Cuentos de Pedro Manay Sáenz

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Cuentos de Pedro Manay Sáenz 2011 1 Prof. Rogelio Vilcherrez Chozo Blog: Literatura y Tradición Lambayecana http://literaturalambayecana-rogelio.blogspot.com/ Correo: [email protected] [email protected] Material para el blog (Cuentos) Autor: Pedro Manay Sáenz 1. Dos amigos Han ido al jardín de los cerezos. ¡Se les ve tan bellos! Un aura dorada los envuelve. Parecen ángeles. Son testimonio de la Ternura de Dios. Así era. Estaban en el jardín de los cerezos. Hacía 2 minutos, se habían conocido y, sin embargo, ya se sentían como hermanos. No sé si el jardín estaba en Ubatuba o en Bengala. Si sé que el clima estaba cálido, 29 ó 30° C; el Sol, como escondido, y un céfiro de poesía refrescaba los rostros de Amal y Tetsuo. ¡Cristalino sueño que se hizo realidad en un plano, pienso, sutil e ideal! El encuentro de 2 corazones infantiles; acaso, de la 7ma. Dimensión o, más simple, del Universo del Amor. Hermanos entrañables desde el espíritu planetario de Tagore y el humanísimo corazón de Mauro de Vasconcelos. ¿Es verdad que quisiste tener varios oficios? Es verdad; ¡pero, sobre todo, quise ser cartero del rey! ¡Qué cosa más linda ir de casa en casa, tocar con 2 golpecillos las puertas, delicadamente, y decir: esta carta les manda el rey! Yo sé que vas a ser un cartero muy querido; pero procura ser portador de noticias buenas solamente. Que el corazón del rey no es tan fuerte como se cree. Y la gente del reino, en verdad, lo ama. Eso es fácil de solucionar. Le pediré al rey un permiso especial para poder leer las cartas antes de entregarlas. Así sabré cuáles contienen buenas noticias y cuáles, no. Las primeras las repartiré yo. Y las segundas se las entregaré a un cartero real que sea un hombre mayor y sabio, pidiéndole que guarde para siempre aquellas cartas que contengan noticias ingratas que ya no tienen solución. Y las restantes, que las lleve a su destino; pero que él mismo las lea, poniendo un tono suave, tranquilo. Y que después sepa orientar con sabiduría y compasión. Tetsuo estuvo de acuerdo con que no había solución mejor al asunto de las cartas con noticias no gratas. Después, recordando súbitamente algo entrañablemente familiar, suspiró diciendo. Quizá, yo mismo te encargue una carta. Sería feliz llevándotela. ¿Cuál es la dirección? El palacio japonés. ¡Un palacio! ¿Acaso eres un príncipe? Algo así. ¿Y es hermoso tu palacio? En realidad, sí; aunque me trae tristes recuerdos.

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Un valioso material de cuentos del escritor lambayecano Pedro Manay Sáenz.http://literaturalambayecana-rogelio.blogspot.com/

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1 Prof. Rogelio Vilcherrez Chozo

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Material para el blog (Cuentos) Autor: Pedro Manay Sáenz

1. Dos amigos

— Han ido al jardín de los cerezos.

— ¡Se les ve tan bellos! — Un aura dorada los envuelve. Parecen ángeles. — Son testimonio de la Ternura de Dios.

Así era. Estaban en el jardín de los cerezos. Hacía 2 minutos, se habían conocido y, sin embargo, ya se sentían como hermanos. No sé si el jardín estaba en Ubatuba o en Bengala. Si sé que el clima estaba cálido, 29 ó 30° C; el Sol, como escondido, y un céfiro de poesía refrescaba los rostros de Amal y Tetsuo. ¡Cristalino sueño que se hizo realidad en un plano, pienso, sutil e ideal! El encuentro de 2 corazones infantiles; acaso, de la 7ma. Dimensión o, más simple, del Universo del Amor. Hermanos entrañables desde el espíritu planetario de Tagore y el humanísimo corazón de Mauro de Vasconcelos.

— ¿Es verdad que quisiste tener varios oficios? — Es verdad; ¡pero, sobre todo, quise ser cartero del rey! ¡Qué cosa

más linda ir de casa en casa, tocar con 2 golpecillos las puertas, delicadamente, y decir: esta carta les manda el rey!

— Yo sé que vas a ser un cartero muy querido; pero procura ser portador de noticias buenas solamente. Que el corazón del rey no es tan fuerte como se cree. Y la gente del reino, en verdad, lo ama.

— Eso es fácil de solucionar. Le pediré al rey un permiso especial para poder leer las cartas antes de entregarlas. Así sabré cuáles contienen buenas noticias y cuáles, no. Las primeras las repartiré yo. Y las segundas se las entregaré a un cartero real que sea un hombre mayor y sabio, pidiéndole que guarde para siempre aquellas cartas que contengan noticias ingratas que ya no tienen solución. Y las restantes, que las lleve a su destino; pero que él mismo las lea, poniendo un tono suave, tranquilo. Y que después sepa orientar con sabiduría y compasión. Tetsuo estuvo de acuerdo con que no había solución mejor al asunto de las cartas con noticias no gratas. Después, recordando súbitamente algo entrañablemente familiar, suspiró diciendo.

— Quizá, yo mismo te encargue una carta. — Sería feliz llevándotela. ¿Cuál es la dirección? — El palacio japonés. — ¡Un palacio! ¿Acaso eres un príncipe? — Algo así. — ¿Y es hermoso tu palacio? — En realidad, sí; aunque me trae tristes recuerdos.

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— ¿Por qué? — Allí, fui feliz por un tiempo; pero, luego, algo pasó... Una especie de

sueño confuso, una cierta enfermedad, las cosas que fluían cual imágenes oníricas de un melancólico fabulador, un buen muchacho que pintaba y pintaba; visiones, más visiones, entre el sopor de un artificio y la sed de algo superior en el corazón del artista que, pese a todo, una tarde, dejó de latir...

— ¡No, no sigas! Tu melancolía me contagia y me recuerda un largo viaje que, contra mi voluntad, debí hacer. Aun ahora no sé bien adónde fue. Supongo que algo tuvo que ver el rey, porque ese viaje empezó no bien me informaron que yo iba a ser cartero real. ¡Un aire de tristeza me llega cuando pienso en mi casa y me veo a mí mismo, sentado, tranquilo, contemplando por mi ventana a todos mis amigos! Cierto es que yo deseaba aprender sus oficios. ¡Cómo no iba a querer si yo estaba limitado, por mi enfermedad, a permanecer quieto en mi casa! Yo podía recibir el encargo de cualquier tarea con tal de echarme a andar las largas calles del reino, arriba, abajo, al norte, al sur! Y, además, ¡eran tan divertidos los oficios de todos ellos! Tú sabes que nosotros, los niños, guardamos las semillitas de cada buen oficio. Por eso es que jugamos a tantas cosas: a ser albañiles, a ser vendedores, a ser músicos, a ser artesanos, a ser pintores,...

— Nuestro trabajo es nuestro juego. — Tetsuo, ¿algún día me harás conocer tu palacio japonés? — Me encantaría, y mucho. Pero ya no creo que exista. — ¿Por qué? — Han pasado muchos años. Y casi todo el mundo lo ha olvidado. Pasa

como en todo: el olvido va haciendo que aquello que antes fue, ahora, ya no sea.

— ¡Pero, tú siempre te acuerdas de tu palacio! — No creas. Hasta yo, a veces, he querido olvidarlo. — No entiendo. — En mi palacio, fui muy feliz; pero, también, muy triste. Y las cosas

que uno siempre desea recordar son aquéllas que te dieron felicidad plena. Al menos, yo lo creo así.

— Quizá, el constructor de tu palacio haya hecho el viaje final. — Sí, seguro que sí. Una razón más para que la gente (que tiene

memoria frágil) olvide las cosas incluso bellas. Nos hemos quedado solos, Amal. Quizá, sólo nos recordemos el uno al otro.

— No, Tetsuo, no pienses así. Hay unos pocos que todavía nos recuerdan y nos aman.

— La ternura va desapareciendo del mundo. — Y los soñadores son, cada día, menos. Y no faltan aquéllos que se

rinden a mitad del camino. Pero, hemos de mantener viva la fe y la esperanza. — Sí, hemos de mantenerla. — Vamos, Tetsuo. Veamos el arroyo de los peces de colores...

Caminaron. Y la yerba estuvo más suave; y el cielo se mostró como un lienzo de color azul mediterráneo. Se sentaron, con toda la inocencia del mundo, al borde del arroyo. Y éste, de hecho, sintió la presencia de los 2 mágicos niños. Onduló, graciosamente, sus aguas; liberó una melodía de piano

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acuático; pidió a los peces de 7 colores que den saltos sobre el agua; tuvo destellos como de polvo de oro y sugirió, gentil y silenciosamente, a los niños que entren a sus aguas. Tetsuo y Amal sonrieron y, olvidando sus penas y alegrías, disfrutaron del espléndido arroyo. Y aparecieron palomas con cintas blancas que llevaban escritas, en bellas letras doradas, versos de los Salmos y del Gita. Y una lira de plata obsequiaba acordes que manos invisibles pulsaban. Tetsuo y Amal, gozosamente conquistados por aquellos sucesos extraordinarios, siguieron nadando, tanto que ingresaron al río-madre de aquel precioso arroyo. Y vieron una nave blanca cuyo velamen tenía grecas de oro. Y, desde la proa, una hermosa muchacha, vestida con túnica celeste y corona de diamantes, les sonreía y les extendía, amorosamente, sus manos. Ellos, cansados de nadar, se miraron para recordarse una posibilidad secreta. Fue entonces que empezaron a caminar sobre las aguas, mientras la sublime radiación de sus cuerpos aumentaba. Diminutas estrellas nacían de sus manos y destellos de amor puro se desprendían de sus hermosos ojos. Al subir al barco, la misteriosa muchacha, que parecía ser una princesa, los abrazó tiernamente, como una madre que vuelve a ver a sus amados hijos después de mucho tiempo...

— Vengan. Los habíamos estado esperando. Tetsuo, luego de observar la brillante proa del barco, con delicado

respeto, dijo: — Sólo la vemos a usted. ¿Quién más nos espera? — Síganme.

El barco no era de madera ni de hierro. Estaba hecho del sutil material de los sueños, en la dimensión astral, seguramente. Tetsuo y Amal, invadidos por indescriptible gozo, caminaron sintiéndose como en su propio hogar. Y, en 2 sillones preciosos, tapizados con seda púrpura bordada con hilos también de oro, se hallaban sentados, vestidos de blanco, dos seres muy queridos: ¡José Mauro de Vasconcelos y Rabindranath Tagore!

— Bienvenidos, hijos nuestros. Esta vez, el abrazo tuvo la gran efusión del inmenso cariño paternal.

— ¿Adónde iremos? —preguntó sonriente Amal. — Ahora —indicó Mauro de Vasconcelos—, el viaje será de alegría

total. Ésta es la Nave de la Belleza y la Poesía; y navegamos a la siempre hermosa Playa de la Maravilla y la Eternidad. La nave blanca, con los 5 tripulantes a bordo -o talvez, más- se desplazó, unos instantes, por el agua; pero, después, levantó vuelo y se perdió entre la insondable bruma del infinito.

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2. Princesa

Era viernes y el rey había pedido una gran fiesta para aquella noche,

sin motivo particular alguno, sólo por el placer de poder bailar con la reina, con su primogénita, con las bellas damas de palacio y con las principales invitadas de las familias más aristocráticas de su reino. Cien personas se movilizaron eficientemente durante 2 semanas para dejar todo listo: una decoración fastuosa en el Salón Turquesa de Palacio, donde 10 arañas destellaban gracias a 100 cirios prendidos; una cena propiamente de reyes; la bebida; de uva y centeno; la orquesta, 25 músicos excepcionales; los postres, deliciosos; las flores, distribuidas estéticamente -lirios y pompones, gladiolos y rosas- y los perfumes que, por sí solos, hablaban de la esplendidez del dueño de casa. Llegadas las doce, la gente colmó el amplio e iluminado espacio del opulento Salón Turquesa. La música, bellísima, hacía aflorar en cada asistente la emoción propia de las fiestas de palacio. Así que, estando ya todo conforme, el rey ordenó que aparezca ante los invitados la única persona que estaba faltando: la princesa Marjorie. Fueron elegantes damas a traer a tan importante presencia. Una de ellas, la institutriz Tonia, tocó la puerta e ingresó a la recámara de Marjorie.

— Los invitados quieren verla, princesa. Haría bien en no hacerlos esperar.

— No es mi intención causar ningún enfado a mi padre, el rey; pero os digo, una vez más, que no encuentro ningún provecho en estas fiestas. El oro que habéis gastado en los preparativos pudo haber alimentado y vestido a unas 200 familias pobres…

— ¡Qué cosas terribles dices, princesa Marjorie! De lejos, se oía la voz del padre que seguía reclamando la presencia de su adorada primogénita.

— ¿He de ir yo mismo a traer a la princesa? ¡He!, ¿qué pasa con Marjorie! Cornelia, la vieja nodriza, explicó nerviosamente:

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— Cosas de princesas, Majestad. Detalles de mujer. Ahora mismo, bajará.

— Decidle a Marjorie que no necesita de mayores adornos ni aderezos. ¡Ella ha heredado la belleza de su madre, que ha sido y seguirá siendo la mujer más hermosa de mi reino! ¡Quiero ver a mi primogénita ahora mismo! Y la princesa, que todo lo había escuchado, sonreía, no con ironía, sino con la sonrisa de quien ha comprendido qué vanas son las ansiedades humanas. — No desaire a vuestro padre —expresó preocupada Tonia—; bajad ahora mismo, por favor. Entonces, la princesa, que tenía una sublime sensibilidad humana, confortó a su vieja institutriz, diciendo:

— Bajaré, Tonia, bajaré; pero sólo por complacer a mi padre. El vestido palo-rosa que lucía era precioso, y armonizaba con el suave

rubor de sus mejillas. En verdad, era hermosa; pero, no menos inteligente y sensitiva. Muchos invitados tuvieron la certidumbre de ver no a una finísima aristócrata; sino, más bien, a un ángel descendiendo por la amplia y florecida escalera del Salón Turquesa…

— Ven, hija mía, ven. Nuestros invitados desean verte —hablaba el rey,

rebosante de entusiasmo y paternal orgullo. Todas las miradas se concentraron en ese perfumado y leve ser que parecía descender como en el sueño de un músico o de un poeta. Dos condes, todavía jóvenes y solteros, se emocionaron vivamente ante la sublime figura de la princesa Marjorie. Sus corazones latían exaltados y sumisos, vitales y enamorados. La orquesta dio vida al primer vals. Y el rey bailó, primero, con la reina; luego, con Marjorie. ¡Qué fluidez y elegancia de movimientos al compás de la música! ¡La princesa era un delicado y tierno cisne en su propio lago! Dos, tres, cuatro valses que permitieron dar a conocer la innata destreza de la bella Marjorie. Pronto, las demás parejas, a una orden del rey, empezaron a llenar de alegría y colorido, de ritmo y movimiento el radiante Salón Turquesa… Concluido el séptimo baile, el rey, algo mareado ya por el vino y el baile, pidió que su heredera hable, “puesto que reconocida es ya su elocuencia y su inspiración”. Fue el momento que la bella princesa aprovechó:

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— ¿Qué os diré, aristócratas de este reino, que os complazca y que, al mismo tiempo, armonice con mi conciencia? Se hizo un expectante silencio. La princesa continuó: — Os invito a moveros y a reposar, a subir y luego descender los caminos de la vida. Pero, mirad el fondo del camino y preguntad por el destino de los seres humanos. ¡No para desperdiciar los amadísimos días del Sol es que hemos venido a este mundo; sino para vivir cabalmente la vida! Ello significa no ceder -fácilmente, al menos- a la vanidad en ninguna de sus formas. Apenas tengo 20 años; pero sé que la vida causa, muchas veces, hastío a los hombres, ya nobles, ya labriegos. ¡Os pido que derrotéis el hastío y la vacuidad de vuestras vidas! ¡Id al fondo de vuestra existencia y descubrid el por qué de vuestro paso por el mundo! Vuestro corazón lo anhela. Vuestra alma lo exige. Dejad de creer que la vida es una oscura monotonía de años y sucesos. ¡La vida es amor y libertad infinitos! No temáis a desprenderos de vuestras viejas máscaras: un mundo de paz y de esperanza os espera. ¡Amad la vida como amáis vuestros títulos y posesiones! ¡Amad la fe en un futuro nuevo! Y dejad de levantar murallas entre vosotros y el pueblo que tanto sufre, ¡siendo vuestro real sustento! Ayudad a los más pobres. Y veréis que, en la lóbrega penumbra de vuestras conciencias y corazones, surgen los destellos de un Sol de Belleza y Sabiduría. Será para alumbraros vuestro camino. Será para recordar que la vida es sólo un soplo y que hemos de pensar y actuar para la Eternidad… Todos se miraron como asustados y haciendo gestos de desaprobación e incomodidad. El rey se sentó toscamente sobre su sillón de oro, intrigado y aturdido. Algunos parecían no haber entendido nada. Lejos estaban de saber que eran las palabras de quien, 10 años después, se convertiría en la reina más amada y magnánima en toda la historia de este lejano, pero hermoso reino

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3. El viaje

Una tarde, mientras observaba el movimiento de la gente en los

jardines colgantes, el pintor Mazeb dijo a su sobrino Artak: — Hace un año, prometí llevarte a Egipto, para que conozcas las pirámides… Los ojos de Artak, un pastorcillo de 13 años, brillaron de emoción. Y sintió, además, en su pecho, el ansioso tamborileo de su inquieto corazón. — Ha llegado el momento de honrar mi palabra. Va preparando tus cosas. Dentro de 4 días, haremos el viaje. El pastor de cabras no supo qué decir. Era parte de su naturaleza el ser escaso de palabras; pero tenía, en cambio, una intensa vida interior. El astrólogo Melquib había dicho al extinto padre que el muchacho no iba a ser siempre un pastor; que tenía un corazón y un espíritu muy especiales. — Como siempre, te has quedado callado, pensando. ¿Cuándo será el día que puedas exteriorizar fluidamente tus ideas y sentimientos? — Tío Mazeb, sabes que he soñado mucho con ir a conocer Egipto. Siempre te estaré agradecido por llevarme allá. — Cuando murió tu padre, me hizo prometer que te cuidara y educara. Lo primero sí lo puedo hacer. En cuanto a lo segundo, no estoy muy seguro. Toda mi vida he sido un simple pintor de muros. — Lo que me enseñas ya es bastante para mí. Y sé que tengo mucho más que aprender de ti. El crepúsculo ya se iba formando. Y, entonces, la belleza de los jardines adquiría rasgos aun más especiales. Las siluetas de los visitantes comenzaban a ir esfumándose, moviéndose hacia el primer nivel, en la ansiedad de retornar a sus lugares de origen. — Babilonia siempre se sentirá orgullosa de estos hermosos jardines, obra maestra de sus mejores arquitectos. — Pero llegará el día en que sólo será un simple recuerdo del mundo antiguo.

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Profunda extrañeza le causaron a Mazeb las palabras de su sobrino. Los jardines colgantes apenas llevaban 10 años de construidos. Pero Mazeb no replicó nada. “Talvez, Artak tenga el don de profecía”. Los 7 días transcurrieron velozmente. La víspera del viaje, Mazeb fue a casa de Artak, para conversar con la madre de éste. — Te doy las gracias, Mazeb. Este viaje ha sido el sueño más querido de mi hijo. Su padre lo hubiera hecho en persona; pero, el destino ha querido que seas tú su guía y protector.

— Sólo estoy cumpliendo una promesa, Mirzá. — Nuevamente, te doy las gracias. — ¿Cómo van los preparativos? — Tengo listo todo: las provisiones, la ropa, agua para el camino, y 2

monedas de oro para cualquier urgencia durante el viaje. — Bien. Ahora, debo irme a preparar un par de cosas para el viaje.

Artak, mañana estaré aquí, antes del amanecer. ¿Estarás listo? — Sí, tío; estaré listo. — Debes descansar temprano. — Así lo haré.

Mirzá no pudo dormir. Le preocupaba que Artak, por la ansiedad del viaje, no estuviera durmiendo también. Pero, se equivocaba. Artak descansaba sumido en un sueño muy profundo. Su organismo entendía, de seguro, que a la mañana siguiente, iba a requerir de mucha energía. Por eso, su descanso fue absolutamente reparador. Y, pese a la hondura del sueño, logró despertarse a la hora indicada. De manera que, cuando la madre le habló, creyendo que seguía dormido, él ya estaba cambiado y revisando todas las cosas que llevaría al viaje.

— Hijo, ya es hora. Tu tío debe estar por llegar. — Estoy revisando mis cosas para el viaje.

Sonó la puerta de madera.

— Soy Mazeb. Mirzá lo dejó entrar.

— ¡Vamos! — ¿No deseas unas cuantas tortas de trigo? — Puedes darme; pero para el camino. Ya es hora. Afuera, tengo un

dócil camello para llevar las cosas... Algunos instantes más tarde, se vio a tío y sobrino, caminar ligeramente por un costado de la plaza principal.

— ¡A Egipto, Artak!

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— ¡A las pirámides! Tal como lo había pensado Mazeb, luego de medio día de camino, encontraron una caravana de hindúes yendo hacia El Cairo. Mazeb hizo una consulta al viajero de barba blanca.

— Sí, pueden unirse a nosotros. Se detuvieron al pie de varios sicómoros. Almorzaron. El Sol estaba

fuerte. Descansaron por un momento. — El viaje dura 7 días. Así que haremos bien en reposar, para mantener

la energía y el ánimo en alto —dijo el hombre barbicano. Artak se cubrió la cabeza con un trapo amarillo y durmió. Entre sueños,

oía la sosegada charla de los experimentados viajeros hindúes. — Nosotros venimos de Calcuta y vamos hacia El Cairo. Cuestiones de

negocios. ¿Y ustedes? — Venimos de Babilonia. Viajamos hacia las pirámides. — Ah, es un asunto esotérico. ¿Vas a iniciarte tú o el muchacho? — No, sólo cumplo su deseo de llevarlo a conocer las pirámides. — Van a llegar en un momento especial. Dentro de 7 días, habrá Luna

llena. Verán, entonces, el ritual de las iniciaciones, al pie de la Esfinge. — Será un privilegio presenciarlo. — No te veo —observó el anciano hindú— con inclinaciones esotéricas.

¿Es por el muchacho que viajas? — Exactamente. — Es una acción loable la que realizas.

Artak vio en sueños a su madre. Ella tenía el rostro muy triste. Y le decía: “Acuérdate que te he querido tanto, hijo mío”. De los ojos de Artak se desprendieron varias lágrimas. Pero, no le encontró mucho sentido a este sueño. Días después, lo comprendería. Artak despertó en el instante mismo que la caravana se disponía a reanudar el camino.

— ¡Asegúrense de no dejar alguna cosa! —recomendó el anciano. — En marcha. Durante casi 8 horas, caminaron por territorio desértico, con 44°C a la

sombra. En los tramos más difíciles, Mazeb hacía que Artak viaje sobre el camello.

Un joven hindú pronunció palabras muy gratas. — Pronto, nos encontraremos con el Nilo. — Gracias a Krishna —suspiró una mujer de hermoso rostro moreno y

sari ya desgastado.

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En efecto, 2 horas después, vieron una bandada de aves color del almendro que volaban más al norte. Y observaron las copas de muchas palmeras. Y pronto, se veían mojando sus rostros y pies en las frescas aguas del río más extenso de la Tierra. Fue el segundo y último descanso. Comieron dátiles y bebieron agua. Mazeb compartió con Artak y los hindúes las tortas de trigo que le obsequió Mirzá. Los camellos también se reconfortaban masticando grama y recargando sus gibas con toda el agua que les hacía falta. ¡Qué hermosa era la visión del Nilo, corriendo presuroso y enérgico por su cauce legendario! Reiniciaron el viaje. Día y medio de recorrido. Ciertamente, sofocados por el calor africano. Artak estaba fatigado; pero no decía nada. El hindú barbicano sentía mucha simpatía por este efebo babilónico. Podía ver que el muchacho tenía un aura dorada; que era signo de un espíritu excepcional; pero, prefirió no decir nada. “En las pirámides, lo sabrá todo”, pensó. — ¡Miren! —gritó Rajiv, el joven hindú, en su segunda buena noticia—. ¡Ya se ven los vértices de las pirámides! El corazón de Artak sentía un júbilo extraordinario. Luego de 2 horas, Mazeb y Artak se despedían de la caravana hindú, que continuaba hacia la dinámica ciudad de El Cairo.

— Que los dioses los protejan —dijo Mazeb. — ¡Namaste! —respondieron los morenos de Calcuta.

Allí estaban, tío y sobrino, de pie ante el panorama misterioso e imponente de las 3 pirámides y de la enigmática Esfinge. Mazeb sintió un poco de miedo. En cambio, Artak estaba feliz. Lo que Mazeb no sabía era que, en la mente de Artak sucedía un fenómeno muy extraño: comenzó a recordar insólitas experiencias de vidas pasadas; se vio vestido como egipcio, rodeado de sacerdotes, en rituales muy solemnes, frente a Osiris. Le venía, espontáneamente, el nombre de Hermes de Trismegistus… Con tales reminiscencias, Artak no se confundía ni se asustaba; antes bien, sentía que estaba recuperando una valiosa identidad que tenía olvidada. Su rostro adquirió una expresión de serenidad inalterable y, en sus ojos, apareció un fulgor excepcional. Fue en ese instante que sintió un afecto y una gratitud muy grandes por su tío Mazeb.

— No temas, tío. Sólo acerquémonos un poco más. Mazeb percibió, en tales palabras, un gozo tan especial que lo único que pensó fue que, sin ser muy consciente, estaba presenciando un episodio muy importante en la vida de su sobrino Artak. Se acercaron a las pirámides, que lucían hermosas y brillantes. Y, por primera vez, Mazeb vio a la Esfinge. En Babilonia, supo que era una estatua muy bella; pero no imaginó que, en directo, lo impresionaría tanto. Llegaba la

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noche y, como bien indicó el anciano hindú, era noche de plenilunio. Y vieron un gran movimiento de gente en las pirámides y alrededor de la Esfinge. En efecto, era un ritual de iniciación en la Gran Ciencia Hermética. Mazeb miraba asombrado. Y Artak sonreía dichoso. “Éste es mi lugar”, pensaba. Y lo era. Un sacerdote con túnica de oro, no bien avistó a Artak, dejó su ubicación y caminó hacia él. En medio de la sorpresa del humilde Mazeb, el sacerdote dijo a Artak:

— Sabíamos que vendrías. Con alegría y serenidad, Artak respondió:

— Es gracias a mi tío Mazeb. — En nombre de Osiris, te damos las gracias, Mazeb.

Mazeb, el modesto pintor de murales de Babilonia, emocionado y casi confundido, sólo atinó a decir:

— Era una promesa que tenía que cumplir. El sacerdote volvió a dirigirse al muchacho: — Ven, Artak; debemos prepararte. El ritual está a punto de empezar.

Fue en ese instante que Mazeb comprendió que volvería a Babilonia solo, porque éste era el mundo de Artak. Vio cómo llevaban a su sobrino, son mucha atención y sumo respeto, hacia una tienda amplia donde habían otros sacerdotes de Osiris. Al cabo de media hora, salió Artak, rapado y vestido de albo, llevando una especie de cetro ceremonial. La felicidad le brillaba en el rostro. Caminaba con cierta majestuosidad. Al ver a su tío, le envió una mirada de afecto y de gratitud. Ambos sabían que era la despedida. Artak integraba un grupo de, aproximadamente, 20 jóvenes; todos vestidos igualmente. Y todos, tratados como seres de valor excepcional. Arriba, la Luna brillaba y brillaba. El grupo caminaba ceremonialmente, en medio de lamparines de aceite y música sagrada, rumbo a la puerta central de la Esfinge que, aquella mágica noche, se veía extraordinariamente bella. Antes de ingresar, el Sacerdote Mayor dijo: — Que la bendición de Osiris toque vuestros corazones y vuestras almas para que os termine de purificar, de tal modo que la consagración que vais a realizar esté plena de amor y eternidad. ¡Saludo vuestra condición de próximos sacerdotes del Hermetismo y os ruego por el presente y el futuro de Egipto! Sonaron tambores solemnes. Y, entonces, el grupo ingresó a la Esfinge. Fueron instantes de emoción y de alegría general. El ritual continuó; pero, con extrema amabilidad, Mazeb fue invitado a retirarse, por cuanto las estrictas normas ceremoniales prohibían que hombres extranjeros presenciaran este antiguo ritual. Mazeb fue alojado en una hermosa tienda donde se respiraba un exquisito aroma de incienso. Mazeb seguía

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oyendo la música sagrada y los profundos tambores en la noche aun más profunda. Pero, sencillo como era y agotado por el viaje, se quedó dormido muy pronto. Al día siguiente, Mazeb recibió el mensaje de Artak. Le daba infinitas gracias por haberlo traído a su verdadero mundo y le enviaba todo su amor y gratitud también a su querida madre. Para el retorno del tío Mazeb, el Sacerdote Mayor había encargado una escolta de 20 soldados y un cofre conteniendo oro suficiente para que pueda vivir sin necesidad alguna tanto él como la bondadosa madre de Artak. Así que, desde Babilonia había llegado un pastorcillo de 13 años para convertirse, a los pies de la Esfinge, en un nuevo sacerdote del antiguo y esencial Hermetismo de los egipcios.

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4. El enigmático señor Zarum

Unos decían que era astrólogo; otros, que dominaba la clarividencia.

Era un tipo común y corriente, moreno, ancho de espaldas y de 1.65 mts. de talla, aproximadamente. Tú lo veías comprando sus mandarinas y sus nísperos en la sección de frutas del Mercado Modelo. O, preguntando por el precio de algún libro esotérico en las autodenominadas “Ferias de libros” de la avenida Balta. Tuve la oportunidad de conocerlo una vez. Yo había ido a comprar “El arte de vivir”, de Melanio Trubezkoi. Leía el capítulo de los alimentos sátvicos, cuando vi a Zarum hojeando un libro de Metafísica, de Conny Méndez. Aparentemente, era un lector más; pero, si tú lo observabas con atención, encontrabas una singularidad extraña: su rostro estaba siempre relajado y su mirada era tranquila, pero penetrante. Vestía todo de beige oscuro y usaba aquellas zapatillas chinas de antes, de tela negra, sin pasadores y con planta de jebe marrón. Todos sabemos que cada persona emite un nivel de vibración determinado. Lo extraño era que Zarum no emitía nada. Parecía estar, ¿cómo decirlo?, en neutro. Aparte de ello, Zarum tenía la imagen de un hombre solitario; pero, no de los que sufren, sino de aquéllos que han descubierto, en la soledad, un maravilloso espacio de autoaprendizaje, de hallazgos valiosos, de exploraciones internas y de una alegría singular. Compró el libro de Metafísica y, con la misma placidez que entró, se fue. En ese preciso instante, vi en el suelo, bajo el estante de la sección esotérica, un paquetito dentro de una bolsa plástica verde. Lo cogí y, al abrir la bolsa, vi que eran 5 frasquitos pequeños con esencias de flores: rosa, jazmín,... Fue una suerte que no se haya quebrado. — Son del señor que se acaba de ir —dijo la simpática vendedora—. ¿Podría alcanzárselos usted? Por favor… Reaccionó rápido.

— ¡Aquí se queda el libro de Trubezkoi! ¡Si puedo, vengo más tarde! — ¡Apúrese! ¡No lo va alcanzar!

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Caminé rápido hasta la puerta. Miré a izquierda y derecha, buscando a alguien vestido completamente de beige. Pero, había mucha gente. — Se fue hacia la plaza —me orientó alguien desde un kiosco de periódicos. Sin pensarlo más, caminé hacia la plaza. A la altura del hotel “Royal”, le di alcance.

— Señor, ¡se le ha caído esto! Cogió la bolsa con los frascos y me miró sorprendido; pero, sereno, siempre sereno.

— Ah, sí; muchas gracias. — De nada.

Y siguió su camino. Pero, entonces, sabiendo yo que era Zarum, quise aprovechar la oportunidad para conocerlo más. Así que fui tras él, y le dije, con la mayor cortesía posible:

— Disculpe, ¿usted es el señor Zarum? Se dio cuenta que yo era el del favor. Sonrió. No respondió nada. Y siguió su camino, por la calle San José, en dirección a Cuglievan. Pero, yo ya tenía la intención de conversar con él. Así que volví a acercarme. Esta vez, tomé mis precauciones para evitarle una posible irritación (olvidaba que Zarum tenía una cultivada ecuanimidad, a prueba de intrusos y advenedizos). — Yo sé que usted ama y protege mucho su soledad; pero, permita, por favor, que un muchacho, también solitario, como soy yo, lo conozca un poco. He oído hablar de usted. Otra vez no dijo nada. Siguió caminando. Cortésmente, lo seguí. Hasta que, por fin, en la intersección de ambas calles, se detuvo y me dijo: — Tu persistencia, en este caso, no tiene mucho sentido. Sí, soy Zarum. Ya supongo lo que has oído de mí: que soy vidente, que hago cartas natales, que sé de alquimia, y de astrología. ¿Qué importancia tiene? Me hizo pensar. Pero, yo le hice otra pregunta.

— ¿Y es verdad o no? — Verdad es lo que tú elijas creer.

Entonces, le dije:

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— Señor Zarum. Siempre he creído que la realidad no es sólo lo que materialmente vemos. Hay otras dimensiones, otras realidades. Hábleme, por favor, de algo de eso. Quiero aprender.

— Mira, en la librería, hay bastante para que aprendas. Yo no sé nada. — Señor Zarum. Sólo unos 10 minutos. Le invito un café, aquí nomás,

en este lugar… Yo estaba expectante. Escruté su rostro. Pareció que iba a reiterar su negación… Hasta que mi deseo se hizo realidad.

— Te invito una manzanilla. Yo no tomo café. — Ah, por la cafeína. — Sólo 10 minutos.

Entramos y, mientras preparaban la infusión pedida, antes de que yo lo importunara con cualquier pregunta, me dijo: — Soy muy poco de hablar con extraños; pero, hay 2 cosas en ti que marcan diferencia con los demás. Veo que amas la soledad y veo que tienes sed de conocimiento. Así fui yo de muchacho. ¿Qué edad tienes?

— 20. — Es una buena edad para comenzar a aprender. — ¿A qué te dedicas? — Por las mañanas, le ayudo a mi tío, en una tienda de muebles. Por la

tarde, me dedico a leer. — ¿No estudias alguna carrera? — Amo los libros; pero, no creo en la llamada educación superior. — ¿No te interesa la universidad? — Me inspira una profunda desconfianza. — Ya veo. Eres un inconforme. Eso es bueno. Así como va la sociedad,

resulta señal de buena salud no acogerse -dócilmente, al menos- a sus ofertas y a sus instituciones convencionales.

— ¿Te atrae la política? — La de ahora, la del Perú, me da lástima. — Ya tengo un retrato de ti. En verdad, eres terreno fértil para la

metafísica. La dueña del cafetín, delicadamente, nos puso las 2 manzanillas. El diálogo duró, en efecto 10 minutos. Porque, a partir de las manzanillas, lo que siguió fue un agradable monólogo. — Sí, soy Zarum, clarividente y astrólogo. Lo primero fue un don natural. Lo segundo lo estudié en China. Ayudo a las personas con problemas tanto emocionales como, también, corporales. Enseño el Tai-Chi y utilizo la milenaria acupuntura. No tengo ni tarjetas ni afiches de publicidad. La gente viene sola a mi oficina. Cobro algo porque tengo que cobrar. No me interesa acumular dinero. La vida me da lo suficiente para subsistir. Tuve una esposa; pero murió hace 14 años. No tengo hijos. Sé que cumplo mi misión de ayudar. Y he

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ayudado ya a mucha gente. Lo seguiré haciendo porque ése es mi dharma. Y porque es por amor que ayudo a los demás. Es cierto que amo mi soledad. Casi no tengo vida social. Mi vida es mi trabajo y mi mundo interior. En cuanto a ti, veo que tienes sed de aprender. Te atrae lo esotérico, lo metafísico, porque está en tu naturaleza aprenderlo. En realidad, lo has sabido en tu vida anterior; pero lo has olvidado. Estás hecho para las cosas espirituales. Puedo captarlo. Es por eso que no te atraen los convencionalismos de la sociedad. Yo no voy a ser tu instructor ni mucho menos tu maestro. Soy un perenne discípulo. Sí te sugiero que leas. Como dije, en las librerías encuentras buenos libros. Es la gran ventaja de estos tiempos: lo esotérico se ha vuelto exotérico. Puedes ver “El Kibalión” al lado de los libros de Bayly; o el Gita, cerca de los folletos de modas. ¡El Conocimiento está, verdaderamente, al alcance de nuestras manos! Lee, estudia. Poco a poco, encontrarás tu camino. Recurre a tu intuición, ese guía interior que la mayoría desaprovecha. Y todo lo que vayas aprendiendo, aplícalo en ti. Evoluciona. Haz alquimia en tu propio ser. Y cuando creas que ya sabes algo, úsalo sólo para el bien y por amor. No tiene, en realidad, el hombre otro fin mayor, en este eventual planeta, que el de amar. Aprende por amor al conocimiento y aplícalo por amor a los demás. Mira que la gente sufre. Sufre mucho. Siempre habrá alguien a quien puedas brindarle tu ayuda, tu solidaridad. Es posible que desarrolles dones. Depende de tu esfuerzo y de tu nivel de consciencia. Y de que pongas seriamente en práctica lo teórico. Hay muchos que sólo leen, que disfrutan de los libros; pero les falta voluntad para aplicarlo en sus propias vidas. Acumulan conocimientos. Se lucen en las reuniones amicales y culturales; pero, les falta la práctica. Y, ¿no es la práctica la que hace al maestro? Con años de estudio y práctica, pueden venir, como dije, los dones. Si desarrollas alguno, cuídate del ego. Y acuérdate: son poderes para usar en beneficio de los demás. No son para envanecerte ni para sentirte superior a los demás. Un verdadero metafísico cultiva 3 grandes virtudes: la Humildad, el Servicio y el Amor. Fue en ese instante que el señor Zarum se puso de pie, fue a la caja, pagó las manzanillas y, luego, volvió a la mesa que compartíamos y, dándome cordialmente la mano, me dijo:

— Ahora, olvídate que me conociste. Y sigue la ruta de tu propio destino.

— Gracias. Salimos. Y lo vi irse con su paso sereno, pero ágil, hacia la plazuela “Elías Aguirre”. Y, en mi oído, quedaba el eco de sus valiosas palabras. Ahora, yo comprendía que no fue casual que se hayan caído sus frasquitos de esencias de flores. Era causal y muy importante para mí.

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5. Cantor errante

Un gran corazón y una guitarra nueva constituían su riqueza. Era,

claro, un hombre materialmente pobre; pero eso no le preocupaba. ¡Qué más tesoro que la belleza y la poesía de su canto! Había integrado el grupo “Inti Raymi”; pero, después de siete años de compartir numerosas presentaciones musicales, había decidido caminar solo, cual trovador medieval, de pueblo en pueblo, ofrendando, en versos y melodías propias, su devoción por la Vida y la Esperanza. “El cantor tiene que dar testimonio de fe inquebrantable en un mundo nuevo”. Amaba conocer otros lugares, otras gentes; caminar calles desconocidas; entrar a casas diversas, donde era bien recibido y donde retribuían su canto con amistad y cariño. En muchos lugares, había quedado el eco de sus canciones. Tenía el don de acceder fácilmente al corazón del público. Es que su canto era amoroso y sabio. No había, en su cancionero, sino palabras de paz y belleza, de amor y alegría. Sus letras alcanzaban la anhelada categoría de ser poemas, por la profundidad de su contenido y por el detallado arte con que elaboraba sus textos. Lograba una magistral fusión de música y versos. ¡Ése era su don, qué duda cabe! A todos sorprendió su vocación de artista nómada, de cantor errante; a todos, menos a Tonia. Ella comprendió que él tenía “corazón de ruiseñor y espíritu de viento”. “Ha nacido para peregrinar por el mundo con su arte a cuestas”. Ni siquiera el amor pudo retenerlo. “Soy como el águila –decía-: he nacido para volar”. Águila canora, en todo caso; de corazón aún más alado, que no aspira a habitar los roquedales ni las montañas en placentera soledad;

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sino que busca a sus hermanos, en todos los lugares, para hablarles de la altura y del cielo, de los reinos encontrados, de la luna y las estrellas.

¿Cómo haces tus canciones?

En realidad, yo sólo guardo silencio y espero. A veces, llegan rápido. A veces, demoran un poco. Pero siempre llegan. Miro el Sol, la Luna. Respiro profundo el aire de la mañana. Contemplo los colores de la tarde. Abro las puertas de mi corazón. Sé que allí está la fuente de mis cantos.

¿No extrañas a tu familia?

Mi familia es mi guitarra y todo aquél que escucha mi canto; ya sea niño o abuelo; ya sea madre o hermano. Tonia lo extrañaba. Y lo extrañaba mucho porque lo amaba. En su memoria, todavía estaban frescas las palabras del día que se despidieron:

No diré que te quedes, porque sé muy bien que tienes alma de peregrino. Pero sí te pido una cosa: ¡no me olvides!

Yo siempre te he amado y siempre te amaré; pero ya sabes que el amor no puede ser una cárcel para el ser amado. Mi corazón quiere caminar el mundo. Y ya lo he retenido demasiado. Mi guitarra sueña con sonar en muchos lugares. Mis pies anhelan recorrer otros caminos. Quiero ser brisa que reparta su voz por todos los pueblos. Quiero ser gaviota que recorra islas y playas. ¡Mis pentagramas ansían vibrar en nuevos escenarios! Y mi alma me exige que emprenda ya el vuelo

¿No temes pasar hambre, soledad y frío?

Cada cantor nace con una Estrella y yo sé que la mía siempre me orienta y me cuida. No pasaré hambre porque estaré entre hermanos. ¡La familia de cada hombre es la humanidad entera! Acuérdate de la canción de Roberta:

“Mi casa es el mundo, mi techo es el cielo, mi Dios es la vida. Y amar: ése es mi credo. Y quiero ser libre, vivir como el viento que va a todas partes y no siente miedo”.

Acuérdate, también, del canto de Cabral:

“No soy de aquí ni soy de allá;

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no tengo edad ni porvenir y ser feliz es mi color de identidad”.

Anda; vuela como gaviota y como albatros. Lleva tus canciones de paz por muchos pueblos. Háblales del mundo nuevo a todos los hombres. Enséñales que la Esperanza y el Amor son más fuertes que la desesperación y el odio. Que tu guitarra siempre te acompañe y sea fiel a la voz de tu canto. La gente amaba también sus canciones porque eran sencillas y porque expresaban verdades eternas. Y lo amaban, por supuesto, mucho a él. ¡Cuántas veces querían que se quedara a vivir en sus pueblos! Pero él continuaba su vuelo. “Apenas soy un poco de viento que llega, refresca sus corazones, saluda amorosamente a sus almas y, luego, se va”. Y es así. En la mente de los que cantan, no hay apego por un solo pueblo y por una sola gente. El alma de un trovador tiene amor universal por todos los pueblos y por todas las gentes. Tiene “corazón de ruiseñor y espíritu de viento”. El cantor es velero que se echa a la mar, no para arraigarse en un puerto; sino para recorrer todas las playas y conocer las diversas aguas y mareas de los siete mares. El cantor es río que recorre con sus versos las alturas y con sus aguas los valles. Pasa ofreciendo, generosamente, sus maravillosos dones a los campos y a los poblados, al aire y al cielo. Y cuando llega la noche y el cantor se siente, acaso, solitario, bastará que mire una estrella para saber que el Amor lo protege, para comprender que no está, realmente, solo; que hay una Amistad Eterna que lo acompaña y anima siempre. Así, el cantor es un peregrino del tiempo y del espacio que –cual sembrador emocionado que echa la semilla a la tierra– pone sus cantos en el oído y el corazón de los hombres para recordarles que por el Amor y para el Amor hemos nacido.

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