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1 2 3 ESPÍAS Y EDITORES Jean Meyer West, Nigel, Venona: The Greatest Secret of the Cold War, New York, Harper Collins, p. 384, 1999. Haynes, John Earl and Klehr, Harvey, Venona: De - coding Soviet Espionage in America , Yale, p. 487, 1999. West, Nigel and Tsarev, Oleg, The Crown Jewels: The British Secrets Exposed by KGB Archives, Yale; Harper Collins, p. 366, 1999. Weinstein, Allen and Vassiliev, Alexander, The Haunted Wood, New York, Random House, p. 402, 1999. “Red Files, a production of Invision”, Abamedia, PVS, Deviller Donegan Enterprises. 1999. Andrew, Cristopher and Mitrokhin, Vasili, The Mi - trokhin Archive, Penguin, Londres, p.996, 1999 . Un espía se vende siempre dos veces, hasta tres si es agente doble: la primera a los “órganos”, la segunda a los editores. Pavel Sudaplatov abrió hace unos años esa vía real hoy muy frecuentada. La receta es la asociación de una exkaguebista ( guebesh - nik) con un periodista, o mejor, con un uni- versitario reconocido. El negocio despierta la imaginación: con asombro vemos como, a cambio de una suma pagada por el editor a la Asociación de Agentes Jubilados, los autores tuvieron acceso a miles de docu- mentos en los archivos del KGB. Nigel West y el ex teniente coronel ruso Tsarev trabajaron además un material inglés su- puestamente aún confidencial. Para todos los autores –y también para este reseñista- están disponibles en la web el sitio Venona (3000 mensajes mal que bien decodifica- dos, intercambiados entre Moscú y sus agentes, en América e Inglaterra). Final- mente, antes de irse a Londres el ex coronel Mitrokhin (pronunciar Mitrojin), seleccio- nó y copió una enorme cantidad de docu- mentos en los archivos del KGB, de los cua- les era responsable. ¿Qué decir de tanto material? ¿Qué ha- cer con él? El especialista en historia sovié- tica se siente a la vez confundido y aliviado; confundido, porque la crítica del material no es tarea fácil y requiere de los mejores especialistas; aliviado, porque las noveda- des, más allá de los escándalos personales, son mínimas. A las fuentes ya citadas, hay que añadir los archivos del Komintern en Moscú, trabajados por Haynes y Klehr. El resultado es un mosaico, un rompecabezas incompleto que dista mucho de ser —nin- gún de esos libros pretende serlo— una historia de los servicios de seguridad —es- pionaje y contraespionaje— soviéticos y occidentales. Se confirma la existencia y el trabajo de las “tuzas” en Inglaterra: entre 1941 y 1945, Burgess y Cairncross remitieron más de 10,000 documentos del Foreign Office a Moscú y Maclean envió otros 4,600. En dos meses del año 1951, Cairncross envió 1,339 páginas, algunas de las cuales tuvie- ron el honor de ser leídas personalmente por Stalin. La infiltración en los Estados Unidos empezó antes de la guerra mundial y fue muy seria, alcanzó al nuevo OSS (pre- decesor de la CIA) y al proyecto atómico. En 1945, varios reveses obligaron a los so- viéticos a desmantelar su dispositivo en los Estados Unidos. La lectura de esos libros y

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ESPÍAS Y EDITORES

Jean Meyer

West, Nigel, Venona: The Greatest Secret of the

Cold Wa r, New York, Harper Collins, p. 384, 1999.Haynes, John Earl and Klehr, Harvey, Venona: De -

coding Soviet Espionage in America , Yale, p. 487,1999.West, Nigel and Tsarev, Oleg, The Crown Jewels:

The British Secrets Exposed by KGB Archives, Yale;Harper Collins, p. 366, 1999.Weinstein, Allen and Vassiliev, Alexander, The

Haunted Wo o d, New York, Random House, p. 402,1999.“Red Files, a production of Invision”, Abamedia,PVS, Deviller Donegan Enterprises. 1999. Andrew, Cristopher and Mitrokhin, Vasili, The Mi -

trokhin Archive, Penguin, Londres, p.996, 1999 .

Un espía se vende siempre dos veces,hasta tres si es agente doble: la primera alos “órganos”, la segunda a los editores.Pavel Sudaplatov abrió hace unos años esavía real hoy muy frecuentada. La receta esla asociación de una exkaguebista (guebesh -nik) con un periodista, o mejor, con un uni-versitario reconocido. El negocio despiertala imaginación: con asombro vemos como,a cambio de una suma pagada por el editora la Asociación de Agentes Jubilados, losautores tuvieron acceso a miles de docu-mentos en los archivos del KGB. NigelWest y el ex teniente coronel ruso Tsarevtrabajaron además un material inglés su-puestamente aún confidencial. Para todoslos autores –y también para este reseñista-están disponibles en la web el sitio Venona(3000 mensajes mal que bien decodifica-dos, intercambiados entre Moscú y sus

agentes, en América e Inglaterra). Final-mente, antes de irse a Londres el ex coro n e lMitrokhin (pronunciar Mitrojin), seleccio-nó y copió una enorme cantidad de docu-mentos en los archivos del KGB, de los cua-les era responsable.

¿Qué decir de tanto material? ¿Qué ha-cer con él? El especialista en historia sovié-tica se siente a la vez confundido y aliviado;confundido, porque la crítica del materialno es tarea fácil y requiere de los mejoresespecialistas; aliviado, porque las noveda-des, más allá de los escándalos personales,son mínimas. A las fuentes ya citadas, hayque añadir los archivos del Komintern enMoscú, trabajados por Haynes y Klehr. Elresultado es un mosaico, un rompecabezasincompleto que dista mucho de ser —nin-gún de esos libros pretende serlo— unahistoria de los servicios de seguridad —es-pionaje y contraespionaje— soviéticos yoccidentales.

Se confirma la existencia y el trabajo delas “tuzas” en Inglaterra: entre 1941 y1945, Burgess y Cairncross remitieron másde 10,000 documentos del Foreign Officea Moscú y Maclean envió otros 4,600. Endos meses del año 1951, Cairncross envió1,339 páginas, algunas de las cuales tuvie-ron el honor de ser leídas personalmentepor Stalin. La infiltración en los EstadosUnidos empezó antes de la guerra mundialy fue muy seria, alcanzó al nuevo OSS (pre-decesor de la CIA) y al proyecto atómico.En 1945, varios reveses obligaron a los so-viéticos a desmantelar su dispositivo en losEstados Unidos. La lectura de esos libros y

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la visión de Red Files: Secret Histories of theKGB (4 horas), si no resuelve el problemadel impacto histórico de esos éxitos del es-pionaje soviético, lleva a extrañas reflexio-nes sobre el fenómeno del marcartismo.Parece que después de desenmascarar alfísico nuclear Klaus Fuchs y de que fueroto su código (operación Venona), los so-viéticos decidieron intoxicar a los america-nos con el fin de frenar la preparación desu bomba H. Se trataba de sembrar la dudasobre la lealtad de todos los científicos,empezando por Robert Oppenheimer.West señala que el senador Mc Carthy“realizó mucho de lo que los soviéticoshabían ideado” y que la paranoia america-na sobre el espionaje surgió precisamentea raíz de aquella operación.

Lo que ahora parece probado es que Al-ger Hiss y Julius Rosenberg fueron espíasy que sus respectivas esposas estaban altanto. Esthel Rosenberg no merecía lam u e rte —sus actividades fueron míni-mas—, y su esposo se hubiera salvado enotras circunstancias. En Red Files, un exagente ruso dice que Rosenberg propor-cionó “información de gran valor sobre ra-

dar y sonar pero no sobre la bomba atómi-ca”, pero que “América quería matar aalguien sólo por que la URSS había cons-truido tan pronto su bomba”.

El Archivo Mitrokhin, publicado en sep-tiembre de 1999, en Londres, ha tenido unéxito espectacular en varios países euro-peos ya que la clase política, la prensa y laintelliguentsia se ha precipitado a buscarnombres en las largas listas de agentes. Así,Inglaterra ha podido averiguar la existen-cia de sus hominterns (homosexual inglésdel Komintern, Sir Isaiah Berlin dixit),además de descubrir que los llamados“Seis magníficos” pudieron haber sido 10o 12, y que Melita Norwood, alias “Hola”,es a sus 87 años la agente británica másantigua (1935-1991) y la más convencidadel KGB… Los franceses y los italianos tie-nen en este libro un lugar muy especial yaque sus países se prestaron de manera ex-cepcional a la infiltración después de 1945y hasta el final de la URSS. La alta admi-nistración, la clase política, la prensa, losmedios intelectuales, pero también el mun-do de la industria y de la alta tecnología,fueron penetrados. El éxito soviético está

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confirmado por los mismos servicios fran-ceses. De 1945 a 1975, Moscú tuvo la clavede los telegramas de la Secretaria de Rela-ciones, lo que le permitio tener copia detodos los telegramas cursados durante lacrisis de los misiles de Cuba. Queda porcomprobar la calidad de “agente” del filó-sofo Alexander Kojeve (1902-1968), rusoblanco, uno de los mejores especialistas enHegel, sobrino de Kandisky y consejeroeconómico del gobierno francés en todaslas instancias internacionales de 1945 hastasu muerte.

En fin, pequeñas grandes historias paraGraham Greene y Joseph Conrad. Existela hipótesis de que Kojeve haya buscadoutilizar el KGB, quizá en acuerdo con el go-bierno francés…

El capítulo italiano aporta nuevos datossobre el trasfondo político de la Italia delos años setenta y abre nuevas pistas (che-cas) en torno al asesinato del primer minis-tro democristiano Aldo Moro. ¿Qué papeltuvo el KGB en este episodio clave de lahistoria de Italia? Aparte de elaborar elplan Sphora, destinado a sembrar pistasfalsas que implicaran a la CIA, no se ve cla-ro. Lo inquietante es que desde 1975 loscomunistas italianos denunciaban a Moscúel apoyo otorgado por el PC checo a las Bri-gadas Rojas. La “pista checa” volvió a sur-gir dos meses después de la publicacióndel libro, pero ahora en relación con elatentado contra el Papa el 13 de mayo de1981. Han salido a la luz, a consecuenciadel Informe Mitrokhin, documentos de losservicios secretos checos e italianos que

convergen sobre un punto: el KGB tenía elobjetivo de contrarrestar por todos los me-dios al nuevo Papa, al polaco Juan Pablo II.Se menciona también la antigua infiltracióndel Vaticano: el obispo nort e a m e r i c an oJohn Bukowsky, actual nuncio en Moscú,habría sido reclutado por el KGB (¿?) ¿Archi -vo Mitrokhin o Archivo Egipto (Swascia)?

Por experiencia personal, el reseñadorsabe cuánto hay que desconfiar de los in-formes de los “agentes”. Los informes delos RG franceses (Renseignements Géné-raux) sobre las actividades relacionadascon la guerra de España en el departamen-to de los Pirineos Orientales (1936-1939),los informes de la Military Intelligence Di-vision y del OSS norteamericanos sobreMéxico, entre 1926 y 1945, están llenos deinexactitudes, er rores, mentiras, invencio-nes. Se debe conocer a las personas y a losepisodios para poder discernir lo cierto delo falso. Para un tema de esta envergadura,espionaje y contraespionaje entre el Oestey el Este de 1930 a 1991, habría que ser unHércules. Además, en el Oeste nos faltauna apertura equivalente de la que la his-toria provocó para los archivos del Komi-tern y del KGB. i

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DE LA BARDOLATRÍA

Rafael Rojas

George Steiner, Errata. El examen de una vida.Madrid, Ediciones Siruela, 1998, 218 pp.

Errata es un título sorpresivo para unaautobiografía intelectual. Al parecer, Geor-ge Steiner ha querido jugar con la dobleraíz latina de la palabra: el error y la err a n c i a,la equivocación impresa y el vagabundeointerminable. Testimonios de un incrédu-lo delicado, las memorias de Steiner sonuna perfecta divagación, un viaje alrededorde una vida hecha de viajes, entre la Vienaantisemita y el Chicago macarthysta, entreHomero y Tolstoi, entre la música y el si-lencio, entre tres lenguas y tres literaturas:la alemana, la francesa y la inglesa. Al finalde esa larga trashumancia, Steiner com-prende que la forma más sobrecogedoradel viaje es aquella que atraviesa los rinco-nes de las culturas, las cavernas de las tra-diciones: esos autores y obras resistentes acualquier traducción que hay en toda lite-ratura. En un guiño simultáneo a Heideg-ger y a Wittgenstein, lo intraducible comocasa del ser.

Un pasaje de Errata está sospechosa-mente cargado de objeciones al culto lite-rario de William Shakespeare. Luego dereconocer que “en la estela de Shakespea-re la lengua inglesa se hace universal”,Steiner lamenta que haya tan pocos de-tractores de quien respondiera a los motes,hoy vergonzosos, de Bardo o Cisne de Avon.

De ahí que su exhaustiva localización deaquellos disidentes que “recelan de esehalo adulador”, en torno a Shakespeare,trasmita cierto morbo antiautoritario, simi-lar, a caso, al de algunos célebres regicidas,como el jesuita Juan de Mariana o el anar-quista Piotr Kropotkin. Steiner encabezasu listado, naturalmente, con AlexanderPope y Samuel Johnson, los clásicos ingle-ses que leyeron a Shakespeare como se leea un genio rústico, cuya sublime escritura,jalonada por el populismo isabelino, ante-ponía la conveniencia a la virtud, el placera la instrucción y el gusto a la moral.

El espíritu clásico —no siempre repu-blicano, aunque siempre transido de ur-gencias morales y cívicas— era reacio a labardolatría shakespereana. La abyecciónque sentía Voltaire por Hamlet o King Learera sólo comparable a su fascinación por lastragedias de Racine. Fueron, precisamen-te, los románticos ingleses, Wordsworth y,sobre todo, Coleridge en su Biographia Li -teraria (1817), quienes trasmitieron a Goe-the, Lessing, Chateaubriand y casi todo elromanticismo europeo el gusto por la“subtle intelligence” y el “misterio sublu-nar” que escondían los sonetos y dramasde Shakespeare. Pero Steiner, en su minu-ciosa búsqueda, encuentra a nuevos disi-dentes: Tolstoi habla del lenguaje zafio,pueril e insensible del autor de Macbeth,Shaw escribe una malévola parodia de Cim-belino, Eliot y Lukács, antípodas de la cul-tura de entre g u e rras, lo reducen a untamaño bastante menor que el de Dante,Beckett prefiere a Racine, Wittgenstein

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admite que “no saca nada en limpio deS h a k e s p e a re” y lamenta la ausencia de unaética, una filosofía y una fe trascendentesen el comportamiento de sus personajes.

Al fin, llega el turno del propio Steiner.Recuerda que alguna vez le hicieron lainevitable pregunta sobre qué libros se lle-varía a una isla desierta y confiesa su res-puesta: “me decanté por B e re n i c e y la D i v i n aComedia, pero hice trampa, porque dentrode Berenice ocultaba el Reparto de medio -día”. Más que la trillada contraposición deShakespeare con Dante o Cervantes, quesemeja un duelo de títeres manipuladospor críticos altaneros, a Steiner le interesaexplorar, siguiendo la curiosidad bilingüede Beckett, el caso de Racine. ¿Por qué?Porque al lado de la permeabilidad lingüís-tica de Romeo y Julieta, Fedra o Andrómacaparecen textos intraducibles. Entre Sha-kespeare y Racine, dice, “hay una diferen-cia ontológica”. El primero trasciende, asus anchas, en un canon universal; el se-gundo sobrevive, apenas, en un canon na-cional. Al políglota Steiner le atrae eso queDerrida ha llamado “el monolingüismo delotro”

Este pasaje de Errata podría leersecomo una sorda refutación del argumentocentral de Harold Bloom en The WesternCanon. Shakespeare, según Bloom, ocupael centro del canon occidental porque es“al mismo tiempo todos y ninguno, nada ytodo”. Racine, en cambio, sigue merecien-do aquellos mohines dialécticos de Hegel:sus personajes son excesivamente abstrac-tos y tuvo la desgracia de ser el autor pre-

ferido de Voltaire, quien despreciaba aShakespeare. El desinterés de Bloom porel “otro monolingüe” se hace más ostensi-ble cuando, refiriéndose al Siglo de Oro es-pañol, lamenta que se haya perdido la obraCardenio, en la que Shakespeare y JohnFletcher traducían un relato de Cervantespara el público inglés. Resulta demasiadoasimétrico, pues, que Bloom suscriba eljuicio de Hegel sobre Racine, mientrasSteiner suscribe algunas de las objecionesde Voltaire a Shakespeare.

La antinomia es difícil de rehuir: Bloom,discípulo al fin de Walter Pater y Paul deMan, es un gustoso rehén del ro m a n t i c i s m oque escudriña en la subterránea religiosi-dad de la cultura occidental. Su bardolatríano es más que el traslado de las ceremoniasuniversales de la religión al gusto literariode las naciones. Tan lejos como en Améri-ca, el romanticismo que, al decir de Octa-vio Paz, tuvo aquí su equivalente en el mo-dernismo, produjo una galería de poetasnacionales: Whitman en Estados Unidos,Rubén Darío en Nicaragua, José Martí enCuba, José Asunción Silva en Colombia,Leopoldo Lugones en Argentina... La ex-cepción fue, acaso, México, no tanto por-que la poesía de Gutiérrez Nájera, DíazMirón, Nervo o Tablada fuera desprecia-ble, como porque dos siglos antes habíaexistido Sor Juana Inés de la Cruz y en1914 nació Octavio Paz. Pero Steiner, des-de la otra orilla, cultiva un imaginario másclásico que romántico y no concibe el ejede la cultura en la religión, sino en la mo-ral. Su recelo ante la bardolatría, expuesto

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diáfanamente en Después de Babel , nace dela acendrada moral del viajero y de un ape-go místico a lo intraducible.

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO: HACIA LA HISTORIA NO NACIONAL.Daniel Rodgers y Atlantic Crossings

Mauricio Tenorio

Rodgers, Daniel T., Atlantic Crossings, Social

Politics in a Progressive Age , Cambridge,Massachusetts, London, Harvard University Press, 1998.

A lo largo del siglo XIX, la idea de que elmercado habría de encargarse del bienes-tar de todos fue una creencia baladí y ha-bitual que, sin ser desechada, pronto fuetrivializada por las sociedades que conocie-ron los asegunes de la industrialización y laurbanización. Entonces, la “mercadosan-tía” estaba entre sus iguales —el ocultis-mo, el espiritismo, el socialismo, el positi-vismo, el trascendentalismo—, y a ella serecurría coyunturalmente. Es más, para fi-nes del XIX era una creencia más bien mar-ginal: nadie concebía que el Manchesterde Engels, o el París del barón de Haus-sman habían tenido su origen o tendríansolución a través de la santidad del merca-do. La revolución, de un lado, y el caos, lapobreza, la miseria, del otro, invitaban a in-telectuales y políticos a pensar lo mismoen la reforma social, en la solidaridad que

en el suicidio. Los nacientes sociólogos es-tudiaban el suicidio, los poetas lo narrabany ejercían (en lo que el historiador ThomasHarrison llamó la “deadly vocation” de lospoetas y escritores europeos de aquel en-tonces), mientras que las burocracias ha-blaban de ingeniería social, de reforma, de“socialismo de Estado”.1

¿ A d v i rt i e ron errados todos aquellos poe-tas, escritores, políticos, líderes sindicales,filántropos? La revolución llegó y tambiénlas reformas sociales. Nuestra era es polvo,en más de un sentido, de aquellos lodos; esla era del post Estado benefactor, post so-cialista, también es la era de las sinres-puestas a los problemas que hicieron nece-sarias las reformas y las revoluciones. Unaera desencantada, sin inocencias y preten-didamente descreída, pero que reza enmasa a la divina mónada: el mercado.

1 Sobre los cruces del pensamiento social entre Es-tados Unidos y Francia, véase Mucchielli, Lau-rent, La découverte du social. Naissance de la sociologieen France, París, Éditions la Découverte, 1998. A laglobalidad de mercados, la globalidad de las teoríasy angustias, ver tres excelentes ejemplos Harrison,Thomas, 1910. The Emancipation of Dissonance, Ber-keley, Los Angeles, The University of CaliforniaPress, 1996; los viajes modernistas a lo largo de to-das las lenguas europeas, de Europa y América, enPraz, Mario, El pacto de la serpiente. Paralipómenosde “La carne, la muerte y el diablo en la literatura ro -mántica”, trad. De Ida Vitale, México, Fondo deCultura Económica, 1988; y la creación “global” deuna filosofía política estadounidense en Kloppen-berg, James T., Uncertain Victory: Social Democracyand Progressivism in European and American Thought,Nueva York, Oxford University Press, 1986.

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Desempleo, problema habitacional, aglo-meración urbana, escasez de serv i c i o smédicos, accidentes de trabajo, precariascondiciones de trabajo, miseria urbana, alie-nación moral e intelectual de masas obre-ras, abandono del campo, insuficiencia delsalario mínimo, difícil acceso a la educa-ción: todos estos eran, son, malestares de laindustrialización occidental que pro v o c a ro ninnumerables políticas, experimentos y re-voluciones alrededor del mundo. AtlanticCrossings de Daniel T. Rodgers es la histo-ria del porqué y cómo se pensaron e imple-m e n t a ron re f o rmas sociales en EstadosUnidos entre 1880 y 1930. Pero es más queeso: es el relato, exuberante y detallado, decómo cada pieza de las políticas occidenta-les en esos años, globales como pocos, fuepensada y ejecutada dentro del complejoeco e intercambio de ideas e instituciones.Es historia estadounidense, pero es sobretodo historia de un momento del mundooccidental, una “progressive age” en sentidomás que estadounidense, vista a través desu gran experimento, su gran excepción, su“supuesta” expresión óptima, Estados Uni-dos. Un libro hondamente estadounidensey, sin embargo, profundamente “un-Ameri -can” como suele decirse de todo aquelloque es crítico del mito de Estados Unidoscomo paraíso liberal y democrático. Un li-bro que, con sus aciertos y desaciertos, nosconvida a ir en busca del tiempo perdido ala hora de escribir historias patrias.2

Algunos ya nos sentíamos en deuda conDaniel Rodgers. Le adeudábamos las lúci-das sugerencias de dos o tres trabajos in-

dispensables.3 Atlantic Crossings hace aúnmás onerosa la deuda con Daniel Rodgers,especialmente de quienes nos afanamosen buscar un nuevo lenguaje no naciona-lista para el pasado moderno. No es deasombrar, pues, que el libro haya causadouna reacción inmediata en el ambienteacadémico estadounidense; sirva de ejem-plo emblemático el interesante simposium(virtual) en h.net.msu.edu, que incluye lasreacciones de Pierre-Yves Saunier, Victoriade Gracia y Sonya Michel, entre otros.

El libro constituye una triple enseñan-za: primero, es una lúcida propuesta histo-riográfica que obliga a pensar más allá delEstado nación como marco y meta de lahistoria; segundo, es una crítica, severa ydocumentada, del corazón de las gestas

2 Por cierto, en la historia estadounidense de la úl-tima década va creciendo esta necesidad de des-p a rro q u i a l i z a r, des-nacionalizar, la historia de la “pri-mera gran nación”. A este respecto es emblemáticoel esfuerzo llevado al cabo por una de los dos mási m p o rtantes publicaciones históricas estadouniden-ses (The Journal of American History); afán realizadobajo el increíble esfuerzo editorial y político deDavid Thelen.3 Me refiero a Contested Truths: Keywords in AmericanPolitics since Independence, Nueva York, Basic Books,1987; y dos ensayos esenciales sobre dos conceptosfundamentales de la historiografía estadounidense(republicanismo y excepcionalismo): “Republica-nism: The Career of a Concept”, Journal of Ameri -can History, vol. 79, núm. 1 (1992), pp. 11-38; y“Exceptionalism” en Molho, Anthony y Gordon S.Wood (coordinadores), Imagined Histories: AmericanHistorians Interpret the Past, Princeton, New Jersey,Princeton University Press, 1998.

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excepcionalistas y liberales de EstadosUnidos; finalmente, es una indispensablelección de historia para nuestros tiemposvanagloriosamente globales, mercado-cén-tricos, finalistas. Sin dejar de ser un relatoestadounidense avant la lettre, A t l a n t i cCrossings logra este triple efecto movién-dose libremente entre historias nacionales—Estados Unidos, Alemania, Inglaterra,algo de Francia y países escandinavos— ydisciplinas —Rodgers es un “politólogo”que sabe historia, y es un historiador quesabe teoría política (revoltillo escaso entrelos educados del “otro lado del puente”)—.Un libro que corre el riesgo de caer pesadoen todos los arrabales académicos: para unteórico de “teoría racional”, el libro seríaun berenjenal de datos, muchos nombres;para un historiador estadounidense, seríanmuchas cosas alemanas o europeas que notienen nada que ver con Estados Unidos,en tanto el historiador alemán, francés onoruego puede encontrar que faltó esto so-bre aquello y no leyó esto otro. El críticocultural de moda, por su parte, hallaríaAtlantic Crossings flaco de teoría, sin jergadonde refugiarse. Sin embargo, este tipode historia poco a poco se abre brecha aun-que sea antagonizando con los parapetosnacionales y disciplinarios. Rodgers, por lopronto, encuentra en su lenguaje directo,claro y elegante, un pasaporte seguro paradar lata en varios ámbitos.

Lo que cuenta Atlantic Crossings es unahistoria de entendimientos que de tan pre-sente parece haber pasado desapercibida.Para mediados del siglo XIX, el mundo oc-

cidental había sido transformado por eco-nomías interconectadas. No había regreso.Millones de gente, libre y esclava, habíancirculado de uno a otro lado del mundo.Ciudades puertos y ciudades industrialessurgieron por todo el mundo. Ideas, libros,planes, experimentos sociales recorrieronlas preocupaciones sociales de activistas,políticos e intelectuales en Nueva York,Berlin, París y, habría que decirlo tambiénen México, São Paulo, Barcelona o BuenosAires. Una mezcolanza de problemas eideas que no surge sólo por la industrializa-ción. La Revolución Francesa, dice SimonSchama, comenzó con la revolución esta-dounidense de 1776, y ésta última, afirmaRodgers, “provocó un muy amplio cambiopolítico que corrió de Bogotá a Berlín”. Yafuera por la circulación de merc a n c í a s ,gente o ideas, el hecho es que el mundo esglobal desde fines del XVIII: “cuando unoandaba de temperamento republicano, elocéano llenaba las mentes como si fuerancanales” (Rodgers, p. 35). Así, Rodgersparte de la convicción de que

la reconstrucción de la política social esta-

dounidense (entre 1880 y 1930) fue una

parte de los movimientos de políticas e

ideas a todo lo ancho del mundo del Atlán-

tico norte que el comercio y el capitalismo

unieron. [p. 3]

De esta forma, la “progressive era” en lahistoria norteamericana aparece como unaparte de una época “progresivista”, en lacual se llevaron al cabo toda suerte de en-

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sayos y errores para atacar los problemassociales. Los reformistas sociales de la dé-cada de 1930, los promotores del “NewDeal”, sostiene Rodgers, volvieron la mi-rada a esos años, y si bien las políticas eideas sociales entre 1880 y 1910 no fueronel prólogo inevitable del Estado benefac-tor, en Estados Unidos, Inglaterra o Argen-tina, las políticas sociales entre 1930 y 1950resultan indescifrables sin los años “pro-gresivistas”. Ni siquiera en México, cuyahistoria es partida por la revolución socialde 1910, puede entenderse el Estado be-nefactor postrevolucionario sin compren-der las tentativas porfirianas —indianismo,indigenismo, beneficencia, educación pú-blica, legislación en el trabajo de mujeres yniños, planificación urbana—, y sin el en-trevero cosmopolita que esto significó.

Durante la segunda mitad del siglo XIX,las grandes exposiciones universales —comola de Londres 1851, París 1889 y 1900—c o m e n z a ron a incluir exhibiciones de lo queel saint-simonismo francés llamó “econo-mía social”. Charles Gide fue el gran pro-motor de estas exposiciones y del MuséeSocial. Ahí, no solo Francia, sino sobretodo la Alemania bismarckiana —pioneradel “socialismo de Estado”— exhibían susadelantos sociales: beneficios para soldados,t r a b a j a d o res, desposeídos industriales. Enalgunos países, estas cuestiones eran terre-no de lo religioso-filantrópico; en otros, eramateria de discusión filosófica, de la solida -rité de Leon Bourgois. Un país que llegót a rde pero recio a la industrialización,como Estados Unidos, mostraba en esas

exhibiciones la mejora de las mujeres y losnegros a partir de estadísticas, pero no ex-hibía ninguna intervención clara del Esta-do, lo cual era, como afirma Rodgers, expo-ner que “el contrapeso mas prometedorcontra las heridas del capitalismo indus-trial era la conciencia ilustrada del capita-lismo mismo” (p. 17). Para otras naciones,como México, esas muestras de preocupa-ción social eran innecesarias. Primero a serindustriales, y luego a preocuparse por lassutilezas del industrialismo. Ante estas ex-hibiciones, como he mostrado en otra par-te, los mexicanos optaban por utilizarlaspara señalar las ventajas de los trabajadoresmexicanos frente a los europeos (salariosbajos, no grandes demandas en condicio-nes de vida y trabajo, poco revoltosos)4.

Las exposiciones eran el eco de movi-mientos internacionales como el socialismo,el anarquismo, el comunismo o las asocia-ciones sufragistas de mujeres, los movi-mientos contra el consumo del alcohol. Locierto era que las inquietudes sociales deOccidente giraban

alrededor del nudo, común e internacional,

de preocupaciones que los contemporáneos

llamaban ‘la cuestión social’ (y a través del

cual se armó) un mundo de soluciones en

competencia. [Rodgers, p. 20]

4 Véase Tenorio Trillo, Mauricio, Mexico at theWorld’s Fairs. Crafting a Modern Nation, Berkeley,Los Angeles, The University of California Press,1996, pp. 23-24.

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Estos son los orígenes del Estado bene-factor, cuya genealogía debe ser seguidasin preocuparse de la moral antigua o mo-derna; es decir, ni eran simples formas decontrol social de la burguesía, ni fueron pe-caminosas desviaciones de las leyes sacro-santas del mercado. Nada decía que todaslas políticas sociales ensayadas en Ingla-terra, Alemania, Estados Unidos, Francia yotros países acabarían en el formato del Es-tado benefactor; y no hubo una voluntadsuprema y maquiavélica que gobernó esosesfuerzos de dominación. Hubo miedo, ala revolución, al caos; preocupación huma-na y piedad, también. Pero ante todo “elmomento transatlántico de las políticas so-ciales”, como afirma Rodgers, “fue de mu-chas maneras una era de amateurs” (p. 26).

Las ideas se movieron a través de revo-luciones, de la proliferación de movimien-tos y protestas sociales, de viajeros en per-petuo movimiento, de turismo. Pero habíarealidades comunes que hacían imperativoel estar con un ojo al gato doméstico y conotro al garabato del mundo; por ejemplo, laexistencia, innegable y compartida, de ciu-dades industriales y de grandes metrópolisrepletas de inmigrantes nacionales y ex-tranjeros:

Si las regiones industriales eran una lección

objetiva de poder ejercido verticalmente, las

grandes ciudades eran una lección objetiva

de contrastes y movimiento. Uno debe ima-

ginar a las ciudades decimonónicas no como

unidades sino como congregaciones de ve-

cindarios; caminar a través de ellos era pasar

a través de una regresión, aparentemente in-

finita, de contradicciones sociales. [p. 48]

La ciudad moderna ha puesto a todo elmundo a bailar al mismo son. Una globali-dad, me perdonaran los globalizólogos dehoy en día, muy nueva y muy antigua.

El progresivismo, entendido como unaépoca y corriente cultural estadounidense,corría sobre los rieles de la crítica al Esta-do, de trazar límites a la intervención de lopúblico en lo privado. Pero entendidocomo un movimiento cosmopolita, el pro-gresivismo significa algo más que el anti-estatismo histórico estadounidense; se tra-ta más bien de un conjunto de políticassociales encaminadas a democratizar el li-bre comercio y los beneficios industriales.De hecho, en cada país el progresivismoobtuvo su bandera social y estatista depen-diendo de las circunstancias. En EstadosUnidos, por ejemplo, se le llamó recons-trucción civil, moral y económica despuésde la guerra civil. En México, el progresi-vismo con frecuencia llevó el nombre de“paz”: necesidad de un Estado que man-tuviera y expandiera los beneficios indivi-duales, sociales y económicos de la paz; otrasveces, el pro g resivismo mexicano, como enMadero, tuvo una expresión muy cercana ala estadounidense. En sus versiones mode-radas, los progresistas de todo el mundocrearon, dice Rodgers, “modelos socialesaceptables y prestables”, así como una“hambre de conocimientos”, de expertosen lo social. Esta es la época de los viajeroscopiones, los que buscaron inspiración

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para reformas educativas, penitenciarias,agrícolas o científicas. Es Domingo Faus-tino Sarmiento o Ezequiel Chávez en Es-tados Unidos copiando escuelas, o son lospadres fundadores de la sociología, antro-pología, ciencia política e historia acadé-mica estadounidenses en Alemania. La“muckraking press” (la prensa crítica pro-g resivista) re p o rtaba los avances en elmundo, y mezclaba su crítica a un Estadocorrupto con ejemplos de reformas socia-les. Los estados mismos, en Estados Uni-dos, México, Francia o Inglaterra, crearoninnumerables comisiones especiales paraestudiar problemas sociales: inmigración,educación, situación de la mujer, los niños,las ciudades. Esas comisiones siempre ha-cían acopio de la experiencia internacionalen el tratamiento de cada problema.

Pero para 1912, nos cuenta Rodgers,una de estas publicaciones progresistas,New Democracy, afirmaba:

hoy el tablero está volteado: Estados Unidos

ya no enseña democracia a un mundo en es-

pera de su voz, sino que él mismo va a Eu-

ropa y Australia… nuestros estudiantes de

democracia social y política recurren a las

antípodas, a Inglaterra, Bélgica, Francia, a

la semi-feudal Alemania —¿cómo fue que la

torturada Europa rebasó a sus hijos?.

En efecto, al mismo tiempo que Esta-dos Unidos aprendía a preocuparse de losocial, los abusos públicos y privados crea-ban la imagen de una nación dominada porricos. Las protestas populistas de la década

de 1890 fueron nutridas, social e intelec-tualmente, por esta convicción. La viejaEuropa enseñaba tanto de los problemasde la modernidad industrial, de las revolu-ciones, como de las posibles soluciones.

En esencia, como hace ver Daniel Rod-gers, el culto al libre comercio y al merca-do a fines del siglo X I X, implicaba un estadoque garantizara el libre mercado y el dejarhacer, dejar pasar. A la raíz del estadointerventor, no está el socialismo o el pen-samiento social cristiano, sino el laissezfaire, porque el estado era el “patrón éti-co”, promotor y custodio de todo dejar pa-sar y hacer. En la Europa de fines del XIX,esto era claro: en la Alemania de F. Liszt seveía al libre mercado no como una ley, nicomo una moral universal, sino como unaideología con dueño, la Inglaterra exporta-dora de manufacturas. De igual forma, a fi-nes del siglo XIX, bien explica Daniel Rod-gers, la economía de Estados Unidos erauna economía de subdesarrollo: “hubo po-quísimos momentos en que los empresa-rios no vieron, con ojos suplicantes, al es-tado como un socio promotor” (p. 80).

La diáspora estudiantil estadounidenseen Alemania, que acabaría por institucio-nalizar y profesionalizar las ciencias socia-les en Estados Unidos, se educó en una so-ciabilidad académica y política en la cualtodo regresaba al estado. Los maestros deesos jóvenes estadounidenses —por ejem-plo, Adolf Wagner o Gustav Schmoller—eran estatistas, anti-laissez faire. A su regre-so a Estados Unidos, la ciencia política es-tadounidense, la sociología, eran ciencias

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de la distribución, del progreso, de la civi-lización y por ello del estado como actor deestos procesos. Hasta bien entrado el sigloXX, no había ciencia social que no fuera, opretendiera ser, moral y prácticamente, deutilidad al Estado para producir “el biencomún” y para contrarrestar los efectos delcapitalismo. Harina del mismo costal son lasociología urbana de la escuela de Chicago(década de 1890), o las ideas de Simmel,Weber, Durkheim sobre la ciudad, el cam-po y las anomalías entre tradición y moder-nidad. No es, pues, de extrañar —y estodigo yo, no Rodgers— que entre 1930 y1950, un teórico tan importante como MaxWeber se volviera en Estados Unidos en“trading mark” disputada por distintas tra-ducciones y escuelas; unos queriendoamericanizarlo al des-historizarlo y deses-tatizarlo (Talcott Parsons), otros queriendocolectivizarlo y americanizarlo como teóri-co de un Estado, débil y federal, pero ac-tivo y “benefactor” (C. Wright Mills, queni siquiera podía leer a Weber en el origi-nal pero que reclutó en la década de 1950al pensamiento de Weber para la causa deuna suerte de populismo estadounidensede izquierda).5

Más que las conexiones de teóricos yviajeros, son las ciudades lo que usa Rod-gers como hilo conductor de su historia.Así, describe el origen y desarrollo delpensamiento urbanístico estadounidenseque va del rechazo pasional del populismode la década de 1890, al activismo estatistade Theodore D. Roosevelt, y de ahí a loscaóticos esfuerzos del New Deal en la dé-

cada de 1930. Mas este es un urbanismoque tuvo similares expresiones en todo elmundo, y en todos lados se empalmaronEstado-autoritarismo-miedo a la re v o l u-ción-reforma social: el urbanismo autorita-rio e industrialista de Barcelona vs. el urba-nismo fascistoide y populista del Madrid yBarcelona de la década de 1950; el urba-nismo bismarckiano, burocrático, déspotay “socialista”, vs. la imponente secuela ur-bano del nacional socialismo, por no citarel ejemplo ruso que va, por decirlo simple-mente, de San Petersburgo a Lenigrado.La posesión de los servicios públicos enmanos privadas, el transporte, la habita-ción, el agua, la higiene y sanidad… todosestos aspectos poco a poco fueron puestosen manos del Estado bajo imperativos dereforma y justicia social. La corrupción,por supuesto, era endémica a todo esto, yafuera en la ciudad de México porfiriana, enel Chicago de la exposición universal des-de 1893 o en la Barcelona de IdelfonsoC e rdá. Porque, afirma Rodgers: pronto des-cubrieron todas las ciudades del mundooccidental que

la paradoja de la corrupción urbana es que la

disminución ya sea de la corrupción central

o periférica expande la otra. Disminúyanse

5 A este respecto, véase la historia de carrerismo ydeshonestidad de C. W. Mills, mito radical de lasciencias sociales norteamericanas, en Oakes, Guy yA rthur J. Vi d i c h, Collaboration, Reputation, andEthics in American Academic Life: Hans H. Gerth andC. Wright Mills, Urbana, Chicago, University ofIllinois Press, 1999.

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las cosas que son propiedad y son manejadas

por la ciudad, y se diminuye las posibilida-

des de corrupción en la alta burocracia, pero

sólo a costa de expandir las oportunidades

de corrupción entre una gorda periferia de

proveedores privados. [p. 157]

Planificar ciudades, como bien explicaAtlantic Crossings, no fue una decisión mo-derna inevitable, sino un complejo, y fre-cuentemente conflictivo, proceso deaprendizaje.6 El marco legal, las formas depropiedad y las diversas culturas políticasdeterminaron el camino seguido por cadaciudad, en un coro de ciudades que enesencia hacían lo mismo, ya fuera en Was-hington D.C (finalmente terminada hacia1920 con la fuerte intervención, autorita-ria, del gobierno federal), o en el Río deJaneiro de la década de 1900 que tuvo enPereira Passos su Haussmann. Los histo-riadores urbanos se cansan de hablar de lasimitaciones de Viena, París o Berlín; la ciu-dad de México porfiriana resultó un horri-ble pastiche afrancesado que no corres-pondía a la nación (como si México, ciudadcapital, hubiera podido ser de otra mane-ra), y San Petersburgo es vista como unaimposición, como si todas las grandes me-trópolis no fueran un gran caos y una coac-ción. Vista a través de estos “cruces atlán-ticos” la imitación parece un proceso almismo tiempo inevitable y selectivo:

las conexiones progresivistas atlánticas fun-

cionaban como una membrana muy selecti-

va, impresionantemente permeable en algu-

nas áreas, totalmente impermeable en otras.

Las propuestas pasaban a través de sus límites

como si debieran superar un complicado

conjunto de barreras y filtros. Los preceden-

tes eran no solamente intercambiados; eran

tamizados, separados, sacados de sus contex-

tos, transformados y exagerados. Planes mo-

numentales para calles o avenidas y zonifi-

cación lograron pasar al Estados Unidos de

fines del XIX; pero no la asistencia pública

para vivienda barata y decente. [p. 198]

Lo mismo pude decirse de las políticassociales como los seguros de desempleo yla seguridad social. Inglaterra, Alemaniay Francia fueron grandes laboratorios depolíticas sociales hasta 1945. Los gobiernoslaboristas ingleses batallaban con las reac-ciones patronales y políticas ante cualquierintento de legislación de seguros sociales.Antes de 1945, los países más autoritarios,como Alemania, México o Argentina, hi-cieron posible cierta seguridad social gra-cias a gobiernos revolucionarios y anti-de-mocráticos. Pero, como afirma Rodgers, losexperimentos decimonónicos de seguridadsocial y beneficencia siempre tuviero ncomo interlocutores a los miserables. Elénfasis en la clase obrera urbana, en sí mis-mo, es una conclusión impuesta por lasnuevas realidades industriales, pero tam-bién por el debate social cosmopolita. Para

6 La historia de la planificación urbana y el poderestá bien contada en Hall, Peter, Cities of Tomorrow:anIntellectual History of City Planning in the TwentiethCentury, Oxford, Nueva York, Blackwell, 1988.

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Estados Unidos, narra Rodgers, no fue fá-cil pasar de la idea de la caridad a la de se-guridad pública, y esta transformación fueun cambio doméstico, y un diálogo con unmundo de tanteos sociales. Hasta 1914,Estados Unidos, especialmente con Theo-dore Roosevelt, respiraba los vientos dellaborismo inglés, se alejaba del filantropis-mo y caridad, y lograba pasar multitud deleyes de protección a mujeres, menores,accidentes de trabajo, horas de trabajo, peroaún quedaba lejos de un sistema generali-zado de seguridad social. Sin embargo,para 1900 la política social estadounidensese parecía más que nunca a la europea. Noporque fuera un intento frustrado de segu-ridad social, sino porque

dentro de [la] red de conexiones y contin-

gencias, la diferencia estadounidense [ante

Europa] era no tanto categórica [un Estado

marcadamente débil, una ideología pecu-

liarmente en contra de consideraciones so-

bre bienestar colectivo] sino una cuestión de

ingredientes comunes acomodados bajo un

orden diferente (...) o mezclados en diferen-

tes proporciones (…) [p. 255]

De hecho, son los efectos sociales pro-vocados por la movilización europea antela guerra de 1914 los que inspiran un espí-ritu colectivista, socializante, en todo elmundo occidental, incluyendo a la recalci-trante e individualista “Amérique”. Rodgersanaliza el colectivismo europeo en las vi-siones estadounidenses; encuentra la fas-cinación de varios críticos e intelectuales

—como Randolph Bourne—, la colectivi-zación como una fórmula para superar elindividualismo, el egoísmo económico, es-tadounidense. Liberalismo, democracia ycolectivismo, en esta lógica, re s u l t a b a ncomplementarios. Pero el colectivismo deguerra también era un estado de excep-ción, una pausa, una cuestión “un-Ameri -can” que naturalmente fue rechazada re-gional y federalmente en Estados Unidos.En la década de 1960, la nueva izquierda(Christopher Lasch) interpretó el aislacio-nismo y la neutralidad de la clase políticaestadounidense ante la Primera GuerraMundial como una forma individualista,burguesa, de parapetarse alrededor del po-der doméstico. Rodgers encuentra en elcolectivismo europeo ante la Primer Gue-rra Mundial la influencia esencial que per-mitió a Wilson vender la guerra en EstadosUnidos:

la flama alrededor de la cual [los progresivis-

tas de la pre-guerra] volaban, ..., no era el

poder por sí mismo; era el ejemplo de las

naciones europeas colectivizadas por la gue-

rra. En 1917, Woodrow Wilson no ofreció a

los pro g resistas estadounidenses simple-

mente un conjunto idealista de objetivos de

guerra. Les ofreció, después de años de un

malogrado esfuerzo político, un experimen-

to sobre las posibilidades de un Estado co-

lectivizado por la guerra. [p. 279]

Pero si la ciudad, las políticas socialesobreristas y la seguridad social encaminadaa masas urbanas eran la parte más visible

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de los encuentros trasatlánticos de ideas ypolíticas, es la preocupación por el campola que acaba por enlazar un sin número deexperiencias nacionales (Dinamarca, No-ruega, Estados Unidos, Rusia e inclusoMéxico). Entre 1880 y 1930, la mayoría delos países europeos, inclusive los mas in-dustrializados, eran aún naciones de cam-pesinos pobres, mal comunicados y sujetosa vaivenes climáticos y económicos. La or-todoxia decía que el campo acabaría en lasciudades, que el mercado compensaría laspérdidas, creándose una industria agrícola.P e ro moral y políticamente el campo nuncafue abandonado como esencia del “espíri-tu” de los pueblos, y como factor económi-co y de clientela política. Las solucionesque se ensayaron a coro en todo el mundo(cooperativismo, educación, transport e ,tecnología, reconstrucción ecológica, pro-tección de suelos) son un continuo mun-dial que va de 1910 a 1940 (y la revoluciónmexicana, aunque Rodgers no lo diga, consu consecuente política agraria, es no sóloun corolario, sino un importante cataliza-dor de estas nuevas ideas y políticas).

Mas que el maquinismo, la modernidadtecnológica, es sin duda la parte más esta-dounidense de los “cruces atlánticos”. Elmundo entero se fascinó con las técnicasproductivas, y con los autos de HenryFord. La democracia liberal adquirió unaconnotación económica clara: todos igualesen el consumo, todos con acceso a las co-modidades de la vida moderna. La arqui-tectura de rascacielos, las ciudades creadasde la nada por las nuevas fábricas con má-

quinas que producían máquinas, esa fue,como lo llamó el historiador Jean-LouisCohen en una exposición que recorrió Eu-ropa en 1995, “la tentación americana”ante la que sucumbió Europa. La fascina-ción, económica y estética con EstadosUnidos se dejó sentir en todo Europa, peroEstados Unidos mismo no perdía de vistalos experimentos arquitectónicos euro p e os,sobre todo en vivienda obrera y fábricas,como lo muestra la constante preocupa-ción de Catherine Bauer, encargada de vi-vienda de la American Federation of La-bor, por Le Corbusier y el modernismosocial de la Alemania de Weimar.

Parecería ser que la política de F. D.Roosevelt, con su New Deal, fuera una con-secuencia natural de las décadas previas deestudios e intentos. Sin embargo, Rodgersmuestra cómo los tecnócratas y políticosdel New Deal realizan la penosa arqueolo-gía de su propia política social, recuperan-do viejas tentativas, al mismo tiempo quesiguen viendo al mundo, inmersos en unasituación de crisis social y económica queobligaba a una improvisación diaria. Dehecho, lo que parece haber caracterizado alquehacer del New Deal es el caos y el expe-rimentalismo más tesonero, nada que vercon una progresión armoniosa: “El enigmadel New Deal”, dice Rodgers, “radica encómo entender el matrimonio de un éxitotan impresionante con una incoherenciatan aparente y masiva” (p. 412). Por ello elNew Deal, explica Rodgers, funcionabacomo una maquinaria de inventiva intelec-tual y de modestia patriótica:

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[fue] una bodega repleta de propuestas de

reforma que saltaban al centro de discusión

política. Cuando la necesidad de rapidez

que la crisis demandaba les dio la libertad

para trabajar, el New Deal se convirtió en el

momento cumbre de los progresistas cos-

mopolitas. Fue su oportunidad de hacer

coincidir sus años de observación, su sentido

de negligencia y su consumo [una acumula-

ción de datos y hechos], de precedentes in-

ternacionales, con un breve sentimiento del

público en general —aunque sólo fuera una

sospecha producida por la crisis— de que los

Estados Unidos, después de todo, podía no

estar a la cabeza de la carrera del progreso

[p. 446].

Para Rodgers, lo que en verdad acabópor darle un rostro más o menos fijo al Es-tado benefactor, en Estados Unidos y elresto del mundo, fue la Segunda GuerraMundial. Los nuevos arreglos de poder,tanto como las lecciones científicas, socia-les y políticas, que produjo la guerra resul-taron en un consenso sobre la necesidad deun Estado social y económicamente activo.Significó, en palabras de Rodgers, el triun-fo de la visión más cosmopolizante dentrodel parroquial ambiente intelectual esta-dounidense. Pero también significó el fin,para Estados Unidos, de la “era atlántica-socio-política.

La riqueza de Atlantic Crossings esta enlos miles de detalles. También ahí se hande encontrar quizá varios gazapos, señalar-los sería de una erudición que no poseo y

de una mezquindad pedestre. Hay, sin em-bargo, unos ciertos desatinos en la arqui-tectura misma del libro que vale la penaseñalar. ¿Qué es el mundo atlántico? Evi-dentemente el término refiere a lo queconvencionalmente identificamos comopoder económico e intelectual: Europa yEstados Unidos, acaso Canadá. Pero locierto es que los “Atlantic Crossings” de quehabla Rodgers incluyeron mucho más queEuropa y Estados Unidos. Mas ¿son enten-dibles los “cruces atlánticos” de entre1880 y 1940 sin meter en el colectivo “Eu-ropa” a la España liberal, monárquica, re-publicana y socialista, y al Portugal de larevolución de 1910? No hubiera sido nece-sario rastrear los cruces con estas expe-riencias sureñas; bastaba con simplementereconocerlas. Los cruces y triangulacionesno serán vistos en toda su complejidad,incoherencia y verdadero carácter experi-mental si no se incluyen las re g i o n e s ,atlánticas si las ha habido, que fueron loslaboratorios del occidente; esto es, las “pe-riferias”, las colonias y ex colonias. Al verlas pretendidas modernidades a la luz delos sobras y ruinas de su propia construc-ción, que quedaron dispersas, por ejemplo,por toda América y África, se entiende me-jor el monto, la naturaleza y lo relativo delas modernidades de los “cruces atlánti-cos”. Hablar de ellos con respecto a lasproblemáticas urbanas de fines del sigloXIX y principios del XX, entre América yEuropa, y no mencionar a Buenos Aires oSão Paulo es, por una lado, una suerte de

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trasnacionalismo nacionalista (anda vetemás allá de la casa, pero no cruces la calle);por otro, es un despropósito total. BuenosAires, São Paulo, Nueva York y acaso Chi-cago y Boston, fueron los laboratorios so-ciales y culturales más importantes, paraEuropa y América, entre 1880-1930. Enefecto, la búsqueda historiográfica deltiempo perdido es mucho más intrincadade lo que imaginamos.

Por otra parte, con toda su elocuenciahistórica y su crítica al excepcionalismoestadounidense y al mito del mercado,Atlantic Crossings, como buen libro acadé-mico a la americaine, está hondamente ins-pirado por el presente, pero sufre de unainsoportable parsimonia presentista. Estoes, en ningún momento el autor se atrevea sacar lecciones explícitas para el presen-te, para el actual “nuevo” culto al mercado.Ojalá Rodgers nos obsequie algún ensayodonde se suelte el pelo político que sutemplanza académica no le permitió enAtlantic Crossings. Igualmente, ¿qué hay delos “cruces atlánticos” en la post-guerrafría? Después del consenso comunista yanti-comunista, ¿es ésta una era irrespon-sablemente doctrinaria que debería lanzar-se a la búsqueda global de ideas y políticassociales heterodoxas y arriesgadas? AtlanticCrossings ayuda a despertar del letargo delpresente, pero no quiere decirnos nadamás. Acaso tenia razón el Lukács románti-co de 1910 —hijo y víctima de estos “cru-ces atlánticos”— cuando decía que “la vidareal siempre es irreal, siempre imposible,en medio de la vida empírica”.

LAS TRANSFIGURACIONESDEL ORNITORRINCO

José Antonio Aguilar

Silva-Herzog Márquez, Jesús, El antiguo régimen

y la transición en México, Planeta/Joaquín

Mórtiz, 1999

Si algo llama la atención en los últimosaños es la palmaria incapacidad de los ana-listas para, ya no se diga predecir, al menosmedianamente explicar los trastornos queha sufrido el sistema político mexicano.Los científicos sociales a menudo vivenenamorados de su jerga, de sus referenciasy de su minúsculo universo intelectual. Laacademia ha confeccionado un campo deestudio a su medida. La “transitología”cuenta con una corte de iniciados, un cir-cuito de conferencias internacionales, re-vistas especializadas y gurús indispensa-bles. Muchos de los dardos de El antiguorégimen y la transición de Jesús Silva-Her-zog Márquez, están dirigidos a esta claseprofesional. “Esta ciencia”, nos dice, “queocupa a tantos estudiosos en las universi-dades de todo el mundo se ha vuelto, entrenosotros, más que un saber, una manía”.En el páramo de la ciencia política me-xicana este libro es una bocanada de airefresco, por su inteligencia, su enjundia y suvigorosa reivindicación del ensayo comogénero literario. La forma del libro es en símisma un manifiesto contra el paper aca-démico y contra el oscurantismo disfrazadode profundidad que a menudo nutre los li-i

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bros y artículos especializados. Hay muchoque celebrar en El antiguo régimen y la tran -sición. El diagnóstico de la transición escertero y a ratos descorazonado. Es, sobretodo, oportuno. Silva-Herzog Márquez esuno de los lectores más perspicaces de laescena política mexicana.

Mientras que muchos “transitólogos”se desvelan imaginando modelos formalese inventando nuevas categorías de autori-tarismos, Silva-Herzog Márquez vuelve lavista a los clásicos de la reflexión política.Estos dos elementos se encuentran vincu-lados. Uno de los axiomas de lo que Silva-Herzog Márquez llama el “Manual delperfecto demócrata” es la ruptura con elpasado. El “guión revelado de la transicióndemocrática” parte, en primer término,“de un veredicto tajante sobre el pasado.Una sentencia fulminante pero convincen-te sobre la naturaleza y los efectos del siste-ma político mexicano”. Es una caricaturadel antiguo régimen. “La democracia”, porel contrario, “se coloca como antítesis per-fecta del pasado y se pinta como jardín deinfinitas virtudes”.

EL ANTIGUO RÉGIMEN REVISADO

La revolución que más ha cacareado suruptura con el pasado ha sido la francesa.Sus artífices no se conform a ron con estable-cer un nuevo gobierno: quisieron refundarel tiempo, el calendario y sus estaciones.Estas pretensiones de rehacer a la sociedadde la nada llamaron la atención de Alexis

de Tocqueville, menos por estridentes quepor falsas. En El antiguo régimen y la revolu -ción demostraba que la revolución no habíasido el comienzo de nada, sino más bien elfin de los procesos puestos en marcha du-rante el antiguo régimen. La Revoluciónera continuidad, no ruptura. Al igual que aTocqueville con la Revolución, a Silva-Herzog Márquez le resulta sospechosa latransición mexicana porque se afana entrazar una línea simbólica entre el ayer y elhoy. De un lado ha quedado la oscuridaddel pasado autoritario, del otro se encuen-tra el presente luminoso de la democracia.1994 bien podría ser el Año I de esta nuevaera: “Guerrillador”. Como To c q u e v i l l e ,Silva-Herzog Márquez sospecha que haymás continuidades que rupturas entre elantiguo régimen y el nuevo de las quesuponen los epígonos del nuevo orden. “Acada rato”, afirma, “el cambio revela susancestros”.

La ambiciosa estrategia intelectual derecuperar el análisis tocquevilliano para ex-plicar el cambio político en México al finaldel milenio se antoja fascinante. El enfo-que ya había sido empleado para dar cuen-ta de la revolución de 1910. Del Antiguo ré -gimen a la revolución, de Francois-XavierGuerra, es un intento de explicación toc-quevilliana a la ruptura del orden porfiris-ta. Silva-Herzog Márquez prometía hacerlo mismo con el México de fin de siglo. Sinembargo, me parece que este proyecto nofue llevado hasta sus últimas consecuencias.

A diferencia del libro de Tocqueville,El antiguo régimen y la transición en México se

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ocupa poco del antiguo régimen propia-mente dicho. Su mérito no es proporcionaruna interpretación novedosa o heterodoxade él. Con elegancia, Silva-Herzog Már-quez repite la consabida historia del siste-ma político posrevolucionario. Falta, sinembargo, seguir el argumento tocquevillia-no con más rigor: ¿cuál es la relación entreel pasado y el presente? ¿cómo influye elantiguo régimen en el nuevo? A lo largodel texto aparecen atisbos de respuestas,pero no hay un argumento elaborado sobrela presencia del pasado en el nuevo tiempomexicano. En realidad, la parte más abulta-da, la que concentra la atención del autor,es el México actual. La forma del ensayobreve es una oportunidad y una limitación.Se presta a los destellos, a la aparición fu-gaz de ideas geniales que apenas son mos-tradas para desaparecer luego. El texto deSilva-Herzog Márquez es un libro de es-tampas, agudas siempre, a veces deslum-brantes, pero estampas al fin y al cabo. Heahí su fuerza y su debilidad.

Silva-Herzog Márquez sigue a uno delos “dos tocquevilles” que se insinúan enEl antiguo régimen y la revolución. SegúnStephen Holmes, es el Tocqueville queproporciona clichés morales, el predicadorque lamenta el deterioro de la fibra moralde sus contemporáneos. Pero, al lado deeste Tocqueville dado a la moralina, hayotro: “el segundo Tocqueville es el cientí-fico social más sutil y creativo del siglo XIX,quien, con un genio sin parangón, describey explica la complejidad psicológica de lainteracción humana y, en este caso, de la gé-

nesis del conflicto, el odio clasista y la mu-tua ignorancia de los estamentos en laFrancia del siglo XVIII”.1

Me parece que la voz del primer Toc-queville prevaleció en El antiguo régimen yla transición en México. Y hay algo de des-afortunado en ello. La lamentación de lacondición actual de México está emparen-tada con la explicación ofrecida por Toc-queville sobre el advenimiento del Se-gundo Imperio: Francia estaba condenadap o rque estaba moralmente corro m p i d a .Los Souvenirs son una presencia constanteen el texto de Silva-Herzog Márquez. Elsegundo Tocqueville, en cambio, nos pro-porciona un brillante marco analítico parael estudio del conflicto social en el mo-mento en que cobra forma. Es este rasgo elque hace al Antiguo régimen y la revoluciónun clásico sin rival en la teoría política.

En El antiguo régimen y la transición enMéxico sólo hay un atisbo de esto. Si Furettiene razón en su interpretación de Toc-queville, había una continuidad no aparen-te entre el Antiguo régimen y la Revolu-ción: la centralización administrativa. ¿Cuáles el equivalente en el caso de México?¿Cuáles fueron los mecanismos psicológi-cos en acción durante la transición mexica-na? No lo sabemos. En realidad, la analogíacon la explicación —o explicaciones— deTocqueville está sólo insinuada. Cada re-

1 Holmes, Stephen, “Treasures of hate and envy: Areading of Tocqueville’s Ancien régime”, Universityof Chicago, manuscrito sin publicar.

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forma exitosa, pensaba al autor del Antiguorégimen y la revolución, dirige la atención dela gente hacia aquellas áreas no reformadasy crea un hambre de mayores reformas queno puede ser satisfecha por el antiguo régi-men. Esto fue exactamente lo que no ocur-rió en México durante décadas, cuando la“liberalización” fue un recurso muy exito-so del sistema político para evitar demo-cratizarse. Aquí las medias reformas fueronnotablemente exitosas y no desencadena-ron, como en otros lugares, procesos incon-trolables que provocaron el colapso de losregímenes políticos autoritarios. México,vale la pena subrayarlo, no se ajusta bien ala famosa máxima de Tocqueville acercade que “el momento más peligroso para unrégimen es cuando se reforma”. Tampocose puede decir lo mismo de Rusia, porejemplo.

El problema con la sugerente analogíatocqevilliana es que en México no huborevolución democrática. Las preguntas delAntiguo régimen y la revolución (¿por qué elantiguo régimen se colapsó sin que nadielo previera? ¿por qué un sistema aparente-mente todopoderoso cayó tan súbitamen-te?) no se aplican fácilmente al caso mexi-cano. Aquí la caída del antiguo régimen nofue ni rápida ni imprevista. La transiciónno es la aparente ruptura radical con el pa-sado que Tocqueville puso en duda en elcaso de Francia. Las alusiones a revolucio-narios descamisados simplemente no sonconvincentes. El jacobinismo que criticaSilva-Herzog Márquez es una exageracióny una desmesura. El régimen mexicano se

parece más a la burguesa y corrupta Mo-narquía de Julio que al Terror. Lo cierto esque, fuera de los locos de la selva Lacan-dona, secuestrados por la historia, en Mé-xico ya no hay revolucionarios, ni tampocoreaccionarios. No hay ejemplos edifican-tes, ni Dantones, ni de Maistres. Sólo hayuno que otro Fouché. Nadie, nadie, prego-na el regreso al pasado.

¿Qué herramientas analíticas nos ofreceTocqueville para comprender el cambiosocial a gran escala en la actualidad? Para-dójicamente, la obra menos presente en ellibro de Jesús Silva-Herzog Márquez es Lademocracia en América. Texto que podríahaber sido más relevante para el análisis dela circunstancia mexicana. Es una lástimaque sólo se insinúe de tiempo en tiempoen las páginas de El antiguo régimen y latransición en México. ¿Qué dice Tocquevilleacerca de las transiciones a la democracia?Nada demasiado edificante. Identifica dosmodelos: la no transición de los norteame-ricanos y la sangrienta revolución de losfranceses. Los primeros tuvieron, segúnTocqueville, la gran fortuna de haber obte-nido la democracia sin haber experimenta-do los sufrimientos de una re v o l u c i ó ndemocrática. Los segundos, en cambio,tuvieron que sufrir una violenta y prolon-gada guerra civil que indefectiblementeprodujo odios entre las clases.

A pesar de que Tocqueville no creíagran cosa en la posibilidad de las transicio-nes pacíficas, me parece que la lectura deLa democracia en América ayuda, de cual-quier forma, a explicar algunos de los ras-

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gos del caso mexicano. El “democratismo”es, según Silva-Herzog Márquez, “la sacra-lización de la sociedad civil, el desprecio alas instituciones representativas, la fantasíadel gobierno directo”. Más adelante afir-ma: “El democratismo, la enfermedad in-fantil de los demócratas, es la charlataneríademocrática. Como si fueran esas pomadasmágicas que todo lo curan, un chipote, unataque de diarrea, el cáncer o el sida, elmerolico vende la democracia como la me-dicina que resuelve cualquier padecimien-to social: los desórdenes del sistema banca-rio, la inseguridad pública, el desempleo,la inflación. Aplique democracia y la do-lencia desaparecerá inmediatamente. Si lasmolestias continúan, aumente la dosis”.

Estos no son sólo los males del demo-cratismo, o de la transitocracia, son en bue-na medida, según Tocqueville, los malesdel menos malo de los sistemas políticos:la democracia. “Es irrebatible” afirmabaen La democracia en América, “que la gentea menudo maneja los asuntos públicosmuy mal”. Como un sistema legislativo, lademocracia es lamentablemente inadecua-da: “sus leyes casi siempre son defectuosaso inoportunas”. Los políticos generalmen-te son figuras mediocres, que llegan a lospuestos públicos a causa de la envidia quea la mayoría le producen los hombres supe-riores. De cualquier forma, los políticosque normalmente son electos no cuentancon la habilidad para dirigir. La fuente delos males es la mayoría misma: su inmadu-rez psicológica y su imprudencia la hacenincapaz de fijarse metas de largo plazo.

Tampoco puede actuar de forma metódicao regular. A menudo es perezosa y los es-fuerzos continuados le fatigan.

Con todo, y a pesar de sus muy visiblesdefectos, “las bendiciones que trae la li-bertad democrática aplicada a los estadosinternos del estado son mayores que losmales producto de los errores del gobiernodemocrático”. Las ventajas de la democra-cia son lo suficientemente grandes paracompensar sus enormes fallas. Más aún,Tocqueville formula un argumento queparece contradecir la afirmación de Silva-Herzog Márquez arriba citada: “en la enor-me complicación de las cosas humanas, aveces ocurre que la libertad extrema corri-ge los abusos de la libertad y que la demo-cracia extrema previene los peligros de lademocracia”. Las “curas” democráticas sondiversas. La democracia motiva a los ciu-dadanos ordinarios a obedecer la ley. Na-die atacará a la institución de la propiedadprivada si posee alguna propiedad. Hastalos miembros menos favorecidos de la so-ciedad pueden ser inducidos a respetar laautoridad si tienen cierta parte de ella. Elsufragio universal, que impide que una mi-noría se arrogue la representación de lamayoría silenciosa, desarma a las faccionesradicales. La democracia, además, produceefectos secundarios no intencionados: dis-tribuye a través del cuerpo social “una ac-tividad incansable, una fuerza superabun-dante y una energía que no se encuentraen otro lado”. El punto no es que el demo-cratismo no exista, sino que tal vez sus ma-les han sido exagerados.

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C o m p a rto, sin embargo, el desagrado deSilva-Herzog Márquez por esa fe bobalico-na en la deidad Democracia. El democra-tismo me repele menos por ingenuo quepor perverso. Quienes dicen desear una so-ciedad más libre y democrática a menudominan las instituciones que pueden llevar-nos a ella. En estos tiempos de confusión,a menudo las ideas más reaccionarias yconservadoras se embozan en un discursoaparentemente progresista. La izquierdapocas veces ha estado más desorientadaque ahora. Creo que los remedios a los ma-les democráticos que Tocqueville propusoson aún eficaces: un congreso bicameral, elfederalismo, y un poder judicial indepen-diente y vigoroso. Es decir, las institucio-nes liberales.

EL ORNITORRINCO Y SUS CRÍTICOS

Además de Tocqueville, la otra estrella queguía —en estilo y propósito— la reflexiónde Jesús Silva-Herzog Márquez es DanielCosío Villegas2. Su influencia, me parece,es simultáneamente afortunada y desafor-tunada. Al igual que los libros de Cosío Vi-llegas, El antiguo régimen y la transición enMéxico es oportuno, agudo y elegante. Y,como ellos, es poco uniforme. Sobre todo,pone demasiado énfasis en el carácter y lapersonalidad de los actores políticos. Aligual que Cosío Villegas, el yerro mayor deSilva-Herzog Márquez es un excesivo vol-untarismo. Si bien el autor menciona y dis-cute el hábitat de los políticos mexicanos y

las condiciones que los moldearon, a ratosestos seres aparecen como absurdas carica-turas, seres tragicómicos, engendros de latransición, que no atinan a comprenderdónde están ni qué deben hacer.

No discuto la precisión del triste retratoque hace Silva-Herzog Márquez. Sin em-bargo, exponer a los políticos mexicanoscomo figuras miopes, disminuidas, abota-gadas, pero codiciosas es sólo un ejerciciomoral de calistenia: es útil, pero no noslleva muy lejos. Al igual que Cosío Ville-gas, que criticó el “estilo personal de go-bernar”, Silva-Herzog Márquez es un críti-co de los humores políticos re i n a n t e s :demagogia, torpeza, democratismo. Meparece que El antiguo régimen y la transiciónen México comete el mismo error de CosíoVillegas en su interpretación de la Repú-blica restaurada y en su famoso artículo“La crisis de México”: es decir, atribuirle,para bien y para mal, una desmedida im-portancia a los personajes políticos.

No es necesario comulgar con un estru c-turalismo determinista ni tampoco negar laimportancia de las decisiones individualespara aceptar que los incentivos son funda-mentales para entender cómo se compor-tan los actores políticos. En La constituciónde 1857 y sus críticos (1957) es donde el vo-

2 (1898-1976) Ver de este autor: El estilo personal degobernar, México, Joaquín Mórtiz, 1974, HistoriaModerna de México, México-Buenos Aires, Harla,1955, “La crisis en México” en Ensayos y Notas,México-Buenos Aires, Hermes, 1966 y CuadernosAmericanos, FCE, 1949.

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luntarismo de Cosío Villegas es más claro.A Emilio Rabasa le rebatía: “la libertadgenuina y el interés general en la cosa pú-blica son capaces de contener las malasconsecuencias de una mala ley y hasta ha-cerlas favorables”. Silva-Herzog Márquezno descuida a las instituciones, por el con-trario, nos presenta una agenda de las re-formas democráticas “de segunda gene-ración” que deberán implementarse enMéxico si la democracia ha de consoli-darse. Sin embargo, al mismo tiempo fusti-ga sin misericordia a los actores políticosque representan la comedia de la transi-ción: “todos los días nos enfrentamos conel espejo roto. Nadie sabe quién es, quépapel juega, qué responsabilidades lo mar-can”. Las élites mexicanas, según Silva-Herzog Márquez, han mostrado una inep-titud histórica: “incapaces de emigrar delpasado, nuestros dirigentes están bienequipados para la denuncia, para el obs-táculo, para la amenaza, pero están lisiadospara el convenio constructivo. El universode la guerra, la lógica de la enemistad pre-side nuestro tiempo”. ¿Son los políticos dehoy más torpes, más pequeños, más mez-quinos que los de ayer? ¿Son necesarioshombres y mujeres virtuosos, generosos yvisionarios para que un sistema políticofuncione adecuadamente? Silva-Herz o gMárquez, a diferencia de Cosío Villegas,no nos presenta un pasado ejemplar —laRepública restaurada— ni una lista de pro-hombres —los “gigantes” de la Reforma—pero lamenta igualmente la ineptitud dequienes rigen al país.

El voluntarismo nos hace esperar cosasque raramente son de este mundo. Como,por ejemplo, un político virtuoso. Errónea-mente ciframos el destino del país en la ca-pacidad visionaria de una clase política quenunca ha estado a la altura de las expecta-tivas de sus críticos. “Tal parece”, nos diceSilva-Herzog Márquez, “que la obstina-ción es la gran enemiga de la consol i d a c i ó ndemocrática. Sólo puede constru i rse unnuevo régimen cuando los actores son ca-paces de renunciar en alguna medida a sushábitos, a sus certezas, a sus recuerdos”.¿Es esto cierto? ¿No es más plausible pen-sar que un nuevo régimen se construye só-lidamente cuando a los actores les convie-ne edificarlo? El problema con el volunta-rismo es que nos hacer albergar esperanzasy expectativas ir reales. Por algo decía Ma-dison que si los hombres fueran ángeles norequerirían del gobierno.

Un excesivo énfasis en el carácter delos actores oscurece los vínculos causalesque explican las dinámicas políticas. Porejemplo, ¿por qué se ha retrasado esta se-gunda generación de reformas institucio-nales democráticas? Del análisis que sepresenta en El antiguo régimen y la transi -ción en México podríamos inferir que es acausa de la miopía y la torpeza de los acto-res. Sin embargo, se puede explicar estarenuencia si consideramos los incentivosque enfrentan los políticos. Sólo se atan lasmanos —al fin y al cabo de eso se tratan lasreformas institucionales— quienes creenque en el futuro inmediato pueden perderel poder. Si el PRI creyera que el gobierno

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nacional pudiera caer en las manos del PRD

o del PAN, trataría de poner el mayor núme-ro de candados, pesos y contrapesos insti-tucionales para impedir la discrecionalidady la arbitrariedad una vez que sus rivalesasuman el poder. No hay que olvidar quelos futuros perdedores son los políticosmás demócratas. Si, en cambio, hay unagran probabilidad de que el PRI conserve elpoder, ¿por qué atarse las manos y privarsede los beneficios de disfrutar de la arbi-trariedad? Mientras que en el horizonte sevislumbre la continuidad no habrá incen-tivos poderosos para pactar otra reforma.Eso, no el carácter moral de los actores, eslo que explica su ausencia.

No pretendo, por supuesto, excusar alos mediocres políticos mexicanos. Son,como, bien señala Silva-Herzog Márquez,pigmeos. Pero no creo que la clave princi-pal de nuestros males seculares se encuen-tre en su disminuido tamaño. Estamos,creo, más de lo que pensamos a la mercedde factores impersonales y anónimos queno controlamos y que escapan a la volun-tad de los actores políticos: la desigualdady sus efectos en la provisión de bienes

públicos como la seguridad y el estado dederecho, la debilidad y la vulnerabilidadde la economía y la precariedad del entra-mado institucional.3 Si de voluntades setratara, Tocqueville habría sido mucho másoptimista sobre el futuro de Francia. Si lainestabilidad política crónica pudiera serresuelta por políticos desinteresados e ilus-trados el mal no sería tan grave. Sin embar-go, no era así. Francia era víctima de suhistoria y de sus hijos bastardos: la centrali-zación administrativa, la guerra entre la re-ligión y la libertad y la desigualdad. Nadade eso podía ser borrado de un plumazo.El cambio, lento y doloroso, era posible masno lo era la alquimia democrática. SobreTocqueville Guizot alguna vez afirmó: “esun hombre derrotado que acepta su derro-ta”. Silva-Herzog Márquez, por el contra-rio, no se resigna a la derrota. Tiene másconfianza en México que la que Tocquevi-lle depositaba en Francia. La inteligenciaes su apuesta: ojalá y no se equivoque.

3 Véase Przerworski, Adam, “El Estado y el ciuda-dano”, Política y Gobierno, CIDE, México, vol. 2,núm. 2, 1998.

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