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P O R T A L S A L E S I A N O D E E S P A Ñ A _______________________________________________ D o n b o s c o . e s Sacerdote Eugenio Ceria VIDA DEL BEATO FELIPE RINALDI TERCER SUCESOR DE SAN JUAN BOSCO Y FUNDADOR DEL INSTITUTO SECULAR VOLUNTARIAS DE DON BOSCO Capítulo 1 La llamada divina Lu es un pueblo del Monferrato en la diócesis de Casale, que merece un cuadro de honor por el florecimiento de vocaciones eclesiásticas y religiosas en los pujantes viveros de sus familias. Cuenta con algo más de 3000 habitantes; y con todo tiene hoy 217 vocaciones en vida. Estadística que más a menos se conserva desde hace tiempo. Dios llama en todos los sitios; pero no en todos los sitios se responde con igual docilidad a las llamadas divinas. Un espectáculo nuevo y hermoso ofrecía este pacífico pueblo a principios de septiembre de 1946. El cura párroco había tenido la idea genial de convocar en el pueblo los dos grandes grupos de parroquianos de ambos sexos que, sacerdotes, monjes, religiosos laicos y hermanas, esparcidos en todo el mundo, trabajaban en la viña del Señor. De todas partes se vino con entusiasmo ante tan bonita llamada. Por algunos días aquellas calles que suben por las laderas de la colina volvieron a ver a los niños y niñas de un tiempo que ahora hombres y mujeres, vistiendo los hábitos más variados, iban y venían con andar mesurado por los mismos lugares donde una vez correteaban, saliendo de casa, de la escuela y de la iglesia. No es fácil describir la alegría festiva de aquellas reuniones presididas por el obispo diocesano, con la presencia de los ancianos padres y de la multitud tan vivaracha de los nietos. Unidos en un sólo corazón y en una sola alma agradecían el gran don de Dios y se comunicaban entre ellos el fervor de la vida y del apostolado. Un nombre se repetía frecuentemente en los labios de todos, el nombre de Felipe Rinaldi, Rector Mayor de la Sociedad Salesiana y tercer sucesor de San Juan Bosco, máxima gloria de los últimos tiempos de Lu, que se unía a las no pocas glorias más antiguas en la lista de las vocaciones sagradas. Un breve paréntesis. Los que quieren descubrir en todas las actividades humanas sólo una motivación económica, se encontrarían en dificultad para explicar con su teoría el éxodo de tantos habitantes del lugar que no necesitan esconder bajo ninguna máscara de ciertos ideales la búsqueda de medios de subsistencia. Entre los propietarios mayores o menores los habitantes de Lu constituyen una población que posee lo suficiente para vivir y nunca se dio en

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P O R T A L S A L E S I A N O D E E S P A Ñ A

_______________________________________________ D o n b o s c o . e s

Sacerdote Eugenio Ceria

VIDA DEL BEATO FELIPE

RINALDI TERCER SUCESOR DE SAN JUAN BOSCO Y FUNDADOR DEL

INSTITUTO SECULAR VOLUNTARIAS DE DON BOSCO

Capítulo 1

La llamada divina Lu es un pueblo del Monferrato en la diócesis de Casale, que merece un

cuadro de honor por el florecimiento de vocaciones eclesiásticas y religiosas en los pujantes viveros de sus familias. Cuenta con algo más de 3000 habitantes; y con todo tiene hoy 217 vocaciones en vida. Estadística que más a menos se conserva desde hace tiempo. Dios llama en todos los sitios; pero no en todos los sitios se responde con igual docilidad a las llamadas divinas.

Un espectáculo nuevo y hermoso ofrecía este pacífico pueblo a principios de

septiembre de 1946. El cura párroco había tenido la idea genial de convocar en el pueblo los dos grandes grupos de parroquianos de ambos sexos que, sacerdotes, monjes, religiosos laicos y hermanas, esparcidos en todo el mundo, trabajaban en la viña del Señor. De todas partes se vino con entusiasmo ante tan bonita llamada. Por algunos días aquellas calles que suben por las laderas de la colina volvieron a ver a los niños y niñas de un tiempo que ahora hombres y mujeres, vistiendo los hábitos más variados, iban y venían con andar mesurado por los mismos lugares donde una vez correteaban, saliendo de casa, de la escuela y de la iglesia. No es fácil describir la alegría festiva de aquellas reuniones presididas por el obispo diocesano, con la presencia de los ancianos padres y de la multitud tan vivaracha de los nietos. Unidos en un sólo corazón y en una sola alma agradecían el gran don de Dios y se comunicaban entre ellos el fervor de la vida y del apostolado. Un nombre se repetía frecuentemente en los labios de todos, el nombre de Felipe Rinaldi, Rector Mayor de la Sociedad Salesiana y tercer sucesor de San Juan Bosco, máxima gloria de los últimos tiempos de Lu, que se unía a las no pocas glorias más antiguas en la lista de las vocaciones sagradas.

Un breve paréntesis. Los que quieren descubrir en todas las actividades

humanas sólo una motivación económica, se encontrarían en dificultad para explicar con su teoría el éxodo de tantos habitantes del lugar que no necesitan esconder bajo ninguna máscara de ciertos ideales la búsqueda de medios de subsistencia. Entre los propietarios mayores o menores los habitantes de Lu constituyen una población que posee lo suficiente para vivir y nunca se dio en

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realidad la necesidad de una emigración. Los Rinaldi que se glorían de tener en su familia siete miembros consagrados al Señor, poseen bienes materiales suficientes para no tener que ir por el mundo a buscar otros medios. También nuestro Felipe pertenecía a una familia de propietarios bien situados y que junto a Felipe entregó a la iglesia otros dos hermanos suyos, uno párroco en la diócesis y otro sacerdote salesiano.

Esta fecundidad tan rica de vocaciones tiene su razón de ser,

principalmente, en el ambiente familiar lleno de religiosidad y de fe; así era también en la familia Rinaldi, donde Felipe fue asumiendo la piedad al mismo tiempo que la leche materna. ¡Cuánto apreció Felipe este beneficio! En diciembre de 1930 un celoso sacerdote de la Venecia Tridentina que buscaba medios para hallar vocaciones sacerdotales en su propia tierra, habiendo sabido que en el pueblecito de Lu las vocaciones abundaban sobremanera, quiso ir hasta allí, deseoso de descubrir el secreto de una cosa que tanto le preocupaba. Pero después de haber preguntado y observado todo, partió de allí insatisfecho. Al oír hablar en cierta ocasión sobre un ilustre personaje de allí, Felipe Rinaldi, de paso por Turín fue a visitarlo. Siendo recibido cordialmente por éste, Don Rinaldi le explicó el enigma. Usted, le dijo Don Rinaldi, no consiguió explicarse el secreto, porque no entró en el sagrario de las familias. El misterio radica en la fe y en la piedad de nuestras madres. Ellas de acuerdo con la otra Madre, que es la Iglesia, hacen todo lo posible para hacer crecer a los niños en el temor de Dios, introduciendo en el alma de sus pequeños aquellos sentimientos que son los presupuestos mejores para responder a la llamada de Dios.

Esta explicación, que fue como correr un velo ante la mente del buen

sacerdote, nos revela también a nosotros cuál fue la participación de su magnífica madre en el orientar al santuario a su Felipe y a sus otros dos hermanos. Todavía existen en Lu personas que recuerdan a esta mujer caritativa y llena de piedad, todo casa y todo iglesia, bendita por sus hijos y reconocida por una bondad sin límites.

Pero este influjo materno no era obstaculizado o disminuido por obra del

padre. El señor Cristóbal era como su mujer. Cristiano de corte antiguo, practicaba para él mismo la religión y quería ver crecer su familia en la fe vivida. Hombre de gran sentido práctico, en las tendencias de Felipe intuyó pronto que éste podría ser llamado a cosas más altas que no fuesen necesariamente el cuidar de una hacienda rural; por eso le miraba con mirada particular y sin darlo a conocer favorecía la religiosidad de sus inclinaciones.

Felipe nació el 28 de mayo de 1856, octavo de nueve hijos e hijas.

Prácticamente faltan las noticias de su infancia. Tenía que ser un muchacho simpático. Una sobrina suya, hija de María

Auxiliadora, recuerda que una señora, viendo que tenía un ojo más débil, no pudo dejar de exclamar: ¡Lástima, un muchacho tan simpático, con los ojos tan bonitos, tener uno casi apagado! Por desgracia aquel ojo con el tiempo se apagaría del todo. Lo tuvo siempre semiabierto; pero la pupila estaba muerta.

No frecuentó la escuela comunal; aprendió las primeras nociones de un

maestro privado, que enseñaba como bien le parecía y que había instruido ya a otros en la familia.

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Junto con la instrucción en la familia Rinaldi se cultivaba intensamente la piedad cristiana. Desde una hornacina abierta en la pared de la escalera, una estatua de la Inmaculada miraba hacia el patio y los niños que se dirigían a la escuela, se arrodillaban en el último escalón y pronunciaban el Ave María. Una vez se quiso cambiar la pequeña estatua por otra más digna; pero Don Rinaldi no quiso. Aquella imagen le recordaba tantas cosas queridas y entre ellas también ésta: todas las noches su madre, mientras llevaba a los hijos a la cama, les hacía pararse delante y repetía con ellos: “Os saludo María, os doy mi corazón, no me lo devolváis nunca más”.

El aire que se respiraba entre las paredes domésticas lo podemos descubrir

por un pequeño hecho recordado por la monja, hija del tercer hermano de Felipe. La madre de ésta, al entrar en la familia Rinaldi, había traído la costumbre de pronunciar la exclamación piamontesa christiandor, palabra que sonaba mal a los oídos de su suegra que la reprendía porque le parecía poco oportuna. Una de las veces que la corrigió delante de Felipe, éste tomo la defensa de su cuñada diciendo con buen talante: cristianos de oro en realidad no existen así que la tía no ofende a nadie. Impresionadas por la salida tan sensata, la una se tranquilizó y la otra evitó, en adelante, proferir palabras desagradables. En la observación de Felipe se descubre ya su talante bonachón y positivo que aparecerá en el futuro superior.

Entre los cinco y seis años, en 1861 Felipe vio a Don Bosco. El santo llegó a

Lu en el mes de octubre con un grupo de jóvenes que entraron en el pueblo al son de la banda. El ruido desacostumbrado que rompió de improviso la tranquilidad de un día de trabajo removió a cuanto se encontraban en las casas y electrizó a los muchachos que corrieron hacia fuera al lugar de donde venía la música. El ritmo de la música marchaba hacia la iglesia parroquial. La admiración de los mayores fue el ver que un sacerdote llevase consigo a los muchachos con tanto ruido. Acostumbrado al porte majestuoso de sus sacerdotes, los buenos paisanos no sabían qué pensar de aquella novedad. El pequeño Felipe siguió a la alegre comitiva, vio cómo aquellos jóvenes rezaban en la iglesia y escuchó lo que les contó su jefe: no debió de entender gran cosa, pero oyó que les hablaba de una manera muy suya y veía como los muchachos daban campo abierto a su alegría alrededor del sacerdote. Naturalmente Felipe no supo la reacción del alcalde que les obligó a salir muy pronto del pueblo. A nosotros nos interesa más entender la admiración que vivió Felipe.

Se acercaba la noche. Don Bosco necesitaba un carruaje para llegar antes al

lugar donde pensaba hacer pasar la noche a los muchachos. Marchando por las calles, iba preguntando al uno y al otro que le prestasen el vehículo requerido; pero no encontraba a nadie que estuviera dispuesto. Llegando a la plaza de la balanza publica, exactamente delante de la casa de los Rinaldi, se detuvo pensativo. El padre de Felipe venía del campo y estaba de pie a la entrada de casa; se fue hasta Don Bosco y con buenos modales le preguntó si necesitaba algo.

Busco un carruaje, le respondió Don Bosco. Yo, replicó el Sr. Rinaldi, tengo caballo y carroza, pero me falta cochero. De cochero hará mi hijo Juan, interrumpió rápidamente el Sr. Angelo

Ribaldone, que más tarde llegaría a ser un gran amigo de Don Bosco. En pocos minutos el rápido muchacho estaba ya preparado. En este diálogo

que hemos referido, Felipe miraba fijamente a Don Bosco. Su figura debió

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impresionarle muchísimo, porque después exclamó con ingenuidad: este cura cuenta más que un obispo . En los campos piamonteses decir obispo era como decir el personaje más grande; cuado se quería que una cosa fuera realizada con toda exactitud se solía afirmar: lo hace como si fuese a venir el obispo.

Mientras tanto el padre veía con gusto que Felipe, avanzando en la edad, iba

con gusto a hacer de monaguillo y ayudar en la misa en la iglesia de Santiago, cerca de casa. Esto le hacía pensar que su hijo estaría destinado a servir a Dios y no al mundo. No consiguiendo quitarse de la cabeza la imagen de aquel sacerdote, en el que había descubierto algo que nunca había visto en otros, quiso informarse de dónde venía y a qué se dedicaba. Llegó a saber así que desde hacía tres años tenía un colegio en el pueblo cercano de Mirabello. Dando vueltas a la idea decidió llevar allí a su Felipe a la escuela gimnasial el año 1866. Su petición fue aceptada inmediatamente.

El jovencito tenía entonces diez años. En medio del nuevo ambiente hablaba

poco y observaba mucho. Muy pronto se dio cuenta de la fascinación que suscitaba el nombre de Don Bosco; aunque lejano parecía que era él mismo quien dirigía como director la casa. El director se llamaba Don Giovanni Bonetti, que el año anterior había sucedido a Don Miguel Rua; en todas las esquinas de la casa se notaba su influjo y era rodeado por el afecto y la confianza general. Empezó a confesarse con él frecuentemente. Entre el personal docente distinguió entre todos a los clérigos Cerruti y Albera, que gozaban ambos de una estima y respeto particulares.

Sobre el clérigo Albera, al que la providencia le destinaba al gobierno

supremo de la Sociedad Salesiana, como segundo sucesor de Don Bosco, escribió unos pensamientos en un cuaderno escrito antes o después de la ordenación sacerdotal y que se encontró entre sus papeles: “para mi fue ángel custodio visible Don albera. En Mirabello recibió la encomienda de vigilarme y lo hacía con tanta caridad que hasta el día de hoy sigo sorprendiéndome siempre que lo pienso. Me alejaba de las compañías sospechosas, me aconsejaba, me animaba con pequeñas historietas. Me hacía pasar las largas horas de recreo como si fuesen un momento, pero más que sus palabras en mi corazón resonaba su comportamiento modesto, caritativo, piadoso y religioso; por lo que lejos de las casas salesianas tenía siempre presente los ejemplos del clerigo Albera”.

Entre los asistentes algunos provenían de los seminarios y estaban allí para

conocer lo de Don Bosco. En aquellos inicios Don Bosco utilizaba a cuentos podía, con el intento y la esperanza de irlos formando según su talante y conservarlos para siempre.

Las cosas en general iban bien, aunque la perfección no pertenezca a este

mundo e inconvenientes se pueden presentar en todos los lugares. Uno de los llamados asistentes, en el curso escolar ya avanzado, empleó malas formas con Rinaldi, el cual con un sentido innato de dignidad personal, que desarrolló muy pronto en su vida, quedó totalmente desconcertado. A este disgusto se añadieron las condiciones de salud. Desde muy pequeño como ya he dicho, se le presentó una cierta debilidad en el ojo derecho; además padecía arritmias, de forma que tras una pequeña carrera apenas podía contener la respiración. De cuando en cuando le sobrevenía también un dolor de cabeza. Quizá por estos motivos, quizá también por no tener demasiada inclinación al trabajo mental, puesto que el muchacho si tenemos que creer a Don Barberis, “no tenía apenas ganas de estudiar” , el

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resultado fue que, probablemente sin llegar a terminar el año escolástico, se volvió a su casa.

Conservaba en su corazón una profunda veneración hacia Don Bosco, al que

había visto dos veces en el colegio: una vez al final de noviembre de 1866 y también el nueve de julio de 1867. Sobre primer el encuentro él mismo nos refiere en una de sus circulares, poco antes de morir, en abril de 1931 : “Recuerdo, como si fuese ayer, la primera vez que tuve la suerte de acercarme a Don Bosco en mi niñez. Tenía algo más de diez años. El buen padre se encontraba en el refectorio, después de su comida, y estaba todavía sentado a la mesa. Con mucho afecto se informó sobre mis cosas, me habló al oído y, después de haberme preguntado si quería ser su amigo, añadió enseguida, casi sin exigirme una prueba de mi correspondencia, que a la mañana siguiente fuese a confesarme. Son luces que brillan con mayor resplandor ahora que la vida lleva a su fin”. La segunda vez que Don Bosco volvió al colegio Felipe confesándose con Don Bosco vio que realmente en el rostro de Don Bosco brillaba una luz arcana, como describió él mismo a su secretario. Don Bosco no lo volvió a perder de vista; no dejaba pasar ocasión sin enviarle saludos, especialmente por medio del Sr. Rota, que tenía un hijo en el colegio de Borgo San Martino y que después se hizo salesiano. Este señor de Lu que iba muchas veces a Turín y también al Oratorio, contaba siempre cosas de la familia Rinaldi y Don Bosco preguntaba sobre Felipe considerando el por qué no le gustaba continuar estudios. Felipe entendía por qué Don Bosco se interesaba tanto por él; pero para entender su estado de ánimo necesitamos seguirle en sus pasos después de la salida del colegio.

Dejadas las escuelas solía dedicarse a los asuntos de la casa, ayudando

también en los trabajos del campo y colaborando en toda suerte de trabajos. Según testimonio de su hermano más pequeño, Don Juan Bautista, vivía un tanto apartado, sin relaciones con sus coetáneos; sólo se relacionaba con un tal Luigi Rollino, pariente lejano, unos diez años mayor que él, de costumbres muy moderadas y piadosas. Seguramente con él se entendía mejor, porque le consideraba con más instrucción y dedicado a las lecturas, con una hermosa voz de tenor, que dejaba oír en las funciones religiosas. Enseñaba también en la escuela de música del pueblo y es probable que iniciase a su amigo en el canto gregoriano muy querido siempre para Felipe y que cultivó intensamente.

Mientras tanto Don Bosco, que había detectado en el joven un buen paño de

sacerdote, le seguía mandando sus invitaciones afectuosas; pero él parecía hacer oídos sordos. Sólo una vez le respondió, afirmando lacónicamente que la carrera sacerdotal no era para él. Y el santo seguía insistiendo e invitando a hacer una prueba. Entonces como narró él mismo, para librarse de nuevas insistencias, replicó que el dolor de cabeza y la debilidad de la vista no le permitían seguir adelante con los estudios. En este momento creyó que ya dejaba zanjado este asunto, cuando precisamente recibió una nota en la que Don Bosco le indicaba que el dolor de cabeza pasaría y que vista, tendría la suficiente. Pero nada fue capaz de sacarle de sus pensamientos.

Así fueron pasando unos diez años; su vida era la de un buen cristiano. Su

sobrino Luigi, hermano de la monja ya citada, que hoy cuenta con 80 años, recordando haber trabajado en muchas ocasiones en su compañía, atestigua que si alguien se hubiera atrevido a pronunciar palabras incorrectas, Felipe manifestaba una gran pena; esto mismo pasaba, si alguien se atrevía a enseñarle alguna imagen poco decorosa. Sin embargo no sentía ninguna tendencia a una mayor

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perfección; más bien a los diecisiete años sufrió una crisis muy peligrosa que se describe detalladamente en el cuadernito al que antes hemos hecho referencia.

Empezaron a cansarle las prácticas religiosas tan frecuentes que se

realizaban en casa con la madre y en la iglesia con los fieles y le asaltó la idea fija de andar por ahí con los jovenzuelos de su condición. Una tarde de domingo, dominado por estas tendencias no hizo caso ni al primero ni al segundo de los toques para ir a vísperas a la parroquia como era costumbre; pero mientras se esperaba el tercer toque en el patio de la casa, apareció un grupo de alegres compañeros para tomarse un vaso de buen vino. Su madre pasó en silencio; echando una mirada a aquellos muchachos y con un gesto significativo hacia su hijo, se retiró turbada.

Era la fiesta del patrono San José, día de procesión. Felipe que estaba

acostumbrado a frecuentar desde pequeño en la fraternidad de San Blas, participaba en las procesiones con capa blanca; pero entonces, vencido por el respeto humano, no tuvo valor para separarse de los compañeros. Por otra parte, después de un tiempo se levantaron todos y se dirigieron a la iglesia. Llegados a la puerta, la abrió y dejó que pasaran primero sus compañeros; después, cuando quiso entrar también él, como detenido por una mano invisible, se sintió como rechazado. Sin pararse un minuto se dio la vuelta y fuera de sí corrió precipitadamente a su casa. Nada más entrar, sintió en el oído un gemido que pronunciaba también su nombre. Era su madre que, de rodillas delante del cuadro de San José, rezaba al divino patrono para que librase a su hijo de las malas compañías. Felipe, mortificado, cogió la capa y se fue a la procesión. El recuerdo de aquel día le hizo siempre un gran bien, convencido de que San José, ante las oraciónes de su madre le había tocado el corazón, alejándole de un grave peligro.

Este trastorno interior pasajero no había tenido manifestaciones externas

que diesen que hablar a las gentes del lugar. Desde estas circunstancias aparecía más asiduo en las prácticas de la fraternidad. Los domingos y fiestas por la mañana estaba puntualmente al rezo del oficio de Santa María Virgen y por la tarde al canto de las vísperas. Aunque llamase la atención una persona tan joven en medio de tantas otras de mayor edad, un año más tarde había adquirido una autoridad tal, que para admiración de todo el pueblo fue elegido prior de la fraternidad. Pero se presentó otro tropiezo. La seriedad de su talante, junto con un aspecto físico agradable, no dejaba de llamar la atención y la miradas de las muchachas e buenas costumbres. Una de ellas por medio de sus padres le hizo llegar al padre de Felipe una propuesta de matrimonio. Ante el inesperado mensaje, Felipe no pudo evitar algún desconcierto. Después, considerando que la propuesta era buena, empezó a dar vueltas al asunto. Para hacer las cosas bien, se entregó a la oración, uniendo a las oraciones la confesión y la comunión. Pero después de haber comunicado su estado de ánimo, sintió un cambio repentino, teniendo la sensación de oír una voz que le decía que estaba hecho para entregarse al Señor y no para casarse. Cuando salió de la iglesia, la idea de casarse se había desvanecido.

Sin embargo no poseía ninguna intención de retirarse del mundo y entrar en

alguna congregación religiosa; más bien sentía una invencible aversión a un género de vida semejante. Hoy podría definirse tal repugnancia como extraña en un alma buena y educada cristianamente, tal antipatía hacia la vida religiosa; era un mal de aquel tiempo. A fuerza de oír desprecios sobre monjas y frailes, incluso en el interior de familias cristianas, se arrugaba la nariz ante cosas que olían a convento. Así pues, Felipe se disponía a llevar una vida correcta y cristiana en el ambiente de su familia.

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Puede decirse que un secreto descontento amargaba las fibras de su corazón

y llegaba a tener momentos de verdadera tristeza. Aquella indefinida voz no la había oído bien; parecía que le bastaba con vivir como no casado. Tampoco lo de vivir célibe en la familia le llegaba a satisfacer, porque su carácter alegre le hacía amar siempre la compañía. Por otra parte no le hacía gracia la vida en un convento, por poseer una idea poco correcta de ella.

Estos pensamientos le ocuparon como un año y medio. Mientras tanto se vio

libre de ir al servicio militar: habiendo sacado un número alto se le declaró exento del servicio. En aquellos años, también en Lu, se hablaba mucho de los salesianos, que ya comenzaban a tener cooperadores. Alguno de ellos, considerando la conducta edificante de Felipe y viendo las preocupaciones que tenía, le impulsó para que entrara en la Congregación. No solamente no dio su brazo a torcer, sino que incluso pedía al Señor que le quitara tal pensamiento, porque los salesianos no le iban. Hay que decir que tampoco había tenido ocasión para conocerles adecuadamente. En el colegio de Mirabello había estado unos pocos meses, y esto cuando tenía sólo diez años. Además el desagradable incidente le seguía ofuscando su mente. Añádase que por entonces la Congregación Salesiana estaba en sus comienzos. Pero un buen día Don Bosco se viene a Lu y según palabras de Don Barberis vemos cómo Felipe “cae en la trampa”. Si parece mejor, dejaremos hablar al salmista con las palabras laqueus contritus est, el lazo se rompió y, ya libre, emprendió el vuelo por los espacios a los que la voz de Dios le iba llamando .