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CRÍTICAS
Fernando LoLAS STEPKE, La perspectiva psicosomática en medicina. Ensayos de aproximación, Santiago de Chile, Ed. Universitaria, 1995.
Para unos, mito romántico, vanguardismo de salón que sólo responde al insatisfecho victimismo de algunos pacientes o a la necesidad inherente al espíritu humano de creer en esquemas causales, discurso pseudofilosófico incapaz de transformar la relación cuerpo-mente en un problema experimental, término cuya ambigüedad ha sido castigada con el destierro de la DSM-III-R y siguientes. Para otros, asimilación de hechos patológicos en continuidad directa, superación de dualismos, acercamiento operativo entre teoría y práctica, entrada del sujeto en el yermo solar de la medicina tecnocratizada, alternativa no sólo terapéutica ante la existencia insoslayable de unos pacientes subsidiarios de un abordaje distinto. Y para todos, lo perciban o no, otra de las fronteras de la medicina, de la psiquiatría y de la psicopatología con el mundo real, otro de los rincones oscuros del saber, otro de los linderos en que el enfoque científico-natural debería humildemente reconocer que no hace pie y donde otros enfoques más ágiles tendrían que moverse con aplomada prudencia.
Tal es el campo de la psicosomática, terreno en el que el Prof. Lolas Stepke parece haber sembrado y recogido su vasta producción científica; a tenor del censo de sus numerosas publicaciones y de la condensación que de ellas supone el libro que comentamos. Terreno que para permitir asentar razonablemente bien los pies a una opinión exige, previamente, asegurarle un buen anclaje a su cabeza, anclaje extramédico, eso sí, y hasta quizá extracientífico; metacientí
fico, mejor, pues tiene más que ver con la arista común entre epistemología e ideología. El autor lo expresa de forma insuperable: «distinto será hablar de la persona que del cerebro», distinto seguir el hilo rojo de la unidad del hombre, presente a lo largo de la Historia, que asentarse en el «fisicalismo» fin de siglo que trocea primero para excluir después todo lo que no sea física o química abarcable por los limitados límites del conocimiento científico-natural. Limitados límites -no quitamos ni una letra- que quizá tampoco toleren bien otras dos ideas, junto a la reseñada, vertebradoras del libro: la de la psiquiatría entendida como «transdisciplina integradora de las ciencias humanas, no reductible a pura artesanía diagnóstica o terapéutica pero sí atalaya desde la que avizorar y replantear otros saberes», y la de que la medicina, disciplina eminentemente práctica, ha carecido siempre de una teoría propia, ha sido «biología aplicada, fisiología aplicada, química aplicada y también sociología aplicada», pese a lo cual jamás la preocupación antropológica, con mejor o peor fortuna, ha dejado de ser una constante del arte médico, desde las épocas prehipocráticas hasta nuestros días (y cita a Laín: «el arte de curar fue siempre psicosomático; no así la Patología Médica»).
Sobre todo a los dos últimos siglos de ese recorrido dedica Lolas la mayor parte del libro, en idas y venidas apoyadas en los conceptos fundamentales que han ido balizando el quehacer del enfoque psicosomático (la antropología como horizonte, los ancestros del término psicosomática, los modelos psicoanalíticos, los científico-naturales, el concepto de alexitimia, de pensamiento operativo, de estrés), y aunque nos dice muy modestamente que no busca informar, es difícil encontrar una historia de
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la psicosomática más completa en la bibliografía actual. Los capítulos centrales están destinados a la penetración y vigencia del punto de vista psicosomático en las instituciones médicas, incluidas las docentes, y los finales, no en orden estricto, recogen parte de la experiencia investigadora del autor.
Interesa destacar la ponderación crítica de todo el texto, el adecuado señalamiento de los pros y los contras de cada escuela y la total ausencia de dogmatismo, todo lo cual no significa ingenuidad holística, eclecticismo contemporizador, sino más bien lo contrario: las páginas de este libro desprenden la serenidad de juicio que sólo el auténtico rigor proporciona, la profundidad de una cultura psiquiátrica no encerrada en la jaula de los -sucesivos- academicismos dominantes, y la libertad de concederse el derecho de pensar, repensar y comunicar tanto las valiosas dudas como las legítimas certezas de alguien que se manifiesta a favor del pluralismo metodológico, siempre y cuando se complemente con la necesaria autocrítica a la hora de comunicar los datos y los procesos seguidos para obtenerlos. Alguien de quien se puede discrepar, por supuesto, pero que obligaría a afinar bastante al que se atreva.
Dice el Prof. Lolas, en un prólogo no exento de autoironía, que esperar de esta re-colección de escritos la producción de un orden de conocimiento implícito sería idea, «aunque interesante, peregrina [...] pues supondría la existencia de lectores colosales, de esos que realmente leen» (en contraposición a los que sólo buscan confirmación de sus presupuestos). Tales, continúa, siempre se las ingeniarán para sacar provecho al texto que tengan entre manos. Agradezcámosle que su libro sea de los que ayudan a cualquier lector a aproximarse a tamaño ideal, sirviéndonos de red tanto co-
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mo de trapecio en cualquier reflexión, en palabras freudianas, sobre el misterioso salto de la mente al cuerpo. O viceversa.
Consejo de Redacción (R.E.)
A. BELLOCH, B. SANDÍN, F. RAMos (eds.), Manual de psicopatología, Madrid, McGraw Hill, 1995,2 vols.
Todo texto refleja un modo de mirar elegido en relación a otros posibles, al tiempo que selecciona, del magma del «todo», aspectos sobre los que interesarse. Incluso cuando se trata, como en este caso, de un Manual, que, por definición pretende ser abarcativo tanto en lo que se refiere a sus contenidos como en cuanto a la población a la que se dirige. Este específico modo de mirar que cada texto contiene resulta a su vez interpretado no sólo por el lector, sino también por las comunidades científicoprofesionales a las que tiene por posibles receptoras. De esta forma puede generar una urdimbre de significaciones y resignificaciones trascendentes o no en el tiempo.
El fin de estos dos volúmenes que completan el Manual es aportar con una exposición clara una presentación de la Psicopatología (conceptos, criterios, historia, modelos...) así como una serie de cuadros y síndromes que, afortunadamente, no son siempre estrictamente coincidentes con las clasificaciones internacionales al uso -aunque se incluyen comentarios y descripciones de las mismas-, y que resultan ser de alta incidencia y/o significación en el ejercicio profesional en el campo de la salud en general y de la Salud Mental en particular. Es decir, los autores saben, y ello no es poco, que presentan un Manual que no es el «todo» de la Psicopatología. Y además no
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confunden el mapa con el territorio: hablan esencialmente desde perspectivas cognitivo-conductuales y así lo expresan con auto y hetero respeto. Al tiempo, la obra guarda coherencia interna y global en sus contenidos y postulados diferenciándose así de los habituales manuales llamados de divulgación y que suelen ser no sólo de bajo nivel, sino también tantas veces «pastiches» más o menos eficaces de carácter sumativo.
Cada uno de los volúmenes incluye tres partes de las seis que constituyen la obra. Cada capítulo contiene además un complemento (<<Resumen de aspectos fundamentales», «Términos clave», «Lecturas recomendadas» así como «Referencias bibliográficas»), lo que facilita la consulta y completa la información aportada.
Se inicia con una descripción --en las primeras de las seis porciones en que queda dividida la obra- de los aspectos básicos y conceptuales de la Psicopatología. Un muy interesante desarrollo histórico de la psicopatología aparece, tomando como referente básico, aunque no único, a la Psicología y en su articulación y desarticulación con otros discursos y pensamientos disciplinares a su vez en evolución histórica. Con los conceptos y criterios en Psicopatología se abunda en el criterio estadístico, en los criterios sociales e interpersonales, en los criterios subjetivos o intrapsíquicos y en los criterios biológicos para terminar con un cuestionamiento de los modos de pensar y de hacer que de una lectura simplista de cada uno de ellos devienen, destacando la importancia de la consideración de la salud/ enfermedad como un todo dinámico y cambiante que debe ser operativizado en el ejercicio diagnóstico y de evaluación psicopatológica.
Por otro lado, describe tres modelos en Psicopatología, el biológico, el conductual
y el cognitivo, para terminar con líneas de reflexión crítica en torno a «modelos y realidad clínica». Además, aborda los métodos de investigación en Psicopatología destacando la condición pluridisciplinar característica de la misma y sus problemas teóricos y metodológicos que han llegado a «constituirse en auténticas antinomias metodológicas con reificación de polos», entrando a continuación en una descripción de los niveles y métodos. Termina esta Parte I con un análisis muy pormenorizado de los tipos y clasificaciones psicopatológicas con apartados específicos para las DSM y CIE.
La Parte II contiene, a mi juicio, otra significativa aportación por cuanto que toma en consideración la temática psicopatológica vinculada a los procesos psicológicos. De este modo, aborda en seis capítulos la psicopatología de la atención, de la percepción y la imaginación, de la memoria, de los trastornos formales del pensamiento, de los delirios (en el marco de la Psicopatología del pensamiento) y del lenguaje. Y todo ello lo hace de modo que se aúnan las descripciones clínicas con «las teorías, hipótesis y modelos explicativos que lo sustentan», lo que a su vez viene a ser elemento clave de la obra, al tiempo que apuestan por la incorporación de los datos que aporta la investigación desde la Psicología Experimental.
La Parte III se centra en los trastornos asociados a necesidades biológicas y adicciones (trastornos del sueño, sexuales, alcoholismo, drogodependencias, alimentarios, trastornos de control de impulsos --el juego patológico- y los psicomotores). La Parte IV (<<Estrés y trastornos emocionales») aborda las llamadas «neurosis» en profundidad y a lo largo de doce capítulos, excluyendo los trastornos bipolares.
La Parte Vy bajo el epígrafe de «Trastor
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nos psicóticos y de personalidad», da cuenta en tres capítulos de los aspectos clínicos, los modelos explicativos y las hipótesis psicobiológicas de las esquizofrenias para pasar a los trastornos de personalidad y las psicopatías. La Parte VI da cuenta con su título «Psicopatología del Desarrollo» de que considera este enfoque más adecuado al ciclo vital de los seres humanos que la diferenciación conceptual y teórica entre psicopatología infantil, del adulto y de la vejez, aun cuando la primera y la última de éstas sean las que después aparecen representadas a través de cuadros y síndromes específicos. Estos dos últimos apartados, V y VI, resultan ser poco abarcativos respecto al título que ostentan, contrastando en este sentido con el resto de la obra y aun cuando traten con rigor los asuntos analizados.
No quiero dejar de destacar que los autores son psicólogos, básicamente profesores de distintas facultades de Psicología españolas y algunos profesionales de la Psicología Clínica, y que esta su obra logra, a mi juicio con éxito, aportar una visión psicopatológica cuidadosa, práctica, actualizada y rigurosa a la comunidad científico-profesional de la Psicología Clínica, desde luego, y junto con ella a «los investigadores y profesionales de la salud en general y de la Salud Mental en particular».
Se trata, por tanto, de una obra ambiciosa en sus contenidos y en sus objetivos, seguramente muy por encima de la media no sólo de los «manuales», sino también de la producción en lengua castellana de Psicología, tal vez parcialmente tributaria de la Psicología de la Conducta, aunque con las aportaciones de la Psicología Cognitiva y que se sabe carente de otros modelos por lo que no se le resta interés al leerla. De lectura no sólo útil, el libro será en breve imprescindible y no sólo para los psicólogos
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clínicos, sino también para otros profesionales de la salud que deseen o estén implicados o interesados en la Psicopatología.
Begoña Olabarría
W.AA., Un siglo de psiquiatría en España. Dr. Gaetan Gatian de Clérambault (1872-1934). Maestro de L'Infirmerie. Certificateur, Madrid, Extra, 1995.
Quince trabajos, repartidos a lo largo de 300 páginas cubiertas con un hermoso dibujo de E. Urculo que alude a algunos motivos y aficiones de Clérambault, constituyen el resultado impreso del I Congreso de la Sociedad de Historia y Filosofía de la Psiquiatría, celebrado en Madrid los días 28,29 y 30 de noviembre de 1994.
El libro se inicia con un texto de G. Berrios, «La historiografía de la psiquiatría clínica: estado presente», y continúa con los trabajos presentados a las dos ponencias: «Un siglo de psiquiatría en España: los procesos de institucionalización», desglosada en tres partes (<<La psiquiatría española en el siglo XIX», «La psiquiatría de la 11 República» y «Autarquía y Nacional Catolicismo»), y «Dr. Gaetan Gatian de Clérambault (18721934). Maestro de L'lnfirmerie. Certificateur». En todos los textos se aprecia un denominador común: el sobrado nivel de documentación en el que basan sus hipótesis, argumentos y consideraciones. Sus autores pertenecen en su gran mayoría al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (J.L. Peset, R. Campos Marín, R. Alvarez Pe1áez, etc.) o al ámbito universitario (H. Carpintero,1. Martínez-Pérez, etc.).
Berrios comienza precisando que toda historia de la psiquiatría requiere inelucta
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blemente una definición de psiquiatría, marco a partir del cual se despliega toda posible investigación. Tanto él como su equipo han convenido la siguiente: «la psiquiatría es un conjunto de lenguajes desarrollados por las sociedades para describir, explicar y, con frecuencia, manejar desviaciones o trastornos de la conducta que dependen fundamentalmente, pero no necesariamente, de una disfunción neurofisiológica o psicológica» (p. 11).
Aborda inmediatamente las distintas formas en las que puede conducirse la labor del investigador, enfatizando finalmente que lo más importante es su honradez profesional. Señala asimismo, y lo hace con mucha elegancia, los errores más habituales en que incurren los neófitos cuando se aventuran en estas lides: en primer lugar, el anacronismo (uso de categorías del presente para acotar la documentación del pasado, y descuido por el contexto social y político); en segundo lugar, el «pecado» de confundir la historia de la palabra con las conductas y los conceptos.
Concluye su exposición planteando las preguntas fundamentales que en este campo, a su juicio, aún no tienen solución, y que son, entre otras: los mecanismos que trasformaron la locura en enfermedad mental y psicosis a lo largo del siglo XIX, o bien las razones de la biologización de estas últimas y paralelamente la psicologización de las neurosis. No obstante, puede objetarse a lo apuntado por Berrios, que algunos autores (Foucault, Lantéri-Laura, Bercherie, Pichot, entre otros) han aportado respuestas, parciales y generales, bastante bien fundamentadas y trenzadas sobre el particular, si bien es cierto que el debate sigue abierto.
Se inicia, a continuación, una larga exposición sobre la psiquiatría española del
siglo XIX Yprimeras décadas del XX. Destaco únicamente, y esto sin ánimo de menospreciar el resto de trabajos, el texto de R. Huertas García-Alejo, «La psiquiatría española en el siglo XIX. Primeros intentos de institucionalización», que concluye matizando esa máxima tan extendida, según la cual ningún español puede figurar con un relieve medianamente satisfactorio en la historia de la psiquiatría del siglo XIX. Arguye el autor, en primer lugar, que el alienismo español ha buscado por encima de todo la eficacia en detrimento de la teorización; orientación compartida por la psiquiatría estadounidense. En segundo lugar, destaca el esfuerzo por legitimar la disciplina, cuyos efectos se hicieron sentir en la mentalización colectiva y en la sensibilización de los médicos no psiquiatras respecto a los problemas mentales. Por último, este periodo finisecular preparó el terreno del gran esplendor de los años veinte, que culminó en la 11 República.
La segunda ponencia sobre Clérambault, conmemorativa del sesenta aniversario de su muerte, recoge dos trabajos. En el primero de ellos, F. Fuentenebro traza una semblanza global de la obra del maestro de la Enfermería Especial; una sólida introducción para aquellos que se inician en la obra de este autor: un apunte biográfico, una síntesis del Automatismo Mental y de las Psicosis pasionales.
Por su parte, P. Marchais, con un texto en francés, aborda de lleno el Automatismo Mental, enfatizando, en especial, la coyuntura psicopatológica en la descolla tal elaboración. Además de detallar las características nosológicas específicas del síndrome, el autor perfila las críticas más relevantes que se le dirigieron (Cellier, Guiraud, etc.), precisando, además, las diferentes versiones que se han elaborado sobre dicho sín
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drome en la escuela francesa (Baillarger y Janet, especialmente), para concluir con el sentido que se le asigna actualmente al Automatismo Mental. Así se cierra esta primera entrega de la S.R.P.P., creada recientemente con el deseo expreso de servir de plataforma interdisciplinaria para azuzar el debate de los aspectos históricos, conceptuales y filosóficos de la psicología, la psicopatología y la psiquiatría. Bienvenido sea su esfuerzo.
Consejo de Redacción (J. M.ª A.)
Víctor GÓMEZ PIN, La dignidad, Barcelona, Paidós, 1995.
Re aquí otra magnífica palabra que pide con urgencia su rehabilitación. La dignidad. De lo que antaño fue un hermosísimo palacio renacentista hoy quedan poco más que cuatro paredones. Aunque se trata de un término latino puede admitirse que fue Pico della Mirandola (con su Oración) quien lo refundó con aires boticellanos sobre la libertad del hombre. Y en la misma línea Pérez de oliva escribió poco tiempo después su Diálogo de la dignidad del hombre exaltando las potencias humanas y singularmente el cuerpo. La libertad y la expresión serena del rostro se han considerado ya siempre elementos constitutivos de la perfección del hombre. Pero esta idea de consumación de lo humano se fue alejando de la dignidad, que al cabo de los años quedó semivacía y carente de un significado fuerte. Fue después habitada esta palabra por contenidos mucho más subsidiarios y accesorios, llegándose incluso en las últimas décadas a calificar de digno lo que está en el límite inferior de la decencia, lo que no tiene más valor que un mínimo decoro.
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El libro que comentamos es, como digo, un proyecto de rehabilitación. El autor, Víctor Gómez Pin, fue divulgador de la filosofía hegeliana y hoy se presenta nostálgico de la razón cartesiana: en ningún caso hace abstracción del individuo, sino que por el contrario, gusta de analizar las marcas que en la personalidad crea el sistema de pensamiento y en éste la mediación de la aventura personal: creo no equivocarme al decir que lo que más admira de Descartes es su caballerosidad, su errancia, su actitud vital y, sólo inscrita en ese marco, la razón compleja que desarrolló. Comenzó escribiendo sobre el «estatuto de la embriaguez» (en su librito De «usía» a «manía», de 1972) y pasa hoy por ser uno de los filósofos más agudos y rigurosos de nuestro país (es notable su Drama de la ciudad ideal, reeditado en Taurus en 1995). De algún modo, todos sus libros giran en torno a la empresa auténticamente humanista de apostar por la razón común como fundamento compartido, ético y estable. Y no es de extrañar por ello que, para esta obra, haya profundizado hasta los cimientos de lo humano. «Subyacente a la reivindicación de la dignidad, es la condición de lo humano y de su entorno» dice en las primeras páginas de1libro que se comenta. Y sin pérdida de tiempo vincula la palabra a la raíz más firme de lo humano, a ese principio sobre cuya validez y universalidad es imposible engañarse: «la dignidad esencial (aquélla de la que derivan todas las manifestaciones particulares de la misma,...) reside en la adecuación del espíritu a un referente moral porque racional (subrayado suyo); racional en el sentido de matriz y condición de posibilidad del funcionamiento cabal de las facultades constitutivas de lo humano».
La razón como fundamento de la dignidad; la condición racional como principio
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que permite al hombre considerarse digno. «Dignidad es -dirá más adelante- exteriorizar en toda circunstancia la condición de ser racional; decencia es no encubrir tal condición procediendo en conformidad a criterios que la subordinan y así la degradan». Si la decencia me caracteriza seré ante mí merecedor de respeto; si es exteriormente apreciada, si no se da ninguna circunstancia equívoca que la oculte, seré respetado por los demás. Y puesto que ningún comportamiento humano (<<¡por definición!» grita el autor) «puede hallarse privado de algún tipo de mediación racional [...] todo ser humano es merecedor de respeto, todo ser humano es, por su palabra, responsable y precisamente por ello, ante la prostitución de tal palabra, la razón me mueve a mostrarme implacable». El proyecto de Gómez Pin, que se sustenta en tan firmes cimientos, no aspira sólo a la intelegibilidad, por exhaustiva que se pretenda. Al contrario, entregados cabalmente como seres de razón, aspirantes a la lucidez, a la actividad propia de los hombres libres, abre el concepto a toda la ciudad. Y pues la lucidez supone comunidad de intereses y proyectos, busca el autor definir lo que sería un mundo digno (no un ingenuo mundo feliz, sino algo mucho más serio); un mundo, una ciudad, donde la naturaleza se subordine a la condición del hombre y donde «no se darían seres humanos impedidos por su condición social de centrar la existencia en el problema mismo constitutivo de lo humano». Es más: sólo en un espacio público del que se hayan desterrado «la estulticia y la inquisición [oo.] hay posibilidad real de dignidad en el ámbito privado» (tal como comentaba el mismo Gómez Pin recientemente en un diario madrileño).
El libro, que inaugura una prometedora colección (<<Biblioteca del presente», diri
gida por Manuel Cruz) y se subtitula «lamento de la razón repudiada», se organiza en tres partes: «Razón de la dignidad» es la primera, y «Dignidad de la razón» la última. Pero el grueso se centra en 10 que denomina «Dignidad amenazada». Aquí se habla de racismo y de venganza; de las manos sucias y de la mentira; de la indigencia, de los buenos sentimientos, de la rebeldía; de la corrupción y de la democracia, de la buena muerte. Y es de agradecer que, haciendo honor a su mismo proyecto, el autor comente hechos y situaciones actuales y concretas, y no se quede en declaraciones bienintencionadas, piadosas, y sin compromiso alguno. Al contrario; pues, como se ha dicho, si algo ha de caracterizar a la dignidad es no eludir nunca la palabra. Naturalmente se puede (y se debe) no estar de acuerdo en todos los términos de sus exposiciones y argumentos. Pero el hecho mismo de plantearlo así, sobre casos ciertos y bien conocidos es indicativo del valor de un libro que pretende que la lucidez, en tanto que rasgo de un orden social, sea «algo más que un proyecto eternamente diferido».
Quizá convenga, para entrever mejor el contenido de este texto, reflejar algunos párrafos seleccionados de su capítulo central. Estulticia e indigencia: Entre un conjunto de reflexiones incisivas sobre la propiedad se lee: «El imperativo auténticamente moral [oo.] consiste en que tu existencia no transcurra sin haber contribuido a que desaparezca del horizonte esa plaga, perfectamente contingente (es decir no inherente a todo orden y a toda sociedad), que es la figura de un humano reducido a la mendicidad». El desprecio: Se refiere a la ofensa condensada en «los burdos prejuicios con que el racismo justifica su indecente exteriorización», racismo como «atmósfera circundante», como patología social. Aunque
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el autor tensa en exceso sórdidas analogías con algunos espectáculos deportivos para minusválidos, la denuncia del racismo que se incuba en muchas actitudes paternalistas resulta pertinente. La no genuflexión: Permítaseme una larga cita, muy ilustrativa del tono general del libro: «Tocamos aquí el punto crucial del problema de la respuesta ante la ofensa, y quizás del problema general que este trabajo aborda: El que atenta a la dignidad, el que apunta a lo esencial de los seres de razón, debe saber que introduce en la relación social un tipo de diferendo que no está circunscrito al arbitrio del lenguaje; el que atenta a la dignidad debe saber que su gesto entreabre la posibilidad de la violencia física, y que la persistencia en el mismo hace a ésta ineludible». La figura del ofendido ha de mostrar «que de ninguna manera estima más su vida que su libertad» (subrayados suyos). Naturalmente, es ésta una actitud no tan extraña en la práctica pero poco frecuente como argumento filosófico: de ahí el interés de estas páginas, por más que se difiera en la opinión. El honor: El entramado de responsabilidades e intereses de las organizaciones sociales permite poner a prueba la dignidad de quien, siendo responsable último de las decisiones, endosa la culpabilidad al inferior, y la de quien, al contrario, no asume la suya propia amparándose en la misma jerarquía. La muerte indigna: Frente a ciertas culturas que incorporan al orden cotidiano la presencia de la muerte, en la nuestra «es fóbicamente repudiada (esa presencia) de los hogares, y a los agonizantes, homologados por tal condición, se les ofrece como figura de la vida que aún prosigue, no la plenitud de una descendencia adolescente, sino el compañero de habitación de un lugar que prefigura el tanatorio». Este marco de la muerte no puede alentar el sentimiento de pertenecer a una
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noble condición; el debate sobre la eutanasia que en el libro se desarrolla tiene así el pórtico de la agonía miserable. La ruina: Las huellas de la finitud en el rostro de los viejos conmocionan siempre al que les mira y provocan en él «simpatía dolorosa o repulsión, según que perciban los surcos del tiempo, o que se vislumbre la alquimia corruptora de estos mismos surcos en razón de la mentira». (Es éste, el que trata de «las huellas del tiempo», uno de los subcapítulos menos logrados, en el que la dureza del juicio sobre la vida cotidiana de la mayoría parece denotar -en este subcapítulo, insisto, no en otrosescaso conocimiento del alma humana).
Frente a la triste aceptación, hoy tan en boga, de lo digno como simplemente decoroso, sin miseria, pero sin lujo, sin intensidad, sin nervio para constituirse en respuesta a la ceguera interesada, Gómez Pin alienta el desarrollo de un significado más profundo y adecuado a lo que fue: una expresión, un término que se aplique a las personas que ni se humillan ni toleran que las humillen por su propia condición humana. Apoyado en la exaltación de la razón común puede levantarse de nuevo sobre esta palabra, dignidad, un hermoso palacio en el que se respiren aquellos aires densos de libertad y entereza que la caracterizaron. Una estancia en la que puedan volver a resonar las voces del poeta: «Suma de perfección es la cabeza humana, sin fuego de alegría y sin tristeza, ni altiva ni humillada bajo el arco del aire azul, tan quieta la mirada que deja a los caballos sin instinto, sin crecimiento natural al árbol». Un lugar que refleje la serenidad de aquellos rostros pintados en los muros de Arezo que impresionaron a Brines y que nos muestren, en la dignidad impresa que reclama el texto de Gómez Pin, «el sueño que abolió nuestra escoria».
Manuel Saravia
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Sara PAÍN, Gladys JARREAD, Una psicoterapia por el arte. Teoría y técnica, Buenos Aires, Nueva Visión, 1995.
A partir de su inclusión como entretenimiento en la terapia ocupacional del siglo XIX, la expresión artística ha ido ganando terreno hasta convertirse hoy en otra de las alternativas psicoterapéuticas que, ya sí, apelan al sujeto. La fractura brutal del arte contemporáneo con el precedente, la incorporación de materiales de más fácil manejo, incluso de objetos o tecnología cotidianos (ready made, fotografía, collage, xerocopia), unidas a la búsqueda de alternativas a terapias largas, costosas o excluyentes, han facilitado este proceso, al que tampoco es ajena la fractura con la vieja psicopatología que, por ejemplo, consideraba inabordables a los delirios e inexorable su evolución. La terapia por el arte, institucional o no, goza de pleno derecho en el bagaje doctrinal de la asistencia a la salud mental y, en bastantes sitios, también forma parte de la realidad de su práctica.
Las autoras transmiten en este libro sus experiencias en el taller «Les pinceaux», de París, y en el centro de estudios para la formación de arteterapeutas CEFAT, a cuya creación colaboraron en 1982, estructurándolas en tres partes: la primera, dedicada al marco y referencias teóricas; la segunda, a la descripción y análisis de las diversas técnicas de expresión plástica que sirven de soporte formal a esta terapia; y la tercera, a la exposición de una decena de casos clínicos que ilustran los aspectos anteriormente tratados. Es decir, estamos ante un libro reconfortablemente construido sobre el sólido concepto de la praxis, conjugando paso a paso la teoría con su ejercicio.
El título original (<<Sur les traces du sujet...») expresa mejor que el de la edición traducida la orientación de las autoras: su trabajo se centra sobre la búsqueda del sujeto para encontrar y elaborar un universo de imágenes significantes de sus conflictos subjetivos, con la intención de acceder a la capacidad y los medios necesarios para simbolizarlos. Procedentes del psicoanálisis (Jarreau) y de la teoría del aprendizaje (Paín), se sirven de mutuo complemento sin buscar un equilibrio químico que homogeneice sus discursos, pero logrando un libro estimulante y ameno que, deseablemente, podría servir de acicate para la incorporación de estas técnicas a algunos servicios de nuestro país, sobre todo a los de Rehabilitación, en ocasiones demasiado carentes de ideas distintas a las de la terapia convencional. En este sentido, las páginas destinadas al rol del arteterapeuta, a su «insostenible posición» (dialéctica que nos recuerda a la madre suficientemente buena de Winnicott), debería integrarse en los variopintos planes y cursillos de formación de las distintas varillas de nuestro abanico pluridisciplinar.
En fin, libro que nos llama a salir de los trillados caminos de la Psicología y la Psiquiatría -al menos, los de aquellas que se viven con pomposas mayúsculas- para adentrarnos en ese espacio común al arte y la locura, fragmentado e intranquilizador, pero inevitable, que Balzac (<< ... no hay líneas en la naturaleza donde todo sea lleno...») y Artaud (<<•••cuidado con sus lógicas, señores,... a través de los huecos de una realidad a partir de ahora inviable, nos habla un mundo voluntariamente sibilino...»), entre otros, nos descubrieron.
Consejo de Redacción (R.E.)
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LA CIENCIA DESDE LA HISTORIA: RESONANCIAS DE KOYRÉ
1. Suele admitirse, incluso por sus detractores, que la historia es algo así como un criterio explicativo a la vez universal y ajustado a cada tiempo: su energía, su capacidad para prestar sentido y coordinación a datos heterogéneos son, pese a sus dificultades opuestas -agotamiento, opacidad, ausencia de fondo estable-, cruciales para nuestra inteligibilidad cultural.
El convencimiento de que al conocer el pasado se es capaz de modelar mejor las pautas del presente se traslada, eso sí con distintas resistencias, a ciertos productos culturales que van desde la matemática o la física, la geología, la química o la técnica, hasta la biología, la medicina y la psiquiatría. Ahora bien, siendo la especialización en cada campo histórico-científico particular una condición necesaria para la investigación, ello supone un oscurecimiento de esa comprensión global a la que ha de tender al mismo tiempo: Alexandre Koyré (1892-1964), gran estudioso de las ideas científicas en los siglos XVI y XVII, recordaba que una historia de las matemáticas, más una historia de la astronomía y de la física, más una de la medicina o de la química, etc., no forman una historia de la ciencia. Y quizá sea esto un obstáculo difícilmente salvable: el problema afecta a los historiadores de cualquier tipo, y atañe sin duda a los cultivadores de la historia de la ciencia, disciplina más joven y con menos experiencia institucional. Con todo, a la par que se prosiga una indagación especializada, los balances de conjunto han de establecer nuevos nexos que permitan reanudar de modo ponderado cada historia particular. Buscando perspectivas a la vez plurales y unificadoras, en lo posible, habría que tratar el conjunto del saber científico que resume todo este esfuerzo disciplinar,
subrayando las sintonías y los desfases existentes entre cada una de sus ramas.
Koyré no rehuyó nunca este doble movimiento indagador, tan complicado, y supo como pocos proyectarlo sobre un vasta pantalla cultural. Como él nos enseñó, admitir y esclarecer el peso diferencial de la cultura de la ciencia europea supone considerar minuciosamente la historia de la ciencia moderna. De hecho, si el punto de vista histórico es una fuerza especial que condiciona y redondea la misma idea específica de cultura --exigiéndola una crítica propia que, a la vez, la desborda y la encauza-, su despliegue particular en el territorio científico, por más difícil que éste sea, se vuelve imprescindible para captar el conjunto de nuestro pensamiento. Más allá de repetir la vieja pregunta, ¿cómo es la ciencia de la historia?, ayuda a reavivar la cuestión de cómo puede captarse la historia en la reflexión o, en fin, la historia en la ciencia.
11. Estos comentarios, de entrada, se proponen saludar la reciente publicación de un libro de Koyré, quizá demasiado breve pero siempre valiosísimo, Pensar la ciencia (Barcelona, Paidós, 1994), prologado al detalle por C. Solís. Pues hacía tiempo que no se proseguía la imprescindible difusión castellana de sus escritos, por ejemplo, los relativos al brote científico moderno. Además de su contribución al estudio de la ciencia del siglo XVI, en la aún vigente Historia general de las ciencias dirigida por R. Taton (Barcelona, 1972), la traducción de Koyré se había iniciado con tres libros clave: los Estudios de historia del pensamiento científico (1977), Del mundo cerrado al universo infinito (1979) y los Estudios galileanos (1980), todos ellos impresos en Madrid, gracias al esfuerzo de Siglo XXI. Era, sin duda, indispensable la
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recuperación de una obra que ha guiado a los principales historiadores de la ciencia, después de la segunda gran guerra: sólo en el ámbito anglosajón, a A.R. Hall, M. Boas Hall, E. Grant, T.S. Kuhn, R.S. Westfall o LB. Cohen; en Francia, aunque muy en sordina, a toda una generación. Y lo era tanto para los estudiosos de este ramo como para los historiadores de la cultura o para los lectores, sin más.
Sin embargo, durante los últimos quince años, y mientras comenzaba la lenta consolidación de la historia de la ciencia en España, se ha producido un reflujo en la traducción de estudios clásicos del siglo XX en este terreno y, en particular, de los restantes escritos de Koyré. Faltarían por publicar contribuciones fundamentales a la historiografía científica como La révolution astronomique (París, Hermann, 1961), o su texto documental de apoyo Chute des corps et mouvement de la Terre de Kepler a Newton (París, Vrin, 1973; oro inglés: 1955), y los inconclusos, pero hondos y sugerentes, Études newtoniennes (París, Gallimard, 1968; oro inglés: 1965). Por otro lado, y puesto que Koyré unía sin forzamiento alguno distintos campos con un esfuerzo enciclopédico muy esencial, cabría añadir que no se ha vuelto a imprimir su Introducción a la lectura de Platón, uno de los primeros libros de bolsillo (Madrid, Alianza, 1966). En fin, aunque aisladamente se recogió un texto donde se amalgamaban sus preocupaciones primeras y tardías, Místicos, espirituales y alquimistas del siglo XVI alemán (Madrid, Akal, 1981), no se han vertido, por ejemplo, ni sus conferencias cartesianas, Entretiens sur Descartes, ni su tesis de estado, La philosophie de Jakob Bohme, tan rica en conexiones, en la que, por ejemplo, analizaba el trasfondo del impetuoso lenguaje del místi
ca alemán, sin perder de vista la incorporación de la nueva cosmología copernicana.
Pese al aspecto cerrado de muchos de estos títulos, cualquier lector suyo sabe bien que todos ellos ponen de relieve su gran experiencia intelectual, hasta el punto de desbordar una y otra vez sus planteamientos iniciales. Ello es propio de un cosmopolita de las ideas como Koyré, ese paisano de Chejov que conservó su nacionalidad rusa durante muchos años (fue testigo de las revoluciones de 1905 y 1917, participando en ambas de diferentes modos), al tiempo que se formaba en un momento cultural sin parangón, para las ciencias y las humanidades, como activo viajero por Europa y fuera de ella. Koyré fue estudiante en Gotinga y París; profesor informal después en París, Montpellier y El Cairo; luego, tras haber sido enviado a los Estados Unidos por De Gaulle, dio cursos en diversas universidades americanas, durante semestres que se alternaban con su trabajo, poco institucionalizado, en centros parisinos de estudios avanzados (el nombre de su sección en la École Pratique era «ciencias religiosas»). Hombre discreto, su biografía -de trayectoria esclarecedora-, apenas se trasluce en sus textos. Pero, como sucede con otros grandes trasterrados de su época, a medida que su aventura internacional aumentaba, los pasos de su recorrido vital se multiplicaron, abriéndose a nuevos estímulos: Koyré fue, además, un hombre de múltiples lenguas: estuvo en tres idiomas, alemán, francés e inglés, además del ruso. Quizá en su peripecia formativa -que va desde Husserl, Hilbert y Minkowski, hasta H. Berr, É. Meyerson y Hélene Metzger, la gran historiadora de la química, asesinada en Auschwitz, poco difundida entre nosotros-, se oculten muchas claves de su incomparable capacidad para dar cita tanto
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a la historia, en vías de reconstrucción, como al pensamiento más activo y a textos de científicos más o menos destacados.
Lo cual se hace patente en Pensar la ciencia, conjunto de tres artículos que formaban parte de uno de los más notables libros -por su variedad y originalidad- de esta cumbre de la historiografía científica desde los años cincuenta. En ese texto originario, Études d'histoire de la pensée philosophique (París 1961), Koyré estudiaba la reconsideración de las paradojas de Zenón, a lo largo de la historia, hasta Cantor y Bergson, o las ideas sobre el vacío en la Edad Media tardía. Asimismo se sumergía en las ideas sociales de Condorcet o de Bonald, tan contrapuestas entre sí. Finalmente, hacía un diagnóstico meditado y extenso sobre el sustrato más especulativo de las corrientes del pensamiento contemporáneo. Nada mejor que solicitar, entonces, un inmediato rescate de la totalidad de estos trabajos, que daban al grueso volumen original una coherencia por encima de su diversidad de enfoques, de las épocas tratadas, de la forma de cada exposición.
De hecho, Koyré, con su formación filosófica, científica e historiográfica, fue un efectivo negador de los compartimentos estancos en los estudios humanísticos o culturales, sea cual fuese su índole, presentándose como un defensor de la unidad de toda la actividad mental, de acuerdo con las ideas puestas en acción por las figuras antes evocadas. Y pudo ponerlo en práctica con su dedicación simultánea a los diversos tipos de pensamiento (incluso, hondamente, al religioso), y, dentro del científico, a la historia de la física moderna, en sus vínculos con la implantación de la matemática. Desde los ángulos más generales, su territorio intelectual se transparenta bien en Pensar la ciencia, pese a su brevedad, dadas
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la visiones de conjunto que ofrece poniendo en evidencia la ligazón de todo producto humano, así la ciencia moderna.
III. En «La influencia de las concepciones filosóficas en las teorías científicas», el primero de sus capítulos, nos muestra Koyré cómo el historiador, al rehacer la evolución de la ciencia (si es que evita siempre creer que se halla ante un cementerio de insensateces o una colección de monstruos o de extravagancias), «capta las teorías del pasado en su nacimiento y vive con ellas el impulso creador del pensamiento». Más aún, con un lenguaje viquiano, nos recuerda Koyré que es posible la existencia de corsi e ricorsi insólitos, esto es, de retornos de teorías, en la forma que sea (pulida, reducida, recortada, desarrollada); de modo que ciertos planteamientos que se creían totalmente sobrepasados pueden reaparecer súbitamente. Por tanto, el conocimiento de la historia puede ser, a la vez, una fuente de inspiración, un imaginario más o menos reconocido y una criba que permite recortar los excesos que provocan algunas falsas novedades.
Por otra parte, más allá de su existencia misma en las distintos estudios o planteamientos disciplinares, el problema de la posible utilidad de la historia, en el sentido más pragmático de la palabra útil, no se confunde con el de su legitimidad propiamente intelectual, como señalaba hace cincuenta años Marc Bloch, en la Apología de la historia: la experiencia nos muestra, además, «que es imposible decidir por adelantado si las especulaciones aparentemente más desinteresadas no se revelarán un día asombrosamente útiles en la práctica». y este medievalista saltaba de campo y de tiempo para recordar cómo la teoría cinética de los gases, la mecánica einsteniana o la teoría de los quanta han alterado la idea
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de lo que no hace mucho se tenía en general de la ciencia, de modo que lo cierto se ha visto sustituido en muchos puntos por lo más probable, y lo rigurosamente mensurable asimismo aparece desde hace décadas relativizado por la indeterminación misma de la medida. De este modo, el problema de la incertidumbre histórica -a veces absurdamente resaltado- se ve redefinido dentro de la escala de los grados de certeza, escala que afecta a buena parte de esa ciencia física que se había convertido en modelo para las restantes al surgir la ciencia moderna, pero que experimentó una crisis de fundamentos a finales del siglo XIX. Todo ello late, de forma indirecta, en las argumentaciones de Koyré.
Si sus grandes temas surgen y se recrean en esta primera parte de Pensar la ciencia, por encima de ellos y frente a todo positivismo, nos dice con su martilleo constante que el nacimiento de la ciencia moderna fue a la par de una mutación de la actitud filosófica, en la que el peso del realismo matemático fue decisivo. Se enfrenta, por tanto, con toda devoción ingenua a «Bacon». Pero si la matemática sería la ciencia clave de lo real -de lo real físico y también más allá de éste-, su matematismo es muy matizado. No deja de tener un valor esencialmente metódico, a modo de foco central, nunca reductor; no es una trampa intemporal, pese a las resonancias que tenga la idealidad matemática: Koyré no pone a prueba «cualquier tiempo» (sus trabajos se centran entre los años de Copérnico y los de Newton). Y aunque se vuelque en historizar los cambios científicos, su tarea de desciframiento en realidad resulta ser siempre transcientífica. Este calificativo proviene de una convicción suya expresada sin rodeos: al menos en los momentos en los que se originó la ciencia
moderna (aunque no sólo por entonces), decía, la evolución del pensamiento científico estuvo «muy estrechamente ligado a la de las ideas transcientíficas, filosóficas, metafísicas y religiosas».
Atender a las inflexiones del pensamiento nunca supuso, en los escritos de Koyré -y no sólo porque en ellos siempre hable «de otras cosas»-, apelar a unos inmutables esfuerzos metódicos de tipo logicista, sin más precisiones, que se olvidarían y se recuperarían cíclicamente a lo largo del tiempo. Pues la «historia», de este modo, quedaría reducida a constatar las fases de este recuerdo olvidable y, al parecer, intermitente: en absoluto ésta es su concepción histórica. Un método, para él, no debe concebirse como una especie de trama lógica inmutable. Como señalaba al estudiar los orígenes de la ciencia moderna, el énfasis en el «método» a secas suele ser peligroso y estéril: la revolución metodológica medieval, por ejemplo, tuvo un alcance bastante limitado en la real evolución de la ciencia, aunque muchos quieran tomarla como punto en el que se adivina ya su impulso definitivo. Más aún, en general, Koyré subraya que «el lugar de la metodología no está en el principio del desarrollo científico, sino, por así decirlo, en medio de éste»: no se forma antes, y suele codificarse después. Recíprocamente, el empeño experimental moderno, aducido tantas veces con desconcertante vaguedad, es incomprensible si no se es capaz de enlazarlo con cada esfuerzo teórico particular, delimitado en cada tiempo cultural, ya que un verdadera experiencia, un experimento clave se configura previamente: es una pregunta formulada a la naturaleza «con un lenguaje muy especial», y no un tanteo afortunado en su interior. El cambio en la gama, la forma y el esquema de tales pre
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guntas es lo que determinaría una posible revolución en la ciencia.
En suma, para Koyré, los vuelcos científicos, si bien fundados inequívocamente en hechos nuevos, vienen a ser, en su núcleo, «revoluciones teóricas cuyo resultado no consistió en relacionar mejor entre ellas "los datos de la experiencia", sino en adquirir una nueva concepción de la realidad profunda subyacente en estos "datos". La metodología estaría dentro de cada indagación y evolucionando en el tiempo; la experiencia asimismo actuaría en el seno de ésta y la moldearía, aunque, según Koyré, es el golpe teórico el que «domina y determina» la estructura de la ciencia moderna. Y más que afirmar la primacía del método, éste aparece, ante todo, como un problema. La búsqueda de este pliegue interior, de este resorte que atraviesa una organización científica particular, teóricopráctica, nos incita a eludir radicalmente lo que, en Pensar la ciencia, Koyré denomina «la renuncia -la resignación- positivista».
IV. Su orientación, abstracta a primera vista, se pone curiosamente de evidencia en los otros dos capítulos que atienden a un problema, hoy clásico, sobre la ciencia y el maquinismo: «Los filósofos y la máquina» y «Del mundo del "aproximadamente" al universo de precisión», ambos de 1948. El brote de las máquinas en el siglo XVII es utilizado para confrontar el territorio mental y social de los modernos en comparación con los antiguos. En el primero, la abierta presencia de la historia (Owen, Engels, Michelet) sirve para mostrar la dureza de los períodos de acumulación económica (moderna o contemporánea, de un lado o de otro del globo); y también para recalcar la importancia de una interpretación psicosociológica como la de P.M. Schuhl (Machinisme et philosophie, 1947),
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sobre el cambio de mentalidad perfilado desde el Renacimiento: pues, «el medio humano no es nunca, o casi nunca "natural"; está siempre, o casi siempre, transformado por el hombre». Pero tales consideraciones sociopsicológicas, aduce el «internalista» Koyré, serían insuficientes si no se viesen acompañadas por el análisis de los avatares de la teoría: la verdadera tecnología, la nueva técnica pensada, se contrapondría a la técnica empírica. Corresponde ya a una «ciencia técnica» y a una «técnica científica», que están dotadas de una armadura diferente desde el arranque de la modernidad: algo antes de su ulterior afianzamiento, teórico y práctico, en los siglos XVIII YXIX.
En el segundo artículo, se acerca con más «precisión» ya a ese Seiscientos maquinístico, mostrando la coherencia de cada instrumento -telescopio o cronómetro-, en las manos de los científicos, de Galileo o Descartes. Las máquinas serían algo así como prolongaciones mismas de la nuevas teorías físicas; aparecen como un nuevo sentido científico, trazado y dirigido por la intención teórica. Y no casualmente cita aquí los trabajos de Lucien Febvre, quien por su parte retomará en 1950 este trabajo de Koyré para discutir sus tesis en los Annales (<<De la apreciación a la precisión pasando por el rumor», Erasmo, la Contrarreforma y el espíritu moderno, Barcelona, Orbis, 1985). Pues el «gesto» histórico de Koyré está marcado por la búsqueda de otra forma de comprensión. Si ya un primer mentor suyo, Henri Berr, había defendido en la Revue de Synthese (fundada en 1900) una especial psicología histórica o colectiva, mediante una colaboración interdisciplinar, los fundadores de esa prestigiosa revista histórica, en 1929, habían cooperado previamente con Berr. Véase la
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interesante síntesis al respecto de P. Burke, La revolución historiográfica francesa (Barcelona, Gedisa, 1994), aunque no llegue a hablar de Koyré.
Yeso que su trayectoria vital es casi un resumen de las inquietudes de nuestro siglo. No sólo por su baño en el radicalismo husserliano, en el estudio del misticismo y del brote científico moderno o por su clara tendencia entrelazadora. Nada mejor para verlo que seguir su resonancia en campos lejanos a la estricta rama de la historia de la ciencia que él frecuentó, la de la física. Ya en sus momentos de formación francesa se había ensamblado en un círculo efervescente de intelectuales judío-europeos de intereses dispares y amplios, el de Metzger y É. Meyerson, pero también el de Lévy-Bruhl, fundador con Mauss del Instituto de Etnología.
Ahora bien, en absoluto se ha resaltado que Koyré facilitó directamente el entrecruce de teorías en las humanidades, tan determinante en la segunda mitad de siglo. LéviStrauss pudo conocer a Jakobson en el exilio neoyorkino gracias a Koyré, al presentir que existía entre ambos una honda comunidad intelectual. De hecho, el padre de la lingüística estructural, Jakobson (el amigo ruso de Lacan), se convertirá en mentor del giro decisivo de Lévi-Strauss, al mostrarle el rigor de un cuerpo de doctrina, la relativa al lenguaje y a la interpretación textual, que se había consolidado desde los tiempos del despliegue del formalismo ruso, en los años de la revolución soviética. Resulta natural que Koyré adivinase esa mirada sistemática que hermanaba a Jakobson y al antropópogo, dada su propia posición integradora, muy centralizada: no en vano, estos dos y el propio Koyré se habían nutrido, inicialmente, del rigor fenomenológico.
De ahí tal vez la presencia oblicua de
Koyré, de su vocación teórica, en el trasfondo del estructuralismo. El propio T.S. Kuhn, interpretaba su calado en los historiadores de la ciencia como efecto de haber reconocido rigurosamente la «coherencia de sistemas de ideas ajenos a los nuestros» (La tensión esencial, Madrid, FCE, 1983). Koyré, arqueólogo de la ciencia moderna, buscó un proceder sistemático -que tiene algún aire de familia, pero sólo alguno, con Lovejoy o Cassirer-, para enfrentarse con todo artificio positivista (el de Comte, el de Mach, el que lastró a muchos derivados de la escuela vienesa), ayudando a liberar al pensamiento francés y europeo de tantas ataduras «empíricas». Y la nueva problematización, en los años sesenta, de los análisis históricos o humanísticos, basada en el estudio de la construcción de modelos, en la investigación minuciosa de estructuras que hay detrás de las ideas -de sistemas básicos con sus variaciones, inseparables de ellos-, se apoyó parcialmente en la inspiración crítica de Koyré, como llegaron a sugerir F. Chátelet o, más tarde, F. Jameson en La cárcel del lenguaje (Barcelona, Ariel, 1980).
Asimismo Lacan, confrontando «La ciencia y la verdad» en 1965 (Escritos, 1), se remitía a la mutación subjetiva provocada por la física moderna, al giro radical en el tempo del progreso de la ciencia del que resulta asimismo una modificación radical «en nuestra posición de sujeto, en el doble sentido de que es allí inaugural y de que la ciencia la refuerza más y más». Y para recapacitar sobre el desplazamiento subjetivo en su raíz misma (la experiencia cartesiana supuso «el desfiladero de un rechazo de todo saber»), concluía el reinventor de Freud: «Koyré es aquí nuestra guía». Por su parte, en una reseña de La revolución astronómica, de 1961, Foucault vio entre las
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líneas de este trabajo koyréano el núcleo mismo de Las palabras y las cosas, al concluir tras su lectura, literalmente, que «a comienzos del siglo XVII, el lugar del nacimiento de la verdad se ha desplazado; ya no está del lado de las figuras del mundo sino en las formas interiores y entrecruzadas del lenguaje». La destrucción del cosmos y sus efectos subjetivos, culturales, incluso míticos -y éste es el diagnóstico central de la modernidad, según Koyré-, tiene, pues, muchas traducciones.
V. Alguien de la talla de Starobinski ha resaltado que Koyré dio un extraño empuje a la historia de las ideas cultivada en los Estados Unidos, mezclándola en lo posible con la europea. Si en una Universidad interdisciplinar como la de Baltimore habló sobre el desvanecimiento progresivo de la imagen esférica del cosmos -que se transformarían en Del mundo cerrado al universo infinito-, en otras revisó la trama de la modernidad en las teorías del progreso (véase su trabajo sobre Condorcet) o en las nostalgias del pasado, así como las imágenes de evolucionismo, incluyendo la idea de revolución, difundida justamente al hilo de su recepción americana. Y cabe rastrear su resonancia en el grueso estudio de LB. Cohen sobre el origen y desarrollo de la idea de giro brusco en nuestra trayectoria cultural (Revolución en la ciencia, Barcelona, Gedisa, 1989), quien aborda, por lo demás, las revoluciones freudiana y, antes, la darwiniana o la sociologista. Considerando a Koyré como el autor más influyente en la historia de la ciencia entre 1950 y 1960 (pp. 346-347), Cohen narra cómo éste percibía las transformaciones intelectuales como una totalidad, captando la mutación científica moderna (una de las «más profundas, si no la más profunda, realizada -{) sufrida- por el espíritu humano»
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desde la invención cosmológica griega, decía Koyré), a modo de gran drama histórico. Esta perspectiva dramática pertenece ya a la historia de la historia de la ciencia: así se refleja, por ejemplo, en el prólogo de D.C. Lindberg a las Reappraisals o[ the Scientific Revolution (ed. suya, con R.S. Westman, Cambridge, University, 1991), un buen balance reciente para pensar sobre las articulaciones de la ciencia.
En fin, si la idea de evolución se adueñó, para algunos, de un puesto clave en nuestra inteligencia en general, ella pesa también en la comprensión de la trayectoria, materia y lenguaje de las ciencias, en donde por cierto surgió la idea de revolución, antes de pasar a las ciencias sociales. Pero no sin graves crisis. La idea de progreso que la acompañaba o la dirigía se ha ido disolviendo, desde 1930 hasta 1990: ya sólo se habla de progresos sectoriales, según advierte J. Le Goff en Pensar la historia (Barcelona, Paidós, 1991). Sin embargo, en el caso específico de las ciencias, suele resultar muy fácil apelar a su crecimiento continuo, con lo cual se congela en verdad su pasado. Un avance sin sombras sólo genera una ultrahistoria, y así se entorpece la posible capacidad de modificación basada en la autocrítica. Al subrayar el progreso científico se tiende a construir una línea cronológica ascendente que, más bien, borra todo un mundo de imprecisiones y extravíos que forman parte de su historia y, en consecuencia, se impide la inteligibilidad del origen -{) del final- de sus conceptos. Así lo denunciaba justamente Koyré, por ejemplo al recordar, en los bellísimos Estudios galileanos, que el pensamiento científico no va de lo claro a lo claro, sino, en todo caso, de lo oscuro a lo claro, esto es, que «progresa en la confusión y en la falta de claridad». Ello resulta más eviden
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te en los momentos de crisis, como también son los de la actualidad.
VI. Ahora bien, la idea avanzada por Koyré de respetar la «oscuridad» era claramente ofrecida como lema para la historiografía científica en el gran libro de homenaje que se le dedicó a su muerte (VV. AA., L 'aventure de la science. Melanges Alexandre Koyré, París, Hermann, 1964). Taton y Cohen, en la introducción, subrayaban su modo escrupuloso de captar la ciencia del pasado, evitando hacer accesible «el pensamiento a menudo oscuro, torpe o quizá confuso de los antiguos». Por ejemplo, Koyré avisaba que es ineludible comparar, paso a paso, las demostraciones de un teorema «similar» por parte de Arquímedes, Cavalieri o Barrow. Y ello debería constituir una férrea actitud de principio para el historiador de las ciencias en cualquiera de sus gamas, de la matemática a la psiquiatría, ya que ha de negarse a enrasar tiempos que considera desiguales, bien por la intensidad en el tratamiento de una disciplina bien por el sentido cultural en la que ésta se integra. El riesgo de su oficio radica tanto en su lectura intempestiva de los textos como en su posición a contracorriente, su ejercicio histórico desalmado, perseverante y marginal.
Descendiendo a lo concreto, sucede que la vida profesional de Koyré nos recuerda siempre que la enseñanza institucionalizada de la historia de la ciencia es bastante reciente, pese a la importancia crucial para esta disciplina del llamado, desde 1966, Centre Alexandre Koyré, institución tardía, creada a su medida. Si el primer cuerpo docente consagrado a este esfuerzo histórico fue designado en 1892 en el parisino CoUege de France, no consiguió cuajar de hecho; y sólo tres décadas después comienza el instituto correspondiente en la
Sorbona. Nada mejor para entender sus dificultades que revisar páginas de un buen libro aglutinador de los textos dispersos de A. Koyré, De la mystique a la science. Cours, conférences et documents, 19221962 (París, EHESS, 1986); su informativo prefacio de Pietro Redondi, el autor de Galileo herético, prolonga además las claves sobre la historiografía koyréana que dio en la Revue de Synthese (111-112, 1983). Se sabe así que, aún en abril de 1951, y ante la presentación de Koyré de posibles actividades a desarrollar en una cátedra postuniversitaria de historia de la ciencia, Lucien Febvre se veía obligado a llamar desesperadamente la atención para no dejar pasar la gran oportunidad de su colaboración. Y sólo en 1957, Braudel firmará la creación del Centro de Estudios de Historia de las Ciencias y de las Técnicas, ubicado en la EHESS: pero estamos ya en los últimos años de su vida. Tenía Koyré casi setenta años en 1958, cuando se pone en marcha. Como se confiesa abiertamente en el libro póstumo de Jacques Roger (Pour une histoire des sciences a part entiere, París, Albin Michel, 1995), si bien la historia de la ciencia aparece sólidamente constituida en los Estados Unidos, y muy mejorada recientemente en Italia, tiene aún una apariencia frágil en Francia. Otro tanto, y aún más, sucede en España.
Tanto aquella propuesta estratégica suya sobre el análisis histórico, que exige tratar literalmente los textos para luchar contra la «atemporalidad» de los conceptos, como su difícil incorporación a la enseñanza estatuida son, ante todo, efectos de su antipositivismo. Actitud heredera de Meyerson aunque también de las Meditaciones cartesianas o de los primeras huellas de La crisis de las ciencias europeas. Su modo de abordar el despliegue de la razón occcidental ya le
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había cerrado caminos en su primera trayectoria. Es sabido, por lo demás, que si las discusiones acerca de las técnicas historiográficas, bien las generales bien las relativas a la ciencia, tienen un tronco común -no en vano en ambos casos se parte de los esfuerzos y de los abusos de Savigny o de Ranke en el siglo XIX-, sin duda los métodos que emplea el historiador científico no son muy diferentes de los utilizados por los restantes historiadores. Según dijo un patriarca de esta historiografía poco sospechoso de especulaciones, George Sarton -en sus Ensayos de historia de la ciencia (México, UTEHA, 1968)-, mientras que uno de estos requiere una formación histórica en sentido general (política, sociedad, instituciones educativas o no, economía, mentalidades, etc.), aquél debe poseer, además, una preparación científica y filosófica: «la dificultad de la historia de la ciencia está en que es necesario recibir una educación doble: han hecho una mala labor los historiadores ignorantes de la ciencia, por una parte, y por otra los científicos desconocedores de los métodos históricos y hasta de su existencia misma». Los conceptos científicos, así como los instrumentos o las instituciones correspondienes (academias, revistas, etc.), sólo cobran sentido en tramas plurales bien iluminadas por la historia del pensamiento, según lo hizo ver Koyré arrancando lo general de lo más particular, con sus lecturas milimétricas de los textos. De esta forma, el ¿Qué es la historia?, relativo ahora a las ciencias, responderá huyendo de dos peligros señalados por E. H. Carr: el ser ultrateórica o el convertirse en ultraempírica, dos extremos que hacen imposible la comprensión misma de su desarrollo.
Siempre hubo cierta inclinación a presentar la ciencia y la historia como radicalmente opuestas: y justamente esta «debili-
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dad» positivista puede servir de acicate para, por el contrario, resaltar la inclusión del mundo histórico en la ciencia, y de la manera menos aséptica posible. En El concepto de la historia, J. Huizinga rompía con las definiciones de esta disciplina que arrancaban de la matriz impuesta por la ciencia moderna, permitiendo, al revés, envolverla. La mirada histórica, a cambio, sería un modo de dar forma al pasado, pues cada cultura «crea y tiene necesariamente que crear su propia forma de historia». Pero, al mismo tiempo, la adecuada a nuestra trama cultural sólo puede ser una historia científica, entendiendo por tal a una tarea histórico-crítica, que historice además a la ciencia y la sumerja en un territorio más inestable que el que defiende en su positividad.
La historia cumple un papel crítico, a la vez estabilizador y desestabilizador, por dar cuenta de una trama de sucesos particulares en los que la extrañeza y el reconocimiento forcejean entre sí. La acción mutua de esos dos esfuerzos, o mejor, su fusión, se capta mejor en los momentos de mayor renovación. Y el decisivo giro moderno afectó a la correlación de fuerzas de cada economía mental, que no se mantiene imperturbable ni en cada tiempo ni en cada cultura. Al reflexionar sobre el nuevo pensamiento científico, a modo de faro central, Koyré puso en evidencia la mutación del sistema de nuestros valores culturales, y mostró cómo cierta pretensión hiperracional resulta ser una forma de semirracionalidad. Hasta el punto de que también su investigación aparece traspasada por el encuentro, en distintos grados, con las transformaciones mentales, y no sólo culturales sin más, contemporáneas.
VII. La historia de la ciencia pone en juego cierto número de temas que habían entrado con fuerza por las vías de la
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Ilustración. Así tal historiografía ha estado ligada durante décadas a la crítica de las ideas y las prácticas o al impulso para la transformación social, de acuerdo con un influjo cultural francés más perceptible antes en nuestro país. En estos últimos años, más globalmente, los debates suscitados por la ciencia -esto es, por la difusión del pensamiento científico y por las restricciones que deben acompañarla, por la estructura de esa gama del análisis de cierta realidad demasiado acotada, por las relaciones entre ella y el desarrollo de las ideas o de la sociedad-, parece haberse apagado, recluyéndose en ámbitos académicos (universidades, centros especializados de investigación, determinados congresos). Si ciertos cuestionamientos políticos habían marcado el reverdecimiento de la tradición epistemológica entre 1965 y 1975, no resulta extraño que se haya producido ahora un reflujo del pensamiento acerca del devenir de la ciencia -hacia el pasado o hacia el presente-o Ante la tibieza intelectual procede defender el sentido regulador que la historia del pensamiento científico tiene no sólo para la historia de la ciencia, por confundirse en parte con sus desarrollos y sus interrogantes, sino también para la reflexión misma de nuestra cultura.
Ciertos debates intelectuales de peso, algún ensayismo incisivo, el golpe vanguardista de la investigación tienen como sombra, dada su desvigorización actual, el auge de un mudo pragmatismo, así en los programas educativos donde se rebaja el vigor especulativo o en la práctica rutinaria del arte o de la misma psiquiatría. Índice notable de su freno es el enquistamiento de ángulos de mira positivistas, donde el resorte creador y la sutileza del pensamiento crítico se ha esfumado. El cultivo de la historia de las ideas es un contrapeso posi
ble y hasta una herramienta acaso para buscar el quiebro de esta trayectoria ingrata y yerma. Por contraste, conserva su fibra, por tantos motivos, la peculiar historiografía koyréana, punto de encuentro nervioso de diversos tipos de argumentación activa. Y sin duda Koyré no intentó explicarlo todo hasta anular la fuerza del detalle: un criptopositivista como P. Rossi le acusaba de estar más preocupado por combatir tesis «peligrosas» que por ofrecer indicaciones históricas precisas. ¿El sueño de la limpia precisión lógica? Justo en Pensar la ciencia se expone que la historia parte de que hay sucesos sin aclaración, hechos irreductibles; y que resulta imposible «evacuar el hecho, y explicarlo todo».
Según escribía Koyré en su curriculum vitae, de 1951, siempre había estado inspirado por la conciencia «de la unidad del pensamiento humano, particularmente en sus formas más elevadas». Quizá sea este convencimiento, radicalizado sin que pierda su legitimidad, uno de los argumentos que permiten luchar contra todo tipo de positivismo -en la historia de la ciencia, en la concepción misma de la psiquiatría, en el estudio del pensamiento o de la historia sin más-, puesto que la estrategia neutralista supone ante todo la división tajante, la pulcra separación de las partes, la impenetrabilidad entre cada una de ellas. Un conjunto de factores e ideas en acción, por el contrario, ha de ser el arranque de la inteligibilidad histórica; y es al que tiende idealmente por más que conozca, por experiencia propia, los límites conceptuales y temporales que caracterizan a cada reconstrucción: es un edificio instantáneo, frágil pero imprescindible; y destinado, por la fuerza misma de su autocrítica, a su remodelación inmediata.
Consejo de Redacción (M. J.)
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