Las Tres Nar

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1 LAS TRES LAS TRES NARANJITAS NARANJITAS DEL AMOR DEL AMOR Contadas por Madre Recopiladas por Javier Blanquer E ilustradas por Paco Moreno Diciembre 2010

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L A S T R E S L A S T R E S N A R A N J I T A S N A R A N J I T A S

D E L A M O RD E L A M O R

Contadas por Madre

Recopiladas por Javier Blanquer E i lustradas por Paco Moreno

Diciembre 2010

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A mis padres, t íos , primos y hermanos … y a todos los que disfrutamos de este

cuento

Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces. Marco Valerio Marcial

Alicante 2010, Javier ed. Primera Edición. Modificado de “Las tres naranjas del amor”.

A.R. Almodóvar Cuentos de la Media Lunita. Algaida Ed. Sevilla, 2009. Títulos: Las tres naranjas del amor (I), y Las tres naranjas del amor (II)

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LAS TRES NARANJITAS DEL AMOR. Contadas por Madre Un Rey y una reina de un país lejano sólo tenían un heredero. Los monarcas se iban haciendo cada vez más mayores y deseaban que su hijo se casara y tuviera hijos. Como quieren todos los reyes y todos los padres. Pero aquel príncipe no parecía encontrar ninguna joven que le gustara ni en toda su corte ni tampoco en las extranjeras. Todas las muchachas le parecían insulsas o poco agraciadas. Para alejar el problema solía decir que su novia tendría que ser más blanca que la nieve y tener las mejillas rojas como la sangre. Pero la verdad es que la mayor parte del tiempo se la pasaba mirando por la ventana del balcón de su habitación. Entonces al Rey se le ocurrió poner en frente de ese balcón una fuente de aceite, para que todas las doncellas del reino pasaran por delante del príncipe. Y así lo hicieron, pero paso el tiempo y todas las doncellas del reino fueron pasando día tras día delante del balcón del príncipe, y él seguía sin encontrar, esa muchacha más blanca que esta nieve y con las mejillas más coloradas que la sangre.

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Un día, en que estaba solo en el balcón, vio como una vieja recogía aceite de la fuente con una cáscara de huevo. El príncipe, cogió un tirachinas y probando su puntería le dio a la cáscara y la rompió. Mientras el príncipe se reía, la vieja, con la mano extendida, le dijo:

- Príncipe solterón, me has roto el cascarón. Solo quería coger un poco de aceite, y por esto, ya no te diré dónde encontrarás a la mujer que tú quieres.

- ¿Ah sí? ¿Tu sabes dónde está esa muchacha más blanca que la nieve y con las mejillas más coloradas que la sangre?.

Entonces la vieja se quedó mirándole y dijo: - Sé donde hay, no una, sino hasta tres, para que puedas

elegir la que más te guste.

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El príncipe se echó a reír y luego dijo: - Está bien, mujer. Dímelo y te daré una buena

recompensa. - Ella le indicó,… tienes que llegar al huerto del León

Velludo, el que duerme con los ojos abiertos y vigila con los ojos cerrados. En él hay un hermoso naranjal. Pero de todas las naranjas sólo uno tiene tres naranjas. Búscalo, agárralas y sal corriendo a galope, antes de que suenen las doce campanadas de la medianoche desde el reloj de la torre, que es cuando el León cierra os ojos.

El príncipe ordenó que le dieran diez ánforas de aceite. Y La vieja le indicó al príncipe que tenía que partir con su caballo, solo, atravesar el bosque nevado y seguir por donde se oculta el sol; luego por donde sale la luna y llegar hasta donde el viento da la vuelta. Y así fue. El príncipe salió a la mañana siguiente con su caballo y provisiones para un largo camino.

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Pero era tan largo, que cuando el viento dio la vuelta, ya no le quedaba nada en las alforjas. Por fin, al atardecer, divisó el huerto del León Velludo. Muchas veces se había imaginado el muchacho como sería aquel monstruo y cómo tendría que superar el verle los ojos abiertos, repitiéndose “Abiertos, duerme, cerrados, vigila. Abiertos duerme, cerrados, vigila”. Pero ni en sus pesadillas le había imaginado como era en realidad. Suerte que ya se hacía de noche, y al acercarse apenas pudo entrever un gran cuerpo echado a las puertas del huerto junto a una gran torre donde había un reloj. El torso desnudo y el otro medio cuerpo como de bestia acabada en pezuñas doradas; un rabo en espiral que acababa en un mechón de pelo también dorado, la cara casi oculta por una maraña de pelos negros, como de no

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haberse peinado nunca, y entremedias el fulgor de unos ojos inyectados en cólera sanguínea. El príncipe sintió miedo, mucho miedo, pero logró sobreponerse recordando una y otra vez “Abiertos, duerme, cerrados, vigila”, y como en aquel momento tenía los ojos echando fuego, pasó al lado de él, sin ser notado. Luego empezó a buscar aquel naranjo que sólo tenía frutos; a la luz de la luna, la tarea no era fácil. A esto, empezaron a sonar las doce campanadas en el reloj de la torre, pamm… pamm… pamm…

El príncipe se puso nervioso y picó espuelas para ir más deprisa entre los árboles, se desgarraba la ropa con los espinos, pamm… pamm… pamm… hasta que de pronto vio tres hermosas naranjas en uno de aquellos árboles, se alzó sobre los estribos, pamm… pamm… pamm…, las agarró y a galope tendido, pamm, corriendo corriendo salió de allí, pamm, hasta que las puertas del huerto se cerraron tras él y el León, pamm…, cerró los ojos.

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El amanecer sorprendió al príncipe todavía cabalgando, huyendo de los lejanos bramidos del León Velludo. Extenuado, el muchacho se detuvo y bajó del caballo. Sintió una horrible sed y entonces se acordó de las naranjas. Tomó una de ellas, la partió por la mitad con su espada y al momento apareció una hermosa muchacha, más blanca que la nieve y con las mejillas rojas como la sangre, y tan guapa como las estrellas. Pero sus ojos negros quedaban ocultos por la espesa maraña de unos cabellos también muy negros. - ¿Tienes peine para peinarme, agua para lavarme y

toalla para secarme? -preguntó. El Príncipe no salía de su asombro y tuvo que decir que no. Entonces la muchacha dijo. - ¡Pues me vuelvo a mi huerto! - y desapareció- El príncipe se quedó atónito. Volvió a montar y continuó cabalgando.

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Al poco rato, la sed no le dejaba avanzar y, de nuevo partió por la mitad la segunda naranja, y al momento apareció una hermosa muchacha, más blanca que la nieve y con las mejillas rojas como la sangre, y tan guapa como la luna. Pero sus ojos negros quedaban ocultos por la espesa maraña de unos cabellos también muy negros. - ¿Tienes peine para peinarme, agua para lavarme y

toalla para secarme? -preguntó. El Príncipe asombrado de nuevo, negó con la cabeza. Entonces la muchacha dijo. - ¡Pues me vuelvo a mi huerto! - y desapareció-

El príncipe volvió a quedarse atónito, y tras pensar lo que le había sucedido, se quedo pensativo, pues ya comprendía lo que volvería a pasar si partía la naranja que le quedaba. Así que contuvo a duras penas el hambre y la sed y siguió cabalgando. Entonces vio un pueblo a lo lejos. Casi arrastrándose, consiguió llegar a la fuente de la plaza. Cuando el muchacho, ya algo repuesto de la sed, ato su caballo, lo primero que hizo fue comprar un peine y una toalla.

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Sacó la naranja que le quedaba, la partió por la mitad y al momento apareció la muchacha más bella que imaginar se pueda, más blanca que la nieve, más encarnadas sus mejillas que la misma sangre y tan guapa como el sol. Con unos ojos muy dulces, aunque apenas entrevistos por su enredada cabellera. Dijo: - ¿Tienes peine para peinarme, agua para lavarme y

toalla para secarme? -preguntó. El Príncipe le enseño la fuente, el peine y la toalla. - Ya veo que lo tienes todo preparado., dijo la muchacha.

Vuélvete, que necesito peinarme, lavarme y secarme. - ¡Pues con tigo me he de casar!, añadió-

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Siendo así el príncipe y su prometida volvieron a emprender el camino subidos en el caballo, dirección al castillo. Sus padres se pusieron contentísimos de conocer a su prometida y organizaron la boda más bonita por todos conocida. Pasado un tiempo, el amor del príncipe por la muchacha de la tercera naranja fructificó, al cabo de nueve meses, en un niño hermosísimo. El príncipe y los reyes lloraron de alegría al tener en brazos a aquel heredero. La muchacha, ya convertida en princesa, vivía junto a su marido y los Reyes en el castillo. Todos los días salía al balcón de la torre a peinarse su larga cabellera mientras cuidaba al niño. Justo debajo de ella había una fuente donde las gentes del lugar llenaba sus cantaros y saludaba a la princesa y a su niño.

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Ocurrió entonces que, estando la muchacha en el balcón, llegó a la fuente una vieja bruja. Cuando esta se agachó para llenar su cantarillo, vio reflejada la cara de la muchacha en la superficie del agua. Por su aspecto, comprendió que era la que el príncipe había encontrado del jardín del león Velludo. Y de su belleza sintió una gran envidia. Entonces se volvió a mirarla y vio que no hacía más que peinarse, venga a peinarse y con su niño en brazos. - Anda, muchacha, déjame subir -le dijo, que yo te peino.

Porque así, con el niño en brazos, no puedes hacerlo bien.

Ella al principio se negó, pero como estaba cansada de aquella postura, acabó consintiendo. Dejó que la bruja subiera al balcón y se puso a peinarla, venga a peinarla…, Y cuando más descuidada estaba, le clavó un alfiler mágico en la cabeza y la convirtió en una paloma blanca. La paloma se puso a volar y volando, volando se alejó del castillo. La vieja se quedó con el niño, y con las malas artes que tenía echó unos conjuros en

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nombre del León Velludo, y se fue volviendo más joven. Luego se enredó mucho los pelos y procuró adoptar la expresión de aquella que había convertido en paloma. Su poder no era bastante, sin embargo, para hacer desaparecer sus arrugas y lograr una blancura perfecta de la piel. De modo que cuando llegó el príncipe a la hora de comer, se sorprendió mucho al ver a su prometida tan cambiada. - ¿Qué te ha pasado? ¿has estado con alguien? - No, no, sino que me cansé de peinarme, tenía calor, me

daba el sol y cerré el balcón El príncipe y sus padres se quedaron extrañados también de lo que le había pasado a la joven. Envejecida y como tostada por el sol, que no se correspondía con la muchacha que habían conocido, pareciéndose más a una princesa mora. El príncipe no hacía más que mirar a aquella mujer, que enseguida se hizo dueña de todo y empezó a dar órdenes. Reñía a los criados y maltrataba a los perros, que le gruñían. A los pocos días, la paloma, que revoloteaba alrededor del castillo sin cesar, se hizo muy amiga del jardinero, y le preguntaba. - Jardinerito del rey, ¿Qué tal el príncipe, el niño y la

princesa mora?. Y el jardinero contestaba. - Pues ella a veces canta, él está muy triste y el niño

siempre llora.

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Entonces la paloma se alejaba diciendo. - ¡Y su madrecita, ay, por estos campos sola!. Y así un día y otro día. Hasta que el príncipe se enteró. Mandó llamar al jardinero para que le explicara aquello, pero como la paloma siempre lo seguía, se coló por la ventana del salón del trono y a partir de este momento la paloma entraba siempre a la hora de comer, se acercaba a la mesa y cagaba en el plato de la falsa princesa y comía en el plato del príncipe. Un día de tantos, la paloma colándose de nuevo en el castillo, se posó en el plato de la falsa princesa. - ¡Uy que asco! ¡Quitadme este bicho de aquí! Y al espantarla, la paloma se fue a posar en el plato del niño. Éste empezó a acariciarla, mientras su padre y sus abuelos lo miraban complacidos. De pronto el niño notó un bultito en la cabeza de la paloma. El padre se acercó a ver y también lo notó. Soplando sobre las plumas, se dio cuenta de que era la cabeza de un alfiler. Entonces tiró de él. Y al instante se hizo un resplandor muy grande y en medio apareció la verdadera princesa.

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Corriendo abrazó a su hijo y también al príncipe. Todos quedaron maravillados, y tan contentos estaban que no se dieron cuenta de que la bruja echaba a correr. Pero conforme se alejaba se iba volviendo más vieja, más vieja, hasta que ya no pudo con su cuerpo, y entonces los perros del castillo se le echaron encima y la devoraron. Y los príncipes fueron felices, y como él era buen cazador de perdices, pues ya se sabe. Que eso fue lo que comieron y que a mi nada me dieron, sencillamente porque no quisieron.

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