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EL “ESTUDIO” DE LA PALABRA FORMA AL DISCIPULO “Lectio Divina” o “Lectura orante”

Un camino vivido y propuesto por la Iglesia

“El Maestro está aquí y te llama” (Jn 11,28)

P. Juan Olloqui, Arquidiócesis de Chihuahua

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INTRODUCCION. Aun cuando se trata de unas notas repetitivas, ofrezco este auxilio para adentrarnos en el espíritu de la Lectio Divina. En ellas quiero mirar cómo Dios forma a quienes él pretende hacerles discípulos suyos, parte viva de su pueblo. Pero sobre todo me interesa ver cómo Él va configurando a quienes, siendo bautizados y convertidos al Camino, ha pensado enviar a servir en nombre suyo en los ambientes y lugares donde no le conocen, sobre todo en la vida de los cristianos que no tienen acceso a la Palabra y los sacramentos. Sabemos que una inmensa cantidad de hermanos en la fe, o no tienen la Biblia o, si la tienen, no la utilizan; el hecho de colocarla frente a nuestros ojos y acompañada de un florero o de una lámpara, pero sin abrirla, es como tener a la vista la fuente de la vida, pero sin llegar a beber de ella. Pablo enseñaba que “la fe nace de la predicación, y lo que se proclama es el mensaje de Cristo” Rom 10,17). Lo que se proclama o predica es la Palabra de Cristo. Pero igualmente el Apóstol dice, con dolor, que no todos los que han oído han llegado a creer. Esto vale para todos los tiempos. Cómo oír la Palabra, será determinante para la fe (ver 10,18-22). Y en esta cuestión ocupan un lugar clave los “guías” que acompañen a hermanos que aún no conocen ni aceptan la Palabra. Recordemos el bello papel ejercido por Felipe ante el etíope que leía al profeta Isaías: “¿Entiendes lo que estás leyendo?” Responde el etíope: “¿Y cómo voy a entenderlo si nadie me lo explica?” (es el episodio narrado en Hech 8,26-40). Felipe había pasado de la propia ceguera a la luz del Señor, y por ello se le había concedido auxiliar a otros en el camino de la fe. ¿Qué puede pasar si un ciego guía a otro ciego? (ver Lc 6,39-42). La herencia del Señor presente en las Escrituras tendrá que ir más allá de un mero libro abierto. De ahí la importancia de ofrecer caminos que nos lleven a descubrir el tesoro de la Palabra contenido en la Escritura santa, que nos enseña a comprender nuestra historia, gracias a Cristo muerto y resucitado. Uno de ellos es la lectio divina: esta lectura es calificada como ‘divina’, porque se realiza sobre las Escrituras inspiradas, y se realiza gracias a la presencia del Espíritu en la Iglesia, que acompaña a todos sus miembros para que conozcan y se dejen guiar por su Maestro y Señor. En muchas reuniones de formación al interior de las comunidades cristianas, es frecuente iniciar recordando las luces y orientaciones recibidas de los Concilios, Sínodos, Conferencias episcopales, etc. Es explicable, porque en estas experiencias de Iglesia se toma el pulso de la realidad y porque se ofrecen normas y orientaciones para el futuro.

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Me uno a lo anterior al elaborar algunas notas que nos ayuden a comprender y vivir la lectura orante de la Palabra o Lectio Divina. Después de todo, ningún cristiano puede vivir sin la comunión con los discípulos de ayer y de hoy, sobre todo si se trata de quienes en nombre de Cristo guían a su pueblo: son ellos quienes han recibido y nos entregan de manera viva a nosotros lo que viven de la fe en el Padre, en el Señor Jesucristo y en el Espíritu Santo. El espíritu propio de la lectio divina se mueve dentro de lo que llegó a confesar el profeta Jeremías: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir” (Jer 20,7). De esta manera reconocía que el Señor es el protagonista en su obra de salvación, es él quien inicia su obra atrayéndonos hacia Él; antes que el hombre busque a Dios, él ya se nos ha adelantado desde siempre. Pero en el encuentro con el Señor en las Escrituras, nosotros tomamos una postura que es propia del hombre de fe: dejarnos seducir, atraer, y este paso permite que el hombre colabore de manera responsable en su vocación. Deseamos que esta experiencia la vivan todos aquellos bautizados que avanzan en su fe desde la lectio divina, y lleguen a ser verdaderos evangelizadores que lleven en ellos la Palabra. I.- VOCES DE NUESTROS PASTORES. En el Concilio Vat II, nuestros pastores buscan insistentemente que todos los cristianos entren en “la lectura asidua de la Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo (Filip 3,8), pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (DV 25). No es una simple recomendación para nosotros, como si pudiéramos decir: “bueno, es recomendación, no pasa nada si la dejamos a un lado”. Habrá que decir que, en estas palabras, se trata de una necesidad vital para nuestra fe; no podemos saltarla; no es una necesidad entre otras: del encuentro con la Palabra depende nuestra identidad y tarea cristiana en este mundo. Es una llamada de atención a quienes, siendo bautizados, estamos llamados a vivir desde lo único necesario; nos jugamos en ello lo que somos.

“También el ministerio de la Palabra, esto es, la predicación pastoral, la catequesis y toda instrucción cristiana, en que es preciso que ocupe un lugar importante la homilía litúrgica, se nutre saludablemente y se vigoriza santamente con la misma Palabra de la Escritura” (DV 24). Dentro de los servicios que un catequista presta a la Palabra, el presbítero ofrecerá buen pan a sus feligreses si vive de la atención sosegada a la Palabra, con el fin de animar e iluminar lo que va experimentando una comunidad, como lo expresa muy bien el siguiente párrafo de Dei Verbum:

“Es necesario, por consiguiente, que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura, y se rija por ella. Porque en los sagrados libros el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos

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y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual” (DV 21).

Impresiona la manera como este documento expresa la fuerza de la Escritura: «La Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo» (DV 21). Entre nosotros, los bautizados, no es común visualizar este lazo entre la “Escritura” y el “Cuerpo de Cristo”. ¡Cuánto bien nos haría a todos buscar esta unidad, para no correr el riesgo de aislar lo que de por sí está unido!

La fuente para formarnos como discípulos de la Palabra la encontramos en la misma Sagrada Escritura. Ahí está lo que el pueblo de Dios ha vivido siempre en su caminar para ser pueblo del Señor: en diálogo y alianza continuos con Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

La Iglesia ha fijado su atención en la “lectio divina” como una manera práctica y eficaz para que la Palabra de Dios se haga vida en todo cristiano, en cada una de nuestras familias y en nuestros diferentes ministerios. Y esto, sin convertirla o reducirla a un mero curso que entra en la cabeza como un mero dato cultural y destinada a gente “estudiada”. Es, más bien, el alimento cotidiano que nos puede formar como Iglesia del Señor. A partir de los textos bíblicos, somos llamados a permitir que la Palabra, por el Espíritu Santo, haga camino en nuestros corazones y en nuestra vida entera. De esta manera podremos llegar a hacer la experiencia de una convicción de fe, y decir cada vez con mayor fuerza: ¡el Hijo del Padre vive en medio de nosotros! Fue el trabajo que el Resucitado realizó, por ejemplo, en los discípulos de Emaús (ver Lc 24,13-35): junto con otros hermanos, ellos habían vivido un encuentro con Jesucristo; verlo crucificado, significó para ellos una huida a todo, un derrumbe de sus esperanzas; pero el Resucitado no les dejó solos, y su compañía fue para ellos un renovado y profundo encuentro, tanto que les hizo volver a la comunidad como testigos. Con lo dicho anteriormente, podemos decir con el documento Verbum Domini en su no. 7: “el cristianismo es la «religión de la Palabra de Dios», no de «una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo”.

Nuestros pasos a dar en la Lectio Divina encuentran, por ejemplo, en dicho texto de Lucas, una luz muy grande para experimentar al Viviente hoy, pues el que ha resucitado es el mismo que está enraizado hoy en esta humanidad, acompañando a quienes vamos desalentados y defraudados en la vida. Si el corazón nuestro se abre poco a poco al Acompañante de Emaús, llegaremos a una verdadera experiencia de conversión: vida de Iglesia. Nunca ha sido fácil para un bautizado reconocer a Jesucristo como su Ley suprema, pero hacia allá deberemos avanzar.

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II.- DEJARNOS RENOVAR POR LA PALABRA. En una bella síntesis, la Iglesia ha recogido y expresado el camino y la dinámica que todo discípulo está llamado a vivir como miembro del Cuerpo de Cristo para ser testigo suyo en este mundo:

“El Santo Concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola confiadamente, hace suya la frase de San Juan, cuando dice: ‘Les anunciamos la vida terna, que estaba en el Padre y se nos manifestó; lo que hemos visto y oído lo anunciamos a ustedes, a fin de que vivan también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo’ (1 Jn, 1,2-3)” (DV 1).

“Escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola confiadamente”. Esta expresión la comentaba así el Papa Benedicto XVI en 16 sept. 2005: “Son palabras con las que el Concilio indica un aspecto calificador de la Iglesia: es una comunidad que escucha y anuncia la Palabra de Dios. La Iglesia no vive de sí misma sino del Evangelio y encuentra siempre y de nuevo su orientación en él para su camino. Es algo que tiene que tener en cuenta todo cristiano: sólo quien escucha la Palabra puede convertirse después en su anunciador. Y a esta dinámica habría que invertirle iniciativas. La Iglesia sabe bien que Cristo vive en las Sagradas Escrituras. Precisamente por este motivo, como subraya la Constitución Dei Verbum, siempre ha tributado a las Escrituras divinas una veneración parecida a la dedicada al mismo Cuerpo del Señor [ver ‘Dei Verbum’ 21]... La Iglesia debe renovarse siempre y rejuvenecer y la Palabra de Dios, que no envejece nunca ni se agota, es el medio privilegiado para este objetivo” (de un Discurso del papa Benedicto XVI con motivo de los 40 años de la Constitución Dogmática Dei Verbum). He ahí expresada nuestra identidad: discípulos-apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. Escuchar ‘religiosamente’ es una ‘llave’ que abre la puerta al verdadero rumbo de la comunión de todo el pueblo de bautizados con Dios. Ello significa que la Iglesia se va haciendo más a la imagen de Jesucristo en la medida que preste oídos, ojos y corazón a la Palabra que se ha hecho carne y que de manera privilegiada se nos entrega en la Escritura Santa. Es la fe puesta en práctica; es por la fe-obediencia por la que Abraham fue proclamado ‘justo’. Esta dinámica tendrá que orientar y regir nuestra formación de bautizados, sea en el ministerio ordenado, sea en quienes, en la inmensa mayoría, vivimos en medio de los asuntos temporales y formando una familia. No ignoramos que en nuestros diferentes países se implementan caminos para acercarnos a Cristo-Palabra. El Papa Juan Pablo II nos invitaba a una verdadera conversión: “Vuelvan con renovado interés a la Sagrada Escritura… En el texto revelado es el mismo Padre celestial quien sale a nuestro encuentro amorosamente y se entretiene con nosotros manifestándonos la naturaleza del Hijo unigénito y su proyecto de

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salvación para la humanidad” (Carta Apostólica Tertio Millennio adveniente, 40, año 1994). Dios nos conceda que “el Libro” de la Iglesia se convierta, poco a poco, en el lugar donde busquemos el mismo rostro de nuestro Señor, y así demos un gran valor a lo que, de suyo, es letra muerta sin alguien que nos lo abra (ver Apoc 5,9), y nos dispongamos, de nuestra parte, a escuchar al Espíritu. “El Espíritu y la novia dicen: Ven” (Apoc 22,17). Estas palabras del Apocalipsis hablan de la incansable postura de todo creyente y de la Iglesia toda ella: anhelar de manera viva la llegada del Cordero para que nos enseñe a leer en verdad la vida entera. Aun con el riesgo de repetir, preguntémonos: ¿cómo los bautizados seremos apóstoles de la Palabra si no hemos sido acompañados para desarrollar la fuerza del Espíritu que habita en ella? Algo detiene y nos detiene a una inmensa mayoría para alimentar y ejercer nuestra identidad. El libro Hechos de los Apóstoles narra un episodio que retrata en gran medida la situación de muchos bautizados y del trabajo que el Señor busca promover:

“Sucedió que un eunuco etíope, ministro de la reina Candaces y administrador de sus bienes, volvía de una peregrinación a Jerusalén, sentado en su carroza y leyendo la profecía de Isaías. El Espíritu dijo a Felipe: —Acércate y camina junto a la carroza. Felipe la alcanzó de una carrera y oyó que estaba leyendo la profecía de Isaías, y le preguntó: —¿Entiendes lo que estás leyendo? Contestó: —¿Y cómo voy a entenderlo si nadie me lo explica? Y lo invitó a subir y sentarse junto a él…” (Hech 8, 27-31).

Si aprendemos bien esta bella vocación de ser discípulos-apóstoles de la Palabra, descubriremos igualmente que, poco a poco, vamos superando un divorcio entre la fe que decimos tener y la vida nuestra de cada día (ver EN, no. 20 = Para anunciar el Evangelio). Quienes hemos tenido el privilegio de acceder a los Libros Santos dejándonos hacer una y otra vez por ellos, ¿por qué no acompañar de manera decidida a quienes van leyendo el texto, pero sin ir más allá? En muchos casos, la Biblia se tiene en casa como regalo por el día de un sacramento recibido, pero sin tocarla y abrirla. El Papa Juan Pablo II ha subrayado el papel que puede jugar en nosotros este servicio de acompañamiento: “Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida

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tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia” (Novo Millennio Ineunte, 39). III.- LA FORMACION PROPIA DEL DISCÍPULO. Antes de mirar concretamente el camino que podemos recorrer en la Lectio Divina en algunos de sus pasos, detengámonos en aquellos aspectos fundamentales que la hacen prosperar hasta dar frutos; el primero, y el que estará presente en todos y cada uno de sus pasos, es la escucha. Es la actitud propia de quien llegará a ser verdadero discípulo de Jesucristo, es decir, la de quien siempre desea escuchar, sin poner en primer lugar sus propios razonamientos, que no dejan de atraernos. Quizá por ello muchas mujeres y hombres de fe, no nos atrevemos a ser testigos del Evangelio: porque no hemos escuchado “religiosamente” la Palabra. ¿Cómo podríamos anunciar a Cristo sin haber escuchado con el corazón su voz, antes que la nuestra? La ESCUCHA, es nada menos que el espíritu desde el que arranca la Dei Verbum. Sin ello, el hombre ante la Palabra estará girando solamente alrededor de sí mismo y en un cansado activismo, y finalmente no servirá a la eficacia propia de la Palabra. 1.- LA ESCUCHA. Nos ejercitamos de manera ordenada en la escucha de la Palabra: la Lectio Divina tiene esta columna vertebral. Podemos decir que cada uno de sus pasos nace de la escucha, y no es otra la manera como Dios siempre ha querido formar a su pueblo, porque esto posibilita la alianza con el Señor. La iniciativa de salir al encuentro de los hombres para hacer de ellos un pueblo, es de Dios. En su designio eterno, Él ha querido promover y mantener vivo el diálogo con su pueblo. La primera palabra…y la última, le corresponde a Él. Nuestra fe está enraizada en este convencimiento, que pide ser alimentado abriéndonos al diálogo con el Padre de nuestro Señor Jesucristo. ¿Verdad que muchos acostumbramos decir: “primero Dios”, “Dios por delante”, etc.? En la práctica, nos es fácil permitir que Dios hable. La conversión a Él viene con la escucha perseverante de su Palabra. De hecho, en varios grupos de estudio de la Biblia, se llega a “estudiar” un texto y a comentarlo inmediatamente después de haberlo leído, sin el mínimo interés de hacer silencio e interesarnos por un silencio abierto a la comprensión. El solo hecho de leer un texto no es escucha ni comprensión. Muchos entramos en una verdadera dificultad cuando se trata de escuchar al hermano, y esto se acentúa en grado sumo cuando el Otro es el Señor. En una buena medida, ello se debe a que, al ser educados en la oración, nos insistieron en hablar a Dios, y muy poco en escucharle. Pareciera que la persona que más habla es la que mejor sabe orar, aunque nada escuche de la voz del Señor. Y

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cuando se nos llega a poner en silencio, camino necesario para la escucha, solemos experimentar desesperación o aburrimiento. ¿Podría conocer yo a Dios sin que yo le dé la palabra a Él, y darle tiempo para que él me muestre su ‘rostro’? El Espíritu nos revela las profundidades de Dios cuando nos ve pobres y humildes ante lo que el Otro quiere manifestarnos de sí mismo. En el texto de la Escritura, habita una cultura antigua que tuvo sus maneras propias de expresar y vivir la fe en Yahvé; que tuvo unas lenguas muy de aquella época para comunicar un mensaje, etc. Esta realidad nos obliga a buscar para comprender. ¿Qué ha querido decir el Señor al inspirar a determinadas personas, de épocas tan distantes a la nuestra? A Dios lo escuchamos haciendo frente a su Palabra escrita en este antiguo y siempre nuevo libro que llamamos BIBLIA. Por ello decimos que la Palabra nos llega siempre a través de una cultura, sin confundirse con ella. Insistamos: La gran originalidad de la Biblia es la de mostrarnos a un Dios que busca comunicarse con los hombres, y que a través de ello no sólo nos revela sus planes o su voluntad, sino Él mismo, su misterio. Antes que el mundo existiese, Dios va creando por su Palabra, y esto es ya una bella manera como Dios se nos muestra cercano. Teniendo esto en cuenta hay, pues, algo que Dios ama muchísimo: educarnos en la escucha. Y nadie como el Hijo ha escuchado a su Padre. La “lectio divina” se rige en gran medida por esta necesidad fundamental, vital. Veamos unos cuantos ejemplos. El libro llamado Deuteronomio, presenta la siguiente exhortación: “Escucha, Israel” (Deut 6,4). Y lo que hay que escuchar es la voz del Señor (Deut 6,9). . En este continuo llamado a la “escucha”, aparece el punto de partida para que un pueblo participe de la alianza con su Señor. Tan necesario es esta manera de vivir, que Israel busca los medios necesarios para no olvidarla, sino mantenerla viva, y desde ahí habrá que entender lo que dice el mismo libro del Deuteronomio:

Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas, tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal y serán como una insignia ante tus ojos; las escribirás en los dinteles de tu casa y en tus puertas (Dt 6,6-9).

¿Exageración? Es que los medios se hacen necesarios cuando se ha llegado a dejar que la Palabra eche raíces en el corazón. Y en las diferentes maneras de retener con nosotros la Palabra de Dios, las manos y los lugares de la casa colaboran en esta necesidad. Todos necesitados ser continuamente formados en la escucha.

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La escucha de la Palabra que viene de Dios, está ligada inseparablemente al amor a Dios mismo y, por ello, a la obediencia de sus mandatos. Por ello la escucha no se reduce a un mero oír voces ni a repetir textos bíblicos. Samuel, desde temprana edad, es formado en la actitud propia del discípulo. Ante Dios, que le llama insistentemente, él expresa lo siguiente: “Habla, que tu servidor escucha.” (I Sam 3,10). Samuel mismo fue educado en esta postura fundamental de fe. Cuando el Señor le dice a Salomón: “Pídeme lo que quieras”, Salomón responde: ”Enséñame a escuchar para que sepa gobernar a tu pueblo” (I Re 3,5-9). Es algo sorprendente, porque él no suplica abundancia de poder, de influencias ni riquezas, sino algo que solamente los pobres se atreven a pedir: enséñame a escuchar. ¿A quién se le ocurre pensar que por este camino alguien podrá gobernar con sabiduría y justicia a un pueblo? Y en verdad, la “pobreza”, y solamente la pobreza, nos podrá mantener abiertos y prontos a la voz divina. Habría que pedir perdón cuando nos vemos con desinterés por escuchar. El Sal 78 (77) habla de cómo en ocasiones se fue viviendo el “diálogo” entre Dios y su pueblo: Ante las obras manifiestas de Dios, el pueblo olvidaba la alianza. Las expresiones con las que este Salmo califica a Israel son durísimas. Por ejemplo: “ellos volvieron a pecar contra él (v. 17); “tentaron a Dios en sus corazones” (v. 18): “no se fiaron de Dios ni confiaron en su auxilio” (v. 22): “a pesar de todo, volvieron a pecar” (v. 32); “lo adulaban con la boca, le mentían con la lengua; su corazón no fue leal con él ni fueron fieles a su alianza” (vv. 36-37), etc. En otro lugar, el pueblo reacciona así ante la voz que Jeremías pronuncia en nombre de Yahvé: “No queremos escuchar esa palabra que nos dices en nombre del Señor” (Jer 44,16). Esta historia no está superada hoy en día: el hombre sigue aferrándose a vivir desde sí mismo. Es nuestra manera de escuchar la que está en el fondo de todo ello. Y ¿quién podrá tirar la piedra para culpar a otros de esta cerrazón? Si el Señor no siguiera ya hablando a su pueblo por medio de su Espíritu en la Sagrada Escritura, si Él nos cerrara la puerta para siempre, no tendría caso estudiarla con todo lo que somos. De ahí que la Lectio Divina sea un trabajo eminentemente espiritual, es decir, animado por el Espíritu del Señor, que no se cansa de dialogar con nosotros, y que lo único que nos pide es un poco de apertura. Todo el caminar de Yahvé con los suyos inicia con la Palabra que Él nos dirige. Y esto marca también nuestro caminar hoy. La Lectio Divina pretende restablecer este camino de la escucha, sin el cual el hombre se estaría respondiendo solamente a sí mismo, y restablecer el camino de la entrega de esta Palabra a otros hermanos: Escuchar religiosamente y proclamar confiadamente es, decimos, lo que señala Dei Verbum; es la bella tradición de la que se alimenta todo bautizado.

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Si nos dejamos educar en la escucha, ésta nos llevará a la oración fecunda, a la práctica de la Palabra, al testimonio hablado y al testimonio de una vida como la de Jesús. Porque quien sabe nutrirse de la Palabra, será un gran servidor de la misma. Por la escucha del corazón, Dios inicia un proceso que podemos llamar de “gestación”. Esto, si nosotros consentimos libremente en acoger la semilla que pone en nosotros el Sembrador gracias al Espíritu que fecunda el quehacer de la Palabra. El vientre de la mujer nos puede ilustrar: La vida de una criatura que se inicia dentro de su seno, no corre prisas; su desarrollo es paciente, y la madre cuida de este proceso. Esta nueva vida tiende a manifestarse saliendo de su bella cueva materna. La Palabra que es Jesucristo y que habla en las Escrituras por acción del Espíritu, busca las maneras de entrar en una persona e iniciar ahí un camino de “gestación” o formación. Para iluminar su trabajo de apóstol, dice Pablo a los gálatas: “Hijitos míos, a los que doy a luz de nuevo, hasta que adquieran la figura de Cristo…” (Gal 4,19). Esto implicó para él amor y dolor, como cuando nuestra propia madre nos crió hasta que viéramos la luz. Y dirigiéndose a los efesios en espíritu de oración: “… que por la fe resida Cristo en el corazón de ustedes…” (EF 3,17). Y san Juan nos presenta a Cristo hablando a los suyos: “Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él” (Jn 14, 23). Queda así expresado el papel que la Palabra incansablemente realiza, hasta ver brillar su trabajo amoroso. Las palabras aquí subrayadas apuntan más allá del mero “saber Biblia”, que no deja de ser atractivo el quedarse ahí. Dios nos conceda ser dóciles a la vida que Él siembra en cada uno de nosotros por su Palabra. 2.- EL PROFETA, PRESENCIA VIVA Y ACTUAL DE DIOS EN MEDIO DE SU PUEBLO.

“… mis siervos los profetas” (Jer 26,5). Los lazos con su pueblo Dios los fue estrechando a través de muchos caminos, pero los profetas han sido sus grandes aliados en este campo de la amistad con el Señor. Al inicio del libro de Ezequiel, encontramos que “la palabra de Yahvé se dirigió al sacerdote Ezequiel” (Ez 1,3). El protagonista no es el profeta; él es un verdadero oyente que con amor entrega la Palabra del Señor a un pueblo. El cielo se abre para manifestarse: 1,2; se apoya en él la mano del Señor: 1,4; ‘hijo de hombre, ponte de pie, que voy a hablarte”: 2,1). Dios habla a este hombre que vive la experiencia de la deportación junto con sus compatriotas. Este profeta narra así su nueva existencia:

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“Penetró en mí el espíritu mientras me estaba hablando y me levantó poniéndome de pie, y oí al que me hablaba” (2,1). Viene en seguida la misión o envío: “Les dirás: Esto dice el Señor… Les dirás mis palabras, te escuchen o no te escuchen, porque son un pueblo rebelde. Y tú, Hijo de hombre, oye lo que te digo: ¡No seas rebelde, como ese pueblo rebelde! Abre la boca y come lo que te doy” (2,4.7-8).

El libro de Ezequiel va repitiendo incansablemente la identidad del discípulo: servir a la Palabra de Dios. El profeta se pone “de pie” mostrando así su prontitud a la escucha. Esta labor suya no es una labor entre otras muchas, no; el profeta vive para ello, para nada más. Su trabajo consiste en escuchar de manera responsable y comunicar. El proceder de Yahvé marca al profeta; la palabra cae sobre él con toda su autoridad. Ezequiel no busca la palabra; es Dios quien dirige su palabra a un hombre para hacerle su profeta. La “palabra” será la identidad y el trabajo del profeta: primero deberá aprender a recibirla; luego, esta misma palabra será proclamada a quienes él es enviado. Ninguno de estos dos pasos puede darse por separado, y siempre caminan juntos en la misión de los que el Señor elige. La calidad de la entrega de una palabra dirigida al profeta, dependerá de su recepción. Vivir de otro y para otro, crea alergias en culturas bañadas por el amor único a sí mismo, sin apoyo en nadie más sino en el hombre mismo. La fe es, precisamente, voltear la mirada a Dios para que él nos hable y nos dejemos conducir por él. De ahí que los diferentes caminos para acoger la Palabra, como es la Lectio Divina, sea un camino que habrá que recorrer como la gota que cae permanentemente a la tierra o a la roca: hará su trabajo. Hay riesgos muy serios en la vocación del profeta: se puede desvirtuar este ministerio, y una pequeña muestra de ello aparece en Jeremías cap. 23 (les invito a leer este capítulo en lo personal). El cap. 26 es una bella muestra de profetismo y de la reacción que se tiene ante la labor de Jeremías. Isaías hace una bella descripción de su vocación profética:

“Mi Señor me ha dado una lengua de discípulo, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me despierta el oído, para que escuche como un discípulo. El Señor me abrió el oído: yo no me resistí ni me eché atrás” (Is 50, 4-5).

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En este texto resuena a la perfección el espíritu y dinamismo de Dei Verbum. Por esta razón decimos que el verdadero profeta es OÍDO de Dios y, al mismo tiempo, es BOCA de Dios, es su portavoz. Es un hombre de este tiempo porque comunica al mundo un mensaje vivo de parte del Señor. El profeta, pues, vive para Otro, para escucharle y dirigir al pueblo la Palabra de Yahvé. Por este camino se desarrolla todo el contenido de sus días. Y nosotros participamos de este ministerio desde nuestro bautismo, aun cuando por nuestra muy escasa formación el Espíritu no despliega en nosotros todo su poder para renovar este mundo al modo de Jesús de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí…” (Lc 4,18-19). Las consecuencias para la evangelización de nuestro mundo son enormes. Podemos evangelizar sin recibir la Palabra, pero entonces este trabajo no será ya evangelización, sino palabra nuestra. Aún hoy parece que hay prisas en enviar gente a misionar, pero no siempre se asegura que entren por el Evangelio ni que se alimenten de él los servidores del mismo. Y en este riego podemos estar los presbíteros (sacerdotes), catequistas, proclamadores de la Palabra y demás servidores del Señor, porque es posible confundir el amor y la recepción de la Palabra en la fe, con el acumulamiento de la sola sabiduría humana y el arte de hablar. 3.- JESUCRISTO, EL OYENTE.

“Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos” (Heb 1,1-2). Toda verdadera escucha nos lleva hacia Jesucristo. Los santos siempre buscan señalar con el dedo a Jesucristo, para que hacia allá avancemos también nosotros. Ejemplo muy elocuente lo es Juan el Bautista: Primero, no se atreve a usurpar el papel de Cristo, sino que se pone como el amigo que desata las correas de las sandalias al Amigo. Pero, estando Juan con dos de sus discípulos, sucede algo iluminador para nosotros hoy: “Fijándose en Jesús que pasaba, dice: ‘He ahí el Cordero de Dios’. Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús” (Jn 1,36-37). Es la vocación propia del santo y de todo formador. Es una persona la que el Padre pone ante nuestros ojos; ahí, en el Hijo, está lo definitivo de la revelación que él nos ofrece. Por ello decimos que la revelación divina lleva a una relación personal, y no quiere reducirse a la comunicación doctrinal. No es lo mismo la mediación de los “siervos”, es decir, los profetas y el demás conjunto de mediaciones salvíficas del AT, que el propio Hijo. Ver Jer 7,25; Jn 1,18; 3,35; 5,19-20; 10,30; 14,9-11.

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Estas diferentes maneras como Dios va comunicándose con su pueblo- “muchas veces y de muchos modos” -nos deja ver su maravillosa pedagogía y su gran paciencia; su gran interés en estar comunicándose con su pueblo, una y otra vez. Nunca contemplaremos del todo el acontecimiento único de la revelación en Cristo: “Este es mi Hijo elegido. Escúchenlo” (Lc 9,35). Y ahí es donde Dios quiere que su Iglesia fije la mirada. ¿No está aquí el corazón de la Lectio Divina?

Y porque Aquel que se revela es Misterio, tendremos que disponernos a recibirlo permanentemente con humildad. Conducirnos hacia la plenitud de la revelación en el Hijo es puro don suyo. No era fácil para los interlocutores de Jesús en su tiempo abrirse a “lo nuevo” que llegaba con él. Y el Padre siempre pensó en llevar todas las cosas a su perfección y plenitud, pero quiso hacerlo a su manera y en el tiempo señalado por Él. Con Jesucristo el hombre encuentra no algo más de lo anterior, sino “la novedad” misma de Dios. Jesús tuvo que dedicar tiempo para abrir los oídos, la mente y el corazón de sus oyentes, como lo expresa todo el cap. 6 de san Juan. Pero retengamos solamente estas palabras: “Les aseguro (en verdad, en verdad les digo), no fue Moisés quien les dio pan del cielo; es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. El pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo” (6,3,32-33). Éstas son palabras retadoras para quienes “el pan” era Moisés, el maná, la Torá. ¿Qué puede ofrecer Jesús frente a ello? Ofrece lo “verdadero”, es decir, no es un pan, sino EL PAN. Este don da la vida, la vida de Dios mismo, y no solamente a un pueblo sino a todo el mundo. Aquí encontramos el contraste y la continuidad en esto que Dios entrega a su pueblo. Jesús es el pan que no perece, sino que “dura y da vida eterna” (Jn 6,27). Lo exclusivo de este alimento que dará el Hijo del Hombre, está en que es el Padre quien atestigua la verdad de Jesús y, por tanto, su divinidad. A Dios le importa comunicarse, y de manera personal, con cada uno de sus hijos y con el pueblo como tal. San Mateo nos da la razón por la que el encuentro con el Hijo es decisivo para quienes deseamos entrar en alianza con el Padre del cielo:

“Todo me lo ha encomendado mi Padre: nadie conoce al Hijo, sino el Padre; nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo decida revelárselo” (Mt 11,27).

Y si atendemos minuciosamente al Evangelio de Juan, una realidad salta a la vista: Jesús vive para Otro, para su Padre. Con una expresión podemos resumir la condición o modo de existir de Jesús ante Dios y ante la gente: En el Cuarto Evangelio, Jesús es EL ENVIADO, y por eso vive solamente del Padre, y en nombre del Padre sirve al mundo. La palabra “enviado” o el verbo “enviar” podríamos buscarles contando las veces que ahí aparece, y nos daríamos cuenta de lo importante que es para Jesús presentarse al mundo de esta manera. Este Enviado pobre, es el servidor eficaz de Dios.

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La carta a los Filipenses expresa de manera muy elocuente algo que toca de manera honda la identidad de Jesucristo: “A pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo…se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz” (Filip 2,6-8). El Prólogo del cuarto Evangelio nos introduce en el desarrollo posterior de este libro. Por ello, habría que leer todo el Evangelio para que descubriésemos lo que el Prólogo solamente indica y apunta:

“En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios” (Jn 1,1-2). Estar en la casa de su Padre (ver Lc 2,49) fue para Jesús su ser mismo, fue su “todo”, Esta existencia junto a Dios, en sus días en medio de nosotros se traducía en no hacer nada, absolutamente nada, que no fuera la voluntad de Dios, como lo escuchamos en la carta a los Hebreos:

“Al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo –pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Heb 10,5-7).

Concretamente, el Evangelio de Juan nos ofrece estas maneras como Jesús vive del Padre y para el Padre a favor de nuestra humanidad: En diálogo con Nicodemo, Jesús señala: “En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto” (Jn 3,11). Luego de su encuentro con la Samaritana, se da un diálogo con los discípulos: “Los discípulos le insistían diciendo: Rabbí, come. Pero Él les dijo: Yo tengo para comer un alimento que ustedes no saben… Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,31-34). “En verdad, en verdad les digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre; lo que hace él, eso también lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que él hace” (Jn 5,19). Cada palabra ahí tiene un peso y un alcance que nunca terminamos de valorar. ¿No es, precisamente, así como se forman o, mejor dicho, como son formados los verdaderos discípulos del Enviado: mirando la obra del Hijo? Cada uno de nosotros podría recorrer el evangelio de Juan para constatar cómo Jesús vive ligado indisolublemente al Padre, y desde aquí es como Jesús busca dar vida a los pobres y a los pecadores y a los enfermos. Vivir exclusivamente desde su Padre tiene unas consecuencias enormes en beneficio del mundo,

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porque el Padre busca que tengamos vida eterna, a condición de CRER en su Hijo único (ver Jn 3,16). El cap. 17 del mismo Evangelio de Juan nos presenta un diálogo de Jesús con su Padre, en donde el Hijo reconoce haber entregado a los hombres lo que el Padre le había dado y enseñado. Nuestro Señor Jesucristo ha venido a llevar a pleno cumplimiento las Escrituras y a revelar definitivamente el rostro del Dios de Israel, nuestro Dios. Y él, el Hijo, es la llave y la columna de las Escrituras: Sin él y sin la inspiración de su Espíritu, las palabras de la Escritura nos quedan cerradas, letra del pasado; y apoyándonos en él, nuestra vida llega a tener cimientos sólidos, que sostienen todo lo que venga, porque su “roca” es el Señor; el Hijo es la Verdad de Dios para el mundo. A veces nos asusta oír hablar a Jesús de esta manera; pero si permitimos que Él nos evangelice, encontraremos ahí también nuestro alimento y nuestra verdadera identidad en el mundo. El Espíritu Santo nos estará llevando hacia Jesucristo para que nuestra formación nos haga parecernos a Él. 4.- CUANDO DIOS HABLA, ESO QUE DICE LO HACE.

“Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos están por encima de los suyos y mis planes de sus planes. Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé semilla al sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo” (Is 55,9-11).

Cada día el Señor habla a un pueblo y a cada persona, pero su palabra no es ociosa, no la malgasta, pero no por eso la esconde de nosotros, sino que nos la sigue enviando como lluvia generosa. Cuando su palabra llega a nosotros, nuestra tierra se renueva y florece, aunque seamos duros para aceptar su voz y sus caminos. Pero aun cuando el hombre la rechace, eso no será motivo para que Dios deje de hablarnos. Cuando estamos ante su palabra, él nos enseña a vivirla, a practicarla para que nos parezcamos a Él. Sin actuar conforme a su palabra, no podríamos agradarle en verdad. Es importante y necesario que nos dejemos conducir por Dios en este camino. Y esto lo realiza él por boca de sus siervos los profetas y de todos aquellos que se hacen eco de su voz. Todos somos ‘lluvia’ de Dios para que germine la vida en muchos otros. Pero la protagonista será siempre la palabra de Dios.

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Sabemos que la Palabra que baja del cielo para fecundar nuestra tierra es el Hijo mismo de Dios, Jesucristo (Jn 1,1-14). Con él descubrimos algo que dice Pablo:

“Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena” (2 Tim 3,16-17).

Esto vale para siempre; pero no olvidemos que la palabra de Dios solicita la colaboración creyente de la persona, como dice el apóstol Santiago: “Pongan por obra la palabra y no se contenten sólo con oírla, engañándose a ustedes mismos. Porque si alguno se contenta con oír la palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contemplaba sus rasgos fisionómicos en un espejo: efectivamente, se contempló, se dio media vuelta y al punto se olvidó de cómo era. En cambio, el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz” (Sant 1,22-25). En el Hijo único tenemos la palabra definitiva del Padre, su fidelidad; en Jesús nos ha entregado un “sí” que no puede desmentirse, puesto que es un sí para siempre:

“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no muera, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3,16-17; ver I Tim 1,15).

Apoyados en el “sí” del Señor Jesús, seremos como una semilla que da mucho fruto, porque así es la Palabra recibida con paciencia y constancia, día con día. Junto con lo que dice el apóstol Santiago en texto citado, miremos y escuchemos a Jesús como el Sembrador del Padre: siembra con generosidad en todo tipo de terreno, pero lo hace despertando a cada persona para que no deje echar a perder la Palabra sembrada en él. Con todo, es posible cerrar los oídos y el corazón para que la Palabra no germine (ver Mt 13,1-23). 5.- EL VERDADERO DISCIPULO DE JESUCRISTO. El Padre no solamente presenta a su Hijo (ver Mt 3,17), sino que lo hace con una nota que define la existencia de todo discípulo: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escúchenlo” (Mt 17,5). Es el Padre quien da a conocer al Hijo, quien lo da a conocer gracias al don del Espíritu. Es justo que así pensemos y que así obremos en consecuencia. Con este sentimiento tenemos que escuchar a Mateo: “Yo te bendigo, Padre, Señor…” (Mt 11,25-27; ver Lc 10,21-22). Esto mismo nos permite comprender la oración asidua

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para suplicar se nos conceda el Espíritu del Hijo, que busca al Padre porque lo ama y desea servirle. Mt 7,21-29:

21 “No todo el que me diga: “Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial.

22 Muchos me dirán aquel Día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?”

23 Y entonces les declararé: “¡Jamás los conocí; apártense de mí, agentes de iniquidad!”

24 «Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca:

25 cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca.

26 Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena:

27 cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina.»

28 Y sucedió que cuando acabó Jesús estos discursos, la gente quedaba asombrada de su doctrina;

29 porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas”.

Oír a Jesús va acompañado de la práctica de su Palabra, y ambos aspectos hacen la escucha, y ello es obra del mismo Espíritu, que actualiza la voz del Señor en nuestra vida. Hoy mismo Jesús nos habla cuando escuchamos su Palabra y cuando la ponemos por obra. Recordemos un diálogo de Jesús en Lc 10,25-37: el interés de un Maestro de la Ley estaba en ‘saber’ lo que él debía hacer “para tener en herencia vida eterna”. Jesús responde de una manera que no se esperaba el Maestro de la Ley al hablar de un herido y de la manera como enfrentan este hecho cada uno de los tres personajes: “¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” Muy sensato, el Maestro de la Ley tuvo que señalar al que menos se esperaba: “El que practicó la misericordia”. Y como el Maestro preguntaba acerca de la vida eterna, con el ejemplo le dice: “Vete y haz tú lo mismo”. La lectio divina no puede permanecer encerrada en el estudio del texto bíblico: el Espíritu lleva a la persona a mirar lo que sucede en la vida, y ahí tomar postura; pero antes nos hace mirar a Jesucristo, nuestro Maestro, escuchándolo. Practicar la palabra de Dios ciertamente nos llevará, cada vez más a su verdadera comprensión.

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“Y otra vez se puso a enseñar a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a él que hubo de subir a una barca y, ya en el mar, se sentó; toda la gente estaba en tierra a la orilla del mar. Les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas. Les decía en su instrucción: “Escuchen. Una vez salió un sembrador…Y decía: Quien tenga oídos para oír, que oiga…” (Mc 4,1-20). La formación en “oír” al que es la Palabra, nos capacita para consentir en vivir de la Palabra. Luego continúa Jesús esta enseñanza dirigida a los Doce y a otros que le seguían, y les dice que el misterio del Reino de Dios es algo que Dios concede a quien él quiere y que a otras personas no se les concede eso mismo (leer Mc 4,10-12). ¿Por qué esto último? Porque no todo mundo está dispuesto a escuchar ni a permitir que Dios entre en sus vidas en la persona misma de Cristo, su Hijo. No es, pues, que Dios tape los oídos y el corazón de algunos. La invitación a abrir el corazón es para todos. Así concluye Jesús esta parábola: “Y los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la Palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros ciento” (Mc 4,20). Habrá buen fruto en nosotros si aprendemos a escuchar. Mateo y Lucas presentan esta misma parábola del sembrador, y en el final de cada uno de ellos (Mt 13,23; Lc 8,15) descubrimos que ahí está, en síntesis, el camino que busca seguir la lectura orante. Este camino no está sino en Jesús, en su modo de trabajar: abierto al Espíritu Santo, como lo resalta el Evangelio de Juan. Hacia allá tendremos que caminar, poco a poco, sin desesperarnos; el Señor hace su obra, no nos dejará solos. 6.- MARIA, DISCIPULA Y APOSTOL DE CORAZON CONFIADO. Si leemos con atención el relato del anuncio a María (Lc 2,26-38) y el de la visita a Isabel (Lc 2,39-56), descubriremos una unidad entre ambos momentos: el primero prepara y empuja a vivir el segundo: María va hacia Isabel, pero es la Palabra Viva recibida en su corazón y en su vientre lo que le mueve a ponerse en camino hacia una ciudad de Judá para atender a una mujer en su necesidad. Esta unidad la obra el mismo Espíritu. La Lectio Divina busca que el discípulo vaya de la escucha al servicio; es la misma Palaba la que empujará hacia allá. Miremos con detenimiento los siguientes aspectos, presentes en dichas narraciones de Lucas: María quiere escuchar y quiere comprender desde un corazón que acoge la cercanía de Dios en su vida. María dice “sí” al Señor porque también su escucha llegó a ser atenta. Este “sí” es definitivo. Ha sido el Espíritu quien le acompaña y le mueve a expresar libremente su compromiso, llegando a convertirse en alguien mucho más que una persona “buena”. Lo grande de ella se muestra en su disponibilidad: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Ésta no es una postura sin sentimientos profundos, sino que ahí late un deseo, el de entrar en el proyecto de

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Dios por amor a Él. Ello es posible porque vive de la escucha. Orígenes, en una obra suya que se llama ‘Homilías sobre san Lucas’, expresa así lo que dice María en Lc 1,38: “Yo soy una tablilla de escribir. Que el Escritor (=Dios) grabe en ella lo que quiera”. Acogida y disponibilidad están contenidas en estas bellas palabras de Orígenes. Es esto lo que Dios espera de cada creatura. Es la postura de los pobres del Señor, que se emplean a fondo para que llegue a realizarse su plan. Ya antes Israel se había comprometido con estas palabras: “Haremos cuanto dice el Señor” (Ex 19,8); pero en María este sí lo vemos amplificado, y renueva en tono cristiano aquellas palabras del pueblo de Israel. Por lo que dice Lucas, descubrimos que el Señor dialoga con los hombres y trabaja para que éstos lleguen a dar un sí continuo a su Palabra, su Palabra que es Cristo, su propio Hijo. Pero este sí lo vemos igualmente en su “salida”, en dirigirse hacia los demás hermanos. Bien recibida en la fe, la Palabra hace de un hermano discípulo-apóstol. Recalquemos, entonces, que el “sí” de María no es algo intimista, en el que solamente existiera María y Dios. Es un “sí” abierto, tal como lo vemos en Lc 1,39ss. Es un solo “sí” que vive en perfecta unidad la fe en Dios. Nuestra Iglesia espera esta unidad del “sí” que expresamos ya desde nuestro bautismo. Admiremos este bello encuentro de dos mujeres: Dios hace que dos generaciones se encuentren y se reconozcan, cada una, en su dignidad y grandeza. Isabel exclama a gritos: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y, ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor” (Lc 1,42-45). Es el mismo Espíritu quien actúa en el corazón de Isabel. Ambas mujeres están habitadas por el mismo Misterio, y por eso comulgan en un mismo sentimiento de fe y glorificación a Dios. La fe les ha regalado la felicidad, y esto habrá que resaltarlo siempre. María ha sabido abrirse a la obra del Espíritu Santo en ella, que en este momento de la visita se hace presente también en Isabel. Y como fruto de esta mirada sobre su grandeza, María deja que de su corazón salga un cántico de amor y de reconocimiento a la grandeza del Señor (ver Lc 1,46-55, alabanza que popularmente es conocida como “La Magnífica”). La lectio divina pretende llegar a una confesión de fe y de alabanza porque Dios ama a los pobres fijándose en ellos. Asunto muy importante éste para no dekar “coja” la Lectio Divina. María permanece con Isabel “unos tres meses” (Lc 1,56). ¿Qué puede significar para nosotros esta anotación de Lucas? Sería interesante que nuestro grupo, con el que nos formamos y crecemos en la fe evangelizando, compartiera qué vive María en casa de su prima y qué vive Isabel ante la visita de María. Son testigos que nos evangelizan como nadie.

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Cuando Lucas habla de la presencia de los pastores en el lugar donde está Jesús recién nacido, dice que los pastores cuentan lo que se les dijo acerca del niño, y luego señala la reacción de María: Ella, “por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (2,19). Es ahí, en su interior, donde ni los pájaros ni la hierba mala, ni cosa alguna puede arrebatar lo que Dios siembra, como dice un Salmo, el más largo de la Biblia: “En el corazón guardo tu promesa, para no pecar contra ti” (Sal 119/118, v. 11). “Guardar en el corazón”, ¿no es precisamente algo muy bello que todo discípulo debe aprender a vivir? Dios tiene sus tiempos para hablarnos aun en aquello que no llegamos a comprender. Y la Lectio Divina nos va formando en este espíritu, a condición de ser perseverantes. Es Dios el primero en salir a nuestro encuentro, como lo hace ante María, como lo hace igualmente con los pastores y con todos aquellos que Él forma como amigos y servidores suyos. ¿Cómo puede alguien obedecer a Dios sin vivir escuchándolo y amándolo? ¿Podemos llegar a vivir la voluntad del Padre sin escuchar su voz? Dios quiere formarnos no para ser buenas gentes ni para no hacer daño a otros, sino para ser oyentes confiados de su Palabra, lo cual nos permite crear amistad y lazos fuertes con Él e, indisolublemente ligado a esto, nos enseña a ser solidarios con los demás. IV.- EL SEÑOR NOS BUSCA HASTA ENCONTRARNOS.

“En los libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos” (DV, 21).

Antes de que abordemos directamente los pasos de la “lectura orante”, señalemos una vez más algo fundamental que nuestros pastores nos han entregado desde hace ya muchos años. Decir que nuestro Dios sale a conversar con su pueblo, con todos y cada uno de ellos, muestra la grandeza de nuestra fe. Dios no vive en la soledad, nos busca. Esta convicción de fe determina el camino a seguir en todo encuentro con la Palabra. Es lo que dice el documento llamado “Dei Verbum”, que se refiere a la Revelación que Dios hace de sí mismo al hombre:

“Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible

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habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (DV 2).

“Porque en los sagrados libros el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos”. (DV 21).

El silencio y la escucha son algo obligado y es lo primero en nuestra formación, porque el primero en hablar es el Señor. Él siempre habla y Él siempre escucha. Una elección soberana de Dios

“25 En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños.

26 Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. 27 Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo

sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

28 «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.

29 Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.

30 Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,25-30). ¿Queremos “aprender” la sabiduría del Señor? Si así es, entonces permitamos que Él nos vaya haciendo “pequeños”. Respetemos la libertad y los tiempos del Señor. El hombre que sabe mirar su radical necesidad, se abre al diálogo. La respuesta del hombre. Escuchemos esta exhortación dirigida a todos los cristianos desde el Concilio Vat II: “…aprendan ‘el sublime conocimiento de Jesucristo’, con la lectura frecuente de las divinas Escrituras” (DV, 25). Ver Filip 3,8; Ef 3,8. Aquí se nos pone frente a un trabajo: la lectura “frecuente”, habitual de las Escrituras. Así es como nace la amistad, el cariño y el servicio a la Palabra. Quienes no hemos entrado por este camino, aprendamos a recorrerlo, dispongámonos a ello; nuestra fe no puede llevarnos a tenerle miedo al que nos busca desde las Escrituras; es la voz del Señor la que escucharemos. Ciertamente la Palabra de Dios no puede ser aprisionada o encajonada en un método o camino a seguir, pero éste es necesario cuando se trata de iniciarnos en la familiaridad con la Palabra. Muchos sentimos al principio cierto rechazo hacia el seguimiento de unos pasos; preferimos leer a toda prisa y en seguida ver qué nos dice el Señor, sin antes haber hecho silencio calmado. Hay prisas por

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saber qué nos dice el Señor, y por este camino la Palabra no llega a sembrarse en nuestra vida, no echa raíces y, además, no da frutos. Dios habla si se encuentra con oídos atentos y dando tiempo a que el Señor nos hable a través del texto escrito. Esto último lo realiza el Espíritu Santo. Este camino va adquiriendo profundidad según nuestra constancia en practicarla, como hemos señalado. La profundidad quiere decir mayor conocimiento, amor y familiaridad con el Señor por la comunión que el Espíritu nos enseña a tener con Él en su Palabra. Esta cercanía con la Palabra nos lleva al amor a Jesucristo, el Hijo del Padre.

V.- PRACTICA DE LA LECTIO DIVINA.

Su preparación

Con suficiente anterioridad, verificar que nuestras ocupaciones familiares o de trabajo queden resueltas con anterioridad al momento de vivir la Lectio Divina. Se requiere la suficiente libertad y decisión para formarnos en la fe a través de este camino.

Es importante que alguien prepare y coordine la reunión. Y es más que conveniente que todos tengan Biblia o por lo menos una copia del texto a trabajar.

Además, al grupo le beneficiará mucho acordar un día en que todos puedan encontrarse y disponer de un horario.

Si la Lectio Divina es meditativa y orante, el espacio físico elegido para ello debe permitir el silencio, favorecer la reflexión y la plegaria del grupo. Esto nos ayudará mucho a entrar en una verdadera experiencia de fe.

Con anterioridad procuremos nombrar un lector que en casa vaya leyendo con atención el texto, para que al momento de la reunión preste bien este servicio. Esto no excluye la lectura personal del texto al momento de encontrarnos.

A medida que vayamos experimentado los pasos de este camino, podremos también detenernos en aquello que nos permita enriquecer nuestra lectura orante, por ejemplo: El modo como la gente vivía en tiempos en que se escribió tal o cual relato; los lugares y los tiempos en que se da una u otra narración bíblica, los personajes que van apareciendo, etc. Con todo, no nos dejemos desviar creyendo que sabiendo muchas cosas sobre la Biblia en eso estará la salvación. En ciertos grupos priva más el saber cosas que el dejarse habitar por la Palabra.

Como en la lectio divina no aspiramos a lecciones o charlas, todos estamos invitados a la participación: escuchando, expresando una palabra, orando, etc.

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Nos ayudaremos entre todos a crecer en el encuentro con la Palabra viva, que es Jesucristo muerto y resucitado. El corazón bien dispuesto y abierto a la amistad con el Señor, es lo primero.

El coordinador del grupo está llamado a interesarse por una especial formación en el desarrollo de los pasos, y en la atención a la Palabra escrita, para orientar en la medida de sus posibilidades.

Nota:

Suele decirse que la “lectio divina” tiene como padre a Orígenes, quien afirmaba que la lectura de la Biblia exigía mucha atención y continuidad para que diera frutos. Pero fue hacia el año 1150 que un monje llamado Guigo escribe un método o camino para realizarla, proponiendo cuatro pasos: la lectura, la meditación, la oración y la contemplación, que con algunas variantes perduran hasta nuestros días. En los siguientes pasos dejaremos pendiente lo que llamamos “contemplación”. Poco a poco lo iremos abordando.

El recorrido:

Los pasos pueden ser descritos de la siguiente manera (ustedes se darán cuenta después, que algunos grupos no dan los mismos pasos que aquí aparecen, ni los nombran de la misma manera):

a).- ORACION.- “… a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo con Dios en el hombre, pues a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (DV 25). La oración es el inicio de la lectura orante. Es Dios el primero en salir a nuestro encuentro, y esto es importante mantenerlo vivo; no somos nosotros los primeros en buscarlo. De ahí que la oración esté marcada por la acción de gracias al Dios que se ha dignado abajarse para mirar y estar con sus hijos. Igualmente, nuestra oración de inicio puede ser la de una súplica invocando al Espíritu del Señor para que nos encuentre receptivos a su voz. He aquí una propuesta, como ejemplo de oración al comienzo:

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Ven, Espíritu Santo; tú eres quien, desde siempre, fecunda la Palabra que sale del Padre. Tú acompañaste e hiciste eficaz las palabras y los hechos de los profetas, especialmente las obras y las palabras de Jesucristo, el Hijo, enviado por el Padre a salvar nuestro mundo dándole el camino seguro de la vida. Alimenta nuestra fe y nuestro amor al Señor, que nos busca sin escatimar esfuerzos, porque mucho nos ama, y porque se alegra al estar con sus hijos. Abre nuestros oídos y nuestro corazón para que esta Palabra nos alimente hoy a todos. Los discípulos de Jesús vieron, tocaron, oyeron a quien es el Pan de Vida eterna, y nosotros también somos discípulos suyos. Concédenos el gran regalo de gozar con el Padre que ha salido en su Hijo a conversar con su pueblo. Tú actuaste cuando el Verbo de Dios tomó carne en el seno de nuestra madre María. Tú puedes también hoy hacer que, en la vida entera de cada uno de nosotros, se vaya formando Jesús. Espíritu Santo, realiza hoy este trabajo divino, te necesitamos. Ven, Dador de todo don, y guíanos tú para que con otros muchos nos dejemos amar por la Palabra y lleguemos también nosotros a amarla. Ven Espíritu Creador, danos un corazón que ahuyente nuestros miedos, nuestras indecisiones y nos lance a proclamar a otros la única Palabra de salvación, que es el Señor muerto y resucitado. ¡¡ Amén !!

Ver Lc 11,13; 24,45; Hech 8,26-40

En ocasiones nuestro inicio podría consistir en un momento de silencio, para que cada uno se disponga al diálogo con el Señor y al encuentro con los hermanos reunidos. En la lectio divina u orante, iniciamos con oración y concluimos nuestro encuentro de grupo con oración, porque es el Señor quien inspira y acompaña con su eficacia nuestra labor.

b).- LECTURA DEL TEXTO.-

Saber leer un texto escrito nos permite poder llegar a comprenderlo y de vivir el encuentro con el Señor en la Biblia. De ahí la importancia de hacer bien este ejercicio.

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Notemos que, si la Iglesia habla de lectio o lectura “divina”, es porque se lleva a cabo en las Escrituras inspiradas por el Espíritu Santo. Si damos tanta importancia a otras lecturas o textos que muchos hoy envían por WhatsApp, la Palabra requiere de modo privilegiado y único toda nuestra atención; no es una lectura más entre otras muchas, no son mensajes que en un instante desaparecen, como muchísimas veces se da en ambientes que consumen y desechan noticias al mismo tiempo. Solamente la Biblia goza de aquel lugar que le da la Iglesia: la de ser sacramento de la Palabra de Dios. Importa mucho prever con suficiente atención el texto que nos ocupará, sobre todo la persona que prestará el servicio de lectura. Este servicio preparado con anticipación, en casa, dará mayor calidad a nuestro trabajo y nos ayudará después a no decir lo que el texto no dice. Para ello nos auxiliamos del misal mensual, porque ahí vemos con las mismas palabras lo que el domingo escucharemos en la asamblea litúrgica. Después que el lector designado para tal ocasión ya lo ha hecho, cada quien puede hacer en voz baja esta misma lectura en su biblia, una o varias veces, hasta que nuestra mente y corazón se vayan concentrando en lo la Palabra de Dios escrita. Algunas veces los miembros del grupo escriben en su cuaderno el texto, y al hacerlo la atención es mayor: participan no solamente los ojos, sino las manos. Es el cuerpo entero y nuestra mente y corazón los que se disponen al encuentro con la Palabra. Hacer el servicio de leer en voz alta el texto y en un lugar adecuado, nos permite entrar con mayor atención en el siguiente paso.

c).- LO QUE DICE EL TEXTO.- Es un momento de lectura y comprensión. No corramos, no nos lancemos inmediatamente a ello después de la lectura. Dejemos que el Señor, a través del texto que está ahí, exprese lo que Él quiere decir y lo que quiso decir en el tiempo en que se redactó lo que estamos leyendo y escuchando. Por no atender bien este punto, a veces le hacemos decir a la Palabra lo que realmente no dice. En la vida nuestra de cada día esto es algo común: cuando no escuchamos bien lo que alguien nos dice, es decir, cuando no tenemos el espíritu de la objetividad y de la apertura y de la atención, inventamos lo que en realidad no se nos dijo. Pero seamos honestos: No por el hecho de vivir el encuentro con la Palabra llegamos a comprender. Pueden pasar años para que, en un determinado

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momento, lleguemos a decir: “empiezo a comprender un poco aquella palabra de la Escritura que repetídas veces leía con atención”. La inmensa mayoría de los que nos reunimos para la lectio divina, no somos especialistas ni eruditos en el estudio de la Escritura. Esto no impide que busquemos, con el auxilio del Señor, entrar en el misterio de la Palabra. Dios quiere que lo vayamos conociendo; es el Misterio escondido y a la vez manifestado en su Hijo (ver I Tim 3,16). Si la Lectio Divina exigiera como condición haber estudiado el hebreo y el griego, y haber llevado cursos en universidad, los pobres siempre estarían al margen. Y esto “no se vale”. Habrá que ofrecer la Palabra desde los medios que estén a nuestro alcance. Los pobres nos enseñarán mucho. Tengámonos paciencia, porque muchos no tenemos el hábito de ejercitarnos en este paso, sino confundirlo con el que viene a continuación (qué nos dice el texto de la Palabra). Nos ayuda el compartir dónde percibimos la insistencia de Dios en el texto mismo y dónde el Espíritu nos invita a detenernos. Tengamos presente que no todos ponemos la mirada en lo mismo al estudiar un texto; nuestra historia personal nos mueve a fijarnos más en algunos detalles que en otros, y esto es válido, con tal que no nos detengamos ahí, sino que vayamos al conjunto del texto, para evitar seleccionar lo que a nosotros nos conviene. Las notas que suelen tener al pie de página nuestras biblias, prestan un valioso auxilio, aun cuando no se detengan en todos los detalles del texto en cuestión. Pero no bastan para una comprensión mayor, ni es esa su pretensión. En este momento no pretendemos compartir qué nos dice hoy a nosotros. Así que, este paso de mirar lo que dice el texto se puede parecer a una persona que está frente al mar o en lo alto de un cerro, y desde ahí observa, oye, disfruta: no le interesa más cosa que dejar que a sus ojos y a sus oídos llegue lo que allá está y se mueve; está ahí solamente contemplando y dejando entrar a su persona aquello. Una vez que tú miras con calma, te empezarán a surgir preguntas con el fin de entender. Y así es como inicia Dios el diálogo: haciéndonos ver y oír sus palabras y acciones, e invitándonos a poner en ejercicio nuestra inteligencia. Sin esto, los otros pasos no prosperan. María, por ejemplo, no pregunta sino después de que la Palabra ha llegado a sus oídos y de haberla dejado entrar en su historia personal. Y esto es bello, ¿no? No nos preocupemos si muchas cosas de las que miramos en el texto no las entendemos cabalmente. Nunca terminamos de asimilar ni vivir la Palabra. Hay gente que se dedica a estudiar la Palabra, tienen tiempo, es su encomienda y suelen disponer de material para tal cometido; pero a la gran mayoría nos resulta imposible adquirir material que los especialistas utilizan; nos contentamos con breves trabajos sobre la Biblia, pero eso no es motivo para sentirnos menos. Además, no siempre los grandes estudiosos y amantes de la Escritura elaboran

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material asequible para la gente más sencilla. En ocasiones Jesús llegó a evidenciar fuertemente a quienes, conociendo la Palabra y sus exigencias, no llegaban a obedecerla, y esto puede ocurrirle a todo tipo de personas que desean conocer el texto bíblico. Pero importa mucho tener una idea más adecuada de este paso. Estudiar qué dice un texto requiere de atención para llegar, poco a poco, al sentido que tiene, lo que Dios ha querido decir. Sé que este lenguaje estorba a gente que empieza a abrir su Biblia. Por eso los comentarios que hacen los estudiosos son un valioso auxilio para no quedarnos por encima, es decir, con la sola letra, contentándonos con repetir lo que aparece en el texto que estemos mirando. No olvidemos que la Biblia fue escrita hace ya muchos siglos y fue escrita en el lenguaje de otras civilizaciones. A través del lenguaje o del modo de expresarse de quienes han sido inspirados por Dios, ellos quisieron que nosotros pudiéramos ir descubriendo el rostro de Dios y cómo vivir de acuerdo a su voluntad. De ahí la importancia de estudiar con apertura de mente y corazón el texto, preguntándonos sobre lo que ahí se quiso decir, sobre su mensaje central, sobre lo más sobresaliente que ahí se nos ofrece, etc. Permítaseme esta expresión: De la cáscara de la letra, llegar a su fruto. Muchos tenemos dudas que nos vienen al leer un texto, lo cual no es delito; y ante eso lo mejor es buscar, preguntar… Y así es como avanza el diálogo con Dios. Observemos estas dos expresiones: a) QUÉ DICE EL TEXTO – b) QUÉ ME DICE EL TEXTO. ¿En qué está la diferencia de uno y otro paso de la Lectio? El grupo puede compartir al respecto, para ayudarse a distinguir lo propio de cada uno de estos dos pasos. Después, el auxilio del coordinador nos ayudará a avanzar.

d).- QUÉ ME DICE HOY EL SEÑOR A TRAVÉS DE DICHO TEXTO.-

¡Que la Palabra hable! Dejarnos tocar en serio por la Palabra escuchada, es un momento difícil y doloroso, pero necesario. Es aquí donde se forman los amigos de Dios, porque de suyo los amigos se comunican, conversan. La verdadera vida divina, como toda vida, requiere ciertas decisiones. Un árbol, por ejemplo, tiene que enfrentar sequías, ventarrones, heladas… para poder desarrollarse. Y necesitamos decidirnos una y otra vez por vencer el hastío que nos causa el escuchar. No veamos como castigo el sufrimiento que nos llega por dejar que el Señor, desde su Palabra escrita, nos eduque en la comunión con Él. La vida suya en nosotros es así como se abre paso. No descubrimos de buenas a primeras lo que hoy dice el Espíritu a nuestra comunidad y a cada uno de nosotros. Él quiere mostrarnos que la Palabra no

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envejece; ésta se hace actual, habla al hombre de este tiempo. Pero necesitamos del silencio para que podamos oír la voz del Espíritu del Señor; se trata de un silencio que mantiene abiertos los ojos a lo que cada uno de nosotros vive y a lo que se vive en torno nuestro: familia, barrio, ciudad, país… Así es la voz del Señor: resuena más allá de nuestros oídos y vida personal. Maravilloso es reconocer que el Dios que habló siglos atrás, no deja de hablar a su pueblo ni dejará de hacerlo, como lo escuchamos por voz de un profeta: “¡Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pero, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49,15). Y Dios mantiene su lazo con nosotros, su alianza, dirigiéndonos su Palabra. No es causalidad que el libro del Apocalipsis vaya repitiendo: “El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (veamos el final de las cartas a la Iglesias que están en cap. 2 de dicho libro). El Señor sigue promoviendo, él primero que nosotros, el diálogo con el mundo. Al hombre le corresponde oír una y otra vez sin la prisa de responder. Dios no descansará, hasta que le digamos como María: Aquí estoy, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Quédate con esta absoluta certeza: Dios te busca, y te busca para dialogar contigo. Ayúdate de un diálogo que se da al borde de un pozo de agua: sucede que Jesús, a través de un diálogo, se revela como la fuente de donde todos necesitamos beber (ver Jn 4,1-42). El diálogo nos es necesario para llegar cada vez más a una fe verdadera. Bueno, pues Dios te quiere dar de beber, HOY, de su agua. En este paso de la lectio divina, permitamos que esta agua llegue a nuestra vida a través del silencio. Es un gran trabajo el que el Espíritu Santo realiza en la Iglesia oyente de la Palabra. En la medida que tú, con el auxilio del Espíritu Santo, interiorizas la Palabra escuchada, en esa medida realizas tu existencia de creyente, de discípulo del Señor. Interiorizar es meter dentro, en el corazón. Auxiliémonos de algunas preguntas al vivir este paso, y elige las que sean más comprensibles para ti:

Ø qué palabras del texto escrito Dios me quiere hacer escuchar con mayor insistencia;

Ø por dónde me quiere Él conducir en este momento de mi vida; Ø qué orientación me propone para mi caminar por este mundo; Ø qué me hace descubrir de mi grupo, de mi comunidad, de la Iglesia entera; Ø qué rompimientos o cambios te invita a realizar en tu vida de esposo, de

joven, de estudiante, de esposa, de trabajador, de servidor en tu comunidad;

Ø etc.

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Al leer y profundizar con otros hermanos la Palabra, ejercítate en leer una y otra vez, como quien desea escuchar sin violentar los tiempos del Señor. Esto nos permitirá descubrir mejor la voz del Señor ahora. Haz lo mismo ante los acontecimientos, buscando cómo la Palabra nos da luz para mirarlos y comprenderlos.

e).- Y YO, ¿QUÉ LE DIGO COMO RESPUESTA AL SEÑOR?- Recordemos que el diálogo lo inicia el Señor, porque nadie como él desea enseñarnos a vivirlo. Es por ello que hemos venido insistiendo en el campo de “la escucha”, atendiendo con los oídos y el corazón a la voz del Señor. Desde que abres tu biblia, atiende a lo que dice el Señor en su palabra; así aprenderás a dialogar con él. Fíjate de qué habla, qué le interesa, qué enseña y cómo enseña; mira lo que hace; procura vibrar con sus “sentimientos”. Luego pregúntate a ti mismo: De lo que el Señor me ha dicho en la Escritura, ¿Qué puedo y quiero yo decirle? No es posible olvidar el texto que hemos venido compartiendo; debemos mantenerlo bien presente en el corazón y desde ahí orar con una palabra de intercesión, de acción de gracias, de súplica o de invocación… incluso con el silencio. Contemos con la posibilidad de que en ocasiones no salga ni una sola palabra de nosotros, lo cual no significa que nuestra relación con el Otro (el Señor) deje de ser auténtica. El “desierto” en los momentos de oración, puede ser camino por el que Dios busca encontrarnos; importa ser perseverantes en nuestra apertura a la voz del Espíritu, que es el gran Maestro que educa a los hijos de Dios, y les muestra que el Señor está en medio de los suyos. Pero haz silencio para que tu corazón hable a su Dios hoy. Tu oración tendrá muy en cuenta lo que hoy has escuchado, no podrá ser otra cosa sino hablarle de lo que Él mismo te ha dicho en su Palabra. Esta manera de orar nos permitirá salir de nosotros mismos, de nuestras propias necesidades, por más importantes que éstas sean. Si entramos en lo que nos dice el Señor, nuestros problemas y caminos encontrarán la luz verdadera. La oración a vivir en este paso, se inspira y se basa en la Palabra escuchada y recibida en el interior. No te canses si he repetido mucho este punto. Lo he dicho porque es muy común que apenas hemos escuchado y estudiado el texto, nuestras inquietudes se van por otro rumbo, como si la Palabra se hubiera esfumado, y como si lo nuestro fuera lo primero.

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f).- CÓMO VOY A PRACTICAR LA PALABRA ESCUCHADA.- “Saber biblia” es importante, muchos hermanos lo hacen. Nosotros no podemos despreciar el conocimiento del texto escrito, pero queremos ir más allá del solo saber. Como discípulos de Jesucristo, la comunión con él la sellamos practicándola. Un dicho dice: “obras son amores”. ¿Qué es lo que el Señor me empuja a vivir hoy como obediencia a su voz? Haz silencio. No te apresures a hacer algo, por muy lleno de amor y por muy importante que esto sea. No toda prisa en responder es signo de amor. Es la misma palabra escuchada y compartida la que nos inspira las acciones a emprender. Si escuchas pacientemente la palabra, el Espíritu te enseñará a responder con aquello que está a tu alcance y que tú libremente deseas vivir, y te dará su fuerza para que no tengas miedo en practicar la Palabra. Dios conoce nuestro corazón, sabe lo que nos estorba para que seamos felices e hijos suyos. Si vas conociéndolo a través de su palabra, irás descubriendo cómo a través de lo que vives podrás agradarlo. Todo redundará en bien nuestro y en bien del prójimo. La práctica obediente a la Palabra que Dios te ha revelado, es lo que te formará y nos formará como discípulos de la misma. No siempre estaremos en condiciones de mirar con claridad qué respuesta Dios me pide dar de acuerdo a las circunstancias de mi vida personal, de mi pequeña comunidad o parroquia. Pero es necesario permitir que la Palabra entre en aquello que forma nuestra vida: decisiones, hábitos, relación con los otros, etc. Además, no habrá que esperar de cada ejercicio de Lectio Divina un compromiso que desborde nuestras posibilidades. Honestos y humildes frente a Dios es lo que cuenta. Algunas ocasiones tendremos dificultad para precisar o concretar mi respuesta al Señor, y esto no deberá angustiarnos; su luz vendrá en otro momento En este recorrido de la Lectio Divina, hemos partido de la oración y hemos concluido con la oración: de la oración a la oración. La invocación al Espíritu vivida al inicio, desemboca en la contemplación, en la acción de gracias, en la alabanza. La Palabra nos regenera, fortalece poco a poco nuestra identidad de hijos de Dios, y frente a esto la asiduidad o insistencia en la Lectio divina es algo necesario. Hombres y mujeres marcados por el encuentro con la Palabra, son indispensables para el mundo porque servirán al modo de Jesús a sus hermanos.

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En seguida encontraremos un cuadro con los pasos de la lectio divina como algunos otros grupos los viven. En los pasos anteriores yo los he adaptado.

Cuadro con los pasos de la Lectura Orante

Leer Meditar Orar Actuar

¿Qué dice el texto bíblico?

â

El Espíritu nos enseña a

comprender la Palabra

escrita.

En verdad, Dios quiere darse a conocer. No

tengamos miedo al texto.

Miremos, oigamos cada palabra escrita. Volvamos a leer hasta que nos

dejemos adentrar en lo

que ahí se dice. Ver Jer 15,16

¿Qué me dice y qué nos dice hoy el Señor en esta su Palabra?

¿Qué le digo y qué le decimos al Señor movidos por su Palabra?

¿A qué conversión nos invita el Señor a nosotros, ahora?

â El Espíritu nos anima y nos “empuja” a obedecer al Dios que nos habla. Importa mucho dejarnos formar y guiar por los criterios de Dios que aparecen en el texto.

Escuchar y practicar la

Palabra escuchada, es la fe

verdadera.

Ver Mt

7,21-27

â

El Espíritu hace que la Palabra siga hablando hoy a nosotros.

Es como una luz que se dirige hacia nuestra vida entera

para que la veamos con la mirada de Dios.

â

El Espíritu viene en nuestro auxilio para que aprendamos, sin miedo, a dirigirnos al Señor, a partir de lo que Él ha dicho con palabras y/o acciones.

Este esquema es algo que elaboré para mí. Habrá que ir a las sugerencias que por todos lados se han realizado sobre los pasos en este camino.

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VI.- DISCIPULOS – APOSTOLES: LA IGLESIA “EN SALIDA” La Lectio Divina no es un pasatiempo, ni está destinada a unas cuantas personas. Es un privilegio dirigido a todas y cada una de las personas. Esta manera de formarnos en la fe encierra un compromiso en el que es necesario alentarnos mutuamente para recorrerlo. Y esto es posible solamente en comunión con los demás creyentes, nunca aislados. Si permitimos que la Palabra nos lance hacia otros para compartirles lo que hemos “visto” y “oído” del Señor, tendremos ahí una señal viva y segura de que hemos sido bien formados en la fe. El dinamismo en que es adentrado Pablo lo vemos, por ejemplo, en Gal 1,15-16; Hech 22,14-15; I Cor 15,3-5. Transcribo uno de estos textos: “Ante todo, les he transmitido lo que yo mismo había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras, que se apareció a Cefas y después a los Doce…” (I Cor 15,3-5) Una estructura que dinamiza la formación de todo cristiano, aparece en el binomio discípulos – apóstoles. Esta formación nace de lo que Jesús ha vivido en su propia misión:

“Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar

con poder de expulsar los demonios” (Mc 3,13-15). Jesús es el Apóstol del Padre; pero igualmente hay que subrayar que él es, indisolublemente ligado a lo anterior, el Discípulo del Padre. San Juan nos muestra ininterrumpidamente esta condición de Jesús. Es el Enviado del Padre. Es lo que señalamos en el no. 3. Esta estructura no es una técnica ni un método; es, más bien, la manera como el Espíritu Santo busca dar continuidad a la obra de Dios realizada en su Hijo. La Iglesia es Maestra, pero sobre todo es discípula, servidora de su Cabeza y Señor, Jesucristo. Salir en nombre de Jesús es posible si Jesús ha llevado con Él a las personas que ha llamado: les ha instruido en las “cosas” del Reino. Estas personas enviadas,

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regresarán donde Jesús para poner en común la misión y lo que en ella ha acontecido. Según lo anterior, la formación de discípulos-apóstoles, jamás termina.

Recibir la Palabra - Entregar la Palabra. Esto es lo que da calidad a una comunidad parroquial.

VII.- CONCLUSION. Una vuelta al espíritu de la Dei Verbum:

a) El dinamismo de la fe y de la misión Vuelvo a lo que es común a toda la Iglesia y que nuestros pastores desde hace años nos han dirigido a todos los bautizados:

“El Santo Concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola confiadamente, hace suya la frase de San Juan, cuando dice: ‘Les anunciamos la vida terna, que estaba en el Padre y se nos manifestó; lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo’ (1 Jn, 1,2-3)” (Dei Verbum 1).

Puede parecer algo superfluo y simplista, pero el único camino que la Iglesia tiene para realizar su vocación y misión no es otro sino JESUCRISTO; él es el Evangelio y el evangelizador por excelencia, el verdadero portavoz del Padre, es su Palabra definitiva. Todo, absolutamente todo lo que los bautizados hacemos y decimos, tendrá que inspirarse siempre en Jesucristo y encaminarse siempre hacia Él. Conocer a Jesucristo y hacer que otros le conozcan no son dos labores; es una única misión, y es lo que hace crecer a la Iglesia en identidad. Para acompañar la marcha que nos proponen los obispos en Aparecida, “es condición indispensable el conocimiento profundo y vivencial de la Palabra de Dios… Hemos de fundamentar nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios” (Documento de Aparecida, No. 247). “Toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura” (Dei Verbum, No. 21). Repetir e insistir en lo mismo, quizá pueda ayudarnos a que, por este camino, entre efectivamente en nuestra vida.

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b).- Propuestas de formación Primera: Sin tener en nuestras manos la Sagrada Escritura o Biblia, no es posible avanzar en nuestro encuentro con la Palabra. Esto no suple la escucha en común que los bautizados vivimos al participar en la eucaristía. Ver, tocar y leer nuestra Biblia nos permite orientarnos hacia la comunión con Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. De ahí la urgencia de promover la adquisición de la Biblia en cada una de nuestras parroquias, particularmente en los grupos de formación que vayan existiendo, independientemente del tipo de grupo que se trate. La Biblia es el libro de un pueblo y para un pueblo, y nunca haremos lo suficiente para llegar a esta convicción. Pero el encuentro con la Palabra nos permitirá hacer la experiencia de que la Biblia no nos es ajena y que nosotros no somos ajenos para ella. Nos iluminan unas palabras del Papa Francisco, porque nos sitúan para evitar desvíos al encontrarnos con la Biblia: “nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación y sobre todo a una Persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne” (12 abril 2013, en discurso a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica). Segunda: Ambientarnos en la importancia de la Palabra. Tercera: La realidad de los bautizados… en nuestras parroquias.

Reto: Si la Palabra está dirigida a todos, ¿cómo hacer esto realidad desde la Lectio Divina?

Cuarta: Entrar en la experiencia del encuentro con la Palabra desde la Lectio Divina. Se trata de hacer camino de vida, no de saber un método exclusivamente. Cuarta: Formación de promotores y coordinadores de Lectio Divina. Chihuahua, Julio 2020