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SEIS ENSAYOS SOBRE CINE Y POLÍTICA Carlos Flores Juberías (Departamento de Derecho Constitucional y Ciencia Política, Universidad de Valencia) Los trabajos recogidos a continuación han sido publicados en las obras y bajo los títulos que siguen: 1. “Políticos, campañas, elecciones y parlamentos vistos a través del cine: una introducción” en C. Flores Juberías (ed.): Retratos de una ambición (Políticos, campañas, elecciones y parlamentos vistos a través del cine), Museu Valencia de la Il.lustració i la Modernitat, Valencia, 2011, pp. 7-20. 2 y 3. “Cine y elecciones: El candidato como paradigma del género”, en Coro Rubio Pobes (ed.): La historia a través del cine. Estados Unidos: una mirada a su imaginario colectivo, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, Bilbao, 2010. pp. 125-155. 4. “El hemiciclo parlamentario como escenario cinematográfico: Mr. Smith Goes to Washington” en C. Flores Juberías (ed.): Retratos de una ambición…, cit., pp. 21-49. 5. “La Presidencia de los Estados Unidos: The stuff dreams are made of” en C. Flores Juberías (ed.): Todos los filmes del Presidente (La Presidencia de los Estados Unidos, vista a través del cine), Museu Valencia de la Il.lustració i la Modernitat, Valencia, 2008, pp. 15-25. 6. “Bill Clinton y Colores Primarios, o como todo parecido con la realidad no siempre es pura coincidencia”, en Carlos Flores Juberías (ed.): Todos los filmes del Presidente…, cit., pp. 125-142.

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SEIS ENSAYOS SOBRE CINE Y POLÍTICA

Carlos Flores Juberías (Departamento de Derecho Constitucional y Ciencia Política, Universidad de Valencia)

Los trabajos recogidos a continuación han sido publicados en las obras y bajo los títulos que siguen: 1. “Políticos, campañas, elecciones y parlamentos vistos a través del cine: una introducción” en C. Flores Juberías (ed.): Retratos de una ambición (Políticos, campañas, elecciones y parlamentos vistos a través del cine), Museu Valencia de la Il.lustració i la Modernitat, Valencia, 2011, pp. 7-20. 2 y 3. “Cine y elecciones: El candidato como paradigma del género”, en Coro Rubio Pobes (ed.): La historia a través del cine. Estados Unidos: una mirada a su imaginario colectivo, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, Bilbao, 2010. pp. 125-155. 4. “El hemiciclo parlamentario como escenario cinematográfico: Mr. Smith Goes to Washington” en C. Flores Juberías (ed.): Retratos de una ambición…, cit., pp. 21-49. 5. “La Presidencia de los Estados Unidos: The stuff dreams are made of” en C. Flores Juberías (ed.): Todos los filmes del Presidente (La Presidencia de los Estados Unidos, vista a través del cine), Museu Valencia de la Il.lustració i la Modernitat, Valencia, 2008, pp. 15-25. 6. “Bill Clinton y Colores Primarios, o como todo parecido con la realidad no siempre es pura coincidencia”, en Carlos Flores Juberías (ed.): Todos los filmes del Presidente…, cit., pp. 125-142.

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1. RETRATOS DE UNA OBSESIÓN: POLÍTICOS, CAMPAÑAS, ELECCIONES Y PARLAMENTOS VISTOS A TRAVÉS DEL CINE Carlos Flores Juberías Universidad de Valencia

Hace poco menos de una década, Robin Williams encarnó a uno de los personajes más inquietantes de su carrera, al colocarse bajo las órdenes de un casi desconocido –entonces, y también ahora– Mark Romarek para protagonizar un thriller que en los Estados Unidos se tituló One Hour Photo, y que algún ocurrente genio de la mercadotecnia rebautizó entre nosotros con el más colorista título de Retratos de una obsesión.

En la cinta, el personaje encarnado por Williams no es otro de los histriónicos bromistas que tantas veces ha representado el camaleónico actor, sino un oscuro dependiente a cargo del servicio de revelado rápido de un enorme centro comercial –de ahí el título original del filme–, que a fuerza de procesar semana tras semana, año tras año, los carretes fotográficos de lo que a todas luces parece ser una perfecta familia americana, y de contrastar la felicidad que destilan sus instantáneas con la soledad, la amargura, y la falta de sentido de su propia vida, acaba sumiéndose en una patética obsesión voyeurista –de ahí el título sobrevenido del filme–. Obsesión que comienza a resultar peligrosa en el momento en el que nuestro personaje sorprende en una infidelidad al padre de esta aparentemente feliz familia, y resuelve abandonar su posición de simple observador pasivo para erigise en juez y en ejecutor, irrumpiendo de lleno en su vida a fin de darle su merecido castigo a quien se ha revelado –aunque sólo sea ante sus ojos enfermos– tan indigno de seguir formando parte de esa feliz instantánea familiar.

Cuando, por alguna razón, este filme me vino a la mente reflexionando en torno al modo en el que el cine ha retratado a nuestros políticos en esa suerte de hábitat natural suyo que son las campañas, las elecciones y los parlamentos, descarté de inmediato la asociación: pocos paralelismos podían existir –pensé– entre un discreto thriller protagonizado por un cómico metido en la piel de un psicópata, y la cuidada selección de reflexiones sobre la política y los políticos que han inspirado las páginas que siguen. Sin embargo, una valoración más pausada me hizo ver que las distancias entre la enfermiza obsesión a la

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que da cuerpo en la cinta de Romarek este desconcertante Robin Williams y la no menos insistente observación que la industria del cine ha venido dirigiendo desde sus primeros balbuceos hasta el día de hoy hacia la vida política no eran de tanta magnitud como para que no pudieran ser salvadas con un simple juego de palabras.

Y es que, al igual que nuestro obsesivo personaje, la industria cinematográfica ha observado siempre muy de cerca a la política y a los políticos; igual que aquel, lo ha hecho desde el respeto y hasta la veneración cuando la imagen que ha visto definirse tras el proceso de revelado ha sido la de una relación estable y mutuamente enriquecedora protagonizada por individuos de sólida talla moral consagrados al servicio de las sociedades a las que han sido llamados a dirigir, reaccionando en cambio con dureza cuando ha empezado a detectar grietas inaceptables en esa imagen; y al igual que nuestro personaje, la industria cinematográfica no siempre ha sido capaz de autolimitarse al ejercicio de su misión primordial de proporcionar entretenimiento, habiendo sucumbido con demasiada frecuencia a la tentación de bajar a la arena del debate político, y hasta de tomar las riendas de él erigiéndose en una suerte de referente moral de la clase política, supuestamente legitimada para exigirle determinadas conductas, castigar sus desvíos, y marcarle objetivos. Y al igual que en aquellos Retratos de una obsesión, estos otros retratos de una ambición no siempre han terminado bien.

En efecto, el interés del mundo del cine por el de la política –o, si se me permite por un instante adoptar una posición conscientemente reduccionista, tomar el continente por el contenido y parafrasear de paso el título de la obra de Michael Coyne: 1 el interés de Hollywood por Washington– se remonta a los primeros pasos del séptimo arte y llega sin haber flaqueado lo más mínimo hasta nuestros días. Desde El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, D. W. Griffith, EEUU, 1915) 2 pionera –entre tantas otras cosas– en la exaltación del héroe militar y el desprecio hacia el político profesional, hasta cintas apenas estrenadas en nuestro país como El discurso del rey (The King’s Speech, Tom Hooper, Reino Unido, 2010), no ha habido década ni cinematografía que no haya aportado una nueva reflexión sobre la política y una nueva crítica a quienes la ejercen. Lo que en cualquiera de los casos no debería

1 Michael Coyne: Hollywood Goes to Washington: American Politics on Screen, Reaktion Books, Londres, 2008. 2 Terry Christensen: Reel Politics: American Political Movies from Birth of a Nation to Platoon, Blackwell, Oxford, 1987.

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entenderse en el sentido de que el cine político constituya un género –si es que lo constituye– equiparable en cuanto a su importancia a otros géneros clásicos como el western, el cine bélico, el histórico, la comedia romántica o la ciencia ficción: si en términos estrictamente cuantitativos es innegable que la atención del cine por la política ha sido muy inferior a la prestada a tantísimas otras facetas de nuestra vida social, en términos cualitativos es igualmente innegable que serán contadas las cintas inequívocamente políticas que hayan causado un impacto duradero en las retina de los cinéfilos de este último siglo.

Naturalmente, épocas tan convulsas políticamente como las que coincidieron con el New Deal en los Estados Unidos y el ascenso al poder del nazismo y el fascismo en Europa, 3 o con los momentos más álgidos de la Guerra Fría 4 –o, en el caso concreto de nuestro país, con la transición a la democracia–, 5 hicieron que el ritmo de esa producción se 3 Véanse Saverio Giovacchini: Hollywood Modernism: Film and Politics in the Age of the New Deal, Temple University Press, Filadelfia, Pa, 2001 y Beverly M. Kelley, John J. Pitney Jr., Craig R. Smith y Herbert E. Gooch III: Reelpolitik: Political Ideologies in ‘30s and ‘40s Films, Praeger, Westport, Ct., 1998. 4 Véanse Beverly M. Kelley: Reelpolitik II: Political Ideologies in ‘50s and ‘60s Films, Praeger, Rowman & Littlefield, Oxford, 2004 y Tony Shaw: Hollywood's Cold War, University of Massachusetts Press, Amherst, Ma, 2007. 5 José María Caparrós Lera: El cine político visto después del franquismo, Dopesa, Barcelona 1978.

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acelerase de manera considerable. Ahí queda como testimonio el que en apenas tres años –los que fueron de 1939 a 1941– vieran la luz casi sin solución de continuidad filmes capitales en la historia del cine político –y del cine, sin adjetivos– como El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, John Ford, EEUU, 1939), Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington, Frank Capra, EEUU, 1939), The Great Man Votes (Garson Kanin, EEUU, 1939), El gran dictador (The Great Dictator, Charles Chaplin, EEUU, 1940), Juan Nadie (Meet John Doe, Frank Capra, EE.UU., 1941) o Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, EEUU, 1941), o el que en otros tres –los que fueron de 1962 a 1964– lo hicieran thrillers políticos de tanta solvencia como El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, John Frankenheimer, EEUU, 1962), Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, Otto Preminger, EEUU, 1962), The Best Man (Franklin Shaffner, EEUU, 1964), Fail-Safe (Sidney Lumet, EEUU, 1964), Seven Days in May (John Frankenheimer, EEUU, 1964) o Telefono Rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, Stanley Kubrick, EEUU, 1964).

Un interés al que –como acabamos de apuntar– no ha sido inmune prácticamente ninguna cinematografía del mundo: aunque también en este ámbito Hollywood haya llevado siempre la voz cantante, produciendo una parte muy sustancial del cine político de los últimos cien años, y dedicando una buena parte de esa producción a la disección de su propio sistema político –hasta el extremo que a ningún aficionado al cine medianamente observador le resultarán desconocidos ni el hemiciclo del Senado, ni las escalinatas del Tribunal Supremo, por no decir que se se hallará tan familiarizado con la decoración del legendario Despacho Oval como lo podría estar con la del salón de su propia casa– lo cierto es que ni hasta la más exótica cinematografía se ha evadido de las realidades –o a renunciado a las recreaciones– de la política. 6 Así incluso cinematografías tan minoritarias como las de Irán con El voto es secreto (Raye makhfi, Babak Payami, 2001), la República Dominicana con La fiesta del chivo (Luis Llosa, 2005), Bulgaria con Trade Routes (James X. Loftus, 2007), Canadá con Blue State (Marshall Lewy, 2007), Australia con The Independent (Andrew O'Keefe y John Studley, 2007), los Países Bajos con Vox Populi (Eddy Terstall, 2008), o Filipinas con

6 Consúltense al respecto Mette Hjort y Scott McKenzie (eds.): Cinema and Nation, Routledge, Londres / Nueva York, NY, 2002; o Stephanie Dennison y Song Hwee Lim: Remapping World Cinema: Identity, Culture and Politics in Film, Wallflower Press, 2006.

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Noy (Coco Martín y Dondon S. Santos, 2010), o tan lejanas a nuestra cultura política y nuestros gustos estéticos como la India con Nayak: The Real Hero (S. Shankar, 2001) o Raajneeti (Prakash Jha, 2010), por citar solo unos pocos títulos, circunscritos además a la última década, han aportado su grano de arena a este género cinematográfico, en el que por lo demás las cinematografías de países como Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia y España han contribuído durante décadas de manera relevante.

Cuando se ha tratado de narrar la trayectoria vital de políticos de carne y hueso, la actitud de nuestros cineastas ha oscilado entre la más almibarada hagiografía y el más despiadado de los ataques, en función no tanto de la talla humana del retratado o de la magnitud de su legado, como de la identificación con su figura de directores, productores y –cómo no– de la previsible respuesta del público, que en última instancia es quien debe llenar los patios de butacas. Así, mientras que estadistas unánime y mundialmente venerados 7 como Lincoln, Wilson, Gandhi,

7 Véanse al respecto, por lo que hace al caso americano, las compilaciones de Peter C. Rollins y John E. Connor (eds.): Hollywood’s White House: The American Presidency in Film and History, The University Press of Kentucky, Lexington, Ky, 2003; Peter C. Rollins (ed.): The Columbia Companion to American History on Film: How the Movies Have Portrayed the American Past, Columbia University Press, Nueva York, NY, 2006; y Carlos Flores Juberías (dir.): Todos los filmes del Presidente. La Presidencia de los Estados Unidos vista a través del cine, MuVIM, Valencia, 2008; así como Jeff

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Kennedy o Mandela han sido exaltados –normalmente después de que un lapso prudencial de tiempo hubiera ayudado a hacer olvidar sus posibles errores– con entusiasmo a menudo lindante con la adulación –ahí están para atestiguarlo las cintas de Griffith (Abraham Lincoln, EEUU, 1930), King (Wilson, EEUU, 1944), Attemborough (Gandhi, Reino Unido, 1982), Donaldson (Thirteen Days, EEUU, 2000) o Eastwood (Invictus, EEUU, 2009)–, otros han sido literalmente despedazados por una filmografía a menudo más dispuesta al ajuste de cuentas que a la rigurosa recreación de la historia, y de la que bien pudieran ser epítomes el Nixon y el W. de Oliver Stone (EEUU, 1995 y 2008), o Il divo (Italia, 2008) de Paolo Sorrentino, aquélla en torno a la figura del dos veces Presidente George W. Bush, y ésta última en torno a del tres veces Primer Ministro Giulio Andreotti. Por no citar, claro está, las que recreándose en tipos tan poco recomendables como Adolf Hitler (Der Untergang, Oliver Hirschbiegel, Alemania, 2004), Leónidas Trujillo (La fiesta del chivo, Luis Llosa, República Dominicana, 2005) o Idi Amín (The Last King of Scotland, Kevin McDonald, EEUU, 2006) no hicieron sino trasladar a la pantalla la valoración unánime de historiadores y ciudadanos, cercanos al personaje o ajenos a él. Así las cosas, quizás los retratos cinematográficos de más valor –no ya para el espectador, sino para el historiador o el analista crítico– serían aquellos que cuanto menos trataron de mantenerse a mitad camino entre la invectiva y la adulación, brindando una imagen del personaje en la que luces y sombras quedaran por igual subrayadas. En este plano, de límites siempre discutibles, podrían quizás ubicarse biopics notablemente más equilibrados en el retrato de sus protagonistas como los dedicados a Harry S. Truman por Frank Pierson (Truman, EEUU, 1995), al Che Guevara por Steven Soderbergh (Che: Part One, y Che: Part Two, EEUU, 2008), a Malcolm X por Spike Lee (Malcolm X, EEUU, 1992) –los tres, nótese, figuras altamente controvertidas– o los filmes dedicados por John Frankenheimer a Lyndon B. Johnson (Path to War, EEUU, 2002), por Ron Howard a Richard Nixon (Frost/Nixon, EEUU, 2008), o por Stephen Frears a Isabel II (The Queen, Reino Unido, 2006).

Pero... ¿qué decir de las ocasiones, desde luego más numerosas, en las que el cine se ha dedicado no a relatar, sino a recrear la política? 8 Es

Smith: The Presidents we Imagine: Two Centuries of White House Fictions on the Page, on the Stage, Onscreen and Online, The University of Wisconsin Press, Madison, Wi, 2009. 8 Estudios específicos sobre la manera en la que el cine ha retratado a la clase política americana son los de Philip L. Gianos: Politics and Politicians in American Film,

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sabido que las generalizaciones son siempre arriesgadas, y cualquier intento de alcanzar conclusiones de fácil enunciación a partir de lo que nos han legado los últimos cien años de la historia del cine, y en base a los varios centenares de películas que cabría traer a colación está llamado a no ser sino una generalización de utilidad limitada. Pero en este caso concreto es forzoso reconocer que serán pocos los riesgos que se asuman si es para afirmar que la inmensa mayoría de las ocasiones en las que la industria cinematográfica se he ocupado de dar vida a políticos o de recrear sus actividades más tópicas lo ha hecho de una manera extremadamente crítica, magnificando sin recato los aspectos menos edificantes de la actividad política, ridiculizando hasta el extremo sus elementos más risibles, y guardando en cambio un espeso silencio respecto de cuanto esta actividad pudiera tener de noble.

Así, la historia del cine se haya cuajada de políticos consagrados sin prejuicios al fraude electoral (The Great McGinty, Preston Sturges EEUU, 1940), o a la manipulación de la opinión pública a través de los medios (Citizen Kane, Orson Welles, EEUU, 1941; Wag the Dog, Barry Levinson, EEUU, 1997); de hombres frágiles empeñados en correr un velo sobre los aspectos más turbios de su pasado (Advise and Consent, Otto Preminger, EEUU, 1962; The Big Brass Ring, George

Praeger Publishers, Wesport, Ct., 1998 y Harry Keyishian: Screening Politics: The Politician in American Movies, The Scarecrow Press, Inc., Lanham, Md, 2006.

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Hickenlooper, EEUU, 1999); de hipócritas aterrados ante la posibilidad de que se conozca su doble vida (El diputado, Eloy de la Iglesia, España, 1978; Storyville, Mark Frost, EEUU, 1992); de tipos insignificantes dispuestos a inventarse una trayectoria heróica que nunca tuvieron (Hail the Conquering Hero, Preston Sturges, EEUU, 1944); de aventureros implicados hasta las cejas en los más turbios negocios (The Glass Key, Stuart Heisler, EEUU, 1942; Mr. Ace, Edwin M. Marin, EEUU, 1946); de demagogos populistas tan cargados de soberbia como desprovistos de escrúpulos (All the King’s Men, Robert Rossen, EEUU, 1949; A Lion Is in the Streets, Raoul Walsh, EEUU, 1953); de simples peones al servicio de los intereses más inconfesables (The Manchurian Candidate, Jonathan Demme, EEUU, 2004); de oportunistas dispuestos a mudar de opinión siempre que sea necesario para conservar el poder (De camisa vieja a chaqueta nueva, Rafael Gil, España, 1982; Swing Vote, Joshua M. Stern, EEUU, 2009); o de tipos a los que el ejercicio de éste ha transformado hasta el extremo de considerarse por encima del bien y del mal (Absolute Power, Clint Eastwood, EEUU, 1997). Cuando no de completos inútiles elevados a las más altas instancias precisamente por su falta de criterio (The Senator Was Indiscreet, George S. Kaufman, EEUU, 1947); de auténticos simplones dispuestos a creerse cualquier cosa que se les diga (Being There, Hal Ashby, EEUU, 1979) o, en fin, de auténticos payasos (The Distinguished Gentleman, Jonathan Lynn, EEUU, 1992; Head of State, Chris Rock, EEUU, 2003) que pese a su condición de tales aun logran imponerse a los políticos profesionales con su impostada seriedad.

Ante semejante panorama quizás resulte incluso un alivio ver toda esa amplísima secuencia de cintas en las que el cine se ha ocupado de presentarnos a políticos …que no hacían política. Y es que, en efecto, una parte nada desdeñable del tratamiento fílmico de la clase política se halla recogido en cintas que solo con mucha generosidad, y atendiendo más a la condición de sus protagonistas que a la naturaleza historia que está siendo narrada, podríamos etiquetar como políticas. Y es que parece que para Hollywood los políticos resultan mucho menos interesantes cuando luchan por el poder o lo ejercen, que cuando se enamoran (The American President, Rob Reiner, EEUU, 1995), o se ven envueltos en un escándalo (Sally Hemmings: An American Scandal, Charles Haid, EEUU, 2000); cuando han de convertirse en héroes para salvar a sus seres queridos (Air Force One, Wolfgang Petersen, EEUU, 1997) o luchar por su vida contra una grave enfermedad (Sunrise at Campobello, Vincent Donahue, EEUU, 1960); cuando todavía no se han convertido en aquello por lo que han acabado ganando fama (Young Winston, Richard Attenborough, Reino Unido, 1972) …o cuando, en cambio, están a punto

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de perder la vida en ello (Vantage Point, Peter Travis, EEUU, 2008). De ahí que no quepa considerar cine político a toda cinta que tenga como protagonista a un político o, si se prefiere, que debiéramos estar preparados para encontrarnos con personajes políticos en cintas que cabrían sin sombra de duda en las categoría del thriller, de la comedia romántica, el drama o incluso el cine negro.

Se dirá que pese a todo, el cine, tan dado a producir héroes cuando el telón de fondo ha sido el del salvaje oeste, el de las junglas de África o el de las calles de Nueva York, también lo ha hecho cuando ha abordado el fenómeno de la política. Y, en efecto, algo hay de cierto en ello, a la vista de personajes como el Mr. Smith de Frank Capra. Pero estamos ante evidentes excepciones cuya misión no es sino agudizar el contraste respecto de una clase política cobarde, corrupta, egoísta, endogámica y ajena a las necesidades de la ciudadanía, confirmando de este modo la regla de la que partíamos. Y es que cada vez que la pantalla se llena con un político que decide dar su última batalla aunque en ello le pueda ir la vida (The Last Hurrah, John Ford, EEUU, 1958; Milk, Gus Van Sant EEUU, 2008), decir la verdad en voz bien alta sea cual sea su precio (State of the Union, Frank Capra, EEUU, 1948; Bulworth, Warren Beatty, EEUU, 1998), o ser fiel a sus convicciones más profundas aunque ello le cueste su futuro en la política (The Best Man, Franklin Shaffner, EEUU, 1964; The Contender, Rod Lurie, EEUU, 2000), su comportamiento aparece siempre recortado frente al telón de fondo que

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componen el resto de los integrantes del grupo, el partido o la facción dela que procede nuestro singular protagonista, y a los que este acaba indefectiblemente enfrentándose. Si es que no acaba a la postre uniéndose a ellos: al fin y al cabo, si no es infrecuente que estos pulsos entre el idealista solitario y los profesionales de la política acaben con una amarga derrota o una estremecedora tragedia, tampoco lo es que desemboquen en la lenta pero inexorable neutralización de la disidencia, y en la transformación del atrevido outsider, en un consumado insider (The Candidate, Michael Ritchie, EEUU, 1972; Primary Colors, Mike Nichols, EEUU, 1998).

A la vista de todo ello, resulta bien obvio que la industria cinematográfica no se ha aproximado al mundo de la política llevada de un simple interés por hallar buenas historias que contar y sugestivos personajes que retratar. Muy al contrario, el cine en general, y Hollywood en particular, ha sucumbido con frecuencia –y con gusto, además– a la tentación de hacer llegar sus mensajes al mundo de la política, 9 de bajar a la arena del debate político para terciar en las polémicas del momento, o incluso de erigirse en árbitro sobrevenido de las mismas, en uso de una más que discutible autoridad moral sustentada en la condición de artistas de sus integrantes. Una buena parte del “cine político” es, pues, “político” en el doble sentido de estar retratando una situación de naturaleza política, y de estar a la vez lanzando un mensaje de contenido político y, a menudo, incluso partidista.

A este respecto se ha escrito mucho acerca del sesgo político del cine político, hasta el extremo de que parece fuera de duda no solo que éste exista, sino que tenga una orientación claramente escorada hacia la izquierda. No es solo que varios de los más reputados cineastas europeos de las últimas décadas –Bardem, Bertolucci, Costa-Gavras, Passolini, Pontecorvo… y la lista podría prolongarse mucho más– militaran o hubieran militado en algún momento de su vida en organizaciones de orientación socialista, o hubieran hecho patente su compromiso –por algo la expresión “cine comprometido” es casi sinónima de “cine político”– con la construcción de una sociedad distinta de la que nos han legado dos siglos de democracia liberal y economía de mercado; 10 ni tampoco que

9 Terry Christensen y Peter J. Haas: Projecting Politics: Political Messages in American Film, M. E. Sharpe, Nueva York, NY., 2005. 10 Véanse Alexander Medvedkin: El cine como propaganda política, Siglo Veintiuno Argentina, Buenos Aires, 1973 y Andrés Linares: El cine militante, Castellote editor, Madrid, 1976.

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en los Estados Unidos, donde el socialismo nunca ha resultado una opción política popular, una considerable mayoría de gran familia de Hollywood haya hecho gala en un momento u otro –a menudo, con sus chequeras en la mano– de sus simpatías por el Partido Demócrata. 11 Es que con frecuencia unos y otros han confesado sin duda –y desde luego, sin rubor– su fe en la capacidad del cine para transformar la sociedad, materializando su voluntad de contribuir a esa tarea en toda esa miríada de filmes en los que el papel de “malo” resulta indefectiblemente adjudicado al poderoso, y no al débil; al rico, y no al pobre; al noble, y no al plebeyo; al conservador y no al progresista. 12

Claro, que desde otra perspectiva también cabría argumentar que la continua –aunque cada vez más moderada– exaltación del American way of life que permea una buena parte de la cinematografía estadounidense – y que nutre desde la raíz géneros tan capitales como el western–, 13 11 Steven Ross: Hollywood Left and Right: How Movie Stars Shaped American Politics, Oxford University Press USA, 2011. 12 Véanse, respecto del caso americano, Ben Dickenson: Hollywood's New Radicalism: War, Globalisation and the Movies from Reagan to George W. Bush, I. B. Tauris, Londres / Nueva York, 2006 y Chris Robé: Left of Hollywood: Cinema, Modernism, and the Emergence of U.S. Radical Film Culture, University of Texas Press, Austin, Tx, 2010. 13 Lary May: The Big Tomorrow: Hollywood and the Politics of the American Way, University of Chicago Press, Chicago, Il, 2000.

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cuando no la recurrente apología de su papel como garante del democracia y la libertad en el mundo y la consiguiente justificación de su supremacía militar –reflejadas a su vez en el cine bélico, al menos hasta la crisis de la conciencia americana en los años sesenta– 14 o la recurrente obsesión del cine americano por la seguridad nacional –tan presente en el cine de los años de la Guerra Fría, y de nuevo en el de la era posterior al 11-S– 15 entrañan posturas netamente reaccionarias que servirían para equilibrar esa balanza, o incluso para apuntar una dicotomía entre un cine, el europeo, de orientación más progresista, y otro, el americano, de matriz más conservadora.

En cualquiera de los casos esas valoraciones tan superficiales demandan de una reflexión mucho más meditada. Porque a menudo esa crítica al poderoso y esa defensa del débil a la que tan dada es la industria cinematográfica acaba poniendo sobre la mesa argumentos mucho más próximos al pensamiento conservador que al progresista. En efecto, la sistemática crítica al defectuoso funcionamiento de nuestras instituciones democráticas (Man of the Year, Barry Levinson, EEUU, 2006) y a su connivencia con los poderosos, o al excesivo poder de nuestros políticos, su retórica vacía (Speechless, Robert King, EEUU, 1994), su falta de convicciones (Swing Vote, Joshua M. Stern, EEUU, 2008), o su desapego de la realidad (The Queen, Stephen Frears, Reino Unido, 2006), junto con la paralela exaltación de las cualidades del hombre de la calle ajeno en su vida cotidiana al juego político, o la elevación a la condición de héroe –aunque sea solo por un instante, y además de forma involuntaria–, del ciudadano de a pie, encarna una suerte de populismo antielitista que, aun hallándose lejos de posiciones antidemocráticas, podría muy bien brindar a éstas un argumentario de indudable valor.

Es precisamente esta última apreciación la que abona la afirmación de que las incursiones del mundo del cine en el de la política no siempre

14 Véanse al respecto Gregory D. Black y Clayton R. Koppes: Hollywood Goes to War: How Politics, Profit and Propaganda Shaped World War II Movies, Free Press, Nueva York, NY, 1987; Carl Boggs y Tom Pollard: The Hollywood War Machine: U.S. Militarism and Popular Culture, Paradigm Publishers, 2006 y Matthew Alford: Reel Power: Hollywood Cinema and American Supremacy, Pluto Press, Londres, 2010. 15 Jean-Michel Valantin: Hollywood, the Pentagon and Washington: The Movies and National Security from World War II to the Present Day, Anthem Press, 2005; Douglas Kellner: Cinema Wars. Hollywood Film and Politics in the Bush-Cheney Era, Wiley-Blackwell, Hoboken, NJ, 2010 y Oliver Boyd-Barrett, David Herrera y James A. Baumann: Hollywood and the CIA: Cinema, Defense and Subversion (Media, War and Security), Routledge, Londres / Nueva York, NY, 2011.

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han desplegado un efecto positivo. Aunque es cierto que el recurso al análisis de su plasmación cinematográfica constituye una valioso instrumento para cualquiera que pretenda saber más –o explicar mejor– cómo se juega a la política en las democracias contemporáneas, 16 no lo es menos que cuando el cine se ha ocupado de reconstruir pasajes o de caracterizar personajes de nuestra historia política, la objetividad siempre ha sido secundaria respecto de la espectacularidad y el dramatismo, y la inequívoca identificación de quiénes fueran los buenos y quiénes los malos se ha impuesto al análisis ponderado de las virtudes y los defectos de cada uno. La visión que de nuestra vida política ha venido dando el cine ha sido, pues, una en la que se han agudizado los contrastes al tiempo que se pasaban por alto los consensos, en la que lo cotidiano ha sido ignorado en beneficio de lo extraordinario, y lo negativo magnificado en detrimento de lo positivo. Contabilicénse, si no, las veces que el cine político ha retratado a reyes, presidentes y revolucionarios, y cuántas se ha ocupado de concejales, subsecretarios o simples militantes; o las ocasiones en que se ha ocupado de decisiones que han cambiado el curso de los historia, y las que se ha detenido a observar en la callada labor cotidiana de tantos políticos discretos.

16 De ello se han ocupado, entre otros Sealey Kelvin Shawn (ed.): Film, Politics & Education, Peter Lang, Nueva York, NY, 2008. Mark Sachleben y Kevan M. Yenerall en Seeing the Bigger Picture: Understanding Politics Through Film & Television, Peter Lang Publishing, Nueva York, NY, 2008.

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Todo ello, que sería comprensible y hasta disculpable si nos hallásemos ante una industria que no pretendiera otra cosa que proporcionar entretenimiento, resulta sin embargo preocupante desde el momento en que para toda esa ingente proporción de ciudadanos que jamás ha pisado un hemiciclo, ni ha militado en un partido, ni ha estado presente en un mitin, el cine constituye la única ventana accesible para observar de cerca a la política y a los políticos, y uno de los principales elementos de juicio a la hora de fraguarse una opinión al respecto. La tremenda responsabilidad del cine a la hora de transmitir una u otra imagen de la política y los políticos exige una profunda reflexión que ni quienes hacen cine, ni quienes lo consumimos, podemos dejar de hacer.

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2. CINE Y ELECCIONES. HACIENDO CAMPAÑA DESDE LA PANTALLA GRANDE Carlos Flores Juberías Universidad de Valencia

Las elecciones –o, más especialmente, el momento que las precede: las campañas electorales– han sido a menudo objeto de atención por parte de la industria cinematográfica, atraída tanto por el potencial dramático de lo que, más allá de ser un simple procedimiento para la selección de gobernantes, entraña al fin y al cabo una lucha –no siempre pacífica ni sujeta a Derecho– por el poder; como por la posibilidad de lanzar a través del filme un mensaje político susceptible de influir en futuros procesos electorales o, cuanto menos, de confrontar al espectador / ciudadano / elector con una valoración moral de la política y los políticos. 17

Los filmes en torno a las campañas electorales que nos ha brindado la cinematografía estadounidense han sido numerosos. De hecho, puede afirmarse que del mismo modo que la democracia americana fue una de las primeras en establecerse y consolidarse, y es asimismo una de las de más complejo funcionamiento, también la cinematografía estadounidense fue la que más tempranamente se percató del filón argumental que podían proporcionar estos procesos, y la que de manera más sistemática y más diversificada ha procedido a explotarlo. 18

17 Planteando la cuestión en sentido inverso, cabría argumentar que si bien es cierto –como apunta Trenzado Romero– que “el cine se sitúa –junto con otros medios de comunicación– en el debate teórico y práctico sobre el conflicto político en el seno de la cultura popular y del nuevo espacio público” y que, en consecuencia, “ficción, entretenimiento o imaginario, no deben ser palabras ajenas al análisis y estudio de la política, máxime cuando hoy en día la noción clave de representación política está manifestando cada vez más su carácter visual y espectacular”, no es del todo seguro que la inserción de los estudios fílmicos en la Ciencia Política haya dejado de ser vista por muchos como “una excentricidad propia de politólogos cinéfilos”. Vid. Manuel TRENZADO ROMERO: “El cine visto desde la perspectiva de la Ciencia Política”, Reis nº 92, 2000, págs. 45-70, en pág. 61. 18 Para una visión global del asunto, consúltese Ian SCOTT: American Politics in Hollywood Film, Edinburgh University Press, Edimburgo, 2000, (esp. Cap. III: “Hollywood on the Campaign Trail”, págs. 61-101), así como Philip L. GIANOS: Politics and Politicians in American Film, Praeger Publishers, Wesport, Ct., 1998; Terry CHRISTENSEN y Peter J. HAAS: Projecting Politics: Political Messages in American Film, M. E. Sharpe, Nueva York, NY., 2005; Daniel P. FRANKLIN: Politics

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De esa madrugadora atención de Hollywood por el cine político en general, y los procesos electorales en particular, podrían dar buena prueba filmes tan antiguos como el Abraham Lincoln de D. W. Griffith (1930), 19 en donde se retrata con amplitud el fallido intento del luego Presidente por hacerse con un escaño en el Senado en 1858. Con todo, la atención de Griffith se centraría de manera casi exclusiva en el proceso de intercambio de ideas que siempre conlleva una campaña –en este caso, reproduciendo en la cinta una parte de los celebérrimos debates Lincoln-Douglas, tenidos por numerosos historiadores como el más famoso debate político de la historia americana– dejando de lado casi por entero todos los demás momentos de ésta.

Para ejemplificar, en cambio, los numerosos planos de una campaña sobre los que Hollywwod ha centrado su atención, así como la diversidad de matices con la que la cinematografía estadounidense ha abordado el tratamiento de los procesos electorales, sería menester traer a colación una muy abultada lista de ejemplos.

Muchos de ellos, y no pocos de los más brillantes, se han centrado en el papel jugado por los medios de comunicación –primero por la prensa, y más tarde por la televisión– en las campañas electorales, subrayando asimismo la creciente importancia que en base a esa cada vez mayor voracidad informativa han empezado a adquirir los asesores de imagen. En la legendaria Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), 20 uno de los varios flashbacks que integran el filme nos muestra a su protagonista viendo naufragar su campaña para gobernador –junto con

and Film: The Political Culture of Film in the United States, Rowman & Littlefield, Lanham, Md., 2006; y Michael COYNE: Hollywood Goes to Washington: American Politics on Screen, Reaktion Books, Londres, 2008. Para un análisis –políticamente sesgado– de las más recientes producciones del género político véase, Douglas KELLNER: Cinema Wars. Hollywood Film and Politics in the Bush-Cheney Era, Wiley-Blackwell, Chichester, 2010. 19 Véanse Carmen DE LA GUARDIA HERRERO: “Abraham Lincoln y la Unión de los Estados Unidos”, en Carlos Flores Juberías (dir.): Todos los filmes del Presidente. La Presidencia de los Estados Unidos vista a través del cine, MuVIM, Valencia, 2008, pp. 27-42 y José Javier MARZAL FELICI: David Wark Griffith, Cátedra, 1998. 20 Entre la copiosísima bibliografía sobre el fime, véanse Antonia DEL REY REGUILLO: Orson Welles. Ciudadano Kane. Estudio crítico, Paidós, 2002 y José Javier MARZAL FELICI: Guía para ver y analizar: Ciudadano Kane (1941), Edicions Culturals Valencianes, Valencia, 2004.

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su primer matrimonio– cuando su oponente publica la noticia de que estaba teniendo un affaire extramatrimonial, después de haber intentado persuadirle para que se retirara de la contienda, y a pesar de ser él mismo un poderoso magnate de la prensa. En Cortina de humo (Wag the Dog, Barry Levinson, 1997), en cambio, son los asesores de imagen del mismísimo Presidente de los Estados Unidos –Robert de Niro, en el papel de “hombre para todo”; Dustin Hoffman, en el de genial productor de Hollywood y Anne Heche en el de eficientísima asesora– los que se afanan por salvar su reelección poniéndose manos a la obra para tapar un escándalo sexual verificado en la propia Casa Blanca literalmente inventándose una guerra en los Balcanes que permita distraer la atención de los medios durante las dos semanas que restan hasta la cita con las urnas, y protagonizando de este modo una esperpéntica sátira acerca del papel de los medios audiovisuales y de la indefensión de los ciudadanos ante su infinita capacidad para el engaño (–“The President will be a hero. He brought peace”. –“But there was never a war!”. –“All the greater accomplishment”, argumentan los protagonistas). Aunque probablemente en ninguna otra cinta se haya hecho patente con más rotundidad el decisivo papel que la prensa juega en el control de la política y de los políticos como en la celebérrima Todos los hombres del Presidente (All

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the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976) 21 en torno a la investigación del caso Watergate llevada a cabo por Bob Woodward y Carl Bernstein, memorablemente interpretados en el filme por Robert Redford y Dustin Hoffman.

El siempre complejo juego entre la moral pública y los vicios privados –léase: entre la exigencia, tan arraigada al parecer entre la opinión pública americana, de que sus políticos lleven y hayan llevado siempre una vida intachable, las inevitables debilidades humanas, y las no menos inevitables tentaciones que el poder ofrece– también ha brindado un considerable arsenal argumentativo a los guionistas de Hollywood. Planteada esa disyuntiva en el marco de un proceso electoral dado, la tesis más recurrentemente sostenida ha sido la de que las campañas electorales, en la medida en que suponen una disputa cuasi salvaje por el poder, tienden a despertar los más bajos instintos de quienes se enrolan en ellas, bien como candidatos, bien como estrategas. La imagen del político idealista que salta a la arena del debate público con la ingenua ilusión de poder servir a sus conciudadanos, para lentamente transformarse en un despiadado profesional de la política, dispuesto a ensayar cualquier estrategia con tal de sumar aliados y eliminar oponentes, y aun al precio de acabar envilecido por el poder, es recurrente en filmes como Colores Primarios (Primary Colors, Mike Nichols, 1998) 22 o Todos los hombres del rey (All the King’s Men, Robert Rossen, 1949; y Steven Zaillian, 2006). 23 Inspiradas –más que basadas– en las carreras de dos bien conocidos políticos sureños –la del

21 Véanse Jack HIRSHBERG, Stanley TRETICK: A Portrait of All the President's Men: The Story Behind the Filming of the Most Devastating Detective Story of the Century, Warner Books, 1976; Carmen DELTORO: English Through Movies. All the President’s Men. A Case History: Politics and the Press, Universidad Rey Juan Carlos, Madrid, 2006. 22 Véanse Myron A. LEVINE: “Myth and Reality in the Hollywood Campaign Film: Primary Colors (1998) and The War Room (1994)”, en Peter C. Rollins y John E. O’Connor (eds.): Hollywood’s White House. The American Presidency in Film and History, University Press of Kentucky, 2003, pp. 288-308, en pp. 292-295; y Carlos FLORES JUBERÍAS: “Bill Clinton y Colores Primarios, o como todo parecido con la realidad no siempre es pura coincidencia en Carlos Flores Juberías (dir.): Todos los filmes del Presidente…, cit., pp. 125-142. 23 Véanse al respecto los estudios de Phillip Dubuisson CASTILLE: “Red Scare and Film Noir: the Hollywood Adaptation of Robert Penn Warren’s All the King’s Men”, Southern Quarterly, nº 33/1-2, 1995, págs. 171-181 y Mike AUGSPURGER: “Heading West: All the King’s Men and Robert Rossen’s Search for the Ideal”, Southern Quarterly, nº 39/3, 2001, págs. 51-64.

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ex Presidente Bill Clinton y la del asesinado Gobernador de Louisiana Huey Long– ambas cintas retratan la gradual incorporación de la mentira y el chantaje como estrategias políticas aceptables, y ambas concluyen, en una curiosa coincidencia, con el desesperado suicidio de quienes en cada caso se habían convertido en el último obstáculo para la ambición de sus protagonistas, por más que el final del uno y del otro no pueda ser más distinto. Pero el dilema moral vs. política no es ajeno a otras muchas cintas, de perfil quizás más bajo, como podrían ser Storyville (Mark Frost, 1992), oportunamente titulada en España como El peso de la corrupción, en el que un candidato al Senado, filmado en compañía de una prostituta y luego sometido a chantaje, se adentra en investigar la trayectoria política de sus antecesores; o Su distinguida señoría (The Distinguished Gentleman, Jonathan Lynn, 1992), una hilarante comedia en la que Eddy Murphy interpreta el papel de un granuja que aprovecha la casualidad de que su nombre sea idéntico al de un popular candidato que acaba de fallecer para hacerse con un escaño en el Congreso con el solo objeto de sacar tajada de los muchos negocios que supone hacen los políticos, para acabar recorriendo el camino que lleva desde el idealismo hasta la corrupción en el sentido inverso al que tantos otros filmes han retratado con más frecuencia. A sensu contrario, la querencia de Hollywood por los héroes solitarios, capaces de plantar cara a todos sus poderosos oponentes con la única arma de su honestidad, bien para salir airosos del trance, bien para

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sucumbir con la mayor nobleza –en suma, el viejo argumento del hombre de la calle alzado frente a la máquina del poder– ha producido también interesantes filmes. Probablemente el más representativo de todos ellos, y también uno de los más conspicuamente populistas, sea el Mr. Smith goes to Washington de Frank Capra (1939). 24 Nominada a diez óscars en 1940 –aunque a la postre solo se hiciera con el correspondiente al mejor guión original–, el “caballero sin espada” –esa sería la imaginativa traducción al castellano de su título– dibujado por Capra e interpretado por James Stewart es un joven tímido, bienintencionado e idealista que llega al Senado por designación del gobernador de su Estado, cuya camarilla ve en su candidez e inexperiencia la garantía de un político fácil de manipular. Solo que una vez en Washington, Mr. Smith se rebelará contra las prácticas corruptas de los políticos profesionales y los caciques locales que habían ayudado a encumbrarle, desafiando al status quo y, en consecuencia, siendo atacado por él, para acabar clamando ante un hemiciclo en sepulcral silencio en favor de “las causas perdidas […] las únicas por las que vale la pena luchar”. Acercándonos a nuestro tiempo, y bajando además unos cuantos peldaños en lo que a calidad cinematográfica se refiere, podríamos toparnos con la atrevida sugerencia de Barry Levinson, especulando en El hombre del año (Man of the Year, 2006) con la posibilidad de que el azar –en la forma de error informático– convirtiera en Presidente a un cómico que había lanzado su candidatura sin otra pretensión que la de decir las verdades que los políticos profesionales siempre callan; o –en fin– con la no menos disparatada propuesta de Chris Rock en De incompetente a Presidente, (Head of State, 2003), en el que el actor de color es reclutado como cabeza de cartel después de la muerte accidental de los candidatos a Presidente y Vicepresidente y con el único objeto de atraer la simpatía de las minorías y perder las elecciones por el menor margen posible, pero acaba alzándose con la victoria después de despedir a los asesores impuestos por el partido, asumir en persona la dirección de su campaña, y empeñarse en decir la verdad al pueblo americano.

El potencial destructivo de la política en lo tocante a las relaciones interpersonales –y, de manera especial, en las de pareja– ha sido abordado en no pocas comedias de corte romántico. El maestro del

24 Vid. Joyce NELSON: “Mr. Smith Goes to Washington: Capra, Populism and Comic Strip Art”, Journal of Popular Film, nº 3, 1974, págs. 245-254 y Beverly M. KELLEY: “Populism in Mr. Smith Goes to Washington”, en Beverly M. Kelley, John J. Pitney Jr., Craig R. Smith y Herbert E. Gooch III: Reelpolitik: Political Ideologies in ‘30s and ‘40s Films, Praeger, Westport, Ct., 1998.

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género Frank Capra lo hizo en El Estado de la Unión (State of the Union, 1948), 25 en la que el inolvidable duo formado por Spencer Tracy, en el papel del candidato republicano a la Presidencia de los Estados Unidos, y Katharine Hepburn, en el de su esposa, comprueba en su propia carne cómo las ambiciones y la falta de escrúpulos del primero por llegar a lo más alto hacen tambalearse el estado de su propia unión. En un tono no muy distinto, Sin palabras (Speechless, Robert King, 1994) caracteriza a Geena Davis y Michael Keaton como dos asesores políticos que descubren hasta qué punto una campaña electoral puede resultar letal para su relación cuando se encuentran trabajando a las órdenes de dos candidatos enfrentados y, en consecuencia, obligados a contradecirse, desmentirse y hasta espiarse mutuamente; situación en cierto modo similar a la de Michael Douglas y Annette Benning en El Presidente y la Sra. Wade (The American President, Rob Reiner, 1995), por más que lo que en este caso se interponga entre el Presidente viudo Andrew Shepherd y la activista ecologista Sydney Wade no sean tanto sus distintas agendas políticas como las consecuencias de su romance sobre las posibilidades de reelección del Presidente.

25 Vid. Ian SCOTT: “Frank Capra’s State of the Union: The Triumph of Politics”, Borderlines. Studies in American Culture, nº 5, 1998, págs. 33-47. Y, para una visión más global del cine de Capra, Ramón GIRONA: Frank Capra, Cátedra, Madrid, 2008.

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En una línea no muy distinta, la reflexión acerca de la compleja interacción entre las convicciones más profundas que han movido a un candidato a lanzarse al ruedo de la política, y las estrategias de campaña que son menester para hacerse con el favor del electorado han sido el objeto de un buen puñado de cintas, entre las que meritarían subrayarse como notables al menos tres: The Best Man (Franklin Shaffner, 1964), Bulworth (Warren Beatty, 1998) 26 y Choose Connor (Luke Eberl, 2007). En la primera de ellas, basada en un guión de Gore Vidal, Henry Fonda encarna a un intelectual íntegro y de principios que está a punto de alzarse con la nominación presidencial de su partido, y con ella una elección casi segura, al que se le enfrenta un Cliff Robertson caracterizado como un político directo y ambicioso, acostumbrado al idioma de la calle, y que concibe la política como una lucha permanente en la que no es posible hacer concesiones. La elección, clara en teoría, y que para muchos recordaría el pulso Stevenson-Nixon, resulta no serlo tanto para el presidente saliente, quien ve en el personaje interpretado por Fonda a un líder dubitativo, y en exceso cauto, y que se halla dispuesto a premiar la mayor ambición de su contrincante. A la postre nuestro héroe hará el mayor sacrificio que pueda esperarse de un político –retirarse de la carrera, para apoyar a un tercero en liza– sólo para impedir que un hombre sin escrúpulos llegue a lo más alto. En la segunda de ellas, escrita, dirigida y protagonizada por Warren Beatty, el dilema entre convicciones y estrategias se evapora para el senador Jay B. Bulworth cuando decide poner fin a su vida como única forma de escapar de sus problemas financieros, pero no sin antes lanzarse a una campaña auténticamente revolucionaria en la que, dejando de lado la habitual palabrería de los políticos, optará por decir sencillamente la verdad, y por hacerlo con las palabras que más espontáneamente le vengan a la cabeza –aunque éstas le lleguen a ritmo de rap–. Por último, Choose Connor nos presenta la peripecia de un quinceañero que se convierte en el portavoz para asuntos de juventud de un cínico candidato al Senado, para acabar a la postre dándose cuenta de que en política sólo cuenta la apariencia, y que de su persona no interesa sino la imagen, subrayando de este modo cómo la vacuidad de las convicciones y la relatividad de la verdad, contrasta con la importancia fundamental de la imagen y el discurso en una carrera electoral.

26 Vid. Linda ALKANA: “The Absent President: Mr. Smith, The Candidate and Bulworth”, en Peter C. Rollins y John E. Connor (eds.): Hollywood’s White House: The American Presidency in Film and History, The University Press of Kentucky, Lexington, KY, 2003, págs. 193-205.

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Otro tema recurrente en la visión que de las campañas electorales

nos ha dado la cinematografía ha sido el de la influencia de los grupos de interés, a través de su dinero, sobre los políticos, o incluso el de la estrecha ligazón trabada en ocasiones entre la política y el crimen organizado. De lo primero serían buenos ejemplos Silver City (John Sayles, 2004), o The Senator Was Indiscreet (George S. Kaufman, 1947), cinta en la que un ambicioso senador suple su reconocida falta de méritos y talento para alcanzar la Presidencia con una detallado diario en el que durante décadas ha ido anotando todos los negocios sucios propiciados por sus compañeros de partido, y en virtud del cual aspira hacerse con la nominación presidencial. De lo segundo, en cambio, se ocupó ya en su momento Mr. Ace (Edwin M. Marin, 1946), donde una bella candidata al puesto de Gobernadora trata de ganar para su causa a un no menos elegante gángster, que acaba enamorándose de la dama y poniendo todos sus recursos al servicio de su carrera política; aunque la película más paradigmática –y también la más inquietante– sería sin duda la segunda versión de The Manchurian Candidate (Jonathan Demme, 2004), en la que los comunistas rusos y chinos que en la primera versión del filme (John Frankenheimer, 1962) habían capturado y lavado el cerebro del sargento Raymond Shaw para convertirlo en un agente secreto al servicio de sus planes para destruir el Gobierno de los Estados Unidos, son sustituídos por una misteriosa empresa oportunamente bautizada como Manchurian Global.

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La ausencia reiterada del elector –del ciudadano, razón de ser al fin y al cabo del mismo proceso electoral–, en la mayor parte de los filmes políticos, ausencia si cabe aun más llamativa en los dedicados específicamente a la recreación de los procesos electorales, queda en parte suplida –a la vez que puesta en evidencia– por cintas como The Great Man Votes (Garson Kanin, 1939) y su –en cierto modo– secuela Swing Vote (Joshua M. Stern, 2008). Y es que, en efecto, muchos de los filmes de este género se desarrollan en esa suerte de coto cerrado al ciudadano que constituyen las cámaras parlamentarias y sus pasillos, las salas de banquetes, los despachos, o las salas de reuniones llenas de humo donde se celebran las reuniones más decisivas, teniendo como únicos protagonistas a los líderes, sus asesores, sus oponentes, a los periodistas que les acosan y a los poderes fácticos que intentan presionarles. En ese mundo cuasi hermético, el ciudadano de a pie apenas aparece, y cuando lo hace es habitualmente integrado en la masa de los seguidores que aclaman al líder, o de los oponentes que le abuchean, rara vez como un ente pensante dotado de opiniones propias, y apenas nunca al mismo nivel discursivo que el propio candidato. No sin matices argumentales propios –en The Great Man Votes el personaje principal, interpretado por John Barrymore, es un antiguo profesor de Harvard sumido en el alcohol por no haber podido superar la muerte de su esposa, mientras que en Swing Vote Kevin Costner es un patán, fracasado y sin empleo– ambos filmes plantean la misma hipótesis: la de que el desenlace último de un proceso electoral –la elección de un alcalde en un caso; la mismísima presidencia de los Estados Unidos en el otro– pudiera acabar dependiendo del voto de un único ciudadano. La inmediata consecuencia de esta –disparatada, aunque eso sea lo de menos– hipótesis es la de que el ciudadano de a pie se convierte de la noche a la mañana en el centro del juego político, dejando de ser un rostro más entre la multitud para pasar a tener problemas, ambiciones e ideas propias …que los políticos se ven obligados a escuchar y a complacer, habiendo de bajar por primera vez al nivel de una calle que pocas veces antes habían llegado a pisar. Desde premisas distintas, la recreación del asesinato de Robert Kennedy en plena campaña electoral ensayada por Emilio Estevez en Bobby (2006) quizás pudiera encuadrarse también en esta categoría, si bien el que acabaría siendo el último mítin del político demócrata constituye en el filme apenas una excusa para llevar a cabo un interesante recorrido por las inquietudes y las expectativas de toda una amplia gama de personajes –desde el director del hotel en donde se va a celebrar el acto, hasta la peluquera, los camareros y los porteros del mismo– en ese momento crucial de la historia de los Estados Unidos en el que parecía que el retorno de un Kennedy a la Casa Blanca podría haber significado

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el fin de todos los problemas de una sociedad radicalmente dividida. Como también podrían encajar en esta categoría las escenas de Bulworth en las que el desquiciado senador se refugia en compañía de su nueva amiga de color en lo más profundo del ghetto negro de Los Ángeles, sólo para descubrir allí la autenticidad de sus gentes y acabar redimiéndose a la vez que convirtiéndose en el portavoz de sus reivindicaciones.

Por último, ninguna reflexión en torno al modo en el que la industria cinematográfica americana ha abordado el tratamiento de las elecciones y las campañas estaría completo sin una referencia específica a las varias ocasiones en las que se ha atrevido a retratar campañas electorales reales, por regla general en el marco más amplio del análisis fílmico de concretas figuras históricas. Además de Abraham Lincoln, biografiado en el filme homónimo de D. W. Griffith al que ya hemos aludido, o del también mencionado Robert Kennedy, a lo largo de la historia del cine la lista de los que han pasado por la pantalla grande haciendo campaña comprendería cuanto menos a Woodrow Wilson (hagiografiado en Wilson, Henry King, 1944), Harry S. Truman (honestamente retratado en Truman, Frank Pierson, 1995), Richard M. Nixon (obsesivamente despedazado en el Nixon de Oliver Stone, 1995) 27

27 Para un análisis de cada uno de estos tres filmes, véanse las sucesivas aportaciones de Fernando ALONSO BARAHONA (“Wilson: un Presidente para un mundo en cambio”

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o –pasando de la política nacional a la local– el activista gay Harvey Milk (en Milk, Gus Van Sant, 2008). Amén de las ya mencionadas recreaciones de las carreras políticas del ex Presidente Bill Clinton y del antiguo Gobernador de Louisiana Huey Long, o la del veteranísimo alcalde de Boston James Michael Curley sobre cuya trayectoria política se halla sostenido el papel interpretado por Spencer Tracy en The Last Hurrah (John Ford, 1958). En cualquiera de los casos, no habría que perder de vista que pese a su apariencia –y pretensión– de veracidad, no pocas de estas recreaciones históricas se han hallado más cerca de la ficción que de la estricta recreación histórica de los hechos que decían relatar, y a menudo han traído consigo una carga ideológica muy superior incluso a la de los filmes de ficción. La distancia entre el tratamiento fílmico que de Woodrow Wilson da Henry King, y el que de Richard Nixon propone Oliver Stone no es solo la que media entre las técnicas narrativas propias de 1945 y las de medio siglo más tarde, sino sobre todo la que separa la ciega admiración de King por el padre de la Sociedad de Naciones de la no menos ciega inquina de Stone por el protagonista del Watergate.

En cambio, por lo que hace a España, la generalizada falta de glamour de nuestros políticos y el escaso interés que nuestra actual vida política ha despertado entre nuestros cineastas y –¿por qué no decirlo?–también entre un número cada vez mayor de ciudadanos, se ha acabado traduciendo en una muy escasa atención hacia las campañas electorales, de la que si acaso cabría exceptuar la cinematografía de los primeros años de la transición. Solo en ese momento –probablemente por lo novedosas que resultaban– las elecciones y las campañas electorales sirvieron de argumento para un puñado de películas, 28 la mayor parte de

y “Truman: los dilemas de un Presidente”) y David SARIAS RODRÍGUEZ (“Richard Nixon, Oliver Stone y el juego de los espejos culturales”) en Carlos Flores Juberías (dir.): Todos los filmes del Presidente…, cit., MuVIM, Valencia, 2008, pp. 43 a 60, 61 a 80 y 125 a 142. 28 Aunque Trenzado Romero cifra en dos centenares las películas que entre 1975 y 1986 tuvieron como punto de referencia temática la transición política y los diversos fenómenos sociales derivados de ella, también apunta que las que se centraron en el análisis de la transición democrática propiamente dicha constituyen un porcentaje no muy relevante de ese número (que a su vez representaba un 15% del total de producciones filmadas en ese periodo), y apunta que la mayor parte de ellas se filmaron en el período 1975-1980, años en los que la politización de la sociedad española estuvo más marcada que nunca y en consecuencia el público se mostró inusualmente receptivo a ver filmes políticos. Vid. Manuel TRENZADO ROMERO: Cultura de masas y cambio politico. El cine español de la transición, CIS, Madrid, 1999, pp. 258-272.

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ellas de tono pretendidamente humorístico y con una calidad cinematográfica francamente deplorable. Éste sería el caso de subproductos como Vota a Gundisalvo (Pedro Lazaga, 1977; con guión de José Luís Dibildos y Antonio Mingote), El alcalde y la política (Luís M. Delgado, 1980), ¡Que vienen los socialistas! (Mariano Ozores, 1982), Las autonosuyas (Rafael Gil, 1983; con guión de Fernando Vizcaíno Casas) o –casi dos décadas más tarde– Atilano, presidente (Santiago Aguilar y Luís Guridi, 1998), tercera y menos afortunada entrega de la trilogía satírica iniciada por Justino, un asesino de la tercera edad (1994), y Matías, juez de línea (1996). Casi sin excepción, y aun a pesar de la simpleza –rayana la estulticia– de sus tramas, la visión que se da de la política en estos filmes resulta altamente crítica, abundando la caracterización –de matriz netamente populista– que retrata a los políticos como aprovechados sin escrúpulos, y a los candidatos como mentirosos impenitentes.

La excepción más reseñable a esta aproximación a la política y las elecciones tan reiterativa en la cinematografía española probablemente haya sido El disputado voto del Sr. Cayo, de Antonio Giménez-Rico (1986). 29 Basada en la novela homónima de Miguel Delibes, e

29 Manuel REDERO SANROMÁN: “El cambio político postfranquista en el cine de su tiempo: El disputado voto del Sr. Cayo”, en Rafael Ruzafa Ortega (ed.): La historia a través del cine: transición y consolidación democráticas en España, Universidad del País Vasco, Vitoria, 2004, págs. 23-50.

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interpretada en sus principales papeles por Francisco Rabal, Juan Luís Galiardo, Iñaki Miramón y Lydia Bosch, la cinta narra la peripecia de tres políticos socialistas que en medio de la campaña electoral de 1977 acaban arribando a una olvidada aldea del norte de Burgos para llevar a cabo el consabido mitin de campaña, solo para descubrir que en ella no quedan más habitantes que el anciano Sr. Cayo, su esposa sordomuda, y un tercer vecino peleado con los otros dos. La kafkiana situación –ilustrativa por otra parte de los graves problemas de despoblamiento y envejecimiento poblacional del campo español– brinda la oportunidad para subrayar el agudo contraste entre las diametralmente opuestas concepciones de la vida del Sr. Cayo y de sus tres inesperados huéspedes, en la que llama la atención la diferencia entre sus valores, sus gustos, e incluso su lenguaje: franco, directo y hasta sutil, en el caso del campesino, y hueco y artificioso en el de los políticos. La clave del filme se hallaría en la irónica constatación del veterano candidato, interpretado en el filme por Galiardo: su frase “Hemos venido a redimir al redentor”, acabaría revelando la fascinación del político por el viejo campesino, cuya perfecta armonía con la naturaleza, su capacidad de sobreponerse a la adversidad y su peculiar concepción de la libertad no puede sino valorar como superior a las suyas propias. De este modo, El disputado voto del Sr. Cayo acaba convirtiéndose en una bien argumentada reivindicación de la superioridad del hombre común sobre el político, alejada –es cierto– de las estridencias populistas de otros filmes, pero cercana a las tesis de la insuperable vacuidad de la política y los políticos.

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3. CINE Y ELECCIONES. EL CANDIDATO COMO PARADIGMA DEL GÉNERO Carlos Flores Juberías Universidad de Valencia

Si hay un filme que merezca el calificativo de paradigmático de esta suerte de subgénero cinematográfico que es el consagrado al retrato de los procesos electorales, ese habría de ser sin duda El candidato (The Candidate, Michael Ritchie, 1972).

Protagonizado por un Robert Redford muy cerca ya de la cúspide de su fama –acababa de rodar Butch Cassidy and the Sundance Kid (George Roy Hill, 1969) junto a Paul Newman, y estaba a punto de co-protagonizar Tal como éramos (Sydney Pollack, 1973) con Barbra Streisand, El Gran Gatsby (Jack Clayton, 1974) con Mia Farrow y Todos los hombres del Presidente con Dustin Hoffmann– la cinta cuenta también con un secundario de lujo como el ya fallecido –y entonces apenas conocido– Peter Boyle (que apenas dos años más tarde se haría popular como el entrañable monstruo de El jovencito Frankenstein, y luego interpretaría papeles menores en Taxi Driver, Mientras dormías o Monster’s Ball) en el papel del asesor Marvin Lucas, y con dos veteranísimos actores en papeles también relevantes: el dos veces oscarizado Melvyl Douglas (1901-1981), ya en los últimos compases de su carrera, como el padre del candidato, y el veterano comediante televisivo Don Porter (1912-1997) como su acartonado contrincante republicano. 30 Y, sobre todo, con un guionista como Jeremy Larner, 31

30 Como dato anecdótico, la película contó también con un breve cameo –no mencionado siquiera en los títulos de crédito– nada menos que de Groucho Marx. En la que, además, sería la última aparición de su vida en la pantalla grande, el genial cómico aparece –en este caso, desprendido de su tradicional bigote– como un irritado –y grosero– ciudadano que aprovecha un casual encuentro con el candidato en unos lavabos públicos para insultarle a él y a su padre.

También la actriz Natalie Wood y el periodista Van Amburg harían sendas apariciones en sus propios papeles de celebrity en un caso, y de moderador del debate entre los candidates en el otro; mientras que las imagines de varios de los más populares politicos de la época (como George McGovern, Hubert Humphrey, Alan Cranston o Jesse Unruh) serían captadas por los realizadores del filme gracias a sus buenos contactos con el establishment politico del momento.

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quien a pesar de su escasísima experiencia en el mundo del cine –en realidasd venía del de la política, donde había sido speechwriter del senador Eugene McCarthy durante su fracasado intento de hacerse con la nominación demócrata a la presidencia de 1968– 32 se haría con la única estatuilla dorada ganada por el filme (Óscar al mejor guión original, 1972), completando su cosecha con el Premio del Writer’s Guild of America para el mejor guión original correspondiente a 1973. 33

La historia arranca la noche misma en la que Marvin Lucas, un veterano asesor de imagen, ve con frustración cómo el candidato para el que ha estado trabajando pierde estrepitosamente las elecciones, y decide imprimir un giro radical a su carrera, poniendo sus conocimientos y su dilatada experiencia al servicio de un candidato radicalmente distinto, de una cara nueva, rabiosamente independiente, incontaminado por los vicios de la clase política al uso (tanto, que ni siquiera está inscrito como votante), y poseído de un arrollador idealismo al que –para empezar– solo logra convencer de que acepte concurrir a las elecciones haciéndole saber que sus posibilidades imponerse a su veterano oponente son tan remotas, que podrá siempre decir lo que piense (–“So you’re saying I can say what I want, do what I want, go where I please? –That’s right […] It’s between you and the public”) sin temor a echar por tierra sus inexistentes opciones de victoria.

31 Una interesante entrevista con Larner en torno al filme, su impacto y su trascendencia posterior puede hallarse en “Still a Contender in National Politics. The country has caught up to 1972's prescient 'The Candidate,' its Oscar-winning writer is glad to say”, Los Angeles Times de 13 de agosto de 2000. 32 Circunstancia ésta que haría a más de uno preguntarse que había en el personaje principal del filme del frustrado candidato presidencial más allá de la similitude entre sus apellidos. Otros candidatos a ser el candidato incluirían al entonces secretario de Estado de California –y posteriormente gobernador del Estado– Jerry Brown, hijo a su vez del Gobernador Edmund G. Brown. 33 Por lo que hace al director del filme, Michael Ritchie (1938-2001) se graduó por la Universidad de Harvard, e inició su carrera profesional como director, guionista y productor dirigiendo teleseries hasta que en 1969 debutó en la pantalla grande de la mano de Robert Redford con Downhill Racer. Fue el propio Redford quien tres años después le buscó para dirigir El candidato, ya que entre sus experiencias previas se contaba la de haber trabajado en una campaña. La carrera de Ritchie no volvería a destacar en la pantalla grande, alternando series para la televisión con comedias comerciales, hasta su muerte en 2001 (Vid. “Michael Ritchie” en www.imdb.com). Para un análisis de su primera filmografía véase asimismo James MONACO: “Irony: the films of Michael Ritchie”, Sight and Sound nº 44/3, 1975.

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De la mano de este inusual tándem –el candidato bisoño, y el

veterano estratega–, asistimos a la planificación, al despegue y al desarrollo de una campaña electoral, siendo testigos de cómo se pone en marcha el complejo engranaje de apoyos, argumentos y ambiciones que rodean a un candidato y, en el entretanto, de cómo la frescura y el idealismo de los primeros momentos va cediendo paulatinamente paso al escepticismo, el compromiso, y la sorda lucha por arañar cada vez más votos. A la postre, el joven Bill McKay acabará haciéndose con la nominación de su partido, y habiendo de confrontarse con el Senador Crocker Jarmon, un viejo lobo de la política que –como el padre del propio candidato, un antiguo Gobernador de California ya retirado de la política, pero con su olfato todavía intacto– pertenece a una generación en la que no tenían cabida ni los asesores de imagen ni los estrategas de campaña, con lo que el filme nos permite también valorar el marcado contraste entre los viejos y los nuevos modos de hacer política que en los años setenta tanto contribuyeron a acentuar la fractura de la sociedad norteamericana.

Como ha admitido el propio Larner, 34 El candidato cosechó en su momento un éxito más bien discreto: dió lugar a críticas de diverso tono

34 Jeremy LARNER: “Still a Contender in National Politics. The country has caught up to 1972's prescient 'The Candidate,' its Oscar-winning writer is glad to say”, cit.

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y salió adelante con dignidad, pero no llegó a despegar como deben hacerlo las películas para generar los beneficios que sus productores desean. Y, en la corta medida en que lo hizo, fue sin duda alguna por la presencia de una estrella de la talla de Robert Redford, y no tanto por la brillantez de su trama o la rica descripción del ambiente político del momento.

Sin embargo, lo cierto es que cuando están cerca de cumplirse cuatro décadas de su realización, El candidato ha adquirido la condición de un auténtico clásico. No solo se ha convertido en un recurso cuasi inevitable en las programaciones televisivas de las cadenas norteamericanas cada vez que se aproximan unas nuevas elecciones, sino que ha sido repetidas veces etiquetada como uno de los filmes políticos más reseñables de la historia del cine. Así, y sin ánimo de hacer un repaso exhaustivo de los infinitos top ten a los que tan aficionado es el público norteamericano, cuando en vísperas de las elecciones presidenciales de noviembre de 2008 el crítico cinematográfico Peter Martin quiso hacer una lista de los siete políticos en campaña más memorables del último medio siglo de cine, repartió los puestos de honor entre la bella activista encarnada por Cybill Shepherd que acaba convirtiendose en el objeto del deseo de Robert de Niro en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), el seductor gobernador sureño interpretado por John Travolta en Colores Primarios, y el enloquecido senador Bulworth al que da vida Warren Beatty en el filme del mismo título, pero reservó el número uno de su lista para el candidato encarnado por Robert Redford. 35 Y cuando en esa misma circunstancia Arya Ponto seleccionó las cuatro películas que era menester ver para ponerse en situación ante el inminente relevo en la Casa Blanca, señaló nuevamente a El candidato como la primera de ellas, relegando a los puestos inmediatamente siguientes a Wag the Dog, Election (Alexander Payne, 1999), The Manchurian Candidate y The Parallax View (Alan Pakula, 1974). 36 Y, en fin, cuando el también crítico Bryce Zabel la confrontó a Colores Primarios en una suerte de pulso entre las dos mejores recreaciones de una campaña electoral producidas por Hollywood, acabó inclinándose por el filme de Ritchie y sosteniendo además que El candidato es ya un clásico, al que le cabe el privilegio de haber marcado los cánones de su

35 Peter MARTIN, “Cinematical Seven: Most Memorable Campaigners”, en www.cinematical.com (04.11.2008). 36 Arya PONTO, “One Day to the Election Movie Watch: The Candidate”, en www.justpressplay.net (03.11.2008).

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género hace ya casi cuatro décadas, y de haber sido el primero en reflejar el desasosiego de la sociedad americana con las nuevas formas de hacer política en la era de la imagen. 37

La explicación para esta suerte de paulatino tránsito desde la oscuridad hasta la fama debería ser buscada en el radical cambio en la percepción de la política y los políticos que la sociedad americana experimentó en la década que siguió al estreno de El candidato, y del que todavía quedan apreciables muestras a día de hoy. La primacía de la imagen sobre el carácter, del discurso sobre el programa y de la estrategia sobre los principios era en 1972 algo que todavía no había sido suficientemente entendido por el votante de a pie, del mismo modo que tampoco el político medio había terminado de entender la importancia que directores de comunicaciones, estrategas de campaña, asesores de imagen y especialistas en demoscopia podrían tener para el éxito de su candidatura. 38 Solo a finales de la década, la decidida irrupción de todo

37 Bryce ZABEL: “Primary Colors (1998) -vs- The Candidate (1972)”, en http://www.moviesmackdown.com/2008/04/primary-colors.html (Abril 2008). 38 Por el contrario, no han faltado quienes como Myron A. LEVINE (“Myth and Reality in the Hollywood Campaign Film”, cit., págs. 288-291) han señalado justo lo contrario. Levine situa a El candidato –junto con Primary Colors, The War Room, Bob Roberts o Wag the Dog– entre los filmes que, tras la decadencia del sistema de machine politics que había dominado buena parte de la vida política americana hasta los setenta, ponen

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ello en la vida política se haría tan patente que ningún político podría evadirse de ello, y allí estaría El candidato para brindarnos un magnífico ejemplo, e incluso para convertirse en un espejo en el que los futuros políticos pudieran mirarse, pasando de este modo de ser reflejo a ser referente de la política americana. 39 En palabras del propio Larner

“Si El candidato se ha convertido verdaderamente en un clásico es porque las tácticas y las actitudes que observamos se han generalizado en la era de la campaña presidencial permanente. La subsunción de la política en el espectáculo, y la superficialidad del estrellato político son las cosas por las que debemos preocuparnos. Una película no puede vencarlas […] pero en una cultura en la que es posible apropiarse de casi cualquier cosa y usarla para fines que no fueron los originalmente pretendidos, considero que fuimos afortunados de haber hecho algo que parece acercarse más y más a su sentido más auténtico conforme pasa el tiempo”

Adicionalmente, esta condición de paradigma del género vendría propiciada a mi juicio por dos órdenes de consideraciones.

La primera es que El candidato es probablemente el único de los filmes que hemos revisado hasta ahora que no solo abarca en su trama la totalidad de una campaña electoral, sino que además no introduce en la

el punto de mira en los asesores de imagen, los estrategas de campaña y los expertos en demoscopia como los nuevos amos de la política americana. Pero aunque reconoce que se anticipó a otros filmes a la hora señalar la importancia que para la política americana iban a tener los avances tecnológicos que nos habían situado ya en plena era de la imagen, subraya que El candidato, como otros filmes de su género, no llegó a valorar adecuadamente todos los factores que en la política real definen el éxito o el fracaso de una campaña y, en consecuencia, quedó sustentado en una hipótesis ya desmentida por la experiencia. En opinión del politólogo del Albion College, las tesis de que el comportamiento electoral de los ciudadanos dependía fundamentalmente de sus filiaciones partidistas y de la imagen que tuvieran de los candidatos había quedado ya refutada por los estudios, entre otros, de Norman Nie, señalando la importancia del programa y de la ideología en las elecciones. En suma: “aunque la importancia exacta de los problemas varía de una a otra elección, la élite de los medios no tiene ni de lejos el control sobre los votantes que Hollywood asume: lo que los votantes piensan es, también, de importancia fundamental”. 39 Una deliciosa anécdota a este respecto es la relatada por el propio Larner en la entrevista ya citada (Jeremy LARNER: “Still a Contender in National Politics…”, cit.). En su campaña de 1988 para la Vicepresidencia de los Estados Unidos el republicano Dan Quayle declaró que no solo había visto El candidato infinidad de veces, sino que incluso había copiado cosas del personaje interpretado por Robert Redford. Larner se molestó tanto con ello que escribió una carta abierta al joven político señalándole que el filme no era “a how-to picture, it's a watch-out picture. And you're what we've got to watch out for” (Vid. Jeremy LARNER: “Politics Catches Up to The Candidate”, The New York Times 23 de octubre de 1988).

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misma nada que resulte ajeno a la propia campaña. En efecto, el filme arranca incluso antes de que lo haga la propia campaña electoral de nuestro particular candidato, retratando con concisión el proceso de maduración de la idea de concurrir a las elecciones por parte del protagonista, y acompaña a éste hasta que en la misma noche de las elecciones se da a conocer el resultado del escrutinio, sin pasar por alto en el entretanto –por más que, como es obvio, su tratamiento en el filme presente grados de detalle muy distintos– ninguno de los elementos propios de una campaña al más puro estilo americano, incluyendo el proceso de reclutamiento de personal, la selección de una estrategia comunicativa, la búsqueda de los necesarios endorsements, los inevitables fundraising events, y –naturalmente– los mítines, debates, entrevistas y anuncios que necesariamente la jalonan. Consecuencia de esa inusual minuciosidad en la descripción de la campaña, es que el filme puede permitirse el lujo de prescidir de cualquier otra trama narrativa paralela, sin que por ello su pulso decaiga lo más mínimo: de este modo, la andadura política de El candidato no se simultanea con historia romántica alguna –más allá de la bien convencional que el protagonista mantiene con su esposa– ni en ella se entrecruzan otros personajes que los directamente implicados en la misma.

En ese sentido se podría decir que El candidato es un filme político químicamente puro. Pero más incluso que eso, lo que le convierte en

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paradigmático es que en él tienen cabida –de nuevo, con grados de atención muy distintos– la práctica totalidad de los temas que hemos planteado como recurrentes en la filmografía estadounidense consagrada a la recreación de los procesos electorales, que además quedan retratados –a decir de Cagin y Dray– “de una manera a la vez didáctica y sutil”. 40

Así, el importante papel que los medios de comunicación juegan en los procesos electorales, y –en especial– el decisivo papel que la televisión acababa de empezar a jugar en la política americana en la década de los sesenta es abordado en el filme con indudable largueza, hasta el extremo de convertirse –según las opiniones– incluso en el gran tema de la cinta. Como ha dejado escrito Marco Calavita, 41

“Toma el tema de la política americana en la era de la televisión e ilustra de manera efectiva algo que se ha hecho dolorosamente obvio en las casi tres décadas que han transcurrido desde que se realizara el filme: que las campañas y las elecciones –puntos focales de nuestra cultura política– son ejercicios de técnica propagandística peligrosamente superficiales y cínicos”

No se trata únicamente de que una de sus escenas centrales –y de más largo metraje– sea la que recrea el debate televisivo entre McKay y su veterano contrincante Jarmon, 42 sino de que a lo largo de la cinta son constantes las alusiones a la excepcional telegenia del candidato –recuérdese: interpretado por Robert Redford– como uno de sus principales capitales políticos, ilustrándose repetidamente la constante explotación de ésta por sus asesores de imagen, y la permanente preocupación de éstos por las reacciones de los medios a cada una de sus propuestas, hasta el extremo de que en un momento dado un comentarista político –Howard K. Smith, interpretándose a si mismo en un nuevo cameo– aparece en pantalla denunciando que pese a sus prometedores comienzos, en los que había rechazado el modo de hacer política que habia dado a su padre poder y fama, “With only a month to go McKay’s ways have visibly changed […] specific policies disolved into old generalities […] The Madison Avenue commercial has taken over as his standard means of persuasion. The voters are being asked to choose 40 Seth CAGIN y Philip DRAY: Hollywood Films of the Seventies: Sex, Drugs, Violence, Rock n’ Roll and Politics, Harper, Nueva York, 1984. 41 Marco CALAVITA: “The Candidate: An Ellulian Response to McGinniss’s The Selling of the President 1968”, Counterblast: The e-Journal of Culture and Communication, nº 1, 2001. 42 Véase, de nuevo, el trabajo de Marco Calavita: “The Candidate: An Ellulian Response to McGinniss’s The Selling of the President 1968”, cit., para un análisis e profundidad del contenido y de la puesta en escena de ese debate.

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McKay the way they choose a detergent […] No moral considerations involved. Once again it appears, virtue is a too great a strain for the long haul of the campaign.”.

Sobre este particular, el análisis de El candidato no solo fue pionero en la cinematografía estadounidense, sino que fue además altamente crítico, situándose más cerca –como ha argumentado Calavita– 43 de las tesis de Ellul en Propaganda, que de las de McGinnis en The Making of a President,

“los cineastas Ritchie, Larner y Redford han sido capaces, al colocar a una especie de anti-Nixon en el centro de su toma en consideración de la política en una era caracterizada por la saturación de los medios, de ilustrar de manera efectiva el daño que causa la propaganda, refutando al mismo tiempo la idea de que ésta es estructuralmente benigna. El filme deja claro que el problema con la propaganda no es que pueda ayudar a la elección de tipos como Richard Nixon o Crocker Jarmon: el problema con la propaganda es que su misma naturaleza es

43 Probablemente por ello un cuarto de siglo más tarde, en Wag the Dog (Barry Levinson, 1997), la consejera política Winifred Ames responderá a la pregunta del asesor de imagen Conrad Brean “What did television do to you?” con un lapidario “It destroyed the electoral process”.

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antitética con la comunicación y el discurso, y peligrosa para la salud de nuestros procesos democráticos”. 44

Por lo demás, el desgaste que una carrera política puede imponer a las relaciones interpersonales –y, de manera especial a las de pareja– también tiene en El candidato un reflejo que, aun siendo secundario respecto de la trama principal, no deja de ser reseñable. En concreto, la cinta brinda elementos de juicio suficientes como para deducir que la relación entre Bill y su esposa, en un principio satisfactoria, se deteriora a medida que él va constatando cuan dispuesta está ella a jugar el papel de esposa convencional de un político, llegando incluso al extremo de enzarzarse en un affaire –muy sutilmente sugerido en la cinta– con una atractiva voluntaria de su campaña que primero le desliza su número de teléfono, y mas tarde aparece sospechosamente junto a él cuando llega tarde a una importante cita en un hotel.

Y en cuanto al papel que en todo este proceso le corresponde jugar a los electores, si bien es cierto que la trama de El candidato discurre mayoritariamente en despachos, pasillos y salones, y que sus protagonistas son en su inmensa mayoría políticos, estrategas y comunicadores, no lo es menos que su guión deja al menos un par de huecos: en un caso –la ya mencionada escena en la que McKay es increpado en unos lavabos públicos– para que el ciudadano de a pie haga patente su ira ante los políticos profesionales, y en el otro –la escena en la que unos jóvenes que juegan al baloncesto en la calle emprenden la huida al ver aparecer al candidato junto con todo su séquito de asesores y periodistas– su temor ante ellos.

Pero si hay un tema central a El candidato, este no puede ser otro que el de la problemática interacción entre las convicciones que han movido a McKay a zambullirse en la carrera electoral y las estrategias de campaña que es menester seguir para hacerse con el favor del electorado y, como consecuencia de ello, el gradual pero inevitable envilecimiento de un político idealista y de vida intachable al contacto con las miserias y las ambiciones de la lucha política. Aunque en este proceso el Bill McKay interpretado por Robert Redford no llegue –ni de lejos– a los extremos del John Foster Kane de Orson Welles o el Willie Stark encarnado sucesivamente por Broderick Crawford y Sean Penn en Todos los hombres del rey, la cinta se recrea desde luego en ese gradual

44 Véase, de nuevo, el trabajo de Marco CALAVITA: “The Candidate: An Ellulian Response to McGinniss’s The Selling of the President 1968”, cit., para un análisis e profundidad del contenido y de la puesta en escena de ese debate.

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deslizamiento de su protagonista, 45 marcando uno a uno los hitos que jalonan ese proceso. El hombre que venía de emplear su tiempo y su talento en la defensa del medio ambiente y de los derechos de las minorías, que se había declarado feliz con haber salvado algunos árboles y abierto una clínica (–“I just worked straight through the weekend, twenty straight hours, and I loved every minute of it”), y que había planeado basar su campaña en tantos temas sustanciales que meritaban un debate en profundidad, se ve a si mismo aceptando –primero con fastidio, luego con resignación, finalmente con indolencia– las calculadas ambigüedades programáticas sugeridas por sus asesores (–“What do you think about legalize abortion?” –“I am for it […]” –“Wait a minute, Bill, you can’t put it that way […] How about this for the time being?: Just say we´ll study it”) y el cambio de imagen que le proponen; entrando

45 En la ya referida entrevista de Jeremy LARNER (“Still a Contender in National Politics…”, cit.) el guionista de El candidato recuerda como Redford traía consigo la idea de hacer una película sobre “un político liberal que se vende”, a lo que él –novato en la cinematografía, pero no en la política– le repuso que “La mayor parte de ellos no se venden. Se dejan llevar. Es como ser una estrella de cine”. Y, en efecto, El candidato difiere sensiblemente de otros filmes anteriores en el modo en que plantea el proceso de pérdida de la inocencia de su protagonista. McKay no se resiste numantinamente ante las tentaciones (dinero, apoyos, fama, sexo…) que la política le sirve en bandeja, a modo de un Mr. Smith, pero tampoco se vende de manera vergonzosa a ningún oscuro poder fáctico. Sencillamente, “se deja llevar”.

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en el juego de las relaciones sociales y las apariciones públicas que tanto había aborrecido; sustituyendo el debate en profundida por la mecánica repetición de su lema “Bill McKay: the better way!”; y hasta aliándose con un sindicalista de pésima catadura pero cargado de influencia, para aparecer de su mano en un mítin apenas unos instantes después de haberle espetado a la cara “I don't think we have shit in common!”. A la postre, el final de este descorazonador recorrido queda constatado con la lapidaria sentencia con la que John McKay saluda el éxito de su hijo en la noche de las elecciones: “Son... you are a politician!”. Pero antes, McKay ya ha dejado entrever en que andaba camindo de convertirse en la que probablemente sea la escena más memorable de la película: aquella en la que el candidato, retornando en su coche de una agotadora serie de mítines en los que ha tenido que repetir hasta el agotamiento todos sus mensaje de campaña, comienza a autoparodiarse haciendo juegos de palabras con sus gastados eslóganes –“I say to you… Can´t any longer. Oh, no! Can't any longer, play off black against old, young against poor”–, para acabar declamando mientras sus colaboradores más cercanos le miran de reojo: “On election day […] Vote once, vote twice, for Bill McKay –you middle class honkies!”.

A la postre, el joven activista comprometido en tantas y tantas iniciativas cívicas, que se había lanzado a la carrera electoral sin esperanza de ganar pero con el compromiso de suscitar el debate en torno a los grandes problemas de la sociedad que nadie se había atrevido a abordar, el mismo que ya en mitad de su campaña se había quedado premonitoriamente boquiabierto cuando al ir a desgranar ante las cámaras de televisión los temas que verdaderamente le habían empujado a presentarse se encuentra con que éstas se apagan porque los periodistas ya tenían suficiente metraje grabado, acaba en la última escena del filme mirando atónito a su principal asesor de campaña mientras todo su entorno celebra con entusiasmo la transcendental victoria que acaba de lograr, para interrogarle perplejo “What do we do now?”. Y, lo que es peor, para quedarse aguardando una respuesta mientras la muchedumbre penetra en su suite para llevarselo en volandas a celebrar su triunfo que es –al parecer– lo único que de verdad importa.

De este modo, la escena final del filme acaba en muy buena medida resumiendo todo su mensaje. McKay llega al final de su campaña habiendo invertido por completo las premisas de las que partió: la victoria electoral ha pasado de ser un medio para conseguir un fin –abordar los problemas de la sociedad que ningún otro político había querido afrontar– a convertirse en un fin en si mismo, al tiempo que ese objetivo que se había planteado alcanzar en el momento de decidirse a

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ser candidato no solo ha quedado relegado a un segundo término, sino que incluso se ha acabado diluyendo. Algo que, de hecho, ya le había hecho saber su padre, zorro viejo de la política, cuando días antes, y ante la preocupación del candidato por si su mensaje estaba llegando a la gente –“I wonder if anybody understood what I was trying to do”–, le replica: “Don’t worry, son. It won’t make any difference”.

Adicionalmente, el McKay que había abierto su campaña asumiendo toda la responsabilidad por las decisiones que se fueran a tomar, y con la vana pretensión de ser él el que controlara mensaje, imagen y estrategia, cierra ésta más confuso y abrumado de lo que lo había estado nunca, irremediablemente perdido entre el barullo que forman medios, asesores, estrategas, seguidores, donantes y adversarios. Lo que –a decir de Alkana– 46 constituye toda una metáfora de un mundo en el que las fuentes del poder parecen amorfas, un mundo en el que “si alguien resulta estar a cargo de ello, el filme no dice quien sea” y que cuadra a la perfección con el clima de confusión en el que se hallaba inmersa la sociedad americana –fracturada por el conflicto de Vietnam, por la cuestión de los derechos civiles y por la revolución sexual, y a

46 Vid. Linda ALKANA: “The Absent President: Mr. Smith, The Candidate and Bulworth”, en Peter C. Rollins y John E. Connor (eds.): Hollywood’s White House: The American Presidency in Film and History, The University Press of Kentucky, Lexington, KY, 2003, págs. 193-205, en pág. 202.

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punto de saltar en pedazos como consecuencia del escándalo Watergate– a comienzos de los setenta. La lectura positiva de esto es, en cambio, la de que han quedado ya definitivamente atrás los tiempos de las implacables machine politics, de los omnipotentes bosses, de los magnates de la prensa capaces de encumbrar a un político o hundirlo con solo dedicarle un editorial, o de las masas vociferantes de fanáticos seguidores que tres décadas atrás habían llevado a Mr. Smith al borde del colapso, habían encumbrado a Willie Stark o habían hecho de John Foster Kane un hombre todopoderoso. En este nuevo contexto el político sigue siendo una marioneta tal y como lo había sido antes, pero el hecho de que ahora sean tantos los hilos de los que penda –y no uno solo– cambia sustancialmente las cosas. Pese a haber sido rodada hace casi cuatro décadas, El candidato sigue siendo –al menos desde esa perspectiva– un filme plenamente moderno y al que para estar enteramente vigente solo le faltaría recortar varios centímetros la anchura de las solapas de los trajes, y la longitud de los cuellos de las camisas, de sus protagonistas.

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4. EL HEMICICLO PARLAMENTARIO COMO ESCENARIO CINEMATOGRÁFICO: MR. SMITH GOES TO WASHINGTON Carlos Flores Juberías Universidad de Valencia

“All the good that ever came into this world came from fools with faith”

(Clarice Saunders –Jean Arthur– en Mr. Smith Goes to Washington)

1. El hemiciclo parlamentario como escenario cinematográfico En las democracias modernas, basadas –con todos los matices que

se quiera– en el principio clásico de la división de poderes, el legislativo es por definición una de las instituciones fundamentales del sistema político. Sea cual sea el alcance formal o real de sus facultades de control sobre el poder ejecutivo, su capacidad para determinar el resultado final del proceso legislativo, o –en fin– el grado efectivo de su influencia sobre la formulación y la implementación de las políticas públicas; con independencia de que se hallen enmarcados en un sistema de tipo parlamentario que los erija en representantes únicos de la soberanía nacional, en un sistema presidencialista en el que dicha condición resulte compartida con el titular del poder ejecutivo, o en alguno de los numerosos modelos mixtos que el Derecho comparado nos ha brindado en las últimas décadas; o –en fin– tanto si se trata de asambleas transformadoras de la realidad social o simples foros para el debate, por seguir la distinción de Polsby, 47 lo cierto es que los parlamentos ocupan una posición central en el sistema de legitimación de las democracias modernas, son la expresión más acabada del pluralismo social, y brindan un marco privilegiado para el debate político.

Así las cosas, sería razonable suponer que una parte muy sustancial del cine político se hubiera desarrollado con el hemiciclo parlamentario –tomemos por unos instantes la parte por el todo– como telón de fondo.

47 Nelson Polsby: “Legislatures”, en Philip Norton (ed.), Legislatures, Oxford University Press, Nueva York, 1990, p. 128.

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Máxime cuando a la relevancia jurídica y política de los parlamentos, reconocida –de nuevo, con todo tipo de matices– por todos los analistas de la política, 48 cabría sumarle el dato, nada baladí para la industria del espectáculo, de su idoneidad como escenario dramático. Y es que –cabría aventurar– si son legión los filmes desarrollados entre las cuatro paredes de un juzgado, muchos más deberían de ser los situados en el marco de un hemiciclo parlamentario: al fin y al cabo, en ellos no se dirime el futuro de un solo hombre sino el de un país entero; el duelo no corre de cargo de simples operadores jurídicos, sino de genuinos representantes de la soberanía popular; el debate no gira en torno a complejos tecnicismos legales sino a problemas de amplio alcance; y el veredicto final es emitido por el pueblo entero, y no por un simple juez.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Hasta la fecha, la presencia de los parlamentos es el cine ha sido en términos puramente numéricos insignificante, y lo sería incluso si el cálculo se realizase únicamente en relación con las cintas de temática estrictamente política. A la hora de analizar el devenir de los procesos políticos, la historia del cine se ha mostrado más interesada por la excepcionalidad –revoluciones, golpes de estado, luchas clandestinas, dictaduras…– que por la normalidad de la vida democrática; y cuando se ha centrado en ésta lo ha hecho mucho más preocupada por sus patologías –el caciquismo, la corrupción, la manipulación, la violencia…– que por su correcto desarrollo. Y cuando, por fin, se ha ocupado del pacífico desarrollo del proceso democrático, lo ha hecho con la vista puesta mucho más en el poder ejecutivo –o incluso en el judicial, como ya hemos sugerido– que en el legislativo. Definitivamente, la industria cinematográfica parece haberse persuadido de que la tarea de búsqueda de consensos, desarrollo de sinergias dentro del propio grupo o en relación con otros, elaboración de complejos textos legales, o articulación de intereses que cotidianamente realizan los parlamentos y los parlamentarios está llamada a ser infinitamente menos interesante para el gran público que la de los estadistas habilitados por razón de su cargo para cambiar con una simple decisión suya el curso de la historia, o incluso que la de los abogados, jueces y fiscales en cuyas manos se halla la vida o la libertad de un solo individuo. 48 Véase, como botón de muestra, Gary W. Copeland, Samuel C. Patterson (eds.): Parliaments in the Modern World: Changing Institutions, The University of Michigan Press, Ann Arbor, Mi, 1994, Philip Norton (ed.): Parliaments and governments in Western Europe, Frank Cass, Londres, 2002 o Kaare Ström, Wolfgang C. Müller y Torbjörn Bergman (eds.): Delegation and accountability in Parliamentary Democracies, Oxford University Press, Oxford, 2006.

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Más aun: incluso entre esa no demasiado larga nómina de filmes

políticos que han dado cabida al debate parlamentario en el desarrollo de su trama, es forzoso reconocer que solo una minoría más exigua aun si cabe ha colocado a éste en en centro mismo de su historia, dándole al hemiciclo parlamentario el estatus como escenario dramático que los tribunales de justicia –repetiremos de nuevo la comparación– han ganado gracias a míticos courtroom movies como Doce hombres sin piedad (12 Angry Men, Sidney Lumet, EEUU, 1957), ¿Vencedores o vencidos? (Judgement at Nuremberg, Stanley Kramer, EEUU, 1961), Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, Robert Mulligan, EEUU, 1962), Veredicto final (The Verdict, Sidney Lumet, EEUU, 1982) o Algunos hombres buenos (A Few Good Men, Rob Reiner, EEUU, 1982). La mayoría, por el contrario, se han limitado a ubicar en el recinto parlamentario pequeñas partes de su trama (véanse las puntuales visitas al Parlamento italiano, a los Comunes británicos o al Congreso español de Il divo, Paolo Sorrentino, Italia, 2008; Amazing Grace, Michael Apted, Reino Unido, 2006; o El disputado voto del señor Cayo, Antonio Giménez-Rico, España, 1986…), o a reservar para un marco tan emblemático como éste su escena más culminante. Este sería el caso, por citar algunos ejemplos estimables, de El despertar de una nación (Gabriel Over the White House, Gregory La Cava, EEUU, 1933), cuando el ficticio Presidente Judson Hammond comparece ante el Congreso para oponerse a su impeachment, solicitar el receso de sus sesiones y hasta

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amenazar con la declaración de la ley marcial; del Wilson de Henry King (EEUU, 1944), cuando el Presidente comparece ante el Congreso para solicitar la entrada de su país en la Gran Guerra; o, por alejarnos un instante de Hollywood, de la cinta (Smierc prezydenta, Polonia, 1977) en la que Jerzy Kawalerowicz recrea en la histórica elección del Gabriel Narutowicz como primer Presidente de Polonia en un Sejm profundamente dividido, auténtico prólogo de su asesinato pocos días mas tarde. O, en fin, el caso de la recientísima 23-F. La película (Chema de la Peña, España, 2011), por más que en ésta no se muestre tanto la actividad de parlamento, como su muy abrupta interrupción.

Así las cosas, el listado de los filmes que cabría traer a colación si pretendiésemos valernos del cine para conocer mejor la naturaleza de la actividad parlamentaria resulta más bien breve, y seguramente no iría mucho más allá del bien heterogéneo cuarteto integrado por Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington, Frank Capra, EEUU, 1939), Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, Otto Preminger, EEUU, 1962), Su distinguida señoría (The Distinguished Gentleman, Jonathan Lynn, EEUU, 1992) y Candidata al poder (The Contender, Rod Lurie, EEUU, 2000).

Pese a los casi cuarenta años que les separan, Tempestad sobre Washington 49 y Candidata al poder cuentan con muchos rasgos en común. Ambos filmes desgranan el proceso de ratificación por parte del Congreso de un nombramiento presidencial –el de un secretario de Estado (interpretado por Henry Fonda) en el caso de Tempestad…, y el de una vicepresidenta (interpretada por Joan Allen) en el caso de Candidata…–; en ambos casos los designios del Presidente –Franchot Tone en Tempestad... y Jeff Bridges en Candidata…– entran en rumbo de colisión con las sucias maniobras de sus adversarios políticos –el viejo senador Cooley, interpretado por Charles Laughton en Tempestad…, y el repulsivo congresista Runyon, encarnado por Gary Oldman, en Candidata…–, que por descontado son despiadados republicanos con

49 Sobre el filme de Preminger, véanse G. Tom Poe: "Secrets, Lies And Cold War Politics: ‘Making Sense’ of Otto Preminger's Advise and Consent", Film History nº 10/3 (1998), pp. 332-345 y Beverly Merrill Kelley: "Elitism in Advise and Consent”, en Reelpolitik II: Political Ideologies in '50s and '60s Films, Rowman & Littlefield, Lanham, Md, 2004. Candidata al poder se halla comentada en José María Caparrós Lera: “Candidata al poder, o los entresijos de la política USA en versión sectaria”, en El cine del nuevo siglo (2001-2003), Rialp, Madrid, 2004, pp. 69-71, así como en Elizabeth Ann Haas: “Women, Politics and Film: All About Eve?” en Terry Christensen y Peter J. Haas: Projecting Politics: Political Messages in American Film, M. E. Sharpe, Nueva York, NY., 2005, pp. 249-276

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muchas horas de vuelo a sus espaldas; en ambos acaban saliendo a la luz secretos del pasado –la antigua militancia en una célula comunista de Henry Fonda, y unas ambiguas fotografías de contenido sexual en el caso de Joan Allen– que unos desearían olvidar y otros pretenden llevar a las primeras páginas de los periódicos; y, naturalmente, en ambos casos el bien acaba triunfando sobre el mal. O, para ser más precisos, ya que estamos hablando de sendos filmes en torno al poder legislativo: quienes actúan siguiendo las reglas, ganan, mientras que quienes pretenden torcerlas en beneficio propio acaban escarmentados.

Como tantos otros filmes políticos, pero quizas con mayor énfasis por tratarse de cintas ubicada en el contexto del trabajo parlamentario, tanto Tempestad sobre Washington como, décadas después, Candidata al poder, parten de la constatación de que la política es un negocio sucio. Solo que en ella existen reglas –algunas de ellas jurídicas, otras sencillamente éticas, por más que su moralidad pueda ser discutible– que quienes juegan a la política esperan sean respetadas, y cuya violación es severamente castigada. En ambos filmes, además, se brinda un retrato ambivalente de la clase política, en el que la maldad absoluta y la absoluta bondad que poblaron los filmes políticos de décadas anteriores deja paso a personajes mucho más ambiguos, capaces de perseguir los fines más nobles por los procedimientos más viles (“Who doesn't want a shortcut to greatness?”, se pregunta el Presidente Evans en Candidata…)

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o, a la inversa, comportarse de manera leal aunque sus convicciones sean las equivocadas... un mundo en suma en el que –como amargamente señala el majority leader interpretado por el elegante Walter Pidgeon en Tempestad…– “we all make mistakes […] everything’s not black and white”. 50

Adicionalmente, y a pesar de que en ambos casos el objeto último del filme sea muy otro –Tempestad… pretende en última instancia una reflexión sobre la política exterior norteamericana en el marco de la Guerra Fría, mientras que Candidata… aborda la cuestión de la mujer en la política– ambas cintas ofrecen al espectador una valiosa representación de las interioridades del trabajo parlamentario. Aunque limitadas a una muy concreta competencia del Congreso como es la de brindar su “advice and consent” a los nombramientos presidenciales, en ellas se retrata tanto el trabajo en comisión como la deliberación en el pleno de la cámara, y aun en que se realiza lejos de los focos en pasillos y despachos, restaurantes y hasta canchas de baloncesto, ilustrando con relativa –tampoco convendría exagerar esta dimensión– fidelidad la compleja tarea de hallar puntos de encuentro entre mayorías y minorías.

Su distinguida señoría por el contrario, plantea la perenne cuestión del papel del dinero en el proceso legislativo, utilizando para ello el siempre eficaz recurso a la caricatura, y en unos términos no demasiado alejados de los que una década más tarde utilizaría Charles Herman-Wurmfeld en Una rubia muy legal 2 (Legally Blonde 2: Red, White and Blonde, EEUU, 2003). Thomas Jefferson Johnson, el personaje interpretado por el famoso cómico Eddie Murphy, aprovecha la muerte de un candidato al Congreso con quien comparte el nombre para hacerse elegir representante, en la seguridad de que una vez en Washington el dinero de los lobbies llegará a raudales a su bolsillo. Y en efecto, sus primeros pasos por el Congreso, vendiendo su apoyo al mejor postor, le hacen navegar en el dólar hasta que su encuentro con una atractiva lobbyista con una hija gravemente enferma le hace tomar conciencia de su deber, y tratar de enderezar las cosas. Dejando de lado el limitadísimo valor artístico de la cinta –más insignificante todavía en el caso de Legally Blonde– Su distinguida señoría constituye un interesante ejemplo de las frecuentes aproximaciones a la política en clave de humor que nos ha brindado el cine durante estos últimos cien años, probablemente basadas en la premisa de que si los políticos se ríen de los ciudadanos, sería justo que también los ciudadanos pudieran reirse de los políticos.

50 Terry Christensen y Peter J. Haas: Projecting Politics…, cit., pp. 130-131.

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Frente a cintas formidables como Tempestad sobre Washington,

estimables como Candidata al poder, y manifiestamente prescindibles como Su distinguida señoría, Mr Smith Goes to Washington se ubica en la categoría de obras maestras del séptmo arte, de filmes imprescidibles que no es posible dejar de ver, y de hitos que marcaron el camino por el que más tarde discurrirían –normalmente haciendo buena la frase de que “nunca segundas partes fueron buenas”– otros muchos. Merita, por ello, un análisis singularizado.

2. Mr. Smith Goes to Washington 2.1 El filme Capra filmó Mr Smith… en 1939, cuando se hallaba, literalmente,

en la cúspide de su fama. En la década que estaba a punto de terminar había ganado nada menos que tres Óscars como mejor director –por Sucedió una noche (It Happened One Night, EEUU, 1934), por El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town, EEUU, 1936) y por Vive como quieras (You Can't Take It with You, EEUU, 1938)– además de haber logrado el Óscar a la Mejor Película en otras dos ocasiones –por Sucedió una noche, que en 1935 se hizo con las cinco estatuillas de

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mayor relevancia, a la mejor película, al mejor director, al mejor guión y a los mejores protagonistas masculino y femenino; y por Vive como quieras–, de haberse hecho con un sinnúmero de nominaciones, y de haber presidido durante cuatro años (1935-1939) la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de los Estados Unidos. 51

Para hacerlo, Capra tomó como punto de partida el texto de una novela inédita de Lewis R. Foster titulada El caballero de Montana, encargó a Sidney Buchman –por cierto, un declarado comunista– su adaptación cinematográfica, y se rodeó para filmarla de un excelente plantel de actores encabezado por Jimmy Stewart –con quien acababa de filmar Vive como quieras, y con quien también haría ¡Qué bello es vivir! (It's a Wonderful Life, EEUU, 1946)–, Jean Arthur –que acababa de interpretar en El secreto de vivir un papel similar al que Capra le tenía reservado el Mr. Smith, y de aparecer también en Vive como quieras–, Claude Rains –a quien apenas tres años mas tarde Michael Curtiz (Casablanca, EEUU, 1942) convertiría en el inmortal Cap. Renault–, Edward Arnold –a quien Capra encomendaría el papel de cacique sin escrúpulos también en Juan Nadie (Meet John Doe, EEUU, 1941)– y Tommy Mitchel. 52

51 Además de su interesante –aunque no del todo fiable– autobiografía (Frank Capra: el nombre delante del título: autobiografía, T&B, Madrid, 2007), en torno a la vida y la obra de Capra pueden consultarse las monografías de Donald C. Willis: Frank Capra, Ediciones J.C., Madrid, 1988; Michel Cieutat: Frank Capra, Rivages, Marsella, 1988; Wes D. Gehring: Populism and the Capra Legacy, Greenwood Press, Westport, Ct., 1995; Charles Maland: Frank Capra, Twayne, 1995; Raymond Carney: American Vision: The Films of Frank Capra, Wesleyan University Press Pbk., 1996; Robert Sklar y Vito Zagarrio (eds.): Frank Capra: Authorship and the Studio System, Temple University Press, Philadelphia, Pa., 1998; Eric Smoodin: Regarding Frank Capra: Audience, Celebrity, and American Film Studies, 1930–1960, Duke University Press, 2004; Leland Poague: Another Frank Capra, Cambridge University Press, 2005; y Ramón Girona: Frank Capra, Cátedra, Madrid, 2008; así como la extremadamente crítica aproximación a su figura de Joseph McBride: Frank Capra: The Catastrophe of Success, University Press of Mississippi, 2011. 52 El casting, sin duda, convenció a Capra. En sus propias palabras “conocía a los actores que deseaba y fui tras ellos con el celo de Harpo Marx persiguiendo rubias. Jimmy Stewart y Jean Arthur eran el equipo natural, el idealista completamente puro y la cínica secretaria de Washington harta de la política, con un corazón de oro dormido. Firmaron en el momento mismo de iniciar el proyecto”. En cuanto a Rains, “no solo podía ese distinguido actor británico añadir gracia y lustre a calquier Cámara Alta de una nación; tenía las cualidades, el poder y la profundidad necesarios”. Para llenar el papel del poderoso cacique Taylor, Capra eligió de forma automática a quien llamó “mi villano favorito de templada risa”, Edward Arnold; y para el del reportero Diz Moore, a Tommy Mitchel, “la respuesta del cielo a nuestras plegarias” y pronto “la respuesta del

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Toda esta serie de felices coincidencias colocarían a Capra en una

posición idónea para firmar una de las cintas más brillantes de su carrera, a la vez que una de las más representativas de su particular visión del cine, de la política y de la sociedad americana. Una cinta en la que brindaría un completo muestrario de sus temas y preocupaciones más permanentes, 53 a la vez que

“la gama completa de todo lo que constituye el estilo de Frank Capra: la perfección de los enlaces, la aceleración del juego de los actores […] la variedad de los ángulos, los planos largos que se alternan con un montaje más rápido, la prioridad deda a los planos medios anchos sobre los planos cercanos (el encuadre democrático por excelencia) […] las elipses […], la narración resumida, obtenida por medio de los efectos de montaje, tan eisensteniano…” 54

cielo a las plegarias de más de un director …entre ellos John Ford” (Frank Capra: Frank Capra: el nombre delante del título…, cit., pp. 284-285). 53 José-Vidal Pelaz López: “La crisis de la democracia en América: Caballero sin espada (Frank Capra, 1939)”, en Coro Rubio Pobes (ed.): La historia a través del cine. Estados Unidos: una mirada a su imaginario colectivo, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, Bilbao, 2010, pp. 83-110, en p. 92. 54 Michel Cieutat: Frank Capra, cit., p. 167.

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La cinta comienza con la noticia de la repentina muerte de uno de los dos senadores de un pequeño Estado del oeste americano, que pone en manos de su Gobernador la responsabilidad de designar a un nuevo senador que le sustituya hasta las siguientes elecciones. El momento es especialmente delicado, toda vez que el poderoso Jim Taylor –el auténtico amo del Estado, y quien de verdad maneja los hilos de la política local– está a punto de sacar adelante con la ayuda del veterano senador Joe Paine un proyecto de ley para la construcción de una presa que le hará inmensamente rico, ya que ha estado adquiriendo mediante testaferros los terrenos que rodean al riachuelo sobre la que se va a construir. Pese a que Taylor deja meridianamente claro ante el débil Gobernador Hopper el nombre del incompetente a quien quiere como senador y lo que espera de él (“...the man who goes to the Senate […] can't ask any questions or talk out of turn. We've got to be absolutely sure of him”), éste se acobarda ante la presión popular y acaba nombrando a un desconocido lider juvenil llamado Jefferson Smith, que es resignadamente aceptado por Taylor cuando Paine, viejo amigo de su difunto padre, le asegura que será capaz de manejarlo a su antojo una vez estén en Washington.

Idealista, ingenuo, inexperto, pero absolutamente identificado con los valores de la constitución americana (“knows Lincoln and Washington by heart!”) Smith queda deslumbrado por Washington desde el momento mismo en que baja del tren y divisa a lo lejos la cúpula del Capitolio, perdiéndose entre los monumentos de la gran ciudad durante horas (“Daniel Boone's lost… Lost in the wilds of Washington… The Boy Ranger, aw, he'll show up. He must have a compass with him”). Pero cuando esa candidez resulta aprovechada por la voraz prensa política de la capital para retratarle como un pueblerino ignorante indigno de sentarse en la cámara (“an incompetent clown […] parading like a member of the Senate”), y un servil hombre de paja que solo pretende hacerse un nombre, Smith decide que ha llegado la hora de ponerse manos a la obra y poner en marcha algo realmente positivo para los ciudadanos. Encantado ante la perspectiva de tenerle entretenido con algún proyecto inofensivo, Paine aplaude la ocurrencia del nuevo senador de elaborar un proyecto de ley para crear en su Estado un campamento nacional para que los jóvenes puedan entrar en contacto con la naturaleza, y le anima a ponerse a trabajar en ello con la ayuda de la veterana secretaria de su predecesor, Clarice Saunders –una mujer a sueldo de Paine, cínica y ambiciosa (“Look, when I came here, my eyes were big blue question marks. Now they're big green dollar marks”), que

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conoce a la perfección todos sus manejos, y a quien éste ha encomendado la tarea de mantener a Smith tan lejos de ellos como le sea posible.

Saunders resulta así la primera en darse cuenta de que Smith planea construir su campamento justo en los mismos terrenos en los que Taylor pretende edificar su presa, de advertir el conflicto que se avecina y de predecir la suerte que espera al inexperto senador. Pero también es la primera en darse cuenta de que en el mundo corrupto de la política washingtoniana la honestidad y la pureza de intenciones de Smith representan un soplo de aire fresco, que va poco a poco haciendo mella en su más que arraigado cinismo. Ante ese sentimiento nuevo, su primer impulso es el de quitarse de en medio (“I won't take it, see. I won't be party to murder, see […] I'm gonna get out of there right now”) y el de aconsejar a Smith que por su propio bien haga lo mismo cuanto antes (“Why don't you go home?... This is no place for you. You're half-way decent. You don't belong here”), pero de inmediato comprende que su deber moral es advertir a Smith de lo que está sucediendo y estar a su lado en la batalla que va a emprender.

Alertados del asunto, Taylor y Paine discrepan respecto de qué hacer. Mientras el veterano senador titubea (“Your methods won't do here. This boy's a Senator […] This is Washington”), el implacable cacique deja bien claro que utilizará todo su poder para neutralizar a Smith si no renuncia a interponerse en sus planes (“Either he falls in line with us and behaves himself or I'll break him so wide open they'll never be able to find the pieces”) y hasta amenaza a Paine con retirarle su

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apoyo. Confrontado con Smith, Taylor intenta sin rubor alguno comprarle (“Business? If you like business, you can pick any job in the state and go right to the top”) al tiempo que le informa de que su venerado Joe Paine lleva ya veinte años siendo su hombre de paja en el Senado.

Naturalmente, Smith se niega tanto a dejarse comprar como a dejar estar el asunto, pero cuando en el pleno del Senado se levanta para denunciar los sucios manejos de Taylor y Paine, se ve sorprendido con que toda una bateria de documentos falsificados y testimonios pagados le apuntan a él como principal beneficiario del proyecto, y con que la cámara está dispuesta a abrir una investigación sobre el asunto y hasta a desposeerle de su escaño por indignidad. Destrozado, Smith se prepara para volver a casa, pero Saunders sale a su encuentro para recordarle en el mismísimo Lincoln Memorial que “Your friend Mr. Lincoln had his Taylors and Paines. So did every other man whoever tried to lift his thought up off the ground”, convenciéndole para volver al Senado y dar la cara.

A la postre, Smith toma la palabra ante el pleno de la cámara con el propósito de prevalerse de la norma que le permite hablar de forma ininterrumpida mientras lo desee, en la confianza de que su gesto propiciará una revuelta entre la buena gente de su Estado. Taylor responde poniendo en marcha todo su poder para que los medios silencien a Smith (“I'll blacken this punk […] You leave public opinion to me!”), orquestando el envío masivo de telegramas en su contra, y urgiendo a Paine para que remate al joven senador antes de que su atrevimiento llame demasiado la atención. Pero el arrojo de Smith despiertan en el veterano político su última brizna de integridad. En la dramatica escena final, Paine abandona el hemiciclo del Senado con la intención de suicidarse, y al fracasar en el intento confiesa a gritos que cada una de las cosas que había dicho el muchacho eran ciertas, y que el expulsado debería ser él, mientras que la cámara y el público congregado estallan en un aplauso, y Saunders, que acaba de confesarse enamorada del joven Jefferson, baila de alegría ante el triunfo de su hombre …y de la democracia.

2.2 La recepción de Mr. Smith A la vista de su encendida defensa de la democracia y sus

reiteradas apelaciones al patriotismo, no resultará de extrañar que el filme

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fuera prohibido en la Alemania nazi, la Italia fascista, la Francia ocupada, y la España de Franco, así como también en la Unión Soviética. En cambio, es probable que sí que llame la atención el hecho de que tampoco en los Estados Unidos faltaran quienes recibieran con desconfianza y hasta con indignación el demoledor retrato de la clase política estadounidense llevado a cabo por Capra.

Para empezar, los Boy Scouts de América se negaron a que su organización apareciera identificada de manera explícita en el filme,

obligando al cineasta a inventarse unos “Boy Rangers” de América. A continuación, ni el Senado ni el Departamento de Parques de los Estados Unidos –responsable del mantenimiento de los varios monumentos de Washington que aparecen en el filme– permitieron a Capra rodar en sus instalaciones, obligándole a reconstruir a tamaño natural el hemiciclo de la cámara alta –más sus salas de comisiones y hasta su guardarropa– en los estudios de Columbia, y a filmar casi a escondidas los planos del Lincoln Memorial y demás landmarks que Jefferson Smith visita a su llegada a la capital. 55

Estrenado el filme, los periodistas políticos destacados en el Capitolio se ofendieron por la manera poco halagadora en el que habían

55 “Notes for Mr. Smith Goes to Washington” en Turner Classic Movies Database (accesible on-line en www.tcm.com/tcmdb/title.jsp?stid=3771).

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sido retratados –entre otras cosas, exagerando su afición al alcohol–, respondiendo a ello con críticas mayormente negativas. Con todo, los ataques más viscerales al filme serían los que vendrían de la propia clase política americana, tan vituperada en la cinta, que la tacharía de antiamericana y hasta de procomunista: según el propio cineasta, 56 varios de los senadores invitados a la premiere del filme –que tuvo lugar en el Constitution Hall de Washington ante cuatro mil invitados– abandonaron indignados la proyección antes de que ésta finalizase, y Joseph P. Kennedy –padre del que más tarde sería el 35º Presidente de los Estados Unidos, y a la sazón embajador americano en Londres– escribió al Presidente de Columbia Harry Cohn y al propio Capra argumentando que la exhibición del filme en el extranjero podía dañar el prestigio de los Estados Unidos en Europa, y recomendando que fuera evitada. Por su parte, el entonces líder de la mayoría demócrata en el Senado –y más tarde Vicepresidente de los Estados Unidos– Alben W. Barkley, calificó al filme de “tonto y estúpido”, quejándose de que merced a una “grotesta distorsión” –“¡Más grotesca que ninguna otra cosa que haya visto nunca”– retratase al Senado como “la mayor congregación de bobalicones jamás vista”, mientras que otro senador –James F. Byrnes, de Carolina del Sur– se refirió a la cinta como “exactamente el tipo de cuadro que a todos los dictadores de los gobiernos totalitarios les gustaría que sus súbditos creyeran que existe en una democracia”, reclamando la adopción de medidas legales contra sus responsables, y el editor Pete Harrison proponía la adopción de una ley que permitiera a los propietarios de cines negarse a difundir cintas “que no fueran en el mejor interés del país”. 57

En realidad, las razones para esta hostil recepción del filme de Capra estuvieron lejos de sorprender al director, tan consciente de la necesidad de sus reflexiones acerca del sistema político estadounidense, como de la inoportunidad de las mismas en ese preciso momento de la Historia.

56 Frank Capra: Frank Capra: el nombre delante del título…, cit., pp. 303-312. 57 Paul Tatara: “Mr. Smith Goes to Washington: The Essentials” en Turner Classic Movies Database (accesible on-line en www.tcm.com/tcmdb/title.jsp?stid=3771). La medida no fue desde luego adoptada …pero no es descartable que la controversia tuviera algo que ver con la adopción, pocos años después, de la Neely Anti-Block Booking Bill, por la que se terminó con la práctica de que los estudios cinematográficos poseyeran sus propios cines, y que en éstos solo se proyectaran, y se proyectaran forzosamente, sus propias realizaciones.

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“Es importante señalar que Caballero sin espada se estrenó en octubre de 1939, unas pocas semanas después de que hubiera estallado el infierno en Europa. El 1 de septiembre Hitler había invadido Polonia; dos días más tarde Inglaterra y Francia declaraban la guerra a Alemania. El 17 de septiembre la Rusia soviética caía sobre Polonia para reclamar su mitad de los despojos […] Nuestra nación estaba dividida entre aquellos que urgían ‘¡Unámonos a la guerra contra los nazis!’ y aquellos que exhortaban ‘¡Mantened el infierno limitado a Europa!’. Y en medio de este caos llega a nuestras pantallas un joven idealista para iniciar una lucha de un hombre solo no contra Hitler o sus panzers o su teoría del superhombre, sino contra la corrupción en nuestras altas esferas. De nuevo estamos divididos.” 58 Más aun, los problemas de Mr. Smith venían ya de lejos: en enero

de 1938 la Paramount y la Metro, que habían sido las primeras en percatarse del potencial de la historia original de Lewis R. Foster, enviaron copia de ésta a la PCA (Production Code Administration, el órgano creado por la Asociación del Cine para ocuparse del visado de todos los filmes antes de su difusión) solicitandole su opinión sobre la posibilidad de realizar un filme a partir de ella. En su respuesta, el director de la PCA Joseph Breen “instó encarecidamente [a las productoras] a que se asesorasen seriamente antes de embarcarse en la producción de ningún filme basado en esa historia. Nos parece que

58 Frank Capra: Frank Capra: el nombre delante del título, cit., p. 307.

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podría resultar estar cargado de dinamita tanto para la industria cinematográfica como para el país en su conjunto” como consecuencia de “el retrato, por lo general poco halagador de nuestro sistema de gobierno, que bien podria llevar a que tal película fuese considerada, tanto aquí como –sobre todo– en el extranjero, como un solapado ataque a la forma democrática de gobierno”, recomendando además que se subrayase que "el Senado está compuesto de un grupo de ciudadanos buenos y respetables, que trabajan largamente y sin descanso por el mejor interés de la nación”. 59

Aun así, no todos compartirían ese pánico ante lo que sin ningún género de dudas constituía uno de los retratos más corrosivos de la clase política americana que jamás se había atrevido a hacer el cine. Muchos medios, por el contrario, ponderaron de manera muy positiva la neta profesión de fe en el pueblo americano, en sus valores, y en su sistema de gobierno que no solo subyacía en el filme de Capra, sino que quedaba explicitado en el discurso de Jefferson Smith una y otra vez a lo largo de la cinta.

“Just get up off the ground, that's all I ask. Get up there with that lady that's up on top of this Capitol dome, that lady that stands for liberty. Take a look at this country through her eyes if you really want to see something. And you won't just see scenery; you'll see the whole parade of what Man's carved out for himself, after centuries of fighting. Fighting for something better than just jungle law, fighting so's he can stand on his own two feet, free and decent, like he was created, no matter what his race, color, or creed.” Ese sería el caso, sin ir más lejos, del New York Times, que por

boca de un Frank S. Nugent mucho más receptivo que otros a la fina ironía de Capra y mucho más convencido también de su incuestionable fe en la democracia, comentaría con desenfado que el realizador siciliano parecía haber despreciado olímpicamente a otras instituciones habitualmente atacadas desde el cine como la Policía, el Ejército o la Diplomacia, para irse directamente a por la presa de mayor tamaño, el Senado, “operando desde luego bajo la protección de esa cláusula no escrita de la Declaración de Derechos que legitima a todo ciudadano para darle al menos un repaso gratuito al Senado”, y argumentando que si con su humor no lograba “que ese augusto cuerpo se cayera por tierra –por la risa, tanto como por su dignidad herida– no sería culpa suya sino del Senado, y sería entonces cuando nos deberíamos de empezar a preocupar

59 “Notes for Mr. Smith Goes to Washington” en Turner Classic Movies Database (accesible on-line en www.tcm.com/tcmdb/title.jsp?stid=3771).

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por la cámara alta” ya que, sin duda alguna, Mr. Smith... era “uno de los mejores espectáculos del año. Mucho más divertido, incluso, que el propio Senado”. 60

A la postre Mr. Smith... sería nominado nada menos que para once estatuillas doradas, si bien el filme se tendría que conformar con solamente una, que paradójicamente ni siquiera iría a parar a manos del propio director: la adjudicada a Lewis R. Foster por su novela original. En un alarde a la vez de deportividad, de buen humor, y de confianza en si mismo, Capra sentenciaría en sus memorias: “No hagas la mejor película que hayas hecho nunca el día que alguién haya hecho Lo que el viento se llevó”. 61

2.3 El lugar de Mr. Smith en el imaginario colectivo de los estadounidenses Pese a esa inicial división de opiniones, fue cuestión de bien pocos

años que tanto el filme de Capra como su personaje principal empezaran

60 Frank S. Nugent: “Movie Review: Mr. Smith Goes to Washington”, The New York Times de 20 de octubre de 1939. 61 Frank Capra: Frank Capra: el nombre delante del título…, cit., p. 318.

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a ganar enteros ante la crítica y, sobre todo, ante la opinión pública norteamericana, para acabar convirtiéndose el primero en uno de los filmes más destacados de la historia de la cinematografía estadounidense, y el segundo en una de las encarnaciones más paradigmáticas del espíritu americano.

Lo primero queda acreditado por el hecho de que el filme haya acabado siendo catalogado por The American Film Institute como el quinto de entre los “Cien filmes más inspiradores de todos los tiempos”, 62 y en un no menos memorable 26º lugar entre los filmes mas grandes de todos los tiempos, o de que en 1989 la Biblioteca del Congreso lo incluyera en el Registro Nacional de Filmes en su condición de cinta “cultural, histórica o estéticamente significativa”. 63

En cuanto a lo segundo, la lista de los analistas que se han referido a Mr. Smith como la más genuina encarnación del carácter americano es bien copiosa, aunque probablemente no tanto como la de los políticos que han sido presentados, o han tratado de presentarse a sí mismos, como los más genuinos herederos de sus valores éticos y de su valiente desafío al establishment político y económico del país. Entre los primeros, se contaría hasta el celebérrimo Francis Fukuyama, quien en su también

62 En la lista, elaborada por The American Film Institute en base a las opiniones de 1.500 artistas, críticos e historiadores, y hecha pública el 14 de junio de 2006, Mr. Smith... únicamente sería superado por Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, EEUU, 1946), Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, Robert Mulligan, EEUU, 1962), La lista de Schindler (Schindler’s List, Steven Spielberg, EEUU, 1993)… y Rocky (John Avildsen, EEUU, 1976). Véase “It’s a Wonderful Life, tops AFI’s List of 100 Most Inspiring Films of All Time” en www.afi.com/docs/about/press/2006/100inspiring.pdf 63 Consecuencia colateral de la fama adquirida por la cinta sería la gradual aparición de una miríada de otros filmes, teleflmes y series inspirados –con mayor o, por regla general, menor o incluso ninguna fortuna– en la cinta de Capra, o sencillamente subidos sin rubor a la estela de su fama. Entre ellos títulos tan perfectamente prescindibles como The Happy Hooker Goes to Washington (William A. Levey, EEUU, 1977), traducido al español como En Washington los senadores están calientes, Billy Jack Goes to Washington (Tom Laughlin, EEUU, 1977), o Mrs Washington Goes to Smith (Armand Mastroianni, EEUU, 2009). En un plano bien distinto, la coletilla “Goes to Washinton” campea también en un buen número de documentales de contenido político como Granny D. Goes to Washington (Alidra Solday, EEUU, 2006), en torno la campaña por restaurar la democracia norteamericana emprendida por Doris Haddock, Mr. Schneider Goes to Washington (Jonathan N. Schneider, EEUU, 2007), sobre la decadencia de la democracia americana, o Can Mr. Smith Get to Washington Anymore? (Frank Popper, EEUU, 2006), que recrea la campaña electoral de un joven profesor de Ciencia Política que osó enfrentarse al todopoderoso Dick Gephardt por un escaño en el Senado.

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celebérrimo ensayo El fin de la historia 64 se referirió al personaje encarnado por James Stewart como “el arquetipo del héroe americano” por su determinación al enfrentarse en solitario a la maquinaria política dominante, no sin señalar, a modo de contraste, que en una sociedad como la asiática ese radical rechazo del consenso predominante por parte de un único individuo sería con toda probabilidad considerado lunático. Mientras que entre los segundos, la lista comenzaría el mismo año en que se estrenó el filme, cuando Time se refirió al entonces secretario de agricultura Henry Wallace señalando que aunque era demasiado político como para haber servido de modelo al personaje, ciertamente "tenía un aire a Mr. Smith”, pudiéndo remontarse a través de las décadas siguientes hasta el mismísimo Barack Obama, o incluso –en el colmo de las paradojas– hasta su oponente republicana Sarah Palin. 65

¿Cuáles habrían de ser esos rasgos caracteriológicos del personaje, supuestamente representativos del carácter americano?

El primero y más marcado de todos ellos sería sin duda el idealismo. Smith –a quien Saunders se refiere en dos ocasiones como “Don Quijote Smith”, y a quien Paine intenta persuadir de que deje de

64 Francis Fukuyama: The End of History and the Last Man, Free Press, Nueva York, 1992. 65 Liza Mundy: “Power Player”, The Washington Post de 28 de junio de 2009.

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luchar contra molinos de viento– actúa en todo momento guiado por un genuino afán de servir a los más desfavorecidos –en este caso, todos los niños de América–, renunciando en varias ocasiones a cualquier pretensión de beneficio propio. Y lo hace incluso con mayor empeño conforme va dándose cuenta de lo formidables que son las fuerzas con las que va a tener que enfrentarse, haciendo suyo el lema de su padre, asesinado en su día mientras desde su pequeño periódico desafiaba al poderoso sindicato minero: “Dad always used to say the only causes worth fighting for were the lost causes”.

El segundo sería el individualismo. Desde el mismo título del filme –que tanto en su versión española, como en su versión original reivindica la singularidad de su protagonista– hasta la última de sus escenas –descrita por el periodista Diz Moore como “The most titanic battle of modern times. A David without even a slingshot rises to do battle against the mighty Goliath Taylor machine, allegedly crooked inside and out”, Smith aparece retratado en todo momento como un héroe solitario, desprovisto en los momentos más decisivos de su aventura incluso de la proximidad física de una mujer –por razones obvias Saunders no puede sino seguir su enfrentamiento con Paine desde la tribuna de la prensa–, no muy distinto a los que ya entonces y en las décadas posteriores dominarían ese género tan quintaesencialmente americano que es el western.

El tercero sería el patriotismo. Smith, que antes incluso de haber aprecido en escena ya ha sido ponderado por el Gobernador Hopper –y por su revoltosa prole– a cuenta de su familiaridad con los escritos de Lincoln y Washington, y que en su primera aparición en la pantalla hace la solemne promesa de “I'll do nothing to disgrace the office of the United States Senate”, no pierde una sola ocasión a lo largo de todo el filme de poner de manifiesto su más absoluta identificación con los principios ínsitos en la Declaración de Independencia y en la Constitución, por los personajes más emblemáticos de la historia americana, y hasta por las instituciones recogidas en ésta. De hecho, si la escena más conmovedora del filme es aquella en la que el recién llegado senador coincide en el Lincoln Memorial con un anciano para quien su nieto lee las palabras del discurso de Gettysburg que figuran grabadas en sus paredes, la más inspiradora de ellas es aquella en la que, de nuevo en el Lincoln Memorial, Saunders anima al abatido senador a no rendirse, aventurando que el mismísimo Lincoln estaba aguardando a un hombre que viniera a continuar su obra, y recordándole que “All the good that ever came into this world came from fools with faith”.

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Aunque la proverbial religiosidad de Capra 66 –y del pueblo

americano– no está presente en Mr. Smith Goes to Washington de manera explícita, más allá del consejo que la descreída Saunders dirige al no menos escéptico Diz (“Pray Diz, if you know how!”I cuando Smith se dispone a iniciar su discurso final ante el Senado, la profunda impronta cristiana del personaje y de su conducta es más que evidente. De hecho, el propio Capra pondría a menudo de relieve la gran importancia de la huella que sus creencias religiosas habían dejado en su cine, confesando, de nuevo en sus Memorias:

“Mis filmes deben permitir que todo hombre, mujer o niño sepa que Dios les quiere, y que yo les quiero, y que la paz y la salvación se convertiran en una realidad solamente cuando todos aprendan a amarse los unos a los otros […] Puede parecer tonto, pero la idea subyacente de mis películas es en realidad el sermón de la Montaña.” 67

A este respecto merece subrayarse la importancia que incluso para este solitario Quijote, repentinamente sacado además de su ciudad y de su hogar, siguen teniendo los vínculos familiares: a las reiteradas

66 Véase al respecto Luis Suárez Fernández: “Catolicismo subyacente en el cine de Capra”, XX Siglos nº 8/34 (1997), pp. 74-82. 67 Frank Capra: Frank Capra: el nombre delante del título, cit., p. 432.

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referencias a la memoria de su padre, Capra suma la también constante referencia a la madre viuda, con quien Smith planea mantenerse en contacto gracias a su equipo de palomas mensajeras, y que a su vez mantiene a su hijo cerca del hogar con sus recurrentes envíos de mermelada casera.

Por último, Mr. Smith encarna –ahora sí, de manera explícita– otro de los mitos más recurrentes del imaginario colectivo americano como es la exaltación de la naturaleza y, en estrecha conexión con ello, de la vida en el medio rural, al que se identifica con lo más auténtico del país, en clara yuxtaposición con un medio urbano recurrentemente retratado como corrupto –y corruptor–, artificial, materialista y traicionero. Como ha recordado Pelaz López, 68 ese agrarismo jeffersoniano –no parece casual que Smith fuera bautizado con el nombre del hombre de Monticello– recorre la película de principio a fin, hasta el punto de que el filme constituye un auténtico canto de las bondades de la vida al aire libre (“The prairies and wind leaning on the tall grass and lazy streams down in the meadows […] You know, everybody ought to have some of that sometime in his life”), y una reivindicación en toda la regla de la América rural, si cabe más significativa en la medida en que se produce en un momento en el que éste se había visto severamente castigado por la Gran Depresión, y por el masivo éxodo rural que ya entonces había empezado a tomar cuerpo.

2.4 Deeds, Smith, Doe y Matthews: entre el populismo y la antipolítica En todo caso, Capra no se limitó a ponerle rostro humano al

carácter americano, ni se contentó con haberlo hecho en una única cinta. Muy al contrario, Mr. Smith Goes To Washington se sitúa en el ecuador mismo de una serie de filmes de orientación social –o directamente política– en la que el director se embarcaría desde mediados de la década de los treinta hasta finales de la siguiente década –si bien con el paréntesis de la Guerra, durante la que sirvió con el grado de coronel realizando documentales de tono propagandístico– y a través de los cuales iría perfilando y popularizando su peculiar visión de la política y los políticos, a la vez que encarnando la que de la una y los otros tenían

68 José-Vidal Pelaz López: “La crisis de la democracia en América: Caballero sin espada (Frank Capra, 1939)”, cit., p. 93.

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muchos millones de americanos en aquellos tiempos duros del New Deal, aunque sin por ello renunciar a ese sentimentalismo ingenuo y a ese gusto por los finales felices que habían caracterizado su primera filmografía. Con ello, Capra se convertiría en el cineasta por excelencia de la Depresión y del New Deal, y por ende, en un referente imprescindible para entender la cultura americana de ese periodo. 69

El primero de esos filmes, rodado a continuación de una crisis personal que le llevó a replantearse su carrera cinematográfica y a implicar en ella sus profundas convicciones religiosas, fue Mr. Deeds Goes to Town (1936). En él un sencillo hombre de pueblo –interpretado por Gary Cooper– resulta agraciado por una descomunal fortuna, con la que no sabe muy bien qué hacer. Pero cuando toma la decisión de repartir una parte de ella entre una serie de granjeros desempleados que acuden a él en busca de ayuda, se topa con que su propia familia intenta desposeerle de sus bienes, dándole por loco. Tras el paréntesis de Horizontes perdidos (Lost Horizon, EEUU, 1937) y de Vive como quieras (1938), filmes ambos de mucho menor calado político, Capra retornaría a la cuestión con Mr. Smith Goes to Washigton (1939), y dos años más tarde con Meet John Doe (1941), en el que un frustrado jugador de béisbol –interpretado de nuevo por Gary Cooper– es persuadido por

69 Véase, por todos, Emeterio Díez: “Frank Capra y el New Deal”, Historia 16 nº 391 (2008), pags. 90-121.

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una periodista ávida de noticias y un empresario con ambiciones políticas para servir de rostro visible a una suerte de movimiento ciudadano de base llamado a regenerar la política americana, que acaba revelándose como un genuina organización de masas al servicio de oscuros intereses empresariales de corte inequívocamente autoritario. Tras el paréntesis de la Guerra, y haciendo de nuevo salvedad de otro de sus filmes –en esta ocasión Qué bello es vivir (1946), probablemente el más representativo y aclamado de los filmes de Capra– éste cerraría su tetralogía política con El estado de la Unión (State of the Union, EEUU, 1948), otro memorable pulso interpretativo entre Katherine Hepburn y Spencer Tracy a cuenta de las diferencias que en una pareja suscita la entrada en política de uno de sus miembros, y los problemas que para éste –un rico empresario, deseoso de poner su experiencia al servicio del pueblo americano–, generan las prácticas corruptas del establishment político. State of the Union sería a la postre el último de los grandes filmes de Capra: en la década de los cincuenta, el director siciliano apenas filmaría otras cuatro cintas más, todas ellas discretas, para pasar unos años más dedicado a hacer documentales científicos para la televisión y abandonar definitivamente el mundo del cine en 1961, con apenas 64 años.

Si la literatura académica en torno a Capra es auténticamente inabarcable, la que aborda de manera específica sus planteamientos políticos no es de mucha menos entidad, dividiéndose entre la que se ha ocupado de dirimir en qué lado del espectro político americano se debería ubicar la cinematografía de Capra, y la que intentando llegar más lejos, trata de dar una visión articulada de la ideología política subyacente en sus filmes.

Respecto de la primera de las cuestiones, Pelaz López –siguiendo en parte a Girona– 70 ha señalado que aunque Capra compartía con Roosevelt una misma fe en “el hombre de la calle” y en los valores tradicionales del pueblo americano, y una similar antipatía respecto de la plutocracia y los excesos del capitalismo, ambos diferían radicalmente en cuanto a las fórmulas que debían aplicarse para sacar a América de la depresión, toda vez que mientras que los planteamientos políticos del New Deal abogaban por un mayor papel para el sector público en la economía, más regulación, más programas sociales y más gasto público –en suma, más Estado– Capra era un incorregible individualista, que creía sobre todo en la libre iniciativa privada. Por lo demás, las invectivas de

70 José-Vidal Pelaz López: “La crisis de la democracia en América: Caballero sin espada (Frank Capra, 1939)”, cit., pp. 104-105, y Ramón Girona: Frank Capra, cit. p. 227.

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Capra contra la clase política americana y, en particular, contra el establishment washingtoniano, habían forzosamente de tener al propio Roosevelt y al Partido Demócrata como destinatarios privilegiados, toda vez que veterano político ostentó la Presidencia durante doce largos años (1933-1945) en plena coincidencia con la época más brillante, y más políticamente significada, de la carrera cinematográfica de Capra –quien, por cierto, declaró haber votado en favor de sus contrincantes republicanos en las cuatro ocasiones en las que Roosevelt disputó, y ganó, la Presidencia-. Así las cosas, Capra logró el más difícil todavía al crear historias que a la vez gustaran al espectador de ideología más conservadora por su constante apelación a los valores tradicionales y al más emotivo patriotismo, y captaran la simpatíaa del público más progresista por su crítica al capitalismo industrial y a la clase política.

En cuanto a si en ellas había o no una linea ideológica identificable y coherente, una buena parte de sus analistas han apuntado a que en efecto ésta existió, y podría en buena medida identificarse con el “populismo”, con diferencia el término más recurrente a la hora de etiquetar políticamente a Capra. 71

71 La referencia al populismo como elemento definitorio del cine de Capra es una constante en los análisis académicos al respecto, como acreditan trabajos como los de Jeffrey Richards: “Frank Capra and the Cinema of Populism”, Cinema (febrero de 1970); Joyce Nelson: “Mr. Smith Goes to Washington: Capra, Populism and Comic Strip Art”, Journal of Popular Film nº 3/3 (1974), págs. 245-254; Glenn Allan Phelps:

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Crecido en buena parte en el hueco dejado por la práctica inexistencia del socialismo en los Estados Unidos, alimentado por la incontestable prevalencia entre el pueblo americano de las ideas de soberanía nacional, igualdad de oportunidades y libertad política, y arraigado de manera mucho más profunda en la América rural que en la urbana, y en la del sur y el oeste más que en la del este, el populismo obtuvo carta de naturaleza a finales del siglo XIX manteniéndose como una corriente ideológica pujante durante la primera mitad del siglo XX, y desde luego durante los años de la Gran Depresión en los que vertebró una respuesta a las políticas de expansionismo del Gobierno federal de Roosevelt. Enemigos declarados de la banca, las grandes empresas, la clase política, la intelligentsia, la burocracia y en general del Estado, los populistas abogarían por una vuelta a las tradiciones, reivindicarían el individualismo, mitificarían el pasado agrario y la cultura de frontera de los Estados Unidos, abogando por una democracia más auténtica que permitiera recuperar el genuino pensamiento de los founding fathers y los elementos caracterizadores de la democracia jacksoniana, cuyo legado estaban dilapidando políticos y plutócratas. 72 En palabras de Richards 73

“Para los populistas, el enemigo no era el dinero en si mismo, sino el poder del dinero de las grandes corporaciones, de la aristocracia de los grandes negocios, afianzado por el monopolio de los privilegios. Sencillos, idealistas y optimistas, los movimientos populistas reivindicaron la Declaración de Independencia y sus leit-motiv fue la defensa del individuo frente a la fuerza de las organizaciones”

La correspondencia entre ese elenco de valores y los sustentados por Capra en su etapa de mayor madurez y compromiso político son

“The Populist Films of Frank Capra”, Journal of American Studies nº 13/3 (1979), pp. 377-392; Jeffrey Richards: “Frank Capra and the Cinema of Populism”, en Bill Nichols (ed.): Movies and Methods, University of California Press, Berkeley, Ca., 1997, pp. 65-74; Brian Neve: “Populism, Romanticism and Frank Capra” en Film and Politics in America. A Social Tradition, Routledge, Londres / Nueva York, NY, 1997, pp. 28-54; Beverly M. Kelley: “Populism in Mr. Smith Goes to Washington”, en Beverly M. Kelley, John J. Pitney Jr., Craig R. Smith y Herbert E. Gooch III: Reelpolitik: Political Ideologies in ‘30s and ‘40s Films, Praeger, Westport, Ct., 1998; o Ian Scott: “Populism, Pragmatism and Political Reinvention: The Presidential Motif in the Films of Frank Capra”, en Peter C. Rollins, y John E. Connor (eds.): Hollywood’s White House: The American Presidency in Film and History, The University Press of Kentucky, Lexington, Ky, 2003, pp. 180-192. 72 Brian Neve: “Populism, Romanticism and Frank Capra”, cit., pp. 28-33. 73 Jeffrey Richards: “Frank Capra and the Cinema of Populism”, p. 22.

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evidentes. En Mr. Deeds…, Capra comienza planteando la tradicional confrontación entre el small-town boy de buen corazón y principios morales bien arraigados y los big-city guys corrompidos y corruptores, para a continuación hacer un encendido elogio de la libertad individual y de la solidaridad entre las personas, frente a la amenaza del colectivismo y al imperio de la masa. Una defensa, en suma, de un capitalismo con rostro humano, practicado con dosis iguales de libertad y de solidaridad, encaminado a crear “a kindler and gentler America”. Como explicaría el propio Deeds ante el juez que debía dictaminar si estaba o no en sus cabales:

“From what I can see, no matter what system of government we have, there will always be leaders and always be followers. It's like the road out in front of my house. It's on a steep hill. Every day I watch the cars climbing up. Some go lickety-split up that hill on high, some have to shift into second, and some sputter and shake and slip back to the bottom again. Same cars, same gasoline, yet some make it and some don't. And I say the fellas who can make the hill on high should stop once in a while and help those who can't. That's all I'm trying to do with this money. Help the fellas who can't make the hill on high”.

Aunque muchos de los elementos que hallamos en Mr. Deeds… se hallan igualmente presentes en Mr. Smith… –de hecho, este último filme fue pensado en un primer momento como una secuela de aquel otro, con Gary Cooper como protagonista y la coletilla “Goes to Washington”

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sucediendo a la original–, en Mr. Smith… el objeto de la crítica de Capra no son los cambiantes valores de la sociedad americana o los excesos del capitalismo, sino el sistema político mismo: su hermetismo, su insensible profesionalización, su profunda corrupción, y –en suma– su alejamiento de los principios sobre los que se constituyó la República, a los que solo podrá retornar de la mano de “fools with faith” que posean “a plain, decent, every day, common rightness”.

En esa misma linea, Meet John Doe sería también un filme inequívocamente político, por más que en él el foco de análisis se desplazase de las instituciones a la calle, y a las relaciones entre el ciudadano de a pie, los politicos y –entre medias de los unos y los otros– la prensa. Filmada en plena Guerra contra la Alemania hitleriana, Meet John Doe 74 aborda el problema de la demagogia política, de la manipulación informativa, del poder de las masas y, en suma, de la posibilidad de que algún día América pudiera sentir en sus propias carnes la amenaza del totalitarismo. 75 Solo que ante este nuevo desafío para la democracia, Capra se muestra infinitamente más pesimista que en Mr. Smith. Si con su desesperado discurso ante el Senado James Stewart había logrado conmover lo más profundo de la conciencia del corrupto senador Paine, para salir airoso in extremis de la encerrona que le había preparado el establishment politico washingtoniano, Gary Cooper se ve impotente para hacerle saber al pueblo que está siendo manipulado por la plutocracia, y que esa alternativa a los partidos tradicionales que había querido poner en marcha no constituye una solución para los problemas de la democracia, sino una amenaza para su supervivencia …sin que el rayo de esperanza que el filme introduce en su última escena, cuando varios hombres y mujeres persuaden a Doe para que no se suicide explicándole cómo su iniciativa ha contribuido a cambiar sus vidas –de nuevo los finales felices de Capra– altere demasiado el pesimismo que destila la cinta en su conjunto.

Un pesimismo que en buena medida hallaría su continuidad en State of the Union. En un escenario radicalmente distinto, ajeno a sus habituales contraposiciones small town/big city, individuo/masa, ciudadano de a pie/clase política, State of the Union no propone la

74 Véase al respecto Glenn Allan Phelps: “Frank Capra and the Political Hero: A New Reading of ‘Meet John Doe’”, Film Criticism (invierno de 1981), pp. 49-57 y Charles Lindholm y John A. Hall: “Frank Capra meets John Doe: anti-politics in American national identity”, en Mette Hjort y Scott McKenzie (eds.): Cinema and Nation, Routledge, Londres, 2002, pp. 32-44. 75 Brian Neve: “Populism, Romanticism and Frank Capra”, cit., pp. 50.

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confrontación entre el establishment politico y un inocente muchacho de provincias o un insignificante vagabundo carente de ideas políticas, sino entre aquél y un reputado hombre de negocios con una clara vision de lo que el país necesita para salir adelante …que no obstante acaba tan convencido de la futilidad de sus esfuerzos y tan derrotado en su lucha como sus antecesores. Si las conclusiones de sus dos anteriores filmes –ambos cerrados con una victoria pírrica, in extremis y hasta un poco forzada del protagonista– habían dejado en el espectador un regusto agridulce, State of the Union deja tras de si el hondo pesimismo que deriva de la comprobación de que ni siquiera cuando se le confronta con sus propias armas puede el establishment político llegar a ser derrotado

A la postre, sería esta creciente sensación de desencanto ante la política y los políticos, de profundo escepticismo ante cualquier posibilidad de cambio y hasta de auténtico temor por el futuro de la democracia en América la que llevaría a no pocos analistas a señalar 76 que más que populistas, los filmes de Capra eran genuinamente antipolíticos, esto es, negadores de toda posibilidad de que la política fuera capaz de regenerar el tejido social que ella misma había contribuido a corromper. Una tesis que no debería caer en saco roto refiriéndose a un

76 Véase Charles Lindholm y John A. Hall: “Frank Capra meets John Doe: anti-politics in American national identity”, cit.

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hombre que había confesado que el gran mensaje que había impregnado todos sus filmes de la década de los treinta no era sino la convicción profunda de que

“Un hombre sencillo y honesto, acorralado por depredadores sofisticados, puede si lo desea, llegar hasta lo más profundo de sus recursos dados por Dios y surgir con todo el valor, ingenio y amor necesarios para triunfar sobre su entorno […] Era el grito de rebeldía del individuo contra ser pisoteado hasta verse reducido a pulpa por la masa: la producción en masa, el pensamiento en masa, la educación en masa, la política en masa, la riqueza en masa, la conformidad en masa” 77

77 Frank Capra: Frank Capra: el nombre delante del título, cit., p. 207.

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5. LA PRESIDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS: “THE STUFF DREAMS ARE MADE OF” Carlos Flores Juberías Universidad de Valencia

Desde que en 1789 George Washington fuera elegido por unanimidad primer Presidente de los Estados Unidos, hasta que el pasado 4 de noviembre de 2008 lo fuera –por un margen mucho más estrecho– Barack Obama, han sido exactamente cuarenta y tres las personas que han ocupado la magistratura que, al menos desde que los Estados Unidos comenzaran a descollar como potencia de rango planetario en las primeras décadas del siglo XX, es tenida como la más poderosa de la tierra.

El listado de quienes se han sucedido en el Despacho Oval de la Casa Blanca presenta, por un lado, llamativas dosis de uniformidad –llama la atención que en una nación tan sumamente diversa todos sus presidentes hayan sido hasta la fecha varones, todos menos uno (Obama, mulato) han sido blancos, y todos menos uno (Kennedy, católico) protestantes–, pero por otro arroja también apasionantes contrastes. Y es que entre los presidentes de los Estados Unidos ha habido generales de gloriosa trayectoria como Washington, Taylor, Grant o Eisenhower y civiles de expediente militar discreto o sencillamente inexistente como Clinton, Bush (hijo) o el propio Obama; brillantes pensadores que antes de asumir la presidencia ya habían dejado un importante legado intelectual como Jefferson, Madison o Wilson, y genuinos “animales políticos” como Van Buren, Johnson o Nixon. Pero, sobre todo, ha habido políticos discretos –o sencillamente fallidos–, cuyo paso por la presidencia apenas se recuerda a día de hoy con unos pocos renglones en los libros de Historia –¿cuántos reconocerían como familiares en ese listado los nombres de James Garfield, William Harrison, Warren Harding, o Franklin Pierce?–; 78 y personajes que por su imponente legado político han marcado la historia no solo de su país sino también del mundo entero, durante los dos últimos siglos, y cuyos nombres –Jackson, Roosevelt, Truman, o Reagan– nos resultan tan familiares o más que los de quienes coetáneamente gobernaban nuestros propios países.

78 Nathan Miller: Star-Spangled Men. America's Ten Worst Presidents, Scribner, 1998.

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Más aún, los ha habido incluso quienes, a veces por su altura moral, a veces por lo ejemplar de su trayectoria vital, a veces por lo trágico de su destino, y a veces por su singular imagen pública –y en más de una ocasión por esos cuatro motivos a la vez– han trascendido el ámbito de la política para convertirse en auténticos símbolos, susceptibles no ya de generar un cierto interés intelectual en el estrecho mundo que integran historiadores, constitucionalistas y politólogos, sino incluso de suscitar la admiración y la identificación con su imagen y su legado de varias generaciones. Me refiero a los integrantes de un olimpo –ahora sí, muy restringido– en el que a las cuatro caras que Calvin Coolidge mandara esculpir en la cumbre del Monte Rushmore –las de George Washington, Thomas Jefferson, Abraham Lincoln y Teddy Roosevelt– probablemente no fuera necesario sino añadir las de Franklin D. Roosevelt –el presidente cuyo legado político más decisivamente ha marcado la historia reciente de los Estados Unidos– y la de de John F. Kennedy –el presidente cuya tragedia personal más dramáticamente ha marcado el imaginario colectivo del pueblo americano. 79

El nombre de cada uno de los cuarenta y tres Presidentes que ha tenido los Estados Unidos 80 está –por definición– ligado a la palabra “poder”. Pero las más de las veces, lo ha estado también a palabras como “esfuerzo”, “desafío”, y “éxito”; a menudo a términos como “guerra”, “conflicto” y “crisis”, y en no pocas ocasiones a “fracaso”, “tragedia” y hasta “escándalo”. Así las cosas, a nadie le sorprenderá que los Presidentes de los Estados Unidos hayan sido con tantísima frecuencia objeto de la atención de Hollywood, bien en calidad de protagonistas del relato de sus propias vidas, bien en calidad de actores privilegiados en los acontecimientos históricos que les tocó vivir –y modelar– durante sus años de poder, bien en calidad de objeto de veneración en tiempos de

79 Sobre el sugestivo tema de los rankings presidenciales, véanse –entre la ingente literatura existente– los trabajos de Arthur M. Schlesinger, Jr.: "Ranking the Presidents: From Washington to Clinton", Political Science Quarterly 112 (1997), pp. 179–190; Robert K. Murray y Tim H. Blessing: Greatness in the White House: Rating the Presidents, from Washington Through Ronald Reagan (2ª ed.), Pennsylvania State Univ. Press, 1994; o Charles y Richard Faber: The American Presidents Ranked by Performance, McFarland & Co., 2000. 80 Recuérdese que Grover Cleveland ocupó el cargo en dos ocasiones no consecutivas, por lo que es considerado el 22º y el 24º Presidente de los Estados Unidos. Es por ello que, cuando el 20 de enero de 2009 tome posesión de su cargo, Barack Obama será el 44º Presidente de los Estados Unidos, pero la 43ª persona en ejercer como tal.

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crisis o de ataque en tiempos de cólera. Y es que –parafraseando al Humphrey Bogart de El halcón maltés–, la Presidencia de los Estados Unidos está ciertamente hecha del mismo material del que están hechos los sueños, y no es de extrañar que la industria cinematográfica americana, tan ávida de contar las historias que su público desea escuchar y ver, haya encontrado en sus protagonistas un auténtico filón. Una fuente inagotable de argumentos y de personajes susceptible –casi– de convertirse en auténtico subgénero cinematográfico, 81 y que además parece gozar en los últimos tiempos de un especial predicamento, como atestigua el estreno a lo largo del año 2008 de nada menos que tres producciones sobre otros tantos Presidentes: la cuidada miniserie sobre la vida del Presidente Adams filmada para la pequeña pantalla por Tom Hooper (John Adams, EEUU, 2008); la controvertida recreación de la vida de George W. Bush dirigida por el igualmente controvertido Oliver Stone (W., EEUU, 2008); y la mas reciente incursión de Hollywood en el asunto Watergate en El desafío: Frost contra Nixon (Frost/Nixon, Ron Howard, EEUU, 2008). 81 O, cuanto menos, de suscitar el interés de historiadores del cine e investigadores, generando obras como la de Peter C. Rollins y John E. O’Connor (eds.): Hollywood’s White House. The American Presidency in Film and History, University Press of Kentucky, 2003 o la de Sarah M. y Thomas J. Bolam: The Presidents on Film: A Comprehensive Filmography of Portrayals from George Washington to George W. Bush, McFarland & Company, Inc. Publishers, 2006.

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Como es natural, esa heterogeneidad en lo que hace a las cualidades personales y políticas y a las dimensiones del legado de quienes se han sucedido al frente del país, ha tenido su traducción en una atención igualmente diversa por parte de la industria cinematográfica. De modo que mientras personajes como George Washington, Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt o John F. Kennedy han captado la atención de Hollywood en numerosas ocasiones –Lincoln, sin ir mas lejos, ha sido protagonista de no menos de tres filmes biográficos, más otros tantos dedicados a relatar sus años juveniles y las circunstancias de su asesinato, amén de haber aparecido tangencialmente en docenas de otras películas– otros, por el contrario, han sido mantenidos por Hollywood en la misma oscuridad a la que les relegó antes la Historia.

Dotar de sentido a un catálogo de filmes como éste no es sencillo. De entrada, porque resulta difícil acotar qué sea un “filme

presidencial” y qué sea –sencillamente– un filme en el que aparece un Presidente. Sin duda integran aquella categoría las producciones que han tenido como argumento central el análisis de la personalidad, o el relato de la trayectoria vital o la ejecutoria política de alguno de los sucesivos presidentes norteamericanos, empezando por esa casi docena de filmes o producciones para la pequeña pantalla cuyos títulos coinciden, sencillamente, con el nombre de sus protagonistas y su argumento con el de sus biografías –los George Washington (1984 y 1986) de Kulik y Graham, el John Adams (2008) de Tom Hooper, el Abraham Lincoln (1930) de D. W. Griffith, el Wilson (1944) de Henry King, el Truman (1995) de Frank Pierson, el Ike (1979) de Shagal y Shavelson, y el Nixon (1995) y el W. (2008), pero no en cambio el JFK (1991) de Oliver Stone–; y siguiendo por aquellos otros circunscritos a un periodo específico o a un concreto episodio de sus vidas, como sería el caso del Jefferson en París (1995) de James Ivory, El joven Lincoln (1939) de John Ford, Eleanor and Franklin: The White House Years (1977) de Daniel Petrie, de los dos filmes centrados en la gestión de la crisis de los misiles cubanos por Kennedy –The Missiles of October (Anthony Page, 1974) y Trece días (Roger Donaldson, 2000)–, del que relata los dilemas de Lyndon B. Jonson antes de embarcarse en la guerra de Vietnam –Path to War (John Frankenheimer, 2002)– o del ya mencionado Frost/Nixon (Ron Howard, 2008). Por su parte, integrarían la segunda de aquellas categorías los cientos de filmes en cuyo reparto ha hecho acto de presencia circunstancial alguno de los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca, siquiera fuera –como el Theodore Roosevelt encarnado por Robin Williams en la disparatada Night at the Museum (Shawn Levy, EEUU, 2006)– en forma de figura de cera que cobra vida por arte de

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magia. Pero entre una y otra categoría se quedan atrapados un ramillete de títulos, en los que Presidentes americanos aparecen, no en un primer plano, ni como parte de un decorado más amplio, sino en una posición secundaria pero relevante, y cuya conceptualización resulta por ello problemática. Sería, por poner un par de ejemplos, el caso de Amistad (Steven Spielberg, 1997), en donde Anthony Hopkins y Nigel Hawthorne interpretan respectivamente a John Quincy Adams y Martin Van Buren, en roles relevantes pero secundarios respecto de los de Morgan Freeman y Djimon Hounsou; o el de El viento y el león (John Milius, 1975), donde tras el pulso entre Sean Connery y Candice Bergen, aparece un Theodore Roosevelt acertadamente interpretado por Brian Keith.

Por su parte, tampoco resulta sencillo llevar a cabo una valoración global de estos filmes. En el plano puramente artístico, es forzoso reconocer que la calidad cinematográfica no siempre ha andado pareja al interés histórico y político de estas producciones. Muchas de ellas –The Patriots (George Schaefer, 1963), Warm Springs (Joseph Sargent, 2005), Truman (Frank Pierson, 1995), PT 109 (Leslie H. Martinson, 1963), o The Reagans (Robert A. Ackerman, 2003)– son, de entrada, discretos telefilmes rodados con presupuestos más o menos generosos pero siempre ajustados a lo que es habitual en la pequeña pantalla. Y de los que han tenido por destino la pantalla grande, pocos han sido en verdad reconocidos como obras cinematográficas de relevancia. De hecho,

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apenas el JFK de Oliver Stone, con dos Óscars y otras seis nominaciones en 1991; su Nixon, con cuatro nominaciones en 1996 –entre ellas al mejor actor, para Anthony Hopkins por su encarnación del atribulado Presidente–; The President’s Lady de Henry Levin –con otras dos nominaciones, ambas menores, en 1954– o El joven Lincoln de John Ford –con una nominación, al mejor guión, en 1939– merecerían sin excesiva discusión el calificativo de “buenas películas”, quedando las restantes más bien en la categoría de voluntariosos ejercicios de recreación histórica. En el caso del Wilson de Henry King (1944), sus diez nominaciones a los Óscar –entre ellas las de mejor película, mejor actor protagonista y mejor director– y sus cinco galardones (entre ellos al mejor guión) deberían en un principio elevarla a la condición de obra maestra, pero a estas alturas son pocos los que dudan que la exaltada atmósfera patriótica de la época tuvo tanto o más que ver en su encumbramiento como las cualidades artísticas de King y la influencia en la industria de Zanuck. Y por lo que hace al Abraham Lincoln de D. W. Griffith (1930), forzoso será reconocer que por más que su director sea con todos los merecimientos una de las figuras más señeras de la historia del cine, ésta su primera incursión en el mundo del sonoro se halló bien lejos –y no solo en el tiempo– de las míticas cintas –El nacimiento de una Nación (1915), Intolerancia (1916) o Lirios rotos (1919)– merced a las cuales se forjó ese renombre.

Mención aparte merece, como no podría ser de otro modo tratándose de filmes intrínsecamente políticos, la cuestión de su rigor histórico y de su neutralidad ideológica. A este respecto, es inevitable compartir el juicio de Alan Brinkley cuando afirma que en “en la mayor parte de la vulgar historia de las películas sobre los presidentes americanos, la preocupación por la verdad ha sido escasa”, e incluso coincidir con él en la apreciación de que “desde El joven Lincoln (1939), Wilson (1944), Sunrise at Campobello (1960), o Los Misiles de Octubre (1974), hasta los numerosos filmes, a menudo baratos y falsos, que pueblan los canales de televisión de pago o aparecen directamente en video, el propósito de estas películas ha sido fundamentalmente la hagiografía, la propaganda o ambas cosas”. 82 De entrada, salta a la vista cómo los filmes en torno a los Presidentes estadounidenses giran con frecuencia, cuando no lo hacen en torno al conjunto de su ejecutoria como tales, en torno a los pasajes más ejemplares –o directamente heróicos– de su trayectoria política o vital: la travesía del Delaware 82 Alan Brinkley: “From Man to Mockery, and Back Again”, Newsweek de 20 de octubre de 2008, pp. 63-65.

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durante la Guerra de Independencia por parte de Washington en The Crossing (Robert Harmon, 2000), las andanzas de Teddy Roosevelt en Cuba durante la guerra hispano-norteamericana del 98 en Rough Riders (John Milius, 1997), el pulso con la polio de FDR en Sunrise at Campobello (Vincent Donahue, 1960), la preparación del desembarco en Normandía por Eisenhower en Ike. Countdown to D-Day (Robert Harmon, 2004), o –en fin– el heroísmo de Kennedy durante la Segunda Guerra Mundial en PT 109 (Leslie H. Martinson, 1963) y su sangre fría durante a crisis de los misiles en las ya citadas The Missiles of October y Trece Días. Pero por si la mera selección de los casos no bastara, un análisis frío de la mayor parte de estos filmes revela una indisimulada –y a veces hasta sonrojante– tendencia a presentarnos a sus protagonistas envueltos en un aura de santidad, de heroísmo, de rectitud –o incluso, en el colmo de los colmos, de sencillez– casi más propia de las “vidas de santos” que algunos leímos en nuestra niñez.

Claro que, a modo de perversa compensación, tampoco se echan en faltan ejemplos en los que el filme se encuentra más cerca del ajuste de cuentas que de la creación artística y –por descontado– de la fiel recreación de la historia. Como en las páginas que siguen argumentará David Sarias, el Nixon de Oliver Stone es probablemente el mejor ejemplo de filme encaminado al descrédito de una figura política y de cuanto ella representaba, en el que el autor se preocupa menos por la verdad histórica que por la popularización de sus particulares filias y

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fobias en la forma de teorías conspiratorias con escaso –o nulo– respaldo documental. Una perspectiva que, en todo caso, el conocido cineasta parece en parte haber corregido en su último filme W. (2008) –su tercer examen de un Presidente moderno, y el primero jamás filmado de un Presidente todavía en ejercicio–. Según las primeras valoraciones del filme, 83 éste “brinda un retrato relativamente alegre y amable de quien quizás sea el Presidente más vituperado de la historia americana”, que irritará casi por igual a las menguadas huestes de sus seguidores y a sus numerosísimos oponentes: a los primeros, por su caracterización de un Bush irritable, vulnerable, dubitativo y cargado de frustraciones; y a los segundos por esas otras pinceladas en las que Dubya aparece retratado como un buen padre, esposo, y amigo, como un hombre capaz de sobreponerse a la gigantesca herencia de su padre, escapar del alcoholismo y enderezar su vida, como un lider carismático y firme en sus conviciones. Se trata en suma de “un esfuerzo honesto por hallar algo de verdad en la ventisca de las batallas partidistas que cubren prácticamente todo cuanto tenga que ver con la Presidencia”, en el que no hay ni teorías conspirativas, ni especulaciones infundadas, ni hagiografía, ni propaganda. Algo que muy pocos filmes –quizás la excepción sea el Truman de Frank Pierson (1995)– han logrado –o incluso se han propuesto– hasta ahora.

Capítulo aparte en este análisis del modo en el que Hollywood ha querido retratar a los Presidentes americanos sería el del modo en el que Hollywood se los ha querido imaginar. 84 Y es que si se cuentan por docenas los filmes en los ha jugado un papel protagonista alguno de los cuarenta y tres presidentes que han tenido los Estados Unidos, son muchos más todavía aquellos en los que su guionista ha preferido idear a un presidente imaginario y colocarlo, bien en el centro mismo de su historia, bien en los márgenes de ésta.

Como en el caso anterior, la lista de los filmes susceptibles de encuadrarse en esta categoría podría extenderse, flexibilizando los criterios, hasta mucho más allá de la centena. Pero en el peor de los casos, ésta comprendería sin disputa un par de docenas de títulos, que 83 Alan Brinkley: “From Man to Mockery, and Back Again”, cit. Vid. asimismo David Ansen: “Not Much Dubya in Stone’s W.”, ibidem, pp. 64-65, y Richard Corliss: “Where’s W.?”, Time de 3 de noviembre de 2008, pp. 47-48. 84 El tema es de hecho el objeto de una de las cuatro partes –en concreto la intitulada: “Hollywood’s ‘Take’: The Presidency in Fiction Films”–, en que se divide la obra colectiva de Peter C. Rollins y John E. O’Connor (eds.): Hollywood’s White House…, cit., pp. 143-251.

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bien podrían iniciarse con la milagrosa transformación del presidente Judson Hammond en Gabriel Over the White House (Gregory La Cava, 1933) –calificada como “la receta fascista de William Randolph Hearst para la Gran Depresión”– 85 para concluir, de momento, con el pulso entre Kelsey Grammer y Dennis Hopper por el voto de un indolente Kevin Costner, que constituye el argumento principal de El último voto (Swing Vote, Joshua M. Stern, 2008).

En los setenta y cinco años que separan uno y otro filme Hollywood vestirá de presidente a Peter Sellers en Dr. Strangelove (Stanley Kubrick, 1964); a Henry Fonda –que ya había sido candidato para el puesto en The Best Man (Franklin Shaffner, 1964)– en Fail-Safe (Sidney Lumet, 1964); a Jack Warden en Bienvenido, Mr. Chance (Hal Ashby, 1979); a Kevin Kline en Dave (Ivan Reitman, 1993); a Michael Douglas en El Presidente y la Sra. Wade (Rob Reiner, 1995); a Bill Pullman en Independence Day (Roland Emmerich, 1996); a Harrison Ford en Air Force One (Wolfgang Petersen, 1997); a Jack Nicholson en Mars Attacks! (Tim Burton, 1997); a Gene Hackman en Poder Absoluto (Clint Eastwood, 1997), a Jeff Bridges en Candidata al Poder (Rod Lurie, 2000); y, durante nada menos que 155 episodios, a Charlie Sheen

85 Deborah Carmichael: “Gabriel Over the White House (1933): William Randolph Hearst’s Fascist Solution for the Great Depression”, en Peter C. Rollins y John E. O’Connor (eds.): Hollywood’s White House…, cit., pp. 159-180.

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en la conocida serie El ala oeste de la Casa Blanca (The West Wing, Aaron Sorkin, 1999-2006). De hecho, mucho antes que los electores estadounidenses se llegaran a plantear la posibilidad de elegir entre un Presidente de color y una mujer Presidente, la industria audiovisual americana había plasmado ya –aunque solo fuera sobre la pantalla– ambas alternativas, sentando en el Despacho Oval a Geena Davis durante los diecinueve episodios de Commander in Chief (Rod Lurie, 2005-2006), y encomendando a Morgan Freeman la responsabilidad de salvar el mundo en Deep Impact (Mimi Leder, 1998) –un papel que sin duda le ayudaría a preparar su posterior interpretación de Dios en Bruce Allmighty (Tom Shadyak, 2003).

Se podrá argumentar que, tratándose de películas de ficción, lo que en ellas pueda suceder carece de interés alguno más alla de lo puramente cinematográfico. Pero no parece descabellado argumentar, en sentido diametralmente opuesto, que la imagen que Hollywood ha querido dar de la Presidencia de los Estados Unidos, transparentada a través de los actores que han sido investidos de esta responsabilidad y de la manera en la que han sido caracterizados, nos transmite una información muy valiosa acerca de cómo la industria de espectáculo contempla la institución presidencial, lo que a su vez nos brinda valiosos indicios respecto de cómo los ciudadanos americanos –que son al fin y al cabo quienes, pasando por taquilla, sostienen esa industria– quisieran o no que fueran sus mandatarios.

Una mirada más cercana a los títulos que hemos referido, permite en efecto extraer algunas impresiones. Por un lado, llama poderosamente la atención la gravedad con la que Hollywood caracterizó a sus presidentes en la filmografía de los sesenta y los setenta. Con la notoria excepción del atribulado Presidente Merkin Muffley al que Peter Sellers da vida en Dr. Strangelove, la mayor parte de las caracterizaciones de la época –no lo olvidemos: los años de la Guerra Fría y de la permanente amenaza nuclear– nos presentan a dirigentes hiératicos, casi herméticos, diríase que conscientes de, o incluso abrumados por, su grave responsabilidad ante la historia y ante sus ciudadanos, de los que serían buenos ejemplos los encarnados por Franchot Tone en la magistral Advice and Consent (Otto Preminger, 1962) o por Frederick March en Seven Days in May (John Frankenheimer, 1964). A los presidentes de los noventa, en cambio, les cuadraría mucho mejor la etiqueta nietzschiana de “humano, demasiado humano”: estamos ante personajes heróicos en ocasiones –desde luego, ninguno más que el encarnado por Harrison Ford en Air Force One (Wolfgang Petersen, 1997), capaz de neutralizar por si solo a todo un comando de terroristas rusos, y de hacer aterrizar de una

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pieza el avión presidencial–, 86 y patéticos en otras –recuérdese al encarnado por Robert Culp en El Informe Pelícano (Alan Pakula, 1993), más preocupado por enseñarle nuevos trucos a su perro que por salvar su Presidencia–. Hombres, en fin, de carne y hueso que se enamoran –como en El Presidente y la Sra. Wade (The American President, Rob Reiner, 1995)–; y que tienen amantes –como en Poder absoluto (Clint Eastwood, 1997)– que tienen dudas, que mienten, que se arrepienten, y que acaban pagando por ello.

Esa dualidad entre lo que –simplificando un poco los términos– podríamos calificar como “los presidentes héroes” y “los presidentes payasos” –téngase presente, por si fueran menster más ejemplos, que Hollywood ha sentado en el sillón presidencial a cómicos tan hilarantes como Leslie Nielsen o Chris Rock, y ha requerido de Jack Nicholson una de sus mas histriónicas interpretaciones para el papel del presidente James Dale en Mars Attacks! (Tim Burton, 1997)– podría muy bien ser

86 Sirva como anécdota –reveladora, en todo caso– que en vísperas de las pasadas elecciones presidenciales, una encuesta encaminada a elegir al mejor presidente de ficción de los Estados Unidos promovida por AOL Moviephone y en la que se computaron nada menos que 1.100.000 votos, fue Harrison Ford quien se alzó con el título por su encarnación del Presidente James Marshall en Air Force One. Le seguirían Morgan Freeman por su papel en Deep Impact, Michael Douglas por el suyo en El Presidente y la Sra. Wade, Bill Pullman por su rol en Independence Day, y finalmente Kevin Kline por Dave (vid. www.digitalspy.co.uk/movies/a133482/)

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reflejo de esa otra dualidad presente en la sociedad estadounidense, en función de la cual por un lado se admira y hasta se venera a quien dirige y, en última instancia, representa y encarna a la nación americana, pretendiendo hallar en él virtudes cuasi divinas; y por otro se ridiculiza a una clase política pagada de sí misma y ajena a los problemas del ciudadano, personificándola en su máximo representante.

Es por ello que el análisis no solo de las representaciones presidenciales pretendidamente realistas, sino también de las declaradamente creativas podría constituir un valioso elemento de referencia para comprender mejor qué piensan y qué desean, en qué creen y en qué dejaron de creer los ciudadanos norteamericanos. Que convertidos en espectadores críticos y con capacidad de discernimiento son, al fin y al cabo, quienes mantienen la industria del cine y, provistos del derecho de voto, son quienes sostienen el entero sistema político de los Estados Unidos.

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6. BILL CLINTON Y COLORES PRIMARIOS, O COMO TODO PARECIDO CON LA REALIDAD NO SIEMPRE ES PURA COINCIDENCIA Carlos Flores Juberías Universidad de Valencia

“It all depends on what the meaning of the word 'is' is”

(Bill Clinton, en comparecencia ante el Gran Jurado, 17 de agosto de 1998)

1. El libro El 16 de febrero de 1996 –lo que en el peculiarísimo calendario

político estadounidense significa en plena temporada de elecciones primarias, y con las presidenciales del mes de noviembre asomando ya en el horizonte– el “todo Washington” se sacudió hasta sus cimientos más profundos con la noticia de la aparición de una novela, oportunamente titulada Primary Colors. 87

Visto desde lejos, el argumento de la obra no podía ser menos original. De hecho, se podría incluso sostener que en él se contenían los ingredientes más habituales del género político –sexo, codicia, ambición, mentira… poder, en suma– en unas proporciones casi canónicas. Y es que en Primary Colors se contaba cómo en la América de los noventa, el gobernador demócrata de un Estado sureño, popular, carismático, extraordinariamente hábil como comunicador y con una esposa ambiciosa y llena de carácter, pero lastrado por una irreprimible tendencia a meterse en la cama de cuantas mujeres se pusieran a su alcance, emprende la carrera hacia la Presidencia de los Estados Unidos, flanqueado por un variopinto equipo de estrategas de campaña dispuestos a cambiar el mundo, que una vez en la vorágine de la campaña no tardan en darse cuenta de que abrirse paso hacia la Casa Blanca constituye un

87 Anonymous: Primary Colors: A Novel of Politics, Random House, 1996.

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objetivo mucho más plausible cuando los ideales, los principios y los escrúpulos morales quedan discretamente relegados a un segundo plano.

La conmoción suscitada por Primary Colors respondió a tres causas. La primera, es que a pesar de venir catalogada ya desde la portada como “una novela política”, y de llevar impresa en sus páginas interiores la consabida etiqueta de que “Ésta es una obra de ficción a la que se aplican las reglas usuales. Ninguno de los hechos relatados sucedió en realidad”, la trama de la novela, el trasfondo y las circunstancias en que se desarrollaba, y hasta el perfil de muchos de sus personajes guardaban llamativas similitudes con las circunstancias en las que cuatro años atrás se había producido el surgimiento y el triunfo de la candidatura presidencial de otro político sureño hasta entonces escasamente conocido, que meses más tarde se convertiría en el cuadragésimo segundo Presidente de los Estados Unidos. En realidad, las similitudes entre el Gobernador Jack Stanton y su esposa Susan, protagonistas de la novela, y el –primero– Gobernador y –luego– Presidente Bill Clinton y su esposa Hillary eran tantas, que absolutamente nadie creyó que fuesen fruto de la pura coincidencia. Y si alguna duda pudiera quedar sobre la inocencia de los paralelismos el hecho de que en la portada de la obra apareciese, como toda ilustración, el tradicional símbolo demócrata del asno, probablemente la habría acabado de disipar.

Adicionalmente, el hecho de que la novela fuese publicada como anónima –en la portada campaba igualmente un intrigante “Anonymous” allí donde debería haber figurado el nombre de su autor– no hizo sino multiplicar el interés de los medios por saber quien era el responsable de esos Primary Colors que estaban empezando a sacarle los colores –otros colores, aunque quizás también fueran primarios– a varios de los más influyentes personajes de la Administración Clinton. En las semanas inmediatamente posteriores a su aparición en las librerías, los columnistas más incisivos de Time, Newsweek, el Washington Post o el New York Times se embarcaron en todo un carrusel de especulaciones, a fin de averiguar quién podría ser el autor de la novela y –lo que era quizás más importante– quiénes estaban detrás de una obra que retrataba de manera tan poco halagadora al mismísimo Presidente y a la Primera Dama de los Estados Unidos, y qué oscuros propósitos les movían.

Por descontado, el interés por discernir qué hubiese de verdad y qué fuera fabulación en las páginas de Primary Colors se vió multiplicado por el hecho –ya apuntado– de que su aparición hubiera tenido lugar en mitad de la campaña presidencial de 1996. Aunque la

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nominación de Bill Clinton como candidato demócrata jamás llegara a correr peligro –en tanto que Presidente, Clinton contó todas las bendiciones del partido para optar a un segundo mandato, imponiéndose en todas las primarias y haciéndose así con el voto unánime de la Convención Demócrata reunida en Chicago– no era menos cierto que cualquier controversia en torno a su figura podría servir de munición a los republicanos, que por aquel entonces se hallaban debatiéndose entre Bob Dole, Pat Buchanan y Steve Forbes, en una disputa que a la postre se decantaría por el primero –sólo para que en la cita de noviembre Clinton se impusiera por un holgado margen de ocho millones de votos.

Las especulaciones en torno a la autoría de la novela salpicaron prácticamente a todo aquel que, sabiendo leer y escribir, hubiera formado parte del círculo más íntimo de los Clinton a comienzos de los noventa, o hubiera seguido de cerca su campaña, y pudiera tener desde entonces alguna cuenta que ajustar con la pareja presidencial. George Stephanopoulos –asesor político y secretario de prensa de Clinton en los primeros compases de su primer mandato–, Gary Trudeau –autor de la célebre tira cómica Doonesbury– Mandy Grunwald –directora de publicidad de la primera campaña presidencial de Clinton, y confidente de Hillary hasta su marginación en 1995–, o los periodistas Mike Halperin, Sidney Blumenthal y Joe Klein serían alternativamente señalados como la auténtica identidad de Anonymous. La imputación sería enérgicamente refutada por todos ellos, y en algunos casos –como

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en el del influyente columnista de Newsweek Joe Klein– con tanta energía como para comprometer en ello su buen nombre como periodista.

En el entretanto, las ventas de Primary Colors se dispararon hasta convertir a la novela en todo un fenómeno editorial, a los detalles más jugosos de su historia en la comidilla del todo Washington, y a los aspectos más sórdidos del asunto en valiosa munición para los republicanos. La primera edición conocería doce reimpresiones sólo en febrero de 1996, y hacia finales de julio el número de copias vendidas ascendía ya a 1,2 millones –según el Publishers Weekly, la cifra llegaría a los tres millones hacia enero de 2000– mientras era traducido al chino, coreano, hebreo, japonés, alemán y checo, y más tarde al francés, al italiano y al español–, 88 situándose durante nueve semanas seguidas en lo más alto de la lista de bestsellers del New York Times.

A la postre, la investigación cuasi-policial desplegada por algunos medios a fin de identificar al nombre que se enmascaraba detrás de Anonymous –que incluyó estudios lingüísticos que compararon el estilo literario de la obra con el de sus posibles autores, 89 y análisis grafológicos de las anotaciones hechas sobre las pruebas de imprenta– acabaron de cerrar el cerco en torno a Joe Klein, quien el 17 de julio de 1996 tomó la decisión de convocar una rueda de prensa para confesarse autor de la polémica novela, 90 y hacer frente al chaparrón de críticas suscitado por su previo rosario de negativas …y –naturalmente– por la novela en sí misma. 91

Periodista de Newsweek por aquel entonces –luego lo sería del New Yorker, y desde enero de 2003, de su competidora Time– Klein había conocido a Clinton 1989, había seguido con atención su trayectoria como Gobernador de Arkansas, y había –en efecto– cubierto muy de cerca su primera campaña presidencial, de manera que gozaba en consecuencia de

88 En el caso de nuestro país, el libro aparecería como Colores primarios: una novela politica, editado por Alfaguara en el año 2000. 89 Don Foster, autor del estudio, acabaría incluso escribiendo un libro sobre ésta y otras investigaciones suyas: Author Unknown. On the Trail of Anonymous, Henry Holt & Co., 2000. 90 “Klein Admits He Wrote ‘Primary Colors’", AllPolitics de 17 de julio de 1996. 91 Vid. por todos, Tod Lindberg: “The Media’s True Colors”, The Weekly Standard de 29 de julio de 1996.

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información de primera mano sobre Clinton y de excelentes contactos en su entorno. 92

Como es natural, la revelación de que Primary Colors había salido de la pluma de Joe Klein trasladó sobre su persona toda la presión mediática del momento, pero al mismo tiempo le brindó la oportunidad para dar su versión de los hechos y –lo que quizás fuera más importante, sobre todo para él– para multiplicar los beneficios de haber sido el autor de la controvertida novela. 93

92 Tiempo después Klein retomaría el tema de Bill Clinton publicando The Natural: The Misunderstood Presidency of Bill Clinton (Broadway, 2003), donde –esta vez, no en clave de ficción, sino de ensayo– llevaría a cabo su propia valoración del personaje y de su legado, a quien por un lado considerará el político con más talento de su época y, por otro, el epítome de una generación caracterizada por el relativismo moral y la superficialidad en el mensaje. En su obra más reciente, Politics Lost: How American Democracy Was trivialized by People Who Think You Are Stupid (Broadway, 2007), Klein ha ampliado su espectro analítico para abordar las campañas electorales americanas desde 1968 hasta nuestros días, preguntándose por qué éstas capturan cada vez menos la atención y el interés del elector, y lamentando la excesiva influencia de los asesores políticos y los expertos en demoscopia, y su decisiva responsabilidad en la aparición de candidatos cada vez menos auténticos, y de campañas cada vez más teatrales. 93 De hecho, Klein intentaría alargar el éxito de Primary Colors mediante una secuela intitulada The Running Mate (Delta, 2000), en la que un senador –en esta

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2. El filme En esa tesitura, a nadie extrañaría que la idea de transformar

Primary Colors en un filme se pusiera casi de inmediato sobre la mesa. Y es que, a decir verdad, la historia de Klein era auténtica “carne de taquilla”.

Algo más sorprendente sería, en cambio, que la dirección de la cinta fuera confiada a Mike Nichols. Aunque el legendario director de ¿Quién teme a Virginia Woolf? (EEUU, 1966), El Graduado (EEUU, 1967) o Conocimiento carnal (EEUU, 1967) había ya velado armas en el campo del cine político con Silkwood (EEUU, 1983), lo cierto es que su trayectoria cinematográfica siempre había estado más ligada al análisis de las relaciones humanas –en especial, las de pareja: recuérdense, además de las citadas, A propósito de Henry (EEUU, 1991), o Se acabó el pastel (Heartburn, EEUU, 1986)– de modo que su elección para esta película quizás tuviera que ver más con el pulso que a lo largo de la cinta mantienen sus dos protagonistas que con el trasfondo más netamente político de la historia. Aunque mirándolo en perspectiva, y a la vista de su más reciente filme –La Guerra de Charlie Wilson (EEUU, 2007)– también cabría pensar que en el fondo, Nichols debe tener también su pequeña parte de political junkie.

El hecho de que la película fuera estrenada en marzo de 1998 probablemente no ayudó demasiado a que el filme de Nichols suscitara la atención que dos años atrás había rodeado a la novela de Klein. Por aquel entonces el Caso Lewinsky –el escándalo suscitado en torno a la relación entre el Presidente Clinton y la becaria Monica Lewinsky, que acabaría con el impeachment, fracasado pero devastador política y personalmente, de aquél– se hallaba en pleno apogeo, 94 de modo que más de un posible

ocasión, con una trayectoria vital que recuerda por momentos a la de John McCain, por aquel entonces embarcado en su primera carrera por la nominación republicana– se niega a disputar con malas artes la nominación del ya presidente Jack Stanton, y termina optando a ser su compañero de candidatura –running mate– en una nueva carrera hacia la Presidencia.

Al margen de la política, Klein ha sido autor de otras dos obras: Payback: Five Marines After Vietnam (Knopf, 1984) y Woody Guthrie: A Life (Delta, 1980). 94 Vid., entre otros, Marvin Kalb: One Scandalous Story: Clinton, Lewinsky, and Thirteen Days That Tarnished American Journalism, Free Press, 2007 y Robert Busby: Defending the American Presidency: Clinton and the Lewinsky Scandal, Palgrave Macmillan, 2001.

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espectador debió pensar que no había mayor necesidad de ir al cine cuando los noticiarios estaban proporcionando a diario más morbo, más sexo, y más intrigas que las que Joe Klein pudiera haber imaginado y Mike Nichols haber representado. Como consecuencia de ello, una de las películas más aclamadas por la crítica ese año, se convirtió también en uno de los más sonados fracasos comerciales de la temporada. 95

Desde un punto de vista estrictamente cinematográfico –esto es: haciendo abstracción de la inequívoca significación política del filme– Colores Primarios no constituye una joya del séptimo arte, pero es ciertamente una buena película. Proporciona una visión aguda y penetrante de los entresijos de ese submundo –dentro del mundo de la política– que son las campañas electorales, en especial las americanas; brinda –aunque en medida dispar– destellos de comedia, tensión dramática y momentos profundamente conmovedores; y –sobre todo– pone sobre la mesa más de media docena de importantes interrogantes sobre los que cualquier espectador en el que también concurra la condición de ciudadano y de elector no podrá evadirse de reflexionar. En este sentido –y haciendo abstracción por un instante de sus méritos cinematográficos– Colores Primarios brinda un inmejorable punto de

95 Aun así, el filme mereció incluso el honor de una portada de Time (16 de marzo de 1998) con el revelador titular de “Lights! Camera! Clinton!”.

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partida para cualquier debate sobre la política y los políticos, la democracia y los partidos, la participación y la crítica, la prensa y la opinión pública, o la intimidad y el derecho a la información, que no quiera quedarse en el limbo de la pura reflexión abstracta. ¿Cuáles son los límites éticos que no deben ser traspasados en una confrontación política? ¿Hasta dónde tienen derecho los ciudadanos a saber acerca de la vida privada de sus políticos? ¿Qué papel debe jugar la prensa en una campaña electoral? ¿Qué puede haber de teatro, y qué debe haber de autenticidad, en una campaña electoral? ¿Dónde está la linea que separa la razonable estrategia de adaptar el mensaje al público al que va dirigido, de la más sonrojante de las mentiras? ¿Cuánto puede importar el pasado, y cuánto el presente, en el mensaje de un candidato? ... son, en fin, algunas de las preguntas con las que seguramente se tope cualquiera que visione Colores Primarios.

En el plano interpretativo, la encarnación que de Jack Stanton hace John Travolta resulta especialmente acertada en la medida en que logra retratar al protagonista de la novela de Joe Klein de un modo que recuerda inequívocamente a Bill Clinton –cabello prematuramente cano, amplia sonrisa, voz ligeramente ronca, unos cuantos kilos de más…– sin caer en la vulgar imitación de gestos y apariencia. A pesar de que la suya no fuera la primera opción en ser considerada por los productores –se dice que Tom Hanks rechazó el papel por su amistad con Bill Clinton, y que tampoco cuajó la alternativa de Mel Gibson– lo cierto es que la interpretación de Travolta resulta excelente, de modo que la de Colores Primarios podría muy bien sumarse a la ya dilatada serie de estimables interpretaciones –recuérdese que el actor venía de haber ganado una nominación al Óscar por su papel en Pulp Fiction (Quentin Tarantino, EEUU, 1994), de haber protagonizado Phenomenon (John Turteltaub, EEUU, 1996) y de haber compartido cartel con Nicholas Cage en Cara a cara (John Woo, EEUU, 1997) y con Dustin Hoffman en Mad City (Costa-Gavras, EEUU, 1997)– que haría de los noventa uno de los periodos más dulces de su ya dilatada, aunque notoriamente irregular, carrera interpretativa.

Pese a ello, y pese a las correctas interpretaciones de Emma Thompson en el papel de Susan Stanton, Adrian Lester como Henry Burton –el joven activista que, enrolado en el equipo de campaña de Stanton, hace las veces de narrador y de referente moral del filme–, y Larry Hagman –el legendario JR de Dallas (David Jacobs, EEUU, 1978-1991)– sorprendente en el papel del frágil Gobernador Fred Picker, lo cierto es que, a la postre, la mayor parte de los galardones cosechados por el filme se repartirían entre la guionista Elaine May (nominada al Óscar y

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Premio BAFTA al mejor guión adaptado) y la popular Kathy Bates, que obtendría por su papel de Libby Holden sendas nominaciones al Óscar, a los premios BAFTA y a los Globos de Oro, así como un sinfín de premios de la crítica, siempre en calidad de mejor actriz secundaria.

Remataría la faena una banda sonora igualmente estimable, interpretada por Ray Cooder y Carly Simon, en la que se incluyen versiones de clásicos como el Tennessee Waltz o You Are My Sunshine.

Sea como fuere, a nadie se le escapa que el mayor interés de Primary Colors había por fuerza de radicar en el rastreo de las semejanzas entre el perfil y la historia de sus protagonistas y los de Bill y Hillary Clinton, y por ende, con los personajes más caracterizados de su entorno más próximo. Un paralelismo, por cierto, perfectamente admitido por su autor, por más que su intencionalidad y –sobre todo– sus consecuencias fueran y sigan siendo todavía hoy objeto de debate. 96

Los mencionados paralelismos son más que evidentes por lo que se refiere tanto a las figuras de Jack Stanton y Bill Clinton como a las de su esposa Susan y Hillary. El primero, amén de un origen sureño y un físico

96 Vid. Myron A. Levine: “Myth and Reality in the Hollywood Campaign Film: Primary Colors (1998) and The War Room (1994)”, en Peter C. Rollins y John E. O’Connor (eds.): Hollywood’s White House. The American Presidency in Film and History, University Press of Kentucky, 2003, pp. 288-308, esp. pp. 292-295.

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que recuerda sin esfuerzo al del “hombre de Hope”, hace gala a lo largo del filme de todo un rosario de gestos y comportamientos fácilmente identificables con los más claramente definitorios de la personalidad de Clinton, que van desde su afición a los donuts y al pollo frito –la querencia de Clinton por la comida-basura era legendaria– hasta su irreprimible debilidad por las mujeres llamativas, pasando por otros menos chocantes pero igualmente reveladores, como su facilidad de palabra, su enorme capacidad de persuasión, su gusto por la comunicación directa e incluso por el contacto fisico –obsérvese con detalle la escena del principio del filme en la que Stanton estrecha las manos de quienes le aguardan para escucharle– y su facilidad para conectar con su interlocutor –de nuevo: obsérvese la impagable escena en Krispy Kreme–. Por su parte, el personaje Susan Stanton reproduce también con fidelidad esa dureza de carácter, esa inquebrantable determinación, esa sequedad en el trato y esa irrefrenable ansia de triunfar que muchos de quienes la conocen –y muchos más, entre quienes no lo hacen– han venido atribuyendo a Hillary Clinton.

Pero, por si ello no bastase, sucede que los paralelismos entre el entorno de los Clinton y los personajes de Primary Colors parecen alcanzar hasta al último de los integrantes del reparto. En este sentido, hay quien ha querido ver en el protagonista del filme, el asesor político Henry Burton, un trasunto del ya mencionado George Stephanopoulos; mientras que el vitriólico estratega Richard Jemmons sería el gurú James Carville; la asesora Daisy Green podría ser tanto Mandy Grunwald como Dee Dee Myers; el jefe de campaña Howard Ferguson sería Harold Ickes, Jr.; Libby Holden, la fidelísima y resuelta dust buster –“más fuerte que la basura”– de los Stanton jugaría en el filme el papel del malogrado Vince Foster; y la consejera de Susan Stanton Lucille Kauffman, el de Susan Thomases. El Gobernor Orlando Ozio sería evidentemente el entonces Gobernador de Nueva York Mario Cuomo –del mismo modo que su hijo Jimmy sería un trasunto de Andrew Cuomo–; el Reverendo Luther Charles sería el Reverendo Jesse Jackson; y el antiguo Gobernador de Florida y adversario de Stanton, Freddy Picker tendría algunos elementos en común con el antiguo Gobernador de California, y también candidato presidencial frustrado, Jerry Brown. Y, naturalmente, el episodio en el que la espectacular Cashmere McLeod hace pública su relación con el Gobernador Stanton, no sería sino una minuciosa parodia del escándalo suscitado por la relación –aireada por ella, y admitida por él– entre Bill Clinton y Gennifer Flowers, a la que –tanto en la película como en la vida real– hubieron de salir al paso nuestra pareja protagonista con una comentadísima aparición televisiva conjunta.

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Primary Colors constituye, pues, una valiosa aproximación –hecha

ciertamente desde la ficción, pero no exenta de realismo– 97 a ese momento decisivo en la historia reciente de América en la que un demócrata sureño inusualmente joven y carismático puso fin a nada menos que doce años de hegemonía republicana en la Casa Blanca. ¿Una aproximación halagadora, o una aproximación descalificadora? Pues, en una sociedad en la que incluso los valores éticos más afianzados son a menudo puestos en tela de juicio, la respuesta a la pregunta probablemente vaya a depender de la posición del observador. En palabras del crítico cinematográfico Bryce Zabel, “quienes odien a Clinton verán en ella la prueba de que en términos morales Bill estaba apenas un punto por encima de un charco de fango, mientras que quienes adoren a Clinton verán en ella la prueba de su humanidad, por más que sea imperfecta y defectuosa”. 98

97 Para una visión hecha desde el realismo –aunque quizás no completamente exenta de ficción– de ese momento, puede visionarse el documental de D. A. Pennebaker y Chris Hegedus The War Room (EEUU, 1994), un minucioso relato de primera campaña presidencial de Clinton filmado in situ y entre bambalinas, con la participación de James Carville, George Stephanopoulos, Paul Begala y el resto de sus ya legendarios asesores de campaña. 98 Bryce Zabel: “Primary Colors (1998) vs. The Candidate (1972)”, on-line en www.brycezabel.com/newsviews/2008/05/primary-colors.html.

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En cualquiera de los casos, sería un error tanto limitarnos a valorar el filme de Mike Nichols únicamente en función de su capacidad para parodiar al establishment clintoniano, como entender que el cuadragésimo segundo presidente de los Estados Unidos no fue otra cosa que el mujeriego tragón, vulgar y carente de escrúpulos que se retrata en la cinta. Por lo que hace a lo primero, interesa subrayar de nuevo –con palabras del crítico Paul Clinton– que Primary Colors es, además de todo lo dicho, “una historia de ideales, ilusiones y decepciones; de imágenes y realidades; que trata sobre nuestro proceso político y como éste se vuelve tan teatral, tan falso y tan carente de significado como el wrestling profesional; de personas que no son malas, sino simplemente humanas, y a menudo tristes”. 99 Por lo que hace a lo segundo, es evidente que por mucho que Primary Colors brinde un útil punto de partida para valorar la figura y el legado de Bill Clinton, una evaluación completa de lo uno y de lo otro requiere de un esfuerzo mucho más considerable que el de acomodarse sobre la butaca de un cine.

3. El personaje La tarea de valorar la figura y el legado de Bill Clinton tropieza,

como sucede a menudo con las figuras y los periodos históricos que todavía permanecen cercanos en el tiempo, con la dificultad de emitir una veredicto objetivo cuando aun son muchas las pasiones –odios, envidias, fobias, pero también filias, gratitudes y simpatías– suscitadas por su persona y aun pendientes de extinguir. La Historia en general –y, más específicamente, la de la Presidencia de los Estados Unidos– está repleta de casos en los que el veredicto en torno al legado de un mandatario ha pasado de netamente positivo en el momento de su muerte a francamente crítico con la distancia del tiempo –recuérdese el caso paradigmático de Warren Harding, amargamente llorado en su día, y considerado hoy uno de los mas ineptos presidentes que ha tenido el país–, igual que de casos –como el de Eisenhower, altamente reputado en los últimos tiempos, después de haber sido tenido por un presidente mediocre en los años cincuenta y sesenta– en los que el recorrido ha sido exactamente el inverso. Más aun, la de Clinton dista mucho de ser una figura del pasado, como pudo comprobarse con ocasión de su activa presencia en la

99 Paul Clinton: “'Primary Colors' brilliant, touching, hilarious”, on-line en www.cnn.com/SHOWBIZ/

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frustrada campaña presidencial de su esposa a lo largo del 2008, de su posterior apoyo a la candidatura de Barack Obama, y de la llamativa presencia de miembros de su entourage en la naciente administración del nuevo presidente.

Puestos a hacer –con todas estas precauciones– un balance de su mandato, tres datos deberían ser subrayados antes de aventurar cualquier valoración: uno, que su presidencia coincidió con el más largo periodo de expansión económica en tiempo de paz de la historia americana, lo que le permitió la cuadratura del círculo de hacer compatible una reducción de impuestos con un presupuesto equilibrado y hasta un incremento de las reservas federales; dos, que seis de sus ocho años en la Casa Blanca hubieron de transcurrir coexistiendo con un Congreso hostil, después de que en las midterm elections de 1994 los republicanos abanderados por Newt Gingrich se hicieran –por primera vez en cuatro décadas– con el control de ambas cámaras; y tres, que su Presidencia coincidió igualmente con el final de la Unión Soviética y, por tanto, con la automática conversión de los Estados Unidos en única superpotencia planetaria, con todo lo que ello implicó en términos de oportunidades, y también de responsabilidades.

Si lo primero permitió a Clinton reducir en su primer presupuesto los impuestos a más de quince millones de familias de escasos recursos y al 90% de los pequeños empresarios –a cambio de subirlos para el 1’2%

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de los contribuyentes más acomodados– e introducir en 1997 la Taxpayer Relief Act; la segunda de estas circunstancias fue en buena medida la responsable del fracaso –o la distorsión en sede legislativa– de varias de las más importantes iniciativas de su agenda, aunque sus dos fracasos más sonoros –el del plan de reforma del sistema sanitario promovido por su esposa Hillary, y el de reforma del sistema de financiación de las campañas, bandera de la lucha contra la corrupción política– se fueron a pique por falta de apoyo en su propio partido incluso antes de que los republicanos tomaran el control del Congreso. Así las cosas, el legado Clinton quedaría reducido a proporciones bien modestas para quien estuvo no cuatro, sino ocho años al frente del país: la Family and Medical Leave Act de 1993 que incrementó la protección a las madres embarazadas; la introducción de la política de tolerar la presencia de homosexuales en el ejército a condición de que no revelasen su condición –la conocida fórmula “don’t ask, don’t tell”–; la Ley Brady, que implementaría modestas restricciones a la compra de armas; la Violent Crime Control and Law Enforcement Act de 1994, que expandió la pena de muerte en la legislación federal; la Defense of Marriage Act de 1996 que permitió a los Estados negarse a reconocer los matrimonios entre personas del mismo sexo y los desterró de la legislación federal; la Executive Order 13011, que abrió el paso de las nuevas tecnologias de la información a todos los niveles de la Administración –Clinton fue, valga la anécdota, el primer Presidente de los Estados Unidos en abrir su página web, en octubre de 1994– y, sobre todo, la ratificación también en 1994 del Tratado de Libre Comercio (el controvertido NAFTA) entre los Estados Unidos, México y Canadá.

En cuanto al tercero de los datos antes apuntados, es forzoso reconocer que la transición de un mundo bipolar a uno unipolar implicó para la Administración Clinton más responsabilidades que privilegios, y la arrastró hasta un sinfín de pequeñas –y no tan pequeñas– intervenciones armadas, que no siempre se saldaron con el éxito esperado. De todas ellas, sin duda alguna la más exitosa, la de mayor envergadura y la de consecuencias mas duraderas sería la que en marzo de 1999 condujo al bombardeo de una amplia gama de objetivos civiles y militares en Yugoslavia, al objeto de poner fin a la limpieza étnica que el Gobierno de Slobodan Milosevic estaba llevando a cabo en Kosovo, y que merced a la Resolución 1244 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas se tradujo en la creación de un protectorado bajo supervisión de la ONU que ha durado hasta hace apenas unos meses. Menos exitosas, en cambio, serían las frustradas negociaciones árabe-israelíes celebradas en Camp David (julio de 2000) entre Ehud Barak y Yasser Arafat a

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instancias de Bill Clinton, cuyo fracaso serviría de prólogo al estallido de la segunda Intifada; la Operación “Zorro del Desierto” (diciembre de 1998), encaminada a debilitar la capacidad de acción del dictador iraquí Saddam Hussein; y –sobre todo– la torpe intervención militar americana en Somalia, en la que se enmarcaría la trágicamente famosa Batalla de Mogadiscio (octubre de 1993), inmortalizada por el estremecedor filme Black Hawk Down (Ridley Scott, EEUU, 2001).

Con un legado legislativo tan magro y un balance en política exterior tan repleto de altibajos, y a falta, además, de un gran éxito –o de un glorioso fracaso– en cualquiera de esos dos ámbitos con el que singularizar e identificar simbólicamente su Presidencia, no es de extrañar que a la postre el nombre de Bill Clinton haya quedado, por encima y a pesar de toda otra consideración, ligado al de los escándalos que salpicaron desde el primer al último día su paso por la Casa Blanca. Por más que su implicación en varios de ellos nunca rebasara la categoría de rumor, que alguno se revelara incluso como un auténtico montaje político, y que en la mayor parte de los casos la responsabilidad el Presidente fuera puramente ética, y nunca penal, lo cierto es que la mera enumeración de los escándalos que salpicaron la trayectoria política de los Clinton –negocios turbios y amistades inconvenientes en Whitewater, abuso de poder en el Travelgate y el Troopergate, indulto bajo sospecha a Marc Rich, adulterio con Gennifer Flowers y Paula Jones, y adulterio más perjurio en el caso de Monica Lewinsky– rebasaron de largo lo que el buen nombre de un Presidente podría haber sobrellevado. Como es bien sabido, Clinton tuvo el dudoso honor de convertirse en el segundo

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presidente de la Historia –tras Andrew Johnson (1865-1869)– en ser sometido a un proceso de impeachment para ser desposeído de sus poderes, al ser acusado por la Cámara de Representantes de perjurio y de obstrucción a la Justicia por haber negado ante el Gran Jurado que le estaba investigando por sus relaciones con Paula Jones, haber mantenido relaciones sexuales con la joven –y ya por aquel entonces, famosa– becaria, y por haber obstaculizado posteriormente la investigación sobre el caso. Aunque a la postre el Presidente no llegara a ser hallado culpable por el Senado de los cargos que se le imputaban –tampoco Johnson lo había sido–, lo cierto es que el impeachment, sus investigaciones previas y sus secuelas posteriores, coparon la atención de la opinión pública nacional e internacional y emponzoñaron la vida política del país durante prácticamente dos años, enfangando la recta final del segundo mandato de Clinton, y convirtiéndose a la postre en el dato más sobresaliente de su –por otro lado– rica trayectoria política.

En un contexto como ese, no deja de resultar extremadamente llamativo que a la postre Clinton concluyera su presidencia gozando de unos apoyos populares amplísimos tanto en términos absolutos como relativos; y que además éstos no hubieran dejado de crecer a lo largo de los últimos compases de su mandato, a pesar del impeachment y del frenético acoso mediático que lo rodeó. En efecto: superado un primer bache a mediados de 1993, y otro más dilatado que se extendió desde mediados de 1994 a mediados de 1995, los índices de aprobación de la gestión presidencial de Clinton ya no volvería a bajar del 50%, oscilarían entre el 60 y el 70% a lo largo de 1998, y acabarían situándose en el momento de su retirada en un impresionante 65%, la cifra más alta de entre todos los presidentes americanos desde la Segunda Guerra Mundial. A mayor abundamiento, los ratings de Clinton serían incluso mayores en concretos ámbitos de su gestión, con un 67% de los encuestados declarando que había sido un lider fuerte, un 68% aprobando su gestión en política exterior, un 73% aprobando sus políticas en materia de relaciones interraciales –recuérdese la frase de la escritora de color y Premio Nobel de Literatura Toni Morrison, declarándole “el primer presidente negro de la Historia”– 100 y, en fin, un 76% aprobando su gestión de la economía. 101

100 Toni Morrison: “Clinton as the first black president”, The New Yorker de octubre de 1998. 101 Gary Langer: “Poll: Good Job by the Bad-Boy President. Clinton Legacy Shows Wide Split Along Professional, Personal Lines”, ABC News de 17 de enero de 2001.

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Ante semejante dato, es probable que el primer reflejo de cualquier analista sea concluir que a fin de cuentas el acoso republicano a Clinton debió resultar estéril, y que la opinión pública americana jamás acabó de creer que las acusaciones que se le formularon tuvieran en verdad fundamento. Pero nada más lejos de la realidad: sorprendentemente, los mismos encuestados que aprobaban con tanta holgura su gestión, opinaban igualmente que su ya exPresidente no era una persona honesta ni digna de confianza (67%), que carecía de moral y de estándares éticos elevados (77%), y que no merecía un juicio positivo en cuanto persona.

Palmariamente contradictoria, la valoración ciudadana respecto de Clinton coincide en todo caso con la del grueso de los analistas que antes, durante o después de su paso por la Casa Blanca han ensayado una aproximación a la personalidad del cuadragésimo segundo Presidente de los Estados Unidos.

Sin ir más lejos, el propio Joe Klein, que describió a Clinton como el político con más talento de su generación, pero también como “la apoteosis de todos los supuestos pecados de su generación: el relativismomoral, la tendencia a prestar más importancia al marketing que a la sustancia, y el solipsismo inmaduro”, alabaría el legado de lo que en su opinión había sido una presidencia seria y sustanciosa, reivindicadora del activismo gubernamental –en un país que tiene inoculado el virus del ultraliberalismo–, para acto seguido criticar la incapacidad de Clinton para sobreponerse a sus carencias y alcanzar la grandeza como Presidente. Klein, que aseguraría haber mejorado su opinión sobre Clinton al tiempo que escribía Primary Colors –“considerada, incorrectamente […] un ataque contra el Presidente”– calificaría su novela –e indirectamente emitiría un nuevo juicio sobre su supuesto protagonista–, al sostener que ésta constituía en realidad una defensa de los políticos “larger than life” (una expresión inglesa difícil de traducir al castellano –¿quizás como ”imponente”?–, pero obvia en su significado) que “inevitablemente tienen míticas flaquezas combinadas con sus evidentes fortalezas”, pero que son ciertamente preferibles a los líderes “smaller than life”. 102

También George Stephanopoulos –director de comunicaciones de Clinton durante su primera campaña y consejero presidencial más tarde– ratificaría tanto la tesis de que Clinton fue el mejor político de su tiempo, como la de que sus logros habrían sido mucho mayores si hubiese sido

102 Joe Klein: The Natural…, cit., p. 27.

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mejor también como persona. 103 Y Dick Morris –su asesor y confidente durante mas de veinte años– lo calificaría de “complejo y contradictorio” hasta el extremo de ser un auténtico compendio de contrastes; un hombre dotado –por un lado– de “carisma, intelecto y encanto” suficientes como para cautivar al más escéptico de los observadores, pero también de un “lado oscuro” caracterizado por la falta de disciplina, la volubilidad del carácter, la irritabilidad y el ensimismamiento; provisto de una mente “brillante” pero también caótica, desorganizada e incontrolable”; y dotado de una enorme “capacidad de trabajo y de una innegable voluntad de cambiar la historia, pero incapaz de entender su realidad más inmediata y de trabajar de manera sistemática para cambiarla. 104

Por su parte, la analista y biógrafa de Presidentes Elizabeth Drew imputaría a Clinton y a su círculo de colaboradores más cercano –integrado por viejos cronies de Arkansas y jóvenes tiburones de la política como el propio Stephanopoulos– una escandalosa falta de preparación para las tareas de gobierno –pese a su acreditada capacidad en el manejo de las campañas electorales– que se tradujo a lo largo de los dos primeros años de la Administración Clinton en una concatenación de errores de cálculo que empequeñecieron sus primeros logros, hicieron descender el apoyo de la opinión pública y, a la postre, pusieron en bandeja a los republicanos el triunfo en las midterm elections de 1994 que apuntilló las posibilidades de Clinton de dejar tras de sí un legado sustancial. Su veredicto sobre Clinton –“el primer presidente activista en la era del cinismo”– es, en suma, el de que su falta de carácter y la falta de carácter de su administración dilapidaron en un tiempo récord el enorme capital electoral y el evidente mandato para cambiar el país recibido en 1992, dando paso a una Presidencia atenazada y en ocasiones hasta paralizada. 105

En suma, el juicio –provisional, claro está– de la historia sobre Clinton parece susceptible de resumirse en la frase con la que el analista Gary Langer, 106 sintetizaba los contradictorios resultados de las encuestas de opinión acerca de su legado

“You can't trust him, he's got weak morals and ethics —and he's done a heck of a good job. That's the public consensus on Bill Clinton”

103 George Stephanopoulos: Al too Human, Back Bay Books, 2000. 104 Dick Morris: Because He Could, Regan Books, 2005, pp. 1-2. 105 Elizabeth Drew: On the Edge: The Clinton Presidency, Touchstone, 1995. 106 Gary Langer: “Poll: Good Job by the Bad-Boy President”, cit.

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Lo que, si bien se mira, no puede dejar de provocar un estremecimiento en cualquiera que entienda que en la valoración de un estadista, los juicios políticos no pueden hacerse a espaldas de los juicios éticos.

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