El Hijo Del Farero

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“El hijo del farero”

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“El hijo del farero”

Javier Pérez Gosálvez

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Inventario

Prólogo (solo para jóvenes…)

Capítulo I: “La isla del tesoro”

Capítulo II: “Robinson Crusoe”

Capítulo III: “Los viajes de Gulliver”

Capítulo IV: “El doctor Jeckyll y Míster Hyde”

Capítulo V: “Las minas del rey Salomón”

Capítulo VI: “Capitanes intrépidos”

Epílogo (o cómo explicar todo esto)

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Prólogo (solo para jóvenes…)

¿Recordáis los ocho años o los diez? ¿Quién no ha creía

a fe ciega lo que te contaban los mayores? ¿Quién no lloró

más de una vez? ¿Quién no tuvo miedo?

Tengo cuarenta y tantos años y sigo creyendo en algunas

ideas universales de liberación, justicia, cooperación… Lloro

de vez en cuando, sobre todo en los aeropuertos, cuando veo

decenas de abrazos y besos a los seres amados que llegan.

Tengo miedo, tengo miedos en plural, de las malas maneras de

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los desalmados, de mi impaciencia, de un accidente, de perder

a alguien cercano, de no haber hecho lo suficiente…

Por tanto, creo que no he cambiado mucho desde aquella

temprana edad. Sigo creyendo, llorando y teniendo miedo.

Así se forjó esta historia, siendo niño. Sentado sobre

la alfombra de mi cuarto, en las eternas tardes de invierno,

junto a un libro gordo de cuentos, un muñeco articulado, una

pelota de tenis (nunca jugué al tenis, pero amaba el tacto

fibroso de aquella bola), unos cuadernos, lápices que afilaba

hasta pincharme, una lamparilla que daba escasa luz,

suficiente en las noches, zapatillas de andar por casa, un

sombreo verde con pluma de algún disfraz olvidado, el

banderín de mi colegio, una medalla por participar en algo… y

la imaginación. Suficiente.

Atrapado en ese cuarto durante las tardes de tantos

años, me liberé. Escapé sin moverme de allí, siguiendo los

viajes de mi padre, anotando sus rutas en el atlas,

boquiabierto, ante los documentales de la tele en blanco y

negro, con el libro de animales salvajes que una vez al mes

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llegaba a casa (era una suerte, nos había tocado otra vez o

¿alguien los mandaba…?), me perdía en los cromos de la

colección Vida y Color de mi hermano mayor, en el intercambio

de tebeos con mi primo Miguel, en descubrir las entrañas de

una radio transistor de mamá, en la merienda repetida día

tras día de pan, aceite y sal… El mundo se abría ante mis

ojos cada tarde. Lo descubría en cada mapa, en cada

ilustración de un cuento viejo, en las canciones que me

regalaba la radio, en la expedición de mi muñeco articulado a

lo alto del armario…

Sin embargo, los sábados por la mañana, en el comedor

del colegio, proyectaban películas de Abbot y Costello,

Charlot, la Familia Monster, Maciste… para las risas y

escándalo de los chiquillos. Era maravilloso, era cine.

No importa dónde estés amigo lector, dónde hayas estado.

Estás empezando un libro. Enhorabuena, eres especial,

valiente, seguro que también crees, lloras y tienes miedos…

Quizá por eso estás en este renglón, comenzando otra película

ahí dentro, en tu mente inquieta.

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Recuerda que lo importante reside en la creatividad. No,

lo importante es la imaginación. No, no, lo importante es

buscar, saber. Lo importante, a veces no es importante.

Eso sí, aprendiste a leer. Ahora, lee para aprender.

El encabezamiento de cada capítulo pertenece a la novela

del mismo nombre. Seis obras maravillosas que retorcieron mis

sueños, cada una en un momento distinto, como si estuvieran

esperando a ser leídas, mejor dicho, descubiertas por un

buscador de tesoros. Lo son, sin duda. No dejes de buscarlas,

no te van a defraudar.

De cada una extraje un párrafo. Léelo con atención. Es

el pretexto, tal vez la razón de lo narrado. Es posible que

no encuentres ninguna coincidencia, quizá sí. Solo los que

imaginan lo inimaginable, como vicio, lo percibirán…

Ven conmigo a esa edad temprana, a una isla con una sola

casa y un faro. No hay nada más, pero está repleta de… Bueno,

averígualo.

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Sigue leyendo…

J.

I

“La isla del tesoro”

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“Entró en la taberna casi a media noche. Llovía con

intensidad. Estaba empapado pero no le importaba. Sus ojos

eran blancos. Un bastón le ayudaba en su ceguera y una

cicatriz le recorría el cuello de oreja a oreja. Era

evidente que había sido ahorcado, pero algo o alguien lo

liberó del sacrificio. Su voz rota rujió como un trueno.

Pidió de comer y una botella de ron… Yo sabía quién era aquel

pirata ciego. […]”

• Hijo, es la hora… - dijo en voz alta mi padre desde el

comedor -.

• Voy, Padre… - respondí rápido -.

Padre me llamaba todas las tardes a la hora de encender

el faro. Él conocía mi pasión por esa máquina, una linterna

gigante que producía un rayo de luz que se perdía en la

inmensidad de la noche. Solo la podía manipular en su

presencia. El resto del tiempo, tenía prohibido subir.

- Esto puede salvar vidas, hijo, pero también las puede

quitar si alguien inexperto toca lo que no debe… Somos la

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salvación del perdido, no podemos fallar nunca… me – me

hablaba mientras manipulaba las palancas más pesadas, el

resto del rito de encendido, lo dejaba en mis manos -.

Deslizándome por la baranda como un pirata al abordaje,

bajaba del piso superior de la casa. Corría hacia la puerta

exterior del faro. Sí, amigos, de la única casa que existía

en esta isla, nuestra casa, construida junto a un faro, el

faro de la Isla del Monje.

Entraba en la torre y subía por la escalera de caracol

saltando los escalones de dos en dos. El pequeño motor de

gasoil era arrancado con la fuerza de Padre. Mi cometido era

limpiar los vidrios de la linterna, ajustarlos y engrasar con

la aceitera todo el mecanismo. Lenta, la gran bombilla

comenzaba a encenderse con la electricidad que generaba el

motor. En su interior, un filamento grueso como un cordón se

prendía despacio al rojo vivo. La magia de la luz aparecía

ante mí. Era un momento especial. No decíamos nada. La

claridad crecía, inundaba la sala encristalada. El resplandor

pronto cegaba. Los destellos comenzaban a dibujarse a través

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de los vidrios cóncavos. El rayo de luz se marchaba por el

mar…

Padre, mi padre, era el farero, la persona encargada de

encender, cuidar y apagar el faro en la parte norte de esta

isla, islote, diría ahora. En aquellos años, para mí era

sobradamente grande, repleta de rincones por explorar, cuevas

descubiertas al bajar la marea y un único montículo, hueco

por dentro, ¿volcán apagado o guarida de algún secreto…? La

Isla del Monje, así se llamaba. Su nombre vino por las

antiguas colonias de foca monje que parían a sus crías en

estas aguas. Nunca vi alguna. Padre nos contaba que años

atrás: los bancos de sardina y jurel, pasaban por aquí

llevados por las corrientes frías del norte. La foca monje

los devoraba con locura, dando brincos fuera del agua con la

boca llena de pescado... Los años de pesca descontrolada

acabaron con la sardina y así, con el regreso de la monje… No

se la volvió a ver. Buscaron otro lugar de cría.

Solo hay una casa, mi casa, unida a la torre del faro.

Una pequeña playa con un pequeño muelle, donde amarra un

barco chico, no más... Todo era diminuto en este pedacito de

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tierra, tierra rodeada de oleaje. Aquel puertito era el único

acceso al islote. El resto de su costa era rocosa e

impracticable para cualquier embarcación.

Cada quince días llegaba una flotilla del puerto de

Atlantia, capital del archipiélago de Llanaria. No era más

que un antiguo pesquero reconvertido en barco de la autoridad

del puerto.

Nos traía provisiones: alimentos, jabón, agua, gasoil,

utensilios, herramientas, pintura, aceite… además de

periódicos, todos los que podía conseguir Pepe Sánchez, el

agente portuario amigo de Padre. Era un hombre enorme,

fuerte, con un barrigón redondo que daba saltitos cuando

reía. Pepe Sánchez era muy divertido, contaba chistes… Les

contaré uno de aquellos…

- ¿Sabes cuál es el animal que tiene las patas en la

cabeza…? - preguntaba muy serio dando tiempo a pensar -... El

piojo, hombre, el piojo… es el único animal que tiene las

patas en “tu cabeza…” ¡ja, ja, ja! - reía a carcajadas,

contagiaba esa risa a cualquiera, su barriga daba saltitos…-.

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Y algo más, Pepe Sánchez, además de alegría, traía

libros, decenas de títulos que le pedía Padre.

Vivir aislados, sin más personas que tu familia,

implicaba no pisar una escuela, entre otras cosas. Eso no

significaba que no aprendiéramos nada, no. Padre nos enseñaba

cálculo matemático, trazo de rumbo, manejo de la brújula,

localización de una posición guiado por estrellas, manejo

del sextante, grados, minutos y segundos, escritura de un

cuaderno de bitácora, geografía mundial de océanos, mares y

costas, puertos, ciudades importantes, ciudades peligrosas,

las mágicas, las olvidadas.

Nos enseñaba historia, pero la historia de los hombres y

mujeres que dedicaron su vida a un sueño, como Ulises el

viajero, Ícaro y sus alas de cera, Marco Polo en su

larguísimo viaje a China, Cristóbal Colón en las islas de los

indios Caribe, Juan Gutenberg y su máquina de copiar libros,

Ibn Battuta (el gran viajero y geógrafo musulmán…), Galileo

Galilei y su telescopio, Copérnico y su teoría de que la

Tierra giraba alrededor del Sol y no al revés como le

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obligaron a reescribir, Scott y Amundsen (los primeros en

llegar al Polo Sur caminando por el frío insoportable de la

Antártida), Mallory e Irvine (otros esforzados que alcanzaron

la cima del Everest, pero no volvieron para contarlo…),

mujeres como Mary Henrietta Kinsley (la primera mujer que se

adentró en África para explorarla), Marie Curie (científica y

Premio Nobel por sus descubrimientos sobre la

radioactividad), Mary Wollstonecraft y su libro

“Reivindicación de los derechos de la mujer”, donde habló por

primera vez de la igualdad entre hombres y mujeres en mil

setecientos y pico…

Pero lo que más le apasionaba a Padre era leer. Leer

libros de viajes, viajes arriesgados a lugares lejanos,

conocer a personajes valientes, a malvados, a tipos astutos,

a cobardes detestables, a supervivientes, a náufragos, a

hombres de honor, a mujeres luchadoras, a muchachos osados…

Además, devoraba libros de mecánica, diccionarios, atlas,

libros de plantas, de medicina, libros de los últimos

inventos, estudios arqueológicos de lugares escondidos,

libros de culturas y tradiciones allende los mares,

recorridos históricos, libros de las absurdas guerras, arte

fotografiado, libros de belleza en poesía, todo ello

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acompañado por algo de música, en forma de disco de pizarra

para el gramófono… Esa pasión por la lectura me la impuso a

la fuerza, sí, algún que otro golpe me llevé por descuidar

mis tareas lectoras. Después, se convirtió en una necesidad…

Algo indispensable cada día, como el comer o moverse.

Vivíamos aislados, pero conocí a tanta gente, estuve en

tantos lugares… Soñaba rodeado de personas, fantasías,

visiones, ensueños con personajes de ficción…

Sabía que muchos de ellos no existían, pero los traía

ante mí, aparecían al leer. Cerraba el libro y desaparecían.

Magia. No importaba. Los observaba de cerca. Tuve el honor de

conocer bien a Crusoe, a Hood, a Fogg, Jeckyll, Holmes,

Simbad, Manuel el pescador, a Nemo, al doctor Livingstone, a

Bagheera y Mowgli, a Don Quijote y Panza, al Amadís de

Gaula… ¡Había viajado tanto sin salir de mi isla!

Hice un recorrido de cinco semanas en globo por África,

casi caigo herido en los territorios salvajes de las Minas

del Rey Salomón, el miedo me helaba la sangre al caminar por

las oscuras calles de Londres detrás de Míster Hyde, sorteé

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terribles tormentas en medio del océano, fui náufrago durante

varios años en una isla desierta, creí ver más de una vez un

par de liliputienses corriendo entre las estanterías de la

buhardilla…

Los libros que me daba Padre me permitieron transitar

por esos lugares, sin salir de la Isla del Monje. No me

importaba, conocía tantos sitios, que podía describirlos a

ojos cerrados.

Sin embargo, mi hermano mayor, Roberto Luis, dibujaba.

Lo hacía tan bien que Madre tenía las paredes de la casa

repletas de sus dibujos. Leía los mismos libros que yo, Padre

le obligaba también, pero se escabullía al menor descuido,

con los carboncillos y un enorme cuaderno de dibujo. Se

escondía en el Risco Asiento, una roca que el mar había

labrado dejando la forma de un mullido sillón. Allí pasaba

horas, hasta que la voz poderosa de Padre lo arrancaba como

una centella de su escondrijo.

Roberto Luis hablaba poco conmigo, bueno, no hablaba con

nadie. Era introvertido. Tenía cerrada su voz. No se quejaba

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nunca de nada. Hacía caso siempre a lo que Padre y Madre le

pedían. Creo que sus dibujos hablaban más que él. Si estaba

triste, dibujaba algo triste, si estaba aburrido, dibujaba

algo fácil, si tenía miedo, dibujaba imágenes oscuras de

calles lluviosas con puertas entreabiertas. También dibujaba

a menudo la figura de una chica de cabellos largos, siempre

de espaldas, no mostraba nunca su rostro… Ya les contaré…

Era el dibujo que más veces repetía. Nunca colgó ninguno

de ellos en las paredes, ni en nuestro cuarto, los guardaba

en una carpeta. Le preguntaba a menudo por qué hacía eso. Él

no respondía. Me miraba y alzaba un lado de su boca, como una

sonrisa sin risa… Seguía sin entenderle.

Yo admiraba a mi hermano. Intenté imitar alguno de sus

dibujos, era imposible… Ni se parecían. Desistí en mi empeño.

Roberto Luis ayudaba a Padre en todas las tareas del

faro, lo hacía perfectamente. Tenía la fuerza suficiente para

arrancar el motor de gasoil. Raspaba y pintaba las fachadas

que el salitre iba comiéndose, lijaba los óxidos exteriores

de la linterna colgado de una cuerda. El óxido se pega en

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todo lo que sea metálico, hay que raspar a mano, lijar,

pintar… y volver a comenzar por el otro lado, raspar, lijar y

pintar, raspar, lijar y pintar...

A mí nunca me dejaron utilizar la brocha, ni colgarme de

la cuerda para raspar, lijar y pintar… No sé por qué. Así, me

dedicaba más a ayudar a Madre en las labores de la casa:

barrer el salón y la cocina, colocar y recoger la mesa,

limpiar los cristales de las ventanas que el maldito salitre

volvía turbios. No se llegaba a ver nada si no se limpiaban

en tres días.

A veces pensaba que era el viento, que se enfadaba con

nosotros soplando con vigor durante largas jornadas. No se

oía otra cosa. Nos envolvía. Arrancaba gotas al mar y las

estrellaba en todas partes, incluso en mi cara. En días así

me imaginaba navegando en un galeón que crujía al azote de

las olas, zarandeándose lento, perezoso, a merced de las

montañas de agua que a veces volcaban sobre la cubierta,

dejando toda la nave bajo el agua durante unos segundos

eternos, emergiendo al poco como un gigante que quiere

respirar…

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Los navegantes, los piratas, los hombres de la mar,

todos miran a proa siempre, siguiendo el rumbo previsto. No

quieren sorpresas, como colisionar con otro barco, con un

arrecife, con un iceberg o encallar en la arena de un islote

que no aparecía en las cartas de navegación.

El mar es infinito, pensaba. Nunca acaba ni empieza,

estuvieras donde estuvieras, siempre estabas en medio si no

veías tierra. Imaginaba estar toda la vida navegando, dando

vueltas al globo terráqueo. Aunque, perderse era fácil, más

de lo que uno cree. Las brújulas a veces se vuelven locas,

decía Padre, el sextante no sirve cuando las nubes tapan el

sol y las estrellas. Solo ves agua a tu alrededor. Todo es

igual y llega la noche, la noche cerrada, no se ve más allá

de un metro, navegas a tientas, con el corazón palpitando

como un tambor, las horas se detienen…

Cuando caía la tarde, volvía a la casa. Cenaba y

retomaba el libro que estuviera leyendo. Recuerdo “La isla

del tesoro”. Aquella novela me atrapó entre sus páginas como

el cepo a un zorro inglés. Creí que estaba en el mejor lugar

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del mundo para leer la mejor historia de piratería que jamás

se escribió. ¡Por todos los rayos y diablos de la mar!, era

tan real que, por aquel entonces, dormí una temporada con un

ojo abierto, por si aquel pirata cojo aparecía por la puerta

de mi alcoba…

Roberto Luis llegaba también del Risco Asiento con su

cuaderno de dibujos. Le miraba preguntándole que había

dibujado esta vez sin decir palabra. Él me contestaba con su

mueca…

Al rato, llegaba la noche, la noche mojada de sal. El

faro ya estaba alumbrando. Padre también entraba. Cenaban él

y Madre. Ella solía servir sopa caliente, queso y pan para

los dos. Recogía al acabar, lavaba la loza y se sentaba junto

a él a bordar. A la luz de la bandeja de velas gastadas y

nuevas, Padre abría su libro. No había silencio. Viento

quería entrar igualmente, como uno más de la familia. Llamaba

a la puerta, golpeaba las ventanas, silbaba por las esquinas.

Solo conseguía colar un hilo de su cabello invisible por la

rendija de la ventana.

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Los dos hermanos ya estábamos arriba, en la buhardilla,

con nuestros libros, alumbrados por el farol de petróleo,

tranquilos, cada cual en lo suyo. Soplaba, susurraba, ráfagas

como enfados, iba y venía, brisa y poniente, noches al abrigo

de la lectura… En vigilias como esa, me sentía flotando. Se

escuchaba el estallido de las olas contra el muelle de la

playa, así sonarían contra el casco del galeón. Nadie

hablaba. Ya estaba en cubierta, quiero decir, en mi cuarto.

Allí seguiría sobre las olas, navegando.

Bueno, leyendo.

Después, soñando…

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II

“Robinson Crusoe”

“Caminé por la playa absorto, contemplando mi salvación,

mientras pensaba en todos mis compañeros que se ahogaron, no

se salvó ni un alma, excepto yo, ya que no volví a verlos ni

encontré rastro de ellos, salvo tres sombreros y dos zapatos

de distinto par. […]”

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Padre nos decía qué libros debíamos leer. Él se hacía

cargo de nuestra formación. Cada noche comentábamos lo que

habíamos leído. Roberto Luis lo dibujaba. Nos preguntaba

sobre los lugares visitados. Si no los conocíamos abría un

viejo atlas y nos mostraba el mapa de aquel lugar lejano.

Cómo llegar hasta allí, qué ruta elegir, los vientos

favorables, las estrellas que deberíamos ver, su posición en

el firmamento. Nos hacía calcular los grados, minutos y

segundos de las coordenadas. Prever adversidades y peligros.

Calcular provisiones de agua y alimentos para la tripulación.

Costes en distintas monedas. Arreglos de averías en plena

navegación…

Padre había sido pescador de altura durante años.

Conocía todos los secretos de ese trabajo tan duro. Desde muy

joven se embarcó como aprendiz. Durante meses navegaban

buscando los mejores bancos de peces en la pesca del bacalao,

la merluza negra, el abadejo, el cangrejo rey… De este modo,

visitó todos los continentes, incluso la Antártida, en la

triste pesca de la ballena. Lo contaba realmente con pena.

Esos enormes animales no se defendían, no podían hacerlo.

Mirar su ojo, del tamaño de un balón y verte reflejado, te

provocaba una tremenda tristeza. Te miraba preguntándote por

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qué, por qué me matas, yo no te hecho nada, no molesto a

nadie… Creí ver lágrimas, pero eran las mías - decía con

sentimiento…-. Abandonó esa pesca en el primer regreso a

puerto. Volvió a la pesca tradicional.

Consiguió, años después, el empleo de farero porque un

atún de doscientos kilos le sajó los tendones del antebrazo

izquierdo en plena lucha. Ese sí que es un valiente, pelea

hasta la muerte, pierde su sangre en cubierta, coleteando

hasta la extenuación. Me acerqué demasiado y ya veis cómo

quedó este brazo… Ya no podía ser pescador. Con un único

brazo útil, no sirves para el oficio… - decía con enfado -.

Pero él amaba el mar. Este trabajo le permitía estar

cerca de su olor azul…

Sus manos eran fuertes, poderosas, llenas de cicatrices,

al igual que su sabiduría. Tantos años de viaje, le

concedieron mucha experiencia en buenos, malos, peligrosos y

placenteros momentos. Padre sabía, sabía de todo. Era el

hombre más instruido que he conocido en mi vida. Había leído

cientos, quizá miles de libros, incluso en inglés, francés o

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portugués. Tanto tiempo en un barco, te presta horas

infinitas para leer, leer todo, hasta el más extraño libro.

Solía decirnos…: “el tiempo que pasas navegando, digo,

leyendo, no se descuenta de tu vida…”. Para él, navegar y

leer eran una misma cosa.

Cuando desembarcaba en algún puerto extranjero, buscaba

una librería o visitaba la biblioteca de la ciudad. Pedía

prestados libros que devolvía al año siguiente, cuando

retornaba en la nueva temporada de pesca. Compraba otros,

usados, viejos, decenas de ellos. Los cargaba en su saco

junto a tabaco de pipa y alguna botella de licor más de la

zona. Le gustaba probar todo. Comió - nos contaba en las

largas noches de invierno, alrededor de la bandeja de velas

gastadas y nuevas - saltamontes y hormigas fritas, ratas y

murciélagos a la brasa, la deliciosa carne de serpiente,

incluso, cerebro de mono crudo… ¡Qué asco, solo imaginarlo…!

Él reía a carcajadas al ver nuestras caras de aprensión.

Lucía una cabellera larga que los años habían teñido de

color blanco y plata viejos. Encendía su quemada pipa de

espuma de mar. Se la compró a un pescador turco a orillas del

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Mar Negro. La espuma de mar es un mineral blanco, que solo se

encuentra en aquella zona del este de Europa. Como una roca

de mármol sin brillo, los artesanos la tallan con hermosos

adornos geométricos o con la cara de una sirena o la de un

viejo pescador… Fue en la pesca del esturión, ese enorme pez

del que se extrae la hueva. Le llaman caviar. El oro negro

del mar, porque es negro, aunque también lo hay rojo. Esa

exquisitez se vende más cara que el propio oro amarillo, en

cualquier parte del mundo. Se pagan verdaderas fortunas…

decía.

Nos instruía con todo su saber. También nos dio algunos

buenos bofetones cuando no cumplíamos con nuestras tareas.

Después, se encerraba en su cuarto. Un día le oí llorar, no

soportaba pegarnos… Creo que le dolía más a él que a

nosotros. Pero lo peor estaba por venir…

Madre nos volvía a dar con el cucharón de madera por

hacer sufrir a Padre. Cuando hacíamos algo mal, cobrábamos

doble ración… Era una justicia difícil de entender para un

niño.

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Ser padre es difícil. Nadie nace con el oficio

aprendido. Ahora, a mis cuarenta y tantos, mientras escribo

estas páginas, miro a mi hija. Tiene dos años, juega en la

alfombra con un peluche y una caja de cartón. Me pregunto si

seré capaz de enseñarle todo lo que Padre, mi padre, me

enseñó.

No me he presentado todavía. Soy el hijo del farero,

Julio. Ese es mi nombre. Y esta que lees es la novela de mis

primeros años en aquella pequeña isla, la Isla del Monje.

Cuando crecí, supe por qué Padre puso de nombre Roberto Luis

y Julio a sus dos hijos, pero eso te lo contaré otro día…

No cambiaría ni un solo minuto de los vividos en aquel

islote por otros en cualquier lugar. Como Robinson Crusoe,

allí aprendí muchísimas cosas de la vida, sobre todo, a no

sentirme aislado. Fabricaba todo lo necesario para vivir, mis

juegos, mis herramientas, mis mapas, mi catalejo de cartón,

mi espada pirata, mi sombrero de tres picos, el tesoro (una

lata de galletas) escondido, marcado con una equis en uno de

mis mapas. En él, conchas, un collar de madre roto, vidrios

gastados, una pipa de Padre, una lupa y lo mejor, una brújula

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dorada. Le sacaba brillo siempre que destapaba el cofre,

bueno, la lata oxidada. Era la mejor pieza… Todavía la tengo.

Mis sueños hechos realidad. Mejor dicho, realidad hecha

de sueños…

¿Qué debe hacer un niño si no…?

Ser niño…

III

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“Los viajes de Gulliver”

“Gulliver, sin dudar un solo segundo, cruzó el estrecho

andando, pues el agua le llegaba a la cintura, llegó a la

isla enemiga, amarró todos los barcos con una cuerda y

tirando de ellos, los llevó a Liliput. […]”

No hay cosa que me excite más que encontrar un objeto

extraño por casualidad.

Una tarde de septiembre, Roberto Luis halló una botella

flotando con un mensaje dentro, atrapada entre unas rocas al

otro lado del faro. Mi hermano descendió ágil hasta el charco

donde había quedado atrapada. Era peligroso, los golpes de

mar habrían podido arrojarlo contra las riscos, golpearlo,

incluso, llevárselo… Padre no nos permitía acercarnos tanto a

esa zona. Daba al norte, el océano era muy bravo y

traicionero en ese mes. Las olas y mareas eran inmensas.

Roberto Luis me la mostró. Era una botella normal, con

el tapón bien hundido. Dentro, un papel enrollado, atado con

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un cordoncito de zapato. Fuimos corriendo a la casa. Buscamos

desesperados un sacacorchos. Al fin dimos con él en el cajón

de los cubiertos y cucharones de cocinar. Con mucho esfuerzo

y a la vez cuidado, mi hermano extrajo el corcho inflado por

el mar, no quería romperlo… No había entrado ni una gota, su

interior permanecía seco. El papel enrollado salió con

facilidad. Desató el cordoncito. Esto es lo que decía:

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El mar. La mar.

El mar. La mar.

El mar. ¡Solo la mar!

¿Por qué me trajiste, Padre,

a la cuidad?

¿Por qué me desenterraste

del mar?

En sueños, la marejada

me tira del corazón.

Se lo quisiera llevar.

Padre, ¿por qué me trajiste

acá?

Roberto Luis quedó en silencio unos instantes… Bueno, es

una manera de hablar… Pero ni el mismísimo dios de los mares

me hubiera impresionado tanto cuando la voz entrecortada de

mi hermano pronunció dos palabras: ¡Josefina Pla…!

Se trataba de un poema conocido por Padre. Nos lo había

dado a leer unas semanas atrás, era de un poeta andaluz,

Rafael Alberti. Pero mi hermano se fijó más en el dibujo de

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un corazón, con un barquito navegando, y por supuesto, en el

nombre de esa chica.

¿Quién es Josefina Pla? ¿La conoces? - le pregunté

nervioso -. Pero volvió a su silencio… Sin embargo, esta vez,

su mueca de cómplice se había convertido en sonrisa. Me

regaló la botella y el tapón. Él se llevó el papel. Subió a

la buhardilla y pasó la tarde dibujando.

Volví a asomarme al otro lado del faro… Quizá tendría

suerte y encontraría otro mensaje flotando para mí. Desde

aquel día, solía pasar de vez en cuando por la Playa Chica,

quizá tendría suerte y descubriría otra botella mensajera.

Así fue como comenzó Roberto Luis a dibujarla, siempre

de espaldas, no conocía su rostro, pero él la dibujaba una y

otra vez.

La Isla del Monje es pequeña. Se puede caminar entera en

una mañana. A veces, los domingos, vienen a pasar el día

algunos visitantes. “Turistas” los llama Padre. Son viajeros

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sin aventura. No lo entendía. Venían, caminaban un rato,

comían, bebían y desafinaban canciones entre risas. Al

atardecer, el barquito del amigo Pepe Sánchez los devolvía al

puerto de Atlantia. La isla, mi isla, volvía a tener su

sonido: el viento, ¡cómo me gustaba sentirlo…!

En una de estas visitas de turistas, vi como Roberto

Luis entregaba algo a Pepe Sánchez. Nunca lo pude confirmar,

pero estaba convencido de que la destinataria de aquel

paquete era Josefina Pla.

No entendía por qué se enamoraban las personas. ¿Cómo

ocurría? ¿Qué tendría que pasar? Tendría que haber algún

acercamiento, un beso, un paseo de la mano… Mi hermano estaba

por Josefina… pero ni siquiera la había visto. Unos meses

después, descubrí entre los carboncillos y dibujos de Roberto

Luis unas cartas, escritas con la misma letra de aquel poema

de Rafael Alberti… Eran de ella, dirigidas a él…

Padre y Madre se querían inmensamente. Se trataban con

tanto cariño y respeto que, a veces, se quedaban mirando el

uno al otro, hablándose sin palabras, como si no hubiera

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nadie más en el mundo. Después, nos descubrían allí y volvían

a sus quehaceres con una sonrisa. Qué extraño me resultaba

eso del amor. Tendría que buscar a mi Josefina Pla para

entenderlo, pero dónde…

Volví a mis labores. Recuerdo que Padre me había marcado

unos párrafos de “Los viajes de Gulliver”. Extravagante

historia. Gigantes, Liliputienses y un viaje navegando a esos

extraños lugares… Me preguntaba qué había al otro lado del

océano… Imaginaba tantos lugares inexplorados… Los imaginaba

al cerrar los ojos antes de dormir. Personas de otras razas,

ataviados con ropas de colores imposibles, perfumes a maderas

y especias, olores incomparables, comidas exóticas… O

viajando al pasado acompañando a un almirante en su búsqueda

de la ruta hacia ese lugar que nadie conocía.

Volvía al camarote. Tenía que ponerme a navegar, iba a

leer…

Page 36: El Hijo Del Farero

IV

“El Doctor Jeckyll y Míster Hyde”

“- Mi señor lleva recluido una semana en su laboratorio. No

abre la puerta. Pero lo peor de todo, después de veinte años,

es que sé reconocer su voz. Ese alarido que me manda traerle

medicinas no es su voz. Hay alguien ahí dentro que no es el

doctor Jeckyll. […]”

Vivir en una isla tiene muchas desventajas, pero algunas

sorpresas. Sin embargo, determinados acontecimientos pueden

Page 37: El Hijo Del Farero

cambiar el curso de los días para siempre. Todas las jornadas

eran iguales, se debía hacer lo mismo, incluso los domingos.

Padre y Madre cumplían sus tareas sin queja. Los hijos

obedecíamos sin posibilidad de rechistar. No estaba

permitido.

Disponíamos de un pequeño huerto que los cuatro

cuidábamos. Madre había plantado lentejas, trigo y maíz.

Incluso seis vides para intentar hacer vino. Nunca se logró

fermentar un buen caldo. Después de un año de trabajo y

cuidado de las uvas, Padre no pudo beberlo, había fabricado

vinagre. Madre lo aliñó añadiéndole hierbas y azúcar. Se

utilizó para conservar las verduras que Pepe Sánchez nos

traía.

También debíamos pescar. El pescado era parte

fundamental de nuestra alimentación. Las viejas, las bogas,

alguna barracuda además de lapas, mejillones y burgaos

salvajes que crecían pegados a los riscos, eran fáciles de

atrapar, despegándolos a cuchillo. Madre solía jarear el

pescado que no se comía en el día. Así disponíamos de

Page 38: El Hijo Del Farero

provisión para varios días o cuando el mal tiempo no nos

permitía la pesca.

Dos cabras nos daban abundante leche a diario. Madre se

ocupaba de ellas. Las ordeñaba temprano. Tibia la leche, nos

la daba a beber con harina de trigo y maíz añadiendo algo de

azúcar. A veces Padre le añadía un chorrito de ron cuando el

frío apretaba. Nos daba a probar. Me quemaba la garganta,

¿cómo se podía beber aquello?

En mis ratos libres, por la tarde, solía caminar por la

isla. Roberto Luis había encontrado una botella con un poema.

Así ocupaba su mente, puesta en Josefina Pla. Yo tenía los

libros y sus historias para poblar mi pensamiento. Unas veces

creía estar en la costa escocesa, otras, en las oscuras y

húmedas calles de Londres, el Liliput de Gulliver, la isla de

Simbad el marino o la de Robinson Crusoe…

Mi pensamiento viajaba tanto que a veces me agotaba.

Quedaba tumbado en la playa o sobre una roca plana mirando

las nubes, detrás, el azul celeste, después, los planetas y

al oscurecer, las estrellas.

Page 39: El Hijo Del Farero

La imaginación me dejaba ver, oler, oír, sentirme

detective, doctor, pirata, trotamundos, náufrago… Recuerdo la

lectura del “Extraño caso del Doctor Jeckyll y Míster Hyde”

coincidió con un hecho que os narraré a continuación.

Caminaba por las oscuras calles de Londres, (creo que

las sabría recorrer sin haber estado nunca…) Robert Louis

Stevenson, su autor, te llevaba de un sitio a otro sin darte

cuenta…

¿Cómo podía alguien escribir tan bien? El miedo a

encontrarme cara a cara con Míster Hyde al doblar una esquina

me recorría las venas en cada párrafo. Leía de noche, a la

luz de unas velas. Cómo no, Viento golpeaba la ventana,

insistía una y otra vez. Se colaba por las rendijas. Movía la

cortina suavemente… ¡Estremecimiento!

Recuerdo perfectamente esa noche. Dejé el libro sobre la

mesilla. Salí de la casa cuando todos dormían. Me abrigué con

el chaquetón de Padre, me quedaba grande, apenas asomaban mis

Page 40: El Hijo Del Farero

manos por las mangas. Era pesado, calentaba. Me puse también

su gorro de lana azul. Llevé la linterna de petróleo y los

fósforos. Había visto moverse algo desde mi ventana, al final

de la Playa Chica. Caminé sigiloso con el farol apagado. Lo

encendería allí mismo, pensé.

Me acerqué lo bastante para comprobar que alguien estaba

saliendo del mar. Se acercaban nadando, en silencio, uno

detrás de otro. Serían unos seis o siete. La escasa luz de la

media luna dejaba ver cierto brillo en sus espaldas mojadas.

Un escalofrío me recorrió la espalda, se enrolló en mi

nuca. Piel de gallina en brazos y piernas. No sabía qué

hacer, si volver corriendo a avisar a Padre o encararme con

ellos con la potente luz del farol.

¡Cielo santo! Seguían llegando más. Podía contar doce de

ellos. Me acerqué con la intención de deslumbrarles. Al

intentar encender la mecha, se me cayó la cajita de fósforos

por el temblor de mis dedos. Tuve que bajar más para

recogerlas. Resbalé por la humedad de la roca, provocando un

Page 41: El Hijo Del Farero

pequeño desprendimiento que enseguida detectaron los

invasores. Sí, así les llamé desde entonces, los invasores.

El ruido les hizo volver al agua con una rapidez y

agilidad extraordinarias. Solo escuché el chapuzón del último

de ellos. Desaparecieron en un santiamén.

Volví a la casa. No hice ruido. Subí a mi cuarto. Desde

allí volví a mirar por la ventana. Tenía frío, no solo por la

humedad de la noche sino por la repentina visita de los

invasores. ¿Qué querrían? ¿Quiénes eran? Mi hermano dormía

al otro lado de la habitación rodeado de sus dibujos y sus

sueños…

A la mañana siguiente, no comenté nada en el desayuno.

Padre nos desarrollaba el plan del día: las tareas propias

del faro, la casa y el huerto. Además de realizar hojas de

cálculo matemático, lecturas que debíamos acabar, recogida y

clasificación de diferentes tipos de rocas, estudiar las

aves, reptiles de la isla, más los mamíferos, que consistían

únicamente en unos conejos y dos gatos salvajes que alguien

trajo. Otros días, nos obligaba a dibujar las plantas de la

Page 42: El Hijo Del Farero

isla, su lugar de ubicación y el proceso de crecimiento según

la estación anual. Por supuesto, Roberto Luis se encargaba de

ello mientras yo buscaba el nombre científico en los libros

de botánica de nuestra gran biblioteca.

Sí amigos, en esta isla disponíamos de una biblioteca

inmensa, todos los libros que Padre fue recopilando desde su

infancia. Cientos, quizá miles de ellos, organizados por

temas, en estanterías improvisadas con cajas de madera.

Clavadas unas sobre otras, las paredes del escritorio de

Padre parecían un panal organizado. Cada vez que el amigo

Pepe Sánchez nos traía provisiones dejaba un par de ellas

para seguir ampliando el espacio y orden de los libros.

Padre no nos permitía tocar ni un solo tomo sin su

permiso. El orden que daba a los libros era preciso. Podía

encontrar en unos segundos cualquier ejemplar de ciencia,

historia, literatura, pesca, buceo, manuales de motores,

planos del faro, de barcos… Solo él se encargaba de

devolverlos a su lugar asignado.

Page 43: El Hijo Del Farero

Recuerdo su enfado supremo cuando un diminuto ratón

había practicado un túnel entre libros, de un lado a otro en

una caja. Atravesó toda la colección de cuentos de Christian

Andersen. Sin embargo, nos quedamos boquiabiertos al

comprobar que se había detenido en el relato de “La ratita

presumida”. Pero lo asombroso fue comprobar la causa, había

interrumpido la excavación de su cueva en una página

concreta, ante la palabra “ratón”.

Padre pasó del enfado a la carcajada, casi se cayó de

tanto reír. No me lo puedo creer - entre risas -, este

mentecato sabe leer ¡ja, ja, ja!… - casi se asfixió -…

Estuvimos buscando al ratón lector. Pusimos trampas

incluso, pero no apareció. Se iría atiborrado de palabras,

ofuscado. No pudo roer “ratón”, sería como comerse a sí

mismo… Marcharía meditabundo…

La biblioteca de Padre era un lugar especial. El olor

era distinto, una mezcla del aroma del tabaco de pipa con el

salitre marino. Él pasaba largas horas allí, cuando no estaba

en el faro.

Page 44: El Hijo Del Farero

En la torre también colocaba ejemplares, solo los que

tenían al mar entre sus historias, novelas de viajes, de

piratería, de buscadores de tesoros. La voz del océano

apacienta el alma… - era una frase que Padre solía decir con

una sonrisa… -. Las olas traen las historias en su espuma,

solo hay que escucharlas… - continuaba -…

Les confieso que no entendía muy bien esas frases. Sin

embargo, se grabaron en mi memoria. Con los años, siendo

adulto ya, las he entendido. Mejor dicho, entendí a Padre, mi

padre.

Vivir solo con tus progenitores y un hermano en una isla

tan pequeña como aquella, podía parecer agobiante, incluso,

el lugar más solitario. Nunca fue así. Jamás me sentí solo.

El mar que nos rodeaba, nos permitía ver las islas cercanas.

No vivía aislado, vivía en una isla. Esa condición me llevaba

más allá del océano.

Page 45: El Hijo Del Farero

Los días despejados, veíamos el gigante volcán que

presidía la mayor de las ínsulas. Tan grande que, a veces, se

escondía tras las nubes. Muchas veces le había pedido a Padre

que nos llevara a visitarlo. No me cabía en la cabeza su

tamaño: llegar hasta las nubes, ¿podría tocarlas?

¿Revolverlas con mis manos? ¿Dibujar espirales en el humo

espeso del agua? Tendría que ser espectacular…

La mayor altura que teníamos en la isla era la montaña

de La Caldera, de unos cien metros. En la parte oeste, caía

directamente al mar. Tenía un sendero que subía a la cima.

Allí anidaban las pardelas y otras aves marinas. De cuando en

cuando, Padre subía a capturar algunos ejemplares, sobre

todo, después del verano. Habían acumulado mucha grasa. Este

aceite de pardela era un remedio popular para la tos de los

niños, el reuma de los mayores e incluso para reponer fuerzas

después de una larga enfermedad. También se salaban para

comer. No solíamos subir, Padre no nos dejaba. Decía que era

peligroso, que podíamos caer al mar desde lo alto si

descuidábamos un pie.

Page 46: El Hijo Del Farero

Pero yo intentaba imaginar los 3718 metros del gigante

Echeide, así lo llamaban. Pero no podía. Miraba al cielo.

Pensaba que allí se podría llegar andando. Sabía de los

aviones, de los globos científicos que subían fuera de la

atmósfera… pero llegar por mi propio pie, era algo que me

inquietaba.

¿Qué habría en la cima? ¿Los invasores tendrían allí una

base secreta? ¿Un túnel que bajara hasta el mar? ¿Harían

experimentos? ¿Por qué vinieron hasta mi isla? ¿El saber que

estaba casi desierta les serviría para sus ensayos? O

¿estarían buscando algo?

Esas preguntas me las solía hacer cuando Padre me

contestaba que ya veremos, lo de ir a ver el Echeide está

complicado… Sin duda, se refería a que no disponíamos de un

sustituto que se ocupara del faro para tomarnos unos días de

viaje. Era complicado en aquellos años. Cualquiera no podía

desempeñar ese oficio. Necesitaba de una gran preparación

marinera, técnica, de auxilio y salvamento en caso de

accidente o naufragio en la costa. De modo que, nunca

disfrutamos de lo que hoy llaman vacaciones.

Page 47: El Hijo Del Farero

Si vienen aquí, de noche, en secreto y no quieren ser

vistos, es que vienen por algo. Eso es… - éste fue mi

planteamiento -. Lo buscaban en mi isla. Pero ¿el qué? ¿Qué

buscaban? ¿Qué hay aquí que tanto les importa? ¿Lo habrían

dejado hace tiempo y ahora querrían recuperarlo?

Muchos años después, supe quienes fueron los invasores.

Sin pretender, ahuyenté a un grupo perdido de focas monje que

habían vuelto a la isla. No sé bien por qué lo hicieron.

Quizá tenían grabado en su instinto que allí, en aquella

playa, sus antepasados vivieron, parieron sus crías,

descansaron, se quisieron… Sin darme cuenta, rompí de nuevo

esa intuición que las hizo volver.

A veces, los seres humanos somos tan destructivos como

una bomba. Golpeamos a la naturaleza con tanta fuerza que

destruimos hogares solo con nuestra presencia.

No volvieron más.

Page 48: El Hijo Del Farero

Mientras pensaba y pensaba, no adivinaba quiénes podrían

ser.

Una noche Padre nos habló de alguien, de Arráez, el

terrible pirata Arráez.

Morato Arráez fue un sanguinario. Lo peor de lo peor en

los mares. Navegó por estas aguas desde 1586, asaltando la

isla de Lancelot y posteriormente las costas de Málaga y

Cartagena. No tenía piedad, dejaba destrucción a su paso.

Arrasaba ciudades y campos, pasaba a cuchillo a los valientes

que osaban defenderse. Quemaba casas, iglesias, establos,

cosechas. Se adueñaba de todo aquello que tuviera valor

comercial, incluso secuestraba niños para pedir un suculento

rescate en oro por su liberación. Era odioso. El terror le

precedía. Las gentes se alarmaban al ver sus barcos a lo

lejos. Corrían despavoridas a esconderse. Otros, sin embargo,

escondían antes sus riquezas que a sus familias.

Padre, con gesto serio, nos contó esta historia. Fue

cierta, terrible para muchos isleños, los libros de Historia

lo recogieron en sus páginas de dolor.

Page 49: El Hijo Del Farero

Estos hechos generaron muchas leyendas, una de ellas

refería que el propio pirata Arráez había enterrado el mejor

de sus tesoros en nuestra isla, en la isla más pequeña, la

deshabitada, la isla perfecta para esconder un secreto, no

solo riquezas… No se había encontrado nada hasta entonces.

Estuve una temporada buscando. Después, lo dejaba, para

continuar con nuevos ánimos pasados unos días. Era una tarea

que siempre tenía en mente. Buscaba alguna señal, algún

montoncito de piedras ubicadas de forma extraña, que la

naturaleza por sí sola no las hubiera podido colocar. Me

asomaba a los pequeños pero peligrosos acantilados para dar

con una cueva abierta en marea baja. Salía de los dos únicos

senderos fijándome si todo era normal, si la silueta o una

marca grabada en una roca indicaba una ruta hacia algún lugar

o un rayo de sol que entrara entre dos rocas al atardecer,

para marcar un punto con el haz de luz…

Varias rocas cumplían con esa posibilidad, ya que si

algo existía en abundancia en mi isla, eran rocas. De todos

los tamaños, colores y formas. Varias tenían nombre: El Risco

Page 50: El Hijo Del Farero

del diablo, el Risco de los Niños Feos, La Bomba, El Roque

del Este… Al igual que recovecos y calas como La Punta del

Marrajo, La Caleta de la Caldera, Morro Felipe, Cueva de Los

Lobos, Playa del Sobrado, Bajo de los Cuernos, Cueva de las

Palomas… Nunca supe quién ni por qué puso esos nombres. Pero,

sin duda, el que más temor infundía era el primero de la

lista, el Risco del Diablo.

Junto al mar emergía una roca gigante, con tres

aberturas que simulaban ojos y boca terroríficos. Tenía un

aspecto fantasmal, de engullirte si intentabas entrar…

Nunca me acerqué. Era demasiado fácil esconder ahí un

tesoro. Era el primer lugar donde habría buscado cualquiera…

Seguí con mis tareas, seguí escudriñando cada metro de

terreno y mar a la redonda.

Un día encontré algo…

Page 51: El Hijo Del Farero

Me arrepiento tanto…

No debí…

Page 52: El Hijo Del Farero

V

“Las minas del rey Salomón”

“Dirigimos nuestras miradas hacia allí, pero durante unos

momentos no pudimos distinguir nada, debido a un resplandor

plateado que nos cegaba. Cuando nuestros ojos se

acostumbraron, vimos que el arca estaba llena de diamantes

sin tallar, en su mayoría de tamaño considerable. Me agaché y

cogí unos cuantos. […]”

Page 53: El Hijo Del Farero

Como no disponíamos de ningún árbol, no podía subir a

ninguna altitud a inspeccionar el terreno. Desde el faro,

resultaba demasiado alto y mi cuarto miraba al mar. Así que

tenía que recorrer el terreno palmo a palmo.

Hice un mapa de la isla y fui cuadriculando el terreno.

Lo conservo todavía. Es este…

Dibujo del mapa hecho en una

hoja de libreta antigua, de

una raya tal vez…

Page 54: El Hijo Del Farero

Lo había visto en un libro de arqueología. Estos

investigadores del pasado se pasan media vida en el campo o

bajo el mar y la otra media en sus laboratorios.

Page 55: El Hijo Del Farero

Buscan y buscan, o van donde alguien ha encontrado algo.

Con un pincel van quitando el polvo, aunque sea un agujero

enorme. Nunca sabes lo que puedes encontrar, dicen. Si te

descuidas, puedes romper una pieza valiosísima, tal vez

única. Son unos tipos metódicos, siguen siempre el mismo

orden en su rutina. Minuciosos, capaces de distinguir un

diente fosilizado en medio de un campo de piedritas.

Después, en el laboratorio, empieza el trabajo más

fascinante: averiguar qué nos cuenta cada pieza, qué secretos

tiene, a quién perteneció, por qué llegó hasta allí, cuándo…

Uno de ellos escribió: “Es maravilloso, el pasado se asoma

ante tus ojos. Lo que el tiempo ocultó, viaja al presente…”

Leí todo el libro. Me fijé bien en el material necesario

de un arqueólogo: pinceles, cepillos de varios tamaños, una

pala pequeña, cuerdas, estacas de madera, una brújula (no

sabía bien para qué pero la llevé por si acaso…), libreta,

una lupa, linterna… Lo guardé en una mochila.

Saqué mi mapa cuadriculado y fui marcando la ruta a

recorrer cada día: cuadrante A-3, A-4, A-5…

Page 56: El Hijo Del Farero

Pasé por las antiguas chozas de los portugueses, fueron

los que construyeron el faro y mi casa. Ya había estado

muchas veces por allí. Decidí seguir mi camino, no creía que

hubiera nada oculto bajo esas casas derruidas.

Durante semanas fui recorriendo cada cuadro de mi mapa.

Por las tardes, después de mis obligaciones de estudio y

hogareñas, con la mochila al hombro, bocadillo de pan, aceite

y sal y una cantimplora de agua fresca me despedía de madre.

Volvía antes del anochecer, cuando Padre y Roberto Luis

encendían el faro. En esos andares por mi pequeña isla,

encontré lugares que nunca había visto, a pesar de haber

estado varias veces cerca. No me había fijado en pequeñas

cuevas o las diminutas playas que aparecían hasta que el mar

las volvía a esconder, como si no quisiera compartirlas con

nadie, arenas mojadas que el sol no llegaba a secar.

Pero, lo que más me gustaba, era encontrar restos de

barcos que la marea arrojaba contra los riscos: cajones de

Page 57: El Hijo Del Farero

madera rota, pedazos de tablas, trozos de redes, boyas,

botellas… Cualquier cosa que flotara era arrastrada hasta uno

de los rincones de mi isla…

A veces, no sabía bien qué era aquello. Lo guardaba con

cuidado en la mochila. Después, en casa, lo analizaba con la

lupa y si no lograba averiguar qué era, preguntaba a Padre.

Él enseguida me sacaba de la duda.

Con las semanas de búsqueda, fui llenando mi buhardilla

con todos esos objetos que el mar me iba regalando. A Roberto

Luis también le gustaban. Incluso apartó alguno de sus

dibujos para colgar una inmensa red en una de las paredes.

Colgamos en ella infinidad de conchas, tablas con letras

japonesas, estrellas de mar secas, boyas de cristal, un farol

oxidado, la punta de un arpón ballenero de Padre, el garfio

de arrastrar cajas de pescado, la espada de un marlín… Era

hermoso. Mi hermano fue colocando todos aquellos objetos con

un orden especial, parecía saber el sitio exacto de cada uno.

Tenía un don increíble para llenar los espacios. Te dejaba

con la boca abierta, ahora le llamo arte. Aquel fue su primer

collage… sin duda. Pero había algo más, algo que llenó

Page 58: El Hijo Del Farero

nuestro cuarto, no se veía. Llegó para quedarse: el olor. Sí,

la red nos traía el aroma del fondo marino, algas, pequeños

crustáceos, restos de pequeños peces secos… inundó nuestro

cuarto. Era un olor extraño, salado, ligeramente podrido de

maderas húmedas o del salitre verde de las boyas de cristal…

Se acababa la búsqueda. Solo me quedaba la Playa de La

Concha y el otro lado del Puertito, donde Padre no nos

permitía estar solos por el azote del viento y las

corrientes.

La Playa de La Concha no deparaba grandes secretos, la

había recorrido cientos de veces, jugando, corriendo,

pescando con Padre y Madre. Era el lugar perfecto para

disfrutar de una jornada de descanso. Con forma de concha

redonda, de ahí su nombre. Se cerraba por el Este y por el

Oeste en dos brazos naturales de rocas, como si te fueran a

dar un abrazo. Por el centro, un tramo de unos pocos metros

dejaba entrar alguna ola solitaria, que se deshacía en mis

pies, sin espuma. Era ideal. La arena era tan bella que, a

veces, robaba reflejos sonrosados al sol. Entonces, el agua

se tornaba en verdes de cristal, de cristal blando, lento en

Page 59: El Hijo Del Farero

movimientos. De hecho, así le llamaba de pequeño a aquel

maravilloso lugar, la playa de los cristales blandos, porque

el mar tenía ese brillo que cegaba a la vez que se mecía

perezoso. Un vidrio gigante echado sobre un lago de tela

cristalina…

Unos pequeños muros de piedra en forma semicircular

surgían sobre la arena. Los utilizábamos para resguardarnos

del viento. Alguien había agrupado esas piedras. Habían

permanecido siempre allí, eran parte del paisaje.

Me senté a merendar al abrigo de uno de ellos. Las

piedras colocadas, una sobre otra, me cobijaban bien del frío

húmedo de la tarde. Saqué mi pan con aceite y sal y lo comí

contemplando una vez más aquel sol reflejado de atardecer.

Esta vez, se reflejaba en los cristales blandos dándoles

color metálico, verdes y morados metálicos. Me encantaba.

Saqué la cantimplora y bebí un buen trago. Al dejarla

sobre la arena se volcó, no me di cuenta. Cuando quise volver

a beber, se había vaciado.

Page 60: El Hijo Del Farero

Con el enfado, no lo vi. Al intentar escurrir las

últimas gotas en mi boca, arrojé de mala gana la cantimplora.

La miré con rabia, no tendría trago hasta llegar a casa. Al

poco, me percaté del pequeño agujero que había hecho el agua.

Se abrió paso entre las piedras del muro y la arena. Metí la

mano siguiendo la caída del líquido. Después, usé las dos

manos. Ante mis ojos se destapaba un hoyo. Retiraba la arena

con cuidado, volvía a caer, la volvía a sacar. Las piedras

del muro desenterradas dibujaban una colocación distinta, no

seguían la línea superior.

Era un trabajo inútil. La arena caía por un lado

mientras destapaba el otro. Iba agrandando la excavación,

para que no se enterrara de nuevo. Alguien había colocado

esas piedras con algún propósito, ¿para qué...?

Cuando conseguí profundizar un metro, exhausto (ya tenía

un movimiento de arena de tres metros alrededor) toqué algo

duro. Otra piedra – pensé -, pero era grande. Seguí

limpiando. ¡Cielos! Es la más grande, plana, como una tapa.

Page 61: El Hijo Del Farero

Tuve que detenerme a tomar aire. Me iba a estallar el

corazón. Me detuve. Pensé en cómo podría sacar esa enorme

plancha. Bajé de nuevo al hoyo con la palita metálica y se

partió al intentar moverla. Era evidente, yo solo, no podía.

Tendría que buscar la ayuda de Padre y Roberto Luis.

Volví a casa con paso rápido. La noticia lo merecía.

Esa noche, después de relatar en la cena mis

investigaciones a la familia, con mi mapa cuadriculado,

marqué el lugar del descubrimiento. Quedamos organizados para

el día siguiente con buen acopio de herramientas.

Como digo, esa noche no pegué ojo. Los nervios no me

dejaron dormir. Vi las horas pasar en el reloj de la mesilla.

Eternas. ¡Qué larga es la noche!, nunca la había visto,

siempre la dormía.

Imaginé, qué sé yo, cientos de objetos, tesoros,

incluso, una cueva olvidada, o la madriguera de un monstruo

marino de largos tentáculos, o tal vez algo que los invasores

Page 62: El Hijo Del Farero

tenían olvidado, y eso era lo que andaban buscando… Era

evidente que nadie había destapado ese hueco en muchos años.

Amaneció…

Tomamos un buen desayuno. Los hombres de la familia

íbamos a hacer algo importante, unidos, por primera vez. Era

una sensación extraordinaria. En ese momento me daba igual lo

que encontráramos. El hecho de hacer algo junto a Padre y

Roberto Luis me hizo mayor. De la noche a la mañana sentí que

había crecido, que tenía responsabilidad, obligación de hacer

las cosas bien, de ser un hombre bueno, trabajador. Era el

momento de dejar las chiquilladas atrás.

Serios, apenas sin hablar, cargados con nuestras

herramientas y el estómago dándome brincos, salimos hacia el

sur de la isla.

El trayecto nos llevaría una hora a buen paso. Pero

enseguida me di cuenta, iba a ser menos tiempo. Seguir a

Padre era un ejercicio de fuerza y agilidad. Cada zancada de

Page 63: El Hijo Del Farero

él, eran dos mías. Así deduje que debía hacer el doble de

esfuerzo… El sudor comenzó a asomarse por mi frente y brazos.

No me quejé en ningún momento, los mayores no lo hacen…

Llegamos al destino antes de que el sol llegara a lo

alto, serían las nueve de la mañana. El aire fresco de la

Playa de La Concha me alivió, traía la boca seca.

• ¿Puedo beber un poco, Padre?

• Sí, pero un trago. No gastemos el agua ahora. Esto nos

puede llevar todo el día…

Quedamos de pie junto al lugar. Quietos. Padre miró a un

lado y a otro. Se volvió y miró de nuevo, como buscando algo.

Después, se fijó en el hoyo. Pensó, volvió a levantar la

vista hacia la entrada de mar que la playa ofrece. Tardó unos

minutos. Los dos hermanos estábamos estáticos, observándole,

a la espera de sus órdenes.

- Vamos a ver qué hay en este hoyo… - Mirando a sus

hijos con una sonrisa - .

Page 64: El Hijo Del Farero

Sacamos dos palas. Roberto Luis y yo comenzamos a

apartar la arena haciendo más ancha la boca del agujero. Era

curioso ver las piedras que la arena había enterrado. Eran

más planas en sus caras que las superiores. El viento, el

agua, el pulido de la naturaleza las dejaba redondas, suaves,

pero era el mismo tipo de roca.

Después de una hora de limpieza apartando arena, Padre

limpió con un cepillo lo que parecía la tapadera de un

pequeño pozo. Era rectangular, de un metro de largo por medio

de ancho. Con un esfuerzo supremo, haciendo palanca los tres,

conseguimos moverla del sitio. Roberto Luis metió el mango de

la pala y consiguió deslizarla un poco más. Padre la agarró

con sus potentes manos, consiguió alzarla suavemente

colocándola a un lado. El pozo no era un pozo, ni la entrada

de una cueva, ni una madriguera de algún monstruo marino…

Tenía medio metro de profundidad. Estaba forrado por planchas

de piedra como la de la tapa en sus cuatro paredes y suelo.

El olor a humedad podrida nos espantó. Padre nos advirtió que

nos apartáramos un momento. Podía ser tóxico ese aire

encerrado cientos de años…

Page 65: El Hijo Del Farero

Notaba los latidos de mi corazón en la cabeza. Era la

primera vez que encontraba algo inexplicable. Ninguno de los

tres dijo nada durante unos minutos. Inmóviles, de pie, no

apartamos la vista de aquello. Creo que tuve la boca abierta

durante un buen rato… Se me había secado. Tomé un trago de la

cantimplora sin permiso de Padre. No apartaba la mirada del

agujero.

Lo que había allí dentro no dejaba lugar a dudas,

alguien lo había ocultado en ese hoyo por alguna razón. La

cuestión era saber quién, por qué, cuándo…

Para ello, lo primero que se debía hacer antes de

extraer el ánfora romana del agujero - sí, amigos, esas

fueron las palabras de Padre, ánfora romana - era medirla,

comprobar su estado de conservación e intentar averiguar si

había algún impedimento que dificultara su extracción.

Era de mediano tamaño. Estaba colocada en diagonal para

aprovechar el espacio interior. Su color era verdoso, pardo,

Page 66: El Hijo Del Farero

grisáceo. Aparecía forrada con los restos de pequeñas algas

secas y otras húmedas. Diminutos crustáceos adheridos habían

dejado su huella también. Tenía un tapón perfectamente

encajado. Parecía de madera, recubierto de cera. Después, un

paño o lo que quedaba de él, cubría la boca del recipiente

debajo de una soga deshilachada enredada al cuello. Dos

asas, una a cada lado, la hacían muy manejable.

Padre pidió a Roberto Luis que dibujara un esbozo del

hallazgo en su cuaderno. Este fue el resultado…

Al cabo de unos minutos, parecía no haber razón alguna

que impidiera sacarla del agujero. Padre introdujo sus manos

Page 67: El Hijo Del Farero

por debajo. La levantó con esfuerzo, era pesada. Con sumo

cuidado la alzó. Parecía llevar un bebé en sus brazos.

En la misma arena, pidió que extendiéramos un mantel que

llevaba en su saco. La colocó con extremo cuidado, sin dejar

de observarla un segundo. Se encontraba en buen estado. La

cerámica romana había aguantado el salitre del mar y la

humedad.

Llegó el momento de destaparla. El resto de trapo y

cuerdas que cubrían la boca no fueron problema, hasta que

dimos con un tapón de corcho recubierto de cera, cera de

abeja sin duda, fundida para que adoptara la forma de la boca

del ánfora y así poder sellarla a cualquier humedad, arena o

polvo.

Con delicado esmero, Padre fue eliminando poco a poco

esa gruesa capa con su cuchillo. Lo manejaba con maestría,

agarrándolo directamente desde la afilada hoja. No se cortaba

nunca.

Page 68: El Hijo Del Farero

La cera caía al mantel a pedacitos. Pronto se vio el

tapón de corcho. Parecía nuevo, como recién puesto. No fue

problema su extracción. Padre incrustó su cuchillo en medio,

giró con fuerza y lo sacó como quién destapa una botella de

vino.

No habíamos pronunciado ni una sola palabra en todo ese

tiempo. Creo que no hizo falta. La incertidumbre de ver el

contenido nos había enmudecido, como a Roberto Luis. Ni si

quiera él gesticulaba.

No pude esperar. Puse mi cara en la boca del ánfora… No

vi nada. Estaba oscuro. Padre me apartó con su mano poderosa.

Levantó el recipiente por su parte inferior como quien va a

vaciar una jarra de agua. Y allí cayó, sobre el mantel: un

rollo de cuero atado, una cajita de madera tallada con bellas

piedras de colores y cientos, quizá mil monedas de color

verde, como podridas con moho por la humedad. Padre sacudió

el ánfora, no paraban de caer. Se formó una “montaña” de

aquellos metales verdes…

Page 69: El Hijo Del Farero

Sonreí, al igual que Roberto Luis. Me vino a la mente el

capítulo donde, en medio de la oscuridad, el brillo de los

diamantes en bruto cegó a los buscadores de “Las Minas del

Rey Salomón”.

Esa noche, en la cama, decidí dedicarme a esto, a buscar

tesoros por todo el mundo.

Hoy tengo mi propia empresa de arqueología submarina.

Desde galeones, barcos de guerra, cargueros, aviones… todos

ellos hundidos por distintas razones, se convierten en

ventanas al pasado. No busco únicamente tesoros, sino

respuestas, respuestas a todas las preguntas importantes que

nos hacemos los historiadores: ¿Por qué estalló aquella

guerra? ¿Quién construyó esta maravilla? ¿Cómo se hundió?

¿Quién era el responsable de esta nave? ¿A dónde se dirigía?

No es por la riqueza de otros. Busco el pasado para

entenderlo. Hay más perdido que encontrado… Busco, porque un

día encontré algo que cambió mi vida.

Page 70: El Hijo Del Farero

Los tesoros han provocado más pobreza que riqueza, más

muerte que vida, más desaliento que esperanza. A lo largo de

los siglos, se ha visto crecer la avaricia desmedida en

perjuicio de la pobreza más pobre. Quien hace acopio de

riqueza, la despoja de sus legítimos dueños. La codicia del

ser humano no tiene límites, nunca es suficiente, se puede

poseer aún más.

Por eso entrego la mayor parte de lo encontrado a las

autoridades de cada país, según sus leyes, para que puedan

ser expuestas en los museos o para que sean devueltas a sus

antiguos dueños. Me otorgan una pequeña porción o, a veces,

una recompensa. Me es suficiente. Esto me permite vivir.

Una noche, una espantosa noche, algo de mí desapareció.

La riqueza andaba por medio…

Page 71: El Hijo Del Farero

VI

Page 72: El Hijo Del Farero

“Capitanes intrépidos”

“Todavía no puedo hacer el trabajo de un hombre, pero puedo

manejar un bote casi tan bien como Dan, y en una niebla no me

pierdo… del todo. Puedo manejar el timón cuando el viento no

es muy fuerte y poner cebo en una red; naturalmente conozco

todas las velas y puedo pescar; y te demostraré como colar

café con una piel de pescado… No tenéis ni idea de lo que hay

que trabajar para ganar diez dólares y medio al mes […]”

Pepe Sánchez había llegado como cada lunes. Traía las

provisiones, noticias, periódicos, libros y, como siempre,

algún chiste nuevo…

- Julio, ¿sabes cuál es el último pez? -su mirada se

clavaba en la mía apretando los labios para no reír…-.

- Pues… no. No sé cuál es el último pez, Pepe… -

respondí, sin entender mucho la pregunta…-

- Pues… el delfín, muchacho. El del-fin… es el último

pez… ¡ja, ja, ja…!

Page 73: El Hijo Del Farero

Sus carcajadas eran contagiosas como un catarro de

invierno. Todos reíamos a la vez con él. Eran momentos muy

divertidos. Pepe Sánchez era genial.

Madre sacaba una botella de licor y tres vasitos. Ella

también gustaba de beber en compañía de aquel amigo. Los tres

siempre mantenían una larga charla, donde nosotros durábamos

los primeros minutos. Después, seguían hablando de las cosas

del puerto, de los rumores, de alguna noticia sobre la

posible guerra en Europa… Almorzaba con nosotros y se volvía

a primera hora de la tarde, cantando viejas canciones con

Padre y recordando sus hazañas de juventud, cuando

recorrieron miles de millas en los cargueros ingleses.

Pero aquel día, no hubo canciones, ni recuerdos. Padre

le habló de nuestro hallazgo. No precisó el lugar, pero le

describió el ánfora y su contenido. Pepe Sánchez no lo creía,

pensaba que era una broma. Las viejas leyendas de la

piratería eran conocidas por todos, las que hablaban de

tesoros escondidos en esta isla deshabitada.

Page 74: El Hijo Del Farero

Padre le invitó a subir a nuestro cuarto. Sobre una

mesa, teníamos ordenadas y a medio limpiar las mil monedas de

oro, sí, eran de oro… Además de la cajita de madera con las

decenas de piedras preciosas, que con los años, supe

realmente lo que eran…

Pero lo que fascinó a Padre, y en definitiva, a mí

también, fue el documento del cuero, escrito en latín, el

idioma de los romanos.

No se trataba pues de Morato Arráez, el perverso. No.

Fue un comerciante romano, hasta sabíamos su nombre,

Cornelius M. Cuenta que su barco naufragó en estas aguas y

que fue rescatado por unos hombres que vestían con pieles y

se adornaban con conchas y huesos tallados. Que fue llevado

hasta el rey, que llamaban Zonzamas. Curaron sus heridas y lo

alimentaron. El romano solo salvó esta ánfora, a la que se

abrazaba en todo momento. Al tiempo, otro barco romano

apareció en la costa y marchó en él. Pudo convencerles de

hacer una parada en esta isla, les habló de una paloma, la

pardela, que daba un aceite milagroso. Aprovechó la ocasión

Page 75: El Hijo Del Farero

para esconder su fortuna en la playa. Algún día volvería a

recogerla. Nunca lo hizo.

Los ojos de Pepe Sánchez se abrieron como dos soles.

Padre le miró sonriente, pero al momento cambió su sonrisa

por otra sonrisa forzada. Le pidió a su amigo que no dijera

nada a nadie, que quería mantenerlo en secreto por el

momento, que tal vez hablaría en el ayuntamiento para

llevarlo al nuevo museo de la capital y exponerlo como el

primer tesoro romano descubierto en estas aguas…

Pepe Sánchez no apartó ni un segundo su mirada de la

mesa. Padre no apartó su mirada de Pepe…

Hay momentos en la vida que no puedes creer lo que está

pasando, solo en las novelas de aventuras o en los viajes más

difíciles ocurren hechos asombrosos. Por eso se escriben las

novelas, para hacer creíble lo increíble; por eso se hacen

viajes extraordinarios, no para llegar, sino para viajar…

Page 76: El Hijo Del Farero

En ningún momento sospeché, con las miles de horas que

dedicaba a imaginar lugares, personas, emociones… que pudiera

pasar, lo que iba a pasar.

- No, no llames al ayuntamiento - el gesto de Pepe

Sánchez se tornó serio como nunca lo había visto -. Esto es

un tesoro, amigo mío, y es propiedad de quien lo encuentra.

Creo que tienes una fortuna incalculable encima de esta mesa.

A ti y a tu familia os podría sacar de este triste faro para

siempre…

Padre no contestó. Miró a los ojos de su amigo. Creo que

no le gustó lo que había detrás de aquellas palabras. Se

limitó a decir: “¡ya veremos Pepe, ya veremos…!”

Salimos de nuestro cuarto. Pepe Sánchez volvió de

improviso a su acostumbrado buen humor. Besó a Madre y se

despidió de nosotros. Salió con paso ágil, cosa que no había

hecho nunca.

Page 77: El Hijo Del Farero

Yo, por supuesto, miraba a Padre. Sabía que algo no iba

bien. Su mirada hablaba. No pronunció palabra alguna, pero

decía muchas cosas.

Al día siguiente, nos obligó a recoger todo el tesoro.

Lo volvimos a meter en el ánfora. Roberto Luis no entendía

nada. Yo sí.

- ¿Dónde lo vamos a esconder, Padre? - pregunté muy

serio -.

Él me miró como si le hubiera leído el pensamiento.

Respondió directamente.

- En el último rincón de esta isla…

- Y eso ¿dónde está, Padre…?

- En la Playa de La Concha, en su agujero. Vamos a

devolverlo al lugar donde lo encontraste. Ahí nunca lo

buscarán…

Page 78: El Hijo Del Farero

Aunque Padre había hablado de la Playa de La Concha a su

amigo, no precisó el lugar. Estaba seguro que jamás irían a

desenterrarlo de nuevo. Nadie lo buscaría allí.

Esa misma tarde, después de volver a guardar con cuidado

todo dentro del ánfora, sellarle el tapón de corcho con cera

nueva, trapo de lona y cordón de marinear, caminamos el

sendero de la playa.

Llegamos al hoyo. Ni siquiera lo habíamos tapado desde

el hallazgo. Estaba intacto, preparado para ocultar la pieza

de nuevo. Padre colocó el ánfora y la losa encima. Sobre ella

unas piedras pesadas y arena, mucha arena, toda la arena…

Incluso nos obligó a borrar cualquier huella de nuestros pies

en la zona, arrastrando un matorral, siguiendo las ondas que

el viendo hace sobre la arena seca.

Roberto Luis estaba enfadado, no entendía el porqué de

aquella acción. Padre le tranquilizó hablándole todo el

camino de vuelta.

Page 79: El Hijo Del Farero

El ambiente en casa se enrareció. Padre nos mandó a

dormir a la caseta del pozo, lejos del faro. Allí, Madre

amontonó maleza de los alrededores en un rincón. Colocó una

lona encima y fabricó una cama incómoda para los tres. Padre

quedaba solo en el faro. Dejaba una vela encendida en la

cocina. Una de las noches siguientes le vi revisar su

escopeta de cazar conejos… Me extrañó que pensara salir a

perseguir algún gazapo en la oscuridad.

No quise creer lo que estábamos haciendo, escondiéndonos

de… Me negaba a creerlo, no puede ser. Pero ¿por qué? ¿Por

qué nos ocultábamos de Pepe Sánchez? Sí, amigos. Padre le

esperaba, y con una escopeta cargada. Si era nuestro amigo…

No lo entendía. ¿Es el oro? ¿Las piedras de colores? ¿Tanto

cambió su mirada al brillo dorado de unas monedas antiguas?

¿Qué les ocurre a los mayores? ¿Por qué desean lo que no es

suyo? Cada noche pensaba estas cosas en la incomodidad de

aquel camastro.

Padre, como siempre, acertó. Tres noches y sus días

hicieron falta para que unos individuos con la cara tapada se

plantaran de improviso en la cocina. Le apuntaban con un

Page 80: El Hijo Del Farero

arma. Se había quedado dormido sobre la mesa, delante de un

libro y su vieja pipa.

Un golpe en el hombro le despertó. Los tres hombres solo

asomaban sus ojos entre la gorra y un pañuelo en la cara. Dos

de ellos subieron a nuestro cuarto. Sabían donde tenían que

ir. El otro quedó de pie apuntando a Padre. Se oían golpes,

cajas tiradas, muebles volcados. A los pocos minutos, bajaron

con gran enfado.

- ¿Dónde está? - preguntó el más alto amenazando a Padre

-.

- ¿Acaso Pepe Sánchez no te lo explicó bien? - fue su

respuesta tranquila -.

- ¿No me explicó el qué?

- ¿También os ha engañado? ¿Qué os ha contado, que había

encontrado un tesoro y que lo tenía en el cuarto de mis

hijos? Pobres infelices… Os ha engañado como a mí. Sí,

encontré unas monedas antiguas. Me las pidió para llevarlas a

un tasador… De eso hace dos semanas… Todavía no ha vuelto… Y

ahora os manda para qué, ya lo sé, para que acabéis conmigo y

Page 81: El Hijo Del Farero

silenciar el asunto. Yo, caído por el acantilado en un

accidente… y vosotros detrás de unas monedas que Dios sabe

dónde estarán ya…

- ¡Estás mintiendo! – gritó el que parecía cabecilla del

grupo apuntando a Padre con su escopeta -.

- ¿Por qué he de hacerlo? El asunto está claro. Él se

queda con todo, yo fuera de juego y vosotros no podéis ir por

ahí preguntando por un tesoro. Nadie os creería y menos la

policía - respondió Padre con más tranquilidad -.

- Ya… - le interrumpió - pero ¿dónde están tu mujer y

tus hijos? Los escondes. Sabías que vendría alguien a por las

monedas…

- Por supuesto. Han pasado quince días y no sé nada de

Pepe Sánchez, es lógico que no estén aquí, es más, si mañana

no se enciende el faro, sabrán que me ha pasado algo. Mis

hijos están con su madre en la capital, en casa de un

pariente desde cuya ventana se ve esta luz. Solo han de

esperar a que anochezca para saber que todo va bien. Si no

hay luz, avisarán a las autoridades y vendrán de inmediato.

- ¡Vámonos de aquí! - dijo asustado uno de los tres, el

más joven -.

- ¡Cállate, Antoñito! - le inquirió el más alto -.

Page 82: El Hijo Del Farero

- ¿Por qué has dicho mi nombre? Ahora sabe quién soy…

- Sí, lo sé - le habló Padre -. Lo sé desde que

entraste. Te conozco. Bueno, os conozco a los tres. Soléis

pasar por la taberna del muelle. Y sé quién es tu padre,

Antoñito…

El chico se quedó inmóvil. No sabía qué decir.

- Hagamos un trato - continuó Padre-. Yo me olvido de

esta visita y vosotros os vais por donde habéis venido.

Mañana van a pedirle cuentas a Pepe Sánchez, si lo

encuentran, claro.

Padre intentaba ganar tiempo, salir de aquella

situación. Sabía que no podía y no quería usar la fuerza

contra aquellos infelices. Casi los tenía convencidos cuando

el más alto insistió en creer que Padre mentía…

- Está bien, si no me creéis vamos a la capital.

Llevadme con vosotros. Vamos a casa de Pepe Sánchez… - les

propuso Padre, con la intención de salir de allí con vida.

Una vez en la ciudad, sería más fácil salvar la situación -.

Page 83: El Hijo Del Farero

Los tres se miraron y asintieron.

Volvieron al barquillo. Lo que no sabían era que Madre

tenía el aviso de zarpar en nuestra barca cuando los

malhechores atracaran en el muelle del faro. El ruido del

motor ya la había despertado. Les vio subir por la ladera del

faro a la casa. Cuando llevas muchos años viviendo en el

mismo lugar conoces entre otras cosas, sus sonidos, los

sonidos de cada hora, de cada día, de cada estación incluso.

Nos sacó del camastro de un porrazo. Nos embarcó a la

carrera rumbo al puerto capitalino. Cumplió el plan de Padre,

salir de inmediato en busca de ayuda.

Cuando atracamos en el muelle de los pescadores, fuimos

en busca de la policía local para contarles lo que estaba

pasando.

Padre asustado, no dejaba de mirar a proa y a popa, para

averiguar si le seguíamos o navegábamos adelantados. Llegamos

Page 84: El Hijo Del Farero

al puerto con media hora de adelanto, suficiente para que los

agentes organizaran el arresto. El Sargento Ayala y un grupo

de guardias se ocultaron detrás de las cajas de pescado.

La sorpresa fue mayúscula cuando cayeron sobre los tres

asaltantes. Sin embargo, Padre no dijo nada de Pepe Sánchez.

Con un gesto serio, como nunca vi en su cara, tomó paso

ágil encaminándose a la casa del que había sido su gran

amigo… Madre le intentó detener, pero no pudo. Los guardias

estaban ocupados con aquellos canallas, despojándoles de sus

armas, pañuelos, esposándoles, metiéndoles en el furgón

policial… Madre les llamó, pero no le hicieron caso en un

primer momento.

Unos minutos después, tras la insistencia de Madre, el

Sargento Ayala salió corriendo tras Padre, pero ya estaba

lejos, había llegado a la casa de Pepe Sánchez.

A golpes, rompió la puerta y subió los escalones de dos

en dos hacia el dormitorio que se acabada de iluminar.

Page 85: El Hijo Del Farero

Irrumpió en la habitación de un portazo, jadeando del

esfuerzo, miró fijamente a su amigo…

- Te delató la mirada, Pepe…

- Pero ¿qué haces aquí? ¿Qué ocurre? No entiendo de qué

me hablas…

Carmen, la esposa de Pepe Sánchez, estaba muy asustada.

Padre quedó en silencio unos segundos. Agarró una silla y la

destrozó contra la pared, quedándose con una de las patas en

la mano.

- Pero ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco? - apenas le

salía un hilo de voz a Sánchez -.

- Tu mirada Pepe, fue tu mirada sobre las monedas. Eso

te delató… y a esos tres que mandaste. Ahora vengo a ajustar

cuentas contigo… - la voz de Padre era cada vez más agresiva

-.

- No te entiendo… ¿Qué tres mandé yo? - en ese instante

Pepe Sánchez arrojó la colcha de la cama sobre Padre

empujándole fuera del cuarto. Cayeron escaleras abajo…-.

Page 86: El Hijo Del Farero

El Sargento Ayala llegó en ese mismo instante. Padre

yacía en el suelo. Se había golpeado la cabeza con algún

escalón.

Allí quedó…

Page 87: El Hijo Del Farero

EPÍLOGO (o cómo explicar todo esto)

Han caído las hojas de tantos calendarios… Aquella noche

de muerte está turbia en mi memoria. Apenas la recuerdo bien.

Madre nos contó lo sucedido cuando ya tuvimos edad.

Page 88: El Hijo Del Farero

Es difícil educarse sin un padre, pero más lo fue para

un chiquillo que admiraba al suyo en todos los sentidos.

Desde que nací estuvo a mi lado, y una noche, de golpe, de un

golpe, de un seco y fatídico golpe, esa noche, dejó de estar,

de vivir, de ser Padre. Desde esa hora de dolor, la persona

más imprescindible de mi vida pasó a ser un recuerdo…

Vuelvo la vista atrás.

Imagino que mi estatura no subía mucho de su cintura,

por eso recuerdo perfectamente sus manos, quedaban a la

altura de mis ojos, poderosas, llenas de cicatrices, sabias…

Después, su voz ruda, pero dulce cuando hablaba a Madre. Sus

largos cabellos blanqueados por los años, anudados en una

cola como un marino de cuento. Su fuerza, su saber. La

sonrisa cuando me hablaba del mar…

¿Qué haces en una situación así? Nada. No puedes hacer

nada. Nadie está preparado para esto. Los mayores siguieron

haciendo las mismas cosas, nada distinto. Yo también, pero

con una diferencia, por primera vez, por primerísima vez en

Page 89: El Hijo Del Farero

mi corta vida, me sentí solo, realmente aislado, vacío,

hueco…

Seguí viviendo. Alcancé los estudios universitarios de

Historia. Madre y Roberto Luis trabajaron duro para pagar

toda mi formación. Como os dije, tengo mi propia empresa de

arqueología submarina con dos socios. Entre los tres leemos,

buscamos, investigamos y, a veces, encontramos.

Es curioso. Hace unas semanas me di cuenta de algo,

ahora tengo la misma edad que él vivió, sus mismos años. Me

emociona pensarlo.

Sin embargo, mis manos no son rudas, ni sabias, ni mi

voz es ronca, ni soy fuerte, ni fumo, ni bebo licores… No me

parezco a él en nada. Lo único que he podido hacer es

escribir esta historia. Poner en un papel que algo dentro de

mí sigue igual: solo, aislado, vacío, hueco…

Page 90: El Hijo Del Farero

Lo que daría por pasar un rato en su compañía, ser su

amigo. Sentarme a escucharle en este momento, con toda mi

atención. Quererle. Cuidarle. Lo disfrutaría tanto…

Delante de su libro, a la luz de las velas, es mi último

recuerdo. Allí lo dejé, leyendo, en la cocina de casa.

Allí estará siempre.

Hace tiempo que enciendo una vela cuando me dispongo a

leer, aunque tenga una lamparilla. Es la luz del faro que

llega hasta ese rincón, es la luz de Padre, mi padre.