Agnès Desarthe CÓMO APRENDÍ A LEER · 2015. 1. 12. · Pienso que lo van a castigar. Me da un...

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Agnès Desarthe CÓMO APRENDÍ A LEER EDITORIAL PERIFÉRICA TRADUCCIÓN DE LAURA SALAS RODRÍGUEZ www.elboomeran.com

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Agnès DesartheCÓMO APRENDÍ A LEER

EDITOR IAL PER I FÉR ICA

T R A D U C C I Ó N D E L A U R A S A L A S R O D R Í G U E Z

www.elboomeran.com

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P R I M E R A E D I C I Ó N: octubre de 2014T Í T U L O O R I G I N A L: Comment j’ai appris à lire

© Éditions Stock, 2013© de la traducción, Laura Salas Rodríguez, 2014

© de esta edición, Editorial Periférica, 2014Apartado de Correos 293. Cáceres 10.001

[email protected]

I S B N : 978-84-92865-66-6D E P Ó S I T O L E G A L: CC-249-2014

I M P R E S I Ó N: KADMOS

I M P R E S O EN ESPAÑA – P R I N T E D IN SPAIN

El editor autoriza la reproducción de este libro, total oparcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siemprey cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

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A la que fue mi adorada madre

A todas mis señoras B.

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Prólogo

Aprender a leer ha sido para mí una de las cosas másfáciles y más difíciles. Ocurrió muy rápido, en unassemanas; pero también muy lentamente, a lo largode varios decenios.

Descifrar una cadena de letras, traducirla en so-nidos, fue un juego de niños. Comprender para quéservía fue una travesía a menudo amarga y, hasta laescritura de este libro, profundamente enigmática.

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Cómo todo empezó (mal)

Nací en mayo de 1966. En aquella época, los hom-bres, incluso los jóvenes, llevaban traje, corbata y aveces sombrero. Las mujeres tenían ropa interiorcon armazones, fajas y corpiños. Los pechos, pro-yectados hacia delante por las costuras, las balle-nas (¿qué sé yo?), eran puntiagudos, cónicos, muyduros. No había televisión. Nosotros teníamos telé-fono, pero no todos los hogares contaban con uno.

Dos años más tarde cambiaron algunas cosas.Sin embargo, en la foto que sacamos en un cum-

pleaños al que nos habían invitado a mi hermano ya mí —pongamos que a finales de 1967—, lucía unapose convencional y seria, ignorante de la revolu-ción inminente: rodillas de bebé cruzadas, zapatosde charol en los pies, vestido inmaculado y tieso,toda orgullosa de mi bolso de mano blanco concremallera dorada. A los dieciocho meses, tengopinta de tener setenta y tres años.

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Una mañana de la primavera siguiente, declaro,mochila a la espalda, que deseo ir al colegio. Mimadre me lleva (entonces no era necesario matricu-larse… o a lo mejor ya estaba matriculada). No megusta nada. A las once y media del mismo día de-claro que no volveré jamás a la escuela.

«Jamás volveré a la escuela», digo, con la locu-ción perfecta que llena de orgullo a mis padres yaquella autoridad incipiente que no debía resul-tarles tranquilizadora. Sin embargo, unos mesesmás tarde (¿ya ha pasado el verano?), entro de unavez por todas. «Para siempre», me dan ganas deescribir.

Al principio no me entero de nada. No poseo másque tres recuerdos muy sucintos: el aroma a cle-mentinas, el misterio de las mondaduras de las cle-mentinas en cuestión y el sorprendente nombre deuna de las maestras: señora Champion (a quien ima-gino, sin saber por qué, con una gorra multicolor).

No me entero del pasillo, del aula, del patio nide los aseos. No me entero de qué hago yo allí, nide quiénes son esos otros niños de olor raro y nom-bres raros (Didier, Bruno, Véronique…). Pero undía —¿Es resignación? ¿Duelo? ¿Iluminación? ¿Cos-tumbre?— dejo de hacerme preguntas. Me convier-to en colegiala.

Al año siguiente, entro en segundo curso de edu-cación infantil. Tengo cuatro años.

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Dibujo, pinto con tinta, pinto con gouache, perosiempre lo mismo: una princesa de frente, con lasmanos a la espalda (porque me resulta imposiblehacer los dedos, hay demasiados, se mueven todoel rato, parecen salchichas), con un busto estrechoy una falda inmensa que arrastra hasta tan abajoque permite posponer la espinosa cuestión de lospies, con sus dedos, sus zapatos y todos esos deta-lles tan cansados de hacer.

La falda es crucial. Su amplitud permite hacerde ella una especie de cuadro dentro del cuadro.Empiezo dibujando el contorno; después, por den-tro, una serie de líneas horizontales. Pongo sobrecada línea un montón de motivos, repetidos, alter-nos, muy coloridos. Recuerdo con precisión el agu-do placer del momento en el que relleno la faldacomo se rellena una página de escritura. No juegoa nada, no salgo al recreo, no me da tiempo, notengo amigos, no quiero correr, sólo quiero pintarfaldas.

Mi hermano mayor aprende a leer.No me interesa. Para qué molestarse si por la

noche Dominique, la niñera, nos lee cuentos. Lasdesgracias de Sophie. Escucho distraída. No consi-go concentrarme en el argumento. Una única ex-presión me mantiene atenta; no la he oído nunca delabios de nadie, ni de los de mis padres, ni de los dela maestra. No sé para qué sirve ni lo que significa.

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Me impide concentrarme en las aventuras de la des-graciada Sophie. Sospecho que la añade la niñera,que se la inventa. Quizás es como una manera suyade carraspear, de tomar aliento. Es una expresióncorta y no se parece a las demás; se yergue siempreen soledad y me deja pasmada. ¿No será ruso? «Asípues.» Es lo único que se me ha quedado de las se-siones dedicadas a la condesa de Ségur.

Leer no sirve para nada. Yo lo que quiero esescribir. Aún ignoro que existe un vínculo necesa-rio entre ambas actividades.

Una casualidad inexplicable hace que mi herma-no mayor esté justamente aprendiendo a escribirese año. Lo observo. Sostiene un portaplumas enla temblorosa mano izquierda. Yo lo imito. Desli-zo un palo, un pasador, un lápiz, entre los dedosde la mano izquierda y me inclino hacia delante, sinaliento, como él.

Un día, mientras concentra todos sus esfuerzosen efectuar sus líneas de caligrafía —portaplumasen mano, chapuzones en la tinta, rascaduras sobreel papel—, ocurre algo terrible.

Se echa a temblar con más fuerza de la habitual,mete la pluma en el tintero, pero el brazo se le vuelveloco, los hombros, la cabeza, todo se le agita. Eltintero baila, se vierte, se extiende. Una mancha decolor índigo, profunda, color de noche, eclosionasobre su pantalón de piel de melocotón beis. «¡Oh,

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no!», me digo. «¡Piedad! ¡El pantalón de piel demelocotón no!» Un material que imagino muy frá-gil y costoso. ¿Cuántos melocotones se han peladopara fabricar un pantalón entero de la talla de ochoaños (mi hermano es muy alto, mi madre lo vistesiempre con ropa para dos o tres años más)? ¿Cuán-tas frutas han sucumbido para tejer ese material queimita hasta el escalofrío la piel de nuestro propiocuerpo?

«Está listo», me digo. Ha liado una buena. Se hamanchado el pantalón. Estoy fascinada por la evi-dencia indeleble de la gran flor oscura. Mientrastanto, mi hermano, que se ha caído de espaldas, seretuerce en el suelo. No es propio de él. Es un chicotranquilo y bueno, razonable, muy, muy, muy in-teligente. Tan inteligente que se ha saltado un curso.

«La escritura», me digo, «es algo peligroso.»Mi hermano sufre convulsiones en el suelo. No

me da miedo que se muera, ignoro que quizás ten-ga un tumor en el cerebro (durante un tiempo pen-samos que sí, pero al final que no), me digo que laconcentración extrema que exige esa actividad hahecho que le estalle un resorte en la cabeza. Piensoque lo van a castigar. Me da un poco de pena. Perono consigo hacer reinar mis buenos sentimientos,no consigo expresar mi cariño. No llamo a nadie, nole cojo la mano, miro la mancha de tinta tan bonita,tan perfecta, untuosa y saturada, en la piel de me-

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locotón beis. En mi interior nace un orgullo: sé queeso no me ocurrirá nunca. Yo nunca verteré el tin-tero. Nunca me llenaré de manchas.

En aquella época se llevaba la contraria a loszurdos. Se les obligaba a escribir con la mano de-recha. A mi hermano no habían podido obligarlo,se resistía. ¿Qué hacer? Un poco antes, quizás lehubieran atado la mano culpable a la espalda. Peroestamos en 1970. Su maestro es retrógrado hasta elpunto de exigir que se use portaplumas, pero hayciertos límites. Deja que mi hermano se debata consu zurdera.

Yo, diestra natural, dibujo y escribo con la manoizquierda para hacer lo mismo que mi hermano, peromejor. Soy una diestra autocontrariada.

Un sábado, mientras en el tocadiscos suena lacanción de los hermanos Dalton cantada por JoeDassin, realizo mi primera línea de escritura. Larecuerdo como si la tuviera aún delante. Una serieperfecta de «v» en letras inglesas. Una «v» que seengancha a una «v» que se engancha a una «v», deun lado a otro de la página. No vierto ni una gotade tinta. Tengo unas letras admirablemente forma-das, incluido el rabito que permite a la «v» engan-charse a la letra vecina.

Sé escribir.No recuerdo el momento preciso en el que mi

pasión por la grafía sin sentido (líneas de «v», lí-

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neas de «n») se convirtió en escritura de verdad. Norecuerdo mi primera palabra. Quizás empezara pormi nombre.

Mi nombre, menuda suerte, empieza por una«A», la primera letra del abecedario.

Mi maestra se llama señora Bessis. La señora B.La señora Sí.

Así que, por orden, primero voy yo y luego, jus-to después, la maestra. El resto no tiene importanciaalguna, no me interesa, apenas existe.

Mi entrada en primaria tiene la particularidad deempezar con un paso en falso. Estoy matriculadaen la escuela femenina de la calle Jenner del distrito13 de París. Paso allí un día durante el cual tene-mos que colorear un círculo de rojo. Escucho dis-traída las consignas: colorear siempre en el mismosentido, no salirse. Hago borrones, decepcionada,según creo, por la mediocridad del desafío.

Pronto me doy cuenta de que lo he hecho mal,he agitado el lápiz en todas direcciones. Mi cara-melo rojo presenta una singular carencia de unifor-midad. Por mí que no quede: repaso, relleno loshuecos, coloreo otra capa. La maestra examina mitrabajo y lo evalúa. Diez de diez. La perfección. Ala primera, el primer día de escuela, he alcanzado laperfección haciendo lo contrario de lo que se mepedía. Considero la posibilidad de denunciarme.¿Se trata de una nota de buena voluntad? Me asalta

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una duda inconfesable, insostenible: ¿no será estamaestra del cole de los grandes una incompetente?

Al día siguiente, sin explicación, me llevan alcolegio de niños, contiguo a donde pasé el primerdía. ¿Me han expulsado? ¿Me han ascendido? ¿Handescubierto mi estafa? ¿Han considerado que yoestaba por encima de lo de colorear? ¿Las niñas delcole de niñas no van a aprender nunca a leer? Y yo,ahora que soy una de las cuatro niñas en las diezclases exclusivamente masculinas de toda la escuelaprimaria, ¿tendré que afrontar la enseñanza quetemo y por la que finjo desinterés?

Nos distribuyen el libro de lectura. Se titula Da-niel y Valérie. En portada hay un niño y una niña.No conozco a ningún niño que se llame Daniel. Aninguna niña que se llame Valérie. Tienen un perroque, según sabré pronto, se llama Bobi. No tengoperro. La cosa empieza mal.

Aprendo a leer sin darme cuenta. Es tan fácil queno entiendo por qué nos animan, por qué nos felici-tan. Es lógico, es sonido, música: «B» con «A», «Ba».

Por el contrario, lo que es muy difícil es nuestrolibro. Nuestro libro de lectura, Daniel y Valérie,que, en mi opinión, está plagado de enigmas. Losdos personajes y su perro me parecen muy raritos.Están mal dibujados. Llevan «suéter». No me cues-ta identificar el fonema «er», pero nosotros, en casa,no tenemos ropa que se llame así. En casa nos po-

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nemos jerséis. No sé cómo es la gente que se ponesuéter. No conozco a nadie, no he visto nunca anadie.

Mi ilustración preferida es la de la pastelería. Enel escaparate se ven unos pasteles de chocolate es-tupendos. El problema es que el libro no los men-ciona.

Ese recuerdo data quizás del segundo curso deprimaria del señor Gaufre, que es tan severo que nise nos ocurre asombrarnos ni reírnos de su apelli-do, que se pronuncia como los gofres. Miro lospasteles, y, mientras tanto, el señor Gaufre nos anun-cia que vamos a estudiar el sonido «an». El texto,pues, menciona la panadería. «Panadería» es unapalabra, en mi opinión, mucho menos interesanteque pastel o pastelería.

No tengo ningún problema con la lectura. Ten-go un problema con los libros.

Voy a necesitar más de diez años (lo que, al prin-cipio de una vida, es comparable a una eternidad)para resolverlo.