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1 Infancia y discursos sobre la niñez. Trazos de una relación sin rumbo. Carlos Skliar (FLACSO/CONICET) Introducción. La infancia es algo que nuestros saberes, nuestras prácticas y nuestras instituciones ya han capturado: algo que podemos explicar y nombrar, algo sobre lo que podemos intervenir, algo que podemos acoger. La infancia, desde este punto de vista, no es otra cosa que el objeto de estudio de un conjunto de saberes más o menos científicos, la presa de un conjunto de acciones más o menos técnicamente controladas y eficaces, o el usuario de un conjunto de instituciones más o menos adaptadas a sus necesidades, a sus características o a sus demandas. Nosotros sabemos lo que son los niños, o intentamos saberlo, y procuramos hablar una lengua que los niños puedan entender cuando tratamos con ellos en los lugares que hemos organizado para albergarlos (Jorge Larrosa, 2001). Este texto se propone no mucho más que la intención de deconstruir algunos de los argumentos que habitan en la educación, que la recorren, que se pronuncian, que son pronunciados y que están pronunciados en la palabra educación; argumentos que parecen ser ellos mismos la educación, que están en ella, que hacen, que sienten y que piensan la educación. Como he tratado de discutir en otros textos (sobre todo en Skliar, 2007) el argumento de la explicación ha reinado y reina en educación como si se tratara de un arquetipo. Suponemos, de hecho, que sin explicación no hay siquiera una palabra inicial, un mínimo punto de partida, nada que pueda llamarse educación. Y la cuestión, álgida, es la siguiente: vamos a suponer, por un momento, el fin de la explicación, la muerte de la explicación, el destierro de toda explicación, que no hay explicación en educación. Entonces: ¿qué (nos) quedaría? Pues sin la explicación toda, y cualquier pedagogía conocida y por conocer, parecería deshacerse en el aire. ¿Puede la educación, acaso, subsistir sin explicación? ¿No es la educación —y las pedagogías— justamente la explicación? ¿No es la educación y las pedagogías el imperio absoluto y tiránico de la explicación? Jacques Rancière (2004) nos ofrece algunas alternativas para estas cuestiones que parecen sin fondo. Lo que ese autor nos dice es que tal vez sea necesario cuestionar o, mejor aún, invertir decididamente la lógica de la explicación, el sistema explicativo de la pedagogía, la pedagogía que es sólo y pura

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Infancia y discursos sobre la niñez. Trazos de una relación sin rumbo. Carlos Skliar (FLACSO/CONICET)

Introducción.

La infancia es algo que nuestros saberes, nuestras prácticas y nuestras instituciones ya han capturado: algo que podemos explicar y nombrar, algo sobre lo que podemos intervenir, algo que podemos acoger. La infancia, desde este punto de vista, no es otra cosa que el objeto de estudio de un conjunto de saberes más o menos científicos, la presa de un conjunto de acciones más o menos técnicamente controladas y eficaces, o el usuario de un conjunto de instituciones más o menos adaptadas a sus necesidades, a sus características o a sus demandas. Nosotros sabemos lo que son los niños, o intentamos saberlo, y procuramos hablar una lengua que los niños puedan entender cuando tratamos con ellos en los lugares que hemos organizado para albergarlos (Jorge Larrosa, 2001).

Este texto se propone no mucho más que la intención de deconstruir algunos

de los argumentos que habitan en la educación, que la recorren, que se

pronuncian, que son pronunciados y que están pronunciados en la palabra

educación; argumentos que parecen ser ellos mismos la educación, que están

en ella, que hacen, que sienten y que piensan la educación.

Como he tratado de discutir en otros textos (sobre todo en Skliar, 2007) el

argumento de la explicación ha reinado y reina en educación como si se tratara

de un arquetipo. Suponemos, de hecho, que sin explicación no hay siquiera

una palabra inicial, un mínimo punto de partida, nada que pueda llamarse

educación. Y la cuestión, álgida, es la siguiente: vamos a suponer, por un

momento, el fin de la explicación, la muerte de la explicación, el destierro de

toda explicación, que no hay explicación en educación. Entonces: ¿qué (nos)

quedaría? Pues sin la explicación toda, y cualquier pedagogía conocida y por

conocer, parecería deshacerse en el aire. ¿Puede la educación, acaso,

subsistir sin explicación? ¿No es la educación —y las pedagogías— justamente

la explicación? ¿No es la educación y las pedagogías el imperio absoluto y

tiránico de la explicación?

Jacques Rancière (2004) nos ofrece algunas alternativas para estas cuestiones

que parecen sin fondo. Lo que ese autor nos dice es que tal vez sea necesario

cuestionar o, mejor aún, invertir decididamente la lógica de la explicación, el

sistema explicativo de la pedagogía, la pedagogía que es sólo y pura

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explicación: “La explicación no es necesaria para socorrer una incapacidad de

comprender. Es, por el contrario, esa incapacidad [...] Es el explicador quien

tiene la necesidad del incapaz, y no al contrario, es ella lo que constituye al

incapaz como tal"

Si consideramos el argumento de la explicación como el origen de todos los

males —y si, al mismo tiempo, lo consideramos como el principio del desierto

argumentativo y, por ende, el inicio de la posibilidad del acontecimiento

educativo—, pensemos ahora cómo se van hilvanando otros argumentos que,

nos parece, se derivan de esa lógica inicial, casi inexorable, de la (necesidad

imperiosa de) explicación.

Nos referimos a otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la

completud, que es a la vez un argumento que da por sobreentendido: a) la

existencia material de la completud —la completud del saber, la completud de

la experiencia, la completud del ser, la completud de la enseñanza, la

completud del ser, la completud de la identidad, etc.—; b) la incompletud que

es negativa, que es equivocada, que es errática, la incompletad a ser

corregida, en el otro, del otro, en lo otro, de lo otro; y c) la necesidad, la puesta

en juego, la imposición y la determinación del completamiento del otro, de lo

otro.

Otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la puesta en el futuro —

o bien en un futuro—; argumento de la trascendencia del futuro, de la

prefabricación del futuro que es, además, la piedra angular de todos aquellos

argumentos que implican cualquier postergación —y negación, ignorancia y

rechazo— del presente, de todo presente; argumento, entonces, que supone el

reenvío de todo lo actual hacia aquel tiempo de un después que está,

digámoslo así, ya planificado, ya pensado, ya previsto, ya formulado.

Otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la normalidad, el del

imperio de la normalidad, el de la vigilancia que es de la norma, argumento que

da por cierto y que determina, además: a) la impostura de la invención de la

anormalidad del otro, el ordenamiento de lo anormal, la definición de la

anormalidad; y b) el requerimiento, el surgimiento, la puesta en marcha y la

determinación de la normalización.

Otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la invención del otro y

de la diferencia, que acaba haciendo del otro un mero espectro de alteridad de

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lo mismo; y además: la figuración del otro como diferencia negativa, el

ocultamiento de la diferencia, la transformación de la diferencia en los

“diferentes”, mediante un proceso, que es político, de diferencialismo.

Y otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la tautología del

cambio educativo, argumento que impone un derrotero, una trayectoria en

apariencia inevitable —y por lo general ineficaz— del cambio educativo: el

fetiche del cambio educativo, la obsesión por el cambio educativo.

La infancia es la temporalidad y la espacialidad donde esos argumentos se

ponen en juego. Al niño se le explica pues es incapaz de comprender por sí

mismo; al niño hay que completarlo pues es incompleto; el n iño no “vale” en el

presente de la infancia, sino en cuanto a su “futuro·” ser; al niño hay que

normalizarlo; a la infancia se la construye como diferencia (de edad, de

generación, de inteligencia, de capacidad, etc.) pero se la inventa como “seres

diferentes”.

¿De dónde proviene esta argumentación y cómo se ha ido hilvanando esta

leyenda de educación a la infancia?

Imágenes de incompletud e imágenes de completamiento.

Paideia o educación era, hasta ahora, el esfuerzo de sacar al niño juguetón, sensible, caprichoso y curioso de la forma de ser del pequeño grupo conduciéndolo al clima global de ciudades y reinos con sus perspectivas ampliadas, sus luchas enconadas y su duro trabajo forzado contra sí mismo. La tradición llamaba adulto al hombre que había aprendido a buscar sus satisfacciones en esferas faltas de dicha [...] Cuando nacieron filosofías o interpretaciones del mundo de tipo cultural avanzado fueron también siempre escuelas del hacerse adulto en el sentido de un cambio de domicilio del alma a lo mayor, más duro y abstracto (Peter Sloterddijk, 1998)

Tal vez esta idea pueda ser formulada, sin más, del siguiente modo: la

educación y la escuela están allí pues algo necesita, debe, puede, tiene y,

sobre todo, merece ser completado. La educación es la (tentación de)

completud del otro, la (intención de) completamiento de los otros, la (necesidad

de) hacer del otro aquello que el otro no está siendo, no estuvo siendo y, tal

vez, nunca podrá estar siéndolo.

Pensemos en algunos de los ejemplos quizás más emblemáticos del

argumento de la incompletud: ciertas ideas y/o imágenes que se ponen en

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juego en relación a la infancia. Desde ya que podríamos pensar, también, en

toda una serie igualmente emblemática de imágenes relativas a la idea de

incompletud más allá de la infancia: las imágenes del extranjero, las imágenes

de los jóvenes, de las mujeres, de las personas con deficiencia, de las clases

populares, etc. Pero quisiera priorizar las imágenes de incompletud de la

infancia por ser éstas, digamos, las más trilladas y las más naturalizadas en el

campo de la educación: la infancia parece ser vista, sentida, pensada,

producida y definida como algo incompleto, como algo que aún no es, como

algo que todavía no es en sí misma, como algo que quizá no pueda nunca ser

en sí misma, sino a través de una fútil (y más que soberbia) comparación con

aquello que se supone el ser adulto, el ser-adulto-completo, el ser-adulto-que

se debe, siempre, ser.

Está por demás claro que esta imagen no es novedosa, no es reciente, no es

un hallazgo de “estos días”; no es una imagen de la cual sólo ahora somos

capaces de “tomar conciencia”, y que tampoco es un síntoma o una señal

exclusivo de aquello que se define como la temporalidad de la “modernidad”;

por el contrario, decimos que se trata de una imagen que acompaña, desde

tiempos inmemoriales, la idea misma de la educación hacia la infancia. De

hecho, la idea de infancia, de niñez como un estado incompleto o como la falta

de un estado, o bien como un no-estado, como incompletud de carácter

negativa y como necesidad de completamiento aparece, por ejemplo, ya en

Platón.

Un libro de Walter Kohan, Infancia. Entre educación y filosofía, pone en juego y

discute en profundidad, entre otras, tres imágenes que me parecen del todo

pertinentes y ajustadas para la discusión que estamos intentando generar aquí

en torno del argumento de la incompletud: la infancia como pura posibilidad, la

infancia como inferioridad y la infancia como “otro” despreciado.

La infancia como pura posibilidad. En esta primera imagen la infancia se asocia de forma primaria a esa etapa

inicial, original y originaria de la vida humana y, como tal, sólo parece tener

sentido en virtud de los reflejos que de ella se obtienen en la vida adulta: se

trata aquí, entonces, de pensar la infancia cuando ella ya no está, cuando ya

no existe, cuando ya no es, es decir, cuando sólo ocurre bajo la forma de un

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efecto o bien de desenlace de una conciencia madura. La pura posibilidad es,

en este contexto, la posibilidad de aquello que se será (no lo que se es, no lo

que se está siendo) y ese “aquello que se será” pone en evidencia la relevancia

que Platón atribuía a la educación, sobre todo en los momentos, en las edades,

en las que más pueden inscribirse ciertos caracteres. En este sentido escribe

Kohan, a partir de Sócrates: Los niños son educados, en primer lugar, en la música y luego después en la gimnasia. Entre las primeras actividades, inspiradas por las Musas, se incluyen las fábulas y relatos que los niños escuchan desde la más tierna edad. Deberá escogerse con mucha diligencia esos relatos, dice ‘Sócrates’, para que contengan las opiniones que los constructores de la pólis juzgan convenientes para formar a los niños 1

Y un poco más adelante, hace una referencia sobre los cuidados necesarios

que habría que tomar en relación a los relatos que se les debe contar a los

niños: No se permitirá que los niños escuchen cualquier relato. No se permitirá que se les narren, por ejemplo, las principales fábulas por medio de las cuales han sido educados todos los griegos, los poemas de Homero y Hesíodo, en la medida en que afirman valores contrarios a aquellos que se pretende que dominen la nueva pólis. Esos relatos no representan a los dioses y héroes tal como son y están poblados de personajes que afirman valores contrarios a aquellos con los que se pretende educar 2

Estos dos fragmentos, que hacen referencia a ciertas prescripciones incluidas

en el acto de educar, nos resuenan en tanto modos pedagógicos que resultan

preventivos hacia el futuro, de cara al futuro: debemos evitar ciertas marcas

recibidas en las edades tempranas porque, luego, se transformarán

inevitablemente en huellas inmodificables e incorregibles. Por esas razones un

“buen educar” no significa sino mantener la mirada en esa posibilidad de niño

pero, a la vez, que hay que entender esa posibilidad de la infancia sólo desde

la completud del adulto. En La República de Platón, por ejemplo, se afirma:

Suficiente es la educación y la creación, respondí; pues si bien educados, surgirán hombres medidos que distinguirán claramente todas estas cosas y otras 3

1 Ibídem, pág. 38. 2 Ibídem. 3 Ibídem, pág. 39.

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Aquello que esta cita parece querernos decir es que la infancia debe ser objeto

de educación, no para el tiempo y el espacio de la infancia, sino “bien

educados” para que, después, en el ser-adultos, en el ser adultos como estado

de completud, los hombres sean capaces de distinguir, de diferenciar con

claridad el bien y el mal.

La infancia como inferioridad.

La prerrogativa de la infancia: moverse sin dificultad entre la magia y el puré de patatas, entre el terror sin límites y la alegría explosiva. No había más límites que las prohibiciones y las normas, unas y otras eran sombría, la mayoría de las veces incomprensibles. Recuerdo, por ejemplo, que yo no entendía eso de las horas: “Tienes que aprender de una vez a ser puntual, ya tienes reloj, ya entiendes el reloj”. Y sin embargo el tiempo no existía. Llegaba tarde al colegio, llegaba tarde a las horas de comer. Me paseaba con absoluta despreocupación por el parque del hospital, mirando cosas y fantaseando, el tiempo dejaba de existir (Ingmar Bergman, 1987).

Fuertemente vinculada a la imagen anterior de la infancia (la infancia que lo

puede ser casi todo, la infancia como pura posibilidad, pensando en el futuro)

aparece también en Platón (y de una forma nítida, sobre todo, en Las Leyes)

una imagen que consiste que revelar la infancia como necesitada de guías,

preceptores, pastores, dueños, etc. De esto se trata cuando se refiere a los

niños como seres “incapaces de quedarse quietos con el cuerpo y la voz,

siempre saltando y gritando en desorden” 4.

Es evidente que no sólo se trata aquí de una imagen ingenua o casual

emparentada al descontrol, la anarquía, la exacerbación y la rebeldía de la

infancia, sino una imagen cuya contra-cara supone, necesariamente, una fuerte

imagen de control, de cuidado, de orden, tranquilidad y sujeción a un adulto

(que es a su vez, relacionado con la imagen del dueño, del pastor, del guía, del

preceptor, etc.)

4 Ibídem, pág 42.

El Ateniense estipula que un niño, en cuanto hombre libre que será (en el futuro), debe aprender diversos saberes, y en cuanto esclavo que es (en el presente), puede y debe ser castigado por cualquier hombre libre que se encuentre con él. Así descripta la naturaleza

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infantil, su creación y su educación buscará calmar esta agitación y desarrollar sus potencialidades en orden y armonía. La tarea principal de los encargados de la crianza de los niños es dirigir en línea recta sus naturalezas, siempre en dirección hacia el bien, según las leyes.

Son varias y múltiples las cuestiones que este párrafo nos ofrece a simple

vista. En primer lugar, ese juego complejo y engañoso de temporalidades

disyuntivas que anuncian una suerte de desdoblamiento de la infancia en un

presente (presente de esclavo, de rebaño) y un futuro (futuro de adulto, donde

ya no hay infancia). En segundo lugar, la caracterización de la infancia

fundamentada en la agitación y su oposición, a través del acto de educar, en

las virtudes (desde ya virtudes que son del adulto) del orden y la armonía. Por

último, podríamos poner en consideración esa imagen de la línea recta sobre la

cual descansa la imagen de la educación, frente a una figura más bien sinuosa

o azarosa en la que reposa la idea misma de infancia.

En el texto mencionado anteriormente Platón recurre varias veces a la idea de

infancia como inferioridad en sí misma pero, también, como un tipo de

inferioridad que puede asociarse, relacionarse, a otros estados pensados como

“inferiores” (la embriaguez, por ejemplo, porque allí, en ese estado,

desaparecen en el hombre sus opiniones y sus pensamientos: casi es esa la

imagen de un niño ¿no es verdad?).

Sin embargo, tal vez donde se vuelve más estridente la imagen de la infancia

como inferioridad es cuando en un pasaje de Las leyes se describe un diálogo

entre Sócrates y Alcibíades, que vale la pena que transcribamos y comentemos

en parte aquí:

(…) Sócrates cuestiona a Alcibíades quien, desde niño, no dudara sobre lo justo y lo injusto, pero que hablara de esos asuntos con seguridad y presunción. “Pensabas saber, a pesar de ser niño, sobre lo justo e injusto”, le recriminaba. “¿Cómo podrías saberlo?”, Sócrates censura a Alcibíades, “¿si no habías tenido tiempo de aprenderlo o de descubrirlo?” 5

La infancia está representa aquí como un estado de imposibilidad temporal

para ser-algo, para saber-algo, para decir-algo, para pensar-algo. Esta

imposibilidad se convierte, de hecho, rápidamente en inferioridad: la infancia es

ese no-estado, ese no-tiempo, donde nada se puede ser, nada se puede

5 Ibídem, pág. 45.

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saber, nada se puede decir, nada se puede pensar. Habría que dejar de ser

infancia, entonces, para decir, para pensar, para saber y para ser.

La educación parte de una idea fundamental, tan firme como estúpida: que se sabe lo que es un niño. Lo saben porque saben el futuro de ese niño, porque ellos van a formarlo y conformarlo y todo eso por su pretendido bien… Se pretende conocer ese misterio siempre imprevisto y escurridizo de un niño. Porque no se sabe lo que es un niño; y ese no saber del niño está enseñando al maestro: se aprende de los niños. Pero en vez de aprender de ellos, a cada momento se les enseña lo ya sabido… Un maestro ha tenido primero que sufrir muchas pedagogías, muchas malas creencias que le convenzan de que es eso lo que tiene que transmitir a los niños, sin permitirse cuestionar la pertinencia de esos saberes y esas ideas. Pero ahí están los niños: están para escucharlos y aprender de ellos, y esa debería ser la primera y más honesta tarea de un maestro: saber oír —cosa que nunca hacemos—. (García Calvo, 1993)

La infancia como un “otro” despreciado.

Una conclusión posible de la fusión de las dos imágenes anteriores es,

necesariamente, que la infancia ha sido y es pensada en términos de una

alteridad (y aquí alteridad puede significar, justamente, aquello que nosotros

“no somos” y aquello que los “otros son”) y de una alteridad que debe ser

transformada, cambiada, modificada, pues en su propio estado y/o no-estado,

se trata de un objeto de desprecio: es una alteridad despreciada.

¿Y qué queremos significar al decir que se trata de una alteridad despreciada?

Como toda figura de alteridad (esto es, como toda figura que se construye y

produce como alteridad, como el otro, como el otro-enemigo-maléfico, como lo

que no somos ni queremos ser) la infancia aquí acaba por ser objeto no sólo de

menosprecio, de inferioridad y de empequeñecimiento, sino también de un

desprecio casi visceral y mayúsculo: la infancia es de un cierto tipo de otro, de

un cierto tipo de otro que se vuelve parecido a un borracho, a un esclavo, a una

fiera no domesticada, a un rebaño sin pastor, etc. Se trata, en efecto, de un

otro que no tiene control ni tiene dominio sobre sí mismo y se (nos) torna, así,

algo incómodo, peligroso, extraño, sucio, no-familiar. Además, se trata de un

cierto tipo de otro que no merece demasiada atención nuestra, una figura de

alteridad que debe ser descalificada y, por lo tanto, excluida, marginalizada,

quitada simplemente de nuestra vista. Como escribe Jorge Larrosa (ob. Cit.):

“(…) En tanto que encarna la aparición de la alteridad, la infancia no es nunca

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lo que sabemos (es lo otro de nuestros saberes), pero sin embargo es

portadora de una verdad que debemos ponernos en disposición de escuchar;

no es nunca la presa de nuestro poder (es lo otro que no puede ser sometido),

pero al mismo tiempo requiere nuestra iniciativa; no está nunca en el lugar que

le damos (es lo otro que no puede ser abarcado), pero debemos abrir un lugar

que la reciba. Eso es la experiencia del niño como otro: el encuentro con una

verdad que no acepta la medida de nuestro saber, con una demanda de

iniciativa que no acepta la medida de nuestro poder, y con una exigencia de

hospitalidad que no acepta la medida de nuestra casa. La experiencia del niño

como otro es la atención a la presencia enigmática de la infancia”.

Vale la pena detenerse en esto; la infancia como alteridad, como aquello que

se nos escapa, que no se somete a nuestras ideas ni a nuestro poder, etc. Fue

quizá Walter Benjamin quien mejor describió ese sustrato material de infancia

como alteridad. Benjamin nos dice que los niños caminan

desacompasadamente, sin rumbo fijo, se desvían, se distraen, se tropiezan,

ven cada cosa como si fuera única6

6 Esta imagen benjaminiana es equivalente a aquella otra que traza respecto al caminante de la ciudad, su peculiar modo de recorrer sus calles, de dejarse llevar por la improvisación y el azar para descubrir lo significativo. Es emblemático, en este aspecto, el comienzo de Infancia en Berlín alrededor de 1900: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondanadas del monte. Este arte lo aprendí tarde, cumpliéndose así el sueño del que los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros.” (p. 15) Sin dudas que este caminar desprovisto de intencionalidad, que se deja llevar por lo azaroso constituye una referencia directa a la idea benjaminiana de experiencia en la medida en que ésta remite, como el errar urbano, no hacia lo necesario, lo objetivo, lo racionalizable en términos de una legislación universal, si no a lo que aparece de improviso, a lo inesperado, a aquello que se muestra en su especificidad pero que permite iluminar la trama de una existencia. Quien busca no encuentra, está podría ser la máxima del caminante; quien se deja llevar por sus pasos tal vez alcance aquello que se esconde entre los vericuetos de la ciudad.

. Realizan cada movimiento como si fuera el

que les abre la puerta de un nuevo mundo. El niño opera, por un lado

desacompasadamente, en el sentido de que no establece una relación con el

mundo precedida por el trabajo objetivante del concepto ni acepta que aquello

que llamamos mundo pueda ser reducido a un lenguaje matemático si no, por

el contrario, establece una relación entre el lenguaje y las cosas en la que se

regresa, si ustedes quieren, al contenido narrativo de la experiencia, en la que

ésta no fija las condiciones de un conocimiento objetivo si no que se entrama

con las cosas sin ejercer una reducción empírica. Pero también ese caminar

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desacompasado supone, en términos metafóricos, una determinada

concepción del tiempo y del espacio. Como bien sugiere Forster (2009): “para

el niño, cada cosa, cada juguete, cada estampilla, cada libro, cada hormiguita

que se le puede cruzar por el camino, guardan la posibilidad de un mundo

siempre en estado de promesa. Y, por el otro lado, el modo desacompasado

de caminar es la expresión de un tiempo que no opera lineal y

homogéneamente en una sucesión causal, sino que el tiempo está lleno de

dislocaciones, de rupturas, de mutaciones sorprendentes, de giros

inesperados”.

Referencias bibliográficas.

Bergman, Ingmar. Imágenes, Barcelona, Tusquets Editores, 1993.

Forster, Ricardo. Los tejidos de la experiencia. En Carlos Skliar & Jorge Larrosa (Comp.) Experiencia y Alteridad en Educación. Rosario, Homo Sapiens, 2009.

García-Calvo, Agustín. Contra el Tiempo. Lucina, Zamora, 1993

Kohan, Walter. Infancia. Entre educación y filosofía. Barcelona, Editorial Laertes, 2004.

Larrosa, Jorge. Pedagogía Profana. Buenos Aires, Ediciones Novedades Educativas, 2001.

Rancière, Jacques. El Maestro Ignorante. Barcelona, Editorial Laertes, 2004.

Skliar, Carlos. La educación (que es) del otro. Buenos Aires, Noveduc, 2007.

Sloterdijk, Peter. Extrañamiento del mundo. Valencia: Pre-textos, 1998.