Hijo de Satanás -...

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Charles Bukowski, la másimpactante prosa de alcantarilla: laindecente energía de la furia, elmalhablado lenguaje de los bares yuna exuberante impertinenciaconstituyen su voz experta eninterrumpir la algarabía de «unmundo lleno de canciones de amorespantosas». Entre borrachos ysuicidas, Bukowski ha conseguidoque los miserables tengan su poetay que la ironía sea capaz dederrotar a la peor de las tragedias.¿No podría, entonces, llevarnoshasta el infierno y traernos sanos ysalvos? Sanos, sí; a salvo, no. Y es

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que en este viaje, pleno en humorcruel y furia etílica, Bukowskidespliega sus mejores artes denarrador despiadado para ofreceruna veintena de historiassarcásticas, explosivas yabsolutamente inolvidables. Nadiesale ileso: ni el boxeador al queentre round y round le recomiendantirarse, ni el escritor que va alhipódromo buscando una «acción»que lo arruina, ni el joven aburridoque lleva una prostituta a su casa,ni el actor que trata de escapar dela tiranía de la fama… Ni muchomenos, desde luego, el lector. Hijode Satanás, «un triste, cómico y

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potente libro como jamás escribióeste importante autor», según larevista View, implica un paseoelectrizante por el paisaje de ladecadencia. A través de esecamino, Charles Bukowski ofrecela llave para abrir las secretaspuertas del infierno. El callejón estáabierto, y las emociones,aseguradas.

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Charles Bukowski

Hijo de SatanásePub r1.0

GONZALEZ 20.09.16

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Título original: Septuagenarian Stew:Stories & PoemsCharles Bukowski, 1990Traducción: Cecilia Ceriani & TxaroSantoro

Editor digital: GONZALEZePub base r1.2

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Para Neeli Cherkovski

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HIJO DE SATANÁS

Yo tenía once años y mis doscompinches, Hass y Morgan, tenían docey era verano, no había colegio y nossentábamos en la hierba al sol detrás delgaraje de mi padre y fumábamoscigarrillos.

—Mierda —dije.Estaba sentado bajo un árbol.

Morgan y Hass estaban sentados con laespalda contra el garaje.

—¿Qué te pasa? —preguntó Morgan.—Tenemos que coger a ese hijo de

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puta —dije—. ¡Es una vergüenza paraeste barrio!

—¿Quién? —preguntó Hass.—Simpson —dije.—Sí —dijo Hass—, tiene

demasiadas pecas. Me pone nervioso.—No es eso —dije.—¿Ah, no? —dijo Morgan.—No. Ese hijo de puta asegura que

la semana pasada se folló a una chicadebajo de mi casa. ¡Es una cochinamentira! —dije.

—Seguro que sí —dijo Hass.—No sabe joder —dijo Morgan.—Lo que sí sabe es decir jodidas

mentiras —dije.—No aguanto a los mentirosos —

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dijo Hass, soltando un aro de humo.—No me gusta oír esas tonterías de

un tipo con pecas —dijo Morgan.—Bueno, entonces quizá deberíamos

ir a verle —sugerí.—¿Por qué no? —dijo Hass.—Venga —dijo Morgan.Bajamos por la calle de Simpson y

allí estaba, jugando al balonmano contrala puerta del garaje.

—Eh —dije—, ¡mirad quién estájugando consigo mismo!

Simpson cogió la pelota al rebote yse volvió hacia nosotros.

—¿Qué hay, chicos?Lo rodeamos.—¿Te has follado a alguna chica

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debajo de alguna casa últimamente? —le preguntó Morgan.

—Nnno.—¿Cómo que no? —preguntó Hass.—No sé.—No creo que nunca te hayas jodido

a nadie más que a ti mismo —dije.—Tengo que entrar ya —dijo

Simpson—. Mi madre ha dicho quetengo que fregar los platos.

—Tu madre tiene platos en elchocho —dijo Morgan.

Nos reímos. Nos acercamos un pocoa Simpson y sin más le propiné un fuertederechazo en el estómago. Se doblóhacia adelante, sujetándose la tripa. Sequedó así medio minuto, luego se

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enderezó.—Mi papá volverá a casa de un

momento a otro —nos dijo.—¿Ah, sí? ¿Tu papá también se folla

niñas debajo de las casas? —pregunté.—No.Nos reímos.Simpson no decía nada.—Mirad esas pecas —dijo Morgan

—. Cada vez que se folla a una niñadebajo de una casa le sale una pecanueva.

Simpson no decía nada. Pero cadavez parecía más asustado.

—Yo tengo una hermana —dijo Hass—. ¿Cómo sé que no intentarás follarte ami hermana debajo de alguna casa?

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—¡Nunca haría eso, Hass, te lo juro!—¿Ah, sí?—¡Sí, lo digo en serio!—Bueno, ¡éste es sólo para que no

lo hagas!Hass le dio un fuerte puñetazo a

Simpson en el estómago. Simpsonvolvió a doblarse. Hass se agachó,cogió un puñado de tierra y se lo metió aSimpson por el cuello de la camisa.Simpson se enderezó. Tenía los ojosllenos de lágrimas. ¡Qué mariquita!

—¡Dejadme que me vaya, chicos,por favor!

—¿Adonde vas a ir? —le pregunté—. ¿A esconderte debajo de las faldasde tu madre mientras los platos le caen

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del chocho?—Tú nunca te has follado a nadie —

dijo Morgan—, ¡ni siquiera tienes pito!¡Tú meas por la oreja!

—Como te vea alguna vez mirando ami hermana —dijo Hass—, ¡te vas allevar una paliza que te vas a quedarhecho una peca como una catedral!

—¡Dejadme que me vaya, por favor!Tuve ganas de dejarle ir. A lo mejor

no se había follado a nadie. A lo mejorsólo había estado soñando despierto.Pero yo era el joven líder. No podíademostrar compasión.

—Tú te vienes con nosotros,Simpson.

—¡No!

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—¿No? ¡Y un cojón! ¡Tú te vienescon nosotros! ¡En marcha! ¡Ya!

Me puse detrás de él y le di unapatada en el trasero, bien fuerte. Pegó unchillido.

—¡CÁLLATE! —grité—. ¡CÁLLATE OTE VAS A GANAR UNA PEOR! ¡ENMARCHA! ¡YA!

Lo sacamos por el camino de sucasa, cruzamos el jardín, entramos en elcamino de la mía y lo llevamos a mipatio de atrás.

—¡Firme! ¡Ar! —dije—. ¡Manos alos costados! ¡Vamos a formar unconsejo de guerra!

Me volví hacia Morgan y Hass ydije:

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—¡Todos los que crean que estehombre ha mentido al decir que se hafollado a una niña debajo de mi casa,que digan ahora «culpable»!

—Culpable —dijo Hass.—Culpable —dijo Morgan.—Culpable —dije yo.Me volví hacia el prisionero.—¡Simpson, se te ha declarado

culpable!Entonces sí que empezaron a caerle

lágrimas de verdad a Simpson.—¡Yo no he hecho nada! —decía

sollozando.—Pues de eso es de lo que eres

culpable —dijo Hass—. ¡De mentir!—¡Pero si vosotros siempre estáis

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mintiendo!—Pero no en lo de follar —dijo

Morgan.—¡De eso es de lo que más mentís,

de vosotros lo he aprendido!—Cabo —me volví hacia Hass—,

¡amordace al prisionero! ¡Estoy harto desus jodidas mentiras!

—¡Sí, señor!Hass corrió hacia el tendedero.

Cogió un pañuelo y un trapo de cocina.Mientras sosteníamos a Simpson, lemetió el pañuelo en la boca y después loamordazó con el trapo de cocina.Simpson hizo unos ruidos como dearcadas y cambió de color.

—¿Creéis que puede respirar? —

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preguntó Morgan.—Puede respirar por la nariz —dije.—Sí —corroboró Hass.—¿Y ahora qué hacemos? —

preguntó Morgan.—El prisionero es culpable, ¿no? —

pregunté.—Sí.—Bueno, ¡como juez lo sentencio a

ser colgado por el cuello hasta morir!Simpson emitió unos ruidos por

debajo de la mordaza. Sus ojos nosmiraban, suplicantes. Corrí al garaje ycogí la cuerda. Había un buen trozocuidadosamente enrollado y colgando deun enorme clavo en la pared del garaje.No tenía ni idea de por qué tenía mi

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padre aquella cuerda. Que yo supiera,nunca la había usado. Ahora iba a serutilizada.

Salí con la cuerda.Simpson echó a correr. Hass salió

disparado tras él. Le hizo un placaje y lotiró al suelo. Lo giró sobre sus espaldasy comenzó a pegarle en la cara. Corríhacia ellos y con el extremo de la cuerdacrucé fuertemente la cara de Hass. Estedejó de pegar. Levantó la mirada haciamí.

—¡Hijo de puta, te voy a romper elculo a patadas!

—¡Como juez, mi veredicto ha sidoque se cuelgue a este hombre! ¡Y asíserá! ¡SOLTAD AL PRISIONERO!

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—¡Hijo de puta, te voy a romper elculo a patadas!

—¡Primero vamos a colgar alprisionero! ¡Después tú y yoarreglaremos cuentas!

—De eso puedes estar seguro —dijoHass.

—¡Póngase en pie el prisionero! —dije.

Hass se quitó de encima y Simpsonse puso de pie. Tenía la narizensangrentada y la pechera de la camisamanchada. La sangre era de un rojo, muybrillante. Simpson parecía resignado. Yano lloriqueaba, pero su mirada era deterror, era horrible de ver.

—Dame un cigarrillo —le dije a

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Morgan.Me puso uno en la boca.—Enciéndemelo —dije.Morgan encendió el cigarrillo y di

una calada. Entonces, manteniendo elcigarrillo entre los labios, eché el humopor la nariz, mientras hacía un nudocorredizo en el extremo de la cuerda.

—¡Poned al prisionero en el porche!—ordené.

Había un porche trasero. Encima delporche había un saliente. Lancé lacuerda por encima de una viga, luegotiré del nudo corredizo, que quedó frentea la cara de Simpson. Yo no queríacontinuar con aquello ni un minuto más.Creía que Simpson ya había sufrido

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bastante, pero yo era el líder e iba atener que pelear con Hass después y nopodía demostrar debilidad.

—Tal vez no debiéramos —dijoMorgan.

—¡Este hombre es culpable! —grité.—¡Exacto! —gritó Hass—. ¡Vamos

a colgarlo!—Mirad, se ha meado encima —

dijo Morgan.Era verdad, había una mancha

oscura en la parte delantera de lospantalones de Simpson e iba creciendo.

—No tiene agallas —dije.Pasé la soga por la cabeza de

Simpson. Di un tirón a la cuerda ylevanté a Simpson hasta que quedó de

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puntillas. Después cogí el otro extremode la cuerda y lo até a un grifo que habíaa un lado de la casa. Hice un nudo bienfuerte y grité:

—¡Vámonos echando leches!Miramos a Simpson colgado allí de

puntillas. Giraba muy lentamente y teníaya aspecto de muerto.

Eché a correr. Morgan y Hasssalieron corriendo conmigo. Corrimos alo largo de la entrada y luego Morgan seseparó rumbo a su casa y Hass rumbo ala suya. Me di cuenta de que yo no teníaadonde ir. Hass, pensé, o te hasolvidado de la pelea o no queríaspelear.

Me quedé de pie en la acera durante

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un minuto aproximadamente, luego volvícorriendo al patio trasero. Simpsonseguía girando. Muy levemente. Noshabíamos olvidado de atarle las manos.Las tenía levantadas, intentando aliviarla presión de la soga en el cuello, perole resbalaban. Corrí hacia el grifo,desaté la cuerda y la solté. Simpsongolpeó el suelo del porche, luego rodóhasta el césped.

Quedó boca abajo. Le di la vuelta yle desaté la mordaza. Tenía mal aspecto.Parecía como si fuera a morirse. Meincliné sobre él.

—Oye, hijo de puta, no te mueras, yono quería matarte, de verdad. Si temueres, lo siento. ¡Pero si note mueres y

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alguna vez se lo cuentas a alguien,entonces seguro que te rompo el culo!¿Has entendido?

Simpson no contestó. Simplementeme miró. Tenía un aspecto horrible.Tenía la cara púrpura y quemaduras desoga en el cuello.

Me levanté. Lo miré durante un rato.No se movía. Tenía mal aspecto. Creíque me iba a desmayar, pero merecompuse. Respiré profundamente ysubí por el camino. Eran alrededor delas cuatro de la tarde. Eché a andar.Bajé hacia el bulevar y seguí andando.Iba pensando. Me sentía como si mi vidahubiese acabado. Simpson había sidosiempre un solitario. Probablemente un

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tipo que estaba solo. Nunca se mezclabacon nosotros, los otros chicos. Era raroen ese sentido. Tal vez fuera eso lo quenos molestaba de él. Sin embargo, habíaalgo agradable en él. Por un lado, mesentía como si hubiese hecho algo muymalo, y por otro no. Sobre todo tenía esasensación de vacío que se concentra enel estómago. Anduve y anduve. Fui hastala autopista y volví. Los zapatos meestaban destrozando los pies. Mispadres siempre me compraban zapatosbaratos. El buen aspecto les durabaalrededor de una semana más o menos,después el cuero se cuarteaba y las uñascomenzaban a asomar a través de lassuelas. De todas formas, seguí andando.

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Cuando llegué a mi casa era casi denoche. Bajé lentamente por el camino deentrada hacia el patio trasero. Simpsonno estaba allí. Y la cuerda habíadesaparecido. Tal vez estuviese muerto.Tal vez estuviese en otro sitio. Eché unamirada alrededor.

El rostro de mi padre aparecióenmarcado por la puerta de telametálica.

—Entra —dijo.Subí los escalones del porche y pasé

por delante de él.—Tu madre no ha regresado todavía.

Afortunadamente. Vete a tu habitación.Quiero tener una pequeña charlacontigo.

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Entré en mi habitación, me senté enel borde de la cama y bajé la miradahacia mis zapatos baratos. Mi padre eraun hombre grande, 1,89 m. Tenía unacabeza grande y unos ojos que colgabanbajo unas cejas tupidas. Tenía los labiosgruesos y las orejas grandes. Eradespreciable sin siquiera proponérselo.

—¿Dónde estabas? —preguntó.—Andando.—Andando. ¿Por qué?—Me gusta andar.—¿Desde cuándo?—Desde hoy.Hubo un largo silencio. Después

volvió a hablar.—¿Qué ha pasado hoy en nuestro

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patio?—¿Está muerto?—¿Quién?—Le advertí que no hablara. Si lo ha

hecho es que no está muerto.—No, no está muerto. Y sus padres

iban a llamar a la policía. Me costómucho rato convencerlos de que no lohicieran. ¡Si hubiesen llamado a lapolicía tu madre se habría muerto deldisgusto! ¿Te das cuenta?

No contesté.—Tu madre se habría muerto del

disgusto. ¿Te das cuenta?No contesté.—He tenido que darles dinero para

que no dijeran nada. Además, tendré que

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pagar la cuenta del médico. ¡Te voy adar la paliza de tu vida! ¡Ahora vas aaprender! ¡No voy a criar un hijo que nisiquiera sabe vivir entre personas!

Estaba allí de pie, en la puerta, sinmoverse. Miré sus ojos bajo aquellascejas, aquel corpachón.

—Quiero que venga la policía —dije—. No quiero saber nada de ti.Llama a la policía.

Vino lentamente hacia mí.—La policía no entiende a la gente

como tú.Me levanté de la cama y cerré los

puños.—Venga —dije—. ¡Vamos a pelear!Se echó sobre mí de repente. Sentí

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un destello de luz cegadora y un golpetan fuerte que, en realidad, no lo sentí.Estaba en el suelo. Me levanté.

—¡Más vale que me mates —le dije—, porque si no, cuando yo seasuficientemente mayor te mataré!

El siguiente golpe me mandórodando debajo de la cama. Parecía unbuen sitio donde estar. Levanté la vistahacia los muelles y sentí que nuncahabía visto nada tan amistoso ymaravilloso como aquellos muelles deallí arriba. Entonces me reí, era una risade puro miedo, pero me reí y me reíporque de pronto se me ocurrió que talvez Simpson si se había follado a unaniña debajo de mi casa.

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—¿De qué mierda te ríes? —gritómi padre—. ¡Tú debes de ser Hijo deSatanás, tú no eres hijo mío!

Vi su enorme mano metiéndosedebajo de la cama, buscándome. Cuandola tuve cerca la cogí con las dos manos yla mordí con todas mis fuerzas. Se oyóun aullido feroz y la mano se retiró. Miboca tenía un sabor a carne fresca,escupí. Entonces me di cuenta de queaunque Simpson no estaba muerto eramuy probable que yo sí lo estuviera muypronto.

—Muy bien —oí decir a mi padrepor lo bajo—, ahora sí que te la hasganado y te juro que te la vas a llevar.

Esperé, y mientras esperaba lo único

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que oía eran ruidos extraños. Oíapájaros, oía el ruido de los coches quepasaban, oía incluso mi corazónpalpitando y la sangre circulando portodo el cuerpo. Oía a mi padre respirar,entonces me arrastré hasta quedarexactamente debajo del centro de lacama y esperé a ver qué pasaba.

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LA VIDA DE UNVAGABUNDO

Harry se despertó en su cama conresaca. Una resaca horrible.

—Mierda —dijo en voz baja.Había un pequeño lavabo en la

habitación.Harry se levantó, alivió su estómago

en el lavabo que después aclaró conagua del grifo, metió la cabeza debajo ybebió un poco de agua. Después se mojóla cara y se la secó con la camiseta quellevaba puesta.

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Era el año 1943.Harry cogió algunas prendas del

suelo y comenzó a vestirse lentamente.Las persianas estaban echadas y todoestaba oscuro menos los lugares dondeel sol se colaba por los trozos rotos dela persiana. Había dos ventanas. Un sitiodistinguido.

Salió pasillo adelante rumbo alretrete, cerró la puerta con llave y sesentó. Era increíble que aún pudiesedefecar. No había comido desde hacíavarios días.

Dios mío, pensó, la gente tieneintestinos, boca, pulmones, orejas,ombligo, órganos sexuales y… pelo,poros, lengua, a veces dientes, y todo lo

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demás…, uñas, pestañas, dedos de lospies, rodillas, estómago…

Había algo muy fastidioso en todoeso. ¿Por qué nadie se quejaba?

Harry acabó con el áspero papelhigiénico de la pensión. Seguro que lascaseras se limpiaban con algo mejor.Todas aquellas caseras tan religiosas,con maridos muertos hace tiempo.

Se subió los pantalones, tiró de lacadena, salió de allí, bajó la escalera dela pensión y salió a la calle.

Eran las 11 de la mañana. Se dirigióhacia el sur. La resaca era brutal, perono le importaba. Eso significaba quehabía estado en algún otro lugar, algúnsitio bueno. Mientras iba andando

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encontró medio cigarrillo en el bolsillode la camisa. Se detuvo, miró el extremonegro y aplastado, buscó una cerilla yluego intentó encenderlo. La llama noprendía. Siguió intentándolo. Despuésde la cuarta cerilla, que le quemó losdedos, consiguió dar una calada. Sintiónáuseas, luego tosió. Notó que suestómago se estremecía.

Un coche se acercó lentamente.Estaba ocupado por cuatro muchachosjóvenes.

—¡EH, TÚ, VEJESTORIO! ¡MUÉRETE!—gritó uno de ellos a Harry.

Los otros se rieron. Después sefueron.

El cigarrillo de Harry seguía

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encendido. Dio otra calada. Brotó unabocanada de humo azul. Le gustabaaquella bocanada de humo azul.

Caminaba bajo el calor del solpensando: «Voy andando y fumando uncigarrillo».

Harry caminó hasta llegar al parqueque había frente a la biblioteca. Seguíachupando el cigarrillo. Entonces lacolilla le quemó los dedos y la tiró aregañadientes. Entró en el parque yanduvo hasta encontrar un sitio entre unaestatua y unos arbustos. Era una estatuade Beethoven. Y Beethoven estabaandando, con la cabeza gacha, las manosentrelazadas a la espalda, obviamentepensando en algo.

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Harry se agachó y se tumbó sobre lahierba. La hierba recién cortada picababastante. Estaba puntiaguada, afilada,pero tenía un aroma agradable y limpio.El aroma de la paz.

Insectos diminutos comenzaron apulular alrededor de su cara en círculosirregulares, cruzándose unos con otrospero sin chocar jamás.

Apenas eran unas partículas, peroeran unas partículas a la búsqueda dealgo.

Harry levantó la mirada, a través delas partículas, hacia el cielo. El cieloestaba azul y endemoniadamente alto.Harry siguió mirando hacia arriba, alcielo, intentando sacar algo en claro.

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Pero Harry no sacó nada en claro.Ninguna sensación de eternidad, ni deDios, ni siquiera del diablo. Pero unotiene que encontrar primero a Dios paraencontrar al diablo. Van en ese orden.

A Harry no le gustaban lospensamientos profundos. Lospensamientos profundos podían conducira errores profundos.

Después pensó un poco en elsuicidio. Tranquilamente. Como lamayoría de los hombres piensa encomprarse un par de zapatos nuevos. Elproblema principal del suicidio es laidea de que podría ser el comienzo dealgo peor. Lo que él realmentenecesitaba era una botella de cerveza

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helada, con la etiqueta un poco mojada yesas gotas frías tan hermosas sobre lasuperficie del vaso.

Harry comenzó a dormitar…, a serdespertado por el sonido de voces. Lasvoces de colegialas muy jóvenes. Sereían con risillas bobas.

—¡Ohh, mirad!—¡Está dormido!—¿Le despertamos?Harry entreabrió un poco los ojos

bajo el sol, espiándolas a través de laspestañas. No estaba seguro de cuántaseran, pero vio sus vestidos llenos decolores: amarillos y rojos y verdes yazules.

—¡Mirad, es precioso!

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Soltaron unas risillas bobas, serieron abiertamente, salieron corriendo.

Harry volvió a cerrar los ojos.¿Qué había sido aquello?Nunca le había pasado nada tan

deliciosamente refrescante. Le habíanllamado «precioso». ¡Qué amabilidad!

Pero no regresarían.Se levantó y anduvo hasta el extremo

del parque. Allí estaba la avenida.Encontró un banco y se sentó. Había otrovagabundo en el banco de al lado. Eramucho más viejo que Harry. Elvagabundo tenía un aire pesado, oscuroy siniestro que a Harry le recordó a supadre.

No, pensó Harry, ¡qué

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desconsiderado soy!El vagabundo echó una rápida

mirada a Harry. El vagabundo tenía unosojos minúsculos e inexpresivos.

Harry le sonrió levemente. Elvagabundo miró hacia otro lado.

Entonces se oyó un ruido procedentede la avenida. Motores. Era un convoydel ejército. Una larga fila de camionesllenos de soldados. Rebosantes desoldados que iban allí como enlatados,colgando por los costados de loscamiones. El mundo estaba en guerra.

El convoy se movía lentamente. Lossoldados vieron a Harry sentado en elbanco del parque y ahí empezó todo. Erauna mezcla de silbidos, abucheos y

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sartas de palabrotas. Le estaban gritandoa él.

—¡EH, TÚ, HIJO DE PUTA!—¡DESERTOR!Cuando uno de los camiones del

convoy ya había pasado, el siguienteretomaba la cantinela.

—¡MUEVE EL CULO DE ESE BANCO!—¡COBARDE!—¡JODIDO MARICA!—¡GALLINA!Era un convoy muy largo y muy

lento.—¡VENGA, ÚNETE A NOSOTROS!—¡NOSOTROS TE ENSEÑAREMOS A

PELEAR, MAMARRACHO!Los rostros eran blancos y marrones

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y negros, flores del odio.Entonces el vagabundo viejo se

levantó del banco y gritó a los delconvoy:

—¡SE LO VOY A HACER PAGAR PORVOSOTROS, AMIGOS! ¡YO LUCHE EN LAPRIMERA GUERRA MUNDIAL!

Los de los camiones se rieron yagitaron los brazos:

—¡HAZ QUE LO PAGUE, ABUELO!—¡HAZLE VER LA LUZ!Y el convoy desapareció.Le habían tirado varias cosas a

Harry: latas de cerveza vacías, latas derefrescos, naranjas, un plátano.

Harry se puso de pie, cogió elplátano, volvió a sentarse, lo peló y se

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lo comió. Estaba delicioso. Despuésencontró una naranja, la peló, masticó yse tragó la pulpa y el zumo. Encontróotra naranja y se la comió. Despuésencontró un encendedor que alguienhabía tirado o perdido. Lo encendió.Funcionaba.

Se dirigió hacia el vagabundosentado en el banco, extendiendo elbrazo en el que llevaba el encendedor.

—Eh, amigo, ¿tienes tabaco?Los ojillos del vagabundo se

volvieron rápidamente hacia Harry. Notenían vida, como si las pupilas leshubieran sido arrancadas. El labioinferior del vagabundo temblaba.

—Te gusta Hitler, ¿no? —dijo muy

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suavemente.—Oye, amigo —dijo Harry—. ¿Por

qué no nos vamos tú y yo por ahí? Puedeque consigamos alguna copa.

Los ojos del vagabundo viejo sequedaron en blanco. Durante un rato loúnico que Harry vio fueron los blancosglobos oculares inyectados en sangre.Después los ojos volvieron a su sitio.

El vagabundo lo miró:—¡Contigo… no!—Muy bien —dijo Harry—, hasta la

vista…Los ojos del vagabundo viejo

volvieron a ponerse en blanco y repitiólo mismo, sólo que esta vez más alto:

—¡CONTIGO… NO!

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Harry salió lentamente del parque y fuecalle arriba hacia su bar preferido. Elbar siempre estaba allí. Harry echabaanclasen aquel bar. Era su único refugio.Era despiadado y exacto.

De camino, Harry pasó por unterreno baldío. Un grupo de hombres demediana edad jugaba el béisbol. Noestaban en forma. La mayoría tenía unabarriga prominente, eran bajos deestatura y tenían grandes traseros, caside mujer. Eran todos no aptos odemasiado viejos para ser llamados afilas.

Harry se detuvo y observó el juego.

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Muchos tiros fuera, lanzamientosabsurdos, bateadores golpeados,errores, pelotas mal bateadas, peroseguían jugando. Casi como un rito, undeber. Y estaban furiosos. Lo que mejorles salía era la furia. La energía de sufuria era lo que dominaba.

Harry se quedó mirando. Todoparecía inútil. Hasta la pelota parecíatriste, botando aquí y allá inútilmente.

—Hola, Harry, ¿cómo es que noestás en el bar?

Era el viejo y flaco McDuffchupando su pipa. McDuff teníaalrededor de 62 años, siempre mirabahacia adelante, nunca te miraba a ti, perode todas formas te veía desde detrás de

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aquellas gafas sin montura. Y siemprellevaba un traje negro y una corbataazul. Entraba en el bar todos los díasalrededor de mediodía, se tomaba doscervezas y luego se iba. No se le podíaodiar y no se le podía querer. Era comoun calendario o un portaplumas.

—Para allá voy —contestó Harry.—Voy contigo —dijo McDuff.Así que Harry se fue andando con el

viejo y flaco McDuff, y el viejo y flacoMcDuff iba chupando su pipa. McDuffsiempre tenía encendida aquella pipa.McDuff era su pipa. ¿Por qué no?

Caminaban juntos sin hablar. Nohabía nada que decir. Paraban en lossemáforos. McDuff chupaba su pipa.

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McDuff tenía dinero ahorrado.Nunca se había casado. Vivía en unapartamento de dos habitaciones y nohacía gran cosa. Bueno, leía losperiódicos, pero sin demasiado interés.No era creyente. Pero no por falta deconvicción, sino porque simplemente nose había preocupado de considerar eseaspecto de un modo u otro. Era como noser republicano por no saber lo que esser republicano. McDuff no era feliz nidesgraciado. Una vez se puso nerviosoun instante, pareció que algo lepreocupaba y durante unas décimas desegundo el terror se reflejó en sus ojos.Luego aquello pasó, rápidamente…,como una mosca que se hubiera

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posado… y luego saliese disparadahacia tierras más prometedoras.

Entonces llegaron al bar. Entraron.El gentío habitual.McDuff y Harry se sentaron en sus

taburetes.—Dos cervezas —canturreó al

camarero el bueno de McDuff.—¿Qué haces, Harry? —preguntó

uno de los clientes del bar.—Buscar, moverme y cagar —

contestó Harry.Lo sintió por McDuff. Nadie lo

había saludado. McDuff era como unpapel secante sobre una mesa dedespacho. No impresionaba. A Harry loveían porque era un vagabundo. Les

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hacía sentirse superiores. Necesitabanesa sensación. McDuff les hacía sentirsedébiles y ellos ya eran débiles de por sí.

No pasaba nada importante. Todo elmundo estaba sentado frente a susbebidas, mimándolas. Pocos tenían lasuficiente imaginación como paraemborracharse simplemente como unacuba.

Una insulsa tarde de sábado.McDuff pidió su segunda cerveza y

tuvo la amabilidad de invitar a Harry denuevo.

La pipa de McDuff estaba roja porlas seis horas que llevaba ardiendo sinparar.

Acabó su segunda cerveza y salió

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del bar, y entonces Harry se quedó allísentado solo, con el resto de latripulación.

Era un sábado lento, lento, peroHarry sabía que si se quedaba allí sinhacer nada el tiempo suficiente, lolograría. Por supuesto, el sábado por lanoche era el mejor momento paragorronear copas. Pero no tenía adonde irhasta entonces. Harry tenía que evitar ala dueña de la pensión. Pagaba porsemanas y llevaba nueve días de retraso.

El ambiente se puso terrible entrecopa y copa. Lo único que buscaban losclientes era sentarse y estar en algúnsitio. Reinaba una soledad general, unmiedo suave y una necesidad de estar

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juntos y charlar un poco, eso lesaliviaba. Todo lo que Harry necesitabaera algo de beber. Harry podía beber sinparar y aún seguía necesitando más, noexistía suficiente bebida parasatisfacerle. Pero los demás… sóloestaban allí sentados, interviniendo devez en cuando se hablase de lo que sehablase.

La cerveza de Harry se estabadesbravando. Y el asunto consistía en noterminarla, porque entonces había quepagar otra y no tenía dinero. Tenía quetener paciencia y esperanza. Como buengorrón profesional de copas, Harryconocía la primera regla: nunca pidasque te inviten. Para los demás la gracia

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consistía en que estuviera sediento. Sipedía que le invitaran les quitaba elplacer de sentirse espléndidos.

Harry dejó deambular su mirada porel bar. Había cuatro o cinco clientes. Noeran muchos y no eran gran cosa. Uno delos que no eran gran cosa era MonkHamilton. La razón principal por la queMonk creía merecer la inmortalidad eraque se comía seis huevos paradesayunar. Todos los días. Pensaba queeso le hacía superior. Pensar no se ledaba bien. Era enorme, casi tan anchocomo alto, tenía unos ojos pálidos ydespreocupados, de mirada fija, uncuello de roble y unas manos enormes,peludas y nudosas.

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Monk estaba hablando con elcamarero. Harry miraba una mosca quese estaba metiendo despacito en uncenicero mojado de cerveza que habíafrente a él. La mosca dio varias vueltasentre las colillas, se dio contra uncigarrillo borracho y entonces emitió unzumbido furioso, se elevó en línea rectahacia arriba, pareció luego que volabahacia atrás y hacia la izquierda ydespués se esfumó.

Monk era limpiacristales. Sus ojosafables vieron a Harry. Sus gruesoslabios se contrajeron en una sonrisaaltanera. Cogió su botella, se acercó, sesentó en el taburete contiguo al de Harry.

—¿Qué haces, Harry?

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—Estoy esperando a que llueva.—¿Te apetece una cerveza?—Estoy esperando a que llueva

cerveza, Monk. Gracias.Monk pidió dos cervezas. Las

trajeron.A Harry le gustaba beber la cerveza

directamente de la botella. Monk vacióparte de la suya dentro de un vaso.

—¿Necesitas trabajo, Harry?—No he pensado en eso.—Lo único que tienes que hacer es

sostener la escalera. Necesitamosalguien que sostenga la escalera. Claro,no pagan tan bien como a los que estánen lo alto, pero te dan algo. ¿Qué teparece?

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Monk estaba bromeando. Monkcreyó que Harry estaba demasiadojodido para darse cuenta.

—Déjame pensarlo un rato, Monk.Monk miró a los otros clientes, puso

de nuevo su sonrisa altanera, les guiñóun ojo y luego volvió a mirar a Harry.

—Oye, lo único que tienes que haceres sostener derecha la escalera. Yoestaré arriba, limpiando las ventanas. Loúnico que tienes que hacer es sostenerderecha la escalera. No es muy difícil,¿no?

—No tan difícil como muchas otrascosas, Monk.

—Entonces, ¿vas a hacerlo?—Creo que no.

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—¡Venga! ¿Por qué no pruebas unavez?

—No sé hacerlo, Monk.Entonces todos se sintieron bien.

Harry era su chico. El perfecto idiota.Harry miró todas aquellas botellas

de detrás de la barra. Todos aquellosbuenos momentos esperando, todaaquella risa, toda aquella locura…,bourbon, whisky, vino, ginebra, vodka ytodo lo demás. Sin embargo, aquellasbotellas estaban allí, sin abrir. Era comouna vida esperando ser vivida y quenadie quería.

—Oye —dijo Monk—, voy a ir acortarme el pelo.

Harry sintió la gordura silenciosa de

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Monk. Monk había ganado algo en algúnsitio. Se sentía tan bien como una llaveque encaja en una cerradura que permiteentrar en algún lugar.

—¿Por qué no vienes y te quedasconmigo mientras me cortan el pelo?

Harry no contestó.Monk se inclinó acercándose:—Pararemos a tomar una cerveza

por el camino y después te invitaré aotra.

—Vamos…Harry vació sin dificultad la botella

dentro de su sed y puso la botella sobrela barra. Salió del bar siguiendo aMonk. Bajaron la calle juntos. Harry sesentía como un perro siguiendo a su

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amo. Y Monk estaba tranquilo, todoestaba funcionando, todo encajaba. Erasu sábado libre e iba a cortarse el pelo.

Encontraron un bar y pararon. Eramucho más bonito y limpio que aquel enel que Harry solía pasarse las horasmuertas. Monk pidió las cervezas.

¡Cómo estaba allí sentado! ¡Unsuperhombre! Y además, le gustabasentirse así. Nunca había pensado en lamuerte, por lo menos no en la suya.

Cuando estaban sentados uno juntoal otro, Harry comprendió que habíacometido un error: un trabajo de 8 a 5hubiese sido menos penoso.

Monk tenía un lunar en el ladoderecho de la cara, un lunar muy

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relajado, un lunar sin conciencia de símismo.

Harry observó cómo Monklevantaba su botella y chupaba de ella.Era algo que Monk hacía porque sí,como meterse el dedo en la nariz. Noestaba realmente sediento de alcohol.Monk estaba simplemente allí sentadocon su botella y había pagado para eso.Y el tiempo pasaba como la mierda ríoabajo.

Terminaron sus botellas y Monk ledijo algo al camarero y el camarero lecontestó algo.

Entonces Harry salió del barsiguiendo a Monk. Iban juntos y Monkiba a cortarse el pelo.

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Llegaron a la peluquería y entraron.No había ningún otro cliente. Elpeluquero conocía a Monk. MientrasMonk se encaramaba en su silla, sedijeron algo. El peluquero extendió latoalla y la cabeza de Monk surgió de allídentro, con el lunar firme en la mejilladerecha, y dijo:

—Lo quiero corto alrededor de lasorejas y no mucho por arriba.

Harry, desesperado por otra copa,cogió una revista, pasó algunas páginase hizo como si tuviera interés en ella.

Entonces oyó a Monk hablar con elpeluquero.

—Por cierto, Paul, éste es Harry.Harry, éste es Paul.

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Paul y Harry y Monk.Monk y Harry y Paul.Harry, Monk, Paul.—Oye, Monk —dijo Harry—, ¿qué

tal si me voy a tomar otra cervezamientras te cortan el pelo?

Los ojos de Monk se clavaron enHarry.

—No, nos beberemos una cervezacuando yo termine aquí.

Luego sus ojos se clavaron en elespejo.

—No quites demasiado de encimade las orejas, Paul.

Mientras el mundo daba vueltas,Paul tijereteaba.

—¿Has ligado mucho, Monk?

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—Nada, Paul.—No me lo creo…—Pues deberías creerlo, Paul.—No es eso lo que he oído.—¿Qué, por ejemplo?—Que cuando Betsy Ross hizo

aquella primera bandera, ¡las 13estrellas no hubieran dado paraenvolverte la polla!

—¡Joder, Paul, eres demasiado!Monk se rió. Su risa era como si se

estuviesen cortando rebanadas delinóleum con un cuchillo mal afilado. Oquizá era un grito de muerte.

De pronto, dejó de reírse.—No me quites demasiado de

arriba.

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Harry dejó la revista y miró el suelo.La risa de linóleum se había convertidoen un suelo de linóleum. Verde y azul,con diamantes púrpura. Un sueloantiguo. Algunas partes habíanempezado a pelarse, dejando aldescubierto el suelo marrón oscuro dedebajo. A Harry le gustaba el marrónoscuro.

Empezó a contar: 3 sillones depeluquería, 5 sillas para esperar, 13 o14 revistas. Un peluquero. Un cliente.Un… ¿qué?

Paul y Harry y Monk y el marrónoscuro.

Fuera pasaban los coches. Harryempezó a contarlos, paró. No hay que

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jugar con la locura, la locura no juega.Más fácil era contar las copas en la

mano: ninguna.El tiempo sonaba como una campana

muda.Harry tomó conciencia de sus pies,

de sus pies dentro de los zapatos, luegode los dedos… en los pies… dentro delos zapatos.

Movió los dedos de los pies. Suvida se consumía yendo hacia ningunaparte como si fuese un caracol que searrastra hacia el fuego.

Las plantas echaban hojas, losantílopes levantaban la cabeza de lahierba, un carnicero de Birminghamlevantaba el cuchillo y Harry estaba

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sentado esperando en una peluquería,con sus esperanzas puestas en unacerveza.

No tenía honor, nunca era su día.Aquello siguió, transcurrió, siguió y

por fin terminó. El final de la obra delsillón del peluquero. Paul giró a Monkpara que pudiese verse en los espejos dedetrás del sillón.

Harry odiaba las peluquerías. Elgiro final en el sillón, aquellos espejos,eran momentos de horror para él.

A Monk no le importaba.Se miró. Estudió su imagen, su cara,

su pelo, todo. Parecía admirar lo queveía. Entonces habló:

—Muy bien, Paul, pero ¿te

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importaría cortarme ahora un poquitomás del lado izquierdo? ¿Y ves estospelillos que salen por aquí? Deberíascortarlos.

—Oh, sí, Monk…, ahora mismo…El peluquero volvió a girar a Monk

y se concentró en los pelillos que sesalían de su sitio.

Harry miró las tijeras. Había muchoclic-clic pero no cortaban casi nada.

Entonces Paul giró otra vez a Monkhacia los espejos.

Monk volvió a mirarse.Una leve sonrisa le distorsionó el

lado derecho de la boca. Luego en ellado izquierdo de la cara le apareció unligero tic. Narcisismo con sólo una

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sombra de duda.—Así está bien —dijo—, ahora está

perfecto.Paul cepilló a Monk con un cepillo

pequeño. El pelo muerto caía hacia unmundo muerto.

Monk buscó en el bolsillo el dineropara pagar y la propina.

La transacción monetaria tintineó enla tarde muerta.

Después Harry y Monk fueron juntoscalle abajo de regreso al bar.

—No hay nada como un corte depelo —dijo Monk— para sentirse comoun hombre nuevo.

Monk siempre llevaba camisas detrabajo azul pálido, remangadas para

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exhibir los bíceps. ¡Menudo tío! Ahoralo único que le faltaba era una hembraque le doblase los calzoncillos y lascamisetas, que le enrollase loscalcetines y los guardara en el cajón dela cómoda.

—Gracias por acompañarme, Harry.—Vale, Monk…—La próxima vez que vaya a

cortarme el pelo me gustaría que meacompañaras.

—Quizá, Monk…Monk iba andando junto al bordillo

y fue como un sueño. Un sueñosensacionalista. Simplemente ocurrió.Harry no sabía de dónde había venido elimpulso, pero lo permitió, simuló que

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tropezaba y empujó a Monk. Y Monk,como un pesado bloque de carne, cayódelante del autobús. El conductor pisólos frenos y se oyó un ruido sordo, nodemasiado fuerte, pero un ruido sordo.Y allí estaba Monk sentado en la cuneta,con su corte de pelo, lunar, y todo. YHarry bajó la mirada. Lo más extraño detodo aquello: la cartera de Monk estabaen la cuneta. Había saltado del bolsillotrasero de Monk por el impacto y allíestaba, en la cuneta. Sólo que no estabaplana sobre el suelo, se erguía como unapequeña pirámide.

Harry se agachó, la recogió, la pusoen su bolsillo delantero. Estaba tibia yllena de gracia. Dios te salve, María.

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Entonces Harry se inclinó sobreMonk.

—¿Monk? Monk…, ¿estás bien?Monk no contestó. Pero Harry notó

que respiraba y vio que no había sangre.Y de repente el rostro de Monk sevolvió hermoso y elegante.

Está jodido, pensó Harry, y yo estoyjodido. Todos estamos jodidos sólo quede diferentes maneras. No hay verdad,no hay nada real, no hay nada.

Pero sí había algo. Había unamultitud.

—¡Retírense! —dijo alguien—.¡Denle aire!

Harry retrocedió. Retrocedió hastameterse entre la multitud. Nadie le

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detuvo.Iba andando hacia el sur. Oyó el

lamento de la ambulancia, junto con elde su propia culpa.

Entonces, de pronto, la culpadesapareció. Como acaba una viejaguerra. Había que seguir adelante. Lascosas continuaban. Como las pulgas ylas tortitas con caramelo.

Harry se precipitó dentro de un baren el que no había reparado antes. Habíaun camarero en la barra. Había botellas.Estaba oscuro allí dentro. Pidió unwhisky doble, lo bebió de un trago. Lacartera de Monk estaba hinchada yespléndida. El viernes debía de ser díade paga. Harry sacó un billete, pidió

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otro whisky doble. Bebió la mitad de untrago, aguardó un minuto en homenaje aMonk y luego se bebió el resto. Porprimera vez en mucho tiempo se sintiómuy bien.

A última hora de la tarde Harry bajóandando hasta el Groton Steak House.Entró y se sentó en la barra. Nunca habíaentrado allí. Un hombre alto, delgado yanodino, con gorro de cocinero ydelantal manchado, se acercó y seinclinó por encima de la barra.Necesitaba un afeitado y olía a aerosolcontra cucarachas. Miró maliciosamentea Harry.

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—¿Vienes por el TRABAJO? —preguntó.

¿Por qué demonios quieren todosponerme a trabajar?, pensó Harry.

—No —contestó.—Hay un puesto de friegaplatos.

Cincuenta centavos la hora y, de vez encuando, se le puede tocar el culo a Rita.

La camarera pasó a su lado. Harry lemiró el culo.

—No, gracias. Lo que quiero ahoraes una cerveza. Sin vaso. De cualquiermarca.

El chef se le acercó aún más. Teníaunos pelos muy largos en los agujeros dela nariz, que provocaban una enormeintimidación, como una pesadilla fuera

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de programa.—Oye, cabrón, ¿tienes dinero?—Claro que tengo —dijo Harry.El chef dudó un momento, luego se

alejó, abrió la nevera y sacó una botella.La destapó, volvió a donde estaba Harryy la puso de un golpe frente a él.

Harry dio un buen trago, bajósuavemente la botella hasta la barra.

El chef seguía examinándolo. El chefno podía comprenderlo del todo.

—Ahora —dijo Harry—, quiero unbistec de solomillo, tirando a hecho, conpatatas fritas y poca salsa. Y tráigameotra cerveza ahora mismo.

El chef se alzó amenazadoramentefrente a él, como una nube furiosa, luego

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se largó, volvió a la nevera, repitió laacción que incluía llevar la botella ydepositarla de un golpe sobre la barra.

Entonces el chef fue hacia laparrilla, lanzó un bistec encima.

Se levantó un velo de humo glorioso.A través de él, el chef miraba fijamentea Harry.

No sé por qué no le gusto, pensóHarry. Bueno, quizá necesite cortarme elpelo (quíteme bastante de todas partes,por favor) y afeitarme, quizá tenga lacara un poco magullada, pero llevo laropa bastante limpia. Gastada, perolimpia. Probablemente estoy más limpioque el alcalde de esta puta ciudad.

La camarera se acercó. No tenía mal

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aspecto. No era nada del otro mundo,pero no estaba mal. Llevaba el pelorecogido hacia arriba, como revuelto ycon unos rizos que le colgaban por loslados. Bonito.

Se inclinó por encima de la barra.—¿Vas a quedarte de friegaplatos?—Me gusta el sueldo pero no es mi

tipo de trabajo.—¿Cuál es tu tipo de trabajo?—Soy arquitecto.—Eres un comemierda —dijo, y se

alejó.Harry sabía que no era demasiado

bueno entablando conversación. Sehabía dado cuenta de que cuanto menoshablaba, mejor se sentía la gente.

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Harry se acabó las dos cervezas.Entonces llegó el bistec con patatasfritas. El chef depositó el plato de ungolpe. El chef era un gran golpeador.

A Harry le parecía un milagro. Sepuso a ello, cortando y masticando.Hacía un par de años que no comía unbistec. A medida que comía sentía cómoentraba en su cuerpo una fuerza nueva.Cuando no se come a menudo, esoresulta un gran acontecimiento.

Hasta su cerebro sonreía. Y sucuerpo parecía decir: gracias, gracias,gracias.

Entonces Harry acabó.El chef aún seguía mirándolo

fijamente.

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—Muy bien —dijo Harry—,tráigame otro plato de lo mismo.

—¿Va a tomar otra vez lo mismo?—Sí.La mirada pasó de fija a feroz. El

chef se alejó y lanzó otro bistec sobre laparrilla.

—Y tomaré otra cerveza, por favor.Ahora.

—¡RITA! —gritó el chef—. ¡DALEOTRA CERVEZA!

Rita se acercó con la cerveza.—Para ser arquitecto —dijo—, le

das mucho a la cerveza.—Estoy planeando levantar algo.—¡Ja, ja! ¡Cómo si pudieras…!Harry se concentró en su cerveza.

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Luego se levantó y se fue al lavabo decaballeros. Cuando regresó se acabó lacerveza.

El chef salió y puso de un golpe elplato de bistec con patatas delante deHarry.

—El puesto sigue vacante si loquieres.

Harry no contestó. Empezó a comerotra vez.

El chef volvió a la parrilla desdedonde continuó mirando fijamente aHarry.

—Tienes derecho a dos comidas —dijo el chef— ya meter mano.

Harry estaba demasiado ocupadocon el bistec con patatas para contestar.

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Seguía teniendo hambre. Cuando se esun vagabundo, y especialmente si se esbebedor, pueden pasar días y días sinque comas, muchas veces sin que sientassiquiera ganas, pero de pronto te atacaun hambre insoportable. Uno empieza apensar en comérselo todo, cualquiercosa: ratones, mariposas, hojas,resguardos de la casa de empeños,periódicos, corchos, lo que sea.

Ahora, en plena faena del segundobistec, el hambre de Harry continuabaallí. Las patatas fritas estabanfantásticas, crujientes, amarillas ycalientes, parecidas a la luz del sol, unagloriosa y nutritiva luz solar que podíamorderse. Y el bistec no era

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simplemente una rebanada de algúnpobre bicho asesinado, era algoapasionante que alimentaba el cuerpo yel alma y el corazón, que iluminaba lamirada y hacía que el mundo no fuera tandifícil de soportar, o tan inhóspito. Demomento la muerte no importaba.

Entonces acabó el segundo plato.Sólo quedó el hueso del bistec y,además, completamente limpio. El chefseguía mirándole.

—Me voy a comer otro —le dijoHarry al chef—. Otro bistec con patatasy otra cerveza, por favor.

—¡NO! —gritó el chef—. ¡VAS APAGAR Y TE VAS A LARGAR A LA PUTACALLE!

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Dio la vuelta a la parrilla y se parófrente a Harry. Tenía una libreta en lamano. Garabateó furiosamente en lalibreta. Luego tiró la cuenta en mediodel plato sucio. Harry la cogió del plato.

Había otro cliente en el restaurante,un hombre muy redondo y rosado, conuna cabeza grande, llena de pelosdespeinados, teñidos de un castañobastante desalentador. El hombre habíaconsumido numerosas tazas de cafémientras leía el periódico de la tarde.

Harry se puso de pie, sacó unosbilletes, apartó dos y los puso cerca delplato.

Luego salió de allí.El tráfico de las primeras horas de

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la noche comenzaba a llenar de cochesla avenida. El sol se estaba poniendo asus espaldas. Harry observó a losconductores de los coches. Parecíandesgraciados. El mundo eradesgraciado. La gente estaba en laoscuridad. La gente estaba aterrada ydesilusionada. La gente había caído enlas trampas. La gente estabadesesperada y a la defensiva. Se sentíancomo si estuvieran malgastando susvidas. Y tenían razón.

Harry echó a andar. Se detuvo en unsemáforo. Y en ese momento tuvo unasensación muy extraña. Le pareció queél era la única persona viva del mundo.

Cuando la luz se puso verde se

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olvidó completamente del asunto. Cruzóla calle hacia la otra acera y continuócaminando.

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UN DÍA

Brock, el capataz, siempre estabametiéndose los dedos en el culo, los dela mano izquierda. Era un caso terriblede hemorroides.

Tom lo notó durante la jornada detrabajo.

Brock tenía problemas en el culodesde hacía meses. Aquellos ojosredondos y sin vida parecían estarsiempre observando a Tom. Y entoncesTom veía la mano izquierda que ibahacia atrás y escarbaba.

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Y Brock estaba tan contentohurgándose el culo.

Tom hacía su trabajo tan bien comolos demás. Puede que no demostraratanto entusiasmo como algunos perohacía su trabajo.

Sin embargo, Brock siempre estabatras él, haciendo comentarios, haciendosugerencias inútiles.

Brock estaba emparentado con eldueño del negocio y habían creado unpuesto para él: el de capataz.

Aquel día Tom terminó de empaquetarlas guarniciones de alumbrado en la cajade cartón rectangular de 2 metros y la

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lanzó encima de la pila que había detrásde su mesa de trabajo. Se volvió paracoger otra pieza de la cadena demontaje.

Brock estaba de pie frente a él.—Quiero hablar contigo, Tom…Brock era alto y delgado, con el

cuerpo encorvado hacia adelante. Lacabeza siempre colgando hacia abajo,colgando de aquel cuello largo ydelgado. La boca siempre abierta. Lanariz, más que prominente, con unosagujeros extremadamente grandes. Lospies grandes y torpes. Los pantalones lebailaban a Brock en aquella perchaescuálida.

—Tom, no haces tu trabajo.

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—Estoy al día en la producción.¿Qué me estás diciendo?

—Me parece que no utilizassuficiente material de empaquetar.Tienes que utilizar más relleno. Hahabido algunos problemas de roturas yestamos intentando corregirlos.

—¿Por qué no haces que todos losoperarios pongan sus iniciales en lascajas? Así, si hay roturas, puedes saberquién ha sido.

—Aquí soy yo el que se encarga depensar, Tom. Ese es mi trabajo.

—Claro.—Ven, quiero que vengas conmigo y

observes cómo empaqueta Roosevelt.Fueron hasta la mesa de Roosevelt.

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Roosevelt llevaba allí 13 años.Observaron cómo Roosevelt

colocaba el relleno alrededor de lasguarniciones de alumbrado.

—¿Ves lo que está haciendo? —preguntó Brock.

—Bueno, sí…—Lo que quiero decir es que mires

lo que está haciendo con el relleno.—Ya, lo está poniendo dentro.—Sí, por supuesto…, pero ¿ves

cómo coge ese relleno…? Lo levanta ylo deja caer…, es como tocar el piano.

—Pero eso no protege realmente losaparatos.

—Sí que los protege, porque lo estáesponjando, ¿no lo ves?

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Tom aspiró profundamente y soltó elaire despacio.

—Muy bien, Brock, lo esponjaré…—A ver si es verdad…Brock se llevó la mano izquierda

hacia atrás y escarbó.—Por cierto, ahora llevas un

embalaje de menos respecto a losdemás…

—Claro. Has estado hablándome…—Eso no importa. Tendrás que

alcanzar a los otros.Brock volvió a escarbar y después

se fue.Roosevelt se reía por lo bajo:—Esponjarlo, ¡qué cabrón!Tom se rió:

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—¿Cuánta mierda tiene que aguantarun hombre sólo para sobrevivir?

—Mucha —se oyó la respuesta— ymás…

Tom volvió a su mesa y alcanzó a losdemás en el montaje. Y mientras Brockmiraba, él «esponjaba». Y parecía queBrock siempre estaba mirando.

Por fin llegó la hora del almuerzo: 30minutos. Pero para muchos de lostrabajadores la hora del almuerzo nosignificaba comer, significaba bajar a lacantina y cargarse de cerveza, lata tras

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lata, para poder enfrentarse al trabajo dela tarde. A algunos les ponía alegres, aotros les ponía tristes. A muchos lesdaba las dos cosas, tristeza y alegría,que ahogaban en cerveza.

Fuera de la fábrica, en el parking,había más gente, sentada en cochesviejos, formando diferentes grupos. Losmexicanos en unos y los negros en otros,y a veces, a diferencia de lo que sucedeen las cárceles, se mezclaban. No habíamuchos blancos, sólo unos pocossureños silenciosos. Pero a Tom le caíanbien todos en general.

El único problema en aquel lugar eraBrock.

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Aquel día a la hora del almuerzo Tomestaba metido en su coche bebiendo conRamón.

Ramón abrió la mano y enseñó aTom una enorme píldora amarilla.Parecía un caramelo de goma.

—Oye, colega, prueba esto. Lamierda dejará de preocuparte. 4 o 5horas se pasan como 5minutos. Y tesentirás FUERTE, no habrá nada que tecanse…

—Gracias, Ramón, pero ahora estoydemasiado jodido.

—Pero si esto es para des-joderte,¿no quieres?

Tom no contestó.

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—Muy bien —dijo Ramón—, yo yame he tomado la mía, pero ¡me voy atomar también la tuya!

Se metió la píldora en la boca,levantó la lata de cerveza y echó untrago. Tom observó aquella enormepíldora, la vio descender por la gargantade Ramón y después desaparecer.

Ramón se volvió lentamente haciaTom y le sonrió abiertamente.

—¡Fíjate, esa mierda no me hallegado aún a la barriga y ya me sientomejor!

Tom se rió.Ramón bebió otro trago de cerveza,

luego encendió un cigarrillo. Para ser unhombre que supuestamente se sentía muy

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bien, su aspecto era tremendamenteserio.

—No, no soy un hombre…, no soyun hombre, para nada… Oye, anocheintenté follarme a mi mujer… Haengordado 18 kilos este año… Tuve queemborracharme primero… Mete, saca,mete, saca y nada, tío… Lo peor de todoes que me daba lástima por ella… Ledije que era por el trabajo. Y era por eltrabajo y no era. Ella se levantó yencendió la televisión…

Ramón continuó:—Tío, todo ha cambiado. No hace ni

un año o dos, a mí y a mi mujer todo nosparecía interesante y divertido…Llorábamos de risa por todo… Ahora

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todo eso se ha acabado… Se haesfumado, no sé por qué…

—Ya sé a qué te refieres, Ramón…Ramón se enderezó repentinamente,

como si hubiese recibido una orden:—¡Mierda, hombre, tenemos que

fichar!—¡Vamos!Cuando Tom volvía de la línea de

montaje con una pieza, Brock estabaesperándole. Brock dijo:

—Muy bien, déjalo ahí. Sígueme.Se dirigieron hacia la zona de

montaje.Y allí estaba Ramón con su pequeño

delantal marrón y su bigotito.—Ponte a su izquierda —dijo

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Brock.Brock levantó la mano y la

maquinaria se puso en marcha.Transportaba las guarniciones de 2metros hacia ellos a una velocidadsostenida y previsible.

Ramón tenía frente a él aquel enormetrozo de papel, un rollo aparentementeinterminable de un pesado papel marrón.Llegó el primer aparato de luzprocedente de la línea de montaje.Ramón rasgó un pliego de papel, loextendió sobre la mesa y luego pusoencima el aparato de luz. Rápidamentedobló el papel a lo largo y lo sujetó conun trozo de cinta adhesiva. Luego doblóel extremo izquierdo, formando un

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triángulo, después el extremo derecho yluego el aparato se desplazó hacia Tom.

Tom cortó un trozo de cinta adhesivay la pegó cuidadosamente a lo largo dela parte superior del aparato, dondedebía quedar sellado el papel. Después,con trozos más cortos, aseguró confuerza el extremo izquierdo y luego elderecho. Entonces levantó el pesadoaparato, giró, cruzó la nave y lo puso depie en la estantería de la pared a laespera de un empaquetador. Volvió a lamesa donde ya se estaba desplazandohacia él otro aparato.

Era el peor trabajo de la planta ytodos lo sabían.

—Ahora trabajarás con Ramón,

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Tom…Brock se fue. No era necesario que

se quedara a vigilarle: si Tom norealizaba bien su función, toda la cadenade montaje se pararía.

Nunca había durado nadie muchotiempo como ayudante de Ramón.

—Sabía que ibas a necesitar aquellapíldora amarilla —dijo Ramón con unaamplia sonrisa.

Los aparatos llegabanincesantemente hasta ellos. Tom cortabatiras de cinta adhesiva de la máquinaque había frente a él. Era una cintabrillante, gruesa y húmeda. Hizo unesfuerzo para ajustarse al rápido ritmode Ramón, pero para poder seguir a

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Ramón tenía que reducir un poco lasprecauciones: los afilados bordes de lacinta adhesiva le ocasionaban, de vez encuando, cortes profundos en las manos.Los cortes eran casi invisibles y raravez sangraban, pero al mirarse los dedosy la palma de las manos podía ver laslíneas rojas y brillantes en la piel.Nunca había una pausa. Los aparatosparecían moverse cada vez más deprisay ser cada vez más pesados.

—Joder —dijo Tom—, deberíairme. ¿No sería mejor un banco en elparque que esta mierda?

—Claro —dijo Ramón—, claro,cualquier cosa es mejor que estamierda…

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Ramón trabajaba con una gransonrisa de loco en el rostro, negando laimposibilidad de todo aquello. Yentonces las máquinas se pararon, comoocurría de vez en cuando.

¡Aquello sí que era un regalo de losdioses!

Algo se había atascado, algo sehabía recalentado. Si no fuera poraquellos desperfectos en la maquinaria,la mayoría de los trabajadores no habríaaguantado. Durante aquellos 2 o 3minutos de descanso recomponían sussentidos y su alma. Casi.

Los mecánicos revolvíanenloquecidos, buscando la causa de laavería.

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Tom miró a las chicas mexicanas dela cadena de montaje. A él todas leparecían muy guapas. Malgastaban sutiempo, sus vidas, en trabajos rutinariosy aburridos pero conservaban algo,alguna cosa pequeñita. Muchas llevabanlacitos en el pelo: azules, amarillos,verdes, rojos… Y se gastaban bromas envoz baja y reían continuamente.Demostraban un gran valor. Había algoque sus ojos sabían.

Pero los mecánicos eran buenos,muy buenos, y la maquinaria se estabaponiendo en marcha. Las piezas sedirigían otra vez hacia Tom y Ramón. Denuevo estaban todos trabajando para laCompañía Sunray.

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Y, después de un rato, Tom se sintió tancansado que sobrepasó el cansancio, eracomo estar borracho, como estar loco,era como estar borracho y loco.

Tom pegó con violencia un trozo depapel engomado sobre un aparato altiempo que gritaba «¡SUNRAY!».

Podía haber sido su voz o la sirenade salida. De todos modos, todosempezaron a reírse: las chicasmexicanas, los empaquetadores, losmecánicos, hasta el vejete que iba de unlado a otro engrasando y revisando lamaquinaria, todos reían; era de locos.

Apareció Brock.

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—¿Qué está pasando aquí? —preguntó.

Se hizo un gran silencio.Los aparatos iban y venían y los

trabajadores continuaban.Entonces, de repente, como si se

despertase de una pesadilla, la jornadaterminó. Se fueron hacia el panel de lastarjetas, las cogieron y esperaron en filafrente al reloj para fichar.

Tom marcó su tarjeta, la devolvió alpanel y se encaminó hacia su coche.Arrancó y salió a la calle pensando«Espero que no se atraviese nadie en micamino, creo que estoy demasiado débilpara pisar el freno».

Mientras Tom volvía a casa, la aguja

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del marcador de gasolina ibadeslizándose hacia el rojo. Estabademasiado cansado para detenerse yechar gasolina.

Logró aparcar, llegó hasta la puerta,la abrió y entró.

Lo primero que vio fue a Helena, sumujer. Llevaba una bata ancha y sucia,estaba tumbada en el sofá con la cabezasobre una almohada. Roncaba con laboca abierta. Tenía una boca bastanteredonda y sus ronquidos eran una mezclade ruidos de escupir y tragar, como si nopudiese decidirse entre escupir su vidao tragársela.

Era una mujer desdichada. Sentíaque había desaprovechado su vida.

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Sobre la mesita había una botella deginebra. Tres cuartas partes habíandesaparecido.

Los dos hijos de Tom, Rob y Bob, de5 y 7 años, estaban tirando una pelota detenis contra la pared. Era la pared quedaba al sur, la que no tenía ningúnmueble. Aquella pared había sidoblanca una vez, pero ahora estaba suciay llena de marcas del interminablegolpeteo de las pelotas de tenis.

Los niños no prestaron atención a supadre. Habían parado de lanzar la pelotacontra la pared y estaban discutiendo:

—¡CON ESE GOLPE TE HE DEJADOFUERA!

—¡NO, ESA PELOTA ERA LA CUARTA

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MALA!—¡LA TERCERA BUENA!—¡LA CUARTA MALA!—¡Eh, esperad un momento! —dijo

Tom—, ¿puedo preguntaros algo,chicos?

Pararon y le miraron fijamente, casicomo si los hubiese insultado.

—¿Qué? —dijo finalmente Bob. Erael de 7 años.

—¿Cómo hacéis para jugar albéisbol lanzando la pelota contra lapared?

Miraron a Tom un momento, despuéspasaron de él.

—¡LA TERCERA BUENA!—¡NO, LA CUARTA MALA!

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Tom entró en la cocina. Había unaolla blanca sobre el fuego. Echaba unhumo negro. Tom levantó la tapa. En elfondo había una masa renegrida depatatas, zanahorias y trozos de carnequemados. Tom apartó la olla y apagó elfuego.

Después se dirigió hacia la nevera.Dentro había un bote de cerveza. Losacó, tiró de la anilla y echó un trago.

El ruido de la pelota de tenis contrala pared volvió a comenzar.

Luego, otro ruido: Helena. Se habíadado contra algo. De pronto estaba allí,de pie en la cocina. Llevaba la botellade ginebra en la mano derecha.

—Supongo que estarás furioso, ¿no?

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—Esperaba que por lo menoshubieras dado de comer a los niños…

—No me das más que veintecochinos dólares al día. ¿Qué esperasque haga con veinte cochinos dólares?

—Por lo menos compra papelhigiénico. Cada vez que voy a limpiarmeel culo miro alrededor y lo único queveo es el tubo de cartón colgando.

—¡Oye, una mujer también tiene susproblemas! ¿CÓMO CREES QUE VIVO?¡Tú sales al mundo, te las arreglas parasalir y ver el mundo! ¡Yo tengo quequedarme aquí sentada! ¡No sabes loque es eso un día tras otro!

—Ya…, bueno, dejémoslo…Helena dio un trago de su ginebra.

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—Sabes que te quiero, Tommy, y quecuando no estás bien me duele, me dueleel corazón, es así.

—Está bien, Helena, vamos asentarnos aquí y a tranquilizarnos.

Tom se dirigió hacia la mesa delrincón y se sentó. Helena llevó suginebra y se sentó frente a él. Lo miró.

—¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado enlas manos?

—Me han cambiado de puesto.Tengo que encontrar un modo deprotegerme las manos… Esparadrapo,guantes de goma…, algo…

Había acabado su lata de cerveza.—Oye, Helena, ¿tienes más ginebra

por ahí?

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—Claro, creo que sí…La observó mientras iba hacia el

armario, buscaba en lo alto y bajaba unabotella. Regresó con la ginebra, sevolvió a sentar. Tom quitó el precinto dela botella.

—¿Cuántas más tienes por ahí?—Algunas…——Bien. ¿Cómo te bebes esto?

¿Directamente?—Puedes hacerlo…Tom dio un buen trago. Después bajó

la mirada a sus manos, abriéndolas ycerrándolas, observando cómo se abríany cerraban las rojas heridas. Eranfascinantes.

Cogió la botella, se echó un poco de

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ginebra en la palma de la mano y luegola frotó contra la otra.

—¡Uff! ¡Esta mierda quema!Helena dio otro trago de su botella.—Tom, ¿por qué no te buscas otro

trabajo?—¿Otro trabajo? ¿Dónde? Hay cien

tipos que quieren el mío…Entonces Rob y Bob entraron

corriendo. Patinaron en el suelo yfrenaron contra la mesa.

—Eh —dijo Bob—, ¿cuándocomemos?

Tom miró a Helena.—Creo que hay algunos perritos

calientes —dijo ella.—¿Otra vez perritos calientes? —

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preguntó Rob—. ¿Perritos calientes?¡Odio los perritos calientes!

Tom miró a su hijo.—Eh, chico, tranquilo…—Bien —dijo Bob—, entonces,

¿qué tal si nos tomamos una copa deputa madre?

—¡Gilipollas! —chilló Helena.Extendió el brazo con la mano

abierta y le dio un buen bofetón a Boben la oreja.

—No pegues a los críos, Helena —dijo Tom—, ya recibí yo demasiadocuando era pequeño.

—¡No me digas cómo tengo quetratar a mis hijos!

—También son míos…

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Bob estaba allí de pie. Tenía la orejamuy roja.

—Así que quieres una copa de putamadre, ¿eh? —le preguntó Tom.

Bob no contestó.—Ven aquí —dijo Tom.Bob se acercó a su padre. Tom le

alcanzó la botella.—Venga, bebe. Bébete tu copa de

puta madre.—Tom, ¿qué estás haciendo? —

preguntó Helena.—Venga… bebe —dijo Tom.Bob levantó la botella, dio un trago.

Luego devolvió la botella y se quedóallí de pie. De repente se puso pálido,hasta la oreja roja empezó a palidecer.

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Tosió.—¡Esta cosa es HORRIBLE! ¡Es

como beber perfume! ¿Por qué os lobebéis?

—Porque somos tontos. Tienes unospadres tontos. Ahora vete a tu habitacióny llévate a tu hermano contigo…

—¿Podemos ver la tele allí? —preguntó Rob.

—Está bien, pero marchaos ya…Salieron en fila.—¡No vas a convertir a mis hijos en

unos borrachos! —dijo Helena.—Sólo espero que tengan mejor

suerte que nosotros en la vida.Helena dio otro trago de su botella.

Con ése la acabó.

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Se levantó, cogió la olla quemada deencima de la cocina y la tiró dentro de lapila.

—¡Mierda, no hace falta hacer tantoruido! —dijo Tom.

Helena parecía estar llorando.—Tom, ¿qué vamos a hacer?Echó agua caliente dentro de la olla.—¿Hacer? —preguntó Tom—.

¿Sobre qué?—¡Sobre la forma en que tenemos

que vivir!—No hay muchas cosas que

podamos hacer.Helena raspó la comida quemada del

fondo de la olla y echó un poco dejabón, después abrió el armario y sacó

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otra botella de ginebra. Se acercó, sesentó frente a Tom y quitó el precinto ala botella.

—Tengo que dejar la olla en remojocon jabón un rato… En un momentopreparo los perritos calientes…

Tom bebió de su botella, la pusosobre la mesa.

—Nena, no eres más que una viejaborracha, una vieja olla borracha…

Las lágrimas seguían allí.—Sí, bueno, y ¿quién crees que me

ha hecho así? ¡ADIVINA!—Eso es fácil —contestó Tom—,

dos personas: tú y yo.Helena dio el primer trago de la

botella recién abierta. Con eso, por fin,

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desaparecieron las lágrimas. Sonriólevemente.

—¡Eh, tengo una idea! Puedoconseguir un trabajo de camarera o algoasí… Tú puedes descansar un poco,entiendes… ¿Qué te parece?

Tom estiró el brazo por encima de lamesa y puso su mano sobre la deHelena.

—Eres una buena chica, perodejémoslo todo como está.

Entonces volvieron a asomar laslágrimas. Helena era buena en lo de laslágrimas, sobre todo cuando bebíaginebra.

—Tommy, ¿sigues queriéndome?—Claro, nena, cuando estás en plena

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forma eres maravillosa.—Yo también te quiero, Tom, ya lo

sabes…—Claro, nena, ¡brindemos por eso!Tom levantó su botella. Helena

levantó la suya.Hicieron chocar las botellas de

ginebra en el aire, después cada unobebió a la salud del otro.

En la habitación, Rob y Bob teníanpuesta la tele, la tenían puesta muy alta.De fondo había una grabación de risas yla gente de la grabación se reía y se reíay se reía, y se reía.

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LA VENGANZA DE LOSMALDITOS

En aquella pensión de mala muerte losronquidos, como siempre, eranescandalosos. Tom no podía dormir.Debía de haber 60 camas y todasestaban ocupadas. Los borrachos eranlos que más alto roncaban, y la mayoríade los allí reunidos estaban borrachos.Tom se incorporó y observó la luz de laluna que entraba por las ventanas y caíasobre los hombres dormidos. Lió uncigarrillo, lo encendió. Volvió a mirar a

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los hombres otra vez. Vaya un puñado detipos horribles inútiles y jodidos.¿Jodidos? Esos no jodían nada. Lasmujeres no los querían. Nadie losquería. No valían ni un polvo, ja, ja, ja.Y él era uno de ésos. Sacó la botella dedebajo de la almohada y dio un últimotrago. Aquella última cosa siempre eratriste. Hizo rodar el casco vacío debajode la cama y observó otra vez a aquelloshombres que roncaban. Ni siquiera valíala pena tirarles una bomba encima.

Tom miró a su amigo Max, queestaba en el catre contiguo. Max estabaallí tumbado con los ojos abiertos.¿Estaría muerto?

—¡Eh, Max!

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—¿Hmmm?—No duermes.—No puedo. ¿Te has dado cuenta?

Hay muchos que roncan rítmicamente.¿Por qué será?

—No lo sé, Max. Hay un montón decosas que no sé.

—Yo tampoco, Tom. Supongo quesoy un poco tonto.

—¿Lo supones? Si supieras que erestonto, no lo serías.

Max se sentó en el borde de su catre.—Tom, ¿crees que alguna vez

saldremos de este jaleo?—Sólo de una forma…—¿Sí?—Sí…, fiambres.

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Max lió un cigarrillo, lo encendió.Max se sentía mal, siempre se sentía

mal cuando pensaba en cosas. Lo quehabía que hacer era no pensar,desconectar.

—Oye, Max —oyó decir a Tom.—¿Sí?—He estado pensando…—Pensar no es bueno…—Pero esto no puedo dejar de

pensarlo.—¿Te queda algo de beber?—No, lo siento. Pero escucha…—Mierda, ¡no quiero escuchar!Max volvió a tumbarse en su catre.

Hablar no servía para nada. Era unapérdida de tiempo.

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—Te lo voy a decir de todas formas,Max.

—Está bien, joder, venga…—¿Ves todos esos tipos? Hay un

montón, ¿no? Vagabundos por todaspartes.

—Ya, los veo hasta en la sopa…—Por eso, Max, no hago más que

pensar cómo podríamos hacer parautilizar esa mano de obra. Es que se estádesaprovechando.

—Nadie quiere a esos vagabundos.¿Qué puedes hacer tú con ellos?

Tom se sintió ligeramenteentusiasmado.

—El hecho de que nadie quiera aesos tipos nos da ventaja.

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—¿Tú crees?—Claro. Mira, en las cárceles no

los quieren porque tendrían que darlesalojamiento y comida. Y esosvagabundos no tienen un sitio adonde irni nada que perder.

—¿Y qué?—He estado pensando mucho por

las noches. Por ejemplo, si pudiéramosjuntarlos a todos, como ganado,podríamos hacer que arrasaran ciertascosas. Dominar temporalmente algunassituaciones…

—Estás loco —dijo Max.Pero se incorporó en su cama.—Sigue…Tom se rió.

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—Bueno, quizá esté loco, pero nopuedo dejar de pensar en esa mano deobra desperdiciada. He estado tumbadoaquí durante muchas noches soñando conlas cosas que podrían hacerse conella…

Ahora fue Max quien rió.—¡Como qué, por el amor de Dios!Nadie se inmutó por aquella

conversación. Los ronquidoscontinuaban a su alrededor.

—Bueno, he estado dándole vueltasa la cabeza. Sí, tal vez sea una locura,pero…

—¿Qué? —preguntó Max.—No te rías. Quizá el vino me haya

destruido el cerebro.

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—Intentaré no reírme.Tom dio una calada a su cigarrillo,

luego soltó el humo.—Bueno, mira, yo tengo esta imagen

de todos los vagabundos que podamosencontrar, bajando a pie por Broadway,aquí mismo en Los Ángeles, miles deellos juntos, andando codo a codo…

—Bueno, ¿y…?——Bueno, son un montón de tipos.

Como una especie de venganza de losmalditos. Un desfile de desechos. Escasi como una película. Puedo ver lascámaras, las luces, el director. LaMarcha de los Fracasados. ¡LaResurrección de los Muertos! ¡Increíble,hombre, increíble!

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—Creo —respondió Max— quedeberías dejar el oporto y volver almoscatel.

—¿De veras?—Sí. Vale. Así que tenemos a todos

esos vagabundos atravesandoBroadway, digamos que al mediodía, ¿ydespués, qué?

—Bueno, los dirigimos hacia losalmacenes más grandes y mejores de laciudad…

—¿Te refieres a Bowarms?—Sí, Max. Bowarms tiene de todo:

los mejores vinos, la ropa más elegante,relojes, radios, televisores; tú pide, queellos lo tienen…

Justo entonces un viejo que estaba

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unos catres más allá se incorporó, abriólos ojos como platos y gritó: «¡DIOS ESUNA NEGRA LESBIANA DE 180 KILOS!».

Luego se desmoronó en su catre.—¿Lo llevamos? —preguntó Max.—Claro. Es uno de los mejores.

¿Qué cárcel lo querría?—Vale, entramos en Bowards, y

entonces, ¿qué?—Imagínatelo. Será entrar y salir.

Seremos demasiados como para que elservicio de seguridad pueda controlar elasunto. Imagínatelo: entras y coges.Cualquier cosa que se nos antoje. Quizáhasta tocarle el culo a una dependienta.Cualquier parte de ese sueño que ya notenemos, entras y lo coges, cualquier

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cosa, y después nos vamos.—Tom, puede que vuelen muchas

cabezas. No va a ser un picnic en el paísde las maravillas…

—No, ¡pero tampoco lo es esta vidaque llevamos! Esta forma de consentirque nos entierren, para siempre, sinprotestar siquiera…

—Tom, chico, creo que no está mallo que dices. Pero ¿cómo vamos a hacerpara organizar este asunto?

—Bien, primero fijamos una fecha yuna hora. Entonces, ¿conoces a unadocena de tipos que puedas reclutar?

—Creo que sí.—Yo también conozco alrededor de

una docena.

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—Supon que alguien le da el soplo alos polis.

—No es probable. De todas formas,¿qué podemos perder?

—Es verdad.

Era mediodía.Tom y Max iban a la cabeza de todo

el grupo. Iban bajando por Broadway, enLos Ángeles. Había más de 50vagabundos andando detrás de Tom yMax. Cincuenta vagabundos o máspestañeando asombrados,tambaleándose, no muy seguros de loque estaba sucediendo. Los ciudadanoscorrientes que iban por la calle estaban

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atónitos. Paraban, se hacían a un lado yobservaban. Algunos estaban asustados,otros se reían. A otros les parecía unabroma o la filmación de una película. Elmaquillaje era perfecto: los actoresparecían vagabundos. Pero ¿dóndeestaban los cámaras?

Tom y Max dirigían la marcha.—Oye, Max, yo se lo dije solamente

a 8. ¿A cuántos avisaste tú?—A 9, quizás.—Me pregunto qué demonios habrá

pasado.—Se lo habrán dicho unos a otros…Seguían marchando. Era como un

sueño enloquecido que no podíadetenerse. En la esquina con la Séptima

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Avenida el semáforo se puso rojo. Tom yMax pararon y los vagabundos seapiñaron detrás de ellos, esperando. Elolor a ropa interior y calcetines sucios,a alcohol y mal aliento, se extendió porel aire. El dirigible de Goodyear volabaen inútiles círculos por encima de suscabezas. La contaminación, de un grisazulado, se posaba en la calle.

Entonces el semáforo se puso verde.Tom y Max siguieron andando. Losvagabundos los siguieron.

—Aunque fui yo quien imaginó esto—dijo Tom—, no puedo creer que estépasando de verdad.

—Pues está pasando —dijo Max.Había tantos vagabundos detrás de

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ellos que algunos aún estaban cruzandola calle cuando el semáforo volvió aponerse rojo. Pero siguieron cruzando,deteniendo el tráfico, algunos abrazadosa sus botellas de vino o bebiendo deellas. Iban marchando juntos pero nohabía ninguna canción para aquellamarcha. Sólo el silencio, a no ser por elruido del arrastre de zapatos viejossobre el pavimento. Sólo de vez encuando hablaba alguien.

—Eh, ¿adonde coño vamos?—¡Dame un trago de eso!—¡A tomar por culo!El sol pegaba fuerte.—¿Tú crees que debemos continuar

con esto? —preguntó Max.

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—Me sentiría bastante mal si ahoranos volviéramos —afirmó Tom.

Entonces llegaron frente a Bowarms.Tom y Max se detuvieron un

momento.Después empujaron juntos las

impresionantes puertas de cristal.El montón de vagabundos entró tras

ellos en una fila larga y deshilachada.Avanzaban por los elegantes pasillos.Los dependientes los miraban sincomprender del todo.

El departamento de Caballerosestaba en la primera planta.

—Ahora —dijo Tom— tenemos quedar ejemplo.

—Sí —dijo Max vacilante.

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—¡Venga, Max!—Huy, huy, huy…Los vagabundos se habían parado y

los miraban. Tom dudó un instante, luegose dirigió a un colgador de abrigos,descolgó el primero, un modelo decuero amarillo con cuello de piel. Tiróal suelo su abrigo viejo y se deslizódentro del nuevo. Un dependiente, unhombrecillo pulcro con un bigote biencuidado, se acercó.

—¿Qué desea, señor?—Me gusta éste y me lo quedo.

Cárguelo en mi cuenta.—¿American Express, señor?—No, China Express.—Y yo me llevo ésta —dijo Max,

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metiéndose dentro de una cazadora depiel de lagarto con bolsillos laterales yuna capucha bordeada de piel contra lasinclemencias del tiempo.

Tom cogió un sombrero de unaestantería, un modelo de cosaco, unpoco ridículo, pero con cierto encanto.

—Este le va bien a mi color de piel;me lo llevo.

Aquello puso a los vagabundos enmarcha. Avanzaron y comenzaron aponerse abrigos y sombreros, bufandas,gabardinas, botas, jerséis, guantes,diferentes accesorios.

—¿Al contado o a plazos, señor? —preguntó una voz asustada.

—Cóbraselo a mi agujero del culo,

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gilipollas.O en otro mostrador:—Creo que ésa es su talla, señor.—¿Lo puedo cambiar dentro de los

primeros 14 días si no estoy conforme?—Claro, señor.—Pero puede que dentro de 14 días

usted esté muerto.Entonces comenzó a sonar una

alarma general. Alguien se había dadocuenta de que la tienda estaba siendoinvadida. Los clientes, que habíanestado observando con desconfianza, seapartaron.

Llegaron tres hombres corriendo,vestidos con unos trajes grises de muymal corte. Eran hombres voluminosos

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pero tenían más grasa que músculos. Seabalanzaron sobre los vagabundos paraecharles de la tienda. Sólo que habíademasiados vagabundos. Ydesaparecieron entre aquellamuchedumbre. Pero mientras peleaban,maldiciendo y amenazando, uno de losguardias echó mano a la pistola. Huboun disparo, pero fue un gesto estúpido oinútil, y el tipo fue rápidamentedesarmado.

De pronto, un vagabundo aparecióen la parte superior de las escalerasmecánicas. Tenía la pistola. Estababorracho. Nunca había tenido unapistola. Pero le gustaba. Apuntó y apretóel gatillo. Le dio a un maniquí. La bala

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le atravesó el cuello. La cabeza cayó alsuelo: la muerte de un esquiador deAspen.

La muerte de este objeto pareciódespertar a los vagabundos. Hubo unaruidosa ovación. Se esparcieronescaleras arriba y por toda la tienda.Gritaban incoherentemente. Por unmomento toda la frustración y el fracasodesaparecieron. Les brillaban los ojos ysus movimientos eran rápidos y llenosde seguridad. Era una escena curiosa,rara, desagradable.

Se movían rápidamente de un piso aotro, de una zona a otra.

Tom y Max ya no dirigían, eranarrastrados con los demás.

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Ahora saltaban por encima de losmostradores, rompían cristales. En elmostrador de los cosméticos unajovencita rubia dio un grito a la vez quelevantaba los brazos. Eso atrajo laatención de uno de los vagabundos másjóvenes, que le levantó el vestido ygritó: «¡HALA!».

Otro vagabundo se acercó y agarró ala chica. Entonces vino otro corriendo.Pronto hubo un montón alrededor deella, arrancándole la ropa. Era muydesagradable. Sin embargo, inspiró aotros vagabundos. Empezaron a corrertras las dependientas.

Tom buscó un mostrador que todavíaestuviera entero, se subió encima y

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empezó a gritar.«¡NO! ¡ESTO NO! ¡PARAD! ¡NO ERA

ESTO A LO QUE ME REFERÍA!».Max estaba de pie junto a Tom.—Ah, mierda —dijo en voz baja.Los vagabundos no se calmaban.

Arrancaban cortinas, volcaban lasmesas. Continuaban destrozando losmostradores de cristal. También habíaun gran griterío.

Algo se rompió con enormeestruendo.

Después se inició un fuego, peroaquellos hombres seguían con el saqueo.

Tom se bajó del mostrador. Todoaquel episodio no había durado más decinco minutos. Miró a Max.

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—¡Vámonos cagando leches!Otro sueño que se había ido a la

mierda, otro perro muerto en lacarretera, más pesadillas de miseria.

Tom empezó a correr y Max lesiguió. Bajaron por las escalerasmecánicas. Mientras bajaban, la policíasubía corriendo por la escalera contigua.Tom y Max seguían llevando sus abrigosnuevos. Si no hubiese sido por susrostros colorados y sin afeitar, suaspecto habría sido casi respetable. Enla primera planta se mezclaron con elgentío. Había policías en las puertas.Dejaban salir a la gente, pero nodejaban entrar a nadie.

Tom había robado un puñado de

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puros. Le dio uno a Max.—Toma, enciéndelo. Trata de

parecer respetable.Tom encendió uno para él.—Ahora vamos a ver si logramos

salir de aquí.—¿Crees que podremos engañarles,

Tom?—No sé. Intenta parecer un corredor

de Bolsa o un médico…—¿Qué aspecto tienen?—Satisfecho y estúpido.Fueron hacia la salida. No hubo

problemas. Fueron conducidos hacia elexterior junto con otros. Oyerondisparos dentro del edificio. Miraronhacia arriba. Se veían llamas en una de

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las ventanas superiores. En seguidaoyeron acercarse las sirenas de losbomberos.

Giraron hacia el sur y regresaron alos barrios bajos.

Esa noche eran los dos vagabundosmejor vestidos de aquella pensión demala muerte. Max había robado inclusoun reloj. Sus manecillas brillaban en laoscuridad. La noche acababa deempezar. Se tumbaron en sus catresmientras comenzaban los ronquidos.

La pensión estaba de nuevo repleta,a pesar de los arrestos en masa deaquella tarde. Siempre había suficientes

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vagabundos para llenar cualquiervacante.

Tom sacó dos puros, le pasó uno aMax. Los encendieron y fumaron ensilencio durante un rato. Pasados unosminutos, habló Tom.

—Eh, Max…—¿Sí?—Yo no quería que fuese de esa

forma.—Ya lo sé. No te preocupes.Los ronquidos iban subiendo

gradualmente de volumen. Tom sacó unabotella de vino sin abrir de debajo de sualmohada. La destapó, echó un trago.

—¿Max?—¿Sí?

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—¿Un trago?—Claro.Tom pasó la botella. Max echó un

trago y se la devolvió.—Gracias.Tom deslizó la botella debajo de su

almohada.Era moscatel.

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ACCIÓN

Henry Baroyan pasó entre el Cadillac yel Porsche, se puso tranquilamente a 120y dio una calada a su puro, aspirando,pensando quizá hoy tenga un poco desuerte, joder, buena falta me hace. ElBMW tenía 5 años pero todavíafuncionaba bien. Había pagado 88 pavospor el impuesto de circulación aunqueluego perdió el recibo. Siempre perdíalos recibos. Siempre lo perdía todo.Incluso el Premio Pulitzer. Hacía diezaños, cuando estaba en la cumbre, lo

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había rechazado, declarando que él yatenía el único premio que necesitaba unescritor.

Se había casado dos veces con lamisma mujer. Había perdido 350 000dólares en el hipódromo. No habíapodido pagar sus impuestos. Le quitaronla casa, le quitaron todo. Sólo le dejaronel coche, la máquina de escribir y lamujer. Dinero que debía a Hacienda:440 000 dólares. ¿Cómo llegaron lascosas a ese punto? Henry solía pagar un6% de interés sobre los impuestosatrasados, ahora pagaba un 16%.Y él eraaquel tipo que solía escribir relatossobre un personaje que escribía en uncuarto pequeño y se moría de hambre.

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¡Qué bien le iba entonces! Ahora debíamás dinero que el que jamás podríaganar. Estaba en la ruina, el gobiernoestaba en la ruina, el mundo estaba en laruina. ¿Quién coño tenía el malditodinero?

—¿Otra vez vas a ir a ese jodidohipódromo? —había preguntado Traci.Traci era su mujer.

—Tengo que hacerlo, nena. Es loque hace funcionar la máquina deescribir. Necesito acción.

—Puedes escribir sin necesidad deapostar. No seas tonto. No te hundas másde lo que ya lo estás.

—¿Qué diferencia hay entre deber440 000 o 940 000 dólares?

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—Una diferencia de 500 000dólares.

—¡Qué chica tan lista! Me voy.—¡Eres absolutamente gilipollas!Y lo peor de todo era que ya no

podía escribir. Ahora era Larry Simpsonquien escribía sus cosas. No escribíaigual que Henry ni de lejos. Larryescribía para otros. Pero el nombreBaroyan todavía vendía mucho. Larryera su negro. Y Larry se llevaba el 40%.

Quizá algún día pueda volver ahacerlo, pensaba Henry. Quizá un buendía el hipódromo haga que me recupere.

Hablando del hipódromo, ya habíallegado. Estaba en el aparcamiento.Todos los encargados le conocían. Paró

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donde estaba el gordo con el transistor.El encargado estaba escuchando aMadonna. Quizá algún día tambiénMadonna se quede con el culo al aire. Eltipo le extendió el ticket delaparcamiento y Henry le dio 6 pavos.

—¿Vas ganando, campeón? —preguntó el gordo.

—No está mal —contestó Henry,luego arrancó y siguió la línea azul haciael aparcamiento.

Cuando llegó dejó allí el coche sincoger ningún ticket. Conocían aquelcoche. Sólo había un tipo que conducíaun BMW negro del 79 con los farosantiniebla delanteros arrancados.

Los encargados siempre aparcaban

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su coche por allí cerca, y cuando loveían salir, justo antes de la últimacarrera (a él le gustaba salir antes deque lo hiciera el gentío), uno de loschicos lo tenía ya en marcha,esperándolo. No sabían que él era unjodido pelagatos. Los días que perdíales daba un billete de 5 dólares por suservicio. Cuando ganaba daba más. Lamayor parte de los días recibían 5dólares.

Uno de los encargados delaparcamiento lo vio. Era Bob. Bob eraun poco más despierto que los otros.

—Eh, Hank —dijo—, si hoy no esmi día, espero que sea el tuyo.

—Gracias, Bob, quizá nos toque a

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los dos.—Claro —dijo—, y quizá las

liebres se vayan a bucear conescafandra.

Henry enseñó su pase en laventanilla del club y entró. Cogió elprograma y el Racing Form. Atravesó elclub y salió a la zona de tribunas. Él ibacon los pobres, era más pobre quecualquiera de ellos.

Fue a su bar preferido. Rusty estabadetrás de la barra. Rusty tambiénapostaba.

—Vodka-7, Rusty.—Muy bien… El programa de hoy

parece estupendo, Hank.—Todavía no lo he abierto.

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—Oye, tengo una buena para ti.—No quiero oírla.—Es en la 3.ª, en la carrera para

caballos que nunca han ganado. Ya sabesque ésas están todas amañadas. Loscaballos ganan por diez cuerpos.

—No me pases un caballo conbuenos galopes en los entrenamientos.Son una mierda.

—Oye, a éste lo han trabajado ensecreto, incluso antes del cronometraje.Pagará por lo menos 15 a 1. Nadie losabe.

Henry vació su vodka.—¿Y tú cómo lo sabes?—Alguien me debe un favor.—¡Jesús! ¿A ti también?

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Rusty se inclinó hacia adelante ysusurró:

—Red Window en la 3.a.Henry sacó el dinero de su bebida,

más la propina.—Una gilipollez.—No —dijo Rusty—, esta vez no. Y

ahora invito yo.Volvió a llenar el vaso de Henry.—Gracias, Rusty.—¿Qué tal lo que estás escribiendo?—Podría estar mejor —contestó

Henry, vaciando su vaso.Entonces se puso en camino,

dirigiéndose hacia las escalerasmecánicas que conducían a la terraza. Alpie de la escalera, donde daba el sol,

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había un negro viejo con ojos grandes yamables.

—Eh, hombre —dijo—. ¿No nosconocemos?

—No, a no ser que seas deHacienda.

—No. Te he visto en el metro o a lomejor en alguna película.

—En una porno, hace mucho tiempo.—No, hombre, yo conozco tu cara.—Me confundes con otro.Henry pasó por delante y subió a la

escalera mecánica.—No, hombre —gritó el viejo a sus

espaldas—, no me engañas, ¡te he vistoen alguna serie de televisión!

Henry miró hacia atrás.

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—Me confundes con otro,hermano…

En el segundo piso Henry fue al bary compró una lata grande de cerveza. Sela llevó a su asiento y echó un trago.Sintió náuseas. Aquella mierdanecesitaba madurar. Había que pensarlodetenidamente. Abrió el programa yestudió la primera carrera. No apostaríaa esos caballos que vienen de atrás oque han bajado de categoría. Necesitabauno que fuese a la cabeza. Uno rápido.Si hay que perder, mejor perder delante.

Notó que un joven se le acercaba.Después vio las piernas frente a él. Laspiernas estaban simplemente allí, de pie.Henry no alzó la mirada. Entonces se

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oyó una voz. Una voz joven.—Discúlpeme, no quiero molestarle,

pero ¿no es usted Henry Baroyan, elescritor?

—No, soy su primo André.—¡Ah, venga! ¡Yo le conozco! Lo

estudiamos en Literatura Moderna en elLong Beach State.

—Sólo me dedico a apostar a loscaballos.

—Pero hombre, usted es uno de misescritores favoritos.

—¿Ah, sí? ¿Quiénes son los otros?—Burroughs, Ginsberg, Genet,

Bowles…—Esfúmate.—Oiga, señor Baroyan, hágame un

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favor. ¿Me firma un autógrafo en elprograma?

—Está bien. ¿Dónde?—Aquí… delante…, y haga uno de

sus pequeños dibujos. Ya sabe, esosdibujitos que usted hace.

El chico le dio el programa a Henry.Era un chico blanco y suave, perdido ensus sueños previos a la realidad. Unchico simpático, un chico simpático…

«Nunca apuestes a un caballo quecague al acercarse al cajón de salida»,escribió. Después buscó un sitio en elmargen, firmó, dibujó un retrato de unrocín haciendo sus necesidades.Devolvió el programa.

—Muchas gracias, en serio… —dijo

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el chico, y se fue.Tal vez, pensó Henry, pueda escribir

un relato sobre el hipódromo. Esejodido Larry Simpson sólo sabe escribirsobre Mardi Gras, carreras deserpientes de cascabel, ahogados frentea las costas de Argentina o políticosenamorados de terriers irlandeses.También sobre sueños acarameladosacerca de un mundo libre y maravilloso.

Entonces —así, de repente— llególa hora de la primera carrera. Henry fuehacia las colas donde estaban todos: lossolitarios y los dementes, las feas sinremedio con sus tacones gastados yaquellos rostros a los que todo les habíasido robado hacía ya mucho tiempo,

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todo menos la determinación decontinuar sin esperanza, sin melodía osin una máxima expectativa de victoriasiquiera.

Cuando la muerte venga a buscarnos,pensó Henry, nos escupirá como huesoslimpios, acabados hace tiempo, secos yduros y… ¿qué? Y nada.

Entonces, mientras Henry estabahaciendo cola, Marsden apareciócorriendo. Marsden había sidotaquillero pero hizo un trapicheo ilegalcon la máquina y perdió el puesto. Sinembargo, le seguían admitiendo en elhipódromo. Y Marsden le había echadomuchas veces una mano a Henry,especialmente en las apuestas de

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trotones, en las que el dinero, caliente yen grandes cantidades, entraba tan tardey tan rápido que era casi imposibleparticipar en la acción. Marsden solíamarcar un ticket de 50 a ganador para él,mirando hacia el final de la larga colaen la que se encontraba Henry, yseñalaba el número del caballo.Marsden y las carreras de trotoneshabían resultado provechosas paraHenry.

Marsden llevaba ropa hecha amedida, parecía estar siempre feliz, reíaa menudo…, un hijo de puta encantadorque tenía muchos problemas con lasmujeres. Más incluso que Henry.

Marsden estaba allí de pie con su

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elegante atuendo.—¡Eh, chico!Había alguien con él. Otro tipo bien

vestido.—Éste es mi abogado.El mundo estaba bien. Se dieron la

mano. El mundo estaba bien y era unabroma. El abogado se fue hacia el bar.

—Oye, chico —dijo Marsden—, séque eres un jugador. Sé que sabes quiénva a entrar primero. Pásame el dato.

—Esto no es la carrera de trotones,Mars…

—¡A tomar por culo! Pásame eldato.

—El que más me gusta es el 9.—¡Eso! ¡Eso!, ¡lo he oído! ¡Ya me

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dijeron que no podía perder! Oye,déjame cincuenta. Hace un rato hevenido por aquí y he oído hablar del 9.¡Déjame cincuenta, por favor!

—Me pones contra la pared, Mars.Lo más que puedo dejarte es un billetede 20.

—Vale…Henry le dio los 20 y Marsden se

fue.Cuando quedaban 3 apostantes entre

Henry y la ventanilla se oyó anunciarpor los altavoces: «Por orden de loscomisarios, Happy Hour ha sidoretirado».

Happy Hour era el caballo número9.

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Joder, pensó Henry. Entonces yaestaba frente al encargado de lasapuestas.

—Veinte a ganador al 5 —dijo.Salió a ver la carrera. Cuando la

estaba viendo, lo oyó: «¡Hot Watch se haquedado en la salida!».

Hot Watch era el 5.Henry se puso a dar vueltas mientras

la carrera continuaba. Pensó que tal vezpudiese encontrar a Marsden. QuizáMarsden le devolviese los 20. Era unacuestión de principios. Y un billete de20 podía cambiarle la vida. Bueno, talvez no cambiarla pero sí ayudar un pocoen la lucha imposible.

Pero no pudo encontrar a Marsden.

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No pudo encontrar a nadie que separeciera siquiera un poco a Marsden.Ni siquiera se parecían a sí mismos.Todos parecían animales aplastados,como si una apisonadora les hubierapasado por encima. Incluso las mujeres.Especialmente las mujeres.

Se metió más entre la multitudmientras ellos seguían atentos al cursode la carrera.

Las mujeres de los pobres. ¡Dios!¡Qué desconsiderado por su parte pensaren ellas de aquel modo! Muchas tendríanprobablemente geranios pequeños y lesgustarían las plantas. Y retoñosdrogados, cogidos in fraganti, que seestarían pudriendo ahora en esas celdas

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remotas de todo el mundo en las que lasratas nunca sonreían.

Bueno, mierda, el día no habíaacabado. Ningún día acababa hasta queacababa. La esperanza renacía siemprecomo las setas venenosas.

Entonces terminó la carrera. Sehabía corrido un petardo de 26 a 1, uncaballo rapidísimo que venía deCaliente. La mayoría de la gente noparecía muy feliz. Había muchosmexicanos y negros entre la multitud,esperando acertar, esperando romper suscadenas. Nunca lo harían. Lo único quehacían era añadir nuevos eslabones asus cadenas. Los blancos eran los queparecían más lastimosos y blandengues,

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con ojos de furia tremenda. La mayoríaeran hombres. Sin embargo, hay unacosa curiosa respecto a los hombresblancos: son un material maravillosopara los escritores. Se puede escribirtodo lo que uno quiera sobre el hombreblanco norteamericano y nunca protestanadie. Ni siquiera el hombre blanconorteamericano. Pero si se escribe algodesagradable sobre cualquier otra raza oclase o sexo, los críticos y el público seponen furiosos y las cartas llenas deodio comienzan a amontonarse auncuando parezca que el libro se siguevendiendo bien. Para odiarte, primerotienen que leerte. Se mueren de ganas desaber qué es lo que vas a decir ahora

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sobre su mundo. Mientras que al hombreblanco norteamericano le importa uncarajo lo que se diga sobre él porquedomina el mundo; de momento, almenos.

Un hombre blanco y grande iba haciaHenry, sonriendo levemente. Henrycomenzó a dirigirse hacia otra parte.

—¡Eh! —dijo el tipo.Henry se volvió y esperó.El tipo grande llegó hasta él y se

detuvo demasiado cerca. Henryretrocedió.

—Me llamo Monty Edwards —dijo—, soy agente de jockeys.

—Vaya, eso está muy bien —dijoHenry—, pero no puedo montar para

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usted, peso 102 kilos.—¿No es usted Henry Baroyan, el

escritor?—Bueno, sí.—Bernard Loft es entrenador. Lee

sus cosas y le gustan. Le gustaríaconocerle.

—Dígale que le mando un saludo.—Eh, venga, no sea cabrito, quiere

conocerle.—Vale, ¿dónde está?—Sígame.Henry siguió a Edwards hacia la

parte este de la tribuna, pasaron frente alacomodador y entraron en los palcos. Elsector de palcos era otra cosa: estaballeno de propietarios, entrenadores,

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agentes de jockeys, exjockeys ydesechos del mundo de las carreras.Parecían un poco más tranquilos que elgentío de las tribunas. Iban mejorvestidos y no deambulaban demasiadode un lado a otro. Estaban de pie engrupos pequeños, hablandopausadamente.

Henry siguió a Edward hasta unpalco de abajo. Un tipo se puso de pie.Iba muy bien vestido. Le brillaban loszapatos. La corbata suelta, azulplateado.

—Baroyan —dijo—, soy BernardLoft. Su obra me ha producido un granplacer.

—Gracias.

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Se estrecharon la mano.—Oiga —dijo Loft—, me gustaría

recompensarle un poco los buenosmomentos que he pasado leyéndole.

—Nada de soplos, por favor.—No, no, tengo un caballo en esta

carrera. Espero que gane y me gustaríaque viniera usted al recinto de losganadores para que nos fotografíenjuntos.

—¿Cuál es su caballo?—Highwater.—Es un caballo que viene desde

atrás. ¿Cómo va a alcanzar aWormwood?

—Lo intentaremos. Deberíamoslograrlo a tiempo.

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—No veo cómo, Loft. Pero le deseosuerte, por supuesto.

—Ahora, si me perdona —dijo Loft—, tengo que bajar al paddock.

—Claro.Henry se sentó con Edwards.Edwards vio a una mujer con un gran

sombrero blanco, un vestido blanco dealta costura, un pañuelo rojo, cara depaloma y enormes ojos de ratón. Lesonrió.

—Hola, señora Carrington. ¿Qué talva todo?

—Muy bien, Monty, sólo que ayerperdimos a nuestra yegua.

—¿Ah, sí?—Sí. Fue comprada en la 5.a.

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—Oh, cómo lo siento. Quizá consigarecuperarla.

—Sí, pensamos recuperarla en lapróxima carrera.

Jodidos ricos, pensó Henry,consiguen 40 000 dólares por un caballoy se ponen tristes.

—Muy bien —dijo Henry—, voy apasear un poco y después a apostar.

—¿Cuál le gusta?—Wormwood.—¿No va a apostar al caballo de

Bernard?—No. Tiene que remontar desde

muy atrás.—Bernard dice que Highwater

entrará el primero.

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—Ya veremos.—¿Volverá aquí para ver la carrera?—De acuerdo.Henry fue pasillo arriba y entró en la

zona de apuestas. Las ventanillasestaban abiertas y, de momento, no habíacola. Apostó 40 a ganador aWormwood. Wormwood estaba pagando7 a 2 y parecía que se mantendría así.

Debería estar en casa escribiendo amáquina, pensó Henry. Este bloqueo deescritor no va a durar siempre.

Fue al bar y pidió un vodka-7. Echóuna mirada alrededor. En aquella parteprivilegiada del hipódromo todas lasmujeres parecían jóvenes, ágiles,rebosantes de buen humor. Incluso las

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más viejas tenían bastante buen aspecto.Eso enriquecía a Henry. ¿Por qué lasmujeres de los pobres tenían que tenertan mal aspecto? No era justo. Pero ¿quéera justo? ¿Ha habido alguna vez uninstante de justicia para los pobres?Toda esa mierda sobre la democracia ylas oportunidades con la que losalimentaban era sólo para evitar quequemaran los palacios. Claro, de vez encuando había un tipo que salía delvertedero y lo conseguía. Pero por cadauno que lo conseguía había cientos demiles enterrados en los barrios bajos oen la cárcel o en el manicomio osuicidados o drogados o borrachos. Ymuchos más trabajando por un sueldo de

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miseria, desperdiciando sus vidas por lamera subsistencia.

La esclavitud no ha sido abolida,solamente se ha expandido para incluir anueve décimas partes de la población.En todas partes. Santa Mierda.

Henry acabó su bebida y regresó alpalco. Edwards se había ido a algúnsitio y ahora tenía todo el palco para élsolo. Así es como debía ser. Espacio.Alivio. Lejos de la enloquecedoramultitud. Sí.

Mientras esperaba repasó la 3.ªcarrera, recordando el soplo de Rustyrespecto a Red Window. Henry nuncahabía visto que un soplo ganase. Pero elproblema con los soplos era que había

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que apostar, porque si luego ganaba y nohabías apostado por él, uno tenía quedarse una patada en el culo a sí mismo.Pero lo que en realidad era prudentehacer era no apostar a Red Window.Pero ¿era él lo suficientementeprudente?

Estaban metiéndolos en los cajonespara la 2.a carrera. Wormwood habíabajado hasta 3 a 1 y Highwater estabacotizando 2 a 1. Edwards había vuelto.Se sentó al lado de Henry.

—¿Cuándo sale su próximo libro?—preguntó.

—En cualquier momento.Sonó la campana y salieron. Eran

mil quinientos metros. Wormwood tomó

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la cabeza con facilidad, sacó un cuerpoy medio de ventaja en los primerostrescientos metros. Al llegar a la rectaopuesta seguía y sacaba ya 2 cuerpos.Tomó bien la curva y aumentó ladistancia en la recta final. Ahora sacabatres cuerpos y medio y galopaba, lasorejas de punta, sedoso. No se le veía niuna gota de sudor.

Entonces le tocó el turno aHighwater. Se acercaba, se acercaba.Wormwood todavía le sacaba 2 cuerpos,luego uno y medio, luego uno, medio, yya la meta estaba encima. Pincay dabafustazos a Highwater sin descanso. Alllegar a la meta parecía un caballo con 8patas. No se sabía quién había ganado.

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Había que esperar que apareciera lafoto.

—Parece un empate —dijoEdwards.

—Creo que ha ganado Wormwood—dijo Henry—. En estos casos tanreñidos normalmente gana el caballo dedentro.

—Pero no hay que olvidarse —dijoEdwards— de que Pincay en la meta esel demonio en persona.

Concededme sólo ésta, susurróHenry a los dioses, concededme sóloésta y todo lo demás será más llevadero.No pido mucho, concededme sólo unacorta cabeza. Un hombre puedecansarse, sabéis. Un hombre puede

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cansarse mucho, mucho. Sólo una cortacabeza. Sólo esta vez. Una vez. Ahora.

Apareció el resultado.Highwater.Necesito la máquina de escribir,

pensó Henry. Así podré hacer que lascosas salgan como yo quiero que salgan.Y ahora, ¿qué voy a hacer con lo de RedWindow?

Entonces llegó Bernard Loft.—Sígame, Baroyan, por favor.—Bonita carrera. Enhorabuena. No

creí que me alcanzase…—En realidad a mí el caballo no me

gusta, pero lo he llevado por buencamino.

Henry siguió a Loft escalera abajo,

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luego atravesaron la puerta y entraron enel recinto de ganadores. Highwaterestaba entrando en ese momento. Pincaydesmontó.

—Has montado muy bien, Laffit,gracias —dijo Loft.

—Gracias —contestó Pincay—,usted sí que lo había preparado bien.

Pincay parecía un verdaderocaballero. No había nada defanfarronería en él. Era un ejemplo dedistinción.

Los propietarios y los amigos de lospropietarios formaban una larga fila a unlado del caballo, debía de haber unosdiez u once. Pincay estaba de pie en elcentro. Al otro lado del caballo estaban

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el mozo de cuadra, Loft y Henry.—Mire a la cámara —dijo Loft a

Henry.Hubo un flash y todo el mundo

empezó a irse.—Mañana le busco y le doy la copia

de la foto —dijo Loft.—Muchas gracias, Loft, esto ha sido

muy emocionante para mí, y yo no meemociono muy a menudo.

—Es usted un buen escritor —dijoLoft.

Henry buscó un cigarrillo, loencendió y se alejó.

Atravesó la puerta, subió lasescaleras y ya estaba de nuevo en lazona de apuestas.

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Loft no sabía que él estaba acabado.Finis.

Henry abandonó el sector de palcosy regresó a las tribunas, a los pobres.Buscó un asiento en la tribuna.

Algunos de los mamones novatosbebían latas de cerveza caliente que sehabían traído de fuera. El calor del día yel calor de las pérdidas puedenentibiarlo todo. Al cabo de sólo doscarreras sus caras ya estaban sudorosasy condenadas. Esperaban lo imposible ylo imposible rara vez llega. Sólo en laspelículas, chico, sólo en la pantalla detelevisión. Allí es donde algunosconsiguen ese pequeño empujón que losmantiene vivos.

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Deberían cerrar este jodido lugar,pensó Henry, pero nunca lo harán. ElEstado se hacer rico con los impuestos.

Henry comprobó cómo estaba RedWindow en la pantalla. Por la mañanatenía una cotización de 15 a 1 y enpantalla abrió a 18. No estaba mal.Quizá el soplo no se había extendido,para variar. El caballo no había corridonunca, en el programa aparecía conmarcas mediocres. El jockey tambiéntenía un porcentaje bajo de éxitos.Ninguno de los pronósticos se fijaba enél. No parecía que se hubiese corrido lavoz.

¿Y bien?Henry se sentó.

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El caballo subió a 15, luego bajó a14, luego volvió a subir a 17.

Seis o siete filas más abajo unamexicana gorda intentaba calmar a unbebé que berreaba. El marido de aquellamujer ya estaba borracho de cerveza. Nisiquiera leía el Form. Estaba allísimplemente sentado, chupando la latade cerveza mientras el bebé sedesgañitaba. La mujer parecía apurada,casi como si sufriera intentandotranquilizar al bebé. Llevaba un vestidomuy bonito para el hipódromo. Se habíapuesto un lazo azul en el pelo. El maridollevaba una gorra de béisbol de los L.A. Dodgers. Se la había puesto al revés.El bebé chillaba. El tipo acabó su

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cerveza, la tiró y abrió otra.Si alguna vez voy al infierno, pensó

Henry, será como esto. O quizá ya hemuerto y estoy en el infierno.

Detrás, por encima de Henry, en laúltima fila, había un grupo de jóvenes.Tenían las camisas por fuera de lospantalones y estaban más borrachos quela mayoría de los demás presentes.Tenían el transistor alto, muy alto, conuna emisora de rock. Discutían sobre loscaballos elegidos y maldecían. Parecíaque les gustaban palabras como«mierda», «joder» y «mamón». Pero aúnles estaba cambiando la voz. Se lesquebraba de vez en cuando y aparecía untono casi femenino entre los sonidos.

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Las palabras «mierda», «joder» y«mamón» sonaban con una falsachulería.

En el momento del desfile, antes dela carrera, Red Window cotizaba a 12.Siete minutos antes de la carrera, a 14.

Henry fue a una ventanilla deapuestas. Las colas eran largas todavía.

Logró apostar cuando faltaban 4minutos para la salida. 50 a ganador.

El caballo cotizaba a 11.Henry volvió a subir a las tribunas y

se sentó. Cuando llegó a su asiento RedWindow cotizaba a 8.

Las probabilidades comenzaron abajar a cada cambio de pantalla. 8…7… 6…

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Los caballos estaban acercándose alos cajones.

5…La gente salía corriendo de las

tribunas, gritando: «¡Red Window!».Debería cancelar mi maldito ticket,

pensó Henry, nunca he visto ganar a uncaballo que dé un bajón tan grande. Pero¿y si lo veo hoy? ¿Será un supercaballo?Mejor es que lo deje así.

9 a 2…4…6 a 2…Ya estaban en los cajones. Gracias a

Dios.Entonces un caballo se escapó. Un

petardo. Mala suerte. Había que retrasar

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la carrera. Los encargados de loscajones dieron la vuelta para cogerlo ypoder meterlo de nuevo.

Los jovencitos, los chicos con lascamisas fuera y voz de mujer, corrieronescaleras abajo.

—¡BIEN! ¡TODAVÍA TENEMOSTIEMPO DE LLEGAR ABAJO!

Sí que eran ágiles, saltaban losescalones de 2 en 2 o de 3 en 3. Elúltimo tropezó, perdió el equilibrio yrodó por las escaleras.

—¡¡MIERDA!!Casi se abre la cabeza contra una de

las gradas, se puso de pie de un salto ycorrió detrás de los otros.

—¡RED WINDOW!

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Era el que se mostraba reacio aentrar en el cajón.

3…5 a 2…Tuvieron que meterlo empujando por

la grupa.Cuando se abrió el cajón, Red

Window cotizaba 9 a 5.La carrera era de dos mil metros.Red Window salió despacio del

cajón número 8. En cuanto pudo, eljockey lo llevó hacia la valla para ganarterreno. Los caballos se pusieron en filaindia al tomar la primera curva.

Miles y miles de dólares habían idoa parar a Red Window en cuestión deminutos, de segundos. Tenía que ser

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bueno o el mundo estaba loco. Hogaresenteros estaban en juego. Vidas enterasestaban en juego. Todo estaba en juegoen esta carrera. ¡Si alguna vez uncaballo lo consiguió corriendo pordentro, ésta tenía que ser esa vez!

Bajando la recta opuesta RedWindow logró un hueco junto a la valla.El jockey lo dejó ir un poco y se colocó5.°. Estaba a sólo 4 cuerpos de lacabeza, y un par de velocistas semachacaban uno a otro en la delantera.Red Window se pegó a la valla,manteniendo su posición, sin ganar niperder terreno. No estaba bien, perotampoco mal. Si el caballo era un«crack», lo estaban reservando para un

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gran final.En la última curva Red Window

empezó a perder posiciones.¡Hey!Estaba a 6 cuerpos, iba decayendo,

había una pared de caballos muycansados, el sol luchaba contra lapolución, las montañas eran de unpúrpura claro y Red Window parecíaestar encerrado contra la valla.

Entonces el jockey se empleó afondo.

Sacó el caballo de la valla,abriéndose hacia el otro lado rodeó lacansada masa de carne equina, ¡y veníacomo un tiro!

Red Window iba a ganar.

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¡Red!, pensó Harry, ¡ésta vez, sí!Red Window se abrió mucho en la

recta. Tenía el campo despejado. Erauna locomotora cojonuda. Parecía eldoble de grande que cualquier otrocaballo. ¡Era tan hermoso, tan hermoso!

Se estaba produciendo el milagro.La multitud parecía una sola voz

enloquecida. Por fin, la vida era buena.Entonces el caballo dejó de correr.

Empezó a levantarse de manos. Empezóa mover la cabeza enloquecido.

El jockey se puso furioso, le habíandicho que el caballo no podía perder, lepegaba con la fusta, casi de pie en lasilla.

Red Window se negaba y cada vez

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iba más despacio.Entonces, echó la cabeza hacia atrás

y se paró en seco.Se negaba a ir hacia la meta.El favorito de la prensa matutina

cruzó la meta, cotizando 7 a 2, porencima del pronóstico de la mañana, queera de 7 a 5.

Desde las tribunas llegó un coro deabucheos e improperios.

El caballo se había plantado a 70metros de la meta y se negaba acontinuar. La multitud estabaenloquecida y los que estaban cerca dela valla le arrojaban botes de cerveza,programas de carreras, perritoscalientes, basura, cualquier cosa que

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tuvieran a mano. Un borracho se quitólos zapatos y los lanzó. El alboroto y unrugido agónico lo llenaban todo. Lasnubes se estremecieron y las montañasparpadearon.

Red Window estaba allí parado y sepuso a defecar. Se estaba cagando en lamultitud. Y cuando acabó de hacerlo, serepuso, avanzó a trompicones y, con eljockey con un pie fuera del estribo, ¡RedWindow empezó a correr!

Red Window corría como un hijo deputa. Estaba lleno de energía. Tenía unaspecto magnífico. El chico tiraba de lasriendas pero no podía detenerlo. Elcaballo era tan fuerte como diez milcaballos. Podía atravesar una pared de

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cemento corriendo.Red Window cruzó, por fin, la meta.Y fue hacia los caballos que le

habían vencido, los caballos quevolvían al trote en dirección opuesta.

Los mozos salieron tras RedWindow.

«¡CABALLO SUELTO!», gritó ellocutor, «¡CABALLO SUELTO EN LAPISTA!».

Los jockeys dejaron paso y RedWindow cruzó arrasando.

Finalmente los mozos lo acorralaronen la recta opuesta.

Entonces no hubo quien lo moviera.Tiraron de las riendas, le pegaron, lemaldijeron y trataron de engañarle para

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que se moviera. Red Window seguía allíplantado, clavado en tierra.

Tuvieron que acercar la camionetadel caballo. Después de cuatro largosminutos lograron meterlo. Consiguió unpaseo gratis de regreso a la cuadra.

Entonces apareció en la pantalla: elfavorito de la mañana paga 9,80 dólares.

Henry rompió su ticket, que fue aunirse con todos los demás.

Bueno, sólo tenía 110 dólaresmenos, sin contar los 20 que le habíadado a Marsden. Todavía podíarecuperarse. Sólo necesitaba un par deaciertos para lograrlo.

—¡OH, DIOS MÍO! —gritó uno de losjóvenes de la fila de atrás—. ¡ESTE SITIO

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DE MIERDA ME DA GANAS DE VOMITAR!Henry abrió el programa por la

cuarta carrera, de dos mil metros,dedicada a los Empleados en lasIndustrias Cárnicas de Shamrock. Elpremio era de 35 000 dólares, paracaballos de cuatro años o más que nohubieran ganado más de dos carreras de3000 dólares y con 55 kilos de peso.

Quizá, pensó Henry, debería probaren la Bolsa.

Cogió su programa y bajó al bar máscercano. Nunca había visto aquel bar tanlleno. El camino del infierno estaríalleno de compañía, pero aún eratremendamente solitario.

A empujones y codazos se abrió

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paso hacia su vodka-7.

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EL JOCKEY

Durante el calentamiento de BlueMongoose en la recta opuesta, antes dela última carrera, Larry Peterson notóque el caballo estaba realmente mal, conun ataque de pánico. Larry llevabaquince años montando y conocía a suscaballos. A éste, verdaderamente, lehabía picado una mosca.

Larry trató de calmarlo, pero alllegar a la meta las cosas no habíanmejorado. Se dirigió hacia la puerta,pasando por delante de los demás

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caballos, y buscó a McKelvey. Le dijo:—Este jodido animal no está en

buenas condiciones. Quiero que loretiren.

—Yo lo veo bien —contestóMcKelvey.

Larry sabía que McKelvey era uncomisario que se preocupaba del dineroque perdía el hipódromo cuando teníanque retirar un caballo. La cantidad quese perdía era, sin embargo,insignificante, porque tan pronto comolos tontos recuperaban el dinero volvíana apostarlo a otro caballo.

Larry desmontó y le pasó las riendasa McKelvey.

—¡Prueba a este hijo de puta! ¡A ver

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si tú puedes mantenerlo sobre el suelo!McKelvey era un tipo grande y

gordo. Agarró las riendas. BlueMongoose corcoveó, sacudió la cabeza,estaba cubierto de sudor.

—¡Venga, hijo de puta, cálmate! —legritó McKelvey al caballo.

Dio un tirón a las riendas y le hizogalopar en un círculo, luego en otro yluego en otro.

—¡McKelvey, lo único que estálogrando es que se ponga peor!

McKelvey paró el caballo y miróairadamente a Peterson.

—¡A este caballo no le pasa nada,Larry! ¡O montas o recomendaré que tesuspendan durante 5 carreras por negarte

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a montar!—Eso es quitarme el pan de la boca,

McKelvey.—O montas o te mueres de hambre,

chico.—¡Mierda!

Larry montó. La multitud, que no sabíalo que estaba ocurriendo, aplaudió. BlueMongoose era el caballo número 8. Lossiete anteriores ya estaban dentro. BlueMongoose se negaba a entrar en elcajón. Varios de los tipos de la puerta loempujaron por la grupa hasta lograrmeterlo.

El animal temblaba y resoplaba.

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Cuando metieron al noveno caballo en elcajón de al lado, enloqueció. Se alzó demanos por encima de la puerta y tiróhacia atrás a Larry, que cayópesadamente sobre los excrementos. Fueun golpe tremendo, pero Larry no perdióla conciencia. Giró lentamente, se pusode pie. Luego anduvo de un lado a otro,cojeando. La pierna izquierda le dabapunzadas. Estaba mareado y se habíamordido la lengua.

Larry escupió una arcada de sangre yvio al gordo, allí, de pie, mirándolo.

—¡McKelvey, hijo de puta —dijoLarry—, te odio de la cabeza a los pies!

McKelvey dio la orden y se oyó lavoz del locutor por la megafonía:

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«Señoras y señores, por orden de loscomisarios, Blue Mongoose ha sidoretirado de esta carrera. Les serádevuelto el importe de sus apuestas».

Larry salió de la pista y se metió enel túnel.

Un mal día, un tercer puesto en unacarrera y en las otras cuatro no llegó nisiquiera a puntuar. En una de ellas habíasalido con un caballo favorito, con un 6a 5. A Larry le gustaba correr delante oentre los primeros, pero parecía que suagente ya no le conseguía caballos delos que van en cabeza.

Llegó a los vestuarios, se quitó elequipo. Su ayudante se había ido. Elmuy cabrito tenía una cita con una chica

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que trabajaba en un McDonald’s.Se estaba bien bajo la ducha. Lance

Griffith estaba una o dos duchas másallá. Había acabado en el 2.° puesto enla carrera principal, que había pagado16 a 1, y se sentía de maravilla.

—¡Eh, Larry!—¿Qué?—¿Por qué no nos vamos de ligue

esta noche?—Yo estoy casado, Lance…—¿Y eso qué diablos tiene que ver?

¡Yo también!—Yo no soy de esa clase.—No seas idiota, Larry. Mientras

nosotros estamos montando caballosnuestras queridas esposas están

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montando otra cosa.—Yo no pienso así.—¿Te crees que se acuestan con

nosotros porque pesamos 50 kilos oporque medimos 1,50 y nada? Hombre,a ver si te enteras un poco.

—Oye, acabo de tener una caída.Estoy dolorido. No tengo ganas de oíruna sarta de estupideces.

—Está bien, Larry, está bien…

Tenía la pierna derecha agarrotada yconducir le resultaba doloroso.

Maldito McKelvey, sólo preocupadopor las ganancias del hipódromo. Aquelhipódromo seguiría allí mucho después

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de que todos ellos hubierandesaparecido.

La casa era preciosa. Había costado300 000 dólares y casi no teníahipoteca. Larry enfiló la entrada delgaraje, metió el coche, subió la escalerahacia la puerta, la abrió y Karina estabahablando por teléfono, toda ella y suadorable cuerpo de 1,82.

Larry era como la mayoría de losjockeys. Le gustaban las mujeres altas.De pelo largo. De buenos colegios. Conclase.

—Riña, nena —dijo.Karina echó una ojeada a Larry,

movió un brazo para apartarlo. Estabametida de lleno en su conversación

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telefónica.—Sí, mamá, bueno, escucha —dijo

—, deberías cuidarte más. Necesitasmás amigos. Oh, sé cuándo estásdeprimida…, te conozco la voz. Oye,¿cuándo vas a venir a visitarnos? Poraquí está todo tan bonito… Los árbolesestán llenos de frutas, de mandarinas,naranjas, limones… ¡A Larry y a mí nosencanta tu compañía! ¿Qué? ¡Oh, noseas tonta! ¡Lo digo de veras! Mira, ¡tepaso a Larry!

Karina le dirigió una miradapenetrante y le dijo bajito:

—Saluda a mi madre.Larry cogió el teléfono.—Hola, Stella… ¿Qué tal estás?…

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Qué bien… Oh, acabo de llegar…¿Qué? Oh, vengo de montar… No, no heganado hoy… Tal vez mañana… Sí,claro que sí, por aquí hace muy bueno…Bien, oye, que seas buena…, te paso aKarina…

Pasó el teléfono a su mujer.Atravesó después el salón y subió laescalera. Entró en el cuarto de baño yabrió el agua caliente de la bañera. Lapierna se le estaba poniendo realmentetiesa.

Larry fue al dormitorio, se quitó loszapatos y los calcetines. Luego, sentadosobre la cama, intentó desembarazarsede los pantalones. La pierna derechaestaba tiesa. El dolor era tremendo.

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Apenas podía quitarse los pantalones.En medio de la lucha se rió. Era tanridículo… Por fin logró quitárselos.

Con la camiseta y los calzoncillosfue más fácil. Logró ponerse de pie. Diounos pocos pasos con la piernalevantada. Fue hacia el cuarto de baño.Entró, se inclinó sobre la bañera, abrióun poco el agua fría y con la mano lamezcló con la caliente. Seguía inclinadode esa manera cuando entró Karina.

—Creo que has estado un pocogrosero con mamá…

—Riña, no era mi intención. Pero nose me ocurría nada que decirle.

—¿No se te ocurría? Bueno, podríashacer un pequeño esfuerzo. ¡Mi madre

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tiene sentimientos como todo el mundo!Es una mujer que ha pasado por muchascosas, es una persona valiente ymaravillosa.

Larry se enderezó, miró la pared delbaño del otro lado de la bañera.

—Estoy seguro de que sí, nena.—No piensas eso de verdad, sólo lo

dices.—Bueno, ¡qué demonios!, apenas

conozco a tu madre.Larry logró meterse en la bañera.

Parecía que el agua estaba bastante bien.Se deslizó dentro. El agua caliente lealiviaba mucho la pierna.

—Deberías esforzarte enconocerla…

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Karina estaba de pie por encima deél, mirando hacia abajo. Todo aquelcuerpo. Aquellas piernas preciosas. Unbuen ejemplar. Y sabía vestir. Estilo,clase. Impecable.

Aquel pelo largo. Rojizo mezcladocon dorado. Y natural. Aquellos ojosverdes, profundos. Aquellos ojos quesabían reír.

Y aquellos dientes perfectos. Narizbonita, mentón bonito. El cuello un pocolargo, pero una buena cabeza. Y sabíavestir. Llevaba el traje que más legustaba a él, el vestido azul oscuro quele quedaba perfecto.

—He dicho que deberías esforzarteen conocerla.

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—Riña, de verdad, estoydestrozado…

—Siempre pensando en ti. Pensandoen ti, ¡en tu maldita persona!

—¿Maldita persona?—¿No te parece que hay alguien más

por aquí cerca? ¿Sólo tú? ¿El granjockey? Aunque, luego, el no-tan-granjockey.

—Riña, ¿estás a punto de tener elperíodo?

—¡No! ¿Y tú? ¿Estás tú a punto detener el período?

Karina se inclinó sobre la bañera,las manos apoyadas en el borde, losojos fijos, el pelo dorado-rojizocayéndole en cascada.

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—Oye, cariño, lo siento si…—¡No me llames cariño!Larry decidió darse por vencido. No

había nada que decir. Las palabras sólohabrían hecho que las cosas se pusieranmás feas.

Le echó una mirada furtiva y vio queella sonreía y entonces pensó: Ah, estova a mejorar, era una especie de broma.

Pero no era esa clase de sonrisa.Y entonces la sonrisa desapareció. Y

volvió a oírla.—Ah, ¿ahora te callas? ¡No quieres

hablar de ello!Larry se echó agua debajo de la

barbilla, sintiéndose un poco estúpido alhacerlo.

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—Mira, Riña, vamos a dejar esto y aempezar de cero. Vamos a tomar unacopa y a calmarnos. Las cosas no son tantremendas.

Karina se inclinó, acercándose más.—¿Una copa? Una copa, una copa,

una copa, una copa… Una copita. Eso losoluciona todo, ¿no?

—Ayuda…—¿No puedes enfrentarte a nada sin

una copa?Él sabía lo que ella quería oír, así

que lo dijo.—No.Karina se agachó furiosa y le tiró

agua a la cara.—¡Gilipollas! ¡Estúpido gilipollas!

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Tenía lágrimas en los ojos. Él sintióque se le encogía el estómago. Queríaestar en cualquier parte menos allí.Quería estar en la cárcel, en un barriobajo, quería estar perdido en undesierto, quería que lo succionaran lasarenas movedizas hasta su desaparición.

—Déjame solo —dijo él.Karina se inclinó, acercándose más.

Ya no parecía tan bonita.—¿Dejarte solo? ¿Dejarte solo?

¿Para qué? ¿Para poderte distraer túsolo? ¿Para juguetear contigo?

—Sí —dijo Larry—, eso. Permítemeeso.

—Ay, Dios mío, ¡que yo hayaacabado casándome contigo!

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Larry la miró.—Te lo suplico, ¡sal de aquí y

déjame solo!—¿Por qué me casaría yo con un

hombre miniatura? —empezó a decir—,yo podría haber…

Y entonces un destello de un rojofurioso le cayó encima, después otro, lacogió por el pelo y por el cuello y la tiróviolentamente dentro de la bañera conél.

Hubo un golpe y un chapoteo depiernas y codos, y allí estaba ella. Él eralo suficientemente grande como paramanejarla a ella y logró colocarseencima mientras ella pataleaba y semovía. Estaba acostumbrado a manejar

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caballos testarudos de 680 kilos, sintiócómo sus dedos se metían en la boca deella, en su nariz, agarrando su frente yempujando con fuerza hacia abajo, confuerza, y la cabeza de ella se sumergió yél la mantuvo allí abajo, la mantuvo allíabajo pensando «Ahora está callada»,pero no pudo hacerlo, al final la dejósalir, jadeante y sin aire. Él salió de labañera, avergonzado. Echó mano a unatoalla y se envolvió con ella mientrasKarina seguía sentada en la bañera consu vestido azul oscuro y cubriéndose lacara con ambas manos. Se quedó allísentada en esa posición.

Larry se sintió horriblemente, loco,peor que el propio demonio.

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Fue al dormitorio y se puso una bata.Se sentó en una silla junto a la ventanadel dormitorio. La tarde se habíaconvertido en noche. Hacia abajo yhacia el este podía ver las luces de laciudad. Tenían un aspecto muy tranquilo.

Entonces oyó a Karina salir de labañera. Hizo un ruido de chapoteo.Tosió.

La oyó caminar. Oyó cómo goteabael agua a medida que ella caminaba.Oyó cómo se acercaba por detrás de él.Esperó y miró las luces de la ciudad.

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CAMUS

Larry se despertó, salió de entre lasretorcidas sábanas, se fue hacia laventana desde la que se veía la parteeste del vecindario. Vio los tejados delos garajes y los árboles con sus ramasdesnudas. Su resaca era más o menosnormal y se dirigió hacia el retrete amear, luego se volvió hacia el lavabopara lavarse las manos, acto seguido seechó agua en la cara. Entonces lo hizo:miró su rostro en el espejo y no loencontró nada encantador. Abrió el grifo

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de la bañera, pensando: El problema dela Historia del Hombre es que no lleva aninguna parte, tan sólo a una ciertamuerte para el individuo, cosa queresulta gris y lamentable, material devertedero.

Su gato, Cerdo, entró. Cerdo sequedó mirándolo fijamente, quería sucomida gatuna. Este animal, pensó Larry,no es más que un estómago con patas, ysi quisiera volver al Este a pasar un parde semanas, tendría que llevar a estehijo de puta a una guardería de animaleso pegarle un tiro. Quizá si me entraranganas de volver al Este debería pegarmeun tiro yo mismo; pero no quieropegarme un tiro. Han muerto demasiados

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hombres de un disparo, yo deseo algomás personal. ¿Pastillas, por ejemplo?No, las pastillas son demasiadoaburridas, incluso aunque provoquen lamuerte.

Larry volvió a examinar su rostro enel espejo: ¿Un afeitado?

No.Larry logró llegar a su clase de las

11 de la mañana.Allí estaban: aquellas jovencitas,

promesas efímeras, aquellas jovencitas,aquellos fantásticos adornos pasajeros,tan relucientes, tan frescas. Le gustaban.Los chicos estaban casi tan bien comolas chicas. A medida que pasaban lasdécadas, chicos y chicas se estaban

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volviendo casi iguales. Los chicostenían ahora una gracia que los de suépoca nunca habían tenido. Y tambiénparecían más amables. Una cosa de laque parecían carecer era de valentía,aunque quizá su valentía fuera mássublime, más oculta. La GeneraciónAtómica había producido una curiosapandilla, y hacía mucho tiempo queLarry había decidido que juzgarlos erasólo un escudo protector para escondersus propios defectos.

Larry los miró desde atrás de sumesa. Aquella mesa, el símbolo delpoder.

—Bueno, me cago en… —dijo.Algunos se rieron.

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—Yo ya he cagado —dijo algúnlisto.

—¿Te has limpiado? —preguntóLarry.

—Puede que no lo suficiente —respondió el listo.

—Eso puede aplicarse a casi todo—apuntó Larry.

—Eh —dijo un gordito de monoamarillo desde uno de los asientos deatrás—, cuanta conversación sobre elcagar. Creía que esto era un curso deLiteratura Moderna. ¿Es para esto paralo que le pagan?

—Casi todos los hombres son unosincompetentes en su profesión. Yo debode ser uno de ésos. No estoy muy

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seguro. Algo de lo que sí estoy muyseguro es de que puedo romperte elculo. Esto no es muy importante enrealidad, pero de algún modo metranquiliza…

El chico del mono amarillo se pusode pie de un salto:

—¡Eso habría que verlo!—Vale —dijo Larry—, vamos.La clase salió lentamente en fila.

Esperaron a Larry y al chico. Formaronun círculo bajo el roble, cerca de labiblioteca. Los contrincantes llegaron.Larry se quitó la chaqueta, la tiró alsuelo. El gordito del mono respiróprofundamente y sacó pecho. Parecíacomo si se hubiera tragado varios miles

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de ranas. Entonces atacó.Larry le dio un puñetazo en cuanto se

acercó y luego le metió un derechazo entoda la barriga. El gordo se tiró unpedete y retrocedió.

Entonces el gordito comenzó a giraren círculo. Larry comenzó a girar encírculo. Ambos giraban en círculo.Giraban y giraban.

—¡Venga! —gritó alguien de entre lamultitud—. ¡Vamos al grano!

Larry hacía señas con la mano algordito para que se acercara:

—¡Venga, que te voy a hacerpedazos!

—Viejo de mierda —decía el gordo—, ¡te voy a romper ese culo muerto a

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patadas!Seguían girando en círculo. Algunos

alumnos regresaron al aula a recoger suscosas. Otros se fueron a otros sitios.

Entonces Larry y el chico sequedaron solos, girando.

El gordito dijo:—¡Conseguiré que mi padre haga

que le echen!—No vamos a pelear —dijo Larry

—, nos tenemos miedo el uno al otro.Larry se dio la vuelta y se encaminó

hacia el aula. Cuando llegó, sólo lamitad de la clase estaba esperándole.

Después entró el gordito y tomóasiento en la última fila. Larry lo miró:

—Te va a resultar muy difícil

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conseguir un sobresaliente conmigo.—Ya lo sé —contestó el chico—.

Para eso hay que tener un conejito joveny prieto.

—Y más de una vez —añadió Larry.Larry contempló lo que quedaba de

la clase.—Bien, si hay alguien más que

quiera que le rompa el culo a patadas,¡que por favor se ponga en pie!

Uno de los chicos se puso de pie.Luego, otro. Pronto todos estaban en pie.Entonces se puso en pie una de laschicas. Luego, otra. Pronto estaba en pietodo el mundo.

—Está bien —dijo Larry—, sentaos.O si no, voy a suspender a toda esta

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jodida clase.Se sentaron.—El poder destruye —les dijo Larry

—, y la ausencia de él crea un mundo deinadaptados. Pero os voy a echar uncable. No os suspenderé si alguno devosotros me dice el nombre de unescritor bastante bueno. El nombredeletreado al revés es «s-u-m-a-c».

—Smack —dijo un listillo.—No. Es «Kcams», el gran poeta y

ladrón de caballos húngaro del sigloXIX. Estáis todos suspendidos. ¿Qué osparece?

—¿Qué piensa usted de Capote? —preguntó alguien.

—Nunca pienso en él.

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—¿Mailer?—Sólo en sus mujeres.—¿Dios?—Sobre todo, no pienso en Dios.—Si «sobre todo» no lo hace —dijo

alguien—, eso quiere decir que sobretodo sí lo hace.

—¿Quieres decir —preguntó Larry— que si no folio, eso significa que sí lohago?

Entonces sonó la campana, doblandopor todos.

Larry pensó: Me han parecido sólo20 minutos. No hay nada como un pocode ejercicio físico para pasar el tiempo.

—Cuando os vea el próximomiércoles, si es que os veo —dijo Larry

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a los alumnos, que ya estaban saliendo—, espero que cada uno de vosotros meentregue una redacción sobre «¿Quiénescribió nuestro himno nacional y porqué?».

Salieron en fila, refunfuñando algocomo ¿qué tiene eso que ver con laLiteratura Moderna?

Entonces se fueron todos menos unachiquilla joven que se acercó a la mesade Larry.

Estaba muy guapa con aquella luzdel mediodía. La luz se filtraba a travésde su vestido fino y ajustado. Él estabaallí sentado y sintió cómo ella le rozabael hombro izquierdo con su cadera.

—Me gusta, Jansen —dijo ella,

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llamándole por su apellido—, no sécómo decirlo, puede que suene raro…

—Simplemente junta las piernas muyfuerte e inténtalo.

—Bueno, es que comprendo por quésus clases son las más famosas de laFacultad. Son enérgicas, descriptivas,son entretenidas, tienen garra…

—Garra, eso es lo que necesitamos.Gracias…

—Denise.—Gracias, Denise.Presionó la cadera contra él.—Lo que voy a decirle ahora es un

poco más fácil: si alguna vez quiere unpoco de conejito joven y prieto, eso delo que siempre está hablando…

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—No hablarás en serio… —Levantóla mirada hacia ella.

—Claro que sí, por un«sobresaliente» sí hablo en serio.

Larry seguía mirándola.—¡Dios mío! ¿Crees que se me

puede comprar tan fácilmente?—Sí —sonrió—, sólo tiene que

escribir su número de teléfono en esalibreta, arrancar la hoja y dármela. Yome encargaré del resto…

Larry cogió su bolígrafo, escribió sunúmero y lo deslizó hacia la cadera deella. La mano de la chica bajó, cogió elpapel, lo dobló y después se fue.

Larry se levantó, se puso lachaqueta. Tenía una clase a las 2 de la

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tarde y después terminaba su jornada.Una cosa sí sabía, pensó, iba a

suspender a aquel gordito hijo de putadel mono amarillo. ¿Acaso no era esosuficiente? ¿Arthur Koestler y su mujeren un doble suicidio?

Salió de la clase y atravesó enseguida el campus de la Universidad.Era la hora de tomarse un almuerzotranquilo y un par de copas en el BlueMoon. Eso quedaba a unos doskilómetros de la Universidad, pero bienvalía el paseo en coche. Era un lugarbuenísimo para relajarse.

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FAMA

John Marlowe y su agente DavidHudson habían estado turnándose alvolante. John conducía cuando salieronde las colinas y se encontraron de frentecon la carretera larga y llana queparecía interminable.

Dave encendió un cigarrillo.—Mierda, si hubiésemos venido en

avión ahora estaríamos tumbados enNueva York llamando al servicio dehabitaciones para pedir unas copas…

—Lo siento, Dave, pero no podría

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soportar otro vuelo como el último quehice.

—¿Qué te pasó?—Pues en el aeropuerto no tuve

ningún problema y pensé que el viajeiba a ser bueno, y todo iba bien hastaque subimos y vino la azafata apreguntarnos qué queríamos beber.

—¿Ah, sí?—Sí. Pedí y ella parpadeó como

asombrada, vaciló un instante. Luegoperdió totalmente la profesionalidad yme preguntó así de alto: «Usted es JohnMarlowe, ¿verdad?».

—¿Y qué pasó?—¿Que qué pasó? ¡Me fastidió el

viaje! La gente venía a pedirme

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autógrafos, se volvían en sus asientos yse quedaban mirándome.

—¿Tan malo te parece eso, John? Amí no me importaría.

—Mira, Dave, al final te importaría.Nunca puedes ser tú mismo, nuncapuedes estar cómodo, nunca puedesrelajarte.

—Tú querías ser actor. Hace apenascinco años nadie sabía quién eras.

—Me gusta actuar, es lo único quesé hacer. Pero aprendes que no hay nadacomo la intimidad. Hasta que no lapierdes no te das cuenta de lo que tenías.

—¡Joder, hombre, mira el dineroque estás ganando! ¡Sufre un poquito!

John Marlowe rió.

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—Tienes razón, claro. Pero ¡Diosmío…!

Continuaron en silencio durante unrato. Al menos por aquí no hay ni unalma, pensó John. Sólo liebres,serpientes y maleza.

—Lo peor de aquel avión —dijoJohn— fue que pusieron una películamía. ¡Piensa en todas las probabilidadesque había de que aquello no ocurriera!¡Pues yo estaba en el avión y ellos metenían en la lata! Mi peor película, «Eltriunfador», tuve que verla con ellos.Cuando terminó, todo el avión aplaudió.

El agente apagó el cigarrillo en elcenicero.

—Eres un hombre famoso, John,

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eres un hombre con éxito. Ya sabes eldicho: «No se puede tener lo uno sin lootro».

—Sí, pero de todas formas se sienteuno muy bien yendo por aquí sin nadie ala vista.

—Eh, John, ¡que yo estoy aquí!—No he querido decir eso. O sea, tú

ya me conoces. Contigo puedo estarrelajado. Joder, hombre, tú no sabes loque es no poder entrar en unsupermercado o ir a renovar el carnet deconducir o salir a comer sin que tereconozcan. No puedes hacer nada deesas pequeñas cosas que hace un hombrenormal. Es un infierno.

El actor paró el coche a un lado de

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la carretera y abrió la puerta de unapatada.

—Conduce tú un rato, Dave.Dave se deslizó hasta el volante y el

actor se subió por el otro lado.Arrancaron de nuevo.

—Ni siquiera puedes tener unanovia de verdad, Dave. Te imaginas queestá contigo sólo porque eres famoso.

—Yo me las follaría a todas, John.—Eso se pasa con una jodida

rapidez. Uno quiere algo de verdad.—Todos queremos eso, pero son

pocos los que lo consiguen.—Eso es cierto. Me quejo

demasiado, ya lo sé. Pero lo más raro deser famoso es que no te sientes famoso.

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Te sientes igual que siempre. Essolamente el público el que cree queeres famoso. Es todo como un sueño, nosé si me entiendes…

—¡No te jode! Quédate con mitrabajo y yo haré el tuyo.

—Dave, no me importaría, no meimportaría nada si no fuese porque, delos dos, el mejor agente eres tú y elmejor actor soy yo y más vale que lodejemos así.

—Eh, mira —dijo Dave—, ahídelante hay un restaurante. ¿Por qué noparamos? Me vendría bien una cerveza yuna hamburguesa.

—Muy bien —dijo John.Entraron con el coche y aparcaron,

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se bajaron y fueron hacia la cafetería, elRefugio de Louie. Eran cerca de las 2 dela tarde. El lugar estaba sucio y vacío, aexcepción de la camarera y el cocinero.Se sentaron en el único reservado yesperaron. La camarera miró haciadonde estaban pero siguió hablando conel cocinero. Sabía que no había otracafetería en 30 kilómetros a la redonda.

—Es bonito este lugar —dijo elactor—, es tranquilo.

—Sí, pero se me está haciendo laboca agua de pensar en una cerveza.

—Oye, Dave, ¿por qué tenemos quehacer este maldito viaje?

—Está en el contrato. Tú firmaste elcontrato. Presentación en persona,

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ciudad de Nueva York. Te van aentrevistar en «Buenos días, NuevaYork» para hablar de tu última película.Una publicidad enorme.

—Mierda.—Bueno, tú firmaste el contrato.

¡Oh, ahí viene la camarera!La camarera era grandota y llevaba

un vestido rosa, tenía alrededor de 22años, mascaba chicle y usaba unaszapatillas blancas. En su delantal poníaen letras grandes: ¡SIRVO CALIENTE YRÁPIDAMENTE! Se detuvo junto a lamesa y miró por la ventana como si allífuera hubiese algo.

—Me llamo Eva —dijo—, notenemos menú. Sólo hay lo que está en la

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pizarra.Había una pizarra en la pared.

Decía:

Sopa de polloChili

EmpanadaSándwiches

TamalesCerveza

—Yo quiero —dijo el agente— unahamburguesa con cebolla y una cerveza.La cerveza enseguida, por favor.

—Y yo quiero un sándwich de carney un café —dijo el actor.

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La camarera siguió aún un rato másmirando por la ventana. Luego giró conaspecto de enfadada y vieron susenormes caderas subiendo y bajandodebajo de su vestido rosa. Dijo algo alcocinero y, después de una espera queparecía mucho más larga de lonecesario, volvió al reservado con unabotella de cerveza tapada con el vaso yuna taza de café sobre un platito. Puso lacerveza de un golpe frente a Dave yentonces, por primera vez, miró a JohnMarlowe.

Pestañeó varias veces, dejó demascar el chicle. Se quedó allí, de pie,sosteniendo la taza de café sobre elplatito. Le empezó a temblar la mano. La

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taza tamborileaba y se balanceaba. Elcafé se derramó fuera de la taza.

—Ohhhh… Ohhh, usted es JohnMarlowe, ¿verdad?

—Sí, creo que sí. Y éste es mi amigoDave Hudson.

—Encantado de conocerla, señora—dijo Dave Hudson.

—¡JOHN MARLOWE!Logró depositar la taza sobre la

mesa. Abrió la boca formando unagujero pequeño y circular. Sus ojoseran pequeños agujeros circulares.Respiró hondo, soltó el aire.

—¡Oh, Dios mío —dijo—, por pocome cago encima!

—Oye —dijo el actor—, relájate y

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tráeme a mí también una cerveza, porfavor.

La camarera salió disparada. Yvolvió como una exhalación con lacerveza y un bolígrafo. Dejó la cervezasobre la mesa y sacó una servilleta delservilletero.

—¿Sería tan amable de firmarme unautógrafo, señor Marlowe? ¡Ponga«Para Eva», «Eva Evans»!

Entonces se pusieron a esperar loque habían pedido. La camarera estabajunto al cocinero. El cocinero miraba ymiraba. Surgió una nube de humo. Habíadejado que la hamburguesa se quemara.Puso otra. Entonces la camarera salió dedetrás del mostrador y fue rápidamente

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hacia el teléfono que había en la pared.La vieron marcar varios números ysusurrar, muy excitada, al teléfono.

—Así se empieza —dijo el actor alagente—, de esto es de lo que te estabahablando.

Cogió su cerveza y se bebió lamitad.

—Tengo hambre —dijo el agente—,a ver si me traen esa hamburguesa.Podríamos coger la comida y largarnos.

—Pero bueno —dijo el actor—, nopuede haber demasiada gente por estajodida zona. Llevo kilómetros sin vercasas ni granjas. ¿Y tú?

—No.La camarera acabó con las llamadas

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y se quedó muy cerca de su mesa.—Sus sándwiches vienen en un

minuto.—Por favor, hágalo lo más rápido

que pueda —dijo John Marlowe.—Sí, señor. Y Louie ha dicho que

están ustedes invitados. Para nosotros esun honor. ¡Oh, Dios mío, que sí que mevoy a cagar encima!

—Por favor, señora —dijo JohnMarlowe—. ¡No lo haga!

—¡He visto su última película, esaen la que usted lo dejaba todo para irsea vivir con la chica india en la reserva!—dijo la camarera.

—¿No era una vieja película de JohnWayne?

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—No, señor Marlowe, ¡era USTED!Después, tras lo que pareció una

larga espera, lo oyeron: ruido demotores. Luego los vieron: una moto,una furgoneta, un par de camionetasdestrozadas, todos eran Fords,Chevrolets, ni un solo coche extranjeroen el montón, buenos campesinos,levantando una polvareda en la zona deaparcar, y después la puerta de telametálica del café se abrió de un golpe yenseguida todos los taburetes de la barraquedaron ocupados, la mayor parte porhombres aunque también había dos otres mujeres, y todos estaban allísentados, mirando directamente unasveces y otras girando disimuladamente

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en sus taburetes y mirando fijo.Probablemente, a su modo son gente

simpática, pensó John Marlowe, perome ponen nervioso.

Cada vez un número mayor depersonas empezó a girar en sus taburetesy a mirar fijamente.

—¡Dios santo! —dijo el agente—,creo que empiezo a entender lo que medecías.

—Imagínate darle un bocado a unsándwich con todos esos ojosobservándote.

—Ya no tengo hambre. ¡Vámonos!—Me parece muy bien, Dave.Marlowe dejó un billete de veinte

sobre la mesa y ambos se pusieron de

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pie.—¡EH, ESPEREN!, ¡SUS SÁNDWICHES

YA CASI ESTÁN! —gritó la camarera.Se dirigieron al coche

precipitadamente. Subieron. JohnMarlowe se sentó al volante. Sacó elcoche del aparcamiento y salieron a lacarretera, no sin que antes el actoradvirtiera cómo salía la gente de lacafetería y corría hacia las furgonetas ycamiones.

—¡Vienen tras nosotros! —gritóJohn.

—¿Para qué diablos? —preguntóDave.

—¡Cualquiera sabe!—¡Hay que joderse! Oye, éste es un

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Mercedes del 88. ¡Mira a ver qué puedehacer!

—Con mucho gusto.El actor pisó el acelerador a fondo.

El coche respondió de maravilla. Detrásde ellos iban el montón de coches y unaencrespada nube de polvo y humo.Pronto empezaron a dejarlos atrás.Excepto a uno. La moto. Su porfía erainflexible.

—¿Qué es lo que quiere ese hijo deputa? —preguntó Dave.

—Yo qué sé. Pero parece que va enserio.

—Está loco.—Sí.El motorista los siguió durante unos

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quince kilómetros. Ni ellos podíanganarle terreno ni él podía acercarse.Era desquiciante.

—Ese hijo de puta ha vistodemasiadas películas —dijo JohnMarlowe—. Le han sorbido el seso.

—Sí —dijo Dave Hudson.Fue entonces cuando se toparon con

una curva llena de grava y arena. Elcoche patinó y la moto voló hacia uncostado y se salió de la carretera,despidiendo al motorista. Aquello teníaun aire definitivo.

—Está acabado —dijo el actor—,ese hijo de puta ha desaparecido.

—Así es —dijo el agente—, ¡aNueva York!

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—¡A Nueva York! —dijo JohnMarlowe.

—No sabía que condujeras tan bien—dijo Dave—, tú sí que sabes llevareste jodido cacharro.

—Gracias.—Eh, ¿adonde diablos vas?John Marlowe había parado y estaba

girando el coche. Volvía por dondehabía venido.

—No podemos dejarlo ahí tirado.Podría estar malherido.

—John, sólo es un admirador loco.—Hasta un admirador loco merece

misericordia.Regresaron carretera abajo.

Divisaron la moto y pararon.

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—Ahí está —dijo Dave.Bajaron del coche y se acercaron.El motorista estaba boca arriba a un

lado de la carretera, sobre un montón demaleza. Un brazo le colgaba de formaextraña. Estaba roto. El brazo izquierdo.Le asomaba una punta del hueso conapenas una manchita de sangre. El tipoestaba consciente. Tenía los ojosabiertos.

—¿Estás bien? —preguntó Dave.—No, no estoy bien, hijo de puta —

contestó.John fue hacia el coche y abrió el

maletero. Había una manta dentro.Sacaron al malhablado motorista de

la maleza, lo tumbaron sobre el suelo y

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lo cubrieron con la manta. Parecíaincapaz de moverse.

—Te pondrás bien —dijo el actor—.Dave, vuelve a la cafetería y haz quevenga una ambulancia.

—John Marlowe —dijo el motoristadesde debajo de la manta—, ¡no eres tangrande!

—Oye, John, vámonos a buscarayuda y dejemos aquí a este hijo de puta.No tiene más que un brazo roto.

—¿Cómo lo sabes? Puede tenerlesiones internas.

—John Marlowe —dijo el motorista—, no eres tan grande.

Su mano derecha surgió de debajode la manta con una pistola. Apuntó a

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John Marlowe. Durante unos instantestodos se quedaron inmóviles. Entoncesel motorista disparó. La bala le dio aJohn Marlowe directamente en la cara,justo encima de la nariz. John Marlowese desplomó encima del cuerpo delmotorista.

Dave, sin saber cómo, logróarrancarle la pistola, la tiró lo más lejosque pudo hacia un campo al otro lado dela carretera, quitó al actor de encima delmotorista, vio la muerte y la encontrómuy desagradable. Se volvió, dio unospasos y vomitó. Todo había ocurrido tanrápidamente… No era posible.

Se volvió hacia el motorista, queyacía en silencio bajo la manta y le

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miraba. John Marlowe yacía junto a él.Por alguna razón, Dave no sintió ningúnmiedo. Quería matar al motorista. Todoparecía irreal y desenfocado.

Finalmente, preguntó con voztemblorosa:

—¿Por qué has hecho eso?—No lo sé. Creo que era un gran

hombre. Yo lo amaba.—Pues vaya una condenada manera

de demostrarlo.—Es una manera, así yo seré parte

de él para siempre.—¡Tú lo que eres es un jodido

maníaco!Dave giró y fue hacia el coche.—¡Eh, tío, llévame contigo!

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¡Necesito un médico! ¡No puedomoverme! ¡Este brazo me duele en serio!

Dave paró, miró a aquel hombre,luego subió al coche. La llave estabapuesta. Arrancó y condujo de regresohacia el Refugio de Louie.

Dave siempre había querido unMercedes nuevo. Ahora lo tenía. Unrato, por lo menos.

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HACIA ARRIBA SIN ALAS

Estaba sentado en un taburete del 8-Count, sin pensar en nada en particular,como por ejemplo qué hacía yo allíbebiendo whisky con agua. Quizá fueseporque Marie se pasaba todo el tiempoprotestando porque yo quería ir a clasede vuelo. Aunque ella siempre estabaprotestando por algo. No memalinterpreten, ella era un alma más omenos buena, pero el mundo está llenode almas más o menos buenas y miradónde estamos: siempre sentados en el

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último segundo de cada minuto. Bueno,ya se sabe. De todas formas, era tarde yyo estaba sentado junto a aquel tipomayor que llevaba un jersey de cuellovuelto naranja y pantalones cortos. Devez en cuando me miraba y sonreía, peroyo no le hacía caso. Realmente no teníaganas de escuchar ninguna conversacióntípica de barra. Quiero decir que,cuando se está sentado sobre el últimosegundo de cada minuto, lo mejor esevitar las chorradas. El tiempo es oro,¿no? Pero aquel tipo no pudo aguantarmás. Por fin habló; y me habló a mí.

—Pareces preocupado por algo —dijo.

—Así es —contesté.

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—¿Qué te pasa? —preguntó.Lo miré. Era uno de esos tipos de

ojos realmente juntos. Uno sentía ganasde estirar el brazo y separarlos un poco.

—Quiero volar y no sé.—Y ¿por qué no?—¿Que por qué no? ¡Porque primero

tengo que ir a clase!—Yo sé volar —dijo el viejo—, y

nunca he ido a clase.Hice señas al camarero para que

trajera otro whisky con agua para mí yuna cerveza para el viejo. Estababebiendo cerveza de barril. Quizá fueseeso lo que le había puesto los ojos tanjuntos: la cerveza joven y barata.

—Es difícil creer eso de que sabes

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volar y sin haber ido nunca a clase —dije.

—Puedo contártelo, si quieresescucharme —sugirió.

—Supongo que no me queda otrasalida, ¿no? —pregunté.

Sonrió.—Bueno —dije medio dudando—,

oigamos eso.De todos modos no había ninguna

mujer en el bar y no había nada en latele excepto el nuevo presidente,sonriendo levemente, con un tic decabeza algo demencial, que intentaba seruna buena persona, como el presidenteanterior, y hablaba de algo que habíasalido mal pero decía que, de todas

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formas, ahora todo iba bien.—Empezó —arrancó diciendo el

viejo— cuando yo tenía alrededor decinco años. Un sábado por la tardeestaba sentado en mi habitación y losotros niños se habían ido a jugar por ahíy mis padres se habían ido…

—¿Y descubriste que tenías pilila?—Oh, no, eso pasó mucho tiempo

después. Déjame continuar, por favor…—Claro, claro.—Yo estaba sentado en mi cama,

mirando por la ventana hacia el patio.Mis pensamientos eran inconscientes,apenas elaborados.

—Empezaste pronto…—Sí, eso es lo que estoy intentando

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contarte. Yo estaba allí sentado y se meposó una mosca en la mano. En la manoderecha…

—¿Ah, sí?—Sí, era una mosca particularmente

fea: gorda, ignorante, hostil. Agité lamano para que se fuese. Se alzó dos otres centímetros, se puso a zumbar yentonces, con un sonido realmentehorrible, volvió a aterrizar en mi mano yme picó…

—¡No me jodas!—Sí…, así fue, espanté la mosca y

se puso a volar por la habitación,girando y haciendo un ruido furioso yposesivo. La mano me escocíamuchísimo. Yo no tenía ni idea de que

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una picadura de mosca pudiera ser tandolorosa.

—Oye —le dije al viejo—, tengoque irme a casa. Tengo una mujer comouna rana que se hincha y me saltaencima.

El tipo actuó como si no hubieseoído.

—… de todos modos, yo odiabaaquella mosca, su sorprendente falta demiedo, su arrogancia de insecto, suzumbante ignorancia…

—Lo que necesitabas era unmatamoscas.

—… nada en absoluto paradoblegarla, para quitarla de en medio.¡Cómo odiaba aquella mosca! Sentía

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que no tenía derecho a actuar así. Yoquería matarla porque sentía que, enesencia, ella quería matarme a mí.

—Todo está permitido en el amor yen las moscas.

—Observé la mosca. La vi posarseen el techo, luego andar cabeza abajo.Se sentía tan segura y tan superior.Mirando a aquella mosca que andaba deun lado a otro me fui poniendo cada vezmás furioso. Tenía que matar aquellacosa. En la grieta más profunda de mialma sentí esa terrible necesidad dedestrozar aquella mosca. Empezó atemblarme todo el cuerpo, a vibrar.Entonces sentí como si mi cuerpo secargase de electricidad y luego ¡un

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fogonazo de luz blanca!—¡Sí que te afectó esa mosca!—… y entonces sentí que mi cuerpo

se elevaba, se ¡ELEVABA! Floté hasta eltecho, mi mano salió disparada y aplastéaquella mosca con la palma de la mano.Estaba sorprendido por la velocidad dela acción. Y entonces sentí que,lentamente, era devuelto al suelo ydepositado allí.

—¿Y qué pasó entonces, abuelo?—Fui al cuarto de baño y me lavé

las manos. Después salí y me sentésobre la cama.

—Supongo que las moscas nohabrán vuelto a meterse contigo despuésde eso…

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—No, no lo han hecho. Peromientras estaba allí sentado en la cama,intenté volar otra vez y no pude. Lointenté una y otra vez, pero no pude.

—¿No será que necesitas unapicadura de mosca para que se teencienda el cohete?

—Intenté volar una y otra vez, meesforcé todo lo que pude, pero no hubocaso. Yo sentí que había pasadorealmente, pero después de un ratoempecé a pensar que quizá lo habíaimaginado, que quizá había enloquecidodurante unos momentos.

—¿Y cómo te sientes ahora mismo?—Oh, estoy muy bien e insisto en

invitarte a otra copa.

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¿Otra copa? Pensé en aquello. Laprimera no la había pagado él. Pero talvez era sólo cuestión semántica.

—Muy bien —dije.Así que llegaron las bebidas y nos

quedamos allí sentados, sin hablar. Unavez conocí a un tipo en un bar queafirmaba que se comía su propia carne,así que de las charlas en general yoaceptaba bastante y descartaba bastante.

Entonces el viejo empezó otra vez.—Bueno, después de cierto tiempo

me olvidé de todo el asunto, peroentonces me volvió a pasar.

—¿Te picó otra mosca?—No, era el último curso en el

colegio, en Ohio. Yo era defensa

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izquierdo de reserva. Era el últimopartido de la temporada y yo estaba allíporque el chico que jugaba de titularestaba lesionado. Pero había algoimportante, jugábamos contra nuestrosmás odiados rivales, unos mamonesricos de la parte bien de la ciudad. Osea, que eran unos verdaderos chulos.En serio. Vencerlos era más importantepara nosotros que ligar, y eso que nuncao muy rara vez ligábamos porqueaquellos ricachones siempre andabanfollándose a nuestras chicas. Vencerlosen el campo de juego era la única formaen que podíamos tomarnos la revancha.Soñábamos con eso noche y día.Significaba todo.

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Bueno, pensé, ahora pasaremos deodiar las moscas a odiar a los sereshumanos. Ambos son difíciles desoportar.

—El partido estaba en su momentoclave. Perdíamos por 21 a 16 yquedaban sólo 30 segundos y ellosestaban a 12 metros de nuestra línea demeta. Podían ganarnos sin arriesgarse,con sólo hacer tiempo, pero lo quequerían era incordiar. No les bastabacon tirarse a nuestras chicas, queríanmarcarnos otro tanto.

—Demasiado.—Sí. Así que el quarterback

retrocede para tirar, es un verdaderocapullo, tiene un Cadillac amarillo,

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entonces lanza el balón haciendo unaespiral, uno de nuestros defensas lo tocacon las puntas de los dedos en la líneade meta y el balón sale volando en elmomento en que pitan el final delpartido. Yo estaba en el área de metaporque me habían empujado y me habíacaído de culo, y cuando me estabalevantando veo el balón viniendo haciamí. Lo cojo y empiezo a correr. Estoytotalmente rodeado por los chulos.Comienzan a encerrarme. No puedohacer nada. Vienen hacia mí. Todos esostipos que han estado metiéndosela anuestras chicas. Me invade una furiacegadora. En el momento en que saltanpara aplastarme con un placaje masivo,

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empiezo a sentir que ¡me estoyelevando! ¡Estoy suspendido en el aire!Tengo el balón y vuelo hacia su línea demeta. Aterrizo en su meta y ¡ganamos elpartido!

—Tengo que decirte algo —le dijeal viejo—. Eres el mayor embustero quehe conocido en toda mi vida.

—No te estoy mintiendo.—Venga ya —dije—. No he oído

nunca hablar de eso. Ni yo ni nadie.Hubiese salido en todos los periódicos.¡Se hubiese sabido en todo el mundo!

—Ocurrió en una ciudad muypequeñita. Lo silenciaron. Lo ocultaron,lo enterraron para siempre. Sobornarona la gente.

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—Nadie podría tapar una cosa así.El viejo señaló con la cabeza hacia

un reservado. Nos acercamos y nossentamos. Era mi turno de pagar lasbebidas. Le hice una seña al camarero.

—Dos más —le dije cuando seacercó—, para cada uno.

El viejo no habló hasta que llegaronlos cuatro vasos y el camarero regresó ala barra.

—El gobierno —dijo, alzando unade aquellas horribles cervezas jóvenes ybebiéndose casi todo el vaso—. Fue elgobierno.

—¿Ah, sí?—Querían el secreto, pero yo no lo

tenía. Nos hubiera proporcionado el

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arma secreta más poderosa de todos lostiempos. Una casi invencible. Mesometieron a un terrible interrogatorio,interminable, pero yo, sencillamente, nolo sabía. Mientras tanto, se ocultó todosobre el partido de fútbol. No sé cómoinfluiría en las vidas de las 300 o 400personas que lo presenciaron, perosupongo que es algo que recordaránhasta el día de su muerte.

Vacié mi primer vaso.—¿Sabes, abuelo, que lo que cuentas

suena convincente? Estoy a punto decreerte.

—No tienes que hacerlo —respondió—. Es sólo porque hasmencionado eso de que querías volar.

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Ya llevo algunas copas encima y eso meha hecho recordar.

—Está bien —dije—. Pero sigoqueriendo volar.

—Yo puedo enseñarte —dijo elviejo, inclinándose hacia adelante—. Alfinal, lo descubrí.

—Sabes una cosa —dije—, nopienso pagar por eso.

—Es gratis.—Muy bien —dije—, enséñame.Me miró por encima de sus cervezas

con aquellos ojos.—Antes que nada, tienes que creer.—Eso es difícil.—A veces. Y después, cuando ya

estés listo para volar, tienes que hacer

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esto. Mírame las manos. Haz esto.—¿Esto?—Muy bien. Ahora, coge aire. Y pon

los ojos en blanco. Entonces, piensa enlo peor que te ha pasado en toda tu vida.

—Hay tantas cosas…—Ya lo sé, pero elige la peor.—Vale, ya lo tengo.—Ahora di SOLZIMER y ¡te

elevarás!—SOLZIMER —dije.Seguí allí sentado.—Eh, abuelo, no pasa nada.—Pasará. Pero lleva un poco de

tiempo y de práctica.—Oye, abuelo, ¿cómo te llamas?—Benny.

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—Bueno, Benny, yo soy Hank. Ytengo que decirte que hacía muchísimotiempo que no oía una mentira tan biencontada. O estás loco de verdad o eresel gracioso número uno de todos lostiempos.

—Encantado de conocerte, Hank.Pero ahora tengo que marcharme. Soyconductor de autobuses, es mi últimoaño de trabajo y tengo que hacer elrecorrido de las 6.30 de la mañana, asíque para mí es tarde.

—Yo no tengo trabajo, Benny, perome voy a beber la última copa a casa,así que saldré contigo.

Fuera hacía una noche bastantebonita, de luna llena con una niebla que

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iba cayendo. Las prostitutas se lamamaban a tipos en coches aparcados yen callejones. Mi habitación estaba justoa la vuelta de la esquina. No tenía niidea de dónde vivía Benny. Pero cuandonos estábamos acercando a la esquina,un policía enorme surgió de la niebla.¡Lo que nos faltaba! Y parecía como sile viniéramos bien.

—Eh, vosotros, chicos, parece queno tenéis mucha estabilidad —dijo—.Creo que lo mejor será que vengáis losdos conmigo a chirona hasta que ossequéis. ¿Qué os parece?

—SOLZIMER —dijo Benny, ycomenzó a elevarse.

Flotó hacia arriba justo frente al

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policía, siguió elevándose y pasó porencima del edificio del Bank ofAmerica. Después se alejó velozmente.

—Me cago en… —susurró elpolicía—, ¿has visto eso?

—SOLZIMER —dije.No pasó nada.—Oye —me preguntó el enorme

policía—. ¿Tú no estabas con un tipo?—SOLZIMER —dije.—Muy bien —dijo—, acabo de ver

a ese tal Solzimer despegando rumbo alespacio. ¿No lo has visto?

—Yo no he visto nada.—Muy bien —dijo—. ¿Cómo te

llamas?—SOLZIMER —dije.

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Y entonces empezó a pasar. Sentíque me estaba elevando, ¡elevando!

—¡Eh! ¡Vuelve aquí! —gritó elpolicía.

Yo seguía subiendo. Eramaravilloso. Yo también pasé porencima del edificio del Bank ofAmerica. El viejo no me había mentido.Aunque sus ojos estuvieran demasiadojuntos. Allí arriba hacía un poco de frío.Pero seguí flotando. Cuando le contara alos chicos lo de esta noche, lo que lehabía pasado a este borracho, no mecreerían. Qué mierda. Viré en picadohacia la izquierda y sobrevolé laautopista del puerto sólo paracomprobar el funcionamiento. Parecía

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lento, pero de todos modos yo estabamuy satisfecho de la vida en general.

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MALA NOCHE

Monty estaba deprimido, bueno,deprimido no, sólo desanimado con lasituación en general, el juego en general,la vida en general. Eran las 9 de lanoche de un viernes y estaba solo en supiso, atrás quedaban los cinco días detrabajo como capataz en una fábrica deguarniciones de alumbrado. A vecestenía que trabajar los sábados, peroahora se habían puesto al día con lospedidos, gracias a Dios. Odiaba sutrabajo. Había sido más feliz cuando era

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un simple operario. Ahora tenía quecontrolar a los hombres, endurecerse deacuerdo con su cometido. Habíaaceptado el ascenso por la paga extra yahora estaba arrepentido, más quearrepentido. Pero tenía 47 años, toda suvida había ido de un trabajo estúpido aotro trabajo estúpido. Nunca habíatenido una ocupación decente, sólotrabajos con las manos.

Nada en la tele. Monty se sirvió unwhisky. Había estado casado dos veces.En las dos ocasiones el comienzo habíasido prometedor. Había habido risas ycomprensión, y el sexo no había estadomal con ninguna de las dos mujeres.Pero gradualmente los matrimonios se

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convertían en empleos. Carecían devariedad. En seguida esos dosmatrimonios se habían vuelto unconcurso, un concurso de quién podíaagotar al otro. Se habían vuelto un juegode odio. Monty tuvo que abandonar lasdos veces. Con los ligues había sidomás o menos lo mismo. ¿Cuántas vidashabía como la suya? ¿Cuánta gente quesimplemente continuaba de modoinsensato?

Era la temporada de béisbol. Pero aél ya no le importaba quién se llevaba lacopa. En aquellos momentos elpresidente regresaba en avión de suviaje a China, decían que había firmadoalgún tipo de acuerdo con los chinos. A

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Monty no le importaba. Aquello sólo erauna gilipollez más. No tenía ningunaimportancia. Cuando cayera la bomba,los tratados también volarían por losaires. Junto con Monty, el solterón.

Se puso a hojear la revista de chicasque había comprado en la tienda de laesquina, en un momento de antojo. Lasfotos de coños le aburrían. ¿Era eso loque querían los hombres? Que farsamaldita, era como meter el mango de unafregona en un hoyo succionador.Siempre la misma cosa, siglos de lamisma cosa. Un aburrimiento.

Entonces pasó a las páginas de atrás.Había fotos de chicas que pedían que lasllamasen. Algunas ofrecían castigos

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terribles. Monty sonrió. De eso ya habíatenido bastante. Entonces vio el anunciode Donna. Donna tenía buen aspecto. Yafirmaba que podía hacer que él secorriese por teléfono. «Si no te corres yyo no me corro, será la primera vez»,prometía el anuncio.

Monty acabó su whisky y se sirvióotro. Estaba cansado del bar. Diez oquince tipos compitiendo por las dos otres busconas todas las noches. Acercóel teléfono y marcó el número. Oyósonar el teléfono tres veces, despuéscontestaron.

—¡Soy Donna, yo estoy preparada ysé que tú estás preparado!

—Hola, Donna.

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—¡Hola, guapetón! ¿Cómo tellamas?

—Monty.—Ohhh, Monty… ¡Sé que todos los

tipos que se llaman Monty están bienprovistos!

—Yo soy más bien normal, Donna.—Cariño, no seas modesto.—No, no, no lo soy…—Cielo, antes de que sigamos

hablando voy a tener que coger elnúmero de tu tarjeta, la fecha devencimiento y tu nombre. AceptoAmerican Express, Master o Visa. Sonveinticinco dólares los diez minutos.

—Un momento. Voy a buscar mitarjeta.

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—Muy bien. Y el tiempo noempezará a correr hasta que comience laconversación.

—Muy bien, eso está muy bien.Monty buscó su Visa y le

proporcionó la información.—Perfecto. Ahora espera un

momento, por favor, que voy acomprobar tu cuenta.

Monty fue a buscar una cerveza.Para este tipo de experiencias senecesitaba whisky y cerveza. Regresó ycogió el teléfono. Donna seguíacomprobando su cuenta. Entoncesvolvió.

—Muy bien, Monty, cariño, yapodemos empezar. ¿Estás preparado?

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—No sé. Dime, Donna, ¿haces estotoda la noche?

—¿Si hago el qué toda la noche,cariño?

—Coger el teléfono, hablar contipos…

—¡Dios mío! ¿Eres uno de ésos?—¿Uno de cuáles?—¡Uno de esos tipos que sólo

quieren charlar! ¡Yo no quiero charlar,yo quiero que vayamos al asunto!

—Lo siento, Donna.—No importa. ¡Ahora haz lo que te

digo! ¡Sácala, quiero verla!—Donna, no puedes verla por

teléfono.—Créeme, ¡puedo verla! Así que

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¡ahora, sácala!Monty no la sacó. Se bebió el

whisky.—¿La tienes fuera, cariño?—Sí.—AH, SÍ ¡YA LA VEO! ¡SE ESTÁ

EMPINANDO! ¡OOOH, QUÉ COSA TANHERMOSA, TAN PALPITANTE!

—Gracias, Donna.La polla de Monty seguía dentro de

los pantalones. Le pareció que estabahaciendo trampas. Se bajó la cremalleray lo único que vio fueron loscalzoncillos. Se sintió ridículo y volvióa subirse la cremallera.

—AHORA INCLINO LA CABEZA, SACOLA LENGUA, ESTA MUY CERCA DE LA

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PUNTA DE TU POLLA, PERO NO LA TOCA.¿VES MI LENGUA, MONTY?

—Sí, Donna.—¡TE VUELVES LOCO, CARIÑO!

¡AHORA MI LENGUA ROZA LA PUNTITA DETU POLLA! ¿LA SIENTES?

—Sí, Donna.—AHORA TE ACARICIA LA PUNTA DE

LA POLLA UNA VEZ, OTRA VEZ. ¡OH,MONTY!

—Donna.—AHORA TENGO LA PUNTA METIDA

EN LA BOCA. SUBO LA MANO HACIA MIVESTIDO. ¡NO LLEVO BRAGAS! ¡YAESTOY HÚMEDA! ME TOCO EL CLÍTORIS,BAJO LA CABEZA Y ¡METO TODA TUPOLLA EN LA BOCA!

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—Pero si me estás hablando,Donna…

Monty volvió a bajarse lacremallera pero seguía viendosolamente un trozo de calzoncillo. Dioun trago a la cerveza.

—¡MI CABEZA ESTÁ TRABAJANDO!¡TU POLLA ME ESTÁ VOLVIENDO LOCA!¡VOY A CHUPÁRTELA HASTA QUE NO TEQUEDE NI UNA GOTA! ¡OH, DIOS MÍO,CREO QUE VOY A CORRERME! ¿Y TÚ?¿ESTÁS A PUNTO DE CORRERTE, MONTY?

—Sí, Donna.Monty volvió a subirse la

cremallera.—¡OOOH, OOOOOH, OOOOOOH, ME

CORRO, MONTY! ¡CORRETE CONMIGO,

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MONTY! ¡OH, ME CORRO, ME CORRO,OOOOOH, OOOOOH, OH, DIOS MÍO, MECORRO, OOOH, OOOOOOH, OOOOOH,OOOOOOOOH, OOOOOOOOH, OOOOO…OOO… OO… O…!

Silencio.Después Donna dijo:—¡Nunca jamás me había corrido

así! ¿Tú lo has pasado bien, Monty, miamor?

Monty colgó. Se sirvió otro whisky ypensó en llamar a Darlene, una antiguanovia. Pero aquello siempre terminabamal. En vez de eso volvió a marcar elnúmero de Donna.

—¡Soy Donna, estoy preparada y séque tú estás preparado!

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—Hola Donna, soy Monty.—¿Monty? Oye, ¿no eres tú el que

acaba de llamar?—Sí, pero quiero hacerlo otra vez.

¿Te has corrido de verdad?—Claro que sí. ¿Quieres volver a

hacerlo? ¡Dios mío, qué caliente debesde estar! Lo que voy a hacer es añadiresto a tu primera llamada. Veinticincodólares los diez minutos.

Donna titubeó.—Si quieres dominación máxima

son treinta y cinco dólares los diezminutos.

—No, sólo quiero el normal, Donna.—Muy bien, Monty, cariño, ¿estás

preparado?

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—Sí, Donna…—Muy bien. ¡Sácatela! ¡Quiero

verla!Monty dio un trago a la cerveza.—¿Ya te la has sacado, cielo?—Sí, Donna.—¡OH, SÍ, YA LA VEO! ¡SE ESTA

EMPINANDO! ¡OOOH, QUE COSA…!Monty colgó. Cogió la revista de

chicas. Vio otro anuncio. Decía que laspreciosas chicas que eligieras irían a tucasa y te harían todas las maravillas quedesearas. Marcó el número. El teléfonosonó una vez. Contestó un hombre.

—¿Sí? —preguntó con voz hostil.—¿Es ahí el Servicio de Chicas de

Ensueño a domicilio?

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—Sí. ¿Qué quiere?—Una chica.—Sí, bueno, tengo que informarle de

que no estamos relacionados con laprostitución.

—¿Quiere la información sobre mitarjeta de crédito?

—Sólo operamos en efectivo.Cincuenta dólares la visita a domicilio,más otros cincuenta dólares por treintaminutos o fracción.

—Muy bien.—¿Lleva el dinero encima?—Sí.—¿Qué tipo de chica quiere?—¿A qué se refiere?—Me refiero a que las tenemos

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gordas, flacas, maduritas, jóvenes,cuerdas, locas, orientales, negras,blancas, rojas, amarillas, pida usted.Tenemos una chica con una sola pierna,si lo desea. ¿Qué quiere?

—Simplemente, mándeme a la másguapa.

—¿Ah, sí? Bueno, eso es fácil. EsCarmen.

—Muy bien. Mande a Carmen.El tipo anotó la dirección del

apartamento de Monty.—Muy bien —dijo—, Carmen va de

camino…De algún modo, a Monty la situación

le ponía nervioso. Debería haber ido alpartido de béisbol. O quizá estuvieran

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poniendo alguna película de WoodyAlien. Woody siempre tenía problemascon sus mujeres. Pero todas esasmujeres eran guapas e inteligentes ysiempre tenían tiempo para dar largospaseos por el parque y cosas de esetipo. Y Woody siempre tenía un trabajobien pagado y, cuando había problemascon una mujer guapa e inteligente,simplemente se iba al teléfono ytelefoneaba a otra mujer guapa einteligente. Millones de hombresdesearían tener los problemas de WoodyAlien con las mujeres.

Parecía que no había pasado eltiempo cuando se oyeron unos golpes enla puerta de Monty. Abrió. Una mujer

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baja, de constitución fuerte, vestida denegro y con zapatos bajos estaba allí depie. Tenía el pelo corto y no llevabamaquillaje. Parecía una funcionaría deuna cárcel de mujeres. Una levebrutalidad descansaba en su rostro comouna segunda piel.

—¡Hola! Soy Carmen. Servicio deChicas de Ensueño a domicilio.

Pasó delante de él y se instaló en unasilla. Monty cerró la puerta y se sentó enel sofá. Estiró el brazo para coger suwhisky.

—¿Quieres una copa, Carmen?—No bebo mientras trabajo.—Bueno, bébete una, de todos

modos. Para relajarte, ¿sabes?

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—Yo ya estoy relajada. Estoypreparada para lo que sea necesario. ¿Teha informado Tony de las tarifas?

—Sí, 50 dólares por eldesplazamiento y 50 dólares por treintaminutos.

—Toda la noche son 215 dólares.—Creo que no quiero toda la noche.—Por mí, muy bien.Allí estaban, simplemente sentados.—Me he casado dos veces —dijo

Monty—. Estoy, por así decirlo,experimentado.

—¿Quieres que te la chupe?—Bueno, no inmediatamente.—Muy bien.—Como te decía, para mí esto es

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nuevo.—¿Algún fetichismo? Puedo hacer

cualquier cosa.—No, nada de eso.—¿Eres normal?—Sí.—¿Y por qué no me pides algo?—¿Como qué?—Como que me digas qué quieres

hacer.—Sólo quiero relajarme. Toma una

copa. ¿Seguro qué no quieres nada?—No.—Carmen, ¿hace mucho que estás en

esta ciudad?—No tengo por qué hablar de

estupideces.

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Monty vació su vaso y se sirvió otro.—No serás marica, ¿verdad? —

preguntó Carmen.—No, no; no creo.—¿No lo sabes?—Bueno, me gustan las mujeres.Hubo otro silencio. Monty deseaba

que ella no estuviese allí, pero tampocoquería herir sus sentimientos.

Entonces oyó un sonido. Salía delbolso de Carmen. Sacó un pequeñotransmisor. Sacó la antena lateral.

—¿Estás bien, Carmen? —Era unavoz masculina.

—Posible psicópata —dijo—, peroestá bajo control. Manténte en contacto.Fuera.

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Bajó la antena y volvió a colocar elaparato en el bolso.

—Oye —dijo Monty a Carmen—, yoestoy bien. A mí no me pasa nada.

—Nadie cree que le pase nada malo.Pero yo lo noto. Trato con tipos rarostodas las noches. Tú eres rarillo, yo lohuelo. Lo noto por cómo actúas.

Monty se sirvió otro whisky.—Mierda, eso no es cierto.—¡Qué gilipollez! Probablemente te

gusta rajar a las chicas. Rajaron a una denuestras chicas la otra noche. Ya nuncavolverá a ser la misma. Ya no puedetrabajar para nosotros. Está acabada.

—¡Yo ni siquiera he pegado a unamujer jamás!

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—Eres rarillo, lo noto.—No es así, para nada…—Entonces, ¿qué es?—No es agradable decir esto,

pero…, simplemente, no me resultasatractiva. No me provocas ningún deseo.

—Más gilipolleces todavía. Tratocon 150 hombres al mes, un mes trasotro, y nunca me he tropezado con unoque no quisiera hacerlo conmigo de unamanera o de otra.

—Siento ser el primero. No quierodecir que no seas atractiva, sólo que…

—Muy bien —dijo Carmen—, son50 pavos por haber venido y 50 pavospor los 30 minutos. Me debes cien.

Monty vació su vaso.

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—Te daré 50. Eso es todo.—¿Qué coño quieres decir?—Sencillamente quiero decir que

creo que es lo justo. Has venido, perono ha pasado nada. Es un dinero fácil.Aquí tienes.

Monty buscó en la cartera, sacó unode cincuenta, se acercó y lo dejó caer enla falda de Carmen. Ella lo cogió alvuelo y lo metió en su bolso. Después sequedó mirando fijamente a Monty.

—Pedazo de mamón…Mira quién llama mamón a quién,

pensó Monty mientras se dirigía denuevo al sofá y se servía otro whisky.

Carmen había sacado la radio. Tiróde la antena.

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—Tony —dijo—, Tony, ¿estás ahí?—Sí, nena. ¿Qué tal todo?—Aquí tengo un muerto, Tony. Sólo

ha soltado la mitad.—No será un «secreta», ¿no?—Sólo es un muerto, Tony.—Vale, que no se vaya.Carmen volvió a meter el aparato en

su bolso.—¿Qué es un secreta? —preguntó

Monty a Carmen.—Un poli —dijo ella.Monty y Carmen se quedaron

sentados, mirándose el uno al otro.Monty se sirvió otra copa. Pasaron

veinte minutos. Entonces se oyó un golpeen la puerta. Carmen se levantó de un

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salto y fue a abrir. Era Tony, un tipo deunos 30 años, con chaqueta de cuero. Lachaqueta tenía el aspecto de que habíadormido con ella puesta. Era bajo yancho, un poco gordito, y tenía la cabezagrande y redonda, los ojillos redondos yla boca pequeñita.

Tony fue hacia Monty, se inclinó porencima de la mesita baja.

—Está bien —dijo—, cogeremos laotra parte del dinero y después nosmarcharemos. Si no, habrá follón y elfollón serás tú.

Monty tiró la mesa de una patadacontra Tony, cogió la botella de whiskyvacía y le asestó un golpe a un lado dela cabeza. La botella se rompió y Tony

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dijo «Mierda», cayó al suelo, selevantó, se sacudió los cristales y seabalanzó sobre Monty. Todo sucediómuy rápido. Tony puso una navaja sobrela garganta de Monty y lo cogió por elpelo y dijo «Ahora vamos a coger loscincuenta dólares».

Carmen se acercó a Monty, le cogióla cartera y sacó otro billete de 50dólares. Cogió el resto del dinero: dosde veinte, uno de cinco y dos de uno y lotiró al suelo. Tony soltó a Monty. Apretóel botón y la hoja de la navaja seprecipitó dentro del mango.

—Ya ves —dijo Tony—, sólo tehemos cogido lo que faltaba. Nosotrostenemos un negocio limpio.

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—Sobresaliente en gilipollez —dijoCarmen.

Dicho esto, se volvieron, fueronhacia la puerta, la abrieron, la cerrarony desaparecieron.

Monty dejó el dinero en el suelo.Fue hacia el dormitorio, se sentó en elborde de la cama, se quitó los zapatos yse tumbó. La luz de la luna se filtraba através de las cortinas y pensó durante uninstante en lo que acababa de ocurrir,pero no pudo entender casi nada. Engeneral, las cosas seguían más o menosigual. Sólo que él se sentía incompleto.Incompleto. Diez minutos despuésestaba dormido. Lo único que se oíafuera era el ruido de los grillos y el

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ruido de los borrachos que intentabanencontrar el camino a casa.

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TRÁEME TU AMOR

Harry bajó la escalera hacia el jardín.Muchos de los pacientes estaban allífuera. Le habían dicho que Gloria, sumujer, estaba allí fuera. La vio sentada auna mesa, sola. Se acercó a ella endiagonal, de refilón por detrás. Dio lavuelta a la mesa y se sentó frente a ella.Gloria estaba sentada con la espaldamuy recta y tenía la cara muy pálida. Lemiró pero no le vio. Después le vio.

—¿Es usted el director? —preguntó.—¿El director de qué?

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—El director de verosimilitud.—No.Estaba pálida, sus ojos eran pálidos,

azul pálido.—¿Cómo te encuentras, Gloria?La mesa era de hierro, pintada de

blanco, una mesa que duraría siglos.Había un pequeño recipiente con floresen el centro, flores marchitas y muertasque colgaban de tallos blandos y tristes.

—Eres un follaputas, Harry. Tefollas a las putas.

—Eso no es cierto, Gloria.—¿Y también te lo chupan? ¿Te

chupan el pito?—Iba a traer a tu madre, Gloria,

pero estaba en la cama con gripe.

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—Esa vieja murciélago siempre estáen la cama con algo… ¿Es usted eldirector?

Los demás pacientes estabansentados junto a otras mesas o de pie,recostados contra los árboles, otumbados en la hierba. Estaban quietos yen silencio.

—¿Qué tal es la comida aquí,Gloria? ¿Tienes amigos?

—Horrible. Y no, follaputas.—¿Quieres algo para leer? ¿Qué

quieres que te traiga para leer?Gloria no contestó. Entonces levantó

la mano derecha, la miró, cerró el puñoy se asestó un golpe en la nariz, muyfuerte. Harry se estiró por encima de la

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mesa y le cogió ambas manos.—¡Gloria, por favor!Ella empezó a llorar.—¿Por qué no me has traído

bombones?—Pero Gloria, tú me dijiste que

odiabas los bombones.Las lágrimas le caían

abundantemente.—¡No odio los bombones! ¡Me

encantan los bombones!—No llores, Gloria, por favor… Te

traeré bombones y todo lo que quieras…Escucha, he alquilado una habitación enun hotel, a un par de manzanas de aquí,sólo para estar cerca de ti.

Sus ojos pálidos se agrandaron.

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—¿Una habitación de hotel?¡Estarás ahí con una jodida puta!¡Estaréis viendo juntos películas porno ytendréis un espejo de los que ocupantodo el techo!

—Estaré aquí un par de días, Gloria—dijo Harry dulcemente—. Te traerétodo lo que quieras.

—Tráeme tu amor, entonces —gritó—. ¿Por qué demonios no me traes tuamor?

Algunos pacientes se volvieron ymiraron.

—Gloria, estoy seguro de que no haynadie que se preocupe por ti más que yo.

—¿Quieres traerme bombones?Bueno, pues ¡métete los bombones por

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el culo!Harry sacó una tarjeta de su cartera.

Era del hotel. Se la dio.—Quiero darte esto antes de que me

olvide. ¿Te permiten hacer llamadas? Siquieres cualquier cosa, sólo tienes quellamarme.

Gloria no contestó. Cogió la tarjeta yla dobló. Luego se agachó, se quitó unzapato, metió la tarjeta dentro y volvió aponerse el zapato.

Entonces Harry vio al doctor Jensenque cruzaba el jardín hacia ellos. Eldoctor Jensen se acercó sonriendo ydiciendo:

—Bueno, bueno, bueno…—Hola, doctor Jensen —dijo

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Gloria, sin la menor emoción.—¿Puedo sentarme? —preguntó el

doctor.—Claro —dijo Gloria.El doctor era un hombre corpulento.

Rezumaba peso, responsabilidad yautoridad. Sus cejas parecían gruesas yespesas; eran gruesas y espesas. Queríandeslizarse y desaparecer dentro de suboca redonda y húmeda pero la vida nose lo permitiría.

El doctor miró a Gloria. El doctormiró a Harry.

—Bueno, bueno, bueno —dijo—.Estoy realmente satisfecho de losprogresos que hemos hecho hasta elmomento…

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—Sí, doctor Jensen, justamente leestaba contando a Harry lo mucho másestable que me siento, cuánto me hanayudado las consultas y la terapia degrupo. Eso me ha librado de gran partede mi furia irracional, de mi frustracióninútil y de mucha autocompasióndestructiva…

Gloria estaba sentada con las manosentrelazadas sobre la falda, sonriendo.

El doctor sonrió a Harry.—Gloria ha experimentado una

notable recuperación.—Sí —dijo Harry—, lo he notado.—Creo que será cuestión de sólo un

poquito más de tiempo y Gloria volveráa estar en casa con usted, Harry.

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—Doctor —preguntó Gloria—,¿puedo fumarme un cigarrillo?

—Por supuesto, mujer —dijo eldoctor, a la vez que sacaba un paquetede cigarrillos exóticos y le daba ungolpecito para sacar uno. Gloria locogió y el doctor alargó su encendedordorado y lo accionó con el dedo. Gloriainhaló y soltó el humo.

—Tiene unas manos preciosas,doctor Jensen —dijo ella.

—Ah, gracias, querida.—Y una bondad que salva, una

bondad que cura…—Bueno, hacemos todo lo que

podemos en este viejo edificio… —dijosuavemente el doctor Jensen—. Ahora,

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si me disculpan, tengo que hablar conalgunos pacientes más.

Levantó con facilidad su corpachónde la silla y se dirigió hacia una mesadonde otra mujer estaba visitando a otrohombre.

Gloria miró fijamente a Harry.—¡Ese gordo cabrón! Se toma la

mierda de las enfermeras paraalmorzar…

—Gloria, me ha encantado verte,pero he estado conduciendo muchashoras y necesito descansar. Y creo queel doctor tiene razón. He notado algunosprogresos.

Ella se rió. Pero no era una risaalegre, era una risa teatral, como un

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papel memorizado.—No he hecho ningún progreso en

absoluto; de hecho, he retrocedido…—Eso no es cierto, Gloria…—Yo soy la paciente, cabeza-de-

pescado. Yo soy la que mejor puedehacer un diagnóstico.

—¿Qué es eso de «cabeza-de-pescado»?

—¿Nadie te ha dicho nunca quetienes la cabeza como un pescado?

—No.—La próxima vez que te afeites,

fíjate. Y ten cuidado de no cortarte lasagallas.

—Me voy a marchar…, peromañana volveré a visitarte.

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—La próxima vez trae al director.—¿Estás segura de que no quieres

que te traiga nada?—¡Lo que vas a hacer es volver a

esa habitación del hotel a follarte aalguna puta!

—¿Y si te trajera un ejemplar deNew York? A ti te gustaba esa revista…

—¡Métete New York por el culo,cabeza-de-pescado! ¡Y después puedesseguir con el TIME!

Harry se inclinó por encima de lamesa y le apretó la mano con la que sehabía golpeado la nariz.

—Mantén la entereza, sigueintentándolo. Pronto te pondrás bien…

Gloria no dio señal de haberle oído.

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Harry se levantó lentamente, se volvió yse encaminó hacia la escalera. Cuandohabía subido la mitad, se volvió y dijoadiós a Gloria con la mano. Ella siguiósentada, inmóvil.

Estaban a oscuras y todo iba bien,cuando sonó el teléfono.

Harry siguió con lo suyo, pero elteléfono continuó sonando.

Era muy molesto. Enseguida se lepuso blanda.

—Mierda —dijo, y se quitó deencima. Encendió la lámpara y cogió elteléfono.

—¿Dígame?

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Era Gloria.—¿Te estás follando a alguna puta?—Gloria, ¿te dejan telefonear a

estas horas de la noche? ¿No te dan unapíldora para dormir o algo?

—¿Por qué has tardado tanto encoger el teléfono?

—¿Tú no cagas nunca? Pues yoestaba a la mitad de una soberbiacagada, me has cogido justo a la mitad.

—Apuesto a que sí… ¿Vas aterminarla después de hablar conmigo?

—Gloria, es tu maldita paranoiaextrema la que te ha conducido a dondeestás.

—Cabeza-de-pescado, mi paranoiacasi siempre ha sido el presagio de una

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verdad que iba a ocurrir.—Oye, estás desvariando. Trata de

dormir. Mañana iré a verte.—¡Muy bien! ¡Cabeza-de-pescado,

acaba de FOLLAR!Gloria colgó.Nan estaba en bata, sentada en el

borde de la cama, y tenía un whisky conagua sobre la mesilla. Encendió uncigarrillo y cruzó las piernas.

—Bueno —dijo—, ¿cómo está tumujercita?

Harry se sirvió una copa y se sentó asu lado.

—Lo siento, Nan…—¿Lo sientes por qué? ¿Por quién?

¿Por ella o por mí o por qué?

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Harry vació su lingotazo de whisky.—No hagamos un maldito

melodrama de esto.—¿Ah, sí? Bien, ¿qué quieres que

hagamos de esto? ¿Un simple revolcónen la hierba? ¿Quieres que volvamos aello hasta que acabes o prefieres meterteen el cuarto de baño y cascártela?

Harry miró a Nan.—¡Maldición! No te hagas la lista.

Tú conocías la situación tan bien comoyo. ¡Tú fuiste la que quiso venirconmigo!

—¡Pero es porque sabía que, si novenía, te traerías a alguna puta!

—Mierda —dijo Harry—, otra vezesa palabra.

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—¿Qué palabra? ¿Qué palabra? —Nan vació su vaso y lo tiró contra lapared.

Harry fue hasta allí, recogió el vaso,volvió a llenarlo, se lo dio a Nan, luegollenó el suyo.

Nan bajó la mirada hacia su vaso,dio un trago, lo puso sobre la mesilla.

—¡La voy a llamar, se lo voy acontar todo!

—¡De eso ni hablar! Es una mujerenferma.

—¡Y tú eres un enfermo hijo deputa!

Justo en ese momento el teléfonosonó otra vez. Estaba en el suelo, en elcentro de la habitación, donde Harry lo

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había dejado. Los dos saltaron de lacama hacia el teléfono. Al segundotimbrazo los dos estaban en el suelo,agarrando una parte del auricular cadauno. Giraron una y otra vez sobre laalfombra, respirando pesadamente, conlas piernas y los brazos y los cuerpos enuna desesperada yuxtaposición. Y así sereflejaban en el espejo que había en eltecho de pared a pared.

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LOS ESCRITORES

Harold llamó a la puerta delapartamento.

Nelson estaba sentado a la mesa dela cocina comiendo un trozo de tarta dequeso y bebiendo una taza de caféexprés.

—¿Sí? —preguntó Nelson. Losgolpes a la puerta le ponían nervioso. Ycuando se ponía nervioso desarrollabaun tic en la cabeza. Su cabeza empezabaa hacer reverencias.

—¿Quién es?

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—Nelson, soy Harold.—Ah, un momento.Nelson cogió lo que quedaba de la

tarta de queso y se lo metió en la boca.Mientras masticaba se le humedecieronlos ojos. Pesaba 20 kilos de más. Tragóel último trozo, se precipitó hacia elfregadero, echó agua sobre el plato, selavó las manos, después se fue hacia lapuerta, quitó la cadena, giró el pomo yabrió la puerta.

Harold entró. Medía 1 metro 52 cmy era delgado. Tenía 68 años. Nelsontenía unos 30 años menos. Ambos eranescritores pero sólo escribían poesía.Sus libros se vendían muy de vez encuando y era un secreto bien guardado

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cómo podían sobrevivir. Amboscontaban con canales de ingresosfurtivos provenientes de algún sitio.Pero ninguno hablaba de ello.

—¿Quieres un café exprés? —preguntó Nelson.

—Bueno, sí…Harold se sentó. Nelson le trajo una

taza enseguida. Después Nelson se sentóa su lado en el sofá junto a la mesita.

La cabeza de Nelson empezó a hacerreverencias y a sacudirse de nuevo.

—Bueno, Harold, fui a ver al hijo deputa. Me concedió una entrevista.

Harold levantó su taza a mediocamino hacia la boca. Se detuvo.

—¿Follawski? —preguntó.

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Así era como ellos llamaban a aquelescritor.

—Sí.Harold dio un sorbo, volvió a poner

la taza sobre la mesa.—Creía que ya no veía a nadie.—¿Estás de broma? Ve a casi todas

las malditas mujeres que le escriben o lellaman. Intenta emborracharlas, les hacepromesas, cuenta mentiras, se ponepesado con ellas y, si no ceden, lasviola.

—¿Y cómo justifica todo eso?—Afirma que necesita algo sobre lo

que escribir.—¡Qué jodido viejo verde!Continuaron sentados un rato

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pensando en aquel jodido viejo verde.Entonces Harold preguntó:

—¿Y cómo te permitió que fueras avisitarlo?

—Probablemente para dar lamatraca. Ya sabes, yo lo conocí justocuando acababa de dejar la fábrica yhabía decidido intentar convertirse enescritor. Ni siquiera tenía papelhigiénico para limpiarse el culo. Usabapapel de periódico arrugado.

—¿Así que le viste, Nelson? ¿Y quépasó? ¿Estaba borracho?

—Claro, Harold, estaba borrachocomo una cuba.

—Se cree que eso es de machos. Meda asco.

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—No es tan macho. Tod Winters mecontó que una noche le dio una palizaque casi lo mata.

—¿De verdad?—De verdad. Eso es algo de lo que

no escribirá nunca.—Ni soñarlo.Continuaron sentados sorbiendo sus

cafés exprés.Nelson hurgó en el bolsillo de su

camisa y sacó un purito.Se lo llevó a la boca, rasgó el

celofán con los dientes. Después le quitóuno de los extremos, se lo metió en laboca, se estiró para coger un cenicerode encima de la mesa.

—Oh, no enciendas eso, Nelson, ¡es

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una costumbre asquerosa!Nelson se quitó el purito de la boca

y lo tiró sobre la mesa.—Y es que, Nelson, aparte de la

maldita peste que echa, está el cáncer.—Tienes razón.Se quedaron otra vez en silencio

durante un momento, pensando más enFollawski que en el cáncer.

—Bueno, Nelson, ¡dime qué te dijo!—¿Follawski?—¿Quién va a ser?—Bueno, Harold, ¡se rió de mí! Dijo

que yo nunca lo lograría.—¿De veras?—De veras. Imagínatelo sentado con

sus tejanos rotos, descalzo, con una

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camiseta sucia. Vive en esa casaenorme, con 2 coches nuevos en elgaraje. Está detrás de una gran cerca.Tiene un sistema de seguridad carísimo.Y vive con esa chica tan guapa que es 25años menor que él…

—No sabe escribir, Nelson. Notiene vocabulario, no tiene estilo. Nada.

—Sólo vomitar y follar y putear,Harold, eso es todo…

—Y odia a las mujeres, Nelson.—Pega a sus mujeres, Harold.Harold se rió.—¡Dios mío! ¿No has leído nunca

ese poema en el que se lamenta de quelas mujeres nazcan con intestinos?

—Harold, es un tipo

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condenadamente barriobajero. ¿Cómologra vender?

—Tiene lectores barriobajeros.—Sí, escribe sobre apuestas,

borracheras…, una y otra vez.Se quedaron pensando sobre eso un

momento.Entonces Harold suspiró.—Y es famoso en toda Europa, y

ahora está llegando a Sudamérica.—Un cáncer de imbecilidad,

Harold.—Pero aquí no es tan famoso,

Nelson. En los Estados Unidos letenemos calado.

—Nuestros críticos saben quién esauténtico.

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Nelson se levantó y volvió a llenarlas tazas, luego se sentó.

—Y hay otra cosa, ¡algodesagradable! ¡Bastante!

—¿El qué, Nelson?—Se hizo un chequeo general. El

primero de su vida. Tiene 65 años.—¿Y qué?—Limpio y transparente. Tiene los

resultados guardados debajo de unabotella de vodka. Los he visto. Se habebido suficiente matarratas como paradestruir a un ejército. La única vez queno bebió nada fue cuando estuvo enchirona por borracho. Lo único que nodio normal en el chequeo fueron lostriglicéridos, tiene 264 menos de los que

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hay que tener.—¡Al menos le pasa algo!—De todos modos, no es justo. Ha

enterrado a casi todos sus amigosborrachos y a alguna de sus amigasborrachas.

—Ha tenido suerte no sólo con laescritura, Nelson.

—Es como un perro que hubieralogrado cruzar sin mirar una autopistacongestionada sin ser atropellado.

—¿Y le preguntaste cómo es eso?—Sí. Se rió de mí. Dijo que los

dioses están de su parte. Dijo que es sukarma.

—¿Karma? ¡Si ni siquiera sabe loque significa esa palabra!

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—Fanfarronea, Harold. Fui a unalectura de sus poemas y cuando uno delos estudiantes le preguntó qué pensabaque era el existencialismo, le contestóque «pedos de Sartre».

—¿Cuándo van a ponerle enevidencia?

—¡No veo el momento!Sorbieron sus cafés exprés.Entonces la cabeza de Nelson

empezó a saltar y a hacer reverenciasotra vez.

—¡Follawski! ¡Es tan feo! ¿Cómopuede una mujer besarlo sin vomitar?

—¿Tú crees que realmente haconocido a todas esas mujeres sobre lasque escribe, Nelson?

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—Bueno, yo he conocido a algunas.Y tienen bastante buen aspecto. No loentiendo.

—Le tienen lástima. Es como unperro con sarna.

—Que cruza una autopistacongestionada sin mirar.

—¿Por qué seguirá teniendo suerte?—Mierda, yo qué sé. Cada vez que

sale se mete en un lío. Lo último que heoído es sobre un editor que lo llevó a ély a su novia al Polo Lounge. Se levantóde la mesa para ir al lavabo decaballeros y se perdió. Se dedicó a darvueltas diciéndole a la gente que erantodos unos impostores. Cuando el maîtrese acercó para ver qué era aquel

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escándalo, él le amenazó con unanavaja. Ahora no le está permitida laentrada al Polo Lounge.

—¿No te enteraste de cuando loinvitaron a la casa de ese profesor y semeó en un tiesto con flores y prendiófuego al gallinero?

—No tiene ni un puto gramo declase.

—Nada en absoluto.Otra vez se sumieron en un silencio

momentáneo.Entonces Harold suspiró.—No sabe escribir, Nelson.—Y no tiene educación literaria,

Harold.—Es un maleducado y un mal leído,

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Nelson.—Un pichaboba. Un completo

pichaboba. Le odio.—¿Por qué lo leen? ¿Por qué

compran sus libros?—Es por el estilo simple que tiene.

Esa falta de profundidad les daconfianza.

—¡Aquí nosotros escribiendoalgunos de los versos más grandiososdel siglo XX y ese pichaboba deFollawski llevándose los aplausos!

—Tiene un espíritu despreciable.—Es un impostor.—¿Cómo puede una mujer besar esa

cara tan fea?—¡Tiene los dientes amarillos!

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Entonces sonó el teléfono.—Disculpa, Harold…Nelson contestó el teléfono.—Dígame… Ah, mamá… ¿Qué?

Bueno, no lo sé. No, no creo que sea unabuena idea. No, no lo creo. Bien, mamá,vamos a dejar este asunto… Ya sé quetenías la mejor intención. Vale. Oye,mamá, ahora estoy en una reunión.Estamos trabajando en la organizaciónde una lectura de poesía en elHollywood Bowl. Te llamaré pronto,mamá. Un beso…

Nelson colgó de un golpe.—¡ESA PUTA!—¿Qué pasa, Nelson?—¡Está tratando de encontrarme un

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TRABAJO! ¡ESO ES LA MUERTE!—¡Santo cielo! Pero ¿es que no

comprende?—Me temo que no, Harold.—¿Follawski ha tenido madre

alguna vez?—¿Estás bromeando? ¿Que una cosa

así venga de otro cuerpo? ¿Un cuerpohumano? Imposible.

Entonces Nelson se levantó ycomenzó a deambular por la habitación.Su cabeza se sacudía más que nunca.

—¡DIOS MÍO, ME CANSA TANTOESPERAR! ¡ES QUE NADIE PERCIBE ELGENIO!

—Bueno, Nelson, mi madre, no.Hasta la noche en que murió, no. Pero,

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al menos, sí tuvo inteligencia suficientepara ahorrar e invertir su dinero.

Nelson volvió a sentarse. Se cogióla cabeza con las manos.

—Jesús, Jesús…Harold sonrió.—Bueno, a nosotros nos recordarán

100 años después de que él hayamuerto…

Nelson retiró las manos, miró haciaarriba. La cabeza rompió todos losrécords de inclinaciones para arriba ypara abajo.

—PERO ¿NO TE DAS CUENTA?¡AHORA LAS COSAS SON DISTINTAS! ¡ESPOSIBLE QUE PARA ENTONCES ELMUNDO HAYA VOLADO EN PEDAZOS!

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¡NO SEREMOS APRECIADOS NUNCA!—Sí —dijo Harold—, sí, eso es

cierto. ¡Ah, qué maldición!

En algún lugar de una ciudad sureñaFollawski estaba sentado a su máquinade escribir, borracho, escribiendo sobredos escritores que había conocido. Noera un gran relato, pero era necesario.Escribía un cuento al mes para unarevista de sexo que publicabareligiosamente todo cuanto él lesenviaba. Sin importar lo malo que fuese.Posiblemente, debido a su famainternacional.

A Follawski le gustaba que sus

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páginas aparecieran entre fotografías decoños despatarrados. Se imaginaba aalguna de las modelos de las fotoshojeando la revista y topándose con unode sus relatos.

—¿Qué mierda es esto? —dirían.Chicas, contestaría él si pudiese,

esto es la frase simple, sin confusiones,el diálogo realista. Ésta es la forma enque debe hacerse. Y sólo podréis besarmi fea cara con los dientes amarillos envuestros sueños. Yo ya estoycomprometido.

Follawski sacó la última página dela máquina, la unió con un clip a lasotras y luego buscó un sobre de papelmanila. Ésa era la parte más pesada del

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trabajo de ser escritor: meter lo escritoen el sobre, poner la dirección, pegar elsello y enviarlo, después, por correo.

Y normalmente le llevaba un par decopas de vino rematar una de las formasmás bonitas que se han inventado parapasar la noche.

Se sirvió la primera.

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BLOQUEADO

Eran las 11.45 de la mañana cuandosonó el teléfono. Martin Glisson estabadormido. Cogió el teléfono del suelo.

—¿Sí? —preguntó.—¿Martin?—Sí.—Soy el Roedor.Era el director de una revista de

Nueva York al que le gustaba llamarse así mismo «El Roedor».

—Oye, no tenemos nada tuyo. Sólofaltan seis días para el plazo de entrega.

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—Vale, Roedor, te conseguiré algo.Martin escribía una historia mensual

para la revista Sexerox.—¿Qué tal te va con las mujeres,

Martin?—Me estoy tomando un descanso.

Me mantengo alejado de ellas.—¿Y de dónde sacas el material?—¿Y eso qué importa mientras esté

bien?—Tienes razón. Nos gusta tu

material. Por lo que cuentas, debes deser virgen, pero de todos modosnecesitamos algo antes de seis días.

—Muy bien, Roedor. Cuelgo.—Claro, Martin.Martin dejó caer el auricular en la

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horquilla. Rodó hacia dentro de la cama.Se quedó panza abajo, con el rostromirando hacia el este, hacia el sol. Elalcohol le transpiraba por los poros.Había escrito 27 libros, había sidotraducido a 7 u 8 idiomas y nunca habíatenido un bloqueo de escritor, peroahora tenía un jodido bloqueo deescritor.

Miró el sol. Hacía sólo 13 años quese había librado del trabajo de 8 horas.Ahora todo el tiempo era suyo. Cadasegundo, cada minuto, cada hora, cadadía. Cada noche. Era escritor. Escritor.Escritor. Escritor profesional. Había 12millones de personas en los EstadosUnidos que querían ser escritores. Él era

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escritor.Martin salió de la cama y fue al

cuarto de baño, dejó correr el agua de labañera, luego se acercó al retrete y sesentó. Sabía cuál era su problema: nopodía llegar hasta la máquina deescribir. Estaba en la otra habitación. Loúnico que tenía que hacer era ir hastaallí y sentarse a la máquina y las ideasacudirían a él. Pero no podía hacerlo.Entraba allí, miraba la máquina, pero nose sentaba. No podía. Y no sabíaexactamente por qué.

Bueno, por lo menos, podía defecar.Martin se limpió, miró hacia abajo,

tiró de la cadena mientras pensaba: Ellímite entre escribir y defecar es una

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línea muy fina.Fue hacia la bañera, agregó un poco

de agua fría y se metió…Escribir te empuja a espacios

aéreos, te convierte en un extraño, en uninadaptado. No es raro que Hemingwayse volara los sesos por encima del zumode naranja. No es raro que Hart Crane setirase a la hélice, no es raro queChatterton se tomara un matarratas. Losúnicos que continuaban eran los queescribían best-sellers, y ésos no estabanescribiendo, ésos ya estaban muertos. Ytal vez él estuviese muerto también:poseía una casa en propiedad con susistema de seguridad, tenía una máquinade escribir IBM eléctrica, tenía un

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Porsche y un BMW en el garaje. Perohasta ahora se había resistido a lapiscina, al jacuzzi y a la pista de tenis.¿Estaría, quizá, sólo medio muerto?

Sonó el teléfono. Sonrió: Métete enla bañera y sonará el teléfono. Elteléfono sonaba siempre que estabafollando. Ya no lo hacía. Era escritor, nopodía perder el tiempo follando.Necesitaba el tiempo para escribirrelatos sobre sexo.

Salió de la bañera, mojado,chorreando, fue hacia el dormitorio,cogió el teléfono.

—¿Sí?—¿Martin Glisson?—Sí.

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—Le llamo de la consulta del doctorWarner para recordarle que tiene unacita a la 1:00.

—¡Mierda!—¿Cómo?—Quiero decir que ¿para qué es?—Es su cita semestral para la

revisión y la limpieza de dientes.—Está bien, gracias…Martin no regresó a la bañera.

Simplemente fue hacia la cama, setumbó y giró varias veces sobre lassábanas para secarse. Todavía lequedaba algo de originalidad.

Luego se vistió y salió. Miró los doscoches y eligió el BMW. Sentía lanecesidad de un pequeño cambio.

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Más tarde, en la consulta del dentista,comunicó su llegada a la recepcionista.La chica le pidió por favor que sesentara, luego cerró la puerta correderade cristal. A él nunca le gustó aquello deque cerraran la puerta corredera decristal. Realmente era una afrenta que auno lo dejaran fuera de esa forma. Oquizá no querían que oyera los gritosprovenientes del sillón del dentista.Bueno, ¡qué importaba!

Martin atravesó la habitación, sesentó y cogió una revista.

Lo que le gustaba de Sexerox era quepublicaban todo lo que se les mandaba.

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Ahora debería intentar en serio escribiralgo, aunque sólo fuera para mantenerabierta esa puerta. Tal vez no tuviese unbloqueo de escritor. Tal vez sólo creíaque tenía un bloqueo de escritor. Pero elresultado final era el mismo.

Se había olvidado las gafas de leer.Aun así, siguió pasando las páginas dela revista. De todos modos no podía leerrevistas, incluso con gafas. No leimportaban los deportes, ni los asuntosinternacionales, ni el cine, el teatro, lanobleza, ni siquiera si se acababa elmundo o no.

—¡Hola, señor!Era una niña de unos 5 años, vestida

con un bonito vestido azul y zapatos

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blancos. Era rubia y llevaba un lazo rojoen el pelo. Tenía unos hermosos ojosgrandes y marrones.

—¡Hola! —contestó Martin, y luegovolvió a mirar la revista.

—¿Le van a sacar una muela? —preguntó la niñita.

Martin volvió a levantar la mirada.—¡Huy! No lo sé. Espero que no.Martin volvió a mirarla. Realmente

era una cosita preciosa. Pero,probablemente, cuando creciese setransformaría en una rompehuevos.

—Qué cara más graciosa tienes —dijo ella.

Martin sonrió.—Tú también tienes una cara muy

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graciosa.Se rió. Era una risilla grandiosa,

fresca y limpia, que le recordaba loscubitos de hielo en el fondo de un vaso.No, eso era una chorrada. La risa eraotra cosa. ¿Qué?

Ya está, ahí lo tienes, pensó Monty:un hombre abusa de una niñita en lasala de espera del dentista, mientras asu mamá le sacan una muela del juicio.Y hazlo realista y terrible, aunque conhumor. El hombre quiere pero noquiere, y sin embargo la niña, a sumodo, es la que le induce a ello.Cuando sale, la madre se encuentracon que él tiene las braguitas de laniña sobre la cabeza.

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—¿Dónde está tu mamá? —lepreguntó Martin a la niñita.

—Le están sacando una muela.—Ah…Martin volvió a bajar la mirada

hacia la revista.—¿Por qué no vienes aquí y me lees

algo? —preguntó la chiquilla.Martin la miró.—No veo bien. Me he olvidado las

gafas.—Ven e inténtalo de todos modos —

dijo sonriendo.«Qué niñita tan extraña», pensó,

«valiente atrevida».Martin fue hasta ella, se sentó en una

silla contigua, la movió y la puso pegada

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a la de ella.—Y ahora, ¿qué quieres que te lea?—Léeme algo de la revista que

tienes en la mano.Martin apenas podía ver las letras.

Le leyó. Trataba sobre los problemas deseguridad en los próximos juegosolímpicos. Era todo muy aburrido. A élle importaban un pito los juegosolímpicos. Pero la chiquitína parecíamuy interesada en los problemas deseguridad en los próximos juegosolímpicos. Sintió cómo su bracitorozaba el suyo y cómo su cabecita seacercaba a la suya como para oír mejor.Sintió cómo los cabellos de ella lehacían cosquillas en la cara. Se le

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quebró la voz.Ahora, pensó, el hombre de mi

relato estiraría el brazo y le cogería lapierna. Suavemente. Ese sería elcomienzo…

Justo entonces se abrió la puerta dela consulta del dentista y salió una mujergrandota con blusa, pantalones ysandalias.

—¡Vamos, Vera, ya podemos irnos acasa!

Vera sonrió a Martin.—¡Gracias, señor!—¿Le ha molestado, caballero? Es

un poco pesada, ¿verdad?—Oh, no —dijo Martin—, se ha

portado muy bien…

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La niñita y su madre se fueron yMartin devolvió la revista a la mesa.Quizá escribiría aquella noche.Sencillamente entraría y se sentaría a lamáquina, abriría la botella de vino yencendería la radio. El resto vendríasolo. Su problema era esa mezcla deinseguridad y confianza extrema.

Entonces se abrió la puerta delconsultorio y la ayudante del dentistadijo:

—Señor Glisson, pase por aquí, porfavor.

Siguió a la ayudante del dentista.—Primera puerta a la derecha —

dijo, y después se detuvo y le dejópasar.

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Martin se instaló en el sillón, comoun viejo profesional, con las piernasestiradas. La chica miró su ficha.

—Bien, veo que la última vez lehicimos una placa, así que en esta visitano será necesario, a menos que hayatenido algún problema últimamente. ¿Hatenido dolores o alguna molestia?

—En los dientes no —dijo Martin.—Ahora, abra la boca —dijo la

chica.Empezó a examinarle.—Mmmmmm, parece que todo está

bien…, tiene un poco de sarro, pero noveo ninguna señal de caries.

—Bien…—Así que ¿qué tal le va, señor

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Glisson?—Muy bien. ¿Se acuerda usted de

mí?—Sí, claro.—Bien, y a usted, ¿qué tal le ha ido?—Todo va bien, excepto que hemos

perdido nuestro caballo.—¿Caballo?—Sí, teníamos un caballo de paseo.

Se murió casi de la noche a la mañana.¡Fue muy triste!

—Sí, esas cosas ocurren. Mi gatotambién se murió.

—Ahora abra la boca y empezaré. Yusted sólo tiene que sostener esto.Cuando yo le diga, lo único que tieneque hacer es ponérselo en la boca.

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Como una pajita.Ella le alcanzó el pequeño

instrumento de aspirar la saliva y lasangre de la boca.

—Sí —dijo Martin—. Me acuerdode cómo funciona.

La ayudante del dentista empezóhurgarle los dientes. No era atractiva,pero tampoco era fea. Una buena madrede familia de unos 35 años, bastanteinteligente, tal vez un poco gordita, talvez un poco rechoncha, pero pulcra:sencillamente una buena mujer.

Ahora, pensó Martin, ¿qué te parecela siguiente?: Hombre al que estánlimpiando los dientes en el sillón deldentista. Primera hora de la tarde. Un

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poco de conversación aburrida. Elhombre tiene una resaca horrible.Últimamente se ha sentido raro. Noloco, ni nada por el estilo, solamenteraro. La vida ha ido pasando, pasandoy pasando sin demasiadas diversiones.Los hados no le han molestado. La vidaha sido simplemente una cuestión decomer, beber, dormir. Nada grande,nada pequeño. Ni siquiera una rutina,pero tampoco nada eterno. Y entoncesel hombre lo hace, apenas sin saber porqué, apenas sin pensarlo, simplementelo hace. Como si se tratase deagacharse y coger una moneda delsuelo: estira el brazo y mientras laayudante está raspando el sarro de los

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dientes, le agarra el culo con unamano, le da un buen sobe y, después, losuelta.

La chica no dice nada, continúasimplemente raspando el sarro. Bueno,sí, dice «ahora» y él lo acerca y sepone en la boca el instrumento deaspirar la saliva y la sangre.

Deja caer el instrumento y extiendelos dos brazos y le coge ambas nalgas yhunde en ellas sus garras, la suelta. Lachica sigue raspando.

Entonces levanta con las dos manossu falda almidonada, le toca lasbragas, empieza a bajárselas. Ellasigue raspando, sin decir nada…

Entonces oyó el grito de la ayudante

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del dentista.—¡EH! ¿QUÉ ESTÁ USTED

HACIENDO?Martin se incorporó en el sillón.

Ella había retrocedido hasta el otro ladode la habitación. Tenía los ojos comoplatos. Volvió a gritar.

—PERO ¿QUÉ LE PASA? ¿ESTÁUSTED LOCO?

El dentista, el doctor Warner, entrócorriendo.

—¿Qué pasa, Darlene?—¡ESTE LOCO ACABA DE METERME

MANO!—¿Ha hecho usted eso, caballero?—Quizá. No lo sé.—¡BUENO, PUES YO SÍ LO SÉ!

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¡MALDITA SEA, ME HA AGARRADO ELCULO!

—No lo he hecho a propósito, hasido como un sueño…

—Pero usted no puede ir por ahíhaciendo esas cosas —dijo el doctorJensen.

—Ya lo sé. Sé que ha estado mal.No sé qué decir.

—¡VAMOS A LLAMAR A LA POLICÍA!¡QUE LE METAN PRESO! ¡ES PELIGROSO!—gritó la ayudante dental.

—Tiene razón —dijo Martin—,llame a la policía. Yo esperaré.Probablemente necesito que meencierren. Lo que he hecho ha sidoabsolutamente idiota. Lo siento; aunque

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«sentirlo» no sea suficiente.—Está bien, Darlene —dijo el

doctor Warner—, ve a llamar a lapolicía.

—No —dijo Darlene—, que semarche de una vez lejos de aquí. Mepone enferma. ¡Que se marche de unavez!

Martin apenas podía creer lo quedecía aquella mujer.

—Gracias —le dijo a la ayudantedental—, no puedo expresarlesuficientemente mi agradecimiento.Créame, ¡nunca volveré a hacer ese tipode cosas! Así que ayúdeme.

—¡Salga inmediatamente de aquí —dijo Darlene— antes de que cambie de

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opinión!—Váyase. Es mejor que se vaya —

dijo el doctor Warner.Martin se bajó del sillón y salió de

allí, atravesó el vestíbulo y abrió lapuerta que daba a la sala de espera, lacruzó y salió a la calle. Vio el BMW,buscó las llaves, abrió la puerta, entró.Arrancó el coche y lo sacó de allí.Condujo por el boulevard principal y sedetuvo a esperar frente al semáforo rojo.Se puso verde y él giró a la derecha y semetió en la corriente del tráfico. Martincontinuó conduciendo, simplementesiguiendo el tráfico. Entonces llegó aotro semáforo rojo y se quedó allísentado entre los coches que esperaban,

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pensando «Ellos no lo saben, esta genteno me conoce». Entonces aquelsemáforo se puso verde y continuóconduciendo, siguiendo el tráfico. Iba endirección equivocada, alejándose de sucasa, pero no parecía importarle.

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NO HAY CANCIONES DEAMOR

Querido editor:Me doy cuenta de que se me ha

pasado el plazo de entrega, pero heestado liado con trivialidades comodiscusiones con el sexo femenino, elcoche que se ha roto, una semana con uninvitado en casa y varias cosas más queahora no recuerdo. Una que sí recuerdoes que tenía que renovar el carnet deconducir. Cada vez que renuevo elcarnet de conducir me doy cuenta de

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cómo he envejecido, es un signo de quese está caminando hacia la tumba, unsigno más expresivo que el Año Nuevoo los cumpleaños, y a pesar de querealmente no me importa morir, medesagrada la certeza del hecho. Así quecada cuatro años, en el momento derenovar el carnet de conducir, decidocoger una tremenda borrachera. Puesbien, habiéndolo hecho, iba conduciendoal día siguiente hacia el Departamentode Vehículos de Motor de Hollywood,pero me dolía demasiado la cabeza paraenfrentarme a ello. Parecía que iba adesmayarme. Así que cogí a la derecha,encontré un bar cerca de HollywoodBoulevard, creo que sobre Las Palmas o

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Cherokee, aparqué, salí, entré, me senté,el camarero me trajo una Heineken, sinvaso, y di un buen trago…

Un par de taburetes más allá estabasentada una tipeja que parecía tenercerdas de puerco espín por pelo. Yparecía como si hubiese hecho unagujero en el centro de una sábana, unasábana sucia, hubiera metido en él lacabeza y se hubiera puesto aquellacondenada cosa.

—Hola —dijo.Yo la miré más directamente.—Soy Helena, la gitana —dijo.—Phillip Messbell, controlador

aéreo en paro —contesté.—¿Te leo la mano, Phillip?

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—¿Cuánto?—Una cerveza.—De acuerdo.Helena arrastró su sábana Ku Klux

Klan hacia el taburete que había junto almío, cogió mi mano izquierda, le dio lavuelta y empezó a pasarme el dedo porla palma.

—Ah —dijo—, tienes una línea devida muy larga. Vas a vivir un ratolargo.

—Ya lo he hecho. Dime algo nuevo.—Ah. —Frotó un poco más—. Tu

cerveza favorita es la Heineken.—Te he dicho que cortes el rollo.—¡Oh, ya lo veo! —exclamó.—¿Sí? ¿Qué?

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—Antes de una hora vas a estarfollando.

—¿Con quién? ¿Contigo?—Puede. ¿Tienes 25 dólares?—No.—Entonces, conmigo no.Consiguió su cerveza, yo me acabé

la mía y salí de allí. Me metí en el cochey cogí a la izquierda hacia elDepartamento de Vehículos de Motor.Mi cabeza iba un poco mejor, pero yoseguía confuso. Tenía que aprobar aquelpuñetero test sin haberme leído el librode instrucciones, pero eso no meimportaba. Lo que odiaba era estar enlas largas colas y mirar las nucas. Lasnucas no eran tan horribles como las

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caras, pero de todos modos erahorroroso. Continué la marcha. Alarrancar en el siguiente semáforo sentíde pronto la necesidad de defecar. Paratener la mente libre de aquello eché unamirada al boulevard. Vi a aquella mujerjoven sentada en el banco de la paradade autobús, podía haber sido M. Monroerediviva, sólo que un poco más ajada. Ycon los flancos más rellenos y,ciertamente, una mirada más lasciva.Dirigí una sonrisa a su faldaarremangada que enseñaba mucho másde lo que yo había visto desde hacíameses, y ella me vio mirarla y medevolvió la sonrisa. Yo sonreía. Ellasonreía. Era un mundo sonriente. Justo

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cuando el semáforo se ponía verde, selevantó de un salto y echó a correr haciami coche. Con la pierna derecha di unapatada, la puerta se abrió volando y ellase deslizó dentro como una fruta maduraa punto de caer del árbol.

El tipo del coche de detrás tocó elclaxon y gritó: ¡SI ESA PUTA NO TE MATA,NO TE MATARA NADA!

Pisé el acelerador y salí zumbando.Cuando eché un vistazo, ella se estabarascando el interior del muslo.

—Me llamo Rosie —dijo.—Gordon Plugg —le dije.—¿Quieres un Chapuzón? —me

preguntó Rosie—, ¿o una Vuelta alMundo? ¿Quieres un enema, un Perrito

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Caliente o Lluvia Dorada? ¿DisciplinaEstricta? ¿Una Ventosa Chupadora? ¿UnFrancés Completo? También hago elTres Manos y el Lazo Malayo. ¿Quéquieres?

—Quiero renovar mi carnet deconducir —le dije.

—Eso serán 50 pavos.—¿Tú haces eso?—Sí.—Muy bien.Me miró mientras encendía lo que

quedaba de un purito:—Eres un vejestorio con un aspecto

muy raro. Parece como si tuvieras queestar muerto pero te hubieras olvidadode hacerlo.

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—Ya lo solucionaré.—¿Qué problema tienes?—Cosas que me preocupan todo el

día y toda la noche, Rosie.—Dime algunas…—Pues, por ejemplo, cada vez que

me pongo los pantalones por la mañanay bajo la mano siempre pienso¿funcionará la cremallera? Porsupuesto, normalmente funciona. Pero loque me preocupa es ¿por qué tengo quetener esos pensamientos? ¿Para qué mesirven? Es una pérdida de energía, unacompleta inutilidad.

—¿Por qué no vas a ver a unloquero?

—Lo que yo necesito es un loquero

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que no necesite un loquero y de ésos nohay muchos.

—¿Me estás diciendo que casi todoel mundo está chiflado?

—Bueno, casi todo el mundo tienecremalleras. Sólo que su nivel deintensidad y confusión es diferente en loque se refiere a las cremalleras y otrascosas de ese tipo…

Rosie bostezó.—¿Está muy lejos tu casa?—Mierda. Creí que íbamos a tu

casa.Rosie lanzó un aro de humo de su

puro.—Eso serán diez pavos más.—Muy bien, pero sigo queriendo

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Renovar mi Carnet de Conducir.—Lo tendrás.—Eso ya será algo —dije.—Podría hacerte un Batido-de-

Plátano aquí mismo en el coche mientrasvas conduciendo…

—No, quiero hacer ese asunto deRenovar mi Carnet de Conducir.

—¿Estás realmente preparado paraeso?

—Cada cuatro años…Rosie me guió a través de las calles

y por fin llegamos a su casa. Parecíaestar construida de contrachapado, loslados estaban un poco combados y eltecho desnivelado. Pero había unapalmera imponente delante.

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Entré siguiendo su culo, que sebamboleaba, saltaba y cantaba pidiendoque lo liberaran de aquella falda,pidiendo liberar la electricidad de lasglándulas del Hombre: esa electricidadhedionda que continúa propagando lafealdad de la especie a lo largo decenturias inútiles. Lo seguí, como otrosantes que yo.

Rosie abrió la puerta de una pataday vi a algunos golfillos que estaban allírepantigados o yendo de acá para allá.Había un chiquillo inclinado sobre unamaqueta de avión intentando encolarla.Rosie pasó junto a él y le dio una patadaen el culo que lo mandó rodando hasta lapared de enfrente.

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—¡DAVID, TE HE DICHO QUE DEJESDE ESNIFAR COLA! ¡ESO TE COME ELPUTO CEREBRO!

David sacudió la cabeza paraaclararla, le hizo un gesto obsceno conel dedo y gritó:

—¡COME MIERDA Y MUÉRETE!Otro chiquillo estaba sentado con

una camiseta de Tim Leary. Parecíacomo si hubiera sido arrojado por elmar a las costas de la nada a la edad decuatro años. Había una niña con una fotode Burt Reynolds. Apretaba la llama deun encendedor contra la magnífica ysonriente boca masculina. La bocaennegreció y se agujereó.

—Burnt Reinolds[1] —dijo.

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Rosie me estaba mirando.—Lo primero, el dinero…Le di un billete de cincuenta y otro

de diez, los puso en algún sitio y empezóa desnudarse mientras yo la miraba.

—Rosie —dije bajito—, losniños…

—No van a ver nada nuevo. Escomo una película antigua, les aburre. Ya mí también me aburre…

—Pero Rosie, ¡yo quiero hacer elasunto de Renovar el Carnet deConducir!

—Todos consiguen siempre aquellopor lo que pagan.

Rosie apagó la luz, que colgaba deun cable, después se despatarró sobre

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una esterilla sucia, me acerqué, saqué elpajarito de la jaula, y me zambullí en lamágica inmensidad de aquel cuerpo: lospechos, los muslos. Soñé con nubes ycascadas, en tener suerte en algún juegosucio, y entonces pensé: Dios mío, si nisiquiera me he quitado la ropa, ni loszapatos. Mis dedos se hundieron en supelo y parecía como si estuviese llenode arena. Olía como los guantes de gomamojados. Me sentí triste. Tenía ganas dellorar pero no sabía por qué. Entonces laboca de Rosie se abrió bajo la mía. Estásola, pensé, está realmente sola. No,pensé, soy yo el que está solo. Tenía lalengua fría, la mordí y ella me hundiólas uñas en la espalda, rasgándome la

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camisa. Noté que sangraba. Baje lamano hasta allí y empecé a juguetear,estaba muy bien, muy bien, y entoncesme metí dentro y ella era muy buena, noera un conejito prieto, pero casi tanbueno como eso, y entonces ya no supesi era de día o de noche, ni dóndeestaba, pero volví a bajar del cielo ypensé: Es sólo un sueño, un sueñoestupendo, y me quedé sobre aquelcuerpo mágico, luego me quité deencima y…

Estaba de pie frente a una cámara,había una vieja gordísima, con ojoscomo nueces, más o menos de mi edad,que dijo:

—¡Venga sonría! ¡No le va a doler!

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Sonreí. Hubo un flash…—Le voy a dar el permiso

provisional —me dijo la vieja—, ydentro de un plazo de 30 a 60 díasrecibirá por correo el permisodefinitivo.

Entonces miré hacia abajo y me dicuenta de que tenía la cremallera bajada.Bajé la mano para subirla. Esta vez nofuncionó. Estaba rota.

Fui hacia la salida y noté cómo elaire fresco me entraba en la espalda porel roto de la camisa. Mi coche estaba enel aparcamiento. Subí, encendí uncigarrillo, puse el coche en marcha. Salídel aparcamiento y fui conduciendocalle abajo. No había sido un mal día, y

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según el reloj del coche aún mequedaban muchas horas por delante.Quizá podría bajar a la playa o ir a veruna película. No me gustaban laspelículas, pero no había ido a verninguna desde hacía tiempo. Me decidípor eso. Encendí la radio del coche ysonaba una canción de amor, unacanción de amor horrible. Era un mundolleno de canciones de amor espantosas.Apagué la radio y entonces algo merecordó que aún tenía que defecar.

Encontré una gasolinera a tresmanzanas, entré, bajé, me dirigí a loslavabos de caballeros. El encargado dela gasolinera me vio.

—Eh, amigo, llevas la cremallera

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bajada…—Ya, ya lo sé…—Oye —me dijo—, los tipos que

usan los retretes tienen que consumiralgo…

—Póngame aire en las ruedas —ledije.

Llegué al lavabo, entré en el retrete,incluso tenían fundas de papel. Coloquétres juntas, me bajé los pantalones y ladejé salir. Entonces fue cuando vi turevista allí en el suelo, con la portadarota y hecha pedazos y mojada, tantriste, sabes, allí en el suelo de la casade cagar, y mientras descargaba recordéque se me había pasado el plazo deentrega y decidí escribirte y contártelo,

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y aquí está.

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STRIKEOUT

Había 35 grados, era el segundo partidode un domingo de dos enfrentamientos.Los hinchas borrachos de cervezallenaban las tribunas. Sus Bluejayshabían perdido el primer juego y estabanperdiendo el segundo por 6 a 2 en elquinto período. Estaban perdiendocontra uno de los equipos de la cola, losGroundhogs. Todos los hinchas sesentían muy desgraciados. Podíanhaberse quedado en casa aemborracharse y haberse ahorrado algo

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de dinero. Podían haberse quedado encasa y haberles pegado a sus hijos y asus perros. Estaba resultando undomingo caluroso e inútil y a la mayorparte de ellos les esperaba un empleoestúpido el lunes por la mañana. Loshinchas se sentían desgraciados ycabreados y los Bluejays se sentíanigual.

El árbitro Harry Culver se inclinóhacia la base del bateador esperando ellanzamiento. Ocupó su posición detrásdel receptor y esperó aquel malditolanzamiento. Les tocaba batear a losBluejays y los Groundhogs tenían en elmontículo a un tipo que la lanzaba conefecto. Harry detestaba juzgar una pelota

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lanzada con efecto. Se volvía demasiadoirregular en el último momento. Eramucho más fácil una curva lenta o unapelota rápida.

Monty Newhall, el mejor bateadorde los Jays, con un promedio de .343,iba a batear. Dos hombres esperando enprimera y tercera base, dos eliminados.La cuenta iba uno a uno. El tipo delórgano tocó los compases de ¡ATAQUE!Los hinchas borrachos gritaron y ellanzador la soltó. La pelota saliózumbando como una abeja enfurecida.En el último momento descendió y pasósobre el borde de la base, a la altura dela rodilla.

—¡STRRRIKE! —gritó Harry Culver

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mientras señalaba con el brazo y lamano.

—Muy bien, Harold —dijo elreceptor tirándose un pedo ydevolviendo la pelota al lanzador.

—¡Mierda! —dijo Monty Newhall—, ¡tiempo!

El receptor se hizo a un ladodiciendo:

—Cuidado, que tiene mal aliento,Harry, no le dejes que te bese.

El receptor era Johnny Aero, que seembolsaba 800 000 dólares al año.Monty Newhall fue hasta donde estabaHarry. Newhall se embolsaba 900 000dólares al año. Todo el campo debéisbol estaba lleno de millonarios. Los

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pobres venían a ver jugar a losmillonarios. Los millonarios invertíanen artículos y formaban corporaciones.Lo único que tenían que hacer eragolpear y coger esa pequeña pelotablanca durante unos pocos años, utilizardiferentes métodos para desgravarimpuestos, y estaban salvados.

Newhall acercó mucho su cara a lade Harry.

—Mi carrera está en juego. Cadavez que te equivocas es como si mequitaras diez mil dólares del bolsillo.

—No me vengas con disparates —dijo Harry—. Mi decisión ha sidobuena.

—¿Buena? ¿Cómo de buena?

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—Como el agujero de un donut.Newhall se rió.—El calor te ha afectado,

gordinflón. Lo que has dicho es unaestupidez.

—Sí que lo es. Estoy muerto. Hasido un día jodido, largo y caluroso.

—Ése es tu problema, gordinflón.No tienes ni puta idea de arbitrar.

—¡Vuelve a la caja antes de que teexpulse del partido!

—¿Que me vas a qué?—¡Ya me has oído!Los hinchas gritaban y se metían más

cerveza en el cuerpo. Cada vez queNewhall hablaba acercaba más su cara ala de Harry, haciéndole retroceder una y

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otra vez.—Soy yo el que manda —dijo

Newhall a Harry—. Tú no eres nada.Entonces Whitey Thorenson, el

mánager de Newhall, salió corriendodel banco y se lanzó hacia ellos. Fue atoda prisa y metió en medio su cara rojay regordeta.

—¿Qué le estás haciendo a michico? ¿Estás intimidando a mi chico?

—Su chico dejó pasar una pelotabuena. Se ha intimidado a sí mismo.

Whitey se volvió hacia Newhall.—¿Te ha estado insultando este tipo?

Esa clase de mierda no está permitida,ya lo sabes.

—Creo que me ha insultado —dijo

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Newhall.—Eres un jodido mentiroso —dijo

Harry.Los otros árbitros ya habían llegado

a la base de home.—¡Ya está bien, acabemos de una

vez!—Tengo todo bajo control —dijo

Harry.Ahora los hinchas aullaban de

verdad mientras arrojaban al campotodo lo que tenían a mano: vasos depapel, gorras, calcetines empapados encerveza, programas, comida…

—Has perdido el control —dijo elárbitro principal, Tony Pietro—. Tienesque restablecer el control.

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—¡Maldita sea, Tony, tú mantentefuera de esto! ¡No necesito que tú mecrees más problemas! ¡Ya tengosuficiente con mi mujer!

—Eh, oíd eso —dijo WhiteyThorenson—. ¡Mete la pata con unamala decisión arbitral y luego saca arelucir sus problemas personales! ¿Quéclase de profesional es éste?

—Ya está bien —dijo Harry—. Voya despejar el campo. ¡Whitey, fuera!¡Newhall, fuera! ¡Fuera del campo!¡Vamos a continuar el partido! —Hizoun gesto dramático y radical señalandohacia el banco.

—Yo no voy a ninguna parte —dijoNewhall.

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Vasos de papel y desperdiciosvarios caían por todos lados,golpeándoles en los hombros, laespalda, la cabeza…

—No tengo ningunas ganas de irme—dijo Whitey Thorenson.

—Ya han oído al árbitro —dijoPietro—, ahora abandonen el campopara que podamos continuar el juego.

—Sí —dijo el otro árbitro.—Escuchadme —dijo Whitey—.

Con vosotros, chicos, no hay ningúnproblema, pero os digo que vuestrocolega no es más que una mierda.

—¿Qué has dicho? —preguntóHarry.

—¡He dicho que eres una mierda!

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Harry avanzó y empujó a Whitey conambas manos.

La multitud enloqueció totalmente.El tipo del órgano sacó los compases de¡ataque!

—¡Eh, eh! —dijo Whitey—, ¡miradal pequeñín de azul! ¡Se ha puestofurioso!

Los otros árbitros agarraron a Harry.—Cálmate, que nos están filmando.—Todo el mundo está mirando…Entonces Whitey avanzó y empujó a

Harry. Se agachó, cogió un puñado detierra y se lo tiró a Harry a lospantalones. Luego se puso a dar vueltasalrededor de Harry lanzándole tierra conlos pies.

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—¡Tú no eres un hombre,gordinflón! ¡Por eso eres árbitro yademás un árbitro de MIERDA!

Harry se abalanzó sobre Whitey yWhitey se hizo a un lado riéndose:

—¡Hey, pedazo de MIERDA!Las tribunas enfurecieron y la gente

empezó a intentar saltar al campomientras la policía y los acomodadorestrataban de detenerles.

Entonces todo sucedió rápidamente.Harry se abalanzó sobre Whitey y lepegó un puñetazo en la barriga que lehizo doblarse hacia adelante, y mientrasWhitey estaba doblado hacia adelante,Harry corrió hasta colocarse detrás deél y le dio una fuerte patada en el culo.

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Whitey cayó, cogiéndose el trasero, yHarry se abalanzó hacia Newhall, queempezaba a retroceder. Pero no pudocoger a Newhall. Los demás árbitros lodetuvieron.

En la oficina de los Jays, Harryrespiraba con dificultad mientras sefumaba un cigarrillo. Fuera intentabancontener a la prensa. No era una oficinamuy bonita para pertenecer a un boyanteclub de béisbol. Se percibía un suaveolor a orina. Aquél era el lugar donde sehacían tratos multimillonarios endólares. También era el lugar en el quese citaba a jugadores de béisbol

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millonarios para decirles que ya no seles necesitaba.

Harry oía a los hinchas gritandofuera mientras el partido continuaba, sinél, sin Whitey, sin Newhall y supromedio de .343, sus carrerascompletas, sus carreras bateadas y eltotal de sus bases. Ahora estaban todossentados o de pie con el propietario delos Jays y algunas personas que él noconocía, personas que buscaban dentrode carteras y se susurraban cosas unos aotros…

Entonces entró el comisario deBéisbol, H. T. Faulkner.

Alguien dijo: «Hola, señorFaulkner».

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Harry metió el coche por la entrada desu casa de 65 000 dólares con unahipoteca de 39.000. Entró hasta elgaraje, se bajó, pensando: «Sigocreyendo que fue un strike, volvería agritar la misma decisión, pasase lo quepasase». Salió del garaje y subió por elcamino hasta la escalera, abrió la puertay entró.

Susan estaba viendo «Viaje a lasestrellas» en la tele. Los Klingonestaban manos a la obra. Spock estabatranquilo, pero padecía una ineficaciatemporal. Harry se acercó a Susan pordetrás del sofá en el que estaba, le dio

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un beso en el cuello.—¡Hola, nena!Dio la vuelta y se sentó a su lado en

el sofá.—Jesús, ¿ésta no la has visto ya?—Sí, pero a veces me pierdo cosas.

La segunda vez coges cosas que laprimera vez te has perdido.

—¿Dónde está Trina?—Está por ahí fuera, jugando.—Voy a cambiarme —dijo Harry—.

Y a darme un baño.—No te olvides —dijo Susan— de

enjabonarte debajo de los brazos y sitiospor el estilo.

—Muy bien…Harry entró en el dormitorio, se

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quitó la ropa. Se sintió bien. Entró en elcuarto de baño, abrió el grifo de labañera y se quedó mirando cómo searremolinaba el agua. Se quedó allí depie durante un rato.

SUSPENDIDO HASTA NUEVO AVISO,PENDIENTE DE INVESTIGACIÓN.

Cerró los grifos, probó el agua conla mano y se metió.

—¡Susan! —gritó—, ¿dónde está eljabón?

—No te oigo —gritó ella.—Da igual —dijo.A tomar por culo. Se estiró dentro de

la bañera.

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.191

Sonó el timbre y Monty fue hacia lapuerta, la abrió. Eran las 9 de la noche yera Harold Sanders.

—Hola, Harry, qué puntualidad.—Dicen que si no puedes ser

puntual, no podrás ser nada.—Eso está bien. Entra. Siéntate

donde te apetezca.—¿Cómo está Debra? —preguntó

Harry, sentándose en el sofá próximo ala mesa pequeña.

—Está bien. Bajará en un minuto.

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La botella de vino ya estaba allí.Monty la descorchó y sirvió un par decopas.

—Éste sí que es un buen tinto, Harry,estoy seguro de que te gustará.

—Gracias, Monty.Bebieron los dos.Entró Debra con dos grandes

cuencos, uno lleno de patatas fritas, elotro con frutos secos.

—Hola, Harry.—Hola, Debra, estás espléndida.—Gracias. Bueno, chicos, creo que

es mejor que os deje para que charléis.—No, Debra —dijo Monty—, no

hay nada que no puedas oír. Quiero quete sientes con nosotros. ¿Te parece bien,

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Harry?—Bueno —dijo Harry bajito—, está

bien. Normalmente tratamos estosasuntos en privado, pero supongo que enrealidad todos formamos una familia.

—Ya lo sé —dijo Monty—, por esote pedí que vinieses aquí a casa.

—Es más agradable —dijo Harry.—Servíos patatas —sugirió Debra.

Se sentó en una silla cerca del extremode la mesa pequeña. Así podíalevantarse más fácilmente para ir a lacocina a buscar otra botella o cualquierotra cosa que fuese necesaria.

Harry cogió unas nueces, se lasmetió en la boca, masticó, bebió untrago de vino.

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—Este vino es muy bueno —dijo.—Bebe, bebe —dijo Monty—,

tenemos mucho.—A Harry también le gusta —dijo

Debra—. Quiero decir, cuando estáfuera de temporada…

—Bueno, ahora estamos fuera detemporada —dijo Harry—. De hecho, latemporada fue una especie de fuera detemporada.

—Sí —dijo Monty—, expulsadodurante 14 partidos, eso no estuvo muybien. Y justo después de ganar la copa.

Harry acabó su vaso.—Qué mal, joder, fue realmente una

mierda…Entonces miró a Debra.

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—Perdona la expresión…Monty volvió a llenar el vaso de

Harry. Harry bajó la mirada hacia suvaso. Monty se acabó el suyo.

Debra no bebía nada. Encendió uncigarrillo, echó una mirada a Harry.

Entonces habló Monty:—¿No te da miedo este barrio negro,

Harry?—Espero tener ruedas cuando salga

de aquí.—¿Has aparcado en la entrada de mi

garaje? Ahí no te pasará nada.—Tú no tienes por qué vivir en este

barrio, Monty.—Me gusta vivir en la casa vieja

cerca de mis hermanos.

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Y puede que un día necesite midinero.

—Sí, puede que sí.Se volvió a hacer un silencio.

Acabaron sus copas y Monty volvió allenarlas.

—Quizá debería irme —dijo Debra.—Tú te quedas, Debra. ¿Verdad,

Harry?—Como quieras.—Sí, así es. Debra, ¿no nos traerías

otra botella, por favor?Debra salió de la habitación para ir

a la cocina.—Escucha, Harry, si tienes algo

malo que decir, dilo ahora.—Nada malo, sólo quiero ajustar

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ciertos detalles.—No hay ningún detalle que ajustar.

Me quedan dos años de contrato a800 000 dólares al año garantizados yuna cláusula de no cesión.

—Yo gano 90 000 dólares al año.Me siento como una tortuga frente a unelefante.

—Puedes arrancarme los dedos delos pies a mordiscos.

—Imposible. ¿Cómo es que no estáaquí Feldstein, tu agente?

—Todavía no lo necesito. Sóloquiero oír primero lo que tienes quedecirme.

—Jesús, Monty, no he venido hastaaquí para charlar. Quiero que lleguemos

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a algún tipo de acuerdo.—Soy yo el que tiene la última

palabra. Podemos llegar a un acuerdosin Feldstein. Si me gusta lo que tienesque decirme.

Debra entró con otra botella. Montyle metió el sacacorchos.

—Gracias, Debra —dijo Harry—.Por cierto, ¿te importa si enciendo unpuro?

—Adelante.Debra había traído un vaso para

ella. Lo empujó hacia Monty.—Sírveme, por favor. Me siento

como si estuviese en una conferenciadiscutiendo sobre armas nucleares. Unaconferencia internacional.

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—También yo me siento así dejodido —dijo Monty.

Llenó los 3 vasos.—Vamos a ver, ¿dónde estábamos?Harry encendió su puro, chupó,

exhaló el humo. Llevaba un traje griscon rayas negras, rayas negras muyfinas. Zapatos negros, muy brillantes.Camisa rosa con corbata negra. Lacamisa rosa tenía unos puntos verdesdiminutos.

—Monty, ¿sabes cuál fue tupromedio el año pasado?

—Bueno, no recuerdo el promedioexacto.

—Fue exactamente .191.—Me lesioné el tobillo en junio…

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—Seivers dice que estabasdemasiado lejos de la base del bateadory demasiado adelantado respecto a lacaja. Te estaban matando con la curvahacia fuera y hacia abajo. Dice que nopudo convencerte de que cambiases depostura.

—¿Ah, sí? ¿Y qué promedio haalcanzado Seivers?

—No hay que ser un gran bateadorpara ser entrenador de bate.

—¡Gilipolleces!Debra acabó su copa. Se estiró hacia

adelante y se sirvió otra.—Monty logró 19 carreras

completas —dijo ella—. Eso fue lomejor que tuvo el club…

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—Pero fueron 12 menos que el añoanterior.

—Sigue siendo la máxima del club—dijo Debra.

—No es una actuación de 800 000dólares. No con 67 carreras bateadas.

Se hizo otra vez el silencio. Seconcentraron en sus bebidas. Harrychupaba su puro. Debra se abanicó conla mano, luego paró. Harry se bebió suvino, le hizo un gesto con la cabeza a lacopa vacía:

—¿No os importa que me beba otra?Monty le sirvió otra.—Claro, chico blanco, lo que digas.—¿Y eso a qué viene?—¿A qué te refieres, Harry?

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—Me refiero a que ahora me tratascomo a una mierda.

—¿Mierda, hombre?—Sí, mierda.Hubo otro pesado silencio.Debra se fue en busca de otra

botella, volvió. Monty se puso manos ala obra con el sacacorchos.

—Lo único que sé es que tengo uncontrato con cláusula de no cesión por 2años que me garantiza 800 000 dólaresanuales.

Sirvió los vasos.Harry levantó su vaso, tomó un

trago, entonces sosteniendo el vaso en elaire vio un cuadro en la pared delextremo opuesto del salón. Sosteniendo

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todavía su bebida, y mientras apagaba elpuro, dijo:

—Oye, eso es bueno…, esecuadro…, ¿qué es? ¿Una catarata? Megusta…

Después se llevó el vaso a la boca ylo acabó.

—Es de Debra —dijo Monty—.Pinta.

Harry miró a Debra.—Dios mío, es bueno, seguro que sí.—Gracias.—Oye, me gustaría fumar otro puro.

¿No te importa, Debra?—¿Por eso has puesto mi cuadro por

las nubes? ¿Para ablandarme por lo delpuro?

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—No, Debra.—Está bien, me aguantaré.—Gracias.Harry quitó el celofán al puro y le

arrancó un extremo de un mordisco.—Siempre me ha gustado estar

erguido frente a la caja —dijo Monty—.Me gusta estar lo más cerca posible dellanzador. Es mi estilo.

—Las cosas cambian —dijo Harryencendiendo el puro—. Ya tienes 35años, Monty, ya no eres el de antes.Tienes que cambiar de postura.Necesitas esa fracción de segundo extra.

—¡Qué gilipollez!—.191, Monty. Los números no

mienten.

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—¿No puedes dejar de repetir .191?Te estás volviendo monótono.

—Sí, y además lo llenas todo dehumo apestoso —dijo Debra.

—Así son los negocios, Debra. Nohay nada más monótono que conseguirsólo 2 golpes de cada diez cuando seestá en el bate y con un sueldo de800 000 dólares.

Monty vació su copa.—Harry, me estás presionando

demasiado, me estás presionandomucho.

—¿Qué quieres decir?—Sólo he tenido una mala

temporada. Todo el mundo tiene unatemporada mala.

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—Tienes 35 años, Monty. Cuando setiene una temporada así a los 35, lasdudas comienzan a asaltarte…

—Que te den por culo, Harry —dijoMonty.

—¿Por qué eres tan mal hablado,maridito? —preguntó Debra.

—Creo que es a mí a quien estáhablando mal. Quizá sea mejor que mevaya.

—No, quédate —dijo Monty—.Discutamos esto a fondo. Tú has venidoaquí para decirme algo. Ahora quierooírlo.

—Es todo muy desagradable —dijoHarry—. No me gusta. Ni siquiera megusta mi trabajo.

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—¿Qué estás tratando de decirme?—preguntó Monty.

—Otra copa, por favor.Monty le sirvió.Harry miró a Debra.—Tu cuadro me gusta, de veras. Eso

no tiene nada que ver con el resto.Entonces cogió su vaso, se bebió la

mitad, lo puso sobre la mesa.Miró a Monty.—Creo que no soy nada más que un

mensajero de la sede central. Y ellos mehan dado un mensaje…

—Lo único que yo sé —dijo Monty— es que a mí tienen que darme 800 000dólares anuales durante los próximos 2años, pase lo que pase. Feldstein lo

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sabe. Debra lo sabe. Tú lo sabes. Y nohay más.

—Bueno, no exactamente.—¿No exactamente? Bien, ¿entonces

cuál es el problema?—El problema es ese .191 con el

que terminaste la temporada pasada.—Vuelves a decir ese número otra

vez y te cruzo la cara de una bofetada.—Intentaré no volver a decirlo.—A ver si es cierto.—Odio este trabajo, de verdad que

sí.—No nos interesa lo que tú odies.

Nosotros ya tenemos nuestra opinión alrespecto —dijo Monty.

—¿No podemos dejar de lado toda

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esa mierda racial?—Siempre ha estado ahí. ¿Por qué

habría de desaparecer ahora?—Tal vez tengas razón.Monty volvió a llenar los vasos.

Harry apagó su puro.—Se acabaron los puros —dijo

Debra.—Vale.Harry dio un trago a su bebida.—¿Y bien? —preguntó Monty.—Ay, hombre —suspiró Harry—.

Bueno, pasa lo siguiente: si juegas paranosotros el próximo año no jugaráscomo titular. Eso está decidido. Serásbateador designado contra algunoslanzadores zurdos o quizá bateador

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suplente. Lo siento, pero, entre otrascosas, los entrenadores dicen que ya nopuedes con esos lanzamientos desde elángulo derecho.

—¿Es verdad eso? —preguntóMonty.

—Eso es lo que han dicho.Monty se rió.—Pues muy bien, entonces que ni

siquiera me saquen. Siempre que sirvayo recibo más de 800 000 dólares.

—Tienes razón.—No hay forma de que me jodan en

eso.—No.—Así que ¿eso es todo lo que tenías

que decir?

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—Bueno, no…—Muy bien —dijo Monty—,

cuéntanos el resto. Oigámoslo.—Sí, oigámoslo —dijo Debra.—Está bien —dijo Harry—, es que

hemos arreglado un posible cambio conOakland. Si tú estás de acuerdo.

—¿Oakland? —preguntó Monty.—¿Oakland? —preguntó Debra.—¿Van a comprar la cláusula de no

cesión? —preguntó Monty—. ¿Cuántoofrecen?

—Nada.—¿Nada? ¡Pues olvidaos, joder!—Dios mío, espérate —dijo Harry

—. Sírveme otra copa, ¿vale?Monty llenó su vaso. Harry bajó la

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mirada y la clavó en él.—Y no me salgas con ninguna otra

mierda acerca de mis cuadros —dijoDebra.

Harry miró a Monty.—Muy bien, ahora escúchame…—Sí, te estoy escuchando.—Vale, bien, mira, con Oakland

jugarás de titular, todos los días,¿entiendes? Quizá al jugar todos los díaspuedas recuperar la forma. Es tuoportunidad.

—Mmmm… —dijo Monty—. ¿Porquién me van a cambiar?

—Por dos jugadores de segundadivisión a designar más adelante.

—¿Qué? ¿Eso es lo que el club cree

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que valgo?—No, sólo que ellos están tratando

de deshacerse de tu sueldo, voy a sersincero contigo.

Monty cogió su vaso. Miró a Harry.—¿Y tú cuánto crees que valgo?—¿Qué quieres decir?—Sabes lo que quiero decir.—Sí —dijo Debra.—Bueno, no es asunto mío el decidir

ese tipo de cosas. Como te he dicho, yosoy un simple intermediario.

—Pero supongamos que fuera asuntotuyo el tener que decidir… —dijoMonty.

—Sí, ¿y si fuera así? —preguntóDebra—. ¿Cuál sería tu opinión?

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—¿Te refieres en términos de unsueldo anual?

—Sí —dijo Monty.—Bueno, joder, no lo sé…—Di una cifra.Harry pensó en ello durante un

momento, seriamente. Luego dijo:—Bueno, 200 000 dólares.—¿200 000? —preguntó Monty.—Bueno sí, alrededor de eso.—¡Saca tu culo blanco fuera de mi

casa!—¿Qué?—¡Ahora mismo!—Antes de que pase algo —dijo

Debra.Harry se levantó.

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—Vale, me marcho…—Y no te entretengas —dijo Monty

—. ¡Cuando digo que te vayas, quierodecir que te vayas AHORA MISMO!

Harry fue hacia la puerta. Monty yDebra lo siguieron. Abrió la puerta, lacerró. Ahora ya estaba fuera. Ellos sehabían quedado dentro de la casa. Sucoche seguía en la entrada del garaje.Subió, lo puso en marcha, salió marchaatrás. Giró en redondo y luego fue haciala izquierda, hacia la autopista.

Hubiese sido mejor hablar conFeldstein. Eso es lo que consiguescuando intentas ir directamente a losjugadores. Consigues que te den con unaenorme polla negra por el culo. Eso es

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todo lo que consigues.Cuando entró en la autopista la luna

estaba sobre el horizonte. Se mezclósuavemente con el tráfico. Conducía conuna mano mientras desenvolvía un purocon la otra. Le quitó un extremo de unmordisco, se lo metió en la boca yacercó el encendedor. ¡Qué desperdiciode noche! Y lo peor de todo: él odiabael béisbol. Vaya un juego de perros,vaya una diversión de estúpidos. Harrypisó el acelerador y se encaminó haciala luna.

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SOLO EN LA CUMBRE

Marty tocó el timbre y esperó y la puertase abrió y un tipo grande lo dejó pasar ysiguió al tipo grande por un pasillo y alfinal de ese pasillo había otra habitacióny el tipo grande abrió la puerta y Martyentró y allí estaba sentado Kasemeyerdetrás de la mesa y Kasemeyer dijo:«Siéntate». Marty se sentó en una sillafrente a la mesa y el tipo grande cerró lapuerta y se fue, aunque no muy lejos.Kasemeyer no parecía gran cosa pero loera todo (si es que algo es todo) no sólo

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en aquella ciudad sino en muchasciudades y también en algunos países.

—Marty —preguntó Kasemeyer—,¿cuánto tiempo hace que eres matón?

—Mucho tiempo, señor, y nunca mehan cogido. Siempre he encontradoalgún pichón que pagara el pato.

—¿Quiénes han sido algunos de tusblancos?

—Usted lo sabe tan bien como yo,señor: los dos Kennedy, M. L. King, ymuchos, muchos otros.

—¿No fuiste tú quien liquidó a HueyLong?

—No soy tan viejo, señor. Eseblanco fue de mi padre.

—Vienes de una familia de mucho

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cuidado, Marty.—Gracias señor.—¿Un puro?—No, gracias, señor, no fumo.Kasemeyer le tiró un puro a Marty

que le pegó en el pecho, luego cayó alsuelo.

—Cógelo. Desenvuélvelo.Enciéndelo. Fúmatelo. Quiero vertefumarlo.

Marty recogió el puro, le quitó elcelofán, quitó uno de los extremos de unmordisco, se lo metió en la boca.

—No tengo fuego, señor.Kasemeyer apretó un botón que

había sobre su mesa. Se abrió la puertay entró el tipo grande.

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—Percy —dijo Kasemeyer al tipogrande—, enciende a este hombre.

—¿A él o al puro, señor Kasemeyer?—De momento, sólo el puro.Kasemeyer sacó y preparó un puro

para él mientras Percy cumplía con sudeber.

—Ahora, gordito, ven aquí yenciéndeme el mío.

—Sí, señor Kasemeyer.Percy fue hacia el otro lado de la

mesa y encendió el puro de Kasemeyer.—Gracias, gordito, ahora quédate

por aquí.—Sí, señor Kasemeyer.Kasemeyer se echó hacia atrás y dio

una buena calada a su puro. Soltó el

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humo.—¡Ah…!Después miró a Marty.—¿Te gusta tu puro?—Sí, señor Kasemeyer.—Ahora, quiero que cojas tu puro y

pongas el extremo encendido contra lapalma de tu mano izquierda.

—¿Qué?—Ya me has oído. Ahora, hazlo.Marty se quedó mirando a

Kasemeyer.—¡Deme un respiro, señor

Kasemeyer!—Tienes 15 segundos. O te lo

incrustas en la palma de la mano o tequedas sin mano, quizá sin brazo, o

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quizá más…Marty se quedó sentado inmóvil

mientras Kasemeyer chupaba su puro ysoltaba un penacho de exquisito humo.

—Cinco segundos…Marty apretó el puro contra la palma

de la mano izquierda, cerrando los ojos.—¡Dios mío, Dios mío! —gritó.—¡Cállate! ¡Y sigue apretándolo,

hijo de puta!Marty apretó, mordiéndose

desesperado el labio inferior…—Ya vale, ahora puedes seguir

fumando…Marty volvió a ponerse el puro en la

boca. El puro le temblaba entre loslabios.

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—Enciéndele el puro otra vez,Percy, creo que se le ha apagado…

Percy hizo lo que se le ordenaba,luego regresó a su sitio junto a la puerta.Kasemeyer miró a Percy.

—¿Cuándo es tu cumpleaños,gordito?

—El 9 de enero, señor.—Recuérdame que te envíe un pollo

muerto.—Gracias, señor.Entonces Kasemeyer volvió a mirar

a Marty, que apenas chupaba su puromientras miraba de reojo su manoizquierda.

—¡Tonto del culo, te has cargado alque no era!

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—¿Qué?—Queríamos que liquidaras a Henry

Muñoz.—Y lo hice.—¡Te has equivocado de hombre!—Señor, las fotos, el

amaneramiento, la ropa…, todocoincidía. Estaba sentado a la mismamesa del restaurante a la misma hora dela noche en que acostumbra ir. ¡Inclusopidió el menú de siempre, su platopreferido y su vino preferido!

—¡Estabas demasiado ansioso, tontodel culo, le volaste los sesos al tipoequivocado! ¡No fue un buen golpe! ¡Esun milagro que no te hayas limpiado alcamarero!

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—¡Lo siento, señor, deme otraoportunidad!

—¿Por qué sois todos unos jodidosincompetentes, Marty?

—No lo sé, señor. ¡Estoy seguro deque nunca me había equivocado dehombre!

—¿Sabes una cosa? —dijoKasemeyer—, entro en un restaurante ypido un filete poco hecho, ¿y sabes loque me traen?

—No, señor.—¡Me traen un jodido filete medio

hecho!—Debería devolverlo, señor.—Hago algo mejor: compro el

restaurante y echo al chef a la calle.

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—Yo nunca hubiera matado almaître, señor.

—Solicité una placa de matrícula aTráfico, pedí una que pusiera muerte, yme escribieron diciendo que no podíandármela. ¿Por qué sois todos unosjodidos incompetentes?

—No lo sé, señor.Kasemeyer miró a Percy.—Gordito, ¿por qué son todos unos

jodidos incompetentes?—No lo sé, señor.—A veces me siento como si

estuviera completamente solo en elmundo. Otras veces sé que es así.

Se hizo un silencio. Kasemeyerchupaba su puro y soltaba penachos de

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humo hacia arriba…—Escuche, señor Kasemeyer —dijo

Marty rompiendo el silencio—, demeotra oportunidad con Henry Muñoz, ¡estavez seguro que lo cojo!

—¿Es eso cierto?—Déjeme sólo dispararle una vez

más a ese tipo, señor.—¡Muy bien, vas a tener un disparo

más! ¡Ponte de pie!Marty se puso de pie.—Ahora, ¡date una patada en el

culo!—¿Qué? ¿Cómo?—Tienes 15 segundos para

resolverlo.Marty se quedó allí de pie y pateó

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hacia atrás con su pierna izquierda perono llegó a darse en el culo. Lo intentócon la derecha. Falló. Marty siguióintentándolo, primero una pierna, luegola otra. A medida que intentabainfructuosamente patearse el trasero lamirada se le iba desorbitando yponiéndosele cada vez más atemorizada.Kasemeyer empezó a reírse, se reía y sereía, hasta que terminó tirando el puro ysujetándose la barriga. Entonces, degolpe, paró.

—Vale, ya es suficiente.Miró a Percy.—¡Gordito, dale tú una patada en el

culo! ¡Sácalo de una patada por esapuerta y por el pasillo y por la puerta

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principal a la calle!—¡Por favor, señor Kasemeyer,

acabaré con Muñoz! ¡Le pegaré unbalazo en los huevos que le hará saltarlos sesos!

Kasemeyer hizo un gesto con lacabeza a Percy.

La primera patada dio en el blanco.Percy atravesó la puerta detrás de Martyy le dio otra patada. Fue dándolepatadas a lo largo del pasillo hasta lacalle. Luego regresó.

Kasemeyer estaba encendiendo otropuro. Percy se quedó allí de pie.

—Señor Kasemeyer, que lástima quese equivocara de hombre.

Kasemeyer chupó, soltó el humo.

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—Joder, gordito, no se equivocó detipo.

—¿Quiere decir que liquidó aMuñoz?

—Le voló las tripas a través delagujero del culo. Un gran trabajo.

—Entonces, ¿por qué…?—¡Nunca me preguntes el porqué de

nada, gordito!Percy pestañeó tristemente.Kasemeyer tomó nota de ese hecho.—¡Está bien, está bien, no te me

pongas sensiblero! ¡Te lo diré! ¡Loúnico que pasa es que estoy cansado deese tipo! Además, sabe demasiado. Yaha trabajado lo suficiente para mí.¡Demonios, cómo puedo estar seguro,

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alguien podría hacerle hablar!—¡Sí, sí, eso es verdad! ¿Qué va a

hacer?—Vamos a matar al matón. Está

planeado para esta noche. Ésta será suúltima noche sobre la tierra.

—¿Se ha cansado de él, eh, jefe?—Sí, digámoslo así.—Jefe, ¿y alguna vez se va a cansar

de mí?—¡Percy, me asombras! ¿Alguna vez

se cansan los gatos de los pájaros?—No.——¿Se cansan los peces del agua

alguna vez?—No, señor Kasemeyer.—Entonces ya está. Puedes irte.

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Percy caminó hacia la puerta deldespacho, la abrió y caminó en silenciopasillo abajo hasta su puesto en lapuerta principal. Caminó todo losilenciosamente que permitían sus 125kilos.

Kasemeyer esperó un momento,después apretó un botón, levantó elauricular.

—¿Bevins? Escucha, tenemos queborrar a Percy. ¿Por qué? ¡Nunca mepreguntes el porqué de nada, Bevins!Está bien, mierda, es que sabedemasiado. ¿Ya te sientes mejor? Muybien, y hazlo antes de las próximas 12horas.

Kasemeyer colgó.

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Había que hacer un montón enormede cosas para mantenerse en la cumbre.Nadie entendía nunca realmente lo queera eso. La durabilidad. Losmovimientos. La astucia.

Volvió a coger el teléfono. Apretó elbotón.

—Hola, ¿Pía? Muy bien, quiero quetraigas un par de botellas de vino blancoen el cubo de hielo. Tengo ganas de queme la chupes. Y quiero que te pongasuno de esos camisones transparentes quese te han rasgado en la secadora. Yquiero que lleves el pelo todo revuelto.¡Y ven deprisa!

Kasemeyer colgó, se echó haciaatrás.

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Entonces, mientras esperaba, vio unamosca gorda volando en círculos portoda la habitación. Metió la mano en elcajón de su mesa, sacó un 45, le quitó elseguro, levantó el revólver y apuntó aaquella maldita cosa.

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CÓMPRAMECACAHUETES Y

CARAMELOS

Era una conferencia de prensa en laoficina de los Groundhogs. Las cámarasde fotos disparaban sus flashes y elpropietario le pasaba el brazo por loshombros al nuevo mánager. Aunque noera nuevo. Clint Stockmeyer ya habíacontratado antes a Larry Nelson dosveces y lo había despedido dos veces.Stockmeyer era un hombre grande,grande de tórax, de barriga y de dinero.

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Su peso casi obligaba a Larry a doblarsehacia adelante, pero a pesar de todoLarry sonrió, débilmente encomparación con la enorme sonrisa deoreja a oreja de Stockmeyer.

—¿Cuánto va a durar? —preguntóuno de los periodistas a Stockmeyer.

—Bueno, hemos firmado un contratode dos años con Larry para demostrarnuestra confianza en él. Consideramos aLarry el mejor mánager de la liga.

—Si es tan bueno, ¿por qué lo haechado dos veces?

Hubo ciertas risas. Hasta LarryNelson se rió débilmente mientras seliberaba del brazo de Stockmeyer.

—Bueno, fue más que nada una cosa

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emocional, las dos veces —dijoStockmeyer—. Ambos somos cabezotas,ya sabéis, y hubo cosas en las quesimplemente no nos pudimos poner deacuerdo…

—Se metía demasiado en todo —dijo Nelson.

—Larry tiene razón. —Stockmeyersonrió, pasando el brazo otra vez porencima de Larry—. Esta temporadaLarry va a tener un control total. Seanlos que sean los 9 tipos que saque alcampo, así se hará. Todos los cambios,todas las decisiones personales, todo vaa ser cosa de Larry.

—Me parece, señor Stockmeyer, quelo está diciendo usted todo. ¿Qué es lo

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que tiene que decir Larry?Larry volvió a escabullirse de

debajo del brazo de Stockmeyer y seadelantó un poquito.

—Bueno, estoy contento de estar devuelta en los Groundhogs. Esta es miciudad preferida. Voy a cambiar a Pexade short stop a tercera base y Cerritoscubrirá short stop. Y voy a cambiar aBowers a cuarto bateador, y a esenovato, Jack Lakewood, le daremos unaverdadera oportunidad en su trabajo decampo centro. Tengo otros cambios enmente…

—¿Cree que podrá llevarse bien conel señor Stockmeyer?

—¿Y por qué no? Creo que ambos

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hemos aprendido del pasado.—Exacto —dijo Stockmeyer.

Avanzó y pasó el brazo por encima deLarry una vez más. Las cámarasdispararon sus flashes y acabó laentrevista. Cuando se marchó el últimoperiodista, Stockmeyer se volvió haciaNelson.

—Jesús, Larry, no parecías muycontento que digamos.

—¿Qué te hubiera gustado quehiciese, que bailase un poco de claqué?

—No, eso no. Pero podías habertemostrado un poco más entusiasta conlas cosas. Después de todo, los Jays tedejaron marchar. Te habías quedado conel culo al aire. Yo te he dado la vida

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otra vez.Stockmeyer se metió un puro en la

boca y lo encendió con cierta furia.—¿Y qué es esa mierda de cambiar

a Pexa de short a tercera?—Pexa no sabe ir hacia la derecha.

En la tercera base eso no es problema.—¿Qué quieres decir con eso de que

no sabe ir hacia la derecha?—Justamente eso: no sabe ir hacia la

derecha.—Venga, vámonos a beber algo al

Blue Mulé…Cogieron un taxi. El Blue Mulé era

un sitio caro y a esa hora de la tarde nohabía muchos clientes. Se sentaron en unreservado del fondo. La camarera se

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acercó contoneándose.—Hola, Larry —dijo sonriendo—,

¿otra vez de vuelta?Stockmeyer pidió un whisky sour,

Larry se decidió por un vodka contónica y lima.

—¿Qué ha querido decir con «otravez de vuelta»? —preguntó Stockmeyer.

—¿Quién puede saber lo que quieredecir una mujer? —contestó Larry.

—Esta temporada no puedes andarpeleándote por los bares —dijoStockmeyer—. Es malo para el juego yes malo para la imagen.

—¿Y qué es lo que debo hacer si unhijo de puta me busca las cosquillas?

—Búscate una salida. Siempre te

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estás dando de tortas con alguien. No eselegante.

—No me gusta tragar mierda.—A nadie le gusta. Usa tu jodida

inteligencia. Tápales la boca, evítales,ríete de ellos, cualquier cosa.

—Algunos tipos siguen presionando,sólo entienden una cosa.

—Tú eres el problema. Tú losprovocas, Larry. Yo te he visto.

—Eso no es cierto.—Sí que lo es.—Oye, déjame en paz un rato, ¿no te

parece, Stockmeyer?Llegaron las bebidas. Observaron el

contoneo de la chica al alejarse.—Quizá la ponga a ella de short

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stop —dijo Larry—. Ha manejadomuchísimas pelotas.

—¿Quizá las tuyas también?—Eso es asunto mío.Larry vació su vaso, llamó la

atención de la camarera e hizo señaspara que trajera otra ronda.

—Otra cosa —dijo Stockmeyer—, ya cualquier tipo que descubras con cocaquiero que lo retires del juego, quieroque lo cambies, quiero verlo fuera deallí.

—¿Y si está bateando .340?—Me importa un carajo si está

dando .640. Lo quiero fuera de allí. Noquiero cocainómanos en losGroundhogs. Es malo para el juego.

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—¿Y los alcohólicos?—No son tan malos.—¿Ah, no? ¿Alguna vez has

intentado darle a una pelota con efectocuando tienes resaca?

Llegó la bebida de Larry.—Gracias, encanto…La chica volvió a contonearse

cuando se alejaba y brindó un balanceoextra justo antes de meterse detrás de labarra.

Stockmeyer dio un trago a su bebida,volvió a ponerla sobre la mesa.

—¿Por qué vas a poner a Bowers decuarto bateador? Sólo tiene 17 homers.Belanski tiene 32.

—El juego no son sólo carreras

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completas. Bowers tiene las carrerasbateadas, y batea con hombres en base.Escucha, Stockmeyer, creí que ibas adejarme dirigir este asunto en el campo.

—Sí, sí, lo haré, sólo quieroconocer tu forma de pensar. Yo soy elque extiende los malditos cheques, yasabes.

—Sí, ya sé que tú eres el queextiende los malditos cheques. ¿Por quéno te conformas con eso?

Stockmeyer acabó su copa e hizoseñas a la camarera para que trajeseotra. Larry Nelson indicó que fuerandos. El barman ya lo sabía.

—¿Sabes, Larry? —dijo Stockmeyer—, cuando bebes te pones enseguida

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desagradable.—¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de la

noche en que le diste un puñetazo altaxista?

—Él me incitó.—¿Cómo?—Me dijo que prefería comer

mierda antes que ver a los Groundhogsjugar al béisbol.

—Eso tiene gracia.—¿Ah, sí? Tú eras el mánager aquel

año.—¡Eh, ahí viene Tanya!—¿Quién es ésa?—La camarera.Allí estaba otra vez Tanya con las

bebidas. Las puso sobre la mesa. Larry

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Nelson estiró el brazo y la agarró, lasentó sobre sus rodillas.

—Nena, huyamos juntos.—¿Tienes algo de dinero?—Tengo un abultado contrato de dos

años.—Tal vez esté mejor acomodada con

el tipo que te hizo el contrato.Larry Nelson la empujó para que se

quitara de sus rodillas.—¡Inconstante, creí que lo nuestro

era amor!Tanya se puso de pie, cogió la

bandeja.—¡No te creas, Larry, eso es algo en

lo que tú no eres demasiado bueno!Se alejó contoneándose.

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—Oye, Nelson, ¿la conoces?—Nos hemos conocido.Stockmeyer cogió su bebida.—Mira, estoy de acuerdo en

cambiar a Pexa a la tercera pero no veoa Bowers de cuarto bateador.

—Dijiste que yo me encargaría deese puñetero asunto.

—Vas a perjudicar la recaudación.—No voy a perjudicar la

recaudación.—¿Te vas a follar a la camarera?—Quizá. ¿Hay alguna ley que lo

prohíba?—No. ¿Puedes conseguírmela?—¿Y el bate de Bowers va a cuarto?—Vale.

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—Veré lo que puedo hacer.Se quedaron allí sentados durante un

momento. Entonces Stockmeyerpreguntó:

—¿A quiénes vas a poner detitulares?

—A Ellison, Carpenter, Mullhall yHarding.

—Eso es una mierda.—No, no lo es.—¿A quién vas a poner de lanzador

en reserva?—A Pelling.—¿Pelling? Eso está bien. ¿Y de

rematador?—A Spinelli.—¿Spinelli? ¡Dios santo!

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—Dijiste que me dejarías dirigir esepuñetero asunto.

Pidieron otra ronda de bebidas. Latarde se iba desvaneciendo hacia lanoche y el Blue Mulé empezaba allenarse. Se oía con frecuencia la risa deTanya, una risa estridente. Los hombresentraban y se sentaban pesadamente enlos taburetes de la barra, aturdidos portodo lo que el día les había hecho.Buscaban algo más pero no había nadamás. Bueno, estaba Tanya. Y algunostenían esposa en casa. Por eso venían albar. Y algunas de las esposas estaban enotros bares.

Stockmeyer y Nelson estabansentados mirando a los hombres en la

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barra.—¡Qué pandilla tan triste! —dijo

Larry Nelson.—Sí —dijo Stockmeyer.Algunos de los tipos habían perdido

el interés en Tanya y miraban a sualrededor.

—Creo que me han reconocido —dijo Larry.

—Bueno, eres un personaje público.—¡Mierda!—¿Qué pasa?—¿Has visto eso, Stockmeyer?

¡Aquel tipo me ha hecho un corte demangas!

—Yo no lo he visto.—¡Yo no voy a aguantar eso! ¡Voy a

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darle una patada en el culo!Larry empezó a ponerse de pie.

Stockmeyer se precipitó por encima dela mesa y lo sentó de golpe:

—¡SIÉNTATE!—¿Qué carajo estás haciendo?—¡Basta de peleas en los bares!—¿Ah, sí? ¡Bueno, pues tendrás que

retenerme a la fuerza!—¡Es por tu propio bien!—¡Lo has visto! ¡Me ha hecho un

corte de mangas!—Ya pasó. Mira, está hablando con

Tanya.Era verdad. El hombre estaba

hablando con Tanya. Y Tanya estabainclinada hacia él, sonriendo, como si el

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hombre le estuviese diciendo cosasmaravillosas y llenas de imaginación.

—Esa puta tiene el cerebro tanpequeño que si le hicieran unaradiografía no saldría nada —dijo Larry.

—¡Pero vaya culo! —dijoStockmeyer.

—Es cierto —dijo Larry.—Creo que necesitamos otro

encargado de los tres campos que bateedesde la izquierda —dijo Stockmeyer.

—Es verdad. Consígueme uno.Alguien que tenga menos de 35, ¿eh?

—Me encargaré de eso…Larry vació su copa, la puso sobre la

mesa.—¡Mira! ¡Ese hijo de puta me está

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haciendo otro corte de mangas!—Ignóralo. Eres un personaje

público.—Ignorarlo, ¡y un cojón! ¡Le voy a

romper la cara!Larry empezó a levantarse.

Stockmeyer lo sentó de golpe en su silla.Larry lo miró.—No vuelvas a hacer eso,

gordinflón.—Es por tu propio bien.—Yo me ocuparé de mi propio bien.

¡Mira! ¡Lo está haciendo otra vez!Larry se levantó de un salto.

Stockmeyer se precipitó intentandodevolverlo a su asiento pero Larry lesoltó un derechazo. El golpe se estrelló

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contra la barbilla de Stockmeyer, que sedesplomó sobre el asiento, después giróhacia la izquierda y cayó al suelo.Aterrizó de cara. Tanya dio un alarido.Stockmeyer se puso de rodillas, searregló la corbata, levantó los ojoshacia Larry Nelson.

—¡YA ESTÁ BIEN, hijo de puta!¡ESTÁSDESPEDIDO!

—¡Y a mí qué me importa,gordinflón! ¡Tengo un contrato de dosaños!

—¡Se te pagará, mamón! ¡Pero tú novas a dirigir mi club de béisbol!

Stockmeyer se puso en pie.—¡Y además te demandaré por

agresión! ¡Ya te llamará mi abogado!

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—¡Si tuvieras algo de hombría,Stockmeyer, me harías frente!

—¡Qué chorrada!Stockmeyer se encaminó hacia la

salida del bar revistiéndose de toda ladignidad posible. Luego desapareció.Larry miró a su alrededor en busca deltipo que le había hecho el corte demangas. También se había ido.

El teléfono sonó alrededor de las diez ymedia de la mañana. Tanya se estirófuera de la cama y lo cogió.

—¿Sí?Entonces sacudió a Larry Nelson.

Giró entre las sábanas y se incorporó.

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—¿Qué pasa?Ella retiró la sábana y dejó caer el

teléfono en sus genitales. Larry bajó lamano y lo cogió.

—¿Dígame? Ah, Stockmeyer. ¿Cómohas dado conmigo? ¿Qué? Sí, entiendo.Bueno, muy bien entonces, perorecuerda: yo soy el que dirijo esepuñetero asunto, ¿está bien? Vale,entonces. De acuerdo. Adiós.

Larry pasó por encima de Tanya ycolgó el teléfono.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.—Quiere que vuelva.—¿Vas a ir?—Sí, necesito el trabajo.Larry salió de la cama y fue al

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cuarto de baño, meó. Después se lavólas manos y la cara, se mojó el pelo y selo peinó hacia atrás con los dedos. Saliódel cuarto de baño. Estaba desnudo. Sequedó allí de pie, en medio de lahabitación.

—Chico —dijo Tanya desde la cama—, estuviste realmente fatal anoche.

—No te preocupes por eso —dijo—, ¿nos queda algo de coca?

—No, nada. Tienes la nariz de unelefante.

—Mierda —dijo Larry.Bajó la mano y se rascó las pelotas.

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EL GANADOR

Era el sexto round y Tony Musso estabagolpeando a Bobby Barker con dureza.Bobby tenía unos enormes verdugonesrojos a ambos lados del cuerpo. Cadavez que recibía otro golpe se notaba quelo que él quería era irse delcuadrilátero, pero no sabía realmentecómo. Podía hacerse: yo estuve una vezen Philly cuando Red Dog Jensendecidió que ya había recibido suficientey sencillamente pasó entre las cuerdas yse largó.

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Me dolía a mí cada vez que Bobbyrecibía otro golpe. Musso era un toro, unsádico. Su cerebro era como una pelotade golf, pero sabía PEGAR. Musso nosería nunca un campeón pero haría quemuchos tipos abandonaran la profesión.Bobby estaba demasiado preocupadopor su cara. Le gustaba bailar y lanzargolpes secos y lucirse ante las chicasque estaban en las primeras filas delcuadrilátero. De vez en cuando metíauna ráfaga de golpes, sus puñetazos eranrápidos y feroces pero no tenían fuerza.Entre pelea y pelea intentábamosmantenerlo alejado de las chicas, lasfiestas y la coca, pero se escabullía todolo que podía. Una lástima. Era un buen

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chico en muchos sentidos.Bobby recibió un tremendo gancho

de izquierda en las costillas, enseñó losdientes, entonces sonó la campana.

Pusimos el taburete, se sentó y lesacamos el protector de la boca, lepasamos la esponja, le pusimos labotella de agua en la boca, se enjuagó yescupió, le colocamos la bolsa de hieloen la nuca. Entonces, antes de que yopudiera hablar, dijo:

—Que te den por culo…, ya sé:coloca y muévete…, coloca ymuévete…, avanza, arréale unacombinación, retrocede. Que te den porculo.

—No hables —dije—. Escucha. No

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tienes por qué aguantar más. La próximavez que te arree uno en las costillas,tírate, deja que te cuenten.

—¿Pero qué clase de malditománager eres tú? —preguntó Bobby.

—Lo único que estoy tratando dehacer es salvarte el pellejo. No hayninguna posibilidad de que puedasvencer a Musso. Escucha, iremos aCiudad de México y empezaremos todode nuevo.

—De eso nada, yo no voy a pelearcon ningún mexicano. Esos pelean paramatar.

Sonó el timbre de aviso. Buzzard,nuestro segundo, metió el protector en laboca de Bobby. Sacamos el cubo y el

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taburete de allí, sonó la campana yMusso arremetió contra Bobby. Bobbyle colocó un izquierdazo y se desplazó aun lado. Bobby llevaba ganadas 7 peleasseguidas pero nunca se había enfrentadoa nadie como Musso. Musso tenía unamarca de 22-7-1 y se había enfrentado almejor. Las peleas ganadas por Bobbyhabían sido todas a 6 asaltos, ésta era suprimera pelea a 10 asaltos y latransmitían por la televisión nacional.Pretty Boy Bobby contra Musso, el ToroItaliano. Yo había hecho subir a Bobbydemasiado rápido. Aunque esta vez lasganancias iban a ser abultadas, muyprobablemente sería la última vez que élse embolsaría una buena. Pero ahora

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tenía en el gimnasio a un chico, RickeyMunson, al que le encantaba boxear, noiba detrás de las mujeres, lo único quele gustaba era ver la tele. Tenía puestasmis esperanzas en él.

Hacía calor allí dentro y bebí untrago o dos de la botella de agua. Habíasuficiente para Bobby y para mí.

—Bobby no puede con Musso —dijo Buzzard.

—Bueno, nosotros no podemoshacer nada —dije.

Justo en ese momento Musso asestóun potente gancho de izquierda a lascostillas de Bobby. El golpe se oyó entodo el recinto. Bobby enseñó losdientes, se dobló un poco hacia

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adelante, lanzó un débil golpe con laizquierda, retrocedió. Musso fue tras él.El boxeo no siempre era una profesiónagradable, pero no hay muchasprofesiones agradables. Por ejemplo unabogado, el sueldo es bueno pero vayaun montón de fango. ¿Y qué me decís deun dentista? La boca de una persona esmucho más fea que su agujero del culo.U otro, un mecánico de coches: manosdestrozadas, grasa que no se quita en lavida y estar siempre aumentando losprecios un poquito por aquí y otro porallá para poder apenas arreglártelas.Además, la gente se pone absolutamentegilipollas cuando se trata de su coche.¿Un guardián de zoológico? Tiene que

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estar todo el día limpiando jaulas conuna manga y contestando preguntas deltipo de «¿Las jirafas duermen?». No haymuchas profesiones agradables, pero elboxeo podía llegar a ser horrible. Unapelea podía ser tremendamente desigualmucho antes de que decidieran pararla.Siempre que se siga pegando de vez encuando, incluso si no se tiene ningunaposibilidad, normalmente dejan quecontinúe. Y los aficionados: lo que ellosquieren es ver muerto a uno o a otro.Eso es lo que realmente quieren.

Oí gritos, levanté la mirada: Bobbyestaba en el suelo. El árbitro empujó aMusso hacia una esquina neutral yempezó a contar.

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—¡Levántate, Bobby! —gritó una delas muñecas de la primera fila. ¿Quésabría ella? Lo más duro que habíahecho ésa en su vida había sido obtenerun buen bronceado. Parecía unabuscona. Bueno, ésa sí que era unaprofesión. El único problema es que noduraba mucho. Había que alcanzar unéxito grande y rápido.

Bobby, el muy gilipollas, se levantócuando iban por el 8. El árbitro lesacudió las manos, le miró los ojos.Bobby dijo que «sí» al árbitro con lacabeza y el árbitro hizo un gesto con lamano para que continuara la pelea.Musso se abalanzó sobre Bobby, que lemetió una derecha baja

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antirreglamentaria justo cuando sonó lacampana.

Teníamos el taburete preparado.Buzzard le quitó el protector de la boca.Yo le eché agua por dentro de loscalzones y luego le puse la botella en laboca.

—Idiota —le dije—, ¿por qué te haslevantado?

—Le voy a ganar, Harry —dijo.—Esto no es una película de

«Rocky», Bobby. Sencillamente lascosas no son de esa manera. Eso sonchorradas de la fantasía. ¡Ahora lo únicoque tú quieres es salir vivo de aquí! Esprobable que ya tengas un par decostillas hechas polvo. ¡La próxima vez

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que caigas, quédate en el suelo! A losaficionados les importas un carajo.¡Eres tú el que tiene que cuidarse a símismo!

—¡Jesús, Harry, se supone que eresmi mánager, se supone que tú tienes quedecirme cómo tengo que hacer paraganarle a este tipo! Harry, eres unamierda de mánager.

—Estoy tratando de salvarte lacabeza, Bobby, y deberías apreciarlo.No te estoy tratando como a un pedazode carne.

Sonó el timbre y sacamos las cosasde allí. Entonces sonó la campana.

—Harry —dijo Buzzard—, hashecho bien.

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Octavo round. Musso saliócorriendo de su esquina. Oye, con esetipo sí que me gustaría tener un contrato.Resistente. Estúpido. Hasta vivía con sumadre y donaba una parte de su bolsa aun orfelinato católico. ¿Mujeres? Diosmío, creía que las mujeres eran paracasarse. No bebía. No fumaba. Lasdrogas eran sólo algo sobre lo que habíaleído. Lo único que hacía era machacarboxeadores. Era una visión fantástica,fantástica…

Pero noté que había bajado el ritmo.Parecía dudar antes de avanzar. Sinembargo todavía tenía buen aspecto,comparado con Bobby, que estaba llenode verdugones rojos en las costillas y

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había perdido los 7 rounds. Bobby letiró un beso a una de las muñecas de laprimera fila. Ella chilló como unasoprano que se hubiera emborrachadocon una botella de coñac.

Bobby golpeó y retrocedió. Luegoavanzó, lanzó 3 con la izquierda y 2 conla derecha, a la cabeza y al cuerpo.Después se alejó. Bailoteó un poco.Musso atacó. Bobby contraatacó usandoprimero la derecha, algo que no habíahecho en toda la pelea. Cogió a Mussopor sorpresa. Se detuvo, parpadeó. Lehabía dado de lleno en la nariz. Le salíasangre de las fosas nasales. Musso sefrotó la nariz con el guante y Bobby loalcanzó con un gancho al tiempo que

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avanzaba. Pocos boxeadores utilizan esegancho desde abajo, aunque estápermitido. Este venía directo del suelo ycon una fuerza tremenda. Mussoretrocedió unos pasos. Bobby avanzócon un uno-dos a la mandíbula. Lo únicoque hacía Musso era estar de pie,tratando de mantener los puñoslevantados. Estaba allí de pie mirando aBobby.

Entonces Bobby sacó fuerzas de lanada, la fuerza que le había faltado todala noche. Se lanzó con derechas eizquierdas, y con cada golpe parecíaganar potencia. Musso cayó hacia atráscontra las cuerdas. Bobby se detuvo,como para afinar la puntería. Enderezó a

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Musso con un golpe de izquierda, lomantuvo ahí. Después le metió underechazo. Musso se quedó un momentoen pie, las luces del cuadrilátero lebrillaban en los ojos. Luego cayó y sequedó en el suelo. La jovencita gritó.Todo el mundo gritó. Bueno, yo no. Yosubí al ring de un salto y agarré a Bobbyy lo abracé y lo levanté en brazos.Después se lo pasé a Buzzard y él lolevantó en brazos.

Íbamos camino de una pelea por eltítulo. Musso seguía fuera. Lo habíansacado rodando sobre sí mismo.Temblaba mientras yacía sobre la lonaen aquel ambiente lleno de humo. Erauna gran noche, estupenda, estupenda.

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Finalmente levantaron a Musso, lollevaron a su esquina, lo sentaron.Seguía sin saber dónde estaba.

Bobby corría alrededor delcuadrilátero, como loco. Entonces paró,se inclinó sobre las cuerdas. Empezó agritarle a la chica de la primera fila. Fuihasta él y lo agarré.

—Déjala en paz. Todas ésas tienenherpes.

—Pues por ésa vale la pena morir.—Por ninguna vale la pena.Lo alejé de allí, lo sacudí un poco y

le dije:—Ahora ve hasta la esquina de

Musso, dale unas palmaditas con elguante, demuestra un poco de

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deportividad.—¡Y un cojón! ¡Odio a ese hijo de

puta! ¡Ha tratado de matarme!—Lo hacía sólo por su madre.

Ahora vete hasta allí y dale unapalmadita para demostrar que unganador también puede ser amable.

Bobby fue hasta la esquina de Mussoy le dio un golpecito suave entre losojos. La sangre, que había parado desalir de la nariz de Musso, comenzó agotear otra vez. Bobby volvió saltandohacia el centro del ring.

Apareció el locutor y el micrófonodescendió sobre el cuadrilátero.

—¡DAMAS Y CABALLEROS, A UNMINUTO Y NUEVE SEGUNDOS DEL

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OCTAVO ASALTO, EL GANADOR PORKNOCK-OUT: PRETTY BOY BOBBYBARKER!

El clamor fue increíble. Bobby diosu característica voltereta de espalda yse plantó sobre los pies. Era realmentealto. Yo estaba todavía preocupado porsus costillas.

—¡DAMAS Y CABALLEROS, NOSQUEDA UN COMBATE MAS PORPRESENCIAR!

Buzzard y yo sacamos a Bobby delcuadrilátero y entonces nos cogió elcomentarista de la tele. Era HenryChamberlain, y en realidad no sabía niuna mierda de boxeo. Además loscarrillos le colgaban a ambos lados de

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la cara. Cómo había podido conseguiraquel trabajo era algo que yo no podíaentender, pero había incompetentes en lacumbre de todas las profesiones.

Le metió el micrófono en la boca ami chico.

—Bobby —dijo—, ¡vaya unarecuperación! ¡Yo creí que ya estabasacabado! ¿Cómo lo has conseguido?

—Bueno —dijo Bobby—, yo…Cogí el micrófono.—Lo teníamos todo planeado.

Decidimos dejar que Musso se cansarade golpear. Bobby paró la mayoría deesos golpes con los guantes y los codos.También nos imaginamos que la edadiba a poder con Musso, un gran

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boxeador, pero ha intervenido endemasiados combates duros. La juventudha tenido su recompensa. La juventud yuna buena estrategia de combate hantenido su recompensa.

Chamberlain recuperó el micrófono.—¿Y ahora cuál será el próximo,

Bobby? —preguntó.—Bueno, a mí me gustaría

Hammering Hanson.—No —dije—, Hanson tiene 13-3-

0, es un boxeador de segunda fila. Elque nos gustaría es Slick Pettis.

—¡Pero si está entre los diezprimeros!

—Ya ha oído lo que he dicho,Chamberlain.

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—Oye, Bobby —volvió a meter elmicrófono en la boca de mi chico—,¿quieres decir algo más?

—Claro. Dedico esta pelea a todaslas chicas bonitas que vienen a ver mispeleas en directo. También quierosaludar a todos mis amiguetes deRiverside, California…

Chamberlain retiró el micrófono.—Gracias, Bobby…Sacamos a Bobby de allí y lo

condujimos pasillo abajo hacia losvestuarios.

Bobby volvía la cabeza por encimadel hombro una y otra vez, como siquisiera más. Ya iba a tener más. De esono cabía ninguna duda. Buzzard estaba a

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un lado del chico y yo al otro.Me sentía bien.Todos nos sentíamos bien. Estados

Unidos era un buen sitio donde estarcuando se era ganador.

Íbamos hacia los vestuarios ymientras lo hacíamos empecé a sentirmerico, y les puedo asegurar que cuandoempiezas a sentirte rico caminas de otraforma, hablas de otra forma, hasta losdedos de la mano comienzan a sentirsede otra forma.

Así era como me sentía y le dije alchico:

—Bobby, vamos a llegar hasta elfinal.

Y Bobby me sonrió.

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Buzzard abrió la puerta empujándolaen barrido con el brazo izquierdo yentramos uno tras otro.

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NO HAY TRATO

Manny Hyman había estado en elnegocio del espectáculo desde losdieciséis años. Cuatro décadas en elasunto y todavía no tenía ni un cuencodentro del cual vomitar. Estabatrabajando en uno de los salones delHotel Sunset. El salón pequeño. Él,Manny, era la «Comedia». Las Vegas yano era la de antes. El dinero se había idoa Atlantic City, donde las cosas eranmás frescas, más nuevas. Además estabatambién la maldita recesión.

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—Una recesión —les decía— escuando tu mujer se larga con alguien.Una depresión es cuando alguien te latrae de vuelta. Alguien trajo a la mía devuelta. Bueno, creo que esto tiene sugracia, así que cuando la descubra se loharé saber…

Manny estaba sentado en elvestuario dándole a una botella devodka. Estaba sentado frente alespejo…, grandes entradas en el pelo…,frente brillante, una nariz ganchuda ytorcida hacia la izquierda…, ojososcuros y tristes…

Mierda, pensó, supongo que es duropara todo el mundo. Uno va cada vezmás despacio pero tiene que seguir

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funcionando. O lo haces o terminasponiendo la cabeza sobre la vía del tren.

Se oyó un golpecito en la puerta.—Adelante —dijo—, aquí no hay

más que silencio y un poco devegetación judía…

Era Joe. Joe Silver. Joe contratabalas animaciones para el hotel. Joeacercó una silla, se sentó al revés,apoyando los brazos y la barbilla en elrespaldo de la silla, y miró a Manny. Joehabía contratado cuantas actuaciones lehabía presentado Manny. Ambos separecían mucho, sólo que Joe no parecíapobre.

Joe suspiró, se estiró y se frotó lanuca.

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——Sales ahí, Manny, y tus chistesparecen realmente amargos. Tal vezlleves demasiado en el juego y eso seestá volviendo en tu contra. Sabes,recuerdo cuando eras divertido. Solíashacerme reír. Hasta hacías que lamultitud se riera. No parece que hayapasado tanto tiempo…

—¿Ah, sí? —sonrió Mannyabiertamente—. Te refieres a anoche,¿no, Joe?

——Me refiero al año pasado. Merefiero a no me acuerdo cuándo.

—Ah, venga, Joe, no soy tan malo—dijo Manny mirándose todavía alespejo.

—No hay nadie ahí fuera, Manny.

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No los atraes. Tu actuación ha caído aun nivel tan bajo que podría deslizarsepor debajo de una puerta.

—¿Pero podría deslizarse pordebajo de una de esas puertas que sedeslizan?

—La puerta que tenemos aquí esgiratoria, Manny. De un giro estásdentro y, si no sirves, de otro giro tesaca directamente al centro de laavenida…

Manny se dio la vuelta y miró a Joe.—¿De qué me estás hablando, Joe?

¡Yo soy uno de los Grandes Cómicos!Tengo recortes de prensa que lodemuestran. «¡Uno de los grandescómicos de nuestra era!». ¡Tú lo sabes!

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—Eso fue en la era glaciar, Manny.¡Y yo hablo de ahora! Tenemos quetener más gente en las mesas. Ahorapodría salir ahí y tirar tres kilos de arrozcrudo y no darle a nadie.

—Quizá a la gente no le guste elarroz, Joe. Quizá prefieran el arrozcocido…

Joe sacudió la cabeza.—Manny, sales ahí como un viejo

amargado. ¡La gente ya sabe que elmundo es una mierda! ¡Y lo que quierenes olvidarlo!

Manny bebió un trago de vodka.—Tienes razón, Joe. No sé qué

mosca me ha picado. ¿Sabes una cosa?Otra vez hay ollas populares en este

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país. Exactamente igual que en los añostreinta. Salgo ahí fuera y veo a esoscerdos comiendo y bebiendo, y ademásson estúpidos, son absolutamenteestúpidos. ¿Qué derecho tienen a todoese dinero? No entiendo nada.

Joe extendió el brazo y tocó el deManny.

—Oye, quítate eso de la cabeza. A tino te pagan para que mejores las cosas.A ti te pagan para que les duela labarriga de tanto reírse.

—Sí, ya lo sé…—Sabes que como persona te

aprecio, Manny. Sé que malgastas tupaga en las mesas de juego y en chicas.No me importa. Algún desahogo tienes

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que tener. Y no me importa lo delvodka… siempre que produzcas. PeroA. J. me ha dicho que tenemos que tenermás mesas llenas o si no se acabó mitrabajo de promotor aquí. ¡No les hacesreír, Manny! ¡Y ahora es mi culo el queestá en juego! Y yo tampoco me río.Estoy pensando en traer a ese chico,Benny Blue. No sólo cuenta chistes sinoque también juega malas pasadas conpompas de jabón.

—Ese chico es impresentable, unidiota impresentable. ¿Te has enteradode lo que hizo el otro día? Se pasó conla cocaína y se meó encima de una delas camareras. ¡Y después le dio 5pavos y le dijo que volviese la noche

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siguiente para repetir!—Sí, me he enterado. Pero el chico

es bueno en el escenario. ¡Y eso es loque me tiene que importar!

—Yo no consumo coca, Joe.—¡Qué me importa lo que consumas!

¡Me importa lo que hagas! Es tu nombreel que está ahí fuera en la cartelera y nohay ni un alma sentada en las mesas…

—¡Joder! ¿Es que no lo sabes?¡Estamos en recesión, Joe!

—¡Y por favor, Manny, acaba yacon los chistes sobre la recesión! ¡Todaslas noches haces un montón de chistessobre la recesión! ¡Haces que la gente sesienta mal! ¡Quieren reírse! ¡Aquí fallaalgo, Manny! ¿No ves que no viene

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nadie?Manny dio otro trago al vodka, se

volvió y se puso frente a Joe.—Bien…, déjame que te diga algo.

¡Es por esas malditas coristas! ¡Siemprelas mismas chicas con la misma ropadurante 3 o 4 temporadas! ¡Ya les estánempezando a colgar las tetas! ¡Los culosles han crecido más que la deudanacional! ¡Y… cuando no trabajan estántodo el tiempo ligando! ¡«LasCisnecillas», joder! ¡Deberíascambiarles el nombre por el de «LasHermanitas Herpes»! ¡A nadie leinteresa ver a un grupo de busconasenfermas levantando las piernas alcompás!

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—No podemos comprar vestuarionuevo, Manny. ¿Sabes cuánto cuesta esaropa?

—Bueno, al menos pon algo nuevodentro de esa ropa vieja.

—Manny, no es ése el problema. Túeres el problema. ¡O mejoras o telargas! Tendré que contratar a BennyBlue y sus Perversas Burbujas.

—¿Mejorar? ¿Mejorar?—Es sólo una expresión. Lo que

quiero decir es que quiero que mejoresel nivel de tu actuación, que está por lossuelos. Y si se trata de tu culo o el mío,tendrá que ser el tuyo…

—Gracias, Joe.—Supongo que ya sabes que Ginny

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tiene cáncer de pecho. Las facturas delhospital me llegan hasta el culo.

—Lo he oído… —Manny ofreció labotella a Joe—. Toma un poco de vodka.

—Gracias, Manny…Joe echó un trago.—Oye, Manny, ¿cómo te fue anoche

en las mesas de juego?—No te lo vas a creer, pero gané mil

quinientos dólares.—¡Fantástico! Pero hazme caso,

Manny…—¿Qué?—Guárdalos.Joe se puso en pie.—Bueno, ¡que no sólo te salga todo

redondo sino que además gire y gire sin

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parar!—¿Hasta marearse?—Sí, también eso.

Manny se sentó frente al espejo, bastanteborracho. Podía oír al cantante fueracantando una empalagosa balada deamor. Aquellos pelmazos nuncabromeaban. A las damas les encantaba ylos hombres lo soportaban, dandogracias de que ellos no fuesen ese tipo.Manny sabía muy bien quién era esetipo, el cantante. Era uno de esos que nohabían logrado acabar la universidad enPasadena y llevaban patillas largas hastael culo. El cabrito bebía maltas de

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vainilla y jugaba a las maquinitastragaperras con las abuelitas. Tenía tantaclase como el agujero del culo de ungato.

Volvieron a llamar a la puerta.—Tu turno, Manny…Dio un buen trago, se miró al espejo

y se sacó la lengua a sí mismo. Lalengua era blanca grisácea. Volvió ameterla rápidamente en la boca.

Fuera el espacio era brillante ycaluroso. Manny esperó a que se leacostumbraran los ojos, vio quizá unas 5o 6 parejas en las mesas. El local tenía26 mesas. Todas las parejas parecían

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malhumoradas. No se hablaban entre sí.No se movían a no ser para levantar susbebidas, ponerlas sobre la mesa, pedirmás.

—Bueno, hola a todos…, amigosmíos —improvisó Manny—. Ya sabéisque no hay mucha diferencia entreJohnny Carson y yo. Carson usa un trajenuevo todas las noches. Nunca puedevérsele dos veces con el mismo traje.Me pregunto qué hará con todos esostrajes. Una cosa sí sé: no se los da a EdMcMahon…

Silencio.—Ed McMahon es demasiado

grande para los pantalones de Carson,¿me seguís? Seguro que sí. Pero creo

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que eso no ha sido muy gracioso. Bueno,a mí me gusta ir entrando en el humor sinque os deis cuenta, poco a poco,sigilosamente, ya sabéis…

—¡A ver si lo logras antes de quesalga el sol! —gritó un borracho enormedesde el fondo de la sala.

Manny miró hacia la oscuridad através de los focos.

—Ah, ya te veo, amigo. ¡Madre mía!¡Si eres un gilipollas enorme! ¡Eres ungilipollas tan enorme que podríanmeterte el Queen Mary por el trasero ytodavía te quedaría sitio para laprocesión de Semana Santa!

—¡Eres puñeteramente malo! —contestó el borracho gigantesco—. ¿No

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sabes bailar un poco de claqué?—Yo… —empezó a decir Manny.—¡O mejor aún, un número en el

que desaparezcas! —gritó otroborracho.

La escasa audiencia aplaudióenloquecida.

Manny esperó a que acabasen.—Bien —dijo—, ya sé, amigos, que

estáis descontentos porque vuestrasnovias se acuestan con los árabesmientras vosotros tenéis que vender elVolkswagen para poder pagar lahipoteca del mes que viene, pero yoestoy aquí para haceros reír a pesar detodo…

—¡Venga, hazlo de una vez, judío

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mamón! —gritó el borracho enorme.—Deseo agradeceros que me hayáis

hablado sin rodeos —dijo Manny muytranquilamente—. Ahora si dejáis ya demeter mano a vuestras damas por debajode la mesa, continuaré con mi actuación.

—¡Más te vale! ¡Ya casi estásaliendo el sol!

—Está bien, entonces, ¿habéis oídoese del soldado de chocolate que seacostó con la chica de chocolate quepidió por correo?

—¡Sí!—Muy bien, entonces, ¿sabéis el del

presidente Reagan y la gran sorpresaque Nancy le tenía preparada?

—¡Ese ya lo contaste anoche!

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—¿Estuviste aquí anoche?—¡Sí!——¿Y estás aquí esta noche?—¡Sí!—Bueno, gilipollas, eso quiere

decir que ya somos dos los estúpidos.¡Pero la diferencia es que a mí mepagan!

—¡Si vengo mañana por la noche ytodavía estás aquí es a mí a quientendrían que pagarle!

El público aplaudió. Manny esperó aque acabasen.

—La única diferencia entre vosotrosy los que están en la tumba es quevosotros estáis sentados —dijoamablemente.

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—¡La única diferencia entre tuactuación y una tumba es que en unatumba no te cobran por el cubierto!

Hubo más risas. Manny parpadeó.—Eh, ¿vosotros de dónde habéis

salido? ¿De un útero o de unmanicomio?

—¡Nosotros de un útero! ¿Y tú dedónde coño has salido?

Manny quitó el micrófono portátildel soporte y se sentó en el borde delescenario, con las piernas colgando.Sacó la botella de vodka, la empinó, sela bebió de un trago.

—Me caéis realmente bien. Soismuy listos. ¿Sabéis que yo actué conLenny Bruce?

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—¡No me extraña que haya muertode una sobredosis!

—¡Y todas vosotras, encantadorasdamas! ¿De dónde habéis salido,encantadoras damas? A mí me dais laimpresión de que habéis salido delMuseo de Cera. ¿Necesitáis velitas paravuestros coñitos?

—¡Eso no tiene ninguna gracia,niñito judío! ¡No permitiré que hablesasí de mi mujer!

Era el borracho enorme del fondo dela sala. Se levantó de la mesa. Tenía untamaño impresionante. Y, como unamarejada de carne, avanzó hacia Manny.Manny parecía no poder moverse.

Las luces del escenario se apagaron.

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Luego se encendieron. Irrumpió laorquesta. Salieron las coristas con susgrandes culos y sus tetas colgantes.Levantaban las piernas y la músicaestaba muy alta.

El borracho enorme continuaba sucurso hacia Manny a través del sonido.En cuanto estuvo cerca, Manny lanzó unafuerte patada y le dio en todos loshuevos. El tipo enorme gruñó pero nocayó. Se detuvo un momento y cuandoManny se puso de pie para salircorriendo del escenario, el borrachoenorme logró estirar un brazo, cogió aManny por el bajo del pantalón y lo tirófuera del escenario. Manny cayó cuanlargo era. El borracho enorme lo cogió,

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lo levantó por encima de su cabeza y lolanzó sobre una mesa vacía en elmomento en que los guardias deseguridad entraban corriendo. Laorquesta seguía tocando. Las chicasseguían levantando las piernas todo loque podían.

Benny Blue había entrado unmomento antes. Estaba de pie en lapuerta. Como siempre, llevaba consigosu caja de burbujas. La sacó y se pusomanos a la obra. Hizo una burbuja quetenía la forma de un pito fláccido y unoshuevos colgando. Aquello se elevó porencima del alboroto. Había nacido unaestrella.

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LO SUFICIENTEMENTELOCO

No sé exactamente cómo empezó. Huboun adelanto de 5000 dólares y despuéspasó cerca de un año y entonces meenteré por Harry Flax de que estabanfilmando la película en Italia. HarryFlax era una especie de buscavidas,estafador y promotor de la editorialWaterbed Press de San Francisco. HarryFlax metía los dedos en todo, incluidami biblioteca, de la cual se habíanesfumado algunos ejemplares raros,

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pero ésa es otra historia, y H. F. no es elúnico que ha echado mano a mibiblioteca. De todas formas, me enteréde que estaban filmando «Canciones delsuicida». Dirigía Luigi Bellini, BenGarabaldi haría de mí y Eva Mutton ibaa ser mi mujer. Yo iba muy poco al cineporque me bastaba a mí mismo paraasesinar mi tiempo, no necesitaba ayudaextra. Pero la poca gente que conocía mehabía dicho que Bellini era un tipoimportante, que había hecho unas pocaspelículas sueltas y atrevidas. Esodecían. Y en el correr de los años habíatropezado con algunas de lasactuaciones de Garabaldi. No era malo.No era una maravilla, pero no era malo.

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Tenía unos ojos suplicantes, como los deun hombre estreñido sentado en unorinal y esforzándose en cagar. Megustaban sus ojos. Pero le quitabas eso yera demasiado agradable. Un machoguapo, pero pagado de sí mismo, sinrastro de insensatez. Probablemente,haberse tirado a tantas mujeres le dabaese aire satisfecho. De Eva Mutton nosabía mucho, pero me habían dicho queera un bocado dulce y sensual y quetodos los italianos soñaban contirársela.

Pues bien, me enteré a través de Flaxy a través de Hans Weiner, mi promotory agente en Europa, de que la filmaciónse estaba realizando. Mis relatos de la

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editorial Waterbed Press se estabanpasando a una forma diferente. Ydespués me olvidé del asunto. Yo estabatrabajando en la novela sobre miinfancia El perro con esparadrapo, ypensando solamente en mi padre y todasaquellas mierdas del colegio que mejodían, lo cual ya era bastante en quepensar.

Así que escribía a máquina e iba alhipódromo y cuando no estaba sentado ala máquina estaba bebiendo con Sarah, yaunque ella sólo pesaba cuarenta y seiskilos y yo estaba en los ciento dos, ellame acompañaba copa a copa. Unapersona un poco rara para dirigir unsitio de comida naturista. De todos

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modos, los caballos corrían con fortunay la máquina de escribir también y,cuando ya llevaba tres cuartas partes dela novela, recibí una llamada telefónicade Flax. Me dijo que los italianosestaban en la ciudad, tenían que rodaralgunas escenas en Venice Beach yquerían conocerme. Le dije que muybien y fijamos un sitio y una hora. ASarah le encantaba el ambiente del cine.Yo estaba preparado para lo peor: sacael pito por la ventana y ya verás cómoviene un pájaro y se te posa encima.

Aparcamos fuera del recinto, enWest Hollywood. Sarah y yo bajamos demi coche y Flax y su chica, Sunday,bajaron del suyo.

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—Esperad un minuto —dije—, nopodemos entrar todavía.

—¿Por qué no? —preguntó Flax.—Puede que no tengan nada de

beber.—Seguro que tendrán.—No puedo arriesgarme.Había una tienda de bebidas en la

acera de enfrente, entré y me compré mibebida…

Era una habitación grande con una filade mesas y una tabla muy larga encima.Todo el equipo estaba allí, Bellini,Garabaldi.

Mutton estaba en Italia. Ella no salía

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en la escena de Venice. Se hicieron laspresentaciones. Había muchos, muchositalianos, la mayoría bajos y delgados.Excepto Bellini, que era muy bajo y muyancho, y tenía un bonito rostro, humano einteresante. Garabaldi iba con vaquerosy barba para parecerse a mí, y yo estabarecién afeitado, con un abrigo de BrooksBrothers, pantalones nuevos y zapatosbrillantes.

Alguien me pasó un vaso de plásticolleno de vino blanco. Bebí. Estabacaliente.

—¿Esto es lo único que tenéis? —pregunté.

—¡Sí, sí, pero hay un montón!—¡Dios mío, esto está CALIENTE!

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¡El vino blanco no se bebe caliente!¿Qué os pasa?

—¡HIELO! —gritó alguien—.¡TRAED HIELO! ¡HIELO!

Saqué de la bolsa mi botella detinto, la descorché, serví un vaso paramí y otro para Sarah; les pasé la botellaa los italianos.

—Deberíais conseguir un poco detinto —dije.

—¡VINO TINTO! —gritó alguien—.¡TRAED VINO TINTO!

Bellini me miraba. Estaba al otrolado de la mesa.

—Chinaski —dijo—, vamos a hacerun concurso a ver quién bebe más.

Me reí.

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Levantó la pierna derecha y la pusosobre la mesa.

—¿Qué demonios hace? —pregunté.—Yo bebo así.—Muy bien —dije. Levanté la

pierna y la puse sobre la mesa.Bellini vació su vaso. Yo vacié el

mío. Volvieron a llenarlos y losvaciamos. Iba a ser una tardeespléndida.

Uno de los italianos me metió elmicrófono en la cara.

—Tu madre les chupa las orejas alos perros —le dije.

Era un buen chico. Se rió.Ben Garabaldi estaba de pie a mi

lado. Simplemente estaba allí, con su

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vaso de vino en la mano. Un año mástarde, en una entrevista, diría que mehabía hecho emborracharme hastacaerme al suelo. Supongo que a losactores les está permitido imaginarsetodo lo que quieran.

—Te he visto en esa película en laque diriges un night club —le dije—. Noestaba mal.

—Y yo estoy leyendo tus libros. —Sonrió.

—Una vez tuve una novia que eraescultora. Conocía a un actor que teconocía y ese actor lo había arregladotodo para que ella fuese a visitarte yesculpiese tu cabeza, pero yo no la dejéporque tenía miedo de que te la follaras.

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Él volvió a sonreír. Tenía una bonitasonrisa, llena de conocimiento. Yaquellos ojos. Pero no era el tipoindicado para hacer de Chinaski. Estabaadormilado por dentro.

Dado que el micrófono seguía allí,contesté algunas preguntas y contéalgunas historias y continuamosbebiendo. Los italianos se reían en losmomentos apropiados durante eltranscurso de mi conversación. Sarah sepaseaba por allí, ella ya conocía todosesos rollos míos. Bebimos y bebimos.Me quité el abrigo y me quemé lacamisa con el cigarrillo. No era unverdadero concurso de bebedores: losvasos de plástico eran demasiado

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pequeños y había que estar sirviendocontinuamente. En casa yo bebía en uncáliz de plata en el que cabía mediabotella. Pronto no quedó más que vinoblanco y cerveza caliente. Reuní aSarah, Flax y Sunday, y nos fuimos deallí.

Pasaron los meses. Tal vez un año.Terminé la novela y me preguntaba sivolvería a escribir otra. Bueno, aquellono importaba. Todavía tenía loscaballos, la poesía y los cuentos cortos.

Por esa época empecé a recibircartas de gente que me decía que habíanacabado las «Canciones del suicida» y

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que la estaban poniendo en Italia.Después me enteré de que la estabanponiendo en Alemania y después enFrancia. Me enteré por una mediadocena de personas que la habían visto.El escritor es casi siempre el último dela lista. De todos modos, ¿qué es unescritor? Un escritor es como una puta.Utilizas a una puta y luego has terminadocon ella.

Creen que si los escritores sufrenserán mucho mejores. Eso es puramierda. El sufrimiento es exactamenteigual que cualquier otra cosa: si te dandemasiado, al cabo de un tiempo puedeshundirte. Es el intento de escapar delsufrimiento lo que crea grandes

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escritores: te sientes tan bien que hacesque los lectores se sientan bien.

Bueno, no importa. La película llegópor fin a Hollywood, iban a estrenarlaen un cine de Melrose. El teléfonoempezó a sonar. Demasiado. Pero no erani Garabaldi ni Bellini, era eldistribuidor y los amigos deldistribuidor. Este era todo un gruponuevo. Un tipo, un publicista deldistribuidor, Benji, quería entrevistarme.Tenía la costumbre de llamar a las 8 dela mañana.

—No, Benji, nada de entrevistas…—¡Ayudará a la película!—No voy a respaldar la película.

He oído que es una mierda.

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—¡No, es fantástica! ¡Fantástica!Déjame sólo hacerte algunas preguntasde cuando escribiste El suicida.Ayudará…

—¡NO ME JODAS, BENJI, TE HEDICHO DOS VECES QUE TRABAJO HASTAMUY TARDE POR LA NOCHE Y QUE NO MELLAMES NUNCA ANTES DEL MEDIODÍA!

—¡Pero al mediodía ya te has ido alhipódromo!

—Eso es.Clic…

Me enteré de que el asunto funcionabaasí, al menos en este caso: eldistribuidor compra al que hizo la

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película los derechos para exhibirla,digamos los derechos en Inglaterra o losderechos en Estados Unidos o losderechos europeos. Después eldistribuidor intenta colocarla en loscines para recuperar su inversión. Todolo que saque por encima de su inversiónes beneficio. Y hay porcentajes en estosnegocios. Me pareció que había muchapresión y un montón de dinero en danza.

Una tarde apareció el distribuidorcon Benji y otros tres. El distribuidor sellamaba George Blackman y era deNueva York, y a mí me gusta la gente deNueva York cuando la conozco en SanPedro; cuando la conozco en NuevaYork es cuando me despista. Era un tipo

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grande con traje gris y corbata, y Benjillevaba un traje gris y corbata, y yoconozco a esos tipos: sus zapatossiempre están un poco estropeados ytienen la punta del cuello de la camisadesgastada. La novia de Blackman eraAngel. El pelo de Angel era todo blancoy su cara parecía que tuviera mil años, ysin embargo el resto de ella parecía quetenía diecinueve. Eso se llamasobrevivir, y todos habían sobrevividobastante bien, tenían un encanto pétreo,pero yo no sabía bien qué hacer conellos. Trajeron un vino bastante malo engarrafas con asas y yo las puse en elarmario de las escobas y saqué un buentinto. A Sarah le despertaban curiosidad

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y les hizo un montón de preguntas, locual estaba muy bien porque losapartaba de mí. Este tipo de asuntossiempre incluyen beber, comer y quizádrogarse y cierta atmósfera relajada,mientras en algún sitio en el aire surgen,amenazadoras, la presión continua y ladesesperación de seguir vivos sin queimportara demasiado qué coño creyeranque estaban haciendo.

—¿Recibes un porcentaje por estapelícula? —me preguntó Blackman.

—Supongo que sí, pero no mepreguntes si es un porcentaje sobre lasganancias netas o brutas. No lo sé…

—Muy bien —dijo Blackman—, nopreguntaré…

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Después nos siguieron en su coche ybajamos hasta el puerto, al sitio dondetienen cangrejos vivos y parrillas. A míme gustaba porque lo frecuentabanobreros. Muy pocos de esos yuppies quepueden estropearte la comida si tienesque verlos todo el rato. Caminamos porallí y miramos los recipientes con loscangrejos.

—Ahora —le dije a Blackman—,cuando veas el cangrejo que te guste, loúnico que tienes que hacer esseñalárselo a uno de los chicos y él selo llevará al hombre de la parrilla paraque te lo haga.

Elegimos nuestros manjares yesperamos en la mesa con nuestras

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cervezas. Alguien me metió unmagnetofón delante de la cara. EraBenji.

—Di algo —ordenó.—Muy bien —dije—, ¿quién va a

pagar todo esto?—Blackman.—Bien, a ver qué te parece esto:

estamos todos atrapados por lascircunstancias y al intentar escapar sóloconseguimos mutilarnos.

—¿Ah, sí?—Sí. Y siempre hay algún hijo de

puta tratando de hacerte la puñeta en laautopista y no sabe quién eres, ni leimporta. Y aún peor: le da igual si temata.

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—¿Ah, sí?—Sí. Todo es una conspiración e

importa muy poco. Y las cosasimportantes no suelen importar…

—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo queimporta?

—Lo que importa son las pequeñascosas como asegurarte de que tienessuficiente agua en el radiador del coche,o cortarte las uñas de los pies, o tenersuficiente papel higiénico, o unabombilla extra, cosas como ésas.

—Eso no parece gran cosa.—Pues es mucho. Maneja bien tus

asuntos triviales y las cosas importantesencajarán solas.

—¿Incluso la muerte?

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—Incluso la muerte adoptará unalógica perfecta.

—Eso me gusta —dijo Benji.—A mí también —dije—, incluso

aunque no sea cierto.Entonces llegó el cangrejo y

pedimos más cerveza, luego aquello nosgustó tanto que fuimos a elegir máscangrejos a la parrilla y más cerveza.Parecía un día lleno de fortuna yplaceres, y después nos volvimos ameter en los coches y regresamos a micasa.

Volvimos a vernos una vez más despuésde eso. Vino Blackman e hizo un

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pescado al horno con cebollas y trajeronun buen vino tinto y hablamos durantetoda la noche hasta que amaneció. Habíaque hacer algo mientras esperábamos.Entonces llegó el momento de lapelícula, noche de estreno…

Sarah y yo cenamos frente al cine. Allíestaba, muy arriba en la cartelera:«Canciones del suicida». Bebimos vinomientras esperábamos la cena. Teníamosnuestra propia botella de vino para lapelícula. Yo tenía el presentimiento deque íbamos a necesitarla. Entre el libroy su conversión en película seinfiltraban muchas cosas. Sobre todo

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grandes egos que no podían dejar lascosas tal cual, tenían que interpretarlassegún su forma de ver y su forma de verno era muy buena o, si no, no serían tanestúpidos como para consumirse en elnegocio del cine.

Acabamos de cenar y cruzamoscorriendo hacia el cine. Había una granmultitud allí fuera. Entramos empujandohasta el vestíbulo y entonces merodearon con ejemplares de El suicida.Todos querían un autógrafo. Yo no teníani idea de que se estuviesen vendiendotantos ejemplares. ¿Dónde diablosestaban mis derechos de autor? Hacíacalor allí y me atosigaban con los libros.Sarah estaba apretujada contra mí.

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—Esto es peor que una lectura depoesía —me dijo.

—Nada —le dije— es peor que unalectura de poesía.

Un tipo me pasó una botella dewhisky y eché un buen trago.

—Quédatela —dijo el tipo—, todaesa mierda tuya me ha proporcionadomuchísima risa.

Así que eché otro trago a la botella yseguí firmando libros. Muchísimasjovencitas con libros míos. Yo meimaginaba que los escondían debajo desus almohadas por la noche. Seguí yseguí firmando y dándole a la botella.Whisky y vino son una buena mezcla:absolutamente pasmosa.

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Ahora Benji estaba de pie a mi lado.Me agarró del brazo.

—La película no empezará hasta queno pares de firmar.

—¡ÉSTE ES EL ÚLTIMO LIBRO! —grité.

Entramos a empujones. Nuestrosasientos estaban esperándonos. Nossentamos y metí la mano en la bolsa ydescorché una botella de tinto. Entoncesse puso todo oscuro y comenzó lapelícula.

Ben Garabaldi estaba en una lecturade poesía. Estaba leyendo un poema.Llevaba gafas oscuras. Aquello ya eraun mal comienzo. A medida que lapelícula avanzaba me di cuenta de que

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era mucho peor de lo que habíaimaginado. Garabaldi interpretaba supapel como yo me temí que lo hiciese:despreocupado y tremendamentesensato. A medida que transcurrían lasescenas aquello se iba poniendo cadavez peor. Garabaldi le dabacontinuamente al vino, pero no bebíacomo si lo necesitase y nunca seemborrachaba. El objetivo del vino esemborracharte y hacerte olvidar. Bueno,Garabaldi se olvidó: se olvidó deactuar. Entonces conoce a Eva Mutton enun bar. He estado en cientos de barespero jamás he visto a una mujer comoésa en un bar. Simplemente no tenía tipode mujer de bar. Era más bien como una

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modelo pensativa, incapaz de abrir laboca.

La película era tan mala que tuveque desahogarme. Empecé a gritarlescosas a los actores, dándolesindicaciones. Pero no me obedecían.Seguí intentándolo.

Al final un tipo me gritó:—¿POR QUÉ NO TE CALLAS DE UNA

PUÑETERA VEZ?—¡SOY CHINASKI! —respondí a

gritos—. ¡Y SI HAY ALGUIEN QUE TENGADERECHO A GRITARLE A ESTA PELÍCULASOY YO!

La película continuó y Garabaldi nollegó a emborracharse. Al final está enuna playa y está abrazado a las piernas

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de aquella jovencita en bañador. Lasolas rompen a sus espaldas y el vientodespeina los cabellos de Garabaldi.Comienza a recitar una poesía sobre labomba atómica que escribí hace un parde décadas. Sigue hablando sobre cuándespiadados y estúpidos hemos sido alcrear el monstruo atómico. Deduce queya nos hemos hecho esto antes anosotros mismos en un pasado olvidadohace ya mucho tiempo, que más de unavez hemos mandado a la mierda nuestrasoportunidades, y ¿no aprenderemosnunca? Entonces levanta la mirada hacialas piernas de la chica mientras rompenlas olas y las gaviotas revolotean.

—¡A LA MIERDA TODOS! —grité, y la

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película terminó coronada por unmurmullo de aplausos.

Salimos de allí y me encontré en unbar con Blackman, Benji y el equipo.Estábamos en una mesa y Sarah sugeríaque me callase. De algún modo, tratandode ser amable, yo había insultado alcamarero. La gente me tenía harto,siempre les estabas insultando; si no lesdecías lo que querían oír lo tomabancomo una afrenta.

Llevábamos allí un rato sentados ylo único que hacían era poner la películapor las nubes y yo empecé a hablar deotras cosas, de caballos y de boxeo,pero ellos seguían allí sentadosponiendo la película por las nubes, no

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queriendo admitir el fracaso, porque esosignificaba que ellos habían fracasado.Un poco duro.

Lo siguiente que recuerdo: Sarah y yo yano estábamos allí, íbamos en el cochepor la autopista pero nos habíamosperdido. Yo no tenía ni idea de en quéautopista estaba. Pero todavía teníamosvino y cigarrillos. Empezó a llover. Lavisibilidad era mala, pero no tan malacomo para no distinguir las luces rojasque aparecieron repentinamente en miespejo retrovisor. Paré.

No pasé la prueba de laalcoholemia, y lo siguiente que recuerdo

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es que tenía las manos detrás y lasesposas puestas. Entonces me hicierontumbarme en la carretera. Las esposasme hacían daño en las muñecas. Estabaen un río de agua. Corría a través de mispantalones y me empapaba loscalzoncillos. Había 4, 5 o 6 polis conimpermeables amarillos. Un par de elloshacían señales aquí y allá con suslinternas. Estaban hablando con Sarah,que tampoco estaba sobria.

—¡EH! —les grité desde allí abajo—. ¡SOY EL ESCRITOR MÁS IMPORTANTEDEL SIGLO XX! ¿ES ASÍ COMO TRATAN ALOS INMORTALES?

Uno de los policías vino hasta mí yme alumbró con su linterna.

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—¿Así que es usted escritor? ¿Y quéescribe?

—Cochinadas. Estoy nominado parael Premio Nobel.

Luego me encontré sentado en elasiento trasero de uno de los coches depolicía con Sarah. Uno de los polis nosseguía en mi coche.

—Esto es horrible —dijo Sarah—.¿Qué va a pasarnos?

Ella no estaba tan acostumbrada alos polis como yo.

—Todo saldrá bien —le dije…

Lo que pasó después fue muy raro. Yome había desmayado. Cuando volví en

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mí me habían quitado las esposas. Saraliy yo estábamos sentados en los asientosdelanteros de mi coche. Estábamos en unaparcamiento enorme detrás de unacomisaría quién sabe dónde.

—Sarah —le pregunté—, ¿dóndeestán los polis?

—No lo sé.Busqué mis llaves. Mis llaves

habían desaparecido. Se habían llevadomis llaves.

—Sarah, ¿tienes mis llaves?—No. Y también se han llevado mi

juego.No entendía nada de aquel

procedimiento.—Tal vez nos hayan dado una tregua

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—dije—. Tal vez nos dejen aquísentados para que se nos pase laborrachera.

—Se nos debería pasar.—Qué estupidez —dije.Yo era un maniático con las llaves.

Siempre llevaba una llave extra delcoche en uno de mis bolsillos traseros.Mi única esperanza era que siguiera allí.Llevé la mano hacia atrás, la metí dentrode aquel bolsillo empapado y ¡allíestaba!

—Estamos salvados —dije—. ¡Noslargamos!

—¡No, no! ¡No quiero queconduzcas en ese estado! ¡Vas a hacerque nos matemos!

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Estaba como loca, los polis lahabían puesto como loca.

Metí la llave en el arranque y puseel coche en marcha. ¡Dios, me sentíestupendamente!

—¡No, no! ¡No lo hagas! —dijoSarah.

—¡Joder, menuda sorpresa se van allevar esos tipos!

Salí de allí y ya estábamos en lacarretera y entonces vi una entrada deautopista y nos metimos por ella.

—¡Vas demasiado rápido! —gritóSarah.

—Qué tontería —dije.—¡DEMASIADO RÁPIDO!

¡DEMASIADO RÁPIDO!

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Oí un alarido terrible eimpresionante y entonces Sarah estabaencima de mi arañándome la cara conlas uñas y gritando al mismo tiempo. Nopodía hacer nada para detenerla. Seguíalloviendo y tenía que tener bien sujeto elvolante. Me arañaba con furia.Finalmente se aplacó y continuamosnuestro camino. Entonces empecé a vercarteles de salida que me resultabanconocidos. Ya no estábamos perdidos.De hecho, estábamos muy cerca dedonde queríamos estar. Muy pocotiempo después metía el coche en laentrada de mi garaje. Entonces, comosoy un maniático con las llaves, metí lamano en la guantera, saqué la llave de

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casa y entramos. Sarah se fue derecha ala cama. Yo me quedé sentado en el pisode abajo dándome golpecitos en la caracon una toalla mojada, sintiéndometodavía muy bien por la huida…

Al día siguiente metí el dedo en laagenda telefónica y pedí una cita paraque me pusieran la antitetánica. Era unasala larga llena de borrachos y tiposdestrozados. Era una guarida habitual demarinos mercantes. Una chica me diouna hoja larga para que la rellenase. Sela devolví en el acto.

—¿No es usted marinero? —mepreguntó.

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—¿Eso cómo se escribe? —pregunté.

Ya estaba, se sintió insultada. Lohabía vuelto a hacer.

Estuve sentado en una salita durante30 minutos. Después entró unaenfermera y me puso la inyección.

—Eso se lo ha hecho una mujer,¿no? —me preguntó.

—Así es.—Y volverá con ella, ya lo verá.—No me he ido.Todo eso pasó hace más de un año.

No he vuelto a saber nada más sobre«Canciones del suicida». Supongo quela han archivado para el bien de todos.Pero el timo es que en Italia esa película

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produjo una cantidad tremenda de dineroy yo no he visto ni un centavo de miporcentaje. Mientras tanto, otroproductor ha pasado por aquí. Viene deEspaña. Y ha pagado un adelanto.Quiere hacer cinco de mis cuentoscortos y cada uno va a ser dirigido porun director diferente, un español, unalemán, un francés, un japonés y unestadounidense. Cada uno en su propioidioma. Una noche pasó por aquí yhablamos de ello. Yo estuve sentado,bebiendo durante toda la noche. Él no.Qué cosa tan rara. Ya os contaré.

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CHARLES BUKOWSKI (1920-1994)fue el último escritor «maldito» de laliteratura norteamericana. En Anagramase han publicado sus seis novelasCartero, Factotum, Mujeres, La sendadel perdedor, Hollywood y Pulp, seislibros de relatos, Erecciones,eyaculaciones, exhibiciones, La

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máquina de follar, Escritos de un viejoindecente, Se busca una mujer, Músicade cañerías e Hijo de Satanás, loslibros autobiográficos Peleando a lacontra y Shakespeare nunca lo hizo, losdiarios de El capitán salió a comer ylos marineros tomaron el barco, el librode entrevistas con Fernanda Pivano Loque más me gusta es rascarme lossobacos y los textos reunidos enFragmentos de un cuaderno manchadode vino. Relatos y ensayos inéditos(1944-1990) y Ausencia del héroe.Relatos y ensayos inéditos (1946-1992).

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NOTA

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[1] Juego de palabras entre Burty burnt,«quemado». (N. de las T.) <<