Aladar 027

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MIÉRCOLES 22 DE OCTUBRE DE 2014 NÚMERO 27 @ALADAR_CULTURA Mural del pintor catalán José María Sert para el Rockefeller Center de Nueva York.

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OTRA MIRADA A LA CULTURA. Suplemento cultural de El Correo de Andalucía. www.aladar.es

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MIÉRCOLES 22 DE OCTUBRE DE 2014

NÚMERO 27 @ALADAR_CULTURA

Mural del pintor catalán José María Sert para el Rockefeller Center de Nueva York.

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Miércoles 22 de octubre de 2014 | ELCORREODEANDALUCÍA |

o que rodea las manifestacio-nes artísticas en algunos foros concretos me irrita. Más a me-

nudo de lo que quisiera. Por lo visto, para ser artista hay

que ser muy excéntrico, beber gran-des cantidades de alcohol, fumar hasta la extenuación, tener la mira-da perdida casi siempre, hablar de autores a los que no conoce ni su madre, mostrar cierto desprecio por los que no son artistas, mostrar un desprecio descomunal por aquellos que tratan de llegar a serlo, odiar a muerte a todo aquel que despunta o que tiene la desfachatez de aso-mar y no tener complejos al mos-trar su trabajo.

Eso o ser un estirado que fuma en pipa y al que hay que llamar de usted. Además, por lo visto, para ser artista no hace falta serlo. Novelis-tas que no escriben, pero beben y comparten borrachera con uno que sí lo hace (mal, pero lo hace); pinto-res que fuman mucho aunque no agarran un pincel desde que son pe-queñitos y alternan con escultores

que escriben en la revista La escul-tura es la vida y nadie nos lo podrá robar o poetas que presumen de ser malditos y sufren de la incompren-sión social.

Son los inventores de un arte inútil y un arte estúpido. Los inven-tores de lo que podríamos llamar la escuela «sólo nosotros entendemos de arte, tú limítate a mantener el pi-co cerrado». Eso o escribir una bue-na novela o pintar un cuadro exce-lente y luego (ya da igual) cualquier cosa porque la marca ya está crea-da y a salvo.

Soy novelista, padre de cuatro hijos, madrugador (me levanto a las seis de la mañana cada día para tra-bajar), no bebo, fumo, la mirada no la tengo perdida y procuro desmiti-ficar todo este tinglado. Como mu-chos otros, vaya. Y me irrita tanta idiotez, tanto corralito cerrado a cal y canto, tanto defender autores im-posibles para elevar un poco más un listón (¿?) que impida que una persona ilusionada y con cualida-des extraordinarias se pueda atre-ver a meter las narices donde no le llaman. Me irrita porque es todo

una gran mentira. Escribir o pintar no tiene nada que ver con el alco-hol, ni con tener un buen montón de facturas sin pagar, ni con haber leído libros que no hay quien se los trague. Saber con qué tiene que ver es otro cantar, pero desde luego con eso no. Otro cantar que muchos ni conocen ni se plantean.

Hay una cosa que es segura: la creación está muy pegada al trabajo diario, a la constancia. Y eso es justo de lo que huyen esa banda de artis-tas que dicen serlo sin saber lo que supone crear; esos que nos quieren hacer creer que las artes son propie-dad de unos cuantos individuos atormentados y poseedores de un don especial, secreto. Y no. Esos a los que me refiero son unos caradu-ras que no han trabajado en su vida; y, además, intentan que los demás trabajen para ellos.

Los verdaderos artistas no se de-dican a nada que no sea su propia obra. También beben y fuman y tie-nen un millón de defectos, pero no se dedican a perder el tiempo ha-ciendo creer que las cosas son co-mo quieren ellos que sean. Otra co-

sa es que se dejen claras las postu-ras, las opiniones, que se discuta y que se pelee por la cultura, sea cual sea el precio que se tenga que pa-gar. Eso es otra cosa que no tiene que ver con los corralitos. Tiene que ver con la generosidad.

Soy el primero que se rebela contra el intrusismo, contra el aba-ratamiento de las artes, contra esa especie de aquí vale todo y, como, los que no somos artistas, pero que-remos parecerlo, somos más y us-ted se calla. Soy el primero en re-chazar las actitudes estúpidas sean cuales sean. Pero creo estar, al mis-mo tiempo, en primera fila cuando se trata de ofrecer oportunidades, de crear alternativas. Porque creo en el talento, porque creo en la nor-malidad con la que hay que enfren-tar un asunto tan extraordinario co-mo es la cultura. Ni con pipa ni con extravagancias.

Los disfraces de artista, de mal-dito, de exquisito o de enfermera, no son más que disfraces. Y, que yo sepa, esto no es un baile. Esto es al-go mucho más serio a lo que se le ha perdido el respeto peligrosamente.

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l principio de Arquímedes es una buena obra de teatro. El espectador se encuentra con

una propuesta moderna y atractiva. Sin embargo, algunas cosas la colo-can en un territorio yermo en exce-so si tenemos en cuenta las enor-mes posibilidades que se intuyen desde el principio y que no se apro-vechan del todo. Si me preguntasen si merece la pena ir al teatro, les di-ría que sí. Pero…

El texto de Josep María Miró tra-ta algunos asuntos (la desconfianza que nos invade, el temor a vivir con normalidad ya que la evolución so-cial nos lleva a terrenos convertidos en problemáticos, la mirada clara de las personas que se ha diluido, el miedo como elemento que bloquea al ser humano y le convierte en la encarnación de la violencia), pero los trata sin anclar las ideas en un vehículo fundamental que articule el discurso. Se mezcla desde la prohibición a fumar en lugares de trabajo a la falta de comunicación pasando por la pederastia; cosas que causan angustia, temor o con-fusión entre los personajes.

Esto está muy bien, pero para el espectador con el temor o la angus-tia hubiera sido suficiente. La con-fusión es peor compañera de viaje para el que está en la platea. No voy a decir que esto que nos cuentan no es reflejo de lo que sucede en la sociedad, pero la ficción tiene sus propias reglas. Al narrar, utilizar di-versos vehículos narrativos para de-cir lo mismo, para llegar al mismo lugar, puede provocar atascos. Y, en este caso, la cosa no funciona del todo bien.

El texto, que no deja de tener ca-lidad, además de esto que digo, pre-senta otro inconveniente importan-te: deja poco espacio al espectador. Aparentemente, no se dan respues-tas a las preguntas que se plantean aunque resulta que todas esas con-testaciones sí están en el texto. Es verdad que, de forma expresa, los personajes se preguntan y reciben contestaciones difusas o, sencilla-mente, obtienen silencio cuando preguntan. Pero la esencia del texto obliga al espectador a tomar posi-ciones. La idea, que sin duda era la contraria, parece vaciarse por esta razón. La evolución de los persona-jes despeja el camino para que todo esté muy claro y el espectador reci-ba, así, información que debería descubrir en su propia intimidad y no sobre el escenario. En la platea porque las obras se hacen grandes allí, en las butacas. La propuesta era esa si no me equivoco.

La trama, que es lineal, se pre-senta con una estructura que rom-pe espacios y tiempos. Es un plan-teamiento divertido y muy sugeren-te, pero se abusa un poco de ello. Por ejemplo, cuando nos llevan de un momento a otro de lo que ha su-cedido, la escena comienza desde el final de otra que ya hemos visto. Pues bien, es excesivo el esfuerzo que hacen los actores al repetir par-te de eso que ya hemos visto. Tal vez

una primera vez, para enseñar al es-pectador el juego, esté justificado, pero hacerlo en todas las ocasiones parece excesivo. Con una frase hu-biera sido suficiente. Estamos ha-blando de un tiempo importante de representación por lo que termina chirriando.

Con todo esto, es normal que la sensación del público sea la de asis-tir a un espectáculo en el que todo se explica más de la cuenta; asistir a un espectáculo en el que alguien no se fía de la capacidad del públi-co para agarrar bien la idea e inte-riorizarla.

Lo mejor de El principio de Ar-químedes es sin duda la escenogra-fía. Original y determinante en el desarrollo de la trama tal y como se presenta. Brillante.

En cuanto a los actores, su inter-pretación y la dirección actoral, en-contramos de todo. Roser Batalla está muy bien. Sabe exactamente qué tiene que hacer y lo hace con solvencia. Además, es una actriz ge-nerosa, que espera paciente a los compañeros y no está aguardando a que le den pie para seguir adelan-te sin mirar a los demás. Albert Au-sellé y Santi Ricart defienden pape-

les más cortos que resuelven sin problema alguno.

Rubén de Eguía, con el papel más difícil y exigente, deja ver gran-des posibilidades que, sin embargo, Josep María Miró no termina de ex-plotar. Supongo que buscando una profundidad mayor en la psicología del personaje, deja que el actor tras-pase algunas líneas que le llevan a convertirlo en lo que no es de nin-guna de las maneras. Un muchacho divertido, inocente y sin grandes do-bleces no es un tontorrón (en el me-jor sentido y en el peor de ellos; un angelito increíble o alguien excesi-vamente infantil). Y, a veces, se per-cibe algo así, algo que no cuadra con el texto, ni con el poso que nos va dejando la obra. Pero este actor ter-minará haciendo cosas importan-tes. Sin duda alguna.

Ya sé que esto que he ido dicien-do podría parecer una crítica más negativa que otra cosa. Sin embar-go, insisto en que El principio de Ar-químedes es una buena obra. Un trabajo que podría haber sido una auténtica joya y se queda sin llegar a la meta. Grandes posibilidades desaprovechadas. Y es que eso da mucho coraje.

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Distintas estampas del espectáculo ‘Movimientos 2: Danzar al aire español’, que se representa en el Teatro Real y que combina música, danza y teatro. /

JAVIER DEL REAL

(TEATRO REAL)

úsica, danza y teatro. Eso es lo que se une sobre el es-cenario del Teatro Real de

Madrid cuando se levanta el telón y comienza la representación de Mo-vimientos 2: Danzar al aire español, la nueva producción de la Funda-ción Antonio Gades y el Teatro Real de Madrid.

Además de esa fusión tan anti-gua como el propio arte, otra se ini-cia desde que los espectadores en-tran en la sala principal del teatro. Este es un espectáculo para todo ti-po de público, para personas de cualquier edad y condición. Como debe ser. Resulta gratificante encon-trarse con un espectáculo en el que no se trata a los más pequeños co-mo si fueran bobos, en el que no se dan patadas a las inteligencias (ya saben, hablar dando voces para re-sultar simpático y soltando un dis-curso sin pies ni cabeza); con un es-pectáculo que, aun siendo para to-dos los públicos, no resulta un tostón a los mayores. La diversión y la formación integran un conjunto apasionante que sirve a los más chi-cos y a los que lo son menos.

Movimientos 2: Danzar al aire es-pañol se divide en seis cuadros muy bien presentados (la iluminación, el vestuario y la peluquería tienen mu-cho que ver con el resultado) que re-pasan la historia de la danza espa-ñola. Desde la bienvenida (Zortziko y aurresku) y la presentación de las danzas históricas que resultarían ser el germen de la danza española y explican la procedencia de las di-versas escuelas posteriores; la dan-za, la música y el teatro invaden el escenario de forma divertida, ele-gante y sugerente. La danza espa-ñola, que no es otra cosa que la mez-cla del folclore, la escuela bolera, la escuela estilizada y el flamenco, aparece en plenitud, como páginas de una enciclopedia que se instalan en las retinas, seguramente, para siempre.

La coreografía de Mayte Chico es de gran belleza plástica aunque destaca, como ya digo, ese carácter pedagógico para la que está, en par-te, creada. Los bailarines están estu-pendos (todos sin excepción alcan-zan niveles artísticos muy altos) y están acompañados por una parti-tura exquisita que ha arreglado Mi-khail Studyonov con gusto y acierto. Antonio Solera (guitarrista) y Juaña-

rito (cantaor) aportan ese acento imprescindible del arte más popu-lar español. Por su parte, Belén González, actriz, interpreta el papel de narradora que sirve de hilo con-ductor para que el público no pier-da pie a lo que se narra. El texto, to-do hay que decirlo, está elaborado en exceso. Tono demasiado alto y un aliento más largo de lo preciso. No sé yo si los más pequeños son capa-ces de seguir sin alguna dificultad alguno de los tramos expositivos. Pero, para eso, este espectáculo está dirigido a padres e hijos, a tíos y so-

brinos, a abuelos y nietos o a profe-sores y alumnos. Si alguno se pierde se le ayuda, si al salir del teatro hay dudas se resuelven. ¿Hay mejor for-ma de volver a casa que comentan-do con los pequeños un espectácu-lo compartido? Si de algo se puede hablar con los niños y los jóvenes es de las experiencias vividas en co-mún.

Destaca en el espectáculo, por vistoso, por divertido y por bien in-terpretado, el cuadro dedicado a la escuela flamenca. El grupo, al com-pleto, se arranca por alegrías y van

de la entrada y el paseo a la salida por bulerías con arte, con gracia, convencidos de lo que hacen y sin escatimar esfuerzos. Disfrutan y ha-cen disfrutar. Cuando escuchamos el característico titiritranta… sabe-mos que aquello se acaba, pero que ha merecido la pena ir al teatro.

Por cierto, los aladares de las bai-larinas son espectaculares, perfec-tos. Parecen dibujados por el mis-mísimo Julio Romero de Torres. Más español no puede ser un espectácu-lo. Ni más atractivo para el que se quiere enterar de lo que es la danza

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on actualmente The Cornelius, antes han sido Cornelius 1960 y, en sus orígenes, decidieron

acompañar el agua bendita de un simple Cornelius. Y ese, guste más o guste menos, será el nombre que perdurará: Cornelius. Al igual que el estilo con el que abrieron tantas bo-cas y se ganaron tanto respeto. Una banda compuesta por auténticos profesionales de la música, tanto en materias de composición como de ejecución. Su carácter funky, sus composiciones trabajadas y pulidas hasta el detalle más sutil y la geniali-dad de sus directos los convierten en un grupo que todavía no goza de todo el prestigio que merece.

The Cornelius se compone en la actualidad de David Caneda, Chi-quillo (voz), Antonio Casado, el Abuelo (guitarra), Toni B. Willisch (guitarra), Andoni Arcos (bajo), José A. Vilas (teclado) y Alberto Dopico (batería). A pesar de que a las ba-quetas la banda ha registrado varios cambios a lo largo de su trayectoria, el bloque se ha mantenido sólido desde sus inicios. Este conjunto, de origen gallego, se dio a conocer a lo grande en 2007, con su álbum Grea-test Hits. Quienes conocían a los músicos sabían lo que podía dar de sí cada uno de ellos, pero el lanza-miento de este trabajo demostró la contundencia y calidad que ateso-raban formando equipo.

Fue un impacto, y una alegría, porque de una localidad más bien pequeña (los integrantes son de dis-tintos puntos de la geografía gallega, pero en Vilagarcía de Arousa es cos-tumbre decir que la banda es de la casa; siempre gusta presumir de lo realmente bueno) acababa de surgir lo que sin duda estaba llamado a ser una banda de referencia. Greatest Hits abría con un tema que, a día de hoy, bien se puede considerar como el himno de The Cornelius. Fool Fo-rever reúne la frescura y el carácter que hacen de un grupo algo más.

Con una pincelada de su funky característico, esta composición de pop-rock sedujo a todo aquel que tuvo el placer y la oportunidad de escucharla. Y esto no era más que la carta de presentación. Un trabajo de estudio con un total de doce composiciones, donde se despa-chan con absoluto dominio (y lo que es mejor, con un estilo propio tan acertado como creíble) en los am-plios terrenos del funk, como mues-tran Dance o Wait, o en materias de

pop-rock más puro, como es el caso de Extermination Angels que, con permiso de Fool Forever, es de lo mejor del álbum; sin olvidar Dra-gonfly, canción con tintes de balada que cierra el excelso trabajo.

Tras Greatest Hits, y en una épo-ca donde la red social MySpace vivía su perecedero apogeo, la banda lle-gó a muchos oídos y se ganó la con-fianza de muchos seguidores. Sobre

todo de uno en particular: Mick Glossop. El productor musical de nombres como Van Morrison que, impresionado por lo que había es-cuchado, se desplazó a Galicia para encargarse de la producción del grupo. Y así fue como Cornelius aña-dió a su nombre 1960, que además fue el título de su siguiente álbum (y de la canción que lo abría).

Con este cambio, o salto más bien, Cornelius 1960 se coló en emi-soras como Europa FM, el videoclip de su single se ganó un lugar en ca-nales como 40TV y su música llegó a miles de personas. Sin embargo, y sin menospreciar el trabajo de pro-ducción realizado, este encubrió al-guna de las cualidades mágicas inherentes al conjunto. Y si bien la banda pudo gozar de una etapa de giras y actuaciones con lleno hasta la bandera, algo había cambiado en el estilo con que había triunfado. Pe-ro entonces llegó en 2013 Walking

in Circles, y con él el cambio defini-tivo en el nombre: The Cornelius. Un trabajo de estudio donde recu-peraron sensaciones no perdidas, pero sí tenuemente enterradas.

Walking in Circles se presenta con el tema Never surrender, apenas tres minutos que sirven para des-cargar potencia y declarar intencio-nes. Y es que el grupo, sin trazar un patrón por el que cada canción sea hermana gemela de la anterior, mantiene ese estilo propio, caracte-rístico. Composiciones como Whist-le song relajan la vitalidad de la que acostumbra a hacer gala la banda, para dar muestra de que no son un grupo en absoluto plano. En total, son once composiciones donde el nivel musical no tiene picos, y eso es algo que se agradece y disfruta en cualquier disco. Y si además nos re-galan temas como On my own, no queda más remedio que volver a aplaudir el esfuerzo reunido para

dar lugar a un trabajo tal. Una vez más, The Cornelius se sale con la su-ya, a pesar de que ello signifique, por desgracia, encontrarse con más dificultades para llevar su música a un número amplio de oyentes. Es la cara más amarga, tal vez, de un mundo tan perteneciente al arte co-mo al negocio.

Lo que está claro es que, con canciones así, lo amargo termina desapareciendo del frente. Por eso queda hueco para la esperanza, pa-ra creer que, algún día, esta banda gallega gozará del reconocimiento que año tras año han perseguido, con material de estudio impecable y demostraciones de que en directo son un conjunto tanto de músicos como de profesionales. Cornelius, Cornelius 1960 o The Cornelius, tan-to da; su música se sobrepone a to-do lo demás.

The Cornelius es una de las bandas que aportan aire fresco al depauperado panorama musical español. / MIRIAM BARRAL

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ELCORREODEANDALUCÍA | Miércoles 22 de octubre de 2014 Miércoles 22 de octubre de 2014 | ELC |

n tren atraviesa la campiña francesa a toda máquina en la oscuridad de la noche del

5 de septiembre de 1939. Viaja con las luces apagadas para evitar los bombardeos alemanes en un mo-mento muy difícil: hace tres días que los aliados han declarado la guerra al Tercer Reich y Francia mo-viliza a sus reservistas. Pero el pin-tor José María Sert, afincado en Pa-rís desde hace años, ha hecho ges-tiones al máximo nivel para conseguir que se le dé prioridad a este convoy ante los trenes carga-dos de pertrechos militares que dis-curren hacia la frontera con Alema-nia. Todas las barreras de Francia permanecen levantadas. En esos vagones viajan las obras del Museo del Prado de regreso a España.

El mundo contiene la respira-ción. Sert consiguió in extremis po-ner a resguardo un legado único. Llevaba años trabajando en ello, gracias a sus excelentes oficios con-siguió la movilización internacio-nal para poner a salvo la primera pinacoteca del mundo, que el Go-bierno de la República había man-tenido junto a sí en la desespera-ción de una huida incierta, prime-ro a Valencia, después al Castillo de Figueras; porque bien lo había di-cho Manuel Azaña: «El Museo del Prado es más importante que la Re-pública y la Monarquía juntas». Gracias, entre otros, a José María Sert los fondos del Prado se salva-ron de los desastres de la guerra.

En 1940, además, conseguía lo improbable, después de prolijas negociaciones con el gobierno de Vichy, La Dama de Elche, El Tesoro de Guarrazar y la Inmaculada Con-

cepción de Murillo retornaban a España. Gracias, de nuevo, a los oficios de José María Sert podemos admirar hoy esas obras emblemá-ticas en las vitrinas del Museo Ar-queológico Nacional y en el Prado. Con nadie tiene la cultura una deu-da tan grande como con el pintor catalán. Ningún nombre se mere-ce tanto un reconocimiento since-ro; si bien en vida obtuvo la Gran Cruz de Isabel la Católica y la Le-gión de Honor.

Hay tres razones para que los españoles nos hayamos olvidado de uno de los grandes. La principal parece lo que se consideran sus ve-leidades políticas, materializadas en un acercamiento al régimen de Franco. No es justa. El pintor fue sin duda un burgués, con ideas conservadoras y fuertes raíces ca-tólicas, pero demostró toda su vi-da ser un liberal en lo político, co-

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creó después de su destrucción y a las que dedicó su vida. Pocos han hecho más por el nacionalismo, considerado en su forma benigna de idealización de los mitos fun-dacionales de los pueblos: La epo-peya de los catalanes en Oriente (1929) del Salón de Crónicas del Ayuntamiento de Barcelona y Las alegorías del Pueblo de Guipúzcoa (1934) en el museo de San Telmo de San Sebastián representan el súmmum de la exaltación patrióti-ca de la leyenda.

Nadie como Sert supo repre-sentar a España, asombrando a los americanos con las quijotescas Bo-das de Camacho (1931) del Waldorf Astoria de Nueva York o el Alegato de la Paz y el Entendimiento de la Sala del Consejo de la Sociedad de Naciones en Ginebra (1937). No se conoce escenario más suntuoso para una fiesta social que El corte-jo de la reina de Saba (1924) del sa-lón de baile del Hotel Wendel de París, hoy en el Museo Carnavalet. José María Sert opuso al Guernica

de Picasso La intercesión de Santa Teresa en la Guerra Civil española para el pabellón de El Vaticano en la Exposición Universal de París de 1937, pintó la capilla del Palacio de Liria (1932) en Madrid y un biom-bo extraordinario para la alcoba de la reina Victoria Eugenia en el Pa-lacio de la Magdalena de Santan-der (1920).

Soñó con decorar la cúpula del Pilar de Zaragoza. En 1932 el hom-bre más rico del mundo contrataba para la decoración del vestíbulo del Centro Rockefeller en la Quinta Avenida neoyorquina, una de sus obras maestras, El progreso indus-trial y la abolición de la esclavitud.

Aladar se propone destacar al-gunas de sus piezas sublimes para que los lectores se acerquen a con-templar unos lienzos inmensos pintados generalmente en grisalla de sepia y oro que no pueden de-jar indiferente a nadie.

mo no podía ser de otra manera para una figura cosmopolita como la suya. Ni se significó contra la Re-pública, para la que se desempeñó como agregado cultural de su le-gación en París; ni apoyó el levan-tamiento militar. Sólo consiguió escorarlo finalmente hacia la dic-tadura la destrucción de la gran obra de toda su vida, la decoración de la Catedral de Vic, quemada por las turbas y destruida por comple-to durante los disturbios, en 1936.

El segundo motivo está funda-do en el poder de las vanguardias del siglo XX, que aplastaron cual-quier movimiento artístico que no fuera rompedor e innovase en la búsqueda de un nuevo lenguaje. En ese sentido quienes persevera-ron en lo figurativo y siguieron la estela de los clásicos fueron consi-derados como pasados de moda, obsoletos. No ayudó tampoco su

inmersión en los círculos de la plu-tocracia para la que trabajó en Palm Beach, Londres y Nueva York, ni el que ocupase el centro de la vi-da social en el París de los años treinta; ambos factores lo alejaron de la sociedad española.

Pero hay una última razón y es que la mayoría de sus obras, de gran formato, permanecen aleja-das del público en el interior de edificios oficiales, o aisladas en museos minoritarios, o escondi-das al público por motivos concep-tuales o de conservación. Son, también, imposibles de transpor-tar para las exposiciones tempora-les. Esto no fue obstáculo para la extraordinaria muestra en el Grand Palais de París en 2012. Ni para la publicación, en el país vecino, de interesantes publicaciones y catá-logos que no han sido, sin embar-go, traducidos al español. Pero fal-

ta la gran exposición sobre su tra-bajo en Cataluña, donde están al-gunas de sus obras emblemáticas.

José María Sert y Badía nació en el seno de una familia de la burgue-sía industrial catalana en 1874 y murió en Barcelona en 1945. Estu-dió en diferentes academias de Bar-celona, se trasladó a París donde consiguió sus primeros encargos. Se especializó en un género que se había abandonado hacía siglos, el muralismo. Fue admirador de los clásicos y conocido en su época co-mo el Miguel Ángel del Ritz por la magia de sus atmósferas, la desme-sura de sus formatos y el poder de sus comitentes, pertenecientes siempre a la alta sociedad.

Y sin embargo, si hablamos de pintura, escasos artistas del último siglo han dado tanto a la Iglesia Ca-tólica como él hizo con las pintu-ras de la Catedral de Vic, que re-

Retrato de Sert rubricado por Ramón Casas, que se conserva en el MNAC.

Grandes pinturas murales. José María Sert se decantó por el arte figurativo en grandes dimensiones pero, además, por el muralismo. De izquierda a derecha, sus obras ‘El altar de la raza’, que se conserva en el Museo de San Telmo de San Sebastián; ‘Abraham Lincoln y la proclamación de la emancipación’, ‘Pueblo de sabios’ y ‘El Calvario’, una de las tres obras que componen el tríptico de ‘La danza de la muerte’ que Sert pintó entre 1939 y 1945 para decorar el ábside de la Catedral de Vic, en la tercera decoración, tras el incendio que sufrió en 1931. El pintor catalán, afincado en París, contribuyó además a la conservación y recuperación de la pinacoteca del Prado durante la Guerra Civil Española y de obras emblemáticas que custodiaba el gobierno de Vichy.

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scribir sobre cine de mafio-sos y no citar la sacrosanta tri-logía de El Padrino parece po-

co menos que una herejía y no es nuestra intención sobrepasar estos límites. Los papeles que tanto Ro-bert de Niro como Al Pacino o el mismo realizador Francis Ford Coppola tienen en estas tres pelí-culas –de las que siempre se dijo que la segunda sobrepasaba en ca-lidad a la primera– conforman un espectro tan difícil de superar en dimensiones dramáticas y trágicas, que el campo del cine –poblado, co-mo decía hace unos días el guionis-ta David Chase en la prensa, funda-mentalmente de sueños o pesadi-llas– no podrá olvidar jamás cómo, por ejemplo, aquella cabeza de ca-ballo muerto y desangrado dentro de la cama de una de las víctimas de la mafia nos hizo enloquecer y vibrar de horror a partes iguales, ya desde la novela de Mario Puzo.

Sin embargo, nuestro objetivo esta vez es otro, ya que lo que carac-teriza a los mafiosos de la nueva era, además de ese sino siniestro por el que quien la hace la paga, es mos-trar cómo aquellos viejos hombres tan identificados con el Gary Coo-per de Sólo ante el peligro tienen también su corazoncito. Para mos-trar este rasgo que a muchos puede parecer más una extravagancia que otra cosa, hemos seleccionado tres películas que cuentan con ese algo que llamaríamos humor y de las que David Chase, guionista de Los So-prano, se debió servir hasta el pun-to de estropear el lector óptico de su DVD particular, de tanto uso.

Se trata de tres películas en que el actor Robert de Niro no en balde tiene una función primordial de ac-tor protagonista, por lo que estable-cer, como decíamos, una ruptura con la primera gran trilogía citada no tendría, insisto, ningún sentido.

Los sueños y pesadillas apare-cen en nuestra vida a menudo por causa de sobresaltos o incidentes traumáticos, es por ello que Uno de los nuestros de Martin Scorsese, sea la primera de nuestras opcio-nes a considerar. Estrenada en 1990 y protagonizada entre otros por Ray Liotta, Joe Pesci o Lorraine Bracco, narra las ganas de ascen-der en la Cosa Nostra neoyorquina de Henry Hill, un inmigrante italo-irlandés de clase obrera que a me-

do en una novela de Nicholas Pi-leggi, fotografiada por Michael Ballhaus y con un largo metraje de casi 150 minutos.

Cosechó, además del Oscar al mejor actor secundario ( Joe Pes-ci), seis nominaciones en otras ca-tegorías, cinco premios Bafta in-cluyendo mejor película y director, el León de Plata de Venecia, el de los Críticos de Nueva York, Los Án-geles, Kansas y Boston, el César francés a la mejor película extran-jera, siendo sólo nominada a los premios italianos David di Dona-tello del mismo año.

En esta senda, no tenemos por más que recomendar Una historia del Bronx, primera película dirigida por De Niro con guion de Chazz Pal-minteri basado en una obra de tea-tro también suya y que tiene a am-bos tipos como protagonistas tam-bién delante de la cámara; es una película menor comparada a la de Scorsese y en ella se nos plantea desde el punto de vista de un niño que va creciendo, llamado Calogero (Lillo Brancato), su dilema moral entre seguir los pasos de su probo padre, que es conductor de autobu-ses, o meterse en la banda de Sonny (algo así como el puto amo del ba-rrio neoyorquino). Transcurre du-rante los años 60 y cuenta además en su reparto con Francis Capra, Ta-ral Hicks o Katherine Narducci. Es-trenada en Estados Unidos en 1993, llegó a España al menos con un año de retraso, tiene una magistral par-titura de Butch Barbella y fue foto-grafiada con prestancia por parte de Reynaldo Villalobos.

La tercera película seleccionada no tiene por qué considerarse nece-sariamente un filme de mafiosos, siendo más una comedia al más pu-ro estilo hollywoodiense, que tuvo hasta una secuela. Su elección nos viene dada por el hecho de intentar hacer ver cómo James Gandolfini no fue el primero de la profesión en acudir a un psiquiatra por depre-sión. Se trata, como no podría ser de otra forma, de Una terapia peli-grosa, de 1999, dirigida por Harold Ramis; con Billy Crystal en el papel del terapeuta, Lisa Kudrow y de nue-vo Chazz Palminteri.

El personaje Paul Vitti sufre una crisis –que desemboca en llanto– debida a la elección de un nuevo jefe dentro del clan. Ben Sobol, médico recién divorciado, será es-tricto en su control, pero a cambio deberá seguir la pista de su pacien-te durante las 24 horas del día. El guion está firmado por su director, Kenneth Lonergan y Peter Tolan, con música de Howard Shore y fo-tografía de Stuart Dryburgh, obtu-vo dos nominaciones a los Globos de Oro por mejor comedia y actor principal.

A Chase no le quedó más reme-dio que dar una vuelta de tuerca o giro aún mayor sobre esta trama, convirtiendo a su terapeuta, feme-nina en este caso, en paciente a su vez de otro doctor (el gran Peter Bog-danovitch) por trastorno obsesivo-compulsivo. En fin, cosas de locos.

dida que conoce a los máximos res-ponsables quiere dejar de pertene-cer a ésta a toda costa.

El arranque sabe poner en su si-tio la acción de una manera más que inteligente; con el esmero plás-tico al que su director nos tiene

acostumbrados, la película confor-ma a su vez una segunda parte de la propia trilogía de mafiosos (la pri-mera sería Malas calles y la tercera Casino) enfrentada con más sagaci-dad y menos sombras a la de su coe-táneo Coppola. El guion está basa-

Arriba, James Conway en ‘GoodFellas’. A la izquierda, un fotograma de ‘A bronx tale’ interpretada por Robert De Niro. En la imagen de abajo, escena de ‘Una terapia peligrosa’.

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ay realidades difíciles de des-cribir, pero más fáciles de mostrar. El desempleo y lo

que supone para muchas personas y familias es una de ellas; sobre to-do cuando pasa mucho tiempo des-de el último mes cobrado o trabajo realizado. La situación en España, ahora mismo, nos hace preguntar-nos el sentido de un artículo que cla-sificaríamos como de realismo so-cial en una era, la postcapitalista, donde empezamos a ver nuevas fuerzas sociopolíticas (en realidad, nada novedosas) en sus plantea-mientos, que prometen ese poco de esperanza, aunque sea en la lucha, que nos permite ir tirando.

No encontramos, por otra parte, ninguna referencia comparable más o menos conocida del paro en la era de las redes sociales, lo cual pudiera ser esclarecedor. Tal vez se necesite más tiempo o un revulsivo mayor o más potente.

El cambio definitivo, no obstan-te, de mentalidad lo encontramos referido en la segunda y tercera pe-lículas escogidas. De esta forma, mientras que en los 90, la proble-mática nos era contada desde un punto de vista lúdico-trágico, ya en el nuevo milenio hay una actitud de protesta contestataria bastante cla-ra, que se ha visto silenciada años después, quizás desde la hipocresía o la simple voluntad de acallar algo desbordante en sus datos, una reali-dad que sigue provocando el mis-mo malestar. De alguna manera pa-rece que esa reivindicación de las personas que se hacía no es sufi-ciente para ciertos sectores podero-sos y no tanto, así como la mentali-dad típicamente mediterránea y or-gullosa de sí misma desde la que se afirma que quien no trabaja es por-que no quiere, obviando el poder hacerlo así como las trabas que, al-canzada determinada edad, cual-quiera se puede encontrar.

A bote pronto, el género docu-mental ha sabido ver sus propues-tas en el continente americano a ve-ces antes que en Europa, prueba de ello es la existencia de Michael Mo-ore y su primer documental Roger y yo, que contaba, ya en 1989, el pro-

ceso de desolación y deterioro de Flint (Michigan) por el cierre de la planta de General Motors, que em-pleaba a la mayor parte de su pobla-ción, viéndose despedida a pesar de sus beneficios millonarios.

A nivel local, encontramos una comedia andaluza llamada El mun-do es nuestro, dirigida y protagoni-zada por Alfonso Sánchez, que se hace eco de este tipo de conflictos, sus precariedades y picarescas, me-diante la excusa del robo a un ban-co. El filme le fascinó a Moore, que lo incluyó en un festival de cine que lleva su nombre.

Entrando en materia y centrán-donos en el viejo continente, ya en 1948 aparecía en pantalla grande la italiana Ladrón de bicicletas, dirigi-da por Vittorio de Sica, con guion entre otros de Cesare Zavattini y Su-so Cecchi d’Amico y basada en la novela de Luigi Bartolini. Narra el drama familiar de Antonio, a quien su situación le ha llevado a aceptar el encargo de pegar publicidad en papel por la capital romana, en cu-yo periplo se sirve de la ayuda de su hijo Bruno y de una bicicleta que aparece y desaparece. Considerada por muchos como gran obra maes-tra del neorrealismo italiano, la pelí-cula forma un ciclo o trilogía junto con Umberto D y Miracolo a Mila-no. Tiene como curiosidad que al ser estrenada en España, a los hom-bres del Régimen les debió parecer tan terrible su final, que se añadió una coda en forma de voz en off, por la que se ensalzaban los valores cris-tianos de los dos protagonistas, te-ma éste controvertido, debido a que muchos decían que De Sica no es-taba de acuerdo.

La música de Alessandro Cicog-nini supone una partitura funda-mental de la historia del cine. Contó a su vez, como rasgo estilístico, con algunos actores no profesionales, así como la presencia de Lamberto Maggiorani, Enzo Staiola o Lianella Carrell. La fotografía en blanco y ne-gro de Carlo Montuori fue imitada en cuanto a composición por ejem-plo por Roberto Benigni y su equipo en La vida es bella. Los premios co-sechados ya en 1949 fueron la no-minación al Oscar al mejor guion, obteniendo Premio Honorífico a la

ganizar un striptease con el objetivo de que el primero pueda pasarle la pensión a su mujer para ver a su hi-jo y los otros puedan solucionar par-te de su insidiosa situación. La pelí-cula, que es algo más que un baile en la cola del Inem, contemplaba el suicidio en la escena en la que, si no es porque Gaz y su mejor amigo lo evitan, uno de los empleados de la fábrica abre la espita del gas de su coche y se encierra dentro. El puña-do de personajes, cada uno con sus peculiaridades y manías ante el pro-blema, ilustra más que adecuada-mente cómo era el problema allá por finales de los años noventa y a pesar de todo contribuyó a que la imagen de los desempleados, en cierta forma, se banalizase, dado su carácter ligero, resultando un hito en este tipo de cine.

Con guion de Simon Beaufoy, música con ribetes de los 60 de Anne Dudley y fotografía de John de Bor-man, sobresalió por su talentoso re-parto en el que destacaron sobre to-do Robert Carlyle, Mark Addy, Tom Wilkinson o Leslie Sharp. En cuanto a premios, logró cuatro nominacio-nes a los Oscar de Hollywood, obte-niendo el de mejor banda sonora musical, otras once a los Bafta de los que obtuvo tres incluyendo el de mejor actor para Carlyle; el Goya a la mejor película europea; el David di Donatello italiano así como la no-minación al César francés.

Nuestra versión patria del de-sempleo por excelencia vendría en 2002 de la mano de Fernando León de Aranoa. Los lunes al sol, escrita al alimón con Ignacio del Moral, con música de Lucio Godoy y fotografía de Alfredo Mayo, era sin duda una aproximación si cabe más dramáti-ca y contestataria, ambientada en una ciudad costera del norte de Es-paña, siendo sus víctimas en su ma-yor parte astilleros o estibadores de su puerto; si Full Monty conmovía por la sugerencia de cierta risa fle-mática, aquí el sentido del humor está construido para provocar son-risas broncas.

La secuencia más importante es aquella en la que el protagonista lee el cuento de La cigarra y la hormiga a la hija de un amigo, tratando de hacerle ver que los valores que transmite el cuento son horribles y están manipulados políticamente por los poderosos. En el reparto des-tacaron Javier Bardem, Luis Tosar, Nieve de Medina, Celso Bugallo o una jovencísima Aída Folch; al igual que en el caso anterior es una pelí-cula de personajes, donde nos es su-gerida la senectud de un tipo de po-blación que ya ha visto las conse-cuencias del drama que transmite.

El filme obtuvo la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, cinco premios Goya en una cere-monia polémica por el no a la gue-rra de Irak (que a pesar de todo no tuvo continuidad en años posterio-res) y el Premio Ariel a la mejor pe-lícula en Iberoamérica. Producida entre otros por Elías Querejeta, se consiguió también financiación francesa e italiana.

Arriba, una de las famosas escenas de ‘Full Monty’. A la izquierda, Luis Tosar en ‘Los lunes al sol’. Abajo, la italiana ‘Ladrón de bicicletas’.

mejor película extranjera, el Globo de Oro en la misma categoría, me-jor película en los premios Bafta, seis galardones del Sindicato Nacional de Periodistas Italianos, así como el Especial del Jurado del Festival de Locarno, entre otros muchos. El di-rector neoyorquino Woody Allen ha reconocido, en varias entrevistas, que es una de las tres joyas del cine de todos los tiempos.

Casi cinco décadas más tarde, el por entonces debutante Peter Cat-taneo (a quien no se tardaría en con-siderar el Ken Loach del humor, da-do que ambos comparten naciona-lidad inglesa) filmó la comedia con rasgos trágicos Full Monty. En ella, siete parados entre los que destaca Gaz, deciden dada la dramática his-toria del cierre de la fábrica de acero de su localidad natal, Yorkshire, or-

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sta novela es un despropósito. Me reconozco como un aficio-nado a la literatura decadente y

a los raros. Confieso haber encontra-do méritos e interés en Lorrain, en D’Annunzio, en Hoyos y Vinent. Pero esto es demasiado.

Firbank no entendió en vida que no lo comprendieran, y es que segu-ramente el público británico no esta-ba preparado para la intensidad ba-rroca de una Sevilla inventada, a lo que se trasluce detrás de esas litur-gias de la catedral y del coso, hechos ininteligibles para la moral anglicana desplegados bajo la violencia de un sol ajeno y excesivo.

Pero tampoco desde España se en-tiende esa imagen adulterada de An-

dalucía. Con lo cual el relato se torna ilegible. Son personajes sin componer, conversaciones mezcladas con vague-dad dentro la narración, estampas exa-geradas y anecdóticas sin ninguna pro-fundidad, tópicos malformados.

Una escritura breve, sin enjundia de relato ni de novela en la que sólo hay destellos de extravagancia de lo que comienza siendo una farsa, lo que no sería malo si no fuera porque su autor, poco a poco, va intentando en-dosárnosla con sus veleidades litera-rias. Y aun así nos deja frases célebres por lo demenciales. No tengo nada que declarar aparte de mí mismo.

ente animal (Córdoba, La Bella Varsovia, 2014) es una sorpresa, no así su

autora, Pilar Adón, poeta, narrado-ra, traductora de, entre otros, Hen-ry James, que viene construyendo con calma y mucho tino una sóli-da carrera literaria a la que la críti-ca ha atendido convenientemente (no es por casualidad que el nove-lista Manuel Longares salude el li-bro en la contraportada).

Mente animal es un poemario fieramente escrito desde las entra-ñas del recuerdo, con un inespera-do aroma a norte que al lector qui-zás le lleve a evocar los paisajes lí-ricos del poeta sueco Tomas Tranströmer. El marco real del que nace la escritura puede ser el es-pacio rural castellano, pero el tono es de brumas frías, de bosques en sombras, de amenaza, de temores ancestrales. Con una escritura pre-cisa que penetra como un bisturí en la carne de la vida cotidiana en la aldea, en los campos soberanos donde el hombre soporta una vida de lucha desesperanzada y de des-gracia, Pilar Adón se enfrenta a los fantasmas del pasado, a un origen que no es celebrado sino con el abandono: «¿No es la retirada la ac-titud más noble?».

La suya es una mirada que con-templa la tragedia con la naturali-dad de lo que ya se entiende casi como una cruel e invencible ruti-na, por eso la visión que estructura

los poemas es seca, sarmentosa y descarnada o como de piel vieja, casi en cueros; así que no, bucóli-cas evocaciones de una naturaleza esplendente no espere el lector aquí, no será el Virgilio de Las Geórgicas, ni el Fray Luis de los poemas de dones y gracia escritos en El Cigarral de Toledo lo que se va a encontrar en estas páginas donde siempre acecha la bestia.

Otras son en Mente animal las viandas con la que se cuecen los días: la maldición del suicidio que pesa sobre la familia, las sobras del almuerzo que se reservan para más tarde con tristeza, la paz que no dura, el trabajo doméstico, las la-bores del campo enfrentadas co-mo una derrota, un viaje en auto-bús, triste, el silencio, siempre el silencio ominoso, y el bosque.

Las chimeneas al atardecer cuando la vida se refugia del frío, la conciencia reconoce el mal y la re-signación hace daño, dan el ritmo a una poesía poco común que deja al lector desarmado en cada poe-ma. Sin embargo, Mente animal es un logro lírico conseguido tallando el frío y las soledades, porque lo que levanta el vuelo en la escritura es la capacidad de Pilar Adón para hacernos sentir la emoción de có-mo pueden las raíces de un hogar crecer entre los helechos asfixian-tes y la tierra pobre. En esta desnu-trida soledad, la escritora ha hecho crecer una poesía trágica, pero ele-gantemente contenida: ya es bas-tante el peso de la materia de la vi-da como para que la palabra se ahorque en retóricas huecas.

Poesía de mujer junto a la mesa de la cocina antes de aceptar el pe-so de los días sin respiro, sin un consuelo y, aun así, en el miedo, más tarde, adelantando el paso: «Pero no caen las almendras./ Ha-brá que velarlas. / Varearas y salvar la granizada». Si de noche cierra la ventana y se acurruca, hay una grandeza que renace en su rostro humilde cada amanecer: la certeza de que es su menester seguir la-brando «Lo que no se puede prote-ger./ Y lo que no se puede destruir». Una épica de la resistencia existen-cial, pero siempre bajo el dios del drama oscuro que viene del tem-blor del bosque. En la fuga entre ambos queda el punto trágico.

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egunda parte de las siete de las que consta el conjunto En busca del tiempo perdido,

firmado por Marcel Proust; pre-miada en 1919 con el Goncourt francés. Retomo la lectura de este libro por dos evocaciones que me llevan a una nostalgia nefasta: la primera es Combray, en cuya pla-ya sucede el segundo decisivo que arrastra hasta todo un paisaje mental en torno al amor; la segun-da es que a pesar de que este miembro de la fa-milia Guermantes que narra, me en-candiló en Por la parte de Swann, lo cierto es que pen-sé durante no po-cos años que pe-caba en exceso de yoísmo.

Su lectura con la madurez mejo-ra y uno entiende como ineludibles la enfermedad respiratoria del personaje, no provocada sólo precisamente por una indigestión con la dichosa magdalena. Al igual que entiende que muchas veces, desde la pere-za o la evocación de la misma,

pueden salir enormes resultados. De las casi seiscientas páginas

del texto, las primeras arrastran a Swann para convertirlo junto a Odette, en compañeros de confi-dencias hacia la quietud, algo ne-cesario para escribir y pensar el mundo encapsulado en su cabe-za. Existe, por otro lado, un senti-miento de frustración que lleva a no considerar al objeto lo mismo que el sujeto, de tal forma que el personaje, a pesar de narrar en primera persona, lo hace desde cierto distanciamiento.

Se muestra lo risible desde ob-jeciones a la aristocracia como clase social, aunque sin tomar partido ni por la burguesía ni por los obreros.

La nómina de mujeres evoca-das lleva al personaje a un con-flicto por no querer que una man-cha quite la siguiente y esto es no sólo porque en todo el mundo no encuentre estímulos atractivos, que también.

La forma de enamorarse Guer-mantes es plena y a la vez diáfa-na, así se demuestra sobre todo con Elstir y Albertina, tendiendo con la primera a utilizar a su ami-

go Roberto Broch para interceder, no sabemos si só-lo espiritualmen-te. A sabiendas de que la sobrepro-tección es la que hace que Guer-mantes se enva-nezca y trate de rehacerse hasta el infinito, utiliza sa-biamente Proust a la abuela, antes que a unos padres casi ausentes.

Sobra decir que estos procedi-mientos no sólo fueron realmente innovadores den-

tro de la narrativa del siglo XX, sino que es muy recomendable, y ahora sí que la cogeré con ganas, la lectu-ra de los cinco libros restantes.

uando en 2009 Andrés Neuman, escritor argenti-no-español, recibió el Pre-

mio Alfaguara por su novela El viajero del siglo, tuvo que salir de Granada a dar una gira al mun-do para presentarla y hablar de esa obra. Durante ese viaje por Latinoamérica, que duró meses, Andrés crea otra obra, que no ha-bla nunca de su premio ni de esas causas editoriales del viaje, sino que habla del viaje sólo, des-pojado de sus razones laborales. A este segundo libro, que podría haber llamado El viajero del li-bro si no se hubiera propuesto alejarse tanto del objeto premia-do que hizo posible semejante gira, lo llamó, sin embargo, Có-mo viajar sin ver. Bienvenidos a los viajes de Neuman.

El escritor premiado se pro-puso tomar notas en los lugares que visitara durante la gira. To-mar notas al vuelo, una escritura tan fugaz como su paso por las ciudades. Crear un diario de via-je que en su esencia de lo pasa-jero coincidiera con la forma misma del viaje. Neuman pasa-jero; en definitiva, estar y no es-tar era su destino, mucho más que todos los destinos que enu-meraba el itinerario.

Destinos (ciudades): Buenos Aires (Argentina), Montevideo (Uruguay), Santiago (Chile), Asunción (Paraguay), La Paz (Bo-livia), Lima (Perú), Quito (Ecua-dor), Caracas (Venezuela), Bogo-tá (Colombia), Ciudad de Méxi-co. Y luego, la segunda parte de la gira: Guatemala; Honduras no, aunque estaba en los planes, porque las cosas se pusieron ás-peras con el golpe de Estado que depuso al presidente Manuel Ze-laya; Miami; San Juan (Puerto Ri-co); Santo Domingo (República Dominicana); Panamá; San Sal-vador (El Salvador); San José (Costa Rica).

Con un tono directo y a veces irónico, con mucho sentido del humor, y hasta con cierta poesía, el autor propone una mirada so-ciológica de cada lugar: los ba-rrios peligrosos y los barrios de clase media, los centros comer-ciales, los controles de aduana,

las comidas, los hoteles, los es-critores locales que descubre y lee, las películas que mira, las ca-tedrales, los amigos que le ha-blan, los taxistas que opinan, el clima, las lluvias, las montañas, la publicidad, las librerías, las plazas, los políticos, las tazas de

embarque, las lenguas indíge-nas, las razas, los vendedores ambulantes, los formularios de migración, la gripe A, las noticias de los diarios, los presidentes y los golpes de estado, los partidos políticos, el transporte público, los atascos, la patria, los festejos, los bicentenarios.

Viajar sin ver, pero viajar es-cribiendo. Neuman lo dice al fi-nal del libro: «... he observado porque escribía el libro». Invier-te la lógica de los viajes y de la es-critura de diarios; no es ver para escribir sino escribir para ver; no es escribir un diario para volcar allí experiencias, sino experi-mentar porque se está escribien-do un diario: «Si no escribiéra-mos, la realidad desaparecería de nuestra mente. [...]. No he contado mi viaje en este diario. El viaje [...] ha sido provocado por el diario». Entonces, noso-tros lectores observamos porque leemos el libro de Neuman. Leer para ver. Ver sin viajar. Experi-mentar porque se está leyendo un libro. Si no leyéramos, algu-nas realidades nunca aparece-rían en nuestra mente.

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l pasado 25 de junio, Ana María Matute nos dejó cuando faltaba apenas un

mes para que cumpliera los 89 años y mientras escribía la novela que se ha convertido en su obra póstuma, Demonios familiares, que acaba de publicarse en Destino, con prólogo de Pere Gimferrer y notas sobre la escritura de una novela inacabada, de María Paz Ortuño.

Los dos textos que acompañan a la novela resultan muy enrique-cedores. Si bien es cierto que la muerte sorprendió a la autora

en el que ha pasado el último año como aspirante a novicia. Su pa-dre, el Coronel, hombre conserva-dor y autoritario que siempre la tra-tó con un afecto contenido y dis-tante, dirige su hacienda desde una silla de ruedas, asistido en todo momento por Magdalena, fiel em-pleada de la casa, y por Yago, per-sonaje que guarda algunos secre-tos. En el bosque de su infancia, cercano a la casa, Eva y Yago en-cuentran malherido a un paracai-dista, al que esconden en el desván mientras sana de sus heridas.

Si la escritura pretende indagar sobre aquello que nos resulta difí-cil de entender, si de lo que se trata es de aflorar las contradicciones más profundas de Eva y de quienes le rodean, Demonios familiares cumple su objetivo. Quizá la única objeción que me atrevería a poner al texto es esa cierta falta de origi-nalidad en la elección de los esce-narios y las situaciones a través de las cuales se muestran los persona-jes. Nuestra Guerra Civil, el hom-bre herido hallado en el bosque y ocultado en la casa, la incertidum-bre generada en aquellos años por un embarazo extramuros del ma-trimonio, la lejana severidad del padre, no dejan de ser lugares co-munes utilizados con profusión en la literatura y el cine. Sin duda la autora consigue ofrecer la vuelta de tuerca que distingue a un buen libro de otro que no lo es, no obs-tante lo cual, yo hubiera preferido que la historia se ubicara en esce-narios menos explorados, y quizá más próximos en el tiempo.

Según revela Paz Ortuño, Ana María Matute solía decir que «la no-vela crece como un árbol, y cuando ya te salen las ramas hasta por las orejas, te pones a escribir». Segura-mente, parte de las ramas de Demo-nios familiares se fueron con ella. Personalmente, tengo la impresión de que la historia sí tenía un mayor desarrollo argumental que la auto-ra conocía y que no nos ha llegado porque permaneció fiel, también en este caso, a su costumbre de no desvelar lo que tenía en mente para no perder el interés por contarlo a través de su escritura. Cada lector puede ahora aventurar otros finales posibles, pero creo que no será lo mismo, y sin duda la vamos a echar mucho de menos.

cuando todavía no había dado por finalizado su trabajo, me parece una reflexión muy interesante la que realiza Pere Gimferrer en el prólogo: «Me niego a considerar que Paraíso inhabitado –novela de la que la propia autora tenía pen-sada la continuación– y Demonios familiares sean novelas inconclu-sas […] Cuando una obra, en la for-ma en que se nos manifiesta y llega a nosotros, posee plenitud, la no-ción de inacabamiento carece de sentido». Igualmente sugestivas son las especulaciones del prólogo en relación con el corte –realista o no– de la novela: «Cada elemento

es real, pero no necesariamente realista; verdadero muy honda-mente, pero no necesariamente ve-rídico o veraz como una crónica; tiene la verdad de las imágenes simbólicas».

Por otra parte, las notas firma-das por María Paz Ortuño, amiga del alma y ayudante de Ana María Matute hasta sus últimos días, dan cuenta del trabajoso proceso crea-tivo que supuso para la autora este su último libro, escrito y cuidado-samente corregido con enorme vo-luntad, aun a pesar de que la salud física ya no le acompañaba. Y re-sulta muy cierto, como destaca su

amiga, que la novela desarrolla los temas fetiche y las obsesiones más repetidas en la obra de la Matute: la falta de comunicación, la incom-prensión entre familiares y amigos que, aun conviviendo, se muestran separados por impenetrables mu-ros de silencio, los viejos rencores, la traición y la sorprendente pujan-za del amor primero.

Poco se puede decir acerca de la indiscutible calidad de la escri-tura de Ana María Matute. Miem-bro de la Real Academia Española y autora prolífica distinguida con múltiples premios literarios, algu-nos tan importantes como el Na-cional de las Letras y el Cervantes, dedicó su vida a la literatura con un nivel de compromiso y de auto-exigencia absolutamente indiscuti-bles. Su prosa limpia, certera, inte-ligentemente cargada de simbolis-mo, supo mezclar de forma sutil la realidad más descarnada con el ri-co universo sentimental de sus per-sonajes. Todo un lujo.

En Demonios familiares, la his-toria se inicia con el preludio in-mediato de la Guerra Civil Españo-la y el retorno de Eva a su casa fa-miliar tras la quema del convento

La afamada escritora Ana María Matute.