árboles para crear cada vez más prados para que pasten cada vez más vacas que produzcan cada vez más leche para ganar cada vez más dinero … no fue una buena idea, ni mucho menos. Lo que les faltó fue precisamente el tipo de educación o de cultura ecológica que les hiciera pensar en las consecuencias de realizar ese tipo de prácticas con sus recursos naturales. Pero, ¿eso es todo?

Figura 34. Pescadores mayas de la ribera del Río Hondo, frontera natural entre México y Belice. Fotografía: Zaira Rascón.

No: también les faltó otra cosa. Al fin y al cabo, sería posible imaginar a un pastor de la familia de Tizoc y Gonzalo que conociera

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las leyes ecológicas que gobiernan recursos naturales como prados y selvas y, aún así, siguiera introduciendo más y más vacas. Imaginemos a ese pastor egoísta pensando del siguiente modo: “Como las leyes de la ecología nos dicen que, inevitablemente, llegará un momento en que el prado se agote, lo mejor que puedo hacer es introducir muchas más vacas, para tener más leche y más dinero que los demás. Así, cuando el prado se agote, gastaré parte de ese dinero para comprar más vacas e irme hasta otro prado, y luego a otro, y después a otro… Para cuando se acabe toda la hierba de todos los prados, yo ya no estaré con vida. Así que no tengo que preocuparme por esas cosas”. Según ese pastor con conocimientos de ecología, pero egoísta, serán otros, y no él, los que sufran las consecuencias de sus acciones.

Pero precisamente eso es lo que, al final del relato, reclamaban los descendientes de la abuela Ixchel: “¿Cómo pudieron entre todos dejar que se agotaran los prados y las selvas, las vacas y demás animales? ¿Por qué no pensaron en nosotros, y en nuestros hijos y en nuestros nietos? ¿En qué ha fallado nuestra familia? ¿Qué le faltó a su educación?” La reclamación de los descendientes más jóvenes nos da a entender que, en cierta medida, el prado también les pertenecía. Parece ser que, además de no procurarles conocimientos de ecología, la educación de Tizoc, Gonzalo y demás generaciones no les permitió aprender qué significa que el prado sea un recurso natural o un bien común compartido con otros, presentes no. Y al decir común, queremos decir común no sólo para todas las familias como las de la abuela Ixchel, sino común para la comunidad de los seres vivos de la zona. Todos los seres vivos de Quintana Roo (y en realidad de todo el planeta, pues la naturaleza poco sabe de fronteras) somos interdependientes: dependemos unos de otros. Es eso lo que nos convierte en una comunidad: nuestro propio bien depende del bien de los demás. Y somos una comunidad que además habita, vive en la misma casa. Creernos propietarios de todas las recámaras de la casa es, como nos recuerda el relato, una gran torpeza. Más que dueños, debemos convertirnos en cuidadores de la casa y de sus habitantes, como una especie de hermanos mayores que cuidan que el hogar esté en buen estado.

Por instinto, todo organismo vivo utiliza su entorno natural o entorno como un conjunto de recursos naturales para su bien como organismo y, a través de la reproducción de sus genes, para el bien común de su especie. La evolución ha colocado al ser humano en

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una posición muy especial: es la única especie que puede alterar el entorno natural de casi todas las demás especies vivas del planeta. Es decir, el ser humano es la única especie que puede emplear todo el planeta tierra como un recurso natural o, mejor dicho, como una red de recursos naturales. Para bien o para mal, ninguna otra especie ha tenido nunca tal poder sobre la totalidad de la naturaleza. Creemos que sólo en nuestros días, con las modernas tecnologías de la genética, los seres humanos hemos logrado cambiar en nuestro beneficio el curso de la evolución de la vida, pero no es así. Quizá todo empezó miles de años atrás, cuando nuestros antepasados consiguieron dominar el fuego y lo aplicaron como técnica en la agricultura (con prácticas de quema que aún se emplean en Quintana Roo y que, con el aumento de las temperaturas y la resequedad de la vegetación, están causando monstruosos incendios en nuestras selvas). Quemaron bosques, acabando con muchas especies, para introducir mediante el cultivo agrícola unas pocas, como el trigo o el maíz, que se convirtieron en recursos naturales para nosotros. Por muy natural u orgánica que sea, toda agricultura selecciona artificialmente unas especies naturales y no otras. Lo que hacen las modernas técnicas para el uso de recursos naturales, sean agrícolas, ganaderas, mineras, pesqueras, etc., es aumentar ese poder. Y tenemos que aprender a saber vivir responsablemente con ese poder.

¿Qué podría diferenciarnos a los actuales habitantes de Quintana Roo de las generaciones del relato que tan imprudentemente agotaron los prados? Durante muchísimas generaciones, los seres humanos pensamos que la naturaleza era algo inagotable, muy poderoso, contra lo que había que luchar para ganarnos nuestros recursos. Hoy sabemos que también somos muy poderosos y que la vida es muy frágil y que depende de equilibrios que estamos rompiendo. Nuestro futuro está unido al del resto de los humanos, pero también al futuro de los demás seres vivos y más aún al futuro de los que, como los prados, son nuestros recursos naturales. Necesitamos usarlos, no podemos hacer otra cosa. Tenemos que vivir con eso. Pero también tenemos que educarnos entre todos para tratar los recursos naturales con cuidado. En ello nos va la vida.

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Anexo I I I

El naufragio del Prestige

El 13 de noviembre del año 2002, el Prestige, un petrolero con un cuarto de kilómetro de eslora y cargado con 76.972,95 toneladas de fuel oil del tipo M-100, una parte cargada en San Petersburgo (Rusia) y otra en Ventspils (Letonia), se encuentra en las costas del mar Cantábrico, rumbo a su destino final, Singapur85. Su carga es poso de fuel o fuel pesado, con un 2, 58 % de azufre, inutilizable como combustible en Europa. Lleva ya siete meses de travesía: había salido el 23 de mayo de los Emiratos Árabes. A primeros de junio repostó combustible en la colonia británica de Gibraltar para atravesar después el Mar del Norte hasta llegar a San Petersburgo, a finales de junio, donde queda anclado cuatro meses. El 30 de octubre se hace de nuevo a la mar y el 2 de noviembre atraca en el puerto de Ventspils (Letonia), donde completan la carga del buque. Hacía unos días que habían dejado el puerto de Kerteminde en Dinamarca. Comprensiblemente, a estas alturas de viaje, la tripulación tenía ya los nervios destrozados y las emociones a flor de piel. Era normal que surgieran descuidos, disputas y reproches.

Eran las primeras horas del miércoles 13 de noviembre de 2002 cuando, con un notable grado de precisión, el Instituto Nacional de Meteorología de España había emitido el aviso número 246 para la zona del cantábrico, y particularmente para el cabo Finisterre y la Costa de la Muerte, en Galicia. Era el tipo de aviso que se cursa cuando el sistema satelital pronostica la escala 8, que significa

85 Tanto la segunda sección del capítulo 2 como este anexo se han elaborado a partir de las crónicas de Xosé Hermida, Xosé M. Pereiro, Primitivo Carbajo, Joaquín Prieto, Gabriela Cañas, Peru Egurbide y Manuel Rivas (2002-2012) disponible en los archivos digitales del periódico EL PAIS.

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temporal, vientos entre 65 y 75 kilómetros por hora y olas de casi 8 metros de altura. El vendaval era tan intenso que una grúa se había desplomado, acabando con la vida de dos mujeres en pleno centro de la ciudad gallega de A Coruña. Mar adentro, pero no muy lejos, habían entrado en funcionamiento las dos alarmas del Prestige, la general y la de máquinas. El capitán, Apostolos Mangouras, un experimentado marino de 67 años de edad, ordenó pulsar un botón en la consola del puente de mando que emite una señal de alarma por satélite GMDSS (Global Maritime Distress System Service). La señal lanzó el SOS y, de forma automática, el nombre del barco y su posición: “Prestige, latitud 42º 54’N longitud 009º 54’W. SOS. Peligro No Definido”.

Diez minutos más tarde, el barco se había escorado ya 25 o 30 grados. Desde el puente de mando hasta la proa, toda la cubierta del Prestige parecía engullida por un engrudo viscoso y negro que despedía un desagradable olor a azufre, algo difícilmente respirable. El viento, las olas, la fuerte lluvia, la escora del barco y el fuel derramado exigían el dominio de serias técnicas de equilibrio para desplazarse por la cubierta del petrolero. Aun así, toda la tripulación se reunió bajo el puente de mando, a las órdenes del oficial. En tierra, el Centro de Salvamento del Cabo Finisterre logró contactar con el Prestige, que solicitó la evacuación de su tripulación ante la grave escora del barco y el riesgo de hundimiento. Se localizó primero al Ría de Vigo, un remolcador de una poderosa empresa llamada Remolcanosa, a la que se le adjudicó el mando de las operaciones, y se le ordenó que “procediera a posición de siniestro”. Entonces nadie pudo explicar muy bien por qué esa deferencia. Luego todos supimos que había dinero de por medio.

Algún tiempo después los helicópteros de salvamento se ponían en marcha. Hasta aquí, los procedimientos y protocolos técnicos funcionaron con la normalidad esperada en unas condiciones ambientales tan adversas.

Cuando llegaron, el Prestige estaba ya tan escorado que toda la tripulación se había concentrado en los alerones de babor (la parte alta del pasillo que rodea el puente). Todos, menos dos marineros que, desafiando el temporal, trabajaban a la mitad de la cubierta, enfangada de petróleo y barrida por olas de ocho metros que sobrepasaban el barco de babor a estribor. Su salvamento exigía un procedimiento en el que la decisión más importante que el equipo

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tenía que tomar por unanimidad era por dónde bajaría el rescatador. El comandante del helicóptero relataba a la prensa lo sucedido: “Es una decisión muy difícil, si cabe la más importante. Todo el mundo tiene que estar de acuerdo. Decidimos bajar al rescatador hacia ese alerón de babor del Prestige. Fue entonces cuando avistamos a los otros dos tripulantes en mitad de la cubierta y a punto estuvimos de abortar la maniobra, porque, de repente, una ola barrió la cubierta y se tragó a uno de ellos: desapareció. En esos casos tenemos que dar preferencia a quien se encuentre en el agua. Ya íbamos a buscarlo cuando reaparece, agarrado a un pasamanos: increíble, no sé cómo pudo conseguirlo. El otro le ayudó a retrepar sobre la cubierta. Se dirigían hasta la proa para cerrar unas llaves, y para eso tenían que andar más de 200 metros sobre la cubierta, escorada y totalmente barrida por las olas y embadurnada de combustible. Hay que tener mucho valor para hacer eso”. Esos dos tripulantes estaban arriesgando sus vidas intentando luchar contra el vertido de petróleo. Ellos no recibieron medalla.

Un rescatador jamás debe permitir que alguien se aferre a él por pura desesperación, pues eso pondría en peligro todo el salvamento. Aunque le duela, debe noquear a quien trate de inmovilizarlo, e incluso lleva un cuchillo en la pierna, por si tiene que utilizarlo. El objetivo de la misión exige priorizar valores y vidas. El protocolo de salvamento tiene principios que deben ser respetados.

Los helicópteros rescataron a 24 tripulantes y regresaron a tierra. En el barco permanecía su capitán, el primer oficial y el jefe de máquinas. Les informaron desde el Centro de Salvamento que, pocas horas antes del accidente, tres de los barcos que transitaban por la zona, embestidos por el fuerte oleaje, habían perdido parte de su cargamento: uno de contenedores, otro de troncos y el tercero con unos tubos de 1.10 metros de diámetro. Aunque era fácil conjeturar qué había chocado contra el Prestige y abierto la brecha en su casco, esa hipótesis no les ayudó a ubicar el lugar del impacto para intentar bloquear la fisura y detener el vertido de petróleo. Sin embargo, el capitán sí logró ir corrigiendo la escora mediante un procedimiento completamente apegado a las reglas de la navegación: ordenó abrir el tanque de lastre, que estaba vacío, y llenarlo con agua del mar para reequilibrar el buque. El golpe, además de abrir un agujero en el casco, había provocado que se abrieran dos ojos (dos tapaderas) del tanque número cuatro de estribor y uno del tanque número dos

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del centro. Durante las tres horas transcurridas, el dispositivo de auxilio había funcionado conforme a los protocolos.

Pero la señal de alarma del Prestige activa algo más que el dispositivo de salvamento. Debería haber activado inmediatamente el protocolo de protección civil, pero las autoridades políticas gallegas y españolas reaccionaron con pereza y desidia. Lo que se activa inmediatamente es otro circuito. Desde el Centro de Salvamento de Finisterre, alguien también llamaba a un teléfono de un despacho comercial de A Coruña. Había intereses económicos de por medio. Mucha gente lo ignora, pero un petrolero en alta mar con casi 80,000 toneladas de carga a bordo tiene un valor de más de 200 millones de dólares (más de 2,000 millones de pesos mexicanos), sumando el valor económico del buque y el de su carga de fuel. Si tras el accidente en alta mar alguna empresa lo rescata, esa corporación podrá acceder a una recompensa económica sustanciosa. Apropiadas o no, las leyes marítimas internacionales así lo establecen y se ha sentado bastante jurisprudencia al respecto. De ahí que el dispositivo de negociación corriese paralelo al dispositivo de salvamento, pero mucho más rápido. A diferencia de los marinos, los hombres de negocios no tienen que enfrentarse a olas de ocho metros. Así que se disparan en cascada los timbres de los teléfonos de las principales ciudades del mundo implicadas en el trato: de A Coruña a Londres, de Londres a Atenas y vuelta a A Coruña, de ahí a Rotterdam, de Rotterdam a Londres y de allí Ginebra, de Ginebra a Bilbao, de ahí a Nueva York… Bufetes de abogados, empresas intermediarias, transitarias, corresponsales, aseguradoras… Se intercambiaban voces, faxes, correos electrónicos, que van negociando los términos de cada oferta por remolcar el petrolero siniestrado. Todo sucedía con celeridad: cada minuto representa dinero.

La administración del estado español, por el contrario, discurría con burocrática pereza, tardando casi seis horas en establecer contacto con el armador. El Ministerio de Asuntos Exteriores solicitaba a un embajador investigar en la nación bajo cuya bandera navegaba el Prestige, las islas Bahamas, por los datos de su armador, su seguro y otros particulares del barco importantes para la protección civil. Era inútil. Hubiera bastado saber que, pese a haberse independizado de Reino Unido en 1973, Bahamas siguió perteneciendo a la Commonwealth, por lo cual todas las oficinas

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de representación de las principales corporaciones de las Bahamas están en Londres. No es obligatorio que el ciudadano medio disponga de esos conocimientos, pero sí que deben estar dentro de las competencias de un diplomático o un técnico en asuntos exteriores. Tampoco fue así.

De vuelta en alta mar, a las tres horas de la primera señal de alarma, el remolcador Ría de Vigo llegaba a la posición del Prestige. El Ría de Vigo ofrecía al Prestige datos de su posición que indicaban su deriva. Pero la lengua materna de ambos capitanes era distinta y alguno no dominaba del todo el inglés, lo que aparentemente hizo muy difícil la comunicación para el amarre del petrolero al remolcador.

El capitán del Prestige estaba en permanente contacto telefónico con su armador, vía satélite. Pero el amarre no se producía. Dos naves juntas, detenidas en medio del océano, solo pueden significar una cosa: los capitanes están negociando. Parece increíble, pero así fue: en medio de una situación tan problemática como la que estaban, y cuyas características mismas deberían haber establecido como prioridad detener el vertido, se estaba produciendo una negociación económica.

El fax que llegó a los despachos del armador griego rezaba así: “Ofrecemos nuestros servicios en base a LOF 2000 incluyendo cláusula SCOPIC y confirmamos que nos cuidamos del Ría de Vigo (de nuestros otros socios españoles) en el sentido de que cualquier reclamación suya será incluida en nuestro contrato de salvamento Lloyd’s Open Form”. Tras la jerga de la cláusula SCOPIC se ocultaba el hecho de que todo se trataba de dinero: de concretarse el rescate, el 30% del valor del buque y el 30% del valor de la carga serán para la compañía salvadora. Pero si el barco naufragaba, sólo cobrarían los gastos. Sólo tras el cierre del negocio permitió el capitán del Prestige que el petrolero fuese remolcado. Pero hubo que buscar más gente para completar el amarre, ya que solo quedaban tres personas en el barco – cosa que, a estas alturas de la situación, todas las partes implicadas sabían ya desde el rescate en helicóptero. Más tiempo perdido para luchar contra el derrame. Tengamos en cuenta que el temporal no había amainado y que seguía deteriorando el estado del petrolero. Pero nadie pensaba todavía en una marea negra.

A partir de aquí, las prácticas se hicieron errantes y fue cobrando forma la sospecha de un conflicto de intereses humanos en el que

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los ecosistemas marinos, como siempre, iban a ser los auténticos perdedores. El remolcador Ría de Vigo falló todos sus intentos de amarrar suficientemente el barco, que navega cada vez más a la deriva y cada vez se aproxima más a la costa. Los cabrestantes se quebraban una y otra vez sin razón aparente, durante casi quince horas, lo que hizo sospechar a las autoridades españolas de que la maniobra era una farsa y que el capitán del Prestige había recibido órdenes de su armador: demorar la maniobra, de modo que la mera posibilidad de que embarranque un petrolero con casi 80,000 toneladas de fueloil haga que las autoridades españolas cedan y terminen por hacerse cargo gratuitamente del salvamento. Una vez iniciada la negociación, todas las partes fueron estirando. Durante casi todo un día, el capitán del Ría de Vigo, al que se le había encomendado la jefatura de la operación, no permitió que ninguno de los otros tres remolcadores que le acompañaban intentara un amarre en el que el suyo llevaba casi quince horas seguidas fracasando. Es cierto que había mucho dinero en el negocio del salvamento. Pero no lo es menos que el tira y afloja entre el remolcador y el armador se produjo con un buque cada vez más desvencijado por el mar, peligrosamente cargado de fuel y muy cerca ya del litoral costero.

Al amanecer del día siguiente, el petrolero no había arrancado aún sus motores, tenía una escora de ocho grados, vertía crudo al mar y navegaba a la deriva, ya a solo siete millas del pueblo gallego de Muxía. Pero las autoridades locales, regionales y nacionales todavía no daban muestras de actuar. Algo había fallado en los laberintos de la administración. Mucho tiempo después se supo que el presidente gallego estaba de cacería, la ocupación favorita de dictadores, presidentes y reyes en España. Los vecinos del pueblo habían empezado a movilizarse, pero los portavoces institucionales trataban de tranquilizarlos. Que no pasaba nada, tranquilos. Pero la situación problemática que veían sus ojos no cuadraba con la descripción oficial. Estaban viendo la silueta del Prestige peligrosamente cerca, supuestamente auxiliado por tres remolcadores: un remolcador grande, el Ría de Vigo, y otros dos más pequeños, el Charuca Silveira y el Sertosa 32. Algunas veces el primero lograba amarrar algún cabo al petrolero y tirar de él, pero las estachas siempre acababan rompiéndose. El tiempo transcurría, y el estado del barco iba empeorando.

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Finalmente, alguien decidió que había que sacar ese petrolero de ahí, hacia donde fuese, y no ceder al supuesto chantaje de los armadores del barco. Pero lo que motivó esa acción fue una reacción emocional: cruces de datos posteriores permitieron saber que la decisión de alejar el Prestige había sido tomada si ningún criterio ni argumento técnico y 17 horas antes de conocer “la valoración de la situación estructural de barco”.

Desobedeciendo las órdenes, el Prestige no había puesto sus máquinas en funcionamiento, por lo que se tuvo que encomendar esa misión a un cargo militar, enviando una fragata de la marina para amenazar al capitán Mangouras. El militar pudo llegar en helicóptero a la cubierta del Prestige. Con él iban tres de los silenciosos tripulantes rescatados el día anterior para ayudar al arranque del barco. Con amenazas, el capitán militar lograba que el capitán del Prestige diera la orden de arrancar, pero se encuentran piezas sospechosamente rotas que lo impiden. Y el tiempo seguía transcurriendo. Ya cuatro horas después el buque se pone en marcha, y al hacerlo corrige su escora en tres o cuatro grados, alcanzando posteriormente una velocidad de seis nudos, siendo escoltado por siete barcos españoles, alejándose progresivamente mar adentro, hacia el noroeste de las costas de Muxía.

Sintiéndose victoriosas, las autoridades españolas daban ya por finalizada la situación problemática. El producto final de su método sería un ascenso para el militar que hizo alejarse al barco. Sin prever posteriores consecuencias, las autoridades españolas iniciaban una ofensiva contra la colonia británica de Gibraltar, a quien responsabilizaron de la derrota del petrolero y por lo tanto de todo el suceso. En una clara maniobra de distracción de la opinión pública, el subsecretario español de transportes lanza el rumor de que el petrolero cubría la ruta Letonia-Gibraltar. Y el ministro de fomento arremetía contra Grecia, país del armador, y también contra Letonia, el país báltico donde se había cargado el petróleo del Prestige, pero no contra Dinamarca, última de sus detenciones en puerto: los daneses presidían en ese momento la Unión Europea. Aunque lo peor estaba por venir, los intereses y valores económicos primero y los intereses y los valores políticos después, habían relegado los valores ambientales y la protección civil a un injustificable tercer plano. El barco estaba ya más lejos de la costa, pero aún estaba lleno de petróleo y todavía había que rescatarlo.

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El armador ya había negociado el recate con Smit Salvage, una empresa holandesa que se dedicaba al salvamento de embarcaciones desde hacía más de 150 años. Pero cuando el capitán del rescate llegaba a hacerse cargo del petrolero, la situación había empeorado notablemente: “el mar estaba abriendo el barco como un abrelatas”. El capitán holandés ordenó detener las máquinas y, entonces sí, logró el amarre con cabos y que el Ría de Vigo iniciara el remolque. Se solicitó una motobomba a una de las fragatas de escolta para corregir la escora a estribor que seguía sufriendo el Prestige, pero el temporal aún arreciaba e impedía su traslado. Las autoridades españolas lograron imponer su criterio y, desoyendo consejos autorizados, “mandar el buque al quinto pino”, según una expresión del hoy presidente de Asturias que ya se ha hecho tristemente célebre. Más concretamente, el mandato fue que el barco no se situara a menos de 61 millas de la costa gallega. El temporal iba a empeorar más, por lo que la tripulación de rescate ya sabía que el Prestige no aguantaría si no trataba de arribar a un puerto de refugio.

La lógica de la situación problemática era aplastante: cada milla que el Prestige se alejaba de la costa incrementaba proporcionalmente el riesgo de marea negra y el área de costa afectada. Y cualquier marino sabe que, no importa cuándo ni cómo, lo que el mar se traga acaba siendo devuelto. La inferencia era clara para casi todos: había que llevar el petróleo a un puerto de refugio. Para todos menos para los responsables institucionales ¿Alguien puede dudar que otros valores y otros intereses obnubilaron su juicio?

Mientras tanto ya había saltado la alarma internacional y aumentaba la presión de los países limítrofes sobre las autoridades españolas. La prevalencia de los intereses nacionales y locales sobre la conservación de algo tan valioso como la biodiversidad marina explica el errático derrotero del buque petrolero. Bajo la presión de las autoridades francesas, el capitán holandés que se había hecho cargo del buque giró en redondo, tomando el rumbo suroeste. Posteriormente los portugueses, vecinos del sur, interpusieron otro navío militar, amenazando con hundir el Prestige, obligándolo a virar al oeste. Y en esa dirección el puerto más cercano ya está en el litoral de América. Unos y otros acabaron por sentenciar el destino de un petrolero que, desde hacía días, ya presagiaba una catástrofe. Luchando para que la marea negra no llegara a sus propias playas nacionales, lograron que llegara a las de todos.

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En tierras gallegas, el edificio desde donde se coordina el rescate ya era un caos. Una extraña amalgama de funcionarios españoles, expertos extranjeros y representantes de las compañías interesadas ocupaba las oficinas sin llegar a entenderse. Los expertos se quejaron del mal inglés de los funcionarios locales. Y por si fuera poco, por increíble que parezca, ni en la sala de crisis ni en todo el edificio había un solo mapa cartográfico de la costa gallega, ningún medio óptico que permitiera visualizar la trayectoria del Prestige o la zona donde empezaban a verse manchas de fuel, ningún instrumento que facilitase la toma de decisiones. Diez años atrás, el petróleo del buque Mar Egeo ya había asolado las costas gallegas. Pero nadie parecía haber aprendido de sus errores: no se revisó aquella toma de decisiones, nadie previó la utilidad de un mapa de las costas gallegas para posibles catástrofes ecológicas futuras. Hubo que salir a comprar un mapa.

Tampoco nadie centralizaba la información, con lo cual hubo una verdadera lucha sin cuartel por obtenerla. Y por ocultarla, junto con sus fuentes. Los mismos funcionarios que horas atrás exhibían su victoria por haber alejado el buque, parecían visiblemente superados y atenazados por los nervios: a nadie se le ocurrió instalar una televisión en la sala de crisis, ni tampoco un video para proyectar las imágenes que se iban recogiendo del buque en apuros. A diferencia de los de otros países, los medios de comunicación españoles estaban amordazados. La cooperación que resulta exigible para abordar cualquier situación ambientalmente problemática, jamás se produjo en los despachos de la tecnocracia. La prensa de entonces reproducía la siguiente discusión entre las autoridades políticas: “Crece la preocupación entre los funcionarios de la Xunta de Galicia por saber qué sucede con el fuel vertido al mar. Hay que organizar su recogida, las defensas en la costa, todo… Urge poner orden en la reacción.

- Yo tengo el presupuesto del año agotado, dice un funcionario.

Todos dirigen la mirada hacia un representante de Protección Civil:

- Oye, que yo no soy el basurero de nadie.

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Un experto extranjero pone sobre la mesa una decisión aparentemente muy fría:

- Habrá que sacrificar algunas zonas.

Algunos le miran como si hubiera dicho una locura”

Mientras tanto, como los mexicanos en el sismo de 1985, los ciudadanos españoles ya habían empezado a movilizarse ágilmente. La respuesta de los cooperantes españoles, la mayoría muy jóvenes, fue un ejemplo dentro y fuera del estado español. Mucho antes de que el petróleo llegara a las costas, ya había miles de voluntarios en las playas. Pero, incluso a esas alturas, las autoridades españolas seguía sin admitir el peligro de la marea negra. Telefónicamente, y sin interrumpir su cacería, el presidente gallego hablaba de unas “manchitas sueltas”. Pero todos los datos procedentes de barcos y helicópteros que sobrevuelan la zona indicaban ya lo contrario. Los expertos del ITOPF (International Tank Owners Petroleum Fuel, una inusual asociación sin ánimo de lucro financiada por empresarios del petróleo) prefirieron emplear una técnica más científica y precisa, y calcular, dado los planos de estiva del buque, cuánto fuel se podía haber vertido hasta ese momento. Sonaba lógico. Pero las cifras que ofrecían (más de 35 kilómetros cuadrados de superficie a dos días y medio del accidente) se alejaban mucho de las que las versiones oficiales daban a la opinión pública. Según estas, “El petrolero ya no perdía fuel y la mancha grande se había partido en dos. Los técnicos de Fomento trataban de que las manchas no lleguen a tierra. Los técnicos nos aseguran que probablemente el crudo se solidifique y se hunda en el fondo del mar… aunque todo depende de las condiciones meteorológicas… Los técnicos de la dirección de la Marina Mercante opinan que las dos partes en que se rompería el barco pueden mantener la flotabilidad, de tal manera que los remolcadores podrán seguir alejándolos de la costa”. Pero cada declaración no hacía sino aumentar la indignación de la población. Con todo, a diferencia de las autoridades españolas, la ciudadanía no permitió que las emociones paralizaran sus acciones cooperativas contra el vertido. Y no recibió mucha ayuda institucional, o al menos no la recibió al principio, cuando más importante hubiera sido que la prestaran. Pero las autoridades tenían otras cosas en la cabeza, otros intereses: había que buscar algún chivo expiatorio. Un helicóptero detuvo al capitán del Prestige y lo

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condujo al calabozo. Otra inútil maniobra de distracción para calmar a los ciudadanos, quienes no por eso dejaban de preguntarse qué estaban haciendo las autoridades para enfrentarse a la previsible marea que, lenta pero inexorablemente, cubriría finalmente los ecosistemas marinos y costeros.

Habían pasado dos días y se acercaba el fin de semana. Satisfecho, un alto cargo del Ministerio de Fomento proclamó entonces haber cumplido con su deber: “Nosotros hemos cumplido. Hemos sacado el barco de allí. Los peces son del Ministerio de Pesca y la marea negra pertenece al de Medio Ambiente”. En consecuencia, ya que la papa caliente no estaba en sus manos, el Ministro de Fomento decidió mantener su agenda para el sábado e irse también a pegar tiros contra los animales de los Pirineos. Creyeron la situación resuelta y reinaba el optimismo. El Ministro de Pesca, “el encargado de los peces”, llegaba a declarar: “La acción rápida de las autoridades españolas, que han alejado el barco de la costa, ha impedido una gran catástrofe ecológica”. Pero los testimonios de pescadores de Muxía seguían desmintiendo la historia oficial: “El día 14 llegamos a estar a una milla del Prestige, justo cuando las informaciones de la radio decían que estaba mucho más lejos. Rápidamente levantamos el aparejo porque olía muy fuerte a gas y en el mar se veía el líquido negro. Al llegar a las 11 millas viramos a tierra. El mar estaba lleno de manchas. Las fuimos esquivando como pudimos, pero una nos la tragamos, la rompimos, y nos dejó la proa del barco impregnada de fuel”. “Todos pudimos ver el barco pegado a la costa, como si fuera a embarrancar. Y eso que, por las informaciones que iba dando el Gobierno, estaba casi a 50 millas. Pero todos, desde Laxe a Malpica, lo vimos ahí mismo.”

Al amanecer del sábado, el temido chapapote ya había llegado a las playas y los pueblos de la Costa da Morte, y con él la fetidez del olor a gas y a azufre. Las máximas autoridades y los funcionarios de más alto rango habían dado literalmente la espalda al problema, marchando en dirección opuesta al desembarco del petróleo. Mucho después se supo que habían llegado diez camiones con material anticontaminante para las aguas, pero no hubo nadie para dar las órdenes de descarga. Pero de poco servían más tarde, con la densa marea negra empapando ya la arena, las rocas y los caladeros.

El vicepresidente del gobierno español decidió tomar el mando y montar un gabinete de crisis cuatro días después de que el Prestige empezara a soltar fuel en el Atlántico. Tras años de ajuste y un

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déficit fiscal cero, había suficiente dinero en las arcas del estado para sufragar medidas extraordinarias. Le recuerdan que el mayor error del gobierno anterior había sido la larguísima demora en compensar económicamente a los afectados del vertido del Mar Egeo, diez años atrás. Se acercan las elecciones y hay que tener claras las prioridades. Así que urge al presidente a disponer inmediatamente de una partida presupuestaria extra para subvenciones a las víctimas directas del vertido. Después se ocupará del petrolero que ya se estaba alejando y hundiendo. Y si no se hundía, iba a tomar drásticas medidas militares por tierra, mar y aire para que así fuera. Pero nadie se había preocupado por averiguar qué hacer con las toneladas de chapapote que, previsiblemente, serían recogidas en las costas. Las recomendaciones a la población civil para protegerse con guantes, lentes y mascarillas llegarían mucho tiempo después.

Tras un reconocimiento aéreo, científicos y técnicos franceses avisaban que la fisura en el casco del Prestige ya tenía más de cincuenta metros y predicen que el petrolero se partirá por la mitad y se hundirá. Desde el petrolero, la compañía de salvamento holandesa intentaba negociar la llegada del Prestige al abrigo del puerto de Vigo o de cualquier puerto portugués, más al sur. Pero recibió la misma negativa de ambos gobiernos.

Figura 35. Hundimiento del Prestige el 19 de noviembre de 2002. Ilustración de Eloisa Rascón.

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Tras seis días dando vueltas, y soltando petróleo hasta el final, el Prestige acaba por hundirse. Se quebró por la mitad y se fue a pique, sumergiéndose unos dos mil metros a 20 metros por segundo, con decenas miles de toneladas de petróleo sus depósitos.

Ante la situación caótica y la lentitud del gobierno, el resto de los ciudadanos, incluyendo alcaldes de los pequeños municipios de la costa, se organizaron como pudieron. Muchos solicitaron a un escritor gallego que liderase “Nunca Mais”, una plataforma ciudadana que además de expresar la creciente indignación de la gente, colaboró en la coordinación del trabajo cooperativo de decenas de miles de voluntarios que vinieron de todas partes para echar una mano en las tareas de limpieza. Era la otra imagen, la otra cara de la crisis del Prestige, la que anticipó en la conducta humana ante la naturaleza dañada por la codicia humana los conceptos, los valores y las prácticas de una educación ambiental que en 2012, una década después del naufragio, aún seguimos necesitando.

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