La Barraca

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La barraca Vicente Blasco Ibáñez Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Novela

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  • La barraca

    Vicente Blasco Ibez

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  • AL LECTOR

    He contado en el prlogo de otro libromo cmo a mediados de 1895 tuve que huir deValencia, despus de una manifestacin contrala guerra colonial, que degener en movimientosedicioso, dando origen a un choque de losmanifestantes con la fuerza pblica.

    Perseguido por la autoridad militar co-mo presunto autor de este suceso, viv escondi-do algunos das, cambiando varias veces derefugio, mientras mis amigos me preparaban elembarco secreto en un vapor que iba a zarparpara Italia.

    Uno de mis alojamientos fu en los altosde un despacho de vinos situado cerca delpuerto, propiedad de un joven republicano,que Viva con su madre.

    Durante cuatro das permanec metidoen un entresuelo de techo bajo, sin poder aso-marme a las ventanas que daban a la calle, porser sta de gran trnsito y andar la Polica y la

  • Guardia Civil buscndome en la ciudad y susalrededores.

    Obligado a permanecer en una habita-cin interior, completamente solo, le todos loslibros que posea el tabernero, los cuales noeran muchos ni dignos de inters. Luego, paradistraerme, quise escribir, y tuve que emplearlos escasos medios que el dueo de la casa pu-do poner a mi disposicin: una botellita de tintavioleta a guisa de tintero, un portaplumas rojo,como los que se usan en las escuelas, y trescuadernillos de papel de cartas rayado de azul.

    As, escrib en dos tardes un cuento de lahuerta valenciana, al que puse por ttulo Ven-ganza moruna. Era la historia de unos camposforzosamente yermos, que vi muchas veces,siendo nio, en los alrededores de Valencia, porla parte del cementerio; campos utilizados haceaos como solares para la expansin urbana; elrelato de una lucha entre labriegos y propieta-rios, que tuvo por origen un suceso trgico yabund luego en conflictos y violencias.

  • Cuando lleg la hora de mi embarco, enplena noche, disfrazado de marinero, dej en lataberna todos mis objetos de uso personal y elpequeo fajo de hojas escritas por ambas caras.

    Vagu tres meses por Italia, volv a Es-paa, y un Consejo de guerra me conden avarios aos de presidio. Estuve encerrado msde doce meses, sufriendo los rigores de unaseveridad intencionada y cruel. Al ser conmu-tada mi pena, me desterraron a Madrid, sinduda para tenerme el Gobierno de entoncesms al alcance de su vigilancia; y, finalmente, elpueblo de Valencia me eligi diputado, librn-dome as de nuevas persecuciones, gracias a lainmunidad parlamentaria.

    Mi campaa electoral consisti princi-palmente en discursos pronunciados al airelibre, ante muchedumbres enormes. Una tarde,despus de hablar a los marineros y cargadoresdel puerto, cuando, terminado mi discurso,tuve que responder a los apretones de manos ylos saludos de miles de oyentes, reconoc entre

  • stos al joven que me escondi en su casa.Tuve que acompaarle a la taberna para

    saludar a su madre y ver la pequea habitacinque me haba servido de refugio. Mientras estasbuenas gentes recordaban, emocionadas, mihospedaje en su vivienda, fueron sacando todoslos objetos que yo haba dejado olvidados.

    As, recobr el cuento Venganza moru-na, volviendo a leerlo aquella noche, con elmismo inters que si lo hubiese escrito otro. Miprimera intencin fu enviarlo a El Liberal, deMadrid, en el que colaboraba yo casi todas lassemanas, publicando un cuento. Luego pensen la conveniencia de ensanchar este relato, unpoco seco y conciso, haciendo de l una novela,y escrib La barraca.

    Diriga yo entonces en Valencia el diarioEl Pueblo, y tal era la pobreza de este peridicode combate, que, por no poder pagar un redac-tor encargado del servicio telegrfico, tena eldirector que trabajar hasta la madrugada, o seahasta que, redactados los ltimos telegramas y

  • ajustado el diario en pginas, entraba, final-mente, en mquina. Slo entonces, fatigado detoda una noche de montono trabajo periods-tico, me era posible dedicarme a la labor crea-dora del novelista.

    Bajo la luz violcea del amanecer o alresplandor juvenil de un sol recin nacido fuiescribiendo los diez captulos de mi novela.Nunca he trabajado con tanto cansancio fsico yun entusiasmo tan reconcentrado Y tenaz.

    Al relato primitivo le quit su ttulo deVenganza moruna, emplendolo luego en otrode mis cuentos. Me pareci mejor dar a la nue-va novela su nombre actual: La barraca. Prime-ramente se public en el folletn de El Pueblo,pasando casi inadvertida. Mis bravos amigos,los lectores del diario, slo pensaban en eltriunfo de la Repblica, y no podan interesar-les gran cosa unas luchas entre huertanos, rs-ticos personajes que ellos contemplaban de cer-ca a todas horas.

    Francisco Sempere, mi compaero de

  • empresas editoriales, que iniciaba entonces sucarrera y era todava simple librero de lance,public una edicin de La barraca de setecien-tos ejemplares, al precio de una peseta, Tampo-co fu considerable el xito del volumen. Creoque no pasaron de quinientos los ejemplaresvendidos.

    Ocupado en trabajar por mis ideas pol-ticas, no prestaba atencin a la suerte editorialde mi obra, cuando, algunos meses despus,recib una carta del seor Hrelle, profesor delLiceo de Bayona. Ignoraba yo entonces que esteseor Hrelle era clebre en su patria comotraductor, luego de haber vertido al francs lasobras de D'Armunzio y otros autores italianos.Me peda autorizacin para traducir La barraca,explicando la casualidad que le permiti cono-cer mi novela. Un da de fiesta haba ido deBayona a San Sebastin, y, aburrido, mientrasllegaba la hora de regresar a Francia, entr enuna librera para adquirir un volumen cual-quiera y leerlo sentado en la terraza de un caf.

  • El libro escogido fue La barraca, e, interesadopor su lectura, el seor Hrelle casi perdi sutren.

    Con la despreocupacin (por no llamarlade otro modo) que caracteriza a la mayora delos espaoles en lo que se refiere a la puntuali-dad epistolar, dej sin respuesta la carta de esteseor. Volvi a escribirme, y tampoco contest,acaparado por los accidentes de mi vida depropagandista. Pero Hrelle, tenaz en su pro-psito, repiti sus cartas.

    He de contestar a ese seor francs -medeca todas las maanas-. De hoy no pasa.

    Y siempre una reunin poltica, un viajeo un incidente revolucionario de molestas con-secuencias me impeda escribir a mi futuro tra-ductor. Al fin, pude enviarle cuatro lneas auto-rizndole para dicha traduccin, y no volv aacordarme de l.

    Una maana, los diarios de Madridanunciaron en sus telegramas de Pars que sehaba publicado la traduccin de La barraca,

  • novela del diputado republicano Blasco Ibez,con un xito editorial enorme, y los primeroscrticos de Francia hablaban de ella con elogio.

    La barraca, que haba aparecido en unaedicin espaola de setecientos ejemplares(vendindose nicamente quinientos, la mayorparte de ellos en Valencia), y no mereci, alpublicarse, otro saludo que unas cuantas pala-bras de los crticos de entonces, pas de golpe aser novela clebre. El insigne periodista MiguelMoya la public en el folletn de El Liberal, yluego empez a remontarse, de edicin en edi-cin, hasta alcanzar su cifra actual de cien milejemplares legales. Digo legales, porque enAmrica se han hecho numerosas ediciones deesta obra sin mi permiso. A la traduccin fran-cesa siguieron otras y otras en todos los idio-mas de Europa. Si se suman los ejemplares desus numerosas versiones extranjeras, pasan,seguramente, de un milln.

    Algunos jvenes que muestran exagera-das impaciencias por obtener la fama literaria y

  • sus provechos materiales, deben reflexionarsobre la historia de esta novela, tan unida a minombre. Para las gentes amigas de clasificacio-nes, que una vez que encasillan a un autor yano lo sacan, por pereza mental, del alvolo enque lo colocaron, yo ser siempre, escriba loque escriba, el ilustre autor de La barraca.

    Y de La barraca, al publicarse en volu-men, se vendieron quinientos ejemplares, y midifunto amigo Sempere y yo nos repartimossetenta y ocho pesetas, ganancia lquida de laobra, llegando a obtener tal cantidad gracias aque entonces los gastos de impresin eran mu-cho ms baratos que en los tiempos presentes.

    V. B. I.Menton (Alpes Martimos), 1925.

  • LA BARRACA

    IDesperezse la inmensa vega bajo el

    resplandor azulado del amanecer, ancha faja deluz que asomaba por la parte del Mediterrneo.

    Los ltimos ruiseores, cansados deanimar con sus trinos aquella noche de otoo,que, por lo tibio de su ambiente, pareca deprimavera, lanzaban el gorjeo final como si loshiriese la luz del alba con sus reflejos de acero.De las techumbres de paja de las barracas salanlas bandadas de gorriones como un tropel depilluelos perseguidos, Y las copas de los rbolesempezaban a estremecerse bajo los primerosjugueteos de estos granujas del espacio, quetodo lo alborotaban con el roce de sus blusas deplumas.

    Apagbanse lentamente los rumores quehaban poblado la noche: el borboteo de lasacequias, el murmullo de los caaverales, losladridos de los mastines vigilantes.

  • Despertaba la huerta, y sus bostezoseran cada vez ms ruidosos. Rodaba el cantodel gallo de barraca en barraca. Los campana-rios de los pueblecitos devolvan con ruidosobadajeo el toque de misa primera que sonaba alo lejos, en las torres de Valencia, esfumadaspor la distancia. De los corrales sala un discor-dante concierto animal: relinchos de caballos,Mugidos de corderos, ronquidos de cerdos; undespertar ruidoso de bestias que, al sentir lafresca caricia del alba cargada del acre perfumede vegetacin, deseaban correr por los campos.

    El espacio se empapaba de luz; disolv-anse las sombras como tragadas por los abier-tos surcos y las masas de follaje. En la indecisaneblina del amanecer iban fijando sus contor-nos hmedos y brillantes las filas de moreras yfrutales, las ondulantes lneas d caas, losgrandes cuadros de hortalizas, semejantes aenormes pauelos verdes, y la tierra roja, cui-dadosamente labrada.

    Animbanse los caminos con filas de

  • puntos negros y movibles, como rosarios dehormigas, marchando hacia la ciudad. De todoslos extremos de la vega llegaban chirridos deruedas, canciones perezosas interrumpidas porel grito que arrea a las bestias, y, de cuando encuando, como sonoro trompetazo del amane-cer, rasgaba el espacio un furioso rebuzno delcuadrpedo paria, como protesta del rudo tra-bajo que pesaba sobre l apenas nacido el da.

    En las acequias conmovase la tersa l-mina de cristal rojizo con chapuzones que hac-an callar a las ranas; sonaba luego un ruidosobatir de alas e iban deslizndose los nades lomismo que galeras de marfil, moviendo, cualfantsticas proas, sus cuellos de serpiente.

    La vida, que con la luz inundaba la vega,iba penetrando en el interior de barracas y al-queras.

    Chirriaban las puertas al abrirse, veansebajo los emparrados figuras blancas que sedesperezaban con las manos tras el cogote, mi-rando el iluminado horizonte. Quedaban de

  • par en par los establos, vomitando hacia la ciu-dad las vacas de leche, los rebaos de cabras,los caballejos de los estercoleros. Entre las cor-tinas de rboles enanos que ensombrecan loscaminos, vibraban cencerros y campanillas, ycortando este alegre cascabeleo sonaba el enr-gico arre, aca! animando a las bestias reacias.

    En las puertas de las barracas salud-banse los que iban hacia la ciudad y los que sequedaban a trabajar los campos.

    -Bon da mos done Deu! (Buen da nosd Dios!)

    -Bon da!Y tras este saludo, cambiado con toda la

    gravedad propia de una gente que lleva en susvenas sangre moruna y slo puede hablar deDios con gesto solemne ,se haca el silencio si elque pasaba era un desconocido, y si era ntimose le encargaba la compra en Valencia de pe-queos objetos para la mujer o para la casa.

    Ya era de da completamente.El espacio se haba limpiado de tenues

  • neblinas, transpiracin nocturna de los hme-dos campos y las rumorosas acequias. Iba asalir el sol. En los rojizos surcos saltaban lasalondras con la alegra de vivir un da ms, ylos traviesos gorriones, posndose en las ven-tanas todava cerradas, picoteaban las maderas,diciendo a los de adentro con su chillido devagabundos acostumbrados a vivir de gorra:Arriba, perezosos! A trabajar la tierra paraque comamos nosotros!...

    En la barraca de Toni, conocido en todoel contorno por Pimentn, acababa de entrar sumujer, Pepeta, una animosa criatura, de carneblancuzca y flccida, en plena juventud, mina-da por la anemia, y que era, sin embargo, lahembra ms trabajadora de toda la huerta.

    Al amanecer ya estaba de vuelta delmercado. Levantbase a las tres, cargaba conlos cestones de verduras cogidas por Toni alcerrar la noche anterior entre reniegos y votoscontra una pcara vida en la que tanto hay quetrabajar, y a tientas por los senderos, guindose

  • en la oscuridad como buena hija de la huerta,marchaba a Valencia, mientras su marido,aquel buen mozo que tan caro le costaba, se-gua roncando dentro del caliente estudi, bienarrebujado en las mantas del camn matrimo-nial.

    Los que compraban las hortalizas al pormayor para revenderlas conocan bien a estamujercita que, antes del amanecer, ya estaba enel mercado de Valencia sentada en sus cestos,tiritando bajo el delgado y rado mantn. Mira-ba con envidia, de lo que no se daba cuenta, alos que podan beber una taza de caf paracombatir el fresco matinal. Y con una pacienciade bestia sumisa esperaba que le diesen por lasverduras el dinero que se haba fijado en suscomplicados clculos para mantener a Toni yllevar la casa adelante.

    Despus de esta venta corra otra vezhacia su barraca, deseando salvar cuanto antesuna hora de camino.

    Entraba de nuevo en funciones para

  • desarrollar una segunda industria: despus delas hortalizas, la leche. Y tirando del ronzal deuna vaca rubia, que llevaba pegado al rabo co-mo amoroso satlite un ternerillo juguetn,volva a la ciudad con la varita bajo el brazo yla medida de estao para servir a los clientes.

    La Rocha, que as apodaban a la vacapor sus rubios pelos, muga dulcemente, estre-mecindose bajo una gualdrapa de arpillera,herida por el fresco de la maana, volviendosus ojos hmedos hacia la barraca, que se que-daba atrs, con su establo negro, de ambientepesado, en cuya paja olorosa pensaba con vo-luptuosidad del sueo no satisfecho.

    Pepeta la arreaba con su vara. Se hacatarde, e iban a quejarse los parroquianos. Y lavaca Y el ternerillo trotaban por el centro delcamino de Alboraya, hondo, fangoso, surcadode profundas carrileras.

    Por los ribazos laterales, con un brazo enla cesta y el otro balanceante, pasaban los in-terminables cordones de cigarreras e hilanderas

  • de seda, toda la virginidad de la huerta, queiban a trabajar en las fbricas, dejando con elrevoloteo de sus faldas una estela de castidadruda y spera.

    Esparcase por los campos la bendicinde Dios.

    Tras los rboles y las casas que cerrabanel horizonte asomaba el sol como enorme oblearoja, lanzando horizontales agujas de oro queobligaban a taparse los ojos. Las montaas delfondo Y las torres de la ciudad iban tomandoun tinte sonrosado; las nubecillas que bogabanpor el cielo colorebanse como madejas de sedacarmes; las acequias y los charcos del caminoparecan poblarse de peces de fuego. Sonaba enel interior de las barracas el arrastre de la esco-ba, el chocar de la loza, todos los ruidos de lalimpieza matinal. Las mujeres agachbanse enlos ribazos, teniendo al lado el cesto de la ropapara lavar. Saltaban en las sendas los pardosconejos, con su sonrisa marrullera, enseando,al huir, las rosadas posaderas partidas por el

  • rabo en forma de botn, y sobre los montonesde rubio estircol, el gallo, rodeado de sus clo-queantes odaliscas, lanzaba un grito de sultnceloso -su quiquiriqu!-, con la pupila ardientey las barbillas rojas de clera.

    Pepeta, insensible a este despertar, quepresenciaba diariamente, segua su marcha,cada vez con ms prisa, el estmago vaco, laspiernas doloridas y las ropas interiores im-pregnadas de un sudor de debilidad propio desu sangre blanca y pobre, que a lo mejor se es-capaba durante semanas enteras, contravinien-do las reglas de la Naturaleza.

    La avalancha de gente laboriosa que sediriga a Valencia llenaba los puentes. Pepetapas entre los obreros de los arrabales que lle-gaban con el saquito del almuerzo pendientedel cuello; se detuvo en el fielato de Consumospara tomar su resguardo -unas cuantas mone-das que todos los das le dolan en el alma-, y semeti por las desiertas calles, que animaba elcencerreo de la Rocha con un badajeo de melo-

  • da buclica, haciendo soar a los adormecidosburgueses con verdes prados y escenas idlicasde pastores.

    Tena sus parroquianos la pobre mujeresparcidos en toda la ciudad. Era SU marchauna enrevesada Peregrinacin por las calles,detenindose ante las puertas cerradas; un al-dabonazo aqu, tres y repique ms all, y siem-pre, a continuacin, el grito estridente y agudo,que pareca imposible pudiese surgir de su po-bre y raso pecho: La lleeet! (La leche!). Jarro enmano, bajaba la criada desgreada, en chancle-tas, con los ojos hinchados, a recibir la leche, ola vieja portera, todava con la mantilla que sehaba puesto para ir a la misa del alba.

    A las ocho, despus de servir a todos susclientes Pepeta se vio cerca del barrio de Pesca-dores.

    Como tambin encontraba en l despa-cho la pobre hurfana se meti valerosamenteen los sucios callejones, que parecan muertos aaquella hora. Siempre, al entrar, senta cierto

  • desasosiego, una repugnancia instintiva deestmago delicado. Pero su espritu de mujerhonrada y enferma saba sobreponerse a estaimpresin, y continuaba adelante con ciertaaltivez vanidosa, con un orgullo de hembracasta, consolndose al ver que ella, dbil y ago-biada por la miseria, an era superior a otras.

    De las cerradas y silenciosas casas salael hlito de la crpula barata, ruidosa y sin dis-fraz: un olor de carne adobada y putrefacta, devino y de sudor. Por las rendijas de las puertaspareca escapar la respiracin entrecortada ybrutal del sueo aplastante despus de unanoche de caricias y caprichos amorosos de bo-rracho.

    Pepeta oy que la llamaban. En la puertade una escalerilla le haca seas una buena mo-za, despechugada, fea, sin otro encanto que elde una juventud prxima a desaparecer: losojos hmedos, el moo torcido, y en las mejillasmanchas de colorete de la noche anterior: unacaricatura, un payaso del vicio.

  • La labradora, apretando los labios conun mohn de orgullo y desdn para que las dis-tancias quedasen bien marcadas, comenz aordear las ubres de la Rocha dentro del jarroque le presentaba la moza. Esta no quitaba lavista de la labradora.

    -Pepeta! -dijo con voz indecisa, como sino tuviese la certeza de que era ella misma.

    Levant su cabeza Pepeta; fij por pri-mera vez sus ojos en la mujerzuela, y tambinpareci dudar.

    -Rosario!... Eres t?S, ella era: lo afirmaba con tristes mo-

    vimientos de cabeza. Y Pepeta, inmediatamen-te, manifest su asombro. Ella all!... Hija deunos padres tan honrados!... Qu vergenza,Seor!...

    La ramera, Por costumbre del oficio, in-tent acoger con cnica sonrisa, con el gestoescptico del que conoce el secreto de la vida yno cree en nada, las exclamaciones de la escan-dalizada labradora. Pero la mirada fija de los

  • ojos claros de Pepeta acab por avergonzarla, Ybaj la cabeza como si fuese a llorar.

    No, ella no era mala; haba trabajado enlas fbricas, haba servido a una familia comodomstica; pero al fin sus hermanas le dieron elempleo, cansadas de sufrir hambre; y all esta-ba, recibiendo unas veces cario y otras bofeta-das, hasta que reventase para siempre. Era na-tural: donde no hay padre y madre, la familiatermina as. De todo tena la culpa el amo de latierra, aquel don Salvador, que de seguro ardaen los infiernos. Ah ladrn!... Y cmo habaperdido a toda una familia!

    Pepeta olvid su actitud fra y reservadapara unirse a la indignacin de la muchacha.Verdad, todo verdad; aquel to avaro tena laculpa. La huerta entera lo saba. Vlgame Dios,y cmo se pierde una casa! Tan bueno que erael pobre to Barret! Si levantara la cabeza yviese a sus hijas!... Ya saban en la huerta que elpobre padre haba muerto en el presidio deCeuta haca dos aos; Y en cuanto a la madre,

  • la infeliz vieja haba acabado de padecer en unacama del hospital. Las vueltas que da el mun-do en diez aos! Quin les hubiese dicho a ellay a sus hermanas, acostumbradas a vivir en sucasa como reinas, que acabaran de aquel mo-do? Seor! Seor! Libradnos de una malapersona!...

    Rosario se anim con la conversacin;pareca rejuvenecerse junto a esta amiga de laniez. Sus ojos, antes mortecinos, chispearon alrecordar el pasado. Y su barraca? Y las tie-rras? Seguan abandonadas, verdad?... Esto legustaba: que reventasen, que se hiciesen lasantsima los hijos del pillo don Salvador!... Eralo nico que poda consolarla. Estaba muyagradecida a Piment y a todos los de all, por-qe haban impedido que otros entrasen a tra-bajar lo que de derecho perteneca a su familia.Y si alguien quera apoderarse de aquello, en-tonces bien sabido era el remedio... Pum! Unescopetazo de los que deshacen la cabeza.

    La moza se enardeca; brillaban en sus

  • ojos chispas de ferocidad. Resucitaba dentro dela ramera, pasiva bestia acostumbrada a losgolpes, la hija de la huerta, que desde que naceve la escopeta colgada detrs de la puerta, y enlas festividades aspira con delicia el humo de laplvora.

    Despus de hablar del triste pasado, lacuriosidad despierta de Rosario fu preguntan-do por todos los de all, y acab en Pepeta.Pobrecita! Bien se vea que no era feliz. Jovenan, slo revelaban su edad aquellos ojazosclaros de virgen, inocentes y tmidos. El cuerpo,un puro esqueleto; y en el rubio, de un color demazorca tierna, aparecan ya las canas a pua-dos antes de los treinta aos. Qu vida le dabaPiment? Siempre tan borracho y huyendo deltrabajo? Ella se lo haba buscado, casndosecontra los consejos de todo el mundo. Buenmozo, eso s; le temblaban todos en la tabernade Copa, los domingos por la tarde, cuandojugaba al truco con los ms guapos de la huer-ta; pero en casa deba de ser un marido insufri-

  • ble... Aunque, bien mirado, todos los hombreseran iguales. Si lo sabra ella! Unos perros queno valan la pena de mirarlos. Hija, y qu des-mejorada estaba la pobre Pepeta!...

    Un vozarrn de marimacho baj comoun trueno por el hueco de la escalerilla.

    -Elisa!... Sube pronto la leche. El seorest esperando.Rosario empez a rer de ella misma.

    Ahora se llamaba Elisa. No lo saba? Era exi-gencia del oficio cambiar el nombre, as comohablar con acento andaluz. Y remedaba conrstica gracia la voz del marimacho invisible.

    Pero, a pesar de su regocijo, tuvo prisaen retirarse. Tema a los de arriba. El vozarrno el seor de la leche podan darle algo malopor su tardanza. Y subi veloz por la escalerilla,despus de recomendar mucho a Pepeta quepasase alguna vez por all para recordar juntaslas cosas de la huerta.

    El cansado esquiln de la Rocha repique-te ms de una hora por las calles de Valencia.

  • Soltaron las mustias ubres hasta su ltima gotade leche inspida, producto de un msero pastode hojas de col y desperdicios, y al fin Pepetaemprendi la vuelta a su barraca.

    La pobre labradora caminaba triste ypensativa bajo la impresin de aquel encuentro.Recordaba como si hubiera sido el da anteriorla espantosa tragedia que se trag al to Barretcon toda su familia.

    Desde entonces, los campos que hacams de cien aos trabajaban los ascendientesdel pobre labrador haban quedado abandona-dos a orillas del camino. Su barraca, deshabita-da, sin una mano misericordiosa que echase unremiendo a la techumbre ni un puado de ba-rro a las grietas de las paredes, se iba hundien-do lentamente.

    Diez aos de continuo trnsito junto aaquella ruina haban conseguido que la genteno se fijase ya en ella. La misma Pepeta hacatiempo que no haba parado su atencin en lavieja barraca. Esta slo interesaba a los mucha-

  • chos, que, heredando el odio de sus padres, semetan por entre las ortigas de los campos yer-mos para acribillar a pedradas la abandonadavivienda, romper los maderos de su cerradapuerta o cegar con tierra y pedruscos el pozoque se abra bajo una parra vetusta.

    Pero aquella maana, Pepeta, infludapor su reciente encuentro, se fij en la ruina yhasta se detuvo en el camino para verla mejor.

    Los campos del to Barret, o, mejor dichopara ella, del judo don Salvador Y sus desco-mulgados herederos, eran una mancha demiseria en medio de la huerta fecunda, trabaja-da y sonriente. Diez aos de abandono habanendurecido la tierra, haciendo brotar de susolvidadas entraas todas las plantas parsitas,todos los abrojos que Dios ha criado para casti-go del labrador. Una selva enana, enmaraaday deforme se extenda sobre aquellos campos,con un oleaje de extraos tonos verdes, matiza-do a trechos por flores misteriosas y raras, deesas que slo surgen en las ruinas y los cemen-

  • terios.Bajo las frondosidades de esta selva mi-

    nscula, y alentados por la seguridad de suguarida, crecan y se multiplicaban toda suertede bichos asquerosos, derramndose en loscampos vecinos: lagartos verdes de lomo rugo-so, enormes escarabajos con caparazn de me-tlicos reflejos, araas de patas cortas y vello-sas, hasta culebras, que se deslizaban a las ace-quias inmediatas. All vivan, en el centro de lahermosa y cuidada vega, formando mundoaparte, devorndose unos a otros; y aunquecausasen algn dao a los vecinos, stos losrespetaban con cierta veneracin, pues las sieteplagas de Egipto parecan poca cosa a los de lahuerta para arrojarse sobre aquellos terrenosmalditos.

    Como las tierras del to Barret no serannunca para los hombres, deban anidar en ellaslos bicharracos asquerosos, y cuantos ms, me-jor.

    En el centro de estos campos desolados

  • que se destacaban sobre la hermosa vega comouna mancha de mugre en un manto regio deterciopelo verde, alzbase la barraca o, msbien dicho, caa, con su montera de paja des-panzurrada, enseando por las aberturas queagujerearon el viento y la lluvia su carcomidocostillaje de madera.

    Las paredes, araadas por las aguas,mostraban sus adobes de barro crudo, sin msque unas ligersimas manchas blancas que dela-taban el antiguo enjalbegado. La puerta estabarota por debajo, roda por las ratas, con grietasque la cortaban de un extremo a otro. Dos o tresventanillas completamente abiertas y martiri-zadas por los vendavales, pendan de un sologozne e iban a caer de un momento a otro, ape-nas soplase una ruda ventolera.

    Aquella ruina apenaba el nimo, opri-ma el corazn. Pareca que del casuco abando-nado fuesen a salir fantasmas en cuanto cerrasela noche; que de su interior iban a partir gritosde personas asesinadas; que toda aquella male-

  • za era un sudario ocultando debajo de l cente-nares de cadveres.

    Imgenes horribles era lo que inspirabala contemplacin de estos campos abandona-dos; y su ttrica miseria an resaltaba ms alcontrastar con las tierras prximas, rojas, biencuidadas, llenas de correctas filas de hortalizasy de arbolillos, a cuyas hojas daba el otoo unatransparencia acaramelada. Hasta los pjaroshuan de aquellos campos de muerte, tal vezpor temor a los animaluchos que rebullan bajola maleza o por husmear el hlito de la desgra-cia.

    Sobre la rota techumbre de paja, si algose vea, era el revoloteo de alas negras y traido-ras, plumajes fnebres de cuervos y milanos,que, al agitarse, hacan enmudecer los rbolescargados de gozosos aleteos y juguetones pii-dos, quedando silenciosa la huerta, como si nohubiese gorriones en media legua a la redonda.

    Pepeta iba a seguir adelante, hacia sublanca barraca, que asomaba entre los rboles

  • algunos campos ms all; pero hubo de perma-necer inmvil en el alto borde del camino, paraque pasase un carro cargado que avanzabadando tumbos y pareca venir de la ciudad.

    Su curiosidad femenina se excit al fijar-se en l.

    Era un pobre carro de labranza, tiradopor un rocn viejo y huesudo, al que ayudabaen los baches difciles un hombre alto que mar-chaba junto a l animndole con gritos y chas-quidos de tralla.

    Vesta de labrador; pero el modo de lle-var el pauelo anudado a la cabeza, sus panta-lones de pana y otros detalles de su traje dela-taban que no era de la huerta, donde el adornopersonal ha ido poco a poco contaminndosedel gusto de la ciudad. Era labrador de algnpueblo lejano: tal vez vena del rincn de laprovincia.

    Sobre el carro amontonbanse, forman-do pirmide hasta ms arriba de los varales,toda clase de objetos domsticos. Era la emigra-

  • cin de una familia entera. Tsicos colchones,jergones rellenos de escandalosa hoja de maz,sillas de esparto, sartenes, calderas, platos, ces-tas, verdes bannuillos de cama, todo se amon-tonaba sobre el carro, sucio, gastado, miserable,oliendo a hambre, a fuga desesperada, como sila desgracia marchase tras de la familia pisn-dole los talones. En la cumbre de este revoltijoveanse tres nios abrazados, que contempla-ban los campos con ojos muy abiertos, comoexploradores que visitan un pas por primeravez.

    A pie, y detrs del carro, como vigilandopor si caa algo de ste, marchaban una mujer yuna muchacha, alta, delgada, esbelta, que pare-ca hija de aqulla. Al otro lado del rocn, ayu-dando cuando el vehculo se detena en un malpaso, iba un muchacho de unos once aos. Suexterior grave delataba al nio que, acostum-brado a luchar con la miseria, es un hombre a laedad en que otros juegan. Un perrillo sucio yjadeante cerraba la marcha.

  • Pepeta, apoyada en el lomo de su vaca,los vea avanzar, poseda cada vez de mayorcuriosidad. Adnde ira esta pobre gente?

    El camino aquel, afluyente al de Albora-ya, no iba a ninguna parte. Se extingua a lolejos, como agotado por las bifurcaciones in-numerables de sendas y caminitos que dabanentrada a las barracas.

    Pero su curiosidad tuvo un final inespe-rado. Virgen Santsima! El carro se sala delcamino, atravesaba el ruinoso puente de tron-cos y tierra que daba acceso a las tierras maldi-tas y se meta por los campos del to Barret,aplastando con sus ruedas la maleza respetada.

    La familia segua detrs, manifestandocon gestos y palabras confusas la impresin quele causaba tanta miseria, pero en lnea rectahacia la destrozada barraca, como quien tomaposesin de lo que es suyo.

    Pepeta no quiso ver ms. Ahora s quecorri de veras hacia su barraca. Deseosa dellegar antes, abandon a la vaca y al ternerillo,

  • y las dos bestias siguieron su marcha tranqui-lamente, como quien no se preocupa de las co-sas ajenas y tiene el establo seguro.

    Piment estaba tendido a un lado de subarraca, fumando perezosamente, con la vistafija en tres varitas untadas con liga, puestas alsol, en torno de las cuales revoloteaban algunospjaros. Era una ocupacin digna de un granseor.

    Al ver llegar a su mujer con los ojosasombrados y el pobre pecho jadeante, Pimentcambi de postura para escuchar mejor, reco-mendndole que no se aproximase a las varitas.

    Vamos a ver: qu era aquello? Le hab-an robado la vaca?...

    Pepeta, con la emocin y el cansancio,apenas pudo decir dos palabras segui-das.Las tierras de Barret... Una familia ente-

    ra... Iban a trabajar, a vivir en la barraca. Ella lohaba visto.

    Piment, cazador de pjaros con liga,

  • enemigo del trabajo y terror de la contornada,no pudo conservar su gravedad impasible degran seor ante tan inesperada noticia.

    -Recontracordns!...De un salto puso recta su pesada y mus-

    culosa humanidad, y ech a correr, sin aguar-dar a or ms explicaciones.

    Su mujer vi cmo corra a campo tra-viesa hasta un caar inmediato a las tierrasmalditas. All se arrodill, se ech sobre el vien-tre, para espiar por entre las caas, como unbeduno al acecho, y, pasados algunos minutos,volvi a correr, perdindose en aquel ddalo desendas, cada una de las cuales conduca a unabarraca, a un campo donde se encorvaban loshombres haciendo brillar en el aire su azadncomo un relmpago de acero.

    La huerta segua risuea y rumOrosa,impregnada de luz y de suspiros, aletargadabajo la cascada de oro del sol de la maana.

    Pero a lo lejos sonaban voces y llama-mintos: la noticia se transmita a grito pelado

  • de un campo a otro campo, y un estremeci-miento de alarma, de extrafleza, de indigna-cin, corra por toda la vega, como si no hubie-sen transcurrido los siglos y circulara el avisode que en la playa acababa de aparecer unagalera argelina buscando cargamento de carneblanca.

    II

    Cuando, en poca de cosecha, contem-plaba el to Barret los cuadros de distinto culti-vo en que estaban divididas sus tierras, no po-da contener un sentimiento de orgullo, y mi-rando los altos trigos, las coles con su cogollode rizada blonda, los melones asomando elverde lomo a flor de tierra o los pimientos otomates medio ocultos por el follaje, alababa labondad de sus campos y los esfuerzos de todossus antecesores al trabajarlos mejor que los de-ms de la huerta.

    Toda la sangre de sus abuelos estaba all.

  • Cinco o seis generaciones de Barrets habanpasado su vida labrando la misma tierra, vol-vindola al revs, medicinando sus entraascon ardoroso estircol, cuidando de que nodecreciera su jugo vital, acariciando y peinandocon el azadn y la reja todos aquellos terrones,de los cuales no haba uno que no estuvieraregado con el sudor y la sangre de la familia.

    Mucho quera el labrador a su mujer, yhasta le perdonaba la tontera de haberle dadocuatro hijas Y ningn hijo que le ayudase ensus tareas; no amaba menos a las cuatro mu-chachas, unos ngeles de Dios, que se pasabanel da cantando, cosiendo a la puerta de la ba-rraca, y algunas veces se metan en los campospara descansar un poco a su pobre padre; perola pasin suprema del to Barret, el amor de susamores, eran aquellas tierras, sobre las cualeshaba pasado montona y silenciosa la historiade su familia. Haca muchos aos, muchos -enlos tiempos que el to Tomba, un anciano casiciego que guardaba el pobre rebao de un car-

  • nicero de Alboraya, iba por el mundo, en lapartida del Fraile, disparando trabucazos co-ntra franceses-, y estas tierras fueron de los re-ligiosos de San Miguel de los Reyes, unos bue-nos seores, gordos, lustrosos, dicharacheros,que no mostraban gran prisa en el cobro de losarrendamientos, dndose por satisfechos conque por la tarde, al pasar por la barraca, losrecibiera la abuela, que era entonces una realmoza, obsequindolos con hondas jcaras dechocolate Y las primicias de los frutales. Antes,mucho antes, haba sido el propietario de todoaquello un gran seor, que al morir depositsus pecados y sus fincas en el seno de la comu-nidad; y ahora, ay!, pertenecan a don Salva-dor, un vejete de Valencia, que era el tormentodel to Barret, pues hasta en sueos se le apare-ca.

    El pobre labrador ocultaba sus penas asu propia familia. Era un hombre animoso, decostumbres puras. Los domingos, si iba un ratoa la taberna de Copa, donde se reuna toda la

  • gente del contorno, era para mirar a los jugado-res de truco, para rer como un bendito oyendolos despropsitos y brutalidades de Piment yotros mocetones que actuaban de gallitos de lahuerta; pero nunca se acercaba al mostrador apagar un vaso. Llevaba siempre el bolsillo desu faja bien

    apretado sobre el estmago, y si bebaera cuando alguno de los gananciosos convida-ba a todos los presentes.

    Enemigo de comunicar sus penas, se levea siempre sonriente, bonachn, tranquilo,llevando encasquetado hasta las orejas el gorroazul que justificaba su apodo.

    Trabajaba de noche a noche; cuando to-da la huerta dorma an, ya estaba l, a la inde-cisa claridad del amanecer, araando sus tie-rras, cada vez ms convencido de que no po-dra con ellas. Era demasiado trabajo para unhombre solo. Si al menos tuviera un hijo!...Buscando ayuda, tomaba criados, que le roba-ban trabajando poco, Y, finalmente, los despe-

  • da al sorprenderlos durmiendo dentro del es-tablo en las horas de sol.

    Influido por el respeto a sus antepasa-dos, quera reventar de fatiga sobre sus terro-nes antes que consentir que una parte de ellosfuese cedida en arrendamiento a manos extra-as. Y no Dudiendo con todo el trabajo, dejabaimproductiva y en barbecho la mitad de su tie-rra feraz, pretendiendo con el cultivo de la otramantener a la familia y pagar al amo.

    Fu este empeo una lucha sorda, des-esperada, tenaz, contra las necesidades de lavida y contra su propia debilidad.

    No tena ms que un deseo: que las chi-cas ignorasen sus preocupaciones; que nadie sediese cuenta en la casa de los apuros y tristezasdel padre; que no se turbase la santa alegra deaquella vivienda, animada a todas horas por lasrisas y las canciones de las cuatro hermanas,cuya edad slo se diferenciaba en un ao. Ymientras ellas, que ya comenzaban a llamar laatencin de los mozos de la huerta, asistan con

  • pauelos de seda nuevos, vistosos, y plancha-das y ruidosas faldas a las fiestas de los pueble-cillos, o despertaban al amanecer para ir des-calzas y en camisa a mirar por las rendijas delventanillo quines eran los que cantaban lesalboaes (Las alboradas) o las obsequiaban conrasgueo de guitarra, el pobre to Barret, empe-ado cada vez ms en nivelar su presupuesto,sacaba, onza tras onza, todo el puado de oroamasado ochavo sobre ochavo que le habadejado su padre, acallando as a don Salvador,viejo avaro que nunca tena bastante, y no con-tento con exprimirle, hablaba de lo mal queestaban los tiempos, del escandaloso aumentode las contribuciones y de la necesidad de subirel precio del arrendamiento.

    No poda haber encontrado Barret peoramo. Gozaba en toda la huerta una fama detes-table, pues rara era la partida de ella donde notuviese tierras. Todas las tardes, envuelto enuna vieja capa, que llevaba hasta en primavera,con aspecto srdido de mendigo y gestos hosti-

  • les que dejaba a su espalda, iba por las sendasvisitando a los colonos. Era la tenacidad delavaro que desea estar en contacto a todas horascon sus propiedades, la pegajosidad del usure-ro que siempre tiene cuentas pendientes quearreglar.

    Los perros ladraban al verle de lejos,como si se aproximase la muerte, los nios lemiraban enfurruados; los hombres se escond-an para evitar penosas excusas, y las mujeressalan a la puerta de la barraca con la vista en elsuelo y la mentira a punto para rogar a donSalvador que tuviese paciencia, contestandocon lgrimas a sus bufidos y amenazas.

    Piment, que en su calidad de valentnse interesaba por las desdichas de sus conveci-nos y era el caballero andante de la huerta,prometa entre dientes algo as como pegarleuna paliza y refrescarlo despus en una ace-quia; pero las mismas vctimas del avaro lodisuadan, hablando de la importancia de donSalvador, hombre que se pasaba las maanas

  • en los juzgados y tena amigos de muchas cam-panillas. Con gente as siempre pierde el pobre.

    De todos sus colonos, el mejor era Ba-rret; aunque a costa de grandes esfuerzos, nadale deba. Y el viejo, que lo citaba como modelo alos otros arrendatarios, cuando estaba frente al extremaba su crueldad, se mostraba ms exi-gente, excitado por la mansedumbre del labra-dor, contento de encontrar un hombre en el quepoda saciar sin miedo sus instintos de opresiny de rapia.

    Aument, por fin, el precio del arren-damiento de las tierras. Barret protest, y hastallor, recordando los mritos de su familia, quehaba perdido la piel en aquellos campos parahacer de ellos los mejores de la huerta. Perodon Salvador se mostr inflexible. Eran losmejores?... Pues deba pagar ms. Y Barret pagel aumento. La sangre dara l antes que aban-donar estas tierras que, poco a poco, absorbansu vida.

    Ya no tena dinero para salir de apuros;

  • slo contaba con lo que produjesen los campos.Y completamente solo, ocultando a la familia susituacin, teniendo que sonrer cuando estabaentre su mujer y sus hijas, las cuales le reco-mendaban que no se esforzase tanto, el pobreBarret se entreiz a la ms disparatada locuradel trabajo.

    Olvid el sueo. Parecale que sus horta-lizas crecan con menos rapidez que las de losvecinos; quiso l solo cultivar todas las tierras;trabajaba de noche a tientas; el menor nubarrnde granizo le pona fuera de s, trmulo demiedo; y l, tan bondadoso, tan honrado, hastase aprovechaba de los descuidos de los labra-dores colindantes para robarles una parte deriego.

    Si su familia estaba ciega, en las barracasvecinas bien adivinaban la situacin de Barret,compadeciendo su mansedumbre. Era un bue-nazo, no saba plantarle cara al repugnante ava-ro, y ste lo iba chupando lentamente, hastadevorarlo por entero.

  • Y as fu. El pobre labrador, agobiadopor una existencia de fiebre y demencia labo-riosa, quedbase en los huesos, encorvado co-mo un octogenario, con los ojos hundidos.Aquel gorro caracterstico que justificaba sumote ya no se detena en sus orejas; aprove-chando la creciente delgadez, bajaba hasta loshombros como un fnebre apagaluz de su exis-tencia.

    Lo peor para l era que este exceso decansancio insostenible slo le permita pagar amedias al insaciable ogro. Las consecuencias desu locura por el trabajo no se hicieron esperar.El rocn del to Barret, un animal sufrido que lesegua en todos sus desesperados esfuerzos,cansado de trabajar de da y de noche, de irtirando del carro al mercado de Valencia concarga de hortalizas y a continuacin, sin tiempopara respirar ni desudarse, verse enganchado alarado, tom partido de morir, antes que permi-tirse el menor intento de rebelin contra su po-bre amo.

  • Entonces s que se consider perdidoirremisiblemente el pobre labrador! Con deses-peracin mir sus campos, que ya no podacultivar; las hileras de frescas hortalizas, que lagente de la ciudad consuma con indiferenciasin sospechar las angustias que su produccinhace sufrir a un pobre en continua batalla conla tierra y la miseria.

    Pero la Providencia, que nunca abando-na al pobre, le habl por boca de don Salvador.Por algo dicen que Dios saca muchas veces elbien del mal.

    El insufrible tacao, el voraz usurero, alconocer su desgracia, le ofreci ayuda con unabondad paternal y conmovedora. Qu necesi-taba para comprar otra bestia? Cincuenta du-ros? Pues all estaba l para ayudarle, demos-trando con esto cun injustos eran los que leodiaban y hablaban mal de su persona.

    Y prest dinero a Barret con el insignifi-cante detalle de exigirle una firma -los negociosson negocios-al pie de cierto papel en el que se

  • hablaba de inters, de acumulacin de rditos,de responsabilidad de la deuda, mencionandopara esto ltimo los muebles, las herramientas,todo cuanto posea el labrador en su barraca,incluso los animales de corral.

    Barret, animado por la posesin de unnuevo rocn joven y brioso, volvi con msahinco a su trabajo, a matarse sobre aquellosterruos, que parecan crecer segn disminuansus fuerzas, envolvindolo como un sudariorojo.

    La mayor parte de lo que cosechaba ensus campos se lo coma la familia, y los pua-dos de cobre que sacaba de la venta del resto enel mercado de Valencia desparrambase, sinllegar a formar nunca el montn necesario paraacallar a don Salvador.

    Estas angustias del to Barret por satisfa-cer su deuda sin poder conseguirlo acabaronpor despertar en l cierto instinto de rebelin,haciendo surgir de su rudo pensamiento vagasy confusas ideas de justicia. Por qu no eran

  • suyos los campos? Todos sus abuelos habandejado la vida entre aquellos terrones; estabanregados con el sudor de la familia; si no fuesepor ellos, por los Barrets, estaran las tierras tandespobladas como la orilla del mar... Y ahoravena a apretarle la argolla, a hacer morir consus recordatorios aquel viejo sin entraas queera el amo, aunque no saba coger un azadn nien su vida haba doblegado el espinazo, impe-lido por el trabajo... Cristo! Y cmo arreglanlas cosas los hombres!...

    Pero estas rebeliones eran momentneas;volvan a l la sumisin resignada del labriegoy el respeto tradicional y supersticioso para lapropiedad. Haba que trabajar y ser honrado.

    Y el pobre hombre, que consideraba elno pagar como la mayor de las deshonras, vol-va a sus faenas cada vez ms dbil, ms exte-nuado, sintiendo en su interior el lento des-plome de su energa, convencido de que nopoda prolongar esta lucha, pero indignadoante la posibilidad tan slo de abandonar un

  • palmo de las tierras de sus ascendientes.Del semestre de Navidad no pudo en-

    tregar a don Salvador ms que una pequeaparte. Lleg San Juan, y ni un cntimo. La mu-jer estaba enferma; para pagar los gastos habavendido el oro del casamiento, las venerablesarracadas y el collar de perlas, que eran el teso-ro de la familia, y cuya futura posesin provo-caba discusiones entre las cuatro muchachas.

    El viejo avaro se mostr inflexible NoBarret, aquello no poda continur. Como l erabueno (por mas que la gente no lo creyese), nopoda consentir que el labrador siguiese matndose en este empeo de cultivar unas tierrasms grandes que sus fuerzas. No lo consentira;era asunto de buen corazn. Y como le habanhecho proposiciones de nuevo arrendamiento,avisaba a Barret para que dejase los camposcuanto antes. Lo senta mucho; pero l tambinera pobre... Ah! Y por eso mismo le recordabaque habra de hacer efectivo el prstamo para lacompra del rocn, cantidad que, con los rditos,

  • ascenda a...El pobre labrador ni se fij en los miles

    de reales a que suba su deuda con los dichososrditos: tan turbado y confuso le dej la ordende abandonar sus tierras.

    La debilidad, el desgaste interior produ-cido por la abrumadora lucha de varios aos semanifest repentinamente.

    l, que no haba llorado nunca, gimotecomo un nio. Toda su altivez, su gravedadmoruna, desaparecieron de golpe, y arrodillseante el vejete pidiendo que no le abandonase,pues vea en l a su padre.

    Pero buen padre se haba echado el po-bre Barret. Don Salvador se mostr inflexible.Lo senta mucho, pero no poda hacer otra cosa.El tambin era pobre: deba procurar por el pande sus hijos... Y continu embozando su cruel-dad con frases de hipcrita sentimiento.

    El labrador se cans de pedir gracia. Fuvarias veces a Valencia a la casa del amo parahablarle de sus antepasados, de los derechos

  • morales que tena sobre aquellas tierras, a pe-dirle un poco de paciencia, afirmando con locaesperanza que l pagara, y, al fin, el avaro aca-b por no abrirle su puerta.

    La desesperacin regener a Barret. Vol-vi a ser el hijo de la huerta, altivo, enrgico eintratable cuando cree que le asiste la razn.No quera orlo el amo? Se negaba a darle unaesperanza?... Pues bien; l en su casa esperaba;si el otro quera algo que fuese a buscarlo. Aver quin era el guapo que le haca salir de subarraca!

    Y sigui trabajando, aunque con recelo,mirando ansiosamente siempre que pasabaalgn desconocido por los caminos inmediatos,como quien aguarda de un momento a otro seratacado por una gavilla de bandidos.

    Le citaron al Juzgado y no compareci.Ya saba l lo que era aquello; enredos de loshombres para perder a las gentes de bien. Siqueran robarle, que lo buscasen all, sobre loscampos, que eran pedazos de su piel, y como a

  • tales los defendera.Un da le avisaron que por la tarde ira el

    Juzgado a proceder contra l, a expulsarlo delas tierras, embargando, adems, para pago desus deudas, todo cuanto tena en la barraca.Aquella noche ya no dormira en ella.

    Tan inaudito resultaba esto para el pobreto Barret, que sonri con incredulidad. Esopodra ser para los tramposos, para los que nohan pagado nunca; pero l, que siempre habacumplido, que naci all mismo, que slo debaun ao de arrendamiento..., quia! Ni que vi-viera uno entre salvajes, sin caridad ni religin!

    Pero en la tarde, cuando vio venir por elcamino a unos seores vestidos de negro, fne-bres pajarracos con alas de papel arrolladasbajo el brazo, ya no dud. Aqul era el enemi-go. Iban a robarle.

    Y sintiendo en su interior la ciega bravu-ra del mercader moro que sufre toda clase deofensas, pero enloquece de furor cuando le to-can su propiedad, Barret entr corriendo en su

  • barraca, agarr la vieja escopeta que tenasiempre cargada detrs de la puerta, y, echn-dosela a la cara, plantse bajo el emparrado,dispuesto a meterle dos balas al primero deaquellos bandidos de la ley que pusiera el pieen sus campos.

    Salieron corriendo su mujer, enferma, ylas cuatro hijas, gritando como locas, y se abra-zaron a l, intentando arrancarle la escopeta,tirando del can con ambas manos. Y talesfueron los gritos de este grupo, que, luchando yforcejeando, iba de un pilar a otro del emparra-do, que empezaron a salir gentes de las vecinasbarracas, y llegaron corriendo en tropel, ansio-sas, con la solidaridad fraternal de los que vi-ven en despoblado.

    Piment fu el que se hizo dueo de laescopeta y, prudentemente se la llev a su casa.Barret iba detrs intentando perseguirlo, sujetoy contenido por los fuertes brazos de unos mo-cetones, desahogando su rabia contra aquelbruto que le impeda defender lo suyo.

  • -Piment!... Lladre!... Tornam la esco-peta!... (Piment!... Ladrn!... Devulveme laescopeta!...)

    Pero el valentn sonrea bondadosamen-te, satisfecho de mostrarse prudente y paternalcon ese viejo rabioso; y as fue conducindolohasta su barraca, donde quedaron l y los ami-gos vigilndolo, dndole consejos para que nocometiese un disparate. Mucho ojo, to Barret!Aquella gente era la Justicia, y el pobre siemprepierde metindose con ella. Calma, y mala in-tencin, que todo llegar.

    Y al mismo tiempo los negros pajarracosescriban papeles y ms papeles en la barracade Barret, revolviendo, impasibles, los mueblesy las ropas, inventariando hasta el corral y elestablo, mientras la esposa y las hijas gemandesesperadamente, y la multitud, agolpada a lapuerta, segua con terror todos los detalles delembargo, intentando consolar a las pobres mu-jeres, prorrumpiendo, a la sordina, en maldi-ciones contra el judo don Salvador y aquellos

  • tos que se prestaban a obedecer a semejanteperro.

    Al anochecer, Barret, que estaba comoanonadado, y tras la crisis furiosa pareca cadoen un estado de sonambulismo, vio a sus piesunos cuantos los de ropa y oy el sonido met-lico de un saco que contena sus herramientasde labranza.

    -Pare!... Pare! -gimotearon unas vocestrmulas.

    Eran las hijas, que se arrojaban en susbrazos; tras ellas, la pobre mujer enferma, tem-blando de fiebre; y en el fondo, invadiendo labarraca de Piment y perdindose ms all dela puerta oscura, toda la gente del contorno, elaterrado coro de la tragedia.

    Ya les haban hecho salir para siemprede su barraca. Los hombres negros la habancerrado, llevndose las llaves. No les quedabaotra cosa que los fardos que estaban en el suelo,la ropa usada, las herramientas: lo nico que leshaban permitido sacar de su casa.

  • Y las palabras eran entrecortadas por lossollozos, y volvan a abrazarse el padre y lashijas, y Pepeta, la duea de la barraca y otrasmujeres lloraban y repetan las maldicionescontra el viejo avaro, hasta que Piment inter-vino oportunamente.

    Tiempo quedaba para hablar de lo ocu-rrido; ahora, a cenar. Qu demonio! No habaque gemir tanto porculpa de un to judo. Si eltal viera todo esto, cmo se alegraran sus ma-las entraas!... La gente de la huerta era buena;a la familia del to Barret la queran todos, y conella partiran un rollo, si no haba ms.

    La mujer y las hijas del arruinado labra-dor furonse con unas vecinas a pasar la nocheen sus barracas. El to Barret se qued all, bajola vigilancia de Piment.

    Permanecieron los dos hombres hastalas diez, sentados en sus silletas de esparto, a laluz del candil, fumando cigarro tras cigarro.

    El pobre viejo pareca loco. Contestabacon secos monoslabos a las reflexiones de

  • aquel terne que ahora las echaba de bonachn;y si hablaba, era para repetir siempre las mis-mas palabras:

    -Piment!... Trnam la escopeta!Y Piment sonrea con cierta admiracin.

    Le asombraba la fiereza repentina de este veje-te, al que toda la huerta haba tenido por uninfeliz. Devolverle la escopeta!... En seguida!Bien se adivinaba en la arruga vertical hincha-da entre sus cejas el propsito firme de hacerpolvo al au tor de su ruina.

    Barret se enfureca cada vez ms con elmozo. Lleg a llamarle ladrn porque se nega-ba a devolverle su arma. No tena amigos; to-dos eran unos ingratos, iguales al avaro donSalvador. No quera dormir all: se ahogaba. Yrebuscando en el saco de sus herramientas,escogi una hoz, la atraves en su faja y salide la vivienda, sin que Piment intentase ata-jarle el paso.

    A tales horas nada malo poda hacer elviejo: que durmiese al raso, si tal era su gusto. Y

  • el valentn, cerrando la barraca, se acost.El to Barret fu derechamente hacia sus

    campos, y, como un perro abandonado, co-menz a dar vueltas alrededor de la barraca.

    Cerrada!... Cerrada para siempre!Aquellas paredes las haba levantado su abueloy las renovaba l todos los aos. An se desta-caba en la oscuridad la blancura del ntido en-jalbegado con que sus chicas las cubrieron tresmeses antes.

    El corral, el establo, las pocilgas eranobra de su padre; y aquella montera de paja,tan alta, tan esbelta, con las dos crucecitas ensus extremos, la haba levantado l de nuevo,en sustitucin de la antigua, que haca agua portodas partes.

    Y obra de sus manos era tambin el bro-cal del pozo, las pilastras del emparrado, lasencaizadas, por encima de las cuales ensea-ban sus penachos de flores los claveles y losdompedros. Y todo aquello iba a ser propie-dad de otro, porque s, porque as lo queran los

  • hombres?Busc en su faja la tira de fsforos de

    cartn que le servan para encender sus ciga-rros. Quera prender fuego a la paja de la te-chumbre. Que se lo llevase todo el demonio!Al fin, era suyo, bien lo saba Dios, y poda des-truir su hacienda antes que verla en manos deladrones.

    Mas al ir a incendiar su antigua casa sin-ti una impresin de horror, como si tuvieraante l los cadveres de todos sus antepasados,y arroj los fsforos al suelo.

    Continuaba rugiendo en su cabeza el an-sia de destruccin, y para satisfacerla se meticon la hoz en la mano en aquellos campos, quehaban sido sus verdugos.

    Ahora las pagara todas juntas la tierraingrata, causa de sus desdichas! Horas enterasdur la devastacin.

    Derrumbronse a puntapis las bvedasde caas por las cuales trepaban las verdeshebras de las judas tiernas y los guisantes; ca-

  • yeron las habas partidas por la furiosa hoz, ylas filas de lechugas Y coles saltaron a distanciaa impulsos del agudo acero, como cabezas cor-tadas, esparciendo en torno su cabellera dehojas... Nadie se aprovechara de su trabajo! Yas estuvo hasta cerca del amanecer, cortando,aplastando con locos pataleos, jurando a gritos,rugiendo blasfemias: hasta que, al fin, el can-sancio aplac su furia y se arroj en un surco,llorando como un nio, pensando que la tierrasera en adelante su cama eterna y su nicooficio mendigar en los caminos.

    Le despertaron los primeros rayos delsol, hiriendo sus ojos, y el alegre parloteo de lospjaros, que saltaban cerca de su cabeza, apro-vechando para su almuerzo los restos de ladestruccin nocturna.

    Se levant, entumecido por el cansancioy la humedad. Piment Y su mujer lo llamabandesde lejos, invitndole a que tomase algo. Ba-rret les contest con desprecio. Ladrn! Des-pus que se haba quedado con su escopeta!...

  • Y emprendi el camino hacia Valencia, tem-blando de fro sin saber adnde iba.

    Al pasar ante la taberna de Copa, entren ella. Unos carreteros de la vecindad le habla-ron para compadecer su desgracia, invitndolea tomar algo, y l se apresur a aceptar. Queraalgo contra aquel fro que se le haba metido enlos huesos. Y l, tan sobrio, bebi, uno tras otro,dos vasos de aguardiente, que cayeron comoolas de fuego en su estmago desfallecido.

    Su cara se colore, adquiriendo despusuna palidez cadavrica; sus ojos se vetearon desangre. Se mostr con los carreteros que lecompadecan expresivo y confiado; casi comoun ser feliz. Los llamaba hijos mos, asegurn-doles que no se apuraba por tan poco. No lohaba perdido todo. An le quedaba lo mejorde la casa, la hoz de su abuelo, una joya que noquera cambiar ni por cincuenta hanegadas detierra.

    Y sacaba de su faja el curvo acero puro ybrillante: una herramienta de fino temple y

  • corte sutilsimo, que, segn afirmaba Barret,poda partir en el aire un papel de fumar.

    Pagaron los carreteros, y, arreando susbestias, alejronse hacia la ciudad, llenando elcamino de chirridos de ruedas.

    El viejo an estuvo ms de una hora enla taberna, hablando a solas, advirtiendo que lacabeza se le iba; hasta que, molesto por la duramirada de los dueos, que adivinaban su esta-do, sinti una vaga impresin de vergenza ysali sin saludar, andando con paso inseguro.

    No poda apartar de su memoria un re-cuerdo tenaz. Vea con los ojos cerrados ungran huerto de naranjos que exista a ms deuna hora de distancia, entre Benimaelet y elmar. All haba ido l muchas veces por susasuntos, y all iba ahora, a ver si el demonio eratan bueno que le haca tropezar con el amo, elcual raro era el da que no inspeccionaba, consu mirada de avaro, los hermosos rboles unopor uno, como si tuviese contadas las naranjas.

    Lleg despus de dos horas de marcha,

  • detenindose muchas veces para dar aplomo asu cuerpo, que se balanceaba sobre las insegu-ras piernas.

    El aguardiente se haba apoderado de l.Ya no saba con qu objeto haba llegado hastaall, tan lejos de la parte de la huerta dondevivan los suyos, y acab por dejarse caer en uncampo de camo, a orillas del camino. Al pocorato sus penosos ronquidos de borracho sona-ron entre los verdes y erguidos tallos.

    Cuando despert era ya bien entrada latarde. Senta pesadez en la cabeza y el estma-go desfallecido. Le zumbaban los odos, y en suboca, empastada, perciba un sabor horrible.Qu haca all, cerca del huerto del judo?Cmo haba llegado tan lejos? Su honradezprimitiva le hizo avergonzarse de este envile-cimiento, e intent ponerse en pie para huir. Lapresin que produca sobre su estmago la hozcruzada en la faja le di escalofros.

    Al incorporarse asom la cabeza por en-tre el camo y vio en una revuelta del camino

  • a un vejete que caminaba lentamente, envueltoen una capa.

    Barret sinti que toda su sangre le subade golpe a la cabeza, que reapareca su borra-chera, y se incorpor, tirando de la hoz... Yan dicen que el demonio no es bueno? Allestaba su hombre; el mismo que deseaba verdesde el da anterior.

    El viejo usurero haba vacilado muchoantes de salir de su casa. Le escoca algo lo delto Barret; el suceso estaba reciente y la huertaes traicionera. Pero el miedo de que aprovecha-sen su ausencia en el huerto de naranjos pudoms que sus temores, y, pensando que dichafinca estaba lejos de la barraca embargada, p-sose en camino.

    Ya alcanzaba a contemplar su huerta, yase rea del miedo pasado, cuando vi saltar delbancal de camo al propio Barret, y le pareciun enorme demonio, con la cara roja, los brazosextendidos, impidindole toda fuga, acorraln-dolo en el borde de la acequia, que corra para-

  • lela al camino. Crey soar; chocaron sus dien-tes, su cara psose verde, y se le cay la capa,dejando al descubierto un viejo gabn y lossucios pauelos arrollados a su cuello. Tangrandes eran su terror y su turbacin, que hastale habl en castellano.

    -Barret, Hijo mo! -dijo con voz entrecor-tada-. Todo ha sido una broma: no hagas caso.Lo de ayer fu para hacerte un poquito de mie-do..., nada ms. Vas a seguir en las tierras...Psate maana por casa..., hablaremos. Me pa-gars como mejor te parezca.

    Y doblaba su cuerpo, evitando que se leacercase el to Barret. Pretenda escurrirse, huirde la terrible hoz, en cuya hoja se quebraba unrayo de sol y se reproduca el azul del cielo.Como tena la acequia detrs de l, no encon-traba sitio para moverse, y echaba el cuerpoatrs, pretendiendo cubrirse con las crispadasmanos.

    El labrador sonrea como una hiena, en-seando sus dientes agudos y blancos de pobre.

  • -Embustero! Embustero! -contestabacon una voz semejante a un ronquido.

    Y, moviendo su herramienta de un ladoa otro, buscaba sitio para herir, evitando lasmanos flacas y desesperadas que se le ponandelante.

    -Pero Barret! Hijo mo! Qu es esto?...Baja esa arma..., no juegues!... T eres un hom-bre honrado...; piensa en tus hijas. Te repito queha sido una broma. Ven maana y te dar laslla... Aaay!...

    Fu un rugido horripilante, un grito debestia herida. Cansada la hoz de encontrar obs-tculos, haba derribado de un solo golpe unade las manos crispadas. Qued colgando de lostendones y la piel, y el rojo mun arroj lasangre con fuerza, salpicando a Barret, que ru-gi al recibir en el rostro la caliente rociada.

    Vacil el viejo sobre sus piernas; peroantes de caer al suelo, la hoz parti horizontal-mente contra su cuello, y... zas!, cortando lacomplicada envoltura de pauelos, abri una

  • profunda hendidura, separando casi la cabezadel tronco.

    Cay don Salvador en la acequia; suspiernas quedaron en el ribazo, agitadas por unpataleo fnebre de res degollada. Y mientrastanto, la cabeza, hundida en el barro, soltabatoda su sangre por la profunda brecha, y lasaguas se tean de rojo, siguiendo su mansocurso con un murmullo plcido que alegraba elsolemne silencio de la tarde.

    Barret permaneci plantado en el ribazocomo un imbcil. Cunta sangre tena el toladrn! La acequia, al enrojecerse, pareca mscaudalosa. De repente, el labriego, dominadopor el terror, ech a correr, como si temiera queel riachuelo de sangre lo ahogase al desbordar-se.

    Antes de terminar el da circul la noti-cia como un caonazo, que conmovi toda lavega. Habis visto el gesto hipcrita, el regoci-jado silencio con que acoge un pueblo la muer-te del gobernante que le oprime?... As llor la

  • huerta la desaparicin de don Salvador. Todosadivinaron la mano del to Barret, y nadiehabl. Las barracas hubiesen abierto para l susltimos escondrijos; las mujeres lo habranocultado bajo sus faldas.

    Pero el asesino vag como un loco por lahuerta, huyendo de las gentes, tendindosedetrs de los ribazos, agazapndose bajo lospuentecillos, escapando a travs de los campos,asustado por el ladrido de los perros, hasta queal da siguiente lo sorprendi la Guardia Civildurmiendo en un Pajar.

    Durante seis meses slo se habl en lahuerta del to Barret.

    Los domingos iban como en peregrina-cin hombres y mujeres a la crcel de Valenciapara contemplar, a travs de los barrotes, alpobre libertador, cada vez ms enjuto, con losojos hundidos y la mirada inquieta.

    Lleg la vista del proceso y lo sentencia-ron a muerte.

    La noticia caus honda impresin en la

  • vega; curas y alcaldes pusironse en movimien-to para evitar la vergenza... Uno del distritosentndose en el cadalso! Y como Barret habasido siempre de los dciles, votando lo queordenaba el cacique y obedeciendo pasivamen-te al que mandaba, se hicieron viajes a Madridpara salvar su vida, y el indulto lleg oportu-namente.

    El labrador sali de la crcel hecho unamomia, y fu conducido al presidio de Ceuta,para morir all a los pocos aos.

    Disolvise su familia; desapareci comoun puado de paja en el viento. Las hijas, unatras otra, fueron abandonando a las familiasque las haban recogido, trasladndose a Valen-cia para ganarse el pan como criadas, y la pobrevieja, cansada de molestar con sus enfermeda-des, march al hospital, muriendo al pocotiempo.

    La gente de la huerta, con la facilidadque tiene todo el mundo para olvidar la des-gracia ajena, apenas si de tarde en tarde recor-

  • daba la espantosa tragedia del to Barret, pre-guntndose qu sera de sus hijas.

    Pero nadie olvid los campos y la barra-ca, permaneciendo unos y otra en el mismoestado que el da en que la Justicia expuls alinfortunado colono.

    Fu esto un acuerdo tcito de toda lahuerta, una conjuracin instintiva en cuya pre-paracin apenas si mediaron palabras; perohasta los rboles y los caminos parecan entraren ella.

    Piment lo haba dicho el mismo da dela catstrofe: A ver quin era el guapo que seatreva a meterse en aquellas tierras!

    Y toda la gente de la huerta, hasta lasmujeres y los nios, parecan contestar con susmiradas de mutua inteligencia: S, a ver!

    Las plantas parsitas, los abrojos, co-menzaron a surgir de la tierra maldita que el toBarret haba pateado y herido con su hoz latima noche, como presintiendo que por culpade ella morira en presidio.

  • Los hijos de don Salvador, unos ricachostan avaros como su padre, creyronse sumidosen la miseria porque el pedazo de tierra per-maneca improductivo.

    Un labrador habitante de otro dstrito dela huerta, hombre que las echaba de guapo ynunca tena bastante tierra, sintise tentado porel bajo precio del arrendamiento y apechugcon unos campos que a todos inspiraban mie-do.

    Iba a labrar la tierra con la escopeta alhombro; l y sus criados se rean de la soledaden que los dejaban los vecinos; las barracas secerraban a su paso, y desde lejos los seguanmiradas hostiles.

    Vigil mucho el labrador, presintiendouna emboscada; pero de nada le sirvi su caute-la, pues una tarde en que regresaba solo a sucasa, cuando an no haba terminado la rotura-cin de sus nuevos campos, le largaron dosescopetazos sin que viese al agresor, y salimilagrosamente ileso del puado de postas que

  • pas junto a sus orejas.En los caminos no se vea a nadie. Ni

    una huella reciente. Le haban tirado desdealguna acequia, emboscado el tirador detrs delos caares.

    Con enemigos as no era posible luchar,y el valentn, en la misma noche, entreg lasllaves de la barraca a sus amos.

    Haba que or a los hijos de don Salva-dor. Es que no existan gobiernos ni segurida-des para la propiedad..., ni nada?

    Indudablemente, era Piment, el autorde la agresin, el que impeda que los camposfuesen cultivados, y la Guardia Civil prendi aljaque de la huerta, llevndolo a la crcel.

    Pero cuando lleg el momento de las de-claraciones, todo el distrito desfil ante el juez,afirmando la inocencia de Piment, sin que aaquellos rsticos socarrones se les pudieraarrancar una palabra contradictoria.

    Todos recitaban la misma leccin. Hastaviejas achacosas que jams salan de sus barra-

  • cas declararon que aquel da, a la misma horaen que sonaron los tres tiros, Piment estaba enuna taberna de Alboraya, de francachela consus amigos.

    Nada se poda contra estas gentes degesto imbcil y mirada cndida, que, rascndo-se el cogote, mentan con tanto aplomo. Pimen-t fu puesto en libertad, y de todas las barra-cas sali un suspiro de triunfo y satisfaccin.

    Ya estaba hecha la prueba: todos sabranen adelante que el cultivo de aquellas tierras sepagaba con la piel.

    Los avaros amos no cejaron. Cultivaranla tierra ellos mismos: y buscaron jornalerosentre la gente sufrida y sumisa que, oliendo alana burda y miseria, baja en busca de trabajo,empujada por el hambre, desde lo ltimo de laprovincia, desde las montaas fronterizas deAragn.

    En la huerta compadecan a los pobreschurros. Infelices! Iban a ganarse un jornal.Qu culpa tenan ellos? Y por la noche, cuando

  • se retiraban con el azadn al hombro, no faltabauna buena alma que los llamase desde la puertade la taberna de Copa. Los hacan entrar, losconvidaban a beber y luego les iban hablandoal odo con la cara ceuda y el acento paternal,bondadoso, como quien aconseja a un nio queevite el peligro. Y el resultado era que los dci-les churros, al da siguiente, en vez de ir alcampo, presentbanse en masa a los dueos delas tierras.

    -Mi amo, venimos a que nos pague.Y eran intiles todos los argumentos de

    los dos solterones, furiosos al verse atacados ensu avaricia.

    -Mi amo -respondan a todo-, semosprobes; pero no nos hemos encontrao la vidatras un pajar.

    No slo dejaban el trabajo, sino que pa-saban aviso a todos sus paisanos para quehuyeran de ganar un jornal en los campos deBarret, como quien huye del diablo.

    Los dueos de las tierras pidieron pro-

  • teccin hasta en los papeles pblicos. Y parejasde la Guardia Civil fueron a correr la huerta, aapostarse en los caminos, a sorprender gestos yconversaciones, siempre sin xito.

    Todos los das vean lo mismo: las muje-res cosiendo y cantando bajo las parras; loshombres, en los caminos, encorvados, con lavista en el suelo sin dar descanso a los activosbrazos; Piment, tendido a lo gran seor antelas varitas de liga, esperando a los pjaros, oayudando a Pepeta torpe y perezosamente; enla taberna de Copa, unos cuantos viejos toman-do el sol o jugando al truco. El paisaje respirabapaz y honrada bestialidad; era una Arcadiamoruna. Pero los del gremio no se fiaban; nin-gn labrador quera las tierras ni aun gratuita-mente, y, al fin, los amos tuvieron que desistirde su empeo, dejando que se cubriesen demaleza y que la barraca se viniese abajo, mien-tras esperaban la llegada de un hombre debuena voluntad capaz de comprarlas o trabajar-las.

  • La huerta estremecase de orgullo vien-do cmo se perda aquella riqueza y los herede-ros de don Salvador se hacan la santsima.

    Era un placer nuevo e intenso. Algunavez se haban de imponer los pobres y quedarlos ricos debajo. Y el duro pan pareca ms sa-broso; el vino, mejor; el trabajo, menos pesado,imaginndose las rabietas de los dos avaros,que con todo su dinero haban de sufrir que losrsticos de la huerta se burlasen de ellos.

    Adems aquella mancha de desolacin ymiseria en medio de la vega serva para que losotros propietarios fuesen menos exigentes, y,tomando ejemplo en el vecino, no aumentaranlos arrendamientos y se conformasen cuandolos semestres tardaban en hacerse efectivos.

    Los desolados campos eran el talismnque mantena ntimamente unidos a los huerta-nos, en continuo tacto de codos: un monumen-to que proclamaba su poder sobre los dueos,el milagro de la solidaridad de la miseria contralas leyes y la riqueza de los que

  • son seores feudales de las tierras sintrabajarlas ni sudar sobre sus terrones.

    Todo esto, pensado confusamente, leshaca creer que el da en que los campos deBarret fueran cultivados la huerta sufrira todaclase de desgracias. Y no se imaginaban, des-pus de un triunfo de diez aos, que pudieraentrar en los campos abandonados otra personaque el to Tomba, un pastor ciego y parlanchn,que, a falta de auditorio, relataba todos los dassus hazaas de guerrillero a su rebao de su-cias ovejas.

    De aqu las exclamaciones de asombro yel gesto de rabia de toda la huerta cuando Pi-ment, de campo en campo y barraca en barra-ca, fu haciendo saber que las tierras de Barrettenan ya arrendatario, un desconocido, y quel..., l! -fuese quien fuese-, estaba all con todasu familia, instalndose sin reparo..., como siaquello fuese suyo!

    III

  • Batiste, al inspeccionar las incultas tie-rras, se dijo que all haba trabajo para largorato.

    Mas no por eso sinti desaliento. Era unvarn enrgico, emprendedr, avezado a lalucha para conquistar el pan. All lo haba muylargo, como deca l, y, adems, se consolabarecordando que en peores trances se haba vis-to.

    Su vida pasada era un continuo cambiode profesin siempre dentro del crculo de mi-seria rural, mudando cada ao de oficio, sinencontrar para su familia el bienestar mezquinoque constitua toda su aspiracin.

    Cuando conoci a su mujer, era mozo demolino en las inmediaciones de Sagunto. Tra-bajaba entonces como un lobo -as lo deca l-para que en su vivienda no faltase nada; y Diospremi su laboriosidad, envindole cada aoun hijo, hermosas criaturas que parecan nacercon dientes, segn la prisa que se daban enabandonar el pecho maternal para pedir pan a

  • todas horas.Resultado: que hubo de abandonar el

    molino y dedicarse a carretero, en busca demayores ganancias.

    La mala suerte le persegua. Nadie comol cuidaba el ganado y vigilaba la marcha.Muerto de sueo, jams se atreva, como suscompaeros, a dormir en el carro, dejando quelas bestias marchasen guiadas por su instinto.Vigilaba a todas horas, permaneca siemprejunto al rocn delantero, evitando los bachesprofundos y los malos pasos; y, sin embargo, sialgn carro volcaba, era el suyo; si algn ani-mal caa enfermo a causa de las lluvias, era se-guramente de Batiste, a pesar del cuidado pa-ternal con que se apresuraba a cubrir los flan-cos de sus bestias con gualdrapas de arpilleraapenas caan cuatro gotas.

    En unos cuantos aos de fatigosa pere-grinacin por las carreteras de la provincia,comiendo mal, durmiendo al raso y sufriendoel tormento de pasar meses enteros lejos de la

  • familia, a la que adoraba con el afecto reconcen-trado del hombre rudo Y silencioso, Batiste sloexperiment prdidas y vio su situacin cadavez ms comprometida.

    Se le murieron los rocines y tuvo que en-tramparse para comprar otros. Lo que le valael continuo acarreo de pellejos hinchados devino o de aceite perdase en manos de chalanesy constructores de carros, hasta que lleg elmomento en que, viendo prxima su ruina,abandon el oficio.

    Tom entonces unas tierras cerca de Sa-gunto, campos de secano, rojos y eternamentesedientos, en los cuales retorcan sus troncoshuecos algarrobos centenarios o alzaban losolivos sus redondas y empolvadas cabezas.

    Fue su vida una continua batalla con lasequa, un incesante mirar al cielo, temblandode emocin cada vez que una nubecilla negraasomaba en el horizonte.

    Llovi poco, las cosechas fueron malasdurante cuatro aos, y Batiste no saba ya qu

  • hacer ni adnde dirigirse, cuando, en un viaje aValencia, conoci a los hijos de don Salvador,unos excelentes seores (Dios los bendiga), quele dieron aquella hermosura de campos, libresde arrendamientos por dos aos, hasta que re-cobrasen por completo su estado de otros tiem-pos.

    Algo oy l de lo que haba sucedido enla barraca, de las causas que obligaban a losdueos a conservar improductivas tan hermo-sas tierras; pero iba ya transcurrido tantotiempo!... Adems, la miseria no tiene odos; al le convenan los campos, y en ellos se queda-ba. Qu le importaban las historias viejas dedon Salvador y el to Barret?...

    Todo lo despreciaba y olvidaba contem-plando sus tierras. Y Batiste sentase posedo deun dulce xtasis al verse cultivador de la huertaferaz que tantas veces haba envidiado cuandopasaba por la carretera de Valencia a Sagunto.

    Aquellas eran tierras: siempre verdes,con las entraas incansables engendrando una

  • cosecha tras otra, circulando el agua roja a to-das horas como vivificante sangre por las in-numerables acequias regadoras que surcabansu superficie como una complicada red de ve-nas y arterias; fecundas hasta alimentar fami-lias enteras con cuadros que, por lo pequeos,parecan paUelos de follaje. Los campos secosde Sagunto recordbalos como un infierno desed, del que, afortunadamente, se haba libra-do.

    Ahora se vea de veras en el buen cami-no. A trabajar! Los campos estaban perdidos.All haba mucho que hacer; pero cuando setiene buena voluntad!... Y, desperezndose, estehombretn recio, musculoso, de espaldas degigante, redonda cabeza trasquilada y rostrobondadoso sostenido por un grueso cuello defraile, extenda sus poderosos brazos, habitua-dos a levantar en vilo los sacos de harina y lospesados pellejos de la carretera.

    Tan preocupado estaba con sus tierras,que apenas se fij en la curiosidad de los veci-

  • nos.Asomando las inquietas cabezas por en-

    tre los caares o tendidos sobre el vientre en losribazos, le contemplaban hombres, chicuelos yhasta mujeres de las inmediatas barracas.

    Batiste no haca caso de ellos. Era la cu-riosidad, la expectacin hostil que inspiransiempre los recin llegados, Bien saba l lo queera aquello; ya se iran acostumbrando. Ade-ms, tal vez le interesaba ver cmo arda la mi-seria que diez aos de abandono haban amon-tonado sobre los campos de Barret.

    Y, ayudado por su mujer y los chicos,empez a quemar al da siguiente de su llegadatoda la vegetacin parsita.

    Los arbustos, despus de retorcerse en-tre las llamas, caan hechos brasas, escapandode sus cenizas asquerosos bichos chamuscados.La barraca apareca como esfumada entre lasnubes de humo de estas luminarias, que des-pertaban sorda clera en toda la huerta.

    Una vez limpias las tierras, Batiste, sin

  • perder tiempo, procedi a su cultivo. Muy du-ras estaban; pero l, como labriego experto,quera trabajarlas poco a poco, por secciones; y,marcando un cuadro cerca de su barraca, em-pez a remover la tierra, ayudado por su fami-lia.

    Los vecinos burlbanse de todos elloscon una irona que delataba su sorda rritacin.Vaya una familia! Eran gitanos como los queduermen debajo de los puentes. Vivan en lavieja barraca lo mismo que los nufragos que seaguantan sobre un buque destrozado: tapandoun agujero aqu, apuntalando all, haciendoverdaderos prodigios para que se sostuviera latechumbre de paja, distribuyendo sus pobresmuebles, cuidadosamente fregoteados, en to-dos los cuartos, que eran antes madrigueras deratones y sabandijas.

    En punto a laboriosos, eran como untropel de ardillas, no pudiendo permanecerquietos mientras el padre trabajaba. Teresa, lamujer, y Roseta, la hija mayor, con faldas reco-

  • gidas entre las piernas y azadn en mano, ca-vaban con ms ardor que un jornalero, descan-sando solamente para echarse atrs las greascadas sobre la sudorosa y roja frente. El hijomayor haca continuos viajes a Valencia con laespuerta al hombro, trayendo estircol y es-combros, que colocaba en dos montones, comocolumnata de honor, a la entrada de la barraca.Los tres pequeuelos, graves y laboriosos, co-mo si comprendiesen la grave situacin de lafamilia, iban a gatas tras los cavadores, arran-cando de los terrones las duras races de losarbustos quemados.

    Dur esta faena preparatoria ms de unasemana, sudando y jadeando la familia desde elalba a la noche.

    La mitad de las tierras estaban removi-das. Batiste las entabl y labr con ayuda delviejo y animoso rocn, que pareca de la familia.

    Haba que proceder a su cultivo; estabanen San Martn, la poca de la siembra, y el la-brador dividi la tierra roturada en tres partes.

  • La mayor para el trigo, un cuadro ms pequeopara plantar habas y otro para el forraje, puesno era cosa de olvidar al Morrut, el viejo y que-rido rocn. Bien se lo haba ganado.

    Y con la alegra del que, despus de unapenosa navegacin descubre el puerto, la fami-lia procedi a la siembra. Era el porvenir asegu-rado. Las tierras de la huerta no engaaban; deall saldra el pan para todo el ao.

    La tarde en que se termin la siembravieron avanzar por el inmediato camino unascuantas ovejas de sucios vellones, que se detu-vieron medrosas en el lmite del campo:

    Tras ellas apareci un viejo apergamina-do, amarillento, con los ojos hundidos en lasprofundas rbitas y la boca circundada por unaaureola de arrugas. Iba avanzando lentamente,con pasos firmes, pero con el cayado por delan-te, tanteando el terreno.

    La familia lo mir con atencin. Era elnico que en las dos semanas que all estabanse atreva a aproximarse a las tierras. Al notar

  • la vacilacin de sus ovejas, grit para que pasa-sen adelante.

    Batiste sali al encuentro del viejo. No sepoda pasar: las tierras estaban ahora cultiva-das. No lo saba?...

    Algo de ello haba odo el to Tomba, pe-ro en las dos semanas anteriores haba llevadosu rebao a pastar los hierbajos del barranco deCarraixet, sin preocuparse de estos campos...De veras que ahora estaban cultivados?

    Y el anciano pastor avanzaba la cabeza,haciendo esfuerzos para ver con sus ojos casimuertos al hombre audaz que osaba realizar loque toda la huerta tena por imposible.

    Call un buen rato, y, al fin, comenz amurmurar tristemente: Muy mal; l tambin,en su juventud, haba sido atrevido; le gustaballevar a todos la contraria. Pero cuando sonmuchos los enemigos!... Muy mal; se haba me-tido en un paso difcil. Aquellas tierras, des-pus de lo del pobre Barret, estaban malditas.Poda creerle a l, que era viejo y experimenta-

  • do; le traeran desgracia.Y el pastor llam a su rebao, le hizo

    emprender la marcha por el camino, y antes dealejarse se ech la manta atrs, alzando sus des-carnados brazos, y con cierta entonacin dehechicero que augura el porvenir o de profetaque husmea la ruina, le grit a Batiste:

    -Creume, fill meu te portarn desgra-sia!... (Creme, hijo mo; te traern desgra-cia!..).

    De este encuentro surgi un motivo msde clera para toda la huerta. El to Tomba yano poda meter sus ovejas en aquella tierra,despus de diez aos de pacfico disfrute de suspastos.

    Nadie deca una palabra sobre la legiti-midad de la negativa de su ocupante al estar elterreno cultivado. Todos hablaban nicamentede los respetos que mereca el anciano pastor,un hombre que en sus mocedades se coma losfranceses crudos, que haba visto mucho mun-do, y cuya sabidura, demostrada con medias

  • palabras Y consejos incoherentes, inspiraba unrespeto supersticioso a la gente de las barracas.

    Cuando Batiste y su familia vieron hen-chidas de fecunda simiente las entraas de sustierras, pensaron en la vivienda, a falta de tra-bajo ms urgente.

    El campo hara su deber. Ya era hora depensar en ellos mismos.

    Y por primera vez desde su llegada a lahuerta, sali Batiste de las tierras para ir a Va-lencia a cargar en su carro todos los desperdi-cios de la ciudad que pudieran serle tiles.

    Aquel hombre era una hormiga infatiga-ble para la rebusca. Los montones formadospor Batiste se agrandaron considerablementecon las expediciones del padre. La giba del es-tircol, que formaba una cortina defensiva antela barraca, creci rpidamente, y ms allamontonronse centenares de ladrillos rotos,maderos carcomidos, puertas destrozadas, ven-tanas hechas astillas, todos los desperdicios delos derribos de la ciudad.

  • Contempl con asombro la gente de lahuerta la prontitud y buena maa de los labo-riosos intrusos para arreglarse su vivienda.

    La cubierta de paja de la barraca apare-ci de pronto enderezada; las costillas de latechumbre, carcomidas por las lluvias, fueronreforzadas unas y sustituidas otras; una capa depaja nueva cubri los dos planos pendientes delexterior. Hasta las crucecitas de sus extremosfueron sustituidas por otras que la navaja deBatiste trabaj cucamente, adornando sus aris-tas con dentelladas muescas; y no hubo en todoel contorno techumbre que se irguiera ms ga-llarda.

    Los vecinos, al ver cmo se reformaba labarraca de Barret, colocndose recta la montera,vean en esto algo de burla y de reto.

    Despus empez la obra de abajo. Qumodo de utilizar los escombros de Valencia!...Las grietas desaparecieron, y, terminado el en-lucido de las paredes, la mujer y la hija las en-jalbegaron de un blanco deslumbrante. La

  • puerta, nueva y pintada de azul, pareca madrede todas las ventanillas, que asomaban por loshuecos de las paredes sus cuadradas caras delmismo color. Bajo la parra hizo Batiste una pla-zoleta, pavimentada con ladrillos rojos, paraque las mujeres cosieran all en las horas de latarde. El pozo, despus de una semana de des-censos y penosos acarreos, qued limpio detodas las piedras y la basura con que la pillerahuertana lo haba atiborrado durante diez aos,y otra vez su agua limpia y fresca volvi a subiren musgoso pozal, con alegres chirridos de lagarrucha, que pareca rerse de las gentes delcontorno con una estridente carcajada de viejamaliciosa.

    Devoraban los vecinos su rabia en silen-cio. Ladrn, ms que ladrn! Vaya un modode trabajar!... Aquel hombre pareca poseer consus membrudos brazos dos varitas mgicas quelo transformaban todo al tocarlo.

    Diez semanas despus de su llegada anno haba salido de sus tierras media docena de

  • veces. Siempre en ellas, la cabeza metida entrelos hombros y el espinazo doblegado, embria-gndose en su labor; y la barraca de Barret pre-sentaba un aspecto coquetn y risueo, comojams lo haba tenido en poder de su antiguoocupante.

    El corral, cercado antes con podridos ca-izos, tena ahora paredes de estacas y barro,pintadas de blanco, sobre cuyos bordes corre-teaban las rubias gallinas y se inflamaba el ga-llo, irguiendo su cabeza purprea... En la plazo-leta, frente a la barraca, florecan macizos dedompedros y plantas trepadoras. Una fila depucheros desportillados, pintados de azul, ser-van de macetas sobre el banco de rojos ladri-llos, y por la puerta entreabierta vease la canta-rera nueva, con sus chapas de blancos azulejosy sus cntaros verdes de charolada panza: unconjunto de reflejos insolentes que quitaban lavista al que pasaba por el inmediato camino.

    -ah, fanfarrn! -Todos, en su furia cre-ciente, acudan a Piment. Poda esto consen-

  • tirse? Qu pensaba hacer el temible marido dePepeta?

    Y Piment se rascaba la frente oyndo-los, con cierta confusin.

    Qu iba a hacer?... Su propsito era de-cirle dos palabritas a aquel advenedizo que semeta a cultivar lo que no era suyo; una indica-cin muy seria para que no fuera tonto y sevolviese a su tierra, pues all nada tena quehacer. Pero el tal sujeto no sala sus campos, yno era cosa de ir a amenazarle en su propiacasa. Esto sera dar el cuerpo demasiado, te-niendo en cuenta lo que podra ocurrir luego.Haba que ser cauto y guardar la salida. Enfin...: un poco de paciencia. El lo nico que po-da asegurar es que el tal sujeto no cosechara eltrigo, ni las habas, ni todo lo que haba planta-do en los campos de Barret. Aquello sera parael demonio.

    Las palabras de Piment tranquilizabana los vecinos, y stos seguan con mirada atentalos progresos de la maldita familia, deseando

  • en silencio que llegase pronto la hora de su rui-na.

    Una tarde volvi Batiste de Valenciamuy contento del resultado de su viaje. Noquera en su casa brazos intiles. Batiste, cuan-do no haba labor en el campo, buscaba ocupa-cin yendo a la ciudad a recoger estircol. Que-daba la chica, una mocetona, que, terminado elarreglo de la barraca, no serva para gran cosa,y gracias a la proteccin de los hijos de donSalvador, que se mostraban contentsimos conel nuevo arrendatario, acababa de conseguirque la admitiesen en una fbrica de sedas.

    Desde el da siguiente, Roseta formaraparte del rosario de muchachas que, desper-tando con la aurora, iban por todas las sendascon falda ondeante y la cestita al brazo caminode la ciudad, para hilar el sedoso capullo entresus gruesos dedos de hijas de la huerta.

    Al llegar Batiste a las inmediaciones dela taberna de Copa, un hombre apareci en elcamino, saliendo de una senda inmediata, y

  • march hacia l lentamente, dando a entendersu deseo de hablarle.

    Batiste se detuvo, lamentando en su in-terior no llevar consigo ni una mala navaja, niuna hoz, pero sereno, tranquilo, irguiendo sucabeza redonda con la expresin imperiosa tantemida por su familia y cruzando sobre el pe-cho los forzudos brazos de antiguo mozo demolino.

    Conoca a aquel hombre, aunque jamshaba hablado con l. Era Piment.

    Al fin ocurra el encuentro que tantohaba temido.

    El valentn midi con una mirada alodiado intruso, y le habl con voz melosa, es-forzndose por dar a su ferocidad Y mala in-tencin un acento de bondadoso consejo.

    Quera decirle dos razones: haca tiempoque lo deseaba; pero cmo hacerlo, si nuncasala de sus tierras?

    -Dos rahonetes no ms... (Dos razoncitasnada ms.).

  • Y solt el par de razones, aconsejndoleque dejase cuanto antes las tierras del to Ba-rret. Deba creer a los hombres que le queranbien, a los conocedores de las costumbres de lahuerta. Su presencia all era una ofensa, y labarraca casi nueva, un insulto a la pobre gente.Haba que seguir su consejo e irse a otra partecon su familia.

    Batiste sonrea irnicamente, mientrashablaba Piment, y ste, al fin, pareci confun-dido por la serenidad del intruso, anonadado alencontrar un hombre que no senta miedo en supresencia.

    Marcharse l?... No haba guapo que lehiciera abandonar lo que era suyo, lo que