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PABLO NERUDA Y NICANOR PARRA DISCURSOS N A S C I M E N T O

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PABLO NERUDA Y NICANOR PARRA

D I S C U R S O S

N A S C I M E N T O

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PABLO NERUDA Y NICANOR PARRA

DISCURSOS

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Discursos de incorporación de Pablo Neruda a la

Facultad de Filosofía y Educación de la Univer-

sidad de Chile, en calidad de Miembro Acadé-

mico, y de recepción de Nicanor Parra.

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E s propiedad

tnscripcion N° 25484

Impreso en los talleres de la Editorial Nascimento, S. A. _ Arturo Prat 1428 —

N o 3363 Santiago de Chile, 1962

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El 30 de marzo de 1962, la Facultad de Filoso-

fía y Educación de la Universidad de Chile, en

sesión pública celebrada en el Salón de Honor,

recibió a Pablo Neruda en calidad de Miembro

Académico, en reconocimiento a su vasta labor

poética de categoría universal. El acto fue presi-

dido por el Rector ]uan Gómez Millas, por el De-

cano de la Facultad, Eugenio González, y por el

Secretario General, Alvaro Bunster. Nicanor Pa-

rra, miembro docente de la Corporación, tuvo a

su cargo el discurso de recepción.

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DISCURSO D E BIENVENIDA E N H O N O R

D E PABLO N E R U D A

Hay dos maneras de refutar a Neruda:

una es no leyéndolo, la otra es leyéndolo

de mala je. Yo he practicado ambas,

pero ninguna me dio resultado.

Señoras y señores, yo no soy un nerudista improvisado. El tema Neruda me atrae vigo-rosamente desde que tengo uso de razón, no hay día que no piense una vez en él por lo menos. Lo leo con atención, sigo con asom-bro creciente su desplazamiento anual a lo largo del zodíaco, lo analizo y lo comparo consigo mismo, trato de aprender lo que pue-do. También le he dedicado algunas cuarte-

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tas en momentos dramáticos de su vida con-sagrada por entero a la causa de la humani-dad, he convivido con él durante años, en ca-lidad de vecino de barrio, de discípulo, en calidad de visitante esporádico. Más aún, he-mos intercambiado objetos prácticos y simbó-licos: un Whitman contra un López Velar-de, una cerámica de Quinchamalí contra un poncho araucano, un reloj de bolsillo contra un jardín de siemprevivas, mariposas, etc. Todo lo cual me da derecho, creo yo, para considerarme un nerudista fogueado.

Sin embargo, reacciono como neófito, per-dóneseme la sinceridad, mi estado de ánimo es el de un bachiller en Humanidades que acaba de obtener una audiencia con el Rector de la Universidad y que en su nerviosismo juvenil olvida hasta los puntos de la tabla. Tartamudeo y me pongo afónico. Me siento completamente en blanco.

Para entrar en materia voy a leer una poe-sía que dediqué a Neruda en 1952 a raíz de su regreso del destierro. No es buena, pero sirve para formarse una idea de la devoción y el afecto que siente el autor por el héroe de su poema.

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Salutación a Neruda

Yo sólo quiero saludar al noble

Peregrino de cincuenta países.

Unos vean en ti

Al colibrí transfigurado en rifle

Al pez espada, al pájaro polar

Al gladiador a caballo en un cisne,

Vean entre metáforas surgir

Al escritor con su lápiz en ristre:

Yo saludo al obrero de la paz

Al leñador de los bosques de Chile.

Otros impartan órdenes absurdas

De quemar alamedas y jardines

Para impedir que crezca la semilla

Que tu palabra cálida transmite;

Allá ellos, el pueblo alguna vez

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Los tocará con el dedo meñique.

Hagan vibrar sus hélitros amargos

Los insectos que parecen violines;

Yo solamente vengo a saludar

Al mensajero de la patria libre.

Amigo fraternal

¡Cómo hubiera querido recibirte

Con un chuico de vino de Chillán

Y con un ramillete de copihues

Pero sólo te puedo festejar

Con corazones y con caras tristes

(Tú sabes bien lo que ha pasado aquí)

Con naufragios, incendios, con eclipses

Con derrumbes en Lota y Coronel

Y con un cielo coronado de buitres!

El versificador tiene varias ventajas sobre el prosista: una de ellas es la facilidad con que puede salir del paso en un momento difícil leyendo una poesía en voz alta como lo aca-bo de hacer yo. El público siempre está más inclinado a favorecer un soneto que un ca-pítulo de novela, por razones de brevedad se-guramente, rara vez el soneto va más allá de las 14 líneas, y sobre todo, me parece a mí,

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porque la prosa ha sido hecha para ser leída con los ojos solamente, no con la boca.

Como se ve, la prosa es un arte visual, en cambio la poesía es un estupefaciente del oído.

Desgraciadamente no puedo valerme del mero artificio poético en una ocasión como ésta en que, por lo visto, se trata de pensar con la cabeza y no con el corazón como lo suele hacer el poeta.

A decir verdad, el discurso académico es un género literario que se halla casi en con-tradicción con el temperamento fragmenta-rio y díscolo del antipoeta. La antipoesía es una lucha libre con los elementos, el antipoe-ta se concede a sí mismo el derecho a decirlo todo, sin cuidarse para nada de las posibles consecuencias prácticas que puedan acarrear-le sus formulaciones teóricas. Resultado: el antipoeta es declarado persona no grata.

Hablando de peras el antipoeta puede sa-lir perfectamente con manzanas, sin que por eso el mundo se vaya a venir abajo. Y si se viene abajo, tanto mejor, esa es precisamente la finalidad última del antipoeta, hacer sal-tar a papirotazos los cimientos apolillados de las instituciones caducas y anquilosadas.

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Y aquí viene un paréntesis: Tal vez en el método de combate sea, des-

pués de todo, donde estribe la diferencia en-tre poeta soldado y antipoeta: el antipoeta se bate a papirotazos, en circunstancias de que el poeta soldado no da un paso sin su ame-tralladora portátil.

Por razones de carácter personal el anti-poeta es un francotirador. Lucha por la mis-ma causa, pero con un método completamen-te distinto, sin negar al poeta soldado, cola-borando con él desde lejos, aunque su méto-do pueda parecer ambiguo.

Se cierra el paréntesis. Para mí el género artístico supremo es la

pantomima. Acojo, no obstante con simpatía auténtica

—por tratarse de quien se trata— la responsa-bilidad de hablar en serio, tal como suele en-tenderse la seriedad en estos tiempos que co-rren, aunque para mí la seriedad sea exacta-mente lo contrario y corra el riesgo de salir-me de personaje: mi postulado fundamental proclama que la verdadera seriedad es có-mica:

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La seriedad con el ceño fruncido

(Se lee en uno de los antipoemas)

Es una seriedad de solterona

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de juez de letras

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de cura párroco

La verdadera seriedad es otra:

La seriedad de Kafka,

La seriedad de Carlitos Chaplín

La seriedad de Chejov

La seriedad del autor del Quijote

La seriedad del hombre de gafas

(Erase un hombre a una nariz pegado

Erase una nariz superlativa)

Yo sostengo y defiendo

La seriedad del Cuerpo de Bomberos

La seriedad de la Iglesia Católica

La seriedad de las Fuerzas Armadas

(Erase un hombre a una nariz pegado

Erase una nariz superlativa)

La seriedad de la Bomba de Hidrógeno

La seriedad del presidente Kennedy.

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La seriedad de frac Es una seriedad de panteonero: La verdadera seriedad es cómica.

Opera, además, una razón de orden afec-tivo. Hace tanto, tanto tiempo que no conver-so con mi amigo Pablo, con mi hermano ma-yor, con mi maestro —al Pablo Neruda 1962 110 le he visto ni la luz— que sería absurdo dejar pasar tan espléndida oportunidad.

Hasta don Carlos Nascimento se queja de lo difícil que resulta hoy por hoy un encuen-tro con nuestro festejado. Su persona ha des-aparecido de la circulación. Las escasas noti-cias que podemos obtener de él nos llegan re-fractadas y enrarecidas a través de los prismas intermediarios.

Empezaré por tratar de establecer la im-portancia que tiene para mí el acto que pre-side en estos momentos nuestro magnífico decano, escritor y filósofo, Eugenio Gonzá-lez, ex senador y ex ministro de Estado.

No sé si voy a pecar de rebuscamiento, pe-ro no puedo dejar de relacionar este acto de recepción a nuestro poeta máximo con el an-tiacto de desafuero de que fue víctima ino-

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cente el senador Pablo Neruda el año 1949, durante la consabida administración de Gon-zález Videla. Todavía no me explico el de-recho que pueda tener un grupo de indivi-duos para arrebatar un fuero que es conce-dido por el pueblo a través del mecanismo de la votación democrática.

Paradojas de la democracia dirán ustedes para consolarme, paradojas de la democracia me digo yo también, apretando con ira los puños y las mandíbulas.

Los hechos fueron esos: las puertas del Se-nado se cerraron para Neruda. Pero he aquí que yo, en el nombre de todos mis colegas, me honro esta noche en abrirle de par en par las puertas de la Facultad de Filosofía y Edu-cación de la Universidad de Chile. Mientras el poder temporal lo despoja de su medalla de representante del pueblo, que Neruda con-quistó en buena lid, don Andrés Bello lo lla-ma desde la eternidad de su columna de már-mol y lo proclama su hijo predilecto.

En el centro de gravedad de estas dos fuer-zas de atracción y repulsión es donde sitúo yo la importancia de la ceremonia que se des-arrolla en esta sala. La Historia se puede equi-

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2—Discursos de.

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vocar en un instante determinado, nos dice la voz de la experiencia cristalizada en lugar común, pero a la larga termina por rectificar sus errores.

* * *

Tanto por la cantidad abrumadora como por la calidad insuperable, la obra realizada por Neruda desde Crepusculario (1923) has-ta los Cantos Ceremoniales (1961) en un pro-ceso permanente de expansión y desarrollo, que va desde el poema nostálgico, personal e íntimo según los cánones de la poesía chile-na del primer cuarto de siglo, al arrebato convulsivo del Hondero Entusiasta para to-mar la forma de lamento fúnebre de proyec-ciones metafísicas incalculables en Residen-cia en la Tierra, puede ser calificada de titá-nica, sin peligro de caer en exageración.

Neruda ha desviado el curso de medio si-glo de poesía de habla española, señala Chel-sea X (1961) y deberá ser juzgado en último término por el Canto General que para la re-vista norteamericana representa la culmina-ción de su obra.

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"Nadie, en la historia de la poesía de len-gua española", sostiene Fernando Alegría en su Whitman en Hispanoamérica, "ensayó nunca una obra poética de tan profundos y ambiciosos alcances como el Canto General". Y con tan óptimos resultados, agregamos nos-otros: el Canto General y el Martín Fierro, cada una en su género, son seguramente las obras máximas de la poesía hispanoamerica-na, lo que no es poco decir en una literatura que cuenta con obras tan categóricas como las de Rubén Darío, Gabriela Mistral, Vicen-te Huidobro, Nicolás Guillén y César Vallejo.

Aquí se abre otro paréntesis: Para algunos "lectores exigentes" el Canto

General es una obra dispareja. La Cordillera de los Andes es también una obra dispareja, señores "lectores exigentes".

Se cierra el paréntesis. Tarde o temprano todos tendremos que ser

medidos con este metro en expansión perma-nente que es Neruda. Tratemos de visuali-zarlo.

Desde el punto de vista de las edades del hombre, que en este caso coincide perfecta-mente con las edades de la obra (edad emo-

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cional=edad cronológica), hecho que de por sí constituye la mejor garantía de desarrollo natural, distingo tres etapas fundamentales en la evolución del pensamiento poético de Neruda: la poesía adolescente que va de Cre-pusculario al Hondero Entusiasta, la poesía juvenil de Residencia en la Tierra y la poesía madura que culmina con el Canto General y consolida definitivamente al hombre en el paraíso terrenal de las Odas Elementales.

En líneas generales se podría decir que el proceso de desarrollo de nuestro poeta ha con-sistido :

I. En una caída de la torre inclinada de la conciencia al abismo del subconsciente nebu-loso y caótico.

II. En una permanencia más o menos dilatada del ser en esa atmósfera irrespirable, y

III. En una vuelta triunfante a la realidad, después de una lucha cruenta.

La primera etapa es la del dolor: "Ah mi dolor, amigos, ya no es dolor de humano" (El Hondero Entusiasta).

La segunda etapa corresponde al ensimis-mamiento producido por el dolor reiterado e

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ininteligible: "El corazón pasando un túnel oscuro, oscuro, oscuro" (De Sólo la Muerte, Residencia en la Tierra).

Y la tercera es la etapa de la curación por el método marxista: "Me has hecho ver la claridad del mundo y la posibilidad de la ale-gría" (A mi partido, Canto General).

Dicho en otros términos: el sujeto entra en conflicto con el medio, se evade de él como solución de emergencia y se reconcilia final-mente con la vida a través de un proceso de racionalización de los problemas.

* * *

A pesar de las apariencias, señoras y seño-res, el informe que estamos elaborando no es un informe psicoanalítico, por cuanto los po-sibles problemas psicológicos implicados no valen aquí sino en la medida en que ellos sim-bolizan un desajuste del organismo social. Nosotros no estamos formulando una teoría de la neurosis. Estamos estudiando el drama de un hombre inteligente y sensible que pug-na por encontrar su lugar en el mundo. El enfermo no es él, sino la sociedad.

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Nuestra crítica al psicoanálisis se puede re-sumir en el siguiente aforismo: el hecho de que un sujeto mejore de una quemadura no quiere decir que quede vacunado contra que-maduras futuras.

Aclarada la ambigüedad aparente de nues-tro análisis conviene dejar constancia de que la trayectoria nerudiana es susceptible aún de las siguientes formulaciones equivalentes:

Conflicto, Ruptura, Reconciliación Crepúsculo, Noche, Amanecer Choque, Repliegue, Avance victorioso Otoño, Invierno, Primavera-Verano Tesis, Antitesis, Síntesis. Trabajo típico del período de la desespera-

ción caótica, donde los arrullos se mezclan a las imprecaciones, los gritos de socorro a los aullidos de protesta y los alaridos de dolor a los gimoteos y espasmos sexuales, es el Can-to I del Hondero Entusiasta que se abre con unos acordes a toda orquesta, verdaderos pin-chazos a la médula, a la manera de las ocho primeras notas de la V Sinfonía.

Hago girar mis brazos como dos aspas locas

en la noche toda ella de metales azules.

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Hacia donde las piedras no alcanzan y retornan, Hacia donde los fuegos oscuros se confunden, Al pie de las murallas que el viento inmenso abraza. Corriendo hacia la muerte como un grito hacia el

[eco.

El lejano, hacia donde ya no hay más que la noche y la ola del designio, y la cruz del anhelo. Dan ganas de gemir el más largo sollozo. De bruces frente al muro que azota el viento

[inmenso.

Pero quiero pisar más allá de esa huella: pero quiero voltear esos astros de fuego: lo que es mi vida y es más allá de mi vida, eso de sombras duras, eso de nada, eso de lejos: quiero abrazarme en las últimas cadenas que me

[aten, sobre este espanto erguido, en esta ola de vértigo, y echo mis piedras trémulas hacia este país negro, solo, en la cima de los montes, solo, como el primer muerto, rodando enloquecido, presa del cielo oscuro que mira inmensamente, como el mar en los

[puertos.

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Aquí, la zona de mi corazón,

llena de llanto helado, mojada en sangres tibias.

Desde él, siento saltar las piedras que me anuncian.

En él baila el presagio del humo y la neblina.

Todo de sueños vastos caídos gota a gota.

Todo de furias y olas y mareas vencidas.

Ah, mi dolor amigos, ya no es dolor de humano.

Ah, mi dolor amigos, ya no cabe en mi vida.

Y en él cimbro las hondas que van volteando

[estrellas!

Y en él suben mis piedras en la noche enemiga!

Quiero abrir en los muros una puerta. Eso quiero,

Eso deseo. Clamo. Grito. Lloro. Deseo.

Soy el más doloroso y el más débil. Lo quiero.

El lejano, hacia donde ya no hay más que la noche.

Sufro, sufro y deseo. Deseo, sufro y canto.

Río de viejas vidas, mi voz salta y se pierde.

Tuerce y destuerce largos collares aterrados.

Se hincha como una vela en el viento celeste.

Rosario de la angustia, yo no soy quien lo reza.

Hilo desesperado, yo no soy quien lo tuerce.

El salto de la espada a pesar de los brazos.

El anuncio en estrellas de la noche que viene.

Soy yo: pero es mi voz la existencia que escondo.

El temporal de aullidos y lamentos y fiebres.

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La dolorosa sed que hace próxima el agua. La resaca invencible que me arrastra a la muerte.

Gira mi brazo entonces, y centellea mi alma. Se trepan los temblores a la cruz de mis cejas. He aquí mis brazos fieles! He aquí mis manos

[ávidas!

He aquí la noche absorta! Mi alma grita y desea! He aquí los astros pálidos todos llenos de enigma! He aquí mi sed que aúlla sobre mi sed ya muerta! He aquí los cauces locos que hacen girar mis ondas! Las voces infinitas que preparan mi fuerza! Y doblado en un nudo de anhelos infinitos, en la infinita noche, suelto y suben mis piedras. Más allá de esos muros, de esos límites, lejos. Debo pasar las rayas de la lumbre y la sombra. Por qué no he de ser yo ? Grito. Lloro. Deseo. Sufro, sufro y deseo. Cimbro y zumban mis ondas. El viajero que alargue su viaje sin regreso. El ondero que trice la frente de la sombra. Las piedras entusiastas que hagan parir la noche. La flecha, la centella, la cuchilla, la proa. Grito. Sufro. Deseo. Se alza mi brazo, entonces, hacia la noche llena de estrellas en derrota.

He aquí mi voz extinta. He aquí mi alma caída.

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Los esfuerzos baldíos. La sed herida y rota. He aquí mis piedras ágiles que vuelven y me

[hieren. Las altas luces blancas que bailan y se extinguen. Las húmedas estrellas absolutas y absortas. He aquí las mismas piedras que alzó mi alma en

[combate. He aquí la misma noche desde donde retornan.

Soy el más doloroso y el más débil. Deseo. Deseo, sufro, caigo. El viento inmenso azota. Ah, mi dolor amigos, ya no es dolor de humano! Ah, mi dolor amigos, ya no cabe en la sombra! En la noche, toda ella de astros fríos y errantes, hago girar mis brazos como dos aspas locas.

El segundo período de la odisea nerudia-na, que hemos llamado período nocturno, ha inspirado varios estudios, entre los que se des-taca Poesía y Estilo de Pablo Neruda. "No hay poeta alguno, sostiene su autor Amado Alonso, futurista, dadaísta o super realista, que lleve con tanta dignidad y plenitud de sentido, como Neruda, la representación de nuestro tiempo. En ninguno muestran una tan íntima coherencia e identidad de fondo

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las grietas y desmoronamientos formales, la ruptura con la tradición, la atención fragmen-taria a la poesía, las imágenes como relámpa-gos superpuestos y truncados, la visión desin-tegrador del mundo y la omnipresencia de la angustia metafísica".

"En la poesía inglesa de los últimos tiem-pos, agrega Jorge Elliott en su Antología Crí-tica de la Poesía Chilena, sólo Hart Crane y Dylan Thomas han logrado expresarse con éxito en una dicción poética de naturaleza análoga y vale la pena recordar que el poeta inglés, George Sutherland Frazer llama a Ne-ruda el "maestro máximo" en el uso de un lenguaje poético que según él se caracteriza por su imprecisión denotativa que funciona como la música, si no se olvida que no son los sonidos de las palabras los que justifican la comparación, sino la forma en que se aso-cian los contenidos".

"Resulta algo tan impresionante, continúa Elliott, poniendo de relieve la autenticidad del mensaje nerudiano, como la narración de un locutor radial que presencia inesperadamen-te un accidente aeronáutico, un terrible in-cendio o mejor aún, que ha bajado de buzo

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a las profundidades del océano y que descri-be asombrado, por un micrófono inserto en su escafandra, ese universo oscuro y aterra-dor".

Las informaciones que recibimos del vate son informaciones de primera mano, declara-ciones de testigo ocular:

Sucede que me canso de ser hombre.

Sucede que entro en las sastrerías y en los cines

marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro

navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.

Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,

sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,

ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas

y mi pelo y mi sombra.

Sucede que me canso de ser hombre.

Sin embargo sería delicioso

asustar a un notario con un lirio cortado

o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.

Sería bello

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jr por las calles con un cuchillo verde

y dando gritos hasta morir de frío.

No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,

v a c i l a n t e extendido, tiritando de sueño,

hacia abajo, en las tapias mojadas de la tierra,

absorbiendo y pensando, comiendo cada día.

No quiero para mí tantas desgracias.

No quiero continuar de raíz y de tumba,

de subterráneo solo, de bodega con muertos,

aterido, muriéndome de pena.

Por eso el día lunes arde como el petróleo

cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,

y aulla en su transcurso como una rueda herida,

y da pasos de sangre caliente hacia la noche.

Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas

[húmedas

a hospitales donde los huesos salen por la ventana,

a ciertas zapaterías con olor a vinagre,

a calles espantosas como grietas.

Hay pájaros de color de azufre y horribles

[intestinos

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colgando de las puertas de las casas que odio, hay dentaduras olvidadas en una cafetera, hay espejos que debieran haber llorado de vergüenza y

[espanto, hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.

Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, con furia, con olvido, paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, y patios donde hay ropas colgadas de un alambre: calzoncillos, toallas y camisas que lloran lentas lágrimas sucias.

^

Para ilustrar en forma satisfactoria la eta-pa de la poesía de integración habría que dis-poner de un poco de tiempo. Recordemos que ella constituye las tres cuartas partes de la obra total. No será posible por ahora, por-que sólo disponemos de algunos minutos: to-do el mundo está inquieto por escuchar la pa-labra personal del nuevo miembro académi-co que se incorpora a nuestra casa. Los salu-dos de bienvenida no se pueden extender has-ta el infinito. Queremos disfrutar de nuestro

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huésped , oir el metal de su voz, estrechar cor-dialmente su mano.

Sólo nos limitaremos a señalar dos instan-tes en este período de maduración, el más ri-co de todos, en que el espíritu del poeta se proyecta en todas direcciones con una gene-rosidad que 110 reconoce límites, como un tri-gal de las colinas de Pillanlelbún, o como una viña de los alrededores de Chillán: el mo-mento de la lucha con el dragón y el momen-to de la victoria definitiva.

En el Hombre Invisible se ve concentrada en una sola imagen la esencia del conflicto nerudiano, que no es otro que el conflicto central del hombre moderno, el paso del yo al nosotros. Y en la Oda al Caldillo de Con-grio, que en realidad puede calificarse de poe-sía para después de la revolución, el poeta ha resuelto todos sus problemas y se sienta son-riente a la mesa, a disfrutar del banquete ma-rítimo y terrestre.

El Hombre Invisible

Yo me río

me sonrío

de los viejos poetas.

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Yo adoro toda

la poesía escrita,

todo el rocío,

luna, diamante, gota

de plata sumergida,

que fue mi antiguo hermano,

agregando a la rosa,

pero me sonrío

siempre dicen "yo"

a cada paso

les sucede algo,

es siempre "yo"

por las calles

sólo ellos andan

o la dulce que aman

nadie más,

no pasan pescadores,

ni libreros,

no pasan albañiles,

nadie se cae

de un andamio,

nadie sufre,

nadie ama,

sólo mi pobre hermano,

el poeta,

a él le pasan

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todas las cosas y a su dulce querida, nadie vive sino él sólo nadie llora de hambre o de ira nadie sufre en sus versos porque no puede pagar el alquiler, a nadie en poesía echan a la calle con camas y con sillas y en las fábricas tampoco pasa nada, no pasa nada, se hacen paraguas, copas, armas, locomotoras, se extraen minerales rascando el infierno, hay huelga vienen soldados, disparan,

disparan contra el pueblo, es decir contra la poesía, y mi hermano el poeta

3—Discursos de .

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estaba enamorado, o sufría porque sus sentimientos son marinos, ama los puertos remotos, por sus nombres, y escribe sobre océanos que no conoce; junto a la vida, repleta como el maíz de granos él pasa sin saber desgranarla, él sube y baja sin tocar la tierra, o a veces

se siente profundísimo y tenebroso, él es tan grande que no cabe en sí mismo, se enreda y desenreda, se declara maldito, lleva con gran dificultad la cruz de las tinieblas, piensa que es diferente a todo el mundo, todos los días come pan

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pero no ha visto nunca un panadero

ni ha entrado a un sindicato de panificadores, y así mi pobre hermano se hace oscuro, se tuerce y se retuerce y se halla; interesante, interesante, esta es la palabra, yo no soy superior a mi hermano, pero sonrío, porque voy por las calles y sólo yo no existo, la vida corre como todos los ríos, yo soy el único invisible,

no hay misteriosas sombras, no hay tinieblas, todo el mundo me habla, me quieren contar cosas, me hablan de sus parientes, de sus miserias

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y de sus alegrías,

todos pasan y todos

me dicen algo,

¡y cuántas cosas hacen!

cortan maderas,

suben hilos eléctricos,

amasan hasta tarde en la noche

el pan de cada día,

con una lanza de hierro

perforan las entrañas

de la tierra

y convierten el hierro

en cerraduras,

suben al cielo y llevan

cartas, sollozos, besos,

en cada puerta

hay alguien,

nace alguno,

y me espera la que amo,

y yo paso y las cosas

me piden que las cante,

yo no tengo tiempo,

debo pensar en todo,

debo volver a casa,

pasar ál Partido,

qué puedo hacer,

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todo me pide

que hable

todo me pide

que cante y cante siempre,

todo está lleno

de sueños y sonidos,

la vida es una caja

llena de cantos, se abre

y vuela y viene

una bandada

de pájaros

que quieren contarme algo

descansando en mis hombros,

la vida es una lucha

como un río que avanza

y los hombres

quieren decirme,

decirte,

por qué luchan,

se mueren,

por qué mueren,

y yo paso y no tengo

tiempo para tantas vidas,

yo quiero

que todos vivan

en mi vida

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y canten en mi canto,

yo no tengo importancia,

no tengo tiempo

para mis asuntos,

de noche y de día

debo anotar lo que pasa,

y no olvidar a nadie.

Es verdad que de pronto

me fatigo

y miro las estrellas,

me tiendo en el pasto, pasa

un insecto color de violín,

pongo el brazo

sobre un pequeño seno

o bajo la cintura

de la dulce que amo,

y miro el terciopelo

duro

de la noche que tiembla

con sus constelaciones congeladas,

entonces

siento subir a mi alma

la ola de los misterios,

la infancia,

el llanto de los rincones,

la adolescencia triste,

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y me da sueño,

y duermo

como un manzano,

me quedo dormido

de inmediato

con las estrellas o sin las estrellas,

con mi amor y sin ella,

y cuando me levanto

se fue la noche

la calle ha despertado antes que yo,

a su trabajo

van las muchachas pobres,

los pescadores vuelven

del océano,

los mineros

van con zapatos nuevos

entrando en la mina,

todo vive,

todos pasan,

andan apresurados,

y yo tengo apenas tiempo

para vestirme,

yo tengo que correr:

ninguno puede

pasar sin que yo sepa

adonde va, qué cosa

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le ha sucedido.

N o puedo

sin la vida vivir,

sin el hombre ser hombre

y corro y veo y oigo

y canto,

las estrellas no tienen

nada que ver conmigo,

la soledad no tiene

flor ni fruto.

Dadme para mi vida

todas las vidas,

dadme todo el dolor

de todo el mundo,

yo voy a transformarlo

en esperanza.

Dadme

todas las alegrías,

aún las más secretas,

porque si así no fuera,

¿cómo van a saberse?

Yo tengo que cantarlas,

dadme

la lucha

de cada día

porque ellas son mi canto,

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y así andaremos juntos, codo a codo, todos los hombres, mi canto los reúne: el canto del hombre invisible

que canta con todos los hombres.

* * *

Oda al caldillo de congrio

En el mar tormentoso de Chile vive el rosado congrio, gigante anguila de nevada carne. Y en las ollas chilenas, en la costa, nació el caldillo grávido y suculento, provechoso. Lleven a la cocina el congrio desollado, su piel manchada cede

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como un guante y al descubierto queda entonces el racimo del mar, el congrio tierno reluce ya desnudo, preparado para nuestro apetito. Ahora recoges ajos, acaricia primero ese marfil precioso, huele su fragancia iracunda, entonces deja d ajo picado caer con la cebolla y el tomate hasta que la cebolla tenga color de oro. Mientras tanto se cuecen con el vapor

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los regios camarones marinos y cuando ya llegan a su punto, cuando cuajó el sabor

en una salsa formada por el jugo del océano y por el agua clara que desprendió la luz de la cebolla, entonces que entre el congrio y se sumerja en gloria, que en la olla de aceite, se contraiga y se impregne. Ya sólo es necesario dejar en el manjar caer la crema como una rosa espesa, y al fuego lentamente entregar el tesoro hasta que en el caldillo se calienten las esencias de Chile, y a la mesa

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lleguen recién casados

los sabores

del mar y de la tierra,

para que en ese plato

tú conozcas el cielo.

Resumiendo este somero análisis podría decirse que la misión llevada a feliz término por Pablo Neruda a lo largo de 40 años de investigación espiritual ha consistido en su-primir los falsos problemas individuales que oscuren artificialmente la visual y en el planteamiento seguido de la correspondiente solución de los problemas propiamente tales. De todo lo cual pareciera surgir la enseñan-za de que la plenitud del individuo es la re-sultante natural de su integración correcta a la lucha social. Fuera de ella, fuera de la lu-cha social, todo es dolor, todo es tiniebla; to-dos los caminos conducen a la locura.

El hombre contemporáneo puede perfecta-mente doparse con whisky, con religión, con arte puro, con sexo, con palabras, con oro, con sangre, con cualquiera de los frutos en-venenados de la cultura burguesa, pero no puede sentirse bien, no puede respirar a todo

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pulmón, no puede florecer en todo el esplen-dor de su cuerpo y de su espíritu sino cum-pliendo sus deberes de hombre contemporá-neo:

Ayer la anticipación del futuro por medio de los [naipes

la adivinación por el agua; el invento de la rueda y el reloj; la domesticación del caballo. Ayer el activo mundo de los navegantes.

Ayer la abolición de las hadas y de los gigantes, la fortaleza contemplando el valle como un águila

[inmóvil, la capilla erigida dentro del bosque espeso; ayer la talla de ángeles y de alarmantes gárgolas.

El juicio de los herejes entre columnas dé'piedra; Ayer los feudos teológicos en todas las tabernas y la Cura milagrosa en la vertiente; ayer el aquelarre; pero hoy, la lucha.

Ayer la instalación de dínamos y de turbinas, de líneas férreas en los desiertos coloniales; ayer, la clásica conferencia acerca del origen del hombre; pero hoy, la lucha.

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Ayer, fe absoluta en los valores helénicos,

la caída del telón tras la muerte de un héroe;

las graves oraciones a la hora de la puesta de sol,

Ayer la adoración de un loco, pero hoy, la lucha.

Madrid es el corazón. Nuestros momentos de ter-

n u r a florecen ahí

en forma de ambulancias y de sacos de arena.

Nuestras horas de amistad ingresan al ejército del

[pueblo.

Mañana quizás el futuro. La investigación acerca

[de la fatiga

y el movimiento de barcos de cabotaje; la explo-

rac ión gradual

de todas las octavas de la radiación;

mañana el engrandecimiento de la conciencia por

[medio de regímenes alimenticios.

Mañana el redescubrimiento del amor romántico;

las fotografías del cuervo, todas las diversiones

bajo la noble sombra de la libertad;

mañana la hora del director de .escena y también

[la del músico.

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El bello rugir de un coro bajo la inmensa cúpula;

mañana el intercambio de ideas acerca de la

[crianza de perros finos,

la entusiasta elección de un comité

por un repentino bosque de manos elevadas. Pero

[hoy, la lucha.

Mañana los paseos por el lago, las semanas de

[perfecta comunión;

Mañana las carreras de bicicletas

por los suburbios en atardeceres de verano. Pero

[hoy, la lucha.

(De "España", de Wystan Hugh Auden.

Trad. de Jorge Elliott).

La significación y la influencia de Neruda no se reducen pues, en manera alguna, al pla-no de las imágenes poéticas.

Como lo dijo García Lorca, su poesía está más cerca de la sangre que de la tinta y cons-tituye una componente importante del pen-samiento revolucionario del siglo XX.

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Por eso es que no se puede hablar de Neru-da en abstracto, porque él no es un poeta de salón ni un buda absorto en la contempla-ción del ombligo. Fundamentalmente, él es un poeta social, un Maiakowsky de habla es-pañola, un ser humano que ha sorteado to-dos los peligros. Las flechas inflamadas que él arroja al espacio no vuelven ya a su punto de partida como las piedras de doble filo del Hondero Entusiasta, sino que se inscrustan en la frente y en el corazón del lector por muy gruesa que sea la capa de plomo que los cu-bra.

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MARIANO LATORRE, PEDRO PRADO

Y MI PROPIA SOMBRA

4-—Discursos de1

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Poco acostumbrado a los actos académicos quise conocer el tema de mi discurso y entre las sugerencias de mis amigos surgieron dos nombres de esclarecidos escritores, ambos an-tiguos miembros de esta Facultad, ambos de-finitivamente ausentes de nuestras humanas preocupaciones: Pedro Prado y Mariano La-torre.

Estos dos nombres despertaron ecos dife-rentes y contrarios en mi memoria.

Nunca tuve relación con Mariano Latorre y es a fuerza de razonamiento y de entendi-miento que aprecié sus condiciones de gran escritor, ligado a la descripción y la construc-ción de nuestra patria. Un verdadero escri-tor nacional es un héroe purísimo que nin-gún pueblo puede darse el lujo de soslayar.

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Esto queda al margen de las incidencias con-temporáneas, del tanto por ciento que debe pagar por su trabajo, del desinterés apresura-do y obligatorio de las nuevas generaciones, o de la malevolencia, personalismo o super-ficialidad de la crítica.

Lo único que conocí bien de Latorre fue su cara seca y afilada y no creo haber sido es-catimado por su infatigable alacraneo. Pero, sólo el contumaz rencoroso tomará en cuen-ta la pequeña crónica, los dimes y diretes, el vapor de las esquinas y cafeterías, al hacer la suma de las acciones de un hombre grande. Y hombre grande fue Latorre. Se necesitaba ancho pecho para escribir en él todo el ru-moroso nombre y la diversidad fragante de nuestro territorio.

La claridad de Mariano Latorre fue un gran intento de volvernos a la antigua fragancia de nuestra tierra. Situado en otro punto de la perspectiva social y en otra orientación de la palabra y del alma, muy lejos yo mismo del método y de la expresión de Mariano Lato-rre, no puedo menos que reverenciar su obra que no tiene misterios, pero que seguirá sien-

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do forma cristalina de nuestro natalicio, mim-bre patricio de la cuna nacional.

Otra cosa diferente y mucho más profun-da significó Pedro Prado para mí.

Prado fue el primer chileno en que vi el trabajo del conocimiento sin el pudor pro-vinciano a que yo estaba acostumbrado. De un hilo a otro, de una alusión a una presen-cia, persona, costumbres, relatos, paisajes, re-flexiones, todo se iba anudando en la conver-sación de Prado en una relación sin ambages en que la sensibilidad y la profundidad cons-truían con misterioso encanto un mágico castillo, siempre inconcluso, siempre intermi-nable.

Yo llegaba de la lluvia sureña y de la mo-nosilábica relación de las tierras frías. En es-te tácito aprendizaje a que se había confor-mado mi adolescencia, la conversación de Prado, la gozosa madurez de su infinita com-prensión de la naturaleza, su perenne diva-gación filosófica, me hizo comprender las po-sibilidades de asociación o sociedad, la comu-nicación expresiva de la inteligencia.

Porque mi timidez austral se basaba en lo inseparable de la soledad y de la expresión.

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Mi gente, padres, vecinos, tíos y compañeros, apenas si se expresaban. Mi poesía debía man-tenerse secreta, separada en forma férrea de sus propios orígenes. Fuera de la vida exigen-te e inmediata de cada día no podían aludir en su conversación los jóvenes del sur a nin-guna posible sombra, misterioso temblor, ni derrotado aroma. Todo eso lo dejé yo en com-partimento cerrado destinado a mi transmi-gración, es decir, a mi poesía, siempre que yo pudiera sostenerla en aquellos compartimen-tos letales, sin comunicación humana.

Naturalmente que no sc.lo había en mí, y en mi pésimo desarrollo verbal, culpa de cli-ma o peso regional, de extensiones despobla-das, sino que el peso demoledor de las dife-rencias de clase. Es posible que en Prado se mezclara el sortilegio de un activo y original meditador a la naturalidad social de la gran burguesía. Lo cierto es que Pedro Prado, ca-beza de una extraordinaria generación, fue para mí, mucho más joven que él, un supre-mo relacionador entre mi terca soledad y el inaudito goce de la inteligencia que su perso-nalidad desplegaba a toda hora y en todos los sitios.

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Sin embargo, no todos los aspectos de la creación de Prado, ni de su multivaliosa per-sonalidad, me gustaban a mí. Ni mis compa-ñeros literarios, ni yo mismo, quisimos hacer nunca el fácil papel de destripadores litera-rios. En mi época primera el iconoclasta ha-bía pasado de moda. No hay duda que revi-virá muchas veces. Ese papel de estrangulador agradará siempre a la envolvente vanidad co-lectiva de los escritores. Cada escritor quisie-ra estar, único sobreviviente respetado, en medio de la asamblea de la diosa Kali y sus adeptos estranguladores.

Los escritores de mi generación debíamos a los maestros anteriores deudas contantes y sonantes, porque se ejercitaba entonces una generosidad indivisible. Anotando en el libro de mis propias cuentas no son números po-bres los que acreditaré a tres grandes de nues-tra literatura. Pedro Prado escribió antes que nadie sobre mi primer libro "Crepusculario" una sosegada página maestra, cargada de sen-tido y presentimiento como una aurora ma-rina. Nuestro maestro nacional de la crítica, Alone, que es también maestro en contradic-ciones, me prestó casi sin conocerme algún di-

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ñero para sacar ese mismo primer libro mío de las garras del impresor. En cuanto a mis "20 poemas de amor" contaré una vez más que fue Eduardo Barrios quien lo entregó y recomendó con tal ardor a don Carlos Geor-ge Nascimento que éste me llamó para pro-clamarme poeta publicable con estas sobrias palabras: "Muy bien, publicaremos su obrita".

Mi disconformidad con Prado se basó casi siempre en otro sentido de la vida y en pla-nos casi extraliterarios que siempre tuvieron para mí mayor importancia que tal o cual problema estético. Gran parte de mi genera-ción situó los verdaderos valores más allá o más acá de la literatura, dejando los libros en su sitio. Preferíamos las calles o la naturale-za, los tugurios llenos de humo, el puerto de Valparaíso con su fascinación desgarradora, las asambleas sindicales turbulentas de la I.W.W.

Los defectos de Prado eran, para nosotros, ese desapasionamiento vital, una elucubración interminable alrededor de la esencia de la vi-da sin ver ni buscar la vida inmediata y pal-pitante.

Mi juventud amó el derroche y detestó la

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austeridad obligatoria de ia pobreza. Pero pre-sentíamos en Prado una crisis entre este equi-librio austero y la incitante tentación del mundo. Si alguien llevó un sacerdocio de un tipo elevado de la vida espiritual ese fue, sin eluda, Pedro Prado. Y por no conocer bastan-te la intimidad de su vida, ni querer tocar tampoco su secreta existencia, no podemos imaginarnos sus propios tormentos.

Su insatisfacción literaria tuvo mucha in-quietud pasiva y se derivó casi siempre hacia una constante interrogación metafísica. Por aquellos tiempos, influenciados por Apollinai-re, y aún por el anterior ejemplo del poeta de salón Stéphane Mallarmé, publicábamos nuestros libros sin mayúsculas ni puntuación. Hasta escribíamos nuestras cartas sin puntua-ción alguna para sobrepasar la moda de Fran-cia. Aún se puede ver mi viejo libro "Tenta-tiva del hombre infinito" sin un punto ni una coma. Por lo demás, con asombro, he visto que muchos jóvenes poetas de 1961 conti-núan repitiendo esta vieja moda afrancesada. Para castigar mi propio pasado cosmopolita me propongo publicar un libro de poesía su-

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primiendo las palabras y dejando solamente la puntuación.

En todo caso, las nuevas olas literarias pa-san sin conmover la torre de Pedro Prado, torre de los veinte agregando su valor al de los otros porque ya se sabe que él valía por diez. Hay una especie de frialdad interior, de anacoretismo que no lo lleva lejos, sino que lo empobrece.

Ramón Gómez de la Serna, el Picasso de nuestra prosa maternal, lo revuelve todo en la península y asume una especie de amazó-nica corriente en que ciudades enteras pasan rumbo al mar, con despojos, velorios, preám-bulos, anticuados corsés, barbas de proceres, posturas instantáneas que el mago capta en su fulminante minuto.

Luego viene el surrealismo desde Francia, Es verdad que éste no nos entrega ningún poeta completo, pero nos revela el aullido de Lautréamont en las calles hostiles de París. El surrealismo es fecundo y digno de las más solícitas reverencias por cuanto con un valor catastrofal cambia de sitio las estatuas, hace agujeros en los malos cuadros y le pone bigo-

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tes a Monna Lisa que, como todo el mundo sabe, los necesitaba.

A Prado no lo desentumece el surrealismo. El sigue perforando en su pozo y sus aguas se tornan cada vez más sombrías. En el fondo del pozo no va a encontrar el cielo, ni las es-pléndidas estrellas, sino que otra vez la tie-rra. En el fondo de todos los pozos está la tierra, como también en el fin del viaje del astronauta que debe regresar a su tierra y a su casa para seguir siendo hombre.

Los últimos capítulos de su gran libro "Un Juez Rural" se han metido ya dentro de este pozo y están oscurecidos no por el agua que fluye, sino por la tierra nocturna.

Pensando en modo más generalizado se ve que en nuestra poesía hay una tendencia me-tafísica, a la que no niego ni doy importancia.

No parto desde un punto de vista crítico es-tético, sino más bien desde mi plano creativo y geográfico.

Vemos esta soledad hemisférica en muchos otros de nuestros poetas. En Pedro Antonio González, en Mondaca, en Max Jara, en Jor-ge Hubner Bezanilla, en Gabriela Mistral.

Si se trata de una escapatoria de la reali-

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dad, de la repetición introspectiva de temas ya elaborados, o de la dominante influencia de nuestra geología, de nuestra configuración volcánica, turbulenta y oceánica, todo esto se hablará y discutirá, ya que los tratadistas nos esperan a todos los poetas con sus telescopios y escopetas. Pero no hay duda que somos pro-tagonistas semisolitarios, orientados o des-orientados, de vastos terrenos apenas cultiva-dos, de agrupaciones semicoloniales, ensorde-cidos por la tremenda vitalidad de nuestra na-turaleza y por el antiguo aislamiento a que nos condenan las metrópolis de ayer y de hoy.

Este lenguaje y esta posición son expresa-dos aún por los más altos valores de nuestra tierra, con regular intermitencia, con una es-pecie de ira, tristeza, o arrebato sin salida.

Si esta expresión no resuelve la magnitud de los conflictos es porque no los encara, y no lo hace porque los desconoce. De allí un de-sasosiego más bien formal en Pedro Prado, encantadoramente eficaz en Vicente Huido-bro, áspero y cordillerano en Gabriela Mis-tral.

De todos estos defectos, con todas estas contradicciones, tentativas y oscuridades,

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agregando a la amalgana la infinita y nece-saria claridad, se forma una literatura na-cional. A Mariano La torre, maestro de nues-tras letras, le corresponde este papel ingrato de acribillarnos con su claridad.

En un país en que persisten todos los ras-gos del colonialismo, en que la multitud de la cultura respira y transpira con poros eu-ropeos tanto en las artes plásticas como en la literatura, tiene que ser así. Todo intento de exaltación nacional es un proceso de rebeldía anticolonial y tiene que disgustar a las capas que tenaz e inconscientemente preservan la dependencia histórica.

Nuestro primer novelista criollo fue un poeta: don Alonso de Ercilla. Ercilla es un refinado poeta del amor, un renacentista li-gado con todo su ser a la temblorosa espuma mediterránea en donde acaba de renacer Afrodita. Pero, su cabeza, enamorada del gran tesoro resurrecto, de la luz cenital que ha llegado a estrellarse victoriosamente con-tra las tinieblas y las piedras de España, en-cuentra en Chile, no sólo alimento para su ardiente nobleza, sino regocijo para sus es-táticos ojos.

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En "La Araucana" no vemos sólo el épi-co desarrollo de hombres trabados en un com-bate mortal, no sólo la valentía y la agonía de nuestros padres abrazados en el común exterminio, sino también la palpitante cata-logación forestal y natural de nuestro patri-monio. Aves y plantas, aguas y pájaros, cos-tumbres y ceremonias, idiomas y cabelleras, flechas y fragancias, nieve y mareas que nos pertenecen, todo esto tuvo nombre, por fin, en "La Araucana" y por razón del verbo co-menzó a vivir. Y esto que recibimos como un legado sonoro era nuestra existencia que de-bíamos preservar y defender.

¿Qué hicimos? Nos perdimos en la incursión universal,

en los misterios de todo el mundo, y aquel caudal compacto que nos revelara el joven castellano se fue mermando en la realidad y falleciendo en la expresión. Los bosques han .sido incendiados, los pájaros abandonaron las regiones originales del canto, el idioma se fue llenando de sonidos extranjeros, los trajes se escondieron en los armarios, el baile fue sus-tituido.

Súbitamente, en una tarde de verano, sen-

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tí necesidad de la conversación de Prado. Me cautivó siempre ese ir y venir de sus razones, a las que apenas si se agregaba algún polvi-llo de personal interés. Era prodigioso su anaquel de observaciones directas de los seres o de la naturaleza. Tal vez esto es lo que se llama la sabiduría y Prado es lo que más se acerca a lo que en mi adolescencia pude de-nominar "un sabio". Tal vez en esto hay más de superstición que de verdad, puesto que después conocí más y más sabios, casi siem-pre cargados de especialidad y de pasión, te-ñidos por la insurgencia, recalentados en el horno de la humana lucha. Pero esa sensa-ción de poderío supremo de la inteligencia recibida en mi joven edad no me lo ha dado nadie después. Ni André Malraux que cruzó más de una vez conmigo, en interminables jornadas, los caminos entre Francia y Espa-ña, chisporroteando los eléctricos dones de su cartesianismo extremista.

Otro de mis sabios amigos ha sido mucho después el grande Ilya Ehrenburg, también deslumbrante en su corrosivo conocimiento de las causas y los seres, ardiente e inconmo-

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vible en la defensa de la patria soviética y de la paz universal.

Otro de estos grandes señores del conoci-miento cuya íntima amistad me ha otorgado la vida, ha sido Aragón, de Francia. Tam-bién el mismo torrente discursivo, el más mi-nucioso y arrebatado análisis, el vuelo de la profunda cultura y de la audaz inteligencia-, tradición y revolución. De alguna manera o de otra, pero de pronto Aragón estalla, y su estallido pone en descubierto su beligerancia espacial. La cólera repentina de Aragón lo transforma en un polo magnético cargado por la más peligrosa tempestad eléctrica.

Así, pues, entre mis sabios amigos este Pe-dro Prado de mi mocedad se ha quedado en mi recuerdo como la imagen sosegada de un gran espejo azul en que se hubiera reflejado, de una manera extensa, un paisaje esencial hecho de reflexión y de luz, serena copa siem-pre abundante del razonamiento y del equi-librio.

En aquella tarde atravesé la calle Matuca-na y tomé el destartalado tranvía del polvo-riento suburbio en que la añosa casa solarie-ga del escritor era lo único decoroso. Todo lo

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demás era pobreza. Al cruzar el parque y ver la fuente central que recibía las hojas caídas, sentí que me envolvía aquella atmósfera ale-górica, aquella claridad abandonada del maes-tro. Se agregaba, impregnándome, un aroma acerca de cuyo origen Prado guardó para mí un sonriente misterio, y que después descubrí que era producido por la hierba llamada "del barraco", planta olorosa de las quebradas chi-lenas que perdería su perfume si la llamára-mos planta "del verraco", disecándola de in-mediato. Ya confundido y devorado por la atmósfera, toqué la puerta. La casa parecía deshabitada de puro silenciosa.

Se abrió la pesada puerta. No distinguí a radie en la entresombra del zaguán, pero me pareció oir un patente o peregrino ruido de cadenas que se arrastraban. Entonces, de en-tre las sombras, apareció un enmascarado que levantó hacia mi frente un largo dedo amenazante, impulsándome a caminar hacia la gran estancia o salón de los Prado, que yo también conocía, pero que ahora se me pre-sentaba totalmente cambiado. Mientras ca-minaba, un ser mucho más pequeño, con tú-nica y mascara que lo cubrían compietamen-

5—Discursos de.

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te y encorvado con el peso de una pala llena de tierra, me seguía echando tierra sobre ca-da una de mis pisadas. En medio de la estan-cia me detuve. A través de las ventanas la tarde dejaba caer el extraño crepúsculo de aquel parque perdido en los extramuros des-moronados de Santiago.

En la sala casi vacía pude distinguir, ado-sados a los muros, una docena o más de si-llones o sitiales y sobre ellos, en cuclillas, otros tantos enigmáticos personajes con turbantes y túnicas que me miraban sin decir una pala-bra detrás de sus máscaras inmóviles. Los mi-nutos pasaban y aquel silencio fantástico me hizo pensar que estaba soñando o me había equivocado de casa o que todo se explicaría.

Comencé a retroceder, temeroso, pero al fin descubrí un rostro que reconocí. Era el del siempre travieso poeta Diego Dublé Urru-tia que, sin máscara que lo ocultara, me mi-raba, detenidas sus facciones en una moris-queta, a la que ayudaba levantándose la nariz con el índice de la mano derecha.

Comprendí que había penetrado en una de las ceremonias secretas que debían celebrarse siempre en alguna parte y en todas partes.

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Era natural que la magia existiera y que adep-tos y soñadores se reunieran en el fondo de abandonados parques para practicarla. Me retiré tembloroso. Los circunstantes, segura-mente llenos de orgullo por haberse mante-nido en sus singulares posiciones, me deja-ron ir, mientras aquel duende redondo, que más tarde conocí como Acario Cotapos, me persiguió con su pala hasta la puerta, cubrien-do de tierra mis pisadas de fugitivo.

No podría hablar de Prado sin recordar aquella impresionante ceremonia.

Para placer y dicha de su creación, la amar-ga lucha por el pan no fue conocida por el ilustre Pedro Prado, gracias a su condición hereditaria, miembro de una clase exclusiva que hasta entonces, durante la vida de nues-tro compañero y maestro, no padecía de so-bresaltos. Y la polvorienta calle que condu-cía a la antigua casa de Pedro Prado conti-nuaría por muchos años sin traspasar la valla de aquel elevado pensamiento.

Pero, tal vez para recóndita y reprimida satisfacción del poeta, en mis escasos regresos por aquellos andurriales, he visto que desapa-recieron las verjas y que centenares de niños

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pobres de las calles vecinas irrumpieron en las habitaciones solariegas transformadas hoy en una escuela. No se olvide que Pedro Pra-do, inconmovible tradicionalista, se inclinó ante la tumba de Luis Emilio Recabarren de-jando como una corona más de su abundan-te pensamiento, un decidido homenaje a las ideas que él creyó, calificó con inocencia conservadora como inalcanzables utopías.

Una tercera posibilidad de este discurso habría sido un autocrítico examen de estos cuarenta años de vida literaria, un encuentro con mi sombra. En realidad, éstos se cum-plen en esta primavera recién pasada, unién-dose al olor de las lilas, de las madreselvas de 1921, y de la imprenta "Selecta", de la calle San Diego, cuyo penetrante olor a tinta me impregnó al entrar y salir con mi pequeño primer libro, o librillo, la "Canción de la Fiesta" que allí se imprimió en octubre de aquel año.

Si tratara yo de clasificarme dentro de nuestra fauna y flora literaria o de otras fau-nas y floras extraterritoriales, tendría que de-clarar en este examen aduanero y precisa-mente en este Salón Central de la educación

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mi indeclinable deficiencia dogmática, mi precaria condición de maestro.

En la literatura y en las artes se producen a menudo los maestros. Algunos que tienen mucho que enseñar y algunos que se mueren por amaestrar, es decir, por la voluntad de dirigir. Creo saber, de lo poco que sé de mí mismo, que no pertenezco ni a los unos ni a los otros, sino simplemente a esa gregaria mul-titud siempre sedienta de los que quieren sa-ber.

No lo digo esto apelando a un sentimiento de humildad que no tengo, sino a las lentas condiciones que han determinado mi des-arrollo en estos largos años de los cuales de-bo dejar en esta ocasión, algún testimonio.

¿Qué duda cabe que el sentimiento de su-premacía y la comezón de la originalidad juegan un papel decisivo en la expresión?

Estos sentimientos que no existieron en la trabajosa ascensión de la cultura, cuando las tribus levantaban piedras sagradas en nues-tra América y en Occidente y Oriente las agujas de las pagodas y las flechas góticas de las basílicas querían alcanzar a Dios sin que

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nadie las firmara con nombre y apellido, se han ido exacerbando en nuestros días.

He conocido no sólo a hombres sino a na-ciones que antes de elaborar el producto, an-tes de que las uvas maduraran, antes de que los toneles estuvieran llenos y cuando las bo-tellas vacías esperaban, ya tenían el nombre, las consecuencias, y la embriaguez de aquel vino invisible.

El escritor desoído y atrapado contra la pared por las condiciones mercantiles de una época cruel ha salido a menudo a la plaza a competir con su mercadería, soltando sus pa-lomas en medio de la vociferante reunión. Una luz agónica entre crepúsculo de la no-che y sangriento amanecer lo mantuvo deses-perado y quiso romper de alguna manera el silencio amenazante. "Soy el primero", gri-tó: "Soy el único" siguió repitiendo con in-cesante y amarga egolatría.

Se vistió de príncipe como D'Annunzio y no dejó de incitar al estupefacto cardumen elegante de las playas este atrevido falsifica-dor de la audacia. En nuestras Américas ce-rriles se levantó contra la hirsuta mazorca de dictadores sin ley y de brutales encomenderos

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el elegante Vargas Vila, que cubrió con su valentía y su coruscante prosa poética toda una época otoñal de nuestra cultura.

Y otros y otros continuaron proclamán-dose.

En realidad, no se trata de que esta tradi-ción egocéntrica con su caótica formulación vaya más allá de las palabras. Se trata sólo, y en forma desgarradora, del pobre escritor acongojado por el muro de la ciudad que no lo escucha y que él debe derribar con su trom-peta para ver coronados a los ángeles de la luz. Y para que esta luz llegue no sólo a la delirante soberbia de su obra levantada con-tra la eternidad, sino que atraiga en forma dolorosa y a veces con el estampido final del suicidio la atención hacia la acción del espí-ritu, herida por una sociedad de corazones ásperos.

Muchos escritores de gran talento, aún en mi generación, debieron escoger este camino de los tormentos, en que se crucifica el poeta quemado por su propia vida mesiánica.

En plena recepción atmosférica de lo que venía y de lo que se iba, yo sentí pasar sobre mi cabeza estas ráfagas de nuestra inhuma-

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na condición. Teníamos que escoger entre aparecer como maestros de lo que no cono-cíamos para que se nos creyera, o condenar-nos a una perpetua y oscurísima situación de labriegos, de fecundadores del barro. Esta encrucijada de la creación poética nos llevó a las peores desorientaciones. Seguirán lle-vando tal vez a los que comiencen a sentirse perplejos entre las llamas y el frío de la ver-dadera creación poética.

Sólo Apollinaire con su genio telegráfico ha dicho la palabra justa:

Entre nous et pour nous mes amis

Je juge cette longue querelle de la tradition et de

[l'invention

De l'Ordre et de l'Aventure

Vous dont la bouche est faite à l'image de celle

[de Dieu

Bouche qui est l'ordre même

Soyez indulgents quand vous nous comparez

a ceux qui furent la perfection de l'ordre

Nous qui quêtons partout l'aventure

Nous ne sommes pas vos ennemis

Nous voulons vous donner de vastes et d'étranges

[domaines

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où le mystère en fleurs s'offre à qui veut le cueillir

Il y a là des feux nouveaux des couleurs jamais vues

ille phantasmes impondérables

Auxquels il faut donner la réalité

Nous voulons explorer la bonté contrée énorme

[où tout se tait

Il y a aussi le temps qu'on peut chasser où faire

[revenir

Pitié pour nous qui combattons toujours aux

[frontières

De l'illimité et de l'avenir

Pitié pour nos erreurs pitié pour nos péchés.

En cuanto a mí, me acurruqué en mis sen-tidos y seguramente me dispuse a acumular y pesar mis materiales, para una construcción que tal vez pensé y ahora confirmo, duraría hasta el final de mi vida. Digo seguramente porque no es posible predecirse a sí mismo y el que lo hace ya está condenado y publicado en su insinceridad. Sinceridad, en esta palabra tan modesta, tan atrasada, tan pisoteada y despreciada por el séquito resplandeciente que acompaña eróticamente a la estética, es-tá tal vez definida mi constante acción.

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Pero sinceridad no significa una simplista entrega de la emoción o del conocimiento.

Cuando rehuí primero por vocación y lue-go por decisión toda posición de maestro li-terario, toda ambigüedad de exterior que me hubiera dejado en trance perpetuo de exte-riorizar, y no de construir, comprendí de una manera vaga que mi trabajo debía producir-se en forma tan orgánica y total que mi poe-sía fuera como mi propia respiración, pro-ducto acompasado de mi existencia, resulta-do de mi crecimiento natural.

Por lo tanto, si alguna lección se derivaba de una obra tan íntimamente y tan oscura-mente ligada a mi ser, esta lección podría ser aprovechada más allá de mi acción, más allá de mi actividad, y sólo a través de mi si-lencio.

Salí a la calle durante todos estos años, dis-puesto a defender principios solidarios a hom-bres y pueblos, pero mi poesía no pudo ser enseñada a nadie. Quise que se diluyera so-bre mi tierra, como las lluvias de mis latitu-des natales. No la exigí ni en cenáculos ni en academias, no la impuse a jóvenes transmi-grantes, la concentré como producto vital de

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mi propia experiencia, de mis sentidos, que continuaron abiertos a la extensión del ar-diente amor y del espacioso mundo.

No reclamo para mí ningún privilegio de soledad: no la tuve sino cuando se me impu-so como condición terrible de mi vida. Y en-tonces escribí mis libros, como los escribí ro-deado por la adorable multitud, por la infi-nita y rica muchedumbre del hombre. Ni la soledad ni la sociedad pueden alterar los re-quisitos del poeta y los que se reclaman de una o de otra exclusivamente falsean su con-dición de abejas que construyen desde hace siglos la misma célula fragante, con el mis-mo alimento que necesita el corazón huma-no. Pero, no condeno ni a los poetas de la so-ledad ni a los altavoces del grito colectivo: el silencio, el sonido, la separación y la integra-ción de los hombres, todo es material para que las sílabas de la poesía se agreguen preci-pitando la combustión de un fuego imborra-ble, de una comunicación inherente, de una sagrada herencia que desde hace miles de años se traduce en la palabra y se eleva en el canto.

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Federico García Lorca, aquel gran encan-tador encantado que perdimos, me mostró siempre gran curiosidad por cuanto yo tra-bajaba, por cuanto yo estaba en trance de es-cribir o terminar de escribir. Igual cosa me pasaba a mí, igual interés tuve por su extra-ordinaria creación. Pero, cuando yo llevaba a medio leer alguna de mis poesías, levanta-ba los brazos, gesticulaba con cabeza y ojos, se tapaba los oídos, y me decía: "¡Para! ¡Pa-ra! ¡No sigas leyendo, no sigas, que me in-fluencias!"

Educado yo mismo en esa escuela de vani-dad de nuestras letras americanas, en que nos combatimos unos a otros con peñones andi-nos, o se galvanizan los escritores a puro di-tirambo, fue sabrosa para mí esta modestia del gran poeta. También recuerdo que me traía capítulos enteros de sus libros, ex-tensos ramos de su flora singular, para que yo sobre ellos les escribiera un título. Así lo hice más de una vez. Por otra parte, Manuel Altolaguirre, poeta y persona de gracia ce-lestial, de repente me sacaba un soneto in-concluso de sus faltriqueras de tipógrafo y me pedía: "Escríbeme este verso final que

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no me sale". Y se marchaba muy orondo con aquel verso que me arrancaba. Era él gene-roso.

El mundo de las artes es un gran taller en el que todos trabajan y se ayudan, aunque 110 lo sepan ni lo crean. Y, en primer lugar, estamos ayudados por el trabajo de los que precedieron y ya se sabe que no hay Rubén Darío sin Góngora, ni Apollinaire sin Rim-baud, ni Baudelaire sin Lamartine, ni Pablo Neruda sin todos ellos juntos. Y es por orgu-llo y no por modestia que proclamo a todos los poetas mis maestros, pues, ¿qué sería de mí sin mis largas lecturas de cuanto se escri-bió en mi patria y en todos los universos de la poesía ?

Recuerdo, como si aún lo tuviera en mis manos, el libro de Daniel de la Vega, de cu-bierta blanca y títulos en ocre, que alguien trajo a la quinta de mi tía doña Telésfora en un verano de hace muchos años, en los cam-pos de Quepe. Llevé aquel libro bajo la olo-rosa enramada. Allí devoré "Las montañas ardientes", que así se llamaba el libro. Un es-tero ancho golpeaba las grandes piedras re-dondas en las que me senté para leer. Subían

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enmarañados los laureles poderosos y los coi-gües ensortijados. Todo era aroma verde y agua secreta. Y en aquel sitio, en plena pro-fundidad de la naturaleza, aquella cristalina poesía corría centelleando con las aguas.

Estoy seguro de que alguna gota de aque-llos versos sigue corriendo en mi propio cau-ce, al que también llegarían después otras go-tas del infinito torrente, electrizadas por ma-yores descubrimientos, por insólitas revela-ciones, pero no tengo derecho a desprender de mi memoria aquella fiesta de soledad, agua y poesía.

Hemos llegado dentro de un intelectualis-mo militante a escoger hacia atrás, escoger aquellos que previeron los cambios y estable-cieron las nuevas dimensiones. Esto es falsifi-carse a sí mismo, falsificando los antepasa-dos. De leer muchas revistas literarias de aho-ra se nota que algunas escogieron como tíos o abuelos a Rilke o Kafka, es decir, a los que tienen ya su secreto bien limpio y con bue-nos títulos y forman parte de lo que ya es plenamente visible.

En cuanto a mí, recibí el impacto de libros desacreditados ahora, como los de Felipe Tri-

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go, carnales y enlutados, con esa lujuria som-bría que siempre pareció habitar el pasado de España, poblándolo de hechicerías y blasfe-mias. Los floretes de Paul Feval, aquellos es-padachines que hacían brillar sus armas ba-jo la luna feudal, o el ínclito mundo de Emi-lio Salgari, la melancolía fugitiva de Albert Samain, el delirante amor de Pablo y de Vir-ginia, los cascabeles tripentálicos que alzó Pe-dro Antonio González, dando a nuestra poesía un acompañamiento oriental que transformó, por un minuto, a nuestra pobre patria cordi-llerana en un gran salón alfombrado y dora-do, todo el mundo de las tentaciones, de to-dos los libros, de todos los ritmos, de todos los idiomas, de todas las abejas, de todas las sombras, el mundo, en fin, de toda la afir-mación poética, me impregnó de tal mane-ra que fui sucesivamente la voz de cuantos me enseñaron una partícula, pasajera o eter-na, de la belleza.

Pero mi libro más grande, más extenso, ha sido este libro que llamamos Chile. Nun-ca he dejado de leer la patria, nunca he sepa-rado los ojos del largo territorio.

Por virtual incapacidad me quedó siem-

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pre mucho por amar, o mucho que compren-der, en otras tierras.

En mis viajes por el Oriente extremo en-tendí sólo algunas cosas. El violento color, el sórdido atavismo, la emanación de los entre-cruzados bosques cuyas bestias y cuyos vege-tales me amenazaban de alguna manera. Eran sitios recónditos que siguieron siendo, para mí, indescifrables. Por lo demás, tam-poco entendí bien las resecas colinas del Pe-rú misterioso y metálico, ni la extensión ar-gentina de las pampas. Tal vez con todo lo que he amado a México no fui capaz de comprenderlo. Y me sentí extraño en los Montes Urales, a pesar de que allí se practi-caba la justicia y la verdad de nuestro tiem-po. En alguna calle de París, rodeado por el inmenso ámbito de la cultura más universal y de la extraordinaria muchedumbre, me sentí solo como esos arbolitos del sur que se levantan medio quemados, sobre las cenizas. Aquí siempre me pasó otra cosa. Se con-mueve aún mi corazón —por el que ha pa-sado tanto tiempo— con esas casas de made-ra, con esas calles destartaladas que comien-zan en Victoria y terminan en Puerto Montt,

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y que los vendavales hacen sonar como gui-tarras. Casas en que el invierno y la pobreza dejaron una escritura jeroglífica que yo com-prendo, como comprendo en la Pampa gran-del norte, mirada desde Huantajaya, poner-se el sol sobre las cumbres arenosas que to-man entonces los colores intermitentes, arro-badores, fulgurantes, resplandecientes o ce-nicientos del cuello de la torcaza silvestre.

Yo aprendí desde muy pequeño a leer el lomo de las lagartijas que estallan como es-meraldas sobre los viejos troncos podridos de la selva sureña, y mi primera lección de la inteligencia constructora del hombre aún no he podido olvidarla. Es el viaducto o puente a inmensa altura sobre el río Malle-co, tejido con hierro fino, esbelto y sonoro como el más bello instrumento musical, des-tacando cada una de sus cuerdas en la olo-rosa soledad de aquella región transparente.

Yo soy un patriota poético, un nacionalis-ta de las gredas de Chile.

¡Nuestra patria conmovedora! Cuesta un poco entreverla en los libros, tantos ramajes militares han ido desfigurando su imagen de nieve y agua marina. Una aureola aguerri-

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6—Discursos d e . .

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da que comenzó nuestro Alonso de Ercilla, aquel padre diamantino que nos cayó de la luna, nos ha impedido ver nuestra íntima y humilde estructura. Con tantas historias en cincuenta tomos se nos fue olvidando mirar nuestra loza negra, hija del barro y de las manos de Quinchamalí, la cestería que a ve-ces se trenza con tallos de copihues. Con tan-ta leyenda o verdad heroica y con aquellos pesados centauros que llegaron de España a malherirnos se nos olvidó que, a pesar de "La Araucana" y de su doloroso orgullo, nuestros indios andan hasta ahora sin alfabe-to, sin tierra y a pie desnudo. Esa patria de pantalones rotos y cicatrices, esa infinita la-titud que por todas partes nos limita con la pobreza, tiene fecundidad de creación, llu-viosa mitología y posibilidades de granero nu-meroso y genésico.

Conversé con las gentes en los almacenes de San Fernando, de Rengo, de Parral, de Chanco, donde las dunas avanzan hasta ir cubriendo las viviendas, hablé de hortalizas con los chacareros del valle de Santiago, y re-cité mis poemas en la Vega Central, al Sin-dicato de Cargadores, donde fui escuchado

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por hombres que usaban como vestimenta un saco amarrado a la cintura.

Nadie conoce sino yo la emoción de decir mis versos en la más abandonada oficina sa-litrera y ver que me escuchaban, como tos-tadas estatuas paradas en la arena, bajo el sol desbordante, hombres que usaban la antigua "cotona" o camiseta calichera. En los tugu-íios del puerto de Valparaíso, así como en Puerto Natales o en Puerto Mont, o en las usinas del gran Santiago, o en las minas de Coronel, de Lota, de Curanilahue, me han visto entrar y salir, meditar y callar.

Esta es una profesión errante dentro de la patria errante y ya se sabe que en todas par-tes me toman, a orgullo lo tengo, no sólo co-mo a un chileno más, que no es poco decir, sino como a un buen compañero, que ya es mucho decir. Esta es mi Arte Poética.

En Temuco me tocó ver el primer auto-móvil, y luego el primer aeroplano, la em-barcación de don Clodomiro Figueroa, que se despegaba del suelo como un inesperado volantín sin más hilo que la solitaria volun-tad de nuestro primer caballero del aire. Des-de entonces, y desde aquellas lluvias del sur,

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todo se ha transformado y este todo com-prende el mundo, la tierra, que los geógrafos ahora nos muestran menos redonda, sin con-vencernos bien aún, porque también tarda-mos los hombres antes en dejar de creer que no era tan plana como se pensaba.

Cambió también mi poesía. Llegaron las guerras, las mismas guerras

de antaño, pero llegaron con nuevas cruel-dades, más arrasadoras. De estos dolores que a mí me salpicaron y me atormentaron en España vi nacer la Guernica de Picasso, cua-dro que a la misma altura estética de la Gio-conda está también en el otro polo de la con-dición humana: uno representa la contem-plación serenísima de la vida y de la belleza y, el otro, la destrucción de la estabilidad y de la razón, el pánico del hombre por el hom-bre. Así, pues, también cambió la pintura.

Entre los descubrimientos y los desastres que hicieron trepidar las piedras bajo nues-tros pies y las estrellas sobre nuestros pensa-mientos llegó, desde la mitad del siglo pasa-do hasta los comienzos de este siglo, una ge-neración de extraordinarios padres de la es-peranza. Marx y Lenin, Gorki, Romain Ro-

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lland, Tolstoy, Barbusse, Zola, se levantaron como grandes acontecimientos, como nuevos conductores y constructores del amor. Lo hi-cieron con hechos y con palabras y nos deja-ron encima de la mesa, encima de la mesa del mundo, un paquete que contenía una cauda-losa herencia que nos repartimos: era la res-ponsabilidad intelectual, el eterno humanis-mo, la plenitud de la conciencia.

Pero, luego vinieron otros hombres que se sintieron desesperados. Ellos pusieron nue-vamente frente al follaje de las generaciones el espectáculo del hombre aterrorizado, sin pan y sin piedra, es decir, sin alimento y sin defensa, tambaleando entre el sexo y la muer-te. El crepúsculo se hizo negro y rojo, envuel-to en sangre y humo.

Sin embargo, las grandes causas humanas revivieron fuertemente. Porque el hombre no quería perecer se vio de nuevo que la fuen-te de la vida puede seguir intacta, inmacula-da y creadora. Hombres de mucha edad co-mo el insigne Lord Bertrand Russell, como Charles Chaplin, como Pablo Picasso, como el norteamericano Linus Pauling, como el doctor Schweitzer, como Lázaro Cárdenas, se

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opusieron en nombre de millones de hombres a la amenaza de la guerra atómica y de pron-to pudo ver el ser humano que estaban repre-sentados y defendidos todos los hombres, aún los más sencillos, y que la inteligencia no po-día traicionar a la humanidad.

El continente negro, que abasteció de es-clavos y de marfil a la codicia imperial, dio un golpe en el mapa y nacieron veinte repú-blicas. En América latina temblaron los tira-nos. Cuba proclamó su inalienable derecho a escoger su sistema social. Mientras tanto, tres muchachos sonrientes, dos jóvenes soviéticos y uno norteamericano, se mandaron a hacer un traje extraño y se largaron a pasear entre los planetas.

Ha pasado, pues, mucho tiempo desde que entré con reverencia a la casa solariega de Pe-dro Prado, por primera vez, y desde que des-pedí los restos de Mariano Latorre en nues-tro desordenado Cementerio General. Des-pedí a aquel maestro como si despidiera al campo chileno. Algo se iba con él, algo se in-tegraba definitivamente a nuestro pasado.

Pero, mi fe en la verdad, en la continui-dad de la esperanza, en la justicia y en la poe-

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sía, en la perpetua creación del hombre, vie-nen desde ese pasado, me acompañan en este presente y han acudido en esta circunstancia fraternal en que nos encontramos.

Mi fe en todas las cosechas del futuro se afirma en el presente. Y declaro, por mucho que se sepa, que la poesía es indestructible. Se hará mil astillas y volverá a ser cristal. Na-ció con el hombre y seguirá cantando para el hombre. Cantará. Cantaremos.

A través de esta larga Memoria que pre-sento a la Universidad y a la Facultad de Fi-losofía y Educación que me recibe y que pre-siden Juan Gómez Millas y Eugenio Gonzá-lez, amigos a quienes me unen los más anti-guos y emocionantes vínculos, habéis escu-chado los nombres de muchos poetas que cir-culan dentro de mi creación. Muchos otros no nombré, pero también forman parte de mi canto.

Mi canto no termina. Otros renovarán la forma y el sentido. Temblarán los libros en los anaqueles y nuevas palabras insólitas, nue-vos signos y nuevos sellos sacudirán las puer-tas de la poesía.

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Aquí mismo y hace escasos minutos, me ha conmovido una vez más la desbordante vocación, la prodigiosa invención con que Ni-canor Parra consteló generosamente esta sala y encendió una fosfórica luz sobre mi cabe-za provinciana.

Entre todas las instituciones de mi patria, aprendí a amar y respetar nuestra Universi-dad. Junto con agradecer el honor que me confiere pienso que sólo un poeta como Ni-canor Parra podía haberme recibido en ella, transmitiendo el fulgor de su resplandecien-te poesía a la noble distinción que la Univer-sidad me ha dispensado en esta noche.

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I N D I C E

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Discurso de bienvenida en honor de Pablo Neruda 9

Mariano Latorre, Pedro Prado y mi propia sombra 49

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