Ciclo de Cine Brasileño Contemporáneo

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- 1 - Cine club Alberto Alava Facultad de Ciencias Económicas Universidad Nacional de Colombia 23 de abril de 1983 II-2005

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Artículos acerca del cine brasileño, breve historía, género y comentario de la película "El Hombre Que Copiaba"

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Cine club Alberto Alava Facultad de Ciencias Económicas Universidad Nacional de Colombia

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Thiago Moreira

El cine no tardó en llegar a Brasil. Siete meses después de la primera sesión patrocinada por los herma-nos Lumière, en París, es decir, el 8 de julio de 1896, los cariocas entraron en contacto por primera vez con una imitación del cinematógrafo, en la más agitada y puesta al día calle del centro de Río, la Ouvidor. Las primeras imágenes aquí tomadas por una cámara datan de junio de 1898. Focalizaban la bahía de Guaranabara y algunas embarcaciones en ella ancladas. Con el ojo en el visor, un inmigrante italiano llamado Afonso Segreto, llegando de Europa con su primera cámara Lumière.

Por algún tiempo, Afonso y su hermano Paschoal detentaron el monopolio de las imágenes en movimien-to entre nosotros. A principios de siglo, surgieron los primeros competidores, todos inmigrantes como los Segreto. Uno de ellos, Giuseppe Filippi, se estableció en Curitiba y, más tarde, en Porto Alegre. A partir de 1905, el portugués Antônio Leal se especializó en el registro de fait divers y fiestas populares de Río. El fundador de nuestro primer circuito de salas de exhibición tenía sangre española, Francisco Serrador.

Las películas de ficción no aparecieron hasta 1908. Este filón se abrió con la comedia Nhô Anastácio Chegou de Viagem, de Júlio Ferrez. Influenciado por el francés Georges Méliès, Antonio Campos llenó de trucos, en São Paulo, el también pionero O Diabo. Entusias-mado con las posibilidades fantasiosas del cine, Antônio Leal cambió el documental por la ficción. Adaptó O Guarani, de José de Alencar, y con Os Estranguladores descubrió un filón que por algún tiempo estuvo de moda en Río: películas de medio metraje que dramatiza-ban palpitantes historias de la crónica policial de la época. En este terreno, fue superado por Alberto Botelho, que hizo de O Crime da Mala el primer éxito de taquilla del cine brasileño.

La fiebre cinematográfica se extendió a casi todo el país. Paulo Be-nedetti la llevó hasta Barbacena; Anibal Requião, hasta Curitiba; Aris-tides Junqueira, hasta Belo Horizonte y Diomedes Gramacho, hasta Salvador. Pero Rio y São Paulo continuaron siendo los dos centros productores más efervescentes - y los más en consonancia con las novedades del extranjero. En el afán de imitarlas, llegamos a produ-cir hasta tres versiones de A Viúva Alegre (La viuda alegre) y una

Escena de Dios y el Diablo en la tierra del Sol Maurí-cio do Valle (a la derecha) y Othon Bastos (a la iz-quierda) en una de las películas más importantes de la cinematografía brasileña, Dios y el Diablo en la tierra del Sol (1964), de Glauber Rocha.

El Cine en BrasilEl Cine en Brasil

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de A Cabana do Pai Tomás (La cabaña del tío Tom).

Mucho más auténticamente nuestra era la sátira política tomada del teatro de revista, cuya obra pionera, Paz e Amor, realizada en 1910 por Alberto Botelho y W. Auler, que ya hacía alusión irónica en el título al presidente Nilo Peçanha, que había prometi-do gobernar el país "con paz y amor". Al público le encantó, pero ni así el cine brasileño despegó de una vez. A la caída de la pro-ducción en 1913 le siguieron más de dos años de penuria mate-rial, provocada por la guerra. Cuando se retomaron las activida-des cinematográficas, en 1916, la sátira cedió lugar a la vieja manía de las adaptaciones literarias y a las sagas patrióticas.

Entre 1919 y 1925, siete nuevos domesticadores del cine entraron en escena: José Medina (en São Pau-lo), Silvino Santos (en Manaus), Gentil Roriz (en Recife), Eduardo Abelim (en Porto Alegre) y los mineiros Francisco de Almeida Fleming (en Pouso Alegre), Humberto Mauro (en Cataguase) y Eugênio Kerrigan (en Guaranesia). De éstos, sólo Mauro consiguió forjarse una carrera y atravesar el puente hacia el cine sonoro.

En los años que anteceden a la llegada del cine sonoro a Brasil, las mayores promesas continúan siendo un privilegio del eje Río-São Paulo. El polivalente Adhemar Gonzaga salta del periodismo para ponerse detrás de las cámaras, trae a Humberto Mauro a Rio y funda un estudio. Adalberto Kemeny y Rodolfo

Rex Lustig montan una productora (Rex Film) y repiten en la Paulicéia (São Paulo, A Sinfonia da Metrópole) lo que el alemán Walter Ruttmann había hecho en Alemania.

Con una comedia protagonizada por el dúo cómico formado por Gené-sio Arruda y Tom Bill, Acabaram-se os Otários (1929), el cine brasile-ño entró en la era del sonoro. Dando órdenes desde detrás de la cáma-ra, el folclórico Luiz (Lulu) de Barros, haría decenas de películas diverti-das de poco valor artístico, al contrario que Mário Peixoto, que sólo con-seguiría realizar una película, Limite, suficiente para consagrarlo como un genio de la naturaleza. Peixoto y Mauro (sobre todo por Ganga Bru-ta, 1933) son los dos realizadores fundamentales de la época, marcada

también por la obstinada actuación de una mujer, Carmen Santos, actriz, productora, propietaria de un estudio y, por fin, también directora, así como por el surgimiento de los primeros films musicales carnava-lescos realizados por Wallace Downey y Alberto Byington Jr., imitados y perfeccionados en la Cinédia de Adhemar Gonzaga, con lo mejor que la radio y la música popular tenían que ofrecer.

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En 1941, un grupo de jóvenes abnegados, liderados por Moacir Fenelon, Alinor Azevedo, José Carlos Burle y Edgar Brasil, funda una productora independiente, la Atlântida, que, desviándose de sus objetivos iniciales, se transformaría en el más exitoso estudio del país de todos los tiempos. Sus fundadores soña-ban con películas serias, algo solemnes y complicadas, pero tuvieron que amoldarse a las exigencias del mercado. Y así nació la chanchada, mezcla de comedia, musical carnavalesco y película policiaca, el gé-nero cinematográfico más exitoso que Brasil ha alumbrado - y que sólo la televisión, a principios de los años sesenta, consiguió destruir.

Mientras la Atlântida divertía a las masas con sus chanchadas, la Vera Cruz, delirio megalómano de un empresario italiano establecido en São Paulo, apostó por un cine sesudo, pomposo y sin futuro. Hoy, la Vera Cruz sólo es recordada por la repercusión de O Cangaceiro y por el paso, por su cúpula, del ci-neasta Alberto Cavalcanti. En 1954, la Vera Cruz cerró las puertas y la Atlântida siguió adelante, dándose hasta el lujo de financiar proyectos más pretenciosos como Amei um Bicheiro (1953), de Jorge Illeli y Paulo Wanderley, thriller urbano a la americana, calcado del clásico de John Huston, O Segredo das Jóias (El secreto de las joyas).

Dividido entre los que pretendían emular a Hollywood y los que veían en el neorrealismo italiano la opción más adecuada para una industria cinematográ-fica modesta y periférica como la nuestra, el cine brasileño atravesó la década de los cincuenta con cierta gallardía, revelando cineastas talentosos como Carlos Manga, Roberto Santos (O Grande Momento, 1958), Galileu Garcia (Cara de Fogo, 1958) y Walter Hugo Khoury (Estranho Encontro, 1958) - ninguno de ellos tan influyente como Nelson Pereira dos Santos, bajo cuyas bendiciones nacería, a comienzos de la década siguiente, el Cinema Novo (Cine Nuevo).

Movimiento de renovación inspirado en la Nouvelle Vague francesa, como tantos otros del mundo, el Ci-nema Novo representó la utopía de una generación de cinéfilos con formación universitaria, ideológica-mente de izquierdas y adversos al modelo hollywoodiano de producción. Existía, entonces, un vacío en nuestra industria cinematográfica, generado por la desaparición de las chanchadas, que el Cinema Novo ocupó, con la ayuda de una prensa también ansiosa por dar una imagen diferente del país - más directa, cruda y desmitificada. Al frente de los rebeldes, un bahiano inquieto, sagaz y desconcertante, Glauber Rocha, a cuya sombra Joaquim Pedro de Andrade, Paulo César Saraceni, Carlos Diegues, Ruy Guerra, Leon Hirszman y otros trazaron las líneas maestras del moderno cine brasileño.

En su momento de auge, el Cinema Novo, originalmente carioca, hizo su aparición en otros estados (es de destacar el paulista Luiz Sérgio Person, autor del fundamental São Paulo S.A., 1965), que supo absor-ber el desafío de sus edipos más intransigentes (Julio Bressane, Rogério Sganzerla), acumuló diversos

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premios internacionales y marcó de forma indeleble a numerosos cineastas de otros paí-ses. También víctima de la crisis de creatividad que abatió al cine mundial, en las décadas de los setenta y ochenta, el Cinema Novo se convirtió únicamente en una denominación que, de acuerdo con las conveniencias, puede ser aplicada a obras tan dispares como Lição de Amor (Eduardo Escorel, 1975), Mar de Rosas (Ana Carolina, 1977), y cierta-mente a todas las firmadas por sus más notables supervivientes: Diegues, Guerra, Walter Lima Jr., Arnaldo Jabor y Eduardo Coutinho.

A principios de los años noventa hubo una nueva crisis, esta vez interna. Sin ninguna pro-tección estatal, abolida por el gobierno de Fernando Collor de Mello, la economía cinema-tográfica se desorganiza y la producción de películas llega a cero, amenazando con jubilar anticipadamente a las revelaciones de la década anterior (Murilo Salles, Tizuka Yamasaki, André Klotzel, Chico Botelho) y mantener alejados por tiempo indefinido a sus hijos pródi-gos, Hector Babenco y Bruno Barreto. Renaciendo de las cenizas, con nuevas bases pro-ductivas, el cine brasileño promete festejar su centenario de forma optimista, con sorpren-

dentes fenómenos de taquilla (Carlota Joaquina, de Carla Camurati; O Quatrilho, de Fábio Barreto) y por lo menos dos esperanzas de que vendrán mejores películas: Walter Salles Jr., autor de los emocionantes Terra Estrangeira y Central do Brasil, y Jorge Furtado, que hizo de un corto, Ilha das Flores, una obra maestra sin parale-los en su género. Género que, por cierto, ha revelado más talentos nacionales para las pantallas en los últimos tiempos.

Con Walter Salles Jr. y su película Central do Brasil el cine brasileño gana un nue-vo reconocimiento internacional, venciendo el Oso de Plata, en el Festival de Berlín de 1998. En 1999, esa película recibe indicación para el Oscar de Mejor Película Extranjera, y su actriz principal. Fernanda Montenegro para el de Mejor Actriz. Del mismo director, en asociación con Daniela Thomas, es la reciente exhibición, en la 23ª Muestra Internacional de Cine, en São Paulo, de la película O Primeiro Dia que recebió grandes elogios de la crítica cuando se exhibió en Europa también en 1999, para en 2001 bisar el éxito de Central do Brasil con otra obra solo: Abril Despeda-çado, adaptación al sertão del Nordeste brasileño de la novela homónima del alba-nés Ismail Kadare. Jorge Furtado, por su parte, estrenaría en el largometraje en 2002, abordando las angustias de la adolescencia con una narrativa ágil y diálogos inteligentes, en Houve Uma Vez Dois Verões.

La llegada del nuevo siglo fue marcada, además, por producciones con significativos presupuestos, de forma general adaptadas de obras literarias o basadas en aconte-Walter Salles Jr.

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cimientos históricos marcantes, protagonizadas por astros de la televisión y no pocas veces destinadas también al mercado internacional, como Orfeu (de Carlos Diegues), A Partilha (de Daniel Filho), O Xangô de Baker Street (de Miguel Faria Jr.), Amélia (de Ana Carolina) y Mauá (de Sérgio Rezende). Pero lo que al final predominó fueron las producciones de mediano porte, en sintonía con la comedia ur-bana (Bossa Nova, de Bruno Barreto; Amores Possíveis, de Sandra Werneck), la comedia rural (Eu, Tu, Eles, de Andrucha Waddington) y el thriller de periferia (Um Céu de Estrelas, de Tata Amaral; Os Mata-dores y Ação Entre Amigos, ambos de Beto Brant).

Estimulados por el reinicio de la producción, veteranos como Paulo César Saraceni (O Via-jante), Ruy Guerra (O Estorvo), Domingos de Oliveira (Amores) y Xavier de Oliveira (Adágio ao Sol), regresaron a la actividad, y en otros centros, fuera del eje Rio-São Paulo, jóvenes cineastas se lanzaron a la aventura de producir películas con un entusiasmo fuera de lo común. La dupla Paulo Caldas-Lírio Ferreira restauró, a partir de Recife, la vieja saga de los cangaceiros (salteadores y contrabandistas de la región del nordeste de Brasil), revisada por otro ángulo, en Baile Perfumado. En Rio Grande do Sul, el escritor Tabajara Ruas codirigió con Beto Souza un épico intimista sobre un general que luchó en las guerras de los Farrapos y de Paraguay, titu-lado Netto Perde Sua Alma.

A pesar de la fascinación provocada por la rigurosa transcripción que Luiz Fernando Carvalho hizo del texto literario de Raduan Nassar, Lavoura Arcaica, en los dos primeros años del nuevo milenio, las pelí-culas brasileñas de mayor impacto entre el público y la critica fueron, precisamente, aquellas que tuvieron la osadía de abordar de frente las mazelas sociales que desde hace tiempo más corroen a la sociedad brasileña: el tráfico de drogas, la guerra civil no declarada en las grandes ciudades, el fanatismo religioso. El segundo siglo del cine brasileño comenzó oliendo a pólvora y sangre, a sudor y vela, y sus títulos de honor, por ahora, son Cidade de Deus, de Fernando Meirelles y Kátia Lund; Notícias de Uma Guerra Particular, documental de João Moreira Salles; y los dos documentales (Babilônia 2000 y Santo Forte) que Eduardo Coutinho realizó con la misma maestría que hizo de Cabra Marcado Para Morrer (1984) un clásico del género.

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por Karina Mariel Mauro

Desde los inicios y a lo largo de su historia, el cine ha constituido y redefinido su lenguaje. A fuerza de repeticiones y elaboraciones, ciertos elementos quedaron mas o menos cristalizados, traduciéndose en un auténtico menú de opciones al que el cineasta puede echar mano, tanto para utilizarlo como para cuestionarlo. En lo que respecta a la relación entre argumento y elementos formales, una de estas herra-mientas es el género. Los géneros son códigos que sirven, entre otros usos descubiertos y utilizados con exageración por la industria, para que el director pueda, con pocos elementos y rápidamente, situar al espectador en un horizonte de expectativas que podrá luego satisfacer o defraudar, con el consiguiente placer o displacer que sea capaz de producir en este juego.

Actualmente, los films de este tipo a menudo ya no remiten a los grandes géneros clásicos de los libros de historia del cine, sino a otros pequeños, velados, no dichos, y que, a fuerza de repeticiones, nos va-mos aprendiendo de memoria. Tanto, como para saber, llegado el caso, la continuación de una película apenas comenzada. Lamentablemente, esto no siempre está del lado del poder de síntesis o del juego casi infinito entre expectativas y creatividad antes mencionado.

En este sentido, Carandiru, de Héctor Babenco, es una típica película de género. El “género carcelario” se inicia por lo común con una des-cripción del contexto que lo define: el hacinamiento del presidio, sus condiciones de vida infrahumanas, la suciedad, degradación, enfer-medad, promiscuidad y elementos grotescos, pero también, momen-tos de calma y tranquilidad, donde la sensibilidad de todos queda al descubierto, representando verdaderos momentos de redención. Es-tos últimos son, en el film que nos ocupa, variados. El principal, que además funciona como hilo conductor de la trama, está dado por la relación de los convictos con el médico. Esta figura está allí para que el espectador se identifique con él, para que ingrese a la cárcel a través de su mirada. Se trata de un joven médico bonachón e inge- Hector Babenco

El género carcelario y otras violenciasEl género carcelario y otras violencias

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nuo, que logra de los presos un trato amable y sincero gracias a la confianza que sabe despertar, redun-dando esto entre otras cosas en una mayor conciencia en el cuidado de la salud. Todo muy loable, hasta que el espectador recuerda que es precisamente el propio médico del presidio el autor del libro utilizado como base para el guión de la película… El otro momento de redención lo constituyen la reunión con las familias en un día de visita (en el que presos y familiares deambulan con total libertad por las dependen-cias del centro penitenciario, incluyendo las celdas), y el romance y posterior casamiento entre un travesti y el enfermero.

El contraste entre todos estos momentos y la violencia, vuelve a esta última más terrible y, a la vez, más cercana. Que aquel que se comporta con un hijo o una madre de manera cariñosa sea capaz también de semejantes aberraciones, no deja de ser perturbador. Pero el plato fuerte de estos films es sin duda el evento hacia el que todo converge, el momento preparado desde el inicio del relato y para el cual este existe: el motín. En perspectiva, todo en estas películas se reduce al antes y después de este hecho par-ticular (o de la fuga, según la variante). En Carandiru, el motín es la razón de ser de la película. Y es por ello que se despliega en todo su salvaje esplendor.

Esto significa aquí, más violencia. Se ha dicho que el film de Babenco no la estetiza. Quizá las imágenes no sean bellas (aunque podría llegar a cuestionarse también esto), pero ello no significa que no estén estetizadas. Las imágenes del motín son espectaculares. La estetización de la violencia radica aquí en su espectacularización, en su grandilocuencia, desmesura y exageración. No significa esto que no exista esta violencia y aun una mayor en la realidad. Pero el film la muestra en primer plano y la coloca, por en-de, en el lugar de un espectáculo que debe obligatoriamente (y por lo tanto, se nos da a entender, mere-

ce) ser visto. Todo espectador que entra en un cine para ver Caran-diru, sabe probablemente de antemano que la violencia es mala. ¿Es necesario hacérnosla ver de esta manera para que reflexione-mos sobre ella? ¿No será posible encarar un film carcelario de otra manera? ¿No podrá innovarse en este género? Y si ya hemos visto tantos films parecidos y si lo único que los diferencia es un regodeo creciente en la representación de la violencia, constituyendo una verdadera competencia por superarse, ¿para qué más películas de cárceles? ¿Hay, acaso, una mayor reflexión sobre el sistema carce-lario gracias a ellas? ¿O por el contrario, no habrá un mayor acos-tumbramiento (y anestesiamiento) ante las “leyes” de la vida carcela-ria que tanto nos indignan por un momento al verlas espectacular-mente en un primer plano?

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Fichas técnicasFichas técnicas » Estación Central (Central Do Brasil) Director : Walter Salles Guión : Joào Emanuel Carneiro, Marcos Bernstein, Walter Salles Fotografía : Walter Carvahlo Música : Antonio Pinto, Jacques Moreletenbaun Montaje : Isabelle Rathery, Felipe Lacerda Sonido : Jean-Claude Brisson, François Groult, Bruno Tarriere Diseño de Producción : Cassio Amarante, Carla Caffé Producción : Arthur Cohn, Martine de Clermont-Tonnerre Productoras : Video Filmes (Brasil), en coproducción con Arthur Cohn Production, MACT Productions (Paris), Rio Filme (Rio de Janeiro-Brasil). Intérpretes: Fernanda Montenegro (Dora), Marilia Pêra (Irene), Vinicius de Oliveira (Josué), Soia Lira (Ana), Othon Bastos (César), Otavio Augusto (Pedrao), Stela Freitas (Yolanda), Matheus Nachtergaele (Isaias), Caio Junqueira (Moisés). » Ciudad de Dios (Cidade de Deus) Dirección: Fernando Meirelles. Codirección: Katia Lund. País: Brasil. Año: 2002. Duración: 135 min. Guión: Bráulio Mantovani; basado en la novela de Paolo Lins. Producción: Andrea Barata Ribeiro y Maurício Andrade Ramos. Música: Antonio Pinto y Ed Côrtes. Fotografía: César Charlone. Montaje: Daniel Rezende. Dirección artística: Tulé Peake. Vestuario: Bia Salgado e Inés Salgado. Interpretación: Matheus Nachtergaele (Sandro Cenoura), Seu Jorge (Mané Galinha), Alexandre Rodríguez (Buscapé), Leandro Firmino da Hora (Zé pe-queno), Phellipe Haagensen (Bené), Jonathan Haagensen (Cabeleira), Dou-glas Silva (Dadinho), Roberta Rodríguez Silvia (Berenice), Gero Camilo (Paraíba), Graziela Moretto (Marina), Renato de Souza (Marreco).

Fernando Meirelles.

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» Carandiru Dirección: Héctor Babenco. País: Brasil. Año: 2003. Duración: 146 min. Producción: Hector Babenco. Música: André Abujamra. Fotografía: Walter Carvalho. Montaje: Mauro Alice. Diseño de producción: Clóvis Bueno. Dirección artística: Vera Hamburger. Vestuario: Cris Camargo. Interpretación: Luiz Carlos Vasconcelos (Doctor), Milton Gonçalves (Seo Chico), Ivan de Almeida (Black Nígger), Ailton Graça (Highness), Milhem Cortaz (Dagger), Maria Luisa Mendonça (Dalva), Aída Leiner (Rosirene), Rodrigo Santero (Lady Di), Gero Camilo (No Way), Ricardo Blat (Claudiomiro). Guión: Héctor Babenco, Víctor Navas y Fernando Bonassi; basado en el libro "Estaçao Carandi-ru" (Estación Carandiru) de Drauzio Varella. » El Camino de las Nubes (O caminho das nuvens) Dirección: Vicente Amorim. País: Brasil. Año: 2003. Duración: 85 min. Guión: David França Mendes. Producción: Bruno Barreto. Música: André Abujamra. Fotografía: Gustavo Hadba. Montaje: Pedro Amorim. Diseño de producción: Jean Loius Leblanc. Vestuario: Cristina Kangussu. Interpretación: Cláudia Abreu (Rosa), Wagner Moura (Romão), Ra-vi Ramos Lacerda (Antônio), Felipe Newton Silva Rodrigues (Clévis), Cícera Cristina Almino de Lima (Suelena), Manoel Sebastião Alves Filho (Rodney), Sidney Magal (Panamá), Carol Castro (Sereia).

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» El hombre que copiaba (O Homen que copiava) País: Brasil Duración: 124 min. Año: 2003 Guión y dirección: Jorge Furtado Texto final libremente adaptado de la "Carta al padre" de Franz Kafka Directora asistente: Ana Luiza Azevedo Producción: Lica Stein y Denise Garcia (TOSCOGRAPHICS) Fotografía: Alex Sernambi Director de arte: Fiapo Barth Producción Gráfica: Kátia Prates Dirección de Animación: Allan Sieber Animación: Sacha Geiffman y Fernando Miller Dirección musical y ejecución: Leo Henkin Interpretación: (André) Lázaro Ramos, (Sílvia) Leandra Leal, (Marinês) Luana Piovani, (Cardoso) Pedro Cardoso, (Antunes) Carlos Cunha Filho, (André niño) Roger Oliveira

Yimmy Restrepo

Ciudad de Dios (2002), Carandiru (2003), y Madame Sata (2003) han sido recibidas como exponentes de un nuevo cine brasileño, preocupado por reflejar el abismo social que se ha establecido en sus centros urbanos. Cada uno de estos filmes, a su modo, apunta hacia una realidad de violencia que parece estar lejos de una solución. Ya que son ficciones construidas sobre episodios verídicos, estos filmes ganan una fuerza documental y en algunos ámbitos se les critican sus opciones estéticas -muchas veces polémicas-, como es el caso de Ciudad de Dios.

La relación entre El hombre que Copiaba y las filmes citados puede parecer mínima. Al final, el director Jorge Furtado emplea un tono casi de fábula, y de una trama aparentemente absurda, acaba surgiendo de entre todos los filmes recientes como el más fiel espejo de la realidad social brasileña contemporánea. Esto es algo que se podría esperar de un cineasta que en 1989 dirigió el que es considerado el mejor

Jorge Furtado y El hombre que copiabaJorge Furtado y El hombre que copiaba

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cortometraje en la historia del cine brasileño: La Isla de las Flores, ganador del Oso de Plata en el festi-val de Berlín, opera prima que narraba el ciclo de un tomate desde los campos de plantación hasta los fétidos depósitos de basura donde seres humanos se alimentan de restos de comida considerados impro-pios hasta para los puercos. La estructura circular y fragmentaria de la narrativa, que hacía un collage de distintos signos, terminó siendo la marca registrada de Furtado. Sin la oportunidad de dirigir un largome-traje, debido a los años difíciles vividos por el cine brasileño durante la década de los noventa, él prestó su creatividad como guionista a la televisión, revolucionando el lenguaje hasta entonces conservador de las miniseries y los programas especiales de Globo televisión.

Con la recuperación de la producción cinematográfica brasileña, el esperado debut de Furtado como di-rector de largometrajes pudo finalmente ocurrir. Primero como un singular filme adolescente, Hubo Una Vez Dos Veranos (2002), donde tras una aparente falta de pretensión se reveló una visión precisa sobre un universo comúnmente retratado por el cine con estereotipos. Y, finalmente, con El hombre que Co-piaba, donde retoma las características más marcadas de su cine de invención.

El título no sólo se refiere al operador de una fotocopiadora que protagoniza el filme, sino también a quien está tras él: el director Jorge Furtado es el hombre que copia, el que lo hace de forma asumida y con pro-

pósito, sin ningún recelo a ser acusado de plagio. El copia o, mejor aún, reprocesa innumerables influencias artísticas, literarias y cinema-tográficas, que pasan por Shakespeare, Murnau, Hitchcock, pasando por el cine negro norteamericano y francés como de sus propios filmes anteriores.

En una entrevista concedida al sitio oficial del filme, Furtado declaró que cuando escribió el guión no había visto aún Krotki film o Milosci de Krzysztof Kieslowski, que tiene diversas semejanzas con El hom-bre que Copiaba. Para él, la invención de un enredo completamente nuevo es imposible, todo está referenciado a otras cosas. El secreto está en la forma de juntar estas referencias tan diversas, en darle ad-hesión a elementos tan dispares, para formar un producto sólido y con cohesión.

El exceso de citas y de formato cinematográfico no desvía el punto focal de las tres grandes cualidades presentes en toda la obra de Fur-tado: el ingenio del guión, la humanización de sus personajes y la dis-cusión ética que suscitan sus filmes. Los personajes André (Lázaro Ramos), Sílvia (Leandra Leal), Marinês (Luana Piovani) y Cardoso (Pedro Cardoso) son antihéroes quienes, abandonados a su suerte por Jorge Furtado

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Cine Club Alberto Alava Centro de estudiantes

Postgrados Ciencias Económicas (Edif. 238) Salón 112. Teléfono: 316 5000 Ext. : 16830

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Agosto 2005

Diseño: Laura

una estructura social que no les da oportunidad de ascenso, establecen su propio código moral que justi-fica sus actos. Falsifican, roban y matan. Sin embargo, en ningún momento cuestionan la legitimidad de sus actitudes. Jorge Furtado como director y guionista también evita juzgarlos. Son pocos los personajes del filme, aun los secundarios, que no sean culpados por algún delito moral. Luego, en esta visión pesi-mista de una sociedad donde todos parecen estar corrompidos, lo relativo de esos crímenes impone un conflicto ético que se extenderá hasta la interpretación de cada espectador.

En el cine de Furtado sobra espacio para lo fuera de lo común, y eso es lo que hace tan especiales sus trabajos. Puede iniciar el filme con casi media hora de narración en off, para alienar al público y arriesgar su fastidio. Cuando el filme encuentra el camino de una narrativa más convencional, poco después ésta será subvertida otra vez.

Dentro de esa lógica particular, y a partir de un experimentalismo que en ningún momento cede a la co-municabilidad, como un cuento de hadas moderno, El hombre que Copiaba va tocando temas funda-mentales para la comprensión de lo que es un joven brasileño de clase media baja en la actualidad: la falta de perspectiva profesional, la falta de estructura familiar, la dictadura del consumismo y la revisión de los conceptos éticos. La influencia del medio en el destino de los personajes es determinante, pero como estamos hablando de un filme de Jorge Furtado, las cosas nunca serán tan simples. El destino siempre es tratado como un elemento clave en sus filmes, y aquí el libre albedrío y el sincretismo religio-so chocan de frente para embrollar más nuestras conclusiones.