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Carlos Reynoso – Edgar Morin y la complejidad 1 Edgar Morin y la complejidad: Elementos para una crítica Carlos Reynoso UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES GRUPO ANTROPOCAOS [email protected] Versión 2.0 - Junio de 2008 1 - Introducción Junto con la autopoiesis, el constructivismo radical, los sucesivos programas new age de Fritjof Capra y la discontinuada investigación social de segundo orden, la teoría moriniana constituye una de las formas discursivas que pasan por estar vinculadas a las teorías contem- poráneas de la complejidad y el caos, las mismas a las que hasta hace un tiempo llamábamos sistémicas. Debido a las connotaciones que despiertan cualesquiera de sus nomes de guerre ésta es la clase de teorías que el lector asocia de inmediato con algo sensible, sutil, distingui- do. Al abrigo de esa convicción, un buen número de sociólogos y antropólogos piensa que con hacer referencia ocasional al pensamiento de Morin, yuxtaponer enfoques como él lo ha- ce o agendar máximas morinianas a tener en cuenta, alcanza para situar un desarrollo teórico, cualquiera sea su objeto, en un plano de complejidad. No sería juicioso negar en bloque el rendimiento de una formulación semejante: los conjun- tos complejos de ideas (o de componentes falibles, como lo demostró John von Neumann [1951]) funcionan por lo general mejor que sus partes más débiles. Pero aunque unos cuantos usuarios del Método se han servido con creatividad y provecho de nociones allí tratadas, no es inusual que los morinianos militantes de línea más dura actúen de manera característica- mente optimista, como si ese pensamiento aportara una metodología inmejorable y homolo- gara técnicas más productivas de lo que sería el caso si se adoptara una estrategia basada en modelos reputados simples o en el mero sentido común; como si un mundo se les abriera, me han dicho alguna vez. El propósito de este ensayo es salir al cruce de esas pretensiones y se- ñalar, desde las coordenadas de una inspección interna, las distancias que median entre un conjunto programático de especificaciones (como el que Morin no termina de ofrecer) y las elaboraciones de carácter formal que podrían ser instrumentales en una investigación empíri- ca, algunas herramientas genuinas de complejidad entre ellas. El objetivo es destacar, en o- tras palabras, que si bien puede que se haya abierto un mundo, son muchos más los mundos a los que la estrategia termina sistemáticamente negando acceso. Cada vez que me toca impartir un seminario o conferencia sobre complejidad en el ámbito de las ciencias sociales (jamás en contextos de carácter más técnico) alguien acaba mencionando a Morin. A juzgar por la devoción con que se lo considera, no son pocos los que creen que

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Carlos Reynoso – Edgar Morin y la complejidad

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Edgar Morin y la complejidad: Elementos para una crítica

Carlos Reynoso UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

GRUPO ANTROPOCAOS [email protected]

Versión 2.0 - Junio de 2008

1 - Introducción

Junto con la autopoiesis, el constructivismo radical, los sucesivos programas new age de Fritjof Capra y la discontinuada investigación social de segundo orden, la teoría moriniana constituye una de las formas discursivas que pasan por estar vinculadas a las teorías contem-poráneas de la complejidad y el caos, las mismas a las que hasta hace un tiempo llamábamos sistémicas. Debido a las connotaciones que despiertan cualesquiera de sus nomes de guerre ésta es la clase de teorías que el lector asocia de inmediato con algo sensible, sutil, distingui-do. Al abrigo de esa convicción, un buen número de sociólogos y antropólogos piensa que con hacer referencia ocasional al pensamiento de Morin, yuxtaponer enfoques como él lo ha-ce o agendar máximas morinianas a tener en cuenta, alcanza para situar un desarrollo teórico, cualquiera sea su objeto, en un plano de complejidad.

No sería juicioso negar en bloque el rendimiento de una formulación semejante: los conjun-tos complejos de ideas (o de componentes falibles, como lo demostró John von Neumann [1951]) funcionan por lo general mejor que sus partes más débiles. Pero aunque unos cuantos usuarios del Método se han servido con creatividad y provecho de nociones allí tratadas, no es inusual que los morinianos militantes de línea más dura actúen de manera característica-mente optimista, como si ese pensamiento aportara una metodología inmejorable y homolo-gara técnicas más productivas de lo que sería el caso si se adoptara una estrategia basada en modelos reputados simples o en el mero sentido común; como si un mundo se les abriera, me han dicho alguna vez. El propósito de este ensayo es salir al cruce de esas pretensiones y se-ñalar, desde las coordenadas de una inspección interna, las distancias que median entre un conjunto programático de especificaciones (como el que Morin no termina de ofrecer) y las elaboraciones de carácter formal que podrían ser instrumentales en una investigación empíri-ca, algunas herramientas genuinas de complejidad entre ellas. El objetivo es destacar, en o-tras palabras, que si bien puede que se haya abierto un mundo, son muchos más los mundos a los que la estrategia termina sistemáticamente negando acceso.

Cada vez que me toca impartir un seminario o conferencia sobre complejidad en el ámbito de las ciencias sociales (jamás en contextos de carácter más técnico) alguien acaba mencionando a Morin. A juzgar por la devoción con que se lo considera, no son pocos los que creen que

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con las ideas morinianas y las heurísticas que ellas promueven ya se tiene bastante, y que en materia de complejidad no es necesario ni posible ir más lejos o aprovisionarse en otro lado. A esta altura de los tiempos, sin embargo, se me hace evidente que debido al conformismo que refrenda y a su propia disponibilidad como repositorio cristalizado de citas citables, la obra de Morin es más un obstáculo que un beneficio en la comprensión cabal de la compleji-dad. La hipótesis a probar aquí es que sus trabajos no ofrecen un soporte apropiado para articular las técnicas complejas que existen en abundancia, de las que hablaré más adelante y de las que él omite toda referencia. Tampoco proporcionan una visión compleja en gran esca-la que tenga algo que decir que sea (simultáneamente) nuevo, consistente y sustancial, y que resulte congruente con la orientación que la ciencia ha tomado o con la naturaleza de las ideas que hoy es posible pensar.

El hecho es que el modelo moriniano elude todo tratamiento de las teorías y métodos del úl-timo cuarto de siglo en el terreno complejo y no logra retratar con fidelidad la literatura sisté-mica anterior. En tanto lectura científica se halla sobredeterminada por el afán de impartir premios y condenas en función de criterios sectarios que a fuerza de ser pequeños resultan consabidos1, y por el empeño de Morin de constituirse en el mediador por excelencia entre cierta región de la ciencia y las humanidades como si ningún otro pensador hubiera explora-do ese espacio. En la ejecución de este plan se estrella con unas ciencias duras que lo desbor-dan y se distrae en un despliegue enciclopédico que no guarda proporción con las destrezas especializadas requeridas en ese terreno. Su programa no sólo falla en el terreno algorítmico, como sería de esperar, sino también y sobre todo en el epistemológico. Como demostraré lue-go con la paciencia que haga falta, el estilo es impropio, las carencias fehacientes, los errores muchos. Empañada por estos factores, su erudición suena más ampulosa que elegante cada día que pasa y en estos tiempos de disponibilidad masiva de información su magnitud no luce tan admirable como alguna vez se creyó que era.

Cuando Morin tomó la decisión de “detener la bibliografía”, hacia 1984, las teorías de la complejidad y el caos recién estaban comenzando a plasmarse; faltaban unos diez años para que la neurociencia cognitiva ganara momento, se comenzara a estudiar seriamente el córtex prefrontal y se fundara la neurociencia computacional como la instancia cognitiva que le estaba faltando al conexionismo (Abraham y Ueda 2000; O’Reilly y Munakata 2000; Lytton 2002; Arbib 2003; Stein 2007). Prácticamente nada de estas disciplinas alcanzó a entrar en su modelo, a excepción de unos pocos datos curiosos sobre el cerebro que se hacen eco de la misma vulgata que todo el mundo conoce (Morin 1988: 62-67, 95-108). Esas mismas cien-cias se dispararon en sentidos que en poco se asemejan a los lineamientos centrales de su pa-radigma y que no fueron previstos en sus profecías.

1 Y que denotan exactamente el mismo cuadro de valores y el mismo provincianismo conspirativo que prevalecen en la cibernética de segundo orden de Heinz von Foerster, “nuestro Sócrates electrónico” como lo llama Morin (1999: 44) o “Heinz el Grande” como lo exalta Francisco Varela. Siempre que los nombres de estos autores se multiplican en la bibliografía o se mencionan en los agradecimientos, el perfil ideológico de las posturas que se han de preconizar se torna predecible. Morin suele confundir aserciones pregonadas por los grupos particulares que le dieron cabida (autopoiéticos, deutero-ciberné-ticos, prigoginianos y hologramáticos) con reseñas neutras y fidedignas del estado de avance global de la ciencia. En materia de ídolos científicos el panteón de Morin es idéntico al de Fritjof Capra, aunque por razones que habría que deslindar ambos autores no se mencionan mutuamente.

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Desde estas coordenadas, el artículo que sigue no califica como lo que se acostumbra llamar una lectura crítica. Es más bien una crítica en estado puro en la que presupongo que el lector ya ha leído a Morin, por lo que me siento dispensado de elaborar una pedagogía sobre lo que él ha dicho. A decir verdad, este ensayo aspira a exponer cuestiones de relevancia epistemo-lógica que van más allá de las ideas morinianas o de la interpretación eventual que yo pueda haber hecho de ellas, por lo que la lectura de El Método en particular se me ocurre que es conveniente pero no perentoria. La crítica no sólo concierne a ideas de Morin, sino a creen-cias y dichos que se han ido estableciendo en la obra de otros autores y que hoy forman parte del imaginario colectivo sobre lo que la complejidad debería ser.

En cuanto a Morin, no tengo nada que objetar a obras suyas que están en un registro pedagó-gico algo diferente, como La mente bien ordenada (2000), Los siete saberes necesarios a la educación en el futuro (1999) u otros semejantes. Tampoco pretendo refutar aquí todos los trabajos que él ha inspirado o todo lo que Morin plantea, sino examinar las consecuencias de algunas de sus ideas más características ya sea en abstracto o tomando como referencia com-parativa las teorías de la complejidad, de las que he dado cuenta en otra parte (Reynoso 2006a).

Aún con estas reservas, no guardo ilusiones de evangelizar a los morinianos acérrimos ni imagino cuál podría ser la retórica capaz de lograrlo; me oriento en cambio a señalar otra op-ción a quienes han creído de buena fe en algunos aspectos del programa de Morin por falta de oportunidad para establecer contacto con otros elementos de juicio. Nadie dejará de apro-vechar las eventuales ideas brillantes de este autor sólo porque yo haya arremetido contra al-gunas otras que son un poco más grises, eso es seguro; pero me resta la esperanza de que en lo sucesivo quizá se lo lea con mayores recaudos y mejor espíritu crítico, que es como se lo debería haber leído siempre en primer lugar.

La bibliografía que suministro aquí, que he procurado sea representativa y completa, preten-de constituir una guía de lecturas sobre ciencia compleja alternativa a la que Morin propone; aunque incluye los textos clásicos necesarios es en promedio unos treinta años más reciente, lo que no es poco. Al lado del desfasaje que media entre estas teorías que se han construido colectivamente y la narrativa personal moriniana (tema que recién volveré a tratar hacia el final del ensayo), las principales falencias que encuentro en esta última son las que se docu-mentan ahora, en este artículo que actualiza y expande otros en los que he ido dejando seña-les de mi posición.

2 - Los tres principios de inteligibilidad

Aunque esta formulación sólo juega un papel circunstancial en su discurso, es imposible no mencionar los tres principios fundamentales que, según Morin, “pueden ayudarnos a pensar la complejidad”:

a) El principio dialógico, que encarna dos lógicas contrapuestas pero mutuamente nece-sarias. Por ejemplo, orden y desorden son enemigos, pero en ocasiones colaboran y producen la organización y la complejidad.

b) El principio recursivo, que rompe con la idea lineal de causa-efecto.

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c) El principio hologramático, mediante el cual no sólo la parte está en el todo, sino el todo está en la parte. Esta idea trasciende al reduccionismo que sólo ve las partes, y al holismo que sólo contempla la totalidad (Morin 1988: 109-114; 2003a: 105-108).

Ya desde la enunciación del primer principio se puede percibir el grado en que los argumen-tos de Morin están impregnados de un esencialismo pertinaz al servicio de un raro concepto de causalidad. La idea de que orden y desorden (a los que describe como si estuvieran dota-dos de vida e iniciativa) produzcan la organización y la complejidad, es simplemente equivo-cada en el sentido técnico. Orden y desorden (igual que probabilidad e improbabilidad) no son entes, fuerzas o motores teogónicos en pugna, sino dos maneras inversas de medir la mis-ma cosa: valores de variable. En otra acepción posible son nombres descriptivos de los esta-dos que se encuentran próximos a los extremos opuestos de un continuum, antes que agentes autónomos capaces de ponerse de acuerdo, producir fenómenos o rivalizar en torno a algún asunto2. Como sea, si existen preceptos epistemológicos bien establecidos ellos son: (a) que ni aún el más alto valor de correlación entre variables es indicador de causalidad, y (b) que las propiedades observables en la conducta de un objeto (o los estados que ellas asumen) no pueden invocarse como principio explicativo de esa misma conducta. Como bien lo desentra-ñara Gilbert Ryle (1932), cuando se confunden formas de decir con definiciones o se sustitu-yen propiedades por sustantivos, se engendran expresiones sistemáticamente engañosas de género parecido al que aquí florece.

El grado de organización no es tampoco relativo, ni proporcional, ni proporcionalmente in-verso a toda forma de complejidad; hay sistemas inertes, simples o estáticos que son organi-zados: los cristales, los cuasi-cristales, los superconductores, los ferromagnetos (Shalizi 2001: 9); hay sistemas numerosos que no lo son: el ruido blanco, las moléculas en un sistema a ciertos niveles de entropía, ciertas manifestaciones de turbulencia, las sociedades en pro-ceso de disrupción. Todo sistema experimenta altibajos en su grado de organización a lo lar-go de su trayectoria, sin tornarse ciclotímicamente más simple o más complejo conforme a los valores pasajeros de ese guarismo.

Dado que ni aún en las ciencias duras la medida de la complejidad disfruta de consenso y hay unas sesenta unidades en litigio, la exportación de esta clase de conceptos métricos como materia prima apenas elaborada hacia la filosofía o las ciencias sociales no suena como una idea particularmente sagaz (cf. Reynoso 2006a: 303-310). La organización ha sido además un campo al que se ha dedicado una ciencia específica, la mecánica estadística, cuya tipificación por parte de Morin es vacilante y cuyo tratamiento trasunta una falta categórica de lectura de los textos cardinales, como él mismo lo reconoce (Morin 2003a: 141; cf. Sethna 2006). Esto es tanto más desconcertante por cuanto él documenta creer que aborda el tema más eficaz-mente de lo que esa especialidad fue capaz de hacerlo y que cala en la idea de organización (o de sistema) más hondo de lo que nadie lo ha hecho hasta ahora (1999a: 125-127, 155-161).

En un plano más general hay otra falla seria en el tratamiento moriniano de la integración dialógica de los opuestos: aún cuando no se acepte el resto de su relativismo radical, desde

2 Incluso Heinz von Foerster tenía claras estas ideas: “[L]a cantidad de orden, o de complejidad, está inevitablemente ligada al lenguaje en el cual hablamos de esos fenómenos... [C]ambiando el lenguaje, se crean diferentes órdenes y complejidades” (von Foerster 1991: 112). Esa concepción razonablemen-te constructivista, que Morin debió asimilar mejor dadas sus simpatías por ese pensador, se origina en el metálogo de Bateson titulado “¿Qué es un instinto?” (1985: 65-84).

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Nelson Goodman (1972) en adelante se reconoce que las similitudes, las disimilitudes y so-bre todo las oposiciones no son propiedades de las cosas o de las ideas, sino juegos de len-guaje culturalmente variables, arbitrariamente construidos y regulados por el investigador. En otras palabras, salvo que esa disposición haya sido establecida desde dentro de cada discurso, no existen teorías, enunciados u objetos que sean con exactitud “contrapuestos” o “análogos” a otros, porque cuando construye un cuadro comparativo cada autor establece los ejes, los criterios y las magnitudes del parecido o de la diferencia más o menos como le place. A la luz de esta perspectiva, incluso antropólogos poco inclinados a reflexiones de este género de-bieron revisar sus hábitos de razonamiento (p. ej. Mary Douglas 1998: 135-151); hoy se sabe que familias enteras de operaciones (el análisis estructural del mito, por ejemplo) perderían una buena tajada de crédito si se conceden esas premisas, a las que una vez que se las conoce es difícil sacárselas de encima. Morin, sin embargo, indiferente a gran parte de las búsquedas filosóficas de su siglo, sigue hablando de las visiones contrapuestas como si estuvieran dadas a la observación, como si la metodología de su integración fuera tan sencilla que no es preci-so siquiera especificarla y como si el éxito de esta dialógica estuviera garantizado de ante-mano aunque no se sepa muy bien a qué vectores de contraste se refiere o en qué razones se sustenta.

En lo que a la recursividad concierne, una configuración en forma de bucle no constituye una forma diferente o “mejor” de causalidad (1999a: 308). Aunque hasta hace unos años se ha-blaba con soltura de causalidades no lineales o circulares como conceptos capitales de un pa-radigma novedoso, estas locuciones son desacertadas. En ciencia compleja, linealidad y no-linealidad tienen que ver con relaciones cuantitativas entre valores de parámetros y valores de variables (o con la suma de las conductas de los componentes versus el comportamiento de la totalidad) y no con la topología del vínculo causa-efecto. Ésta es por definición “lineal” en el sentido de una sucesión temporal encadenada aún en sistemas iterativos o retroalimen-tantes; que sea o no lineal cuantitativamente dependerá de la ecuación que describa el meca-nismo y no de que éste pueda representarse eventualmente en forma de circuito.

Más todavía, un bucle constituye una configuración poco apropiada para representar procesos no lineales con transiciones de fase; a éstos se los expresa mucho mejor mediante bifurcacio-nes, retratos de fase u otras formas algo más afines a la naturaleza aperiódica y discontinua de sus trayectorias (Kuznetsov 1998; Szemplińska-Stupnicka 2003; Ausloos y Dirickx 2006; Rasmussen 2007). Tampoco lo recursivo implica no linealidad: funciones recursivas como f(x)=2x o f(x)=–19x son lineales, mientras que f(x)=x2 o la ecuación x=k*x(1–x) no lo son. La linealidad no es inherente a una mecánica simplista ni es el estigma de una inteligencia infe-rior; tampoco la no linealidad identifica a lo complejo, ni siquiera en las acepciones laxas de la palabra: créase o no, las ecuaciones de Newton para el problema de Kepler son no lineales, mientras que salvo casos especiales la ecuación de Schrödinger en la mecánica cuántica no sólo es lineal sino también reversible. Y por más que Morin esté persuadido de lo contrario, no existe correspondencia necesaria alguna entre no linealidad y azar, o entre linealidad y de-terminismo.

Por otro lado, los ingenieros y demás técnicos que favorecen las soluciones lineales no lo ha-cen sólo por el placer de la necedad, el apego a la ortodoxia o la estrechez de la mentalidad científica, como aduce Morin con alguna insistencia (1984: 26, 197). En la vida práctica, el trabajo con sistemas no lineales es difícil y conceptualmente oscuro. Al lado de la inmensa variedad de técnicas existentes para abordar sistemas lineales, las herramientas disponibles

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para análisis y diseño de sistemas no lineales se limitan a unas pocas categorías muy especia-les. Primero están las técnicas simples como el análisis de planos de fase, que son de natura-leza gráfica y por ende de generalidad limitada. En segundo lugar se encuentran las técnicas más generales y sutiles basadas en la teoría de las ecuaciones diferenciales, el análisis funcio-nal y la teoría de operadores. Éstas proporcionan un lenguaje, un marco de referencia y prue-bas de existencia y unicidad, pero más allá de esos elementos básicos casi no entregan infor-mación relativa a los problemas concretos. En tercer orden tenemos las herramientas de si-mulación que a veces se emplean en demasía como sustitutos de las prestaciones analíticas. Y finalmente están las herramientas estadísticas de aproximación y reducción dimensional; mientras en sistemas lineales se dispone de principios sencillos, como la reducción de una nube de puntos a una línea o a un plano, en dinámica no lineal es menester pensar las aproxi-maciones en términos de manifolds u otras entidades complejas, lo que para el no especialista quizá implique un nivel de conceptualización demasiado abstruso. Aunque se ha progresado bastante en las últimas décadas, el marco global para la linealización o para el abordaje fron-tal y/o resolución exacta de los sistemas no lineales recién se está desarrollando (Rugh 1981; Sachdev 2000; Gorban y otros 2008). Nada de esto es mencionado por Morin, para quien las cuestiones de no linealidad parecerían ser tratables artesanalmente, a fuerza de pura palabra.

Al igual de lo que sucede en su escuela, en el área de influencia de la filosofía de corte pos-moderno tergiversar la idea de no linealidad se ha vuelto un lugar común, tan común que las desmentidas correspondientes han devenido un pujante género literario (Ruelle 1990; Gross y Levitt 1994: 104-105; 266-267; Sullivan 1998: 79-80; Sokal y Bricmont 1999; 147-149; Spu-rrett 1999; García 2005). Aún con tantos volúmenes sobre complejidad a sus espaldas, Morin está lejos de tratar el tema con particular distinción. No advierte que las causalidades circula-res y no lineales han sido idealizaciones de alcance proselitista fraguadas en la segunda ciber-nética, en la teoría sistémica de divulgación y en la tipología oracular de los mindscapes de Magoroh Maruyama. No percibe que jamás fueron categorías técnicas en la práctica experi-mental, ni que hoy son sólo piezas pintorescas en el registro fósil de los conceptos científicos inexistentes.

Lo concreto es que ni aún en textos de filosofía de la ciencia especializados en causalidad hay indicios de formas causales en círculo (Bunge 1978; Salmon 1998). Puede que lo que yo afirmo caiga como una sorpresa, pero en ninguno de los tratados técnicos de cibernética o de dinámica no lineal encontrará el lector el menor rastro de causalidades de formato circular o incluso de modos convencionales de causalidad (Ashby 1972; Devaney 1989; Nicolis y Pri-gogine 1989; Strogatz 1994; Nicolis 1995; Alligood, Sauer y Yorke 1996; Bar Yam 1997; Dorfman 1999; Kapitaniak y Bishop 1999; Hilborn 2000; Medio y Lines 2003; Hirsch, Sma-le y Devaney 2004; Bertuglia y Vaio 2005; Klir 2006; Ausloos y Dirickx 2006; Anishchenko y otros 2007). A los filósofos estos conceptos les pueden parecer de relevancia prioritaria, pe-ro los científicos que se ocupan de fenómenos no lineales no han sentido la necesidad de in-cluirlos en su repertorio.

Por otra parte, la “circularidad” de los bucles es una metáfora de orden imaginario concor-dante con una descripción que podría ser otra; es una cualidad accidental del mapa, diría Gre-gory Bateson, no un rasgo objetivo del territorio. El mismo sistema dinámico podría descri-birse mediante una máquina de estados, una composición algebraica de procesos, una narrati-va, una catástrofe en pliegue o cúspide, una serie temporal, una estructura arbolada, un gráfi-co de bifurcación, un atractor, un pulso encadenado, un plot de recurrencia, una red de Petri,

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un flujo bidimensional o un conjunto de ecuaciones: en nada de todo esto hay algo redondo a la vista, lo cual sugiere que las morfologías que se encuentran en los mapas dependen menos de la naturaleza del objeto que de las estrategias circunstanciales de representación3.

Pero hay otro nivel de equívoco aún más básico: aunque Morin parezca acabar de descubrir-la, la recursividad es, igual que el modus ponens o el lenguaje en prosa, un recurso residente en toda inteligencia humana, en toda forma de lenguaje y razón. Un poco de conciencia sobre ella puede ser beneficioso, pero en modo alguno es una herramienta innovadora que nadie haya utilizado antes y que pueda reclamar como propia una corriente de pensamiento que se crea de mejor estirpe intelectual por el hecho de usarla. Como dice Dirk van Dalen:

[L]as funciones recursivas primitivas son tan absolutamente básicas y tan fundacionalmente no problemáticas [...] que se las acepta generalmente como punto de partida para la investiga-ción metamatemática. [...] [S]e tienen que hacer algunos trucos altamente no triviales para en-contrar algoritmos que no sean recursivos primitivos (2001: 260).

En cuanto al tercer punto, es hora que la idea moriniana de principio holo(gramático/escópi-co/nómico) se interrogue con circunspección. Por empezar, no encuentro atinado sostener que las perspectivas que “sólo ven las partes” (o sea, los modelos mecánicos) y las que “sólo ven la totalidad” (los modelos de caja negra) deban ser “trascendidas”. Las diferentes clases de modelos son formas opcionales igualmente legítimas de mapear un mismo territorio, y no doctrinas en competencia mutua en un juego de suma cero. Los modelos que Morin juzga vi-tuperables siguen siendo en ciencia y tecnología tan primordiales como lo fueron siempre y aunque puedan captarse sus insuficiencias están mucho mejor establecidos que los que se au-todenominan complejos. De hecho, un mismo objeto admite gran número de modelos de to-das clases, todos necesariamente parciales; la calidad, el valor y la suficiencia de cada mode-lo dependerá de los propósitos que se persigan en cada caso. Dicho esto, puede afirmarse que una perspectiva “compleja”, a despecho de un nombre seductor que invita a la soberbia, es en el mejor escenario un complemento a otras que ya existen; nada autoriza a concebirla como una opción trascendente o superior.

En segundo orden, el principio hologramático no resulta ser una noción independiente de do-minio, como son las que prevalecen en ciencia compleja. Ligada a ontologías y fenómenos específicos, con el correr de los años la idea de holograma se retrajo al interior de unos pocos nichos tecnológicos. En las dos décadas transcurridas desde los trabajos pioneros de Karl Pri-bram y David Boehm perdió protagonismo sin haber ganado masa crítica más que en un pu-ñado de institutos. El mismo cerebro, que alguna vez fuera un caso canónico, pisando los ta-lones de los hologramas propiamente dichos, hace rato dejó de concebirse como una red ho-logramática. Contribuyó a ese decaimiento, imagino, el lastre de una analogía implausible entre grados de libertad estadística y una presunta dinámica cuántica del libre albedrío; en

3 Mediante el teorema de De Simone se ha determinado, por ejemplo, que cuando un sistema complejo se describe como composición de procesos que intercambian mensajes en vez de colecciones de obje-tos con sus correspondientes atributos, no se presentan fenómenos de emergencia y el sistema se avie-ne a ser reducido a las conductas de sus componentes (Hatcher y Tofts 2004). Igualmente, cuando se a-plica un marco de referencia basado en la visión (scope), la resolución y el estado en vez de los usuales “niveles” se puede distinguir entre los fenómenos de emergencia ontológicos y los epistémicos (Ryan 2006). Véase también Crutchfield (1994), Christen y Franklin (2002) y Shalizi y Moore (2003). Como podremos verificar luego, Morin jamás menciona bibliografía técnica especializada en temas de emer-gencia o recursividad, basándose en su propia intuición sobre lo que esas cosas podrían llegar a ser.

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campos tales como la neurología, la organización social o el lenguaje, ya resultaba bastante forzada la metáfora inicial como para soportar el añadido de una figuración semejante.

En suma, fuera de pequeños enclaves doctrinarios (cuya naturaleza de clique endogámico se percibe a simple vista por poco que se examinen las redes de sus citas recíprocas), la idea de un cerebro holonómico no ha sido avalada por la neurociencia cognitiva contemporánea. En ninguna de las obras mayores de neurociencia y neuropsicología de avanzada aparece hoy la más leve referencia a una instancia holográfica (Kolb y Whishaw 1995; Gazzaniga 2000; Ca-beza y Kingstone 2001; Cacioppo y otros 2002; Ramachandran 2002; D’Esposito 2003; Pur-ves y otros 2004; Jirsa y Macintosh 2007; Kandel 2007; Platek, Keenan y Shackelford 2007). Los partidarios de Pribram lo saben y lo admiten, aunque (según es hábito ancestral entre quienes se precian de heterodoxos, Morin incluido) ellos racionalizan sus propios percances echando la culpa a la filosofía occidental, a las corporaciones profesionales o a la ciencia misma (véase Prideaux 2000).

Pero la cosa es en rigor más grave que eso: aún cuando mucho de lo que escribió tiene que ver con la mente, el pensamiento o el conocimiento, hay que decir que ni una sola opción de las que ha propiciado Morin, hologramática o no, ha podido aposentarse en neurociencia. Menos aún en ciencia cognitiva o en inteligencia artificial, según se puede comprobar en los índices de citas de SCI, SSCI, A&HCI o CiteSeer.IST, y en los índices de todos y cada uno de los libros técnicos que cito en este artículo. Tampoco la idea de lenguaje hologramático (Morin 1998b: 173) ha logrado afincarse en lingüística.

El concepto de sistema hologramático no ha penetrado tampoco ni en la práctica ni en la filo-sofía conexionista pese a que en algún momento pareció pregnante a causa de un rasgo en co-mún entre hologramas y redes neuronales: una red deteriorada degrada grácilmente, casi del mismo modo que decae un holograma hendido. Alguna vez se habló de algoritmos holográfi-cos en redes neuronales como expresión nomenclatoria y se constituyó un modesto y efímero succès fou en torno de eso (Sutherland 1992; Mudigonda, Kacelenga y Edwards 2004). En u-na época se estilaba también llamar holográfica a cualquier entidad distribuida, redundante o tolerante a fallas; pero jamás se ha podido discernir en el interior de las redes neuronales una forma analógica de representación afín a un holograma. O una forma analógica de represen-tación, aunque más no fuere. Y no admito hablar de “las partes” y “el todo” por la razón que sigue.

En los objetos autosimilares mejor conocidos (fractales, redes independientes de escala y sis-temas regidos por distribuciones de ley de potencia) los fenómenos de homotecia o autosimi-litud sólo se manifiestan en el ámbito de ciertas escalas, siempre y cuando se categorice y segmente el objeto de cierta manera. Para calcular la dimensión fractal o medir la compleji-dad de esos objetos, hay que establecer cuantitativa o condicionalmente los límites superior e inferior del rango en que se presenta el régimen de autosimilitud. Si pensamos en un árbol, objeto autoafín si los hay, cuando vamos desde la periferia al centro hay un punto en que las ramas devienen tronco; por el camino inverso llega un momento en que aparecen las hojas y las ramas no se ramifican más. Si además se toma como punto de partida no una rama sino una hoja (una parte con tanto derecho a serlo como cualquier otra) resulta ser que, voilà, de pronto no hay ningún árbol en ella: estos sinsabores son consecuencias de lo que en teoría de patrones o en biología matemática se denomina la extinción de la ramificación de un grafo (Athreya y Ney 1972: 143-144; Kimmel y Axelrod 2002; Grenander y Miller 2007: 63). Por lo común, el anidamiento recursivo máximo de los objetos autosimilares en la naturaleza o la

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cultura ronda el número de Miller (7±2) y nunca es una cifra de numerosidad extrema, una de esas enormidades que Morin cree que son sintomáticas de la complejidad (Miller 1987; Wa-llace 1964). Si se lo piensa un poco, entonces, se verá que ningún objeto en una ciencia com-pleja ha resultado ser indefinidamente anidado; más todavía, muy pocos de ellos son anida-dos en algún respecto. O sea que no todos los todos están en todas las partes. P. L. Sachdev lo plantea de este modo en el campo de los modelos matemáticos:

A medida que un modelo matemático se torna más amplio para incluir otros efectos y exten-der su aplicabilidad, puede perder algunas de sus simetrías, y los grupos de transformaciones infinitesimales o finitas a los cuales el modelo es invariante se pueden encoger. Como resulta-do, la forma autosimilar o bien cesa de existir o puede volverse restringida (Sachdev 2000: 7).

En esta tesitura se pone en evidencia que las categorías morinianas de “todo” y “parte” no son conceptos suficientemente precisos. Una vez más, los todos y las partes no están dados a priori en la naturaleza o en la cultura. Para hablar coherentemente de ellos primero hay que definir cómo se delimita una totalidad, cuál es la escala y la jerarquía de sus partes relevan-tes, cuáles son los ejes en torno de los cuales se podrían establecer similitudes entre partes y conjuntos, y qué otros casos existen en los que se presentan correspondencias de la misma clase; sólo entonces se tendrá entre manos un sistema cuyas propiedades y clases de univer-salidad podrían ser portadoras de rasgos diagnósticos o indicadoras de algo significativo. En algún momento el científico social querrá echar mano de estas nociones y lo menos que pue-de pedirse de ellas es que estén adecuadamente definidas y sirvan para algo. Y que no se ago-ten, por cierto, en tautologías del tipo “no hay sociedad sin individuos ... ni individuos sin so-ciedad” (2003b: 186) que Morin prodiga como si fueran sabias abducciones a las que llegó gracias a haber pensado hologramáticamente.

Puede que lo mío sea subjetivo, pero otros aforismos hologramáticos me resultan todavía más chocantes, como éstos que se expresan mediante sinécdoques de contenimiento: “La sociedad con su cultura están dentro del espíritu de un individuo” (2006: 16), o “El lenguaje es una parte de la totalidad humana, pero la totalidad humana se encuentra contenida en el lenguaje” (2003b: 41). En el primer caso es obvio que el espíritu de un individuo no alberga ni la tota-lidad de lo social ni la totalidad de una cultura, que es lo que cabría exigir en el juego de un exacto holomorfismo. En el segundo caso hay por un lado infinidad de cosas humanas que al lenguaje le cuesta expresar, no digamos ya “contener”: los timbres y matices de un sonido musical, por ejemplo. Por el otro, lo mismo que Morin dice del lenguaje podría haberlo dicho de la mente, el cuerpo, el cerebro, la escritura, el discurso, la cultura, el arte, el pensamiento, la filosofía, la ciencia... La figura es entonces por aquello imprecisa, por esto inespecífica, y exuda una fuerte sensación de truismo; no es, pienso, la clase de ideas penetrantes y transgre-soras que cabría esperar de una epistemología compleja.

Por otro lado, afirmar que en todas las cosas complejas el todo está en la parte y la parte en el todo no es algo que pueda dirimirse a caballo de un par de ejemplos ingeniosos (1988: 60, 112-114); al contrario, es una hipótesis fuerte cuya universalidad y valor de uso dependen de que se la corrobore empíricamente o se la pruebe matemáticamente alguna vez. Morin no só-lo no aclara si el postulado de su universalidad se debe a implicaciones deducidas a partir de alguna ley o a inducciones bien documentadas, sino que la da por confirmada y la reverencia como “un principio clave ... del universo viviente” (p. 113). Habría que preguntarse para quién es clave y por qué motivo, pues la biología matemática reciente y la bioinformática in-cluyen en sus repertorios todo tipo de formas, texturas y topologías, algunas de ellas autosi-

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milares, pero ninguna configuración hologramática en sentido estricto (Cross y Hohenberg 1993; Kaandorp 1994; Dewey 1997; Andersson y otros 1999; Ball 2001; Kimmel y Axelrod 2002; Murray 2002; Camazine y otros 2003; Borisyuk y otros 2005; Deutsch y Normann 2005; Losa y otros 2005; Jirsa y McIntosh 2007)4.

Ahora bien, cuestiones de esta envergadura ni siquiera se han resuelto en geometría fractal o multifractal, porque en un sistema pueden coexistir diversos valores y órdenes de autosimili-tud y porque no siempre se sabe si esto correlaciona con otros factores de interés científico o es incidental. En diversas disciplinas se da el caso que unos cuantos objetos exhiben autosi-militud, incluso a primera vista; otros, ontológicamente próximos, se obstinan en no hacerlo. Como indicador de complejidad o de auto-organización el rasgo en cuestión deja mucho que desear. Un refutador de leyendas nos diría que un coliflor es hologramático o autosimilar, u-na manzana no. ¿Es acaso aquél complejo y ésta simple? ¿Se auto-organizan los coliflores? Las respuestas han de ser tan bochornosas como las preguntas; pondrán en evidencia, segura-mente, que el holograma funciona mejor como emblema sugestivo y estetizante de uso oca-sional que como clave para comprender la vida o la complejidad. De hecho, los sistemas de los cuales diríamos que son autosimilares no parecen ser mayoría entre las organizaciones de alto nivel de complejidad, ni más abundantes en la materia viva que en la inanimada. Para colmo, los organismos que (hologramáticamente) resultan en varios ejemplares cuando se los amputa no son los más complejos sino los más simples, cualquiera sea la definición de com-plejidad que se aplique.

En el estado en que Morin lo deja, en fin, el modelo holonómico-holográfico-hologramático está demasiado ligado al nicho de una intrincada técnica de ingeniería gráfica y no se encuen-tra en condiciones de orientar ninguna heurística general, menos todavía en el campo concep-tual de las ciencias sociales. La idea dificulta más cosas de las que facilita y señala más ca-llejones sin salida que horizontes de probada amplitud. A diferencia de lo que sucede con la dimensión fractal, la dimensión de correlación o los grafos de Mauldin-Williams, verbigra-cia, no existe ningún procedimiento algorítmico, método de cálculo, prueba finitaria o marca formal que permita determinar si el objeto que ha de analizarse (un conjunto de datos, una se-rie temporal, una red) exhibe una distribución holográfica o no y, de ser así, de qué manera y en qué medida lo hace y para qué nos sirve saberlo (cf. Collet y Eckmann 2006; Edgar 2008). Mientras que en ciencia compleja hay numerosas hipótesis y modelos de formación de patro-nes complejos (morfogénesis, ruptura de simetría, ramificación, reacción-difusión, ecuacio-nes de flujo, bifurcaciones, convecciones, ciclos heteroclínicos, principio de San Mateo), el canon hologramático nada nos dice sobre la génesis y la dinámica de las estructuras a las que se refiere, o sobre la forma en que su historia singular ha impactado en ellas (cf. Cross 1993; Hoyle 2006).

4 Morin dice que gracias al principio hologramático sería posible reproducir mediante clonación mole-cular la totalidad de un organismo a partir de una sola célula (1988: 113); pero eso no es una hazaña que puede alcanzarse merced a ese principio sino, histórica y materialmente, un corolario operativo que se sigue de las ideas de código e información. La expresión “biología molecular”, después de todo, fue acuñada por Warren Weaver, el mismo que escribió con Claude Shannon el primer tratado popular de teoría de la información y que propuso el concepto de complejidad organizada cuarenta años antes de Morin. Bajo la influencia de ideas autopoiéticas hoy desalentadas por sus mismos creadores, Morin ha tratado a la información como un “concepto-problema” (1974: 280-281); de allí que a lo largo del Método minimice la naturaleza informacional y soslaye la dinámica misma del proceso genético.

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En suma, otras metáforas que Morin no examina parecen preferibles. O tal vez convenga experimentar con modelos y algoritmos más que con metáforas, dado que (como se ha com-probado una y otra vez en la historia de las ciencias) una vez que se las postula y se ha cap-tado la heurística que sugieren, ya no hay mucho más que se pueda hacer con ellas en el pla-no científico a menos que los modelos acudan al relevo (Pinker 2007: 313-367). Si de eso se trata, Morin se enteró ya muy tarde que existían los fractales, a los que no hizo caso, sospe-cho, por haber cedido a esos arrebatos de celos profesionales, conspiraciones de silencio, je-rarquías de picoteo e intercambio de epigramas que han sido endémicos en las comunidades intelectuales de su país y de su época (cf. 1984: 23-26, 111-134; 2006). Conjeturo que si el tercer principio se hubiera llamado fractal, multifractal, autoafín o scale-free en lugar de ho-logramático la discusión habría estado mejor orientada y su destino habría sido distinto. Tal vez conceptos como los de simetría, ruptura de simetría en transiciones de fase, equivalencia o invariancia habrían resultado más convenientes (Olver 1995; Brading y Castellani 2003; Rosen 2008); y un leve conocimiento de geometría, topología, álgebra lineal, estadística y cálculo multivariado habría ayudado más de una vez a distinguir entre obviedades y descu-brimientos de fuste, o entre una hipótesis audaz y un craso error. Pero por el momento alcan-za con lanzar al viento la idea de que en vez de seguir a la pesca de antinomias, bucles y ho-logramas, quizá ya sea hora de pensar en otras signaturas, otras fuentes de inspiración y otras manifestaciones de lo complejo.

3 - Ciencia fácil : Complejidad al alcance de todos

El núcleo duro del paradigma moriniano no está compuesto por elementos originales sino por la agregación de diversas teorías ajenas, sujetas a una maciza hermenéutica pero tratadas a un nivel de detalle y en un plano de complejidad tales que quien compare la escritura del Méto-do con la de las fuentes canónicas no podrá negar su ligereza relativa. En la obra de Morin hay dos regímenes estilísticos alternos, ambos igualmente densos aunque no por ello de di-fícil lectura:

• Cuando trata teorías de terceros, Morin les suele dedicar breves reseñas, seguidas de rápi-dos dictámenes en contra o a favor. Generalmente concede unos pocos renglones sustan-ciales a cada asunto, agregando luego capas argumentativas de posicionamiento estratégi-co que se repiten una y otra vez con escasas variaciones. En ocasiones parafrasea uno o más textos sin excesiva distinción, adosando observaciones que van tejiendo la secuencia de una obra localmente ordenada pero globalmente amorfa, al punto que daría lo mismo que el libro terminara en cualquier momento. En este sentido, la escritura exhibe más a-montonamiento que progresión y cada tomo subsiguiente parece razonar con mayor mo-rosidad y redundancia. Algunos argumentos (como el que estipula el carácter mutilante del conocimiento especializado, por nombrar uno) se repiten arriba de cien veces. Las crí-ticas de otras teorías nunca son internas ni se refieren a cuestiones de cimentación intrín-seca, sino que son proporcionales a la distancia entre la postura que se imputa a la doctri-na cuestionada y la propia posición. Rara vez queda claro cuáles son los autores y textos puestos en mira, su cronología exacta, el contexto de sus ideas, su vigencia; nunca se in-dica en qué páginas se originan las citas y las imputaciones; la ortografía de apellidos, ti-tulos y enunciados en español, inglés o alemán es errática; el aparato erudito es minima-lista y el manejo de la bibliografía (que es de porte modesto) luce como tercerizado, con

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discrepancias notorias entre los títulos mencionados en el cuerpo del libro y los apéndices bibliográficos.

• Cuando se aleja de los textos de apoyo y deja volar su razonamiento personal, Morin acu-ña conceptos que revelan su predilección por las aglutinaciones de sufijos que van que-dando como residuo de cada idea tratada y se van volviendo más largas a medida que el libro avanza. Ejemplos típicos serían la poli-súper-meta-máquina, la auto-trans-meta-so-ciología, los caracteres ego-(geno-socio-etno)-céntricos, el ser meta-supra viviente/indivi-dual/subjetivo, el complexus trans-mega-macro-meso-micro-social y el proceso de auto-(geno-feno-ego)-eco-re-organización computacional-informacional-comunicacional. Jun-to a estas expresiones de alucinado esencialismo cuya razón de ser trataré de desentrañar luego, son también típicas de su estilo las palabras embucladas y sus correspondientes exégesis, que también revisaré más adelante. El foco observable de ambas especies de es-critura es menos el desarrollo metodológico que la puesta en acto de una persuasión doc-trinaria de escuela ecléctica con un acento empirista: algo que se habría podido satisfacer en unas pocas páginas, pero que articula de principio a fin un libro unas cuantas veces más largo de lo necesario.

En el intersticio entre ambos géneros, Morin cubre volúmenes con argumentos de apariencia incisiva pero a la larga indulgentes y carentes de filo como éste, en el que asigna a cada pun-to de vista en contienda más o menos el mismo monto de relevancia y plausibilidad:

Los procesos cognitivos son a la vez productores y productos de la actividad hipercompleja de un aparato que computa/cogita de manera a la vez informacional/representacional/ideal, digital/analógica, cuantitativa/cualitativa, lógica/alógica, precisa/imprecisa, analítica/sintética, clasificante/desclasificante, formalista/concreta, imaginativa/verificadora, racional/mitológi-ca. Todos estos procesos tienden a construir traducciones perceptivas, discursivas o teóricas de los eventos, fenómenos, objetos, articulaciones, estructuras, leyes del mundo exterior (1988: 221).

Muchos hallazgos morinianos lucen sagaces pero se revelan más pleonásticos que reflexivos cuando se los mira fijo; obsérvese por ejemplo éste, una pirueta de reificaciones y sujetos cambiantes que podría expresarse con más exactitud, sin complicaciones ni virtudes eco-, re-, auto- o desorganizacionales, recurriendo simplemente a la idea de adaptación:

[L]a virtud suprema de la eco-organización [...] no es la estabilidad, es la aptitud de la reor-ganización para reorganizarse a sí misma bajo el efecto de nuevas desorganizaciones. Dicho de otro modo, la eco-organización es capaz de evolucionar ante la invasión perturbadora de lo nuevo, y esta aptitud evolutiva es lo que permite a la vida no sólo sobrevivir, sino desarro-llarse, o más bien desarrollarse para sobrevivir (1998a: 52).

Cuando se gasta empeño en señalar (sin correr grandes albures) que el mérito de la reorgani-zación es su capacidad para reorganizarse, o que hay aptitudes que permiten que la vida so-breviva, creo que se está muy cerca del linde que separa la figura del lenguaje de la cosifica-ción crónica, lo evidente de lo trivial, la metateoría de los seudoproblemas. El lector tendrá que admitir que en esta escritura, desde el título de los volúmenes en adelante, ese linde se toca o se traspasa con llamativa asiduidad.

Cuando Morin dice que El Método no proporciona un método y que su variante de conoci-miento complejo no puede ser operacional conviene creerle (1999a: 35-36, 435). Ni en el co-mentario de trabajos ajenos ni en las partes autónomas se trasluce una preocupación reflexiva

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de alguna entidad sobre diseño investigativo, campo de aplicación, operatividad, casos empí-ricos, alternativas estratégicas, clases de problemas, tratabilidad, implementación, modelado, técnicas disponibles, planteamiento de hipótesis, verificación, falsabilidad, relevancia, difi-cultades a esperar y demás cuestiones de epistemología, teoría y práctica que serían naturales en un libro cuyo título promete al menos algo de eso.

Sólo en una ocasión he podido encontrar cierto rudimento metodológico escondido entre o-leadas de alegorías; es hacia el final del tratado, en la parte en que Morin dice que si las di-versas ciencias reconocieran su propia complejidad y la idea de auto-reorganización la cone-xión entre ellas “sería fácil”, pues se realizaría “mediante el paso de una complejidad a otra” (2003b: 62). Creo percibir una analogía entre esta presunción contrafáctica y el concepto de clase de universalidad en ciencia compleja, pero el razonamiento moriniano es demasiado desvaído como para estar seguro; para abordar esas cuestiones (que no son nada fáciles) se requiere una definición de problema, un fino trabajo de coordinación categorial y un modelo de cambio que no he podido hallar en la teoría de Morin.

Aquí ya se vislumbra que pese a su talante teatral la justificación del Método es más bien débil, comenzando por sus diagnósticos sobre el estado de la ciencia. En varios lugares Mo-rin afirma que ciertos conceptos esenciales (organización, sistema, retroalimentación positi-va) no se han desarrollado en la filosofía, la ciencia, la sistémica o la cibernética clásicas. De-jando de lado los antecedentes históricos de la idea de organización en Descartes (1637 §5; 1664), en la filosofía naturalista de Diderot (Vartanian 1953), en la psicología asociacionista (Hume 1739), en los estudios sobre burocracia en el texto magno de Max Weber, en el mana-gement científico de Frederick Taylor y en el liberalismo político y económico (Mayr 1986), la bibliografía técnica sobre esas materias, por el contrario, es de un volumen aplastante, in-cluso si se dejan fuera los aportes de las cibernéticas renegadas. El feedforward (llamado también método de bucle abierto o de excitación periódica) se utiliza como uno de los méto-dos esenciales de estabilización y control de caos desde los trabajos de Stephenson de 1908 (Kapitaniak 1996: 127; Fradkov 2007: 105-136). Claramente, parte del problema se debe a que en ese registro los textos avanzados usan lenguajes formales de alta dificultad y se consi-guen en proceedings de congresos profesionales con referato, en journals especializados5 o en disertaciones disponibles en unidades académicas, antes que en los poquísimos libros de circulación comercial y lectorado humanístico que Morin privilegió en su pesquisa. No es en-tonces la producción científica o filosófica la que está en falta, sino, según evidencia masiva, el alcance y la selectividad de sus lecturas.

En cuanto a las teorías de las que se nutre, a Morin le tiene sin cuidado que las piezas que componen el entramado sean contradictorias, que sus léxicos sean discrepantes o que entre los autores en los que reposa proliferen personajes que no han soportado la prueba del tiem-

5 Biological Cybernetics, Complex Systems, Cybernetica, Cybernetics and Systems Analysis (antes Cybernetics), Cybernetics ans Systems, Foundations of Science, General Systems Yearbook, Grundla-genstudien aus Kybernetik und Geistenwissenschaften, IEEE Transactions on Control Systems Techno-logy, IEEE Transactions on Systems, Man and Cybernetics, IFSR Newsletter, International Journal of General Systems, International Journal of Systems Science, Journal of Applied Systems Analysis, Jour-nal of Applied Systems Studies, Journal of Complexity, Journal of Complex Systems, Kybernetes, Ky-bernetyka, Mathematical Systems Theory, System Dynamics Reviews, Systems Research and Behavio-ral Science, Systems Research and Information Science, The Newsletter: American Society for Cybernetics.

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po: Buckley, Driesch, Fromm, Koestler, Laborit, Lupasco, Maruyama, James G. Miller, Mo-les, Wilden. Sobre esa base, cada módulo temático de su obra traduce los términos de la in-vestigación sustantiva a ideas inteligibles para lectores educados en otras disciplinas y orien-tados hacia otros universos de sentido. La pregunta que cabe hacerse es si Morin domina los elementos de juicio que se requieren para hacerlo competentemente. Por más que he intenta-do considerar innumerables factores atenuantes, me temo que la respuesta es que no.

Las fuentes de Morin casi nunca son técnicas, por lo que sus muchos enemigos lo han acusa-do de ser un divulgador que se basa en un fondo bibliográfico elemental, que no profundiza en la intertextualidad de sus materiales, que no proporciona modelos más allá de las metáfo-ras o que soslaya los papers esenciales de cimentación (Morin 1984: 21-22; 2003a: 141; Do-buzinskis 2004: 442-443, 449; García 2005). Por desdicha, la recriminación es motivada: las visiones de conjunto, los manuales de iniciación, los libros simplificados para el gran público y los testimonios patriarcales saturan la lista de sus referencias. Morin lo admite: “Soy cons-ciente de los caracteres lacunares e inciertos de mi cultura, del estado desigual del desarrollo de mi conocimiento y de mi reflexión” (1988: 38). O bien: “[E]n esa área [la física] tengo co-nocimientos no solamente superficiales, sino extremadamente lacunares” (2003a: 141). Y también: “Sé, pues, que ignoro trabajos importantes, y que en ciertos casos la fuente de se-gunda mano oculta la de primera” (1999a: 529).

Sabe también que para consumar ciertas articulaciones que él no obstante acomete “sería pre-ciso reunir conocimientos y competencias que rebasan nuestras capacidades” (p. 23) y que su no-saber es oceánico (1998a: 30). Aunque con calculada humildad promete indicar “las lagu-nas de las que soy consciente, … los dominios en los que mi información me parece dema-siado incierta” (1988: 39), he encontrado que en el cuerpo de El Método jamás se molesta en hacerlo. Creo que es esa falta confesa de maestría técnica (que volveremos a comprobar y que llega a extremos descomunales) la que le llevaría a rechazar la teoría de sistemas o el psi-coanálisis por las razones espurias, a subestimar fieramente la cibernética, a no dar jamás en el blanco cuando describe un teorema o algoritmo, a sostener en plena era del genoma, de los neurotransmisores, de la Web de banda ancha, de los qubits de la informática cuántica y de la telefonía celular que la teoría de la información está passé y a dejarse llevar por los intereses institucionales, las narrativas domésticas y la visión no compleja de autopoietas y cibernéti-cos de segundo orden, estancados desde hace treinta años en las mismas consignas, en lugar de poner en foco las investigaciones de estado de arte del MIT, el SFI, el LANL, Berkeley, Michigan, Notre Dame, Pompeu Fabra, Lomonosov, la escuela soviética de Gorki o las co-rrientes evolucionarias, como hubiera resultado más productivo.

Cada vez que participo en discusiones sobre Morin, sus defensores enarbolan saberes que le son distantes y le preceden en el tiempo como si le fueran propios y representativos; aquí es donde traen a cuento la inevitable apología de ideas como la organización, la emergencia, la recursividad, la no-linealidad, la morfogénesis, el pensamiento complejo y hasta la compleji-dad misma. Pero ni uno solo de esos conceptos magníficos es suyo y raya en lo ofensivo que alguien crea que lo son; todos se originan en los tiempos inaugurales de las disciplinas com-plejas, o antes, y aunque quede mal decirlo tan frontalmente él no ha contribuido ni a su es-clarecimiento en el plano formal ni a su exégesis.

Ahora bien, leer a von Neumann, Gödel, Wiener, Turing o Ashby, los padres de ideas como ésas, requiere una intensa formación lógica y matemática; mi sugerencia es que el lector in-vierta algunos semestres en adquirir destreza por su cuenta en vez de confiar la lectura a un

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gestor (Morin, yo o quien fuere) para que luego éste le cuente de qué se trata. Si así ha de ha-cerlo de todos modos, el caso es que existen mejores maestros, capaces de referir lo que otros dicen con menos interposición y mayor provecho epistemológico. El Morin del Método nun-ca califica como un pedagogo excelso; él mismo reconoce su desinterés por una enseñanza a la que una y otra vez sólo atina a llamar vulgarización (1988: 48; 1998a: 28; 1999a: 33).

El inconveniente que percibo es que para enseñar un poco de estas cuestiones hay que saber mucho y que lo que hay por aprender es dificultoso, aún para quienes tienen el perfil discipli-nario requerido. Cuando Ernest Nagel, James Newman, George Boolos o Douglas Hofstadter interpretan a aquellos maestros se nota que conocen cada inflexión, que dominan los tecnicis-mos más herméticos y que por eso mismo descubren claves que nadie había divisado. Ellos no son protagonistas de primerísimo orden ni han pretendido serlo; se puede estar en desa-cuerdo con sus hermenéuticas epigonales, pero no es posible impugnar su dominio del tema6. Cuando Morin confiesa que él es un nómada que sólo está de paso por ciertos territorios (1984: 22), el eufemismo sólo presagia que no cabrá esperar de su didactismo renuente y de sus lecturas a medio digerir el margen de respaldo y experiencia que incluso la buena divul-gación demanda. Por eso es que al hablar de otros textos, aún en los raros casos en los que no se equivoca, Morin nunca parece destilar lo esencial sino acaso lo más accesible, el párrafo que por oportuna coincidencia no incluye ecuaciones ni símbolos, el dato insinuante, la inter-pretación que más concuerda con su ideología, lo que alcanzó a inferir a través de un idioma inglés que siempre le ha sido hostil: no lo que está más allá de lo que podemos entender no-sotros mismos sino, como diría Bateson, lo que todo escolar sabe.

Soy consciente que un postulado teórico no se viene abajo sólo porque se descubra que es de-rivativo, porque haya retorcido un par de ideas al glosarlas en un léxico amigable o porque se encuentre que en su bibliografía se mencionan ensayos de dificultad prohibitiva de los que no hay el menor indicio de lectura en el texto. El problema es, como se verá, que la ciencia com-pleja sobre la cual Morin construye el edificio de su filosofía dista de poseer las propiedades que él le atribuye o de haberse desenvuelto a través de los sucesos que él narra.

4 - Espíritu de contradicción

Como siempre sucede en las propuestas eclécticas y de segunda mano, en la obra de Morin las contradicciones proliferan por encima de la cota normal. Morin tampoco se desvela por armonizar las discordancias entre sus fuentes de inspiración o sus implicancias de grano fino. En ninguno de sus textos, por ejemplo, advierte que la teoría de las estructuras disipativas es incompatible con la autopoiesis, por lo que según escribe apoya alternativamente a una o a otra. Es un error común, pero Morin ha hecho más que nadie por propagarlo. En el conjunto de sus razonamientos es además un error de monta, pues la incongruencia entre ambas pos-turas es lo primero que descubriría quien se aventurara a adoptar las dos:

• La teoría de las estructuras disipativas de Prigogine afirma la irrelevancia del observador, sostiene el principio de generalidad (la base transdisciplinaria de la Nueva Alianza), se refiere a sistemas alejados del equilibrio y abiertos al entorno, asevera que la realidad es

6 El recordado George Boolos [1940-1996] en particular, ha desarrollado una espléndida explicación del segundo teorema de Gödel utilizando palabras de una sola sílaba (Boolos 1994; también en Boolos 1998: 411-414).

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objetiva, considera que ha habido evolución pre-biótica, reposa en la irreversibilidad y el cambio, y es casi un himno al indeterminismo.

• La autopoiesis de Maturana y Varela, al contrario, preconiza la primacía del observador, sostiene la idea de la especificidad biótica (al extremo de impugnar la extrapolación so-ciológica de Niklas Luhmann), habla de la persistencia de máquinas operacionalmente cerradas, desestima que la idea de totalidad sea constitutiva del dominio autopoiético, afirma que la realidad es inventada, decreta que fuera de la biología no hay autopoiesis, concibe una temporalidad basada en ciclos periódicos y en el mantenimiento de la estasis, y suscribe a lo que Maturana llama determinismo estructural.

Por lo que se ve, los argumentos en juego no son accesorios sino medulares; no surgen de una tramoya lévistraussiana que un Nelson Goodman podría desmontar fácilmente sino que son explícitos, internamente promovidos y definitorios de la identidad de cada paradigma. Una tercera teoría que admita conjuntivamente ambas posturas será por definición indecidi-ble a esos respectos, que son nada menos que las ideas capitales de cada una de ellas. En una estrategia que las tolere disyuntivamente cualquier afirmación relativa al asunto valdrá lo mismo, lo que es peor: en el primer caso la anomia, en el segundo la inconsistencia.

Un moriniano atenuaría la paradoja cuestionando el imperio de la lógica. Pero de ningún mo-do puede admitirse que los principios de identidad y no contradicción sean rasgos mutilantes sólo intrínsecos a la ciencia occidental, a la filosofía cartesiana o al paradigma de la simplici-dad, como pretende Morin (1984: 358; 1991: 31-32; 1998a: 413); por el contrario, se mani-fiestan en las lógicas orientales clásicas7 desde quinientos años antes de Cristo y están en la base de una arquitectura de razonamiento que la antropología cognitiva contemporánea se in-clina prudentemente a considerar universal (Hutchins 1980; Hamill 1990: 103; Mcnamara y Reyes 1994; D’Andrade 1995: 193-199). Articulan también, de cabo a rabo, los procesos de inferencia del propio Morin, los cuales, pese a sus predecibles alabanzas del intuicionismo, de la integración de los opuestos, de la lógica difusa o de la multivaluada, son uno a uno tan convencionales, bivaluados y monotónicos como los míos, los del lector o los del silogismo aristotélico.

Más allá del choque entre estructuras disipativas y autopoiesis, en todos los casos que he do-cumentado de contradicciones inadvertidas en la escritura moriniana (alrededor de una cin-cuentena) los términos opuestos no se presentan como posibilidades eventuales, ideas com-plementarias, fórmulas a integrar o hipótesis equiprobables, sino que se radicalizan mediante

7 Me refiero a las escuelas anvikşiki, vaiśeśika y nyāya, al catuşkoţi o tetralemma de Nāgārjuna, al saptabańghī y a los naya de la lógica jaina, así como a las diversas lógicas chinas (mohista) e islámicas (mu’tazilah) (Fatone 1944; 1945a; 1945b; Dasgupta 1975; Gabbay y Woods 2004). Aún en el caso improbable de que las operaciones de distinción y disyunción no sean universales, las mociones de censura que Morin eleva contra una “lógica occidental” tratada en forma monolítica y sus disquisicio-nes sobre la causación político-histórica de las ideas implican una postura mecanicista y lineal que es incompatible con su propia doctrina. Dice Morin en una frase típica, mitad cualificada y mitad determi-nista, que “[c]iertos tipos de pensamiento se imponen según las condiciones históricas” (2003b: 155). Definitivamente la complejidad de la historia no cabe en esa fórmula empobrecedora: cualesquiera sean los criterios de comparación, han surgido lógicas parecidas en contextos culturales y mundos lin-güísticos distintos, y también modelos lógicos divergentes o “desviantes” en el interior de una misma episteme. Es él mismo quien habla de visiones contrapuestas en el seno de la cosmovisión occidental, la única en que ha buscado inspiración por otra parte. Volveré sobre esto más tarde.

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expresiones monológicas de una taxatividad rara vez vista en la práctica científica: “la única fuente...”, “confirmada por numerosos trabajos...”, “siempre...”, “es imposible...”, “sin du-da”... Sostengo entonces que esas contradicciones no son un artefacto deliberado de un para-digma complejo capaz de subsumir dialécticamente las antinomias y de situarse en otro pla-no; la verdad es que Morin no ha reparado en ellas y muchos de sus adeptos tampoco, como si importara poco lo que dicen las teorías de las que él habla, o lo que él dice sin más. Dicho esto, dejo sentado que tendré por inaceptable una eventual defensa de las discordancias mori-nianas basada en el argumento de la integración de posturas contradictorias. Si las numerosas contradicciones respondieran al propósito de integrar visiones cuyos valores de verdad se a-niquilan recíprocamente, habría correspondido, por respeto a la inteligencia del lector, un mí-nimo señalamiento de los instantes en que dicha integración se consuma y una evaluación de lo que se gana con ello: nadie deja pasar sin alharaca semejantes proezas.

Hay contradicciones aún más flagrantes en el marco moriniano. En El conocimiento del co-nocimiento Morin adopta una concepción holográfica del cerebro (1988: 112-114) luego de haber ensalzado la visión modular de Jerry Fodor (p. 106). Pero el principio holonómico de distribución propio del primer modelo es antagónico a la especialización funcional que el se-gundo establece como requisito (Fodor 1983; Garfield 1987). Y ya que volvemos a hablar de holograma, señalemos también que el propio Morin debilita el argumento de que la parte está en el todo y el todo en las partes cuando en uno de los mejores capítulos de su libro inspec-ciona ideas tales como que el todo es más, es diferente o es menos que la suma de las partes (1999a: 129-139). Aunque algo más que un poco resbalosas, holograma y emergencia son bellísimas y sugerentes ideas, qué duda cabe. Uno no sabe con cuál quedarse. Pero si hay algo que no puede hacerse sin complicaciones es sostener ambas simultáneamente y sin cua-lificación, o no dar explicación alguna cuando sus principios colisionan.

Otra discordancia que atraviesa el Método de principio a fin ocurre cuando los tipos lógicos de Tarski-Russell, que prohíben la autorreferencia, conviven con la recursividad, que depen-de de ella. Douglas Hofstadter (1992: 21-27), a quien nuestro autor no se priva de citar, nos ha enseñado hace años que ambas nociones son contrarias y que no puede haber entre ellas la menor posibilidad de componenda. Pero el escenario en el que la recursividad aparece tratada de manera más contradictoria es aquél en el cual Morin protesta contra las ideas generales (2003a: 142), sin advertir que la recursividad es precisamente la más representativa de esa clase de ideas. Escribía en efecto su admirado Kurt Gödel:

Me parece a mí que la importancia del concepto de recursividad (o de computabilidad de Tu-ring) se debe en gran medida a que con este concepto se ha logrado por primera vez dar una definición absoluta de una noción epistemológica interesante, es decir, una que no depende del formalismo escogido [o del objeto al cual se aplica] (Gödel 1981: 331).

Las contradicciones no acaban allí. En otro lugar Morin asegura que el modelo de cerebro triúnico de Paul McLean es hoy justamente desdeñado, pues es falso en su versión simple e inutilizable en su versión compleja; pero sólo dos páginas más tarde encuentra que el concep-to es útil y estima que “la intolerancia para con las ideas de los demás sin duda forma parte de un síndrome reptilo-mamífero-ideológico” (1988: 103-105); en los últimos volúmenes de El Método aplica nuevamente el concepto, como si antes no hubiera proclamado su falsedad (1998b: 60). También afirma que el azar “es la única fuente de nuevos patrones”, sólo para decir en seguida que “la hipóstasis del azar, convertido en Dios, vuelve a caer en la monocau-salidad simple” (1998a: 429, 436). Poco después realimenta la misma antítesis, enseñándonos

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por un lado que únicamente el azar puede producir cambio y aprendizaje (p. 429) y comen-tando por el otro que está de acuerdo con Gregory Chaitin respecto de que “es imposible de-cidir si un fenómeno depende o no del azar” (1998b: 191).

La incongruencia más palmaria de todas, sin embargo, es la que sigue. A lo largo del texto Morin protesta una y otra vez contra el determinismo, la marca de Caín del pensamiento sim-plista; pero él mismo pregona que las operaciones indicadoras de ese simplismo (la identidad, la reducción/disyunción, la exclusión del sujeto, etc) están sobredeterminadas por la socie-dad, por la cultura, por “la determinación etnosociocéntrica” [sic], por el pensamiento occi-dental tout court, por las “condiciones psicocerebrales”, “por las determinaciones del lugar, del ‘clima’, del momento histórico” o por todo eso junto, según el tema que esté tratando (1984: 45-47, 59-60; 1998b: 11, 27; 2003a: 39). Él no deja pasar ningún argumento determi-nista sin rezongar un poco; pero él mismo determina, sobredetermina y archidetermina la ma-yor parte del tiempo sin mejores fundamentos.

Se consuma así una variedad encubierta de determinismo legitimada para consumo interno de su ciencia compleja. Las formas aglutinantes a las que Morin se abandona, como los caracte-res ego-(geno-socio-etno)-céntricos, pueden entenderse ahora como vestigios solidificados correspondientes a sucesivas determinaciones de ese tipo. Cada una de esas determinaciones coincide a su vez con un concepto maestro hiperreferencial (Kuper 2001: 12), tal como “vi-da”, “sociedad” o “cultura”, en torno de cada cual Morin sitúa, igual que era costumbre en la vieja ciencia, una disciplina. Aunque no faltan alusiones a vueltas en círculo, nudos y causa-ciones recíprocas para salvar las apariencias, las piezas causales se ajustan a un plan tan sim-ple que Morin cede a la tentación de concatenarlas: las ideas, las cosas, las instituciones re-sultan ser, así, iguales a la suma algebraica de sus determinaciones argumentables.

Con esta hazaña Morin demuestra no tomar en serio sus propios argumentos sobre la no li-nealidad, la multifinalidad, la equifinalidad, la irreversibilidad, la singularidad de los even-tos... Si alguien está en busca de una ilustración de razonamiento contradictorio tiene aquí to-do lo que podría soñar: una exigencia de causalidad compleja anudada a un modelo causal que si proviniera de otro autor el mismo Morin lo reputaría determinista, lineal, homuncular, esencialista, dormitivo, irreflexivo, sumisamente disciplinar y tan simplificador como el que más. Bateson, Whitehead y Goodman no podrían creerlo; cuando releo a Morin ni yo mismo lo creo a veces.

Podría dar a quien me lo solicite muchísimas referencias morinianas que ilustran este punto. Citarlas aquí desequilibraría el ensayo; pero algunos ejemplares de este ultradeterminismo clandestino son demasiado alevosos para pasarlos por alto, como esta joya de inferencia pata-física cuya organización lógica se autodestruye a medida que se desenvuelve. En el estudio del cerebro, escribe Morin, la idea de la asimetría hemisférica

ha sido la obra de los investigadores masculinos, sobredeterminados por su formación en la dominancia de su hemisferio izquierdo, y que naturalmente han obedecido a los esquemas abstractos y simplificadores de la causalidad lineal, de la especialización funcional, de la lo-calización ne varietur, para concebir la asimetría de los dos hemisferios (1988: 101-102).

También es curioso que Morin homologue como no-deterministas a la autopoiesis y a la sín-tesis de Prigogine-Stengers. La primera teoría promueve públicamente un fuerte determinis-mo estructural y una proyección de lo específicamente biológico a todos los niveles de orga-nización; respecto de la segunda, cualesquiera sean sus loas al azar y a la libertad hay algo

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más que determinismo y reduccionismo en su pretensión de exportar su versión de la termo-dinámica, tal cual viene, desde las ciencias duras hacia las humanidades (Maturana y Varela 1973; 1987; Maturana 2004: 24-26; Lombardi 1999).

Otras contradicciones arrojan consecuencias parecidas. Morin apoya, por ejemplo, una no-ción de la vida como auto-organización que “dispone de cualidades desconocidas para otras organizaciones físicas, es decir, cualidades informacionales, computacionales, comunicacio-nales y la cualidad de auto-reproducción” y que está genéticamente programada (1984: 223-224); pocas páginas después (p. 256) se consagra a la celebración de las máquinas autopoié-ticas, cuya teoría reposa en la impugnación de todos los principios antedichos. De hecho, ca-da vez que menciona la autopoiesis es en proximidad de ideas de actividad computante, en-trada/salida de información o representación que los autopoietas han cuestionado una y otra vez (Morin 1988: 58-59)8.

Dado que otras teorías son tratadas también en parecidas dosis mínimas y sofocadas en verba relativa al tema del momento, con casi todas ellas sucede lo mismo. En fin, nunca me he puesto a calcular en qué medida estas inconsistencias y otras que he registrado afectan a la totalidad de su visión; no estoy seguro que por sí solas alcancen para aniquilarla, pero sí creo que agregan elementos de juicio difíciles de obviar a los dilemas que ya hemos visto y a los que restan por verse.

5 - El discreto encanto del error

Me ha sido imposible encontrar un estudioso de la teoría disciplinar que tenga en buena esti-ma la reseña que Morin ha hecho de la antropología, un episodio embarazoso construido en base a jirones de fuentes secundarias, ninguna de las cuales es adecuada al propósito (1998a: 277-297). En efecto, puede que el capítulo VI de La vida de la vida constituya la crónica más deslucida y amateur del proceso de hominización, la cultura y la historia social que un autor famoso haya escrito en décadas. Como sea, él está seguro que la antropología académica ha incumplido su tarea (1984: 8-13) y que en la soledad de su escritorio, basado en un puñado de libros excéntricos y sin pisar el campo, ha debido ser él quien descifrara el enigma de la naturaleza de la cultura, literalmente (2003a: 45).

Aunque de veras simpatizo con su rechazo del absolutismo cultural y su recuperación de la biología, debo decir que el cuadro que él pinta de la antropología roza límites tales que si se tratara del trabajo de un escritor novel habría que hablar de incompetencia. Es manifiesto que Morin no pone en acción la terminología técnica requerida, no establece adecuadamente el

8 No todas las teorías así confrontadas son del mismo peso: en los casi treinta años transcurridos desde que Morin se ocupara del asunto, el modelo informacional de la biología molecular ha conducido al desciframiento del genoma y ha habilitado conquistas como el trazado diacrónico del mapa genético de la especie humana, la clonación, el esclarecimiento de los mecanismos químicos de la memoria, la re-definición de las técnicas de la ciencia y la antropología forense, la mutagénesis inducida, la investi-gación en células madres y la manipulación transgénica (cf. Kandel 2007). La autopoiesis, mientras tanto, se ha precipitado en la negación de la realidad, favorece especulaciones cada vez más afines a la new age y no registra en su haber un solo logro operativo que alcance semejante estatura. Considero que impugnar la biología molecular por simplista y encomiar la autopoiesis por creerla compleja (o conciliar ambas como si fueran de mérito comparable) no es el modo más refinado de justipreciar el es-tado de la ciencia en ese campo.

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estado de la cuestión ni manifiesta saber siquiera de qué se tratan las teorías evolucionarias, stewardianas, ecosistémicas, funcionalistas, sociobiológicas, etológicas, meméticas, materia-listas culturales o de ecología conductual que figuran en los manuales escolares desde los se-tenta a la fecha y de las que todo estudiante de pregrado debió haber oído hablar (cf. Chapple 1972; Boyd y Richerson 1985; Rappaport 1987; Durham 1991; Smith y Winterhalder 1992; Richerson y Boyd 2005). Aún siendo periféricas a la antropología, esas corrientes ya habían integrado mil veces biología y cultura antes que él se pusiera a hacerlo, indignado porque a nadie se le hubiese ocurrido una idea tan genial.

En cuanto a las referencias a otras disciplinas, ellas trasuntan un régimen de lecturas igual-mente exiguo. Creo que es esa escasez de interconsulta profesional y de experiencia transdis-ciplinaria lo que le hace decir que el modelo biológico de la cibernética se basaba en “la má-quina artificial producida, construida, programada por el hombre” (1998a: 132, 308; 1999a: 286-288) o alegar que el sujeto ha sido un tema poco tratado en las ciencias humanas (p. 331), aseveraciones desde ya sorprendentes. La verdad es que la cibernética se inspiró en el modelo biológico para aplicarlo a máquinas y no a la inversa9, que la computadora programa-da no pudo ser modelo de la cibernética porque cuando ésta surgió ni las máquinas de com-putación universal ni los lenguajes de programación existían aún, y que (salvo el fugaz inter-ludio estructuralista) las ciencias sociales mayoritarias de la segunda mitad del siglo XX, des-de George Herbert Mead hasta Stephen Tyler, casi no versaron sobre otra cosa en el plano teórico que no fuera el punto de vista emic, el observador, el actor, el self, el Otro, el infor-mante, el sujeto, el individuo, el subalterno y así hasta el éxtasis.

La falta de ejercicio en la práctica científica por parte de Morin resulta en muchas equivoca-ciones más que estropean el efecto de su despliegue erudito y que se multiplican cada vez que se lo lee. Él afirma, por ejemplo, que todo concepto remite al sujeto conceptuador (1999a: 23); que la organización es el concepto ausente de la física (1999a: 116, 124, 125); que la catástrofe thomiana que originó el universo prosigue todavía hoy (p. 62); que la física ignoró la irreversibilidad del tiempo hasta 1965 (p. 107); que el término “auto” siempre lleva en sí la raíz de la subjetividad (2003a: 63); que la complejidad implica una cantidad extrema de interacciones e interferencias entre un número muy grande de unidades (p. 59); que la teo-ría de la información concierne “a la improbabilidad de aparición de tal o cual unidad ele-mental portadora de información, o binary digit, bit” (pp. 47-48); que un programa de com-putación se define por el uso de instrucciones imperativas y operaciones binarias (1988: 48, n. 4; 109, n. 12); que en los sistemas caóticos las interacciones desarrolladas dentro del pro-ceso alteran cualquier previsión (2006: 4); que en El azar y la necesidad Jacques Monod (1985) desarrolla de manera ejemplar el concepto de emergencia (2006: 5); y que la comple-jidad siempre está relacionada con el azar (2003a: 60).

No puedo menos que señalar que desde Saussure se sabe que en el plano de la lengua los conceptos se establecen socialmente, y no por decisión de sujetos conceptualizadores; que la idea de organización no ha estado ausente de la física pues se remonta al principio de orga-

9 La primacía de la máquina viva, uno de los principios fundantes de la cibernética, habría podido de-ducirse de los meros títulos de los estudios principales; mucho más todavía de sus contenidos. Véase Wiener y Schadé (1969: 9-18); Ashby (1972: 7, 265-274 et passim); Wiener (1985: 159-178); von Neumann (1986: viii, 80).

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nización inevitable de los atomistas griegos de la escuela jónica y llega hasta nuestros días10; que las catástrofes son singularidades o transiciones de fase que por definición no se prolon-gan en el tiempo; que la termodinámica irreversible no comienza en 1965 con Prigogine sino por lo menos en 1872 con la ecuación de transporte de Boltzmann; que “auto” en “automáti-co”, en los autómatas celulares, los autómatas finitos o en la criticalidad auto-organizada (en la teoría de la complejidad en suma) no involucra subjetividad o autonomía en absoluto11; que desde los tres cuerpos de Poincaré hasta la ecuación logística de May la complejidad se manifiesta aún con muy pocos elementos en juego y no se hace más compleja porque agre-guemos más; que los dígitos binarios son las unidades en que se acostumbra medir la infor-mación, y no las entidades que circulan por un canal en un proceso comunicativo; que un len-guaje de programación puede ser imperativo pero parcial o totalmente declarativo también; que en el plano funcional las computadoras no se restringen a operaciones binarias (sea ello lo que fuere) sino que son dispositivos de propósito general capaces de ejecutar cualquier función lógica o matemática especificable; que en los sistemas caóticos la conducta impre-decible no deriva de la naturaleza de las interacciones, sino de la sensitividad a las condicio-nes iniciales; que el texto de Monod (1985: 82) no sólo no trata jamás de la emergencia sino que defiende a rajatabla el reduccionismo analítico; y que si la complejidad se limitara al azar sería una entidad estadística poco interesante, pues, como ha dicho Ron Eglash (2000), “no hay nada complejo en el ruido blanco”. Por otra parte, ni el caos determinista, ni la dinámica no lineal, ni los sistemas complejos adaptativos que constituyen el corazón de las ciencias complejas rinden tributo exclusivo al azar, la incertidumbre, el error o la indeterminación, como se verá en detalle más adelante.

Párrafo aparte merece la aseveración de Morin en el sentido de que las máquinas artificiales no son capaces de reproducirse:

[L]a más perfeccionada y la más avanzada de las máquinas artificiales es incapaz de regene-rarse, de repararse y de reproducirse, de auto-organizarse, cualidades elementales de las que dispone la menor de las bacterias. Sus piezas les son suministradas desde el exterior, su cons-trucción ha sido operada del exterior; su programa le ha sido dado desde el exterior; su con-

10 Pasando por el Quinto Libro del Discurso y el inédito Le Monde de Descartes, las leyes de la forma de los naturalistas del siglo XVIII y de D’Arcy Wentworth Thompson, las estructuras de Klein en los años 20, los estudios de Chandrasekhar y Onsager en la década de 1940 y la sinergética de Haken en los 70s. La literatura sobre auto-organización en física superaba en la época de Morin la cota de los cinco dígitos; una búsqueda conjuntiva de “self-organization” y “physics” en GoogleTM retorna hoy 522.000 direcciones primarias (con 28.100.000 para “organization” + “physics”. En principio, estas magnitudes no obedecen al impacto de las ideas de Morin, ya que si se agrega “Edgar” y “Morin” a la primera expresión de búsqueda el número cae estrepitosamente a 308 (según consulta al 29 de abril de 2008), lo cual a escala de los miles de millones de la Web califica como ruido de fondo.

11 Más aún, en “Principles of self-organizing systems” el propio Ross Ashby repudia el concepto de auto-organización según el cual una máquina o un organismo viviente puede cambiar su propia organi-zación o, como él decía, su mapeado funcional. Pensar que hay una propensión innata para el cambio autónomo, argumenta, es pura metafísica. Para que un sistema parezca auto-organizarse, debe incluirse un factor externo a él, α, que actúe como su insumo; el auto debe ser ampliado para incluir la variable α. Ashby escribe: “Dado que no se puede decir que un sistema sea auto-organizante, y dado que el uso de la frase ‘auto-organizante’ tiende a perpetuar una forma fundamentalmente confusa e inconsistente de mirar la cuestión, quizá lo mejor sea dejar morir la frase” (Ashby 1962: 268-269). Ashby fue, lo aclaro, quien la acuñó.

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trol es controlado desde el exterior. Así construida, abastecida, reparada, revisada, programa-da y controlada por el hombre [sic], no dispone de ninguna generatividad propia. No dispone de ninguna poiesis propia, de ninguna creatividad propia (1999a: 199).

Está muy claro que Morin dramatiza la autonomía de las máquinas vivas al implicar que és-tas auto-aprenden lo que saben y se auto-abastecen sin dependencia alguna del exterior, como si los seres vivos pudieran decidir y ejecutar soberanamente las cláusulas de su programa-ción. Pero lo que peor se sostiene es su premisa central, pues en su Theory of self-reprodu-cing automata (a la cual Morin refiere siempre con incierta ortografía) John von Neumann (1966) demostró que las máquinas kinemáticas o celulares sí son capaces de engendrar otras máquinas, al menos tan complejas como ellas mismas. Uno se pregunta para qué menciona Morin un ensayo famoso y quintaesencial que no hace otra cosa que alegar desde su mero tí-tulo lo contrario de lo que él aduce; o por qué incluye en su lista de libros la Cibernética de Norbert Wiener (1985), un clásico en el cual se dedica todo un capítulo (pp. 219-231) a las “máquinas que aprenden y se auto-reproducen”; o por qué silencia los recaudos de Ashby en “Principles of self-organizing systems” que predicen palabra por palabra, como hemos visto, su propia “forma fundamentalmente confusa e inconsistente de mirar la cuestión”.

Pero más significativo que los libros que se distorsionan son los saberes que se excluyen. En el mejor de los casos, la aseveración moriniana denota una lectura negligente y una visión parcial, pues la potencialidad reproductiva de las máquinas físicas y lógicas es proliferante: los autómatas celulares con capacidad de computación universal, las formas fuertes y débiles de vida artificial, los mapas auto-organizantes de Teuvo Kohonen, las redes neuronales de entrenamiento no asistido, los programas de cálculo de predicados y funciones recursivas, las variaciones de Devore sobre las máquinas auto-replicantes de Codd, la evolución auto-cons-tructiva en programación genética, los programas en AutoCode de Edinburgo, las máquinas de Turing auto-descriptibles y auto-reparables, los quines auto-replicantes, los micro-contro-ladores y los circuitos auto-programables constituyen desde hace décadas tópicos rutinarios en ingeniería, sistemas complejos adaptativos y ciencias de la computación, en todo el rango que va desde los componentes industriales y la nanotecnología a los juegos matemáticos, los campeonatos de programación o los ejercicios virtuosos que usan los hackers para calentar los dedos (Bratley y Millo 1972; Hofstadter 1992: 551-561; Langton 1997; Beuchat y Haenni 2000; McLaughlin 2001; Adamatzky y Komosinski 2005).

Ninguna de estas prácticas, con sesenta años de desarrollo a sus espaldas, se agota en lo espe-culativo o en lo esotérico; a esta altura del desarrollo tecnológico todo esto se inscribe en una desbordante cultura general que impregna los saberes científicos del siglo XXI (cf. Sipper 1998). No es necesario hiper-especializarse para percibir los límites de la visión moriniana; en un par de horas de navegación por Wikipedia® (o tras una buena consulta de unos cuantos libros), el lector verá que la laboriosa trama de Morin sobre la estupidez de los cibernéticos y la futilidad de sus aparatos maquinales, célibes, impotentes y estériles, cae literalmente en pedazos por poco que se la contraste con los hechos.

Por más que fallas de esta clase abunden en las páginas del Método, hay una colección de de-saciertos de mucho mayor calibre que configura un nivel de equívoco más profundo y de más amplias consecuencias. Uno de los casos de mayor densidad de errores por unidad sintáctica en el pensamiento contemporáneo tiene lugar cuando Morin, a propósito de la teoría de la in-formación, nos enseña que

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[s]e puede definir el bit como un evento que denota la incertidumbre de un receptor colocado ante una alternativa en la cual los dos resultados son equiprobables para él. Cuanto más nu-merosas sean las eventualidades que pueda examinar este receptor, más eventos informativos comporta el mensaje y más aumenta la cantidad de bits transmitidos (Morin 1999a: 341).

Ni una sola de las expresiones es correcta. Es penoso tener que aclarar una vez más que los bits no son eventos sino dígitos en el sistema binario de numeración (el cual es independiente de y anterior a la teoría de la información), que la incertidumbre es una propiedad local o global del mensaje y no se refiere a la hesitación del receptor, que el receiver shannoniano es un mecanismo genérico y abstracto y no un ser humano confundido, que las alternativas no tienen por qué ser dos, que si se considera la redundancia y el contexto ellas no son necesa-riamente equiprobables, que la medida de la información aumenta conforme a la potencia del tamaño del alfabeto y sólo sumativamente con la longitud de los “eventos” del mensaje, y que lo que se transmite por un canal puede ser cualquier clase de señal discreta o continua, digital o analógica, verbal o no verbal, visual, olfativa, gustativa, sonora, táctil o sinestésica, pero nunca jamás bits (Shannon 1948; Gray 1990; Roederer 2005; Cover y Thomas 2006; Klir 2006; Rissanen 2007).

No toda la escritura de Morin exhibe esta desconcertante concentración de equivocaciones en la exégesis de textos bien conocidos, pero el número de momentos en los que el autor desa-rrolla razonamientos evidenciando un débil dominio del tema tratado es preocupante. Con la excepción notoria de las citas textuales, casi todos sus argumentos sobre cibernética, teoría de la información y teoría de sistemas (1999a: 329-410) son de ese jaez; la física, las mate-máticas, la ciencia cognitiva, la biología molecular de la cognición, la bioinformática, la filo-sofía del conocimiento, la lógica (1984: 292-306; 1998b: 177-215), las ciencias de la compu-tación y la psicología de avanzada le son igualmente ajenas, en la medida en que o bien las refiere de manera equivocada o bien no incorpora con el rigor requerido sus fondos de cono-cimiento específicos en las inflexiones en que vienen a cuento. Todos exhibimos vacíos de formación que abarcan docenas de disciplinas y ni duda hay de ello; pero los que estoy men-cionando son de impacto primario cuando se trata de consumar una tarea como la que él se ha impuesto a través de los temas de los cuales él mismo se empeña en hablar. La impericia de Morin, pienso, es el argumento que mejor socava sus imprecaciones en contra del saber experto y de la especialización disciplinaria, su insólita autoproclamación como “hombre culto” (2007) y su llamado a favor de subordinar el saber científico a la agudeza de los inte-lectuales (1984: 31-94; 1998b: 64-78).

Uno de los campos del saber tratado de modo menos convincente en toda esta epistemología es el que concierne al lenguaje. La lingüística moriniana luce precaria, como si hubiera sido elaborada de mala gana y embutida de apuro en el plan general. Se asemeja a las formulacio-nes del siglo XIX que precedieron a Saussure y tiene por ello un aire de modelo folk: su se-mántica identifica pensamiento y lenguaje, confunde sentido con referencia, concibe el len-guaje como nomenclatura de las cosas, sostiene una teoría del cambio anacrónicamente vita-lista, presupone que todas las ideas están lexicalizadas, alega que cada elocución conjura la totalidad de los sentidos y cree que la unidad lingüística de morfología, significación y praxis es la “palabra” (1998b: 165-176). Morin afirma también que las palabras se entredefinen en un círculo infinito, lo que ostensiblemente no es verdad: en la lengua hay definiciones que se establecen por referencia extralingüística, términos primitivos que no requieren definición ul-terior y categorías sintácticas y prosódicas cuya semántica no es relevante; en el habla tam-

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poco se requiere definir las palabras cada vez que se las usa. Asimismo, la idea de que las palabras portan significado o expresan proposiciones significativas, o que esa es “la función del lenguaje” es hoy en día una concepción superada de la comunicación humana, inenarra-blemente simplista, batallada suficientemente por Wittgenstein, Kripke, Quine, Davidson, Schiffer, Fodor, Chomsky y una larga genealogía de pensadores (Gauker 2003).

Tal cual surge de la lectura de un Charles Sanders Peirce, por añadidura, no es a nivel de la palabra sino en el plano del signo donde las relaciones de recurrencia infinita pueden ser me-jor instanciadas; la palabra es, después de todo, un concepto lingüística y semiológicamente impropio que sólo tiene algún resabio de sentido en las lenguas flexivas, las cuales suman un pequeño porcentaje del número del lenguas que existen. Aunque Morin hace un laborioso es-fuerzo para subsumir el lenguaje a sus “principios de inteligibilidad” (pp. 173-174), es obvio que las relaciones recíprocas entre palabras no se agotan en el concepto de bucle, no configu-ran una dialógica opositiva y no exhiben una arquitectura hologramática (cf. los modelos de dependencia de Mel’čuk [1985; 2003]). En todo caso esos principios tocan al lenguaje tan-gencialmente; la parte más rica de éste queda, sin duda, fuera del alcance de la subsunción.

En materia de antropología la situación es aún menos auspiciosa. Morin afirma que existieron sociedades cazadoras-recolectoras “durante decenas de millones de años” (2003a: 103); que el despegue de las civilizaciones históricas comenzó hace diez milenios (1988: 168); y que en las sociedades humanas más arcaicas la cultura constituye un complejo generativo informa-cional casi procarioto, sin nucleaciones institucionales y extendida por igual a todos los cere-bros de sus miembros (1999a: 380). A lo cual habría que responder que las culturas de caza-dores-recolectores no aparecieron hace decenas de millones de años sino bastante más tarde que eso; que las grandes civilizaciones no son ni la mitad de antiguas de lo que él cree; y que incluso las sociedades de animales inferiores poseen núcleos diversificados, especializacio-nes, orientaciones diversas y jerarquías. En fin: tan inseguros y frágiles son estos argumentos que uno se pregunta qué pulsión de incontinencia o qué horror al vacío hizo que los trajera a colación, ignorando una vez más el aporte de una disciplina que será corta de miras en otros órdenes, pero que en ciento cuarenta años de trabajo algo ha logrado aprender de todo eso.

Dado que estamos hablando de inexactitudes, diré que pocas cosas resultan tan latosas en la obra moriniana como sus inflamadas tomas de partido en reyertas que no existen, no tienen sentido o no valen la pena. Su preferencia casi sentimental por la realimentación positiva en detrimento de la negativa, o por el alboroto en menoscabo del control (1999a: 252-258), su fascinación por el alea, el riesgo y lo desconocido (1984: 158), su invitación a promover el progreso de la ignorancia (p. 76) y su candorosa identificación del desorden con la libertad civil y la imaginación (p. 215) constituyen alardes de proyección antrópica y exceso de ana-logía que serían llevaderos si no se repitieran tantas veces y si otros autores como Michel Forsé o Georges Balandier no hubieran agotado las mismas metáforas veinte años antes que él. Los juicios de Morin sobre encrucijadas invariablemente “mutilantes” (para las cuales, na-turalmente, su propia epistemología se ofrece como cura) también merecerían un libro aparte. Considérese, por ejemplo, éste, bellamente escrito:

Todavía hoy, la elucidación de la naturaleza del aprendizaje está sometida a una alternativa mutilante entre un innatismo según el cual no se aprende sino lo que ya se conocía ... y un adquisicionismo según el cual sólo la experiencia nos instruye (1988: 69).

Este dictamen (uno solo entre docenas de juicios parecidos) no hace justicia a las teorías cog-nitivas contemporáneas sobre el aprendizaje, a los estudios de desarrollo cognitivo en neuro-

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ciencia social, a los trabajos de Jerome Bruner o Endel Tulving, a los escritos tempranos de Ross Ashby sobre amplificación de la inteligencia, a docenas de papers que hicieron época en revistas como Journal of Experimental Psychology: Learning, Memory and Cognition o Journal of Verbal Learning and Verbal Behavior, a la obra maestra transdisciplinaria de John Holland, Keith Holyoak, Richard Nisbett y Paul Thagard (1989) sobre inducción, inferencia, aprendizaje y descubrimiento, a la subdisciplina que investiga la percepción, el reconoci-miento de patrones y el aprendizaje de máquina, a la lingüística neurocientífica/cognitiva de Stephen Anderson y David Lightfoot (2004) o a los ensayos de Mehler que menciona el pro-pio Morin. Basta pensar en la obra de Piaget e Inhelder para que ese alegato revele su extra-vagancia y muestre cuál de todas las perspectivas posibles en historia científica es la que cabe juzgar simplista y mutilante.

Igual valoración me merece la perplejidad de Morin (1988: 22; 1998b: 177-215) ante los con-ceptos de certidumbre, decidibilidad, tratabilidad, suficiencia, consistencia, fundamento, veri-ficabilidad y computabilidad, que trata como si fueran sinónimos, como si lo que él tuviera para dar atenuase las tribulaciones de la ciencia en esos frentes, o como si las dificultades en-contradas en torno de ellos en modelos axiomáticos, en expresiones autorreferidas, en las es-calas de lo inmensamente grande o de lo inconcebiblemente pequeño establecieran límites para los valores de verdad de una ciencia social y una filosofía que rara vez visitarán seme-jantes confines.

6 - Las prisiones del esencialismo

Un factor que revela la falta de robustez reflexiva de la escritura de Morin es su tendencia a caer en un esencialismo al cual él mismo reprueba. No pocas veces sus cosificaciones desen-cadenan visiones lindantes con lo surreal, como si a pesar de su larga relación con los alum-nos de Bateson, él no hubiera asimilado una enseñanza batesoniana esencial: mantenerse a-lerta frente al peligro de la concretitud mal aplicada y no confundir jamás el mapa con el te-rritorio (Bateson 1981: 26-27).

Bateson decía, ejemplarmente, que nuestras categorías de “religioso”, “económico”, etcétera, “no son subdivisiones reales que estén presentes en las culturas que estudiamos sino meras abstracciones que adoptamos en nuestros estudios”. Por ello invitaba a guardarse de la falacia de tratar la conducta como clasificable de acuerdo con los impulsos que la inspiran, en cate-gorías tales como de autoprotección, afirmación, sexual, de adquisición (1985: 89). Aunque él mismo no estaba a salvo de ese desliz, leyendo a Bateson es más improbable incurrir en principios dormitivos, invocación de razones ad hoc, definición de atributos que son sólo nombres para las conductas observables, explicaciones homunculares o interpretaciones lite-rales de metáforas. Géneros, hay que decirlo, en los que Morin descuella.

Lejos de esos recaudos, él considera, por ejemplo, que conceptos tales como “fluctuación”, “turbulencia”, “azar”, “ruido” y “desorden” son ontológicamente existentes, y hasta prodiga imágenes de una poesía un tanto empalagosa e invariablemente enumerativa en que trata a e-sos términos casi como a actores encarnados (Morin 1998a: 429). Cito al azar: “La virtud re-organizadora [de la naturaleza viviente] le permite tolerar, absorber, utilizar de manera extre-madamente flexible alea, perturbaciones y desórdenes” (1998a: 78). “La organización nece-sita principios de orden que intervengan a través de las interacciones que la constituyen” (1999a: 47). “Al azar, los eventos, los accidentes acuchillan los hilos del tiempo cíclico,

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rompen el devenir del tiempo del desarrollo” (p. 249). “El tiempo, en cuanto se introduce en la organización activa, se vuelve bífido, se disocia a la entrada en dos tiempos sin dejar de seguir siendo el mismo tiempo y vuelve a ser uno a la salida” (p. 248). “El azar espolvorea, alimenta y por fin mata a la vida” (p. 425). En un momento culminante, hasta el nombre de la falacia en que incurre es cosificado en un párrafo que no viene siquiera al caso: “[L]a ‘verda-dera’ concretitud está en los seres humanos y sociales, en las máquinas motrices y los torbe-llinos, turbulencias, explosiones que ellas producen” (p. 316).

El lector puede comprobar que muchos razonamientos son así, casi todo el tiempo, sin que haya siempre a mano expresiones en lenguaje descriptivo normal que sirvan de punto de an-claje o de base neutra al juego de las figuraciones. Frente a este objetivismo que llega a cons-tituirse en la forma de enunciación por defecto urge recordar el pensamiento de René Thom, quien dice que categorías como ésas son en rigor relativas a una descripción epistemológica dada, y que no tiene sentido hablar –digamos– de fluctuación, de alea, de desorden, de emer-gencia o de evento, excepto en relación con la descripción en cuyo seno esas conductas se manifiestan como tales (Wagensberg 1992). Es ésta una observación de lucidez envidiable que desde hace mucho he hecho mía y que invito a que se considere con detenimiento, pues por sí sola alcanza para poner buena parte de la obra de Morin en su justo lugar.

Incluso cuando Morin trata de relativizar los términos de sistema, subsistema y elemento, no es para evitar caer en cosificaciones sino para multiplicarlas en un vértigo que parecería ser fruto de alguna extraña afasia de abstracción. Véase este nuevo caso enumerativo, uno entre muchos:

[E]l individuo es, de manera complementaria, concurrente, antagonista, unidad elemental, es-tado fugitivo, subsistema, unidad global autónoma, unidad global controlada extra y supra-sistemáticamente, elemento/todo perteneciente a múltiples sistemas a la vez en el seno de una poli-organización multidimensional (1998a: 179).

Pero cualquier objeto se podría concebir de este modo, no sólo los que se reputan complejos. Toda entidad imaginable participa en un número indefinible de sistemas potenciales simultá-neos. En una investigación no hay ningún indicador que señale que se están considerando to-dos los sistemas susceptibles de tratarse, o siquiera los más esenciales; no hay tampoco nin-guna regla epistemológica que estipule que la teoría capaz de contener más relaciones o más niveles de organización es la que gana. Más bien al contrario: para cualquier observador re-sulta fácil postular múltiples sistemas de coordenadas actuantes o llevar la lógica perversa de la proliferación dimensional hasta el infinito. En cuanto a la expresión moriniana de que la ciencia convencional es mutilante porque “deja de lado” tales o cuales factores, porque se concentra en unos pocos niveles organizacionales a la vez o porque elige no disolverse en un enciclopedismo que todo lo abarca (1984: 45; 2003a: 31, 32, 110, 118), sólo es posible res-ponderle que no, que más no es mejor, y que la razón de ser de una ciencia compleja no radi-ca en acopiar miradas al objeto desde tantos puntos de vista como sea posible, sino en encon-trar al menos uno en el que se pueda dar cuenta de él coherentemente.

El modo moriniano de percepción tiene que ver más con la incapacidad de una teoría para imponer a la realidad alguna clase de orden conceptual que con la naturaleza multiforme de la complejidad. En toda ciencia, e incluso en la percepción cotidiana, esto se ha resuelto ad-mitiendo la necesidad de algún principio de abstracción, el cual permite poner en foco ciertos aspectos del fenómeno y diferir la consideración del resto. Por supuesto que en la realidad hay una multitud de factores en acción, observables desde incontables planos y perspectivas;

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desde ya que cualquier objeto es insoportablemente complicado y que todo tiene que ver con todo. Pero en algún momento hay que detenerse y hacer un recorte; no es tan terrible.

Este recorte o diferimiento es precisamente lo que posibilita el diseño de modelos, esenciales en la práctica científica y definibles como un conjunto de abstracciones practicadas sobre la realidad, una selección de componentes y de las relaciones que median entre ellos12. Un mo-delo no es tampoco una opción entre tantas, sino una herramienta de trabajo particularmente requerida en escenarios de complejidad, en donde ofrece una opción de inteligibilidad en todo preferible a la lógica del amontonamiento enciclopédico o al juicio subjetivo. Es con-senso además que los mejores modelos no son tampoco los más realistas ni los más atiborra-dos de elementos, pues cuando hay exceso de detalle ellos se vuelven intratables (cf. Alli-good y otros 2000: 3; Boccara 2004: 4-5; Bertuglia y Vaio 2005: 12, 15). Si algo es axiomáti-co, por otra parte, es que ni aun en la más dura de las ciencias puede haber sistema sin previo modelo y que son las disciplinas que se precian de ser más blandas las que más los necesitan (Crutchfield 1994: 4-6).

Y ya que estamos hablando del asunto, es obvio que tampoco es buena epistemología reflexi-va pensar que “todos los objetos clave de la física, de la biología, de la sociología, de la as-tronomía constituyen sistemas” (Morin 1999a: 121). Esa forma de razonamiento menoscaba todas las prolijas disquisiciones sobre sujeto-y-objeto, el papel decisivo del observador, la construcción social o subjetiva de la realidad, los tipos lógicos de Tarski y otros clichés epis-temológicos que Morin no se priva de enseñarnos, dedo en ristre, pero que casi nunca aplica a su propia forma de ver el mundo. La vida no es tan fácil; ningún científico dispone de siste-mas o estructuras servidos en bandeja. Mucho más sensible a la complejidad de la cuestión luce esta concepción del antropólogo cognitivo Roy D’Andrade:

Las diversas definiciones de cultura a lo largo de los últimos cien años han subrayado a me-nudo que ella es “un todo complejo”, “integrado”, “estructurado”, “patterned ”, etc. Éste es un artículo de fe, dado que nadie ofreció nunca una demostración empírica de una estructura cul-tural. Lo que sí pudo demostrarse fue que una pieza de cultura estaba muy probablemente co-nectada de alguna manera a alguna otra pieza. Pero un mundo en el que todo está de alguna forma relacionado con algo más no constituye una estructura o aún un sistema (D’Andrade 1995: 249).

Cualquiera sea el marco teórico, no puede haber sistema previo a la teoría, ni objetos de estu-dio ya delimitados e inherentemente sistemáticos, listos para usar, esperando que alguien edi-fique una disciplina en torno suyo. Como dice Rafael Pérez-Taylor en una expresión en la que cada palabra cuenta (2006: 11, 93-94), los observables se construyen a partir de una es-trategia de investigación. También Ross Ashby nos enseñó que los sistemas, en tanto conjun-tos organizados de observables, se inducen, se componen, se postulan y se prueban contra la realidad; ni están dados a priori, ni cuelgan de los árboles, ni pueden constituir objetos pri-marios de las disciplinas, de las que todos sabemos, Morin mejor que nadie, que han sido delimitadas caprichosamente.

12 No me refiero aquí sólo a modelos mecánicos, computacionales o cuantitativos, sino a modelos en general, incluyendo los modelos conceptuales de Max Black, Kenneth Craik, Philip Johnson-Laird o Claude Lévi-Strauss. La mejor orientación para construir el modelo de un sistema sigue siendo el texto de Ross Ashby (1972), la referencia obligada para sacarse de la cabeza el prejuicio de que los modelos siempre tienen que ver con aparatos, con reduccionismos fisicalistas o con números.

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Morin parece experimentar una severa dificultad, nunca examinada reflexivamente ni descu-bierta hasta ahora por sus críticos, relativa a su comprensión de la naturaleza y los alcances de los principios de abstracción y modelado, hoy en día tan bien conocidos y convertidos en valores tan independientes de escuela que todo el mundo los da por sentados. Todo el mundo excepto Morin, claro. Pienso que alguna vez sospechó que algo no andaba bien en todo esto y pronunció algunas palabras defensivas (1984: 123), pero son tan elípticas y fugaces que no llegan a poner las cartas sobre la mesa. Por alguna oscura razón, para él toda abstracción es “simplificante” porque elimina los rasgos concretos y singulares (1988: 101, 133; 1999a: 31); desde la psicología evolutiva en más se sabe que, al contrario, la capacidad de abstraer es precondición del pensamiento complejo; desde los albores de la ciencia cognitiva se sabe también que es un rasgo humano esencial que abarca desde la percepción primaria hasta el lenguaje. Como sea, éste es un asunto lógico, psicológico, cognitivo, filosófico, semántico y científico que demanda el más fino discernimiento y que no se presta para ser resuelto de esa forma lapidaria, muscular y unilateral.

Creo que es por esa negación al pensamiento abstracto que en la escritura de Morin hasta los conceptos que son más obviamente genéricos han sido objeto de reificación: “Un proceso re-cursivo es aquél en el cual los productos y los efectos son, al mismo tiempo, causas y produc-tores de aquello que los produce”, dice (2003a: 106). Y luego agrega: “[L]a recursión consti-tuye un circuito que forma bucle” (1998a: 392). Pues no, de ningún modo: un proceso de re-producción puede ser provechosamente interpretado, en efecto, a través de la idea de un pro-ceso recursivo, como si a lo largo del tiempo (imaginado topológicamente) un concepto aná-logo a un bucle en ciertos respectos nos ayudara a entender o modelar su dinámica. Pero la recursión no es un circuito causal, ni un rizo, ni un mecanismo específicamente (re)producti-vo, ni necesariamente un proceso material en el tiempo, ni algo que gira en torno de una ór-bita, ni una cosa que tenga realmente una geometría que se puede mirar con los ojos, tocar con los dedos, medir en su perímetro.

La mayor paradoja con el esencialismo de Morin es que ha sido él mismo quien más protesta-ra contra la plaga esencialista, la sustancialización, la reificación (1998b: 230). Por un lado Morin nos urge a “evitar que un término que en principio sirve para nombrar adquiera auto-nomía, parasite el discurso y se transforme en (seudo)-esencia” (1998a: 139); por el otro, e-sencializa continuamente al azar, “una dimensión presente en todas las formas de desorden” sin el cual no puede concebirse el origen de la vida, el aprendizaje o el cambio, que intervie-ne en todas las formas de evolución, que es generada por todo ser viviente, que es compor-tada constitutivamente por toda actividad neuro-cerebral y que “está presente en todas partes” (pp. 134-135).

Y ya que hablamos de cosificaciones, me pregunto también como alguien podría operaciona-lizar o desmentir expresiones de obesa metaforicidad como ésta que sigue:

Tras la naturaleza extralúcida aparece la muerte ciega. Tras la sabiduría de armonía y de regu-lación se revela, en fin, la desmesura. ... [L]a gran regulación ecoorganizadora es el producto del enfrentamiento de las dos Hybris contrarias, la Hybris de muerte y la Hybris de vida, pro-ducción insensata de semillas, gérmenes, espermas, la mayor parte de los cuales son [sic] ma-sacrados incluso antes de nacer, precisamente por la Hybris de muerte. De este modo, la na-turaleza no sólo es bárbara en sus desórdenes, sus fallos, lo es en la edificación y la regene-ración de su Armonía (1998a: 79).

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El ritmo yámbico de las enumeraciones, la sobreabundancia de los adjetivos, el prefijo grie-go, las mayúsculas, los encadenamientos de aliteraciones y la inexorable culminación de las frases con antítesis solemnes, escamotean además el hecho de que gran parte del tiempo (so-bre todo en los volúmenes finales de la serie) Morin dilapida sus energías y las nuestras plan-teando ideas que nadie porfiaría y que en el fondo no hacen a cuestión alguna. Y siempre está ese esencialismo incontenible, esa antropomorfización declamatoria de los principios abstrac-tos, de las propiedades de los fenómenos y hasta de los verbos: signos de una mirada para la cual nada que no haya sido interpretado animística, homuncular, proyectivamente, deviene inteligible.

7 - Bucles circulares, bucles recursivos y modelos

Desde que Douglas Hofstadter escribiera Gödel, Escher, Bach (1979), la recursividad es (o debiera ser) una estructura familiar en las artes y las humanidades. Se conoce muy bien su capacidad de generar complejidad a partir de funciones extremadamente simples. El objeto matemático más complejo de todos, el fractal de Mandelbrot, se genera a partir de la aplica-ción recursiva de una función tan simple como z=z2+c. En este sentido, podría decirse que la recursividad es candidata a símbolo por antonomasia de la idea misma de complejidad. Vea-mos por ejemplo cómo se obtiene complejidad emergente con una gramática de sustitución. Lo que sigue es el axioma y la regla de reescritura de una gramática de un sistema de Linden-mayer que dibuja el patrón gráfico de un Kolam del sur de la India llamado “Las tobilleras de Krishna”:

Axioma: -X--X

Regla: X → XFX--XFX

En la expresión anterior el signo “-“ denota un giro, “F” es un comando que dibuja un línea corta, y “X” es sólo un token a ser sustituido por la expresión de la regla, incluso (recursiva-mente) en la regla misma.

De este modo, en la primera sustitución se genera la cadena -XFX--XFX--XFX--XFX y el rom-bo de la izquierda de la fig. 1; en la tercera ya tenemos -XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXF XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XF XFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XF XFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX y el rombo del centro, y en la cuarta recursión resulta -XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXF X FX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFX FX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XF XFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFX FX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XF XFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXF XFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFXFXFX--XFX--XFX--XFXFXFX--XFX--

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Fig 1 - Kolam con uno, tres y cuatro grados de recursión

El primer problema de Morin con la recursividad es que a despecho de distinciones super-fluas y de expresiones resonantes como pluribucle, autos-bucle, endo-exobucle, integración poliembuclante, bucles torbellinarios, tetralógicos o uniplurales, él confunde la potencia ge-neradora de lo recursivo con la falacia lógica de lo circular y cree que ambas ideas son la misma y que valen igual (1999a: 31-32). No es el único que lo hace. También los autopoie-tas, los investigadores de segundo orden y los constructivistas caen en la trampa. Todos ellos amplían la denotación de lo circular para que incluya reflexividad, autorreferencia, causali-dad, apertura y no-linealidad (según convenga), en un juego de significados móviles tan ob-vio y transparente que llega a ser conmovedor. El problema con esto es que si alguien desea lucrar con el prestigio de las funciones recursivas y emplearlas como distintivos de calidad intelectual debe al menos distinguirlas de las expresiones circulares, sin dejarse engañar porque bajo ciertos regímenes de imaginería ambas compartan un dejo de redondez y repeti-ción (Cutland 1980: 32-42).

Precisemos algo más este particular, pues la idea moriniana de recursividad no refleja la exquisita complejidad del problema y está incrustada en un nivel de tipificación impropio. Una definición recursiva se basa en otra instancia del mismo objeto que se trata de definir y es parte de una definición más amplia, la cual incluye necesariamente una regla de caso o clase básica; una definición circular, en cambio, pretende definir algo en función de lo mis-mo. En un lenguaje de programación lógica como Prolog, esta sería una definición recursiva del concepto de antepasado:

antepasado(A,B) :- padre (A,B). antepasado (A,C) :- padre (A,B), antepasado(B,C).

Estas cláusulas declarativas casi no necesitan comentario. Las mayúsculas representan varia-bles. El símbolo :- que estiliza la imagen de una flecha hacia la izquierda (←) denota el senti-do de la implicancia, y la coma exterior a los paréntesis debe leerse como conjunción lógica. El primer predicado es la clase base. En ambos predicados lo que está a la izquierda es lo que se quiere definir. Hasta aquí lo recursivo. La definición que sigue, en cambio, es circular:

antepasado(A,B) :- antepasado(A,B).

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Prisionera de un solo nivel de tipificación lógica, la circularidad no posee poder generativo, capacidad emergente o virtud morfogenética alguna por definición. Se puede comprobar eso de inmediato, proponiendo que en la definición de la regla de sustitución del sistema-L que hemos visto se coloque la misma expresión (“X”) a ambos lados del functor: la cadena resul-tante será siempre igual al axioma y la figura dibujada será siempre una imagen en blanco. El significado de la palabra “siempre” en la frase anterior es literal: toda expresión circular es prisionera del Entscheidungsproblem de Hilbert y Turing pues su cálculo no tiene, por defini-ción, forma de establecer una cláusula de acabado; pero el problema no es tanto que no acabe de hacer lo que se espera que haga, sino que no pueda avanzar ni un solo paso más allá de su punto de partida.

A quien afirme entonces que circularidad y recursividad son idénticas le aguarda la exigencia de una dura demostración13. En fin, es incomprensible que Morin establezca infinidad de dis-tinciones innecesarias entre términos (como en su zoológico de bucles), y deje en la indistin-ción un concepto fundante de cualquier ciencia imaginable de la complejidad.

Igualmente precaria es la concepción de Morin sobre los bucles recursivos y su relación con los retroalimentantes. Por empezar (y con la intención de degradar un poco más la imagen de una cibernética temprana a la cual, en la misma línea que la escuela de Jean Pierre Dupuy [2000], nunca tuvo en buena estima), Morin asevera que los primeros configuran una idea más compleja y más rica que la que encarnan los segundos (1988: 112)14. Es evidente sin em-bargo que si bien ambas nociones evocan un ciclo iterativo, ellas son categórica y ontológi-camente distintas, tanto que no se me ocurre cómo podría compararse su complejidad o su ri-queza. Más todavía, un dispositivo de control retroalimentante incluye elementos de decisión, comparación, almacenamiento y consulta de estado ajenos a la idea de recursividad. Pero lo más revelador sobreviene cuando Morin intenta definir la recursividad de una manera que corresponde más bien a la descripción de un circuito de retroalimentación:

Es una idea primera para concebir autoproducción y autoorganización ... es un proceso en el que los efectos o productos al mismo tiempo son causantes y productores del proceso mismo, y en el que los estados finales son necesarios para la generación de los estados iniciales. ... [La recursividad] nos desvela un proceso organizador fundamental y múltiple en el universo físico, que se desvela en el universo biológico, y que nos permite concebir la organización de la percepción (pp. 111-112).

13 Hasta donde sé, en matemáticas, en lógica o en métodos formales nadie ha hablado jamás de funcio-nes circulares, listas circulares, lenguajes circulares, expresiones circulares primitivas, o conjuntos y lenguajes circularmente enumerables. Si en la frase anterior se reemplaza “circulares” por “recursivas”, la vida volverá a sus carriles normales. En ninguna de las lógicas en las que he probado modelar (ni aun en las variedades paraconsistentes, modales, intuicionistas, deónticas, abductivas, libres, cuánticas, por defecto o de la ambigüedad) sus promotores han homologado razonamientos que sean a la vez cir-culares y monotónicos (Haack 1975; Alferes y Leite 2005; Bremer 2005; Benthem y otros 2006; Gab-bay y Woods 2006; 2007).

14 También para Morin los sistemas abiertos son mejores (o más complejos) que los cerrados, lo cir-cular superior a lo lineal, el feedforward más simpático que el feedback, la conjunción más que la dis-yunción, la auto-organización más que el control y la organización más que la estructura. No me deten-dré a discutir esta peculiar agonística conceptual, más sintomática de una axiología simplista que de una ontología compleja.

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De más está decir que desde los tratamientos canónicos de Dedekind, Hilbert o Gödel la re-cursividad es un concepto abstracto, lógico, independiente de dominio; de ningún modo está ligada a (o puede definirse a través de) causas, efectos, productos, estados, teleologías, orga-nizaciones o procesos biológicos (Wang 1974: 81; Gödel 1981: 331; Dalen 2001: 245). Las máquinas cibernéticas son también genéricas, pero la noción de recursividad habita un plano de abstracción aún más elevado. A menudo Morin acusa a los cibernéticos de imponer a la biología un arquetipo mecánico (1998a: 132, 408; 1999a: 286-288); no es así, o no lo es sólo de ese modo: es más bien él quien piensa, en otra de sus muchas reificaciones, que la recursi-vidad siempre requiere una cosa, cuerpo o aparato para manifestarse o para que se pueda pen-sar en ella.

Pido al lector que vuelva a leer detenidamente el Método. Cualquier volumen, cualquier ca-pítulo; busque ahora una definición de algún concepto importante, no importa cuál en tanto no sea transcripta de otro autor: se sorprenderá. Ni una sola vez en docenas de intentos Morin deja de confundir la definición de clases con la ejemplificación de casos o con la enumera-ción de propiedades no definitorias: “Para darle significado a ese término [recursividad] yo utilizo el proceso de remolino” (2003a: 106). “Se puede definir el bit como un evento que de-nota la incertidumbre de un receptor...”15 (1999a: 341), y así hasta donde el lector desee bus-car. Para usar una expresión de su admirado Bateson (1981: 203-204), vemos aquí en su for-ma más pura un indudable error de tipificación que impregna buena parte de su paradigma, y que cierra el bucle (irónicamente) del esencialismo que diagnostiqué en el apartado anterior.

Imagino que estos embrollos de categorización se alimentan de un rasgo constante de la es-critura de Morin, como lo es su propensión a las imágenes y figuras. Él es consciente de ello y procura apaciguar a sus críticos cuando dice: “[A]buso de imágenes y metáforas. No tengo ningún inconveniente en emplear imágenes cuando me vienen. Tranquilícense: sé que son imágenes” (Morin 1999a: 46). O también: “Hago metáforas sabiendo que son metáforas” (2006: 160). Pero lo que él sepa o no cuando los soplos de inspiración suscitan imágenes en su cabeza es cosa suya y por completo irrelevante: a los fines del trabajo científico, lo que cuenta es la aptitud de la idea que se pone por escrito. Si de lo que se trata es de algo tan deli-cado y ambicioso como fundar una epistemología compleja, es menester que los alcances y el peso conceptual de su imaginería privada sean objeto de honda y pública reflexión.

Y aquí es donde salta a la cara que en su uso familiar las metáforas no llegan a ser modelos, aunque sean sus parientes cercanos o sus prerrequisitos. Aquéllas se fundan en la inmediatez de su vínculo con lo concreto y tangible; éstos son sólo posibles merced a un trabajo de abs-tracción que Morin se rehusa a emprender (1984: 215). Las primeras son no falsables, recon-fortantes y a veces anómicas, pues hacen creer que gracias a ellas mismas y sin ir más lejos se está en camino de comprender el objeto; los segundos son problemáticos en el buen senti-do, porque una vez articulados obligan a probar si en realidad es así. Aquéllas arrojan una luz inicial sobre el objeto; éstos permiten interrogarlo más allá del plano de su apariencia.

15 Es triste tener que aclarar esto otra vez, pero un bit es sólo un dígito binario (“0” [cero] o “1” [uno]) en el sistema de numeración correspondiente, a igual título que “6” o “9” son dígitos en el sistema de numeración decimal; de ningún modo un dígito “denota” eventos, receptores o situaciones de incerti-dumbre que sean constitutivas de su definición.

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No me opongo a las metáforas. Por supuesto que son prodigiosas. Pueden migrar a través de las disciplinas y han sido y seguirán siendo esenciales y estimulantes, a no dudarlo. Pero no es verosímil que sean ellas solas, con exclusión sistemática de los modelos (1988: 156), los instrumentos de excelencia de una ciencia compleja. Por más que modelos y metáforas se pa-rezcan en ciertos respectos, en aquéllos se pueden definir operadores que permiten pasar de una intuición primaria a formas de entendimiento, cálculo, seguimiento y visualización de un orden distinto; las metáforas sirven a varios propósitos, pero no han sido diseñadas para esa función. En todos estos años el modelado ha devenido una práctica compleja de impulso incontenible que se ha ganado con buenas artes su espacio al lado del discurso y del razona-miento simbólico. El silencio de Morin en torno del modelado abandona esa práctica a la de-riva, sin cuestionarla de plano pero sin homologarla tampoco, dejando en su lector la impre-sión de que en la ciencia compleja se puede prescindir de ella.

El objetivismo larvado que documenté en este capítulo es la contracara, tal vez la condición de existencia de la reificación antropomórfica que revisamos antes. Es también lo que impe-dirá a Morin consumar toda referencia coherente a la transdisciplinariedad en el cuerpo del Método, como después procuraré demostrar. Así como antes hemos visto que él no puede concebir categorías, procesos, parámetros o acontecimientos sin personificarlos, aquí com-probamos también que, asombrosamente, como en la Escuela de Lenguas de la Laputa de Jo-nathan Swift, Morin se muestra esquivo a definir una clase genérica sin apoyarse en la espe-cificidad de un ejemplo material; es como si se resistiera a pensar un concepto que no sea el nombre de una cosa, o a hacer uso de una imaginación no supeditada a lo que Lévi-Strauss supo llamar la lógica de lo concreto.

8 - El azar como motor del cambio

Ya he dicho que la noción de complejidad de Morin no tiene mucho que ver con lo que en las ciencias correspondientes se suele llamar de esa manera. El concepto moriniano es extrema-damente simple y conforme a la intuición, casi como podría serlo una categoría folk : se refie-re a parámetros de indeterminación, azar y numerosidad. Lo malo con ello es que lo indeter-minado, lo aleatorio y lo numeroso no han sido incumbencia primaria de las ciencias contem-poráneas de la complejidad y el caos; esas categorías (junto con las de ruido, desorganiza-ción, error, desorden) son en cambio afines a la idea de complejidad desorganizada, a la cual se han consagrado desde fines del siglo XIX la mecánica estadística y la teoría de la probabi-lidad (Weaver 1948). La complejidad moriniana se encuadra entonces, clásicamente, en el ámbito de lo que Benoît Mandelbrot (2006: 52-63) ha llamado el azar dócil: el ruido blanco, lo fortuito, la distribución normal, la campana de Gauss. La ciencia reciente ha identificado otra complejidad harto más interesante, heterodoxa y vital, la del azar salvaje: las distribucio-nes de Cauchy y de ley de potencia, el ruido 1/f, los atractores extraños, los fractales.

Al restringir la idea de complejidad al pequeño feudo de la distribución normal no obstante hablar de organización a cada instante, Morin soslaya la visión de complejidad organizada que ha manifestado ser de utilidad en ciencias sociales y que se ha desenvuelto a lo largo de numerosas líneas: la dinámica no lineal, los sistemas complejos adaptativos, los algoritmos e-volucionarios, la teoría del caos, la teoría de redes libres de escala, la lectura evolucionaria de la teoría de juegos (Reynoso 2006a: 193-370). En esta versión de la complejidad los temas centrales ya no son los que solían ser; conductas que antes se calificaban anómalas y queda-ban sin tratar por su propia falta de estructura revelan ahora un universo de propiedades ines-

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peradas que son, además, independientes de su naturaleza material. Alligood, Sauer y Yorke (2000: vii) describen la situación de este modo:

En la actualidad, los científicos se han dado cuenta que el comportamiento caótico se puede observar en experimentos y en modelos computacionales de todos los campos de la ciencia. El requisito clave es que el sistema involucre no linealidad. Es ahora común que experimen-tos cuya conducta anómala había sido previamente atribuida a error experimental o a ruido sea revaluada para una explicación en esos nuevos términos. En su conjunto, esos nuevos tér-minos forman un juego de principios subyacentes, llamado a veces teoría de sistemas dinámi-cos, que atraviesa varias disciplinas.

En su caracterización de los sistemas dinámicos estos autores excluyen expresamente los mo-delos aleatorios o estocásticos (p. 2). Para mayor abundamiento, la dinámica no lineal está colmada de métodos para distinguir los escenarios caóticos de los aleatorios, como la bien conocida dimensión de correlación de Grassberger y Procaccia (1983a; 1983b; 1983c; Collet y Eckmann 2006).

Al margen de estas nuevas ideas, Morin y otros morinianos como Sergio Vilar (1997: 18) sostienen que la complejidad requiere de grandes números de elementos, variables o paráme-tros “con gran variedad de relaciones”, otro concepto desgastado (muy monodiano, por cier-to) que las ciencias complejas recientes una vez más se inclinan a rebatir. Los especialistas en complejidad, en efecto, niegan que su paradigma tenga algo nuevo que decir respecto de los sistemas numerosos; particularmente en el campo del caos, los modelos de incumbencia sólo son aquéllos de muy baja dimensionalidad intrínseca que admitan tratarse como sistemas ce-rrados con un número muy pequeño, preferentemente impar, de variables independientes o grados de libertad (Williams 1997; Hilborn 2000: 4, 73; Cvitanović y otros 2002; Ivancevic e Ivancevic 2007: 9). Para lidiar con sistemas de gran dimensión ya están las estadísticas multi-variadas, las escalas multidimensionales, los modelos multinivel, la inferencia bayesiana.

Cualquier cosa del mundo, por sencilla que sea, implica infinitas variables y relaciones por poco que acomodemos las ideas para que resulte de ese modo. Entre 0 y 1 cabe el infinito. Pero la complejidad es algo más complejo que lo simplemente cuantioso: como lo intuía von Neumann (1963: 312), a pesar de su apariencia prima facie cuantitativa, ella ha de diferen-ciarse como algo cualitativamente distinto por cuestión de principios. Es decepcionante que quien mantiene, como Morin lo hace (1984: 26, 44, 73, 359; 1998b: 226), una opinión des-pectiva de las ciencias exactas y la cuantificación, termine encerrándose al final del día en una concepción cuantitativa de la complejidad. Vaya paradoja: por allá un hosco matemático sensible a las cualidades de lo complejo y por acá un eximio humanista sosteniendo que los únicos atributos dignos de interés son las magnitudes, tanto más contundentes cuanto más e-normes; uno queda preguntándose por qué un innovador tan radical se resignó a una defini-ción tan rudimentaria.

Contrariamente a su idea, hoy se sabe que un sistema complejo es mesoscópico; contiene un número intermedio de variables, “grande comparado con dos, pero pequeño comparado con el número de átomos en una pizca de sal”, decía Weaver (1948: 566). Se dice que es comple-jo cuando es un conjunto de componentes “grande, pero no muy grande, interactuando de manera no trivial” (Prokopenko, Boschetti y Ryan 2006). El caos “no necesariamente se debe a un gran número de partículas en interacción. Es una clase de conducta que es posible en sistemas muy simples” (Alligood y otros 2000: vi) “Si hay demasiadas partes, aún si interac-túan fuertemente, las propiedades del sistema devienen dominio de la termodinámica conven-

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cional: un material uniforme” (Bar-Yam 1997: xi; Kadanoff 1999: 499, 586-587). Un sistema así puede ser complicado, de apariencia anárquica, extensión formidable y conceptualmente insumiso, pero no es por necesidad complejo. Murray Gell-Mann (1994; 2003: 40-67) ha de-mostrado que un sistema con pocas variables pero múltiples vías de interacción puede ser más complejo que un sistema con muchísimas variables e interacciones secuenciales en una sola dirección. Cada día que pasa se descubren ricas estructuras lagrangianas, clases de uni-versalidad y laminaciones de complejas geometrías aún (y sobre todo) en los vórtices de tur-bulencias que antes se confiaban a la caja negra del puro azar (Mathur y otros 2006).

Morin también vincula el caos o la complejidad misma con la indeterminación. Es otro error. En muchos de los casos que a lo largo de la historia se han declarado aleatorios pueden en-contrarse filones, grumos, conglomerados, rachas, patrones, constantes, regularidades (Paulos 1990: 59-65). En dinámica no lineal, “aleatorio” y “determinístico” no son tampoco necesa-riamente antónimos: los mismos términos pueden caracterizar las mismas secuencias de da-tos, según se pongan los acentos o se conjuguen los dominios (Wegman 1988; Williams 1997). El revoleo de una moneda está totalmente determinado y ni duda cabe de ello. Pero Morin y los morinianos quieren que prevalezca el azar sobre la organización, lo que se ignora sobre lo que se sabe, la fenomenología sobre los hechos. Creen que con ello se liberan del peso de toda prueba, pero hay otras lecturas posibles del mismo escenario. Si se pretende introducir a toda costa el azar en el plano ontológico, como lo hace Prigogine, “debería pro-barse que las probabilidades que se manifiestan a nivel macroscópico no pueden interpretarse como medida de la ignorancia del observador respecto de una dinámica determinista subya-cente. [...] [A]sí como la descripción probabilística de la caída de un dado puede interpretarse en términos de la ignorancia acerca de su movimiento preciso, la aleatoriedad fenomenoló-gica de perturbaciones y fluctuaciones es compatible con una dinámica subyacente determi-nista pero no completamente conocida” (Lombardi 2000: 62).

Por añadidura, el nombre completo de la ciencia del caos (la parte de la dinámica no lineal que tiene verdaderamente sentido para los científicos sociales) es “caos determinista” (Li y Yorke 1975; Nicolis y Prigogine 1989; Strogatz 1994: 323; Leiber 1998; Scheck 2005: 390-409; Schuster y Just 2005). Las bifurcaciones, las catástrofes y los atractores extraños surgen típicamente en sistemas deterministas. René Thom, determinista ferviente, escribió un artícu-lo para La querelle du déterminisme cuyo titulo original fue “Halte au hasard, silence au bruit, et mort aux parasites!”, uno de cuyos destinatarios es Morin; éste contestó ofendido al-go más tarde, dejando que el nivel del debate tocara fondo con famosas alusiones al “thomis-mo” y a “la cabaña del tío Thom” (1984: 111-134) sobre las cuales prefiero guardar silencio. Lo que sí interesa destacar es lo que Thom dice de las filosofías indeterministas:

Todas glorifican ultrajantemente el azar, el ruido, las fluctuaciones, todas hacen a lo aleatorio responsable bien sea del origen del mundo, … bien sea de la emergencia de la vida y del pen-samiento sobre la tierra. … [Esta concepción] procede de un cierto confusionismo mental, excusable en autores de formación literaria, pero difícilmente perdonable en sabios diestros en principio en los rigores de la racionalidad científica (Thom 1980: 120).

Incidentalmente, Morin tardó unos años en darse cuenta que la teoría de catástrofes de Thom es determinista; en el primer volumen del Método publicado en 1977, encandilado por el nombre de la teoría, la trata como si no lo fuera (1999a: 62). Pues bien, un cuarto de siglo después del choque de temperamentos la teoría de catástrofes ha muerto pero el azar dócil no está pasando por un momento auspicioso. Tampoco la nueva ciencia de las redes complejas

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se resigna a tratar sólo modelos aleatorios, pues está claro que éstos impiden tratar muchas estructuras significativas de un fenómeno; lo expresa Duncan Watts:

La aleatoriedad es una cualidad poderosa y elegante que a menudo es un sustituto perfecta-mente adecuado de las cosas complicadas, impredecibles y desordenadas que suceden en la vida real. Pero claramente falla en capturar algunos de los principios más poderosos que tam-bién gobiernan las decisiones que toma la gente (Watts 2004: 58).

Esta ciencia de redes, que ha explotado ideas luminosas como el fenómeno de los pequeños mundos, el “principio de San Mateo”, las matemáticas de la formación de grupos anidados, la importancia de los vínculos débiles, la percolación reticular, la criticalidad auto-organizada o las distribuciones independientes de escala, comenzó a fundarse precisamente el día en que se superó el modelo de redes aleatorias de Erdös y Rényi (Barabási 2003; Watts 2004). Más allá que en su momento estas redes proporcionaron una solución matemática provisional que impulsó las teorías de redes y grafos, si algo se sabe ahora es que las redes de la vida real que vale la pena estudiar no se han formado al azar, ni tienen las distribuciones campaniformes características de los fenómenos azarosos. Morin ha sido siempre enemigo de la abstracción; pero por más vueltas que se le dé a la historia del saber, el hecho es que los modelos de azar sólo existen en forma prístina como uno de los artificios más abstractos de las matemáticas. No quisiera suscribir un argumento que suena como los de Morin, pero es evidente que si el azar es algo, este algo es, sin duda, una abstracción. Dos de los matemáticos más puros que han existido, Erdös y Rényi, escriben en efecto:

La evolución de los grafos aleatorios puede considerarse un modelo (más bien simplificado) de la evolución de ciertas redes reales de comunicación, p. ej. la red del ferrocarril o la red eléctrica de un país o de alguna otra unidad, o el crecimiento de estructuras de materia inorgá-nica u orgánica, o incluso el desarrollo de relaciones sociales. Por supuesto, si uno pretende describir tal situación real, nuestro modelo de grafo aleatorio debe reemplazarse por un mo-delo más complicado pero más realista (Erdös 1973: 344).

Una concepción aleatorista estricta impone por otro lado distribuciones específicas (gaussia-nas o normales en el caso continuo, de Poisson en el cómputo discreto) que poseen atributos particulares y que sólo rigen para pocas clases de fenómenos de interés sociológico o cultural casi siempre secundario. Al mezclarse con categorías heterogéneas, tales como indetermina-ción, indefinición, libertad, multideterminación o incertidumbre, el azar moriniano pierde to-da precisión denotativa y se torna aún más amorfo que el de las distribuciones aleatorias co-nocidas; esa es la razón por la cual no aplica como instancia posible en ninguna ciencia com-pleja imaginable, ya que en el objeto de todas ellas cabe presumir, según el propio Método lo estipula, un fuerte grado de organización. En todas ellas ha sido asimismo posible saber al menos algo de su respectivo objeto más allá de los valores por defecto, del registro descripti-vo preliminar y de las hipótesis nulas; ese conocimiento sesga la curva de campana hacia fue-ra del campo en el cual es lícito hablar de azar y dejar las cosas en ese punto.

Pues en la vida real no todo vale: aún en el extremo de aleatoriedad absoluta de una ley gaus-siana, las desviaciones de la media mayores a unas pocas desviaciones estándar son muy ra-ras, como si hubiera constreñimientos precisos para los grados de libertad del mismo azar. Desviaciones mayores a 5, por ejemplo, nunca se ven en la práctica. Una persona puede ser cinco o seis veces más alta de estatura que otra, pero no más que eso (Sornette 2006: 94). Da-do que en una sociedad un individuo puede poseer millones de veces más cantidad de dinero que otra, puede asegurarse que la distribución de la riqueza (que probablemente responda a la

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ley de Pareto, a leyes de potencia o a relaciones 1/f o independientes de escala) no es aleato-ria en absoluto. No, señor, ni en sueños: por más libre que sea, el azar (si lo es cabalmente) no posee esa clase definida de estructuras. Siempre es posible, por supuesto, definir el azar o el concepto que fuere con la vaguedad que a uno se le ocurra; pero difícilmente se podrá construir sobre esas definiciones privadas, perezosas y no vinculantes algo que merezca el nombre de epistemología compleja.

Lejos por igual de los extremos simplistas del determinismo laplaciano y de la aleatoriedad incondicionada, en estadística y en diversas ciencias empíricas se han deslindado innumera-bles distribuciones de las que la epistemología de Morin nada nos dice, como si con una flaca noción de azar y una matemática al borde del vacío el autor quedara satisfecho16. Sin llegar al extremo de las distribuciones propias de los sistemas auto-organizantes de las que se ocupan Watts y Barabási, quien quiera comprender algo de las distribuciones simples o complejas en la ciencia o en la vida hará bien en buscar en otra parte y en resignarse a que la cosa sea un poco más difícil pero mucho más reveladora de lo que permite el modelo moriniano (véase Patel y Read 1982; Evans, Hastings y Peacock 1993; Balakrishnan y Nevzorov 2003; Kleiber y Kotz 2003; Johnson, Kemp y Kotz 2005; Krishnamoorty 2006).

Otro argumento aleatorista de Morin es aún más endeble. La idea moriniana de que el cambio genético y el aprendizaje sólo pueden surgir de procesos estocásticos se reconoce tributaria de las obras tardías de Bateson, lo que he podido comprobar que es verdad (cf. Bateson 1981: 131, 156-158; 1991: 61, n. 5; Morin 1984: 156; 1998a: 429). Es ésta una creencia inconcebi-ble en quien fuera hijo del creador de la palabra “genética” y a quien bautizaran Gregory en homenaje a Gregor Mendel. Ahora bien, Bateson no ofrece ninguna prueba de lo que afirma; la única fuente que menciona es el libro más popular de Ross Ashby (1972) sin detalle de pá-gina o capítulo. Tan infundada me pareció la atribución que me atreví a verificarla volviendo a leer (cualquier excusa es buena) cada texto que Ashby publicara o dejara inédito. Resultó ser, como yo pensaba, falsa: en todo el libro de Ashby, en toda su obra, de hecho, jamás se a-firma tal cosa. No pretendo insinuar que Morin hubiera debido verificar la totalidad de sus re-ferencias indirectas; pero no es razonable sostener una hipótesis tan conveniente y provocati-va sin más fundamento que un puntero difuso a una tercera autoridad cuya obra se deja sin leer. Por lo demás, Bateson era fantasioso y algunas citas suyas suelen ser imaginarias; todo escolar lo sabe.

16 Me refiero a las distribuciones de Benini, Benktander, Bernoulli, Beta, binomial, de Bradford, Bull, Cauchy, Champernowne, chi cuadrado, de Davis, Dirichlet, doble gamma, doble Weibull, de Erlang, exponencial, geométrica, de Gauss, Gumbel, gamma, de Laplace, logarítmica, lognormal, de Nakaga-mi, Pareto, Poisson, secante hiperbólica, semicircular, de Student, von Misses, zeta, de ley de potencia. Cada cual tiene su historia, diagnosis, significado y etiología. Encontrar principios generales a partir de los datos observados es lo que se denomina modelado estadístico, una práctica árida y compleja que encontró su estado de arte una década antes que Morin desarrollara su epistemología (Rissanen 2007: 44). A veces las distribuciones difieren entre sí en pequeño grado; el grano grueso de las mediciones posibles en ciencias sociales y las dificultades del diseño algorítmico en la práctica casi siempre arro-jan dudas sobre la distribución exacta que se tiene entre manos. Pero como quiera que sea las diferentes distribuciones son indicadores significativos, respuestas a la formulación de distintas preguntas, límites a la arbitrariedad de la descripción: elementos de juicio que ya no es más sensato seguir ignorando, sobre todo cuando el objetivo que nos anima es comprender la complejidad de los fenómenos.

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Contrariamente a esa idea, los algoritmos genéticos de John Holland y la programación evo-lutiva de John Koza han demostrado que el papel creador del ruido, la mutación y el acciden-te es marginal en comparación con las capacidades de operadores algorítmicos tales como la recombinación (cross-over) y la selección (Holland 1992: 46; Koza 1992: 99). Tampoco se sostiene hoy la creencia de Morin (1984: 171) en el sentido de que la búsqueda al azar es una heurística particularmente eficiente; es sabido que ella no escala cuando el espacio de bús-queda es muy grande y que otras estrategias lo pueden hacer igual o mejor17. Stuart Kauff-man (1993; 1995) demostró además que el azar es débil (o que el orden es gratis), un tema crítico que dejo que el lector indague por sí solo pues no tengo espacio para tratarlo aquí. Le-jos de ser un inductor de desorden, recientemente “se ha comprobado convincentemente que en sistemas no lineales el aumento de ruido puede inducir un comportamiento nuevo, más or-denado. Inesperadamente, puede conducir a la formación de estructuras temporales y espa-ciales más regulares, aumentar el grado de coherencia, ocasionar la amplificación de señales débiles acompañada por crecimiento de su relación señal-ruido o inducir movimientos dirigi-dos en sistemas con fuerzas externas débiles” (Anischenko y otros 2007: 307).

En suma, aún cuando unos cuantos modelos algorítmicos en computación evolutiva o en me-mética utilizan operadores aleatorios, la tendencia general en toda esa subdisciplina arrolla-dora a la que Morin nunca menciona es a preferir operadores de combinación. Al parecer en la naturaleza ocurrió lo mismo cuando surgió la reproducción sexual, capaz de llevar la com-plejidad de los seres vivos hasta extremos que la biología de la reproducción no sexual (cu-yos cambios sólo se basan en mecanismos laxos de copia, algoritmos no lineales de dominan-cia-recesividad y libertades de replicación que no necesariamente han de ser “errores”) nunca pudo igualar.

Hasta los creadores de razas caninas y caballos pura sangre saben que es mejor pensarlo de este modo. Nadie se sienta a esperar que el destino dé a luz un mutante, o que ocurra un albur de generación espontánea; toman los ejemplares que hay, escogen los más apropiados al ob-jetivo y los combinan, intuyendo de antemano lo que puede resultar de esa mezcla. Antro-pólogos, historiadores y genetistas conocen además los efectos deletéreos de la endogamia y el potencial innovador de la hibridación. Si existe tal cosa como un motor de cambio, no es la metafísica del error, el alea, el ruido o la mutación, sino un parámetro ligado a la población de ejemplares y al número de elementos del alfabeto informacional de un sistema; una di-mensión de la cual Morin (1999a: 340-410), en su comprensión fallida de la teoría de Shan-non, jamás pensó que tuviera algo que ver: lisa y llanamente la diversidad.

9 - Dualismo y pensamiento laxo

Cada vez que en ciencias sociales en general (o en antropología en particular) alguien ensaya un camino intermedio entre dos posiciones extremas, puede apostarse que esa intermediación

17 Me refiero a los modelos de agentes, el algoritmo branch and bound, las estrategias de enjambre, la simulación de templado, la búsqueda tabú y las metaheurísticas darwinianas, incluyendo el algoritmo cultural de Reynolds (Morin 1984: 171; Turing 1952; Glover y Laguna 1997; Johnson 2003: 15-20; Ray y Liew 2003: 187-199; Reynoso 2006a: 245-266). No hay que horrorizarse por mis apostillas al-gorítmicas: cualquier regla o procedimiento cualitativo, cuantitativo o mixto (incluidos los morinianos si los hubiera) constituye un algoritmo. No hay diferencia entre ellos y unas prolijas recetas o instruc-ciones en prosa.

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acabará sesgándose a favor de una de las posturas en pugna, habitualmente la más relajada en materia de exigencias técnicas o la más afín en materia de ideología. Así ha sucedido cuando Marshall Sahlins se propuso encontrar un tertium quid entre el materialismo y el idealismo, cuando Clifford Geertz se jactaba de equidistancia entre una postura cerebral y un interpreta-tivismo sin control, o cuando Humberto Maturana formuló una táctica de rechazo del Escila del objetivismo y del Caribdis solipsista. En el primer caso se cristalizó un determinismo cul-tural que negaba entidad a las necesidades humanas argumentando que su génesis era “ideo-lógica”; en el segundo se estableció una hermenéutica sin los dispositivos de verificación que hasta los posmodernos siguen demandando a gritos (Vattimo 1997) y se apostó por el conoci-miento local casi el mismo día en que comenzó la globalización; y en el tercero se creó un constructivismo radical que supo negar la existencia objetiva de la realidad con más éxito de público que cualquier solipsismo conocido.

Invito por ello a desconfiar preventivamente de las terceras posiciones, y más aún de las vi-siones que dicen ser integrativas entre posturas contrapuestas. La postura englobante de Mo-rin es la más extrema entre todas esas ideologías de centro; pero dos filosofías antagónicas no se “integran” porque uno acepte contemplar las partes buenas de ambas, o porque se dibuje una flecha entre sus nombres. No basta proponer que la ciencia compleja se consagre a reli-gar, unir, integrar, fundir ideas contrapuestas; en su origen estas ideas están plasmadas en marcos siempre diferentes en su escala, diversos en su propósito, su estilo, su nomenclatura, sus supuestos previos, su intertextualidad, su semántica, su ideología y su contexto. Un mé-todo genuino habría elaborado una normativa o al menos una heurística para llevar a cabo la integración y traído a cuento al menos un ejemplo serio de que eso puede hacerse con un ré-dito conceptual que valga el sacrificio: un caso de uso, una prueba de concepto. Si en la obra de Morin existe algo así no he sido capaz de encontrarlo.

Paradigma de simplicidad Paradigma de complejidad Principio de universalidad Complementación de lo universal y lo singular Eliminación de la irreversibilidad y acontecimiento Irreversibilidad del tiempo (Prigogine) Principio reductor del conocimiento Necesidad de unir las partes al todo Principio de causalidad lineal exterior a los objetos Inevitabilidad de organización y auto-organización Subsunción a leyes, invariancias, constancias Causalidad compleja (Maruyama) y endo-causalidad Determinismo universal Azar y dialógica: → orden → desorden → interacción

→ organización → orden … Aislamiento/disyunción de objeto y entorno Distinción pero no disyunción Disyunción absoluta sujeto/objeto Relación entre el observador y lo observado Eliminación del sujeto del conocimiento científico Necesidad de una teoría científica del sujeto Eliminación de ser y existencia por formalización y cuantificación

Introducción del ser y la existencia

Autonomía inconcebible Autonomía a partir de la auto-organización Fiabilidad en la lógica, contradicción como error Límites de la lógica (Gödel); asociación de nociones

concurrentes y antagonistas Ideas claras y netas, discurso monológico Dialógica y macro-conceptos; complementación de no-

ciones antagonistas

Tabla 1 – Oposiciones de simplicidad y complejidad en Morin (1984: 358-362)

Haya habido o no una integración exitosa, el hecho es que al principio de su tratado Morin a-magó en efecto con un proyecto integrativo, basado en la convicción (tomada otra vez de Ba-teson) de que con un temperamento equidistante entre subjetividad y objetividad, azar y ne-

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cesidad, intuición y rigor, emoción y cognición, pensamiento global y pensamiento analítico, hemisferio derecho y hemisferio izquierdo, se podrá orientar hacia el camino correcto el estu-dio de las cosas complejas. Pero a poco de empezar Morin comienza a maquinar consignas contra la ceguera y unilateralidad de la ciencia y contra su simplismo, verdadera barbarie de la pensée (1984: 291). En un morphing sobre el que nunca nadie dio ninguna explicación, su utopía integradora se convierte en un ejercicio maniqueo de polarizaciones, ratificado por un esquema de contrastes binarios que es el que se muestra en la tabla 1. Ésta es quizá suficiente para resumir las distinciones actuantes en buena parte del credo y el paradigma de Morin.

Hay en estas oposiciones infinito material para la crítica. En primer lugar (y esto hubiera de-bido ser un desarrollo reflexivo del propio modelo) una estructura binaria, generalizadora y disyuntiva como la que aquí se instaura dista de ser un caso adecuado de pensamiento com-plejo, más aún cuando lo que se pretende dejar fuera es la totalidad de la ciencia actual y a-quello que se propone en su reemplazo es todavía un sueño programático. Dada la grandilo-cuencia apocalíptica de algunos nomencladores negativos (“eliminación del sujeto”, “elimi-nación del ser y la existencia”, “eliminación del acontecimiento”), el encomio de los valores opuestos se presenta además como algo que habla menos de las precondiciones formales de una visión compleja que de la rectitud de quien la promueve. Es evidente que un dualismo así consagra una fábula axiológica (la gesta de los héroes complejos en desigual contienda con los simplistas) en la cual, como en tantas otras fábulas, muchos de los hechos implicados no son siquiera ciertos.

La ausencia del sujeto en el pensamiento tradicional, por ejemplo, es infundada: el sujeto/ob-servador ha sido protagonista en buena parte de la mecánica cuántica, en la ciencia social in-terpretativa, fenomenológica y posmoderna, en el pensamiento hermenéutico, en la psicolo-gía de la Gestalt, en las teorías del sujeto de un número desmesurado de corrientes psicológi-cas, en la psicología y la ciencia cognitiva, en el interaccionismo simbólico, en la microso-ciología goffmaniana, en las teorías de la práctica y en una región considerable de la neuro-ciencia.

Tampoco es nueva la idea de un saber complejo. Como bien señala Vicente Di Cione (2005), el tema ha sido recurrente desde los comienzos del filosofar en oriente y occidente, y es muy ingenuo pensar que la complejidad del pensamiento y la realidad se descubre recién en los últimos cincuenta años, o que Morin tuvo algo que ver con eso. Agrego por mi cuenta: la re-cursividad viene desde Pāņini y Fibonacci, la irreversibilidad desde Heráclito, la organiza-ción desde Demócrito, los emergentes y la causalidad recíproca desde Aristóteles, los siste-mas dinámicos desde la mecánica newtoniana, la auto-organización desde el iluminismo es-cocés, la singularidad desde la idiografía poskantiana, los sistemas sincronizados desde Christiaan Huygens, la sensitividad a las condiciones iniciales desde James Clerk Maxwell, la dinámica no lineal y los atractores desde Poincaré y Lyapunov, el individualismo metodo-lógico desde Weber, Carlyle y James, la morfogénesis desde D’Arcy Wentworth Thompson, el pensamiento complejo desde Vygotsky y el sujeto desde siempre.

También es equivocada la lectura moriniana de la lógica. La prueba de Gödel, por ejemplo, no implica algo tan desmedido como la homologación de nociones contradictorias, ni es ex-tensiva a todo conjunto de enunciados o sistema teórico “que se vuelve, entonces, incierto” (Morin 2003a: 72); mucho menos todavía constituye “algo intuitivo irreductible” o “la falla donde se sitúa el sujeto” (1998b: 208). Pero Morin alienta esa hermenéutica gastada, sumán-dose a una larga y bien conocida tradición de abuso interpretativo (cf. Perelman 1936; Boo-

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los 1968; Chihara 1972; Lambalgen 1989; Bouveresse 2001; Mathen 2004; Goldstein 2005; Franzén 2005; Feferman 2006), sin que me conste que haya leído a conciencia el texto que justificaría tamañas conclusiones.

Aunque reconozco que los elementos de prueba son circunstanciales, a los hechos me remito: Morin menciona (siempre erróneamente) el título alemán del ensayo canónico de Gödel en los últimos libros de la serie, pero la vaga terminología que usa no es gödeliana y la prueba misma jamás es descripta, mucho menos los dos teoremas de 1931 que él cree sin sombra de duda que son uno solo. Las huellas personalísimas de los autores intermediarios usados por Morin son, una a una, demasiado patentes, al punto que al conocedor de ese intertexto le es fácil inferir en qué celebridad se origina cada interpretación; la única cita “literal” en que Morin deja oír la voz de Gödel proviene de una carta reproducida en una edición tardía de un texto de von Neumann cuyo título también ha sido displicentemente escrito (Morin 1998b: 265). Escribe Morin:

Gödel reconoció muy bien el alcance general de su teorema: “La completa descripción epis-temológica de un lenguaje A no puede ser dada en el mismo lenguaje A porque el concepto de la verdad de las proposiciones de A no puede ser definido en A” (Morin 1998b: 191).

Claramente Morin ha embarrado el campo mutilando la cita, pues Gödel no se refiere a “su teorema” sino al llamado “teorema de Tarski”. Dice la carta original que Gödel escribió a Ar-thur Burks:

Pienso que el teorema mío al que von Neumann se refiere no es el de la existencia de propo-siciones indecidibles o el de la longitud de las pruebas, sino más bien al hecho de que la com-pleta descripción epistemológica de un lenguaje A no puede ser dada en el mismo lenguaje A, porque el concepto de la verdad de las proposiciones de A no puede ser definido en A. Es este teorema la verdadera razón de la existencia de proposiciones indecidibles en los sistemas for-males que contienen aritmética. Sin embargo, yo no lo formulé explícitamente en mi paper de 1931 sino sólo en mis conferencias de Princeton de 1934. El mismo teorema fue probado por Tarski [en 1933] en su paper sobre el concepto de verdad (von Neumann 1966: 55).

Cuando Morin dice que el teorema de Gödel determina la incompletitud de todo sistema for-mal, olvida que fue el propio Gödel (1930) quien demostró la completitud del cálculo de pre-dicados de primer orden; la indecidibilidad probada en el segundo teorema de “Über formal unentscheidbare Sätze...” atañe por otra parte a sistemas de metamatemática que contienen u-na porción importante de la aritmética de Peano de los números naturales, que involucran funciones recursivas primitivas e incluyen cláusulas autorreferenciales: ni por asomo se refie-re a cualquier conjunto de enunciados, a todo sistema axiomático o a todo modelo formal (Morin 1998b: 191, 260).

Por el contrario, hay multitud de pruebas de completitud para sistemas lógicos y matemáticos de todo género, como el teorema de Kripke (1959) para la lógica modal, la prueba de Quine (1938) para el cálculo proposicional, la de Tarski (1951) para los campos reales cerrados18 y la de Henkin (1950) para la teoría de tipos. Por añadidura, es sabido que las cuestiones de consistencia y completitud cambian sustancialmente dependiendo del sistema de axiomatiza-ción del cual se trate; el hallazgo de Gödel, por ejemplo, no rige para la aritmética de [Moj-żesz] Presburger, un subconjunto de la de Peano en el que falta la operación de producto;

18 Esto es, los números algebraicos reales, computables, definibles, reales, super-reales e hiper-reales.

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para este sistema, que es además decidible, existe una prueba finitaria de su consistencia y una demostración de su completitud (Cooper 1972; Feferman 2006: 435).

En suma, fuera del proyecto ciclópeo de Hilbert de subsumir la matemática en la lógica (y aún allí sólo parcialmente; véase Zach 2003), no he sabido de ningún proyecto investigativo de interés empírico (mucho menos en ciencias sociales) que haya sido obstaculizado por la prueba de Gödel, o que haya debido repensar sus objetivos por su causa. La situación que la prueba implica se conoce desde la época griega como la paradoja de Epiménides; como mu-chas otras grandes ideas, ella es fundacional y establece límites; pero desde los presocráticos a la fecha, no parece que haya significado un serio impedimento a la capacidad de pensar.

Apenas interrogaré aquí la concepción de Morin sobre lo que ha sido la lógica simple y lo que debiera ser la compleja (1998b: 177-215), pues la crítica sería de nunca acabar. Afirman-do que [en Occidente] el criterio lógico de verdad es ontológico (1984: 336) y que la incum-bencia de la lógica es la definición de un fundamento material u observacional indubitable (1988: 32), el establecimiento de leyes para las ciencias empíricas y la búsqueda de la objeti-vidad absoluta (y no, como ha sido siempre el caso, la simple consistencia del razonamiento), Morin le exige que en el futuro que se abra a la realidad, que trabaje con lo supra-racional o que dialogue con lo a-racional y lo afectivo (1984: 292-306). Creyendo que ese diluvio de antropomorfismos bienintencionados resuelve sabe Dios qué dilema, Morin no indica cuáles serían las operaciones capaces de integrar en el aparato de la lógica principios tan incon-gruentes con la naturaleza de un sistema formal abstracto como el amor, el alea, el ser y la existencia. Nada nos dice tampoco sobre procedimientos de prueba, mantenimiento (o no) del principio de transitividad, expresiones modales, valores de verdad, implicación, cuantifica-ción u operadores, por lo cual infiero que no tiene aún una idea acabada sobre la arquitectura de una lógica alternativa o sobre sus modelos de referencia (que en apariencia deberían ser algo parecido a los de las lógicas dialeteicas o a los de las paraconsistentes, a ninguna de las cuales menciona) (cf. Gabbay y Wood 2007: 190, 297; van Harmelen, Lifschitz y Porter 2008). A todo esto, ni un solo texto de lógica es referido o tratado de primera mano, fuera de un par de manuales introductorios que no guardan proporción con la magnitud y la radicali-dad de lo que Morin propone.

Como sea, el pláceme moriniano al complemento de nociones concurrentes y antagonistas trajo desagradables consecuencias negativas: los prosélitos de Morin en la investigación so-cial de segundo orden (Ibáñez 1990) convirtieron esa idea en el permiso para prodigar aser-ciones inconsistentes y para honrar más alto una contradicción grosera que el ejercicio de una lógica responsable. Si bien el propio Morin (1984: 365), guardándose de llamar por su nom-bre a estos seguidores excomulgados, había advertido el peligro de que la complejidad se convirtiera en máscara de la simplificación o que justificara el anticientificismo tonto, la cos-mología de bolsillo, la pérdida de disciplina interior y la incoherencia pretenciosa, a esto pre-cisamente fue a lo que condujo su propio ejemplo. No podía ser de otra manera: así es como acostumbra degradar el saber cuando llega por el atajo de la influencia, o cuando se replica lo que otro dice sin someterlo a escrutinio.

En este punto, me resulta evidente que el camino medio declamado por Morin es cualquier cosa excepto equidistante. Él concede demasiado mérito al pensamiento laxo, como si la ima-ginación, la poesía y la creatividad fueran privativas de éste y no se encontrara a raudales, por ejemplo, en las matemáticas. Morin responde con saña al determinismo extremista de Re-né Thom (Morin 1984: 111-134); pero jamás se encontrará en sus libros un examen crítico de

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la seudociencia que inculcaran pensadores afines a él mismo, pese a que sus manifestaciones son innumerables y a que demasiadas formulaciones oscurantistas cuentan a Morin entre sus fuentes de inspiración19. Las injurias que Morin prodiga, empero, están reservadas a los pro-gramas fuertes en el debate científico y a la izquierda política. Ninguna doctrina anticientífica descabellada lo saca de quicio de manera parecida.

Tampoco da la sensación que cuando Morin protesta contra el exceso de ciencia haya verifi-cado sus limitaciones desentrañando sus simbolismos, dominando sus técnicas y acumulando experiencia dentro de ella; siempre que hace gala de equidistancia se descubre que es para fa-vorecer a las posturas más permisivas, encontrando el modo de saltearse el aprendizaje de los formalismos implicados en cualquier problema realmente complejo y sentando el precedente para que otros lo hagan. Su parcialidad nunca es más patente que cuando afirma que los no-filósofos son más lúcidos, reflexivos, sabios y racionales que los filósofos universitarios (1984: 348), y que los intelectuales son más perspicaces que los científicos, de quienes dice que se abocan a “ideas generales, huecas y tontas” (p. 26). Mientras más abajo se esté en la cota de escolaridad, de rigor y de capacidad operativa parece que es mejor. Pero el Morin de esta laus stultitiae no es tampoco coherente: aún cuando alega recelar de la lógica e invita a complementar nociones antagonistas, a veces se le escapan frases tales como “nos hallamos más cerca de la verdad que quienes creen...”, y sigue en esa tónica (p. 12). Ante juicios como ésos, no es de extrañar que fueran tantos los cientificos que declinaron sumarse a su transdis-ciplina.

10 - Del sujeto al fin desagraviado

Morin se precia de haber introducido el concepto de sujeto en 1960 y de haberse embarcado prácticamente solo en una lucha épica que le condujo al triunfo (1984: 11). No dudo de esta victoria; es el valor del logro lo que encuentro inseguro. Aunque no tiene por qué ser así, no es inusual que cuando en una ciencia social alguien invoca al sujeto (o al sujeto social, al individuo cultural, o a la criatura de tipificación híbrida que ocupe esas coordenadas) la teoría se precipite en indulgencias, aporías epistemológicas y gestos de histeria. No obstante algunos excelentes tratamientos del asunto, de algo no cabe duda: más todavía que su contra-partida objetivista, el subjetivismo tiende a coagular en facción, o más exactamente en lo que Morin llamaba una “degradación doc”, una doctrina (p. 364). El propio Método lo hace en el

19 La lista de los irracionalismos seudocomplejos es inquietante; sus mensajes pueden ser infundados, pero su simpatía hacia Morin, Capra, Bohm, Pribram, Lovelock, Koestler y otros es bien real. A vuelo de pájaro encontramos allí ideas como el universo autoorganizado, Maya-Gaia, la matriz electromagné-tica, la ecosofía, el trance creativo, el cerebro global, la búsqueda rhizomática, el biocampo telepático, el campo psi (ψ), la resonancia mórfica, la sincronicidad, el universo reflexivo, el universo espiritual, el self cuántico, la cognición cuántica, la conciencia cuántica, el despertar cuántico, la Obra del Cielo (SkyWork), el holomundo, la holonómica, la ciencia holonómica alquímica, la hiper-esfera, la concien-cia expandida, el Ultra-Ser, el camino más allá del vacío, la trascendencia neotántrica, la coincidencia significativa, el cuerpo etéreo, el registro akáshico, los colores del pensamiento, el algoritmo de la re-encarnación y el campo morfogenético. Últimamente he visto antropólogos (Ana María Llamazares, Carlos Martínez Sarasola) justificando morinianamente filosofías fronterizas, como la simbología eso-térica de René Guénon. No quisiera ver en estas afinidades electivas más de lo que hay, pero tampoco parece justo dejarlas pasar sin señalamiento.

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momento que estipula para que una ciencia califique como compleja un imperativo incondi-cional (la instancia del sujeto) al que reconoce negligentemente fundado (1998a: 346, n. 6).

Para no pocos subjetivistas, el sujeto (o el observador, que en estas teorías es casi lo mismo) comienza siendo un factor fecundo, se torna luego condición necesaria y suficiente, y acaba siendo el alfa y el omega de toda posibilidad de pensamiento (1984: 265). El sujeto repta has-ta la médula de la teoría; es además bueno, siempre reflexivo, autocrítico, autocorrector (p. 347), modesto (1988: 31), descubridor, teórico, pensador (1998b: 52); puesto que es “insepa-rable e irreductible”, además de ser la clave del ser y la existencia, no puede haber idea com-pleja sin él (1998a: 437). Toca al científico sensible exaltarlo a como dé lugar, como si se de-biera expiar alguna culpa o se quisiera quedar bien con eventuales lectores que se sientan afiliados a esa categoría.

Para imponer este criterio Morin demanda con poco disimulo poder de policía para controlar la ciencia, aunque él desconfíe de la capacidad de los ominosos poderes cuando se trata, por ejemplo, de controlar la sociedad, mantener vivo el estado benefactor o poner límites a la li-bertad del mercado (1984: 31-64; 1998a: 297). Y aquí es cuando el aire se rarifica: parecería ser que todo el mundo pertenece incondicionalmente a la clase de los sujetos, a excepción de los científicos y, en algún momento exaltado (1984: 347), de los filósofos, siempre que lo sean de profesión. Morin termina argumentando que, dado que el espíritu científico es inca-paz de pensarse a sí mismo (p. 38), la ciencia deviene un negocio demasiado serio para dejar-lo sin más en manos de sus practicantes (p. 54). Con distintas bordaduras retóricas ¿no hemos escuchado esto antes alguna vez?

Aquí ya no hay en juego valor epistemológico alguno: todo se ha convertido en una cuestión moral. El caso es que el sujeto/observador es hoy la única instancia imperativa en una ciencia que no aceptaría ninguna otra que lo fuese. Es como si el estudioso perdiera el derecho que siempre tuvo de ocuparse de organizaciones emergentes o colectivos de nivel más alto que el de los individuos, o de poner en foco fundamentos de nivel más bajo, más abarcadores o de otra naturaleza, incluyendo al sujeto en la trama si es necesario, o haciéndolo a un costado serenamente si no lo es.

Por fortuna, no toda la ciencia respondió al llamamiento subjetivista. A diferencia de lo que pensaba Jesús Ibáñez, la ciencia compleja no ha recorrido el camino del algoritmo al sujeto, sino exactamente el inverso. Si el retorno del sujeto fue una predicción moriniana, en lo que atañe a la ciencia de la complejidad contemporánea puede asegurarse que se incumplió en to-da la línea. En esta ciencia se ha encontrado más de una vez que centrar el discurso en torno del sujeto/observador acarrea el riesgo de restablecer el individualismo metodológico, la ana-liticidad y el sentido común, dejando escapar el concepto de emergencia y perdiendo lo que se ha ganado en décadas (Gilbert 1995: 146; Macy y Willer 2001; McGlade 2003: 112). Des-pués de todo, psicología y lingüística devinieron científicas cuando se fue más allá de la in-trospección subjetiva, y la revolución copernicana sobrevino cuando la perspectiva geocén-trica propia del sujeto fue sustituida por una idea mejor. En cierto modo el sujeto y la con-ciencia sí han retornado a la neurociencia actual, a escala de avalancha, aunque en un estilo muy distinto al que Morin predijera: no como figuras para una apología, sino como objetos de estudio; no como constantes, sino como variables; no como personajes o esencias, sino co-mo funciones complejas del cerebro, el cuerpo, la experiencia y el contexto (Dalgleish y Po-wer 1999; Llinás 2002; Baars, Banks y Newman 2003; Kircher y David 2003; Metzinger 2003; Riedel y Platt 2004; Damasio 2006; Cohen y Stemmer 2007; Kandel 2007).

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De todas maneras el uso moriniano del concepto de sujeto u observador es inconstante, de-pendiendo del autor del cual está tomando ideas en un momento dado. No es infrecuente que cuando Morin define otros conceptos esenciales ceda a su proclividad a la ontología y no se acuerde del sujeto, como en este caso:

Se puede llamar emergencia a las cualidades y propiedades de un sistema que presentan un carácter de novedad con relación a las cualidades o propiedades de los componentes conside-rados aisladamente o dispuestos en forma diferente en otro tipo de sistema (Morin 1999a: 129-130).

Esta definición reclama una expresión como esta otra, que no sólo un subjetivista suscribiría:

[L]a emergencia relativa a un modelo se puede considerar como la desviación de la conducta del sistema respecto de la conducta esperada en el modelo que el observador tiene de él (Ku-bík 2003: 41).

De acuerdo con la forma en que esté planteada, sin embargo, un enunciado que describe la emergencia como un efecto del observador es apropiado sólo una parte del trayecto: una vez que el observador conoce el fenómeno emergente, se pierde el “efecto sorpresa” y con ello la dimensión subjetiva de la emergencia misma (Standish 2001: 4). A ningún observador sor-prende ya que cuando se mezclan combustibles como oxígeno e hidrógeno la sustancia que resulta tenga las propiedades del agua: lo sorprendente sería que no las tuviera.

Dado que el propio Morin se olvida de él tanto más cuanto más falta hace, nunca se sabe qué ganancia trae la restitución moriniana del sujeto, a la que me inclino a considerar un efecto colateral de su reacción contra las modas “dementes, simplonas y mutilantes” que lo ex-cluían, como el lacanismo, el estructuralismo y (sospecho que ésta es la clave) el marxismo (Morin 1999a: 44; 1984: 22). Pero los morinianos han procurado lavar la sospecha de moti-vación política, aduciendo que el subjetivismo del maestro engrana con la idea de que en la prestigiosa mecánica cuántica los valores de medición “dependen de la conciencia” o “del observador”. El dilema es que ni aún en esa ciencia atestada de paradojas eso puede ser ver-dad: cuando el observador es Jones en vez de Smith la conducta del fenómeno cuántico no varía. Aludiendo descaradamente a Morin escribe su amigo Henri Atlan:

Cada vez que, en las ciencias de la naturaleza, se tiene presente la función y la posición del observador (y esto ha empezado, por lo menos explícitamente, con la mecánica cuántica), no se trata de ningún modo de la subjetividad del individuo sino de un ser teórico (el observador físico ideal), que no es más que una forma abreviada de designar el conjunto de operaciones de mediciones y operaciones posibles que se dan en el ejercicio de una disciplina científica, teniendo en cuenta además el cuerpo de conocimientos que caracterizan a esta disciplina en un momento dado. El deslizamiento del papel de este observador físico ideal al de la subjeti-vidad y de la conciencia del individuo constituye una de las principales fuentes de malenten-didos y de confusiones ya en las desviaciones espiritualistas de la mecánica cuántica y, tam-bién, claro está, en las de las nuevas teorías del orden y de la complejidad (Atlan 1991: 135).

La observación de Atlan es pertinente pero se queda corta: en ciencia contemporánea, relati-vidad incluida, un conjunto de observadores no difiere de lo que en la literatura originaria también se llama un sistema de coordenadas. Las más de las veces dichos observadores son una ficción pedagógica, como decía Einstein, y no tienen por qué ser necesariamente huma-nos: un sistema de referencia se puede construir íntegramente con máquinas físicas o lógicas, como es rutina hacerlo hoy en día (Einstein 1985: 37, 38; Sokal y Bricmont 1999: 131, 133).

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A mi entender, la exaltación moriniana de la subjetividad tiene mucho que ver con la influen-cia que a principios de los 80 tenía la obra de Raymond Boudon y sobre todo con la prolon-gada experiencia de Morin en América, vivida en medio de la fiebre del self y del observa-cionismo de von Foerster20, en vísperas de (y en sintonía con) la gestación del pensamiento único neoliberal. En este punto, ya entregué al lector suficientes pistas para que adivine cuál podría ser el concepto favorito de las escuelas teóricas más funcionales a ese pensamiento, entre las cuales la epistemología de Morin se destaca por su fervor.

Hay que admitir que este individualismo es al menos congruente con el mandato de “prestar atención” tanto al todo como a la parte, pero no está articulado a ningún recurso instrumental o de modelado, como sí lo está en la ciencia compleja abierta y pública el concepto de agente (Epstein y Axtell 1996) el cual no ha merecido de Morin un solo párrafo aunque su creador (Douglas Hofstadter) figura cumplidamente en la bibliografía. Por otro lado, la teoría mori-niana del sujeto es anunciada pero carece de todo desarrollo sostenido, más allá de unas cien páginas en las que Morin, incómodo e irritado, gira en redondo como si no supiera qué hacer. Igual que sucede con su definición de emergente, él escribe sobre el sujeto-observador en los capítulos que le asigna al asunto, pero en el resto de su obra, e incluso en los “tres principios de inteligibilidad”, el concepto brilla por su ausencia (1989: 109-114; 1998b: 87-88; 2003a: 105-108). Fuera de las cláusulas sintagmáticas con que se presenta y se clausura su trata-miento en el cuerpo del volumen, nada hay en éste que vincule al sujeto con todo lo demás.

Mucho menos hay referencias creíbles al estado actual de problema. En el texto de Morin no sólo faltan, como es lógico, los nuevos estudios neurocientíficos de la conciencia que ya he señalado, sino la totalidad de las discusiones ya clásicas del siglo XX sobre el self, el libre albedrío, los qualia y la identidad que enfrentaron a Chris Mitchell, Frank Jackson, Willard Quine, John Searle, Marvin Minsky, Saul Kripke, Thomas Nagel, David Lewis, Paul Church-land, Vilayanur Ramachandran, Gerald Edelman, Thomas Metzinger, Daniel Dennett y otros pensadores de primera magnitud que conforman el grueso de la filosofía de la mente en los países de habla inglesa. Ante semejantes exclusiones en un tema que se presume central, cabe preguntarse cuáles han sido los criterios de selección (“mutilantes” deberíamos decir) que han regido el proyecto de integración de Morin.

Pues cada vez que él habla del sujeto el lector queda a oscuras en cuanto a saber de qué clase de entidad se trata ¿Es este sujeto una persona primordialmente emocional que es fruto de su experiencia singular de vida, es una tabla rasa parcial o totalmente moldeada por su cultura, o es simplemente un individuo que piensa y percibe como lo hace debido a que su cuerpo y su cerebro han evolucionado como todos los demás de su especie? ¿Es el sujeto un artificio con-ceptual que proporciona un punto de referencia en medio de la nada, o es el signo irreductible y concreto de una singularidad cuya coherencia misma es ilusoria? ¿Hay algo que un marco

20 En varias ocasiones Morin prodiga elogios a la cibernética de segundo orden y a la autopoiesis (1984: 20, 253-266; 1998: 412; 1999a: 44, 194-196), pero al cabo termina tomando distancia de ellas discretamente cuando ambas escuelas optan por el constructivismo radical. Llama la atención que no predijera un corolario tan obvio y que haya preferido callar todo comentario sobre un giro tan drástico, que pasa tan cerca de lo que su epistemología predica acerca del sujeto. La negación de la realidad que postula el constructivismo es, en efecto, una consecuencia inevitable, a un solo grado de distancia, de los principios de prioridad causal y primacía categórica del observador.

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complejo haya agregado a la noción de sujeto que no supiéramos antes? ¿Califican como su-jetos (o individuos) sólo la gente como uno, o se puede ser bacteria y conservar el rango?

Como lo señala Dobuzinskis (2004: 444-445), apenas se establece la interdependencia entre los observadores y los fenómenos observados vuelven a surgir interrogantes ontológicos que según Heidegger los modernos han ignorado y que Morin sigue sin elucidar: ¿Existe un pla-no, una dimensión del Ser, contra el cual se ejecuta esa danza dialógica? ¿Hay algún nivel de existencia que preexista a la distinción introducida por el observador entre él o ella y el no-self ? ¿Existe, como planteaba Merleau-Ponty, una naturaleza “salvaje” pre-objetiva, el ser no constituido de lo sensible?

Alcanza con formular estas preguntas para comprobar que Morin ha desarrollado mucho me-nos la idea de sujeto que lo que lo han hecho otras posturas, incluso las que no proclaman ac-ceso a una visión compleja. Prueba de ello es que Morin admite como respuestas a esas y a otras preguntas que en parte sí y en parte no, en lugar de reformular la interpelación para que produzca disyuntivamente una respuesta u otra: es así como debería serlo si el paradigma en-gendrara hipótesis bien formadas, situadas en un marco capaz de jugarse por un criterio defi-nido y de producir respuestas con algún valor de información.

Lo que quiero decir es que la complejidad no debería ser un marco en el que todas las ideas dan lo mismo porque de buenas a primeras urge integrar los opuestos en macroconceptos (1999a: 425-436), o en el que todos tienen razón porque la contradicción ya no se presenta como error (1984: 359). Eso sólo podría suceder si los enunciados fueran triviales, como esa febril indiferenciación integradora que carcome el método está forzando sistemáticamente a que lo sean. Por otra parte, si hoy ya todo el mundo sabe que la mente del individuo se debe juntamente a la biología, la cultura, la experiencia, la emoción y la historia (y si nadie en sus cabales lo discutiría), es hora que en una ciencia que se precia de ser compleja aquellos dile-mas de resolución trillada y demasiado próximos al todo vale dejen lugar a otros más sustan-ciosos. Multiplicar encuadres y vectores causales es, a fin de cuentas, algo que se hizo y se pudo hacer siempre.

¿Qué es el sujeto para Morin? Pues no lo sé. Comienza siendo un ente biológico anterior al hombre y a la conciencia a cierta altura del tratado (1988: 135; 1998a: 292) pero termina siendo una construcción específicamente cultural pocas páginas después (p. 332). Lo mismo sus atributos: una cognición que en algún momento es prerrogativa de todo lo viviente (1988: 57), tiene por requisito algo más tarde sujetos humanos, lenguaje, formas superiores de pen-samiento y artefactos materiales de la cultura. Toda propiedad le cabe, nada le es ajeno, y al final ya nada importa mucho. La postura es tan proyectiva, mutable y fea, y se encuentra tan huérfana de las lecturas filosóficas requeridas que en algún punto Morin se ve obligado a re-conocer “la evidencia de su inconsistencia” y la imposibilidad de concederle “al incongruente sujeto un lugar real” (1998a: 346, n. 6). Es alentador saber que Morin aún tiene a la incon-gruencia en mala estima; pero es una pena que no empezara por ahí.

Lo más grave es que en la teoría moriniana del sujeto no palpita en realidad ninguna teoría. Morin sólo homologa y contempla lo biológico y lo cultural, lo objetivo y lo subjetivo, lo in-dividual y lo social, sin que esas operaciones hagan algo más que poner lado a lado consignas que provienen de posturas convencionales tratadas a vuelo de pájaro (1998a: 308 y ss.). Esto sí se sabe: de la ciencia moriniana en adelante el sujeto-individuo-observador se ha tornado forzoso, por más que Morin no oriente a sus lectores hacia ninguna técnica científica o inter-

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pretativa que pudiera seguirse de ese principio, fuera del gesto previsible, epistemológica-mente cobarde y decididamente no complejo de volver a relativizarlo todo.

11 - Flechas y operadores teóricos

Alguien me dijo alguna vez que le costaba trabajo seguirle el tren a Morin debido a los rigo-res de su aparato matemático. Aún en estudios de excelente calidad en otros órdenes, autores con los que he intercambiado ideas consideran que la complejidad según Morin refleja el es-píritu de las ciencias duras, o creen que su modelo logró impactar en ellas, o que sus referen-cias técnicas o empíricas son fidedignas (Juez 2002: 205; Di Cione 2005; Pérez Taylor 2006: 31, 99, 147). Es razonable que así se piense, porque del maestro hacia abajo la escuela mori-niana ha propagado rumores en ese sentido; pero no creo que sea verdad. Mi convicción es que no hay en Morin garantía matemática alguna y que sus arideces eventuales se deben a su largura y su densidad retórica, no a su robustez formal. Como sucedió antes con los aspavien-tos del estructuralismo, quizá lo que impresiona a nuestros profesionales es la persuasión de su tono enunciativo o la asertividad de su parafernalia: la insinuación de que se ha leído mu-cho, las expresiones guionadas, las viñetas, los cuadros, las enumeraciones infatigables, las tablas de contrastes y sobre todo las flechas.

En esta región del estudio pido al lector que crea o finja creer que los conectores de Morin desempeñan una función sistemática, aunque sea embrionaria, analógica, aclaratoria. Algún indicio de esa prestación se manifiesta cuando Morin dice que la significación primaria de la circularidad que subyace al sentido del bucle es la vuelta del pensamiento sobre sus condicio-nes, la reflexión, la puesta en duda de los propios supuestos, “interrogarse sobre sí mismo”, pues la circularidad del método produciría “al hacer interactuar los términos que se remiten unos a otros ... un conocimiento complejo que comporta su propia reflexividad” (1999a: 32).

Pero como siempre pasa entre quienes presumen de atenerse a esa clase de principios, una vez apagado el entusiasmo que late en los prólogos y olvidados los juramentos, la reflexión que ejecuta Morin acaba siendo crítica de otras posturas, jamás de la propia. Nunca se nos deja ver el espectáculo prometido del pensamiento cuestionándose a sí mismo u otras escenas igual de grandiosas; todo lo que se ve, más modestamente, es un programa de investigación denostando a otros, denunciando conspiraciones sistémicas o cibernéticas y prodigando ultra-jes a la ciencia, a la filosofía occidental, a las matemáticas o a la lógica que los discípulos co-rearán sin haber leído lo que él leyó. Morin no sólo no se pone en crisis nunca, sino que se dedica como pocos intelectuales lo han hecho a una afanosa rutina de auto-justificación (cf. 1984: 7-28; 2003a: 135-164; 2007).

Es cierto que en algunas mesas redondas en que lo arrinconaron se vio forzado a desdecirse un poco y balbucear disculpas por su tratamiento indefendible de la psicología, de la teoría piagetiana, de la termodinámica, de la neguentropía o de la teoría de la información (2003a: 141, 149-152, 157-159). Pero en El Método el lector buscará en vano un solo párrafo en el que admita la superioridad ocasional de alguna otra postura, reconozca haber incurrido en un error imputable al enfoque o se resigne a bajar los brazos ante la intratabilidad de un proble-ma. El símbolo moriniano del ciclo, el bucle, el círculo virtuoso consagrado a reflexionar y a

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poner en tela de juicio la parcelación y la ignorancia, en suma, jamás lleva a cabo el propó-sito expiatorio que le había conferido su razón de ser.

¿Para qué sirven las flechas entonces? La respuesta suplente tal vez sería para ayudar a pen-sar en forma compleja (1999a: 32). Un sujeto allí, una flecha acá ¿Qué más se puede pedir? El problema, sin embargo, es que las flechas o las expresiones de las que ellas son símbolos no denotan en realidad operaciones precisas, ya que Morin no delimita qué clases de funcio-nes les son inherentes. Si uno se fija en las perífrasis verbales en las proximidades del signo, todo lo que se encuentra es un conjunto de relaciones cambiantes, siempre binarias, que a ve-ces son de causalidad y otras de generación, identidad, trayectoria, sucesión, sustitución, transformación, participación, intercambio, influencia, dialéctica, producción o lo que venga a cuento, excepto asimetrías de jerarquía y poder.

En un plano más general, dichas relaciones satisfacen el propósito epistemológico de ligar, religar, unir proposiciones antinómicas, rechazar la simplificación abstracta, desvelar la inter-dependencia, vincular, fundir, comunicar, intercomunicar, articular, complementar y otras ideas semejantes esparcidas periódicamente por todo el tratado. A nivel léxico estas expresio-nes son todas distintas para atenuar la redundancia y ennoblecer el estilo; en materia de se-mántica difieren un poco, compartiendo apenas un aire de familia wittgeinsteiniano en torno de ideas de transitividad o reciprocidad; pero a nivel pragmático son todas idénticas, pues son unánimemente mínimas en lo que a metodología concierne. Cada una de ellas es el signifi-cante variable de un solo significado, el cual designa lo único que es posible hacer en un mo-delo ecléctico y lo único que la heurística positiva de Morin hace todo el tiempo: yuxtaponer en un bricolage pedazos de teoría que ya existen, sin preocuparse por coordinar metodológi-camente los conceptos (cf. 2003b: 62). Otro acto dudosamente complejo, si se quiere saber mi opinión.

Al consumar la idea, Morin utiliza el bucle como procedimiento ilustrativo de las piezas rela-cionales que va estableciendo. No digo esto porque Morin lo diga, sino porque cabe inferirlo: dado que el Método atañe a la complejidad, se requiere un nivel de sistematización o de dia-gramación (aparte del lenguaje) capaz de ilustrar las relaciones puntuales y, operando a dis-tintos niveles, de abarcar el plan a gran escala. Pero si de lo que se trataba era de encontrar un principio de notación compleja, una vez más no estamos frente a una idea feliz. La figura es-cogida –el bucle– es de corto alcance: sólo puede denotar un nexo binario a la vez, en los umbrales del grado cero de la organización relacional. Morin cree que el suyo es un camino en espiral (1999a: 36-37), pero esa trayectoria requiere un impulso de expansión que ni el di-bujo especifica ni la escritura proporciona.

Debido a su diseño tan peculiarmente articulado el instrumento gráfico por un lado se con-tamina de los constreñimientos de contigüidad sintagmática del lenguaje natural al que acom-paña, y por el otro comienza a actuar como un metalenguaje que contradice sus pretensiones. Como si la personalidad se escindiera en dos o un hemisferio cerebral se declarara en rebel-día, cuando el lenguaje moriniano denota “abierto” y “recursivo”, el functor gráfico connota “cerrado” y “circular”, y así todo. Como una imagen vale más que mil palabras triunfa el cierre, por supuesto.

Aquí empezamos a entrever la estrechez de la imagen del bucle, del programa de la “conser-vación de la circularidad” y de la presuntuosa en-ciclo-pedia (1999a: 31-32): digan lo que di-gan las palabras alrededor suyo, el grafo impone siempre una alusión no pretendida de clau-

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sura, relación binaria, periodicidad, simplicidad cíclica, estabilidad estructural y estasis, antes que ideas de apertura, flujo ramificado, aperiodicidad, complejidad procesual, transiciones de fase y morfogénesis. Lo que él trasunta es algo que gira y se mantiene, en lugar de algo que crece y estalla. El cerramiento del bucle expresa además que cualquiera sea la naturaleza del proceso que él ilustra, la estructura cualitativa del sistema implicado permanecerá siempre estable, pues éste es el destino de éternel retour de todos los procesos circulares. En síntesis, sea que esté allí para sugerir rigores subyacentes o para aclarar las ideas, el bucle en tanto icono en-ciclo-pédico es claramente un engorro que se usa mecánicamente y que ha subsisti-do más allá de su vida útil, como tal vez lo sea también el método global que con ayuda del bucle se ha pretendido organizar en vano.

Todo ponderado, es para mí un alivio no haberme alineado nunca a las ideas de Morin. Es que realmente hay mucha vitalidad allá afuera: saliéndose de la claustrofilia circular del Mé-todo, el estudioso de la complejidad, aún cuando no sienta que escribe desde ella como los seguidores de Morin se ufanan de hacerlo, puede instalarse en un espacio transdisciplinario en el que no falta diálogo ni imaginación. Las ideas que circulan en ese campo no están supe-ditadas al estrecho espacio de la genialidad de un pope irascible, por lo que no es preciso en-tablar con él relación de dependencia. Dado que han sido formalmente aplicadas a casos, al-gunas de las intuiciones más deslumbrantes de la ciencia compleja se han revelado erróneas y necesitadas de corrección21, lo cual es preferible al jaberwockismo moriniano, ideológica-mente popperiano aunque no falsable, que parece implicar que todo lo que se dice más de tres veces es verdad.

Pero lo más valioso es que allá afuera hay algo más, algo que no tuvo en cuenta la promoción del intelectual por encima del científico que Morin homologara: hay cientos de herramientas capaces de abordar la complejidad. Quizá no perfectas, seguramente limitadas, más desgarba-das que la escritura del maestro, si cabe; pero en general estimulantes, fructuosas, a veces lúdicas; y ni la sombra de inhumanas, necias o mutilantes de lo que las viejas generaciones de pensadores han echado a rodar. De ellas hablaremos ahora.

12 - Transdisciplina – El campo de la complejidad

Suele pasarse por alto que el Método moriniano virtualmente niega de plano la instancia transdisciplinaria, una categoría que Morin elaborara en un contexto distinto pero que no explora en detalle en el cuerpo de su obra mayor. En esta última ha estipulado, por el con-trario, que los objetos de los que trata una ciencia no se pueden desustancializar y que la teo-ría ha de estar vinculada a ellos; no puede haber, en otras palabras, una teoría general. Obser-vemos cómo expresa esta idea anti-compleja articulando valores contrapuestos en oraciones que servirían para ilustrar una antología de la doble coacción:

La teoría de los sistemas y la cibernética, al aplicar los mismos conceptos a fenómenos de materia, de forma y de organización extremadamente variados han tenido el mérito de desus-tancializar sus objetos. Desgraciadamente, al desustancializarlos, evacuaban el ser, la existen-cia y la individualidad (1999a: 246).

21 El concepto kauffmaniano de filo del caos, la naturaleza caótica de las series temporales en la acti-vidad cerebral, la distribución 1/f en los fenómenos de criticalidad auto-organizada, las metaheurís-ticas infalibles puestas en su sitio por el teorema no free lunch.

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Por un lado Morin emplea volúmenes enteros para comunicarnos que las ciencias mutilantes han construido objetos incompletos en un paradigma de disyunción, recortándolos de forma arbitraria y abstracta en el tejido solidario de lo real (1998b: 231); en conflicto con este crite-rio, sostiene que esos objetos encarnan modalidades singulares de ser, de existencia y de indi-vidualidad que excluyen a priori toda teoría independiente de dominio. Dado que estas moda-lidades ontológicas demandan según él conceptos sustanciales específicos (1999a: 287), y dado que él no ha ofrecido a lo largo del Método ni uno solo de esos conceptos que encarne una alternativa frente a los que ya existen, Morin acaba sometiéndose a la visión parcial pro-pia de cada disciplina o a una premisa objetivista más cuestionable aún a fuerza de ser im-plícita. A despecho de los alardes y las pullas, la idea de transdisciplina, como su nombre lo indica, deja intocadas las soberanías institucionales existentes; la postura dominante que el Método sanciona es que todo siga como está.

Como si las singularidades ontológicas y los deslindes de objetos no fuesen construcciones a-mañadas por las disciplinas, las perspectivas, los estudiosos o las epistemes, Morin termina arguyendo que “las ideas generales son ideas huecas”: una generalización como las hay po-cas, un testimonio más de su visceral, inexplicada e inexplicable resistencia a la abstracción (2003a: 142). Aprieta así el nudo de una epistemología incapaz de hacer algo útil con las for-mas de isomorfismo, de analogía o de metáfora transdisciplinaria cuyas virtudes él mismo había celebrado antes de ceder a una línea de pensamiento en la que se conjugan los extremos de un crudo empirismo y un principio de obediencia a la doxa arbitraria de las especializacio-nes disciplinares (1988: 152-157). Al no promover una lingua franca de conceptos generales, al replegarse de los territorios ganados por la antigua teoría de sistemas, la transdisciplinarie-dad del Método se revela entonces como un mito urbano colosal.

Lo digo con más fuerza, por si no ha quedado claro: en el Método la idea de transdisciplina no se desarrolla en absoluto, prevaleciendo la mayor parte del tiempo un temperamento hostil a ese proyecto. Si en un diseño investigativo se quisiera montar en forma conjunta compleji-dad y transdisciplina, el estudioso no encontraría en el corpus metodológico moriniano nin-guna orientación para hacerlo. Lo que más llama la atención es que la comunidad intelectual aún no ha caído en la cuenta de este despropósito. Toda vez que en la academia se discute so-bre transdisciplina el sentido de la palabra se da por sentado; trans- se considera mejor que multi- y muy superior a extra-, a pluri- o a inter-, ni qué hablar ; pero cuando llega el momen-to de precisar cómo ella trabaja, nadie ha sabido decir cuáles son los idiomas comunes entre las especialidades disciplinarias, las formas de organización del trabajo, la jerarquía de las prioridades, los protocolos de intercambio, los metalenguajes de integración y los alcances de sus posibles transacciones.

Morin menos que nadie. Cuando se ocupa del asunto es para decir que las disciplinas parce-lan la realidad arbitrariamente, que por recortar su objeto de tal o cual forma ellas han muti-lado el conocimiento, que a él le place ir por donde el pensamiento lo lleve y que la transdis-ciplinariedad otorga el derecho de transgredir fronteras y de meter baza en las discusiones de alta ciencia que a uno le venga en gana (Morin 2007). Pero esto ya no es siquiera método; en estos términos, la transdisciplina acaba siendo el elogio de la andadura indisciplinada, anti-disciplinaria y sin especialización del propio Morin. Con todo el respeto que merece un itine-rario tan galardonado, como concepto científico es demasiada palabra para una idea de un sesgo tan personal.

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En el momento en que Morin protesta contra la especialización por su encasillamiento y con-tra la generalización por su pérdida de sustancia, genera un doble vínculo que no permite ni profundizar en un asunto ni tomar distancia de él para mirarlo desde una perspectiva más amplia. Aquí ya no se sabe en qué consiste ni el método ni la transdisciplina. Es inevitable la sensación de que por haber perdido el control reflexivo de sus mandatos contradictorios el emperador se ha quedado desnudo, sin una sola alternativa que esté seriamente a la altura de la complejidad de la cuestión.

Morin ha sido sensible a las manifestaciones literarias de las teorías sistémicas de hace cua-renta años (como las de Bertalanffy, Prigogine-Stengers o Maruyama), pero se ha mostrado frío frente a las formas de la complejidad regidas por algoritmos cualitativos que fueron pre-dominantes en las últimas tres décadas y que hoy se utilizan con naturalidad y sin culpa en todos los campos del conocimiento susceptibles de imaginarse. Uno se pregunta por qué su deambular transdisciplinario no lo llevó por esos rumbos. Sin más preámbulos, de todas las teorías e ideas complejas que él ha pasado por alto estimo urgente referir las que siguen por las razones que indico en cada caso, asentando la bibliografía más nueva al lado de la que considero perdurable.

• Los sistemas complejos adaptativos, modelos fundamentales para comprender y ma-nipular la emergencia y las tipologías de la complejidad concomitantes. Se manifies-tan en especies: modelos de tablero, autómatas celulares, redes booleanas aleatorias, modelos de malla de Boltzmann, modelos de agentes autónomos (Shalizi 2001; Ban-dini, Chopard y Tomassini 2002; Wolfram 2002). Permiten observar y comprender el surgimiento de la complejidad en sistemas grandes o pequeños regidos por reglas muy simples, del mismo orden de magnitud o mucho mayores que los que en nuestras ciencias se pretendieron manejar infructuosamente con lápiz y papel. Con ellos lleva minutos demostrar que aún en sistemas deterministas de dimensión mínima la predic-ción es limitada y la retrodicción imposible; e insume aún menos tiempo comprender qué es y cómo funcionan la emergencia, la sensitividad a las condiciones iniciales y el surgimiento del orden a partir del ruido. Aunque parezcan un artificio puramente ma-temático, estos modelos surgieron antes en ciencias sociales que en las disciplinas formalizadas (Sakoda 1949; 1971; Thomas y Nishimoto 1946).

• Las metaheurísticas naturales derivadas de la metáfora evolutiva, aptas para abordar problemas cualitativos de gran espacio de fases y para comprender no sólo las afini-dades entre búsqueda, inducción, evolución, procesamiento de información y aprendi-zaje, sino para entender de una vez por todas qué es un problema, cómo se vincula és-te a sus formas de representación (Rothlauf 2006) y qué clases de sistemas algorítmi-cos podrían calificar como herramientas para resolverlo. Entre las clases de metaheu-rísticas inexploradas por Morin podría mencionar el algoritmo genético, la programa-ción evolutiva, la estrategia evolutiva, la programación genética, la memética, el algo-ritmo genético interactivo o basados en humanos (HBGA), el algoritmo cultural, la evolución estocástica, la inteligencia de enjambre, las colonias de hormigas, la bús-queda adaptativa CHC, el aprendizaje incremental, la estrategia evolutiva asistida por modelos, la difusión simulada, la simulación de templado, el templado microcanóni-co, el templado cuántico, la búsqueda armónica, la aceptación de umbral, el método del Gran Diluvio, la entropía cruzada, la optimización multidisciplinaria, la progra-mación genética lineal, la evolución gramatical, la evolución diferencial, las hiper-

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heurísticas y el escalamiento de colinas, para nombrar sólo a los más populares, junto con todo el aparato de las teorías evolucionarias recientes (Koza, 1992; Bäck, Fogel y Michalewiz 2000a; 2000b; Glover y Kochenberger 2003; Ashlock 2006; Dréo, Pé-trowski, Siarry y Taillard 2006; Zomaya 2006; Brameier y Banzhaf 2007; Doerner y otros 2007). Aquellos modelos resuelven problemas de altísima polimodalidad, resul-tando particularmente efectivos en situaciones de información incompleta, categoriza-ción débil, lógica difusa y comportamiento no lineal. Los modelos evolutivos permi-ten corroborar el papel modesto de la mutación y la cuasi suficiencia de la diversidad como motor del cambio, agregando al menos una dimensión dinámica algorítmica-mente explícita a cualquier teoría o paradigma de la complejidad, y modelando de es-te modo procesos de dimensionalidad arbitraria (Spears 2000). La multiplicidad de estrategias existentes y los eventuales fallos de cada una de ellas enseñan también que ninguna táctica de resolución puede ser efectiva en todos los escenarios.

• Los conceptos dinámicos vinculados a diversas clases de modelos de base, como la idea de criticalidad auto-organizada de Per Bak, los modelos de dinámica compleja y fractal y las simulaciones de comportamiento auto-organizado de multitudes de Ta-más Vicsek. Estas especialidades comienzan a desarrollar las facetas empíricas y pro-cesuales de modelos que de otro modo quedarían como expresiones abstractas y sin-crónicas. En un número crecido de campos disciplinarios, incluyendo la totalidad de las ciencias sociales, estas exploraciones han ido sumando desde mediados de los a-ños 90 no pocos descubrimientos. El concepto de criticalidad se ha aplicado a fenó-menos tan dispares como sistemas mecánicos, evolución de especies, ecosistemas, fluctuaciones del mercado de valores, expansión de incendios forestales, congestiones de tránsito en carreteras, crecimiento y uso de la Web, crecimiento de ciudades y su-burbios, desarrollo de carreras profesionales en consultoría de administración, redes de actores de Hollywood, estadísticas de ventas de discos de música popular, magni-tud de las guerras en la historia, datación de piezas arqueológicas de metal, colapso de sociedades y financiación de proyectos universitarios de investigación (Allen 1992; Vicsek 1992; Bak 1996; Sanders 1996; Jensen 1998; Bentley y Maschner 2001; Brunk 2002; Lev, Leitus y Shalev 2003). Este campo es en su totalidad posterior a la escritura del Método.

• La dinámica no lineal en general (comenzando por la ecuación logística) y la teoría del caos determinista en particular, esenciales para comprender el pequeño número de caminos posibles hacia el caos, la idea de sensitividad a las condiciones iniciales, el concepto de atractores extraños, la lógica temporal de los sistemas con comporta-miento aperiódico y las constantes universales que (como la de Feigenbaum) rigen las bifurcaciones de ciertas clases de sistemas en régimen caótico cualquiera sea su natu-raleza material. Asomándose a este espacio del saber, Morin quizás habría corregido su concepción estereotipada y simplificadora del determinismo; se habría dado cuenta que en los sistemas deterministas en régimen caótico casi nunca es posible saber qué pasará después ni qué puede haber pasado con anterioridad por más que se conozca con precisión absoluta el estado actual y la totalidad de las reglas que condujeron a él. La dinámica no lineal no responde todos los enigmas; pero a través de ella comienza a saberse qué clases de problemas no admiten soluciones, cuáles sí las admiten y có-mo establecer la diferencia (Scott 2007: ix). En vez de intentar predecir trayectorias

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individuales en regímenes caóticos (lo cual ahora se sabe imposible) de lo que se trata es de describir la geometría de los comportamientos posibles y una evaluación de las tendencias en ese espacio (Ivancevic e Ivancevic 2007: 4). El escéptico hará bien en abandonar el prejuicio de que esta especie de razonamiento sólo implica a la física y a unas pocas ciencias formalizadas; tras unos pocos años de tanteos, el impacto de la dinámica no lineal en las ciencias sociales ya se está haciendo sentir (Eve, Horsfall y Lee 1997; Kiel y Elliott 1997; Byrne 1998; Lansing 2002; Bentley y Maschner 2003; Ausloos y Dirickx 2006; Mainzer 2007; Miller y Page 2007).

• Las modernas teorías de redes complejas, pequeños mundos, distribuciones indepen-dientes de escala, distribuciones 1/f y fractalidad que han insuflado una vida nueva y vibrante a la vieja teoría de las redes sociales y que han impactado incluso en la teoría de grafos de las altas matemáticas. Se sabe ahora que las redes reales no están organi-zadas según patrones aleatorios y que muchas de las prácticas con estadísticas para-métricas que presuponen distribuciones normales necesitan replantearse (Barabási 2003; Watts 2004; Boccaletti y otros 2006). Muchos de los conceptos reticulares que hoy existen no son importaciones dóciles originadas en las matemáticas o en las cien-cias duras, sino que se elaboraron en las ciencias sociales mismas. Los modelos de redes complejas se han aplicado a la tecnología, la medicina, la biología, la sociedad, el parentesco, la mitología, la economía, la organización corporativa, los deportes, el lenguaje, la escritura y docenas de campos más, definiendo nuevas posibilidades de intervención. Los conceptos de embeddedness y de motivo reticular que describen la relación entre lo local y lo global, y el de invariancia de escala que denota las distri-buciones en el interior de una red compleja, corrigen o sustituyen con palpable bene-ficio semántico, formal y operativo a la totalidad de los razonamientos morinianos so-bre el principio holonómico; proporcionan también formalismos algebraicos, estadís-ticos, gráficos y de puesta en dinámica de los que éstos carecen.

• La geometría fractal en general y la dimensión fractal como medida de la compleji-dad. Esta geometría abre las puertas a la comprensión de las relaciones de homotecia entre distintas escalas de observación, un concepto más preciso que la idea de que “el todo está en la parte y la parte en el todo”; es además cuantificable y susceptible de verificarse a través de una metodología explícita. La dimensión fractal o multifractal de un objeto y los exponentes de sus distribuciones poseen valor diagnóstico y com-parativo, y la estructura de la fractalidad es correlativa a una panoplia de hipótesis genéticas (Lévy-Véhel y Lutton 2005; Losa y otros 2005). Innumerables objetos natu-rales, algunas estructuras sociales y al menos un objeto cultural, la música, poseen or-ganizaciones fractales; a excepción de los géneros aleatorios, la música es un “ruido rosa”: una serie temporal compleja con una jerarquía recursiva en la que el azar (un “ruido blanco”) y la estocástica (un ruido browniano) juegan un papel muy pequeño (Eglash 1999; Reynoso 2006b: 339-370). Recientemente se ha utilizado el cálculo de la dimensión fractal para estimar la autenticidad de pinturas atribuidas a Jackson Po-llock (Taylor 2002). Ni la pintura, ni la música, ni otros objetos culturales complejos han sido examinados por Morin, ni podrían ser abordados productivamente por su modelo; conozco pocas estrategias humanísticas que tengan tan poco que decir al res-pecto.

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• Las gramáticas recursivas en general y los sistemas-L en particular, capaces de de-mostrar la equivalencia formal de los principios que rigen los sistemas de reglas com-plejas en ámbitos del saber diversos: lenguaje, geometría, botánica, parentesco, mú-sica, arquitectura... Los lenguajes formalizados, decía Morin (1988: 26) no pueden constituir un metalenguaje en relación a nuestro lenguaje. Por supuesto que sí pueden hacerlo, como lo prueban el corrector de ortografía del procesador de texto que estoy usando, el sistema que construyó Alan Turing para descifrar el código Enigma, los programas de subtitulado automático de la televisión, los modelos de redes semánti-cas, los procesadores, generadores y parsers de lenguaje natural, los innumerables modelos a nivel de sintaxis, semántica y pragmática, las gramáticas formales o las he-rramientas de inducción gramatical (Jurafsky y Martin 2000; Levinson 2005). En un sentido formal más restringido, la pregunta sobre si el lenguaje humano es susceptible de modelarse (digamos) como lenguaje independiente de contexto en la jerarquía de Chomsky es todavía un problema escabroso que no admite un veredicto tan falto de toda cualificación (cf. Savitch y otros 1987). Pero ése no es el punto; el punto es que cualquiera de las muchas clases de sistemas-L (que son metalenguajes, por cierto) le hubiera permitido a Morin contemplar y tocar con la mano el sentido formal de la recursividad y la potencia multipropósito de los lenguajes formales, una dimensión a la que su lenguaje natural, como hemos visto, no le brindó suficiente acceso.

• La nueva ciencia del control del caos, sustentada (como casi toda la tecnología de es-tado de arte de la actualidad) en la cibernética y en la teoría shannoniana. Morin, in-clinado a favor de la autopoiesis, propugna una narrativa opuesta a la idea de procesa-miento de información, privándose por ello de capitalizar esas herramientas (cf. Mo-rin 1999a: 270-292; 340-410; Kapitaniak 1996; Boccaletti y otros 2000; Fradkov 2007).

• Los modelos de agentes autónomos, vida, sociedades y culturas artificiales. Estos for-malismos introducen herramientas de experimentación emergente en los viejos mo-delos de simulación; con ellos las ideas dinámicas del científico se tornan tangibles a través de metáforas de juego, agencia, interacción y comunidades, pudiéndose obser-var las lógicas complejas de sus conductas, trayectorias y desenlaces posibles (Agar 2003; 2005). En estos modelos se usa inducción para encontrar patrones en los datos, o deducción para hallar consecuencias emanadas de los supuestos (Sun 2006: 6). Lar-gamente precedidos por esquemas dibujados en papel, los modelos de agentes en bio-logía, sociología y economía, entre los cuales se cuentan obras de alguno que otro premio Nóbel, incluyen trabajos que aún en los enclaves menos indulgentes de las ciencias formales se admite que son paradigmáticos; demostrando el valor de los prin-cipios generales e independientes de objeto consustanciales a las ciencias de la com-plejidad, han constituido el territorio de las ciencias emergentes de la econofísica, la biofísica, la geofísica, etcétera (Schelling 1971; Stauffer y otros 2006). Si lo que Mo-rin buscaba era evitar los extremos del reduccionismo y el holismo o contemplar de qué manera cada uno de esos abordajes se relaciona con el otro, los modelos de agen-tes organizados de abajo hacia arriba (más que los inasibles hologramas, o que el in-modelable sujeto) debieron haber sido uno de las instrumentos a explorar.

• La ciencia de la sincronización de Arkady Pikovsky y Steven Strogatz, que ha reper-cutido en musicología bajo la forma de los modelos de entrañamiento de Martin Clay-

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ton (Pikovsky, Rosenblum y Kurths 2002; Strogatz 2003; Manrubia, Mikhailov y Za-nette 2004). Esta teoría involucra a todas las disciplinas cuyo objeto exhiba algún comportamiento dinámico colectivo, una temática más que el Método no contempla.

• Toda la dimensión iconológica de la nueva ciencia de la complejidad, que comienza con las figuras fractales y sigue con los atractores extraños, los orbifolds armónicos del músico Dmitri Tymoczko y los gráficos de recurrencia, aptos para pensar figurati-va, visualmente, las estructuras de las diversas dinámicas de series temporales multi-variadas. Hasta en sociología se ha hecho carne la constatación de que las ciencias de la complejidad reposan en un imaginario iconológico, mucho más que en los números monocordes de la aritmética o la estadística (Harvey y Read 1997; Guckenheimer y Holmes 2002: viii; Wolfram 2002; Batty, Steadman y Xie 2004). El símbolo del caos no es siquiera una fórmula como E=mc2 sino una figura que evoca las alas de una ma-riposa. El poder del análisis complejo se vislumbra y se prueba en su capacidad de síntesis: las bases algorítmicas de las técnicas de la complejidad y el caos son inme-diatamente instrumentales en exploraciones de arquitectura, música o artes plásticas (p. ej. Romero y Machado 2008). He aquí un déficit elocuente y una impensada ano-malía: fuera de los bucles de palabras que delatan su naturaleza discursiva, el paradig-ma de Morin es la única de las formulaciones complejas que carece de potencial ico-nológico y de un logotipo que la simbolice22.

• Las cada vez más ricas teorías de transiciones de fase en física estadística, con sus principios de clases de universalidad, renormalización y scaling (Kadanoff 1999; Herbut 2007). Fractales, multifractales, redes y procesos se están reinterpretando a la luz de estos conceptos, los más alejados del reduccionismo que pueden concebirse. Estas teorías nos hicieron saber que a la escala adecuada existen unas pocas clases de problemas formalmente idénticos cualquiera sea el dominio empírico. Las ciencias sociales se encuentran en los comienzos de la exploración de las transiciones de fase por la vía de la teoría de las redes, los grafos, la percolación y la epidemiología. Las consecuencias de esta formulación son de amplio alcance: en una epistemología como la de Morin siguen habiendo objetos (sociedades, organismos, agua, aire) con propie-dades (estable, cambiante, turbulento); en la nueva ciencia los antiguos adjetivos son ahora los artefactos conceptuales (estasis, transición de fase, turbulencia) que se apli-can a los objetos sustanciales, cualesquiera sean. Esto permite independizarse del do-minio o hacer de cuenta que es uno solo, sin que haya una disciplina que por detentar la posesión del objeto mejor conocido lleve la voz cantante. Antes que una base re-duccionista común, que la delegación del mando en la filosofía o que el diálogo de sordos de una interdisciplina sin vocabularios comunes, este principio, intuido alguna vez por Bateson bajo la forma de “la pauta que conecta”, instaura la condición de po-sibilidad del trabajo transdisciplinario. Morin pasa por ser el inventor de la maravillo-sa idea de la transdisciplina. No lo es; lo fue Jean Piaget (1970). Pero aunque más no sea por la gloria que alcanzó por ese malentendido y por el esclarecimiento que todos

22 Es también la única que no posee una algorítmica cualitativa capaz de diseñar imágenes que evocan cuadros abstractos (pero no aleatorios), o de componer sonidos similares a la música humana: dos de las pruebas ácidas que siempre propongo para dirimir si una herramienta es compleja o no.

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estuvimos esperando por su parte, habría sido interesante que se asomara a estas vi-siones antes que a otras que lo merecían menos.

• La jerarquía de la complejidad de Chomsky y las taxonomías relacionadas. La lógica de la tratabilidad y la tipología de las clases de complejidad de los problemas (NP-completos, débilmente NP-completos, NP-duros...) que han moderado la urgencia y reformulado el sentido de los dilemas de la completitud, la computabilidad o el pro-blema de la detención. A diferencia del percance desencadenado con la prueba de Gö-del, cuyo impacto en la informática y en el desarrollo de soluciones para problemas es marginal en modelado lógico y casi nulo en programación procedimental, la tratabi-lidad, bautizada por Stephen Cook (1971) y definida en el estudio clásico de Garey y Johnson (1979) es un tema más urgente cada día que pasa. Aquí el objeto es la com-plejidad computacional, no en el sentido restringido de la medida de Kolmogorov, si-no en lo que se refiere a los recursos necesarios para la resolución de un problema; es-ta cuestión difiere a su vez de la teoría de la computación (o teoría de la función re-cursiva), la cual deslinda si un problema es o no susceptible de resolverse (Gabbay, Goncharov y Zacharyaschev 2007). En ese campo enclavado en el meollo de la com-plejidad se crearon ideas tales como los espacios de búsqueda polimodales, los míni-mos subóptimos, las reducciones de muchos a uno en espacios logarítmicos, los siste-mas de prueba interactivos o las soluciones imperfectas. La dialéctica de los límites y la fuerza de la lógica, los tipos de problemas existentes y el ingenio que explora nue-vas tácticas de resolución ante problemas de alta dureza se pueden comprender ahora de maneras más matizadas que las que desplegara Morin en los capítulos más rutina-rios y menos luminosos del Método. Que los científicos sociales no entendamos de qué se trata esto no implica que no sea relevante a los problemas que abordamos, co-mo he procurado demostrar en otro trabajo (Reynoso 2008); que nuestras disciplinas no se pregunten siquiera si sus soluciones son viables no conduce sin más a que ellas lo sean. Hoy (9 de junio de 2008) existen 468 clases de complejidad registradas por los especialistas23; por desdicha, ninguna es abordada por Morin, para quien la pro-blematicidad efectiva del concepto de complejidad sigue estando inarticulada. Dado que estas discusiones ya llevan unos treinta años de trámite febril, cuando comencé a leer el Método esperaba ingenuamente que Morin dijera algo al respecto, aunque fue-se sesgado y erróneo, o aunque se limitara a una olímpica cláusula de exclusión. Vana esperanza. En abierto desacato de su propia metáfora del bucle y en contradicción con sus sermones recurrentes a propósito de una ciencia incapaz de pensarse a sí misma, Morin no dedica a la reflexión sobre la complejidad y a su escrutinio público una sola palabra.

• La neurociencia cognitiva, que a comienzos de este milenio está comenzando a inte-grar productivamente ideas de dinámica compleja (Izhikevich 2005) y que en la últi-ma década permitió conocer más sobre la mente humana, el sujeto, la emoción, la memoria, el sueño, la cognición situada, las bases neuronales del lenguaje y la con-ciencia que lo que se pudo aprender en el siglo anterior. Morin cita algo de antigua neurociencia de terceras partes en sus capítulos sobre el cerebro (1988: 62-107), lo

23 Véase http://qwiki.stanford.edu/wiki/Complexity_Zoo y su versión algo más amigable en http://qwiki.stanford.edu/wiki/Petting_Zoo.

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cual es un gesto de lucidez y anticipación; pero el advenimiento de innovadoras técni-cas de escaneado que permitieron husmear en alta resolución y tiempo real el trabajo de la mente (PET, fMRI) y el descubrimiento del papel de los neurotransmisores y neuromoduladores en neurociencia molecular es cosa de la segunda mitad de los no-ventas y afecta a la totalidad de sus reflexiones sobre el pensamiento del pensamiento (cf. Pulvermüller 2002; Damasio 2006; von Bohlen und Halbach y Dermietzel 2006; Kandel 2007; Lajtha 2008).

• Lenguajes y paradigmas de programación con semántica polimorfa, lógica difusa y polivalente, lógica temporal, conjuntos toscos, evaluación laxa, Schönfinkelización, procesamiento masivamente paralelo, modelado visual, mapas de auto-organización en redes, listas recursivas, concurrencia, auto-reprogramación, motor adaptativo, infe-rencia bayesiana, algoritmos de aproximación y aprendizaje embebido en algoritmos no estándar con los que Turing no hubiera podido soñar y que aquí no puedo siquiera describir. La computación en un sentido amplio es esencial a la cognición, decía Mo-rin, y la lógica viviente es el modelo (1988: 52); pues de eso se trata (cf. Lungarella y otros 2007; Cooper, Löwe y Sorbi 2008; Gramβ y otros 1998; Munakata 2008). La computación artificial ha desarrollado ese modelo con mayor consistencia y creativi-dad de las que Morin le reconoce, construyendo modelos sobre metáforas alguna vez ligadas a dominio: objetos, patrones, redes, arquitecturas, ontologías.... La programa-ción de máquinas hace tiempo que no es la cosa brutal y mecánica que Morin, con su humor anti-tecnológico por las nubes, ha proclamado más de una vez (1988: 48, n. 4; 109, n. 12); puede haber arte y sin duda hay complejidad en ella, igual que en cual-quier actividad humana en la que el genio, la experiencia, la imaginación y el trabajo duro hagan alguna diferencia. Todos los objetos culturales, libros incluidos, son a fin de cuentas objetos de artificio; no por ello son inexorablemente inhumanos o deshu-manizantes, epítetos que Morin dispara con prodigalidad cuando de máquinas se trata, sin tomar en consideración su profundo impacto: mucho más que cualquier epistemo-logía compleja, la programación ha transformando el mundo y lo seguirá haciendo en décadas por venir. ¿Un modelo mecánico, en el viejo sentido? Sí, en buena medida; pero de naturaleza insoslayablemente compleja y de consecuencias imposibles de tri-vializar. A la luz de estos elementos de juicio, deberá concederse que gran parte de las elaboraciones del Método sobre el ego computo, la cibernética, las máquinas pro-gramables y la computación ha perdido vigencia y sustancia, y merecería una drástica re-escritura. A menos, por supuesto, que su modelo opte por seguir acentuando su in-corregibilidad.

“¿Es necesario que el conocimiento se disloque en mil saberes ignorantes?... ¿Se puede acep-tar semejante noche sobre el conocimiento?”, se preguntaba mil veces Morin (1999a: 26, 28). Lo mismo cabría preguntar ante la parcialidad de su visión, que le juega otra mala pasada cuando Morin profetiza que en el estadio en que se encontraba en aquel entonces la teoría de la complejidad corría “poco riesgo de tecno-degradación” (1984: 365): una expresión que claramente revela que él pensaba que en una teoría dedicada a ese objeto la informática (una empresa degradante, tal parece) no habría de jugar un papel de importancia.

Todo estudioso puede tener lagunas en su formación, como concede nuestro autor que es su caso a través de metáforas invariablemente acuáticas (1988: 38, 39; 1998a: 30; 1999a: 23, 529; 2003a: 141). Pero allí donde la idea de complejidad está implicada, ignorar casi todo lo

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que se ha hecho en el seno de las ciencias que se le refieren no es un pecadillo que merezca absolverse sin comentario. Si Morin se había propuesto religar los saberes que la necedad de las disciplinas había encerrado en sí mismos, no se entiende por qué las formas del conoci-miento más alineadas al propósito quedaron excluidas.

El campo de esas formas es inmenso, es verdad: miles de veces mayor de lo que él pudo a-barcar, documentadamente; pero no habría estado mal que él abriera el juego, dejara de ac-tuar como el Hombre del Renacimiento que nunca fue y delegara parte de la carga, pues es así como se trabaja en ciencia. Una ciencia que debería mejorarse mucho, desde ya, pero en la que contrariamente a lo que él afirma (y alguien debería habérselo dicho alguna vez) no existen cosas tales como cerramientos, clausuras, gendarmes o fronteras que aíslen las disci-plinas, a no ser los pretextos de quienes se empecinan en no aprender lo poco o mucho que en ellas se sabe. Si la transdisciplina consiste en poder pasar de un dominio del conocimiento a otro, no fue entonces él quien está promoviendo; más bien al contrario. En el momento en que Morin cerró el grifo bibliográfico que alimentaba su obra y optó por cultivar una imagen de intelectual solitario y marginal, nómada y anacoreta (1984: 22; 1999a: 38; 2007), su des-dén hacia el trabajo de la transdisciplina real podía resultar justificable. Si me ha seguido hasta este punto, el lector podrá acordar conmigo que ya no lo es.

13 - Escribir desde la complejidad – Conclusiones

Aunque la popularidad de Morin recién comienza a desacelerar su tasa de crecimiento en el mundo latino,24 pese a que han pasado veinte o treinta años no conozco ninguna aplicación consistente de su modelo que aporte, de una manera imputable a la teoría, algo más sustan-cioso que unos cuantos enunciados danzando entre lo consabido, lo dudoso y lo pendiente de demostración. No creo que pueda haber más que eso, a menos que alguien se tome el trabajo de integrar a los principios morinianos un conjunto de herramientas que le sea afín: elaborar el método faltante, propiamente, para que una teoría que se sueña paradigma se encuentre al menos con sus técnicas.

No ha de ser fácil: cae de suyo que el trabajo de Morin es una especificación filosófica que se encuentra muchos niveles de generalidad por encima de una posible implementación científi-ca. ¿De qué manera sería posible implementar la teoría de Morin, si es que tal cosa existe? Al estudioso de casos le resultará engorrosa: en ella hay muchos sustantivos desbordantes de po-lisemia, demasiados adjetivos al filo del agravio, casi ningún verbo que soporte albergar un buen operador. El único procedimiento que ella auspicia consiste en amontonar todos los fac-tores que a uno se le ocurra, en detrimento de cualquier inspección en profundidad. Y además ¿qué puede decir de ella quien la usa, o qué sentido tiene mencionarla? Como lectura del es-tado de avance de la ciencia hecha sin disciplina de contención o a varias disciplinas de dis-tancia, es excesivamente diluida para soportar que se la pase por agua otra vez.

De ningún modo considero que elaboraciones de esa índole sean parasitarias o inútiles, pues en general los científicos suelen ser epistemólogos mediocres, para decir lo menos, y nunca está de más que alguien muy despierto se expida sobre temas importantes. Pero aunque en

24 Cuestión aparte es la virtual ausencia de menciones a Morin en la literatura social de habla inglesa, así como en los textos de ciencias formales en cualquier idioma. El Método no ha sido publicado en in-glés.

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nuestras ciencias blandas se confunda la posibilidad de mencionar un párrafo oportuno que hable de teoría con la adopción de un marco teórico, un investigador experimentado debería darse cuenta que en la obra escrita de Morin no hay nada que se parezca a una teoría operati-va lista para usar. Él mismo lo ha dicho (1998a: 24; 1999a: 36, 435), y por una vez habría que tomarlo rigurosamente en serio.

Faltando esa elaboración, los conceptos morinianos sólo se pueden aplicar mediante esa ge-nuina barbarie de la science que es la mímesis intelectual: “como diría Edgar Morin...”, pon-dríamos, y luego escribiríamos algo suculento que certifique que hemos hecho nuestro un en-foque que nos permite mantener lo complejo bajo control, y que el problema que habíamos a-tacado está en vías de ser resuelto por obra de ese recurso. ¿Es esto buena ciencia? ¿Es cien-cia, por empezar? Dependerá, creo, de nuestro epistemólogo de cabecera: a despecho de sus largos devaneos popperianos (Morin 1984: 25, 38-41, 57, 92, 303; 1988: 22-24; 1998a; 1999a: 21), Morin no indica cómo una intervención así podría ser falseada.

En ningún lado el conformismo de las citas morinianas de riesgo cero brilla más fuerte que en las propuestas de Julieta Haidar, quien aborda temas tales como el análisis de sentido “desde la complejidad y la transdisciplina”, invocando argumentos como éstos, de tal levedad que su lectura los deconstruye mejor de lo que podría hacerlo su crítica:

Desde la complejidad, Morin [...] plantea que el sentido emerge de un proceso psíquico/cere-bral, que implica un fondo cultural (la memoria) e integra la experiencia. Este alcance del sentido no sólo hace funcionar la competencia lingüística sino la maquinaria lógica. En esta misma perspectiva el sentido es hologramático, porque el lenguaje también es “una organiza-ción hologramática, en la que no sólo la parte está en el todo, sino también el todo está en la parte” (Haidar 2005: 411).

Tenemos aquí solucionados en tres frases todos los dilemas del cerebro, la mente, la cultura, la experiencia, la lógica, el lenguaje, la significación. Pero ninguna de las categorías y cuali-dades que allí habitan es coordinada con el resto; ninguno de los saberes ahí insinuados se usa para más nada, ni se llega a esclarecer una realidad cualquiera gracias a ellos; de hecho, ni siquiera se los vuelve a nombrar.

Tampoco Morin, reconozcamos, ha ofrecido nunca una práctica de referencia que un adepto suyo pueda adoptar como modelo. La falta de toda operación metodológica real no impide que el discípulo afirme, morinianamente, no ya que escribe sobre la complejidad, sino desde ella, como si entre ésta y el observador no se interpusiera el espacio que en toda ciencia au-toconsciente ocupan las teorías, o como si un saber privilegiado lo transportara realmente a otra dimensión al módico precio de prestar crédito a una doctrina25.

Un rasgo vital en la ciencia contemporánea (la tarea de ponerse en duda sistemáticamente, abrir el juego a su discusión pública, reformularse de manera continua, evaluar la productivi-dad de las teorías en términos de generación de instrumentos) es difícil de encontrar en círcu-los morinianos. En éstos el espíritu dominante no es de autoexamen teorético, sino de apoteo-sis; dado que sus cónclaves multitudinarios son de reafirmación, a nadie se le ocurre interro-garse allí sobre limitaciones formales del modelo, asuntos que resulte mejor abordar de otra

25 Este no es el diagnóstico de un caso aislado: una búsqueda en Google de la palabra “morin” sepa-rada por un espacio de la expresión castellana “desde la complejidad”, incluyendo comillas, devuelve hoy (20 de abril de 2008) la friolera de 7540 resultados.

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manera, hallazgos que sugieran la necesidad de reformular algún aspecto del paradigma o problemas que opongan resistencia a su tratamiento. De puertas para adentro, además, todos los miembros de la logia aceptan sin cualificación la totalidad de los axiomas. Una ciencia rara, ciertamente.

Quien quiera constatar la enormidad de las proezas que el movimiento se auto-atribuye en la convicción de estar haciendo un mundo mejor (o construyendo una Era Psíquica Posmoder-na, o participando en la Formación de una Nueva Humanidad, en la Militancia por una Re-forma Epistemológica y del Pensamiento, en una Ciencia Multidimensional del Hombre [sic] o en la utopía intelectual que a uno se le ocurra) no tiene más que husmear unos minutos por ciertos portales selectos de la Web26. Esos lugares de celebración y culto al genio, donde na-die osaría embarcarse en una autocrítica radical (o al menos en una crítica interna como la presente), no parecen ser los espacios más favorables al debate científico. Tampoco ha habi-do un diálogo fructífero entre el movimiento de referencia y la ciencia en general. De hecho, más allá de un intercambio espasmódico de descalificaciones y de una crítica destructiva de muy pobre nivel en ambos sentidos, la discusión que está haciendo falta todavía no ha tenido lugar.

En una de las pocas buenas críticas sobre el modelo de complejidad de Morin, mayormente positiva, Laurent Dobuzinskis (2004) estima con razón que la escala magistral de su proyecto ocasiona que sus metáforas no estén en condiciones de satisfacer las necesidades de una in-vestigación concreta:

El conocimiento científico no puede ser confinado dentro de formas de discurso estrictamente metafóricas y cualitativas; hay un movimiento dialéctico entre la complejidad metafórica y el desarrollo de modelos formales […] que revelan una más fina textura del mundo. […] En al-gún punto, el filósofo de la ciencia debería hacerse modestamente a un costado. Sin importar lo enciclopédica que sea la visión de Morin, uno nunca irá muy lejos en el aprendizaje sobre complejidad si no ve que la utilidad de su obra es la de un trampolín para saltar hacia una in-vestigación más sofisticada. No estoy diciendo que Morin afirme que su estilo metafórico puede lograr más que la investigación científica concreta; pero sí digo que ya se han alcanza-do los límites de lo que ese estilo puede realizar (Dobuzinskis 2004: 449).

No puedo hacer justicia aquí a todas aquellas ideas de Morin con las que podría estar de a-cuerdo; ellas no son legión, lo admito, ni son tampoco las que mantienen en pie su modelo. De todas maneras pienso que su aporte satisface la necesidad de poner en discusión un con-junto de ideas, algunas circunstancialmente valiosas, siempre que se lo tome como un punto de partida a elaborar críticamente y no como una summa dogmática petrificada. En una críti-ca anterior a la obra de Morin, escrita algunos años antes de publicada, yo concluía diciendo:

Aunque se encuentra a gran distancia de la práctica científica efectiva, de ilustrar sus dichos con casos o de haber puesto alguna vez los pies en el terreno, no faltan en su visión destellos de una exquisita lucidez. Su obra me resulta digna de recomendación, por más que yo piense que su dominio de los factores técnicos es de un orden precario, que su trabajo más ambicioso

26 Recomiendo a tal efecto asomarse a http://www.congresoedgarmorin.org/ingles/default.asp, http://-www.mcxapc.org/, http://www.complexus.org, http://www.pensamientocomplejo.com.ar/index.asp, http://www.edgarmorin.org/, etcétera; estos sitios han sido homologados o presididos por el maestro, y se encuentran holgadamente subsidiados por corporaciones, universidades privadas, fundaciones, orga-nismos internacionales y ministerios de toda especie.

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fue estragado por el tiempo, que la emulación de su filosofismo por parte de terceros ha traído más oscuridad que esclarecimiento, que poco hay de complejo en lo que él entiende por com-plejidad y que su pensée complexe no refleja la dirección que han tomado las teorías científi-cas correspondientes (Reynoso 2006a: 182-183).

En aquel entonces yo me ponía en definitiva de su parte, aunque más no fuese porque él se había jugado alguna vez pour la science. Pero ante su clausura ante lo diverso, la inexistencia de una autocrítica y el cuadro de su degradación en manos de otros, hoy no estoy tan seguro de haber tomado la decisión correcta. Morin ha dicho que el Método no es una metodología, sino que su trayectoria ha de ser “una ayuda a la estrategia”, un auxilio en el que percibo un toque de condescendencia para que un lector al que supone desvalido sea al fin “capaz de pensar por sí mismo” (1988: 36). Hasta donde alcanza a verse, sin embargo, el Método se ha convertido en un esquema autónomo, un sustituto del duro aprendizaje de lo complejo antes que en la vía intermedia que había prometido ser (1999a: 35-36). Prueba de ello es que el moriniano invoca la obra de Morin como su marco teórico, cuando debería citar aquellas for-mas de conocimiento de primera mano o los instrumentos a los que el Método le ha dado acceso.

A nadie le parece sospechoso, a todo esto, que la complejidad dependa de la fe en un único ángel tutelar, gracias al cual podemos situarnos en ella cuando se nos antoje hacerlo. Ahora bien, es improbable que a quienes han fomentado el convencimiento de escribir desde el co-razón de la complejidad misma resulte fácil inducirlos hacia la auto-reflexión que a todas lu-ces están necesitando. Las veces que he procurado intercambiar puntos de vista con morinia-nos del programa fuerte sólo pude obtener de ellos andanadas de calificativos sobre lo que yo supuestamente soy (funcionalista, estructuralista, marxista, materialista, cientificista, positi-vista, determinista...) en lugar de argumentos sustantivos y analíticos sobre mis alegaciones a propósito de las ideas de Morin, o sobre lo que ellos aducirían en su réplica27.

No creo que esta actitud sea efecto de la entropía argumentativa que se manifiesta cuando uno dialoga con quienes están abajo en la cadena de mandos; creo más bien que el método de denuesto por etiquetado y la actitud crispada frente a una crítica que proviene de una ciencia a la que demasiado prestamente los morinianos llaman simplista (indistinguible a corto plazo de la ciencia en general) llevan el sello típico del estilo del Maestro. Acaso eso sea indicio de lo que el Método, de una punta a la otra, mejor enseña a hacer.

Por eso al principio de este ensayo hablaba yo de la obra de Morin como de un escollo, un canto de sirenas en el camino hacia una complejidad que es órdenes de magnitud diferente. Allí afuera hay muchas concepciones de la complejidad y es seguro que ninguna en aisla-miento es dueña de la verdad completa; pero algunas de ellas son elaboradas colectivamente y otras surgen de la cabeza de un solo visionario propenso al monólogo; algunas engranan con los cambios radicales de un conocimiento que se encuentra al día y otras han cerrado el

27 Cada vez que en una discusión de este género alguien trata de tipificar quién es uno, el veredicto tácito, resuelto de antemano, es que uno no es quién. Lo más que he podido conseguir en esta clase de intercambios asimétricos es que se admita mi razón en algunos respectos (nunca lograré saber en cuán-tos, en cuáles o en qué medida), pero consignando que a la hora de las decisiones definitorias ningún argumento importa porque Morin es Morin, o porque la UNESCO, el gobierno, los jesuitas o el Dalai Lama lo respaldan. Si todo esto no es la marca diagnóstica de la constitución de una ortodoxia no sé de ninguna otra cosa que lo sea.

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ingreso de noticias científicas hace un cuarto de siglo; algunas entregan herramientas y cam-bian continuamente, y otras proporcionan frases a citar al amparo de un canon que no se dis-cute. El lector que esté por escoger entre disyuntivas puede seguir prestando crédito sólo a Morin, o decidirse a dar un giro hacia un pensamiento algo más plural; si opta por lo primero obtendrá una década o dos de más de lo mismo; si escoge lo segundo, en cambio, al lado de los mundos que se abren podrá atesorar aquello de valor que supo aprender en el camino.

Buenos Aires, Junio de 2008

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