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tema III Filosofía Política ASIGNATURA: FILOSOFÍA Y CIUDADANÍA (1º BACH.) IES San José (CUENCA)

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tema III

Filosofía Política

ASIGNATURA: FILOSOFÍA Y CIUDADANÍA (1º BACH.)

IES San José (CUENCA)

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LA IZQUIERDA Y LA DERECHA POLÍTICA

Aunque los conceptos de izquierda y derecha política no sean, según muchos autores, los idóneos para definir el espectro político, su utilización en la actualidad es frecuente para posicionar planteamientos y posturas políticas. En este trabajo se van a definir ambos conceptos superficialmente, simplificando los grandes problemas y contradicciones que tiene la susodicha conceptualización.

Durante la revolución francesa dos partidos se disputaron el poder en la asamblea. Por un lado los girondinos, un partido moderado que propugnaba la diferenciación de personas en función de factores económicos, políticos, religiosos, etc. Defendía el sufragio no universal, del que excluía a las clases no propietarias y apoyaba la alianza con la nobleza para establecer en Francia una monarquía parlamentaria. Por otro lado estaban los jacobinos, que defendían un sufragio universal y la instauración de una república. Estos últimos tenían el apoyo de las clases más populares, mientras que los girondinos eran apoyados por los burgueses, propietarios y algunas capas de la nobleza. En las deliberaciones de la asamblea los girondinos se sentaban a la derecha y los jacobinos a la izquierda, de aquí la división, que aún hoy perdura, de ideologías de izquierdas y de derecha.

Tanto dentro de las posiciones derechistas e izquierdistas hay pluralidad de planteamientos que en muchas ocasiones están enfrentados entre sí. Por ejemplo, el autoritarismo, antiautoritarismo o posiciones intermedias; la defensa o el ataque del capitalismo, los sistemas de propiedad, etc.

LA DERECHA POLÍTICA

Dada la heterogeneidad de las posturas de la derecha política es difícil dar una definición de este concepto que englobe a todos los movimientos derechistas. Se podría decir que los movimientos derechistas propugnan el mantenimiento de ciertas diferencias entre los miembros de la sociedad, sobre todo diferencias económicas. Se defiende la existencia de un poder (económico, político…) que ejerza el control sobre la organización social.

Se analizarán los tres movimientos de derecha más importantes en la historia reciente y la actualidad de Europa: el liberalismo, el conservadurismo y el fascismo.

EL LIBERALISMO:

Movimiento ideológico caracterizado principalmente por defender el individualismo. El núcleo fundamental de la sociedad es el individuo libre, ya que el hombre es la “gran fuerza”, es el que decide su destino y hace historia, y para ello es necesaria una libertad absoluta en el plano político y económico. La libre iniciativa y la competencia individual son los motores que crean riqueza social , por

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lo tanto el Estado debe ser mínimo, con el único deber de velar por la libertad.

La libre competencia es un valor clave para el liberalismo. Del mismo modo que en el orden natural la competencia entre los seres genera un ecosistema estable y sostenible, en la economía de un colectivo la competencia entre productores permite que el mercado se amolde a la demanda y la satisfaga convenientemente. La intervención del estado entorpece este orden natural y lo corrompe.

El liberalismo defiende que el estado no tiene la capacidad de decidir sobre los derechos individuales, que son fundamentales. Cada persona y cada colectivo tiene derecho a la propiedad privada: el estado no debe tener ninguna autoridad sobre ellos, lo que implica que no se podría erosionar estas posesiones con impuestos. Además, derechos tan de “izquierdas” como el derecho al aborto, al matrimonio homosexual o al consumo de drogas, son defendidos por el liberalismo al ser derechos individuales.

El liberalismo más extremo y muy poco usual en Europa es el minarquismo. Este movimiento propugna un estado mínimo que sirva únicamente para defender la propiedad y la libertad de los individuos. El control del estado sobre los medios de transporte, sanidad, educación o sobre el mercado debería desaparecer. En esta situación, sin apenas impuestos y sin injerencia estatal los individuos se relacionarían social y económicamente en libertad.

John Stuart Mill, filósofo utilitarista inglés, expresó el concepto liberal de libertad ciudadana:

“el único fin por el que los hombres están legitimados, individual o colectivamente, para interferir en la libertad de acción de cualquiera de ellos, es la protección de sí mismos. Esto es, que el único propósito por el que puede ser ejercido legítimamente el poder sobre un miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es para prevenir del daño a otros. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es una justificación suficiente. No puede ser obligado a hacer algo o abstenerse de hacerlo por el hecho de que eso sería mejor para él, porque le haría más feliz, o porque en opinión de los otros hacer eso sería lo sensato, o incluso lo justo. […]. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y su propia mente, el individuo es soberano.” [J.S.Mill; Sobre la libertad]

EL CONSERVADURISMO:

Es un movimiento ideológico que defiende que la sociedad es el resultado de un “acomodamiento” de los individuos que se han mantenido unidos gracias a una serie de instituciones: el estado, la religión, la familia… Esta última es la institución central y más importante: se acentúa el papel social del individuo ya que cada persona pertenece a una colectividad ante la que es un sujeto moral responsable. Se opone a las innovaciones sociales, ya que las

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tradiciones familiares y religiosas forman uno de los principales pilares del conservadurismo, pero no por ello (excepto en extremos muy minoritarios) se opone a las innovaciones científicas y tecnológicas. Sus valores primordiales son:

-La fe ante la razón-La tradición ante la experiencia-La jerarquía ante la igualdad-Los valores colectivos (familia) ante el individualismo-La ley natural ante la ley civilAunque se ha visto fuertemente ligado al liberalismo, los conservadores valoran el estado como protector de la sociedad: debe intervenir en asuntos como la sanidad, la educación, los recursos sociales básicos, y, en casos puntuales, en asuntos económicos, garantizando así la estabilidad de la familia y el orden social natural. El estado es importante para el sostenimiento de la sociedad pero también es un peligro para ésta si su poder queda libre de todo control social.

Una élite natural (por nacimiento, riqueza y educación) será la encargada de gobernar. Esta élite garantizará la unión de la comunidad mediante costumbres y tradiciones. Los cambios se producirán de forma paulatina y solamente cuando hayan sido aceptados por la mayoría, y la revolución sólo será legítima si es para restaurar las libertades, pero no para cambiar la sociedad. El orden, el equilibrio y la cooperación son necesarios para el buen funcionamiento de la sociedad, lo que instaurará sentimientos nacionalistas, defendiendo la identidad nacional del grupo social y combatiendo las innovaciones culturales foráneas.

EL FASCISMO:

El fascismo es un movimiento político considerado de extrema derecha que trata de llevar a cabo un encuadramiento unitario de una sociedad en crisis promoviendo la movilización de las masas por medio de la identificación de las reivindicaciones sociales con las reivindicaciones nacionales. Esto quiere decir que el estado, que es totalitario, a través de la violencia, la represión y la propaganda, instaura el nacionalismo ferviente en los ciudadanos, provocando una apariencia de unión frente al resto de naciones, y un fuerte sentimiento de odio hacia lo extranjero. El deber del individuo hacia su patria es absoluto, siendo el engrandecimiento de la misma e incluso la conquista de otros territorios algunos de los objetivos políticos. Los derechos individuales son dependientes de los derechos colectivos y no son, en ningún caso, derechos inalienables.

Otro rasgo sobresaliente del fascismo es el autoritarismo, ya que se propone una sociedad fuertemente jerarquizada y militarizada, con unos roles sociales muy definidos y con el ejército y la vida militar como referentes para los ciudadanos. El estado interviene fuertemente en todos los aspectos, tanto económicos como sociales, buscando llegar a un “orden social nuevo” mediante la revolución

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social, que rompa con el anterior para crear un orden total que englobe a un cuerpo social homogéneo.

LA IZQUIERDA POLÍTICA

Los movimientos políticos de izquierdas están caracterizados por tener como meta prioritaria la igualdad social, que todos los individuos tengan los mismos derechos, libertades y oportunidades. No debe haber privilegios de ningún tipo, sino que todos deben tener la misma capacidad de participar en las decisiones sobre la organización social. La economía está enfocada al beneficio general de la población. Al igual que la derecha, la izquierda política oscila entre un mayor o menor autoritarismo, y las posturas ante el capitalismo y la democracia también son muy diversas. En este trabajo se analizarán la socialdemocracia, el comunismo y el anarquismo.

LA SOCIALDEMOCRACIA:

En el siglo XIX surgieron en Europa movimientos obreros que proponían la redistribución de la riqueza entre la población mediante la revolución social. La socialdemocracia surgió como un intento de transición pacífica del capitalismo al socialismo. Aunque el capitalismo fuese el sistema económico imperante y fuese indudable que aportó beneficios al género humano, la avaricia de los ricos y la desigualdad de oportunidades hicieron que en el capitalismo sin regulación surgieran estratos de población pobre. Se pretende llegar a un capitalismo reformado mediante políticas ligadas a la participación ciudadana, la protección del medio ambiente y la integración de minorías sociales en las democracias modernas, entre otras.

La socialdemocracia ha sido una gran defensora del estado de bienestar, según el cual el estado debe proveer a los ciudadanos de los servicios asistenciales básicos, para cuya mantenencia es necesario subir los impuestos.

EL COMUNISMO:

Aunque ha habido teorizaciones políticas comunistas desde Platón (IV a.C.), se entiende aquí “comunismo” como la ideología política inspirada por la obra del filósofo alemán Karl Marx.

Se entiende por comunista a aquel gobierno que centra su poder en la comunidad: un partido único tiene como misión la coordinación de todo un grupo para obtener resultados en comunidad. Todo el mundo puede entrar a formar parte de este único partido existente, el partido comunista; por lo tanto no se niega la participación política a nadie. El comunismo promueve la formación de una sociedad sin clases sociales, donde los medios de producción sean de propiedad común, y para que no haya desigualdades debido a la acumulación de capital, el estado, creen los comunistas, debe controlar la economía del país de forma absoluta. Los obreros se

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ponen al servicio del estado y a cambio reciben de este alojamiento, comida, trabajo, etc. Este trabajo se reparte de forma equitativa en función de la habilidad, al igual que los beneficios se reparten en función de las necesidades.

Es un movimiento un tanto autoritario, no hay libertad de prensa y abundan las censuras, siendo uno perseguido y acusado de “traidor a la patria” por diferir de la ideología del partido. Dado que el estado provee de todo a sus ciudadanos, ejerce un fuerte poder sobre ellos, llegando a una cierta falta de respeto hacia los derechos individuales, aunque esta característica varía de unos países a otros.

EL ANARQUISMO:

El término “anarquismo” viene del griego y significa literalmente “sin autoridad”, “sin poder”. Es un movimiento que pretende llegar a la igualdad social mediante la revolución. También está basado en ideas marxistas: el objetivo principal es la eliminación del capitalismo, aunque los métodos anarquistas difieren de los de los demás movimientos socialistas. Se critica fuertemente al estado, que consideran una estructura política creada bajo la base de que unos hombres deben dominar sobre otros y dirigir sus destinos, y de este modo la igualdad social no es posible. Por lo tanto, se proponen destruir el estado y sustituirlo por comunas independientes en las que cada uno posea derecho a hablar y a votar sobre los asuntos a debatir.

El anarquismo también se caracteriza por la abolición de la propiedad, ya que ésta es considerada como un daño a la economía colectiva. El derecho a la herencia (origen del status social) ha de eliminarse y sustituirse por la colectivización de los bienes. Además, defiende la importancia de la educación. El hombre solo será libre cuando sea capaz de pensar por sí mismo y el mejor medio para conseguirlo es una esmerada instrucción.

Mijael Bakunin, uno de los líderes anarquistas, enumeró los fundamentos económicos y sociales del anarquismo:

Nuestro programa socialista exige y debe exigir irrenunciablemente:

1. La igualdad política, económica y social de todas las clases y todos los pueblos de la tierra.

2. La abolición de la propiedad hereditaria.

3. La apropiación de la tierra por las asociaciones agrícolas, y del capital y de todos los medios de producción por las asociaciones industriales.

4. La abolición del ordenamiento jurídico de la familia patriarcal, basado exclusivamente en el derecho a heredar la propiedad, así como la equiparación de los derechos políticos, económicos y sociales del hombre y de la mujer.

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5. La crianza y educación de los niños de ambos sexos hasta su mayoría de edad, entendiéndose que la formación científica y técnica, en la que se incluyen los niveles más altos de formación, será igual y obligatoria para todos. La escuela reemplazará a la iglesia y hará innecesarios los códigos penales, los policías, los castigos, la prisión y los verdugos.

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FRAGMENTOS DE “EL CONTRATO SOCIAL” de Jean-Jacques Rousseau

CAPÍTULO UNO: Acerca del tema de esta obra.

El hombre ha nacido libre, y sin embargo, vive en todas partes entre cadenas. El mismo que se considera amo, no deja por eso de ser menos esclavo que los demás. ¿Cómo se ha operado esta transformación? Lo ignoro. ¿Qué puede imprimirle el sello de legitimidad? Creo poder resolver esta cuestión.

Si no atendiese más que a la fuerza y a los efectos que de ella se derivan, diría: «En tanto que un pueblo está obligado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo, y lo sacude, obra mejor aún, pues recobrando su libertad con el mismo derecho con que le fue arrebatada, prueba que fue creado para disfrutar de ella. De lo contrario, no fue jamás digno de arrebatársela." Pero el orden social constituye un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no es un derecho natural: está fundado sobre convenciones. Trátase de saber cuáles son esas convenciones; pero antes de llegar a ese punto, debo fijar o determinar lo que acabo de afirmar.

CAPÍTULO DOS: De las primeras sociedades.

La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la de la familia; sin embargo, los hijos no permanecen ligados al padre más que durante el tiempo que tienen necesidad de él para su conservación. Tan pronto como esta necesidad cesa, los lazos naturales quedan disueltos. Los hijos exentos de la obediencia que debían al padre y éste relevado de los cuidados que debía a aquéllos, uno y otro entran a gozar de igual independencia. Si continúan unidos, no es ya forzosa y naturalmente, sino voluntariamente; y la familia misma no subsiste más que por convención.

Esta libertad común es consecuencia de la naturaleza humana. Su principal ley es velar por su propia conservación, sus primeros cuidados son los que se debe a su persona. Llegado a la edad de la razón, siendo el único juez de los medios adecuados para conservarse, conviértese por consecuencia en dueño de sí mismo.

La familia es pues, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, el pueblo la de los hijos, y todos, habiendo nacido iguales y libres, no enajenan su libertad sino en cambio de su utilidad. Toda la diferencia consiste en que, en la familia, el amor paternal recompensa al padre de los cuidados que prodiga a sus hijos, en tanto que, en el Estado, es el placer del mando el que suple o sustituye este amor que el jefe no siente por sus gobernados.

[…]

CAPÍTULO TRES: Del derecho del más fuerte.

El más fuerte no lo es jamás bastante para ser siempre el amo o señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De allí el derecho del más fuerte, tomado irónicamente en apariencia y realmente establecido en principio. Pero ¿ se nos explicará nunca esta palabra? La fuerza es una potencia física, y no veo que moralidad puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no

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de voluntad; cuando más, puede ser de prudencia.¿En qué sentido podrá ser un deber?Supongamos por un momento este pretendido derecho; yo afirmo que resulta de él

un galimatías inexplicable, porque si la fuerza constituye el derecho, como el efecto cambia con la causa, toda fuerza superior a la primera, modificará el derecho. Desde que se puede desobedecer impunemente, se puede legítimamente, y puesto que el más fuerte tiene siempre razón, no se trata más que de procurar serlo. ¿Qué es, pues, un derecho que perece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por fuerza, no es necesario obedecer por deber, y si la fuerza desaparece, la obligación no existe. Resulta, por consiguiente, que la palabra derecho no añade nada a la fuerza ni significa aquí nada enabsoluto.

Obedeced a los poderes. Si esto quiere decir: ceded a la fuerza, precepto es bueno, pero superfluo.

Respondo que no será jamás violado. Todo poder emana de Dios,lo reconozco, pero toda enfermedad también. ¿Estará prohibido por ello, recurrir al médico? ¿Si un bandido me sorprende en una selva, estaré, no solamente por la fuerza, sino aun pudiendo evitarlo, obligado en conciencia a entregarle mi bolsa? ¿Por qué, en fin, la pistola que él tiene es un poder?

Convengamos, pues, en que la fuerza no hace el derecho y en que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos. Así, mi cuestión primitiva queda siempre en pie.

CAPÍTULO CUATRO: De la esclavitud.

Puesto que ningún hombre tiene por naturaleza autoridad sobre su semejante, y puesto que la fuerza no constituye derecho alguno, quedan sólo las convenciones como base de toda autoridad legítima sobre los hombres.

[…]

CAPÍTULO CINCO: De cómo es siempre necesario remontarse a una primera convención.

Ni aun concediéndoles todo lo que hasta aquí he refutado, lograrían progresar más los fautores del despotismo. Habrá siempre una gran diferencia entre someter una multitud y regir una sociedad. Que hombres dispersos estén sucesivamente sojuzgados a uno solo, cualquiera que sea el número, yo sólo veo en esa colectividad un señor y esclavos, jamás un pueblo y su jefe: representarán, si se quiere, una agrupación, mas no una asociación, porque no hay ni bien público ni cuerpo político. Ese hombre, aun cuando haya sojuzgado a medio mundo, no es siempre más que un particular; su interés, separado del de los demás, será siempre un interés privado. Si llega a perecer, su imperio, tras él, se dispersará y permanecerá sin unión ni adherencia, como un roble se destruye y cae convertido en un montón de cenizas después que el fuego lo ha consumido.

Un pueblo -dice Grotio- puede darse a un rey. Según Grotio, un pueblo existe, pues como tal pudo dársele a un rey. Este presente o dádiva constituye, de consiguiente, un acto civil, puesto que supone una deliberación pública. Antes de examinar el acto por el cual el pueblo elige un rey, sería conveniente estudiar el acto por el cual un pueblo se constituye en tal, porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.

En efecto, si no hubiera una convención anterior, ¿en dónde estaría la obligación, a menos que la elección fuese unánime, de los menos a someterse al deseo de los más?

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Y ¿con qué derecho, ciento que quieren un amo, votan por diez que no lo desean? La ley de las mayorías en los sufragios es ella misma fruto de una convención que supone, por lo menos una vez, la unanimidad.

[...]

CAPÍTULO SEIS: Sobre el pacto social.

Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el estado natural superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en él. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiaba su manera de ser.

Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad.

Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero, constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su conservación, ¿cómo podría comprometerlos sin perjudicarse y sin descuidar las obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta dificultad, concretándola a mi objeto, puede enunciarse en los siguientes términos:

"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes." Tal es el problema fundamental cuya solución da el Contrato social .

Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría inútiles y sin efecto; de manera, que, aunque no hayan sido jamás formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y han sido en todas partes tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural, al perder la convencional por la cual había renunciado a la primera.

Estas cláusulas, bien estudiadas, se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad entera, porque, primeramente, dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siendo igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás.

Además, efectuándose la enajenación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que reclamar, porque si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, cada cual siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería pronto serlo en todo; en consecuencia, el estarlo natural subsistiría y la asociación convertiríase necesariamente en tiránica o inútil.

En fin, dándose cada individuo a todos no se da a nadie, y como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana la equivalencia de todo lo que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que se tiene.

Si se descarta, pues, del pacto social lo que no es de esencia, encontraremos que queda reducido a los términos siguientes: "Cada uno pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y cada miembro considerado como parte indivisible del todo."

Este acto de asociación convierte al instante la persona particular de cada contratante, en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. La persona pública que se constituye así, por la unión de todas las demás,

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tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y hoy el de república o cuerpo político, el cual es denominado Estado cuando es activo [...]

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I

EL HECHO DE LAS AGLOMERACIONES Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida públicaeuropea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al plenopoderío social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir supropia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufreahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Estacrisis ha sobrevenido más de una vez en la historia. Su fisonomía y susconsecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la rebeliónde las masas.

Para la inteligencia del formidable hecho conviene que se evite dar desde luegoa las palabras «rebelión», «masas», «poderío social», etc., un significadoexclusiva o primariamente político. La vida pública no es sólo política, sino, ala par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usostodos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar.

Tal vez la mejor manera de acercarse a este fenómeno histórico consista enreferirnos a una experiencia visual, subrayando una facción de nuestra época quees visible con los ojos de la cara.

Sencillísima de enunciar, aunque no de analizar, yo la denomino el hecho de laaglomeración, del «lleno». Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenasde inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros.Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salasde los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muyextemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo queantes no solía ser problema empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio.

Nada más. ¿Cabe hecho más simple, más notorio, más constante, en la vida actual?Vamos ahora a punzar el cuerpo trivial de esta observación, y nos sorprenderáver cómo de él brota un surtidor inesperado, donde la blanca luz del día, deeste día, del presente, se descompone en todo su rico cromatismo interior.

¿Qué es lo que vemos, y al verlo nos sorprende tanto? Vemos la muchedumbre, comotal, posesionada de los locales y utensilios creados por la civilización. Apenasreflexionamos un poco, nos sorprendemos de nuestra sorpresa. Pues qué, ¿no es elideal? El teatro tiene sus localidades para que se ocupen; por lo tanto, paraque la sala esté llena. Y lo mismo los asientos del ferrocarril, y sus cuartosel hotel. Sí; no tiene duda. Pero el hecho es que antes ninguno de estosestablecimientos y vehículos solían estar llenos, y ahora rebosan, queda fueragente afanosa de usufructuarlos. Aunque el hecho sea lógico, natural, no puededesconocerse que antes no acontecía y ahora sí; por lo tanto, que ha habido uncambio, una innovación, la cual justifica, por lo menos en el primer momento,nuestra sorpresa.

Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujoespecífico del intelectual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar al mundocon los ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el mundo es extraño y esmaravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto, maravillarse, es la deliciavedada al futbolista, y que, en cambio, lleva al intelectual por el mundo enperpetua embriaguez de visionario. Su atributo son los ojos en pasmo. Por esolos antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los ojos siempredeslumbrados.

La aglomeración, el lleno, no era antes frecuente. ¿Por qué lo es ahora?

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Los componentes de esas muchedumbres no han surgido de la nada. Aproximadamente,el mismo número de personas existía hace quince años. Después de la guerraparecería natural que ese número fuese menor. Aquí topamos, sin embargo, con laprimera nota importante. Los individuos que integran estas muchedumbrespreexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeñosgrupos, o solitarios, llevaban una vida, por lo visto, divergente, disociada,distante. Cada cual -individuo o pequeno grupo- ocupaba un sitio, tal vez elsuyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad.

Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos vendondequiera muchedumbres. ¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugaresmejores, creación relativamente refinada de la cultura humana, reservados antesa grupos menores, en definitiva, a minorías.

La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugarespreferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba elfondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella elpersonaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay

coro.

El concepto de muchedumbre es cuantitativo y visual. Traduzcámoslo, sinalterarlo, a la terminología sociológica. Entonces hallamos la idea de masasocial. La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías ymasas. Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmentecualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas.No se entienda, pues, por masas, sólo ni principalmente «las masas obreras».Masa es el «hombre medio». De este modo se convierte lo que era meramentecantidad -la muchedumbre- en una determinación cualitativa: es la cualidadcomún, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otroshombres, sino que repite en sí un tipo genérico. ¿Qué hemos ganado con estaconversión de la cantidad a la cualidad? Muy sencillo: por medio de éstacomprendemos la génesis de aquella. Es evidente, hasta perogrullesco, que laformación normal de una muchedumbre implica la coincidencia de deseos, de ideas,de modo de ser, en los individuos que la integran. Se dirá que es lo queacontece con todo grupo social, por selecto que pretenda ser. En efecto; perohay una esencial diferencia.

En los grupos que se caracterizan por no ser muchedumbre y masa, la coincidenciaefectiva de sus miembros consiste en algún deseo, idea o ideal, que por sí soloexcluye el gran número. Para formar una minoría, sea la que fuere, es precisoque antes cada cual se separe de la muchedumbre por razones especiales,relativamente individuales. Su coincidencia con los otros que forman la minoríaes, pues, secundaria, posterior, a haberse cada cual singularizado, y es, por lotanto, en buena parte, una coincidencia en no coincidir. Hay cosas en que estecarácter singularizador del grupo aparece a la intemperie: los grupos inglesesque se llaman a sí mismos «no conformistas», es decir, la agrupación de los queconcuerdan sólo en su disconformidad respecto a la muchedumbre ìlimitada. Esteingrediente de juntarse los menos, precisamente para separarse de los más, vasiempre involucrado en la formación de toda minoría. Hablando del reducidopúblico que escuchaba a un músico refínado, dice graciosamente Mallarmé queaquel público subrayaba con la presencia de su escasez la ausenciamultitudinaria.

En rigor, la masa puede definirse, como hecho psicológico, sin necesidad deesperar a que aparezcan los individuos en aglomeración. Delante de una solapersona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a símismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino que se siente «como todoel mundo» y, sin embargo, no se angustia, se siente a saber al sentirse idénticoa los demás. Imagínese un hombre humilde que al intentar valorarse por razonesespeciales -al preguntarse si tiene talento para esto o lo otro, si sobresale enalgún orden-, advierte que no posee ninguna cualidad excelente. Este hombre sesentirá mediocre y vulgar, mal dotado; pero no se sentirá «masa».

Cuando se habla de «minorías selectas», la habitual bellaquería suele

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tergiversar el sentido de esta expresión, fingiendo ignorar que el hombreselecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que seexige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigenciassuperiores. Y es indudable que la división más radical que cabe hacer de lahumanidad es ésta, en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho yacumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen nadaespecial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sinesfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva.

Esto me recuerda que el budismo ortodoxo se compone de dos religiones distintas:una, más rigurosa y difícil; otra, más laxa y trivial: el Mahayana -«granvehículo», o «gran carril»-, el Himayona -«pequeño vehículo», «camino menor»-.Lo decisivo es si ponemos nuestra vida a uno u otro vehículo, a un máximo deexigencias o a un mínimo.

La división de la sociedad en masas y minorías excelentes no es, por lo tanto,una división en clases sociales, sino en clases de hombres, y no puede coincidircon la jerarquización en clases superiores e inferiores. Claro está que en lassuperiores, cuando llegan a serlo, y mientras lo fueron de verdad, hay másverosimilitud de hallar hombres que adoptan el «gran vehículo», mientras lasinferiores están normalmente constituidas por individuos sin calidad. Pero, enrigor, dentro de cada clase social hay masa y minoría auténtica. Como veremos,es característico del tiempo el predominio, aun en los grupos cuya tradición eraselectiva, de la masa y el vulgo. Así, en la vida intelectual, que por su mismaesencia requiere y supone la calificación, se advierte el progresivo triunfo delos seudointelectuales incualifícados, incalificables y descalificados por supropia contextura. Lo mismo en los grupos supervivientes de la «nobleza»masculina y femenina. En cambio, no es raro encontrar hoy entre los obreros, queantes podían valer como el ejemplo más puro de esto que llamamos «masa», almasegregiamente disciplinadas.

Ahora bien: existen en la sociedad operaciones, actividades, funciones del másdiverso orden, que son, por su misma naturaleza, especiales, y,consecuentemente, no pueden ser bien ejecutadas sin dotes también especiales.Por ejemplo: ciertos placeres de carácter artístico y lujoso o bien lasfunciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos. Anteseran ejercidas estas actividades especiales por minorías calificadas -califícadas, por lo menos, en pretensión-. La masa no pretendía intervenir enellas: se daba cuenta de que si quería intervenir tendría, congruentemente, queadquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en unasaludable dinámica social.

Si ahora retrocedemos a los hechos enunciados al principio, nos apareceráninequívocamente como nuncios de un cambio de actitud en la mesa. Todos ellosindican que ésta ha resuelto adelantarse al primer piano social y ocupar loslocales y usar los utensilios y gozar de los placeres antes adscritos a lospocos. Es evidente que, por ejemplo, los locales no estaban premeditados paralas muchedumbres, puesto que su dimensión es muy reducida, y el gentío rebosaconstantemente de ellos, demostrando a los ojos y con lenguaje visible el hechonuevo: la masa que, sin dejar de serlo, suplanta a las minorías.

Nadie, creo yo, deplorará que las gentes gocen hoy en mayor medida y número queantes, ya que tienen para ello el apetito y los medios. Lo malo es que estadecisión tomada por las masas de asumir las actividades propias de las minoríasno se manifiesta, ni puede manifestarse, sólo en el orden de los placeres, sinoque es una manera general del tiempo. Así -anticipando lo que luego veremos-,creo que las innovaciones políticas de los más recientes años no significan otracosa que el imperio político de las masas. La vieja democracia vivía templadapor una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir aestos principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplinadifícil. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar yvivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoyasistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamentesin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y susgustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese

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cansado de la política y encargase a personas especiales su ejercicio. Todo locontrario. Eso era lo que antes acontecía, eso era la democracia liberal. Lamasa presumía que, al fin y al cabo, con todos sus defectos y lacras, lasminorías de los políticos entendían un poco más de los problemas públicos queella. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor deley a sus tópicos de café. Yo dudo que haya habido otras épocas de la historiaen que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestrotiempo. Por eso hablo de hiperdemocracia.

Lo propio acaece en los demás órdenes, muy especialmente en el intelectual. Talvez padezco un error; pero el escritor, al tomar la pluma para escribir sobre untema que ha estudiado largamente, debe pensar que el lector medio, que nunca seha ocupado del asunto, si le lee, no es con el fin de aprender algo de él, sino,al revés, para sentenciar sobre él cuando no coincide con las vulgaridades queeste lector tiene en la cabeza. Si los individuos que integran la masa secreyesen especialmente dotados, tendríamos no más que un caso de error personal,pero no una subversión sociológica. Lo característico del momento es que el almavulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de lavulgaridad y lo impone dondequiera. Como se dice en Norteamérica: ser diferentees indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificadoy selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo,corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese «todo el mundo» no es«todo el mundo». «Todo el mundo» era, normalmente, la unidad compleja de masa yminorías discrepantes, especiales. Ahora «todo el mundo» es sólo la masa.

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FRAGMENTO DE

“EL POLÍTICO Y EL CIENTÍFICO” DE MAX WEBER

¿Qué entendemos por política? El concepto es muy amplio y abarca cualquier tipo de actividad directiva autónoma. Se habla de la política de divisas de los Bancos, de la política de descuento del Reichsbank, de la política por la que se rige un sindicato durante una huelga, y se puede hablar del mismo modo de la política escolar de un país o de una ciudad, de la política que la presidencia de una asociación lleva en la dirección de ésta, e incluso de la política de una esposa astuta que trata de manipular sutilmente a su marido. Naturalmente, no es este concepto tan amplio el que puede servir de base a nuestras consideraciones en la tarde de hoy. Por política entenderemos solamente la dirección o la influencia sobre la trayectoria de una entidad política, aplicable en nuestro tiempo al Estado.

¿Pero, qué es, desde el punto de vista sociológico, una entidad política? Tampoco es éste un concepto que pueda ser sociológicamente definido partiendo del contenido de su actividad. Apenas existe una tarea que aquí o allí no haya sido acometida por una entidad política y, por otra parte, tampoco hay ninguna tarea de la que pueda decirse que haya sido siempre competencia exclusiva de esas entidades o asociaciones políticas que hoy llamamos Estados, o de las que históricamente fueron precursoras del Estado moderno. Dicho Estado sólo se puede definir sociológicamente por referencia a un medio específico que él, como toda asociación política, posee: la violencia física. “Todo Estado está fundado en la violencia”, dijo Trotsky en Brest-Litowsk. Objetivamente esto es cierto. Si solamente existieran configuraciones sociales que ignorasen el medio de la violencia, habría desaparecido el concepto de “Estado” y se habría instaurado lo que, en este sentido específico, llamaríamos “anarquía”. La violencia no es, naturalmente, ni el medio normal ni el único medio de que el Estado se vale, pero sí es su medio específico.

Hoy, precisamente, la relación del Estado con la violencia es especialmente íntima. En el pasado las más diversas asociaciones, comenzando por la asociación familiar (Sippe), han utilizado la violencia como un medio enteramente normal. Hoy, por el contrario, tendremos que decir que Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es un elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo distintivo de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia. Entonces política significaría pues, para nosotros, la aspiración (Streben) a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados

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o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen. Esto se corresponde esencialmente con la acepción habitual del término. Cuando se dice que una cuestión es política, o que son políticos un ministro o un funcionario, o bien que una decisión ha sido “políticamente” condicionada, lo que se quiere siempre decir es que la respuesta a esa cuestión, o la determinación de la esfera de actividad de aquel funcionario, o las condiciones de esta decisión, dependen directamente de los intereses existentes sobre la distribución, la conservación o la transferencia del poder. Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere.

El Estado, como todas las asociaciones o entidades políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es considerada como tal). Para subsistir necesita, por tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan. ¿Cuándo y por qué hacen esto? ¿Sobre qué motivos internos de justificación y sobre qué nexos externos se apoya esta dominación? En principio (para comenzar) existen tres tipos de justificaciones internas, para fundamentar la legitimidad de una dominación. En primer lugar, la legitimidad del “eterno ayer”, de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad “tradicional”, como la que ejercían los patriarcas y los príncipes patrimoniales antiguos. En segundo término, la autoridad de la gracia (Carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta autoridad “carismática” la que detentaron los profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos. Tenemos, por último, una legitimidad basada en la “legalidad”, en la creencia en la validez de preceptos legales y en la “competencia objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno “servidor público” y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él.

Es evidente que, en la realidad, la obediencia de los súbditos está condicionada por muy poderosos motivos de temor y de esperanza (temor a la venganza del poderoso o de los poderes mágicos, esperanza de una recompensa terrena o ultraterrena) y, junto con ellos, también por los más diversos intereses. De esto hablaremos inmediatamente. Pero cuando se cuestionan los motivos de “legitimidad” de la obediencia nos encontramos siempre con uno de estos tres tipos “puros”. Estas ideas de la legitimidad y su fundamentación interna son de suma importancia para la estructura de la dominación. Los tipos puros se encuentran, por supuesto, muy raramente en

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la realidad, pero hoy no podemos ocuparnos aquí de las intrincadas modificaciones, interferencias y combinaciones de estos tipos puros. Esto es cosa que corresponde a la problemática de la “teoría general del Estado”.

Lo que hoy nos interesa sobre todo aquí es el segundo de estos tipos: la dominación producida por la entrega de los sometidos al “carisma” puramente personal del “caudillo”. En su expresión más alta arraiga la idea de vocación. La entrega al carisma del profeta, del caudillo en la guerra, o del gran demagogo en la Ecclesia o el Parlamento, significa, en efecto, que esta figura es vista como la de alguien que está “internamente llamado” a ser conductor de hombres, los cuales no le prestan obediencia por que lo mande la costumbre o una norma legal, sino porque creen en él, y él mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, “vive para su obra”. Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el discipulado, el séquito, el partido. El caudillaje ha surgido en todos los lugares y épocas bajo uno de estos dos aspectos, los más importantes en el pasado: el de mago o profeta, de una parte, y el de príncipe guerrero, jefe de banda o condottiero, de la otra. Sin embargo, lo propio de Occidente es, y esto es lo que aquí más nos interesa, el caudillaje político. Surge primero en la figura del “demagogo” libre, aparecida en el Estado-Ciudad, que es también creación propia de Occidente y, sobre todo, de la cultura mediterránea, y más tarde en la del “Jefe de partido” en un régimen parlamentario, dentro del marco del Estado constitucional, que es igualmente un producto específico del suelo occidental.

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Fragmentos de “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo

CAPÍTULO VIII

DE LOS QUE LLEGARON AL PRINCIPADO A TRAVÉS DE CRÍMENES

Pero puesto que hay otros dos modos de llegar a príncipe que no se pueden atribuir enteramente a la fortuna o a la virtud, corresponde no pasarlos por alto, aunque sobre ellos se discurra con más detenimiento donde se trata de las Repúblicas. Me refiero, primero, al caso en que se asciende al principado por un camino de perversidades y delitos; y después, al caso en que se llega a ser príncipe por el favor de los conciudadanos. Con dos ejemplos, uno antiguo y otro contemporáneo, ilustraré el primero de estos modos, sin entrar a profundizar demasiado en la cuestión, porque creo que bastan para los que se hallan en la necesidad de imitarlos.

El siciliano Agátocles, hombre no sólo de condición oscura, sino baja y abyecta, se convirtió en rey de Siracusa. Hijo de un alfarero, llevó una conducta reprochable en todos los períodos de su vida; sin embargo, acompañó siempre sus maldades con tanto ánimo y tanto vigor físico que entrado en la milicia llegó a ser, ascendiendo grado por grado, pretor de Siracusa. Una vez elevado a esta dignidad, quiso ser príncipe y obtener por la violencia, sin debérselo a nadie, lo que de buen grado le hubiera sido concedido. Se puso de acuerdo con El cartaginés Amílcar, que se hallaba con sus ejércitos en Sicilia, y una mañana reunió al pueblo y al Senado, como si tuviese que deliberar sobre cosas relacionadas con la República, y a una señal convenida sus soldados mataron a todos los senadores y a los ciudadanos más ricos de Siracusa. Ocupó entonces y supo conservar como príncipe aquella ciudad, sin que se encendiera ninguna guerra civil por su causa. Y aunque los cartagineses lo sitiaron dos veces y lo derrotaron por último, no sólo pudo defender la ciudad, sino que, dejando parte de sus tropas para que contuvieran a los sitiadores, con el resto invadió el África; y en poco tiempo levantó el sitio de Siracusa y puso a los cartagineses en tales aprietos, que se vieron obligados a pactar con él, a conformarse con sus posesiones del África y a dejarle la Sicilia. Quien estudie, pues, las acciones de Agátocles y juzgue sus méritos muy poco o nada encontrará que pueda atribuir a la suerte; no adquirió la soberania por el favor de nadie, como he dicho más arriba, sino merced a sus grados militares, que se había ganado a costa de mil sacrificios y peligros; y se mantuvo en mérito a sus enérgicas y temerarias medidas. Verdad que no se puede llamar virtud el matar a los conciudadanos, el traicionar a los amigos y el carecer de fe, de piedad y de religión, con cuyos medios se puede adquirir poder, pero no gloria. Pero si se examinan el valor de Agátocles al arrastrar y salir triunfante de los peligros y su grandeza de alma para soportar y vencer los acontecimientos adversos, no se explica uno por qué tiene que ser considerado inferior a los capitanes más famosos. Sin embargo, su falta de humanidad, sus crueldades y maldades sin número, no consienten que se lo coloque entre los hombres ilustres. No se puede, pues, atribuir a la fortuna o a la virtud lo que consiguió sin la ayuda de una ni de la otra.

[…]

Podría alguien preguntarse a qué se debe que, mientras Agátocles y otros de su calaña, a pesar de sus traiciones y rigores sin número, pudieron vivir durante mucho tiempo y a cubierto de su patria, sin temer conspiraciones, y pudieron a la vez defenderse de los enemigos de afuera, otros, en cambio, no sólo mediante medidas tan extremas no lograron conservar su Estado en épocas dudosas de guerra, sino tampoco en tiempos de paz. Creo que depende del bueno o mal uso que se hace de la crueldad. Llamaría bien empleadas a las crueldades (si a lo malo se lo puede llamar bueno) cuando se aplican de una sola vez por absoluta necesidad de asegurarse, y cuando no se insiste en ellas, sino, por el contrario, se trata de que las primeras se vuelvan todo lo beneficiosas posible para los súbditos. Mal empleadas son las que, aunque poco graves al principio, con el tiempo antes crecen que se extinguen. Los que observan el primero de estos procedimientos pueden, como Agátocles, con la ayuda de Dios y de los hombres, poner, algún remedio a su situación, los otros es imposible que se conserven en sus Estados. De donde se concluye que, al apoderarse de un Estado, todo usurpador debe reflexionar sobre los crímenes que le es preciso cometer, y ejecutarlos todos a la vez, para que no tenga que renovarlos día a día y, al no verse en esa necesidad, pueda conquistar a los hombres a fuerza de beneficios. Quien procede de otra manera, por timidez o por haber sido mal aconsejado, se ve siempre obligado a estar con el cuchillo en la mano, y mal puede contar con súbditos a quienes sus ofensas continuas y todavía recientes llenan de desconfianza. Porque las

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ofensas deben inferirse de una sola vez para que, durando menos, hieran menos; mientras que los beneficios deben proporcionarse poco a poco, a fin de que se saboreen mejor. Y, sobre todas las cosas, un príncipe vivirá con sus súbditos de manera tal, que ningún acontecimiento, favorable o adverso, lo haga variar; pues la necesidad que se presenta en los tiempos difíciles y que no se ha previsto, tú no puedes remediarla; y el bien que tú hagas ahora de nada sirve ni nadie te lo agradece, porque se considera hecho a la fuerza.

CAPÍTULO XV

DE AQUELLAS COSAS POR LAS QUE LOS HOMBRES, Y ESPECIALMENTE LOS PRÍNCIPES, SON ALABADOS O CENSURADOS

Queda ahora por analizar cómo debe comportarse un príncipe en el trato con súbditos y amigos. Y porque sé que muchos han escrito sobre el tema, me pregunto, al escribir ahora yo, si no seré tachado de presuntuoso, sobre todo al comprobar que en esta materia me aparto de sus opiniones. Pero siendo mi propósito escribir cosa útil para quien la entiende, me ha parecido más conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia. Porque muchos se han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad.

Dejando, pues, a un lado las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas reales, digo que todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes, por ocupar posiciones más elevadas, son juzgados por algunas de estas cualidades que les valen o censura o elogio. Uno es llamado pródigo, otro tacaño (y empleo un término toscano, porque “avaro”, en nuestra lengua, es también el que tiende a enriquecerse por medio de la rapiña, mientras que llamamos “tacaño” al que se abstiene demasiado de gastar lo suyo); uno es considerado dadivoso, otro rapaz; uno cruel, otro clemente; uno traidor, otro leal; uno afeminado y pusilánime, otro decidido y animoso; uno humano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; uno sincero, otro astuto; uno duro, otro débil; uno grave, otro frívolo; uno religioso, otro incrédulo, y así sucesivamente. Sé que no habría nadie que no opinase que sería cosa muy loable que, de entre todas las cualidades nombradas, un príncipe poseyese las que son consideradas buenas; pero como no es posible poseerlas todas, ni observarlas siempre, porque la naturaleza humana no lo consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le significarían la pérdida del Estado, y, sí puede, aun de las que no se lo harían perder; pero si no puede no debe preocuparse gran cosa, y mucho menos de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado, porque si consideramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad.

CAPÍTULO XVIIDE LA CRUELDAD Y LA CLEMENCIA, Y DE SI ES MEJOR SER TEMIDO QUE AMADO O AMADO QUE TEMIDO

Paso a las otras cualidades ya citadas y declaro que todos los príncipes deben desear ser tenidos por clementes y no por crueles. Y, sin embargo, deben cuidarse de emplear mal esta clemencia. César Borgia era considerado cruel, pese a lo cual fue su crueldad la que impuso el orden en la Romaña, la que logró su unión y la que la volvió a la paz y a la fe. Si se examina bien, se verá que Borgia fue mucho más clemente que el pueblo florentino que, para evitar ser tachado de cruel, dejó destruir a Pistoya.

Por lo tanto, un príncipe no debe preocuparse porque lo acusen de cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el mantener unidos y fieles a los súbditos; porque con pocos castigos ejemplares será más clemente que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar los desórdenes, causa de matanzas y saqueos que perjudican a toda una población, mientras que las medidas extremas adoptadas por el príncipe sólo van en contra de uno. Y es sobre todo un príncipe nuevo el que no debe evitar los actos de crueldad, pues toda nueva dominación trae consigo infinidad de peligros.

Sin embargo, debe ser cauto en el creer y el obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo vuelva imprudente, y una desconfianza exagerada, intolerable.

Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la generalidad de los hombres se puede decir esto:

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que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro. Mientras les haces bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, pues —como antes expliqué— ninguna necesidad tienes de ello; pero cuando la necesidad se presenta, se rebelan.

Y el príncipe que ha descansado por entero en su palabra va a la ruina, por no haber tomado otras providencias; porque las amistades que se adquieren con el dinero y no con la altura y nobleza de alma son amistades merecidas, pero de las cuales no se dispone, y llegada la oportunidad no se las puede utilizar.

Y los hombres tienen menos cuidado en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo y no se lo pierde nunca. No obstante lo cual, el príncipe debe hacerse temer de modo que, si no se granjea el amor, evite el odio, pues no es imposible ser a la vez temido y no odiado; y para ello bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes y de las mujeres de sus ciudadanos y súbditos, y que no proceda contra la vida de alguien sino cuando hay justificación conveniente y motivo manifiesto; pero sobre todo abstenerse de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio. Luego, nunca faltan excusas para despojar a los demás de sus bienes, y el que empieza a vivir de la rapiña siempre encuentra pretextos para apoderarse de lo ajeno, y por el contrario, para quitar la vida, son más raros y desaparecen con más rapidez.

Pero cuando el príncipe está al frente de sus ejércitos y tiene que gobernar a miles de soldados, es absolutamente necesario que no se preocupe si merece fama de cruel, porque sin esta fama jamás podrá tenerse ejército alguno unido y dispuesto a la lucha.

Entre las infinitas cosas admirables de Aníbal se cita la de que, aunque contaba con un ejército grandísimo, formado por hombres de todas las razas a los que llevó a combatir en tierras extranjeras, jamás surgió discordia alguna entre ellos ni contra el príncipe, así en la mala como en la buena fortuna. Y esto no podía deberse sino a su crueldad inhumana que, unida a sus muchas otras virtudes, lo hacía venerable y terrible en el concepto de los soldados; que, sin aquella, todas las demás no le habrían bastado para ganarse este respeto. Los historiadores poco reflexivos admiran, por una parte, semejante orden, y por la otra, censuran su razón principal.

Que si es verdad o no que las demás virtudes no le habrían bastado puede verse en Escipión —hombre de condiciones poco comunes, no sólo dentro de su época, sino dentro de toda la historia de la humanidad— cuyos ejércitos se rebelaron en España.

Lo cual se produjo por culpa de su excesiva clemencia, que había dado a sus soldados más licencia de la que a la disciplina militar convenía. Falta que Fabio Máximo le reprochó en el Senado, llamándolo corruptor de la milicia romana. Los locrios, habiendo sido ultrajados por un enviado de Escipión, no fueron desagraviados por este ni la insolencia del primero fue castigada, naciendo todo de aquel su blando carácter.

Y a tal extremo, que alguien que lo quiso justificar ante el Senado dijo que pertenecía a la clase de hombres que saben mejor no equivocarse que enmendar las equivocaciones ajenas. Este carácter, con el tiempo habría acabado por empañar su fama y su honor, de haber llegado Escipión al mando absoluto; pero como estaba bajo las órdenes del Senado, no sólo quedó escondida esta mala cualidad suya, sino que se convirtió en su gloria.

Volviendo a la cuestión de ser amado o temido, concluyo que, como el amar depende de la voluntad de los hombres y el temer, de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno, pero como he dicho, tratando siempre de evitar el odio.

CAPÍTULO XVIIIDE QUÉ MANERA DEBEN LOS PRÍNCIPES CUMPLIR SUS PROMESAS

Nadie deja de comprender cuán digno de alabanza es el príncipe que cumple la palabra dada, que obra con rectitud y no con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por lo que sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas.

Digamos primero que hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La primera es distintiva del hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre. Esto es lo que los antiguos escritores enseñaron a los príncipes de un modo velado cuando dijeron que Aquiles y muchos otros de los príncipes antiguos fueron confiados al centauro Quirón para que los criara y educase. Lo cual significa que, como el preceptor es mitad bestia y mitad hombre, un príncipe debe saber

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emplear las cualidades de ambas naturalezas, y que una no puede durar mucho tiempo sin la otra.

De manera que, ya que se ve obligado a comportarse como bestia, conviene que el príncipe se transforma en zorro y en león, porque el león no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos. Los que sólo se sirven de las cualidades del león demuestran poca experiencia. Por lo tanto, un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer. Si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos. Nunca faltaron a un príncipe razones legitimas para disfrazar la inobservancia. Se podrían citar innumerables ejemplos modernos de tratados de paz y promesas vueltos inútiles por la infidelidad de los príncipes. Que el que mejor ha sabido ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay que saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular. Los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.

No quiero callar uno de los ejemplos contemporáneos. Alejandro VI nunca hizo ni pensó en otra cosa que en engañar a los hombres, y siempre halló oportunidad para hacerlo. Jamás hubo hombre que prometiese con tal desparpajo ni que hiciera tantos juramentos sin cumplir ninguno; y, sin embargo, los engaños siempre le salieron a pedir de boca, porque conocía bien esta parte del mundo.

No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes citadas, pero es indispensable que aparente poseerlas. Y hasta me atreveré a decir esto: que el tenerlas y practicarlas siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil. Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario. Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque, a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal.

Por todo esto un príncipe debe tener muchísimo cuidado de que no le brote nunca de los labios algo que no esté empapado de las cinco virtudes citadas, y de que, al verlo y oírlo, parezca la clemencia, la fe, la rectitud y la religión mismas, sobre todo esta última. Pues los hombres, en general, juzgan más con los ojos que con las manos, porque todos pueden ver, pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, mas pocos saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que se escuda detrás de la majestad del Estado. Y en las acciones de los hombres, y particularmente de los príncipes, donde no hay apelación posible, se atiende a los resultados. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar el Estado, que los medios siempre serán honorables y loados por todos; porque el vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito; y en el mundo sólo hay vulgo, ya que las minorías no cuentan sino cuando las mayorías no tienen donde apoyarse. Un príncipe de estos tiempos, a quien no es oportuno nombrar, jamás predica otra cosa que concordia y buena fe; y es enemigo acérrimo de ambas, ya que, si las hubiese observado, habría perdido más de una vez la fama y las tierras.

CAPÍTULO XIX

DE QUE MODO DEBE EVITARSE SER DESPRECIADO Y ODIADO

Como de entre las cualidades mencionadas ya hablé de las más importantes, quiero ahora, bajo este titulo general, referirme brevemente a las otras. Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. Y con respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe procurar que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad que nadie piense en engañarlo ni envolverlo con intrigas.

El príncipe que conquista semejante autoridad es siempre respetado, pues difícilmente se conspira contra quien, por ser respetado, tiene necesariamente ser bueno y querido por los suyos. Y un príncipe debe temer dos cosas: en el interior, que se le subleven los súbditos; en el exterior, que le ataquen las potencias extranjeras. De éstas se defenderá con buenas armas y buenas alianzas, y siempre tendrá buenas alianzas el que tenga buenas armas, así como siempre en el interior estarán seguras las cosas

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cuando lo estén en el exterior, a menos que no hubiesen sido previamente perturbadas por una conspiración. Y aun cuando los enemigos de afuera amenazasen, si ha vivido como he aconsejado sin perder la presencia de espíritu, resistirá todos los ataques, como he aconsejado que hizo el espartano Nabis. En lo que se refiere a los súbditos, y a pesar de que no exista amenaza extranjera alguna, ha de cuidar que no conspiren secretamente; pero de este peligro puede asegurarse evitando que lo odien o lo desprecien y, como ya antes he repetido, empeñándose por todos los medios en tener satisfecho al pueblo. Porque el no ser odiado por el pueblo es uno de los remedios más eficaces de que dispone un príncipe contra las conjuraciones. El conspirador siempre cree que el pueblo quedará contento con la muerte del príncipe, y jamás, si sospecha que se producirá el efecto contrario, se decide a tomar semejante partido, pues son infinitos los peligros que corre el que conspira. La experiencia nos demuestra que hubo muchísimas conspiraciones y que muy pocas tuvieron éxito. Porque el que conspira no puede obrar solo ni buscar la complicidad de los que no cree descontentos; y no hay descontento que no se regocije en cuanto le hayas confesado tus propósitos, porque de la revelación de tu secreto puede esperar toda clase de beneficios; es preciso que, sea muy amigo tuyo o enconado enemigo del príncipe para que, al hallar en una parte ganancias seguras y en la otra dudosas y llenas de peligro, te sea, leal. Y para reducir el problema a, sus últimos términos, declaro que de parte del conspirador sólo hay recelos, sospechas y temor al castigo, mientras que el príncipe cuenta con la majestad del príncipado, con las leyes y con la ayuda de los amigos, de tal manera que, si se ha granjeado la simpatía popular, es imposible que haya alguien que sea tan temerario como para conspirar. Pues si un conspirador está por lo común rodeado de peligros antes de consumar el hecho, lo estará aún más después de ejecutarlo, porque no encontrará amparo en ninguna parte.

[...]

Llego, pues, a la conclusión de que un príncipe, cuando es apreciado por el pueblo, debe cuidarse muy poco de las conspiraciones; pero que debe temer todo y a todos cuando lo tienen por enemigo y es aborrecido por él. Los Estados bien organizados y los príncipes sabios siempre han procurado no exasperar a los nobles y, a la vez, tener satisfecho y contento al pueblo. Es éste uno de los puntos a que más debe atender un príncipe.

[...]

CAPÍTULO XXICÓMO DEBE COMPORTARSE UN PRÍNCIPE PARA SER ESTIMADO

Nada hace tan estimable a un príncipe como las grandes empresas y el ejemplo de raras virtudes. Prueba de ello es Fernando de Aragón, actual rey de España, a quien casi puede llamarse príncipe nuevo, pues de rey sin importancia se ha convertido en el primer monarca de la cristiandad. Sus obras, como puede comprobarlo quien las examine, han sido todas grandes, y algunas extraordinarias. En los comienzos de su reinado tomó por asalto a Granada, punto de partida de sus conquistas. Hizo la guerra cuando estaba en paz con los vecinos, y, sabiendo que nadie se opondría, distrajo con ella la atención de los nobles de Castilla, que, pensando en esa guerra, no pensaban en cambios políticos, y por este medio adquirió autoridad y reputación sobre ellos y sin que ellos se diesen cuenta. Con dinero del pueblo y de la Iglesia pudo mantener sus ejércitos, a los que templó en aquella larga guerra y que tanto lo honraron después. Más tarde, para poder iniciar empresas de mayor envergadura, se entregó, sirviéndose siempre de la iglesia, a una piadosa persecución y despojó y expulsó de su reino a los marranos. No puede haber ejemplo más admirable y maravilloso. Con el mismo pretexto invadió el África, llevó a cabo la campaña de Italia y últimamente atacó a Francia, porque siempre meditó y realizó hazañas extraordinarias que provocaron el constante estupor de los súbditos y mantuvieron su pensamiento ocupado por entero en el éxito de sus aventuras. Y estas acciones suyas nacieron de tal modo una tras otra que no dio tiempo a los hombres para poder preparar con tranquilidad algo en su perjuicio.

También concurre en beneficio del príncipe el hallar medidas sorprendentes en lo que se refiere a la administración, como se cuenta que las hallaba Bernabó de Milán. Y cuando cualquier súbdito hace algo notable, bueno o malo, en la vida civil, hay que descubrir un modo de recompensarlo o castigarlo que dé amplio tema de conversación a la gente. Y, por encima de todo, el príncipe debe ingeniarse por parecer grande e ilustre en cada uno de sus actos.

[...]

El príncipe también se mostrará amante de la virtud y honrará a los que se distingan en las artes. Asimismo, dará seguridades a los ciudadanos para que puedan dedicarse tranquilamente a sus profesiones, al comercio, a la agricultura y a cualquier otra actividad; y que unos no se abstengan de embellecer sus posesiones por temor a que se las quiten, y otros de abrir una tienda por miedo a los impuestos. Lejos de esto, instituirá premios para recompensar a quienes lo hagan y a quienes traten, por cualquier medio, de

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engrandecer la ciudad o el Estado.

Todas las ciudades están divididas en gremios o corporaciones a las cuales conviene que el príncipe conceda su atención. Reúnase de vez en vez con ellos y dé pruebas de sencillez y generosidad, sin olvidarse, no obstante, de la dignidad que inviste, que no debe faltarle en, ninguna ocasión.

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EL ORIGEN DEL ESTADO

En este trabajo voy a exponer el origen del estado según las investigaciones antropológicas de Marvin Harris tal y como son expuestas en su obra de divulgación “Nuestra especie”.

Según Hobbes el hombre tiene un natural anhelo de poder y de depredación sobre sus semejantes; “el hombre” diría “es un lobo para el hombre”. En este estado primitivo sin ley ni orden el ser humano vivía en una guerra de todos contra todos una vida sórdida, salvaje y temerosa. La naturaleza humana hace imprescindible la ley y el orden encarnados en la autoridad ya sea de un rey, de un jefe o de un sacerdote. Pero Harris se pregunta si este análisis del autor inglés es real.

Estudiando los restos fósiles de nuestros antepasados y las tribus actuales que aún pervivían en el siglo XX con un modo de vida similar a los primeros hombres Harris concluye que nuestros antecesores vivieron durante aproximadamente 30.000 años sin necesidad de reyes, presidentes, congresos, policías, jueces, furgones policiales, cárceles ni sillas eléctricas. Pero entonces ¿cómo podían vivir nuestros antepasados?

La respuesta son las poblaciones de tamaño reducido. En un grupo de entre 50 y 150 personas todo el mundo se conocía íntimamente y los lazos de intercambio recíproco vinculaban a la gente. Como el azar intervenía de modo muy importante en la caza de animales y la recolección de alimentos los individuos que hoy tenían comida en abundancia mañana podrían estar sin nada por lo que la única forma de asegurarse un sustento más o menos constante era ser generoso. Estas sociedades basaban su economía en un intercambio recíproco de bienes y servicios.

Esta generosidad es aún frecuente en las sociedades estatales actuales en donde los individuos de un grupo de parientes cercanos y amigos dan y toman favores y bienes sin mucha ceremonia en un espíritu de generosidad recíproca. En las sociedades primitivas en donde se dan este sistema de reciprocidad de bienes y servicios la etiqueta exige incluso que la generosidad se dé por sentada. Por ejemplo entre los semais de Malasia central, según un estudio de campo de Robert Dentan, es una falta de tacto dar las gracias por la carne recibida de otro cazador. Dentan explica que dar las gracias por la carne recibida es síntoma de poseer un carácter mezquino del tipo de persona que calcula lo que da y lo que recibe y que incluso no esperaba del donante tanta generosidad. Mucho peor es llamar la atención sobre la generosidad propia que equivaldría para esta tribu indicar que los otros están en deuda con el donante y que este espera resarcimiento. A los pueblos que tienen el intercambio espontáneo de bienes como medio

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de economía les repugna dar a entender que han sido tratados con generosidad.

Hobbes creía que el origen de la guerra de todos contra todos y de las desigualdades fue la propiedad privada. Cuando un individuo o tribu se apropió de un trozo de terreno, río o costa y la defendió contra los extraños empezaron a surgir las desigualdades entre los hombres, unos poseían y otros no. Pero de lo que no se dio cuenta Hobbes fue que en las sociedades preestatales redundaba en interés de todos mantener el acceso abierto a los recursos naturales ya que los bienes adquiridos en el uso de esos recursos por cualquier miembro de la tribu es redistribuido entre todos los miembros de la misma. Por otro lado, podemos imaginar el caso en el que un miembro de una tribu que tiene un sistema de intercambio basado en la reciprocidad se levanta un día y proclama algo así que a partir de ese momento todo el territorio que rodea al campamento le pertenece a él y que quien quiera cazar en ese territorio tendrá que pedirle permiso y darle un pedazo de lo cazado a él. Lo más probable es que el resto de la tribu lo tome por loco y lo ignore o que sencillamente se mude a unos kilómetros más allá y deje al nuevo déspota con su imperio solitario para él solo.

De todos modos en estas sociedades del nivel de bandas y aldeas puede existir algún tipo de autoridad política encarnada por unos individuos denominados “cabecillas” pero que no tienen poder para obligar a otros a obedecer sus órdenes. Como un cabecilla carece de medios físicos para obligar a nadie a que le obedezca ni para castigar a los que les desobedecen el cabecilla que desee mantener su puesto dará pocas órdenes. Entre los esquimales un grupo de caza seguirá las opiniones del cazador más afamado pero en otros asuntos la opinión de este cazador tendrá la misma validez que la de cualquier otro miembro de la tribu. Entre los !kung cada grupo tiene sus “líderes” reconocidos por la mayoría que son escuchados con mayor interés o deferencia pero no poseen ninguna autoridad explícita y sólo pueden ganarse la voluntad de los otros miembros de la tribu por persuasión.

Mientras imperaba el intercambio recíproco ningún individuo o grupo podía controlar eficientemente ningún territorio; esta ausencia de posesiones particulares significa que las antiguas bandas vivían en una especie de comunismo. Esto no quiere decir que no existiese la propiedad privada en la forma de adornos, armas, herramientas o cosas por el estilo pero es poco probable que alguien mostrase deseo de las propiedades de otros ni existiese el robo por que si era suficiente con pedirlo en nombre de los vínculos de intercambio recíproco ¿para qué robarlo? Además en unas sociedades tan pequeñas era improbable que alguien pudiese robar algo y hacer un uso público de ello sin que su dueño legítimo se percatase.

Lo que es indudable es que en estas sociedades organizadas en bandas, como en cualquier otra sociedad, debían existir individuos que

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sistemáticamente utilizasen la sociedad en propio provecho sin aportar nada. Sin embargo, en sociedades tan pequeñas no es necesario un sistema penal para castigar este tipo de comportamientos, basta la lógica exclusión social que generaría este tipo de conductas sobre los aprovechados para que estos se lo pensasen dos veces antes de actuar así.

Pero la reciprocidad no era el único modo de intercambio en los pueblos igualitarios primitivos, existía también la redistribución. La redistribución es cuando las gentes entregaban alimentos u otros objetos de valor a una figura respetada como un cabecilla para que este, una vez juntadas, las dividiese equitativamente en porciones y las redistribuyese entre la tribu. Esta forma de intercambio está asociada a las grandes cosechas o cacerías estacionales que hacían imposible una reciprocidad útil.

Los cabecillas-redistribuidores trabajaban igual de duro o más que los otros miembros de la tribu en la caza o recolección; por lo tanto, en un primer momento la redistribución no impedía la política igualitaria asociada a estas tribus. Sin embargo, en algún momento estos cabecillas-redistribuidores fueron reconocidos por su capacidad para organizar festines más y más suntuoso realizando proyectos de caza mayores o de recolección intensiva. La compensación que recibían los redistribuidores era la mera admiración de sus congéneres por su capacidad organizativa. El prestigio era el único pago que recibía el redistribuidor.

“Douglas Oliver realizó un estudio antropológico clásico sobre el gran hombre entre los siuais, un pueblo del nivel de aldea que vive en la isla de Boungainville, una de las islas de Salomón, situadas en el Pacífico Sur. En el idioma siuai el gran hombre se denomina mumi. La mayor aspiración de todo muchacho siuai era convertirse en mumi. Empezaba casándose, trabajando muy duramente y limitando su consumo de carne y nueces de coco. Su esposa y sus padres, impresionados por la seriedad de sus intenciones, se comprometían a ayudarle en la preparación de su primer festín. El círculo de sus partidarios se iba ampliando rápidamente, y el aspirante a mumi empezaba a construir un local donde sus seguidores de sexo masculino pudieran entretener sus ratos de ocio y donde pudiera recibir y agasajar a los invitados. Luego daba una fiesta de inaguración del club y, si ésta constituía un éxito, crecía el círculo de personas dispuestas a colaborar con él y se empezaba a hablar de él como un mumi. La organización de festivales cada vez más aparatosos significaba que crecían las exigencias impuestas por el mumi a sus partidarios. Éstos, aunque se quejaban de lo duro que les hacía trabajar, le seguían siendo fieles mientras continuara manteniendo o acrecentando su renombre como “gran abastecedor”.

Por último, llegaba el momento en que el nuevo mumi debía desafiar a los más veteranos. Para ello organizaba un festín, el

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denominado muminai, en el que ambas partes llevaban un registro de los cerdos, las tortas de coco los dulces de sagú y almendra ofrecidos por cada mumi y sus seguidores al mumi invitado y a los seguidores de éste. Si en un plazo de un año los invitados no podían corresponder con un festín tan espléndido como el de sus retadores, su mumi sufría una gran humillación social y perdía de inmediato su calidad de mumi.”

Marvin Harris; Nuestra Especie.

La característica que marca más claramente la diferencia entre la reciprocidad y la redistribución es la jactancia con la que el cabecilla se atribuye los méritos de su liderazgo en el sistema redistributivo; esta jactancia está en la antípoda de la modestia y la generosidad sobreentendida de las sociedades de economía fundadas en la reciprocidad.

Ahora bien, la redistribución no puede darse en cualquier ecosistema; hacer trabajar a la gente más duro para organizar grandes festines en un área de caza y recolección tiene todas las papeletas para provocar una inmediata hambruna por agotamiento de recursos naturales. Los grandes redistribuidores que posteriormente evolucionaron en las figuras de autoridad actuales sólo podían nacer en entornos en donde la sobreexplotación de los recursos no conllevase su agotamiento; las zonas agrícolas son óptimas para esto ya que basta con fertilizar más el suelo, perfeccionar los regadíos o roturar más zonas agrícolas para aumentar la producción sin que esto implique el agotamiento de los recursos. Según Harris “cuanto más intensificable sea la base agraria de un sistema redistributivo, tanto mayor es su potencial para dar origen a divisiones marcadas de rango, riqueza y poder”.

Paulatinamente la estratificación social ganaba impulso sobretodo debido a la posibilidad de almacenar los excedentes de los alimentos producidos para los grandes festines. Cuanto más concentrado estuviese el cultivo y menos perecedera fuera la cosecha tanto más crecen las posibilidades de los redistribuidores de adquirir poder sobre el pueblo. En tiempos de escasez la gente acudía a los redistribuidores para ser abastecidas, estos, a su vez, solicitaban a los que venían a pedir ayuda algo a cambio. Así finalmente el redistribuidor no tenía necesidad de trabajar en el campo o en la caza sino que la mera gestión de los excedentes le resultaba suficiente para mantener su estatus de gran hombre. El pueblo veía en él a un protector que además poseía una situación económica envidiable, el sistema de redistribución se había transformado en una jefatura.

Aún en esta situación el jefe no tenía más que un poder económico sobre los que estaban a su alrededor pero no tenía capacidad de obligar a nadie violentamente a que obedeciese sus órdenes. Si no hubiese sido por la guerra y el uso de la violencia la

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jefatura hubiese sido una mala semilla que no hubiera llegado a germinar.

Cuando los dominios no eran muy grandes los jefes no podían recurrir a la fuerza directa contra los desobedientes ya que en el nivel de bandas o aldeas prácticamente todos los hombres poseían armas y la habilidad necesaria para utilizarlas. Fue cuando el jefe adquirió un control sobre territorios más extensos y dispuso de recursos almacenados más copiosos cuando pudo crear un grupo afín, la primera “clase noble”, mediante regalos y favores que sí podía ejercer una violencia más organizada contra los díscolos. Este grupo afín era tanto la policía como el ejército del jefe y podía amenazar a aquellos campesinos que se negaran a prestar su trabajo personal para obras públicas o no donasen las cuotas prescritas al jefe.

Además de la violencia la aceptación voluntaria también pudo jugar un papel importante en el afianzamiento del jefe en el poder. Los miembros del pueblo llano podían aceptar el poder del jefe como un medio para aglutinar fuerzas en guerras o en obras públicas o para sentirse protegidos frente a las amenazas. Muchos de los miembros del pueblo supeditado al jefe temería más a otros riesgos que el propio poder del jefe y de su séquito.

Ya sea mediante la violencia o por aceptación voluntaria muchas jefaturas sintieron la llamada de convertirse en Estados pero pocas lo consiguieron. Las gentes que se sentían explotadas por sus jefes prefirieron huir a otros territorios vírgenes; en algunas ocasiones, también, se rebelarían contra sus jefes volviendo a formas de distribución igualitarias... Ahora veremos por qué algunas triunfaron donde otras fracasaron.

Dos fueron los elementos que debieron concurrir para que la jefatura pudiese llegar a transformarse en Estado. La primera es que la población estuviese “circunscrita” a un territorio determinado, esto es que por falta de terreno los súbditos del jefe no pudieran marchar a otras tierras cuando se cansasen de cumplir órdenes, reclutamientos, pagar impuestos, etc.

El segundo elemento estaba relacionado con la naturaleza de los alimentos que estaban guardados en el almacén del jefe. Un jefe con un almacén lleno de tubérculos perecederos como el ñame o la batata ejercía un poder mucho menor que el jefe con un almacén de trigo o arroz que podía conservarse hasta la próxima cosecha sin problemas. Las jefaturas no circunscritas o que dependían de productos perecederos corrían el continuo peligro de desintegrarse como consecuencia de un éxodo masivo o una revuelta de plebeyos desafectos.

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“Las Hawai de los tiempos que precedieron la llegada de los europeos nos proporcionan el ejemplo de una sociedad que se desarrolló hasta alcanzar el umbral del reino, aunque sin llegar nunca a franquearlo realmente. Todas las islas del archipiélago hawaiano estuvieron deshabitadas hasta que los navegantes polinesios arribaron a ellas cruzando los mares en canoas durante el primer milenio de nuestra era. Estos primeros pobladores probablemente procedían de las islas Marquesas, situadas a unos 3.200 kilómetros al sureste. De ser así, es muy posible que estuvieran familiarizados con el sistema de organización social del gran hombre o la jefatura igualitaria. Mil años más tarde, cuando los observaron los primeros europeos que entraron en contacto con ellos, los hawaianos vivían en sociedades sumamente estratificadas que presentaban todas las características del Estado, salvo que la rebelión y la usurpación estaban tan a la orden del día como la guerra contra el enemigo del exterior. La población de estos Estados o protoestados variaba entre 10.000 y 100.000 habitantes. Cada uno de ellos estaba dividido en varios distritos y cada distrito se componía, a su vez, de varias comunidades de aldeas. En la cumbre de la jerarquía política había un rey o aspirante al trono llamado ali'á nui: Los jefes supremos, llamados ali'á nuá gobernaban distritos y sus agentes, jefes menores llamados konohiki, estaban a cargo de las comunidades locales. La mayor parte de la población, es decir, las gentes dedicadas a la pesca, agricultura y artesanía, pertenecía al común.

Algo antes de que llegaran los primeros europeos, el sistema redistributivo hawaiano pasó el Rubicón que separa la donación desigual de regalos de la pura y simple tributación. El común se veía despojado de alimentos y productos artesanos, que pasaban a manos de los jefes de distrito y los alá'á nuá. Los konohiki estaban encargados de velar por que cada aldea produjera lo suficiente para satisfacer al jefe de distrito, que, a su vez, tenía que satisfacer al ali' inui. Los ali'inui y los jefes de distrito usaban los alimentos y productos artesanales que circulaban por su red de redistribución para alimentar y mantener séquitos de sacerdotes y guerreros. Estos productos llegaban al común en cantidades escasísimas, salvo en tiempo de sequía y hambruna en que las aldeas más industriosas y leales podían esperar verse favorecidas con los víveres de reserva que distribuían los ali'inui y los jefes de distrito. Como dijo David Malo, un jefe hawaiano que vivió en el siglo pasado, los almacenes de los ali'i nui estaban pensados para tener contenta a la gente y asegurar su lealtad: “Así como la rata no abandonará la despensa, la gente no abandonará al rey mientras crea en la existencia de la comida en su almacén”.

¿Cómo llegó a formarse este sistema? Las pruebas arqueológicas muestran que, a medida que crecía la población, los asentamientos se fueron extendiendo de una isla a otra. Durante casi un milenio las principales zonas pobladas se hallaban cerca del litoral, cuyos recursos marinos podían aportar un suplemento al ñame, la batata y el taro plantados en los terrenos más fértiles. Por último, en el siglo xv, los asentamientos empezaron a extenderse tierra adentro, hacia ecozonas

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más elevadas, donde predominaban los terrenos pobres y escaseaban las lluvias. A medida que seguía aumentando la población se talaron o quemaron los bosques del interior y extensas zonas se perdieron por la erosión o se convirtieron en pastos. Atrapados entre el mar, por un lado, y las laderas peladas, por otro, la población ya no tenía escapatoria de los jefes que querían ser reyes. Había llegado la circunscripción. La tradición oral y las leyendas cuentan el resto de la historia. A partir del año 1600 varios distritos sostuvieron entre sí incesantes guerras como consecuencia de las cuales determinados jefes llegaron a controlar todas las islas durante un cierto tiempo. Si bien estos ali' inui tenían un gran poder sobre el común, su relación con los jefes supremos, sacerdotes y guerreros era muy inestable, como ya se ha dicho con anterioridad. Las facciones disidentes fomentaban rebeliones o trababan guerras, destruyendo la frágil unidad política hasta que una nueva coalición de aspirantes a reyes instauraban una nueva configuración de alianzas igual de inestables. Ésta era más o menos la situación cuando el capitán James Cook entró en el puerto de Waimea en 1778 e inició la venta de armas de fuego a los jefes hawaianos. El ali' inui Kamehameha I obtuvo el monopolio de la compra de estas nuevas armas y las utilizó de inmediato contra sus rivales, que blandían lanzas. Tras derrotarlos de una vez por todas, en 1810 se erigió en el primer rey de todo el archipiélago hawaiano.

Cabe preguntarse si los hawaianos hubieran llegado a crear una sociedad de nivel estatal si hubieran permanecido aislados. Yo lo dudo. Tenían agricultura, grandes excedentes agrícolas, redes distributivas complejas y muy jerarquizadas, tributación, cuotas de trabajo, densas poblaciones circunscritas y guerras externas. Pero les faltaba algo: un cultivo cuyo fruto pudiera almacenarse de un año a otro. El ñame, la batata y el taro son alimentos ricos en calorías pero perecederos. Sólo se podían almacenar durante unos meses, de manera que no se podía contar con los almacenes de los jefes para alimentar a gran número de seguidores en tiempos de escasez como consecuencia de sequías o por los estragos causados por las guerras ininterrumpidas. En términos de David Malo, la despensa estaba vacía con demasiada frecuencia como para que los jefes pudieran convertirse en reyes.”

Marvin Harris; Nuestra especie.

Según los restos arqueológicos fue en el Próximo Oriente entre los años 3.500 y 3.200 a.C donde la jefatura pasó a convertirse en Estado. La razón de ello probablemente sea que esa región estaba mejor dotada de plantas de cultivo gramíneas fáciles de conservar y una rica fauna vacuna, ovina, porcina y caprina fácilmente domesticable lo que propició el abandono de la vida nómada en favor de una vida sedentaria. Una vez abandonada la vida sedentaria y habiéndose asentado en zonas de cultivo los sumerios de Próximo Oriente se vieron imposibilitados de huir a otras zonas cuando los jefes aspirantes a tiranos empezaron a ejercer presión para exigirles más impuestos y mano de obra para obras públicas. ¿Cómo iban a llevarse consigo sus

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acequias, sus campos irrigados, sus árboles frutales y sus huertos en los que habían invertido su tiempo generaciones de antecesores?

Una vez instaurado el Estado, era fácil que se extendiese por doquier haciendo frente a las jefaturas de su entorno. Mientras que las jefaturas cuando ganaban una batalla sólo podían aniquilar a su enemigo el incipiente Estado sí tenía la capacidad de someter a las tierras que conquistaba por lo que cada guerra ganada acrecentaba su poder exponencialmente, cosa imposible para la frágil estructura de la jefatura...

“Durante el reinado de Sargón I, en 2.350 antes de Cristo, uno de estos Estados conquistó toda Mesopotamia, incluida Sumer, así como territorios que se extendían desde el Éufrates hasta el Mediterráneo. Durante los 4.300 años siguientes se sucedieron los imperios: babilonio, asirio, hicso, egipcio, persa, griego, romano, árabe, otomano y británico. Nuestra especie había creado y montado una bestia salvaje que devoraba continentes. ¿Seremos alguna vez capaces de domar esta creación del hombre de la misma manera que domamos las ovejas y las cabras de la naturaleza?”

Marvin Harris; Nuestra especie.

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El control de los medios de comunicación. Noam Chomsky

El control de los medios de comunicación

El papel de los medios de comunicación en la política contemporánea nos obliga a preguntar por el tipo de mundo y de sociedad en los que queremos vivir, y qué modelo de democracia queremos para esta sociedad. Permítaseme empezar contraponiendo dos conceptos distintos de democracia. Uno es el que nos lleva a afirmar que en una sociedad democrática, por un lado, la gente tiene a su alcance los recursos para participar de manera significativa en la gestión de sus asuntos particulares, y, por otro, los medios de información son libres e imparciales. Si se busca la palabra democracia en el diccionario se encuentra una definición bastante parecida a lo que acabo de formular.

Una idea alternativa de democracia es la de que no debe permitirse que la gente se haga cargo de sus propios asuntos, a la vez que los medios de información deben estar fuerte y rígidamente controlados. Quizás esto suene como una concepción anticuada de democracia, pero es importante entender que, en todo caso, es la idea predominante. De hecho lo ha sido durante mucho tiempo, no sólo en la práctica sino incluso en el plano teórico. No olvidemos además que tenemos una larga historia, que se remonta a las revoluciones democráticas modernas de la Inglaterra del siglo XVII, que en su mayor parte expresa este punto de vista. En cualquier caso voy a ceñirme simplemente al período moderno y acerca de la forma en que se desarrolla la noción de democracia, y sobre el modo y el porqué el problema de los medios de comunicación y la desinformación se ubican en este contexto.

Primeros apuntes históricos de la propaganda

Empecemos con la primera operación moderna de propaganda llevada a cabo por un gobierno. Ocurrió bajo el mandato de Woodrow Wilson. Este fue elegido presidente en 1916 como líder de la plataforma electoral Paz sin victoria, cuando se cruzaba el ecuador de la Primera Guerra Mundial. La población era muy pacifista y no veía ninguna razón para involucrarse en una guerra europea; sin embargo, la administración Wilson había decidido que el país tomaría parte en el conflicto. Había por tanto que hacer algo para inducir en la sociedad la idea de la obligación de participar en la guerra. Y se creó una comisión de propaganda gubernamental, conocida con el nombre de Comisión Creel, que, en seis meses, logró convertir una población pacífica en otra histérica y belicista que quería ir a la guerra y destruir todo lo que oliera a alemán, despedazar a todos los alemanes, y salvar así al mundo. Se alcanzó un éxito extraordinario que conduciría a otro mayor todavía: precisamente en aquella época y después de la guerra se utilizaron las mismas técnicas para avivar lo que se conocía como Miedo rojo. Ello permitió la destrucción de sindicatos y la eliminación de problemas tan peligrosos como la libertad de prensa o de pensamiento político. El poder financiero y empresarial y los medios de comunicación fomentaron y prestaron un gran apoyo a esta operación, de la que, a su vez, obtuvieron todo tipo de provechos.

Entre los que participaron activa y entusiásticamente en la guerra de Wilson estaban los intelectuales progresistas, gente del círculo de John Dewey Estos se mostraban muy orgullosos, como se deduce al leer sus escritos de la época, por haber demostrado que lo que ellos llamaban los miembros más inteligentes de la comunidad, es decir, ellos mismos, eran capaces de convencer a una población reticente de que había que ir a una guerra mediante el sistema de aterrorizarla y suscitar en ella un fanatismo patriotero. Los medios utilizados fueron muy amplios. Por ejemplo, se fabricaron montones de atrocidades supuestamente cometidas por los alemanes, en las que se incluían niños belgas con los miembros arrancados y todo tipo de cosas horribles que todavía se pueden leer en los libros de historia, buena parte de lo cual fue inventado por el Ministerio británico de propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel momento —tal como queda reflejado en sus deliberaciones secretas— era el de dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo. Pero la cuestión clave era la de controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes de la sociedad americana, quienes, a su vez, diseminarían la propaganda que estaba siendo elaborada y llevarían al pacífico país a la histeria propia de los tiempos de guerra. Y funcionó muy bien, al tiempo que nos enseñaba algo importante: cuando la propaganda que dimana del estado recibe el apoyo de las clases de un nivel cultural elevado y no se permite ninguna desviación en su contenido, el efecto puede ser enorme. Fue una lección que ya había aprendido Hitler y muchos otros, y cuya influencia ha llegado a nuestros días.

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La democracia del espectador

Otro grupo que quedó directamente marcado por estos éxitos fue el formado por teóricos liberales y figuras destacadas de los medios de comunicación, como Walter Lippmann, que era el decano de los periodistas americanos, un importante analista político —tanto de asuntos domésticos como internacionales— así como un extraordinario teórico de la democracia liberal. Si se echa un vistazo a sus ensayos, se observará que están subtitulados con algo así como Una teoría progresista sobre el pensamiento democrático liberal. Lippmann estuvo vinculado a estas comisiones de propaganda y admitió los logros alcanzados, al tiempo que sostenía que lo que él llamaba revolución en el arte de la democracia podía utilizarse para fabricar consenso, es decir, para producir en la población, mediante las nuevas técnicas de propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado. También pensaba que ello era no solo una buena idea sino también necesaria, debido a que, tal como él mismo afirmó, los intereses comunes esquivan totalmente a la opinión pública y solo una clase especializada de hombres responsables lo bastante inteligentes puede comprenderlos y resolver los problemas que de ellos se derivan. Esta teoría sostiene que solo una élite reducida —la comunidad intelectual de que hablaban los seguidores de Dewey— puede entender cuáles son aquellos intereses comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así como el hecho de que estas cosas escapan a la gente en general. En realidad, este enfoque se remonta a cientos de años atrás, es también un planteamiento típicamente leninista, de modo que existe una gran semejanza con la idea de que una vanguardia de intelectuales revolucionarios toma el poder mediante revoluciones populares que les proporcionan la fuerza necesaria para ello, para conducir después a las masas estúpidas a un futuro en el que estas son demasiado ineptas e incompetentes para imaginar y prever nada por sí mismas. Es así que la teoría democrática liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca en sus supuestos ideológicos. En mi opinión, esta es una de las razones por las que los individuos, a lo largo del tiempo, han observado que era realmente fácil pasar de una posición a otra sin experimentar ninguna sensación específica de cambio. Solo es cuestión de ver dónde está el poder. Es posible que haya una revolución popular que nos lleve a todos a asumir el poder del Estado; o quizás no la haya, en cuyo caso simplemente apoyaremos a los que detentan el poder real: la comunidad de las finanzas. Pero estaremos haciendo lo mismo: conducir a las masas estúpidas hacia un mundo en el que van a ser incapaces de comprender nada por sí mismas.

Lippmann respaldó todo esto con una teoría bastante elaborada sobre la democracia progresiva, según la cual en una democracia con un funcionamiento adecuado hay distintas clases de ciudadanos. En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún papel activo en cuestiones generales relativas al gobierno y la administración. Es la clase especializada, formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y dirigen los procesos que se dan en los sistemas ideológicos, económicos y políticos, y que constituyen, asimismo, un porcentaje pequeño de la población total. Por supuesto, todo aquel que ponga en circulación las ideas citadas es parte de este grupo selecto, en el cual se habla primordialmente acerca de qué hacer con aquellos otros, quienes, fuera del grupo pequeño y siendo la mayoría de la población, constituyen lo que Lippmann llamaba el rebaño desconcertado: hemos de protegemos de este rebaño desconcertado cuando brama y pisotea. Así pues, en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la clase especializada, los hombres responsables, ejercen la función ejecutiva, lo que significa que piensan, entienden y planifican los intereses comunes; por otro, el rebaño desconcertado también con una función en la democracia, que, según Lippmann, consiste en ser espectadores en vez de miembros participantes de forma activa. Pero, dado que estamos hablando de una democracia, estos últimos llevan a término algo más que una función: de vez en cuando gozan del favor de liberarse de ciertas cargas en la persona de algún miembro de la clase especializada; en otras palabras, se les permite decir queremos que seas nuestro líder, o, mejor, queremos que tú seas nuestro líder, y todo ello porque estamos en una democracia y no en un estado totalitario. Pero una vez se han liberado de su carga y traspasado esta a algún miembro de la clase especializada, se espera de ellos que se apoltronen y se conviertan en espectadores de la acción, no en participantes. Esto es lo que ocurre en una democracia que funciona como Dios manda.

Y la verdad es que hay una lógica detrás de todo eso. Hay incluso un principio moral del todo convincente: la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas. Si los individuos trataran de participar en la gestión de los asuntos que les afectan o interesan, lo único que harían sería solo provocar líos, por lo que resultaría impropio e inmoral permitir que lo hicieran. Hay que domesticar al rebaño desconcertado, y no dejarle que brame y pisotee y destruya las cosas, lo cual viene a encerrar la misma lógica que dice que sería incorrecto dejar que un niño de tres años cruzara solo la calle. No damos a los niños de tres años este tipo de libertad porque partimos de la base de que no saben cómo utilizarla. Por lo mismo, no se da ninguna facilidad para que los individuos del rebaño desconcertado participen en la acción; solo causarían problemas.

Por ello, necesitamos algo que sirva para domesticar al rebaño perplejo; algo que viene a ser la nueva revolución en el arte de la democracia: la fabricación del consenso. Los medios de comunicación, las

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escuelas y la cultura popular tienen que estar divididos. La clase política y los responsables de tomar decisiones tienen que brindar algún sentido tolerable de realidad, aunque también tengan que inculcar las opiniones adecuadas. Aquí la premisa no declarada de forma explícita —e incluso los hombres responsables tienen que darse cuenta de esto ellos solos— tiene que ver con la cuestión de cómo se llega a obtener la autoridad para tomar decisiones. Por supuesto, la forma de obtenerla es sirviendo a la gente que tiene el poder real, que no es otra que los dueños de la sociedad, es decir, un grupo bastante reducido. Si los miembros de la clase especializada pueden venir y decir Puedo ser útil a sus intereses, entonces pasan a formar parte del grupo ejecutivo. Y hay que quedarse callado y portarse bien, lo que significa que han de hacer lo posible para que penetren en ellos las creencias y doctrinas que servirán a los intereses de los dueños de la sociedad, de modo que, a menos que puedan ejercer con maestría esta autoformación, no formarán parte de la clase especializada. Así, tenemos un sistema educacional, de carácter privado, dirigido a los hombres responsables, a la clase especializada, que han de ser adoctrinados en profundidad acerca de los valores e intereses del poder real, y del nexo corporativo que este mantiene con el Estado y lo que ello representa. Si pueden conseguirlo, podrán pasar a formar parte de la clase especializada. Al resto del rebaño desconcertado básicamente habrá que distraerlo y hacer que dirija su atención a cualquier otra cosa. Que nadie se meta en líos. Habrá que asegurarse que permanecen todos en su función de espectadores de la acción, liberando su carga de vez en cuando en algún que otro líder de entre los que tienen a su disposición para elegir.

Muchos otros han desarrollado este punto de vista, que, de hecho, es bastante convencional. Por ejemplo, él destacado teólogo y crítico de política internacional Reinold Niebuhr, conocido a veces como el teólogo del sistema, gurú de George Kennan y de los intelectuales de Kennedy, afirmaba que la racionalidad es una técnica, una habilidad, al alcance de muy pocos: solo algunos la poseen, mientras que la mayoría de la gente se guía por las emociones y los impulsos. Aquellos que poseen la capacidad lógica tienen que crear ilusiones necesarias y simplificaciones acentuadas desde el punto de vista emocional, con objeto de que los bobalicones ingenuos vayan más o menos tirando. Este principio se ha convertido en un elemento sustancial de la ciencia política contemporánea. En la década de los años veinte y principios de la de los treinta, Harold Lasswell, fundador del moderno sector de las comunicaciones y uno de los analistas políticos americanos más destacados, explicaba que no deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos democráticos que dicen que los hombres son los mejores jueces de sus intereses particulares. Porque no lo son. Somos nosotros, decía, los mejores jueces de los intereses y asuntos públicos, por lo que, precisamente a partir de la moralidad más común, somos nosotros los que tenemos que asegurarnos de que ellos no van a gozar de la oportunidad de actuar basándose en sus juicios erróneos. En lo que hoy conocemos como estado totalitario, o estado militar, lo anterior resulta fácil. Es cuestión simplemente de blandir una porra sobre las cabezas de los individuos, y, si se apartan del camino trazado, golpearles sin piedad. Pero si la sociedad ha acabado siendo más libre y democrática, se pierde aquella capacidad, por lo que hay que dirigir la atención a las técnicas de propaganda. La lógica es clara y sencilla: la propaganda es a la democracia lo que la cachiporra al estado totalitario. Ello resulta acertado y conveniente dado que, de nuevo, los intereses públicos escapan a la capacidad de comprensión del rebaño desconcertado.

Relaciones públicas

Los Estados Unidos crearon los cimientos de la industria de las relaciones públicas. Tal como decían sus líderes, su compromiso consistía en controlar la opinión pública. Dado que aprendieron mucho de los éxitos de la Comisión Creel y del miedo rojo, y de las secuelas dejadas por ambos, las relaciones públicas experimentaron, a lo largo de la década de 1920, una enorme expansión, obteniéndose grandes resultados a la hora de conseguir una subordinación total de la gente a las directrices procedentes del mundo empresarial a lo largo de la década de 1920. La situación llegó a tal extremo que en la década siguiente los comités del Congreso empezaron a investigar el fenómeno. De estas pesquisas proviene buena parte de la información de que hoy día disponemos.

Las relaciones públicas constituyen una industria inmensa que mueve, en la actualidad, cantidades que oscilan en torno a un billón de dólares al año, y desde siempre su cometido ha sido el de controlar la opinión pública, que es el mayor peligro al que se enfrentan las corporaciones. Tal como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en la década de 1930 surgieron de nuevo grandes problemas: una gran depresión unida a una cada vez más numerosa clase obrera en proceso de organización. En 1935, y gracias a la Ley Wagner, los trabajadores consiguieron su primera gran victoria legislativa, a saber, el derecho a organizarse de manera independiente, logro que planteaba dos graves problemas. En primer lugar, la democracia estaba funcionando bastante mal: el rebaño desconcertado estaba consiguiendo victorias en el terreno legislativo, y no era ese el modo en que se suponía que tenían que ir las cosas; el otro problema eran las posibilidades cada vez mayores del pueblo para organizarse. Los individuos tienen que estar atomizados, segregados y solos; no puede ser que pretendan organizarse, porque en ese caso podrían convertirse en algo más que simples espectadores pasivos.

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Efectivamente, si hubiera muchos individuos de recursos limitados que se agruparan para intervenir en el ruedo político, podrían, de hecho, pasar a asumir el papel de participantes activos, lo cual sí sería una verdadera amenaza. Por ello, el poder empresarial tuvo una reacción contundente para asegurarse de que esa había sido la última victoria legislativa de las organizaciones obreras, y de que representaría también el principio del fin de esta desviación democrática de las organizaciones populares. Y funcionó. Fue la última victoria de los trabajadores en el terreno parlamentario, y, a partir de ese momento —aunque el número de afiliados a los sindicatos se incrementó durante la Segunda Guerra Mundial, acabada la cual empezó a bajar— la capacidad de actuar por la vía sindical fue cada vez menor. Y no por casualidad, ya que estamos hablando de la comunidad empresarial, que está gastando enormes sumas de dinero, a la vez que dedicando todo el tiempo y esfuerzo necesarios, en cómo afrontar y resolver estos problemas a través de la industria de las relaciones públicas y otras organizaciones, como la National Association of Manufacturers (Asociación nacional de fabricantes), la Business Roundtable (Mesa redonda de la actividad empresarial), etcétera. Y su principio es reaccionar en todo momento de forma inmediata para encontrar el modo de contrarrestar estas desviaciones democráticas.

La primera prueba se produjo un año más tarde, en 1937, cuando hubo una importante huelga del sector del acero en Johnstown, al oeste de Pensilvania. Los empresarios pusieron a prueba una nueva técnica de destrucción de las organizaciones obreras, que resultó ser muy eficaz. Y sin matones a sueldo que sembraran el terror entre los trabajadores, algo que ya no resultaba muy práctico, sino por medio de instrumentos más sutiles y eficientes de propaganda. La cuestión estribaba en la idea de que había que enfrentar a la gente contra los huelguistas, por los medios que fuera. Se presentó a estos como destructivos y perjudiciales para el conjunto de la sociedad, y contrarios a los intereses comunes, que eran los nuestros, los del empresario, el trabajador o el ama de casa, es decir, todos nosotros. Queremos estar unidos y tener cosas como la armonía y el orgullo de ser americanos, y trabajar juntos. Pero resulta que estos huelguistas malvados de ahí afuera son subversivos, arman jaleo, rompen la armonía y atenían contra el orgullo de América, y hemos de pararles los pies. El ejecutivo de una empresa y el chico que limpia los suelos tienen los mismos intereses. Hemos de trabajar todos juntos y hacerlo por el país y en armonía, con simpatía y cariño los unos por los otros. Este era, en esencia, el mensaje. Y se hizo un gran esfuerzo para hacerlo público; después de todo, estamos hablando del poder financiero y empresarial, es decir, el que controla los medios de información y dispone de recursos a gran escala, por lo cual funcionó, y de manera muy eficaz. Más adelante este método se conoció como la fórmula Mohawk VaIley, aunque se le denominaba también métodos científicos para impedir huelgas. Se aplicó una y otra vez para romper huelgas, y daba muy buenos resultados cuando se trataba de movilizar a la opinión pública a favor de conceptos vacíos de contenido, como el orgullo de ser americano. ¿Quién puede estar en contra de esto? O la armonía. ¿Quién puede estar en contra? O, como en la guerra del golfo Pérsico, apoyad a nuestras tropas. ¿Quién podía estar en contra? O los lacitos amarillos. ¿Hay alguien que esté en contra? Sólo alguien completamente necio.

De hecho, ¿qué pasa si alguien le pregunta si da usted su apoyo a la gente de lowa? Se puede contestar diciendo Sí, le doy mi apoyo, o No, no la apoyo. Pero ni siquiera es una pregunta: no significa nada. Esta es la cuestión La clave de los eslóganes de las relaciones públicas como Apoyad a nuestras tropas es que no significan nada, o, como mucho, lo mismo que apoyar a los habitantes de Iowa. Pero, por supuesto había una cuestión importante que se podía haber resuelto haciendo la pregunta: ¿Apoya usted nuestra política? Pero, claro, no se trata de que la gente se plantee cosas como esta. Esto es lo único que importa en la buena propaganda. Se trata de crear un eslogan que no pueda recibir ninguna oposición, bien al contrario, que todo el mundo esté a favor. Nadie sabe lo que significa porque no significa nada, y su importancia decisiva estriba en que distrae la atención de la gente respecto de preguntas que sí significan algo: ¿Apoya usted nuestra política? Pero sobre esto no se puede hablar. Así que tenemos a todo el mundo discutiendo sobre el apoyo a las tropas: Desde luego, no dejaré de apoyarles. Por tanto, ellos han ganado. Es como lo del orgullo americano y la armonía. Estamos todos juntos, en tomo a eslóganes vacíos, tomemos parte en ellos y asegurémonos de que no habrá gente mala en nuestro alrededor que destruya nuestra paz social con sus discursos acerca de la lucha de clases, los derechos civiles y todo este tipo de cosas.

Todo es muy eficaz y hasta hoy ha funcionado perfectamente. Desde luego consiste en algo razonado y elaborado con sumo cuidado: la gente que se dedica a las relaciones públicas no está ahí para divertirse; está haciendo un trabajo, es decir, intentando inculcar los valores correctos. De hecho, tienen una idea de lo que debería ser la democracia: un sistema en el que la clase especializada está entrenada para trabajar al servicio de los amos, de los dueños de la sociedad, mientras que al resto de la población se le priva de toda forma de organización para evitar así los problemas que pudiera causar. La mayoría de los individuos tendrían que sentarse frente al televisor y masticar religiosamente el mensaje, que no es otro que el que dice que lo único que tiene valor en la vida es poder consumir cada vez más y mejor y vivir igual que esta familia de clase media que aparece en la pantalla y exhibir valores como la armonía y el orgullo americano. La vida consiste en esto. Puede que usted piense que ha de haber algo más, pero en

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el momento en que se da cuenta que está solo, viendo la televisión, da por sentado que esto es todo lo que existe ahí afuera, y que es una locura pensar en que haya otra cosa. Y desde el momento en que está prohibido organizarse, lo que es totalmente decisivo, nunca se está en condiciones de averiguar si realmente está uno loco o simplemente se da todo por bueno, que es lo más lógico que se puede hacer.

Así pues, este es el ideal, para alcanzar el cual se han desplegado grandes esfuerzos. Y es evidente que detrás de él hay una cierta concepción: la de democracia, tal como ya se ha dicho. El rebaño desconcertado es un problema. Hay que evitar que brame y pisotee, y para ello habrá que distraerlo. Será cuestión de conseguir que los sujetos que lo forman se queden en casa viendo partidos de fútbol, culebrones o películas violentas, aunque de vez en cuando se les saque del sopor y se les convoque a corear eslóganes sin sentido, como Apoyad a. nuestras tropas. Hay que hacer que conserven un miedo permanente, porque a menos que estén debidamente atemorizados por todos los posibles males que pueden destruirles, desde dentro o desde fuera, podrían empezar a pensar por sí mismos, lo cual es muy peligroso ya que no tienen la capacidad de hacerlo. Por ello es importante distraerles y marginarles.

Esta es una idea de democracia. De hecho, si nos remontamos al pasado, la última victoria legal de los trabajadores fue realmente en 1935, con la Ley Wagner. Después tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, los sindicatos entraron en un declive, al igual que lo hizo una rica y fértil cultura obrera vinculada directamente con aquellos. Todo quedó destruido y nos vimos trasladados a una sociedad dominada de manera singular por los criterios empresariales. Era esta la única sociedad industrial, dentro de un sistema capitalista de Estado, en la que ni siquiera se producía el pacto social habitual que se podía dar en latitudes comparables. Era la única sociedad industrial —aparte de Sudáfrica, supongo— que no tenía un servicio nacional de asistencia sanitaria. No existía ningún compromiso para elevar los estándares mínimos de supervivencia de los segmentos de la población que no podían seguir las normas y directrices imperantes ni conseguir nada por sí mismos en el plano individual. Por otra parte, los sindicatos prácticamente no existían, al igual que ocurría con otras formas de asociación en la esfera popular. No había organizaciones políticas ni partidos: muy lejos se estaba, por tanto, del ideal, al menos en el plano estructural. Los medios de información constituían un monopolio corporativizado; todos expresaban los mismos puntos de vista. Los dos partidos eran dos facciones del partido del poder financiero y empresarial. Y así la mayor parte de la población ni tan solo se molestaba en ir a votar ya que ello carecía totalmente de sentido, quedando, por ello, debidamente marginada. Al menos este era el objetivo. La verdad es que el personaje más destacado de la industria de las relaciones públicas, Edward Bernays, procedía de la Comisión Creel. Formó parte de ella, aprendió bien la lección y se puso manos a la obra a desarrollar lo que él mismo llamó la ingeniería del consenso, que describió como la esencia de la democracia.

Los individuos capaces de fabricar consenso son los que tienen los recursos y el poder de hacerlo —la comunidad financiera y empresarial— y para ellos trabajamos.

Fabricación de la opinión

También es necesario recabar el apoyo de la población a las aventuras exteriores. Normalmente la gente es pacifista, tal como sucedía durante la Primera Guerra Mundial, ya que no ve razones que justifiquen la actividad bélica, la muerte y la tortura. Por ello, para procurarse este apoyo hay que aplicar ciertos estímulos; y para estimularles hay que asustarles. El mismo Bernays tenía en su haber un importante logro a este respecto, ya que fue el encargado de dirigir la campaña de relaciones públicas de la United Fruit Company en 1954, cuando los Estados Unidos intervinieron militarmente para derribar al gobierno democrático-capitalista de Guatemala e instalaron en su lugar un régimen sanguinario de escuadrones de la muerte, que se ha mantenido hasta nuestros días a base de repetidas infusiones de ayuda norteamericana que tienen por objeto evitar algo más que desviaciones democráticas vacías de contenido. En estos casos, es necesario hacer tragar por la fuerza una y otra vez programas domésticos hacia los que la gente se muestra contraria, ya que no tiene ningún sentido que el público esté a favor de programas que le son perjudiciales. Y esto, también, exige una propaganda amplia y general, que hemos tenido oportunidad de ver en muchas ocasiones durante los últimos diez años. Los programas de la era Reagan eran abrumadoramente impopulares. Los votantes de la victoria arrolladora de Reagan en 1984 esperaban, en una proporción de tres a dos, que no se promulgaran las medidas legales anunciadas. Si tomamos programas concretos, como el gasto en armamento, o la reducción de recursos en materia de gasto social, etc., prácticamente todos ellos recibían una oposición frontal por parte de la gente. Pero en la medida en que se marginaba y apartaba a los individuos de la cosa pública y estos no encontraban el modo de organizar y articular sus sentimientos, o incluso de saber que había otros que compartían dichos sentimientos, los que decían que preferían el gasto social al gasto militar —y lo expresaban en los sondeos, tal como sucedía de manera generalizada— daban por supuesto que eran los únicos con tales ideas disparatadas en la cabeza. Nunca habían oído estas cosas de nadie más, ya que había que suponer que nadie pensaba así; y si lo había, y era sincero en las encuestas, era lógico pensar que se

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trataba de un bicho raro. Desde el momento en que un individuo no encuentra la manera de unirse a otros que comparten o refuerzan este parecer y que le pueden transmitir la ayuda necesaria para articularlo, acaso llegue a sentir que es alguien excéntrico, una rareza en un mar de normalidad. De modo que acaba permaneciendo al margen, sin prestar atención a lo que ocurre, mirando hacia, otro lado, como por ejemplo la final de Copa.

Así pues, hasta cierto punto se alcanzó el ideal, aunque nunca de forma completa, ya que hay instituciones que hasta ahora ha sido imposible destruir: por ejemplo, las iglesias. Buena parte de la actividad disidente de los Estados Unidos se producía en las iglesias por la sencilla razón de que estas existían. Por ello, cuando había que dar una conferencia de carácter político en un país europeo era muy probable que se celebrara en los locales de algún sindicato, cosa harto difícil en América ya que, en primer lugar, estos apenas existían o, en el mejor de los casos, no eran organizaciones políticas. Pero las iglesias sí existían, de manera que las charlas y conferencias se hacían con frecuencia en ellas: la solidaridad con Centroamérica se originó en su mayor parte en las iglesias, sobre todo porque existían.

El rebaño desconcertado nunca acaba de estar debidamente domesticado: es una batalla permanente. En la década de 1930 surgió otra vez, pero se pudo sofocar el movimiento. En los años sesenta apareció una nueva ola de disidencia, a la cual la clase especializada le puso el nombre de crisis de la democracia. Se consideraba que la democracia estaba entrando en una crisis porque amplios segmentos de la población se estaban organizando de manera activa y estaban intentando participar en la arena política. El conjunto de élites coincidían en que había que aplastar el renacimiento democrático de los sesenta y poner en marcha un sistema social en el que los recursos se canalizaran hacia las clases acaudaladas privilegiadas. Y aquí hemos de volver a las dos concepciones de democracia que hemos mencionado en párrafos anteriores. Según la definición del diccionario, lo anterior constituye un avance en democracia; según el criterio predominante, es un problema, una crisis que ha de ser vencida. Había que obligar a la población a que retrocediera y volviera a la apatía, la obediencia y la pasividad, que conforman su estado natural, para lo cual se hicieron grandes esfuerzos, si bien no funcionó. Afortunadamente, la crisis de la democracia todavía está vivita y coleando, aunque no ha resultado muy eficaz a la hora de conseguir un cambio político. Pero, contrariamente a lo que mucha gente cree, sí ha dado resultados en lo que se refiere al cambio de la opinión pública.

Después de la década de 1960 se hizo todo lo posible para que la enfermedad diera marcha atrás. La verdad es que uno de los aspectos centrales de dicho mal tenía un nombre técnico: el síndrome de Vietnam, término que surgió en torno a 1970 y que de vez en cuando encuentra nuevas definiciones. El intelectual reaganista Norman Podhoretz habló de élcomo las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Pero resulta que era la mayoría de la gente la que experimentaba dichas inhibiciones contra la violencia, ya que simplemente no entendía por qué había que ir por el mundo torturando, matando o lanzando bombardeos intensivos. Como ya supo Goebbels en su día, es muy peligroso que la población se rinda ante estas inhibiciones enfermizas, ya que en ese caso habría un límite a las veleidades aventureras de un país fuera de sus fronteras. Tal como decía con orgullo el Washington Post durante la histeria colectiva que se produjo durante la guerra del golfo Pérsico, es necesario infundir en la gente respeto por los valores marciales. Y eso sí es importante. Si se quiere tener una sociedad violenta que avale la utilización de la fuerza en todo el mundo para alcanzar los fines de su propia élite doméstica, es necesario valorar debidamente las virtudes guerreras y no esas inhibiciones achacosas acerca del uso de la violencia. Esto es el síndrome de Vietnam: hay que vencerlo.