La Fuerza Del Optimismo

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LUIS ROJAS MARCOS La fuerza del optimismo

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LUIS ROJAS MARCOS

La fuerza del optimismo

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Título: La fuerza del optimismo© 2005, Luis Rojas Marcos© Santillana Ediciones Generales, S.L.© De esta edición: enero 2008, Punto de Lectura, S.L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-1958-4Depósito legal: B-51.625-2007Impreso en España – Printed in Spain

Diseño e ilustración de portada: Rudy de la FuenteDiseño de colección: Más!grafica

Impreso por Litografía Rosés, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicaciónno puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en o transmitida por, un sistema derecuperación de información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previo por escritode la editorial.

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Dedico este libro a los hombres y mujeres abiertos a laidea de que la dicha y la desdicha no dependen tanto

de los avatares de la vida como del significado que les damos.

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Índice

1. En busca del optimismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11Visita sorpresa al hospital Coler Memorial . . . 13Manos a la obra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18

2. Orígenes del pensamiento positivo . . . . . . . . . . 27Cuestión de supervivencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29Mitos y creencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31Carburante del progreso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36Filósofos melancólicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38Observadores esperanzados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42

3. La ciencia del optimismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47El significado de las cosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49Desesperanza aprendida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55Mecanismos de defensa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

4. Ingredientes de la disposición optimista . . . . 67Memoria autobiográfica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69Estilos de explicar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75Expectativas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80

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5. Forjadores del talante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89Nuestro equipaje genético . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91El desarrollo del carácter . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 96Valores culturales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106

6. Venenos del optimismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117Indefensión crónica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119Pesimismo maligno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 126

7. Ejercer de optimista realista . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137Cultivar estados de ánimo positivos . . . . . . . . . . 139Moldear la forma de pensar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 146

8. Optimismo en acción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159Relaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161Salud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 172Trabajo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 182Política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191Deporte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 198Medicina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 202Cuando el optimismo es noticia . . . . . . . . . . . . . . 208Optimismo y adversidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213

Labor de muchos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225Índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245

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En busca del optimismo

«El firmamento no es menos azul porquelas nubes nos lo oculten o los ciegos no lovean».

ANTIGUO PROVERBIO DANÉS

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VISITA SORPRESA AL HOSPITAL COLER MEMORIAL

«En nuestra vida no hay un día sin importancia».ALEXANDER WOOLLCOTT,

Mientras Roma arde, 1934

Una mañana nublada de febrero de 1996 paseabayo nerviosamente, arriba y abajo, por mi despacho de laCorporación de Sanidad y Hospitales Públicos de Nue-va York, que dirigía desde hacía sólo seis meses. Las fi-nanzas municipales eran realmente precarias y llevabaunos días muy preocupado por la posibilidad de que tu-viéramos que cerrar varios ambulatorios en algunas zo-nas pobres de la ciudad. Para colmo, George, un colegay buen amigo de muchos años, había sufrido la nocheanterior un accidente de automóvil en una autopista deLos Ángeles y estaba ingresado en la unidad de cuidadosintensivos de un hospital californiano.

Me imaginaba lo peor. Los presentimientos másnegros inundaban mi mente y me impedían concen-trarme en el trabajo. Decidí cancelar las citas que teníaesa mañana.

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Para distraerme y aliviar el desasosiego se me ocu-rrió hacer una visita sorpresa a uno de los hospitales dela Corporación. Sé por experiencia que las aparicionesimprevistas del jefe suelen provocar unas buenas dosisde actividad e improvisación saludables entre los direc-tivos, además de que el personal y los pacientes las agra-decen y aprovechan para airear espontáneamente susquejas y satisfacciones.

Sin pensarlo mucho más, me dirigí al hospital Co-ler Memorial, ubicado en la pequeña isla Roosevelt, enla bifurcación Este del río Hudson que separa los barriosde Manhattan y Queens. Este espacioso sanatorio fueconstruido en 1949 y bautizado con el nombre del pri-mer director de Bienestar Social de Nueva York. Conmil y pico camas, el Coler Memorial es uno de los mayo-res hospitales públicos de Estados Unidos dedicado alcuidado y rehabilitación de pacientes crónicos, en sumayoría afligidos por enfermedades degenerativas neu-rológicas o lesiones cerebrales graves provocadas porproblemas vasculares o por accidentes.

Una vez en el centro fui directamente al despachode Sam Lehrfeld, director ejecutivo desde hacía más deuna década. Sam es un hombre de cincuenta y tantosaños, algo regordete, con cara amplia y grandes ojos azu-les de expresión alegre. Aparte de ser un gran gestor sa-nitario, es conocido por su cordialidad, su afición a lagastronomía, su sentido del humor y la incombustibleenergía positiva que mantiene contra viento y marea.Verdaderamente, Sam posee el temperamento idóneopara liderar una institución dedicada a enfermos muy in-capacitados y a menudo incurables.

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Al verme se sorprendió por unos segundos pero en-seguida se le iluminó el semblante y me invitó a quedesayunáramos juntos en la cafetería del hospital. Porcierto, el Coler Memorial, con su menú multiétnico, go-za de tan buena reputación culinaria que empresas delvecindario suelen encargar a su cocina la comida para susfiestas y recepciones, algo insólito en la industria hospi-talaria. Una vez terminada la colación, le dije a Sam quequería darme una vuelta por la segunda planta, reciénrenovada, en la que se encontraban internados pacientestetrapléjicos, paralizados de barbilla para abajo, que re-quieren atenciones continuadas y respiración asistida.Aunque Sam insistió en acompañarme, le convencí deque prefería ir solo.

El olorcillo a desinfectante típico de los hospitalesme invadió nada más entrar en la unidad. El sonido rít-mico de las bombas neumáticas de los respiradores artifi-ciales que día y noche inyectan y extraen el aire de lospulmones de pacientes que han perdido la capacidad derespirar por sí mismos resonaba en el ambiente. Me iden-tifiqué ante la enfermera encargada y le expliqué quequería saludar a algún paciente. Acto seguido entré alazar en una de las habitaciones.

Un hombre de aspecto joven yacía medio recosta-do en una cama, respirando trabajosamente. Inmóvil debrazos y piernas, tenía la cabeza sujeta por unos sopor-tes forrados de gasa y los ojos muy abiertos y fijos en lasimágenes de una película que se proyectaba en la panta-lla de un pequeño televisor colgado frente a él. Notéque tenía una traqueotomía —abertura que se hace arti-ficialmente en la tráquea para facilitar la respiración—

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cubierta con un tapón. Al lado de la mesilla de nochehabía un respirador automático en punto muerto.

Cuando oyó mis «buenos días», giró los ojos haciamí, me echó una mirada penetrante y sonrió levemente.Me presenté y le dije que, si no tenía inconveniente, megustaría saber cuál era el motivo de su hospitalización ysu opinión sobre los cuidados que recibía del personal.Hablando con dificultad en un lenguaje entrecortado,con tono grave y áspero pero comprensible, me dijo quese llamaba Robert, tenía 46 años, era ingeniero de profe-sión y llevaba algo más de cinco años ingresado a causadel grave accidente de trabajo que había sufrido mien-tras inspeccionaba una obra. Me explicó que se lesionóseriamente la médula espinal a nivel cervical y, comoconsecuencia, había quedado totalmente paralítico. Ro-bert estaba casado y tenía un hijo de diez años y una hijade ocho. En cuanto a su evaluación del hospital, elogióel trato que recibía y se mostró especialmente animadoal contarme que en los últimos tres meses había conse-guido, con mucho esfuerzo, respirar por su cuenta du-rante casi dos horas al día.

Robert me comentó que era consciente de la altaprobabilidad que tenía de permanecer paralizado duran-te el resto de sus días. Sin embargo, no dudó en añadirque en el pasado había superado retos duros, como lamuerte de su padre, con quien estaba emocionalmentemuy unido, cuando él sólo contaba 15 años, y las consi-guientes dificultades económicas. Por otra parte, se sen-tía muy animado porque había logrado ir controlandopoco a poco su programa cotidiano en el hospital. Estoslogros le hacían pensar que quizá en el futuro también

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vencería su invalidez, por lo menos hasta el punto depoder vivir en casa con su familia. Le pregunté cómoera su día a día en el hospital y me contestó que bastantemejor de lo que en un principio había anticipado. Se ha-bía hecho «adicto» —me dijo— a varias series de televi-sión, y siempre esperaba con buen apetito la hora de lacomida; disfrutaba de las buenas relaciones de amistadque había desarrollado con algunas enfermeras y fisiote-rapeutas del centro y, sobre todo, se sentía feliz cuandole visitaban sus hijos y su mujer.

Fascinado por la actitud positiva de Robert, en unmomento de la conversación se me ocurrió preguntarleque calculara su nivel de satisfacción con la vida en gene-ral desde el 0 (muy desgraciado) al 10 (muy dichoso).Después de una breve reflexión me respondió sonriente ycon seguridad que «un ocho». El notable me sorprendió.A continuación, le pregunté qué número se hubiera dadoantes del accidente. Casi sin vacilar contestó: «Yo diríaque un ocho y medio, más o menos». «¿Sólo medio pun-to más?», exclamé en un reflejo de incredulidad. «Queri-do doctor —me replicó Robert pausadamente como paratranquilizarme—, aunque le parezca mentira me conside-ro un hombre con suerte. He sobrevivido a un terriblepercance y mantengo intactas mis facultades mentales.De hecho, desde el accidente mi vida ha adquirido un sig-nificado más profundo. Creo que, de alguna forma, me heconvertido en mejor persona. Soy más comprensivo conlos demás, aprecio mucho más las cosas pequeñas que an-tes consideraba triviales… Quién sabe, quizá un día pue-da ayudar a superar este problema a otras personas que,como yo, han visto su destino torcerse de repente».

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Sin decir nada, puse mi mano en su hombro y lemiré intensamente, buscando en su expresión algo quejustificara mi escepticismo. Lo único que percibí fue elfulgor del optimismo brillar en sus ojos. Sentí que esaluz era la prueba más segura de que Robert había supe-rado emocionalmente su desgracia.

En el coche, de regreso al despacho, anoté los deta-lles de la conversación, mientras me decía para misadentros «¡qué admirable!», «¡qué sorprendente!».

Trabajando en el mundo de la enfermedad y la invali-dez aprendí muy pronto dos lecciones. La primera es que elpensamiento positivo posee un inmenso poder reparador.La segunda, que la esperanza abunda entre las personasmucho más de lo que nos imaginamos. A lo largo de losaños, estas dos lecciones han sido ratificadas diariamente y,no hace mucho, fueron esculpidas en mi propia alma comosecuelas de mi experiencia personal el 11 de septiembrede 2001 en Nueva York. Con todo, aquella charla con Ro-bert en el hospital Coler Memorial fue la experiencia querealmente prendió en mi mente la llama de la curiosidadpor escudriñar a fondo esa tendencia tan humana de enfo-car las vicisitudes de la vida a través de una lente que acentúalos aspectos más favorables y minimiza los negativos.

MANOS A LA OBRA

«No se intentaría hacer nada si antes se tuvieranque superar todas las objeciones posibles».

PAULA F. EAGLE,Comunicación personal, 2000

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Seis años después de aquella visita sorpresa al ColerMemorial dejé el puesto que ocupaba al frente de loshospitales públicos neoyorquinos y me incorporé al mássosegado ambiente académico de la universidad. Fue en-tonces cuando sentí que había llegado el momento deprofundizar en el talante optimista, investigar sus raíces,sus ingredientes, sus manifestaciones y sus efectos.

Nada más empezar me di cuenta de lo placenterode la tarea. Habituado a trabajar en el campo de los ma-les del cuerpo y de la mente, estudiar el optimismo en-trañaba para mí un grato respiro, una tregua reconfor-tante. Mas debo confesar que la labor también mesuponía un reto: los profesionales de la medicina no lehemos prestado mucha atención a los rasgos saludablesde la naturaleza humana y no estamos acostumbrados apensar en las actitudes positivas de las personas. Esta de-ficiencia se explica en parte porque, desde que aparecie-ron los primeros curanderos y chamanes en la prehisto-ria hasta hace poco, los hombres y las mujeres de migremio se han ocupado casi en exclusiva de aliviar los pa-decimientos que torturan y roban la vida sin piedad a sussemejantes. Los pocos compañeros que optaron por de-dicarse a la investigación se concentraban, por pura ne-cesidad, en las causas y los remedios de las enfermedadesy epidemias que dominaban implacablemente el destinode los mortales. Y la verdad es que no daban abasto.

Al igual que sus colegas médicos, los peritos de lamente no tuvieron más remedio que dedicarse durantemuchas décadas a intentar mitigar los síntomas quearruinaban la vida de los enfermos mentales, y a menudotambién la de sus familiares. Era una misión que además

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no resultaba nada fácil, pues el estudio del funciona-miento del cerebro siempre ha planteado —y aún plan-tea— un enorme desafío. Es precisamente en esta enre-vesada amalgama, compuesta de miles de millones deneuronas entrelazadas y sumergidas en un mar de po-derosas sustancias químicas, donde se configura la per-sonalidad, se almacenan los recuerdos, se cuecen lospensamientos y se fraguan las emociones, las actitudesy los comportamientos, tanto los saludables como losmalsanos.

Otro motivo por el que se ignoraron los aspectospositivos de la mente humana es que la psicología y lapsiquiatría son ciencias relativamente nuevas, que desdesu infancia estuvieron influenciadas por el fatalismo filo-sófico. El nacimiento de la psicología como disciplinaque estudia los procesos mentales de los seres vivientesse suele fechar en 1879, cuando el biólogo de la univer-sidad alemana de Leipzig, Wilhelm Wundt, decidió crear«un nuevo campo de la ciencia» y estableció el primerlaboratorio dedicado al estudio de las funciones de lamente. Wundt y sus colegas idearon tests psicológicospara explorar la atención, la memoria y el estado de áni-mo de las personas. En 1890 el psicólogo neoyorquino yprofesor de Harvard, William James, publicó el primermanual, titulado Principios de psicología.

Estos psicólogos pioneros se dejaron seducir por lasprofundas ideas pesimistas que predicaban casi todos losfilósofos de la época, una manía que analizaré con algúndetalle más adelante. Por ejemplo, William James reco-nocía que había personas que pese a tener el «alma en-ferma» mantenían «una actitud ilusionada». No obstante,

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para él la utilidad de la esperanza se limitaba a posponerlos inevitables desengaños de la vida. Este psicólogomantenía que el optimismo «es un velo que nos evita verlas duras verdades de la existencia, pero dada la abun-dancia de fracasos y desilusiones, nadie lo puede llevarpuesto durante mucho tiempo».

Igualmente, la psiquiatría, rama de la medicina queestudia el diagnóstico y el tratamiento de los trastornosmentales, surgió hace menos de dos siglos y dio sus prime-ros pasos en un ambiente cargado de prejuicios y teoríasabsurdas. No olvidemos que hasta hace poco los indivi-duos que tenían perturbadas sus facultades eran ignoradoscuando no castigados, encerrados o exorcizados por hechi-ceros o clérigos. La situación de estos enfermos mejorópoco a poco con el avance de los conocimientos psiquiátri-cos y la progresiva sensibilización de la sociedad frente alas enfermedades mentales. Con todo, durante muchotiempo los psiquiatras mantuvieron una visión bastantenegativa de la naturaleza humana.

Un psiquiatra universal, contemporáneo de WilliamJames, fue Sigmund Freud, el inventor del psicoanálisis.Según sus biógrafos, Freud era un hombre supersticioso,muy preocupado por la muerte y convencido de que laspersonas «están destinadas a frustrarse y sufrir, o a frus-trar y hacer sufrir a otros, por lo que la más modesta as-piración a la felicidad no es más que una irracional qui-mera infantil». En su obra El malestar en la cultura (1930)este genial explorador de la mente apuntó con crudeza:«El hombre es una criatura dotada de tal ración de agresi-vidad que le sería fácil exterminarse… Sólo nos queda es-perar que el eterno Eros —el instinto de vivir— despliegue

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sus fuerzas para vencer en la lucha contra su no menosinmortal adversario Tánatos —el instinto de destruir—.Mas ¿quién podría vaticinar el desenlace final?». Unmensaje algo más esperanzador se puede deducir de surespuesta, en septiembre de 1932, a una carta del físicoAlbert Einstein, en la que éste le preguntaba si había al-guna forma de salvar a la humanidad de la amenaza de laguerra. Freud le respondió: «Una cosa le puedo decir:todo lo que estimula el crecimiento de la civilización tra-baja, al mismo tiempo, en contra de la guerra».

El concepto preponderantemente pesimista de la na-turaleza humana fue compartido incluso por profesionalesque estudiaban aspectos positivos de las personas, comopor ejemplo Erich Fromm. Este reconocido psicólogo, queexploró con lucidez el amor y la libertad, considerabaque los seres humanos, en su mayoría, eran materialistas,incapaces de amar, infelices, y proclives a la autodestruc-ción. En su famoso tratado sobre el arte de amar (1956)declaró: «El hombre es consciente de que nace sin su con-sentimiento y perece en contra de su voluntad… Es cons-ciente de su soledad y de su impotencia ante las fuerzas dela naturaleza y de la sociedad. Todo esto hace de su exis-tencia una prisión insoportable».

La primera persona de mi gremio cuyas ideas opti-mistas tuvieron un impacto significativo en mi forma-ción fue la psiquiatra de origen alemán residente enNueva York, Karen Horney (1885-1952). Horney, aquien nunca conocí, argumentó con claridad que, encondiciones normales, todos los seres humanos desarro-llamos las capacidades que nos permiten realizarnos co-mo individuos: la habilidad para sacar el máximo partido

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a nuestros recursos personales, la fuerza de voluntad y laaptitud para relacionarnos íntimamente con los demás.Horney, quien había sido discípula de Sigmund Freud,rechazó abiertamente el concepto del instinto de des-trucción o Tánatos desarrollado por el maestro, lo que lesupuso el boicot de muchos de sus colegas. En su libroprincipal, Neurosis y crecimiento humano (1950), comparósus ideas con las de Freud con estas palabras: «Si usamoslos términos optimista o pesimista en el sentido profun-do de afirmar el valor del mundo y de la vida o negar elvalor del mundo y de la vida, la filosofía de Freud es pe-simista y la mía optimista».

Con muy pocas excepciones, hasta finales del siglo XX

los psicólogos y psiquiatras le prestaron más atencióna la psicosis que a la cordura, al miedo que a la con-fianza, a la fobia que al valor, a la melancolía que al en-tusiasmo. Por ejemplo, en una revisión electrónica delas revistas de psicología más prestigiosas del mundo,realizada entre 1967 y 1998, el profesor de Psicologíade Michigan, David Myers, encontró 101.004 artícu-los sobre depresión, ansiedad o violencia, pero sola-mente 4.707 sobre alegría, amor o felicidad. Dicho deotra forma, por cada artículo que trataba sobre un as-pecto positivo de la persona, veintiuno lo hacían sobrealguna faceta negativa.

Sólo en los últimos veinte años, los avances enmedicina, en psicología y, sobre todo, los adelantos far-macológicos en el tratamiento de las alteraciones menta-les, permitieron que la oleada de clínicos e investigadoresque hasta entonces había enfocado su atención única-mente en la patología fuese poco a poco cambiando de

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rumbo, hasta concentrarse también en los elementosque contribuyen a la satisfacción de las personas con lavida.

La importancia de la investigación de los aspectospositivos de la mente humana fue finalmente recono-cida de forma oficial en el año 2000, cuando varias fa-cultades de Psicología estadounidenses, alentadas por elprofesor de la Universidad de Pensilvania Martin E. P.Seligman, formalizaron la asignatura de Psicología Posi-tiva. Esta nueva materia universitaria incluye el estudiode las experiencias y los rasgos del carácter que ayudan alas personas a sentirse dichosas y a mantenerse mental-mente saludables. Como resultado, cada día contamoscon un contingente mayor de ingeniosos doctores y doc-toras que investigan los ingredientes de la confianza, dela seguridad, del placer, de las relaciones gratificantes,y de la ilusión. En palabras de Seligman, «Los científicosde la mente del nuevo milenio no sólo se preocuparánpor corregir lo peor de la condición humana, sino quetambién se dedicarán a identificar y promover lo mejor».

En los ocho capítulos que siguen presento mis ha-llazgos y experiencias, así como las ideas que heaprendido de otros. Comienzo por hacer un repaso bre-ve y selectivo de la historia del pensamiento positivo. Esuna crónica con una dosis alta de subjetividad en la queespeculo sobre los orígenes borrosos del optimismo,destaco la mala prensa que ha tenido y aún tiene entrepensadores eruditos y profanos, y lo enfoco a la luz delas ciencias neuropsicológicas. Seguidamente detallo los

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ingredientes que distinguen la disposición optimista dela pesimista, y los encuadro en tres esferas: nuestra me-moria del pasado, nuestra interpretación del presente ynuestra visión del futuro. Exploro también las fuerzasque forjan nuestro temperamento: el equipaje genético,los rasgos del carácter y los valores culturales.

Después de identificar los venenos más dañinos pa-ra el optimismo —la indefensión crónica y la depre-sión—, describo dos estrategias de probada eficacia parafomentar una disposición optimista realista. A continua-ción, examino la influencia del optimismo en las relacionescon otras personas, en la salud y en el trabajo. Comentotambién su impacto en los escenarios de la política, eldeporte, la medicina y el periodismo. Finalizo con unanálisis de la cualidad más valiosa de nuestro optimismo:su enorme y probada utilidad a la hora de hacer frente ala adversidad en la vida.

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Orígenes del pensamiento positivo

«Pensar que el futuro es de color de rosa esalgo tan biológico como las fantasías sexua-les… Apostar por la esperanza ante la incerti-dumbre es tan natural en nuestra especie co-mo andar con dos patas».

LIONEL TIGER,El optimismo, 1979

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CUESTIÓN DE SUPERVIVENCIA

«Que la civilización pueda sobrevivir o no dependeen verdad de nuestra manera de sentir. Es decir,depende de lo que queramos las personas».

BERTRAND RUSSELL, The New York Times Magazine,

19 de marzo, 1950

Aunque no es realmente posible estar seguros decómo era el temperamento de nuestros antepasados máslejanos que no dejaron rastros escritos, yo me inclino apensar que en el momento en que adquirieron concien-cia de sí mismos y de su entorno, hace unos cuatrocientosmilenios, a la mayoría se le iluminó la cara con una son-risa de regocijo. Imagino que las razones fueron varias.En primer lugar, al mirar hacia atrás debieron de sentir-se muy orgullosos de haber superado las duras pruebas aque les había sometido la implacable ley de selección na-tural. De acuerdo con esta fuerza irresistible, encargadade favorecer las cualidades físicas y mentales útiles parala conservación y mejora de la especie y de descartar las

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inservibles, sólo los miembros más aptos de la familia delos grandes primates podían aspirar a protagonizar elpapel de seres humanos. Me figuro que nuestros ances-tros percibieron especialmente su gran logro cuandocompararon su suerte con la de los chimpancés y los go-rilas, sus parientes del reino animal.

Es verdad que algunos profesionales respetables,como el profesor de Arqueología de la Universidad deHarvard Steven LeBlanc, o el antropólogo de la Univer-sidad de California Robert B. Edgerton, piensan que losseres humanos de la prehistoria no tenían nada que cele-brar. Según ellos, vivían angustiados y deprimidos, aco-sados continuamente por despiadadas enfermedades ypor las caprichosas fuerzas de la naturaleza. No obstan-te, yo mantengo que esta sombría valoración del talantede nuestros ascendientes remotos refleja puntos de vistamoldeados por modernos valores estéticos y expectativasde bienestar a los que nuestros predecesores eran ajenos.

Si reflexionamos sobre la milenaria conservación dela especie humana, tiene sentido que la esperanza abun-dara entre sus miembros iniciales, aunque no fuese nadamás que porque servía de potente incentivo para hacer elamor y reproducirse, para buscar con ilusión y tenacidadlos frutos de la naturaleza y para resistir las agresiones. Loscríticos de la utilidad del optimismo para la superviven-cia argumentan que mientras los miembros optimistasde las tribus trogloditas preferían arriesgarse ante los te-rremotos y huracanes, o perdían la vida enfrentándoseimprudentemente a los tigres y bisontes que les acecha-ban, los agoreros eran cautelosos y se protegían en la se-guridad de las cuevas. Sin embargo, como expondré más

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adelante, hoy sabemos que el pensamiento positivo escongruente con las ganas de vivir y perfectamente com-patible con la capacidad de valorar con sensatez las ven-tajas y los inconvenientes de las decisiones.

El optimismo saludable no implica un falso sentidode invulnerabilidad ni un estado alocado de euforia. Porel contrario, es una forma de sentir y de pensar que nosayuda a emplear juiciosamente las habilidades propias ylos recursos del entorno, y a luchar sin desmoralizarnoscontra las adversidades.

La disposición positiva de nuestros predecesores,además de manifestarse en su capacidad para buscar sen-timientos placenteros y crear estrategias prácticas de su-pervivencia, se reflejó con nitidez en tres facetas muyimportantes de su existencia: en la religión, en su formade entender y abordar las enfermedades y en su progre-siva civilización.

MITOS Y CREENCIAS

«Los seres humanos creemos en lo que queremoscreer, en lo que nos gusta creer, en lo que respal-da nuestras opiniones y en lo que aviva nuestraspasiones».

SYDNEY J. HARRIS, Limpiando la tierra, 1986

Según David Fromkin, profesor de Historia de laUniversidad de Boston, nuestros ascendientes, movidospor su ansia de explicar las fuerzas de la naturaleza, de

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regular sus propios impulsos y de vencer los infortuniosque les acosaban, concibieron a los dioses mitológicos.A estos personajes divinos les atribuían la creación y elfuncionamiento del universo; aunque les imputaban to-das las calamidades, también les adornaban con algunasvirtudes, incluida la esperanza. Recordemos brevementeel mito más antiguo que se conoce sobre los orígenes dela esperanza.

Cuenta la leyenda que Prometeo, el titán creador dela humanidad, regaló secretamente a los mortales el fuegoque había robado del Olimpo, y les transmitió los conoci-mientos que había recibido de Atenea. Al enterarse Zeus,el dios supremo, se enfureció de tal manera que lo enca-denó a una columna e hizo que un buitre le comiera lasentrañas durante el día, para que se regeneraran por la no-che y así sufriese sin descanso. Seguidamente, Zeus orde-nó a su hijo Hefesto, dios del fuego, que creara a la mujermás hermosa posible. Hefesto obedeció y dio vida a Pan-dora. Zeus entonces mandó a Pandora a la Tierra paraque regalara a Prometeo una bonita caja en la que antes élhabía guardado las enfermedades, la envidia, el odio, losvicios, la locura y demás males de la humanidad. MasZeus estaba tan ofuscado por la furia que en un descuidotambién introdujo en la caja la esperanza. Prometeo, intu-yendo la mano siniestra de Zeus, no aceptó la caja y rogóa Pandora que nunca la abriese. Pandora, sin embargo, nopudo resistir la tentación y un día la destapó. De inmedia-to salieron de la caja todos los males, pero también escapóla esperanza, y desde entonces amparó a los mortales.

Hace unos tres mil años, señala David Fromkin,los habitantes de la Tierra, en un insólito empeño por

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canalizar mejor su perspectiva positiva de la vida, comen-zaron a sustituir a las intrigantes y arbitrarias divinidadesmitológicas por profetas más fiables y misericordiosos,como Abraham, Moisés, Lao Tse, Zoroastro, Buda, Con-fucio, Jesucristo y Mahoma. Estos persuasivos personajesdefendían la figura de un Dios justo y compasivo, predi-caban la buena convivencia en este mundo pero, sobretodo, ofrecían caminos seguros para conseguir la dichadespués de la muerte. En realidad, estas nuevas religionesno eran más que argumentos en los que nuestros ante-pasados reflejaban la esperanza que ya florecía en susmentes; esperanza que les ayudaba a neutralizar su totalindefensión ante las calamidades e, indirectamente, a so-brevivir. De hecho, el biólogo David S. Wilson opina quela religión es una herramienta del instinto humano deconservación.

En el fondo, los profetas no hacían más que predi-car en el campo fértil de los conversos. Yo estoy deacuerdo con Lionel Tiger, profesor de Antropología de laUniversidad de Rutgers, Nueva Jersey, en que la religiónes una expresión del optimismo natural del género hu-mano. Este autor también sugiere que a través de la his-toria las instituciones religiosas han explotado esta incli-nación innata al pensamiento positivo: «El optimismo esla esencia de las bodas, de los bautizos, e incluso de losfunerales —escribe—, garantiza un empleo a los cléri-gos, al igual que a los crupieres y a los loteros».

Las grandes religiones se convirtieron en pocotiempo en una especie de pantallas en las que miles demillones de hombres y mujeres proyectaron, y aún pro-yectan, ideales como el triunfo final del bien sobre el

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mal, o ilusiones maravillosas como la inmortalidad delalma y la felicidad perpetua en el más allá.

El campo de las enfermedades y su tratamientotambién ha servido desde tiempos remotos como esce-nario del pensamiento positivo de las personas. Los sereshumanos siempre hemos vivido bajo la amenaza o la tor-tura de padecimientos físicos y mentales. Hace decenasde miles de años la humanidad ya era torturada por elcáncer, la artritis, las infecciones y las lesiones accidenta-les. Los médicos primitivos de turno eran chamanes,brujas, magos o hechiceras que utilizaban su intuiciónpara inventar remedios y sortilegios, y su poder de per-suasión para estimular en sus clientes el sentimientoterapéutico de esperanza y facilitar, así, el alivio de losmales del cuerpo y del alma. Nuestros ancestros, sin em-bargo, no consideraban las dolencias y la muerte sucesosnaturales sino que las ponían en la categoría de lo so-brenatural. Para ellos las enfermedades eran condicionesmisteriosas causadas por la ira divina o por espíritus ma-lignos. Esto explica que se practicaran intervencionesdisparatadas, como por ejemplo trepanar o perforar elcráneo del paciente «para que escaparan los demonios».

En las tablas sumerias de hace unos cuatro mil añosse describen remedios como el uso de heces humanas enforma de lociones para repeler a los malos espíritus, o laingestión de excrementos de gatos y cerdos para «purifi-car» el cuerpo. De ahí probablemente viene el viejo di-cho: «Si las pócimas que nos dan los médicos fuesenarrojadas al fondo del mar, la humanidad estaría muchomejor y los peces mucho peor». Está claro que la es-peranza era un requisito para la supervivencia humana.

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Como apunta un proverbio antiguo, «la fe en el podercurativo de la cabeza de una sardina muerta, la convierteen un poderoso remedio».

Aparte de algunas hierbas medicinales que servíanpara aliviar leves desarreglos, la realidad es que hasta elsiglo XIX se sabía muy poco sobre las causas de las enfer-medades y aún menos sobre cómo curarlas. Baste recor-dar que la penicilina fue descubierta por el bacteriólogoescocés Alexander Fleming, una mañana de 1928, y tar-dó en salir al mercado más de una docena de años.

Todo esto sugiere que, en realidad, hasta hace pocola eficacia de la medicina estuvo basada en el efecto place-bo. Este efecto se produce cuando un enfermo mejora, oincluso se cura, después de ingerir una sustancia inocuao de ser sometido a una intervención sin ningún valorterapéutico. Por ejemplo, tomarse una cápsula que úni-camente contiene unos granos de azúcar para remediaruna úlcera de estómago. El término «placebo», que fueusado por primera vez por médicos ingleses a comienzosdel siglo XIX, no es otra cosa que la primera persona delfuturo del verbo latino placere, «gustar», es decir, «megustará». Es una expresión que intenta reproducir laexpectativa positiva del enfermo antes de tomar el su-puesto medicamento.

Hoy está sobradamente demostrado que entre el25 y el 50 por ciento de los enfermos más comunes me-jora o incluso se cura después de ingerir sustancias queno afectan a su enfermedad. Por eso, como analizaré conmás detalle en el capítulo que dedico a la relación entreoptimismo y salud, para que un nuevo medicamento sal-ga al mercado se tiene que demostrar que sus beneficios

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curativos son estadísticamente superiores a los de unasustancia placebo. Las personas que trabajamos en elmundo de las enfermedades no tardamos mucho en per-catarnos de que los pacientes más convencidos de que elremedio que toman aliviará su enfermedad son los quetienen mayores probabilidades de estimular sus defensasnaturales y de facultarse a sí mismos para sanar.

Desde el amanecer de la humanidad, en el terrenode las enfermedades se ha evidenciado espectacularmen-te el poder de la fe para mover montañas.

CARBURANTE DEL PROGRESO

«Ningún pesimista ha descubierto el secreto de lasestrellas, ni ha navegado por mares desconocidos,ni ha abierto una nueva puerta al espíritu humano».

HELEN KELLER, Optimismo, 1903

El desarrollo de la civilización constituye otro fruto dela energía positiva humana. Es razonable pensar que una es-pecie como la nuestra, que apareció en África y en menos decien mil años dominó el planeta, albergase la chispa del op-timismo, la vitalidad y la motivación para buscar formas no-vedosas de someter a la naturaleza en su propio beneficio ymejorar su existencia. Productos antiguos de esta energíacreativa son el descubrimiento de la agricultura y la ganade-ría, la edificación de ciudades y el invento de la escritura.

La historia de los pueblos ha seguido derroterosdiferentes. Pero desde que nuestros padres y madres

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antediluvianos adquirieron conciencia de sí mismos ypersiguieron sin descanso la dicha propia y la de sus se-mejantes, la humanidad en general se ha visto inmersa enun proceso inalterable de crecimiento. Sería irreal negarque hoy existen países sumidos en la pobreza, la enferme-dad y la violencia más atroz. No obstante, si analizamosla esperanza de vida, el nivel de educación general o elnúmero de las sociedades democráticas, nunca tantoshombres y mujeres han disfrutado de una calidad de vidatan alta. Además, nunca el sufrimiento de nuestros seme-jantes, las injusticias sociales y el despilfarro de las rique-zas naturales han provocado tanta repulsa e indignación.

Por todo esto, es prudente concluir que la inexorablefuerza de la selección natural que regula la evolución denuestra especie garantizó que los genes de nuestros ante-pasados remotos prefirieran la disposición vitalista. Y co-mo hacen los atletas en las carreras de relevos, pasaron eltestigo del optimismo de generación en generación.

Pese a que esta hipótesis está avalada por el sentidocomún y la evidencia que nos ofrecen los anales de la ci-vilización, nunca ha gozado de apoyo unánime. Siempreme ha llamado la atención que tantos personajes que a lolargo de nuestra historia han aportado ideas de gran lu-cidez se hayan mostrado rabiosamente adversos al opti-mismo y hasta temerosos de que las perspectivas positivasde las personas se hiciesen realidad. Recordemos, comoejemplo, el sarcástico comentario que escribió hace casidos siglos el filósofo germano Arthur Schopenhauer(1788-1860): «Si cada deseo fuera satisfecho tan pron-to como surgiese, ¿cómo ocuparían los hombres su vidao cómo pasarían el tiempo? Imagínense nuestra raza

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transportada a Utopía, donde todo crece por sí solo y lospavos vuelan ya asados, donde los enamorados se en-cuentran sin retraso y se mantienen unidos sin dificul-tad. En semejante lugar, unos hombres morirían de abu-rrimiento o se ahorcarían, otros pelearían y se mataríanentre ellos. Al final, estos hombres se infligirían unos aotros incluso más sufrimiento del que la naturaleza lesinflige en este mundo».

FILÓSOFOS MELANCÓLICOS

«¿Por qué será que quienes han destacado en filo-sofía y en otras artes son individuos melancólicos,afligidos por la enfermedad de la bilis negra?»

ARISTÓTELES, Problemas, 350 a.C. (aprox.)

El planteamiento pesimista de la existencia es elque ha primado en el mundo de las cavilaciones metafí-sicas. Como sugiere la cita de Aristóteles, a este granpensador griego ya le llamó la atención la propensión delos intelectuales a la tristeza. Por cierto, su referencia ala bilis negra se debe a que, conforme a la teoría de sucontemporáneo el insigne médico Hipócrates de Cos, lamelancolía era una enfermedad causada por el planetaSaturno que inducía al bazo del paciente a segregargrandes cantidades de bilis negra —en griego melainaco-le—, la cual oscurecía su estado de ánimo.

En los últimos cinco siglos, reconocidos filósofos,enamorados de la idea de que unas pocas premisas morales

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elegantes eran suficientes para revelar los misterios de laexistencia, promulgaron elucubraciones profundamentedeprimentes sobre el significado de la vida, la naturalezahumana y el destino de los mortales. Aunque adviertoque no soy en absoluto experto en filosofía, entre los eru-ditos que a mi parecer resaltan por su derrotismo seencuentran el inglés Thomas Hobbes (1588-1679), elescocés David Hume (1711-1776), los alemanes Imma-nuel Kant (1724-1804), Friedrich Nietzsche (1844-1900)y Martin Heidegger (1889-1976), el madrileño José Or-tega y Gasset (1883-1955) y el francés Jean-Paul Sartre(1905-1980). Una opinión que estos pensadores compar-tían mayoritariamente era que sólo quienes no reflexio-nan sobre la vida pueden mantenerse esperanzados. Enpalabras del tétrico filósofo danés Søren Kierkegaard(1813-1855), «aunque en verdad todos estamos igualmen-te desesperados, las personas que estudian la vida sonlas que verdaderamente experimentan la desesperanza.Quienes no estudian la vida no sienten la desesperación yse creen más contentos».

Ni siquiera los contados filósofos que consideraronque el universo fue creado como un medio acogedor yfecundo para los seres humanos pudieron evitar impreg-nar su hipótesis positiva de un espíritu fatalista quenegaba toda posibilidad de mejora e invitaba a la acepta-ción de las injusticias y calamidades. El más representa-tivo de este grupo quizá fuese el taciturno GottfriedLeibniz (1646-1716). Nacido en Alemania en el seno deuna familia luterana muy estricta, Leibniz llevó una exis-tencia plagada de dificultades económicas, depresiones ydolorosas enfermedades. Pese a todo, en su tratado sobre

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la justicia divina argumentó que Dios había utilizado susinfinitos conocimientos para crear «el mejor de todoslos mundos posibles… Un mundo óptimo». Leibniz fueel primero en usar este término que procede del latín op-timus, y significa inmejorable. Pero atención, dado queera un mundo perfectamente equilibrado que ofrecía lamayor cantidad de bien a costa de la menor cantidad demal, cualquier intento de mejorarlo alteraría este equili-brio y daría lugar a un mundo peor. El escritor londi-nense Alexander Pope (1688-1744) ilustró así este con-cepto: «Si agudizáramos mucho nuestro sentido delolfato, al oler una rosa podríamos morir de una sobredo-sis de aroma».

En 1759 el autor parisino François Arouet, Voltai-re, molesto con «la manía de algunos de empeñarse enque todo está bien cuando las cosas van realmente mal»,escribió la célebre novela Cándido o el optimismo. En esteocurrente relato, Voltaire ridiculizó agudamente la vi-sión positiva del mundo. Recordemos brevemente la su-gestiva historia de Cándido, la más famosa caricatura li-teraria del optimismo.

Cándido era un muchacho alegre, de hábitosmodestos, juicio recto, y cuyo rostro inocente siempredejaba adivinar su pensamiento. Vivía con su tío, un se-vero y poderoso barón, en su castillo de Westfalia. Supreceptor era el doctor Pangloss, un filósofo que siem-pre aplicaba a pies juntillas el principio de que «elmundo es un lugar perfecto en el que todo va bien y to-das las cosas cumplen por necesidad un fin bueno… laspiedras están para hacer castillos y los cerdos para sercomidos».

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Un día el barón se enteró de que Cándido se habíaenamorado de su hija Cunegunda y lo expulsó violenta-mente del castillo. A partir de ese momento las tragediasse sucedieron sin tregua en la vida de la pareja deenamorados y del doctor. A los pocos días de salir delcastillo, Cándido fue apresado y torturado por soldadosbúlgaros. Escapó a Lisboa, donde sobrevivió de milagroa un fuerte terremoto. Allí encontró a una atormentadaCunegunda, quien había sido violada y apuñalada por unbúlgaro. Mientras tanto, el profesor Pangloss, que tam-bién había huido a Lisboa, fue detenido, martirizado ycasi ahorcado por los inquisidores portugueses, quienesconsideraban su idea del «mundo perfecto» incompati-ble con el dogma del pecado original. Para salvarse, Pan-gloss se incorporó de remero a una galera turca.

Tras múltiples calamidades Cándido y Pangloss via-jaron a Constantinopla. Allí se unieron a una envejecidaCunegunda que se encontraba en un estado lamentable,tras haber sido esclava de un cruel potentado turco. An-te tantos infortunios, los tres decidieron instalarse en uncampo a las afueras de la ciudad, donde periódicamentePangloss recordaba a Cándido mientras cultivaban latierra: «¿Lo ves?, todos los sucesos están encadenados yforman el mejor de los mundos posible. Porque si no hu-bieses sido expulsado a patadas del castillo por amar aCunegunda, si no hubieses sido perseguido por la inqui-sición, si no hubieses recorrido medio mundo a pie… noestarías aquí saboreando cabello de ángel y pistachos».A lo que Cándido respondía resignado, sin levantar lacabeza: «Maestro, todo está bien, sigamos cuidandonuestro jardín».

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Cinco años más tarde, Voltaire retornó al tema deloptimismo en su Diccionario filosófico (1764). Esta vez fuepara plantear un desafío a los críticos que no estuviesende acuerdo con su noción negativa de la vida. «Si se aso-man a la ventana, verán solamente personas infelices, y side paso cogen un resfriado, también ustedes se sentirándesdichados», presagió el filósofo con ironía.

OBSERVADORES ESPERANZADOS

«Quienes se olvidan de sus teorías del bien y delmal y se concentran en conocer los hechos tienenmás probabilidades de encontrar el bien que aque-llos que ven el mundo a través de la lente deforma-da de sus prejuicios».

BERTRAND RUSSELL,Análisis de la mente, 1921

Tuvo que transcurrir un siglo y medio antes de queapareciesen pensadores decididos a responder al desafíode Voltaire. En mi opinión, dos personajes representanal grupo reducido de filósofos pioneros que se levanta-ron de sus soporíficas butacas y se asomaron con curiosi-dad a las ventanas de sus despachos, para observar a sussemejantes en su entorno natural. Uno fue el pensadorbilbaíno Miguel de Unamuno (1864-1936). El matemá-tico inglés Bertrand Russell (1872-1970) fue el otro.

La primera impresión de Unamuno fue conmoverseal observar a españoles y españolas que «no quieren co-media sino tragedia». Según nos cuenta en su colección

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de ensayos titulada Del sentimiento trágico de la vida(1913), identificó entre sus compatriotas a muchos«desesperados silenciosos que declaran que se debe hun-dir todo aunque no se hunda nada». Para este gran inte-lectual, la propensión al pesimismo proviene unas vecesde una enfermedad transitoria, otras de la vanidad o delesnobismo, y en ocasiones del carácter de la persona.Unamuno, sin embargo, lejos de descorazonarse o decontagiarse del talante pesimista de sus paisanos, decidióexplorar más a fondo la mente humana y terminó encon-trando la esperanza y apostando fuerte por la ilusión conel más allá: «La inmortalidad hay que anhelarla, por ab-surda que nos parezca; es más, hay que creer en ella, deuna manera o de otra». Al mismo tiempo, se percatóde que en mucha gente el coraje constituía un potenteantídoto del derrotismo. «El pesimista que protesta y sedefiende no puede ser pesimista», afirmó. Según él, a laspersonas optimistas les mueven las ilusiones, por eso«pelean y no se rinden ante la adversidad».

Unamuno elogió la virtud de reírse de uno mismo yaconsejó que «todos deberíamos aprender a ponernos enridículo ante los demás y ante nosotros mismos». Parailustrar esta idea utilizó la siguiente anécdota: «MurióDon Quijote y bajó a los infiernos, y entró en ellos lanzaen ristre, y libertó a todos los condenados, como a losgaleotes. Cerró sus puertas y quitando de ellas el rótuloque allí viera el Dante —Abandona todas tus ilusiones—,puso el que decía ¡Viva la esperanza!, y escoltado por loslibertados, que de él se reían, se fue al cielo». Unamunoresaltó el poder del optimismo y el pesimismo sobre lospensamientos: «No suelen ser nuestras ideas las que nos

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hacen optimistas o pesimistas —señaló— sino que esnuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origenfisiológico o patológico tanto el uno como el otro, el quehace nuestras ideas».

Bertrand Russell, contemporáneo de Unamuno,fue otro pensador que también se asomó a la ventana pa-ra ver la realidad. En su obra magistral, La conquista de lafelicidad (1930), Russell relata que vio más individuos fe-lices que infelices, y enseguida se percató de que el entu-siasmo era el signo que mejor distinguía a los unos de losotros. A pesar de una juventud pesarosa —«En la adoles-cencia odiaba la vida y estaba continuamente al bordedel suicidio»—, Russell llamó la atención por su inago-table vitalidad, su sentido del humor y sus fervientes ideaspacifistas. En sus escritos, hasta su muerte a los 98 años,siempre hizo referencia a la atracción por la vida quemostraba la mayoría de las personas. Advirtió tambiénque los individuos de disposición positiva y abierta lleva-ban vidas más agradables y se adaptaban mejor a las cir-cunstancias que aquellos que manifestaban una inclina-ción al negativismo o al rechazo de todo lo que lesrodeaba. Para explicarnos esta observación, Russell usólas fresas como símbolo de la vida y comentó: «No exis-te prueba objetiva de que las fresas sean buenas o malas.Para quienes les gustan, son buenas; para quienes no lesgustan, no lo son. Pero a quienes les gustan gozan de unplacer que los otros no tienen».

Unamuno y Russell son ejemplos de pensadoresque buscaron y encontraron el optimismo directamenteen las personas y no en el reino de las ensoñaciones y es-peculaciones abstractas. A mi entender, el pesimismo de

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tantos ilustrados que se dedicaron, o se dedican, a enten-der la vida y el porqué de las cosas se debe a que encasi-llan a la fuerza supuestos morales preconcebidos en susteorías fatalistas. Sospecho que su perspectiva de la hu-manidad sería mucho más positiva y realista si escaparande la clausura de sus mentes y, antes de construir sus teo-rías, observaran de cerca a hombres y mujeres de carney hueso.

Precisamente, ningún sistema de estudio ha contri-buido más a nuestro conocimiento como el métodocientífico, basado en la observación y evaluación cuida-dosas del fenómeno en cuestión. Los practicantes de labuena ciencia no inventan verdades sino que las descu-bren. A continuación exploraré la contribución de algu-nos científicos geniales al entendimiento de las bases deloptimismo.

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La ciencia del optimismo

«Nada es demasiado maravilloso para serverdad».

MICHAEL FARADAY,Historia de una vela, 1861

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