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ANA GARCÍA BERGUA La bomba de San José Ediciones Era

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AnA GArcíA BerGuA

La bomba de San José

Ediciones Era

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Coedición: Ediciones Era / Dirección de Literatura, Coordinación de Difusión Cultural, Universidad Nacional Autónoma de México

Primera edición: 2012ISBN: 978-607- 445-193-1 (Era)ISBN: 978-607-02-3288-6 (UNAM)Dr © 2012 • Ediciones Era, S.A. de C.V. Calle del Trabajo 31, 14269 México, D.F. • Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad Universitaria 04510, México. D.F.

Impreso y hecho en MéxicoPrinted and made in MexicoEste libro no puede ser fotocopiado ni reproducido total o parcialmente por ningún medio o método sin la autorización por escrito del editor.This book may not be reproduced, in whole or in part,in any form, without written permission from the publishers.

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Esta novela se escribió con el apoyodel Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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Para la tertulia

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Un kilo de jitomatePerejilArrozChocolate Milo2 Coca-ColasRon Bacardí blancoPatéBofe para el gato

Llamó su mamá desde Tonalato, sólo para saber cómo está.

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El día en que Hugo la trajo a casa, me costó recono-cerla porque no estaba maquillada como en las pelícu-las. Eso sí, llevaba ropa muy fina, aunque sencilla, de la que se empezaba a llamar sport, y se había puesto unos lentes oscuros de montura blanca. Por lo demás, traía el pelo amarrado, como cualquier muchachita de buena familia, excepto por los aretes exageradamente grandes. Hugo llevaba una semana sin pararse por la casa; lo último que había sabido era que se había ido con sus compañeros de la agencia a la Reseña de Aca-pulco; me enteré porque Lilia, la esposa de Néstor, me habló enseguida para contarme que los tres se habían escapado. Pensamos que habían seguido la pachanga y regresarían a trabajar el lunes o el martes, incluso el miércoles, como había pasado otras veces, pero nada. Lilia quería llamar a la policía. Yo no, tan sólo por lle-varle la contraria, le dije que esperáramos. La verdad era que Lilia no me caía muy bien. Me había procu-rado desde antes y yo me le escapaba. Cada vez que teníamos un problema, ella veía la oportunidad de ha-cernos muy amigas, unidas en la desgracia como dicen, pero a mí eso no me gustaba, porque no era más que

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un pretexto para quejarse de su matrimonio y sus dolo-res de espalda. Yo creo que por eso nunca me duraban las amistades con señoras. La cosa es que hice como si nada, me puse a limpiar la casa y a remendar toda la ropa de mi niño, pero pasaban los días, Lilia no deja-ba de hablar a cada rato y Hugo no regresaba. Juana se alteraba pensando que Hugo había tenido un acci-dente y cuando Juana percibía alteraciones en nuestra vida, la comida le quedaba muy extraña, agridulce y pi-cante. Yo no lo creía así –las malas noticias viajan muy rápido–, pero me empezaba a angustiar: ¿qué tal que ya no volvía nunca, qué tal que me dejaba sola con mi hijo y todo, cómo le iba a hacer? Tendría que regresar a Tonalato, qué tristeza. Yo soy muy paciente, eso me habían dicho desde niña, y esperé y esperé, como las princesas de los cuentos.

Entonces un día oí su llave, muy claro distinguí el so-nido de su llavero con la figura de un caballo de plata maciza –se lo regaló su jefe, el señor Múzquiz– y fue así como entró con esa mujer, vestido con un traje safari de color verde claro que lo hacía parecer mucho más joven. Estaba impresionante: me gustó casi tanto como cuando empezamos a salir. Me dijo:

–Mira, Maite, ¿cómo ves quién me viene acompañan-do?, la mismísima Selma Bordiú.

Yo no le creí nada. Algunas veces había llegado acom-pañado de gente del ambiente artístico: fotógrafos, guionistas o incluso una sobrina que trajo de Pachuca, pero nunca estrellas porque, entre otras cosas, siempre decía que las estrellas eran tontísimas y a mí ese rasgo de él me gustaba: no era un hombre fácil de impresio-

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nar con escotes o peinados. Les abrí la puerta pensan-do que, como siempre, el muy sinvergüenza se la había traído para que yo no llorara ni le dijera nada, como esa vez que trajo a la sobrinita de quince años a pasar las vacaciones o cuando apareció con un grupo de ami-gos de la infancia que se había encontrado en la plaza de toros México.

Ella entró con mucha confianza y se recostó en el sillón de la sala que daba al ventanal, dejando caer sus zapatos de tacones bajos y subiendo los pies, como si estuviera en su casa. Luego se quitó los lentes, se sol-tó el cabello –tenía una melena divina, como de leo-na, teñida de rubio muy claro– y me pidió un vaso de agua. Me le quedé mirando con atención: la verdad, era idéntica a Selma Bordiú, la mismísima, como había dicho Hugo, la protagonista de tantas películas inolvi-dables, aunque por cierto no me acordaba de un solo título, pero sí de su imagen en distintas caracterizacio-nes: como pescadora, como espía internacional y esa que nadie le creyó de ancianita asesina. Hugo entró conmigo en la cocina.

–La tuve que rescatar –me contó–, está metida en unos líos gravísimos.

–¿Pues de dónde vienes? –le pregunté.–De la Reseña de Acapulco, fuimos a parar ahí Nés-

tor, la Rana y yo. Ya sabes cómo nos ponemos a veces, mejor que ni me veas tan briago –Puso cara de chisto-so y me dio un pellizco en la cintura–. No estás senti-da, ¿verdad? Tú sabes cómo soy. Nos dieron boletos en la agencia y hasta cuarto de hotel. Te iba a avisar, pero nos fuimos a tomar unas copas y de ahí nos seguimos.

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Ya ni sé cómo llegamos allá, para decírtelo todo. Ima-gínate cómo andábamos.

Después Hugo bajó la voz y me apartó un poco, como para que Juana no nos escuchara, aunque ella, que es-taba meneando una salsa de jitomate, dio un pasito hacia un lado para oír mejor.

–Selma está muy preocupada, en cuanto supo que me regresaba a México, me rogó que la trajera; si no, no estaría viva ahora. Como sea le tenemos que ayudar.

Después me besó apasionadamente: sabía a tabaco y a vermouth. Cuando me besaba así yo me perdía, me ganaba la voluntad completamente, como a esos zom-bies de las películas.

–Pensé que ahora sí no volverías– le dije. –¿Cómo crees? No te librarás de mí tan fácilmente

–me respondió con aires de galán.No pude decirle nada más; sólo agradecí que mi es-

poso hubiera regresado. Ya sus historias eran otra cosa. Era de esperarse que si desaparecía, como siempre, vol-viera con algún detalle. Hasta a nuestro gato lo trajo de una borrachera, pues lo encontró llorando afuera del Prendes, pero esto de la actriz era un poco diferente. Le dije a Juana que le llevara su vaso de agua a la señora rubia. Estaba muy bien formada, supuse que era parte de su oficio. Hugo se sentó junto a ella, me guiñó un ojo y en seguida se pusieron a hablar en inglés. No sé por qué hablaban en inglés. Faltaba poco para el me-diodía y me preparé para ir a buscar al niño al Instituto de Miss Rodríguez, donde estudiaba la primaria. Pen-sé que quizá, cuando regresara, ya no estaría la actriz y Hugo volvería a la normalidad, o por lo menos me

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contaría lo que realmente había hecho en esos días, sin inventar historias descabelladas, que sonaban como a película. Su ilusión en la vida era hacer una película, pero nunca había pasado de los comerciales que escri-bía para la agencia de publicidad. Me tardé un poco en el Instituto, hablé con la maestra de los problemas que había tenido Lorenzo a últimas fechas, pues le daba por agarrarse a golpes con un compañerito. Le dije que su papá y yo platicaríamos con el niño, para que no se repitiera; no omití que Hugo había estado ausente durante varios días, aunque me atormentaba imaginar lo que pensaría de mí. Me miró con suspicacia y antes de que preguntara más, le di la mano y me salí. En la avenida, donde daban vuelta los tranvías, me encontré a Lilia; tenía a sus niños en la misma escuela.

–¿Sabes algo de ellos? –me preguntó. Hubiera preferido no contestar. Le dije que Hugo ya

había regresado. Me despedí con prisas. Puso cara de angustia: por lo visto Néstor, su marido, seguía en Aca-pulco. La pobre sufría horrores por él.

Regresé a casa rogando que la actriz se hubiera ido, pero seguía en el sillón. Hugo había puesto “El rock de la cárcel” en la consola y Juana les había servido whis-ky y papas a la francesa en uno de nuestros platones de cristal cortado. En cuanto llegamos, Hugo llamó a Lorenzo:

–A ver, chamaco, salude a su papá y a la mismísima Selma Bordiú.

Por lo visto, le gustaba repetir lo de la mismísima. Mi niño entró a la sala un poco desconcertado y Sel-

ma le dio un pellizco en la barbilla haciendo grandes

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aspavientos, como si se le hubiera aparecido un ángel o algo así.

–Pero si es idéntico a ti –le dijo a mi marido con voz grave.

Me sentí un poco ofendida: Lorenzo era igual a mí, incluso tenía, como yo, el cabello castaño. Luego me fui a la cocina, para avisarle a Juana que calentara la comida. Juana estaba muy alborotada.

–Esa señora es la artista de cine, ¿verdad? –me decía, bailoteando entre las ollas con los ojitos chispeantes. Parecía dispuesta a ofrecerle un banquete y sacar el champaña si lo hubiera, del congelador. Le dije que comeríamos lo del diario, tal como lo habíamos pla-neado, y me miró como acusándome de aguafiestas.

Selma seguía en la casa y hablaba muy tranquila con mi marido sobre una película de Angélica María. Me pregunté si una persona perseguida, que se estaba es-condiendo, como decía Hugo, actuaría como ella, tan despreocupada. Me acordé de mi tía Clotilde, quien me había contado de un vecino allá en España que se había escondido en un clóset para escapar de los fran-quistas, y hasta la fecha seguía encerrado.

Al rato les dije que pasáramos al comedor. Selma Bordiú picoteó la comida dándose importancia.

–últimamente no tengo nada de hambre –dijo, son-riéndonos como niña huérfana, pero a mí no me en-gañaba: el platón de las papas fritas estaba vacío y yo sabía que Hugo, cuando bebía, apenas mordisqueaba alguna cosa por amabilidad.

Me daba envidia la piel tan tersa de la actriz, dorada por el sol; era como si estuviera hecha de otra cosa dis-

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tinta a las mujeres normales que una veía en la calle. Y el pelo, suave, suave, por más teñido que estuvie-ra: quizá era peluca. Quién sabe qué edad tenía, pero aun cuando hubiera jurado, pensando en sus pelícu-las, que era mayor que yo, se veía más nueva o más cui-dada, no sabía explicarlo. Y eso que no parecía estar maquillada y que, sin tacones, tampoco era demasiado alta. Cuando llegó Juana con unas gorditas muy labo-riosas de chorizo y requesón que nunca nos preparaba a nosotros, sentí vergüenza de comer, de estar sentada como una simple señora de su casa, de no llevar ese día más que mi falda negra, mi blusa azul y mis zapatos de tacón bajo, y sobre todo, de no saber qué decir. No es que quisiera ser como ella, con lo que implicaba ser una mujer así, pero me sentía a disgusto en mi piel, algo que nunca me había pasado, con una envidia que no me correspondía. Hasta eso, la verdad, era simpáti-ca y contaba un montón de anécdotas de sus filmacio-nes bastante divertidas, especialmente una en la que el director le había cambiado el nombre a su persona-je sin avisar, y todos se habían hecho bolas.

Esa tarde llevé al niño a comprarle los suéteres del uniforme, pues los que tenía estaban llenos de aguje-ros. Me tardé con la esperanza de darle tiempo a Hugo para llevarse a la actriz, o de que vinieran por ella los que la perseguían, era lo mismo. No es que fuera mala, pero quería que Selma desapareciera de la sala como fuera, igual que un sueño o un mal pensamiento. Con ella en la casa, era como si Hugo no hubiera terminado de llegar. Claro que con Hugo por la buena era me-jor, más valía no armarle escándalos ni dramas, dejarlo

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como siempre hacer sus cosas, resolver sus asuntos con naturalidad. Hasta el momento eso me había funcio-nado a mí, no sé a las otras: sabía que Lilia le armaba unos dramas tremendos a Néstor y lo amenazaba con suicidarse, y que Lucila, la esposa de la Rana, lo había corrido varias veces de la casa. Yo no hacía esas cosas: la única vez que le reproché a Hugo llegar a las cinco de la mañana, muy al principio de nuestro matrimonio, me respondió con una frialdad muy dolorosa, que no pude soportar.

Total que ese día, para no regresar pronto, llevé a Lorenzo a una cafetería a que hiciera ahí sus tareas y al cine después. Él estaba feliz. Yo me logré olvidar un poco de todo el asunto con la película: era de un perro perdido que se escapaba de sus amos. Lo bueno era que al final lo encontraban. Cuando regresamos a casa, mi hijo muerto de sueño y yo con los pies hin-chados, me encontré a Hugo ya en bata y piyama, la sala en penumbra. Había estado esperándonos, mira-ba una película en la televisión con un cigarro en la mano y un whisky con agua en la otra.

–¿Cómo les fue? –me preguntó, tras besar al niño. Llevé a acostar a Lorenzo y me metí a mi cuarto para

sacarme los pasadores y limpiarme la cara. Hugo se puso detrás de mí muy sigiloso, sin soltar el trago y el cigarro:

–Fíjate que Selma se va a quedar unos días –me ron-roneó acariciándome el cuello con sus manos fuer-tes–, yo sé que no te importará. Nada más en lo que se calman las cosas y la dejan en paz. Juana y yo le acon-dicionamos mi despacho.

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¡El despacho de Hugo!, pensé, qué novedad: su tem-plo, su espacio inexpugnable, como él le llamaba, con sus revistas, sus discos de películas musicales y su canti-na privada, estaría ahora invadido de los frascos de cre-ma y el neceser rosa de Selma Bordiú. No sé por qué, pero me dio risa. Le dije que no se preocupara; mis pa-pás me habían enseñado que a la persona en peligro se la debe auxiliar. Hugo salió muy tranquilo; yo suspiré y me fui a lavar los dientes, contenta de que por lo me-nos Selma no nos invadiría la sala. Tan cansada había quedado que caí en el más profundo sueño. Cuando abrí los ojos, eran las siete y me encontraba sola en la cama. Me pregunté si acaso no habría pasado así la no-che, yo sola y Hugo con Selma Bordiú en su despacho, y se me salieron las lágrimas.

Al rato, Selma se sentó a la mesa del desayuno per-fectamente arreglada –o eso me pareció– y me dijo que le daba muchísima pena, que esperaba no importunar-nos. Luego se sirvió una rebanada de melón y antes de atacarla con el tenedor exclamó que era absurdo estar afectando la vida de una familia tan preciosa como la nuestra. No sé por qué, cuando dijo eso de la fami-lia tan preciosa, sentí que nuestra vida era menos que poca cosa, o por lo menos aburridísima: seguro que su vida estaba llena de aventuras de lo más desaconseja-bles, pero muy emocionantes.

–Quizá será mejor que me vaya a un hotel –terminó diciendo, y se le escurrió una lágrima muy prudente.

Hugo, que a esa hora era incapaz de abrir la boca sin sus dos tazas de café, casi aúlla:

–¡De ninguna manera, Selma! Aquí con nosotros es-tarás bien protegida. Imagínate que te localizan en un

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hotel: ¿cómo vas a avisar que corres peligro? ¿Verdad, Maite, que se puede quedar con nosotros?

Sonaba como Lorenzo cuando me rogó que conser-váramos al gato. Yo respondí que por supuesto, que no faltaba más, que Juana y yo la acompañaríamos.

–Eres un encanto, Maite, estoy segura de que sere-mos grandes amigas –contestó Selma, oprimiéndome el brazo con afecto.

Me sentí en una de esas películas agogó que se ha-bían puesto de moda.

Más tarde, Lorenzo me preguntó muy bajito que quiénes perseguían a esa señora y le contesté que era un misterio: la verdad, prefería no saber.

–No te preocupes –le dije–, sólo estará aquí unos cuantos días, hasta puede ser divertido. En una sema-na, esto se acaba y regresamos a lo de siempre.

Pero no fue una semana. Hugo regresó, como siem-pre, a su trabajo en la agencia. Eso sí, nunca había sido tan puntual con la hora de salida: cumplía con su hora-rio de oficina y a las dos ya estaba con nosotros; incluso se traía trabajo a casa de sus campañas publicitarias, y Selma le sugería frases y canciones. Selma se com-portaba un poco como la sobrina que Hugo trajo esa vez: se dedicaba a arreglar una cantidad sorprendente de ropa que traía en una maleta y a probarse distintas combinaciones y maquillajes. También leía y hablaba durante horas por teléfono con sus amigos, o eso me decía. Y en la tarde, cuando Hugo volvía del trabajo, platicaban de cine o de libros ellos dos, haciendo mu-chas bromas como eso de hablar en inglés –para que Selma practicara– o en un idioma inventado que a Lo-

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renzo le daba mucha risa, o con amigos que venían de visita. Selma incluso veía el futbol con Hugo y con Lorenzo, y se entusiasmaba con los goles.

Pasaron los días y la casa se empezó a llenar de gen-te. Al principio eran pocos y tímidos: gente que co-nocíamos por la agencia de publicidad, alguna amiga de Selma que le llevaba ropa, cosméticos, encargos. Más tarde empezaron a aparecer en la puerta mensa-jeros con regalos que se iban acumulando en los es-tantes del despacho de Hugo en lugar de sus libros, los cuales, apilados, comenzaron a invadir el pasillo en desorden y a provocar que todo mundo se trope-zara con ellos: osos de peluche, flores de papel, bote-llas de Grand Marnier e incluso unas maracas. A todo el mundo se le suplicaba la mayor discreción sobre la presencia de Selma en nuestra casa, como si fuera posible semejante cosa. No tardaron en comenzar las llamadas de los periodistas. Juana recibió órdenes es-trictas: no sabía quién era Selma Bordiú, aquí era un convento de clausura y las monjas habían hecho voto de silencio.

–No sabe lo que me cuesta averiguar qué quieren de comer –les decía Juana para dar mayor verosimilitud a esa historia. Era Selma la que se la había inventado.

El hecho es que a diario estaba Selma hablando por teléfono en el despacho de Hugo con personas que yo no conocía: aquella gente que la visitaba y a la que re-cibía como si estuviera en su casa, aunque me repitiera cada tanto lo agradecida que estaba de que la dejara quedarse con nosotros. Hugo llegaba directo de la ofi-cina todos los días a preguntar dónde estaba Selma.