Fauna Iberica 03.Un azor llamado Tundra.Blanco y Negro.15.04.1967

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FAUNA IBÉRICA/3. Por el Dr Rodríguez de la Fuente UN AZOR LLAMADO TUNORA permitirá sobrevivir en cualquier lugar propicio para ia caía. Sobre todo ^i el ave c^ un szor, páiaro que si halfa hal- conero que acierte a ganar su amisUcJ- le servirá con absoluta fidelidad y ab- negación hasta la muerte. Asi me lo demostró la criatura máí dulce, capn- chosa, tenaz, arriesgada- turbulenta y sensible que he conocido: *<TundrflM. «TUNDRA» IBA A SER MJ MAS FIEL AMIGA Cuando vi a «Tundras por primera vc2, no era más que una bola de plumón que, apenas, se tomó la molsitia de turbar su laboriosa digestión para de- dicarme una mirada aburrida. Compar- R EFIERE una tradición mongólica que dos jóvenes príncipes, venci- dos en una guerra intertribai, vagaban por el inhóspílo desierto, donde habian de pasar dos años desterrados. Ham- brientosx sin armas ni cabalgaduras, perdían ya las esperanzas ds sobrevivir 3 tan dura pruebe, cuando vieron cómo un azor cazaba un gallo salvaje en UÍI bosquecíilo próximo. —-DIOS nos envía comida para esta noche, dijo el rná^ joven ds los herma- nos, asustemos al azor, que no podrá llevarse la pesada presa, y la carne será nuestra. —Deíenle, replicó el más pruden*e. Dios nos dará comida para dos años sí sabemos ganar'le. Ahuyentemos al azor, pero suavemente, para que no se vaya demasiado lejos* arranquemos nuestros ría e! viejo nido familiar, situado en lo cabellos y [rencemos lazos que anuda- alto de un haya cenTenarla, con do$ her- remos en las alas del gallo salvaje. Cuan- manos de muy parecida faz y propor- do' Jü rapaz retorne para terminar su festín,, se prenderá en ellos, Y. si llega- mos a domesticarla, cazará para nos- otros duranUí lodo el destierro. Dos años más larde, los dos jóvenes regresaban a su tribu. Dfflante va e\ prudente, TlmoujEn; sobre su puño iz- quierdo lleva \jn hermoso azor. Su pua- bfOv ol verlo regresar vivo con el ave noble al puno, le presagia un mítico porvenir. Años máíi larde, este hombre conmovería la faz del Asía con el nom- bre de GengJs Kan. No sabemos dónde acaba lo real y dónde comien/a lo maravilloso en esta ifiyenda atribuida al gran conquisiador n^oncfol que, ciertamente, ara un apa- sionado halconero. En lodo caso, la tra- dición expresa muy bien la esencia d? la cetrería: un hombre st^lo, sin más recursos que su voluntad y su inteli- gencia, puede capturar un ave de pre- sa, domar sus naturales ¡nstlnlos y transformarla en un arma viva que le FOTOGSAMAS DE PAUL PICFLEWBACK clones. El estrocho valle de paredes ro- cosas que cobijaba el bosquEclÜo donde Jos aíores anidaban desde tiempos in* memoriales, era prácticamente inacce- sibls para quien no tuviera unas nocio- nes de escalada. Y, naturalmente* la madera no podía sacarse en modo al- guno de aquefla garganta caliza "^or esCa razón, el bosque no había sufrido más muEii^clones que las causadas por los rayos V poseía en toda plenitud ese misterioso atractivo de los parajes nun- ca hollados por la planta del hombre Examinando los rastros y veredas que discurrían bajo los añosos robles, ave- Manos y hayas, identificando las huellas frescas Impresas en torno a las crista^ linas fuentes y arroyuelos, analizando los excrementos y restos depositados a la puerta de algunas cuevas y grietas del roquedo, sospechamos que el vaNe albergaba un par de familias de zorros, una pareja de gatos monteies, algunas gínelas, l-urone^ y quizá marras y otros muslélldos. Carnívoros todos de pisada ágil, capaces de escalar en otoño las paredes veriícafes del valle para descen- der a zonas más abrigadas, en pos do fos conejos, ardl'las, ratones y las Innu- merables aves que constituían sus pre- sas habiiuales, Pero los auténticos señores de aquel santuario natural eran los azores. Ape- nas iniciamos la cordada para bajar al vallejo, cuando la hembra apareció C'TÍ- liando con fiereza, sobre las copas de las hayas, saludándonos con una serie de pasadas que, s¡ nunca llegaron a p-v recerncs realmente peligrosas, nos per- mitieron observarla en plena acción, a menos de 10 metros de distancia. Era un pájaro soberbio, de pfumaje clarí- simo, seguramente muy viejo, dotado de unos ojos de iris escarfata que bnüa- ban como ascuas sobro el claroscuro del bosque. Durante nuestra marcha por la iium- bría, prosiguió sus acrobáticos ataques. surgiendo y desapareciendo entre el fo- llaje como un da-rdo plateado. Proba- Cuando vi a ^iTiindra- por primara vci, era sólo una bnb de pluin'm t|üt ¿pt'naH Sf lomó la molcst[fl de turhar su difie.^tJón y dedicarmí- una miraiil:i ahurricla, DIBUJOS Df J05E AMTONlO IA(ANDA

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Cuando vi a «Tundras por primera vc2, no era más que una bola de plumón que, apenas, se tomó la molsitia de turbar su laboriosa digestión para de- dicarme una mirada aburrida. Compar- Por el Dr Rodríguez de la Fuente «TUNDRA» IBA A SER MJ MAS FIEL AMIGA Durante nuestra marcha por la iium- bría, prosiguió sus acrobáticos ataques. surgiendo y desapareciendo entre el fo- llaje como un da-rdo plateado. Proba- DIBUJOS Df J05E AMTONlO IA(ANDA FOTOGSAMAS DE PAUL PI CFLEWBACK

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FAUNA IBÉRICA/3.

Por el Dr Rodríguez de la Fuente

UN AZOR LLAMADO TUNORA

permitirá sobrevivir en cualquier lugar propicio para ia caía. Sobre todo ^i el ave c^ un szor, páiaro que si halfa hal­conero que acierte a ganar su amisUcJ-le servirá con absoluta fidelidad y ab­negación hasta la muerte. Asi me lo demostró la criatura máí dulce, capn-chosa, tenaz, arriesgada- turbulenta y sensible que he conocido: *<TundrflM.

«TUNDRA» IBA A SER MJ MAS FIEL AMIGA

Cuando vi a «Tundras por primera vc2, no era más que una bola de plumón que, apenas, se tomó la mols i t ia de turbar su laboriosa digestión para de­dicarme una mirada aburrida. Compar-

R EFIERE una tradición mongólica que dos jóvenes príncipes, venci­

dos en una guerra intertr ibai, vagaban por el inhóspílo desierto, donde habian de pasar dos años desterrados. Ham-brientosx sin armas ni cabalgaduras, perdían ya las esperanzas ds sobrevivir 3 tan dura pruebe, cuando vieron cómo un azor cazaba un gallo salvaje en UÍI bosquecíilo próximo.

—-DIOS nos envía comida para esta noche, d i jo el rná^ joven ds los herma­nos, asustemos al azor, que no podrá llevarse la pesada presa, y la carne será nuestra.

—Deíenle, replicó el más pruden*e. Dios nos dará comida para dos años sí sabemos ganar'le. Ahuyentemos al azor, pero suavemente, para que no se vaya demasiado lejos* arranquemos nuestros ría e! viejo nido famil iar, situado en lo cabellos y [rencemos lazos que anuda- alto de un haya cenTenarla, con do$ her­remos en las alas del gallo salvaje. Cuan- manos de muy parecida faz y propor-

do ' Jü rapaz retorne para terminar su festín,, se prenderá en ellos, Y. si llega­mos a domesticarla, cazará para nos­otros duranUí lodo el destierro.

Dos años más larde, los dos jóvenes regresaban a su t r ibu . Dfflante va e\ prudente, TlmoujEn; sobre su puño iz­quierdo lleva \jn hermoso azor. Su pua-bfOv ol verlo regresar vivo con el ave noble al puno, le presagia un mítico porvenir. Años máíi larde, este hombre conmovería la faz del Asía con el nom­bre de GengJs Kan.

No sabemos dónde acaba lo real y dónde comien/a lo maravilloso en esta ifiyenda atribuida al gran conquisiador n^oncfol que, ciertamente, ara un apa­sionado halconero. En lodo caso, la tra­dición expresa muy bien la esencia d? la cetrería: un hombre st^lo, sin más recursos que su voluntad y su inteli­gencia, puede capturar un ave de pre­sa, domar sus naturales ¡nstlnlos y transformarla en un arma viva que le

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clones. El estrocho valle de paredes ro­cosas que cobijaba el bosquEclÜo donde Jos aíores anidaban desde tiempos in* memoriales, era prácticamente inacce-sibls para quien no tuviera unas nocio­nes de escalada. Y, naturalmente* la madera no podía sacarse en modo al­guno de aquefla garganta caliza "^or esCa razón, el bosque no había sufrido más muEii^clones que las causadas por los rayos V poseía en toda plenitud ese misterioso atractivo de los parajes nun­ca hollados por la planta del hombre

Examinando los rastros y veredas que discurrían bajo los añosos robles, ave-Manos y hayas, identificando las huellas frescas Impresas en torno a las crista^ linas fuentes y arroyuelos, analizando los excrementos y restos depositados a la puerta de algunas cuevas y grietas del roquedo, sospechamos que el vaNe albergaba un par de familias de zorros, una pareja de gatos monteies, algunas gínelas, l-urone^ y quizá marras y otros muslélldos. Carnívoros todos de pisada ágil, capaces de escalar en otoño las paredes veriícafes del valle para descen­der a zonas más abrigadas, en pos do fos conejos, ardl'las, ratones y las Innu­merables aves que constituían sus pre­sas habiiuales,

Pero los auténticos señores de aquel santuario natural eran los azores. Ape­nas iniciamos la cordada para bajar al vallejo, cuando la hembra apareció C'TÍ-liando con fiereza, sobre las copas de las hayas, saludándonos con una serie de pasadas que, s¡ nunca llegaron a p-v recerncs realmente peligrosas, nos per­mitieron observarla en plena acción, a menos de 10 metros de distancia. Era un pájaro soberbio, de pfumaje clarí­simo, seguramente muy viejo, dotado de unos ojos de iris escarfata que bnüa-ban como ascuas sobro el claroscuro del bosque.

Durante nuestra marcha por la i ium-bría, prosiguió sus acrobáticos ataques. surgiendo y desapareciendo entre el fo­llaje como un da-rdo plateado. Proba-

Cuando vi a ^iTiindra- por primara vc i , era sólo una bnb de pluin'm t|üt ¿pt'naH Sf lomó la molcst[fl de turhar su difie.^tJón y dedicarmí- una miraiil:i ahurricla,

DIBUJOS Df J05E AMTONlO IA(ANDA

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blerrrenie, éramos los primsros hi:>mbríji que profanaban su feudo y la rapaz prerendía Cíipufsarnos mediants sus gri-ros V amenazas corric harfa con IDÜ ro­rros V gatos montG5ei. Toda la gargan-

^ ta resonó con al eco agudo, impcmenle / desaspsrado de los gritos d©l azor, cuando írepamos hasta el n ido donde dormíraban sus poHuGlos, Pero éstos^ a Jas dos semanas de edad, estaban da-masJado ocupados en asímÜar y crecer, para sumarse a la alarma ds Su madra. Los restos de un gallo y una gran liebre de montaña, abandonados a la vera dsl nido, me demosiraron que era aquél'a una casta de poderosos azoras.

En mi segunda visita al nido de ^Tun-dra» vestía un heterogéneo aiuendo, mcicla de plumón infanti l y de plumaje

• incipiente y compartía el nido con una hermana. De! tercer pollo, seguramente macho, no quedaban más que Unas plu­mas y una pata. Los dilatados buches de los jóvenes azores y su aire somnc-liento, me hicieron sospechar que ha-bien asesinado a su hermano aquella misma mañana y. sin más preámbulos, se !c habían comido. Esta autolimita-ción de la especie no es rara en los azo­res. Sobre fado, en los azoras de mon­taña y terrenos difíciles, d o n d e los padres han de ir muy lejos para buscar la casa, mientras los pequeños, apre­tados por el hambre, picotean al her­mano más débil^ hasta terminar comi^n-doseEo.

Dos semanas m is tarde, al llegar al haya de los azores^ muy de mañana, acompañado por tres resineros y por-tando iodos los pertrechos necesarios para capturar un pollo, me quedé pe-Críficado. El nido estaba vacío y, debafo, la hierba aparecía cubieria da plumas de azor, ya bastante crecidas, en el cen­tro de las cuales, dos patas, amarillas,

' frescas aún, armadas de uiías ya muy fuertes, atestiguaban el drama acaccido^

— Ha sido el águila. El gato montes. El buho, decían mis acompañantes, mientras, agachados, contritos, buscá­bamos entre los arbustos más restos del atropello. Un copioso chorro de líquido caliente y viscoso caído de pron­to sobre mis ríñones, me oblicó a ende­rezarme como un resorte. Levanté la cabeza y allí, en la vertical, estaba aTun-dra», en una rama muy sombreada, su­mida, como sJempre, en plena digestión, V acababa de obsequiarme con lo únl-co que quedaba, seguramente, de su única hermana.

La captura no ofreció particulares di­ficultadas. Cuando uno de los resineros irepó al árbol, ^Tundra» sa lanzo al espa­cio y, en un pesado planeo —aún no babfa terminado totalmente su desarro­l lo— aterrizó de bruces en un claro. La perseguimos corriendo y, a nuestra lle­gada, hizo lo que hubiera hecho cual­quier azor: Interrumpió en el acto la huida, se echó de espaldas con impla­cable dete'mlnaclón, interpuso sus ga­rras abieriflí al camino de mi^ manos. Una prenda lanzada hábilmente la en-

•:í̂ .

•Tundras , a lab dos años áe eúaú. había llegado a una tal compenetración conmlj^o que nic iTianíFestaba sus dejaos má^ i^Jcmcntaleíi mediante determinados gritos-

volvió y. allí mismo, con sumo cuidado, le colocamos las pihuelas, lon[a y cas­cabeles. «Tundra» había dejado de ser ya un pájaro salvaje. En aquel preciso Ins-íante comenzaba su historial de pájaro de cetrería. Y al cJejar el valle, acom­pañado por Carlos, hE|o de Juan, el fa­moso montero de Oña, que hacia treinta años descubriera el nido de azores, iba pensando que, con «Tundra», me llevaba la esencia da aquella naturaleza virgen, fragosa, libre, del alto valle de los mon­tes Obarenes. Durante cuatro años per­maneció en mi casa y aún hoy pervive en mi corazón.

«TUNDRA» PIERDE POCO A POCO SU FIEREZA

Cuando uno no lee sino devora, cada noche, las páginas del l ibro de «Acetre-ría de Caía de Azor*, de Fadrique Zú-ñ¡g& Soiomayor. ilustre halconero del siglo XVI , y pretende llover las ense-ñanzas a is práctica con un monstruo como «Tundra* que, por otra parte, es el primer azor que uno ha maneiado en su vida, hay que hacer acopio de pa­ciencia o dedicarse a otra co>a.

Teóricamente, armado de sus prlmo-rosoí. aparejos de piel ds perro, que lo sujetan al guante, y d» sus cascabeles —^bordón y prima, para que fagan buena melodía»—, el aior debe porma-necer erguido sobre el puño del halco­nero. En la práctica, «Tundra* estaba

casi siempre cabaia abajo, moviendo las alas con tal ímpetu que derribaba pape-les y sillas, y hacía un ruido tan ensor­decedor con sus cascabeles, que nos v i ' mos obligados a rellenarlos de papel.

Pero ftTundra», asombrada en los pr i ­meros días, como digo, de todo recién llegado, poseía una gran v i r tud; su apa-Clto insaciable. Tan pronto como le ofre­cía un ala de pollo, cesaba en sus deba­tidas y sujeíando firmemente la comida con sus uñas sobre mi guante, iba des­garrándola, h a s t a terminar desarticu­lando los huesos y tragándoselos en­teros.

Como muy bl^n explicaba don Fadri-que, allí tenía yo el arma decisiva para vencer todas las reservas mentales de «Tundra*: en el ala de pollo. Efectiva­mente, cualquier miembro de ave, lo sufi­cientemente duro como para que el azor se vea obligado a prolongar sus comi­das, parmitfi man:en«rlo ocupado en los ambientes más hostiles, Y es más; sí se da de aroers al azor —este miembro de ave recibe en cetrería el nombre de roedero—, siempre en presencia d - gen­tes y, naturalmente, de los perros que le van a ayudar en la caza, la rapaz tdantiflca estas personas y animales con al acto die comer y se va instalando en su mente un reflejo condicionado, Gen-le5< animales, vehículos, ambientes que, al principio, resultaban insoportables, son premonitorios de comida, por lo tanto, de placer. Y así, el azor comlenía

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En IA caía de liebres, la mis dífídl y arriessada para el azor, «Tundrao llegú a dcsíacar en Europa por su gran arrojo.

El azor primero soporta y luego desea el bullicio

primero a soportar y luego a desear el buJIício de los hombres.

Durante esta fase del amansamienro que dura, generalmente, un par da sema­nas^ hay que llevar al azor a las calles concurridas y a las plazas. En términos cetreros, se le debe •placear». He de re­conocer que en ef irplaceo» de «Tundra* no tuve particulares dificultades^ sobre todo para encontrar gEntai- Porque tan pronto como salla con mi aior a la pla-

'•¿i de Brivlesca, ilustre villa de la pro­vincia de Burgos, donde vivía por aquel entonces, los curiosos y sencillos labrie­gos castellanos me hacían corro para ver al ave da cerca y, tras toda cíase de cébalas y considaraciones, terminaban pronosticando tozudamente que la cabra tira al monte y que, tan pronto como le quitara las correas, el aior se volve­ría a los montes Obarenes- Tal descon­fianza y curiosidad, muy provechosa esta última para mis fines, eran muy na­

turales. En España no se placeaba un azor desda el año 1S30,

Lo cierto es que íTundra» se fue acos­tumbrando a la presencia de todo el mundo. Aprendió a permanecer erguida sobra mi puño y comenzó a dar mues­tras de una inquietante curiosidad ante todo fo que tuviera movimiento: las gallinas, gatos, los perros medianos y pequeños le atraían de una manera írro sístible.

Mas pasearme dignamente por las ca­lles del pueblo, llevando sobre mi puño aquel ser de aire orgulloso y atrabil iario, disfrutar de la presencia de una de la i aves más bellas y armoniosas de la crea­ción, comenzar a sentir I ÍS parcas pero dulcísimas manifestaciones da afecto de aquella criatura salvaje, no eran más que el prólogo de la azarosa historia de mí vida con ^Tundra*,

«TUNDRA» APRENDE A ACUDJR A Mr LLAMADA

51 en uno ds mis frecuentes pasaos por e\ campo hubiera soltado a tfTun-dras, lanzándola resueltamente hacía las ramas de un árbol, el aíor, pese a sus muestras de sumisión, no hubiera regresado jamás. No por el de^eo deter­minado de recuperar la libertad, sino, simpfemente, p o r q u e desconocía aún nuestro lenguaje, porque no existía un sonido o señaf especial que para e"la implicara una orden de regreso. Ense­ñárselo fue nuestra misión durante la

segunda quincena del adiestramiento. Digo nuestra misión poJ'que Iodo este apasionante trabajo lo llevé a cabo en compañía de Pascual, mi Inolvidable amigo y ayudante, hombre de recia com-p\m'\ór\, semblante sereno y aguda men­te, como cumplía a los halconeros do la corle de Juan II de Castilla. Y, por si fuera poco, Pascual era h i jo de Curilfa, panadero de oficio y practicante sutilí­simo y apasionado de todas Jas artes ci­negéticas.

Al dir igirme aque'fa mañana de sep­tiembre, en compañía del fiel Pascual, a la vega, teatro de nuestras prácticas ce­treras, iba yo recordando, con el cora­zón en un puño, las experiencias de los Oftimos días. Habíamos seguido al pie de la Isira las instrucciones de don Fadri-que, y la verdad es que «Tundra» había reaccionado de la manera más ortodoxa. En una semana, mostrándole un pedazo de carne sobre el puño, había aprendido a saltar al guante desde un tocón; des­pués, a volar desde unos diez metros; finaimente, desde la rama de un árbol situado a más de 50 pasos. Siempre ha' cfa sus ejercicios a toqu* de silbato y, tras de los vuelos, se comía media pa­loma: su ración diaria. En cuanto oía el pito, volaba hacia mi con toda pronti­tud, y maravillaba la suavidad y soltura con que se posaba sobre mi puño.

Pero todo aquello había sido sola­mente un fuego, porque *Tundra» había actuado siemprs asegurada por el «fia­dor», es decir, atada a una cuerda larga

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y resistente que nos ponía a salvo de presuntas desobediencias. Aquella ma­ñana soleada y serena de septiembre había llegado la hora de la verdad. Ya no se trataba de colocar suavemente al azor sobre una rama baja, para llamar­lo en seguida, enseñándole el «roedero». .^quella mañana debía darnos una mues­tra absoluta de fidelidad. Tenía yo que lanzarla, completamente suelta, hacia los altos árboles de la vega y, en cuanto se posara en el ramaje, salir corriendo en dirección opuesta. Porque solamente un azor que desdeña la libertad y sigue, cual perro fiel, a su maestro en el cam­po, está en condiciones de ser iniciado en la caza.

Todo esto es muy fácil de decir, pero al quitar a «Tundra» la lonja y el anillo de plata, me temblaban las manos. En frente de mí estaban los corpulentos chopos, álamos y fresnos que jalonaban el curso del río Oca. De su umbrosa en­ramada se escapaban los cantos de mil pájaros, dominados por la voz aflauta­da de la oropéndola, la brisa mecía suavemente las hojas. Y, en mi cabeza, martilleaban sin cesar los presagios y refranes de los campesinos: «La cabra tira al monte... en cuanto le quites las correas...» Con fuerte impulso de mi mano izquierda catapulté materialmente al azor hacia la arboleda. En alegría de alas recias y de cascabeles, «Tundra» des-

\̂l'\\V

Para el azor, la caza de liebres es una lucha titánica, en el límite de sus posibilidades. La liebre, mucho más corpulenta, se defiende hasta la muerte.

«Tundra» trata de arrastrar su liebre para comer a la sombra. FOTO: DE L.1 PENA

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El halcún peregrino iTíCla hacía el puño de su maestro cada vez que se ie llama.

Durante el adiestramiento, el halcrin salta al guante para rccihít su comida diaria.

Sus fuertes alas hirieron el aire Gomü un trallazo

apareció entra el fofíaje. 5s callaron las oropéndolas y creo que yo , como la ima­gen m¡?ma tJe la desolación, eché a co­r rer po r el polvQrlenlo camino, exten­d iendo el brazo izqu ierdo y haciendo sonar el s i lbato, pero sin atreverme a volver la cabera. Corr í veinte, cuarenta, c incuenta met ros . Me negaba rorunda-menie a detenerme, a capi tu lar : o la l i ­ber tad o yo. aTundraa para mí era algo más que un pá jaro , era la naturaleza toda, Irnpl icaba el r e s u l t a d o de la lucha entre la mente del <hon-io sa­p iens* y los inst intos p r imar ios . A m2-dida que me alejaba de ^Tund ra» , iba comprend iendo el secreto de m i amo-' por aquíí la c r ia tu ra , íTundra** represen­taba la l iber tad absoluta, la capacidad para sobreviv i r en la naturaleza sin la ayuda de nadie. La perfecta adapta­c ión al med io . A lgo que el hombre ha deseado siempre y que jamás llegará ¿i poseer.

Un í u r rbJdo fam i l i a r me arrancó de mis medi íac iones. Vo l v i la cabeza. El cuerpo f u s i f o r m e de í T u n d r a " hendía el a i re, hacia mí, 3 más de 200 k i lómet ros por hora, Al f renar , camb ió súbi tamente de direí^cíón y sus alas cantaron en la br isa conio una írafla. Se posó sobre mi guante, emi t ió un co r to maul l ido y se qu&dó m i rándome,

COMO MATO «TUNDRA» SU PRÍMERA PRESA

Bien astaba que el pá jaro acudiera volando a mi puño ai oí r el sí lbalo, In­c luso, qija me siguiera en un paseo por el campo, vo lando de rama en rama, pero que caxara conejos y me los entre­gara era algo que los cazadores br lv ies-canos se negaron de ptano a aceplar.

— E l conejo es más rápido que la l iebre En la sal ida. En este te r reno, cu­b ier to , hay que í i ra r a tenazón, para colgarse alguno. No hay pájaro que ten­ga t iempo de alcanzar a ' u n cone¡o en doce metros de carrera- Ni de corearle ef regate.

En la taberna de Maiagalvanas, cáte­dra venator ia de la Bureba, todas las opin iones nos eran adversas, excepto la de Cur i l la , que tomaba ya la cetrer ía como co ja propia y había confeccionado met iculosamente un plan estratégica pa­ra in tentar cazar aquella tarde el p r imer conejo con «Tundra», El proyecto era teór icamente per fecto: al caer la tarde, hora en que el azor está en el f i l o del apet i to y los conefOS desalojan fácElmen-

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Mlralrucomr. r l lu lcdntr v»fftmllUrí»nda(on Mucoliborador rl |>rrro cjur, man »arUi i l r , I r v u i u r l It cnt* h«J»> !*u» •!»**

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Sus ojos clavados en Gl hurón igual que puñales

te su refugio, conraríamos con los pre­ciosos servicios de •Herónjt^ el hurón -Fa­vorito de Curilla, Lo rneterfamos en unas cuevas arenoia^, de saÜdas muy l ímpiaí, donde ffTundran tendría tas má­ximas facilidades para hacerse con la pieza-

Acostumbrado a comer por fa maña-na< el Síor tenfa un hambre canina. Y, en las rapaces, el hambre se traduce por egresrvídad, por ansias irresistibles y salvajes de matar. Cada vez que el hu­rón de Curiíla rebullía en el interior del s iqu i to de lona que pendía del cinturón Desde el horinmlPn el halcdn planea, hu^cantlo una üiluacldn propicia para atacar.

E l b a k o n e r o retira el señuelo de la trayectoria del halcón, para obligarlo a a tacar una y otra vez, eaCLmulando así sus reflejoi. » i -

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dal calador, los ¡>jos de íiTundra» se cla­vaban en é\ como dos puñales. De poco sirvió que Curilla se pusiera la chaqueía an badolera, caminara delrd? de mf o en-

_tr3 tos matojos. «Tundra* sabia que allí iba algo vivo y no perdía un segundo de vista -a nuestro devoto colaborador.

Cuando llegamos a lo alto de la íoma, donde se abrían las coneieras, a CuriMa se !e habían disipado íodas las dudas y reservas respecto a U eficacia de «Tun­dra».

—Este animal mata con la vista, d i jo , mientras examinaba los rastros y res-trilladeros de los conejos.

Me oculté [ras unos arbustos para privar al a ior óñ la lenTadora visión del hurón, en tanto el experto lo introducía por una boca. Y- a su señal, trepé a un

--f^eñón elevado que permitía a «Tundra» dominar el terreno.

La mímica expresivísima de Curllla^ la tensión de «Tundra» y los ruidos subte­rráneos me tenían al corriente de la lucha que se libraba en el interior del vivar. Súbitamente, una masa peluda cruzó ds un agujero a otro, El aior se disparó como un proyectil y, en ía mis-

Frenando súbiUmcnle cti la pasada, el halcún le deja caer sobre el señuelo^

El irreslstibíe alraclivo que el señuelo ejerce sobre el halcón se basa en la comida atada entre sus plumas. Después de darle alcance, come sobre esta falíia presa.

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La caza de liebres es dramática, dura y grandiosa

ma entrada^ agarra algo qua chillaba y <e revolvía de un modo endemoniackj. Era el hurón.

UNA rNVEROSIMIL CACERÍA DE CONEJOS

HH de confesar que, en el fondo, la fe­choría de cTundras me llenó de secreta orgullo paternal. Y creo que hasta Cu-rílfa, ganado por la audacia y el ardor cinegético del a^or, olvidó pronto a su oscuro y mal oliente servidor- Naturaí-menie. en Briviesca el secreto no salió de nuestro pecho. En lo sucesivo, nos dispusimos a hacer las cosas msjor. Ha-lajtuamos a 'cTundra» a \ñ presencia del nuevo hurón^ dándole de comer delante de é\ y poniéndoselo muy cerca cuando ya estaba saciada. A los pocos días res­petaba y creo que hasta empegaba a querer a la pequeña «Najaí , Con su co­laboración cazó los primeros conejos y fue tal la compenetración entre estos dos anímales que, juntos, podían cazar en los terrenos más difíciles, como lo prueba el siguiente lance, extraído det diario de «Tundra».

El desprendimiento de grandes blo­ques, en un ladera rocosa, habfa forma­do un auténtico laberinto, lleno da pa­sos y veredas, lolalmente colonizado por los conejos; estaba situado en las inme­diaciones de un puebfecilo y los ca^a-dores^ que no conseguían matar un co­nejo a t iro, lo llamaban el hundido. Cuando llegué, una soleada mañana de noviembre, con mí azor, mi hurón y mí perro, un par de aldeanos sonraían socarrones, ante mi proyecto de matar conejos con un ave, donde los mejores tiradores no hablan podido hacerlo. Me­tí a «Naja», el hurón, por un ruíadero. trepé a la roca más elevada y, en segui­da, comenzó ef concierto. fíTundra»* tenia una sensibilidad especial, para seguir, de oído, las c a r r e r a s subíerráneas; empinada, con el cuallo estirado, era la mismísima imagen de la destrucción; tanto, que los dos zopencos que me ob­servaban tí*tíde la solana, iniciaron una prudente retirada hasta lo alio de la la­dera. El primer conejo cruzó como una exhafacjón hacia el bloque de enfrente; tres metros, «Tundra» lo clavó en la mis­ma entrada. Recobré a iNa ia», que lenía la buena costumbre de salir tras de cada conejo, hice cortesía y, a trabajar.

jAnda con dll El segundo, al sallo; aún no había tocado la iterra, cuando tenía el azor agarrado al pescuezo. Y así.

Kn la caza de a l t anrna . se lanaa el halcón h a d a el citlo para que vuele en círculos Hubrc los halconeros y los perro*. Es ésta una lendpncla natural en los haicanes.

uno en aeís metros, ot ro en diez, nos fuimos despachando a los ¡nquillnos del famoso hundido, Al Terminar, teníamos medio pueblo sentado enfrente, mudo de sorpresa y consternación Cuando cebaba con el décimo y el úlí imo de la jornada, un viejecillo que SE acercaba para contemplar al héroe, tomando la cetrería por moderno invento y mara­villa, me di jo a media voz:

—Sí los antiguos levantaran la ca­beza...

No sé qué pensaría don Fadrique 2ú-ñEga So lo mayor.

LA ULTIMA PRESA FUE LA MUERTE DE «TUNDRA»

La caza de liebres con a;or no es un pa5i3t¡empo divertido como la caza de conejos. No es ni siquiera un deporte agradable; es dramática, dura, grandio­sa, Y sobre todo, difíci l . Difícil para el azor y para el azorero. En el límite de sus posibilidades.

La liebre es mucho más corpulenta que el páfaro, más sólida. Dotada de una potencia muscular que le ha llevado fl ser el mamífero máE rápido de la erec­ción en su talla. Y es obstinada. Irreduc­

tible mientras le queda un hálito da vida, ün conejo, una gran ave, sujetos por la cabeza, se entregan sin oponer resistencia. He visto muchas liebres sal­tando, dando volteretas, disparando sus terribles patas posteriores en todas di­recciones, con el azor aferrado al cuello. Sólo abandonan la defensa cuando mue­ren. Y esta masa de huesos sólidos, de músculos y da obstinación suele pesar de tres a cinco veces tná^ que el azor. Por o[ra parle, se defienda en su medio. entra retamas, carrascas y pedruscos.

Solamente mediante una técnica suti­lísima, el azor puede sujetar y matar una gran li«brp, Ha da volar a toda ve­locidad en su persecución, sorteando cualquier obstáculo que, con seguridad, buscará su enemiga. Ha d'! sobrepasa'--la totalmente y, cuando se encuentra un par de metros delante de su cabeza, ha de virar en redondo para coger a la liebre por la cara y, en unas décimas de segundo, clavar sus garras en los cen­tros vitales- Concretamente, en el bulbo raquídeo. Uno no acierta a comprender la mecánica de este lance. Cada vez, pa­rece Imposible que en los terrenos m^s variados y difíciles, el azor pueda eje-curar toda la complicada maniobra que

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El halcón Atrone^uc <mjefa al faisán macho que acaba dp capturar cu cara de alUticHa. el Janee más bella de la ceUcHa.

le va a otorgar el t r iunfo sobre La liebre. Resulta Incomprensible que, volando a más de 150 kilómetros por hora, un ave de un ki lo de peso pueda parar una masa de tres kilos y pico —la liebre—^ impulsada a 90 kilómetros por hora.

Hoy los conocimieniDs de los biólo­gos hacen más comprensible esta des­proporcionada batalla. Se sabe que el metabolismo muscular de las aves es dist into en algunas de sus reaccionen químicas que el de los mamíferos. Es más perfecto, más rápido. Hs posible que la transmisión de las órdenes cerc brales a los miembros sea También más rápida. En ^sC* caso el aíor vena a 'a liebre como en una película rodada a cámara rápida. Las posibilidades para sujetar en el momento y * " t ' sitio pre­ciso se duplicarían o tr ipl icarían.

En todo caso< el lance resulla siempre emocionante y e^itraordinariamente di­fícil para el azor. ^iTundra" llegó a espe­cializarse en esta caía. En sus tres años de a;or lebrero, cobró 67, 16 y 71 lie^ bres, respectivamente.

La liebre 71 fue la último de su vida Se levantó a unos 300 metros en un terreno ondulado y cubierto de pinos. El aror la persiguió, como siempre, en

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En la caía de altanería, la coIaboracSún entre d halconerOn t i pprro y rí halc¿n alcanza su mií^ alto fjs.do, bajo el sisno de una técnica fwrfctta.

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El esmerejón «Lady» posa orgulloso con su codorniz y su fiel amiga la ágil «Flika»

El bello lance cetrero de la caza de altanería

vuelo rasante, d i rec to , casi con fund ido con el verde oscuro del pasto. Liebre y azor coronaron una loma y desaparecie­ron en \a vaguada del o t ro lado. Corr í , con todas mis fuerzas, seguro de que «Tundra» había hecho presa, porque no regresaba a mi encuent ro . Y, c ier tamen­te, -no me equivocaba. Sus garras esta­ban llenas de pelo de l iebre pegado a la sangre que manaba de sus heridas. Jun­to a ella había una gruesa piedra, dis­parada por la misma mano que robé su l iebre. «Tundra» tenía la pata derecha f rac turada a la a l tura de la ar t icu lac ión. Con :la mano izquierda aún se aferraba fuer temente a un tomi l lo .

Durante cuatro' años habíamos hecho perder a «Tundra» el temor a !os hom­bres. El pá ja ro salvaje de los Obarsnes se había t rans fo rmado en un fiel amigo y co laborador de qu ien acertara a l levarle sobre el puño a ¡la caza, que era su v ida . Pero «Tundra» jamás hubiera sido alcan­

zada por una piedra de no haber mol ­deado yo su aima p r imar ia y esquiva. Había cont ra ído con ella una obl igación sagrada.

Al ascender, a grandes trancos, ent re los manzanos f lo r idos que crecen en las faldas de los Obarenes, iba contándole a mi amigo Carlos, h i j o de Juan, el fa­moso mon te ro de Oña, la intervención qu i rúrg ica sufr ida por un azor de los Obarenes; la anestesia, el cont ro l ra-d icscópico, el clavo de Kishner y la re­educación. Y lo más d i f í c i l , el proceso de embravec imien to . Había que conse­guir que «Tundra» volv iera a temer a los hombres, que no se f ia ra de ellos. Du­rante un mes permaneció en una habi­tación to ta lmente aislado de todo con­tacto humano. De vez en cua-ndo, un desconocido se asomaba en la puerta y asustaba al pá jaro con sus gestos.

Ahora , «Tundra» n o iba sobre mi puño. Via jaba en el in te r io r de una gran ces­ta oscura. Ya no necesitaba volver a verme. Al asomarnos sobre el angoste valle, v imos los robles y las hayas to­davía desnudos. En su centro se adiv i ­naba la gran masa oscura del n ido. Ai abr i r ]a cesta, «Tundra» no tuvo más que dejarse caer, planeando hacia su bosque nata l .

EL HALCÓN ES MAS NERVIOSO QUE EL AZOR

El ad ies t ramiento de los 'halcones es muy semejante al del azor, descr i to m i ­

nuciosamente en la h is tor ia de «Tun­d ra» . Sólo que, al ser estos pájaros más nerviosos y , sobre todo , más impetuosos en sus debat idas, se fac i l i ta su manejo cubr iendo su cabeza con la caperuza. Esta cofia de cuero, adecuadamente con­feccionada para que no roce los o jos de los pájaros, no les permi te ver y, por consiguiente, asustarse o lanzarse en per­secución de una pieza cualqu iera.

Con la caperuza puesta el halcón per­manece sobre el puño, ind i ferente, t ran­qu i lo , absolutamente i nmóv i l , d o n d e quiera que se encuentre. Natura lmente , cuando el halcón está en la halconera u en o t r o lugar, a salvo de inter feren­cias, se le miantiene con la cabeza des­cubier ta .

Como los vuelos del 'halcón son de mucho más alcance que los del azor, no se les llama al puño, sino al señuelo. Este ar tefacto resu'lta impresc ind ib le pa­ra su ad ies t ramiento . Se confecciona re­l lenando un saqui to de badana con pe­lote, cosiéndole dos alas secas en cada lado y unas correítas para atar la carne destinada al halcón. Para vo l tear lo va prov is to de una correa de un met ro y medio de larga.

Después de que el halcón ha s ido ejer­c i tado, como el azor, con los vuelos aJ puño, se le llama con el señuelo, permi ­t iéndole comer sobre é l , cada vez que lo alcanza. En ias pr imeras lecciones, se deja caer el señuelo muy cerca de! ave, de modo que se vea muy bien la carne. Paulat inamente, se van aumentando las distancias. El halcón vendrá, a los po­cos días, desde más de cien metros en cuanto vea al halconero vol teando el señuelo y haciendo sonar el p i to .

Más adelante, se da comienzo al ver­dadero señoleo. Para el lo, cuando el hal­cón viene, contra el v iento , para agarrar el señuelo en plena pasada, se ret i ra el ar tefacto de su t rayector ia , mediante un fuer te g i ro lateral . De este modo, se obliga al halcón a realizar una serie da pasadas antes de pe rm i t i r l e t rabar el señuelo y comer. Así se puede muscular al ave y preparar la para la caza-.

Los halcones, una vez ejerci tados y musculados, tienen una tendencia na­tura l a vo la r en círculos sobre la cabeza de los halconeros. En tal predisposic ión, se basa la caza de altanería que, sin duda, es el más bello lance de toda la Cetrería.

Los pájaros de al tanería, generalmen­te halcones iperegrinos o lanar ios, vue­lan en círculos, a unos 200 metros, so­b re los hombres y los perros. Esta po­sición ventajosa les permi te lanzarse en picado tras las piezas que .levantan sus colaboradores terrestres. Es éste un gé­nero de caza de gran espectacular idad. M i halcón «Durandal» nos sobrevuela durante una hora, alta en el cielo, del ta­maño de una go londr ina , atenta al t ra­bajo de los perdigueros. Cuando éstos muest ran , sus cí rculos son tensos, con­céntr icos sobre la ver t i ca l . Su caída so­bre la perdiz es impres ionante. Con las alas semicerradas, gira sobre sí m isma.

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Las caperuzas, scBuelos» lonjas, pihuelais, cascabeles y dem4s aparejos de los halcones son ohjelo de una pr imorosa artesanía

Y nunca se sabe si va a corlar el vuelo de la pi&ra chocando de frente o laieral-merite. Por lo general, basta el impacto para remalar el lance.

Mediante esra técnica, los halcones pueden capturar patos, sisones, gangas, perdices o cualqijjer Dira pie^a, porque no hay ave que pueda competir con el halcón cuando ésie cuenta con la ven-taja óñ la altura.

Para la caza de garbas reales, avutar­das y otras grandes aves, así como 'os córvidos que, hcjy día, se cazan mucho en Europa, el halcón se [anza desde e[ puño, como ei azor, ya que, de permane­cer en el airs, atacaría cualquier aveci­lla que acertara a levanlarsEn sin esoe^ rar La salida de su verdadera presa.

Félix R. de la FUENTE

Vista parcial de la Estación de Ce­trería del Servicio Nacional di- Pesen FluviaL y Ca/a en la Casa d t Campo.